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agosto 08, 2010
1
Eran hermanos. No en el sentido de que ambos eran seres humanos, ni por haberse criado en la misma guardería. ¡ En absoluto! Eran hermanos en el verdadero sentido biológico de la palabra. Eran parientes, para usar un término que había quedado algo arcaico ya varios siglos atrás, antes de la Catástrofe, cuando ese fenómeno tribal, la familia, conservaba aún una cierta validez.
¡Qué circunstancia más embarazosa!
Anthony casi lo había olvidado a lo largo de los años transcurridos desde la niñez. Hubo períodos en que no había pensado en absoluto sobre ello durante meses seguidos. Pero ahora, desde que se había visto inexorablemente unido a William, vivía momentos de verdadera agonía.
La cosa no habría sido tan terrible si las circunstancias lo hubieran hecho evidente desde el principio; si, como en los tiempos anteriores a la Catástrofe —Anthony había sido un gran lector de temas históricos en cierta época—, hubieran llevado el mismo apellido, alardeando ya con ello de la relación.
Naturalmente, en el momento presente cada cual escogía el apellido que le placía y lo cambiaba tantas veces como quería. A fin de cuentas, lo que realmente contaba era la cadena de símbolos, y ésta estaba codificada y era atribuida a cada cual desde el momento de su nacimiento.
William había escogido el nombre de Anti—Aut. Insistía en llamarse así con una especie de sobrio profesionalismo. Allá él, desde luego, pero vaya manera de proclamar su mal gusto. Anthony había escogido el nombre de Smith cuando cumplió trece años y nunca había sentido deseos de cambiarlo. Era simple, fácil de deletrear, y bastante personal, pues jamás había conocido a nadie que hubiera escogido ese mismo nombre. En otros tiempos había sido muy corriente —entre los pre—catastrofales—, lo Cual tal vez explicase su rareza en la actualidad.
Pero la diferencia de nombres perdía toda importancia cuando los dos estaban juntos. Se parecían.
Si hubieran sido gemelos..., pero siempre se interrumpía el desarrollo de uno de cada par de óvulos fecundados simultáneamente. Simplemente sucedía que, a veces, se daban casos de parecido físico entre no—gemelos, sobre todo cuando existía un parentesco por ambos lados. Anthony Smith era cinco años menor, pero ambos tenían la nariz ganchuda, las pestañas gruesas, el mismo hoyuelo apenas perceptible en el mentón, ese condenado azar de la pauta genética. Simplemente se estaba tentando a la suerte cuando los padres, impulsados por una cierta pasión por la monotonía, repetían.
Al principio, ahora que estaban juntos, adoptaban un aire de fingida sorpresa, seguido de un rebuscado silencio. Anthony intentaba ignorar el asunto, pero por pura perversidad —o perversión— William las más de las veces decía:
—Somos hermanos.
—¿De veras? —exclamaba el otro y permanecía indeciso un breve instante como si quisiera preguntarle si eran hermanos de sangre. Y luego acababan triunfando los buenos modales y el interlocutor se alejaba como si el asunto no tuviera el menor interés.
Naturalmente, eso sólo ocurría de tarde en tarde. La mayoría de las personas que trabajaban en el Proyecto estaban enteradas —¿cómo evitarlo?— y eludían la situación.
No es que William fuera un mal tipo. En absoluto. Si no hubiera sido hermano de Anthony; o si hubieran sido hermanos, pero lo suficientemente distintos para ocultar ese hecho, se habrían entendido de maravilla.
Siendo las cosas tal como eran...
El hecho de haber jugado juntos de niños, y haber compartido las primeras etapas de la educación en la misma guardería, gracias a algunas afortunadas maniobras de su madre, no facilitaba las cosas. Después de concebir dos hijos del mismo padre y agotar, de este modo, su cupo (pues no había cumplido los rigurosos requisitos para tener un tercer hijo), ella maquinó el plan de poder visitarlos a los dos en un solo viaje. Era una mujer extraña.
William fue el primero en dejar la guardería, naturalmente, puesto que era el mayor. Se había dedicado a las ciencias —ingeniería genética—. Anthony se enteró de ello, cuando todavía estaba en la guardería, a través de una carta de su madre. Por aquel entonces ya tenía edad suficiente para hablarle con firmeza a la guardiana, y esas cartas se acabaron. Pero siempre había recordado la última por la agonía de vergüenza que le causó.
Anthony acabó dedicándose también a las ciencias. Había demostrado tener talento en ese aspecto y le instaron a hacerlo. Recordaba haber sentido el loco —y ahora comprendía que profético— temor de encontrarse con su hermano y acabó en el campo de la telemetría, lo más alejado de la ingeniería genética que concebirse pueda... O eso parecía.
Pues las circunstancias esperaban agazapadas al final de todo el elaborado desarrollo del Proyecto Mercurio.
El caso es que el momento llegó cuando el Proyecto parecía encontrarse en un callejón sin salida; y se hizo una sugerencia que salvó la situación, y al mismo tiempo precipitó a Anthony en el dilema que le habían preparado sus padres. Y lo mejor y más armónico de todo el asunto era que Anthony había sido, con toda inocencia, el autor de la sugerencia.
2
William Anti—Aut estaba enterado del Proyecto Mercurio, pero sólo del mismo modo como tenía noticia de la ya manida Sonda Estelar que había iniciado su recorrido mucho antes de que él naciera y continuaría avanzando después de su muerte; y del mismo modo como tenía noticia de la colonia de Marte y de los continuos intentos de establecer colonias similares en los asteroides.
Eran cosas situadas en la distante periferia de su mente y sin verdadera importancia. Que él recordase, ningún aspecto del esfuerzo espacial había logrado adentrarse más, aproximándose al centro de sus intereses, hasta el día en que el periódico trajo las fotografías de algunos de los hombres que trabajaban en el Proyecto Mercurio.
Lo primero que llamó la atención de William fue el hecho de que uno de ellos apareciera identificado como Anthony Smith. Recordaba el extraño nombre que había escogido su hermano, y recordaba el Anthony. Seguro que no podían existir dos Anthony Smith.
Luego había mirado la fotografía en sí y encontró una cara inconfundible. Se miró en el espejo en un repentino impulso espontáneo de comprobar su sospecha. Esa cara no podía pertenecer a otro.
El hecho le divirtió, aunque también le inquietó un poco, pues no ignoraba el bochorno potencial que encerraba. Hermanos de sangre, para decirlo en los habituales términos despectivos. Pero ¿cómo remediarlo? ¿Cómo rectificar la circunstancia de que ni su padre ni su madre tenían imaginación?
Debió guardarse el impreso en el bolsillo, sin pensar, cuando se disponía a salir camino del trabajo, pues lo encontró allí a la hora del almuerzo. Volvió a mirarlo. Anthony tenía el aire avispado. La reproducción era bastante fidedigna y los impresos eran de una calidad increíblemente buena en aquellos tiempos.
Su compañero de mesa, Marco Cómo—se—llamara—esa—semana, preguntó con curiosidad:
—¿Qué miras, William?
Impulsivamente, William le alargó el impreso y dijo:
—Ése es mi hermano. —Fue como agarrarse a un clavo ardiendo.
Mareo lo examinó, frunciendo el entrecejo, y dijo:
—¿Cuál? ¿El hombre que está a tu lado?
—No, el hombre que es yo. Quiero decir el hombre que se
me parece. Ése es mi hermano.
Esta vez siguió una larga pausa. Marco le devolvió el impreso y dijo con una cautelosa falta de entonación en la voz:
—¿Hermano de los mismos padres?
—Sí.
—De padre y también de madre.
—Sí.
—¡Es absurdo!
—Supongo que sí —suspiró William—. Bueno, según dice aquí, está trabajando en telemetría, allí en Texas, y yo estoy trabajando en autística aquí. ¿Qué importancia puede tener entonces?
William no se acordó más del asunto y más tarde, ese mismo día, tiró el periódico. No quería que su presente compañera de cama pudiera verlo. La chica tenía un basto sentido del humor que cada vez fastidiaba más a William. Le alegraba bastante que ella no tuviera ganas de tener un niño. Él, por su parte, ya había tenido uno algunos años atrás. Esa morena bajita, Laura o Linda, uno de esos dos nombres, había colaborado.
El asunto de Randall se planteó bastante después de eso, al menos un año más tarde. Y si William no había vuelto a pensar en su hermano —y no lo había hecho— con anterioridad, desde luego no tuvo tiempo de preocuparse de ello después.
Randall tenía dieciséis años cuando William tuvo noticia de él por primera vez. Llevaba una vida cada vez más cerrada en sí mismo y la guardería de Kentucky donde se había criado había decidido anularlo —y naturalmente a nadie se le ocurrió comunicarlo al Instituto para las Ciencias del Hombre de Nueva York (conocido habitualmente con el nombre de Instituto Homológico).
William recibió su expediente junto con los de varios otros y no encontró nada que le llamara particularmente la atención en la descripción de Randall. Sin embargo, le tocaba efectuar uno de sus tediosos recorridos por las guarderías empleando medios de transporte de masas y había un candidato probable en West Virginia. Allí fue —y quedó decepcionado hasta el punto de jurarse por quincuagésima vez que en adelante haría esas visitas por imagen televisada—, y luego, puesto que ya había llegado hasta allí, pensó que nada perdería probando en la guardería de Kentucky antes de regresar a casa.
No esperaba conseguir nada.
Sin embargo, menos de diez minutos después de empezar a examinar la pauta genética de Randall ya estaba llamando al Instituto para solicitar un cálculo de la computadora. Luego se reclinó en el asiento y sintió que le cubría un ligero sudor al pensar que sólo un impulso de último momento le había llevado hasta allí, y que sin ese impulso Randall habría sido anulado calladamente en el plazo de una semana o tal vez menos. Para expresarlo con todo detalle, una droga habría ido penetrando sin dolor a través de la piel, en el torrente sanguíneo, y el chico se habría sumido en un tranquilo sueño que se intensificaría gradualmente hasta la muerte. La droga tenía un nombre oficial de veintitrés sílabas, pero William la llamaba «nirvanamina», como todo el mundo.
—¿Cuál es su nombre completo, guardiana? —preguntó William.
—Randall Nowan, profesor —dijo la matrona de la guardería.
—¡Nadie! —explotó William. La guardiana se lo deletreó.
—Lo escogió el año pasado.
—¿Y a usted no le llamó la atención? ¡ Es lo mismo que Nadie! ¿No se le ocurrió remitirnos el expediente de este joven el año pasado?
—No creí que... —comenzó a decir la guardiana, muy nerviosa.
William la hizo callar con un gesto. ¿De qué servía? ¿Cómo podía saberlo ella? Nada en la pauta genética podría haber servido de aviso según los habituales criterios de los manuales. Se trataba de una sutil combinación descubierta por William y su equipo tras veinte años de experimentar con niños autistas, y jamás había visto realmente esa combinación en una persona viva.
¡Y faltaba tan poco para la anulación!
Marco, que era el hombre duro del grupo, se quejaba de
que las guarderías se mostraban demasiado deseosas de abortar antes del plazo y de anular una vez cumplido éste. Afirmaba que debía permitirse el desarrollo de todas las pautas genéticas para así poder efectuar una investigación inicial y que no debería ejecutarse ninguna anulación sin consultar antes a un homólogo.
—No hay suficientes homólogos —dijo calmadamente William.
—Al menos podríamos hacer examinar todas las pautas genéticas por la computadora —dijo Marco.
—¿A fin de reservarnos todo lo que podamos conseguir para nuestros propios fines?
—Para fines homológicos, aquí o en otro lugar. Tenemos que estudiar las pautas genéticas en acción para poder llegar a comprender adecuadamente nuestro propio fundamento, y las pautas anormales y monstruosas son las que nos proporcionan más información. Nuestros experimentos sobre el autismo nos han enseñado más homología que la suma de todos los conocimientos acumulados hasta la fecha en que iniciamos nuestros trabajos.
William, quien todavía prefería el ritmo de la frase «la fisiología genética del hombre» en vez de «homología», hizo un gesto negativo con la cabeza.
—De todos modos, tenemos que obrar con cautela. ¿Qué utilidad podemos alegar en favor de nuestros experimentos? Vivimos apenas tolerados por la sociedad, y esa tolerancia se nos concede a regañadientes. Estamos jugando con vidas.
—Vidas inútiles, que deberían anularse.
—Una anulación rápida y placentera es una cosa, y otra cosa son nuestros experimentos, normalmente prolongados y a veces inevitablemente desagradables.
—A veces les ayudamos.
—Y a veces no les ayudamos.
En verdad era una discusión inútil, pues no había forma de llegar a un acuerdo. En resumen, todo giraba en torno al hecho de que había demasiado pocas anomalías interesantes al alcance de los homólogos y que no había manera de presionar para que la humanidad estimulase una mayor producción. Había una docena de cuestiones que siempre se verían afectadas por el trauma de la Catástrofe, y ésa era una de ellas.
Los orígenes del frenético impulso que se había dado a la exploración espacial podían buscarse (y algunos sociólogos así lo hacían) en el descubrimiento, gracias a la Catástrofe, de la fragilidad de la trama de la vida tejida sobre el planeta.
En fin, qué remedio...
Nunca se había visto nada parecido a Randall Nowan. No desde la perspectiva de William. El lento progreso del autismo característico de esa pauta genérica tan absolutamente rara significaba que se poseía más información sobre Randall que sobre cualquier paciente equivalente anterior a él. Incluso lograron captar en el laboratorio unos últimos débiles destellos de su manera de pensar antes de que se cerrara por completo y se retrajera finalmente tras los muros de su piel, indiferente, inalcanzable.
Luego iniciaron el lento proceso a través del cual Randall, sometido a estímulos artificiales por períodos cada vez más largos de tiempo, fue revelando los mecanismos internos de su cerebro y con ello les ofreció pistas para comprender el mecanismo interno de todos los cerebros, tanto de los llamados normales como de los semejantes al suyo.
Los datos que iban reuniendo eran tan abundantes que William comenzó a pensar que su sueño de lograr una recuperación del autismo era más que un simple sueño. Sentía una cálida satisfacción por el hecho de haber escogido el nombre de Anti—Aut.
Y cuando estaba prácticamente en la cumbre de la euforia nacida de sus trabajos con Randall recibió la llamada de Dallas y comenzaron las fuertes presiones —tenían que escoger justo ese momento— para que abandonara su trabajo y se ocupase de un nuevo problema.
Rememorando más tarde lo ocurrido, jamás logró saber con exactitud qué le había impulsado a acceder finalmente a hacer una visita a Dallas. Al final, desde luego, comprendió cuánta suerte había tenido. Pero, ¿qué le había impulsado a obrar así? ¿Tendría tal vez, ya desde el principio, una vaga idea inconsciente de cómo podría acabar todo? Sin duda eso era imposible.
¿Sería el recuerdo inconsciente de ese periódico, de esa fotografía de su hermano? Imposible, sin duda.
Pero se dejó persuadir para hacer esa visita y no se acordó de la fotografía hasta que la unidad energética de micro—pilas modificó el timbre de su suave zumbido y entró en acción la unidad de agravitación para el descenso final —o al menos la fotografía no accedió hasta entonces a la parte consciente de su memoria.
Anthony trabajaba en Dallas y —William entonces lo recordó— en el Proyecto Mercurio. El pie de la foto hablaba de eso. Tragó saliva y la suave sacudida le indicó que había llegado al fin del viaje. La situación prometía ser incómoda.
3
Anthony esperaba en la zona de recepción para dar la bienvenida al experto recién llegado. No estaba solo, naturalmente. Formaba parte de una considerable delegación —cuyo número de integrantes era un indicio más bien sombrío de la desesperación a que se habían visto reducidos— y ocupaba uno de los lugares menos importantes. Su presencia se debía sólo a que la sugerencia inicial había salido de él.
Esa idea le provocaba una ligera pero continua sensación de malestar. Se había introducido en el escalafón. Había recibido considerables muestras de aprobación por ello, pero siempre todos habían insistido imperceptiblemente en que la sugerencia era suya; y si resultaba un fracaso, todos se retirarían de la línea de fuego y le dejarían en el punto cero.
Más tarde, hubo momentos en que meditó sobre la posibilidad de que el vago recuerdo de un hermano dedicado a la homología le hubiera sugerido esa idea. Era una posibilidad, pero no tenía que haber sido forzosamente así. La sugerencia era tan sensatamente inevitable, en realidad, que sin duda se le habría ocurrido la misma idea aunque su hermano hubiera sido algo tan. inocuo como un escritor de ficción, o aunque no hubiera tenido ningún hermano propio.
El problema eran los planetas interiores...
Se había colonizado la Luna y Marte. Se había logrado llegar a los asteroides más grandes y a los satélites de Júpiter, y estaba en proyecto un viaje pilotado a Titano, el gran satélite de Saturno, a través de una rotación acelerada en torno a Júpiter. Sin embargo, en un momento en que incluso se hacían planes para mandar a un grupo de hombres en un viaje de siete años, ida y vuelta, hasta los confines exteriores del sistema solar, aún no existía la menor posibilidad de que algún hombre pudiera acercarse a los planetas interiores, por temor al Sol.
Venus mismo era el menos atractivo de los dos mundos situados dentro de la órbita de la Tierra. Mercurio, en cambio...
Anthony aún no se había incorporado al equipo cuando Dmitri Large (en realidad era bastante bajo) había pronunciado esa disertación que impresionó al Congreso Mundial en la medida suficiente para hacerle conceder los fondos que harían posible el Proyecto Mercurio.
Anthony había escuchado las cintas, y había oído la exposición de Dmitri. Existía una firme tradición que afirmaba que ésta había sido extemporánea, y tal vez lo fuera, pero estaba perfectamente construida y contenía, en esencia, todas y cada una de las líneas de actuación seguidas por el Proyecto Mercurio a partir de entonces.
Y lo más importante fue que demostró que sería un error esperar a que la tecnología hubiera avanzado hasta el punto, de hacer factible una expedición pilotada a través de los rigores de la radiación solar. Mercurio representaba un medio ambiente único, capaz de enseñarles muchas cosas, y desde la superficie de Mercurio podrían efectuarse observaciones continuadas del Sol, imposibles de lograr de ninguna otra manera.
Siempre y cuando fuera posible colocar un sustituto del hombre —un robot, en suma— en el planeta.
Podía construirse un robot con las características físicas requeridas. Los aterrizajes blandos no ofrecían dificultad. Sin embargo, una vez hubiera aterrizado el robot, ¿qué harían con él?
El robot podía hacer observaciones y dirigir sus acciones en base a observaciones, pero el Proyecto exigía que sus acciones fuesen intrincadas y sutiles, al menos en potencia, y no sabían en absoluto qué observaciones podría hacer.
Para prever todas las posibilidades razonables y dar cabida a toda la complejidad deseada, el robot tendría que contener una computadora (en Dallas algunos lo llamaban «cerebro», pero Anthony detestaba ese hábito verbal, tal vez, se diría más tarde, porque el cerebro era el campo de estudio de su hermano) lo suficientemente compleja y versátil para poder ser incluida en la misma categoría que un cerebro de mamífero.
Sin embargo, era imposible construir nada por el estilo que fuera al mismo tiempo lo suficientemente portátil para trasladarlo a Mercurio y depositarlo allí, o —si se lograba trasladarlo y depositarlo— que tuviera la movilidad suficiente para ser de alguna utilidad al tipo de robot que tenían pensado. Tal vez algún día eso sería posible gracias a los circuitos positrónicos con los que estaban experimentando los roboticistas, pero ese día no había llegado aún.
La alternativa era que el robot remitiese a la Tierra cada una de sus observaciones en el momento mismo de realizarlas, y entonces una computadora situada en la Tierra podría dirigir cada una de sus acciones sobre la base de esas observaciones. En resumidas cuentas, el cuerpo del robot estaría allí y su cerebro aquí.
Una vez tomada esta decisión, los técnicos clave pasaron a ser los telemetristas y en ese momento se incorporó Anthony al Proyecto. Pasó a formar parte del grupo de personas ocupadas en diseñar métodos para recibir y devolver impulsos a distancias de entre 50 y 140 millones de millas, en dirección a un disco solar, y a veces por encima de él, capaz de interferirse de la manera más feroz con esos impulsos.
Se entregó a su trabajo con pasión y (como finalmente pensaría) con habilidad y resultados satisfactorios. Él, más que ningún otro, había sido el autor del diseño de las tres estaciones conmutadoras colocadas en órbita permanente en torno a Mercurio, los Orbitadores de Mercurio. Cada uno de ellos era capaz de enviar y recibir impulsos de Mercurio a la Tierra y de la Tierra a Mercurio. Cada uno era capaz de resistir las radiaciones solares de forma más o menos permanente y, más aún, cada uno era capaz de filtrar las interferencias solares.
Tres equivalentes de los Orbitadores fueron colocados a una distancia de poco más de un millón de millas de la Tierra, con una órbita que alcanzaba al norte y al sur del plano de la eclíptica, de modo que podían recibir los impulsos de Mercurio y retransmitirlos a la Tierra —o viceversa— incluso cuando Mercurio estaba detrás del Sol y no era accesible a la recepción directa desde ninguna estación de la superficie terrestre.
Con lo cual sólo faltaba el robot en sí; un maravilloso ejemplar logrado con la combinación de las artes de los roboticistas y los telémetras. El más complejo de diez modelos sucesivos, con un volumen ligeramente superior al doble de un hombre y cinco veces su masa, era capaz de sentir y hacer bastante más que un hombre, a condición de que pudiera ser dirigido.
Pero pronto descubrieron cuan compleja tendría que ser la computadora capaz de dirigir al robot, pues era preciso modificar cada elemento de respuesta a fin de dar cabida a las variaciones en las posibles percepciones. Y a medida que cada elemento de respuesta confirmaba la certeza de una mayor complejidad de la posible variación en las percepciones, se hacía necesario reforzar y fortalecer los primeros elementos. Era una cadena interminable, como un juego de ajedrez, y los telemetristas comenzaron a utilizar una computadora para programar la computadora que diseñaba el programa de la computadora que programaba a la computadora que controlaría el robot.
Todo ello suponía una enorme confusión.
El robot estaba en una base en los espacios desiertos de Arizona y, por su parte, funcionaba bien. Pero la computadora de Dallas no lograba manejarlo de manera satisfactoria; ni siquiera bajo las condiciones perfectamente conocidas de la Tierra. ¿Cómo podría hacerlo entonces...?
Anthony recordaba la fecha en que había hecho la sugerencia. Había sido el siete de abril de 553. La recordaba, entre otras cosas, porque recordaba haber pensado ese día que el siete de abril había sido una festividad importante en la región de Dallas en tiempos de los pre—catastrofales, hacía de eso medio milenio, bueno, 553 años atrás, para ser exactos.
Fue durante la cena, una buena cena, por cierto. La ecología de la región estaba cuidadosamente controlada y el personal del Proyecto tenía preferencia especial a la hora de recolectar los alimentos disponibles, de modo que los menús eran desusadamente variados, y Anthony había decidido probar el pato asado.
El pato asado estaba muy bueno y le hizo algo más locuaz de lo habitual. De hecho, todos estaban de un humor bastante parlanchín y Ricardo dijo:
—Jamás lo conseguiremos. Hablemos francamente. Jamás lo conseguiremos.
Imposible decir cuántos habrían pensado lo mismo tantísimas veces antes, pero era norma aceptada que nadie lo declaraba abiertamente. Un franco pesimismo podría ser el último golpe que faltaba para que cesaran las subvenciones (cada año había sido más difícil obtenerlas y la cosa ya duraba cinco años) y si había alguna posibilidad, la habrían perdido.
Anthony, de costumbre poco dado a un optimismo extraordinario, pero transformado por el pato, dijo:
—¿Por qué no hemos de conseguirlo? Dame tus razones y te las refutaré.
Era un desafío directo, y los ojos negros de Ricardo se empequeñecieron al instante.
—¿Quieres que te diga por qué?
—Naturalmente.
Ricardo movió su silla y se quedó mirando a Anthony frente a frente.
—Vamos, no es ningún misterio —dijo—. Dmitri Large nunca lo dirá públicamente en un informe, pero tú y yo sabemos que para llevar adelante el Proyecto Mercurio como corresponde, necesitaríamos una computadora con la complejidad de un cerebro humano, esté situada en Mercurio o aquí, y somos incapaces de construirla. Luego, ¿qué podemos hacer excepto darle largas al Congreso Mundial y recibir dinero para financiar trabajos ficticios y algún que otro asuntillo sin importancia?
Anthony esbozó una sonrisa condescendiente y dijo:
—Eso es fácil de refutar. Tú mismo nos has dado la respuesta.
(¿Estaba de broma? ¿Había sido la cálida sensación del pato en el estómago? ¿Un deseo de embromar a Ricardo?...
¿O sería la influencia de algún recuerdo inconsciente de su hermano? Más tarde no habría podido asegurarlo de ningún modo.)
—¿Qué respuesta? —Ricardo se había levantado. Era bastante alto y desusadamente delgado y siempre llevaba descosido el dobladillo de su bata blanca. Cruzó los brazos e hizo aparentemente todos los esfuerzos para alzarse como un metro desplegado por encima de Anthony, que continuaba sentado—. ¿Qué respuesta?
—Has dicho que necesitaríamos una computadora con la complejidad de un cerebro humano. Muy bien, de acuerdo, la construiremos.
—El caso, idiota, es que no podemos...
—Nosotros no podemos. Pero existen otros.
—¿Qué otros?
—La gente que trabaja con cerebros, naturalmente. Nosotros sólo entendemos de mecánica del estado sólido. No tenemos idea del tipo de complejidades que alberga el cerebro humano, ni de dónde radican estas complejidades, ni de su alcance. ¿Por qué no contratamos a un homólogo y que él se encargue de diseñar una computadora?
Y, dicho esto, Anthony se sirvió una gran porción de relleno y lo paladeó complacido. Después de tanto tiempo, todavía recordaba el sabor de ese relleno, aunque no podía recordar detalladamente lo que había sucedido a continuación.
Le pareció que nadie se lo había tomado en serio. Se oyeron risas y la reacción general fue pensar que Anthony había logrado salir de un atolladero con un astuto sofisma, de modo que las risas iban dirigidas contra Ricardo. (Naturalmente, después todos aseguraron que se habían tomado la sugerencia muy en serio.)
Ricardo reaccionó indignado, apuntó a Anthony con el dedo y dijo:
—Escribe eso. Te desafío a que hagas esa sugerencia por escrito.
(Al menos así lo recordaba Anthony. Posteriormente, Ricardo declaró que su comentario había sido: «¡Buena idea! ¿Por qué no la presentas formalmente, Anthony?»)
Las cosas como fueran, Anthony la presentó por escrito.
A Dmitri Large le gustó la idea. En una charla privada, palmeó a Anthony en la espalda y declaró que él también había estado especulando en esa dirección, pero no se ofreció a figurar oficialmente como promotor de la propuesta. «Por si la cosa fracasaba», pensó Anthony.
Dmitri Large se encargó de buscar al homólogo adecuado. A Anthony no se le ocurrió interesarse por ese asunto. No sabía nada de homología y no conocía a ningún homólogo —a excepción, naturalmente, de su hermano, y no había pensado en él. Al menos no conscientemente.
De modo que allí estaba Anthony, en la zona de recepción, relegado a un papel de comparsa, cuando se abrió la puerta del vehículo aéreo y comenzaron a bajar varios hombres y en el curso de los apretones de manos que todos comenzaron a intercambiar, de pronto se encontró mirando su propia cara.
Se le encendieron las mejillas y deseó con todas sus fuerzas poder encontrarse a mil kilómetros de allí.
4
Más que nunca, William deseó haberse acordado antes de su hermano. Debía de haberse acordado... Sin duda debía de haberse acordado.
Pero la solicitud le había halagado y pronto había comenzado a entusiasmarse. Tal vez intentó deliberadamente no recordarlo.
Para empezar, tuvo la satisfacción de que Dmitri Large viniera a visitarle en su propia persona. Éste se trasladó de Dallas a Nueva York en avión y eso excitó la curiosidad de William, cuyo vicio secreto era leer novelas de misterio. En esas novelas hombres y mujeres viajaban con medios de transporte de masas siempre que deseaban guardar el incógnito. A fin de cuentas, los transportes electrónicos eran del dominio público, al menos en las novelas, donde todos los rayos del tipo que fuesen estaban invariablemente intervenidos.
William lo comentó en una especie de morbosa tentativa de hacer una broma, pero Dmitri no pareció haberle oído. Tenía la mirada fija en la cara de William y sus pensamientos parecían estar en otra parte.
—Lo siento —dijo al fin—. Me recuerda a otra persona.
(Y aun así William no había caído en la cuenta. ¿Cómo era posible?, tendría ocasión de preguntarse luego.)
Dmitri Large era un hombre bajo y rechoncho que parecía perpetuamente alegre incluso cuando declaraba estar preocupado o molesto. Tenía una nariz redonda y bulbosa, los pómulos salientes y todo él era blando. Pronunció su apellido con un cierto énfasis y añadió con una rapidez que le hizo suponer a William que decía lo mismo con frecuencia:
—La talla no es lo único que puede ser grande, amigo mío . William puso numerosas objeciones a lo largo de la conversación que siguió a ello. No sabía nada sobre computadoras. ¡Nada! No tenía la más ligera idea de cómo funcionaban o cómo se programaban.
—No importa, no importa —dijo Dmitri, descartando ese detalle con un expresivo gesto de la mano—. Nosotros entendemos de computadoras; nosotros estableceremos los programas. Usted sólo debe decirnos lo que debemos hacerle hacer a una computadora para que funcione como un cerebro y no como una computadora.
—No estoy seguro de saber lo suficiente sobre los mecanismos del cerebro humano para poderle decir eso, Dmitri —dijo William.
—Usted es el mejor homólogo del mundo —dijo Dmitri—. Lo he comprobado detenidamente.
Y eso puso fin a la discusión.
William le escuchaba cada vez más preocupado. Suponía que era inevitable. Bastaba que una persona estuviera lo bastante sumergida en una especialidad durante un período suficientemente prolongado de tiempo para que comenzase a suponer que los especialistas en todos los otros campos eran brujos, juzgando la amplitud de la sabiduría de aquéllos por la profundidad de su propia ignorancia... Y mientras iban pasando las horas, William llegó a enterarse de muchas más cosas sobre el Proyecto Mercurio de las que en ese momento creía querer saber.
—¿Por qué usar una computadora, entonces? —dijo al fin—. ¿Por qué no se encarga uno de sus propios hombres, o un relevo de ellos, de recibir el material del robot y remitirle las instrucciones?
—Oh, oh, oh —exclamó Dmitri y casi saltó de la silla en sus ansias de explicárselo—. Verá, usted no comprende. Los hombres son demasiado lentos para poder analizar rápidamente todo el material que irá remitiendo el robot: temperaturas y presiones de los gases y flujos de rayos cósmicos e intensidades de los vientos solares y composiciones químicas y texturas del suelo y muy posiblemente al menos tres docenas más de datos, e intentar decidir luego cuál debe ser el próximo paso. Un ser humano se limitaría a dirigir el robot, y de manera poco eficaz; una computadora sería el robot.
—Y además, por otra parte —siguió diciendo—, los hombres también son demasiado rápidos. Cualquier tipo de radiaciones tardan entre diez y veintidós minutos para hacer el recorrido de ida y vuelta entre Mercurio y la Tierra, según en qué punto de su órbita se encuentre cada uno de ellos. Nada podemos hacer para remediarlo. Uno recibe una observación, da una orden, pero entre el momento de efectuar la observación y el momento de recibir la respuesta han ocurrido muchas cosas. Los hombres no pueden adaptarse a la lentitud de la velocidad de la luz, una computadora, en cambio, puede tener en cuenta este factor... Venga a ayudarnos, William.
—Ciertamente puede venir a consultarme siempre que considere que pueda serle útil en algo —respondió William en tono sombrío—. Mi canal privado de televisión está a su disposición.
—No busco un simple asesoramiento. Tiene que venir conmigo.
—¿En un medio de transporte de masas? —dijo William, horrorizado.
—Sí, naturalmente. Es imposible llevar a cabo un proyecto como éste con dos personas sentadas en los extremos opuestos de un rayo láser y con un satélite de comunicaciones en medio. A la larga, resultaría demasiado caro, demasiado incómodo, y desde luego, se pierde toda posibilidad de secreto...
Era como una novela de misterio, decidió William.
—Venga a Dallas —dijo Dmitri— y le enseñaré lo que tenemos allí. Permítame mostrarle nuestras instalaciones. Charle con algunos de nuestros especialistas en computadoras. Permítales beneficiarse de su manera de pensar.
Había llegado el momento de mostrarse firme, pensó William.
—Dmitri —dijo—, ya tengo mi propio trabajo aquí. Un trabajo importante que no deseo abandonar. Para hacer lo que usted me pide tendría que permanecer varios meses alejado de mi propio laboratorio.
—¡Meses! —dijo Dmitri, claramente sorprendido—. Mi querido William, podrían ser muy bien años. Pero no dudo que ése será su trabajo.
—No, no lo será. Sé cuál es mi trabajo, y dirigir un robot en Mercurio no forma parte de él.
—¿Por qué no? Si lo hace bien, aprenderá más sobre el cerebro por el simple hecho de intentar que una computadora funcione como si lo fuera, y luego acabará regresando aquí, mejor equipado para hacer lo que ahora considera su trabajo. ¿Y no tiene colaboradores que puedan continuar trabajando mientras usted esté fuera? ¿Y no puede mantenerse en constante contacto con ellos por rayos láser y por televisión? ¿Y no puede visitar Nueva York de vez en cuando? Por breves períodos.
William se ablandó. La idea de trabajar en el cerebro desde otra perspectiva había dado en el blanco. A partir de ese momento, se encontró buscando excusas para poder ir —al menos de visita— al menos para ver cómo era todo... Siempre podría volver.
Luego llevó a Dmitri a visitar las ruinas del viejo Nueva York, que aquél admiró con ingenuo entusiasmo (pero lo cierto era que no .había espectáculo más magnífico, como muestra del inútil gigantismo de los pre—catastrofales, que el viejo Nueva York). William comenzó a preguntarse si el viaje tal vez no le ofrecería también la oportunidad de admirar algunos monumentos a su vez.
Incluso comenzó a pensar que ya llevaba un tiempo considerando la posibilidad de buscarse una nueva compañera de cama y que sería más cómodo buscarla en otra zona geográfica, donde no tuviera que residir de manera permanente. O sería que incluso entonces, cuando aún lo ignoraba todo, excepto los más rudimentarios datos, acerca de lo que se necesitaba, ya había percibido, como el destello de un distante relámpago, las posibilidades que se le ofrecían.
De modo que finalmente fue a Dallas, y descendió sobre el tejado, y allí, con el rostro radiante, le esperaba nuevamente Dmitri. Entonces el hombrecito concentró la mirada, dio media vuelta y dijo:
—Lo sabía... ¡Qué parecido más extraordinario!
William abrió mucho los ojos y frente a él, intentando escabullirse visiblemente, descubrió los suficientes elementos de su propia cara para tener la inmediata certeza de que el que estaba delante suyo era Anthony.
Pudo leer fácilmente en la cara de Anthony su ferviente deseo de enterrar la relación. William no hubiera tenido más que decir: «¡Realmente extraordinario!», y dejar pasar el comentario. Al fin y al cabo, las pautas genéticas de la humanidad eran lo suficientemente complejas para que pudiera darse cualquier grado razonable de parecido, aun sin existir ninguna relación de parentesco.
Pero, naturalmente, William era un homólogo y nadie puede dedicarse a explorar los secretos del cerebro humano sin adquirir una insensibilidad frente a sus peculiaridades, conque dijo:
—Sin duda éste debe de ser Anthony, mi hermano.
—¿Su hermano? —preguntó Dmitri.
—Mi padre tuvo dos varones con la misma mujer: mi madre. Eran personas excéntricas —explicó William.
Luego avanzó un paso, con la mano extendida, y Anthony no tuvo más remedio que estrechársela... El incidente fue el tema de todas las conversaciones, el único tema, durante varios días.
5
Para Anthony no fue un gran consuelo que William se quedara bastante compungido cuando comprendió lo que había hecho.
Esa noche se sentaron a charlar después de cenar y William dijo:
—Debo excusarme. Me pareció que la mejor manera de enterrar el asunto sería declarar en seguida lo peor. Pero no parece haber sido así. No he firmado ningún papel, no he contraído ningún compromiso formal. Me marcharé.
—¿De qué serviría? —dijo Anthony sin el menor amago de cortesía—. Todo el mundo lo sabe ya. Dos cuerpos y una cara. Como para vomitar.
—Si me marcho...
—No puedes marcharte. Todo este asunto ha sido idea mía.
—¿Traerme a mí, aquí? —William arqueó las espesas cejas tanto como pudo y sus pestañas se levantaron.
—No, claro que no. Traer a un homólogo. ¿Cómo iba a saber que te mandarían a ti?
—Pero si me marcho...
—No. Lo único que podemos hacer ahora es resolver el problema, suponiendo que sea posible. Luego... ya no tendrá importancia.
«A los que triunfan se les perdona todo», pensó.
—No sé si sabré...
—Tendremos que intentarlo. Dmitri nos obligará a hacerlo. Es una oportunidad demasiado buena. Sois dos hermanos —dijo Anthony, imitando la voz de tenor de Dmitri— y os entendéis. ¿Por qué no trabajar juntos? —Luego continuó enfadado, con su propia voz—: Así que tendremos que hacerlo. Para empezar, ¿en qué consiste tu trabajo, William? Quiero decir, más concretamente de lo que es capaz de expresar la palabra «homología» en sí.
William suspiró.
—Bueno, acepta mis excusas, por favor... Trabajo con niños autistas.
—Temo no saber lo que eso significa.
—Sin entrar en una larga disertación, me ocupo de niños que no tienen contacto con el mundo, que no se comunican con los demás, sino que se hunden en sí mismos y viven tras una muralla de piel, inaccesibles en cierto modo. Espero ser capaz de curar ese estado algún día.
—¿Por eso te haces llamar Anti—Aut?
—En realidad, sí.
Anthony soltó una breve risita, pero la cosa no le divertía realmente.
William adoptó un aire un poco frío.
—Es un nombre sincero.
—No lo dudo —murmuró precipitadamente Anthony, y no fue capaz de disculparse de un modo más específico. Con un esfuerzo, logró volver al tema:
—¿Y has logrado algún progreso?
—¿Hacia la curación? No, no de momento. Pero he avanzado en la comprensión de ese estado. Y cuanto mejor lo comprenda...
A medida que William iba hablando, su voz se fue haciendo más cálida y su mirada más distante. Anthony reconoció el verdadero significado de ese cambio: era efecto de la satisfacción de hablar de lo que uno lleva en el corazón y en la mente, desplazando prácticamente a todo lo demás. También él sentía lo mismo con bastante frecuencia.
Escuchó todo lo atentamente que pudo, aunque se trataba de algo que en realidad no comprendía, pues eso era lo que debía hacer. Él también hubiera esperado otro tanto de William.
¡ Con qué nitidez lo recordaba todo! En aquel momento había creído que no lo recordaría pero entonces, naturalmente, no era consciente de lo que estaba sucediendo. Al rememorarlo, con la perspectiva de todo lo ocurrido, se encontraba recordando frases enteras, prácticamente palabra por palabra.
—Y pensamos —dijo William— que no se trataba de que el niño autista no recibiera las impresiones, ni tan sólo de que no las interpretara con la suficiente elaboración. Lo que ocurría, más bien, era que las desaprobaba y las rechazaba, sin perder por eso la potencialidad de comunicarse plenamente en el supuesto de que se lograra descubrir alguna impresión capaz de suscitar su aprobación.
—Ah —dijo Anthony, articulando un leve sonido, lo justo para indicar que le escuchaba.
—Y tampoco es posible persuadirle de que abandone su autismo por ninguno de los medios corrientes, pues nos desaprueba tanto como al resto del mundo. Pero si le ponemos en arresto consciente...
—¿En qué?
—Es una técnica que poseemos, en virtud de la cual el cerebro se disocia efectivamente del cuerpo y puede ejecutar sus funciones independientemente del cuerpo. Es una técnica bastante sofisticada que hemos desarrollado en nuestro propio laboratorio; en realidad... —Hizo una pausa.
—¿Tú mismo la inventaste? —preguntó amablemente Anthony.
—En realidad, sí —dijo William, ruborizándose un poco, pero evidentemente complacido—. En estado de arresto consciente podemos suministrar al cuerpo fantasías especialmente programadas y observar el cerebro por medio de electroencefalogramas diferenciales. Al mismo tiempo que aprendemos más sobre el individuo autista y sobre el tipo de impresiones sensoriales que responden mejor a sus deseos; también ampliamos nuestros conocimientos acerca del cerebro en general.
—Ah —dijo Anthony, y esta vez fue una verdadera exclamación—. Y todo eso que has aprendido sobre los cerebros, ¿no podrías adaptarlo al mecanismo de una computadora?
—No —dijo William—. Imposible. Ya se lo expliqué a Dmitri. No entiendo nada de computadoras y tampoco sé lo suficiente sobre cerebros.
—Y si yo te enseñara el funcionamiento de las computadoras y te explicara detalladamente lo que necesitamos, ¿qué dirías?
—No puede ser. Yo...
—Hermano —dijo Anthony, y trató de darle un tono solemne a la palabra—. Estás en deuda conmigo. Por favor, intenta pensar seriamente en nuestro problema. Lo que sepas sobre el cerebro..., adáptalo a nuestras computadoras, por favor.
William se agitó incómodo en su silla y dijo:
—Comprendo tu punto de vista. Lo intentaré. Lo intentaré seriamente.
6
William lo había intentado, y como había vaticinado Anthony, les habían dejado trabajar a solas los dos. Al principio, se topaban de vez en cuando con otras personas y William intentó recurrir al efecto sorpresa del hecho de anunciar que eran hermanos, puesto que de nada les hubiera servido negarlo. Pero, al fin, todo eso se acabó y se acordó que no se producirían interferencias. Cuando William se acercaba a hablarle a Anthony, o Anthony se acercaba a hablarle a William, todas las demás personas casualmente presentes en ese momento se esfumaban silenciosamente detrás de las paredes.
Incluso comenzaron a habituarse en cierto modo a su mutua compañía y a veces los dos charlaban casi como si no existiera absolutamente ningún parecido entre ellos y no tuvieran ningún recuerdo común de su infancia.
Anthony expuso los requisitos de la computadora en un lenguaje lo menos técnico posible y, después de pensárselo mucho, William le explicó de qué manera le parecía que una computadora podría cumplir, aproximadamente, las funciones de un cerebro.
—¿Sería posible lograrlo? —preguntó Anthony.
—No lo sé —dijo William—. Y no tengo muchas ganas de probarlo. Puede que no funcione. Pero también puede que sí.
—Tendremos que hablar con Dmitri Large.
—Discutámoslo nosotros primero y veamos cuál es la situación. Podemos ir a verle y exponerle la propuesta más razonable que logremos concebir. O bien, podemos no decirle nada.
Anthony titubeó:
—¿Iremos a verle los dos? —preguntó.
—Tú serás mi portavoz —tuvo la delicadeza de decir William—. Nada nos obliga a presentarnos juntos en público.
—Gracias, William. Si la cosa resulta, reconoceré toda la parte de mérito que te corresponda.
—Eso no me preocupa —dijo William—. Si la cosa resulta, yo seré el único capaz de hacer que marche, supongo.
Lo examinaron todo en el curso de cuatro o cinco reuniones, y si Anthony no hubiera sido pariente suyo y de no haber existido esa molesta situación emocional entre los dos, William se hubiera sentido orgulloso del joven hermano, sin más complicaciones, por la rapidez con que había logrado asimilar una materia ajena a su especialidad.
Luego siguieron largas entrevistas con Dmitri Large. De hecho, hubo entrevistas con todo el mundo. Anthony pasó un sinfín de días hablando con ellos, y luego se entrevistaron por separado con William. Y, al fin, tras una agotadora gestación, quedó autorizado lo que acabarían bautizando como Computadora Mercurio.
William regresó entonces a Nueva York, no sin un cierto alivio. No tenía intención de permanecer en Nueva York (¿hubiera podido creerlo posible dos meses atrás?), pero debía resolver muchas cosas en el Instituto Homológico.
Lógicamente, tendría que celebrar nuevas entrevistas, para explicar la situación a su propio equipo de laboratorio y las razones que le obligaban a solicitar la excedencia y cómo debían llevar adelante sus propios proyectos en su ausencia. Luego siguió una llegada mucho más elaborada a Dallas con el equipo esencial y dos jóvenes ayudantes, para una estancia de duración ilimitada.
Y William ni siquiera volvió la mirada atrás, hablando en sentido figurado. Su propio laboratorio y las necesidades del mismo se habían desvanecido de sus pensamientos. Se había entregado por completo a su nueva tarea.
7
Ésa fue la peor época para Anthony. El alivio que supuso la ausencia de William no había sido muy profundo y pronto surgió en él la nerviosa agonía de preguntarse si tal vez, esperanza contra esperanza, aquél finalmente no regresaría. ¿Podría enviar tal vez un sustituto, otra persona, cualquier otra? ¿Cualquier persona con una cara distinta, que no hiciera sentirse a Anthony como la mitad de un monstruo con dos cuerpos y cuatro piernas?
Pero vino William. Anthony había observado el avión de carga aproximándose silenciosamente a través del cielo, había seguido la operación de descarga a una cierta distancia de donde él se encontraba. Pero incluso desde allí, finalmente distinguió la figura de William.
Las cartas estaban echadas. Anthony se marchó.
Esa tarde fue a ver a Dmitri.
—Seguro que no es necesario que yo siga aquí, Dmitri. Ya hemos examinado los detalles y otro puede ocupar mi lugar.
—No, no —dijo Dmitri—. La idea inicial fue tuya. Tienes que quedarte hasta el final. No tiene sentido repartir innecesariamente los méritos.
Anthony pensó que ningún otro quería correr el riesgo. Aún cabía la posibilidad de que todo fracasara. Debió de haberlo imaginado.
Lo había imaginado, pero dijo sin inmutarse:
—Comprenderás que no puedo trabajar con William.
—Pero, ¿por qué no? —Dmitri fingió sorpresa—. Han colaborado tan bien juntos...
—Mis tripas han tenido que hacer un gran esfuerzo para no reventar, Dmitri, y ya no resisten más. ¿Crees que no me doy cuenta del efecto que causamos?
—¡Mi buen amigo! Le da demasiada importancia a ese asunto. Claro que los hombres los miran. Son humanos, al fin y al cabo. Pero ya se acostumbrarán. Yo me he acostumbrado.
«No es verdad, gordo embustero», pensó Anthony.
—Yo no me he acostumbrado —dijo.
—No enfocas bien la cuestión. Sus padres eran raros... pero, a fin de cuentas, lo que hicieron no era ilegal, sólo un poco raro, sólo un poco raro. No tienes la culpa, ni William tampoco. Ninguno de los dos tiene nada que ver con eso.
—Llevamos el estigma —dijo Anthony señalándose la cara con la mano arqueada en un rápido gesto.
—No es un estigma tan grave como te parece. Yo veo diferencias. Tienes el aire claramente más joven. Tus cabellos son más ondulados. El parecido sólo llama la atención a primera vista. Vamos, Anthony, dispondrán de todo el tiempo que quieran, de toda la ayuda que necesiten, de todo el equipo que puedan utilizar. Estoy seguro de que todo saldrá estupendamente, Piensa en la satisfacción...
Anthony comenzó a ceder, como es lógico, y finalmente aceptó ayudar a William a montar el equipo. William también parecía tener la certeza de que todo saldría estupendamente. No tan alocadamente como Dmitri, sino con una especie de serenidad.
—Sólo es cuestión de lograr las conexiones adecuadas —dijo—, aunque debo reconocer que es un «sólo» de bastante envergadura. Tú te encargarás de proyectar las impresiones sensoriales sobre una pantalla separada para que podamos ejercer..., bueno, no puedo decir control manual, ¿verdad?, para que podamos ejercer un control intelectual que nos permita dominarlo, si es necesario.
—Puedo hacerlo —dijo Anthony.
—Entonces, manos a la obra... Mira, necesitaré al menos una semana para organizar las conexiones y asegurarme de que las instrucciones...
—Para la programación —dijo Anthony.
—Bueno, éste es tu terreno, así que utilizaré tu terminología. Mis ayudantes y yo programaremos la Computadora Mercurio, pero no a tu manera.
—Así lo espero. Confiamos en que un homólogo sea capaz de establecer un programa mucho más sutil que cualquiera al alcance de un simple telemetrista.
No intentó ocultar la ironía contra sí mismo que encerraban sus palabras.
William prefirió pasar por alto el tono y aceptó las palabras.
—Empezaremos por algo sencillo —dijo—. Haremos caminar al robot,
8
Un semana después, el robot comenzó a andar en Arizona, a mil millas de distancia. Caminaba muy rígido, a veces se caía, de vez en cuando su tobillo chocaba contra un obstáculo, y otras veces giraba sobre un pie y echaba a andar en una nueva dirección inesperada.
—Es un bebé que aprende a andar —dijo William. Dmitri venía de vez en cuando para enterarse de los progresos logrados.
—Es extraordinario —solía decir.
Anthony no era de la misma opinión. Pasaron semanas, luego meses. El robot había empezado a hacer progresivamente más y más cosas, a medida que aumentaba la complejidad de la programación de la Computadora Mercurio. (William tenía tendencia a hablar de la Computadora Mercurio como si ésta fuera un cerebro, pero Anthony no se lo toleraba.)
Y todo lo que el robot iba haciendo no resultaba demasiado satisfactorio.
—Los resultados no son demasiado satisfactorios, William :—dijo al fin Anthony. No había dormido en toda la noche.
—Es curioso —dijo fríamente William—, yo iba a decirte que creo que ya casi lo hemos logrado.
Anthony conservó la compostura con dificultad. La tensión de tener que trabajar con William y de presenciar las torpes evoluciones del robot era más de lo que podía soportar.
—Voy a pedir la baja, William. Todo este trabajo. Lo siento... No es por ti.
—Pero sí que lo es, Anthony.
—No es sólo por ti, William. Hemos fracasado. Jamás lo conseguiremos. Ya has visto con qué torpeza se mueve el robot, a pesar de estar en la Tierra, sólo a mil millas de aquí, y de que la señal sólo tarda una minúscula fracción de segundo en ir y volver. En Mercurio, le llegará con minutos de retraso, minutos que deberá tener en cuenta la Computadora Mercurio. Es una locura creer que funcionará.
—No abandones, Anthony —dijo William—. No puedes pedir la baja ahora. Te sugiero que enviemos el robot a Mercurio. Estoy convencido de que ya está en condiciones de hacer el viaje.
Anthony soltó una carcajada ruidosa e insultante.
—Estás loco, William.
—No lo estoy. Tú pareces creer que todo será más difícil en Mercurio, pero no será así. Es más difícil en la Tierra. Este robot ha sido diseñado para una gravedad que es un tercio de la gravedad normal de la Tierra y está trabajando en Arizona en plena gravedad. Está diseñado para soportar temperaturas de cuatrocientos grados centígrados y se encuentra a treinta grados centígrados. Ha sido pensado para que funcione en el vacío y está trabajando sumergido en una sopa atmosférica.
—El robot puede soportar la diferencia.
—La estructura metálica puede, supongo, pero ¿y la Computadora que tenemos aquí? No trabaja bien con un robot que no está en el medio para el que ha sido diseñado... Mira, Anthony, si quieres una computadora con la complejidad de un cerebro, debes aceptar que tenga ciertas peculiaridades...
Te propongo una cosa, hagamos un trato. Si tú presionas conmigo, para conseguir que envíen el robot a Mercurio, ello requerirá un plazo de seis meses, y yo me tomaré un permiso sabático durante ese período. Te librarás de mí.
—¿Y quién se ocupará de la Computadora Mercurio?
—Ahora ya conoces su funcionamiento, y mis dos hombres estarán aquí para ayudarte.
Anthony movió negativamente la cabeza con gesto desafiante.
—No puedo hacerme responsable de la computadora y no quiero cargar con la responsabilidad de sugerir que se envíe el robot a Mercurio. No resultará.
—Estoy seguro de que todo saldrá bien.
—No puedes estar seguro. Y el responsable soy yo. Yo cargaré con las culpas. A ti te es indiferente que fracasemos.
Anthony recordaría más tarde ese momento como el más crucial. William podría haberle dejado pasar ese comentario. Anthony habría abandonado. Y todo se habría perdido.
Pero William dijo:
—¿Que me es indiferente? Mira, papá tenía ese capricho por mamá. De acuerdo. Yo también lo siento. Lo siento tanto como el que más, pero ya está hecho, y ello ha tenido un curioso resultado. Cuando hablo de papá, me estoy refiriendo también a tu padre, y muchos pares de personas que pueden decir otro tanto: dos hermanos, dos hermanas, un hermano y una hermana. Y cuando hablo de mamá, me estoy refiriendo a tu madre, y también hay montones de parejas que pueden decir lo mismo. Pero no conozco a ningún otro par de personas, ni he oído hablar de otra pareja, que comparta a los dos, al padre y la madre.
—Ya lo sé —dijo Anthony con expresión ceñuda.
—Sí, pero míralo desde mi punto de vista —se apresuró a decir William—. Yo soy homólogo. Trabajo con pautas genéticas. ¿Has pensado alguna vez en nuestras pautas genéticas? Ambos tenemos progenitores comunes, lo cual significa que nuestras pautas genéticas se asemejan más que cualquier otro par de este planeta. Nuestras mismas caras lo demuestran.
—También lo sé.
—De modo que si este proyecto tuviera éxito, y tú te hicieras famoso gracias a él, ello significaría que tu pauta genética habría resultado sumamente útil para la humanidad, y otro tanto podría decirse también en muy gran medida de mi pauta genética... ¿No lo comprendes, Anthony? Tengo los mismos padres que tú, tu misma cara, tu misma pauta genética, y por tanto también compartiré tu gloria o tu fracaso. Serán míos tanto como tuyos, y si yo recibo cualquier crédito o cualquier acusación, serán casi tan tuyos como míos, también. Tu éxito tiene que interesarme. Tengo un motivo para que así sea que no puede tener ninguna otra persona en la Tierra —un motivo totalmente egoísta, tan egoísta que no deberías dudar de su existencia. Estoy contigo, Anthony, ¡porque tú casi eres yo!
Se quedaron mirando un largo rato, y por primera vez Anthony fue capaz de hacerlo sin prestar atención a la cara que compartía.
Bueno —dijo William—, vamos a pedirles que envíen ese robot a Mercurio.
Y Anthony cedió. Y cuando Dmitri hubo aceptado la petición —al fin y al cabo, la estaba esperando—, Anthony pasó buena tarde del día sumido en profunda reflexión.
Después fue en busca de William y le dijo:
—¡Escúchame!
Siguió una larga pausa que William no rompió.
Anthony volvió a repetir:
—¡ Escúchame!
William esperó pacientemente.
—En realidad —dijo Anthony—, no tienes por qué marcharte. Estoy seguro de que no te gustará dejar la Computadora Mercurio en manos de ninguna otra persona.
—¿Quieres decir que te marcharás tú? —preguntó William.
—No, yo también me quedaré.
—No tendremos que vernos demasiado.
Para Anthony, todo este diálogo había sido como tener que hablar con un par de manos apretadas sobre su garganta. La presión pareció aumentar, pero consiguió pronunciar la declaración más dura de todas.
—No es preciso que nos evitemos. No tenemos por qué hacerlo.
William sonrió, bastante indeciso. Anthony no sonrió en absoluto; se marchó a toda prisa.
9
William levantó la vista de su libro. Hacía al menos un mes que había dejado de sentir una vaga sorpresa cada vez que entraba Anthony.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—¿Cómo saberlo? Van a efectuar el aterrizaje suave. ¿Está en marcha la Computadora Mercurio?
William sabía que Anthony conocía perfectamente la situación de la Computadora, pero dijo:
—Mañana por la mañana, Anthony.
—¿Algún problema?
—Absolutamente ninguno.
—Entonces tendremos que esperar a que haya concluido el aterrizaje.
—Sí.
—Algo saldrá mal —afirmó Anthony.
—Seguro que esto es pan comido para los especialistas en cohetes. No pasará nada.
—Tanto trabajo perdido...
—Aún no está perdido. Y no se perderá.
—Tal vez tengas razón —convino Anthony. Hundió las manos en los bolsillos y se alejó. Se detuvo junto a la puerta, justo antes de apretar el botón—: ¡Gracias!
—¿Por qué, Anthony?
—Por... tranquilizarme.
William sonrió astutamente y comprobó aliviado que no había dejado traslucir sus emociones.
10
Prácticamente todo el personal del Proyecto Mercurio estaba allí para presenciar el momento crucial. Anthony, que no tenía nada que hacer, permaneció muy atrás, con la vista fija en los monitores. Habían activado al robot y comenzaban a llegar mensajes visuales.
Al menos, los mensajes se traducían en su equivalente visual y, de momento, sólo mostraban un débil destello luminoso que, seguramente, debía de ser la superficie de Mercurio.
Unas sombras cruzaron rápidamente por la pantalla, probablemente irregularidades de esa superficie. Anthony no hubiera podido decirlo a simple vista, pero los que estaban situados junto a los controles y analizaban los datos con métodos más sutiles que aquellos al alcance de un ojo desnudo, parecían tranquilos. No se había encendido ninguna de las lucecitas rojas que habrían indicado una emergencia. Anthony prestaba más atención a los observadores clave que a la pantalla.
Debería estar allí abajo con William y los demás, junto a la computadora. Ésta no entraría en funcionamiento hasta después de finalizar el aterrizaje suave. Debería estar allí. Pero no podía estar.
Las sombras comenzaron a cruzar la pantalla a mayor velocidad. El robot estaba descendiendo. ¿Demasiado rápido? ¡ Sin duda, demasiado rápido!
Finalmente la imagen se hizo borrosa, luego quedó fijada, hubo un cambio de enfoque, la imagen borrosa se oscureció y seguidamente se hizo más pálida. Se oyó un sonido; transcurrieron varios segundos antes de que Anthony lograra comprender lo que significaba aquel sonido: «¡Aterrizaje suave cumplido! ¡Aterrizaje suave cumplido!»
Luego se levantó un murmullo, que pronto se convirtió en un excitado zumbido de felicitaciones, hasta que hubo un nuevo cambio en la pantalla y el sonido de las palabras y las risas humanas se apagó como si hubieran chocado contra un muro de silencio.
Pues la imagen de la pantalla había cambiado y se había hecho nítida. Bajo la brillante luz del sol, cegadora a través de la pantalla cuidadosamente filtrada, se vislumbraba con claridad un montón de rocas, blanco encendido de un lado, negro tinta del otro. Las piedras se desplazaron hacia la derecha, luego otra vez hacia la izquierda, como si un par de ojos mirasen a uno y otro lado. En la pantalla apareció una mano metálica, como si los ojos estuvieran examinando una parte de su mismo cuerpo.
Por fin se oyó la voz de Anthony anunciando:
—Computadora en acción.
Escuchó las palabras como si las hubiera gritado otro, salió precipitadamente de la habitación y echó a correr escaleras abajo a lo largo de un pasillo, mientras oía crecer el rumor de las voces a sus espaldas.
—William —exclamó después de irrumpir en la sala de la Computadora—, es perfecto, es...
Pero William había levantado la mano.
—Silencio, por favor. No quiero que capte ninguna sensación violenta excepto las que le transmite el robot.
—¿Quieres decir que puede oírnos? —susurró Anthony.
—Tal vez no, pero no estoy seguro.
En la sala de la Computadora Mercurio había otra pantalla, más pequeña. La escena que allí se veía era distinta y cambiante; el robot se estaba moviendo.
—El robot está tanteando el terreno —explicó William—. Estos pasos tienen que ser forzosamente inseguros. Hay un retraso de siete minutos entre el estímulo y la respuesta y debemos tener en cuenta ese margen.
—Pero ya camina con pie más seguro que en ninguna de las tentativas en Arizona. ¿No crees, William? ¿No crees?
Anthony había agarrado el hombro de William y lo estaba sacudiendo, sin apartar ni un momento la vista de la pantalla.
—Estoy seguro de que así es, Anthony —respondió William.
El sol ardía sobre un cálido y contrastado mundo, en blanco y negro, el sol blanco contra el cielo negro y el blanco terreno ondulado moteado de sombras negras. El brillante olor dulce del sol sobre cada centímetro cuadrado de metal expuesto a él en contraste con la penetrante ausencia de olor en la otra cara.
Levantó la mano y la miró; contó los dedos. Caliente—caliente—caliente, girando cada dedo, colocándolos, uno a uno, bajo la sombra de los demás y el color que iba muriendo lentamente en un cambio de tacto que le hizo sentir el limpio y cómodo vacío.
Pero no totalmente vacío. Estiró los dos brazos y los levantó sobre su cabeza, alargándolos, y los puntos sensibles de cada muñeca palparon los vapores, el tenue, débil contacto del estaño y el plomo deslizándose a través de la barrera de mercurio.
El sabor más denso le subía desde los pies; todo tipo de silicatos, marcados por el claro contacto de lo unido y lo separado y el tañido de cada ion metálico. Movió lentamente un pie a través del crujiente polvo apelmazado, y percibió las variaciones como una suave sinfonía, de composición no completamente casual.
Y sobre todo ello el sol. Levantó la mirada hacia él, grande, lleno, brillante y caliente, y oyó su satisfacción. Contempló la lenta aparición de prominencias en torno a su reborde y escuchó el sonido crujiente de cada una de ellas; y los demás alegres ruidos que cubrían la ancha cara. Si atenuaba la luz de fondo, el rojo de las hebras de hidrógeno al levantarse destacaba en estallidos de jugoso contralto, y el profundo bajo de las manchas entre el apagado silbido de fáculas deshilachadas, móviles y el fino lamento ocasional de un destello, el ping—pong de los rayos gamma y las partículas cósmicas al tictaquear, y sobre todo ello, en todas direcciones, el suave, vacilante y siempre renovado suspiro de la sustancia del sol alzándose y retrayéndose eternamente en un viento cósmico que llegaba hasta él y le bañaba de gloria.
Saltó, y se alzó lentamente en el aire con una libertad que nunca había sentido, y cuando tocó tierra volvió a saltar, y corrió, y saltó, y volvió a correr, con un cuerpo que respondía perfectamente a ese mundo glorioso, ese paraíso en que ahora se encontraba.
Como un extraño, por tanto tiempo y tan perdido... por fin en el paraíso.
—No pasa nada —dijo William.
—Pero ¿qué hace? —exclamó Anthony.
—No pasa nada. La programación funciona. Ha pasado revista a sus sentidos. Ha realizado las diversas observaciones visuales. Ha atenuado la luz del sol y lo ha examinado. Ha analizado la atmósfera y la naturaleza química del suelo. Todo marcha bien.
—Pero ¿por qué corre?
—Yo diría que eso ha sido idea suya, Anthony. Si quieres programar una computadora con la complejidad de un cerebro, tienes que contar con la posibilidad de que se le ocurran ideas propias.
—¿Correr? ¿Saltar? —Anthony miró a William con expresión preocupada—. Se hará daño. Tú puedes manipular la computadora. Imponte. Haz que se detenga.
—No —replicó William con decisión—. No haré tal cosa. Correré el riesgo de que se haga daño. ¿No lo comprendes? Está contento. Se encontraba en la Tierra, un mundo para el que nunca estuvo equipado. Ahora está en Mercurio, con un cuerpo perfectamente adaptado a su medio, tan perfectamente adaptado como pudieron hacerlo un centenar de especialistas. Es el paraíso para él; deja que lo disfrute.
—¿Que disfrute? Es un robot.
—No estoy hablando del robot. Me refiero al cerebro, el cerebro, que está vivo aquí.
La Computadora Mercurio, rodeada de vidrio, cuidadosa y delicadamente conectada a los cables, con su integridad muy sutilmente preservada, respiraba y vivía.
—Randall está en el paraíso —dijo William—. Ha encontrado el mundo por el cual huyó autísticamente de éste. A cambio del mundo al que su viejo cuerpo no se adaptaba en absoluto, ahora tiene un mundo en el que encaja perfectamente su nuevo cuerpo.
Anthony contempló la pantalla maravillado.
—Parece que se está calmando.
—Naturalmente —dijo William—, y su alegría le ayudará a desempeñar aún mejor su trabajo. Anthony sonrió y dijo:
—¿Entonces, lo hemos conseguido, tú y yo? ¿Vamos a reunimos con los demás y a dejarnos llenar de lisonjas, William?
—¿Juntos? —dijo William.
Y Anthony le cogió del brazo.
—¡Juntos, hermano!
FIN
Título original: Stranger in Paradise © 1974.