Publicado en
agosto 08, 2010
Traducción: C. Peraire del Molino
Vaya, esto es realmente delicioso —dijo la señorita Dorotea Pratt por cuarta vez—. ¡Ojalá pudiera verme ahora la vieja grulla! ¡Ella y sus Juanitas!
La «vieja grulla» a quien se refería con tan poco respeto, era la señorita Mackenzie Jones, en cuya casa trabajaba la señorita Pratt, y quien tenía unas opiniones muy particulares acerca de los nombres apropiados para las doncellas. Había repudiado el de Dorotea en favor del segundo nombre de la señorita Pratt, que era Juanita.
El compañero de la señorita Pratt no contestó en seguida... por una razón muy poderosa. Cuando se acaba de adquirir un «Baby Austin» de cuarta mano, por la suma de veinte libras y se conduce por segunda vez, toda la atención hay que concentrarla necesariamente en la difícil tarea de emplear ambas manos y los dos pies en las emergencias dictadas por el momento.
—¡Eh... ah! —exclamó Eduardo Palgrove, cambiando de marcha con un ruido espantoso que hubiera dado dentera a un auténtico chófer.
—Bueno, no puede pedirse que des mucha conversación a las chicas —se quejó Dorotea.
Palgrove se ahorró la molestia de tener que responder, porque en aquel momento fue sonoramente insultado por el conductor de un autobús.
—¡Vaya lenguaje! —dijo la señorita Pratt, meneando la cabeza.
—Ojalá este coche tuviera freno de pie —se lamentó su acompañante con amargura.
—¿Le ocurre algo?
—Ya puedes poner el pie encima y esperar el fin del mundo —dijo Palgrove, como si nada.
—Oh, bueno, Ted; pero no puede esperarse todo por sólo veinte libras. Al fin y al cabo, estamos en un verdadero automóvil, un domingo por la tarde y saliendo de la ciudad lo mismo que hacen los demás.
Más ruidos y chirridos.
—¡Ah! —dijo Ted sonrojándose de placer—. Esta vez la he cambiado mejor.
—Conduces estupendamente —le dijo Dorotea con admiración.
Envalentonado por el aliento femenino, Palgrove intentó lanzarse a la carrera por Hammersmith Broadway, siendo severamente reprendido por un policía.
—¡Vaya, quién lo iba a decir! —dijo Dorotea mientras avanzaban impecablemente por el puente de Hammersmith—. No sé adonde van a ir a parar los policías. Yo creía que serían un poco más comedidos al hablar después de ver cómo les han adiestrado últimamente.
—De todas formas, no quiero seguir esta carretera —dijo Eduardo con pesar—. Quiero coger la Gran Avenida del Oeste y desfogarme.
—Y probablemente nos cogerán in fraganti —repuso Dorotea—. Eso es lo que le ocurrió a mi señor el otro día. Cinco libras de multa.
—La policía no es tan dura como parece —dijo Eduardo generosamente—. Lo mismo multa a los ricos. No hay favoritismos. Me vuelvo loco pensar en esos engreídos que pueden entrar en la tienda y comprarse un par de «Rolls Royce» sin que se les mueva ni un cabello. No hay derecho. Yo soy tan bueno como cualquiera de ellos.
—Y las joyas —dijo Dorotea suspirando—. Esas tiendas de la calle Bond. ¡Brillantes, perlas y no sé cuantas cosas más! Y yo con una hilera de perlas falsas.
Estuvo disertando tristemente sobre el tema, y así Eduardo pudo concentrar de nuevo toda su atención en el manejo del coche. Consiguieron pasar por Richmond sin percance. El altercado con el policía le había puesto muy nervioso y ahora adoptaba la línea de menor resistencia, siguiendo a ciegas el primer coche que se le pusiera delante para evitar peligros.
De esta forma se encontró avanzando por un paraje sombreado que cualquier automovilista experto hubiera dado cualquier cosa por encontrar.
—He sido muy hábil torciendo por el camino aquél —dijo Eduardo atribuyéndose todo el éxito.
—Es precioso todo esto —dijo la señorita Pratt—. Y fíjate, allí hay un hombre vendiendo fruta.
Cierto, en un recodo apropiado había una mesa con cestos de fruta y la leyenda «Coma más fruta» escrita en un banderín.
—¿Cuánto valen? —preguntó Eduardo con recelo, cuando, después de aplicar el freno de mano con frenesí, obtuvo el resultado apetecido.
—Son unas fresas deliciosas —dijo el vendedor, que era un individuo antipático que miraba de soslayo—. A propósito para la señora. Fruta madura, recién cogida. También tengo cerezas. Inglesas auténticas. ¿Quiere una cesta de cerezas, señora?
—Parecen muy hermosas —dijo Dorotea.
—Una joya; eso es lo que son —replicóle el hombre con voz ronca—. Esta cesta le traerá suerte, señora —y al fin tuvo la condescendencia de contestar a Eduardo—. Dos chelines, señor, es tirado. Ya me lo dirá cuando sepa lo que hay dentro de la cesta.
—Tienen muy buen aspecto —insistió Dorotea.
Eduardo, suspirando, pagó los dos chelines mientras su mente trazaba rápidos cálculos. Más tarde la merienda, gasolina... estas saliditas domingueras en coche no podía decirse que resultaran precisamente baratas. Y lo peor de llevar chicas, es que siempre se encaprichan de todo lo que ven.
—Gracias, señor —dijo el hombre—. En esta cesta hay algo que vale muchísimo más de lo que ha pagado por un cesto de cerezas.
Eduardo apretó el pie con fuerza y el «Baby Austin» saltó sobre el vendedor como un alsaciano furioso.
—Perdone —dijo Eduardo—. Olvidé que tenía puesta la marcha.
—Debes tener más cuidado, querido —le dijo Dorotea—. Podías haberte lastimado.
Eduardo no contestó y otro kilómetro de marcha les situó en un paraje ideal junto a las orillas de un arroyo. Dejaron el «Austin» en la carretera y Eduardo y Dorotea se sentaron en la orilla para comer las cerezas. A sus pies había un periódico del día semienterrado.
—¿Qué noticias hay? —dijo Eduardo al fin, tumbándose cuan largo era y echándose el sombrero hacia delante para proteger sus ojos del sol.
Dorotea echó un vistazo a los titulares.
—«Esposa infiel. Extraordinaria historia. Veintiocho personas ahogadas durante la semana pasada... Muerte de un aviador. Sorprendente robo de joyas. Desaparición de un collar de rubíes valorado en cincuenta mil libras.» ¡Oh, Ted! ¡Imagínate! ¡Cincuenta mil libras! —continuó leyendo—. «El collar se compone de veintiuna piedras montadas en platino y fue enviado por correo certificado desde París. Al llegar, el paquete contenía sólo unos cuantos guijarros y la joya había desaparecido.»
—Lo robarían en Correos —dijo Eduardo—. Tengo entendido que en Francia el correo es fatal.
—Me gustaría ver un collar así —dijo Dorotea—. Con piedras como de sangre... sangre de paloma, así es como creo que llaman a ese color. ¿Qué debe sentirse llevando una cosa así alrededor del cuello?
—Bueno, es probable que tú no llegues a saberlo nunca —repuso Eduardo, mordaz.
Dorotea ladeó la cabeza.
—¿Por qué no? Quisiera saberlo. Es sorprendente la forma en que se abren camino algunas mujeres. Podría trabajar en la escena.
—Las chicas que se portan como es debido no llegan a ninguna parte —le dijo Eduardo para desanimarla.
Dorotea abrió la boca para contestar, pero se contuvo y murmuró:
—Pásame las cerezas. He comido más que tú —observó—. Dividiré las que quedan y... calla... ¿qué es lo que hay en el fondo de la cesta?
Y uniendo la acción a la palabra sacó... una cadena larga sembraba de piedras rojo sangre.
Ambos la contemplaron asombrados.
—¿Has dicho en la cesta? —dijo Eduardo al fin.
Dorotea asintió.
—En el fondo... debajo de la fruta.
Volvieron a mirarse.
—¿Y cómo crees tú que habrá llegado ahí?
—No puedo imaginarlo. Es curioso, Ted, precisamente ahora que acababa de leer en el periódico la noticia... de los rubíes.
Eduardo echóse a reír.
—No irás a creer que tienes en la mano cincuenta mil libras, ¿verdad?
—Sólo he dicho que era extraño. Rubíes montados en platino. Platino es una especie de plata... como esto. ¿Verdad que brillan mucho y tienen un color precioso? ¿Cuántas debe haber? —las contó—. Oye, Ted, hay exactamente veintiuna.
—¡No!
—Sí. Ésa es la cantidad que dice el periódico. Oh, Ted, ¿tú crees...?
—No es posible —pero habló sin convencimiento—. Se sabe que son buenos... cuando cortan el cristal.
—Eso son los brillantes. Pero sabes, Ted, que aquel hombre era muy extraño... me refiero al vendedor de fruta... un hombre de aspecto desagradable. Y dijo algo muy curioso... que en la cesta había algo que valía mucho más de lo que pagábamos por ella.
—Sí, pero escucha, Dorotea; ¿para qué iba a querer darnos a nosotros las cincuenta mil libras?
La señorita Pratt sacudió la cabeza desanimada.
—No tiene sentido —admitió—. A menos que le persiguiera la policía.
—¿La policía? —Eduardo palideció ligeramente.
—Sí. Eso dice el periódico... La policía tiene una pista.
Eduardo sintió un escalofrío en su espina dorsal.
—Esto no me gusta, Dorotea. Supongamos que la policía nos sigue.
Dorotea le miró con la boca abierta.
-¡Pero si nosotros no hemos hecho nada, Ted! Lo hemos encontrado en la cesta.
—¡Valiente historia para contar! No es verosímil.
—No lo es mucho —admitió Dorotea—. ¡Oh, Ted! Crees de veras que será éste? ¡Es igual que un cuento de hadas!
—No creo que esto parezca un cuento de hadas —dijo Eduardo—. Yo creo que es más bien semejante a estas historias en las que el protagonista es condenado injustamente a catorce años de presidio.
Pero Dorotea no le escuchaba. Se había puesto el collar y contemplaba su efecto en el espejito que sacó de su bolso.
—Lo mismo que pudiera llevar una duquesa —murmuró extasiada.
—No lo creo —replicó Eduardo con violencia—. Son falsos. Tiene que tratarse de una imitación.
—Sí, querido —repuso Dorotea sin dejar de contemplarse en el espejo—. Es muy probable. Otra cosa sería demasiada... coincidencia.
—Sangre de paloma —murmuraba Dorotea.
—Es absurdo. Eso es lo que digo. Absurdo. Escucha, Dorotea, ¿escuchas lo que te estoy diciendo?
Dorotea dejó el espejo y se volvió hacia él con una mano apoyada sobre los rubíes que rodeaban su cuello.
—¿Qué tal estoy? —le preguntó.
Eduardo la miró, olvidando su contrariedad. Nunca había visto a Dorotea así... rodeada de un halo de triunfo... una especie de belleza soberana completamente desconocida para él. El creer que la joya que llevaba alrededor de su cuello valía cincuenta mil libras había hecho de Dorotea Pratt una mujer nueva. Le miraba con serena insolencia... era una especie de Cleopatra, Semíramis y Zenobia, todo en una.
—Estás... estás... deslumbradora —dijo Eduardo humildemente.
Dorotea se echó a reír, y su risa también fue completamente distinta.
—Escucha —la apremió Eduardo—. Tenemos que hacer algo. Hay que llevarlo al puesto de policía.
—Tonterías —replicó Dorotea—. Tú mismo acabas de decir que no iban a creerte. Probablemente te enviarán a la cárcel por haberlo robado.
—Pero... ¿qué otra cosa podemos hacer?
—Quedárnoslo —replicó la nueva Dorotea Pratt.
—¿Quedárnoslo? Tú estás loca.
—Lo hemos encontrado, ¿verdad? ¿Por qué habíamos de pensar que fuese de valor? Nos lo quedaremos y yo lo usaré.
—Y la policía te pescará.
Dorotea reflexiono un par de minutos.
—Está bien —dijo—. Lo venderemos. Y tú puedes comprar un «Rolls Royce» o dos «Rolls Royce», y yo me compraré una corona de brillantes y varios anillos.
Eduardo seguía mirándola asombrado y Dorotea se impacientó.
—Es tu oportunidad... y debes aprovecharla. Nosotros no lo hemos robado... entonces sería distinto. Ha venido a nuestras manos, y probablemente será la única oportunidad que se nos presentará en la vida para tener todas las cosas que deseamos. ¿Es que no tienes valor, Eduardo Palgrove?
Eduardo recuperó el habla.
—¿Venderlos, dices? Como si eso fuera tan sencillo. Cualquier joyero querría saber de dónde lo había sacado.
—No lo lleves a un joyero. ¿Es que nunca lees novelas policíacas, Ted? Tienes que llevarlo a un «mercachifle», naturalmente.
—¿Y dónde voy a encontrar un mercachifle? Yo he sitio educado en un ambiente respetable y sin máculas.
—Los hombres tendríais que saberlo todo —dijo Dorotea—. Para eso estáis.
Él la miró. Dorotea estaba tranquila e inflexible.
—Nunca lo hubiera creído de ti —-observó Eduardo con voz débil.
—Pensé que tenías más coraje.
Hubo una pausa y al cabo Dorotea se puso en pie.
—Bueno —dijo en tono ligero—. Será mejor que volvamos a casa.
—¿Llevando eso alrededor de tu cuello?
Dorotea se quitó el collar, y antes de guardarlo en su bolso lo contempló con reverencia.
—Escucha —dijo Eduardo—. Dámelo a mí.
—No.
—Sí. A mí me han enseñado a ser un hombre honrado, pequeña.
—Bueno, pues sigue siéndolo. No es necesario que tengas nada que ver con esto.
—Oh, dámelo —dijo Eduardo, sucumbiendo—. Lo haré. Buscaré un mercachifle. Como tú dices, es la única oportunidad que se nos presentará en la vida. Lo adquirimos honradamente... por dos chelines. No es más que lo que hacen los anticuarios cada día y van con la frente bien alta.
—¡Eso es! —dijo Dorotea—. ¡Oh, Eduardo, eres maravilloso!
Le entregó el collar, que él introdujo en su bolsillo. ¡Se sentía exaltado, emocionado... el mismísimo diablo! En este estado de ánimo puso en marcha el «Austin». Los dos estaban demasiado nerviosos para acordarse de merendar, y regresaron a Londres en silencio. Una vez, ante un cruce, un policía avanzó hacia el coche y el corazón de Eduardo dejó de latir un instante, por milagro llegaron a su casa sin percances.
Las últimas palabras que Eduardo dirigió a Dorotea estaban pletóricas de espíritu aventurero.
—Lo conseguiremos. ¡Cincuenta mil libras! ¡Vale la pena!
Aquella noche soñó con la cárcel de Dartmoor y despertóse macilento y cansado. Tenía que empezar a buscar un mercachifle... ¡y no tenía la más remota idea de cómo empezar!
Su trabajo en la oficina fue poco solvente y se ganó dos buenas reprimendas antes de comer.
¿Dónde se encuentra un comprador de objetos robados? La barriada más a propósito sería Whitechapel, o tal vez Sthepney.
Al regresar a la oficina recibió una llamada telefónica. Era la voz de Dorotea, trágica y angustiada.
—¿Eres tú, Ted? Te hablo por el teléfono de casa, pero la señora puede venir en cualquier momento y tendré que cortar. Ted, no habrás hecho nada todavía, ¿verdad?
Eduardo contestó con una negativa.
—Bien, escucha, Ted, no debes hacerlo. He pasado toda la noche despierta. Ha sido terrible. Pensando en lo que dice la Biblia que no se debe robar. Ayer debía estar loca... de verdad. No harás nada, ¿me lo prometes, Ted querido?
¿Acaso Eduardo Palgrove sintióse invadido de una sensación de alivio? Posiblemente..., pero no estaba dispuesto a admitir semejante cosa.
—Cuando yo digo que voy a hacer una cosa, la hago —dijo con una voz que podría haber pertenecido a un superhombre de ojos de acero.
—¡Oh, Ted, querido, no debes hacerlo! ¡Oh, Dios mío, ya viene la vieja grulla! Escucha, Ted, esta noche va a cenar fuera. Puedo escaparme un rato y reunirme contigo. No hagas nada hasta que nos veamos. A las ocho. Espérame en la esquina —su voz se convirtió en un murmullo seráfico—. Sí, señora. Era un número equivocado. Pedían el 234.
Cuando Eduardo salía de la oficina a las seis, vio un gran titular que llamó su atención.
ROBO DE UN COLLAR
Ultimos detalles
Se apresuró a alargar un penique y, una vez a salvo en el interior del «metro», donde se las ingenió para conseguir asiento, se dispuso a devorar la noticia impresa, encontrando lo que buscaba con bastante facilidad.
Al poco rato lanzó un silbido de sorpresa.
—Vaya... que me...
Y entonces otro párrafo cercano absorbió su atención. Luego de leerlo dejó que el periódico resbalara hasta el suelo sin apenas darse cuenta.
A las ocho en punto acudía a su cita, y Dorotea, sin aliento, pálida, pero atractiva, llegó corriendo hasta él.
—¿Has hecho algo, Ted?
—No he hecho nada —sacó el collar de rubíes de su bolsillo—. Puedes ponértelo.
—Pero, Ted...
—La policía ya ha encontrado los rubíes... y al hombre que los robó. ¡Y ahora lee esto!
Y puso un periódico doblado debajo de su nariz. Dorotea leyó:
NUEVO TRUCO PUBLICITARIO
«Un nuevo e inteligente sistema publicitario está siendo adoptado por todos los feriantes que intentan rivalizar con los famosos Woolworth. Ayer se vendieron cestas de frutas, y se venderán otras cada domingo. Una de cada cincuenta contendrá un collar de imitación en piedras de distintos colores. Estos collares son realmente maravillosos, por su precio. Ayer causaron gran revuelo y emoción, y "Coma más fruta" tendrá gran éxito el próximo domingo. Felicitamos a los feriantes por su idea y les deseamos buena suerte en su campaña pro venta de productos nacionales.»
—Vaya... —dijo Dorotea. Y tras una pausa repitió: — ¡Vaya!
—Sí —dijo Eduardo—. Yo siento lo mismo que tú.
Un hombre que pasaba puso un papel en su mano.
—Tome uno, hermano —le dijo.
«El precio de una mujer virtuosa está por encima de los rubíes.»
—¡Ahí tienes! —dijo Eduardo—. Espero que eso te anime.
—No lo sé —dijo Dorotea, indecisa—. Yo no quiero parecer precisamente una mujer buena.
—No lo pareces —replicó Eduardo—. Por eso me dio este papel ese hombre. Con esos rubíes alrededor de tu garganta nadie diría que eres una buena chica.
Dorotea rió.
—Eres un encanto, Ted —le dijo—. Anda, vámonos al cine.
FIN