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septiembre 26, 2010
Parte 1VIAJE A AMÉRICA
1778
«Había una joven y su tío la vendió», escribió el señor Ibis con su perfecta caligrafía.
Ésa es la historia, el resto son meros detalles.
Si exponemos nuestro corazón abiertamente a determinados relatos, nos herirán con demasiada profundidad. Tomemos el ejemplo de un buen hombre, bueno a sus ojos y a los ojos de sus amigos: es fiel y sincero con su mujer, adora a sus hijos y los colma de atenciones, se preocupa por su país, realiza su trabajo escrupulosamente, lo mejor que puede. Por eso, con eficacia y buen humor, se dedica a exterminar judíos: aprecia la música que suena por el campo para amansarlos, les aconseja que no olviden sus números de identidad cuando los conduce a la ducha, porque mucha gente, les cuenta, los olvida y después se lleva la ropa equivocada al salir. Esto calma a los judíos. Habrá vida después de la ducha, se convencen. Nuestro hombre supervisa los detalles del traslado de los cuerpos a los hornos y si hay algo que le haga sentir mal, es que todavía permite que el exterminio de alimañas le afecte, porque si fuese realmente bueno, no sentiría sino alegría por librar a la tierra de tal plaga.
«Había una joven y su tío la vendió», dicho de esta forma, parece tan simple.
«Ningún hombre —proclamaba Donne— es una isla», pero se equivocaba. Si no fuésemos islas, estaríamos perdidos, ahogados en tragedias ajenas. Estamos aislados, palabra que, recuérdese, significa literalmente «hechos islas», aislados de las tragedias ajenas por nuestra naturaleza de islas y por la forma repetitiva de las historias. La forma perdura: hay un ser humano que nace, vive y, por un medio u otro, muere. Así. Los detalles se pueden rellenar de acuerdo con la propia experiencia, tan poco originales como cualquier otra historia y tan únicos como cualquier otra vida. Las vidas son copos de nieve, forman modelos que ya hemos visto. Modelos unos iguales a otros, pero al mismo tiempo únicos, como los guisantes en su vaina. ¿Alguna vez has visto guisantes en una vaina? ¿Te has fijado realmente? Al minuto de inspección detallada no hay posibilidad de confusión entre ellos.
Sin individuos sólo vemos cifras: mil muertos, cien mil muertos, «el número de muertos puede ascender a un millón». A través de las historias individuales las estadísticas se convierten en personas, pero incluso esto constituye una mentira, porque las personas continúan sufriendo en cifras pasmosas y sin sentido. Mira, ¿no ves la tripa hinchada del niño, las moscas que se arrastran por el contorno de sus ojos y sus miembros esqueléticos? ¿Sería más fácil si conocieses su nombre, su edad, sus sueños, sus miedos? ¿Si conocieses su interior? Y si lo fuese, ¿no estarías con ello discriminando a su hermana, que yace en el mismo polvo ardiente, retorcida e hinchada como una caricatura grotesca? Pero incluso sintiéndolo por ellos, ¿acaso son más importantes para nosotros que otros mil niños afectados por la misma hambre, otras mil tiernas vidas que pronto serán pasto de la miríada de larvas retorcidas de las moscas?
Trazamos nuestras fronteras alrededor de estos momentos de dolor y permanecemos en nuestras islas, donde no pueden alcanzarnos. Quedan cubiertos con una capa suave, segura y coriácea que hace que resbalen como perlas por nuestras almas sin llegar a dañarlas.
La novela nos permite deslizarnos al interior de esas otras cabezas, de esos otros lugares y mirar por esos otros ojos. En el cuento nos detenemos justo antes de morir o morimos representando a otro, sin dolor, para, en el mundo más allá del relato, volver la página o cerrar el libro y recomenzar nuestras vidas.
La vida es, como cualquiera, diferente de cualquiera.
La simple verdad es que «había una joven y su tío la vendió».
En el lugar de donde venia la joven se decía que ningún hombre podía estar seguro de quién era el padre de un niño, en cambio la madre, sí que quedaba bien claro. El linaje y la propiedad se pasaban de forma matrilineal, pero el poder permanecía en manos de los hombres: el hombre ostentaba la propiedad absoluta de los hijos de su hermana.
Había guerra en aquel lugar, una guerra ínfima, no más que una escaramuza entre los hombres de dos aldeas rivales. Prácticamente se reducía a una discusión. Una aldea ganó la discusión y la otra la perdió.
La vida como una mercancía y las personas como una propiedad: la esclavitud formaba parte de la vida de aquellos lugares desde hacía milenios. Los esclavistas árabes habían destruido los reinos del África oriental, mientras que las naciones del África occidental se habían destruido unas a otras.
No era en absoluto impropio o extraño que el tío vendiese a los gemelos, aunque los gemelos eran considerados criaturas mágicas y su tío los temía, los temía hasta tal punto que no les dijo que los iba a vender por si le dañaban la sombra y lo mataban. Tenían doce años. Ella se llamaba Wututu, el pájaro mensajero, él Agasu, el nombre de un rey fallecido. Eran unos niños sanos. Al ser gemelos, hembra y varón, se les explicaban muchas cosas sobre los dioses, al ser gemelos, escuchaban lo que se les decía y lo recordaban.
Su tío era un hombre gordo y perezoso. De haber tenido más ganado, probablemente hubiese cedido alguna cabeza en lugar de los niños, pero no lo hizo: vendió a los gemelos. Esto es todo lo que necesitamos saber de él, no volverá a aparecer en este relato, que sigue a los gemelos.
Les hicieron marchar, en compañía de otros esclavos capturados o vendidos en la guerra, una decena de kilómetros hasta un pequeño destacamento. Allí los vendieron y a los gemelos, además de a otros trece, los compró un grupo de seis hombres con lanzas y navajas que los condujeron hacia el oeste, a través del mar, y después, durante bastantes millas a lo largo de la costa. En aquel momento en total había quince esclavos con ataduras laxas en las manos y sujetos por el cuello.
Wututu preguntaba a su hermano Agasu qué sería de ellos.
—No lo sé —le respondía. Agasu era un niño de sonrisa fácil; mostraba sus dientes blancos y perfectos al sonreír y así alegraba a Wututu. Pero ahora no estaba sonriendo. En su lugar, por su hermana, intentaba aparentar valentía, llevaba la cabeza bien alta, los hombros abiertos, tan orgulloso, tan amenazador y tan cómico como un cachorro con el pelo erizado.
Un hombre con la cara llena de cicatrices que estaba en la fila detrás de Wulutu les dijo:
—Nos venderán a los demonios blancos, que nos llevarán a su casa a través del agua.
—¿Y qué nos harán allí? —inquirió Wututu.
El hombre no decía nada.
—¿Qué? —preguntaba. Agasu intentó echarle una mirada por encima del hombro. No les estaba permitido hablar o cantar durante la marcha.
—Es posible que nos coman. Eso es lo que nos han dicho. Por eso necesitan tantos esclavos, porque siempre tienen hambre.
Wututu empezó a llorar mientras andaba. Agasu le consolaba:
—No llores, hermana mía, no llores, que no te comerán. Yo te protegeré, nuestros dioses te protegerán.
Pero Wututu continuaba llorando, caminando con el corazón abrumado, sintiendo el dolor, la rabia y el miedo que sólo un niño puede llegar a sentir: desnudo e inhumano. Se sintió incapaz de decirle a Agasu que lo que temía no era que los diablos blancos la engullesen a ella. Tenía la certeza de que iba sobrevivir. Lloraba porque temía que se comiesen a su hermano y no estaba segura de poder protegerlo.
Llegaron a un mercado, en el que los retuvieron durante diez días. La mañana del décimo los sacaron de la cabaña en la que habían estado recluidos y que en los últimos días se había llenado de gente al tiempo que llegaban hombres desde muy lejos con sus propios grupos de esclavos. Los hicieron caminar por la bahía y Wututu vio el barco que se los llevaría.
Lo primero que pensó fue que el barco era enorme, pero inmediatamente después, que era demasiado pequeño para que todos cupiesen dentro. Apenas descansaba sobre el agua. Un bote iba y venía transportando a los cautivos al barco, donde los marineros les ponían grilletes y los alojaban en la bodega. Algunos marineros tenían la piel de color caldera o morena, extrañas narices afiladas y barbas que les conferían un aspecto animal. Algunos de los marineros eran como su propia gente, como los hombres que la habían llevado por la costa. Los separaron en hombres, mujeres y niños y los obligaron a colocarse en diferentes lugares de la bodega. Había demasiados para el tamaño del barco, por lo que encadenaron a otra docena de hombres en la cubierta, bajo las hamacas de la tripulación.
Wututu quedó en el grupo de los niños, no de las mujeres, por lo que no estaba encadenada, sólo encerrada. Agasu, fue obligado a ir con el grupo de los hombres, encadenados, amontonados como sardinas. Bajo la cubierta, a pesar de que la tripulación lo había estado restregando, el hedor era insoportable, estaba imbuido en la madera, era el olor del miedo, de la bilis, de la diarrea, de la muerte, de la fiebre y de la locura. Wututu se sentó con los otros niños en el sofocante encierro. Sentía el sudor de los que estaban a su lado. Una ola precipitó encima de ella a un niño pequeño, que se disculpó en una lengua extraña. Intentó sonreirle medio en la penumbra.
El barco zarpó, avanzaba pesadamente por el agua.
Wututu divagaba sobre el lugar del que venían los hombres blancos, aunque, pensándolo bien, ninguno de ellos era blanco, su piel curtida por el mar y el Sol, oscura. ¿Acaso sufrían una escasez tal de alimentos que necesitaban ir hasta su tierra a buscar personas para comérselas? ¿O es que ella iba a convertirse en un manjar especial para personas que ya habían consumido tantos que sólo la carne de piel negra podía abrirles el apetito?
El segundo día fuera del puerto, el barco encontró una tormenta, pequeña, pero que sacudió y golpeó las bodegas hasta que el olor del vómito se unió a la mezcla de orina, heces líquidas y sudor frío. La lluvia les caía a cántaros desde los respiraderos del techo de la bodega.
A la semana de viaje, cuando no se avistaba tierra alguna, se permitió a los esclavos librarse de los grilletes. Se les advirtió que cualquier desobediencia, cualquier problema seria castigado con una dureza inimaginable.
Por la mañana, los cautivos recibieron alubias, tortas de viaje y un trago de zumo de lima avinagrado por cabeza, un zumo tan agrio que se les retorcía el semblante y les hacía toser e incluso gemir a algunos cuando se lo repartían. No podían escupirlo, porque si les pillaban escupiendo o babeando les propinaban azotes o palizas.
Por la noche les dieron buey salado. Tenía un sabor desagradable y una pátina irisada en la superficie grisácea. Ya al principio del viaje era así, pero conforme pasaban los días, la carne se iba estropeando cada vez más.
Siempre que podían Wututu y Agasu se reunían para hablar de su madre, de su hogar y de sus amigos. A veces Wututu relataba a Agasu historias que les solía contar su madre, como las de Elegba, el más pícaro de los dioses, que era los ojos y oídos de Mawu en el mundo, que llevaba mensajes a Mawu y volvía con sus respuestas.
Al anochecer, para disipar la monotonía del viaje, los marineros hacían que los esclavos cantasen para ellos y bailasen las danzas de sus tierras.
Por fortuna, Wututu había sido colocada entre los niños, a los que simplemente se ignoraba. Las mujeres no tenían siempre esta misma suerte. En algunos barcos esclavistas toda la tripulación violaba repetidamente a las mujeres, como parte de la remuneración tácita por el viaje. Este no era uno de esos barcos, pero eso tampoco quería decir que no se produjesen violaciones.
A lo largo del viaje perecieron cien hombres, mujeres y niños y los echaron por la borda. Algunos de los cautivos que tiraron por la borda aún no habían muerto, pero el rigor verde del océano enfrió sus últimas fiebres y cayeron agitándose, ahogándose, y se perdieron.
Wututu y Agasu viajaban en un barco holandés, pero no lo sabían y, de hecho, podía haber sido inglés, portugués, español o francés.
Los tripulantes negros, cuya piel era aún más oscura que la de Wututu, indicaban a los cautivos adonde ir, qué hacer, cuándo bailar. Una mañana Wututu sorprendió a uno de los guardas negros mirándola. Mientras comía, el hombre se acercó a ella y la miró sin decir nada.
—¿Por qué hacéis esto? —preguntó Wututu—. ¿Por qué servís a los demonios blancos?
El sonrió como si la pregunta fuese lo más gracioso que había oido en su vida. Después se inclinó de modo que sus labios casi rozaban la oreja de Wututu y el aliento que despedía le provocó una repulsión repentina.
—Si fueses mayor, te haría gritar de alegría con mi pene. Quizá lo haga esta noche. Ya he visto lo bien que bailas.
Ella lo miró con sus ojos castaños y le respondió resuelta, casi con una sonrisa:
—Si me lo metes ahí abajo, te lo arrancaré con mis dientes de ahí abajo. Soy una bruja y tengo unos dientes muy afilados ahí abajo.
Le encantó ver cómo cambiaba su expresión. No le dijo nada más y se marchó en silencio.
Las palabras habían salido de su boca, pero no eran sus palabras, no las había pensado o formado. Se dio cuenta de que eran las palabras de Elegba, el granuja. Mawu había creado el mundo y después, gracias a los engaños de Elegba, había perdido el interés por él. Había sido Elegba el astuto, el de la erección de hierro, quien había hablado por su boca, quien la había cabalgado por un instante. Aquella noche, antes de dormir, agradeció a Elegba.
Algunos de los cautivos se negaban a comer, entonces se les azotaba hasta que acababan poniéndose comida en la boca y la tragaban; los latigazos eran tan fuertes que dos hombre murieron a causa de ellos. Después, nadie más intentó ayunar para conseguir la libertad. Un hombre y una mujer intentaron matarse saltando por la borda. La mujer lo logró. Al hombre lo rescataron, lo ataron a un mástil y lo azotaron durante buena parte del día hasta que le corrió la sangre por la espalda. Lo dejaron atado mientras el día se hacía noche, sin darle nada que comer o beber salvo su propia orina. Al tercer día ya deliraba y tenía la cabeza hinchada y blanda como un melón pasado. Cuando dejó de delirar lo tiraron por la borda. Además, durante los cinco días posteriores al intento de fuga, los cautivos volvieron a sus grilletes y cadenas.
Era un viaje largo y duro para los cautivos, pero tampoco era agradable para la tripulación, a pesar de que había aprendido a endurecer el alma en el negocio y actuaba como si sólo estuviese transportando ganado al mercado.
Arribaron a puerto un día tranquilo y agradable en Bridgeport, en las Barbados, y llevaron a los cautivos del barco a la orilla en botes bajos enviados desde el muelle. Los condujeron a la plaza del mercado donde, a gritos y golpes, los ordenaron en filas. Sonó un silbato y la plaza quedó repleta de hombres de caras rubicundas que hurgaban, daban codazos, gritaban, inspeccionaban, llamaban, valoraban y refunfuñaban.
En ese momento separaron a Wututu y Agasu, súbitamente. Un hombre corpulento abrió la boca de Agasu, le miró los dientes, tocó los músculos de sus brazos, asintió y otros dos hombres se lo llevaron a rastras. No se resistió. Sólo miró a Wututu y le dijo:
—Sé fuerte.
Ella asintió y la mirada se le empañó de lágrimas y gimió. Juntos eran gemelos, mágicos, poderosos. Separados sólo eran dos niños desamparados.
No volvió a verlo, salvo una vez, y nunca con vida.
Esto es lo que le ocurrió a Agasu. Primero lo llevaron a una plantación de especias, en la que le azotaban diariamente por lo que hacía y por lo que no hacía, le enseñaron algunos rudimentos de inglés y le dieron el nombre de Jack el Teñido por lo oscuro de su piel. Cuando escapó, lo cazaron con perros, lo trajeron de vuelta y le cortaron un dedo del pie con un cincel para grabarle una lección que no olvidaría. Habría ayunado hasta la muerte, pero cuando se negó a comer, le rompieron los dientes y le introdujeron a la fuerza papilla en la boca hasta que no le quedó más remedio que tragar o ahogarse.
Incluso por aquel entonces se preferían los esclavos nacidos en cautividad a los traídos desde África. Los esclavos que habían nacido libres intentaban huir o morir y en ambos casos los beneficios menguaban.
Cuando Jack el Teñido cumplió dieciséis años lo vendieron, junto con varios esclavos más, a una plantación de azúcar en la isla de Santo Domingo. Le llamaban Jacinto, el corpulento esclavo de los dientes rotos. Encontró a una vieja de su propia aldea en la plantación. Había trabajado como esclava doméstica hasta que los dedos se le habían vuelto demasiado nudosos y artríticos. Le dijo que los blancos separaban a los cautivos de las mismas ciudades y pueblos intencionadamente para evitar insurrecciones y revueltas. No les gustaba cuando los esclavos hablaban entre sí en sus propias lenguas.
Jacinto aprendió algo de francés y le proporcionaron algunas enseñanzas de la Iglesia católica. Cada día cortaba caña de azúcar desde antes del amanecer hasta después de la puesta del Sol.
Tuvo varios hijos. Durante la madrugada iba con el resto de los esclavos a los bosques, aunque estaba prohibido, para bailar la Calinda, cantar a Damballa-Wedo, el dios en forma de serpiente negra. Cantaba en honor a Elegba, Ogu, Shango, Zaka y muchos otros, todos los dioses que los cautivos habían llevado consigo a la isla en sus mentes y en lo recóndito de sus corazones.
Los esclavos de las plantaciones de Santo Domingo no solían sobrepasar la década de vida. El tiempo libre que se les concedía, dos horas en el calor del mediodía y cinco en la oscuridad de la noche, era el tiempo disponible para cultivar y cuidar de su alimentación, ya que sus amos no les daban comida, sólo les proporcionaban minúsculas porciones de tierra para cultivar y alimentarse con ellas. Este tiempo era también el tiempo para dormir y soñar. Aún así, dedicaban el tiempo a reunirse y danzar, a cantar y adorar. El suelo de Santo Domingo era fértil y los dioses de Dahomey, del Congo y del Níger echaron hondas raíces en él y crecieron de forma exuberante, enorme, profunda y prometieron la libertad a todo aquel que los adorase por las noches en las arboledas.
Jacinto tenía veinticinco años cuando una araña le mordió el dorso de la mano derecha. La mordedura se infectó y la carne de la mano se le gangrenó: al poco tiempo, todo su brazo estaba hinchado y morado y la mano desprendía hedor, le punzaba y le quemaba.
Le dieron a beber ron a palo seco y calentaron la hoja de un machete al fuego hasta que despidió un brillo rojo y blanco. Le cortaron el brazo a la altura del hombro con una sierra y lo cauterizaron con la hoja ardiente. Sufrió fiebre durante una semana. Después volvió al trabajo.
El esclavo de un sólo brazo llamado Jacinto tomó parte en la revuelta de esclavos de 1791.
El propio Elegba tomó posesión de Jacinto en la arboleda, cabalgándolo como el hombre blanco cabalga el caballo, y habló por su boca. Él apenas recordaba qué había dicho, pero los que estaban a su lado le recordaron que les había prometido liberarlos de su cautiverio. Él sólo recordaba su erección, dolorosa y como una vara de madera, y que había levantado en dirección a la Luna sus dos manos, la que tenía y la que ya no.
Los hombres y mujeres de aquella plantación sacrificaron un cerdo y bebieron su sangre aún caliente para comprometerse y unirse en una hermandad. Juraron ser un ejército de la libertad, hicieron votos a todos los dioses de las tierras de las que habían sido arrancados como botín.
—Si morimos en la guerra contra los blancos —se decían mutuamente—, renaceremos en África, en nuestros hogares, en nuestras propias tribus.
Como había otro Jacinto en el levantamiento, ahora llamaban a Agasu «el Gran Maneo». Combatió, veneró, sacrificó, planeó. Vio cómo morían sus amigos y amantes, pero continuó luchando.
La guerra se prolongó doce años, una lucha enloquecedora, sangrienta, contra los dueños de las plantaciones, contra las tropas venidas de Francia. Combatieron, continuaron luchando y de modo imposible, acabaron ganando.
El 1 de enero de 1804 se declaró la independencia de Santo Domingo, que pronto sería presentada al mundo como la República de Haití. El Gran Manco no vivió para verlo. Había muerto en agosto de 1802, traspasado por la bayoneta de un soldado francés.
En el preciso momento de la muerte del Gran M., antes conocido como Jacinto, y aún antes como Jack el Teñido y que en su corazón siempre continuó siendo Agasu, su hermana, a quien él había conocido como Wututu, que se había llamado Mary en su primera plantación de las Carolinas y Daisy cuando se convirtió en esclava doméstica y Sukey cuando la vendieron a la familia Lavere aguas abajo en Nueva Orleans, sintió el frío de la bayoneta deslizarse entre sus costillas y comenzó a gritar y llorar inconsolablemente. Sus hijas gemelas se despertaron y empezaron a chillar. Eran de color café con leche, sus nuevos bebés, distintas de los hijos negros que había tenido en la plantación cuando ella misma era poco más que una niña, hijos a los que no veía desde que tenían quince y diez años y de la hija mediana que llevaba muerta un año cuando vendieron a Wututu y tuvo que abandonarlos.
A Sukey le habían azotado repetidas veces desde que había llegado a tierra, una vez le restregaron sal en las heridas, en otra ocasión le habían azotado de forma tan brutal y durante tanto tiempo que no pudo sentarse ni dejar que nada le rozase la espalda en varios días. Le habían violado multitud de veces cuando era más joven, hombres negros a los que se les había ordenado compartir su catre de madera y también hombres blancos. La habían encadenado. Sin embargo, nunca había derramado una lágrima. Desde que le habían quitado a su hermano sólo había llorado una vez. Fue en Carolina del Norte, cuando vio que la comida de los esclavos niños se servía en los mismos abrevaderos que la de los perros y que sus hijos arañaban junto a los perros los últimos restos. Un día vio cómo esto sucedía, ya lo había visto antes, cada día en la plantación y lo seguiría viendo muchas veces después, hasta que dejó la plantación, pero verlo aquel día le rompió el corazón.
Durante un tiempo había sido guapa. Después, los años de penurias se desquitaron y perdió su belleza. Su cara estaba arrugada y sus ojos castaños reflejaban demasiado dolor.
Once años antes, cuando tenía veinticinco, su brazo derecho se había marchitado. Nadie entre la gente blanca había sabido qué hacer con él. Parecía que la carne se fundiese en los huesos y el brazo se le quedó colgando, poco más que piel y hueso, casi inmóvil. Después de esto tuvo que pasar a ser una esclava doméstica.
La familia Casterton, dueña de la plantación, estaba impresionada con sus habilidades en la casa y la cocina, pero a la señora Casterton el brazo marchito le resultaba perturbador y la acabaron vendiendo a la familia Lavere, que estaba pasando un año fuera de Luisiana: el señor Lavere era un hombre gordo y animado que necesitaba una cocinera y criada para todo tipo de tareas y al cual el brazo marchito de la esclava Daisy no le provocaba ni la más mínima repulsión. Cuando un año después volvieron a Luisiana, la esclava Sukey se fue con ellos.
En Nueva Orleans las mujeres, y también los hombres, acudían a ella para comprar curas, filtros de amor y pequeños fetiches, gente negra, por supuesto, pero también gente blanca. La familia Lavere aparentaba no enterarse, quizá disfrutaba del prestigio de tener una esclava temida y respetada. De cualquier modo, se negaban a venderle su libertad.
Bien entrada la noche, Sukey iba al arroyo a danzar la Calinda y la Bamboula. Al igual que en Santo Domingo y que en su propia tierra, en el arroyo se bailaba bajo la protección de una serpiente negra, pero los dioses de su tierra y de otras naciones africanas no poseían aquí a las personas en la forma en que habían poseído a su hermano y a la gente de Santo Domingo. Aún así, ella continuaba invocándolos y llamándolos por sus nombres para implorar sus favores.
Escuchó cuando la gente blanca hablaba de lo que llamaban la revuelta de Santo Domingo y de cómo estaba abocada al fracaso — «¡Pensadlo! ¡Una tierra dominada por caníbales!»— y más tarde observó que nunca volvían a hablar de ella.
Pronto le pareció que actuaban como si nunca hubiese existido un lugar llamado Santo Domingo y ni siquiera mencionaban la palabra Haití. Era como si todo Estados Unidos hubiese decidido que podrían, con sólo desearlo, ordenar desaparecer a una isla caribeña de buen tamaño, por medio de un acto de fe.
Los hijos de Lavere crecieron bajo el ojo vigilante de Sukey. El benjamín, incapaz de pronunciar «Sukey» cuando era pequeño, la llamaba Mamá Zuzú y el nombre se acabó quedando. Corría el año 1821 y Sukey ya pasaba de la cincuentena, aunque parecía mucho mayor.
Conocía más secretos que la vieja Santé Dedé, que vendía dulces frente al Cabildo, más que Marie Salopé, que se llamaba a sí misma la reina del vudú. Ambas eran mujeres de color libres, mientras que Mamá Zuzú era una esclava y moriría como esclava, o al menos eso era lo que decía su amo.
Una mujer que vino a verla para averiguar qué había sido de su marido se hacía llamar la Viuda París. Tenia unos senos prominentes, era joven y orgullosa. Por sus venas corría sangre africana, europea e india. Su piel era rojiza, su pelo de un negro brillante, sus ojos, negros y altaneros. Su marido, Jacques París, quizá estaba muerto. Era un mulato cuarterón, según los cálculos de la época, el bastardo de una familia antes soberbia, de las muchas que huyeron de Santo Domingo, nacido libre, al igual que su flamante mujer.
—¿Mi Jacques está muerto? —preguntaba la Viuda París. Era una peluquera que iba de casa en casa peinando a las mujeres elegantes de Nueva Orleans antes de sus exigentes compromisos sociales.
Mamá Zuzú consultó los huesos y movió la cabeza.
—Está con una mujer blanca en algún lugar al norte de aquí, una mujer blanca con el pelo dorado. Está vivo.
No era el fruto de ninguna magia. Era del dominio público en Nueva Orleans con quien había huido Jacques París y el color de su cabello.
Mamá Zuzú estaba sorprendida de que la Viuda París no supiese todavía que su Jacques le metía cada noche su pequeño pene de cuarterón a una chica de piel rosada en Colfax. Bueno, eso las noches que no estaba demasiado borracho para poder usarlo en algo más productivo que mear. Quizá lo sabía, quizá tenía alguna razón más fuerte para venir.
La Viuda París venía a ver a la vieja esclava una o dos veces por semana. Después de un mes ya le colmaba de regalos: lazos para el pelo, una tarta de semillas, un gallo negro.
—Mamá Zuzú, ya es hora de que me enseñes lo que sabes.
—Sí —le respondía sabiendo por qué lado soplaba el viento. Además la Viuda París le había confesado que al nacer tenía los pies palmeados, señal de que era una gemela que había matado a su hermano en el vientre. ¿Qué otra cosa podía hacer Mamá Zuzú?
Enseñó a la joven que colgando dos nueces moscadas del cuello del paciente hasta que se rompiese la cuerda, curaría los soplos del corazón; que abriendo un pichón que nunca hubiese volado y colocándolo sobre su cabeza le calmaría la fiebre. Le enseñó a fabricar una bolsa de deseos, una pequeña bolsa de cuero con treinta peniques, nueve semillas de algodón y las cerdas de un puerco negro y cómo frotar la bolsa para que concediese sus peticiones.
La Viuda París aprendía todo lo que Mamá Zuzú le enseñaba, pero no tenía auténtico interés por los dioses. Sus intereses eran meramente prácticos. Le encantaba aprender que si mojaba un rana viva en miel y la colocaba en la boca de un hormiguero, cuando los huesos estuviesen limpios, podría buscar dos entre ellos, uno plano en forma de corazón y el otro con una especie de gancho y que debería colgar el hueso del gancho en la ropa del hombre que quisiese que la amase y guardar el otro en lugar seguro, porque si se perdía, su amante se volvería contra ella como un perro rabioso. Y que esto, infaliblemente haría suyo al hombre que amase.
Aprendió que el polvo seco de serpiente, mezclado entre los polvos de tocador de su rival, le producirían ceguera y que se podía provocar que una rival se ahogase cogiendo una prenda de su ropa interior, dándole la vuelta y enterrándola a medianoche bajo un ladrillo.
Mamá Zuzú mostró a la Viuda París la raíz maravillosa del mundo, las grandes y pequeñas raíces de John el Conquistador, la sangre de dragón, la valeriana y la hiedra de cinco dedos. Le enseñó a preparar té para que se consuman, agua para que te cortejen y para hacer shingo.
Mamá Zuzú instruyó a la Viuda París en estas y otras muchas artes, pero era decepcionante para la vieja, que daba lo mejor de sí para enseñar sus verdades más recónditas, su sabiduría más profunda, para hablar de Papa Legba, de Mawu, de Aido-Hwedo, la serpiente vudú, y de todos los otros sin que la Viuda París —cuyo nombre al nacer y cuando se volvió famosa era Marie Laveau, pero no la gran Marie Laveau, de la que habréis oído hablar, que era su madre y acabó convirtiéndose en la Viuda Glapion— estuviese en absoluto interesada en los dioses de la remota tierra africana. Si Santo Domingo había sido una tierra negra y fértil para que los dioses africanos prosperasen en ella, esta otra tierra, una tierra de maíz y melones, una tierra de cangrejos y algodón, era estéril.
—No quiere aprender —se quejaba Mamá Zuzú a Clémentine, su confidente, que hacía la colada de muchas de las casas del barrio y lavaba las cortinas y las colchas. A Clémentine le afloraban quemaduras por las mejillas y uno de sus hijos se había escaldado hasta morir cuando se le volcó un barreño de cobre.
—Entonces no le enseñes —dice Clémentine.
—Le enseño, pero no entiende qué es lo valioso, lo único que ve es qué hacer con ello. Le entrego un diamante, pero sólo le importan los cristales vistosos. Le ofrezco media botella del mejor vino y se bebe el agua del río. Le obsequio con una codorniz y sólo desea comerse una rata.
—¿Y por qué persistes?
Mama Zuzú se encoge de hombros, lo que provoca que el brazo marchito le tiemble.
No puede responder, diría que enseria porque así agradece estar viva, y así es, ha visto morir a demasiados. Podría decir que sueña con que un día los esclavos se rebelen, como lo hicieron, aunque fracasaron, en LaPlace. Y sabe en el fondo de su alma que sin los dioses africanos, sin el favor de Legba y Mawu, nunca podrán vencer a sus captores blancos y nunca volverán a su tierra natal.
Aquella terrible noche casi veinte años antes en que se despertó sintiendo el acero frío entre sus costillas, la vida de Mamá Zuzú llegó a su fin. Ahora era una persona que no vivía, que sólo odiaba. Si se le hubiese preguntado por el odio, no habría sido capaz de hablar de una niña de doce años en un barco pestilente, porque esto ya había quedado cubierto en su mente por capas y capas de latigazos y palizas, noches encadenada, demasiadas separaciones y demasiado dolor. Podía haber hablado de su hijo y de cómo el amo le había cercenado un dedo del pie al descubrir que el niño sabia leer y escribir. Podía haber hablado de su hija que con doce años ya estaba embarazada de un vigilante y cómo cavaron un hoyo que contuviese la barriga hinchada de la niña mientras la azotaban hasta hacerle la carne de la espalda sangre y cómo, a pesar de que el hoyo estaba cavado con el mayor cuidado, su hija perdió el niño y la vida un domingo por la mañana mientras los blancos estaban en misa.
Demasiado dolor.
—Reveréncialos —le decía Mamá Zuzú a la joven Viuda París en el arroyo una hora después de la medianoche. Ambas estaban desnudas hasta la cintura, sudando por la humedad de la noche, con la piel reflejando la pálida luz de la Luna.
El marido de la Viuda París, Jacques, cuya muerte se produjo tres años después en extrañas circunstancias, había hablado a Marie de los dioses de Santo Domingo, pero a ella no le importaban: el poder surgía de los rituales, no de los dioses.
Mamá Zuzú y Marie París cantaban, estampaban los pies contra el suelo y se arrodillaban en la ciénaga. Cantaban en honor a las serpientes negras, las mujeres de color libres y la esclava del brazo marchito.
—No se trata sólo de que tú prosperes y tus enemigos encuentren la ruina. Es algo más —decía Mamá Zuzú.
Muchas de las palabras ceremoniales, palabras que antes conocía y que su hermano también había conocido, se habían borrado ya de su memoria. Le decía a la hermosa Marie Laveau que las palabras no importaban, que sólo importaban los ritmos y las melodías y allí, cantando y chapoteando sobre las serpientes negras, en la charca, tiene una visión extraña. Ve el batir de las canciones, el de la Calinda, el de la Bamboula y todos los otros ritmos del Africa ecuatorial extendiéndose poco a poco por esta tierra de medianoche hasta que todo el país se estremece y baila los ritmos de los viejos dioses cuyo reino ella tuvo que abandonar. Pero desde la ciénaga comprende que ni siquiera esto será suficiente.
Se vuelve hacia la hermosa Marie Laveau y se ve a sí misma a través de sus ojos, una mujer de piel negra, con la cara surcada de arrugas, con un brazo esquelético colgando sin vida en su costado, con los ojos de quien ha visto a sus hijos pelearse por la comida con los perros. Se vio a sí misma y por primera vez supo la repulsión y el temor que la joven sentía por ella.
Entonces prorrumpió en risas, se agachó y agarró con su mano útil una serpiente negra tan larga, vigorosa y gruesa como el cabo de un barco.
—Ésta será nuestro vudú.
Dejó caer la serpiente ya dócil en un cesto que la mulata Marie sostenía.
Después, a la luz de la Luna, una segunda visión le poseyó definitivamente y vio a su hermano Agasu, pero ya no como el niño de doce años del que se había separado en el mercado de Bridgeport, sino como un hombre corpulento, calvo, que al sonreír mostraba unos dientes rotos y cuya espalda estaba cruzada de profundas cicatrices. En una mano llevaba un machete. Su brazo derecho apenas era un muñon.
Ella alargó su propia mano sana.
—Espera, espera un momento —susurró—. Me voy contigo. Pronto estaré a tu lado.
Y Marie París pensó que la vieja hablaba con ella.
CAPITULO DUODÉCIMO
América ha invertido su religión y su moral en valores rentables.
Ha adoptado la inalcanzable posición de nación bendecida
sólo porque merece serlo y sus subditos aunque mantengan
o descuiden cualquier otra teología, suscriben sin reservas el credo nacional.
—Agnes Repplier, Times and Tendencies
Sombra condujo en dirección oeste, atravesando Wisconsin. Minnesota, hacia el interior de Dakota del Norte, donde las montañas cubiertas de nieve parecían gigantescos búfalos dormidos y Wednesday y él no alcanzaban a ver otra cosa que no fuese un paisaje desierto, del que se hartaron durante kilómetros. Fueron rumbo al sur, hacia el interior de Dakota del Sur, camino de la reserva.
Wednesday había cambiado el Lincoln Town Car, que a Sombra le agradaba conducir, por un viejo Winnebago hecho trizas, que desprendía un penetrante e inconfundible olor a gato y que a Sombra le desagradaba profundamente conducir.
Pasaron la primera indicación del Monte Rushmore, para el que aún faltaba un buen centenar de kilómetros y Wednesday gruñó:
—Ése sí que es un lugar santo.
Sombra, hasta ese momento, pensaba que Wednesday estaba dormido. Le comentó:
—Sé que era sagrado para los indios.
—La forma de vida americana es asi: hay un lugar sagrado, pero hay que darle a la gente una excusa para que pueda venir a rendir culto. En estos tiempos, la gente ya no puede ir a ver simplemente una montaña, así que tiene que venir el señor Gutzon Borglum y esculpir las caras de los presidentes. Con eso, el permiso queda garantizado y las muchedumbres pueden conducir hasta aquí para contemplar en persona algo que ya han visto mil veces en postal.
—Una vez, hace muchos años, conocí a un tío que iba a la fábrica de músculos. Contaba que los indios dakota escalan la montaña y forman cadenas humanas que desafían la muerte, sólo para que el último tío de la cadena pueda mearle al presidente en la nariz.
Wednesday estalló en carcajadas.
—¡Genial! ¡Muy bien! ¿Y el blanco de sus iras es algún presidente en concreto?
Sombra se encogió de hombros.
—Eso no nos lo dijo.
Los kilómetros desaparecían bajo las ruedas del Winnebago. Sombra se imaginaba que era el paisaje de Norteamérica el que se movía a cien kilómetros por hora mientras él estaba quieto.
Ya era mediodía en su segundo dia de viaje y estaban a punto de llegar. Sombra, que llevaba un rato pensativo, observó:
—La semana pasada, desapareció una chica en Lakeside, mientras estábamos en San Francisco.
—¿Mmm? —Wednesday no parecía especialmente interesado.
—Una niña llamada Alison McGovern. No es la única que ha desaparecido, ha habido más. Se marchan en invierno.
Wednesday frunció el ceño.
—Menuda tragedia, ¿no? Y luego sus caritas en los cartones de leche —aunque no puedo recordar cuándo fue la última vez que vi la cara de un niño en un cartón de leche— y en las paredes de las áreas de descanso de las autopistas. «¿Me has visto? —preguntan, lo que en el mejor de los casos es una cuestión de gran profundidad existencial—. ¿Me has visto? Cuéntalo en la próxima salida.»
A Sombra le pareció oír pasar un helicóptero, pero las nubes eran demasiado bajas para distinguir nada.
—¿Por qué escogiste Lakeside?
—Ya te lo he dicho, porque es un lugar agradable y tranquilo en el que mantenerte escondido. Allí estás aislado, fuera del radar.
—Pero, ¿por qué?
—Por que es así y ya está. Ahora vete a la izquierda.
Sombra giró a la izquierda.
—Algo va mal. Joder. Me cago en Jesucristo en bicicleta. Frena, pero no te pares.
—¿Te importaría explicarte un poco?
—Problemas. ¿Conoces algún camino alternativo?
—La verdad es que no. Es la primera vez que vengo a Dakota del Sur y no tengo muy claro adonde vamos.
Al otro lado de la colina se vio un destello rojo difuminado por la neblina.
—La carretera está cortada —dijo Wesnesday introduciendo la mano hasta el fondo de uno de los bolsillos de su chaqueta, y después del otro, en busca de alguna cosa.
—No puedo pararme y darme la vuelta.
—No, no podemos volver, también están detrás. Reduce a quince o veinte kilómetros por hora.
Sombra miró por el retrovisor, había unos faros detrás, a un kilómetro y medio más o menos.
—¿Lo tienes claro?
—Tan claro como que un huevo es un huevo, como dijo un granjero turco cuando incubó por primera vez una tortuga. ¡Eureka! —bufó y sacó un pequeño pedazo de tiza blanca del fondo de un bolsillo.
Empezó a trazar marcas por todo el salpicadero de la furgoneta como si estuviese resolviendo un problema de álgebra o, como pensó Sombra, igual que un vagabundo escribiendo largos mensajes a otros vagabundos en lenguaje cifrado: perro peligroso, ciudad insegura, mujer simpática, cárcel buena para pasar la noche...
—Bien, ahora acelera a cuarenta y no bajes de esta velocidad.
Uno de los coches que estaban detrás encendió las luces, puso la sirena en marcha y aceleró tras ellos.
—No frenes. Sólo quieren que vayamos más despacio antes de llegar al control. —Continuaba escribiendo sin cesar.
Estaban ya en lo alto de la colina, con el control a menos de medio kilómetro. Había doce coches atravesados en la carretera, varios coches de policía a los lados y algunas furgonetas negras.
—Ya está. —Se guardó la tiza. El salpicadero del Winnebago estaba cubierto de trazos rúnicos.
El coche de la sirena estaba justo detrás de ellos, había disminuido hasta su velocidad y un altavoz les gritaba:
—¡A un lado!
Sombra miraba a Wednesday.
—Gira a la derecha y sal de la carretera.
—No puedo salir sin más, vamos a volcar.
—No te preocupes, sólo gira, ¡ya!
Sombra dio un volantazo a la derecha y el Winnebago empezó a dar tumbos. Por un momento pensó que tenia razón y que el vehículo iba a volcar, pero después el paisaje del parabrisas tembló y se disolvió, como una imagen reflejada en la superficie de un lago cristalino agitado por el viento.
Las nubes, la llovizna y la nieve habían desaparecido. Las estrellas colgaban sobre ellos como hojas de luz helada apuñalando el cielo nocturno.
—Aparca aquí. Podemos andar el resto del camino.
Sombra paró el motor, fue a la parte de atrás del Winnebago, se puso el abrigo, las botas y los guantes. Después salió del vehículo y dijo:
—Ya está, vámonos.
Wednesday lo miró divertido y algo más, quizá irritado, quizá orgulloso.
—¿No discutes? ¿No piensas exclamar que esto es imposible? ¿Por qué coño haces lo que te digo y te lo tomas tan tranquilamente, joder?
—Porque no me pagas para que te haga preguntas —respondió y después, comprendiendo la verdad mientras hablaba, añadió— y porque, de todas formas, nada me sorprende desde lo de Laura.
—¿Desde que volvió de entre los muertos?
—Desde que supe que se estaba follando a Robbie. Eso me dolió. Lo demás es superficial. ¿Hacia dónde vamos?
Wednesday se lo indicó y empezaron a caminar. El suelo bajo sus pies estaba hecho de algún tipo de roca volcánica lisa, a veces resbaladiza. Corría un aire fresco, pero no invernal. Descendían torpemente una colina en la que había un sendero tortuoso y lo siguieron. Sombra miraba hacia el pie de la colina.
—¿Qué coño es eso? —preguntó, pero Wednesday se llevó un dedo a los labios y movió la cabeza de un lado a otro con fuerza: silencio.
Parecía una araña metálica, emitía una luz azul, metalizada, como de pantalla, y era del tamaño de un tractor. Permanecía encogida al pie de la colina. Detrás había diversos huesos, cada uno de ellos con una llama algo mayor que la de una vela parpadeando al lado.
Wednesday le indicó con gestos que se mantuviese a distancia de aquellos objetos. Sombra dio otro paso lateral, un error en un camino tan resbaladizo, que le hizo torcerse el tobillo y caer por el terraplén, rodando, deslizándose y rebotando. Se agarró a una roca al caer, pero una protuberancia de obsidiana le desgarró el guante de cuero como si fuese papel.
Acabó al pie de la colina, entre la araña metálica y los huesos.
Apoyó una mano para levantarse y se dio cuenta de que estaba tocando algo con la palma de la mano que parecía ser un fémur y que estaba...
... de pie, a plena luz del día, fumando un cigarro y mirando el reloj. Había coches a su alrededor, algunos vacíos y otros no. Pensaba que no debía haberse tomado la última taza de café, porque ahora se estaba muriendo de ganas de mear y empezaba a sentirse incómodo.
Uno de los policías locales se dirigió hacia él, un hombre corpulento con escarcha en el bigote de morsa, de cuyo nombre ya se había olvidado.
—No sé cómo hemos podido perderlos —le dice en tono apologético y atónito.
—Sería una ilusión óptica, se producen en condiciones meteorológicas extrañas. La neblina. Un espejismo: estaban conduciendo por otra carretera y nos pareció que era por ésta.
El policía local parecía decepcionado:
—Pensaba que se trataría de uno de esos casos tipo Expediente X...
—No tan emocionante, me temo. —De vez en cuando sufre hemorroides, ahora el ano le empieza a picar, señal de que un brote se aproxima. Quiere volver a la circunvalación. Ojalá hubiese un árbol tras el que esconderse, la necesidad de mear es cada vez más imperiosa. Tira el cigarrillo y lo pisa.
El policía local se dirige a uno de los coches y le comenta algo al conductor. Ambos hacen gestos de desaprobación con la cabeza.
Saca el teléfono, manipula el menú hasta que encuentra el número inscrito como «lavandería», que tanta gracia le hizo cuando lo introdujo porque era una referencia a Los agentes de CIPOL. Mientras lo mira se da cuenta de que no tiene nada que ver, que en este caso era el número de un sastre y lo que en realidad recuerda es El Super Agente 86 y se siente extraño y un poco avergonzado, incluso tras todos estos años, por no haberse dado cuenta cuando era un niño de que se trataba de parodias y haberse pasado el día soñando con tener un teléfono en el zapato...
Una voz de mujer responde al teléfono:
—¿Si?
—Soy el señor Ciudad y quiero hablar con el señor Mundo.
—Espere un momento, por favor, voy a ver si puede ponerse.
Escucha el silencio. Cruza las piernas, se esfuerza por ponerse el cinturón algo más alto en la barriga y más lejos de la vejiga, definitivamente tiene que bajar los últimos cinco kilos. Después, una voz urbana le dice:
—Hola, señor Ciudad.
—Los hemos perdido —informa Ciudad. Siente una punzada de frustración en las entrañas: eran los cabrones, los asquerosos hijos de puta que se habían cargado a Madera y a Piedra, joder. Unos buenos hombres. Desea con locura tirarse a la señora Madera, pero sabe que ha pasado demasiado poco tiempo desde la muerte de Madera para empezar el ataque, por eso se la lleva a cenar una vez cada dos semanas, una inversión de futuro, con ella tan agradecida por la atención...
—¿Cómo?
—No lo sé. Colocamos una barricada en la carretera y no había ningún sitio al que se pudiesen escapar, pero lo cierto es que se fueron.
—Otro de los pequeños misterios de la vida. No te preocupes. ¿Has tranquilizado a los locales?
—Les he dicho que era una ilusión óptica.
—¿Y se lo han tragado?
—Probablemente.
Algo le resultaba extrañamente familiar en la voz del señor Mundo, un pensamiento bastante raro, teniendo en cuenta que llevaba dos años trabajando directamente para él, hablando con él cada día, por supuesto que su voz debía sonarle familiar.
—Ya deben de estar lejos.
—¿Enviamos a alguien a la reserva a interceptarlos?
—No vale la pena. Hay demasiadas cuestiones jurisdiccionales y el número de hilos de los que puedo tirar en una sola mañana es limitado. Tenemos tiempo de sobra. Sólo ven. Estoy a vueltas con la organización del encuentro de gestión.
—¿Problemas?
—Es una merienda de negros. Yo he propuesto hacerlo aquí. Los técnicos lo quieren en Austin, o quizá San José, los actores en Hollywood y los intangibles en Nueva York. Cada uno pretende llevárselo a su terreno y nadie quiere ceder ni un ápice.
—¿Necesitas que haga algo?
—Todavía no. Primero voy a gruñirles a algunos y darles palmaditas en la espalda a otros. Ya sabes, la rutina.
—Sí, señor.
—Sigue así, Ciudad.
La comunicación se corta.
Ciudad piensa que debía haber tenido un equipo de operaciones especiales para acabar con el puto Winnebago, o minas terrestres en la carretera o algún artefacto nuclear táctico de los cojones, que les hubiese enseñado a los cabrones esos que iban en serio. Era lo que le había dicho un día el señor Mundo, «estamos escribiendo el futuro en letras de fuego» y el señor Ciudad piensa que si no mea ahora mismo se le va a joder un riñon, le va a explotar, como solía decir su padre en los viajes largos cuando Ciudad era un niño e iban por la interestatal y el padre decía «tengo las muelas a flote —Ciudad todavía podia oír su voz, con aquel acento yanqui cerrado— voy a tomarme un trago ahora mismo, que tengo las muelas a flote»...
...Y fue en ese momento cuando Sombra sintió que una mano abría su propia mano, forzando a que cada dedo dejase caer el fémur al que estaba aferrado. Ya no tenía ganas de mear, ésa era otra persona. Estaba en pie bajo las estrellas en una planicie de roca vidriosa.
Wednesday le volvió a indicar que guardase silencio. Comenzó a andar y Sombra lo siguió.
La araña metálica crujió y Wednesday se paró en seco. Sombra también se detuvo y espero junto a él. Algunos grupos de luces verdes centelleaban y corrían junto a la máquina. Sombra contenía la respiración.
Pensaba en lo que acababa de suceder. Había sido como mirar a través de una ventana el interior de la mente de otra persona. Después cayó en la cuenta: al que le sonaba familiar la voz del señor Mundo era a mí. Era mi pensamiento, no el del señor Ciudad. Por eso la impresión era tan extraña. Intentó identificar mentalmente la voz, clasificarla en su categoría correspondiente, pero no lo logró.
«Ya lo haré —pensó—, antes o después lo conseguiré.»
Las luces verdosas se volvieron azules, después rojas, más tarde se fueron difuminando en un rojo más pálido y la araña se recostó sobre sus patas metálicas. Wednesday comenzó a caminar hacia el frente, una figura solitaria bajo las estrellas con un sombrero de ala ancha, con un abrigo oscuro deshilachado ondeando al azar en el viento apátrida, con un bastón repiqueteando en el suelo de roca vidriosa.
Cuando la araña ya no era sino un destello distante en un punto lejano de la llanura bajo la luz de las estrellas, Wednesday anunció:
—Ahora ya podemos hablar tranquilamente.
—Pero, ¿dónde estamos?
—Entre bastidores.
—¿Cómo?
—Imagina que estamos entre bastidores, igual que en el teatro. Sólo nos he sacado de la vista del público y estamos andando por detrás del escenario. Es un atajo.
—Cuando he cogido ese hueso, era como si me metiese en la mente de un tío llamado Ciudad. Está con los del espectáculo fantasmal. Nos odia.
—Sí.
—Su jefe se llama señor Mundo. Me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Yo estaba mirando el interior de la cabeza de Ciudad, o estaba dentro, no estoy seguro.
—¿Saben adonde nos dirigimos?
—Creo que están dando por finalizada la cacería ahora mismo. No querían seguirnos hasta la reserva. ¿Vamos a una reserva?
—Quizá. —Descansó un instante sobre el bastón, después continuó el camino.
—¿Qué era esa especie de araña?
—Una manifestación ejemplar. Un motor de búsqueda.
—¿Son peligrosos?
—Sólo se llega a mi edad asumiendo lo peor.
Sombra sonrió:
—¿Qué edad?
—La edad de mi lengua y algunos meses más que mis dientes.
—Juegas con las cartas tan cerca del pecho que ni siquiera tengo claro que sean cartas.
Wednesday sólo gruñó.
Las colinas que iban encontrando eran cada vez más difíciles de subir.
Sombra empezó a sentir dolor de cabeza. Había algo insufrible en la luz de las estrellas, algo que hacía eco del pulso de sus sienes y de su pecho. Al pie de la siguiente colina tropezó, abrió la boca para decir algo y, sin previo aviso, vomitó.
Wednesday rebuscó en un bolsillo interior y sacó un frasco pequeño.
—Tómate un trago, sólo un sorbo.
El líquido era agrio y se evaporaba en la boca como el buen coñac, aunque no sabía a alcohol. Wednesday le quitó el frasco y se lo guardó.
—Al público no le sienta muy bien andar entre bastidores, por eso te sientes enfermo. Tendremos que darnos prisa en sacarte de aquí.
Anduvieron más rápido. Wednesday con vigor y Sombra dando tumbos de vez en cuando, a pesar de que se sentía mejor después de haber tomado la bebida, que le había dejado en la boca una mezcla de sabor de piel de naranja, de aceite de romero, de menta y de clavo.
Wednesday lo cogió por el brazo.
—Allí —le indicó apuntando hacia dos lomas heladas de roca vidriosa a su izquierda—. Pasa entre esos dos montículos, pasa a mi lado.
Al pasar, el aire frío y la cegadora luz diurna golpearon simultáneamente la cara de Sombra.
Se encontraban a medio camino de una colina suave. La lluvia había desaparecido, lucía el sol y hacía frío, el cielo estaba completamente azul. Al pie de la colina había un camino de grava por el que una furgoneta cabeceaba como si fuese un coche de juguete. Salía olor a humo de leña de una construcción cercana. Parecía como si treinta años antes alguien hubiese cogido una caravana y la hubiese plantado en una colina. La casa estaba llena de reparaciones, parches y, en algunos lugares, incluso añadidos.
Al llegar a la puerta, esta se abrió y un hombre de mediana edad con ojos penetrantes y boca como hecha de un tajo los miró de arriba abajo:
—¡Epa! Ya había oído que había dos blancos que venían a verme, dos blancos en un Winnebago. También había oído que se habían perdido, como siempre se pierden los blancos en cuanto no llenan todo de señales. Y mira esos dos pobres diablos en la puerta, ¿ya sabéis que estáis en tierras lakota? —Tenia el pelo largo y ceniciento.
—¿Desde cuándo eres tú lakota, viejo farsante? —replicó Wednesday, que ahora llevaba un abrigo y un gorro con orejeras. A Sombra ya le parecía bastante improbable que sólo unos instantes atrás, bajo las estrellas, hubiese estado vestido con un sombrero de ala ancha y un abrigo hecho jirones—. Bien, Whiskey Jack, me muero de hambre y mi amigo acaba de vomitar el desayuno, ¿nos piensas invitar a pasar?
Whiskey Jack se rascó un sobaco. Llevaba unos vaqueros y una camiseta del mismo gris que su pelo. Estaba calzado con unos mocasines indios y no parecía sentir ningún frío. Después dijo:
—Sí, me gusta esto, entrad hombres blancos que han perdido su Winnebago.
Dentro de la caravana el aire olía más a humo de leña y había otro hombre sentado a la mesa. Llevaba unos zahones de cuero teñido y estaba descalzo. Tenía la piel del color de la corteza.
Wednesday estaba encantado.
—Bien, parece que nuestro retraso ha tenido consecuencias afortunadas: Whiskey Jack y Apple Johnny, dos pájaros de un tiro.
El tipo de la mesa, Apple Johnny, miró a Wednesday, después se llevó una mano al paquete, la curvó y respondió:
—Te has vuelto a equivocar, acabo de comprobarlo y tengo mis dos balas exactamente donde tienen que estar. —Miró a Sombra, levantó la mano y se la tendió—. Soy Johnny Chapman. No te creas nada de lo que tu jefe te diga sobre mí. Es un imbécil. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Algunas personas son imbéciles y ya está, no hay nada que hacer.
—Mike Ainsel.
Chapman se mesó una barba incipiente.
—Ainsel, eso no es un nombre, pero en caso de necesidad te servirá. ¿Cómo te llaman?
—Sombra.
—Entonces te llamaré Sombra. Eh, Whiskey Jack —aunque lo que pronunciaba no era «Whiskey Jack», había demasiadas sílabas, advirtió Sombra—, ¿cómo va la comida?
Whiskey Jack levantó con una cuchara de madera la tapa de una olla de hierro negro que humeaba en el fogón de la estufa de leña.
—Lista.
Cogió cuatro cuencos de plástico, sirvió el contenido de la olla en ellos y los puso en la mesa. Después abrió la puerta, salió a la nieve y sacó una jarra de plástico de un montículo. La trajo adentro, sirvió cuatro vasos de un líquido amarillento y turbio y los colocó junto a los cuencos. Por último sacó cuatro cucharas y se sentó a la mesa con los demás.
Wednesday levantó su vaso con reticencia.
—Parece meado.
—¿Todavía bebes aquella mierda? —preguntó Whiskey Jack—. Los hombres blancos estáis locos. Esto es mucho mejor. —A continuación se dirigió a Sombra—. El estofado sobre todo es de pavo salvaje y la sidra la ha comprado John.
—Es sidra de manzana dulce. Nunca me han gustado los licores fuertes, te vuelven loco.
El estofado era delicioso y la sidra también era muy buena. Sombra tenia que contenerse para masticar la comida y no engullirla, pero tenia un hambre increíble. Repitió de estofado y de sidra.
—Hay un rumor que dice que has estado hablando con todo tipo de gente y ofreciéndoles todo tipo de cosas. Dicen que estás reuniendo a los de antes para ir a la guerra —comentó John Chapman. Sombra y Whiskey Jack estaban fregando y guardando los restos del estofado en tupperwares. Whiskey Jack los sacó a los ventisqueros junto a la puerta y puso una caja de leche encima del lugar en el que los había hundido para poder volver a encontrarlos.
—Creo que se trata de un resumen justo y sensato de las cosas —respondió Wednesday.
—Vencerán ellos —le soltó Whiskey Jack tajantemente—. De hecho, ya han ganado y tú ya has perdido, igual que mi gente contra el hombre blanco. La mayor parte de las veces ganaban los blancos, cuando no ganaban hacían un trato y después lo rompían para volver a ganar. No pienso volver a luchar por causas perdidas.
—A mi no te molestes en mirarme —dijo John Chapman— porque incluso si llegase a luchar por ti, cosa que no voy a hacer, no te serviría de nada. Unos cabrones sarnosos con rabo de rata me han dejado fuera de juego. —Paró. Después exclamó—. Paul Bunyan. —Movió la cabeza con desaprobación y repitió—. Paul Bunyan. —Sombra nunca había oído unas palabras tan innocuas proferidas de forma tan acusadora.
—¿Paul Bunyan? —preguntó—. ¿Pero qué hizo?
—Se apropió de espacio mental —respondió Whiskey Jack. Agarró un cigarro de Wednesday y los dos se sentaron a fumar.
—Es como esos idiotas que se piensan que los colibríes se preocupan por el sobrepeso o las caries o alguna tontería del estilo o pretenden simplemente salvar a los pájaros de los males del azúcar —explicaba Wednesday— y por eso rellenan sus comederos con la mierda esa de la sacarina. Los colibríes vienen, se la toman y después se mueren porque su comida no contiene calorías por mucho que se llenen la tripa. Eso es lo que Paul Bunyan supone para vosotros.
Nadie había contado las historias de Paul Bunyan, tampoco nadie creía en él, pero salió renqueando de una agencia de publicidad de Nueva York en 1910 y llenó el estómago mítico de la nación de alimentos bajos en calorías.
—A mí me gusta Paul Bunyan —dijo Whiskey Jack—. Me subía a su montaña rusa en el Hall of America hace unos años. El viejo Paul Bunyan está en la cúspide y después de verlo caes en picado, ¡paf! A mí me parece bien. No me importa que nunca haya existido, eso quiere decir que nunca se cargó ni un árbol, lo cual no es tan bueno como haberlos plantado, claro, plantarlos es mejor.
—¡Qué profundo! —aprobó Johnny Chapman.
Wednesday hizo un anillo de humo, que se quedó suspendido en el aire, deshaciéndose poco a poco en volutas y curvas.
—Joder, Whiskey Jack, sabes que no se trata de eso.
—No te voy a ayudar. Cuando te peguen la patada en el culo, vienes, y si todavía estoy aquí, te volveré a invitar a comer. La mejor comida la tenemos en otoño.
—Las alternativas son peores.
—No tienes ni idea de las alternativas —respondió Whiskey Jack. Después miró a Sombra—. Tú estás de caza —le dijo. Su voz estaba cascada por el humo de la leña y del tabaco.
—Estoy trabajando.
Whiskey Jack negó con la cabeza.
—Pero también estás buscando algo. Tienes una deuda por pagar.
Sombra pensó en los labios azulados de Laura y en la sangre de sus manos y asintió.
—Escúchame. El primero en llegar fue Zorro, que era hermano de Lobo. Zorro dijo «la gente vivirá para siempre, si mueren no será por mucho tiempo». Lobo declaró «no, la gente morirá, debe morir, todo lo que vive debe morir, porque si no, se extenderá por todo el mundo y lo cubrirá y acabará con todos los salmones y los caribús y los búfalos, se comerá todas las calabazas y el maíz. El día que Lobo murió, le pidió a Zorro «deprisa, deprisa devuélveme a la vida». Pero Zorro respondió «no, los muertos deben permanecer muertos. Tú me convenciste». Lloraba al proferir estas palabras, pero ya las había dicho y eran definitivas. Ahora Lobo reina en el mundo de los muertos y Zorro vive eternamente bajo el Sol y la Luna y continúa llorando a su hermano.
—Si no pensáis entrar en el juego, no entréis, pero entonces nos tenemos que ir —dijo Wednesday.
El rostro de Whiskey Jack permaneció impasible.
—Estoy hablando con este muchacho. Tú eres un caso perdido, pero él no. —Se volvió hacia Sombra—. Cuéntame tu sueño.
—Estaba subiendo por una torre de calaveras. Había unas aves gigantescas con rayos en las alas volando alrededor. Me atacaban. La torre se desplomó.
—Todo el mundo sueña, ¿no podríamos ponernos en marcha ya? No todo el mundo sueña con Wakinyau, el ave del trueno. Sentimos los ecos del sueño incluso aquí.
—Ya te lo había dicho, joder.
—Hay una bandada de aves del trueno en Virginia Occidental —explicó Chapman sin prisa—, al menos un par de gallinas y un gallo viejo. También hay una pareja que está criando en la tierra que se solía llamar Estado de Franklin, pero el viejo Ben al final se quedó sin estado, entre Kentucky y Tenessee. Claro que nunca ha habido demasiados, ni siquiera en los mejores tiempos.
Whiskey Jaek alargó una mano del color de la arcilla y tocó la cara de Sombra con suavidad.
—Si, es verdad, si cazases un ave del trueno podrías traer de vuelta a tu mujer, pero ella pertenece al lobo, no a la tierra de los vivos.
—¿Y eso cómo lo puedes saber?
Los labios de Whiskey Jack no se movieron.
—¿Qué te dijo el búfalo?
—Que creyese.
—Buen consejo. ¿Lo estás siguiendo?
—Más o menos, supongo que sí. —Hablaban sin palabras, sin boca, en silencio. Sombra se preguntó si a los otros dos hombres de la habitación les parecería que estaban de pie, sin moverse, el tiempo que dura un latido o incluso una fracción de latido.
—Cuando encuentres tu tribu, vuelve a verme. Puedo ayudarte.
—Vendré.
Whiskey Jack bajó la mano. Después se volvió hacia Wednesday.
—¿Vas a ir a buscar tu Cacho-casa?
—¿Mi qué?
—«Cacho-casa», así es como los Winnebago se llaman a sí mismos.
Wednesday negó:
—Es demasiado arriesgado. Recuperarlo puede ser problemático y además pueden estar buscándolo.
—¿Es robado?
Wednesday parecía ofendido.
—De eso nada, los papeles están en la guantera.
—¿Y las llaves?
—Las tengo yo.
—Mi sobrino, Harry Bluejay tiene un Buick del 81. ¿Por qué no me das las llaves de vuestra furgoneta? Os podéis quedar con su coche.
Wednesday saltó:
—¿Me estás tomado el pelo?
Whiskey Jack se encogió de hombros.
—Ya sabes lo difícil que va a ser recuperar la furgoneta de donde la dejaste tirada. Te estoy haciendo un favor. Lo tomas o lo dejas, a mí me da igual. —Cerró su boca como hecha de un tajo.
Wednesday parecía furioso, pero la furia se convirtió en arrepentimiento y dijo:
—Sombra, dale a este tío las llaves del Winnebago. —Sombra se las pasó.
—Johnny —dijo Whiskey Jack—, ¿te importaría bajar a estos dos a buscar a Harry Bluejay? Dile que le pido que les dé su coche.
—Será un placer.
Se levantó y se fue hacia la puerta. Salió seguido de Sombra y Wednesday. Whiskey Jack se despidió en la puerta:
—Eh, Wednesday, no vuelvas por aquí. No eres bienvenido.
Wednesday extendió un dedo hacia lo alto.
—Móntate y pedalea —respondió con amabilidad.
Bajaron la colina a través de la nieve, abriéndose paso entre ventisqueros. Chapman iba al frente, con los pies descalzos lívidos al contacto con la superficie quebradiza de la nieve.
—¿No tienes frío? —preguntó Sombra.
—Mi mujer era una choctaw.
—¿Y te enseñó alguna fórmula mágica para evitar el frío?
—No, pensaba que estaba loco. Solía decir «Johnny, ¿por que no vas a ponerte unas botas? —La pendiente de la colina se hizo más abrupta y tuvieron que dejar de hablar. Los tres iban tropezando y resbalándose por la nieve, usaban los troncos de los abedules que crecían en la colina para mantenerse en pie y no caerse. Cuando el suelo volvió a ser un poco menos accidentado, Chapman continuó—: Ella ya está muerta, claro. Por supuesto, cuando murió me volví un poco paranoico, pero eso le puede pasar a cualquiera, también te podría pasar a ti. —Le palmeó el brazo a Sombra—. Dios mío, sí que estás fuerte.
—Eso me dicen.
Durante media hora aproximadamente bajaron penosamente la colina hasta que llegaron a la carretera de grava que seguía su contorno, y comenzaron a seguirla en dirección al grupo de casas que habían visto desde lo alto.
Un coche frenó. La mujer que lo conducía se estiró, bajó la ventanilla del lado derecho y preguntó:
—¿Queréis que os lleve, chicos?
—Es usted muy amable, señora —respondió Wednesday—, estamos buscando al señor Harry Bluejay.
—Estará en la sala recreativa —dijo la mujer. Debía pasar de los cuarenta, supuso Sombra—. Subid.
Entraron. Wednesday se sentó delante, John Chapman y Sombra se sentaron detrás. Las piernas de Sombra eran demasiado largas para sentarse detrás con comodidad, pero hizo lo que pudo. El coche dio una sacudida hacia delante y empezó a bajar por la carretera de grava.
—¿De dónde habéis salido?
—Venimos de visitar a un amigo —eludió Wednesday.
—Vive en la colina de atrás —contestó Sombra.
—¿Qué colina?
Sombra miró hacia atrás por el cristal polvoriento del coche, pero ya no había ninguna colina, sólo nubes sobre una planicie.
—Whiskey Jack.
—Ah, por aquí lo llamamos Inktomi. Creo que es el mismo tipo. Mi abuelo solía contar algunas historias divertidas sobre él, la mayoría bastante picantes, claro. —El coche salta con un bache y la mujer maldice—. ¿Vais bien ahí atrás?
—Sí, señora —respondió Johnny Chapman aferrándose con las dos manos al asiento de atrás.
—Carreteras de reserva. Te acabas acostumbrando.
—¿Todas son así?
—Más o menos. Todas las de por aquí, si. Y no te pongas a preguntar por el dinero de los casinos, porque ¿quién en su sano juicio quiere pegarse la paliza de venir hasta aquí sólo para ir a un casino?
—Lo siento.
—No lo sientas. —Cambió la marcha con un crujido—. ¿Sabes que la población blanca de esta zona está disminuyendo? Sales y sólo hay ciudades fantasma. ¿Cómo los vas a retener en una granja después de haber visto el mundo en la televisión? De todas formas, a nadie le merece la pena seguir cultivando estas tierras tan pobres. Nos quitaron la tierra, se instalaron en ella y ahora se marchan. Se van al sur, al oeste. A lo mejor, si esperamos a que se vayan bastantes a Nueva York, Miami o Los Ángeles, podemos recuperar todo el centro sin una sola batalla.
—Buena suerte.
Encontraron a Harry Bluejay en la sala recreativa, en la mesa de billar, haciendo unos tiros con efecto para impresionar a un grupo de chicas. Llevaba un pájaro azul tatuado en el dorso de la mano derecha y multitud de piercings en la oreja.
—Epa, indio.
—Lárgate, espectro descalzo y chiflado locuaz, que me pones la carne de gallina.
Había varios viejos al fondo de la sala, algunos jugando a las cartas, otros hablando. También había otros más jóvenes, de la edad de Harry Bluejay, esperando su turno para la mesa de billar. Era una mesa de gran tamaño y tenia un siete en el tapete reparado con cinta adhesiva plateada.
—Te traigo un mensaje de tu tío. Dice que les des a estos dos tu coche.
Debía haber unas treinta o cuarenta personas en la sala y todos ellos miraban fijamente sus cartas, pies o uñas, poniendo el mayor empeño en disimular que estaban escuchando.
—No es mi tío.
El humo del tabaco flotaba por toda la sala. Chapman sonrió abiertamente, mostrando la dentadura más espantosa que Sombra había visto en una boca humana.
—¿Quieres decirle eso a tu tío? Dice que tú eres la única razón por la que se queda entre los lakota.
—Whiskey Jack dice muchas cosas —respondió Harry Bluejay de forma petulante, pero sin pronunciar tampoco Whiskey Jack. Sonaba casi igual para el oído de Sombra, pero no exactamente: «Wisakedjack pensó. Eso es lo que dicen y no Whiskey Jack».
—Sí, y una de ellas es que cambiemos nuestro Winnebago por tu Buick —soltó Sombra.
—No veo ningún Winnebago.
—Te lo traerá él —aseguró John Chapman—. Ya sabes que lo hará.
Harry Bluejay intentó un nuevo tiro con efecto y falló, no tenia las manos suficientemente firmes.
—No soy el sobrino de ese viejo zorro. Me gustaría que no fuese por ahí diciéndoselo a la gente.
—Mejor un zorro vivo que un lobo muerto —apuntó Wednesday en una voz tan profunda que parecía un gruñido—. Y ahora, ¿nos vas a vender el coche?
Harry Bluejay tembló visible y violentamente.
—Claro, claro, sólo era una broma, me encanta gastar bromas. — Dejó el taco apoyado en la mesa, cogió una chaqueta gruesa sacándola de un montón de abrigos similares colgados junto a la puerta—. Dejadme que saque toda mi mierda del coche primero.
Continuó lanzando miradas a Wednesday como si temiese que fuera a explotar.
El coche de Harry Bluejay estaba aparcado a unos cien metros. Mientras caminaban hacia él pasaron por delante de una iglesia católica bien encalada y un hombre con alzacuellos los miró desde la puerta. Aspiraba un cigarro como si no le estuviese gustando fumárselo.
—¡Buenos días, padre! —saludó Johnny Chapman, pero el tipo del alzacuellos no respondió, aplastó el cigarrillo con la suela, recogió la colilla, la tiró en la papelera junto a la puerta y entró.
El coche de Harry Bluejay no tenia retrovisores y las ruedas eran de una goma negra y sedosa, las más lisas que Sombra había visto. Harry Bluejay les anunció que el coche se bebía la gasolina, pero que mientras continuasen echándole más, les llevaría hasta el fin del mundo, a no ser que se parase antes.
Harry llenó una bolsa de basura negra con la mierda del coche, que entre otras cosas incluía: varias botellas a rosca de cerveza barata sin acabar, un pequeño envoltorio de papel de aluminio con resina de cannabis mal escondido en el cenicero del coche, una cola de mofeta, dos docenas de cintas de country y un ejemplar manoseado y amarillento de Forastero.
—Siento haberte estado tocando los cojones antes —Le comentó Harry Bluejay a Wednesday pasándole las llaves del coche—. ¿Sabes cuándo me darán el Winnebago?
—Pregúntaselo a tu tío —gruñó—, él es el puto vendedor de coches usados.
—Wisakedjak no es mi tío —protestó, después cogió su bolsa de basura negra, se fue a la casa más cercana y cerró la puerta tras de sí.
Dejaron a Johnny Chapman en Sioux Falls, frente a un supermercado.
Wednesday no abrió la boca durante el viaje. Llevaba sumido en negros pensamientos desde que habían salido de casa de Whiskey Jack.
Cuando estaban en un restaurante lleno de niños a las afueras de St. Paul, Sombra cogió un periódico que alguien se había dejado: lo miró, volvió a mirarlo y se lo enseñó a Wednesday.
—Mira.
Wednesday se encogió de hombros, echó una ojeada al periódico sin demasiado interés.
—Me complace sobremanera que la disputa de los controladores aéreos se haya resuelto sin recurrir a los tribunales.
—Eso no. Mira, es catorce de febrero.
—Feliz San Valentín.
—Vamos a ver, salimos el qué... veinte o veintiuno de enero, no me estaba fijando mucho en la fecha, pero era la tercera semana de enero. Pasamos, en total, tres días en la carretera. ¿Cómo puede ser catorce de febrero?
—Porque estuvimos andando como un mes por aquel yermo, entre bastidores.
—Menudo atajo.
Wednesday apartó el periódico.
—El puto Johnny Appleseed, siempre dando el coñazo con Paul Bunyan. En la vida real Johnny Chapman era dueño de catorce huertos de manzanas. Cultivaba cientos de hectáreas. Avanzaba al tiempo que la frontera del oeste, pero no hay ni una sola historia sobre él que contenga una palabra de verdad, salvo que una vez se trastornó un poco. Aún así no importa, como decían en los periódicos, si la verdad no es lo suficientemente grande, se escribe la leyenda. Este país necesita leyendas, pero incluso las propias leyendas ya no lo creen.
—Tú te das cuenta.
—Pero yo ya soy pasado. ¿A quién coño le importo?
—Eres un dios —dijo Sombra con suavidad.
Wednesday lo miró de forma penetrante, parecía estar a punto de decir algo, en su lugar, se recostó en el sillón, miró la carta y sólo preguntó:
—¿Y?
—Ser un dios es bueno.
—¿De verdad? —Esta vez fue Sombra quien desvió la mirada.
En una gasolinera a cincuenta kilómetros de Lakeside, en la pared del baño, Sombra vio un aviso casero fotocopiado: una foto en blanco y negro de Alison McGovern y sobre ella la pregunta «¿Me ha visto?», escrita a mano. Era la misma fotografía del anuario, una chica con sonrisa confiada, con un aparato con gomas en los dientes superiores, que quiere trabajar con animales cuando sea mayor.
«¿Me ha visto?»
Sombra compró una chocolatina, una botella de agua y un ejemplar del Lakeside News. El artículo en portada era de Marguerite Olsen, nuestra reportera en Lakeside, mostraba una fotografía de un chico y un hombre mayor en el lago helado, junto a una cabaña para pescar en el hielo. Sostenían entre los dos un pez enorme y sonreían. «Padre e hijo baten el récord local de pesca de lucios. Página 5»
Conducía Wednesday.
—Léeme lo primero que encuentres interesante en el periódico.
Sombra miró con atención, pasaba las páginas despacio, pero no consiguió encontrar nada.
Wednesday lo dejó en la entrada de su apartamento. Un gato de color humo lo miraba desde el camino, pero se escapó corriendo en el momento en que se agachó a acariciarlo.
Sombra se paró un momento en la terraza de madera fuera del apartamento y miró al lago, ligeramente moteado con cabañas de pesca verdes y marrones. Había coches aparcados junto a muchas de ellas. En el hielo más cercano al puente descansaba el viejo cacharro verde, igual que en la foto del periódico.
—Veintitrés de marzo —dijo Sombra alentadoramente sobre las nueve y cuarto de la mañana—. Venga, tú puedes.
—Ni hablar —exclamó una voz femenina—, tres de abril a las seis. Así el día calentará el hielo. —Sombra sonrió. Marguerite Olsen llevaba un traje de esquí. Estaba en el otro extremo de la terraza, rellenando el comedero de los pájaros.
—Ya he leído tu artículo en el Lakeside News sobre el récord de la ciudad en pesca de lucios.
—¿Interesante, eh?
—Bueno, quizá educativo.
—Ya pensaba que no ibas a volver con nosotros. Has estado fuera una temporadita, ¿no?
—Mi tío me necesitaba y el tiempo se nos fue volando.
Colocó el último pedazo de sebo y empezó a llenar una red con semillas de cardo que extraía de una jarra de leche de plástico. Algunos luganos, con el abrigo pardo de invierno, daban saltitos impacientes en un abeto cercano.
—No he visto nada en el periódico sobre Alison McGovern.
—No había nada de qué informar: sigue desaparecida. Corrió el rumor de que alguien la había visto en Detroit, pero resultó ser una falsa alarma.
—Pobre chica.
Marguerite Olsen volvió a enroscar la tapa de la jarra.
—Espero que esté muerta —dejó caer en tono práctico.
Sombra quedó desconcertado.
—¿Por qué?
—Porque las alternativas son peores.
Los luganos saltaban frenéticamente de rama en rama en el abeto, impacientes por que la gente se marchara.
«No estás pensando en Alison —se dijo Sombra—. Estás pensando en tu hijo. Estás pensando en Sandy.»
Recordó que alguien había dicho que echaba de menos a Sandy. ¿Quién había sido?
—Me alegro de hablar contigo.
—Sí, yo también.
Febrero pasó en una sucesión de días cortos y grises. Algunos días nevaba, pero la mayoría, no. El tiempo empezó a ser más cálido e incluso, en los días buenos, llegaba a no helar. Sombra se recluyó en el apartamento hasta que le empezó a resultar como una celda y entonces, en los días en que Wednesday no lo necesitaba para viajar, empezó a dar largos paseos.
Se dedicaba a caminar la mayor parte del día, largas caminatas fuera de la ciudad. Paseaba solo hasta que llegaba a la reserva natural por el norte y el oeste o a los campos de maíz y pastos del sur. Empezaba en la pista forestal de la región maderera, caminaba junto a las viejas vías del tren y volvía por las carreteras. En un par de ocasiones incluso bordeó el lago helado de norte a sur. Algunas veces se encontraba y saludaba a personas de la región, turistas de invierno o gente corriendo. Pero la mayor parte del tiempo no veía absolutamente a nadie, sólo cuervos y gorriones y de vez en cuando un halcón dándose un festín con una zarigüeya o un mapache atropellados. En una ocasión única incluso llegó a ver un águila atrapar un pez plateado del medio del río White Pine, cuyas aguas estaban heladas en los bordes, pero aún fluían raudas en el centro. El pez dio violentas sacudidas entre las garras del águila, cintilando al sol del mediodía. Sombra se lo imaginó liberándose, escapando a nado a través del aire, y sonrió alegremente.
Descubrió que al pasear no necesitaba pensar y eso era exactamente lo que buscaba, porque, al pensar, su mente se dirigía a lugares incontrolables, lugares que le incomodaban. Era preferible quedarse exhausto, así sus pensamientos no vagaban hasta Laura, no tenía extraños sueños, no pensaba cosas que no eran, ni podrían ser. Al volver a casa después de sus caminatas, podía dormir sin dificultad y sin soñar.
Se dio de narices con el jefe Mulligan en la barbería de George, en la plaza de la ciudad. Sombra siempre esperaba maravillas de los cortes de pelo, pero éstos nunca alcanzaban sus expectativas. Después de pasar por la peluquería su aspecto era más o menos el mismo, con el pelo un poco más corto. Chad, sentado en la silla contigua a la de Sombra parecía muy preocupado por su imagen. Cuando acabaron de cortarle el pelo, se miró sonriente en el espejo, con la misma cara que cuando ponía una multa.
—Te queda bien.
—¿También lo pensarías si fueses una mujer?
—Supongo.
Fueron juntos a Mabel’s al otro lado de la plaza y pidieron un par de chocolates a la taza.
—Mike, ¿alguna vez has pensado en trabajar en las fuerzas del orden?
Sombra se encogió de hombros.
—No puedo decir que lo haya hecho. Creo que necesitas tener un montón de conocimientos.
Chad negó con la cabeza.
—¿Sabes en que consiste la mayor parte del trabajo de un policía en un sitio así? En mantener la calma. Pasa algo, alguien viene gritándote, chillando que te va a matar, tú sólo tienes que ser capaz de decir que estás seguro de que todo ha sido una equivocación y de que podrás arreglarla si se apartan tranquilamente un momento. Tienes que ser capaz de decirlo con convicción.
—¿Y después lo solucionas?
—La mayor parte de las veces, entonces es cuando tienes que ponerles las esposas, pero si, haces todo lo que puedes por solucionarlo. Si quieres un trabajo dímelo, estamos contratando gente y tú eres el tipo de persona que buscamos.
—Lo recordare si lo de mi tio sale mal.
Sorbieron el chocolate y Mulligan dijo:
—Mike, ¿qué harías si tuvieras una prima, una especie de viuda, y te empezase a llamar?
—A llamarte, ¿cómo?
—Al teléfono, a larga distancia. Vive fuera del estado. —Se le empezaron a colorear las mejillas—. La vi el año pasado en una boda familiar, entonces estaba casada, bueno, quiero decir, su marido estaba vivo y como ella es de la familia... No una prima carnal, sino bastante lejana.
—¿Sientes algo por ella?
Se ruborizó.
—No lo sé.
—Bueno, entonces digámoslo de otro modo, ¿ella siente algo por ti?
—Bien, me ha dicho algunas cosas cuando ha llamado. Es una mujer guapísima.
—Y entonces... ¿qué piensas hacer al respecto?
—Le podría decir que viniese, ¿no? Más o menos ha dicho que le gustaría subir.
—Ambos sois adultos. Yo creo que estaría bien.
Chad asintió y se ruborizó de nuevo y volvió a asentir.
El teléfono del apartamento de Sombra estaba muerto, en silencio. Pensó conectarlo, pero no se le ocurría a quién podría querer llamar. Ya era tarde, una noche, cuando lo cogió y escuchó convencido de que se oía el viento y una conversación distante entre un grupo de personas que hablaban en voz tan baja que no llegaba a comprender. Preguntó «¿Hola? ¿Hay alguien ahí?», pero no recibió respuesta alguna, sólo un silencio repentino y el sonido de una risa lejana, tan apagado que ni siquiera pudo estar seguro de no habérselo imaginado.
Sombra estuvo viajando más con Wednesday durante las siguientes semanas.
Esperó en la cocina de una casa de campo en Rhode Island y escuchó mientras Wednesday estaba sentado en un dormitorio a oscuras y discutía con una mujer que no quería salir de la cama, ni dejar que Wednesday o Sombra viesen su rostro. En el frigorífico había una bolsa de plástico llena de grillos y otra de cadáveres de ratones recién nacidos.
En un club de rock de Seattle, Sombra vio a Wednesday saludar a gritos, a través de la música estridente, a una chica pelirroja de pelo corto con tatuajes azules en forma de espiral. La conversación parece que fue fructífera, porque Wednesday salió sonriendo alegremente.
Cinco días más tarde, Sombra esperaba en un coche de alquiler a que Wednesday saliese del vestíbulo de un edificio de oficinas en Dallas. Cuando éste entró al coche, dio un portazo y se sentó en silencio, con la cara roja de rabia.
—Conduce. Putos albaneses, como si le importasen a alguien.
Tres días más tarde volaron a Boulder y tomaron un agradable almuerzo con una joven japonesa. Fue una comida llena de cortesías y formalidades de la que Sombra salió sin tener muy claro si se había llegado a algún acuerdo o decidido algo. Wednesday, sin embargo, parecía bastante contento.
Sombra empezaba a tener ganas de volver a Lakeside, a la paz y la sensación de bienestar que se respiraba allí y que tanto le agradaban.
Siempre que no estaba de viaje bajaba por la mañana en coche a la plaza de la ciudad. Se compraba dos empanadas en Mabel’s y se comía una de ellas allí acompañada de un café. Si alguien se había dejado un periódico se lo leía, aunque no le interesaban lo suficiente como para comprarse uno.
Se guardaba la segunda empanada, envuelta en una bolsa de papel, para comérsela al mediodía.
Una mañana estaba leyendo el USA Today cuando Mabel le dijo:
—Mike, ¿a dónde vas hoy?
El cielo estaba de un azul pálido. La llovizna de la mañana había dejado los árboles cubiertos de escarcha.
—No lo sé, quizá vuelva a la pista forestal.
Le rellenó la taza de café.
—¿Nunca has ido hacia el este por la comarcal Q? Es una zona que está bastante bien. Es esa carretera pequeña que sale de enfrente de la tienda de alfombras de la avenida Veinte.
—No, no he ido nunca.
—Pues es agradable.
Era precioso. Sombra dejó el coche a la salida de la ciudad y caminó junto a la carretera, una carretera tortuosa que discurría al este de la ciudad por el campo rodeando las colinas, cubiertas de arces desnudos, abedules de tronco blanco, abetos oscuros y pinos.
En un momento, un gato pequeño y oscuro lo alcanzó al borde de la carretera. Era de un color sucio, con las patas delanteras blancas. Sombra se acercó a él sin que huyese.
—Hola, gato —dijo despreocupadamente.
El gato inclinó la cabeza y levantó la mirada hacia él con ojos de esmeralda. Después bufó, pero no a él, sino a algo más lejos junto a la calzada, algo que Sombra no podía ver.
—Tranquilo.
El gato se marchó cruzando la carretera y desapareció.
Tras el siguiente recodo de la carretera, Sombra se topó con un minúsculo cementerio. Las lápidas estaban deterioradas, a pesar de varios ramos de flores recién cortadas que descansaban en algunas de ellas. No había ninguna pared que delimitase el cementerio, ninguna valla, sólo unos morales bajos plantados en el perímetro y doblados bajo el peso del hielo y los años. Sombra pasó sobre el hielo y la nieve derretida apilados al borde de la carretera. Para marcar la entrada al cementerio, había dos pilares, entre los cuales pasó al interior.
Vagó por el cementerio mirando las lápidas. No había ninguna inscripción posterior a 1969. Limpió la nieve de un ángel de granito con aspecto estable y se apoyó contra él.
Cogió la bolsa de papel que llevaba en el bolsillo y sacó la empanada. Rompió el borde, que despidió un débil jirón de vapor al aire invernal. Olía estupendamente. La mordió.
Oyó un murmullo a sus espaldas, por un momento pensó que sería el gato, pero después olió el perfume y bajo éste, el hedor de la podredumbre.
—Por favor, no me mires —le pidió ella desde atrás.
—Hola Laura.
Su voz contenía cierta indecisión, pensó Sombra, quizá incluso estuviese asustada.
—Hola, cachorrito.
Partió algo de empanada.
—¿Quieres un poco?
Ella estaba en pie justo a sus espaldas.
—No, cómetela tú, yo ya no como.
Comía la empanada. Estaba buena.
—Quiero verte.
—No te va a gustar.
—Por favor.
Ella caminó alrededor del ángel de piedra. Sombra la miró a la luz del día. Algo estaba distinto, pero también algo permanecía igual. Sus ojos no habían cambiado, tampoco su tortuosa sonrisa esperanzada. Estaba evidentemente muerta. Sombra terminó la empanada. Se levantó, vació la bolsa de papel de migajas, la dobló y se la guardó.
El tiempo que había pasado en la funeraria de Cairo le ayudó de alguna manera a estar en su presencia. No sabía qué decirle.
La mano fría de ella buscó la de él y la apretó con suavidad. Podía sentir su corazón palpitando en el pecho. Tenía miedo, pero lo que le asustaba era la normalidad del momento. Se sentía tan a gusto con ella a su lado que hubiese deseado permanecer allí para siempre.
—Te echo de menos —admitió él.
—Estoy aquí.
—Es cuando más te echo de menos, cuando estás. Cuando no estás eres sólo un fantasma del pasado o un sueño de otra vida, entonces es más fácil.
Ella le apretó los dedos.
—¿Y bien? ¿Cómo te va la muerte?
—Es duro, continúa.
Ella dejó caer la cabeza sobre su hombro, cosa que le desarmó. Él le dijo:
—¿Quieres ir a dar un paseo?
—Claro. —Le sonrió con una sonrisa torcida y nerviosa en una cara muerta.
Salieron del cementerio y volvieron a la carretera, en dirección a la ciudad, cogidos de la mano.
—¿Dónde has estado? —preguntó ella.
—Aquí. La mayor parte del tiempo.
—Desde Navidades te había perdido el rastro. A veces sabía dónde estabas durante algunas horas o pocos días. Te sentía en todas partes. Después volvías a desaparecer.
—Estaba en esta ciudad, en Lakeside. Es una buena ciudad pequeña.
—Oh.
Ya no llevaba el traje azul con el que la habían enterrado. Llevaba varios jerséis, una falda larga oscura y unas botas altas color burdeos. Sombra hizo un comentario sobre ellas.
Laura agachó la cabeza. Sonrió.
—¿No son geniales? Las encontré en esa zapatería tan grande de Chicago.
—Bueno, ¿cómo es que has decidido venir desde Chicago?
—Hace una buena temporada que no estoy en Chicago, cachorrito. Me dirigía al sur. Me molestaba el frío. Podría parecer que me iba a venir bien, pero es algo que debe tener que ver con estar muerto, ya no sientes tanto frío. Sientes como una especie de vacío y supongo que cuando estás muerto lo único que temes es el vacío. Me iba a Texas, había planeado pasar el invierno en Galveston, creo que cuando era niña solía hacerlo.
—Yo creo que no, antes nunca lo habías mencionado.
—¿No? Entonces quizá era otra persona. No lo sé. Recuerdo las gaviotas, había cientos de ellas, todo el cielo cubierto de gaviotas que batían las alas y cazaban pan al vuelo. Si no he sido yo quien lo ha visto, entonces debe haber sido otra persona.
Un coche salió de la esquina, el conductor les saludó con la mano. Sombra devolvió el saludo. Sentía una maravillosa normalidad al pasear con su mujer.
—Me siento bien —dijo Laura como si le leyese la mente.
—Sí.
—Cuando llegó la llamada tuve que volver corriendo, ya casi estaba en Texas.
—¿La llamada?
Levantó la mirada hacia él. La moneda de oro le brillaba alrededor del cuello.
—Sentí como una llamada. Empecé a pensar en ti, en lo mucho que necesitaba verte. Era como un hambre.
—¿Entonces supiste que estaba aquí?
—Sí —Hizo una pausa. Frunció el ceño y presionó el labio inferior azulado con los dientes superiores, mordiéndolo con suavidad. Inclinó la cabeza y respondió—. Sí, fue de repente, pero lo supe. Pensé que me estabas llamando, pero no eras tú quien me llamaba, ¿no?
—No.
—No querías verme.
—No era eso —dudaba—. No, no quería verte, me duele demasiado.
La nieve se quebraba bajo sus pies y, al contacto con la luz del sol, brillaba como si estuviera compuesta de diamantes.
—Debe ser duro —comentó Laura— no estar vivo.
—¿Quieres decir que te resulta duro estar muerta? Oye, todavía estoy intentando saber como traerte de vuelta en condiciones. Creo que estoy siguiendo la pista adecuada...
—No es eso. Quiero decir, te lo agradezco y espero que puedas conseguirlo de verdad. Yo he hecho muchas cosas que no estaban bien... —Movió la cabeza de un lado a otro—. Pero me refería a tí.
—Yo estoy vivo, no muerto, ¿lo recuerdas?
—No estás muerto, pero no estoy segura de que estés vivo, vivo de verdad.
«Esta conversación no va por buenos derroteros —pensó Sombra—. Estos no son los derroteros de nada.»
—Te quiero —dijo ella desapasionadamente—, eres mi cachorrito, pero cuando estás muerto de verdad ves las cosas más claras. Es como si no hubiese nadie ahí dentro. Eres como un vacío grande, consistente y con forma humana. —Frunció el ceño otra vez—. Incluso cuando estábamos juntos, me encantaba estar contigo, tú me adorabas, hubieses hecho cualquier cosa por mí, pero a veces entraba en una habitación y ni siquiera pensaba que podía haber alguien en ella. Encendía la luz, la apagaba y me daba cuenta de que estabas allí, sentado, solo, sin leer, sin ver la tele, sin hacer nada de nada.
Lo abrazó como para quitar veneno a sus palabras y añadió:
—Lo mejor de Robbie es que él sí que era alguien. A veces era un gilipollas, y podía ser de chiste, y le encantaba poner espejos a nuestro alrededor cuando hacíamos el amor para poderse ver a sí mismo follándome, pero estaba vivo, cachorrito, vivo. Quería cosas. Llenaba el espacio. —Se paró un instante, lo miró, hizo la cabeza un poco al lado—. Lo siento. ¿Te he herido?
No podía confiar en que su voz no le traicionaría, así que, negó con un gesto.
—Bien, eso está bien.
Se estaban acercando al área de descanso donde había dejado el coche. Sombra sentía que debía decir algo del estilo de «te quiero» o «por favor no te vayas» o «lo siento», las palabras que sirven para poner un parche a una conversación que se ha deslizado hacia las tinieblas, sin previo aviso. En su lugar dijo:
—Yo no estoy muerto.
—Puede que no, pero ¿estás seguro de estar vivo?
—Mírame.
—Ésa no es una respuesta. Cuando lo estés lo sabrás.
—Y ahora, ¿qué?
—Bueno, ya te he visto. Me vuelvo al sur.
—¿De nuevo a Texas?
—Un lugar cálido, no me importa cuál.
—Yo tengo que quedarme aquí, hasta que mi jefe me reclame.
—Eso no es vivir. —Suspiró y después sonrió con la misma sonrisa que, sin importar cuántas veces la viese, siempre le robaba el corazón. Cada vez que sonreia volvía a ser la primera vez.
Hizo un gesto para rodearla con el brazo, pero ella no se lo permitió y se puso fuera de su alcance. Se sentó al borde de una mesa de picnic cubierta de nieve y observó cómo se marchaba en coche.
INTERLUDIO
La guerra había comenzado y nadie se había percatado. La tormenta estaba amainando y nadie lo sabía.
En Manhattan la caída de una viga dejó una calle cortada durante dos días. Mató a dos peatones, a un taxista árabe y a su pasajero.
Un camionero de Denver fue hallado muerto en su casa. El arma del delito, un martillo con cabeza de goma, estaba junto al cuerpo de la víctima. Su cara estaba intacta, pero la nuca había quedado completamente destrozada. Había algunas palabras en un alfabeto extranjero escritas con pintalabios marrón en el espejo del baño.
En una oficina postal de Phoenix, Arizona, un hombre se volvió loco, se le giró el sello, como dijeron en las noticias de la noche, y disparó a Terry, el troll, Evensen, un obeso patológico y torpe que vivía solo en una caravana. Disparó también a otras personas de la oficina, pero sólo falleció Evensen. El autor de los disparos, del que en principio se pensó que se trataba de un funcionario de correos descontento, no ha sido atrapado ni identificado.
—La verdad es que si pensábamos que alguien se podía volver loco en esa oficina era el Troll, un buen trabajador, pero un tío un poco raro. Quiero decir que nunca se sabe, ¿no? —Fueron las declaraciones del supervisor de Terry el Troll Evensen a las noticias de la tarde.
Cuando la noticia se volvió a emitir por la noche, cortaron la entrevista.
Se encontró muerta a una comunidad de nueve anacoretas de Montana. Los periodistas especularon sobre si se trataba de un suicidio colectivo, pero poco después informaba que la causa de la muerte había sido el envenenamiento con dióxido de carbono proveniente de una estufa envejecida.
En el cementerio de Cayo Hueso violaron una cripta.
Un tren de pasajeros chocó contra un camión de la UPS en Idaho y acabó con la vida del conductor del camión. Ninguno de los pasajeros sufrió lesiones graves.
Entonces todavía era una guerra fría, de mentira, nada que se pudiese ganar o perder.
El viento movía las ramas del árbol. Las chispas saltaban desde la hoguera. La tormenta se acercaba.
La reina de Saba que, según cuentan, era medio demoniaca por parte de padre, bruja, sabia y reina, gobernó en Saba cuando ésta era la tierra más próspera del mundo, cuando sus especias, gemas y maderas aromatizadas se transportaban en barco y a lomos de camello hasta los confines de la tierra. Adorada su vida como diosa viviente y la más juiciosa de las reinas, ahora está en una de las aceras del Sunset Boulevard a las dos de la mañana. Mira sin ver el tráfico, como una novia de plástico prostituyéndose sobre una tarta de boda negra y con luces de neón, plantada como si fuese dueña de la acera y de la noche que la rodea.
Cuando alguien le mira, mueve los labios como si hablase consigo misma. Cuando pasan hombres en coche, busca sus miradas y les sonríe.
La noche ha sido muy larga.
La semana ha sido muy larga, como largos han sido los últimos cuatro mil años.
Es orgullosa y no le debe nada a nadie. Las otras chicas de la calle tienen chulos, adicciones, niños, gente que se lleva lo que ganan. Ella no.
Ya no queda nada santo en su profesión. Nada.
Una semana atrás han comenzado en Los Ángeles las lluvias, que dan a las calles el lustre de los accidentes, que hacen que el barro se desplome desde las faldas de las colinas y derriban las casas en los cañones, que lavan el mundo en torrentes y arroyos, y ahogan a los vagabundos que acampan en el canal de cemento del río. Cuando llegan las lluvias a Los Ángeles siempre pillan a la gente por sorpresa.
Bilquis lleva toda la semana dentro de casa. Sin poder salir a la acera, ha estado acurrucada en su cama en una habitación del color del hígado crudo, escuchando el repiqueteo de la lluvia en la caja metálica del aire acondicionado de la ventana y poniendo anuncios en Internet. Ha estado dejando sus ofrecimientos en buscamigasadultas.com, chicas-LA.com, nenasenhollywood.com y se ha creado una dirección anónima de correo electrónico. Se sentía orgullosa de llevar su negocio a los nuevos territorios, pero nerviosa porque llevaba mucho tiempo evitando cualquier cosa que pudiese recordar un anuncio de periódico. Nunca ha puesto ni un anuncio diminuto en las últimas páginas del LA Weekly. Prefiere elegir a sus propios clientes y decidir con la vista, el olfato y el tacto quiénes la venerarán como ella requiere, quiénes permitirán que los lleve hasta el final...
Mientras está de pie en la esquina de la calle, estremeciéndose porque las lluvias de finales de febrero ya se han desvanecido, pero no el frío que las acompañaba, se le ocurre que ella tiene una adicción tan peligrosa como la de las putas que reciben palizas o las que están enganchadas al crack. Esto la inquieta y sus labios vuelven a ponerse en movimiento. Desde una distancia lo suficientemente cercana a sus labios rojo rubí se le podría oír decir:
«Me alzare ahora y vagaré por las calles de la ciudad y saldré en busca de mi amado por todos los medios —susurra, murmura— durante la noche busqué en mi lecho a aquél cuyo amor mi alma anhela, permitidle que me bese con los besos de su boca. Mi amor es mío y suya soy yo».
Bilquis espera que la interrupción de las lluvias traiga de vuelta a los clientes. La mayor parte del año camina arriba y abajo de las tres mismas manzanas del Sunset, disfrutando de las frescas noches de Los Ángeles. Una vez al mes, paga a un policía que ha sustituido al último al que solía pagar, que desapareció. Su nombre era Jerry LeBec y su desaparición, un misterio para el departamento de policía de Los Ángeles. Se había obsesionado con Bilquis y había empezado a seguirla a pie. Una tarde, ella despertó sobrecogida por un ruido, abrió la puerta de su piso y se encontró a Jerry LeBec vestido de civil y de rodillas sobre el felpudo, balanceándose. Agachó la cabeza para esperar a que ella saliese. El ruido que ella había oído era el que producía el choque de su cabeza contra la puerta al balancearse sobre las rodillas.
Le acarició el pelo y le dijo que entrase. Más tarde, introdujo sus ropas en una bolsa de basura y las tiró a un contenedor detrás de un hotel a varias manzanas. Puso su pistola y su cartera en la bolsa de una verdulería, las cubrió de posos de café y restos de comida, dobló la parte superior de la bolsa y la depositó en la papelera de una parada de autobús.
No se quedó ningún recuerdo.
El cielo nocturno anaranjado brilla a occidente con algún relámpago distante, mar adentro y Bilquis sabe que pronto comenzará a llover. Suspira. No quiere que le pille un aguacero. Decide volver a su piso, darse un baño, depilarse —le parece que siempre está depilándose— e irse a dormir.
Echa a andar por una calle lateral que sube por la colina hasta donde ha aparcado el coche.
Unos focos la siguen, frenan a medida que se acercan a ella, Bilquis se da la vuelta y sonríe. La sonrisa se le congela al ver que el coche es una limusina larga y blanca. Los tipos de limusinas largas y blancas siempre quieren montárselo en ellas y no en la intimidad del santuario de Bilquis. De todas formas puede ser una buena inversión de futuro.
Una ventanilla ahumada se baja y Bilquis se acerca a la limusina sonriente.
—Hola cariño, ¿buscas algo?
—Dulce amor —responde una voz desde la parte trasera de la limusina.
Ella escudriña lo más posible el interior desde la ventanilla abierta: conoce a una chica que se metió en una limusina con cinco jugadores de rugby borrachos y salió bastante mal, pero, por lo que puede ver, sólo hay un tío y tiene un aspecto bastante juvenil. No parece que vaya a ser muy devoto, pero el dinero, la buena cantidad que puede desembolsar, le renueva las energías —baraka, como le llamaban en otros tiempos— y es algo que resulta bastante útil, por no decir, con franqueza, que estos días cualquier suma, por pequeña que sea, ya es algo.
—¿Cuánto?
—Depende de lo que quieras y por cuánto tiempo. Y de si puedes pagarlo. —Huele un humo que se escapa por la ventanilla de la limusina, como de cables quemados y circuitos recalentados. La puerta se abre desde dentro.
—Puedo permitirme lo que me dé la gana —contesta el tipo. Ella mete la cabeza en el coche y mira a su alrededor. No hay nadie más, sólo el cliente, un chico de cara rechoncha que no parece tener edad ni para beber. Como está solo, entra.
—Niño rico, ¿eh?
—Más que rico —le dice arrastrándose hacia ella por el asiento de cuero. Se mueve con torpeza. Ella le sonríe.
—Mmmm. Eso me pone caliente. Debes de ser uno de esos punto com de los que he leído en los periódicos, ¿no?
Se pavonea, se hincha como un sapo en celo.
—Sí, entre otras cosas. Soy un chico tecnológico. —El coche se pone en marcha.
—Bien, dime, Bilquis, ¿cuánto por una mamada?
—¿Qué me has llamado?
—Bilquis —repite y después comienza a cantar en una voz que no está hecha para eso—. «Eres una chica inmaterial en un mundo material». —Hay algo poco natural en sus palabras, como si las hubiese estado ensayando frente a un espejo.
Ella deja de sonreír, cambia la expresión de su rostro, que se vuelve más sabio, más inquisitivo, más duro.
—¿Qué quieres?
—Ya te lo he dicho, cariño.
—Te daré lo que quieras. —Tiene que salir de la limusina. Va demasiado deprisa para tirarse en marcha, pero lo hará si no puede escapar con palabras. No sabe que pasa, pero le huele mal.
—Lo que quiera, sí. —Se interrumpe, se pasa la lengua por los labios—. Quiero un mundo limpio. Quiero ser dueño del mañana. Quiero evolución, devolución y revolución. Quiero llevar a los míos de los bordes de la corriente al cauce principal. Vosotros estáis en lo subterráneo y eso está muy mal. Nosotros necesitamos los focos y el brillo, adelante y el centro. Lleváis tanto tiempo bajo tierra que habéis perdido la vista.
—Me llamo Ayesha. No sé de que hablas. Hay otra chica en la esquina que se llama Bilquis. Podemos volver al Sunset y te quedas con las dos...
—Oh, Bilquis —suspira de forma teatral—. Sólo hay cierta cantidad de fe circulando y están llegando al límite de la que nos pueden otorgar: el vacío de credibilidad. —Vuelve a cantar en su voz nasal e inarmónica—. «Eres una chica analógica en un mundo digital». —La limusina entra demasiado deprisa en una curva y él sale despedido del asiento hasta caer sobre ella. El conductor queda oculto por un cristal ahumado. Le sobrecoge la convicción irracional de que nadie conduce el coche, de que la limusina blanca callejea por Beverly Hills igual que Herbie el escarabajo, obedeciendo a su propia voluntad.
El cliente alarga el brazo y golpea el cristal.
El coche ralentiza la marcha y antes de que llegue a pararse Bilquis abre la puerta de un empujón y se medio lanza, medio cae al asfalto. Está en la carretera de una colina. A su izquierda hay una escarpada ascensión, a su derecha, una caída en picado. Comienza a correr por la carretera.
La limusina permanece en su sitio, inmóvil.
Caen las primeras gotas de lluvia y sus altos tacones le hacen resbalar y se tuercen. Con una patada se los quita y sigue corriendo, calada hasta los huesos, buscando un lugar por el que salir de la carretera. Está aterrada. Tiene un gran poder, es cierto, pero se trata de magia sobre el ardor, magia vaginal. Con ella se ha mantenido viva en esta tierra durante largo tiempo, pero para el resto necesita sus penetrantes ojos y su mente, su altura y su presencia.
A su derecha hay una barandilla hasta la altura de la rodilla para evitar que los coches caigan colina abajo, la lluvia ya cae en torrentes y le ha empezado a sangrar la planta de los pies.
Las luces de Los Angeles se extienden frente a ella, centelleando en el mapa eléctrico de un reino imaginario en el cual los cielos descansan aquí mismo, sobre la tierra, y sabe que lo único que necesita hacer para salvarse es salir de la carretera.
«Mi piel es negra, pero soy bella —recita a la noche y la lluvia—. Soy de oriente la rosa y del valle una lila. Retenedme con un cáliz, confortadme con manzanas, porque estoy sedienta de amor».
Un rayo ilumina en verde el cielo nocturno. Pierde apoyo, resbala un par de metros y se roza la piel del codo y la pierna. Cuando se está poniendo en pie, ve las luces del vehículo descendiendo la colina hacia ella. Baja demasiado deprisa, duda si tirarse a la derecha, donde puede estrellarse contra la colina, o hacia la izquierda, donde puede caerse del barranco. Cruza la carretera intentando trepar por la tierra mojada cuando la limusina ya se acerca en vaivenes por la resbaladiza carretera, mierda, debe ir a ciento veinte, quizá surcando la carretera como un hidroavión, agarra un puñado de hierbas y tierra, sabe que escapará y en ese momento la tierra se desprende y ella da con su cuerpo en la carretera.
El vehículo la golpea tan fuerte que el parachoques se deforma y ella sale despedida por los aires como un muñeco de trapo. Aterriza en la carretera detrás de la limusina, el impacto le destroza la cadera y le fractura el cráneo. La fría lluvia corre por su rostro.
Comienza a maldecir a su asesino, en silencio, ya que no puede mover los labios. Lo maldice en la vigilia y el sueño, en la vida y la muerte. Lo maldice como sólo alguien medio demoníaco por parte de padre puede hacerlo.
La puerta de un coche se cierra de golpe y alguien se acerca a ella.
—«Eras una chica analógica —vuelve a cantar, sin melodía— en un mundo digital.» —añade—. Putas madonas, sois todas unas putas madonas. —Se aleja.
La puerta del coche vuelve a cerrarse violentamente.
La limusina va marcha atrás y pasa sobre ella lentamente, por primera vez. Sus huesos crujen bajo las ruedas. Después la limusina vuelve a bajar la colina en su dirección.
Cuando desaparece colina abajo lo único que deja tras de sí es carne roja, sucia y arrollada en la carretera, apenas reconocible como humana, pero incluso eso quedará pronto lavado por la lluvia.
INTERLUDIO 2
—Hola, Samantha.
—¿Mags? ¿Eres tú?
—¿Quién si no? León me ha dicho que ha llamado la tía Sammy mientras estaba en la ducha.
—Hemos estado hablando un buen rato. Es un niño tan mono.
—Sí, creo que a éste me lo voy a quedar.
Un silencio incómodo, en el que apenas se oye un susurro en el teléfono. Después:
—Sammy, ¿cómo va la escuela?
—Ahora tenemos una semana de vacaciones, por un problema con las calderas. ¿Cómo van las cosas por tu parte de los North Woods?
—Bueno, tengo un vecino nuevo que hace trucos con monedas. La columna de cartas del Lakeside News ahora experimenta un controvertido debate sobre la posible reordenación del territorio urbano y rural junto al viejo cementerio en la orilla sureste del lago y tenemos que escribir un editorial estridente que resuma la posición del periódico al respecto, sin ofender a nadie y sin dar en realidad ninguna idea de cuál es nuestra posición.
—Parece divertido.
—Pues no lo es. La semana pasada desapareció Alison McGovern. la hija mayor de Jilly y Stan McGovern, una niña simpática, había estado cuidando a León algunas veces.
Una boca se abre para decir algo y se vuelve a cerrar sin haber dicho lo que iba a decir. En su lugar comenta:
—Es horrible.
—Sí.
—Así que... —No hay nada que pueda decir después de lo anterior que no vaya a hacer daño, por eso pregunta— ¿es guapo?
—¿Quién?
—El vecino.
—Se llama Ainsel, Mike Ainsel. No está mal, pero es demasiado joven para mí. Es un tipo corpulento que parece... ¿cuál es la palabra? Empieza con «m».
—¿Mezquino? ¿Marica? ¿Magnífico? ¿Marido?
Una risa divertida.
—Sí, supongo que se comporta como un marido, si es que todos los hombres casados hacen cosas semejantes. Sí, lo parece. Pero la palabra que estaba pensando es melancólico.
—¿Y misterioso?
—No especialmente. Cuando se trasladó parecía un poco desamparado, ni siquiera sabía sellar las ventanas. Ahora parece que sigue sin saber qué hace aquí. Cuando está, está y después se vuelve a ir. Lo he visto paseando fuera alguna vez.
—Quizá es un ladrón de bancos.
—Huy, huy, eso es precisamente lo que estaba pensando.
—Ni hablar, esa idea es mía. Oye, Mags, ¿cómo estás? ¿estás bien?
—Sí.
—¿De verdad?
—No.
De nuevo un largo silencio.
—Voy a subir a verte.
—Sammy, no.
—Después del fin de semana, antes de que vuelvan a funcionar las calderas y comience la escuela. Será divertido. Puedes ponerme una cama en el sofá. E invitar al vecino misterioso a cenar una noche.
—Sam. ya estás haciendo de casamentera.
—¿Casamentera, yo? Lo que pasa es que después de la hija de puta de Claudine, quizá ya esté a punto para volver a los hombres por un tiempo. Conocí a un tío un poco raro que me gustaba bajando a dedo a El Paso en Navidades.
—Aja. Oye, Sam, tienes que dejar de hacer auto-stop.
—¿Y cómo te crees que voy a ir hasta Lakeside?
—Alison McGovern estaba haciendo autostop, incluso en una ciudad así, no es seguro. Te envío el dinero y coges el autobús.
—No pasará nada.
—Sammy...
—Vale, Mags. Mándame el dinero si eso te va hacer dormir más tranquila.
—Ya sabes que sí.
—Bueno, hermana mayor y mandona. Dale un abrazo a León y dile que la tía Sammy va a venir y que no se le ocurra volver a esconder los juguetes en su cama.
—Se lo diré, pero no puedo prometer que vaya a surtir ningún efecto. Bueno, ¿cuándo llegarás?
—Mañana por la noche. No hace falta que vengas a buscarme a la estación, le pediré a Hinzelmann que me lleve en Tessie.
—Demasiado tarde, Tessie está hibernando, pero Hinzelmann te traerá de todas formas, le gustas, escuchas sus anécdotas.
—A lo mejor deberías proponerle que te escriba el editorial. Veamos: «Sobre la nueva planificación de las tierras junto al viejo cementerio. Ocurrió que en el invierno de 1903 mi abuelo disparó a un ciervo junto al viejo cementerio del lago. Se había quedado sin balas, así que utilizó un hueso de las cerezas que mi abuela le había puesto en la comida. Le dobló el cráneo al ciervo y éste se echó a correr como un murciélago fuera del infierno. Dos años más tarde, el abuelo pasaba por la misma zona cuando vio a un ciervo enorme con un cerezo en flor que le salía de entre los cuernos. Y... bueno, lo abatió y la abuela estuvo haciendo tantas tartas de cerezas que todavía las siguieron comiendo el cuatro de julio...»
Las dos rieron.
INTERLUDIO 3
Jacksonville, Florida 2:00.
—El cartel dice que ofrecen trabajo.
—Siempre estamos buscando a alguien.
—Sólo puedo trabajar en el turno de noche, ¿habría algún problema?
—No tendría por qué. Te doy una ficha para que la rellenes. ¿Ya has trabajado en alguna gasolinera?
—No. ¿Es muy difícil?
—Bueno, seguro que no es como la ingeniería aeronáutica. Oiga, señora, espero que no le importe que se lo diga, pero no tiene muy buen aspecto.
—Ya lo sé, es una enfermedad, pero parece peor de lo que es en realidad. Nada vital.
—Bueno, deje su ficha aquí. La verdad es que necesitamos gente para el turno de noche ahora mismo. Lo llamamos el turno de los zombis. Cuando lo haces mucho tiempo, así es como te acabas sintiendo. Bueno... ¿Lama?
—Laura.
—Vale, Laura. En fin, supongo que no te importa tratar con gente rara, porque son los que vienen de noche.
—Eso ya me lo me imagino. No pasa nada.
CAPÍTULO DECIMOTERCERO
Eh, viejo amigo.
¿Qué me dices, viejo amigo?
Hazlo bien, viejo amigo,
y da un descanso a nuestra amistad.
¿Por qué tan cohibido?
Seguiremos en la eternidad.
Tú, él, yo...
demasiadas vidas en el tablero...
—Stephen Sondheim, «Old friends».
Era sábado por la mañana. Sombra abrió la puerta.
Marguerite Olsen estaba ante ella. No entró, se quedó bajo la luz del sol, con aspecto serio.
—¿Señor Ainsel?
—Por favor, llámame Mike.
—Mike, sí. ¿Te gustaría venir a cenar esta noche? ¿Sobre las seis? Nada especial, sólo espaguetis con albóndigas.
—Me gustan los espaguetis con albóndigas.
—Claro que si tienes otros planes...
—No tengo ninguno.
—A las seis, entonces.
—¿Llevo flores?
—Sólo si es necesario, pero se trata de un gesto meramente social, nada romántico.
Se dio una ducha. Salió a pasear un poco, hasta el puente y vuelta. El sol lucía en lo alto como una moneda deslucida y, para cuando llego a casa, ya iba sudando embutido en el abrigo. Bajó en coche hasta las Delicias Dave a comprar una botella de vino, una botella de veinte dólares, lo que le pareció cierta garantía de calidad. No tenía ni idea de vinos, así que compró un cabernet de California, porque, cuando era joven y la gente todavía llevaba pegatinas en el parachoques, había tenido una que decía «La vida es un cabernet!» y le hizo gracia recordarlo.
Como regalo, compró una planta en una maceta, que sólo tuviese hojas verdes, nada de flores, nada ni remotamente romántico.
Compró un cartón de leche, que nunca llegaría a beberse, y un montón de fruta, que nunca llegaría a comerse.
Después, se acercó a Mabel’s y sólo se llevó una empanada para el almuerzo. A Mabel se le encendió la cara al verlo.
—¿Te has encontrado con Hinzelmann?
—No sabía que me estuviera buscando.
—Sí, quiere llevarte a pescar en el hielo. Y Chad Mulligan también quería saber si te había visto. Su prima ha venido desde fuera del estado: su prima segunda, las que solemos llamar «primas de besare», monísima, te encantará. —Metió la empanada en una bolsa de papel y cerró el borde para que se mantuviese caliente.
Sombra hizo en coche el largo trayecto de vuelta a casa comiendo con una mano y llenándose los pantalones y suelo del coche de migas. Pasó junto a la biblioteca de la orilla meridional del lago. La ciudad estaba blanca y negra por el hielo y la nieve. La primavera parecía remotamente lejana: el cacharro seguía sobre el hielo, rodeado de agujeros para la pesca, de huellas de furgonetas y de vehículos para la nieve.
Llegó a la casa, aparcó, subió hasta el apartamento por los escalones de madera. Los luganos y trepadores del comedero apenas le prestaron atención. Entró. Regó la planta y estuvo pensando si debía meter la botella en el frigorífico.
Quedaba mucho tiempo que perder hasta las seis.
Hubiese deseado poder volver a encender cómodamente la televisión. Quería que le entretuviesen, no tener que pensar, sólo sentarse y que las luces y ruidos lo evadiesen. «Quieres ver las tetas de Lucy», susurraba algo semejante a la voz de Lucy en su memoria y sacudió la cabeza aunque nadie podía verlo.
Se dio cuenta de que estaba nervioso. Iba a ser su primer contacto con otra gente, gente normal, que no fuesen presos, ni dioses, ni héroes culturales, ni sueños, desde que lo arrestaron por primera vez hacía unos tres años. Tendría que dar conversación como Mike Ainsel.
Miró el reloj, eran las dos y media. Marguerite Olsen le había dicho que pasase a las seis. ¿Se refería a las seis en punto? ¿Debería ir un poco antes? ¿Algo más tarde? Al final, decidió llamar a la puerta contigua a las seis y cinco.
El teléfono sonó.
—¿Qué?
—Ésa no es forma de responder al teléfono.
—Cuando tenga línea ya lo responderé con educación. ¿Puedo ayudarte?
—No lo sé. —Hubo un momento de silencio. Después añadió—: Organizar a los dioses es como colocar gatos en fila india, no se adaptan con naturalidad. —Se percibía un agotamiento mortal en la voz de Wednesday que Sombra no había oído hasta entonces.
—¿Algo va mal?
—Es muy duro, joder. No sé si va a funcionar. Creo que podríamos rajarnos la garganta nosotros mismos y el resultado sería el mismo.
—No digas eso.
—Sí, claro.
—Bueno, a lo mejor si te rajas la garganta ni siquiera te duele —dijo Sombra en un intento de sacar a Wednesday de su pesadumbre.
—Sí que dolería, incluso nosotros sentimos dolor. Si te mueves e intervienes en el mundo material, el mundo material también interviene en ti. El dolor hace sufrir, igual que la avaricia hace enfermar y la lujuria, arder. Puede que no muramos fácilmente y te aseguro, por todos los infiernos, que no morimos bien, pero nos puede suceder. Si aún somos amados y recordados, algo muy semejante a nosotros aparece y toma nuestro lugar para que todo vuelva a comenzar, pero si estamos sumidos en el olvido, apaga y vamonos.
Sombra no sabía qué decir.
—Bueno, ¿desde dónde llamas?
—Eso no te interesa lo más mínimo, mierda.
—¿Estás borracho?
—Todavía no. Sólo es que no puedo parar de pensar en Thor. No lo has conocido, pero era un tío corpulento, como tú, de buen corazón. Con pocas luces, pero que sería capaz de darte hasta la camisa si se la pides. Se suicidó, se metió una pistola en la boca y se saltó la tapa de los sesos en 1932. ¿Tú crees que ésa es la forma en que tiene que morir un dios?
—Lo siento.
—A ti no te importa una mierda, hijo. Se parecía mucho a ti, grande y tonto. —Calló, tosió.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar Sombra.
—Se han puesto en contacto.
—¿Quiénes?
—Los del otro bando.
—¿Y?
—Quieren llegar a una tregua. Conversaciones de paz. La mierda de vive y deja vivir.
—Y ahora, ¿qué?
—Ahora voy y me bebo un café malo con los gilipollas modernitos en una sede masónica de Kansas.
—Bien. ¿Me recoges o nos encontramos en algún sitio?
—Tú te quedas ahí y ni se te ocurra asomar la cabeza. No te metas en problemas. ¿Me oyes?
—Pero...
Un chasquido y la línea queda interrumpida, muerta, sin tono de llamada, al fin y al cabo, tampoco lo había habido nunca.
Nada salvo el tiempo por matar. La conversación con Wednesday le había dejado con cierta inquietud, se levantó con la intención de salir a dar una vuelta, pero la luz ya estaba desapareciendo y se volvió a sentar.
Cogió las Crónicas del Consejo municipal de Lakeside 1872-1884 y las hojeó, revisando la minúscula letra sin llegar a leerla y parando de tanto en tanto para mirar algo que le llamaba la atención.
Se enteró de que en julio de 1874 el consejo estaba preocupado por el gran número de leñadores itinerantes que llegaban desde fuera a la ciudad. Se iba a construir un teatro para ópera en la calle Tercera con Broadway. Se esperaba que las molestias derivadas de la presa del arroyo del molino desapareciesen una vez que el estanque del molino se hubiese convertido en lago. El consejo había autorizado el pago de setenta dólares al señor Samuel Samuels y ochenta y cinco al Señor Hekki Salaminen en compensación por sus tierras y por los gastos a los que se habían visto obligados al cambiar su domicilio fuera del área que se iba a inundar.
Nunca se le había ocurrido a Sombra que el lago fuese artificial. ¿Por qué bautizar a la ciudad en referencia a un lago que había comenzado como un estanque de molino? Continuó leyendo y descubrió que el señor Hinzelmann, conocido como Hündemuhlen en Baviera, era quien dirigía el proyecto de construcción del lago y que el consejo municipal le había concedido la suma de 370 dólares para realizarlo y que cualquier déficit sería cubierto con una suscripción pública. Sombra cortó una tira de papel de cocina y la colocó dentro del libro para señalar el lugar. Ya imaginaba lo contento que estaría Hinzelmann al ver la referencia a su abuelo. Se preguntó si el viejo sabía que su familia había estado metida en la construcción del lago. Ojeó las páginas posteriores del libro en busca de alguna otra referencia al proyecto.
En la primavera de 1876 habían inaugurado el lago en una ceremonia precursora del centenario de la ciudad. El consejo había agradecido oficialmente al señor Hinzelmann su trabajo.
Sombra miró el reloj y ya eran las cinco y media. Fue al baño: se afeitó, se peinó. Se cambió de ropa. Sin saber cómo transcurrieron los últimos quince minutos. Cogió el vino y la planta y se dirigió a la puerta vecina.
La puerta se abrió en cuanto llamó. Marguerite Olsen parecía casi tan nerviosa como él. Recibió con agradecimiento la botella y la planta. En la televisión habían puesto el vídeo de El Mago de Oz: estaba en la parte en blanco y negro, cuando Dorothy aún está en Kansas sentada con los ojos cerrados en la camioneta del Profesor Marvel mientras el viejo farsante hace que lee su mente y el tornado que la alejará de su vida ya se acerca. León se había sentado frente a la televisión a jugar con un camión de bomberos de juguete. Al ver a Sombra, una expresión de deleite iluminó su cara. Se levantó y saltó corriendo a una habitación a oscuras, tropezando con sus propios pies por la emoción para, un instante después, salir agitando una moneda de veinticinco en la mano triunfalmente.
—¡Mira, Mike Ainsel! —gritó. Después cerró ambas manos, hizo como si cogiese la moneda con la mano derecha y la abrió completamente—. ¡La he hecho desaparecer, Mike Ainsel!
—Si, señor —concedió Sombra—, después de comer, si a tu madre le parece bien, te enseñaré a hacerlo un poco mejor.
—Ahora mismo si quieres —diijo Marguerite— estamos esperando a Samantha. La he mandado a por nata y no sé por qué tarda tanto.
Como si eso marcase su entrada, se oyeron sus pasos en la terraza de madera y alguien apareció en la puerta principal. Al principio, Sombra no la reconoció, después ella dijo «no sabía si la querías con calorías o de la que sabe a pegamento de empapelar, así que he traído con calorías» y se dio cuenta de quien era: la chica de la carretera a Cairo.
—No importa. Sam, éste es mi vecino, Mike Ainsel. Mike, ésta es Samantha Cuervo Negro, mi hermana.
«No te conozco —pensó Sombra desesperadamente—. No nos hemos visto nunca. Somos completamente desconocidos.» Intentó recordar cómo había pensado en «nieve», lo ligero y fácil que le había resultado: era una situación desesperada. Le tendió la mano y saludó:
—Encantado de conocerte.
Ella pestañeó y le miró la cara. Tras un momento de desconcierto, sus ojos lo reconocieron y las comisuras de la boca se le curvaron en una sonrisa.
—Hola.
—Voy a echarle un ojo a la comida —anunció Marguerite con la voz tensa de a quien se le queman las cosas en cuanto las deja sin vigilancia en la cocina, aunque sea por un instante.
Sam se quitó el abultado abrigo y el gorro.
—Así que tú eres el vecino melancólico y misterioso. ¿Quién lo hubiese imaginado? —soltó en voz baja.
—Y tú la chica Sam. ¿Podemos hablar de esto más tarde?
—Si prometes explicarme qué está pasando.
—Trato hecho.
León se agarró a los pantalones de Sombra.
—¿Me lo enseñas ya? —preguntó con la moneda en la mano.
—Vale, pero si te lo enseño debes recordar que un mago nunca cuenta a nadie cómo hace sus trucos.
—Lo prometo —respondió con seriedad.
Sombra se puso la moneda en la mano izquierda y movió la mano derecha de León para enseñarle como hacer que pareciese cogerla con ella mientras en realidad la dejaba en la mano izquierda de Sombra. Después hizo que León repitiese los movimientos por su cuenta.
Tras varios intentos, el niño ya dominaba el movimiento.
—Ahora ya sabes la mitad, la otra mitad consiste en dirigir la atención al lugar donde debería estar la moneda. Mírate la mano derecha, si actúas como si la moneda estuviese allí, a nadie se le ocurrirá mirarte la izquierda, por patoso que seas con ella.
Sam observaba todo esto con la cabeza ligeramente inclinada, en silencio.
—¡A cenar! —les llamó Marguerite saliendo de la cocina con una fuente humeante de espaguetis—. León, lávate las manos.
Sombra alabó el pan de ajo crujiente, la salsa de tomate espesa y las albóndigas picantes de Marguerite.
—Una receta familiar, de la parte corsa de la familia.
—Pensaba que erais descendientes de indios americanos.
—Papá es cherokee —dijo Sam—, el padre de la madre de Mags era de Córcega. —Sam era la única que de verdad se estaba bebiendo el cabernet—. Papá la dejó cuando Mags tenía diez años y se cambió de ciudad. Seis meses después nací yo. Mis padres se casaron cuando consiguió el divorcio. Cuando yo tenía diez años se marchó. Creo que su capacidad de atención dura diez años.
—Bueno, ahora ya lleva diez años en Oklahoma.
—La familia de mi madre eran judíos europeos, de uno de esos sitios antes comunistas y que ahora están sumidos en el caos. Creo que le gustaba la idea de casarse con un Cherokee, freír pan y cortar tugado. —Bebió otro sorbo de vino.
—La madre de Sam es una mujer salvaje —dijo Marguerite con cierta aprobación.
—¿Sabes dónde está ahora? —le preguntó Sam. Sombra respondió que no con la cabeza—. Está en Australia. Conoció a un tío por Internet que vivía en Hobart. Cuando se vieron en carne y hueso le pareció que en realidad era un poco chungo, pero le encantó Tasmania, así que se ha quedado ahí abajo a vivir con un grupo de mujeres enseñándoles a teñir la ropa a mano y cosas así. ¿No te parece genial? ¿A su edad?
Sombra estuvo de acuerdo y se sirvió más albóndigas. Sam les contó que todos los aborígenes de Tasmania habían sido exterminados por los ingleses, que habían hecho una cadena humana alrededor de la isla y sólo habían atrapado a un viejo y a un niño enfermo. Les contó cómo a los tigres de Tasmania los habían extinguido los granjeros, que temían por sus ovejas, y que los políticos sólo se habían dado cuenta de la necesidad de protegerlos en 1930, justo después de que muriese el último ejemplar. Terminó de beberse su segundo vaso de vino y se sirvió el tercero.
—Bueno, Mike —dijo Sam, cuyas mejillas ya comenzaban a enrojecer—, cuéntanos algo de tu familia. ¿Cómo son los Ainsel? —Sonreía malintencionadamente.
—Somos un aburrimiento total. Nadie ha llegado a un lugar tan lejano como Tasmania. Tú vas a una escuela en Madison, ¿cómo es?
—Ya lo sabes, aprendo historia del arte, estudios de la mujer y hago piezas de bronce.
—Cuando sea mayor —interrumpió León— seré mago, ¿me enseñarás, Mike?
—Claro, sí a tu madre le parece bien.
—Después de cenar, mientras llevas a León a la cama, Mags, voy a hacer que Mike me lleve al bar “Buck Stops Here” durante una hora o así.
Marguerite no pareció indiferente, sino que movió la cabeza y arqueó una ceja.
—Creo que es interesante y tenemos mucho de qué hablar.
Marguerite miró a Sombra que se afanaba en limpiarse una imaginaria mancha de salsa de tomate de la barbilla.
—Bueno, ya sois mayorcitos —dijo en un tono que implicaba que no lo eran o que, incluso en caso de serlo, desde luego no debían considerarse como tales.
Después de cenar, Sombra secó los platos para ayudar a Sam que estaba lavándolos y le hizo otro truco a León: contaba unos peniques que el niño tenía en la mano, cada vez que León la abría y los contaba había uno menos que antes. Cuando llegó al último, le preguntó: «¿Lo estás agarrando bien fuerte?». León abrió la mano y se había transformado en una moneda de diez. Sus lastimeras quejas lo persiguieran hasta el vestíbulo.
Sam le pasó el abrigo.
—Vamonos. —Tenía las mejillas ruborizadas por el vino.
Fuera hacía frío.
Sombra paró para recoger de su apartamento las Crónicas del Consejo municipal de Lakeside 1872-1884, las metió en una bolsa de plástico de la verdulería y se las llevó. Hinzelmann podía estar en Los pavos y quería enseñarle la mención a su abuelo.
Anduvieron por la rampa uno junto al otro.
Cuando abrió el garaje, ella se echó a reír.
—¡Dios mío! —exclamó al ver el todoterreno—, pero si es el coche de Paul Gunther. Te has comprado el coche de Paul Gunther, ¡hostia!
Sombra le abrió la puerta del vehículo, después lo rodeó y entró.
—¿Conoces el coche?
—Cuando vine aquí hace dos o tres años a visitar a Mags, fui yo quien lo convenció para pintarlo de lila.
—Me alegro de tener una culpable.
Sacó el automóvil a la calzada y cerró el garaje. Sam le empezó a mirar de forma extraña cuando volvió a entrar en el coche, como si su confianza en sí misma se estuviese esfumando por momentos. Sombra se puso el cinturón de seguridad y ella le comentó:
—Vale, es algo bastante idiota, subirse al coche de un psicópata, ¿no?
—La última vez te dejé sana y salva en casa.
—Te has cargado a dos tíos, te buscan los federales y ahora te encuentro viviendo bajo un nombre falso al lado de mi hermana. ¿O es que Ainsel es tu nombre verdadero?
—No —contestó y se encogió de hombros. Le molestó profundamente tener que admitirlo. Era como si estuviese dejando escapar algo muy importante, abandonando a Mike Ainsel al negarlo, como si estuviese renunciando a un amigo.
—¿Mataste a esos tíos?
—No.
—Vinieron a mi casa y me dijeron que nos habían visto juntos. Un tipo me enseñó fotos tuyas. ¿Cómo se llamaba, Sombrero? No, era el señor Ciudad. Era como en El Fugitivo. Yo dije que no te había visto.
—Gracias.
—Así que, dime lo que está pasando. Guardaré tus secretos si tú tampoco cuentas los míos.
—No conozco ninguno de los tuyos.
—Bueno, sabes que fue idea mía lo de pintar esto de lila, cosa que hizo que Paul Gunther se convirtiese en el hazmerreír de toda la región hasta el punto de obligarle a abandonar la ciudad. Estábamos un poco fumados —admitió.
—No creo que esto último sea un gran secreto, debe de saberlo todo Lakeside, porque es un color típico de colocado.
Después ella habló tranquila y muy rápido:
—Si tienes que matarme, por favor no me hagas daño. No debería haber venido contigo. Soy tan imbécil, tonta. Te puedo identificar. ¡Dios!
Sombra hizo un gesto indiferente.
—Nunca he matado a nadie, de verdad. Y ahora nos vamos al bar, nos tomamos una copa, o, si me das tu palabra, damos la vuelta y te llevo a casa. De todas formas, tendré que confiar en que no vas a llamar a la policía.
Reinaba el silencio mientras cruzaban el puente.
—¿Quién mató a esos hombres?
—Si te lo dijese, no me creerías.
—Claro que sí. —Su voz estaba teñida de ira en ese momento. Sombra pensó que quizá no había sido tan buena idea llevar vino a la cena. La vida ya no era un cabernet.
—No es fácil de creer.
—Yo me puedo creer cualquier cosa. No tienes ni idea de lo que me puedo llegar a creer.
—¿De verdad?
—Me puedo creer cosas ciertas, cosas falsas y cosas que nadie sabe si son ciertas o falsas. Puedo creer en Papá Noel y en el conejo de Pascua y en Marilyn Monroe y en los Beatles y en Elvis y en Mr. Ed. Mira, creo que las personas pueden alcanzar la perfección y que el conocimiento es infinito y que el mundo está dirigido por cárteles financieros secretos y que lo visitan periódicamente grupos de alienígenas, buenos, que parecen lémures arrugados, y malos, que mutilan el ganado y quieren apropiarse de nuestra agua y nuestras mujeres. Creo que el futuro nos aspira y creo que el futuro nos sacude y creo que un día la Mujer búfalo blanca volverá y nos dará a todos una patada en el culo. Creo que los hombres son sólo niños grandes con problemas de comunicación y que la decadencia del sexo en Estados Unidos coincide con la decadencia de los cines al aire libre por todos los estados. Creo que todos los políticos son unos cabrones sin principios y también creo que son mejores que la alternativa. Creo que California se va a hundir en el mar cuando venga el gran terremoto, mientras que Florida se disolverá en el caos, los cocodrilos y los vertidos tóxicos. Creo que el jabón antibacterias está acabando con nuestras resistencias a la porquería y la enfermedad hasta el punto de que un día seremos borrados de la tierra por el catarro común, igual que los marcianos en La Guerra de los Mundos. Creo que los mejores poetas del siglo pasado fueron Edith Sitweli y Don Marquis, que el jade es esperma de dragón seco y que hace miles de años, en una vida anterior, yo era una chamán siberiana manca. Creo que el destino de la humanidad está escrito en las estrellas. Creo que es verdad que los caramelos sabían mejor cuando era pequeña, que es aerodinámicamente imposible que los abejorros vuelen, que la luz es una onda y una partícula y que en algún lugar del mundo hay un gato en una caja que está vivo y muerto al mismo tiempo, pero que si nadie va pronto a abrir la caja y darle de comer acabará estando muerto de dos formas distintas, y creo que hay estrellas miles de millones de años más antiguas que el propio universo. Creo en un dios personal que me cuida y se preocupa y supervisa todo lo que hago. Creo en un dios impersonal que puso el universo en marcha, después se fue de juerga con sus novias y ni siquiera sabe que existo. Creo en un universo ateo creado al azar, como ruido de fondo y por pura casualidad. Creo que todos los que dicen que se da excesivo valor al sexo, simplemente nunca han echado un polvo en condiciones. Creo que los que dicen saber qué pasa también mienten sobre los detalles. Creo en la veracidad absoluta y en la necesidad social de mentiras piadosas. Creo en el derecho de elección de la mujer, en el derecho a la vida del bebé, en que toda vida humana es sagrada y en que la pena de muerte no está mal si es posible otorgar una confianza implícita al sistema legal. Creo que la vida es un juego, que la vida es una broma cruel y que la vida también es lo que sucede cuando estás vivo y puedes tumbarte y disfrutar. —Se interrumpió, sin aliento.
Sombra casi levanta las manos del volante para aplaudir, pero en su lugar sólo dijo:
—Vale, así que si te cuento lo que sé, no pensarás que estoy como una regadera.
—Puede, prueba.
—¿Te creerías que todos los dioses que la gente llegó a imaginar siguen entre nosotros hoy en día...?
—... Quizá.
—¿Y que ahora han surgido nuevos dioses por ahí, dioses de los ordenadores y de los teléfonos y todo esto y que como todos parecen creer que no hay sitio para ambos en el mundo probablemente se va a producir algún tipo de guerra?
—¿Fueron estos dioses los que mataron a aquellos hombres?
—No, fue mi mujer.
—Pensaba que habías dicho que estaba muerta.
—Lo está.
—¿Los mató antes de morir?
—Después, no preguntes.
Levantó una mano y se apartó el pelo de la frente.
Subieron por la calle principal junto a Los pavos paran aquí. El letrero tenía dibujado un ciervo sorprendido, de pie sobre las patas traseras y con una jarra de cerveza. Sombra cogió la bolsa del libro y se la llevó.
—¿Para qué se harán la guerra? Parece que no tiene mucho sentido. ¿Qué pueden ganar?
—No lo sé —admitió Sombra.
—Resulta más fácil creer en marcianos que en dioses. Quizá el señor Ciudad y el señor Mundo fuesen como los Hombres de Negro pero del tipo alienígena.
Cuando estaban en la acera de enfrente del bar, Sam se detuvo. Levantó los ojos hacia Sombra y su aliento flotó en el aire nocturno como una nube tenue.
—Sólo dime que eres uno de los buenos —le pidió.
—No puedo, me gustaría y hago todo lo posible, pero no lo soy.
Le observó, se mordió el labio. Después asintió.
—Lo bastante bueno, no te delataré, pero me tienes que invitar a una cerveza.
Sombra le abrió la puerta y una ola de calor y música les golpeó. Entraron.
Sam saludó a algunos amigos y Sombra a media docena de personas cuyas caras, aunque no sus nombres, recordaba del día que había pasado buscando a Alison McGovern o de las mañanas en Mabel´s. Chad Mulligan estaba en la barra rodeando con el brazo a una pelirroja de corta estatura, la prima de besar, se imaginó Sombra. Se preguntó cuál sería su aspecto, pero le daba la espalda. Chad alzó la mano en un medio saludo cuando vio a Sombra y éste sonrió y agitó la mano en respuesta. Sombra miró a su alrededor en busca de Hinzelmann, pero el viejo no parecía encontrarse allí esa noche. Avistó una mesa vacía en el fondo y empezó a caminar hacia ella.
Entonces alguien se puso a chillar.
Era un alarido desagradable, desgarrador, el grito histérico de quien ha visto un fantasma, que silenció todas las conversaciones. Sombra miró a su alrededor, con la seguridad de que estaban matando a alguien y entonces se percató de que todas las miradas se dirigían a él, incluso el gato negro, que dormía todo el día en la ventana estaba sobre la máquina tragaperras mirándolo con la cola en alto y todo el pelaje erizado.
El tiempo se ralentizó.
—¡Cogedle! —gritó una voz de mujer al borde de un ataque de nervios—. ¡Por Dios, que alguien lo detenga! ¡No dejéis que se escape! ¡Por favor! —Era una voz conocida.
Nadie se movió. Sólo miraban a Sombra y Sombra les devolvía la mirada.
Chad Mulligan se adelantó esquivando a la gente. La mujer baja lo seguía cautelosa con los ojos espantados, como si estuviese a punto de ponerse a gritar de nuevo. Sombra la conocía, claro que la conocía.
Chad aún llevaba la cerveza en la mano y la dejó en una mesa cercana.
—Mike.
—Chad.
Audrey Burton tiró de la manga de Chad. Tenía la cara pálida y los ojos bañados en lágrimas.
—Sombra, mal nacido, maldito asesino cabrón.
—¿Estás segura de que conoces a este hombre, cielo? —preguntó Chad visiblemente incómodo.
Audrey Burton lo miró con incredulidad.
—¿Estás loco? Trabajó para Robbie durante años y años. La guarra de su mujer era mi mejor amiga. Le buscan por asesinato, ¡por asesinato! Tuve que responder muchas preguntas. Es un fugitivo. —La situación le desbordaba, su voz temblaba por el arrebato contenido, sorbía las palabras como una actriz de telenovela candidata a un Emmy. «Primas de besar», pensó Sombra indiferente.
En el bar, nadie decía una palabra. Chad Mulligan fijó la vista en Sombra.
—Probablemente es un error que se podrá arreglar. —Después se dirigió al resto del bar—. No pasa nada. No hay nada de qué preocuparse. Podemos solucionarlo. Ya está. —De nuevo a Sombra—. Vamos fuera, Mike. —Tranquilo y competente: esta vez sí que estaba impresionado.
—Claro.
Notó que una mano tocaba la suya y se volvió para ver a Sam mirándolo. Le dirigió una sonrisa con toda la seguridad que pudo aparentar.
Sam posó sus ojos en él y después observó las caras que lo miraban por todo el bar. Insultó a Audrey Burton:
—No sé quién eres. Pero. Eres. Una. Una hija de puta. —Se puso de puntillas, atrajo a Sombra hacia sí y lo beso con dureza en los labios, apretando su boca contra el durante lo que a Sombra le parecieron varios minutos, pero que en el tiempo real, del reloj, pudieron no sobrepasar los cinco segundos.
Era un beso extraño, pensó Sombra mientras sus labios se apretaban: no estaba dirigido a él, sino al resto de la concurrencia del bar, para mostrar que ella había tomado partido. Era un beso como una bandera que se ondea. A pesar de que le daba un beso, quedaba claro que no le gustaba, al menos no en ese sentido.
Sin embargo, una vez había leído un cuento, hacía mucho tiempo, cuando era pequeño: la historia de un viajante que había resbalado por un barranco con tigres hambrientos de carne humana en la cima y una caída letal a sus pies y que había conseguido quedarse a medio camino, aferrándose a la vida. A su lado había una mata con fresas y una muerte segura tanto hacia arriba como hacia abajo. La pregunta era: «¿Qué debía hacer?»
La respuesta: «Comerse las fresas».
Cuando era niño, la historia nunca le había dicho nada, pero ahora adquiría sentido. Cerró los ojos, se dejó arrastrar por el beso y no sintió nada salvo los labios de Sam y la suavidad de su piel, dulce como una fresa silvestre.
—Vamos, Mike —dijo Chad Mulligan con firmeza—. Por favor, salgamos de una vez.
Sam se retiró. Se lamió los labios, exhibió una sonrisa que apenas le llegaba a los ojos.
—No está mal, besas bien para ser un chico. Vale, ya podéis ir a jugar fuera. —A continuación se volvió a Audrey Burton—. Pero tú sigues siendo una hija de puta.
Sombra le lanzó a Sam las llaves de su coche. Ella las recogió con una mano. Él recorrió el bar hasta salir fuera seguido de Chad Mulligan. La nieve había empezado a caer con suavidad y los copos se posaban sobre el letrero de neón del bar.
—¿Quieres hablar de esto?
Audrey los había seguido a la acera. Parecía dispuesta a volver a empezar a gritar.
—Mató a dos hombres, Chad. El FBI estuvo llamando a mi puerta. Es un psicópata. Si quieres te acompaño a la comisaría.
—Ya ha causado bastantes problemas, señora —dijo Sombra con una voz que incluso a él le sonaba cansada—. Por favor, váyase.
—Chad, ¿has oído eso? ¡Me ha amenazado!
—Vuelve dentro, Audrey —pidió Chad Mulligan. Ella parecía estar a punto de ponerse a discutir, pero frunció los labios con tanta fuerza que se tornaron blancos y volvió adentro del bar.
—¿Quieres responder algo sobre lo que ha dicho?
—No he matado a nadie en mi vida.
Chad asintió.
—Te creo. Estoy seguro de que podemos encargarnos de estas alegaciones con toda facilidad. No tienes intención de crearme ningún problema, ¿no, Mike?
—Desde luego, se trata de un error.
—Exactamente, así que supongo que podemos ir a mi oficina y resolverlo todo allí.
—¿Me estás arrestando?
—No, a no ser que quieras que lo haga. Me imagino que me acompañas movido por un sentido del deber cívico y así enderezamos todo esto.
Chad cacheó a Sombra sin encontrar ningún arma. Subieron al coche de Mulligan, Sombra volvió a sentarse en la parte trasera, mirando a través de la jaula metálica. «SOS. Mayday. Ayuda —pensó. Intentó influir con la mente a Mulligan como una vez había hecho con un policía de Chicago—. Soy tu viejo amigo Mike Ainsel, me has salvado la vida. ¿No ves que esto es una tontería? ¿Por qué no dejas correr todo el asunto?».
—He pensado que lo mejor era sacarte de ahí. Lo único que faltaba era algún bocazas decidiendo que tú habías sido el asesino de Alison McGovern y nos las hubiésemos visto con un linchamiento popular.
—Te la debo.
Permanecieron en silencio durante el resto del viaje hasta la comisaría de Lakeside que, como Chad recordó mientras aún estaban fuera, en realidad pertenecía al departamento del sheriff regional. La policía municipal sólo tenía allí unas pocas salas. En breve, el municipio iba a construirles algo más moderno, pero por el momento tenían que conformarse con eso.
Entraron.
—¿Llamo a un abogado?
—No se te acusa de nada, haz lo que quieras. —Pasaron por varias puertas giratorias—. Siéntate ahí.
Sombra se sentó en una silla de madera con huellas de cigarrillos en el lateral. Se sintió estúpido y torpe. Había un anuncio pequeño junto a un gran cartel de «prohibido fumar» que rezaba «desaparecida y en peligro». La fotografía era de Alison McGovern.
Había una mesa de madera con ejemplares atrasados de Sports Ilustrated y Newsweek. La luz era bastante pobre. La pared era de color amarillo, pero quizá tiempo atrás hubiese sido blanca.
Diez minutos más tarde Chad le trajo un chocolate de máquina de cafés.
—¿Qué tienes en la bolsa? —le preguntó y sólo entonces Sombra se dio cuenta de que seguía llevando la bolsa de plástico con las Crónicas del Consejo municipal de Lakeside.
—Un libro viejo. Aparece la foto de tu abuelo, o puede que sea tu bisabuelo.
—¿Sí?
Sombra pasó las páginas rápidamente hasta encontrar el retrato del consejo y señaló al hombre llamado Mulligan. Chad rió entre dientes.
—Ésta sí que es buena.
Pasaron los minutos y las horas en aquella sala. Sombra se leyó dos Sports Illustrated y empezó con un Newsweek. De vez en cuando, Chad iba pasando, una vez para ver si Sombra necesitaba ir al baño, otra para ofrecerle un bocadillo de jamón y una bolsa de patatas fritas.
—Gracias —dijo Sombra aceptándolos—. ¿Ya estoy bajo arresto?
Chad aspiró el aire entre sus dientes.
—Bueno, todavía no, pero parece que no has venido como Mike Ainsel legalmente. Por otro lado, te puedes llamar como te dé la gana en este estado mientras no sea con intenciones delictivas. Tranquilo.
—¿Puedo hacer una llamada?
—¿Local?
—Conferencia.
—Te saldrá más barato si la cargo en mi tarjeta telefónica, si no vas a tener que meter diez dólares en monedas de veinticinco en el cacharro ese del vestíbulo.
«Claro —pensó Sombra—, así además sabrás a qué número he llamado y probablemente me estarás escuchando desde alguna otra extensión.»
—Eso sería genial —respondió. Se metieron en una oficina vacía. El número que Sombra dio a Chad para que se lo marcase era el de una funeraria de Cairo, Illinois. Chad marcó y le dio el auricular a Sombra.
—Te dejo solo.
Se fue.
El teléfono estuvo sonando varias veces hasta que lo descolgaron.
—Jacquel e Ibis, ¿en qué puedo ayudarle?
—Hola señor Ibis, soy Mike Ainsel, estuve echándoles una mano en Navidades.
Un momento de duda y después:
—Por supuesto, Mike, ¿cómo estás?
—No muy bien, señor Ibis, en un lío. A punto de que me arresten y esperando que hayan visto por ahí a mi tío o que puedan hacerle llegar un mensaje.
—Seguro que puedo dar unas voces. Espera un momento, Mike, que hay alguien aquí que quiere hablar contigo.
Le pasaron el teléfono a alguien y después una voz gutural de mujer le saludó:
—Hola encanto, te echo de menos.
Estaba seguro de no haber oído nunca esa voz, pero la conocía, estaba seguro de conocerla...
«Cálmate —le susurraba la voz gutural en su mente, en un sueño—, no te preocupes de nada».
—¿Quién era esa chica a la que estabas intentado besar, cielito? ¿Quieres ponerme celosa?
—Sólo somos amigos. Ella intentaba demostrar algo. ¿Cómo has sabido que me ha dado un beso?
—Tengo ojos en todos los lugares donde está mi gente. Cuídate, cariño. —Hubo un instante de silencio y después el señor Ibis volvió al aparato.
—¿Mike?
—Sí.
—Hay un problema para localizar a tu tío, parece que está bastante ocupado, pero intentaré hacerle llegar el mensaje a tu tío Nancy. Buena suerte. —Y colgaron.
Sombra se quedó sentado en la oficina vacía a la espera de que Chad volviese y deseando tener algo que le distrajese. A regañadientes, volvió a coger las Crónicas, las abrió por algún lugar del medio y empezó a leer.
En diciembre de 1876, por ocho votos contra cuatro, se había aprobado y puesto en vigor una ordenanza que prohibía escupir en las aceras y en el suelo de los edificios públicos, además de tirar cualquier tipo de tabaco al suelo de estos mismos lugares.
Lemmi Hautala tenía doce años y «se temía que hubiese salido a vagar presa de un delirio» el trece de diciembre de 1876. «Se había iniciado su búsqueda inmediatamente, pero unas excepcionales nevadas habían impedido continuar.» El consejo había decidido por unanimidad expresar sus condolencias a la familia Hautala.
El incendio en los establos de posta de Olsen la semana siguiente había sido extinguido sin daños ni pérdida de vidas humanas o equinas.
Sombra examinó las concentradas columnas, pero no puedo hallar otra mención de Lemmi Hautala.
Después, movido por algo poco mayor que un capricho, pasó las páginas hasta el invierno de 1877. Encontró lo que buscaba como una mención aislada en las crónicas de enero: Jessie Lovat, cuya edad no se incluía, «una niña negra» había desaparecido la noche del 28 de diciembre. Se creía que podía haber sido «raptada por los así llamados vendedores ambulantes». No se expresaron condolencias a la familia Lovat.
Sombra estaba ya ojeando las crónicas del invierno de 1878 cuando Chad Mulligan llamó a la puerta y entró, con la actitud avergonzada de un niño que vuelve a casa con un informe de mal comportamiento.
—Señor Ainsel, Mike. Realmente siento tener que hacer esto. Personalmente me caes bien, pero eso no cambia nada, ¿no?
Sombra lo entendía.
—No tengo elección. Tengo que arrestarte por violar la condicional. —Después Mulligan le leyó sus derechos, rellenó unos papeles y tomó las huellas de Sombra. Lo condujo a través del vestíbulo hasta la cárcel, en la otra punta del edificio.
A un lado de la sala había un mostrador largo y varias puertas, en el lado opuesto, dos celdas de cristal y otra puerta. Una de las celdas estaba ocupada por un hombre que dormía en una cama de cemento bajo una manta ligera. La otra estaba vacía.
Había una mujer de aspecto somnoliento y uniforme pardo tras el mostrador que miraba un pequeño aparato de televisión portátil. Cogió los papeles que Chad le tendía y firmó la entrada de Sombra. Chad se quedó un rato haciendo más papeleo. La mujer salió del mostrador, cacheó a Sombra, recogió todos sus objetos personales —la cartera, unas monedas, la llave de casa, el libro, el reloj— y los dejó sobre el mostrador, le dio una bolsa de plástico con unas ropas naranjas y le dijo que fuese a cambiarse a la celda vacía. Podía quedarse con su ropa interior y calcetines. Fue a la celda y se puso la ropa naranja y las sandalias. Dentro había un hedor insoportable. La camiseta naranja llevaba detrás en grandes letras negras: «cárcel regional de Lumber».
La taza metálica del baño de la celda estaba atascada y llena hasta el borde de un caldo marrón de heces líquidas y orina agria y cervecera.
Sombra salió, entregó su ropa a la mujer, que la introdujo en la misma bolsa que sus objetos personales. Antes de entregar la cartera, la había ojeado, había pedido a la mujer que tuviese cuidado con ella, porque toda su vida estaba allí contenida. La mujer la había recibido asegurando que estaría completamente segura en sus manos. Preguntó a Chad si aquello era cierto y Chad, levantando la mirada del último papel por rellenar, aseguró que Liz decía la verdad, que hasta entonces nunca habían perdido las pertenencias de ningún recluso.
Sombra había deslizado en los calcetines las facturas por valor de cuatrocientos dólares que había sustraído de la cartera cuando se estaba cambiando, junto con el dólar de plata que había hecho desaparecer mientras se vaciaba los bolsillos.
Al salir, preguntó:
—¿Os importaría si sigo leyendo el libro?
—Lo siento, Mike, las reglas son las reglas —respondió Chad.
Liz colocó la bolsa con los objetos de Sombra en la habitación trasera. Chad dijo que dejaría a Sombra en las eficaces manos de la agente Bute. Liz parecía cansada e indiferente. Chad se marchó. Sonó el teléfono y Liz, la agente Bute, contestó.
—Sí, perfecto, no hay problema. Vale, no, no es ningún problema. De acuerdo. —Dejó el teléfono e hizo una mueca.
—¿Problemas?
—Sí, en realidad no. Más o menos. Mandan a alguien a recogerte desde Milwaukee.
—Y eso, ¿por que es un problema?
—Porque tengo que mantenerte aquí tres horas y esa celda está ocupada. El tío de ahí está bajo observación por suicidio y no te puedo poner con él. Tampoco merece la pena registrarte en la cárcel regional para sacarte dentro de tres horas y seguro que no quieres meterte aquí —señaló la celda vacía en la que se había cambiado de ropa— porque el baño está atascado y el olor es asqueroso, ¿no?
—Sí, era muy fuerte.
—Lo hago sólo por humanidad. Cuanto antes nos vayamos al nuevo edificio, mejor, yo ya no puedo esperar. Seguro que una de las mujeres que encerramos ayer tiró un tampón. Les digo que no lo hagan, para eso ya tenemos papeleras. Atascan las cañerías. Cada puto tampón que tiran en esa taza le cuesta al municipio cien dólares en facturas de fontanería. Te puedo tener fuera si te esposo, o te puedes meter en la celda, como prefieras.
—No es que me vuelvan loco, pero me quedo con las esposas.
Ella sacó un par de su cinturón y se palmeó la semiautomática como para recordarle que estaba allí.
—La manos en la espalda.
Las esposas le apretaban, tenía unas muñecas grandes. También le encadenó los tobillos y lo sentó en un banco en el extremo del mostrador junto a la pared.
—Si no me molestas, yo a ti tampoco. —Giró la televisión para que él también la pudiese ver.
—Gracias.
—Cuando tengamos las nuevas dependencias no habrá que hacer ninguna de estas tonterías.
El programa del sábado noche ya se había acabado y comenzó un episodio de Cheers. Sombra nunca había seguido la serie, sólo conocía un episodio, en el que la hija del entrenador va al bar, pero lo había visto varias veces. Se dio cuenta de que cuando ves un episodio de una serie que no sigues, siempre acabas encontrándote con el mismo una y otra vez, en años sucesivos. Pensó que podía tratarse de algún tipo de ley cósmica.
La agente Liz Bute se recostó en la silla, no roncaba abiertamente, pero tampoco estaba despierta, así que no advirtió que los chicos de Cheers dejaron de charlar, de soltar comentarios jocosos y simplemente empezaron a mirar fuera de la pantalla hacia Sombra.
Diana, la camarera rubia que se las daba de intelectual, fue la primera en hablar:
—Sombra, estábamos tan preocupados por ti. Habías desaparecido de la superficie de la tierra. Nos alegramos de volver a verte, incluso en reclusión y con vestimentas naranjas.
—Supongo que lo mejor que puedes hacer —pontificó Cliff, el aburrido de bar— es escaparte en la temporada de caza, cuando el resto del mundo también va vestido de naranja.
Sombra no abrió la boca.
—Ah, ya veo, te ha comido la lengua el gato, ¿eh? —interrumpió Diana—, pues no veas como nos lo hemos tenido que montar para encontrarte.
Sombra desvió la mirada. La agente Liz había empezado a roncar suavemente. Carla, la camarera bajita soltó:
—Eh, ¡cacho maricón! Interrumpimos esta emisión para enseñarte algo que va a hacer que te mees en las bragazas de nena frígida que llevas. ¿Estás listo?
La pantalla parpadeó y se fundió en negro. La expresión «en directo» apareció en blanco en la esquina inferior izquierda. Una voz en off femenina y amortiguada anunció:
—Evidentemente, no es demasiado tarde para sumarse al bando vencedor, pero, como ya sabe, tiene derecho a permanecer donde está. Ése es el sentido de ser estadounidense, ése es el milagro de los Estados Unidos. Después de todo, la libertad de credo significa que se es libre para equivocarse, al igual que la libertad de palabra otorga el derecho al silencio.
La película mostraba una escena en la calle. La cámara dio una sacudida hacia delante, como las de las cámaras de vídeo de mano de los documentales realistas.
Un hombre de cabello menguante, bronceado y con expresión algo avergonzada ocupaba toda la pantalla. Se encontraba de pie, apoyado contra una pared, bebiendo café a sorbos en una taza de plástico. Miró a la cámara y declaró:
—Los terroristas se esconden bajo arteras palabras, tales como «defensores de la libertad», pero tú y yo sabemos que son pura y simplemente despreciables asesinos y arriesgamos nuestras vidas para marcar la diferencia.
Sombra reconoció la voz: ya había estado en el interior de la cabeza de ese hombre una vez y, aunque desde dentro era una voz distinta, más profunda, más resonante, no dudo un momento en reconocer al señor Ciudad.
Las cámaras se alejaron para mostrar que el señor Ciudad estaba fuera de un edificio de ladrillo visto en alguna calle de los Estados Unidos. Sobre la puerta había un cartabón y un compás que enmarcaban la letra «G».
Alguien desde fuera de la pantalla informó:
—En posición.
—Vamos a ver si las cámaras de «dentro» funcionan —propuso la voz en off femenina.
Las palabras «en directo» continuaban parpadeando en la parte inferior izquierda de la pantalla. La película mostraba ahora el interior de una sala pequeña y mal iluminada. Había dos hombres sentados a una mesa en el extremo de la habitación. Uno de ellos estaba de espaldas a la cámara. La cámara se acercó rápida y torpemente a ellos. Durante un instante logró enfocarlos, pero después volvieron a desenfocarse. El hombre que estaba de cara a la cámara se levantó y comenzó a caminar como un tigre enjaulado. Era Wednesday. Parecía disfrutar de alguna forma de la situación. Cuando consiguieron enfocarlos el sonido apareció de golpe.
El hombre de espaldas a la pantalla decía:
—Os estamos ofreciendo la oportunidad de acabar con todo esto, aquí y ahora, sin más derramamiento de sangre, sin más violencia, sin perder más vidas. ¿No crees que eso ya merece ceder un poco?
Wednesday se detuvo y se volvió. La nariz le llameaba de ira.
—En primer lugar —gruñó— tenéis que entender que me estáis pidiendo que hable por todos nosotros, cosa que no tiene ningún sentido. En segundo lugar, ¿qué es lo que os hace pensar que me creo que vais a mantener vuestras promesas?
El hombre de espaldas a la cámara negó con la cabeza:
—Eres muy injusto contigo mismo. Está claro que vosotros no tenéis líderes, pero tú eres la persona a la que escuchan, a la que prestan atención. Y con respecto a que vayamos a cumplir los tratos, debo decir que estas conversaciones preliminares se están filmando y difundiendo en directo. —Señaló la cámara—. Algunos de los vuestros lo están viendo mientras hablamos, otros verán grabaciones. La cámara no miente.
—Todo el mundo miente.
Sombra reconoció la voz de hombre que daba la espalda a la cámara: era el señor Mundo, el que había hablado con Ciudad por el móvil mientras Sombra estaba en su cabeza.
—No crees que vayamos a respetar los tratos.
—Creo que hacéis promesas para romperlas y juramentos para violarlos, pero yo sí que mantendré mi palabra.
—No queremos correr riesgos, por eso hemos pactado una tregua. Debo advertirte, por cierto, que tu joven protegido vuelve a estar bajo nuestra custodia.
Wednesday resopló:
—No, no puede ser.
—Estamos discutiendo sobre las formas de lidiar con el futuro cambio de paradigma. No hace falta que sigamos siendo enemigos, ¿no crees?
Wednesday parecía muy afectado:
—Haré todo lo que este en mi mano...
Sombra se percató de que sucedía algo extraño con la imagen de Wednesday en la pantalla: había un reflejo rojo en su ojo izquierdo, el de cristal. El punto dejaba una estela fosforescente cuando Wednesday se movía y no parecía ser consciente de esto.
—Es un país lo suficiente grande —balbucía sumido en sus pensamientos. Movió la cabeza y el láser se deslizó hasta su mejilla. Después, volvió a colocarse sobre el ojo—. Hay bastante espacio...
Se produjo un estruendo amortiguado por los altavoces de la televisión y el lateral de la cabeza de Wednesday explotó. Su cuerpo se desplomó de espaldas.
El señor Mundo se puso en pie, siempre sin mirar a la cámara, y salió de la imagen.
—Repitamos la escena, esta vez a cámara lenta —dijo la voz del presentador reafirmándose.
Las palabras «en directo» se convirtieron en «repetición». Lentamente, el láser rojo volvió a apuntar y trazar la mota sobre el ojo de cristal de Wednesday y de nuevo su cabeza se disolvió en una nube de sangre. La imagen se congeló.
—Ciertamente éste sigue siendo el país de Dios —declamó el presentador igual que un periodista que redondea la última frase de su reportaje—. La cuestión es: ¿de qué dioses?
Otra voz, que a Sombra le pareció la del señor Mundo porque le resultaba igualmente familiar, anunció:
—Devolvemos la conexión a su programación habitual.
En Cheers, el entrenador aseguró que su hija era realmente una belleza, como su madre.
El teléfono sonó y la agente Liz se despertó sobresaltada. Lo cogió:
—Sí... vale... de acuerdo... sí.
Colgó el teléfono, se puso en pie e informó a Sombra:
—Voy a tener que meterte en la celda. No uses la taza. El departamento del sheriff de Lafayette vendrá a buscarte dentro de un momento.
Le quitó las esposas y grilletes y lo encerró en la celda. El hedor era aún peor con la puerta cerrada.
Sombra se sentó en la cama de hormigón, se sacó el dólar de plata del calcetín y comenzó a moverlo en distintas posiciones, del dedo a la palma, entre ambas manos, con el único objetivo de evitar que pudiese verlo alguien si mirase dentro de la celda. Era sólo por pasar el rato. Estaba aturdido.
De pronto, sintió una profunda nostalgia de Wednesday, añoraba su confianza, su actitud, su convicción.
Abrió la mano y miró la imagen de la estatua de la libertad, un perfil de plata. Cerró los dedos sobre la moneda y la sujetó con fuerza. Se preguntaba si acabaría siendo uno de esos condenados a muerte por algo que no han hecho, si es que conseguía llegar tan lejos. Por lo que había visto del señor Mundo y del señor Ciudad, no iban a tener muchos problemas para sacarlo del sistema. Quizá sufriese un desafortunado accidente de camino a la próxima prisión. Tampoco le parecía improbable que le pegaran un tiro mientras intentaba escapar.
Al otro lado del cristal se empezó a sentir movimiento: la agente Liz entró de nuevo, apretó un botón y se abrió una puerta que Sombra no podía ver, por la que pasó un agente con un uniforme pardo de sheriff, que se dirigió al mostrador con prisa.
Sombra se volvió a deslizar la moneda en el calcetín. El nuevo suplente del sheriff sacó unos papeles, Liz les echó una ojeada y los firmó. Vino Chad Mulligan, le dijo unas palabras al nuevo, abrió la puerta de la celda y se metió dentro.
—Bueno, han venido unos tíos a buscarte. Parece que eres una cuestión de seguridad nacional.
—Será una portada estupenda para el Lakeside News.
Chad lo miró inexpresivo.
—¿Que han cogido a un vagabundo por violar la condicional? No es una gran noticia.
—¿Así que eso es todo?
—Eso es lo que me han dicho.
Esta vez Sombra alargó las manos hacia delante y Chad le esposó. Le encadenó los tobillos y unió las esposas de las manos con los grilletes de las piernas.
Sombra pensó: «Me van a sacar. Quizá pueda escaparme... con grilletes, esposas y estas ropas tan ligeras y naranjas fuera en la nieve». Ya en el momento de pensarlo era consciente de lo estúpido y desesperado que resultaba.
Chad lo acompañó a la oficina. Liz apagó la televisión. El suplente lo miró de arriba abajo.
—Es un tipo bastante grande —le comentó a Chad. Liz le pasó al nuevo suplente la bolsa de papel con las pertenencias de Sombra y el firmó que la había recogido.
Chad miró a Sombra y después al suplente. Se dirigió al suplente con calma pero en una voz lo suficientemente alta como para que Sombra pudiese oírle.
—Oiga, sólo quiero dejar constancia de que no me gusta cómo están llevando este asunto.
El suplente asintió.
—Tendrá que ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. Nuestro trabajo sólo consiste en transportarlo.
Chad puso cara de malhumor. Se volvió hacia Sombra.
—Bien, por esa puerta hasta el portalón.
—¿El qué?
—Ahí fuera, donde está el coche.
Liz abrió las puertas.
—Quiero ese uniforme de vuelta —le dijo al suplente—. La última vez que enviamos a un preso a Lafayette, nos quedamos sin uniforme y eso le cuesta dinero al municipio.
Condujeron a Sombra fuera, al portalón, donde un coche descansaba indolente. No era un vehiculo del departamento del sheriff, sino un turismo negro. Otro agente, un tipo blanco, de pelo gris y con bigote, estaba junto al coche fumando un cigarrillo. Al acercarse, lo aplastó con un pie y le abrió a Sombra la puerta trasera.
Sombra tomó asiento con dificultad, porque sus movimientos estaban impedidos por las esposas y los grilletes. No había reja entre los asientos delanteros y los traseros.
Los dos agentes se subieron delante. El negro puso en marcha el motor. Esperaron a que abrieran el portalón.
—Venga, venga —decía el negro con los dedos tamborileando sobre el volante.
Chad Mulligan llamó a la ventanilla. El agente blanco miró al conductor y después la bajó.
—Creo que esto está mal —insistió Chad—; sólo quería decir esto.
—Tendremos en cuenta sus comentarios y se los haremos llegar a las autoridades competentes —respondió el conductor.
Se abrieron las puertas al mundo exterior. La nieve continuaba cayendo en remolinos frente a las luces del coche. Aceleraron y volvieron en dirección a la calle principal.
—¿Has oído lo de Wednesday? —preguntó el conductor. Su voz sonaba en ese momento más vieja, diferente y familiar—. Ha muerto.
—Sí, lo sé. Lo he visto por la tele.
—Esos cabrones —exclamó el agente blanco. Era lo primero que decía; su voz era sonora, con un fuerte acento y, al igual que la del conductor, era una voz que Sombra conocía—. Te lo digo yo, son unos cabrones.
—Gracias por venir a buscarme.
—De nada —contestó el conductor. A la luz de un coche que venía de frente, su cara aún tenia un aspecto más envejecido. También parecía haber menguado de tamaño. La última vez que Sombra lo había visto llevaba unos guantes de color amarillo limón y una chaqueta a cuadros—. Estábamos en Milwaukee. Hemos tenido que conducir como locos desde que nos llamó Ibis.
—¿Te creias que íbamos a dejar que te llevasen a la silla eléctrica cuando yo todavía estoy esperando para romperte el cráneo con mi maza? —preguntó el agente blanco tristemente, rebuscando en el bolsillo un paquete de cigarros. Tenía acento de Europa del Este.
—Dentro de una hora más o menos destaparán toda la mierda —predijo el señor Nancy, que cada vez iba adoptando más su propio aspecto—, cuando vayan a buscarte los de verdad. Tenemos que parar antes de llegar a la autopista 53 para quitarte los grilletes y volver a ponerte tu ropa. —Chernobog agitó unas llaves para esposas y sonrió.
—Me gusta el bigote, te queda bien —le dijo Sombra.
Chernobog se lo acarició con un dedo amarillento.
—Gracias.
—Wednesday, ¿de verdad está muerto? No es ningún truco, ¿no?
Se dio cuenta de que, por estúpido que pudiese resultar, se había estado aferrando a algún tipo de esperanza, pero la expresión de la cara de Nancy le comunicó todo lo que necesitaba saber para perderla.
VIAJE A AMÉRICA
14.000 a.C.
Hacía un gélido frío y reinaban las tinieblas cuando la visión le alcanzó, porque allá en el norte la luz diurna era tan sólo una fracción de gris pálido entre dos oscuridades: el día que llega y se va.
Eran una tribu de nómadas de las estepas, de un tamaño no muy grande para las escalas de la época. Poseían un dios que consistía en el cráneo de un mamut y su piel transformada en una pesada capa. Lo llamaban Nunyunnini. Cuando no viajaban descansaba sobre una estructura de madera de la altura de un hombre.
Ella era la mujer santa de la tribu, la guardiana de sus secretos, y su nombre era Atsula, la raposa. Atsula caminaba ante los dos hombres de la tribu que transportaban su dios sobre dos largos palos y envuelto en pieles de oso, para que no fuese mancillado por ojos profanos, para que no pudiesen verlo en los momentos en que no estaba consagrado.
Vagaban por la tundra en tiendas. La mejor de ellas estaba confeccionada con piel de caribú, era la tienda sagrada y estaba ocupada por cuatro personas: Atsula, la sacerdotisa, Gugwei, el más viejo de la tribu, Yanu, el líder en tiempos de guerra, y Kalanu, la exploradora. Ella los había congregado allí el día de su visión.
Atsula echó un poco de liquen al fuego, después añadió unas hojas secas con su marchita mano izquierda. Las hojas desprendían un humo gris que escocía en los ojos y emitía un olor penetrante y extraño. Después tomó un tazón de madera de una repisa también de madera y se lo pasó a Gugwei. El tazón estaba medio lleno de un líquido amarillento y oscuro.
Atsula había encontrado las setas de siete motas que sólo una auténtica mujer santa podia descubrir, las había recogido en la oscuridad de la luna y las había secado en una cuerda hecha de cartílago de ciervo.
El día anterior, antes de acostarse, había comido las tres copas de las setas secas. Sus sueños se habían poblado de temores y confusión, de luces brillantes que se movían deprisa, de riscos que contenían luces y que apuntaban hacia lo alto como carámbanos. En medio de la noche se había despertado sudorosa y con necesidad de hacer aguas. Se había arrodillado sobre el tazón de madera y lo había llenado de orina. Después, lo había colocado fuera de la tienda, en la nieve, y había vuelto a dormir.
Al levantarse, había extraído los fragmentos de hielo del tazón de madera y había reservado un liquido más oscuro, más concentrado.
Ése era el líquido que pasaba, primero a Gugwei, después a Yanu y a Kalanu. Cada uno de ellos tomó un gran trago del liquido y Atsula tomó el suyo al final. Lo tragó y vertió los restos en el suelo frente a su dios, una libación a Nuyunnini.
Permanecieron sentados en la tienda llena de humo a la espera de que su dios comenzase a hablar. Fuera, en la oscuridad, el viento gemía.
Kalanu, la exploradora, era una mujer que vestía y caminaba como un hombre, incluso había tomado como esposa a Dalani una doncella de catorce años. Kalanu cerró los ojos con fuerza, se levantó y se acercó al cráneo de mamut. Se echó la capa de piel de mamut sobre los hombros y se colocó de forma que su cabeza quedase en el interior del cráneo de mamut.
—Hay algo maligno en la tierra —proclamó Nuyunnini con la voz de la mujer—. Un mal de tal magnitud que si permanecéis aquí, en la tierra de vuestras madres y de las madres de vuestras madres, todos pereceréis.
Los tres que escuchaban lanzaron un gruñido.
—¿Son los cazadores de esclavos? ¿O los grandes lobos? —preguntó Gugwei, que tenía una larga cabellera blanca y el rostro tan sembrado de pecas como la grisácea corteza del espino.
—No son cazadores de esclavos —respondió Nuyunnini, la piel paleolítica—. No son grandes lobos.
—¿Acaso es una hambruna? ¿Una hambruna está a punto de alcanzarnos? —inquirió Gugwei.
Nuyunnini estaba en silencio. Kalanu salió del cráneo y quedo esperando junto a los demás.
Gugwei se puso la capa de piel de mamut e introdujo la cabeza en el cráneo.
—No se trata de una hambruna como las que conocéis —fue la respuesta de Nuyunnini por boca de Gugwei—, aunque vendrá seguida de un periodo de escasez.
—Entonces, ¿qué es? —interrogó Yanu—. No tengo miedo, lucharé contra lo que sea. Tenemos lanzas y lanzaremos piedras. Incluso si cien guerreros poderosos nos atacaran, venceríamos: los conduciríamos a las marismas y abriríamos sus cabezas con nuestros pedernales.
—No se trata de nada humano —dijo Nuyunnini con la cascada voz de Gugwei—. Descenderá desde los cielos y ninguna de vuestras lanzas o piedras os podrá defender.
—¿Cómo podremos protegernos? —suplicó Atsula—. He contemplado llamas ardiendo en el cielo. He oído un estruendo mayor que diez truenos. He visto los bosques desaparecer y los ríos hervir.
—Ay... —gimió Nuyunnini, pero sin decir otra palabra. Gugwei salió del cráneo, inclinándose con dificultad por su avanzada edad, por sus hinchadas y agarrotadas articulaciones.
Todo permaneció en silencio. Atsula echó más hojas al fuego y el humo hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas.
Entonces, Yanu fue hasta la cabeza de mamut tranquilamente, se puso la capa sobre sus anchos hombros y metió la cabeza en el cráneo. Su voz retumbaba.
—Debéis partir —dijo Nuyunnini—, debéis dirigiros hacia el Sol, al lugar en que nace, y allí hallaréis una nueva tierra en la que vivir tranquilamente. El viaje será largo: la Luna se llenará y vaciará, morirá y renacerá, dos veces, encontrareis cazadores de esclavos y bestias, pero yo os guiaré y os mantendré a salvo si viajáis hacia el amanecer.
Atsula dio una patada al suelo de barro y exclamó:
—No. —Podía sentir cómo el dios la miraba—. No. Eres un mal dios por pedirnos esto. Moriremos. Moriremos todos y después ¿quién quedará para llevarte de loma en loma, para plantar tu tienda, para engrasar tus grandes colmillos?
El dios no respondió. Atsula tomó el lugar de Yanu y su rostro aparecía entre los amarillentos huesos de mamut.
—Atsula no tiene fe —dijo Nayunnini con su voz—. Atsula ha de morir antes de que los demás entréis en la nueva tierra, pero todo el resto vivirá. Confiad en mí: hay una tierra despoblada de hombres a oriente. Que esta tierra sea vuestra tierra y la tierra de vuestros hijos y de los hijos de vuestros hijos durante siete generaciones y siete veces siete. De no haber sido por la descreencia de Atsula habría sido vuestra para siempre. Por la mañana, recoged vuestras tiendas y pertenencias y marchad hacia el amanecer.
Gugwei, Yanu y Kalanu inclinaron sus cabezas y reverenciaron el poder y la sabiduría de Nuyunnini.
La Luna creció y menguó, creció y menguó de nuevo. Las gentes de la tribu marcharon hacia el este, hacia el amanecer, luchando contra vientos gélidos que dejaban insensible su piel desnuda. Nuyunnini había dicho la verdad: no perdieron a nadie durante el viaje, salvo a una mujer embarazada y las mujeres embarazadas pertenecen a la Luna, no a Nuyunnini.
Cruzaron el puente de tierra.
Kalanu los había dejado con las primeras luces para explorar el camino. El cielo ya estaba oscuro y Kalanu no había vuelto. El cielo nocturno estaba poblado de luces, que se unían, cintilaban, serpenteaban, cambiaban y vibraban, luces blancas, verdes, violetas y rojas. Atsula y su gente ya habían visto las luces del norte otras veces, pero les continuaban atemorizando y esta manifestación era inaudita.
Kalanu volvió a su lado mientras las luces del cielo tomaban formas y fluían.
—A veces —le confesó a Atsula— siento que podría simplemente abrir los brazos y caerme en el cielo.
—Eso es porque eres exploradora —respondió Atsula, la sacerdotisa—. El día que mueras caerás en el cielo y te convertirás en una estrella, para guiarnos igual que nos guiabas en vida.
—Hay unos acantilados de hielo al este, unos acantilados muy escarpados —explicó Kalanu, que llevaba su pelo, del negro del cuervo, largo como lo llevaría un hombre— . Podremos subir por ellos, pero tardaremos muchos días.
—Nos conducirás sanos y salvos. Yo moriré al pie de los acantilados y ése será el sacrificio que os llevará a las nuevas tierras.
Al oeste, en las tierras de las que venían, donde el sol se había puesto horas atrás, se produjo un estallido de una perturbadora luz amarilla, más brillante que el rayo, más luminoso que la luz del día. Era una explosión de puro brillo que obligó a las gentes que estaban en el puente de tierra a taparse los ojos y gritar. Los niños comenzaron a gemir.
—Ésta es la desgracia contra la que nos había prevenido Nuyunnini —exclamó el viejo Gugwei—. Es un dios sabio y poderoso.
—Es el mejor de los dioses —aseguró Kalanu—. En nuestras nuevas tierras lo colocaremos en alto, limpiaremos sus colmillos con grasa animal y de pescado, contaremos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos hasta su séptima generación que Nuyunnini es el dios más poderoso y así nunca será olvidado.
—Los dioses son grandiosos —dijo Atsula despacio, como impartiendo un gran secreto—. Pero más grandioso es el corazón, porque es en nuestro corazón donde los dioses nacen y a nuestros corazones han de regresar...
No se puede asegurar adonde habría conducido esta blasfemia, porque se vio interrumpida de una forma que no admitía discusión.
El rugido que provenía de occidente era tan intenso que los oídos les sangraron. Durante un tiempo no pudieron oír. Quedaron temporalmente ciegos y sordos, pero estaban vivos y conscientes de que tenían más suerte que las tribus del oeste.
—Es bueno —dijo Atsula, pero ni siquiera fue capaz de oír estas palabras dentro de su cabeza.
Atsula falleció al pie de los acantilados, cuando el sol primaveral se encontraba en su zenit. No vivió para ver el Nuevo Mundo y la tribu entró en estas tierras sin mujer santa.
Escalaron los acantilados, marcharon hacia el sur y el oeste, hasta encontrar un valle de agua fresca y ríos que rebosaban peces plateados y ciervos que al no haber visto nunca antes un ser humano, eran tan mansos se debía escupir y pedir perdón a sus espíritus antes de darles muerte.
Dalani concibió tres hijos, por lo que algunos murmuraron que Kalanu había llevado a cabo una magia definitiva y podia practicar la cosa de hombre con su esposa, pero otros comentaron que Gugwei no era tan viejo como para no poder acompañar a una joven dama cuando su marido estaba ausente y lo cierto es que, desde que Gugwei murió, Dalani no continuó teniendo descendencia.
Llegó la edad de hielo y pasó la edad de hielo, la gente se diseminó por la tierra y formó nuevas tribus y escogió nuevos tótems: cuervos y zorros y osos y grandes felinos y búfalos, cada una de ellas, un animal que marcase su identidad tribal, cada animal un dios.
Como los mamuts de las nuevas tierras eran mayores, más lentos y menos inteligentes que los de las estepas siberianas y allí no crecían las setas de siete motas, Nuyunnini no siguió hablando a la tribu.
En los días de los nietos de los nietos de Dalani y Kalanu, un grupo de guerreros miembros de una tribu próspera que volvían de una expedición de caza de esclavos al norte de sus tierras, encontraron el valle de las primeras gentes: mataron a la mayoría de los hombres y capturaron a las mujeres y a muchos de los niños.
Uno de los niños, esperando clemencia, los llevó a una cueva en las montañas donde había un cráneo de mamut, los jirones de una capa de piel, un tazón de madera y la cabeza embalsamada de Atsula el Oráculo. Algunos de los guerreros de la nueva tribu estaban a favor de llevarse los objetos, sagrados, robar los dioses de las primeras gentes y así hacerse con su poder, pero otros advirtieron de que no atraerían sino una suerte adversa y el rencor de su propio dios, porque estas nuevas gentes pertenecían a una tribu de cuervos y los cuervos son dioses celosos.
Así pues, arrojaron los objetos a un profundo barranco y se llevaron a los supervivientes de las primeras gentes en su largo viaje al sur. Las tribus de cuervos y las de zorros se fueron haciendo más y más poderosas y pronto Nuyunnini acabó completamente olvidado.
TERCERA PARTE
EL MOMENTO DE LA TORMENTA
CAPITULO DECIMOCUARTO
La gente vive en la oscuridad, no sabe qué hacer.
Yo tenia una linterna pequeña, pero también se fundió.
Alargo la mano. Espero que tu también estés.
Sólo quiero estar contigo en la oscuridad.
—Greg Brown, in the Dark with You.
Cambiaron los coches a las cinco de la madrugada en Minneapolis, en el aparcamiento del aeropuerto. Subieron hasta el último piso del edificio del aparcamiento que estaba al aire libre.
Sombra sacó el uniforme anaranjado, las esposas y las maniotas para los pies, lo metió en la bolsa de papel marrón que había contenido por muy poco tiempo todas sus posesiones, lo dobló todo y lo tiró a la basura. Habían estado esperando diez minutos cuando un joven con el pecho como un barril salió de una puerta del aeropuerto y se dirigió hacia ellos. Estaba comiendo patatas fritas del Burger King. Sombra lo reconoció inmediatamente: era el tipo que se había sentado en el asiento trasero del coche cuando salieron de la Casa de la Roca y cuyo tarareo hacia que el coche retumbara. Llevaba una barba canosa que antes no tenía y que le hacía parecer mayor.
El hombre se limpió la grasa de las manos en los vaqueros y le dio la mano a Sombra.
—Me he enterado de que el Creador ha muerto —dijo— . Lo pagarán... y muy caro.
—¿Wednesday era tu padre? —preguntó Sombra.
—Era el Creador —dijo el hombre. Su voz profunda se le agarró a la garganta—. Diles, diles que cuando estemos necesitados mi gente estará ahí.
Chernobog se sacó una brizna de tabaco de entre los dientes y la escupió sobre la nieve fangosa.
—¿Y cuántos sois? ¿Diez? ¿Veinte?
La barba del hombre del pecho barril se erizó.
—¿No son suficientes diez de los nuestros por cien de los suyos? ¿Quién lucharía en contra de ni tan sólo uno de mis colegas? Pero somos muchos más en las afueras de las ciudades. Hay algunos en las montañas. Otros en Catskill y unos pocos viven en las ciudades carnavalescas de Florida. Conservan las hachas afiladas. Vendrán si les llamamos.
—Hazlo tu, Elvis —dijo el señor Nancy, o al menos Sombra pensó que le había llamado así. Nancy había cambiado su uniforme de ayudante por una chaqueta gruesa marrón, unos pantalones de pana y unos mocasines marrones.
—Llámales. Es lo que hubiera querido ese viejo cabrón.
—Ellos lo traicionaron. Ellos lo mataron. Me reí de Wednesday pero estaba equivocado. Nadie de nosotros está a salvo —dijo el joven de nombre parecido a Elvis—. Pero tu puedes confiar en nosotros —Le dio unos golpecitos a Sombra en el hombro que casi le tumban. Fue como si le dieran unos toquecitos en el hombro con una bola de demolición.
Chernobog había estado observando el aparcamiento.
—Me vais a perdonar pero, ¿cuál es nuestro coche nuevo? —preguntó.
El hombre del pecho barril lo señaló.
—Está allí —dijo.
Era una furgoneta Volskwagen de los 70. Tenía una pegatina del arco iris en la luneta.
—Es un vehículo excelente, es lo último que esperarán verte conducir.
Chernobog lo observó. Entonces empezó a toser, una tos de perro viejo y fumador de las cinco de la madrugada. Carraspeó y escupió. Se dio un masaje en el pecho para aliviar el dolor.
—Sí, es lo último que se esperan. ¿Y qué pasará cuando la policía nos pare para buscar hippies y costo, eh? No hemos venido para conducir la furgoneta mágica sino para pasar desapercibidos.
El hombre barbudo abrió la puerta del coche.
—Te miran, ven que no sois hippies y os dicen adiós. Es el disfraz perfecto. Y es lo único que he podido encontrar.
Chernobog parecía estar dispuesto a seguir con la discusión pero el señor Nancy intervino con sutileza.
—Elvis, has venido hasta aquí por nosotros. Te estamos muy agradecidos. Ahora el coche tiene que volver a Chicago.
—Lo dejaremos en Bloomington —dijo el hombre de barba. Los lobos se harán cargo de él. No lo pienses más—. Se volvió hacia Sombra—. De nuevo te has ganado mi simpatía y comparto tu dolor. Buena suerte. Y si te toca hacer vigilia te ganarás también mi devoción. —Le estrechó la mano con su manaza de jugador de béisbol haciéndole daño.
—Reconocerás el cuerpo nada más verlo. Dile que Alvis hijo de Vindalf seguirá venerándolo.
La furgoneta olía a pachulí, a incienso pasado y a tabaco de liar. Había una moqueta rosa palo pegada al suelo y a las paredes.
—¿Quién era? —preguntó Sombra mientras chirriaba el cambio de marcha al bajar por la rampa.
—Lo acaba de decir: Alvis, hijo de Vindalf. Es el rey de los enanos. El más grande, poderoso e importante de los enanos.
—Pero él no es un enano —señaló Sombra—. ¿Cuánto mide? ¿Uno setenta? ¿Uno setenta y cinco?
—Lo que le convierte en un gigante entre los enanos —dijo Chernobog desde atrás—. El enano más alto de América.
—¿Qué era eso de la vigilia? —dijo Sombra.
—Los dos hombres mayores no dijeron nada. Sombra miró al señor Nancy, que miraba por la ventana.
—No tendrás que hacerlo —dijo Chernobog desde el asiento trasero.
—¿Hacer el qué?
—La vigilia. Habla demasiado. Todos los enanos hablan demasiado. Ni siquiera lo pienses. Mejor, olvídate.
Conducir hacia el sur era como viajar en una máquina del tiempo hacia el futuro. La nieve se fundía lentamente y a la mañana siguiente cuando llegaron a Kentucky había desaparecido por completo. El invierno ya había acabado y la primavera se abría paso. Sombra empezó a preguntarse si existía alguna regla que lo explicara: quizá cada cien kilómetros recorridos al sur les hacía ganar un día.
No le planteó su duda a nadie, además el señor Nancy dormía en el asiento del copiloto y Chernobog roncaba sin parar en el de atrás.
En ese momento el tiempo parecía un producto flexible de su imaginación, una ilusión que se figuraba mientras conducía. Se percató de que empezaba a fijarse dolorosamente en los animales y pájaros a su alrededor: vio los cuervos al margen de la carretera o en la calzada, picoteando animales atropellados; bandadas de pájaros que revoloteaban por los cielos dibujando formas casi con sentido; gatos que les escrutaban desde los jardines y los postes de las verjas.
Chernobog se despertó de un resoplo y se incorporó lentamente.
—He tenido un sueño raro —dijo—. He soñado que en verdad soy Bielebou. Que ya para siempre el mundo imagina que somos dos, el dios de la luz y el de las tinieblas, pero que somos los dos viejos. Me doy cuenta de que era yo todo el tiempo, les daba regalos, me quitaban los míos.
Rompió el filtro de un Lucky Strike se puso el cigarrillo en la boca y lo encendió.
Sombra bajó la ventanilla.
—¿No te preocupa el cáncer de pulmón? —preguntó.
—Soy el cáncer —dijo Chernobog—. No me asusto de mí mismo.
—Los tipos como nosotros no tenemos cáncer. Ni arteriesclerosis, ni Parkinson, ni la sífilis. Somos huesos duros de roer —dijo Nancy.
—Han matado a Wednesday —dijo Sombra.
Paró a poner gasolina y luego aparcó en el restaurante de al lado para un desayuno temprano. Cuando entraron, la cabina empezó a sonar.
Le pidieron a una viejecita de sonrisa preocupada, que estaba sentada leyendo una edición de bolsillo de What My Heart Meant de Jenny Kerton. La mujer suspiró y se dirigió hacia el teléfono, lo cogió y dijo:
—¿Sí? —Entonces se giró—. Si, parece que están aquí. Espere un momento.
Caminó hacia el señor Nancy.
—Es para usted —dijo.
—Vale —dijo el señor Nancy—. Ahora asegúrese de que las patatas salgan crujientes de verdad. —Se dirigió a la cabina—. Soy él.
—¿Y qué le hace pensar que soy lo bastante tonto como para creerle? —dijo.
—Puedo encontrarlo —dijo—. Sé donde está.
—Sí —dijo—. Claro que lo queremos. Sabe que lo queremos y yo sé que quieren deshacerse de él. Así que no juegue conmigo.
Colgó y volvió a la mesa.
—¿Quién era? —preguntó Sombra.
—No me lo ha dicho.
—¿Qué querían?
—Nos proponía una tregua mientras entregan el cadáver.
—Mienten —dijo Chernobog—. Quieren engatusarnos y luego matarnos, como hicieron con Wednesday. Es lo que yo solía hacer —añadió con un tono triste de orgullo.
—Está en territorio neutral —dijo Nancy—. Neutral del todo.
Chernobog se rió y sonó como si agitara un cráneo seco con una bola de metal dentro.
—Solía decir eso también. Venid a una zona neutral, diría, y después en la oscuridad saldríamos y los mataríamos a todos. Aquellos eran buenos tiempos.
El señor Nancy se encogió de hombros. Empezó a engullir las patatas fritas y sonrió con aprobación.
—Mmmm... estas patatas están de vicio —dijo.
—No podemos fiarnos de esa gente —dijo Sombra.
—Escucha, soy mayor que tú, soy más listo y estoy mejor que tú —dijo el señor Nancy mientras abría el bote de ketchup y embadurnaba las patatas quemadas—. Puedo tirarme a más tías en una tarde que tú en un año. Bailo como un ángel, peleo como un oso en captura, me organizo mejor que un zorro, canto como un ruiseñor...
—¿Y?
Los ojos de Nancy se posaron en los de Sombra.
—Y necesitan deshacerse del cuerpo tanto como nosotros necesitamos hacernos con él.
—No existe ese sitio neutral —dijo Chernobog.
—Hay uno —dijo el señor Nancy—. En el centro.
Lo menos que se puede decir sobre la determinación de un lugar neutral es que puede ser muy problemático. Con seres vivos —gente, por ejemplo, o continentes— el problema se hace intangible: ¿Cuál es el centro de un hombre? ¿Dónde está el centro de un sueño? Y en el caso del continente de los Estados Unidos, ¿se cuenta Alaska cuando intentas definir donde se halla el centro? ¿Y Hawaii?
Cuando empezó el siglo XX, se hizo una gran maqueta de cartón de los EE.UU., y para establecer el centro lo pusieron sobre un alfiler hasta que encontraron el punto donde se mantenía solo en equilibrio.
Difícil de acertar: el centro exacto de los Estados Unidos estaba a unos cuantos kilómetros de Lebanon, Kansas, en la granja de cerdos de Johnny Grib. En la década de 1930 los habitantes de Lebanon estuvieron a punto de erigir un monumento en medio de la granja, pero Johnny Grib dijo que no quería que miles de turistas pisotearan todo y molestaran a los cerdos. Así que lo plantaron en el centro geográfico del país a tres kilómetros de la ciudad. Construyeron un parque, un monumento de piedra con una placa de latón. Asfaltaron la carretera que venía de la ciudad y con la esperanza de una avalancha de turistas construyeron un motel al lado. Esperaron.
Los turistas no llegaron. No fue nadie.
Ahora es un triste parquecito con una capilla móvil que ni siquiera serviría para celebrar un funeral íntimo y un motel con ventanas que parecen ojos muertos.
—Es por lo que —concluyó el señor Nancy al entrar en Humansville, Missouri (1084 habitantes)— en el centro exacto de América es un pequeño parque ruinoso, con una iglesia vacía, una pila de piedras y un motel abandonado.
—Una granja de cerdos —dijo Chernobog—. Acabas de decir que el centro exacto de América era una granja de cerdos.
—No se trata de lo que sea —dijo el señor Nancy—. Se trata de lo que la gente cree que es. Eso es lo importante. La gente sólo lucha por cosas imaginarias.
—¿Mi tipo de gente? —dijo Sombra—. ¿O tu tipo de gente?
Nancy no dijo nada. Chernobog emitió un sonido entre gruñido y carcajada.
Sombra intentó acomodarse en la parte trasera de la furgoneta. Había dormido muy poco. Le rondaba un mal presentimiento por la boca del estómago. Peor que los sentimientos que le invadían en la cárcel, peor que el que tuvo cuando Laura le contó lo del robo. Era algo malo. Le picaba la nuca, se mareaba de vez en cuando, se asustó.
Ya estaban en Humansville. El señor Nancy aparcó delante del supermercado y entró seguido de Sombra. Chernobog esperó en el aparcamiento fumando un cigarrillo.
Había un chaval rubio, no muy mayor, reponiendo la estantería de los cereales para el desayuno.
—¡Eh! —dijo el señor Nancy.
—¡Eh! —dijo el joven—. ¿Es verdad, no? ¿Lo han matado?
—Sí —dijo el señor Nancy—. Lo han matado.
El chaval puso algunas cajas de Captain Crunch en la estantería.
—Se creen que pueden aplastarnos como a cucarachas —dijo. Tenía una pulsera de plata mate en la muñeca—. No nos machacarán tan fácilmente, ¿verdad?
—No —dijo el señor Nancy—. No lo harán.
—Estaré ahí, señor —dijo el joven de ojos azules ardientes.
—Lo sé, Gwydion —dijo el señor Nancy.
El señor Nancy compró varias botellas de cola, un paquete de seis rollos de papel de váter, un paquete de tabaco negro con una pinta de mil demonios, unos cuantos plátanos y un paquete de chicles Doublemint.
—Es un buen tipo. Vino en el siglo XVII. Galés.
La furgoneta deambuló primero hacia el oeste y luego hacia el norte. El final muerto del invierno volvió a ganar el pulso a la primavera. Kansas era un lugar gris de nubes desamparadas y tristes, ventanas vacías y corazones perdidos. Sombra se había vuelto adicto a la caza de emisoras de radio. Tenía que tener en cuenta los gustos del señor Nancy, al que le gustaban los programas de tertulia y la música de baile, y de Chernobog, que prefería la música clásica cuanto más lúgubre mejor y las emisoras religiosas evangélicas más radicales. Sombra prefería las canciones de su época.
Al final de la tarde pararon a petición de Chernobog en las afueras de Cherryvale, Kansas (2.464 habitantes). Chernobog les dirigió hacia un prado. Todavía quedaba nieve en los árboles y la hierba tenia un color sucio.
—Esperad aquí —dijo Chernobog.
Caminó solo hasta el centro del prado. Se quedó allí durante un tiempo, a la merced de los vientos de finales de febrero. Al principio inclinó la cabeza y luego empezó a gesticular.
—Parece que esté hablando con alguien —dijo Sombra.
—Fantasmas —dijo el señor Nancy—. Lo trajeron en barco hasta aquí, hace más de cien años. Le hicieron el sacrificio de la sangre y le derramaron libaciones con un martillo. Después de un tiempo los amigos de la ciudad se preguntaban por qué los muchos extranjeros que pasaban por allí no volvían. Aquí es donde ocultaban algunos de los cuerpos.
Chernobog volvió del centro del prado. Su bigote parecía más oscuro y tenía mechones negros en el pelo gris. Sonrió enseñando su diente de hierro.
—Me siento bien. Ahhh. Algunas cosas perduran y la sangre, lo que más.
Caminaron por el prado hasta donde habían aparcado. Chernobog encendió un cigarrillo pero no tosió.
—Lo hicieron con el martillo —dijo—. Votan hablaría de la horca y la lanza, pero para mí es diferente... —Levantó un dedo amarilleado por la nicotina y lo hundió con fuerza en el centro de la frente de Sombra.
—No hagas eso por favor —dijo Sombra educadamente.
—«No hagas eso por favor» —repitió en tono burlón Chernobog—. Un día sacaré mi martillo y te haré mucho más daño amigo, recuérdalo.
—Sí —dijo Sombra—, pero si me vuelves a poner el dedo en la frente te partiré la mano.
Chernobog gruñó y a continuación dijo:
—La gente del lugar debería estar agradecida. Hubo tal auge de fuerza. Incluso treinta años después de que obligaran a mi gente a esconderse, esta tierra, esta misma tierra dio a la mejor estrella del celuloide de todos los tiempos. Fue la mejor de todas las actrices.
—¿Judy Garland? —preguntó Sombra.
Chernobog movió la cabeza de manera cortante.
—Está hablando de Louise Brooks —dijo Nancy.
—Pues mira, cuando Wednesday fue a hablar con ellos lo hizo durante la tregua —dijo Sombra en vez de preguntar quien era Louise Brooks.
—Sí.
—Y ahora vamos a arrebatarles el cuerpo de Wednesday como tregua.
—Sí.
—Y sabemos que me quieren muerto o fuera de su camino.
—Nos quieren a todos muertos —dijo Nancy.
—Lo que no entiendo es por qué pensamos que están jugando limpio esta vez cuando no lo hicieron con Wednesday.
—Por eso —dijo Chernobog— es por lo que quedamos en el centro. Es... —Frunció el ceño—. ¿Cómo se dice? ¿El antónimo de sagrado?
—Profano —dijo Sombra sin pensar.
—No —dijo Chernobog—. Quiero decir cuando un sitio es menos sagrado que otro. O de un sagrado negativo. Lugares donde no se pueden construir templos, lugares a los que la gente no iría y de los que se iría lo antes posible. Lugares en los que los dioses sólo caminan si les obligan.
—No sé —dijo Sombra—. No creo que exista una palabra para esos sitios.
—Toda América es algo así —dijo Chernobog—. Por eso no somos bienvenidos. Pero el centro... el centro es peor. Es como un campo de minas; todos pisamos con sumo cuidado para intentar romper la tregua.
Ya habían llegado a la furgoneta Volskwagen. Chernobog le dio unas palmaditas en el brazo a Sombra.
—No te preocupes —dijo con una tranquilidad siniestra—. Nadie va a matarte. Nadie excepto yo.
Sombra encontró el centro de América por la tarde ese mismo día, antes de que anocheciera por completo. Estaba en una pequeña colina al noreste de Lebanon. Condujo por el parque colindante, pasó la capilla móvil y el monumento de piedra y cuando Sombra vio el hotel de una planta años cincuenta en un extremo del parque se le encogió el corazón. Había un Humvee negro aparcado delante. Parecía un jeep reflejado en un espejo de feria, tan achatado, feo e inútil como un coche blindado. No había ninguna luz encendida dentro del edificio.
Aparcaron al lado del motel y al hacerlo un hombre con uniforme y gorra de chófer salió el edificio y los faros de la furgoneta le iluminaron. Les saludó con la gorra educadamente, se subió en el coche y se fue.
—Coche grande, polla pequeña —dijo el señor Nancy.
—¿Crees que tienen camas aquí? —preguntó Sombra—. Hace días que no veo una. Parece que vayan a demoler este sitio en cualquier momento.
—Los dueños son unos cazadores de Texas —dijo el señor Nancy—. Vienen una vez al año para evitar que el sitio se eche a perder. Mierda, si supiera lo que cazan.
Subieron a la furgoneta. Delante del hotel les esperaba una mujer que Sombra no pudo reconocer. Llevaba el maquillaje impecable y un tocado perfecto. Le recordaba a las presentadoras de programas matinales sentadas en un estudio que no tiene nada que ver con una salita de verdad.
—Encantada de verlos —dijo ella—. Tú debes ser Chernobog. He oido hablar mucho de ti. Y tú Anansi, siempre haciendo travesuras ¿eh? Que viejo picarón. Y tú, tú tienes que ser Sombra. Has protagonizado una persecución divertida ¿eh? —Una mano asió la suya con firmeza y le miró directamente a los ojos—. Soy Medios de Comunicación. Encantada de conocerte. Espero que esta tarde podamos resolver este asunto de la manera más agradable posible.
Las puertas principales se abrieron.
—En cierta manera, Toto —dijo el chico gordo que Sombra había visto sentado en una limusina—, no me creo que todavía estemos en Kansas.
—Estamos en Kansas —dijo el señor Nancy—. Creo que hoy la hemos atravesado por completo. Joder, este país es plano.
—No hay ni luz, ni electricidad ni agua caliente aquí —dijo el niño gordo—. Y no os lo toméis como una ofensa pero necesitáis una ducha. Oléis como si hubierais estado metidos en esa furgoneta una semana.
—No creo que haya ninguna necesidad de ir allí —dijo la mujer con suavidad—. Aquí todos somos amigos. Entrad. Os enseñaremos vuestras habitaciones. Nosotros nos hemos quedado con las cuatro primeras. Vuestro amigo tardón está en la quinta. Todas las demás están vacías, podéis coger la que queráis. Me temo que no es el Four Seasons pero ¿qué motel lo es?
Ella abrió la puerta del vestíbulo que estaba completamente oscuro. Olía a cerrado y a humedad. Había un hombre allí sentado.
—¿Tenéis hambre? —preguntó él.
—Yo siempre tengo apetito —dijo el señor Nancy.
—El conductor ha ido a por unas hamburguesas. Volverá pronto —Levantó la mirada. Estaba demasiado oscuro para distinguir los rostros pero dijo—: Un tipo grande. Tú eres Sombra ¿no? ¿El gilipollas que mató a Piedra y a Madera?
—No —dijo Sombra—. No fui yo. Sé quienes sois —Él lo sabía, había entrado en su mente—. Eres Ciudad. ¿Te has acostado ya con la viuda de Madera?
El señor Ciudad se cayó de la silla. En una película habría resultado gracioso pero en la vida real quedó torpe. Se levantó como un rayo y se dirigió hacia Sombra.
—No empieces nada que no puedas acabar —le dijo Sombra mirándole de arriba abajo.
—Tregua, ¿recuerdas? —dijo el señor Nancy posando su mano en el hombro de Sombra—. Estamos en el centro.
El señor Ciudad se volvió, se inclinó sobre el mostrador y cogió tres llaves.
—Estáis al final del corredor —dijo—. Aquí tienes.
Le dio las llaves al señor Nancy y se perdió en la oscuridad del pasillo. Oyeron una puerta que se abría y luego un portazo.
El señor Nancy le dio una llave a Sombra y otra a Chernobog.
—¿Hay una linterna en la furgoneta? —preguntó Sombra.
—No —dijo el señor Nancy—. Tan sólo es oscuridad. No deberías tener miedo.
—No tengo —replicó Sombra—. Lo que me asusta es la gente en la oscuridad.
—La oscuridad es buena —dijo Chernobog. Parecía que no tenía ninguna dificultad para ver, les llevaba por el pasillo sombrío y metía las llaves en las cerraduras sin titubear.
—Estaré en la habitación diez —les dijo—. Comunicación. Me parece que he oido hablar de ella. ¿No fue la que mató a su hijo?
—Una mujer diferente —dijo el señor Nancy—. Pero el mismo trato.
El señor Nancy estaba en la habitación ocho y Sombra enfrente de los dos, en la nueve. La habitación olía a basura, a polvo, a abandono. Había un somier con un colchón encima sin sábanas. Se colaba un rayo de luz del ocaso por la ventana. Sombra se sentó en el colchón, se quitó los zapatos y se estiró todo lo largo que era. Había conducido mucho últimamente.
A lo mejor se dormía.
Estaba andando.
Un viento suave tiraba de su ropa. Los copos de nieve eran diminutos, parecían polvo cristalino que se alborotaba en el viento.
Los árboles estaban desnudos de hojas en el invierno. Estaba rodeado por colinas altas. El cielo y la nieve, entrada la tarde de invierno adquirían el mismo tono púrpura. En algún lugar más hacia delante —con esa luz era difícil determinar las distancias— titilaban las llamas amarillas y anaranjadas de una hoguera.
Un lobo gris había pisado la nieve antes que el.
Sombra se paró. El lobo también paró, se dio la vuelta y esperó. Los ojos le brillaron con un destello verde amarillento. Sombra se encogió de hombros y caminó hacia las llamas y el lobo caminó delante de él.
La hoguera ardía en medio de un centenar de árboles plantados en dos filas. Unas figuras colgaban de las ramas. Al final de las filas había un edificio que se parecía un poco a un barco volcado. Estaba tallado en madera, adornado con criaturas y caras de dragones, grifos, trolls y cerdos que bailaban al son del parpadeo caprichoso del fuego.
La hoguera estaba tan alta que Sombra casi no podía alcanzarla. El lobo caminó alrededor.
En vez del lobo apareció un hombre desde el otro lado del fuego. Se apoyaba en un bastón alto.
—Estás en Upsala, Suecia —dijo el hombre en un tono familiar y grave—. Hace unos cien años.
—¿Wednesday? —dijo Sombra.
El hombre continuó hablando como si Sombra no estuviese allí.
—Al principio todos los años. Luego, más tarde, las cosas empezaron a decaer, empezaron a relajarse y cada nueve años se sacrificaba aquí. Un sacrificio de punta en blanco. Todos los días colgaban animales bonitos en los árboles del bosquecillo durante nueve días. Uno de esos animales siempre era un hombre.
Iba y venía de la hoguera a los árboles y Sombra le seguía. A medida que se acercaba lo que de ellos colgaba tomaba forma: piernas, ojos, lenguas y cabezas. Sombra no sabía qué pensar: había un no sé qué de tristeza oscura y surrealismo a la vez que convertía la visión de un toro ahorcado en algo casi divertido. Sombra pasó junto a un ciervo, un perro lobo, un oso marrón y junto a un caballo, un poco más grande que un poni, de color castaño con la crin blanca. El perro todavía estaba vivo: cada poco tiempo se retorcía en espasmos y emitía un llanto angustioso al oscilar la cuerda.
El hombre al que seguía cogió un bastón, que Sombra no se había dado cuenta hasta entonces que era una lanza, y le atravesó el estómago al perro como si le asestara una cuchillada limpia. Las vísceras humeantes rodaron sobre la nieve.
—He dedicado esta muerte a Odín —dijo el hombre con firmeza.
—Es tan sólo un gesto —dijo girándose hacia Sombra—. Pero los gestos lo son todo. La muerte de un perro simboliza la muerte de todos los perros. Me dieron nueve hombres, pero representaban a todos los hombres, toda la sangre, todo el poder. No fue suficiente. Un día la sangre dejó de fluir. La fe sin sangre no nos lleva tan lejos. La sangre debe fluir.
—Te vi morir —dijo Sombra.
—En este negocio —dijo la figura y Sombra supo con toda certeza que se trataba de Wednesday, nadie más tenía ese timbre, esa alegría cínica en las palabras—, lo que importa no es la muerte, es la oportunidad de resucitar. Y entonces la sangre fluye... —Dedicó un gesto a los animales y personas que colgaban de los árboles.
Sombra no sabia si le horrorizaban más los humanos muertos que había visto o los animales. Al menos los humanos supieron que iban a morir. El olor penetrante a borracho que había entre los hombres daba a entender que se les dejó anestesiarse de camino a la horca, mientras que los animales fueron linchados y colgados vivos, horrorizados. Los rostros humanos tenían aspecto joven, no más de veinte años.
—¿Quién soy? —preguntó Sombra.
—¿Tú? —dijo el hombre—. Tú eres una oportunidad. Formabas parte de una gran tradición. Aunque los dos estábamos lo bastante comprometidos como para morir por ello.
—¿Quién eres? —preguntó Sombra.
—La parte más difícil es sobrevivir —dijo el hombre. La hoguera ardía acaloradamente. Sombra se dio cuenta con gran estupor de que en ella se consumían huesos: costillas, cráneos con cuencas fogosas prominentes que observaban desde las llamas y chisporroteaban oligoelementos de colores en la noche, verdes, amarillos y azules—. Tres días en el árbol, tres días en el submundo, tres días para encontrar el camino de vuelta.
Las llamas ardían y chispeaban con tanta fuerza que Sombra no podía mirarlas directamente. Dirigió su mirada hacia la oscuridad de los árboles. Un golpe en la puerta, la luz de luna se colaba por la ventana. Sombra se levantó.
—La cena está lista —dijo la voz de Comunicación.
Sombra se puso los zapatos y salió al pasillo. Alguien había encontrado unas velas y su luz tenue y amarilla iluminaba el vestíbulo de la recepción. El conductor del Humvee volvió con una bolsa de papel en una bandeja de cartón. Llevaba un abrigo negro largo y una gorra de chófer con visera.
—Siento el retraso —dijo con voz ronca—. He cogido lo mismo para todos: un par de hamburguesas, patatas grandes. Coca-cola grande y tarta de manzana. Me comeré lo mío fuera en el coche. —Dejó la bandeja y volvió afuera. El olor de la comida rápida inundó la habitación. Sombra cogió la bolsa de papel y fue pasando la comida, las servilletas y las bolsitas de ketchup.
Cenaron en silencio bajo el brillo de las velas y el silbido de la cera.
Sombra se dio cuenta de que Ciudad le fulminaba con la mirada. Movió la silla un poco para ponerse de espaldas a la pared. Comunicación se comía la hamburguesa con una servilleta cerca de los labios para quitarse las migas.
—Vaya, estupendo. Estas hamburguesas están frías —dijo el niño gordo. Todavía llevaba puestas las gafas de sol, algo que a Sombra le parecía de lo más inútil y estúpido por la oscuridad que reinaba.
—Lo siento —dijo Cuidad—. El McDonald’s más cercano está en Nebraska.
Se acabaron las hamburguesas medio heladas y las patatas frías. El niño gordo dio un bocado a todas las tartas de manzana y el relleno, que todavía estaba caliente, le chorreaba por la barbilla.
—¡Oh! —exclamó. Se limpió con la mano, se chupó los dedos para limpiárselos—. ¡Esto quema! Estas tartas de manzana son un juicio de acción popular esperando audiencia.
Sombra quería pegarle. Había querido desde que sus matones le apalearon en la limusina, tras el funeral de Laura. Intentó apartar ese pensamiento de su mente.
—¿Podemos limitarnos a coger el cuerpo de Wednesday y salir de este lugar? —preguntó.
—A media noche —dijeron el señor Nancy y el niño gordo al unísono.
—Tenemos que acatar las normas —dijo Chernobog.
—Si —dijo Sombra—. Pero nadie me dice cuáles son. No paráis de hablar de las malditas reglas y todavía no se a qué jugáis.
—Es como quebrantar la ley de la calle —dijo Comunicación con brillantez—. Ya sabes, cuando se permite vender de todo.
—Me parece que todo esto es una mierda —dijo Ciudad—. Pero si sus reglas les hacen felices, entonces mi agencia es feliz y todo el mundo lo es —Sorbió de su Coca-cola—. Esperemos hasta media noche. Vosotros cogéis el cuerpo y os marcháis. Nos quedamos afligidos y os decimos adiós con la mano. Y luego ya podemos emprender la cacería y perseguiros como ratas.
—¡Eh! —le dijo el chaval gordo a Sombra—. ¿Me recuerdas? Te pedí que le dijeras a tu jefe que ya era historia. ¿Se lo dijiste?
—Se lo dije —dijo Sombra—. ¿Y sabes lo que me contestó? Me pidió que si volvía a ver al mocoso que lo había dicho le dijera que el futuro de hoy es el ayer del mañana. —Esas palabras nunca salieron de la boca de Wednesday. Pero parecía que a esta gente le gustaban los clichés. Las gafas negras reflejaban las llamas vigorosas, parecían ojos.
—Este sitio es un puto agujero. No hay electricidad, no llegan las ondas de radio. Cuando tienes que conectarte casi te remontas a la Edad de Piedra —dijo el niño gordo. Sorbió con la pajita lo poco que le quedaba de Coca-cola, tiró el vaso en la mesa y caminó por el pasillo.
Sombra alargó el brazo y puso la basura del niño gordo dentro de la bolsa de papel.
—Voy a ver el centro de América —anunció. Se levantó y salió en la noche. El señor Nancy le siguió. Pasearon juntos por el parquecito sin dirigirse la palabra hasta que llegaron al monumento. El viento tiraba de ellos de un lado y luego de otro.
—¿Y bien? ¿Ahora qué?
La media luna colgaba pálida en el cielo oscuro.
—Ahora —dijo Nancy—, deberías volver a la habitación, cerrar con llave e intentar dormir. A medianoche harán entrega del cuerpo y luego nos piramos de aquí. El centro no es un sitio seguro para nadie.
—Si tú lo dices.
El señor Nancy pegó una calada a su cigarrillo.
—Esto no debería haber ocurrido nunca —dijo—. Nada de esto tendría que haber pasado. Nuestra gente, somos... —Movió el cigarrillo como si lo utilizara para buscar una palabra y lo clavó en un punto en el aire—... exclusivos. No somos seres sociales. Ni siquiera yo. Ni siquiera Baco. No durante mucho tiempo. Vamos a nuestro aire o formamos pequeños grupos. No trabajamos bien en equipo. Nos gusta que nos adoren, que nos respeten y nos veneren. A mí me gusta que cuenten historias sobre mí, cuentos que reflejen mi sabiduría. Es un fallo, lo sé, pero es mi forma de ser. Nos gusta ser grandes. Hoy en día en los malos tiempos somos insignificantes. Los nuevos dioses suben y bajan, vuelven a subir y bajan de nuevo. Pero éste no es un país que tolere dioses por mucho tiempo. Brahma crea. Vishnu preserva, Shiva destroza y Brahma vuelve a tener campo libre para crear de nuevo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sombra—. ¿La lucha ha terminado? ¿Ya se ha librado la batalla?
El señor Nancy gruñó.
—¿Se te va la cabeza? Han matado a Wednesday. Lo han matado y alardean de ello. Lo gritan a los cuatro vientos. Ha salido en todos los canales para aquellos que tienen ojos para verlo. No, Sombra. Acaba de comenzar.
Se inclinó ante los pies del monumento de piedra, apagó su cigarrillo en el suelo y lo dejó allí, como una ofrenda.
—Solías contar chistes —dijo Sombra—. Y ahora ya no lo haces.
—Es difícil hacer chistes hoy en día. Wednesday ha muerto. ¿Entras?
—Ahora voy.
Nancy se alejó camino al motel. Sombra alargó la mano y tocó el monumento de piedra. Arrastró el pulgar por la placa de latón. Dio media vuelta y caminó hacía la capilla blanca, atravesó la puerta abierta y entró en la oscuridad. Se sentó en el banco más cercano, cerró los ojos y bajó la cabeza. Pensó en Laura, en Wednesday y en estar vivo.
Se oyó un clic por detrás y un ruido de pasos contra el suelo. Sombra se levantó y se dio la vuelta. Alguien estaba de pie al otro lado de la puerta, una forma oscura sobre las estrellas. La luz de luna se reflejaba en algo de metal.
—¿Vas a dispararme? —preguntó Sombra.
—Dios mío, me encantaría —dijo el señor Ciudad—. La llevo sólo como autodefensa. ¿Así que estás rezando? ¿Te han convencido de que hay dioses? Los dioses no existen.
—No estaba rezando —dijo Sombra—. Sólo pensaba.
—Yo me lo imagino como mutaciones —dijo el señor Ciudad—. Experimentos evolutivos. Un poco de hipnosis, un poco de abracadabra pata de cabra y pueden hacer que la gente crea en lo que sea. Nada que contar. Eso es todo. Mueren como los seres humanos después de todo.
—Siempre lo han hecho —dijo Sombra. Se levantó y el señor Ciudad retrocedió un paso. Sombra salió de la capilla pequeña y el señor Ciudad mantuvo las distancias.
—¡Eh! ¿Sabe quién era Louise Brooks?
—¿Una amiga suya?
—No, era una estrella de cine nacida al sur de aquí.
—A lo mejor se cambió el nombre y pasó a llamarse Liz Taylor o Sharon Stone o algo así —sugirió amablemente tras una pausa.
—Puede ser —Sombra empezó a caminar hacia el motel. Ciudad le siguió.
—Yo no maté a sus socios —dijo Sombra—. Pero te diré algo que me dijo una vez un tipo cuando estaba en la cárcel. Algo que nunca he olvidado.
—¿Qué?
—Sólo había un tipo en toda la Biblia al que Jesús no le prometió el paraíso. No era ni Pedro ni Pablo, ninguno de esos. Era un ladrón convicto que estaban ejecutando. No golpees a los que están en el corredor de la muerte. Quizá saben algo que tu no sabes.
—Buenas noches —dijo el conductor del humvee cuando pasaron.
—Buenas noches —dijo el señor Ciudad. Y luego le dijo a Sombra—: A mí no me importa una mierda ninguno de estos tipos. Yo hago lo que el señor Mundo dice. Es más fácil así.
Sombra caminó por el pasillo hasta la habitación nueve.
Abrió la puerta y entró.
—Perdón —dijo—, pensaba que ésta era mi habitación.
—Y lo es —dijo Comunicación—. Te estaba esperando.
Veía su pelo a la luz de la luna y su cara pálida. Estaba reclinada en la cama.
—Encontraré otra habitación.
—No me quedaré mucho rato —dijo—. Sólo pensé que era el momento adecuado para hacerte una oferta.
—Vale, hágala.
—Relájate —dijo con voz sonriente—. ¿Tienes un palo metido por el culo? Mira, Wednesday está muerto. No le debes nada a nadie. Únete a nosotros. Es hora de que juegues con el equipo ganador.
Sombra no dijo nada.
—Podemos hacerte famoso, Sombra. Podemos darte poder sobre lo que dice, piensa, sueña y lleva la gente. ¿Quieres ser el próximo Cary Grant? Podemos hacer que eso ocurra. Podemos convertirte en los futuros Beatles.
—Creo que prefería cuando me ofrecías verle las tetas a Lucy —dijo Sombra—, si eras tú.
—¡Ah! —dijo ella.
—Quiero estar solo en mi habitación. Buenas noches.
—Y también, por supuesto —dijo sin moverse, como si no hubiera hablado—, podemos darle la vuelta a la tortilla. Podemos dejarte mal parado. Serías un chiste malo toda tu vida. O podrías ser recordado como un monstruo. Se te podría recordar para siempre, pero como se recuerda a Manson, a Hitler... ¿Te gustaría?
—Lo siento señorita pero estoy algo cansado —dijo Sombra—. Le agradecería que se marchara.
—Te he ofrecido el mundo —dijo ella—. Cuando este agonizando en una alcantarilla, recuerda estas palabras.
—Lo haré —dijo Sombra.
Después de que se marchara su perfume seguía flotando en el ambiente. Se tumbó en el colchón sin sábanas y pensó en Laura. Pero todo lo que pensara sobre ella —Laura jugando al frisbi, Laura comiendo batido sin cuchara, Laura con la risa floja, enseñando la ropa interior sexy que se compró cuando fue al congreso de agentes turísticos en Anaheim— se convertía en Laura chupándole la polla a Robbie mientras un camión los sacaba de la carretera y los condenaba al olvido. Y luego oía sus palabras y todavía dolía más.
«No estás muerto —Su hilo de voz le retumbaba en la cabeza—. Pero estoy segura de que tampoco estás vivo».
Llamaron a la puerta, Sombra se levantó y abrió. Era el niño gordo.
—Esas hamburguesas —dijo—, estaban repugnantes. ¿Puedes creerlo? A setenta kilómetros de un McDonald’s. Nunca habría dicho que existía en el mundo un lugar que estuviera a setenta kilómetros del McDonald’s.
—Este sitio parece Grand Central Station —dijo Sombra—. Vale, supongo que estás aquí para ofrecerme la libertad de Internet si me paso a vuestro bando, ¿eh?
El niño gordo estaba temblando.
—No, tu ya estás muerto —dijo—. Eres un puto manuscrito gótico. No podrías ser hipertexto ni aunque lo intentases. Yo... yo soy sináptico y tu sinóptico... —Sombra se dio cuenta de que olía extraño. Había un tipo en la celda de enfrente. Sombra nunca podía recordar su nombre. Se quitó una vez la ropa en pleno día y le dijo a todo el mundo que él había sido enviado para llevarse a los buenos de verdad en una nave plateada al lugar perfecto. Era la última vez que Sombra lo había visto. El niño gordo olía como aquel tipo.
—¿Estás aquí por alguna razón?
—Sólo quería charlar —dijo el niño gordo. Su voz sonaba aquejada—. Mi habitación está asquerosa, eso es todo, da repelús. A setenta kilómetros del McDonald’s ¿lo puedes creer? A lo mejor puedo quedarme aquí contigo, ¿no?
—¿Qué ha sido de tus colegas de la limusina? Los que me pegaron. ¿No te puedes quedar con ellos?
—Los niños no deberían actuar allí fuera. Estamos en zona muerta.
—Queda mucho hasta medianoche y todavía más hasta el amanecer. Creo que necesitas descansar. Yo sí.
El niño gordo no dijo nada, movió la cabeza y salió de la habitación.
Sombra cerró la puerta con llave y se tumbó en el colchón.
Tras unos pocos segundos empezó a oír un ruido. Le costó un poco descifrar de qué se trataba, luego salió al pasillo. Era el niño gordo que había vuelto a su habitación. Parecía que estaba lanzando algo enorme contra las paredes. Por el sonido Sombra interpretó que se estaba dando golpes él mismo.
—Tan sólo es carne —sollozaba. O quizás—: Tan sólo soy carne —Sombra no podía distinguir.
—¡Silencio! —bramó Chernobog desde su habitación al final del pasillo.
Sombra caminó hacia el vestíbulo y salió del motel. Estaba cansado.
El conductor todavía estaba junto al coche, una figura oscura junto a un coche blindado.
—¿No puede dormir, señor? —preguntó.
—No —dijo Sombra.
—¿Un cigarrillo señor?
—No, gracias.
—¿Le importa si fumo?
—En absoluto.
El conductor tenía un mechero Bic recargable y gracias a la llama amarilla Sombra le vio la cara por primera vez, de hecho, le reconoció y empezó a entender.
Sombra conocía esa cara delgada. Sabía que bajo esa gorra el conductor tenía el pelo de color naranja y rapado al cero. Sabía que cuando el hombre sonriera sus labios se cuartearían.
—No tienes mala pinta grandullón —dijo el conductor.
—¿Low Key? —Sombra miró a su antiguo compañero de celda con cautela.
Los compañeros de cárcel son algo bueno: te acompañan por lugares sombríos en los malos tiempos. Pero esa amistad se queda tras los barrotes y cuando reaparece en tu vida tiene sus pros y sus contras.
—Dios mío, Low Key Lyesmith —dijo Sombra y oyó lo que estaba diciendo y entendió Loki, dijo—: Loki Lie-Smith, el herrero mentiroso.
—Eres lento pero al final llegas —Sus labios sonrieron agrietados y sus ojos brillaban como ascuas.
Se sentaron en la habitación de Sombra en el motel abandonado en la cama, cada uno en un extremo del colchón. Los ruidos procedentes de la habitación del niño gordo habían cesado casi por completo.
—Tienes suerte de que estuviéramos juntos allí dentro —dijo Loki—. Nunca habrías sobrevivido el primer año sin mi.
—¿No podrías haber salido si hubieras querido?
—Es fácil pasar el tiempo —Hizo una pausa y continuó—: Tienes que entender todo el rollo de los dioses. No es cuestión de magia. Es cuestión de ser tú mismo, pero el tú en el que cree la gente. Se trata de ser la esencia concentrada y ampliada de ti mismo. Tienes que convertirte en trueno o en la fuerza de un caballo o en sabiduría. Te adueñas de toda la fe y te haces más grande, más guay, más allá de lo humano. Te cristalizas —Hizo otra pausa—. Y entonces un día se olvidan de ti, ya no creen en ti nunca más. no se sacrifican y no les importa. Te ves haciendo juegos de cartas en la esquina de Broadway con la Cuarenta y tres.
—¿Por qué estabas en mi celda?
—Coincidencia pura y dura.
—Y ahora militas en la oposición.
—Si quieres llamarlo así. Depende de donde te encuentres. Yo prefiero decir que juego con el equipo vencedor.
—Pero Wednesday y tú erais los dos del mismo... ambos...
—El panteón escandinavo. Los dos éramos del panteón escandinavo. ¿Es eso lo que intentabas decir?
—Sí.
—¿Y?
—¿Habréis sido amigos durante un tiempo, no?
—No, nunca fuimos amigos. No me duele que haya muerto. Frenaba a los demás. Con su muerte, el resto va a afrontar la situación: renovarse o morir, evolucionar o perecer. Él ya no está, la guerra ha terminado.
Sombra le miró desencajado.
—No eres tan estúpido —dijo—. ¿Siempre eres tan audaz? La muerte de Wednesday no va a parar nada, sino que va a dar ánimos a aquellos que estaban subidos a la valla al borde del precipicio.
—¿Mezclando metáforas, Sombra? Mal hábito.
—Lo que sea —dijo Sombra—. Es cierto. Por favor, con su muerte consiguió en un instante lo que había estado intentando conseguir durante meses. Los unió a todos, les dio algo en lo que creer.
—Quizá —Loki se encogió de hombros—. Por lo que yo sé, lo que se creía a este lado es que con la eliminación del agitador los problemas desaparecerían. Pero no es de mi incumbencia, yo sólo conduzco.
—Dime —dijo Sombra—. ¿Por qué todo el mundo se preocupa por mi? Actúan como si fuera importante. ¿Por qué importa lo que yo haga?
—No tengo ni idea. Eras importante para nosotros porque lo eras para Wednesday. En cuanto al porqué... supongo que es uno de los muchos misterios de la vida.
—Estoy cansado de misterios.
—¿Sí? Le dan sal a la vida.
—Así que tú eres el chófer. ¿Llevas a todos?
—A quien lo necesite —dijo Loki—. Es una manera de ganarme los cuartos.
Subió el reloj de muñeca a la altura de la cara y apretó un botón. La esfera tenía un brillo azul claro que iluminaba su cara y le daba cierta apariencia de cazador cazado.
—Faltan cinco minutos para las doce. Es la hora —dijo Loki—. ¿Vienes?
Sombra aspiró con fuerza.
—Voy —dijo.
Caminaron por el pasillo del motel hasta llegar a la habitación cinco.
Loki cogió una caja de cerillas del bolsillo y encendió una. El destello momentáneo hirió los ojos de Sombra. La mecha de la vela parpadeó pero se cogió. Y otra. Loki encendió otra cerilla y continuó encendiendo velas situadas en el alféizar, en la cabecera de la cama y en el lavabo de la esquina del cuarto.
Habían arrastrado la cama desde la pared hasta el centro de la habitación y habían dejado unos cuantos centímetros entre la pared y la cama a cada lado. Estaba cubierta por unas sábanas viejas de motel con agujeros y manchas y sobre ellas yacía apaciblemente Wednesday.
Llevaba el mismo traje color pastel que cuando le dispararon. La parte derecha de su cara estaba intacta, perfecta, sin manchas de sangre. La parte izquierda estaba echa un mapa y tenía el hombro izquierdo y la parte delantera del traje salpicados de manchas oscuras. Las dos manos a los lados. La expresión que reflejaban los restos de su cara no era muy plácida. Era de dolor, de dolor de alma, de un dolor muy profundo henchido de rabia, odio y locura salvaje. Pero en cierta manera parecía satisfecho.
Sombra se imaginó al señor Jacquel eliminando con suavidad el odio y la rabia, reconstruyéndole la cara con maquillaje y una cera especial dándole la paz y la dignidad que incluso en muerte se le había negado.
El cuerpo no parecía más pequeño ahora y perduraba el olor a Jack Daniel’s.
El viento de las llanuras aumentaba su velocidad. Oía los aullidos alrededor del motel en el centro imaginario de América. Las velas del pasillo parpadeaban.
Se oían pasos fuera. Alguien llamó a la puerta y dijo: «De prisa, por favor. Es la hora», y empezó a arrastrar los pies. Todos bajaron la cabeza.
Ciudad llegó el primero seguido de la señorita Comunicación, el señor Nancy y Chernobog. El último fue el niño gordo. Tenía morados frescos en la cara y movía los labios sin parar como si recitara en voz baja algún verso, pero no emitía sonido alguno. Sombra se dio cuenta de que le daba pena.
De manera informal, sin mediar palabra, se distribuyeron alrededor del cuerpo guardando una distancia de separación de un brazo entre ellos. Reinaba una atmósfera religiosa, muy religiosa, una sensación que Sombra no había experimentado jamás. No se oía nada a parte del aullido del viento y el craqueo de las velas.
—Estamos aquí reunidos, es este lugar impío —dijo Loki— para entregar el cuerpo de este individuo a aquellos que sabrán darle un final más acorde a sus ritos. Si alguien desea decir algo que lo haga ahora.
—Yo no —dijo Ciudad—, no lo conocía mucho y esta situación me hace sentir muy incómodo.
—Estas acciones tienen consecuencias. ¿Lo sabéis? Puede ser tan sólo el principio.
El niño gordo empezó a reírse en un tono agudo femenino.
—Vale, vale. Lo pillo —dijo y recitó de un tirón—:
Girando, girando en una espiral infinita.
El halcón no puede oír al halconero.
Todo se echa a perder; el centro no aguanta...
Entonces paró y arrugó la frente.
—Mierda me lo sabía todo —Se masajeó las sienes, puso cara y se calló.
Después todos miraron a Sombra. El viento gritaba con fuerza. No sabía que decir.
—Es un momento muy triste. La mitad de los aquí presentes lo mataron o participaron de su muerte. Ahora nos entregáis el cuerpo. Bien. Era un cabrón irascible pero bebí su aguamiel y todavía trabajo para él. Eso es todo.
—Estamos en un mundo en el que muere alguien todos los días, creo que lo importante es recordar que por cada minuto de pena que sentimos por una pérdida hay un minuto de júbilo por la llegada de un nuevo ser a este mundo. Ese primer llanto... ¿no es maravilloso? Quizá sea difícil decirlo pero la alegría y la pena son como la leche y las galletas; ¡una combinación perfecta! Creo que deberíamos recapacitar durante unos minutos —dijo Comunicación.
—Pues —dijo el señor Nancy tras aclarase la garganta—, tengo que decirlo yo porque veo que nadie lo hará. Estamos en el centro de este lugar: una tierra que no tiene tiempo para dioses y aquí en el centro menos todavía. Es tierra de nadie, un lugar para la tregua y donde observamos nuestras treguas. No hay elección. Así que entregadnos el cuerpo de nuestro amigo. Lo aceptamos. Pagaréis por ello: ojo por ojo, diente por diente.
—Como quieras. Ahorraréis tiempo y esfuerzo si os largáis y os pegáis un tiro en la cabeza. Sin intermediarios —dijo Ciudad.
—Que te jodan —dijo Chernobog—. Jódete, que se joda tu madre y el puto caballo que montabas. Ni siquiera morirás en la batalla. Ningún guerrero probará tu sangre. Ningún ser vivo te quitará la vida. Tendrás una muerte suave y amarga. Un beso en los labios y en el corazón te matará.
—Déjalo ya, vejestorio —dijo Ciudad.
—La marea sanguinolenta se ha desatado —dijo el niño gordo—. Creo que es así como sigue.
El viento aulló.
—Vale —dijo Loki—. Es vuestro. Ya hemos terminado. Llevaos a este cabrón.
Envolvieron el cadáver en las sábanas del motel improvisando una mortaja para que ninguna parte del cuerpo quedara al descubierto y pudieran transportarlo. Los dos hombres mayores se disponían a cogerlo por los brazos y las piernas.
—A ver... —Sombra se arrodilló, puso los brazos alrededor del cuerpo envuelto en la sábana y se lo cargó a hombros. Se puso de pie con cuidado—. Vale —dijo—, lo tengo. Vamos a ponerlo en la parte trasera del coche.
Parecía que Chernobog le iba a reñir pero cerró la boca. Se echó un poco de saliva en los dedos y empezó a aplastar la llama de las velas. Sombra oía cómo se extinguían a medida que avanzaba por la habitación cada vez más oscura.
Wednesday pesaba pero Sombra podia con él si caminaba recto. No tenía opción. Las palabras de Wednesday rebotaban en su cabeza a cada paso que daba y recordaba el sabor agridulce del aguamiel en la garganta. «Me proteges. Me llevarás de un lado a otro. Me harás los recados. En caso de emergencia, pero sólo en caso de emergencia, pegarás a la gente que haya que pegar. Si se diera el improbable caso de mi muerte, velarás por mí...»
El señor Nancy le abrió la puerta del vestíbulo del motel y salió corriendo para abrir la de la furgoneta. Los otros cuatro ya estaban al lado del todoterreno mirándoles como si no tuvieran ganas de largarse. Loki se había puesto la gorra de chófer. El viento fuerte tiraba de Sombra y agitaba las sábanas.
Colocó a Wednesday en la parte trasera con sumo cuidado.
Alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Se dio la vuelta. Era Ciudad, estaba de pie junto a él y tenia algo en la mano.
—Aquí tienes —dijo el señor Ciudad—, el señor Madera quería que lo tuvieras tú.
—Era un ojo de cristal. Tenia una grieta fina y una esquirla un poco salida.
—Lo encontramos en la Sala Masónica mientras lo limpiábamos todo. Guárdala, te dará suerte. Dios sabe cuando la necesitarás.
Sombra se guardó el ojo en la palma de la mano. Esperaba que se le ocurriera alguna salida ingeniosa y sagaz pero, cuando quiso darse cuenta, Ciudad ya estaba subiendo al coche y todavía no le había venido la inspiración.
Se dirigieron al este. El amanecer les sorprendió en Princeton, Missouri. Sombra todavía no había dormido.
—¿Quieres que te dejemos en algún sitio? Si yo fuera tu me agenciaría un carnet de identidad y me iría a Canadá o a México —dijo Nancy.
—Ya no trabajas para él. Está muerto. Una vez que nos deshagamos de su cuerpo serás libre de marcharte.
—¿Y qué haré?
—Mantenerte al margen mientras que dure la guerra —dijo Nancy. Puso el intermitente y giró a la izquierda.
—Escóndete durante un tiempo —dijo Chernobog—. Y cuando esto termine, vuelve junto a mí y acabaremos de una vez con todo.
—¿Adonde llevamos el cuerpo? —preguntó Sombra.
—A Virginia. Allí hay un árbol —dijo Nancy.
—El árbol del mundo —dijo Chernobog con satisfacción triste—. Teníamos uno en mi parte del mundo. Pero el nuestro crece bajo tierra.
—Lo pondremos a los pies del árbol —dijo Nancy—. Lo dejamos allí, dejamos que te vayas, conducimos hacia el sur. Se libra una batalla. Se derrama sangre. Mueren muchos. El mundo cambia sólo un poco.
—¿No queréis que participe en la batalla? Soy bastante fuerte y se me da bien pelear.
Nancy se volvió hacia Sombra con una sonrisa. Era la primera sonrisa de verdad que había visto en la cara del señor Nancy desde que le había rescatado de la cárcel del condado de Lumber.
—La mayor parte de la batalla se librará en un lugar al que no puedes ir, que no puedes tocar.
—En el corazón y el alma de la gente —dijo Chernobog—. Como en una gran rotonda.
—¿Eh?
—El carrusel —dijo el señor Nancy.
—¡Ah! —dijo Sombra—. Lo capto. Como el desierto de huesos.
—Siempre pienso que no tienes agallas y luego vas y me sorprendes. Sí, es ahí donde tendrá lugar la batalla. Todo lo demás serán simples rayos y truenos —dijo Nancy levantando la cabeza.
—¿Qué es eso de la vigilia? —dijo Sombra.
—Alguien tiene que quedarse con el cuerpo. Es una tradición. Encontraremos a alguien.
—Él quería que fuera yo.
—No —dijo Chernobog—. Te matará. Una idea mala, muy mala, malísima.
—¿Sí? ¿Qué es lo que me matará? ¿Que me quede a velarlo?
—No es lo que yo desearía para mi funeral —dijo el señor Nancy—. Cuando muera, quiero que me planten en un sitio cálido. Y así cuando las mujeres hermosas caminen por encima de mi tumba las cogeré de los tobillos como en la película.
—No la he visto —dijo Chernobog.
—Claro que sí. Es justo al final. Es la película del instituto en la que todos los chicos van al baile de fin de curso.
Chernobog movió la cabeza.
—Es la película Carrie, señor Chernobog. Bueno, que alguno de vosotros me cuente lo de la vigilia —dijo Sombra.
—Cuéntaselo tú, yo estoy conduciendo —dijo Nancy.
—No he oído nunca hablar de una película que se titule Carrie. Cuéntaselo tú.
—A la persona que vela el cuerpo se la ata al árbol, como estaba Wednesday. Se quedan allí colgados durante nueve días y nueve noches. Sin comida, sin agua. Solos. Al final cortan la cuerda y si siguen con vida... bueno, a veces ocurre. Y Wednesday habrá tenido su velatorio —dijo Nancy.
—Puede que Alvis nos mande a uno de los suyos. Un enano podría sobrevivir.
—Yo lo haré —dijo Sombra.
—No —dijo Nancy.
—Sí —dijo Sombra.
Los dos hombres permanecieron en silencio.
—¿Por qué? —dijo entonces Nancy.
—Porque es el tipo de cosas que un ser vivo haría —dijo Sombra.
—Estás loco —dijo Chernobog.
—Puede ser. Pero voy a velar a Wednesday.
Cuando pararon a poner gasolina Chernobog anunció que se encontraba mal y que quería ponerse en el asiento de delante. A Sombra no le importaba cambiarse. Podría estirarse más y dormir.
Prosiguieron en silencio. Sombra sentía que había tomado una decisión importante, algo serio y extraño.
—Eh, Chernobog —dijo el señor Nancy al rato—. ¿Te has fijado en el ciberchico en el motel? No es feliz. Ha estado jugando con algo que le está jodiendo. Es el mayor problema que tienen ahora los críos, se creen que lo saben todo y sólo se les puede enseñar a fuerza de palos.
—Bien —dijo Chernobog.
Sombra estaba estirado en el asiento de atrás a sus anchas. Una parte de él se sentía dulcemente contento: había hecho algo. Se había movido. No habría importado si no hubiera querido vivir pero quería vivir y eso marcaba la diferencia. Esperaba salir con vida de aquello, pero deseaba morir si de eso dependía que siguiera viviendo. Por un momento le pareció que todo era muy divertido, lo más divertido del mundo y se preguntaba si Laura sabría apreciarlo.
—Pero había otro yo —quizás el Mike Ainsel que se desvanecía al apretar un botón en la comisaría de policía de Lakeside— que intentaba esclarecer las cosas, ver todo el conjunto.
—Indios escondidos —dijo en voz alta.
—¿Qué? —dijo Chernobog irritado desde el asiento de delante.
—Los dibujos que te dan para colorear cuando eres pequeño. «¿Ves los diez indios escondidos en el dibujo? Hay diez indios escondidos ¿puedes verlos?» A primera vista sólo puedes ver una cascada, rocas y árboles; pero si doblas el dibujo por los lados ves que esa Sombra es un indio... —Bostezó.
—Duerme —le sugirió Chernobog.
—Pero todo el conjunto —dijo Sombra. Entonces se durmió y soñó con indios escondidos.
El árbol estaba en Virginia. Era un lugar alejado del mundo en el patio de una granja antigua. Para llegar allí tuvieron que conducir durante una hora hacia el sur de Blacksburg y pasar por carreteras con nombres como Pennywinkle Branch y Rooster Spur. Tuvieron que dar la vuelta dos veces y el señor Nancy y Chernobog perdieron la paciencia tanto con Sombra y como el uno con el otro.
Pararon a preguntar en una tienda pequeña situada a los pies de una colina donde la carretera se bifurcaba. Un hombre mayor apareció de detrás del mostrador y les miró fijamente. Llevaba un mono vaquero y nada más, ni siquiera zapatos. Chernobog cogió unas manitas de cerdo en escabeche de un bote del mostrador y salió fuera a comérselas sentado en el suelo mientras que el tipo del mono dibujaba mapas en servilletas señalando las calles y los monumentos locales.
Arrancaron de nuevo. Esta vez conducía el señor Nancy y en diez minutos se plantaron allí. Había una placa en la entrada que decía: ASH.
Sombra bajó y abrió la puerta. La furgoneta entró traqueteando por el terreno. Sombra cerró y caminó un poco para estirar las piernas. Corría cuando la furgoneta iba más rápido y disfrutaba de la sensación de mover el cuerpo.
Había perdido por completo la noción del tiempo desde que salieron de Kansas. ¿Habían estado conduciendo dos dias? ¿Tres? No lo sabía.
No parecía que el cadáver de la parte trasera de la furgoneta se estuviera pudriendo. Todavía le llegaba un ligero aroma a Jack Daniel’s mezclado con algo que bien podría ser miel agria. No era desagradable. De vez en cuando se sacaba el ojo de cristal del bolsillo y lo miraba. Por lo que él imaginaba estaba hecho añicos por dentro debido a un impacto de bala y sólo una esquirla en uno de los lados del iris impedia que la superficie permaneciera completamente intacta. Sombra se lo pasaba por los dedos, lo tocaba, lo hacía rodar por toda la palma. Era un recuerdo espantoso pero su rareza le reconfortaba. Sospechaba que a Wednesday le habría hecho gracia saber que su ojo había ido a parar al bolsillo de Sombra.
En la granja cerrada a cal y canto reinaba la oscuridad. Los herbazales estaban descuidados y la hierba crecía descontrolada. El techo de la parte trasera, cubierto por una lona negra, se desplomaba. Se asomaron por el caballete y Sombra vio el árbol.
Era de color gris plateado y más alto que el edificio. Era el árbol más bonito que Sombra había visto en su vida: fantasmal pero auténtico y casi totalmente simétrico. Le pareció familiar desde un principio: se preguntaba si lo había soñado pero entonces se dio cuenta de que lo había visto antes, o al menos una representación de él, muchas veces. Era el alfiler de oro que prendía de la corbata de Wednesday.
La furgoneta avanzó a trompicones por el prado y se paró a unos cinco metros del tronco.
Había tres mujeres a su alrededor. A primera vista Sombra pensó que eran las Zoryas; pero no, eran tres mujeres que no conocía. Parecían cansadas y aburridas como si hubieran esperado allí mucho tiempo. Cada una de ellas sostenía una escalera de madera. La mayor también tenia un saco marrón. Parecían una muñeca rusa: una alta, como Sombra o incluso más, una de estatura media y otra tan bajita que al principio Sombra pensó que era una niña. Eran tan parecidas que Sombra estaba seguro que de que tenían que ser hermanas.
La más pequeña hizo una reverencia cuando se acercó la furgoneta. Las otras dos simplemente observaron. Compartían un cigarrillo y se fumaron casi hasta la colilla que una de ellas aplastó contra una raíz.
Chernobog abrió la parte trasera de la furgoneta y la más grande lo empujó y con gran facilidad, como si se tratara de un saco de harina, se cargó el cuerpo de Wednesday a la espalda y lo llevó hasta el árbol. Lo tumbó delante, a unos dos metros del tronco. Ella y sus hermanas desenvolvieron el cuerpo de Wednesday. Tenía peor aspecto a la luz del día que a la de las velas de la habitación del motel. Sombra dirigió la mirada al cuerpo durante un momento pero enseguida la desvió. Las mujeres le arreglaron la ropa, le pusieron el traje en su sitio, lo pusieron en una punta de la sábana y lo volvieron a enrollar.
Entonces las mujeres se acercaron a Sombra.
—¿Eres tú? —dijo la mayor.
—¿El que llorará al Creador? —dijo la mediana.
—¿Has decidido guardar la vigilia? —preguntó la más pequeña.
Sombra afirmó con la cabeza. Después no podía recordar si en realidad había oído las voces o quizás había entendido lo que las expresiones de aquellos ojos le decían.
El señor Nancy, que había vuelto a la casa para ir al baño, volvió andando hacia el árbol. Fumaba un cigarrillo y parecía pensativo.
—Sombra —le llamó—. No tienes porque hacerlo. Podemos encontrar a alguien más adecuado.
—Voy a hacerlo —dijo Sombra con serenidad.
—¿Y si te mueres? —preguntó el señor Nancy—. ¿Si te mata?
—Entonces —dijo Sombra—, me matará.
El señor Nancy tiro enfadado el cigarrillo al suelo.
—Ya dije que eras un cabeza de chorlito y veo que todavía lo eres. ¿No ves cuando alguien está intentando echarte una mano?
—Lo siento —dijo Sombra. No dijo nada más. Nancy volvió a la furgoneta.
Chernobog caminó hacia Sombra. No parecía muy contento.
—Espero que salgas con vida de esta —dijo—. Hazlo por mí. —Le golpeó con los nudillos en la frente y le dijo—: ¡Toc! —Le apretó el hombro, le dio unos golpecitos en el brazo y fue a reunirse con el señor Nancy.
La más grande, llamada Urtha o Urder —Sombra no pudo repetir el nombre para satisfacción de la mujer— le dijo mediante señas que se quitara la ropa.
—¿Todo?
La mujer se encogió de hombros. Sombra se quitó todo menos los calzoncillos y la camiseta. La mujer apoyó la escalera en el árbol. Una de las escaleras, con una cenefa de florecitas y hojas pintadas a mano, apuntaba hacia él.
La mediana tiró el contenido del saco en la hierba. Estaba lleno de cuerdas enredadas, sucias y marrones por el paso del tiempo. La mujer empezó a ordenarlas por longitud y a ponerlas en el suelo con cuidado al lado del cuerpo de Wednesday.
Subieron y empezaron a atar las cuerdas con nudos intrincados y elegantes primero al árbol y luego alrededor de Sombra. Sin ninguna vergüenza, como si fueran comadronas, enfermeras o esas personas que preparan a los cadáveres, le quitaron la camiseta y los calzoncillos y le amarraron no muy fuerte pero firme y definitivamente. Estaba sorprendido de lo bien que las cuerdas y los nudos aguantaban su peso. Las cuerdas que tenía por debajo de los brazos, entre las piernas, alrededor de las muñecas, de los tobillos y del pecho le unían al árbol.
Le ataron muy floja una última cuerda alrededor del cuello. Al principio resultaba incómodo pero el peso estaba bien distribuido y ninguna de las cuerdas le hacía herida.
Sus pies estaban a un metro y medio del suelo. El árbol no tenía hojas y era enorme: ramas negras sobre el fondo gris del cielo y la corteza gris plateado.
Retiraron las escaleras. En ese momento de pánico todo su peso se aguantaba en las cuerdas y su cuerpo descendió unos centímetros. Aun así no dijo ni mu.
Las mujeres colocaron el cuerpo envuelto en la mortaja de sábanas de motel a los pies del árbol y lo dejaron allí.
Lo dejaron allí completamente solo.
CAPÍTULO DECIMOQUINTO
Cuélgame, oh, cuélgame, y desapareceré para siempre,
cuélgame, oh, cuélgame, y desapareceré para siempre,
no me importaría morir ahorcado, tanto llevo sufriendo,
he estado en la tumba toda la vida.
—Canción popular.
El primer día que Sombra permaneció colgado del árbol sólo sentía una molestia que poco a poco se fue tornando en dolor, miedo y, a intervalos, en una emoción en algún lugar entre el aburrimiento y la apatía: una aceptación gris, una espera.
Colgaba.
El viento había cesado.
Después de varias horas su visión comenzó a estar poblada de breves estallidos de color que culminaban en rojo o dorado y que palpitaban con vida propia.
El dolor que sentía en las extremidades gradualmente se fue haciendo intolerable. Si las relajaba, si dejaba que su cuerpo se debilitase y descendiese, si caía hacia delante, la cuerda que le rodeaba el cuello aprovechaba su debilidad y el mundo resplandecía y daba vueltas. Por eso, se volvía a apoyar en el tronco del árbol. Sentía que su corazón se esforzaba en el pecho, que dibujaba un tatuaje arrítmico de sufrimiento al poner en circulación la sangre por su cuerpo...
Había esmeraldas, zafiros y rubíes que cristalizaban y le estallaban delante de los ojos. El aire le llegaba en tragos exiguos. La corteza del árbol le laceraba la espalda. Desnudo, tenía la piel de gallina, tiritaba con el frío de la tarde y le escocía la carne.
«Es fácil —le decía alguien desde la nuca—. Aquí está el truco: o lo consigues o mueres».
Este pensamiento le satisfizo y se lo repetía en la nuca una y otra vez, como un mantra, como una nana, una matraca que seguía el ritmo marcado por los latidos del corazón.
«Es fácil. Aquí está el truco: o lo consigues o mueres.
Es fácil. Aquí está el truco: o lo consigues o mueres.
Es fácil. Aquí está el truco: o lo consigues o mueres.
Es fácil. Aquí está el truco: o lo consigues o mueres.»
Transcurría el tiempo y la cantinela también continuaba. Podía oírla Alguien le repetía las palabras y sólo paraba cuando Sombra tenía la boca tan seca que su lengua parecía sólo un jirón de piel. Se impulsó con los pies y lejos del árbol, intentando sostener su propio peso de forma que pudiese llenar los pulmones.
Respiró hasta que no pudo continuar sujetándose y después se dejó caer y volvió a colgar del árbol.
Cuando comenzaron los chasquidos, ásperos y chillones, cerró la boca pensando que era él quien los producía, pero el ruido continuaba. «Entonces debe ser el mundo que se ríe de mi», pensó Sombra. Dejó caer la cabeza hacia un lado. Algo bajó corriendo por el tronco del árbol junto a él y se paró cerca de su cabeza. Emitió unos sonoros chasquidos en su oreja, una palabra semejante a «ratatosk». Sombra intentó repetirla, pero la lengua se le pegaba al velo del paladar. Lentamente, se dio la vuelta y observó la cara parda y las orejas puntiagudas de una ardilla.
Entonces descubrió que, en primer plano las ardillas son sensiblemente menos graciosas que en la distancia. El animal tenía aspecto de rata, no parecía dulce o encantador, sino peligroso. Tenia los dientes afilados. Esperó que no lo percibiese como una amenaza o una fuente de alimento. Creía que las ardillas no eran carnívoras... pero también había tantas otras cosas que pensaba que no podían ser y habían acabado siendo...
Se quedó dormido.
El dolor le fue despertando varias veces durante las siguientes horas: le sacaba de un oscuro sueño en el que los niños muertos se levantaban y venían a él con los ojos despellejados como perlas hinchadas y le reprochaban que les hubiese fallado. Una araña le corrió por la cara y despertó. Meneó la cabeza para echarla o asustarla y regresó a sus sueños. Un hombre con cabeza de elefante, barrigudo y con un colmillo roto se acercaba montado a lomos de un ratón gigantesco. El hombre con cabeza de elefante curvó la trompa hacia Sombra y le dijo:
—Si me hubieses invocado antes de emprender este viaje, te habrías ahorrado muchos problemas.
El elefante cogió al ratón que se había vuelto diminuto sin cambiar de tamaño, por algún medio que Sombra no pudo percibir, y se lo pasó de mano en mano abrazándolo con los dedos mientras el animalito se escapaba de palma en palma. A Sombra no le sorprendió en absoluto que el dios con cabeza de elefante abriese sus cuatro manos y estuviesen completamente vacías. Con un brazo tras otro, describió una onda en un movimiento extrañamente fluido y miró a Sombra con expresión inescrutable.
—Está en el tronco —le indicó Sombra al hombre elefante. Había visto desaparecer una cola vacilante.
El hombre elefante asintió con una cabeza enorme y respondió:
—Si, en el tronco. Olvidarás muchas cosas y dejarás muchas otras atrás. Perderás muchas cosas, pero no pierdas ésta. —Comenzó a llover y Sombra, mojado y tiritando, se desplomó del sueño más profundo a la vigilia absoluta. Temblaba cada vez con mayor intensidad. Llegó a asustarse porque temblaba más violentamente de lo que nunca hubiera imaginado que era posible, en espasmos convulsivos que se encadenaban unos con otros. Quería parar, pero continuaba tiritando, los dientes le castañeteaban, sus miembros se sacudían y retorcían sin control. Sentía auténtico dolor, un dolor como de cuchilladas que le cubría todo el cuerpo de pequeñas heridas invisibles, íntimas e insoportables.
Abrió la boca para recibir la lluvia, que le hidrataba los labios agrietados y la lengua seca, que mojaba las cuerdas que lo sujetaban al tronco del árbol. Se produjo un relámpago cegador, como un golpe en los ojos, que transformó el mundo con la intensidad de la imagen momentánea y la oscuridad posterior. Después lo acompañó un trueno, un estruendo, una explosión y un retumbar y con su eco la lluvia redobló la fuerza. En medio de la lluvia y de la noche, se calmaron sus temblores, se alejaron las hojas de cuchillo. Sombra dejó de sentir frío, o mejor dicho, no sentía salvo frío, pero el frío se había convertido en parte de él.
Sombra pendía del árbol mientras los rayos cruzaban el cielo y los truenos se volvían un retumbar omnipresente salpicado de detonaciones y rugidos semejantes a bombas lejanas que explotasen en la noche. El viento empujaba a Sombra como si intentara arrancarlo del árbol, despellejarlo, hendirse en él hasta los huesos y Sombra, en lo más profundo de su alma, supo que había comenzado la auténtica tormenta.
En ese momento una alegría extraña comenzó a crecer en su seno y estalló en carcajadas mientras la lluvia lavaba su piel desnuda, mientras caían rayos y los truenos eran tan ensordecedores que apenas podía oír su propia risa.
Estaba vivo. Nunca antes se había sentido así. Nunca.
Si muriese, pensó, si muriese en ese mismo instante, en el árbol, merecería la pena haber vivido ese único instante perfecto y desenfrenado.
—¡Eh! —gritaba a la tempestad—. ¡Eh! ¡Soy yo! ¡Estoy aquí!
Retuvo un poco de agua entre su hombro desnudo y el tronco del árbol, volvió la cabeza y bebió el agua de lluvia que había conseguido detener, la lamió y la sorbió, bebió más y comenzó a reír, con una risa alegre y placentera, no enloquecida, hasta que no pudo más, hasta que se quedó exhausto, colgado y sin poder moverse.
Al pie del árbol, en el suelo, la lluvia había hecho que la sábana transparentase un poco y la había levantado y apartado de forma Sombra podía ver la mano sin vida de Wednesday pálida como de cera y distinguir la forma de su cabeza, lo que le hizo pensar en el santo sudario de Turín y le recordó a la chica abierta en canal de la mesa de Jacquel en Cairo. Entonces, como para burlarse del frío, se dio cuenta de que sentía un calor muy agradable, de que estaba cómodo y de que la corteza del árbol tenía un tacto suave. Volvió a dormirse y si tuvo algún sueño, esta vez no pudo recordarlo.
A la mañana siguiente, el dolor ya no era puntual, no se reducía a los lugares en que las cuerdas le laceraban la carne o la corteza le raspaba la piel, se extendía por todas partes.
Tenia hambre, sentía unos aguijonazos vacíos en su interior. La cabeza le dolía horriblemente. En algunos momentos pensaba que había dejado de respirar y que el corazón le había dejado de latir. Entonces, contenía el aliento hasta sentir que el corazón le bombeaba un océano de sangre en los oídos y verse obligado a tragar aire como un buceador que sale a la superficie desde lo más profundo.
Le parecía que el árbol llegaba desde el infierno hasta el cielo y que llevaba allí suspendido desde tiempos inmemoriales. Un halcón pardo rodeó el árbol y se posó en una rama cercana, después remontó el vuelo en dirección oeste.
La tempestad, que había amainado al amanecer, volvió a ganar fuerzas a lo largo del día. Todo el horizonte estaba cubierto de nubes turbulentas y grises y comenzó a caer una llovizna suave. El cuerpo al pie del árbol parecía haber menguado entre los pliegues de la sábana sucia del motel, como un pastel de azúcar se desintegra bajo la lluvia.
Sombra se debatía entre la fiebre y el frío.
Cuando se volvieron a oír truenos, se imaginó que se trataba de redobles de tambor, una batería en el trueno y en los latidos de su corazón, dentro o fuera de su cabeza, una cuestión sin importancia.
Percibía el dolor en colores: el rojo de un letrero de bar, el verde de un semáforo en una noche de lluvia, el azul de una pantalla de vídeo vacía.
La ardilla se dejó caer desde la corteza del tronco hasta su hombro y le clavó las zarpas en la piel. «¡Ratatosk!», emitió un chasquido. Tocó los labios de Sombra con la punta de la nariz. «¡Ratatosk!». Volvió a trepar por el árbol.
Le ardía la piel de todo el cuerpo, punzada por innumerables alfileres y agujas. La sensación le resultaba insoportable.
Le apareció su vida ante los ojos, colocada sobre el sudario improvisado con la sábana de motel: su vida estaba allí literalmente colocada como los objetos de una especie de picnic, un mantel surrealista, podía ver la mirada atónita de su madre, la embajada estadounidense en Noruega, los ojos de Laura el día de su boda...
Esbozó una sonrisa a través de los labios resecos.
—¿Qué te hace tanta gracia, cachorrito? —le preguntó Laura.
—El día de nuestra boda. Sobornaste al organista para que no tocase la Marcha nupcial e interpretase la canción de Scooby-Doo mientras te aproximabas a mí por la iglesia. ¿Te acuerdas?
—Claro que sí, cariño. Me dijiste que tú también lo habrías hecho de no haber sido por esos crios entrometidos.
—Te quería tanto.
Podía sentir los labios de Laura sobre los suyos, eran cálidos, húmedos y estaban vivos, no fríos y muertos, así que supo que se trataba de otra alucinación.
—No estás aquí, ¿verdad?
—No, pero me estás llamando, por última vez, y voy a venir.
Le costaba más respirar. Las cuerdas que se le hendían en la carne eran un concepto abstracto, como el libre albedrío o la eternidad.
—Duerme, cachorrito —le susurró y a pesar de que no estaba seguro de no haber oído su propia voz, se durmió.
El Sol era como una moneda de hojalata en medio del cielo plomizo. Lentamente Sombra se dio cuenta de que estaba despierto y de que tenía frío, pero la parte de sí que comprendía esto parecía estar muy lejos respecto al resto de su persona. En algún lugar remoto era consciente de que tenia la boca y la garganta doloridas, ardiendo, agrietadas. Durante el día, había momentos en que veía las estrellas caer, momentos en que se le aparecían aves gigantescas, del tamaño de camiones de mercancías, que volaban hacia él, pero nada le alcanzaba, nada le tocaba.
—Ratatosk. Ratatosk. —El chasquido se convirtió en un reproche.
La ardilla aterrizó clavándole con fuerza las zarpas afiladas en el hombro y le miró a la cara. Se preguntó si era una alucinación, porque la ardilla sostenía una cáscara de nuez semejante a una taza de casa de muñecas entre sus dos patas delanteras. El animal empujó la cáscara contra los labios de Sombra, que sintió el agua e, instintivamente, la sorbió. Hizo que el agua corriese por sus labios agrietados y su lengua seca. Se enjuagó con ella la boca y tragó el resto, que no era mucho.
La ardilla volvió de un salto al árbol, corrió tronco abajo, hacia las raíces y en cuestión de segundos, minutos, u horas volvió trepando con cuidado y con la taza de cáscara de nuez. Sombra no era capaz de medir el tiempo transcurrido, porque se le habían estropeado todos los relojes mentales: los mecanismos, los dientes y los resortes sólo eran un revoltijo en la hierba. Bebió el agua que la ardilla le llevaba.
El sabor a hierro del agua le llenó la boca y le refrescó la garganta sedienta. Mitigó su cansancio y su desvarío.
Después de la tercera taza ya se le había calmado la sed.
Entonces comenzó a luchar, a tirar de las cuerdas, a desgarrarse la piel en un intento de bajar, de liberarse, de escapar. Gimió.
En su delirio, Sombra se convirtió en árbol. Sus raíces se enterraban profundamente, en tiempos pasados, en primaveras escondidas. Sintió el nacimiento de la mujer llamada Urd, el Pasado. Era enorme, una giganta, una montaña femenina en el mundo subterráneo que guardaba las aguas del pasado. Otras de sus raíces fueron a parar a distintos lugares, algunos de ellos secretos. A partir de ese momento, cuando tenía sed, tomaba agua con sus raíces, la absorbía por todo el cuerpo de su existencia.
Tenía cientos de brazos que se dispersaban en miles de dedos y todos ellos se erguían en el cielo. El peso del cielo era una carga sobre sus hombros.
Su molestia no cesaba, pero el dolor pertenecía a la figura que pendía del árbol más que al propio árbol. Sombra, delirante, era mucho más que el hombre colgado: era el árbol, era el viento que hacía crujir las ramas desnudas del árbol del mundo.
Las estrellas giraban y él pasaba sus cien manos por la superficie brillante de los astros, los palpaba, los apagaba y encendía, los hacía desaparecer...
Tuvo un momento de lucidez en medio del dolor y la locura y sintió que salía a la superficie. Sabía que no sería por mucho tiempo. El sol de la mañana le cegaba. Cerró los ojos deseando cubrirlos con una sombra.
No le quedaba mucho, eso también lo sabía.
Cuando abrió los ojos, Sombra vio que había un chico junto a él en el árbol.
Tenía la piel oscura, la frente alta y el pelo moreno y muy rizado. Se sentaba en una rama mucho más alta que la cabeza de Sombra. Sólo podía verlo estirando bien el cuello. El chico estaba loco, eso era algo que Sombra captó a simple vista.
—Estás desnudo —le confió el loco con voz cascada—. Yo también.
—Ya lo veo —graznó Sombra.
El loco lo miró. Después empezó a asentir con la cabeza, a girarla en todas las direcciones, como si quisiese deshacerse una contractura en el cuello. Acabó por preguntar:
—¿Me conoces?
—No.
—Yo a ti sí. Te estuve observando en Cairo. Te estuve vigilando. Le gustas a mi hermana.
—Eres... —El nombre Sí—. Eres Horus.
El loco asintió.
—Soy Horus, el halcón matutino y el cobez vespertino. Soy el Sol, igual que tú. Y conozco el verdadero nombre de Ra, porque me lo dijo mi madre.
—Me alegro —respondió Sombra por educación.
El loco miró atentamente al suelo bajo sus pies sin decir nada y se dejó caer del árbol.
Un cobez cayó como una piedra al suelo, se desvió de su caída en un suspiro, batió las alas con fuerza y volvió al árbol llevando entre sus garras un cachorro de conejo. Se posó en una rama cercana a Sombra.
—¿Tienes hambre? —preguntó el loco.
—No, ya sé que debería tener hambre, pero no.
—Yo sí. —El loco engulló el conejo. Lo despedazó, lo chupó, lo desgarró, lo trituró. Cuando hubo terminado con él, dejó caer al suelo los huesos roídos y la piel. Continuó bajando por la rama hasta situarse a pocos palmos de Sombra y lo observó sin discreción, con minuciosidad y cautela, de los pies a la cabeza. La sangre del conejo le manchaba la barbilla y el pecho y se la limpió con el dorso de la mano.
Sombra sintió que debía decir algo.
—Eh —exclamó.
—Eh —contestó el loco.
Se puso en pie sobre la rama, se alejó de Sombra y dejó que durante largo rato una corriente de orina oscura cayese arqueándose sobre el prado bajo sus pies. Al terminar volvió a ponerse en cuclillas sobre la rama.
—¿Cómo te llaman?
—Sombra.
El loco asintió.
—Tú eres la Sombra y yo soy la luz —dijo—. Todo lo que es, proyecta una sombra. Pronto lucharán. Los he visto cuando empezaron a llegar.
Más tarde añadió:
—Te estás muriendo, ¿no?
Sombra ya no podía pronunciar palabra. Un halcón remontó el vuelo y describió lentos círculos por las ascendentes que le condujeron a la mañana.
A la luz de la luna.
Una tos sacudió el cuerpo de Sombra, una tos punzante, que le apuñaló el pecho y la garganta. Con una arcada intentó que le volviese la respiración.
—Eh, cachorrito —le llamó una voz conocida.
Miró hacia abajo.
A través de las hojas del árbol, la blanca luz de la luna ardia con la claridad del día y debajo de él, en el claro de luna, había una mujer cuyo rostro era un óvalo pálido. El viento hizo que las ramas del árbol crujieran.
—Hola, cachorrito.
Intentó hablar, pero en su lugar tosió desde lo más profundo de su pecho y durante largo tiempo.
—No suena demasiado bien —le dijo ella amablemente.
—Hola, Laura —pudo articular.
Ella lo miró con sus ojos sin vida y sonrió.
—¿Cómo me has encontrado?
Ella permaneció en silencio durante unos momentos, en el claro de luna.
—Eres la cosa que más me acerca a la vida, lo único que me queda, lo único que no ha quedado desolado, plano y gris. Incluso aunque estuviese ciega y me hubiesen tirado al océano más profundo, sabría donde encontrarte. Podría estar enterrada a kilómetros bajo tierra y conseguiría localizarte.
Miró a la mujer a la luz de la luna y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Voy a bajarte —le dijo algo más tarde—. Me paso el tiempo salvándote, ¿eh?.
Volvió a toser.
—No, déjame, tengo que hacer esto.
Ella alzó la mirada hasta él, sacudió la cabeza.
—Estás loco. Te estás muriendo. O te quedarás paralítico, si es que no te has quedado ya.
—Quizá, pero estoy vivo.
—Sí —concedió ella después de pocos minutos—, supongo que estás vivo.
—En el cementerio me dijiste...
—Parece que hace tanto de eso, cachorrito —contestó y después añadió—. Me encuentro mejor, aquí. No me duele tanto. ¿Sabes a qué me refiero? Pero estoy tan seca.
Se levantó viento y Sombra pudo olerla: un hedor penetrante y desagradable a carne podrida, a enfermedad, a decadencia.
—He perdido el trabajo. Era un trabajo nocturno, pero según ellos la gente se quejaba. Les dije que era una enfermedad, pero les dio igual. Tengo una sed.
—Las mujeres. Tienen agua. La casa.
—Cachorrito... —su voz parecía asustada.
—Diles... diles que yo he dicho que te den agua...
La cara pálida lo miró.
—Tengo que irme. —Tosió, le cambió la expresión y escupió una masa blanca en la hierba que, cuando dio contra el suelo se esparció y desapareció serpenteando.
Casi resultaba imposible respirar. El pecho le pesaba y la cabeza le daba vueltas.
—Quédate —pidió en un susurro, sin saber exactamente si podrían oírle—. Por favor, no te vayas. —Comenzó a toser—. Quédate esta noche.
—Me quedaré un rato —le tranquilizó y le habló como una madre a su hijo—. Nada va a hacerte daño mientras este a tu lado.
Sombra volvió a toser. Cerró los ojos pensando que sólo era por un momento, pero cuando volvió a abrirlos la luna ya se había puesto y se encontraba solo.
Notaba un estrépito y un dolor insoportable en el interior de la cabeza, un dolor que superaba el de la migraña, que superaba cualquier otro. Todo se disolvió en una bandada de mariposas diminutas que le rodeaban como una tormenta de arena de colores y que se evaporaron en la noche.
La sábana blanca que envolvía el cuerpo al pie del árbol ondeaba ruidosamente con el viento matutino.
El dolor comenzó a remitir. Todo se hizo más lento. No quedaba nada que pudiese motivarle a seguir respirando. En el pecho, el corazón le dejó de latir.
La oscuridad en que se sumió esta vez era muy profunda, iluminada por una sola estrella, y era definitiva.
CAPÍTULO DECIMOSEXTO
Ya sé que está amañada, pero es la única partida de la ciudad.
—Canadá Bill Jones
El árbol había desaparecido y también el mundo y con él, el cielo gris de la mañana. Una sola estrella brillaba en lo alto, una única luz resplandeciente y centelleante. Dio un paso y casi tropezó.
Miró hacia abajo: en la roca habían cortado unos peldaños que descendían, unos peldaños tan altos que imaginó que sólo unos gigantes podían haberlos hecho y bajado en un tiempo ya remoto.
Bajó de escalón en escalón, a veces saltando y a veces ayudándose con las manos. Le dolía el cuerpo, pero por falta de uso, no por la tortura del cuerpo colgado de un árbol hasta la muerte.
No le sorprendió constatar que estaba completamente vestido: llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca. Iba descalzo. Inmediatamente tuvo una sensación de deja vu muy poderosa: se trataba de las ropas que llevaba en el apartamento de Chernobog la noche que Zorya Polunochnaya vino, le habló de la constelación llamada el carro de Odín y le bajó la luna del cielo.
De repente supo lo que pasaría a continuación, supo que Zorya Polunochnaya estaría allí.
Le estaba esperando al pie de la escalera. Aunque la luna no brillaba en el cielo, ella estaba bañada por la luz del astro: el pelo blanco le lucía con palidez lunar y llevaba el mismo vestido de noche de encaje que había llevado aquel día en Chicago.
Cuando vio a Sombra, sonrió y miró al suelo, como presa de una vergüenza momentánea.
—Hola —saludó.
—Hola —respondió Sombra.
—¿Cómo estás?
—No lo sé. Creo que éste es otro sueño extraño en el árbol. Llevo soñando cosas raras desde que salí de la cárcel.
El rostro de la mujer quedó plateado por la luz de la luna, pero ningún astro brillaba en el cielo negro y cálido, de hecho, al pie de las escaleras ni siquiera la estrella solitaria quedaba a la vista. Su aspecto era al mismo tiempo solemne y vulnerable cuando declaró:
—Podrás conocer todas las respuestas, si ése es tu deseo, pero una vez las conozcas nunca podrás olvidarlas.
Tras ella, el camino se bifurcaba y él ya sabía que tendría que elegir qué senda seguir. Sin embargo, antes debía hacer una cosa. Rebuscó en el bolsillo de los vaqueros y se sintió aliviado cuando notó el peso familiar de la moneda en el fondo. La sacó y la sostuvo entre el índice y el pulgar: era un dólar de plata de 1922.
—Esto es tuyo.
Recordó que en realidad sus ropas estaban al pie del árbol. Una de las mujeres las había metido en el saco de lona del que habían extraído las cuerdas y había atado la boca del saco. La mujer más corpulenta había colocado una roca pesada encima para evitar que saliese volando. Por eso, sabía que, en realidad, el dólar de plata estaba en un bolsillo en el saco bajo la roca. Aún así, sentía su peso en la mano mientras entraba al mundo subterráneo.
Ella lo recuperó de su mano con unos dedos delgados.
—Gracias. Ha comprado tu libertad dos veces y ahora te iluminará en tu camino a los lugares tenebrosos.
Cerró su mano sobre el dólar, estiró el brazo lo más que pudo y dejó la moneda en el aire. En lugar de caer, la moneda flotó hacia lo alto casi medio metro por encima de la cabeza de Sombra. Ya no era una moneda de plata y la estatua de la libertad con su corona de picos había desaparecido. El rostro que ahora podía verse en la moneda era la cara indeterminada de la luna en el cielo estival.
Sombra ya no sabía si estaba mirando una luna del tamaño de un dólar a medio metro de su cabeza o una luna del tamaño del Océano Pacífico a miles de kilómetros. Tampoco sabía si había alguna diferencia entre ambos conceptos. Quizá era sólo una cuestión de enfoque.
Miró la bifurcación que le esperaba.
—¿Qué senda debo tomar? ¿Cuál es la más segura?
—Toma una y no podrás tomar la otra, pero ninguna es segura. ¿Qué senda deseas tomar, la de las verdades dolorosas o la de las mentiras piadosas?
—La de las verdades: no he llegado tan lejos para tragarme más mentiras.
Ella parecía triste.
—Entonces tendrás que pagar un precio.
—Lo pagaré, ¿cuál es el precio?
—Tu nombre, tu nombre verdadero. Tendrás que dármelo.
—¿Cómo?
—Así. —Vio que una mano perfecta se dirigía hacia su frente. Sintió que los dedos de la mujer le rozaban la piel, después sintió que penetraban por ella, por su cráneo y que entraban en lo más hondo de su cabeza. Notó un cosquilleo en el cráneo y por toda la columna. Cuando ella sacó la mano, en la punta del dedo corazón llevaba una llamita que parpadeaba, como la de una vela, pero que ardía con la luminosidad blanca del magnesio.
—¿Eso es mi nombre?
Ella cerró la mano y la luminosidad desapareció.
—Lo era. —Con el brazo señaló la senda de la derecha—. Por aquí.
Sin nombre, Sombra caminó por aquella senda bajo la luz de la luna. Cuando se volvió para darle las gracias, no pudo ver nada salvo tinieblas. Le pareció que se encontraba en las profundidades de la tierra, pero al mirar la oscuridad en lo alto, aún percibía una luna diminuta.
Torció una esquina.
Si esta era la vida después de la muerte, pensó, se parecía mucho a la Casa de la Roca, mitad diorama y mitad pesadilla.
Se vio a sí mismo con el uniforme azul de preso cuando el alcaide le había comunicado la muerte de Laura en un accidente de tráfico. Vio la expresión de su propio rostro; la de un hombre al que el mundo ha abandonado. Le dolió ver su desnudez y su miedo. Continuó deprisa, cruzó la oficina gris del alcaide y se encontró mirando la tienda de reparaciones de vídeo a las afueras de Eagle Point tres años atrás. Sí.
En el interior del establecimiento les estaba sacudiendo a Larry Powers y B. J. West y como consecuencia se estaba dejando los puños amoratados. En breve podría salir de allí con una bolsa de supermercado llena de billetes de veinte, el dinero que nunca pudieron probar que se había llevado: su parte del botín y un poco más, porque no debían haber intentado librarse de él y de Laura de semejante manera. Él sólo había sido el conductor, pero había cumplido con su parte, había hecho todo lo que ella le había pedido...
En el juicio, nadie mencionó el robo del banco, aunque todos estaban deseando hacerlo. No pudieron probar nada porque nadie abrió la boca. El fiscal se vio obligado a limitarse a los daños corporales que había infligido a Powers y West. Mostró fotografías de los dos hombres a su llegada al hospital municipal. Sombra apenas se defendió, así resultaba más fácil. Tampoco Powers o West parecían recordar el motivo de la pelea, pero ambos admitieron que su asaltante había sido Sombra.
Nadie habló del dinero.
Nadie llegó siquiera a nombrar a Laura y eso era todo lo que Sombra quería.
Sombra se preguntaba si no habría sido mejor seguir la senda de las mentiras piadosas. Se alejó de aquel lugar y siguió el camino de roca hasta algo parecido a una habitación de hospital, de un hospital de Chicago y sintió la bilis subiéndole por la garganta. Se detuvo. No quería mirar. No quería continuar.
En la cama del hospital su madre se estaba volviendo a morir, igual que había muerto cuando él tenía dieciséis años, y ahí estaba él, un adolescente grande y torpe con la piel café con leche marcada de acné, sentado junto a su cama, incapaz de mirarla, leyendo un libro de bolsillo voluminoso. Sombra se preguntaba qué libro sería y rodeó la cama para observarlo de más cerca. Se quedó entre la cama y la silla mirando alternativamente a uno y otro lado, el chico grande repantigado en la silla con la nariz enterrada en El arcoiris de la gravedad, de Thomas Pynchon, intentando escapar de la muerte de su madre a través del Londres de los bombardeos, mientras la locura ficticia del libro no le proporcionaba ni una huida, ni una excusa.
Los ojos de su madre estaban cerrados en una paz narcótica: lo que ella pensaba que no sería más que otro brote de anemia falciforme, otro azote de dolor que soportar, había resultado ser un linfoma, como descubrieron demasiado tarde. Su piel lucia un tinte amarillo ceniza. Apenas pasaba de los treinta y parecía mucho mayor.
Sombra quería zarandearse a sí mismo, al adolescente torpe que había sido, para que cogiese la mano de su madre, le hablase, hiciese cualquier cosa antes de que ella se deslizase en la muerte, como sabía que iba a suceder. Pero no podía tocarse y continuó leyendo hasta que su madre murió mientras él estaba sentado a su lado leyendo un libro voluminoso.
Después de aquello dejó prácticamente de leer. No se podía confiar en las historias de ficción. ¿De qué servían los libros sí no podían protegerte de algo así?
Sombra se alejó de la habitación de hospital por el tortuoso pasillo hasta el profundo vientre de la tierra.
Lo primero que ve es a su madre y no puede creer que sea tan joven, calcula que no debe tener ni veinticinco, antes de que le den el alta. Están en su piso, otro de los alquileres de la embajada de algún lugar en el norte de Europa. Echa una ojeada a su alrededor en busca de algo que le proporcione una pista y se ve a sí mismo: un criajo de grande ojos grises y pelo moreno. Están discutiendo y Sombra ya sabe sobre qué sin necesidad de oír sus palabras, al fin y al cabo, era lo único por lo que discutían.
—Háblame de mi padre.
—Está muerto, no preguntes más por él.
—¿Pero quién fue?
—Déjalo ya. Está muerto y olvidado; no te has perdido nada.
—Quiero ver una foto suya.
—No tengo ninguna —le decía y su voz se hacía más baja y cruel, de forma que sabía que si continuaba haciendo preguntas le gritaría o incluso le daría una bofetada y ya sabía que no iba a parar de hacerlas. Así que se dio la vuelta y caminó por el túnel.
La senda que seguía giraba, se curvaba y volvía sobre sí misma, por lo que le recordaba a las pieles de las serpientes, los intestinos y las raíces muy, muy profundas de los árboles. A su izquierda había un estanque y podía oír que desde algún lugar al fondo del túnel el agua goteaba en él sin apenas perturbar la quietud que espejaba la superficie del agua. Se dejó caer de rodillas y bebió llevándose el agua a la boca con la mano. Después continuó hasta llegar a las luces cambiantes de una bola de discoteca. Era como estar en el centro del universo con todos los planetas y estrellas alrededor; no podía oír nada, ni la música, ni las conversaciones a gritos por encima de ella. Miraba a una mujer cuyo aspecto era precisamente el que su madre nunca había tenido en todos los años en que la había conocido; al final era poco más que una niña...
Estaba bailando.
Sombra se dio cuenta de que no le sorprendió en absoluto la identidad del hombre que bailaba con ella. No había cambiado demasiado en treinta años.
Supo a primera vista que estaba borracha, no mucho, pero no está acostumbrada a beber; le falta como una semana para embarcarse rumbo a Noruega. Han estado bebiendo margaritas y ella aún tiene sal en los labios y en el dorso de la mano.
Wednesday no lleva traje y corbata, pero el pin que lleva en el bolsillo de la camisa resplandece cuando refleja la luz de la bola de discoteca. Hacen buena pareja, teniendo en cuenta la diferencia de edad. Wednesday se mueve con cierta elegancia lobuna.
Durante un baile lento tira de ella y, con la mano en el culo de su falda, se la acerca posesivamente. Con la otra mano le toma por la barbilla y le levanta la cara; se besan allí mismo, con las luces de discoteca rodeándolos en el centro del universo.
Poco después se van. Ella va balanceándose contra él y él la saca del baile.
Sombra hunde la cabeza entre las manos y no los sigue, porque no puede o no quiere presenciar el momento de su propia concepción.
Las luces de discoteca desaparecieron y sólo permaneció la iluminación de la luna diminuta que brillaba en lo alto.
Continuó andando. En un recodo del camino paró para recuperar el aliento.
Sintió una mano suave que le recorría la espalda y unos dedos delicados que le despeinaban el pelo de la nuca.
—Hola —susurró una voz cascada y felina a sus espaldas.
—Hola —respondió volviendo la cabeza.
Ella tenía el pelo castaño, la piel morena y los ojos del color del ámbar dorado típico de la miel. Sus pupilas eran dos rajas verticales.
—¿Te conozco? —preguntó atónito.
—Intimamente —respondió con una sonrisa—. Solía dormir en tu cama. Mi gente te ha estado vigilando.
La mujer continuó hasta el camino que estaba frente a él y señaló las tres sendas que podía seguir.
—Vamos a ver: un camino te hará sabio, otro te completará y otro te matará.
—Creo que ya estoy muerto. Mi vida acabó en el árbol.
Ella hizo un mohín.
—Hay muertos, muertos y muertos. Depende de la perspectiva. —Volvió a sonreír—. Seguro que podría hacer alguna broma al respecto, algo sobre la perspectiva que da la muerte...
—No, déjalo.
—Bueno, ¿hacia donde quieres ir?
—No lo sé —admitió.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado con un gesto totalmente felino. De repente Sombra se acordó de los arañazos que tenía en el hombro y sintió que empezaba a ruborizarse.
—Si confías en mi —dijo Bastet— puedo elegir por ti.
—Confío —respondió sin dudarlo.
—¿Quieres saber qué es lo que te va a costar?
—Ya he perdido mi nombre.
—Los nombres van y vienen. ¿Ha merecido la pena?
—Sí, quizá. No ha sido fácil. En cuanto a las revelaciones, han sido bastante personales.
—Todas las revelaciones lo son, por eso provocan tanta desconfianza.
—No lo entiendo.
—Pues no, pero yo me quedaré con tu corazón. Lo necesitaremos más tarde. —Bastet alargó la mano a través de su pecho y cuando la sacó llevaba algo parecido a un rubí palpitante entre sus afilados dedos. Era del color de la sangre de las palomas y estaba hecho de pura luz. Se expandía y contraía rítmicamente.
Bastet cerró la mano y el corazón desapareció.
—Sigue la senda del medio.
Sombra asintió y continuó.
El camino era cada vez más resbaladizo. Había hielo en las rocas. La luna en lo alto brillaba a través de los cristales de hielo que se habían formado en el aire y a su alrededor resplandecía un anillo irisado de luz difusa. Era hermoso, pero hacía que resultase más difícil avanzar, porque ya no se podía confiar en la seguridad del camino.
Llego a otra bifurcación.
Miró el primer camino con sensación de reconocerlo. Se abría a una cámara o conjunto de cámaras de grandes dimensiones semejantes a un museo lóbrego. Ya lo conocía. Oía los ecos prolongados de ruidos minúsculos. Oía el sonido que produce el polvo al asentarse.
Era el lugar con que tiempo atrás había soñado en el motel la primera noche que Laura vino a él: el salón interminable donde se honraba la memoria de los dioses olvidados o de aquellos cuya misma existencia se había perdido.
Dio un paso atrás.
Caminó hacia la senda más lejana y miró adelante. El pasillo tenía algo de Disneyland: las paredes estaban hechas de plástico negro y tenían luces de colorines empotradas que parpadeaban creando la ilusión de seguir un orden, pero sin razón alguna, como las luces del panel de control de una nave espacial de la televisión.
También se oía algo en este camino; una especie de zumbido bajo con vibraciones profundas que Sombra sentía en el estómago.
Se paró y miró a su alrededor. Ninguno de los dos caminos le parecía adecuado. Ya no. Se había cansado de los caminos. Decidió ir por el del medio, como le había dicho la mujer felina. Y se dirigió hacia él.
La luna sobre su cabeza ya se ponía, uno de sus bordes se había teñido de color rosa y estaba a punto de desaparecer. El camino estaba franqueado por una puerta enorme.
Sombra la atravesó entre tinieblas. El aire era cálido y olía a polvo mojado, como una ciudad tras la primera lluvia del verano.
No tenía miedo.
Ya no, el miedo había muerto en el árbol, como el propio Sombra. Ya no le quedaba miedo, ni odio, ni dolor. Nada, salvo su esencia.
Algo de gran tamaño chapoteó tranquilamente en la distancia. Su eco retumbó por el espacio. Escudriñó, pero no pudo distinguir nada porque la oscuridad era demasiado intensa. A continuación, de la dirección en que se oía el chapoteo surgió una luz fantasmagórica y el mundo adquirió forma: estaba en una caverna y frente a él había una extensión de agua quieta como un espejo.
Los sonidos salpicaban cada vez más cerca y la luz se hacía más y más brillante mientras Sombra esperaba en la orilla. Pronto apareció un bote bajo y plano con una linterna parpadeando en la proa y otra en la superficie vidriosa y negra del agua varios metros más abajo. Había una figura alta conduciendo la barca con una pértiga, que era la que producía el chapoteo al salir a la superficie y al moverse para empujar la embarcación a través de las aguas del lago del mundo subterráneo.
—¡Eh, hola! —llamó Sombra. Los ecos de su voz le rodearon súbitamente e imaginó todo un coro de personas dándole la bienvenida y llamándolo con voces diferentes.
La persona que llevaba la barca no respondió.
Era alta y delgada. No tenía la certeza de que fuese un hombre: llevaba una túnica blanca sin adornos y la cabeza pálida que la coronaba era tan claramente inhumana que Sombra pensó que seguramente se trataba de una máscara: era una cabeza de pájaro, pequeña, que descansaba sobre un cuello larguirucho y tenía un pico alto y alargado. Sombra sabía que había visto antes esta figura espectral de pájaro. Arañó su memoria hasta descubrir con decepción que la imagen que recordaba era la de la máquina tragaperras de la Casa de la Roca en la que se vislumbraba una silueta pálida de pájaro que aparecía por detrás de la cripta del alma del borracho.
El agua goteaba desde la pértiga y desde la proa desencadenando el eco y la estela del bote creaba un movimiento ondulatorio en las aguas vidriosas. La embarcación estaba hecha de juncos atados.
La barca se acercó a la orilla. El piloto se apoyó en la pértiga y giró lentamente la cabeza hasta mirar a Sombra.
—Hola —dijo sin mover su alargado pico. Su voz era masculina y familiar, como todo lo demás hasta el momento en la otra vida de Sombra—. Sube a bordo. Me temo que te vas a mojar los pies, pero no se puede hacer otra cosa: estas embarcaciones son muy viejas y si me acerco más se podría desgarrar el fondo.
Sombra se adentró en la laguna hasta media pierna; después de la primera impresión el agua estaba sorprendentemente caliente. Llegó hasta la barca y el piloto le tendió una mano para ayudarle a subir. El bote de caña se balanceó un poco y el agua salpicó las partes más bajas hasta que volvió a estabilizarse.
El piloto alejó el bote de la orilla con la pértiga mientras Sombra permanecía en pie observando y dejando chorrear las perneras de los pantalones.
—Te conozco —le dijo a la criatura que manejaba la pértiga.
—Desde luego que sí —respondió el barquero. La lámpara de aceite que pendía de la proa ardió de forma irregular y el humo que desprendió obligó a Sombra a toser—. Trabajabas para mi. Siento decirte que tuvimos que enterrar a Lila Goodchild sin ti. —La voz sonaba difusa y precisa al mismo tiempo.
La lámpara provocó que a Sombra le llorasen los ojos y tuvo que secarse las lágrimas con la mano. A través del humo creyó ver a un hombre alto vestido de traje y con anteojos dorados. Cuando el humo se dispersó el barquero volvía a ser la criatura semihumana con cabeza de ave de río.
—¿Señor Ibis?
—Me alegro de verte —respondió la criatura con la voz del señor Ibis—. ¿Sabes lo que es un psicopompo?
Sombra creía que alguna vez había conocido la palabra, pero hacía mucho tiempo, así que negó con la cabeza.
—Se trata de un término grandilocuente para decir «acompañante». Todos tenemos tantas funciones y formas de vivir. Yo me veo como un erudito de vida tranquila, dedicado a escribir pequeñas historias, que sueña con el pasado que puede o no que haya existido. Mi percepción hasta cierto punto es correcta, pero en una de mis atribuciones también soy un psicopompo, igual que muchas de las personas con las que has decidido relacionarte. Me dedico a acompañar a los vivos al mundo de los muertos.
—Pensaba que éste ya era el mundo de los muertos.
—No, no per se. Es más bien un preliminar.
El barco se deslizaba por la superficie vidriosa de la laguna subterránea. El señor Ibis iba diciendo sin mover el pico:
—Vosotros habláis de los vivos y los muertos como categorías mutuamente excluyentes, como si no pudiese haber un río que también fuese una carretera o una canción que fuese un color.
—No puede, ¿no? —Los ecos de la voz de Sombra le devolvieron el murmullo de sus palabras desde toda la laguna.
—Lo que debes recordar es que la vida y la muerte son dos caras de la misma moneda, cara y cruz.
—¿No se puede tener una moneda de dos cruces?
—No.
Sombra sintió un escalofrío mientras cruzaban por las negras aguas. Imaginaba que veía rostros de niños que le miraban con reproche desde el otro lado de la superficie vidriosa del agua. Sus caras estaban anegadas y atenuadas, sus ojos, ciegos, empañados. No había viento en la caverna subterránea que pudiese perturbar la superficie negra del lago.
—Así que estoy muerto —dijo Sombra; empezaba a hacerse a la idea—, o voy a estarlo.
—Nos dirigimos a la Sala de los Muertos. Solicité ser yo quien te viniese a buscar.
—¿Por qué?
—Fuiste un buen empleado, ¿por qué no?
—Porque... —Sombra rumiaba sus pensamientos—. Porque yo nunca he creído en vosotros. Porque no tengo demasiada idea de mitología egipcia. Porque no me esperaba esto. ¿Qué ha pasado con San Pedro y las Puertas del Cielo?
La cabeza blanca de pico alargado se movió de un lado a otro con seriedad.
—No importa que no creyeses en nosotros. Nosotros creíamos en ti.
El barco tocó fondo. El señor Ibis salió por el lateral a la laguna y pidió a Sombra que hiciera lo mismo. Tomó un cabo de la proa de la barca y pasó la linterna a Sombra para que la llevase. Tenia la forma de la luna creciente. Caminaron hacia la orilla y el señor Ibis amarró la barca a una anilla metálica que había en el suelo rocoso. Recuperó la linterna de las manos de Sombra y avanzó rápidamente manteniendo la linterna en alto, de forma que ésta proyectaba sombras profundas por el suelo y las altas paredes de roca.
—¿Tienes miedo? —preguntó el señor Ibis.
—No demasiado.
—Bueno, pues tendrás que intentar cultivar las verdaderas emociones de temor reverencial y horror espiritual por el camino. Son los sentimientos apropiados para la situación que está por venir.
Sombra no estaba asustado; sentía interés y cierta aprensión, pero nada más. No temía las cambiantes sombras, ni el hecho de estar muerto, ni siquiera temía a la criatura con cabeza de perro y tamaño de silo que los observaba mientras se acercaban. Gruñía desde lo más profundo de la garganta y Sombra notó cómo se le erizaba el pelo del cuello.
—Sombra —dijo la criatura—, es el momento del juicio.
Sombra levantó la vista hacia ella.
—¿Señor Jacquel?
Las manos de Anubis descendieron, eran unas manos enormes y oscuras que levantaron a Sombra y se lo acercaron.
La cabeza del chacal lo examinó con sus ojos brillantes con la misma imperturbabilidad con que el señor Jacquel había examinado a la chica sobre la losa. Sombra supo que le estaban extrayendo todos sus defectos, sus fracasos, sus debilidades y los estaban pesando y midiendo. Supo que en cierta forma lo estaban diseccionando, troceando y probando.
No siempre recordamos las cosas que no dicen en nuestro favor, las justificamos, las cubrimos con mentiras luminosas y con el polvo denso del olvido. Todas las cosas que Sombra había hecho a lo largo de su vida de las que no se sentía orgulloso, todo aquello que deseaba haber hecho de otro modo o no haber hecho le azotó como una tormenta de culpa, remordimiento y vergüenza de la que no podía protegerse. Estaba desnudo y abierto como un cadáver sobre una mesa y Anubis, el tenebroso, el dios chacal, era quien le diseccionaba, acusaba y acosaba.
—Por favor, no sigas.
Sin embargo, el examen no había terminado: cada mentira que alguna vez había dicho, cada objeto que había robado, cada dolor infligido a otra persona, todos los pequeños delitos y asesinatos que conforman el día, cada una de esas pequeñas cosas fueron extraídas y expuestas a la luz por el juez de los muertos con cabeza de chacal.
En la palma de la mano oscura del dios Sombra empezó a gemir, traspasado de dolor. Volvía a ser un niño muy pequeño, tan indefenso y tan desamparado como siempre había sido.
En ese momento, sin previo aviso, el examen concluyó. Sombra gimoteó, sollozó y le corrió un río de mocos por la nariz. Aún se sentía desamparado, pero las manos lo dejaron en el suelo de roca con cuidado, casi con ternura.
—¿Quien tiene su corazón? —gruñó Anubis.
—Yo —ronroneó una voz femenina. Sombra levantó los ojos. Bastet estaba junto a la criatura que ya no era el señor Ibis y sostenía el corazón de Sombra en la mano derecha. El corazón le iluminaba el rostro con brillo de rubí.
—Dámelo —dijo Thot, el dios con cabeza de Ibis. Lo tomó entre sus manos, que ya no eran humanas y voló hacia delante.
Anubis colocó delante de sí una balanza con dos platillos de oro.
—¿Así que aquí es donde nos enteramos de qué es lo que me toca? —susurró Sombra a Bastet—. ¿Cielo? ¿Infierno? ¿Purgatorio?
—Si la pluma equilibra la balanza —respondió— podrás elegir tu propio destino.
—¿Y si no?
Bastet hizo un gesto que mostraba que el tema le ponía un poco incómoda. Después respondió:
—Si no tu corazón y tu alma servirán de alimento a Ammit, la devoradora de los muertos...
—Quizá... quizá pueda llegar a tener un final feliz.
—No sólo no hay finales felices, sino que ni siquiera existe un final.
En uno de los platillos, Anubis colocó la pluma, con cuidado, con reverencia.
Dejó el corazón de Sombra en el otro platillo. Bajo la balanza algo se movió en la penumbra, algo que hizo que Sombra no se sintiera a gusto mirando desde demasiado cerca.
La pluma pesaba bastante, pero también el corazón de Sombra, así que la balanza se inclinó y balanceó peligrosamente.
Finalmente, los platillos quedaron equilibrados y la criatura que se movía entre las sombras se escabulló insatisfecha.
—Pues esto es todo —exclamó Bastet con nostalgia—. Una calavera más para el montón. Es una pena. Esperaba que llevases a cabo alguna acción de valor en la situación de este momento. Es como mirar un accidente de coche a cámara lenta y no poder hacer nada.
—¿No piensas intervenir?
Ella negó con la cabeza.
—No me gusta que los demás escojan mis batallas.
Durante un instante reinó el silencio en la grandiosa Sala de los Muertos, donde el agua y las tinieblas dejaban sentir su eco.
—Y ahora, ¿puedo escoger mi próximo destino?
—Escoge —respondió Thot—, o podemos escoger por ti.
—No, no hace falta. Se trata de mi elección.
—¿Y bien? —rugió Anubis.
—Deseo descansar. Eso es lo que quiero. No quiero nada, ni cielo, ni infierno, ni ninguna otra cosa. Sólo quiero que se acabe.
—¿Estás seguro? —preguntó Thot.
—Sí.
El señor Jacquel le abrió la última puerta a Sombra y detrás de ella no había nada. No había oscuridad ni siquiera olvido, sólo vacío.
Sombra lo aceptó completamente y sin reservas, atravesó la puerta hacia el vacío con una alegría extraña y salvaje.
CAPÍTULO DIECISIETE
Todo en este continente es a gran escala. Los ríos son inmensos, el clima violento en el frío y el calor, las vistas magníficas, el trueno y el relámpago tremendos. Los desórdenes que inciden en el país hacen temblar a todos los elementos. Nuestros errores garrafales aquí, nuestra mala conducía nuestras pérdidas, nuestras desgracias, nuestra ruina, todo es a gran escala.
—Lord Carlisle, a George Selwyn, 1778.
El lugar más importante al sudeste de Estados Unidos se anuncia en cientos de tejados de graneros por Georgia y Tennessee hasta Kentucky. Un conductor que se dirija por en medio del bosque a través, de una carretera ventosa, pasará por un granero rojo podrido en cuyo techo pone:
VISITE ROCK CITY
LA OCTAVA MARAVILLA DEL MUNDO
y en el techo de un cobertizo para ordeñar, pintado en mayúsculas:
CONTEMPLE SIETE ESTADOS DESDE ROCK CITY
LA MARAVILLA DEL MUNDO.
El conductor se siente inclinado a creer que Rock City está seguro a la vuelta de la esquina, en lugar de a más de un día de camino, en la montaña Lookout, un poco por encima de la frontera estatal, en Georgia, justo al suroeste de Chattanooga, Tennessee.
La montaña Lookout no es que tenga demasiado de montaña. Parece, más bien, una colina increíblemente alta e imponente. El Chickamauga, un afluente del Cherokee, pasaba por aquí cuando llegó el hombre blanco; llamaron a la montaña Chattotonoogee; que se traduce por ‘la montaña que se alza hasta un punto’.
En la decada de 1830, el Acta de reubicación de los Indios de Andrew Jackson los obligó a exiliarse de su tierra —a los choctaw, chickamauga, cherokee y chickasaw— y las tropas de los Estados Unidos obligaron a todos los que pillaron a que caminaran miles de millas hasta los nuevos territorios indios en lo que algún día sería Oklahoma, siguiendo el rastro de las lágrimas: una ley de genocidio informal. Miles de hombres, mujeres y niños murieron por el camino. Cuando se gana, se gana, y eso nadie puede discutirlo.
Porque quienquiera que controlase la montaña Lookout, controlaba la tierra; ésa era la leyenda. Era un lugar sagrado, después de todo, y un lugar elevado. Durante la guerra civil, la guerra entre los estados, hubo aquí una batalla: la Batalla Bajo las Nubes, fue el primer día de lucha, y las fuerzas de la Unión hicieron lo imposible y, sin órdenes, barrieron el Risco de las Misiones y lo tomaron. El Norte ganó la montaña Lookout y ganó la guerra.
Hay túneles y cuevas, algunas muy antiguas, debajo de la montaña Lookout. La gran mayoría están ahora bloqueados, aunque un empresario local excavó una cascada subterránea a la que llamó las cataratas Rubí. Se puede llegar a ellas en ascensor. Es una atracción turística, aunque la mayor atracción de todas, la ofrece la cumbre de la montaña Lookout. Eso es Rock City.
Rock City empieza como un jardín ornamental en el interior de una montaña: sus visitantes van por un camino que los lleva a través de rocas, por encima de rocas y entre rocas. Echan maíz en un recinto para ciervos, cruzan un puente colgante y echan un vistazo por unos prismáticos que van con monedas desde un punto que les promete siete estados en los escasos días soleados en que el aire está perfectamente limpio. Y desde ahí, como una gota caída en un extraño infierno, el camino conduce a los visitantes, millones y millones de ellos cada año, abajo, a las cavernas, donde contemplan muñecas iluminadas con luz negra y dispuestas en dioramas que evocan canciones de niños y cuentos de hadas. Cuando se van, lo hacen entretenidos, sin saber para qué han venido, qué han visto, si se lo han pasado bien o no.
Vinieron a la montaña Lookout desde la otra punta de los Estados Unidos. No eran turistas. Vinieron en coche, en avión, en autobús, en tren y andando. Algunos vinieron volando: volaban bajo y sólo volaban en el corazón de la noche. Otros viajaron por debajo de la tierra a su manera. Muchos llegaron haciendo autostop, gorreando un viaje a motoristas o camioneros nerviosos. Los que tenían coche o camión veían a los que no caminando por los arcenes o en las estaciones de servicio y restaurantes del camino, y, cuando los reconocían por lo que eran, les ofrecían llevarlos. Llegaron polvorientos y cansados a los pies de la montaña Lookout. Mirando a las alturas de la ladera cubierta de árboles, podían ver, o imaginaban que podían ver, los caminos y jardines y la cascada de Rock City. Empezaron a llegar por la mañana temprano. Una segunda oleada llegó al anochecer. Y siguieron llegando durante algunos días más.
Un traqueteado camión U-Haul paró en seco, esparciendo varios vila y rusalka agotados por el viaje, con el maquillaje estropeado, carreras en las medias y caras de párpados pesados y aspecto cansado.
En un grupo de árboles al pie de la colina, un wampyr anciano ofrecía un marlboro a una criatura desnuda y de aspecto simiesco cubierta con una maraña de pelo naranja. Lo aceptó gustosa y fumaron en silencio, uno al lado del otro.
Un Toyota Previa aparcó al lado de la carretera, y siete chinos y chinas salieron de él. Su aspecto era, ante todo, limpio, y llevaban ese tipo de vestidos oscuros que en algunos países visten los funcionarios menores. Uno de ellos llevaba una carpeta y comprobaba el inventario mientras descargaban enormes bolsas de golf de detrás del coche: las bolsas contenían espadas ornamentales con mangos lacados y hojas labradas, y espejos. Las armas fueron distribuidas, comprobadas y firmados los recibos.
Un cómico antaño famoso, que se creía muerto en 1920, salió de su coche oxidado y procedió a despojarse de su ropa: tenía piernas de cabra, y un rabo corto y también de cabra.
Llegaron cuatro mejicanos, todo sonrisas, con el pelo negro y muy brillante: se pasaron una botella que ocultaban en una bolsa de papel marrón y que contenía una mezcla de chocolate en polvo, licor y sangre.
Un hombre bajito y con barba oscura y un bombín polvoriento en la cabeza, caracolillos en las sienes y un mantón de orar con flecos se les acercó caminando entre los campos. Iba unos cuantos pies por delante de su compañero, que era dos veces más alto que él y del color gris de la arcilla polaca: la palabra inscrita en su frente significaba ‘vida’.
Seguían llegando. Apareció un taxi y salieron de él unos cuantos Rakshasas, los demonios del subcontinente indio, se pusieron a pulular mientras observaban a la gente al pie de la colina sin hablar, hasta que encontraron a Mama-ji con los ojos cerrados y murmurando una oración. Era lo único que les resultaba familiar pero, aun así, dudaron de si acercarse a ella, pues recordaban antiguas batallas. Mama-Ji acarició el collar de cráneos colgado de su cuello. Su piel marrón se volvió negra poco a poco, del negro brillante de la tinta, de la obsidiana: separó los labios y aparecieron sus enormes y afilados dientes blancos. Abrió todos sus ojos, hizo señas a los Rakshasas y los recibió como hubiera recibido a sus propios hijos.
Las tormentas de los últimos días, hacia el norte y hacia el este, no habían ayudado en absoluto a suavizar el sentimiento de presión e incomodidad del aire. Las previsiones atmosféricas locales habían empezado a advertir a propósito de células que podrían parir tornados, de zonas de altas presiones que no se habían movido. De día se estaba bien, pero las noches eran frías.
Se reunían en grupos informales, juntándose con unos o con otros por la nacionalidad, la raza, el temperamento y hasta las especies. Parecían inquietos. Parecían cansados.
Algunos hablaban. De vez en cuando se oía alguna risa, pero era queda y esporádica. Rularon seis paquetes de cerveza.
Varios lugareños se acercaron caminando por los prados, se movían de manera extraña, sus voces, cuando hablaban, eran las de los Loa que los poseían: un hombre negro alto habló con la voz de Papa Legba, aquel que abre las puertas; mientras que el Barón Samedi, el señor de la muerte vudú, había adoptado el cuerpo de una adolescente gótica de Chattanooga, probablemente porque ella ya poseía su propio sombrero de copa de seda negra, y estaba sentada sobre su pela negro en una postura desenfadada. Hablaba con la voz profunda del Barón, fumaba un puro de un tamaño enorme y controlaba a tres Gédé, los Loa de los muertos. Los Gédé, habitaban los cuerpos de tres hermanos de mediana edad. Llevaban escopetas y contaban chistes de una cutrez tan impresionante que sólo ellos se reían de ellos, cosa que hacían, escandalosamente.
Dos mujeres Chickamauga de edad indefinida, con vaqueros manchados de aceite y cazadoras de cuero ajadas, caminaban por ahí, mirando a la concurrencia y los preparativos para la batalla. A veces señalaban y sacudían las cabezas. No tenían intención de entrar a formar parle del conflicto. La luna se hinchó y salió por el este, faltaba un día para el plenilunio. Parecía la mitad de grande del cielo, mientras se levantaba, de un naranja rojizo intenso, justo por encima de las colinas. Mientras surcaba el cielo parecía encogerse y palidecer hasta que colgó bien en lo alto del cielo como una linterna.
Cuántos había allí esperando, a la luz de la luna, a los pies de la montaña Lookout.
Laura tenia sed.
A veces la gente viva se consumía en su mente poco a poco como velas y otras veces ardía como antorchas. Era fácil evitarla y, era fácil, cuando así lo requería la ocasión, encontrarla. Sombra había brillado de una manera muy extraña, con su propia luz, encima del árbol.
Le había reprendido una vez, mientras paseaban cogidos de la mano, por no estar vivo. El la esperaba, entonces, haber visto una chispa de emoción. Haber visto algo.
Recordaba pasear a su lado, deseando que pudiera entender lo que quería decirle.
Pero al morir en el árbol, Sombra había estado totalmente vivo. Lo había observado mientras su vida se desvanecía, y estaba enfocado y era real. Él le había pedido que se quedara con ella, que se quedara toda la noche. La había perdonado... a lo mejor la había perdonado. No importaba. Él había cambiado; eso era todo lo que ella sabía.
Sombra le había dicho que fuera a la granja, que allí le darían agua para beber. No había luces en el edificio de la granja, y ella tampoco sentía a nadie en casa. Pero el le había dicho que la cuidarían. Empujó la puerta de la granja y se abrió mientras las bisagras protestaban.
Algo se movió en su pulmón izquierdo, algo que empujó y se retorció y la hizo toser.
Se encontró en un recibidor estrecho, y el camino estaba casi bloqueado por un alto y polvoriento piano. El interior del edificio olía a humedad. Pasó de lado por el piano, abrió otra puerta y se encontró en un destartalado salón, todo lleno de trastos. Había encendida una lámpara de aceite encima de la repisa de la chimenea. Había carbón ardiendo en la chimenea de debajo, aunque ella no había visto ni olido humo desde fuera. El fuego no hacía nada por quitarle el frío que sentía en la sala, aunque, y Laura habría estado de acuerdo, eso podía no ser culpa de la sala.
La muerte le dolía a Laura, aunque lo que más le dolía eran sobre todo las cosas que no había allí: una sed reseca que le exprimía cada célula de su cuerpo, una ausencia de calor en sus huesos que era absoluta. A veces se sorprendía preguntándose si la calentarían las llamas crepitantes de una pira, o la colcha blandita y marrón de la tierra; si el helado mar aplacaría su sed...
La sala, advirtió, no estaba vacía.
Había tres mujeres sentadas en un viejo sofá, como si formaran parte de un juego de algo en alguna exposición artística peculiar. El sofá estaba tapizado de terciopelo raído, un marrón sucio que pudo haber sido, a lo mejor hace cien años, amarillo canario. La siguieron con la mirada cuando entró en la habitación y no dijeron nada. Laura no sabía que estaban allí.
Algo le subió y le cayó por la cavidad nasal. Laura buscó en la manga un pañuelo y se sonó. Lo hizo una bola y lo lanzó al fuego, lo vio arrugarse, volverse negro y convertirse en un encaje naranja. Miró a los gusanos retorcerse, tostarse y arder.
Una vez hecho esto, se volvió hacia las mujeres del sofá. No se habían movido desde la última vez que había entrado, ni un músculo, ni un pelo. La miraron.
—Hola, ¿es ésta su granja? —les preguntó.
La más grande de las mujeres asintió. Tenía las manos muy rojas, y la expresión impasible.
—Sombra, ese que está colgando del árbol, es mi marido, me dijo que viniera a decirles que quiere que me den agua —Algo grande le removió las tripas. Se desplazó un poco y después se quedó quieto.
La mujer más pequeña se levantó del sofá. Sus pies no habían tocado el suelo. Salió de la sala correteando.
Laura escuchó puertas abriéndose y cerrándose, por toda la granja. Después, desde fuera, oyó una serie de chirridos altos. Cada uno seguido del sonido de un chorro de agua.
Al poco la mujer pequeña volvió. Llevaba una jarra de agua de terracota. La puso, con cuidado, encima de la mesa y volvió al sofá. Subió, estremeciéndose de placer, y ya estaba otra vez sentada al lado de sus hermanas.
—Gracias —Laura fue hasta la mesa, buscó un vaso de cristal pero no había nada parecido cerca. Cogió la jarra. Era más pesada de lo que parecía. El agua era cristalina.
Levantó la jarra y empezó a beber. Era como hielo liquido.
Se dio cuenta de que la jarra estaba vacía y, sorprendida, la volvió a dejar encima de la mesa.
Las mujeres la observaban sin curiosidad. Desde su muerte, Laura no había pensado en metáforas: las cosas estaban o no estaban. Pero ahora, cuando miró a las tres mujeres en el sofá, se encontró pensando en jurados, en científicos examinando a algún animal de laboratorio.
Se agitó, de repente y convulsivamente. Alargó una mano hacia la mesa para estabilizarse, pero la mesa resbalaba y se escabullía, y casi intentaba evitarla. Nada más puso la mano en la mesa, empezó a vomitar. Echó bilis y formalina, ciempiés y gusanos. Y entonces sintió que empezaba a vaciarse y a mear: estaba expulsando de su cuerpo un montón de cosas, de manera violenta y todo estaba empapado. Habría gritado si pudiera; pero entonces las tablas del suelo la recibieron tan rápido y tan fuerte, que si hubiera respirado, le habrían arrancado el aliento del cuerpo.
El tiempo aceleró por encima de ella y dentro de ella, como un remolino. Mil recuerdos empezaron a tocar al mismo tiempo: se había perdido en los grandes almacenes la semana antes de Navidad y no veía a su padre por ninguna parte; ahora estaba sentada en la barra del Chi-Chi’s, pidiendo un daiquiri de fresa y calibrando a su cita a ciegas, el enorme chicarrón y preguntándose si la besaría; y estaba en el coche, mientras daba vueltas de campana y Robbie chillaba a su lado hasta que el poste de metal detuvo el coche, pero no lo que contenía...
El agua del tiempo, que viene del manantial del destino, del pozo de Urd, no es el agua de la vida. No exactamente. Aunque alimenta las raíces del árbol del mundo. Y no hay otra agua como ésa.
Cuando Laura se despertó en la granja vacía, estaba temblando, y su aliento producía vapor en la mañana. Tenía un arañazo en el dorso de la mano, y una mancha húmeda en ese arañazo, el rojo vivo de la sangre fresca.
Y sabia adonde tenía que ir. Había bebido del agua del tiempo, que proviene del manantial del destino. Ya podía ver la montaña en su mente.
Lamió la sangre del dorso de la mano y se maravilló por la película de saliva. Después se puso en marcha.
Era un día de marzo húmedo, y hacía un frío fuera de lo común, las tormentas de los días anteriores habían azotado los estados del sur, lo que quería decir que había realmente pocos turistas en Rock City, en la montaña Lookout. Ya habían apagado las luces de navidad, pero aún no habían llegado los visitantes estivales.
Aun así, vaya si había gente. Había hasta un autobús turístico que apareció por la mañana y del que bajaron doce personas perfectamente bronceadas y relucientes, luciendo sonrisas tranquilizadoras. Parecían presentadores de televisión, y casi se podría decir que llevaban escarcha: parecían brillar mientras se movían. Un Humvee negro estaba aparcado enfrente del aparcamiento de Rock City.
La gente de la televisión caminó atentamente por Rock City, y se detuvieron cerca de la inmensa roca oscilante, donde hablaron unos con otros con voces agradables y sensatas.
No eran los únicos visitantes de esta oleada. Si hubierais paseado por los caminos de Rock City aquel día, habríais reparado en personas que parecían estrellas de cine, gente que tenía aspecto de aliens, y una serie de individuos que la sensación que daban era la de idea de persona, pero que no se parecían en nada a la realidad. Podrías haberlos visto, pero no habrías reparado en ellos para nada.
Llegaron a Rock City en limusinas, en pequeños deportivos, y en SUVs enormes. La mayoría llevaba gafas de sol de esas que se llevan normalmente en espacios cerrados y abiertos, y no tenían ganas de quitárselas ni se sentían muy a gusto si lo hacían. Había bronceados, trajes, sombras, sonrisas y malas caras. Vinieron de todas las formas y tamaños, de todas las edades y estilos.
Lo único que tenían en común era la mirada, una mirada muy concreta. Decía “sabes quién soy”, o a lo mejor “deberías saber quién soy”. Una familiaridad instantánea que al mismo tiempo era una distancia, una apariencia o una actitud: la confianza en que el mundo existía para ellos, en que les daba la bienvenida y en que les adoraba.
El chico gordo se movía entre ellos con los andares arrastrados de quien, a pesar de carecer de maneras sociales, ha obtenido un éxito por encima de lo que jamás había soñado. Su abrigo negro ondeaba al viento.
Algo que estaba de pie al lado del puesto de refrescos en el Tribunal de mamá Ganso carraspeó para llamar su atención. Era enorme, y le salían de la cara y los dedos cuchillas de escalpelo. Tenía la cara cancerosa.
—Será una batalla grandiosa —le dijo, con una voz apelmazada.
—No habrá batalla —respondió el chico gordo—. Lo único a lo que nos enfrentamos es un puto cambio del paradigma. Es un timo. Las modalidades tipo “batalla” son cantidad Lao Tsé.
La cosa cancerosa parpadeó.
—En espera —articuló como única réplica.
—Lo que tú digas —dijo el chaval gordo. Y después—: estoy buscando al señor Mundo. ¿Lo has visto?
La cosa se rascó con una de las cuchillas, y alargó un sabio inferior rumoroso en señal de concentración. Después asintió.
—Por allí —señaló.
El chico gordo se fue, sin darle las gracias, en la dirección indicada. La cosa cancerosa esperó, sin decir nada, mientras aún se veía al chaval.
—Sí que habrá una batalla —le dijo ahora a una mujer con la cara manchada de puntos fosforescentes.
Ella asintió y se le acercó más.
—¿Y eso cómo te hace sentir? —le preguntó con voz comprensiva.
La cosa parpadeó y empezó a contárselo.
El Ford Explorer de Ciudad tenia un sistema de localización global, una pequeña pantallita que escuchaba a los satélites y le mostraba al coche su ubicación, pero aun así se perdió en cuanto llegó al sur de Blacksburg por las carreteras comarcales; los caminos por los que iba se parecian muy poco a las líneas que se cruzaban en el mapa de la pantalla. Al final, paró el coche en un camino, bajó la ventanilla y le preguntó a una mujer gorda y blanca que un perro lobo guiaba en su paseo matutino dónde estaba la granja Ashtree.
Ella asintió, señaló y le dijo algo. No entendió nada pero le dio un millón de gracias, subió la ventanilla y se fue hacia donde le había indicado el brazo.
Aún siguió otros cuarenta minutos, una carretera comarcal detrás de otra, y ninguna la que él andaba buscando. Ciudad empezó a morderse el labio inferior.
—Ya soy demasiado viejo para esta mierda —dijo en voz alta, disfrutando del rollo estrella-de-cine-cansada-del-mundo de la frase.
Rondaba los cincuenta. Había pasado la mayor parte de su vida laboral en un departamento del gobierno que sólo se nombra por sus iniciales, y el hecho de haber dejado su trabajo para el gobierno hace doce años con la intención de dedicarse al sector privado era algo sujeto a debate; algunos días pensaba de una manera, otros, de otra. En cualquier caso, sólo la gente de la calle cree que hay alguna diferencia.
Estaba a punto de pasar de la granja cuando subió una colina y vio la señal, pintada a mano, en la puerta. Sólo ponía, como le habían dicho que pondría, ASH. Abrió el coche, salió y desenrolló el cable con el que se cerraba la puerta. Se metió de nuevo en el coche y atravesó la puerta con él.
Era como cocinar una rana, pensó. Metes la rana en el agua y enciendes el fuego. Y para cuando la rana se da cuenta de que algo no funciona, ya está cocida. El mundo en el que trabajaba era demasiado raro. No había suelo firme debajo de sus pies; el agua de la olla bullía con fuerza.
Cuando lo trasladaron a la Agencia todo parecía muy sencillo. Ahora todo era demasiado, no complejo, decidió, sólo extravagante. Esa madrugada, había estado sentado en el despacho del señor Mundo hasta las dos y le habían dicho lo que tenía que hacer.
—¿Alguna pregunta? —le dijo el señor Mundo pasándole el cuchillo en su vaina de cuero negro—. Córtame una rama. Que no mida más de dos pies.
—Afirmativo —repuso él, y luego le preguntó—. ¿Por qué tengo que hacer esto, señor?
—Porque yo lo digo —contestó el señor Mundo sin más—. Encuentra el árbol. Haz el trabajo. Y nos vemos en Chattanooga. No pierdas tiempo.
—¿Y qué hago con el gilipollas?
—¿Sombra? Si lo ves, evítalo. No lo toques. Ni te mezcles con él. No quiero que lo conviertas en mártir. En el plan de juego actual no hay lugar para los mártires —Entonces sonrió, con esa sonrisa suya marcada. El señor Mundo se divertía con facilidad. El señor Ciudad ya lo había notado en ocasiones anteriores. Hasta le había divertido hacer de chófer en Kansas.
—Escuche...
—Nada de mártires, Ciudad.
Y Ciudad había asentido, cogido cuchillo y vaina, y enterrado la inmensa ira que lo carcomía bien hondo.
El odio que el señor Ciudad sentía por Sombra se había convertido en una parte de él. Veía el rostro solemne de Sombra cuando se dormía, veía la sonrisa que no era sonrisa, la manera en que Sombra tenía de sonreír sin sonreír le daban ganas de pegarle un puñetazo en la boca del estómago, y hasta cuando se dormía notaba que se le apretaban las mandíbulas, se le tensaban las sienes y le ardía la garganta.
Condujo el Ford Explorer por el prado, pasando una granja abandonada. Subió a una colina y vio el árbol. Aparcó el coche un poco más adelante, y apagó el motor. El reloj del salpicadero marcaba las 6:38 AM. Dejó las llaves puestas y se dirigió hacia el árbol.
El árbol era grande; parecía existir en su propia escala. Ciudad no habría sabido decir si medía cincuenta pies o doscientos. La corteza era gris como un fino chal de seda.
Había un hombre desnudo atado al tronco un poco más arriba del suelo, con unas cuerdas, y algo envuelto en una sábana a los pies del árbol. Ciudad entendió qué era en cuanto lo vio. Con la punta del pie le dio un empujoncito al fardo. La media cara podrida de Wednesday le miró desde dentro.
Ciudad llegó al árbol. Rodeó un poco el enorme tronco, lejos de las miradas sin vista de la granja, se bajó la bragueta y meó en el árbol. Se subió la cremallera. Volvió a la casa, encontró una escalera extensible de madera y la cargó hasta el árbol. La apoyó con cuidado y subió.
Sombra colgaba, limpiamente, de las cuerdas que lo unían al árbol. Ciudad se preguntó si todavía estaría vivo: su pecho no subía ni bajaba. Muerto, o casi muerto, no importaba.
—Hola, capullo —dijo Ciudad en voz alta. Sombra no se movió.
Ciudad llegó al final de la escalera y sacó el cuchillo. Encontró una rama pequeña que parecía cumplir los requisitos del señor Mundo, y le metió un machetazo a la base que la cortó por la mitad. Después la arrancó con la mano. Media unas treinta pulgadas.
Volvió a meter el cuchillo en la vaina y empezó a bajar las escaleras. Cuando estaba a la altura de Sombra, se detuvo.
—Dios, cómo te odio —dijo. Deseó sacar una pistola y emprenderla a tiros, pero sabía que no podía hacerlo. Y entonces amenazó con la vara al ahorcado, como para clavársela. Fue un gesto instintivo, que contenía toda la frustración y la rabia que había dentro de Ciudad. Imaginó que empuñaba una lanza y la revolvía entre las entrañas de Sombra—. Vamos —prosiguió en voz alta—. Ya es hora de irse —Y entonces pensó «el primer síntoma de la locura, hablar solo». Bajó unos cuantos escalones más, y el resto de un salto hasta el suelo. Miró la vara que llevaba en la mano, y se sintió como un niño con una espada de mentira. «Podría haber cortado una vara de cualquier árbol —pensó—. ¿Por qué de este árbol? ¿Quién coño se habría dado cuenta?»
Y siguió pensando: «el señor Mundo se habría dado cuenta».
Devolvió la escalera a la granja. Pensó que había visto con el rabillo del ojo que algo se movía, y miró por la ventana, a la oscura sala llena de muebles rotos, con la pintura a desconchones y, por un momento, en un ensueño, imaginó a tres mujeres sentadas en el oscuro salón.
Una de ellas estaba haciendo punto. Otra lo miraba directamente a la cara. La tercera parecía dormida. La mujer que lo estaba mirando empezó a sonreír, una enorme sonrisa que parecía partir su cara a lo ancho, una sonrisa de oreja a oreja. Entonces levantó un dedo, tocó un lado del cuello, y lo arrastró despacio hacia el otro lado.
Eso fue lo que pensó que había visto, todo en un segundo, en aquella habitación vacía que contenía, cuando volvió a mirarla, nada más que muebles podridos, cagadas de mosca y porquería seca. Allí no había nadie.
Se frotó los ojos.
Ciudad volvió al Ford Explorer y subió. Dejó la vara encima de la tapicería de cuero blanco del asiento del acompañante. Giró la llave. El reloj del salpicadero marcaba las 6:37 AM. Ciudad frunció el ceño y miró su reloj, que marcaba las 13:58.
«Genial —pensó—. O me he pasado ocho horas subido a ese árbol o menos de 1 minuto.» Eso era lo que pensaba, pero lo que creía era que ambos relojes habían empezado, curiosamente, a funcionar mal.
En el árbol, el cuerpo de Sombra empezó a sangrar. Tenía la herida en el costado. La sangre que salía era lenta, espesa y negra.
La nubes taparon la cima de la montaña Lookout.
Easter se sentó algo alejada de la multitud que se congregaba al pie, mientras miraba el amanecer por las montañas del este. Llevaba una cadena de nomeolvides azules tatuada alrededor de la muñeca izquierda, y la acariciaba, sin darse cuenta, con el pulgar derecho.
Había pasado otra noche y aún nada. La gente seguía llegando, individualmente o en parejas. La última noche había traído consigo varias criaturas del suroeste, incluidos dos niños del tamaño de un manzano, y algo que sólo había podido ver de refilón, pero que parecía una cabeza sin cuerpo del tamaño de un escarabajo volkswagen. Habían desaparecido debajo de los árboles a los pies de la montaña.
Nadie les había molestado. Nadie del mundo exterior parecía darse cuenta de que estaban allí: ella imaginaba que los turistas de Rock City los mirarían por los prismáticos a monedas, que mirarían el campamento destartalado de cosas y gente a los pies de la montaña y sólo verían árboles, arbustos y rocas.
Le llegó el humo de un fuego encendido para cocinar, el olor de beicon chisporroteante en un frío amanecer ventoso.
Del campamento salió una chica descalza, caminaba hacia ella. Se paró junto a un árbol, se levantó las faldas y se puso en cuclillas. Cuando terminó, Easter la saludo. La chica se dirigió hacia ella.
—Buenos días, señora —dijo—. La batalla empezará pronto.
La punta de su rosada lengua tocaba sus labios escarlata. Llevaba un ala negra de cuervo atada con cuero a su hombro, una pata de cuervo colgada del cuello con una cadena. Tenía los brazos tatuados de azul con líneas y dibujos y nudos intrincados.
—¿Cómo lo sabes?
La chica sonrió.
—Soy Macha, de la Morrigan. Cuando llega la guerra puedo olerla en el aire. Soy una diosa de la guerra, y digo, hoy se derramará sangre.
—Ah —respondió Easter—. Bueno, pues qué bien —Estaba mirando el pequeño punto en el cielo mientras caía hacia ellas, como una piedra.
—Y lucharemos contra ellos y los mataremos, a todos —prosiguió la muchacha—. Y les cortaremos la cabeza como trofeos, y los cuervos les devorarán los ojos y los cuerpos —El punto se había convertido en un pájaro, con las alas extendidas, surcando las rachas de viento matutino.
Easter ladeó la cabeza.
—¿Eso es sabiduría oculta de diosa de la guerra? —preguntó—. ¿Todo eso de quien va a ganar? ¿Quién se lleva la cabeza de quién?
—No —dijo la chica—. Sólo huelo la batalla, nada más. Pero vamos a ganar, ¿a que sí? Tenemos que ganar. Yo vi lo que le hicieron Al todopoderoso. Es ellos o nosotros.
—Sí —repuso Easter—, supongo que así es.
La chica volvió a sonreír, en el alba, y regresó al campamento. Easter agachó la mano y acarició un brote verde que salía de la tierra como un cuchillo. Mientras lo tocaba crecía, se abrió, dio la vuelta, y cambió, hasta que su mano descansó sobre una cabeza de tulipán verde. Cuando saliera el sol, la flor se abriría.
Easter miró al halcón.
—¿Te puedo ayudar en algo? —le preguntó.
El halcón voló en circulos unos quince pies por encima de la cabeza de Easter, lentamente, después bajó hasta ella y aterrizó en un terreno cercano. La miró con ojos de loco.
—Hola, guapo —le dijo— , y tú, ¿cómo eres de verdad, eh?
El halcón dio unos saltitos hacia ella, sin mucha seguridad, y ya no era un halcón sino un joven. La miró a ella y después volvió a mirar a la hierba.
—¿Tú? —preguntó él, y su mirada iba a todas partes, al cielo, a los arbustos. No a ella.
—Yo —repuso ella—. ¿Qué pasa conmigo?
—Tú —Se detuvo.
Parecía que intentaba ordenar sus pensamientos; por su cara revoloteaban y nadaban expresiones extrañas. «Ha pasado demasiado tiempo como pájaro —pensó ella—. Ya se ha olvidado de cómo ser un hombre.» Esperó con paciencia. Al final él dijo:
—¿Vendrás conmigo?
—A lo mejor. ¿Dónde quieres que vaya?
—El hombre del árbol. Te necesita. Una herida fantasma, en su costado. Salió sangre, después paró. Creo que está muerto.
—Va a empezar una guerra. No me puedo ir sin más.
El joven desnudo no dijo nada, sólo pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro como si no supiera cuánto pesaba, como si estuviera acostumbrado a descansar en el aire o en una rama inestable, no en la tierra firme. Después añadió:
—Si se va para siempre, se habrá acabado.
—Pero la batalla...
—Si él se pierde, no importará quien gane —Tenía aspecto de necesitar una manta y una taza de café, y que alguien se lo llevara a algún sitio donde pudiera temblar y rezongar a gusto hasta que recuperara el juicio. Todavía pegaba los brazos al cuerpo.
—¿Dónde está eso? ¿Cerca?
Miró el tulipán y sacudió la cabeza.
—Está lejos.
—Bueno —repuso ella—, pues a mí me necesitan aquí. Y no me puedo largar. ¿Cómo quieres que vaya? Yo no sé volar como tú, ya lo sabes.
—No —dijo Horus—. No puedes —Y miró hacia el cielo, con gravedad, y le señaló otro punto que volaba en círculos, mientras caía desde las oscuras nubes, cada vez más grande—. Pero él sí.
Unas cuantas horas más de coche sin rumbo fijo, y a estas alturas Ciudad odiaba el sistema de localización global casi tanto como odiaba a Sombra. Pero en el odio no había pasión. Creía que encontrar la granja basta el enorme árbol plateado había sido duro; salir de allí lo era mucho más. No parecía importar qué carretera debía tomar, en qué dirección iba por los caminos rurales —esos caminos enroscados de Virginia que seguro que empezaron como rastros de ciervo o caminos de vacas— y al final volvió a pasar por la granja y por la señal pintada: ASH.
Pero eso era una locura. Sólo tenía que deshacer lo andado, volver por la izquierda de cada desvío a la derecha que hubiera tomado, y viceversa.
Sólo que eso es lo que había hecho la última vez, y ahora allí estaba, otra vez de vuelta en la granja. Se acercaban nubes de tormenta y se estaba volviendo oscuro rápido, parecía de noche, no de día, y le quedaba un largo camino por delante: a este paso no llegaría a Chattanooga antes de la media tarde.
Su móvil sólo le daba el mensaje de «Sin servicio». En el mapa de la guantera estaban indicadas las carreteras principales, todas las interestatales y las autopistas, pero lo demás como si no existiese.
Ni tampoco había nadie a quien pudiera preguntar. Las casas estaban alejadas de los caminos; no tenían luces. Ahora el indicador de gasolina señalaba vacío. Oyó un trueno lejano, y una solitaria y enorme gota se estrelló contra el parabrisas.
Así que cuando Ciudad vio a la mujer, mientras caminaba por el arcén, descubrió que estaba sonriendo involuntariamente.
—Gracias a Dios —dijo en voz alta y condujo hasta su lado. Bajó la ventanilla—. ¿Señora? Perdone, pero creo que me he perdido. ¿Me puede indicar cómo llegar a la autopista ochenta y uno desde aquí?
Lo miró por la ventanilla del acompañante y le contestó:
—Mire, no creo que se lo pueda explicar, pero se lo puedo indicar, si quiere —Estaba pálida, y tenia el pelo mojado, negro y largo.
—Suba —repuso Ciudad. Ni siquiera dudó—. Lo primero que tendríamos que hacer es ir a por gasolina.
—Gracias, que bien que me lleve —Subió. Tenía los ojos de un azul increíble—. Aquí hay un palo, en el asiento —dijo sorprendida.
—Tírelo allí detrás. ¿Hacia dónde va? —le preguntó—. Mire, señora, si me puede llevar a una gasolinera y de vuelta a una autopista, la llevo a la puerta de su casa.
—Gracias, pero me parece que yo voy más lejos que usted. Si me acerca a la autopista, por mí perfecto. Ya me subirá algún camionero —Y sonrió, con una sonrisa decidida y pilla. Fue la sonrisa.
—Señora, le aseguro que yo la llevaré mejor que cualquier camionero —Le llegaba su perfume, denso y pesado, una esencia empalagosa, magnolias o violetas, pero no le importaba.
—Voy a Georgia —dijo ella—. Está muy lejos.
—Yo voy a Chattanooga. La llevaré tan lejos como pueda.
—Mmm —dijo ella—. ¿Cómo se llama?
—Me llaman Mack —repuso el señor Ciudad. Cuando se dirigía a las mujeres en los bares, a veces añadía aquello de «y las que me conocen de verdad me llaman Big Mack». Pero eso podía esperar. Tenían mucha carretera por delante y pasarían muchas horas juntos para poder conocerse—. ¿Y usted?
—Laura —le dijo.
—Bueno, Laura —contestó él—, estoy seguro de que vamos a ser grandes amigos.
El chico gordo encontró al señor Mundo en la Sala del Arcoiris, una parte del camino vallada, con el cristal de la ventana cubierto con hojas de película roja y amarilla. Caminaba impaciente de ventana a ventana, mirando hacia fuera, por turnos, un mundo amarillo, un mundo rojo y un mundo verde. Tenía el pelo rojizo anaranjado y bien rapadito. Llevaba una gabardina Burberry.
El chaval gordo carraspeó. El señor Mundo levantó la cabeza.
—Disculpe, ¿señor Mundo?
—¿Sí? ¿Todo según lo previsto?
El chico tenía la boca seca. Se humedeció los labios y dijo:
—Ya lo tengo todo listo. No me han confirmado los choppers.
—Los helicópteros estarán aquí cuando los necesitemos.
—Bien —dijo el chico gordo—. Bien —Y se quedó ahí, sin decir nada más, sin irse. Tenía un cardenal en la frente.
Después de un rato el señor Mundo le preguntó:
—¿Puedo hacer algo más por ti?
Una pausa. El muchacho tragó saliva y asintió:
—Sí, algo más.
—¿Te sentirías más a gusto si hablamos de esto en privado?
El chico volvió a asentir.
El señor Mundo volvió con el chaval a su centro de operaciones: una cueva húmeda en la que había un diorama de unos pixies borrachos haciendo luz de luna con un alambique. Una señal indicaba a los turistas que estaba siendo reformado por obras. Los dos hombres se sentaron en unas sillas de plástico.
—¿Cómo podría ayudarte? —preguntó el señor Mundo.
—Si, bueno. Vale, dos cosas. A ver, vale, una. ¿A qué estamos esperando? Y dos. La dos es más chunga. A ver. Tenemos las pistolas. Vale. Tenemos las armas de fuego. Ellos tienen. Ellos tienen putas espadas y cuchillos y putos martillos y hachas de piedra. Y llevan como llantas de coche. Y nosotros tenemos unas bombas de puta madre.
—Que no vamos a usar —señaló el hombre.
—Ya lo sé. Eso ya lo has dicho. Ya lo sé. Y se puede hacer. Pero. Mira, desde que le hice el trabajo aquel de la puta de Los Angeles, he estado... —Se detuvo, hizo una mueca, parecía que no quería seguir.
—¿Perturbado?
—Sí, buena palabra. Perturbado. Sí, como en “centro para chicos perturbados”. Curioso. Sí.
—¿Y qué te perturba exactamente?
—Bueno, peleamos y ganamos.
—¿Y eso es una fuente de perturbación? A mí me inspira triunfo y satisfacción.
—Pero. Iban a morir igualmente. Están en extinción. Son palomas pasajeras y dodos. ¿No? ¿A quien le importa? De esta manera, va a haber un baño de sangre.
—Ah —Asintió el señor Mundo.
Le estaba siguiendo. Eso era bueno. El chico gordo dijo:
—Mire, no soy el único que piensa igual. Lo he comentado con los de la Radio Moderna, y ellos están por arreglar esto pacificamente; y a los intangibles les gusta bastante la idea de dejar que las leyes del mercado se encarguen. Yo soy. Ya sabe. Aquí, la voz de la razón.
—Sí que lo eres. Desafortunadamente, existe una información que tú no posees —La sonrisa que siguió a esta frase era retorcida y estaba llena de cicatrices.
El chico parpadeó. Le dijo:
—¿Señor Mundo? ¿Qué le ha pasado a sus labios?
Mundo suspiró:
—Pues lo cierto es que, hace mucho tiempo, alguien me los cosió.
—Uah —dijo el chico gordo—. Cómo se las gastan con la omertá..
—Pues sí. ¿Quieres saber a qué estamos esperando? ¿Por qué no atacamos anoche?
El chico asintió. Estaba sudando, pero era sudor frío.
—Aún no hemos atacado porque estoy esperando una vara.
—¿Una vara?
—Eso es. Una vara. ¿Y sabes qué voy a hacer con la vara?
—Vale, he picado. ¿Qué?
—Te lo podría decir —respondió el señor Mundo con aire soberbio—. Pero entonces tendría que matarte —Entonces parpadeó y la tensión en la sala se evaporó.
El chico gordo empezó a reírse, una risa a resoplidos en la parte de detrás de su garganta y en su nariz.
—Vale —dijo—. Je, je. Vale. Je. Lo pillo. Mensaje recibido en el planeta técnico. Alto y claro. Tienes la ropa tendida.
El señor Mundo sacudió la cabeza. Le puso una mano sobre el hombro.
—Oye, ¿de verdad lo quieres saber?
—Claro.
—Bueno, pues como somos amigos, te lo voy a contar: Voy a coger la vara y se la voy a lanzar a los ejércitos mientras llegan juntos. Cuando la tire, se convertirá en una lanza. Y cuando la lanza se arquee sobre la batalla voy a gritar: «Le dedico esta batalla a Odín».
—¿Eh? —preguntó el chico gordo—. ¿Por qué?
—Poder —repuso el señor Mundo. Se rascó la barbilla—. Y comida. Una combinación de ambas. Verás, el resultado de la batalla no es muy importante. Lo que importa es el caos y la matanza.
—Pues no lo pillo.
—Te lo voy a enseñar. Será como esto —dijo el señor Mundo—. ¡Mira!
Sacó el cuchillo de cazador de mango de madera del bolsillo de su gabardina y, en un solo y fluido movimiento, clavó la hoja en la carne blanda de debajo de la barbilla del chico gordo y empujó fuerte hacia arriba, hacía el cerebro.
—Le dedico esta muerte a Odín —dijo mientras le hundía el cuchillo.
Le cayó por la mano una sustancia que no era sangre y de detrás de los ojos del chico gordo salió un ruido chisporroteante. El aire olía a cable aislante quemado.
La mano del chico gordo tenía espasmos y después cayó. La expresión de su cara era de asombro y tristeza.
—Míralo —dijo el señor Mundo, así como conversando, al aire—. Tiene cara de acabar de haber visto una secuencia de ceros y unos convertirse en una bandada de pájaros y echarse a volar.
No hubo respuesta desde el pasillo vacío de piedra.
El señor Mundo se echó el cuerpo al hombro porque pesaba muy poco, abrió el diorama de los pixies y tiró el cuerpo al lado del alambique, cubriéndolo con el largo abrigo negro. Ya se desharía de él por la tarde, decidió, y sonrió con su sonrisa marcada: esconder un cadáver en un campo de batalla era casi demasiado fácil. Nadie se daría cuenta. A nadie le importaría.
Durante un poco más de tiempo, hubo silencio en el lugar. Y entonces una voz bronca, que no era la del señor Mundo, se aclaró la garganta en las sombras y dijo:
—Buen principio.
CAPÍTULO DIECIOCHO
Intentaron mantenerse a distancia de los soldados, pero los hombres dispararon y los mataron a los dos. Así que la canción sobre la cárcel no es verdad, lo han contado así por hacerlo más poético. Porque en la poesía no siempre se pueden poner las cosas como son. La poesía tampoco es lo que llamaríamos la verdad. Y es que no hay suficiente sitio en los versos.
—Comentario de un cantante a propósito de “The Ballad of Sam Bass”, en A Treasury of American Folklore.
Nada de esto tendría que estar pasando. Si te hace sentir más a gusto, puedes tomártelo como una metáfora. Las religiones son, por definición, metáforas, después de todo: Dios es un sueño, una esperanza, una mujer, un cachondo, un padre, una ciudad, una casa con muchas habitaciones, un hacedor del tiempo que se dejó su cronómetro más preciado en medio del desierto, alguien que te quiere, incluso, a pesar de las pruebas, un ser celestial cuyo único interés es asegurarse de que tu equipo de fútbol, tu ejercito, tus negocios o tu matrimonio prospere, se desarrolle y triunfe por encima de cualquier oposición.
Las religiones son sitios para ponerse de pie, mirar y actuar, posiciones estratégicas desde las que observar el mundo.
Así que nada de esto está sucediendo. Esas cosas no pasan. Ni una sola palabra de todo esto es verdad literalmente. Aun así, lo siguiente que tuvo lugar, sucedió de esta manera:
Los hombres y mujeres al pie de la montaña Lookout se reunieron alrededor de una pequeña hoguera bajo la lluvia. Estaban de pie detrás de los árboles, que no los protegían demasiado bien, y estaban discutiendo.
La dama Kali, con su piel negra como la tinta china y sus afilados dientes dijo:
—Es la hora.
Anansi, con guantes amarillo limón y pelo encanecido, sacudió la cabeza.
—Podemos esperar —repuso—. Mientras podamos esperar, debemos hacerlo.
Hubo un murmullo de desaprobación entre los congregados.
—No, escuchad. Tiene razón —intervino un viejo con el pelo de un gris plomizo: Chernobog. Llevaba un pequeño mazo y descansaba la cabeza en su hombro—. Ellos son los que están arriba, el tiempo está en nuestra contra. Es una locura empezar esto ahora.
Algo que se parecía un poco a un lobo y un poco más a un hombre gruñó y escupió en la tierra del bosque:
—¿Y cuándo será mejor atacar, dedushka? ¿Tenemos que esperar hasta que amaine, cuando se lo estarán esperando? Yo digo que ataquemos ahora. Digo que nos movamos.
—Hay nubes entre ellos y nosotros —señaló Isten de los húngaros. Llevaba un enorme y cuidado bigote, un gran sombrero negro y polvoriento, y la sonrisa de un hombre que se gana la vida vendiendo carpinterías, tejados nuevos y canalones de aluminio a la tercera edad y que siempre se larga de la ciudad antes de que se compruebe si el trabajo está hecho.
Un hombre vestido con traje elegante, que hasta el momento no había dicho nada, juntó las manos, se acercó a la hoguera y expuso su punto de vista de manera sucinta y clara. Hubo asentimientos y murmullos de aprobación.
Una de las tres guerreras que constituían la Morrigan, una al lado de la otra tan juntas en las sombras que se habían convertido en amasijo de extremidades tatuadas de azul y alas de cuervo, dijo:
—No importa si es buen o mal momento para atacar. Es el momento. Nos han estado masacrando. Mejor morir ahora juntos, en el ataque, como dioses, que morir huyendo y en soledad, como ratas en una bodega.
Otro murmullo, esta vez de intensa aprobación. Había hablado por todos. Era la hora.
—La primera cabeza es mía —dijo un hombre muy alto chino, con una cuerda llena de cráneos alrededor del cuello. Empezó a subir, lenta e intencionadamente, por la montaña, y llevaba al hombro un bastón con una hoja curva en la punta como una luna de plata.
Incluso la nada puede no durar para siempre.
Podría haber estado allí, en ninguna parte, durante diez minutos o diez mil años. Le daba igual: el tiempo era una idea de la que ya no tenia necesidad.
Ya no podía ni recordar su auténtico nombre. Se sintió vacío y limpio, en aquel lugar que no era un lugar. No tenía forma, estaba vacío. No era nada.
Y dentro de esa nada una voz dijo:
—Hey, primo. Tenemos que hablar.
Y algo que alguna vez fue Sombra dijo:
—¿Whiskey Jack?
—¿Qué pasa? —dijo Whiskey Jack, en la oscuridad—. Eres un tío difícil de encontrar, cuando te mueres. No has ido a ninguno de los sitios donde pensé que estarías. He mirado en todas partes antes de que se me ocurriera aquí. Oye, ¿tú has encontrado a tu tribu?
Sombra se acordó del hombre y la chica de la discoteca debajo de la bola de espejos.
—Me parece que encontré a mi familia, pero no, nunca vi a mi tribu.
—Perdona que te moleste.
—Déjame tranquilo. Tengo lo que quería. Ya he terminado.
—Van a ir a por ti —le dijo Whiskey Jack—. Te van a revivir.
—Pero yo ya estoy frito —dijo Sombra—. Frito y refrito.
—De eso nada —repuso Whiskey Jack—. De eso nada de nada. Vamos a mi casa. ¿Te apetece una birrita?
Pensó que le habría gustado una birrita, en una situación así.
—Vale.
—Píllame a mí también una. Hay una nevera saliendo por la puerta —le señaló Whiskey Jack. Estaban en su choza.
Sombra abrió la puerta de la choza con unas manos que no poseía momentos antes. Había una nevera de plástico llena de trozos del río de hielo de ahí fuera y, en el hielo, doce latas de Budweiser. Sacó un par de latas de cerveza y después se sentó en el umbral y miró el valle.
Estaban en lo alto de una colina, cerca de una cascada, caudalosa por los bloques y al agua del deshielo. Caía a rachas, a unos setenta pies por encima de ellos, a lo mejor un centenar. El sol se reflejaba en el hielo y revestía los árboles que rodeaban la cuenca de la cascada.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sombra.
—Donde estabas antes —respondió Whiskey Jack—. En mi casa. ¿Piensas quedarte ahí aguantando mi cerveza hasta que se ponga caliente?
Sombra le pasó la lata.
—Pues tú no tenías una cascada fuera de tu casa la última vez que vine.
Whiskey Jack no dijo nada. Abrió la lata y engulló la mitad de un único y lento trago. Después habló:
—¿Te acuerdas de mi sobrino? ¿Henry Bluejay? ¿El poeta? El que cambió su Buick por Tu Winnebago. ¿Te acuerdas?
— Pues sí. Pero no sabía que era poeta.
Whiskey Jack levantó la barbilla en un gesto de orgullo.
—El mejor poeta de América, además.
Vació el resto de la lata, eructó, y pilló otra lata. Sombra abrió la suya y se sentaron los dos fuera sobre una roca, junto a los helechos pálidos, frente al sol de la mañana, mientras contemplaban el agua caer y bebían de sus cervezas. Todavía había nieve en el suelo, en los lugares donde la sombra no se apartaba nunca.
La tierra estaba húmeda.
—Henry era diabético —prosiguió Whiskey Jack—. Ya pasa. Demasiado a menudo. Llegáis a América, nos quitáis la caña de azúcar, las patatas y el maíz, y después nos vendéis patatas fritas y palomitas de caramelo, y somos nosotros los que nos ponemos malos —Dio un trago a su cerveza mientras reflexionaba—. Había ganado un par de premios de poesía, y una gente de Minnesota le quería publicar un libro. Iba conduciendo a Minnesota en un coche deportivo, había cambiado tu Bago por un Miata amarillo. Los médicos dicen que creen que entró en coma mientras iba conduciendo, se salió de la carretera y se estampó contra una de vuestras señales. Sois demasiado perezosos para mirar dónde estáis, para leer las montañas y las nubes, vosotros necesitáis señales por todas partes. Y así se fue Henry Bluejay para siempre, a vivir con hermano Lobo. Así que dije, ya nada me retiene aquí. Y vine al norte. Aquí hay buena pesca.
—Siento lo de tu sobrino.
—Yo también. Así que ahora vivo aquí en el norte. Bien lejos de las enfermedades del hombre blanco. De las carreteras del hombre blanco. De las señales del hombre blanco. De los Miatas amarillos del hombre blanco. Y de las palomitas caramelizadas del hombre blanco.
—¿Y de la cerveza del hombre blanco?
Whiskey Jack miró la lata.
—Cuando al final os deis por vencidos y os vayáis, podéis dejarnos las cervecerías Budweiser —dijo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sombra—. ¿Estoy en el árbol? ¿Estoy muerto? ¿Estoy aquí? Pensaba que ya estaba. ¿Qué es lo real?
—Sí —dijo Whiskey Jack.
—¿Sí? ¿Qué tipo de respuesta es «sí»?
—Es una buena respuesta. Y además cierta.
—¿Eres un dios tú también?
Whiskey Jack sacudió la cabeza:
—Yo soy un héroe cultural —le dijo—. Hacemos la misma mierda que los dioses, sólo que la cagamos más y nadie nos adora. Cuentan las mismas historias sobre nosotros, sólo que narran juntas las que nos ponen de malos y aquellas en las que quedamos bien.
—Ya veo —dijo Sombra. Y más o menos lo veía.
—Mira —prosiguió Whiskey Jack—. Éste no es un país para dioses. Mi gente ya se dio cuenta de eso pronto. Están los espíritus creadores que fundaron la tierra o la hicieron o la cagaron, pero si te pones a pensarlo: ¿quién se va a poner a adorar al Coyote? Se acostó con la mujer Puercoespín y se le quedó la polla tan llena de pinchos como un alfiletero. Se peleaba con las piedras y las piedras le ganaban. Así que, mira, mi gente pensó que a lo mejor había algo detrás de todo, un creador, un gran espíritu, y mira muchas gracias, porque siempre está bien dar las gracias. Pero de ahí a ponernos a construir iglesias... No lo necesitábamos, la tierra era la iglesia, era la religión. La tierra era más vieja y más sabia que la gente que caminaba por ella. Nos daba salmones, maíz, búfalo y palomas pasajeras. Nos proporcionaba arroz salvaje, melón, calabazas y pavo. Y éramos los hijos de la tierra, como el puercoespín, el zorrillo o la urraca.
Terminó su segunda cerveza y señalo hacía el río a los pies de la cascada.
—Si sigues ese río durante un rato, llegarás a los lagos donde crece el arroz salvaje. Cuando es época de arroz salvaje, uno sale con un amigo en canoa y lo recoge, lo cocina, lo guarda y lo mantiene durante un montón de tiempo. Los distintos sitios dan comida distinta. Si vas lo suficientemente al sur, encontrarás naranjos, limoneros y esos bichos verdes que se aprietan, ésos que se parecen a peras...
—Aguacates.
—Aguacates —asintió Whiskey Jack—. Muy bien. No crecen por aquí. Esta es zona de arroz salvaje, de alces, lo que quiero decir es que América es así. No es un buen país para criar dioses. No agarran bien. Son como aguacates que intentan crecer en zona de arroz salvaje.
—Pues no agarrarán bien —dijo Sombra recordando—, pero van a ir a la guerra.
Es la única vez que vio a Whiskey Jack reír. Fue casi como un ladrido, y era una risa con muy poco humor.
—Hey, Sombra —dijo Whiskey Jack—, si todos tus amigos saltaran de una montaña, ¿saltarías tú detrás?
—Igual —Sombra se sentía bien. No creía que fuera sólo por la cerveza. No recordaba la última vez que se había sentido tan vivo y tan compacto.
—No va a haber guerra.
—¿Y entonces todo eso qué es?
Whiskey Jack aplastó la lata de cerveza entre las manos, hasta que se quedó plana.
—Mira —y señaló a la cascada. El sol estaba lo suficientemente alto para incidir sobre las gotas vaporizadas de agua: había una aureola irisada en el aire. Sombra pensó que era la cosa más bonita que había visto nunca—. Va a haber un baño de sangre —dijo sin más Whiskey Jack.
Entonces Sombra lo vio. Lo vio todo, de una simplicidad aplastante. Sacudió la cabeza y empezó a reírse, y siguió sacudiendo la cabeza y la risa se convirtió en carcajada.
—¿Estás bien?
—Perfecto —dijo Sombra—. Es sólo que acabo de ver a los indios escondidos. No a todos, pero los he visto, en cualquier caso.
—Serían Ho Chunk, entonces. Son unos patatas escondiéndose —Volvió a mirar al sol—. Es hora de volver —y se levantó.
—Sólo es cosa de dos hombres —dijo Sombra—. De guerra no tiene nada, ¿verdad?
Whiskey Jack le dio una palmadita en el hombro.
—No eres tan lelo.
Volvieron a la cabaña de Whiskey Jack. Abrió la puerta. Sombra vaciló.
—Me gustaría quedarme contigo. Parece un buen sitio.
—Hay un montón de buenos sitios. De hecho, de eso se trata. Mira, los dioses mueren cuando son olvidados. La gente también, pero la tierra sigue aquí. Los sitios buenos y los malos. La tierra no va a ninguna parte. Y yo tampoco.
Sombra cerró la puerta. Algo lo empujaba. Estaba solo en la oscuridad una vez más, pero la oscuridad se hizo cada vez más clara hasta que empezó a quemar como el sol.
Y entonces empezó el dolor.
Easter caminó por el prado y a su paso se abrieron las flores primaverales.
Iba camino de un lugar en el que, hace mucho tiempo, se levantaba una granja. Aún hoy quedan unas cuantas paredes, que sobresalen de los yerbajos del prado como dientes careados. Caía llovizna. Las nubes estaban bajas y oscuras, y hacía frío.
Un poco aparte de donde había estado la granja había un árbol, un enorme árbol plateado, por lo que parecía, en letargo invernal, sin hojas, y enfrente del árbol, sobre la hierba, había unos bultos de tejido de color indefinido. La mujer se detuvo ante las telas, se agachó y cogió algo marrón blancuzco: era un fragmento de hueso roído que pudo haber sido, en su momento, parte de un cráneo. Lo volvió a tirar al suelo.
Entonces miró al hombre que había en el árbol y sonrió irónicamente.
—Desnudos no resultan tan interesantes —dijo—. Es el envoltorio lo divertido. Como con los regalos y los huevos.
El hombre con cabeza de halcón que caminaba a su lado se miró el pene y pareció, por primera vez, reparar en su propia desnudez. Intervino:
—Yo puedo mirar al sol sin parpadear.
—Qué listo eres —le contestó Easter tranquilizadora—. Venga, vamos a bajarlo.
Las cuerdas húmedas de las que colgaba Sombra hacía tiempo que se habían desgastado y podrido, y se rompieron con facilidad cuando estiraron los dos de ellas. El cuerpo cayó hacia las raíces del árbol. Lo recogieron mientras caía, y aunque era grande, lo tendieron con facilidad en el prado gris.
El cuerpo de la hierba estaba frió y no respiraba. Tenia una mancha de sangre seca en un costado, como si le hubieran clavado una lanza.
—¿Y ahora qué?
—Ahora —dijo Easter—, vamos a calentarlo. Ya sabes qué tienes que hacer.
—Ya sé, pero no puedo.
—Si no estabas dispuesto a ayudarme no deberías haberme traído hasta aquí.
Le tendió una mano blanca y le tocó el negro pelo. Él parpadeó con intención. Después empezó a brillar, como si tuviera un halo de calor.
El ojo de halcón que estaba mirando emitió un resplandor de color naranja, como si se le hubiera encendido una llama dentro; una llama que se había extinguido hacia tiempo.
El halcón echó a volar muy alto, en círculos, en un remolino hacia arriba, rodeando la parte de las nubes grises en las que debería estar el sol, y a medida que el halcón subía, fue primero un punto, después una mota y después nada, algo que sólo se podía imaginar. Las nubes empezaron a deshacerse y evaporarse, dejando un pedazo de cielo azul por el que el sol resplandecía. El único rayo de sol que penetraba las nubes y bañaba el prado era precioso, pero la imagen desapareció a medida que lo hacían las nubes. Muy pronto el sol de la mañana cubría el prado como un atardecer de verano, evaporando el agua de la lluvia matinal en brumas y deshaciendo las brumas en nada.
La mujer acarició con los dedos de la mano derecha el pecho del cuerpo. Creyó sentir un movimiento, algo que no era un latido pero casi... Dejó la mano allí, en su pecho, justo encima de su corazón.
Se agachó hasta los labios de Sombra y le insufló aire en los pulmones, una respiración leve, y luego el aire se transformó en un beso. Un beso delicado, que sabía a lluvias de primavera y florecillas del campo.
La herida del costado volvió a sangrar, sangre escarlata esta vez, que rezumaba como rubíes líquidos a la luz del sol, y entonces la hemorragia se detuvo.
Le besó en la mejilla y la frente.
—Venga, que ya es hora de levantarse. Está pasando todo y no te lo querrás perder, ¿eh?
Sombra empezó a parpadear y al final abrió los ojos, dos ojos grises como el atardecer, y la miró.
Ella sonrió y apartó la mano de su pecho.
Él dijo:
—Me has llamado —y lo dijo despacio, como si se hubiera olvidado de hablar. Había dolor en su voz, y asombro.
—Sí.
—Ya estaba, me juzgaron, se había acabado. Y me has llamado. Te has atrevido.
—Lo siento.
—Sí.
Se incorporó lentamente. Se tocó el costado con un gesto de dolor. Y miró asombrado: había un rastro de sangre fresca pero no había herida.
Levantó una mano y ella lo rodeó con un brazo y lo ayudó a levantarse. Miró el prado como si intentara acordarse de los nombres de las cosas que veía: las flores en la hierba alta, las ruinas de la granja, la neblina de capullos verdes que se agolpaban en las ramas del enorme árbol plateado.
—¿Te acuerdas? —le preguntó ella—. ¿Te acuerdas de lo que has aprendido?
—Perdí mi nombre, y mi corazón. Y tú me has traído de vuelta.
—Lo siento —repuso—. Van a pelear pronto. Los dioses viejos y los nuevos.
—¿Quieres que luche por vosotros? Has perdido el tiempo.
—Te he traído de vuelta porque era lo que tenía que hacer. Lo que hagas tú ahora será lo que tienes que hacer. Lo que te toca. Yo ya he hecho mi parte.
De repente reparó en su desnudez, se puso colorada como un tomate y miró hacia otro lado.
Entre la lluvia y las nubes, subían sombras por una ladera de la montaña, por los caminos de rocas.
Zorros blancos subían sigilosamente por la colina en compañía de hombres de pelo rojo con chaquetas verdes. Había un minotauro al lado de un dáctilo de dedos de hierro. Un cerdo, un mono y un fantasma de afilados dientes trepaban en compañía de un hombre de piel azul con un arco en llamas, un oso con el pelo trenzado con flores y un hombre en cota de malla de oro que blandía su espada de ojos.
El bello Antinoo, amante de Adriano, encabezaba una cuadrilla de reinas del cuero cuyos brazos y pechos eran de una perfección anatómica esteroidal.
Un cíclope de piel gris cuyo único ojo era una enorme esmeralda, subía estirado, por delante de unos hombres rechonchos y de tez morena, con caras tan impasibles como las de los relieves aztecas: conocían los secretos que las junglas escondían.
Un francotirador en lo alto de la colina apuntó a uno de los zorros blancos y disparó. Hubo una explosión, una humareda de cordita y aroma de pólvora en el ambiente. El cadáver era una joven japonesa con el estómago reventado y la cara ensangrentada. Poco a poco, la muerta empezó a desaparecer.
La gente siguió subiendo, a dos patas, a cuatro, sin patas.
El camino a través de la zona rural montañosa de Tennessee había sido absolutamente impresionante a partir del momento en que amainó la tormenta, y superestresante cuando caía la lluvia. Ciudad y Laura habían hablado y hablado durante todo el camino. Él estaba muy contento de haberla conocido. Era como volverse a encontrar con algún viejo amigo, un amigo fantástico que, sencillamente, aún no habías conocido. Hablaron de historia, de películas y de música, y resultó ser la única persona, la única persona que conocía que había visto una película extranjera (el señor Ciudad estaba convencido de que era española y Laura igual de segura de que era polaca) de los años sesenta que se llamaba El manuscrito encontrado en Zaragoza, una película que ya estaba empezando a pensar que había alucinado.
Cuando Laura le señaló el primer granero donde ponía VISITE ROCK CITY el se rió y admitió que era ahí adonde se dirigía. Ella dijo que molaba. Siempre había querido visitar esa clase de sitios, pero nunca tenía tiempo, y después siempre se arrepentía. Por ese motivo estaba ahora en la carretera. Estaba viviendo una aventura.
Era agente de viajes, le dijo. Estaba separada de su marido. Admitía que ya no creía que pudieran volver juntos y que era culpa suya.
—Eso no me lo puedo creer.
Ella suspiró:
—No, es verdad, Mack. Ya no soy la mujer con la que se casó.
Bueno, le dijo él, la gente cambia, y antes de que pudiera pensar en que le estaba contando todo lo que podía decirle de su vida, ya estaba habiéndole de Madera y de Piedra: Leño, Meño y él, los tres mosqueteros, y de cómo a ellos dos los mataron y te crees que estás acostumbrado a eso en este tipo de trabajo, pero nunca te acostumbras.
Y ella alargó una mano, y estaba tan fría que él encendió la calefacción, y le apretó la suya.
Comieron comida japonesa mala mientras una tormenta se cernía sobre Knoxville y a Ciudad no le importó que la comida tardara, que la sopa de miso estuviera fría y el sushi tibio.
Adoraba el hecho de que ella estuviera allí viviendo una aventura con él.
—Bueno —le confesó Laura—, detestaba la idea de estancarme. Sencillamente, donde estaba, me estaba pudriendo. Así que salí sin mi coche y sin mis tarjetas de crédito. Confío en la amabilidad de los extraños.
—¿No le asusta? —le preguntó—. Quiero decir, te podrías perder, te podrían asaltar, te podrías morir de hambre.
Ella sacudió la cabeza. Y entonces dijo con una sonrisa vacilante:
—Te he encontrado a ti, ¿no? —Y él ya no supo qué decir. Cuando terminaron de comer corrieron bajo la lluvia hasta su coche, con periódicos en japonés sobre sus cabezas y rieron mientras corrían, como colegiales bajo la lluvia.
—¿Hasta dónde te puedo llevar? —le preguntó cuando volvieron al coche.
—Iré tan lejos como vayas tú, Mack —le contestó tímidamente. Se alegraba de no haber utilizado el chiste del Big Mack. Esta mujer no era de las que se encuentran en los bares por una noche, el señor Ciudad lo sabía de corazón. Le habría costado encontrarla cincuenta años, pero ya estaba, era ella, la salvaje, mágica mujer de pelo negro y largo. Era amor.
—Mira —le dijo mientras llegaban a Chaltanooga. Los limpiaparabrisas apartaban el agua del cristal, emborronando la ciudad gris—. ¿Qué te parece si te busco un motel para esta noche? Yo lo pagaré. Y en cuanto haga la entrega, podemos... Bueno, podemos tomar un baño juntos, para empezar. Te calentará.
—Eso suena fantástico —dijo Laura—. ¿Qué has de entregar?
—Ese palo —le contestó y se rió—. Ése que está ahí detrás.
—Vale —repuso imitándolo—. Pues no me lo cuente, Don misterioso.
Le dijo que sería mejor si le esperaba en el coche, en el aparcamiento de Rock City, mientras hacia la entrega. Subió por la ladera de la montaña bajo la lluvia, nunca a más de treinta millas por hora, con las luces ardiendo.
Aparcaron en la parte de detrás. Apagó el motor.
—Oye, Mack, antes de salir del coche, ¿no me das un abracito? — preguntó Laura con una sonrisa.
—Claro —dijo el señor Ciudad y la rodeó con los brazos mientras ella se acurrucaba a su cuerpo y la lluvia le hacia un tatuaje al techo del Ford Explorer. Podía oler su pelo. Había cierta esencia desagradable al fondo del perfume. El viaje, claro. Ese baño, decidió, iba a ser necesario para los dos. Se preguntó si habría algún sitio en Chattanooga donde pudiera comprar aquellas bombas de baño de lavanda que a su primera mujer le gustaban tanto. Laura levantó la cabeza y su mano dibujó la línea de su cuello, como ausente.
—Mack... no dejo de pensarlo. ¿De verdad quieres saber que les pasó a esos amigos tuyos? Leño y Meno.
—Claro —dijo, encaminando sus labios hacia los de ella, para darse el primer beso—. Claro que quiero.
Y entonces se lo enseñó.
Sombra caminó por el prado, dando vueltas lentamente alrededor del tronco, y haciendo la circunferencia cada vez más grande. A veces paraba y recogía algo: una flor, una hoja, un guijarro, una ramita o una hoja de hierba. La examinaba con atención, como si se concentrara completamente en la ramidad de la ramita o la hojedad de la hoja.
A Laster le recordaba la mirada de un bebé cuando está aprendiendo a enfocar.
No se atrevía a hablar con él. En ese momento habría sido sacrílego. Lo miraba, cansada como estaba, y se preguntaba.
A unos veinte pies de la base del árbol, medio oculta por la hierba alta y enredaderas muertas, encontró una bolsa de lona. Sombra la recogió, desató los nudos y la abrió.
La ropa que sacó era la suya propia. Era vieja pero aún servía. Le dio la vuelta a los zapatos, acarició el tejido de la camisa, la lana del jersey, y los miró como si tuvieran un millón de años.
Prenda por prenda, se lo fue poniendo todo.
Metió las manos en los bolsillos, y pareció asombrarse de sacar lo que a Easter le pareció un trozo de mármol gris y blanco.
Dijo:
—No me quedan monedas —Era lo primero que decía en varias horas.
—¿No te quedan monedas? —repitió Easter.
Él sacudió la cabeza.
—Me dieron algo para que me entretuviera —Se inclinó para ponerse los zapatos.
En cuanto se hubo vestido ya tuvo un aspecto más normal. Aunque serio. Ella se preguntó hasta dónde habría viajado, y qué le había costado volver. No era la primera vez que iniciaba un proceso de regreso; y sabia que, muy pronto, la mirada de un millón de años desaparecería, y los recuerdos y los sueños que había traído del árbol quedarían ocultos bajo un mundo de cosas tangibles. Así era siempre.
Lo condujo a la parte de atrás del prado, donde esperaba su montura.
—No puede llevamos a los dos —le dijo—. Yo ya volveré sola a casa.
Sombra asintió. Parecía que intentaba acordarse de algo. Entonces abrió la boca y lanzó un grito de bienvenida y alegría.
El ave del trueno abrió su cruel pico y le lanzó a su vez otro grito de bienvenida.
Aparentemente, al menos, parecía un cóndor. Las plumas eran negras, con un brillo púrpura y en el cuello tenía una banda blanca. El pico era el de una rapaz, concebido para desgarrar. En reposo, sobre el suelo, con las alas cerradas, era del tamaño de un oso negro, y la cabeza le llegaba a la altura de la de Sombra. Horus dijo orgulloso:
—Lo he traído yo. Vive en las montañas.
Sombra asintió:
—Una vez soñé con las aves del trueno, y vaya sueño de los cojones. El ave del trueno abrió el pico y emitió un sonido sorprendentemente suave, algo así como un crroooo. ¿Tú también escuchaste mi sueño?
Acarició con suavidad la cabeza del ave. El ave del trueno la levantó como si fuera un pony cariñoso. Se la rascó desde la base del cuello hasta la coronilla.
Sombra se volvió a Easter:
—¿Lo has montado tú hasta aquí?
—Sí. Puedes llevarlo tú de vuelta si te deja.
—¿Cómo se guía?
—Es fácil. Si no te caes es como cabalgar el trueno.
—¿Te veré allí?
Sacudió la cabeza.
—No, bonito, yo ya he terminado. Estoy cansada. Buena suerte.
Sombra asintió:
—Whiskey Jack. Le vi cuando estuve en el otro lado. Vino a buscarme, nos bebimos unas cervezas.
—Sí. Seguro que lo hiciste.
—¿Te volveré a ver? —le preguntó Sombra.
Ella lo miró con unos ojos verdes como el maíz joven. No dijo nada y, entonces, abruptamente, sacudió la cabeza.
—Lo dudo.
Sombra subió a la grupa del ave del trueno torpemente. Se sentía como un ratón a lomos de un halcón. Tenía sabor a ozono en la boca, metálico y azul. Algo crujió. El ave del trueno extendió las alas y empezó a moverlas arriba y abajo, con fuerza.
Mientras el suelo se alejaba de ellos, Sombra se aferró bien fuerte, con el corazón latiéndole en el pecho como un bicho salvaje.
Era exactamente como cabalgar el trueno.
Laura cogió la vara del asiento de atrás del coche. Dejó al señor Ciudad en el de delante, salió del coche y se acercó a Rock City. La ventanilla de entradas estaba cerrada. La puerta de la tienda no y entró, pasó los caramelos con forma de piedra y las casas para pájaros de VISITE ROCK CITY y se metió en la octava maravilla del mundo.
Nadie la desafió, a pesar de que se cruzó con varias personas por el camino. La mayoría sólo parecían ligeramente artificiales; varios de ellos eran transparentes. Cruzó un puente colgante, pasó por los jardines de ciervos blancos y llegó hasta el Apretón del gordo, donde el camino pasaba debajo de dos inmensos muros de piedra.
Y, al final, cruzó una cadena con una indicación de que esa atracción estaba cerrada y entró en una caverna. Allí vio a un hombre sentado en una silla de plástico, enfrente de un diorama de duendes borrachos. Estaba leyendo el Washington Post a la luz de una lamparita eléctrica. Cuando la vio, dobló el periódico y lo colocó debajo de la silla. Se puso de pie, era un hombre alto y pelirrojo con el pelo muy corto y una gabardina cara, y le hizo una breve reverencia.
—¿He de suponer que el señor Ciudad ha muerto? Bienvenida, portadora de la lanza.
—Gracias. Siento lo de Mack. ¿Eran amigos?
—En absoluto. Debería haberse mantenido con vida, si quería conservar su trabajo. Pero usted ha traído su vara —La miró de arriba abajo con ojos que brillaban como los ámbares anaranjados de un fuego en ascuas—. Me temo que tiene ventaja sobre mí. Me llaman el señor Mundo, aquí en lo alto de la montaña.
—Yo soy la mujer de Sombra.
—Claro. La encantadora Laura. Debería haberla reconocido. Tenia varias fotografías suyas encima de su cama, en la celda que compartíamos y, si no le importa que se lo diga, tiene muchísimo mejor aspecto de lo que cabria esperar. ¿No hace tiempo que debería estar pudriéndose?
—No, si lo estaba —contestó sencillamente—, pero las mujeres aquellas de la granja me dieron agua del pozo.
Levantó una ceja.
—¿Del pozo de Urd? Eso no puede ser.
Ella se señaló a si misma. Tenía la piel pálida y ojeras en las cuencas de los ojos, pero estaba manifiestamente entera: si era un cadáver viviente, desde luego era fresco.
—No durará mucho —dijo el señor Mundo—. Las norns sólo te han dado a probar un poco del pasado. Se disolverá en el presente pronto, y entonces esos preciosos ojos azules se te caerán de las cuencas y chorrearan por esas hermosas mejillas que, para entonces, evidentemente, ya no serán tan hermosas. Por cierto, tienes mi vara. ¿Me la das, por favor?
Sacó un paquete de Lucky Strike, cogió un cigarrillo y lo encendió con un Bic negro no recargable.
—¿Me da uno?
—Claro, te daré un cigarrillo si me das la vara.
—Si la quiere, vale más que un cigarrillo.
Él no dijo nada.
—Quiero respuestas, quiero saber cosas.
Él encendió un cigarrillo y se lo pasó. Ella lo cogió y le dio una calada. Entonces parpadeó:
—Éste casi puedo saborearlo, y a lo mejor puedo —Sonrió—. Mm. Nicotina.
—Sí —repuso él— . ¿Por qué fuiste a ver a las mujeres de la granja?
—Me lo dijo Sombra. Me dijo que les pidiera agua.
—Me pregunto si sabría lo que iba a hacerte. Probablemente no. Aun así, eso es lo bueno de que esté colgado de aquel árbol. Ahora ya sé dónde está a todas horas.
—Usted le tendió una trampa a mi marido. Todo el tiempo. Y él es un hombre de buen corazón, ¿les importa eso?
—Sí —dijo el señor Mundo—. Ya lo sé. Cuando acabe todo esto supongo que afilare una ramita de muérdago, bajaré hasta el árbol de ceniza y se la clavaré en un ojo. Ahora mi vara, por favor.
—¿Para qué la quiere?
—Como recuerdo de toda esta desagradable historia —dijo el señor Mundo—. No te preocupes, no es muérdago —Esbozó una sonrisa por un instante—. Simboliza una lanza, y en este mundo desgraciado, el símbolo es lo que cuenta.
Desde fuera llegó un ruido más fuerte.
—¿De qué lado está usted? —le preguntó ella.
—Esto no va de lados —le respondió—. Pero ya que me lo pregunta, del lado de los que van a ganar. Siempre.
Ella asintió y no soltó la vara.
Se dio la vuelta y miró fuera de la caverna. Muy por debajo de ella, en las rocas, podía ver algo que brillaba y latía. Daba vueltas alrededor de un hombre con barba delgado y con la cara color malva, que le sacudía con un mocho, de esos que a la gente le gusta usar para embadurnar los parabrisas de los coches en los semáforos. Alguien gritó y los dos desaparecieron de su vista.
—Vale, le voy a dar la vara.
La voz del señor Mundo le llegó por detrás.
—Buena chica —le dijo para tranquilizarla y lo hizo de una manera que le pareció condescendiente e indefinidamente masculina. Hizo que se le erizara el vello.
Tenía que esperar hasta oír su respiración en el oído. Tenia que esperar hasta que estuviera lo suficientemente cerca. Hasta ahí ya se lo había imaginado.
El viaje fue mucho más que estimulante; fue eléctrico.
Barrieron la tormenta como dardos de luz, centelleando entre las nubes; se desplazaron como el rugido del trueno, Como el bramido del huracán. Era un viaje imposible, chisporroteante. No había miedo: sólo el poder de la tormenta, imparable y que lo consumía todo, y la alegría del vuelo.
Sombra enterró los dedos entre las plumas del ave del trueno, y sintió calambres estáticos en la piel. Chispazos azules que le atravesaban las manos como pequeñas serpientes. La lluvia le lavó el rostro.
—Esto es lo mejor —gritó, por encima del rugido de la tormenta.
Como si lo hubiera entendido, el ave empezó a subir más y más alto, y cada vez que batía las alas se oía un trueno, y descendía y buceaba y giraba por entre las nubes oscuras.
—En mi sueño, te daba caza —dijo Sombra y sus palabras se las llevó el viento—. En mi sueño, tenía que conseguir una pluma.
«Sí —Y la palabra fue un crujido estático en la radio de su mente—. Nos cazaban por nuestras plumas, para probar que eran hombres; y venían para llevarse la piedra de nuestras cabezas, para honrar a sus muertos con nuestras vidas.»
Entonces una imagen llenó su mente: era un ave del trueno, una hembra, supuso, pues su plumaje era marrón y no negro, recién muerta en la ladera de una montaña. A su lado había una mujer, estaba abriéndole el cráneo con un trozo de pedernal. Rebuscó entre los fragmentos de hueso y sesos hasta que encontró una piedra suave y clara del color rojizo de un granate, en sus profundidades bailaban fuegos opalescentes.
«Piedras de águila», pensó Sombra. Se la llevaría a su hijo muerto desde hacía tres noches, y la dejaría en su pecho. Al día siguiente, el niño estaría vivo y sonriente, y la joya sería gris y oscura y estaría tan muerta como el ave de la que provenia.
—Lo entiendo —le dijo al ave.
El ave echó la cabeza hacia atrás y graznó, y su lamento era el trueno.
El mundo que dejaban detrás se les aparecía en un sueño extraño.
Laura cogió mejor la vara, mientras esperaba que el señor Mundo se le acercara. No lo estaba mirando, miraba la tormenta y las verdes colinas por debajo.
«En este mundo desgraciado —pensó—, el símbolo es lo que cuenta. Si.»
Sintió su mano en el hombro derecho.
«Bien, no quiere que me asuste. Tiene miedo de que lance la vara a la tormenta, de que se caiga por la montaña y la pierda.»
Se recostó, sólo un poco, hasta que tocó su pecho con la espalda. El brazo izquierdo de él la rodeó. Era un gesto de intimidad. Tenia su mano izquierda abierta enfrente de ella. Ella cerró las dos manos alrededor del extremo superior de la vara, exhaló, se concentró.
—Por favor, mi vara —le dijo él al oído.
—Sí —repuso—. Es suya —Y entonces, sin saber si querría decir algo, añadió—: Le dedico esta muerte a Sombra —y se clavó la vara en el pecho, justo por debajo del esternón, la sintió retorcerse y convertirse en una lanza.
La frontera entre sensación y dolor se había difuminado desde que murió. Sintió que la lanza le penetraba el pecho, sintió que salía por su espalda. Una resistencia —apretó más fuerte—, y la lanza se clavó en el señor Mundo. Podía sentir su hálito cálido en la piel fría de su cuello, mientras aullaba de dolor y sorpresa, empalado en la lanza.
Ella no reconocía las palabras que estaba diciendo, ni el idioma en que las decía. Empujó la lanza aún más fuerte, forzándola para que pasara por su cuerpo y por el de él.
Sentía la sangre caliente del señor Mundo caer por su espalda.
—Puta —le dijo en inglés—. Puta asquerosa —Su voz tenía cierta calidad cenagosa. Supuso que la hoja de la lanza le debía de haber seccionado un pulmón. El señor Mundo se estaba moviendo, o intentando moverse, y cada movimiento que hacía la llevaba a ella detrás: estaban unidos por la lanza, empalados juntos como dos pescados en una brocheta. Ahora tenía un cuchillo en la mano, vio, y le estaba arreando cuchilladas a sus pechos a lo bestia, incapaz de ver lo que hacia.
No le importaba. ¿Qué son unas cuchilladas para un cadáver? Le pegó un puñetazo fuerte en la mano y el cuchillo acabó rodando por el suelo de la caverna. Le dio una patada.
Y ahora él lloraba y aullaba. Notaba cómo la apartaba, manoseándole la espalda, mientras le resbalaban lagrimones cálidos por el cuello. Su sangre le estaba empapando la espalda, le resbalaba por las piernas.
—Esto tiene que parecer muy poco digno —le indicó, en un susurro quedo, y no sin cierta diversión.
Sintió que el señor Mundo tropezaba detrás de ella y ella tropezó también, entonces resbaló en la sangre —toda de él— que se encharcaba en el suelo de la cueva, y los dos se vinieron abajo.
El ave del trueno aterrizó en el aparcamiento de Rock City. La lluvia caía como una cortina. Sombra apenas podía ver doce pies por delante de su cara. Soltó las plumas del ave y medio resbaló medio se cayó al asfalto húmedo.
Un relámpago y el ave ya no estaba. Sombra se puso en pie.
Unas tres cuartas partes del aparcamiento estaban vacías. Sombra se encaminó hacia la entrada. Pasó un Ford Explorer, aparcado junto a un muro de piedra. Había algo en el coche muy familiar, y echó un vistazo dentro por curiosidad, vio a un hombre dentro del coche, echado hacia delante sobre el volante como si estuviera dormido. Sombra abrió la portezuela del conductor.
Había visto al señor Ciudad fuera del motel en el centro de América. La expresión de su cara era de sorpresa. Le habían roto el cuello con mano experta. Sombra le tocó la cara. Aún estaba caliente.
Sombra percibió un aroma en el coche; era débil, como el perfume de alguien que ha dejado una habitación hace años, pero él lo reconocería en cualquier parte. Cerró el Explorer de un portazo y siguió por el aparcamiento.
A medida que caminaba sintió un dolor agudo, punzante, en el costado, que duró un segundo o menos y después desapareció.
No había nadie en la ventanilla de billetes. Entró en el edificio por los jardines de Rock City.
Retumbó un trueno, y sacudió con violencia las ramas de los árboles y el interior de las rocas, y la lluvia cayó con fría violencia. Era media tarde, pero estaba tan oscuro como de noche.
Un rastro de relámpago atravesó las nubes, y Sombra se preguntó si no sería el ave del trueno volviendo a sus riscos en las alturas, o sólo una descarga atmosférica, o si las dos cosas, a cierto nivel, no eran lo mismo. Y, por supuesto, lo eran. Después de todo, de eso se trataba. De alguna parte salió la voz de un hombre. Sombra la escuchó. Las únicas palabras que reconoció o pensó que había reconocido eran:
—... a Odín!
Sombra corrió por el patio de las banderas de los siete estados, por las losas de piedra caía veloz el agua de lluvia. Resbaló una vez. Había una enorme capa de nubes rodeando la montaña, y en la oscuridad y la tormenta detrás del patio no podía ver ni un solo estado.
No había ruidos. El lugar parecía totalmente abandonado. Dio una voz, e imaginó que algo le contestaba. Se encaminó hacia el lugar del que creía que provenia.
Nadie. Nada. Sólo una cadena que señalaba la entrada a una cueva no abierta a los visitantes.
Sombra traspasó la cadena. Miró a su alrededor, escrutando la oscuridad. Se le erizó el vello.
Una voz desde detrás de él, en las sombras, dijo, muy muy despacio:
—Jamás me has decepcionado.
Sombra no se dio la vuelta.
—Eso es curioso —dijo—, porque yo me decepciono a mí mismo continuamente. Todo el tiempo.
—De eso nada —repuso la voz—. Has hecho todo lo que tenías que hacer, y más. Has llamado la atención de todo el mundo, así que nadie se fijó nunca en la mano que escondía la moneda. Se llama enroque. Y en el sacrificio de un hijo reside el poder, el poder suficiente y más que eso, para ponerlo todo a rodar. A decir verdad, estoy muy orgulloso de ti.
—Estaba amañado —intervino Sombra—. Todo. Nada fue real. Era sólo un decorado para una masacre.
—Exactamente —dijo la voz de Wednesday desde las sombras—. Estaba amañado. Pero era a lo único que se jugaba.
—Quiero a Laura —contestó Sombra—. Quiero a Loki. ¿Dónde están? Sólo silencio. Una ráfaga de lluvia lo rozó. El trueno sonaba en algún sitio cerca.
Entró.
Loki el herrero mentiroso estaba sentado con la espalda apoyada en una jaula de metal. Dentro de la jaula, unos pixies borrachos atendían su alambique. Estaba tapado con una sábana. Sólo se le veía la cara. Las manos largas y blancas se le escapaban por debajo. Había una lámpara eléctrica sentada en una silla detrás de él. Las pilas de la lámpara estaban a punto de acabarse, y la luz era débil y amarillenta.
Estaba pálido e intimidaba.
Los ojos. Sus ojos eran aún fieros y contemplaban a Sombra mientras caminaba por la cueva.
Cuando Sombra estuvo a pocos pasos de Loki, se detuvo.
—Llegas demasiado tarde —dijo Loki. Su voz era ronca y húmeda—. Ya he lanzado la lanza. He dedicado la batalla. Ya ha empezado.
—Ni de coña —repuso Sombra.
—Como lo oyes —contestó Loki—. Así que ya no importa lo que hagas.
Sombra se detuvo y pensó. Después dijo:
—La lanza que tenías que lanzar para empezar la batalla. Como lo de Upsala. Ésta es la batalla de la que has estado alimentándote. ¿Verdad?
Silencio. Podía oír a Loki respirar, unos susurros entrecortados horrorosos.
—Ya me lo imaginé —prosiguió Sombra—. Más o menos. No estoy seguro siquiera de habérmelo imaginado. A lo mejor lo supe cuando estaba colgado del árbol, a lo mejor antes. Fue por algo que me dijo Wednesday por Navidad.
Loki sólo lo miró desde el suelo, sin decir nada.
—Sólo es un timo de dos personas. Como el obispo con el collar de diamantes y el policía que lo arresta. Como el que tiene la flauta y el tipo que la quiere. Dos hombres, aparentemente en lados opuestos, que juegan a lo mismo.
Loki susurró:
—Eres ridículo.
—¿Por qué? Me gustó lo que hiciste en el motel. Eso estuvo muy bien. Tenias que estar allí para cerciorarte de que todo iba a salir según el plan. Te vi. Incluso me di cuenta de quién eras. Aun así, jamás reparé en que tú eras su señor Mundo.
Sombra levantó la voz:
—Ya puedes salir. Dondequiera que estés. Sal.
El viento aulló en la entrada de la cueva, y llevó consigo una ráfaga de lluvia. Sombra se estremeció.
—Ya estoy harto de que me trate todo el mundo como un capullo. Haz el favor de salir. Te quiero ver.
Hubo un cambio en las sombras al fondo de la cueva. Algo se volvió más sólido; algo cambió.
—Sabes demasiado, muchacho —articuló el ronroneo familiar de Wednesday.
—Así que no te mataron.
—Me mataron. Nada de esto habría funcionado si no lo hubieran hecho —La voz de Wednesday estaba amortiguada, no es que fuera queda, pero parecía la de una vieja radio no muy bien sintonizada—. Si no hubiera muerto de verdad, nunca los habríamos reunido aquí. A Kali, a la Morrigan, a los putos albaneses y, bueno, ya los has visto todos. Fue mi muerte lo que los reunió. Fui el cordero sacrificial.
—No —repuso Sombra—, fuiste la cabra de Judas.
El espectro de las sombras se movió y cambió.
—En absoluto. Eso hubiera implicado que traicionaba a los antiguos dioses por los nuevos, que no era ni mucho menos lo que estábamos haciendo.
—En absoluto —susurró Loki.
—No, si eso ya lo veo —repuso Sombra—. Lo que hacíais era traicionar a los dos. A ambas partes.
—Bueno, supongo que sí —intervino Wednesday. Sonaba pagado de sí mismo.
—Querías una masacre. Necesitabas un sacrificio de sangre. Un sacrificio de dioses.
El viento se hizo más fuerte; el aullido que cruzó la entrada de la cueva se convirtió en un grito, como si algo enormemente grande estuviera sufriendo.
—¿Y por qué no? He pasado doce siglos atrapado en esta maldita tierra. Mi sangre es débil. Estoy hambriento.
—Y los dos os alimentáis de muerte —dijo Sombra.
Le parecía ver a Wednesday ahora. Era una forma hecha de oscuridad, que parecía más real cuando Sombra lo miraba de refilón.
—Me alimento de la muerte que me es dedicada —contestó Wednesday.
—Como mi muerte en el árbol —repuso Sombra.
—Eso fue especial.
—¿Y también tú te alimentas de muerte? —preguntó Sombra mirando a Loki.
Loki sacudió la cabeza cansinamente.
—No, claro que no. Tú te alimentas del caos.
Loki sonrió a eso, una breve y dolorosa sonrisa, y llamas naranja bailaron en sus ojos, consumiéndose como encaje ardiendo bajo su pálida piel.
—No lo habríamos podido hacer nunca sin ti —le dijo Wednesday desde el rabillo del ojo—. He estado con tantas mujeres...
—Necesitabas un hijo —le dijo Sombra. La voz de Wednesday sonó con eco:
—Te necesitaba a ti, hijo mio. Sí. Mi propio hijo. Sabía que habías sido concebido, pero tu madre abandonó el país. Nos costó mucho encontrarte. Y cuando lo hicimos, estabas en la cárcel. Teníamos que averiguar qué te ponía en marcha. Que botones había que apretar para empezar a funcionar. Quién eras —Loki miró por un momento, pagado de si mismo—. Y tenías una esposa con la que volver. Era una desgracia, pero no insalvable.
—No era buena para ti —susurró Loki—. Estabas mejor sin ella.
—Si hubiera habido otro modo —añadió Wednesday, y esta vez Sombra supo lo que quería decir.
—Y si ella hubiera tenido la consideración de seguir muerta —jadeó Loki—. Madera y Piedra... eran buena gente. Te íbamos... a permitir escapar... cuando el tren... cruzara las Dakotas.
—¿Dónde está? —preguntó Sombra.
Loki señaló con su pálido brazo la parte de atrás de la caverna.
—Se fue por ahí —dijo y, sin avisar, se desplomó al suelo. Sombra vio lo que la sábana escondía de él; la piscina de sangre, el agujero en la espalda de Loki, la gabardina empapada en sangre negra.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. Loki no dijo nada.
Sombra no creía que fuera a decir nada más.
—Le ha pasado tu mujer, hijo mío —dijo la voz lejana de Wednesday. Ahora era más difícil de ver, como si se disolviera de nuevo en el éter—. Pero la batalla lo devolverá. Como la batalla me devolverá a mí para siempre. Yo soy un fantasma y él un cadáver, pero aun así, ganaremos. La partida estaba amañada.
—Las partidas amañadas —dijo Sombra recordando— son las más fáciles de ganar.
No hubo respuesta. Nada se movió en las sombras. Sombra añadió:
—Adiós —y después—, padre.
Pero para entonces ya no quedaba rastro de nadie en la caverna. De nadie.
Sombra volvió al patio de las banderas de los siete estados, pero no vio a nadie, y tampoco oyó nada aparte del crepitar de las banderas al viento. No había nadie con espadas en la Roca de mil toneladas en equilibrio, ningún defensor en el puente colgante. Estaba solo.
No había nada que ver. El lugar estaba vacío. Era un campo de batalla desierto.
No. No exactamente desierto.
Aquello era Rock City. Había sido un lugar de sobrecogimiento y adoración durante miles de años; hoy, los millones de turistas que caminaban por los jardines y cruzaban el puente colgante tenían el mismo efecto que el agua haciendo girar un millón de rodillos de oraciones. La realidad era delgada aquí, y Sombra sabía donde estaba teniendo lugar la batalla.
Con eso, empezó a caminar. Recordaba cómo se había sentido en el carrusel, intentó sentir lo mismo...
Se acordaba de hacer girar al Winnebago, poniéndolo en los ángulos adecuados para todo. Intentó capturar esa sensación... Y entonces, fácil y perfectamente, sucedió.
Era como atravesar una membrana, como salir de aguas profundas al aire. De un paso había salido del camino para turistas de la montaña hasta...
Un lugar real. Estaba entre bastidores.
Seguía en la cima de la montaña, eso estaba igual. Pero era mucho más que eso. Esa cumbre era la quintaesencia del lugar, el corazón de las cosas tal y como eran. Comparada con ella la montaña Lookout que había dejado era un cuadro en el telón de fondo, o un modelo de papel maché visto por la tele, nada más que la representación de la cosa, no la cosa misma.
Éste era el auténtico lugar.
Los muros de roca formaban un anfiteatro natural. Senderos de piedra lo recorrían y lo circundaban, formando puentes naturales que se enroscaban como en una obra de Escher.
Y el cielo...
El cielo era oscuro. Estaba iluminado y el mundo que había abajo recibía la luz de una veta blanquiverde incandescente y más brillante que el sol, que iba de aquí para allá como un loco por el cielo, como una herida blanca en el cielo oscuro.
Era un rayo, advirtió Sombra. Un rayo congelado en un momento que se había prolongado para siempre. La luz que arrojaba era dura e inmisericorde: desteñía los rostros, convertía los ojos en pozos negros. Era el momento de la tormenta.
Los paradigmas estaban cambiando. Lo podía sentir. El viejo mundo, un mundo de vastedad infinita y recursos y futuro ilimitados, se estaba enfrentando a otra cosa, una red de energía, de opiniones, de golfos.
La gente cree, pensó Sombra. Es lo que la gente hace. Creen. Y no se responsabilizan de sus creencias; conjuran cosas en cuyas conjuraciones no creen. La gente puebla la oscuridad; con fantasmas, dioses, electrones, cuentos. La gente imagina y cree: y es esa creencia, la creencia sólida como la roca, la que hace que las cosas pasen.
La cima de la montaña era un ruedo, eso lo vio inmediatamente. Y los vio preparados a cada lado del ruedo.
Eran demasiado grandes. Todo era demasiado grande en aquel lugar.
Había antiguos dioses: dioses con pieles marrones como las setas viejas, rosas como la piel de pollo, amarillos como las hojas de otoño. Algunos estaban locos y otros cuerdos. Sombra reconoció a los antiguos dioses. Ya los conocía, o había conocido a algunos como ellos. Había ifrits y piskies, gigantes y enanos. Vio a la mujer que había conocido en la habitación oscura de Rhode Island, vio sus rizos verdes de serpiente. Vio a Mama-Ji, del carrusel y tenía sangre en las manos y una sonrisa en la boca. Los conocía a todos.
También reconoció a los nuevos.
Había alguien que debía ser barón del ferrocarril, llevaba un traje antiguo, y la cadena del reloj de bolsillo cruzada a lo largo del chaleco. Tenía pinta de alguien que ha visto días mejores. Movió la frente.
Estaban los grandes dioses grises de los aeroplanos, herederos de todos los sueños sobre volar pesando más que el viento.
También había dioses de los coches: un poderoso contingente con la cara seria, con sangre en sus guantes negros y en sus dientes cromados: recipientes de sacrificio humano en una escala impensable desde la época de los aztecas. Hasta ellos parecían a disgusto. Los mundos cambian.
Otros tenían caras emborronadas y fosforescentes; brillaban con delicadeza, como si existieran en su propia luz.
Sombra lo sintió por todos ellos.
Había arrogancia en los nuevos. Sombra lo veía. Pero también había miedo.
Tenían miedo de que a menos que siguieran el ritmo del cambiante mundo, a menos que rehicieran, redibujaran y reconstruyeran el mundo a su imagen y semejanza, acabaría su tiempo.
Cada facción se enfrentaba a la otra con bravura, en cada lado, la oposición eran los demonios, los monstruos, los malditos.
Sombra se dio cuenta de que ya había tenido lugar una pequeña escaramuza. Ya había sangre en las rocas.
Se estaban preparando para la auténtica batalla: para la auténtica guerra. Era ahora o nunca, pensó. Si no se movía ahora, sería demasiado tarde.
«En América todo dura para siempre —dijo una voz a sus espaldas—. La década de los cincuenta duró mil años. Tienes todo el tiempo del mundo.»
Sombra se encaminó medio andando, medio tambaleándose con control, hasta el centro del campo.
Podía sentir las miradas, de ojos y cosas que no eran ojos. Se estremeció.
La voz del búfalo le dijo:
«Vas bien.»
Sombra pensó:
«Qué cojones. Si he vuelto de entre los muertos esta mañana, todo lo demás tendría que estar chupado.»
—Sabes —le dijo Sombra al aire, como quien no quiere la cosa—, esto no es una guerra. Esto nunca fue concebido como una guerra. Y si alguno de vosotros piensa que es una guerra, os estáis engañando —Oyó murmullos a ambos lados. No había impresionado a nadie.
—Luchamos por nuestra supervivencia —mugió un minotauro desde un lado del campo.
—Luchamos por nuestra existencia —gritó una boca desde un pilar de humo brillante del otro.
—Esta no es buena tierra para dioses —dijo Sombra. Como inicio de discurso, no era «Amigos, romanos, hombres del pueblo», pero podría valer—. Eso ya lo debéis saber, cada uno a su manera. Los antiguos dioses son ignorados. Los nuevos son fugaces, se dejan de lado pronto en cuanto aparece algo nuevo. O habéis sido olvidados o tenéis miedo de volveros obsoletos, o sencillamente os cansáis de existir según el capricho de la gente.
Los murmullos eran menores ahora. Había dicho algo con lo que estaban de acuerdo. Ahora, mientras había captado su atención, tenía que contarles la historia:
—Había un dios que vino de una tierra muy lejana, cuyo poder e influencia empezó a desvanecerse a medida que lo hacía la fe en él. Era un buen dios que obtenía su poder del sacrificio, y de la muerte, y sobre todo de la guerra. Las muertes de aquellos que caían en combate le eran dedicadas: campos de batalla enteros le dieron en el Viejo País poder y sustento.
»Ahora era viejo. Se ganaba la vida como timador, trabajaba con otro dios de su panteón, el dios del caos y el engaño. Juntos estafaban a los crédulos. Juntos desplumaban a la gente.
»En algún momento, a lo mejor hace cincuenta años, a lo mejor hace cien, pusieron un plan en marcha, un plan para crear una reserva de poder de la que pudieran vivir los dos. Algo que los hiciera más fuertes de lo que nunca habían sido. Después de todo, ¿qué podía ser más poderoso que un campo de batalla cubierto de dioses muertos? El juego al que jugaban se llamaba «Pelearos tú y él».
»¿Lo veis?
»La batalla para la que habéis venido aquí no es algo que ninguno pueda ganar. Quién gane o pierda le da igual, les da igual. Lo que importa es que muráis unos cuantos. Cada uno de vosotros que caiga en combate le proporcionará poder. Cada uno que muera, lo alimentará. ¿Lo entendéis?
Los rugidos, bufidos y el ruido de algo que prendió fuego recorrieron el campo. Sombra miró hacia el lugar de donde provenían. Un hombre enorme, con la piel color caoba oscuro, el pecho descubierto, sombrero de copa y puro en la boca, habló con una voz grave y profunda. El Barón Samedi dijo:
—Vale. Pero Odín está muerto. En las conversaciones de paz esos hijosdeputa lo mataron. Murió. Conozco la muerte. Nadie me puede engañar a propósito de la muerte.
—Obviamente. Tenia que morir de verdad. Sacrificó su cuerpo físico para que la guerra tuviera lugar. Después de la batalla sería más poderoso de lo que había sido jamás.
Alguien gritó:
—¿Quién eres tú?
—Yo soy, era, soy su hijo.
Uno de los nuevos dioses, Sombra pensó que una droga por como sonreía, dijo:
—Pero el señor Mundo dijo...
—No había ningún señor Mundo. Nunca existió. Sólo era uno de esos cabrones intentando alimentarse del caos creado.
Le creyeron, y vio el dolor en sus ojos.
Sombra sacudió la cabeza.
—Mirad —dijo—, creo que prefiero ser hombre que dios, no necesitamos que nadie crea en nosotros. Tiramos hacia adelante y punto. Eso es lo que hacemos.
El silencio reinó en aquel enorme lugar.
Y de repente, con un trueno impresionante, el rayo congelado en el cielo se rompió en la cima de la montaña y el campo quedó totalmente a oscuras.
Muchas de aquellas presencias brillaban en la oscuridad. Sombra se preguntó si discutirían con él, lo atacarían o intentarían matarlo. Esperaba algún tipo de respuesta.
Y entonces Sombra se dio cuenta de que las luces se estaban apagando. Los dioses se iban, primero en pequeños grupos, después de veinte en veinte, al final a cientos.
Una araña del tamaño de un rottweiler se le acercó, con sus siete patas; le brillaban débilmente los ojos múltiples.
Sombra aguantaba en pie, pero se sentía ligeramente enfermo.
La araña le dijo con la voz del señor Nancy:
—Buen trabajo, muchacho. Estoy orgulloso de ti, lo has hecho muy bien.
—Gracias —repuso Sombra.
—Te tendríamos que devolver. Demasiado tiempo aquí te va a destrozar la vida —Apoyó una de sus patas peludas de araña en el hombro de Sombra...
... y ya estaba de vuelta en el patio de las banderas de los siete estados, el señor Nancy tosió. Tenía la mano derecha encima del hombro de Sombra. La lluvia había parado. El señor Nancy tenía la mano izquierda pegada a un costado, como si le doliera. Sombra le preguntó si estaba bien.
—Soy duro como los clavos viejos. Más duro aún —No sonaba feliz. Sonaba como un viejo dolorido.
Había docenas de ellos, de pie o sentados en el suelo o en los bancos. Algunos parecían muy maltrechos.
Sombra escuchó un ruido en el cielo, que llegaba desde el sur. Miró al señor Nancy.
—¿Helicópteros?
—No te preocupes por ellos. Ya no. Limpiarán la maleza y se irán.
—Vale.
Sombra sabía que había una parte de la maleza que quería ver por sí mismo, antes de que la limpiaran. Tomó prestada una linterna del hombre de pelo gris que parecía un presentador retirado y empezó la búsqueda.
Encontró a Laura en el suelo de una cueva lateral, junto a un diorama de unos gnomos mineros justo al lado de Blancanieves. El suelo a su alrededor estaba pegajoso por la sangre. Ella estaba de costado, donde la debió dejar Loki cuando sacó la lanza que los atravesaba.
Una de las manos de Laura intentaba agarrarse el pecho. Tenía un aspecto terriblemente vulnerable. Parecía muerta, pero bueno, a eso ya casi se había acostumbrado.
Sombra se agachó a su lado, le acarició la mejilla y pronunció su nombre. Abrió los ojos y levantó la cabeza hasta mirarle a los ojos.
—Hola, cachorrito —le dijo. Su voz era un hilillo.
—Hola, Laura. ¿Qué ha pasado aquí?
—Nada, tonterías. ¿Han ganado?
—Detuve la batalla antes de que empezaran.
—Pero que listo eres, cachorrito. El tipo ese, el señor Mundo, dijo que te iba a ensartar un ojo en un palo. No me gustó nada de nada.
—Ya está muerto. Lo has matado, cielo.
Asintió y dijo:
—Eso está bien.
Cerró los ojos. La mano de Sombra encontró su fría mano y la sostuvo. Volvió a abrir los ojos a tiempo.
—¿Sabes cómo traerme de entre los muertos? —le preguntó.
—Creo que sí. Por lo menos, sé un modo.
—Eso está bien —dijo ella. Le apretó la mano con la suya helada y luego dijo—: ¿Y al revés? ¿Sabes hacerlo?
—¿Al revés?
—Sí —susurró—. Creo que me lo merezco.
—No quiero hacerlo.
Se quedó callada. Sencillamente esperó. Sombra dijo:
—Vale —y sacó su mano de entre las de ella y se la puso en el cuello.
—Ése es mi marido —dijo Laura con orgullo.
—Te quiero, nena —dijo Sombra.
—Te quiero, cachorrito —susurró ella.
Cerró la mano alrededor de la moneda de oro que colgaba de su cuello. Estiró con fuerza de la cadena, que se rompió sin problemas. Cogió la moneda con el índice y el pulgar, sopló sobre ella y abrió la palma de la mano.
La moneda ya no estaba.
Laura aún tenía los ojos abiertos pero ya no se movían. Él se inclinó y la besó, delicadamente, en sus frías mejillas. Pero ya no respondió. No esperaba que lo hiciera. Se levantó y salió de la cueva, a contemplar la noche.
El cielo se había aclarado. El aire era limpio y fresco de nuevo. Al día siguiente, a Sombra no le cabía duda, haría un dia cojonudo.
CUARTA PARTE:
ALGO QUE LOS MUERTOS SE
GUARDAN
CAPITULO DIECINUEVE
Como mejor describe uno un cuento es contándolo. ¿Lo ven?
La manera en que uno describe una historia, a sí mismo o al mundo, es contando la historia. Es un acto de equilibrio y es un sueño. Cuanto más minucioso sea un mapa, más se parecerá al territorio. Y el mapa más minucioso de todos seria el territorio, con lo que se convertiría en perfectamente minucioso y perfectamente inútil.
El relato es el mapa que es el territorio.
No lo olvidéis nunca.
—de las notas del señor Ibis.
Los dos iban en una furgoneta volkswagen, de camino a Florida por la 1-75. Llevaban conduciendo desde el alba; o más bien, Sombra iba conduciendo y el señor Nancy iba sentado en el asiento del copiloto y, de vez en cuando, y con una expresión muy apenada, se ofrecía a conducir. Sombra siempre le decía que no.
—¿Estás contento? —le preguntó el señor Nancy de repente. Llevaba mirando a Sombra varias horas. Cada vez que Sombra miraba a la derecha, se encontraba al señor Nancy mirándolo con esos ojos color tierra.
—No mucho —repuso Sombra—. Pero aún no estoy muerto.
—¿Eh?
—«Ningún hombre es feliz hasta que se muere». Herodoto.
El señor Nancy levantó una ceja y dijo:
—Yo aún no estoy muerto y, fundamentalmente porque aún no estoy muerto, me siento feliz como una perdiz.
—Lo de Herodoto no significa que los muertos son felices. Sólo que no puedes juzgar la vida de alguien hasta que no haya terminado.
—Y ni siquiera entonces. Y en cuanto a la felicidad, hay muchos tipos de felicidad, del mismo modo que hay un montón de muertos distintos. Por mi parte, me limito a aprovechar el tiempo todo lo que puedo.
Sombra cambió de tema.
—Esos helicópteros, los que se llevaban a los cadáveres y los heridos.
—¿Qué les pasa?
—¿Quién los ha envidado? ¿De dónde venían?
—No deberías preocuparte por eso. Son como las valkirias o las águilas. Vienen porque tienen que venir.
—Si tú lo dices.
—Se dispondrá convenientemente de los muertos y los heridos. Para mí que el viejo Jacquel va a estar muy ocupado durante el próximo mes o así. Dime algo, Sombra, muchacho.
—Vale.
—¿Has aprendido algo de todo esto?
Sombra se encogió de hombros.
—No sé. La mayoría de cosas que aprendí en el árbol se me han olvidado ya. Creo que he conocido a gente, pero ya no estoy seguro de nada. Es como uno de esos sueños que te cambian la vida. Guardas algo del sueño siempre, y sabes cosas que se quedan muy dentro de ti, porque te pasó, pero cuando empiezas a pensar en los detalles, se te escapan.
—Ya —repuso el señor Nancy. Y luego añadió, como a regañadientes—. No eres tan tonto.
—A lo mejor no, pero preferiría haberme quedado con algo más de todo lo que pasó por mis manos después de salir de la carcel. Se me dieron tantas cosas... y las he vuelto a perder.
—Puede. A lo mejor has retenido más de lo que crees.
—No —contestó Sombra.
Pasaron la frontera de Florida y Sombra vio la primera palmera. Se preguntó si la habrían plantado allí adrede, en la frontera, para que se supiera que ya estás en Florida.
El señor Nancy empezó a roncar, y Sombra lo miró, el viejo aún parecía muy gris, y su respiración era bronca. Sombra se preguntó, no por primera vez, si habría recibido alguna herida en el pecho o en el pulmón durante la pelea. Nancy se había negado a que lo viera un medico.
Florida seguía mucho más de lo que Sombra pensaba, y ya era tarde cuando se detuvo frente a una casa de madera de una planta, con las ventanas cerradas, a las afueras de Fort Pierce. Nancy, que le había indicado el camino durante las últimas cinco millas, le invitó a pasar la noche.
—Puedo dormir en un motel —dijo Sombra—. No se preocupe.
—Puedes hacer eso y yo puedo sentirme herido. Evidentemente no diría nada, pero me sentiría muy muy herido. Así que mejor te quedas aquí, te haré la cama en el sofá.
El señor Nancy abrió las persianas antihuracanes y las ventanas. La casa olía a moho y humedad, y tenía un olor dulzón, como embrujada por los fantasmas de galletitas de chocolate muertas hace mucho tiempo.
Sombra accedió, aunque con reticencias, a pasar la noche, del mismo modo que accedió, aún con más reticencias, a tomar algo en el bar del final de la carretera, sólo una copita mientras la casa se aireaba.
—¿Has visto a Chernobog? —le preguntó Nancy mientras paseaban por la pantanosa noche de Florida. Parecía viva, con todos los insectos zumbando y reptando por el suelo. El señor Nancy se encendió un cigarrillo y tosió y casi se ahoga, pero siguió fumándoselo.
—Ya se había ido cuando salí de la cueva.
—Debe de haberse ido a casa. Te estará esperando, ya lo sabes.
—Sí.
Caminaron en silencio hasta el final de la carretera. No tenía demasiado de bar, pero estaba abierto.
—Yo pago la primera ronda —dijo el señor Nancy.
—Sólo nos vamos a tomar una cerveza.
—¿Qué pasa? ¿Te has vuelto agarrado ahora?
El señor Nancy pagó la primera ronda y Sombra la segunda. Miró horrorizado cómo el señor Nancy le pedía al barman que encendiera el karaoke, y contempló, muriéndose de vergüenza ajena pero fascinado, cómo se lanzaba el anciano con What’s New Pussycat? antes de bordar, con una conmovedora y afinada voz, una versión de The Way You Look Tonight. Tenía una bonita voz y al final, un puñado de parroquianos que aún estaban en el bar lo vitorearon y le aplaudieron.
Cuando volvió con Sombra parecía más contento. Ya no tenía los ojos rojos y lo mortecino de su piel se había desvanecido.
—Te toca —le dijo.
—Ni de coña —contestó Sombra.
Pero el señor Nancy ya había pedido más cervezas y le estaba enseñando el listado de canciones.
—Escoge una que te sepas la letra y ya está.
—Esto no tiene gracia —contestó Sombra. El mundo empezaba a bambolearse, pero no tenía suficiente energía para discutir, y el señor Nancy ya estaba poniendo la cinta de Don‘t Let Me Be Misunderstood y empujando —literalmente, empujando— a Sombra hasta el escenario improvisado del final del bar.
Sombra cogió el micro como si estuviera vivo, y la música que lo acompañaba empezó y graznó el primer «Baby...». Nadie del bar le tiró nada. Y se sentía bien.
—Can yon understand me now? —Su voz era rasgada pero melódica y una voz rasgada era precisamente lo que se necesitaba para esa canción—. Sometimes I feel a litfle mad. Don‘t you know that no une alive can always be un ángel...
Y seguía cantando mientras volvían caminando a casa en la ruidosa noche de Florida, el viejo y el joven, tambaleándose y felices.
—I‘m just a soul whose intentions are good —cantaba a los cangrejos, las arañas, los escarabajos de las palmeras y los lagartos nocturnos—. Oh lord, please don ‘t let me be misundarstood.
El señor Nancy le enseñó el sofá. Era mucho más pequeño que Sombra, que decidió probar en el suelo, pero para cuando terminó de decidir si era buena idea ya estaba profundamente dormido medio sentado medio tumbado en el sofá.
Al principio no soñó. Sólo estaba la reconfortante oscuridad. Y entonces vio un fuego en la oscuridad y se dirigió hacia él.
—Lo has hecho bien —susurró el hombre búfalo sin mover los labios.
—No sé lo que he hecho —repuso Sombra.
—Has hecho la paz. Tomaste nuestras palabras y las hiciste tuyas. Nunca entendieron que estaban aquí, y la gente que los adoraba estaba aquí, porque nos iba bien que estuvieran aquí. Pero podemos cambiar de idea. Y puede que lo hagamos.
—¿Eres un dios? —preguntó Sombra.
El hombre de cabeza de búfalo sacudió la cabeza. Sombra pensó, por un momento, que la criatura se divertía.
—Yo soy la tierra —le contestó.
Y si soñó más cosas, Sombra no las recordaba.
Oyó un chisporroteo. Le dolía la cabeza, y algo le martilleaba por detrás de los ojos.
El señor Nancy ya estaba preparando el desayuno: una pila de tortitas, beicon frito, huevos perfectos y café. Parecía rebosar de salud.
—Me duele la cabeza —dijo Sombra.
—Cuando te metas un desayuno como Dios manda dentro, te sentirás un hombre nuevo.
—Más bien me siento como el mismo hombre pero con otra cabeza —le contestó Sombra.
—Come —obtuvo del señor Nancy.
Sombra comió.
—¿Qué tal ahora?
—Como si tuviera un dolor de cabeza, sólo que además tengo comida en el estómago y me parece que voy a vomitar.
—Ven conmigo —Al lado del sofá en el que Sombra había dormido, cubierto con una manta africana, había un baúl que parecía el cofre de un pirata en pequeñito. El señor Nancy abrió el candado y levantó la tapa. Dentro del baúl había una serie de cajas. Nancy rebuscó entre las cajas—. Esto es un antiguo remedio africano de hierbas. Está hecho de corteza de sauce y cosas por el estilo.
—¿Cómo la aspirina?
—Sí —dijo el señor Nancy—. Exacto —De debajo del baúl sacó una botella enorme de aspirina genérica tamaño familiar. Desenroscó el tapón y sacó un par de pastillas—. Toma.
—Que baúl más bonito —le dijo Sombra. Cogió las padillas y se las tragó con agua.
—Me lo envió mi hijo —dijo Nancy—. Es un buen chico pero no lo veo tanto como me gustaría.
—Echo de menos a Wednesday —dijo Sombra—. A pesar de todo lo que hizo. Sigo esperando volver a verlo. Pero miro y no está.
Siguió mirando el cofre pirata, intentando averiguar a qué le recordaba.
«Perderás muchas cosas. Pero no pierdas ésta.» ¿Quién había dicho eso?
—¿Le echas de menos? ¿Después de todo lo que te ha hecho pasar? ¿Después de todo lo que nos ha hecho pasar?
—Sí —repuso Sombra—. Me parece que eso es lo que me pasa.
—Creo —contestó el señor Nancy— que dondequiera que dos hombres se reúnan para venderle a un tercero un violín de veinte dólares por diez mil, allí estará él aunque sea en espíritu.
—Sí, pero...
—Deberíamos volver a la cocina —prosiguió el señor Nancy, se le estaba poniendo una expresión dura— esas sartenes no se van a fregar solas.
El señor Nancy lavó las sartenes y los platos. Sombra los secó y los colocó en su sitio. En algún momento, el dolor de cabeza empezó a remitir. Volvieron al salón.
Sombra miró el viejo baúl otra vez deseando acordarse.
—Si no voy a ver a Chernobog, ¿qué pasará?
—Lo verás —contestó el señor Nancy sin más—. A lo mejor te encuentra él. O te conducirá hasta él. Pero de un modo u otro, acabarás encontrándotelo.
Sombra asintió. Algo empezó a ponerse en su sitio. Un sueño, en el árbol.
—Oye, ¿hay algún dios con cabeza de elefante?
—¿Ganesh? Es un dios hindú. Aparta los obstáculos y hace los viajes más fáciles. También es muy buen cocinero.
—«Está en el tronco», me dijo. Sabía que era importante pero no sabía por qué. Pensé que se refería al tronco del árbol. Pero no hablaba del tronco para nada, ¿verdad?
El señor Nancy frunció el ceño.
—Me he perdido.
—Está en el baúl —dijo Sombra. Sabía que era cierto. No sabía por qué tenía que ser cierto, no del todo. Pero estaba completamente seguro.
Se puso en pie.
—Me tengo que ir. Lo siento.
El señor Nancy levantó una ceja.
—¿Y esa prisa?
—Pues —dijo Sombra sencillamente—, es que el hielo se está derritiendo.
CAPITULO VEINTE
Es primavera
y el hombre globo
de pies de cabra
silba lejos y mea.
—E. E. Cummings
Sombra sacó el coche de alquiler del bosque a las 08:30, bajó la colina a menos de sesenta kilómetros por hora y volvió a Lakeside a las tres semanas después de haberla abandonado convencido de que sería para siempre.
Atravesó la ciudad sorprendido de los pocos cambios que había experimentado en las últimas semanas, toda una vida. Aparcó en la mitad del sendero que llevaba al lago y bajó del coche.
Ya nadie pescaba en el hielo, ya no había SUVs, ni hombres sentados junto a un agujero con un sedal y un paquete de doce. El lago estaba oscuro: ya no estaba cubierto por un manto blanco de nieve sino que había charcos de agua reflectantes en la superficie. El agua que había debajo era negra y el hielo lo suficientemente transparente para mostrar tal oscuridad. El cielo gris convertía el lago helado en un lugar inhóspito y vacío.
Casi vacío.
Quedaba un vehículo aparcado sobre el hielo a la altura del puente y a la vista de cualquiera que atravesara la ciudad, ya fuera a pie o en coche. Era de un verde sucio, ese tipo de coche que la gente abandona en un aparcamiento, y no tenía motor. Era la alegoría de una apuesta, cuando el hielo se derritiera y fuera lo bastante frágil y peligroso se lo tragaría para siempre.
Una cadena con una señal que prohibía el paso a personas y vehículos con la inscripción CAPA DE HIELO FINA atravesaba el camino que llevaba al lago. Debajo había una serie de pictogramas tachados: COCHES NO, PEATONES NO, MOTONIEVES NO. PELIGRO.
Sombra hizo caso omiso de las advertencias y se las ingenió para llegar a la orilla. La nieve ya se había derretido, el terreno enfangado era resbaladizo y la hierba marrón no ofrecía gran adherencia. Derrapó y cayó en el lago. Salió con cuidado por un pequeño embarcadero de madera y luego caminó sobre el hielo.
La capa de agua, mezcla de nieve y hielo derretidos, era más profunda de lo que parecía desde fuera y el hielo de la superficie, más firme y deslizante que una pista de patinaje, de manera que Sombra apenas podía aguantar el equilibrio. Chapoteó en el agua, que le cubría las botas y le calaba hasta los huesos. Agua gélida: lo que tocaba se convertía en hielo. Un sentimiento de abstracción le invadía a medida que avanzaba, como si fuera el protagonista de una película, de detectives quizá, y se viera a sí mismo en la pantalla de un cine.
Pisó latas y botellas de cerveza vacias que ensuciaban el hielo, bordeó agujeros hechos para pescar, que no se habían vuelto a congelar, llenos de agua negra.
Desde la carretera parecía que el cacharro estaba más cerca. Oyó un crujido procedente del extremo sur del lago, como si un palo enorme lo golpeara y una de las capas inferiores se derrumbara y todo vibrara. El lago completo chirrió como una puerta vieja que protesta cuando la abren. Sombra siguió andando con máxima prudencia.
«Esto es un suicidio —le susurró una voz en la mente—. ¿Por qué no te vas y ya está?»
—No —dijo en voz alta—. Tengo que averiguarlo —Y siguió caminando.
Llegó al cacharro, pero incluso antes de llegar sabía que estaba en lo cierto. El miasma envolvía el coche: un hedor insoportable que a la vez dejaba un sabor amargo en la garganta. Dio una vuelta de inspección alrededor. Los asientos estaban manchados y rasgados. Era obvio que estaba vacío. Intentó abrir las puertas pero estaban cerradas con llave. Probó con el maletero, tampoco hubo suerte.
Le hubiera encantado tener una palanca en aquel momento.
Cerró el puño protegido por el guante, contó hasta tres y le dio un puñetazo al parabrisas.
Se hizo daño en la mano pero el cristal quedó intacto.
Se le ocurrió que podía correr hacia el coche, estaba seguro de que podría pegarle una patada a la ventana si el suelo no resbalara tanto. Pero lo último que quería era romper el equilibrio que sostenía el cacharro.
Miró el coche. Logró alcanzar la antena de radio —una de esas que se alargan pero que se había quedado atascada en la misma posición hacía una década— y con un ligero movimiento la arrancó de la base. Cogió el extremo fino de la antena, que en algún tiempo tuvo un pequeño tope de metal, y sus dedos fuertes lo convirtieron en un gancho improvisado.
Hundió el artilugio entre la goma de la puerta y la ventanilla de la puerta del conductor para manipular el mecanismo de apertura. Estuvo revolviendo y empujando con el trozo de metal hasta que lo cazó y tiró de él.
Notó cómo el gancho improvisado se escurría inevitablemente.
Suspiró y volvió a la carga, pero esta vez con más cuidado. A cada movimiento imaginaba que el hielo se hundía bajo sus pies. Despacio... y...
Lo tenía. Tiró con fuerza de la antena y el seguro de la puerta de levantó. Con la mano dentro de un guante apretó el botón para entrar, tiró de la puerta pero no se abrió.
«Está atascada —pensó—, congelada. No hay nada que hacer».
Se arrastró resbalando por el hielo y de repente la puerta del cacharro se abrió de par en par disparando hielo por doquier.
El miasma era peor dentro del coche, un hedor a enfermedad y putrefacción. A Sombra se le revolvieron las tripas.
Palpó debajo del salpicadero, encontró la palanca que abría el maletero y tiró de ella con fuerza.
Le llegó un estrépito por detrás a medida que el maletero se abría.
Retrocedió sobre el hielo con torpeza sujetándose al coche.
«Está dentro del maletero —pensó».
El maletero se abrió unos pocos centímetros. Se acercó y lo abrió del todo.
El olor era horrible pero podría haber sido peor. Al fondo había un poco de agua medio podrida. Había una chica dentro. Llevaba un mono de nieve escarlata ahora manchado. Tenía el pelo largo y sedoso y la boca cerrada, así que Sombra no pudo ver el aparato de placas y gomas azules que sabía que llevaba. El frío la había conservado y las gotas congeladas que le corrían por las mejillas todavía no se habían derretido.
—Has estado aquí todo el tiempo —le dijo Sombra a Alison McGovern—. Todo aquel que haya pasado por el puente te ha visto. Todos los que han cruzado la ciudad te han visto. Los pescadores han pasado por tu lado todos los días. Y nadie lo sabía.
Se percató de la estupidez que estaba diciendo.
Alguien lo sabía: el que la puso allí.
Investigó la manera de sacarla del maletero. Apoyó todo su peso al inclinarse. Puede que eso fuera la causa.
El hielo bajo las ruedas delanteras cedió en ese momento a consecuencia de sus movimientos, o quizá no. Esa parte del coche se hundió unos centímetros en las aguas negras del lago. El agua empezó a anegar el interior del coche a través de la puerta del conductor. Las salpicaduras le llegaban hasta los tobillos pero el hielo que pisaba era sólido. Miró a su alrededor con desesperación buscando la manera de huir, pero era demasiado tarde. El suelo se desplomó y se empotró contra el coche. El cadáver de la joven en el maletero y con ella la parte trasera del coche y Sombra. Las tenebrosas aguas del lago se los tragaron. Eran las nueve de la mañana de un 23 de marzo.
Se llenó los pulmones antes de la inmersión y cerró los ojos, pero las aguas le robaron el aire con un golpe de frío.
El empuje del coche le precipitó en el fango de nieve y agua.
Le rodeaba la oscuridad y el frío de las profundidades. La ropa, las botas y los guantes empujaban de él hacia abajo, estaba atrapado en su abrigo, que cada vez pesaba y se hinchaba más.
Se hundía, intentó apartarse del coche pero le arrastraba sin remedio. Notó en todo el cuerpo un estrépito y de repente se le torció el tobillo izquierdo. El coche se asentó en el fondo y su pie quedó sepultado. El pánico se apoderó de él.
Abrió los ojos.
Sabía que no había luz. Objetivamente entendía que estaba demasiado oscuro como para ver pero aun así lo veía todo. Vio la cara pálida de Alison McGovern que lo observaba desde el maletero abierto. Vio más coches, los cacharros de antaño, restos oxidados en la oscuridad y enterrados en el lodo.
«¿Qué más habrán tirado al lago antes de que hubiera coches? —se preguntó Sombra».
Por lo que sabía, seguro que todos los coches escondían el cadáver de un niño en el maletero. Había un montón... cada uno aguantó en el hielo todo el crudo invierno ante los ojos del mundo. Todos habían caído en las gélidas aguas del lago a principios del invierno.
Aquí descansaban Lemmi Hautala, Jessie Lovat, Sandy Olsen, Jo Ming, Sarah Lindquist y el resto. En las profundidades, donde reinaban el frío y el silencio...
Tiró del pie. Estaba atrapado y la presión en los pulmones se hacía cada vez más inaguantable. Notó un ruido muy agudo en los oídos. Respiró con cuidado y unas cuantas burbujas flotaron alrededor de su cara.
«Cuanto antes —pensó— tengo que respirar lo antes posible o me ahogaré».
Se agachó, se cogió de los parachoques con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas. Fue inútil.
«Es sólo la carrocería —se dijo a sí mismo—. Quitaron el motor que es la parte más pesada del coche. Puedes hacerlo, sólo sigue tirando». Empujó.
Sumamente despacio, a centímetro por hora, el coche se fue deslizando por el barro y Sombra pudo desenterrar el pie, dar una patada e intentar impulsarse hacia la superficie. No se movió. «El abrigo — pensó—. Es por culpa del abrigo. Se ha enganchado con algo». Sacó los brazos de las mangas y con los dedos insensibles bajó la cremallera como pudo. Puso las manos una a cada lado de la cremallera y notó cómo la tela se desgarraba y cedía. Se liberó con rapidez de su yugo y empezó a subir lejos del coche.
Tenía una extraña sensación; no iba ni hacia arriba ni hacia abajo. Se ahogaba y ya no podía soportar el dolor de pecho y de cabeza. Era consciente de que si inhalaba, si respiraba el agua helada, moriría. De repente se golpeó la cabeza con algo sólido.
Hielo. Se estaba dando contra el hielo de la superficie del lago. Arremetió a puñetazos pero ya no le quedaban fuerzas, nada a lo que agarrarse, nada con lo que ayudarse. El mundo se difuminaba bajo la calma negra del lago. Sólo le quedaba el frío.
«Es ridículo —pensó recordando la película de Tony Curtis que vio cuando era pequeño—. Debería ponerme de espaldas, empujar contra el hielo y pegar mi cara a él para poder respirar algo de aire, tiene que haber aire en alguna parte». Pero ya sólo flotaba congelado, no podría haber movido un músculo ni aunque su vida dependiera de ello, como era el caso.
Se fue acostumbrando al frío que se volvía cálido, y pensó que se estaba muriendo. Sentía rabia esta vez, una ira profunda. La unión del dolor y la rabia le ayudaron a agitar y mover músculos que estaban preparados para no volver a moverse jamás.
Empujó con las manos y notó como el hielo se resquebrajaba. Lo intentó con más fuerza y notó que una mano asía la suya y tiraba de él.
Se golpeó la cabeza contra el hielo, se arañó la cara con la capa interior; pero ya estaba en la superficie. Se vio a sí mismo saliendo de un agujero en el hielo, lo único que podía hacer era respirar, dejar que el agua negra le saliera por la nariz y la boca y parpadear. La luz del día le deslumbraba y solo pudo ver unas sombras y alguien que le arrastraba, le sacaba del agua y le alentaba y le decía que se podría haber congelado vivo. Sombra avanzaba con torpeza como una foca marina tosiendo y temblando.
Respiró hasta llenar los pulmones estirado sobre el hielo endeble y sabía que tampoco duraría mucho tiempo, que no era bueno. Los pensamientos fluían lentamente como el sirope.
—Dejadme en paz —intentó decir—, me pondré bien —Sus palabras eran susurros y todo apuntaba a un final.
Tan sólo necesitaba descansar un momento, eso era todo: descansar y más tarde podría levantarse y moverse. Era obvio que no se iba a quedar allí tirado para siempre.
Sintió un tirón, el agua le salpicó en la cara. Alguien le levantaba la cabeza. Sombra notaba que alguien le arrastraba por la espalda sobre el hielo. Quería protestar, explicar que sólo quería descansar un rato, dormir la siesta y se encontraría mucho mejor. ¿Acaso era pedir demasiado? Si tan sólo le dejaran en paz.
Se resistía a pensar que se había dormido pero de repente estaba de pie en medio de una vasta llanura junto a un hombre con la cabeza y los hombros de búfalo, una mujer con cabeza de cóndor y, al fondo, Whiskey Jack, que le miraba con tristeza mientras asentía con la cabeza.
Whiskey Jack se dio la vuelta y se alejó de Sombra. El hombre búfalo le siguió. La mujer pájaro también empezó a caminar, se agachó y alzó el vuelo.
Sombra se sentía perdido. Quería llamarlos, rogarles que volvieran, que no lo abandonaran pero todo se difuminaba y perdía su forma. Se habían largado, la llanura desaparecía poco a poco, el vacío se apoderaba de todo.
El dolor era intenso. Parecía que todas y cada una de las células de su cuerpo y los nervios se estuvieran derritiendo y dieran muestras de ello quemándole y haciéndole daño.
Notó una mano en la cabeza que le agarraba de los pelos y otra bajo la barbilla. Abrió los ojos con la esperanza de encontrarse en algún hospital.
Tenia los pies descalzos, llevaba vaqueros y nada de cintura para arriba. En la pared de enfrente había un espejo pequeño, un lavabo y un cepillo de dientes azul dentro de un vaso.
Procesaba la información despacio, dato a dato.
Le ardían los dedos de las manos y de los pies.
Empezó a gemir de dolor.
—Tranquilo Mike, tranquilo —dijo una voz que le resultaba familiar.
—¿Que? —dijo o intentó decir—. ¿Qué está pasando? —Sus propias palabras le resultaron falsas y forzadas.
Estaba en una bañera de agua caliente. Pensaba que el agua estaba caliente aunque no lo estuviera. Le llegaba al cuello.
—Lo más estúpido que se le puede hacer a un tipo que está muriendo congelado es ponerlo delante de una chimenea. Lo segundo más estúpido es envolverlo en mantas y más si todavía tiene la ropa mojada. Las mantas le aislan y mantienen el frío. Lo tercero, según mi modesta opinión, es extraerle la sangre, calentarla y volvérsela a inyectar. Eso es lo que hacen los médicos hoy en día. Complicado, caro, estúpido —La voz llegaba a sus oídos desde arriba por detrás—. Lo más rápido e inteligente es lo que llevan haciendo los marineros durante siglos: darle un baño caliente. No demasiado caliente. Sólo caliente, como estás tú ahora. Estabas prácticamente muerto cuando te he encontrado en el hielo. ¿Cómo te encuentras ahora Houdini?
—Me duele —dijo Sombra—. Me duele todo el cuerpo. Me has salvado la vida.
—Supongo que sí. ¿Puedes mantener la cabeza erguida?
—Puede.
—Voy a soltarte. Si empiezas a hundirte te cogeré.
Ya no sentía la presión de las manos en la cabeza.
Notó que se escurría por la bañera. Sacó las manos, se cogió a la bañera y se inclinó. El baño era pequeño. La bañera era de metal y el esmalte estaba desconchado.
Un hombre mayor apareció en su campo de visión. Parecía preocupado.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Hinzelmann—. Acuéstate y relájate. Mi guarida es un sitio acogedor y cálido. Avísame cuando estés preparado, tengo algo de ropa que puede irte bien y así podrás poner los vaqueros en la secadora con el resto. ¿Te parece bien, Mike?
—No me llamo así.
—Si tú lo dices —Su rostro reflejaba inquietud.
Sombra no tenía noción del tiempo. Estuvo sumergido hasta que cesó la sensación de ardor y pudo mover los dedos con total libertad. Hinzelmann ayudó a Sombra a salir y vació la bañera. Sombra se sentó en el borde y con la ayuda del otro se quitó los pantalones.
Se embutió, sin mucha dificultad, en un traje color tierra demasiado pequeño para él y, apoyándose en el anciano, fue a la salita y se desplomó en un sofá antiguo. Estaba cansado y débil, exhausto pero vivo. Un tronco de leña ardía en la chimenea. Unas cuantas cabezas de ciervo cubiertas de polvo y con la mirada perdida le observaban desde las paredes donde competían por un espacio con los peces barnizados.
Hinzelmann se fue con los pantalones de Sombra y desde la habitación contigua Sombra oyó que el traqueteo de la secadora cesó durante unos minutos hasta que volvió a ponerse en marcha. El anciano regresó con una taza humeante.
—Es café —dijo—, que es estimulante. Y le he añadido unas gotitas de aguardiente, sólo un poquito. Es lo que solíamos hacer antes. Un médico no lo recomendaría.
Sombra cogió el café con ambas manos. La taza tenía un dibujo de un mosquito que decía: ¡DONA SANGRE. VEN A WISCONSIN!
—Gracias —dijo.
—Para eso están los amigos —dijo Hinzelmann—. Hoy por ti, mañana por mí. Y ahora olvídalo.
—Pensé que había muerto —dijo Sombra sorbiendo el café.
—Has tenido suerte de que pasara por el puente. Más o menos tenía la corazonada de que hoy seria el gran día, presentimientos que se agudizan con la edad. Así que estaba allí con mi antiguo reloj de bolsillo y te he visto a través del hielo. He gritado pero estaba convencido cien por cien de que no podías oírme. He visto como se hundía el coche y tú con él. En ese momento he pensado que te había perdido y me he lanzado al hielo para ayudarte. Se me ponen los pelos de punta. Debes haber permanecido bajo el agua dos minutos largos. Después he visto cómo sacabas la mano a través del hielo, por donde se había hundido el coche. Verte allí ha sido como ver a un fantasma —Hizo una pausa—. Los dos tuvimos suerte de que el hielo se desplomara una vez te había arrastrado hasta la orilla.
Sombra asintió con la cabeza.
—Has hecho una buena acción —le dijo a Hinzelmann al que se le encendió el rostro travieso al oírlo.
Sombra oyó que una puerta se cerraba en alguna parte de la casa. Siguió tomándose el café.
Ahora que podía pensar con lucidez empezaba a hacerse preguntas. Se preguntaba cómo un hombre que le doblaba la edad y que seguramente le triplicaba en peso había podido arrastrarlo inconsciente por el hielo y subirlo de la orilla al coche. Se preguntaba cómo Hinzelmann había podido llevarlo hasta la casa y meterlo en la bañera.
Hinzelmann se dirigió hacia la hoguera, cogió unas pinzas y con cuidado echó un tronco pequeño a las llamas.
—¿No quieres saber lo que estaba haciendo allí?
—No es asunto mío —dijo Hinzelmann encogiéndose de hombros.
—¿Sabes lo que no entiendo...? —dijo Sombra—. No entiendo por que me salvaste la vida.
—Bueno —dijo Hinzelmann—, me han educado así: si ves a un amigo en problemas...
—No —dijo Sombra—. No me refiero a eso. Quiero decir que tú mataste a todos esos niños. Todos los inviernos uno. Era el único que lo había pensado. Tienes que haberme visto abrir el maletero. ¿Por qué no has dejado que me ahogara?
Hinzelmann se tocó una parte de la cabeza. Se rascó la nariz y se balanceaba de atrás a adelante como si estuviera pensando.
—Bueno —dijo—, es una buena pregunta. Supongo que tenía una pequeña deuda pendiente. No me gusta dejar nada a deber.
—¿Wednesday?
—En efecto.
—Había un motivo por el que me escondió en Lakeside, ¿no es así? Nadie me hubiera encontrado aquí.
Hinzelmann no dijo nada. Descolgó un pesado atizador negro de su sitio en la pared y avivó el fuego, con lo que originó una nube de humo y chispas anaranjadas.
—Éste es mi hogar —dijo molesto—. Es una buena ciudad.
Sombra se acabó el café y dejó la taza en el suelo. El esfuerzo le dejó exhausto.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—El suficiente.
—¿Tú hiciste el lago?
—Sí —dijo mirándole con sorpresa—. Yo hice el lago. Ya le llamaban lago cuando llegué aquí pero no era mas que un riachuelo, una balsa —Hizo una pausa—. Soy de la opinión que este país es el infierno para tipos como yo. Nos devora. No quería ser devorado así que hice un pacto. Les di el lago y les ofrecí prosperidad...
—Todo por el módico precio de un niño cada invierno.
—Buenos chavales —dijo Hinzelmann moviendo lentamente su cabeza de anciano—. Eran todos buenos chavales. Sólo elegía a los que me gustaban, excepto Charlie Nelligan. Era la piel del demonio. ¿Cuándo fue: 1924, 1925? Pues si, ése era el pacto.
—¿Y la gente de la ciudad, Mabel, Marguerite, Chad Mulligan, lo saben? —preguntó Sombra.
Hinzelmann no dijo nada. Cuando sacó el atizador del fuego, el extremo superior estaba al rojo vivo. Sombra sabía que el mango estaba demasiado caliente para cogerlo, cosa que no parecía importarle a Hinzelmann que volvió meterlo en la hoguera, avivó el fuego y lo dejó allí.
—Saben que ésta es una buena ciudad. El resto de poblaciones del condado, ¿qué digo?, del estado se están desmoronando. Lo saben.
—¿A eso es a lo que te dedicas?
—A la ciudad —dijo Hinzelmann—. Cuido de ella. Aquí no sucede nada que yo no quiera. ¿Lo entiendes? Aquí sólo viene quien yo quiero. Por eso tu padre te mandó aquí. No quería que fueras por ahí llamando la atención. Eso es todo.
—Y tú le traicionaste.
—Yo no hice semejante cosa. Él era un sinvergüenza, pero yo siempre pago mis deudas.
—No te creo —dijo Sombra.
Hinzelmann parecía ofendido y se atusaba un mechón de pelo blanco a la altura de la sien.
—Soy un hombre de palabra.
—No, no lo eres. Laura vino aquí. Decía que algo la llamaba. ¿Y qué me dices de cuando Sam Cuervo Negro y Audrey Burton llegaron la misma noche? ¿Casualidad? Me parece que ya no creo en las casualidades.
»Sam Cuervo Negro y Audrey Burton. Dos personas que conocían mi verdadera identidad y sabían que había gente que intentaba dar conmigo. Supongo que si una no lo lograba siempre había otra preparada. ¿Y qué habría pasado si nadie lo hubiera conseguido? ¿Quién más estaba de camino a Lakeside, Hinzelmann? ¿El carcelero de la prisión, que venía a pescar en el hielo el fin de semana? ¿La madre de Laura? —Sombra se dio cuenta de que estaba furioso—. Querías que me fuera de la ciudad. No le querías contar a Wednesday lo que estabas haciendo.
A la luz de la hoguera Hinzelmann tenía más aspecto de gárgola que de diablo.
—Ésta es una ciudad apacible —dijo Hinzelmann. Si no sonreía adquiría un aspecto inerte, de muñeco de cera—. Podrías haber llamado mucho la atención. No era bueno para la ciudad.
—Deberías haberme dejado morir en el hielo —dijo Sombra—. Deberías haberme dejado en el lago. Abrí el maletero. Ahora mismo Alison todavía permanece allí. Pero el hielo se derretirá y su cuerpo subirá a la superficie. Entonces lo verán y mirarán a ver qué más pueden encontrar. Hallarán el agujero a rebosar de niños. Seguro que muchos de los cuerpos se conservan a la perfección.
Hinzelmann se agachó y cogió el atizador. No lo quería para mover los troncos, lo cogió como si fuera una espada o un bastón de mando agitando el extremo candente en el aire. Salía humo. Sombra se dio cuenta de que estaba entre la espada y la pared y de que todavía estaba débil y torpe para defenderse.
—¿Vas a matarme? —dijo Sombra—. Adelante. Hazlo. Soy hombre muerto de todas maneras. Sé que esta ciudad te pertenece, es tu pequeño mundo. Pero si crees que nadie va a venir a buscarme te equivocas. Se acabó Hinzelmann. Sea como sea está hecho.
Hinzelmann utilizó el atizador a modo de bastón para ponerse de pie. La alfombra se chamuscó al poner encima la punta ardiendo. Miró a Sombra con lágrimas en los ojos azul claro.
—Me encanta esta ciudad —dijo—. Me encanta ser el viejo cascarrabias, contar aventuritas, conducir a Tessie y pescar en el hielo. ¿Te acuerdas de lo que te conté? No se trata del pescado que lleves a casa ese día, sino de la paz de espíritu.
Sombra notaba el calor del atizador con el que le apuntaba.
—Podría matarte —dijo Hinzelmann—. Podría arreglarlo, ya tengo cierta experiencia. No eres el primero que lo ha descubierto. El padre de Chad Mulligan se lo imaginó. Acabe con él y podría hacerlo contigo.
—Puede —dijo Sombra—. ¿Pero durante cuánto tiempo? ¿Un año más? ¿Una década? Ahora hay ordenadores, Hinzelmann. No son tontos. La historia se repetirá. Todos los años desaparecerá un niño. Tarde o temprano vendrán a husmear por aquí. Igual que vendrán a buscarme. Dime, ¿cuántos años tienes? —Puso las manos alrededor de un cojín de sofá para poder defenderse del primer ataque.
El rostro de Hinzelmann carecía de expresión.
—Ya me entregaban los niños antes de que los Romanos llegaran a la Selva Negra —dijo—. Antes de ser un dios fui un kobold.
—Puede que sea el momento para cambiar —dijo Sombra preguntándose qué sería un kobold.
Hinzelmann le observaba. Entonces cogió el atizador y volvió a colocarlo sobre las brasas.
—No es tan fácil como parece. ¿Qué te hace pensar que puedo o quiero dejar esta ciudad, Sombra? Soy parte de ella. ¿Vas a obligarme a que la abandone? ¿Estás preparado para matarme y así me iré?
Sombra bajó la mirada. Todavía brillaban algunas chispas en el trozo de alfombra donde había estado el atizador. Hinzelmann miró hacia abajo y las pisó para apagarlas. De repente más de un centenar de niños invadieron la mente de Sombra. Le miraban con ojos de cordero degollado llenos de reproche y sus cabelleras les flotaban alrededor de la cara como algas marinas.
Sabía que les estaba dejando en la estacada. No sabía qué más podía hacer.
—No puedo matarte, me has salvado la vida —dijo Sombra.
Agitó la cabeza, se sentía como una mierda en todos los sentidos. Ya no era ni un héroe ni un detective sino un vendido más que amenazaba con su dedo a la oscuridad antes de darle la espalda.
—¿Te cuento un secreto? —dijo Hinzelmann.
—Vale —dijo Sombra con el corazón en un puño. No le habría importado que no le contaran ningún secreto más.
—Mira esto.
En el lugar donde había permanecido de pie Hinzelmann apareció un niño que no tenía ni cinco años. Tenia el pelo marrón oscuro y largo. Estaba totalmente desnudo y llevaba una cinta de cuero alrededor del cuello. Tenia dos espadas clavadas: una le atravesaba el pecho y la otra le entraba por el hombro y le salía por la caja torácica. La sangre brotaba de las heridas sin pausa y le recorría el cuerpo hasta caer en el charco que se había formado en el suelo. Las espadas parecían muy antiguas.
El niño miraba a Sombra con los ojos llenos de dolor.
Y Sombra pensó «claro». Es una forma tan lícita como cualquier otra de hacer un dios tribal. No se lo tenían que explicar. Ya lo sabía.
Coges un niño y lo crías en la oscuridad, sin dejarle ver a nadie, sin tocar a nadie, alimentándolo mejor que a cualquier niño de la ciudad a medida que pasan los años. Tras cinco inviernos, en la noche más larga, sacas al niño aterrorizado de la cabaña al circulo de hogueras y le clavas las espadas de bronce y hierro. Entonces ahumas el cuerpo sobre el fuego de carbón hasta que esté seco y lo envuelves en pieles para llevarlo de campamento en campamento hasta un lugar bien adentrado en la Selva Negra, y le sacrificas animales y niños y lo conviertes en el talismán de la tribu. Cuando al final muere de viejo depositas los huesos frágiles en una caja y la adoras. Pero un día los huesos se desintegran y caen en el olvido, las tribus que adoraban al niño dios de la caja ya no existen y al niño dios, el talismán del pueblo, se le recordará de vez en cuando en forma de fantasma o duende: un kobold.
Sombra se preguntaba quién de los que llegaron al norte de Wisconsin hace ciento cincuenta años, un esquilador o un topógrafo quizás, había cruzado el Atlántico con Hinzelmann escondido en su mente.
El niño ensangrentado había desaparecido y también la sangre y en su lugar había un hombre mayor de sonrisa traviesa y pelo blanco atusado que llevaba las mangas del jersey todavía mojadas de haberle metido en la bañera que le salvó la vida.
—¿Hinzelmann? —La voz procedía de la entrada del refugio. Hinzelmann se dio la vuelta y Sombra también.
—He venido para decirte —dijo Chad Mulligan con voz contenida— que el cacharro se ha hundido en el lago. Lo he visto cuando he pasado por ahí con el coche y he pensado en venir para decírtelo, por si no lo sabías.
Llevaba la pistola en la mano pero apuntando al suelo.
—Hola, Chad —dijo Sombra.
—¿Qué tal, tío? —dijo Chad Mulligan—. Me pasaron una nota diciendo que habías muerto en prisión. Un ataque al corazón.
—¿Qué me dices? —dijo Sombra—. Parece que me muero allá donde voy.
—Vino hasta aquí, Chad —dijo Hinzelmann—. A amenazarme.
—No —dijo Chad Mulligan—. No es así. Llevo aquí diez minutos, Hinzelmann. He oído todo lo que has dicho acerca de mi padre, del lago —Se acercó a ellos sin levantar el arma—. Por Dios. Hinzelmann. No se puede atravesar la ciudad sin pasar por el lago. Está en el centro, ¿qué se supone que tengo que hacer?
—Tienes que arrestarlo, dijo que iba a matarme —dijo Hinzelmann, un anciano en una vieja guarida polvorienta—. Chad, me alegro de que hayas llegado.
—No —dijo Chad—, no te alegres.
Hinzelmann suspiró. Se encogió afligido y cogió el atizador del fuego que tenía la punta al rojo vivo.
—Baja eso, Hinzelmann. Tranquilo, bájalo. Las manos donde yo pueda verlas y ponte de cara a la pared.
El rostro del anciano reflejaba toda la ira que llevaba dentro. Sombra casi sintió pena por él pero ese sentimiento se borró en el momento en que recordó las lágrimas congeladas de Alison McGovern. Hinzelmann no se movió. No bajo el atizador, no se dio la vuelta. Sombra estaba apunto de arrancárselo de la mano cuando el anciano se lo lanzó ardiendo a Mulligan.
Hinzelmann lo tiró con torpeza y atravesó la habitación por lo alto. Nada más hacerlo salió corriendo por la puerta. El atizador rebotó en el brazo izquierdo de Mulligan.
El ruido del disparo, tan cerca de la habitación del anciano, sonó atronador.
Un tiro en la cabeza y eso fue todo.
—Mejor que te vistas —dijo Mulligan con voz apagada y triste.
Sombra asintió con la cabeza. Se fue a la habitación contigua, abrió la secadora y sacó algo de ropa. Los vaqueros todavía estaban mojados pero se los puso de todas maneras. Cuando volvió a la otra habitación con toda su ropa, excepto el abrigo que estaría en las profundidades enfangadas del lago y las botas que no pudo encontrar, Mulligan ya había sacado varios troncos ardiendo de la chimenea.
—Un mal día para un agente es cuando tiene que provocar un incendio para ocultar pruebas de un asesinato —dijo Mulligan y después miró a Sombra—. Necesitas unas botas nuevas.
—No sé dónde las puso —dijo Sombra.
—Mierda —dijo Mulligan—. Siento todo lo ocurrido, Hinzelmann —Cogió al anciano por el collar y por la hebilla del cinturón, lo balanceó de atrás adelante y lo lanzó hacia la chimenea, donde reposaba su cabeza. Su cabellera blanca empezó a arder y la habitación se llenó de olor a carne chamuscada.
—No ha sido un asesinato, ha sido en defensa propia —dijo Sombra.
—Se lo que ha sido —afirmo Mulligan sin vacilaciones.
Ahora prestaba atención a los troncos que ardían por toda la habitación. Empujó uno hacia un extremo del sofá: cogió un ejemplar antiguo del Lakeside News, lo enrolló y lo tiró sobre el tronco. Las hojas del periódico se fueron haciendo marrones y al cabo de un rato estallaron en llamas.
—¡Sal! —dijo Chad Mulligan.
Fue abriendo las ventanas a medida que abandonaban la casa y dejó el cerrojo de la puerta listo para que se quedara atrancado al salir.
Sombra le siguió en silencio hasta el coche de policía. Mulligan le abrió la puerta del copiloto. Sombra se sentó y se limpió la planta de los pies en la alfombrilla. Luego se puso los calcetines que ya estaban más o menos secos.
—Podemos comprarte unas botas en la tienda de Henning —dijo Chad Mulligan.
—¿Qué es lo que has oído? —preguntó Sombra.
—Lo suficiente —dijo Mulligan—. Demasiado.
No se dirigieron la palabra en el trayecto hasta la tienda.
—¿Qué talla usas? —preguntó Mulligan cuando llegaron.
Sombra se lo dijo.
Mulligan entró a la tienda y volvió con un par de calcetines de lana gruesa y un par de botas de cuero.
—Es lo único que les quedaba de tu talla —dijo—. A no ser que prefieras unas botas de agua, pero supongo que no.
Sombra se puso los calcetines y las botas. Le estaban bien.
—Gracias —dijo.
—¿Tienes coche? —le preguntó Mulligan.
—Está aparcado en la carretera junto al lago, cerca del puente.
Mulligan arrancó y salió del aparcamiento de Hennings.
—¿Qué le pasó a Audrey? —preguntó Sombra.
—El día que se te llevaron, me dijo que le gustaba como amigo y que lo nuestro no funcionaría. Se fue a Eagle Point dejando mi corazón herido de muerte.
—Todo encaja —dijo Sombra—. No era algo personal y Hinzelmann ya no la necesitaba más aquí.
Pasaron por delante de la casa de Hinzelmann, de la que salía una columna de humo blanco por la chimenea.
—Sólo vino a la ciudad porque él lo quiso así. Ella le ayudaba a intentar echarme. Estaba captando más atención de la necesaria para él.
—Creí que le gustaba.
Pararon al lado del coche de alquiler de Sombra.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Sombra.
—No lo sé —dijo Mulligan. La expresión habitual de tensión en su rostro se había suavizado y era mucho más viva que en cualquier momento desde el incidente con Hinzelmann. Pero también parecía más preocupado—. Supongo que tengo dos opciones —dijo imitando la forma de una pistola con su mano, se la metió en la boca y se la sacó—: o bien me pego un tiro en la cabeza, o bien esperar un par de días a que el hielo se derrita, atarme un bloque de cemento al pie y saltar desde el puente. O me puedo tomar unas pastillas. Dios mío. Quizá debería adentrarme en el bosque y tomarme allí las pastillas. No quiero que ninguno de mis hombres tenga que recogerlo todo. Mejor se lo dejo al condado, ¿eh? —Suspiró y dejó caer la cabeza.
—No has matado a Hinzelmann, Chad. Murió hace mucho tiempo, en un lugar lejano.
—Gracias por tus palabras, Mike, pero lo he matado. He disparado a un hombre a sangre fría y lo he ocultado. Y si me preguntas por qué lo he hecho te diré que no tengo ni la más mínima idea.
Sombra alargó el brazo y le dio unos golpecitos reconfortantes.
—La ciudad le pertenecía —dijo—. No creo que tuvieras ninguna otra opción. Yo creo que fue él quien te llevó hasta allí. Quería que escucharas la conversación. Lo preparó todo. Supongo que era la única manera que tenia de huir.
La expresión de tristeza del rostro de Mulligan no cambió. Sombra se daba cuenta de que el agente de policía apenas oía lo que le estaba diciendo. Había matado a Hinzelmann, lo había incinerado en una pira y ahora, esclavo de la voluntad de Hinzelmann, cometería suicidio.
Sombra cerró los ojos para recordar mejor el sitio en su mente al que fue cuando Wednesday le dijo que hiciera nevar: ese lugar que empujaba de mente a mente y sonrió con una sonrisa que no sentía.
—Chad, déjalo estar —dijo. Había una nube oscura y opresiva en el cerebro del aquel hombre que Sombra podía ver casi a la perfección y se concentró en ella para que se esfumara como la niebla matutina—. Chad —dijo con firmeza intentando penetrar en esa nube—, la ciudad va a cambiar. Ya no va a ser el único lugar apacible de una región deprimida. A partir de ahora, va a parecerse mucho al resto de lugares de esta parte del mundo. Habrá muchos más problemas. No habrá trabajo para todos, la gente se volverá loca, más vulnerable, saldrán montones de mierda por todas partes. Van a necesitar un jefe de policía con experiencia. La ciudad te necesita —Y añadió—. Marguerite te necesita.
Sombra podía sentir que algo había cambiado en la nube que atormentaba su mente. Entonces introdujo la visión de las ágiles manos bronceadas de Marguerite Olsen, de sus ojos oscuros y su pelo largo y negro. Visualizó el modo en que se tocaba la cabeza y la media sonrisa que se le dibujaba cuando se lo pasaba bien.
—Te está esperando —dijo Sombra y supo que era verdad en el momento en que lo dijo.
—¿Margie? —dijo Chad Mulligan.
En ese instante, aunque no podría decir jamás cómo lo hizo y dudaba de que lo pudiera conseguir de nuevo, Sombra penetró en la mente de Chad Mulligan como si nada y arrancó todo lo que había sucedido aquella tarde con la misma precisión y frialdad con que un cuervo le saca los ojos a su presa.
Las arrugas de su frente desaparecieron y parpadeó medio dormido.
—Ve a ver a Margie —dijo Sombra—. Me alegro de verte, cuídate, Chad.
—Tranquilo —dijo Chad Mulligan bostezando.
En la radio de policía sonó un mensaje. Chad alargó la mano hacia el micrófono y Sombra salió del coche.
Caminó hacia su coche de alquiler. Desde allí se veía la superficie gris del lago en medio de la ciudad. Pensó en los niños muertos que esperaban bajo el agua.
Dentro de poco tiempo Alison saldría flotando a la superficie.
Cuando volvió a pasar por la casa de Hinzelmann comprobó que la columna de humo era una llamarada y se oían sirenas de fondo.
Se dirigió al sur para tomar la autopista 51. Iba camino de su última cita. Pero pensó que antes pararía en Madison para un último adiós.
Lo que mas le gustaba a Samanta Cuervo Negro era cerrar la Coffee House por las noches. Era una actividad muy relajada, le daba la sensación de que estaba poniendo orden en el mundo. Se ponía el disco compacto de índigo Girls y repetía los estribillos a su manera. Primero limpiaba la máquina de café, después echaba un último vistazo para asegurarse de que no había quedado olvidado ningún vaso ni ningún plato en la cocina y que los periódicos, que estaban siempre desperdigados por la cafetería, estuvieran apilados en orden junto a la puerta, preparados para llevarlos al contenedor de reciclaje.
Le encantaba la Coffee House, una serie de salas llenas de sillones, sofas y mesas situada en la misma calle que las librerías de viejo.
Envolvió los últimos trozos de tarta de queso y los guardó en la nevera grande para el día siguiente, después cogió un trapo y limpió las migas. Disfrutaba de la soledad.
Un golpe en la ventana la devolvió al mundo real. Fue a la puerta, abrió y se encontró con una mujer de su misma edad más o menos con el pelo teñido de color magenta. Se llamaba Natalie.
—Hola —dijo Natalie. Se puso de puntillas y le dio un beso a Sam entre la mejilla y la comisura de los labios. Se pueden decir muchas cosas con ese tipo de besos—. ¿Has acabado?
—Casi.
—¿Quieres ver una peli?
—Claro, me encantaría. Todavía tengo para unos cinco minutos largos. ¿Por qué no pasas y lees Onion mientras tanto?
—Ya he leído el de esta semana —Se sentó en una silla cerca de la puerta, echó un vistazo a los periódicos para reciclar hasta que encontró algo para leer mientras que Sam hacia caja y guardaba el dinero.
Llevaban durmiendo juntas una semana. Sam se preguntaba si ésta era la relación que había estado buscando durante toda su vida. Se convenció a sí misma de que eran tan sólo las feromonas y la química lo que le hacían sentirse feliz junto a Natalie, y quizá se trataba de eso. Lo único que sabía era que cuando la veía se le dibujaba una sonrisa y que se sentía a gusto y tranquila a su lado.
—Este periódico —dijo Natalie— tiene otro de esos artículos «¿Está cambiando América?».
—¿Y bien? ¿Lo está?
—No lo dice. Dice que puede que si, pero no saben ni cómo, ni por qué y puede que ni siquiera esté cambiando.
—Bueno, así reflejan todas las opiniones —dijo Sam con una sonrisa de oreja a oreja.
—Supongo —Natalie arrugó la ceja y se concentró en la lectura. Sam lavó el trapo de los platos y lo dobló.
—Pues si, a pesar del gobierno y todo ese rollo, de un tiempo a esta parte parece que todo va bien. Puede que sólo sea que la primavera se está adelantando. Ha sido un invierno largo, me alegro de que haya terminado.
—Yo también —Hubo un silencio—. Dice en el artículo que mucha gente ha tenido sueños extraños. Yo no he tenido ningún sueño raro. No más raro de lo normal.
Sam echó un vistazo para ver si estaba todo en orden. Sí. Había hecho un buen trabajo. Se quitó el delantal y lo colgó en la cocina. Salió y empezó a apagar todas las luces.
—Yo he tenido sueños extraños últimamente —dijo—. Se volvieron tan raros que he estado anotándolos en una libreta al despertarme. Pero cuando los leo no tienen ningún sentido.
Se puso el abrigo y los guantes mágicos.
—He estudiado algo al respecto —dijo.
Natalie había hecho un poco de todo, desde técnicas arcanas de autodefensa hasta baile de jazz, pasando por saunas curativas y feng shui.
—Cuéntamelos y te diré qué significan.
—Vale —dijo Sam mientras descorría el cerrojo y apagaba la última luz. Salió a la calle primero Natalie y luego Sam, que cerró la puerta de la Coffe House tras ella con firmeza—. Algunas veces sueño con gente que cae del cielo. Otras, estoy bajo tierra hablando con una mujer con cabeza de búfalo. Y otras sueño con el chico que besé hace un mes en un bar.
—¿Hay algo que me tengas que contar? —dijo Natalie tras emitir un sonido.
—Puede, pero no ahora. Fue un beso de mierda.
—¿Le estabas mandando a la mierda?
—No estaba mandando al resto a la mierda. Había que estar allí para entenderlo.
Los zapatos de Natalie golpeaban con fuerza el suelo. Sam se puso a su lado.
—Es el dueño de mi coche —dijo Sam.
—¿Ese cacharro violeta que había en casa de tu hermana?
—Sí.
—¿Qué le ha pasado? ¿Por qué no quiere su coche?
—No lo sé. Puede que esté en la cárcel. O muerto.
—¿Muerto?
—Supongo que sí —Sam dudó—. Hace unas cuantas semanas estaba convencida de que había muerto. Poderes extrasensoriales o lo que sea. Lo sabía. Pero entonces empecé a pensar que quizá no lo estaba. No sé. Me parece que mis poderes no son tan buenos.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar el coche?
—Hasta que alguien venga a buscarlo. Creo que es lo que habría querido.
Natalie miró a Sam. La volvió a mirar y dijo:
—¿Qué?
—Las flores que tienes en la mano, Sam. ¿De dónde las has sacado? ¿Las llevabas cuando hemos salido de la cafetería? Las habría visto.
Sam bajó la mirada y sonrió.
—Eres tan dulce. Tendría que haber dicho algo cuando me las has dado, ¿no? —dijo—. Son preciosas. Muchas gracias, de verdad. ¿Pero no crees que rojo habría sido más apropiado?
Eran rosas envueltas en papel por el tallo. Seis, blancas.
—No te las he dado yo —dijo Natalie apretando los dientes.
Y no volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron al cine.
Aquella noche, al volver a casa, Sam puso las rosas en un jarrón improvisado. Más tarde, hizo un molde en bronce de ellas y se guardó para sí la historia de las rosas fantasma, aunque más adelante se la contaría a Caroline, que vino después de Natalie, en una noche de borrachera y Caroline estaría de acuerdo con Sam en que era realmente una historia alucinante y misteriosa pero de la que no creía ni una sola palabra.
Sombra aparcó cerca de una cabina. Llamó a información y le dieron el número.
No, no había llegado. Seguramente aun estaría en la Coffee House. De camino a la cafetería paró a comprar unas flores. Encontró la Coffee House, cruzó de acera y esperó en la puerta de una tienda de libros de segunda mano.
Cerraron a las ocho y a las ocho y diez Sombra vio a Sam Cuervo Negro salir en compañía de una mujer menuda con un tinte de pelo rojo. Iban cogidas de la mano, como si este sólo gesto ayudara a mantener la calma en el mundo, y hablaban. Más bien hablaba Sam mientras su amiga la escuchaba. Sombra se preguntaba de qué estaría hablando porque sonreía mucho.
Las dos mujeres cruzaron la calle y pasaron por delante de donde esperaba Sombra. La pelirroja pasó a pocos centímetros de él, podría incluso haberla tocado, pero ninguna de las dos lo vio.
Las vio alejarse calle abajo y sintió una punzada, como si tocaran un acorde en su interior.
Fue un beso bonito, pensaba Sombra, pero Sam nunca le había mirado como miraba ahora a la chica del pelo rojo y nunca lo haría.
—¡Que demonios! Siempre nos quedará Perú —dijo casi sin aliento viendo a Sam alejarse—. Y El Paso. Siempre lo llevaremos con nosotros.
Después corrió hacia ella y le puso las flores en la mano. Salió corriendo para que no se las pudiera devolver.
Subió por la colina de vuelta al coche y encaminó hacia Chicago. Conducía al límite de velocidad.
Era lo único que le quedaba por hacer, no tenía ninguna prisa.
Pasó la noche en el Motel 6. Cuando se levantó al día siguiente se dio cuenta de que la ropa todavía conservaba el olor del fondo del lago, pero se vistió con ella de todas maneras. Se imaginaba que no las necesitaría mucho tiempo más.
Sombra pagó la cuenta. Condujo hasta la zona de apartamentos marrones, que encontró con facilidad, y que recordaba más grandes.
Subió las escaleras sin prisa pero sin pausa: no quería parecer impaciente por encontrarse con la muerte pero tampoco quería parecer asustado. Alguien había limpiado el rellano porque las bolsas de basura negras ya no estaban. El olor a desinfectante había vencido frente al de verduras podridas.
La puerta roja al final de las escaleras estaba abierta de par en par. Flotaba en el aire el olor a comida vieja. Dudó por un momento y luego llamó al timbre.
—Voy —dijo una mujer y apareció ante él la pequeña y rubia Zorya Utrennyaya que venía de la cocina limpiándose las manos en el delantal. Tenía un aspecto diferente. Parecía feliz. Tenía las mejillas rosadas y un brillo especial en la mirada.
Cuando lo vio, se quedó con la boca abierta.
—¡Sombra! ¿Vuelves con nosotros?
Y se abalanzó sobre él con los brazos abiertos. Se agachó para abrazarla y besarla en la mejilla.
—¡Me alegro de verte! Ahora debes marcharte.
Sombra entró en el apartamento. Todas las puertas (excepto la de Zorya Polunochnaya, por supuesto) estaban abiertas de par en par y todas las ventanas que alcanzaba ver, también. Soplaba por el pasillo y a rachas una agradable corriente.
—¿Estáis haciendo limpieza general? —le preguntó a Zorya.
—Tenemos invitados —le respondió—. Ahora debes irte pero, ¿quieres un café antes?
—He venido a ver a Chernobog —dijo Sombra—. Es la hora.
—No, no —dijo Zorya agitando con violencia la cabeza—. No quieres verlo, no es buena idea.
—Lo sé —dijo Sombra—. Pero, ¿sabes?, lo único que he aprendido de mi experiencia con los dioses es que si haces un trato, lo cumples. Ellos pueden romper todas las normas que quieran, nosotros no. Incluso si quisiera salir de aquí por mi propia voluntad, mis pies no responderían.
—Es cierto, pero vete hoy y mejor vuelve mañana. Para entonces él se habrá marchado —dijo arrugando el labio inferior.
—¿Quién es? —dijo una mujer desde el final del pasillo—. Zorya, ¿con quién hablas? No puedo darle la vuelta al colchón sola, tú lo sabes.
Sombra avanzó por el pasillo y dijo:
—Buenos días Zorya Vechernaya. ¿Necesitas ayuda? —Estas palabras sorprendieron a la mujer, que se agazapó en una esquina del colchón.
La habitación estaba polvorienta. Todas las superficies —madera, cristal— estaban cubiertas de polvo y en los rayos de sol que se colaban por la ventana flotaban en armonía las motas. Tan sólo de vez en cuando una ligera brisa o el movimiento torpe de la cinta de las cortinas amarillenta perturbaba el baile del polvo.
Se acordó de la habitación. Era la que le habían asignado a Wednesday aquella noche. La habitación de Bielebog.
La mirada de Zorya Vechernaya reflejaba incertidumbre.
—El colchón —dijo—, hay que darle la vuelta.
—Ningún problema —dijo Sombra. Cogió el colchón, lo levantó con facilidad y le dio la vuelta. Era una antigua cama de madera y el colchón de plumas pesaba casi lo mismo que un hombre. Al dejarlo caer, el colchón expulsó una gran cantidad de polvo.
—¿Para qué has venido? —preguntó Zorya Vechernaya. No era una pregunta amigable por el modo en que la formuló.
—He venido —dijo Sombra— porque en diciembre un joven perdió a las damas contra un dios.
La mujer llevaba el pelo gris recogido en un moño alto. Frunció la boca.
—Vuelve mañana —dijo Zorya Vechernaya.
—No puedo —dijo con naturalidad.
—Estamos hablando de tu funeral. Ahora vas y te sientas. Zorya Utrennyaya te traerá café. Chernobog volverá enseguida.
Sombra fue por el pasillo hasta la sala de estar. Era justo como la recordaba, aunque en esta ocasión la ventana estaba abierta. El gato gris dormía en el brazo del sofá. Abrió un ojo cuando Sombra entró y, en absoluto impresionado, volvió a dormirse.
Fue aquí donde jugó a damas con Chernobog, donde se apostó la vida para que el anciano se uniera a ellos en el último maldito truco de Wednesday. Un aire fresco entraba por la ventana despejando la atmósfera.
Zorya Utrennyaya entró con una bandeja roja de madera en la que llevaba una tacita esmaltada de café caliente junto a un platito lleno de galletas de chocolate. La puso en la mesa que había delante de él.
—Vi a Zorya Polunochnaya otra vez —dijo él—. Vino a verme a las profundidades y me dio la luna para que me guiara. Y ella se llevó algo mío, pero no recuerdo qué.
—Le gustas —dijo Zorya Utrernnyaya— . Sueña demasiado y cuida de todos nosotros. Es muy valiente.
—¿Dónde está Chernobog?
—Dice que no puede soportar las limpiezas generales. Sale, compra el periódico, se sienta en el parque, compra cigarrillos. Quizá no vuelva en todo el día. No es preciso que le esperes. ¿Por que no te vas y vuelves mañana?
—Me esperaré —dijo Sombra. Ninguna magia le hacía esperar y lo sabia. Era un asunto personal. Se trataba de algo que era necesario que pasara y si era la última cosa que tenía que pasar, bueno, que fuera por voluntad propia. Después ya no habría ni más obligaciones ni más misterios ni más fantasmas.
Dio un sorbo de aquel café tan negro y dulce como lo recordaba.
Oyó una voz profunda de hombre al final del pasillo e inmediatamente se sentó más recto. Se alegraba de que no le temblara el pulso. Se abrió la puerta.
—¿Sombra?
—Hola —dijo Sombra sin levantarse de la silla.
Chernobog entró en la habitación. Llevaba doblado en la mano el Chicago Sun-Times que dejó en la mesa del café. Miró fijamente a Sombra y le extendió la mano con timidez. Estrecharon las manos.
—He venido —dijo Sombra— por nuestro pacto. Tú has cumplido con tu parte, ahora me toca a mí.
Chernobog asintió con la cabeza y levantó una ceja. Los rayos de sol le iluminaban el pelo gris y el bigote dándoles un brillo dorado.
—Mmmm... No es... —Hizo una pausa—. Quizá deberías marcharte. No es un buen momento.
—Tómate todo el tiempo que necesites —dijo Sombra—. Estoy preparado.
—Eres tonto, lo sabes, ¿no? —dijo Chernobog suspirando.
—Supongo.
—Eres un niñato estúpido. Y en la cima de la montaña hiciste una buena acción.
—Hice lo que tenía que hacer.
—Quizá.
Chernobog caminó hacia el viejo aparador, se agachó y del fondo sacó un maletín. Abrió los cerrojos con un hábil movimiento de pulgar. Sacó un martillo y lo examinó con curiosidad. Parecía un mazo a escala reducida. El mango estaba sucio.
Entonces se levantó.
—Te debo mucho, más de lo que tú te crees. Gracias a ti todo está cambiando. Es primavera. La auténtica primavera.
—Sé lo que he hecho —dijo Sombra—. No tenía otra opción.
Chernobog asintió. Tenía una mirada que Sombra no había visto antes.
—¿Te he hablado alguna vez de mi hermano?
—Bielebog —Sombra se dirigió al centro de la alfombra manchada de ceniza. Se arrodilló—. Me dijiste que hacía mucho tiempo que no le veías.
—Sí —dijo el hombre levantando el martillo—. Ha sido un largo invierno chico. Un invierno muy largo. Pero ya se está acabando —Movió la cabeza lentamente como si estuviera recordando algo—. Cierra los ojos.
Sombra los cerró con la cabeza mirando hacia arriba y esperó.
El extremo del mazo estaba frió, congelado, y rozó su frente con mucha suavidad, como si hubiera sido un beso.
—¡Toc! —dijo Chernobog—. Ya está —En su cara se dibujó una sonrisa que Sombra no había visto jamás. Una sonrisa reconfortante, sencilla como la luz del sol en un día de verano. El anciano se dirigió hacia el maletín, guardó el martillo, lo cerró y volvió a dejarlo en su sitio.
—¿Chernobog? —preguntó Sombra y después—: ¿Tú eres Chernobog?
—Sí. Hoy sí —dijo el anciano—, mañana seré Bielebog pero hoy todavía Chernobog.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no me has matado ahora que has tenido la oportunidad?
El hombre sacó un cigarrillo sin filtro del paquete de su bolsillo. Cogió una caja de cerillas grande de la repisa de la chimenea y se lo encendió. Estaba sumido en sus pensamientos.
—Porque —dijo el hombre al cabo de un rato— está la sangre. Pero también la gratitud. Y ha sido un invierno muy, muy largo.
Sombra se incorporó. Se sacudió las manchas de polvo que tenía en las rodilleras de apoyarse en la alfombra.
—Gracias —dijo.
—De nada —contestó el anciano—. La próxima vez que quieras jugar a damas ya sabes donde encontrarme. Esta vez jugaré limpio.
—Gracias. Puede que venga —dijo Sombra—, pero no hasta dentro de un tiempo —Le miró profundamente a los ojos brillantes y se preguntó si siempre habrían tenido ese tono azul aciano. Se dieron la mano y ninguno dijo adiós.
Sombra besó a Zorya Utrennyaya en la mejilla y a Zorya Vechernyaya, en la mano antes de salir y empezar a bajar las escaleras de dos en dos.
EPÍLOGO
Reykjavik, en Islandia, es una ciudad extraña, incluso para los que han visto muchas ciudades extrañas. Es una ciudad volcánica, el calor de la ciudad proviene de debajo del suelo, muy por debajo.
Hay turistas, pero no tantos como uno esperaría, ni siquiera a principios de julio. El sol brillaba como llevaba semanas haciéndolo: dejaba de brillar un par de horas en la madrugada. Habría un amanecer oscuro entre las dos y las tres de la mañana y después volvería a empezar el día.
El enorme turista había recorrido la mayor parte de Reykjavik aquella mañana, escuchando a la gente hablar en un idioma que había cambiado poco en mil años. Los nativos del lugar eran capaces de leer las antiguas sagas con tanta facilidad como quien lee el periódico. Había un sentido de la continuidad en esta isla que le asustaba y que encontraba desesperadamente reconfortante. Estaba muy cansado: el día sin fin hacia que el sueño fuera casi imposible y se había pasado la noche sin noche sentado en la habitación de su hotel leyendo alternativamente una guía y Casa inhóspita, una novela que había comprado en un aeropuerto en las últimas semanas, pero ya no se acordaba en cuál. A veces miraba por la ventana.
Al final, tanto el reloj como el sol proclamaron la mañana.
Compró una barrita de chocolate en una de las muchas tiendas de dulces y paseó por la acera. Reparaba de vez en cuando en la naturaleza volcánica de Islandia: giraba por una esquina y notaba, por un momento, un algo de azufre en el aire. Más que recordarle al Hades, le evocaba olor a huevos podridos.
La mayoría de las mujeres con las que se cruzaba eran hermosas: esbeltas y pálidas. El tipo de mujeres que le gustaban a Wednesday. Sombra se preguntó qué le habría atraído de su madre, que había sido bella pero no reunía ninguna de estas características.
Sombra sonreía a las mujeres bonitas, porque le hacían sentir agradablemente masculino, y también sonreía a las demás, porque se lo estaba pasando bien.
No estaba muy seguro de cuándo se había dado cuenta de que era observado. En algún momento de su paseo por la ciudad quedó convencido de que alguien lo vigilaba. Se volvía, de vez en cuando, para intentar ver quién era, y también miraba a los escaparates para ver reflejada en ellos la parte de la calle que quedaba a sus espaldas, pero no vio nada fuera de lo común, nadie parecía estar observándole.
Se metió en un pequeño restaurante en el que comió frailecillo ahumado, moras de los pantanos, trucha ártica y patatas hervidas, y se bebió una coca-cola, que sabía más dulce, más azucarada, que en Estados Unidos.
Cuando el camarero le trajo la cuenta, le dijo:
—Perdone, ¿es usted americano?
—Sí.
—Entonces feliz cuatro de julio —le felicitó el camarero. Parecía contento consigo mismo.
Sombra no se había dado cuenta de que era día cuatro. El día de la Independencia. Le gustaba la idea de independencia. Dejó el dinero y la propina en la mesa y salió del lugar. Corría una brisa fresca del Atlántico y se abrochó el abrigo.
Se sentó en una orilla de hierba, contempló la ciudad que lo rodeaba y pensó que un día tendría que volver a casa. Y que un día tendría que construir una casa a la que regresar. Se preguntó si la casa de uno era algo que le pasaba a un sitio después de un tiempo, o si era algo que se encontraba al final, si caminabas, esperabas o lo deseabas durante suficiente tiempo.
Un anciano que bajaba por la colina se le estaba acercando: llevaba una gabardina gris oscuro, raída por la orilla, como si hubiera viajado mucho, y un sombrero de ala ancha azul, con una pluma de gaviota ensartada en la cinta. Parecía un hippie envejecido, pensó Sombra. O un pistolero retirado hacía mucho. El anciano era ridículamente alto.
El hombre se sentó al lado de Sombra. Asintió brevemente. Llevaba un parche de pirata encima de un ojo y una prominente perilla blanca. Sombra se preguntó si el hombre iba a pegarle para que le diera un cigarrillo.
—Hvernig gengur? Manst bú eftir mér? —dijo el hombre.
—Lo siento —dijo Sombra—. No hablo islandés —Y entonces añadió, sintiéndose muy raro, la frase que había aprendido en su guía por la madrugada—. Ég tala bára ensku. Sólo hablo inglés. —Y después—. Soy americano.
El viejo asintió pausadamente. Y dijo:
—Mi gente se fue de aquí a América hace mucho tiempo. Fueron y volvieron a Islandia. Dijeron que era un buen lugar para los hombres, pero un mal sitio para los dioses. Y sin sus dioses se sentían demasiado... solos —Hablaba inglés bien, pero las pausas y los énfasis en las frases eran raros. Sombra lo miró: desde cerca el hombre parecía más viejo de lo que creía posible. Su piel estaba surcada de pequeñas arrugas y de grietas, como las grietas de granito.
El hombre dijo:
—Te conozco, muchacho.
—¿Si?
—Tú y yo hemos recorrido el mismo camino. Yo también colgué del árbol durante nueve días, un sacrificio de mí mismo para mí mismo. Soy el señor de los Aesir. Soy el dios de la horca.
—Eres Odín —repuso Sombra.
El hombre asintió pensativo, como si sopesara el nombre.
—Me llaman de muchas maneras, pero sí, soy Odín hijo de Bor — dijo al fin.
—Te vi morir. Guardé vigilia por tu cuerpo. Intentaste destruir mucho para conseguir poder. Habrías sacrificado mucho por ti mismo. Hiciste eso.
—Yo no hice eso.
—Lo hizo Wednesday. Y él eras tú.
—Él era yo, sí. Pero yo no soy él —El hombre se rascó un lado de la nariz. La pluma de gaviota de su sombrero cabeceó—. ¿Volverás? —le preguntó el señor de la horca—. ¿Volverás a América?
—No tengo nada por lo que volver —repuso Sombra y mientras lo decía supo que era mentira.
—Hay cosas esperándote —le contestó el viejo—. Pero seguirán ahí hasta que vuelvas.
Una mariposa blanca voló torcida por entre los dos. Sombra no dijo nada. Ya había tenido bastante de dioses y de sus rollos para que le durara varias vidas. Cogería el autobús al aeropuerto, decidió, y cambiaría su billete. Cogería un avión a algún lugar en el que no hubiera estado nunca. Seguiría moviéndose.
—Hey —dijo Sombra—. Tengo algo para ti —Se metió la mano en el bolsillo y empezó a palpar para encontrar el objeto que necesitaba—. Extiende la mano.
Odín lo miró muy serio y de manera extraña. Después se encogió de hombros y extendió la mano derecha con la palma hacia abajo. Sombra se la cogió y le dio la vuelta.
Abrió las manos, las enseñó, una detrás de la otra, para que viera que estaban completamente vacías. Después colocó el ojo de cristal en la mano acartonada del viejo y lo dejó allí.
—¿Cómo has hecho eso?
—Magia —dijo Sombra sin sonreír.
El viejo sonrió y después estalló en una carcajada y comenzó a aplaudir. Miró el ojo, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar y asintió, como si supiera exactamente qué era, y después se lo metió en la bolsita de cuero que colgaba de su cintura.
—Takk kaerlega. Cuidaré este objeto.
—De nada —repuso Sombra. Se levantó y se sacudió la hierba de los pantalones.
—Otra vez —pidió el señor de Asgard, con un movimiento imperioso de su cabeza y una voz profunda y mandona—. Más. Hazlo otra vez.
—Cómo sois —dijo Sombra—. Nunca estáis satisfechos. Bueno. Éste lo aprendí de un tipo que ahora está muerto.
Alargó la mano a ninguna parte y sacó una moneda de oro del aire. Era una moneda de oro normal. No podía devolver la vida a los muertos o sanar a los enfermos, pero era de un oro bastante bueno.
—Y ya está —le dijo enseñándosela entre el índice y el pulgar—. Esto es todo lo que escribió.
Lanzó la moneda al aire con un impulso del pulgar. Brilló con un destello dorado en el cielo de mediados de verano como si nunca fuera a caer. Y puede que no lo hiciera nunca. Sombra no se quedó a mirar. Se marchó andando y así siguió.
FIN
AGRADECIMIENTOS
Ha sido un libro extenso y un largo viaje, y debo grandes favores a mucha gente.
La señora Hawley me prestó su casa en Florida para escribir, y todo lo que tuve que hacer a cambio fue espantar los buitres. Me prestó su casa en Escocia para terminarlo y me advirtió de no asustar a los fantasmas. Mis agradecimientos para ella y el señor Hawley por su amabilidad y generosidad.
Jonathan y Jane me prestaron su casa y su hamaca para escribir, y a cambio sólo tuve que sacar a la esporádica bestezuela de Florida de la piscina del lagarto. Les estoy muy agradecido a todos.
El doctor Dan Jonson me proporcionó información médica siempre que la requerí, señaló unos cuantos anglicismos sueltos e inintencionados (aunque todo el mundo lo hizo), respondió a las preguntas más extrañas y, un día de julio, hasta me llevó a dar una vuelta en una minúscula avioneta por los alrededores del norte de Wisconsin. Además de llevar mi vida, mientras escribía este libro, mi ayudante, la fabulosa Lorraine Garland, se curtió buscando para mí la población de todas las pequeñas localidades de Estados Unidos; aún no estoy muy seguro de cómo lo consiguió. (Toca en un grupo llamado The Flash Girls; comprad su nuevo disco, Play Each Morning, Wild Queen, y la haréis feliz). Terry Pratchett me ayudó a desentrañar un punto lioso del argumento en el tren hacia Gothenburg. Eric Edelman dio respuesta a mis preguntas diplomáticas. Anna Sunshine descubrió para mí un montón de cosas en los campos de internamiento japoneses de la costa oeste, que deberán esperar al próximo libro porque no tenían cabida en éste. Cogí la mejor parte del diálogo en el epílogo de Gene Wolfe, a quien le estoy agradecido. La sargento Kathy Hertz respondió cortésmente incluso a mis preguntas más rebuscadas sobre el procedimiento policial, y el ayudante del sheriff Multhauf me llevó de patrulla. Pete Clark se sometió a algunas preguntas personales ridículas con gracia y sentido del humor. Dale Robertson fue la persona a quien le consulté mis dudas sobre hidrología. Fueron para mi importantes los comentarios sobre la gente, el lenguaje y el pescado del doctor Jim Miller, tanto como la ayuda lingüística de Margret Rodas. Jamy Ian Swiss hizo que la moneda mágica realmente fuese mágica.
Cualquier error en el libro es culpa mía, no de ellos.
Gente muy buena leyó el manuscrito y me hizo valiosas sugerencias y correcciones y me dio valentía e información. Estoy especialmente agradecido a Colin Greenland y Susana Clarke, John Clute y Samuel R. Delany. También me gustaría dar las gracias a Owl Goingbaek (que ciertamente tiene el nombre más molón). Iselin Rosjo Evensen. Peter Straub. Jonathan Carrol, Kelli Bickman, Dianna Graf, Lenny Henry, Pele Atkins. Amy Horsting, Chris Ewen, Teller, Kelly Link, Barb Gilty, Will Shetterly, Connie Zastoupil, Rantz. Hoseley, Diana Schutz, Steve Brust, Kelly Sue DeConnick, Roz Kavency, Ian McDowell, Karen Berger, Wendy Japhet, Terje Nordberg, Gwenda Bond, Therese Littleton, Lou Aronica, Hy Bender, Mark Askwith, Alan Moore (quien me prestó “Litvinoff’s Book”) y el original Joe Sanders. Gracias también a Rebecca Wilson; y agradecimientos especiales a Stacy Weiss, por su perspicacia. Después de que leyera un primer esbozo, Diana Wynne Jones me advirtió del tipo de libro que era y de los peligros que corría escribiéndolo, y tenia razón en todo, con mucho.
Desearía que el Profesor Frank McConnell estuviera todavía con nosotros. Creo que este libro le habría gustado.
Una vez tuve escrito el primer esbozo, me di cuenta de que varias personas ya habían abordado el tema antes de que pensara en hacerlo: en particular, mi autor favorito de siempre, James Branch Cabell; la última época de Roger Zelazny; y, por supuesto, el inimitable Harlan Ellison, con su colección Deathbird Stories, que llevo escrito con fuego en mi cabeza desde que todavía estaba en una edad donde un libro me podía cambiar la vida para siempre.
Todavía no acabo de entender lo de apuntarse para la posteridad la música que escuchas mientras escribes un libro; te das cuenta después de qué música horrible puedes llegar a escuchar, y escuchaba un montón de música horrible mientras estaba escribiendo esto. Aun así, sin el Dream Cafe de Greg Brown y las 69 Love Songs de los Magnetic Fields éste habría sido un libro distinto. Así que gracias a Greg y a Stephin. Y creo que es mi deber explicaros que podéis escuchar la música de La Casa de la Roca en cinta o CD, incluyendo aquella de la máquina del Mikado y la del carrusel más grande del mundo. Es distinto, o quizá no se pueda comparar, a lo que ya hayáis escuchado. Escribid a: The House on the Rock, Spring Green, WI 53588 USA, o llamad al (608) 935-3639.
Mis agentes —Merrilee Heifetz de Writers House, Jon Levin y Erin Culley La Chapelle de CCA— fueron tan valiosos como máquinas de sondeo y pilares de sabiduría.
Hubo mucha gente, que estaba esperando a que acabara este libro para que hiciera las cosas que le había prometido, que fue asombrosamente paciente. Me gustaría agradecer a la buena gente de Warner Brother pictures (especialmente a Kevin McCormiek y a Lorenzo di Bonaventura), a Village Roadshow, a Sunbow y a Miramax; y a Shelly Bond, que cargó con mucho.
Los dos imprescindibles: Jennifer Hershey de HarperCollins en los Estados Unidos y Doug Young de Hodder Headline en Inglaterra. Soy afortunado de tener buenos editores, y éstos son dos de los mejores que he conocido. Por no decir de los que menos se quejan, más pacientes y, a medida que las fechas de entrega se iban volando como las hojas en otoño, positivamente estoicos.
Bill Massey llegó al final, a Headline, y prestó su mirada experta y avezada. Kelly Notaras lo condujo durante la producción con gracia y aplomo.
Finalmente, quiero darle las gracias a mi familia, Mary, Mike, Holly y May, que fueron los más pacientes de todos, los que me quisieron y los que aguantaron mis ausencias durante los largos periodos que pasaba fuera para escribir y conocer América (que al final resultó, cuando la encontré, que era donde había estado todo el tiempo).
Neil Gaiman
cerca de Kinsale, condado de Cork 15 de enero de 2001
Esto es una obra de ficción, no una guía. Aunque la geografía de los Estados Unidos de América en este relato no es absolutamente imaginaria —muchos de los lugares que aparecen en este libro pueden visitarse, recorrerse los caminos y seguir las rutas—, me he tomado ciertas libertades. Menos de las que os imagináis, pero libertades al fin y al cabo.
No he pedido permiso, y por supuesto no me lo han dado, para usar los nombres de los lugares reales de esta historia, y espero que los propietarios de Rock City o de la Casa de la Roca, o los cazadores que poseen el motel en el centro de América se queden tan perplejos como el resto al encontrar sus propiedades mencionadas aquí.
He cambiado el nombre de algunos de los lugares que aparecen en este libro, como la ciudad de Lakeside, por ejemplo, y la granja con el árbol de ceniza a una hora al sur de Blacksburg. Podéis buscarlos, si queréis. Podéis hasta encontrarlos.
Además, ni que decir tiene que las personas, vivas, muertas o en cualquier otra condición, que aparecen en este relato son imaginarias o han sido usadas en un contexto imaginario. Sólo los dioses son reales.