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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

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    AMERICAN GODS (Neil Gaiman)

    Publicado en septiembre 26, 2010
    Título original: “American Gods”.
    Traducción: Robert Falcó.

    ADVERTENCIA A LOS VIAJEROS

    Esto es una obra de ficción, no una guía. Aunque la geografía de los Estados Unidos de América en este relato no es absolutamente imaginaria —muchos de los lugares que aparecen en este libro pueden visitarse, recorrerse los caminos y seguir las rutas— me he tomado ciertas libertades. Menos de las que os imagináis, pero libertades al fin y al cabo.
    No he pedido permiso, y por supuesto no me lo han dado, para usar los nombres de los lugares reales de esta historia, y espero que los propietarios de Rock City o de la Casa de la Roca, o los cazadores que poseen el motel en el centro de América se queden tan perplejos como el resto al encontrar sus propiedades mencionadas aquí.
    He cambiado el nombre de algunos de los lugares que aparecen en este libro, como la ciudad de Lakeside por ejemplo, y la granja con el árbol de ceniza a una hora al sur de Blacksburg. Podéis buscarlos, si queréis. Podéis hasta encontrarlos.
    Además, ni que decir tiene que las personas, vivas, muertas o en cualquier otra condición, que aparecen en este relato son imaginarias o han sido usadas en un contexto imaginario. Sólo los dioses son reales.

    Una cuestión que siempre me ha intrigado es que les ocurre a los seres demoníacos cuando los inmigrantes abandonan su tierra natal. Los irlandeses americanos recuerdan a las hadas, los noruegos americanos a los nisser, los griegos americanos a los vrykólakas, pero sólo en relación con hechos ocurridos en su país de origen. Una vez pregunté por qué tales demonios no aparecían en Estados Unidos y uno de mis informadores sonrió confuso y respondió: «Tienen miedo de cruzar el océano, está demasiado lejos», y añadió que Jesucristo y los apóstoles nunca vinieron a Estados Unidos.

    RICHARD DORSON, “A Theory for American Folklore”
    American Folklore and the Historian
    (University of Chicago Press, 1971)

    NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA


    La etimología que algunas de las palabras del idioma inglés, toman en nuestra lengua, se remonta a una época en la que el cristianismo no era la religión mayoritaria en el mundo occidental. Así sucede, por ejemplo, con los días de la semana, dedicados en castellano a las distintas deidades del panteón greco-latino (y que coinciden, en este caso, con los cuerpos celestes de nuestro sistema solar). Así, el lunes es el día de la Luna (relacionada con la deidad Diana Cazadora); el martes es el día de Marte (dios de la guerra): el miércoles, el de Mercurio (dios del comercio, los viajeros y los engaños); el jueves, el de Júpiter (dios de la luz y el cielo, y por supuesto, las tormentas), el viernes, el de Venus (diosa de la belleza); el sábado, el de Saturno (dios de la agricultura) y el domingo, que correspondía originariamente al día del Sol, pasó a convertirse, tras el cristianismo, en el día del Señor.
    Otro tanto ocurre con los días de la semana en inglés, pero en este caso, si bien coinciden algunas de las características de las deidades, hacen referencia a los dioses del panteón nórdico. Así el domingo (primer día de la semana anglosajona) es el día del Sol, Sunday; el lunes, el de la Luna, Monday; el martes, el del originario dios de la guerra Tyr (posteriormente dios de la justicia), Tuesday; el miércoles, el del dios de la guerra y la muerte Odín (también llamado Woden, Wodan o Wotau), Wednesday; el jueves, el del dios del trueno y las tormentas Thor, Thursday; el viernes, el de la diosa de la fertilidad y esposa de Odín, Frigg, Friday; y el sábado, curiosa y probablemente debido al planeta, hace referencia a Saturno otra vez, Saturday.
    Como apreciará el lector, algunos de los nombres de los personajes, de esta novela no han sido traducidos por razones obvias.

    CAPITULO PRIMERO

    ¿Los límites de nuestro país, señor? Pues por el norte limitamos con la Aurora Boreal, por el este con el sol naciente, por el sur con la procesión de los equinoccios y por el oeste con el Día del Juicio Final.
    —The American Joe Millar’s Jest Book

    Sombra se había pasado tres años en la cárcel. Era bastante grande y todo él parecia transmitir el mensaje de «no me toques los cojones», por lo que su mayor problema consistía en encontrar formas de matar el tiempo. Así que se dedicaba a mantenerse en forma, aprendía a hacer trucos con monedas y pensaba muy a menudo en lo mucho que quería a su mujer.
    Lo mejor, en opinión de Sombra, y quizá lo único bueno, de estar en la cárcel era la sensación de alivio. La sensación de que había caído todo lo bajo que podía caer, de que había llegado hasta el fondo. No le preocupaba que el hombre lo fuera a coger, porque el hombre lo había cogido. No le daba miedo lo que el mañana le pudiera traer, porque el ayer se lo había traído.
    Sombra decidió que no importaba si uno había hecho aquello por lo que lo habían condenado. Según su experiencia, toda la gente que había conocido en la cárcel se sentía herida por algo: en todos los casos las autoridades habían entendido mal algo, decían que habías hecho algo cuando era falso o, como mínimo, no lo habías hecho tal y como ellos decían. Lo que importaba era que te habían cogido.
    Se había dado cuenta de ello durante los primeros días, cuando todo, desde la forma de hablar hasta la horrible comida, era nuevo. A pesar del sufrimiento y la horrible sensación de encarcelamiento, suspiraba aliviado.
    Sombra intentaba no hablar demasiado. Alrededor de la mitad del segundo año le mencionó su teoría a Low Key Lyesmith, su compañero de celda.
    Low Key, un timador de Minnesota que tenía una cicatriz en la cara, sonrió.
    —Sí —dijo—, es verdad. Es incluso mejor cuando te han sentenciado a muerte. Entonces recuerdas los chistes sobre los tíos que empiezan a patalear para quitarse las botas cuando les echan la soga alrededor del cuello, porque sus amigos siempre les habían dicho que morirían con las botas puestas.
    —¿Es un chiste? —preguntó Sombra.
    —Te lo juro. Humor de condenados a la horca. Es el mejor humor del mundo.
    —¿Cuándo colgaron a un hombre por última vez en este estado? —preguntó Sombra.
    —¿Y yo qué sé? —Lyesmith siempre llevaba su pelo rubio anaranjado rapado. Se le veían las líneas del cráneo—. Pero te voy a decir una cosa: este país empezó a irse al carajo cuando se dejó de colgar a gente. Si te cargas a la escoria, después no tienes que aguantarla.
    Sombra se encogió de hombros. No le encontraba nada romántico a una sentencia de muerte.
    Si no tenías una sentencia de muerte, pensaba, la cárcel era, como mucho, tan sólo un aplazamiento temporal de la vida por dos motivos: en primer lugar, la vida transcurre lentamente en la cárcel. Siempre se puede caer más bajo. La vida sigue. Y en segundo lugar, si te limitas simplemente a pasar el tiempo, algún día tendrán que dejarte salir.
    Al principio estaba muy lejos como para que Sombra se concentrara en ello. Luego se convirtió en un rayo distante de esperanza y aprendió a decirse a sí mismo «esto también pasará» cuando la mierda de la cárcel se fuera hacia abajo, como la mierda de la cárcel hacía siempre. Un día se abriría la puerta mágica y por fin saldría por ella. Así que empezó a tachar los días en su calendario de los pájaros cantores de Norteamérica, que era el único calendario que vendían en el economato de la cárcel, y el sol se puso y no lo vio y el sol volvió a salir y no lo vio. Aprendió a hacer trucos con monedas gracias a un libro que encontró tirado en la biblioteca de la cárcel; e hizo ejercicio; e hizo una lista mental de lo que haría cuando saliera de la cárcel.
    La lista de Sombra se hizo cada vez más y más corta. Al cabo de dos años la había reducido a tres cosas.
    En primer lugar, se tomaría un baño. Un baño de verdad, largo, en una bañera y con burbujas. Quizá leería el periódico o quizá no. Unos días pensaba de una manera, otros de otra.
    En segundo lugar, se secaría con una toalla y se pondría una bata. Quizá también zapatillas. Le gustaba la idea de las zapatillas. Si fumara, se fumaría una pipa, pero no fumaba. Cogería a su mujer en brazos («Cachorrito —chillaría ella, fingiendo estar asustada para disimular su placer—, ¿qué haces?»). La llevaría al dormitorio y cerraría la puerta. Encargarían pizzas por teléfono si les entraba hambre.
    En tercer lugar, cuando Laura y él salieran de la habitación, quizá unos días más tarde, se portaría bien y no se metería en problemas durante el resto de su vida.
    —¿Y entonces serás feliz? —le preguntó Low Key Lyesmith. Aquel día estaban trabajando en la tienda de la cárcel, montando comederos para pájaros, una tarea que no resultaba mucho más interesante que troquelar placas de matrícula.
    —Ningún hombre es feliz —dijo Sombra— hasta que se muere.
    —Herodoto —dijo Low Key—. Eh, estás aprendiendo.
    —¿Quién cojones es Herodoto? —preguntó Iceman, mientras ensamblaba un comedero para pájaros y se lo pasaba a Sombra, que lo atornillaba bien.
    —Un griego muerto —respondió Sombra.
    —Mi última novia era griega —dijo Iceman—. Su familia comía una de mierda que no os lo creeríais. Cosas como arroz envuelto en hojas.
    Iceman tenía el mismo tamaño y forma de una máquina de Coca Cola, los ojos azules y un pelo tan rubio que era casi blanco. Le había metido de hostias a un tío que había cometido el error de meterle mano a su novia en el club donde bailaba. Iceman se le tiró encima. Los amigos del tipo en cuestión llamaron a la policía, que detuvo a Iceman, comprobó su historial y averiguó que se había escapado de un programa de reinserción, hacía dieciocho meses.
    —¿Qué querías que hiciera? —preguntó Iceman, ofendido, cuando le contó a Sombra su triste historia—. Le había dicho que era mi novia. ¿Tenía que dejarle que me faltara al respeto de esa manera? ¿Eh? No paraba de manosearla.
    Sombra le dijo «Cuéntaselo a ellos», y zanjó así la conversación. Una de las primeras cosas que aprendió en la cárcel era que cada uno debía cumplir su condena. No podías cumplir la de otro.
    Portarse bien. Cumplir la condena.
    Lyesmith le había prestado a Sombra una edición en tapa blanda de las Historias de Herodoto unos meses atrás.
    —No es aburrido. Está bien —le insistió cuando Sombra le dijo que no leía libros—. Primero léelo y luego me dices que está bien.
    Sombra puso mala cara pero empezó a leerlo y al cabo de poco se encontró con que estaba enganchadísimo al libro, muy a su pesar.
    —Griegos —exclamó Iceman enfadado—. No es verdad lo que dicen de ellos. Intenté metérsela a mi novia por el culo y casi me arranca los ojos.
    De repente, un día trasladaron a Lyesmith sin previo aviso. Le dejó a Sombra su copia de Herodoto. Entre las páginas había escondida una moneda de cinco centavos. En la cárcel, las monedas eran contrabando, ya que se pueden afilar con una piedra y cortarle la cara a alguien en mitad de una pelea. Sombra no quería un arma; Sombra sólo quería tener algo para entretener las manos.
    No era supersticioso. No creía en nada que no podía ver. Aun así, durante las últimas semanas, sentía que la tragedia se cernía sobre la cárcel, de la misma forma que la había sentido los días anteriores al robo. Tenia una sensación de vacío en la boca del estómago, pero él intentaba convencerse de que no era más que el miedo de volver al mundo de fuera. Pero no estaba seguro. Estaba más paranoico de lo habitual, y en la cárcel lo habitual es mucho, y es una técnica de supervivencia. Sombra se volvió más callado, más sombrío que nunca. Se sorprendió a sí mismo observando el lenguaje corporal de los guardas, de los otros reclusos, intentando hallar una pista que le permitiera averiguar aquella cosa mala que estaba a punto de ocurrir. Estaba seguro de ello.
    Faltaba un mes para que lo soltaran. Sombra estaba sentado en una oficina gélida, ante una mesa. Al otro lado de ella había un hombre bajito que tenía una mancha de nacimiento del color del vino de Oporto en la frente. El hombre tenia el expediente de Sombra abierto ante él y sujetaba un bolígrafo que tenía toda la punta mordisqueada.
    —¿Tienes frío, Sombra?
    —Si, un poco.
    El hombre se encogió de hombros.
    —Es el sistema. Las calderas no se encienden hasta el uno de diciembre. Y se apagan el uno de marzo. Yo no hago las reglas. —Pasó el dedo índice por la hoja de papel grapada por la esquina izquierda a la carpeta—. ¿Tienes treinta y dos años?
    —Sí, señor.
    —Pareces más joven.
    —Vida sana.
    —Aquí dice que has sido un recluso modelo.
    —He aprendido la lección, señor.
    —¿De verdad? —Miró a Sombra fijamente, lo que hizo que le bajara la marca de nacimiento de la frente.
    A Sombra se le pasó por la cabeza la posibilidad de contarle a aquel hombre algunas de sus teorías sobre la cárcel, pero al final decidió no decir nada. Se limitó a asentir con la cabeza e intentó parecer totalmente arrepentido.
    —Aquí dice que tienes mujer, Sombra.
    —Se llama Laura.
    —¿Qué tal os va?
    —Bastante bien. Ha venido a verme tanto como ha podido, vive lejos de aquí. Además, le escribo y le llamo cuando puedo.
    —¿De qué trabaja?
    —En una agencia de viajes. Envía a la gente a todas las partes del mundo.
    —¿Cómo la conociste?
    Sombra no sabía por qué le preguntaba todo aquello. Se le ocurrió responderle que no era asunto suyo y dijo:
    —Era la mejor amiga de la mujer de mi mejor amigo. Nos prepararon una cita a ciegas. Congeniamos a la perfección.
    —¿Y tienes trabajo para cuando salgas?
    —Sí, señor. Mi amigo, Robbie, del que le acabo de hablar, tiene un gimnasio, el Muscle Farm, donde me entrenaba. Dice que me ha guardado el trabajo.
    Enarcó una ceja.
    —¿Ah, si?
    —Dice que seré un buen gancho, que conseguiré atraer a algunos de los viejos clientes y a los tíos duros que quieran ser más duros.
    El hombre parecía satisfecho. Mordisqueó la punta de su bolígrafo y volvió la hoja.
    —¿Qué piensas del crimen que cometiste?
    Sombra se encogió de hombros.
    —Fui un estúpido —dijo. Era lo que sentía.
    El hombre de la mancha de nacimiento suspiró. Marcó una serie de puntos en la lista de control. Luego hojeó los papeles del expediente de Sombra.
    —¿Cómo vas a llegar a casa? ¿En autobús?
    —En avión. Está bien esto de que tu mujer trabaje en una agencia de viajes.
    El hombre frunció el ceño y la mancha de nacimiento se arrugó.
    —¿Te ha enviado un billete?
    —No es necesario. Sólo un número de confirmación. Es un billete electrónico. Lo único que tengo que hacer es ir al aeropuerto dentro de un mes, enseñarles un documento identificativo y me marcharé de aquí.
    El hombre asintió, anotó algo por última vez, cerró el expediente y dejó el bolígrafo. Dos manos pálidas reposaban sobre el escritorio gris, como animales rosas. Juntó las puntas de los dedos índice en el aire, en forma de triángulo, y miró a Sombra con ojos llorosos de color avellana.
    —Tienes suerte —le dijo—. Tienes a alguien que te está esperando y un trabajo. Podrás dejar todo esto detrás. Tienes una segunda oportunidad. Aprovéchala al máximo.
    El hombre no le ofreció la mano cuando se levantó para irse, ni tampoco esperaba que lo hiciera.
    La última semana fue la peor. En cierto sentido fue peor que los tres años juntos. Sombra se preguntaba si era el tiempo: agobiante, calmado y frío. Parecía como si fuera a haber tormenta, pero nunca llegó. Estaba de los nervios, se le ponían los pelos de punta, sentía algo en el fondo de su estómago que le decía que algo iba mal. El viento soplaba en el patio de ejercicios. Sombra creía que podía oler la nieve en el aire.
    Llamó a su mujer a cobro revertido. Sombra sabía que las compañías de teléfono cobraban un suplemento de tres dólares a todas las llamadas hechas desde una cárcel. Pensaba que por eso las operadoras eran siempre muy amables con la gente que llamaba desde las prisiones; sabían que les pagaban el sueldo.
    —Siento algo raro —le contó a Laura. Aunque lo primero que le dijo fue «te quiero», porque está bien decirlo si de verdad lo sientes, como era el caso de Sombra.
    —Hola —dijo Laura—. Yo también te quiero. ¿Qué es raro?
    —No sé. Quizá el tiempo. Tengo la sensación de que si al final cayera una buena tormenta todo se arreglaría.
    —Aquí hace buen tiempo. Aún no han caído todas las hojas. Si no cae una tormenta las verás cuando vuelvas a casa.
    —Cinco días —dijo Sombra.
    —Dentro de ciento veinte horas estarás en casa.
    —¿Va todo bien por ahí? ¿No hay ningún problema?
    —Todo bien. Esta noche voy a ver a Robbie. Estamos preparando tu fiesta sorpresa de bienvenida.
    —¿Fiesta sorpresa?
    —Claro. No sabes nada de ella, ¿verdad?
    —En absoluto.
    —Ése es mi marido. —Sombra se dio cuenta de que estaba sonriendo. Llevaba tres años encerrado, pero su mujer aún podía hacerlo reír.
    —Te quiero, cielo —dijo Sombra.
    —Te quiero, cachorrito —dijo Laura.
    Sombra colgó el teléfono.
    Cuando se casaron, Laura le dijo que quería un cachorrito, pero el casero les recordó que, según su contrato, estaba prohibido tener animales en casa. «Eh —le dijo Sombra—, yo seré tu cachorrito. ¿Qué quieres que haga? ¿Que te muerda las zapatillas? ¿Que me mee en la cocina? ¿Que te lama la nariz? ¿Que te olisquee la entrepierna? ¡Seguro que puedo hacer todo lo que hace un cachorrito!» Y la cogió en brazos como si no pesara nada y empezó a lamerle la nariz mientras ella reía y chillaba, y la llevó a la cama.
    Mientras estaba en el comedor, Sam Fetisher se acercó a Sombra, le sonrió y le mostró sus viejos dientes. Se sentó junto a él y empezó a comerse los macarrones con queso.
    —Tenemos que hablar —le dijo Sam Fetisher.
    Era uno de los hombres más negros que jamás había visto Sombra. Podría haber tenido sesenta años. Podría haber tenido ochenta. Pero Sombra también había conocido a adictos al crack de treinta años que parecían más viejos que Sam Fetisher.
    —¿Mm? —dijo Sombra.
    —Se avecina tormenta —dijo Sam.
    —Eso parece. Quizá nevará pronto.
    —No ese tipo de tormenta. Se acerca una tormenta más grande. Te lo digo, es mejor que estés aquí que fuera en la calle cuando llegue.
    —Ya he cumplido mi condena. El viernes me voy.
    Sam Fetisher miró a Sombra.
    —¿De dónde eres? —le preguntó.
    —De Eagle Point Indiana.
    —Eres un mentiroso de mierda —exclamo Sam—. Me refiero a de dónde vienes. ¿De dónde son tus viejos?
    —De Chicago —respondió Sombra. De niña, su madre había vivido en Chicago, y murió allí hace bastantes años.
    —Lo que decía. Se avecina una gran tormenta. Pórtate bien, Sombra. Es como... ¿Cómo se llaman esas cosas sobre las que se mueven los continentes? Es algo de unas placas.
    —¿Placas tectónicas? —se aventuró a decir Sombra.
    —Eso es. Placas tectónicas. Es como cuando se mueven y Norteamérica se desliza sobre Sudamérica. A nadie le gustaría estar en medio. ¿Lo pillas?
    —Ni de coña.
    Le guiñó un ojo lentamente. Los tenía de color castaño.
    —Bueno, no digas que no te he avisado —dijo Sam Fetisher y se metió un trozo de gelatina naranja temblorosa en la boca.
    —No lo haré.
    Sombra se pasó la noche medio despierto, dormía y se despertaba continuamente, escuchaba los gruñidos y ronquidos de su nuevo compañero de celda, que estaba en la litera de abajo. Unas cuantas celdas más allá un hombre gemía, se desgañitaba y sollozaba como un animal, y de vez en cuando alguien le gritaba que se callara de una puta vez. Sombra intentó no escucharlos. Se dejó envolver por los minutos vacíos.
    Faltaban dos días. Cuarenta y ocho horas que empezaron con unos copos de avena y café de la cárcel, y un guarda llamado Wilson que le dio un golpe en el hombro más fuerte de lo necesario y le dijo:
    —¿Sombra? Sígueme.
    Sombra analizó su conciencia. Estaba tranquila, lo que en un cárcel no significaba, tal y como había comprobado, que no estuviera metido en algún problema de tres pares de cojones. Los hombres andaban más o menos uno junto al otro. El ruido de los pies resonaba al caminar sobre cemento y metal.
    Sombra notaba el sabor del miedo en la parte de atrás de la garganta, amargo como el café. Estaba ocurriendo lo malo...
    Desde el fondo de su cabeza una voz le susurraba que le iba a caer otro año a su sentencia, que lo iban a meter en una celda de aislamiento, que le iban a cortar las manos, la cabeza. Se dijo a sí mismo que eran imaginaciones suyas, pero su corazón latía desbocado, como si fuera a atravesarle el pecho en cualquier momento.
    —No te entiendo, Sombra —exclamó Wilson mientras andaban.
    —¿Qué no entiende, señor?
    —A ti. Eres muy tranquilo, joder. Muy educado. Esperas como si fueras un viejo, pero ¿cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiocho?
    —Treinta y dos, señor.
    —¿Y qué eres? ¿Hispano? ¿Gitano?
    —No que yo sepa, señor. Quizá.
    —A lo mejor tienes sangre negra. ¿Tienes sangre de negro, Sombra?
    —Podría ser, señor. —Sombra se mantenía erguido y miraba al frente, sin dejar que aquel hombre le sacara de sus casillas.
    —¿Ah, si? Bueno, lo único que sé es que me das miedo, joder — Wilson tenía el pelo rubio rojizo y una cara rubia rojiza y una sonrisa rubia rojiza—. Nos dejas dentro de poco.
    —Eso espero, señor.
    Pasaron por unos cuantos controles. Wilson enseñó su identificación todas las veces. Subieron por unas escaleras hasta que llegaron a la oficina del director de la prisión, cuyo nombre estaba escrito en la puerta con letras negras, G. Patterson. Esperaron fuera. Junto a la puerta había un semáforo pequeño.
    La luz roja refulgía.
    Wilson apretó un botón que había bajo el semáforo.
    Se quedaron en el sitio donde estaban durante unos minutos. Sombra intentaba convencerse de que todo iba bien, de que el viernes por la mañana iría en el avión con destino a Eagle Point, pero no se lo creía.
    Se apagó la luz roja, se encendió la verde y Wilson abrió la puerta y entraron.
    Sombra había visto al director unas cuantas veces durante los últimos tres años. Una de ellas fue mientras le mostraba la prisión a un político. Otra ocurrió durante un encierro; el director les habló en grupos de cien y les dijo que la cárcel estaba superpoblada, y como la situación no iba a cambiar, era mejor que se acostumbraran.
    De cerca, Patterson tenía peor pinta. Tenía la cara alargada, llevaba el pelo gris cortado al estilo militar, a cepillo. Olía a Old Spice. Tras él había una estantería de libros y todos llevaban la palabra «prisión» en el título. El escritorio estaba impoluto a excepción del teléfono y una página arrancada del calendario de Far Side. Llevaba un audífono en la oreja derecha.
    —Siéntese, por favor.
    Sombra se sentó. Wilson se quedó detrás de él.
    El director abrió un cajón del escritorio, sacó una carpeta y la puso sobre la mesa.
    —Aquí dice que le sentenciaron a seis años por agresión con agravantes y lesiones. Ha cumplido tres años. Teníamos que ponerlo en libertad el viernes.
    «¿Teníamos?». A Sombra se le revolvió el estómago. Se preguntaba cuántos años más tendría que cumplir. ¿Uno? ¿Dos? ¿Los tres? Lo único que dijo fue:
    —Si, señor.
    El director se lamió los labios.
    —¿Qué ha dicho?
    —He dicho «Sí, señor».
    —Sombra, lo vamos a poner en libertad esta misma tarde. Saldrá unos cuantos días antes. —Sombra asintió y esperó la segunda parte de la noticia. El director miró el papel que tenía sobre el escritorio—. Ha llegado esto del Johnson Memorial Hospital de Eagle Point... Su mujer. Ha muerto a primera hora de la mañana. Ha sido un accidente de coche. Lo siento.
    Sombra asintió de nuevo.
    Wilson lo acompañó a su celda sin decir nada. Abrió la puerta y lo dejó entrar. Entonces comentó:
    —Es como uno de esos chistes de «Tengo una noticia buena y una mala», ¿no? La buena es que te vamos a dejar salir antes de tiempo, la mala es que tu mujer se ha muerto. —Y se rió como si la cosa tuviera gracia de verdad.
    Sombra no dijo nada.
    Aturdido, fue a recoger sus pertenencias, aunque la mayoría las regaló. Dejó el libro de Herodoto de Low Key, el de trucos de monedas y, en un arrebato, se deshizo de los discos de metal liso que había sacado a hurtadillas del taller y que había usado como monedas. Fuera habría monedas, monedas de verdad. Se afeitó. Se puso ropa de civil. Cruzó puerta tras puerta. Sabía que nunca volvería a pasar por ellas y se sentía vacío por dentro.
    Empezó a caer un buen aguacero, una lluvia gélida, de aquel cielo gris. Los pequeños trozos de granizo le golpeaban a Sombra en la cara, mientras la lluvia le empapaba el abrigo delgado que llevaba puesto y andaban hacia el ex autobús escolar amarillo que los llevaría hasta la ciudad más cercana.
    Cuando llegaron al vehículo estaban chorreando. Se iban ocho. Dentro aún quedaban mil quinientos. Sombra se sentó en el autobús y tembló hasta que empezó a funcionar la calefacción mientras pensaba en qué iba a hacer, adonde podría ir.
    Imágenes fantasmales le llenaron la cabeza espontáneamente. En su imaginación estaba saliendo de otra cárcel, hace mucho tiempo.
    Había estado encarcelado en una habitación sin luz durante demasiado tiempo: llevaba la barba descuidada y el pelo alborotado. Los guardas lo habían conducido por unas escaleras de piedra gris hasta una plaza llena de cosas de colores brillantes donde había gente con objetos. Era día de mercado y estaba deslumbrado por el ruido y el color, tenía que entrecerrar los ojos por culpa de la luz del sol que llenaba la plaza, olía el aire salado y húmedo y todas las cosas buenas del mercado y a su izquierda el sol brillaba desde el agua...
    El autobús se estremeció y se detuvo ante la luz roja del semáforo.
    El viento aullaba alrededor del autobús, los limpiaparabrisas se arrastraban lentamente sobre el cristal y cubrían la ciudad de una humedad resplandeciente roja y amarilla. Era por la tarde, pero por lo que se veía a través del cristal parecía como si hubiera caído la noche.
    —Joder —dijo el hombre que estaba sentado detrás de Sombra mientras limpiaba el vaho de la ventana con la mano y miraba a una persona que corría por la acera—. Aquí fuera hay tías.
    Sombra tragó saliva. Se dio cuenta de que aún no había llorado, de hecho no había sentido nada. Ni pena, ni había vertido una sola lágrima. Nada.
    Se puso a pensar en un tipo llamado Johnnie Larch con el que había compartido celda nada más entrar en la cárcel y que le contó que una vez, tras pasarse cinco años entre rejas, salió con cien dólares en los bolsillos y un billete para Seattle, donde vivía su hermana.
    Johnnie Larch llegó al aeropuerto y le dio el billete a la mujer del mostrador, quien le pidió su carnet de conducir.
    Él se lo mostró. Había caducado hacía unos años. Ella le dijo que no era un documento válido. Él le respondió que quizá no era válido como carnet de conducir, pero que era más que suficiente como identificación y, joder, ¿quién demonios creía que podía ser, si no era él?
    Ella le dijo que le agradecería que bajara el tono de voz.
    Él le dijo que le diera una puta tarjeta de embarque o que se arrepentiría y que no pensaba permitir que le faltaran al respeto. En la cárcel no permites que nadie te falte al respeto.
    Entonces la mujer apretó un botón y, al cabo de unos minutos, apareció el personal de seguridad del aeropuerto e intentaron convencer a Johnnie Larch de que saliera del aeropuerto sin armar ningún escándalo, pero él no quería irse, así que se produjo un pequeño altercado.
    El asunto acabó con que Johnnie Larch no consiguió llegar a Scattle, se pasó los días siguientes por los bares de la ciudad, y cuando se gastó los cien dólares atracó una gasolinera con una pistola de juguete para obtener más dinero y poder seguir bebiendo, pero al final lo detuvo la policía por mear en la calle. Al cabo de poco volvió a la cárcel para cumplir el resto de la condena y un poco más por el atraco de la gasolinera.
    La moraleja de la historia, según Johnnie Larch, era ésta: no te metas con la gente que trabaja en los aeropuertos.
    —¿Estás seguro de que no es algo así como «El tipo de comportamiento que funciona en un entorno concreto, como una cárcel, puede resultar erróneo e incluso convertirse en peligroso cuando se usa fuera de tal entorno»? —le preguntó Sombra cuando Johnnie Larch le contó la historia.
    —No, escúchame, te lo digo en serio, tío —dijo Johnnie Larch—, no te metas con esas zorras de los aeropuertos.
    Sombra esbozó una sonrisa al recordarlo. Su carnet de conducir no caducaba hasta dentro de unos meses.
    —¡Estación de autobuses! ¡Todo el mundo abajo!
    La estación olía a meado y a cerveza agria. Sombra se subió a un taxi y le pidió al conductor que lo llevara al aeropuerto. Le dijo que le daría cinco dólares de propina si lo hacia en silencio. Tardaron veinte minutos y el taxista no dijo ni una palabra.
    Sombra avanzaba a trompicones por la terminal, iluminada con una luz brillante. Le preocupaba todo aquel rollo de los billetes electrónicos. Sabía que tenia plaza reservada para un vuelo del viernes, pero no sabia si podría cambiarlo para un vuelo de hoy. A Sombra todo lo electrónico le parecía como mágico y susceptible de evaporarse en cualquier momento.
    Aun así, había recuperado su cartera, al cabo de tres años, en la que tenia varias tarjetas de crédito caducadas y una Visa que le proporcionó una agradable sorpresa, ya que no caducaba hasta finales de enero. Tenía un número de reserva y se dio cuenta de que estaba seguro de que cuando llegara a casa todo se arreglaría de alguna manera u otra. Laura volvería a estar bien. A lo mejor sólo era un chanchullo para que pudiera salir unos días antes. O quizá se trataba de un simple malentendido y habían sacado el cuerpo de otra Laura Moon de entre los restos del coche accidentado.
    Los relámpagos refulgían a través de las paredes de cristal del aeropuerto. Sombra se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración, de que estaba esperando algo. El estruendo lejano de un trueno. Espiró.
    Una mujer blanca y cansada lo miraba desde el otro lado del mostrador.
    —Hola —dijo Sombra. «Eres la primera mujer desconocida con la que hablo, cara a cara, en tres años»—. Tengo un número de un billete electrónico. La reserva es para el viernes, pero tendría que salir hoy.
    —Mm. Lo siento mucho. —Tecleó algo en el ordenador, miró la pantalla, volvió a teclear—. No hay ningún problema. Le he puesto en el vuelo de las tres y treinta. Podría retrasarse a causa de la tormenta, así que consulte los paneles. ¿Desea facturar algo?
    Levantó una mochila.
    —No es necesario que facture esto, ¿no?
    —No —respondió ella—. No hay ningún problema. ¿Tiene algún carnet de identidad con fotografía?
    Sombra le mostró su carnet de conducir.
    No era un aeropuerto grande, pero el número de gente que había paseando, tan sólo paseando, le sorprendió. Miró cómo la gente dejaba las bolsas en el suelo con toda tranquilidad, observó cómo se metían las carteras en los bolsillos traseros, vio cómo dejaban los bolsos, debajo de la silla, sin vigilar. Entonces se dio cuenta de que ya no estaba en la cárcel.
    Faltaban treinta minutos para embarcar. Sombra se compró una porción de pizza y se quemó el labio por culpa del queso caliente. Cogió el cambio y fue a las cabinas de teléfono. Llamó a Robbie al gimnasio, pero saltó el contestador.
    —Eh, Robbie —dijo Sombra—. Me han dicho que Laura ha muerto. Me han soltado antes. Voy para casa.
    Entonces, como la gente comete errores, él mismo lo había visto, llamó a casa y escuchó la voz de Laura.
    —Hola —dijo—. No estoy en casa o no puedo contestar el telefono. Deja el mensaje y ya te llamaré. Y que pases un buen día.
    Sombra fue incapaz de dejar un mensaje.
    Se sentó en una silla de plástico junto a la puerta y agarró su bolsa con tanta fuerza que se hizo daño en la mano.
    Pensaba en la primera vez que vio a Laura. Por aquel entonces no sabía ni su nombre. Era la amiga de Audrey Burton. Estaba sentado con Robbie en una mesa de Chi-Chi’s cuando entró Laura un par de pasos por detrás de Audrey y Sombra se la quedó mirando fijamente. Tenía el pelo largo, de color castaño y unos ojos tan azules que Sombra pensó que llevaba lentillas de color. Pidió un daiquiri de fresa, le insistió para que él lo probara y se rió alegremente cuando lo hizo.
    A Laura le encantaba que la gente probara lo que ella tomaba.
    Esa noche, Sombra le dio un beso de despedida que sabía a daiquiri de fresa y desde entonces no había querido besar a otra persona.
    Una mujer anunció que había llegado el momento de embarcar para su vuelo y la hilera de Sombra fue la primera en subir a bordo. Se sentó al final. Había un asiento vacío junto al suyo. La lluvia no paraba de caer contra el costado del avión: se imaginó que había unos niños pequeños que tiraban guisantes secos a puñados desde el cielo.
    Cuando el avión despegó se quedó dormido.
    Sombra se encontraba en un lugar oscuro, y la cosa que lo miraba llevaba una cabeza de búfalo peluda que apestaba y tenía unos ojos enormes y húmedos. Tenia cuerpo de hombre, cubierto de aceite y brillante.
    —Se avecinan cambios —dijo el búfalo sin mover los labios—. Habrá que tomar ciertas decisiones.
    La luz de una hoguera titilaba en las paredes húmedas de la cueva.
    —¿Dónde estoy? —preguntó Sombra.
    —En la tierra y debajo de la tierra —dijo el hombre búfalo—. Te encuentras en el lugar donde aguardan los olvidados. —Sus ojos eran líquidos como el mármol negro y su voz profunda parecía provenir de debajo del mundo. Olía a vaca mojada—. Cree —dijo la voz—. Si quieres sobrevivir debes creer.
    —¿Creer qué? —preguntó Sombra—. ¿Qué debo creer?
    El hombre búfalo miró a Sombra, y se irguió cuan alto era, con los ojos en llamas. Abrió su boca de búfalo llena de saliva y por dentro estaba roja a causa del fuego que ardía en su interior, bajo la tierra.
    —Todo —rugió el hombre búfalo.
    El mundo se inclinó y giró y Sombra estaba de nuevo en el avión; pero seguía inclinado. En la parte delantera del avión había una mujer que gritaba sin ganas.
    Los rayos desprendían unos relámpagos cegadores alrededor del avión. El capitán habló por el intercomunicador para decirles que iba a intentar ganar un poco de altitud para salir de la tormenta.
    El avión dio una sacudida y Sombra se preguntó, fríamente y sin darse cuenta, si iba a morir. Parecía posible, decidió, pero poco probable. Miró a través de la ventana y vio cómo los relámpagos iluminaban el horizonte.
    Entonces volvió a quedarse dormido y soñó que estaba de nuevo en la cárcel y que Low Key le había susurrado mientras hacían cola para comer que alguien le había puesto precio a su vida, pero que Sombra no podría averiguar ni quién había sido ni por qué; y cuando se despertó estaban descendiendo para aterrizar.
    Bajó a trompicones del avión mientras parpadeaba para despertarse.
    Pensó que todos los aeropuertos se parecían mucho. Da igual dónde estés, estás en un aeropuerto: baldosas, pasillos y lavabos, puertas, quioscos de periódicos y luces fluorescentes. Este aeropuerto parecía un aeropuerto. Pero había un problema, no era al que se suponía que iba. Era grande, había demasiada gente y demasiadas puertas.
    —Disculpe, señorita.
    La mujer lo miró por encima de su carpeta sujetapapeles.
    —¿Sí?
    —¿Qué aeropuerto es éste?
    Ella lo miró, confundida, mientras intentaba decidir si estaba de broma o no, y respondió:
    —St. Louis.
    —Pensaba que este avión iba a Eagle Point.
    —Así es, pero ha aterrizado aquí a causa de la tormenta. ¿Nos lo han avisado?
    —Es probable. Me he quedado dormido.
    —Tendrá que hablar con aquel hombre de ahí, el de la chaqueta roja.
    El hombre era casi tan alto como Sombra: parecía el padre de una de aquellas comedias televisivas de los setenta, tecleó algo en el ordenador y le dijo a Sombra que corriera, «¡Corra!», hacia una puerta, al otro lado de la terminal.
    Sombra corrió por el aeropuerto, pero las puertas ya estaban cerradas cuando llegó. Vio cómo se apartaba el avión a través del cristal.
    La mujer del mostrador de ayuda al pasajero (bajita y morena, con un lunar en un lado de la nariz) habló con otra mujer y llamó por teléfono.
    —No, ése no puede ser, lo acaban de cancelar.
    Entonces le imprimió otra tarjeta de embarque.
    —Llamaremos a la puerta de embarque para decirles que va hacia ahí.
    Sombra se sentía como si fuera el guisante que un trilero hacía pasar de cubilete en cubilete, o como una carta a la que mezclaban con el resto de la baraja. Se echó a correr de nuevo y acabó cerca de donde había desembarcado al principio.
    Junto a la puerta había un hombre bajito que le cogió la tarjeta de embarque.
    —Le estábamos esperando —le susurró y arrancó la pestaña de la tarjeta, donde aparecía el asiento de Sombra, el 17D, que entró rápidamente en el avión justo antes de que cerraran la puerta.
    Pasó por primera clase, donde había cuatro asientos, tres de ellos ocupados. El hombre con barba y vestido con un traje de color pálido que estaba sentado junto al asiento vacío en primera fila sonrió a Sombra cuando éste subió al avión, luego levantó la muñeca y dio unos golpecitos en el reloj cuando Sombra pasó a su lado.
    «Sí, sí, se ha retrasado por culpa mía —pensó Sombra—. Ojalá sea ésta la mayor de sus preocupaciones.»
    Se dio cuenta de que el avión parecía estar bastante lleno mientras avanzaba entre las hileras de asientos. De hecho, estaba lleno del todo y había una mujer de mediana edad que ocupaba el asiento 17D. Sombra le mostró su tarjeta de embarque y ella la suya: tenían el mismo número.
    —¿Podría sentarse, por favor? —le preguntó la azafata.
    —No —respondió él—, me temo que no.
    La chica dio un chasquido con la lengua y comprobó las tarjetas de embarque, luego hizo que Sombra la acompañara hasta la parte delantera del avión y le señaló el asiento vacío de primera clase.
    —Parece que es su día de suerte —le dijo—. ¿Le apetece beber algo? Hay tiempo antes de que despeguemos. Estoy segura de que lo necesita después de esto.
    —Una cerveza, por favor —dijo Sombra—. De la que tengan.
    La azafata se fue.
    El hombre del traje de color pálido que estaba sentado junto a él dio unos golpecitos con la uña en el reloj. Era un Rolex negro.
    —Va tarde —exclamó el hombre, que esbozó una sonrisa enorme y gélida.
    —¿Cómo dice?
    —He dicho que va tarde.
    La azafata le dio a Sombra un vaso de cerveza.
    Durante un instante se preguntó si el hombre estaba loco y luego decidió que debía de referirse al avión, que había tenido que esperar al último pasajero.
    —Siento que se hayan retrasado por mi culpa —respondió educadamente—. ¿Tiene prisa?
    El avión dio marcha atrás y se alejó de la puerta. Volvió la azafata y cogió la cerveza de Sombra. El hombre del traje pálido le sonrió y le dijo:
    —Tranquila, lo cogeré con fuerza. —La mujer le dejó que se quedara su vaso de Jack Daniel’s mientras se quejaba por lo bajo de que infringía las normas de aviación. («Eso ya lo juzgaré yo, cielo.»)
    —El tiempo es de vital importancia, sin duda —dijo el hombre—. Pero no, tan sólo me preocupaba que no llegara a tiempo de coger este.
    —Muy amable por su parte.
    El avión estaba detenido. Los motores vibraban, ansiosos por despegar.
    —Ni amable ni hostias —le espetó el hombre—. Tengo un trabajo para ti, Sombra.
    Los motores rugieron. El pequeño avión dio una sacudida y se puso en marcha, lo que hizo que Sombra se recostara en el asiento. Al cabo de poco estaban volando y las luces del aeropuerto se desvanecían bajo ellos. Sombra miró al hombre que estaba sentado junto a él.
    Su pelo era de color gris rojizo: la barba de tres días, de color rojo grisáceo. Tenía la cara curtida y cuadrada con ojos gris pálido. El traje parecía caro y era de color helado de vainilla derretido. Llevaba una corbata de seda gris oscuro con una aguja de plata en forma de árbol, con tronco, ramas y raíces profundas.
    Sostuvo su vaso de Jack Daniel’s cuando despegaron y no derramó ni una gota.
    —¿No piensa preguntarme de qué tipo de trabajo se trata? —inquirió.
    —¿Cómo sabe quien soy?
    El hombre se rió.
    —Ah, saber cómo se llama alguien es la cosa más fácil del mundo. Es cuestión de pensar un poco, tener un poco de suerte, un poco de memoria. Pregúntame de qué tipo de trabajo se trata.
    —No —dijo Sombra. La azafata le trajo otro vaso de cerveza y él le dio un sorbo.
    —¿Por qué no?
    —Me voy a casa, donde me está esperando un trabajo. No quiero otro.
    La sonrisa curtida del hombre no cambió, aparentemente, pero ahora parecía divertido.
    —No te espera ningún trabajo en casa —dijo—. No te espera nada. Yo te estoy ofreciendo un trabajo perfectamente legal, un buen sueldo, seguro médico e incentivos. Joder, si vives lo bastante podría añadir un plan de pensiones. ¿Te gustaría tener uno?
    Sombra dijo:
    —Debe de haber visto mi nombre en el lateral de la bolsa. —El hombre se quedó callado—. Quienquiera que sea, era imposible que supiera que yo iba a subir a este avión. Ni tan sólo yo lo sabia, y si no hubiesen desviado mi avión a St. Louis no estaría aquí. A mí me parece que es un bromista. Quizá está intentando timarme. Pero creo que estaremos mejor si dejamos la conversación en este punto.
    El hombre se encogió de hombros.
    Sombra cogió la revista de la compañía aérea. El pequeño avión no paraba de dar sacudidas, lo que hacía que resultara difícil concentrarse. La palabras flotaban a través de su cabeza como pompas de jabón, estaban ahí cuando las leía y un instante después habían desaparecido.
    El hombre estaba sentado en silencio a su lado, dando sorbos a su Jack Daniel’s. Tenia los ojos cerrados.
    Sombra leyó la lista de canales de música disponibles a bordo para vuelos transatlánticos y luego miró el mapa del mundo con líneas rojas, que mostraban las rutas de la compañía. Acabó de leer la revista, la cerró a regañadientes y la metió en el bolsillo.
    El hombre abrió los ojos. Sombra pensó que tenían algo raro. Uno de ellos era de un gris más oscuro que el otro. Miró a Sombra.
    —Por cierto, lo sentí mucho cuando me enteré de lo de tu mujer, Sombra. Es una gran pérdida.
    A Sombra le entraron ganas de pegarle, pero en vez de eso respiró profundamente. («No te metas con esas zorras de los aeropuertos —le dijo Johnnie Larch desde el fondo de su cabeza— o acabarás de nuevo con tu culo aquí antes de que te des cuenta.»). Contó hasta cinco.
    —Yo también —respondió.
    El hombre negó con la cabeza.
    —Ojalá hubiese ocurrido de otra manera —dijo, y suspiró.
    —Ha muerto en un accidente de coche. Hay peores formas de morir.
    El hombre sacudió la cabeza lentamente. Durante un instante, a Sombra le pareció como si aquel hombre fuera insubstancial; como si de repente el avión se hubiese hecho más real, mientras que a su vecino le hubiese ocurrido lo contrario.
    —Sombra —dijo—, no es una broma. No hay truco. Puedo pagarte más de lo que te pagarían en cualquier otro trabajo que pudieses encontrar. Eres un ex convicto. La gente no hará cola ni se peleará por contratarte.
    —Señor Quiencojonesquieraquesea —exclamó Sombra lo bastante alto como para que se le oyera por encima del ruido de los motores—, no hay suficiente dinero en el mundo...
    La sonrisa se hizo mayor. En aquel momento Sombra recordó un programa de la PBS sobre chimpancés, en el que dijeron que cuando un simio o un chimpancé sonríe lo hace sólo para mostrar los dientes y poner una mueca de odio, agresión o terror. Cuando un chimpancé sonríe, es una amenaza.
    —Trabaja para mí. Habrá algún riesgo, por supuesto, pero si sobrevives podrás pedir lo que tu corazón desee. Podrías ser el próximo rey de América. ¿Quién más te va a pagar tan bien? ¿Eh?
    —¿Quién es usted? —preguntó Sombra.
    —Ah, sí. La era de la información —señorita, ¿podría ponerme otro vaso de Jack Daniel’s? Sin demasiado hielo—, como si hubiera habido otro tipo de era. Información y conocimiento: dos monedas que nunca han pasado de moda.
    —Le he preguntado quién es.
    —A ver... Bueno, como está tan claro que hoy es mi día... ¿Por qué no me llamas Wednesday? Señor Wednesday. Aunque dado el tiempo que hace bien podría ser Thursday, ¿eh?
    —¿Cuál es su nombre real?
    —Si trabajas para mí suficiente tiempo y lo haces suficientemente bien —dijo el hombre del traje pálido—, quizá te lo diga. Ésta es mi oferta de trabajo. Piensa en ella. Nadie espera que digas que sí inmediatamente, sin saber si vas a saltar a un tanque lleno de pirañas o a un foso repleto de osos. Tómate tu tiempo. —Cerró los ojos y se recostó en el asiento.
    —No lo creo —dijo Sombra—. Usted no me gusta. No quiero trabajar con usted.
    —Como he dicho —dijo el hombre sin abrir los ojos—, no te precipites. Tómate tu tiempo.
    El avión dio una sacudida al aterrizar y bajaron unos cuantos pasajeros. Sombra miró por la ventana: era un aeropuerto pequeño en mitad de la nada y aún tenían que pasar por dos aeropuertos más antes de llegar a Eagle Point. Miró al hombre del traje pálido, ¿señor Wednesday? Parecía dormido.
    Sombra se levantó sin pensárselo dos veces, cogió su bolsa y salió del avión. Bajó por las escaleras a la pista mojada y resbaladiza y se dirigió con paso constante hacia las luces de la terminal. Una fina lluvia le mojó la cara.
    Antes de entrar en el edificio del aeropuerto se detuvo, se volvió y miró. No había bajado nadie más. Los operarios de tierra retiraron las escaleras, se cerró la puerta y despegó el avión. Sombra entró en la terminal y alquiló un coche. Cuando llegó al aparcamiento vio que era un Toyota rojo pequeño.
    Desdobló el mapa que le habían dado y lo dejó en el asiento del acompañante. Eagle Point estaba a unos cuatrocientos kilómetros.
    La tormenta ya había pasado, si es que había llegado hasta aquí. Hacía frío y el cielo estaba casi despejado. Unas nubes pasaban por delante de la luna y, por un instante, Sombra no estaba seguro de si eran las nubes o la luna lo que se movía.
    Condujo hacia el norte durante una hora y media.
    Se hacía tarde. Tenía hambre y cuando se dio cuenta de lo hambriento que estaba salió por la siguiente salida y entró en el pueblo de Nottamun (1301 habitantes). Llenó el depósito en la gasolinera Amoco y le preguntó a la mujer aburrida que había tras la caja registradora dónde podía comer algo.
    —En el Jack’s Crocodrile Bar —le respondió—. Diríjase hacia el oeste por la carretera norte del condado.
    —¿Crocodile Bar?
    —Sí. Jack dice que imprimen carácter al local. —Le dibujó un mapa en la parte de atrás de un folleto de color malva que anunciaba un asado de pollo popular en beneficio de una chica que necesitaba un riñon—. Tiene unos cuantos cocodrilos, una serpiente y uno de esos lagartos grandes.
    —¿Una iguana?
    —Exacto.
    Atravesó el pueblo, cruzó por un puente, siguió durante unos cuantos kilómetros y se detuvo junto a un edificio bajo y rectangular que tenía un cartel luminoso de cerveza Pabst.
    El aparcamiento estaba medio vacío.
    Dentro el aire estaba cargado de humo y en la máquina de discos sonaba Walking After Midnight. Sombra echó un vistazo a su alrededor en busca de los cocodrilos pero no vio ninguno. Se preguntó si la mujer de la gasolinera le habría tomado el pelo.
    —¿Qué será? —preguntó el camarero.
    —Cerveza de la casa y una hamburguesa con guarnición. Patatas fritas.
    —¿Un bol de chile para empezar? Es el mejor del estado.
    —Suena bien —respondió Sombra—. ¿Dónde están los servicios?
    El hombre señaló una puerta en la esquina del bar. Había una cabeza disecada de cocodrilo junto a ella. Sombra entró.
    Eran unos servicios limpios y bien iluminados. Sombra echó un vistazo alrededor; era la fuerza de la costumbre. («Recuerda, Sombra, no puedes defenderte cuando estás meando», le dijo Low Key, en voz baja como siempre, desde el fondo de la cabeza). Escogió el urinario de la izquierda. Luego se bajó la cremallera, echó una buena meada y se sintió aliviado. Leyó el recorte de prensa amarillento que estaba enmarcado a la altura de los ojos, en el que aparecían Jack y dos caimanes.
    Alguien carraspeó de manera educada en el urinario que había a su derecha a pesar de que no había oído entrar a nadie.
    El hombre del traje pálido era más grande de pie de lo que le había parecido cuando lo vio sentado junto a él en el avión. Era casi tan alto como Sombra, y eso que él era un hombre alto. Miraba hacia delante. Acabó de mear, se sacudió las últimas gotas y se subió la cremallera.
    Entonces esbozó una sonrisa maliciosa.
    —Bueno —dijo el señor Wednesday—, ya has tenido tiempo para pensar, Sombra. ¿Quieres el trabajo?


    EN ALGÚN LUGAR DE ESTADOS UNIDOS
    Los Ángeles. 11:26 P.M.

    En una habitación de color rojo oscuro —el color de las paredes se parece al del hígado crudo—, hay una mujer alta vestida como un personaje de dibujos animados: lleva unos pantalones cortos de seda muy ajustados y una blusa amarilla de la que rebosan dos pechos exuberantes. Tiene la melena negra recogida en un moño sobre la cabeza. De pie junto a ella hay un hombre bajito que viste una camiseta de color verde oliva y unos téjanos azules caros. En la mano derecha sujeta una cartera y un teléfono móvil Nokia con la carcasa roja, blanca y azul.
    En la habitación roja hay una cama con unas sábanas de satén blanco y una colcha rojo intenso. A los pies de la cama, una mesita de madera y sobre ella una estatua de piedra de una mujer con las caderas enormes que sostiene un candelero.
    La mujer le da una vela roja pequeña al hombre.
    —Toma —le dice—. Enciéndela.
    —¿Yo?
    —Sí, si quieres poseerme.
    —Debería haberte pedido que me la mamaras en el coche.
    —Tal vez. ¿No me deseas? —Se acaricia el cuerpo con una mano, desde el muslo a los pechos, en un gesto de presentación, como si estuviera haciendo la demostración de un producto nuevo.
    Los pañuelos de seda roja que cubren la lámpara de la esquina de la habitación tiñen la luz de rojo.
    El hombre la mira ávidamente, luego coge la vela y la pone en el candelero.
    —¿Tienes fuego?
    Le da unas cerillas. El hombre arranca una y enciende la mecha. Al principio la llama titila, pero luego arde de manera continua, lo que provoca una ilusión de movimiento en la estatua sin rostro junto a ella, todo caderas y pechos.
    —Deja el dinero bajo la estatua.
    —Cincuenta pavos.
    —Sí —responde ella—. Ahora ven y ámame.
    El hombre se desabrocha los téjanos azules y se quita la camiseta verde oliva. Ella le da un masaje en los hombros blancos con sus dedos oscuros, luego le da la vuelta y empieza a excitarlo con las manos, los dedos y la lengua.
    El hombre tiene la sensación de que las luces de la habitación roja se han atenuado y que la única fuente de iluminación proviene de la vela, que arde con una llama resplandeciente.
    —¿Cómo te llamas? —le pregunta a la mujer.
    —Bilquis —responde ella y levanta la cabeza—. Con «q»
    —¿Con qué?
    —Da igual.
    Él empieza a jadear.
    —Déjame que te folle —dice el hombre—. Quiero follarte.
    —Muy bien, cielo. Lo haremos. ¿Pero puedes hacer una cosa por mí mientras lo hacemos?
    —Eh —exclama enfadado—, que soy yo quien paga.
    Ella se sienta sobre él con un movimiento suave y le susurra:
    —Ya lo sé, cielo, sé que eres tú quien paga. Además, no hay más que mirarte, debería ser yo la que te pagara, tengo tanta suerte...
    El hombre frunce la boca, como dando a entender que toda esa típica historia de puta no le causa ningún efecto, que no lo puede engañar. Ella es una puta callejera, por el amor de Dios, mientras que él es casi un productor y lo sabe todo sobre atracos en el último segundo, pero ella no quiere dinero. Le dice:
    —Cariño, mientras me la metes, mientras me estás clavando esa tranca gorda y dura, ¿me adorarás?
    —¿Que si qué?
    Ella empieza a moverse lentamente hacia delante y hacia atrás sobre él: la cabeza henchida de su pene roza los labios húmedos de su vulva.
    —¿Me llamarás diosa? ¿Me rezarás? ¿Me adorarás con tu cuerpo?
    Él sonríe. ¿Eso es todo lo que quiere? Al fin y al cabo todos tenemos nuestros vicios.
    —Claro —responde. Ella se mete una mano entre las piernas y hace que la penetre—. ¿Te gusta así, eh, diosa? —pregunta jadeando.
    —Adórame, cielo —le pide Bilquis, la puta.
    —Sí. Adoro tus pechos y tu pelo y tu coño. Adoro tus muslos y tus ojos y tus labios rojo cereza...
    — Sí... —susurra ella mientras lo monta.
    —Adoro tus pezones de los que mana la leche de la vida. Tu beso es como la miel y tu tacto abrasa como el fuego y yo lo adoro. —Sus palabras son cada vez más rítmicas, siguen el movimiento y el balanceo de los cuerpos—. Tráeme tu lujuria por la mañana, y tráeme tu alivio y tu bendición por la noche. Déjame andar por lugares oscuros y salir ileso y déjame que venga a ti una vez más y que duerma a tu lado y haga el amor contigo de nuevo. Te adoro con todo lo que hay dentro de mí, y todo lo que hay dentro de mi cabeza, con todos los lugares en que he estado en mis sueños y mis... —se detiene bruscamente para tratar de recobrar el aliento—. ¿Qué haces? Es increíble. Tan increíble... —Y mira hacia sus caderas, el lugar donde ambos se unen, pero ella le pone el índice en la barbilla y le hace subir la cabeza, de forma que vuelve a mirarla a la cara y al techo.
    —Sigue hablando, cariño —dice ella—. No pares. ¿No te gusta?
    —Es una sensación mucho mejor que cualquier otra cosa que haya sentido —exclama él y lo cree de verdad cuando lo dice—. Tus ojos son como estrellas que arden en, joder, el firmamento, y tus labios son olas suaves que lamen la arena y yo los adoro. —Entonces él se introduce cada vez más en ella: se siente eléctrico, como si la mitad inferior de su cuerpo estuviera cargada sexualmente: priápico, henchido, extasiado.
    »Tráeme tu don —murmura sin saber ya lo que dice—, tu único y verdadero don y hazme sentir siempre... siempre tan... Rezo... Yo...
    Y entonces el placer estalla en un orgasmo que lanza la mente al vacío, su cabeza y su ser y todo están completamente en blanco mientras él se va introduciendo en ella, cada vez más adentro...
    Con los ojos cerrados, convulso por los espasmos, se deleita con el momento; y luego siente una sacudida y tiene la sensación de que está colgando del revés, aunque el placer continúa.
    Abre los ojos.
    Piensa, mientras intenta recuperar el pensamiento y la razón, en el nacimiento y se pregunta sin miedo, en un momento de perfecta claridad poscoital, si lo que está viendo es algún tipo de ilusión.
    Esto es lo que ve:
    Él está dentro de la mujer hasta la altura del pecho y mientras observa la situación con incredulidad y asombro ella tiene apoyadas ambas manos sobre sus hombros y empuja suavemente su cuerpo.
    El sigue introduciéndose en ella.
    —¿Cómo me estás haciendo esto? —pregunta o cree que le pregunta, pero tal vez sólo ocurre en su cabeza.
    —Lo estás haciendo, cielo —susurra ella. Él siente que los labios de su vulva lo aprietan por el pecho y la espalda, lo constriñen y envuelven. Se pregunta lo que pensaría alguien que los estuviera viendo. Se pregunta por qué no está enfadado. Y entonces lo sabe.
    —Te adoro con mi cuerpo —susurra mientras ella lo va empujando hacia su interior. Sus labios se deslizan ágilmente sobre su cara y los ojos del hombre caen en la oscuridad.
    Ella se estira en la cama, como un gato enorme y luego bosteza.
    —Sí. Eso has hecho.
    El teléfono Nokia toca una versión aguda y eléctrica del Himno a la alegría. Ella lo coge, aprieta una tecla y se pone el aparato en la oreja.
    Tiene el estómago plano, sus labios vuelven a ser pequeños y están cerrados. El sudor le brilla en la frente y el labio superior.
    —¿Sí? —Y espera en silencio—. No, cielo, no está aquí. Se ha ido.
    Apaga el teléfono antes de dejarse caer en la cama de la habitación roja, se estira una vez más, cierra los ojos y duerme.


    CAPITULO SEGUNDO

    They took her to the cemet ‘ry
    In a big of Cadillac
    They took her to the cemet ‘ry
    But they did not bring her back.

    —canción tradicional

    —Me he tomado la libertad —dijo el señor Wednesday mientras se lavaba las manos en los servicios de hombre del Jack’s Crocodile Bar— de pedir algo de comer para mí y que me lo traigan a tu mesa. Al fin y al cabo tenemos mucho de qué hablar.
    —No lo creo —dijo Sombra, que se secó las manos con una toalla de papel, la arrugó y la tiró a la papelera.
    —Necesitas un trabajo —replicó Wednesday—. La gente no contrata a ex convictos. Hacéis que se sientan incómodos.
    —Me espera un trabajo. Un buen trabajo.
    —¿Te refieres al trabajo del gimnasio?
    —Quizá —respondió Sombra.
    —No. No te espera. Robbie Burton está muerto. Sin él, el gimnasio también está muerto.
    —Es un mentiroso.
    —Claro. Y de los buenos. El mejor que jamás conocerás. Pero mucho me temo que no te estoy mintiendo sobre esto. —Se metió la mano en el bolsillo, sacó un periódico doblado y se lo dio a Sombra—. Página siete. Vamos a la mesa. Puedes leerlo ahí.
    Sombra abrió la puerta de un empujón. El aire era azul del humo que había y en la máquina de discos sonaban los Dixie Cups con su Iko Iko.
    Sombra esbozó una sonrisa al reconocer la vieja canción para niños.
    El camarero señaló la mesa de la esquina. Había un bol de chile y una hamburguesa en un lado de la mesa y un bistec poco hecho y un bol de patatas fritas enfrente.

    Look at my king all dressed in red,
    Iko Iko all doy,
    I bet you five doitars he ‘ll kill you dead,
    Jockamo-feena-nay

    Sombra se sentó a la mesa y dejó el periódico.
    —Es mi primera comida como hombre libre. Esperaré hasta después de haber acabado para leer tu página siete.
    Sombra se comió su hamburguesa. Era mejor que las de la cárcel. El chile estaba bien, pero después de unas cucharadas decidió que no era el mejor del estado.
    Laura hacía un chile excelente. Le echaba carne magra, frijoles, zanahorias cortadas a trocitos, una botella, más o menos, de cerveza negra y chiles recién cortados. Cocía los chiles durante un rato, luego les añadía vino tinto, zumo de limón, un pellizco de eneldo fresco y, finalmente, lo probaba y añadía sus polvos de chile. En más de una ocasión Sombra había intentado que le enseñara a hacerlo: observaba todo lo que hacía ella, desde que cortaba las cebollas y las echaba en el aceite de oliva que había en el fondo de la olla, incluso había llegado a escribir la receta, ingrediente a ingrediente, y había hecho el chile de Laura él solo un fin de semana que ella estaba fuera de la ciudad. No le salió mal, era comestible, pero no era como el de ella.
    La noticia de la página siete era la primera descripción que leía de la muerte de su esposa. Laura Moon, de quien se decía en el articulo que tenía veintisiete años, y Robbie Burton, de treinta y nueve, iban en el coche de Robbie por la interestatal cuando se metieron en el trayecto de un camión de treinta y dos ruedas. El vehículo se llevó por delante el coche de Robbie y lo envió dando vueltas al margen de la carretera.
    Los equipos de rescate sacaron a Robbie y Laura de entre el amasíjo de hierros. Ambos estaban muertos cuando llegaron al hospital.
    Sombra dobló el periódico una vez más y se lo pasó por encima de la mesa a Wednesday, que se estaba pegando un atracón con un bistec tan sangriento y azul que parecía como si no hubiera pasado nunca por los fogones de la cocina.
    —Toma. Quédatelo —dijo Sombra.
    Conducía Robbie. Debía de estar borracho, aunque la noticia del periódico no decía nada de eso. Sombra se imaginó la cara de Laura al darse cuenta de que Robbie estaba demasiado borracho para conducir. La escena se desarrolló en la cabeza de Sombra y no pudo hacer nada por evitarlo: Laura le gritaba a Robbie. Le gritaba para que saliera de la carretera, luego el ruido del choque del coche contra el camión, y el volante que gira rápidamente...
    ... el coche en el arcén de la carretera, cristales rotos que relucen como hielo y diamantes ante los faros, la sangre que forma un charco de rubíes en la carretera, junto a ellos. Dos cuerpos apartados del accidente o puestos cuidadosamente junto a la carretera.
    —¿Y bien? —preguntó el señor Wednesday. Se había acabado el bistec, lo había devorado como si se estuviera muriendo de hambre. Ahora masticaba las patatas fritas, las pinchaba con el tenedor.
    ?—Tiene razón —dijo Sombra—. No tengo trabajo.
    Sombra sacó una moneda de veinticinco centavos del bolsillo, con la cara hacia abajo. La lanzó al aire con un dedo, la hizo girar, la cogió y se la colocó en el dorso de la mano.
    —Escoge.
    —¿Por qué? —preguntó Wednesday.
    —No quiero trabajar para alguien que tenga peor suerte que yo. Escoge.
    —Cara.
    —Lo siento —dijo Sombra, sin molestarse en mirar la moneda—. Ha salido cruz. Estaba amañado.
    —Los juegos amañados son los más fáciles de ganar —dijo Wednesday, que señaló a Sombra con un dedo cuadrado—. Mírala.
    Sombra le echó un vistazo. Había salido cara.
    —Debo de haberlo hecho mal —dijo confuso.
    —No te estás haciendo ningún favor —dijo Wednesday y sonrió—. Sólo soy un tipo con mucha, mucha suerte. —Entonces levantó la vista—. Pero mira tú por donde. Sweeney el Loco. ¿Tomas algo con nosotros?
    —Southern Comfort y Coca-Cola, sin hielo —dijo una voz detrás de Sombra.
    —Voy a decírselo al camarero —exclamó Wednesday. Se levantó y se dirigió hacia la barra.
    —¿No piensas preguntarme qué quiero? —le espetó Sombra.
    —Ya sé lo que vas a beber —respondió Wednesday, que se encongaba junto a la barra. Patsy Cline empezó a cantar Walking After Midgnight otra vez en la máquina de discos.
    El Southern Comfort con Coca Cola se sentó junto a Sombra. Tenía la barba corta, de color rojo. Llevaba una cazadora tejana cubierta de parches y una camiseta blanca en la que se podía leer:

    SI NO TE LO PUEDES COMER, BEBER, FUMAR O ESNIFAR... ¡FÓLLATELO!

    Llevaba una gorra de béisbol con el siguiente lema:

    LA ÚNICA MUJER A LA QUE HE AMADO ERA LA ESPOSA DE OTRO HOMBRE... ¡MI MADRE!

    Abrió un paquete blando de Lucky Strike con una uña sucia, cogió uno y le ofreció otro a Sombra, que estuvo a punto de aceptarlo automáticamente —no fumaba, pero un cigarrillo servía para cambiarlo por otra cosa— cuando se dio cuenta de que ya no estaba dentro. Negó con la cabeza.
    —¿Así que trabajas para nuestro hombre? —preguntó el hombre de la barba. No estaba sobrio, aunque tampoco estaba borracho aún.
    —Eso parece —respondió Sombra—. ¿A qué te dedicas?
    El hombre de la barba encendió su cigarrillo.
    —Soy un leprechaun —dijo con una sonrisa.
    Sombra no sonrió.
    —¿De verdad? ¿No deberías beber Guinness?
    —Estereotipos. Tienes que aprender a tener una mentalidad más abierta —dijo el hombre barbudo—. En Irlanda hay muchas otras cosas a parte de la Guinness.
    —No tienes acento irlandés.
    —Porque llevo aquí mucho tiempo, joder.
    —Entonces, eres de origen irlandés.
    —Ya te lo he dicho. Soy un leprechaun. Que no venimos de Moscú, joder.
    —Supongo que no.
    Wednesday volvió a la mesa, con las tres bebidas cogidas fácilmente con sus manos que parecían zarpas.
    —Southern Comfort y Coca-Cola para ti, Sweency el Loco, y un Jack Daniel’s para mí. Y esto es para ti, Sombra.
    —¿Qué es?
    —Pruébalo.
    La bebida tenía un color dorado rojizo. Sombra tomó un gran sorbo que le dejó un extraño sabor agridulce en la lengua. Le notó el alcohol por debajo y una extraña mezcla de sabor. Le recordaba un poco al brebaje que tomaban en la cárcel y que hacían en una bolsa de basura con una mezcla de fruta podrida, pan, azúcar y agua, pero era más dulce y sabía mucho más raro.
    —Bueno —dijo Sombra—. Ya lo he probado. ¿Qué es?
    —Aguamiel —respondió Wednesday—. Vino con miel. La bebida de los héroes. La bebida de los dioses.
    Sombra volvió a tomar otro sorbo. Sí, notaba la miel. Era uno de los sabores.
    —Sabe un poco al agua de los pepinillos —dijo—. Vino de pepinillos dulces.
    —A mí me sabe como meado de diabético —afirmó Wednesday—. Odio esta cosa.
    —¿Entonces por qué la has traído para mí? —preguntó Sombra, con toda la razón.
    Wednesday lo miró con sus ojos de distinto color. Uno de ellos tenía que ser de cristal, pero no sabía cuál.
    —Te lo he traído porque es tradicional. Y ahora mismo necesitamos toda la tradición de la que podamos disponer. Sirve para sellar nuestro trato.
    —No hemos hecho ningún trato.
    —Claro que sí. Ahora trabajas para mi. Me proteges. Me transportarás de un lado a otro. Me harás los recados. En caso de emergencia, pero sólo en caso de emergencia, pegarás a la gente a la que haya que pegar. Si se diera el improbable caso de mi muerte, velarás por mi. Y a cambio me aseguraré de que se satisfagan todas tus necesidades.
    —Te está estafando —dijo Sweeney el Loco mientras se mesaba la hirsuta barba pelirroja—. Es un estafador.
    —Ya lo creo que soy un estafador —dijo Wednesday—. Por eso necesito a alguien que vele por mí.
    La canción de la máquina de discos se acabó y, por un instante, el bar se quedó callado, todas las conversaciones se detuvieron.
    —Una vez alguien me dijo que estos momentos de silencio absoluto sólo se dan cuando faltan o pasan veinte minutos de una hora en punto —dijo Sombra.
    Sweeney señaló el reloj que había sobre la barra y que era sostenido por la mandíbula enorme e indiferente de una cabeza de caimán disecada. Eran las once y veinte.
    —¿Veis? —dijo Sombra—. No tengo ni zorra idea de por qué ocurre.
    —Yo lo sé —dijo Wednesday—. Bébete el aguamiel.
    Sombra se acabó la bebida de un trago.
    —Quizá estaría mejor con hielo —exclamó.
    —O quizá no —respondió Wednesday—. Esa cosa es horrible.
    —Ni que lo digas —afirmó Sweeney el Loco—. Si me disculpan un momento, caballeros, pero me hallo en la imperiosa y urgente necesidad de ir a echar una larga meada. —Se levantó y se fue. Era un hombre increíblemente alto. Sombra pensaba que debía de medir algo más de dos metros.
    Una camarera limpió la mesa con un trapo y se llevó los platos vacíos. Wednesday le pidió que volviera a traer lo mismo para todos, pero que el aguamiel de Sombra fuera con hielo.
    —Bueno —añadió Wednesday—, esto es lo que necesito de ti.
    —¿Te gustaría saber lo que quiera?
    —Nada me haría más feliz.
    La camarera trajo las bebidas. Sombra le dio un trago a su aguamiel con hielo. El hielo no sirvió de nada, es más, realzó la amargura e hizo que el sabor le durara más tiempo en la boca cuando se lo había tragado. Aun así, Sombra se consoló pensando que no sabía mucho a alcohol. No estaba listo para emborracharse. Aún no.
    Tomó aire.
    —Muy bien. Mi vida, que durante tres años ha distado muchísimo de ser la mejor vida de la historia, ha tomado un rumbo claro y repentino a peor. Ahora mismo hay unas cuantas cosas que debo hacer. Quiero ir al funeral de Laura. Quiero decirle adiós. Debería recoger sus cosas. Si aún me quieres, quiero empezar cobrando quinientos dólares a la semana —dijo a tientas. Los ojos de Wednesday no revelaban nada—. Si nos gusta esto de trabajar juntos, al cabo de seis meses me subes a mil.
    Hizo una pausa. Era el discurso más largo que había soltado desde hacía años.
    —Dices que a lo mejor tendré que pegar a alguien. Esta bien, pegaré a aquellos que intenten hacerte daño, pero no maltrato a la gente por diversión o dinero. No volveré a la cárcel. Con una vez basta.
    —No volverás —afirmó Wednesday.
    —No —replicó Sombra—. No volveré. —Se acabó el aguamiel. De repente, desde algún remoto lugar de su cabeza se preguntó si el aguamiel era la responsable de que se le hubiera aflojado la lengua de aquella manera. Pero las palabras le salían como el agua de una boca de incendios en un día de verano y no podría haberlas detenido aunque lo hubiese intentado—. No me gustas, Wednesday, o sea cual sea tu verdadero nombre. No somos amigos. No sé cómo te bajaste del avión sin que lo viera o cómo me has seguido hasta aquí, pero ahora mismo no tengo nada mejor que hacer. Cuando esto se acabe me iré. Y si me tocas los huevos también me iré. Hasta entonces, trabajaré para ti.
    —Muy bien —dijo Wednesday—. Entonces hemos hecho un pacto. Y estamos de acuerdo.
    —Qué demonios —exclamó Sombra. Al otro lado del local, Sweeney el Loco estaba echando monedas en la máquina de discos. Wednesday se escupió en la mano y se la ofreció. Sombra se encogió de hombros. Se escupió en la mano y se la estrechó. Wednesday empezó a apretar. Sombra apretó también. Al cabo de unos segundos empezó a dolerle. Wednesday siguió apretando un rato y luego le soltó.
    —Bien —dijo—. Bien. Muy bien. Un vaso más de esta maldita y vomitiva aguamiel de los cojones para sellar nuestro trato y ya habremos acabado.
    —Un Southern Comfort con Coca-Cola para mí —dijo Sweeney mientras volvía a la mesa tambaleándose.
    La máquina de discos empezó a tocar Who Loves the Sun? de la Velvet Underground. Sombra pensó que era raro que una canción como aquella se encontrara en una jukebox. Le parecía algo insólito. Pero, al fin y al cabo, todo lo que había ocurrido aquella noche había sido cada vez más insólito.
    Sombra cogió la moneda que había usado para decidir si trabajaría para Wednesday o no y disfrutó de la sensación de tener entre las manos una moneda recién acuñada, y la sostuvo en la mano derecha entre el dedo índice y el pulgar. Hizo como si se la pasara a la izquierda con un rápido movimiento, mientras la hizo desaparecer de forma disimulada con los dedos. Cerró la mano izquierda donde imaginariamente tenía la moneda. Luego cogió una segunda moneda con la derecha, con el índice y el pulgar y, mientras fingía que la lanzaba a la izquierda, hizo caer la moneda escondida en la mano derecha, e hizo sonar la moneda que tenía ahí. El tintineo confirmó la ilusión de que ambas monedas estaban en su mano izquierda, a pesar de que estaban ambas a salvo en la derecha.
    —¿Trucos con monedas? —pregunto Sweeney, que levantó la barbilla y mostró los pelos de punta de su desaliñada barba—. Pues si nos ponemos a hacer trucos con monedas, mira esto.
    Cogió un vaso vacío de la mesa. Luego estiró el brazo y cogió una moneda grande, dorada y brillante del aire. La echó en el vaso. Cogió otra moneda de oro del aire y la echó también en el vaso, donde resonó al chocar con la primera. Cogió una moneda de la llama de una vela que había en la pared, otra de su barba, una tercera de la mano izquierda vacía de Sombra y las echó, una a una, en el vaso. Luego puso el puño sobre el vaso, sopló con fuerza y cayeron varias monedas más de la mano. Metió el vaso de monedas pegajosas en el bolsillo de su chaqueta y se tocó el bolsillo para demostrar que, sin lugar a dudas, estaba vacío.
    —Mira —dijo—. Ahí tienes un buen truco.
    Sombra, que lo había observado atentamente, ladeó la cabeza.
    —Tengo que saber cómo lo has hecho.
    —Lo he hecho —dijo Sweeney como aquel que guarda un gran secreto— con garbo y estilo. Así es como lo he hecho. —Sonrió, mientras se balanceaba sobre los talones y mostraba sus dientes separados.
    —Si —dijo Sombra—. Así es como lo has hecho. Tienes que enseñarme. Según lo que he leído para hacer el truco, se supone que debías esconder las monedas en la mano con la que sujetas el vaso y dejarlas caer mientras haces aparecer y desaparecer la moneda de tu mano derecha.
    —A mí me parece que eso es un montón de trabajo —dijo Sweeney el Loco—. Es mucho más fácil cogerlas del aire.
    Wednesday dijo:
    —Aguamiel para ti, Sombra. Yo seguiré con el señor Jack Daniel’s, ¿y para el irlandés gorrón...?
    —Una cerveza, en botella, negra, a ser posible —dijo Sweeney—. ¿Gorrón, has dicho? —Cogió lo que quedaba de su bebida y levantó el vaso a la salud de Wednesday—. Que la tormenta pase de largo y nos deje sanos y salvos —exclamó y se tomó la bebida de un trago.
    —Un buen brindis —dijo Wednesday—. Pero no ocurrirá.
    Pusieron otro vaso de aguamiel delante de Sombra.
    —¿Tengo que bebérmelo?
    —Eso me temo. Con esto sellarás nuestro trato. A la tercera va la vencida.
    —Mierda —dijo Sombra. Se bebió el aguamiel en dos grandes tragos. El sabor de miel con vinagre le llenó la boca.
    —Ya está —dijo el señor Wednesday—. Ahora eres mi hombre.
    —Bueno —terció Sweeney—, ¿quieres saber cómo se hace el truco?
    —Sí —respondió Sombra—. ¿Las tenías escondidas en la manga?
    —No han estado ni un momento en la manga —exclamó Sweeney. Se rió para sí con satisfacción, mientras se movía y balanceaba como si fuera un volcán desgarbado y con barba que se estuviera preparando para entrar en erupción, deleitándose con su propia brillantez—. Es el truco más fácil del mundo. Te reto a una pelea. Si ganas te lo enseño.
    Sombra negó con la cabeza.
    —Paso.
    —Vaya, mira qué bien —exclamó Sweeney para que lo oyera todo el mundo—. El viejo Wednesday contrata a un guardaespaldas y al tipo este le da miedo hasta ponerse en guardia.
    —No pelearé contigo —asintió Sombra.
    Sweeney se balanceaba y sudaba. Se puso a jugar con la visera de su gorra de béisbol. Luego sacó una de sus monedas del aire y la dejó en la mesa.
    —Es de oro de verdad, por si te lo estabas preguntando —dijo Sweeney—. Ganes o pierdas, y perderás, es tuya si peleas conmigo. Un tío grande como tú... ¿quién iba a pensar que era un puto cobarde?
    —Ya te ha dicho que no quiere pelear contigo —dijo Wednesday—. Vete, Sweeney el Loco. Coge tu cerveza y déjanos en paz.
    Sweeney se acercó a Wednesday.
    —¿Y tú me llamas gorrón, criatura vieja y maldita? Tú que no eres más que un viejo verdugo sin corazón y despiadado. —Se le puso la cara de un rojo intenso de lo enfadado que estaba.
    Wednesday extendió las manos, con las palmas hacia arriba, en plan pacífico.
    —Tonterías, Sweeney. Cuidado con lo que dices.
    Sweeney lo miró y dijo con la gravedad de los muy borrachos:
    —Has contratado a un cobarde. ¿Qué crees que haría si yo te hiciera daño?
    Wednesday se volvió hacia Sombra.
    —Ya basta de esto —dijo—. Ocúpate de él.
    Sombra se puso en pie y miró a Sweeney el Loco a la cara: ¿cuánto medía ese hombre?, se preguntó.
    —Nos estás molestando —le espetó—. Estás borracho. Creo que deberías irte.
    Sweeney esbozó una sonrisa lentamente.
    —Pues, toma —dijo y le dio un puñetazo a Sombra, que se echó hacia atrás: el puño de Sweeney le alcanzó debajo del ojo. Vio manchas de luz y sintió dolor.
    Y así empezó la pelea.
    Sweeney peleaba sin estilo, sin ciencia, tan sólo con el entusiasmo por la lucha misma: lanzaba unos golpes fuertes y rápidos que fallaban tanto como acertaban.
    Sombra peleaba a la defensiva, con cuidado, intentando blocar o evitar los golpes de Sweeney. Se dio cuenta de que se había formado un corro de gente a su alrededor. Quitaron las mesas a pesar de las quejas de los clientes, para que los hombres tuviesen sitio. Sombra fue consciente en todo momento de que Wednesday no le quitaba la vista de encima ni un instante y de que no cambió su sonrisa forzada. Era una prueba, era obvio, ¿pero qué tipo de prueba?
    En la cárcel, Sombra había aprendido que había dos tipos de peleas: las peleas de «no me toques los cojones», donde intentabas fanfarronear e impresionar tanto como podías, y las peleas privadas, las peleas de verdad, que eran rápidas, duras y feas, y que siempre se acababan al cabo de unos segundos.
    —Eh, Sweeney —dijo Sombra con la respiración entrecortada—, ¿por qué nos peleamos?
    —Por el simple placer de hacerlo —respondió Sweeney que ya estaba sobrio o, como mínimo, no parecía claramente borracho—. Por el mero, puto e inmoral placer de hacerlo. ¿No sientes el placer en tus venas, cómo corre al igual que la savia en primavera? —A él le sangraba el labio y a Sombra los nudillos.
    —¿Cómo has hecho el truco de las monedas? —preguntó Sombra. Se echó hacia atrás, se volvió y encajó un golpe en el hombro que iba a su cara.
    —Ya te lo he dicho cuando lo hemos hablado la primera vez —gruñó Sweeney—. Pero no hay peor ciego —¡Ay! ¡Muy bueno!—, que el que no quiere ver.
    Sombra le pegó un puñetazo en la mandíbula y lo tiró sobre una mesa. Los vasos y ceniceros vacíos que había encima se rompieron al caer al suelo. Sombra podria haberlo rematado en aquel momento.
    Miró a Wenesday, que asintió con la cabeza. Luego miró a Sweeney el Loco.
    —¿Hemos acabado? —preguntó. Sweeney el Loco dudó y asintió. Sombra lo soltó y retrocedió varios pasos. Sweeney se puso en pie de nuevo. Apenas podía respirar.
    —¡Ni de puta coña! —gritó—. ¡Esto no se acaba hasta que yo lo diga! —Entonces sonrió y se abalanzó sobre Sombra. Metió el pie en una cubitera que se había caido y su sonrisa se convirtió en una boca abierta cuando sus pies resbalaron y él cayó hacia atrás. Su cabeza produjo un sonido sordo cuando dio con el suelo del bar.
    Sombra le puso la rodilla sobre el pecho.
    —Por segunda vez, ¿hemos acabado la pelea? —preguntó.
    —Por mí podríamos acabarla —dijo Sweeney mientras levantaba la cabeza del suelo—. ya que el placer me ha abandonado, como el pipí a un niño pequeño en una piscina durante un día caluroso. —Escupió la sangre que tenía en la boca, cerró los ojos y empezó a soltar unos ronquidos profundos y magníficos.
    Alguien le dio una palmadita a Sombra en la espalda. Wednesday le puso una botella de cerveza en la mano.
    Sabia mejor que el aguamiel.
    Sombra se despertó tumbado en el asiento de atrás de un coche. El sol de la mañana lo deslumbraba y le dolía la cabeza. Se incorporó torpemente y se frotó los ojos.
    Conducía Wednesday. Tarareaba una canción. Había una taza de papel de café en el sujetavasos. Circulaban por una autopista interestatal. El asiento del acompañante estaba vacío.
    —¿Que tal te sientes esta mañana? —preguntó Wednesday sin volverse.
    —¿Qué le ha ocurrido a mi coche? —preguntó Sombra—. Era de alquiler.
    —Sweeney el Loco lo ha devuelto por ti. Era parte del trato que hicisteis ayer por la noche. Después de la pelea.
    Las conversaciones de la noche anterior empezaron a agolparse desagradablemente en la cabeza de Sombra.
    —¿Te queda más café?
    Wednesday buscó bajo el asiento del conductor y le pasó una botella de agua sin abrir.
    —Toma. Debes de estar deshidratado. De momento, esto te servirá de más que el café. Pararemos en la próxima gasolinera para que puedas desayunar. También tienes que asearte. Parece como si te hubiera pasado por encima una cabra.
    —Una apisonadora —replicó Sombra.
    —Cabra —replicó Wednesday—. Una cabra apestosa con dientes grandes.
    Sombra abrió la botella y bebió. Algo tintineó en el bolsillo de su chaqueta. Metió la manó y sacó una moneda del tamaño de medio dólar. Pesaba mucho y era de color amarillo intenso.
    En la gasolinera, Sombra se compró un kit de aseo que contenía una maquinilla de afeitar, un paquete de espuma de afeitar, un peine, un cepillo de dientes de usar y tirar y un diminuto tubo de pasta dentífrica. Fue al servicio de hombres y se miró en el espejo.
    Tenía un moratón debajo de un ojo —cuando lo tocó con un dedo averiguó que le dolía mucho— y el labio inferior hinchado.
    Se lavó la cara con el jabón que había en el servicio, se puso la espuma en la cara y se afeitó. Se cepilló los dientes. Se mojó el pelo y se lo peinó hacia atrás. Seguía teniendo un aspecto desaliñado.
    Se preguntó qué diría Laura cuando lo viera y luego se acordó de que Laura no volvería a decir nada nunca más y vio temblar su cara en el espejo, pero sólo un instante.
    Salió.
    —Doy pena —dijo Sombra.
    —Claro que si.
    Wednesday llevó algunos bocadillos, bebidas y otras chucherías hasta la caja registradora y las pagó junto con la gasolina, pero cambió dos veces de opinión sobre la forma de pago, tarjeta o efectivo, para gran irritación de la chica que había tras el mostrador y no paraba de mascar chicle. Sombra observó a Wednesday mientras éste se ponía cada vez más nervioso y no paraba de pedir disculpas. De repente parecía muy viejo. La chica le dio el cambio y le cargó la compra en la tarjeta, y luego le dio el recibo de la tarjeta y le cogió el dinero, luego le devolvió el dinero y le cogió una tarjeta distinta. Wednesday estaba a punto de romper a llorar, era un pobre viejo desvalido a causa del avance imparable del plástico en el mundo moderno.
    Salieron de la cálida gasolinera. Fuera su aliento se convertía en vapor.
    Volvieron a la carretera: los prados de hierba, que empezaban a perder su color verde, pasaban rápidamente a ambos lados. Los árboles no tenían hojas y parecían muertos. Dos pájaros negros los miraron desde un cable de telégrafo.
    —Eh. Wednesday.
    —¿Qué?
    —Por lo que he visto ahí dentro, no has pagado por la gasolina.
    —¿Eh?
    —Por lo que he visto, ella ha acabado pagándote por el privilegio de tenerte en su gasolinera. ¿Crees que ya se ha dado cuenta?
    —Nunca lo hará.
    —¿Entonces qué eres? ¿Un artista del timo del tres al cuarto?
    Wednesday asintió.
    —Sí —respondió—. Supongo que sí. Entre otras cosas.
    Se cambió al carril izquierdo para adelantar a un camión. El cielo era de un gris uniforme y deprimente.
    —Va a nevar —dijo Sombra.
    —Sí.
    —Sweeney. ¿Llegó a enseñarme cómo hacía el truco de las monedas de oro?
    —Ah, sí.
    —No me acuerdo.
    —Ya lo recordarás. Fue una noche larga.
    Varios copos de nieve cayeron en el parabrisas y se derritieron al cabo de unos segundos.
    —La capilla ardiente de tu mujer está en la funeraria Wendell —dijo Wednesday—. Después de comer la llevarán al cementerio para enterrarla.
    —¿Cómo lo sabes?
    —He llamado mientras estabas en el retrete. ¿Sabes dónde está la funeraria Wendell?
    —Ésta es nuestra salida —dijo Sombra. El coche salió de la interestatal y pasó junto al grupo de moteles, en dirección a Eagle Point.
    Habían pasado tres años. Sí. Había más semáforos, y escaparates que no conocía. Sombra le pidió a Wednesday que redujera la marcha cuando pasaban por delante el gimnasio de Robbie. «CERRADO INDEFINIDAMENTE», decía el letrero escrito a mano que había en la puerta, «POR DEFUNCIÓN».
    Doblaron a la izquierda en Main Street. Pasaron junto a una tienda nueva de tatuajes y el Centro de Reclutamiento de las Fuerzas Armadas, luego por el Burger King, el drugstore de Olsen, que no había cambiado en nada, y, al final, llegaron hasta la fachada de ladrillos amarillos de la Funeraria Wendell. Había un letrero de neón en la ventana delantera que decía «FUNERARIA». En la ventana, bajo el letrero, había una serie de lápidas sin grabar.
    Wednesday aparcó en el parking.
    —¿Quieres que entre? —le preguntó.
    —No especialmente.
    —Bien. —Esbozó una sonrisa sin humor—. Puedo aprovechar para solucionar unos cuantos asuntos mientras tú te despides. Alquilaré un par de habitaciones en el Motel América. Nos encontramos allí cuando hayas acabado.
    Sombra salió del coche y se lo quedó mirando mientras se alejaba. Luego entró. El pasillo, iluminado con una luz tenue, olía a flores y a abrillantador de muebles, con un leve toque de formaldehído. Al final se encontraba la capilla ardiente.
    Sombra se dio cuenta de que estaba palpando la moneda de oro, la movía de manera compulsiva del dorso de la mano a la palma, a los dedos, una y otra vez. Notar aquel peso en la mano lo tranquilizaba.
    El nombre de su mujer estaba escrito en una hoja de papel junto a la puerta, al final del pasillo. Entró en la capilla ardiente. Sombra conocía a la mayoría de la gente: compañeros de trabajo de Laura, varios de sus amigos.
    Todos lo reconocieron. Lo vio en sus caras. Aun así no hubo sonrisas, nadie lo saludó.
    Al fondo de la habitación había una pequeña tarima y, sobre ella, un ataúd de color crema con varios ramos de flores alrededor: de color escarlata, amarillo, blanco y púrpura intenso y sangriento. Dio un paso adelante. Desde donde estaba veía el cuerpo de Laura. No quería seguir avanzando: no se atrevía a marcharse.
    Un hombre vestido con un traje oscuro, Sombra supuso que trabajaba en la funeraria, le preguntó:
    —¿Señor? ¿Le gustaría firmar el libro de condolencias? —Y le señaló un libro encuadernado en cuero, abierto en un pequeño atril.
    Escribió «SOMBRA» y la fecha con su letra precisa, luego, lentamente, añadió «(CACHORRITO)» al lado y se dirigió al fondo de la habitación donde estaba la gente y el ataúd, y la cosa que había dentro del féretro ya no era Laura.
    Una mujer pequeña entró por la puerta y dudó. Tenia el pelo de color rojo cobrizo y vestía ropa cara y muy negra. «Ropa de luto», pensó Sombra, que la conocía bien. Audrey Burton, la mujer de Robbie.
    Audrey sostenía un ramito de violetas, envuelto en la base con papel de aluminio. Era el tipo de cosa que un niño haría en junio, pensó Sombra. Pero no era época de violetas.
    Cruzó la habitación hasta el ataúd de Laura. Sombra la siguió.
    Laura tenia los ojos cerrados y los brazos doblados en cruz sobre el pecho. Llevaba un vestido discreto de color azul que nunca había visto. Su melena castaña no le tapaba los ojos. Era su Laura y no lo era: se dio cuenta de que su reposo era lo que resultaba poco natural. Laura siempre había tenido unos sueños muy agitados.
    Audrey dejó el ramo de violetas sobre el pecho de Laura. Entonces, movió la lengua un instante y escupió con fuerza en la cara muerta de Laura.
    El escupitajo cayó en la mejilla y se escurrió hacia la oreja.
    Audrey se dirigió hacia la puerta y Sombra salió corriendo tras ella.
    —¿Audrey?
    —¿Sombra? ¿Te has escapado? ¿O te han dejado salir?
    Sombra se preguntó si la mujer de su mejor amigo estaba tomando tranquilizantes. Su voz parecía distante y ausente.
    —Me dejaron salir ayer. Soy un hombre libre. ¿A qué demonios venía eso?
    La mujer se detuvo en mitad del pasillo oscuro.
    —¿Las violetas? Eran sus flores favoritas. Cuando éramos niñas las cogíamos juntas.
    —No me refiero a las violetas.
    —Ah, eso —exclamó. Se limpió un resto de algo invisible de la comisura de la boca—. Bueno, pensaba que era obvio.
    —Para mí no, Audrey.
    —¿No te lo han dicho? —Hablaba con voz calma, impasible—. A tu mujer la encontraron muerta con la polla de mi marido en la boca.
    Sombra volvió al velatorio. Alguien había limpiado ya el escupitajo.
    Después de comer, Sombra fue al Burger King; se celebró el funeral. El féretro color crema de Laura fue enterrado en el pequeño cementerio no confesional que se encontraba en los límites de la ciudad: era un prado ondulado con algunos árboles y sin vallas, lleno de lápidas de granito negro y mármol blanco.
    Fue al cementerio en el coche fúnebre de Wendell, con la madre de Laura. Al parecer, la señora McCabe creía que la muerte de su hija era culpa de Sombra.
    —Si hubieras estado aquí —le dijo— esto no habría ocurrido. No sé por qué se casó contigo. Se lo dije. Se lo dije una y otra vez. Pero las chicas no escuchan a sus madres, ¿verdad? —Se calló y miró a Sombra fijamente en la cara—. ¿Te has peleado?
    —Sí.
    —Bárbaro —le espetó, luego cerró la boca, levantó tanto la cabeza que le temblaban las mandíbulas y miró hacia el frente.
    Para sorpresa de Sombra, Audrey Burton también estaba en el funeral, hacia el final del gentío. El breve funeral se acabó, metieran el ataúd en el agujero de fría tierra. La gente se fue.
    Sombra no se movió. Se quedó con las manos en los bolsillos, temblando, mirando el agujero que había en la tierra.
    Sobre él, el cielo era de color gris plomizo, monótono y plano como un espejo. Seguía nevando de manera irregular, caían unos copos fantasmagóricos.
    Quería decirle una cosa a Laura y estaba dispuesto a esperar hasta que supiera lo que era. Lentamente el mundo empezó a perder luz y color. Sombra empezaba a tener los pies entumecidos, mientras las manos y los pies le dolían del frío. Enterró las manos en los bolsillos en busca de algo de calor y los dedos se aferraron a la moneda de oro.
    Se acercó hasta la tumba.
    —Esto es para ti —dijo.
    Habían echado varias paladas de tierra sobre el féretro, pero el agujero no estaba ni mucho menos lleno. Lanzó la moneda de oro a la tumba, luego echó más tierra, para esconder la moneda de sepultureros codiciosos.
    —Buenas noches, Laura. —Luego dijo—: Lo siento. —Volvió la cara hacia las luces de la ciudad y echó a andar en dirección a Eagle Point.
    Su motel estaba a más de tres kilómetros, pero después de pasarse tres años en la cárcel le agradaba la idea de que podía andar y andar, toda la vida si quería. Podía seguir andando hacia el norte y acabar en Alaska, o dirigirse hacia el sur, a México y más allá. Podía andar hasta la Patagonia y Tierra del Fuego.
    Un coche se detuvo a su lado y se bajó una ventanilla.
    —¿Quieres que te lleve, Sombra? —preguntó Audrey Burton.
    —No —respondió—. Y tú menos que nadie.
    Echó a andar de nuevo. Audrey seguía a su lado, a un ritmo de cinco kilómetros por hora. Los copos de nieve bailaban ante la luz de sus faros.
    —Creía que era mi mejor amiga. Hablábamos todos los días. Cuando Robbie y yo nos peleábamos, ella era la primera en saberlo... íbamos a Chi-Chi’s a tomar unos margaritas y a hablar sobre lo gilipollas que podían ser los hombres. Y durante todo ese tiempo se lo estaba follando a mis espaldas.
    —Por favor, vete, Audrey.
    —Sólo quiero que sepas que tenía un buen motivo para hacer lo que hice.
    Sombra no respondió.
    —¡Eh! —gritó ella—. ¡Eh! ¡Estoy hablando contigo!
    Él se volvió.
    —¿Quieres que te diga que hiciste bien en escupir a Laura a la cara? ¿Quieres que te diga que no me dolió? ¿O que lo que me dijiste me ha hecho odiarla más de lo que la echo de menos? Pues no va a ocurrir, Audrey.
    Ella siguió conduciendo junto a él durante un minuto más, sin abrir la boca. Luego le preguntó:
    —¿Qué tal te ha ido en la cárcel?
    —Bien. Tú te habrías sentido como en casa.
    Entonces ella pisó el acelerador y, haciendo rugir el motor, pegó un acelerón y se fue.
    Sin la luz de los faros del coche el mundo estaba a oscuras. El crepúsculo se desvaneció y dio paso a la noche. Sombra seguía esperando que el hecho de andar lo hiciera entrar un poco en calor y le quitara la sensación de frío de las manos y los pies helados. No ocurrió.
    Cuando estaba en la cárcel, Low Key Lyesmith se había referido al pequeño cementerio de la prisión, que estaba detrás de la enfermería, como el cementerio de huesos, y esa imagen se le había quedado grabada en la cabeza. Aquella noche soñó con un huerto bajo la luz de luna, repleto de árboles blancos y esqueléticos, con unas ramas que acababan en unas manos huesudas, y unas raíces que llegaban hasta las tumbas. En su sueño, aquellos árboles del huerto de huesos daban una fruta que provocaba una sensación muy inquietante, en el sueño, pero al despertarse no pudo recordar qué extraña fruta crecía en los árboles ni por qué le resultaba tan repelente.
    Pasaron unos coches junto a el. Sombra deseó que hubiera arcén. Tropezó con algo que no podía ver en la oscuridad, fue a dar de bruces en la cuneta, mientras la mano derecha le quedó enterrada bajo varios centímetros de barro frío. Se puso en pie y se limpió las manos en el pantalón. Se quedó quieto, desorientado. Sólo tuvo tiempo de ver que había alguien junto a él antes de que le pusieran algo húmedo sobre la nariz y la boca, y de probar unos vapores químicos muy fuertes.
    Esta vez la cuneta parecía cálida y reconfortante.
    Sombra notaba las sienes como si se las hubieran clavado al cráneo con estacas. Tenía las manos atadas a la espalda con lo que parecía algún tipo de correa. Estaba en un coche, sentado en unos asientos con tapicería de piel. Durante un instante se preguntó si su sentido de la percepción se había visto afectado por todo aquello y luego entendió que no, que el otro asiento estaba tan lejos de verdad.
    Había gente sentada a su lado, pero no podía volver la cabeza para mirarlos.
    El hombre joven y gordo que estaba sentado en el otro extremo de la limusima cogió una lata de Coca-Cola light del minibar y la abrió. Llevaba un abrigo largo y negro, hecho de algún material sedoso, y parecía como si hubiera dejado atrás la adolescencia hacía poco: unos granos de acné le brillaban en una mejilla. Sonrió al ver que Sombra estaba despierto.
    —Hola, Sombra —dijo—. No me toques los huevos.
    —Vale —respondió Sombra—. No lo haré. ¿Puedes dejarme en el Motel América, el que está junto a la interestatal?
    —Pégale —le ordenó el joven a la persona que había a la izquierda de Sombra, que recibió un puñetazo en pleno plexo solar, lo que lo dejó sin respiración y lo dobló por la mitad. Se incorporó lentamente.
    —He dicho que no me toques los huevos. Eso era tocarme los huevos. Responde de manera breve y concisa o te mataré, joder. O quizá no. Quizá les diré a los chicos que te rompan todos y cada uno de los huesos de tu puto cuerpo. Tenemos doscientos seis. Así que no me toques los huevos.
    —Lo pillo —dijo Sombra.
    Las luces del techo de la limusina cambiaron de violeta a azul y luego de verde a amarillo.
    —Trabajas para Wednesday —dijo el chico.
    —Sí —respondió Sombra.
    —¿Qué cojones se trae entre manos? ¿Qué hace aquí? Debe de tener un plan. ¿Cuál es el plan de juego?
    —He empezado a trabajar para él esta mañana. Soy un mandado.
    —¿Me estás diciendo que no lo sabes?
    El chico se abrió el abrigo y sacó una pitillera de plata de un bolsillo interior. La abrió y le ofreció uno a Sombra.
    —¿Fumas?
    A Sombra le pasó por la cabeza pedir que le desataran las manos, pero al final cambió de idea.
    —No, gracias —dijo.
    Parecía que el cigarrillo había sido liado a mano, y cuando el chico lo encendió, con un Zippo de color negro mate, olió como si alguien estuviese quemando componentes eléctricos.
    El chico le dio una buena calada y contuvo la respiración. Dejó que el humo le saliera por la boca y volvió a inspirarlo por la nariz. A Sombra le dio la impresión de que había practicado aquel truco delante de un espejo durante bastante tiempo antes de hacerlo en público.
    —Me cago en la puta, como me hayas mentido —dijo el chico como si estuviera muy, muy lejos— te mataré. Ya lo sabes.
    —Eso has dicho.
    El chico volvió a darle otra calada larga al cigarrillo.
    —Dices que te hospedas en el Motel América, ¿no? —Dio un golpecito en la ventanilla del conductor, que estaba detrás de él. El cristal se bajó—. Eh. Motel América, junto a la interestatal. Tenemos que dejar a nuestro invitado.
    El conductor asintió y el cristal volvió a subir.
    Las luces resplandecientes de fibra óptica que había dentro de la limusina seguían cambiando cíclicamente de color. A Sombra le pareció que los ojos del chico también resplandecían, con el color verde de un antiguo monitor de ordenador.
    —Dile esto a Wednesday. Dile que es historia. Que todo el mundo lo ha olvidado. Que es un vejestorio. Dile que somos el futuro y que nos importa una puta mierda él o los de su calaña. Lo han echado al contenedor de la historia mientras que gente como yo circulamos con nuestras limusinas por las superautopistas del mañana.
    —Se lo diré —afirmó Sombra. Empezaba a sentirse mareado. Esperaba que no le diera por vomitar.
    —Dile que hemos reprogramado la realidad joder. Dile que el lenguaje es un virus y que la religión es un sistema operativo y que las oraciones no son más que correo electrónico no deseado. Díselo o te mataré, me cago en la puta —dijo suavemente el chico detrás de su cortina de humo.
    —Lo he pillado. Podéis dejarme aquí. Haré el resto del camino a pie.
    El chico asintió.
    —Encantado de haber hablado contigo. —El humo lo había tranquilizado—. Deberías saber que si te matamos, simplemente te borraremos. ¿Lo entiendes? Un clic y serás sobreescrito con ceros y unos aleatorios. Y no existe la opción de «Deshacer». —Dio un par de golpes a la ventana que tenía tras de sí—. Se va a bajar aquí —dijo, luego se volvió de nuevo hacia Sombra y señaló su cigarrillo—. Piel de sapo sintética. ¿Sabes que hoy en día se puede sintetizar la bufotenina?
    El coche se detuvo y se abrió la puerta. Sombra bajó a trompicones. Le habían cortado las correas. Entonces se volvió. El interior del coche se había convertido en una voluta de humo, en la que brillaban dos luces cobrizas, como los ojos bonitos de un sapo.
    —Todo tiene que ver con el puto paradigma dominante, Sombra. No importa nada más. Y, eh, siento lo de tu mujer.
    La puerta se cerró y la limusina se fue sin apenas hacer ruido. Sombra estaba a unos cientos de metros del motel y echó a andar, respirando aire frío. Pasó junto a un cartel de neón azul y amarillo que anunciaba todo tipo de comida rápida que uno podía imaginar, mientras fuera hamburguesa; y llegó al Motel América sin ningún incidente.


    CAPÍTULO TERCERO

    Todas las horas hieren. La última mata.
    —Antiguo proverbio

    Había una mujer delgada y joven en la recepción del Motel América. Le dijo a Sombra que su amigo ya lo había registrado y le dio la llave rectangular de plástico de su habitación. Tenía el pelo de color rubio pálido y una cara como de roedor, algo que resultaba más obvio cuando miraba con desconfianza y que desaparecía cuando sonreía. Se negó a decirle el número de habitación de Wednesday e insistió en telefonarle para decirle que su huésped había llegado.
    Wednesday bajó a recepción y le hizo un gesto con la cabeza a Sombra.
    —¿Qué tal ha ido el funeral?
    —Ya se ha acabado.
    —¿Quieres hablar de ello?
    —No.
    —Bien. —Wednesday sonrió—. Hoy en día se habla demasiado. Hablar, hablar y hablar. Este país iría mucho mejor si la gente aprendiera a sufrir en silencio.
    Wednesday volvió a su habitación, enfrente de la de Sombra. Estaba llena de mapas abiertos, extendidos por la cama y colgados en las paredes. Wednesday los había marcado con rotuladores verde fluorescente, rosa desagradable y naranja intenso.
    —Un niño gordo me ha secuestrado —le espetó Sombra—. Me ha dicho que te diga que te han echado al estercolero de la historia mientras gente como él conduce sus limusinas por las superautopistas de la vida. Algo así, más o menos.
    —Pequeño mocoso —gruñó Wednesday.
    —¿Lo conoces?
    Wednesday se encogió de hombros.
    —Sé quién es. —Se dejó caer en la única silla de la habitación—. No tienen ni idea. No tienen ni puta idea. ¿Necesitas quedarte mucho más tiempo en la ciudad?
    —No lo sé. Quizá otra semana. Tengo que solucionar los asuntos de Laura. Ocuparme del apartamento, deshacerme de su ropa y todo eso. Su madre se cabreará, pero lo tiene bien merecido.
    Wednesday asintió con su enorme cabeza.
    —Bueno, cuanto antes acabes, antes podremos irnos de Eagle Point. Buenas noches.
    Sombra cruzó el pasillo. Su habitación era exactamente igual a la de Wednesday, incluso tenía la misma imagen de puesta de sol en la pared, sobre la cama. Pidió una pizza con queso y albóndigas, llenó la bañera y le echó todas las botellitas de plástico de champú del motel para que hicieran espuma.
    Era demasiado alto para estirarse en la bañera, pero se sentó y disfrutó tanto como pudo. Sombra se había prometido que se daría un buen baño cuando saliera de la cárcel, y Sombra siempre mantenía sus promesas.
    La pizza llegó al cabo de poco de haber salido de la bañera, la devoró y la regó con una lata de cerveza de raíces.
    Sombra se tumbó en la cama y pensó: «Es mi primera cama como hombre libre», y el pensamiento le proporcionó menos placer de lo que esperaba. No se tapó con las sábanas, miró las luces de los coches y de los antros de comida rápida a través de la ventana y le reconfortó la idea de saber que había otro mundo, uno por el que podía andar cuando quisiera.
    Podría haber estado en la cama de su casa, pensó, en el apartamento que había compartido con Laura, en la cama que había compartido con Laura. Pero el mero hecho de pensar en estar ahí sin ella, rodeado por sus cosas, su aroma, su vida, era demasiado doloroso...
    «No vayas», pensó. Decidió distraer su mente con otra cosa. Pensó en los trucos con monedas. Sombra sabía que no tenía la personalidad de un mago: era incapaz de tejer las historias que eran tan necesarias para engañar a la gente, ni tampoco quería hacer trucos de cartas, ni flores de papel. Tan sólo queria jugar con moneda, le gustaban las artimañas. Se puso a hacer una lista de los trucos que había conseguido dominar, lo que le recordó la moneda que había echado en la tumba de Laura y entonces apareció Audrey en su cabeza y le decía que Laura había muerto con la polla de Robbie en la boca y de nuevo sintió una punzada en el corazón.
    «Todas las horas hieren. La última mata». ¿Dónde había oído aquello?
    Pensó en el comentario de Wednesday y sonrió a pesar de que no quería: Sombra había oído decir a demasiada gente que no era bueno reprimir los sentimientos, que había que dejar aflorar las emociones, permitir que desapareciera el dolor. Sombra pensó que había mucho que decir sobre la represión de emociones. Él creía que si se hacía durante bastante tiempo y se enterraban a gran profundidad, uno acababa por no sentir nada.
    En aquel instante el sueño se apoderó de él, sin que Sombra se diera cuenta.
    Estaba andando...
    Estaba andando por una habitación más grande que una ciudad, y allí donde miraba había estatuas y tallas e imágenes labradas toscamente. Estaba de pie junto a la estatua de una cosa que parecía una mujer: los pechos desnudos colgaban lisos y flaccidos en el torso, alrededor de la cintura llevaba una cadena de la que colgaban una serie de manos cortadas, en las manos esgrimía sendos cuchillos afilados y, en vez de cabeza, del cuello crecían dos serpientes gemelas, con los cuerpos arqueados, una frente a otra, listas para atacar. Aquella estatua tenía algo muy perturbador, transmitía una sensación de inmoralidad profunda y violenta. Sombra se apartó de ella.
    Echó a andar por la sala. Los ojos tallados de aquellas estatuas que tenían ojos parecían seguir todos y cada uno de sus pasos.
    En su sueño, se dio cuenta de que delante de todas las estatuas ardía un nombre. El hombre del pelo blanco, con un collar de dientes alrededor del cuello, que sostenía un tambor, era Leucotios; la mujer de las caderas anchas, de la que salían monstruos a través del vasto tajo que tenia entre las piernas, era Hubur; el hombre con cabeza de carnero que sostenían la bola dorada era Hershef.
    Una voz precisa, nerviosa y exacta le estaba hablando, en su sueño, pero no podía ver a nadie.
    —Son dioses que han sido olvidados y que ahora bien podrían estar muertos. Tan sólo se pueden encontrar en dramas históricos. Han desparecido, todos, pero sus nombres e imágenes siguen con nosotros.
    Sombra dobló la esquina y supo que se encontraba en otra habitación, más grande aún que la primera. Llegaba mucho más allá de donde le alcanzaba la vista. Cerca de él estaba el cráneo de un mamut, brillante y marrón, y una capa peluda de color ocre, que llevaba una mujer pequeña que tenía la mano izquierda deforme. Junto a eso había tres mujeres, todas talladas de la misma roca de granito, unidas por la cintura: sus caras parecían inacabadas o hechas a toda prisa, aunque sus pechos y genitales habían sido tallados con gran cuidado; y había un pájaro no volador que Sombra no reconocía, el doble de alto que él, tenía el pico de un buitre, pero brazos humanos; y más, y más.
    La voz volvió a hablar, como si se estuviese dirigiendo a una clase:
    —Estos son los dioses que han sido olvidados por la memoria. Incluso sus nombres se han perdido. La gente que los adoraba está tan olvidada como sus dioses. Sus tótems llevan mucho tiempo abatidos y destruidos. Sus últimos sacerdotes murieron sin transmitir sus secretos.
    »Los dioses se mueren. Y cuando se mueren de verdad nadie los vela ni los recuerda. Es más difícil matar a las ideas que a la gente, pero, al final, también se pueden matar.
    Hubo un susurro que empezó a extenderse por la sala, un murmullo bajo que hizo que Sombra sintiera un escalofrío y un miedo inexplicable en su sueño. Se apoderó de él un pánico sobrecogedor, ahí, en la sala de los dioses cuya existencia había pasado al olvido; dioses con cara de pulpo y dioses que tan sólo eran manos momificadas o rocas que caían o incendios en bosques...
    Sombra se despertó con el corazón desbocado, la frente empapada, completamente despierto. Según los números rojos del despertador que había en la mesita de noche era la una y tres de la madrugada. La luz del cartel de neón del Motel América que había fuera entraba por la ventana de la habitación. Desorientado, Sombra se puso en pie y entró en el pequeño baño del motel. Meó sin encender la luz y volvió a la cama. En su cabeza aún tenía el sueño fresco y vívido, pero no podía explicarse por qué lo había asustado tanto.
    La luz que entraba en la habitación desde fuera no era brillante, pero los ojos de Sombra se habían acostumbrado a la oscuridad. Había una mujer sentada a un lado de la cama.
    La conocía. La habría reconocido entre una multitud de mil personas, o de cien mil. Aún llevaba el traje azul marino con el que la habían enterrado.
    Su voz no era más que un susurro, pero lo conocía de sobras.
    —Supongo que te estarás preguntando qué hago aquí.
    Sombra no dijo nada.
    Se sentó en la única silla de la habitación y, al final, preguntó:
    —¿Eres tú?
    —Sí. Tengo frío, cachorrito.
    —Estás muerta, cielo.
    —Sí. Sí. Lo estoy. —Dio una palmadita en la cama—. Ven y siéntate a mi lado.
    —No —respondió Sombra—. Creo que de momento me voy a quedar aquí. Nos quedan algunos asuntos por resolver.
    —¿Como el hecho de que esté muerta?
    —Quizá, pero yo estaba pensando más bien en la forma en que moriste. Tú y Robbie.
    —Ah. Eso.
    Sombra notaba —o quizá tan sólo era su imaginación— un cierto olor a podrido, a flores y a conservantes. Su mujer, su ex mujer... no, se corrigió a si mismo, su difunta mujer, estaba sentada en la cama y lo miraba sin parpadear.
    —Cachorrito. Acaso... ¿Pudrías conseguirme un... cigarrillo?
    —Pensaba que lo habías dejado.
    —Así es, pero ya no me preocupan los problemas de salud. Y creo que me calmaría los nervios. Hay una máquina en el vestíbulo.
    Sombra se puso los téjanos, una camiseta y bajó descalzo al vestíbulo. El recepcionista de noche era un hombre de mediana edad que estaba leyendo un libro de John Grisham. Sombra compró un paquete de Virginia Slims en la máquina. Le pidió cerillas al recepcionista.
    —Está en una habitación de no fumadores. Abra la ventana. —Le dio las cerillas y un cenicero de plástico con el logotipo del Motel América.
    —Vale.
    Volvió a la habitación. Laura se había tumbado sobre las mantas arrugadas. Sombra abrió la ventana y luego le dio los cigarrillos y las cerillas. Tenía los dedos fríos. Encendió una cerilla y se fijó en que sus uñas, que acostumbraban a estar inmaculadas, estaban descuidadas y mordidas, y que tenía barro bajo ellas.
    Laura encendió el cigarrillo, le dio una calada, y apagó la cerilla. Volvió a darle una calada.
    —No le encuentro sabor —dijo—. Creo que no me hace nada.
    —Lo siento.
    —Yo también.
    Cada vez que le daba una chupada la punta del cigarrillo brillaba y entonces él podía verle la cara.
    —Bueno —dijo ella—. Te han dejado salir.
    —Sí.
    La punta del cigarrillo era de color naranja.
    —Me alegro. Nunca debería haberte metido en aquel lío.
    —Yo acepté hacerlo. Podría haber dicho que no. —Se preguntó por qué no tenía miedo de ella: por qué el sueño de un museo podía aterrorizarlo mientras que parecía que era perfectamente capaz de estar con un muerto viviente sin sentir miedo.
    —Si. Podrías. Qué bobo eres. —El humo le envolvía la cara. Estaba muy guapa con aquella luz pálida—. ¿Quieres saber lo que ocurrió entre Robbie y yo?
    —Supongo.
    Apagó el cigarrillo en el cenicero.
    —Tú estabas en la cárcel. Y yo necesitaba a alguien con quien hablar. Necesitaba un hombro sobre el que llorar. Y tú no estabas conmigo. Me sentía muy disgustada.
    —Lo siento. —Sombra se dio cuenta de que había algo distinto en su voz e intentó averiguar de qué se trataba.
    —Lo sé. Así que quedábamos para tomar un café. Hablábamos sobre lo que haríamos cuando salieras de la cárcel. De lo bueno que sería volver a verte. Él te apreciaba mucho de verdad. Tenía muchas ganas de darte tu antiguo trabajo.
    —Sí.
    —Entonces Audrey fue a visitar a su hermana durante una semana. Esto ocurrió, oh, un año, trece meses después de que te hubieras ido. —Su voz carecía de emoción; todas las palabras sonaban vacías y llanas, como los guijarros que se lanzan, uno a uno, en un pozo profundo—. Robbie se pasó por casa. Nos emborrachamos juntos. Lo hicimos en el suelo de la habitación. Estuvo bien. Estuvo muy bien.
    —No hacía falta que dijeras eso.
    —¿No? Lo siento. Resulta más difícil elegir bien cuando estás muerta. Es como una fotografía. No importa tanto.
    Laura encendió otro cigarrillo. Sus movimientos eran fluidos y hábiles, no rígidos. Sombra se preguntó por un instante si estaba muerta de verdad. Quizá se trataba todo de un truco muy bien montado.
    —Sí —dijo ella—. Ya lo veo. Bueno, seguimos con nuestra relación, aunque no la llamábamos así; de hecho no la llamamos de ninguna forma durante gran parte de los dos últimos años.
    —¿Ibas a dejarme por él?
    —¿Por qué iba a hacerlo? Tú eres mi gran oso. Eres mi cachorrito. Hiciste lo que hiciste por mí. Esperé tres años a que volvieras conmigo. Te quiero.
    Sombra evitó decir «Yo también te quiero». No pensaba decirlo. Ya no.
    —¿Entonces qué ocurrió la otra noche?
    —¿La noche en que morí?
    —Sí.
    —Bueno, Robbie y yo salimos para hablar de tu fiesta sorpresa de bienvenida. Habría estado tan bien. Yo le dije que lo nuestro se había acabado. Era el final. Que ahora que volvías tenía que ser así.
    —Hmm. Gracias, cielo.
    —De nada, cariño. —Un amago de sonrisa pasó por su cara—. Nos pusimos en plan sensiblero. Fue dulce. Nos pusimos estúpidos. Yo me emborraché mucho. Él no. Tenía que conducir. Volvíamos a casa y le dije que iba a hacerle una mamada de despedida; con pasión, le bajé la cremallera y se la hice.
    —Gran error.
    —Dímelo a mí. Le pegué un golpe al cambio de marchas con el hombro, Robbie intentó apartarme para volver a poner la marcha, viramos bruscamente, se oyó un gran estruendo y recuerdo que el mundo empezó a dar vueltas y pensé «Voy a morir». Fue muy desapasionado. Recuerdo eso. No tenía miedo. Y luego ya no recuerdo nada más.
    Olía a plástico quemado. Era el cigarrillo: se había quemado hasta el filtro. Pareció que Laura no se daba cuenta.
    —¿Qué estás haciendo aquí, Laura?
    —¿Acaso una mujer no puede venir a ver a su marido?
    —Estás muerta. Esta tarde he ido a tu funeral.
    —Si. —Dejó de hablar y se quedó mirando a la nada. Sombra se levantó y fue junto a ella. Le quitó la colilla humeante de las manos y la tiró por la ventana.
    —¿Y bien?
    Ella buscó su mirada.
    —No sé mucho más de lo que sabía cuando estaba viva. Soy incapaz de expresar con palabras la mayoría de cosas que sé ahora y que no sabía entonces.
    —Normalmente, la gente que se muere se queda en la tumba —dijo Sombra.
    —¿Ah, sí? ¿Estás seguro, cachorrito? Yo también lo pensaba. Pero ahora no estoy tan segura. Quizá. —Bajó de la cama y se acercó a la ventana. Su cara, iluminada por el cartel del motel, era más bella que nunca. La cara de la mujer por la que había ido a la cárcel.
    A Sombra le dolía el corazón como si alguien se lo hubiese cogido y se lo hubiera estrujado.
    —¿Laura...?
    Ella no lo miró.
    —Te has metido en un buen lío, Sombra. Lo vas a fastidiar todo si no tienes a alguien que cuide de ti. Yo te cuidaré. Y gracias por el regalo.
    —¿Qué regalo?
    Metió la mano en el bolsillo de la blusa y sacó la moneda de oro que Sombra había lanzado a la tumba. Aún estaba algo sucia.
    —Quizá le ponga una cadena. Fue todo un detalle.
    —No es para tanto.
    Ella se volvió y lo miró con unos ojos que parecían verlo y no verlo a la vez.
    —Creo que hay varios aspectos de nuestro matrimonio que tendremos que tratar.
    —Cariño, estás muerta.
    —Obviamente, ése es uno de ellos. —Hizo una pausa—. Bueno, me voy. Será mejor así. —Y de forma natural y sencilla, se volvió y puso las manos sobre los hombros de Sombra, y se acercó de puntillas hacia él para darle un beso de despedida, de la misma forma en que siempre le había dado un beso de despedida.
    Él se agachó torpemente para besarla en la mejilla, pero ella movió la boca y pegó sus labios a los de él. El aliento le olía levemente a bolas de naftalina.
    La lengua de Laura se introdujo en la boca de Sombra. Estaba fría, seca y sabía a cigarrillos y a bilis. Todas las dudas que pudieran quedarle a Sombra sobre si su mujer estaba muerta o no se disiparon en aquel instante.
    Se apartó.
    —Te quiero —dijo ella—. Estaré cuidándote. —Se dirigió hacia la puerta de la habitación. A Sombra le quedó un extraño sabor en la boca—. Duerme un poco, cachorrito. Y no te metas en problemas.
    Abrió la puerta. La luz del pasillo no era agradable: bajo ella, Laura parecía muerta, pero en realidad causaba el mismo efecto en todo el mundo.
    —Podrías haberme pedido que me quedara a pasar la noche —dijo ella con su gélida voz.
    —Creo que no podría.
    —Algún día, cielo. Antes de que todo esto acabe. Podrás. —Se volvió y se fue andando por el pasillo.
    Sombra sacó la cabeza por el umbral de la puerta. El recepcionista de noche seguía leyendo su novela de John Grisham y apenas levantó la vista cuando ella pasó ante él. Laura tenía una espesa capa de barro del cementerio pegada a los zapatos. Se fue.
    Sombra soltó un pequeño suspiro. El corazón le latía arrítmicamente en el pecho. Cruzó el pasillo y llamó a la puerta de Wednesday. Justo en el momento en que golpeó la puerta con los nudillos tuvo la extrañísima sensación de que lo estaban zarandeando unas alas negras, como si un cuervo enorme lo estuviera atravesando y saliera al pasillo y al mundo que había más allá.
    Wednesday abrió la puerta. Sólo llevaba una toalla blanca del motel alrededor de la cintura.
    —¿Que demonios quieres? —preguntó.
    —Hay algo que deberías saber —dijo Sombra—. Quizás ha sido un sueño, pero no lo ha sido, o quizás he inhalado humo de la piel de sapo sintética de aquel niño gordo, o quizá sólo me estoy volviendo loco...
    —Sí, sí. Venga, desembucha. Estaba en mitad de algo.
    Sombra echó un vistazo a la habitación. Vio que había alguien en la cama que lo estaba mirando. Una sábana cubrió unos pechos pequeños.
    Pelo rubio pálido, la cara tenía algo que recordaba a una rata. Bajó la voz.
    —Acabo de ver a mi mujer. Estaba en mi habitación.
    —¿Te refieres a un fantasma? ¿Has visto un fantasma?
    —No. No era un fantasma. Era sólida. Era ella. Está bien muerta, pero no era un fantasma. La toque. Me besó.
    —Ya veo. —Wednesday echó un vistazo a la mujer que había en la cama—. Ahora vuelvo, chata.
    Fueron a la habitación de Sombra. Wednesday encendió las luces. Miró la colilla de cigarrillo que había en el cenicero. Se rascó el pecho. Tenía los pezones oscuros, como los de un hombre viejo, y el pelo del pecho entrecano. En un costado del torso, una cicatriz blanca. Olió el aire. Luego se encogió de hombros.
    —Bueno —dijo—. Así que tu mujer ha aparecido. ¿Tienes miedo?
    —Un poco.
    —Muy inteligente. Los muertos siempre me dan ganas de gritar. ¿Algo más?
    —Estoy listo para dejar Eagle Point. La madre de Laura puede solucionar lo del apartamento y todo eso. Además me odia. Por mí podemos irnos cuando quieras.
    Wednesday sonrió.
    —Buenas noticias, chico. Nos iremos por la mañana. Ahora deberías dormir un poco. Tengo whisky en la habitación, si necesitas ayuda para dormir. ¿Quieres?
    —No, no es necesario.
    —Entonces no me molestes más. Tengo una noche muy larga ante mí.
    —Buenas noches —le deseó Sombra.
    —Exacto —dijo Wednesday, que cerró la puerta al salir.
    Sombra se sentó en la cama. El olor a cigarrillos y conservantes aún flotaba en el aire. Deseaba estar llorando por Laura: le parecía algo más apropiado que preocuparse por ella o, tal y como admitió para sí mismo ahora que se había ido, sentir miedo de ella. Era el momento para lamentar su muerte. Apagó las luces, se tumbó en la cama y pensó en Laura tal y como era antes de ir a la cárcel. Recordó su boda cuando eran jóvenes y felices y estúpidos e incapaces de quitarse las manos de encima ni un momento.
    Hacía mucho tiempo de la última vez que Sombra lloró, tanto que pensaba que había olvidado cómo hacerlo. Ni tan sólo sollozó cuando su madre murió.
    Pero ahora empezó a llorar, a soltar unos sollozos fuertes y dolorosos y, por primera vez desde que era un niño, Sombra se durmió llorando.

    EL VIAJE A AMÉRICA
    813 d.C.

    Navegaron el verde mar gracias a las estrellas y la orilla, y cuando la orilla fue sólo un recuerdo y el cielo de la noche se quedó nublado y oscuro navegaron gracias a la fe, e invocaron al Todopoderoso para que les permitiera llegar a tierra sanos y salvos.
    Habían tenido un viaje terrible, no se sentían los dedos y tenían unos escalofríos en los huesos que ni siquiera el vino podía aliviar. Se levantaban por la mañana y veían que la escarcha les había alcanzado la barba y, hasta que el sol los calentaba, parecían hombres viejos con una barba canosa prematura.
    Los dientes se les empezaron a caer y tenían los ojos hundidos en las cuencas cuando avistaron las verdes tierras del oeste. Los hombres dijeron: «Estamos lejos, lejos de nuestras casas y hogares, lejos de los mares que conocemos y las tierras que amamos. Aquí, en el borde del mundo seremos olvidados por nuestros dioses.»
    Su jefe se encaramó a la cima de una gran roca y se burló de ellos por su falta de fe.
    —El Todopoderoso creó el mundo —gritó—. Lo construyó con sus manos de los huesos maltrechos y la carne de Ymir, su abuelo. Puso el cerebro de Ymir en el cielo como nubes, y su sangre salada se convirtió en los mares que hemos cruzado. Si él creó el mundo, ¿no os dais cuenta de que también él creó esta tierra? ¿Y si morimos aquí como hombres, no seremos recibidos en su morada?
    Y los hombres lo aclamaron y rieron. Con gran voluntad se pusieron a construir un refugio con árboles partidos y barro, dentro de una pequeña empalizada de troncos afilados, aunque, por lo que sabían, eran los únicos hombres de la nueva tierra.
    El día en que finalizaron el refugio hubo una tormenta: a mediodía, el cielo se volvió tan oscuro como la noche, y el cielo fue desgarrado por horcas de llamas blancas, y los estruendos se oían tan fuertes que los hombres casi se quedaron sordos por su culpa, y el gato de a bordo que se habían traído para que les diera buena suerte se escondió tras el drakar varado en la playa. La tormenta fue tan poderosa y tan fiera que los hombres rieron y se dieron palmadas en la espalda y dijeron: «El trueno está aquí con nosotros, en esta tierra lejana», y dieron gracias y se alegraron y bebieron hasta que empezaron a tambalearse.
    En la oscuridad llena de humo de su refugio, aquella misma noche, el bardo les cantó las viejas canciones. Cantó sobre Odín, el Todopoderoso, que se sacrificó por sí mismo con la misma valentía y nobleza con la que otros se sacrificaron por él. Cantó sobre los nueve días que el Todopoderoso estuvo colgado del árbol del mundo, con el costado atravesado por una lanza y del que manaba sangre, y les cantó sobre todas las cosas que el Todopoderoso había aprendido en su agonía; nueve nombres y nueve runas, y dos veces nueve amuletos. Cuando les habló de la lanza que perforó el costado de Odín, el bardo chilló de dolor al igual que había hecho el Todopoderoso en su agonía, y todos los hombres se estremecieron al imaginar su dolor.
    Encontraron el scraeling al día siguiente, que era el propio día del Todopoderoso. Era un hombre pequeño que tenía el pelo tan negro como el ala de un cuervo y la piel del color rojo cálido de la arcilla. Al hablar usó unas palabras que ninguno de ellos pudo entender, ni tan sólo el bardo, que había estado en un barco que había cruzado las columnas de Hércules y que sabía hablar la lengua de los comerciantes del Mediterráneo. El extraño iba vestido con pieles y plumas y llevaba pequeños huesos trenzados en su larga melena.
    Lo condujeron a su campamento y le dieron de comer carne y una bebida fuerte para saciar la sed. Se rieron a carcajadas del hombre, que tropezó mientras cantaba, de la forma en que ladeaba y dejaba muerta la cabeza, y eso que había bebido menos de un cuerno de aguamiel. Le dieron más bebida y al cabo de poco ya estaba tirado bajo la mesa con la cabeza escondida bajo el brazo.
    Entonces lo cogieron, un hombre por cada hombro, un hombre por cada pierna, lo llevaron a la altura de los hombros, los cuatro hombres le hacían de caballo de ocho patas, y lo llevaron en cabeza de una procesión hasta un fresno desde el que se divisaba la bahía, donde le pusieron una soga alrededor del cuello y lo colgaron al viento, su tributo al Todopoderoso, al Señor de la Horca. El cuerpo del scraeling se meció en el viento, la cara se le fue oscureciendo, con la lengua fuera, los ojos se le salían de las órbitas, el pene lo bastante duro como para colgar un casco de cuero, mientras los hombres aplaudían y gritaban y reían, felices de enviar su sacrificio a los cielos.
    Y, al día siguiente, cuando dos grandes cuervos se posaron sobre el cadáver del scraeling, uno en cada hombro, y comenzaron a picotearle las mejillas y los ojos, los hombres supieron que su sacrificio había sido aceptado.
    Era un invierno largo y tenían hambre, pero se alegraban al pensar que, cuando llegara la primavera, enviarían el bote hacia las tierras del norte y traería a pobladores y mujeres. A medida que hacía más frío y los días eran más cortos, algunos de los hombres se pusieron a buscar la aldea del scraeling, con la esperanza de encontrar comida y mujeres. No encontraron nada salvo los lugares donde habían ardido hogueras, donde se habían abandonado pequeños campamentos.
    Un día, en mitad del invierno, cuando el sol estaba tan lejano y era tan frío como una moneda de plata sin brillo, vieron que los restos del cuerpo del scraeling ya no estaban. Esa tarde empezaron a caer lentamente unos copos enormes.
    Los hombres de las tierras del norte cerraron las puertas de su campamento y se resguardaron tras el muro de madera.
    La partida de scraeling cayó sobre ellos aquella noche: quinientos hombres contra treinta. Escalaron el muro y durante los siete días siguientes mataron a los treinta hombres de treinta maneras distintas. Y los marineros fueron olvidados, por la historia y su pueblo.
    La partida echó abajo el muro y quemó la aldea. El drakar puesto boca abajo sobre los guijarros de la playa, también lo quemaron, con la esperanza de que aquellos desconocidos pálidos sólo tuvieran un barco, y que, tras quemarlo, se aseguraran de que ningún otro hombre del norte llegara a sus costas.
    Pasaron más de cien años hasta que Leif el Afortunado, hijo de Erik el Rojo, redescubrió aquella tierra a la que llamó Vineland. Sus dioses ya lo estaban esperando cuando llegó: Tyr, manco, y el dios de la horca Odín, y Thor el de los truenos.
    Estaban allí.
    Lo estaban esperando.


    CAPÍTULO CUARTO

    Let the Midnight Special
    Shine its light on me
    let the Midnight Special
    Shine its ever-lovin’ light on me

    —“The Midnight Special”, canción tradicional

    Sombra y Miércoles desayunaron en una cafetería Country Kitchen que había enfrente de su motel. Eran las ocho de la mañana y el mundo estaba cubierto por una capa de nieve y frío.
    —¿Sigues estando listo para irte de Eagle Point? —preguntó Wednesday—. Tengo que hacer unas cuantas llamadas. Hoy es viernes. El viernes es un día libre. El día de una mujer. Mañana es sábado. Hay mucho que hacer en sábado.
    —Estoy listo —respondió Sombra—. Nada me retiene aquí.
    Wednesday llenó su plato con distintos tipos de carne de desayuno. Sombra cogió un poco de melón, un bagel y un paquete de queso cremoso. Se sentaron a una mesa.
    —Menudo sueño has tenido esta noche —dijo Wednesday.
    —Sí. Menudo. —Cuando se levantó aún podía ver las huellas de barro de Laura en la moqueta del motel, que iban de su habitación a la recepción y a la calle.
    —En fin. ¿Por qué te llaman Sombra?
    Sombra se encogió de hombros.
    —Es un nombre como cualquier otro. —Tras el cristal del ventanal, el mundo cubierto por una capa de niebla se había convertido en un dibujo a lápiz realizado en una docena de grises y con un toque de rojo eléctrico o blanco puro—. ¿Cómo perdiste el ojo?
    Wednesday se metió media docena de lonchas de beicon en la boca, masticó y se limpió el aceite de los labios con el dorso de la mano.
    —No lo perdí. Aún sé dónde está exactamente.
    —¿Cuál es el plan?
    Wednesday parecía pensativo. Comió varias lonchas de jamón de color rosa intenso, se quitó un trozo de carne de la barba y lo tiró en el plato.
    —Éste es el plan: mañana por la noche vamos a encontrarnos con cierto número de personas preeminentes en sus respectivos campos; no dejes que su porte te impresione. Nos reuniremos en uno de los lugares más importantes de todo el país. Después los agasajaremos. Tengo que reclutarlos para mi actual empresa.
    —¿Y dónde se halla ese lugar tan importante?
    —Ya lo verás, jovencito. He dicho que es uno de los más importantes. Las opiniones están divididas, y con razón. He mandado avisar a mis colegas. Nos detendremos en Chicago ya que tengo que recoger algo de dinero. Para entretenerlos de la forma en que preciso hacerlo, necesitaré más efectivo del que dispongo ahora mismo. Luego seguiremos hasta Madison. —Wednesday pagó y se fueron, cruzaron la calle y se dirigieron al aparcamiento del motel. Wednesday le lanzó las llaves del coche a Sombra.
    Condujeron en dirección a la autopista y salieron de la ciudad.
    —¿La echarás de menos? —preguntó Wednesday. Estaba rebuscando en una carpeta llena de mapas.
    —¿La ciudad? No. En realidad nunca tuve una vida aquí. De niño no estuve nunca demasiado tiempo en un mismo lugar y no llegué aquí hasta que estaba a punto de cumplir los treinta. Así que esta ciudad es la de Laura.
    —Pues esperemos que se quede aquí.
    —Fue un sueño, ¿recuerdas?
    —Eso es bueno. Mantienes una actitud sensata. ¿Te la follaste ayer por la noche?
    Sombra respiró hondo. Entonces respondió:
    —No es asunto tuyo, joder. Y no.
    —¿Tenías ganas?
    Sombra no dijo nada. Siguió conduciendo en dirección norte, hacia Chicago. Wednesday sonrió entre dientes y empezó a mirar los mapas, a desdoblarlos y volverlos a doblar, apuntando algo de vez en cuando en un bloc de notas amarillo con un bolígrafo grande de plata.
    Al cabo de un rato acabó. Guardó el bolígrafo y dejó la carpeta en el asiento trasero.
    —Lo mejor de los estados a los que nos dirigimos —dijo Wednesday—, Minnesota, Wisconsin y toda esa zona, es que tienen el tipo de mujeres que me gustaban cuando era más joven: de piel pálida y ojos azules, con un pelo tan rubio que es casi blanco, labios del color del vino y unos pechos turgentes y redondos surcados por venas, como un buen queso.
    —¿Sólo cuando eras joven? Parecía que ayer por la noche te lo estabas pasando muy bien.
    —Sí —exclamó Wednesday entre sonrisas—. ¿Quieres saber el secreto de mi éxito?
    —¿Les pagas?
    —No soy tan ordinario. No, el secreto es el encanto. Ni más ni menos.
    —Conque encanto, ¿eh? Bueno, como dicen, se tiene o no se tiene.
    —Es algo que se puede aprender —dijo Wednesday.
    Sombra sintonizó una emisora de viejos éxitos y escuchó las canciones que estaban de moda antes de que él naciera. Bob Dylan cantaba sobre la tormenta que iba a caer y Sombra se preguntó si el chaparrón ya había caído o aún estaba por venir. La carretera que tenían ante ellos estaba vacía y los cristales de hielo del asfalto brillaban como diamantes bajo el sol de la mañana.
    Chicago apareció lentamente, como una migraña. Primero circulaban por el campo, luego, imperceptiblemente, los pueblos fueron dando paso a los barrios residenciales, que a su vez acabaron convirtiéndose en la ciudad.
    Aparcaron frente a un edificio de ladrillos rojos. La acera no estaba cubierta de nieve. Fueron andando hasta el portal. Wednesday apretó el botón superior del interfono metálico. No ocurrió nada. Volvió a apretarlo. Luego empezó a apretar los botones de los pisos de los otros inquilinos y tampoco obtuvo respuesta alguna.
    —No funciona —dijo una mujer vieja y demacrada que bajaba por las escaleras—. Llamamos al portero, le preguntamos cuándo lo va a arreglar, cuando va a arreglar la calefacción, no le importa, en invierno se va a Arizona por culpa de los problemas de pecho que tiene.
    Tiene un acento muy fuerte, como de Europa del Este, supuso Sombra.
    Wednesday hizo una reverencia.
    —Zorya, querida, no encuentro palabras para describir lo extraordinariamente bella que te mantienes. Estás radiante. No has envejecido.
    La vieja lo miró.
    —No quiere verte. Yo tampoco. Tú malas noticias.
    —Eso es porque no vengo a menos que sea importante.
    La mujer lo miró con desden. Llevaba una bolsa de la compra de punto vacía y vestía un viejo abrigo rojo, abotonado hasta la barbilla.
    Miró a Sombra con desconfianza.
    —¿Quién es el hombre grande? ¿Otro de tus asesinos?
    —Eres injusta conmigo, querida. Este caballero se llama Sombra. Trabaja para mí, sí, pero también defiende tus intereses. Sombra, te presento a la adorable señorita Zorya Vechernyaya.
    —Encantado de conocerla —dijo Sombra.
    Como un pájaro, la mujer alzó la cabeza y lo miró.
    —Sombra —murmuró—. Buen nombre. Cuando las Sombras son largas llega mi tiempo. Y tú eres la Sombra larga. —Lo miró de pies a cabeza y sonrió—. Puedes besarme la mano —dijo y le acercó una mano fría.
    Sombra se agachó y le besó una mano delgada. Llevaba un gran anillo de ámbar en el dedo índice.
    —Buen chico. Voy a comprar comida. Soy la única que trae algo de dinero a casa. Las otras dos no pueden ganar dinero echando la buenaventura porque sólo dicen la verdad, y la verdad no es lo que la gente quiere oír. Es una cosa mala y preocupa a la gente, así que no vuelven. Pero yo sé mentir, puedo decirles lo que quieren oír. Así que traigo el pan a casa. ¿Creéis que estaréis aquí para la cena?
    —Eso espero —contestó Wednesday.
    —Entonces es mejor que me deis dinero para que compre más comida. Soy una mujer orgullosa, pero no tonta. Las otras son más orgullosas que yo, y él es el más orgulloso de todos. Así que dadme dinero y no le digáis que me lo habéis dado.
    Wednesday abrió la cartera y rebuscó en ella. Sacó un billete de veinte. Zorya Vechernyaya se lo arrancó de los dedos y se quedó esperando. Sacó otro billete de veinte y se lo dio.
    —Está bien. Os daremos de comer como a príncipes. Ahora subid las escaleras hasta arriba. Zorya Utrennyaya está despierta, pero nuestra otra hermana aún duerme, así que no hagáis demasiado ruido.
    Sombra y Wednesday subieron las escaleras oscuras. El rellano que había dos pisos más arriba estaba lleno de bolsas de la basura negras y olía a verdura podrida.
    —¿Son gitanos? —preguntó Sombra.
    —¿Zorya y su familia? Qué va. No. Son rusos. Eslavos, creo.
    —Pero ella echa la buenaventura.
    —Mucha gente lo hace. Incluso yo he tenido mis escarceos con ello. —Wednesday jadeaba mientras subían el último tramo de escaleras—. Estoy en baja forma.
    El rellano que había al final acababa en una única puerta pintada de rojo con una mirilla.
    Wednesday llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar, esta vez más fuerte.
    —¡Vale! ¡Vale! ¡Ya te he oído! —Sonido de cerraduras, cerrojos, el ruido de una cadena. La puerta se abrió una rendija.
    —¿Quién es? —Era la voz de un hombre, vieja y curtida por los cigarrillos.
    —Un viejo amigo, Chernobog. Con un socio.
    La puerta se abrió todo lo que permitía la cadena. Sombra vio una cara gris entre las sombras que los miraba.
    —¿Que quieres, Votan?
    —En principio, tan sólo disfrutar del placer de tu compañía. También tengo información que compartir. ¿Cómo es esa expresión? Ah, sí. Quizá aprendas algo que te resulte útil.
    La puerta se abrió de par en par. El hombre del albornoz grisáceo era bajito, tenía el pelo de color gris plomizo y unas facciones marcadas. Llevaba pantalones grises de raya diplomática, que tenían brillos de lo viejos que eran, y zapatillas. Sostenía un cigarrillo sin filtro con dedos de punta cuadrada, y le daba caladas sin abrir el puño, como un convicto, pensó Sombra, o un soldado. Le ofreció su mano izquierda a Wednesday.
    —Entonces, bienvenido. Votan.
    —Hoy en día me llaman Wednesday —dijo mientras le estrechaba la mano al viejo.
    Una leve sonrisa; un destello de dientes amarillos.
    —Si. Muy divertido. ¿Y éste?
    —Es mi socio. Sombra, te presento al señor Chernobog.
    —Encantado —dijo Chernobog, que le estrechó la mano izquierda a Sombra. Tenía las manos ásperas y llenas de callos y las puntas de los dedos tan amarillas como si las hubiera metido en yodo.
    —¿Cómo está usted, señor Chernobog?
    —Viejo. Me duelen las tripas, me duele la espalda y por la mañana toso tanto que siento como si el pecho me fuera a reventar.
    —¿Qué hacéis ahí en la puerta? —preguntó la voz de una mujer. Sombra miró por encima del hombro de Chernobog a la vieja que había detrás de él. Era más baja y delicada que su hermana, pero tenía el pelo largo y dorado—. Soy Zorya Utrennyaya. No os quedéis en el recibidor. Entrad y sentaos. Os traeré café.
    Entraron en un piso que olía a col hervida, caja de gato y a cigarrillos extranjeros sin filtro, y los condujeron por un pequeño pasillo, pasaron frente a varias puertas cerradas hasta llegar a la sala de estar, y se sentaron en un enorme y viejo sofá de pelo de caballo, con lo que molestaron a un viejo gato gris, que se desperezó, se puso en pie y se fue andando todo estirado hasta el extremo más alejado del sofá, donde se tumbó y los observó a todos con cautela, entonces cerró un ojo y volvió a dormirse. Chernobog se sentó en una butaca enfrente de ellos.
    Zorya Utrennyaya encontró un cenicero vacío y lo dejó junto a Chernobog.
    —¿Cómo queréis el café? —preguntó a sus invitados—. Aquí lo tomamos negro como la noche y dulce como el pecado.
    —Por mí perfecto —respondió Sombra. Miró por la ventana, hacia los edificios que había enfrente.
    Zorya Utrennyaya se fue. Chernobog la miró mientras salía.
    —Es una buena mujer —dijo—. No como sus hermanas. Una de ellas es una arpía, la otra, no hace más que dormir. —Puso su pie enfundado en una zapatilla sobre una mesita para el café baja y larga, que tenía un tablero de ajedrez en el centro, lleno de quemaduras de cigarrillo y marcas de tazas de café en la superficie.
    —¿Es tu mujer? —preguntó Sombra.
    —No es la mujer de nadie. —El viejo se sentó en silencio durante un momento, mientras se miraba las bastas manos—. No. Somos todos familia. Vinimos aquí juntos, hace mucho tiempo.
    Chernobog sacó un paquete de cigarrillos sin filtro de un bolsillo de su albornoz. Wednesday cogió un mechero estrecho y de oro y le encendió el cigarro.
    —Primero vinimos a Nueva York —dijo Chernobog—. Todos nuestros compatriotas van a Nueva York. Luego vinimos aquí, a Chicago. Todo empeoró. Incluso en el viejo país, casi se habían olvidado de mí. Aquí sólo soy un mal recuerdo. ¿Sabes lo que hice cuando llegué a Chicago?
    —No —respondió Sombra.
    —Cojo un trabajo en el negocio de la carne. En el matadero. Cuando el novillo sube por la rampa, yo era un golpeador. ¿Sabes por qué nos llaman golpeadores? Porque cogemos el mazo y golpeamos a la vaca con él. ¡Bam! Hay que tener fuerza en los brazos, ¿sabes? Luego otro encadena a la vaca, la levanta y luego le cortan el cuello. La desangran antes de cortarle la cabeza. Los golpeadores éramos los más fuertes. —Se arremangó el albornoz y flexionó el brazo para mostrar los músculos que aún podían verse bajo su vieja piel—. Aunque la fuerza no basta. El golpe requería cierta técnica. Si no la vaca se quedaba aturdida o enfadada. Luego, en los cincuenta, nos dan la pistola de pernos. La ponías en la cabeza, ¡bam! ¡bam! Seguro que piensas que cualquiera podía matar. Pero no es así. —Hizo un gesto como si disparara un perno de metal a la cabeza de una vaca—. A pesar de todo sigue requiriendo cierta técnica. —Sonrió al recordarlo y mostró un diente de color del hierro.
    —No les cuentes tus historias del matadero. —Zorya Utrennyaya llevaba el café en una bandeja de madera roja, en unas tazas pequeñas esmaltadas y brillantes. Le dio una a cada uno y se sentó junto a Chernobog.
    —Zorya Vechernyaya está haciendo la compra —dijo—. Volverá dentro de poco.
    —Nos la hemos encontrado abajo —dijo Sombra—. Dice que lee la buenaventura.
    —Si —admitió la hermana—. Cuando el sol se pone, ése es el momento para las mentiras. Yo no sé mentir bien, así que soy una adivina pobre. Y nuestra hermana, Zorya Polunochnaya, es incapaz de decir mentira alguna.
    El café era aún más dulce y fuerte de lo que Sombra esperaba.
    Sombra se disculpó para usar el baño, una pequeña habitación de la que colgaban varias fotografías enmarcadas y con manchas marrones de hombres y mujeres en rígidas poses victorianas. Eran las primeras horas de la tarde, pero la luz ya empezaba a desvanecerse. Oyó voces que provenían del pasillo. Se lavó las manos con agua gélida y un trozo de jabón rosa que apestaba.
    Chernobog estaba en el pasillo cuando salió Sombra.
    —¡Tú traes problemas! —gritaba—. ¡Nada más que problemas! ¡No te escucharé! ¡Vete de mi casal
    Wednesday seguía sentado en el sofá, sorbiendo su café, acariciando al gato gris. Zorya Utrennyaya estaba de pie sobre la fina moqueta, y no paraba de enroscarse los dedos de una mano con su larga melena rubia.
    —¿Hay algún problema? —preguntó Sombra.
    —¡Él es el problema! —gritó Chernobog—. ¡Él! ¡Dile que no lo ayudaré por nada! ¡Quiero que se vaya! ¡Quiero que salga de aquí! ¡Idos los dos!
    —Por favor —dijo Zorya Utrennyaya—. Cálmate, por favor, vas a despertar a Zorya Polunochnaya.
    —¡Eres como él, quieres que me una a su plan loco! —gritó Chernobog. Parecía como si estuviera a punto de romper a llorar. La ceniza del cigarrillo cayó sobre la moqueta raída del pasillo.
    Wednesday se levantó y fue junto a Chernobog. Le puso la mano en el hombro.
    —Escucha —dijo en tono conciliador—. En primer lugar, no es una locura. Es la única manera. En segundo lugar, todo el mundo estará ahí. Supongo que no querrás perdértelo, ¿no?
    —Sabes quién soy. Sabes lo que estas manos han hecho. Tú quieres a mi hermano, no a mi. Y él ya no está.
    Se abrió una puerta del pasillo, y una voz femenina soñolienta dijo:
    —¿Hay algún problema?
    —Ninguno, hermana mía —respondió Zorya Utrennyaya—. Vuelve a dormir. —Luego se volvió hacia Chernobog—. ¿Ves? ¿Has visto lo que has conseguido con tus gritos? Vuelve ahí y siéntate. ¡Siéntate! —Pareció que Chernobog estaba a punto de empezar a protestar, pero se calmó. Parecía frágil, de repente: frágil y solo.
    Los tres hombres volvieron a la destartalada sala de estar. Había un aro marrón de nicotina alrededor de la habitación que acababa a unos treinta centímetros del techo, como la marca que el agua deja en una bañera vieja.
    —No tiene que ser para ti —le dijo Wednesday a Chernobog impertérrito—. Si es para tu hermano, también es para ti. Es una ventaja que vosotros, los tipos dualistas, tenéis sobre el resto de nosotros, ¿eh?
    Chernobog no dijo nada.
    —Hablando de Biclebog, ¿has oído algo de él últimamente?
    Chernobog negó con la cabeza. Levantó la cabeza y miró a Sombra.
    —¿Tienes hermanos?
    —No. Que yo sepa.
    —Yo tengo uno. La gente dice que si nos ponen juntos somos como una persona. Cuando somos jóvenes, su pelo es muy rubio, muy claro, sus ojos son azules y la gente dice que es el bueno. Y mi pelo es muy oscuro, incluso más que el tuyo, y la gente dice que yo soy el pícaro. Yo soy el malo. Y ahora pasa el tiempo y mi pelo es gris. El suyo también creo que es gris. Y si nos miras no sabrías quién lo tenía claro y quién oscuro.
    —¿Estabais muy unidos?
    —¿Unidos? No. ¿Cómo íbamos a estarlo? Nos interesaban cosas muy distintas.
    Se oyó un ruido al final del pasillo y entró Zorya Vechernyaya.
    —La cena estará lista dentro de una hora —dijo y luego se fue.
    Chernobog suspiró.
    —Cree que es muy buena cocinera. Cuando era pequeña cocinaban los criados. Ahora no hay criados. No hay nada.
    —Nada no —lo interrumpió Wednesday—. Nunca nada.
    —A ti —dijo Chernobog—. No pienso escucharte. —Se volvió hacia Sombra—. ¿Juegas a las damas? —le preguntó.
    —Sí.
    —Bien. Entonces jugarás conmigo —dijo mientras cogía una caja de madera que había sobre el mantel y echaba las piezas sobre el tablero—. Yo jugaré con las negras.
    Wednesday cogió a Sombra del brazo.
    —No tienes por qué hacer eso, lo sabes.
    —Tranquilo, quiero hacerlo —respondió Sombra. Wednesday se encogió de hombros y cogió un ejemplar antiguo del Reader’s Digest de una pequeña pila de revistas amarillas que había en la repisa de la ventana.
    Los dedos marrones de Chernobog acabaron de disponer las fichas sobre las casillas y empezó la partida.
    En los días posteriores Sombra se acordó a menudo de la partida. Algunas noches soñaba con ella. Sus fichas redondas y planas eran del color de la madera vieja y sucia; se suponía que debían ser blancas. Las de Chernobog de un negro tenue y apagado. Sombra fue el primero en mover. En sus sueños, no hablaban mientras jugaban, tan sólo se oía el leve sonido que hacían las fichas al ponerlas sobre el tablero, o el susurro de la madera cuando las deslizan a la casilla contigua.
    Durante los primeros seis movimientos se dedicaron a mover las fichas hacia el centro, sin tocar las de la segunda fila. Había pausas entre movimientos, pausas largas como las del ajedrez, mientras cada uno observaba y pensaba.
    Sombra había jugado a las damas en la cárcel: le ayudaba a pasar el tiempo. También jugó a ajedrez, pero no tenía carácter para planificar las jugadas con demasiada anticipación. Prefería escoger el movimiento perfecto para el momento. A veces podía ganar a las damas de esta manera.
    Se oyó un ruido cuando Chernobog cogió una ficha negra y la hizo pasar por encima de una de las blancas de Sombra. El viejo cogió la ficha blanca y la dejó sobre la mesa, junto al tablero.
    —Uno a cero. Has perdido —le espetó Chernobog—. Se ha acabado la partida.
    —No —respondió Sombra—. Aún queda mucha partida por delante.
    —¿Entonces, te importaría hacer una apuesta? ¿Tampoco muy grande, tan sólo para hacerlo más interesante?
    —No —respondió Wednesday sin levantar la vista de la columna que estaba leyendo, «Humor in Uniform»—. No lo hará.
    —No estoy jugando contigo, viejo. Juego con él. ¿Quiere apostar, señor Sombra?
    —¿Sobre qué discutíais antes? —preguntó Sombra.
    Chernobog enarco una ceja.
    —Tu amo quiere que vaya con él. Para ayudarlo con uno de sus planes estúpidos. Antes prefiero morirme.
    —¿Quieres apostar? De acuerdo. Si gano, vienes con nosotros.
    El viejo frunció los labios.
    —Quizá. Pero sólo si pagas la prenda si pierdes.
    —¿Y de que se trata?
    Chernobog no cambió la expresión.
    —Si gano, te reviento la cabeza. Con un mazo. Primero te pones de rodillas. Luego te golpeo para que no puedas volver a levantarte. —Sombra miró al viejo a la cara, intentando interpretarla. No hablaba en broma, estaba seguro de ello: mostraba que tenía hambre de algo, de dolor, muerte o castigo.
    Wednesday cerró el Reader s Digest.
    —Eso es absurdo. Me equivoqué al venir aquí. Sombra, nos vamos.
    El gato gris se despertó, se levantó y se puso sobre la mesa, junto al tablero de las damas. Miro las fichas, luego bajó al suelo y, con la cola bien alta, salió de la habitación.
    —No —respondió Sombra. No tenía miedo a morir. Al fin y al cabo, tampoco tenía nada por lo que vivir—. De acuerdo. Acepto. Si ganas la partida tendrás una oportunidad para reventarme la cabeza con tu mazo.
    Y movió una ficha blanca a una casilla que estaba en el borde del tablero.
    No dijeron nada más, pero Wednesday no volvió a coger el Reader’s Digest. Siguió la partida con su ojo de cristal y el bueno, con una expresión que no transmitía nada.
    Chernobog mató otra de las fichas de Sombra, que, a su vez, mató dos de las del viejo. Del pasillo llegó el olor de la cocción de unos alimentos desconocidos. A pesar de que no todos eran apetitosos, Sombra se dio cuenta de que tenía mucha hambre.
    Los dos hombres movieron sus fichas, blancas y negras, uno después de otro. Un montón de fichas muertas, la consecución de varias damas formadas por dos fichas: al no estar obligadas a moverse sólo hacia delante por el tablero, un movimiento lateral de cada vez, las damas podían moverse hacia delante o hacia atrás, lo que las hacía el doble de peligrosas. Habían llegado a la última fila y podían ir adonde quisieran. Chernobog tenía tres damas, Sombra dos.
    El viejo movía una de las damas por todo el tablero para eliminar el resto de fichas de Sombra, mientras utilizaba las otras dos para inmovilizar a las de su contrincante.
    Luego Chernobog consiguió una cuarta dama y la hizo retroceder y, sin sonreír, mató a las dos de Sombra. Y ahí se acabó todo.
    —Bueno —dijo Chernobog—. Puedo reventarte la cabeza. Y tú te pondrás de rodillas sin rechistar. Está bien. —Alargó una mano vieja y le dio unas palmaditas a Sombra en el brazo.
    —Aún nos queda algo de tiempo antes de que la cena esté lista. ¿Quieres echar otra partida? ¿Con las mismas condiciones?
    Chernobog encendió otro cigarrillo con una cerilla de cocina.
    —¿Cómo va a ser con las mismas condiciones? ¿Quieres que te mate dos veces?
    —Ahora mismo sólo tienes un golpe, eso es todo. Tú mismo me has dicho que no es sólo cuestión de fuerza, sino también de habilidad. De esta manera, si ganas la partida, podrás golpearme dos veces.
    Chernobog frunció el ceño.
    —Un golpe, es todo lo que se necesita, un golpe. Así es la técnica. —Se dio un golpecito en el antebrazo derecho, donde tenía los músculos, mientras le caía la ceniza del cigarrillo que sostenía en la mano izquierda.
    —Hace ya mucho tiempo. Si has perdido la técnica, a lo mejor sólo me haces un moratón. ¿Cuánto hace que usaste por última vez un mazo en el matadero? ¿Treinta años? ¿Cuarenta?
    Chernobog no dijo nada. Su boca cerrada era como un corte gris en mitad de la cara. Tamborileó con los dedos en la mesa, reproduciendo algún tipo de ritmo. Luego volvió a poner las veinticuatro fichas en sus casillas del tablero.
    —Mueve —dijo—. Juegas con las claras otra vez. Yo con las oscuras.
    Sombra abrió la partida. Chernobog movió una de sus fichas. Y a Sombra se le ocurrió que Chernobog intentaría jugar la misma partida de nuevo, la que acababa de ganar, que ésa sería su limitación.
    Esta vez Sombra jugó de modo temerario. Aprovechó cualquier oportunidad, por pequeña que fuera, movió sin pensar, sin detenerse ni un instante a meditar la mejor jugada. Y esta vez, mientras jugaba, sonreía; y cuando Chernobog movía una de sus fichas, la sonrisa se hacía más amplia.
    Al cabo de poco Chernobog empezó a golpear sus fichas contra el tablero cuando las movía: lo hacía con tanta fuerza que las demás temblaban en sus casillas negras.
    —Toma —dijo Chernobog al matar a una de las damas de Sombra con gran estrépito—. Toma. ¿Qué dices ahora?
    Sombra no dijo nada, tan sólo sonrió y saltó sobre la ficha que Chernobog había usado, y sobre otra, y otra, y una cuarta, con lo que limpió el centro del tablero de fichas negras. Cogió una ficha blanca del montón que tenía al lado y convirtió en dama su ficha.
    Después de eso, todo consistió en una operación de limpieza: unos cuantos movimientos más y se acabó la partida.
    Sombra dijo:
    —¿Al mejor de tres?
    Chernobog se lo quedó mirando, con los dos ojos grises como dagas de acero. Y entonces se rió y le dio unas palmaditas a Sombra en el hombro.
    —¡Me gustas! —exclamó—. Tienes huevos.
    En aquel momento Zorya Utrennyaya sacó la cabeza por la puerta para decirles que la cena ya estaba lista y que debían quitar el tablero y poner el mantel en la mesa.
    —No tenemos comedor —dijo—, lo siento. Comemos aquí.
    Pusieron varias fuentes en la mesa. A cada comensal le dieron una pequeña bandeja pintada en la que había unos cubiertos faltos de lustre, para que se la pusieran en la falda.
    Zorya Vechernyaya cogió cinco cuencos de madera y puso una patata hervida y sin pelar en cada uno de ellos, luego sirvió una ración generosa de borscht, un caldo de verduras ferozmente rojo. Dejó caer una cucharada de nata agria y repartió los cuencos.
    —Pensaba que éramos seis —dijo Sombra.
    —Zorya Polunochnaya aún duerme —dijo Zorya Vechernyaya— . Le dejamos la comida en la nevera. Cuando se despierte se la comerá.
    El borscht sabía a remolacha en vinagre. La patata estaba harinosa.
    El siguiente plato era un estofado de carne dura como la suela de un zapato, acompañado por unas verduras de difícil descripción, ya que las habían hervido durante tanto tiempo que, por mucho que uno usara la imaginación, parecían cualquier cosa menos verduras.
    Luego había hojas de repollo rellenas de carne picada y arroz, unas hojas tan duras que casi resultaba imposible cortarlas sin tirar carne y arroz sobre la moqueta. Sombra se dedicó a mover el suyo por el plato.
    —Hemos jugado a las damas —dijo Chernobog, que se sirvió más estofado—. El joven y yo. Él ha ganado una partida, yo he ganado una partida. Como él ha ganado una yo he aceptado a ir con él y Wednesday para ayudarlos con su plan loco. Y como yo he ganado, cuando todo esto acabe, puedo matar al joven de un golpe con un mazo.
    Las dos Zorya asintieron con solemnidad.
    —Qué pena —le dijo Zorya Vechernyaya a Sombra—. Si te hubiera leído la buenaventura te habría dicho que tendrías una vida larga y feliz, y que tendrías muchos hijos.
    —Por eso eres una buena adivina —dijo Zorya Utrennyaya. Parecía medio dormida, como si estuviera realizando un gran esfuerzo para mantenerse despierta hasta tan tarde—. Mientes de maravilla.
    Al final de la cena Sombra aún tenía hambre. La comida de la cárcel era mala, pero aun así era mejor que aquélla.
    —Buena comida —dijo Wednesday, que limpió su plato dando grandes muestras de placer—. Les estoy muy agradecido, señoras. Y ahora, temo que debo pedirles que nos recomienden un buen hotel que se encuentre por aquí cerca.
    Zorya Vechernyaya puso cara de sentirse ofendida al oir aquello.
    —¿Por qué ibais a iros a un hotel? —preguntó—. ¿Acaso no somos vuestros amigos?
    —No querría causaros ningún problema... —dijo Wednesday.
    —No es ningún problema —dijo Zorya Utrennyaya, mientras jugaba con una mano con su pelo, por increible que parezca, dorado, y bostezó.
    —Tú puedes dormir en la habitación de Bielebog —dijo Zorya Vechernyaya, que señaló a Wednesday—. Está vacía. Y para ti, jovencito, te prepararé la cama en el sofá. Estarás más cómodo que en una cama de plumas. Te lo juro.
    —Es muy amable de tu parte —dijo Wednesday—. Aceptamos.
    —Y me pagáis lo mismo que pagaríais por una habitación de hotel —exclamó Zorya Vechernyaya. que ladeó la cabeza y puso una expresión de triunfo—. Cien dólares.
    —Treinta —replicó Wednesday.
    —Cincuenta.
    —Treinta y cinco.
    —Cuarenta y cinco.
    —Cuarenta.
    —Está bien. Cuarenta y cinco dólares. —Zorya Vechernyaya estiró el brazo por encima de la mesa y le estrechó la mano a Wednesday. Luego empezó a llevarse las cazuelas de la mesa. Zorya Utrennyaya soltó un bostezo tan grande que Sombra temió que se fuera a dislocar la mandíbula. La vieja dijo que se iba a la cama antes de quedarse dormida y con la cabeza sobre el pastel, y les dio las buenas noches a todos.
    Sombra ayudó a Zorya Vechernyaya a llevar los platos y bandejas a la pequeña cocina. Para su sorpresa había un lavavajillas viejo bajo el fregadero, y lo llenó. Zorya Vechernyaya lo miró por encima del hombro, chasqueó la lengua en señal de desaprobación y quitó los cuencos de madera del borscht.
    —Ésos van en el fregadero —le dijo.
    —Lo siento.
    —No pasa nada. Ahora vuelve a la salita, tenemos pastel.
    El pastel, de manzana, lo habían comprado en una pastelería y había sido hecho al horno, por lo que estaba muy, muy bueno. Los cuatro lo comieron con helado y luego Zorya Vechernyaya los hizo salir de la sala de estar y le preparó a Sombra una cama, que tenía buen aspecto, en el sofá.
    Wednesday le habló a Sombra mientras estaban en el pasillo.
    —¿Qué has hecho cuando jugabais a las damas?
    —¿Qué pasa?
    —Ha estado muy bien. Ha sido muy estúpido por tu parte, pero ha estado bien. Que duermas a gusto.
    Sombra se cepilló los dientes y se lavó la cara con el agua fría del pequeño cuarto de baño, luego recorrió el pasillo hasta llegar a la sala de estar, apagó la luz y se quedó dormido antes de que la cabeza reposara sobre la almohada.
    En el sueño de Sombra hubo explosiones: él conducía un camión a través de un campo de minas, y las bombas explotaban a ambos lados. El parabrisas se hizo añicos y sintió que un hilo de sangre cálida le corría por la cara.
    Alguien le disparaba.
    Una bala le perforó el pulmón, otra le destrozó la columna, otra le dio en el hombro. Sintió todos los balazos. Cayó sobre el volante.
    La última explosión acabó en oscuridad.
    «Debo de estar soñando —pensó Sombra, solo en la oscuridad—. Creo que acabo de morirme.» Recordó que de niño había oído, y llegó a creer, que si alguien se moría en sus sueños, acababa muriéndose en la vida real. No se sentía muerto. Abrió los ojos para ver qué ocurría.
    Había una mujer en la pequeña sala de estar, de pie junto a la ventana, y de espaldas a él. Inmediatamente dijo:
    —¿Laura?
    La mujer se volvió, envuelta por la luz de la luna.
    —Lo siento —dijo—. No quería despertarte. —Tenía un leve acento de la Europa del Este—. Me voy.
    —No, no pasa nada. No me has despertado. He tenido un sueño.
    —Sí. Llorabas y gemías. Parte de mí quería despertarte, pero pensé que no debería dejarlo así.
    A la luz de la luna su pelo parecía pálido e incoloro. Llevaba puesto un camisón blanco de algodón, con un cuello alto de encaje y un dobladillo que arrastraba por el suelo. Sombra se sentó. Estaba completamente despierto.
    —Eres Zorya Polu... —dudó—. La hermana que estaba durmiendo.
    —Soy Zorya Polunochnaya, sí. Y tú te llamas Sombra, ¿no? Es lo que me dijo Zorya Vechernyaya cuando me desperté.
    —Sí. ¿Qué mirabas, ahí afuera?
    La mujer lo observó y le hizo un gesto para que fuera a su lado, junto a la ventana. Se volvió mientras él se ponía los vaqueros. Sombra fue andando hasta la ventana. Le pareció un camino largo para una habitación tan pequeña.
    Era incapaz de decir la edad de aquella mujer que tenía la piel lisa, sin una arruga, los ojos oscuros, las pestañas largas, y cuya melena era blanca y le llegaba hasta la cintura. La luz de la luna convertía los colores en meros fantasmas de si mismos. Era más alta que cualquiera de sus hermanas.
    Señaló el cielo de la noche.
    —Miraba eso —dijo mientras señalaba la Osa Mayor—. ¿La ves?
    —Ursa Major —dijo Sombra—. La Osa Mayor.
    —Es una forma de verlo. Pero no de donde yo vengo. Voy a sentarme al tejado. ¿Quieres venir?
    Levantó la hoja de la ventana y se encaramó, con los pies descalzos, en la salida de incendios. Una racha de viento gélido entró por la ventana. Algo preocupaba a Sombra, pero no sabía lo que era; dudó, luego se puso el jersey, los calcetines y los zapatos y la siguió por la escalera de incendios oxidada. Ella lo estaba esperando. Su aliento se convertía en vapor en aquel viento tan frío. Vio cómo sus pies descalzos se deslizaban por los escalones helados y la siguió hasta el tejado.
    El viento glacial le aplastó el camisón contra el cuerpo, y Sombra se sintió muy incómodo al darse cuenta de que Zorya Polunochnaya no llevaba nada debajo de el.
    —¿No te importa el frío? —le preguntó al llegar a la cima de la escalera de incendios, y una ráfaga de aire se llevó sus palabras.
    —¿Perdón?
    Pego su cara a la de él. Tenía un aliento dulce.
    —Te pregunto si no te molesta el frío.
    Como respuesta, levantó un dedo: «espera». Saltó con gran facilidad por encima de la pared y llegó al tejado. Sombra fue un poco más torpe y la siguió, hasta la sombra del depósito de agua. Les estaba esperando un banco de madera, donde se sentaron ambos. El depósito hacía de protección contra el viento, algo de lo que Sombra estaba agradecido.
    —No —dijo ella—. No me importa el frío. Esta hora es mi hora: me siento tan cómoda en la noche como un pez en aguas profundas.
    —Debe de gustarte la noche —dijo Sombra, que acto seguido deseo haber dicho algo más sabio, más profundo.
    —Mis hermanas tienen su propia hora. Zorya Utrennyaya es del amanecer. En nuestro viejo país, se levantaba para abrir las puertas y dejar que nuestro padre condujera su... um, he olvidado la palabra, como un coche, pero con caballos.
    —¿Carro?
    —Su carro. Nuestro padre salía con él todos los días. Y Zorya Vechernyaya le abría las puertas al anochecer, cuando volvía con nosotras.
    —¿Y tú?
    La mujer se calló. Tenía unos labios carnosos, pero muy pálidos.
    —Nunca vi a nuestro padre. Estaba durmiendo.
    —¿A causa de alguna enfermedad?
    No respondió. Si se encogió de hombros, el movimiento fue imperceptible.
    —Bueno, querías saber qué miraba.
    —La Osa Mayor.
    La mujer levantó un brazo para señalarla y el viento le ajustó el camisón contra su cuerpo. Sus pezones, y la carne de gallina alrededor de la areola, fueron visibles por un instante, oscuros bajo el algodón blanco. Sombra se estremeció.
    —El Carro de Odín, lo llaman. Y la Osa Mayor. De donde venimos nosotros, creemos que es una, una cosa, una, no un dios, pero como un dios, una cosa mala, que está encadenada a esas estrellas. Si escapa, se lo comerá todo. Y hay tres hermanas que deben vigilar el cielo durante todo el día y toda la noche. Si esa cosa escapa, la cosa que hay en las estrellas, el mundo se acabará. ¡Pf! Así de fácil.
    —¿Y la gente se cree eso?
    —Antes. Hace mucho tiempo.
    —¿Y tú mirabas por si podías ver el monstruo que hay en las estrellas?
    —Algo así. Sí.
    Sombra sonrió. De no haber sido por el frío, hubiera creído que estaba soñando. Todo parecía exactamente como un sueño.
    —¿Puedo preguntarte la edad que tienes? Tus hermanas parecen mucho más mayores.
    Ella asintió con la cabeza.
    —Soy la más joven. Zorya Utrennyaya nació por la mañana, y Zorya Vechernyaya nació por la tarde, y yo nací a medianoche. Soy la hermana de la medianoche: Zorya Polunochnaya. ¿Estás casado?
    —Mi mujer está muerta. Murió la semana pasada en un accidente de coche. Ayer se celebró su funeral.
    —Lo siento.
    —Ayer por la noche vino a verme. —No resultó difícil decirlo en la oscuridad y a la luz de la luna; no era tan inconcebible como resultaba de día.
    —¿Le preguntaste qué quería?
    —No. No lo hice.
    —Tal vez deberías haberlo hecho. Es lo más inteligente que se les puede preguntar a los muertos. A veces te lo dicen. Zorya Vechernyaya me ha dicho que has jugado a las damas con Chernobog.
    —Sí. Ha ganado la oportunidad de golpearme el cráneo con un mazo.
    —En los viejos tiempos, subían a la gente a las cimas de las montañas. A los lugares altos. Y les golpeaban en la nuca con una roca. Por Chernobog.
    Sombra miró a su alrededor. No, estaban a solas en el tejado.
    Zorya Polunochnaya se rió.
    —Tonto, no está aquí. Tú también has ganado una partida. Quizá no te golpee hasta que todo esto se haya acabado. Dijo que no lo haría. Y ya lo sabrás. Como las vacas a las que mataba. Siempre lo sabían. Si no, ¿de qué sirve?
    —Siento como si estuviera en un mundo que se rige por sus propias leyes de la lógica. Como cuando estás en un sueño y sabes que existen ciertas reglas que no debes romper. Aunque no sepas lo que significan. Tan sólo me dejo llevar.
    —Lo sé —dijo ella. Zorya Polunochnaya le cogió una mano con la suya, que estaba helada—. Una vez te concedieron protección. Te dieron el sol. Pero ya lo has perdido. Lo has regalado. Lo único que puedo darte es una protección mucho más débil. La hija, no el padre. Pero todo ayuda. ¿Sí? —Una racha de viento gélido le tapó la cara con el pelo.
    —¿Tengo que luchar contigo? ¿O jugar a las damas? —preguntó.
    —Ni tan siquiera tienes que besarme —le respondió—. Tan sólo coge la luna para mí.
    —¿Cómo?
    —Coge la luna.
    —No lo entiendo.
    —Mira —dijo Zorya Polunochnaya. Levantó la mano izquierda y la sostuvo delante de la mano, de forma que el dedo índice y el pulgar parecían cogerla. Luego, con un rápido movimiento, la cogió. Por un instante pareció como si hubiera robado la luna del cielo, pero entonces Sombra vio que seguía brillando, y Zorya Polunochnaya abrió la mano y le mostró un dólar de la Libertad entre el dedo y el pulgar.
    —Eso ha estado muy bien. No he visto cómo la has escondido en la mano. Y no sé cómo has hecho la última parte.
    —No la tenía escondida —replicó ella—. La cogí. Y ahora te la doy, para que estés a salvo. Toma. Y ésta no la des.
    Se la puso en la mano derecha y le hizo cerrar los dedos. La moneda estaba fría. Zorya Polunochnaya se inclinó hacia delante y le cerró los ojos con sus dedos y le besó, suavemente, una vez sobre cada párpado.
    Sombra se despertó en el sofá, completamente vestido. Un estrecho rayo de sol se colaba por la ventana, lo que hacia bailar las motas de polvo.
    Se levantó de la cama y fue andando hasta la ventana. La habitación parecía mucho más pequeña a la luz del sol. De repente, cuando miró a la calle, le vino a la cabeza aquello que lo había preocupado tanto desde la noche anterior. No había escalera de incendios en su ventana: ni balcón, ni escalones de metal oxidados.
    Aun así, en la palma de su mano seguia sosteniendo con fuerza un dólar de la Libertad de 1922, tan brillante como el dia en que lo acuñaron.
    —Ah. Te has levantado —dijo Wednesday, que sacó la cabeza por la puerta—. Fantástico. ¿Quieres café? Vamos a robar un banco.


    EL VIAJE A AMÉRICA
    1721

    «La cosa más importante que hay que entender sobre la historia americana —escribió el señor Ibis, en su diario encuadernado en cuero—, es que es ficticia, no es más que un simple boceto a carboncillo hecho para los niños o aquellos que se aburren fácilmente. Ya que gran parte de ella no ha sido inspeccionada, imaginada ni pensada, es la representación de la cosa y no la cosa en si. Es una gran ficción —escribió y se detuvo un instante para mojar la pluma en el tintero y organizar sus pensamientos—, que América fue fundada por peregrinos que buscaban la libertad para creer en lo que quisieran, que vinieron a las Américas y se extendieron, reprodujeron y llenaron la tierra vacía.»
    En verdad, las colonias americanas no eran más que un vertedero, un lugar de huida y para olvidar. En los días en que podían colgar a alguien en Londres, en el árbol de triple corona de Tyburn, por robar doce peniques, las Américas se convirtieron en un símbolo de clemencia, de una segunda oportunidad. Pero las condiciones de transporte eran tales que algunos preferían bailar sobre la nada hasta que se acababa el baile. Deportación, lo llamaban: durante cinco años, diez o de por vida. Ésa era la sentencia.
    Los vendían a un capitán, que los transportaba, amontonados como en un barco negrero, hasta las colonias o las Antillas; al llegar a puerto el capitán los vendía como criados a aquel que pagara el precio de su pellejo. Entonces tenían que trabajar para su amos, hasta que éste hubiera recuperado la suma que había pagado por ellos. Como mínimo no estaban esperando en una cárcel inglesa a que los colgaran (ya que en aquellos días las cárceles eran un lugar donde los prisioneros se quedaban hasta que los liberaban, deportaban o colgaban: no los sentenciaban por un período de tiempo), y tenían la libertad de sacar el máximo provecho del nuevo mundo. También podían sobornar a un capitán para que los devolvieran a Inglaterra antes de que hubiera concluido el tiempo de la deportación. Había gente que lo hacia. Y si las autoridades los atrapaban, si un viejo enemigo o un viejo amigo con alguna cuenta pendiente los veía y los denunciaba, los ahorcaban de inmediato.
    Recuerdo —escribió tras una breve pausa, durante la cual había llenado el tintero de su escritorio con una botella de tinta negra del armario y había mojado la pluma de nuevo— la vida de Essie Tregowan, que vino de un pequeño pueblo gélido encaramado a la cima de un acantilado de Cornualles, en el suroeste de Inglaterra, donde su familia había vivido desde tiempos inmemoriales. Su padre era pescador y se rumoreaba que era uno de los provocadores de naufragios, aquellas personas que colgaban sus lámparas en lo alto de acantilados peligrosos cuando arreciaban las tormentas, para atraer los barcos hacía las rocas y poder quedarse así con los bienes que llevaban a bordo. La madre de Essie trabajaba como cocinera en la casa del señor, y a la edad de doce Essie empezó a trabajar allí, limpiando los alimentos. Era una niña muy pequeña y delgada, con los ojos castaños y grandes y el pelo oscuro. No le gustaba trabajar duro y se escabullía continuamente para escuchar historias y cuentos siempre que hubiera alguien dispuesto a contar alguno: cuentos de piskies y spriggans, de los perros negros de los moros y de las mujeres foca del Canal. Y, aunque el señor de la casa se reía de aquellas cosas, de noche, los criados de la cocina siempre cogían un plato de porcelana con la leche más cremosa de la casa, y lo dejaban frente a la puerta de la cocina, para los piskies.
    Pasaron varios años, y Essie ya no era una chica pequeñita: tenía curvas y su cuerpo se mecía al andar como las olas del mar verde, y sus ojos oscuros sonreían, y su pelo castaño alborotado y rizado. Los ojos de Essie dieron con Bartholomew, el hijo de dieciocho años del señor que acababa de volver de Rugby, y de noche fue a la roca que había en el límite del bosque, donde puso un poco del pan que Bartholomew había comido, pero que no había acabado, envuelto en un mechón de su propio pelo. Y al día siguiente Bartholomew fue junto a ella y le habló, y la miró con aprobación con sus propios ojos, el azul peligroso de un cielo cuando se avecina tormenta, mientras ella limpiaba la chimenea de su habitación.
    «Tenia unos ojos tan peligrosos», dijo Essie Tregowan.
    Al cabo de un tiempo, Bartholomew se fue a Oxford y, cuando el estado de Essie resultó muy obvio, fue despedida. Pero el bebé nació muerto y, como favor a la madre de la niña, que era una cocinera excelente, la mujer del señor consiguió convencerlo para que Essie recuperara su antiguo trabajo.
    Pero el amor de Essie por Bartholomew se había convertido en odio hacía su familia y, al cabo de un año, escogió como nuevo pretendiente a un hombre de mala reputación, llamado Josiah Horner, de un pueblo cercano. Y una noche, mientras la familia dormía, Essie se levantó y abrió la puerta lateral, para que entrara su amante, que desvalijó la casa.
    Inmediatamente, todas las sospechas recayeron en alguien de la casa, ya que resultaba más que obvio que alguien tenía que haberle abierto la puerta, que la mujer del señor recordaba perfectamente haber cerrado, y alguien tenía que saber dónde se guardaba la cubertería de plata y en qué armario se encontraban las monedas y pagarés. Aun así, Essie, que lo negó todo con gran decisión, no fué condenada hasta que Josiah Horner fue atrapado en una cerería de Exeter, donde intentó usar uno de los pagarés. El señor lo identificó como suyo y Horner y Essie fueron a juicio.
    Horner fue condenado a la horca por el tribunal del condado, pero el juez se apiadó de Essie, debido a su edad o a su pelo castaño, y la condenó a siete años de deportación. Debía partir en un barco llamado Neptuno, bajo las órdenes de un tal Capitán Clarke. De forma que Essie se fue a las Carolinas. En mitad de la travesía, llegó a un acuerdo con el mismo capitán y lo convenció de que la llevara de vuelta a Inglaterra con él, como su mujer, y de que la llevara a la casa de su madre de Londres, donde nadie la conocía. El viaje de vuelta, después de que el cargamento humano hubiera sido cambiado por algodón y tabaco, fue una época tranquila y feliz para el capitán y su nueva mujer, ya que ambos parecían una pareja de tortolitos, incapaz de dejar de manosearse o de hacerse carantoñas.
    Cuando llegaron a Londres, el Capitán Clarke acomodó a Essie con su madre, que la trató como la nueva mujer de su marido. Ocho semanas más tarde, el Neptuno partió de nuevo, y la joven esposa de pelo castaño fue a despedir a su marido desde el muelle. Luego volvió a casa, donde, debido a la ausencia de su suegra, aprovechó para hacerse con un corte de seda, varias monedas de oro y un bote de plata en el que la vieja mujer guardaba los botones y, tras guardárselo todo, desapareció en los burdeles de Londres.
    Durante los dos años siguientes, Essie se convirtió en una consumada ladrona. Sus amplias faldas podían ocultar una multitud de pecados que consistían principalmente en rollos de seda y encaje, y vivió la vida al máximo. Essie daba gracias por haber escapado a las vicisitudes de todas las criaturas de las que le habían hablado de niña, de los piskies (cuya influencia, estaba segura, alcanzaba hasta Londres), y todas las noches ponía un cuenco de leche en la cornisa de una ventana, a pesar de que sus amigos se reían de ella; pero ella se rió la última, cuando sus amistades cogieron la viruela o la gonorrea y Essie siguió con una salud de hierro.
    Le faltaba un año para cumplir los veinte, cuando el destino le asestó un duro golpe: estaba sentada en la taberna Crossed Forks de Fleet Street, en Beli Yard, cuando vio entrar a un hombre joven, recién salido de la universidad, que se sentó cerca de la chimenea. ¡Aja! «Un pichón listo para ser desplumado», pensó para sí misma. Así que se sentó junto a él y empezó a decirle que le parecía que era todo un caballero y empezó a acariciarle una rodilla y, con la otra mano, con sumo cuidado, intentó cogerle el reloj de bolsillo. Entonces, el la miró fijamente y a Essie le dio un vuelco el corazón y se le cayó el alma a los pies cuando el azul peligroso del cielo de verano antes de una tormenta la miró a los ojos y el amo Bartholomew dijo su nombre.
    La llevaron a la prisión de Newgate y la acusaron de volver antes de cumplir el tiempo de una deportación. Al ser declarada culpable, Essie no sorprendió a nadie cuando alegó estar preñada para no cumplir condena, aunque las matronas de la ciudad, que tuvieron que comprobar tal alegación (que en la mayoría de casos acostumbraba a ser falsa), si se quedaron asombradas cuando tuvieron que admitir que Essie estaba en estado, aunque se negó a decir quién era el padre.
    De nuevo, su sentencia de muerte fue conmutada por una deportación, esta vez de por vida.
    Se embarcó en la Doncella del mar, a bordo de la cual había doscientos deportados, amontonados en la bodega como si fueran cerdos camino del mercado. La disentería y la fiebre campaban a sus anchas por el barco; apenas había sitio donde sentarse, y mucho menos aún para tumbarse; una mujer murió al dar a luz al fondo de la bodega y, como la gente estaba demasiado apretada como para poder sacar los cuerpos, madre e hijo fueron tirados por un ojo de buey, directamente al mar gris y picado. Essie estaba de ocho meses y era increíble que mantuviera con vida al bebé, pero al final lo consiguió.
    Hasta el final de sus días, tuvo pesadillas sobre el tiempo que pasó en aquella bodega, y se despertaba gritando con el sabor y el olor de aquel lugar en su garganta.
    La Doncella del mar atracó en Norfolk, Virginia, y Essie fue comprada por el propietario de una “pequeña plantación”, un cultivador de tabaco llamado John Richardson, ya que su mujer había muerto por las fiebres provocadas por el parto, una semana después de dar a luz a su hija, que necesitaba una nodriza y una criada que se hiciera cargo de todas las tareas de su pequeña granja.
    De forma que el hijo de Essie, a quien llamó Anthony, según dijo, en nombre de su marido fallecido (a sabiendas de que no había nadie en el lugar que pudiera contradecirla, y quizá había conocido a un Anthony una vez), mamó de los pechos de Essie junto con Phyllida Richardson. A la hora de comer, la hija de su amo era siempre la primera, por lo que se convirtió en una niña con buena salud, alta y fuerte, mientras que el hijo de Essie fue un niño débil y raquítico.
    Y junto con la leche de Essie, los niños mamaron todos sus cuentos: los de los knockers y los blue-caps que vivían en las minas; los de Bucea, el espíritu más juguetón de la tierra, mucho más peligroso que los piskies pelirrojos y de nariz respingona, a quienes siempre les dejaban el primer pez que pescaban en una teja, y a quienes les dejaban un pan recién horneado en el campo, al llegar la época de la siega, para asegurarse una buena cosecha; les habló de los hombres del manzano, viejos manzanos que hablaban cuando tenían mente, y a los que había que apaciguar con la primera sidra de la cosecha, que se vertía sobre sus raices al llegar el fin del año, si querían tener una buena cosecha al año siguiente. Les habló con su acento melifluo de Cornualles de los árboles de los que no debían fiarse:

    El olmo llora
    El roble odia
    Pero el sauce echa a andar
    Si hasta tarde te puedes quedar

    Les contó todas estas cosas y ellos se las creyeron porque ella se las creía.
    La granja prosperó y Essie Tregowan empezó a poner todas las noches un plato de porcelana con leche junto a la puerta de atrás, para los piskies. Y al cabo de ocho meses, John Richardson llamó sin hacer ruido a la puerta de la habitación de Essie y le pidió los favores que las mujeres acostumbran a conceder a los hombres, y Essie le dijo lo sorprendida y dolida que estaba, una pobre viuda, y una sirvienta no mucho mejor que una esclava, a la que le pedía que se prostituyera por un hombre por el que sentía tanto respeto —y una criada no podía casarse, así que no alcanzaba a comprender cómo se le ocurría atormentar a una chica deportada— y sus ojos de color castaño se llenaron de lágrimas, de tal forma que Richardson empezó a pedirle disculpas, y el resultado final fue que John Richardson acabó hincando una rodilla en aquel pasillo en aquella calurosa noche de verano, para proponerle el final de su contrito como criada y para solicitarle su mano en matrimonio. Ahora bien aunque ella aceptó, le dijo que no dormiría con él hasta que todo fuera legal, de forma que se trasladó de la pequeña habitación del ático al dormitorio del amo, que daba a la fachada de la casa; y aunque algunos de los amigos del granjero Richardson y sus mujeres lo hirieron con sus comentarios cuando lo vieron por la ciudad, muchos más de ellos opinaban que la nueva señora Richardson era una mujer de gran belleza y que Johnnie Richardson había hecho una gran elección.
    Al cabo de un año, Essie dio a luz a otro hijo, otro chico, pero tan rubio como su padre y su media hermana, y lo llamaron John, por su padre.
    Los tres niños iban a la iglesia los domingos para escuchar a los pastores, e iban a la pequeña escuela para aprender las letras y los números con los niños de otros pequeños granjeros; aun así, Essie también se aseguraba de que conocieran los misterios de los piskies, que eran los misterios más importantes que había; hombres pelirrojos, que tenían unos ojos y una ropa tan verdes como un río y la nariz respingona, eran hombres bizcos de aspecto curioso que, si querían, podían trastornarte, embaucarte y hacerte desviar de tu camino, a menos que llevaras sal en los bolsillos, o un poco de pan. Cuando los niños iban a la escuela, los tres llevaban un poco de sal en un bolsillo, un poco de pan en el otro, los viejos símbolos de la vida y la tierra, para asegurarse de que llegaban sanos y salvos a casa, algo que siempre conseguían.
    Los niños crecieron en la exuberancia de las colinas de Virginia, se hicieron altos y fuertes (aunque Anthony, su primer hijo, fue siempre un poco más débil y pálido, y proclive a padecer enfermedades y malaria) y los Richardson eran una familia feliz; y Essie amaba tanto como podía a su marido. Llevaban diez años casados cuando John Richardson empezó a sufrir un dolor de muelas tan intenso que le hizo caer de su caballo. Lo llevaron al pueblo más cercano, donde le quitaron la muela, pero ya era demasiado tarde, y la infección de la sangre se lo llevó, con la cara negra y gimiendo, y lo enterraron bajo su sauce favorito.
    La viuda Richardson se hizo cargo de la administración de la granja hasta que los dos hijos tuvieran suficiente edad para hacerlo; se encargó de comprar a criados y esclavos, de cosechar el tabaco, año si, año no; vertió sidra sobre las raíces de los manzanos en Noche Vieja y puso un pan recién hecho en los campos durante la época de la siega, y siempre dejó un plato con leche en la puerta de atrás. La granja prosperó y la viuda Richardson se ganó una reputación de negociadora dura, pero cuya cosecha siempre era buena, y que nunca engañaba a nadie con la calidad de sus productos.
    De forma que todo fue bien durante diez años más; pero entonces llegó un año mal, ya que Anthony, su hijo, mató a Johnnie, su medio hermano, en una pelea furibunda sobre el futuro de la granja y de la mano de Phyllida; y algunos dijeron que no había querido matar a su hermano, y que fue un golpe tonto, que acabó siendo una herida demasiado profunda, y otros dijeron lo contrario. Anthony huyó, con lo que a Essie le tocó enterrar a su hijo más joven junto a su padre. Algunos dijeron que Anthony huyó hacia Boston y otros afirmaron que se dirigió al sur, pero su madre pensaba que había tomado un barco para regresar a Inglaterra, para alistarse en el ejército del rey Jorge y luchar contra los rebeldes escoceses. Pero ahora que se había quedado sin hijos, la granja era un lugar vacío y triste, y Phyllida sufría y se lamentaba como si le hubieran partido el corazón. Nada de lo que su madrastra pudiera decirle o hacer conseguía devolverle la sonrisa a la cara.
    Pero tuviera el corazón roto o no, necesitaban a un hombre en la granja, de manera que Phyllida se casó con Harry Soames, carpintero de barco de profesión, que se había cansado del mar y soñaba con llevar una vida en tierra firme, en una granja como la de Lincolnshire, en la que se había criado. Y aunque la de los Richardson era bastante pequeña, Harry Soames encontró suficientes similitudes que lo hacían feliz. Phyllida y Harry tuvieron cinco hijos, de los que sobrevivieron tres.
    La viuda Richardson echaba de menos a sus hijos, y echaba de menos a su marido, aunque ahora ya no era más que el recuerdo de un hombre justo que la trató con cariño. Los hijos de Phyllida iban a ver a Essie para que les contara cuentos, y ella les hablaba del Perro Negro de los Páramos, y de la Cabeza Parlante, o del Hombre del Manzano, pero no les interesaban; sólo querían oír las historias de Jack, Jack y las Judías Mágicas, o Jack el Matagigantes, o Jack y su Gato y el Rey. Essie quería a aquellos niños como si fueran su propia sangre y carne, aunque a veces los llamaba por los nombres de los que llevaban muertos hacía tiempo.
    Era mayo y Essie sacó su silla al huerto de la cocina, para coger guisantes y pelarlos a la luz del sol, ya que incluso en el calor exuberante de Virginia, el frío se había apoderado de sus huesos igual que el hielo se había apoderado de su melena, y un poco de calor era una sensación muy agradable.
    Mientras la viuda Richardson pelaba los guisantes con sus manos viejas, se puso a pensar en lo mucho que le gustaría volver a andar una vez más por los páramos y los acantilados salados de su Cornualles nativo, y pensó en cuando se sentaba sobre los guijarros de la playa cuando era una niña, a la espera de que regresara el barco de su padre de los mares grises. Sus manos, torpes y con los nudillos azules, abrían las vainas, tiraban los guisantes en un cuenco de barro, y dejaban caer las vainas vacías sobre el delantal del regazo. Y entonces se dio cuenta de que estaba recordando, tal y como no hacía desde mucho tiempo, una vida que había perdido: cómo había afanado monederos y birlado sedas con sus dedos inteligentes; y se acordó del juez de Newgate, que le dijo que pasarían doce semanas antes de que vieran su caso, y que podría escapar de la horca si alegaba embarazo, y que era una chica muy bonita, y se acordó de cómo se volvió hacia la pared y se levantó las faldas con valentía, a pesar del odio que sentía por sí misma y por aquel hombre que, después de todo, tenía razón; y cuando sintió que algo cobraba vida en su interior supo que podría esquivar a la muerte...
    —¿Essie Tregowan? —dijo el desconocido.
    La viuda Richardson alzó la cabeza y se tapó los ojos con una mano para protegerse del sol de mayo.
    —¿Le conozco? —preguntó. No le había oído acercarse.
    El hombre iba vestido todo de verde; pantalones de tela escocesa verde, una chaqueta verde y un abrigo verde oscuro. Tenía el pelo de color zanahoria y torció la boca al sonreirle. Había algo en aquel hombre que la hacía feliz al mirarlo, y algo que transmitía una sensación de peligro.
    —Podría decir que me conoce.
    Ambos entrecerraron los ojos al mirarse, y Essie buscó en su cara redonda una pista para averiguar su identidad. Parecía tan joven como uno de sus nietos, y sin embargo la había llamado por su viejo nombre, y tenía un acento al hablar que conocía de su infancia, de las rocas y los páramos de su hogar.
    —¿Es de Cornualles? —preguntó ella.
    —Así es, de ahí soy —dijo el hombre pelirrojo—. O más bien, lo era, pero ahora estoy aquí, en el nuevo mundo, donde nadie pone un vaso de cerveza o de leche para un hombre honesto, o un pan cuando llega la época de la siega.
    La vieja sujetó el cuenco de guisantes que tenía en el regazo.
    —Si eres quien creo que eres —dijo—, no quiero pelearme contigo. —Oía las quejas de Phyllida al ama de llaves, dentro de casa.
    —Ni yo tampoco contigo —dijo el tipo del pelo rojo, un poco triste—, aunque fuiste tú quien me trajo aquí, tú y unos cuantos como tú, a esta tierra que no tiene tiempo para la magia ni lugar para los piskies y los seres como ellos.
    —Me has hecho bastantes favores —dijo ella.
    —Buenos y malos —dijo el desconocido con los ojos entrecerrados—. Somos como el viento. Soplamos en ambas direcciones.
    Essie asintió.
    —¿Quieres cogerme la mano, Essie Tregowan? —Y el desconocido le acercó una mano. Estaba llena de pecas, y aunque la vista de Essie ya no era muy buena, vio todos los pelos naranja del dorso de su mano, que brillaban como el oro bajo la luz del sol del atardecer. Se mordió los labios. Entonces, tras algunas dudas, puso su mano sobre la de él.
    Aún estaba caliente cuando la encontraron, aunque la vida había abandonado su cuerpo y sólo había pelado la mitad de los guisantes.


    CAPÍTULO QUINTO

    La vida es una mujer en flor.
    La muerte acecha en todas las esquinas.
    La una es la inquilina de la habitación.
    La otra el rufián de las escaleras.

    —W.E. Henley, “La vida es una mujer en flor”

    Sólo Zorya Utrennyaya estaba despierta para despedirlos aquella mañana de sábado. Le cogió los cuarenta dólares a Wednesday e insistió en darle un recibo, que escribió con su letra curvilínea en el dorso de un vale de refresco caducado. Parecía una muñeca bajo la luz de la mañana, con la cara maquillada con gran esmero y la melena dorada recogida en lo alto de la cabeza en un moño.
    Wednesday le besó la mano.
    —Gracias por tu hospitalidad, querida. Tú y tus adorables hermanas seguís tan radiantes como el cielo mismo.
    —Eres un viejo malo —le dijo ella mientras le señalaba con un dedo. Luego lo abrazó—. Cuídate. No me gustaría oír que te has ido.
    —Me afligiría tanto como a ti, querida.
    La vieja le estrechó la mano a Sombra.
    —Zorya Polunochnaya te tiene en muy alta estima —dijo ella—. Yo también.
    —Gracias —respondió Sombra—. Y gracias por la cena.
    La mujer enarcó una ceja.
    —¿Te gustó? Tienes que volver.
    Wednesday y Sombra bajaron las escaleras. Sombra se puso las manos en los bolsillos de la chaqueta. El dólar de plata estaba frío. Era más grande y pesaba más que todas las monedas que había usado hasta entonces. Se lo escondió en la mano, y la puso de lado en posición natural. Luego estiró la mano y la moneda se deslizó hasta su posición natural, entre el dedo índice y meñique.
    —Lo has hecho con mucha soltura —dijo Wednesday.
    —Estoy aprendiendo. La parte técnica me sale bien. Lo difícil es hacer que la gente mire a la otra mano.
    —¿Ah, sí?
    —Sí. Se llama engaño. —Empujó la moneda con los dedos del medio para hacerla pasar a la palma de la mano, pero se le escapó por muy poco. La moneda hizo ruido al caer sobre la escalera y bajó unos cuantos peldaños. Wednesday se agachó y la recogió.
    —No puedes permitirte el lujo de ser descuidado con los regalos de la gente —dijo Wednesday—. Tienes que guardar bien cosas como ésta. No vayas tirándola por ahí. —Examinó la moneda: primero miró el lado del águila y luego el de la Libertad—. Ah, la señora Libertad. Es bella, ¿verdad?
    Le lanzó la moneda a Sombra, que la cogió en el aire, hizo un amago como si la fuera a dejar caer sobre la mano izquierda cuando en realidad no la soltó, y simuló guardársela en el bolsillo con la mano izquierda. La moneda estaba en la palma de la mano derecha, perfectamente visible. Transmitía una sensación reconfortante.
    —Señora Libertad —dijo Wednesday—. Como muchos de los dioses a los que los estadounidenses tienen estima, una extranjera. En este caso, una mujer francesa, aunque, en deferencia a las sensibilidades estadounidenses, los franceses cubrieron los magníficos pechos de la estatua que regalaron a Nueva York. Libertad —frunció la nariz al ver el condón usado que había al final de las escaleras, y lo apartó con el pie mostrando su desagrado—. Alguien podría resbalar con eso. Partirse el cuello —murmuró—. Como una piel de plátano, sólo que con mal gusto y cierta ironía. —Abrió la puerta y la luz del sol les sacudió de pleno—. Libertad —exclamó Wednesday con voz de trueno— es una zorra a la que hay que follarse en un colchón de cadáveres.
    —¿Sí?
    —Citaba —respondió Wednesday—. Citaba a un francés. En honor de ella tienen esa estatua en el puerto de Nueva York: una zorra a la que le gustaba que se la follasen en los residuos del carro en el que llevaban a las víctimas de la guillotina de la Revolución Francesa. Ya puedes levantar la antorcha tanto como quieras, aún tienes ratas en el vestido y semen frío que te corre por las piernas.
    Abrió el coche y le señaló a Sombra el asiento del acompañante.
    —Yo creo que es bella —dijo Sombra mientras miraba la moneda de cerca. La cara plateada de Libertad le recordaba un poco a Zorya Polunochnaya.
    —Eso —dijo Wednesday mientras sacaba el coche del aparcamiento— es la eterna locura del hombre. Correr detrás de la carne fresca, sin darse cuenta de que no es más que una cubierta bonita de comida para gusanos. De noche te frotas contra comida de gusanos. Conste que no es mi intención ofender.
    Sombra nunca había visto tan comunicativo a Wednesday. Su nuevo jefe pasaba de fases de extraversión a períodos de intenso silencio.
    —¿Entonces no eres estadounidense? —preguntó Sombra.
    —Nadie lo es —respondió Wednesday—. No originalmente. Eso es lo que creo. —Miró su reloj—. Aún tenemos que matar muchas horas antes de que cierren los bancos. Anoche hiciste un buen trabajo con Chernobog, por cierto. Yo lo habría acabado reclutando, pero tú conseguiste convencerlo e infundirle mucho mayor entusiasmo.
    —Sólo porque luego podrá matarme.
    —No tiene por qué. Como tú mismo resaltaste inteligentemente, es viejo y quizás el golpe te deje tan sólo, bueno, paralizado de por vida, digamos. Un inválido desesperanzado. Así que te aguardan muchas experiencias, si el señor Chernobog sobrevive a los problemas que se nos echan encima.
    —¿Y hay alguna posibilidad de que eso ocurra? —preguntó Sombra imitando la forma de hablar de Wednesday y se odió a sí mismo por haberlo hecho.
    —Claro que sí, joder —respondió Wednesday. Detuvo el coche en el aparcamiento de un banco—. Éste es el banco en el que quiero robar. No cierran hasta dentro de unas horas. Entremos a saludar.
    Le hizo un gesto a Sombra, que salió del coche de mala gana. Si el viejo iba a hacer algo estúpido, Sombra no entendía por qué quería dejar que lo filmaran. Pero la curiosidad pudo más que él y entró en el banco. Miró al suelo, se rascó la nariz con la mano, hizo de todo para esconder la cara.
    —¿Los impresos para hacer un ingreso, señora? —le preguntó Wednesday a la cajera solitaria.
    —Están allí.
    —Muy bien. ¿Y si tuviera que hacer un ingreso de noche...?
    —Se usan los mismos formularios. —La mujer le sonrió—. ¿Sabe dónde está el buzón para hacer ingresos nocturnos? Junto a la puerta principal, a la izquierda, en la pared.
    —Muchas gracias.
    Wednesday cogió varios formularios para ingresos. Sonrió a modo de despedida a la cajera y salió del banco con Sombra.
    Wednesday se detuvo un momento en la acera, para mesarse la barba. Luego fué hasta el cajero automático y el buzón para ingresos nocturnos y los inspeccionó. Fue con Sombra hasta el supermercado que había enfrente del banco, donde compró una chocolalina para él y una taza de chocolate caliente para Sombra. Había un teléfono público en la pared de la entrada, bajo un tablón de anuncios en el que se alquilaban habitaciones y se regalaban cachorros y gatitos que buscaban un buen hogar. Wednesday escribió el número de teléfono de la cabina. Cruzaron la calle de nuevo.
    —Lo que necesitamos —dijo Wednesday de repente— es nuevo. Una nevada copiosa y molesta. Piensa en «nieve», ¿vale?
    —¿Eh?
    —Concéntrate en esas nubes —las que hay allí, hacia el oeste—, en hacerlas más grandes y oscuras. Piensa en un cielo gris y en vientos que soplan del ártico. Piensa en nieve.
    —No creo que sirva de nada.
    —Tonterías. Como mínimo, tendrás algo en lo que pensar —respondió Wednesday al abrir el coche—. Próxima parada, Kinko’s. Date prisa.
    «Nieve —pensó Sombra, en el Asiento del acompañante, mientras bebía el chocolate a pequeños sorbos—. Copos inmensos de nieve que caen a través del aire, motas blancas bajo un cielo gris, nieve que se deposita en tu lengua con el frío del invierno, que te besa en la cara con su tacto vacilante antes de congelarte hasta la muerte. Treinta centímetros de algodón de azúcar de nieve, que crean un mundo de cuento de liadas, que transforman el paisaje en algo bellísimo...»
    Wednesday le estaba hablando.
    —¿Perdona? —preguntó Sombra.
    —He dicho que ya hemos llegado. Aunque tú aún estabas en otra parte.
    —Estaba pensando en nieve.
    En Kinko’s, Wednesday fotocopió los formularios de ingreso del banco. Le pidió al vendedor que le imprimiera dos juegos de diez tarjetas de negocios. A Sombra empezaba a dolerle la cabeza, y notaba una sensación extraña entre los omóplatos; se preguntó si había dormido mal, si el dolor de cabeza era un legado del sofá de la noche anterior.
    Wednesday se sentó ante un ordenador, escribió una carta y, con la ayuda del vendedor, hizo varios carteles de gran tamaño.
    «Nieve —pensó Sombra—. En la atmósfera, perfecta, pequeños cristales con la forma de una diminuta mota de polvo, como una obra de encaje de arte fractal. Y los cristales de nieve se agrupan para formar copos mientras caen, y cubren Chicago con su abundancia blanca, centímetro a centímetro...»
    —Toma —dijo Wednesday. Le dio a Sombra una taza de café de Kinko’s. Un terrón de leche en polvo sin disolver flotaba en la superficie—. Creo que con esto basta, ¿no?
    —¿Basta qué?
    —Basta de nieve. Tampoco es que queramos inmovilizar a la ciudad entera.
    El cielo se había vuelto de color gris plomo. Estaba a punto de nevar. Sí.
    —En realidad no lo he hecho yo, ¿no? ¿O si?
    —Bebe el café. Está asqueroso, pero te aliviará el dolor de cabeza. Buen trabajo.
    Wednesday pagó al vendedor de Kinko’s y cogió sus carteles, cartas y tarjetas. Abrió el maletero del coche, guardó los papeles en un maletín metálico negro, del tipo que llevaban los guardas encargados de repartir las nóminas, y cerró el maletero. Le dio una tarjeta de negocios a Sombra.
    —¿Quién —preguntó Sombra— es A. Haddock, Director de Seguridad, Al Security Services?
    —Tú.
    —¿A. Haddock?
    —Sí.
    —¿Qué significa la A.?
    —¿Alfredo? ¿Alphonse? ¿Augustine? ¿Ambrose? El que más te guste.
    —Ah. Ya veo.
    —Yo soy James O’Gorman. Jimmy para los amigos. ¿Ves? También tengo una tarjeta.
    Volvieron al coche. Wednesday le dijo:
    —Si puedes pensar que eres «A. Haddock» tan bien como has hecho con «nieve», conseguiremos un montón de dinero para dar de comer y de beber a mis amigos esta noche.
    —No pienso volver a la cárcel.
    —Es que eso no va a ocurrir.
    —Pensaba que habíamos acordado que no haría nada ilegal.
    —No vas a hacerlo. Quizá prestarás algo de ayuda para cometer una pequeña conspiración y recibirás dinero robado, pero créeme, cuando se acabe este asunto seguirás oliendo como una rosa.
    —¿Eso será antes o después de que ese vejestorio de superhombre eslavo me reviente el cráneo de un mazazo?
    —Cada vez ve peor. Es probable que ni te roce. Bueno, aún nos queda algo de tiempo, el banco cierra a mediodía los sábados. ¿Te gustaría almorzar?
    —Sí. Me estoy muriendo de hambre.
    —Conozco el lugar adecuado —dijo Wednesday, que mientras conducía tarareaba una canción alegre que Sombra no reconoció. Empezaron a caer copos de nieve, tal y como Sombra los había imaginado, y sintió una rara sensación de orgullo. Racionalmente sabia que no había tenido nada que ver con aquella nevada, de la misma forma que sabia que el dólar de plata que llevaba en el bolsillo no era, ni había sido nunca la luna. Pero aun así...
    Se detuvo ante un gran edificio que parecía una cabaña. Un cartel decía que el buffet libre costaba 4,00 dólares.
    —Me encanta este lugar —exclamó Wednesday.
    —¿Hacen buena comida?
    —No es que sea deliciosa, pero el ambiente es impagable.
    El ambiente que tanto le gustaba resultó ser, una vez hubieron comido —Sombra escogió el pollo frito y le gustó—, el asunto que tenía lugar en la parte de atrás de la cabaña: era, según anunciaba una bandera en el centro de la sala, un depósito de objetos provenientes de bancarrotas y liquidaciones de stock.
    Wednesday fue al coche y reapareció con una pequeña maleta, con la que se fue al lavabo. Sombra supuso que averiguaría dentro de poco lo que Wednesday se traía entre manos, tanto si quería como si no, de forma que se fue a echar un vistazo a las cosas que estaban en venta: cajas de café «para usar únicamente con filtros de aerolíneas», muñecos de las Tortugas Ninja y muñecas de harén de Xena: La princesa guerrera, ositos de peluche que tocaban melodías patrióticas en el xilofón cuando los encendian, latas de carne en conserva, chanclos y varias galochas, relojes de pulseras de Bill Clinton, árboles artificiales en miniatura de Navidad, saleros y pimenteros con formas de animales, prótesis, fruta y, el favorito de Sombra, un kit de muñeco de nieve al que «sólo hay que añadirle una zanahoria de verdad» con los ojos de carbón de plástico, pipa de mazorca de maíz y un sombrero de plástico.
    Sombra pensó en cómo podía lograr alguien hacer como si quitara la luna del cielo y la convirtiera en un dólar de plata, y qué hacía que una mujer decidiera levantarse de su tumba y cruzar la ciudad para hablar con él.
    —¿No es un lugar maravilloso? —preguntó Wednesday cuando salió del lavabo de hombres. Aún tenía las manos mojadas y se las estaba secando con un pañuelo—. No quedan toallitas de papel. —Se había cambiado de ropa. Ahora llevaba una chaqueta azul oscuro con unos pantalones a juego, una corbata azul de punto, un jersey grueso azul, una camisa blanca y zapatos negros. Parecía un guardia de seguridad de verdad y Sombra se lo dijo.
    —¿Qué puedo decir, jovencito —dijo Wednesday mientras cogía una caja de peces de acuario de plástico («¡¡Nunca se morirán y nunca tendrá que darles de comer!!»)—, aparte de felicitarte por tu perspicacia? ¿Qué te parece Arthur Haddock? Arthur es un buen nombre.
    —Demasiado mundano.
    —Bueno, pues piensa en algo. Venga. Volvamos a la ciudad. Tenemos que llegar a la hora exacta para cometer nuestro atraco al banco, y luego gastaré un poco de dinero.
    —La mayoría de gente —dijo Sombra— lo cogería simplemente del cajero automático.
    —Curiosamente, es lo que pensaba hacer. Más o menos.
    Wednesday aparcó el coche en el supermercado que había enfrente del banco. Del maletero del coche sacó el maletín de metal, una tablilla con sujetapapeles, y un par de esposas con las que se sujetó el maletín a la muñeca izquierda. Seguía nevando. Luego se puso una gorra azul y una chapa en el bolsillo del pecho de la chaqueta. En la gorra y la chapa se podía leer «A 1 SECURITY». Puso los formularios para realizar ingresos en la tablilla. Luego se puso bien derecho. Tenía pinta de policía retirado y, de repente, parecía como si le hubiera salido barriga.
    —Bueno. Compra algo en el supermercado y luego quédate cerca del teléfono. Si alguien te pregunta algo, estás esperando la llamada de tu novia, a quien se le ha estropeado el coche.
    —¿Y por qué me llama aquí?
    —¿Cómo quieres que lo sepa?
    Wednesday se puso un par de orejeras rosas, descoloridas. Cerró el maletero. Se le empezaron a acumular copos de nieve en la gorra azul y las orejeras.
    —¿Qué pinta tengo?
    —Ridícula.
    —¿Ridícula?
    —Quizá de tonto.
    —Mm. Tonto y ridículo. Perfecto. —Wednesday sonrió. Las orejeras le daban un aspecto tranquilizador, divertido y adorable. Todo a la vez. Cruzó la calle corriendo, y anduvo a lo largo de un edificio hasta llegar al banco, mientras Sombra entraba en el supermercado y lo observaba.
    Wednesday pegó un gran cartel rojo en el cajero, que indicaba que estaba fuera de servicio. Tapó la ranura del buzón nocturno para ingresos con un lazo rojo, y pegó un cartel fotocopiado encima. Sombra lo leyó divertido:
    «POR SU COMODIDAD —decía—. ESTAMOS TRABAJANDO PARA HACER MEJORAS. DISCULPEN CUALQUIER INCONVENIENTE QUE LES PODAMOS CAUSAR.»
    Entonces Wednesday se volvió y se puso de cara a la calle. Puso cara de estar pasando mucho frío y de estar sufriendo.
    Una chica se acercó al cajero. Wednesday negó con la cabeza y le explicó que estaba fuera de servicio. La chica soltó un par de palabrotas, se disculpó por haberlo hecho y se fue.
    Delante del banco se detuvo un coche del que bajó un hombre que sostenía un pequeño saco gris en una mano y una llave. Sombra lo observó mientras Wednesday le pedía disculpas, luego le hacía firmar el formulario de ingreso, comprobaba que estuviera todo correcto, le extendía un recibo con gran minuciosidad, se detenía confundido porque no sabía que copia entregarle y, al final, abría su gran maletín metálico, y ponía el saco dentro.
    El hombre temblaba bajo la nieve, y no paraba de dar patadas en el suelo, mientras esperaba que el viejo guardia de seguridad acabara con todo el papeleo, para poder dejar la recaudación y volver, entonces cogió el recibo, volvió a su coche que estaba caliente y se fue.
    Wednesday cruzó la calle con el maletín de metal y se compró un café en el supermercado.
    —Buenas tardes, joven —dijo con una sonrisa paternal, al pasar junto a Sombra—. Hace frío, ¿eh?
    Volvió a cruzar la calle y siguió cogiendo las sacas grises y los sobres de la gente que iba a depositar sus ganancias o su recaudación aquella tarde de sábado. Un viejo guardia de seguridad con sus divertidas orejeras de color rosa.
    Sombra compró algo para leer, Turkey Hunting, People y, como la foto de portada de Bigfoot era tan atrayente, el Weekly World’ News, y miró a través de la ventana.
    —¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó un hombre negro de cierta edad que tenía un bigote blanco. Parecía el gerente.
    —Gracias, pero no. Estoy esperando una llamada. A mi novia se le ha estropeado el coche.
    —Seguro que es la batería. La gente se olvida de que estas solo funcionan durante tres o cuatro años. Y no es que cuesten una fortuna.
    —Y que lo diga.
    —Espere aquí un momento —dijo el gerente, que regreso al supermercado.
    La nieve había convertido la calle en el interior de un globo de nieve, perfecto en todos los detalles.
    Sombra siguió observando, impresionado. Incapaz de oír las conversaciones que tenían lugar al otro lado de la calle, se sentía como si estuviera viendo una película muda, todo pantomima y expresión: el viejo guardia de seguridad era brusco, serio, un poco torpe quizá, pero hacía su trabajo con la mejor de las intenciones. Todos los que le daban el dinero se iban un poco más felices después de haberlo conocido.
    De repente, un coche de policía aparcó delante del banco y a Sombra le dio un vuelco el corazón. Wednesday se tocó la visera a modo de saludo y fue hasta el coche sin ninguna prisa. Saludó a los dos agentes, les estrechó la mano a través de la ventanilla abierta, asintió con la cabeza y luego se puso a rebuscar por los bolsillos hasta que encontró una tarjeta y una carta y se las dio. Luego tomó un trago de café.
    Sonó el teléfono. Sombra lo descolgó y se esforzó al máximo por parecer aburrido.
    —A1 Security Services —dijo.
    —¿Puedo hablar con A. Haddock? —preguntó el policía que estaba al otro lado de la calle.
    —Al habla Andy Haddock.
    —Sí, señor Haddock, está hablando con la policía. Tiene a un hombre en el First Illinois Bank en la esquina de la calle Market con la Segunda.
    —Eh, sí. Es cierto. Jimmy O’Gorman. ¿Hay algún problema, oficial? ¿Se está comportando Jim? Supongo que no habrá bebido.
    —Ningún problema, señor. Su hombre está bien. Tan sólo queríamos asegurarnos de que estaba todo en orden.
    —Dígale a Jim que si volvemos a cogerle bebiendo será despedido. ¿Lo entiende? A la calle. A la puta calle. En A1 Security no toleramos este tipo de comportamiento.
    —No creo que sea yo quien deba decirle eso, señor. Está haciendo un buen trabajo, pero estábamos preocupados porque se trata de un trabajo que deberían hacer dos personas. Es arriesgado tener un único guardia no armado a cargo de tanto dinero.
    —Ni falta hace que me lo diga. O más bien, dígaselo a esos agarrados del First Illinois. Son mis hombres los que se la juegan, oficial. Hombres buenos. Hombres como usted. —Sombra empezaba a entusiasmarse con su identidad. Sentía que se iba convirtiendo en Andy Haddock, que masticaba tabaco barato y lo escupía en el cenicero, tenía una montaña de papeleo que solucionar aquella tarde de sábado, tenía una tenía una casa en Sehaumburg y una amante en un pequeño apartamento en Lake Shore Drive—. Parece usted un hombre muy inteligente, oficial, esto...
    —Myerson.
    —Oficial Myerson. Si necesita trabajar algún fin de semana o acaba dejando el cuerpo por algún motivo, llámenos. Siempre necesitamos a hombres buenos. ¿Tiene mi tarjeta?
    —Sí, señor.
    —No la pierda —dijo Andy Haddock—. Llámeme.
    Los policías se fueron y Wednesday regresó a la oficina del banco a través de la nieve para atender a la pequeña cola de gente que esperaba para darle el dinero.
    —¿Está bien? —preguntó el gerente, que asomó la cabeza por la puerta—. ¿Su novia?
    —Era la batería. Ahora sólo tengo que esperar.
    —Mujeres. Espero que valga la pena esperar por ella.
    Cayó la oscuridad del invierno, y el gris de la tarde se desvaneció lentamente para dar paso a la noche. Se encendieron las luces. La mayoría de gente dio su dinero a Wednesday. De repente, como si hubiera habido alguna señal que Sombra no pudo ver, Wednesday se acercó a la fachada del banco, quitó los carteles de fuera de servicio, y cruzó con cierta dificultad la calle cubierta de nieve, en dirección al aparcamiento. Sombra lo esperó un minuto y luego lo siguió.
    Wednesday estaba sentado en el asiento trasero del coche. Había abierto el maletín de metal y estaba repartiendo de manera metódica todo el dinero que le habían dado en pequeños montoncitos.
    —Arranca —le dijo a Sombra—. Vamos al First Illinois Bank de State Street.
    —¿A repetir el número? ¿No estás desafiando la suerte?
    —En absoluto. Vamos a hacer negocios.
    Mientras Sombra conducía, Wednesday se dedicaba a sacar a puñados los billetes de las bolsas de ingreso, apartaba los cheques y los justificantes de tarjeta de crédito, y quitaba el dinero en efectivo de alguno de los sobres. Volvió a meter todos los billetes en el maletín metálico. Sombra se detuvo cerca del banco, a unos cincuenta metros, para quedar fuera del radio de alcance de la cámara de vigilancia. Wednesday salió del coche y metió los sobres en el buzón para ingresos nocturnos. Luego abrió la caja fuerte nocturna, metió las bolsas grises y la volvió a cerrar.
    Entró en el coche y se sentó en el Asiento del acompañante.
    —Ve en dirección de la I-90 —dijo Wednesday—. Sigue las señales que indican hacia el oeste para ir a Madison.
    Sombra arrancó el coche y se pusieron en marcha.
    Wednesday volvió la cabeza para mirar al banco mientras se iban.
    —Ya está —exclamó alegremente—, esto los confundirá por completo. Ahora que, si quieres ganar un montón de dinero, esto hay que hacerlo un domingo a las cuatro y media de la madrugada, cuando las discotecas y los bares van a ingresar la recaudación de la noche del sábado. Si escoges el banco adecuado y al tipo adecuado para dar el golpe —acostumbran a escogerlos grandes y honestos, acompañados a veces por unos cuantos gorilas que no suelen ser muy inteligentes—, puedes irte con un cuarto de millón de dólares por una noche de trabajo.
    —Si es tan fácil, ¿por qué no lo hace todo el mundo?
    —Porque es un trabajo con ciertos riesgos, sobre todo a las cuatro y media de la madrugada.
    —¿Te refieres a que los polis son más desconfiados a esa hora?
    —No, qué va. Pero los gorilas si. Y las cosas pueden complicarse.
    Wednesday echó un vistazo a un fajo de billetes de cincuenta, añadió un pequeño montón de veinte y se los dio a Sombra.
    —Toma —le dijo—. El sueldo de tu primera semana.
    Sombra se lo guardó en el bolsillo sin contarlo.
    —¿Así que esto es lo que haces? ¿Para ganar dinero?
    —Casi nunca. Sólo cuando necesito mucho efectivo rápidamente. En general, se lo saco a gente que nunca se dará cuenta de que lo he hecho, y que nunca se quejará, y que, en la mayoría de los casos, se prestará de nuevo a lo mismo en cuanto yo vuelva a aparecer.
    —Ese tal Sweency dijo que eras un estafador.
    —Tenía razón. Pero ésa es mi característica menos importante. Y el asunto para el que menos te necesito, Sombra.
    Los copos de nieve subían desde los faros del coche hasta el parabrisas mientras conducían por la oscuridad. El efecto era casi hipnótico.
    —Éste es el único país del mundo —dijo Wednesday en mitad del silencio— que se preocupa por lo que es.
    —¿Qué?
    —El resto de países saben lo que son. Nadie necesita ir en busca del corazón de Noruega. O busca el alma de Mozambique. Saben lo que son.
    —¿Y...?
    —Tan sólo pensaba en voz alta.
    —Has estado en muchos países, ¿no?
    Wednesday no dijo nada. Sombra lo miró.
    —No —respondió Wednesday con un suspiro—. No. Nunca.
    Pararon para llenar el depósito y Wednesday fue al lavabo con su chaqueta de guardia de seguridad puesta y su maletín, y salió vestido con un traje de color pálido recién planchado, zapatos marrones y un abrigo tres cuartos marrón que parecía italiano.
    —Bueno, ¿qué haremos cuando lleguemos a Madison?
    —Cogeremos la autopista catorce hacia el oeste, en dirección a Spring Green. Tenemos que encontrarnos con todo el mundo en un lugar llamado la Casa de la Roca. ¿Has estado ahí?
    —No. Pero he visto los carteles.
    Los carteles de la Casa de la Roca estaban por todos lados en aquella parte del mundo: carteles oblicuos y ambiguos por todo Illinois, Minnesota y Wisconsin, incluso quizá hasta en Iowa, creía Sombra, carteles que avisaban a uno de la existencia de la Casa de la Roca. Sombra había visto los carteles y se había preguntado por ellos. ¿Se balanceaba la casa peligrosamente sobre la Roca? ¿Qué tenía de interesante la Roca? ¿Y la Casa? Había pensado en ello durante un instante, pero luego lo había olvidado. No tenía la costumbre de visitar las atracciones que había a pie de carretera.
    Dejaron la interestatal en Madison y pasaron frente a la cúpula del edificio del Capitolio, otra perfecta escena de globo de nieve gracias a la que estaba cayendo. Empezaron a circular por pequeñas carreteras de pueblo. Después de casi una hora de pasar por pueblos como Black Earth, doblaron por un estrecho camino y pasaron frente a varias macetas enormes cubiertas de nieve. El aparcamiento, rodeado de árboles, estaba casi vacío.
    —Van a cerrar dentro de poco —dijo Wednesday.
    —¿Qué es esto? —preguntó Sombra mientras cruzaban el aparcamiento y se dirigían a un pequeño edificio de madera.
    —Es un pequeño parque de atracciones de carretera. Uno de los mejores. Lo que significa que es un lugar de poder.
    —¿Cómo dices?
    —Es sencillísimo. En otros países, a lo largo de los años, la gente reconocía los sitios de poder. A veces era una formación natural, otras no era más que un lugar que, por algún motivo, era especial. Sabían que ahí ocurría algo especial, que había un punto de concentración, un canal, una ventana a lo inmanente. De forma que construían templos o catedrales, o erigían construcciones megalíticas, o... bueno, ya me entiendes.
    —Pero hay iglesias por todo el país —dijo Sombra.
    —En todos los pueblos. A veces en todas las manzanas de casas. Pero en este contexto tienen tanta importancia como las consultas de dentistas. No, en los Estados Unidos la gente aún siente la llamada, como mínimo algunos de ellos, y sienten que los llaman del vacío trascendente, y responden a él construyendo una reproducción de un lugar que nunca han visitado con botellas de cerveza, o construyen una casa para murciélagos enorme en una parte del país que, tradicionalmente, los murciélagos se han negado a visitar. Los parques de atracciones a pie de carretera: la gente se siente atraída a lugares donde, en otras partes del mundo, reconocerían esa parte de sí mismos que es trascendente, y compran un perrito, dan un paseo y se sienten satisfechos a un nivel que no pueden llegar a describir, e inmensamente insatisfechos a un nivel inferior aún.
    —Tienes unas teorías de lo más raras.
    —Esto no tiene nada de teórico, joven. Ya deberías haberte dado cuenta de ello.
    Sólo quedaba una taquilla abierta.
    —Dejamos de vender entradas dentro de media hora —dijo la chica—. Como mínimo se tarda dos horas en visitarlo.
    Wednesday pagó las entradas en efectivo.
    —¿Dónde está la roca? —preguntó Sombra.
    —Bajo la casa —respondió Wednesday.
    —¿Dónde está la casa?
    Wednesday se puso un dedo sobre los labios y siguieron caminando. Más adentro, una pianola tocaba una melodía que pretendía ser el Bolero de Ravel. El lugar parecía ser un piso de soltero de 1960 reconfigurado geométricamente, con trabajos de mampostería abierta, alfombras de pelo y pantallas de lámpara de cristal tintado en forma de champiñón feísimas. Al final de una escalera había otra habitación llena de adornos cutres.
    —Dicen que esto lo construvó el hermano malvado de Frank Eloyd Wright —dijo Wednesday—. Frank Lloyd Wrong. —Se rió entre dientes de su propio chiste.
    —Eso lo he visto escrito en una camiseta —dijo Sombra.
    Subieron y bajaron más escaleras hasta llegar a una habitación muy larga de cristal que sobresalía por el campo sin hojas y en blanco y negro que tenían a varios metros bajo ellos. Sombra se detuvo para ver cómo caía la nieve.
    —¿Es ésta la casa sobre la roca? —preguntó confuso.
    —Más o menos. Es la habitación infinita, una parte de la casa, aunque fue añadida posteriormente. Pero no, mi joven amigo, aún no hemos visto ni un ápice de lo que la casa puede ofrecernos.
    —Así que, según tu teoría, Disneyland es el lugar más sagrado de los Estados Unidos.
    Wednesday frunció la frente y se mesó la barba.
    —Walt Disney compró unos campos de naranjos en mitad de Florida y construyó una ciudad turística. Ahí no hay magia de ningún tipo. En el Disneyland original puede haber algo de real. Quizá tenga algo de poder, aunque estará escondido y resultará difícil acceder a él. Pero algunas partes de Florida están llenas de magia de verdad. Tan sólo debes tener los ojos bien abiertos. Ah, por las sirenas de Weeki Wachee... Sigúeme, por aquí.
    Se oía música por todos lados: música sin armonía, que siempre sonaba fuera de ritmo y desacompasada. Wednesday cogió un billete de cinco dólares, lo introdujo en una máquina de cambio, y recibió a cambio un puñado de monedas de metal cobrizas. Le lanzó una a Sombra, que la cogió y, al ver que un niño pequeño lo miraba, la sostuvo entre el índice y el pulgar y la hizo desaparecer. El niño fue corriendo hasta su madre que estaba viendo uno de los ubicuos Papá Noel —«¡MÁS DE SEIS MIL EN EXPOSICIÓN!», decía el cartel— y empezó a tirar con impaciencia de las faldas de su abrigo.
    Sombra fue con Wednesday hasta fuera y luego siguieron los carteles que indicaban la dirección de las Calles del Ayer.
    —Hace cuarenta años Alex Jordán —su cara está en la moneda que tienes en la mano derecha, Sombra— empezó a construir una casa en lo alto de un peñasco, en un campo que no poseía, y fue incapaz de decir por qué. La gente venía a ver cómo la construía: los curiosos y los desconcertados, y aquellos que no eran ninguna de las dos cosas, pero que tampoco sabían por qué habían acudido. Así que hizo lo que cualquier hombre con sentido común de su generación habría hecho: empezó a cobrarles dinero, no mucho. Cinco centavos, quizá. O veinticinco. Y siguió construyendo la casa y la gente siguió viniendo a verle.
    »Entonces cogió las monedas de cinco y de veinticinco centavos que había ganado e hizo una cosa aún más grande y extraña. Construyó unos almacenes debajo de la casa y los llenó de cosas para que las viera la gente, y luego la gente vino a verlas. Millones de personas vienen todos los años.
    —¿Porqué?
    Pero Wednesday tan sólo sonrió, y se adentraron en las Calles del Ayer, repletas de árboles e iluminadas tenuemente. Unas muñecas de porcelana victorianas, de labios finos, miraban a través de escaparates polvorientos, al igual que muchos objetos de atrezzo, de respetables películas de miedo. Adoquines bajo los pies, la oscuridad de un tejado sobre la cabeza, el martilleo de una música mecánica de fondo. Pasaron junto a una caja de cristal de muñecos de peluche rotos y una caja de música dorada enorme, dentro de una urna de cristal. Pasaron junto al dentista y el drugstore («¡DEVUELVE LA POTENCIA! ¡CINTURÓN MAGNÉTICO O’LEARY!»).
    Al final de la calle había una gran caja de cristal con un maniquí femenino dentro, vestido como una adivina gitana.
    —Ahora —gritó Wednesday para que pudiera oírlo por encima de la música mecánica—, al inicio de cualquier búsqueda o empresa, nos corresponde consultar a la diosa Fortuna. Así que designemos a esta Sibila como nuestra Urd, ¿vale? —Insertó una moneda de color cobrizo de la Casa de la Roca en la ranura. Con unos movimientos entrecortados y mecánicos, la gitana levantó el brazo y lo bajó. Salió un papel por la ranura.
    Wednesday lo cogió, lo leyó, gruñó, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.
    —¿No piensas enseñármelo? Yo te dejaré ver el mío —dijo Sombra.
    —La fortuna de un hombre es su propio asunto —le espetó Wednesday—. Yo no te pediría que me dejaras leer la tuya.
    Sombra puso su moneda en la ranura. Cogió el papel y lo leyó.

    TODO FINAL ES UN NUEVO INICIO.
    NO TIENES NÚMERO DE LA SUERTE.
    TU COLOR DE LA SUERTE SE HA MUERTO.
    Lema:
    DE TAL PALO, TAL ASTILLA.

    Sombra hizo una mueca. Dobló su papel de la fortuna y se lo guardó en el bolsillo interior.
    Siguieron andando, por un pasillo rojo, pasaron por habitaciones llenas de sillas vacias sobre las que descansaban violines, violas y violoncelos que tocaban por si solos, o lo parecía, cuando se les echaba una moneda. Las llaves se movían, los platillos entrechocaban, las boquillas insuflaban aire comprimido en los clarinetes y los oboes. Sombra observó, con sonrisa irónica, que los arcos de algunos instrumentos, tocados por brazos mecánicos, no llegaban a tocar nunca las cuerdas, que acostumbraban a estar flojas, cuando las había. Se preguntó si todos los sonidos que oía eran producidos por el viento y la percusión, o si también había cintas.
    Habían andado durante lo que a Sombra le parecieron varios kilómetros, cuando llegaron a una habitación llamada el Mikado, una de cuyas paredes era una pesadilla pseudooriental del siglo diecinueve, en la que percusionistas de cejas muy pobladas tocaban los címbalos y los tambores mientras miraban fuera de su guarida, cubierta de imágenes de dragones. En aquel preciso momento, estaban torturando de forma majestuosa la Danza macabra de Saint-Saéns.
    Chernobog estaba sentado en un banco de la pared que estaba frente a la máquina de Mikado, y mataba el tiempo tamborileando con lo dedos. Los caramillos sonaban, las campanas repicaban.
    Wednesday se sentó junto a él. Sombra decidió quedarse de pie. Chernobog estiró el brazo izquierdo, y le estrechó la mano a Wednesday y a Sombra.
    —Bienvenidos —dijo. Y luego volvió a reclinarse. Al parecer disfrutaba de la música.
    La Danza Macabra llegó a un final apasionado y discordante. El hecho de que todos los instrumentos artificiales estuvieran tan poco desafinados, reforjaba la sensación de ensueño que transmitía el lugar. Empezó a sonar una nueva pieza.
    —¿Qué tal el robo del banco? —preguntó Chernobog—. ¿Te ha ido bien? —Se quedó de pie, reacio a abandonar el Mikado y su música estruendosa y desacompasada.
    —Ha sido más fácil que robarle un caramelo a un niño.
    —Yo cobro una pensión del matadero. No pido más.
    —No durará para siempre. Nada es para siempre.
    Más pasillos, más máquinas musicales. Sombra se dio cuenta de que no estaban siguiendo el camino a través de las habitaciones diseñado para los turistas, sino que parecían seguir una ruta diferente que había ideado Wednesday. Estaban bajando por una cuesta, y Sombra, confuso, se preguntó si ya habían pasado por ahí.
    Chernobog lo cogió del brazo.
    —Rápido, ven aquí —dijo y lo hizo ir hasta una gran caja de cristal que había en la pared. Contenía un diorama de un vagabundo que dormía en un cementerio, frente a la puerta de una iglesia. «EL SUEÑO DE UN BORRACHO», decía la etiqueta, que explicaba que era una máquina del siglo diecinueve, que había estado originalmente en una estación de ferrocarril inglesa. La ranura para las monedas había sido modificada para aceptar las de la Casa de la Roca.
    —Pon el dinero —dijo Chernobog.
    —¿Por qué? —preguntó Sombra.
    —Tienes que verlo. Yo te lo enseño.
    Sombra introdujo la moneda. El borracho del cementerio se acercó la botella hasta los labios. Una de las tumbas se abrió, y dejó al descubierto un cadáver; una lápida se volvió, y las flores fueron sustituidas por una calavera sonriente. Un espectro apareció a la derecha de la iglesia, mientras que en la izquierda, algo con la cara medio oculta, alargada e inquietante, un demonio pálido del Bosco, se deslizó suavemente de una lápida a las Sombras de la noche y desapareció. Luego se abrió la puerta de la iglesia, salió un cura y los fantasmas, espíritus y cadáveres desaparecieron y tan sólo quedaron el cura y el borracho en el cementerio. El cura miró al borracho con desdén, entró en la iglesia, cerró la puerta tras de sí y dejó al borracho a solas.
    La historia era muy inquietante. Mucho más, pensó Sombra, de lo que tiene derecho a ser un juguete de cuerda.
    —¿Sabes por qué te lo he enseñado? —le preguntó Chernobog.
    —No.
    —Así es el mundo. Ése es el mundo real. Está ahí, en esa caja.
    Entraron en una sala de color sangre, llena de viejos órganos de teatro, tubos de órgano enormes, y lo que parecían ser unas enormes cubas de cobre para hacer cerveza, robadas de una cervecería.
    —¿Adonde vamos? —preguntó Sombra.
    —Al carrusel —respondió Chernobog.
    —Pero hemos pasado por carteles que indicaban la dirección del carrusel una docena de veces.
    —Él sigue su camino. Caminamos en espiral. A veces, el camino más rápido es el más largo.
    A Sombra empezaban a dolerle los pies, y aquella opinión le pareció muy inverosímil.
    Una máquina mecánica tocaba Octopus’s Garden en una habitación que tenía muchos pisos, cuyo centro estaba ocupado completamente por una replica de una bestia negra enorme que parecía una ballena que tenía un bote en su boca de fibra de vidrio. De ahí pasaron a un Salón de los Viajes, donde vieron el coche cubierto de tejas, y la máquina de polios de Rube Goldberg, y anuncios oxidados de Burma Shave en la pared.

    Vivimos en un mundo
    Muy duro y complicado
    Por eso lo mejor es
    Ir siempre bien afeitado
    Burma Shave

    Intentó adelantar
    En mitad de una curva
    Desde entonces vive solo
    En su propia tumba
    Burma Shave

    Ahora se encontraban al final de una rampa. Delante de ellos una tienda de helados. Estaba abierta, pero la chica que estaba limpiando tenía los ojos cerrados, de forma que pasaron a la pizzería cafetería, en la que sólo había un hombre mayor negro que llevaba un traje de cuadros y unos guantes amarillo canario. Era un hombre bajito, el tipo de viejo que parecía como si el paso de los años lo hubiera encogido, y estaba comiendo una copa de helado de varias bolas, y bebía una taza de café enorme. Un purito se consumía en el cenicero que había delante de él.
    —Tres cafés —le dijo Wednesday a Sombra, y se fue al lavabo. Sombra fue a por los cafés y regresó junto a Chernobog, que estaba sentado con el viejo negro y fumaba un cigarrillo a escondidas, como si tuviera miedo de que lo pillaran. El otro hombre, que jugaba felizmente con su helado, no hacía caso del purito, pero cuando Sombra se acercó lo cogió, le dio una gran calada e hizo dos aros con el humo, uno grande y otro pequeño que pasó limpiamente por el medio del otro, y sonrió, como si estuviera orgullosísimo de sí mismo.
    —Sombra, te presento al señor Nancy —dijo Chernobog. El viejo se puso en pie y le ofreció la mano derecha, enfundada en el guante.
    —Encantado de conocerte —exclamó con una sonrisa radiante—. Se quién eres. Trabajas para ese tuerto cabrón, ¿no? —hablaba con un acento nasal, con un dialecto que podría haber sido de las Antillas.
    —Trabajo para el señor Wednesday. Sí. Siéntese, por favor.
    Chemobog le dio una calada a su cigarrillo.
    —Creo —dijo con tristeza—, que los de nuestra especie, disfrutamos tanto de los cigarros porque nos recuerdan las ofrendas que quemaban antes por nosotros, el humo que ascendía, mientras buscaban nuestra aprobación o nuestros favores.
    —A mi nunca me hicieron algo así —dijo Nancy—. Lo máximo que podía esperar era un montón de fruta para comer, tal vez una cabra almohazada, algo frío para beber lentamente y una mujer grande y vieja con los pechos turgentes para hacerme compañía. —Mostró sus dientes blancos al sonreír y le guiñó un ojo a Sombra.
    —Hoy en día —dijo Chernobog, a quien le cambió la expresión de la cara— no tenemos nada.
    —Bueno, hoy ya no consigo ni de lejos tanta fruta como antes —dijo Mr. Nancy con los ojos brillantes—. Pero no hay nada en este mundo que pueda comprar con dinero que supere a una mujer de pechos turgentes. Algunos hombres dicen que lo primero en lo que hay que fijarse es el culo, pero a mi, lo que me la sigue poniendo dura en una mañana fría son las tetas. —Nancy empezó a reír, soltó una carcajada bondadosa, y Sombra se dio cuenta de que. muy a su pesar, le caía bien aquel viejo.
    Wednesday volvió del lavabo y le estrechó la mano a Nancy.
    —¿Quieres comer algo, Sombra? ¿Una porción de pizza? ¿Un sandwich?
    —No tengo hambre.
    —Te voy a decir una cosa —dijo el señor Nancy—. A veces puede pasar mucho rato entre comidas. Si alguien te ofrece algo para comer, tienes que decir que sí. Ya no soy muy joven, pero créeme si te digo que nunca hay que dejar pasar una oportunidad para mear, comer o echar una siestecita de media hora. ¿Me entiendes?
    —Sí. Pero no tengo hambre, de verdad.
    —Eres un tío grande —dijo Nancy mientras miraba a Sombra a los ojos gris claro, con sus ojos color caoba—, pero debo decir que no pareces muy listo. Tengo un hijo que es tan estúpido como el hombre que compró a su hijo estúpido en unas rebajas de dos por el precio de uno, y tú me recuerdas a él.
    —Si no te importa, me lo tomaré como un cumplido.
    —¿Que te llame burro como el hombre que se quedó dormido la mañana en que repartían los cerebros?
    —Que me compares con un miembro de tu familia.
    El señor Nancy apagó su purito y luego se quitó una mota imaginaria de ceniza de los guantes amarillos.
    —Visto lo visto, quizá no eres la peor elección que el viejo Tuerto podría haber hecho. —Levantó la cabeza y miró a Wednesday—. ¿Tienes idea de cuántos vamos a juntarnos esta noche?
    —He avisado a todos los que he podido encontrar. Obviamente no van a poder venir todos. Y algunos —miró de reojo a Chernobog—, tal vez no quieran. Pero creo que seremos varias decenas.
    Pasaron junto a una exposición de armaduras («Falsificación victoriana —dijo Wednesday cuando pasaron junto al expositor de cristal—, imitación moderna, es una reproducción del siglo diecisiete con un yelmo del siglo doce, un guante izquierdo del siglo quince...») y entonces Wednesday salió por una puerta de emergencia, les hizo dar una vuelta alrededor del edificio («No me sientan bien todos estos cambios de temperatura —dijo Nancy—. Ya no soy tan joven como antes y vengo de climas más cálidos.») por una pasarela cubierta, volvieron a entrar por una puerta de emergencia y llegaron a la sala del carrusel.
    Sonaba música de calíope: un vals de Strauss, conmovedor y discordante de vez en cuando. La pared del lado por el que entraron estaba cubierta con caballos antiguos de carrusel, había cientos, algunos necesitaban una mano de pintura, otros que les quitaran el polvo; sobre ellos había decenas de ángeles alados construidos a partir de maniquís femeninos de escaparate; algunos de ellos estaban con sus pechos asexuales al descubierto; otros habían perdido las pelucas y miraban hacia abajo, calvos y ciegos, desde la oscuridad.
    Y luego estaba el carrusel.
    Un cartel proclamaba que era el más grande del mundo, decía cuánto pesaba, cuántos miles de bombillas había en las lámparas de araña que colgaban de él con profusión gótica y prohibía que nadie se subiera a él o que se montara en los animales.
    ¡Y qué animales! Sombra miraba boquiabierto, muy a su pesar, los cientos de criaturas de tamaño natural que rodeaban la plataforma del carrusel. Criaturas reales, imaginarias e híbridos de las dos: no había ni una igual. Vio una sirena y un tritón, un centauro y un unicornio, elefantes (uno grande, uno pequeño), un bulldog, una rana y un ave fénix, una cebra, un tigre, una mantícora y un basilisco, unos cisnes que tiraban de un carruaje, un buey blanco, unas morsas gemelas, incluso una serpiente de mar, todos ellos de colores intensos y más que reales: todos ellos daban vueltas a la plataforma cuando se acabó el vals y empezó a sonar otro. El carrusel ni tan sólo aminoró la marcha.
    —¿Para qué sirve? —preguntó Sombra—. Es decir, sí, vale, es el más grande del mundo, cientos de animales, miles de bombillas, y da vueltas continuamente, pero nadie se monta en él.
    —No está aquí para que la gente se suba a él —respondió Wednesday—. Esta aquí para ser admirado. Está aquí para ser.
    —Como una rueda de las plegarias que da vueltas y vueltas —dijo Mr. Nancy—, y acumula poder.
    —¿Dónde nos vamos a encontrar con el resto de personas? —preguntó Sombra—. Creía que habías dicho que iba a ser aquí, pero esto está
    Wednesday esbozó su sonrisa terrorífica.
    —Sombra —dijo—. Haces demasiadas preguntas. No te pago para eso.
    —Lo siento.
    —Ahora ven aquí y ayúdanos a subir —le ordenó Wednesday, que se acercó hasta un lado de la plataforma, donde había una descripción del carrusel y un cartel que advertía que no se podía montar en el carrusel.
    Sombra pensó en decir algo, pero en lugar de eso los ayudó a subirse al borde, uno a uno. Wednesday parecía muy pesado; Chernobog subió por sí mismo, tan sólo se apoyó en el hombro de Sombra; Nancy parecía que no pesaba nada. Los tres viejos se encontraban en el borde del carrusel y entonces dieron un pequeño salto para llegar hasta la plataforma del centro, que no se detenía.
    —¿Qué pasa? —gruñó Wednesday—. ¿No piensas venir?
    Sombra, no sin ciertas dudas, y después de echar un vistazo alrededor para asegurarse de que no había ningún trabajador de la Casa de la Roca que los estuviera viendo, se subió al carrusel más grande del mundo. Sintió desconcierto, al mismo tiempo que le hizo gracia, cuando se dio cuenta de que le preocupaba mucho más romper las olas del parque y montarse en el carrusel que el hecho de robar dinero al banco aquella misma tarde.
    Los tres viejos habían seleccionado una montura. Sombra se decantó por un lobo dorado. Chernobog por un centauro con armadura, que tenía la cara escondida tras un yelmo de metal. Nancy, sin dejar de reír, se encaramó a la espalda de un enorme león que estaba saltando, captado por el escultor en mitad de un rugido. Le dio unas palmaditas al león en el costado. El vals de Strauss les hacia dar vueltas majestuosamente.
    Wednesday sonreía, Nancy reía con gran alegría, e incluso Chernobog parecía estar disfrutando. De repente, Sombra sintió como si le hubieran quitado un gran peso de la espalda: tres hombres mayores que se lo estaban pasando en grande, montados en el carrusel más grande del mundo. ¿Y qué si los echahan del lugar? ¿Acaso no valía la pena hacer aquello para decir que habías montado en el carrusel más grande del mundo? ¿No valía la pena montar en uno de aquellos monstruos gloriosos?
    Sombra miró el bulldog, el tritón, el elefante que tenía la silla dorada y al final se montó a lomos de una criatura que tenía cabeza de águila y cuerpo de tigre, y se agarró con fuerza.
    El ritmo del «Danubio azul» le resonaba en la cabeza, las luces de mil bombillas centelleaban y refulgían, y durante un instante Sombra volvió a ser un niño, lo único que necesitó para sentir aquello fue subirse al carrusel; se quedó completamente quieto, montado en su águila-tigre en el centro de todo, y el mundo daba vueltas a su alrededor.
    Sombra se oyó reír, por encima del sonido de la música. Era feliz. Era como si las últimas treinta y seis horas no hubieran ocurrido nunca, como si su vida se hubiese evaporado en el sueño de un niño, montado en un carrusel del Golden Gate Park de San Francisco, en su primer viaje de vuelta a los Estados Unidos, un viaje maratoniano en barco y en coche, y su madre a su lado, mirándolo orgullosa, mientras él lamía el helado que se le estaba derritiendo, lo sujetaba con fuerza, esperando que la música no dejara de sonar nunca, que el carrusel nunca aminorara la marcha, que no se detuviera nunca. Daba vueltas y vueltas y vueltas y más vueltas...
    Entonces se apagaron las luces, y Sombra vio a los Dioses.


    CAPITULO SEXTO

    Abiertas de par en par, sin vigilancia, esperan nuestras puertas,
    y una multitud diversa y salvaje las atraviesa.
    Hombres de las estepas tártaras y del Volga.
    Figuras de expresión inerte del Huang-ho.
    Malayos, escitas, teutones, eslavos y celtas,
    vuelan sobre el antiguo mundo del desdén y la pobreza;
    traen consigo dioses y ritos desconocidos,
    esas pasiones feroces para que saquen aquí sus garras,
    qué extrañas lenguas llenan calles y alameas,
    acentos amenazantes llegan a nuestros oídos.
    Voces que antaño conoció la Torre de Babel.

    —Thomas Bailey Aldrich, The Unguarded Gates, 1882

    Sombra estaba montado en el carrusel más grande del mundo, asido a su tigre con cabeza de águila, cuando las luces blancas y rojas empezaron a parpadear y se apagaron, y él empezó a precipitarse por un océano de estrellas mientras el vals mecánico cambiaba por un ritmo ensordecedor, como de platillos u olas rompiendo en la orilla de un lejano océano.
    La única luz era la de las estrellas, pero iluminaba todo con una claridad fría. Debajo de él la montura acolchada y dada de sí, las pieles a su izquierda y las plumas a su derecha.
    —No está mal, ¿eh? —La voz llegó a sus oídos, a su mente por detrás.
    Sombra se volvió, lentamente, en su cabeza se agolpaba un torrente de imágenes de él mismo moviéndose, momentos congelados, cada uno de ellos capturado en una fracción de segundo, cada instante duraba una eternidad. Las imágenes carecían de sentido alguno: era como ver el mundo a través de los ojos calidoscópicos de una libélula, pero cada espejuelo reflejaba algo completamente distinto, y le era imposible unificar lo que estaba viendo, o creía ver.
    Miraba al señor Nancy, un hombre negro, mayor, con un bigote fino, ataviado con chaqueta deportiva de cuadros y guantes amarillo limón, montado en un tigre de carrusel que flotaba alto en el aire. Al mismo tiempo, veía una serpiente engalanada, tan alta como un caballo, que le observaba con ojos jocosos, cual nebulosa de esmeraldas. A la vez miraba a un hombre con tres pares de brazos, de altura descomunal y piel color teca, que iba tocado con una pluma de avestruz y la cara pintada a rayas rojas y que montaba un furioso león dorado al que se sujetaba fuertemente con dos de sus seis manos. También veía a un harapiento joven negro con el pie izquierdo infestado de jejenes; y por último, detrás de todo esto, Sombra miraba a una pequeña araña marrón que se escondía tras una hoja color ocre.
    Al verlo todo junto Sombra supo que se trataba de una misma cosa.
    —Si no cierras la boca —dijeron las múltiples formas que adoptó el señor Nancy—, te entrará una mosca.
    Sombra cerró la boca y tragó con dificultad.
    Había una casa de madera en una colina, a un kilómetro y medio más o menos de donde estaban. Cabalgaron hacía allí, cascos y pies avanzaban en silencio por la arena seca a la orilla del mar.
    Chernobog cabalgaba a lomos de un centauro. Golpeó el brazo humano de su montura.
    —Esto no puede ser verdad —dijo Sombra. Su voz sonó triste—. Está todo en nuestra cabeza. Mejor no pensarlo.
    Sombra vio a un inmigrante canoso de Europa del Este, con un impermeable raído y un diente de color hierro, real. Pero también vio una cosa regordeta, más oscura que la oscuridad que les envolvía, con ojos como ascuas; y vio a un príncipe de pelo largo y sedoso, bigote largo y negro, con la cara y manos ensangrentadas, su cuerpo desnudo cubierto tan sólo por los hombros con una piel de oso, su cara y torso tatuados con espirales y remolinos, montado en una criatura medio hombre medio bestia.
    —¿Quién eres? —preguntó Sombra—. ¿Qué eres?
    Cabalgaron por la orilla. Las olas rompían implacables en la noche.
    Wednesday guiaba a su lobo —ahora una bestia gris carbón de ojos verdes— hacia Sombra. La cabalgadura de Sombra se alejaba escarceando y Sombra le acarició el cuello para tranquilizarlo. Su cola de tigre dio un violento latigazo. A Sombra se le ocurrió que quizás había otro lobo, gemelo del que montaba Wednesday, que les seguía el paso por las dunas sin que pudieran verlo.
    —¿Me conoces, Sombra? —dijo Wednesday. Llevaba al lobo con la cabeza alta. Su ojo derecho brillaba, el izquierdo lo tenía apagado. Llevaba una capa con cogulla y su rostro se ocultaba tras las sombras—. Te dije que te diría mis nombres. Así es como me llaman: El Orgullo de la Guerra, el Encapuchado, el Señor y el Tercero. Soy el Tuerto. Me llaman el Supremo y el Adivino de la Verdad. Soy el Enmascarado. Soy el Padre de Todos, y soy Gondlir, el Mago. Tengo tantos nombres como vientos existen, tantos títulos como formas de morir hay. Mis cuervos se llaman Huginn y Muninn, pensamiento y memoria; mis lobos, Freki y Geri; mi caballo es la horca —Dos cuervos grises fantasmagóricos, como la piel trasparente de los pájaros, se posaron en los hombros de Wednesday, hundieron sendos picos en las sienes, como si saborearan su mente, y emprendieron el vuelo hacia el mundo de nuevo.
    «¿Qué tengo que creer?», se preguntaba Sombra, y la voz volvió a él desde algún abismo alejado del mundo y retumbó en sus oídos:
    —Cree en todo.
    —¿Odín? —dijo Sombra y el viento le arrancó la palabra de los labios.
    —¿Odín? —murmuró Wednesday y ni el estruendo de las olas al romper en la playa de calaveras pudo ahogar aquel susurro.
    —Odín —dijo Wednesday saboreando el sonido de las palabras en su boca.
    —Odín —dijo Wednesday con una voz triunfante que resonó de horizonte a horizonte. Su nombre creció, se expandió e inundó el mundo como la sangre que bombeaba en los oídos de Sombra.
    Entonces, como en un sueño, ya no cabalgaban hacia la lejana casa. Ya habían llegado, las monturas estaban amarradas y a cubierto.
    Era un lugar inmenso y primitivo. El techo era de paja y las paredes, de madera. Una hoguera ardía en el centro de la sala y el humo le irritaba los ojos a Sombra.
    —Deberíamos haber hecho esto en mi mente, no en la suya —murmuró el señor Nancy—. Se estaría más calentito allí.
    —¿Estamos en su mente?
    —Más o menos. Esto es Valaskjalf. Su antigua morada.
    A Sombra le alivió ver que Nancy volvía a ser un anciano con guantes amarillos, aunque su sombra se estremecía y cambiaba con las llamas, y las formas que adoptaba no siempre eran del todo humanas.
    Había bancos de madera contra las paredes y unas diez personas sentadas en ellos o de pie detrás. Guardaban distancia entre ellas: una mezcla heterogénea que congregaba a una mujer de aspecto matronal y tez oscura con un sari rojo; a varios hombres de negocios con pinta andrajosa y a otras personas demasiado cerca del fuego para que Sombra pudiera vislumbrarlas.
    —¿Dónde están? —le susurró Wednesday furioso a Nancy—. ¿Y bien? ¿Dónde están? Tendríamos que ser decenas aquí. ¡Veinte!
    —Tu invitaste a todo el mundo —dijo Nancy—. Creo que es un milagro que hayas conseguido que vengan los que están. ¿Crees que debería contar una historia y ponernos en marcha?
    Wednesday sacudió la cabeza.
    —Ni hablar.
    —No parecen muy simpáticos —dijo Nancy—. Una historia es una buena manera de llegar a la gente. Y no tienes un bardo para que les cante.
    —Nada de historias —repuso Wednesday—. Ahora no. Ya tendremos tiempo para las historias más tarde. Pero ahora no.
    —Nada de historias. Vale. Sólo seré el que rompa el hielo —Y el señor Nancy se acercó hacia la hoguera con una sonrisa simplona—. Sé lo que estáis pensando todos vosotros —dijo—. Estáis pensando que es lo que está haciendo Compé Anansi hablándoos, cuando ha sido el Todopoderoso quien os convocado, al igual que ha hecho conmigo. Bueno, a veces las personas necesitan que les recuerden las cosas. He mirado a mi alrededor cuando he entrado y he pensado, ¿dónde está el resto? Pero luego se me ha ocurrido: ¿Sólo porque seamos pocos y ellos sean más, somos débiles y ellos poderosos? No significa que estemos perdidos.
    »Sabéis, una vez vi a tigre al lado de la charca, tenía los testículos más grandes que cualquier otro animal, las garras más afiladas y dos colmillos tan largos como navajas y tan afilados como cuchillas. Le dije: «Hermano tigre, date un baño, yo te cuidaré los huevos» ¡Estaba tan orgulloso de sus huevos! Así que se fue hacia la charca para darse un chapuzón y yo me puse sus huevos y le dejé los míos pequeños, como de araña. ¿Y después sabéis lo que hice? Salí por piernas.
    »No pare hasta que no llegué a la siguiente ciudad. Y allí vi al Viejo Mono.
    »—Tienes buen aspecto, Anansi —dijo el Viejo Mono.
    »Yo le pregunté: —¿Sabes qué cantan todos en aquella ciudad?
    »—¿Qué cantan? —me preguntó.
    »—Cantan una canción divertidísima —le dije.
    »Entonces hice un baile y canté:

    Los huevos del tigre, sí.
    Me comí los huevos del tigre.
    Ahora nadie va a poder pararme.
    Contra el muro negro nadie va a ponerme
    Porque me comí los atributos del tigre.
    Me comí los huevos del tigre.

    »El Viejo Mono se partía de la risa, se desternillaba. Entonces empezó a cantar Los huevos del tigre, sí. Me comí los huevos del tigre, chasqueando los dedos y dando vueltas sobre sus pies.
    »—Es una buena canción —dijo—, voy a cantársela a todos mis amigos.
    »—Hazlo —le dije—, yo vuelvo a la charca.
    »Allí en la charca había un tigre dando vueltas, que no paraba de agitar la cola y que tenia las orejas y el pelo del pescuezo como escarpias y que era capaz de desgarrar con su dentadura hiriente y sus ojos inyectados en sangre a cualquier insecto que se cruzara en su camino. Tenía un aspecto cruel y peligroso, pero entre sus piernas colgaban los huevos más pequeños y el escroto más negro, más pequeño y más arrugado que jamás hayáis visto.
    »—¡Eh!, Anansi —dijo cuando me vio—. Se suponía que tenías que guardarme los huevos mientras yo me bañaba. Pero cuando he salido de la charca sólo había a este lado de la orilla estos dos huevos de araña, negros y arrugados que no sirven para nada y que ahora llevo.
    »—Lo hice lo mejor que pude —le respondí—, pero fue culpa de esos monos, vinieron y se comieron tus huevos y cuando les reñí me los arrancaron a mí. Estaba tan avergonzado que me fui corriendo.
    »—Mentiroso, Anansi —dice Tigre—. Voy a comerme tu hígado —Pero entonces oyó a una docena de monos felices que venían saltando por el camino de la ciudad, chasqueando los dedos y cantando a grito pelado:

    Los huevos del tigre, sí.
    Me comí los huevos del tigre.
    Ahora nadie va a poder pararme.
    Contra el muro negro nadie va a ponerme,
    porque me comí los atributos del tigre.
    Me comí los huevos del tigre.

    »El tigre, entre gruñidos y gemidos salió hacia el bosque, tras los monos que gritaban por las copas de los árboles. Me rasqué mis nuevos huevos grandes y ¡oh, sí! me quedaban muy bien, colgados entre las piernas delgadas y me fui hacia casa. Todavía hoy el tigre sigue persiguiendo a los monos. Así que recordad todos: sólo porque seas pequeño, no significa que no tengas poder.
    —Creí haber dicho que nada de historias —dijo Wednesday.
    —¿A esto le llamas historia? —dijo Nancy—. No he hecho más que aclararme la garganta. Les he preparado para ti. Ve y machácales.
    Wednesday, un anciano grande, con un ojo de cristal, vestido con un traje marrón y abrigo de Armani, caminó hacia la hoguera. Se detuvo, miró a la gente sentada en los bancos de madera y estuvo un buen rato sin decir ni una palabra. Mucho más del que Sombra creía que podía pasar una persona sin sentirse incómoda. Finalmente habló.
    —Me conocéis —dijo él—. Todos me conocéis. Algunos no tenéis motivos para amarme, pero me améis o no, todos me conocéis.
    Se oyeron murmullos entre la gente de los bancos.
    —He estado aquí más tiempo que la mayoría de vosotros. Como el resto, me figuro que podríamos pasar con lo que tenemos. No es lo suficiente para hacernos felices pero suficiente para ir tirando. Lo que puede que no sea el caso nunca más. Se avecina una tormenta y no es una tormenta provocada por nosotros.
    Hizo una pausa. Dio un paso adelante y se cruzó de brazos.
    —Cuando la gente vino a América, nos trajeron con ellos. Me trajeron a mi, a Loki, a Thor, a Anansi, al Dios León, a los leprechauns, a los kobolds, a las banshees, a Kubera, a Frau Hollé y a Ashtaroth, y ellos os trajeron a vosotros. Llegamos aquí en sus mentes y echamos raices. Viajamos con los colonizadores hacia las nuevas tierras a través del océano.
    »El mundo es vasto. Pronto, nuestra gente nos abandonó, sólo nos recordaban como criaturas de la antigua tierra, como seres que no habían evolucionado hacia lo nuevo con ellos. Nuestros creyentes más devotos han muerto o han dejado de creer. Nos abandonaron, nos quedamos perdidos, aterrados y desposeídos, sólo con las migajas de fe y devoción que a duras penas encontramos para seguir con algo de dignidad.
    »Así es que eso es lo que hemos hecho, ir tirando, al margen de las cosas, donde nadie nos observaba desde muy cerca.
    »Vamos a enfrentarnos a ello, vamos a admitirlo, tenemos poca influencia. Les oprimimos, nos aprovechamos de ellos, y vamos tirando; nos desnudamos y nos prostituimos, bebemos demasiado; ponemos gasolina y robamos, engañamos y somos la escoria que vive al margen de la sociedad. Dioses viejos, aquí en esta nueva tierra sin dioses.
    Wednesday hizo una pausa. Miró a todos y cada uno de los oyentes con la sobriedad propia de un estadista. Todos le miraban impertérritos, sus rostros eran máscaras, indescifrables. Wednesday se aclaró la garganta y escupió con fuerza dentro de la hoguera. Las llamas ardieron con vigor e iluminaron el interior de la sala.
    —En la actualidad, como todos habréis tenido la oportunidad de comprobar por vosotros mismos, están surgiendo nuevos dioses en América que han logrado establecer fuertes vínculos de creencia: dioses de tarjeta de crédito y autopista, de Internet y teléfonos, de radio, de hospital y de televisión, dioses de plástico, de buscas y de neón. Dioses orgullosos, criaturas gordas y estúpidas, henchidas de su propia novedad e importancia.
    —Saben de nuestra existencia, nos temen y nos odian —dijo Odín—. Os engañáis si pensáis lo contrario. Si pueden nos destruirán. Es hora de aunar fuerzas, es hora de actuar.
    La anciana del sari rojo caminó hacia la hoguera. Tenía en la frente una pequeña joya azul oscura.
    —¿Nos has convocado aquí para semejante sinrazón? —dijo. Empezó a soltar carcajadas, mezcla de diversión e irritación. Wednesday bajó las cejas.
    —Sí, te he pedido que vinieras aquí. Pero eso no carece de sentido, Mama-ji, al contrario, tiene mucho sentido. Incluso un niño pequeño lo entendería.
    —Así que soy un niño, ¿no? —dijo levantando el dedo índice—. Ya era mayor en Kalighat antes de que la gente soñara contigo, tonto. ¿Soy un niño? Entonces soy un niño, ya que no hay nada que entender en tu estúpido discurso.
    De nuevo un momento de doble visión. Sombra vio a la anciana con el rostro afligido por la edad y la desaprobación; pero tras ella vio algo enorme, una mujer desnuda con la piel tan negra como una chaqueta de cuero y la lengua y los labios rojos tan brillantes como la sangre arterial. Tenia calaveras alrededor del cuello y todas sus muchas manos asían cuchillos, espadas y cabezas degolladas.
    —No he dicho que seas un niño, Mama-ji, —dijo Wednesday pacíficamente—. Pero es evidente...
    —Lo único que es evidente —dijo la mujer, apuntando (como si detrás de ella, a través de ella y encima de ella, un dedo negro con una garra afilada apuntara en serie)— es tu deseo de vanagloriarte. Hemos vivido en paz en este país durante mucho tiempo. Algunos lo llevamos mejor que otros, lo reconozco. Yo lo llevo bien. En la india hay una reencarnación mía que lo lleva mucho mejor, pero qué vamos a hacerle. No tengo envidia. He visto subir a los nuevos y los he visto desplomarse —Dejó caer la mano a un lado. Sombra vio que los demás la estaban observando: una gran variedad de expresiones (respeto, diversión, vergüenza) invadía sus miradas—. Aquí aún adoraban a las vías del tren hace muy poco tiempo. Y ahora los dioses de hierro están tan olvidados como los buscadores de esmeraldas...
    —Ve al grano, Mama-ji —dijo Wednesday.
    —¿Al grano? —desplegó las fosas nasales, las comisuras de los labios cayeron hacia los lados—. Yo, y obviamente no soy más que un niño, digo que esperemos. Que no hagamos nada. No sabemos si pretenden herirnos.
    —¿Os vais a quedar de brazos cruzados cuando lleguen por la noche y os maten o se os lleven?
    La mueca de sus labios, cejas y nariz tenía una expresión despectiva y amena.
    —Si intentaran algo así —dijo—, les costaría mucho encontrarme, y aún más matarme.
    Un hombre regordete que estaba sentado en el banco carraspeó para captar la atención de los demás y dijo con voz resonante:
    —Todopoderoso, mi gente está a gusto. Sacamos lo mejor de lo que tenemos. Si esta guerra se vuelve contra nosotros, podríamos perderlo todo.
    —Ya lo habéis perdido todo. Os estoy dando la oportunidad de recuperar una parte —dijo Wednesday.
    Las llamas crecían a medida que hablaban, iluminando los rostros de la audiencia.
    «En realidad no me lo creo —pensó Sombra—. No creo nada de todo esto. Puede que sea porque sólo tengo quince años. Mi madre todavía está viva y ni siquiera he conocido a Laura. Todo lo que ha ocurrido por ahora es un sueño muy vívido». Pero ni siquiera se lo creía del todo. Lo único en lo que tenemos que creer es en nuestros sentidos, herramientas que utilizamos para percibir el mundo: vista, tacto, memoria. Si nos mienten, no podemos confiar en nada. Aunque no creamos, no podemos viajar en otra dirección que no sea la que nos marcan nuestros sentidos y debemos llegar hasta el final.
    La hoguera se extinguió y la oscuridad reinó en Valaskjalf, la morada de Odín.
    —¿Y ahora qué? —susurró Sombra.
    —Ahora volvemos a la sala del carrusel —murmuró el señor Nancy—, y el viejo Tuerto nos invitará a cenar, untará algunas palmas, besará a algunos bebés y nadie volverá a pronunciar la palabra D nunca más.
    —¿La palabra D?
    —Dioses. Pero bueno, ¿que estabas haciendo el día que repartieron los cerebros, muchacho?
    —Alguien estaba contando una historia sobre el robo de los huevos de un tigre, y me paré para averiguar el final.
    El señor Nancy se rió entre dientes.
    —Pero no se ha resuelto nada. No se han puesto de acuerdo.
    —Se los está trabajando lentamente. Ya verás como se los gana. Al final cambiarán de opinión.
    Sombra notó un viento procedente de alguna parte que le alborotaba el pelo, le acariciaba el rostro y tiraba de él.
    Se hallaban en la sala del carrusel más grande del mundo, escuchando el Vals del emperador.
    Había un grupo de personas, que por su aspecto parecían turistas, hablando con Wednesday en el otro extremo de la sala. Había tanta gente como sombras.
    —Por aquí —dijo Wednesday con voz profunda y los guió hacia la única salida hecha para parecer la boca de un monstruo gigante, con los dientes afilados y preparados para hacerlos picadillo. Se movía entre ellos como si fuera un político: engatusando, sonriendo, discrepando amablemente, poniendo orden.
    —¿Ha sucedido? —preguntó Sombra.
    —¿Si ha pasado qué, cabeza de chorlito? —preguntó el señor Nancy.
    —La sala, la hoguera, los huevos del tigre, el carrusel.
    —¡Demonios! No está permitido montar en el carrusel. ¿No has visto los carteles? Cállate.
    La boca del monstruo conducía a la sala del Órgano, lo que confundió a Sombra. ¿Había pasado ya por allí? No resultó menos extraño la segunda vez. Wednesday les condujo por unas escaleras, pasaron junto a una representación tamaño real de los cuatro jinetes del Apocalipsis que colgaban del techo, y siguieron las señales hasta la salida más cercana.
    Sombra y Nancy cerraban la marcha. De repente se encontraron fuera de la Casa de la Roca. Pasaron junto a la tienda de regalos y se dirigieron hacia el aparcamiento.
    —Qué lástima que nos hayamos ido antes de que acabara —dijo el señor Nancy—. Tenía muchas ganas de poder ver a la orquesta artificial más grande del mundo entero.
    —Yo la he visto —dijo Chernobog—. No es para tanto.
    El restaurante estaba a diez minutos por la carretera. Wednesday les había dicho a todos los invitados que esa noche la cena corría de su cuenta y había previsto medios de transporte para aquellas personas que no dispusieran del suyo propio.
    Sombra se preguntaba, en primer lugar, cómo habían llegado a la Casa de la Roca sin su propio medio de transporte y cómo iban a salir de allí, pero no dijo nada. Le pareció lo más sensato.
    Sombra tenia la responsabilidad de llevar a los invitados de Wednesday al restaurante: la mujer del sari rojo se sentó junto a él. Había dos hombres en los asientos traseros: el joven regordete de aspecto peculiar cuyo nombre Sombra no acababa de entender del todo pero que sonaba a algo parecido a Elvis y otro hombre con traje oscuro que Sombra no recordaba.
    Estaba de pie junto al hombre cuando entró en el coche, le había abierto y cerrado la puerta y no había podido recordar nada sobre él. Se dio la vuelta y le miró prestando suma atención a su pelo, su rostro, su ropa, para asegurarse de poder reconocerlo si volvía a verlo. Se volvió para arrancar el coche y en ese momento se dio cuenta de que el hombre se había esfumado de su mente. Le quedó grabada una sensación de riqueza pero nada más.
    «Estoy cansado», pensó Sombra. Echó un vistazo hacia la derecha y miró de reojo a la mujer india. Se fijó en el collar plateado de calaveras que rodeaba su cuello, en la graciosa pulsera de cabezas y manos que sonaban como campanillas cuando se movía y en la joya azul oscuro que le adornaba la frente. Olía a especias, a cardamomo, a nuez moscada y a flores.
    Sus cabellos eran de sal y pimienta y sonrió al notar que la estaba observando.
    —Puede llamarme Mama-ji —dijo.
    —Yo me llamo Sombra, Mama-ji.
    —¿Y qué piensa de los planes de su jefe, señor Sombra?
    Redujo porque un camión les adelantó a toda velocidad y les salpicó de barro.
    —Yo no pregunto y él no cuenta nada —dijo.
    —Si le interesa yo creo que quiere una última oportunidad. Quiere que nos consumamos en las llamas de la gloria. Eso es lo que quiere. Y somos ya lo bastante viejos, o estúpidos, como para que alguno de nosotros acepte.
    —No es mi trabajo preguntar. Mama-ji —dijo Sombra. Su risa inundó todo el espacio.
    El hombre del asiento trasero —no el joven de aspecto peculiar, sino el otro— dijo algo y Sombra le respondió, pero un minuto más tarde ya no podía recordar qué había dicho.
    El joven de aspecto peculiar no había dicho nada, pero en ese momento empezó a tararear algo, de manera profunda, melancólica que hizo que el interior del coche vibrara, resonara, zumbara.
    Era de estatura media, pero de constitución extraña: Sombra había oído hablar de hombres que tenían el pecho como un barril pero no tenía la imagen que ilustrara la metáfora. Este hombre tenía el pecho de barril y las piernas parecían, sí, troncos de árbol y las manos, exacto, corvejones de cerdo. Llevaba un abrigo con capucha, varios jerséis, lonas gruesas y un par de zapatillas de deporte blancas del mismo tamaño y forma que una caja de zapatos, algo del todo incongruentemente para ser invierno y llevar tanta ropa. Sus dedos parecían longanizas y tenía las yemas planas y cuadradas.
    —Vaya manera de tararear —dijo desde el asiento del conductor.
    —Perdón —dijo avergonzado el peculiar joven con voz profunda. Y dejó de cantar.
    —No, si me gusta —dijo Sombra—. No pares.
    El joven de aspecto peculiar dudó y empezó de nuevo a tararear con aquella voz reverberante. Esta vez intercalaba algunas palabras.
    —Abajo, abajo, abajo —dijo con una voz tan profunda que las ventanas temblaron.
    —Abajo, abajo, abajo, abajo, abajo, abajo, abajo.
    Todos los aleros de las casas y edificios por los que pasaban estaban adornados con luces de Navidad. Había desde discretas luces doradas que parpadeaban, hasta enormes dispositivos de muñecos de nieve, osos de peluche y estrellas multicolores.
    Sombra llegó al restaurante, una estructura grande con forma de granero y dejó a los pasajeros frente a la puerta. Condujo el coche hasta el aparcamiento. Quería caminar hasta el restaurante solo en el frío para aclararse las ideas.
    Aparcó al lado de un camión negro. Se preguntaba si sería el mismo que los adelantó antes. Cerró la puerta del coche y se quedó de pie en el aparcamiento, su respiración se convertía en vaho.
    Dentro del restaurante, Sombra imaginaba a Wednesday sentando ya a todos los invitados alrededor de la mesa y se preguntaba si realmente Kali había ido conduciendo enfrente de su coche o había ido detrás...
    —¡Eh!, colega, ¿tienes una cerilla? —dijo una voz que le era medio familiar y al volverse Sombra para disculparse y decir que no, el cañón de una pistola le golpeó en el ojo izquierdo y cayó. Sacó un brazo para amortiguar la caída. Alguien le introdujo algo suave en la boca para evitar que gritara e inmovilizarlo con una serie de movimientos hábiles, como un carnicero que destripa a un pollo.
    Sombra intentó gritar para avisar a Wednesday, para avisar a todos, pero no consiguió articular palabra, tan sólo un sonido inaudible.
    —El resto está dentro —dijo la voz medio familiar.
    —¿Todo el mundo preparado? —Una voz entrecortada se oyó a través de una radio—. ¡Entrad y rodeadlos a todos!
    —¿Qué pasa con el tipo grande? —dijo otra voz.
    —Atadlo y sacadlo —dijo la primera voz.
    Encapuchó a Sombra con una bolsa y le ató las muñecas y los tobillos con cinta aislante. Lo metió en la parte trasera del camión y empezó a conducir.
    No había ni una ventana en la habitación en la que encerraron a Sombra, sólo una silla de plástico, una mesa plegable no muy pesada y un cubo con tapa que hacía las veces de váter. Había también un trozo de espuma amarilla en el suelo de un metro ochenta de largo y una manta fina con una mancha marrón incrustada hacía tiempo en el centro de sangre, mierda o comida. Sombra no lo sabia y no se molestó en averiguarlo. Había una bombilla desnuda encerrada en una rejilla de metal en lo alto de la habitación, pero Sombra no podía encontrar el interruptor. La luz permanecía siempre encendida y la puerta no tenía pomo por dentro.
    Tenia hambre.
    Lo primero que hizo cuando los fantasmas lo empujaron dentro de la habitación después de que le desataran las muñecas, los tobillos y la boca y lo dejaran solo fue inspeccionar la habitación con cuidado. Golpeó las paredes, que sonaron con monotonía metálica. Había un pequeño respiradero en la parte superior de la habitación. La puerta estaba cerrada a cal y canto.
    Un hilillo de sangre le brotaba de la ceja izquierda. Le dolía la cabeza.
    El suelo no estaba enmoquetado. Lo golpeó. Era del mismo metal que las paredes.
    Levantó la tapa del cubo, meó y volvió a taparlo. Según su reloj tan sólo habían pasado cuatro horas desde el ataque en el restaurante.
    Ya no tenía su cartera, pero le habían dejado las monedas.
    Se sentó a la mesa de juego cubierta por un tapete con una quemadura de cigarrillo. Sombra practicó intentando empujar las monedas por la mesa. Cogió entonces dos monedas de veinticinco centavos e hizo uno de esos trucos inútiles con monedas.
    Se escondió una de las monedas en la mano derecha y se puso la otra en la izquierda, entre el dedo índice y el gordo. Entonces hizo ver como si cogiera la moneda de la mano izquierda cuando, en realidad, la estaba dejando caer otra vez en la misma mano. Abrió la mano derecha para mostrar la moneda que había permanecido allí todo el rato.
    Lo importante de este truco de monedas fue que Sombra tuvo que emplear todos sus sentidos o, aun mejor, que no podría haberlo hecho si hubiera estado enfadado o molesto. Así que la práctica de dicha ilusión solo, aunque fuera sólo una vez sin aplicación real —ya que se había empleado a fondo para que pareciera que había pasado una moneda de una mano a otra, algo para lo que no se requiere una gran habilidad a no ser que lo quieras hacer de verdad— le tranquilizó y borró la confusión y el miedo de su mente.
    Empezó a hacer un truco todavía más inútil: transformar medio dólar en un penique con sólo una mano, pero con dos monedas de veinticinco centavos. Escondía y enseñaba cada una de las monedas según iba avanzando el truco: empezó enseñando una de las monedas y la otra la escondió. Levantó una mano a la altura de la boca y sopló sobre la moneda que estaba a la vista y se la escondía en la palma, mientras que con los dos primeros dedos cogía la moneda que escondía y la sacaba. El efecto era que se ponía una moneda en la mano, se la llevaba a la altura de la boca, soplaba, la volvía a bajar y enseñaba la misma moneda durante todo el truco.
    Lo repitió una y otra vez.
    Se preguntaba si lo iban a matar, la mano le tembló un poco y una de las monedas le cayó encima del tapete sucio de la mesa de cartas.
    Como ya no podía más, apartó las monedas y sacó el dólar de la Libertad que Zorya Polunochnaya le había dado, lo apretó con fuerza y esperó.
    A las tres de la mañana, según su reloj, los fantasmas volvieron para interrogarle. Dos hombres con trajes oscuros, de pelo oscuro y zapatos negro brillante. Fantasmas, Uno de ellos tenía unas mandíbulas prominentes, hombros anchos, el pelo muy fuerte y las uñas mordidas, parecía que hubiera jugado a fútbol americano en el instituto. El otro llevaba la raya del pelo ancha, gafas redondas plateadas y uñas de manicura. A pesar de que no se parecían en nada, Sombra albergaba la sospecha de que en algún aspecto, seguramente el celular, los dos eran idénticos. Se quedaron de pie a ambos lados de la mesa observándole.
    —¿Cuánto tiempo lleva trabajando para Cargo, señor? —preguntó uno.
    —No sé a qué se refiere —dijo Sombra.
    —Se hace llamar Wednesday. Grimm. Padre de Todos. El Viejo. Se les ha visto juntos, señor.
    —Llevo trabajando para él un par de días.
    —No nos mienta, señor —dijo el fantasma de las gafas.
    —De acuerdo —dijo Sombra—. No lo haré. Pero aun así han sido un par de días.
    El fantasma de mandíbula prominente le cogió la oreja con dos dedos y se la estrujó, la retorció, se la machacó. El dolor era intenso.
    —Le hemos dicho que no nos mienta, señor —dijo con calma. Después le dejó en paz.
    Bajo la chaqueta de cada uno se intuía la forma de una pistola. Sombra no trató de vengarse. Se imaginó que estaba de nuevo en la cárcel. «Tómate tu tiempo —pensó—. No les cuentes nada que todavía no saben. No preguntes».
    —La gente con la que está tratando son peligrosos, señor —dijo el fantasma de gafas—. Le hará un favor al país si declara como testigo. —Sonrió con compasión: «Soy el poli bueno», decía con su sonrisa.
    —Ya veo —dijo Sombra.
    —Y si no quiere ayudarnos, señor —dijo el de mandíbula cuadrada—, comprobará cómo somos cuando nos enfadamos —Le dio un puñetazo en el estómago que le dejó sin respiración. «No se trata de tortura —pensó Sombra—, tan sólo es cuestión de puntualizacion: “Soy el poli malo”». Le dieron náuseas.
    —Me gustaría complacerles —dijo Sombra cuando pudo hablar de nuevo.
    —Lo único que le pedimos es que colabore, señor.
    —¿Puedo preguntar...? —dijo Sombra en un suspiro. «No preguntes», pensó, pero era demasiado tarde, ya lo había dicho—, ¿puedo preguntar con quién voy a colaborar?
    —¿Quiere saber nuestros nombres? —preguntó el de la mandíbula cuadrada—. Debe de estar soñando.
    —No, tiene razón —dijo el fantasma de las gafas—. Le resultará más fácil contárnoslo todo —Miró a Sombra y le ofreció una sonrisa de anuncio de dentífrico—. Hola, me llamo señor Piedra y mi colega es el señor Madera.
    —De hecho —dijo Sombra—, quería saber a qué agencia pertenecen, ¿a la CIA?, ¿al FBI?
    Piedra le estrechó la mano.
    —Dios mío, ya no resulta tan fácil, señor. Las cosas no son tan sencillas.
    —El sector privado —dijo Madera—, el sector público. Ya sabe. Hay mucha interacción hoy en día.
    —Pero le puedo asegurar —dijo Piedra con otra de sus sonrisas—, que somos los buenos. ¿Tiene hambre, señor? —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una barrita de Snickers—. Aquí tiene, un regalo.
    —Gracias —dijo Sombra. Le quitó el envoltorio y se la comió.
    —Supongo que querrá una bebida para acompañarlo. ¿Café? ¿Cerveza?
    —Agua, por favor —dijo Sombra.
    Piedra se dirigió hacia la puerta y llamó. Dijo algo al guardia que había al otro lado, que asintió con la cabeza y volvió al cabo de un rato con un vaso de poliuretano lleno de agua.
    —La CIA —dijo Madera. Bajó la cabeza, con pesar—. ¡Que tipos! Eh, Piedra. Me han contado un nuevo chiste de la CIA. Vale ¿cómo podemos estar seguro de que la CIA no tuvo nada que ver en el asesinato de Kennedy?
    —No lo sé —dijo Piedra—. ¿Cómo podemos estar seguros?
    —Está muerto, ¿no? —dijo Madera.
    Ambos rieron.
    —¿Mejor ahora, señor? —preguntó Piedra.
    —Supongo.
    —¿Pues por qué no nos cuenta lo que ha sucedido esta tarde, señor?
    —Hicimos un poco de turismo. Fuimos a la Casa de la Roca. Fuimos a comer algo. Y el resto ya lo sabe.
    Piedra dejó escapar un fuerte suspiro. Madera movió la cabeza con decepción y golpeó a Sombra en la rodilla. El dolor era infernal. Entonces Madera le asestó un puñetazo en la espalda, justo a la altura de los riñones y el dolor que sintió fue todavia mucho más intenso que el de la rodilla.
    «Soy mucho más corpulento que ellos dos —pensó—. Puedo con ellos». Pero estaban armados; aunque lograra de alguna manera matarlos o reducirlos, continuaría encerrado en la celda con ellos. (Pero tendría una pistola, dos pistolas.) («No».)
    Madera no le había tocado la cara. Ninguna señal. Nada que durara para siempre, sólo puñetazos y patadas en el torso y rodillas. Le dolía y Sombra apretaba con fuerza el dólar de la Libertad en la palma de su mano, esperando que todo terminara.
    Después de un período de tiempo demasiado largo la paliza cesó.
    —Nos vemos en un par de horas, señor —dijo Piedra—. Sabe, a Madera no le ha gustado nada tener que hacerlo. Somos hombres razonables. Como he dicho, somos los buenos. Usted está en el lado equivocado. Mientras tanto, ¿por qué no intenta dormir un poco?
    —Es mejor que empiece a tomarnos en serio —dijo Madera.
    —Ahí has estado acertado, Madera —dijo Piedra—. Piénselo.
    Un portazo sonó tras ellos. Sombra se preguntaba si apagarían la luz, pero no lo hicieron y brillaba en la habitación como un ojo frío. Se arrastró por el suelo hasta la espuma amarilla, se acostó y se tapó con la manta fina. Cerró los ojos y no pensó en nada, se aferró a los sueños. Pasó el tiempo.
    Tenía de nuevo quince años, su madre estaba muriendo y trataba de decirle algo muy importante pero no podía entenderla. Se movió en sueños, una lanza de dolor le llevó de nuevo a un estado de medio conciencia y se sobresaltó.
    Sombra se encogió bajo la delgadez de la manta. Su brazo derecho le cubría los ojos impidiendo el paso de la luz. Se preguntaba si Wednesday y el resto seguirían en libertad, si seguirían vivos. Esperaba que así fuera.
    El dólar plateado seguía estando frío en su mano izquierda. Sabía que estaba ahí, como durante la paliza. Se preguntó inútilmente por qué no había adquirido la temperatura de su cuerpo. Todavía medio dormido medio delirante, la moneda, la idea de libertad, la luna y Zorya Polunochnaya se entrelazaron en un rayo plateado cuyo brillo provenía de las profundidades y se elevaba hacia el cielo. Él subía muy alto en ese rayo, lejos del dolor y del miedo, lejos del dolor y, por suerte, de vuelta a los sueños.
    Oyó un ruido procedente de un lugar remoto, pero ya era tarde para pensar en eso. Ahora estaba cautivo en su sueño.
    Pensó aturdido: esperaba que no se tratara de gente que fuera a despertarle para pegarle o gritarle. Entonces, notó con placer, que había caído en un sueño profundo y ya no tenía frío.
    Alguien en algún lugar pedía auxilio, gritando, en el sueño o fuera de él.
    Sombra rodó fuera del colchón de espuma mientras dormía y descubrió nuevas zonas doloridas al rodar.
    Alguien le zarandeaba por el hombro.
    Quería pedirles que no le despertaran, que le dejaran dormir, que le dejaran en paz, pero sonó como un gruñido.
    —Tesoro —dijo Laura—. Tienes que despertarte, por favor, despierta cariño.
    Tuvo un momento de descanso apacible. Estaba teniendo un sueño tan extraño, de prisiones, timadores y dioses de poca monta y ahora Laura le estaba despertando para recordarle que era hora de trabajar y que quizás tendría tiempo suficiente antes del trabajo para robarle un café o un beso, o quizás algo más. Se estiró para tocarla.
    Su piel estaba fría como el hielo y pegajosa.
    Sombra abrió los ojos.
    —¿De dónde sale toda esta sangre? —preguntó.
    —De otra gente —dijo ella—. No es mía, yo estoy rellena de formaldehido, mezclado con glicerina y lanolina.
    —¿Qué otra gente? —preguntó.
    —Los guardas —respondió ella—. No pasa nada. Los he matado. Mejor será que te muevas. No creo que nadie haya tenido tiempo de activar la alarma. Coge un abrigo de ahí fuera o te congelarás vivo.
    —¿Que los has matado?
    Ella se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa algo incómoda. Parecía que había estado pintando un cuadro de tonos carmesí con los dedos y tenía salpicaduras en la cara y en la ropa (el mismo traje azul con el que había sido enterrada) que le recordó a Jackson Pollock, ya que resultaba menos problemático pensar en Jackson Pollock que aceptar lo que estaba ocurriendo.
    —Es más fácil matar gente cuando tú ya estás muerto —le dijo—. Quiero decir, no es para tanto. Ya no tienes prejuicios.
    —Sigue siendo algo muy fuerte para mí —dijo Sombra.
    —¿Quieres quedarte hasta que venga el personal de la mañana? — dijo ella—. Si quieres, puedes. Pensaba que querrías huir.
    —Pensarán que lo he hecho yo —dijo él de manera estúpida.
    —Tal vez —dijo ella—. Ponte un abrigo, cariño. Te vas a congelar.
    Al final del pasillo al que salieron había un guardarropa y allí se encontraban los cuatro cadáveres: tres guardas y el hombre que se autodenominaba Piedra. Su amigo no se veía por ningún lado. Por las huellas de sangre en el suelo, se deducía que dos de los hombres habían sido arrastrados hasta el guardarropa y tirados al suelo.
    Su propio abrigo colgaba de una percha. La cartera todavía estaba en el bolsillo interior, intacta, al parecer. Laura abrió un par de cajas de cartón repletas de chocolatinas.
    Los guardas a los que ahora podía ver a la perfección, llevaban uniformes oscuros de camuflaje, pero no llevaban ninguna identificación oficial, nada que dijera para quién trabajaban. Puede que fueran cazadores de fin de semana disfrazados para la ocasión.
    Laura tomó entre sus gélidas manos la de Sombra. Llevaba la moneda de oro que él le había regalado colgada del cuello con una cadena dorada.
    —Te queda muy bien —dijo él.
    —Gracias —Sonrió con belleza.
    —¿Qué hay de los otros? —preguntó él—. ¿Wednesday y el resto? ¿Dónde están? —Laura le pasó un puñado de chocolatinas y se llenó los bolsillos.
    —No había nadie más allí. Un montón de celdas vacías y una en la que estabas tú. Ah, uno de los hombres había entrado en una de las celdas de allí para relajarse con una de esas revistas... Se ha llevado un susto.
    —¿Has matado a un hombre mientras se la meneaba?
    Se rió entre dientes.
    —Supongo —dijo incómoda—. Me preocupaba que te estuvieran haciendo daño. Alguien tiene que cuidar de ti y te dije que lo haría, ¿no? Pues ahí tienes —Había un manojo de productos químicos y calentadores para pies: pequeñas bolsitas a las que les quitas el precinto, se calientan y aguantan el calor durante horas. Sombra se las guardó en el bolsillo.
    —¿Cuidarme? Sí —murmuró—, lo dijiste.
    Le acarició la ceja izquierda con el dedo.
    —Te han herido —dijo.
    —Estoy bien.
    La puerta de metal en la pared se abrió de par en par lentamente. Había que saltar una distancia de unos cuatro pasos para llegar al suelo. Se lanzó hasta que notó la grava en sus pies. Cogió a Laura por la muñeca, la cogió en sus brazos como solía hacer, sin ninguna dificultad, sin pensárselo ni un segundo...
    La luna salió tras una nube espesa. Estaba baja en el horizonte, lista para ponerse, aunque la luz que reflejaba en la nieve era suficiente para ver con claridad.
    Fueron a parar a lo que resultó ser un vagón de metal pintado de negro de un largo tren de carga, aparcado o abandonado en una zona de desvío. La vista no les alcanzaba para ver el final de la sucesión de vagones entre los árboles. Estaba en un tren, debería haberlo sabido.
    —¿Cómo coño me encontraste aquí? —le preguntó a su difunta mujer.
    Ella movió la cabeza lentamente, con diversión.
    —Brillas como un faro en la oscuridad —le dijo—. No fue tan difícil. Ahora simplemente vete. Vete lo más lejos que puedas. No utilices las tarjetas de crédito y todo irá bien.
    —¿Dónde debería ir?
    Le acarició el pelo enredado, y se lo apartó de los ojos.
    —La carretera está en esa dirección —le respondió—. Haz lo que puedas. Roba un coche si tienes que hacerlo. Ve hacia el sur.
    —Laura —exclamó y dudó por un momento—. ¿Sabes lo que está pasando? ¿Sabes quiénes son esas personas? ¿A quién has matado?
    —Mmm, sí —dijo—. Creo que sí.
    —Te debo una —dijo Sombra—. Todavía estaría allí si no hubiera sido por ti. No creo que tengan nada bueno pensado para mí.
    —No —dijo ella—. No lo creo.
    Salieron de los vagones vacíos del tren. Sombra erró por los otros trenes que habían visto, vagones de metal sin ventanas que se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros, trazando su propio camino solitario en la noche. Apretó con los dedos el dólar de la Libertad que tenía en el bolsillo y recordó a Zorya Potunochnaya y el modo en que lo miró bajo la luz de la luna. «¿Le has preguntado qué es lo que quiere? Es lo más inteligente que se le puede preguntar a los muertos. Algunas veces te lo dicen.»
    —Laura... ¿qué quieres? —le preguntó.
    —¿De verdad quieres saberlo?
    —Sí, por favor.
    Laura lo miró con sus inertes ojos azules.
    —Quiero estar viva otra vez —dijo—. No medio viva, sino viva del todo. Quiero sentir cómo me late el corazón en el pecho. Quiero sentir fluir la sangre por mis venas, caliente, salada y auténtica. Es extraño, no creo que puedas notarlo hasta que deje de fluir, ya verás —Se frotó los ojos y el rojo de sus manos le manchó la cara—. Mira, es duro. ¿Sabes por qué los muertos sólo salen por la noche, tesoro? Porque es más fácil pasar desapercibido en la oscuridad. Y yo no quiero pasar desapercibida. Quiero estar viva.
    —No entiendo qué es lo que quieres que haga.
    —Haz lo posible, cariño. Algo se te ocurrirá. Sé que lo harás.
    —Vale. Lo intentaré. Y si lo consigo, ¿cómo te encontraré?
    Pero ella se había esfumado y no había nada más en el bosque aparte del gris suave del cielo que indicaba dónde estaba el este y, en el amargo viento de diciembre, el sollozo de la que pudiera ser la última ave nocturna o la primera del amanecer.
    Sombra echó a caminar hacia el sur.


    CAPITULO SÉPTIMO


    Los dioses hindúes son, en cierta manera, inmortales —porque nacen y mueren— y por ello experimentan la mayor parte de los dilemas de la humanidad y a menudo solo se diferencian de los humanos en aspectos triviales... y de los demonios, incluso en menos. Aun así son considerados por las clases hindúes seres por definición totalmente diferentes a los otros, su vida nunca puede regirse por arquetipos. Son actores que interpretan un papel que en realidad, está hecho a nuestra medida, son las máscaras bajo las que vemos nuestros propios rostros.
    —Wendy Doniger O’Flaherty. Introducción de Hindú Myths
    (Penguin Books, 1975)

    Sombra había estado caminando hacia el sur más o menos durante varias horas siguiendo una estrecha carretera sin señalización a través de los bosques del sur de Wisconsin o al menos eso creía. Un par de todoterrenos bajaba por la carretera hacia él con las luces parpadeantes y se escondió tras unos árboles hasta que pasaran. La niebla matinal le llegaba a la cintura. Los coches eran negros.
    Cuando media hora más tarde oyó al oeste el sonido lejano de unos helicópteros, se desvió de la pista que seguía y se adentró en el bosque. Eran dos helicópteros, se agazapó en un hueco debajo de un árbol caído y esperó a que pasaran de largo. Cuando se alejaron, miró alrededor y buscó su brillo en el cielo gris. Le satisfizo observar que los aparatos estaban pintados de color negro mate. Esperó bajo aquel árbol hasta que el sonido se perdiera en la lejanía.
    La nieve bajo los árboles no era más que un polvo en el que crujían las pisadas. Estaba muy contento de haber cogido aquellos productos químicos y el calentador de pies, que evitaron que se le congelaran las extremidades. Pero aun así estaba entumecido: entumecido el corazón, entumecida la mente, entumecida el alma. Se dio cuenta de que arrastraba esa sensación hacía mucho tiempo.
    «¿Qué es lo que quiero?», se preguntó a sí mismo. No encontró respuesta, así que siguió caminando a través del bosque, paso a paso sin aminorar la marcha. Los árboles le resultaban familiares, algunos fragmentos del paisaje eran perfectos dejá-vu. ¿Estaría caminando en círculos? Puede que estuviera caminando y caminando y caminando hasta que se le acabaran los calentadores y las chocolatinas y entonces se sentara y no volviera a levantarse nunca.
    Llegó hasta un riachuelo grande, que los habitantes del lugar llaman arroyo y pronuncian rollo, y decidió seguirlo. Los riachuelos desembocan en ríos, todos los ríos van a parar al Misisipi, así que si continuaba caminando, o robaba una barca o se construía una balsa, en algún momento llegaría a Nueva Orleans, con su clima cálido, una idea que le pareció muy acertada a la par que improbable.
    Ya no había más helicópteros. Tuvo el presentimiento de que los que había visto antes habían estado poniendo orden en el cementerio de trenes, no le buscaban a él porque de haber sido así habrían regresado; llevarían perros de caza y se oirían sirenas y toda la parafernalia que rodea una persecución. Sin embargo no se oía nada.
    ¿Que quería? Que no lo pillaran. Que no lo acusaran de las muertes de aquellos hombres del tren. «No fui yo —se oía a sí mismo decir— fue mi difunta esposa». Podía ver las caras de los agentes. Y la gente podría discutir si se trataba de un caso de locura o no mientras lo llevaban a la silla...
    Se preguntaba si en Wisconsin existia la pena de muerte. Se preguntaba si eso importaba. Quería entender lo que estaba pasando y averiguar cómo acabaría. Finalmente, esbozando una sonrisa tristona, se dio cuenta de que lo que más quería era que todo volviera a la normalidad. Quería no haber estado nunca en la cárcel, que Laura estuviera viva, que nada de esto hubiera sucedido.
    «Me temo que ésa no es la opción correcta, chico —pensó para sus adentros, con la voz ronca de Wednesday y asintió con la cabeza—. No hay opción. No hay vuelta de hoja. Así que sigue adelante. Tómate tu tiempo...»
    Se oía a lo lejos un pájaro carpintero picoteando un árbol podrido.
    Sombra empezó a sentirse observado: un puñado de cardenales rojos le miraban desde un arbusto esquelético y luego siguieron picoteando bayas de saúco. Se parecían a las ilustraciones del calendario de aves de invierno de Norteamérica. El trino y los chillidos de los pájaros le acompañaron a lo largo del riachuelo, hasta que en algún momento dejó de oírlos.
    Un ciervo muerto yacía en un claro de la colina y un pájaro negro del tamaño de un perro hurgaba en su interior y con su pico cruel y enorme arrancaba a tiras trozos de carne roja. El animal ya no tenía ojos pero la cara permanecía intacta y se veían manchas blancas de ciervo en su trasero. Sombra se preguntaba cómo habría muerto.
    El pájaro negro le dio un picotazo en un lado de la cabeza y dijo, con un chasquido de voz:
    —Tu, hombre Sombra.
    —Me llamo Sombra —respondió él. El pájaro dio un salto y se colocó en la parte trasera del ciervo, llegó hasta la cabeza y erizó las plumas del cuello y de la cresta. Era enorme y tenía los ojos negros como el azabache. Resultaba intimidatorio, un pájaro de ese tamaño y tan cerca.
    —Dice que te verá en Kay-ro —dijo el cuervo. Sombra se preguntaba cuál de los cuervos de Odín sería este: Huginn o Muninn, memoria o pensamiento.
    —¿Kay-ro? —preguntó.
    —En Egipto.
    —¿Cómo voy a ir a Egipto?
    —Sigue el Misisipi. Hacia el sur. Encuentra Chacal.
    —Mira —dijo Sombra—, no quiero que parezca que soy... Dios mio, mira... —hizo una pausa. Ordenó sus pensamientos. Tenía frío, estaba en un bosque hablando con un pájaro negro que de hecho se estaba zampando a Bambi—. De acuerdo. Lo que intento decir es que no quiero misterios.
    —Misterios —asintió el pájaro con amabilidad.
    —Lo que quiero son explicaciones. Chacal en Kay-ro. No es de gran ayuda. Parece una frase del guión de un thriller malo de espías.
    —Chacal. Amigo. Tok. Kay-ro.
    —Eso ya lo has dicho. Me gustaría algo más de información.
    El pájaro volvió la cabeza y sacó otro trozo de carne cruda de las costillas del ciervo. Alzó el vuelo y desapareció entre los árboles con el trozo de carne colgando en el pico como si fuera un largo gusano sangriento.
    —¡Eh! ¿Puedes al menos indicarme el camino hasta una carretera de verdad? —gritó Sombra.
    El cuervo volaba alto y cada vez más lejos. Sombra miró el cuerpo del cervatillo. Decidió que si fuera un auténtico hombre de campo, le cortaría una costillas y las cocinaría en un hoguera improvisada. Sin embargo, se sentó en un tronco de árbol, se comió un Snickers y se dio cuenta de que no era un autentico hombre de campo.
    El cuervo graznó desde el extremo del claro.
    —¿Quieres que te siga? —preguntó Sombra—. ¿O es que Timmy se ha caído en otro pozo? —El pájaro volvió a graznar, con impaciencia. Sombra empezó a caminar hacia él. Esperó hasta que estuvo cerca, entonces aleteó con fuerza hasta otro árbol, desviándose de alguna manera hacia la izquierda del camino que Sombra seguía en un principio.
    —¡Eh! —dijo Sombra—. Huginn o Muninn o quien seas.
    El pájaro se volvió con suspicacia, hacia un lado, y le escrutó con sus ojos brillantes.
    —Di «Nevermore» —dijo Sombra.
    —Que te jodan —dijo el cuervo y no volvió a dirigirle la palabra en todo el camino a través del bosque.
    En media hora llegaron a una carretera asfaltada a las afueras de una ciudad y el cuervo viró hacia el bosque. Sombra divisó un poste de la hamburguesería Culver Frozen Custard y al lado una gasolinera. Entró en la hamburguesería que estaba vacía. Había un joven amable con la cabeza afeitada tras la caja registradora. Sombra pidió dos hamburguesas y patatas fritas. Después fue a los servicios para limpiarse. Estaba hecho un asco. Hizo inventario de lo que llevaba en los bolillos: unas cuantas monedas, incluido el dólar de la Libertad, un cepillo y pasta de dientes de viaje, tres Snickers, cinco bolsitas químicas de calor, una cartera (con nada más dentro que su carné de conducir y una tarjeta de crédito, se preguntaba durante cuánto tiempo más le funcionaría) y en el bolsillo interior mil dólares en billetes de cincuenta y veinte, su parte del trabajo en el banco del día anterior. Se lavó la cara y las manos con agua caliente, se echó el pelo para atrás y volvió al restaurante, se comió las hamburguesas, las patatas y se tomó un café.
    Fue hacia la caja.
    —¿Quiere natillas heladas? —le preguntó el joven.
    —No, no, gracias. ¿Hay por aquí cerca algún lugar donde pueda alquilar un coche? El mío me ha dejado tirado en la carretera.
    El joven se rascó la cabeza.
    —No por aquí cerca, señor. Si se ha estropeado puede llamar a ayuda en carretera. También puede hablar con los de la gasolinera de aquí al lado.
    —Una idea brillante —dijo Sombra—. Gracias.
    Atravesó la nieve derretida desde el aparcamiento de Culvers hasta la gasolinera. Compró chocolatinas, palitos de cecina y más calentadores químicos para pies y manos.
    —¿Algún lugar por aquí donde pueda alquilar un coche? —le preguntó a la cajera. Era muy gorda, llevaba gafas y estaba encantada de tener alguien con quien hablar.
    —Déjeme pensar —dijo—. Estamos un poco alejados de todo, aquí. Seguro que en Madison encuentra algo. ¿Adonde va?
    —Kay-ro —dijo—, dondequiera que eso esté.
    —Yo sé dónde está —dijo—. Páseme un mapa de Illinois de aquella estantería.
    Sombra le paso un mapa en una funda de plástico. Lo desplegó y señaló con satisfacción la esquina inferior del estado.
    —Aquí está.
    —¿Cairo?
    —Así es cómo se pronuncia el de Egipto. Pero el del Pequeño Egipto se llama Kay-ro. También tienen una Tebas allí. Mi cuñada es de Tebas. Le pregunté sobre el de Egipto y me miró como si me faltara un tornillo —La mujer salpicaba al hablar como un aspersor.
    —¿Alguna pirámide? —La ciudad estaba a más de setecientos kilómetros, casi en linea recta hacia el sur.
    —No que me hayan dicho. Lo llaman Pequeño Egipto porque hace tiempo, puede que hace unos cien o ciento cincuenta años hubo escasez. Las cosechas se echaron a perder en todas partes menos allí. Así que todo el mundo iba allí a comprar comida. Como en la Biblia. Como en Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat. Hacia Egipto vamos, pa ta pam.
    —Si usted fuera yo y necesitara llegar allí, ¿cómo lo haría? —preguntó Sombra.
    —En coche.
    —Mi coche se ha estropeado unas cuantas millas más allá, en la carretera. Era, con perdón por la expresión, una mierda de coche —dijo Sombra.
    —Eme-de-ce —dijo ella—. ¡Uff! Así es como los llama mi cuñado. Se dedica a comprar y vender coches a pequeña escala. Me llamará —dice Mattie—, le acabo de vender un M.D.C. Quizás esté interesado en su viejo coche, para chatarra o algo.
    —Es de mi jefe —dijo Sombra sorprendido de su verborrea y fluidez a la hora de mentir—. Tengo que llamarlo para que venga a buscarme. —Un pensamiento le sobresaltó—. ¿Su cuñado está por aquí?
    —Está en Muscoda. Diez minutos al sur. Justo al otro lado del río. ¿Por qué?
    —Bueno, quizás tenga un M.D.C para venderme por... quinientos o seiscientos dólares.
    Sonrió con dulzura.
    —Señor, no tiene ni un solo coche con el depósito lleno que no pudiera comprar con quinientos dólares. Pero no le diga que yo le he dicho esto.
    —¿Podría llamarle? —preguntó Sombra.
    —Por supuesto —dijo y cogió el teléfono—: ¿Cariño? Soy Mattie. Ven aquí en cinco minutos. Hay un hombre que quiere comprarte un coche.
    La mierda de coche que escogió fue un Chevy Nova de 1983, que compró con el depósito lleno por cuatrocientos cincuenta dólares. Tenía al menos unos 350.000 kilómetros y apestaba a bourbon, tabaco y a algo más fuerte que bien podría haber sido plátano. No podía ver con exactitud de qué color era bajo la capa de suciedad y nieve. Aun así, de todos los coches que tenía el cuñado de Mattie en su garaje era el único que parecía que le podía llevar a setecientos kilómetros de allí.
    Le pagó en efectivo y el cuñado de Mattie no le pidió en ningún momento su nombre o el número de la seguridad social, tan sólo el dinero.
    Sombra condujo hacia el oeste y luego al sur con quinientos cincuenta dólares en el bolsillo, junto a la interestatal. La mierda de coche tenía radio, pero no se oía nada cuando la enchufó. Una señal le anunciaba que acababa de salir de Wisconsin y entraba en Illinois. Pasó junto a unas obras, las luces azules ardían en la luz débil de un día de invierno.
    Paró y comió en un lugar llamado Mom’s justo antes de que cerraran.
    Cada una de las ciudades por las que pasó tenía una señal más encima de la señal que indicaba que estaba entrando en Nuestra Ciudad (720 habitantes). El cartel extra anunciaba que el equipo sub-14 estaba tercero en la clasificación interestatal o que en la ciudad vivían las semifinalistas sub-16 de lucha.
    Siguió conduciendo, pegando cabezadas, se sentía cada vez más hundido. Se saltó un semáforo y de poco es arrollado por una mujer en un Dodge. Cuando llegó a una zona rural se desvió por una pista vacía junto a la carretera y aparcó al lado de un campo de rastrojos salpicado de nieve por el que iban en procesión unos pavos salvajes, gordos y negros. Apagó el motor, se echó en la parte trasera y se durmió.
    Oscuridad, sensación de estar cayendo, como si se precipitara por un gran agujero como Alicia. La caída duró cien años. Surgían rostros de la oscuridad que se evaporaban antes de que alcanzara a tocarlos...
    De repente, sin transición, ya no caía. Ahora se hallaba en una cueva y ya no estaba solo. Sombra miraba fijamente a los ojos de una persona conocida: ojos enormes, de un negro intenso. Parpadearon.
    Bajo tierra: sí. Recordaba ese lugar. La peste a vaca húmeda. Una hoguera resplandecía en las paredes húmedas de la cueva e iluminaba la cabeza de búfalo, el cuerpo de hombre, el color arcilla de la piel.
    —¿No podéis dejarme en paz? —preguntó Sombra—. Sólo quiero dormir.
    El hombre búfalo agitó la cabeza despacio. Sus labios no se movieron pero una voz le habló:
    —¿A dónde vas, Sombra?
    —A Cairo.
    —¿Por qué?
    —¿Dónde quieres que vaya? Wednesday me quiere allí. Bebí el aguamiel.
    En el sueño de Sombra, con el poder de la lógica onírica, la obligación parecía irrebatible: él bebió el aguamiel de Wednesday tres veces y con eso selló el pacto. ¿Qué otra opción tenía?
    El hombre búfalo acercó la mano a la hoguera, avivó las brasas y movió las ramas rotas.
    —Se avecina tormenta —dijo. Se limpió la mano llena de ceniza en su pecho peludo y lo dejó lleno de manchas negras.
    —Vosotros no paráis de decirme cosas. ¿Puedo preguntar yo algo?
    Hubo un silencio. El hombre búfalo apartó una mosea que se había posado en su frente peluda.
    —Pregunta.
    —¿Es todo esto verdad? ¿Son dioses de verdad? Es todo tan... —Hizo una pausa. Entonces añadió—: imposible —que no era exactamente la palabra que estaba buscando pero fue la mejor que se le ocurrió.
    —¿Qué son los dioses? —preguntó el hombre búfalo.
    —No lo sé —dijo Sombra.
    Se oía un ruido apagado e inexorable. Sombra esperaba que el hombre búfalo dijera algo, que le explicara qué eran los dioses, que le explicara la confusa pesadilla en que se había convertido su vida. Tenia frío.
    Toc, toc, toc.
    Sombra abrió los ojos y algo vacilante se sentó. Estaba congelado, el cielo fuera del coche era del color púrpura intenso y brillante que separa el anochecer de la noche cerrada.
    Toc, toc. Alguien dijo:
    —¡Eh! Señor —y Sombra giró la cabeza. Ese alguien estaba de pie tras el cristal, no era mas que una figura oscura en la oscuridad del cielo. Sombra alargo la mano y bajó unos centímetros la ventanilla. Emitió algunos sonidos al despertarse y luego dijo:
    —Hola.
    —¿Está bien? ¿Se encuentra mal? ¿Ha estado bebiendo? —era una voz aguda, de mujer o de chico.
    —Estoy bien —dijo Sombra—. Espere. —Abrió la puerta, salió y estiró las piernas y el cuello mientras salía. Se frotó las manos para activar la circulación de la sangre y calentarse.
    —¡Jo! Eres bastante grande.
    —Es lo que dicen —dijo Sombra—. ¿Quién eres?
    —Me llamo Sam —dijo la voz.
    —¿Sam chico o Sam chica?
    —Sam chica. Solían llamarme Sammi con «i» y yo dibujaba una cara sonriente encima de la «i» pero luego me cansé porque todo el mundo lo hacía y lo dejé.
    —Vale, Sam. Ve allí y mira hacia la carretera.
    —¿Por qué? ¿Es un psicópata asesino o algo así?
    —No —dijo Sombra—, tengo que mear y me gustaría tener un mínimo de intimidad.
    —Vale, no hay problema. De acuerdo. Lo pillo. Yo soy igual, no puedo mear si hay alguien cerca. El síndrome de la vejiga vergonzosa.
    —Ahora, por favor.
    Caminó hacia el otro lado del coche y Sombra se adentró un poco en el campo, se bajó la cremallera de los téjanos y meó contra la tapia durante un rato largo. Volvió junto a la chica. La noche lo inundaba todo.
    —¿Todavía estás ahí? —preguntó.
    —Sí —dijo—. Debe tener una vejiga del tamaño del lago Erie. Creo que se han erigido y han caído varios imperios en el tiempo que ha durado su meada. Lo he oído todo el rato.
    —Gracias. ¿Querías algo?
    —Bueno, quería ver si se encontraba bien. Si hubiera estado muerto o algo habría llamado a la policía. Pero al estar las ventanas un poco empañadas he pensado que estaría vivo.
    —¿Vives por aquí cerca?
    —No, vengo haciendo dedo desde Madison.
    —Eso es peligroso.
    —Llevo haciéndolo cinco veces al año desde hace tres y todavía sigo con vida. ¿Hacia dónde va?
    —A Cairo.
    —Gracias —dijo—. Yo voy a El Paso para pasar las vacaciones con mi tía.
    —No puedo llevarte tan lejos —dijo Sombra.
    —No El Paso, Tejas sino el que está en Illinois, a unas horas hacia el sur. ¿Sabe dónde estamos ahora mismo?
    —No —dijo Sombra—. Ni idea. En algún punto de la autopista 52.
    —La próxima ciudad es Perú —dijo Sam—. Pero no el Perú de Perú, el de Illinois. Déjeme que le huela, acérquese. —Sombra se agachó y la chica le olisqueó la cara—. Vale, no huele a alcohol, puede conducir. Vamonos.
    —¿Qué te hace pensar que voy a llevarte?
    —Que soy una dama en apuros —dijo ella—. Y usted es un caballero. Un coche muy sucio. ¿Sabe que alguien ha escrito «¡Lávame!» en la luna trasera? —Sombra se subió al coche y abrió la puerta del copiloto. La luz que se enciende en los coches al abrir las puertas no funcionaba en éste.
    —No —dijo él—, no lo sabía.
    Ella se montó en el coche.
    —Fui yo —dijo—. Lo escribí yo cuando todavía había suficiente luz para ver.
    Sombra arrancó el coche, puso las luces y volvió a la carretera.
    —A la izquierda —dijo Sam con amabilidad.
    Sombra dobló a la izquierda y siguió conduciendo. Al cabo de unos cuantos minutos, la calefacción empezó a funcionar y un agradable calor inundó el coche.
    —Todavía no ha dicho nada —dijo Sam—. Diga algo.
    —¿Eres humana? —preguntó Sombra—. ¿Un ser humano que vive, respira, nacido de un hombre y una mujer como Dios manda?
    —Claro —respondió ella.
    —Vale, sólo estaba comprobando. ¿Qué quieres qué diga?
    —Algo que me tranquilice. De repente se ha apoderado de mí esa sensación de «¡Oh mierda, estoy en el coche equivocado con un loco al volante».
    —Si —dijo—, a mi también me pasa. ¿Qué te parecería tranquilizador?
    —Sólo dígame que no es un convicto fugado ni un asesino en serie o algo así.
    Pensó un momento.
    —Sabes, en realidad no lo soy.
    —Ha tenido que pensárselo.
    —Me he tomado mi tiempo. Nunca he matado a nadie.
    —¡Ah!
    Llegaron a una pequeña ciudad iluminada por las luces de la calle y los adornos navideños y Sombra dobló hacia la derecha. La chica tenia el pelo enredado y más o menos negro, un rostro atractivo y desde su punto de vista algo inexpresivo: sus rasgos podrían haber sido esculpidos en una roca. Ella le miraba con atención.
    —¿Por qué estuvo en la cárcel?
    —Herí de gravedad a dos personas. Me enfadé mucho.
    —¿Se lo merecían?
    Sombra recapacitó unos instantes. «Entonces eso pensaba».
    —¿Lo volvería a hacer?
    —Pues claro que no. Perdí tres años de mi vida allí.
    —Mmm, ¿corre sangre india por sus venas?
    —No que yo sepa.
    —Me lo parecía, eso es todo.
    —Siento decepcionarte.
    —No pasa nada. ¿Tienes hambre?
    Sombra asintió con la cabeza.
    —No me importaría comer algo.
    —Hay un sitio que no está mal. Ahí, donde esas luces. Comida buena y también barata.
    Sombra aparcó. Salieron del coche. No se preocupó de cerrarlo, aunque se guardó la llave en el bolsillo. Cogió algunas monedas para comprar el periódico.
    —¿Puedes permitirte comer aquí? —preguntó.
    —Sí —dijo ella con la cabeza alta—, puedo pagarme lo mío.
    Sombra movió la cabeza.
    —Te diré una cosa. Nos lo jugamos a suertes —dijo—, cara, pago yo, cruz pagas tu.
    —Déjeme ver la moneda antes —dijo ella suspicaz—, un tío mío tenía una moneda con dos caras.
    La inspeccionó y comprobó con satisfacción que era una moneda de lo más normal. Sombra se la colocó en el dedo gordo, la lanzó al aire y dio vueltas hasta caer en su palma izquierda y la destapó con la derecha delante de ella.
    —Cara —dijo ella con felicidad—. Paga usted.
    —Bueno —dijo él—. No siempre se gana.
    Sombra pidió pastel de carne y Sam, lasaña. Él hojeó el periódico para ver si había alguna noticia relacionada con la muerte de aquellos hombres del cementerio de trenes. Nada. La única noticia interesante ocupaba la portada: un gran número de cuervos infesta la ciudad. Los granjeros de la zona querían colgar cuervos muertos por la ciudad en edificios públicos para espantar a los demás; los ornitólogos decían que eso no surtiría efecto, que los cuervos vivos se comerían a los muertos. Pero los granjeros eran implacables. «Cuando vean los cuerpos muertos de sus amigos —dijo el portavoz— sabrán que no son bienvenidos».
    La comida era una montaña humeante en los platos, más de lo que una persona podía comer.
    —¿Y qué hay en Cairo? —preguntó Sam con la boca llena.
    —Ni idea. Me llegó un mensaje de mi jefe, me necesita allí.
    —¿A qué se dedica?
    —Soy el chico de los recados.
    Ella sonrió.
    —Bueno —dijo—, no eres de la mafia, no tienes pinta y además conduces una mierda de coche. ¿Y por qué huele a plátano tu coche?
    Se encogió de hombros y siguió comiendo.
    Sam entrecerró los ojos.
    —A lo mejor es un traficante de plátanos —dijo—. ¿Todavía no me ha preguntado a qué me dedico?
    —Me imagino que estás en la universidad.
    —UW Madison.
    —Donde estarás estudiando sin duda alguna historia del arte, típico de mujeres, y probablemente harás tus propias figuras de bronce. Y seguramente trabajas en una cafetería para poder pagar el alquiler.
    Dejó caer el tenedor, respiró con fuerza y abrió los ojos de par en par.
    —¿Cómo coño lo ha hecho?
    —¿El qué? Ahora es cuando tú dices que en realidad estás estudiando románicas y ornitología.
    —¿Así que pretende que me crea que ha sido casualidad o algo así?
    —¿El qué ha sido?
    Lo miró con sus ojos oscuros.
    —Es un tío peculiar, señor... no sé qué.
    —Me llaman Sombra —dijo.
    Hizo una extraña mueca con la boca como si estuviera comiendo algo que no le gustara. Se calló, bajó la cabeza y se terminó la lasaña.
    —¿Sabes por qué se llama Egipto? —Preguntó Sombra cuando Sam acabó de comer.
    —¿Allí donde está Cairo? Sí, está en el delta del Ohio y el Misisipi. Como El Cairo en Egipto se halla en el delta del Nilo.
    —Es lógico.
    Se apoyó en el respaldo, se pasó una mano por el pelo negro. Pidió café y tarta de crema de chocolate.
    —¿Está casado, señor Sombra? —Dudo por un instante—. ¡Vaya! Acabo de hacer otra pregunta comprometedora, ¿no?
    —Fue enterrada el jueves —dijo eligiendo las palabras con sumo cuidado—. Se mató en un accidente de tráfico.
    —¡Oh, Dios mió! Lo siento.
    —Yo también.
    Un silencio incómodo.
    —Mi hermanastra perdió a su hijo, mi sobrino, a finales del año pasado. Es horrible.
    —Sí, lo es. ¿De qué murió?
    Sorbió un poco de café.
    —No lo sabemos, en realidad no sabemos si está muerto. Simplemente se evaporó. Pero sólo tenía trece años. Fue a mitad del invierno pasado. Mi hermana estaba destrozada.
    —¿No había ninguna pista? —sonó como un policía de la televisión. Lo intentó de nuevo—. ¿Sospechaban de alguien? —Sonó todavía peor.
    —Sospechaban del gilipollas de mi cuñado, su padre que no tenía la custodia. Y que era lo bastante gilipollas como para llevárselo. Lo más seguro es que lo hiciera. Esto pasó en una localidad en North Woods, en una ciudad pequeña, encantadora y dulce donde nadie cierra las casas con llave. —Suspiró y movió la cabeza. Cogió la taza de café con ambas manos—. ¿Está seguro que no es usted medio indio?
    —Que yo sepa no. Es posible. No sé mucho sobre mi padre. Creo que mi madre me habría dicho que era un indio americano. Puede.
    Otra vez la mueca. Sam se comió la mitad de la tarta de chocolate: el trozo era la mitad de su cabeza. Arrastró el plato por la mesa hacia Sombra.
    —¿Quiere? —Él sonrió.
    —Vale —y se la comió.
    La camarera les trajo la cuenta y Sombra pagó.
    —Gracias —dijo Sam.
    Estaba refrescando. El coche se caló un par de veces antes de arrancar. Sombra regresó a la carretera y siguió hacia el sur.
    —¿Has leído alguna vez a un escritor llamado Herodoto? —preguntó.
    —¡Jesús! ¿Qué?
    —Herodoto. ¿Has leído algunas vez sus Historias?
    —Sabe —dijo medio en sueños—, no le pillo. No entiendo cómo habla, ni las palabras que utiliza, ni nada. A veces es como un niño grande, y al cabo de un instante me lee la mente y luego me habla de Herodoto. Pues no, no he leído a Herodoto. He oído algo sobre él. Quizá en la radio. ¿No es ése al que llaman el dios de las mentiras?
    —Creía que ése era el demonio.
    —Sí, a él también. Parece ser que Herodoto decía que había hormigas y grifos gigantes que custodiaban unas minas de oro; pero se lo inventó todo.
    —No creo. Él escribió lo que le contaron. Es como si escribiera esas historias y en su mayor parte fueran buenas historias. Un montón de detalles extraños como ¿sabías que si en Egipto se moría una chica o esposa muy bella de un señor no podían embalsamarla durante tres días? Dejaban que su cuerpo se descompusiera primero.
    —¿Por qué? No, espera. Vale, creo que sé por qué. Pero es asqueroso.
    —Y había batallas, era de lo más normal. Y están también los dioses. Un tipo vuelve para hacer un informe del resultado de la batalla, corre y corre y ve a Pan en un claro. Y Pan le dice: «diles que erijan un templo en mi honor aquí». Así que dice: «de acuerdo», y vuelve corriendo todo el camino. Realiza el informe de la batalla y dice: «por cierto, Pan quiere que le construyamos un templo». Eran muy prácticos ¿sabes?
    —Así que son historias llenas de dioses. ¿Qué intentas decirme? ¿Que estos tipos tenían alucinaciones?
    —No —dijo Sombra—. No se trata de eso.
    Ella se comía las uñas.
    —He leído un libro sobre el cerebro —dijo—. Mi compañera de habitación lo tenía y estaba todo el día dando vueltas por ahí. Iba de cómo hace cinco mil años, los lóbulos cerebrales se fusionaron y antes de eso la gente pensaba que cuando el lóbulo derecho decía algo era la voz de un dios que les decía lo que tenían que hacer. ¡Es sólo el cerebro!
    —Me gusta más mi teoría —dijo Sombra.
    —¿Cuál es tu teoría?
    —Que entonces la gente se solía encontrar a los dioses de vez en cuando.
    —¡Ah! —Silencio: sólo el traqueteo del coche, el rugido del motor, el murmullo de la sordina, que no sonaba del todo bien—. ¿Cree que todavía están ahí?
    —¿Dónde?
    —En Grecia, Egipto, en las islas. En esos lugares. ¿Cree que si camina por donde caminaba esa gente los verá?
    —Puede. Pero no creo que la gente supiera qué era lo que estaban viendo.
    —Me juego algo a que son como alienígenas del espacio. Hoy en día la gente ve extraterrestres. Antes veían dioses. A lo mejor los alienígenas provienen del hemisferio derecho del cerebro.
    —No creo que a los dioses les hicieran nunca pruebas rectales —dijo Sombra—. Y no mutilaban al ganado ellos mismos. Tenían gente que lo hacía en su lugar.
    Ella se rió entre dientes. Siguieron en silencio durante unos cuantos minutos y entonces dijo:
    —¡Eh! Eso me recuerda a mi historia de dioses preferida, de Religión Comparada de primero. ¿Quiere oírla?
    —Claro —dijo Sombra.
    —De acuerdo. Es una sobre Odín, el dios escandinavo ¿sabe? Había un rey vikingo en un barco vikingo —se remonta a la época de los vikingos, obviamente— inmóvil en alta mar por falta de viento, así que dijo que sacrificaría a uno de sus hombres a Odín, si el dios les enviaba un soplo de viento que les permitiera llegar a la orilla. Sopla el viento y llegan a la orilla. Ya en tierra les cuesta decidir a quién sacrificarán y finalmente deciden que sea al propio rey. Bueno, no le parece bien, pero piensan que pueden colgarle sin hacerle daño. Cogen los intestinos de un becerro y se los atan flojo alrededor del cuello y atan el otro extremo a una rama. Cogen una caña en vez de una lanza le pegan y se van. Vale, te hemos colgao, colgado, lo que sea, te hemos sacrificado a Odín.
    Una curva en la carretera: Otra Ciudad (300 habitantes), la del corredor estatal sub-12 en los campeonatos de patinaje; había dos funerarias enormes a cada lado de la carretera. «¿Cuántas se necesitan —se preguntaba Sombra— para trescientas personas...?»
    —Así que al pronunciar el nombre de Odín, la caña se transforma en una lanza y se clava en el costado del tipo, los intestinos de becerro se convierten en una soga gruesa, la rama débil pasa a ser una rama fuerte, el árbol crece y la tierra se hunde bajo los pies del rey que queda allí colgado hasta la muerte con una herida en el costado mientras su cara se torna negra. Fin de la historia. Los blancos tienen dioses cabrones, señor Sombra.
    —Sí —asintió él—. ¿Tú no eres blanca?
    —Soy cherokee —dijo ella.
    —¿Del todo?
    —No, cincuenta por cien. Mi madre era blanca. Mi padre, un auténtico indio de las reservas. Vino por aquí, en algún momento se casó con mi madre, me tuvo y cuando se separaron volvió a Oklahoma.
    —¿Volvió a la reserva?
    —No. Pidió prestado algo de dinero y abrió una copia de Taco Bell llamado Taco Bill’s. Le va bien. No le gusto, dice que estoy a medio educar.
    —Lo siento.
    —Es un imbécil. Estoy orgullosa de mi sangre india. Me ayuda a pagar las tasas universitarias. Y quizás algún día me sirva para conseguir un trabajo, si puedo vender mis bronces.
    —Siempre la misma historia —dijo Sombra.
    Se detuvo en El Paso, Illinois (250 habitantes) para dejar a Sam en una casa echa polvo a las afueras de la ciudad. Un gran reno rodeado de alambre y cubierto por luces parpadeantes reinaba en el jardín.
    —¿Quiere entrar? —preguntó—. Mi tía nos preparará una taza de café.
    —No —dijo—. Debo seguir.
    Ella le sonrió y de repente por primera vez parecía vulnerable. Le dio un golpecillo en el brazo.
    —Está jodido, señor. Pero es un tipo enrollado.
    —Creo que así es como denominan a la condición humana —dijo Sombra—. Gracias por la compañía.
    —No hay de qué —dijo ella—. Si ves algún dios en la carretera hacia Cairo asegúrate de que le dices hola de mi parte —Salió del coche y caminó hacia la puerta de la casa. Llamó al timbre y se quedó de pie delante de la puerta sin volver la vista atrás. Sombra esperó hasta que abrieran la puerta y estuviera sana y salva antes de dar marcha atrás y volver a la carretera. Pasó por Normal, Bloomington y Lawndale.
    A las once de la noche Sombra empezó a temblar. Entraba en ese momento en Middletown. Decidió dormir un rato o al menos no conducir más y aparcó frente a una posada, pago treinta y cinco dólares en efectivo por adelantado por una habitación en la planta baja y fue al baño. Una triste cucaracha yacía boca arriba en el centro del suelo alicatado. Sombra cogió una toalla y limpió el interior de la bañera, luego abrió el grifo. Se quitó la ropa y la puso encima de la cama en la habitación principal. Los morados en su torso eran oscuros y visibles. Se sentó en la bañera, mirando como cambiaba el color del agua. Entonces, desnudo, se lavó los calcetines, los calzoncillos y la camiseta en la pila, escurrió las prendas y las colgó en la cuerda que atravesaba la bañera. Dejó la cucaracha donde la encontró, por respeto a los muertos.
    Sombra se metió en la cama. Remoloneó un rato viendo una película para adultos, pero el sistema de pagar por teléfono para ver la televisión funcionaba con tarjeta de crédito y era demasiado arriesgado. De todas maneras no estaba convencido de que le hiciera sentirse mejor ver a otras personas disfrutando del sexo del que él no disfrutaba. Puso la tele para tener compañía, apretó un botón tres veces y programó la televisión para que se apagara de forma automática al cabo de cuarenta y cinco minutos. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche.
    La imagen era borrosa y los colores se mezclaban en la pantalla. Saltaba de un programa a otro de la telebasura, imposible concentrarse. Alguien hacía una demostración de algo que servía para cocinar y que sustituía a una docena de utensilios de cocina, que Sombra ni siquiera tenía. Clic. Un hombre con traje de chaqueta anunciaba que estábamos en el final de los tiempos y que Jesús —palabra que al pronunciarla convirtió en una de cuatro o cinco sílabas— haría que el negocio de Sombra prosperara si Sombra le enviaba una cantidad de dinero. Clic. Un episodio de M.A.S.H terminaba y empezaba El Show de Dick Van Dyke.
    Hacía años que Sombra no había visto un capítulo de El Show de Dick Van Dyke, pero algo especial tenía el mundo en blanco y negro de 1965 que describía. Dejó el mando a distancia al pie de la cama y encendió la luz de la mesilla de noche. Miró el programa, los párpados le pesaban cada vez más y se dio cuenta de que había algo que le parecía extraño. No había visto muchos episodios de El Show de Dick Van Dyke así que no le sorprendía no poder recordar haberlo visto antes. Lo que le parecía extraño era el tono del programa.
    A todos los empleados les preocupaba que Rob bebiera. Faltaba al trabajo. Fueron a su casa: se había encerrado en su habitación y le tuvieron que persuadir para que saliera. Estaba completamente borracho, pero aún así era bastante divertido. Sus amigas, protagonizadas por Maury Amsterdam y Rose Marie, se fueron tras algunos gags ingeniosos. Entonces, cuando la mujer de Rob va a discutir con él, él la golpea con fuerza en la cara. Ella se sienta en el suelo y empieza a llorar, no con el sollozo famoso de Mary Tyler, sino con un leve y desvalido lamento, abrazándose y susurrando:
    —No me pegues, por favor, no haré nada, pero no me pegues más.
    —¿Qué coño es esto? —dijo Sombra en voz alta.
    La imagen se disolvió en forma de nieve borrosa. Cuando volvió, El Show de Dick Van Dyke se había convertido, de manera inexplicable en I Love Lucy. Lucy intentaba convencer a Ricky para que cambiaran su antigua caja de hielo por un nuevo refrigerador. Sin embargo cuando él se marchó, ella caminó hasta el sofá y se sentó, cruzando los tobillos, descansando las manos sobre el regazo y mirando los años pasar en blanco y negro.
    —Sombra —dijo—. Tenemos que hablar.
    Sombra no dijo nada. Ella abrió el bolso y sacó un cigarrillo, lo encendió con un potente mechero plateado que guardó después.
    —Te estoy hablando a ti —dijo—. ¿Y bien?
    —Esto es una locura —dijo Sombra.
    —Como si el resto de tu vida fuera normal. Dame un respiro, joder.
    —Lo que sea. Lucille Ball hablándome desde la televisión es lo más raro con diferencia que me ha pasado hasta el momento —dijo Sombra.
    —No soy Lucille Ball, soy Lucy Ricardo. Y ¿sabes algo? Ni siquiera soy ella. Es tan sólo una apariencia fácil de adoptar dado el contexto. Eso es todo —adoptó una postura incómoda en el sofá.
    —¿Quién eres? —preguntó Sombra.
    —Vale —dijo ella—. Buena pregunta. Soy la caja tonta. Soy la televisión. Soy el ojo que todo lo ve y el mundo del rayo catódico. Soy el cajón bobo. Soy el pequeño santuario que las familias adoran.
    —¿Eres el televisor? ¿O alguien dentro de la televisión?
    —El televisor sólo es el altar. Soy por lo que la gente se sacrifica.
    —¿Qué sacrifican? —pregunto Sombra.
    —Su tiempo, principalmente —dijo Lucy—. Algunas veces unos a otros.
    Alzó dos dedos a modo de pistola imaginaria y sopló. Entonces guiñó el ojo, un antiguo guiño de I love Lucy.
    —¿Eres un dios? —dijo Sombra.
    Lucy sonrió con presunción y le dio una calada muy femenina al cigarrillo.
    —Podría decirse así —dijo ella.
    —Hola de parte de Sam —dijo Sombra.
    —¿Qué? ¿Quién es Sam? ¿De qué hablas?
    Sombra miró el reloj. Eran las doce y veinticinco.
    —No importa —dijo—. Así que Lucy en la televisión. ¿De qué tenemos que hablar? Demasiada gente necesita hablar últimamente. Suele acabar con que alguien me pega.
    La cámara hizo un primer plano: Lucy parecía preocupada, arrugó los labios.
    —Odio esto. No me gustó que esa gente te pegara, Sombra. Yo nunca lo haría, cariño. No, yo quiero ofrecerte un trabajo.
    —¿De que?
    —Trabajar para mí. He oído acerca de los problemas que tuviste con los fantasmas y me impresionó la manera en que lo resolviste. Eficiente, serio, eficaz. ¿Quién iba a pensar que lo llevabas dentro? Están muy cabreados.
    —¿De verdad?
    —Te infravaloraron, amor. Yo no voy a cometer ningún error. Te quiero a mi lado —Se puso de pie y caminó hacia la cámara—. Míralo así Sombra: somos el futuro. Nosotros somos centros comerciales, tus amigos son ferias cutres de carretera. ¡Joder! nosotros somos centros comerciales en línea, mientras que tus amigos están sentados al borde de la autopista vendiendo productos caseros en una carreta. No, son peor. Fruteros, vendedores de látigos para calesas, reparadores de corsés de hueso de ballena. Nosotros somos el hoy y el mañana. Tus amigos no son ya ni el ayer.
    Era un discurso de lo más familiar. Sombra le preguntó:
    —¿Has conocido alguna vez a un chaval gordo en una limusina?
    Abrió las manos y giró los ojos con gracia, la divertida Lucy Ricardo lavándose las manos.
    —¿El ciberchico? ¿Has conocido al ciberchico? Mira, es un buen chaval. Es uno de los nuestros. Sencillamente no es amable con la gente que no conoce. Cuando trabajes para nosotros verás lo maravilloso que es.
    —Y ¿si no quiero trabajar para ti, I love Lucy?
    Se oyó la puerta del apartamento y la voz de Ricky en off le preguntaba a Lucy qué era lo que la estaba entreteniendo tanto, tenían que estar en el club en la próxima escena. Un aire de irritación cambió su rostro acartonado.
    —Mierda —dijo—. Mira lo que te pagan esos viejos. Yo puedo pagarte el doble, el triple, cien veces más. Da igual lo que te den, yo puedo darte mucho más —Sonrió con la sonrisa perfecta, traviesa de Lucy Ricardo—. Dime, cariño ¿qué necesitas? —Empezó a desabrocharse los botones de la blusa—. ¡Eh! —dijo—, ¿nunca le has querido ver las tetas a Lucy?
    Se produjo un fundido en negro. La función de autoapagado se había accionado y la tele se apagó sola. Sombra miró el reloj: eran las doce y media.
    —En verdad no —dijo Sombra.
    Se volvió y cerró los ojos. Se le ocurrió que el motivo por el que le gustaba Wednesday y el señor Nancy y el resto más que sus oponentes estaba bastante claro: puede que fueran baratos, sucios y que su comida supiera a mierda, pero al menos no soltaban clichés al hablar.
    Y supuso que se quedaría antes con cualquier feria de carretera por muy cutre, cochambrosa o triste que fuera, que con un centro comercial.
    La mañana sorprendió a Sombra de nuevo en la carretera, atravesando un paisaje marrón suavemente ondulado de hierba invernal y árboles caducos. Las últimas nieves ya se habían derretido. Llenó el depósito del coche de mierda en la ciudad natal de la corredora sub-16 de trescientos metros lisos y llevó el coche al túnel de lavado junto a la gasolinera, esperando que la suciedad no fuera lo que mantenía todas las piezas unidas. Descubrió con gran sorpresa que, una vez limpio y contra todo pronóstico, el coche era blanco y mucho más bonito. Siguió conduciendo.
    El cielo era de un azul imposible, las nubes blancas de humo de las fábricas estaban suspendidas en el aire, como en una fotografía.
    En algún momento se dio cuenta de que se dirigía al este de San Louis. Intentó evitarlo pero acabó yendo hacia lo que parecía el barrio rojo de un complejo industrial. Vehículos de dieciocho ruedas y camiones enormes estaban aparcados a las puertas de edificios que parecían almacenes temporales y que pretendían ser CLUBES NOCTURNOS 24 HORAS y en alguno de los casos LAS MEJORES CABINAS DE PEAP SHOW DE LA CIUDAD. Sombra movió la cabeza y siguió conduciendo. A Laura le encantaba bailar, vestida o desnuda (y en tardes memorables iba de un estado a otro) y él disfrutaba observándola.
    Su comida se redujo a un sandwich y una lata de Coca-cola en una ciudad llamada Red Bud.
    Atravesó un cementerio de tractores amarillos, orugas y máquinas de arrastre. Se preguntaba si éste era el lugar al que iban a morir los tractores.
    Pasó por el salón Pop-a-Top y por Chester (la ciudad de Popeye). Se dio cuenta de que habían empezado a añadir columnas a las casas, por muy pequeñas que fueran, para que a los ojos ajenos parecieran mansiones. Atravesó un gran río enfangado y no pudo contener las carcajadas al ver que según el cartel se llamaba Gran Río Enfangado. Vio una cubierta de kudzú sobre tres árboles de invierno muertos que adoptaban formas extrañas, casi humanas. Podrían haber sido brujas, tres viejas encorvadas dispuestas a leerle el futuro.
    Condujo a orillas del Misisipi. Sombra nunca había visto el Nilo, pero había un reflejo dorado de atardecer en el profundo río marrón que le hizo pensar en las crecidas del Nilo; pero no el Nilo tal y como es ahora, sino el de hace mucho tiempo, el que fluía como una artería a través de las ciénagas de papiros, hogar de cobras, chacales, vacas salvajes...
    Una señal anunciaba Tebas.
    La carretera tenía un espesor de unos treinta y seis centímetros, así que estaba conduciendo por encima de las ciénagas. Bandadas de pájaros como puntos negros en el cielo, volaban de un lado a otro con desesperación, trazando un movimiento browniano.
    Al atardecer, el sol empezó a caer. Una luz dorada convertía el mundo en un lugar encantado. Esa luz cálida color natilla hacía que el mundo pareciera un lugar menos terrenal, algo más allá de la realidad. Bajo esa luz, Sombra pasó al lado de la señal que le daba la bienvenida al histórico Cairo. Pasó por debajo de un puente y fue a parar a la pequeña ciudad portuaria. Las estructuras imponentes del tribunal de justicia de Cairo y las todavía más imponentes oficinas de aduana parecían enormes pasteles recién horneados a la luz acaramelada del ocaso.
    Aparcó el coche en una calle secundaria y caminó hasta la presa del río, no muy seguro de si miraba al Ohio o al Misisipi. Una gatita marrón sacó la nariz de entre unas latas de basura de la parte trasera de un edificio, pero la luz hacía mágica incluso la basura.
    Una gaviota solitaria planeaba por la orilla del río, moviendo un ala para corregir el vuelo.
    Sombra se percató de que estaba solo. En la otra orilla, a treinta metros, había una niña con unas zapatillas antiguas y un viejo jersey de hombre gris a modo de vestido que le miraba con la gravedad sobria de una niña de seis años. Tenía el pelo negro, largo y lacio, su piel era marrón como el río.
    Le sonrió, ella le miraba desafiante.
    Se oyeron chillidos y alaridos que provenían de la orilla y después vio a la gatita marrón salir disparada por detrás de una lata perseguida por un perro negro de hocico largo. La gata logró escurrirse bajo un coche.
    —¡Eh! —le dijo Sombra a la niña—. ¿Has visto alguna vez polvos invisibles?
    Dudó. Luego negó con la cabeza.
    —De acuerdo —dijo Sombra—. Pues mira esto —Sombra sacó una moneda con la mano izquierda, la sujetó dándole vueltas de una lado a otro, entonces hizo como que se la colocaba en la mano derecha, la cerró muy fuerte y extendió el brazo hacia delante—. Ahora —dijo—, saco algunos polvos invisibles del bolsillo... —y al meter la mano en el bolsillo de la chaqueta dejó caer la moneda—, y los echo sobre la mano que supuestamente contenía la moneda... —hizo la mímica de espolvorear—, y mira, ahora la moneda también es invisible. —Abrió la mano derecha vacía y se quedó atónito al ver que la izquierda también estaba vacía.
    La niña pequeña se asustó.
    Sombra se encogió de hombros, volvió a meter las manos en los bolsillos y cogió la moneda de veinticinco centavos con una mano y un billete de cinco dólares doblado con la otra. Pensaba sacarlos por arte de magia y dárselos a la niña, que parecía necesitarlos.
    —¡Eh! —dijo—, parece que tenemos público.
    El perro negro y la gatita marrón sentados al lado de la niña también le miraban con atención. El perro tenía las orejas enormes de punta, lo que le daba un aspecto de alerta cómico. Un hombre alto, con gafas de montura dorada, se acercaba a ellos mirando con curiosidad hacia todas partes, como si buscara algo. Sombra se preguntaba si sería el dueño del perro.
    —¿Qué te ha parecido? —le preguntó Sombra al perro para tratar de ganarse a la niña—. Ha estado bien, ¿eh?
    El perro negro se lamió el hocico. Después dijo con voz ronca:
    —Una vez vi al Gran Houdini y, créeme, te queda mucho que aprender.
    La niña miró a los animales, miró a Sombra y salió corriendo tan rápido que parecía que todas las fuerzas del mal la perseguían. Los dos animales vieron cómo se alejaba. El hombre llegó donde estaba el perro, se agachó y le acarició las orejas puntiagudas.
    —Vamos —dijo el hombre de las gafas doradas al perro—. Era un simple truco con monedas, no trataba de escapar bajo el agua.
    —Por ahora no —dijo el perro—, pero lo intentará. —Un gris crepuscular había sustituido a la luz dorada.
    Sombra dejó caer la moneda y el billete doblado en el bolsillo.
    —Vale —dijo—. ¿Quién de vosotros es Chacal?
    —Usa los ojos —dijo el perro negro con su hocico enorme. Empezó a deambular tras el hombre de gafas doradas y después de dudar un instante Sombra empezó a seguirles. A la gata no se la veía. Llegaron a un enorme edificio antiguo en una fila de casas tapiadas. El cartel de la puerta rezaba IBIS Y JACQUEL. EMPRESA FAMILIAR. FUNERARIA. DESDE 1863.
    —Soy el señor Ibis —dijo el hombre de lentes doradas—. Creo que debería obsequiarle con algo de cena. Me temo que mi amigo tiene trabajo pendiente.

    EN ALGÚN LUGAR DE AMÉRICA

    Nueva York asusta a Salim, por eso coge la maleta de muestras con ambas manos, y se la aprieta contra el pecho. Tiene miedo de los negros, del modo en que le miran y también teme a los judíos, a los que puede identificar por el sombrero negro, barba y los rizos a los lados y a todos los que no puede identificar. Tiene miedo de las multitudes, todo tipo de formas y tamaños que se agolpan en las aceras al salir de esos asquerosos edificios tan altos. Tiene miedo del bullicio del tráfico e incluso le teme al aire que huele sucio y dulce a la vez y que no tiene nada que ver con el de Omán.
    Salim ha estado en Nueva York, en Estados Unidos, una semana. Todos los días visita dos, quizá tres, oficinas diferentes, abre su maleta de muestras y les enseña baratijas de cobre, anillos, botellas y linternas eléctricas, figurillas de cobre brillante del Empire State, de la estatua de la Libertad, de la torre Eiffel. Todas las noches le manda un fax a su cuñado Fuad, que vive en Muscat, contándole que no le han hecho ningún pedido, o que no ha sido un buen día o que ha recibido algunos encargos (pero Salim se da cuenta con tristeza de que no es suficiente para pagar el viaje de vuelta ni la estancia en el hotel).
    Por alguna razón que no entiende, los socios de su cuñado le han reservado habitación en el hotel Paramount, en la calle 46. Para su gusto es confuso, claustrofóbico, caro y alienante.
    Fuad es el marido de la hermana de Salim. No es un hombre rico pero es copropietario de una fábrica de baratijas. Todo lo que hacen va destinado a su exportación a otros países árabes, Europa o Estados Unidos. Salim lleva trabajando con su cuñado seis meses. Le tiene un poco de miedo. El tono de los faxes de Fuad se hace cada vez más hostil. Por las tardes, Salim se queda en el hotel leyendo el Corán y se dice a sí mismo que pronto todo terminará, que su estancia en este mundo extraño es finita, limitada.
    Su cuñado le dio mil dólares para gastos y el dinero, que en principio le pareció una cantidad considerable, se está esfumando a velocidades insospechadas. Los primeros días, con el temor de ser visto como un árabe pobre, daba propinas a todo el mundo, siempre tenía un dólar de más para dar a quien encontrara. Más tarde pensó que se estaban aprovechando de él, incluso riéndose de él y dejó por completo de dar propinas.
    En su primer y último viaje en metro se perdió y no pudo llegar a la cita. Ahora coge taxis sólo cuando es imprescindible y por lo demás va andando a todas partes. Las oficinas con demasiada calefacción le aturden, las mejillas se le quedan insensibles por el cambio de temperatura, suda bajo el abrigo, los pies le chorrean por la nieve y cuando sopla el viento por las avenidas (que se extiende de norte a sur y las calles de oeste a este, tan simple que Salim siempre sabe donde está la Meca) siente un frío tan intenso en la cara como si le golpearan.
    Nunca come en el hotel (como la factura la pagan los socios de Fuad, él tiene que pagar las dietas). Se compra comida en los puestos de falafel y en pequeñas tiendas, lo esconde bajo su abrigo y lo sube a la habitación ya que hace unos días se dio cuenta de que nadie lo advertía. Aun así se siente extraño al subir las bolsas de comida en el ascensor de luz tenue (Salim siempre tiene que doblarse y bizquear para apretar el botón de su piso) hasta la habitación pequeña que ocupa.
    Salim está molesto. El fax que le esperaba esta mañana cuando se ha levantado era corto, y alternaba un tono de reproche, severo y de desaprobación. Salim les estaba hundiendo, a su hermana, a Fuad, a los socios de Fuad, al sultán de Omán y al mundo árabe al completo. Si no era capaz de conseguir los pedidos, Fuad nunca más sentiría la obligación de contratarlo. Dependían de él. El hotel era demasiado caro. ¿Qué estaba haciendo Salim con su dinero, vivir como un sultán en América? Salim leía el fax en su habitación (donde siempre hacía mucho calor, pero la noche anterior había abierto la ventana y ahora hacía mucho frío). Se quedó sentado allí un rato con una expresión de amargura en el rostro petrificado.
    Salim se dirige al centro de la ciudad, con la maleta de muestras asida como si contuviera diamantes y rubíes, peleando con el frío manzana tras manzana hasta que en la calle 19 de Broadway encuentra una casa ruinosa encima de un ultramarinos. Sube al cuarto hasta la oficina de Panglobal Imports.
    El lugar está sucio, pero es consciente de que en EE.UU. Panglobal maneja casi la mitad del negocio de souvenir que procede del Lejano Oriente. Un pedido, un gran pedido de Panglobal, salvaría el viaje de Salim, marcaría la diferencia entre fracaso y victoria. De modo que Salim se sienta en una silla de madera incómoda en la sala de espera, pone la maleta en su regazo y mira fijamente a la mujer de edad media y pelo teñido de un rojo demasiado intenso, que está sentada en su escritorio sonándose la nariz sin descanso. Un Kleenex tras otro, se suena y lo tira a la basura.
    Salim ha llegado a las 10:30, una hora antes de lo previsto. Ahora está ahí sentado, enrojecido y tiritando; quizás esté incubando una enfermedad. El tiempo pasa lentamente.
    Salim se mira el reloj. Carraspea.
    La mujer le mira desde su escritorio.
    —¿Quiere algo? —pregunta. Suena como: ¿Quiede adgo?
    —Son las once y media —dice Salim.
    La mujer mira el reloj de la pared:
    —Si, lo sé.
    —Tenía una cita a las once —dice Salim con una sonrisa aplastante.
    —El señor Blanding sabe que está aquí —dice ella con reprobación. (Ed señod Bladdid sabe que edta aquí).
    Salim coge un ejemplar pasado del New York Post de la mesa. Habla inglés mejor de lo que escribe y se abre camino a través del artículo como un hombre intentando hacer un crucigrama. El joven gordito espera y mira con ojos de cordero degollado de su reloj al periódico y del periódico al reloj de la pared.
    A las doce y media varios hombres salen del despacho. Hablan gritando, farfullando en americano. Uno de ellos, un hombre grande y barrigón lleva un puro en la boca que no está encendido. Mira a Salim mientras sale. Le dice a la mujer que pruebe el zumo de limón con zinc, según su hermana no hay nada mejor que el zinc y la vitamina C. Le promete que lo hará y le entrega varios sobres. Se los guarda en el bolsillo y entonces él y los otros hombres salen al vestíbulo. El sonido de sus risas se desvanece por las escaleras.
    Es la una. La mujer del escritorio abre un cajón y saca una bolsa de papel marrón que contiene varios sandwich, una manzana y una chocolatina Milky Way. También saca una pequeña botella de plástico de zumo de naranja natural.
    —Perdone —dice Salim—, pero quizás podría llamar al señor Blanding y decirle que todavía le estoy esperando.
    Le mira sorprendida de que todavía esté esperando, como si no hubieran estado juntos durante las dos últimas horas y media.
    —Está comiendo —dice ella. Ezdá cobieddo.
    Salim sabia, lo notaba en lo más hondo de sus entrañas, que Blanding era el hombre del puro apagado.
    —¿Cuándo volverá?
    La chica se encogió de hombros y le pegó un mordisco al sandwich.
    —Tiene más citas durante el día —dice ella. Tiede búa citas dudadle ed día.
    —¿Me recibirá cuando vuelva? —pregunta Salim.
    Ella se encoge de hombros de nuevo y se suena la nariz.
    Salim tiene hambre y se siente cada vez más frustrado e impotente.
    A las tres en punto la mujer le mira y le dice:
    —No tiene pensado volver. —Do tiede pesado vodved.
    —¿Perdón?
    —Ed señad Bladdid. Do tiede pesado vodved.
    —¿Puedo pedir cita para mañana?
    Se limpia la nariz.
    —Tiede que ilahud lod tedéfodo. Pedid cita sólo pod tedéfodo.
    —Ya veo —dijo Salim.
    Y entonces sonríe: Fuad se lo había dicho muchas veces antes de que se fuera de Muscat, en Estados Unidos un vendedor está desnudo sin sonrisa.
    —Mañana llamaré —dice. Coge su maletín de muestras y baja las numerosas escaleras hasta la calle, donde la lluvia helada se vuelve aguanieve. Salim contempla el camino largo y frío de vuelta al hotel de la calle 46, consciente del peso de la maleta, entonces se acerca al bordillo de la acera y hace señales a todos los taxis amarillos que se acercan; tengan la luz de arriba encendida o apagada. Ninguno para.
    Uno de ellos acelera al pasar, una rueda se hunde en un bache lleno de agua y le salpica en los pantalones y en el abrigo con agua enfangada. Durante un momento, se plantea la posibilidad de arrojarse a uno de los coches que avanzan pesadamente por la calle pero se da cuenta de que su cuñado se preocuparía más de la suerte que corriera la maleta de muestras que de él mismo. Piensa que sólo causaría gran tristeza a su querida hermana, la mujer de Fuad (ya que él siempre ha supuesto una vergüenza para sus padres y sus encuentros románticos han sido siempre, por necesidad, breves y relativamente anónimos); y por último duda de que alguno de los coches vaya lo suficientemente rápido como para acabar con su vida.
    Un taxi amarillo abollado para junto a él y feliz de poder abandonar sus pensamientos Salim se sube.
    El asiento trasero está remendado con cinta aislante gris, la barrera de seguridad plexiglás medio abierta está llena de carteles que le prohiben fumar o le informan de las tarifas para ir a los diferentes aeropuertos. La voz grabada de alguien famoso que no conoce le recuerda que se abroche el cinturón de seguridad.
    —Al hotel Paramount, por favor —dice Salim.
    El taxista gruñe y coge la curva para incorporarse al tráfico. Está sin afeitar, lleva un jersey grueso de color tierra y gafas de sol negras de plástico. El tiempo es gris, la noche está cayendo: Salim se pregunta si el hombre tiene problemas en los ojos. Los limpiaparabrisas convierten la calle en un escenario gris y con luces ahumadas.
    Un camión aparece de la nada y se coloca delante de ellos. El taxista se caga en las barbas del profeta.
    Salim mira el nombre en la tarjeta y ve que no es de aquí.
    —¿Cuánto tiempo lleva conduciendo el taxi, amigo? —le pregunta en su lengua materna.
    —Diez años —dice el taxista en la misma lengua—. ¿De dónde es?
    —De Muscat —dice Salim—. En Omán.
    —De Omán. Yo he estado en Omán. Fue hace mucho tiempo. ¿Ha oído hablar de la ciudad de Ubar? —le pregunta el taxista.
    —Por supuesto que sí —dice Salim—. La Ciudad Perdida de las Torres. La encontraron en el desierto hace cinco, diez años, no me acuerdo con exactitud. ¿Formaba parte de la expedición arqueológica?
    —Algo parecido. Era una ciudad buena —dice el taxista—. La mayor parte de las noches había allí acampadas tres o cuatro mil personas, todos los viajeros descansaban en Ubar, sonaba la música, el vino corría como agua y el agua también corría, por eso la ciudad existía.
    —Eso es lo que he oído —dice Salim—. Pero ¿hace cuánto que pereció: mil, dos mil años?
    El taxista no dijo nada. Están parados en un semáforo en rojo. Se pone en verde, pero el taxista no arranca a pesar del inmediato alarido de bocinas. Dubitativo, Salim, a través de un agujero del Plexiglás zarandea al conductor. Levanta la cabeza, pisa a fondo el acelerador y salen disparados por el cruce.
    —Mierda-joder-mierda-joder —dice en inglés.
    —Debe de estar muy cansado, amigo —dice Salim.
    —Llevo conduciendo este taxi dejado de la mano de Alá treinta horas —dice el conductor—. Es demasiado. Antes he dormido cinco horas y conducido catorce. Andamos escasos de compañeros, antes de Navidad.
    —Espero que amase una pequeña fortuna —dice Salim.
    El conductor suspira.
    —No crea. Esta mañana he llevado a un hombre desde la calle 51 hasta el aeropuerto de Newark. Cuando hemos llegado ha salido corriendo hacia el aeropuerto y ya no he podido encontrarlo. Una carrera de cincuenta dólares al garete y he tenido que pagar el peaje a la vuelta yo mismo.
    Salim mueve la cabeza.
    —Yo hoy he perdido todo el día esperando a un hombre que no me recibirá. Mi cuñado me odia. Llevo en Estados Unidos una semana y no he hecho otra cosa que gastar dinero. No vendo nada.
    —¿Qué vende?
    —Mierda —dice Salim—. Chucherías, juguetitos, baratijas sin valor para turistas. Mierda horrible, barata, estúpida y fea.
    El taxista gira a la derecha, esquiva algo y sigue conduciendo. Salim se pregunta cómo puede ver para conducir entre la lluvia, la noche y las gafas de sol oscuras.
    —¿Intenta vender mierda?
    —Sí —dice Salim horrorizado por haber dicho la verdad a cerca de los productos de su cuñado.
    —¿Y no se la van a comprar?
    —No.
    —Qué raro. Mire las tiendas de alrededor, es lo único que venden.
    Salim sonríe nervioso.
    Un camión bloquea la calle delante de ellos: un policía con el rostro encendido de pie frente al camión gesticula, grita y les señala la calle más cercana.
    —Iremos por la Octava avenida, viene de la parte alta de la ciudad por aquí —dice el taxista. Giran por la calle, donde el tráfico está completamente parado. Una cacofonía de bocinas llena el ambiente, pero los coches no se mueven.
    El taxista se acomoda en el asiento. La mandíbula empieza a caerle sobre el pecho, una, dos, tres veces. Entonces empieza a roncar, no muy fuerte. Salim alarga la mano para despertarle, pensando que es lo mejor que puede hacer. Al sacudirle el hombro, el conductor se mueve, Salim le da en la cara con la mano y las gafas le caen en el regazo.
    El taxista abre los ojos, coge las gafas negras de plástico para volver a ponérselas pero ya es demasiado tarde. Salim le ha visto los ojos.
    El coche avanza a través de la lluvia. Los números en el taxímetro siguen aumentando.
    —¿Va a matarme? —pregunta Salim.
    Los labios del conductor están sellados. Salim se mira la cara en el espejo retrovisor.
    —No —dice el taxista muy bajito.
    El coche vuelve a parar. La lluvia golpea el techo.
    Salim empieza a hablar.
    —Mi abuela juraba que había visto un ifrit o, quizás un marid, al anochecer en el final desierto. Le dijimos que se trataba de una tormenta de arena, un poco de viento, pero ella dijo que no, que le vio la cara y los ojos, como los suyos, ardían en llamas.
    El conductor sonríe, pero vuelve a ocultar los ojos tras la gafas de sol de plástico negro y Salim no puede distinguir si hay algo de humor en esa sonrisa o no.
    —Las abuelas también vienen aquí —dice.
    —¿Hay muchos jinn en Nueva York? —pregunta Salim.
    —No, no somos muchos.
    —Hay ángeles, hay hombres que Alá hizo de barro y luego están las personas de fuego, los jinn —dice Salim.
    —La gente no sabe nada sobre nosotros aquí —dice el conductor—. Creen que concedemos deseos. ¿Cree que si pudiera conceder deseos conduciría un taxi?
    —No entiendo.
    El taxista parecía abatido. Salim le miraba a la cara que se reflejaba en el espejo mientras hablaba, fijándose en los labios oscuros del ifrit.
    —Creen que concedemos deseos. ¿Por qué lo creen? Duermo en una habitación apestosa en Brooklyn. Llevo en este taxi a cualquier personaje maloliente que tenga dinero para pagarme y a algunos que no tienen. Les llevo donde necesitan y algunas veces me dan propinas. Algunas veces me pagan. —Le empezó a temblar el labio inferior. El ifrit estaba al limite—. Uno de ellos se cagó en el asiento trasero una vez. Tuve que limpiarlo antes de devolver el taxi. ¿Cómo pudo hacerlo? Tuve que limpiar la mierda fresca del asiento. ¿Está bien eso?
    Salim saca una mano y le da unos golpecitos en el hombro al ifrit. Siente sus carnes firmes bajo el jersey de lana. El ifrit levanta la mano del volante y la posa sobre la mano de Salim durante un instante.
    Salim piensa en el desierto: la arena roja levanta una tormenta de polvo en su mente y las sedas escarlata de las tiendas que rodean la ciudad perdida de Ubar se hinchan y se mueven con el viento.
    Conducen por la Octava avenida.
    —La antigua creencia. No mean en agujeros porque el profeta les dijo que los jinn vivían en agujeros. Saben que los ángeles nos arrojan estrellas ardiendo cuando intentamos oír sus conversaciones. Pero incluso para los ancianos cuando vienen a este país, nosotros estamos muy, muy lejos. Allí no tenía que conducir un taxi.
    —Lo siento —dice Salim.
    —Corren malos tiempos —dice el taxista—. Se avecina una tormenta. Me asusta. No podré hacer nada para evitarla.
    Ninguno de los dos vuelve a dirigirse la palabra durante el resto del trayecto hasta el hotel.
    Cuando Salim sale del taxi le da al ifrit un billete de veinte dólares y le dice que se quede con el cambio. Entonces, en un arrebato de coraje repentino, le da su número de habitación. El taxista no responde. Una mujer joven sube a la parte trasera del taxi y vuelve a conducir bajo el frío y la lluvia.
    Seis de la tarde, Salim todavía no ha escrito el fax para su cuñado. Sale bajo el chaparrón, se compra su kebab de la noche y patatas fritas. Ha sido sólo una semana pero nota que está engordando, redondeando su contorno, haciéndose más blando en esta ciudad de Nueva York.
    Cuando vuelve al hotel se sorprende al ver al taxista en el vestíbulo, con la manos hundidas en los bolsillos. Está mirando con atención una estantería de postales en blanco y negro. Sonríe con timidez al ver a Salim.
    —He llamado a su habitación —dice—, pero no contestaba nadie. Así que he decidido esperar.
    Salim también sonríe y le toca el brazo.
    —Estoy aquí —dice.
    Entran juntos al ascensor de tenue luz verde y suben al quinto piso cogidos de la mano. El ifrit le pregunta si puede utilizar el baño.
    —Me siento sucio —dice. Salim asiente con la cabeza. Se sienta en la cama, que llena la mayor parte de la pequeña habitación blanca y oye el ruido de la ducha. Salim se quita los zapatos, los calcetines y el resto de la ropa.
    El taxista sale de la ducha mojado con una toalla atada a la cintura. No lleva las gafas de sol y en la tenebrosidad de la habitación sus ojos brillan como llamas ardiendo.
    Salim contiene las lágrimas.
    —Ojalá pudiera ver lo que yo veo —dice.
    —No concedo deseos —susurra el ifrit mientras se quita la toalla y empuja con suavidad pero con firmeza a Salim hacia la cama.
    Al cabo de una hora o más el ifrit se corre, después de clavársela a Salim en la boca. Éste se ha corrido ya dos veces. El semen del jinn sabe extraño, muy fuerte, le abrasa la garganta.
    Salim va al baño y se lava la boca. Cuando vuelve a la habitación el taxista duerme en la cama blanca, roncando en paz. Salim se mete en la cama y se pone a su lado, se acurruca cerca del ifrit e imagina el desierto en su piel.
    Cuando se está quedando dormido, se da cuenta de que todavía no le ha escrito el fax a Fuad y se siente culpable. En lo más profundo de su ser se siente vacío, solo. Estira su brazo, coge con la mano el pene tumefacto del ifrit y se duerme tranquilo.
    Se despiertan en la habitación pequeña, se mueve, vuelven a hacer el amor. En un momento dado, Salim se da cuenta de que está llorando y que el ifrit le seca las lágrimas con los besos de sus labios ardientes.
    —¿Cómo te llamas? —le pregunta Salim al taxista.
    —Hay un nombre en mi permiso de conducir pero no es el verdadero —dice el ifrit.
    Después Salim ya no pudo recordar donde acababa el sexo y donde empezaba el sueño.
    Salim se despierta solo en la habitación, el sol frío se cuela por la ventana.
    También descubre que la maleta de muestras ya no está, todas las botellas, los anillos y los souvenir de cobre han desaparecido junto a la maleta, su pasaporte y su billete de avión de regreso a Omán.
    Encuentra un par de téjanos, la camiseta y el jersey de lana color tierra en el suelo. Debajo encuentra un permiso de conducir a nombre de Ibrahim bin Irem, una licencia de taxi al mismo nombre y un juego de llaves con una dirección escrita en inglés en un trozo de papel. Las fotos del permiso y la licencia no se parecen mucho a Salim pero tampoco se parecían mucho al ifrit.
    El teléfono suena: es la recepción para recordarle que Salim ya ha dejado el hotel y que su invitado debe abandonar la habitación pronto para que puedan prepararla para el próximo cliente.
    —No concedo deseos —dice Salim y nota el modo en que las palabras solas toman forma en su boca.
    Se siente extrañamente aturdido al vestirse.
    Nueva York es muy simple, las avenidas van de norte a sur, las calles de oeste a este.
    —No puede ser muy difícil —se dice a sí mismo.
    Tira las llaves al aire y las coge. Se pone las gafas de sol de plástico negro que encuentra en el bolsillo y sale de la habitación para ir a buscar su taxi.


    CAPITULO OCTAVO

    El decía que los muertos tenían alma, pero cuando le pregunté
    cómo podía ser... pensaba que los muertos eran almas,
    desapareció mi estupor. ¿No te hace pensar
    que hay algo que los muertos ocultan?
    Sí, hay algo que los muertos ocultan.

    —Robert Frost, Two Witches.

    Después de cenar Sombra aprendió que la semana antes de Navidad suele ser tranquila en una funeraria. Estaban sentados en un restaurante pequeño, a dos manzanas de la funeraria Ibis y Jacquel. Sombra pidió para comer un desayuno completo, que venía acompañado de unas tortitas fritas. El señor Ibis comía de un trozo de tarta de café mientras le contaba:
    —Los más perseverantes todavía aguantan a la espera de una última Navidad —dijo el señor Ibis—, o incluso de un último Año Nuevo; mientras que los demás, aquellos a los que el regocijo y la felicidad ajena les resulta demasiado doloroso, a los que no les va a tumbar ahora la última proyección de ¡Qué bello es vivir!, digamos que todavía no ha llegado para ellos la gota que colmó el vaso, o más bien la bola de que tiró al suelo el árbol de Navidad.
    Ibis y Jacquel era una funeraria pequeña, de carácter familiar, una de las casas funerarias realmente independientes de la zona según el señor Ibis.
    —En la mayor parte de compras que realiza un ser humano se valoran las marcas de peso nacional —dijo.
    El señor Ibis hablaba con explicaciones, una lectura amable y comedida que le recordaba a un profesor de la universidad que solía ir al Muscle Farm y no sabía hablar, sólo podía dar discursos, exponer, explicar. Sombra se había dado cuenta al poco de conocer al señor Ibis de que lo que se esperaba de él en las conversaciones con el director de la funeraria era intervenir las menos veces posible.
    —Así lo creo porque a la gente le gusta saber qué están consumiendo a largo plazo. De ahí que McDonald’s, Wal Mart, F. W. Woolworth (Dios lo tenga en su gloria) sean marcas consolidadas y visibles por todo el país. Allá donde vas te das cuenta de que, salvo pequeñas variantes regionales, todo es lo mismo.
    »Sin embargo, en lo que se refiere a las funerarias, las cosas son, a la fuerza, diferentes. Tienes que sentir que estás recibiendo un servicio personal, propio de una población pequeña, de alguien que tiene una vocación por su oficio. Quieres atención personalizada para ti y para los más queridos en un momento difícil. Deseas que tu sufrimiento se reduzca al ámbito local y que no se extienda al nacional. Sin embargo en todos las ramas industriales —y la muerte es una industria, no te equivoques, amigo mío— uno hace dinero trabajando a lo grande, comprando a granel, centralizando las operaciones. La realidad no siempre es bonita. El problema es que a nadie le resulta agradable que sus seres más queridos viajen en una furgoneta refrigeradora hacia un almacén antiguo donde puede que haya veinte, cincuenta o cien cadáveres más. No señor. Estas personas quieren pensar que los llevan a un lugar acogedor, donde serán tratados con el máximo respeto por alguien ante el que se quitarían el sombrero si se lo cruzaran por la calle.
    El señor Ibis llevaba sombrero. Era de un marrón soberbio, que hacía juego con la sobriedad de su rostro y de su chaqueta marrón. Las gafas pequeñas de montura dorada se acomodaban en su nariz. Sombra recordaba al señor Ibis como un señor bajito; pero cada vez que se ponía de pie junto a él redescubría que medía más de un metro ochenta, una grulla larguirucha. Sentado frente a él a una mesa rojo brillante, Sombra se percató de que no podía quitarle la vista de encima.
    —Así que cuando llegan los peces gordos, compran el nombre de la empresa, pagan a los directores de la funeraria para que se queden, dan apariencia de diversidad. Pero es tan sólo la punta del iceberg. En realidad, son tan locales como Burger King. Así que nosotros, por motivos propios, somos realmente independientes. Nosotros mismos hacemos el embalsamamiento y es el mejor del estado, aunque nadie más a parte de nosotros lo sepa. Sin embargo, no realizamos incineraciones. Podríamos ganar más dinero pero no estamos especializados. Según mi socio, si el Señor te da un don, una habilidad, tienes la obligación de utilizarlo lo mejor que puedas. ¿No estás de acuerdo?
    —Me parece bien —dijo Sombra.
    —El Señor le dio a mi socio dominio sobre los muertos, como a mí, sobre las palabras. Algo curioso, las palabras. Escribo libros de cuentos ¿sabes? Nada literario. Lo hago para mí. Descripciones de vidas. —Hizo una pausa.
    Para cuando Sombra se dio cuenta de que tendría que haber preguntado si podía leer una ya había perdido la oportunidad.
    —Bueno, lo que les ofrecemos aquí es continuidad, ha habido aquí un Ibis y Jacquel durante casi doscientos años. Pero no siempre hemos sido directores de funeraria. Antes nos llamaban amortajadores y antes de eso, arreglamuertos.
    —¿Y antes?
    —Bueno —dijo el señor Ibis con una sonrisa presumida—, nos remontamos mucho en el tiempo. Por supuesto, no fue hasta antes de la guerra civil cuando encontramos nuestro rincón aquí. Ahí fue cuando nos convertimos en los funerarios para los amigos de color de las inmediaciones. Antes nadie nos había considerado de color, puede que extranjeros, exóticos, morenos, pero no de color. Una vez finalizada la guerra, bastante pronto, nadie puede recordar los tiempos en los que no se nos consideró negros. Mi socio siempre ha tenido la piel más oscura que yo. Fue una transición fácil. En definitiva eres lo que tú crees ser. Es raro cuando se habla de afroamericanos. Me hace pensar en Punt, Ophir o Nubia. Nunca nos hemos considerado africanos, éramos la gente del Nilo.
    —¿Así que eran egipcios? —preguntó Sombra.
    El señor Ibis arrugó el labio inferior y su cabeza se movía de un lado a otro como si rebotara en una goma. Analizaba los pros y los contras, todos los diferentes puntos de vista.
    —Pues sí y no. Egipcios me hace pensar en los que viven allí ahora. Los que construyen ciudades sobre nuestros cementerios y palacios. ¿Se parecen a mí?
    Sombra se encogió de hombros. Había visto a tipos negros que se parecían al señor Ibis y tipos blancos bronceados que también se le parecían.
    —¿Cómo está esa tarta de café? —preguntó la camarera mientras les servía más café.
    —Es la mejor que he probado —respondió el señor Ibis—. Dale recuerdos a tu mamá.
    —Lo haré —dijo y se marchó.
    —Si eres director de funeraria ya no te interesas por la salud de nadie. Pueden pensar que lo haces sólo por cuestiones de negocio — dijo el señor Ibis en un tono más bajo—. ¿Vamos a ver si ya está preparada tu habitación?
    Su aliento se convertía en vapor en el aire nocturno. Las luces de Navidad parpadeaban en los escaparates de las tiendas por las que pasaban.
    —Es muy amable de tu parte ayudarme —dijo Sombra—. Muchas gracias.
    —Le debemos a tu jefe una serie de favores. Y el Señor sabe que tenemos una habitación. Es una casa grande y vieja. Solíamos ser más ¿sabes? Ahora sólo estamos los tres. No molestas.
    —¿Sabes por casualidad cuánto tiempo tengo que quedarme?
    El señor Ibis negó con la cabeza.
    —No lo dijo, pero estamos contentos de tenerte aquí y podemos encontrarte un trabajo. Si no eres escrupuloso y tratas a los muertos con respeto.
    —Bueno —preguntó Sombra—, ¿y qué hacéis vosotros en Cairo? ¿Fue sólo por el nombre o algo así?
    —No, nada de eso. De hecho la región se llama así por nosotros, aunque casi nadie lo sabe. Era una zona de comercio en la antigüedad.
    —¿En la época de las fronteras?
    —Puedes llamarlo así —dijo Ibis—. ¡Buenos días señorita Simmons! ¡Y feliz Navidad a usted también! El tipo que me trajo aquí vino por el Misisipi hace mucho tiempo.
    Sombra se paró y le observó.
    —¿Intentas decirme que los antiguos egipcios vinieron aquí para comerciar hace cinco mil años?
    El señor Ibis no dijo nada, pero se rió a carcajadas. Entonces dijo:
    —Tres mil quinientos treinta años. ¿Lo tomas o lo dejas?
    —Vale —dijo Sombra—, te creo. ¿Con qué comerciaban?
    —Con poco —dijo el señor Ibis—. Pieles de animales, algo de comida, cobre de las minas de lo que ahora es la península de Michigan. En general fue decepcionante. El esfuerzo no valió la pena. Se quedaron el tiempo suficiente para creer en nosotros, para sacrificarse por nosotros y para que unos cuantos comerciantes murieran de fiebre y fueran enterrados aquí. Así fue como nos instalamos —Se paró en seco en medio de la acera, se dio la vuelta lentamente con los brazos extendidos—. Este país ha sido centro neurálgico durante diez mil años o más. Y me preguntarás ¿y que pasa con Colón?
    —Claro —dijo Sombra por obligación—. ¿Qué pasa con él?
    —Colón hizo lo que mucha gente había estado haciendo durante miles de años. No era nada especial llegar a América. He ido escribiendo historias sobre esto a lo largo de todo este tiempo —Empezaron a caminar de nuevo.
    —¿Historias reales?
    —Hasta cierto punto sí. Te dejaré leer una o dos si quieres. Todo está ahí, delante de aquel que tenga ojos para verlo. A mí, y te lo digo en calidad de suscrito a la revista Scientific American, me dan pena los profesionales cada vez que encuentran un cráneo que les confunde, algo que perteneció a una persona equivocada, o cuando encuentran estatuas o artefactos que les llevan por el camino equivocado. Me dan pena porque hablan de lo extraño del hallazgo y no de lo imposible, ya que si algo se convierte en imposible se escapa a toda creencia, aunque sea o no real. Quiero decir, un cráneo que muestra que el pueblo Ainu, los aborígenes japoneses, estuvieron en América hace nueve mil años. Otro que demuestra que había polinesios en California unos dos mil años más tarde. Y todos los científicos se rompen los cascos intentando averiguar quién desciende de quién y pierden el norte por completo. Sólo el cielo sabe que pasaría si alguna vez descubrieran los túneles de emergencia de los Hopi. Eso aclararía unas cuantas cosas, tiempo al tiempo.
    »¿Llegaron los irlandeses en los años oscuros? Me preguntarás. Por supuesto que sí y los galeses y los vikingos, mientras que los africanos de la costa oeste —lo que más tarde se conocerá como la costa de los esclavos o la Costa de Marfil— comerciaban con Sudamérica y los chinos visitaron Oregón (Fu Sang, como lo llamaban ellos) un par de veces. Los vascos establecieron sus zonas de pesca sagrada en las costas de Terranova hace mil doscientos años. Ahora supongo que dirás: «Pero, señor Ibis, estas gentes eran primitivos, no tenían radios ni vitaminas ni aviones».
    Sombra no había dicho nada y ni tan siquiera pensaba hacerlo, pero sintió que tenía que hacerlo.
    —¿Y no lo eran? —las últimas hojas muertas del otoño crujían bajo las suelas de sus zapatos, anuncio del invierno.
    —Un concepto erróneo es que el hombre no había realizado desplazamientos de larga distancia en barco antes de los tiempos de Colón. Ya en lugares como Nueva Zelanda, Tahití e innumerables islas del Pacifico se habían asentado pueblos cuya destreza en el arte de la navegación habría dejado en ridículo al mismísimo Cristóbal Colón. Y la riqueza de África provenía del comercio, en gran parte con el este, pero también con India y China. Mi gente, los del Nilo, descubrimos más pronto que con una embarcación de cañas se podía dar la vuelta al mundo si se tenía la paciencia y las jarras de agua dulce suficientes. Ves, el problema principal de venir a América en aquellos tiempos era que aquí no había mucho material con el que se quisiera comerciar y estaba demasiado lejos.
    Habían llegado a una casa inmensa, construida al estilo conocido como reina Ana. Sombra se preguntaba quién fue la reina Ana y por qué era tan amiga de las casas estilo Familia Adams. Era la única construcción que no tenía las ventanas tapiadas. Atravesaron la verja y entraron por la parte trasera del edificio.
    Pasaron por unas puertas dobles enormes que el señor Ibis abrió con una llave de su llavero y llegaron a una habitación grande y fría ocupada por dos personas: un hombre muy alto, de piel oscura con un escalpelo en la mano y una adolescente muerta tumbada en una mesa de porcelana que bien podría haber sido un lavabo o una losa.
    Varias fotografías de la chica colgaban de un tablón de corcho en la pared sobre el cadáver. Sonreía en una de ellas, una foto de instituto. En otra, posaba junto a tres chicas más. Llevaba el vestido de graduación y el pelo negro recogido en un intrincado moño.
    El pelo con restos de sangre seca le caía por los hombros, a la joven fría sobre la porcelana.
    —Este es mi socio, el señor Jacquel —dijo Ibis.
    —Ya nos conocemos —dijo Jacquel—. Perdona que no te estreche la mano.
    Sombra miró a la chica de la mesa.
    —¿Qué le pasó? —preguntó.
    —Mal gusto para novios —dijo Jacquel.
    —No siempre termina así —dijo el señor Ibis—. Pero esta vez si. Él estaba borracho, tenía un cuchillo y ella le contó que podría estar embarazada. Él no creyó que el niño fuera suyo.
    —La apuñaló... —dijo el señor Jacquel y empezó a contar. Se oyó un clic cuando pisó el interruptor de pie y encendió un dictáfono pequeño situado cerca de la mesa—, cinco veces. Presenta tres heridas por arma blanca en la parte interior del pecho. La primera se encuentra entre el cuarto y quinto espacio intercostal junto al pecho izquierdo, dos coma dos centímetros de profundidad; la segunda y tercera, superpuestos, se hallan en la parte inferior izquierda entre los pechos, penetran el sexto espacio intercostal, tres centímetros de profundidad. Presenta una herida por arma blanca de dos centímetros de longitud en la parte superior del pecho en el segundo espacio, y otra de cinco centímetros y un máximo de uno coma seis centímetros de profundidad en el deltoides izquierdo anteromedial, una herida despiadada. Todas las heridas por arma blanca del pecho son penetrantes. No existen otras heridas exteriores visibles. —Dejó de apretar el interruptor. Sombra vio un micrófono pequeño suspendido encima de la mesa de embalsamamiento.
    —¿Así que tú eres también el forense? —preguntó Sombra.
    —El forense es un cargo político aquí —dijo Ibis—. Se encargan de darle una patada al cadáver, y si no se la devuelve firma el certificado de defunción. Jacquel es más bien el prosector. Trabaja para el cuerpo médico del condado. Realiza autopsias y guarda muestras de tejido para los análisis. Ya ha fotografiado el cuerpo.
    Jacquel no les prestaba ni la más mínima atención. Cogió un escalpelo grande y realizó una incisión profunda en forma de «V» desde las clavículas hasta el final del esternón y después la «V» pasó a ser una «Y» al continuar la incisión en línea recta hasta el pubis. Cogió lo que parecía un pequeño taladro de cromo redondo en forma de medallón con una cuchilla en el extremo. Lo enchufó y realizó una perforación a través de las costillas a ambos lados del esternón.
    La joven se desplegó como un monedero.
    De repente Sombra se dio cuenta de un ligero pero desagradable y penetrante olor a carne.
    —Pensaba que olería peor —dijo Sombra.
    —Todavía está bastante fresca —dijo Jacquel—. Y los intestinos no se perforaron, así que no huele a mierda.
    Sombra se dio cuenta de que miraba hacia otro lugar no por repulsión, como podría haber esperado, sino por el extraño deseo de no invadir la intimidad de la chica. Resultaría difícil estar más desnudo que esta cosa abierta sobre la mesa.
    Jacquel sacó los intestinos que serpenteaban en su barriga, por debajo del estómago hacia la pelvis. Los examinó con detenimiento, centímetro a centímetro, los describió como «normales» dirigiéndose al micrófono y los puso en un cubo del suelo. Le extrajo toda la sangre del pecho con una bomba y midió su volumen. Se dispuso a inspeccionar el interior del pecho. Dijo al micrófono: «Presenta tres laceraciones en el pericardio, que se encuentra lleno de coágulos en licuefacción».
    Jacquel cogió el corazón, lo cortó por los extremos y le dio la vuelta en la palma de la mano examinándolo. Accionó el interruptor con el pie y dijo: «Hay dos laceraciones en el miocardio; una laceración de un centímetro y medio en el ventrículo derecho y una de uno coma ocho centímetros que penetra el ventrículo izquierdo».
    Jacquel extrajo los pulmones. El izquierdo había sido apuñalado y se había colapsado. Pesó los órganos y fotografió las heridas. De cada pulmón recogió una muestra de tejido que puso dentro de un bote.
    —Formaldehido —susurró el señor Ibis amablemente.
    Jacquel continuó hablándole al micrófono, describiendo lo que hacía y veía mientras le quitaba el hígado, el estómago, la bilis, el páncreas, ambos riñones, el útero y los ovarios.
    Pesó cada uno de los órganos, los describió como normales y no dañados. De cada uno de ellos cogió una muestra y la puso en el bote con formaldehido.
    Del corazón, el hígado y los riñones extrajo otras muestras que masticó, despacio, haciéndolas durar, mientras trabajaba.
    A Sombra le pareció un buen oficio; digno, en absoluto obsceno.
    —¿Así que quieres quedarte por un tiempo? —dijo Jacquel mientras masticaba un trozo del corazón de la chica.
    —Si no os importa —dijo Sombra.
    —Claro que no —dijo el señor Ibis—. No hay ningún motivo por el que no puedas quedarte y muchos para que te quedes. Estarás bajo nuestra protección mientras estés aquí.
    —Espero que no te incomode dormir bajo el mismo techo que los muertos —dijo Jacquel.
    Sombra pensó en el roce de los labios de Laura amargo y frío.
    —No —dijo—. Siempre y cuando sigan muertos.
    Jacquel se volvió y le miró con sus ojos marrón oscuro tan fríos y excéntricos como el postre de un perro.
    —Aquí permanecen muertos —fue todo lo que dijo.
    —Me parece —dijo Sombra—, me parece que los muertos vuelven a la vida con bastante facilidad.
    —En absoluto —dijo Ibis—. Incluso los zombis se hacen a partir de los vivos ¿sabes? Unos polvos, unos cantos, algo de magia y ya tienes un zombi. Viven pero saben que están muertos. Pero para devolver la vida a un muerto en su propio cuerpo hace falta poder —dudó por un momento—. En la tierra antigua, en otros tiempos resultaba más fácil.
    —Podías unir el ka de un hombre a su cuerpo durante cinco mil años —dijo Jacquel—. Unirlo o perderlo. Pero de eso hace mucho tiempo.
    Cogió todos los órganos que había extraído y los colocó de nuevo, con sumo respeto, en la cavidad corporal. Puso los intestinos y el esófago en su sitio y unió los extremos de la piel. Entonces cogió una aguja gruesa e hilo y la cosió con puntadas rápidas y silenciosas como si cosiera una pelota de baseball. Los trozos de carne retomaron su forma humana anterior.
    —Necesito una cerveza —dijo Jacquel.
    Se quitó los guantes de látex, los tiró a la papelera y tiró en un canasto la bata marrón oscuro. Entonces cogió una bandeja de cartón con los botes que contenían las rebanadas moradas y marrones de órganos.
    —¿Vienes?
    Subieron por unas escaleras negras hasta la cocina. Era marrón y blanca, una habitación sobria y respetable con una decoración que a Sombra le pareció digna de los años 20. Había una nevera Kelvinator enorme que pegaba golpes contra la pared. Jacquel abrió la puerta de la Kelvinator, puso los botes de plástico con los trozos de bilis, riñones, hígado y corazón dentro. Sacó tres botellas marrones. Ibis abrió un armario con puerta de cristal y sacó tres vasos de tubo. Le dijo a Sombra con un gesto que se sentara a la mesa de la cocina.
    Ibis sirvió las cervezas y le pasó un vaso a Sombra y otro a Jacquel. Era una cerveza buena, amarga y tostada.
    —Buena cerveza —dijo Sombra.
    —La elaboramos nostros mismos —dijo Ibis—. En los tiempos antiguos las mujeres se encargaban de su elaboración. Eran mejores cerveceras que nosotros. Pero ahora solo estamos nosotros tres. Yo, él y ella —se volvió hacia una gatita marrón y gorda que dormía en una cesta en una esquina de la habitación—. Éramos más en un principio. Set se fue a explorar y nos dejó ¿hace cuánto, doscientos? Puede ser. Recibimos una postal suya desde San Francisco en 1905, 1906. Desde entonces, nada. Y el pobre Horus... —su voz se apagó en un suspiro y agitó su cabeza.
    —Todavía lo veo, de vez en cuando —dijo Jacquel—. De camino a hacer una recogida —sorbió la cerveza.
    —Trabajaré para mantenerme —dijo Sombra—. Mientras que esté aquí decidme lo que necesitáis que haga y lo haré.
    —Te encontraremos un trabajo —le dijo Jacquel.
    La gatita marrón abrió los ojos y se estiró. Caminó por la cocina y frotó su cabeza en la bota de Sombra. Bajó la mano y le acarició la frente, la parte trasera de la orejas y el cuello. Ella se arqueó con elasticidad, saltó a su regazo, se apretó contra su pecho y juntó su nariz húmeda a la de él. Se acurrucó en sus brazos y siguió durmiendo. La acarició: su piel era muy suave y ella estaba a gusto y calentita en el brazo. Actuaba como si se encontrara en el lugar más seguro del mundo y eso reconfortaba a Sombra.
    La cerveza se le subió a la cabeza.
    —Tu habitación está al final de las escaleras, al lado del baño —dijo Jacquel—. La ropa de trabajo está colgada en el armario, ya la verás. Supongo que querrás lavarte y afeitarte antes.
    Así hizo Sombra, se duchó bajo el tubo de hierro fundido y se afeitó, muy nervioso, con una cuchilla afilada con empuñadura de nácar que le prestó Jacquel. El filo resultaba macabro, Sombra sospechaba que lo usaba para darles a los muertos su último afeitado. Aunque no se había nunca afeitado a cuchilla no se cortó. Se limpió la espuma de afeitar y se miró desnudo al espejo del baño cubierto con manchas de mosca. Tenía magulladuras: nuevos moratones en el pecho y los brazos sobre los anteriores que Sweeney el Loco le había proporcionado. Sus ojos reflejados en el espejo le miraron con desconfianza.
    Y luego, como si alguien le cogiera la mano, levantó la cuchilla y se la puso contra la garganta.
    «Sería la forma de acabar con todo —pensó—. Una salida fácil. Si hubiera alguien que simplemente tomara nota de lo sucedido, alguien que arreglara todo y siguiera con su vida. Ese alguien son las personas que están abajo, tomando una cerveza en la mesa de la cocina. No más preocupaciones. No más Laura. No más misterios y conspiraciones. No más pesadillas. Sólo paz y tranquilidad para el resto de la vida. Un corte limpio, de oreja a oreja. Eso era todo».
    Se quedó plantado, la cuchilla contra el cuello. Un hilo de sangre brotó donde la punta presionaba la carne. Ni siquiera se había dado cuenta de que tenía un corte. «Ves —se dijo a sí mismo, y casi podía escuchar el susurro de sus propias palabras—. No duele. Demasiado afilado para que duela. Me habré muerto antes de darme cuenta».
    Entonces la puerta del baño se abrió tan sólo unos pocos centímetros lo suficiente para que la gata marrón pusiera su cabeza contra el marco de la puerta y ronroneara mirándole con curiosidad.
    —¡Eh! —le dijo—. Pensaba que había cerrado con llave.
    Guardó la cuchilla cortacuellos, la puso en un lado del lavabo y se puso un poco de papel higiénico en el corte sangrante. Se anudó una toalla a la cintura y fue a la habitación de al lado.
    Su habitación, como la cocina, parecía decorada al estilo de los años veinte: había una palangana y una jarra junto a una cajonera y un armario. Alguien ya había puesto la ropa encima de la cama: un traje negro, una camisa blanca, una corbata negra, ropa interior blanca y calcetines negros. Los zapatos negros estaban sobre la alfombra persa junto a la cama.
    Se vistió. La ropa era de buena calidad, aunque no parecía nueva. Se preguntó a quién pertenecerían. ¿Llevaba los calcetines de un muerto? Se ajustó la corbata en el espejo y esta vez su reflejo le sonreía burlón.
    Ahora le parecía una inconveniencia haber pensado en degollarse. Su reflejo continuaba sonriéndole mientras se ponía la corbata.
    —¡Eh! —le dijo—. ¿Sabes algo que yo no sepa? —y de inmediato se sintió imbécil.
    La puerta crujió al abrirse. La gata se coló por la ranura entre el dintel y la puerta, atravesó la habitación y se subió al alféizar de la ventana.
    —¡Eh! —le dijo—. He cerrado la puerta. Se que la he cerrado. —La gata le miró con interés. Tenía los ojos amarillo oscuro, del color del ámbar. Saltó del alféizar a la cama, donde se hizo una bola de pelo y siguió durmiendo, un círculo de gato sobre la colcha vieja.
    Sombra dejó la puerta de la habitación abierta para que se aireara un poco y la gata pudiera salir y bajó. Las escaleras crujían y temblaban a cada paso, protestando por el peso, como si lo único que quisieran fuera que las dejaran en paz.
    —¡Uauh! Te queda muy bien —dijo Jacquel. Le esperaba al pie de la escalera vestido con un traje negro parecido al de Sombra—. ¿Has conducido alguna vez un coche fúnebre?
    —No.
    —Siempre hay uno aparcado ahí fuera.
    —La primera vez para todo —dijo Jacquel.
    Había muerto una mujer mayor. Se llamaba Lila Goodchild. Siguiendo las órdenes del señor Jacquel. Sombra subió la camilla plegada de aluminio por unas escaleras estrechas hasta la habitación y la desplegó junto a la cama. Cogió una bolsa de plástico azul translúcida, la puso junto al cuerpo de la mujer en la cama y bajó la cremallera. La mujer llevaba una bata guateada rosa. Sombra la cogió, tan frágil que casi no pesaba, la envolvió en una manta y la metió en la bolsa. Subió la cremallera y la metió en la camilla. Mientras Sombra trabajaba, Jacquel hablaba con un anciano que había estado casado con Lila Goodchild, cuando todavía estaba viva. O mejor escuchaba lo que el hombre le contaba. Cuando Sombra subía la cremallera, el hombre estaba relatando lo desconsiderados que habían sido sus hijos, y también sus nietos, aunque eso no era culpa suya, era culpa de sus padres, ya se sabe, de tal palo tal astilla, él los habría educado mucho mejor.
    Sombra y Jacquel arrastraron la camilla hasta la angosta escalera. El anciano les seguía sin callar, hablaba de dinero, codicia e ingratitud. Llevaba zapatillas de estar por casa. Sombra cargo con el extremo más pesado de la camilla escaleras abajo, la sacó a la calle y la arrastró por la acera helada hasta el coche fúnebre. Abrió la puerta trasera del vehículo. Sombra dudó y Jacquel le dijo:
    —Simplemente empújala. Las ruedas se pliegan solas.
    Sombra empujó la camilla que se deslizó hacia el interior del coche. Jacquel le enseñó cómo asegurarla y Sombra cerró la puerta mientras Jacquel escuchaba al hombre que había estado casado con Lila Goodchild y que sin importarle el frío, con sus zapatillas de estar por casa y su albornoz en el crudo invierno le contaba lo buitres que eran sus hijos, peores que buitres carroñeros al acecho para recoger lo poco que él y Lila habían podido sacar juntos. Cómo habían volado juntos a San Louis, a Memphis, a Miami, cómo habían dado a parar a Cairo y lo tranquilo que estaba de que su mujer no se hubiera muerto en una residencia para ancianos, y lo preocupado que hubiera estado de haber sido así.
    Acompañaron al señor a su casa por las escaleras hasta la habitación. En una de las esquinas había una televisión. Al pasar junto a ella, Sombra se dio cuenta de que el presentador del telediario le sonreía y le guiñaba el ojo. Cuando se aseguró de que nadie le veía le hizo un corte de mangas.
    —No tienen dinero —dijo Jacquel una vez en el coche—. Vendrá a ver a Ibis mañana. Elegirá el funeral más barato. Me imagino que sus amigos le intentarán convencer de que le de el último adiós en el salón. Pero él se resistirá. No tiene dinero. Hoy en día nadie de los alrededores tiene dinero. De todas maneras se morirá dentro de seis meses. Un año máximo.
    Copos de nieve caían delante de los faros. La nieve venía del sur. Sombra preguntó;
    —¿Está enfermo?
    —No se trata de eso. Las mujeres viven más que los hombres. Los hombres, al menos los que son como yo, no viven mucho más cuando fallecen sus mujeres. Ya verás, ahora él empezará a divagar, ella se lo ha llevado todo consigo. Se siente cansado, se desvanece, se deja llevar y muere. Puede que sea de una neumonía, de cáncer o de un paro cardiaco. A la edad anciana, ya no tienes fuerza para luchar. Entonces mueres.
    Sombra recapacitó.
    —¡Eh, Jacquel!
    —¿Sí?
    —¿Crees que existe el alma? —no era la pregunta exacta que iba a hacer y le pilló por sorpresa oír esas palabras salir de su boca. No tenía la intención de ser tan directo, pero no encontraba otra manera de decirlo.
    —Depende. En mis tiempos estaba todo establecido. Cuando morías te ponías a la cola y te preguntaban cuales habían sido tus buenas obras y las malas. Si las malas pesaban más que una pluma, tu corazón servía de alimento para Ammet, el Devorador de Almas.
    —Se comería muchos.
    —No tantos como piensas. Era una pluma muy pesada, era especial. Tenías que ser un auténtico diablo para inclinar la balanza a su favor. ¡Para! Vamos a repostar en esa gasolinera.
    Las calles estaban desiertas, como sólo lo están cuando empieza el período de nieves.
    —Vamos a tener unas Navidades blancas —dijo Sombra mientras llenaba el depósito.
    —Sí. Mierda. Ese chico era un hijo de virgen con suerte.
    —¿Jesucristo?
    —Un tipo muy afortunado. Podía caer en un agujero de mierda y salía oliendo a rosas. ¡Joder! Y ni siquiera es su cumpleaños ¿lo sabías? Se lo quitó a Mitra. ¿Has conocido ya a Mitra? Gorra roja. Un chaval majo.
    —No, me parece que no.
    —Bueno... nunca he visto a Mitra por aquí. Era un mocoso del ejército. Puede que esté de nuevo en Oriente Medio, de relajo, pero supongo que ya se habrá esfumado a estas alturas. También sucede. Algún día todo soldado del imperio tiene que ducharse con la sangre del toro sacrificado. Y ya ni siquiera recuerdan cuándo es tu cumpleaños.
    Los limpiaparabrisas apartaban la nieve con un movimiento elegante y los convertían en remolinos de puro hielo.
    El semáforo pasó de ámbar a rojo y Sombra pisó el freno. El coche fúnebre coleó de un lado a otro de la carretera vacía antes de detenerse.
    Se puso en verde. Sombra conducía a veinte kilómetros por hora, suficiente para ir por una carretera resbaladiza. Era feliz yendo en segunda: supuso que le costaría mucho tiempo a esa velocidad y que retendría el tráfico.
    —Así bien —dijo Jacquel—. Pues sí, Jesús lo lleva bien por aquí. Pero conocí a un tipo que decía haberlo visto haciendo dedo en la carretera de Afganistán y que nadie le recogía. ¿Sabes? Depende de donde te encuentres.
    —Creo que se avecina una tormenta de verdad —dijo Sombra y hablaba en concreto del tiempo meteorológico.
    Sin embargo cuando Jacquel empezó a hablar, no se refería precisamente al tiempo.
    —Míranos a Ibis y a mí —dijo—. Estaremos fuera del mapa en pocos años. Tenemos ahorros suficientes para el período de vacas flacas; pero llevamos ya mucho tiempo de vacas flacas y cada vez adelgazan más. Horus está loco, está como una puta cabra, se pasa el día como un halcón, come trozos de carne, ¿qué tipo de vida es ésa? Has visto a Bast. Nosotros estamos en mejor forma que la mayoría de ellos. Al menos nos queda algo de fe para ir tirando. Muchos de esos capullos no tienen ni eso. Es como el negocio de la funeraria, los peces gordos se harán un día con él, te guste o no, porque son más poderosos, más eficientes y trabajan. Nuestra lucha no va a cambiar nada porque ya perdimos esta batalla cuando llegamos a la tierra verde hace cien, mil o diez mil años. Nosotros llegamos y a América no le importó ni lo más mínimo. Nos compran, o avanzamos deprisa o emprendemos otro viaje. Así que estás en lo cierto. Se avecina tormenta.
    Sombra giró por la calle donde estaban todas las casas tapiadas excepto una.
    —Entra por detrás —dijo Jacquel.
    Entró el coche fúnebre hasta que casi tocó la puerta doble de la parte trasera de la casa. Ibis abrió el vehículo y las puertas mortuorias y Sombra soltó la camilla y la empujó. Las ruedecillas se deslizaron y cayeron ayudadas por el amortiguador. Llevó la camilla hasta la mesa de autopsias. Cogió a Lila Goodchild acunándola en la bolsa opaca como si fuera un bebe dormido y la colocó con cuidado sobre la mesa en la gélida sala, como si tuviera miedo de despertarla.
    —Tenemos una tabla para traspasarla —dijo Jacquel—. No tienes que llevarla a brazos.
    —No pasa nada —dijo Sombra. Su voz se empezaba a parecer a la de Jacquel—. Soy un tipo fuerte. No me importa.
    En la infancia, Sombra había sido un niño enclenque para su edad, todo codos y rodillas. La única fotografía de pequeño que a Laura le gustó lo suficiente como para enmarcarla mostraba a un niño solemne con el pelo revuelto y ojos oscuros, de pie, tras una mesa llena de galletas y pasteles. Sombra creía que le habían hecho la foto en una fiesta de Navidad de la embajada porque lucía pajarita y sus mejores galas.
    Sombra y su madre habían viajado demasiado, primero por toda Europa, de embajada en embajada, donde su madre trabajaba en el departamento de asuntos exteriores transcribiendo y enviando telegramas clasificados a todo el mundo. Cuando cumplió ocho años volvieron a Estados Unidos donde su madre, aburrida de tener un trabajo fijo, no paraba de trasladarse de una ciudad a otra sin descanso, un año aquí y otro allá, más tiempo o menos dependiendo del ánimo materno. Nunca se quedaron el tiempo suficiente en ninguna parte como para que Sombra hiciera amigos, para que se sintiera en casa, para que se relajara. Y Sombra era pequeño...
    Había crecido rápido. En la primavera de los trece los otros niños le insultaban, le metían en peleas de las que nunca salía victorioso sino que salía disparado al baño para limpiarse los restos de sangre y barro de la cara antes de que nadie pudiera verle. Pero llegó el verano, el mágico estío eterno de los trece, que pasó esquivando a los niños más mayores, nadando y leyendo libros al borde de la piscina local. A principios de verano casi no sabia nadar. A finales de agosto nadaba a crol, brazada tras brazada con facilidad desde la parte honda y su tez se volvió oscura por la acción del sol y el agua. En septiembre volvió al colegio y se dio cuenta de que los chicos que le habían hecho pasar malos ratos eran pequeños y débiles, incapaces de volverle a molestar. A los dos que lo intentaron les enseñó buenas maneras de forma rápida y dolorosa. Sombra reafirmó su personalidad: ya no volvería a ser un chico callado, que intentara pasar desapercibido. Era demasiado grande para seguir así, se le veía demasiado. A finales de año formaba parte del equipo de natación y de halterofilia y el entrenador lo eligió para el equipo de triatlón. Le gustaba ser grande y fuerte. Le proporcionaba una identidad. Había sido un chaval tímido, tranquilo y dedicado a los libros y sólo le había proporcionado dolor. Ahora era el tipo fuerte y estúpido del que no se esperaba más que llevara un sofá de una habitación a otra solo.
    Hasta que llegó Laura.
    El señor Ibis había preparado la cena: arroz y judías hervidas para él y el señor Jacquel.
    —No como carne —explicó—. Jacquel obtiene toda la carne que necesita de su trabajo —En el sitio de Sombra había una caja de cartón con trozos de pollo del KFC y una botella de cerveza.
    Había más pollo del que Sombra podía comer así que le quitó la piel y los huesos, desmenuzó las sobras y las compartió con la gata.
    —Había un tipo en la cárcel llamado Jackson —dijo Sombra mientras comía—, que trabajaba en la biblioteca. Me contó que cambiaron el nombre de Kentucky Fried Chicken por KFC porque lo que venden ya no es pollo. Se ha convertido en esa cosa mutante modificada genéticamente, como un ciempiés gigante sin cabeza, sólo segmentos de patas, muslos y alas a la que alimentan mediante tubos. El tipo me contó que el gobierno no les dejaba utilizar la palabra pollo.
    El señor Ibis arqueó las cejas.
    —¿Crees que es verdad?
    —No. Mi compañero de celda decía que era porque la palabra frito ya no suena bien. A lo mejor querían que la gente pensara que el pollo se cocinaba solo.
    Después de cenar Jacquel se disculpó y bajo a la sala mortuoria. Ibis se retiró al estudio a escribir. Sombra se quedó en la cocina un rato más, alimentando a la gata con pollo y dando tragos a su cerveza. Cuando el pollo y la cerveza se acabaron, fregó los platos y los cubiertos, los puso a secar y bajó.
    Al llegar a la habitación vio que la gata ya estaba de nuevo durmiendo a los pies de la cama, hecha un ovillo de pelos. En el cajón de en medio del tocador encontró varios pijamas de algodón a rayas. Parecía que tuvieran setenta años pero olían a limpio. Cogió uno y, como el traje negro, parecía hecho a su medida.
    Había unos cuantos ejemplares de Reader’s Digest amontonados en la mesilla de noche, ninguna con fecha posterior a marzo de 1960. Jackson, el tipo de la biblioteca, el mismo que le había jurado que la historia de las criaturas mutantes en forma de pollo frito Kentucky era cierta, el que le había contado la historia del convoy de trenes negros con los que el gobierno transportaba a presos políticos a campos de concentración secretos de California, atravesando el país en la tranquilidad de la noche, también le había contado que la CIA utilizaba las oficinas de la revista Reader’s Digest como sede por todo el mundo. Le dijo que en realidad todas las redacciones de la revista en todos los países eran oficinas de la CIA.
    —Es broma —dijo el señor Madera en la memoria de Sombra—. ¿Cómo puedes estar seguro de que la CIA no estuvo involucrada en el asesinato de Kennedy?
    Sombra abrió la ventana unos centímetros, lo suficiente para que entrara algo de aire fresco y para que la gata pudiera salir al balcón.
    Encendió la lámpara de la mesilla, se metió en la cama y leyó un rato. Eligió los números más aburridos y los artículos más estúpidos para intentar desconectar y olvidar los últimos días. El artículo «Soy el páncreas de Joe» actuó como somnífero. Casi no tuvo tiempo de volverse, apagar la luz y poner la cabeza en la almohada antes de caer rendido.
    Nunca más pudo recuperar las secuencias y detalles de ese sueño: los intentos de recordarlo no le proporcionaban nada más que un conjunto de imágenes confusas. Había una chica. La había conocido en alguna parte y ahora atravesaban un puente que cruzaba un lago en medio de la ciudad. El viento ondulaba la superficie del lago y formaba olas con palomilla que a Sombra le parecían manos diminutas emergiendo del agua.
    —Allí abajo —dijo la mujer. Llevaba una camiseta de estampado de leopardo que ondeaba al viento. La carne entre la parte superior de las medias y la falda era cremosa y suave. En su sueño, en el puente, ante Dios y el mundo, Sombra se arrodilló frente a ella, hundió la cabeza en su entrepierna y bebió de la esencia intoxicada de la jungla femenina. Era consciente, en sueños, de que tenía una erección real, una cosa monstruosa, rígida, vibrante, tan dolorosa como las erecciones que tenia cuando era pequeño, cuando entraba en la adolescencia.
    Paró y miró hacia arriba pero no podía verle la cara. Su boca buscaba la de ella y sentía el roce suave de sus labios en los suyos. Con las manos le acariciaba los pechos y recorría su piel sedosa presionando y apartando las carnes que le rodeaban la cintura, descendía hacia su maravillosa raja que, húmeda y cálida, se le abría en la mano como una flor.
    La mujer ronroneaba extasiada y con la mano le acariciaba y apretaba el pene. Apartó las sábanas y rodó sobre ella. Con las manos le separaba los muslos, ella le guiaba por entre sus piernas con la mano hacia el punto en el que un roce, un toque mágico...
    De repente se encontraba en su celda de la cárcel con ella, la besaba con pasión. Ella le abrazaba con fuerza, rodeándole con las piernas para sujetarlo, que no pudiera escapar, ni aunque quisiera.
    Nunca había besado unos labios tan suaves. No habría imaginado nunca que hubiera labios tan suaves en el mundo. Su lengua, sin embargo, rascaba como papel de lija cuando le chupaba.
    —¿Quién eres? —preguntó.
    Ella no contestó, simplemente lo empujó con un movimiento ágil, se puso a horcajadas y empezó a montarle. No, no le montaba, sino que se le insinuaba con movimientos suaves como la seda, cada uno más vigoroso que el anterior. Golpes, pulsaciones, ritmos que impactaban contra su cuerpo y su mente como las olas del lago que rompían en la orilla. Tenia las uñas tan afiladas que le agujereaba el costado, le hurgaba, pero no sentía dolor. Todos los movimientos se convertían por arte de magia en la máxima expresión del placer.
    Luchaba por encontrarse a sí mismo, por poder hablar, su cabeza ahora estaba repleta de dunas y vientos del desierto.
    —¿Quién eres? —preguntó de nuevo casi sin aliento.
    Ella le miró con ojos de color ámbar y buscó su boca para besarle apasionadamente, le besó con tanta fuerza, con tanta intensidad, en el puente sobre el lago, en la celda en la cama de la funeraria de Cairo que estuvo a punto de correrse. Se dejó llevar por esa sensación como una cometa se deja llevar por un huracán, intentaba no explotar, quería que durara para siempre. Lo tenía todo bajo control. Tenía que advertirle.
    —Mi mujer, Laura, te matará.
    —No creo —dijo ella.
    Le vino a la mente un pensamiento absurdo: en la Edad Media se decía que si una mujer estaba arriba durante el coito concebía a un obispo. Eso es lo que se decía: a por el obispo...
    Quería saber su nombre, pero no se atrevía a preguntarle por tercera vez. Ella le empujó contra su pecho de tal modo que él podía notar la protuberancia de sus pezones en la piel. Ella le exprimía allí abajo, en la profundidad de su interior y él no podía controlarlo. Esta vez se apoderó de él, daba vueltas, se desplomaba. Arqueado, la penetraba con una fuerza que jamás habría imaginado, como si fueran de alguna manera parte de la misma criatura. Saboreaba, bebía, aguantaba, quería...
    —Suéltalo —dijo ella con voz felina—. Dámelo. Suéltalo.
    Él se corrió, se disolvió entre espasmos. Su mente se hizo líquida y pasaba lentamente de un estado a otro.
    Al final inspiró, una bocanada de aire fresco que sintió que le llenaba los pulmones y en ese momento se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración durante mucho tiempo. Tres años al menos. Más incluso.
    —Ahora descansa —dijo ella, y le besó en los ojos con sus labios sedosos—. Suéltalo todo.
    Se sumergió y se aferró a un sueño profundo, sin sobresaltos, apacible.
    La luz era extraña. Miró el reloj, eran las 06:45 y todavía estaba oscuro fuera, aunque una claridad azulada inundaba la habitación. Salió de la cama. Estaba seguro de que se había puesto el pijama antes de meterse en la cama pero ahora estaba completamente desnudo y el aire le enfriaba la piel. Caminó hacia la ventana y la cerró.
    Hubo una tormenta de nieve por la noche, habían caído unos quince centímetros o más. El rincón de la ciudad que Sombra veía desde la ventana sucio y derruido se había convertido en otro lugar mas limpio. Las casas ya no estaban abandonadas ni olvidadas, eran elegantes edificios congelados. Las calles habían desaparecido por completo, enterradas bajo un manto de nieve blanca.
    Una idea le rondaba la cabeza relacionada con la transitoriedad. Tal como vino se fue.
    Veía tan nítido como si fuera de día.
    Al mirarse al espejo Sombra notó algo extraño. Se acercó más y se miró sorprendido. Todos los morados habían desaparecido. Se llevó las manos al costado, apretó con fuerza para dar con aquel terrible dolor que le recordaba su encuentro con el señor Madera y el señor Piedra, para encontrar los morados que Sweeney el Loco le regaló, pero no encontró nada de todo eso. Tenía la cara limpia y sin señales. Sin embargo tenía el costado y la espalda (se dio la vuelta para comprobarlo) lleno de arañazos, marcas de garras.
    Entonces, no era un sueño. No del todo.
    Sombra abrió los cajones y se puso lo primero que encontró: un par de vaqueros Levi’s viejos, una camisa, un jersey grueso azul y un abrigo negro que encontró colgado en el armario de la habitación.
    Se puso sus propios zapatos viejos.
    Toda la casa dormía. Se deslizó por ella intentando que las tablas del suelo no crujieran. Salió y caminó sobre la nieve dejando unas pisadas profundas en la acera. Estaba más claro fuera de lo que parecía desde la casa y la nieve reflejaba la luz del cielo.
    Después de caminar quince minutos. Sombra llegó a un puente con un cartel enorme a un lado que anunciaba que estaba abandonando Cairo. Había un hombre alto y larguirucho bajo el puente fumando un cigarrillo y tintando sin cesar. Sombra creyó reconocerlo.
    Una vez bajo el puente, en la oscuridad del invierno, ya estaba lo bastante cerca para ver la mancha morada que rodeaba el ojo del individuo y le dijo:
    —Buenos días, Sweeney el Loco.
    El mundo estaba en calma. Ni siquiera los coches perturbaban el silencio de las nieves.
    —¡Eh, tío! —dijo Sweeney el Loco. No levantó la mirada. El cigarrillo era de liar.
    —Sigues merodeando por los puentes, la gente pensará que eres un troll.
    Esta vez Sweeney el Loco le miró. Sombra pudo ver el blanco de sus ojos rodeando el iris. El tipo parecía asustado.
    —Te estaba buscando —dijo—. Tienes que ayudarme, colega. Esta vez la he cagado —Dio una calada al cigarro liado. Al separarlo de la boca el papel se le quedó pegado al labio inferior, se desarmó por completo y todo el contenido fue a parar a su barba pelirroja y a su camiseta sucia. Sweeney se lo sacudió de manera convulsiva, con las manos amoratadas, como si se tratara de un insecto peligroso.
    —Mis recursos se agotan —dijo Sombra—. Pero ¿por qué no me dices lo que necesitas? ¿Tomamos un café?
    Sweeney negó con la cabeza. Cogió un puñado de tabaco y papeles del bolsillo de su chaqueta vaquera y empezó a liarse otro cigarrillo. Se le erizó la barba y movió la boca, aunque no articuló ni una palabra. Chupó la goma del papel y lió el cigarrillo con los dedos. El resultado guardaba cierto parecido con un cigarrillo auténtico. Entonces dijo:
    —No soy un troll. Mierda. Esos cabrones son malvados.
    —Se que no eres un troll, Sweeney —dijo Sombra con tono amable—. ¿Cómo puedo ayudarte?
    Sweeney el Loco abrió su Zippo y el primer centímetro de cigarrillo se chamuscó y se redujo a cenizas.
    —¿Recuerdas que te enseñé cómo coger una moneda? ¿Te acuerdas?
    —Sí —dijo Sombra. Visualizó la moneda dorada en su mente, la vio caer en el ataúd de Laura, cómo le brillaba alrededor del cuello—. Me acuerdo.
    —Cogiste la moneda equivocada, amigo.
    Un coche se acercó a la penumbra del puente y les deslumbró con los faros. Redujo al pasar por su lado, paró y la ventanilla se bajó.
    —¿Todo en orden, señores?
    —Todo bien, gracias agente —dijo Sombra—. Estamos dando un paseo matutino.
    —De acuerdo —dijo el policía. No pareció que se lo hubiera creído. Se esperó. Sombra pasó una mano por los hombros de Sweeney el Loco y avanzaron juntos hacia las afueras de la ciudad lejos del coche de policía. Oyó cómo se cerraba la ventanilla pero el coche permanecía quieto.
    Sombra caminó. Sweeney el Loco caminaba y a veces se balanceaba.
    El coche de policía pasó, les adelantó lentamente, dio la vuelta y volvió acelerando hacia la ciudad por la carretera nevada.
    —Y ahora ¿por qué no me cuentas qué te pasa? —dijo Sombra.
    —Hice lo que me dijo. Hice lo que me dijo pero te di la moneda equivocada. Ésa es para la realeza, ¿ves? Ni siquiera me habrían autorizado a cogerla. Era la moneda que se le da al mismo rey de América y no a unos capullos como a ti o a mi. Y ahora estoy con el agua al cuello. Sólo quiero que me des la moneda, tío. No me volverás a ver si me la das, te lo juro. Te lo juro por todos los años que he pasado en los putos árboles.
    —¿Hiciste lo que te dijo, quién, Sweeney?
    —Grimnir. El tipo al que llamas Wednesday. ¿Sabes quién es? ¿Quién es en realidad?
    —Sí, me lo imagino.
    Los lunáticos ojos azules del irlandés tenían una mirada de pánico.
    —No era nada malo. Nada que no pudieras... nada malo. Me pidió sólo que fuera al bar y me peleara contigo. Sólo quería saber de qué material estabas hecho.
    —¿Te pidió que hicieras algo más?
    Sweeney estaba tiritando. Sombra pensó que era por el frío del momento pero luego pensó que había visto antes esa forma de tiritar, de agitarse: en la cárcel. Eran las convulsiones propias de un yonqui. Sweeney tenía el mono de algo y Sombra habria apostado lo que fuera a que se trataba de heroína. ¿Un leprechaun yonqui? Sweeney el Loco apuró la colilla del cigarro, lo tiró al suelo y se guardó en el bolsillo el resto amarillento. Se frotó las manos sucias y exhaló dentro de ellas para calentarse. Su voz se debilitó.
    —Oye, dame la puta moneda. Te daré otra tan buena como esa. ¡Joder, te daré un montón!
    Se quitó la gorra de baseball grasienta y con la mano derecha dibujó en el aire una moneda dorada enorme que cayó dentro de su gorra. Sacó otra del vaho de su respiración y otra. Las fue sacando del aire tranquilo de la mañana hasta que rebosaban por la gorra y Sweeney se vio obligado a sostenerla con ambas manos.
    Alargó la gorra repleta de oro hacia Sombra.
    —Aquí tienes —dijo—. Cógela, sólo devuélveme la moneda que te di. —Sombra miró la gorra y se preguntó cuánto contendria.
    —¿Dónde voy a gastar estas monedas, Sweeney? —preguntó Sombra—. ¿Hay por aquí muchos sitios para cambiar oro por dinero?
    Pensó por un momento que el irlandés le iba a pegar, pero ese instante pasó y el irlandés permanecía inmóvil, sujetando la gorra con las dos manos como Oliver Twist. Entonces las lágrimas que brotaban de sus ojos empezaron a rodarle por las mejillas. Cogió la gorra y volvió a ponérsela sobre su despejado cuero cabelludo, vacía, sin nada más que una banda grasienta.
    —Tienes que hacerlo, tio —le decía—. ¿No te enseñe yo cómo hacerlo? Te enseñe a sacar monedas del tesoro. Te dije dónde estaba escondido. Sólo devuélveme la maldita moneda. No era mía.
    —Ya no la tengo.
    Sweeney el Loco dejó de llorar y sus mejillas se encendieron.
    —Tú, tú, maldito... —dijo, pero las palabras le fallaron y abría y cerraba la boca sin emitir ningún sonido.
    —Te estoy diciendo la verdad —dijo Sombra—. Lo siento. Si la tuviera te la daría pero se la di a otra persona.
    La asquerosa mano de Sweeney golpeó el hombro de Sombra y le miró fijamente con los ojos azul claro. Las lágrimas habían dejado surcos en la cara sucia de Sweeney.
    —Mierda —dijo. A Sombra le llegaba el olor a tabaco y a sudor de whisky y cerveza—. Estás diciendo la verdad, cabrón. Se la diste a alguien porque sí, por voluntad propia. Me cago en tus ojos oscuros, se la diste a alguien.
    —Lo siento —Sombra recordó el ruido sordo que hizo la moneda al caer en el ataúd de Laura.
    —Lo sientas o no, estoy acabado, estoy jodido —Se limpió la nariz y los ojos con las mangas. Su cara adoptaba formas extrañas.
    Sombra le apretó el antebrazo a Sweeney en un gesto de masculinidad forzado.
    —Desearía no haber nacido —dijo Sweeney el Loco al final. Después levantó la vista—. La persona a la que se la diste, ¿me la devolvería?
    —Es una mujer. Y no sé donde está. Pero no, no creo que te la diera.
    Sweeney suspiró con tristeza.
    —Cuando era tan sólo un jovencito —dijo—, conocí a una mujer bajo las estrellas que me dejó juguetear con sus tetas y me leyó el futuro. Me dijo que acabaría abandonado y destrozado al oeste del Sol y que el capricho de una mujer muerta sellaría mi destino fatal. Yo reí, me serví más vino de cebada y seguí jugando con sus tetas y besé sus preciosos labios. Eso pasó en los buenos tiempos, el primer monje gris todavía no había llegado a nuestra tierra, no había atravesado el mar verde hacia el oeste. Y ahora. —Paró a media frase. Se volvió hacia Sombra y le dijo reprochándole—: No deberías fiarte de él.
    —¿De quién?
    —De Wednesday. No deberías confiar en él.
    —No tengo por qué hacerlo. Trabajo para él.
    —¿Te acuerdas de cómo hacerlo?
    —¿El qué?
    A Sombra le dio la impresión de que mantenía una conversación con una docena de personas diferentes. El duende con estilo propio balbuceaba y saltaba de personaje en personaje, de tema en tema, como si las pocas neuronas que le quedaban estuvieran en ignición, ardiendo y hubieran salido a cenar fuera.
    —Las monedas, tío. Las monedas. Te lo enseñé. ¿Te acuerdas?
    Sweeney se tambaleaba por la carretera. Ya había amanecido y el mundo era blanco y gris. Sombra le siguió. Sweeney caminaba dando tumbos, como si fuera a caerse todo el tiempo pero sus piernas estuvieran ahí para evitarlo, para dar otra zancada torpe. Cuando llegaron al puente se apoyó en los ladrillos con la mano, se volvió y dijo:
    —¿Tienes unos cuantos pavos? No necesito mucho. Sólo para un billete que me sacará de aquí. Con veinte dólares me apaño. Sólo son veinte pavos de nada.
    —¿Dónde puedes ir con un billete de autobús de veinte dólares? —preguntó Sombra.
    —Puedo salir de aquí —dijo Sweeney—. Puedo huir antes de que la tormenta arrase con todo. Lejos de una sociedad en la que los narcóticos se han convertido en la religión de las masas. Lejos de —Se calló, se limpió la nariz con la mano y luego la mano en la manga.
    Sombra se sacó del bolsillo un billete de veinte y se lo dio.
    —Toma.
    Sweeney lo dobló y lo guardó bien en el bolsillo de la grasienta chaqueta vaquera que llevaba, bajo el parche cosido con dos buitres posados en una rama muerta que rezaba: ¡PACIENCIA, JODER. VOY A MATAR A ALGUIEN! Inclinó la cabeza.
    —Esto me llevará adonde necesito ir —dijo él.
    Se apoyó contra la pared y empezó a hurgar en los bolsillos hasta encontrar la punta de cigarrillo que había dejado antes. Lo encendió con cuidado para intentar no quemarse los dedos o la barba.
    —Te diré algo —dijo como si no hubiera dicho nada en todo el día—. Caminas bajo la horca, tienes una soga al cuello y un cuervo en cada hombro esperando para comerse tus ojos. El árbol de la horca tiene unas raíces muy profundas que van del cielo al infierno y nuestro mundo se reduce a la rama de la que pende la soga. —Paró—: Me quedaré aquí un rato —dijo agachándose y apoyando la espalda contra el muro negro de ladrillos.
    —Buena suerte —dijo Sombra.
    —Mierda. Estoy jodido —dijo Sweeney el Loco—. Sí, bueno. Gracias.
    Sombra caminó de vuelta a la ciudad. Eran las ocho de la mañana y Cairo despertaba. Se dio la vuelta y vio la cara pálida de Sweeney, cubierta de lágrimas y chorretones de mierda, que le seguía con la mirada.
    Fue la última vez que Sombra vio a Sweeney el Loco con vida.
    Los días que precedieron la Navidad fueron como momentos de luz en la oscuridad del invierno y pasaron volando en la casa de los muertos.
    Era treinta y uno de diciembre y Jacquel e Ibis preparaban el velatorio para Lila Goodchild. Mujeres alborotadoras llenaron la cocina con tubos, cazos, sartenes y tupperware. La difunta yacía en su ataúd en el salón de la casa funeraria con delicadas flores a su alrededor. Había una mesa en la otra punta de la habitación repleta de ensalada, alubias, tortitas de maíz fritas, pollo, costillas y guisantes. A media tarde la casa estaba llena de gente llorando y riendo, dándole la mano al cura. Todo organizado y supervisado al detalle por los señores de atuendo soberbio Jacquel e Ibis. El entierro se celebraría a la mañana siguiente.
    El teléfono del recibidor sonó (era negro y de baquelita y tenía disco de marcado como Dios manda) y el señor Jacquel lo cogió. Luego se dirigió a Sombra.
    —Era la policía —dijo—. ¿Puedes hacer un servicio?
    —Sí, claro.
    —Sé discreto. Aquí es —Escribió la dirección en un trozo de papel y le pasó a Sombra la nota, escrita con una letra muy nítida, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.
    —Habrá un coche de policía —dijo Jacquel.
    Sombra salió y cogió el coche fúnebre. Tanto el señor Ibis como el señor Jacquel, por separado, habían hecho hincapié en que el coche fúnebre sólo se utilizaba para los entierros, que disponían de una furgoneta para la recogida de cadáveres, pero la furgoneta estaba averiada, hacía ya tres semanas, y que por favor tuviera mucho cuidado con el coche. Sombra conducía despacio por la calle. «La muerte ha desaparecido de las calles de Estados Unidos —pensó Sombra—; ahora está reservada a las habitaciones de hospital y las ambulancias. No debemos molestar a los vivos». El señor Ibis le había dicho que en algunos hospitales trasladan a los muertos en la parte inferior de la camilla aparentemente cubierta y tapada; los muertos encuentran su propia manera de viajar encubiertos.
    Había un coche patrulla azul oscuro en la calle y Sombra aparcó el coche fúnebre detrás de él. Dos policías sentados dentro bebían café en la taza de plástico que tapa los termos. Tenían el motor en ralentí para estar más calientes. Sombra dio un golpecito en la ventanilla.
    —¿Sí?
    —Soy de la funeraria —dijo Sombra.
    —Esperamos al médico forense —dijo el policía. Sombra se preguntaba si se trataría del mismo hombre con el que había hablado bajo el puente. El policía, que era negro, bajó del coche, dejó a su compañero sentado al volante y caminó con Sombra hacia un contenedor. Sweeney el Loco estaba sentado sobre la nieve al lado del contenedor. Tenía una botella verde vacía en el regazo y la cara, la gorra de béisbol y los hombros cubiertos de nieve y hielo. No parpadeaba.
    —Un borracho muerto —dijo el policía.
    —Eso parece —dijo Sombra.
    —No toque nada aún —le ordenó el policía—. El médico llegará en cualquier momento. El tipo bebió hasta la saciedad y la palmó congelado.
    —Sí —asintió Sombra—. Eso es lo que parece.
    Se agachó y examinó la botella de Sweeney el Loco. Whisky irlandés Jameson: un billete de veinte dólares para salir de aquí. Un Nissan pequeño se paró a su lado. Salió del coche un hombre de aspecto atormentado, de edad media, con el pelo y el bigote de color arena, que se les acercó. Buscó el pulso en el cuello del muerto. «Le da una patada al muerto —pensó Sombra— y si no se devuelve...»
    —Está muerto —dijo el médico—. ¿Señas de identidad?
    —Es un desconocido —respondió el policía.
    El médico miró a Sombra.
    —¿Trabajas para Jacquel e Ibis? —preguntó.
    —Sí —dijo Sombra.
    —Dile a Jacquel que le coja las huellas dactilares y fotos para un carnet de identidad. No necesitamos hacer la autopsia. Que haga sólo un análisis toxicológico de la sangre. ¿Lo has entendido? ¿Quieres que te lo escriba?
    —No —dijo Sombra—. Tranquilo, me acordaré.
    El hombre frunció el ceño con facilidad, sacó una tarjeta de visita de la cartera, garabateó algo y se la dio a Sombra deseando «Feliz Navidad» a todos y se fue. Los policías confiscaron la botella vacía.
    Sombra firmó para llevarse al desconocido y lo subió a la camilla. El cuerpo estaba bastante rígido y no podía modificar su postura sentada. Toqueteó la camilla y se dio cuenta de que podía levantar uno de los extremos. Aseguró al desconocido y lo metió en la parte trasera del coche fúnebre, mirando hacia delante. Podía resultarle un paseo agradable. Corrió las cortinas y volvió a la funeraria.
    El coche se paró ante la luz roja del semáforo y Sombra escuchó una voz:
    —Querré un velatorio en toda regla, con todo lo mejor, bellas plañideras vestidas de luto y hombres apuestos contando mis aventuras en el día más glorioso de mi vida.
    —Estás muerto, Sweeney el Loco —dijo Sombra—. Acepta tu condición de muerto.
    —Sí, debería —dijo en un suspiro el hombre que ocupaba la parte trasera del coche fúnebre. La voz del yonqui borracho se desvanecía y era remplazada por un tono de resignación, como si las palabras se recibieran desde algún punto muy, muy lejano. Palabras muertas a travos de una frecuencia muerta.
    El semáforo se puso en verde y Sombra apretó el acelerador con suavidad.
    —Pero, aun así, prepárame un velatorio —dijo Sweeney el Loco—. Hazme un sitio a la mesa y dame alcohol apestoso para despedirme. Tu me mataste, Sombra. Me lo debes.
    —Yo no te maté. «Sólo veinte dólares —pensó— para el billete que me sacará de aquí». Fue el alcohol y el frío lo que te mató, no yo.
    No obtuvo respuesta y el silencio reinó durante el resto del camino. Tras aparcar Sombra arrastró la camilla del coche a la sala mortuoria. Cogió el cuerpo de Sweeney el Loco con sus propias manos y lo puso en la mesa de embalsamamiento como si fuera un trozo de ternera.
    Cubrió al desconocido con una sábana y lo dejó allí, con todo el papeleo al lado. Al subir las escaleras le pareció oír una voz tranquila y susurrante como si hubiera una radio encendida en una habitación lejana, que decía:
    —¿Y por qué iban el alcohol y el frío a matar a un pobre duende? No, fuiste tu al perder el pequeño sol dorado. Tú, Sombra, me mataste, tan cierto como que el agua moja, que los días son largos y que a la larga un amigo siempre te decepciona.
    Sombra quería comentarle a Sweeney el Loco que la suya era una filosofía muy amarga, pero supuso que era el hecho de estar muerto lo que lo teñía todo de amargura.
    Subió a la casa donde un grupo de mujeres de edad media tapaban con papel transparente platos de comida, ponían las tapas a los tupperware con patatas fritas y macarrones con queso ya fríos.
    El señor Goodchild, esposo de la difunta, tenía al señor Ibis contra la pared. Le estaba contando que sabía que ninguno de sus hijos vendría a rendir el último adiós a su madre.
    —La manzana no cae lejos del árbol —le decía a cualquiera que escuchara—. La manzana no cae lejos del árbol.
    Esa tarde Sombra puso la mesa para uno más. Puso un vaso para cada uno y una botella de Jameson Gold en medio de la mesa. Era el whisky irlandés más caro que había en la tienda. Después de comer (un gran plato de sobras que dejaron aquellas mujeres) Sombra sirvió whisky para todos con generosidad, para él, para Ibis y Jacquel y para Sweeney el Loco.
    —Y qué más da que esté sentado en la camilla allí abajo —dijo Sombra mientras servía—, de camino a una tumba de pobre. Esta noche brindaremos por él, le daremos la despedida que él quería.
    Sombra alzó su vaso hacia el sitio vacío en la mesa.
    —Sólo vi a Sweeney el Loco dos veces vivo —dijo—. La primera vez pensé que era un capullo integral poseído por el demonio. La segunda pensé que era un pobre desgraciado y le di el dinero para que se matara. Me enseñó un truco de monedas que ya no se cómo se hace, me hizo algunos morados y aseguraba que era un duende. Descansa en paz, Sweeney el Loco —Dio un trago de whisky y dejó que ese sabor ahumado se evaporara en su boca. Los otros dos bebieron después de levantar sus vasos hacia el sitio vacío.
    El señor Ibis sacó del bolsillo una libreta. Pasó las hojas hasta que encontró la página que buscaba y leyó una versión resumida de la vida de Sweeney el Loco.
    Según el señor Ibis, Sweeney había empezado como guardián de la roca sagrada en un pequeño claro del bosque en Irlanda, hacía unos tres mil años. El señor Ibis les relató su vida amorosa, sus enemistades, la locura que le concedió su poder («todavía se cuenta una versión posterior del cuento, aunque la naturaleza sagrada y la antigüedad de la mayor parte de los versos se ha perdido con el tiempo») la devoción y adoración que sentía por su tierra natal que se fue transformando en respeto profundo y más tarde en diversión. Les contó la historia de la chica de Bantry que vino al Nuevo Mundo y trajo consigo la fe por el leprechaun Sweeney el Loco porque ¿no había sido ella la que le vio en la piscina y él le había sonreido y llamado por su nombre real? Ella era polizonte en la bodega de un barco de gente que había visto cómo se pudrían sus patatas en el suelo, que había visto a amigos y familiares morir de hambre, que soñaba con la tierra de los estómagos llenos. La chica de la bahía de Bantry soñaba, en concreto, con una ciudad en la que una chica fuera capaz de ganar el dinero suficiente para sacar a flote a su familia en el Nuevo Mundo. Muchos de los irlandeses que llegaron a América se sentían católicos, aunque no supieran nada de catequesis, aunque lo único que conocieran de religión fuera a Bean Shide, a la banshee, el espíritu que aullaba a las puertas de las casas cuando la muerte se acercaba; y a la santa Brígida, que tuvo en un tiempo dos hermanas (cada una de las tres era una Brígida, se trataba de la misma mujer); y las leyendas de Finn, Oísin, Conan e incluso de los leprechauns, seres diminutos (que no eran en absoluto el hazmerreír de Irlanda, ya que los leprechauns habían sido en su día los más altos de un montón de pueblos)...
    El señor Ibis les contó todo esto y más en la cocina aquella noche. La sombra que proyectaba en la pared era alargada y en forma de pájaro y a medida que el whisky corría, a Sombra se le antojaba una cabeza enorme de ave acuática, pico largo y curvado. Pero fue a mitad del segundo vaso cuando el propio Sweeney el Loco empezó a añadir detalles e irrelevancias al discurso del señor Ibis («... qué pedazo de chica, qué tetas rosadas y salpicadas de pecas, con los pezones de un rosa rojizo intenso como cuando ha llovido a cántaros por la mañana y a la hora de cenar se levanta un día glorioso...»). Sweeney trataba de explicar, con ambas manos, la historia de los dioses de Irlanda, paso a paso, cómo vinieron desde la Galia o España y de todos los rincones, cómo todos, hasta el último dios, fueron transformados en trolls y hadas, y cómo llegaron todos los dioses, hasta la Santa Madre Iglesia y todos fueron transformados en hadas o santos o reyes muertos sin pedirles permiso.
    El señor Ibis se ajustó las gafas de montura dorada y explicó —pronunciando con mayor claridad y precisión, por lo que Sombra dedujo que estaba borracho (sus palabras y el sudor que le goleaba por la frente en la estancia fria eran los únicos indicios)— y levantando el dedo índice, que él era un artista y que no deberían ver sus relatos como meras construcciones literales sino como verdaderas recreaciones imaginativas, más ciertas que la vida misma. Sweeney el Loco dijo:
    —Te voy a enseñar una recreación imaginativa, mi puño recreándose con imaginación en tu puta cara para empezar —El señor Jacquel le gruñó, un gruñido propio de un perro rabioso que no busca pelea pero que en cualquier momento puede saltarte al cuello. Sweeney captó el mensaje, se sentó y se sirvió otro vaso de whisky.
    —¿Te has acordado ya de cómo hacer mi truco de la moneda? —le preguntó a Sombra con una amplia sonrisa.
    —No
    —Si intentas adivinar cómo lo hice —dijo Sweeney el Loco, sus labios estaban morados y sus ojos azules nublados—, te diré si te vas acercando.
    —No es en la palma de la mano, ¿verdad? —preguntó Sombra.
    —No.
    —¿Es algún tipo de artimaña? ¿Algún dispositivo en la manga o en algún sitio que empuja la moneda para que tú la cojas?
    —Tampoco es eso. ¿Alguien más quiere whisky?
    —Me leído en un libro que hay una manera de crear un efecto óptico cubriéndote la mano de látex y haciendo un saquito de color carne para esconder las monedas.
    —Es una despedida muy triste para el Gran Sweeney que, llevado por su locura, voló como un pájaro atravesando toda Irlanda y comió berros: estar muerto y ser velado por un pájaro, un perro y un idiota. No, no es un saquito.
    —Bueno, eso es todo lo que se me ocurre —dijo Sombra—. Me imagino que simplemente las sacas de la nada —Lo dijo con sarcasmo pero entonces vio la cara de Sweeney.
    —Sí —dijo—. Las sacas de la nada. Bueno, no exactamente de la nada. Pero le estás acercando. Las sacas del tesoro.
    —El tesoro —dijo Sombra empezando a recordar—. Claro.
    —Sólo necesitas tenerlo en mente y es tuyo, puedes coger todas las monedas que quieras. El tesoro del Sol. Está ahí cuando hay un arco iris en el mundo. Está ahí en los momentos de eclipse y de tormenta.
    Le enseñó a Sombra cómo hacerlo.
    Esta vez lo entendió.
    Sombra tenia la cabeza como un bombo y la lengua como papel de lija. Le deslumbró la claridad de la mañana. Se había dormido con la cabeza sobre la mesa de la cocina. Estaba vestido aunque en algún momento le habían quitado la corbata negra.
    Bajó las escaleras hasta la sala mortuoria y le tranquilizó, aunque no le sorprendió, comprobar que el cuerpo del desconocido seguía encima de la mesa de embalsamamiento. Tenía los dedos aferrados a la botella vacía de Jameson Gold por el rigor mortis del cuerpo. Sombra se la arrancó y la tiró. Oyó movimiento en el piso de arriba.
    Cuando subió encontró al señor Wednesday sentado a la mesa de la cocina. Estaba comiendo restos de ensalada de patata de un tupperware con una cuchara de plástico. Vestía un traje gris oscuro a conjunto con la corbata y una camisa blanca: el sol de la mañana se reflejaba en el alfiler en forma de árbol que llevaba prendido. Sonrió al ver a Sombra.
    —¡Oh! Sombra, mi chico, me alegro de verte. Pensaba que jamás te ibas a despertar.
    —Sweeney el Loco está muerto —dijo Sombra.
    —Eso he oído —dijo Wednesday—. Una lástima. A todos nos llega la hora. —Tiró de una soga imaginaria, a la altura de la oreja y dejó caer el cuello hacia un lado, sacó la lengua y los ojos. Cuando dejó de hacer la pantomima, el ambiente se volvió tenso. Soltó la cuerda y le sonrió con familiaridad.
    —¿Quieres ensalada de patatas?
    —No —Sombra echó un vistazo fuera de la cocina y en el vestíbulo—. ¿Sabes dónde están Ibis y Jacquel?
    —Pues sí. Están enterrando a la señora Lila Goodchild. Seguramente les habría gustado que les ayudaras pero les he pedido que no te despertaran. Te espera un largo camino.
    —¿Nos vamos?
    —Dentro de un rato.
    —Debería despedirme.
    —Las despedidas están sobreestimadas. Volverás a verlos antes de que todo termine, no me cabe la menor duda.
    Sombra observó que por primera vez después de la primera noche la gata dormía hecha un ovillo en su cesta. Abrió los ojos inquisidores de color ámbar y le miró.
    Así que Sombra abandonó la casa de los muertos. El hielo cubría los arbustos negros y los árboles como si estuvieran aislados, como si hubieran sido concebidos en sueños. El camino resbalaba.
    Wednesday siguió a Sombra hasta su Chevy Nova aparcado al otro lado de la calle. Lo había limpiado hacia poco y había cambiado las placas de matricula de Wisconsin por las de Minesota. El equipaje de Wednesday ya estaba en el asiento trasero. Wednesday abrió el coche con una copia de la llave que Sombra tenia en el bolsillo.
    —Yo conduciré —dijo Wednesday—. Por lo menos necesitas una hora para despertarte.
    Se dirigieron hacia el norte, con el Misisipi a su izquierda, un ancho riachuelo plateado bajo el cielo gris. Sombra vio posado en una rama gris en el margen de la carretera un halcón marrón y blanco enorme que les seguía con la mirada y que alzó el vuelo lentamente en círculos poderosos.
    Sombra se dio cuenta de que su estancia en la casa de los muertos había sido un pequeño paréntesis y que ahora todo le empezaba a recordar a algo que le había sucedido a otra persona hacía mucho tiempo.


    SEGUNDA PARTE

    MI AINSEL

    CAPÍTULO NOVENO

    Por no mencionar las criaturas mitológicas de los escombros...
    Wemly Cope, A Policeman ‘s Lot.

    Al salir de Illinois aquella tarde, Sombra le hizo a Wednesday la primera pregunta. Vio el cartel de BIENVENIDOS A WISCONSIN y le preguntó:
    —¿Quiénes eran los tipos que me secuestraron en el aparcamiento? ¿El señor Madera y el señor Piedra? ¿Quiénes son?
    Los faros del coche iluminaban el paisaje invernal. Wednesday le había anunciado que no cogerían autopistas porque no sabía de parte de quién estaban así que Sombra se vio obligado a ir por carretera. No le importaba. Ni siquiera tenía claro que Wednesday estuviera loco.
    Wednesday gruñó.
    —No son más que fantasmas. Miembros de la oposición. Sombreros negros.
    —Me parece —dijo Sombra— que ellos creen que son sombreros blancos.
    —Por supuesto que sí. Nunca se ha librado una guerra en la que los contrincantes supiera a qué bando pertenecían. Los peligrosos de verdad creen que están haciendo lo que sea que estén haciendo tan sólo porque tienen una confianza ciega en lo que hacen. Y eso es lo que les convierte es peligrosos.
    —¿Y tú? —preguntó Sombra—. ¿Por qué haces lo que estás haciendo?
    —Porque quiero —dijo Wednesday sonriendo—. Así que no hay ningún problema.
    —¿Cómo os escapasteis? Porque, ¿os escapasteis, no? —preguntó Sombra.
    —Sí, nos escapamos. Aunque fue difícil. Si no hubieran parado para pillarte a ti, puede que nos hubieran cogido a todos los demás. Eso provocó que muchas de las personas que ocupaban los bancos se convencieran de que no estaba loco del todo.
    —¿Y cómo salisteis?
    Wednesday negó con la cabeza.
    —No te pago para que me preguntes. Ya te lo he contado.
    Sombra se encogió de hombros.
    Hicieron noche en el motel Super 8 al sur de La Crosse.
    El día de Navidad lo pasaron en la carretera conduciendo de norte a este. Los campos de cultivo pasaron a ser bosques. Las ciudades quedaban cada vez más lejos.
    La comida de Navidad la hicieron bien entrada la tarde en un restaurante familiar al norte del centro de Wisconsin. Sombra eligió poco entusiasmado el pavo seco con salsa de arándanos de trozos rojos de mermelada, patatas asadas con aspecto de madera y guisantes de lata verde chillón. Wednesday parecía disfrutar del plato por el modo en que lo atacó y por cómo se relamía los bigotes. Durante la comida se fue volviendo más extrovertido: hablaba, gastaba bromas y cada vez que se acercaba, ligaba con la camarera, una chica rubia que tenía toda la pinta de no haber acabado el instituto.
    —Perdona, querida, ¿te importaría traerme otra taza de ese delicioso chocolate caliente? Y confío en que no pienses que voy demasiado deprisa si te digo lo atractivo y favorecedor que es el vestido que llevas. Alegre a la par que elegante.
    La camarera, que llevaba una falda brillante roja y verde acabada en flecos de purpurina, se rió, se sonrojó, sonrió alegre y le trajo a Wednesday otra taza de chocolate.
    —Atractiva —dijo Wednesday mirando de arriba abajo a la chica—. Favorecedora —Sombra no creyó que se refiriera a la falda. Wednesday engulló el último trozo de pavo, se limpió la barba con la servilleta y apartó el plato.
    —¡Ahhh! ¡Qué bueno! —Miró a su alrededor en el comedor familiar. Sonaba de fondo una cinta navideña: el chico de la batería no tenía mucha gracia, parupapam-pom, rapapom pom, rapapom, pom.
    —Puede que algunas cosas cambien —dijo Wednesday de repente—. La gente sin embargo... la gente no. Algunos timos duran para siempre, otros se esfuman con el tiempo, se pierden en el mundo. Mi timo preferido ya no es práctico. Sin embargo es curioso la cantidad de timos que perduran en el tiempo: el timo de la estampita, el de la herencia, el de toco-mocho (es parecido al de la estampita pero en vez de utilizar una bolsa llena de billetes se usa un número de lotería premiado), el del violín...
    —Nunca he oído hablar de ese último —dijo Sombra—. Me parece que de los otros sí. Mi antiguo compañero de celda hacía el de la estampita. Era timador.
    —¡Ah! —dijo Wednesday y le brilló el ojo izquierdo—. El timo del violín era maravilloso. En un principio es un timo en el que participan dos timadores. Juega con la codicia y la avaricia de las personas, como todos los timos. Siempre se puede intentar con personas honradas pero cuesta más. Bueno, estamos en un hotel, en una pensión o en un restaurante caro y cenando allí encontramos a un hombre mediocre, pero de un mediocre modesto, no venido a bajo por completo. Podemos llamarle Abraham. Cuando llega el momento de pagar la cuenta, no muy elevada: unos cincuenta o sesenta dólares. ¡Qué bochorno! Su cartera. Dios mío, debe de haberla olvidado en casa de un amigo no muy lejos. Podría ir a buscarla y volver inmediatamente.
    —Aquí tiene, amigo —dice Abraham—, coja este antiguo violín a modo de señal. Es viejo, como verá, pero con el me gano la vida.
    La sonrisa de Wednesday cuando vio que la camarera se acercaba era enorme y depredadora.
    —¡Ah! El chocolate. Me lo ha traído, mi ángel de Navidad. Dime, querida, ¿me podrías traer más de ese delicioso pan tuyo cuando tengas un momento?
    Sombra se preguntaba cuántos años tendría la camarera que miraba al suelo ruborizada: ¿dieciséis, diecisiete? Le sirvió el chocolate con la mano temblorosa y se retiró al otro extremo de la estancia cerca del aparador con las tartas, donde se paró y observó a Wednesday. Después se metió en la cocina para sacar el pan.
    —Así que el violín, sin duda viejo y quizás algo abollado se queda allí en su maletín y nuestro Abraham pobretón sale a por su cartera. Pero un caballero bien vestido que acaba de terminar de cenar ha estado observando el intercambio y se acerca al dueño con la intención de poder inspeccionar el violín que el honesto de Abraham ha dejado allí.
    »Por supuesto que puede. Nuestro anfitrión lo coge y el caballero (llamémosle Barrington) abre la boca atónito, se da cuenta y la cierra, examina el violín con sumo cuidado, como un hombre al que se le ha permitido entrar en el santuario sagrado para examinar los huesos de un profeta.
    »—¡Uauh! —dice— es, tiene que ser, no, no puede ser; pero sí, es. Sí señor. ¡Es increíble! —Y señala la marca en una tira de papel marrón dentro del violín—. Pero de todas maneras —dice— incluso sin eso lo hubiera reconocido por el color del barniz, por el pergamino, por la forma.
    »En ese momento Barrington saca de su bolsillo una tarjeta de visita que le acredita como experto marchante de instrumentos de música antiguos y raros.
    »—¿Así que se trata de una rareza? —pregunta el dueño.
    »—En efecto —dice Barrington que todavía lo admira sobrecogido—, su valor se estima superior a cien mil dólares, si no me equivoco. Incluso como marchante en estos casos yo pagaría cincuenta... no, setenta y cinco mil dólares, una cantidad considerable, por esta pieza exquisita. Tengo un hombre en la Costa Oeste que lo compraría mañana mismo sin verlo siquiera, sólo un telegrama y pagaría lo que le dijera —entonces se mira el reloj y baja la cabeza—. ¡Mi tren! —dice—, tengo el tiempo justo para llegar. Dios mío, cuando vuelva el dueño del inestimable instrumento dele por favor mi tarjeta ya que, muy a mí pesar, ya no estaré —Y así se va Barrington, un hombre que sabe que ni el tiempo ni el tren esperan.
    »El dueño examina el violín. La curiosidad y la codicia le corren por las venas y empieza a urdir un plan. Pero el tiempo pasa y Abraham no vuelve. Ya es tarde y por la puerta aparece Abraham con su aspecto de pobre orgulloso, nuestro violinista, con la cartera en la mano; una cartera que ha conocido mejores tiempos, una cartera que nunca ha contenido más de cien dólares en el mismo día, de la que coge el dinero para pagar la cuenta y recuperar el violín.
    »El hostelero pone el violín sobre la barra y Abraham lo coge como si se tratara de un bebé.
    »—Dígame —dice el hombre con la tarjeta del hombre que le pagará cincuenta mil dólares, un pellizco considerable, ardiéndole en el bolsillo del pecho—, ¿cuánto vale un violín como éste? Es que es el cumpleaños de mi sobrina la semana que viene y está ansiosa por aprender a tocar el violín.
    »—¿Vender mi violín? No podría jamás. Lo tengo desde hace veinte años, lo he tocado en todos los estados de la unión. Y para ser sincero, me costó unos quinientos dólares cuando lo compré.
    »El dueño sonríe.
    »—¿Quinientos dólares? ¿Y si le doy mil a toca teja?
    »El violinista le mira encantado, luego alicaído y le dice:
    »—Pero señor, soy violinista, es todo lo que sé hacer. El violín me conoce y me quiere, mis dedos lo conocen tan bien que podrían tocarlo en la oscuridad. ¿Dónde voy a encontrar otro que suene tan bien? Mil dólares es mucho dinero pero el violín es mi vida. Ni por mil ni por cinco mil.
    «Nuestro hostelero ve que su beneficio se reduce, pero el negocio es el negocio, se tiene que invertir dinero para ganar más.
    »—Ocho mil dólares —dice—. No lo vale pero me he encaprichado y me encantaría regalárselo a mi sobrina.
    »Abraham casi llora ante la idea de perder su querido violín, ¿pero cómo puede decir que no a ocho mil dólares? Y más cuando el hombre se acerca a la caja registradora y saca no ocho mil sino nueve mil dólares envueltos y listos para colarse en el bolsillo raído del violinista.
    »—Es un buen hombre —le dice el violinista—. Es usted un santo. Pero tiene que jurarme que cuidará de mi niño —y muy a su pesar le entrega el violín.
    —Pero qué pasaría si el hostelero le da la tarjeta de Barrington y le dice a Abraham que va a hacerse con una inmensa fortuna —le pregunta Sombra.
    —Entonces pagamos las dos cenas y punto —dice Wednesday—. Se acaba la salsa y los restos de comida del plato con un trozo de pan que se come relamiéndose de gusto.
    —Déjame adivinarlo —dice Sombra—. Abraham se va, nueve mil dólares más rico, y en el aparcamiento al lado de la estación del tren se encuentra a Barrington. Se reparten el dinero, se meten en el coche de Barrington, un Ford A, y salen hacia la próxima ciudad. Supongo que en el maletero tienen una caja repleta de violines a cien dólares.
    —Yo en particular le daría el toque de honor y no cobraría nunca más de cinco mil dólares —dijo Wednesday. Se volvió hacia la camarera dudosa—. Bueno, querida, deléitanos con los sabrosos postres que tenéis en este día, el día del nacimiento de nuestro Dios —Él lanzó una mirada lasciva, como si algo de lo que pudiera ofrecerle fuera un bocado de sus carnes. Sombra se sintió muy incómodo. Era como si estuviera viendo a un lobo acechando a un cervatillo demasiado joven para saber que si no echa a correr ahora acabará en algún claro alejado y devorado por cuervos.
    La chica se sonrojó de nuevo y les dijo que de postre tenían tarta de manzana á la mode («es decir, con una bola de vainilla»), tarta de Navidad á la mode o pudín rojo y verde. Wednesday la miró fijamente a los ojos y le dijo que probaría la tarta de Navidad á la mode. Sombra no tomó nada.
    —Los timos —prosiguió Wednesday— como el del violín, se remontan a unos trescientos años atrás. Y si eliges la víctima con acierto, aún hoy en día lo puedes hacer en cualquier parte de Estados Unidos.
    —Me pareció entender que tu timo preferido ya no era práctico — dijo Sombra.
    —Lo he dicho. Sin embargo, ése no es mi favorito. Mi favorito era uno llamado el timo del obispo. Lo tenía todo: emoción, subterfugio, sorpresa. De vez en cuando pienso que quizá con algún cambio podría... —Pensó por unos instantes y movió la cabeza—. No. Su tiempo ha pasado. Era 1920 pongamos, en una ciudad de las dimensiones de Chicago, Nueva York o tal vez Filadelfia. Estamos en una joyería. Un hombre vestido de clérigo —pero no de un clérigo cualquiera sino de obispo, de color púrpura— entra y coge un collar, una obra maravillosa y espléndida de diamantes y perlas y lo paga con doce billetes de cien dólares nuevecitos.
    »Hay una mancha de tinta verde en el primer billete y el dueño de la tienda disculpándose pero con tono firme manda el fajo de billetes al banco de la esquina para que los comprueben. Pronto el dependiente de la tienda vuelve con los billetes, el banquero dice que no hay ninguno falso. El dueño vuelve a disculparse y el obispo, más cortés, dice que entiende el problema, parece que las leyes no existan, hay tanto impío en el mundo, tanta inmoralidad y lascivia, tanta mujer sinvergüenza; y las fuerzas del mal emergen lentamente de las profundidades y toman vida en las pantallas de los cines, ¿qué más se puede esperar? Ponen el collar en la caja y el dependiente intenta no pensar para qué quiere un obispo de la iglesia un collar de doce mil dólares o por qué lo paga en efectivo.
    »El obispo se despide amablemente y nada más salir a la calle una mano grande le coge por el hombro.
    »—Bueno, bueno ¿a quién tenemos aquí? Soapy, viejo amigo, ¿haciendo de las tuyas, eh? —Un policía con cara de irlandés bueno entra con el obispo a la tienda.
    »—Disculpe, ¿le ha comprado algo este hombre? —pregunta el policía.
    »—Claro que no —dice el obispo—. Dígaselo.
    »—Por supuesto que sí —dice el joyero—. Me ha comprado un collar de perlas y diamantes que ha pagado en efectivo.
    »—¿Tiene los billetes a mano? —dice el policía.
    »El joyero saca los billetes de la caja registradora y se los da al policía que los observa al trasluz y mueve la cabeza.
    »—¡Soapy, Soapy...! —exclama— ¡Son los mejores que has hecho en su vida! ¡Estás hecho un auténtico artesano!
    »El obispo sonríe orgulloso.
    »—No puede probar nada —dice el obispo—. Y en el banco dijeron que no eran falsos, de los verdes auténticos.
    »—Estoy seguro de ello —asiente el policía—. Pero dudo que hayan avisado al banco de que Soapy Sylvester anda por la ciudad ni de la calidad de las falsificaciones que ha utilizado en Denver y San Louis. —Y con estas palabras mete la mano en el bolsillo del obispo y saca el collar—. Un collar de perlas valorado en doce mil dólares a cambio de papel y tinta por valor de cincuenta centavos —dice el policía, que obviamente es un gran filósofo—. Y haciéndose pasar por un hombre de la iglesia. Debería avergonzarse —dice mientras le pone las esposas al obispo que en realidad no lo es y se van, eso si, llevándose consigo el collar y los billetes falsos. Después de todo se trata de las pruebas de un crimen.
    —¿Los billetes eran falsos? —pregunta Sombra.
    —¡Claro que no! Billetes nuevos, recién sacados del banco, sólo que un par con una pequeña mancha de tinta verde para hacerlo más interesante.
    Sombra dio un sorbo al café. Estaba más malo que el de la cárcel.
    —Así que el policía no lo era ¿y el collar?
    —Pruebas —dijo Wednesday. Quitó la tapa del salero y puso un pellizco de sal sobre la mesa—. Pero el joyero recibe un papel, una especie de comprobante que le asegura que recuperará el collar tan pronto como se resuelva la sentencia. Se le felicita por ser un buen ciudadano y mira orgulloso, pensando ya en la historieta que les contará a sus amigotes en la reunión de la tarde, cómo el policía se lleva al presunto obispo hacia una comisaría que no les verá el pelo a ninguno de los dos.
    La camarera ha vuelto para quitar la mesa.
    —Dime, chata —dijo Wednesday— ¿estás casada?
    Ella niega con la cabeza.
    —Increíble que una chica tan encantadora y de tu edad siga soltera y sin compromiso.
    Jugaba con la sal haciendo figuras en forma de runas. La camarera se quedó de pie tras él. Sombra la veía más como un conejito asustado e indeciso ante los faros de un vehículo de dieciocho ruedas que como un cervatillo.
    Wednesday bajó el tono de voz tanto que Sombra casi no podía ni oírle desde la otra punta de la mesa.
    —¿A qué hora sales de trabajar?
    —A las nueve —dijo y tragó saliva—. A las nueve y media como muy tarde.
    —¿Y cuál es el mejor motel de la zona?
    —Hay un Motel 6 —dijo ella—. No está mal.
    Wednesday le rozó la palma de la mano con la yema de los dedos dejando granitos de sal en su piel. Ella no hizo ademán de quitárselos.
    —Para nosotros —susurró—, será el palacio del placer.
    La camarera le miró. Se mordió los labios delgados, dudó y con la cabeza baja volvió a la cocina.
    —Vamos... dijo Sombra—. Ni siquiera parece mayor de edad.
    —Nunca me han preocupado demasiado los aspectos legales —le dijo Wednesday—. Y la necesito no a ella como fin sino para despertarme un poquito. Incluso el rey David sabía que sólo existe una manera de conseguir calentar la sangre de un cuerpo viejo: elige a una virgen y llámame por la mañana.
    Sombra se preguntaba si la chica del turno de noche de la parte trasera del hotel de Eagle Point era virgen.
    —¿No te asustan las enfermedades? —le preguntó—. ¿Qué pasa si la dejas embarazada? ¿Y si tiene un hermano?
    —No —dijo Wednesday—. No me preocupan las enfermedades, no las cojo. Y por desgracia en la mayor parte de los casos las personas como yo disparamos balas de fogueo así que el riesgo de reproducción es mínimo. Solía pasar en los viejos tiempos. Hoy en día es posible pero tan improbable que resulta imposible. Así que no hay de qué preocuparse. Y muchas chicas tienen hermanos y padres. No es mi problema. En un noventa por cien de los casos para entonces ya me he ido de la ciudad.
    —¿Entonces nos quedamos aquí esta noche?
    Wednesday se frotó la mandíbula.
    —Yo me quedaré en el Motel 6 —dijo y se puso la mano en el bolsillo. Sacó una llave de color bronce con una tarjeta en la que había escrita una dirección: Carretera Northridge 502, apartamento 3—. A ti te espera un apartamento en una ciudad lejana —Wednesday cerró los ojos un momento. Los abrió: grises, brillantes, algo desencajados y dijo—: El autobús de línea Greyhound llegará en veinte minutos, para en la gasolinera, aquí tienes tu billete —Sacó un billete doblado que le pasó por encima de la mesa. Sombra lo cogió y lo miró.
    —¿Quién es Mike Ainsel? —preguntó. Era el nombre que aparecía en el billete.
    —Eres tú. Feliz Navidad.
    —¿Y dónde está Lakeside?
    —Será tu dulce hogar durante los próximos meses. Y ahora, como las alegrías nunca llegan solas... —Sacó de su bolsillo un paquete pequeño envuelto en papel de regalo y se lo pasó. Estaba al lado de la botella de ketchup con trozos de salsa seca en la tapa.
    Sombra no hizo ademán de cogerlo.
    —¿Y bien?
    Sombra le arrancó el papel de regalo rojo de mala gana y vio que se trataba de una cartera de piel marrón lustrosa por el uso. Evidentemente la cartera pertenecía a otra persona. Había dentro un carné de conducir con la fotografía de Sombra a nombre de Michael Ainsel, una dirección de Milwaukee, una MasterCard del señor M. Ainsel y veinte billetes de cincuenta dólares nuevecitos. Sombra cerró la cartera y se la puso en el bolsillo.
    —Gracias —dijo.
    —Piensa que es la extra de Navidad. Ahora te acompañaré al autobús. Quiero decirte adiós con la mano cuando partas en esa bestia gris hacia el norte.
    Salieron del restaurante. Sombra no podía creer lo mucho que había bajado la temperatura en unas pocas horas. Sin embargo hacía demasiado frío para que nevara. Un frío agresivo. Era un invierno crudo.
    —¡Eh, Wednesday! Los dos timos que me contabas antes, el del violín y el del obispo y el policía... —Hizo una pausa para darle forma a la idea, para concentrarse en el quid de la pregunta.
    —¿Qué?
    —Se necesitaban en ambos casos dos timadores. Uno a cada lado. ¿Solías tener un compañero? —El aliento de Sombra se convertía en vaho. Se juró a sí mismo que cuando llegara a Lakeside se gastaría la paga extra en el abrigo más grueso y que más abrigara que encontrara.
    —Sí —dijo Wednesday—. Sí, tenia una compañero, un aprendiz. Pero muy a mi pesar esos días quedaron atrás. Ahí está la gasolinera y allí, a menos que me falle la vista, está el autobús —Tenía el intermitente puesto para entrar a la gasolinera—. La dirección está en la llave —dijo Wednesday—. Si alguien te pregunta soy tu tío y me siento orgulloso de llamarme Emerson Borson. Instálate en, en Lakeside sobrino Ainsel. Iré a buscarte esta semana. Viajaremos juntos para ir a visitar a la gente que tengo que visitar. Mientras tanto intenta no meterte en líos.
    —¿Y mi coche? —dijo Sombra.
    —Lo cuidaré. Pásatelo bien en Lakeside —dijo Wednesday. Se dieron un apretón de manos. La mano de Wednesday estaba fría como la de un muerto.
    —¡Dios mío! —dijo Sombra—. Estás congelado.
    —Pues cuanto antes me encuentre haciendo el misionero con la chavalita caliente del restaurante en la habitación del Motel 6 mejor. —Saca la otra mano y le estrecha el hombro.
    Sombra experimentó un momento de doble visión vertiginoso: vio delante de él a un hombre entrecano que le apretaba el hombro pero también vio algo más. Muchos inviernos, cientos y cientos de inviernos y un hombre gris con un sombrero de ala ancha que caminaba de pueblo en pueblo, presionando a su gente, escrutando a través de los cristales la chimenea, la felicidad, la vida ardiente que nunca podrá alcanzar, que nunca podrá ni siquiera sentir...
    —Vete —dijo Wednesday con un gruñido—. Todo va bien, todo va bien, todo irá bien.
    Sombra le enseñó el billete a la conductora.
    —Vaya día para viajar, eh —dijo ella. Y añadió con cierta satisfacción—, feliz Navidad.
    El autobús estaba prácticamente vacío.
    —¿Cuándo llegaremos a Lakeside? —preguntó Sombra.
    —Dos horas, puede que un poco más —dijo la conductora—. Dicen que viene una ola de frío —Activó un botón con el dedo gordo y las puertas se cerraron entre chirridos.
    Sombra caminó hasta la mitad del autobús, tiró el asiento para atrás todo lo que pudo y empezó a pensar. El movimiento del autobús y el calor se aliaron para adormecerle y antes de que pudiera darse cuenta ya estaba dormido.
    En la tierra y en sus profundidades. Las marcas de la pared tenían el color de la arcilla húmeda: manos, huellas dactilares y crudas representaciones de animales, personas y pájaros por todas partes.
    La hoguera aun ardía y el hombre búfalo todavía estaba sentado junto a ella y miraba a Sombra con sus ojos oscuros como pozos de barro. Los labios del búfalo, cubiertos por un hilillo de pelos marrones, no se movieron cuando dijo:
    —Bueno, Sombra, ¿todavía no crees?
    —No lo sé —dijo Sombra. Se dio cuenta de que su boca tampoco se movió. Las palabras que se intercambiaban no eran habladas o al menos no de una manera que Sombra entendiera—. ¿Eres de verdad?
    —Cree —dijo el hombre búfalo.
    —Eres... —Sombra dudó y preguntó—, ¿también eres un dios?
    El hombre búfalo metió una mano en la hoguera y sacó un tizón ardiendo. Lo sujetó en el centro. Llamas azules y amarillas le lamían la mano roja pero no le quemaban.
    —Ésta no es tierra de dioses —dijo el hombre búfalo. Pero Sombra sabía que ya no era él quien le hablaba en sueños: era el fuego, el chasquido y el ardor de la llama en sí lo que se dirigía a Sombra en la oscuridad de las profundidades de la tierra.
    —Esta tierra la trajo un buceador desde las profundidades del océano —dijo el fuego—. La tejió una araña con su propio hilo. La cagó un cuervo. Es el cuerpo de un padre caído cuyos huesos son montañas y sus ojos, lagos.
    —Es la tierra de los sueños y el fuego —dijo la llama.
    El hombre búfalo dejó el tizón dentro de la hoguera.
    —¿Por qué me cuentas todo esto? —dijo Sombra—. No soy importante. No soy nadie. Yo era un preparador físico medio, un sinvergüenza asqueroso y quizás no tan buen marido como pensaba... —Su voz se fue apagando—. ¿Cómo puedo ayudar a Laura? —le preguntó Sombra al hombre búfalo—. Quiere que le devuelva la vida. Dije que le ayudaría, se lo debo.
    El hombre búfalo no dijo nada. Señaló hacia el techo de la cueva. Sombra le siguió con los ojos. Un fino rayo de luz se colaba por un agujero diminuto arriba del todo.
    —¿Por ahí? —preguntó Sombra con la esperanza de conseguir respuesta a una de sus preguntas—. ¿Tengo que salir por ahí?
    Entonces el sueño le llevó, la idea tomó forma y Sombra fue aplastado contra la roca y la tierra. Era como un topo intentando atravesar la tierra, como un tejón trepando, como una marmota apartando la tierra de su camino, como un oso; pero la tierra era demasiado densa, estaba demasiado dura y respiraba con dificultad, no podía avanzar más ni excavar ni trepar y entonces supo que moriría en algún lugar en las profundidades. Su propia fuerza no era suficiente. Sus esfuerzos se debilitaban. Sabía que, aunque su cuerpo estuviera caliente en un autobús atravesando los bosques helados, si dejaba de respirar aquí, bajo tierra, dejaría de respirar también allí, que incluso ahora su respiración consistía en jadeos profundos.
    Luchó, empujó. Desperdiciaba aire en cada uno de los movimientos, más débil que el anterior, estaba atrapado, no podía avanzar más y no había marcha atrás.
    —Ahora negocia —dijo una voz en su interior.
    —¿Negocia con qué? —preguntó Sombra—. No tengo nada.
    Podía sentir el sabor espeso y arenoso del barro en su boca. Entonces Sombra dijo:
    —Excepto a mí mismo. Me tengo a mí mismo ¿no?
    Tenia la impresión de que todo a su alrededor contenía la respiración.
    —Me ofrezco a mí mismo —dijo.
    La respuesta fue inmediata. Las rocas y la tierra que le rodeaban empezaron a empujarle con tanta fuerza que le robaron la última gota de aire que tenía en los pulmones. La presión se convirtió en un dolor que le invadía todo el cuerpo. Alcanzó el punto máximo de dolor y se quedó allí colgado, arqueado, sabía que no podría soportarlo más; pero en ese momento el espasmo cesó y Sombra recuperó la respiración. Había más luz sobre su cabeza.
    Le empujaban hacia la superficie.
    Sombra aprovechó el siguiente espasmo de la tierra para avanzar y notó cómo ascendía.
    El dolor provocado por esta última contracción era imposible de describir, se sintió exprimido, aplastado y embutido en un espacio entre rocas rígidas. Tenía los huesos destrozados, la carne empezaba a perder su forma. Cuando su cara dolorida y su boca se abrieron camino por el agujero, empezó a gritar de dolor y miedo.
    Se preguntaba si en el mundo real también estaría gritando, si estaba gritando en sueños en la oscuridad del autobús.
    Se incorporó con brusquedad, se limpió la tierra de la cara con la mano y levantó la vista hacia el cielo. Estaba anocheciendo, las estrellas brillaban con una intensidad y viveza que jamás había visto ni imaginado en el crepúsculo púrpura.
    —Pronto caerán —dijo la voz chasqueante de la llama que venía de atrás—. Pronto caerán y la gente de las estrellas conocerá a los terrícolas. Entre ellos habrá héroes, personas que asesinarán a monstruos y que aportarán nuevos conocimientos; pero ningún dios. Es un lugar pobre para los dioses.
    Una bocanada de aire sorprendentemente helado le golpeó la cara. Fue como si le empaparan con agua congelada. Oyó la voz de la conductora anunciando que estaban en Pinewood:
    —Si alguien quiere fumar un cigarrillo o estirar las piernas pararemos diez minutos.
    Sombra salió a trompicones del autobús. Habían aparcado en una gasolinera de pueblo casi idéntica a la de la que salieron. La conductora estaba ayudando a un par de adolescentes a poner su equipaje en el maletero del autobús.
    —¡Eh! —dijo la conductora cuando vio a Sombra—. ¿Usted baja en Lakeside, no?
    Sombra asintió medio dormido.
    —¡Vaya! Es una buen sitio —dijo la conductora—. A veces pienso que si tuviera que mudarme a algún sitio sería a Lakeside. Es la ciudad más bonita que jamás haya visto. ¿Vive allí desde hace mucho tiempo?
    —Es la primera vez que voy.
    —Tómese una empanadilla en Mabel’s a mi salud, ¿me oye?
    Sombra decidió no entrar en detalles.
    —Dígame —preguntó—, ¿he hablado en sueños?
    —Si lo ha hecho, no he oido nada —Se miró el reloj—. Volvamos al autobús, ya le avisaré cuando lleguemos a Lakeside.
    Las dos chicas —dudó que ninguna de las dos tuviera más de catorce años— que subieron en Pinewood ocupaban los sitios delante de él. Tras escuchar la conversación sin poder evitarlo. Sombra decidió que eran amigas y no hermanas. Una de ellas no sabía prácticamente nada sobre sexo, pero sabía mucho de animales, había hecho de voluntaria o había pasado un tiempo en una especie de casa de recogida: mientras que la otra no estaba en absoluto interesada por los animales, pero iba armada hasta los dientes de chismes sacados de Internet o de programas de cotilleo y pensaba que sabía un montón sobre la sexualidad humana.
    Sombra escuchaba fascinado, horrorizado y divertido a la vez, a la que pensaba que era experta en el intrincado y complejo mundo de la utilización de Alka-Seltzer para mejorar el sexo oral.
    Sombra intentó desconectar, anular todo ruido excepto el de la carretera y sólo de vez en cuando se colaba algún fragmento de la conversación.
    —Goldie es un perro de pura raza, si mi padre dijera que si... Mueve la cola cada vez que me ve.
    —Es Navidad, tiene que dejarme usar la moto de nieve.
    —Puedes escribir tu nombre con la lengua al lado de eso.
    —Echo de menos a Sandy.
    —Sí, yo también.
    —Han dicho que esta noche caerían quince centímetros, pero se lo inventan todo y nadie les dice nada...
    Los frenos del autobús chirriaron y la conductora gritó:
    —¡Lakeside! —Las puertas se abrieron de golpe. Sombra siguió a las niñas hasta el aparcamiento de un videoclub y un solárium que Sombra supuso que era la estación de los autobuses Greyhound en Lakeside. El aire era terriblemente frío pero refrescante. Le despertó. Miró las luces de la ciudad al sur y al oeste y la extensión pálida del lago congelado al este. Las chicas estaban de pie en el aparcamiento frotándose y calentándose las manos con fuerza. Una de ellas cruzó una mirada con Sombra y sonrió incómoda al darse cuenta de que le había pillado.
    —Feliz Navidad —dijo Sombra.
    —Sí —dijo la otra chica que parecía un año o así mayor que la otra—, feliz Navidad a usted también. —Era pelirroja y tenía la nariz cubierta con cientos de miles de pecas.
    —Una bonita ciudad —dijo Sombra.
    —A nosotras nos gusta —dijo la más joven. Era a la que le gustaban los animales. Le sonrió con timidez y al hacerlo dejó entrever la ortodoncia azul que llevaba en los dientes—. Se parece a alguien —le dijo seria—, ¿es usted el hermano o el hijo de alguien o algo así?
    —¿Estás tonta o qué? —le espetó la amiga—. Todo el mundo es el hijo o el hermano de alguien o algo así.
    —No era lo que quería decir —dijo Alison. Los faros les alumbraron durante un momento blanco brillante. Tras los faros había una ranchera y una madre dentro que en un minuto cogió a las chicas, sus bolsas y dejó a Sombra sólo allí.
    —¿Puedo hacer algo por usted, joven? —Un hombre mayor miraba hacia el videoclub. Se guardó las llaves en el bolsillo—. El videoclub no abre en Navidad —le dijo a Sombra amablemente—. He bajado al encuentro del autobús, para asegurarme de que todo va bien. No podría seguir viviendo si tan sólo una pobre alma se quedara tirada el día de Navidad —Estaba lo suficientemente cerca como para verle la cara: vieja pero alegre, se notaba que había pasado tragos amargos en la vida, pero que al final le habían sabido a whisky, y del bueno.
    —Bueno, me podría dar el número de la compañía de taxis local —dijo Sombra.
    —Podría —dijo el hombre con cierta duda— pero seguro que Tom está en la cama a estas horas e incluso si lograra levantarlo no le serviría de nada. Esta tarde lo he visto en el bar y estaba muy feliz. Muy, muy feliz. ¿Adonde quiere ir?
    Sombra le enseñó la dirección de la llave.
    —Bueno, eso está a diez o veinte minutos a pie pasado el puente. Pero no hace ninguna gracia cruzarlo con el frío que hace y cuando no se sabe el camino siempre te parece más largo. ¿Se ha dado cuenta? La primera vez cuesta una eternidad y luego, las otras veces, en un minuto ya estás.
    —Si —dijo Sombra— nunca lo he pensado, pero supongo que es cierto.
    El hombre sacudió la cabeza. Su cara se transformó en una sonrisa.
    —¡Qué demonios! Es Navidad. Tessie nos llevará.
    Sombra siguió al hombre hasta la carretera donde había aparcado un descapotable biplaza. Los gángsteres se habrían sentido orgullosos de conducir uno de éstos en los locos años veinte, con estribos y todo. De noche todos los gatos son pardos, bien podría haber sido rojo o verde.
    —Éste es Tessie —dijo el anciano— . ¿A que es precioso? —Le dio un golpecito de propietario orgulloso donde la capota se curva sobre la rueda delantera derecha.
    — ¿Qué marca es? —preguntó Sombra.
    —Es un Wendt Phoenix. La Wendt se hundió en el año 31, el nombre lo compró Chrysler pero ya no fabricaron más Wendts. Harvey Wendt, fundador de la empresa, era un chico de barrio. Se mudó a California y se suicidó en 1941, o en el 42. Una gran tragedia.
    El coche olía a cuero y a humo de cigarrillo. No era un olor reciente sino más bien parecía que fuera un olor propio del coche, como si se hubieran fumado allí una gran cantidad de cigarros y puros a lo largo de estos años. El hombre puso la llave en el contacto y Tessie arrancó a la primera.
    —Mañana —le dijo a Sombra— lo meto en el garaje. Lo cubriré con una funda y allí se quedará hasta la primavera. De hecho no debería estar conduciéndolo ahora mismo con nieve en la calzada.
    —¿No va bien en la nieve?
    —Es por la sal que echan en la carretera. Oxida estas bellezas más rápido de lo que pueda imaginar. ¿Quiere que le lleve directamente o prefiere un paseo por la ciudad bajo la luz de la luna?
    —No quiero molestarle...
    —No es molestia. Cuando llegue a mi edad se dará cuenta de lo difícil que es pegar ojo. Si tengo suerte consigo dormir cinco horas últimamente, me despierto y no paro de darle vueltas a la cabeza. ¿Pero dónde está mi educación? Me llamo Hinzelmann. Le diría que me llamara Richie pero todos los que me conocen me llaman Hinzelmann. Le estrecharía la mano pero necesito las dos para conducir a mi Tessie. Sabe cuándo no le presto suficiente atención.
    —Mike Ainsel —dijo Sombra—. Encantado de conocerle, Hinzelmann.
    —Pues iremos alrededor del lago. Bonito paseo —dijo Hinzelmann.
    La calle principal que atravesaban en ese momento era bonita incluso de noche y parecía anticuada en el buen sentido de la palabra. Parecía como si durante cien años los habitantes se hubieran preocupado de la calle y hubieran querido conservar todo lo que les gustaba de ella.
    Hinzelmann le señaló los dos restaurantes de la ciudad cuando pasaron por delante (uno alemán y otro que describió como medio griego medio noruego, en el que daban un panecillo con cada plato), la panadería y la librería («como yo digo, una ciudad sin librería no es una ciudad. Puede que se llame ciudad pero a no ser que tenga una librería no puede engañar a nadie»). Redujo al pasar por delante para que Sombra pudiera verla bien.
    —La construyó en la década de 1870 John Henning, un empresario maderero de la zona. Quería que se llamara Librería Memorial Henning pero cuando murió todo el mundo empezó a llamarla la librería de Lakeside y supongo que seguirá llamándose así hasta el final de los tiempos. ¿No es todo un primor? —No habría estado más orgulloso de ella si la hubiera construido él mismo. El edificio le recordó a un castillo y Sombra no dudó en decirlo—. Tiene razón —dijo Hinzelmann—. Las torrecillas y todo. Henning quería que tuviera ese aspecto por fuera. En el interior todavía se conservan todas las estanterías de madera de pino originales. Miriam Shultz quiere tirar todo el interior para modernizarlo pero el edificio forma parte del patrimonio de edificios históricos y no hay nada que ella pueda hacer.
    Condujeron por el extremo sur del lago. La ciudad rodeaba el lago que estaba a unos nueve metros bajo el nivel de la carretera. Sombra veía las placas de hielo que quitaban el brillo de la superficie del lago y de vez en cuando un trozo brillante que reflejaba las luces de la ciudad.
    —Parece que se está congelando —dijo Sombra.
    —Lleva congelado un mes ya —dijo Hinzelmann—. Las zonas mate es nieve acumulada y las brillante, hielo. Se heló, fino como el cristal, justo después de Acción de Gracias en una noche de mucho frío. ¿Le gusta practicar la pesca en el hielo, señor Ainsel?
    —Nunca lo he hecho.
    —Es lo mejor que un hombre puede hacer. No se trata de los peces que coja sino de la paz interior que se lleva uno a casa al final del día.
    —Lo recordaré —Sombra miró con detenimiento el lago a través de la ventanilla de Tessie—. ¿Se puede caminar sobre él?
    —Claro, incluso conducir, pero no me arriesgaría. Ha hecho frío seis semanas —dijo Hinzelmann—. Aquí, al norte de Wisconsin se le debe dar a las cosas más tiempo para que se congelen que en otras partes. Salí a cazar ciervos un día, le estoy hablando de hace treinta o cuarenta años. Disparé a uno pero fallé y salió corriendo hacia el bosque, a través del extremo norte del lago cerca de donde vive usted, Mike. Era el mejor ciervo que había visto nunca, grande como un potro, no miento. Antes era más joven y echado para adelante que ahora y aunque aquel año las nieves habían empezado antes de Halloween, era el día de Acción de Gracias y había nieve fresca en el suelo y se distinguían las pisadas del ciervo. Me pareció que nuestro amigo se dirigía hacia el lago presa del pánico.
    »Bueno, sólo un tonto es capaz de seguir a un ciervo, así que allí iba yo, corriendo tras él. Efectivamente estaba en el lago, el agua le cubría veinte o veinticinco centímetros las patas y tenía la mirada puesta en mí. En ese mismo momento el sol se escondió tras una nube y el ambiente se congeló, la temperatura descendió al menos treinta grados en diez minutos y que me muera si miento. Y el pobre ciervo intentó echarse a correr pero no pudo moverse. Se quedó congelado en el lago.
    »Me puse a caminar despacio hacia él. Vi que quería echar a correr, pero estaba congelado y no había nada que pudiera hacer. Sin embargo no puedo disparar a un ser indefenso que no es capaz de huir. ¿Qué tipo de hombre sería si lo hubiera hecho? Así que cogí mi rifle tiré una concha al aire y disparé.
    »El ruido y el susto fueron suficientes para que el ciervo intentara saltar aunque se dejara allí la piel y al ver que no podía porque sus patas estaban congeladas es precisamente lo que hizo. Se dejó el pellejo y la cornamenta en el hielo y corrió hacia el bosque rosa como un ratón recién nacido y temblando de los pies a la cabeza.
    »Me sentí fatal por el pobre ciervo y convencí al colectivo de Amigas del Punto de Lakeside para que le hicieran algo que le abrigara durante el invierno y le hicieron un traje de lana de una pieza para que no muriera congelado. Por supuesto éramos el hazmerreír porque el traje era de lana color naranja brillante para que ningún cazador le disparase. Los cazadores van de naranja durante la temporada —añadió a modo de explicación— y si cree que lo que le he contado es mentira, puedo probarlo: todavía conservo la cornamenta en la pared de mi habitación de trofeos.
    Sombra se rió y el hombre le respondió con una sonrisa de artesano satisfecho. Pararon delante de un edificio de ladrillos con una gran cubierta de madera de la que colgaban y parpadeaban luces doradas navideñas que invitaban a entrar.
    —Éste es el quinientos dos —dijo Hinzelmann—. El apartamento 3 estará en el último piso, al otro lado, con vistas al lago. Ya estamos, Mike.
    —Gracias señor Hinzelmann. ¿Le puedo dar algo por la gasolina?
    —Sólo Hinzelmann. Y no me debes ni un centavo. Feliz Navidad de mi parte y de parte de Tessie.
    —¿Está seguro de que no quiere nada?
    El hombre se frotó la barbilla.
    —Te diré una cosa —dijo—, la semana que viene o así pasaré para venderte unas papeletas para la rifa benéfica. Pero por ahora puedes irte a dormir, joven.
    Sombra sonrió.
    —Feliz Navidad, Hinzelmann —dijo.
    El anciano le dio la mano, una mano con los nudillos rojos. Era tan fuerte y rugosa como la rama de un roble.
    —Tenga cuidado al subir, estará resbaladizo. Veo su puerta desde aquí, en aquel lado, ¿la ve? Esperaré en el coche hasta que haya entrado, hágame una señal con la mano cuando esté allí y me iré.
    Dejó el Wendt en ralentí hasta que Sombra estuvo a salvo arriba y abrió la puerta del apartamento. La puerta chirrió al abrirse. Sombra le hizo el gesto acordado al hombre, que esperaba al volante del Wendt llamado Tessie. Pensar que un coche pudiera tener nombre le arrancó de nuevo una sonrisa. Hinzelmann y Tessie se fueron y volvieron a la ciudad atravesando el puente.
    Sombra cerró la puerta principal. La habitación estaba helada. Olía a gente que se había ido a vivir otra vida y a lo que habían comido y soñado. Encontró el termostato y lo subió a 20 grados. Entró en la cocina pequeña, miró los cajones y abrió la nevera de color aguacate, pero estaba vacía. Ninguna sorpresa. Al menos la nevera olía a limpio y no a humedad.
    Había un dormitorio pequeño con un colchón desnudo y junto a la cocina un cuarto de baño todavía más pequeño. Casi toda la superficie la ocupaba el plato de la ducha. En la taza del váter notaba una colilla que teñía el agua de marrón. Sombra tiró de la cadena.
    Hizo la cama con unas sábanas y una manta que encontró en un armario. Se quitó los zapatos, la chaqueta, el reloj y se metió en la cama con el resto de la ropa que llevaba, pensando en cuánto tiempo le costaría entrar en calor.
    Las luces estaban apagadas y reinaba un silencio casi absoluto, sólo el zumbido de la nevera y una radio que sonaba en alguna parte del edificio lo perturbaban. Tumbado en la oscuridad pensaba si se había dormido en el autobús, si el hambre, el frío, la cama nueva y la locura de estas últimas semanas se conjurarían para mantenerle despierto esa noche.
    En la tranquilidad oyó un ruido parecido a un disparo. «Una rama —pensó—, o el hielo». Hacía mucho frío fuera.
    Se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar a Wednesday. ¿Un día? ¿Una semana? No importaba cuánto tardara, sabía que tenía que mantenerse ocupado. Decidió que volvería a practicar sus juegos de manos con monedas hasta perfeccionarlos («practica todos tus trucos —le susurró una voz, que no era la suya, en la cabeza— todos menos el que el pobre Mad Sweeney el loco te enseñó, muerto de frío y de olvido a la intemperie y que ya sobraba. Ese truco no. ¡Oh! todos menos ése»).
    Pero ése era un buen truco. Lo presentía.
    Pensó en el sueño, si es que fue un sueño, que tuvo la primera noche en Cairo. Pensó en Zorya... ¿Cómo coño se llamaba? La hermana de la medianoche.
    Y luego pensó en Laura...
    Si pensaba en ella parecía que se abriera una ventana en su mente. Podía verla. Podía, en cierta manera, verla.
    Estaba en Eagle Point, en el jardín de la enorme casa de su madre.
    Allí fuera, en el jardín ya no sentía el frío o al menos no como antes. Su madre había comprado la casa en 1989 con el dinero del seguro de vida del padre de Laura, Harvey McCabe, cuando falleció de un ataque al corazón mientras hacía fuerza sentado en el retrete. Tenía las manos pegadas al cristal, de su boca no salía nada de vaho y miraba a su madre, a su hermana, que vivia en Texas junto a su marido y sus hijos, de vuelta a casa por Navidad. Y en la oscuridad estaba Laura, imposible no mirar.
    Las lágrimas brotaban de los ojos de Sombra y caían a la cama.
    Se sintió un mirón, intentó borrar sus pensamientos con la esperanza de que volvieran. El lago se extendía a sus pies con la fuerza del viento ártico que soplaba como dedos fisgones cien veces más fríos que los de cualquier cadáver.
    La respiración de Sombra era pausada. Oía un viento cada vez más fuerte por la casa, un grito amargo, y por un instante creyó oír voces en el viento.
    Para estar en ninguna parte mejor se quedaba aquí, pensó y se durmió.


    MIENTRAS TANTO, UNA CONVERSACIÓN.

    Ding dong.
    —¿Señorita Cuervo?
    —Sí.
    —¿La señorita Samantha Cuervo Negro?
    —Sí.
    —¿Le importa si le hago unas cuantas preguntas?
    —¿Son policías? ¿Quiénes son?
    —Me llamo Ciudad y mi colega Carretera. Investigamos la desaparición de dos de nuestros socios.
    —¿Cómo se llamaban?
    —¿Perdone?
    —Dígame sus nombres. Quiero saber cómo se llamaban. Sus socios. Dígame sus nombres quizá pueda ayudarles.
    —... De acuerdo. Se trata del señor Piedra y el señor Madera. ¿Tendría la amabilidad de contestar ahora a nuestras preguntas?
    —¿Qué pasa, que ustedes ven cosas y se ponen nombres, no? ¡Oh! Usted será el señor Acera y él el señor Alfombra, saluden al señor Avión.
    —Muy graciosa señorita. Primera pregunta: ¿Ha visto usted a este hombre? Aquí tiene. Puede coger la fotografía.
    —¡Uauh! De perfil, con números abajo... y grande. Pues, es mono. ¿Qué ha hecho?
    —Estuvo involucrado en un robo a un banco, como conductor, hace unos años. Sus dos compinches decidieron quedarse con todo el botín y huir. El se enfadó y los encontró. Estuvo a punto de matarlos con sus propias manos. El estado hizo un pacto con ellos: testificarían contra él. Tenía para seis años pero sólo cumplió condena tres. A tipos como éste habría que encerrarlos y tirar la llave.
    —Nunca he oído a nadie decir eso de verdad. Al menos no en voz alta.
    —¿Decir qué, señorita Cuervo?
    —«Botín». No es una palabra que la gente suela decir. Quizás en películas pero no en la vida real.
    —Esto no es una película, señorita Cuervo.
    —Cuervo Negro. Es señorita Cuervo Negro. Mis amigos me llaman Sam.
    —Vale, Sam. Y ahora, ¿que sabe de este hombre?
    —Pero ustedes no son mis amigos así que llámenme señorita Cuervo Negro.
    —¡Escucha mocosa...!
    —Está bien, señor Carretera. Aquí Sam... perdón señorita Cuervo Negro quiere ayudar. Es una ciudadana respetuosa con la ley.
    —Señorita, sabemos que ayudó a Sombra. Se les ha visto juntos en un Chevy Nova blanco. La recogió en la carretera. ¿Dijo él algo que pueda ayudar en la investigación? Dos de nuestros mejores hombres han desaparecido.
    —Nunca he visto a este hombre.
    —Sí que lo ha visto. Por favor no cometa el error de pensar que somos estúpidos.
    —He conocido a un montón de gente. Quizás lo conocí y ya me he olvidado.
    —Por favor, es mejor que colabore.
    —¿Si no... no tendrán más remedio que presentarme a sus amigos el señor Puño Americano y el señor Pentotal?
    —No nos lo está poniendo nada fácil.
    —¿No me diga? Lo siento. ¿Algo más que pueda hacer por ustedes? Porque voy a decir adiooós y voy a cerrar la puerta y me imagino que ustedes darán media vuelta, cogerán al señor Coche y se irán.
    —Hemos tomado nota de su falta de cooperación.
    —Adiooós.
    Clic.


    CAPÍTULO DÉCIMO

    I’ll tell you all my secrets
    But I lie about my past
    So send me off to bed forevermore

    —Tom Waits, Tango Till They ‘re Sore

    Durante su primera noche en Lakeside, Sombra soñó con toda una vida entre tinieblas, rodeada de corrupción. Era la vida de un niño, lejana en el tiempo y en la distancia, en un país al otro lado del océano, en tierras en las que lucia el Sol. Sin embargo, esa vida no contenía ningún amanecer, sólo una palidez diurna y una ceguera nocturna.
    Nadie le hablaba. Oía voces que venían de fuera, pero no podía entender el habla humana más que el ulular de los buhos o el aullido de los perros.
    Recordaba, o creía recordar, que una noche remota había entrado en silencio una de las personas grandes y que no lo había abofeteado o alimentado, sino que lo había levantado hasta su pecho y lo había abrazado. Olía bien. Unas gotas de agua caliente se habían deslizado desde la cara de la mujer hasta la suya. Había sentido miedo y gimió asustado.
    Ella lo dejó rápidamente sobre la paja, salió de la cabaña y cerró la puerta tras de sí.
    Recordaba ese momento y lo atesoraba de la misma forma en que recordaba la dulzura del corazón de una col, el sabor ácido de las ciruelas, la textura crujiente de las manzanas o el deleite grasiento del pescado asado.
    Ahora veía las caras a la luz de la hoguera, todas lo miraban mientras lo sacaban por primera y única vez de la cabaña. Éste, pues, era el aspecto de las personas. Él, que se había criado en la oscuridad, nunca había visto un rostro. Todo le resultaba nuevo y extraño. La luz de la hoguera le dañaba los ojos. Le ataron la cuerda alrededor del cuello para conducirlo hasta el lugar donde le esperaba el hombre.
    Cuando se alzó el primer cuchillo también se elevaron los gritos de entusiasmo de la multitud. Un niño entre tinieblas comenzó a reírse placentera y libremente.
    Entonces cayó la hoja.
    Sombra abrió los ojos y se dio cuenta de que tenía hambre y frío. El cristal de la ventana del apartamento estaba nublado por dentro con una capa de hielo. Supuso que se trataba de su propio aliento congelado. Salió de la cama y se alegró de no tener que vestirse. Rascó una ventana con un dedo al pasar, sintió que el hielo se le deshacía bajo la uña.
    Intentó acordarse del sueño, pero lo único que conseguía era una sensación de tristeza y de oscuridad.
    Se calzó. Imaginó que podría caminar hasta el centro de la ciudad, a través del puente y del lado norte del lago, si es que su idea de la geografía de la ciudad era correcta. Se puso una chaqueta ligera y recordó que se había prometido a sí mismo comprarse un abrigo. Abrió la puerta y salió a la terraza de madera. El frío le dejó sin aliento: inspiró y sintió que todos los pelos de la nariz se le congelaban hasta quedarse rígidos. La terraza le ofrecía una buena vista del lago, retazos grises irregulares rodeados de una extensión blanca.
    No cabía duda de que había llegado la ola de frío. No podía hacer mucho más de cero grados y el paseo no iba a ser nada agradable, pero estaba seguro de que podría llegar a la ciudad sin problemas. ¿Qué había dicho Hinzelmann anoche...? ¿Diez minutos a pie? Sombra era un hombre corpulento. Podría andar rápido y mantener el calor.
    Salió hacia el sur, en dirección al puente.
    Enseguida empezó a toser, con una tos seca y leve, a medida que el aire frío y áspero le alcanzaba los pulmones. Al poco le dolían las orejas, la cara, los labios y más tarde los pies. Metió las manos desnudas en los bolsillos de la chaqueta y cerró los dedos intentando sentir un poco de calor. Se encontró recordando los cuentos de Low Key Lyesmith sobre los inviernos en Minnesota, sobre todo uno en que un oso perseguía a un cazador durante una fuerte helada y éste se sacaba la polla y meaba con un chorro arqueado y humeante que se congelaba antes de llegar al suelo y después se libraba de la vara de orina dura como una piedra deslizándola hacia abajo. Una sonrisa irónica y otra punzante tos seca.
    Un paso y otro y otro más. Miró atrás. El bloque de pisos no estaba tan lejos como esperaba.
    Decidió que aquel paseo era un error, pero ya se encontraba a tres o cuatro minutos del apartamento y el puente sobre el lago estaba a la vista. Tanto sentido tenía continuar como volver. En caso de volver, ¿qué? ¿Llamar a un taxi desde el teléfono cortado? ¿Esperar a la primavera? Se recordó a sí mismo que no tenía comida.
    Continuó, revisando a la baja sus estimaciones de la temperatura a medida que iba andando. ¿Diez bajo cero? ¿Veinte? Quizá cuarenta, ese extraño punto en el que los termómetros centígrados y los de Fahrenheit coinciden. Probablemente no hacía tanto frío, pero la sensación empeoraba con el viento, que era cortante, regular y continuo, que bajaba desde el Ártico a través de Canadá y soplaba sobre el lago.
    Recordó con envidia los calentadores químicos para las manos y los pies. Ojalá tuviese unos en ese momento.
    Supuso que llevaba andando otros diez minutos, pero el puente no parecía acercarse lo más mínimo. Tenía demasiado frío para tiritar. Le dolían los ojos. Éste no era un clima normal, era de ciencia ficción: la historia debía de ubicarse en la cara oculta de Mercurio, en aquella época en que se pensaba que Mercurio tenía una cara oculta. Se ubicaba en algún lugar del rocoso Plutón, donde el Sol no es más que otra estrella que brilla en la oscuridad, casi en uno de esos sitios en los que el aire se trae en cubos y se sirve igual que la cerveza.
    Los pocos coches que casualmente pasaban a su lado parecían irreales; naves espaciales, pequeños envoltorios congelados de metal y cristal, ocupados por personas más abrigadas que él mismo. Le empezó a pasar por la cabeza una antigua canción que le encantaba a su madre Walking in a Winter Wonderland, la tarareó con los labios cerrados y acomodó sus pasos al ritmo.
    Ya no se sentía los pies en absoluto. Se miró los zapatos de cuero negro y los calcetines finos de algodón. Empezó a preocuparse de verdad por la congelación.
    No era ninguna broma. Ya había traspasado el límite de la imprudencia y había llegado al auténtico momento de Dios mío esta vez la he cagado de verdad. Le hubiese dado igual llevar ropas de red o de encaje, porque el viento lo atravesaba todo, le helaba los huesos y hasta el tuétano dentro de los huesos, le helaba las pestañas, le helaba la zona caliente bajo los huevos, que se retraían hacia la cavidad pélvica.
    —Sigue andando —se decía—, sigue. Ya pararás a beberte un balde de aire cuando llegues a casa. —Una canción de los Beatles empezó a sonarle en la cabeza y acomodó su paso para seguirla. En el momento en que llegó al estribillo se dio cuenta de que estaba tarareando Help.
    Casi había llegado ya al puente. Tenía que cruzarlo y después le quedarían otros diez minutos hasta las tiendas al oeste del lago, quizá algo más...
    Le sobrepasó un coche, frenó, dio marcha atrás en medio de una nube de humo y se paró a su lado. Bajaron una ventanilla, el vapor neblinoso que salía de ella se mezcló con el humo del tubo de aliento draconiano que rodeó el coche.
    —¿Va todo bien? —preguntó un policía desde dentro.
    Instintivamente Sombra hubiese respondido «Claro, todo está perfecto. Qué amabilidad la suya al preguntar, agente». Pero ya era demasiado tarde para eso y empezó a decir «Creo que me estoy congelando. Iba a Lakeside a comprar ropa y comida, pero no había calculado bien la distancia». Pensaba que ya había terminado la frase cuando se dio cuenta de que sólo había conseguido articular «Co-Con-ge-lándome» y algún otro sonido tembloroso, así que balbuceó:
    —Lo s-siento. Frío. Perdón.
    El policía abrió la puerta trasera del coche.
    —Suba aquí un momento a calentarse, ¿de acuerdo?
    Sombra subió agradecido y se sentó en la parte de atrás mientras se frotaba las manos e intentaba no preocuparse por que se le hubiesen congelado los dedos de los pies. El policía volvió al asiento del conductor. Sombra lo miró a través de la rejilla metálica. Intentó no pensar en la última vez que había estado sentado en la parte trasera de un coche de policía, no darse cuenta de que no había manillas en las puertas y en cambio concentrarse en devolverles la vida a sus manos. Le dolía la cara, le dolían los dedos lívidos y, con el calor, también volvían a dolerle los dedos de los pies. Se imaginaba que eso era buena señal.
    El policía puso en marcha el coche.
    —Lo que ha hecho —decía más alto pero sin volverse a mirar a Sombra—, si me perdona que se lo diga, ha sido una verdadera tontería. ¿No había oído ninguna predicción del tiempo? Hace treinta bajo cero ahí fuera. Y contando con la acción del viento, sólo Dios sabe qué temperatura hace, sesenta o setenta bajo cero. Aunque me imagino que a treinta lo que menos debe de preocupar es el viento.
    —Gracias, gracias por parar. No sabe cuánto se lo agradezco.
    —Esta mañana una mujer de Rhinelander salió en bata y zapatillas para poner alpiste a sus pájaros y se congeló, literalmente, se quedó pegada a la acera. Ahora está en cuidados intensivos. Salió por la tele esta mañana. Es nuevo por aquí. —Era casi una pregunta, pero la respuesta era evidente.
    —Llegué anoche en autobús. Pensaba que hoy podría comprarme algunas ropas de abrigo, comida y un coche. No me esperaba que hiciera este frío.
    —Sí, a mí también me ha sorprendido. Estaba demasiado ocupado pensando en el calentamiento global. Me llamo Chad Mulligan. Soy el jefe de policía de Lakeside.
    —Mike Ainsel.
    —Encantado, Mike. ¿Ya te encuentras mejor?
    —Si, un poco.
    —¿Y dónde quieres que te lleve?
    Sombra acercó las manos a la corriente de aire caliente, que le hizo daño en los dedos, después las retiró. Cada cosa a su tiempo.
    —¿Me puede dejar en el centro de la ciudad?
    —Ni hablar. A no ser que me necesites para buscar un coche con el que huir después de atracar un banco, estaré encantado de llevarte a cualquier sitio. Tómatelo como si fuese el comité de bienvenida a la ciudad.
    —¿Por dónde cree que deberíamos empezar?
    —Llegaste anoche, ¿no?
    —Así es.
    —¿Ya has desayunado?
    —Todavía no.
    —Bueno, entonces me parece que puede ser el mejor punto de partida.
    Ya habían pasado el puente y entraban en la ciudad por el lado noroeste.
    —Ésta es la calle principal —señalaba Mulligan al cruzarla. Después dobló a la derecha—. Y ésta es la plaza.
    Incluso en invierno la plaza era impresionante, pero Sombra ya sabía que el lugar estaba pensado para visitarlo en verano. Debía de ser un estallido de color, con amapolas, lirios y todo tipo de flores, con un grupo de abedules en una esquina componiendo una maraña verde y plateada. Ahora, incolora, la plaza conservaba cierta belleza esquelética, con el quiosco de música vacío, la fuente cerrada, el Ayuntamiento de piedra tostada cubierto por la nieve blanca.
    —... y esto de aquí —concluía Chad Mulligan al parar el coche en el lado oeste de la plaza delante de un edificio antiguo con la fachada de cristal— es Mabel’s.
    Salió del coche y le abrió la puerta a Sombra. Ambos se agazaparon para enfrentarse al frío y al viento y se apresuraron a cruzar la acera hasta el cálido establecimiento, lleno de los aromas de pan recién hecho, de pasteles, de sopa y de beicon.
    El local estaba prácticamente vacío. Mulligan se sentó a una mesa y Sombra frente a él. Sospechaba que Mulligan se comportaba así para formarse alguna opinión del nuevo en la ciudad, pero bien podía ocurrir que el jefe de policía fuese sólo lo que aparentaba: un tipo amable, con ganas de ayudar, una buena persona.
    Una mujer se acercó rápidamente a la mesa. No era gorda, pero si voluminosa, una mujer corpulenta de unos sesenta años, pelirroja de bote.
    —Hola Chad, ¿quieres una taza de chocolate mientras te decides? —Les tendió dos cartas.
    —Pero sin nata por encima —accedió—. Mabel me conoce demasiado bien —le comentó a Sombra—. ¿Y tú que vas a tomar?
    —El chocolate me parece una buena opción y de buena gana me lo tomaré con nata por encima.
    —Eso está bien —comentó Mabel—. La vida es una aventura, cariño. ¿No me piensas presentar, Chad? ¿Este muchacho es el nuevo agente?
    —Todavía no —respondió Chad Mulligan con una breve sonrisa—. Es Mike Ainsel. Se acaba de mudar a Lakeside, anoche. Y ahora, si me perdonáis. —Se levantó, se dirigió al fondo del local y entró por una puerta con un cartel en el que había dibujada una escopeta. Junto a ella había otra con un conejo.
    —Tú eres el nuevo del apartamento subiendo por la carretera de Northridge. En la antigua casa de Pilsen. Ya, ya sé exactamente quién eres. Hinzelmann ha pasado esta mañana a por su empanada matutina y me lo ha contado todo sobre ti. ¿Pensáis tomar sólo el chocolate o vais a echarle un ojo a la carta de desayunos?
    —Yo quiero desayunar, ¿qué me recomiendas?
    —Todo esta bueno, lo hago yo, pero éste es el lugar más al sur y más al este de la pese donde podrás encontrar empanadas y son especialmente sabrosas. Además calientan y llenan. Son mi especialidad.
    Sombra no tenía ni idea de qué eran las empanadas, pero dijo que le parecía bien. En un momento Mabel volvió con un plato donde había algo con aspecto de tarta doblada por la mitad, que tenía una servilleta de papel enrollada en la parte inferior. Sombra la cogió por la servilleta y la mordió: estaba caliente y llevaba un relleno de carne, patata, zanahoria y cebolla.
    —Es la primera empanada que me como y está muy buena.
    —Son de la pese —le respondió Mabel—. Normalmente no se encuentran hasta llegar a Ironwood, pero aquí nos las trajeron unos tipos de Cornualles que vinieron a trabajar en las minas de hierro.
    —¿Pese?
    —Península Superior, P.S., pese. Es ese saliente de Michigan hacia el noreste.
    El jefe de policía volvió. Cogió la taza de chocolate y sorbió.
    —Mabel, ¿ya estás obligando a este joven tan simpático a que se coma una de tus empanadas?
    —Está buena —dijo Sombra. Y lo estaba, una delicia sabrosa envuelta en una masa caliente.
    —Van directamente a la barriga —repuso Chad Mulligan, dándose palmaditas en su propia tripa—. Yo sólo te lo advierto, ¿vale? Necesitas un coche, ¿no? —Sin la cazadora resultaba ser un hombre larguirucho con una tripa redondita en forma de manzana. Su aspecto era de persona preocupada y competente, más de ingeniero que de policía. Sombra asintió con la cabeza, tenía la boca llena.
    —Bien, he hecho algunas llamadas. Justin Liebowitz vende su jeep y pide cuatro mil dólares por él, aunque se conformará con tres mil. Los Gunther llevan intentando vender su Toyota 4-Runner desde hace ocho meses y como es feo de cojones, en este momento probablemente estarán dispuestos a pagarte porque se lo saques de la entrada. Si no te importa que sea horrible, seguro que haces un buen negocio. He llamado desde el teléfono del baño y le he dejado un mensaje a Missy Gunther en la inmobiliaria Lakeside, pero todavía no había llegado, probablemente estaba en la peluquería.
    La empanada continuaba igual de apetitosa y Sombra ya estaba terminando de comérsela. Era sorprendente que llenase tanto. «Comida que se te pega en las costillas —como hubiese dicho su madre— que se te pega por los costados».
    —Vale —concluyó el jefe de policía mientras se limpiaba los restos del chocolate de los labios—, podemos hacer la siguiente parada en los Suministros Agrícolas y Domésticos Hennings para que te compres un auténtico vestuario de invierno, darnos una vuelta por Delicias Dave, para que puedas llenarte la despensa y después te dejaré en la inmobiliaria. Si puedes plantarles delante mil dólares por el coche, estarán encantados, si no, con quinientos en cuatro meses se darán por satisfechos. El coche es feo, ya te lo he dicho, pero si el hijo no lo hubiera pintado de lila, valdría diez mil, además es seguro, justo lo que necesitas para pasar este invierno, te lo digo yo.
    —Es muy amable por su parte pero, ¿no debería estar por ahí atrapando delincuentes, en lugar de ir ayudando a los recién llegados? No me estoy quejando, por supuesto —Mabel se reía entre dientes.
    —Eso es lo que todos le decimos.
    Mulligan se encogió de hombros.
    —Ésta es una ciudad tranquila —respondió llanamente—. No hay muchos problemas. Siempre te encuentras a alguien que se salta los límites de velocidad dentro de la ciudad, lo cual tampoco está nada mal, porque mi sueldo se paga con las multas. Los viernes y sábados por la noche puedes encontrarte con algún imbécil que se emborracha y le pega a su pareja, cosa que sucede en ambos sentidos, créeme, tanto hombres como mujeres. Pero aquí estamos muy tranquilos. Me llaman cuando alguien se ha dejado las llaves dentro del coche, o porque hay perros que ladran y cada año pillan a un par de chicos del instituto con malas hierbas detrás de las gradas. El mayor caso policial que hemos vivido en cinco años fue cuando Dan Schwartz se emborrachó y disparó contra su propio camión, después salió corriendo en silla de ruedas por la calle principal agitando su maldita escopeta, gritando que se cargaría a quien se pusiese en su camino y que nadie podría evitar que se metiese en la autopista interestatal. Creo que pretendía ir a Washington a matar al presidente. Todavía me río cuando pienso en Dan bajando por la interestatal en la silla esa que tenía con una pegatina detrás que decía «Mi delincuente juvenil está machacando a tu estudiante modelo». ¿Te acuerdas, Mabel?
    Asintió, con los labios fruncidos. No parecía encontrar la historia tan graciosa como Mulligan.
    —¿Y qué hizo? —preguntó Sombra.
    —Hablé con él, me dio la escopeta y durmió la mona en la cárcel. Dan no es un mal tipo, sólo estaba harto y borracho.
    Sombra pagó su desayuno y, en medio de las protestas medio fingidas de Mulligan, los chocolates de los dos.
    Los Suministros Agrícolas y Domésticos Hennings estaban en un edificio del tamaño de un almacén en la parte sur de la ciudad. Vendían de todo, desde tractores hasta juguetes. Los juguetes estaban junto a los adornos de Navidad, que continuaban a la venta. La tienda estaba muy animada por las compras de después de Navidad. Sombra reconoció a la más joven de las niñas que iban sentadas delante de él en el autobús. Estaba siguiendo a sus padres. La saludó y ella le devolvió una sonrisa indecisa. Sombra se preguntó apáticamente cuál sería su aspecto dentro de diez años.
    Probablemente seria tan guapa como la chica del mostrador de la salida del almacén, que registraba sus compras con un aparato ruidoso y que seguramente era más que capaz de registrar también un tractor si alguien sacaba uno.
    —¿Diez pares de calzoncillos largos? —preguntó—. ¿Los coleccionas, o qué? —Parecía una estrella de cine.
    Sombra se sintió como si volviera a tener catorce años, atontado e incapaz de decir una palabra. De hecho, no dijo nada mientras ella anotaba las botas de montaña, los guantes, los jerseys y el abrigo de plumón de oca.
    No le hacía mucha gracia usar la tarjeta de crédito de prueba que le había dado Wednesday con el jefe Mulligan acompañándolo amablemente, así que pagó todo al contado. Se llevó las bolsas al servicio de caballeros y salió vistiendo varias de sus compras.
    —Tienes buen aspecto, grandullón —dijo Mulligan.
    —Al menos así no tendré frío. —Fuera, en el aparcamiento, aunque el viento le quemaba de frío en la cara, el resto de su cuerpo mantenía suficiente calor. Mulligan le invitó a que dejase las bolsas en la parte de atrás del coche y fuese en el asiento de pasajeros delante y así lo hizo.
    —Bueno, ¿en qué trabajas, Ainsel? Un tipo tan corpulento. ¿Cuál es tu profesión? ¿La piensas ejercer aquí en Lakeside? —El corazón de Sombra empezó a latir más deprisa, pero mantuvo la voz firme.
    —Trabajo para mi tío. Se dedica a la compra venta por todo el país. Yo sólo hago el trabajo duro.
    —¿Paga bien?
    —Soy de la familia. Sabe que no le voy a dejar tirado y así voy aprendiendo un poco de qué va el negocio, hasta que sepa bien qué es lo que quiero hacer. —Le estaba saliendo con convicción, suave como la seda. En un instante ya se lo sabía todo sobre Mike Ainsel y Mike le gustaba. Nunca había tenido los problemas de Sombra. Ainsel nunca había estado casado. A Mike Ainsel nunca le habían interrogado el señor Madera y el señor Piedra en un tren de mercancías. A Mike Ainsel no le hablaba la televisión (Una voz en su cabeza le decía; «¿Quieres ver las tetas de Lucy?»). Mike Ainsel no tenía pesadillas ni pensaba que se acercaba una tormenta.
    Se llenó la cesta de la compra en Delicias Dave con el mínimo indispensable para seguir viaje: leche, huevos, pan, manzanas, queso y galletas. Sólo un poco de comida. Ya haría la verdadera compra más tarde. Mientras iba andando, Chad Mulligan saludaba a la gente y les presentaba a Sombra.
    —Éste es Mike Ainsel, ha alquilado el apartamento vacío en la antigua casa de Pilsen. Ahí arriba en la parte de atrás.
    Sombra dejó de intentar recordar los nombres. Sólo estrechaba la mano y sonreía, sudando un poco, incómodo con la ropa de invierno en el interior de una tienda sofocante.
    Chad Mulligan acompañó a Sombra al otro lado de la calle hasta la inmobiliaria Lakeside. Missy Gunther, recién peinada y apestando a laca, no necesitaba presentación, ella ya sabia perfectamente quién era Mike Ainsel. El Señor Borson, tan amable, su tío Emerson, que era un hombre tan simpático, hace unas, ¿qué?, ¿seis?, ¿ocho semanas? había alquilado el apartamento ahí arriba en la antigua casa de Pilsen y la vista allí, ¿no es como para morirse? Bueno, cariño, espera a la primavera, porque tenemos una suerte, hay tantos lagos por esta parte del mundo que en verano se llenan de algas y se quedan de un verde brillante que le ponen a una mala del estómago, pero nuestro lago, bueno, vienes el cuatro de julio y aún casi se podría beber y el señor Borson había tenido que pagar un año entero de alquiler por adelantado, en cuanto al Toyota 4-Runner, no se podía creer que Chad Mulligan todavía se acordase y sí le encantaría deshacerse de él. Ya se había resignado a dárselo a Hinzelmann como chatarra y quedarse sólo con la cancelación de impuestos, pero no porque el coche fuese en absoluto una chatarra, no, nada de eso, era el coche de su hijo antes de que se fuese a estudiar a Green Bay y, bueno, un día se le ocurrió pintarlo de lila y, je, je, esperaba que a Mike Ainsel le gustase el lila, eso era todo lo que podia decir y, claro, si no le gustaba ella también lo entendía...
    El jefe Mulligan se excusó hacia la mitad de esta letanía.
    —Parece que me necesitan en la comisaría. Encantado de conocerte Mike. —Trasladó las bolsas de Sombra a la parte de atrás de la furgoneta de Missy Gunther.
    Missy llevó a Sombra a su casa, en cuya entrada había un envejecido SUV. La nieve cuajada había teñido la mitad del coche de un blanco deslumbrante, pero el resto estaba pintado en una especie de lila soso que sólo alguien que se pasase mucho tiempo muy emporrado podía empezar a encontrar atractivo.
    De todas formas, el coche se puso en marcha al primer intento y la calefacción funcionaba, aunque le costó unos diez minutos con el motor encendido y la calefacción a tope conseguir que el interior del coche pasase de frío insoportable a sólo fresco. Durante este tiempo, Missy Gunther condujo a Sombra a la cocina disculpándose por el desorden, pero los niños dejan los juguetes por todas partes después de Navidades y le daba tanta pena no... ¿le apetecía comer algunas sobras de pavo? Bueno, entonces café, que no costaba un momento hacer una jarra. Sombra cogió un coche de juguete rojo de la repisa de una ventana y se sentó mientras Missy Gunther le preguntaba si ya había conocido a sus vecinos y él confesaba que no.
    Mientras el café iba cayendo gota a gota, le informó de que había otros cuatro habitantes en la casa, que cuando los Pilsen vivían allí, ocupaban el apartamento de abajo y alquilaban los dos de arriba, que ahora este apartamento lo tenían un par de chicos, el señor Holz y el señor Neiman, que de hecho eran pareja, y cuando dijo «pareja», señor Ainsel, por Dios, que tenemos niños, más de un tipo de árbol en el bosque, aunque la mayor parte de esta clase de personas terminan en Madison o Twin Cities, pero, la verdad es que aquí nadie le da vueltas a esto. Están en Cayo Hueso pasando el invierno, volverán en abril, ya los conocerá entonces. Lo que ocurre es que Lakeside es una buena ciudad. Y en la puerta al lado de la suya vive Marguerite Olsen con su niño, una señora muy dulce, muy dulce, muy dulce, pero que ha tenido una vida muy dura, a pesar de todo, sigue tan dulce como la miel, y trabaja para el Lakeside News, que no es que sea el periódico más interesante del mundo, pero que, según pensaba la señora Gunther, probablemente era como a la mayor parte de la gente de por aquí le gustaba.
    Ay, decía y servía el café, le encantaría que el señor Ainsel pudiese ver la ciudad en verano o a finales de primavera, cuando hubiesen florecido los lilos, los manzanos y los cerezos, ella pensaba que no había belleza comparable, nada parecido en todo el mundo.
    Sombra le entregó un depósito de quinientos dólares, se subió al coche y dio marcha atrás desde el jardín enfrente de la casa hasta la calle. Missy Gunther llamó a la ventanilla del coche.
    —Tome, para usted, casi se me olvida. —Le tendió un sobre acolchado—. Es una especie de broma. Las mandamos imprimir hace unos años. No hace falta que lo mire ahora.
    Se lo agradeció y condujo con cuidado de vuelta a la ciudad. Tomó la carretera que rodeaba el lago. Le hubiese gustado poder verlo en primavera o verano u otoño, seguro que era precioso.
    En diez minutos había llegado a casa. Aparcó en la calle y subió los escalones exteriores hasta su apartamento, que estaba helado. Sacó la compra de las bolsas, puso la comida en los armarios y en el frigorífico, después abrió el sobre que le había dado Missy Gunther.
    Dentro había un pasaporte. Era azul, plastificado y dentro proclamaba a Michael Ainsel, escrito con la cuidada letra de Missy Gunther, como ciudadano de Lakeside. En la página siguiente había un mapa de la ciudad. El resto estaba lleno con vales de descuento de distintos establecimientos locales.
    —Creo que me va a gustar estar aquí —dijo Sombra en voz alta, mirando el lago congelado a través de la escarcha de la ventana—. Si es que alguna vez llega a hacer calor.
    Se oyó un golpe en la puerta principal hacia las dos de la tarde. Sombra había estado jugando con una moneda, pasándosela de una mano a la otra monótonamente. Tenía las manos tan frías y tan torpes que la moneda se le caía sobre la mesa una y otra vez y el golpe hizo que se le volviese a caer.
    Fue a abrir la puerta.
    Tuvo un momento de pánico cuando vio en la puerta a un hombre con un pasamontañas negro que le cubría media cara. Era la clase de pasamontañas que utilizaría un ladrón de bancos de la televisión o un asesino en serie de una película barata para asustar a sus víctimas. También llevaba un gorro negro de lana en la cabeza.
    No obstante, era un hombre más bajo y menos robusto que Sombra y no parecía ir armado. Además, llevaba un abrigo claro de cuadros, del tipo que los asesinos en serie suelen evitar.
    —oi, jijcljan —emitió.
    —¿Qué?
    El hombre se quitó el pasamontañas y mostró la cara alegre de Hinzelmann.
    —Decía que soy Hinzelmann. La verdad es que no sé qué hacíamos antes de que sacasen estas cosas. Bueno, sí que me acuerdo, llevábamos gorros de lana gruesos que cubrían toda la cara, bufandas y no quieras ni saber qué más. Estas cosas que inventan ahora son un milagro. Puede que ya sea viejo, pero no pienso ser yo quien se queje del progreso.
    Mientras acababa de hablar, le pasó a Sombra un cesto repleto de quesos de la región, de botellas, de botes y de varios salchichones pequeños etiquetados como salchichas veraniegas de venado. Entró diciendo:
    —Feliz dia después de Navidad. —Tenía la nariz, las orejas y las mejillas rojas como tomates, independientemente de que hubiese llevado puesto el pasamontañas—. Me han dicho que ya te has comido una empanada de Mabel, pero te he traído algunas cosas.
    —Muy amable, gracias.
    —De gracias nada, que me pienso pegar a ti la semana que viene con la porra. La organiza la Cámara de Comercio y la Cámara de Comercio la organizo yo. El año pasado conseguimos casi diecisiete mil dólares para la sección de pediatría del hospital de Lakeside.
    —¿Y por qué no me apunta ya?
    —Es que no empiezo hasta que el cacharro está en el hielo. —Miraba por la ventana de Sombra hacia el lago—. Hace frío. Debe de haber bajado unos cincuenta grados esta noche.
    —Es cierto. Ha sido muy rápido.
    —En los viejos tiempos solían rezar por que helase así. Me lo contaba mi padre.
    —¿Rezaban para que hiciese este tiempo?
    —Sí, claro, era la única forma en que los colonos podían sobrevivir. No había suficiente comida para todos y no podías bajarte a la tienda de Dave, llenarte el coche y ya está, no señor. Por eso mi abuelo tuvo una idea: cuando hacía un día de frío como éste, cogía a la abuela y a los niños, mi tío, mi tía y mi padre, que era el más pequeño, a la criada, al jornalero y los llevaba al arroyo, les daba un poco de ron y algunas hierbas de una receta antigua y les echaba agua del río por encima. Se congelaban en un momento, claro, se quedaban tiesos y azules como un polo. Los cargaba hasta una zanja que habían abierto antes y habían acolchado con paja y los amontonaba uno a uno como troncos de leña, rellenaba los huecos con paja y después tapaba la zanja con madera para protegerlos de las alimañas. Por aquel entonces había lobos, osos y de todo por aquí, pero ningún hodag, eso de los hodags son habladurías y nunca me intentaría aprovechar de tu credulidad contándote historietas de esas, no señor. Así que, tapaba la zanja con troncos para que la siguiente nevada la cubriese por completo, excepto una bandera que plantaba al lado para saber dónde estaba.
    »Así, mi abuelo podía pasar el invierno tranquilo, sin tener que preocuparse por si se le acababa la comida o el combustible. Cuando veía que ya se acercaba definitivamente la primavera, iba hasta la bandera, cavaba a través de la nieve, quitaba las maderas, los llevaba a casa uno a uno y los ponía frente a la hoguera para que se descongelasen. Nadie ponía pegas, excepto uno de los jornaleros, que perdió media oreja porque se la royó una familia de ratones una vez que mi abuelo no los cubrió con madera. Claro que entonces si que teníamos inviernos de verdad y se podían hacer estas cosas. En estos inviernos de maricones que tenemos ahora yo casi no tengo ni frío.
    —¿No? —Sombra se estaba haciendo el inocente y lo estaba disfrutando.
    —No, desde el invierno del 49, no. Y seguro que tú eres muy joven para acordarte de ése. Eso sí que fue un invierno. Veo que te has comprado un coche.
    —Pse. ¿Qué le parece?
    —La verdad es que nunca me ha gustado el chico ese, el Gunther. Tenía un río con truchas por ahí metido en el bosque, en la parte de atrás de mis tierras, así. Bastante lejos, bueno en terreno municipal, pero había puesto algunas piedras en el río y me había montado unos estanques donde a las truchas les gustaba vivir. Así también podía pescarme unos ejemplares... una de ellas debía de pesar unos tres o cuatro kilos y ese enano de Gunther, el muy hijo de puta me desmontó a patadas los estanques y me amenazó con denunciarme a los forestales. Ahora está en Creen Bay, pero volverá pronto. Si hubiese algo de justicia en el mundo se hubiese ido igual que uno de esos que lían el petate en invierno, pero ni hablar, claro, mala hierba nunca muere. —Empezó a colocar lo que había traído en la cesta de bienvenida de Sombra en la encimera—. Ésta es la mermelada de manzanas silvestres de Katherine Powdermaker. Lleva regalándome un bote por Navidades desde antes de que nacieses y lo triste del asunto es que nunca he abierto ni uno. Los tengo todos en el sótano, unos cuarenta o cincuenta. A lo mejor un día abro uno y me doy cuenta de que me va y todo, pero mientras tanto, este es para ti. Puede que te guste.
    —¿Qué quiere decir con eso de liar el petate en invierno?
    —Mmmm. —El viejo se subió el gorro por encima de las orejas, se rascó la sien con el índice enrojecido—. Bueno, no es exclusivo de Lakeside, ésta es una buena ciudad, mejor que muchas, pero no perfecta. Algunos inviernos a un chico se le cruzan los cables, cuando hace tanto frío que no se puede ni salir y la nieve está tan seca que no se puede ni hacer una bola sin que se desmigaje...
    —¿Se escapan de casa?
    El viejo asintió con preocupación.
    —Yo creo que la culpa la tiene la televisión, que está todo el día enseñando a los chicos cosas que nunca van a llegar a tener, como en Dallas o en Dinastía y todas esas tonterías. Yo no tengo televisión desde el otoño del 83, sólo un aparato en blanco y negro guardado en un armario por si viene alguien de fuera y hay algún partido importante.
    —¿Quiere tomar algo, Hinzelmann?
    —Café no, que me da acidez. Sólo agua. —Hinzelmann hacía gestos de desaprobación—. Por aquí, nuestro problema más grave es la pobreza. No como la de la Depresión, sino más in... ¿cómo es esta palabra? ¿sabes lo que digo? La palabra significa que algo va como trepando por una pared, igual que una cucaracha.
    —¿Insidiosa?
    —Sí, eso, insidiosa. La industria maderera está muerta. Las minas también. Los turistas no pasan de Dells, excepto un puñado de cazadores y algunos chicos que vienen a acampar en los lagos, pero éstos no se gastan el dinero en las ciudades.
    —Pero Lakeside parece bastante próspera.
    Los ojos azules del viejo parpadearon.
    —Y cuesta mucho trabajo, créeme, mucho trabajo. Luego, la ciudad es buena y todo el trabajo que la gente hace aquí merece la pena. No es que mi familia no fuese pobre cuando éramos niños. Pregúntame cómo éramos de pobres en la infancia.
    Sombra puso su cara de niño bueno y preguntó:
    —¿Cómo eran de pobres cuando eran niños, señor Hinzelmann?
    —Llámame sólo Hinzelmann, Mike. Éramos tan pobres que no nos podíamos permitir ni encender fuego. En Nochevieja mi padre se echaba unos tragos de Peppermint y nosotros, los niños, nos quedábamos alrededor con las manos extendidas para que nos llegase el calor que desprendía.
    Sombra intentó decir algo. Hinzelmann se puso el pasamontañas y el grueso abrigo a cuadros, se sacó las llaves del coche del bolsillo y, por último, se puso unos guantes enormes.
    —Si te aburres mucho por aquí, bájate a la tienda y pregunta por mi. Te enseñaré mi colección de cebos de pescar hechos a mano. Te aburrirás tanto que volver aquí te parecerá una liberación. —Su voz se iba amortiguando, pero aún era audible.
    —Lo haré —contestó Sombra con una sonrisa—. ¿Cómo está Tessie?
    —Hibernando. Saldrá en primavera. Cuidate, Ainsel. —Y cerró la puerta al salir.
    El piso se enfrió todavía más.
    Sombra se puso el abrigo y los guantes. Se calzó las botas. Apenas podía ver a través de las ventanas, porque el hielo de la cara interior de los cristales desdibujaba el lago. Su aliento flotaba en el aire.
    Salió del apartamento a la terraza de madera y llamó a la puerta de al lado. Oyó la voz de una mujer que le gritaba a alguien que por Dios se callase de una vez y bajase el volumen de la televisión. Debía tratarse de un niño, porque los adultos no suelen gritarse de esa manera entre si. La puerta se abrió y una mujer con el pelo muy largo y muy negro se quedó mirándolo con cautela.
    —¿Sí?
    —Buenos días, señora. Me llamo Mike Ainsel y soy su vecino de al lado.
    Su expresión no cambió ni un ápice.
    —¿Sí?
    —Mire, mi piso está congelado. Sale algo de calor de la chimenea, pero no consigue calentar la habitación, ni siquiera un poco.
    Le miró de arriba abajo, entonces un esbozo de sonrisa apareció en las comisuras de sus labios y dijo:
    —Entonces entre, que si no también se va a escapar el calor de aquí.
    Entró en el apartamento. El suelo estaba sembrado de juguetes de plástico de todos los colores. Había jirones de papel de regalo amontonados junto a las paredes. Un niño pequeño miraba a poca distancia del televisor el Hércules de Disney, una escena en la que un sátiro alegre trotaba y gritaba por toda la pantalla. Sombra se puso de espaldas al aparato.
    —Bien —le empezó a explicar la mujer—, esto es lo que tiene que hacer. En primer lugar, selle las ventanas, puede comprar el burlete en Hennings, es como una esponja pero en tiras. Lo pega en el marco y si quiere que quede de lujo, le enchufa un rato el secador y ya no se despega en todo el invierno. Así evita que el calor se escape por las ventanas. Además, cómprese un par de estufas. La caldera del edificio es vieja y cuando hace frío de verdad no puede con él. En los últimos tiempos hemos tenido inviernos bastante suaves, supongo que deberíamos estar agradecidos. —En ese momento le tendió la mano—. Marguerite Olsen.
    —Encantado de conocerle —Se quitó un guante y se dieron la mano—. Siempre había creído que los Olsen eran más bien rubios.
    —Mi ex marido era lo más rubio que uno se pueda imaginar. Rubio y rosado. No se ponía moreno ni amenazándole con una pistola.
    —Missy Gunther me ha dicho que escribe en el periódico local.
    —Missy Gunther le dice todo a todo el mundo. No se ni para qué queremos un periódico teniendo a Missy. —Asintió—. Sí, alguna noticia de vez en cuando, pero la mayoría las escribe el redactor. Yo escribo la columna de naturaleza, la de jardinería, la de opinión de los domingos y la página de Sociedad, que cuenta hasta los más ínfimos detalles de quién se fue a cenar con quién en setenta kilómetros a la redonda. ¿O se debería decir a quién?
    —¿A quién? No. —contestó Sombra antes de poder contenerse—. Eso es el complemento directo.
    Ella lo miró con sus ojos negros y Sombra sintió un violento deja vu. «Ya he estado aquí —pensó— No, ¡ella me recuerda a alguien!»
    —De cualquier forma, así es como podrá calentar el piso.
    —Gracias. Cuando lo haya hecho tendrá que pasarse con el pequeño.
    —Se llama León. Por cierto, encantada, señor... perdone....
    —Ainsel. Mike Ainsel.
    —¿De dónde viene ese nombre, Ainsel?
    Sombra no tenía ni idea.
    —Es mi nombre. Me temo que nunca me he interesado demasiado por la historia familiar.
    —Quizá es noruego...
    —Nunca hemos tenido mucha relación. —Entonces se acordó del tío Emerson Borson y añadió—. Al menos con esa parte de la familia.
    Para cuando llegó el señor Wednesday, Sombra ya había colocado el burlete por todas las ventanas, tenía una estufa funcionando en la habitación principal y otra en el dormitorio. Casi resultaba acogedor.
    —¿Qué coño es esa mierda lila que conduces ahora? —le preguntó a modo de saludo.
    —Bueno, tú te llevaste mi mierda blanca. Y, por cierto, ¿dónde está?
    —La vendí en Duluth. No te preocupes tanto. Además, ya te llevarás tu parte cuando se acabe todo esto.
    —¿Se puede saber qué hago aquí? Me refiero a Lakeside, no al mundo en general.
    Wednesday le devolvió una de esas sonrisas que sacaban totalmente de quicio a Sombra.
    —Estás aquí porque es el último sitio al que vendrían a buscarte. Es un lugar donde puedo mantenerte bien escondido.
    —¿Quién me está buscando? ¿Los de los sombreros negros?
    —Exactamente. Me parece que las aguas están un poco revueltas ahora mismo. Resultará difícil, pero lo conseguiremos. Ahora sólo tenemos que hacer un poco de ruido, ondear banderas, movernos en círculos y deambular un poco hasta que empiece la acción, que será un poco más tarde de lo que nos esperábamos. Creo que los contendrán hasta la primavera. Nada puede pasar hasta entonces.
    —¿Por qué?
    —Porque podrán llenarse la boca hablando de micromilisegundos y mundos virtuales y cambios de paradigma y lo que les dé la gana, pero a la hora de la verdad viven en este planeta y siguen sujetos a los ciclos del año y éstos son meses muertos. Una victoria ahora es una victoria muerta.
    —No entiendo nada de lo que estás diciendo —contestó Sombra, pero no era del todo verdad, tenía una vaga idea y esperaba no estar en lo cierto.
    —Va a ser un invierno muy duro y tu y yo tenemos que aprovechar el tiempo lo mejor posible. Debemos reunir a nuestras tropas y escoger el campo de batalla.
    —De acuerdo. —Sombra sabia que Wednesday le decía la verdad, o al menos parte de ella. La guerra estaba en camino. No, no lo estaba: la guerra ya había empezado, lo que estaba en camino era la batalla—. Sweeney el Loco dijo que trabajaba para ti cuando lo conocimos la primera noche. Lo repitió antes de morir.
    —¿Y tú crees que hubiese contratado a un tipo que no pudo ni ganarte en la pelea del bar? Pero no te preocupes, que tú me has devuelto las esperanzas en ti una docena de veces. ¿Has estado alguna vez en Las Vegas?
    —¿Las Vegas, en Nevada?
    —Exactamente.
    —No.
    —Nos vamos allí desde Madison esta noche, en un vuelo nocturno que organiza un caballero para jugadores de categoría. Le he convencido de que debíamos ir en él.
    —¿Nunca te cansas de mentir? —preguntó delicadamente y con curiosidad.
    —Jamás. Pero esto es verdad. Jugaremos a las mayores apuestas. No creo que tardemos más que un par de horas en llegar a Madison, las carreteras están despejadas. Cierra la puerta y apaga la calefacción, no vaya a ser que se queme la casa en tu ausencia.
    —¿A quién vas a ver en Las Vegas?
    Wednesday le respondió.
    Sombra apagó las estufas, metió algunas ropas en una bolsa de viaje y se volvió para preguntarle a Wednesday:
    —Mira me siento un poco tonto, ya sé que me acabas de decir a quién vamos a ver, pero... no sé. Se me ha ido completamente de la cabeza. ¿Quién era?
    Wednesday se lo repitió.
    Esta vez Sombra casi lo pilla. El nombre lo tenía ahí, en algún recodo del cerebro. Tenía que haber prestado más atención cuando Wednesday se lo dijo. Qué más daba.
    —¿Quién conduce? —preguntó.
    —Tú. —Salieron de la casa, bajaron las escaleras de madera y el trecho helado hasta donde estaba aparcado un Lincoln Town Car negro.
    Condujo Sombra.
    Cuando se va a un casino, lo mejor es ir por invitación. Una de esas invitaciones que sólo un hombre de hielo, sin corazón, descerebrado y extrañamente falto de avaricia podría declinar. Escucha: la metralla de las monedas de plata que caen a chorros por la ranura de una máquina y se desbordan sobre alfombras con monogramas queda substituida por el clamor de sirena de las tragaperras, la estridencia, el zumbido que una enorme sala absorbe y convierte en un agradable murmullo de fondo en el momento en que se llega a las mesas de cartas, un sonido distante sólo lo suficientemente audible como para mantener la adrenalina fluyendo por las venas de los jugadores.
    Los casinos tienen un secreto que ocultan, guardan y atesoran, el más sagrado de sus misterios. La mayor parte de las personas no juega para ganar dinero, a pesar de que esto sea lo que se anuncie, venda, proclame y sueñe. Ésta es sólo la mentira fácil que les hace traspasar las grandiosas puertas, permanentemente abiertas y acogedoras.
    El secreto es que las personas juegan para perder dinero, para perder. Van al casino por los momentos en que se sienten vivos, para poner en marcha la ruleta, volver las cartas y perderse a sí mismos por las ranuras, igual que las monedas. Pueden alardear de las noches en que ganaron, del dinero que se llevaron del casino, pero atesoran en secreto las veces que perdieron. Es un sacrificio mediocre.
    El dinero fluye por el casino como una corriente ininterrumpida de verde y plata que pasa de mano a mano, de jugador a croupier, a cajero, a dirección, a seguridad y que acaba en el lugar más venerable, la profundidad más sagrada: la Cámara de Contabilidad. Precisamente vamos a detenernos aquí, en la sala de contabilidad de este casino, aquí, en el lugar donde los billetes se clasifican, se amontonan, se catalogan, un lugar que poco a poco empieza a resultar superfino, ya que cada vez más el dinero que fluye por el casino es imaginario, una secuencia de señales eléctricas que se encienden y se apagan, una secuencia a través de lineas telefónicas.
    En la sala de contabilidad hay tres hombres que cuentan dinero bajo la mirada vidriosa de cámaras que están a la vista y las miradas arácnidas de diminutas cámaras imperceptibles. A lo largo de sólo uno de sus turnos, cada uno de estos hombres contará más dinero del que suman los sueldos de toda su vida. Cada uno de ellos, cuando duerme, sueña que cuenta dinero, que los montones y los fajos de billetes y los números ascienden inevitablemente y que los clasifica y los pierde. No menos de una vez por semana, cada uno de ellos imagina con indolencia cómo eludir los sistemas de seguridad del casino y escapar con todo el dinero del que pueda apoderarse. Se resiste, pero revisa el sueño y lo encuentra imposible de realizar, se conforma con su cheque habitual y descarta la doble posibilidad de la cárcel o la tumba anónima.
    Aquí, en el sanctasanctórum, hay tres hombres que recuentan el dinero y hay tres vigilantes de seguridad que observan, traen el dinero y se lo llevan. Además hay otra persona. Lleva un traje gris carbón inmaculado, tiene el pelo oscuro, está bien afeitado y su fisonomía y su porte pasan totalmente inadvertidos: ninguno de los otros ha llegado a percibir su presencia, o si lo ha hecho, la ha olvidado inmediatamente.
    Al terminar el turno se abren las puertas, el hombre del traje gris carbón sale de la habitación y camina junto a los vigilantes a través de los pasillos, seguidos del susurro de sus pies que se arrastran por las alfombras. El dinero, en cajas de seguridad, se transporta hasta un patio interior donde se carga en camiones blindados. Cuando se abre la puerta de la rampa para permitir la salida del camión blindado a las calles de Las Vegas en las que ya clarea el día, sin que nadie se percate, el hombre del traje color carbón pasa por la puerta, asciende la rampa y sale a la acera. No se detiene siquiera a mirar la imitación de Nueva York a su izquierda.
    Las Vegas se ha convertido en la ciudad de los sueños de un niño: aquí, un castillo épico, allí, una pirámide negra flanqueada por esfinges que despide luz blanca en la oscuridad, como una señal de aterrizaje para ovnis, por todas partes, oráculos de neón y pantallas giratorias que predicen la felicidad y la buena fortuna, que anuncian a los cantantes, humoristas y magos de la casa o de paso, y luces que parpadean y llaman. Cada hora hay una erupción volcánica de fuego y luz. Cada hora un barco pirata hunde un navío de la armada.
    El hombre del traje color carbón deambula tranquilamente por la calle, sintiendo el flujo de dinero que atraviesa la ciudad. En verano, las calles son como un horno y las puertas de las tiendas por las que pasa exhalan un aire invernal que, en medio del sofocante calor, le enfría el sudor de la frente. Ahora, en el invierno desértico hace un frío seco, cosa que le agrada. Lo que le atrae de esta ciudad en el desierto es la rapidez del movimiento, el modo en que el dinero pasa de mano en mano: lo exalta, le da brío, le impulsa a la calle devotamente.
    Un taxi lo sigue lentamente por la calle, manteniendo cierta distancia. No repara en él, no se le ocurre fijarse: resulta tan extraño que alguien repare en su propia presencia, que la idea de que le puedan estar siguiendo le resulta casi inconcebible.
    Son las cuatro de la mañana y se siente atraído por un hotel con casino que hace treinta años dejó de estar a la moda pero sigue funcionando hasta que mañana o dentro de seis meses lo derriben y construyan un palacio del placer en su lugar y quede sepultado en el olvido. Nadie lo conoce, nadie lo recuerda; el bar de la entrada está descuidado y tranquilo, el aire, teñido de azul por el humo de los cigarrillos y alguien está a punto de dejarse varios millones de dólares jugando al póquer en una sala privada en el piso de arriba. El hombre del traje color carbón se aposenta en el bar varios pisos por debajo del juego y la camarera lo ignora. Suena una versión para hilo musical de Why Can’t He be You? de forma casi subliminal. Cinco imitadores de Elvis Presley, cada uno de ellos con un mono de distinto color, miran una reposición nocturna de un partido de fútbol en la televisión del bar.
    Un hombre corpulento que lleva un traje gris claro se sienta en la mesa del hombre del traje carbón. La camarera es demasiado delgada para resultar guapa y demasiado anoréxica para trabajar en el Luxor o el Tropicana y está contando los minutos que le quedan para salir del trabajo. Aunque no ha sido capaz de notar la presencia del hombre del traje carbón, sí que ve al otro, viene inmediatamente a la mesa y sonríe. Él le devuelve una sonrisa franca.
    —Esta noche estás preciosa, un regalo para la vista de estos ojos tan cansados. —Ella, adivinando el aroma de una buena propina, le sonríe abiertamente. El hombre del traje gris claro pide un Jack Daniel’s para él y un Laphroaig con agua para el hombre con traje gris carbón que se sienta a su lado.
    —¿Sabias que —dice el hombre del traje claro cuando llega su bebida— el mejor poema de toda la historia de este puto país lo creó Canadá Bill Jones en 1853 en Báton Rouge cuando le estaban desplumando en una partida amañada? George Devol, que al igual que Canadá Bill, tampoco era reacio a limpiar a algún pobre pringado de vez en cuando, lo llevó aparte un momento y le preguntó si no se daba cuenta de que lo estaban engañando como a un indio. Canadá Bill suspiró, se encogió de hombros y contestó «Ya lo veo, pero no hay otra partida en toda la ciudad» y volvió a jugar.
    Unos ojos oscuros miran al hombre del traje gris claro con desconfianza. El hombre del traje gris carbón responde algo. El del traje claro, que lleva una barba pelirroja encanecida, niega con la cabeza.
    —Oye, siento lo de Wisconsin, pero os conseguí poner a todos a salvo, ¿no? Nadie sufrió ningún daño.
    El hombre del traje oscuro bebe sorbos de Laphroaig con agua paladeando su sabor pantanoso, la textura de légamo que el whisky le deja en la lengua. Pregunta algo.
    —No lo sé. Las cosas están yendo más rápido de lo que esperaba. Todos están siendo bastante duros con mi chico de los recados. Lo tengo fuera, esperando en el taxi. ¿Todavía estás interesado?
    El hombre del traje oscuro responde. El de la barba niega.
    —Hace doscientos años que no se le ve: si no se ha muerto, se ha perdido por el camino. Comentan algo más.
    —Entra —le dice el hombre de la barba acabándose el Jack Daniel’s—, lo único que tienes que hacer es estar dispuesto para cuando te necesitemos y yo me ocuparé de ti. ¿Qué es lo que quieres? ¿Soma? Te puedo dar una botella de Soma, del de verdad.
    El hombre del traje oscuro le mira. Después, a regañadientes, asiente y hace algún comentario.
    —Por supuesto que voy a hacerlo. —El hombre de la barba sonríe como una navaja—. ¿Qué esperabas? Pero piénsalo de esta manera: es la única partida de la ciudad. —Tiende una especie de garra y estrecha la aseada mano del otro. Después se va.
    La camarera escuálida se acerca desconcertada porque ahora sólo haya un hombre en la mesa de la esquina, un hombre vestido de forma severa, con el pelo oscuro y el traje color carbón.
    —¿Está todo bien? ¿Su amigo piensa volver?
    El hombre de pelo oscuro suspira y explica que su amigo no volverá y que, por lo tanto, no se le pagará por su tiempo o sus molestias.
    Después, su aspecto dolido le hace sentir lástima por ella y examina los hilos dorados de su mente, observa la matriz, sigue el dinero hasta que localiza una intersección y le dice que si va a la puerta de la Isla del Tesoro a las seis de la mañana, media hora después de salir de trabajar, conocerá a un oncólogo de Denver que acabará de ganar cuarenta mil dólares a los dados y que necesitará una mentora, una compañera, alguien que le ayude a gastarse todo ese dinero antes de montarse en el avión y volverse a casa.
    Las palabras se evaporan en la mente de la camarera, pero la dejan satisfecha. Suspira y se da cuenta de que los tíos de la esquina se han pirado y ni siquiera le han dejado propina. Se le ocurre que en lugar de irse directamente a casa, hoy se va a pasar por la Isla del Tesoro, pero jamás sabría decir por qué.
    —¿Quién era ese tío con el que estabas? —preguntó Sombra mientras volvían a las aglomeraciones de Las Vegas. Había máquinas tragaperras en el aeropuerto. Incluso a estas horas de la mañana la gente continuaba frente a ellas aumentándolas de monedas. Sombra se imaginaba que podía haber alguien que nunca saliese del aeropuerto, que bajase del avión, se dirigiese a la terminal y se quedase allí, atrapado por las imágenes cambiantes y las luces en movimiento hasta haber gastado su último centavo y entonces, sin nada más que hacer, simplemente se diese la vuelta, cogiese el avión y se fuese a casa.
    Entonces se dio cuenta de que se había distraído justo en el momento en que Wednesday le había dicho quién era el hombre del traje al que habían seguido en el taxi.
    —Está con nosotros. Pero me costará una botella de Soma.
    —¿Qué es el Soma?
    —Es una bebida. —Subieron al avión alquilado, en el que no había nadie más que ellos y un trío de empresarios derrochadores que tenían que volver a Chicago para el siguiente día laborable.
    Wednesday se puso cómodo, se pidió un Jack Daniel’s.
    —Las personas como yo vemos a las personas como tú... —dudó un instante—. Es como las abejas y la miel. Cada abeja produce sólo una pequeña, minúscula gota de miel. Hacen falta miles, quizá millones de abejas trabajando todas juntas para reunir el bote de miel que usas en el desayuno. Bien, ahora imagínate que no pudieras comer nada más que miel. Eso es lo que le sucede a la gente como yo... nos alimentamos de fe, de plegarias, de amor.
    —Y el Soma es...
    —Siguiendo con la analogía, es un licor de miel, hidromiel. —Se rió entre dientes—. Es una bebida, un concentrado de oraciones y fe destilado en aguardiente.
    Ya sobrevolaban Nebraska. Sombra dijo:
    —Mi mujer.
    —La muerta.
    —Laura. No quiere estar muerta. Me lo dijo después de rescatarme de los tipos del tren.
    —Un acto digno de elogio en una esposa. Liberarte de un confinamiento infame y asesinar a los que te hubiesen perjudicado. Debes apreciarla, sobrino Ainsel.
    —Desea estar viva de verdad. ¿Es factible? ¿Podemos hacerlo?
    Wednesday se mantuvo en silencio durante tanto tiempo que Sombra empegó a pensar que quizá no había oído la pregunta o se había dormido con los ojos abiertos. Después, mirando hacia el frente, declaró:
    —Conozco un ensalmo que cura el dolor y la enfermedad y que alivia a los corazones que sufren.
    »Conozco un ensalmo con el que cicatrizar con sólo tocar.
    »Conozco un conjuro que hace a un lado las armas del enemigo.
    »Conozco otro que me libera de mis cadenas y ataduras.
    »Conozco además un quinto hechizo: atrapar al vuelo una flecha sin que me hiera. —Dijo en voz baja y con un tono apremiante. Atrás había quedado su presuntuosidad, al igual que su sonrisa, Wednesday hablaba como recitando las palabras de un ritual religioso o recordando un momento oscuro y doloroso.
    »En virtud del sexto, cualquier maleficio destinado a dañarme se volverá contra quien lo haya echado.
    »Gracias a un séptimo hechizo, puedo apagar el fuego con la mirada.
    »El octavo causa que si un hombre me odia pueda ganarme su amistad.
    »El noveno consiste en cantarle al viento para que duerma y permita a un barco regresar a puerto.
    »Estos fueron los primeros nueve hechizos que aprendí. Durante nueve noches permanecí colgado de un árbol desnudo, con el costado traspasado por una lanza. Me balanceaba y me azotaba el viento, el viento frío y el viento cálido, sin alimentos, sin agua: un sacrificio de mí hacia mi propia persona y los mundos se abrieron ante mí.
    »El décimo conjuro que aprendí fue cómo disipar a las brujas, cómo hacer que un torbellino las arrastre por todos los cielos hasta que no puedan volver a encontrar sus propias puertas.
    »El undécimo dicta que si canto en el fragor de la batalla pueda mantener ilesos a los soldados a través de todo el tumulto, hasta conducirlos sanos y salvos a sus corazones y a sus hogares.
    »Conozco un duodécimo encantamiento: Cuando encuentro un ahorcado puedo descolgarlo y hacer que nos susurre todos sus recuerdos.
    »El decimotercero hace que si rocío con agua la cabeza de un niño, éste no caiga en ninguna batalla.
    »Por el decimocuarto conozco los nombres de todos los dioses, cada maldito nombre.
    »Decimoquinto: sueño con el poder, con la gloria, con la sabiduría y puedo hacer que la gente crea en mis sueños. —Ahora su voz era casi inaudible. Sombra tenía que esforzarse para poderla distinguir por encima del ruido de los motores del avión.
    »Conozco un decimosexto encantamiento, así cuando estoy falto de amor, puedo cambiar la mente y el corazón de cualquier mujer.
    »Hay un decimoséptimo, gracias al cual ninguna mujer que yo desee podrá desear a otro.
    »Y aún conozco un decimoctavo hechizo, un hechizo más poderoso que ningún otro, un hechizo que a nadie puedo decir, porque hay un secreto que nadie conoce, salvo tú, y ése es el secreto más poderoso que pueda existir. —Suspiró y dejó de hablar.
    Sombra sintió un escalofrío. Era como si se hubiese abierto una puerta a otro lugar, a un mundo remoto con ahorcados balanceándose al viento en cada encrucijada y brujas chillando en cielo nocturno.
    —Laura —fue lo único que pudo decir.
    Wednesday volvió la cabeza, clavó la vista en los ojos gris pálido de Sombra.
    —No puedo hacer que vuelva a la vida. Ni siquiera sé por qué no está todo lo muerta que debería estar.
    —Creo que fui yo. Es culpa mía. —Wednesday levantó una ceja—. Sweeney el Loco me regaló una moneda de oro cuando me estuvo enseñando a hacer aquel truco. Por lo que dijo, me había dado la moneda equivocada y era más poderosa de lo que pensaba. Yo se la pasé a Laura.
    Wednesday gruñó, apoyó la barbilla en el pecho, frunció el ceño. Después se recostó.
    —Eso pudo haberlo desencadenado. Y no, yo no puedo ayudarte. Claro que lo que hagas en tu tiempo libre no es cosa mía.
    —¿Qué? ¿Qué se supone que quieres decir con esto?
    —Que yo no puedo evitar que te dediques a cazar piedras de águila y aves del trueno, aunque preferiría mil veces que te quedases tranquilamente recluido en Lakeside, sin que te viera nadie y, esperemos, sin que nadie pensara en ti. Cuando las cosas se pongan peliagudas vamos a necesitar todas las manos.
    Al decir esto, su aspecto se tornó muy viejo y frágil, su piel parecía transparente y su carne grisácea.
    Sombra deseaba, con todas sus fuerzas, alargar la mano y coger la de Wednesday. Quería decirle que todo iba a salir bien, aunque no sentía que fuese a ser así, porque pensaba que eso era lo que debía decir. Fuera había hombres viajando en trenes negros, había un gordo en una limusina alargada y había gente en la televisión que quería causarles problemas.
    No se acercó a Wednesday. No le dijo nada.
    Más tarde pensó si aquello habría cambiado algo, si ese gesto habría mejorado alguna cosa, si habría podido evitar el mal que estaba a punto de alcanzarlos. Se dijo a si mismo que no podía cambiar nada. Sabía que no podía, pero de todas formas, le habría gustado coger la mano de Wednesday un instante durante aquel lento viaje de vuelta a casa.
    La escasa luz diurna ya estaba desapareciendo cuando Wednesday dejó a Sombra frente a su apartamento. La temperatura helada que Sombra sintió al abrir la puerta del coche le pareció aun más inverosímil al compararla con la de Las Vegas.
    —No te metas en líos, quédate en casa y no armes jaleo.
    —¿Todo a la vez?
    —No te hagas el listillo conmigo, chico. En Lakeside puedes pasar desapercibido. He tenido que pedir un gran favor para poder traerte aquí sano y salvo. Si estuvieses en una ciudad encontrarían tus huellas en cuestión de minutos.
    —Me portaré bien y no me meteré en líos —lo decía de corazón. Llevaba toda la vida metido en líos y estaba dispuesto a salirse de ellos para siempre—. ¿Cuándo volverás?
    —Pronto —respondió Wednesday. Puso en marcha el motor del Lincoln, subió la ventanilla y desapareció en la gélida noche.


    CAPÍTULO UNDÉCIMO

    Tres pueden guardar un secreto si dos de ellos están muertos.

    —Ben Franklin, Poar Richards Almanack.

    Transcurrieron tres días de frió en los que el termómetro no llegaba en ningún momento a cero, ni siquiera a mediodía. Sombra se preguntaba cómo podía sobrevivir la gente con ese frío en los tiempos anteriores a la electricidad, anteriores a las mascarillas térmicas, anteriores a la ropa interior térmica, anteriores a nuestra facilidad para viajar.
    Había bajado a la tienda de vídeos, curtidos, cebos y aparejos de pesca a ver la colección de cebos hechos a mano de Hinzelmann. Eran más interesantes de lo que esperaba: imitaciones de vida llenas de color, hechas de cuero e hilo, que disimulaban un anzuelo en su interior.
    Se lo preguntó a Hinzelmann.
    —¿Quieres saber la verdad?
    —Sí.
    —Bueno —le explicaba el viejo—, a veces no sobrevivían, morían. Las chimeneas con goteras, las estufas y los fogones mal ventilados mataban a tanta gente como el propio frío. Aquellos tiempos eran muy duros, se pasaban el verano y el otoño almacenando comida y leña para el invierno. Lo peor de todo era la locura. He oido por la radio que tiene que ver con la luz del Sol, que no hay bastante en invierno. Mi padre decía que la gente perdia la cabeza, lo llamaban locura de invierno. En Lakeside nunca ha sido muy grave, pero en algunas de las otras ciudades de por aquí, ahi sí que les daba fuerte. Cuando yo era niño todavía se decía que si la criada no te había intentado matar antes de febrero era porque no tenía sangre en las venas.
    »En la época en que todavía no había biblioteca, los libros de cuentos se trataban como oro en paño, cualquier cosa que se pudiera leer era un tesoro. Una vez, mi abuelo recibió un libro de su hermano de Baviera y todos los alemanes de la ciudad se reunieron en el Ayuntamiento para que se lo leyese. Los irlandeses, los finlandeses y todos los demás pedían a los alemanes que les contasen los relatos.
    »A treinta kilómetros hacia el sur, en Jibway, un invierno encontraron a una mujer como Dios la trajo al mundo, que andaba con un bebé muerto entre los brazos y no podía soportar que se lo quitasen, —Meneaba la cabeza pensativo, cerró la caja de cebos con un chasquido—. Mal asunto. ¿Quieres un carnet del videoclub? Acabarán por abrir un Blockbuster aquí y se nos habrá acabado el negocio, pero de momento tenemos bastantes películas.
    Sombra le recordó a Hinzelmann que no tenía ni televisión ni video. Le divertía su compañía, sus reminiscencias, sus historias y su sonrisa de duende viejo, pero hubiese sido un poco incómodo para Sombra admitir que la televisión le resultaba violenta desde el momento en que le había empezado a hablar.
    Hinzelmann rebuscó en un cajón y sacó una caja de latón, que por su aspecto, en algún momento había sido una caja de bombones o galletas de Navidad: un Papá Noel de colorines con una bandeja de coca-colas brillaba en la tapa, Hinzelmann la destapó. Dentro había un cuaderno y unos libros con unas papeletas en blanco y le dijo:
    —¿Cuántas quieres que te apunte?
    —¿Cuántas qué?
    —Papeletas para el cacharro. Lo pondremos hoy en el hielo, así que ya hemos empezado a vender papeletas. Cada una vale cinco dólares, diez por cuarenta y veinte por setenta y cinco. Una papeleta son cinco minutos. Claro que no puedo prometerte que se vaya a hundir en tus cinco minutos, pero la persona que se acerque más puede ganar quinientos dólares y si se hunde dentro de tus cinco minutos el premio es de mil. Cuanto antes compres la papeleta, menos tiempo estará ya pedido. ¿Quieres ver el folleto de información?
    —Claro.
    Hinzelmann le pasó una fotocopia. El cacharro era un coche viejo sin motor ni depósito que se aparcaba en el lago helado durante el invierno. En algún momento de la primavera el lago empezaría a deshelarse y cuando el hielo fuese demasiado fino para soportar el peso del coche, éste se hundiría. La vez que el cacharro había tardado menos en hundirse en el lago fue un 27 de febrero («En el invierno de 1998, que no creo que se le pueda ni llamar invierno a eso.») y la vez en que había tardado más fue un uno de mayo («El de 1950. Ese año parecía que el invierno sólo iba a acabar si alguien le clavaba una estaca en el corazón.»). Parecía que el momento en el que el coche se solía hundir era a principios de abril, normalmente a media tarde.
    Las tardes de abril ya estaban todas vendidas, tachadas en el cuaderno de Hinzelmann. Sombra compró media hora de la mañana del 23 de marzo, de nueve a nueve y media. Le dio treinta dólares a Hinzelmann.
    —Ojalá costase tan poco venderle las papeletas a toda la gente de esta ciudad.
    —Es para agradecerte que me llevases en coche la primera noche que pasé aquí.
    —No, Mike, es para los niños. —Por un momento se puso serio, sin rastro del aspecto travieso característico de su cara arrugada—. Pásate esta tarde a echarnos una mano para empujar el cacharro al centro del lago.
    Le dio seis papeletas azules en que había escrito la fecha y la hora con letra anticuada y después anotó los datos en su cuaderno.
    —Hinzelmann, ¿has oído hablar alguna vez de piedras de águila?
    —¿Al norte de Rhinelander? No, eso es el Río Águila. Creo que no.
    —¿Y de aves del trueno?
    —Bueno, había una tienda de marcos que se llamaba así en la calle Quinta, pero ya está cerrada. No te sirve de ayuda, ¿no?
    —Pues no.
    —¿Por qué no echas un vistazo en la biblioteca? Son buena gente, aunque esta semana puede que estén un poco distraídos por el mercadillo. Ya te he dicho dónde está, ¿no?
    Sombra asintió y se despidió. Tenía que haberse acordado de la biblioteca él solo. Se metió en el todoterreno lila y bajó por la calle principal rodeando el lago hasta su punto más meridional, donde estaba el edificio con aspecto de castillo que albergaba la biblioteca municipal. Entró. Había una señal que apuntaba hacia el sótano: «mercadillo». La biblioteca en sí estaba en la planta baja. Se sacudió la nieve de las botas. Una mujer de aspecto severo con los labios fruncidos y pintados de rojo le preguntó con cierto retintín si podía ayudarle.
    —Supongo que necesito un carnet de la biblioteca y me gustaría informarme sobre las aves del trueno.
    Las «tradiciones y creencias de los indios americanos» estaban reunidas en un único estante en una espacie de torreón de castillo. Sombra se bajó algunos libros y se sentó junto a la ventana. En pocos minutos ya sabía que las aves del trueno eran unos gigantescos pájaros míticos que vivían en las cumbres de las montañas, que atraían el rayo y batían las alas para producir el trueno. Algunas tribus, según los libros, creían que las aves del trueno habían creado el mundo. La siguiente media hora de lectura no le proporcionó ninguna otra información y no pudo encontrar ninguna mención de las piedras de águila en los catálogos de libros.
    Sombra estaba recolocando el último de los libros en la estantería cuando advirtió que alguien le estaba observando. Una persona seria de corta estatura le espiaba desde el otro lado de las voluminosas estanterías. Al volverse, la cara desapareció. Dio la espalda al muchacho y miró a su alrededor para comprobar que le observaban de nuevo.
    Llevaba una moneda en el bolsillo. Se la sacó y la sostuvo en la mano derecha, asegurándose de que el chico la veía. La escondió entre los dedos de la izquierda, mostró ambas manos vacías, se llevó la mano izquierda a la boca, tosió y dejó que la moneda cayese de su mano izquierda a la derecha.
    El niño lo miró con los ojos como platos y después se escabulló. Volvió pocos minutos después arrastrando a una Marguerite Olsen ceñuda que miró a Sombra con desconfianza.
    —Hola señor Ainsel. León dice que estaba usted haciéndole un truco de magia.
    —Sólo un poco de prestidigitación, señora. No le he llegado a agradecer sus consejos para calentar la casa. Ahora se está como en un horno.
    —Eso es bueno. —Su frialdad aún no había empezado a derretirse.
    —Es una biblioteca muy agradable.
    —El edificio es precioso, pero esta ciudad necesita algo más práctico y menos precioso. ¿Baja al mercadillo?
    —No había pensado hacerlo.
    —Debería. Es por una buena causa.
    —Entonces me propondré ir.
    —Salga al vestíbulo y baje por las escaleras. Me alegro de verle, señor Ainsel.
    —Puede llamarme Mike.
    No le respondió, sólo cogió a León de la mano y se lo llevó a la sección infantil.
    —Pero mamá —le oyó decir a León—, no era nada de «prisagitación». De verdad que no. Lo he visto, desaparecía y le salía por la nariz. ¡Lo he visto!
    Un retrato al óleo de Abraham Lincoln lo miraba desde la pared. Sombra bajó los escalones de mármol y roble hasta el sótano de la biblioteca y entró en una sala repleta de mesas cubiertas de libros de una variedad indiscriminada y un orden promiscuo: libros de bolsillo y de tapas duras, novelas y ensayos, revistas y enciclopedias, todos mezclados en las mesas, con los lomos en distintas orientaciones.
    Sombra caminó tranquilamente hasta el final de la sala, donde había una mesa cubierta con libros encuadernados en cuero, de aspecto envejecido y con un número de catalogación pintado en blanco en el lomo.
    —Es la primera persona que se acerca a esa esquina en lo que va de día —le dijo un hombre sentado junto a una pila de cajas vacías, unas bolsas y una caja metálica para guardar dinero antigua y pequeña que estaba abierta—. La mayor parte de la gente sólo se lleva las historias de suspense, los libros para niños y las novelas rosas, tipo Danielle Steel y esas cosas. —Él estaba leyendo El asesinato de Rogelio Ackroyd de Agatha Christie—. Todo lo que hay en la mesa es a cincuenta centavos el volumen, puede llevarse tres por un dólar.
    Sombra le dio las gracias y continuó hojeando. Encontró un ejemplar de las Historias de Herodoto encuadernado en un cuero castaño descascarillado. Le recordó al de bolsillo que había dejado en la cárcel. Había otro llamado Ilusionismo desconcertante de salón, que tenía aspecto de contener algún truco de monedas. Se los llevó al cajero.
    —Llévese uno más, le costará lo mismo. Y nos hará un favor, necesitamos más espacio en las estanterías.
    Sombra volvió a los libros de cuero. Decidió poner en libertad al libro menos susceptible de ser comprado por cualquier otra persona y se sintió incapaz de escoger entre Enfermedades comunes del tracto urinario explicadas por un médico con ilustraciones y Crónicas del Consejo municipal de Lakeside 1872-1884. Ojeó las ilustraciones del libro de medicina y supuso que en algún lugar de la ciudad algún adolescente podría utilizarlo para tomar el pelo a sus amigos. Llevó las crónicas al hombre de la puerta, que le cobró un dólar, y se los metió en una bolsa de papel marrón de Delicias Dave.
    Sombra salió de la biblioteca. La vista del lago estaba totalmente despejada. Incluso podía ver el edificio de su apartamento al otro lado del puente, que parecía una casa de muñecas. Había varios hombres en el hielo cerca del puente, eran cuatro o cinco, y estaban empujando un coche verde hacia el centro del lago blanco.
    —Veintitrés de marzo —pidió al lago en voz baja—. De las nueve a las nueve y media de la mañana. —Se preguntó si el lago o el cacharro le podrían oír y si le harían caso incluso suponiendo que le oyesen. Lo dudaba.
    El viento le azotó la cara con dureza.
    El agente Chad Mulligan le estaba esperando fuera de su apartamento cuando llegó. El corazón de Sombra empezó a palpitar con fuerza al ver el coche de policía, pero se tranquilizó un poco cuando se dio cuenta de que el policía estaba haciendo papeleo en el asiento del conductor.
    Caminó hacia el coche con la bolsa de libros en la mano. Mulligan bajó la ventanilla.
    —¿El mercadillo de la biblioteca?
    —Sí.
    —Hace unos dos o tres años compré toda una caja de libros de Robert Ludlum. Todavía estoy intentando leerlos. A mi primo le apasiona. Yo, me imagino que si alguna vez me abandonan en una isla desierta con la caja de libros de Robert Ludlum, me los acabaré leyendo.
    —¿Necesita alguna cosa, jefe?
    —Ni media, amigo. Sólo he pasado a ver cómo te estabas instalando. Ya sabes el dicho chino, si salvas la vida de un hombre, eres responsable de ella. Bueno, no digo que te salvase la vida la semana pasada, pero de todas formas he pensado que podía pasar a fichar. ¿Cómo te va con el gunthermóvil lila?
    —Bien, va bien. Rueda.
    —Me alegra oírlo.
    —Acabo de ver a la vecina en la biblioteca. La señorita Olsen. Me preguntaba...
    —¿Qué se le ha metido en el culo y se le ha podrido allí?
    —Si lo quiere decir así...
    —Es una larga historia. Si te apetece darte una vuelta, te la cuento.
    Sombra se lo pensó un momento y aceptó. Se subió al coche, se sentó en el asiento del copiloto. Mulligan condujo hacia el norte de la ciudad, después apagó las luces y estaciono al lado de la carretera.
    —Darren Olsen conoció a Margie en la universidad en Stevens Point y se la trajo a Lakeside. Ella era una periodista titulada. Él estaba estudiando no se qué porquería de gestión hotelera, o algo así. Cuando llegaron aquí, nos quedamos con la boca abierta. Fue hace unos trece o catorce años. Era tan guapa... con ese pelo tan negro... — se paró un momento—. Darren llevaba el Motel América de Camden, treinta kilómetros al oeste de aquí. Sólo que parece que a nadie se le ocurría parar por Camden y el motel acabó por cerrar. Tenían dos hijos. Por aquel entonces Sandy tenía once años. Y el pequeño —León, ¿no?— era un bebé.
    »Darren Olsen no era una persona demasiado valiente. Había sido un buen jugador de fútbol americano en el instituto, pero aquellos fueron sus últimos momentos de gloria. Lo que sea. No fue capaz de contarle a Margie que se había quedado sin trabajo. Así que, durante un mes, o puede que dos, cada día salía de casa por la mañana y volvía por la noche quejándose del día tan duro que había tenido en el motel.
    —¿Y qué es lo que hacía?
    —Mmm. No estoy seguro. Supongo que subía a Ironwood o bajaba a Green Bay. Me imagino que empezó a buscar trabajo. Pero enseguida debió de empezar a beber para pasar el rato y a fumar porros y lo más seguro es que también se buscase alguna chica a sueldo para gratificaciones ocasionales. Puede que jugase. Lo único que sé seguro es que se fundió su cuenta conjunta en unas diez semanas. Sólo era cuestión de tiempo que Margie lo descubriese y, ¡ya la tenemos!
    Sacó el coche, puso en marcha la sirena y las luces y dejó pálido a un tipo pequeñajo en un coche con matrícula de Iowa que acababa de pasar la colina a cien.
    Con el golfo de Iowa bien multado, Mulligan retomó la historia.
    —¿Por dónde iba? Ya. Así que, Margie le da la patada, pide el divorcio y éste se convierte en una lucha brutal por la custodia. Así es cómo la llaman en las revistas del corazón: lucha brutal por la custodia. Le dieron los niños a ella. A Darren le concedieron derechos de visita y poco más. Bien, entonces León era muy pequeño. Sandy un poco mayor, un buen chico, el tipo de niño que endiosa a su padre. No dejaba que Margie dijese nada malo de él. Perdieron la casa, tenían una muy agradable en la carretera de Daniels. Ella se mudó al apartamento y él se fue de la ciudad. Volvía una vez cada seis meses a joder a todo el mundo.
    »Continuó así durante algunos años. Volvía, se gastaba un dineral con los niños y dejaba a Margie para el arrastre. Muchos de nososrros empezamos a querer que no volviese más. Sus padres se habían trasladado a Florida al jubilarse, decían que no podían soportar otro invierno en Wisconsin, así el año pasado salió con que quería que los niños pasasen las Navidades en Florida. Margie dijo que ni hablar y le mandó a la mierda. Las cosas se pusieron bastante feas. Llegó un punto en el que tuve que presentarme allí. Pelea doméstica. Para cuando llegué, Darren estaba frente a la casa diciendo de todo a gritos, los niños casi no podían controlarse y Margie estaba llorando.
    »Le advertí a Darren de que se estaba ganando una noche entre rejas. Por un momento pensé que me iba a pegar, pero estaba suficientemente sobrio. Me lo llevé al aparcamiento de camiones del sur de la ciudad y le dije que parase el carro, que ya le había hecho bastante daño... Al día siguiente se marchó de la ciudad.
    »Dos semanas más tarde Sandy desapareció. No subió al autobús del colegio. Le había dicho a su mejor amigo que iba a ver pronto a su padre, que Darren le iba a traer un regalo especial por haberse perdido las Navidades en Florida. Nadie le ha vuelto a ver. Los secuestros paternos son los peores. Es muy difícil encontrar a un crío que no quiere que le encuentren, ¿entiendes?
    Sombra le dio la razón, pero también vio algo más. Chad Mulligan estaba enamorado de Marguerite Olsen. Se preguntó si se daba cuenta de lo obvio que resultaba.
    Mulligan volvió a salir con las luces puestas y cogió a unos adolescentes a noventa. No les puso multa, sólo les metió «miedo en el cuerpo».
    Esa tarde Sombra se sentó en la mesa de la cocina a internar averiguar cómo transformar un dólar de plata en un penique. Era un truco que había encontrado en el Ilusionismo desconcertante de salón, pero las instrucciones eran exasperantes, demasiado vagas y no servían de nada. En cada párrafo había frases como «entonces haga desaparecer el penique de la manera habitual». Sombra se preguntaba cuál era «la manera habitual» en ese contexto: ¿Metérselo en la manga? ¿O gritar «¡Dios mio, miren! ¡Un león de las montañas!» y dejarlo caer en el bolsillo de la chaqueta mientras el público estuviese distraído?
    Lanzó el dólar de plata al aire, lo recogió y, acordándose de la luna y de la mujer que se lo había dado, volvió a intentar el truco. Parecía que no funcionaba. Entró en el baño, lo intentó delante del espejo y confirmó que no le salía. El truco, tal y como estaba escrito, simplemente no funcionaba. Suspiró, dejó caer las monedas en el bolsillo y se sentó en el sofá. Se echó una manta barata sobre las piernas y abrió las Crónicas del Consejo municipal de Lakeside 1872-1884. La letra, a dos columnas, era demasiado pequeña y casi resultaba ilegible. Hojeó el libro mirando las reproducciones de fotografías de la época, las diversas encarnaciones del Consejo municipal de Lakeside: patillas descomunales, pipas de barro y sombreros ajados y brillantes sobre caras que en muchos casos le eran extrañamente familiares. No le sorprendió ver que el corpulento secretario del Consejo municipal de 1882 era un tal Patrick Mulligan: afeitado y con diez kilos menos hubiese sido una réplica exacta de Chad Mulligan, su... ¿tatara-tataranieto? ¿Estaría el abuelo pionero de Hinzelmann en las fotos? No parecía que hubiese formado parte de ningún consejo. Tenia la impresión de haber visto una referencia a algún Hinzelmann por el texto mientras pasaba de foto en foto, pero no pudo encontrarla al volver atrás a rastrearla en esa letra enana que hacia que a Sombra le doliesen los ojos.
    Se apoyó el libro en el pecho y se dio cuenta de que estaba cabeceando. Quedarse dormido en el sofá era ridículo, teniendo la cama a pocos pasos, decidió despejándose. Por otra parte, la cama seguiría en el mismo sitio dentro de cinco minutos y además no pensaba dormirse, sólo iba a cerrar los ojos un momentito... La oscuridad bramaba.
    Estaba en una llanura desierta. A su lado estaba el lugar desde el que había emergido, desde el que la tierra lo había empujado fuera. Las estrellas aún caían desde el cielo y cada estrella que tocaba la tierra roja se convertía en una persona. Los hombres tenían el cabello largo y negro y los pómulos marcados. Todas las mujeres tenían el aspecto de Marguerite Olsen. Era la gente de las estrellas.
    Todos lo miraban con orgullo.
    «Habladme de las aves del trueno. Por favor, no es por mi, es por mi mujer.»
    Uno por uno le dieron la espalda y cuando dejó de ver sus rostros, desaparecieron fundidos con el paisaje. Sin embargo, la última, de pelo gris oscuro encanecido, antes de irse señaló algo, señaló el cielo de color vino.
    «Pregúntales tú mismo.»
    Un relámpago estival iluminó momentáneamente el paisaje por todo el horizonte.
    A su lado, había unas rocas escarpadas, unos peñascos de arenisca y Sombra comenzó a escalar el más cercano. Tenía el aspecto del marfil envejecido. Se agarró a un saliente que se desprendió entre sus manos. «Es un hueso —pensó—. No es piedra, es hueso viejo y reseco».
    Era un sueño y en los sueños no hay elección; o bien no hay decisiones que tomar, o bien las decisiones están tomadas mucho antes de empezar a soñar. Sombra continuó escalando. Le dolían las manos. El hueso reventaba, se desprendía y se fragmentaba bajo sus pies descalzos. El viento lo azotaba y él se aferraba a la roca y continuaba el ascenso.
    Se dio cuenta de que la roca estaba compuesta de un mismo hueso repelido incesantemente, un hueso seco y de forma esférica. Imaginó que podían ser las cáscaras de los huevos de un pájaro gigantesco, pero otro relámpago desmintió su impresión: vislumbró cuencas y dientes que sonreían burlonamente.
    Varias aves lo llamaban. La lluvia le golpeaba el rostro.
    Se agarraba a la pared de la torre de cráneos a decenas de metros del suelo, los rayos cruzaban las alas de los pájaros sombríos que circundaban el peñasco, unas aves enormes, negras, de cuello blanco, semejantes a los cóndores. Eran gigantescas, gráciles, aterradoras; el batir de sus alas estallaba en el cielo nocturno como un trueno. Circunvolaban el peñasco.
    Debían medir entre cinco y siete metros de envergadura. Entonces planeó hacia él el primer pájaro, con rayos azulados centellleándole en las alas. Se agazapó en una grieta entre los cráneos, las cuencas lo miraban, un laberinto de marfil le sonreía, pero continuó escalando, subiendo por la montaña de calaveras, cuyas aguzadas aristas le desgarraban la piel, ascendiendo sobrecogido por la repulsión y el terror. Otro pájaro se acercó a él y hendió la garra en su brazo.
    Alargó la mano tratando de arrancarle una pluma del ala, porque si regresaba a la tribu sin ella, caería en desgracia, nunca sería considerado un hombre. El pájaro remontó el vuelo y no pudo arrancársela. El ave del trueno liberó su garra y ascendió con el viento. Sombra siguió trepando.
    Debía haber más de mil calaveras, millares de ellas. Y no todas humanas. Por fin alcanzó la cumbre del peñasco, los enormes pájaros, las aves del trueno le rodeaban lentamente, planeando sobre las embestidas de la tormenta con sutiles movimientos de sus alas.
    Oyó una voz, la voz del hombre búfalo, que le llamaba a través del viento, contándole a quién pertenecían las calaveras...
    La torre empezó a desplomarse y el mayor de los pájaros, cuyos ojos resplandecían con azulados rayos cegadores, se precipitó hacia él en medio de un estruendo ensordecedor. Sombra caía dando tumbos por la torre de cráneos...
    El teléfono sonó estridentemente. Sombra ni siquiera sabía que había línea. Lo descolgó confuso y tembloroso.
    —¡Hijo de puta! —le gritó Wednesday, con una furia que Sombra desconocía—. ¿A qué hostias crees que estás jugando, joder?
    —Estaba durmiendo —contestó atontado.
    —¿Para qué coño crees que te he metido en un agujero como Lakeside si después te vas a dedicar a montar un número capaz de despertar a un muerto?
    —Estaba soñando con aves del trueno... y una torre. Calaveras... —le parecía muy importante contar el sueño.
    —Ya sé lo que estabas soñando. Todo el mundo se ha enterado de tu maldito sueño, cabrón. ¿Me quieres decir para qué te escondo si piensas ponerte a pregonarlo?
    Sombra no dijo nada.
    Al otro lado del teléfono hubo un silencio.
    —Llegaré por la mañana. —Parecía que su cólera se había aplacado—. Nos vamos a San Francisco. Lo de las flores en el pelo es opcional. —La comunicación se cortó.
    Sombra dejó el teléfono en la alfombra y se sentó alterado. Eran las seis de la mañana y aún no había amanecido. Se levantó del sofá tiritando. Podía escuchar el ulular del viento atravesando el lago helado. Podía oír un llanto cercano, justo al otro lado de la pared. Estaba seguro de que era Marguerite Olsen. Sus sollozos llegaban amortiguados, insistentes, desgarradores.
    Sombra entró en el baño a mear, se fue a su cuarto y cerró la puerta para evitar escuchar el llanto de la mujer. Al otro lado de la ventana gemía el viento como si también llorara la pérdida de un hijo.
    Enero era en San Francisco un mes inusualmente cálido, lo suficiente como para que a Sombra le resbalase el sudor por la nuca. Wednesday llevaba un traje azul oscuro y unas gafas de montura dorada que le daban el aspecto de un abogado televisivo.
    Caminaban por la calle Haight. Los mendigos, los pedigüeños y los carteristas los miraban pasar, pero nadie agitaba un recipiente con monedas delante de ellos ni les pedía nada.
    Wednesday no abría la boca. Sombra distinguió inmediatamente que aún estaba enfadado. Por eso no le había preguntado nada cuando el Lincoln negro había aparecido delante de la puerta por la mañana. De camino al aeropuerto, no se habían dirigido la palabra. Se había sentido aliviado al ver que Wednesday iba en primera y él en la parte de atrás.
    Era ya una hora avanzada de la tarde. Sombra, que no había estado en San Francisco desde que era niño y que posteriormente sólo lo había visto como escenario de película, estaba sorprendido de que le resultase tan familiar, con sus llamativas casas de madera, tan particulares, con sus empinadas colinas, sorprendido de sentir que era tan distinto a cualquier otro lugar.
    —Resulta difícil creer que esté en el mismo país que Lakeside — comentó.
    Wednesday lo miró con desdén y le contestó:
    —Es que no lo está. San Francisco y Lakeside no están en el mismo país más que Nueva Orleans y Nueva York o Miami y Mineápolis.
    —¿Tú crees? —dijo Sombra suavemente.
    —Sin duda alguna. Pueden compartir ciertos rasgos culturales, como el dinero, el gobierno federal o la televisión, al fin y al cabo, evidentemente se trata de una misma tierra, pero las únicas cosas que crean la ilusión de estar en un solo país son los dólares, el programa del sábado noche y McDonald’s. —Estaban llegando a un parque al final de la calle—. Sé amable con la mujer que vamos a ver, pero no demasiado.
    —Seré impasible.
    Caminaron por el césped.
    Una muchacha que no tenía más de catorce años y llevaba el pelo teñido de verde, naranja y rosa los miró pasar. A su lado había un perro mestizo que llevaba una cuerda a modo de correa. La chica parecía aún más famélica que el perro. El chucho les aulló, pero después meneó el rabo.
    Sombra le dio un billete a la muchacha, que lo miró como si no supiese de qué se trataba. Le sugirió que comprase comida para el perro. Ella asintió con una sonrisa.
    —Te lo voy a decir una vez y no más. Tienes que tener mucho cuidado con la mujer que vamos a ver. Como le gustes, la has liado.
    —¿Qué pasa? ¿Es tu novia o qué?
    —Ni por todos los juguetes de plástico de la China —contestó en tono festivo. Parecía que ya se había aplacado toda su cólera, o quizá más bien la guardaba para el futuro. Sombra sospechaba que la cólera era el motor de Wednesday.
    Había una mujer sentada en la hierba bajo un árbol, con un mantel de papel extendido a sus pies y tarteras con comida sobre él.
    No era ni mucho menos gorda, pero Sombra no había tenido antes ocasión de utilizar la palabra que la definía: voluptuosa. Su cabello era tan rubio que parecía blanco y lo llevaba peinado en unas trenzas de ese rubio platino propio de una antigua estrella de cine fallecida. Tenia los labios pintados de carmesí. Su aspecto intemporal la situaba entre los veinticinco y los cincuenta.
    Cuando llegaron estaba jugueteando con un plato de huevos picantes. Levantó la vista mientras Wednesday se aproximaba, dejó el huevo que había cogido y se limpió los dedos.
    —Hola, viejo farsante —dijo sonriente. Wednesday le hizo una profunda reverencia, cogió su mano y se la llevó a los labios.
    —Tienes un aspecto divino.
    —¿Qué otro podría tener? —preguntó con dulzura—. De todos modos, eres un zalamero. Lo de Nueva Orleans fue un error imperdonable. Juro que engordé unos quince kilos. Ya sabia que tenía que marcharme cuando empecé a andar con aquel contoneo tan torpe. Ahora, cuando camino, la cara interior de mis muslos se toca, ¿te lo puedes creer? —esto último iba dirigido a Sombra, que no tenía ni idea de qué responder y sintió que un rubor intenso le cubría el rostro. La mujer rió con deleite.
    —¡Se está sonrojando! Wednesday, eres un encanto, me has traído un ruboroso. ¡Qué maravilla! ¿Cómo se llama?
    —Éste es Sombra. —Parecía disfrutar de su incomodidad—. Sombra, saluda a Easter.
    Sombra profirió algo que se podía interpretar como un hola y la mujer le volvió a sonreír. Se sintió como si le apuntase uno de esos focos cegadores que los furtivos usan para desorientar a los ciervos antes de dispararlos. Podía sentir el aroma de su perfume sin necesidad de acercarse, una embriagadora mezcla de jazmín y madreselva, de una leche almibarada y piel de mujer.
    —Bien, ¿cómo está el bribonzuelo? —preguntó Wednesday.
    La mujer, Easter, se rió a carcajadas, alborozada, todo su cuerpo rebosaba alegría. ¿Cómo podía no resultar fascinante alguien con semejante risa?
    —Va todo estupendamente. ¿Y qué tal tú, viejo lobo?
    —Tenía la esperanza de que me brindases tu ayuda.
    —Pierdes el tiempo.
    —Por lo menos deberías oír mi propuesta antes de rechazarla.
    —No pienso hacerlo, ni te molestes.
    Ella miró a Sombra.
    —Por favor siéntate y sírvete algo de comer. Toma, un plato, llénalo hasta los topes. Todo es suculento. Hay huevos, pollo asado, pollo con curry, ensalada de pollo, y en este de aquí hay conejo, el conejo frío es una delicia, y en ese cuenco de allí, liebre estofada. Bueno, ¿por qué no te sirvo yo un plato? —Lo hizo inmediatamente, cogió un plato de plástico, lo llenó a rebosar y se lo pasó. Después miró a Wednesday—. ¿Tú piensas comer?
    —Estoy a tu disposición.
    —Estás tan lleno de mierda que no sé cómo no se te ponen los ojos marrones. —Le pasó un plato vacío—. Sírvete.
    El sol vespertino transformaba sus cabellos en un aura de platino.
    —Sombra —le dijo mientras se deleitaba con un muslo de pollo— , es un nombre bonito. ¿Por qué te llaman Sombra?
    Sombra se relamió los labios resecos.
    —Cuando era niño, vivíamos, mi madre y yo, éramos, quiero decir, ella era una especie de secretaria en varias embajadas estadounidenses y vagábamos de ciudad en ciudad por todo el norte de Europa. Después enfermó, tuvo que pedir una jubilación anticipada y volvimos a los Estados Unidos. Nunca se me ocurría nada que decir a los otros niños, así que me dedicaba a seguir a los adultos por ahí sin decir palabra. Supongo que sólo necesitaba compañía. No sé, era un niño.
    —Pero ya has crecido.
    —Si, ya he crecido.
    Easter se volvió hacia Wednesday, que estaba poniéndose unos cazos de algo que parecía caldo frío en un cuenco.
    —¿Es el chico que está tocándoles tanto las narices a todos?
    —Si que corren las noticias.
    —Es que tengo el oído muy fino —le respondió. Y después se dirigió a Sombra—. Y tú apártate de su camino. Hay demasiadas sociedades secretas pululando y no guardan lealtad ni amor a nadie. Ya pueden ser comerciales, independientes o gubernamentales, que están todas en el mismo barco. Abarcan desde las que a duras penas llegan a ser competentes, hasta las considerablemente peligrosas. Eh, viejo lobo, el otro día me contaron un chiste que te va gustar. ¿Cómo sabes que la CIA no estuvo metida en el asesinato de Kennedy?
    —Ya lo he oído.
    —Qué pena. —Volvió a dirigir su atención a Sombra—. Pero los fantasmas, los que tú has conocido, esos son otra cosa. Existen porque todos saben que deben existir. —Se bebió de un trago un vaso de algo que parecía vino blanco y se puso de pie—. Sombra es un buen nombre. Quiero un café, acompañadme. —Ya se alejaba.
    —¿Qué pasa con la comida? —preguntó Wednesday—. ¿No pensarás dejarla aquí?
    Ella sonrió y señaló a la chica del perro. Después extendió los brazos para recibir en ellos el parque Haight y el mundo.
    —Deja que sirva para alimentarlos —fue su respuesta y caminó con Wednesday y Sombra tras sus pasos.
    Mientras caminaban le dijo a Wednesday:
    —Recuerda, yo soy rica, me lo estoy montando de cine. ¿Por qué debería ayudarte?
    —Porque eres una de los nuestros. Estás tan sumida en el olvido y la falta de amor como los demás. Eso deja bastante claro el partido que debes tomar.
    Llegaron a una cafetería con terraza y entraron. Atendía una única camarera, que llevaba una marca circular en la frente semejante a las indias; además de ella, había una mujer preparando café en la barra. La camarera se aproximó con una sonrisa automática, los sentó y anotó su pedido.
    Easter posó su mano esbelta sobre el reverso de la ancha mano grisácea de Wednesday.
    —Ya te lo he dicho. A mí me va muy bien. Los días de mi festividad todavía se celebran con huevos y conejos, con dulces y con carne, que representan el renacimiento y la cópula. Todavía llevan flores en los sombreros y se las regalan unos a otros en mi nombre. Cada año lo hacen más personas y en mi nombre, viejo lobo, en mi nombre.
    —¿Y tú engordas y prosperas gracias a su adoración y su amor? — dijo cortante.
    —No seas gilipollas. —De pronto su voz parecía muy cansada. Tomó unos sorbos del café.
    —La pregunta va en serio, chata. Evidentemente, estoy de acuerdo en que millones y millones de ellos se hacen regalos en tu nombre, aún practican todos los ritos de tu festividad, incluso lo de ir a recolectar huevos escondidos. Pero, ¿cuántos de ellos saben quién eres? Eh, perdone señorita. —Esto último a la camarera.
    —¿Quieren otro café?
    —No, encanto, sólo que tenemos una pequeña discusión y quizá puedas ayudarnos. Mi amiga y yo no nos ponemos de acuerdo sobre el origen de la palabra inglesa «Easter», ya sabes, pascua. ¿Tú lo sabes?
    La chica lo empezó a mirar como si le hubieran empezado a salir sapos verdes de la boca.
    —No tengo ni idea de esas chorradas cristianas. Soy pagana.
    La mujer de la barra dijo:
    —A mí me parece que debe querer decir «Cristo resucitado» o algo así.
    —¿De verdad? —exclamó Wednesday.
    —Sí, claro, «Easter», como el Sol que nace por el este.
    —El hijo renaciente, claro, es la suposición más lógica. —La mujer sonrió y volvió a la máquina de café. Wednesday levantó la vista hacia la camarera—. Creo que al final sí tomaré otro cafe, si no te importa. Y dime, como pagana, ¿a quién veneras?
    —¿Venerar?
    —Sí, exacto, me imagino que las opciones deben ser muy numerosas. Así que, ¿a quién has dedicado tu altar doméstico? ¿Ante quién te arrodillas? ¿A quién rezas al amanecer y al atardecer?
    Hizo varios gestos con los labios antes de poder llegar a proferir una respuesta.
    —El principio femenino. Es un principio fortalecedor, ¿sabes?
    —Efectivamente. Y este principio femenino tuyo, ¿tiene algún nombre?
    —Es la diosa de nuestro interior —declaró la chica de la marca en la frente con rubor—, no necesita ningún nombre.
    —Aja —dijo Wednesday con una sonrisa maliciosa—. ¿Así que organizáis bacanales desenfrenadas en su honor? ¿Bebéis sangre las noches de luna llena rodeadas de velas encarnadas en candelabros de plata? ¿Os adentráis desnudas en la espuma del mar entonando extáticos cánticos a vuestra diosa innombrable mientras las olas lamen vuestras piernas y succionan vuestros muslos como las lenguas de un millar de leopardos?
    —Me estás tomando el pelo. No hacemos ninguna de esas cosas raras. —Inspiró profundamente. Sombra intuyó que estaba contando hasta diez.
    —¿Algún otro café? ¿No quiere otro, señora? —Sonreía de forma muy similar a cuando habían entrado.
    Rechazaron la oferta y la camarera se volvió para saludar a otros clientes. Wednesday comentó:
    —Ahí va una que «no tiene fe y tampoco tendrá placer», Chesterton. Pagana, desde luego. Y bien, Easter, querida, ¿quieres que salgamos a la calle y repitamos la experiencia? ¿Quieres que averigüemos cuántos viandantes saben que su famosa fiesta de la Pascua aquí recibe el nombre de Eostra del amanecer? Vamos a ver... ya lo tengo: preguntaremos a cien personas, por cada uno que conozca la verdad, puedes cortarme un dedo y por cada veinte que no la conozca, me otorgas tus favores sexuales una noche. De momento llevas una ventaja considerable, además, estamos en San Francisco, cuyas abruptas calles rebosan paganos, brujos e idólatras.
    Sus ojos verdes miraban a Wednesday. Sombra decidió que eran exactamente del mismo color que una hoja primaveral atravesada por la luz del sol. Ella no emitió ni un sonido.
    —Podríamos probarlo —continuaba Wednesday—, pero me temo que yo acabaría con mis veinte dedos intactos y pasando cinco noches en la cama contigo. Así que no me repitas que te glorifican y que celebran tu festividad. Se llenan la boca con tu nombre, pero no significa nada para ellos. Absolutamente nada.
    Los ojos se le bañaron en lágrimas.
    —Ya lo sé —dijo con un hilo de voz—. No soy tonta.
    —Pues no, no lo eres.
    «Se le ha ido la mano», pensó Sombra.
    Wednesday bajó la mirada avergonzado.
    —Lo siento. —Sombra podía percibir sinceridad en su voz—. Te necesitamos. Necesitamos tu impulso, tu poder. ¿Estarás a nuestro lado para combatir la tempestad?
    Ella dudaba. Lucía una cadena de nomeolvides tatuada en la muñeca izquierda.
    —Si —cedió al poco tiempo—, supongo que sí.
    «Ya veo que es cierto lo que dicen: si puedes simular la sinceridad, ya lo tienes todo hecho», se dijo Sombra. Se sintió culpable por tal pensamiento.
    Wednesday posó un beso en sus propios dedos y acarició la mejilla de Easter con ellos. Llamó a la camarera para pagar los cafés. Contó los billetes cuidadosamente, los dobló junto a la cuenta y se los entregó.
    Cuando se marchaba Sombra le avisó:
    —¡Señorita! Oiga, creo que se le ha caído esto. —Recogió del suelo un billete de diez dólares.
    —No —dijo mirando las cuentas enrolladas que llevaba en la mano.
    —Lo he visto caer —añadió educadamente —. Debería contarlas.
    Ella contó el dinero y con una mirada de incredulidad exclamó:
    —¡Vaya! Tiene razón, lo siento. —Cogió el billete de diez dólares de Sombra y se marchó.
    Easter salió hasta el paseo con ellos. Justo comenzaba a oscurecer. Asintió mirando a Wednesday y después tocó la mano de Sombra y le preguntó:
    —¿Con qué soñaste anoche?
    —Con aves del trueno y una montaña de calaveras.
    Hila le hacía gestos afirmativos.
    —¿Y sabes a quién pertenecían esas calaveras?
    —Había una voz, en el sueño, y me lo dijo.
    Le dirigía otro ademán afirmativo y esperaba.
    —Me dijo que eran mías, antiguas calaveras mías. Había millares.
    Ella miró a Wednesday y observó:
    —Me parece que éste es un guardián. —Exhibió una de sus limpias sonrisas. Después palmeó el brazo de Sombra y se alejó por el paseo. Sombra la miró mientras se perdía de vista intentando no pensar en sus muslos rozándose entre sí al caminar, cosa que le resultó imposible.
    En el taxi de camino al aeropuerto Wednesday le interpeló:
    —¿Qué mierda era esa de los diez dólares?
    —Le pagaste de menos. Si no aparece todo el dinero se lo descuentan del sueldo.
    —¿Y a ti qué te importa? —Su ira parecía real.
    Sombra reflexionó un instante antes de contestar:
    —Bueno, a mí no me gustaría que me lo hicieran. Ella no hizo nada malo.
    —¿Ah, no? —Wednesday se quedó un momento con la mirada perdida y enumeró—. A los siete años encerró a un gatito en un armario, lo oyó maullar durante días, cuando por fin dejó de maullar, lo metió en una caja de zapatos y lo enterró en el jardín. Quería enterrar algo. Se dedica a robar en los lugares en los que trabaja, pequeñas cantidades y a menudo. El año pasado estuvo visitando a su abuela en una residencia de ancianos: se llevó un antiguo reloj de oro de su mesilla de noche y después estuvo merodeando por diversas habitaciones sustrayendo pequeñas cantidades de dinero y objetos personales de los otoñales internos en sus años dorados. Cuando llegó a casa no sabía qué hacer con sus caprichos, le asustaba que alguien le pudiese descubrir y acabó tirándolo todo excepto el dinero.
    —Es suficiente.
    —Además padece gonorrea asintomática. Sospecha que puede estar infectada pero no hace nada al respecto. El día que su último novio le acusó de habérsela pasado se mostró herida, se ofendió y se negó a volverlo a ver.
    —No hace falta que sigas. Ya he cogido la idea. Puedes hacer esto con cualquiera, ¿no? Me puedes contar su parte mala.
    —Claro, todos hacen lo mismo. Se creen que sus pecados son originales, pero la mayor parte de ellos son mezquinos y repetitivos.
    —¿Y eso justifica que le robes diez pavos?
    Wednesday pagó el taxi y los dos entraron en el aeropuerto y deambularon hasta su puerta. El embarque aún no había comenzado.
    —¿Qué otra cosa puedo hacer? No sacrifican carneros o toros en mi honor, no me envían las almas de asesinos o esclavos, ahorcados y picoteados por los cuervos. Ellos me crearon y ahora me han olvidado. Sólo me tomo una pequeña revancha. ¿Acaso no es justo?
    —Mi madre solía decir que «La vida no es justa».
    —Claro, típica frase de madre, a la misma altura de «¿Y si todos tus amigos se tiran por la ventana, tú te piensas tirar detrás?
    —Le birlaste diez dólares a esa chica y yo le deslice otros diez —respondió con obstinación—. Yo sólo he hecho lo que creía correcto.
    Una voz anunció que ya podían empezar a embarcar. Wednesday se puso en pie.
    —Ojalá tus elecciones sean siempre tan claras.
    La ola de frío ya estaba remitiendo durante la madrugada que Wednesday dejó en casa a Sombra. En Lakeside hacía un frío obsceno, pero ya no imposible. Al pasar por medio de la ciudad, el cartel lateral del banco M&I alternaba «3:30» con «-20º».
    Eran las nueve y media de la mañana cuando el jefe de policía Chad Mulligan llamó a la puerta del apartamento y preguntó a Sombra si conocía a una chica llamada Alison McGovern.
    —Creo que no —respondió somnoliento.
    —Ésta es su foto, una de las del instituto. —Sombra reconoció a la persona de la foto inmediatamente: era la chica con el aparato dental de gomas azules, la que había estado aprendiendo todo sobre los usos orales del Alka-Seltzer con su amiga.
    —Ah, vale, venía en el autobús cuando llegué a la ciudad.
    —¿Dónde estuvo ayer, señor Ainsel?
    Sombra sintió que el mundo se alejaba de él girando. Sabia que no tenía ninguna razón para sentirse culpable, salvo «violar la condicional y vivir bajo un nombre falso —le susurraba una voz tranquila en su mente—. ¿Te parece poco?».
    —En San Francisco, California, ayudando a mi tío a transportar una cama con dosel.
    —¿Tiene algún resguardo de los billetes o algo así?
    —Claro. —Conservaba sus dos tarjetas de embarque en el bolsillo de atrás y las sacó—. ¿Qué pasa?
    Chad Mulligan examinó las tarjetas.
    —Alison McGovern ha desaparecido. Colaboraba con la Sociedad humanitaria de Lakeside, alimentando animales y paseando perros. Solía ir unas horas después de clase. Dolly Knopf, que lleva la Sociedad humanitaria, siempre la traía de vuelta a casa por la noche cuando cerraban. Ayer Alison no llegó a ir.
    —Ha desaparecido...
    —Sí. Sus padres nos llamaron anoche. La muy tonta solía hacer dedo para ir a la sociedad, que está en la comarcal oeste, bastante aislada. Sus padres ya le habían dicho que no lo hiciera, pero esta no es la clase de sitio donde pasan cosas... la gente aquí ni siquiera cierra la puerta de casa. No se les puede ordenar algo así a los niños. Bueno, mira la foto otra vez.
    Alison McGovern sonreía. En la foto, las gomas del aparato dental eran rojas, no azules.
    —¿Puedes asegurarme con sinceridad que no la has raptado, violado, asesinado o algo así?
    —Estaba en San Francisco. Además soy incapaz de hacer algo así, joder.
    —Ya me lo imaginaba, hombre. Bueno ¿quieres venir a ayudarnos a buscarla?
    —¿Yo?
    —Sí, tú. La unidad canina ha salido esta mañana, pero de momento no hemos hecho nada más —suspiró—. Oye, Mike, yo sólo espero que aparezca en Twin Citics con algún novio atontado.
    —¿Crees que es probable?
    —Es posible. ¿Quieres unirte a la partida de búsqueda?
    Sombra se acordó de cuando había visto a la chica en los Suministros domésticos y agrícolas Hennings, del atisbo de una tímida sonrisa festoneada de gomas azules, de lo guapa que había pensado que llegaría a ser algún día.
    —Iré.
    Había dos docenas de hombres y mujeres esperando en el vestíbulo del cuartel de bomberos. Sombra reconoció a Hinzelmann y algunas caras más también le resultaron familiares. Había agentes de policía y varios hombres y mujeres con los uniformes pardos de la comisaría del sheriff de la región de Lumber.
    Chad Mulligan les explicó qué llevaba Alison en el momento de la desaparición: un abrigo rojo, unos guantes verdes, un gorro de lana azul bajo la capucha del abrigo. Después dividió a los voluntarios en tríos. Sombra, Hinzelmann y un hombre llamado Brogan formaban uno de ellos. Se les recordó que la luz diurna no duraría mucho, que si encontraban el cuerpo de Alison, Dios no lo quisiera, no debían contárselo a nadie ni alterar nada, sólo pedir ayuda por radio, pero que si ella aún estuviese viva, debían mantenerla en calor hasta que llegase ayuda.
    Les dejaron en la comarcal W.
    Hinzelmann, Brogan y Sombra caminaban por la orilla de un riachuelo helado. A cada trío se le había asignado una pequeña radio manual antes de partir.
    Había nubes bajas y todo estaba en penumbra. No había vuelto a nevar en las últimas treinta y seis horas. Las huellas destacaban en la brillante superficie quebradiza de la nieve.
    Brogan tenía el aspecto de un coronel retirado, por su bigote fino y sienes blanquecinas. Le aclaró a Sombra que era un director de instituto jubilado.
    —Como ya no me iba a hacer más joven... Aún doy algunas clases, organizo los juegos de la escuela, que de todas formas son lo mejor del curso, y me dedico a cazar un poco y paso demasiado tiempo en la cabaña que tengo en Pike Lake. —Mientras salían dijo—: Por un lado espero que la encontremos, pero por otro, si hay que encontrarla, espero que sean otros y no nosotros. ¿Me entendéis?
    Sombra lo entendía perfectamente.
    No hablaban mucho entre ellos tres. Sólo caminaban en busca de un abrigo rojo, unos guantes verdes, un gorro azul o un cuerpo blanco. De vez en cuando Brogan que llevaba la radio, se ponía en contacto con Chad Mulligan.
    A la hora del almuerzo se sentaron en un autobús escolar requisado junto al resto del grupo de búsqueda a comer unos perritos y tomarse una sopa caliente. Alguien avistó un halcón de cola encarnada en un árbol pelado, otra persona dijo que más bien parecía un halcón peregrino, pero el pájaro se alejó volando y la discusión se dejó de lado.
    Hinzelmann les relató una historia sobre la trompeta de su abuelo en la que éste había estado intentando tocarla durante una ola de frío, pero hacía una temperatura tan baja fuera junto al granero, donde su abuelo había ido a practicar, que no salía ni música.
    Más tarde volvió a casa y dejó la trompeta junto a la estufa para que se deshelase. Y bueno, es noche, cuando toda la familia estaba ya en la cama, de repente las notas congeladas empezaron a salir de la trompeta. Mi abuela se asustó tanto que casi le da un ataque.
    La tarde fue interminable, infructuosa y deprimente. La luz del día se apagaba lentamente, las distancias se difuminaban en un mundo teñido de añil y el viento les quemaba en la cara. Cuando ya se había hecho demasiado tarde para continuar, Mulligan les llamó para suspender la búsqueda por esa tarde y los recogieron y condujeron al cuartel de bomberos.
    En la manzana junto al cuartel estaba la Taberna Los pavos paran aquí, que es donde acabaron la mayor parte de los voluntarios. Estaban exhaustos y desanimados, hablando entre sí del trío que había hecho, de que probablemente Alison aparecería en un par de días sin enterarse del revuelo que había montado.
    —No debe usted llevarse una mala impresión de la ciudad por esto —le decía Brogan—. Es un buen lugar.
    —Lakeside —añadió una mujer esbelta cuyo nombre Sombra ya no recordaba, si es que alguien se la había presentado— es la mejor ciudad de los North Woods. ¿Sabe cuantos parados hay en Lakeside?
    —No —respondió Sombra.
    —Menos de veinte y hay más de cinco mil personas viviendo aquí o en los alrededores. Puede que no seamos ricos, pero todos tenemos trabajo, no como en las ciudades mineras al noreste, que en su mayoría ya son ciudades fantasma. También había ciudades ganaderas, pero el desplome de los precios de la leche o la bajada de los precios del cerdo acabaron con ellas. ¿Sabe cuál es la mayor causa de muerte no natural entre los granjeros del Medio Oeste?
    —¿El suicidio? —arriesgó Sombra.
    Ella casi parecía decepcionada.
    —Sí. Exacto, se matan. —Meneó la cabeza con desaprobación—. Por aquí hay demasiadas ciudades que viven sólo de los cazadores y los turistas, ciudades que les piden el dinero y los mandan de vuelta a casa con sus trofeos y sus picaduras de bichos. Después están las ciudades de una empresa, donde todo va de cine hasta que Wal-Mart cambia de lugar su centro de distribución o 3M deja de fabricar cajas para CD o cualquier otra cosa y de la noche a la mañana aparecen mil tipos que no pueden pagar la hipoteca. Perdone, no he captado bien su nombre.
    —Ainsel, Mike Ainsel. —La cerveza que estaba bebiendo era de elaboración local, hecha con agua mineral, y estaba muy buena.
    —Yo soy Callie Knopf, la hermana de Dolly. —Su cara aún estaba enrojecida por el frío—. Lo que digo es que en Lakeside tenemos suerte. Aquí hay un poco de todo: ganadería, pequeña industria, turismo, artesanía y buenas escuelas.
    Sombra la miraba atónito. Había algo vacío en el fondo de sus palabras: era como si estuviese oyendo a un vendedor, a un vendedor muy bueno, que creyese en su producto, pero que, aún así, quisiese asegurarse de que volvieses a casa con todos los cepillos o la colección completa de enciclopedias. Quizá ella lo pudiese percibir en su cara, porque dijo:
    —Lo siento, pero es que cuando uno quiere algo tanto, no puede parar de hablar de ello. ¿En qué trabaja, señor Ainsel?
    —Mi tío se dedica a la compraventa de antigüedades por todo el país. Le ayudo a mover los artículos pesados, de gran tamaño. El trabajo es bueno, pero no muy estable.
    —Al menos así puede viajar —comentó Brogan—, ¿hace alguna otra cosa?
    —¿Tiene ocho monedas? —preguntó Sombra. Brogan rebuscó entre sus monedas. Encontró cinco de veinticinco, se las pasó a Sombra por el medio de la mesa. Callie Knopf le dio otras tres.
    El colocó las monedas en dos filas de cuatro. Entonces, con un pequeño pase de mano, hizo el truco llamado «Monedas a través de la mesa», parecía que las empujaba por toda la mesa de su mano izquierda a la derecha.
    Después, cogió las ocho monedas con la mano derecha y un vaso de agua vacía con la izquierda, cubrió el vaso con una servilleta y aparentemente, hizo que las monedas desapareciesen una a una de su mano derecha y aterrizasen una a una a través de la servilleta en el interior del vaso con un sonoro repiqueteo. Al final, abrió la mano derecha para demostrar que estaba vacía y retiró la servilleta para que se viesen las monedas en el vaso.
    Devolvió las monedas, tres a Callie y cinco a Brogan, después, volvió a coger una de las de Brogan y dejó cuatro en su mano. Sopló la moneda y era un penique, que le devolvió a Brogan, quien, a su vez, contó sus monedas de veinticinco y se quedó pasmado.
    —Eres un Houdini —cacareó Hinzelmann con deleite—. Eso es lo que eres.
    —Sólo soy un aficionado. Todavía tengo mucho que aprender. — Aún así, sintió un punto de orgullo. Era la primera vez que tenía público adulto.
    Paró en el supermercado de camino a casa para comprar un cartón de leche. La chica pelirroja de la caja le resultaba familiar y tenía los ojos enrojecidos por el llanto. Su rostro era una enorme peca.
    —Te conozco, eres... —estuvo a punto de decir «la chica del Alka-Seltzer», pero se mordió la lengua y dijo—: eres la amiga de Alison, la del autobús. Espero que ella esté bien.
    Sollozó y asintió.
    —Yo también.
    Se sonó la nariz ruidosamente en un pañuelo y se lo metió en la manga.
    Llevaba una banda que decía: «¡Hola! ¡Soy Sophie! ¡Pregúntame cómo puedes perder diez kilos en 30 días!»
    —Hoy he estado buscándola todo el día, pero no ha habido suerte.
    Sophie asintió conteniendo las lágrimas. Agitó el cartón de leche frente a una pantalla que mostró el precio con un pitido. Sombra le tendió dos dólares.
    —Me largo de esta puta ciudad —dijo la chica repentinamente con voz ahogada—. Me voy a vivir con mi madre a Ashland. Alison se ha ido. Sandy Olsen se fue el año pasado. Jo Ming el anterior. ¿Qué pasa si me voy yo el año que viene?
    —Pensaba que a Sandy Olsen se lo había llevado su padre.
    —Si —respondió amargamente—, seguro que sí. Y Jo Ming se fue a California y Sarah Lindquist se perdió en una excursión y nunca la encontraron. Lo que sea. Yo me quiero largar a Ashland.
    Inspiró profundamente y retuvo el aire un instante. Después, inesperadamente, le sonrió. No había nada forzado en el gesto, sólo que probablemente le habían dicho que debía sonreir al devolver el cambio. Le deseó que tuviese un buen día antes de volverse hacia la mujer con un carrito repleto que estaba detrás de él y comenzar a descargar y registrar.
    Sombra cogió la leche y se marchó, pasó junto a la gasolinera y la chatarra, cruzó el puente en dirección a casa.

    Parte 2

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           Proteger Todos        Desproteger Todos
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar
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