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agosto 22, 2010
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Serie Roy Grace 5
1
Susan odiaba la moto. Solía decirle a Nat que las motos eran letales, que montar en una de ellas era lo más peligroso del mundo. Una y otra vez. Nat le rebatía diciéndole que, en realidad, las estadísticas demostraban lo contrario, que, de hecho, lo más peligroso que hay es meterse en la cocina. Es el lugar donde hay más probabilidades de morir.
Él lo veía con sus propios ojos cada día de trabajo, desde su puesto de jefe de Ingresos del hospital. Claro que se producían accidentes de moto graves, pero nada comparado con lo que ocurría en las cocinas.
La gente se electrocutaba regularmente al meter tenedores en las tostadoras. O se rompía el cuello al caerse de una silla de la cocina. O se ahogaba. O se intoxicaba con algún alimento. A él le gustaba en particular contarle la historia de una víctima que había llegado a Urgencias del Royal Sussex County Hospital, donde trabajaba —o más bien, donde se dejaba la piel— después de meter la cabeza en el lavavajillas para desbloquear el aspersor y que se había clavado un cuchillo de trinchar en un ojo.
Solía decirle que las motos no eran peligrosas, ni siquiera las enormes como su Honda Fireblade roja (que podía ponerse a cien por hora en tres segundos). Y además, su Fireblade dejaba una huella de carbono infinitamente menor que el destartalado Audi TT de Susan.
Pero ella siempre pasaba eso por alto.
Del mismo modo que no hacía caso de las quejas de él por tener que pasar siempre el día de Navidad —para el que no faltaban más que cinco semanas— con los «fuera de la ley», como solía llamar él a sus suegros. Su difunta madre solía decirle que se pueden escoger los amigos, pero no los familiares. Cuánta razón tenía.
Había leído en algún sitio que, cuando un hombre se casa con una mujer, espera que ella no cambie, pero que cuando una mujer se casa con un hombre, tiene claro que va a cambiarlo.
Bueno, Susan Cooper lo estaba haciendo muy bien, usando el arma más devastadora en el arsenal de una mujer: estaba embarazada de seis meses. Y, por supuesto, él estaba orgullosísimo. Y consciente, a su pesar, de que en breve tendría que poner los pies en el suelo. La Fireblade tendría que desaparecer y dejar paso a algo más práctico. Algún tipo de coche familiar o un monovolumen. Y, para satisfacer la conciencia social y ecológica de Susan, sería un maldito híbrido diesel-eléctrico. ¡Por Dios bendito!
¿Qué tendría eso de divertido?
Había llegado a casa de madrugada, y estaba bostezando, sentado a la mesa de la cocina de su casita de Rodmell, a quince kilómetros de Brighton, con la vista fija en las noticias sobre un atentado suicida en Afganistán que daban en el programa Breakfast. Eran las 8.11 según la pantalla, las 8.09 según su reloj. Y a juzgar por su estado de aletargamiento, bien podía haber sido noche cerrada. Se metió una cucharada de Shreddies en la boca, se los tragó empujándolos con zumo de naranja y café solo y volvió corriendo escaleras arriba. Le dio un beso a Susan y una palmadita de despedida al Bultito.
—Conduce con cuidado —le advirtió ella.
«¿Qué crees que voy a hacer? ¿Conducir imprudentemente?», pensó él, pero no lo dijo.
—Te quiero —respondió.
—Yo también. Llámame.
Nat volvió a besarla y luego bajó, se puso el casco y los guantes de piel y salió, sumiéndose en el ambiente glacial de la mañana. Apenas había amanecido cuando sacó la pesada máquina roja del garaje y cerró la puerta de un sonoro portazo. Aunque había escarcha en el suelo, no había llovido desde hacía varios días, así que no había peligro de encontrar hielo en la carretera. Levantó la vista hacia la ventana de arriba, que aún tenía las cortinas echadas y apretó el botón de arranque de su adorada moto por última vez en su vida.
2
El doctor Ross Hunter era una de las pocas constantes en la vida de Lynn Beckett. Eso pensaba en el momento en que, en el porche de la consulta, apretaba el botón del timbre. De hecho, a decir verdad, le costaría citar otras constantes. Aparte del «fracaso». Aquello sí que era una constante irrefutable. Se le daba bien el fracaso; desde siempre. De hecho, se le daba de maravilla. Podría representar a Inglaterra en un concurso internacional.
Su vida, en resumen, había sido una sucesión de treinta y siete años de desastres, empezando con cosas pequeñas —como perder la punta del dedo índice tras aplastársela con la puerta de un coche cuando tenía siete años— que habían ido volviéndose más grandes al ir adquiriendo mayor entidad la vida. Les había fallado a sus padres de niña, a su marido como esposa, y ahora, comprensiblemente, estaba fallándole a su hija adolescente como madre separada.
La consulta del médico ocupaba una gran casa eduardiana de una calle tranquila de Hove que en otros tiempos había sido residencial. Pero hacía tiempo que habían demolido gran parte de las majestuosas casas adosadas y las habían sustituido por bloques de pisos. La mayoría de las que quedaban, como ésta, albergaban oficinas o consultorios médicos.
Entró en aquel vestíbulo familiar, que olía a cera para muebles con un leve toque de antiséptico, vio a la secretaria del doctor Hunter en su escritorio en el extremo opuesto, ocupada con el teléfono, y se metió en la sala de espera.
En los, aproximadamente, quince años que llevaba viniendo, no había cambiado nada en aquella sala, grande pero sombría. La misma mancha de humedad, que recordaba vagamente la silueta de Australia, en el techo con molduras, la misma planta de plástico en un tiesto frente a la chimenea, aquel olor a viejo tan familiar, y los mismos sillones y sofás desparejados que parecían comprados en la noche de los tiempos, en algún lote de liquidación de una casa de subastas. Incluso algunas de las revistas de la mesita redonda de roble que había en el centro daban la impresión de llevar allí años.
Echó un vistazo al frágil anciano que estaba hundido en un sillón que tenía algún muelle roto. Había clavado el bastón en la alfombra y se aferraba a él con fuerza, como para evitar desaparecer sumergido en la butaca. A su lado había un hombre de unos treinta años y aspecto impaciente, con un abrigo azul con cuello de terciopelo, concentrado en su BlackBerry. En un estante había varios folletos: uno daba consejos sobre cómo dejar de fumar, pero en el estado de nervios que tenía en aquel momento, no le habría importado leer consejos para fumar «más».
Había un ejemplar del Times del día sobre la mesa, pero decidió que no estaba de humor para concentrarse en la lectura. Apenas había pegado ojo después de recibir la llamada de la secretaria del doctor Hunter el día anterior por la tarde, pidiéndole que se presentara a primera hora de la mañana, sola. Y con su hipoglucemia, estaba temblando. Se había tomado la medicación, pero apenas había probado bocado para desayunar.
Después de tomar posición en el borde de un duro sillón, revolvió el contenido de su bolso y encontró dos tabletas de glucosa que se metió en la boca. ¿Por qué querría verla con tanta urgencia el doctor Hunter? ¿Sería por el análisis de sangre que se había hecho la semana pasada, o—más probablemente— por Caitlin? En otras situaciones críticas, como cuando se había encontrado aquel bulto en el pecho, o aquella vez que le había entrado el temor de que el comportamiento errático de su hija pudiera ser síntoma de un tumor cerebral, el doctor se había limitado a llamarla personalmente y le había dado la buena noticia de que la biopsia, el escáner o el análisis de sangre estaban bien, de que no había nada de lo que preocuparse. Si es que era posible que no hubiera «nada» de lo que preocuparse con Caitlin.
Cruzó las piernas; volvió a descruzarlas. Iba muy arreglada, con su mejor abrigo, un tres cuartos azul de cachemira —una ganga de las rebajas de enero —, un top de punto azul oscuro, pantalones negros y botas de ante negras. Aunque ella nunca lo admitiría, siempre intentaba dar buena impresión cuando venía a ver al doctor. No es que quisiera impresionarle —hacía tiempo que había perdido la habilidad necesaria, por no mencionar la confianza en sí misma—, pero, por lo menos, se arreglaba. Como más de la mitad de las pacientes del doctor Hunter, hacía tiempo que él le gustaba en secreto. Aunque, por supuesto, nunca se atrevería a hacérselo saber.
Desde su ruptura con Mal, tenía la autoestima por los suelos. A sus treinta y siete años seguía siendo una mujer atractiva, y lo sería mucho más —tal como le decían muchas amigas, su hermano y su difunta hermana— si recuperara algo del peso que había perdido. Estaba demacrada, lo sabía; se daba cuenta sólo con una ojeada al espejo. Demacrada de tanto preocuparse por todo, pero sobre todo de los más de seis años que llevaba preocupada por Caitlin. Le habían diagnosticado una enfermedad del hígado al poco de cumplir los nueve años. Y daba la impresión de que las dos llevaban desde entonces metidas en un largo y oscuro túnel. Las interminables visitas a los especialistas. Los análisis. Los breves periodos de hospitalización allí, en Sussex, y los más largos, uno de ellos de casi un año, en la Unidad de Hepatología del Royal South London Hospital. Se había sometido a operaciones para insertarle stents en los conductos biliares. Luego a operaciones para retirar los stents. Innumerables transfusiones. A veces estaba tan débil por culpa de su enfermedad que se dormía en clase. Se volvió incapaz de tocar su adorado saxofón porque le costaba respirar. Y además, a medida que entraba en la adolescencia, Caitlin iba desarrollando más rabia y volviéndose más rebelde. Se preguntaba: «¿Por qué yo?».
Una pregunta que Lynn no podía responder.
Hacía tiempo ya que había perdido la cuenta de las veces que había estado sentada en Urgencias del Royal Sussex County Hospital, mientras los médicos atendían a su hija. Una vez, a los trece años, habían tenido que hacerle un lavado de estómago después de haberle robado una botella de vodka del mueble bar. Otra vez, a los catorce, se había caído de un tejado, colocada con hachís. Luego fue aquella noche horrible, cuando se había presentado en el dormitorio de Lynn a las dos de la mañana, con los ojos vidriosos, sudando y tan fría que le castañeteaban los dientes, y le había contado que se había tomado una pastilla de éxtasis que le había dado algún delincuente de la ciudad y que le dolía la cabeza. En todas esas ocasiones, el doctor Hunter había acudido al hospital y se había quedado con Caitlin hasta asegurarse de que estaba fuera de peligro. No tenía por qué hacerlo, pero él era así.
Y ahora la puerta se abría y entraba él. Un hombre alto y elegante, con un traje a rayas llevado con gracia, un rostro atractivo enmarcado en un cabello ondulado con algunas canas, y unos cálidos ojos verdes que quedaban parcialmente ocultos tras unas gafas de media luna.
—¡Lynn! —la saludó. Su voz enérgica e intensa sonaba apagada de pronto—. Pasa.
El doctor Ross Hunter tenía dos expresiones diferentes para recibir a sus pacientes. Su sonrisa habitual, cálida, de quien está contento de verte era la única que había visto Lynn durante todos los años en los que había sido paciente suya. Nunca se había encontrado con su mueca contenida, mordiéndose el labio inferior, la expresión que guardaba celosamente y que no le gustaba nada lucir.
La que tenía en el rostro ese día.
3
Era un buen lugar para un control de velocidad. Los conductores que se dirigían a Brighton a trabajar cada día por aquel tramo de Lewes Road sabían que, aunque la velocidad estaba limitada a 75 kilómetros por hora, podían acelerar tranquilamente después del semáforo, y que no tendrían que volver a frenar por aquel tramo de dos carriles hasta llegar a la cámara, casi dos kilómetros más allá.
Los cuadros azules, amarillos y plateados del BMW de la Policía, aparcado en una calle transversal y parcialmente escondido tras una marquesina, se convertían en una desagradable sorpresa matutina para la mayoría de los infractores.
El agente Tony Omotoso estaba de pie en el lado más alejado del coche, apoyado en el techo y sosteniendo la pistola láser para dirigir el punto rojo a la matrícula delantera de los automóviles, donde se obtenía la mejor lectura de los coches que rebasaran el límite de velocidad. Apretó el gatillo sobre la matrícula de un sedán Toyota. La lectura digital dio 69 kilómetros por hora. El conductor los había visto y ya había pisado el freno. Ateniéndose a las normas, hay una tolerancia del 10 por ciento más dos por encima del límite. El Toyota pasó de largo, con la luz de freno aún encendida. A continuación apuntó a la matrícula de una camioneta Transit blanca: 67 kilómetros por hora. Luego pasó volando una moto Harley Softail, muy por encima del límite, pero no consiguió tomar la lectura a tiempo.
A su izquierda, dispuesto a salir corriendo en el momento en que Tony se lo dijera, estaba su compañero de la Policía de Tráfico, el agente Ian Upperton, alto y delgado, con su gorra y su chaqueta reflectante. Ambos se estaban congelando.
Upperton se quedó mirando la Harley. Le gustaban: le gustaban todas las motos, y su sueño era convertirse en agente motorizado. Pero las Harley eran motos de paseo. Su verdadera pasión eran las motos de carretera de alta velocidad, como las BMW, las Suzuki Hayabusa o las Honda Fireblade. Motos con las que había que inclinarse en las curvas para tomarlas, no sólo girar el manillar como un volante.
Ahora pasaba una Ducati roja, pero el conductor les había visto y redujo el ritmo hasta casi pararse. No obstante, estaba claro que no era el caso del destartalado Ford Fiesta verde que llegaba detrás, por el carril exterior.
—¡El Ford Fiesta! —gritó Omotoso—. ¡Ochenta y cuatro!
El agente Upperton salió al paso del coche y le hizo señas. Pero voluntariamente o no, el coche pasó como un rayo.
—Muy bien, vamos —dijo, y deletreó la matrícula—; Whisky, Cuatro, Tres, Dos, Charlie, Papa, Noviembre. —Y se puso al volante.
—¡Capullos!
—¡Gilipollas!
—¿Por qué no os ponéis a perseguir delincuentes de verdad?
—Sí, en vez de ir detrás de los conductores.
Tony Omotoso giró la cabeza y vio a dos jóvenes que pasaban con los hombros caídos.
«Porque cada año mueren 3.500 personas en las carreteras de Inglaterra, frente a las 500 que son asesinadas, por eso —habría querido decirles—. Porque Ian y yo despegamos cadáveres y fragmentos de cuerpos de las carreteras cada puto día de la semana, por culpa de imbéciles como ese del Ford Fiesta.»
Pero no tenía tiempo. Su colega ya había encendido las luces azules del techo y la sirena ya estaba sonando. Tiró la pistola láser al asiento de atrás, se puso delante, dio un portazo y empezó a abrocharse el cinturón, mientras Upperton pisaba el acelerador y se colaba en un hueco entre el tráfico.
Y ahora la adrenalina estaba haciendo su aparición, mientras sentía la presión de la aceleración en la boca del estómago y la columna apretada contra el respaldo del asiento. Desde luego, ése era uno de los momentos álgidos de su trabajo.
El sistema automático de rastreo de matrículas montado en el salpicadero pitaba, mostrando el historial del Ford Fiesta. El Whisky-Cuatro-Tres-Dos-Charlie-Papa-Noviembre no tenía pagados sus impuestos, no tenía seguro y estaba registrado a nombre de un conductor con antecedentes.
Upperton se echó al arcén y enseguida acortó distancias con el Fiesta.
Entonces llegó una llamada de radio:
—¿Hotel Tango Cuatro Dos?
—Hotel Tango Cuatro Dos —respondió Omotoso—. ¿Sí?
—Tenemos un accidente de tráfico grave. Moto y coche en el cruce de Coldean Lane y Ditchling Road —dijo el operador—. ¿Pueden ocuparse?
«Mierda», pensó. No quería que se le escapara el Ford Fiesta.
—Sí, sí, vamos para allá. Ponga un aviso para las patrullas de Brighton. Ford Fiesta, matrícula: Whisky, Cuatro, Tres, Dos, Charlie, Papa, Noviembre; color verde, viajando hacia el sur por Lewes Road a gran velocidad, acercándose a la rotonda. Posible conductor reincidente.
No tuvo que decirle a su colega que diera media vuelta.
Upperton ya estaba frenando a fondo, con el intermitente a la derecha encendido, y buscaba un hueco entre el tráfico que venía en sentido contrario.
4
Beckett sentía cada vez más cerca el olor del mar, parado ante el semáforo de la vía de acceso en su viejo MGB GT que ya tenía treinta años. Era como una droga, como si llevara la sal del océano en sus venas, y después de cualquier periodo de abstinencia necesitaba su dosis. Desde su temprana juventud, cuando se alistó en la Marina Real como aprendiz de ingeniero, se había pasado toda su carrera en el mar. Diez años en la Marina Real y luego veintiuno en la Marina Mercante.
Le encantaba Brighton, donde había nacido y crecido, debido a su ubicación en la costa, pero siempre se ponía más contento cuando se hacía a la mar. Aquel día era el último de su permiso de tres semanas y el inicio de otras tres de nuevo en el mar, en el Arco Dee, del que era ingeniero jefe. No hacía tanto, pensó, que era el ingeniero jefe más joven de toda la Marina Mercante, pero ahora, a sus cuarenta y siete años, se estaba convirtiendo rápidamente en un veterano, en un viejo lobo de mar.
Del mismo modo que le pasaba con su querido barco, del que conocía cada remache, conocía también cada tornillo y cada tuerca de su coche, que había desmontado y vuelto a montar más veces de las que podía recordar. Escuchó atentamente el ronroneo del motor en punto muerto y le pareció notar un ligero ruidito del taqué, lo que significaba que tendría que sacar la cabeza del cilindro en su próximo permiso y hacer algunos ajustes.
—¿Estás bien?—le preguntó Jane.
—¿Yo? Sí, estupendamente.
Era una bonita mañana, con un cielo azul claro, sin viento, y el mar era una balsa de aceite. Tras las tormentas de finales de otoño, que habían hecho su última travesía algo desagradable, el tiempo volvía a calmarse, al menos de momento. Sería un día fresco, pero luminoso.
—¿Vas a echarme de menos?
Él le pasó el brazo por encima de los hombros y se apretó contra ella.
—Como un loco.
—¡Mentiroso!
La besó.
—Te echo de menos cada segundo que paso lejos de ti.
—¡Tonterías!
Volvió a besarla.
Al ponerse verde el semáforo, Jane soltó el embrague, puso la primera y aceleró cuesta abajo.
—¡Qué difícil es competir con un barco! —dijo ella.
—El polvo de esta mañana ha sido colosal —respondió él con una mueca.
—Más vale que te dure.
—Me durará.
Giraron a la izquierda, rodeando el extremo de la laguna de Hove, un par de lagos artificiales donde se podía practicar remo, tomar clases de windsurf o poner a navegar maquetas de barcos. Enfrente, junto al extremo este del puerto, tenían una calle privada blanca con casas de veraneo de estilo árabe donde residían algunos ricos y famosos, como Heather Mills y Fatboy Slim.
El aire olía ya más a sal, y a los vertidos sulfurosos del puerto, y a petróleo, a cuerdas, a alquitrán, a pintura y a carbón. El puerto de Shoreham, en el extremo oeste de la ciudad de Brighton y Hove, consistía en una ensenada de casi dos kilómetros de longitud bordeada de astilleros de madera, almacenes, estaciones de repostaje y depósitos anexos a ambos lados, así como puertos deportivos y unas cuantas casas y bloques de pisos dispersos. En otro tiempo había sido un activo puerto comercial, pero la llegada de cargueros cada vez mayores, demasiado grandes para ese puerto, había cambiado su fisonomía.
Buques cisterna, pequeños barcos de carga y barcos pesqueros aún hacían un uso constante del puerto, pero gran parte del tráfico consistía en dragas comerciales, como su barco, que peinaban el lecho marino recogiendo grava y arena para venderlas como material de construcción.
—¿Qué tienes durante las próximas tres semanas? —preguntó él.
La confianza en las esposas que se quedaban en puerto era fundamental para todos los marinos.
Al empezar en la Marina Real le habían dicho que las mujeres de algunos marinos solían poner un paquete de detergente OMO en el alféizar de la ventana delantera cuando sus maridos estaban fuera, de servicio. Quería decir Old Man Overseas, es decir, «marido en alta mar».
—La obra de Navidad de Jemma, que te perderás por poco —respondió ella—. Y Amy empieza vacaciones dentro de dos semanas. La pondré a fregar toda la casa.
Amy tenía once años y era la hija de un matrimonio anterior de Jane. Mal se llevaba bien con ella, aunque siempre había una barrera invisible entre ellos. Jemma tenía seis años y era la hija de ambos, y con ella tenía mucha más afinidad. Era una niña muy cariñosa, muy lista y positiva. Justo lo contrario que la hija que él tenía de su primer matrimonio, distante y enfermiza, a la que quería pero con la que nunca había conectado realmente, a pesar de todos sus esfuerzos. Le daba mucha rabia perderse cómo Jemma interpretaba a la Virgen María, pero ya estaba acostumbrado a los sacrificios familiares que suponía el trabajo que había elegido. Aquello había sido un factor de peso en su divorcio, y algo sobre lo que aún pensaba constantemente.
Miró a Jane mientras ella conducía y giraba a la derecha. Dejaron las casas atrás y embocaron la larga carretera recta que recorría el lado sur de la ensenada. Redujo la marcha casi de forma deliberada, como si quisiera estirar los últimos minutos con él. Era una mujer combativa pero encantadora, con su corta melena pelirroja y su naricilla respingona; llevaba una chaqueta de cuero sobre una camiseta blanca y unos vaqueros rasgados. ¡Cuánta diferencia había entre ambas mujeres! Jane, que era terapeuta especialista en fobias, le dijo que apreciaba su independencia, que le encantaba el hecho de tener tres semanas de libertad, que eso le hacía valorar más el tiempo en que lo tenía en casa.
Mientras que Lynn, que trabajaba para una agencia de recaudación de impuestos, siempre le había necesitado. Demasiado. Una cosa era sentirse querido por una mujer, deseado por ella. Pero otra que le «necesitara»... Era aquella necesidad la que había acabado por separarlos. Él esperaba —de hecho, ambos esperaban— que tener un hijo cambiara aquello. Pero no había sido así.
En realidad, había empeorado las cosas.
El coche estaba deteniéndose. Jane había puesto el intermitente. Pararon, dejaron que pasara un camión cargado de madera, giraron a la derecha y atravesaron la verja abierta de Solent Aggregates. Luego ella detuvo el coche frente a la cabina de seguridad.
Mal salió con su mono blanco y sus botas de trabajo con suelas de goma ya puestas y levantó el maletero. Sacó su enorme petate y se puso su casco amarillo. Luego se inclinó y besó a Jane por el hueco de la ventanilla. Fue un beso largo y prolongado. A pesar de los siete años que llevaban juntos, la pasión aún era intensa. Era una de las ventajas de alejarse periódicamente durante tres semanas.
—Te quiero —dijo él.
—Yo te quiero aún más —respondió ella, y volvió a besarle.
Mal era un hombre alto, delgado y fuerte, de buen aspecto, de expresión abierta y honesta, y con una mata de pelo claro y corto que se iba haciendo más fino. Era el tipo de hombre que enseguida se ganaba el aprecio y el respeto de sus colegas: no tenía caras ocultas. Era tal como parecía.
Se quedó de pie mirando la maniobra del coche, escuchando el borboteo del tubo de escape, preocupado por el ruido del motor al subir de revoluciones. Habría que sustituir uno de los deflectores de los silenciadores. Tendría que subir el coche en el elevador cuando volviera. Además tenía que echar un vistazo a los amortiguadores; no parecía que el coche fuera todo lo bien que debía cuando encontraba baches. Quizá tuviera que cambiar los amortiguadores de delante.
Sin embargo, cuando entró en la cabina de seguridad y firmó en el registro, intercambió un par de cumplidos con el guardia y otros pensamientos empezaron a ocuparle la mente. El motor de estribor del Arco Dee se acercaba a las 20.000 horas, que era el límite de la compañía para una revisión. Necesitaba hacer unos cálculos para escoger el mejor momento. Los diques secos estarían cerrados durante las Navidades. Pero a los propietarios del Arco Dee no les preocupaban las vacaciones. Si él se hubiera gastado diecinueve millones de libras en un barco, probablemente tampoco le preocuparían. Aquello explicaba que intentaran mantenerlo en activo veintitrés horas al día, siete días a la semana, durante la mayor parte del año.
Mientras caminaba con desenvoltura por el muelle hacia el casco negro y la superestructura naranja del barco, no tenía idea de la carga que los acompañaría a la vuelta en su próxima travesía, para la que tenían que zarpar al cabo de unas horas, ni de cómo le afectaría aquello personalmente.
5
La consulta del doctor Hunter era una sala larga de techos altos, con ventanas de guillotina en el extremo, desde donde se veía un pequeño jardín vallado y, apenas cercada por unos árboles despoblados y unos arbustos helados, la austera salida de incendios del edificio de detrás. Lynn había pensado muchas veces que, en tiempos mejores, cuando todo aquello era una vivienda, la consulta probablemente debía de ser el comedor.
Le gustaban los edificios, en particular los interiores. Uno de sus mayores placeres era visitar casas de campo y mansiones abiertas al público; había habido un tiempo en que a Caitlin aquello también le había gustado bastante. Durante mucho tiempo había pensado que, cuando Caitlin se independizara y la necesidad de ganar dinero no fuera tan acuciante, podía hacer un curso de interiorismo. A lo mejor entonces se ofrecería a hacerle un lavado de cara a la consulta de Ross Hunter. Al igual que la sala de espera, a la consulta le iría bien un repaso. El papel de las paredes y la pintura no habían envejecido tan bien como el propio doctor. Aunque tenía que admitir que había algo reconfortante en el hecho de que aquella sala apenas hubiera cambiado en todos los años que llevaba viniendo. Tenía un aspecto familiar que siempre —por lo menos hasta aquel momento— le hacía sentir cómoda.
Lo único que cambiaba es que tras cada visita parecía más cargada. El número de archivadores grises de cuatro cajones colocados contra una de las paredes parecía ir en aumento constante, al igual que los clasificadores en los que guardaba las notas de sus pacientes junto a un dispensador de agua que parecía fuera de lugar. Había una gráfica de agudeza visual dentro de una caja de luz en una pared, un busto de mármol blanco de algún sabio antiguo que ella no reconocía —quizás Hipócrates, pensó—, y varias fotografías familiares sobre una serie de estantes antiguos abarrotados de libros.
En un lado de la habitación, tapado por un biombo, estaban la camilla, algunos instrumentos eléctricos de exploración, una amplia gama de aparatos médicos y varias lámparas. El suelo de aquella parte era un rectángulo de linóleo encajado en la moqueta, lo que le confería a la zona el aspecto de un quirófano en miniatura.
Ross Hunter acompañó a Lynn a una de las dos sillas de cuero que había frente a su escritorio. Ella se sentó y dejó el bolso en el suelo a su lado, pero no se quitó el abrigo. Él aún tenía una expresión tensa, más seria que nunca, y aquello la estaba poniendo de los nervios. Entonces sonó el teléfono. Él levantó una mano en señal de disculpa y respondió, indicándole con un gesto de los ojos que no tardaría. Mientras hablaba, echó un vistazo a la pantalla de su ordenador portátil.
Paseó la mirada por la habitación, mientras le escuchaba hablar con el pariente de alguien que evidentemente estaba muy enfermo y que estaban a punto de trasladar a Marletts, una residencia para pacientes desahuciados. Aquella llamada la puso aún más incómoda. Se quedó mirando un perchero que sostenía un abrigo solitario —el del doctor Hunter, supuso— y se asombró al ver un aparato eléctrico que no había visto nunca, o en el que no había caído antes; se preguntó para qué serviría.
Él acabó con la llamada, escribió un recordatorio, echó una nueva mirada a la pantalla y a continuación se centró en Lynn. Hablaba con una voz suave, de preocupación:
—Gracias por venir. Pensé que sería mejor verte a solas antes de ver a Caitlin. —Parecía nervioso.
«Bueno», quiso decir ella. Articuló la palabra, pero no emitió ningún sonido. Era como si alguien le acabara de emborronar el interior de la boca y de la garganta con un papel secante.
El doctor cogió un dosier de lo alto de un montón a su derecha, lo puso sobre su escritorio y lo abrió, se ajustó las gafas de media luna y, a continuación, leyó unos momentos, como para ganar tiempo.
—Me han llegado los resultados de los últimos análisis del doctor Granger y me temo que no son buenas noticias, Lynn. Muestran una función hepática muy anormal.
El doctor Neil Granger era el gastroenterólogo que había estado visitando a Caitlin los últimos seis años.
—Los niveles enzimáticos, en particular, son muy altos —prosiguió—. Especialmente los de los enzimas gamma—GT. Y el recuento plaquetario es muy bajo; se ha deteriorado a gran velocidad. ¿Le salen muchos cardenales?
Lynn asintió:
—Sí, además, cuando se hace una herida tarda mucho en cortarse la hemorragia. —Ella sabía que las plaquetas las hacía el hígado, y que un hígado sano enseguida enviaría plaquetas a cerrar las heridas y detener la hemorragia—. ¿A qué nivel están los enzimas? —Tras tantos años estudiando lo que le decían los médicos sobre Caitlin, en Internet, Lynn había acumulado un conocimiento considerable sobre la materia. Suficiente para saber cuándo preocuparse, pero no para saber qué hacer al respecto.
—Bueno, en un hígado sano normal, el nivel de enzimas debería de ser de unos 45. Los análisis que hicimos hace un mes daban 1.050. Pero estos últimos dan un nivel de 3.000. Al doctor Granger esto le preocupa mucho.
—¿Qué significa, Ross? —preguntó con una voz ahogada y débil—. El aumento, quiero decir.
Él la miró fijamente con una mirada compasiva.
—Granger dice que la ictericia está empeorando. Al igual que la encefalopatía. Para que lo entiendas, las toxinas la están intoxicando. Cada vez sufre más alucinaciones, ¿verdad?
Lynn asintió. —¿Visión borrosa?
—Sí, a veces.
—¿Los picores?
—La están volviendo loca.
—La verdad es que Caitlin ya no responde a los tratamientos. Tiene una cirrosis irreversible.
Con una sensación de profunda pesadez en su interior, Lynn se giró un momento y miró a través de la ventana, con la mirada perdida. La salida de incendios. Un árbol esquelético y congelado que parecía estar muerto. Ella se sentía muerta por dentro.
—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó el doctor.
—Está bien, algo apagada. Se queja de que le pica mucho. Se ha pasado la mayor parte de la noche despierta, rascándose las manos y los pies. Dice que ha orinado muy oscuro. Y tiene el abdomen hinchado, que es lo que más le molesta de todo.
—Le puedo dar algún diurético para eliminar el líquido —dijo. Introdujo una nota en la ficha de Caitlin y, de pronto, Lynn se sintió indignada. ¿La cosa se quedaba en una nota en una ficha? ¿Y por qué no usaba para esas cosas un ordenador?
—Ross, cuando... Cuando dices que se ha «deteriorado a gran velocidad»... ¿Cómo...? ¿Qué...? Quiero decir... ¿Cómo se para eso? Ya sabes, ¿cómo se revierte el proceso? ¿Qué tiene que suceder?
Él se puso en pie, se dirigió a una estantería que iba del suelo al techo y volvió con un objeto marrón de forma de cuña en las manos, hizo sitio en su escritorio y lo colocó encima.
—Éste es el aspecto que tiene un hígado humano adulto. El de Caitlin sería sólo un poco más pequeño.
Lynn se lo quedó mirando, del mismo modo que lo había mirado mil veces antes. En un cuaderno en blanco él empezó a dibujar lo que parecía unos ramilletes de brécol. Ella le escuchó pacientemente mientras le explicaba cómo funcionaban los conductos biliares, pero cuando acabó su diagrama, Lynn no sabía más de lo que ya sabía antes sobre el funcionamiento de los conductos biliares. Y además, sólo le importaba una cosa.
—Tiene que haber algún modo para hacer que vuelvan a funcionar —dijo. Pero su voz no mostraba ninguna convicción. Como si supiera, como si ambos supieran, que después de seis años de esperar contra toda esperanza, estaban llegando por fin a lo inevitable.
—Me temo que lo que está pasando no es reversible. El doctor Granger cree que se nos está acabando el tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No ha respondido a ninguna medicación y no existen más medicamentos que podamos darle.
—Tiene que haber algo que se pueda hacer. ¿Diálisis?
—Para el fallo renal sí, pero no para el hepático. No hay un equivalente.
El doctor se quedó callado unos momentos.
—¿Por qué no, Ross? —insistió ella.
—Porque las funciones del hígado son demasiado complejas. Te puedo hacer un esquema y verás...
—¡No quiero más dibujitos de mierda! —le gritó. Entonces se echó a llorar—. Sólo quiero que cures a mi niña. Tiene que haber algo que puedas hacer —sollozó—. ¿Qué ocurrirá si no, Ross?
Él se mordió el labio.
—Va a tener que someterse a un trasplante.
—¿Un trasplante? ¡Pero si tan sólo tiene quince años! ¡Quince!
Él asintió, pero no dijo nada.
—No quería gritarte... Lo siento, yo... —se disculpó, rebuscando en el bolso un pañuelo. Luego se enjugó las lágrimas—. Ya ha pasado por muchas cosas, pobrecita. ¿Un trasplante? —volvió a preguntar—. ¿Realmente es la única opción?
—Me temo que sí.
—¿O...?
—En pocas palabras, no sobrevivirá.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Eso no te lo puedo decir —respondió él, levantando las manos en señal de impotencia.
—¿Semanas? ¿Meses?
—Unos meses, como mucho. Pero podría ser mucho menos si el hígado sigue fallando a este ritmo.
Hubo un largo silencio. Lynn bajó la vista. Por último, en voz muy baja, preguntó:
—Ross, ¿tiene riesgos el trasplante?
—Te mentiría si te dijera que no. El mayor problema va a ser encontrar un hígado. No es fácil, porque se hacen pocas donaciones.
—Además tiene un grupo sanguíneo raro, ¿no?
Él comprobó sus notas.
—AB negativo. Sí, es poco común: un dos por ciento de la población, más o menos.
—¿Es importante el grupo sanguíneo?
—Es importante, pero no estoy seguro de los criterios exactos. Creo que existen algunas combinaciones posibles.
—¿Y yo? ¿No le puedo dar mi hígado?
—Es posible hacer un trasplante parcial de hígado, usando uno de los lóbulos, sí. Pero tendrías que tener un grupo sanguíneo compatible, y no creo que tu hígado sea lo suficientemente grande.
Rebuscó entre unas cuantas fichas, y se quedó leyendo un momento.
—Tú eres A positivo —dijo—. No sé. —El doctor esbozó una sonrisa que denotaba empatía, pero también impotencia—. Eso es algo que el doctor Granger podrá decirte con más seguridad. Tu diabetes también influirá.
Le asustó que aquel hombre en quien tanto confiaba de pronto pareciera perdido y sin recursos.
—Estupendo —se lamentó.
La diabetes era otro de los desagradables recuerdos que le había dejado su ruptura matrimonial. De aparición tardía, tipo 2, según el doctor Hunter probablemente desencadenada por el estrés. Así que ni siquiera se había podido refugiar en los caprichos del paladar para consolarse.
—¿Caitlin va a tener que esperar que muera alguien con el grupo sanguíneo correcto? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
—Probablemente, sí. A menos que haya un miembro de la familia o un amigo próximo de ese grupo y que esté dispuesto a donar parte de su hígado.
Las esperanzas de Lynn se reavivaron un poco.
—¿Es eso posible?
—El tamaño es importante: tendría que ser una persona grande.
La única persona de gran tamaño en la que podía pensar y a la que pudiera recurrir era Mal. Pero desechó la idea, al recordar que él había tenido la hepatitis B tiempo atrás, lo que le eliminaba como donante, algo que había descubierto hacía unos años, en una época en que se habían propuesto ser ciudadanos responsables y habían donado sangre periódicamente.
Lynn hizo un cálculo rápido. Había 65 millones de personas en el Reino Unido. Quizás unos 45 millones serían adolescentes o adultos. Así que el dos por ciento serían unas 900.000 personas. Eso era mucha gente. Seguramente cada día debía de morir alguien del grupo AB negativo.
—¿Vamos a tener que ponernos a la cola, verdad? Como buitres, esperando que alguien muera. ¿Y si Caitlin se agobia sólo de pensarlo? —dijo—. Ya sabes cómo es. No aprueba la muerte de «nada». ¡Se enfada hasta cuando mato una mosca!
—Creo que tendrías que traérmela. Si quieres, puedo hablar con ella hoy mismo. Muchas familias consideran que donar los órganos de alguien que muere da cierto sentido y valor a su muerte. ¿Quieres que intente explicárselo a ella?
Lynn se agarró a los brazos de la silla, intentando ahuyentar sus propios miedos.
—No puedo creerme que esté pensando en esto, Ross. No soy una persona violenta: ni siquiera antes de que Caitlin influyera en mí, me «gustaba» matar las moscas de la cocina. Y ahora estoy aquí, sentada, hablando de «desear» que se muera un extraño.
6
El tráfico de Coldean Lane, en plena hora punta, se había quedado detenido a causa del accidente y ya llegaba casi a los pies de la colina. A la izquierda se veía parte de las amplias dependencias de la finca de Moulescomb, de la posguerra; a la derecha, tras un muro de pedernal, se levantaban los árboles que marcaban el límite oriental de Stanmer Park, uno de los espacios verdes más grandes de la ciudad.
El agente Ian Upperton acercó lentamente el morro del coche patrulla al autobús parado que se encontraba al final de la cola y se asomó para ver la situación de la carretera más adelante. Luego, con la sirena rompiendo el frío silencio del invierno, se lanzó por el carril contrario.
El agente Tony Omotoso estaba sentado a su lado, en silencio, escrutando los vehículos de delante por si alguno, vencido por la impaciencia, intentaba hacer algo estúpido como salirse de la fila o dar media vuelta. «La mitad de los conductores no ven nada o llevan la música demasiado alta como para oír una sirena, y no miran al espejo más que para peinarse», pensó. Estaba tenso, agarrotado por la ansiedad, como siempre que se encontraba con una «colisión en carretera», tal cómo denominaban oficialmente a los accidentes de coche en el siempre cambiante léxico policial. Nunca sabías lo que te podías encontrar.
Si el accidente era grave, en muchos casos el coche pasaba de ser un amigo del conductor a un enemigo mortal que podía atravesarlo, rebanarlo, aplastarlo o, en algunos casos especialmente horribles, hasta cocerlo. En una fracción de segundo, de un tranquilo paseo escuchando música o charlando distendidamente, podías pasar a estar agonizando entre una maraña de metal con bordes afilados como cuchillas, perplejo e indefenso. Detestaba a los idiotas al volante, gente que conducía mal o temerariamente, y a los capullos que no se ponían el cinturón.
Ya estaban llegando a lo alto de la loma, donde había una intersección con una curva pronunciada, donde Ditchling Road se cruzaba con Coldean Lane, que discurría de oeste a este. Vio un Range Rover azul al principio de la cola, con las luces de avería puestas. Algo más allá había un BMW Serie 3 cabriolet atravesado en la carretera, con la puerta del conductor abierta y vacío. Tenía una hendidura enorme en forma de V detrás de la puerta. La rueda de atrás estaba hundida; la ventanilla, hecha añicos. Justo detrás se había concentrado un grupo de personas. Muchos se giraron al llegar el coche de Policía. Algunos se apartaron.
Por el hueco que se habían hecho, Omotoso pudo ver, en el otro lado de la rasante, una pequeña furgoneta Ford blanca parada de cara a ellos. En el suelo, cerca de la furgoneta, yacía inmóvil un motorista con las piernas abiertas y un rastro de sangre de color púrpura que le salía del interior del casco, negro, y que iba formando un charco en la carretera. A su lado había dos hombres y una mujer arrodillados. Uno de los hombres parecía estar hablándole. A unos metros se encontraba tirada una moto roja.
—Otra Fireblade —dijo Upperton, con expresión sombría, entre dientes, mientras detenía el coche.
La Honda Fireblade era la típica máquina del motociclista nostálgico, una de las preferidas de los cuarentones que habían llevado moto en su adolescencia y que, ahora que tenían algo de dinero, deseaban volver a tener una. Y naturalmente querían la máquina más rápida de la carretera, aunque no sabían realmente lo rápidas —y lo difíciles de manejar— que se habían vuelto las motocicletas modernas en los últimos años. Era una triste estadística, evidenciada por lo que Omotoso y Upperton —y como ellos decenas de agentes de la Policía de Tráfico— veían a diario: que el grupo de mayor riesgo no era el de los adolescentes gamberros, sino el de los ejecutivos de mediana edad.
Mientras paraban, Omotoso comunicó por radio que estaban en la escena y le dijeron que venían de camino una ambulancia y un equipo de bomberos.
—Más vale que venga el inspector, Hotel Tango Tres Nueve Nueve —le dijo al operador, dándole el indicativo del inspector de la Policía de Tráfico de servicio.
Aquello tenía mala pinta. Incluso desde allí se veía que la sangre no tenía el color claro y brillante de una herida superficial en el cráneo, sino el de una hemorragia interna, lo cual no presagiaba nada bueno.
Ambos hombres salieron del coche y analizaron la escena lo mejor y más rápidamente que pudieron. Algo que Tony Omotoso había aprendido en su trabajo era que no debía sacar conclusiones precipitadas sobre cómo se había producido un accidente. Pero por las marcas de derrape y la posición del coche y de la moto, parecía que el coche había cortado el paso a la moto, que debía de ir a gran velocidad a juzgar por los daños que le había provocado al coche, al que hizo girar sobre sí mismo.
Lo primero en su lista mental de prioridades era eliminar el riesgo para otros usuarios de la vía. Pero parecía que todo el tráfico estaba detenido en ambas direcciones. A lo lejos oyó el aullido de una sirena que se acercaba.
—Se echó a un lado, la muy estúpida. ¡Se echó a un lado, sin más! —le gritó una voz de hombre—. ¡Él no pudo hacer nada!
Haciendo caso omiso de la voz, los agentes se acercaron corriendo al motorista. Omotoso se colocó entre las personas que ya estaban a su lado y se arrodilló.
—Está inconsciente —dijo la mujer.
La pantalla tintada del casco de la víctima estaba bajada. El agente sabía que era importante no moverlo lo más mínimo. Con toda la delicadeza que pudo, levantó la pantalla y tocó el rostro del hombre, le abrió los labios y buscó la lengua en su interior.
—¿Puede oírme, señor? ¿Me oye?
A sus espaldas, Ian Upperton preguntó:
—¿Quién es el conductor del BMW?
Una mujer se le acercó, con un teléfono móvil apretado en la mano y blanca como el papel. Tenía unos cuarenta años y aspecto chabacano. Llevaba el pelo teñido de rubio y vestía una chaqueta vaquera con ribetes de piel, vaqueros y botas de ante.
Hablaba bajito, con la voz grave de una fumadora empedernida.
—Yo —dijo—. Mierda, mierda... No lo he visto. Se me acercó como una exhalación. No lo vi. La carretera estaba vacía —dijo. Estaba temblando, sobrecogida.
El agente, muy bregado, acercó la cara a la suya, mucho más de lo necesario para oírla. Quería olería o, más exactamente, olerle el aliento. Tenía buen olfato y en muchos casos lograba incluso detectar el alcohol de la noche anterior en alguien que se hubiera ido de juerga. Podía haber un mínimo rastro en ella, pero era difícil de decir, ya que estaba muy enmascarado en chicle de menta y el tufo a cigarrillo.
—¿Le importa pasar a mi coche, al asiento del acompañante? Estaré con usted dentro de unos minutos —dijo Upperton.
—¡Ella giró sin más! —le dijo un hombre vestido con un anorak que parecía no creerse lo que estaba viendo—. Yo estaba justo detrás de él.
—Me gustaría que me diera su nombre y dirección, señor —dijo el agente.
—Por supuesto. Ella giró sin más. Eso sí, él iba como una bala —admitió—. Yo iba en mi Range Rover —dijo, señalándolo con el pulgar—. Me pasó volando.
Upperton vio que llegaba la ambulancia.
—Volveré enseguida, señor —se disculpó, y salió corriendo al encuentro de los paramédicos.
El modo de tratar el caso desde aquel momento dependería mucho de su evaluación inicial. Si a los médicos les parecía que estaba muerto, habría que cerrar la carretera hasta que llegara el Equipo de Investigación de Accidentes e hiciera su examen. Mientras tanto, llamó a la central y pidió dos unidades más.
7
Las celebraciones de Navidad habían empezado pronto ese año. Sólo eran las nueve menos cuarto de la mañana del miércoles, y el superintendente Roy Grace estaba sentado en su despacho, luchando contra la resaca. No solía sufrir de resaca, o por lo menos en muy raras ocasiones, pero últimamente parecían haberse convertido en una presencia regular. A lo mejor era cosa de la edad: cumpliría cuarenta años en agosto. O quizá fuera...
¿Qué, exactamente?
Debería centrarse un poco más en sí mismo, lo sabía. Por primera vez en los casi diez años que habían pasado desde la desaparición de su esposa, Sandy, tenía una relación formal, con una mujer que adoraba. Hacía poco que le habían ascendido al frente de Delitos Graves, y el mayor obstáculo en su carrera, la subdirectora Alison Vosper, a la que nunca le había caído bien, iba a trasladarse al otro extremo del país para asumir el cargo de subcomisaria.
¿Por qué entonces seguía levantándose tan a menudo sintiéndose una mierda? ¿Por qué se ponía a beber de pronto de forma tan irresponsable?
¿Era porque sabía que Cleo, que estaba a punto de cumplir los treinta, estaba presionándole sutilmente —y a veces no de forma tan sutil— para que formalizaran su compromiso? Él ya se había mudado a vivir con ella y Humphrey, su perrito, un cachorro mestizo recogido en la calle, por lo menos de forma semipermanente. En parte era porque él quería estar con ella, pero también porque su colega, el sargento Glenn Branson, cuyo matrimonio estaba rompiéndose en pedazos, se había convertido en un inquilino cada vez más presente en su casa. Por mucho cariño que le tuviera, formaban una extraña pareja, y le resultaba más fácil dejar que Glenn se arreglara solo, aunque a Roy le dolía ver el estado en que le tenía la casa —y en particular el cómo le había dejado su adorada colección de vinilos y CD—. Apuró su segundo café de la mañana y desenroscó el tapón de una botella de agua con gas. La noche anterior había asistido a la cena de Navidad del personal del Depósito de Cadáveres de la Ciudad de Brighton y Hove, en un restaurante chino en el puerto deportivo, y luego, en vez de hacer lo sensato y volverse a casa, había seguido al grupo hasta el Rendezvous Casino, donde se había tomado varios coñacs —que siempre le daban una resaca terrible—, y había perdido en un momento 50 libras en la ruleta y 100 más en la mesa de blackjack hasta que, afortunadamente, Cleo le había sacado de allí.
Normalmente estaba en su despacho a las siete de la mañana, pero sólo hacía diez minutos que había llegado, y hasta aquel momento la única tarea que había podido llevar a cabo, aparte de prepararse un café, era conectarse al sistema informático. Y por la noche tendría que volver a salir, a la fiesta de jubilación de un superintendente en jefe llamado Jim Wilkinson.
Miró por la ventana, hacia el aparcamiento y el supermercado ASDA, al otro lado de la calle, y luego más allá, al paisaje urbano de su querida ciudad. Era una mañana fresca y luminosa, con un aire tan transparente que podía ver a lo lejos la alta chimenea blanca de la central eléctrica del puerto de Shoreham, con la franja azul del canal de la Mancha detrás, fundiéndose con el cielo a lo lejos, en el horizonte. Sólo llevaba en aquel despacho un par de meses, desde su traslado del otro extremo del edificio, donde sus únicas vistas consistían en el muro gris del bloque de celdas, así que aquellas vistas aún eran para él algo nuevo y motivo de alegría. Pero no aquel día.
Con la taza de café sujeta entre ambas manos, cayó en la cuenta de que estaba temblando. Mierda, ¿hasta qué punto se había emborrachado la noche anterior? Y por lo poco que podía recordar, Cleo no había bebido nada, lo cual no estaba mal, ya que así había podido llevarle de vuelta a casa. Y —¡joder!— ni siquiera recordaba si habían hecho el amor.
No debería de haber ido a trabajar en coche, lo sabía. Probablemente aún superaba la tasa. Sentía el estómago como una hormigonera y no estaba seguro de que comerse los dos huevos fritos que Cleo le había obligado a ingerir hubiera sido una buena idea. Tenía frío. Descolgó la americana del respaldo de su silla y volvió a ponérsela, luego echó un vistazo a la pantalla del ordenador, repasando los expedientes desde el día anterior —la lista de incidentes registrados en la ciudad de Brighton y Hove—. Cada minuto aparecían nuevas entradas, y las antiguas que seguían abiertas se iban actualizando.
Entre los casos más destacados había un ataque homófobo en Kemp Town y una agresión grave en King's Road. Uno, que acababa de actualizarse, era una CC en Coldean Lane: una colisión entre un coche y una motocicleta. Se había introducido a las 08.32 y acababan de actualizar la información con la solicitud de un H900, el helicóptero de la Policía con personal sanitario.
«No pinta bien», pensó, estremeciéndose ligeramente. Le gustaban las motos; en sus años de juventud había tenido una, cuando se alistó en la Policía y salía con Sandy, pero desde entonces no había vuelto a subirse a una. Un ex compañero que acababa de jubilarse, Dave Gaylor, se había comprado una estupenda Harley negra con ruedas rojas y, ahora que su nuevo puesto le permitía disponer libremente de un coche del cuerpo, sentía la tentación de cambiar su Alfa Romeo, declarado recientemente siniestro total tras una persecución, por una moto. Eso cuando los cabrones de la compañía de seguros por fin soltaran la pasta —o más bien, «si» la soltaban—. Pero cuando se lo había mencionado a Cleo, ella se había encendido, a pesar de que ella misma era algo temeraria al volante.
Cada vez que él sacaba el tema, Cleo, que era «técnica superior de patología anatómica» (como eran denominados los forenses jefes) del Depósito de Cadáveres de la Ciudad de Brighton y Hove, solía recitarle una letanía de lesiones mortales que presenciaba de forma regular en los desdichados motoristas que acababan en las camillas del depósito. Y Roy sabía que en algunos círculos médicos, especialmente entre los que trabajaban con accidentados, donde el humor negro dominaba, los motoristas eran apodados «donantes sobre ruedas».
Aquello explicaba la presencia de un montón de revistas de motor, con pruebas de carretera y anuncios de coches usados —pero no motos— apiladas en unos pocos centímetros cuadrados, a un lado de su congestionado escritorio.
Además de todos los dosieres relacionados con su nuevo puesto y las montañas de archivos del Departamento de Justicia Criminal sobre juicios en curso, tras la marcha repentina de un colega había heredado de nuevo el mando de todos los archivos de casos abiertos de asesinatos de la Policía de Sussex. Algunos estaban en cajas de plástico verdes, que ocupaban la mayoría de la superficie del suelo que dejaban libre su escritorio, la pequeña mesa de reuniones redonda y sus cuatro sillas, y su maletín de cuero negro, que contenía todo el equipo y las prendas protectoras que necesitaba llevar consigo a la escena de un delito.
Sus investigaciones sobre los casos abiertos progresaban con una lentitud exasperante, en parte porque ni él ni nadie más en el cuartel general del Departamento de Investigación Criminal tenía tiempo suficiente para trabajar en ellos, y en parte porque no había mucho más que hacer, a menos que cambiara algo. La Policía tenía que esperar algún avance en la ciencia forense, como que mejoraran los análisis de ADN, que revelara alguna sospecha, o que la relación entre familiares cambiara —quizás una esposa que anteriormente hubiera mentido para proteger a su esposo se sintiera dolida y decidiera delatarlo—. No obstante, la situación iba a cambiar, porque se había designado a un nuevo equipo para que trabajara a sus órdenes en la revisión de los casos abiertos más destacados.
A Grace esos casos le hacían sentir mal, y la visión de las cajas era un recordatorio constante de que, para aquellas víctimas, él era la última oportunidad de que se hiciera justicia, la última oportunidad que tenían las familias de descansar por fin.
Conocía de memoria el contenido de la mayoría de los archivos. Estaba el caso de un veterinario homosexual llamado Richard Ventnor, que había aparecido apaleado hasta la muerte en su consulta doce años atrás. Otro, que le había conmovido profundamente, era el de Tommy Lytle, su caso abierto más antiguo. A los once años, veintisiete años atrás, Tommy había salido del colegio una tarde de febrero en dirección a casa. Nunca habían vuelto a verlo.
Volvió a echar un vistazo a los archivos del Departamento de Justicia Criminal. La burocracia que exigía el sistema era casi increíble. Tragó un poco de agua, preguntándose por dónde empezar. Entonces decidió dejar aquello y repasar su lista de regalos de Navidad. Pero no pasó del primero, una petición de los padres de su ahijada de nueve años, Jaye Somers. Sabían que a él le gustaba hacerle regalos que le hicieran pensar que era guay, y no un viejo aburrido. Y le sugerían un par de botas Ugg de ante negro, talla 35. ¿Dónde iba a encontrar unas botas Ugg?
Había alguien que seguro que sabía la respuesta. Miró a una de las cajas verdes, la cuarta en un montón a la derecha de su escritorio. El Hombre del Zapato. Un caso abierto que hacía tiempo que le tenía intrigado. A lo largo de varios años, el Hombre del Zapato había violado a seis mujeres en Sussex; a una de ellas la había matado, probablemente de forma accidental, al asustarse, o eso habían deducido. Entonces, de forma inexplicable, dejó de hacerlo. Puede que fuera porque su última víctima se había revuelto desesperadamente y había conseguido arrancarle parte de la máscara, lo cual había hecho posible que se trazara un dibujo-robot del agresor; tal vez aquello le hubiera asustado. O quizás hubiera muerto. O puede que se hubiera ido a otro lugar.
Tres años atrás habían arrestado a un ejecutivo de Yorkshire de cuarenta y nueve años que había violado a una serie de mujeres a mediados de los años ochenta; en todos los casos les había quitado los zapatos. Durante un tiempo la Policía de Sussex había albergado la esperanza de que fuera su hombre, pero los análisis de ADN lo habían descartado. Además, los métodos de ambos violadores eran similares, pero no idénticos. James Lloyd, el tipo de Yorkshire, les quitaba ambos zapatos a sus víctimas. El Hombre del Zapato de Sussex sólo se llevaba uno, siempre el del pie izquierdo, junto con las medias de sus víctimas. Por supuesto, podía ser que hubiera más de seis. Uno de los problemas al seguirles la pista a los violadores era que muchas veces las víctimas se avergonzaban de tener que dar la cara.
De entre todos los delincuentes, los que Grace más odiaba eran los pedófilos y los violadores. Esos tipos destruían la vida de sus víctimas para siempre. Nadie se recuperaba por completo del ataque de un pedófilo o de un violador. Las víctimas podían intentar recomponer sus vidas, pero nunca olvidarían lo que les había pasado.
Él había ingresado en el cuerpo no sólo porque su padre hubiera sido policía, sino porque realmente quería trabajar en algo que cambiara el mundo —aunque sólo fuera mínimamente—. Animado por los avances tecnológicos de los últimos tiempos, había ido creándose un objetivo primordial: que los responsables del sufrimiento de las víctimas de los casos que llenaban todas aquellas cajas respondieran un día ante la justicia. Todos y cada uno de aquellos cabrones. Y en lo más alto de su lista estaba el repulsivo Hombre del Zapato. Un día.
Un día, el Hombre del Zapato desearía no haber nacido.
8
Lynn salió de la consulta del médico a toda prisa. Subió la cuesta hasta su pequeño Peugeot naranja destartalado, al que le faltaba un tapacubos, y se metió en el coche. Generalmente lo dejaba abierto con la esperanza —aún incumplida— de que alguien lo robara y pudiera cobrar el seguro.
El año anterior, el mecánico le había dicho que no podría pasar la siguiente inspección de seguridad y emisiones si no le hacían una revisión a fondo, y que aquello costaría más de lo que valía el coche. Dentro de una semana le tocaba pasar la inspección, y ya estaba temblando.
Mal habría podido reparar el coche personalmente: él lo reparaba todo. Dios, cómo echaba de menos aquello. Y tener a alguien con quien hablar en momentos como aquél. Alguien que le diera apoyo en la conversación que estaba a punto de tener —y que tanto temía— con su hija.
Sacó el teléfono móvil del bolso y llamó a su mejor amiga, Sue Shackleton, mientras apretaba los ojos para impedir que le cayeran las lágrimas. Sue estaba divorciada, como ella, y tenía cuatro hijos a su cargo. Y además, parecía derrochar siempre una alegría incontenible.
Mientras hablaba, Lynn vio a un guardia de tráfico caminando con aire arrogante por la calzada, pero no tenía nada que temer, ya que el ticket pegado a la ventanilla le permitía seguir estacionada una hora más. Sue era la de siempre, simpática pero realista.
—A veces ocurren estas cosas, cariño. Conozco a un tipo al que le trasplantaron un riñón, será hace unos siete años, y está muy bien.
Lynn asintió al oír hablar del amigo de Sue, al que conocía.
—Sí, pero esto es un poco diferente. Con la diálisis puedes sobrevivir durante años si no llega el trasplante de riñón, pero no es lo mismo cuando te falla el hígado. No hay otra opción. Tengo miedo por ella, Sue. Es una operación importante. Podían fallar muchas cosas. Y el doctor Hunter ha dicho que no puede garantizar el éxito. Quiero decir... ¡Joder, que sólo tiene quince años, por Dios!
—Entonces, ¿cuál es la alternativa?
—Ése es el problema. No la hay.
—Entonces la decisión es fácil. ¿Quieres que viva o que muera?
—Por supuesto que quiero que viva.
—Entonces acepta lo que tenga que venir y muéstrate fuerte y confiada ante ella. Lo último que necesita es verte flojear.
Cuando pusieron fin a la conversación, cinco minutos más tarde, aquellas palabras aún resonaban en sus oídos. Le prometió a Sue que se verían más tarde para tomar un café, si conseguía dejar a Caitlin.
«Muéstrate fuerte y confiada ante ella.»
Qué fácil de decir.
Llamó a Mal al móvil; no tenía muy claro dónde estaba en aquel momento.
Su barco se trasladaba de vez en cuando, y últimamente había estado zarpando desde Gales para trabajar en el canal de Bristol. Tenían una relación amistosa, aunque algo forzada y formal.
Él respondió al tercer tono; la conexión era muy mala.
—Hola —dijo ella—. ¿Dónde estás?
—Frente a Shoreham. Estamos a diez millas de la bocana del puerto; nos dirigimos a la zona de dragado. Dentro de unos minutos estaré fuera de cobertura. ¿Qué hay?
—Tengo que hablar contigo. Caitlin ha empeorado: está muy enferma. Desesperadamente enferma.
—Mierda —dijo él, con una voz que se oía cada vez menos, al aumentar las interferencias—. Cuéntame.
Ella le contó en pocas palabras lo esencial del diagnóstico, sabiendo por experiencias pasadas que en cualquier momento podría cortarse la línea. Casi podía imaginarse su respuesta: el barco volvería a Shoreham al cabo de unas siete horas, ya la llamaría él.
A continuación llamó a su madre, que estaba tomando café con unas amigas en el club de bridge. Su madre era una mujer fuerte, y parecía haberse hecho más dura en los cuatro años que habían pasado desde la muerte del padre de Lynn. Hasta le había confesado que, en realidad, los últimos años no se gustaban mucho el uno al otro. Era una mujer práctica y daba la impresión de que nada le inquietaba.
—Tienes que buscar una segunda opinión —dijo enseguida—. Dile al doctor Hunter que quieres una segunda opinión.
—No creo que haya muchas dudas —replicó Lynn—. No se trata sólo del doctor Hunter, sino también del especialista. Lo que pasa es lo que nos temíamos desde hace tanto tiempo.
—No puedes dejar de pedir una segunda opinión. Los médicos se equivocan. No son infalibles.
Algo escéptica, Lynn le prometió a su madre que pediría una segunda opinión. Luego colgó y, durante el trayecto de vuelta a casa, le fue dando vueltas mentalmente. ¿Cuántas segundas opiniones iba a pedir? Durante los años pasados lo había probado todo. Había rebuscado por Internet, para conocer las posibilidades de todos los hospitales importantes de Estados Unidos. Los de Alemania. Los de Suiza. Había probado todas las alternativas que había podido encontrar. Sanadores de todo tipo: con la fe, con vibraciones, a distancia, con imposición de manos. Curas. Pastillas de plata coloidal. Homeópatas. Herboristas. Acupuntores.
Por supuesto, su madre tenía motivo para pensar así. Podía ser que el diagnóstico estuviera equivocado, que otro especialista supiera algo que el doctor Granger no sabía y que pudiera recomendar algo menos drástico. Quizás hubiera alguna medicación nueva para tratar aquello. Pero ¿cuánto tiempo podía seguir buscando mientras su hija seguía yendo cuesta abajo? ¿Cuánto tiempo antes de aceptar que quizás en este caso la medicina convencional fuera la única opción?
Mientras giraba a la derecha en la rotonda a la salida de London Road para tomar Carden Avenue, el coche se inclinó, e hizo un horrible ruido, como si algo rascara. Cambió de marcha y oyó bajo sus pies el familiar traqueteo del tubo de escape, que tenía una brida rota. Caitlin solía decir que era la llamada de la muerte, porque el coche estaba agonizando.
Su hija tenía un macabro sentido del humor.
Prosiguió cuesta arriba hacia Patcham, con los ojos húmedos, cada vez más superada por la situación. «Mierda.» Sacudió la cabeza, apabullada. No había nada, nada, «nada» que pudiera prepararla para aquello. ¿Cómo se le dice a una hija que van a tener que ponerle un hígado nuevo? ¿Y probablemente uno del cuerpo de un muerto?
Emprendió la cuesta y embocó su calle; luego giró a la izquierda y entró en la vía de acceso a su casa, tiró del freno de mano y quitó la marcha. Como siempre, el coche tembló unos momentos, resoplando y haciendo que el tubo de escape volviera a chocar con los bajos, y luego se quedó en silencio.
La vivienda era una casa pareada en una tranquila calle residencial, como muchas casas de aquella ciudad, en una cuesta. A través de los árboles que tapaban London Road y la línea de ferrocarril se veían algunas de las elegantes casas y los enormes jardines de Withdean Road, al otro lado del valle. Todas las casas de su calle seguían el mismo diseño básico: de los años treinta, con tres dormitorios y suaves curvas y elementos metálicos art déco que siempre le habían gustado. Tenían un pequeño jardín delantero con una discreta vía de acceso al garaje y un terreno de un tamaño considerable en la parte de atrás.
Los propietarios anteriores eran una pareja de ancianos; cuando Lynn se había mudado, tenía un montón de planes para redecorarla. Pero siete años después aún no había podido pagarse siquiera la sustitución de las viejas moquetas, así que mucho menos llevar a cabo sus planes más ambiciosos de tirar tabiques y cambiar el jardín.
Lo único que había conseguido hasta ahora era pintar y cambiar el papel pintado. La deprimente cocina aún tenía un trasnochado olor a viejo, a pesar de todos sus esfuerzos con hierbas secas y ambientadores en los enchufes.
«Un día —solía prometerse a sí misma—. Un día.»
El mismo «día» que pretendía construirse un pequeño taller en el jardín. Le encantaba pintar paisajes de Brighton a la acuarela y había conseguido vender algunos.
Abrió la puerta principal y entró en el estrecho recibidor. Miró a lo alto de la escalera, preguntándose si Caitlin se habría levantado ya, pero no oyó nada.
Acongojada, subió las escaleras. En lo alto, pegado a la puerta de Caitlin, había un gran cartel escrito a mano en rojo sobre blanco y que decía: «LLAMA ANTES DE ENTRAR». Llevaba ahí más tiempo del que podía recordar. Llamó.
No hubo respuesta, como era habitual. Caitlin estaría dormida o machacándose los tímpanos con la música. Entró. Por el aspecto del interior de la habitación parecía que una excavadora hubiera recogido un montón de cosas de una tienda al por mayor y las hubiera dejado caer a través de la ventana.
Entre la maraña de ropa, peluches, CD, DVD, zapatos, estuches de maquillaje, una papelera rosa rebosante, un taburete rosa boca abajo, muñecas, un móvil de mariposas de metacrilato, bolsas de plástico de Top Shop, River Island, Monsoon, Abercrombie and Fitch, GAP y Zara, y una diana con una boa violeta colgando, estaba la cama. Caitlin estaba tumbada de lado, en una de las muchas posiciones estrambóticas en las que dormía, con los brazos y las piernas en jarras y una almohada sobre la cabeza, el culo y los muslos a la vista, asomando por el edredón, los auriculares del iPod encajados en las orejas y el televisor encendido, con lo que debía de ser una reemisión de The Hills.
Parecía como si estuviera muerta.
Y en un momento de pánico Lynn pensó que lo estaba. Se acercó de un salto, enredándose los pies en el cable del cargador del móvil de su hija, y le tocó el brazo, largo y fino.
—Estoy dormida —protestó Caitlin.
Lynn sintió una oleada de alivio. La enfermedad había alterado los patrones de sueño de su hija. Sonrió, se sentó al borde de la cama y le frotó la espalda. Con su pelo corto y negro engominado, a veces Caitlin parecía una muñeca articulada. Alta, desgarbada y demacrada de tan delgada, daba la impresión de que, en vez de huesos, tenía un alambre flexible bajo la piel.
—¿Cómo te encuentras?
—Me pica.
—¿Quieres desayunar? —preguntó, esperanzada.
Caitlin no era una anoréxica patológica, pero estaba cerca.
Le obsesionaba su peso, odiaba comer cosas como el queso o la pasta, que decía que era «comer grasa», y se pesaba constantemente.
Sacudió la cabeza.
—Necesito hablar contigo, cariño.
Miró el reloj. Eran las 10.05. El día anterior ya había avisado en el trabajo que llegaría tarde, y tendría que volver a llamar dentro de un rato y decirles que no iba a estar en todo el día. El médico sólo tenía un margen de tiempo limitado, por la tarde, para ver a Caitlin.
—Estoy ocupada —gruñó su hija.
En un arranque de rabia, Lynn le quitó los auriculares.
—Es importante.
—¡Relájate, tía! —replicó Caitlin.
Lynn se mordió el labio y se quedó callada un momento. Luego dijo:
—He pedido hora con el doctor Hunter para esta tarde. A las dos y media.
—Me estás agobiando. Esta tarde he quedado con Luke.
Luke era su novio. Estudiaba algo de tecnologías de la información en la Universidad de Brighton, algo que nunca había sabido explicarle de un modo que ella lo entendiera. De entre los haraganes que había conocido Lynn en toda su vida, Luke era todo un espécimen. Caitlin llevaba saliendo con él algo más de un año. Y en todo aquel tiempo, sólo había conseguido extraerle unas cinco palabras, y no sin dificultad. «Sí, eso, bueno, ya sabes» parecían ser los límites absolutos de su vocabulario. Empezaba a pensar que la atracción que sentían debía deberse a que ambos procedían del mismo planeta, algún lugar en la otra punta del universo. Algún rincón en el culo de la galaxia.
Besó a su hija en la mejilla y le acarició con dulzura el pelo tieso.
—¿Cómo te encuentras hoy, tesoro? ¿Aparte del picor?
—Bueno, bien. Estoy cansada.
—Acabo de ver al doctor Hunter. Tenemos que hablar de esto.
—Ahora no. Estoy frita. ¿Vale?
Lynn se quedó sentada, muy quieta, y respiró hondo, intentando controlar los nervios.
—Cariño, la cita con el doctor Hunter es muy importante. Quiere que te mejores. Parece que el único modo de conseguirlo es haciéndote un trasplante de hígado. Quiere hablar contigo al respecto.
Caitlin asintió.
—¿Me devuelves los auriculares? Ésta es una de mis canciones favoritas.
—¿Qué estás escuchando?
—Rihanna.
—¿Has oído lo que te he dicho, tesoro? ¿Sobre lo del trasplante de hígado?
Caitlin se encogió de hombros y luego gruñó.
—Lo que tú quieras.
9
Navegando a una velocidad cansina de apenas doce nudos, el Arco Dee tardó algo menos de una hora y media en llegar a la zona de dragado. Malcolm Beckett pasaba la mayor parte de su tiempo llevando a cabo comprobaciones rutinarias de las cuarenta y dos alertas sonoras y luminosas del barco. Acababa de completar unas labores de mantenimiento en tres de ellas, la alarma de la sala de máquinas, la del pantoque y la de fallo del propulsor de proa, y ahora estaba en el puente, comprobando cada una de las luces de aviso correspondientes en el panel.
A pesar del viento frío y cortante, lucía un sol espléndido y el suave balanceo del barco resultaba cómodo para todos los tripulantes. Aquellos días eran los que más le gustaban para navegar. Pero en esta ocasión una nube gris le empañaba el ánimo: Caitlin.
Cuando acabó con las luces, comprobó la pantalla de información meteorológica para ver si había alguna novedad, y comprobó, aliviado, que la previsión para el resto del día seguía siendo buena. La del día siguiente daba viento de suroeste de fuerza 5 a 7, rolando a oeste de fuerza 5 ó 6, con mar moderada o agitada y alguna lluvia ocasional. Menos agradable, pero nada preocupante. El Arco Dee podía dragar con un viento constante de fuerza 7, pero a partir de ahí las condiciones de trabajo eran demasiado peligrosas y el equipo de dragado podía dañarse, especialmente la cabeza de dragado al golpearse contra el lecho marino.
Originalmente el barco había sido construido para trabajar junto a la costa, en aguas tranquilas, y el fondo plano le daba un calado de sólo cuatro metros con carga. Aquello resultaba útil para trabajar en puertos con arenales, como el de Shoreham, donde, con marea baja, la bocana del puerto tenía tan poca profundidad que dificultaba el paso de los barcos. El Arco Dee podía entrar y salir hasta una hora antes o después del momento de menos agua; el inconveniente es que a cambio resultaba más incómodo en alta mar.
En la reconfortante calidez del amplio puente, equipado con los aparatos más modernos, había un ambiente de calma y concentración. Estaban a diez millas náuticas del sureste de Brighton, casi en la zona de dragado. Unas líneas amarillas, verdes y azules en una pantalla negra trazaban un rectángulo torcido que marcaba los 260 kilómetros cuadrados de lecho marino de la concesión que había obtenido del Gobierno el Hanson Group, grupo empresarial propietario de aquella flota de dragas. El terreno estaba tan delimitado como el de cualquier finca en tierra, y si se salían de aquella zona exacta se arriesgaban a recibir multas considerables y a perder los derechos de dragado.
El dragado comercial era, en cierto modo, como una minería submarina. La arena y la grava que el barco absorbía se clasificaban y se vendían a las industrias de la construcción y paisajismo. La grava de mayor calidad acabaría en bonitas vías de acceso a grandes fincas, la arena se usaría en la industria del cemento, y el resto se molería para obtener mezclas de hormigón y asfalto, o se usaría como grava para cimientos de edificios, carreteras y túneles.
El capitán, Danny Marshall, un tipo enjuto y nervudo de cuarenta y cinco años y de buen carácter, estaba al timón, gobernando los dos cazonetes que controlaban los propulsores que le daban al barco mayor maniobrabilidad que el típico timón clásico. Lucía una barba de tres días, un gorro negro, un grueso suéter azul sobre una camisa también azul, tejanos y botas de trabajo. El primer oficial, vestido con un atuendo similar, controlaba la pantalla del ordenador, en la que aparecía la zona de dragado.
Marshall apretó el interruptor de la radio barco-tierra y se inclinó hacia el micrófono.
—Aquí el Arco Dee, Mike, Mike, Whisky, Echo —dijo.
Cuando el guardacostas respondió, indicó su posición. Al trabajar en una de las vías navales más concurridas del mundo, donde la visibilidad podía reducirse a sólo unos metros con las frecuentes nieblas y brumas que caían sobre el canal de la Mancha, era importante anotar y actualizar todas las posiciones periódicamente.
Al igual que los otros siete compañeros de tripulación, la mayoría de los cuales habían trabajado juntos durante los últimos diez años, Malcolm Beckett llevaba el mar en la sangre. De niño había sido un poco rebelde, y se había ido de casa en cuanto había podido, para alistarse en la Marina Real como aprendiz de ingeniero, y había pasado sus primeros años en el mar viajando por todo el mundo. No obstante, al igual que otros compañeros de este barco, que habían empezado su carrera en transatlánticos, al nacer su primera hija, Caitlin, había buscado un trabajo que le permitiera seguir navegando, pero, al mismo tiempo, mantener algún tipo de vida familiar.
La draga era una solución perfecta. Nunca estaban en el mar más de tres semanas, y volvían a puerto dos veces al día. En las épocas en que el barco zarpaba desde Shoreham, o desde Newhaven, a veces incluso tenía tiempo de pasar por casa una hora o así.
El capitán redujo la marcha. Malcolm comprobó las revoluciones del motor y los indicadores de temperatura, y luego echó un vistazo a su reloj. Tendrían cobertura otra vez en unas cinco horas. A las cinco de la tarde. La llamada de Lynn le había dejado muy inquieto. Aunque Caitlin siempre le había parecido una niña difícil, le tenía un inmenso cariño y se veía muy reflejado en ella. Los días que salía con ella, se divertía mucho con las quejas que le hacía respecto a su madre. Eran exactamente las mismas discusiones que solía tener él con Lynn. En particular, su preocupación obsesiva, aunque había que admitir que Caitlin les había dado a los dos muchas preocupaciones a lo largo de los años.
Sin embargo, esta vez sonaba peor que nunca, y lamentaba que la llamada se hubiera cortado. Estaba muy preocupado.
Se puso su casco rígido y su chaqueta reflectante, salió del puente y bajó la escalera de metal hasta la escalera de cámara; luego bajó hasta la cubierta principal. Sentía que la cortante brisa invernal le golpeaba contra la ropa mientras se dirigía a su puesto para supervisar el descenso del tubo de dragado hacia el fondo.
Un par de sus antiguos colegas de la Marina, a los que veía de vez en cuando para tomar unas copas, bromeaban diciendo que las dragas no eran más que aspiradoras flotantes. En cierto sentido tenían razón. El Arco Dee era un aspirador de 2.000 toneladas, que se convertían en 3.500 cuando el depósito del polvo estaba lleno.
En la cubierta de estribor del barco estaba montado el tubo de dragado, un tubo de acero de 30 metros de longitud. Para Malcolm, uno de los mejores momentos de cada travesía era cuando veía cómo se hundía el tubo y se perdía en las misteriosas profundidades. Era el momento en que el barco realmente parecía adquirir vida. El repentino repiqueteo de la maquinaria de absorción y de la tolva al activarse, el mar revuelto a su alrededor y, al cabo de un momento, agua, arena y grava cayendo con un gran estruendo en la bodega, convirtiendo el centro del barco, la bodega de carga, en una caldera de aguas fangosas en ebullición.
Ocasionalmente se atrancaba en la cabeza de dragado —la boca del tubo— algo inesperado, como una bola de cañón o un fragmento de algún avión de la Segunda Guerra Mundial o, en una ocasión que les puso a todos los nervios de punta, una bomba sin explotar. A lo largo de los años se habían extraído tantos artefactos antiguos del fondo del océano que se habían establecido procedimientos oficiales para saber qué hacer. No obstante, no había ninguna indicación para lo que el Arco Dee estaba a punto de extraer en esta ocasión.
Cuando la bodega se llenara, toda el agua se escurriría a través de las aberturas de desagüe, y dejaría prácticamente una playa de arena y guijarros en medio del barco. A Malcolm le gustaba caminar por encima cuando volvían a puerto, triturando parte de los cientos de conchas que habían sacado y encontrándose de vez en cuando con algún desventurado pez o cangrejo. Años atrás había encontrado lo que después identificarían como un hueso humano, una tibia. Incluso después de todos aquellos años, los misterios del mar, especialmente los que escondía en su fondo, le llenaban de una emoción casi infantil.
Al cabo de unos veinte minutos llegaría el momento de extraer el tubo de dragado. Malcolm se tomó una breve pausa en el comedor vacío, se sentó en un desvencijado sofá con una taza de té entre las manos y un tabnab —como solían llamar a los bollos en el argot marinero—. La televisión estaba encendida, pero la imagen estaba demasiado borrosa como para distinguir algo. Dejó vagar la mirada y se fijó en el menú de la noche, que estaba garabateado en rotulador rojo sobre una pizarra blanca: «Crema de puerros, panecillo, huevo a la escocesa, patatas fritas, ensalada fresca, bizcocho y natillas». Cuando volvieran a puerto, desembarcarían la carga y les esperarían varias horas de trabajo duro, así que para la hora de la cena seguramente estaría hambriento. Pero de momento tenía la mente fija en Caitlin y perdió interés en el bollo; tras un par de bocados lo tiró a la papelera. En ese momento, oyó una voz tras él.
—Mal...
Se giró y vio al primer oficial, un tipo robusto de Liverpool vestido con un peto, casco rígido y gruesos guantes de trabajo.
—Tenemos un atasco en la cabeza de dragado, jefe. Creo que tenemos que izar el tubo.
Mal cogió su casco y siguió al primer oficial hasta la cubierta. Mirando hacia arriba, inmediatamente vio que de la tolva sólo caía un chorrito de agua. Los atascos eran raros, porque normalmente las pesadas pinzas de acero de la cabeza de dragado apartaban los obstáculos de la embocadura, pero alguna vez acababa entrando alguna red de pesca.
Mal dio instrucciones a voz en grito a sus dos subordinados y se quedó esperando hasta que desconectaron la bomba de succión y la tolva; luego activó el cabrestante para izar el tubo. Se quedó de pie, mirando por la borda y observando el agua revuelta, hasta que apareció. Cuando vio el objeto que salía a la superficie, encajado entre la enorme pinza de acero, de pronto sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—¿Qué coño es eso? —dijo el de Liverpool.
Por un momento, todos se quedaron en silencio.
10
Grace tenía la creciente sensación de que su vida era un constante desafío contrarreloj. Como si fuera un concursante en un programa de la tele que en realidad no ofreciera ningún premio por ganar, porque no tenía fin. Por cada correo electrónico que conseguía responder, entraban cincuenta más. Por cada dosier de su escritorio que conseguía eliminar, le llegaban otros diez de la mano de su ayudante, Eleanor Hodgson, o de alguna otra persona: la última vez de Emily Gaylor, del Departamento de Justicia Criminal, que estaba allí para ayudarle en la preparación de sus casos para juicio, pero que parecía disfrutar colocando cada vez más documentos sobre su mesa.
Aquella semana era el oficial de Investigaciones al mando, lo que implicaba que, si se producía algún delito importante en la zona de Sussex, tendría que ocuparse él. Rezó en silencio, esperando que el dios que protege a los policías, quienquiera que fuera, le diera una semana tranquila.
Pero ese dios debía de haberse tomado el día libre.
Sonó el teléfono. Era Ron King, un telefonista que conocía de Asuntos Internos.
—Roy —dijo—. Acabo de recibir una llamada de los guardacostas. Una draga ha sacado un cuerpo del canal, a diez millas de Shoreham.
«Estupendo —pensó Grace—. Justo lo que necesitaba.» Al ser una ciudad costera, a Brighton llegaban cada año numerosos cadáveres procedentes del mar. Algunos se encontraban flotando, generalmente víctimas de suicidios o tripulantes de yates que habían tenido la mala suerte de caer por la borda. Otros eran de personas que había escogido un funeral en alta mar y que habían acabado enredadas en las redes de pescadores que no miraban los mapas y que habían atravesado alguna de las zonas designadas para esos funerales. En su mayoría, eran casos que se podían resolver con un agente de uniforme, pero el hecho de que le llamaran a él quería decir que pasaba algo más.
—¿Qué información tienes? —preguntó, siguiendo el procedimiento, recordándose a sí mismo no decirle nada a King sobre sus gatos. La última vez que el telefonista le había hablado de ellos, se había tirado diez minutos.
—Varón, parece joven, adolescente. No llevaba mucho en el agua. Protegido por una bolsa de plástico y con un lastre.
—¿No es un funeral en alta mar?
—No parece. Tampoco es el típico cadáver. El guardacostas dice que el capitán se teme que sea algún tipo de asesinato ritual. .. Es lo que le parece a él. Hay una extraña incisión en el cuerpo. ¿Quieres que le pida al guardacostas que envíe un barco para traerlo a tierra?
Grace se quedó quieto un momento, dándole vueltas mentalmente, poniendo sus circuitos mentales en modo de investigación. Todo lo que tenía en la mesa y en el ordenador tendría que esperar, por lo menos hasta que viera el cuerpo.
—¿Está en la cubierta o en la bodega? —preguntó.
—Está encajado en la cabeza de dragado. Aparte de cortar la bolsa de plástico para ver lo que era, no lo han movido.
—¿Operan desde Shoreham?
—Sí.
Grace había estado en una draga que había extraído un cuerpo en grave estado de descomposición unos años atrás y recordaba algo de aquella maquinaria.
—No quiero que muevan el cuerpo, Ron —dijo. Podía haber pruebas forenses fundamentales alojadas en el cadáver o en la embocadura del tubo de dragado—. Diles que lo protejan y lo conserven lo mejor que puedan, y que tomen nota en una carta náutica del punto exacto donde apareció el cuerpo.
En cuanto acabó de hablar con Ron, realizó unas cuantas llamadas más para reunir al equipo que necesitaba. Una era a la jueza de instrucción, para informarla del incidente y solicitar un forense del Departamento de Interior. Para la mayoría de los cuerpos extraídos del mar o arrastrados hasta la costa bastaría con que un oficial levantara el cadáver acompañado de un equipo forense, tras un examen rutinario de un médico o un paramédico de la Policía en el escenario mismo para certificar la muerte, por muy obvio que fuera que la persona estaba muerta. Y luego se realizaría un nuevo examen en el depósito para determinar si la muerte había sido violenta o natural. Pero en este caso, visto lo visto, Grace tenía pocas dudas de que se tratara de una muerte violenta.
Treinta minutos más tarde estaba al volante de un Hyundai de la Policía, de camino al puerto, acompañado de la inspectora Lizzie Mantle, con quien había trabajado en varios casos anteriores. Era una mujer muy competente, además de atractiva. Tenía una melena castaño claro que le llegaba a los hombros, una cara bonita e iba vestida —como siempre, aparentemente— con un traje de estilo masculino, en esta ocasión azul con rayas blancas, acompañado de una blusa de un blanco cándido. En algunas mujeres aquello hubiera quedado bastante andrógino, pero a ella le daba un aire de mujer de negocios, aunque sin perder la feminidad.
Rodearon el extremo del puerto y pasaron por el acceso privado que llevaba a la calle sin salida donde estaba la casa de Heather Mills.
Al ver que Grace giraba la cabeza, como si quisiera ver por un momento a la ex mujer del Beatle, ella preguntó:
—¿Has visto alguna vez a Paul McCartney en persona?
—No.
—¿Eres bastante forofo de la música, no?
—Un poco —admitió.
—¿Te hubiera gustado ser una estrella del rock? Ya sabes, como uno de los Beatles.
Grace se lo pensó un momento. No era algo en lo que no hubiera pensado.
—No creo —respondió—. No.
—¿Por qué no?
—Porque... —dijo. Luego vaciló, redujo la marcha y miró hacia el lado derecho del muelle—. ¡Porque tengo una voz de mierda!
Ella hizo una mueca.
—Pero aunque supiera cantar, siempre he querido hacer
algo que consiguiera cambiar el mundo. —Se encogió de hombros—. Ya sabes, algo que mejorara las cosas. Por eso me hice policía. Puede sonar a cliché, pero es la razón de que haga lo que hago.
—¿Crees que un policía puede cambiar más cosas que una megaestrella del rock?
Él sonrió.
—Yo creo que corrompemos a menos gente.
—Pero ¿«cambiamos» algo?
Pasaron por un almacén de maderas. Entonces Grace vio la furgoneta verde oscuro con el emblema dorado de los juzgados de la ciudad de Brighton y Hove aparcada cerca del borde del muelle. Se paró muy cerca. No había llegado nadie más del equipo.
—Pensé que el barco ya iba a estar aquí —dijo algo molesto, pensando en la pérdida de tiempo y en la fiesta a la que tenía que asistir por la noche. Estarían varios de los altos cargos de la Policía de Sussex, lo que significaba que era una buena ocasión para hacer la pelota, así que le hubiera gustado llegar a tiempo. Pero parecía que no iba a poder ser.
—Probablemente lo hayan entretenido en la compuerta.
Grace asintió y salió del coche. Se acercó hasta el borde, aún cojeando y resintiéndose de la vuelta de campana que había dado con su querido Alfa Romeo durante una persecución unas semanas atrás. Se quedó de pie junto a un noray de hierro, sintiendo el frío cortante del hielo en el rostro. Cada vez había menos luz, y si no hubiera sido por la falta de nubes, ya habría oscurecido. A lo lejos, a uno o dos kilómetros, veía las compuertas de la esclusa cerradas y, detrás, una superestructura naranja, probablemente la de la draga. Se ajustó ligeramente el abrigo, tiritando de frío, hundió las manos en los bolsillos y se puso los guantes de cuero. Echó un vistazo al reloj.
Las cinco menos diez. La fiesta de jubilación de Jim Wilkinson empezaba a las siete, en la zona más alejada de Worthing. Tenía pensado ir a casa y cambiarse, y luego recoger a Cleo. Ahora, para cuando acabara aquí, dependiendo de lo que se encontrara y de la profundidad del examen que quisiera hacer el patólogo in situ, tendría suerte si llegaba a la fiesta. La suerte es que habían asignado a Nadiuska De Sancha, la más rápida —y más divertida— de los dos patólogos especialistas del Departamento de Interior con los que trabajaban habitualmente.
En el otro extremo del puerto vio un gran barco de pesca con las luces de navegación encendidas, que salía de su amarre resoplando. El agua estaba casi negra.
Oyó unas puertas que se abrían y se cerraban a sus espaldas, y una voz alegre que decía:
—Chico, te vas a llevar una buena reprimenda de tu señora si llegas tarde. ¡No querría estar en tu lugar, Roy!
Se giró y vio a Walter Hordern, un hombre alto y atildado que siempre iba vestido muy elegante y discretamente, con un traje oscuro, camisa blanca y corbata negra. Su cargo oficial era el de jefe de los Cementerios de Brighton y Hove, pero entre sus deberes también estaban dedicar parte de su tiempo a colaborar en el proceso de retirar los cuerpos del lugar del deceso y ocuparse del considerable papeleo requerido en cada caso. A pesar de la seriedad de su trabajo, Walter tenía un retorcido sentido del humor y no había nada que le gustara más que meterse con Roy.
—¿Y eso, Walter?
—Hoy ha ido a la peluquería y se ha gastado una fortuna para la fiesta de esta noche. Se va a poner buena como se lo estropees.
—Yo no se lo estoy estropeando.
Walter miró su reloj con intención. Luego levantó la vista con gesto de escepticismo.
—Si es necesario, te pondré a ti al cargo del caso, Walter.
—Nooo —dijo él, sacudiendo la cabeza—, a mí sólo me gusta tratar con fiambres. Nunca te sueltan insolencias. Son un encanto.
Grace hizo una mueca.
—¿Ha venido Darren?
Darren era el ayudante de Cleo en el depósito.
Walter señaló con el pulgar a la camioneta.
—Está ahí, al teléfono, en plena bronca con su novia —dijo, encogiéndose de hombros. Luego puso los ojos en blanco—. Ya sabes... ¡Mujeres!
Grace asintió mientras escribía un mensaje de texto: «El barco aún no está aquí. Llegaré tarde. Mejor te veo allí. XXX».
En el momento en que volvía a meterse el teléfono en el bolsillo, éste emitió dos agudos pitidos. Volvió a sacarlo y miró la pantalla. Era una respuesta de Cleo: «No llegues dmasiado tarde. Tngo algo dcirte».
Frunció el ceño, intranquilo por el tono del mensaje, y por el hecho de que no hubiera ninguna «X» al final. Apartándose del alcance del oído de Walter y de la inspectora Mantle, que acababa de salir del coche, marcó el número de Cleo. Ella respondió inmediatamente.
—Ahora no puedo hablar —dijo, cortante—. Tengo una familia que acaba de llegar para una identificación.
—¿Qué es lo que tienes que decirme? —preguntó él, consciente de que su tono sonaba ansioso.
—Quiero decírtelo cara a cara, no por teléfono. Más tarde. ¿Vale?
Y colgó.
«Mierda.» Se quedó mirando al teléfono un momento, aún más preocupado, y luego volvió a metérselo en el bolsillo.
No le gustaba nada cómo había sonado aquello.
11
Simona aprendió a inhalar vapores de Aurolac de una bolsa de plástico. Era una botellita de pintura metálica que podía robar fácilmente de cualquier casa de pinturas y que le duraba varios días. Era Romeo quien le había enseñado a robar, y cómo soplar en la bolsa para que la pintura se mezclara con el aire, y luego aspirarla, volver a soplar en la bolsa y volver a inhalar.
Cuando inhalaba, las punzadas de hambre en el estómago desaparecían.
Cuando inhalaba, la vida en casa se volvía tolerable. La casa en la que había vivido desde que podía —o más bien «quería»— recordar. La casa en la que había entrado arrastrándose por un hueco en el suelo de hormigón y bajando por una escalera de metal por debajo de la concurrida carretera sin acabar, para entrar en la cavidad subterránea que habían abierto para la inspección y mantenimiento del conducto del vapor. La tubería, de cuatro metros de diámetro, era parte de la red de calefacción central comunitaria que alimentaba la mayoría de los edificios de la ciudad. Hacía que el ambiente allí abajo fuera cálido y seco en invierno, pero insoportablemente caluroso durante los meses de primavera, hasta que la apagaban.
Y en un diminuto rincón de aquel espacio, un estrecho hueco entre el conducto y la pared, se había hecho su casa. Así lo indicaba el edredón que había encontrado tirado en un vertedero de basuras, y Gogu, que llevaba con ella desde que tenía uso de razón. Gogu era una tira de piel sintética beis, sin forma y raída con la que dormía cada noche, apretándosela contra la cara. Aparte de las ropas que llevaba puestas y de Gogu, no tenía ninguna otra posesión.
Eran cinco, seis incluido el bebé, los que vivían allí de forma permanente. De vez en cuando venían otros, que se quedaban una temporada y luego se iban. Iluminaban el lugar con velas y, cuando tenían pilas, ponían música día y noche. Música pop occidental que a veces a Simona le alegraba, y otras la volvía loca, porque siempre la ponían a todo volumen y raramente paraba. Discutían sobre aquello constantemente, pero siempre sonaba. En aquel momento cantaba Beyoncé, y Beyoncé le gustaba. Igual que su aspecto. Soñaba con parecerse un día a ella, con cantar como Beyoncé. Un día viviría en una casa.
Romeo le había dicho que era guapa, que un día sería rica y famosa.
El bebé estaba llorando otra vez y se olía un leve rastro a caca. Era Antonio, el hijo de ocho meses de Valeria. Ésta, con la ayuda de todos, había conseguido mantenerlo oculto a las autoridades, que se lo habrían quitado.
Valeria, que era mucho mayor que el resto, había sido guapa en otro tiempo, pero a sus veintiocho años, con el rostro demacrado y surcado a causa de la vida que llevaba, tenía el aspecto de una mujer mayor. Tenía el cabello castaño y largo y unos ojos antes sensuales pero ahora muertos, e iba vestida de un modo llamativo, con un anorak verde esmeralda sobre una vieja sudadera turquesa, amarilla y rosa, y sandalias de plástico rojas, destrozadas, como casi toda la ropa que tenían, recogida de entre la basura de los mejores barrios de la ciudad, o aceptada gustosamente de los centros de beneficencia.
Acunaba a su bebé, que estaba envuelto en un viejo abrigo de ante forrado de piel. El berreo del niño era peor que la música constante. Simona sabía que el bebé lloraba porque tenía hambre. Todos la tenían, casi todo el tiempo. Comían lo que robaban, o lo que compraban con el dinero de las limosnas, o lo que obtenían de los periódicos viejos que vendían ocasionalmente, o de las carteras y monederos que de vez en cuando les quitaban a los turistas, o de vender los teléfonos móviles y las cámaras que les birlaban.
Romeo, con sus grandes ojos azules como platos, su rostro angelical, su pelo negro y corto peinado hacia delante y su mano atrofiada, era un gran corredor. ¡Era una bala! Él no sabía qué edad tenía. Unos catorce, pensaba. O quizá trece. Simona tampoco sabía qué edad tenía ella. La cosa no había empezado a bajarle aún, esa de la que le había hablado Valeria. Así que Simona pensaba que debía de tener doce o trece.
En realidad no le importaba. Lo único que quería es que aquella gente, su «familia», estuviera contenta con ella. Y ellos estaban contentos cada vez que ella y Romeo volvían con comida o dinero o, mejor aún, con ambas cosas. Y, a veces, pilas. Volvían a los fétidos olores de azufre y polvo y cuerpos sucios y caca de bebé, que eran los olores que mejor conocía en el mundo.
En algún lugar del borroso recuerdo que era su pasado veía campanillas, campanillas que colgaban de un abrigo, o quizá de una chaqueta que llevaba un hombre alto con un gran bastón. Tenía que acercarse a este hombre y quitarle la cartera sin que sonaran las campanillas. Sólo con que una de las campanillas sonara, él le daba en la espalda con el bastón. No sólo un bastonazo, sino cinco, a veces diez, a veces perdía la cuenta. Normalmente se desmayaba antes de que él hubiera acabado.
Pero ahora estaba bien. Ella y Romeo hacían un buen equipo. Ella, Romeo y el perro. El perro marrón que se había convertido en su amigo y que vivía bajo una cerca caída en el borde de la calle que pasaba por encima de ellos. Ella, con su chaleco guateado azul sobre una sudadera de colores hecha jirones, con un gorro de lana y deportivas. Romeo con su sudadera con capucha, vaqueros y deportivas también, y el perro, al que habían llamado Artur.
Romeo le había enseñado el mejor tipo de turistas. Las parejas ancianas. Se les acercaban los tres, Romeo con el perro atado a una cuerda. Él exhibía su brazo contrahecho. Si los turistas se echaban atrás con un gesto de repugnancia y les hacían gestos de que se fueran, para cuando lo hacían ella ya tenía la cartera del hombre en el bolsillo de su chaleco. Si el hombre echaba mano al bolsillo en busca de alguna moneda, para cuando Romeo aceptara las monedas, ella ya había sacado el monedero de la mujer del bolso y lo tenía bien guardado en el bolsillo. Y si la pareja estaba sentada en un café, sencillamente podían agarrar el teléfono o la cámara de la mesita y echar a correr.
La música cambió. Ahora cantaba Rihanna.
Le gustaba Rihanna.
El niño se calló.
Había sido un mal día. Sin turistas. Sin dinero. Sólo una pequeña cantidad de pan para compartir.
Simona pegó los labios al borde de la bolsa de plástico, exhaló y luego inhaló con fuerza.
Alivio. El alivio siempre llegaba.
Pero la esperanza no, nunca.
12
Las seis y cuarto, y por tercera vez aquel día, Lynn estaba sentada en la sala de espera de una consulta, esta vez la del gastroenterólogo. La ventana, en saliente, daba a una tranquila calle de Hove. Afuera estaba oscuro, las farolas estaban encendidas. Allí dentro ella también sentía la oscuridad. La oscuridad, el frío y el miedo. La sala de espera, con sus muebles viejos, parecidos a los del doctor Hunter, no contribuía mucho a levantarle el ánimo, y las luces eran demasiado tenues. Un hilo de música enlatada le llegaba de los auriculares pegados a los oídos de Caitlin.
Entonces, de pronto, su hija se puso en pie y empezó a tambalearse, como si hubiera estado bebiendo, rascándose las manos con desespero. Lynn había pasado toda la tarde con ella y sabía que no había bebido nada. Era un síntoma de su enfermedad.
—Siéntate, cariño —le dijo, alarmada.
—Estoy como cansada —respondió Caitlin—. ¿Tenemos que esperar?
—Es muy importante que veamos al especialista hoy.
—Sí, bueno, mira, yo también soy bastante importante, ¿sabes? —le dijo, con una sonrisa burlona.
Lynn sonrió.
—Tú eres lo más importante del mundo —dijo—. ¿Cómo te encuentras, aparte de cansada?
Caitlin paró y posó la mirada en una de las revistas de la mesa. Respiró hondo en silencio unos momentos y luego dijo:
—Tengo miedo, mamá.
Lynn se puso un pie y la rodeó con un brazo, y por una vez Caitlin no se encogió ni se apartó. Se acurrucó contra el cuerpo de su madre, le cogió la mano y se la apretó.
Caitlin había crecido mucho el año anterior y Lynn aún no se había acostumbrado a tener que levantar la vista para mirarla a la cara. Sin duda había heredado los genes de la altura de su padre, y su complexión delgada y desgarbada parecía más que nunca la de una muñeca flexible, aunque una muñeca muy guapa.
Iba vestida con aquel estilo descuidado que siempre le había gustado, con un top gris y color óxido sobre una camiseta, con un collar de piedrecitas sobre una fina tira de cuero, vaqueros deshilachados por el trasero y unas viejas deportivas sin atar. Y por encima, a causa del frío, y quizá para ocultar su vientre hinchado de embarazada —pensó Lynn—, un abrigo de tela gruesa de lana color camello que daba la impresión de haber salido de una tienda de beneficencia.
El pelo negro, corto y en punta de Caitlin sobresalía por encima de la banda con un motivo azteca que le cubría gran parte de la cabeza, y sus piercings le daban un aspecto levemente gótico. Llevaba un pincho en el centro de la barbilla, otro en la lengua y una anilla en la ceja izquierda. En aquel momento no se veían, pero sin duda quedarían a la vista durante la exploración del especialista la anilla de su pezón derecho, la del ombligo y la que llevaba en la vulva, cuya implantación había resultado —tal como le había confesado a su madre con timidez en uno de sus escasos momentos de intimidad— «bastante embarazosa».
El día realmente se había convertido en una pesadilla, pensó Lynn. Desde que había salido de la consulta del doctor Hunter por la mañana, para volver después con Caitlin por la tarde, toda su vida parecía estar patas arriba, como si hubiera quedado sacudida por un seísmo.
Y ahora sonaba el teléfono. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era Mal.
—Hola —dijo—. ¿Dónde estás?
Acabamos de atravesar las esclusas de Shoreham. Ha sido un día de mierda: hemos sacado un cadáver. Pero cuéntame lo de Caitlin.
Ella le puso al día sobre las visitas al doctor Hunter, sin quitarle el ojo de encima a Caitlin, que seguía paseando por la sala de espera, que tenía un tamaño equivalente a una tercera parte de la del doctor Hunter. Ahora Caitlin cogía y dejaba una revista tras otra con gran urgencia, como si tuviera que leerlas todas pero no pudiera decidir por dónde empezar.
—En realidad sabré más dentro de una hora más o menos. Hemos venido directamente de la consulta del doctor Hunter a la del especialista. ¿Vas a tener cobertura durante un rato?
—Por lo menos cuatro horas. Quizá más.
—Vale.
Apareció la asistente del doctor Granger. Una mujer con aspecto de matrona de unos cincuenta años, con el pelo recogido en un moño apretado y una sonrisa distante en el rostro.
—El doctor Granger ya puede atenderlas.
—Te llamaré luego —dijo Lynn.
A diferencia de la amplia consulta de Ross Hunter, la del doctor Granger era un lugar angosto en la primera planta, con apenas suficiente espacio para las dos sillas que había delante de su pequeña mesa. Ladeadas, para que estuvieran perfectamente a la vista de todos sus pacientes, había unas fotos enmarcadas de una esposa perfecta de amplia sonrisa y de tres niños igual de perfectos y sonrientes.
El doctor Granger era un hombre alto de unos cuarenta años, nariz grande y pelo ralo, vestido con un traje rayado, una camisa impecable y una elegante corbata. Tenía una actitud algo distante, lo que le hizo pensar a Lynn que podría pasar por abogado perfectamente.
—Por favor, siéntense —dijo, abriendo una carpeta marrón, en cuyo interior Lynn pudo ver una carta de Ross Hunter. Entonces él mismo se sentó y la leyó.
Lynn cogió la mano a Caitlin y se la apretó levemente, y su hija no hizo ningún esfuerzo por apartarla. El doctor Granger le estaba haciendo sentir incómoda. No le gustaba su frialdad, ni la exhibición de sus fotos de familia. Parecían comunicar un mensaje: «Yo estoy bien y tú no. Lo que yo tengo que decirte no va a cambiar nada mi vida. Yo me iré esta noche a casa y cenaré, veré la televisión y quizás entonces le diré a mi mujer que quiero mantener relaciones sexuales y tú..., bueno, tú te despertarás mañana en tu infierno particular, y yo me levantaré como cada mañana, disfrutando de la alegría de la primavera y con mis preciosos hijos al lado».
Cuando acabó la lectura, se inclinó hacia delante con una expresión algo menos gélida.
—¿Cómo te encuentras, Caitlin?
Ella se encogió de hombros, y se quedó callada unos segundos. Lynn se quedó esperando. Caitlin sacó la mano de la de su madre y empezó a rascarse el dorso de ambas manos alternativamente.
—Me pica —dijo—. Me pica todo. Hasta los labios.
—¿Algo más?
—Estoy cansada. —De pronto tenía un aspecto malhumorado. Su aspecto normal—. Quiero encontrarme mejor —dijo.
—¿Notas que pierdes ligeramente el equilibrio?
Ella se mordió el labio y asintió.
—Creo que el doctor Hunter ya les ha dado los resultados de los análisis.
Caitlin volvió a asentir sin establecer contacto visual. Luego rebuscó en su bolso de tela de rayas de cebra y sacó su teléfono móvil.
El médico abrió los ojos, extrañado, mientras Caitlin apretaba unos botones y leía la pantalla.
—Sí —respondió con expresión distante, como si lo dijera para sí misma—. Sí, ya me ha contado.
—Sí —intervino Lynn enseguida—. Nos lo ha dicho, nos ha puesto al corriente... Ya sabe, de lo que usted le ha dicho. Gracias por recibirnos tan pronto.
En algún lugar del exterior, por la calle, sonó la alarma de un coche. El especialista miró de nuevo a Caitlin un momento, observando cómo enviaba un mensaje de texto y luego volvía a meter el teléfono en el bolso.
—Tenemos que actuar rápido —dijo.
—Realmente no entiendo qué es lo que ha cambiado —replicó Caitlin—. ¿Puede explicármelo en plan fácil? ¿Como en lenguaje para «tontos»?
Él sonrió.
—Haré lo que pueda. Tal como sabes, durante los últimos seis años has sufrido de colangitis esclerosante primaria, Caitlin. En principio tenías una forma juvenil más leve (si la podemos llamar así), pero últimamente ha evolucionado a gran velocidad y se ha convertido en la forma adulta avanzada. Hemos intentado mantenerla controlada con una combinación de fármacos y cirugía durante los últimos seis años, esperando que tu hígado se curara solo, pero eso sucede muy raramente y me temo que no ha sido tu caso. Tu hígado está muy deteriorado, hasta el punto de que tu vida correría peligro si no hiciéramos algo.
De pronto, la voz de Caitlin se volvió muy débil:
—Entonces voy a morir, ¿no?
Lynn le cogió la mano y se la apretó fuerte.
—No, cariño, no vas a morir. De ningún modo. Te pondrás bien —dijo, buscando con los ojos la confirmación en el médico.
El doctor respondió, impasible:
—Me he puesto en contacto con el Royal South London Hospital y he conseguido que te admitan esta noche para una evaluación y ver si se puede efectuar un trasplante.
—Odio ese hospital de mierda —dijo Caitlin.
—Es la mejor unidad del país —rebatió el médico—. Hay otros hospitales, pero nosotros solemos trabajar con éste.
Caitlin volvió a rebuscar en su bolso.
—El caso es que esta noche no puedo. Luke y yo vamos a un club. El Digital. Toca una banda que quiero ver.
Hubo un breve silencio. Entonces, el facultativo dijo, con mucha más delicadeza de la que Lynn le creía capaz:
—Caitlin, no estás nada bien. Sería una imprudencia salir. Tengo que llevarte al hospital enseguida. Quiero encontrarte un nuevo hígado lo más rápidamente posible.
Caitlin lo miró un momento a través de sus ojos, de un amarillo ictérico.
—¿Qué quiere decir «bien»?
El médico, transformando su gesto en una sonrisa, dijo:
—¿Realmente quieres que te lo defina?
—Sí. ¿Qué quiere decir «bien»?
—Estar viva y no encontrarte mal sería un buen principio —dijo él—. ¿Qué tal te suena eso?
Caitlin se encogió de hombros.
—Sí, bueno, bastante bien. —Asintió, asimilando las palabras. Era evidente que estaba analizándolas.
—Si conseguimos trasplantarte un hígado, Caitlin —prosiguió él—, es muy probable que empieces a sentirte bien de nuevo y vuelvas a la normalidad.
—¿Y si no? ¿Si no... me hago el trasplante?
Lynn quería meter baza y decir algo, contarle a su hija lo que sucedería exactamente. Pero sabía que tenía que guardar silencio y quedarse de espectadora.
—Entonces —dijo él, crudamente—, me temo que morirás. Creo que te queda poco tiempo de vida. Unos meses como máximo. Pero podría ser mucho menos.
Se produjo un largo silencio. Lynn de pronto sintió la mano de su hija apretando la suya y le devolvió el apretón con toda la fuerza que pudo.
—¿Me moriré? —preguntó Caitlin, en un susurro tembloroso. Se giró hacia su madre, atónita, y se la quedó mirando.
Lynn le sonrió, incapaz de pensar en aquel momento qué podía decirle a su hija.
—¿Es cierto? —insistió Caitlin, nerviosa—. ¿Mamá? ¿Es eso lo que ya te habían dicho?
—Estás muy grave, cariño. Pero si te hacen un trasplante te pondrás bien. Podrás tener una vida completamente normal.
Caitlin se quedó en silencio. Se llevó un dedo a la boca, algo que Lynn no le había visto hacer en años. Se oyó un pitido, y luego un fax en un estante próximo al doctor imprimió una hoja de papel.
—He estado consultando Internet —dijo Caitlin, de pronto—. Me he informado sobre los trasplantes de hígado. Los sacan de gente muerta, ¿verdad?
—En su mayoría, sí.
—¿Así que me van a poner el hígado de un muerto?
—En primer lugar, no hay ninguna garantía de que tengamos la suerte de conseguirte un hígado.
Lynn se lo quedó mirando en silencio, pasmada.
—¿Qué quiere decir con eso de que «no hay ninguna garantía»?
—Ambas tienen que entender —dijo, con una seguridad que hizo que a Lynn le entraran ganas de ponerse en pie y darle una bofetada— que los hígados escasean y que tienes un grupo sanguíneo poco frecuente, lo que dificulta aún más las cosas. Depende de si te puedo poner en una lista prioritaria, algo que espero. Pero técnicamente tu estado es «crónico», y los pacientes con un fallo hepático «agudo» suelen ser prioritarios. Tendré que luchar para conseguirlo. Por lo menos cumples varios de los factores positivos, al ser joven y no tener otros problemas de salud.
—Así que, si tengo suerte y consigo uno, ¿es probable que me pase el resto de la vida con el hígado de una muerta en mi interior?
—O de un muerto —puntualizó él.
—Fantástico.
—¿No es mejor que la alternativa, cariño? —preguntó Lynn, al tiempo que intentaba cogerle la mano de nuevo, pero Caitlin la rechazó.
—¿Así que va a ser de algún donante de órganos?
—Sí —dijo Neil Granger.
—¿De modo que el resto de mi vida voy a tener que vivir sabiendo que alguien murió y que me colocaron un pedazo del cadáver dentro?
—Te puedo dejar algún libro sobre el tema, Caitlin —dijo él—. Y cuando vayas al Royal, conocerás a mucha gente, entre ellos asistentes sociales y psicólogos, que te explicarán todo lo que significa. Pero tienes que recordar algo importante: para los seres queridos y las familias de las personas que han muerto, en muchos casos es un gran consuelo saber que la muerte no ha sido del todo inútil, que la muerte de esa persona ha hecho posible que otra viva.
Caitlin se quedó pensativa unos momentos. Luego dijo:
—Estupendo. ¿Quiere que me trasplanten un hígado para que otra persona pueda llevar mejor la muerte de su hija, de su marido o de su hijo?
—No, ése no es el motivo. Quiero que te lo hagan para poder salvarte la vida.
—La vida es una mierda, ¿no? —dijo Caitlin—. Es una buena mierda.
—La muerte es una mierda aún mayor —replicó el médico.
13
Susan Cooper había descubierto que desde aquella ventana había una buena vista, más allá de los ascensores de la séptima planta del Royal Sussex County Hospital, sobre las azoteas de Kemp Town y hasta el canal de la Mancha. El mar había estado todo el día de un azul brillante y luminoso, pero ya eran las seis de la tarde de un día de noviembre, y la oscuridad lo había convertido en una balsa de color tinta que se extendía hasta el infinito, más allá de las luces de la ciudad.
Ahora tenía la vista perdida en aquella enorme extensión de negro. Tenía las manos apoyadas en el radiador, no por el calor que desprendía, sino simplemente para apoyar su cuerpo exhausto. Se quedó mirando en silencio, sin fuerzas, a través del reflejo de su rostro en la ventana, sintiendo el efecto del aire frío a través del fino cristal. Y poco más.
Estaba entumecida por el shock. No podía creerse que aquello estuviera sucediendo.
Mentalmente, elaboró una lista de la gente a la que tenía que llamar, temiendo que llegara el momento de darle la noticia al hermano de Nat, a la hermana que tenía en Australia, a sus amigos. Tanto su padre como su madre habían muerto antes de los sesenta, su padre de un ataque al corazón y su madre de cáncer, y Nat solía bromear diciendo que nunca llegaría a viejo. Menuda broma.
Se giró, volvió a la Unidad de Cuidados Intensivos y llamó al timbre. Una enfermera la hizo pasar. Allí hacía más calor que en el pasillo. La temperatura se mantenía a una temperatura suficiente para que los pacientes pudieran estar en la cama con el pijama del hospital o desnudos, sin correr el riesgo de resfriarse. Era una ironía —pensó, aunque no se regodeó en ello— que ella hubiera trabajado allí como enfermera en otro tiempo, en aquella misma unidad. Fue en aquel hospital donde conoció a Nat, poco después de que él empezara a trabajar en ingresos.
Sintió un movimiento en su interior. El bebé estaba dando patadas. El bebé «de los dos». De seis meses. Un niño.
Al girar a la derecha, pasando por el puesto central de enfermeras, donde habían dejado una pierna ortopédica sobre una silla, oyó que alguien corría una cortina. Miró hacia el otro extremo del pabellón y el corazón le dio un respingo. Una enfermera estaba corriendo la cortina azul de la cama 14, la de Nat. Ocultándola a los ojos de los extraños. Estaban a punto de realizarle nuevas pruebas y no estaba segura de tener el valor de estar con él mientras se las hacían. Pero había pasado casi todo el día sentada a su lado y sabía que tenía que estar en aquel momento. Tenía que seguir hablándole. Debía seguir alimentando esperanzas.
Nat tenía fracturas craneales compuestas deprimidas y una lesión en la región cervical de la médula que muy probablemente le dejaría tetrapléjico si sobrevivía, además de una fractura en la clavícula derecha y otra en la pelvis, que en comparación parecían casi irrelevantes.
No había rezado desde hacía años, pero a lo largo del día se encontró haciéndolo repetidamente, en silencio, siempre con las mismas palabras: «Por favor, Dios, no dejes que Nat muera. Por favor, Dios, no lo permitas».
Se sentía terriblemente impotente. Con toda su formación como enfermera, no había nada que pudiera hacer. Más que hablarle. Hablarle una y otra vez, esperando una respuesta que no llegaba. Pero quizás ahora fuera diferente...
Volvió a recorrer la sala, con un suelo reluciente, pasando junto a una mujer inmensamente gorda con unos rollos de carne en la cara y el cuerpo que recordaban el relieve de un mapa en 3D. Una de las enfermeras le dijo que la mujer pesaba 248 kilos. Un cartel en el extremo de la cama decía: «No ALIMENTAR».
A la izquierda había un hombre de unos cuarenta y pico con la cara del color del alabastro, intubado y con una selva de cables pegados al pecho y a la cabeza. Por su experiencia podía deducir que le acababan de poner algún bypass en el corazón. Sobre una mesa de instrumental, a su lado, había una enorme tarjeta de alegres colores en la que alguien le deseaba que se pusiera bien. «Por lo menos él se está recuperando —pensó—, y tendrá posibilidades de salir de este hospital por su propio pie.» A diferencia de Nat.
Nat había ido empeorando progresivamente todo el día y, aunque ella aún se aferraba a una esperanza desesperada, cada vez más irracional, empezaba a tener la terrible sensación de que se acercaba lo inevitable.
Cada pocos minutos, su teléfono, en modo silencioso, vibraba con un nuevo mensaje. Había salido varias veces para responder alguno. A su madre. Al hermano de Nat, que había estado allí por la mañana y que le preguntaba si había novedades. A la hermana que vivía en Sídney. A la mejor amiga de ella, Jane, a la que había llamado hecha un mar de lágrimas por la mañana, una hora antes de llegar al hospital, para decirle que los médicos no estaban seguros de si Nat viviría. A los demás no les hizo caso. No quería que la distrajeran, quería dedicarse exclusivamente a Nat, darle fuerzas para salir adelante.
De vez en cuando oía el pitido de alarma de algún monitor. Aspiraba el olor de las sustancias esterilizadoras, mezclado en algunos casos con un toque de colonia y el leve rastro de fondo del equipo eléctrico en funcionamiento.
En el interior del recinto limitado por las cortinas, colocado sobre una cama reclinada unos treinta grados, Nat parecía un extraterrestre, vendado y conectado a cables, con la intubación endotraqueal y nasogástrica en la boca y las fosas nasales. Tenía una sonda en el cráneo para tomarle la presión intracraneal y otra en un dedo, y una maraña de vías intravenosas y de drenaje conectadas a los soportes de los goteros y que le cubrían los brazos y el abdomen. Yacía inmóvil, con los ojos cerrados, rodeado de columnas de aparatos de monitorización y de sistemas de soporte vital. Tenía dos pantallas de ordenador a la derecha, y un portátil en un carrito junto al extremo de la cama, con todas las notas y las lecturas.
—Hola, cariño. Ya estoy otra vez aquí —dijo ella, mirando la pantalla del ECG mientras hablaba.
Ninguna reacción.
El tubo de drenaje de la boca acababa en una pequeña bolsa con un tapón en el extremo inferior, medio llena de un líquido oscuro. Susan leyó las etiquetas de los goteros: manitol, pentaalmidón, morfina, Midazolam, noradrenalina. Medicamentos para mantenerlo estable. De apoyo. Para evitar que se apagara, nada más.
Los únicos indicadores de que seguía con vida eran el movimiento de su pecho subiendo y bajando y los destellos en los monitores.
Observó las vías introducidas en el dorso de las manos de su marido, y la placa de plástico azul con su nombre, y luego otra vez el equipo, donde descubrió algunas máquinas y pantallas que le resultaban desconocidas. En los cinco años desde que había dejado la enfermería por un trabajo de comercial en la industria farmacéutica, habían hecho su aparición nuevas tecnologías que no reconocía.
El rostro de Nat, cubierto de cardenales y laceraciones, era una fantasmagórica máscara blanca desconocida para ella: era un tipo en forma, que jugaba habitualmente al squash, y que siempre tenía la cara sonrosada, a pesar de las largas jornadas —de locura— en el trabajo. Era fuerte, alto, con el cabello claro y largo, casi demasiado largo para un médico respetable, tenía poco más de treinta años y era atractivo. Muy atractivo.
Susan cerró los ojos por un instante para evitar las lágrimas. «Tan jodidamente atractivo. Venga, cariño. Venga, Nat, vas a ponerte bien. Vas a salir de esta. Te quiero. Te quiero tanto. Te necesito», pensó. Y tocándose el vientre, añadió:
—Los dos te necesitamos.
Abrió los ojos y leyó las constantes en los monitores, las pantallas digitales, los niveles, buscando en vano algún leve indicio que pudiera darle esperanza. Nat tenía el pulso débil e irregular, los niveles de oxígeno en sangre eran muy bajos, las ondas cerebrales apenas se reflejaban en el gráfico. Pero seguro que sólo estaba dormido y que se despertaría en cualquier momento.
Susan llevaba en el hospital desde las diez de la mañana, tras la llamada de la Policía. Otra ironía, que tuviera una cita programada en este mismo hospital para una ecografía aquel mismo día. Por ese motivo aún estaba en casa cuando llegó la llamada, en vez de en Harcourt Pharmaceuticals, donde trabajaba como monitora de ensayos clínicos con nuevos fármacos.
Le había ido bien conocer los entresijos de los edificios del hospital, y también que tantos de los trabajadores del centro la conocieran a ella y a Nat, de modo que no se encontró con los obstáculos habituales, sino que había podido hablar directamente con el equipo médico, por muy desagradable que resultara.
Para cuando había llegado, media hora después que Nat, a él ya estaban haciéndole un TAC cerebral. Si hubiera mostrado un coágulo le habrían trasladado a la Unidad de Neurología de Hurstwood Park para que lo operaran. Pero el TAC había mostrado una hemorragia interna masiva, lo que quería decir que no podía hacerse ninguna operación. Sólo quedaba permanecer a la expectativa, pero era más que probable que tuviera un daño cerebral irreversible.
El equipo médico de Urgencias lo había estabilizado durante cuatro horas, en las que no se había registrado ningún cambio en su estado: se había mantenido una falta total de respuesta.
En el test de la Escala de Coma de Glasgow, Nat había dado un resultado de 3 sobre 15. Los ojos no respondían a ningún estímulo verbal, ni al dolor, ni a la presión aplicada directamente sobre ninguno de los dos ojos, lo que le daba una puntuación mínima de 1. Tampoco respondía verbalmente a ninguna pregunta, comentario u orden, lo que también le daba una puntuación de 1 en la parte verbal del test. Y no respondía al dolor, lo que le daba una puntuación de 1 en la sección de respuesta motora. El máximo que podía obtenerse era 15. El mínimo era 3. Susan sabía lo que significaba aquel resultado. Una puntuación de 3 era un triste indicador —fiable al cien por cien— de muerte cerebral.
Sin embargo, a veces se producían milagros. En sus años de enfermera en aquella unidad, había visto a pacientes con una puntuación de 3 que acababan recuperándose completamente. En un porcentaje mínimo, sí, pero Nat era un tipo fuerte. Podía conseguirlo. ¡Lo haría!
Saleha, la pequeña y agradable enfermera malasia que había estado a solas con Nat toda la tarde, sonrió a Susan:
—Deberías irte a casa y descansar un poco.
Susan sacudió la cabeza.
—Quiero seguir hablándole. La gente a veces responde. Yo lo he visto.
—¿Le gusta alguna música en particular? —preguntó la enfermera.
—Snow Patrol —dijo ella, y pensó un momento—. Y los Eagles. Le gustan esos grupos.
—Podrías intentar traerle alguno de sus CD y ponérselos. ¿Tienes un iPod?
—En casa.
—¿Por qué no lo traes? Así también puedes traerle sus cosas de aseo. Algo de jabón, un paño para la cara, cepillo de dientes, las cosas de afeitado, desodorante.
—No quiero dejarle solo —dijo Susan—. Por si... —Se encogió de hombros.
—Está estable —dijo Saleha—. Yo puedo llamarte si creo que tienes que venir enseguida.
—Estará estable mientras mantengáis las máquinas encendidas, ¿verdad? Pero ¿y cuando las apaguéis?
Se produjo un silencio incómodo. Ambas mujeres conocían la respuesta. La enfermera lo rompió con un comentario optimista:
—Lo que tenemos que esperar es que se produzca alguna mejoría pronto.
—Sí —coincidió Susan, con la voz entrecortada y reprimiendo las lágrimas.
Se quedó mirando la cara de Nat, sus párpados inmóviles, deseando que se moviera, deseando que aquellos ojos se abrieran y aquellos labios le sonrieran.
Pero no hubo cambios.
14
David Browne, director de Criminalística, y James Gartrell, fotógrafo forense de la Policía, habían llegado hacía un rato en vehículos separados. Tanto Browne —un hombre delgado y musculoso de poco más de cuarenta años, con el pelo pelirrojo muy corto y una cara alegre cubierta de pecas, llevaba un grueso anorak guateado, vaqueros y deportivas— como Gartrell, alto y serio, de pelo corto y oscuro, estaban ocupados en la cubierta principal del Arco Dee, tomando fotografías y vídeos del escenario.
Browne estaba de acuerdo con Roy Grace en que no había motivo para tratar el barco como escenario de un crimen, y ninguno de los tres hombres, ni Lizzie Mantle, se habían molestado en cambiarse y ponerse ropas de protección. Grace se había limitado a cercar la zona de alrededor de la cabeza de dragado con cordón policial.
Junto al cordón se encontraba ahora el superintendente, calentándose las manos con una taza de café caliente e interrogando de un modo informal al capitán y al ingeniero jefe, cuyas declaraciones registraba la inspectora Mantle, de pie a su lado. El superintendente miró su reloj. Eran las seis y diez.
El capitán, Danny Marshall, sin afeitar y con tejanos, con una chaqueta reflectante sobre un grueso suéter y botas, tenía aspecto preocupado, y también consultaba repetidamente su reloj. El jefe de ingenieros, Malcolm Beckett, vestido con un mono blanco sucio y un casco rígido, estaba algo menos nervioso, pero Grace notaba la tensión en ambos hombres.
Era evidente que les preocupaba el cadáver, pero también las implicaciones comerciales de aquella alteración en su calendario.
Otro miembro de la tripulación se acercó a ellos con una hoja de papel milimetrado con una serie de coordenadas impresas que indicaban el punto exacto del lecho marino de donde habían extraído el cuerpo.
Lizzie Mantle copió la información en su cuaderno y luego metió el cuadrado de papel en una bolsa de plástico de pruebas y se la metió en el bolsillo. Al cuerpo le habían colgado un pesado lastre, pero con eso y con todo, tal como sabía Grace por experiencias anteriores, en el canal de la Mancha había fuertes corrientes y los cuerpos podían desplazarse considerablemente. Necesitaría recurrir al equipo de submarinistas para calcular la posición aproximada desde donde lo habían tirado.
De pronto oyó el rugido de una motocicleta, la radio hizo un ruido y oyó la voz de una joven agente que se había situado en la parte inferior de la pasarela para asegurarse de que no subiera a bordo nadie sin autorización.
—El médico acaba de llegar, señor —dijo.
—Ahora bajo.
Roy atravesó la cubierta y el ruido del motor de la motocicleta aumentó de volumen. La luz de un único faro atravesó el muelle. Unos momentos más tarde, a la luz de las balizas del barco, vio que una BMW con los colores del cuerpo de paramédicos se detenía. El conductor bajó y puso el caballete. Graham Lewis apoyó la moto con cuidado, se sacó el casco y los guantes de cuero y se dispuso a sacar su maletín del maletero.
Por obvio que pudiera resultarle a un policía que alguien estaba muerto, por orden del juez de instrucción, a menos que los restos fueran poco más que huesos, o que la cabeza estuviera separada o no apareciera, era necesario un certificado formal de defunción realizado en el mismo escenario. En otro tiempo se exigía incluso la presencia de un médico de la Policía, pero recientemente se había cambiado la norma y ahora eran los paramédicos quienes realizaban el trámite.
El sanitario, un tipo bajo y enjuto con el pelo gris rizado, tenía una expresión amable que siempre tranquilizaba a las víctimas de accidente a las que atendía. Y mostraba un optimismo irrefrenable, a pesar de todo lo que veía a diario en su
—¿Cómo te va, Roy? —saludó con tono jovial.
—Mejor que al pobre diablo del barco —respondió Grace. «Aunque no me irá mucho mejor si no llego a la fiesta antes de que acabe», pensó.
—No creo que vayas a necesitar ese maletín. Está todo lo muerto que se puede estar —añadió.
Acompañó a Graham Lewis por la inestable pasarela hasta la cubierta, y luego, a la luz de los focos del barco, junto a los rollos de cable y los rieles naranja de la cinta transportadora, que en aquel momento habría tenido que estar girando y traqueteando, sacando la carga de la bodega y vertiéndola en el muelle. Pero estaba en silencio. El sanitario siguió a Roy Grace hasta el otro extremo del barco.
La cabeza de dragado de acero, colgada medio metro por encima de la cubierta, tenía el aspecto de un par de tenazas de cangrejo gigante. Encajado entre ambas había un fardo de lona negra impermeabilizada atado con varias cuerdas. La cuerda también pasaba por unos ojetes de la lona, de los que colgaban unos bloques de cemento, que ahora estaban tirados sobre la sucia cubierta de metal pintado de naranja.
—Está en la bolsa —le informó Grace—. La han abierto, pero no lo han tocado.
Graham Lewis se acercó y echó un vistazo por el largo corte practicado longitudinalmente en la bolsa. Roy Grace observaba a su lado, horrorizado pero muy intrigado.
El sanitario sacó un par de guantes de látex y luego abrió más el corte, con lo que dejó a la vista el cuerpo inerte del interior, de un color gris blancuzco, casi translúcido. Era un hombre joven, de apenas veinte años, calculó Grace, y por su estado no daba la impresión de que llevaba en el agua mucho tiempo.
Se percibía un intenso olor a plástico y un leve rastro de descomposición, pero no el terrible hedor dulzón a carne podrida que a lo largo del tiempo Grace había acabado por asociar con un cuerpo que llevara tiempo muerto. Aquel hombre llevaba muerto sólo unos días, supuso, pero esperaba que el examen post mortem le diera una estimación más precisa.
El joven era delgado, pero más por malnutrición que por ejercicio, pensó Grace al observar la escasa musculatura. Medía entre 1,70 y 1,73 metros y tenía el rostro anguloso y una cara algo rara, con el pelo negro y corto, parte del cual le caía en un flequillo sobre la frente.
El paramédico le giró la cabeza ligeramente.
—No hay signos evidentes de ningún trauma craneal —observó.
Grace asintió, pero su mirada —y su pensamiento— estaban en otra parte del cuerpo. Estaba mirando el abdomen. En particular, la limpia incisión vertical por el centro, desde la base del cuello hasta debajo del ombligo, que acababa en el borde del triángulo de vello púbico, y las grandes suturas que la cerraban. Sus ojos se cruzaron con los del sanitario, luego volvió a bajar la vista. Se quedó mirando la incisión. El pene, casi de color negro, inerte sobre el vello, mustio y arrugado, como la piel cambiada de una serpiente. No pudo evitar quedarse mirándolo un momento. El pene de los muertos siempre le había parecido algo profundamente triste, como si el símbolo por excelencia de la virilidad, al quedar exánime, se convirtiera en el símbolo por excelencia de la muerte. Luego volvió a fijar la vista en la incisión.
—¿Qué cojones es eso? —preguntó Graham Lewis—. No hay tejido cicatrizado, así que se ha efectuado post mortem... o casi.
—Parece muy limpia —señaló Grace—. ¿Quirúrgica?
Danny Marshall, que estaba a poca distancia, cerca de la agente Mantle, estaba nervioso y le preguntó cuánto tiempo más tendrían que esperar a que descargaran el cuerpo y pudieran zarpar de nuevo: ya habían perdido más de una hora de su valioso tiempo de descarga. El Arco Dee había costado a sus dueños 19 millones de libras y tenía que operar todo el día para ser rentable. Lo que suponía no perderse ni una marea. Una hora más de retraso y no podrían descargar a tiempo de aprovechar la marea de la noche.
Ella le contestó que la decisión dependía de Roy Grace.
Por primera vez en su carrera, Marshall entendía la actitud de un par de capitanes de barcos de pesca que había conocido y que, tras haber sacado algún cadáver del agua con sus redes, le habían confesado que lo habían vuelto a tirar al agua para evitar la pérdida de tiempo que les supondría una investigación policial.
—Desde luego. Eso no es una herida —dijo Lewis—. Al pobre infeliz le han operado. Pero... —Vaciló.
—Pero ¿qué? —le apremió Grace.
—Esa incisión sin duda me parece post mortem.
—¿Tiene alguna idea de cuánto vamos a tardar, superintendente? —preguntó el capitán.
—Depende del forense —se disculpó Grace.
—¿Tenemos que esperar?
En aquel momento, sonó el teléfono de Grace.
—Hablando de la reina de Roma —dijo.
Era la patóloga del Departamento de Interior: Nadiuska De Sancha.
—Roy —dijo—. Lo siento mucho. Me han llamado para una emergencia. No sé cuándo podré ir. Cuatro o cinco horas por lo menos, quizá más.
—Vale, ya te llamaré —dijo él.
El paramédico estaba tomando el pulso al cadáver. Cumpliendo con el procedimiento. Una formalidad.
Grace tomó una decisión, en parte influido por su deseo de ir a la fiesta, pero sobre todo por la situación. Aquella draga llevaba una tripulación de ocho hombres, y ya había hablado con todos. Todos ellos podían testificar que el cuerpo había sido extraído del mar. El fotógrafo, James Gartrell, ya había tomado todas las fotografías y vídeos que necesitaba. El cuerpo se encontraba dentro del envoltorio plástico en el que se había extraído del fondo marino, lo que hacía extremadamente improbable que hubiera ninguna prueba forense en el barco: de haberla habido, se habría perdido por el agua de camino a la superficie.
Tendría todo el derecho de incautar el barco como escenario de un crimen, pero a su parecer aquello no llevaría a nada. Lo único que había hecho el Arco Dee había sido extraer el cuerpo del fondo marino. El barco no tenía de escenario de un crimen más que un helicóptero que hubiera recogido un cadáver flotante. Ya determinarían la causa de la muerte en el depósito.
—Buenas noticias para usted —le dijo a Danny Marshall—. Déjeme tomar el nombre y la dirección de todos los miembros de su tripulación y pueden irse —anunció. Luego se giró hacía el paramédico—. Llevemos el cuerpo a tierra; no lo saques del plástico.
—¿Puedo pasarte el informe más tarde? —le pidió Graham Lewis—. Esta noche entreno a un equipo de rugby juvenil.
—¿Entrenas?
—Sí.
—¿Eres entrenador de rugby?
—Sí.
—No lo sabía. Yo dirijo el equipo de rugby del Departamento de Investigación Criminal. Necesitamos un entrenador.
—Pues llámame.
—Lo haré.
—Puedes entregarme el informe mañana.
Entonces volvió a mirar aquel cuerpo huesudo y mutilado. «¿Quién eres tú? ¿De dónde eres? ¿Quién te ha hecho esa incisión en el cuerpo? ¿Y por qué?», pensó.
Siempre «por qué».
Era la primera pregunta que se hacía Roy Grace, siempre para sus adentros, en el escenario de un crimen. Y para ser un poli de treinta y nueve años, aún joven para el cuerpo, había visto demasiados.
Demasiados como para impresionarse.
Pero no tantos como para que no le importara.
15
Lynn odiaba aquel recorrido incluso en la mejor de las circunstancias, la larga procesión por la A23 a través de la periferia del sur de Londres. Se dirigían al Royal South London Hospital, en Denmark Hill, donde Caitlin debía pasar los cuatro días siguientes bajo observación del equipo de pre-trasplantes.
La última vez que Lynn había hecho aquel viaje había sido en abril, cuando había llevado a Caitlin a Ikea para escoger algunos accesorios para su dormitorio. Por lo menos aquello había sido divertido, si es que puede considerarse divertido batallar con las aglomeraciones de un domingo por la tarde en Ikea.
Pero al final de todo aquel jaleo habían disfrutado de una alegría; de hecho, de una doble alegría en el caso de Lynn, porque Caitlin había hecho algo que muy raramente hacía: no sólo había comido algo a lo que en circunstancias normales le habría hecho ascos por ser «insano», sino que se había dado un atracón.
Había sido al salir de las colas para pagar, tras haber comprado una mesita de noche, una lámpara, una colcha, papel de empapelar y cortinas. Habían ido al restaurante y se habían comido unas albóndigas con patatas y luego un helado. Y no sólo eso, sino que también se habían comprado dos perritos calientes, bañados en mostaza y kétchup, para comérselos en casa de cena, aunque al final habían desaparecido de camino a casa, mucho antes de llegar. Lynn tenía la sospecha de que Caitlin le habría pedido parar en cualquier momento para vomitarlos, pero no: se había quedado ahí sentada, con una mueca de satisfacción, relamiéndose de vez en cuando y proclamando: «¡Ha sido un escándalo! ¡Un verdadero escándalo!».
Era una de las pocas ocasiones de su vida en que Lynn recordaba haber visto que Caitlin disfrutara de la comida, y por un momento albergó la esperanza —que posteriormente abandonaría— de que marcara el inicio de una fase nueva y más positiva de la vida de su hija.
En aquel momento tenían Ikea a su izquierda, una mole iluminada con franjas azules y amarillas cerca de la parte superior. Miró a Caitlin, que estaba en el asiento del acompañante, agazapada sobre su teléfono móvil, concentrada en sus mensajes de texto. Llevaba escribiendo mensajes sin parar una hora, desde que habían salido de Brighton. La luz de los faros en dirección contraria le iluminaba la cara con un blanco resplandor amarillento fantasmagórico.
—¿Te apetecerían unas albóndigas, cariño?
—Sí, claro —respondió Caitlin con desgana, sin levantar la vista, como si su madre le estuviera ofreciendo veneno.
—Estamos pasando por Ikea; podríamos parar.
Toqueteó el teclado unos momentos y luego dijo:
—A estas horas no estará abierto.
—Sólo son las ocho menos cuarto. Creo que abren hasta las diez.
—¿Albóndigas? Puaj. ¿Quieres envenenarme, o algo así?
—¿Te acuerdas de cuando vinimos en abril a buscar cosas para tu habitación? Entonces las comimos y te gustaron mucho.
—He leído cosas sobre las albóndigas en Internet —dijo Caitlin, de pronto más locuaz—. Están llenas de grasa y porquerías. Ya sabes, algunas albóndigas tienen hasta trozos de huesos y pezuñas. Es como algunas hamburguesas: ponen literalmente la vaca entera en una trituradora. Todo, ¿sabes? La cabeza, la piel, los intestinos. Así pueden decir que es ternera cien por cien.
—Las de Ikea no.
—Ya, se me olvidaba que tú comulgas en el altar de Ikea. Como si su comida tuviera la bendición de algún dios nórdico.
Lynn sonrió, alargó una mano y tocó la muñeca de su hija.
—Sería mejor que la comida del hospital.
—Bueno, por eso no te preocupes. No voy a comer «nada» mientras esté en ese lugar de mierda —respondió, sin dejar de teclear—. De todos modos, acabamos de cenar.
—Yo he cenado, cariño. Tú no has tocado la comida.
—Lo que tú digas. —Siguió tecleando—. De hecho, no es cierto. He comido yogur —precisó. Y bostezó.
Lynn detuvo el Peugeot frente a un semáforo, levantó la mano un momento para poner el coche en punto muerto y luego volvió a apoyarla en la muñeca de Caitlin.
—Tienes que comer algo antes de irte a dormir.
—¿Para qué?
—Para que estés fuerte.
—Estoy fuerte.
Apretó la muñeca de su hija, pero no hubo respuesta. Entonces sacó el mapa del bolsillo de la puerta y lo comprobó un momento. El tubo de escape repiqueteó contra los bajos del coche con la vibración. El semáforo se puso en verde. Volvió a meter el mapa en el bolsillo, cogió el pegajoso pomo del cambio de marchas, metió la primera y soltó el embrague.
—¿Cómo te encuentras?
—Tengo miedo. Y estoy muy cansada.
Siguiendo el tráfico, volvió a cambiar de marcha, luego puso tercera y apretó la muñeca de Caitlin una vez más.
—Te pondrás bien, cariño. Estás en las mejores manos posibles.
—Luke ha estado mirando en Internet. Me acaba de escribir. Dice que nueve de cada diez personas que esperan un trasplante de hígado en Estados Unidos mueren antes de conseguirlo. Que cada día mueren en el Reino Unido tres personas que esperan un trasplante. Y que en Estados Unidos y Europa hay 140.000 personas que esperan trasplantes.
En su enfado, Lynn perdió de vista las luces de freno de los vehículos de delante y tuvo que dar un pisotón en el freno. Paró en seco para evitar chocar contra una furgoneta. «¡Internet! —pensó—. Me cago en la jodida Internet. Y me cago en ese imbécil de Luke. ¿Es que ese capullo descerebrado no tiene nada mejor que hacer que meterle miedo a mi hija?»
—Luke se equivoca —dijo—. Lo he hablado con el doctor Hunter. No es cierto. Lo que ocurre es que hay gente muy enferma a la que ponen en las listas de espera demasiado tarde. Pero no es tu caso.
Intentó pensar en algo más que decir y que no sonara condescendiente. Pero de pronto tenía la mente en blanco. El especialista les había dicho que «intentaría» ponerla en un puesto prioritario en la lista de espera. Pero con la misma inocencia había admitido que no podía garantizarlo. Y además tenían el problema añadido del grupo sanguíneo de Caitlin.
Siguió conduciendo en silencio, oyendo el constante repiqueteo de las teclas del móvil de Caitlin y el pitido ocasional que indicaba la llegada de algún mensaje.
—¿Quieres que ponga música, cariño? —dijo por fin.
—No de esa que tienes en el coche, que da asco —protestó Caitlin, pero por lo menos lo dijo de buen humor.
—¿Por qué no buscas algo en la radio?
—Bueno —Caitlin se echó adelante y encendió la radio. Las Scissor Sisters cantaban: I don't feel like dancin'.
—Ésa soy yo —dijo Caitlin—: hoy no me apetece nada bailar.
Lynn le respondió con una sonrisa irónica. A la luz fugaz de una farola, desde el asiento del acompañante, un fantasma flaco y asustado le devolvió una sonrisa nostálgica.
16
—¡Bueno, bueno, mira quién ha venido! ¡Y esta vez has llegado antes incluso que las moscas! —exclamó Roy Grace mientras, seguido por la inspectora Mantle, rebasaba el puesto de guardia al final de la pasarela y saludaba, a su pesar, al reportero del Argus, periódico local de Brighton.
Daba la impresión de que, fuera la hora que fuera, del día o de la noche, Kevin Spinella siempre llegaba antes que ningún otro periodista, especialmente cuando había el mínimo rastro de muerte no natural.
O quizás era el propio rastro de la muerte. A lo mejor la nariz del joven periodista detectaba el olor de la muerte desde seis kilómetros de distancia, como las moscas.
O eso, o había encontrado algún modo de piratear el último sistema de codificación de las emisiones de radio de la Policía. Grace siempre había sospechado que tenía un contacto dentro y estaba decidido a descubrirlo algún día, pero en aquel momento estaba concentrado en algo completamente diferente. Quería llegar a la fiesta del superintendente en jefe Jim Wilkinson lo antes posible y enterarse de qué era lo que quería decir Cleo exactamente cuando le había dicho tan fríamente: «Quiero decírtelo cara a cara, no por teléfono».
¿Qué es lo que querría decirle aquella mujer a la que tanto quería? ¿Y por qué parecía tan distante? ¿Acaso le iba a dar la patada? ¿Decirle que había encontrado a otro? ¿O que iba a volver con su ex novio, aquel abogado capullo que había reencontrado la religión?
Vale, el tipo había ido a Eton, y Grace sabía que nunca podría competir con aquello. Cleo venía de un entorno diferente al suyo, de una clase completamente diferente. La familia de ella era rica, había ido a un internado y era una mujer de una inteligencia excepcional.
En comparación, él no era más que un poli tontorrón de clase media, hijo de otro poli de clase media. Y no tenía otras aspiraciones; aquello era todo lo que quería ser y lo que sería. Le encantaba su trabajo y sus colegas. No tendría problemas en admitir que, de poder congelar el tiempo, le gustaría seguir en su trabajo para siempre.
¿Se había dado cuenta Cleo?
A pesar de todos sus intentos por seguir sus estudios de Filosofía en la universidad a distancia, se estaba quedando rezagado. ¿Habría decidido Cleo que sencillamente no era lo suficientemente brillante para ella?
—Encantado de verlos, superintendente Grace, inspectora Mantle.
El periodista mostró una sonrisa radiante y fue a su encuentro. Por un momento sus rostros estuvieron tan cerca que Grace notó el olor de menta del chicle de Spinella.
—¿Qué trae a dos agentes de tanta categoría al puerto en una noche fría como ésta?
El periodista tenía un rostro fino, unos ojos vivos y un corte de pelo moderno. Llevaba una gabardina beis típica de detective privado, con las solapas subidas, y un traje fino de verano debajo, además de una corbata con el nudo perfecto. Sus mocasines negros con borlas tenían un aspecto barato y chabacano.
—No parece que venga vestido para pescar —observó Lizzie Mantle.
—Para pescar datos —respondió él, que levantó las cejas socarronamente—. ¿O quizá para «dragarlos»?
A sus espaldas, el furgón del depósito emprendía la marcha. Spinella se giró a mirarlo un segundo; luego volvió a fijar la vista en los dos policías.
—¿Podrían decirme algo al respecto?
—No en este momento —respondió Grace—. Puede que mañana dé una rueda de prensa, después de la autopsia.
Spinella sacó su cuaderno y lo abrió.
—Entonces podría ser otro cadáver encontrado en el mar. ¿Puedo citarle como fuente, superintendente?
—Lo siento, no tengo nada que decir.
—¿Un funeral en el mar, quizá?
Grace pasó a su lado y se dirigió hacia su coche. Spinella le siguió, manteniéndose a su altura.
—Es algo raro que llevara unos bloques de cemento como lastre, ¿no?
—Tiene mi número de móvil. Llámeme mañana a mediodía —respondió Grace—. Puede que para entonces sepa algo.
—¿Como la naturaleza de esa incisión en el cuerpo?
Grace se detuvo de golpe. Luego, haciendo un esfuerzo por controlarse, mantuvo el silencio. «¿De dónde habrá sacado eso?», pensó. Tenía que ser alguno de los miembros de la tripulación. Spinella era un maestro en extraerle información a un extraño.
Spinella esbozó una mueca, consciente de que había pillado al policía a contrapié.
—¿Algún tipo de asesinato ritual, quizá? ¿Un rito de magia negra?
Grace pensó a toda prisa: no quería que en la edición de la mañana apareciera un titular sensacionalista que asustara a la gente. Pero lo cierto era que Spinella podía tener razón. Aquella incisión era muy extraña. Tal como decía Graham Lewis, se parecía mucho a la incisión que se realiza en una autopsia. ¿Sería cosa de un ritual?
—Vale, éste es el trato. Si se limita a escribir sólo los hechos básicos, que la draga ha sacado un cuerpo no identificado, mañana le daré todos los datos sobre el caso, en cuanto el forense haya sacado el agua clara. ¿De acuerdo?
—¡El agua clara! —exclamó Spinella, asintiendo con la cabeza—. Muy propio, teniendo en cuenta dónde nos encontramos. ¡Me gusta! ¡Muy buena, superintendente! ¡Muy, muy buena!
17
Simona tenía hambre y estaba mojada. Llevaba horas caminando bajo la lluvia por las oscuras calles de la ciudad. Aquella época del año siempre había sido mala, ya que el frío hacía que la gente no saliera a la calle y escaseaban los turistas. Con un poco de suerte vendrían tiempos mejores las semanas siguientes, al acercarse la Navidad y empezar la temporada de compras.
Pasó junto a un banco que estaba cerrado, con las ventanas oscuras, y se preguntó qué haría la gente dentro de los bancos. La gente importante. La gente rica. Luego un hotel: un portero la miró con mala cara, como dejándole claro que él protegía a la gente importante del interior de personas como ella. Luego pasó junto a un supermercado cerrado y observó, hambrienta, sus escaparates llenos de latas de comida y frascos de encurtidos.
Ni siquiera le quedaba pintura metálica para inhalar y combatir los pinchazos del hambre. Aquella misma tarde se había peleado con Romeo, habían discutido por la última botellita y la habían derramado, con lo que la pintura había desaparecido por una alcantarilla. Él se había ido, malhumorado, con el perro y los restos del frasquito, diciendo que se iba a casa para escapar de la lluvia. Pero ella tenía hambre y no había querido volver a meterse en aquel agujero hasta que encontrara algo de comida. Además, el bebé últimamente lloraba más que nunca.
Lo único que había comido desde el día anterior eran un par de patatas fritas, finas como cerillas, que había encontrado en un cartón tirado en el suelo cerca de un McDonald's. Por un momento se quedó pidiendo limosna a las puertas de un restaurante de aspecto caro, hipnotizada por los olores a ajo chisporroteante y a carnes asadas, pero toda la gente que salía con la ropa seca y cara satisfecha se subía enseguida a sus coches y le hacían caso omiso, como si fuera invisible.
A su lado pasaban coches, taxis y furgonetas que salpicaban agua. Ella siguió caminando, con las zapatillas empapadas, atravesando un charco tras otro, sin importarle. Enfrente tenía la Gara de Nord: en la estación podría guarecerse de la lluvia. Probablemente encontraría algún amigo, hasta que la Policía los echara a medianoche, y quizás incluso tuvieran algo de comida. O tal vez pudiera robar alguna chocolatina de la tienda de la estación, que aún estaría abierta.
Subió las escaleras y entró en la enorme estación término de Bucarest, que estaba tenuemente iluminada. En el suelo había algún charco que reflejaba la tétrica luz blancuzca de las bombillas de sodio que colgaban del techo, por pares, a lo largo de todo el edificio. Justo encima de su cabeza había un gran tablero electrónico en el que se podía leer: «PLECARI-SALIDAS». El reloj redondo de la pared marcaba las 23.36.
Allí se indicaban los destinos, con los horarios de la noche y de la mañana siguiente. Algunos eran ciudades de las que había oído hablar, pero había muchas que desconocía. La gente a veces hablaba de otros lugares. De otros países donde se podían encontrar trabajos en los que ganar un buen dinero y vivir en una bonita casa, y donde siempre se estaba calentito. Oyó el traqueteo metálico de las ruedas de un tren. Quizá podría subirse a un tren e ir a donde le llevara, y quizás allí no pasaría frío, habría mucha comida y no oiría el llanto de ningún bebé.
Pasó junto a la cafetería, cerrada a su derecha; tenía un rótulo blanco sobre azul: METROPOL. Sentado en el suelo, delante, había un viejo con barba que llevaba un gorro de lana, harapos y botas de agua. Bebía de una botella de algún tipo de licor. A su lado había un saco de dormir mugriento, y el resto de sus pertenencias parecían estar apretujadas en un carro de la compra con la tela a cuadros. El viejo la saludó con la cabeza y ella devolvió el gesto. Como la mayoría de la gente de la calle, se conocían de vista, no por el nombre.
Siguió caminando. A su izquierda había dos policías con chaquetas de color amarillo brillante. Eran dos tipos de aspecto mezquino; fumaban cigarrillos y parecían aburridos. Estaban esperando a que se acercara la medianoche, momento en que podrían sacar las porras y sacar de allí a todos los sin techo. A la derecha de Simona estaba el puesto de golosinas, muy iluminado. En el exterior había una máquina de café con un rótulo encima que decía: NESCAFÉ. A los lados del mostrador, de color azul, pudo ver unos armaritos con refrescos y botellas de cerveza. Un hombre de aspecto elegante y de unos cincuenta años estaba comprando; parecía que quisiera vaciar la tienda. Llevaba una cazadora deportiva marrón, pantalones azules y unos lustrosos zapatos negros, y llenaba bolsa tras bolsa de paquetes de galletas, dulces, bombones, frutos secos y latas de refrescos.
Simona se quedó un momento pensando si había alguna posibilidad de agarrar algo, pero el hombre que dirigía la tienda ya la había calado y la observaba como un halcón desde el otro lado del mostrador. Si no la atrapaba, lo harían los dos policías, y no quería que le dieran una paliza. Aunque también era cierto que en la cárcel por lo menos estaría seca y le darían algo de comer. Pero luego se la llevarían a aquella casa, al orfanato.
En el orfanato la habían enviado al colegio y aquello le había gustado. Le gustaba aprender, sabía que tenía que aprender cosas si quería cambiar de vida. Pero odiaba el orfanato, las otras niñas perversas, el malvado director que le obligaba a tocarle, que le pegaba cuando se negaba a meterse su cosa en la boca y que la encerraba en una habitación, a oscuras, donde oía las carreras de las ratas, durante varios días seguidos.
No, no quería volver allí.
Pasó junto a un andén y se quedó inmóvil un momento. Observó las luces de cola de un tren que se alejaba ganando velocidad. Un barrendero solitario, con una chaqueta amarillo fosforescente, como las de los policías, pasaba una escoba sobre la superficie húmeda y brillante del andén.
Entonces los vio, acurrucados en un rincón, medio escondidos tras un pilar de hormigón, y de pronto sintió un arrebato de alegría. Seis caras familiares —siete si contaba el bebé—. Se acercó a ellos. Tavian, alto y delgado, con un color de piel agitanado, fue el primero en verla y le sonrió. Siempre sonreía. En su mundo no había mucha gente que sonriera siempre, y a Simona le gustó que lo hiciera. Le encantaba su cara delgada y elegante, sus cálidos ojos marrones, sus gruesas cejas de hombre. Llevaba un gorro de lana azul con orejeras, una chaqueta militar de camuflaje sobre una cazadora de nailon gris y varias capas debajo, y tenía en brazos al bebé, que dormía vestido con un mono de pana y envuelto en una manta. Tenía diecinueve años y era su tercer hijo. Los dos primeros se los habían llevado al orfanato.
A su lado estaba Cici, la madre del bebé. Cici, que tendría diecisiete años, también sonreía constantemente, como si toda su vida fuera una gran broma que provocara risa. Era diminuta, y aún estaba hinchada tras el embarazo. Llevaba unos pantalones de chándal verdes que le venían grandes, y unas deportivas blancas tan nuevas que debían de haberlas robado aquel mismo día. Tenía la cara rechoncha y le faltaban un par de dientes. Llevaba puesta la capucha de la chaqueta, de rayas azules y blancas. A Simona le recordaba los dibujos de esquimales que había visto una vez, en una clase de geografía, en el colegio.
No sabía los nombres de los otros integrantes del grupo. Uno era un chico de aspecto amargado, de unos trece años, que llevaba un gorro de esquí de punto, una gruesa chaqueta negra, vaqueros y deportivas, y que nunca sacaba las manos de los bolsillos ni decía nada. A su lado se encontraba otro chico, que podía ser su hermano mayor. Tenía cara de comadreja, un bigote fino y unos mechones de pelo claro pegados a la frente a causa de la lluvia. Fumaba un cigarrillo liado a mano.
Había otras dos chicas. Una, la mayor del grupo, tendría unos veinticinco años y también parecía gitana. Tenía una melena larga, lacia y oscura, y la piel arrugada por los años a la intemperie. La otra, que tenía veinte años, pero que semejaba que tuviera el doble, estaba envuelta en una chaqueta forrada de borreguillo y llevaba unos voluminosos pantalones de fibra; sostenía un cigarrillo encendido en una mano. En la otra llevaba una bolsa de plástico con una botellita de pintura, que sostenía contra la nariz, inhalando y exhalando con los ojos cerrados.
—¡Simona! ¡Hola! —le saludó Tavian, levantando la mano. Simona le respondió haciéndola chocar con la suya—. ¿Cómo estás? ¿Dónde está Romeo?
Ella se encogió de hombros.
—Lo he visto antes. ¿Cómo estáis todos? ¿Qué tal el bebé?
Cici la miró y se le iluminó la mirada, pero no dijo nada. Casi nunca hablaba. Fue Tavian quien respondió.
—¡Hace dos noches se lo intentaron llevar, pero nos escapamos!
Simona asintió. Las autoridades hacían esas cosas: se llevaban a los bebés de sus madres, pero dejaban a las madres. Los metían en algún tipo de orfanato, como los que ella había conocido y de los que había huido repetidamente, desde que tenía unos ocho años y hasta tres o cuatro años atrás, cuando había conseguido mantenerse alejada de ellos de forma permanente.
Se produjo un silencio. Todos la miraban. Tavian y Cici sonriendo; los otros con la mirada en blanco, como si esperaran que trajera algo —comida, o quizá noticias—, pero ella no había sacado nada de aquella noche húmeda y oscura.
—¿Habéis encontrado algún lugar nuevo para dormir? —preguntó.
La sonrisa de Tavian desapareció por un momento, y sacudió la cabeza, sin demasiado entusiasmo.
—No, y la Policía últimamente está peor. Nos pegan constantemente; nos obligan a ir de un lado a otro. A veces, si no tienen nada mejor que hacer, nos siguen por las noches.
—¿Los que se intentaron llevar al bebé?
Él negó con la cabeza, sacó una colilla torcida de una caja y la encendió, acunando suavemente al bebé con el brazo libre.
—No, no son ellos. Llaman a alguien, a alguna unidad especial.
—He oído hablar de un buen lugar, donde hay sitio: por la tubería de calefacción —dijo Simona.
Él se encogió de hombros, con indiferencia.
—Estamos bien. Nos arreglamos.
Nunca había entendido del todo a aquel grupo. No eran diferentes a ella ni tenían más de lo que tenía ella. Podría decirse incluso que ella estaba mejor, porque al menos tenía un lugar adonde ir. Aquella gente era completamente nómada. Dormían donde podían —en callejones, al abrigo del porche de alguna tienda, o al raso, acurrucados unos contra otros para calentarse—. Sabían lo de las tuberías de calefacción, pero nunca recurrían a ellas. No lo entendía, aunque, por otra parte, había mucha gente a la que no entendía.
Como el hombre que se acercaba a ellos en aquel momento, cargado de bolsas de plástico. El hombre que había visto en el puesto de golosinas. Era de mediana edad, con una sonrisa algo petulante que al momento le hizo desconfiar.
—Tenéis aspecto de tener hambre, así que os he comprado algo de comer —dijo, y sonrió con entusiasmo, mostrándoles las bolsas.
De pronto todos se abalanzaron, lo apartaron a empujones y agarraron las bolsas. El hombre las soltó, satisfecho, y se quedó allí. Era de complexión fuerte, con un rostro agradable de persona cultivada y el pelo bien peinado. Tanto su camisa blanca con el cuello abierto como su chaqueta marrón, sus pantalones azul oscuro y sus relucientes zapatos parecían caros, pero Simona se preguntó por qué, en una noche así, no llevaba abrigo; sin duda podía permitirse uno.
Sólo retuvo una bolsa, esperando que la agitación se calmara y todos se retiraran, cada uno inspeccionando su inesperado botín, y se la entregó a Simona. Ella miró dentro y examinó aquel tesoro de golosinas y galletas.
—Por favor, sírvete. Cógelo todo. ¡Es tuyo! —dijo él, mirándola fijamente.
Ella metió la mano, sacó una chocolatina Mars, la desenvolvió y la mordisqueó con ansia. Estaba buenísima. ¡Increíble! Lecho otro bocado, y otro más, como si tuviera miedo de que alguien se la fuera a arrebatar, y se metió el último pedazo en la boca apretándolo, hasta que la tuvo tan llena que apenas podía masticar. Entonces volvió a meter la mano en la bolsa y sacó una galleta cubierta de chocolate, que empezó a desenvolver.
De pronto se produjo un alboroto. Sintió un doloroso golpe en el hombro y gritó, asustada, mientras se giraba y dejaba caer la bolsa al suelo. Tenía a un policía tras ella, con la porra negra levantada y una mirada de odio en el rostro, a punto de volver a golpear. Simona levantó las manos y sintió el golpe en la muñeca, tan duro y doloroso que estaba segura de que se la habría roto. Volvía a levantar el brazo para golpear de nuevo. Había policías por todas partes. Siete u ocho, quizá más.
Oyó un sonoro golpetazo y vio a Tavian, que se caía al suelo.
Cici gritaba:
—¡Mi bebé! ¡Mi bebé!
Simona vio una porra que golpeaba a Cici en plena boca y le reventaba las encías y le rompía los dientes.
Una lluvia de porrazos caía sobre ellos.
De pronto sintió que la cogían de una mano y tiraban de ella hacia atrás, alejándola de los policías. Al girarse, vio que era el hombre que había comprado las golosinas. Un policía alto y huesudo con una boca pequeña de rata levantó la porra como si fuera a golpearlos a los dos y gritó algo. El hombre metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un puñado de billetes.
El policía cogió el dinero y les indicó que se alejaran con un gesto; luego fijó su atención de nuevo en el grupo, levantó la porra y la dejó caer con un ruido sordo sobre la espalda de alguien; Simona no pudo distinguir de quién se trataba.
Desconcertada, se quedó mirando al hombre, que volvía a tirarle de la mano.
—¡Rápido! Ven, te sacaré de aquí.
Ella lo miró, insegura de si podía confiar en él, y luego miró de nuevo en dirección a la refriega. Vio a Cici de rodillas, gritando histéricamente, con la boca chorreando sangre, sin su bebé en los brazos. Los indigentes estaban tirados por él suelo, apiñados y más y más cubiertos de sangre, hundiéndose cada vez más bajo la lluvia de porrazos. Los policías se reían. Estaban divirtiéndose. Aquello, para ellos, era un deporte.
Momentos después, aún arrastrada por la tenaza de hierro de su rescatador, Simona bajaba a trompicones las escaleras de la entrada principal de la estación, se sumergía en la lluvia y se dirigía a la puerta trasera abierta de un gran Mercedes negro.
18
El problema de los bufés —a Roy Grace siempre se lo había parecido— es que era muy fácil llenarse el plato de comida antes de haber tenido ocasión de analizar todo lo que había en la mesa. Entonces, cuando ya estabas dando una imagen de glotón irrefrenable, de pronto, veías las gambas, o las puntas de espárrago, o alguna otra cosa que te gustara realmente.
Pero esta vez, en la fiesta de jubilación de Jim Wilkinson, no había peligro de que eso ocurriera. Aunque apenas había comido durante el día, no tenía mucho apetito. Estaba impaciente por llevarse a Cleo a algún rincón tranquilo y preguntarle qué es lo que quería decir con el texto que le había enviado antes, en el muelle.
Sin embargo, desde el momento que había llegado al bungaló de Wilkinson, que estaba hasta los topes, Cleo había estado charlando con un grupo de investigadores de la Unidad de Inteligencia de la División y no le había dedicado más que una escueta sonrisa de bienvenida.
Grace estaba preocupado. ¿Qué demonios le pasaba? Estaba más guapa que nunca aquella noche, perfectamente vestida para la ocasión, con un recatado vestido de satén azul.
—¿Cómo va eso, Roy? —le preguntó Julie Coll, esposa de un superintendente en jefe del Departamento de Justicia Criminal, que fue a ponerse a su lado frente a la mesa del bufé.
—Bien, gracias —dijo él—. ¿Y tú? —De pronto recordó que acababa de dar un giro a su vida y que hacía poco había pasado las pruebas de azafata de vuelo—. ¿Qué tal te sienta volar?
—Estupendo —dijo ella—. Me encanta.
—Con Virgin, ¿verdad?
—¡Sí! —respondió, y le indicó un cuenco con cebollas en vinagre—. Prueba una de ésas. Las hace Josie personalmente; son fabulosas.
—Volveré a mi asiento. Quizá puedas ponerme unas cuantas en la bandeja cuando me traigas la comida.
—¡Qué cara! ¡Ahora no estoy trabajando! —protestó, con una mueca. Pinchó un par de cebollas y se las puso encima de su montón de comida—. Así pues, ¿aún no hay noticias?
Él frunció el ceño, preguntándose por un momento a qué se refería. Entonces se dio cuenta. Nunca podía librarse de aquello, por mucho que intentara olvidar. Siempre había algo que le recordara a Sandy.
—No —dijo él.
—¿Es ésa tu nueva novia? ¿La rubia alta?
Él asintió, preguntándose por cuánto tiempo más seguiría siendo su novia.
—Parece encantadora.
—Gracias —respondió él, con una fina sonrisa.
—Recuerdo aquella conversación que tuvimos hace un par de años, en la fiesta de Dave Gaylor... Sobre médiums. ¿Te acuerdas?
Él se estrujó el cerebro, intentando recordar. Se acordó de que Julie había perdido un familiar cercano y que le dio la lata sobre un buen médium que podía recomendarle. Recordaba vagamente aquella conversación, pero no los detalles.
—Sí.
—Acabo de encontrar una nueva: es fantástica, Roy. Increíblemente precisa.
—¿Cómo se llama?
—Janet Porter.
—¿Janet Porter? —El nombre no le sonaba de nada.
—Aquí no tengo su número, pero sí en la agenda. Está en el paseo marítimo, cerca del Grand. Llámame mañana y te lo daré. Seguro que te deja pasmado.
Durante los nueve años y medio que habían pasado desde la desaparición de Sandy, Grace había perdido la cuenta de los médiums a los que había acudido. La mayoría habían recibido grandes recomendaciones, como ésta. Y ninguno había dado con nada positivo. Uno había dicho que el espíritu de Sandy estaba trabajando para un sanador y que estaba contenta de haberse reunido con su madre. El pequeño problema era que su madre aún estaba vivita y coleando.
Una pequeña cantidad de médiums, los que le habían parecido más creíbles, insistían en que Sandy no estaba en el mundo de los espíritus, lo que significaba, según le explicaron, que no estaba muerta. El seguía tan perplejo como la noche de su desaparición.
—Me lo pensaré, Julie —dijo—. Te lo agradezco, pero estoy intentando seguir adelante.
—Claro, Roy, lo entiendo.
Ella también siguió adelante, y por unos momentos Grace tuvo el bufé para él solo. Localizó al comisario Tom Martinson, que sólo llevaba en Sussex unas semanas: quería asegurarse de que tendría ocasión de hablar con él. Martinson, que tenía cuarenta y nueve años, era algo más bajo que él, un hombre de aspecto fuerte y sano con el pelo corto y oscuro y una actitud llana y agradable. En aquel momento estaba muy ocupado picoteando de su comida, al tiempo que mantenía una animada conversación con un grupo de agentes lameculos que le rodeaban.
Grace colocó una pequeña loncha de jamón y un poco de ensalada de patata en su plato, se lo comió allí mismo y dejó el plato en la mesa, para evitar tener que llevarlo de un lado para otro.
De pronto, al girarse, se encontró con Cleo a su lado, con un vaso de algo que parecía agua con gas en la mano y una cálida sonrisa que contrastaba con la frialdad de su voz al teléfono. Estaba radiante.
—Hola, cariño —dijo ella—. ¡Bueno, no has llegado tan tarde! ¿Cómo ha ido?
—Bien. Nadiuska ha dicho que no le importaba esperar hasta mañana por la mañana para la autopsia. ¿Tú cómo estás?
Sin dejar de sonreír, ladeó la cabeza, indicándole que le siguiera. En aquel momento, vio al comisario que se separaba del grupo y que se dirigía en solitario a la mesa del bufé. ¡Sería el momento perfecto para presentarse!
Pero vio que Cleo le hacía una seña, y no quería arriesgarse a perder la ocasión y que ella iniciara una nueva conversación con otros. Se moría por saber qué era lo que pasaba.
La siguió, abriéndose paso por una sala atestada, respondiendo a los saludos de algunos colegas con un gesto mecánico de la cabeza. Momentos más tarde salieron al jardín posterior. El aire de la noche era aún más frío que el del puerto y estaba cargado de humo de tabaco que llegaba procedente de un grupito de hombres y mujeres que formaban un corrillo. El humo olía bien y, si llevara sus cigarrillos, habría encendido uno. No le habría ido nada mal.
Cleo abrió una puerta y recorrió unos metros por el lateral de la casa, dejando atrás los cubos de la basura para llegar a la entrada de vehículos, en la parte delantera. Se detuvo junto al Ford Focus familiar de Wilkinson. Allí no les molestaría nadie.
—Bueno, tengo noticias para ti —dijo por fin, retorciéndose las manos, y él se dio cuenta de que no era para calentárselas, sino porque estaba nerviosa.
—Cuéntame.
Ella se retorció las manos un poco más y sonrió, incómoda.
—Roy, no sé cómo te lo vas a tomar —dijo, con una sonrisa casi infantil de desconcierto y encogiéndose de hombros después—. Estoy embarazada.
19
El hombre subió la escalera de caracol y se detuvo en lo alto un momento, comprobando que tenía el recibo del aparcacoches y el del guardarropía bien guardados en su cartera de piel de cocodrilo.
Entonces examinó el rico panorama del Rendezvous Casino a fondo y sin prisas, observándolo como un policía podría examinar una habitación.
No habría cumplido los cincuenta años y era alto. Tenía el cuerpo fibroso de quien hace deporte, el rostro curtido y el pelo, negrísimo y fino, peinado hacia atrás. A la tenue luz de las bombillas parecía atractivo, pero a la luz del día sus facciones eran más duras. Llevaba una chaqueta negra de cachemira sobre una camisa de cuadros escoceses abierta, con una gruesa cadena sobre el cuello, vaqueros caros, botas de piel de serpiente y tacón cubano y, pese a estar dentro del edificio y a que eran casi las diez de la noche, gafas de sol de aviador. En una muñeca lucía una gruesa pulsera de eslabones de oro y en la otra un gran reloj Panerai Luminor. Aunque, como siempre, tenía el aspecto de no encajar allí, era uno de los jugadores habituales que más gastaba en el casino.
Mientras mascaba chicle, observó las cuatro mesas de ruleta, las de blackjack, las de póker de tres cartas y las máquinas tragaperras, escrutando cada rostro con los ojos, ocultos tras aquellas gafas, y luego se fijó en el restaurante, en el extremo, donde también estudió a cada uno de los comensales, hasta quedar satisfecho.
Por último se dirigió sin prisas hacia la mesa que le gustaba, la de siempre, su «mesa de la suerte».
Ya había cuatro personas jugando, y daba la impresión de que llevaban allí un buen rato. Una de ellas era una mujer china de mediana edad que también era habitual del casino; con ella había una pareja joven vestida para una fiesta de la que debían venir o a la que iban a ir, y un hombre robusto con barba vestido con un suéter grueso, que daba la impresión de que estaría más a gusto en una conferencia sobre geología.
La rueda daba vueltas lentamente, con la bola girando por el borde. El hombre alto colocó 10.000 libras en fajos de billetes de 50 sobre el fieltro verde de la mesa, con la mirada fija en el crupier, que asintió y luego dijo:
—No va más.
La bola cayó desde el borde, rebotó y chocó con los resaltes y luego se calló, acomodada en su sitio. Todo el mundo, salvo el hombre alto, estiró el cuello para ver mejor, mientras la ruleta iba deteniéndose. Inmutable, el crupier anunció:
—Diecisiete. Negro.
El número apareció en la pantalla electrónica tras la ruleta. La mujer china, que había cubierto la mayor parte de la mesa con fichas, salvo el 17 y sus vecinos inmediatos, soltó un exabrupto. La joven, algo borracha, que casi iba perdiendo su vestido negro, dio un saltito de alegría. El crupier apartó las fichas no premiadas y luego puso el premio correspondiente encima de las ganadoras, empezando por las mayores cantidades. El hombre alto no apartaba la vista de su montón de billetes.
Entonces el crupier cogió el montón y contó el efectivo con manos expertas. Casi no le hacía falta, ya que lo había hecho innumerables veces antes y sabía exactamente cuánto habría.
—Diez mil libras —dijo con voz clara, para que llegara a oídos del jugador y del sistema de grabación de voces.
La mujer china, que tendría unos cincuenta años, miró al hombre con respeto. Era mucho dinero para aquel casino. El crupier apiló sus fichas. Él las cogió y empezó a jugar inmediatamente, cubriendo enseguida los doce números del tercio y poniendo alguna otra en impares, aunque la mayoría las puso en los seis últimos números ganadores, que aparecían en el panel electrónico, junto a la ruleta. Cubrió los números con apuestas a caballo y en cuadros. En un momento sus fichas invadieron una gran superficie de la mesa, como banderitas sobre un mapa que indicaran el territorio conquistado. Cuando el crupier hizo girar la ruleta —tenía órdenes de hacerla girar cada noventa segundos— los otros se apresuraron a poner sus apuestas respectivas, estirándose sobre la mesa, apilando sus fichas sobre las de los otros jugadores. El crupier le dio un ligero impulso a la ruleta y lanzó la bola.
En la planta inferior, el operador de la sala del circuito cerrado de televisión emitió un informe breve y claro destinado al auricular de Campbell Macaulay:
—Ha llegado Clint.
—¿Donde siempre? —murmuró el director del casino, sin mover apenas los labios.
—Mesa cuatro.
Los casinos habían sido el universo de Campbell Macaulay toda su vida. Había empezado desde abajo, siendo crupier, luego jefe de sala y encargado, hasta llegar a dirigirlos. Le encantaba el horario, el ambiente, la calma y la energía que coexistían en el interior de cualquier casino, y también le gustaba el negocio. Los jugadores podían ganar una gran cantidad ocasionalmente, al igual que podían perderla, pero a largo plazo el modelo de negocio era muy estable.
En realidad sólo había dos cosas que no le gustaban de su trabajo. La primera era tener que enfrentarse con algún jugador compulsivo ocasional que acabara arruinándose en su casino —o en el de otros—. A la larga, aquello no le hacía ningún bien al sector. Del mismo modo que no le gustaba cuando le despertaban a medianoche en sus días de fiesta para decirle que un jugador de pequeñas cantidades, o un perfecto extraño, acababa de poner una enorme apuesta —quizá de 60.000 libras— sobre una mesa, porque era el típico indicador de una estafa. Cualquiera que fuera sospechoso era sometido a observación.
Un buen jugador que entendiera perfectamente el juego podría reducir en gran medida sus pérdidas. En el blackjack y en los dados, los jugadores que sabían lo que hacían podían llegar bastante cerca del equilibrio entre ganancias y pérdidas. Pero la mayoría no tenía los conocimientos o la paciencia necesaria, lo que hacía que el margen de beneficios del casino aumentara, y que el bajo porcentaje correspondiente a su «ventaja» en la mayoría de los juegos de apuestas aumentara hasta una media del 20 por ciento de la cantidad jugada.
Perfectamente peinado y vestido, como cada día y cada noche, con un discreto traje oscuro, una camisa inmaculada, una elegante corbata de seda y unos brillantes zapatos Oxford, Macaulay pasó casi desapercibido por la sala de poker del casino. Aquella noche estaba muy animada, con uno de los torneos que celebraban periódicamente. Cinco mesas, con diez jugadores en cada una, junto a la sala principal. Los jugadores eran un puñado de tipos desaliñados vestidos con sudaderas, vaqueros, gorras de béisbol y deportivas. Pero todos ellos eran vecinos de la ciudad y pagaban su buena entrada.
Al inicio de su carrera, veintisiete años antes, la mayoría de los casinos imponían un estricto código de vestuario y él lamentaba la falta de elegancia que veía. Pero para atraer a los clientes entendía la necesidad de moverse con los tiempos. Si el Rendezvous no quería a estos jugadores empedernidos, muchos otros casinos de la ciudad les abrirían sus puertas.
Dio un breve paseo por la cocina, ajetreada y reluciente. Saludó con un gesto de la cabeza al cocinero jefe y a alguno de sus subalternos, vio que salía una bandeja de cócteles de gambas y raciones de salmón ahumado en dirección al comedor, y luego se encaminó hacia la gran sala de la planta baja.
Se estaba llenando bastante. Paseó la vista por las máquinas tragaperras; parecía que unos dos tercios estaban ocupadas. Todas las mesas de blackjack, las mesas de póker de tres cartas, las ruletas y la mesa de dados estaban funcionando. Bien. Muchas veces la cosa decaía en el periodo prenavideño, pero el local iba funcionando a buen ritmo, y las ganancias del día anterior habían alcanzado casi el 10 por ciento del total de la semana anterior.
Atravesó la sala, pasando por todas las mesas y asegurándose de que todos los crupieres y jefes de sala lo veían, y luego tomó las escaleras mecánicas a la sala de juego principal. Nada más llegar, vio a Clint, de pie como un centinela en su mesa de siempre.
Clint acudía al menos tres noches por semana: llegaba hacia las diez y se iba entre las dos y las cuatro de la mañana. Le habían puesto aquel apodo porque la ayudante de Macaulay, Jacqueline, había dicho un día que le recordaba a Clint Eastwood.
Antes de que prohibieran fumar, Clint llevaba siempre un purito colgando de los labios, como el actor en sus primeros westerns. Ahora mascaba chicle. A veces venía solo; otras veces acompañado de una mujer —raramente la misma, pero todas parecían hechas con el mismo molde—. Esta noche estaba solo. Dos noches antes había venido acompañado de una belleza alta y joven, de cabello color azabache, con minifalda y botas de cuero hasta los muslos, cubierta de bisutería. Daba la impresión —como ocurría con las otras— de que cobraba por horas.
Clint siempre llegaba en un deportivo Mercedes SL500 AMG negro, le daba al aparcacoches una propina de diez libras al llegar y lo mismo al marcharse, independientemente de si había ganado o perdido. Y lo mismo le daba a la chica del guardarropía, tanto a la llegada como cuando se iba.
Nunca emitía más que algún gruñido o un monosílabo, y siempre aparecía con la misma cantidad de dinero exactamente, y en efectivo. Compraba sus fichas en la mesa y luego, al final de la noche, las cambiaba en la caja de la planta de abajo.
Aunque compraba 10.000 libras en fichas, sólo solía apostar unas 2.000, pero aun así aquello era diez veces lo que apostaba el jugador medio. Entendía el juego y siempre apostaba fuerte, pero con prudencia, en permutaciones que podían darle sólo pequeñas ganancias, pero que tampoco podían causarle grandes pérdidas. Algunas noches ganaba, otras perdía. Según el ordenador del casino, cada mes perdía una media de un 10 por ciento de lo apostado. Así pues, 600 libras a la semana, 30.000 al año.
Y aquello le convertía en un muy buen cliente, claro.
Pero Campbell Macaulay tenía curiosidad. Cuando disponía de tiempo, le gustaba observar a Clint desde la sala de circuito cerrado. Aquel hombre tramaba algo. No parecía que tramara algún chanchullo: si aquélla fuera su intención, Campbell suponía que ya lo habría hecho hacía tiempo. Y la mayoría de los chanchullos se producían en las mesas de blackjack, que, por su dilatada experiencia, siempre eran más vulnerables a fraudes con los contadores de cartas y a sobornos a los crupieres.
Lo más probable era que Clint estuviera blanqueando dinero. Y si se dedicaba a eso, no era problema suyo. Ni quería arriesgarse a perder un buen cliente.
Tradicionalmente, los casinos trabajaban con dinero en efectivo. Y a los gestores de los casinos no les gustaba importunar a sus clientes preguntándoles por la procedencia de su dinero.
No obstante, una vez sí que le había mencionado su nombre al jefe de Licencias de Juego de la Policía local, el sargento Wauchope. Lo había hecho sobre todo para cubrirse las espaldas, en caso de que Clint estuviera tramando algo ilegal que él no hubiera visto, no por conciencia cívica. Su lealtad era —y siempre lo había sido— en primer lugar para la compañía del casino, Harrahs, el gigante de Las Vegas, que siempre le había cuidado bien.
El nombre que daba Clint al registrarse era Joe Baker, así que Campbell Macaulay no se llevó una sorpresa cuando el oficial de Licencias de Juego, devolviéndole el favor, le había dado la información privilegiada de que el nombre al que estaba registrado el Mercedes, el de Joseph Richard Baker, era un alias usado por un tal Vlad Cosmescu.
Aquel nombre no significaba nada para Campbell Macaulay. Pero durante un tiempo considerable había estado en el radar de la Interpol. De momento no había cargos en su contra. Simplemente aparecía en los archivos de la Policía de varios países como «persona de interés».
20
Frente a la Gara de Nord de Bucarest, el chófer cerró la puerta del Mercedes con un suave golpe. Y por un momento, arropada por el repentino silencio del interior del coche, sentada en aquel asiento grande y mullido, respirando el rico aroma del cuero, Simona se sintió a salvo. El hombre que la había rescatado se había subido por el otro lado y había cerrado su puerta con el mismo golpe suave.
Su corazón también latía con suavidad.
El chófer ocupó su sitio y encendió el motor. Las luces del interior se atenuaron y luego se apagaron del todo. Al emprender la marcha, se oyó un clac a su lado, como el sonido del cierre de una puerta, y ella se preguntó qué sería. De pronto le entró el pánico. ¿Quién era ese hombre?
Sentado del otro lado del gran apoyabrazos, él le sonrió y, con una voz dulce y tranquilizadora, le preguntó:
—¿Estás bien?
Ella aún desconfiaba un poco de él, y veía aquella expresión de suficiencia que seguía sin gustarle, pero no parecía un mal hombre. Había extraños, extraños ricos, que a veces se acercaban y les daban dinero o comida. No pasaba a menudo, pero se daba el caso, igual que parecía que estaba ocurriendo ahora. Asintió. —¿Cómo te llamas?
—Simona —respondió ella.
—¿Cuál es tu plato preferido?
Ella se encogió de hombros. No sabía cuál era su plato preferido. Nunca se lo había preguntado nadie.
—¿Te gusta la carne? ¿El cerdo?
Ella dudó.
—Sí.
—¿Las patatas?
Asintió.
—¿Las salchichas?
Volvió a asentir.
El hombre se inclinó hacia delante, cogió un vaso de un armarito que tenía delante, echó un poco de whisky y se lo dio. Ella cogió el vaso con la mano y le dio un buen trago. Se quedó rígida de la sorpresa, cuando notó aquella sensación ardiente y profunda que le bajaba por la garganta. Luego, unos momentos después, observó que le invadía una agradable sensación de calor. Estirando las piernas hacia delante, volvió a beber, hasta que apuró el vaso.
Sólo había bebido whisky una vez hasta entonces, de una botella que Romeo había robado de una tienda, pero éste tenía un sabor mucho mejor y más suave. El móvil del hombre sonó. Él respondió, al tiempo que volvía a llenarle el vaso de whisky, y luego empezó a hablar de negocios con alguien que estaba en América. Simona sabía que era América porque le preguntó qué tiempo hacía en Nueva York. Estaba negociando algún trato y parecía importante. Pero de vez en cuando se giraba hacia ella y le sonreía y, cada vez, a cada trago de whisky que tomaba, confiaba más en él.
El conductor, que no decía nada, pilotaba el coche en silencio. Tenía el pelo rapado, reducido a una leve sombra, y de pronto, a la luz de los faros de los coches, Simona distinguió un tatuaje. Era una serpiente que sacaba la lengua bífida, como si estuviera a punto de atacar; asomaba por el lado derecho del cuello de la camisa, retorciéndose por el cuello y subiendo en dirección a la barbilla. En el exterior, las luces de Bucarest pasaban en silencio y la lluvia repiqueteaba suavemente contra las ventanillas.
Simona nunca había estado en un avión, pero se preguntaba si la sensación de volar sería parecida. Había música procedente de un altavoz situado en algún punto detrás de su cabeza, un hombre que cantaba. Parecía inglés o norteamericano, ella no podía distinguirlo, y tenía una voz suave y llena. I've got you under my skin, cantaba, pero ella no hablaba suficiente inglés como para entender lo que significaba.
Miró por la ventanilla, intentando situarse. Estaban pasando por la gran plaza que Romeo le había dicho que había construido el antiguo presidente. Dijo que se llamaba Palacio del Pueblo, pero ella nunca había entrado. Pertenecía a otro mundo, a otro tipo de pueblo, como aquel coche, el hombre en el asiento trasero y la música, que pertenecían a un mundo lejos de su alcance y de su comprensión.
Pero el whisky lo arreglaba todo. Cada vez le gustaba más aquel hombre, le gustaba el coche, le gustaba la ciudad que pateaba sin cesar. Quizá, con un poco de suerte, pudiera ayudarla a cambiar de vida.
Al cabo de un rato, el coche giró por una calle que no reconoció y luego redujo la marcha. Enfrente, unas puertas eléctricas se abrieron y las atravesaron, para detenerse frente a una casa alta con la entrada iluminada.
El conductor abrió la puerta de Simona y le cogió el vaso vacío de las manos. Embriagada por el alcohol, salió tambaleándose entre la lluvia y el viento. El hombre también salió, le rodeó los hombros con un brazo y con delicadeza la ayudó a subir los escalones de piedra hasta la puerta principal, en la que esperaba una mujer de mediana edad vestida de uniforme, quizás una criada.
La casa olía a cera para muebles, como un museo.
—Se llama Simona —dijo el hombre—. Necesita comida y luego un baño caliente.
La mujer le sonrió. Con una sonrisa amable.
—Sígueme —dijo—. ¿Tienes mucha hambre?
Simona asintió.
Caminaron sobre un suelo de mármol, por un vestíbulo flanqueado de bonitas pinturas, estatuas y muebles elegantes, y entraron en una cocina enorme y moderna. En la pared había un televisor de pantalla panorámica apagado. Simona miró a su alrededor, maravillada. En toda su vida nunca había estado en un lugar tan elegante. Era como las fotos que había visto en las revistas y en la televisión, en el orfanato.
La mujer le dijo que se sentara a la mesa, y unos momentos más tarde le presentó el mejor plato de comida que había visto nunca Simona. Estaba lleno de cerdo asado, salchichas, tocino, queso, encurtidos, tomates y patatas, y venía acompañado de otro plato con grandes y crujientes panecillos y un vaso de Coca-Cola.
Ella comió con ambas manos, metiéndose la comida en la boca todo lo rápido que pudo, temerosa de que fueran a quitársela antes de acabar. La mujer se sentó frente a ella y la miró en silencio, asintiendo de vez en cuando.
—¿Vives en la calle? —le preguntó en un momento dado.
Simona asintió.
—¿Y cómo es?
Sin dejar de masticar, respondió:
—Tenemos un lugar bajo una tubería de calefacción. Está bien.
—Pero no comes lo suficiente, ¿eh?
Simona sacudió la cabeza.
—¿Cuándo fue la última vez que te diste un baño?
Simona se encogió de hombros, mientras mascaba un grueso chicharrón. ¿Un baño? No recordaba ninguno, al menos desde que se escapó del orfanato. Hacía años. Se lavaba con botellas de agua de las tuberías de la calle, cuando no hacía demasiado frío.
—Tengo un bonito baño esperándote —anunció la mujer.
Cuando Simona acabó su plato, la mujer le trajo otro, esta vez con un enorme bollo con un hueco central relleno de helado de vainilla fundido. Simona se lo comió de un bocado, haciendo caso omiso de la cuchara que había al lado, en el plato. Lo rompió en pedazos con los dedos y se lo metió en la boca; comía cada vez más rápido, y luego apuró hasta la última gota del helado del plato con la mano y se la chupó. Le dolía el estómago, estaba llenísima, y tenía la cabeza embotada por efecto del whisky. Empezaba a sentirse algo mareada.
La mujer se puso en pie y le hizo señas para que la siguiera. Limpiándose las manos en el chándal, Simona la siguió por una gran escalera curvada de mármol y luego por un ancho pasillo, con más cuadros a los lados hasta llegar a un baño que la dejó de piedra. Se quedó mirando a su alrededor, impresionada.
Era de una belleza y una opulencia casi increíbles. Y enorme. E igualmente increíble era que ella estuviera allí.
En el techo había pintados ángeles y nubes. Las paredes y el suelo eran de azulejos de mármol blancos y negros, y en el centro destacaba una enorme bañera a nivel de suelo en el que cabrían varias personas, rebosante de burbujas, rodeadas de estatuas de mármol de hombres y mujeres sobre unos pedestales.
—Qué bonito —murmuró.
—Eres una chica con suerte —dijo la mujer, sonriendo—. El señor Lazarovici es un buen hombre. Le gusta ayudar a la gente. Es un hombre muy bueno.
Se puso a ayudar a Simona a quitarse la ropa, hasta que estuvo desnuda. Entonces le tomó la mano para ayudarla a mantener el equilibrio mientras se metía en el agua caliente —deliciosamente caliente, casi demasiado— y se hundía en ella. La mujer le echó la cabeza atrás, hasta que el cabello le quedó bajo el agua, se la subió un poco y le frotó el pelo con un champú de perfume delicioso. Se lo aclaró, le puso más champú y volvió a aclarárselo. Simona estaba allí, disfrutando del momento, contemplando los ángeles sobre su cabeza, preguntándose si ser un ángel sería así, relajándose a pesar del mareo y dejándose llevar por el efecto del whisky y la comida. Mientras la mujer enjabonaba y aclaraba cada centímetro de su cuerpo, ella estaba a punto de dejarse vencer por el sueño. Luego la ayudó a salir de la bañera y la envolvió en una enorme y suave toalla blanca, la secó completamente con sumo cuidado y la llevó a una suite aún más imponente.
El elemento más destacado era una enorme cama con dosel. Simona se quedó mirando las pinturas eróticas de desnudos, con marcos dorados, que cubrían las paredes. Algunas eran imágenes de mujeres, otras de hombres y otras de parejas. Distinguió un hombre y una mujer haciendo el amor. Dos mujeres practicando el sexo oral. Un hombre sodomizando a otro. Había altos ventanales, hasta el techo, con ricas cortinas drapeadas, un diván y otros muebles de calidad.
—¿Te gusta la habitación? —preguntó la mujer.
Simona sonrió y asintió.
La mujer le quitó la toalla y ayudó a Simona, que estaba cada vez más adormilada, a meterse entre las sábanas blancas y sedosas de la cama. Luego salió de la habitación.
Simona se quedó allí, envuelta en la suave luz de dos enormes lámparas de mesa, cada vez más dormida. Al cabo de unos minutos —no estaba segura de cuántos—, se abrió la puerta. Abrió los ojos al instante.
El hombre que la había traído, el señor Lazarovici, entró en la habitación. Estaba desnudo, salvo por una bata de seda negra abierta por delante, y presentaba una enorme erección bajo una gran barriga.
Al ir acercándose hacia la cama, le dijo:
—¿Cómo estás, mi bello ángel de la Gara de Nord?
Pese a su aletargamiento, Simona se angustió.
—Estoy muy bien —murmuró—. Muchísimas gracias por todo. Estoy cansadísima.
Él ya había colocado el miembro erecto en contacto con su mejilla izquierda.
—Chúpamela —le dijo. De pronto su voz era fría y dura.
Ella lo miró, de pronto despierta y asustada. Tenía oscuras ojeras alrededor de los ojos y el negro profundo de sus pupilas resultaba amenazante.
—Chúpamela —repitió—. ¿No me estás agradecida? ¿No quieres mostrarme tu gratitud?
Se subió a la cama y se colocó de modo que su miembro y sus genitales quedaran justo por encima de la cara de ella. Asustada, Simona levantó la mano derecha, le agarró el miembro y se lo llevó a la boca, insegura de qué hacer. Sabía a sudor rancio.
Entonces sintió una dolorosa bofetada en la mejilla.
—¡Chúpamela, zorra!
Ella se la metió más adentro, envolviéndola con la boca, subiendo y bajando.
—¡Ayyyy! Imbécil de mierda, ¿quieres que te arranque los dientes o qué?
Ella se lo quedó mirando, aterrada y de pronto completamente despejada.
De pronto él le apartó la cara y se separó.
—¡Dios, menuda zorra ingrata!
Luego, agarrándola bruscamente de los hombros y haciéndola soltar un grito de dolor, le dio la vuelta y la puso boca abajo, con la cara enterrada en la almohada, y por un momento ella pensó que quería ahogarla.
Entonces sintió que él le tanteaba la vagina con los dedos y, por un momento, pensó que iba a vomitar. Hizo un esfuerzo por contener la bilis que le subía por la garganta. Entonces los dedos pasaron de la vagina al ano. Un momento más tarde notó que intentaba penetrar en él. Entonces, aullando de dolor, sintió cómo entraba. Más y más adentro.
—¡No! ¡Gogu! —chilló, casi ahogándose con su propia bilis.
Más adentro.
Sintió como si se fuera a romper en dos.
Más adentro.
Sacudió la cabeza, todo el cuerpo, desesperada, intentando liberarse. Él le agarró un mechón de pelo húmedo y le golpeó la cabeza con fuerza contra la almohada, tan fuerte que no podía respirar. Entonces la penetró aún más. Y más.
Ella sollozaba. Lloraba. Llamaba a gritos:
—¡Gogu, Gogu, Gogu!
Forcejeaba. Forcejeaba para librarse del dolor. Por respirar.
—¡Jódete, jódete, puta ingrata! —le susurró al oído. Ella giró la cara de lado, en busca de aire, llorando en su agonía—. ¡Jódete, zorra! —le susurró él.
La erección era cada vez mayor. La estaba partiendo por la mitad.
—¡Jódete, jódete, jódete, puta! —repitió, soltándole un puñetazo en la mejilla—. ¡Jódete, ingrata zorra de cloaca!
Empujó y la penetró aún más hondo.
Ella volvió a gritar y él le apretó la cara con rabia contra la almohada, inmovilizándola, impidiéndole respirar. Ella se debatía, intentaba levantar la cabeza, pero él no le dejaba. El pánico se apoderó de ella, por encima incluso del dolor. Se sacudió, intentando moverse, pero estaba inmovilizada, como si la hubieran empalado. Empezó a agitarse, en los estertores previos a la asfixia; el pecho le dolía tanto que pensó que iba a desmayarse. Entonces él le tiró de la cabeza hacia atrás y la besó con rabia. Ella aspiró aire, de su boca, de sus pulmones, hasta que él le retiró la boca.
—Dime que te gusta. Dime que me estás agradecida. —Tenía su rostro apretado contra la mejilla de ella—. Dime que me estás agradecida por haberte salvado. Dilo. ¡Di que estás agradecida! ¡Di «gracias»!
—¡Te odio! —respondió ella, jadeando.
Él le estrujó las mejillas. Luego le asestó un puñetazo en el ojo. Se detuvo un segundo, antes de agarrarle el cabello con ambas manos, con tanta fuerza que Simona estaba convencida de que se lo iba a arrancar. Siguió agarrado a su cabello, mientras ella sentía cómo eyaculaba en su interior. Entonces Simona vomitó.
Algo más tarde, en algún momento indeterminado —Simona había perdido la noción del tiempo—, volvía a estar en el asiento trasero del gran coche negro. Sonaba la misma música de antes, la misma voz suave que cantaba las palabras de una canción que no significaba nada para ella: I've got you under my skin.
La misma noche de Bucarest pasaba, silenciosa, por la ventanilla. Tenía dolores por todas partes. Terribles dolores. Sentía la cara hinchada. Le dolía la cabeza. Al llegar a la Gara de Nord se había sentido sucia de la cabeza a los pies. Ahora se sentía limpia por fuera, pero sucia por dentro. Inmunda.
Quería llorar, pero le dolía demasiado. Y no quería darle ninguna satisfacción a aquel hombre del tatuaje de la serpiente, que estaba al volante y que no había dicho ni una palabra, pero que no dejaba de mirarla al espejo y sonreírle, con una mirada nauseabunda.
Sólo quería volver a casa. A su casa. Con Romeo, con el perro, con los llantos del bebé. Con la gente que sentía algo por ella. Con su familia.
El coche se estaba parando. La calle estaba oscura, y no tenía ni idea de dónde estaba. El chófer abrió la puerta de atrás y se colocó a su lado. Llevaba unos billetes en la mano.
—¡Dinero! —dijo, con una mueca. Se los puso en una mano y se bajó la cremallera.
Ella se quedó mirándolo, mientras él se sacaba el miembro erecto de los pantalones. Se quedó mirando el curioso tatuaje de la serpiente que le salía por el cuello de la camisa.
—¡Buen dinero! —repitió él. Entonces le agarró del cabello, como había hecho el otro hombre, y tiró de ella hacia su erección.
Ella envolvió el glande con la boca y luego mordió con todas sus fuerzas, hasta que sintió el sabor de la sangre, hasta que sólo oyó los gritos de aquel tipo. Entonces agarró la manilla de la puerta, tiró de ella, empujó con todas sus fuerzas, salió tambaleándose y corrió hacia la oscuridad.
Corrió sin parar, perdida y desorientada, atravesando un laberinto interminable de calles oscuras y tiendas cerradas, sabiendo que si seguía corriendo sin parar, sin parar, sin parar, al final encontraría algún lugar conocido, algo que la ayudara a situarse y a volver a su casa bajo la carretera.
Cegada por el pánico y rodeada de oscuridad, no podía ver que, a una distancia prudencial y dando bandazos, el coche negro la perseguía.
21
Después de conducir varios minutos por el interminable laberinto de carriles de acceso del Royal South London Hospital, Lynn detuvo el Peugeot, rendida, frente a la entrada de Urgencias, ya que por delante una barrera de metal les cerraba el paso. Era poco más de las diez y media.
—¡Dios! —dijo, exasperada—. ¿Cómo se supone que puede orientarse alguien en este lugar?
Siempre ocurría lo mismo; cada vez se perdían. Las obras nunca terminaban y daba la impresión de que la unidad de hepatología nunca estaba en el mismo edificio; por lo menos, aquélla era la impresión que daba. Y desde la última vez, más de dos años atrás, debían de haber cambiado las direcciones de todas las vías de acceso.
Frustrada, se quedó mirando los fríos edificios que la rodeaban. Altos monolitos con un batiburrillo de estilos arquitectónicos. Cerca del coche había una batería de carteles rojos, amarillos y verde pálido; tuvo que hacer un esfuerzo para poder leerlos a la pálida luz de las farolas. Ninguno contenía el nombre del lugar que buscaba ella, el Ala Rosslyn, a la que le habían dicho que se llegaba pasando por el Ala Bannerman.
—No será aquí —dijo Caitlin, sin levantar la vista de su teclado.
—¿Tú crees? —preguntó Lynn, con un tono más alegre del que le sugería la situación.
—Ajá. Es que si fuera aquí, ya habríamos llegado, ¿no? —recalcó, sin dejar de apretar teclas furiosamente.
A pesar del cansancio, del miedo y de la frustración, Lynn no pudo evitar sonreír ante la curiosa lógica de su hija.
—Pues sí —admitió—. Tienes razón.
—Siempre tengo razón. Sólo tienes que preguntarme. Soy como el Oráculo.
—Quizás el Oráculo podría decirme por dónde ir ahora.
—Creo que tendrías que empezar por dar media vuelta.
Lynn dio marcha atrás un rato, y luego se detuvo frente a otros carteles. «Ala Hopgood. Ala Golden Jubilee. Entrada principal del hospital. Pacientes externos de pediatría Variety Club», leyó.
—¿Dónde narices está Bannerman?
Caitlin levantó la vista de su teclado.
—Relájate, tía. Es como un concurso de televisión, ¿sabes?
—¡No soporto que digas eso!
—¿Qué? ¿«Concurso de televisión»? —bromeó Caitlin.
—«Relájate, tía.» ¿Vale? No soporto que digas eso.
—Bueno, vale, pero es que estás muy estresada. Me estás estresando a mí.
Lynn se giró y volvió a dar marcha atrás.
—La vida es un juego —dijo Caitlin.
—¿Un juego? ¿Qué quieres decir?
—Es un juego. Si ganas, vives. Si pierdes, mueres.
Lynn detuvo el coche de golpe y se giró hacia Caitlin.
—¿Es eso lo que piensas de verdad, cariño?
—Pues sí. Han escondido mi hígado nuevo en algún lugar de este complejo. ¡Tenemos que encontrarlo! Si lo encuentro a tiempo, viviré. ¡Si no, a joderse!
Lynn sonrió. Rodeó los hombros de Caitlin con un brazo y la acercó, besándole en la cabeza, aspirando el olor de su gel y su champú.
—Dios, cómo te quiero, cariño. Caitlin se encogió de hombros y luego, con una voz deliberadamente inexpresiva, dijo:
—Sí, bueno, es que realmente me hago querer.
—¡A veces! —matizó Lynn—. ¡Sólo a veces!
Caitlin asintió, con cara de resignación, y siguió con sus mensajes.
Lynn dio la vuelta y salió a Denmark Hill, siguió un trecho y por fin encontró la entrada principal para vehículos. Giró a la izquierda, pasó junto a un grupo de ambulancias amarillas aparcadas frente a la fachada de cristal curvado de un bloque de una modernidad sorprendente, vio por fin la señal indicadora del Ala Bannerman y giró a la derecha hacia el aparcamiento, situado frente a un edificio Victoriano que probablemente hubieran restaurado recientemente.
Un par de minutos más tarde, con la bolsa de viaje de Caitlin en la mano, pasó junto a un hombre que llevaba un abrigo sobre un pijama de hospital, y que estaba sentado en un banco junto a una estatua iluminada por un foco, fumándose un cigarrillo, y entró en el porche del Ala Bannerman. Caitlin, vestida con una sudadera con capucha verde lima, vaqueros rasgados con el trasero deshilachado y deportivas desatadas, se arrastraba tras ella.
Enfrente tenían dos letreros verticales de plexiglás en los que se podía leer «ROYAL SOUTH LONDON», y una fila de columnas blancas que seguía por el vestíbulo. A la derecha había un mostrador de información, con una voluminosa señora negra al teléfono. Lynn esperó a que colgara, mirando alrededor.
Un hombre de cabello gris y con cara de desconcierto, cargado con una bolsa de viaje roja en una mano y otra más pequeña negra en la otra, avanzaba arrastrando las zapatillas. A su izquierda, un grupito de personas esperaba sentada. Un hombre mayor ocupaba una silla de ruedas motorizada. Otro viejo, con chándal y un gorro de lana, estaba repantingado sobre un taburete verde, apoyado en un bastón de madera. Conectado a un iPod había un joven con una sudadera gris, vaqueros y deportivas, sentado, echado hacia delante, con las manos cruzadas entre los muslos, como si esperara a alguien o «algo».
Todo aquel lugar parecía estar lleno de un ambiente noctámbulo de silenciosa desesperación. Más allá vio una tienda, como un pequeño supermercado, donde se vendían golosinas y flores, de donde salía una mujer más bien mayor con chándal y el cabello canoso violáceo, abriendo una chocolatina.
La mujer tras el mostrador acabó su llamada y levantó la vista.
—¿Puedo ayudarla? —se ofreció.
—Sí, gracias. Nos espera Shirley Linsell, en el Ala Rosslyn.
—¿Me da sus nombres?
—Caitlin Beckett —dijo Lynn—. Y su madre.
—Se lo diré. Tomen el ascensor hasta la tercera planta y ella saldrá a su encuentro —le indicó, señalando hacia el pasillo.
Emprendieron la marcha, dejando atrás la tienda y varios carteles que decían «RESPIRA AIRE LIMPIO»; «PROHIBIDO FUMAR EN TODOS LOS HOSPITALES PÚBLICOS»; «NO TE INFECTES»; «PROTÉGETE». Había varias personas de aspecto preocupado y desorientado que venían en dirección contraria. A Lynn siempre le habían asustado los hospitales, ya que no podía olvidar las innumerables visitas al Southlands Hospital de Shoreham cuando su padre había sufrido una apoplejía. Aparte de los pabellones de maternidad, los hospitales eran lugares deprimentes, a los que se va cuando te ocurre algo malo a ti o a tus seres queridos.
Al final del pasillo llegaron a una zona, frente a las puertas de acero del ascensor, bañada por una luz púrpura iridiscente. A Lynn le pareció que era una luz más propia de una discoteca, o de un decorado de una película de ciencia ficción.
Caitlin dejó de enviar mensajes por un momento y levantó la vista.
—Genial —dijo, asintiendo con la cabeza. Luego, excitada de pronto, añadió—: ¡Eh! ¿Sabes qué, mamá? ¡Esto es una pista!
—¿Una pista?
Caitlin asintió.
—Como «Súbenos, Scotty», de Star Trek, ¿sabes? —Luego hizo una mueca misteriosa—. Esto lo han puesto para nosotras. — Lynn miró a su hija con escepticismo.
—Vale. ¿Y para qué lo han hecho?
—Lo descubriremos en la tercera planta. ¡Ésa es nuestra próxima pista!
El ascensor subía muy despacio, y Lynn estaba contenta del aparente buen humor de Caitlin. Toda su vida había tenido cambios de humor muy marcados y aquello había empeorado últimamente con la enfermedad. Pero, por lo menos, venía con una actitud positiva, de momento.
Bajaron en la tercera planta. Una mujer sonriente de treinta y tantos años salió a recibirlas. Tenía un aspecto agradable, con un rostro típico inglés, de tez rosada, y una melena larga y castaña, y llevaba una blusa blanca, un top rosa de punto y pantalones negros. Le dedicó una cálida sonrisa primero a Caitlin y luego a Lynn, y después se dirigió de nuevo a Caitlin. Lynn observó que tenía un pequeño derrame en el ojo izquierdo.
—¿Caitlin? Hola, soy Shirley, tu coordinadora de trasplantes. Voy a ocuparme de ti mientras estés aquí.
Caitlin la miró de arriba abajo por unos momentos y no dijo nada. Luego volvió a mirar su teléfono y retomó sus interminables mensajes de texto.
—¿Shirley Linsell? —preguntó Lynn.
—Sí. Y usted debe de ser la madre de Caitlin, Lynn.
—Encantada —dijo Lynn, sonriendo.
—Las llevaré hasta la habitación. Tenemos una bonita habitación individual para ti, Caitlin, para los próximos días. Y hemos dispuesto una habitación de acompañante para usted, señora Beckett —explicó. Y, dirigiéndose a las dos, añadió—: Estoy aquí para responder a cualquier pregunta que tengan, así que pregunten lo que les parezca, cualquier cosa que quieran saber.
Sin levantar la vista del teclado, Caitlin dijo:
—¿Voy a morir?
—¡No, por supuesto que no, cariño! —respondió Lynn.
—No te preguntaba a ti —protestó Caitlin—. Le preguntaba a Shirley.
Se produjo un breve e incómodo silencio.
—¿Qué te hace pensar eso, Caitlin? —dijo la coordinadora de trasplantes.
—Tendría que ser bastante tonta para no pensarlo, ¿no?
22
Roy Grace seguía las luces rojas del Audi TT negro, que circulaba a cierta distancia por delante de él y que se iba alejando cada vez más. No parecía que Cleo entendiera del todo cuáles eran los límites de velocidad. Y al acercarse al cruce de Sackville y Neville, tampoco le hizo caso al semáforo.
«Mierda», pensó Grace, temiendo por ella.
El semáforo se puso en ámbar. Pero las luces de freno de ella no se encendían.
Se le puso el estómago en la garganta. Las lesiones provocadas por el impacto lateral de un coche en un cruce eran de las más graves que se podían sufrir. Y ahora en aquel coche a toda mecha ya no iba únicamente Cleo. También viajaba el hijo de ambos.
El semáforo se puso en rojo. Más de dos segundos después, el Audi pasaba a toda mecha. Roy apretó el volante con las manos, temiendo por ella. Pero ya había pasado el cruce sin problemas y seguía por Old Shoreham Road, aproximándose a Hove Park.
Él detuvo su Ford Focus frente al semáforo, con el corazón golpeándole en el pecho, tentado de llamarla por teléfono, de decirle que redujera la velocidad. Pero no valdría de nada: ella conducía siempre así. En los cinco meses que habían estado saliendo había llegado a la conclusión de que conducía peor que su amigo y colega Glenn Branson, que había aprobado recientemente la prueba de Persecuciones a Alta Velocidad de la Policía y a quien le gustaba demostrarle su habilidad al volante —o más bien la falta de ella— en cuanto se daba la más mínima ocasión.
¿Por qué conducía de aquel modo tan imprudente cuando era tan meticulosa en todo lo demás que hacía? Sin duda —pensó Roy—, alguien que trabajaba en un depósito y que trataba casi a diario con los cuerpos destrozados de personas muertas en la carretera debería tener especial cuidado al volante. Sin embargo, uno de los asesores forenses de Brighton y Hove, el doctor Nigel Churchman, que se acababa de mudar al norte, participaba en carreras de coches los fines de semana. Alguna vez había pensado que sería el trabajar tan cerca de la muerte lo que provocaba esas ganas de desafiarla.
El semáforo se puso en verde. Comprobó que no hubiera nadie pasando al estilo de Cleo y luego atravesó el cruce, acelerando pero teniendo en cuenta que había dos cámaras en el siguiente tramo de carretera. Cleo negaba categóricamente que condujera rápido, como si no lo viera. Y aquello le asustaba. La quería muchísimo, y aquella noche más que nunca. La idea de que pudiera ocurrirle algo le resultaba insoportable.
Durante casi diez años tras la desaparición de Sandy, había sido incapaz de formalizar ninguna relación con otra mujer. Hasta que llegó Cleo. Durante todo aquel tiempo había estado buscando a Sandy sin cesar, esperando recibir noticias, una llamada, o que apareciera en la puerta de su casa un día. Pero aquello estaba cambiando. Quería a Cleo tanto, o quizá más de lo que había querido a Sandy, y si su esposa reapareciera de pronto un día, por muy buena que fuera su excusa, él dudaba mucho de que pudiera dejar a Cleo por ella. Había pasado página, de mente y de corazón.
Y ahora, aquello tan increíble. ¡Cleo estaba embarazada! De seis semanas. Se lo habían confirmado esta mañana, decía. Llevaba dentro un hijo de él. De ellos.
Qué paradójico. Durante sus años de vida en común, antes de su desaparición, Sandy no había podido quedarse embarazada. Los primeros años no les preocupaba, ya que habían decidido esperar un poco antes de formar una familia. Pero luego empezaron a intentarlo y no pasaba nada. El último año antes de su desaparición ambos se habían hecho pruebas de fertilidad. Resultó que el problema era de Sandy, algo bioquímico que tenía que ver con la viscosidad de la mucosa de sus trompas de Falopio, que los especialistas les habían explicado con todo detalle y que Roy se había esforzado en entender.
El especialista había puesto medicación a Sandy, aunque le avisó de que tenía menos de un 50 por ciento de probabilidades de que funcionara, y aquello la había dejado deprimida, frustrada. A ella siempre le gustaba controlar la situación. Probablemente sería uno de los motivos por los que también le gustaba conducir rápido, mandando en la carretera, pensó Roy. Había sido ella la que había dispuesto la decoración minimalista zen de su casa y quien había diseñado el jardín. Ella siempre gestionaba sus vacaciones. A veces Roy se preguntaba si el problema de la infertilidad la había deprimido más de lo que él creía. Y si aquello había sido el motivo de su desaparición.
Tantas preguntas sin respuesta.
Pero ahora aquel vacío en su vida se había llenado. Salir con Cleo le había proporcionado una sensación de felicidad que no creía posible volver a tener. ¡Y ahora aquella noticia, aquella noticia increíble!
Vio el coche de ella enfrente, esta vez parado frente al semáforo del cruce con Shirley Drive, donde había una cámara de seguridad.
«¡Por favor, cariño, por favor, no conduzcas tan a lo loco! No vayas a estrellarte con el coche, ahora que te he encontrado, cuando está empezando una nueva vida para los dos.»
«Cuando hay una vida creciendo en tu interior.»
Vio las luces de freno que se encendían antes de llegar a la cámara siguiente y por fin la alcanzó en el semáforo siguiente. Luego la siguió por Dyke Road y la rotonda de Seven Dials. Las once y media de un miércoles por la noche y aún había gente por la calle en aquel barrio tan poblado.
Observó instintivamente cada una de las caras hasta que vio a alguien a quien reconoció al instante, un camello de tres al cuarto e informador de la Policía: Miles Penney, que se arrastraba con la cabeza gacha, vestido con harapos y con un cigarrillo que le colgaba de los labios. Por lo despacio que caminaba, no debía de ir ni a buscar mercancía ni a venderla, y además a Grace no le importaba lo que hiciera. Mientras no violara ni matara a nadie, no formaba parte de su lista de problemas.
Siguió a Cleo y pasaron frente a la estación de tren, luego por una red de callejuelas del distrito de North Laine, lleno de casas adosadas, tiendas, cafeterías, restaurantes y tiendas de antigüedades, hasta que encontró una plaza de aparcamiento para residentes cerca de su casa. Grace aparcó en una zona de estacionamiento limitado cerca del coche de ella y salió, echando un vistazo a su alrededor en busca de cualquier sombra que se moviera, sintiendo de pronto una mayor necesidad de proteger a Cleo.
Se encontraron en la puerta del almacén reconvertido en casa donde vivía ella, y la rodeó con un brazo mientras Cleo marcaba una contraseña en el teclado numérico de la entrada.
Cleo llevaba una capa negra larga por encima del vestido; él deslizó la mano en su interior y le puso la palma contra el vientre.
—Esto es asombroso —dijo.
Ella se lo quedó mirando con los ojos bien abiertos:
—¿Estás seguro de que te parece bien?
Él retiró la mano de bajo la capa y le cogió la cara con ambas manos.
—Con todo mi corazón. No sólo me parece bien; soy increíblemente feliz. Pero... No sé cómo expresarlo. Es una de las cosas más increíbles que me han pasado. Y creo que serás una madre maravillosa. Serás fantástica.
—Yo creo que tú serás un padre maravilloso —dijo ella.
Se besaron. Entonces, con cautela, porque era tarde y estaba oscuro, Roy echó una mirada alrededor.
—Sólo una cosa —dijo entonces.
—¿Qué?
—Conduces de miedo. Quiero decir, que Lewis Hamilton se moriría de envidia.
—¡Eso no está nada mal, viniendo de alguien que se lanzó con el coche por los acantilados de Beachy Head!
—Bueno, sí, pero tenía un buen motivo: estaba persiguiendo a alguien. Tú acabas de pasar a 130 en un lugar donde el límite es 65, y te has saltado un semáforo en rojo sin motivo.
—¿Y? Bueno, pues ponme una multa.
Se miraron a los ojos.
—Hay veces que eres una bruja —refunfuñó él.
—Y tú a veces eres como un grano en el culo.
—Te quiero.
—¿De verdad, Grace?
—Sí, te quiero; te adoro.
—¿Cuánto?
Él hizo una mueca, luego tiró de ella y le susurró al oído:
—Quiero que te metas ahí dentro, que te desnudes y entonces te mostraré cuánto.
—Eso es lo mejor que me han dicho en toda la noche —susurró ella. Introdujo la combinación. La cerradura de la puerta saltó y ella abrió empujándola.
Pasaron, atravesaron el patio adoquinado y entraron en la casa, que se había convertido en el escenario de una hecatombe.
Un pequeño tornado negro saltó por entre aquel desastre y se lanzó hacia Cleo, dándole en el vientre y casi tirándola al suelo.
—¡Abajo! —gritó ella—. ¡Humphrey, abajo!
Antes de que Grace tuviera ocasión de prepararse, el perro le dio un cabezazo en las pelotas.
Él se tambaleó, echándose atrás.
—¡Humphrey! —le gritó Cleo al cachorro, mezcla de labrador y border collie.
El perro volvió corriendo al centro del desastre que había sido el salón y volvió con una tira de cuerda rosa anudada en la boca.
Grace, con un gesto de dolor e intentando recuperar la respiración tras el ataque a la entrepierna, se quedó mirando la sala, generalmente inmaculada y diáfana. Había macetas con plantas volcadas. Los cojines de los dos sofás rojos estaban por los suelos, y varios estaban desgarrados, con la espuma y las plumas esparcidas por el parqué de roble pulido. Había velas medio mascadas por el suelo, páginas de periódico por todas partes y una copia de la revista Sussex Life con la portada rasgada.
—¡Perro malo! —le riñó Cleo—. ¡Perro muy, muy malo!
El perro agitó el rabo.
—¡No estoy contenta contigo! ¡Estoy muy, muy enfadada! ¿Entiendes?
El perro siguió agitando el rabo y volvió a saltar hacia Cleo.
Ella le agarró la cara con las manos, se arrodilló y le gritó:
—¡Perro malo!
Grace se rio. No pudo evitarlo.
—¡Joder! —dijo Cleo, sacudiendo la cabeza—. ¡Perro malo!
El cachorro forcejeó hasta liberarse y se lanzó de nuevo hacia Grace. Esta vez el superintendente estaba preparado y le agarró de las patas.
—¡No me hace gracia! —le dijo.
El perro agitó el rabo, aparentemente satisfecho de su proeza.
—¡Mierda! —se lamentó Cleo—. Limpiaré esto luego. ¿Whisky?
—Buena idea —dijo Grace, apartando al perro, que volvió inmediatamente con él con la intención de lamerlo hasta desgastarlo.
Cleo sacó a Humphrey al patio trasero arrastrándolo del pellejo de la nuca y le cerró la puerta. Luego entraron en la moderna cocina. Desde el patio, el perro empezó a aullar.
—Necesitan dos horas de ejercicio al día —dijo Cleo—. Pero no antes de cumplir un año de edad. Si no, les va mal para las caderas.
—Y para tus muebles.
—Muy gracioso. —Dejó caer unos cubitos del dispensador de la nevera en dos vasos de whisky y echó varios dedos de Glenfiddich en uno y tónica en el otro—. Creo que no debería beber nada —observó—. ¿Qué te parece lo responsable que me he vuelto?
Grace sintió una necesidad imperiosa de fumar y rebuscó en los bolsillos, pero luego recordó que había decidido deliberadamente no llevar ninguno encima.
—Estoy seguro de que al bebé no le importará que te eches un traguito o dos. ¡A lo mejor le sirve para acostumbrarse ya desde pequeño!
Cleo le pasó un vaso.
—Salud, orejones —dijo.
—Por ti, narizota —respondió él, levantando el vaso.
—Que te den —replicó ella, poniendo fin a sus dedicatorias mutuas.
Roy apuró el vaso y se quedaron mirándose el uno al otro. En el exterior, Humphrey seguía aullando. «Él o ella.» No había pensado en aquello. ¿Sería un niño o una niña? No le importaba. Adoraría aquel bebé. Cleo sería una madre magnífica, eso lo sabía, era indudable. Pero ¿sería él buen padre? Entonces siguió la mirada de Cleo por todo aquel desastre.
—¿Quieres que te ayude a recoger? —le preguntó.
—No —dijo ella. Entonces le besó muy suavemente, sensualmente, en los labios—. Necesito desesperadamente un orgasmo. ¿Crees que podrías encargarte de eso?
—¿Sólo uno? Eso podría hacerlo con los ojos cerrados.
—Capullo.
23
Cosmescu mascaba su chicle, siguiendo con la vista la bola de marfil que rebotaba por entre los resaltes de la rueda de la ruleta. Al principio emitía un repiqueteo constante, luego un «clac-clac-clac» al ir perdiendo velocidad la rueda, que se convertía en un repentino silencio cuando caía en una casilla.
Veinticuatro. Negro.
Ajustándose las gafas de aviador sobre el puente de la nariz, se quedó mirando con una sonrisa satisfecha su montón de fichas de cinco libras situado sobre la línea entre el 23 y el 24, y luego vio al crupier barriendo las fichas no premiadas de los otros números y combinaciones/incluidas muchas de las suyas. Sacudió la muñeca, echó un vistazo al reloj y observó que eran las doce y diez. Hasta entonces no iba bien; estaba perdiendo 1.800 libras, cerca del límite que se había impuesto él mismo por noche. Pero quizá con esta baza ganada y su segunda apuesta al tercio ganada en dos tiradas consecutivas, le estuviera cambiando la suerte.
Cosmescu colocó la mitad de sus ganancias con el resto de fichas que le quedaban y luego, como el resto de los jugadores de la mesa —la implacable mujer china que llevaba jugando sin parar desde su llegada y muchos otros que habían llegado hacía poco—, hizo sus apuestas. Cuando la ruleta llevaba girando varios segundos y el crupier dijo «No va más», casi todos los números estaban cubiertos de fichas.
Cosmescu siempre usaba los mismos dos sistemas. Por seguridad jugaba al tercio, que consistía en apostar a un tercio de los números de la ruleta, los que cubren un arco justo enfrente del cero. Con ese sistema no se ganaba mucho, pero generalmente tampoco se perdía demasiado. Aquella estrategia le permitía mantenerse en la mesa durante horas, mientras iba refinando su propio sistema, que llevaba años desarrollando pacientemente. Cosmescu era un hombre muy paciente. Y siempre lo planeaba todo con extremo cuidado, motivo por el que le iba a disgustar tanto la llamada de teléfono que estaba a punto de recibir.
Su sistema se basaba en una combinación de matemática y probabilidad. En una mesa de ruleta europea había treinta y siete números, incluido el cero. Pero Cosmescu sabía que la probabilidad de que los treinta y siete números salieran en treinta y siete giros consecutivos de la ruleta era de una contra muchos millones. Algunos números podían aparecer dos, tres o incluso cuatro veces en el margen de unas pocas tiradas, y a veces incluso más, y otros no aparecer en absoluto. Su estrategia, por tanto, consistía en apostar sólo en los números —y combinaciones de números— que ya habían aparecido, puesto que algunos de ellos sin duda volverían a aparecer.
Mirando el número veintiséis de nuevo, apretó con el pulgar del pie dos veces el pulsador que llevaba en la bota derecha y luego seis veces el que llevaba en la bota izquierda. Más tarde, cuando llegara a casa, descargaría en el ordenador los datos del chip de memoria que llevaba en el bolsillo.
El sistema aún distaba mucho de ser perfecto y seguía perdiendo en muchas ocasiones, pero sus pérdidas se hacían cada vez menores, y en general menos frecuentes.
Estaba seguro de que estaba cerca de encontrar la clave. Si lo conseguía, sería entonces cuando se hiciera rico. Y entonces... Bueno, no necesitaría trabajar como lacayo a sueldo de nadie. Por otra parte, si no lo conseguía, por lo menos aquello le servía para pasar el tiempo. Y de eso tenía mucho. Demasiado.
Llevaba una vida solitaria en aquella ciudad. Trabajaba desde su piso, en un gran bloque de cristal y acero, alto, céntrico, y se ocupaba de sus asuntos, manteniéndose deliberadamente apartado de los demás. Esperaba órdenes de su jefe y cuando las ejecutaba, se gastaba parte del efectivo en el casino, como le habían mandado. Era un buen acuerdo. Su sef, o jefa, necesitaba a alguien de confianza, alguien que fuera lo suficientemente duro como para hacer los trabajos, pero que no la desplumara. Y ambos hablaban el mismo idioma.
Dos idiomas, de hecho: rumano y dinero.
Vlad Cosmescu tenía pocos intereses aparte del dinero. Nunca leía libros ni revistas. De vez en cuando veía alguna película de acción en la televisión. Las películas de Bourne no le disgustaban, y también le gustaba la serie The Transponer, porque se identificaba con el personaje solitario de Jason Statham. Ocasionalmente también veía alguna película porno, si estaba con una de las chicas. Y hacía ejercicio, dos horas al día, en un gimnasio grande. Pero todo lo demás le aburría, incluso comer. La comida no era más que combustible, así que comía cuando lo necesitaba, y sólo lo justo, nunca de más. No tenía ningún interés en el sabor de la comida y no entendía la obsesión británica por los programas de cocina en la televisión.
Le gustaban los casinos por el dinero. En ellos podías verlo, respirarlo, oírlo, tocarlo, e incluso notar su sabor en el aire. Aquel sabor era más delicioso que el de ningún alimento que hubiera probado nunca. El dinero te daba libertad, poder. La posibilidad de hacer algo con tu vida y con la de tu familia.
A Cosmescu le había dado la posibilidad de sacar a su hermana discapacitada, Lenuta, de un camin spital, un hospicio estatal del remoto pueblo de Plataresti, cuarenta kilómetros al noreste de Bucarest, y llevársela a un bonito centro en las montañas de Montreux, en Suiza, con vistas al lago Leman.
Cuando la había visto por primera vez, diez años antes, tras mucho investigar y muchos sobornos para encontrarla, la habían clasificado como «irrecuperable». Tenía once años y estaba tirada en un viejo jergón con barrotes, alimentada únicamente con leche y cereales molidos. Con su figura esquelética y su vientre hinchado por la malnutrición, vestida con un jirón de tela a modo de pañal, parecía una víctima de un campo de concentración.
Había treinta jergones en aquella sala abarrotada, con barrotes todos, apretados unos contra otros, como jaulas de animales en un laboratorio. El hedor a vómito y a diarrea era sobrecogedor. Vio a los niños más fuertes, también retrasados y alimentados, como todos, con los mismos biberones de leche con cereales molidos, a pesar de que algunos estuvieran ya en plena adolescencia, agitando su biberón y estirando los brazos a través de los barrotes de sus jaulas para quitarles el biberón a los más pequeños y débiles, ante la desidia de la solitaria cuidadora, sentada en su despacho, sin cualificación ni capacidad de reacción.
Mientras la bola volvía a repiquetear por entre las casillas metálicas de la ruleta, el teléfono móvil de Cosmescu vibró en silencio. Lo sacó del bolsillo, al tiempo que comprobaba cuál era el número ganador. 17. «Mierda.» Era un mal número para él; pérdida total. Se apartó un poco de la mesa, registrando el número con los dedos de los pies, y observando la pantalla a la vez. Era un mensaje de texto de su sef.
Quiero hablar ahora mismo.
Cosmescu salió del casino y atravesó el aparcamiento hacia el pub Wetherspoons, donde sabía que tenían un teléfono en la planta baja. Cuando llegó, escribió el número en un mensaje de móvil, lo mandó y esperó. Apenas un minuto más tarde, sonó. El pub estaba atestado y había mucho ruido, por lo que tuvo que pegarse el teléfono al oído.
—¿Sí?
—La has cagado —dijo la voz en el otro extremo de la línea—. Soberanamente.
Cosmescu habló unos minutos y luego volvió a su mesa en el casino. Eso sí, había perdido la concentración. Sus pérdidas sobrepasaron su límite, hasta 2.300 libras y luego 2.500. Pero en vez de parar, se dejó llevar por la rabia. La rabia y la locura del jugador.
Hacia las tres y veinte, cuando por fin decidió dejarlo, había perdido más de 5.000 libras. Nunca había perdido tanto en una sola noche.
A pesar de eso, a la chica del guardarropía y al mozo del aparcamiento les dio la propina de siempre, un billete de diez libras impecable y calentito a cada uno.
24
Roy Grace, vestido con chándal, gorra de béisbol y deportivas, salió por la puerta de delante de la casa de Cleo poco antes de las cinco y media. Con el brillo de las farolas, la oscuridad previa al amanecer era como una niebla ámbar y el frío viento le salpicaba la cara de una llovizna salada.
Estaba eufórico y apenas había dormido, pensando en Cleo y en el bebé que crecía en su interior. Era una sensación increíble. Si le hubieran pedido que lo expresara con palabras, en aquel momento no habría sido capaz. Sintió una extraña sensación de importancia, de responsabilidad y, por primera vez desde que era policía, un cambio en sus prioridades.
Atravesó el patio y abrió la puerta del cercado, echando un vistazo a ambos lados de la calle, comprobando que todo estuviera bien. Les ocurría a todos los agentes que conocía. Tras unos años en el cuerpo, automáticamente comprobaban todo a su alrededor, constantemente, estuvieran en una calle, en una tienda o en un restaurante. Grace se reía y lo llamaba la «sana cultura de la sospecha», y en su trabajo le había resultado útil muchas veces.
Arrancaba aquella mañana de jueves de finales de noviembre, y él sentía un instinto de protección sobre Cleo más intenso que nunca, pero no veía nada en las calles desiertas de Brighton que le despertara sospecha alguna. Haciendo caso omiso al dolor en la espalda y las costillas provocado por el accidente de coche que había sufrido, emprendió la marcha por las estrechas calles peatonales de Kensington Gardens, pasando por sus cafés y boutiques, por una tienda de muebles de segunda mano y por un mercado de antigüedades y curiosidades, luego por Gardner Street y Luigi's, una de las tiendas a la que insistía en llevarle de vez en cuando, para renovar su vestuario, Glenn Branson, su autonombrado gurú de la moda personal.
Al llegar a North Street, también desierta, vio unos focos y oyó el rugido de un motor potente. Un momento después, un Mercedes SL descapotable negro pasó como una bala; apenas se veía al conductor tras los cristales tintados. Lo único que percibió Grace es que se trataba de una figura alta y delgada, pero nada más. Se preguntó qué estaría haciendo aquel hombre a aquellas horas. ¿Volver de una fiesta? ¿Ir a toda prisa al muelle de los ferris o al aeropuerto? No se veían muchos coches caros a aquellas horas de la madrugada. En su mayoría eran coches más baratos y furgonetas de trabajadores. Por supuesto que el Mercedes podía tener muchos motivos legítimos para circular a aquella hora, pero por si acaso memorizó la matrícula: «GX57 CKL».
Cruzó y atravesó las callejuelas y callejones de The Lanes para llegar por fin al paseo marítimo. Estaba desierto, salvo por un hombre solitario que paseaba a un perro salchicha viejo y regordete. Saltando cada vez menos a medida que iba entrando en calor, bajó la cuesta, pasó frente a una gran discoteca, el Honey Club, que estaba oscura y en silencio, y luego se detuvo unos momentos y se tocó los dedos de los pies varias veces. Luego se quedó quieto, aspirando los olores de la playa, de sal, de petróleo, de pescado podrido, de pintura de barco y de algas en putrefacción, escuchando el fragor del ir y venir de las olas. La llovizna era como un refrescante baño de agua vaporizada contra el rostro.
Aquél era uno de los lugares que más le gustaban de la ciudad, a nivel del mar. Especialmente ahora, a primera hora, cuando estaba desierto. El mar le seducía, como una droga. Le encantaban todos sus sonidos, sus olores, sus colores y sus cambios de carácter; y especialmente todos los misterios que ocultaba, los secretos que a veces ocultaba, como el cuerpo de la noche anterior. No podía imaginarse viviendo en el interior, a kilómetros del mar.
El Palace Pier, uno de los elementos de referencia de la ciudad, aún estaba iluminado. Sus nuevos dueños le habían cambiado el nombre por el de Brighton Pier hacía unos años, pero para él, como para miles de vecinos de la ciudad, siempre sería el Palace Pier. Decenas de miles de bombillas brillaban a lo largo de toda la estructura, resiguiendo los tejados y dando al tobogán en espiral el aspecto de una baliza que se elevaba hacia el cielo; de pronto Grace se preguntó cuánto tiempo tardaría en decretarse que todo el muelle mantuviera las luces apagadas de noche para ahorrar energía.
Giró a la izquierda y corrió en su dirección; luego se sumergió en las sombras tras las enormes vigas que servían de soporte al muelle, lugar donde, casi veinte años antes, Sandy y él se habían dado su primer beso. ¿Daría su hijo —o su hija— su primer beso allí?, se preguntó, mientras reaparecía por el otro lado. Corrió casi un kilómetro más y luego se dirigió a casa de Cleo. Esta vez había sido una carrera corta, de poco más de veinte minutos, pero le sirvió para refrescarse y recargar energías.
Cleo y Humphrey aún seguían dormidos. Se dio una ducha rápida, calentó en el microondas un cuenco de copos de avena que Cleo le había dejado fuera, se los tomó mientras hojeaba las páginas del Argus del día anterior y se dirigió a la oficina. A las siete menos cuarto aparcaba en su plaza frente a la Sussex House, el cuartel general del Departamento de Investigación Criminal. Si no le interrumpían, tendría una hora y media para revisar los correos electrónicos que hubieran llegado desde el día anterior y el papeleo más urgente antes de dirigirse al depósito para la autopsia del «Varón Desconocido», tal como se llamaba en aquel momento el cuerpo recuperado por la draga.
En primer lugar se conectó a la red y repasó los números de serie de los casos de las últimas horas. Había sido una noche tranquila. Entre lo más destacado había un ataque homófobo a dos varones en Eastern Road, un robo en una oficina, una reyerta entre borrachos en un complejo de viviendas públicas de Moulescomb, un camión volcado en la A27 y seis coches abiertos en Tidy Street. Hizo una pausa para leer aquel caso a fondo, ya que era a la vuelta de la esquina de casa de Cleo, pero el informe no decía mucho. Pasó a una pelea de madrugada en una parada de autobús en London Road y luego a la denuncia de robo de un ciclomotor.
Todo asuntos menores, observó, mientras repasaba la lista. Un momento después oyó que se abría la puerta y una voz familiar. Demasiado familiar.
—¡Eh, colega! ¿Llegas pronto, o es que te vas ahora?
—Muy gracioso —respondió Grace, levantando la vista hacia su amigo, y ahora inquilino permanente, Glenn Branson, que tenía el mismo aspecto inmaculado de siempre, como si estuviera a punto para salir de fiesta. Alto, negro, con la cabeza afeitada brillante como una bola de billar, el sargento iba siempre hecho un pincel. Esta vez llevaba un traje de tres piezas de un gris brillante, una camisa de rayas grises y blancas, mocasines negros y una corbata de seda púrpura. Tenía una taza de café en la mano.
—He oído que anoche fuiste a darte pote con el nuevo comisario —dijo Branson—. ¿O debería decir a lamerle el culo?
Grace sonrió. La noticia de Cleo le había emocionado tanto que había tenido que hacer un esfuerzo por pensar en algo inteligente que decirle al comisario cuando por fin tuvo unos momentos para hablar con él en la fiesta, y sabía que no había conseguido transmitir la buena impresión que buscaba. Pero aquello no importaba. ¡Cleo estaba embarazada! Y llevaba dentro de sí «el niño de los dos». ¿Qué otra cosa podía importarle? Le hubiera encantado contarle la noticia a Glenn, pero Cleo y él habían acordado mantenerlo en secreto. Seis semanas era muy poco tiempo; podrían pasar muchas cosas. Así que se limitó a decir:
—Sí, y está muy preocupado por ti.
—¿Por mí? —dijo Glenn, de pronto con aspecto de preocupación—. ¿Por qué? ¿Qué dijo?
—Tenía que ver con tu música. Dijo que alguien con tus gustos musicales seguro que sería un agente de Policía horroroso.
Por un momento, el sargento volvió a fruncir el ceño. Luego apuntó a Grace con un dedo:
—Eres un cabrón —le dijo—. Me estás tomando el pelo, ¿verdad?
Grace hizo una mueca.
—¿Así pues? ¿Hay noticias? ¿Cuándo recuperaré mi casa?
—¿Me estás echando? —dijo Branson, con cara de decepción.
—Mataría por un café. Podrías prepararme un café a cargo del alquiler del mes que viene. ¿Trato hecho?
—Hecho. Te daría éste, pero tiene azúcar.
Grace puso cara de asco:
—Eso te mata.
—Sí, bueno, cuanto antes mejor —respondió Branson, con gesto sombrío, y desapareció.
Cinco minutos más tarde estaba sentado en una de las sillas frente al escritorio del superintendente, sosteniendo su taza de café frente al pecho. Grace lanzó una mirada escéptica a la suya.
—¿Le has puesto azúcar a éste?
—¡Mierda! Te haré otro.
—No, está bien. No lo removeré. —Grace se quedó mirando a su amigo, que tenía un aspecto terrible—. ¿Te has acordado de dar de comer a Marlon?
—Sí—asintió Branson, pensativo—. El destino de Marlon y el mío están unidos. Somos colegas.
—¿De verdad? Bueno, no te pegues mucho a él.
Marlon era el pez tropical que Grace había ganado en una feria nueve años antes y que aún se mantenía en plena forma. Era una criatura arisca y antisocial que se había comido a todos los compañeros que le había comprado. Aunque el sargento, que medía metro noventa, probablemente fuera demasiado hasta para el apetito insaciable del pez, decidió. Así que volvió a fijar la vista en la pantalla, donde observó que habían actualizado el caso de los coches abiertos en Tidy Street. Dos chavales habían sido detenidos mientras abrían un coche justo debajo de una cámara de vigilancia a la vuelta de la esquina, en Trafalgar Street.
«Bien», pensó, algo aliviado. Sólo que probablemente los dejarían libres bajo fianza y volverían a las calles aquella misma noche.
—¿Alguna novedad en el caso de los Branson?
Unos meses antes, en un intento por salvar su matrimonio, Branson le había comprado a su mujer, Ari, un caballo muy caro para participar en pruebas de hípica, aprovechando la indemnización que había recibido por una lesión. Pero el resultado de aquello no fue más que una breve tregua en una relación decididamente hostil.
—¿Algún otro caballo?
—Anoche fui a ver a los niños. Me dijo que recibiré una carta de su abogado —dijo Branson, encogiéndose de hombros.
—¿Para el divorcio?
Él asintió, desanimado.
Lo único que atenuaba la tristeza que sentía Grace por su amigo era la certeza de que aquello significaba que Branson se quedaría en su casa durante un tiempo considerable, y él no tenía valor para echarle.
—¿Quieres que salgamos esta noche a tomar una copa y charlar? —preguntó Branson.
—Sí, claro.
Pese a lo mucho que quería Grace a ese hombre, respondió sin ningún entusiasmo. Sus charlas con Glenn sobre Ari eran interminables, y siempre giraban en torno a lo mismo. La realidad era que la esposa de Glenn no sólo ya no le quería, sino que ni siquiera le «gustaba». Grace consideraba que era el tipo de mujer que nunca estaría satisfecha con lo que tuviera en ninguna relación, pero cada vez que intentaba decírselo a su amigo, Glenn se ponía a la defensiva, como si aún creyera que había una solución, por complicada que fuera.
—En realidad creo que haremos otra cosa —propuso Grace—. ¿Estás ocupado esta mañana?
—Sí, pero no es nada que no pueda esperar unas horas. ¿Por qué?
—Tengo un cuerpo que una draga sacó ayer del mar. He puesto a la inspectora Mantle al cargo, pero hoy y mañana estará en un curso en la Academia de Policía de Bramshill. He pensado que querrías venir a la autopsia.
Branson abrió los ojos, al tiempo que sacudía la cabeza, incrédulo.
—¡Chico, tú sí que sabes cómo tratar a un colega cuando está de bajón, desde luego! Vas a animarme llevándome a ver la autopsia de un cadáver pescado en el mar, una mañana lluviosa de noviembre. Tío, eso seguro que es una fiesta.
—Bueno, a lo mejor te va bien ver a alguien que está peor que tú.
—Muchas gracias.
—Además, la autopsia la efectúa Nadiuska.
Aparte de su capacidad profesional y su carácter jovial, a sus cuarenta y ocho años, Nadiuska De Sancha, la forense del Departamento del Interior, era una mujer que llamaba la atención. Era una pelirroja escultural de familia aristocrática rusa y parecía al menos diez años más joven de lo que era en realidad. Además, a pesar de estar felizmente casada con un eminente cirujano plástico, le gustaba flirtear y gastar bromas picaras. Grace no conocía a ningún agente del Cuerpo de Policía de Sussex a quien no le gustara.
—¡Ah! —dijo Branson, animándose de golpe—. ¡Eso no me lo habías dicho!
—Ya. Y no es que tú seas tan frívolo como para que eso te haga cambiar de opinión, claro.
—Eres mi jefe. Yo hago todo lo que me dices.
—¿De verdad? Pues nunca me lo ha parecido.
25
La sargento Tania Whitlock se estremeció al sentir la corriente fría que se colaba por la ventana junto a su escritorio. El lado derecho de su rostro se le estaba quedando helado. Sorbió un poco de café caliente y miró su reloj. Las once y diez. Ya había pasado casi medio día y el montón de informes y formularios por rellenar sobre su mesa aún era alarmantemente alto. En el exterior, una llovizna constante caía del cielo gris.
Por la ventana veía el camino de hierba y los aparcamientos del aeropuerto de Shoreham, el aeropuerto civil más antiguo del mundo. Se construyó en 1910, en el extremo oeste de Brighton y Hove, y actualmente daba servicio sobre todo a aviones privados y a academias de vuelo. Hacía unos años se habían construido unas instalaciones industriales en unos terrenos junto al aeropuerto, y en uno de estos edificios, un almacén reconvertido, era donde se había instalado la Unidad de Rescate Especial de la Policía de Sussex.
Tania apenas había oído el zumbido de un motor de aviación en toda la mañana. No había despegado ni aterrizado prácticamente ningún avión ni helicóptero. Daba la impresión de que con aquel tiempo a nadie le apetecía ir a ninguna parte, y las nubes bajas desanimaban a los pilotos no experimentados que sólo supieran volar con visibilidad.
«Por favor, que el día siga así de tranquilo», pensó, y volvió a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Era una declaración estándar del juez de instrucción, con espacio para diagramas, que detallaba la inmersión de los miembros de su equipo el viernes pasado en el puerto deportivo de Brighton para recuperar el cuerpo de un patrón de yate que había perdido el equilibrio —aparentemente por la borrachera, según los testigos— y se había caído de la pasarela con un motor fuera borda colgado de la espalda.
La sargento, de veintinueve años, era bajita y delgada, con un rostro vivo y atractivo, y tenía una larga melena oscura. En aquel momento, para calentarse llevaba una chaqueta azul forrada de borreguillo y, debajo, su camiseta azul de uniforme, sus pantalones del mismo color, anchos, y sus botas de trabajo. Tenía un aspecto frágil y delicado. Nadie que la viera así por primera vez pensaría que en los cinco años previos a su trabajo en este puesto había pertenecido a la Unidad de Apoyo Local, cuerpo de élite de la Policía de Brighton y Hove, los agentes de primera línea que llevaban a cabo redadas y detenciones, que se enfrentaban con las alteraciones del orden público y con cualquier otra situación previsiblemente violenta.
La Unidad de Rescate Especial contaba con nueve agentes. Uno, Steve Hargrave, había sido buzo profesional antes de ingresar en el cuerpo. Los otros habían recibido entrenamiento en la Escuela de Submarinismo de la Policía en Newcastle. Un miembro del equipo era un ex marine; otro, un antiguo poli de tráfico —y una leyenda en el cuerpo porque un día le había puesto una multa a su propio padre por no llevar el cinturón abrochado—. Tania, la única mujer, era la jefa de una unidad que —todo el mundo estaba de acuerdo— tenía la labor más dura de toda la Policía de Sussex.
Su misión era recuperar cadáveres y restos humanos, y buscar pruebas en lugares considerados impracticables o demasiado peligrosos para los agentes normales. En la mayoría de los casos se trataba de encontrar víctimas bajo el agua —en canales, ríos, lagos, pozos, en el mar—, pero su campo de operaciones no tenía límites. En los últimos doce meses, sus mayores éxitos —o sus misiones más negras, según el punto de vista— habían sido la recuperación de cuarenta y siete fragmentos corporales de un accidente de tráfico particularmente horrible, en el que habían muerto seis personas, y la de los restos incinerados de cuatro personas de un accidente aéreo con una avioneta. La panorámica de las avionetas privadas aparcadas que tenía delante era parcial, ya que se la obstruía un camión policial en cuyo interior había bolsas para cadáveres suficientes para atender a un desastre aéreo de grandes dimensiones.
El humor hacía posible que los miembros de la unidad no perdieran el juicio, y cada uno de ellos tenía un apodo. El suyo era Smurf porque, como los pitufos, era pequeña y se ponía azul al sumergirse. De todas las personas con las que había trabajado desde que había ingresado en la Policía, diez años atrás, su equipo era sin duda el mejor. Le gustaban, y respetaba a cada uno de sus colegas, y ese sentimiento era mutuo.
En el edificio desde el que operaban guardaban el equipo de inmersión, que incluía un gran zepelín hinchable capaz de llevar a todo el equipo, una sala de secado y su camión, equipado con todo lo necesario, desde equipo de escalada a material de perforación de túneles. Estaban en estado de guardia permanente, veinticuatro horas al día y siete días a la semana.
La mayor parte del espacio del pequeño y atestado despacho de Tania estaba ocupado por archivadores, y en la parte frontal de uno de ellos había un enorme adhesivo amarillo con una señal de advertencia de radiación. Una pizarra blanca sobre su mesa indicaba en azul oscuro y turquesa sus prioridades inmediatas. A su lado colgaba un calendario y una fotografía de su sobrina de cuatro años, Maddie. Su portátil, su fiambrera de plástico, la lámpara, el teléfono y un montón de dosieres y formularios ocupaban la mayor parte de la superficie de su mesa.
Durante los meses de invierno allí dentro hacía un frío glacial constante, motivo por el que llevaba aquella chaqueta de borreguillo. A pesar del asmático jadeo del difusor de calor a sus pies, tenía los dedos tan fríos que le costaba mantener agarrado el bolígrafo. Seguro que hacía menos frío en el fondo del canal de la Mancha, pensó. Pasó la página del registro de inmersiones e introdujo más notas en el formulario. De pronto le distrajo el sonido del teléfono, y lo respondió, algo ausente.
—Sargento Whitlock.
Casi al instante la llamada atrajo toda su atención. Era el superintendente Roy Grace, del cuartel general del DIC, y era poco probable que llamara para charlar del tiempo.
—Hola —dijo él—. ¿Cómo va eso?
—Bien, Roy —respondió ella, transmitiendo más entusiasmo del que sentía realmente.
—¿Es cierto el rumor de que te vas a casar pronto?
—El verano que viene —dijo ella.
—¡Menudo tipo con suerte!
—¡Gracias, Roy! ¡Espero que alguien se lo diga! Dime... ¿Qué puedo hacer por ti?
—Estoy en el depósito de Brighton. Estamos practicando una autopsia de instrucción a un joven varón que sacó ayer del agua el Arco Dee, a unas diez millas al sur del puerto de Shoreham.
—Conozco el Arco Dee. Trabaja sobre todo desde Shoreham y Newhaven.
—Sí. Creo que voy a necesitar que echéis un vistazo y veáis si hay algo más ahí abajo.
—¿Qué información puedes darme?
—Tenemos una idea bastante precisa del lugar donde lo encontraron. El cuerpo estaba envuelto en plástico y lo habían lastrado. Podría ser un funeral en el mar, pero no estoy seguro de ello.
—¿Se supone que el Arco Dee lo extrajo de una zona designada para el dragado? —preguntó ella, al tiempo que empezaba a tomar notas en su cuaderno.
—Sí.
—Hay una zona específica para los funerales en el mar. Es posible que un cuerpo se desplace con las corrientes, pero poco probable si era un funeral profesional. ¿Quieres que vaya?
—¿Te importaría?
—Estaré allí dentro de media hora.
—Gracias.
Colgó, con una mueca de rabia. Tenía pensado irse pronto para prepararle una cena a su novio, Rob, una cena especial. A él le encantaba la comida tailandesa y ella había comprado todo lo que necesitaba por la mañana —incluidas unas gambas frescas y una lubina muy hermosa—. Rob, que era piloto de larga distancia de British Airways, llegaba aquella tarde y luego no volvería en nueve días. Daba la impresión de que sus planes se habían ido al garete.
Se abrió la puerta y apareció Steve Hargrave, apodado Gonzo:
—Me preguntaba si estás ocupada, jefa, o si tienes un par de minutos para charlar.
Ella le dedicó una sonrisa ácida capaz de fundir una viga de acero en menos tiempo del que tardó él en darse cuenta de su mal humor. Levantando un dedo y al mismo tiempo dando marcha atrás, dijo:
—No es un buen momento, ¿verdad?
Ella siguió sonriendo.
26
«¿Quién eres tú?», se preguntaba Roy Grace, mientras miraba el cuerpo desnudo del Varón Desconocido, que yacía boca arriba en la mesa de acero inoxidable situada en el centro de la sala de autopsias, bajo la fría luz de los focos del techo. El hijo de alguien. Quizá también el hermano de alguien. «¿Quién te quiere? ¿Quién quedará destrozado con tu muerte?»
Era curioso. Antes, cada vez que entraba en aquel lugar sentía escalofríos. Pero aquello había cambiado con la llegada de Cleo Morey, hacía dieciocho meses, como técnica superior de patología anatómica. Ahora le gustaba pasarse por allí cada vez que tenía ocasión. Incluso con la bata azul, el delantal verde y sus botas de goma blancas, Cleo seguía estando increíblemente atractiva.
A lo mejor es que él era un pervertido, o quizá fuera cierto lo que dicen de que el amor es ciego.
Le sorprendió descubrir que los depósitos de cadáveres tenían algo en común con los abogados. No hay mucha gente que acuda a los depósitos de cadáveres de buen grado, salvo sus trabajadores. Si te quedas a pasar la noche, significa que estás bastante muerto. Y si vienes de visita, significa que alguien a quien conocías y a quien querías acaba de morir, de pronto, inesperadamente y, en muchos casos, de un modo brutal.
El depósito de cadáveres de Brighton y Hove ocupaba un bungaló gris, largo y bajo con un revestimiento rugoso en el exterior, junto a la rotonda de Lewes Road y el bonito panorama del cementerio de Woodvale. Consistía en una entrada cubierta para coches, una oficina, una capilla para creyentes de cualquier fe, un mirador con la pared de cristal, dos zonas de almacenaje, recientemente provistas de neveras más anchas para acomodar a los cadáveres obesos, cada vez más frecuentes, una sala de aislamiento para cadáveres portadores de sida y otras enfermedades contagiosas, y la sala principal de autopsias, donde se encontraban ahora.
Desde el extremo más alejado de la pared se oyó el gemido de una lijadora. Se estaban haciendo obras para ampliar el depósito, y con el fin de acomodar las nuevas neveras más anchas, para el creciente número de cadáveres obesos, tan propios de estos tiempos.
El color gris del cielo, en el exterior, hacía juego con el ambiente del interior. La luz gris entraba por las ventanas traslúcidas. Paredes de azulejos grises. Baldosas moteadas marrones y grises en el suelo que se acercaban mucho al color de un cerebro humano muerto. Aparte de las batas azules de cirujano que llevaba todo el mundo, y de los delantales de plástico verde del personal del depósito y de la forense, el único color en toda la sala era el rosa vivo del detergente del dispensador que colgaba boca abajo junto al lavabo.
La sala de autopsias siempre olía al jabón Jeyes y a desinfectante Trigene, desagradable combinación que a veces se mezclaba con el hedor nauseabundo a cloaca recién desatascada procedente de los cadáveres al abrirlos.
Como siempre ocurría en una autopsia oficial, la sala estaba llena de gente. Además de Grace, Nadiuska y Cleo, estaba el técnico forense auxiliar Darren Wallace, un joven de veintidós años que había empezado como aprendiz de carnicero; Michael Forman, un hombre serio y concienzudo de entre treinta y cuarenta años, que era oficial de justicia; James Gartrell, el robusto fotógrafo forense, y Glenn Branson, que estaba algo retirado, con signos leves de mareo. Grace había observado varias veces en el pasado que, a pesar de ser un tipo grande y fornido, el sargento nunca había llevado bien las autopsias.
La carne del Varón Desconocido era de un color crudo ceroso. Era el color que Roy Grace siempre había asociado con los cuerpos que habían perdido su fuerza vital, pero en los que la descomposición aún no había desplegado —al menos de forma visible— sus temibles procesos. El tiempo invernal y el frío del agua de mar habrían ayudado a retrasar el inicio, pero estaba claro que el Varón Desconocido no llevaba mucho tiempo muerto.
Nadiuska De Sancha, con su cabello pelirrojo bien recogido, sus gafas de carey apoyadas en su fina nariz, calculó que la muerte probablemente se habría producido cuatro o cinco días antes, pero no podía ser más precisa. Ni tampoco podía determinar, al menos de momento, la causa exacta de la muerte, sobre todo porque al Varón Desconocido le faltaban la mayoría de sus órganos vitales.
Era un joven apuesto, con el cabello lacio y corto, una nariz clásica y unos ojos azules con la mirada perdida. El cuerpo era flaco y huesudo, pero más por falta de nutrición que por el ejercicio, a juzgar por la falta de tono muscular. Tenía los genitales decorosamente cubiertos por el triángulo de piel que Nadiuska había retirado del esternón y que había colocado allí, como para darle una mínima dignidad en la muerte. La piel del pecho y del estómago estaba retirada y recogida con pinzas, dejando a la vista una caja torácica sorprendentemente hueca, con los intestinos enroscados al fondo, como una soga brillante y traslúcida.
En la pared de la izquierda había una tabla donde indicar el peso del cerebro, los pulmones, el corazón, el hígado, los riñones y el bazo de cada cadáver examinado en la sala. En cada fila había una raya, salvo en la relativa al cerebro, el único órgano vital que aún poseía el cadáver, y muy probablemente el único que se llevaría a la tumba.
La forense extrajo la vejiga, la colocó sobre la bandeja metálica de disecciones, que estaba sobre los muslos del cadáver, y luego efectuó una fina incisión para abrirla. Con todo cuidado, embotelló y precintó unas muestras del fluido que salió, para analizarlo.
—¿Cómo lo ves hasta ahora? —le preguntó Grace.
—Bueno —dijo ella, en su exquisito inglés imperfecto—. La causa de la muerte no está clara de momento, Roy. No hay hemorragias petequiales que indiquen asfixia o ahogamiento, y en ausencia de los pulmones, de momento no puedo estar segura de si estaba muerto antes de la inmersión. Pero creo que podemos suponer, por el mero hecho de que le quitaran los órganos, que es bastante probable.
—No hay muchos cirujanos que operen bajo el agua —bromeó Michael Forman.
—El contenido del estómago no me da mucho con lo que trabajar —prosiguió ella—. La mayoría de él ha quedado disuelto por el proceso digestivo, aunque sea más lento post mortem. Pero había partículas de algo que parece pollo, patatas y brécol, lo que indica que fue capaz de ingerir una comida completa en las horas previas a su muerte. Eso no encaja mucho con la ausencia de órganos.
—¿Por qué? —preguntó Grace, consciente de la mirada inquisitiva del oficial de justicia y de Glenn Branson.
—Bueno —respondió la forense, agitando el escalpelo por el vientre abierto—, ésta es la incisión que haría un cirujano si fuera a retirar los órganos de un donante. Todos los órganos internos han sido extirpados quirúrgicamente, por alguien con experiencia. Y eso coincide con el hecho de que todos los vasos sanguíneos fueran suturados antes de abrir para retirar los órganos —señaló—. La grasa perinéfrica que debería haber sobre los riñones (el sebo, para entendernos) ha sido abierta con una cuchilla.
Grace pensó que no comería tocino en mucho tiempo.
—Así pues —prosiguió Nadiuska—, todo ello indicaría que era un donante de órganos. Y lo que me hace pensar aún más en esa posibilidad es la presencia de rastros externos de una intervención médica. —Volvió a señalar—. Una marca de aguja en el dorso de la mano. —Señaló de nuevo, esta vez al codo derecho—. Otra punción en la fosa antecubital. Coinciden con la inserción de cánulas para goteros y fármacos.
Luego, con una pequeña linterna, abrió suavemente la boca del muerto con los dedos enfundados en los guantes e iluminó el interior.
—Si te fijas, puedes ver un enrojecimiento y una ulceración en el interior de la tráquea, justo por debajo de la laringe, causadas por el globo hinchado del final del tubo de ventilación endotraqueal.
Grace asintió.
—Pero tomó una comida sólida. Eso no pudo hacerlo con una intubación endotraqueal, ¿no?
—Exacto, Roy —confirmó ella—. Eso no lo entiendo.
—¿Puede ser que fuera un donante de órganos al que le hicieran un funeral en el mar y que luego fuera arrastrado por las corrientes a otro lugar lejos de la zona designada para los funerales? —sugirió Glenn Branson.
La forense frunció los labios.
—Sí, es una posibilidad —admitió—. Pero a la mayoría de los donantes de órganos suelen mantenerlos en vida con sistemas de soporte vital durante un tiempo, en el que deberían estar intubados y alimentados por vena. Me parece raro que tuviera comida a medio digerir en el estómago. Cuando haga el examen toxicológico, puede que aparezcan relajantes musculares y otros fármacos usados para la extracción de órganos para trasplantes.
—¿Puedes hacer un cálculo aproximado de las horas que pasaron entre la comida y la hora de la muerte?
—Por el estado de la comida, de cuatro a seis, máximo.
—¿No pudo haber sufrido una muerte repentina? —preguntó Grace—. ¿Un infarto, un accidente de coche, o de moto?
—No tiene lesiones propias de un accidente grave, Roy. No tiene ningún trauma craneal ni cerebral. Cabe la posibilidad de un infarto de miocardio o de un ataque de asma, pero teniendo en cuenta su edad, menos de veinte años, diría que ambas cosas son improbables. Creo que deberíamos buscar otra causa.
—¿Como cuál? —insistió Grace, mientras garabateaba algo en su cuaderno, pensando en una pista que tendría que seguir.
—En este momento no puedo especular. Esperemos que los test de laboratorio nos digan algo. Si pudiéramos descubrir su identidad, eso también podría ayudarnos.
—Estamos trabajando en eso.
—Estoy segura de que los test de laboratorio serán la clave. Creo que es muy poco probable que encontremos nada repasando los vídeos, ya que no estaba envuelto en una bolsa estanca —prosiguió la forense, e hizo una breve pausa—. Tengo otra idea. Esa comida del estómago. En el Reino Unido, al no producirse la recogida automática de órganos sin consentimiento, suele tardarse muchas horas a partir de la muerte cerebral hasta que se consigue el consentimiento por parte de los familiares. Pero en países donde lo habitual es que se usen los órganos a menos que se disponga lo contrario, como Austria, el proceso es mucho más rápido. Así que es posible que este hombre sea de uno de esos países.
Grace pensó en aquello.
—Vale. Pero si hubiera muerto en Austria, ¿qué estaba haciendo a diez millas de la costa de Inglaterra?
Se oyó el estridente ruido del timbre. Darren, el técnico forense auxiliar, salió corriendo de la sala. Un par de minutos más tarde volvió con la sargento Tania Whitlock, de la Unidad de Rescate Especial, provista de botas y mascarilla protectora.
Roy Grace la puso al corriente. Ella pidió que le enseñaran la bolsa de plástico y los lastres que se habían encontrado con el cuerpo, y Cleo se la llevó al almacén para enseñárselo. Luego volvieron a la sala de autopsias. La forense del Departamento de Interior estaba absorta dictando notas en la grabadora. Grace, Glenn Branson y Michael Forman estaban de pie junto al cadáver. El fotógrafo salió al almacén y empezó a tomar primeros planos de la bolsa y de las cuerdas.
—¿Crees que pudo haber sido arrastrado por la corriente desde una zona designada para funerales en el mar? —le preguntó Grace a Tania.
—Es posible —dijo ella, que tomó aire con la boca para intentar que no le afectara el hedor—. Pero ese lastre pesa bastante, y últimamente el mar ha estado bastante tranquilo. Puedo hacer una recreación para ver de dónde podría proceder si llevara menos lastre. ¿Te iría bien eso?
—Quizá sí. ¿No podría ser que se tratara de un funeral en alta mar en el que hubieran calculado mal la posición?
—Es posible —dijo ella—. Pero he consultado al Arco Dee. Lo encontraron quince millas náuticas al este del lugar designado para estos funerales en Brighton y Hove. Significaría que se han equivocado de mucho.
—Eso es lo que pienso yo también —coincidió él—. Tenemos una descripción bastante precisa del lugar de donde lo sacaron, ¿verdad?
—Muy precisa —confirmó la sargento—. Con un margen de error de unos doscientos metros.
—Creo que deberíamos echar un vistazo, a ver qué más hay ahí abajo, y lo más rápidamente posible —dijo Grace—. ¿Tienes tiempo para empezar hoy mismo?
Tania miró el reloj de la pared y luego, como si no se fiara, el voluminoso reloj de buzo que llevaba en la muñeca. Luego echó un vistazo por la ventana.
—Hoy el sol se pone hacia las cuatro —dijo—. A diez millas de la costa el mar va a estar bastante picado. Tenemos que alquilar un barco de inmersiones más grande; nuestra embarcación hinchable no vale para esas aguas. Nos quedan unas tres horas de luz de día. Yo sugiero que preparemos un barco para primera hora de la mañana: en esta época del año hay unos cuantos barcos de pesca de altura de alquiler que no tienen muchos clientes. Podemos empezar al alba. Pero mientras tanto podemos ir hasta allí y marcar el lugar con boyas, para asegurarnos de que las dragas no alteran nada.
—Bien pensado —dijo Grace.
—¡Para eso estamos! —respondió ella, mucho más contenta que a su llegada. Podría organizar todo aquello y, aun así, llegaría a casa a tiempo de preparar la cena.
Grace se giró hacia Glenn Branson y le dijo:
—Estás algo paliducho.
—Sí —dijo Branson, asintiendo—. Siempre me pasa, en este sitio.
—¿Sabes lo que necesitas?
—¿Qué?
—¡Que te dé el aire del mar! Un bonito crucero.
—Sí, un crucero me iría muy bien.
—Estupendo —dijo Grace, dándole una palmadita en la espalda—. Porque te vas mañana de crucero con Tania.
Branson frunció el ceño y señaló hacia la ventana.
—¡Joder, tío, la previsión dice que hará un tiempo de perros! ¡Pensé que querías decir en el Caribe, o algo así!
—Empieza por el canal. Es un buen lugar para irse habituando.
—¡Ni siquiera tengo el equipo necesario!
—No lo necesitarás. ¡Irás como un señor, en la cubierta de primera!
Tania miró a Glenn con expresión de escepticismo.
—La previsión no es nada buena. ¿Se le da bien la navegación?
—No, en absoluto —dijo él—. ¡Créeme!
27
El estado de Nat no había empeorado durante la noche, lo cual era un alivio, pensó Susan, intentando buscar aspectos positivos, aún sentada junto a la cama. Pero tampoco se había registrado ninguna mejoría. Seguía siendo un extraño silencioso, tumbado en aquella posición, con medio cuerpo levantado treinta grados, enchufado y conectado a una impresionante cantidad de aparatos de monitorización y de apoyo.
El reloj de la pared, redondo y frío, marcaba las 12.50. Era casi la hora de comer, lo cual no significaba mucho para Nat, ni para la mayoría de sus compañeros de la UCI. Los nutrientes entraban en su cuerpo todo el día y toda la noche, en un goteo constante por la sonda nasogástrica. Y de pronto, a pesar del agotamiento, a Susan se le ocurrió algo que le hizo sonreír. Siempre se metía con Nat por llegar tarde a las comidas. Sus horarios en el hospital eran impredecibles y muchas noches, sin previo aviso, tenía que quedarse hasta tarde. Pero incluso cuando estaba en casa, siempre tenía «una cosita más que hacer, cariño» cada vez que ella le decía que el almuerzo o la cena estaban en la mesa.
«Bueno, por lo menos aquí no llegas tarde a las comidas», pensó ella, y sonrió de nuevo con añoranza. Luego se sorbió la nariz, sacó un pañuelo de papel del bolsillo de sus tejanos y se secó las lágrimas que le caían por las mejillas.
«Mierda. Esto no puede acabar así. ¿Verdad que no?»
Como si estuviera de acuerdo, o para reconfortarla, el bebé dio una patadita en su interior.
—Gracias, Bultito —susurró ella.
Desde que el especialista, vestido con pantalones grises y una camisa con el cuello abierto, y acompañado por un grupo de médicos con bata, había acabado su ronda, hacía una media hora, un silencio fantasmagórico había invadido la UCI. Prácticamente los únicos sonidos que oía eran las alarmas que se disparaban cada pocos minutos, sonidos que cada vez le ponían más nerviosa. Cada uno de los pacientes tenía monitores con alarmas para todos sus constantes vitales.
A pesar de que había una enfermera de guardia para cada paciente, el lugar parecía desierto. Había cierta actividad tras las cortinas azules de la cama de al lado, y Susan veía a una mujer que limpiaba el suelo; cerca de ellas, había una señal de advertencia amarilla en la que ponía: «Limpieza». Un par de camas más allá, una fisioterapeuta estaba haciéndole un masaje en las piernas a un hombre mayor que estaba conectado con cables e intubado. Todos los pacientes estaban en silencio, algunos dormían, otros miraban al vacío. Susan había visto algunas visitas que entraban y salían, pero en aquel momento ella era la única en la sala.
Volvió a oír el biip-biip-bong casi musical de una alarma, como el sonido que se oye en la cabina de un avión cuando un pasajero irritado llama repetidamente a una azafata. Procedía de algún lugar que ella no veía, en el otro extremo de la sala.
Nat estaba en la cama 14. La enfermera de la noche le había explicado que las camas estaban numeradas del 1 al 17. Pero de hecho sólo había dieciséis. Por superstición, no había cama 13. Así que la 14 era en realidad la 13.
Nat era un buen médico. Pensaba en todo, lo analizaba todo, lo racionalizaba todo. No creía en ningún tipo de superstición, mientras que Susan siempre había sido muy supersticiosa. No le gustaba ver una urraca si no veía otra, ni mirar a la luna nueva a través de un cristal, y nunca pasaría bajo una escalera por voluntad propia. No le gustaba nada que Nat estuviera en aquella cama precisamente. Pero la unidad estaba llena, así que no podía pedir que le cambiaran de sitio.
Se puso en pie, reprimiendo un bostezo, y dio un par de pasos hacia el extremo de la cama, donde había un carrito con el ordenador portátil de la enfermera. El día anterior había sido muy largo. Se había quedado allí hasta casi medianoche, luego había vuelto a casa en coche y había intentado dormir, pero al cabo de unas cuantas horas de sueño intermitente, no había podido más y se había dado una ducha, se había hecho un café cargado, había cogido algunos de los CD de los Eagles y de Snow Patrol de Nat y sus cosas de aseo, como le había sugerido la enfermera, y había vuelto al hospital con el coche.
Llevaba los auriculares del iPod conectados a los oídos desde hacía varias horas, pero de momento no mostraba ninguna respuesta. Generalmente, incluso sentado en su sillón, cuando escuchaba música se balanceaba, movía la cabeza, levantaba los hombros y agitaba los brazos lentamente. Bailaba muy bien, cuando se dejaba llevar. Susan recordaba que la noche que se conocieron, en la fiesta de cumpleaños de una enfermera, se quedó fascinada al verlo bailar un rock'n'roll.
Ahora lo miraba. Miraba el transparente tubo endotraqueal con nervaduras que tenía en la boca. La minúscula sonda de su cráneo, fijada con un esparadrapo, que medía la presión intracraneal. Las otras cosas que tenía pegadas y clavadas en el cuerpo. El bulto del armazón que le fijaba las fracturas de las piernas, visible bajo las sábanas. Miró el monitor principal, las puntas y las ondas que indicaban el estado de sus constantes vitales.
La frecuencia cardiaca de Nat ahora mismo era de 77, lo cual estaba bien. Su presión arterial, de 160 sobre 90, también bien. Sus niveles de saturación de oxígeno en sangre estaban bien. La presión intracraneal oscilaba entre 15 y 20. Lo normal en una persona sana era menos de 10. Por encima de 25 sería motivo de preocupación.
—Hola, Nat, cariño —dijo ella, tocándole el brazo derecho, por encima del brazalete identificativo y de los esparadrapos que sujetaban las vías. Luego le retiró con suavidad los auriculares del iPod y acercó la boca a su oreja derecha, intentando parecer todo lo alegre y positiva que pudiera—. Estoy aquí contigo, cielo. Te quiero. El Bultito está dando bastantes patadas últimamente. ¿Me oyes? ¿Cómo te encuentras? Te estás portando muy bien, ¿sabes? Estás aguantando. ¡Vas muy bien! ¡Vas a ponerte bien!
Esperó unos momentos. Luego volvió a ponerle los auriculares y rodeó el soporte giratorio que sostenía diferentes tipos de instrumental, incluidas las jeringas con las que le aplicaban los fármacos que le mantenían estable y sedado, y con la presión alta. Siguió por el suelo de linóleo azul, rebasó las cortinas azules recogidas en la cabecera de la cama y llegó a la ventana, con sus persianas venecianas azules. Luego miró abajo, hacia la izquierda, a la cola de coches que hacían fila para entrar en el aparcamiento. Justo por debajo de ella había un moderno patio con bancos y mesas de picnic, y una escultura alta y estilizada que le pareció horrible, porque recordaba un fantasma.
Ya estaba llorando de nuevo. Entonces, mientras se secaba los ojos, oyó aquella maldita alarma de nuevo. Pero esta vez mucho más fuerte. BIIP-BIIP-BONG.
Se giró. Se quedó mirando las ondas del monitor. Sintió de pronto un pánico terrible.
—¡Enfermera! —gritó, mirando alrededor, desconcertada, y corrió hacia el puesto de enfermeras—. ¡Enfermera! ¡Enfermera!
El volumen de la alarma aumentaba a cada segundo, ensordeciéndola.
Entonces vio al enfermero calvo, grandote y sonriente, que había entrado a las siete y media de la mañana, que pasó a su lado a la carrera en dirección a Nat, con la angustia reflejada en el rostro.
28
El bebé llevaba callado varias horas y ahora era Simona la que lloraba. Se quedó hecha un ovillo, apretando a Gogu contra su cara, junto a la tubería de calefacción. Sollozó, durmió un poco, se despertó y volvió a sollozar.
Todos los demás, salvo Valeria y el bebé, estaban fuera. En el viejo radiocasete, Tracy Chapman cantaba Fast Car. Ponía mucho Tracy Chapman; al bebé parecía gustarle y se quedaba tranquilo, como si sus canciones fueran nanas. Ahí fuera, en la carretera que tenían encima, hacía frío y llovía. Estaba a punto de caer aguanieve y una ráfaga helada entró en el refugio. Las llamas de las velas, pegadas a estalagmitas de cera fundida sobre el suelo de cemento, se agitaban, haciendo temblar las sombras.
No tenían electricidad, así que la única luz de la que disponían era la de las velas, y las usaban con mesura. A veces las compraban con el dinero que conseguían vendiendo cosas robadas, o con la calderilla de los monederos o bolsos que tironeaban, pero la mayoría de las veces se las llevaban de las tiendas.
En casos de desesperación —aunque a Simona aquello no le gustaba nada— robaban velas de las iglesias ortodoxas. En colaboración con Romeo, tras distraer a los mirones, podían llenarse los bolsillos con las finas velas marrones, las de las ofrendas que la gente encendía por sus seres queridos y que colocaban en grandes cajas metálicas abiertas por delante: una caja para los vivos y otra para los muertos.
Pero a ella siempre le había dado miedo que Dios la castigara por aquello. Y mientras yacía allí, llorando, se preguntaba si lo que le había pasado aquella noche sería un castigo de Dios.
Nunca había ido a la iglesia, y nadie le había enseñado a rezar, pero el cuidador del orfanato en que había estado le había hablado de Dios, le había dicho que él la veía siempre y que la castigaría por todas las cosas malas que hiciera.
Más allá del resplandor amarillo de las llamas, donde las sombras se mantenían inmóviles, la oscuridad se extendía a lo lejos, hasta el final del túnel que albergaba la tubería, en el punto en que ésta salía al exterior y atravesaba el barrio de Crânqsi. Allí había comunidades enteras de vagabundos —ella lo había visto— que vivían en poblados inmundos, en barracas improvisadas contra la tubería. Simona había vivido en una durante un tiempo, pero era un lugar pequeño y lleno de gente, y cuando llovía el techo tenía goteras.
Ella prefería estar aquí. Había más sitio y estaba seco. Aunque nunca le había gustado estar sola del todo: siempre había tenido miedo de la oscuridad más allá de las velas, y de los ratones, las ratas y las arañas que ocultaba. Y algo peor, mucho peor. Romeo solía salir a explorar la oscuridad, pero nunca encontraba nada más que esqueletos de roedores y, en una ocasión, una cesta rota de supermercado. Hasta que un día Valeria había traído a un hombre. Ella se traía hombres de vez en cuando, y follaban sin ocultarse ni reprimir los ruidos, sin importarles quién lo viera. Pero aquel hombre en particular les dio a todos mala espina. Llevaba una cola de caballo, una cruz plateada colgando del cuello y una Biblia. Le dijo que no quería acostarse con ella. Sólo quería hablarles a todos sobre Dios y sobre el diablo. Les dijo que el diablo vivía en la oscuridad, más allá de las velas, porque, al igual que ellos, el diablo necesitaba el calor de las tuberías.
Y les dijo que el diablo los veía a todos y que estaban condenados por sus pecados, y que deberían tener cuidado cuando durmieran por si salía arrastrándose de la oscuridad en busca de uno de ellos.
—Valeria, ¿me está castigando Dios? —dijo Simona, de pronto.
La otra dejó al bebé dormido sobre una camita hecha con una chaqueta guateada, y se acercó a Simona, agachándose para evitar golpearse la cabeza con los remaches que sobresalían de los travesaños que sujetaban la carretera. Llevaba la misma ropa que siempre, su anorak verde esmeralda sobre aquel chándal de vistosos colores, con su melena castaña y lacia que colgaba a ambos lados de su rostro circunspecto como unas cortinas. Rodeó a Simona con un brazo.
—No, eso no era un castigo de Dios. No era más que una mala persona, sólo una mala persona. Nada más.
—No quiero seguir con esta vida. Quiero irme de aquí.
—¿Y adónde quieres ir? —le preguntó.
Simona se encogió de hombros en un gesto de impotencia, y empezó a sollozar de nuevo.
—Yo quiero ir a Inglaterra —declaró Valeria, con una sonrisa nostálgica y la cara de pronto se le iluminó. Asintió—. Inglaterra. Ahora estamos en la Unión Europea. Podemos ir.
Simona siguió llorando unos minutos; luego paró.
—¿Qué es la Unión Europea?
—Es una cosa. Quiere decir que los rumanos podemos ir a Inglaterra.
—¿Se vivirá mejor en Inglaterra?
—Yo conocía hace tiempo a unas chicas que iban a ir. Habían conseguido trabajo como bailarinas de striptease. Mucho dinero. A lo mejor tú y yo podríamos ser bailarinas de striptease.
Simona se sorbió la nariz.
—Yo no sé bailar.
—Creo que hay otros trabajos. Ya sabes, en bares, restaurantes. Quizás incluso en una panadería.
—Me gustaría mucho ir —decidió Simona—. Querría irme ahora mismo. ¿Vendrás conmigo? A lo mejor tú y yo, y Romeo..., y el bebé, claro.
—Hay gente que sabe. He encontrado a alguien que puede ayudarnos. ¿Tú crees que Romeo también querrá venir?
Ella se encogió de hombros. Entonces, a sus espaldas, se oyó la voz de Romeo.
—¡Eh! ¡Ya estoy aquí, y tengo algo!
Saltó varios escalones de golpe y se dirigió hacia ellas, empapado y jadeando, con la capucha sobre la cabeza.
—He tenido que correr —dijo—. Mucho. En varios sitios me controlaban. Ya nos conocen, ¿sabes? He tenido que ir muy lejos. ¡Pero lo he conseguido!
Sus enormes ojos, como platos, brillaban de alegría. Metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó la bolsa de plástico rosa.
Se detuvo y tosió con fuerza unos momentos; luego sacó una pequeña botella de plástico llena de pintura metálica y giró el tapón para romper el precinto.
Simona lo miró, ajena de pronto a todo lo demás.
El vertió una pequeña cantidad de la pintura en la bolsa y luego, sosteniéndola por el cuello, se la pasó, asegurándose de que la tuviera bien agarrada antes de soltarla.
Ella se llevó la bolsa a la boca, sopló en su interior, como si hinchara un globo, y luego inhaló intensamente. Exhaló y volvió a inhalar. Y una tercera vez. Al momento se le relajó el rostro y mostró una sonrisa distante. Puso los ojos en blanco y luego bajó la vista al suelo, con la mirada vidriosa.
Por un momento, el dolor desapareció.
El Mercedes negro avanzó lentamente por la carretera. Las ruedas dejaban surcos entre el agua de la lluvia; los limpiaparabrisas emitían su golpeteo regular. Pasó junto a un pequeño supermercado decadente, una cafetería, una carnicería, una iglesia ortodoxa cubierta de andamios, un túnel de lavado de coches donde tres hombres lavaban una furgoneta blanca, y un grupo de perros con el pelo enmarañado por el viento.
Había dos personas en los asientos traseros del coche, un hombre de aspecto pulcro y casi cuarenta años con un abrigo negro sobre un suéter gris de cuello alto, y una mujer, algo más joven, guapa y de aspecto franco, con una melena de cabello claro, una chaqueta de cuero con el cuello de borreguillo y un suéter ancho debajo, vaqueros ajustados y botas de ante negras, y mucha bisutería. Parecía una estrella del rock de segunda fila, o una actriz de serie B venida a menos.
El conductor se paró frente a un decrépito bloque de pisos con ropa tendida en la mitad de las ventanas y una docena de parabólicas fijadas a las paredes desnudas, y apagó el motor. Luego señaló a través del parabrisas a un agujero irregular entre la carretera y el suelo.
—Allí —dijo—. Ahí es donde vive.
—Así que es probable que haya varios de ellos ahí dentro —supuso el hombre de detrás.
—Sí, pero cuidado con la que les he dicho —les avisó el conductor—. Es una luchadora.
Con los limpiaparabrisas parados, el goteo constante de la lluvia hacía que el parabrisas pareciera opaco. Los peatones se convertían en formas borrosas. Eso estaba bien. Eso, junto con los vidrios tintados, haría que resultara aún más difícil que los vieran. Los coches de aquel barrio eran tartanas desvencijadas. Cualquiera que pasara por allí se fijaría en el reluciente Mercedes Clase S, y se preguntaría qué estaba haciendo allí y quién viajaba dentro.
—Muy bien —dijo la mujer—. Vamos.
El coche se puso en marcha.
Por debajo del asfalto de la calzada, el bebé dormía. Valeria leía un periódico de unos días antes. Tracy Chapman volvía a cantar Fast Car. Romeo tenía la boca de la bolsa de plástico pegada a la suya, exhalando e inhalando.
Simona estaba estirada en su colchón, ahora ya más tranquila, con la cabeza llena de sueños sobre Inglaterra. Veía una torre alta con un reloj al que llamaban Big Ben. Ponía cubitos de hielo en un vaso y luego echaba whisky. Las luces pasaban ante sus ojos. Las luces de la ciudad. La gente de la ciudad sonreía. Oía risas. Estaba en una sala enorme con pinturas y estatuas. Allí no llegaba el agua. No sentía dolor en el cuerpo ni en el corazón.
Cuando se despertó, mucho más tarde, estaba decidida.
29
Lynn Beckett se despertó sobresaltada. Por unos momentos, no tenía ni idea de dónde se encontraba. Tenía la pierna derecha dormida y le dolía la espalda. Desconcertada, vio unos dibujos animados en un televisor en lo alto de una pared, colgado de un brazo de metal. En la pantalla había un hombre al que habían atado a una catapulta, orientada hacia un muro de ladrillo. Unos momentos después salió volando, dejando el muro intacto, pero con un orificio con su silueta, como una figura troquelada.
Entonces se acordó, y empezó a darse golpes en el muslo para intentar activar la circulación. Estaba en la habitación de Caitlin, en un pabellón de la Unidad de Hepatología del Royal South London Hospital. Al parecer se había quedado traspuesta. Olía levemente a comida. Puré de patata. Y a desinfectante y limpiador para muebles. Luego vio a Caitlin a su lado, tumbada en la cama, con el camisón puesto y el cabello alborotado, como siempre con la mirada fija en su teléfono móvil, leyendo algo en la pantalla. Más allá, a través de la ventana de la pequeña habitación, vio parte de una grúa, y los bloques de cemento y las vigas de un edificio en construcción.
Había pasado allí la noche anterior, junto a Caitlin. En un momento dado, cuando no soportaba más la incomodidad de la silla, se había subido a la cama y se había quedado dormida, acurrucada contra su hija, encajadas como dos cucharas. Las habían despertado a una hora indecente de la madrugada y se habían llevado a Caitlin para hacerle un escáner. Algo más tarde la habían traído de vuelta. Habían entrado varias enfermeras y le habían extraído muestras de sangre.
A las nueve, Lynn, con la desagradable sensación de no haberse lavado, había llamado al trabajo y le había dicho a Liv Thomas, su jefa de equipo —una mujer dura pero amable—, que no sabía cuándo volvería. Liv se mostró comprensiva, pero le preguntó si querría hacer unas horas extra el resto de la semana para mantener los objetivos. Lynn dijo que haría todo lo que pudiera.
Y desde luego necesitaba el dinero. Aquello le estaba costando una fortuna. Tres libras al día para que Caitlin tuviera televisión y teléfono. Quince libras al día por el aparcamiento. La comida en la cantina del hospital. Y todo aquel tiempo arriesgándose a que sus jefes decidieran que ya tenían bastante y la despidieran. Había gastado la modesta compensación económica que había acordado con Mal tras el divorcio para el pago de la casa en la que vivía con Caitlin, esperando poder mudarse algún día a otra mejor, para que su hija creciera con toda la normalidad y la seguridad posibles. Pero había tenido que hacer un esfuerzo económico, y seguía haciéndolo. Y por si fuera poco, ahora tenía que hacer frente al gasto de la reparación del coche para pasar la inminente inspección técnica.
Su trabajo estaba bien pagado, pero dependía de su rendimiento, como el de un vendedor. Tenía que echarle horas para alcanzar objetivos y les tentaban con el cebo de un incentivo semanal a quien rindiera mejor. En una semana normal, ganaba más de lo que una secretaria, una recepcionista o una asistente personal ganarían normalmente en Brighton, y como no estaba especialmente cualificada se consideraba afortunada. Pero después de pagar las facturas de la casa y la gasolina, las clases de guitarra de Caitlin y todo lo que necesitaba —como el móvil para mantenerse en contacto con sus amigos, el portátil y la ropa—, así como algunos lujos —como el paquete de vacaciones de oferta a Sharm El Sheikh de aquel verano—, le quedaba muy poco. Además, siempre tenía que estar pagando los gastos que Caitlin cargaba en la tarjeta de débito. Tras ocho años en la agencia de recaudación de impuestos, había desarrollado un miedo atroz a las deudas, por lo que evitaba usar tarjetas de crédito.
Por lo menos, Mal había sido justo con su acuerdo de divorcio, y la ayudaba un poco con su hija, pero ella era demasiado orgullosa como para pedirle nada más. Su madre también hacía lo que podía, pero también iba justa de dinero. En aquel momento tenía apartadas poco más de mil libras, que llevaba ahorrando todo el año, decidida a darle a Caitlin unas buenas Navidades, aunque no estaba muy segura de que a su hija le hiciera mucha gracia la Navidad. Ni los cumpleaños. En realidad, ni nada de lo que ella consideraba la «vida normal».
No estaba segura de que pudiera arriesgarse a dejar a Caitlin sola y volver a Brighton a trabajar. A ella no le gustaba estar allí y estaba de un humor extraño aquel día, más enfadada que asustada. Si la dejaba, tenía miedo de que su hija pudiera pedir el alta. Miró su reloj de pulsera. Eran las 12.50. En la pantalla, un hombre estaba dentro de una casa, poniendo caras raras y cogiendo aire. Salió corriendo, llevándose la puerta por delante y toda la fachada de la casa de paso. Lynn no pudo reprimir una sonrisa. Siempre le habían gustado los dibujos animados.
Caitlin estaba tecleando en su teléfono.
—Lo siento, cariño —se disculpó Lynn—. Me he quedado traspuesta.
—No te preocupes —dijo Caitlin, sonriendo de pronto, sin apartar los ojos del teléfono—. La gente mayor necesita dormir.
A pesar de sus preocupaciones, Lynn soltó una carcajada.
—¡Muchas gracias!
—No, de verdad —dijo Caitlin, con una mueca traviesa—. Acabo de ver un programa en televisión. Me he acordado de ti, porque tenías que haberlo visto. Pero ya sabes, como decía que la gente mayor necesita dormir, pensé que era mejor no despertarte.
—¡Serás descarada! —Lynn intentó moverse, pero tenía ambas piernas dormidas. Entonces se abrió la puerta y entró la coordinadora de trasplantes que habían visto la noche anterior.
Shirley Linsell, que de día y tras haber descansado estaba aún más esplendorosa, llevaba un chaleco azul de punto, una blusa blanca y pantalones deportivos marrón oscuro.
—Hola —saludó—. ¿Cómo estamos hoy?
Caitlin siguió escribiendo mensajes sin mirarla siquiera. —Bien —dijo Lynn, que se puso en pie de un salto y se golpeó los muslos con ambos puños —. ¡Un calambre! —dijo, para justificarse.
La coordinadora de trasplantes le dedicó una breve sonrisa de simpatía
—La siguiente prueba que vamos a hacer es una biopsia del hígado —anunció. Se acercó a Caitlin y prosiguió—. Estás muy ocupada. ¿Muchos mensajes?
—Estoy enviando instrucciones —contestó ella—. Ya sabes, lo que tienen que hacer con mi cuerpo, y esas cosas.
Lynn vio la sorpresa en el rostro de la coordinadora y aquella mirada misteriosa en su hija, la expresión que ponía tantas veces y que hacía imposible discernir si estaba de broma o hablaba en serio.
—Creo que tenemos muchas opciones para que mejores, Caitlin —dijo Shirley Linsell, en un tono agradable que no parecía condescendiente.
Caitlin apretó los labios y la miró con aire nostálgico.
—Bueno, sí, lo que usted diga. —Se encogió de hombros—. Pero más vale estar preparada, ¿no?
—Creo que lo mejor es ser positivo —dijo Shirley Linsell con una sonrisa.
Caitlin ladeó la cabeza unas cuantas veces, como si estuviera considerando aquello. Luego asintió.
—Vale.
—Lo que querríamos hacer ahora, Caitlin, es darte un pequeño anestésico local, y luego te extraeremos una porción minúscula del hígado con una aguja. No notarás ningún dolor. El doctor Suddle vendrá dentro de un minuto para contarte más al respecto.
Abid Suddle era el especialista de Caitlin. Un hombre joven y atractivo, de treinta y siete años y de origen afgano. También era la única persona con quien, tal como lo veía Lynn, Caitlin siempre se sentía cómoda. Pero él no siempre estaba allí, ya que el equipo médico efectuaba constantes rotaciones.
—No me quitarán mucho, ¿no? —preguntó Caitlin.
—Una cantidad mínima.
—Es que ya sé que está jodido, ¿sabe? Así que necesito lo poco que me queda.
La coordinadora la miró con extrañeza, dudando una vez más de si estaba de broma.
—Extraeremos la mínima cantidad necesaria. No te preocupes. Es una minucia.
—Ya, bueno. Es que me jodería bastante si me quitaran mucho.
—Si no quieres, podemos cancelar la extracción —le tranquilizó la coordinadora—. No lo haremos si no quieres.
—Sí, claro. Estupendo —dijo Caitlin—. Y eso implicaría el plan B, ¿verdad?
—¿El plan B? —preguntó la coordinadora.
—Sí, si decido que no quiero hacerme las pruebas —respondió Caitlin, sin levantar la vista del teléfono, inmutable—. Eso significaría pasar al plan B, ¿no?
—¿Qué es lo que quieres decir exactamente, Caitlin? —preguntó Shirley Linsell con tono amable.
—El plan B significa que me muero. Pero personalmente creo que el plan B es un plan de mierda.
30
Tras la autopsia del Varón Desconocido, Roy Grace volvió en coche al cuartel general del DIC. Se pasó todo el viaje hablando por el manos libres con Christine Morgan, la enfermera jefa del Departamento de Donaciones del Royal Sussex County Hospital, informándose todo lo que pudo sobre el proceso de trasplante de órganos humanos, en particular de la gestión de los órganos donados y de los procedimientos de donación.
La llamada terminó en el momento en que entraba en el aparcamiento frente a la Sussex House. Rodeó un cono que marcaba el espacio reservado para los visitantes y ocupó su plaza. Luego apagó el motor y se quedó sentado, absorto en sus pensamientos, preguntándose quién podía ser aquel joven muerto y qué podía haberle sucedido. La lluvia repiqueteaba en el tejado y sobre el parabrisas, cubriéndolo poco a poco y convirtiendo la pared blanca que tenía enfrente en un mosaico brillante pero difuso.
La forense estaba convencida de que los órganos habían sido extraídos mediante una operación quirúrgica profesional. El corazón, los pulmones, los riñones y el hígado del joven habían desaparecido, pero no así el estómago, los intestinos y la vejiga. Por su experiencia con cuerpos de donantes de órganos que habían pasado por el depósito, Cleo le había confirmado que las familias de los donantes a menudo daban el consentimiento para que se extrajeran también esos órganos, pero que solían pedir que el cadáver conservara los ojos y la piel.
La gran incongruencia respecto al Varón Desconocido seguía siendo que hubiera comido sólo unas horas antes. Seis, máximo, según el cálculo de la forense. Christine Morgan le acababa de decir que incluso en caso de muerte repentina de una víctima que estuviera en el Registro Nacional de Donantes de Órganos y que llevara un carné de donante, era muy improbable, casi imposible, que los órganos se extrajeran tan rápidamente. Los familiares tendrían que firmar el papeleo. Tendrían que encontrarse los receptores en las bases de datos. Tendrían que llegar equipos de cirujanos especializados en la extracción de órganos de los diferentes hospitales que fueran a recibir los órganos para los trasplantes. Normalmente, el cuerpo, aunque estuviera en muerte cerebral, se mantendría un tiempo en estado de vida sostenida para que los órganos siguieran recibiendo sangre, oxígeno y nutrientes. Y eso durante muchas horas, a veces días.
No es que fuera absolutamente imposible, según le dijo. Pero ella nunca se había encontrado con un caso en que todo hubiera ido tan rápido, y desde luego el joven no había pasado por su hospital. Roy cogió su bloc azul de tamaño DIN A-4 del asiento del pasajero, lo apoyó contra el volante y escribió: «¿AUSTRIA? ¿PAÍS DE PROCEDIMIENTO RÁPIDO?». ¿Podía ser realmente que el Varón Desconocido fuera un donante de órganos austríaco al que se le hubiera hecho un funeral en alta mar? Austria no tenía salida al mar.
Era tan improbable que, de momento, podía descartar esa posibilidad.
De pronto sintió hambre y echó un vistazo al reloj del coche. Eran las dos y media. Normalmente no tenía mucho apetito tras una autopsia, pero había pasado mucho tiempo desde su bol de copos de avena de primera hora de la mañana.
Levantándose las solapas de la gabardina, cruzó la calle a la carrera, trepó a un murete bajo pero irregular, corrió por el corto sendero enfangado y pasó por el hueco en el seto que solía usar como atajo para llegar al supermercado ASDA que hacía las veces de cantina de la Sussex House.
Diez minutos más tarde estaba sentado a su mesa, desenvolviendo un bocadillo de salmón y pepino de aspecto tan sano que resultaba desalentador. Hacía un tiempo que Cleo había empezado a interrogarle sobre lo que comía cuando estaba solo, conociendo su tendencia a comer comida basura en el trabajo, y que los últimos nueve años había sobrevivido con comidas instantáneas calentadas en el microondas.
Así al menos podría mirarla a la cara por la noche y decirle que había comido un bocadillo «sano». Sólo tendría que omitir convenientemente la Coca-Cola, el KitKat y el donut de caramelo.
Echó un rápido repaso al correo que Eleanor, su ayudante, le había dejado amontonado en la mesa. Encima de todo había una nota escrita a máquina en respuesta a la consulta de matrículas que había hecho al registro informatizado de la Policía Nacional sobre el Mercedes que había visto aquella mañana: GX57 CKL. Estaba registrado a nombre de un tal Joseph Richard Baker, con una dirección que identificó como un alto bloque de apartamentos cerca del mar, tras el hotel Metropole. El nombre le resultaba vagamente familiar, pero no era nada que hiciera saltar las alarmas. El coche no tenía marcas. Había un Joe Baker que había dirigido saunas y centros de masajes por los bajos fondos de Brighton. Supuso que habría salido hasta tarde y que había vuelto a casa en coche.
Se puso a revisar el correo electrónico, y se encontró con un par de mensajes que precisaban de una respuesta urgente; luego pasó a ocuparse de los casos abiertos. Mientras los repasaba, observando los habituales delitos domésticos, atracos, robos, tirones en moto y colisiones en carretera y viendo que no había incidentes graves, dio un mordisco al bocadillo, arrepintiéndose de no haberse decantado por la opción «desayuno completo» de bocadillo de tres pisos con huevo, panceta y salchicha. Luego destapó la Coca-Cola y recordó la promesa que le había hecho el día anterior al periodista del Argus. Echó mano de su Rolodex, lo giró hasta encontrar la ficha del reportero y marcó su teléfono móvil.
Daba la impresión de que Kevin Spinella, que respondió al instante, también estaba almorzando.
—No tengo mucho para ti —le dijo Grace—. No voy a dar una rueda de prensa. Únicamente emitiré un comunicado, así que te daré la exclusiva que te prometí, ¿vale?
—Todo un detalle, superintendente. Se lo agradezco.
—Bueno, creo que ya conoces la mayor parte. La draga, el Arco Dee, extrajo el cuerpo de un varón no identificado (suponemos que tiene menos de veinte años) ayer por la tarde, diez millas al sur del puerto de Shoreham, en una zona designada para el dragado. Esta mañana se ha realizado una autopsia oficial y aún no se ha podido determinar la causa de la muerte.
—¿Se debe eso a la ausencia de todos los órganos vitales, superintendente?
«¿Cómo coño sabes eso?», pensó Grace, dándose cuenta de que tenía un problema. ¿De dónde sacaba Spinella su información? Algún día encontraría al chivato. ¿Sería alguien de allí mismo, del cuartel general, del juzgado de instrucción, o de alguna de las unidades de calle, o quizá del depósito? Se tomó un tiempo antes de responder, mientras oía el desagradable ruido del periodista, que masticaba.
—Puedo confirmar que el cuerpo ha sufrido una intervención quirúrgica recientemente.
—Un donante de órganos, ¿verdad?
—De momento preferiría que no publicaras eso.
Se produjo un largo silencio.
—Pero ¿tengo razón?
—Tendrás razón si publicas que el cuerpo había sido sometido recientemente a una operación quirúrgica.
Otro silencio.
—Vale —dijo el periodista, de mala gana. Siguió masticando—. ¿Qué me puede decir del cuerpo?
—Calculamos que como mucho habrá estado en el agua unos días.
—¿Nacionalidad?
—Desconocida. Nuestra prioridad es determinar su identidad. Me sería útil que publicaras que cualquiera que tenga información sobre la desaparición de un adolescente recién operado puede dirigirse a la Policía de Sussex.
—¿Es de suponer que ha habido juego sucio?
—Es posible que la víctima muriera legalmente y que le organizaran un funeral en alta mar. Y que la corriente lo arrastrara.
—Pero ¿no descartan el juego sucio?
Una vez más Grace dudó antes de responder. Cada conversación que tenía con aquel periodista era como una partida de ajedrez. Si conseguía que Spinella lo explicara como él quería, podría generar una respuesta muy útil por parte del público. Pero si lo publicaba en clave sensacionalista, lo único que haría sería asustar a los ciudadanos de Brighton y Hove.
—Mira —dijo—, si te lo digo, ¿prometes no mencionar nada sobre los órganos, de momento?
Más ruido de masticado en el auricular. Seguido por el sonido de un envoltorio de celofán roto. Por fin:
—Vale. Trato hecho.
—La Policía de Sussex está tratándolo como un caso de posible muerte violenta.
—¡Genial! Gracias.
—Ahí va algo más para ti, pero no para que lo publiques. Mañana voy a peinar la zona con buzos.
—¿Me informará de lo que encuentren?
Grace le dijo que sí y pusieron fin a la conversación. Luego se acabó el almuerzo y, casi al instante, con el estómago hinchado, empezó a lamentar haberse comido el donut.
Consultó su agenda electrónica y vio una nota que le recordaba que tenía que enviar una petición a Cellmark Forensic Services, el laboratorio privado de Abingdon que actualmente se ocupaba de los análisis de ADN para el DIC, para el control que realizaba cada seis meses sobre los perfiles de ADN de sus casos abiertos.
Aunque los autores de los crímenes hubieran eludido a la justicia hasta el momento, siempre cabía la posibilidad de que la Policía hubiera tomado muestras de ADN de algún familiar por algún otro delito —incluso por algo relativamente poco importante como una detención por conducir bajo los efectos del alcohol—. Los padres, los hijos y los hermanos podrían aportar una coincidencia suficiente y aunque aquello supusiera un gasto considerable para el presupuesto anual del cuerpo para análisis forenses, ocasionalmente arrojaba resultados positivos que justificaban la inversión. Le envió un correo electrónico a su ayudante con las instrucciones para que mandara la solicitud.
Tal como había pensado muchas veces, el trabajo de investigador era un poco como la pesca. Tirar la caña una y otra vez, y mucha paciencia. Echó un vistazo a la trucha común de tres kilos y trescientos gramos, disecada y montada en una urna de cristal colgada de la pared en su oficina, y a su lado, a una enorme carpa también disecada que Cleo le había regalado hacía poco, con el patético juego de palabras Carpe diem grabado en la placa de latón de la base. Él a veces hacía referencia a la trucha, cuando recibía a investigadores novatos, recién diplomados, y recurría a una broma ya muy gastada sobre la paciencia y el gran pez.
Volvió a concentrarse en el caso del Varón Desconocido e hizo una serie de llamadas telefónicas para congregar a su equipo de investigaciones. Mientras tanto siguió mirando a los malditos pescados, pasando con la mirada de uno al otro y viceversa. Agua. Los peces vivían en el agua. En el mar y en los ríos. Entonces se dio cuenta de por qué seguía mirándolos.
Unos años atrás había aparecido en el Támesis el torso de un chico africano, sin cabeza ni miembros. Grace estaba seguro de recordar, con toda la publicidad que se había hecho del caso, que a aquel chico también le habían extraído los órganos internos. Había resultado ser un oscuro asesinato ritual.
Grace sintió de pronto una ráfaga de adrenalina y se puso a buscar la información del caso en su ordenador. Estaba seguro de que la tenía guardada en algún sitio.
31
A veces Roy Grace se preguntaba si los ordenadores tenían alma. O, cuando menos, cierto sentido del humor. Aún no había dado al Varón Desconocido la categoría de «caso importante», pero como la investigación ya había emprendido los cauces formales ordinarios, el protocolo requería que se le asignara un nombre. El ordenador de la Policía de Sussex tenía un programa que se encargaba de aquello, y el nombre que le asignó al caso resultó ser de lo más indicado: Operación Neptuno.
Hombro con hombro alrededor de la pequeña mesa redonda de su oficina se habían reunido a cinco investigadores que con el tiempo se habían convertido en su equipo de mayor confianza.
El agente Nick Nicholl tenía casi treinta años, llevaba el cabello corto y era alto como un poste, un investigador muy meticuloso y un buen delantero al que Grace había animado a que se apuntara al rugby, seguro de que sería perfecto para el equipo de la Policía, del que ahora era presidente. Pero el pobre hombre estaba constantemente ojeroso y agotado, gracias a su reciente paternidad.
Emma-Jane Boutwood, agente recién incorporada, era una chica delgada con un rostro despierto y una larga cabellera recogida en un moño. Había estado a punto de morir en una operación reciente, cuando la habían aplastado contra una pared con una furgoneta robada. Oficialmente aún estaba de baja y le quedaban varios meses de permiso, pero había solicitado volver al trabajo antes, decidida a encauzar su carrera, y ya había demostrado su valía en una operación unas semanas atrás.
El sargento Norman Potting, mal vestido y mal peinado y siempre apestando a tabaco, era un policía de la vieja escuela, políticamente incorrecto, tosco y sin ningún interés en ascender: nunca había querido responsabilidades, pero tampoco había deseado jubilarse a los cincuenta y cinco, edad habitual de jubilación para un sargento, por lo que seguía en el cuerpo. Le gustaba hacer lo que mejor se le daba, que él llamaba «patear y hurgar». Patear metódicamente y hurgar todo lo hondo que fuera necesario bajo la superficie de cualquier delito, todo el tiempo que fuera necesario hasta dar con algún hilo que le llevara a alguna parte. Era un veterano del matrimonio, separado tres veces y actualmente en el cuarto con una tailandesa que, tal como anunciaba orgulloso cada vez que tenía ocasión, había encontrado por Internet.
La sargento Bella Moy, una atractiva mujer de treinta y tantos, con una melena teñida con henna, era una de esas almas independientes. Soltera —aunque, como muchos, casada con el cuerpo de Policía—, estaba atada a su madre, con la que vivía y a la que tenía que cuidar.
El quinto era Glenn Branson.
También estaban presentes el director de Criminalística, David Browne, y Juliet Jones, analista del sistema HOLMES.
Sonó un teléfono, con la melodía de Greensleves. Todos se miraron. Azorado, Nick Nicholl se sacó el insolente móvil del bolsillo y lo silenció.
Momentos más tarde sonó otro teléfono. La música de Indiana Jones. Potting sacó su teléfono de un tirón, miró la pantalla y lo silenció.
Grace tenía enfrente su bloc DIN A-4, su archivador rojo, su cuaderno de actuaciones y las notas que le había escrito Eleanor Hodgson. Abrió la sesión.
—Son las 16.30 del jueves 27 de noviembre. Ésta es la primera reunión de la Operación Neptuno, la investigación sobre la muerte del Varón Desconocido, extraído ayer, 26 de noviembre, de las aguas del canal de la Mancha, aproximadamente a diez millas náuticas al sur del puerto de Shoreham, por la draga Arco Dee. Nuestra próxima reunión será mañana a las 8.30, y a partir de entonces nos reuniremos cada día en mi despacho a las 8.30 y a las 18.30, hasta nuevo aviso.
Entonces leyó un resumen del informe de la autopsia elaborado por Nadiuska De Sancha. Sonó otro teléfono. Esta vez David Browne se llevó la mano al bolsillo para sacarlo, miró pantalla y lo silenció.
Grace acabó con el informe y prosiguió:
—Nuestra prioridad absoluta es establecer la identidad del joven. Lo único que sabemos hasta ahora es que era un adolescente, y que según parece le extirparon los órganos internos quirúrgicamente. La búsqueda en la base de datos del país no ha arrojado ningún resultado. Hemos enviado ADN al laboratorio para un examen. Tardan tres días, pero como coincide con el fin de semana, no tendremos el resultado hasta el lunes. No obstante, dudo que obtengamos ninguna coincidencia.
Hizo una breve pausa y se dirigió a la sargento Moy:
—Bella, necesito que cotejes las fichas dentales. Es un trabajo enorme, pero empezaremos en un ámbito local y veremos qué obtenemos.
—Hay una zona designada para los funerales en alta mar, ¿verdad, jefe? —preguntó Norman Potting.
—Sí, quince millas náuticas al este de Brighton y Hove; es la zona designada para todo Sussex —explicó Roy Grace.
—¿Y las corrientes principales no van de oeste a este? —prosiguió el sargento—. Lo recuerdo de las clases de geografía del colegio.
—¿De cuando construyeron el Arca de Noé? —hurgó Bella, que no era una gran admiradora de Norman Potting.
Grace le lanzó una mirada dura de advertencia.
—Norman tiene razón —apuntó Nick Nicholl—. Yo solía hacer vela.
—Haría falta una tormenta para que un cuerpo recorriera esa distancia en pocos días, si estaba lastrado —añadió Potting—, Acabo de hablar con el guardacostas. Necesita ver el lastre para poder trazar una trayectoria posible.
—Tania Whitlock ya se ocupa de eso —intervino Grace—. Pero tenemos que hablar con todos los coordinadores de trasplantes del Reino Unido para ver si podemos encontrar alguna conexión con nuestro adolescente. Norman, me gustaría que te encargaras tú. Ya tenemos una respuesta negativa, la del Royal Sussex County Hospital.
Potting asintió y tomó una nota en su cuaderno.
—Yo me ocupo, jefe.
—No podemos descartar la posibilidad de que el cuerpo procediera de otro condado, ¿verdad? —preguntó Bella Moy.
—No —dijo Grace—. O de otro país. Querría que hablarais con nuestros homólogos en los puertos franceses del canal de la Mancha.
—Me pondré a eso inmediatamente.
—Todavía no sabemos la causa de la muerte, ¿verdad? —preguntó Nick Nicholl.
—No. Quiero que hagas consultas en el Centro Nacional de Inteligencia y busques si se han registrado casos similares en todo el país. Y quiero que compruebes la lista de desaparecidos de Sussex, Kent y Hampshire, a ver si hay alguna posible coincidencia con nuestro Varón Desconocido.
Aquello era una labor ingente, lo sabía. Sólo en Sussex se denunciaban cinco mil desapariciones de personas cada año, aunque la mayoría reaparecían al poco tiempo.
A continuación le pasó a Emma-Jane Boutwood una carpeta.
—Éstas son las notas que nos dieron en septiembre en Las Vegas, en el Simposio de la Asociación de Investigadores de Homicidios, sobre el torso sin cabeza ni miembros de un chico, supuestamente nigeriano, que se extrajo del Támesis en 2001, y al que le faltaban órganos vitales. El caso no se resolvió, pero muy probablemente se tratara de un asesinato ritual de algún tipo. Echa un vistazo y comprueba si hay algún punto en común con nuestro joven.
—¿Ha comprobado alguien la zona de dragado para ver si hay alguna prueba allá abajo? —preguntó Potting.
—La Unidad de Servicios Estratégicos va a ir para allá en cuanto amanezca. Glenn irá con ellos.
Miró a su colega.
Branson le hizo una mueca.
—Joder, jefe, te lo he dicho esta mañana. No se me dan muy bien los barcos. No me hacen sentir bien. La última vez que crucé el canal en ferry vomité. Y el mar estaba como una balsa de aceite. La previsión para mañana es asquerosa.
—Estoy seguro de que nuestro presupuesto da para pastillas para el mareo —respondió Grace, divertido.
32
«Olvídate del mareo», pensó Glenn Branson. Las bandas sonoras de la carretera de circunvalación del puerto de Shoreham ya le estaban poniendo el estómago del revés. Eso, y la intensa resaca y la pelea matutina con su esposa, le hicieron empezar aquella mañana de viernes de un humor gris. Tan gris como el tenebroso cielo de la mañana que veía a través del parabrisas. A la izquierda dejó una larga playa de guijarros desierta; a la derecha se levantaban grandes estructuras industriales, los almacenes, las grúas, los contenedores apilados, las cintas transportadoras, las alambradas, la estación eléctrica, la carbonera y los almacenes del puerto comercial.
—Estoy trabajando, por Dios. ¿O no? —dijo al manos libres.
—Tengo que asistir a una tutoría esta mañana a las once —dijo su mujer.
—Ari, estoy en un operativo.
—Tan pronto te quejas de que no te dejo ver a los niños como luego, cuando te pido que te quedes con ellos sólo unas horas, me sueltas ese rollo de que estás ocupado. A ver si te aclaras. ¿Quieres ser padre o policía?
—¡Eso no es justo, joder!
—Es perfectamente justo, Glenn. Así es como ha sido nuestro matrimonio los últimos cinco años. Cada vez que te pido que me ayudes a tener vida propia, sacas eso de «No puedo, tengo trabajo» o «Tengo una misión urgente» o «He de ver al capullo del superintendente Roy Grace».
—Ari, por favor —respondió—. Cariño, sé razonable. Fuiste tú quien me animó a que ingresara en el cuerpo. No entiendo por qué te cabreas tanto constantemente.
—Porque yo me casé contigo. Me casé contigo porque quería que tuviéramos una vida en común. Y no tengo una vida en común contigo.
—Así pues, ¿qué quieres que haga? ¿Que vuelva a trabajar de gorila en alguna discoteca? ¿Es eso lo que quieres?
—En aquella época éramos felices.
Tenía el desvío delante. Puso el intermitente y esperó a que pasara una hormigonera que venía a toda velocidad en sentido contrario, pensando en lo fácil que sería cruzarse en medio y acabar con todo.
Oyó un clic. La muy zorra le había colgado.
—Mierda —dijo—. ¡Que te jodan!
Atravesó un almacén de maderas, pasando junto a unos tablones enormes que formaban altos montones a ambos lados, y vio el muelle de la esclusa Arlington justo delante. Bajando la velocidad hasta casi detenerse, marcó el teléfono de casa. Saltó directamente el contestador.
—¡Venga, Ari! —murmuró para sí, y colgó.
A su derecha estaba aparcado un vehículo que le resultaba familiar, un enorme camión amarillo con el logotipo de la Policía de Sussex y el rótulo «RESCATE ESPECIAL» en grandes letras azules sobre el lateral.
Aparcó justo detrás. Volvió a intentar localizar a Ari, pero se topó de nuevo con el contestador. Así que se quedó sentado un momento, apretándose las sienes con los dedos, intentando aliviar el dolor, que era como un tornillo que le presionara el cráneo.
Era imbécil, lo sabía. Tenía que haberse ido a dormir pronto, pero no podía dormir, hacía semanas que no dormía bien, desde que se había ido de casa. Se había quedado hasta tarde sentado en el suelo del salón de Roy Grace, llorando a solas, repasando la colección de discos de su amigo y bebiéndose una botella de whisky que había encontrado —y que tenía que acordarse de reponer—, poniendo canciones que le traían recuerdos de momentos vividos con Ari. Joder, qué felices habían sido. ¡Habían estado tan enamorados el uno del otro! Añoraba a sus hijos, Sammy y Remi. Los echaba de menos desesperadamente. Se sentía completamente perdido sin ellos.
Con los ojos húmedos y tristes, salió del coche y se enfrentó al frío y húmedo viento, sabiendo que tenía que sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante un día más, igual que cada día. Respiró hondo, aspirando el aire cargado de olores del mar y de gasoil, y de madera recién serrada. Una gaviota soltó un chillido en lo alto, agitando las alas, flotando contra la corriente de aire. Tania Whitlock y su equipo, todos ellos con gorras de béisbol negras con la palabra POLICÍA escrita en gruesos caracteres, cazadoras impermeables rojas, pantalones negros y botas de goma negras, estaban cargando el material en un barco de pesca de altura algo vetusto, el Scoob-Eee, que se hallaba amarrado al muelle.
Incluso al abrigo de la esclusa del puerto, el Scoob-Eee se zarandeaba agitado por las olas. En el otro extremo del puerto había unas cuantas cubas de petróleo blancas; y detrás, un escarpado terraplén de hierba ascendía hasta la carretera y una fila de casas.
El sargento, vestido con una gabardina de color crema sobre el traje beis y con zapatos náuticos de suela de goma, se dirigió hacia el equipo. Los conocía a todos. La unidad trabajaba en estrecha colaboración con el DIC en los casos importantes, ya que estaban entrenados para la búsqueda, especialmente en lugares difíciles o inaccesibles, como alcantarillas, bodegas, orillas de ríos e incluso coches calcinados.
—¡Eh, chicos! —saludó.
Nueve cabezas se giraron en su dirección.
—¡Lord Branson! —dijo una voz—. ¡Querido amigo, bienvenido a bordo! ¿Cuántas almohadas desea en su cama?
—¡Hola Glenn! —dijo Tania con simpatía, haciendo caso omiso a su colega, mientras carreteaba un gran rollo de mangas de respiración y comunicación de color amarillo hasta el borde del muelle y se las pasaba a otro de sus colegas a bordo.
—¿Dónde te crees que vas vestido así? —le dijo Jon Lelliot—. ¿A un crucero con el Queen Mary?
Lelliot, delgado y musculoso, con la cabeza rapada, era conocido como JIPE, siglas de «Jodido Idiota a Propulsión Eólica». Le pasó una bolsa para cadáveres plegada que apestaba a jabón Jeyes a Arf, un tipo de cuarenta y pico con cara de niño y pelo canoso. Éste la cogió y la colocó en su sitio.
—Sí, mi mayordomo me ha reservado un camarote de primera —respondió Glenn Branson con una mueca. Hizo un gesto con la cabeza hacia el barco de pesca—. Supongo que éste es el bote que me llevará hasta el transatlántico, ¿no?
—Tú ve soñando.
—¿Puedo hacer algo para ayudar?
Arf le tendió un grueso anorak rojo.
—Necesitarás esto. El mar va a moverse mucho y te vas a mojar.
—No hace falta, gracias.
Arf, el mayor y más experimentado miembro del equipo, le miró con aire divertido.
—¿Estás seguro de eso? Creo que necesitarás unas botas.
Glenn levantó una pierna, dejando a la vista su fino calcetín amarillo.
—Son zapatos náuticos —dijo—. No resbalan.
—Resbalar va a ser el menor de tus problemas —replicó Lelliot.
Glenn esbozó una mueca y se arremangó el abrigo, dejando a la vista la muñeca.
—¿Ves esto, Arf, el color? Negro, ¿verdad? Mis antepasados atravesaron el Atlántico remando en barcos de esclavos, ¿vale? ¡Llevo el mar en las venas!
Cuando acabaron de cargar el material, se reunieron en el muelle para recibir las órdenes previas a la inmersión de Tania Whitlock, que leía sus notas de un dosier.
—Vamos a dirigirnos a una zona diez millas náuticas al sureste del puerto de Shoreham, e informáremos al guardacostas de que vamos a sumergirnos allí —dijo—. En cuanto al nivel de riesgo, estaremos en una zona de paso de grandes rutas marítimas, así que todo el mundo tiene que estar atento, para informar al guardacostas de si algún barco se nos acerca demasiado. El calado de algunos de los buques cisterna y cargueros más grandes que pasan por el canal es tal que por algunos puntos del lecho marino dejan sólo unos metros de espacio, así que suponen un peligro real para los submarinistas.
Hizo una pausa y todo el mundo asintió.
—Salvo por los barcos, el nivel de riesgo de la inmersión es bajo —añadió.
«Ya —pensó Steve Hargrave—. Salvo por el riesgo de ahogarse, por la descompresión, las enfermedades y el peligro de quedar atrapado con algo.»
—Nos sumergiremos en una zona de unos veinte metros de profundidad y con mala visibilidad, pero es una zona de dragado y el lecho del mar será ondulado, sin obstáculos sumergidos. El Arco Dee esta mañana está dragando en otra zona. Ayer supervisamos la zona con el sónar e identificamos y marcamos con boyas dos anomalías. Empezaremos la inmersión por ahí. Habrá corriente de marea, así que llevaremos botas para movernos por el fondo, en vez de aletas. ¿Alguna pregunta?
—¿Crees que esas «anomalías» pueden ser cuerpos?
—Nooo, sólo un par de pasajeros de primera disfrutando de la piscina —bromeó Rod Walker, al que todos conocían como «Jonah».
Tania Whitlock no hizo caso de las risas:
—Yo me sumergiré primero, y luego JIPE. Gonzo me asistirá a mí, y Arf a JIPE. Cuando hayamos investigado y grabado en vídeo las anomalías, las traeremos a la superficie y, si procede, nos plantearemos si vale la pena una nueva inmersión, o si es mejor dedicar el tiempo a barrer una zona más amplia. ¿Alguna pregunta hasta aquí?
Un par de minutos más tarde, Lee Simms, un robusto ex marine, le daba la mano a Glenn Branson para ayudarle a saltar del muelle a la resbaladiza cubierta, encharcada con la lluvia.
Al momento, Glenn sintió el balanceo del barco. Apestaba a pescado podrido y a pintura. Vio unas cuantas redes, un par de jaulas de langostas y un cubo. El motor cobró vida con un traqueteo y la cubierta vibró. Inspiró y se tragó una buena bocanada de humo de gasoil.
Mientras zarpaban bajo la lluvia, envueltos en una luz mortecina, nadie salvo Glenn observó el brillo apagado del cristal de unos binoculares orientados en su dirección, tras una de las cubas de petróleo, al otro lado del puerto. Pero cuando volvió a mirar hacia aquel punto en penumbra, no vio nada. ¿Se lo habría imaginado?
Vlad Cosmescu vestía un gorro negro y un mono azul oscuro de obrero, con botas de trabajo a juego. Sobre la piel llevaba lo último en ropa interior térmica, que le estaba ayudando mucho a protegerse del frío intenso. Pero lamentó que los guantes de cuero no llevaran forro; los dedos se le estaban quedando dormidos.
Llevaba en el puerto desde las cuatro de la mañana.
A lo lejos, en la distancia, había observado a Jim Towers, el viejo lobo de mar, con esa espesa barba hirsuta, y a quien habían alquilado el barco. Había visto cómo lo preparaba, llenaba los depósitos de gasolina y de agua, y luego cómo lo trasladaba desde su amarre en el Sussex Motor Yacht Club hasta el otro lado del puerto, el lugar de partida acordado en la esclusa Arlington. Towers había amarrado el barco y lo había dejado allí, tal como habían acordado. Ya les había dado a los de la Unidad de Rescate Especializado un equipo de arranque y un juego de llaves la noche anterior.
Era paradójico, pensó Cosmescu, que teniendo en cuenta el número de barcos de pesca disponibles para alquilar en aquella época del año, la Policía hubiera escogido el mismo barco que él. Siempre suponiendo, claro, que «fuera» una coincidencia. Y él no era de los que se quedaba tranquilo con las suposiciones. Prefería los hechos contundentes y las probabilidades matemáticas.
Hasta que no habían zarpado y había empezado a charlar con Jim Towers no había descubierto que, antes de retirarse para organizar excursiones en barco, Towers había sido detective privado. Los detectives privados a menudo eran a su vez ex policías, o por lo menos tenían muchos amigos en la Policía. Cosmescu le había pagado a Towers generosamente. Más dinero por aquel viaje del que habría ganado en un año con sus excursiones. ¡Y sin embargo, sólo unos días más tarde, permitía que diez polis zarparan en aquel mismo barco!
A Cosmescu aquello no le olía bien.
Siempre había creído en el viejo proverbio: «Los amigos, cerca; los enemigos, más cerca aún».
Y en aquel momento, Jim Towers no podía estar más cerca.
Estaba atado con cinta americana, tan fuerte que parecía una momia egipcia, convenientemente tumbado en la parte trasera de la pequeña furgoneta blanca de Cosmescu. El vehículo estaba registrado a nombre de una empresa de construcción que existía, pero que nunca había hecho transacciones. Solía tenerla oculto, aparcado en el interior de un garaje seguro.
De momento estaba aparcado en una calle lateral, junto a la carretera principal, que quedaba detrás. A sólo unos doscientos metros.
Lo suficientemente cerca.
Veinte minutos más tarde, tras pasar lentamente por la esclusa, el barco abandonó la protección de los diques del puerto y se adentró en mar abierto. Casi al instante el agua empezó a agitarse más y el pequeño barco empezó a saltar por entre las olas impulsado por el creciente viento de tierra.
Glenn estaba sentado en un taburete duro, refugiado bajo el saliente de la cabina abierta, que era poco más que un toldo, junto a Jonah, que estaba al timón. El sargento estaba agarrado a la bitácora que tenía delante, mirando el teléfono cada pocos minutos a medida que el puerto y la costa iban alejándose, por si llegaba algún mensaje de Ari. Pero la pantalla seguía en blanco. A la media hora empezó a sentirse cada vez más mareado.
La tripulación se metía con él sin compasión.
—¿Eso es lo que llevas puesto siempre que subes a un barco, Glenn? —le preguntó Chris Dicks, apodado Clyde.
—Sí. Porque normalmente tengo un camarote privado con balcón.
—Te pagan bien en el DIC, ¿eh?
El barco vibraba y se zarandeaba tremendamente. Glenn tomaba aire en profundas bocanadas, todas ellas cargadas de humo del motor, pintura y pescado podrido y, ocasionalmente, de rastros de jabón Jeyes, el olor que todo policía asocia con la muerte. Se estaba mareando. Empezaba a ver borroso el mar.
—Espero que hayas traído el esmoquin —bromeó JIPE—. Vas a necesitarlo si quieres cenar en la mesa del capitán esta noche.
—Sí, claro que lo he traído —respondió Glenn. Cada vez le costaba más hablar. Y hacía un frío de perros.
—No dejes de mirar al horizonte, Glenn —dijo Tania, amablemente—, si te mareas.
Glenn intentó hacerle caso. Pero le era casi imposible distinguir la línea de unión de aquel cielo gris con las olas, también grises. Sentía como si su estómago estuviera saltando a la comba. El cerebro intentaba seguirlo, pero sin conseguirlo del todo.
Entre donde se encontraba él y el timonel, Jonah, que estaba apoyado en un asiento acolchado y agarrado al gran timón, estaba la pantalla de sónar de barrido lateral Humminbird.
—Ésas son las anomalías que vimos ayer, Glenn —dijo Tania Whitlock.
Puso la repetición de la imagen en la pequeña pantalla azul. Había una línea en el centro, creada por el sonar Towfish arrastrado por el barco. Ella señaló dos pequeñas sombras negras apenas visibles.
—Podrían ser cuerpos —añadió.
Glenn no estaba seguro de qué era lo que tenía que mirar exactamente. Las sombras eran minúsculas, del tamaño de hormigas.
—¿Eso? —preguntó.
—Sí. Estamos a una hora, más o menos. ¿Café?
Glenn Branson sacudió la cabeza. «Una hora. Mierda. Una hora más de esto», pensó. No estaba seguro de que pudiera tragar nada. Intentó mirar al horizonte, pero eso le hacía sentir aún peor.
—No, gracias —dijo—. Estoy bien.
—¿Estás seguro? Pareces un poco mareado —observó Tania.
—¡No me he sentido mejor en mi vida!
Diez segundos más tarde saltó de su taburete y se lanzó al lateral del barco, donde vomitó con todas sus fuerzas: la lasaña al microondas de la noche anterior y un montón de whisky, así como la tostada de la mañana. Afortunadamente para él —y más aún para los que tenía cerca—, estaba a sotavento.
33
Poco después, Glenn se despertó con el traqueteo de la cadena del ancla. El motor se apagó y de pronto la cubierta dejó de vibrar. Sentía el movimiento del barco. La cubierta que le impulsaba hacia arriba y luego se hundía de nuevo, y que lo zarandeaba a izquierda y derecha. Oyó el crujido de un cabo. El quejido de un cabrestante. El sonido del gas al salir de una lata de refresco. El chisporroteo estático de una radio. Y luego la voz de Tania.
—Hotel Uniform Oscar, Oscar. Aquí Suspol, Suspol a bordo del MV Scoob-Eee, llamando al guardacostas de Solent —dijo. «Suspol» era el nombre que usaba la Policía de Sussex en las transmisiones náuticas.
Llegó la respuesta:
—Guardacostas de Solent. Guardacostas de Solent. Canal sesenta y siete. Corto.
—Aquí Suspol. —Era Tania de nuevo—. Tenemos diez personas a bordo. Nuestra posición es diez millas náuticas al sureste del puerto de Shoreham. —Dio las coordenadas—. Estamos sobre nuestra zona de inmersión, a punto de empezar.
De nuevo la voz entrecortada:
—¿Cuántos submarinistas hay ahí, Suspol? ¿Cuántos en el agua?
—Nueve a bordo. Dos entrando en el agua.
Glenn apenas se había dado cuenta de que tenía una manta o una lona sobre los hombros y de que ya no tenía tanto frío. La cabeza le daba vueltas. Quería estar en cualquier parte, en cualquier lugar del mundo, menos allí. De pronto vio a Arf, que lo miraba desde arriba.
—¿Cómo te encuentras, Glenn?
—He estado mejor —respondió una voz incorpórea que le recordó la suya.
De pronto la peste a jabón Jeyes se hizo más intensa.
Art mostraba una expresión paternal y agradable bajo la sombra de la visera de su gorra de béisbol. Unos mechones de cabello blanco flotaban a ambos lados de su cara, como hebras de algodón empujadas por el viento.
—Hay dos tipos de mareo —dijo Arf—. ¿Lo sabías?
Glenn sacudió la cabeza levemente.
—El primero es cuando te temes que vas a morir.
Glenn se lo quedó mirando.
—El segundo es cuando te temes que «no» vas a morir.
A su alrededor, Glenn oyó unas risas.
Había un tercer tipo, pensó Glenn, que era el que estaba experimentando él en aquel momento. Era cuando ya habías muerto, pero no conseguías abandonar tu cuerpo.
Tania, con su traje de neopreno puesto, estaba cortando las puntas de la bolsa blanca para cadáveres que iba a llevarse consigo, para que en caso de recuperar un cuerpo el agua pudiera salir. Al igual que gran parte del equipo policial, aquellas bolsas no estaban pensadas para operar bajo el agua, así que tenían que adaptarlas.
Tras conectar el cordón umbilical al panel de abastecimiento en superficie y el sistema de comunicaciones, del que se ocupaba Gonzo, comprobó que no hubiera fugas en el traje y en las gafas, y luego probó los tubos de respiración y de comunicaciones del cordón. Cuando los dos quedaron satisfechos con el resultado, Tania miró su reloj. Todos los submarinistas experimentados tenían muy en cuenta el riesgo de sufrir la enfermedad del buzo, y las medidas de seguridad formaban una parte esencial de su procedimiento operativo. La enfermedad del buzo consiste en la acumulación de partículas de nitrógeno en la sangre. Puede resultar dolorosísima, a veces mortal, y el único modo de evitarla es realizar frecuentes pausas durante la ascensión a la superficie, a veces largas, dependiendo de la duración y la profundidad de la inmersión. El momento de inicio de la inmersión empezaba a contar en cuanto el submarinista abandonaba la superficie.
Miró una vez más su cordón umbilical, comprobó la posición de la boya rosa, a unos metros del barco, y se dejó caer hacia atrás, zambulléndose en las agitadas aguas.
Por un momento, mientras se sumergía entre una vorágine de burbujas, experimentó la belleza y la calma de las profundidades. Un silencio total, excepto por el sonido hueco de su respiración. Luego sacó la cabeza del agua y, al momento, sintió el golpeteo de las olas. Levantó el pulgar para indicarle a Gonzo que todo iba bien.
Aunque se había sumergido innumerables veces, tanto por trabajo como cada vez que había tenido ocasión en vacaciones, meterse en el agua le daba un subidón de adrenalina cada vez. No había dos inmersiones iguales. Nunca sabías lo que ibas a encontrar o experimentar. Y aún no podía creerse la suerte que había tenido al conseguir aquel trabajo, con aquella unidad, que le daba la ocasión de sumergirse casi cada semana.
Eso sí, tenía que reconocer que sumergirse en busca de cadáveres en apestosos canales llenos de neveras viejas, herramientas de jardín, alambradas de corral, carritos de supermercado y coches robados no era lo mismo que hacerlo entre los peces tropicales y la fauna marina de las Maldivas.
Miró a su alrededor en busca de la boya rosa, que había desaparecido momentáneamente tras una ola, dio unas cuantas brazadas hacia allí, aferró el cable lastrado con sus guantes de goma y se sumergió unos metros bajo la superficie.
Allí volvía a reinar la calma de pronto. Aquél era el momento que más le gustaba, descender desde la altura de las olas y el viento hacia un mundo completamente diferente. Siguió bajando poco a poco, tragando saliva para equilibrar la presión de los oídos, con un brazo pasado alrededor de la cuerda. La visibilidad iba disminuyendo rápidamente, hasta que se encontró en una oscuridad total.
Cuando llegó al fondo y hundió los pies en la arena, no veía nada. En días de buen tiempo la visibilidad bajo el canal era bastante buena. Pero aquel día las corrientes habían levantado la arena y el limo del fondo, y habían formado una nube oscura como una carbonera. No tenía sentido encender la cámara y la linterna; tendría que hacerlo todo a través del tacto.
Comprobó el profundímetro luminoso de muñeca. Le costó leer la pantalla, pero indicaba veinte metros. El tiempo que llevaba de inmersión era de dos minutos. Se comunicó con la superficie hablando por la manga de voz:
—He tocado fondo. Empiezo el trabajo.
Luego buscó a tientas la línea de comunicación con la superficie. El día anterior, cuando el escáner había detectado las dos anomalías en el lecho marino, las habían marcado con boyas ancladas y líneas de rastreo, unas cuerdas fijadas al lecho marino con lastres.
Lo que tenía que hacer ahora, con la bolsa para cadáveres apretada bajo el brazo izquierdo, era nadar por el lecho marino, rozando el fondo, agarrada a la línea de rastreo con la mano izquierda mientras tanteaba con la derecha. Movería la mano derecha hacia el exterior y hacia el cuerpo alternativamente, en un arco continuo, hasta dar con el objeto que estaba buscando. Si llegaba hasta el lastre, al final de la línea, lo movería medio metro hacia la derecha y luego volvería a seguirlo en dirección contraria. Al llegar al punto de partida, movería ese lastre también medio metro hacia la derecha y repetiría el proceso.
El escáner no era lo suficientemente sofisticado como para decirle qué eran aquellas anomalías en el lecho marino: sólo le daba la forma y el tamaño aproximado. Ambas tenían aproximadamente 180 centímetros de largo y más de medio metro de ancho. O sea, que podían ser cuerpos humanos. Pero no necesariamente. Podían ser piezas de algún equipo o basura tirada desde algún barco, o algún torpedo de la guerra que no hubiera explotado, o la carcasa de un avión que se hubiera estrellado, o muchas otras cosas. Al avanzar por el fondo marino a oscuras, lo peor era dar con un objeto afilado.
Algo chocó contra sus gafas, luego desapareció. Sería un pez del fondo marino, un lenguado o una platija, o quizás una anguila.
Lentamente, agarrada al cable de rastreo con la mano izquierda, empezó a nadar a través de aquel mar de tinta, agitando el brazo derecho hacia delante y hacia atrás, en un arco continuo, como un limpiaparabrisas.
Cada vez que rastreaba de aquel modo, la mente le jugaba malas pasadas y decidía recordarle todas las películas de terror que había visto. Los monstruos y demonios de todo tipo que podrían estar acechando en el lecho marino, esperando su llegada.
Sin embargo, se había sumergido en lugares mucho peores que el mar abierto. Se había metido en un canal para recuperar el cuerpo de un niño de diez años. Se había metido en depósitos, en zanjas y en pozos. Tal como lo veía ella, allí no podía haber nada peligroso. No era más que una «anomalía». De pronto tocó algo con la mano.
Parecía una cara humana cubierta con un plástico.
Y, a su pesar, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Y casi se arranca las gafas de buceo del susto.
La sangre se le heló en las venas.
«Mierda, mierda, mierda.»
Su marido, piloto de British Airways, nunca había practicado la inmersión. Ella había intentado explicarle muchas veces la emoción, el subidón que suponía. Él obtenía toda la emoción que necesitaba a los mandos de un 747, donde estaba seco y calentito, con bebidas calientes y comida de primera clase. Y ahora, por un momento, comprendió su postura.
Pasó la mano sobre la cara. La cabeza. A través de la capa de plástico duro. Hombros. Espalda. Nalgas. Muslos. Piernas. Pies.
34
—¡Bonito perro! —dijo la mujer—. ¿De qué raza es? —Tenía un acento extranjero.
Era una pregunta tonta. En Bucarest, sólo un extranjero haría aquella pregunta. Romeo, arrodillado entre las hierbas junto al camino de tierra, le estaba dando al perro su comida diaria. No tenía ni idea de qué raza era. Como la mayoría de los miles de perros vagabundos que rondaban por los suburbios de Bucarest, era un mestizo. Cuarenta años antes de que naciera Romeo, una de las primeras iniciativas de Ceaucescu como presidente había sido sacar a la burguesía rumana de sus casas. La mayoría de ellos se vieron obligados a dejar sus perros, que quedaron sueltos por las calles, donde llevan viviendo y reproduciéndose desde entonces.
Sin embargo, los perros eran listos, y descubrieron que si eran malos, la gente los echaría a patadas y pedradas, pero si eran cariñosos, les darían de comer. A lo largo de los años, los perros vagabundos y los sin techo habían formado una alianza. Los perros cuidaban de los sin techo y, a su vez, los sin techo daban de comer a los perros.
—Yo diría que tiene algo de schnauzer —observó la mujer.
Miró la cara graciosa pero mugrienta del chico, sus ojos azules y redondos, su pelo de un negro azabache, enmarañado, y su mano izquierda atrofiada. Observó sus ropas, sus vaqueros raídos, su andrajosa sudadera con capucha, como si lo inspeccionara. Aunque ella ya tenía claro qué tipo de persona era y en qué mundo vivía. Y, sobre todo, cómo llegar a él.
El chico pensó que la mujer tenía un rostro amable. Era guapa, con una melena de cabello claro que el viento estaba despeinando. Iba vestida de un modo informal, pero con unas ropas caras que no correspondían a aquel barrio. Una elegante y brillante chaqueta de cuero ajustada, con el cuello subido, y debajo un suéter de cuello alto de lana fina, vaqueros con remaches y unas botas de ante negro, grandes joyas y unos bonitos guantes de piel negra. Era el tipo de mujer que podía ver salir de una limusina frente a uno de los grandes hoteles, cargada de compras, o que asumiría con la máxima elegancia un sablazo en un restaurante caro.
La gente como ella vivía en un mundo diferente al suyo.
—Se llama Artur —dijo él.
—Bonito nombre. —La mujer sonrió y lo dijo en voz alta—. ¡Artur, Artur! Sí, es un nombre muy bonito. ¡Le cae muy bien!
El chico sacó unos riñones algo pasados de una bolsa de plástico y se los puso en la boca a Artur. El perro se los comió con avidez, de un bocado. Luego Romeo volvió a meter la mano en la bolsa. Había un carnicero a la vuelta de la esquina que siempre le trataba bien y le daba trozos de carne, despojos y huesos cada día.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer.
—Romeo.
El chico la escrutó con la mirada. Una extranjera rica. ¡Buenas propinas! Sacó un pie de cerdo algo rancio y el perro lo aferró con la mandíbula. La mujer sonrió.
—¿Vives por aquí? —preguntó ella, aunque ya sabía perfectamente que sí, y dónde.
Él asintió, sin quitarle la vista de encima. A ella y a su bolso. Era de piel fruncida, con cadenas y hebillas, y con un enorme cierre de latón. Mentalmente ya se veía registrándolo, y pensaba en todas las cosas que contendría: un monedero con efectivo, un teléfono móvil. Quizás otras cosas, como un iPod que podría vender. Miró a su alrededor; por lo que parecía, iba sola. Allí cerca, no había ningún coche elegante del que hubiera podido salir.
¡Podía agarrar el bolso y salir corriendo!
Sin embargo, de momento, tenía la cincha pasada sobre el hombro y la cadena enrollada alrededor del brazo izquierdo, al tiempo que agarraba el bolso por encima con la mano enfundada en un guante. Daba la impresión de que sabía de los peligros de la calle. Tendría que distraerla.
—¿De dónde es usted? —le preguntó.
—Soy de Alemania —dijo ella—. München. Múnich. ¿Has estado en Alemania?
—No.
—¿Te gustaría conocerla?
Se encogió de hombros.
—¿Qué país te gustaría conocer, si pudieras?
Volvió a encogerse de hombros.
—Quizás Inglaterra.
—¿Por qué Inglaterra? —preguntó ella, abriendo bien los ojos.
El perro ya casi se había acabado el enorme pie de cerdo y lo miraba, expectante.
—Allí hay trabajo. En Inglaterra te puedes hacer rico y tener un bonito apartamento.
—¿De verdad? —dijo ella, fingiendo sorpresa.
—Eso he oído.
Romeo miró en el interior de la bolsa de plástico, para asegurarse de que no se dejaba nada, y luego la tiró. El viento se la llevó revoloteando. Inmediatamente otro perro, un animal contrahecho, marrón y blanco, corrió tras ella, se abalanzó y la cogió con las patas.
La mujer seguía agarrando el bolso de piel con fuerza.
—¿Te gustaría conseguir un billete de avión a Inglaterra? Quizá podría conseguírtelo, si quieres ir realmente. Podría conseguirte un trabajo.
Cruzaron sus miradas. Los ojos de ella eran bonitos, del color del acero azul. Sonreía, parecía sincera. Él volvió a mirar hacia el bolso. Ella no lo soltaba, casi como si supiera lo que estaba pensando.
—¿Qué tipo de trabajo?
—¿Qué quieres hacer? ¿Qué sabes hacer?
Un camión pasó por su lado muy despacio, cerca del arcén. Romeo levantó la vista hacia sus grandes ruedas sucias, los bajos negros y oxidados, el humeante tubo de escape. Si iba a hacerlo, aquél sería un buen momento. «¡Dale un empujón, agarra el bolso, corre!»
Pero de pronto le interesaba más lo que estaba diciendo.
¿Qué sabía hacer? Un chico que se había quedado con ellos hacía poco hablaba de su hermano, que trabajaba de camarero en una coctelería en Londres y ganaba más de 400 leis al día. ¡Aquello era una fortuna! Aunque no es que tuviera ni idea de hacer cócteles. También había oído a alguien hace poco que le había dicho que en Londres también se podía ganar ese dinero limpiando habitaciones de hotel.
—Puedo preparar cócteles —respondió—. También se me da bien limpiar.
—¿Tienes amigos en Londres, Romeo? —preguntó ella.
Artur soltó un gemido, como si quisiera más comida.
La mujer abrió su bolso y sacó un grueso monedero, del que extrajo un billete. Era de 100 leis. Se lo dio a Romeo.
—Quiero que le compres algo de comida a Artur. ¿Vale?
Él levantó la vista y la miró con solemnidad. Entonces ella le dio otro billete. Éste era de 500 leis.
—Esto es para que te compres lo que quieras. ¿Vale?
Él se quedó mirando el dinero. Luego volvió su mirada sobre ella. Después, como si de pronto tuviera miedo de que pudiera quitárselo, se metió el dinero en el bolsillo del pantalón.
—Es muy amable —dijo.
—Quiero ayudarte —respondió ella.
—¿Cómo se llama?
—Marlene.
A pesar de su sonrisa y su generosidad, había algo en aquella mujer que le hacía desconfiar. Sabía, por otros, que había organizaciones que ayudaban a la gente de la calle, pero nunca había intentado ponerse en contacto con una. Le habían avisado de que a veces, si ibas a verlos, podías acabar en un orfanato. Pero quizás aquella mujer querría de verdad ayudarle a ir a Inglaterra.
—¿Beneficencia? —preguntó—. ¿Trabaja en la beneficencia?
Ella dudó por un momento. Luego, sonriendo y asintiendo enérgicamente, respondió:
—Sí, beneficencia. ¡Claro, beneficencia!
35
A pesar de la llegada de dos bolsas de grueso plástico negro al depósito de cadáveres de Brighton y Hove con los cuerpos recuperados en el canal aquella misma mañana, Roy Grace estaba de mejor humor que desde hacía años.
No le importaba que fueran las tres menos cuarto de una tarde de viernes y que, dependiendo de la llegada de Nadiuska De Sancha, las autopsias pudieran cargarse sus planes para la noche. Estaba como en una nube.
¡Iba a ser padre! Aquella idea se imponía a todo lo demás. ¡Y en la partida de póker de la noche anterior había ganado 550 libras, más que en ninguna otra timba que recordara!
Lo que más le gustaba del póker, aparte de la camaradería de una velada tranquila pasada en compañía de amigos y colegas, era la psicología del juego. Era muy improbable ganar si te plantabas en la mesa con ánimo de perdedor. Pero si estabas animado, tu entusiasmo podía ser contagioso y podías conseguir dominar el juego incluso con cartas modestas. Pero es que él no había tenido unas cartas modestas la noche anterior: había tenido una racha tremenda. Cuatro dieces, innumerables tríos, full tras full, y un montón de escaleras altas.
En el pequeño despacho del depósito, con el sonido de fondo del hervidor de agua que iba calentándose lentamente, rodeó a Cleo con los brazos y la besó.
—Te quiero —le dijo.
—¿De verdad? —dijo ella, con una sonrisa—. ¿Lo dices en serio? —Levantó los brazos, mostrando el aparatoso vestuario que llevaba puesto—. ¿Incluso vestida así?
—Hasta el fin del mundo.
La quería. Tras la partida de póker había vuelto a la casa de ella y había desparramado el dinero sobre la cama. Luego se había tumbado, despierto, a su lado, demasiado excitado como para dormir, pensando en su vida. En Sandy. En Cleo. Quería casarse con ella, estaba seguro de ello. Más seguro que de nada en el mundo. Lo había decidido el día que había iniciado, con mucho retraso, el procedimiento para declarar a Sandy legalmente muerta.
Y lo primero que había hecho aquella mañana era contactar con una abogada de Brighton que le habían recomendado, Susan Ansell, y había hecho aquello precisamente. Había pedido una cita.
Cleo le besó.
—¿Sólo hasta el fin del mundo?
Él sonrió, comprobó que la puerta estuviera bien cerrada, para que nadie entrara, y volvió a besarla.
—¿Qué tal hasta el fin del universo?
—Mejor —dijo ella. Luego levantó las palmas de las manos hacia arriba y movió los dedos, indicando que tenía que subir más.
—Y hasta el extremo de cualquier otro universo que puedan llegar a descubrir.
—Mejor aún —respondió ella, y volvió a besarle.
Entonces él se quedó inmóvil de pronto, deseando no haber empezado con aquella metáfora. Sandy era una gran aficionada a la Guía del autoestopista galáctico. Recordaba que su libro favorito era el segundo de la serie, El restaurante del fin del mundo. ¿Por qué tenía que aparecer siempre su sombra sobre todo, algo que oscurecía sus momentos más felices? A veces daba la impresión de que su fantasma le acechaba.
—¿Estás bien? —preguntó Cleo.
—¡Perfectamente!
—Es como si hubieras desaparecido por un momento.
—Estaba sobrecogido por tu belleza.
Ella sonrió con una mueca.
—Qué bien mientes, ¿eh, Grace?
—¡No estaba mintiendo! —se defendió él, sonriendo a su vez.
—Te pasas la mitad del tiempo interrogando a delincuentes que mienten de un modo muy convincente. ¡No me digas que no se te ha pegado algo!
Él la cogió por los hombros, suavemente pero con firmeza, y se le quedó mirando a los ojos.
—Yo nunca te mentiría —dijo—. No querría mentirte nunca.
—Es lo mismo que siento yo.
Se quedaron sumidos en un cómodo silencio unos momentos. El calentador de agua se puso a hervir y se desconectó con un clic. Roy Grace se distrajo por un instante y miró tras ella, a una fila de sillas en L tras la atestada mesa. A una mesa de la esquina, en la que había un pequeño árbol de Navidad, cubierto de espumillón y bolas brillantes. A las paredes, que estaban aún más recargadas que la mesa, con diplomas enmarcados, un calendario, una fotografía de una puesta de sol en el muelle de Brighton y una serie de dosieres colgados de ganchos, con detalles de los desdichados residentes de las neveras. Y al periódico Argus, tirado sobre una silla. El artículo de Kevin Spinella sobre el hallazgo del Varón Desconocido aparecía en la página cinco. Era una pequeña columna que se ceñía a los hechos tal como Grace los había contado, incluido su llamamiento. Afortunadamente, Spinella había respetado su acuerdo de no mencionar nada sobre los órganos.
De pronto sonó un timbre agudo junto a la puerta.
Cleo miró el monitor de circuito cerrado de la pared y dijo:
—Acaba de llegar tu chico.
Grace se giró hacia la pantalla y vio la cara de Glenn Branson. No parecía especialmente contento.
Recorrió el corto pasillo, dejó atrás los vestuarios y abrió la puerta. La imagen que se encontró le sorprendió. Era muy raro que Glenn no tuviera un aspecto impecable. Ahora tenía delante al sargento, bajo la lluvia, hecho un asco. Sus zapatos náuticos estaban empapados, su camisa blanca estaba salpicada de manchas oscuras, su corbata de seda estaba arrugada y cubierta de manchurrones y su gabardina color crema era un mosaico de manchas marrón óxido y marrón petróleo cubierto de brillos, probablemente de escamas de pescado.
—¿Qué narices has estado haciendo? —preguntó Grace—. ¿Practicar el kick-boxing en un matadero? ¿O la lucha en el barro en un mercado de pescado?
—Muy divertido, viejo. La próxima vez que me mandes de crucero, me compraré yo mismo los billetes.
Grace se echó a un lado para dejarle pasar.
—¿Ha llegado ya Nadiuska? —preguntó Branson.
—Acaba de llamar. Está a diez minutos. Pensé que decías que te irías a casa a cambiarte.
—Sí, bueno, eso hice, ¿sabes? Volví a tu casa y había dos cartas esperándome.
—Si quieres puedes hacer que te envíen allí el correo.
Branson se quedó mirando a su amigo, dudando por un momento de si estaba siendo sarcástico o lo decía de verdad. No supo qué pensar y decidió no forzar las cosas.
—Una era del abogado de Ari, que, con toda la pompa, me decía que había recibido instrucciones de su clienta para iniciar los trámites de divorcio, y que debería buscarme un abogado, como si me acabara de caer de la parra y no supiera nada de leyes.
Grace cerró la puerta tras él.
—Parece que vas a necesitar uno lo antes posible.
—No sufras, ya tengo uno.
—¿Un picapleitos?
—En realidad, «una» picapleitos.
—Muy listo. Pueden ser mucho más violentas que los hombres.
De pronto, Glenn se tambaleó y se apoyó en la pared con la mano para recuperar el equilibrio. Por un momento, Grace se preguntó si estaba borracho.
—Aún siento moverse el suelo. ¡Llevo en tierra más de dos horas y el suelo aún se mueve bajo los pies!
—¿Qué hay de tus antepasados del barco de esclavos? ¿La vida del marino no se te ha pegado mucho? ¿No la llevabas en los genes?
—¿Quién te ha contado esa historia del barco de esclavos?
—Tu fama de marinero te precede.
—¿Has visto la peli Master and Commander!
Grace frunció el ceño.
—Russell Crowe.
—Sí —asintió—. La vi.
—Así me siento. Como uno de sus marineros, el que recibió un cañonazo en el estómago.
—Escucha, colega. Puede que Ari esté cabreada contigo, pero eso no le da derecho, automáticamente, a joderte la vida.
—Te equivocas. Joder, ¿te acuerdas de Kramer contra Kramer?
—¿Meryl Streep?
Glenn Branson sonrió por un instante.
—Vaya, estoy impresionado. ¡Dos películas seguidas que menciono y que has visto! Sí, Meryl Streep y Dustin Hoffman. Bueno, pues mi situación es ésa, más o menos.
—Sólo que tú no eres tan atractivo como Dustin Hoffman.
—Tú sabes cómo patear a alguien cuando ya está en el suelo, ¿eh?
—En los cojones. Es el mejor lugar.
Branson se quitó la gabardina empapada.
—Pues eso. La otra carta es la citación de divorcio del juzgado. ¡Es increíble, colega, es increíble!
El sargento se colgó la gabardina del brazo, estiró los dedos y empezó a contar con ellos:
—Dice que es una ruptura irreconciliable, ¿vale? Alega conducta no razonable por mi parte. Que ya no me interesa el sexo. Que bebo en exceso (y bueno, eso es verdad, me está llevando a la puta bebida). Y alega «falta de afecto».
Metió la mano en el bolsillo de su gabardina y sacó varias hojas de papel, cogidas con un clip. Se centró en la primera:
—Según parece, me niego a participar en la familia. Le grito cuando estamos en el coche. Le racaneo el dinero. Joder, ¡le compré un caballo! Y no te lo pierdas: parece ser que no valoro los cuidados que les da a nuestros hijos. —Sacudió la cabeza—. Ahí sí que se ha lucido. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Decirle a todo el mundo: «Lo siento, ya sé que esto es una investigación de asesinato, pero tengo que volver a casa para bañar a Remi»?
Aquellas palabras le produjeron a Roy Grace un repentino escalofrío. De pronto se dio cuenta de que aquél era el camino que tomaría su vida cuando naciera su hijo. Era muy habitual que estuviera en su despacho a las siete de la mañana, si no antes. Y que no volviera hasta las ocho de la noche, o quizá más tarde aún. Cuando naciera su hijo, ¿cambiaría de horarios?
No podría hacerlo sin que su carrera se viera afectada.
Miró a Glenn y se encontró con unos ojos implorantes. Y sabía que la respuesta no iba a gustarle. Ser un buen policía suponía estar casado con el cuerpo. Durante treinta años, hasta que llegara el momento de cobrar la pensión —y últimamente más— el trabajo era lo primero. Y uno tenía suerte si su esposa o su pareja lo aceptaban. Una alarmante proporción, como la esposa de Glenn, Ari, no lo hacía.
—¿Sabes cuál es el problema? —dijo Grace.
Branson sacudió la cabeza.
—Que probablemente tenga razón. Lo plantea muy crudamente, pero en sustancia tiene razón. Tienes que decidir si quieres triunfar en tu carrera o en tu matrimonio. Es posible combinar ambas cosas, pero para eso necesitas una pareja muy tolerante y comprensiva.
—Sí, bueno, la paradoja es que ingresé en la Policía para que mis niños pudieran estar orgullosos de su padre.
—Y deberían estarlo.
—Entonces, ¿cómo iban a estarlo si me retiro?
—¿Y si vuelves a trabajar de gorila de discoteca? ¿O de guardia de seguridad en Gatwick? No es el trabajo que hagas —dijo Grace—. Es la persona que seas. Puedes ser un gorila muy bueno y muy humano. Puedes ser un guardia de seguridad muy eficiente. Y puedes ser un poli de mierda. Es lo que seas por dentro, no lo que diga tu insignia o tu carné.
—Sí, sí, claro. Pero ya sabes lo que quiero decir.
—Mira, te lo he dicho antes: con lo mal que he llevado mi vida, no soy la persona más indicada para darte asesoramiento matrimonial. Pero ¿sabes lo que creo realmente? Si Ari te quisiera, si realmente te quisiera, aguantaría. No estoy seguro de que te quiera de verdad: todo este proceso legal y todo lo que te echa en cara... Creo que si dejaras el cuerpo para darle gusto, llegaría un punto en que querría algo más. Nada de lo que hagas le va a dejar satisfecha. Creo que es una persona inquieta. Apaciguarla nunca será más que una solución temporal. Así que, si yo estuviera en tu lugar, me quedaría con mi carrera.
Branson asintió, pesaroso.
—¿Sabes lo que dijo Winston Churchill sobre el apaciguamiento y la política de contención?
—Dime.
—Que un apaciguador es el que da de comer a un cocodrilo, esperando que, en última instancia, él se lo coma.
36
Los dos cuerpos habían sido lanzados al mar de forma idéntica que el Varón Desconocido, metidos en una bolsa de plástico con una cuerda azul y lastrados con bloques de cemento.
Llegaron al depósito envueltos en dos capas más, las bolsas de plástico blancas del departamento forense en las que los habían metido los submarinistas para sacarlos a la superficie, y las resistentes bolsas para cadáveres que habían cargado en el barco, en las que permanecieron hasta llegar al depósito.
El primero en ser desempaquetado, en un proceso desesperantemente lento, fue un adolescente, quizás un año o dos mayor que el anterior, en opinión de Nadiuska. Era menos atractivo, con una nariz aguileña y un rostro muy marcado por el acné. Al Varón Desconocido 2 también le faltaban el corazón, los pulmones, los riñones y el hígado. Se los habían extirpado quirúrgicamente, con la misma delicadeza.
Ahora Nadiuska estaba abriendo las capas que envolvían el cuerpo de una chica, también adolescente. Grace siempre pensaba que la muerte se llevaba la personalidad de un rostro, y lo dejaba en blanco, lo que hacía difícil descubrir el aspecto «real» de la gente en vida. Pero incluso con aquella piel pálida y cerosa y su larga melena castaña enmarañada y sucia, estaba claro que había sido muy guapa, aunque demasiado delgada.
La forense opinaba que aquellos dos cuerpos llevaban en el agua el mismo tiempo que el Varón Desconocido. No había que ser ingeniero aeroespacial, pensó Grace, para decidir que lo más probable era que los tres hubieran sido lanzados al mar a la vez. Aquello aumentaba las probabilidades de descubrir uno de los cuerpos. Mentalmente, ya había descartado cualquier posibilidad de que se tratara de un entierro formal en alta mar y que los cuerpos hubieran sido arrastrados por las corrientes de la zona designada. ¿Quiénes eran esos adolescentes? ¿De dónde venían? ¿Quiénes eran sus padres? ¿Quién los echaría de menos? ¿Los habían tirado por la borda desde alguno de los innumerables barcos mercantes de matrícula extranjera que recorrían el canal de la Mancha sin cesar, procedentes de todos los rincones del mundo?
En el cuerpo del Varón Desconocido 2 no había señales que sugirieran una muerte accidental ni un golpe en la cabeza. Tenía marcas de pinchazos en la piel, igual que el otro cuerpo, que coincidían, tal como había repetido Nadiuska, con la extracción de órganos para trasplantes.
Una larga sombra se cernía en la mente de Grace. La mayor parte del tiempo se había quedado en el pasillo que llevaba a la atestada sala de autopsias, con el teléfono móvil pegado a la oreja: una llamada tras otra. La primera había sido a su ayudante, Eleanor Hodgson, para que le despejara la agenda de los días siguientes. Sólo había dos compromisos que esperaba poder mantener. Uno, aquella misma noche, era la promesa que le había hecho a un colega de acudir a un partido de fútbol americano en el Crew Club de Whitehawk. Quizá lo consiguiera si podía hacer que la inspectora Mantle dirigiera la reunión de las 18.30 en su lugar.
El segundo era la cena y baile del DIC la noche siguiente, a la que iban a asistir 450 personas y que debía de ser todo un acontecimiento. Había sido un año duro y esperaba poder llevar a Cleo, ahora que su relación ya era conocida, y relajarse con sus colegas. Y quizá tendría ocasión de mejorar la pobre impresión que estaba seguro que le había dado al nuevo comisario la noche del miércoles.
Cleo, que se había pasado semanas pensando qué vestido se iba a poner y que había gastado una cantidad equivalente al PIB de un país africano en vías de desarrollo en comprarlo, quedaría muy decepcionada si no podían ir.
Después de revisar su agenda, realizó una serie de llamadas para ampliar su equipo externo original de los seis miembros originales a veintidós. Ahora, mientras hablaba con Tony Case, jefe de la unidad de apoyo de la Sussex House, para que le consiguiera espacio para su nuevo equipo en una de las dos salas de reuniones principales del edificio, observaba a Nadiuska en pleno trabajo, que tomaba impresiones de las resistentes cuerdas atadas a los bloques de cemento, a la espera de encontrar células epiteliales o fibras de guantes de quienquiera que los hubiera atado. Cuando una de las cintas adhesivas perdía adherencia, la empaquetaba para examinarla posteriormente.
Michael Forman, oficial del juzgado, estaba a su lado, observando atentamente y tomando notas de vez en cuando, o consultando su BlackBerry. David Browne, director de Criminalística, estaba a la espera, junto con dos de sus agentes. Uno de ellos, el fotógrafo forense, James Gartrell, estaba tomando de nuevo fotos de cada fase de la autopsia, mientras que el otro se encargaba de los envoltorios en los que habían llegado los dos cadáveres. En la mesa de al lado, Cleo y Darren estaban adecentando al Varón Desconocido 2, suturándole de nuevo la incisión.
Cada vez que se convencía de que lo había visto todo, Roy Grace se daba cuenta de que podía descubrir un nuevo horror. Ya había oído hablar de turistas en Turquía y Sudamérica que se ponían a charlar con chicas guapas en algún bar y que se despertaban horas más tarde en bañeras llenas de hielo, con incisiones suturadas en un lado del cuerpo y un riñón menos. Pero hasta ahora nunca había hecho caso a aquellas historias, que consideraba leyendas urbanas. Y sabía lo importante que era no precipitarse en sacar conclusiones.
Pero tres chicos en el fondo del mar con los órganos vitales extirpados quirúrgicamente...
La prensa por fin se pondría las botas. Los vecinos de Brighton y Hove se preocuparían cuando leyeran las noticias, y él ya tenía dos mensajes pendientes de responder en el móvil del reportero del Argus, Kevin Spinella. Tendría que dirigir con cuidado a los medios, para obtener la máxima respuesta del público y acelerar la identificación de los cuerpos, pero sin crear una alarma social innecesaria. No obstante, sabía que el mejor modo de llamar la atención del público era con un titular sensacionalista.
Las ruedas de prensa no eran muy bien recibidas los fines de semana, así que podría disponer de algo de tiempo hasta el lunes. Pero iba a tener que darle algunas migajas a Spinella, y como punto de partida, el Argus, que tenía una amplia difusión en la zona, podía resultar muy útil a corto plazo.
Así pues, ¿qué iba a decirle? Y tan importante como eso: ¿qué iba a ocultar? Hacía mucho tiempo que había aprendido que en cualquier investigación de asesinato siempre había que quedarse con alguna información que sólo supiera el asesino. Aquello ayudaba a eliminar llamadas telefónicas inútiles.
De momento se olvidó de la prensa y se concentró en lo que podían decirle los tres cuerpos recuperados. En su cuaderno, apuntó «¿asesinatos rituales?», y rodeó las palabras con un círculo.
Sí, era una posibilidad muy clara.
¿Había alguna posibilidad de que se tratara de donantes de órganos y que los tres hubieran escogido un funeral en alta mar? Demasiado improbable para tomarlo en consideración por ahora.
«¿Un asesino en serie?» Pero ¿por qué se iba a molestar en suturar cuidadosamente los cuerpos tras extirparles los órganos? ¿Para despistar a la Policía? Era posible. No podía descartarse de momento.
«¿Tráfico de órganos?»
«Navaja de Ockham», escribió después, cuando la idea le vino de pronto a la mente. Ockham era un monje y filósofo del siglo XIV que empleaba la analogía de usar una navaja afilada para eliminar todo menos la explicación más obvia que, en opinión del hermano Ockham, era donde solía encontrarse la verdad. Muy a menudo Grace coincidía con él.
El investigador de ficción favorito de Grace, Sherlock Holmes, seguía el lema: «Cuando has eliminado lo imposible, lo que te queda, por improbable que parezca, debe de ser la verdad».
Miró a Glenn Branson, que estaba de pie en una esquina de la sala, con cara de preocupación, hablando por el móvil. «Le iría bien tener un reto al que enfrentarse», pensó Grace. Algo que le reclamara toda su atención y le distrajera de la pesadilla que suponían aquellos problemas legales con Ari que, por otra parte, nunca había sido del agrado de Grace.
Se acercó a él y esperó a que terminara de hablar.
—Necesito que hagas una cosa —le dijo—. Quiero que descubras todo lo que puedas sobre el mundo del tráfico de órganos humanos.
—Necesitas un hígado, ¿eh colega? No me extraña.
—Sí, sí, muy gracioso. Pídele a Norman Potting que te ayude. Se le da muy bien investigar negocios ocultos.
—¡«Negocios ocultos»! —dijo Branson—. ¿Has visto la peli?
Grace sacudió la cabeza.
—Era sobre inmigrantes ilegales que vendían riñones en un hotel casposo en Londres.
Aquello atrajo toda la atención del superintendente.
—¿De verdad? Cuéntame más.
—¡Roy! —le llamó de pronto Nadiuska—. ¡Mira, esto es interesante!
Grace, seguido por Glenn Branson, se acercó al cadáver y se quedó mirando al diminuto tatuaje al que señalaba. Frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—No lo sé.
Se giró hacia Glenn Branson. El sargento se encogió de hombros y dijo lo que era evidente:
—No es inglés.
37
Romeo bajó por la escalera de acero, con una enorme bolsa de la compra bajo el brazo. Valeria estaba sentada en su viejo colchón, apoyada en la pared de hormigón, acunando al bebé, que dormía. Tracy Chapman cantaba Fast Car una vez más. Otra vez. Otra vez. Aquella canción del demonio estaba empezando a volverle loco.
Observó a tres desconocidos, tres adolescentes, en el suelo, apoyados en la pared frente a ella. Estaban ahí sentados, con aspecto de estar colocados con inhalantes. La botellita chata con el precinto blanco roto y la etiqueta amarilla y roja con las palabras «LAC Bronze Argintiu» que tenían delante, en el suelo, era reveladora. El olor a rancio del cuchitril le impactó, como cada vez, y esta vez con una fuerza particular, en contraste con el aire fresco del exterior, donde llovía y soplaba el viento. El olor a humedad, a cuerpos fétidos, a ropa sucia y a pañales cagados del bebé.
—¡Comida! —anunció alegremente—. ¡He conseguido algo de dinero y he comprado una comida estupenda!
Sólo Valeria reaccionó. Dirigió sus grandes ojos tristes hacia él, como dos canicas que hubieran perdido la inercia.
—¿Quién te ha dado el dinero?
—Ha sido una limosna. ¡A la gente como nosotros les dan dinero!
Ella encogió los hombros con desidia.
—La gente que te da dinero siempre quiere algo a cambio.
—No, ésta no —respondió él, sacudiendo la cabeza con energía—. Era guapa, ¿sabes? ¡Guapa por dentro! —Luego se le acercó y abrió la bolsa, para que ella viera el contenido—. ¡Mira, te he comprado cosas para el bebé!
Valeria metió la mano y sacó una lata de leche condensada.
—Estoy preocupada por Simona —dijo, dándole la vuelta y leyendo la etiqueta—. No se ha movido en todo el día. No hace más que llorar.
Romeo se le acercó y se puso a su lado, de cuclillas, rodeándola con un brazo.
—Te he comprado chocolate —dijo—. Tu preferido. ¡Chocolate negro!
Ella se quedó en silencio unos momentos y luego sollozó.
—¿Por qué? ¿Por qué?
No dijo nada más.
Él saco una tableta de chocolate y se la puso bajo la nariz.
—¿Por qué? Porque quiero que comas algo bueno, por eso.
—Quiero morirme. Eso estaría bien.
—Ayer dijiste que querías ir a Inglaterra. ¿No sería eso mejor?
—Eso es un sueño —dijo ella, con la mirada perdida—. Los sueños no se hacen realidad; no para la gente como nosotros.
—Hoy he conocido a alguien. Nos puede llevar a Inglaterra. ¿Te gustaría conocerla?
—¿Por qué? ¿Por qué iba a llevarnos a Inglaterra?
—¡Beneficencia! —respondió él, con alegría—. Se dedica a la beneficencia y ayuda a la gente de la calle. Le hablé de nosotros. ¡Nos puede conseguir trabajo en Inglaterra!
—Sí, claro, ¿de bailarines de striptease?
—Cualquier tipo de trabajo. En bares. Limpiando habitaciones en hoteles. Cualquier cosa.
—¿No será como el hombre que conocí en la estación?
—No, es una señora agradable. Es amable.
Simona no dijo nada. Las lágrimas seguían cayéndole sobre los pómulos.
—No podemos quedarnos así. ¿Es esto lo que quieres? ¿Seguir así toda la vida?
—No quiero que me hagan daño nunca más.
—¿No puedes confiar en mí, Simona? ¿No puedes?
—¿Qué es confiar?
—Hemos visto Inglaterra en la tele. En los periódicos. Es un buen país. Tendríamos un apartamento en Inglaterra. ¡Podríamos empezar una nueva vida!
Ella se echó a llorar.
—Yo ya no quiero vivir. Quiero morirme. Acabar. Sería más fácil.
—Vendrá mañana. ¿Querrás verla por lo menos, hablar con ella?
—¿Por qué iba a querer nadie ayudarnos, Romeo? —preguntó—. No somos nada.
—Porque aún hay gente buena en el mundo.
—¿Es eso lo que crees? —preguntó, sin decisión.
—Sí.
Romeo desenvolvió la tableta de chocolate, rompió un trozo y se lo ofreció.
—Mira. Me dio dinero para comida, para cosas buenas. Es una buena persona.
—Yo también pensé que el hombre de la estación era una buena persona.
—¿Te puedes imaginar estar en Inglaterra? ¿En Londres? Podríamos vivir en un apartamento en Londres. ¡Y ganar mucho dinero! ¡Lejos de toda esta mierda! Allí a lo mejor vemos alguna estrella del rock. He oído que muchas viven en Londres.
—Todo el mundo es una mierda —replicó ella.
—Por favor, Simona, al menos ven a conocerla mañana.
Ella levantó una mano y cogió el chocolate.
—¿Realmente quieres pasar otro invierno aquí abajo? —insistió él.
—Por lo menos aquí no pasamos frío.
—¿No quieres ir a Londres porque aquí no pasas frío? ¿Es eso? ¿Qué tiene eso de especial? A lo mejor en Londres tampoco pasas frío.
—¡Vete a tomar por culo!
Él sonrió. Simona se estaba animando.
—Valeria también quiere venir.
—¿Con el bebé?
—Claro. ¿Por qué no?
—¿Vendrá mañana, esa mujer?
—Sí.
Simona mordió una esquina de la tableta de chocolate. Estaba bueno, tan bueno que se comió la tableta entera.
38
Roy Grace se situó en la línea de touchdown del campo de fútbol americano, bajo el chorro de luz de los focos, y hundió las manos desnudas en los bolsillos de su gabardina, tiritando de frío por el viento que hacía en Whitehawk. Por lo menos había dejado de llover y el cielo estaba claro y lleno de estrellas. Hacía tanto frío que no sería extraño que helara.
Era la liga de fútbol americano que jugaban los viernes y aquella noche los juveniles del Crew Club estaban jugando contra un equipo de la Policía. Había llegado sólo a los últimos diez minutos de juego, a tiempo para ver la aplastante derrota de la Policía por 3 0.
La ciudad de Brighton y Hove estaba situada a caballo de varias colinas y Whitehawk se encontraba en lo alto de una de las más altas. Era un barrio de viviendas de protección oficial, con casas pareadas y adosadas y bloques de pisos bajos y altos, construido en los años veinte en lugar de los barrios de chabolas que ocupaban aquel terreno. Desde siempre, Whitehawk tenía fama —bastante injustificada— de barrio conflictivo. Algunas de sus callejuelas, muchas de ellas con unas vistas fabulosas de la ciudad y del mar, estaban habitadas y dominadas por algunas de las familias del crimen más violentas de la ciudad, y su reputación se había extendido a todos los habitantes del barrio.
Pero en los últimos años, una iniciativa comunitaria gestionada con todo cuidado y respaldada por la Policía de Sussex había cambiado aquello radicalmente. El proyecto se articulaba sobre el Crew Club, patrocinado por los industriales de la zona, que habían donado dos millones de libras. El club contaba con un bonito y modernísimo centro de aspecto futurista que bien podría haber sido diseñado por Le Corbusier y que albergaba toda una serie de instalaciones para los jóvenes del barrio, incluida una sala de ordenadores bien equipada, una amplia sala de juegos, salas de reuniones y, en los terrenos de los alrededores, numerosos campos de deporte.
El club era un éxito porque había sido creado con ilusión, no con burocracia. Era un lugar al que los chicos del barrio querían ir y donde les gustaba pasar el rato. Era agradable. Y su motor era una pareja de vecinos de Whitehawk, Darren y Lorraine Snow, que habían planteado el proyecto y habían puesto todas sus energías en él.
Ambos estaban envueltos en sus abrigos, bufandas y gorros, de modo que apenas se les veía la cara. Ahora estaban al lado de Roy Grace, junto a un puñado de padres y unos cuantos colegas de los policías. Era la primera vez que Grace visitaba el complejo y, como presidente del equipo de rugby de la Policía, estaba planteándose las posibilidades de disputar un partido de rugby en aquel lugar. Los jóvenes de aquel equipo eran duros y arrojados, y le divertía la idea de que pusieran en aprietos a sus jugadores.
Un grupo pasó a su lado entre empujones, gruñidos e improperios, y el balón sobrepasó la línea. Inmediatamente sonó el silbato del árbitro.
Pero él estaba distraído pensando en las autopsias a las que había asistido aquel día y el anterior, y en la labor que le esperaba. Sacó su agenda electrónica y apuntó algunas reflexiones, agarrando el puntero con los dedos ateridos.
De pronto se oyó una explosión de júbilo y levantó la vista, confuso por un momento. Alguien se había anotado un tanto. Pero ¿qué equipo?
Por los vítores y los comentarios, dedujo que era el equipo del Crew Club. Ahora el marcador estaba 4-0.
Volvió a sonreír para sus adentros. El entrenador del equipo de la Policía de Sussex era el superintendente Dave Gaylor, que había sido árbitro de fútbol americano. Y que era amigo personal suyo. No veía la hora de ir a meterse con él tras el partido.
Alzó la vista a las estrellas por un momento y de pronto viajó con la mente a su infancia. Su padre tenía un pequeño telescopio en un trípode y se pasaba muchas horas estudiando el cielo; a menudo animaba a Roy a que él también mirara. Lo que más le gustaba a Grace eran los anillos de Saturno, y en otro tiempo podía distinguir todas las constelaciones, pero ahora la única que reconocía con facilidad era la Osa Mayor. Decidió que necesitaba reciclarse, de modo que un día pudiera transmitir aquellos mismos conocimientos —y aquella pasión— a su hijo. Aunque... ¿volverían a perderse con el tiempo?
Entonces su mente volvió a concentrarse en la investigación. Varón Desconocido 1 y 2 y Mujer Desconocida.
Tres cuerpos. Todos ellos desprovistos de los mismos órganos vitales. Todos adolescentes. Sólo tenían una posible pista identificativa: un tosco tatuaje en la parte superior del antebrazo izquierdo de la chica muerta. Un nombre, quizá...
Un nombre que no le decía nada. Pero que tenía la impresión que albergaba la clave de la identidad de los tres.
¿Procederían de Brighton? Si no, ¿de dónde? Escribió en su cuaderno: «Informe del guardacostas. ¿Corrientes?».
No podían haber sido arrastrados por la corriente desde muy lejos con aquellos lastres. Personalmente, estaba seguro de que la proximidad a Brighton hacía muy probable que los tres adolescentes hubieran muerto en Inglaterra.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Había un monstruo suelto por Brighton matando a gente y robándoles los órganos?
«Cirujano con experiencia», escribió, recordando la evaluación de Nadiuska De Sancha.
Volvió a mirar aquel cielo estrellado por un momento, y luego al foco. La Unidad de Rescate Especializado de Tania Whitlock había rastreado la zona y no había encontrado más cuerpos. De momento. Pero el canal de la Mancha era muy grande.
39
—Ya sabes, Jim —dijo Vlad Cosmescu—. El canal de la Mancha es muy grande, ¿no?
Jim Towers, atado de pies a cabeza con cinta americana, hasta la boca, sólo podía comunicarse con su captor por los ojos. Estaba tirado sobre la dura cubierta de fibra de vidrio de la cabina de proa del Scoob-Eee y cubierto por una lona que olía ligeramente a vómito y que le ocultaba de cualquier mirada indiscreta desde el muelle.
Cosmescu, con los pies enfundados en altas botas de goma, dirigió el barco hacia la bocana del puerto de Shoreham y a mar abierto, algo preocupado por la marejada. El viento del norte allí afuera era más fuerte de lo que pensaba y el mar estaba mucho más movido. Se sentó en el asiento de plástico, con las luces de navegación encendidas, asegurándose de dar la imagen —de cara al guardacostas y a cualquier otro que mirara— de un barco de pesca más que saliera a faenar.
Arrugó la nariz al oler el humo del gasoil que el viento empujaba hacia la proa y observó la brújula iluminada oscilando sobre la bitácora. Puso rumbo a 160 grados, trayectoria que consideró que le llevaría al medio del canal, muy lejos de la zona de dragado que había estudiado meticulosamente en el mapa.
Sonó un teléfono móvil, un gorjeo muy apagado. Por un momento, el rumano pensó que procedería de algún lugar bajo la cubierta; luego se dio cuenta de que debía de estar en uno de los bolsillos del detective jubilado. Al cabo de un rato dejó de sonar.
Towers levantó la vista hacia él, con los ojos inertes de un pez varado en la arena.
—Supongo que ahora ya puedes hablar. No hay mucha gente que te pueda oír por aquí —decidió Cosmescu.
Quitó gas, bajó a la cabina y arrancó la cinta americana que le tapaba la boca al viejo.
Towers jadeó, agónico. Era como si le hubieran arrancado la mitad de la cara.
—Oiga —le dijo—, hoy es mi aniversario de boda.
—Tendrías que habérmelo dicho antes. Te habría comprado una tarjeta —respondió Cosmescu, con un tono muy poco jocoso, y enseguida volvió al timón.
—No me ha dado ocasión de avisarle. Mi mujer va a preocuparse. Me esperaba en casa. Habrá contactado con el guardacostas y con la Policía. Debe de haber sido ella la que llamaba.
Como si esperara la señal, el teléfono emitió dos pitidos cortos: un mensaje.
—¿Tú crees? —dijo Cosmescu alegremente, sin mostrar ni rastro de preocupación ante aquella noticia inesperada. No perdía de vista las luces de un barco de pesca que estaba a cierta distancia, y las de un gran barco muy alejado que se dirigía hacia el este—. ¡En ese caso tendré que ir rápido! Así que dime lo que tengas que decirme.
—Me he equivocado —dijo Towers—. He cometido un error, ¿vale? La he cagado.
—¿Un error?
Cosmescu hurgó en los bolsillos y sacó un Marlboro Light.
Protegiendo del viento con las manos la llama de su encendedor de oro, lo encendió, aspiró profundamente y luego exhaló el humo hacia el hombre.
Aquel dulce aroma tentó al ex detective.
—¿Me da uno, por favor?
—Fumar es muy malo para la salud —respondió Cosmescu, sacudiendo la cabeza. Dio otra fuerte calada—. Y en Inglaterra ahora tenéis una ley, ¿no? Está prohibido fumar en el lugar de trabajo. Éste es tu lugar de trabajo.
Le echó una nueva bocanada.
—Señor Baker, seguro que podemos arreglar esto, ya sabe... Puedo compensarle.
—Oh, sí, claro —dijo Cosmescu, agarrando el timón con fuerza mientras el barco saltaba sobre una gran ola—. Estoy de acuerdo con usted.
Echó un vistazo al profundímetro. Veinte metros de agua por debajo. No era suficiente. Siguieron adelante en silencio unos momentos.
—Le pagué veinte mil libras, señor Towers. Pensé que estaba siendo muy generoso. Y que podía ser el inicio de un buen acuerdo comercial entre los dos.
—Sí, fue extremadamente generoso.
—Pero ¿no lo suficiente?
—Sí, suficiente.
—No lo creo. Usted es un marino experimentado, así que conoce estas aguas. ¿Sabe lo que creo, señor Towers? Que me llevó a la zona de dragado deliberadamente. Pensó que allí habría muchas posibilidades de que encontraran los cuerpos.
—¡No, eso no es cierto!
Cosmescu no le hizo caso y prosiguió:
—Yo soy jugador. Me gusta calcular probabilidades. El canal de la Mancha tiene una extensión de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados. Yo le pago para que me lleve a un sitio donde nunca se encuentren esos cuerpos. Me lleva a una zona de dragado de sólo 250 kilómetros cuadrados. Haga las cuentas, señor Towers.
—¡Tiene que creerme, por favor!
Cosmescu asintió.
—Sí, claro. Yo he hecho las cuentas. La profundidad máxima de una draga es de treinta metros. Sólo con que estuvieran a cuarenta metros de profundidad, nadie los habría encontrado nunca señor Towers. ¿Va a decirme que un marino experimentado como usted no sabía eso? ¿Que en todos esos años que ha gestionado su negocio desde Shoreham nunca vio la zona de dragado marcada en el mapa?
—¡Cometí un error de navegación, lo juro!
Cosmescu fumó en silencio un rato y luego continuó:
—Mire, señor Towers, yo soy jugador, y creo que usted también lo es. Apostó a la zona de dragado y tuvo suerte. Pensó que si se descubrían los cuerpos, podría hacerme chantaje y pedirme mucho dinero para mantener la boca cerrada.
—Eso no es cierto —se defendió Towers.
—Si tuviera la ocasión de conocerme mejor, señor Towers, sabría que soy un hombre que siempre juega a porcentajes. De este modo no se gana tanto, pero uno se mantiene más tiempo en el juego.
Cosmescu acabó su cigarrillo y tiró la colilla por la borda, observando cómo volaba la punta roja por los aires antes de desaparecer en las negras aguas.
—Estoy seguro de que podemos encontrar una solución, algo que le satisfaga.
Cosmescu observó la brújula. El barco se movía mucho y tuvo que corregir la posición del timón para recuperar la ruta.
—¿Sabe, señor Towers? Ahora tengo que hacer una apuesta. Si le mato, hay posibilidades de que me cojan. Pero si le dejo vivir, también hay posibilidades de que me cojan. Lamento informarle de que, desde mi punto de vista, estas últimas posibilidades son mucho mayores.
Cosmescu sacó un rollo de cinta americana del bolsillo de su cazadora, junto con la navaja de cachas de hueso que siempre llevaba encima. Nunca le había fallado, pese al paso de los años. Un botón en el lateral liberaba la hoja que, con un giro de muñeca, oscilaba y se bloqueaba en su sitio. Y la experiencia le había demostrado que era lo suficientemente fuerte como para no romperse al topar con hueso humano. La tenía siempre afiladísima y, de hecho, en un viaje en que se había dejado la navaja de afeitar, la había utilizado en su lugar, con un resultado perfecto.
—Por favor... Oiga... Podría...
Pero eso fue todo lo que alcanzó a decir antes de que el rumano volviera a sellarle los labios.
Cuarenta minutos más tarde las luces de la costa de Brighton y Hove aún eran visibles, pero desaparecían de vez en cuando tras las olas, de un negro intenso. Cosmescu liquidó otro cigarrillo, estranguló el motor y apagó las luces de navegación. Tenía unos 45 metros de agua bajo el casco. Era un buen lugar. Aún estaba dolido por la llamada telefónica que había recibido dos noches antes en el casino, cuando su jefa le había dejado bien claro que la había cagado. Tenía razón, la había cagado. Había roto la regla de no involucrar a otros, a menos que sea absolutamente necesario. Debería haberse limitado a alquilar un barco y haber llevado los cuerpos él mismo. Manejar el barco y navegar no tenía ningún misterio: podría hacerlo un niño de cuatro años.
Pero él tenía un buen motivo; o por lo menos en aquel momento le había parecido bueno. Un tipo que alquilaba repetidamente un barco en pleno invierno y que se echaba a la mar solo habría levantado sospechas. Todos los barcos que salían y entraban del puerto llamaban la atención, y las embarcaciones sospechosas podían ser investigadas. Pero el guardacostas no pestañearía siquiera si un pescador del puerto salía y entraba con su barco de alquiler, por muy a menudo que fuera.
Ahora, con las estrellas y los ojos silenciosos del dueño del barco como únicos testigos, soltó y retiró parte de la capota y luego, con ayuda de una linterna, encontró las portas de desagüe. Probó a abrir una, y al momento entró un chorro de agua helada. Bien. Por lo menos, Towers mantenía su barco en buen estado.
Caminó hacia la popa, desenrolló la Zodiac gris que había comprado el día anterior y separó la bombona de oxígeno, el depósito de gasolina y el motor fuera borda Yamaha que había en el interior, junto con un remo.
Diez minutos más tarde, sudando por la fatiga, el rumano ya tenía la Zodiac en el agua, atada al costado del barco, con el motor en marcha al ralentí. Se agitaba tremendamente, pero ya ganaría estabilidad cuando le añadiera el peso de su cuerpo.
La cubierta del barco ya estaba inundada y el agua seguía entrando a ritmo constante de las dos portas de desagüe abiertas. Ya casi llegaba a la barbilla de Jim Towers. Cosmescu se felicitó por haberse traído las botas de agua. Enfocó el haz de luz en la cara de aquel hombre, observando los ojos, que intentaban comunicar con él desesperadamente.
Ahora el agua ya rebasaba la altura de la barbilla de Towers. Cosmescu apagó la linterna y escrutó el horizonte. Salvo por las luces de Brighton y el ocasional brillo de la cresta de alguna ola, la oscuridad era total. Escuchó el embate de las olas contra el casco. Sentía cómo iba hundiéndose el Scoob-Eee en el agua, agitándose cada vez menos a medida que el peso del agua iba aumentando, cada vez más rápido.
Volvió a encender la linterna y vio que Jim Towers intentaba levantar la cabeza desesperadamente por encima del agua, que ya le cubría completamente la boca.
—Yo le aconsejo, señor Towers, que justo antes de que el agua le llegue a la nariz, coja una buena bocanada de aire. Un ser humano puede hacer un montón de cosas en sesenta segundos. Puede que incluso tenga noventa segundos, si está en forma.
Pero para entonces ya no estaba seguro de si el otro hombre podía oírle. Parecía improbable, ya que el agua le cubría el rostro. Y la barca hinchable estaba a la altura de la barandilla.
Era de manual: nunca hay que abandonar un barco hasta que se pueda acceder fácilmente a la barandilla. Noventa segundos más tarde, hizo precisamente eso, soltó la barca hinchable y puso rumbo hacia la oscuridad. Luego esperó, navegando lentamente y en círculos, hasta que la negra silueta desapareció bajo la superficie, emitiendo grandes burbujas, algunas de las cuales sonaban tan fuerte que podía oírlas por encima incluso del ruido del motor fuera borda.
Entonces dio gas y sintió el empuje de la aceleración. La proa de la Zodiac se levantó y golpeó sobre una ola.
Sintió la salpicadura del agua en la cara. La proa se hundió por detrás de la ola y luego golpeó contra otra. El agua, salada y gélida, le bañó por completo. La pequeña embarcación se escoró hacia la izquierda, luego hacia la derecha. Por un momento sintió una punzada de pánico y pensó que no iba a conseguirlo, que iba a volcar. Pero entonces superó la cresta de otra ola y vio que las luces de Brighton, borrosas a través del agua salada que tenía en los ojos, brillaban ya un poquito más. Sólo un poquito más.
El mar se fue calmando progresivamente a medida que se acercaba a la costa. Buscó las luces del muelle y del puerto deportivo, hacia el este. Pasado ese lugar empezaba el camino de ronda. En aquella noche de noviembre, desapacible y gélida, poca gente estaría paseando por allí, si es que había alguien. Ni allí ni en ninguna de las playas.
El que fuera el aniversario de boda de Jim Towers era un problema. Otra cagada potencial. A menos que le hubiera mentido. ¿Y qué pasaría si la mujer del tipo hubiera llamado a la Policía? ¿O al guardacostas? Quizá su desaparición aparecería en algún periódico local. Tendría que estar muy atento y ver qué se publicaba, y luego ya vería.
Veinte minutos más tarde, con la oscura sombra de los acantilados delante y el puerto deportivo a una distancia prudencial a su izquierda, dió el gas al máximo unos segundos y luego estranguló el motor. Desatornilló las dos palometas que mantenían unido el motor de veinticinco caballos al espejo de popa y tiró el motor al mar.
La Zodiac siguió avanzando impulsada por la inercia. Estaba a sotavento de los acantilados y apenas había viento que la frenara. Usando al remo, mantuvo la proa de la barca orientada hacia la costa, oyendo el sonido cada vez más intenso de las olas que rompían en los guijarros, hasta que de pronto cesó.
Una ola rompió contra la popa, dejándole empapado.
Maldiciendo su suerte, saltó y se encontró con que el agua era mucho más profunda y estaba mucho más fría de lo que había calculado. Le llegaba hasta los hombros. Una ola le arrastró hacia atrás y, por un momento, le entró el pánico. Los guijarros cedían bajo sus botas. Se echó hacia delante, decidido, arrastrando la embarcación por el cabo que tenía atado a la proa. Avanzó a duras penas y llegó a los duros guijarros de la playa.
Otra ola rompió sobre la barca y esta vez la proa de la Zodiac le golpeó en la nuca. Volvió a soltar una maldición. Siguió avanzando, tambaleándose, y volvió a caerse hacia delante. Se puso en pie con dificultad, intentando agarrarse en todo lo que encontraba bajo sus pies. Dio varios pasos más hacia delante, hasta que la balsa que arrastraba se convirtió en un peso muerto.
La arrastró por la playa y se quedó escuchando en la oscuridad, mirando a su alrededor. Nada. Nadie. Sólo el romper de las olas y el agua que se filtraba entre los guijarros.
Quitó los tapones de goma de los lados del bote y lentamente lo enrolló, sacando el aire. Luego, con la navaja, cortó la embarcación deshinchada, que era como un odre gigante, en varias tiras, e hizo un lío con ellas.
Caminando pesadamente, empapado de agua, llegó hasta el camino al pie de los acantilados, donde había dejado la furgoneta anteriormente, en el aparcamiento del supermercado ASDA del puerto deportivo, y fue dejando tiras de goma en las diferentes papeleras que se encontró por el camino.
Faltaban unos minutos para la medianoche. Para calmarse, podía concederse una copa y un par de horas de ruleta en el Rendezvous Casino. Pero no hubiera sido una buena idea presentarse con aquel aspecto tan desaliñado.
40
Contando a Roy Grace, había veintidós investigadores y agentes de apoyo alrededor de dos de las tres estaciones de trabajo de la Sala de Reuniones número 1, en el piso más alto de la Sussex House.
La zona de reuniones, a la que se llegaba a través de un laberinto de pasillos de color crema, ocupaba una tercera parte de la planta. Comprendía dos salas de reuniones, la SR-1, dos salas de interrogatorio de testigos, una sala de reuniones para los comunicados a los agentes y a la prensa, los laboratorios de criminalística y varios despachos para los altos cargos desplazados para investigaciones particulares.
La SR-1 era luminosa y de aspecto moderno. Tenía pequeñas ventanas en lo alto, con persianas venecianas, así como una claraboya de cristal esmerilado en el techo, en la que repiqueteaba la lluvia. No había elementos decorativos que distrajeran de la función del lugar, que era la de concentrarse exclusivamente en la resolución de delitos graves y violentos.
En las paredes había pizarras blancas, de las que se habían colgado fotografías de las tres víctimas de la Operación Neptuno. El primer joven aparecía envuelto en plástico, en el patín de la cabeza de dragado del Arco Dee, y luego durante las diversas fases de la autopsia. Había fotografías de la segunda y la tercera víctimas en sus bolsas para cadáveres sobre la cubierta del pesquero Scoob-Eee, y también durante sus respectivas autopsias. Una imagen, más ampliada que las demás, era un primer plano del brazo de la chica, que mostraba un tatuaje con una regla al lado, para dar idea de su tamaño.
También en la pizarra, como elemento de distensión, había una imagen del submarino amarillo del álbum de los Beatles, y las palabras Operación Neptuno encima. Se había convertido en costumbre ilustrar los nombres de todas las operaciones con una imagen. Había sido idea de algún bromista del equipo de investigación, probablemente Guy Batchelor, pensó Grace.
Junto al cuaderno de actuaciones abierto de Grace había un ejemplar del Argus de la mañana, y delante, sobre la superficie de la mesa de imitación de roble, tenía sus notas, puestas en limpio por su ayudante. El titular del periódico decía: «DOS CUERPOS MÁS HALLADOS EN EL CANAL».
Podía haber sido mucho peor. Kevin Spinella se había contenido mucho, algo impropio de él, relatando el caso prácticamente como le había pedido Grace. Afirmaba que la Policía sospechaba que los cuerpos habían sido lanzados desde algún barco de paso por el canal. Suficiente para darle a la comunidad la información a la que tenían derecho; suficiente para que pensaran en cualquier adolescente que conocieran y que se hubiera sometido recientemente a alguna operación y luego hubiera desaparecido, pero no tanto como para provocar el pánico.
Para Grace, aquello se había convertido en un caso de gran importancia potencial. Un triple homicidio en su territorio, con comisario nuevo y a las pocas semanas de estrenarse en el cargo. Sin duda la subdirectora Vosper, con su lengua viperina, le había contado ya a Tom Martinson lo que pensaba exactamente de Grace, y su torpe intento por entablar conversación con él en la fiesta de jubilación de Jim Wilkinson habría dado mayor credibilidad a su opinión. Tenía intención de conseguir que Martinson le dedicara unos minutos en la cena-baile de aquella noche, y con ello lograr una oportunidad de asegurarle que el caso estaba en buenas manos.
Vestido de un modo informal, con una chaqueta de cuero sobre un polo azul marino y una camiseta blanca debajo, vaqueros y deportivas, Roy Grace inició el procedimiento:
—Son las 8.30 del sábado 29 de noviembre. Ésta es la cuarta reunión de trabajo de la Operación Neptuno, la investigación de las muertes de tres personas desconocidas, identificadas como Varón Desconocido 1, Varón Desconocido 2 y Mujer Desconocida. Al mando de esta operación estoy yo, y, en mi ausencia, la inspectora Mantle.
Hizo un gesto hacia la inspectora, que tenía delante, para darla a conocer. A diferencia de muchos de los miembros de su equipo, que también iban vestidos de un modo informal, Lizzie Mantle llevaba uno de sus característicos trajes masculinos, en esta ocasión marrón con rayas blancas, y su única concesión al fin de semana era un suéter de cuello alto y marrón en lugar de una blusa más formal.
—Sé que varios de vosotros vais a la cena—baile del DIC de esta noche —prosiguió Grace—, y dado que es fin de semana, mucha de la gente con la que tenemos que hablar no estará disponible, así que a algunos de vosotros voy a daros fiesta el domingo. Para los que trabajen el fin de semana, tendremos sólo una reunión mañana, a mediodía, para que los que hayan acudido al baile hayan tenido tiempo de superar la resaca —añadió, con una sonrisita—. Volveremos a nuestra rutina con la reunión de las 8.30 del lunes.
Por lo menos, Cleo entendía los prolongados y antisociales horarios de trabajo de Roy, y se mostraba comprensiva, pensó aliviado. Nada que ver con los años pasados con Sandy, para quien el hecho de que trabajara en fin de semana era un gran problema.
Echó un vistazo a sus notas.
—Estamos esperando los resultados toxicológicos de la forense, que podrían ayudarnos con la causa de la muerte, pero no llegarán hasta el lunes. Mientras tanto, voy a empezar con los informes sobre el Varón Desconocido 1.
Miró a Bella Moy, que tenía su habitual cajita de Maltesers abierta delante. Sacó uno, como si fuera una droga, y se lo metió en la boca.
—Bella, ¿algo sobre los registros dentales? Paseándose la bola de chocolate por la boca, dijo:
—Hasta ahora no hay coincidencias para Varón Desconocido 1, Roy, pero sí hay algo que podría ser significativo. Dos de los dentistas que fui a ver comentaron que el estado de los dientes del chico era muy malo para su edad, lo que indicaba un mal estado de nutrición y de salud, y quizás un abuso de drogas. Así que es probable que proceda de un entorno marginal.
—¿No había ningún rastro de intervención odontológica que les diera a los dentistas ninguna pista sobre su nacionalidad? —preguntó Lizzie Mantle.
—No —respondió Bella—. No hay rastros de ninguna intervención, así que muy probablemente nunca haya ido a un dentista. En ese caso no vamos a encontrar ninguna coincidencia.
—El lunes tendrás las tres muestras para cotejar —dijo Grace—. Eso debería aumentar nuestras posibilidades.
—No me iría mal contar con un par más de agentes para visitar más rápidamente todas las consultas odontológicas.
—De acuerdo. Comprobaré con qué recursos contamos después de la reunión —concedió Grace, tomando una nota rápida, para luego dirigirse a Norman Potting—. Tú ibas a hablar con los coordinadores de trasplantes de órganos, Norman. ¿Hay algo?
—Estoy intentando hablar con todos los de los hospitales a menos de 150 kilómetros de aquí, Roy —dijo Potting—. Hasta ahora nada, pero he descubierto algo interesante. —Se quedó de pronto callado, con una sonrisita misteriosa en la cara.
—¿Y vas a compartirlo con nosotros? —preguntó Grace.
El sargento llevaba la misma chaqueta que se le veía todos los fines de semana, fueran de invierno o de verano. Una americana de tweed arrugada, con hombreras y bolsillos externos. Metió la mano en uno, deliberadamente despacio, como si fuera a sacar algo de gran importancia, pero se limitó a dejarla allí dentro y a juguetear con algunas monedas o alguna llave mientras hablaba.
—En el mundo hay una gran demanda de órganos humanos —anunció. Se mordió los labios y asintió con la cabeza solemnemente—. Especialmente de riñones e hígados. ¿Sabéis porqué?
—No, pero estoy segura de que estamos a punto de descubrirlo —dijo Bella Moy con irritación, al tiempo que se metía otro Malteser en la boca.
—¡Por los cinturones de seguridad! —dijo Potting, triunfalmente—. Los mejores donantes son los que mueren de lesiones en la cabeza, con lo que el resto del cuerpo queda intacto. Hoy en día cada vez más gente lleva el cinturón puesto en el coche, y sólo mueren si quedan completamente destrozados, o calcinados. ¿No es irónico? Antiguamente, la gente se golpeaba con la cabeza en el parabrisas y moría. Hoy en día la mayoría son motoristas.
—Gracias, Norman —dijo Grace.
—Hay algo más que podría resultar interesante —añadió Potting—. Manila, en las Filipinas, recibe actualmente el apodo de «Isla de un solo riñón».
—Venga, hombre —protestó Bella, sacudiendo la cabeza con cinismo—. ¡Eso es una leyenda urbana!
Grace la reprendió levantando una mano.
—¿Y qué importancia tiene eso, Norman?
—Es donde van los occidentales ricos a comprar riñones de los filipinos pobres. Los filipinos cobran por ello: una cantidad considerable de dinero, teniendo en cuenta su nivel de vida. Pero comprarlo y trasplantarlo cuesta entre cuarenta y sesenta mil.
—¿De cuarenta a sesenta mil libras? —repitió Grace, asombrado.
—Un hígado puede salir por cinco o seis veces ese precio —respondió Potting—. La gente que lleva años en una lista de espera acaba desesperada.
—Estos tipos no son filipinos —precisó Bella.
—He vuelto a hablar con el guardacostas —dijo Potting, sin hacerle caso—. Le di el peso de los bloques de cemento que llevaba atados el primer desdichado. No cree que las condiciones meteorológicas de la semana pasada bastaran para que las corrientes lo arrastraran. La mayoría son superficiales. Quizá, si hubiera habido un tsunami, pero si no, no.
—Gracias. Esa información es buena —dijo Grace, tomando nota—. ¿Nick?
Glenn Branson, que aún tenía el mismo aspecto desaliñado, levantó la mano.
—Siento interrumpir. Sólo una precisión, Roy. Las tres personas podrían haber sido asesinadas en otro país, o incluso en un barco, y lanzadas al canal, ¿verdad? ¿No es eso lo que dijiste a los del Argus?
—Sí, unas millas más lejos de la costa, y no habrían sido problema nuestro. Pero fueron hallados en aguas territoriales británicas, así que lo son. Ya tengo a dos de nuestros agentes revisando una lista de todos los barcos que se sabe que han pasado por el canal en los últimos siete días. Pero aún no sé cómo vamos a cotejar esa información siquiera, ni si vale la pena intentarlo.
—Bueno —prosiguió Branson—, los cuerpos fueron hallados bajo unos veinte metros de agua, así que si no los ha arrastrado la corriente, es que los lanzaron allí, desde un barco, un avión o un helicóptero. Algunos de los buques cisterna y de carga más grandes necesitan mayor profundidad, así que podríamos eliminar una buena parte del tráfico marítimo. Por otra parte, yo diría que, cualquier patrón de barco tiene acceso a los mapas del Almirantazgo y debería saber que estaba en una zona de dragado, por lo que normalmente se alejaría de la zona si no quería que se descubrieran los cuerpos. Un piloto de avión o de helicóptero podría haber pasado por alto los mapas oficiales. Así que creo que también tendríamos que consultar a los aeropuertos locales, en particular al de Shoreham, y averiguar qué aeronaves han despegado durante la semana pasada e investigarlas.
—Estoy de acuerdo —le secundó la inspectora Mantle—. Lo que dice Glenn tiene sentido. El problema es que desde un aeródromo privado podría haber despegado cualquiera sin comunicar su plan de vuelo, especialmente si se trata de una avioneta que haya salido con la misión de lanzar los cuerpos.
—También podría ser un avión de otro país —añadió Nick Nicholl.
—Eso lo dudo —dijo Grace—. Cualquier avión extranjero, por ejemplo, francés, sólo se adentraría unas millas en el canal. No entraría en el espacio aéreo británico.
Branson sacudió la cabeza.
—Lo siento, jefe, pero no estoy de acuerdo. Podrían haberlo hecho deliberadamente.
—¿Qué quieres decir con eso de «deliberadamente»? —preguntó la agente Mantle.
—Como para marcarse un doble farol —respondió el sargento—, sabiendo que nosotros supondríamos que venían de Inglaterra.
Grace sonrió.
—Glenn, creo que has visto demasiadas películas. Si alguien de otro país quisiera tirar unos cadáveres en el mar, lo
haría porque no quiere que le descubran, y no se acercaría tanto a la costa inglesa —dijo, y tomó una nota—. Pero tenemos que investigar todos los aeropuertos y aeródromos locales, y consultar a los controladores aéreos. Y eso se puede hacer el fin de semana, ya que no cierran.
David Browne levantó la mano. El director de Criminalística, que tenía cuarenta años, podría pasar fácilmente por hermano de Daniel Craig, sólo que con pecas y el pelo rojizo. Durante mucho tiempo había circulado la broma de que, unos años atrás, cuando la compañía cinematográfica estaba probando actores para el nuevo James Bond, habían acabado enviando el contrato a la persona equivocada. Llevaba una chaqueta de cuero, una camisa con el cuello abierto, vaqueros y deportivas; y con aquellos anchos hombros y un corte de pelo militar, tenía toda la pinta de un hombre de acción. Pero tras aquella imagen se ocultaba un tipo que trataba con gran meticulosidad los escenarios de los delitos, y que prestaba la máxima atención a cualquier detalle, lo que le había llevado al puesto más alto que podía alcanzar como criminólogo.
—Los tres cuerpos estaban envueltos en un PVC industrial similar, disponible en cualquier ferretería o tienda de bricolaje. Estaban atados con una cuerda de gran resistencia también muy fácil de conseguir. Yo creo que quienquiera que lo hizo no tenía ninguna intención de facilitar su recuperación. Para él era un «trabajo cerrado».
—¿Qué posibilidades hay de descubrir dónde se compraron esos materiales? —preguntó Grace.
—No eran grandes cantidades —observó Browne—. No es suficiente como para que el vendedor se acuerde. Hay cientos de lugares donde se venden esas cosas. Pero valdría la pena hacer una visita a las tiendas más próximas. La mayoría de ellas abrirán el fin de semana.
Grace tomó otra nota en su lista de «Recursos». Luego se dirigió de nuevo al agente Nicholl.
—¿Nick?
—He comprobado las listas de personas desaparecidas. Hay bastantes desaparecidos que podrían encajar. Quieren que les pase fotografías de las víctimas.
—Hemos pasado fotografías de los tres a Chris Heaver, que está preparando una versión presentable para publicarla en los periódicos del lunes. Puedes enviárselas a la oficina de desaparecidos al mismo tiempo.
Chris Heaver era el jefe de Identificación Facial.
—También se las haremos llegar a todas las estaciones de Policía del sureste, y veremos si pueden emitirlas en Crimewatch, si para cuando se emita el próximo programa no hemos sacado nada en claro. ¿Alguien sabe cuándo lo dan?
—Los martes —dijo Bella—. Lo he consultado.
Grace frunció el ceño, desilusionado. Eso suponía una larga espera. Entonces se dirigió a la joven agente Emma-Jane Boutwood.
—¿E. Jota?
—Bueno —dijo ella, con aquella voz elegante, de colegio de pago—. He investigado el caso del torso de aquel chico sin cabeza ni miembros que sacaron del Támesis en 2002. Al pobre chico, que nunca pudo ser identificado, la Policía le llamó Adam. Al final dedujeron que procedía de Nigeria, por el examen de unos gránulos microscópicos de plantas que le hallaron en el intestino. La experta a la que recurrieron fue una tal doctora Hazel Wilkinson, del Jodrell Laboratory, en Kew Gardens.
David Browne, jefe de Criminalística, levantó la mano.
—Roy, conocemos a Hazel; hemos trabajado con ella en varios casos.
—Muy bien —dijo Grace—. E. Jota, encárgate de enviarle lo que necesite; ponte de acuerdo con Nadiuska.
—Sí, y hay otra cosa. Esto lo leí en el hospital —dijo, con una tímida sonrisa y encogiéndose de hombros—. ¡Pensé que podía probar suerte allí! Uno de los laboratorios forenses que usamos para el ADN, Cellmark Forensics, depende de otro laboratorio estadounidense, Orchid Cellmark. He hablado con un tipo muy solícito que se llama Matt Greenhalgh, director de análisis forenses. Me ha dicho que en sus laboratorios en Estados Unidos han avanzado mucho en el análisis de isótopos de los enzimas del ADN. Matt dice que han descubierto que la comida, y en particular sus minerales constituyentes, se puede relacionar con una región de origen, si no ya con un país. Hemos enviado muestras del Varón Desconocido 1 por vía urgente y los resultados deberían llegar a principios de semana.
—Bien. Gracias, E. Jota —dijo Roy.
Por un momento se quedó pensando en lo inútil que podía resultar aquello, ahora que los alimentos viajan por todo el mundo. Pero podría ser útil. Entonces se puso en pie y se acercó a una de las pizarras blancas. Señaló una fotografía con un primer plano del brazo de la mujer.
—¿Veis todos esto?
Todo el mundo asintió. Era un tatuaje tosco, de dos o tres centímetros de ancho: «RARES».
—¿Rares? —dijo Norman Potting—. ¡Podría ser rash mal escrito! ¡En el sentido de «subidón», o en el de «urticaria», que es lo que parece! —bromeó, con una risita maliciosa.
—Yo apostaría a que es un nombre —propuso Roy Grace, sin hacerle caso—. Lo más probable que puede haberse tatuado una adolescente en el brazo es el nombre de un novio. En este caso parece como si se lo hubiera hecho ella misma. ¿Alguien ha oído este nombre alguna vez?
Nadie.
—Norman y E. Jota, os encargaréis de descubrir si esto es un nombre, y en qué país. O qué significa, si no es un nombre.
Luego se puso en pie y dirigió la mirada a la inspectora Mantle.
—Sé que has estado un par de días desconectada con tu curso, Lizzie. ¿Hay algo que necesites saber?
—No, ya me he puesto al día, Roy.
—Bien.
Sin sentarse, paseó la vista por la sala hasta dar con la analista del HOLMES, Juliet Jones, una mujer morena con una camisa marrón de rayas.
—Necesitamos una operación de barrido durante el fin de semana: consulta con los cuerpos de Policía de todos los condados del país, a ver si tienen algo remotamente parecido. No podemos dar por sentado que esto va de trasplantes. Es la línea de investigación más obvia, pero no podemos descartar que se trate de un loco solitario. Nadiuska considera que quien hizo esto sabe de cirugía. Tenemos que preguntar al Ministerio del Interior por cualquier cirujano o médico capaz de operar que haya salido de prisión o de un psiquiátrico en los últimos dos años. Eso también es un buen punto de partida. —Se quedó pensando un momento—. Y todos los cirujanos que hayan sido inhabilitados que puedan sentirse agraviados —añadió, tomando nota de aquello para sus investigaciones.
—¿Qué hay de Internet, Roy? —preguntó David Browne—. Recuerdo que alguien ofreció un riñón en eBay hace unos años. Quizá valdría la pena echar un vistazo.
—Sí, eso también es un punto de partida muy bueno —dijo, y se giró hacia Lizzie Mantle—. Quizá se pueda ocupar la Unidad de Crímenes Tecnológicos. A ver si alguien está anunciando órganos para la venta.
—¿Realmente crees que alguien haría eso, Roy? —preguntó Bella—. ¿Matar a gente para «vender» sus órganos?
Ya hacía tiempo que Grace había dejado de cuestionarse la capacidad de hacer el mal del ser humano. Podías imaginarte la cosa más horrible que el cerebro fuera capaz de engendrar, multiplicarla por diez y, aun así, no te acercarías a los niveles de depravación a los que puede llegar la gente.
—Sí —dijo él—. Desgraciadamente, lo creo.
41
Eran las tres y media y en el exterior ya estaba oscureciendo. Lynn permanecía sentada junto a la mesa de su cocina, mirando por la ventana, esperando que el microondas —que hacía un ruido similar al de una sierra eléctrica dentro de un cubo de basura de metal— acabara su ciclo. La lluvia caía con fuerza en el jardín de atrás, que ella cuidaba con tanto mimo el resto del año y que ahora tenía un aspecto muy descuidado.
Había que podar las rosas de otoño, y la hierba, cubierta por una alfombra de hojas muertas, también había que cortarla de nuevo, pese a estar a finales de noviembre. «Gracias, calentamiento global», pensó ella. Quizás el fin de semana siguiente tuviera la energía y las ganas necesarias.
Si...
Un gran «si».
Si pudiera superar el intenso miedo por Caitlin, que la tenía atenazada, casi paralizándola, y que le impedía concentrarse en nada, ni siquiera en el periódico.
Desde que tenía uso de razón, había algo en los domingos por la tarde que nunca le había gustado. La triste sensación de que el fin de semana estaba llegando a su fin y de que al día siguiente habría que volver al mundo real. Pero aquella tarde no era sólo triste. Estaba aterrada por Caitlin y se sentía impotente —y furiosa por su impotencia—. Ver la cara asustada de su hija aquellos últimos días en el hospital, sin poder ofrecerle nada más que palabras de apoyo, unas cuantas revistas para adolescentes y unos CD le estaba destrozando por dentro.
Ayudar a los demás era una de las cosas que siempre se le había dado mejor. Durante su adolescencia, se había pasado dos años ayudando a su hermana menor, Lorraine, postrada en la cama tras ser atropellada por un camión mientras iba en bicicleta, a recuperar la salud lentamente y a volver a caminar. Hacía cinco años, había vuelto a ayudar a Lorraine con su divorcio y en la batalla que en última instancia perdió contra el cáncer de mama.
Tras su divorcio, su madre había sido su puntal, pero ahora estaba envejeciendo y, aunque aún estaba fuerte, Lynn sabía que en algún momento la perdería. Si también perdía a Caitlin, se encontraría absolutamente sola en el mundo, y aquel pensamiento egoísta le asustaba casi tanto como el dolor de ver sufrir a Caitlin.
Los últimos días en el Royal South London Hospital habían sido un infierno. Las tres noches anteriores le habían encontrado una habitación para ella en un centro de formación del Ejército de Salvación, enfrente del pabellón de Caitlin, pero apenas se había pasado por allí, ya que no se quería perder ninguno de los exámenes y las pruebas de idoneidad para el trasplante a los que habían sometido a Caitlin a todas horas y había optado por dormir en una silla junto a la cama de su hija.
Ya había perdido la cuenta de la gente que había pasado a ver a su hija. Todos los miembros del equipo de trasplantes, los asistentes sociales, las enfermeras, el médico de admisiones, el hepatólogo, el cirujano, el anestesista. Todos los escáneres, los análisis de sangre, las pruebas para el historial, las resonancias, las pruebas de capacidad pulmonar, las de corazón y los exámenes clínicos aparentemente interminables y repetitivos.
—Soy como una pieza de exposición, ¿no? —se había lamentado Caitlin, desesperada, en un momento dado.
La única persona a la que Caitlin respondía bien, el doctor Abid Suddle, su médico especialista, las había tranquilizado a ambas aquella misma mañana; les había dicho que quizás encontraran un hígado pronto, pese a que Caitlin tuviera un grupo sanguíneo raro. A lo mejor incluso al cabo de unos días.
Siempre la tranquilizaba. Le gustaba la energía de aquel hombre, su calidez y su interés. Veía que era alguien que trabajaba muchísimas horas, y estaba convencida de que él sí pondría de su parte, pero el hecho era que los hígados escaseaban y que Caitlin tenía un grupo sanguíneo raro. Y había otro problema. Tal como ya les habían explicado, su hija tenía una enfermedad crónica, y solía darse prioridad a los enfermos con una enfermedad aguda.
El doctor Suddle les había explicado que había otros grupos sanguíneos no tan raros que podrían servir para el trasplante de hígado, así que aquello no tenía por qué ser motivo de preocupación. Caitlin se pondría bien, le dijo. Y Lynn sabía que el doctor Abid Suddle quería realmente que se pusiera bien.
Sin embargo, también sabía que formaba parte de un sistema. No era más que un agotado miembro de un equipo muy grande, muy presionado y en tensión permanente. Y Luke la había asustado hasta el punto de hacerle consultar Internet personalmente. Era difícil determinar la cifra exacta de la gente que esperaba un trasplante de hígado en el Reino Unido. El doctor Suddle había admitido, en privado, que, en el Royal, el diecinueve por ciento moría antes de que llegara el órgano. Y ella estaba segura de que no le contaba toda la verdad. Las prioridades cambiaban cada miércoles, en la reunión semanal. Los pacientes con los que había hablado en los ratos libres se quejaban de que constantemente los iban desplazando hacia abajo en la lista, al aparecer otros en peores condiciones que ellos.
Era una lotería.
¡Se sentía tan impotente!
Sobre la mesa se encontraba el grueso montón de papel del Observer con todos sus suplementos, y ella echó un vistazo a los titulares de la primera página, que anunciaban mayores penurias económicas, la caída de los precios de las propiedades y el aumento de las bancarrotas. Y al día siguiente, cuando volviera al trabajo, tendría que enfrentarse a las consecuencias humanas de todo aquello.
Le daban pena casi todas las personas con las que hablaba por teléfono desde el trabajo. Personas decentes, normales, que se habían visto en problemas económicos. Había una mujer, Anne Florence, casi de su misma edad y con una hija adolescente enferma. Sus problemas habían empezado unos años atrás, cuando se había comprado un coche a plazos por 15.000 libras. Había llegado un punto en que no podía pagar el seguro, y le robaron el coche. Ella se quedó con los plazos por pagar, pero sin coche.
Al no tener dinero para otro vehículo, se lo había comprado con la tarjeta de crédito. Y luego había contratado otras tarjetas, usando el límite de crédito de cada una de ellas para pagar las deudas de las anteriores.
Llevaba casi un año renegociando la amortización mes a mes de la deuda de 5.000 libras con la emisora de una de las tarjetas, cliente de su empresa, que le permitía efectuar pequeños pagos periódicos. Pero para acabar de empeorar las cosas, Anne se había retrasado en el pago de su hipoteca. Sabía que sólo era cuestión de tiempo hasta que la pobre mujer perdiera la casa... y todo lo demás.
Le habría gustado tener una varita mágica que pudiera arreglar los problemas de Anne Florence y de las decenas de personas como ella con las que trataba a diario, pero lo único que podía hacer era ser simpática pero firme. Y se le daba mucho mejor ser «simpática» que «firme».
Max, su gato atigrado, se frotó contra sus piernas. Ella se arrodilló y lo acarició, sintiéndose mejor al sentir su pelo suave y cálido.
—Tienes suerte, Max —dijo—. No tienes ni idea de toda la mierda con la que tenemos que enfrentarnos las personas, ¿verdad?
Si Max lo sabía, no iba a decírselo. Se limitó a ronronear.
Lynn cogió el teléfono y marcó el número de su mejor amiga, Sue Shackleton, en la que siempre podía confiar para que la animara. Pero saltó el contestador. Recordó, vagamente, algo sobre que el nuevo novio de Sue se la iba a llevar a Roma de fin de semana. Dejó un mensaje y luego colgó, decepcionada.
En aquel mismo momento, sonó la campanilla del microondas. Esperó otro minuto, abrió la puerta y sacó la pizza. La cortó en trozos, la puso en una bandeja y la llevó al salón.
Cuando abrió la puerta, oyó la televisión a todo volumen. En la pantalla reconoció a dos de los personajes de Laguna Beach, una de las teleseries a las que era adicta su hija. Caitlin estaba tumbada en el sofá, con la cabeza apoyada en el pecho de Luke, descalza y moviendo los dedos de los pies. Sobre la mesita auxiliar de vidrio había dos latas de Coca-Cola abiertas. Lynn miró por un momento el rostro de su hija, la vio totalmente absorta en el programa, sonriendo por algo, y por un momento la emoción la sobrecogió. Sintió un fuerte deseo de coger a Caitlin entre sus brazos.
Aquella chica necesitaba que la tranquilizaran —se lo merecía—. Y se merecía a alguien mucho mejor que aquel capullo que estaba en el sofá con ella, con su estúpido peinado caído hacia un lado.
Aún estaba furiosa con él por haber asustado a Caitlin —y a ella misma— con las estadísticas sobre la cantidad de gente en las listas de espera para trasplantes y los índices de mortalidad.
—¡Pizza! —anunció, con mucha más alegría de la que sentía.
Luke, vestido con una sudadera con capucha, tejanos rasgados y deportivas sin atar, se la quedó mirando desde debajo de aquel flequillo ladeado y luego levantó una mano, como si dirigiera el tráfico.
—¡Qué guay! Me mola la pizza.
«A mí me molaría ponértela por montera», pensó Lynn. No le habría importado echársela toda por encima. Pero mantuvo la calma, dejó la bandeja en la mesa, salió de la sala y volvió a la cocina. Dejó intacto el periódico del domingo y cogió en su lugar la novela policiaca de Val McDermid que estaba leyendo desde hacía unos días, con la esperanza de poder sumergirse en un mundo diferente durante una horita.
En el libro, un hombre estaba colocando a su víctima en una reproducción de una máquina de tortura medieval. Lynn enseguida pensó en lo agradable que sería colocar a Luke en aquel aparato.
Dejó el libro sobre la mesa y se echó a llorar.
42
Susan Cooper estaba exhausta. Había perdido la cuenta de los días que habían pasado desde el accidente de Nat. Aparte de los breves viajes a casa para ducharse y cambiarse de ropa, llevaba viviendo allí, en la UCI, desde el miércoles anterior. Y según el Daily Mail que tenía en el regazo, era lunes.
El periódico estaba lleno de artículos y consejos alegres y festivos. ¡Cómo evitar la resaca navideña! ¡Cómo evitar ponerse unos kilos de más durante las fiestas! ¡Cómo decorar el árbol con basura doméstica reciclada! ¡Cien ideas para regalos de Navidad! ¡Cómo comprarle a tu chico un regalo que nunca olvide!
¿Y qué tal: «Cómo ayudar a tu chico a que viva hasta Navidad»?, pensó, casi sin fuerzas. ¿«Cómo hacer que tu chico viva lo suficiente como para que vea nacer a su hijo»?
En los últimos cinco días no se habían producido cambios. Los cinco días más largos de su vida. Cinco días de vivir en una silla junto a la cama de Nat, en aquella UCI azul. Estaba harta de ver tanto azul. Harta del azul pálido de las paredes, del azul de las cortinas que en aquel momento rodeaban su cama, del azul de las persianas venecianas, del azul del uniforme de las enfermeras y de los médicos. El único color diferente era el de las tarjetas que había recibido Nat. Las flores las había dado a otro pabellón, ya que allí no había espacio.
Contempló la idea de ir a la zona de las cortinas, pero en aquel momento estaba llena de médicos. De pronto sonó una alarma. BIIIP-BIIIP-BONG. Casi al instante, paró. Cada vez odiaba más aquella alarma. Cada vez le daba un susto de muerte. Luego sonó otra en el otro extremo de la sala. Dejó el periódico sobre la silla y se puso en pie. Necesitaba un respiro.
Sonó otra alarma junto a la cama de Nat y se preguntó de nuevo si debía ir a ver tras las cortinas. Pero había estado haciéndolo constantemente, interrogando a todo el personal médico todo el día, y sabía que estaría volviéndolos locos. Decidió salir de la sala unos minutos para cambiar de ambiente.
Dejó atrás varias camas, cuyos ocupantes estaban en su mayoría intubados y en silencio, durmiendo o con la mirada perdida, y se detuvo junto al dispensador de solución limpiadora que había en la pared, al lado de la puerta. Cumplió con la norma de aplicarse un chorrito de aquella porquería y frotársela por las manos y a continuación apretó el botón verde para desbloquear la puerta, la empujó y salió de la unidad. Caminó por el pasillo, como un zombi, dejando a su izquierda la puerta que daba a la sala de descanso y a su derecha la que daba a la sala de espera, más grande pero no más alegre. Pasó junto a un cuadro abstracto que daba la impresión de que representaba un choque entre dos camiones llenos de calamares de colores, y siguió por el pasillo hasta que llegó a la ventana, del otro lado del ascensor.
Aquélla se había convertido en su ventana al mundo exterior.
Era la ventana por la que veía una realidad alternativa. Tejados y gaviotas que volaban en lo alto; más allá, el canal. Un mundo de tranquila normalidad. Un mundo en el que Nat estaba bien. Un mundo en el que los cascos grises de los barcos pasaban por el gris horizonte y en el que el día anterior había visto a lo lejos las velas blancas de las embarcaciones que salían del puerto deportivo y competían rodeando boyas. La serie de regatas de invierno, las Frostbite Series. Ella las conocía muy bien, porque durante un par de años, los domingos por las mañanas que no trabajaba, Nat había sido tripulante en una de aquellas embarcaciones, donde se ocupaba de los cabrestantes. Disfrutaba del aire libre y le servía como válvula de escape para huir del estrés del hospital.
Entonces se había comprado la moto, y desde aquel momento había dedicado los domingos por la mañana a correr por el campo con un grupo de motoristas renacidos como él. La moto que ella tanto odiaba.
«Mierda —pensó—. ¡Mierda, mierda, mierda!»
Como si detectara su estado de ánimo, el bebé se movió en su interior.
—Hola, Bultito —dijo. Y sacó el teléfono móvil. Ocho llamadas perdidas. Un mensaje nuevo tras otro, tras otro y otro más. El hermano de Nat. Los amigos de las regatas. Su hermana. Jane, la mejor amiga de Susan, y otras dos amigas.
Oyó pasos tras ella. Ligeros, chirriando contra el linóleo. Luego una voz femenina que no reconoció.
—¿Señora Cooper?
Se giró y vio a una mujer de aspecto agradable que llevaba en las manos un dosier lleno de impresos. La mujer, que no tendría aún cuarenta años, tenía el pelo largo y claro, recogido en un moño. Llevaba un top marrón y crema de rayas, pantalones negros y zapatos del mismo color de suela blanda. En el pecho llevaba una chapita en la que ponía «Enfermera especializada».
—Me llamo Chris Jackson —se presentó, con una sonrisa amable—. ¿Cómo está?
Susan se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.
—No muy bien, si quiere saber la verdad.
Hubo un breve momento de duda y Susan se sintió extraña. Notaba que se acercaba algo malo.
—¿Podríamos hablar unos minutos, señora Cooper? —preguntó la enfermera—. Si no la interrumpo, por supuesto.
—Sí, claro.
—A lo mejor podríamos ir a la sala de descanso. ¿Le puedo traer una taza de té?
—Gracias.
—¿Cómo lo toma?
—Con leche, sin azúcar.
Unos minutos más tarde, Susan estaba sentada en una gran silla verde con reposabrazos de madera, en la sala de descanso, que no tenía ventanas. Había una mesa en la esquina, y una lamparita encima con la pantalla fruncida. De una pared colgaba un pequeño espejo, de otra un grabado de un lúgubre paisaje y había también un ventilador diminuto, apagado. El ambiente era opresivo.
Chris Jackson volvió con dos tazas de té y se sentó frente a ella. Le dedicó una sonrisa amable pero algo forzada.
—¿Puedo llamarla Susan?
Asintió.
—Susan, me temo que la cosa no pinta bien —dijo, removiendo su té—. Hemos hecho todo lo que hemos podido por su marido. Sabiendo quién es, y por el afecto que le tiene el personal, todo el mundo ha realizado un esfuerzo incluso superior a lo normal. Pero en cinco días no ha respondido, y me temo que ha habido un cambio esta mañana.
—¿Cuál?
—Los frecuentes controles de sus pupilas revelan un cambio en el cerebro relacionado con un aumento de presión.
—Se le han dilatado las pupilas, ¿verdad?
—Sí, claro —respondió Chris Jackson, con una sonrisa apesadumbrada —. Usted tiene experiencia y lo entiende.
—Y entiendo la gravedad de sus daños cerebrales. ¿Cuánto tiempo más cree..., cree... —balbució, cada vez con más dificultad— que estará con nosotros?
—Vamos a repetir las pruebas, pero parece terminal. ¿Hay alguien a quien quisiera llamar? ¿Algún pariente que quiera que esté aquí, para despedirse de él y apoyarla?
Susan puso la taza y el platillo en la mesa, rebuscó en el bolso en busca de un pañuelo de papel, se secó los ojos y asintió.
—Su hermano... Viene de camino de Londres. Debería estar aquí muy pronto. Yo... Yo... —Sacudió la cabeza, se sorbió la nariz y respiró hondo, intentando calmarse y reprimir las lágrimas—. ¿Con qué seguridad se sabe?
—Ha habido un aumento de la tensión arterial hasta 220 sobre 110. Luego ha caído a 90 sobre 140. Usted es enfermera, ¿verdad? ¿Sabe lo que eso significa?
—Sí —asintió Susan, con los ojos convertidos en un mar de lágrimas—. Nat está prácticamente muerto, ¿verdad?
—Me temo que sí —respondió Chris Jackson, con una voz muy suave.
Susan asintió, apretándose el pañuelo contra cada uno de los ojos alternativamente. La otra mujer esperaba pacientemente. Al cabo de unos minutos, Susan dio un sorbo al té.
—Mire —dijo Chris Jackson—, hay algo de lo que tengo que hablarle ahora mismo. Como su marido está aquí y su cuerpo está en gran medida intacto, tiene la opción de donar sus órganos vitales para salvar la vida de otros.
Hizo una pausa, a la espera de una reacción.
Susan miraba fijamente su taza, en silencio.
—A mucha gente eso les reconforta. Significa que la muerte de su ser querido al menos puede contribuir a salvar la vida de otros. Significaría que la muerte de Nat deja algo positivo.
—Estoy embarazada —dijo Susan—. Llevo dentro un hijo suyo. Ahora ya no va a verlo, ¿verdad?
—Pero al menos una parte de él seguirá viva en ese niño.
Susan volvió a quedarse mirando fijamente el té. Era como si tuviera un grillete de acero apretándole la garganta.
—Cómo... Quiero decir si yo... Si él... donara sus órganos, ¿quedaría... desfigurado?
—Recibiría la misma atención médica que un paciente vivo. No quedaría desfigurado, no. Sólo se le practicaría una incisión en el pecho.
Tras un largo silencio, Susan dijo:
—Nat siempre estuvo a favor de la donación de órganos.
—Pero ¿no llevaba un carné de donante? ¿Ni estaba apuntado en el registro?
—Creo que lo habría hecho, con el tiempo —respondió Susan, encogiéndose de hombros y secándose los ojos de nuevo—. No creo que esperara..., que esperara...
La enfermera asintió, ahorrándole acabar la frase:
—No hay mucha gente que lo haga —dijo.
Susan soltó una amarga risa.
—Esa jodida moto. Yo no quería que se la comprara. ¡Joder! ¡Sólo con que me hubiera puesto dura...!
—Es muy difícil detener a la gente de carácter decidido, Susan. No puede culparse por eso, ni ahora ni nunca.
Otro largo silencio.
—Si doy mi consentimiento, ¿le aplicarán un anestésico?
—Si eso es lo que quiere, sí. Pero no es necesario. No puede sentir nada en absoluto.
—¿Cuánto le quitarían?
—Lo que usted quiera.
—No quiero que le quiten los ojos.
—Está bien. Lo entiendo —respondió. De pronto sonó su buscapersonas. Le echó un vistazo y volvió a meterlo en su funda—. ¿Quiere otra taza?
Susan se encogió de hombros.
—Le prepararé otra taza y traeré los impresos de consentimiento. Necesito repasar su historia médica con usted.
—¿Saben quién recibirá sus órganos? —preguntó Susan.
—No, de momento no. Hay una base de datos nacional de órganos (riñones, corazón, hígado, pulmones, páncreas e intestino delgado) con más de ocho mil personas en lista de espera. Los órganos de su marido serían asignados siguiendo un criterio de coincidencia y prioridad, buscando los receptores con mayores posibilidades de éxito. Le escribiremos y le diremos quién se ha beneficiado de su donación.
Susan cerró los ojos para detener las lágrimas.
—Tráigame los impresos —dijo—. Usted tráigame esos jodidos impresos antes de que cambie de opinión.
43
La Agencia de Recaudación Denarii, para la que trabajaba Lynn Beckett, ocupaba dos plantas en uno de los bloques de oficinas más nuevos de Brighton y Hove, cerca de la estación de tren, en el moderno barrio de New England.
La agencia, llamada así en referencia a los denarios romanos, trabajaba con clientes de toda una serie de empresas que ofrecían crédito —bancos, constructoras, venta por catálogo, tiendas que emitían sus propias tarjetas de crédito, empresas de venta a plazos—; con el empeoramiento de la situación económica, el negocio iba al alza. Parte de su negocio procedía simplemente de la recaudación de grandes deudas de clientes específicos. Pero una parte importante eran carteras enteras de morosos que compraban en lote, sin saber cuánto serían capaces de recuperar.
Eran las cinco y cuarto de un lunes por la mañana y Lynn estaba sentada en su despacho con otras nueve personas. Su equipo se llamaba Harrier Hornets. Cada equipo tenía su nombre escrito en un cartel que colgaba del techo. Los otros equipos, muy competitivos, se llamaban Silver Sharks, Leaping Leopards y Denarii Demons. En el otro extremo de la oficina estaba el departamento legal, bajo un cartel que decía Legal Eagles, y más allá estaba el equipo de gestión de llamadas, que monitorizaba las llamadas efectuadas por los agentes de recaudación.
A Lynn solía gustarle trabajar allí. Le encantaba la camaradería y el clima de rivalidad amistosa, alimentado por unas enormes pantallas planas en las paredes que mostraban constantemente los incentivos que podían ganar, que iban desde una caja de bombones a una salida —como una cena en un restaurante elegante o una noche en las carreras de galgos—. La pantalla que tenía en aquel momento a la vista mostraba una animación de un caldero lleno de monedas de oro, con las palabras: «BOTE ACTUAL 673 £». Muchas veces tenía la sensación de que el ambiente era parecido al de un casino.
Hacia el final de la semana, el bote habría aumentado aún más, y uno de los agentes de recaudación de su equipo o de uno rival se lo llevaría a casa como paga extra. Pensó que no le iría nada mal, y aún era posible. Hasta el momento llevaba un buen inicio de semana, a pesar de las interrupciones.
«¡Dios, cómo me gustaría ganar eso!», pensó. Le serviría para pagar el coche, y algún capricho para Caitlin, además de los pagos mensuales cada vez mayores de la tarjeta de crédito.
Desde la oficina disponía de unas bonitas vistas de Brighton, ahora sumida en la oscuridad, pero cuando estaba en el trabajo se concentraba tanto que raramente tenía tiempo de apreciarlas. Tenía el auricular del teléfono puesto, una taza de té enfriándose delante, y estaba todo lo concentrada que podía en su lista de llamadas.
Paró un momento, como solía hacer cada pocos minutos, y miró apesadumbrada la fotografía de Caitlin, clavada en la divisoria roja, justo por encima de su pantalla de ordenador. Estaba apoyada contra una casa encalada en Sharm El Sheikh, bronceada, con una camiseta, pantalones cortos y un bonito par de gafas de sol, y poniendo morritos de supermodelo a la fotógrafa, que era Lynn. Luego volvió a su hoja de llamadas, marcó un número y le respondió una áspera voz masculina con acento del norte de Inglaterra.
—¿Sí?
—Buenas tardes —dijo ella, educadamente—. ¿Es el señor Ernest Moorhouse?
—Sí... ¿Quién habla? —respondió, de pronto con aire evasivo.
—Me llamo Lynn Beckett. ¿Es usted el señor Moorhouse?
—Bueno, sí, podría ser.
—Le llamo de la Agencia de Recaudación Denarii. Recientemente le enviamos una carta en referencia a una deuda de 862 libras adquirida con su tarjeta de compra HomeFixIt. ¿Podría confirmarme su identidad?
Hubo un momento de silencio.
—Ah —dijo él—, lo siento, no la he entendido bien. No soy el señor Moorhouse. Debe de tener el número mal.
Se cortó la comunicación.
Lynn volvió a llamar y respondió la misma voz.
—¿Señor Moorhouse? Soy Lynn Beckett, de Denarii. Creo que se ha cortado la línea.
—Le acabo de decir que no soy el señor Moorhouse. Ahora váyase a freír espárragos y deje de molestarme, o iré a New England y le meteré este teléfono por el culo.
—¿Así que le llegó mi carta? —insistió ella, imperturbable.
La voz del tipo aumentó varias octavas y decibelios.
—¿Qué parte de «No soy el señor Moorhouse de los cojones» no entiende, foca inútil?
—¿Cómo ha sabido que estaba en el barrio de New England, a menos que haya recibido mi carta, señor Moorhouse? —preguntó ella, manteniendo la calma y la educación.
Entonces tuvo que apartarse el teléfono del oído, del que surgió una oleada de insultos. De pronto empezó a sonar su teléfono móvil. Lo sacó y miró la pantalla. Ponía «Número privado». Apretó el botón de colgar..
Cuando acabaron los insultos, dijo:
—Debo advertirle, señor Moorhouse, que todas nuestras llamadas son grabadas con fines didácticos y de monitorización.
—¿Sí? Bueno, pues yo voy a advertirle de otra cosa, señorita Barnett: no me llame nunca más a estas horas del día para empezar a hablarme de dinero. ¿Me entiende?
—¿Qué hora del día le iría mejor?
—¡Ninguna hora del puto día ni de la noche! ¿Me entiende?
—Me gustaría ver si podemos establecer un plan para que usted pueda empezar a pagar esto semanalmente. En cantidades que se pueda permitir.
Una vez más tuvo que apartarse el teléfono del oído.
—¡No puedo permitirme un puto céntimo! He perdido el puto trabajo, ¿sabe? El puto Gordon Brown me está desollando vivo. Tengo a cobradores de los cojones llamándome a la puerta por deudas más grandes que ésta. Ahora déjeme y no vuelva a llamarme en mi puta vida. ¡¿Me ha entendido?!
Lynn respiró hondo.
—¿Qué le parecería empezar pagando sólo diez libras a la semana? Querríamos facilitarle las cosas. Un plan de amortización que le resultara cómodo.
—¡Pero ¿es que está sorda?!
El teléfono enmudeció otra vez. Casi al momento, su teléfono móvil emitió un pitido, con un mensaje.
Escribió una nota en el dosier de Ernest Moorhouse. Haría que le enviaran otra carta y volvería a llamarle la semana siguiente. Si aquello no funcionaba —y parecía que no iba a funcionar— tendría que pasar el caso al departamento legal.
Disimuladamente, porque las llamadas privadas no estaban bien vistas, se llevó el teléfono al oído y escuchó el mensaje.
Era de la coordinadora de trasplantes del Royal South London Hospital: le pedía que la llamara urgentemente.
44
Durante el fin de semana se había producido otra muerte sospechosa en la ciudad, un camello de cuarenta y cuatro años llamado Jeffery Deaver, que había caído desde la ventana de su piso junto al mar, en una séptima planta. Tenía todas las características de un suicidio, pero ni el juez de instrucción ni la Policía querían sacar una conclusión precipitada. El pequeño equipo de investigación que se había creado al efecto estaba reunido en la tercera estación de trabajo de la SR-1, así que, para no interrumpirlos, ahora Grace celebraba sus dos reuniones diarias en la sala de reuniones, al otro lado del pasillo.
Su equipo, que había crecido aún más, estaba sentado alrededor de la gran mesa rectangular, con veinticuatro sillas rojas ocupadas a su alrededor. En un extremo de la sala, justo detrás del superintendente, había una pantalla curvada en dos tonos de azul con las palabras «www.sussex.police.uk» y un motivo artístico con cinco placas de Policía sobre un fondo azul, con el nombre Crimestoppers y un número muy visible bajo cada una de ellas. En la pared opuesta había una pantalla de plasma.
Grace sentía una presión aún mayor de lo habitual. En la cena y baile del sábado por la noche había conseguido charlar otra vez con el nuevo comisario y se había sorprendido al ver lo bien informado que estaba Tom Martinson sobre el caso. Se dio cuenta de que no iba a ser únicamente la subdirectora Alison Vosper la que controlara cada uno de sus pasos. Los tres cuerpos se estaban convirtiendo cada vez más en objeto de análisis por parte de toda la ciudad de Brighton y Hove, lo que significaba, en particular, que la competencia del DIC de Sussex estaba a prueba. Lo único que evitaba que el descubrimiento de los tres cuerpos atrajera una mayor cobertura mediática de momento era que habían desaparecido de su casa en un pueblo cerca de Hull dos niñas, hacía más de una semana: la atención mediática se centraba sobre todo en ellas y en su familia.
—Son las 18.30 del lunes 1 de diciembre —anunció Grace—. Es la octava reunión de la Operación Neptuno, la investigación sobre las muertes de tres personas desconocidas. —Dio un sorbo a su café y prosiguió—: Esta mañana he celebrado una rueda de prensa muy incómoda. Alguien se ha ido de la lengua con lo de los órganos desaparecidos.
Se quedó mirando a sus colegas de mayor confianza, uno tras otro: Lizzie Mantle, Glenn Branson —que llevaba un traje azul eléctrico, como si estuviera a punto de salir de fiesta—, Bella Moy, Emma-Jane Boutwood, Norman Potting y Nick Nicholl, seguro de que no sería ninguno de ellos, ni otro rostro presente en la sala, el superintendente Guy Batchelor. De hecho, estaba bastante seguro de que no era ninguno de los presentes. Ni tampoco creía que fuera alguien del equipo forense. Ni del departamento de prensa. Quizás alguien de la Sala de Control... Un día, cuando tuviera tiempo, lo descubriría, se lo prometía.
Bella tenía en la mano un ejemplar del Evening Standard de Londres y la última edición del Argus. El titular del Standard decía: «EL ENIGMA DE LOS ÓRGANOS ROBADOS EN EL CANAL». El del Argus: «APARECEN EN EL CANAL CUERPOS SIN SUS ÓRGANOS VITALES».
—Podéis estar seguros de que mañana habrá más, en los periódicos matutinos. Hay un par de equipos de reporteros de televisión recorriendo el puerto de Shoreham y nuestro departamento de prensa ha recibido llamadas de emisoras de radio toda la tarde —dijo, señalando con la cabeza hacia Dennis Ponds, a quien le había pedido que asistiera a la reunión.
El responsable de relaciones públicas, que antes había sido periodista, tenía más aspecto de corredor de bolsa que de reportero. Tenía poco más de cuarenta años y el pelo negro engominado, unas cejas enormes de mutante y solía vestir trajes muy vistosos. Su misión, nada fácil, era la de mediar en las frágiles relaciones entre la Policía y la opinión pública. A menudo se trataba de limitar las pérdidas, y había recibido el apodo de «Pond el Sucio» por parte de los agentes que sospechaban de cualquiera que tuviera relación con la prensa.
—Espero que la cobertura mediática ayude a que el público aporte información —dijo Ponds—. He hecho circular fotografías retocadas de los tres por todos los periódicos y canales de televisión, y también a las estaciones de noticias por Internet.
—¿Tienen a Absolute Brighton TV en su lista? —preguntó Nick Nicholl, en referencia al canal de noticias por Internet de la ciudad, relativamente nuevo.
—¡Por supuesto! —respondió Ponds, pletórico, encantado con su propia inteligencia.
Grace miró sus notas.
—Antes de revisar vuestros informes particulares, hoy se ha registrado algo nuevo e interesante. Puede que no sea nada, pero deberíamos seguirlo —dijo, mirando a Glenn Branson—. Tendrás que encargarte tú, ya que eres nuestro experto náutico.
Se oyeron unas risas.
—Experto en proyección de vómitos, más bien —bromeó Norman Potting.
Grace no le hizo caso y prosiguió:
—Han denunciado la desaparición desde el viernes por la noche de un barco de pesca, el Scoob-Eee, con base en Shoreham. Puede que no sea nada, pero ahora tenemos que fijarnos en cualquier cosa que se salga de lo normal en toda la costa.
—¿Has dicho el Scoob-Eee, Roy? —preguntó Branson.
—Sí.
—Ése... Ése es el barco en el que salimos el viernes con la Unidad de Rescate Especializado.
—¡No nos habías dicho que lo hundiste, Glenn! —le tomó el pelo Guy Batchelor.
Glenn no le hizo ni caso, muy impresionado y pensando a toda velocidad. ¿Desaparecido quería decir «robado» o «hundido»? Se giró hacia Grace y preguntó:
—¿Tienes algún dato más?
—No, a ver qué puedes encontrar tú.
Branson asintió y se quedó sentado, en silencio. El resto de la reunión apenas mantuvo la concentración.
—A mí me suena a cosa de la mafia —dijo, de pronto, Norman Potting.
Grace le echó una mirada interrogativa. Potting asintió.
—Fue Noel Coward, ¿no? El que dijo aquello de Brighton: «Marineros, maricones y mañosos». Lo resume muy bien, ¿no?
Bella lo miró con cara de hastío:
—¿Y tú qué eres de esas tres cosas?
—Norman —advirtió Grace—, hay gente que eso lo encontraría ofensivo. ¿De acuerdo?
Por un momento pareció como si el sargento fuera a responder, pero luego se lo pensó mejor.
—Sí, jefe. Entendido. Sólo quería señalar que con tres cuerpos sin órganos, podríamos encontrarnos ante un mercado negro... de órganos humanos.
—¿Tienes algo más sobre eso?
—Les he pasado un informe a Phil Taylor y a Ray Packard, de la Unidad de Delitos Tecnológicos, para ver qué pueden encontrar en Internet. Yo ya he echado un vistazo por mi cuenta y sí, es algo muy frecuente.
—¿Algún contacto en el Reino Unido?
—De momento no. Estoy ampliando la investigación todo lo que puedo, con la Interpol, y en particular con la Europol. Pero no creo que nos vayan a dar respuestas rápidas.
Grace estuvo de acuerdo con aquello. Había tenido muchas experiencias previas con la Interpol y sabía que podía ser desesperantemente lenta, y a veces de trato arrogante.
—Pero he encontrado algo que podría ser de interés —añadió Potting. Se levantó de la silla y se acercó a la pizarra blanca sobre la que se veía la fotografía ampliada con el tatuaje en el brazo de la chica. Señalándolo, dijo el nombre en voz alta—: Rares.
Bella revolvió los Maltesers de su cajita y sacó uno.
—He hecho unas comprobaciones, sobre todo en Internet —prosiguió Potting—. Es un nombre rumano. Un nombre de pila de varón.
—¿Exclusivamente rumano, y de ningún otro sitio? —le preguntó Grace.
—Exclusivo de Rumania —respondió Potting—. Desde
luego, eso no significa necesariamente que ese Rares, quienquiera que sea, sea rumano. Pero puede ser una pista.
Grace tomó nota.
—Bien. Eso será muy útil, Norman.
Potting soltó un eructo, por lo que Bella le miró con desprecio.
—Ups, perdón —dijo, dándose una palmadita en el vientre—. Una cosa más, Roy, que creo que sería relevante: Naciones Unidas publica una lista de «Estados canallas» implicados en el tráfico humano para trasplantes de órganos. He echado un vistazo —dijo, con una sonrisa tétrica—. Rumania figura en ella, de un modo destacado.
45
En el hospital le ofrecieron enviar una ambulancia, pero Lynn no quería eso, y estaba segura de que Caitlin tampoco lo deseaba. Decidió arriesgarse con su Peugeot.
Llamó a Mal, pero saltaba inmediatamente el contestador, lo que quería decir que estaba en el mar, así que le escribió un correo electrónico; eso sí que lo recibiría:
Han encontrado donante de hígado. Le harán el trasplante mañana a las seis de la mañana. Llámame cuando puedas.
LYNN
Por una vez, en el coche Caitlin no envío ningún mensaje de texto. Se limitó a agarrar débilmente, con una mano sudorosa y temblorosa, la de su madre, siempre que Lynn no la necesitaba para cambiar de marcha. Su rostro ictérico se iluminaba con el paso de las farolas y con la luz de los faros que aparecían en sentido contrario, lo que la convertía en un fantasma amarillo.
Una canción que estaban oyendo en la radio acabó, y empezó el informativo. La tercera noticia era sobre una trama de robos de órganos en Sussex. Se oyó a un policía, un tal superintendente Roy Grace, que hablaba con una voz fuerte y rotunda: «Es demasiado pronto para especular, y de momento una de nuestras principales líneas de investigación pasa por descubrir si estos cuerpos fueron lanzados por un barco de paso por el canal. Quiero tranquilizar a la gente: consideramos que se trata de un incidente aislado y...».
Lynn apretó el botón del CD y silenció la radio.
Caitlin volvió a apretarle la mano a su madre.
—¿Sabes dónde me gustaría estar ahora mismo, mamá?
—¿Dónde, cariño?
—En casa.
—¿Quieres que dé media vuelta? —preguntó Lynn, sorprendida.
—No, no hablo de nuestra casa —respondió Caitlin, sacudiendo la cabeza—. Me gustaría estar en «casa».
Lynn parpadeó para enjugarse las lágrimas que afloraban. Caitlin hablaba del Winter Cottage, donde habían vivido Mal y ella desde su boda y donde había crecido Caitlin, hasta el divorcio.
—Estábamos bien, ¿verdad, cielo?
—Era una maravilla. Entonces era feliz.
Winter Cottage. Incluso el nombre resultaba evocador. Lynn recordaba aquel día de verano en que había ido a verlo con Mal por primera vez. Estaba embarazada de seis meses. Recorrieron un largo camino de carros. Habían dejado la granja en activo a un lado para llegar a la pequeña casita, algo destartalada, cubierta de hiedra y con unas edificaciones anexas en ruinas y un invernadero con algún panel roto, pero también había un bonito césped y una casita de Wendy que Mal había reconstruido con todo mimo para Caitlin.
Recordaba perfectamente aquel primer día. Los olores a humedad, las telarañas, la madera podrida, la antigua alacena de la cocina. Las vistas de ensueño de las suaves lomas de los South Downs. Mal le pasaba su fuerte brazo sobre los hombros y la apretaba contra él, y le contaba todo lo que podría hacer él mismo para arreglarla, con su ayuda. Un gran proyecto, pero todo suyo. Su «hogar». Su pedacito de paraíso.
Y allí de pie, ella se imaginaba cómo sería en invierno, los intensos y fríos sabores, la leña ardiendo, las hojas en descomposición, la hierba húmeda. Le daba una sensación de seguridad tan grande...
Sí. Sí. Sí.
Cada vez que Caitlin hablaba de aquello, ella se entristecía. Y le ponía aún más triste que, después de más de siete años desde que se habían mudado, cuando Caitlin apenas tenía ocho años, aún se refiriera al Winter Cottage —y en particular a su casita de Wendy— como «su casa», en lugar de la casa en la que vivían ahora. Aquello le dolía.
Pero lo entendía. Aquellos ocho años en el Winter Cottage habían sido los años de salud de Caitlin. La época de su vida en la que había vivido sin preocupaciones. Su enfermedad había empezado un año más tarde, y en aquellos días Lynn se había empezado a preguntar si la tensión de presenciar la separación de sus padres habría sido un factor de influencia. Era algo que se preguntaría siempre.
Estaban pasando de nuevo junto a la chimenea de Ikea. Lynn empezaba a tener la impresión de que era algún tipo de símbolo en su vida. O una especie de indicador geográfico: la vida normal de siempre, al sur de aquella chimenea; la vida nueva, extraña, desconocida y un nuevo renacer, al norte.
En el CD, Justin Timberlake empezó a cantar What goes around comes around.
—Oye, mamá —dijo Caitlin, que de pronto parecía más animada—, ¿crees que es el caso? ¿Qué tiene razón en eso que canta?
—¿Qué quieres decir?
—What goes around comes around: uno recibe lo que da. ¿Tú crees en eso?
—¿Quieres decir que si creo en el karma?
Caitlin se quedó pensativa unos momentos.
—Es como que yo estoy aprovechando que alguien haya muerto. ¿Es así?
Alguien que había muerto en un accidente de moto, según le habían dicho a Lynn en el hospital. Pero ella no había entrado en detalles con su hija, y tampoco quería, para que no se angustiara.
—A lo mejor lo que necesitas es mirarlo con otra perspectiva. Quizás esa persona tiene seres queridos que se sentirán reconfortados sabiendo que, al menos, su pérdida aportará algo bueno.
—Es raro, ¿no? Eso de que no sepamos siquiera quién es. ¿Crees que algún día podría... conocer a la familia?
—¿Querrías?
Caitlin se quedó en silencio un rato.
—Puede ser. No sé.
Siguieron adelante un par de minutos, en silencio.
—¿Sabes lo que me ha dicho Luke?
Lynn tuvo que respirar hondo para evitar responder: «No, y no quiero saber lo que ha dicho ese capullo descerebrado». Apretó los dientes y, con un tono de voz mucho más alegre e interesado de lo que realmente sentía, respondió:
—Dime.
—Bueno, me ha dicho que algunas personas que reciben un trasplante heredan cosas de los donantes. Características, o cambios en sus gustos. Así que si al donante le volvían loco las barritas Mars, puedes heredar eso. O si le gustaba algún tipo de música en particular. O si se le daba bien el fútbol. Como si lo heredaras de sus genes.
—¿De dónde ha sacado eso Luke?
—De Internet. Hay montones de páginas. Hemos visto algunas. ¡También puedes heredar manías!
—¿De verdad? —reaccionó Lynn de pronto. Quizás aquel hígado proceda de alguien que no soportara a los capullos con peinados estúpidos.
—Hay casos verificados —añadió Caitlin, animándose aún más—. ¡De verdad! Sabes que me dan miedo las alturas, ¿no?
—Sí.
—¡Bueno, pues he leído el caso de una mujer de Estados Unidos que tenía pavor a las alturas, a quien le trasplantaron los pulmones de un alpinista y que ahora es una escaladora empedernida!
—¿No crees que sería sencillamente porque se sentía mejor con unos pulmones que funcionaban bien?
—No.
—Es impresionante —dijo Lynn, que no quería parecer escéptica, dispuesta a mantener el entusiasmo de su hija.
—Y luego está este otro, ¿sabes? ¡Había un hombre en Los Ángeles que recibió el corazón de una mujer, y antes odiaba ir de compras y ahora quiere ir de compras todo el rato!
Lynn hizo una mueca.
—¿Y qué característica es la que más te gustaría heredar?
—¡Bueno, he pensado en ello! Yo soy un desastre en dibujo. ¡Quizá me den el hígado de alguien que era un artista brillante!
—¡Sí, siempre puedes llevarte una sorpresa! —exclamó Lynn, riendo—. ¡Ya verás, te pondrás bien!
—Sí, con el hígado de un cadáver en mi interior —señaló Caitlin—. Sí, estaré bien, sólo un poco «atacada del hígado».
Lynn volvió a reírse, encantada de ver que su hija sonreía. Le apretó la mano y siguieron adelante, amigablemente, unos minutos, escuchando la música y el traqueteo del tubo de escape bajo sus pies.
Luego, a medida que las risas se disipaban, sintió una presión férrea, como de frío acero, en su interior. Aquella operación tenía riesgos que les habían comunicado a las dos. Las cosas podían ir mal, y a veces iban mal. Había una posibilidad real de que Caitlin muriera en la mesa de operaciones.
Pero sin el trasplante, no tenía ninguna posibilidad de vivir más que unos meses.
Lynn nunca había ido mucho a misa, pero desde su más tierna infancia, durante gran parte de su vida, había rezado sus oraciones cada noche. Cinco años atrás, en las semanas inmediatamente posteriores a la muerte de su hermana, había dejado de rezar. Hasta hacía poco, cuando Caitlin había caído gravemente enferma, cuando había vuelto a empezar, pero sin mucha convicción. A veces deseaba poder confiar en Dios y poner en sus manos todas sus preocupaciones. Aquello simplificaría mucho la vida.
Volvió a apretar la mano de su hija. Aquella mano viva y bonita que Mal y ella misma habían creado, quizás a imagen de Dios, o tal vez no. Pero sin duda era su imagen. Dios podía jactarse de lo que fuera, pero era ella la que iba a estar junto a Caitlin durante las horas siguientes, y si el Señor quería portarse bien con ella durante las horas siguientes, ella se lo agradecería enormemente. Pero si pretendía joderle mental y emocionalmente, podía irse a paseo.
Aun así, en los semáforos siguientes cerró por un momento los ojos y recitó una oración en silencio.
46
Roy Grace había caído presa del pánico. Corría por entre la hierba, por el borde del acantilado, junto a un desnivel vertical de cientos de metros, con el viento soplándole en la cara, echándole atrás, por lo que casi no avanzaba.
Mientras tanto, un hombre corría hacia el borde del despeñadero, con el bebé en brazos. Su bebé.
Grace se tiró hacia delante y agarró al hombre por la cintura y lo derribó como en un bloqueo de rugby. El hombre se liberó y se echó a rodar, con el bebé abrazado, como si fuera un balón que no quisiera soltar, rodando y rodando hacia el borde del precipicio.
Grace le agarró de los tobillos y tiró de él hacia atrás. De pronto, el terreno cedió bajo sus pies con un crujido como el de un trueno, y un gran trozo del acantilado se desprendió como un pedazo del pastel seco, y empezó a caer, a caer con aquel hombre y su hijo, a caer hacia las afiladas rocas y las agitadas olas.
—¡Roy! ¡Cariño! ¡Roy! ¡Cariño!
Cleo.
La voz de Cleo.
—¡Roy, no pasa nada, cariño, no pasa nada!
Abrió los ojos. Vio la luz encendida. Sintió que el corazón le golpeaba contra el pecho.
Estaba empapado en sudor, como si se hubiera echado a dormir en un río.
—Mierda —murmuró—. Lo siento.
—¿Otra vez cayéndote? —dijo Cleo, con ternura y con ojos de preocupación.
—En Beachy Head.
Era un sueño recurrente que tenía desde hacía semanas.
Pero no se trataba sólo de un incidente en el que se había visto implicado en aquel lugar. También se trataba de un monstruo al que había arrestado unos meses atrás, en verano.
Un tipo enfermo que había asesinado a dos mujeres en la ciudad y que también había intentado matar a Cleo. El hombre estaba entre rejas, le habían denegado la condicional y, aun así, le hacía perder los nervios. Por encima del golpeteo de su corazón y del latido de las venas que resonaban en sus oídos, escuchó el silencio nocturno de la ciudad.
La pantalla de su radio—despertador marcaba las 3.10.
En la casa no se movía nada. Fuera, caía la lluvia.
Con su hijo en el vientre, Cleo le parecía ahora más vulnerable que nunca. Hacía tiempo que no comprobaba el estado de aquel hombre, aunque recientemente se había ocupado de parte del papeleo previo al juicio. Se recordó a sí mismo que el lunes debía llamar para asegurarse de que aún siguiera convenientemente encerrado y que no hubiera sido liberado por algún juez confuso a quien se le hubiera ocurrido poner de su parte por combatir la superpoblación de las prisiones inglesas.
Cleo le pasó la mano por la frente. Sintió su cálido aliento en la cara. Tenía un olor dulce, ligeramente mentolado, como si se acabara de cepillar los dientes.
—Lo siento —dijo, en una voz tan baja que era casi un suspiro, como para que resultara menos agresiva.
—Pobrecito. Tienes muchas pesadillas, ¿verdad?
Él se quedó allí, con la sábana bajo su cuerpo, empapada y fría de sudor. Cleo tenía razón. Por lo menos un par de veces por semana.
—¿Por qué dejaste de ir a terapia? —le preguntó ella. Luego le besó ambos ojos delicadamente, uno detrás de otro.
—Porque... —respondió él, encogiéndose de hombros—. No me ayudaba a avanzar.
Se recolocó en la cama y se quedó mirando alrededor. Le gustaba aquella habitación, que Cleo había decorado casi por completo en blanco, con una gruesa alfombra sobre el suelo de roble desnudo, cortinas de hilo blancas, paredes blancas y algunos muebles negros, entre ellos un tocador lacado que aún conservaba marcas del ataque del que había sido víctima.
—Tú eres lo único que me ha ayudado a avanzar, ¿sabes?
—El tiempo lo cura todo —dijo ella, sonriéndole.
—No, tú eres la que lo cura todo. Te quiero. Te quiero muchísimo. Te quiero de un modo en que no pensé que podría volver a querer a nadie.
Ella se lo quedó mirando unos momentos, sonriente, parpadeando lentamente.
—Yo también te quiero. Aún más de lo que tú me quieres a mí.
—¡Imposible!
Ella le puso mala cara.
—¿Me estás llamando mentirosa?
Roy la besó.
47
Glenn Branson estaba echado en la cama, completamente despierto, en la habitación de invitados de la casa de Roy Grace, que ya se había convertido en su segunda residencia. O, más bien, en su residencia actual.
Ocurría lo mismo cada noche. Bebía mucho, intentando perder el conocimiento, pero ni el alcohol ni las pastillas que le había prescrito el médico funcionaban. Y su cuerpo, que solía mantener en forma haciendo ejercicio periódicamente en casa o en el gimnasio, estaba empezando a perder tono muscular.
«Estoy cayéndome a pedazos», reflexionó, desazonado.
La habitación había sido decorada por Sandy con el mismo estilo minimalista zen del resto de la casa. La cama era un futón bajo, con un incómodo cabezal laminado en el que, con su gran envergadura, siempre se golpeaba la cabeza al intentar evitar que los pies se le salieran por el otro extremo. El colchón era duro como el cemento y la base de la cama daba la impresión de estar suelta, ya que crujía y se movía precariamente cada vez que él se daba la vuelta. Siempre se decía que intentaría apretar las tuercas con una llave inglesa, pero cuando volvía del trabajo estaba tan apático que no le apetecía hacer nada. La mitad de su ropa, aún en bolsas de plástico con cremallera, estaba tirada sobre la butaca de la pequeña habitación. Había prendas que llevaban allí semanas y aún no había encontrado el momento de colgarlas en el armario, casi vacío.
Roy tenía bastante razón al decirle que estaba convirtiendo la casa en un basurero.
Eran las 3.50. Su teléfono móvil estaba en el suelo, junto a la cama, y él esperaba, como cada noche, que Ari llamara de pronto, que le dijera que había cambiado de opinión, que se lo había pensado mejor y que se había dado cuenta de que aún le quería profundamente y que deseaba encontrar un modo de hacer que su matrimonio funcionara.
Pero el maldito aparato permaneció en silencio aquella noche, como todas las anteriores.
Y antes habían tenido otra discusión. Ari estaba enfadada porque él no podía ir a buscar a los niños al colegio la tarde siguiente, porque había una conferencia en Londres a la que quería ir. Aquello a Glenn le parecía sospechoso. Ella nunca iba a conferencias en Londres. ¿Habría un hombre?
¿Estaba saliendo con alguien?
La distancia ya era bastante dura de soportar. Pero la idea de que pudiera estar saliendo con alguien, de que empezara otra relación, de que presentara a aquella persona a sus hijos, era más de lo que podía soportar.
Y él tenía trabajo en el que pensar. Tenía que encontrar el modo de concentrarse.
Oyó a dos gatos que maullaban en el exterior. Y en algún lugar, a lo lejos, sonó el alarido de una sirena. Un coche patrulla de la División de Brighton y Hove. O una ambulancia.
Se dio media vuelta, deseando de pronto sentir el cuerpo de Ari. Tentado de llamarla.
A lo mejor estaba...
Estaba... ¿qué?
Dios santo, cuánto se querían antes...
Intentó dejar de pensar en aquello y centrarse en el trabajo, en la conversación telefónica de la noche anterior, con la esposa del capitán desaparecido del Scoob-Eee. Janet Tower estaba muy angustiada. El viernes por la noche había sido su vigésimo quinto aniversario de boda. Tenían una mesa reservada en el restaurante Meadows de Hove. Pero su marido no había vuelto a casa. Desde entonces no había tenido noticias suyas.
Estaba absolutamente segura de que había tenido un accidente.
Lo único que había podido decirle a Glenn era que se había puesto en contacto con el guardacostas el sábado por la mañana, y éste le había dicho que habían visto al Scoob-Eee pasando por la bocana del puerto de Shoreham el viernes a las nueve, junto a un carguero argelino. Era frecuente que los pesqueros locales atravesaran la bocana tras un barco de carga, con lo que se ahorraban la tasa de paso. Nadie había prestado ninguna atención a la embarcación.
Desde entonces, nadie había vuelto a ver el barco ni a Jim Towers.
Por lo que sabía ella, el guardacostas no tenía registrado ningún accidente. Jim y su barco habían desaparecido en la nada.
De pronto, en aquel estado de insomnio, recordó algo. Puede que no fuera nada. Pero Roy Grace le había enseñado muchas cosas importantes para ser un buen investigador, y una de ellas le estaba rondando por la cabeza en aquel mismo momento: «Primero despeja lo más inmediato». Estaba pensando en el viernes por la mañana, cuando estaba en la esclusa Arlington, esperando a embarcar en el Scoob-Eee. En el brillo que había visto en el otro extremo del puerto, tras un montón de bidones de petróleo.
A las seis y media de la mañana, Glenn aparcó su Hyundai Getz sin distintivos, montando dos de las ruedas en la acera de Kingsway, frente a una fila de casas. Apenas estaba amaneciendo y caía una fina llovizna. Saltó el murete y luego, linterna en mano, se dejó caer, medio corriendo y medio deslizándose, por el terraplén de hierba que había tras el montón de depósitos blancos de petróleo hasta llegar abajo. Al otro lado del agua, de color gris oscuro, distinguía el almacén de maderas, el puente de la grúa y, más allá, las luces de la draga Arco Dee, que vomitaba su última carga de grava y arena. Oía el traqueteo de su cinta transportadora y el ruido de la grava al caer.
Estableció la posición desde la que había embarcado en el Scoob-Eee con el equipo de submarinistas de la Policía, justo enfrente del almacén de maderas, donde había visto aquel brillo al otro lado del agua, entre el cuarto y quinto depósitos, y se dirigió hacia aquel hueco.
Un pesquero, con las luces de navegación encendidas, entraba en el puerto, con el put-put-put de su motor rompiendo el silencio de la mañana. Las gaviotas lo seguían, chillando desde lo alto.
La nariz se le llenó de los olores del puerto: algas descompuestas mezcladas con aceite, óxido, serrín y asfalto quemado. Enfocó el haz de luz de la antorcha directamente entre sus pies, y luego lo dirigió brevemente a las blancas paredes de los depósitos cilíndricos de petróleo. Había seis depósitos arracimados, y ahora le parecían mucho más grandes que el viernes.
Consultó el reloj. Apenas tenía una hora y media antes de que fuera la hora de irse, si quería llegar a tiempo a la reunión. Volvió a apuntar con la linterna hacia la hierba húmeda. Buscando una huella que aún estuviera ahí desde el viernes por la mañana. O cualquier otra pista.
De pronto vio una colilla. Probablemente no sería nada significativo, pensó. Pero aquellas palabras de Roy Grace le resonaban en la cabeza, como un mantra.
«Primero despeja lo más inmediato.»
Se arrodilló y la recogió, apoyando la abertura de una bolsa de pruebas que había traído por si acaso. Alrededor de la colilla había una inscripción en violeta: «Silk Cut».
Un momento después, vio una segunda colilla. Era de la misma marca.
Una colilla tirada por el suelo podía significar simplemente que alguien había pasado por allí. Pero dos... Aquello quería decir que alguien había estado allí esperando. ¿El qué?
Quizá, con un poco de suerte, los análisis de ADN revelarían algo. Siguió buscando durante una hora. No encontró más pistas, pero se dirigió hacia la reunión matinal con los zapatos empapados y la sensación de haber conseguido algo.
48
—Por favor, dígame que está de broma —imploró Lynn.
Estaba agotada tras la noche sin dormir que acababa de pasar en la silla junto a la cama de Caitlin, en la pequeña y claustrofóbica habitación del pabellón hepatológico. Sobre la cama, en el pequeño televisor, mal sintonizado y unido a la pared por un brazo extensible, brillaban unos dibujos animados mudos. En el baño goteaba un grifo. La habitación olía a huevos pochados, al café aguado de las bandejas del desayuno del pabellón principal y a desinfectante.
Lynn había pensado que aquello debía de ser como la última noche de los prisioneros antes de ser ejecutados al amanecer, tensa y desesperada, a la espera de un indulto de última hora.
Luces encendiéndose y apagándose. Constantes interrupciones. Constantes exámenes, inyecciones y pastillas que había tenido que tomarse Caitlin, y extracciones de sangre y fluidos. El tirador de la alarma colgaba sobre su cabeza. Los goteros vacíos y la toma de oxígeno que no necesitaba.
Caitlin estaba inquieta, incapaz de dormir, y le decía una y otra vez que tenía picores y que estaba asustada, y que quería irse a «casa». Lynn intentaba reconfortarla, tranquilizarla y decirle que por la mañana todo habría pasado. Le decía que dentro de tres semanas dejaría el hospital con un hígado nuevo, que, si todo iba bien, en Navidad podría estar en casa; no en Winter Cottage, claro, pero sí en el lugar que actualmente era su casa.
¡Sería la mejor Navidad de sus vidas!
Y ahora se presentaba aquella mujer en la habitación. La coordinadora de trasplantes. Shirley Linsell, con su rostro tan pálido y tan inglés y su melena larga, y con su minúsculo derrame en el ojo izquierdo. Llevaba la misma blusa blanca, el mismo suéter de punto rosa y los mismos pantalones negros que la primera vez que la había visto, hacía una semana, aunque parecía que habían pasado un millón de años.
La única diferencia era su tono. La primera vez que se habían visto, se mostraba confiada y amigable. Pero ahora, a las siete de aquella mañana, pese a estar disculpándose, parecía fría y distante. Lynn estaba de pie, frente a ella, hecha una furia.
—Lo siento muchísimo —dijo—. La verdad es que estas cosas pasan.
—¿Cómo dice? Me llamó anoche diciéndome que tenía un hígado que coincidía perfectamente, ¿y ahora nos dice que se equivocó?
—Nos habían informado de que disponíamos de un hígado que se ajustaba a su caso.
—Y entonces, ¿qué es lo que ha pasado exactamente?
La coordinadora se dirigió a Lynn, y luego a Caitlin:
—Por la información que nos habían dado, parecía que el hígado se podía dividir, dándole el lado derecho a un adulto y el izquierdo a ti, Caitlin. Cuando nuestro especialista y su equipo se dirigieron al hospital para recoger el hígado, lo juzgaron sano y apto para el trasplante. Usamos una escala para establecer la proporción entre el hígado y el peso corporal. Pero esta mañana, nuestro cirujano experto, que era quien tenía que realizar el trasplante, ha examinado el hígado más a fondo y ha observado que había más de un treinta por ciento de grasa, y ha decidido que no sería adecuado para ti.
—Sigo sin entender —dijo Lynn—. ¿Así que van a tirarlo a la basura?
—No —le corrigió Shirley Linsell—. Lo usarán para un hombre de unos sesenta años con cáncer de hígado. Esperamos que prolongue su vida unos cuantos años.
—Fantástico —dijo Lynn—. ¿Así que dejan tirada a mi hija en favor de un anciano? ¿Qué es? ¿Un jodido alcohólico?
—No puedo hablar de otros pacientes con usted.
—Sí, sí que puede —protestó Lynn, levantando la voz—. ¡Vaya si puede! ¿Está mandando a Caitlin a casa, para que se muera, para que un jodido alcohólico, como el futbolista ese, George Best, pueda vivir unos meses más?
—Por favor, señora Beckett... Lynn... No es así en absoluto.
—¿De verdad? Entonces, ¿cómo es exactamente?
—¡Mamá! —intervino Caitlin—. Escúchala.
—Estoy escuchando, cariño. Estoy escuchando con la máxima atención. Es sólo que no me gusta lo que oigo.
—Todo el mundo aquí se interesa por Caitlin. Mucho. No es sólo cuestión de trabajo para la unidad, es algo personal. Queremos darle a Caitlin un hígado sano, que le dé las mejores posibilidades de llevar una vida normal, señora Becket. No tiene sentido darle un hígado que podría fallar dentro de unos años y hacerle pasar por este trago una segunda vez. Por favor, créame: todo el equipo quiere ayudar a Caitlin. Le tenemos mucho cariño.
—Muy bien —dijo Lynn—. ¿Y cuándo dispondremos de ese hígado sano?
—Eso no puedo responderlo. Depende de que aparezca un donante adecuado.
—¿Así que volvemos a la casilla de salida?
—Bueno... Sí.
Se produjo un largo silencio.
—¿Estará mi hija a la cabeza de la lista de prioridades? —reclamó Lynn.
—La lista es muy complicada. Intervienen muchos factores.
Lynn sacudió la cabeza vigorosamente.
—No, Shirley..., enfermera Linsell. Aquí no hay muchos factores. A mí me interesa sólo uno: mi hija. Necesita un trasplante urgentemente. ¿Tengo razón?
—Sí, es cierto, y estamos trabajando en ello. Pero tiene que entender que no es la única. —Para mí sí.
La mujer asintió. —Me doy cuenta, Lynn.
—¿De verdad? ¿Qué porcentaje de los pacientes de su lista de espera mueren antes de conseguir un hígado?
—¡Mamá, deja de atacarla de ese modo!
Lynn se sentó al borde de la cama y cogió la cabeza de Caitlin entre sus brazos.
—Por favor, cariño, déjame que me ocupe yo de esto.
—¡Estás hablando de mí como si fuera una retrasada inútil! ¿Es que no lo ves? Yo estoy tan enfadada como tú. O más. Pero cabrearse no va a servir de nada.
—¿Te das cuenta de lo que está diciendo esta desgraciada? —estalló Lynn—. ¡Te manda a casa para que te mueras!
—¡Te estás poniendo de un dramático!
—¡No me estoy poniendo dramática! —gritó Lynn, girándose hacia la coordinadora—. Dígame cuándo van a disponer de otro hígado.
—Estaría engañándoos si os diera una fecha, Lynn.
—¿Estamos hablando de veinticuatro horas? ¿Una semana? ¿Un mes?
Shirley Linsell se encogió de hombros y esbozó una sonrisa lánguida.
—La verdad es que no lo sé. Pensamos que habíamos tenido suerte al conseguir este hígado tan rápido, en sólo una semana, sin ningún receptor apto situado en la lista por encima de Caitlin. El donante era un hombre de treinta años aparentemente sano, pero por lo que parece tenía un problema con la dieta o con la bebida.
—Así que esta misma jugada podría repetirse, ¿verdad?
La coordinadora sonrió, intentando aplacar a Lynn y tranquilizar a Caitlin.
—Aquí tenemos un historial de éxitos muy bueno. Estoy segura de que todo saldrá bien.
—¿Tienen un buen historial? ¿Qué significa eso? —preguntó Lynn.
—¡Mamá! —imploró Caitlin.
Pero Lynn no le hizo caso.
—¿Quiere decir que tienen un buen historial comparado con la media nacional? ¿Qué sólo el diecinueve por ciento de sus pacientes se mueren a la espera de un hígado, frente a la media nacional del veinte por ciento? Ya conozco el sistema de salud pública y sus malditas estadísticas. —Lynn se echó a llorar—. Han jugado con la vida de mi hija, dándole a un viejo alcohólico unos meses más de vida porque eso mejorará sus resultados en las estadísticas. Tengo razón, ¿verdad?
—Aquí no jugamos a ser Dios, señora Beckett. No podemos decidir que un ser humano tiene más derecho que otro a la vida por su edad, o por cómo haya tratado o no su cuerpo. No juzgamos a nadie. Hacemos todo lo que podemos por ayudar a todo el mundo. Y a veces tenemos que tomar decisiones difíciles.
Lynn se la quedó mirando. Nunca, en toda su vida, había odiado a nadie como detestaba a aquella mujer en aquel preciso instante. Ni siquiera sabía si le estaba diciendo la verdad o le estaba contando un cuento chino. A lo mejor algún rico oligarca con un niño enfermo había hecho una donación al hospital para que dejaran a Caitlin en la cuneta y salvaran a su hijo. O quizás alguien había metido la pata y estuviera tratando de encubrirlo.
—¿De verdad? —replicó con sorna—. ¿«Decisiones difíciles»? Dígame algo, Shirley: ¿alguna vez ha perdido una noche de sueño en toda su vida por tener que tomar una «decisión difícil»?
La enfermera mantuvo la calma y el tono amable:
—Me preocupan profundamente todos mis pacientes, señora Beckett. Me llevo sus problemas a casa todas las noches.
Lynn notaba que decía la verdad.
—Muy bien, respóndame a esto: acaba de decir que Caitlin habría recibido este hígado, si hubiera estado sano, porque no había ningún receptor que se ajustara en una posición más alta de la lista. Eso podría cambiar, ¿verdad? ¿En cualquier momento?
—Tenemos una reunión cada semana para establecer la lista de prioridades —respondió Shirley Linsell.
—Así que podría cambiar en la próxima reunión, ¿verdad? ¿Si apareciera alguien que, a juicio de ustedes, lo necesitara más que Caitlin?
—Sí, me temo que es así como funciona. —Estupendo —dijo Lynn, que sentía cómo le bullía la sangre de nuevo—. Son como un pelotón de fusilamiento, ¿no? Y en cada reunión semanal deciden quién tiene que vivir y quién va a morir. Es como si todos dispararan sus balas, sólo que la de uno de ustedes es de fogueo. Sus pacientes mueren, y ninguno tiene que cargar con la jodida culpa.
49
Simona estaba echada en la camilla, vestida únicamente con una amplia bata. El doctor Nicolai, un hombre serio y de aspecto agradable de unos cuarenta años, le rodeó el brazo con un manguito que ajustó con un velcro y lo apretó, se puso el estetoscopio en los oídos y bombeó con la pera de goma hasta que el manguito le presionó el brazo. Luego se quedó mirando el manómetro conectado.
Unos momentos más tarde aflojó el manguito, asintiendo en señal de que todo estaba bien.
La mujer alemana, que le había dicho que se llamaba Marlene, estaba de pie al lado de Simona. Simona pensó que era guapa. Iba vestida con un elegante abrigo de ante negro con el cuello de piel; debajo llevaba un fino suéter rosa, bonitos vaqueros y botas de cuero negras. Su rubia y elegante melena enmarañada le caía desordenada sobre los hombros, y olía a un perfume estupendo.
A Simona le gustaba, y confiaba en ella. Pensó que Romeo la había juzgado bien. Era una mujer muy segura de sí misma, amable y atenta. Simona no había conocido a su madre, pero si hubiera podido escoger una, le habría gustado que fuera una persona como Marlene.
—Vamos a sacarte un poquito de sangre —anunció el médico, que le retiró el manguito y sacó una jeringa.
Simona se la quedó mirando y se encogió, asustada.
—No pasa nada, Simona —la tranquilizó Marlene.
—¿Qué va a hacer? —preguntó, con la voz agarrotada.
—Vamos a hacerte un examen completo, para asegurarnos de que estás sana. Para nosotros enviaros a Inglaterra es una gran inversión. Tenemos que conseguiros pasaportes, algo nada fácil, ya que no tenéis papeles. Y no os darán trabajo si no estáis sanos.
Simona se encogió al ver acercarse la aguja.
—No —dijo—. ¡No!
—¡Simona, cariño, no pasa nada!
—¿Dónde está Romeo?
Está fuera. Le están haciendo las mismas pruebas. ¿Quieres que venga contigo?
Simona asintió.
La mujer abrió la puerta y Romeo entró. Sus enormes ojos se volvieron aún más grandes cuando vio a Simona vestida con aquella bata.
—¿Qué están haciendo? —le preguntó Simona.
—No pasa nada —contestó Romeo—. No te harán daño. Tenemos que hacernos este chequeo.
Simona soltó un chillido cuando sintió el pinchazo en el brazo. Luego observó, aterrorizada, mientras el médico tiraba del émbolo y el cilindro de plástico se llenaba, lenta y progresivamente, con su sangre de un rojo oscuro.
—Tenemos que conseguir un certificado médico para entrar en el país —dijo Romeo.
—Hace daño.
Momentos después, la jeringa estaba llena. El médico la extrajo, la dejó sobre una mesilla y le aplicó una gasa con antiséptico en el brazo. La sostuvo unos segundos y luego le colocó una pequeña tirita en su lugar.
—¡Ya está! —anunció.
—¿Ahora me puedo ir? —preguntó ella. —Sí, puedes irte —dijo la mujer—. ¿Estaréis en el mismo sitio?
—Sí —respondió Romeo en nombre de ambos.
—Entonces vendré a veros, si todo está bien. Ahora ya puedes vestirte. ¿Estás segura sobre lo de Inglaterra, Simona? ¿Estás segura de que quieres ir, mi pequeña Liebling?
—Allí puede conseguirme un trabajo, ¿verdad? ¿A mí y a Romeo? ¿Y un piso para vivir en Londres?
—Un buen trabajo y un bonito piso. Te encantará.
Simona buscó la mirada tranquilizadora de Romeo. Él se encogió de hombros y asintió.
—Sí —declaró—. Estoy segura.
—Muy bien —dijo Marlene, y le dio un beso a Simona en la frente.
—¿Cuándo cree que podremos ir? —preguntó Romeo.
—Si los resultados de vuestros exámenes salen bien, muy pronto.
—¿Cómo de pronto?
—¿Cuándo queréis ir?
—¿Podrá venir Valeria con nosotros?
—¿La que tiene un bebé?
—Sí.
—Eso de momento no puede ser. Quizá más adelante, cuando estéis instalados. Entonces podemos arreglarlo.
—Ella quiere venir con nosotros —insistió Simona.
—No es posible —repitió la alemana—. Al menos de momento. Si preferís quedaros en Bucarest con ella, tenéis que decírmelo.
Simona sacudió la cabeza enérgicamente.
—No.
Romeo también negó con la cabeza, con la misma energía, como si tuviera miedo de que Marlene cambiara de pronto de opinión sobre Simona y sobre él.
—No.
De vuelta en Berlín, a la mañana siguiente, Marlene Hartmann recibió una llamada del doctor Nicolai, desde Bucarest. El grupo sanguíneo de Simona era AB negativo. Ella sonrió y apuntó los detalles: tener un grupo sanguíneo poco común en sus registros le iba muy bien. Estaba segura de que no tardaría en encontrar receptores para todos los órganos de Simona.
50
Tras la reunión de la Operación Neptuno del martes por la mañana, Roy Grace fue hasta la central de la Policía de Sussex, a veinte minutos por carretera, para poner al día a Alison Vosper.
Aunque Vosper iba a dejar el cargo a finales de año, sustituida por un superintendente de Yorkshire llamado Peter Rigg, del que hasta el momento sabía muy poco, ella aún tenía pleno poder sobre él y le exigía que cada semana le dedicara un tiempo para tratar de las investigaciones importantes en las que trabajaba. Para sorpresa y alivio de Roy, en esta ocasión estaba excepcionalmente contenida. Él esperaba que en cualquier momento arrancara, pero aquello no ocurrió. Dejó que le pusiera al día con plena atención y dio por acabado el encuentro al cabo de pocos minutos.
Ya en su despacho, se puso a repasar los interminables mensajes que tenía en la pantalla, pensando en las diversas líneas de investigación. De pronto llamaron a la puerta y entró Norman Potting, apestando a tabaco —sin duda acababa de salir un momento para echar unas caladitas a su pipa—.
—¿Tienes un momento, Roy? —le preguntó, con su habitual deje de pueblo.
Grace le indicó con un gesto que se sentara.
Potting se situó en la silla frente a su escritorio y soltó un sonoro eructo con olor a ajo.
—Me preguntaba si podíamos tener unas palabras sobre Rumania. Tengo algo que no creo que deba plantear en público en la reunión.
—Claro. —Grace lo miró con interés.
—Bueno, creo que podría disponer de un atajo. Sé que hemos enviado fichas dentales, huellas y muestras de ADN de los tres individuos a la Interpol, pero tú y yo sabemos lo que tardan esos burócratas en enviar resultados.
Grace sonrió. La Interpol funcionaba bien, pero era cierto que estaba llena de burócratas que confiaban en la cooperación de los cuerpos de Policía de los diferentes países y que pocas veces conseguían recortar unos tiempos de actuación muy rígidos.
—Podríamos estar hablando al menos de tres semanas —planteó Norman Potting—. Yo he buscado un poco más por Internet. Hay miles de chicos sin hogar en Bucarest que llevan una vida marginal. Si esas tres víctimas (y es sólo una especulación) son chicos de la calle, es muy improbable que nunca hayan ido a un dentista y, a menos que hayan sido detenidos, es factible que no exista ningún registro de huellas o ADN.
Grace asintió. Estaba de acuerdo.
—Conozco a un tipo con el que hice un curso de formación en Hendon, cuando empezábamos en la Policía. Ian Tilling. Nos hicimos colegas y mantuvimos el contacto. Él se integró en la Policía Metropolitana de Londres, y al cabo de unos años se trasladó a la de Kent. Ascendió a inspector. En pocas palabras, hace unos diecisiete años su hijo murió en un accidente de moto. Se vino abajo, su matrimonio se deshizo y se retiró prematuramente del cuerpo. Entonces decidió hacer algo completamente diferente (ya sabes, ese síndrome), quiso dar sentido a lo que había ocurrido y hacer algo útil. Así que se fue a Rumania y empezó a trabajar con niños de la calle. La última vez que hablé con él fue hace unos cinco años, justo después del fracaso de mi matrimonio. —Potting esbozó una sonrisa nostálgica—. Ya sabes cómo es eso: cuando estás bajo de forma, empiezas a repasar la agenda y a llamar a viejos colegas.
Eso era algo que Roy Grace no había hecho nunca, pero asintió igualmente.
—Acababan de darle una medalla, la de miembro del Imperio británico, por su trabajo con esos niños de la calle, y estaba orgulloso como un pavo. Con tu permiso, me gustaría contactar con él; es un tiro a ciegas, pero quizá (sólo quizá) podría ayudarnos.
Grace se lo pensó durante un momento. En los últimos años, la Policía se había burocratizado cada vez más y había impuesto líneas de actuación prácticamente en todo. Ellos habían procedido con la Interpol siguiendo estrictamente las normas. Apartarse de ellas era arriesgado, y no había ningún modo tan seguro de granjearse conflictos con el nuevo comisario jefe que desviarse del procedimiento. Por otra parte, Norman Potting tenía razón en que podían pasarse semanas esperando a que la Interpol les respondiera, y probablemente con un resultado negativo. ¿Cuántos cuerpos más podían aparecer mientras tanto?
Y le tranquilizaba el hecho de que aquel hombre, Ian Tilling, fuera un ex policía, con lo que hacía improbable que les fallara.
—No voy a poner eso en mi cuaderno de actuaciones, Norman, pero no me importaría que tú siguieras esa línea de investigación de un modo discreto. Gracias por la iniciativa.
—Enseguida, jefe —respondió Potting, evidentemente satisfecho—. Ese viejo zorro se quedará de piedra cuando reciba noticias mías. —Se dispuso a levantarse, pero se quedó a medias y volvió a sentarse—. Roy, ¿te importaría que te preguntara algo..., ya sabes..., de hombre a hombre? ¿Algo personal?
Grace echó un vistazo al montón de correos electrónicos que habían aparecido en la pantalla.
—No, pregunta.
—Es sobre mi esposa.
—¿Li? ¿Se llama así?
Potting asintió.
—¿De Tailandia?
—Sí, de Tailandia.
—La encontraste en Internet, ¿verdad?
—Bueno, más o menos. Encontré la agencia en Internet —precisó Potting. Se rascó la nuca, luego se pasó los gruesos y sucios dedos por la cortinilla de pelo para comprobar que le cubriera bien la calva—. ¿Alguna vez has pensado en..., ya sabes... hacerlo tú?
—No —respondió Grace, mirando ansiosamente a su ordenador de reojo, consciente de que la mañana se le iba a hacer corta—. ¿Qué es lo que querías?
Potting de pronto se puso serio.
—En realidad, un consejo. —Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y hurgó en su interior, como si buscara algo—. Ponte por un momento en mi lugar, Roy. Todo ha ido estupendo con Li estos últimos meses, pero de pronto me exige cosas —dijo, y se quedó callado.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Grace, que temió recibir detalles gráficos de la vida sexual de Norman Potting.
—Dinero para su familia. Tengo que enviar dinero cada semana, para ayudarlos. Dinero que había ahorrado para mi jubilación.
—¿Por qué tienes que hacerlo?
Potting se quedó mirándole por un momento como si nunca se lo hubiera preguntado.
—¿Por qué? —replicó—. Li me dice que si la quiero de verdad, he de desear ayudar a sus padres.
Grace se lo quedó mirando, asombrado ante su ingenuidad.
—¿Te crees eso?
—No me da sexo hasta que ha visto que he hecho la transferencia. La hago por Internet, ¿sabes? —precisó, como si estuviera orgulloso de su dominio de la técnica—. Quiero decir, que entiendo la pobreza relativa de su país y que ellos me consideren rico, y todo eso. Pero... —Se encogió de hombros.
—¿Quieres saber lo que yo creo, Norman?
—Valoro mucho tu opinión, Roy.
Grace estudió el rostro de aquel hombre. Potting parecía perdido, desamparado. No lo veía. Realmente no lo veía.
—Eres agente de Policía, Norman, por Dios. ¡Eres un poli... y bueno! ¿No lo ves? Se está riendo de ti. Te estás dejando llevar por la polla, no por el cerebro. Te sacará hasta el último penique que tienes y luego desaparecerá. He leído cosas sobre estas chicas.
—Li no es así. Es diferente.
—¿Ah, sí? ¿En qué?
Potting se encogió de hombros y luego miró al superintendente con impotencia.
—La quiero. No puedo evitarlo, Roy. La quiero.
El móvil de Roy sonó. Casi aliviado por la interrupción, respondió.
Era un brillante colega de la Policía que le caía muy bien, Rob Leet, inspector del sector Este de Brighton.
—Roy —dijo—, puede que no sea nada, pero he pensado que podría interesarte para tu caso de los tres cuerpos del canal. Uno de mis hombres acaba de estar en la playa, al este del puerto deportivo. Un tipo que paseaba a su perro por los charcos entre las rocas durante la marea baja ha encontrado lo que parece un motor fuera borda nuevecito ahí tirado.
Grace pensó rápido y respondió:
—Sí, podría ser. Asegúrate de que nadie lo toca. ¿Puedes meterlo en una bolsa de pruebas y traérmelo?
—Está hecho.
Grace le dio las gracias y colgó. Levantó un dedo para disculparse ante Norman Potting y luego marcó un número interno para contactar con el Departamento de Imagen, en la planta de abajo. A los dos tonos le respondieron.
—Mike Bloomfield.
—Mike, soy Roy Grace. ¿Podéis sacar huellas de un motor fuera borda que ha estado sumergido en el mar?
—Qué curioso que me lo preguntes precisamente esta mañana, Roy. Acabamos de recibir un nuevo equipo que estamos probando. Cuesta 112.000 libras. Se supone que puede sacar huellas de plásticos sumergidos en cualquier tipo de líquido durante un periodo considerable de tiempo.
—Qué bien. Pues creo que tengo el primer desafío para vuestra máquina.
Norman Potting se puso en pie, le indicó con gestos que ya volvería más tarde y salió por la puerta. Grace observó que iba ligeramente encorvado, con los hombros caídos. De pronto sintió pena por él.
51
Cosmescu esperaba de pie en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Gatwick, junto a la habitual combinación de familiares, conductores y operadores turísticos con un pequeño letrero en las manos. El vuelo de Bucarest había aterrizado hacía más de una hora y las chicas aún no habían salido.
Bien.
Por las etiquetas que había conseguido leer en el equipaje del flujo constante de pasajeros que salían de la aduana, todos los pasajeros de aquel vuelo ya habían salido. Vio etiquetas de Alitalia, que supuso que serían del vuelo que había llegado de Turín una media hora antes. Y también etiquetas de Easy-jet, probablemente del vuelo de Niza. Luego etiquetas de SAS, mezcladas con otras de KLM.
El reloj le dijo que eran las 11.35 de la mañana. Se echó un chicle Nicorette en la boca y lo mascó. Las dos chicas que había venido a recoger habían recibido instrucciones estrictas de lo que tenían que hacer al desembarcar y entrar en la zona de pasaportes, y parecía que las estaban obedeciendo.
Tenían que dejar pasar el tiempo durante una hora, permitir que aterrizaran otros vuelos y que pasaran sus pasajeros, antes de ponerse en las colas del control de pasaportes. Aunque Rumania ya era miembro de la UE, Cosmescu era consciente de que era considerada un punto negro del tráfico humano. Los pasaportes rumanos llamaban automáticamente la atención de la Agencia de Fronteras e Inmigración.
Por esa razón, todas las personas que venía a recoger, en ocasiones una vez por semana y otras con mayor frecuencia, tenían instrucciones de romper sus pasaportes rumanos y tirarlos al váter del avión, esperar una hora tras el aterrizaje y luego presentarse en el control de pasaportes con los pasaportes italianos falsos que habían recibido.
De aquel modo, si los agentes de inmigración prestaban una especial atención a los pasajeros del vuelo rumano, para cuando pasaran las chicas, ya habrían bajado la guardia.
Llegaban dos chicas. Dos jovencitas atractivas de menos de veinte años, con ropas y maletas baratas. Podrían ser ellas. Él levantó su cartel con las inocuas palabras: «GRUPO JACKSON».
Una de las chicas —realmente sexy, delgada y con el pelo largo— levantó una mano y le hizo un gesto.
—¿Habéis tenido buen vuelo? —preguntó en rumano, como mensaje de bienvenida.
—Sí —dijo ella—. Estupendo.
—Bienvenidas a Inglaterra.
—Sí —dijo ella—. Qué bien.
—¡Qué bien! —repitió su compañera.
El alivio en sus rostros era palpable.
Veinte minutos más tarde, Cosmescu se sentó en el asiento del acompañante del viejo Mercedes Clase-E de color marrón. Grigore, pequeño, mugriento y con dientes de conejo, estaba al volante. En realidad no tenía joroba, pero parecía jorobado. Iba encogido sobre el volante, con uno de sus trajes baratos de color beis, con aquel pelo grasiento, aquella nariz aguileña y los ojos más puestos en el retrovisor que en la carretera, lanzando rápidas miradas lascivas a las dos chicas sentadas detrás a cada ocasión.
Cosmescu llevaba cinco años trabajando con Grigore y aún no sabía prácticamente nada sobre aquella extraña criatura. El hombrecillo siempre se presentaba a la hora, efectuaba las recogidas y las entregas, pero raramente hablaba, y aquello a Cosmescu ya le iba bien. Si entablaba conversación, llegaría un punto en que tendría que hablar de sí mismo. Y él no quería hablar de sí mismo con nadie. No habría sido sensato. Cuanto menos supiera la gente de su vida, mejor podría pasar desapercibido. Y cuanto más desapercibido pasara, más seguro estaría. Aquello se lo había inculcado su sef.
A Grigore se le daba bien arreglar cosas. Se atrevía prácticamente con todo, desde fontanería a electricidad, o revestimientos asfálticos, lo que significaba que podía ocuparse de toda la mierda, de las goteras, de los váteres atascados, de los suelos de madera sueltos y de las persianas rotas, o de cualquier otra cosa que se estropeara en los cuatro burdeles que Cosmescu controlaba en la ciudad. Y eso al jefe le evitaba tener que tratar con técnicos bocazas. Una vez a la semana dejaba que Grigore estuviera con la chica que él quisiera, durante una hora. Aquello y una generosa paga eran más que suficiente para asegurarse la lealtad incondicional de Grigore.
Eso suponía un dolor de cabeza menos para él. Aún estaba pensando en los cuerpos. En la metedura de pata. En Jim Towers. Había sido una tontería matarle. Pero habría sido mucho más estúpido dejarle con vida, para que fuera a contarle a la Policía todo lo que sabía. Towers planeaba algo: a lo mejor sólo tenía mala conciencia, pero también podía ser que pensara chantajearle. Al igual que en el juego, hay que evaluar los riesgos. Es mejor correr un riesgo pequeño que uno grande.
Se giró y miró a las chicas. La de la izquierda, Anca, era guapa. Su compañera, Nusha, tenía un rostro más duro, con una nariz algo grande. Pero ambas eran jóvenes, de diecisiete o dieciocho años, como máximo. Estaban bien. Le servían. No les haría ascos a ninguna de las dos.
Cosmescu giró la llave del ascensor y éste subió desde el aparcamiento subterráneo hasta la planta de su apartamento, situado tras el hotel Metropole. Las dos chicas le siguieron en silencio, sosteniendo sus maletas baratas. Entonces Anca preguntó:
—¿Cuándo empezamos a trabajar?
—Ahora mismo —dijo él.
La chica levantó un dedo.
—¿Vamos al bar?
Él miró su brillante collar. Olió su dulce perfume, y el de su compañera, que era aún más dulce. Le miró el escote. Buenas tetas. Las de su amiga eran aún mejores, en compensación por la cara. Sacó un paquete de cigarrillos, casi seguro de que ambas fumarían. Tenía razón. Las dos aceptaron uno.
Antes de que tuviera tiempo de darles fuego —como siempre, había calculado el tiempo perfectamente—, el ascensor se detuvo y se abrieron las puertas.
Ahora ellas estarían pensando en sus cigarrillos por encender más que en ninguna otra cosa. Las mantuvo en vilo y entró en el apartamento. Les sostuvo la puerta hasta que hubieron metido sus maletas, donde llevaban todas sus posesiones en este mundo.
El vestíbulo estaba enmoquetado. Les enseñó a cada una su habitación. Habitaciones individuales. Divide y vencerás. Aquella estrategia siempre funcionaba. Luego entró en la habitación de Anca y le cogió el bolso de plástico.
—¡Eh! —protestó ella.
Sin hacerle caso, sacó el pasaporte y todo el dinero de su monedero.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, enfadada.
Él sacó el encendedor y por fin le encendió el cigarrillo.
—¿Sabes cuánto dinero debes? ¿Cuántos miles, por el viaje y por el pasaporte? Cuando le hayas pagado la deuda a mi jefe, recuperarás tu pasaporte.
Salió y repitió la misma operación con Nusha.
Unos minutos más tarde, las dos chicas pasaron, malhumoradas, al salón, grande y moderno. Tenía unas bonitas vistas del Palace Pier y de los restos negruzcos del West Pier, del puerto deportivo, más al este, y del canal de la Mancha, a lo lejos.
Cosmescu estaba seguro de que nunca habían visto un piso como aquél en su vida. Sabía de qué entorno procederían. Y que Marlene las habría limpiado bien, preparándolas para su nueva vida.
Todas las chicas que le llegaban cargaban con una gran deuda, lo que significaba que en Rumania se habían comprometido a devolver un préstamo de unas dimensiones imposibles —aunque en realidad nunca veían el dinero—, aceptando trabajar en Inglaterra por su pasaje de ida a lo que ellas pensaban que sería la libertad. Empezarían allí, en Brighton. Si se adaptaban al trabajo, bien. Pero la atenta Policía de Brighton y Hove, así como los asistentes sociales, visitaban los burdeles de la zona de vez en cuando, hablaban con las chicas e intentaban descubrir las que estaban allí en contra de su voluntad.
Si alguna de ellas daba muestras de que pudiera dar a entender a la Policía que querían ayuda, la trasladaban a burdeles de Londres, donde suscitaban menos interés.
—¿Vamos a ir al bar esta noche? —preguntó Anca.
—Quitaos la ropa —dijo él—. Las dos.
—¿La ropa? —Las dos chicas se miraron, sorprendidas.
—Quiero veros desnudas.
—Nosotras... no hemos venido a hacer de strippers —alegó Nusha.
—No vais a ser strippers —dijo él—. Estáis aquí para dar placer a los hombres con vuestros cuerpos.
—¡No! ¡Ése no es el trato! —protestó Anca.
—¿Sabéis lo que ha costado traeros hasta aquí? —respondió él con dureza—. ¿Queréis volver a casa? Os llevaré al aeropuerto mañana. Pero el señor Bojin no estará contento de volver a veros. Querrá que le devolváis su dinero. ¿O preferís que llame a la Policía? En este país, la falsificación de pasaportes es un delito grave.
Las dos chicas se quedaron en silencio.
—Así pues, ¿qué queréis? ¿Llamo al señor Bojin?
Anca sacudió la cabeza, de pronto aterrada. Nusha agachó la cabeza, lívida.
—Muy bien. —Sacó el móvil del bolsillo y apretó un botón del dial—. Llamaré a la Policía.
—¡No! —gritó Anca—. ¡Nada de Policía!
Volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.
—Pues quitaos la ropa. Os enseñaré cómo dar placer a los hombres de este país.
Con la mirada fija en la moqueta negra, oscura como el vacío de sus nuevas vidas, ambas chicas empezaron a desnudarse.
52
En la pantalla plana colgada de la pared, a poca distancia de su mesa, Lynn leyó las palabras que estaban escritas en dorado: «DIEZ MÁXIMOS RECAUDADORES DE LA SEMANA».
A continuación había una lista de nombres. En primer lugar estaba Andy O'Connor, de un equipo rival, los Silver Sharks. La pantalla decía que Andy había recaudado un total de 9.987 libras en efectivo aquella semana, hasta el momento. Si mantenía aquella posición, recibiría una paga extra de 871 libras.
¡Lo bien que le irían a ella!
Repasó con envidia los otros nueve nombres que había debajo. El último era el de su amiga y compañera de equipo Katie Beale, con 3.337 libras. Lynn estaba fuera de la lista. Pero un cliente importante acababa de aceptar un plan de pagos. Haría un pago inicial de 500 libras y 50 libras más cada mes, hasta liquidar una deuda de 4.769 contraída con MasterCard. No obstante, esas 500 libras —si es que llegaban a cobrarlas— sólo le harían alcanzar un total semanal de 1.650 libras, lo que la dejarían a una distancia imposible de recuperar.
Sin embargo, quizá podía quedarse hasta tarde y recuperar las horas perdidas. Luke iba a pasar a ver a Caitlin, así que, por lo menos, tendría compañía. Aunque no quería estar lejos de ella demasiado tiempo.
De pronto apareció en la pantalla un correo electrónico. Era de Liv Thomas, su directora de equipo: le pedía que volviera a intentarlo con uno de los clientes que menos le gustaban.
Lynn gruñó para sus adentros. Una regla de oro de su empresa era que nunca había que quedar con los «clientes», como se les llamaba. Ni había que hablarles de una misma. Pero ella siempre tenía una imagen mental de todos con los que hablaba. Y la imagen mental que tenía de Reg Okuma era una mezcla de Robert Mugabe y Hannibal Lecter.
Tenía una cuenta acumulada de 37.870 libras de un préstamo personal solicitado al Bradford Credit Bank, lo que le situaba como uno de los mayores morosos de su lista de clientes, a la cabeza de la cual estaba uno que alcanzaba las 48.906 libras.
Unas semanas atrás había abandonado cualquier esperanza de recuperar un solo penique de Okuma, y había pasado su expediente al departamento legal. Por otra parte, pensó, si conseguía algún resultado, sería fantástico, y la pondría en posición de disputar el incentivo de la semana.
Marcó el número.
Al primer tono respondió la voz profunda y resonante de aquel hombre.
—¿Señor Okuma?
—Vaya, parece que es mi buena amiga Lynn Beckett, de Denarii, si no me equivoco.
—Efectivamente, señor Okuma.
—¿Y qué puedo hacer por ti en esta bella jornada?
«Será bella para ti —pensó Lynn—, pero, en mi cabeza, es como si lloviera mierda, y lo que se ve por la ventana no es mucho mejor.» Siguiendo el guión que tan bien tenía aprendido, dijo:
—Pensé que no sería mala idea buscar una solución a su deuda, para que podamos evitar un molesto proceso legal.
—Estás pensando en mi bienestar, Lynn —dijo él, con una voz confiada y melosa—. ¿Es eso?
—Estoy pensando en su futuro —dijo ella.
—Yo estoy pensando en tu cuerpo desnudo —respondió él.
—Yo de usted no me haría muchas ilusiones.
—Sólo de pensar en ti se me pone dura.
Lynn se quedó callada un momento, maldiciéndose por no encontrar una respuesta.
—Yo querría sugerirle un plan de pagos. ¿Cuánto cree usted que podría amortizar cada semana o cada mes?
—¿Por qué no quedamos tú y yo y tenemos un pequeño tête-à-tête?
—Si quiere tener una reunión con alguien de la compañía, puedo organizado.
—Tengo una polla enorme, ¿sabes? Me gustaría enseñártela.
—No dejaré de comentárselo a mis colegas.
—¿Son tan guapas como tú?
Aquellas palabras le produjeron un escalofrío que la atravesó.
—¿Tienen tus colegas una melena castaña y larga? ¿Tienen una hija que necesita un trasplante de hígado?
Lynn colgó de un golpe, aterrorizada. ¿Cómo demonios sabía aquello?
Al cabo de un momento sonó su teléfono móvil. Respondió al instante, espetando un «¿Sí?» dedicado a Reg Okuma, convencida de que de algún modo habría conseguido su número privado.
Pero era Caitlin. Y daba la impresión de que estaba fatal.
53
Había ocasiones en que Ian Tilling echaba de menos la vida en la Policía británica. También había muchos momentos en que añoraba Inglaterra, a pesar de los dolorosos recuerdos que le suscitaba. Especialmente aquellos días en que el atenazador frío del invierno de Bucarest congelaba todos los huesos de su cuerpo, ahora que tenía cincuenta y ocho años. Y los días en que el sórdido caos de aquel lugar periférico, en el distrito 14, y la burocracia, la corrupción y la crueldad de su país de adopción le hacían perder el ánimo.
Cada vez que se sentía decaído, volvía con la mente a aquella noche terrible, diecisiete años atrás, cuando dos de sus colegas se presentaron en su casa de Kent y le dijeron que su hijo, John, había muerto en un accidente de moto.
Pero tenía un remedio instantáneo para enfrentarse a aquel dolor. Se levantaba de su despacho, en aquella oficina destartalada llena de muebles donados que compartía con tres jóvenes asistentes sociales y se daba un paseo por el refugio que había creado para cincuenta de los indigentes de aquella cruel ciudad, para ver las sonrisas en los rostros de sus ocupantes.
En aquel preciso momento decidió hacerlo.
Cuando Ceaucescu llegó al poder, en 1954, tenía un retorcido plan para convertir Rumania en la mayor nación industrializada del mundo occidental. Para conseguirlo necesitaba aumentar exponencialmente el volumen de población con el objetivo de crear mano de obra. Una de sus primeras iniciativas consistió en hacer que, desde los catorce años de edad, todas las chicas se sometieran a una prueba de embarazo una vez al mes. Si estaban embarazadas, se les prohibía abortar.
El resultado, al cabo de los años, fue un crecimiento enorme del tamaño de las familias, y los niños nacidos en aquella época fueron conocidos como los Niños del Decreto. Muchos de ellos eran entregados a instituciones gubernamentales y criados en enormes y frías residencias, donde muchos sufrían brutales maltratos y abusos. Un enorme número de ellos aún seguía teniendo una vida muy dura, en chabolas construidas junto a las redes de tuberías de calefacción que atravesaban los barrios periféricos o en agujeros junto a las carreteras, bajo los tubos, que se repartían por todos los bloques de pisos de la ciudad, que aportaban una calefacción central que se encendía en otoño y se apagaba en primavera.
Después de que la tragedia de la muerte de John llevara al fracaso al matrimonio de Tilling, le había resultado imposible concentrarse en su trabajo como policía. Dejó el cuerpo y se trasladó a un piso, donde se pasaba los días bebiendo para olvidar y viendo la televisión sin parar. Una noche vio un documental sobre la dura vida de los niños de la calle rumanos y aquello le impactó profundamente. Se dio cuenta de que quizá podía hacer algo diferente con su vida. Nada le devolvería a John, pero quizá podría ayudar a otros niños que nunca habían tenido las mismas oportunidades que su hijo o la mayoría de los niños ingleses. A la mañana siguiente llamó a la embajada de Rumania.
Recordaba el primer centro de acogida de niños que había visitado al llegar al país. Entró en un dormitorio en el que cincuenta niños discapacitados de entre nueve y doce años yacían en cunas con barrotes, con la mirada perdida al frente o fija en el techo. No tenían ningún juguete. Ningún libro. Nada que los mantuviera entretenidos.
Había salido corriendo y había comprado varias bolsas de juguetes para darle un juguete a cada niño. Para su asombro, ninguno de ellos mostró ninguna reacción. Se quedaron mirando a los juguetes inexpresivamente, y en aquel momento se dio cuenta de que no sabían qué hacer con ellos. No porque fueran retrasados mentales, sino porque nunca nadie les había dado un juguete y no sabían cómo jugar con él. A aquellos niños nadie les había enseñado nada. Ni siquiera cómo jugar con una mísera muñeca.
En aquel preciso instante decidió que haría algo por aquellos niños.
En principio había pensado que pasaría unos meses en el país. Nunca imaginó que aún seguiría allí, diecisiete años más tarde, felizmente casado con una mujer rumana, Cristina, y más satisfecho de lo que había estado en toda su vida.
Tilling tenía el aspecto de un hombre fuerte y sano, a pesar de cargar con unos cuantos kilos de más en el vientre, y caminaba con la energía y el paso orgulloso de un poli. Tenía el rostro curtido por los años, un bigote de cepillo y el cabello gris y muy corto. Aquel día, pese al mal tiempo, vestía una camisa azul con el cuello abierto, cómodos pantalones beis y unos viejos zapatos marrones de cuero.
Salió al vestíbulo y sonrió a un grupo de recién llegados de una organización benéfica que esperaban sentados en los vetustos sillones y sofás. Cuatro niños gitanos de piel oscura, un chico de ocho años con pantalón de chándal y una llamativa camiseta, un chico de catorce con un suéter ancho y unos pantalones de deporte negros demasiado cortos, y dos chicas: una de doce años con el pelo largo y un chándal de tela desparejado, y una de quince con tejanos y una chaqueta de punto con agujeros. Cada uno de ellos tenía en las manos un globo de colores hinchado con helio que agitaban, contentos. Todos pertenecían a una familia que no podía mantenerlos y que los había entregado a un orfanato del que habían escapado hacía dos años. Llevaban desde entonces viviendo en las calles y ahora tenían en el rostro la sonrisa que Tilling había visto tantas veces ya y que le rompía el corazón en cada ocasión. Las sonrisas de unos seres humanos desesperados que no podían creerse que su suerte hubiera cambiado.
—¿Cómo estáis? ¿Todo bien? —les preguntó, en rumano.
Ellos le mostraron una sonrisa radiante y agitaron sus globos de colores. Tilling no tenía ni idea de dónde habían salido los globos, pero de una cosa estaba seguro: aparte de las ropas que llevaban puestas, aquellos globos eran las únicas posesiones que tenían en el mundo.
Los residentes de Casa Ioana tenían una edad que iba de las siete semanas de un bebé, que estaba allí con su madre de catorce años, a los ochenta y dos años de una mujer a la que un depravado estafador le había robado todos sus ahorros y su vida. En Rumania no había servicios sociales para los sin techo, y muy pocos refugios. La anciana tenía suerte de estar allí, compartiendo un dormitorio con otros tres viejos que habían sufrido el mismo cruel destino.
—¿Señor Ian?
Se giró al oír la voz de Andreea, una de las asistentes sociales, que había salido del despacho tras él. Andreea era una chica de veintiocho años, delgada y guapa, que se iba a casar en primavera, cálida, compasiva e infatigable. Le gustaba muchísimo.
—Llamada de teléfono para usted. De Inglaterra.
—¿Inglaterra? —dijo, algo sorprendido. Raramente recibía noticias de Inglaterra, salvo de su madre, que vivía en Brighton, y con la que hablaba cada semana.
—Es un policía. ¿Dice que es un viejo amigo? —dijo, como preguntándole—. Nomman Patting.
—¿Nomman Patting? —Frunció el ceño. De pronto los ojos se le iluminaron—. ¿Norman Potting?
Ella asintió, y él volvió corriendo a su despacho.
54
Lynn soltó una maldición cuando vio dos flashes de la cámara de tráfico en el retrovisor. Siempre pasaba despacio por la maldita cámara que estaba frente al Preston Park, pero aquella mañana se le había pasado completamente por alto. Estaba concentrada en llegar a casa lo antes posible, junto a Caitlin, y nada más. Ahora tendría que sumar una multa a su lista de preocupaciones financieras, y le quitarían otros tres puntos del carné, pero ella siguió sin reducir, manteniendo los noventa kilómetros por hora en una zona limitada a cincuenta, desesperada por llegar junto a su hija.
Cinco minutos más tarde aparcó el coche, bajó de un salto, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Luke estaba de pie en el vestíbulo, con el flequillo caído sobre un ojo, con una sudadera ancha y unos pantalones que podrían haber pertenecido a los cuartos traseros de un caballo de pantomima. Tenía la boca abierta y una expresión de idiota aún más evidente de lo habitual, como si estuviera en el andén de una estación viendo que se le escapaba el último tren de la noche, sin saber qué hacer. Levantó los brazos a modo de saludo y luego los dejó caer otra vez.
—¿Dónde está? —preguntó Lynn.
—Eh..., ya.... sí... ¿Caitlin?
«¿Quién coño si no? ¿Sheba? ¿Cleopatra? ¿Hillary Clinton?», pensó. Entonces vio a su hija, de pie en lo alto de las escaleras, en camisón y bata, balanceándose como si estuviera borracha.
Lynn dejó caer el bolso al suelo y se lanzó escaleras arriba, justo en el momento en que Caitlin daba un paso adelante, perdía contacto con el escalón y caía al vacío. Lynn la cogió como pudo, agarrándola con un brazo y asiéndose a la barandilla con el otro. Se aferró con todas sus fuerzas y consiguió evitar que las dos cayeran escaleras abajo.
Se quedó mirando a Caitlin a la cara, a pocos centímetros de la suya, y vio que ponía los ojos en blanco.
—¡Cariño! ¡Cariño! ¿Estás bien?
Caitlin balbució una respuesta incomprensible.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Lynn consiguió erguirla y colocarla de nuevo en el rellano. Caitlin se tambaleó, apoyándose en la pared. Luke se les acercó, deteniéndose a la mitad de las escaleras.
—¿Habéis estado tomando drogas? —le gritó Lynn.
—No, Lynn, qué va —protestó Luke, que parecía realmente sorprendido.
—Estoy... Estoy... como... —masculló Caitlin, arrastrando las palabras.
La condujo hacia su habitación. Caitlin se dejó caer de espaldas en la cama. Lynn se sentó a su lado y la rodeó con un brazo.
—¿Qué te pasa, cariño? Cuéntame.
Caitlin volvió a poner los ojos en blanco.
Por un momento, su madre pensó, angustiada, que se estaba muriendo.
—Si le has dado algo, Luke, te mataré. Lo juro. ¡Te arrancaré los ojos!
—No le he dado nada, te lo prometo. Nada de nada. No me meto drogas. Nunca lo haría, no le haría nada.
Ella acercó la nariz a la boca de su hija para ver si olía a alcohol, pero sólo notó un leve olor cálido y agrio. —¿Qué te pasa, tesoro?
—Estoy mareada. Todo me da vueltas. ¿Dónde estoy?
—Estás en casa, cariño. Estás bien. Estás en casa.
Caitlin paseó la mirada, ausente, por la habitación, sin reconocer nada, como si estuviera en un lugar completamente desconocido. Lynn siguió la trayectoria de sus ojos, de la diana a la boa violeta que colgaba de los dardos, luego a la foto de ese cantante de rock cuyo nombre Lynn no recordaba en aquel momento, como si lo viera todo por primera vez.
—No..., no sé dónde estoy —dijo.
Lynn se puso en pie, atenazada por el pánico.
—Luke, quédate aquí con ella un momento.
Luego corrió escaleras abajo, cogió el bolso y se fue a la cocina. Sacó la agenda del bolso y marcó el teléfono móvil de la coordinadora de trasplantes del Royal South London Hospital.
«Por favor, Dios mío, que esté ahí.»
Para su alivio, Shirley Linsell respondió al tercer tono. Lynn le explicó los síntomas de Caitlin.
—Parece una encefalopatía —dijo ella—. Déjame que hable con un especialista y él o yo te volveremos a llamar.
—Está muy mal —insistió Lynn—. ¿Encefalopatía? ¿Eso cómo se escribe?
La coordinadora se lo deletreó. Luego le prometió que volvería a llamarla en unos minutos y colgó.
Lynn volvió a subir las escaleras corriendo, con el teléfono inalámbrico en la mano.
—Luke, ¿puedes buscar «encefalopatía» en Internet? —dijo, y se lo deletreó.
Luke se sentó frente al tocador de Caitlin, abrió su portátil y escribió algo en el teclado.
Cinco minutos más tarde, Shirley Linsell llamó.
—Tienes que hacer que Caitlin evacúe. ¿Quieres traerla hasta aquí?
—¿Le habéis encontrado un hígado?
Hubo un momento de duda que a Lynn no le gustó.
—No, pero creo que no sería mala idea que la trajeras.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que la estabilicemos.
—¿Cuándo tendréis un hígado?
—Como te dije ayer, no puedo darte una respuesta. Pero si quieres, puedes tratarle estos síntomas en casa.
—¿Qué tengo que hacer?
—Aplicarle una lavativa. Generalmente, en estos casos, vaciando los intestinos el paciente se estabiliza.
—¿Qué tipo de lavativa? ¿De dónde la saco?
—De cualquier farmacia.
—Estupendo —dijo Lynn.
—¿Por qué no lo intentas? Espera unas horas, luego mira cómo está y me llamas. Aquí siempre hay alguien, y puede venir en cualquier momento.
—Ya —dijo Lynn—. Bueno, haré eso.
Colgó.
Caitlin estaba tumbada boca arriba en su cama, abriendo y cerrando los ojos.
—¡Creo que he encontrado lo que buscabas! —anunció Luke.
Lynn miró por encima de su hombro. El pelo le olía a sucio. Leyendo en voz alta, Luke dijo:
—«La encefalopatía es un síndrome neuropsiquiátrico que se produce en casos de enfermedades hepáticas avanzadas. Los síntomas pueden oscilar entre la confusión, los mareos, el cambio de personalidad o incluso el coma.»
—¡Pues qué bien! —exclamó Lynn. Luego se giró hacia Caitlin, que había cerrado los ojos. Temiéndose de pronto que pudiera caer en un coma, la sacudió—. ¡Cariño! ¡No te duermas, tesoro!
Caitlin abrió los ojos.
—¿Sabes qué? —farfulló—. Esto del hígado es la hostia.
—¿La hostia? —dijo Lynn, sorprendida.
—Sí, ¿por qué no? —contestó Luke.
—¿Por qué es la hostia? —le preguntó Lynn, confusa, a Luke, como si de algún modo pudiera encontrar la respuesta en aquella cara estúpida.
—Esa lista de espera para el trasplante, ¿sabes?
—¿Qué le pasa?
—Hay un modo de saltársela.
—¿Qué modo?
—Sí, bueno, he estado mirando en Internet. Se puede comprar un hígado.
—¿Comprar un hígado?
—Sí, es la bomba.
—¿«La bomba»? No estoy segura de que vivamos en el mismo planeta. ¿Qué quieres decir con eso de «comprar un hígado»?
—A un intermediario.
—¿Un qué?
—Un intermediario, un vendedor de órganos.
Lynn se lo quedó mirando, convencida por un momento de que sería una broma. Pero él parecía de lo más serio. Era la primera vez que lo veía remotamente interesado en algo.
—¿Qué quieres decir con eso de «un vendedor de órganos»?
—Alguien que te consigue el órgano que quieres. En Internet. Venden todo lo que puedas necesitar para un trasplante: corazones, pulmones, córneas, piel, partes del oído, riñones... e hígados.
Lynn se lo quedó mirando en silencio unos momentos.
—¿Lo dices en serio? ¿Puedes comprar un hígado en Internet?
—Hay un montón de páginas web —prosiguió Luke—. Y, esto te interesará, he encontrado un foro sobre listas de espera de órganos. Dice que la lista para trasplantes en algunos países es aún más larga que en el Reino Unido. Casi un noventa por ciento de las personas que esperan un hígado en Estados Unidos mueren antes de conseguirlo. Eso deja nuestro veinte por ciento en nada.
«A menos que ese veinte por ciento incluya a tu hija —pensó Lynn, lanzando una dura mirada a Luke—. Que sea una de las tres personas que mueren al día en el Reino Unido esperando un trasplante.»
Estaba enferma de preocupación y hecha una furia.
Pensando. Pensando en Shirley Linsell. Su transformación, de su tono cálido a aquella frialdad. Caitlin no era más que otra paciente. Dentro de un año o dos, probablemente ni se acordaría de su nombre; no sería más que una estadística.
No iba a correr aquel riesgo.
—Me voy a la farmacia. Cuando vuelva, me gustaría que me enseñaras eso de los vendedores de órganos —dijo.
De camino, paró en el quiosco, entró y echó un vistazo al Argus en busca de nuevas noticias sobre los tres cuerpos. En la tercera página había un gran artículo con el titular «LA POLICÍA SIGUE DESCONCERTADA ANTE LOS CUERPOS DEL CANAL». Se quedó mirando las fotografías retocadas de los rostros de los tres adolescentes. Leyó las especulaciones sobre la posibilidad de que les hubieran extraído los órganos para trasplantes. Leyó las declaraciones del tal superintendente Roy Grace, quienquiera que fuera.
Sintió que algo oscuro se revolvía en su interior. Dejó el periódico en el montón; no quería que Caitlin lo viera. Compró un paquete de cigarrillos Silk Cut, volvió a su coche y se fumó uno, pensando de nuevo, concentrada, con las manos temblorosas.
55
Unos años atrás, cuando era sargento, Roy Grace había investigado un robo en una pequeña bodega en Queens Park Road, cerca del hipódromo y del horrible edificio del Hospital General de Brighton y Hove.
El propietario, Henry Butler, un joven con cierto encanto distante, de vocabulario impecable y con la cabeza afeitada, parecía más disgustado por la calidad de los vinos robados por los ladrones que por el robo en sí. Mientras los agentes de la científica procedían a empolvar y rociar el lugar en busca de huellas, Butler se lamentaba de que aquel segmento en particular de la amplia gama de delincuentes que campaban por Brighton no tenía ningún gusto. Aquellos filisteos se habían llevado varias cajas del vinillo más barato y habían dejado intactos todos los vinos buenos, que él consideraba que les habrían dado mucha más satisfacción. A Grace enseguida le había caído bien, y cada vez que necesitaba una botella para una ocasión especial, volvía a aquella tienda.
A las cuatro de la tarde de aquel martes, aprovechando la pausa de la comida, algo retrasada, aparcó su Ford Focus sobre la doble línea continua frente al pequeño y nada pretencioso escaparate de The Butler's Wine Cellar y entró a la carrera. Henry Butler estaba allí, con la cabeza igual de afeitada y perilla. Llevaba un pendiente de oro, un peto y una camisa sin cuello, como si acabara de volver de recoger uvas.
La puerta se cerró tras él accionando un timbre y Roy sintió inmediatamente el olor familiar, acre y a vino de la bodega, mezclado con el aroma más dulce de la madera recién serrada de los cajones de vino.
—¡Buenas tardes, superintendente Grace! —dijo Butler, dejando sobre el mostrador un ejemplar de The Latest—. Es un placer verle. Así pues, ¿ya ha resuelto todos los delitos de la ciudad y viene a compartir mis caldos?
—Ojalá —respondió, sonriendo—. ¿Cómo va el negocio?
Butler se encogió de hombros, mostrándole el local vacío.
—Bueno, diría que con su llegada el día ha mejorado de pronto. ¿Con qué puedo tentarle?
—Necesito una botella de champán bastante especial, Henry.
—¡Así me gusta! ¡Eso es lo que me gusta oír! —exclamó, y desapareció por una puerta hacia la diminuta y atestada trastienda, desde donde bajó por unas escaleras que resonaban a cada paso.
Grace echó un vistazo a un mensaje de texto que le acababa de llegar, pero no era nada importante; un recordatorio de su cita con el peluquero el día siguiente en The Point, la peluquería a la que su autonombrado gurú del estilo, Glenn Branson, había insistido para que fuera a darse el repaso mensual. Se quedó mirando los estantes cargados de polvorientas botellas apoyadas de lado y las cajas de madera amontonadas en el suelo. Luego echó un vistazo a los titulares del Argus: «BRIGHTON VUELVE A SER LA CAPITAL NACIONAL DE LAS MUERTES POR DROGA».
Una triste estadística, pensó, pero al menos mantenía su caso fuera de la portada por un día.
Un par de minutos más tarde, Henry Butler reapareció, sosteniendo amorosamente una botella achaparrada entre los brazos.
—Tengo este Krug, muy seductor. Un sorbito y la chica caerá en sus brazos.
Grace esbozó una sonrisita socarrona.
—Doscientas setenta y cinco libras para usted, señor, y eso es con un diez por ciento de descuento.
La sonrisa de Roy se desvaneció de pronto.
—Joder, no quería decir «tan» caro. No soy un oligarca ruso, soy un poli, ¿recuerdas?
El bodeguero se lo quedó mirando con cara de hacerle una confidencia:
—Tengo un delicioso cava español a nueve libras por botella. Es lo que bebemos en casa en verano. Espléndido.
—Demasiado barato.
—Eso quería decir, señor poli: no me parece de los que se conforme con poco. Tengo un champán de la casa bastante especial: diecisiete libras para usted. Con un gran tono mantecoso, un final prolongado y un estilo complejo y abizcochado. Jane McQuitty cantó sus alabanzas en el Sunday Times hace un tiempo.
Grace sacudió la cabeza.
—Aún es demasiado barato. Quiero algo «muy» especial, pero no quiero tener que pedir un crédito.
—¿Qué tal le suena cien libras?
—Menos doloroso.
El bodeguero desapareció de nuevo en las entrañas de su imperio y volvió a aparecer más tarde.
—¡Esto es la pera! Un Roederer Cristal del 2000. La mejor cosecha de la década. El último que tengo, a precio de liquidación. ¡Una belleza! Normalmente serían ciento setenta y cinco. Se lo dejaré por cien, por ser usted.
—¡Trato hecho!
—¡Usted sí que sabe! —dijo Henry Butler, satisfecho.
Grace sacó la cartera.
—¿Me aceptas la tarjeta?
Butler puso una cara como si le acabaran de dar una patada en los bajos.
—Sabe cómo apretar las tuercas a un hombre cuando no puede defenderse, ¿eh? Bueno, está bien. —Se encogió de hombros—. ¿Una ocasión especial?
—Muy especial.
—Dele de esto y le amará toda la vida.
Roy sonrió.
—Eso es más o menos lo que espero.
56
Lynn se sentó sobre la cama de Caitlin, con la mirada fija en la pantalla del ordenador. Luke, agazapado sobre un taburete situado frente al atestado tocador, trasteaba en el teclado del portátil de Caitlin, usando sólo un dedo y, por lo que parecía, sólo un ojo.
Caitlin, con la bata puesta, se había pasado gran parte de la hora anterior yendo y viniendo del baño. Pero ya tenía mejor aspecto, tal como había comprobado Lynn con alivio, sólo que volvía a rascarse. Se rascaba los brazos con tanta fuerza que parecía que los tuviera cubiertos de picaduras de insectos. En aquel momento, con el iPod en los oídos, repartía su atención entre un episodio antiguo de O.C. en el televisor sin volumen y su teléfono móvil violeta, en el que estaba enviando algún mensaje de texto, muy concentrada, mientras se frotaba la planta de los pies con los pies de la cama.
Luke llevaba tocando teclas casi una hora, utilizando Google y otros buscadores, probando diferentes combinaciones de palabras y frases con las palabras «órganos», «compra», «humanos», «donantes» o «hígados».
Había encontrado un debate del Consejo de la Asamblea del Parlamento Europeo sobre el tráfico de órganos humanos, y en otra página había descubierto la historia de un cirujano de Harley Street llamado Raymond Crockett al que habían retirado la licencia en 1990 por comprar riñones para cuatro pacientes en Turquía. Y muchos otros debates sobre si la donación de órganos debía ser automática en el momento de la muerte, a menos que la persona haya dispuesto lo contrario.
Pero nada de vendedores de órganos.
—¿Estás seguro de que no es una leyenda urbana, Luke?
—Hay una página sobre una zona de Manila a la que llaman «La isla de un riñón» —afirmó—. Allí puedes comprar un riñón por cuarenta mil libras, operación incluida. Esa página lo decía todo sobre vendedores.
De pronto se detuvo.
En la pantalla, en un blanco clínico sobre un fondo de un negro intenso, habían aparecido las palabras: «TRANSPLANTATION-ZENTRALE GMBH».
En una barra superior, donde podían escogerse diferentes idiomas, hizo clic sobre la bandera británica y un momento después apareció un nuevo texto:
Bienvenidos a la
Transplantation-Zentrale GmbH,
Agencia líder en órganos humanos
para trasplantes.
Servicio global, discreción e intimidad aseguradas.
Contacte con nosotros por teléfono, e-mail
o visite nuestras oficinas de Múnich mediante cita previa.
Lynn se quedó mirando la pantalla del ordenador, sintiendo una intensa y vertiginosa sensación de excitación. Y de peligro.
A lo mejor realmente había otra opción a la tiranía de Shirley Linsell y su equipo. Otro modo de salvar la vida de su hija.
Luke se giró hacia Caitlin.
—Parece que sí, hemos encontrado algo.
—Guay —dijo ella.
Un momento más tarde, Lynn sintió los brazos de Caitlin alrededor de sus hombros y su cálido aliento en la nuca; ella también miraba la pantalla.
—¡Es genial! —dijo Caitlin—. ¿Crees que habrá algo así como una lista de precios? ¿Cómo cuando vas a comprar al súper?
Lynn soltó una risita nerviosa, contenta de ver que Caitlin volvía a cierta normalidad, aunque fuera temporalmente.
Luke empezó a navegar por el sitio web, pero había muy poca información aparte de lo que ya había leído. Ningún número de teléfono ni dirección postal, sólo una electrónica: post_transplantation—Zentrale.de.
—Muy bien —dijo Lynn—. Envíales un correo.
Ella dictó, y Luke escribió:
Soy la madre de una chica de 15 años que necesita urgentemente un trasplante de hígado. Estamos en el sur de Inglaterra. ¿Nos pueden ayudar? Si es así, díganos qué tipo de servicio pueden ofrecernos y qué información necesitan. Atentamente,
LYNN BECKETT
Lynn lo leyó, y luego se giró hacia Caitlin.
—¿Te parece bien, tesoro?
Caitlin esbozó una sonrisa y se encogió de hombros.
—Sí, como quieras.
Luke lo envió.
Entonces los tres se quedaron mirando al programa de correo en silencio.
—¿No crees que tendríamos que haber puesto un número de teléfono? —preguntó Caitlin—. ¿O una dirección, o algo?
Lynn se lo pensó por un momento, con la mente confusa.
—Quizá. No sé.
—No tiene nada malo, ¿no? —dijo Caitlin.
—No, nada —respondió su madre.
Luke mandó un segundo mensaje, con el número del móvil de Lynn y el prefijo internacional de Inglaterra.
Diez minutos más tarde, Lynn estaba en la cocina preparándose una taza de té y algo de cena para los tres y sonó su teléfono. La pantalla decía: Número privado.
Lynn respondió inmediatamente.
Se oyó un leve silbido, y luego un ruido de interferencias. Tras unas décimas de segundo, oyó una voz de mujer, con un inglés forzado y gutural y un tono profesional pero amistoso.
—¿Puedo hablar con la señora Lynn Beckett?
—¡Soy yo! —dijo Lynn—. ¡Al habla!
—Me llamo Marlene Hartmann. ¿Acaba de enviar un correo electrónico a mi empresa?
—¿A Transplantation-Zentrale? —preguntó Lynn, temblando.
—Correcto. Por casualidad, resulta que mañana voy a estar en Inglaterra, en Sussex. Si le va bien, quizá podríamos vernos.
—Sí —dijo Lynn, controlando apenas los nervios—. ¡Sí, por favor!
—¿Sabe por casualidad el grupo sanguíneo de su hija?
—Sí, es AB negativo.
—¿AB negativo?
—Sí.
Se produjo un breve silencio hasta que la alemana volvió a hablar:
—Bien —dijo—. Eso es excelente.
57
—Son las 18.30 del martes 2 de diciembre —anunció Roy Grace—. Ésta es la décima reunión de la Operación Neptuno, investigación sobre la muerte de tres personas desconocidas.
Estaba sentado en mangas de camisa, con la corbata aflojada, frente a la mesa de la sala de reuniones de la Sussex House. En el exterior, hacía una noche terrible. Se quedó mirando por un instante los regueros de agua que caían por los ventanales, y más allá, el negro profundo de la noche. Allí dentro hacía frío y había corriente de aire, y la mayor parte del calor procedía de los cuerpos de su equipo, que iba creciendo rápidamente y que ya contaba con veintiocho personas, apretujadas alrededor de la mesa.
En la superficie lisa que tenía delante había una botella de agua, un montón de periódicos, su cuaderno y su agenda impresa. Había mucho de lo que hablar antes de poder irse a casa y pasar al segundo tema de la noche, mucho más agradable. Un tema que tenía que ver con una botella de champán muy cara que esperaba en el maletero de su coche.
En la pizarra blanca colgada de la pared había series de huellas dactilares y fotografías con reconstrucciones faciales electrónicas de las tres víctimas. Levantó la vista hacia los retratos robot. Un inspector colega suyo, Jason Tingley, que ahora estaba en la Unidad de Inteligencia de la División, le había comentado en una ocasión que los retratos robot hacían que todo el mundo pareciera el Señor Mono, y Roy nunca había podido quitarse aquella imagen de la cabeza. Ahora miraba a dos Señores Mono y a una Señora Mona colgados de la pared.
Muertos.
Asesinados.
A la espera de que él llevara a sus asesinos ante la justicia.
A la espera de que él aportara algún consuelo a sus familiares.
Abrió el Independent, que estaba en lo alto del montón. En la página tres se leía claramente un titular: «BRIGHTON, DE NUEVO, CAPITAL NACIONAL DEL CRIMEN». Era una referencia a 1934, cuando Brighton estaba en manos de las famosas bandas de navajeros y, en un corto espacio de tiempo, habían aparecido dos cuerpos en sendos baúles en la estación de tren de la ciudad, lo que le había valido que la calificaran como la «capital inglesa del crimen».
—El nuevo comisario no está muy contento —anunció Roy Grace—. Quiere que lo resolvamos, y rápido.
Bajó la vista y repasó las notas que Eleanor le había pasado a máquina.
—Muy bien, ahora tenemos nuevas pruebas forenses de que los órganos fueron extirpados en condiciones de quirófano. En el laboratorio han identificado la presencia post mortem de propofol y ketamina en los tejidos. Son dos anestésicos.
Hizo una pausa para que sus hombres absorbieran la información.
—He estado pensando en esta línea de investigación, sobre el tráfico de órganos, Roy —dijo Guy Batchelor—. La compraventa de órganos humanos es ilegal en el Reino Unido, pero por la escasez, hay gente en las listas de espera de corazones, pulmones e hígados que se muere antes de conseguir un órgano. Y hay gente en las listas de espera de riñones que espera durante años, llevando muy mala vida. ¿Cómo va nuestra búsqueda de cirujanos de trasplantes descontentos?
—De momento nada —respondió la inspectora Mantle.
—¿Y si pusiéramos en la lista de sospechosos a todos los cirujanos de trasplantes del Reino Unido? —propuso Nick Nicholl—. No puede haber tantos.
—¿Qué progresos hemos hecho con los cirujanos inhabilitados? —preguntó Lizzie Mantle—. Me parece que ése sería un buen punto de partida. Alguien cabreado que quiera reventar el sistema.
—Estoy trabajando en ello —dijo Sarah Shenston, una de las investigadoras—. Espero disponer de una lista completa mañana. Hay muchos.
—Bien. Gracias, Sarah. —Grace tomó otra nota—. Creo que deberíamos elaborar una lista y visitar todos los centros de trasplantes de órganos humanos del Reino Unido —dijo. Miró a Batchelor—. Es importante establecer la cadena de suministro de órganos. ¿Hay un punto mejor que otro para que se produzca una actuación deshonesta de algún elemento de la cadena?
Batchelor asintió:
—Yo me ocuparé de investigar eso.
—Creo que en primera instancia tenemos que suponer que estas víctimas tienen alguna conexión con Brighton o Sussex —planteó Grace—. En mi opinión, el hecho de que aparecieran cerca de la costa de Brighton indica eso. ¿Hay alguien que lo vea de otro modo?
Todo el equipo mostró su conformidad.
—Diría que una parte importante de este rompecabezas es establecer la identidad de las víctimas, y a eso nos encaminamos. —Volvió a mirar su notas—. Tenemos una información interesante del laboratorio Cellmark Forensics, al que enviamos muestras de ADN de las víctimas. Su laboratorio en Estados Unidos, Orchid Cellmark, ha realizado un análisis de enzimas y minerales del ADN de las tres víctimas. Indica que llevaban una dieta compatible con la del sureste de Europa.
Dio un sorbo a su botella de agua y prosiguió.
—Esto concuerda con el informe toxicológico de los laboratorios forenses. Las tres víctimas presentan rastros en sangre de una pintura metálica de fabricación rumana, conocida como Aurolac. Según la información de los forenses, es una sustancia que inhalan los niños de la calle en Rumania, y que tiene un efecto similar a esnifar cola. Para confirmar esto, Nadiuska volvió al depósito anoche para realizar nuevos exámenes y descubrió restos de pintura metálica en los orificios nasales de las víctimas. —Miró a Potting—. Norman, ¿querrías ponernos al día sobre Rumania?
Potting, que parecía tan encantado como si le hubieran dado un puñetazo en la barriga, hinchó el pecho.
—Bueno, he escrito a la Interpol, pero con esos burócratas estamos como siempre. No parece que tengan mucha prisa. Podríamos tardar tres semanas en recibir una respuesta. O más, con las Navidades acercándose —planteó. Luego vaciló y miró a Roy Grace—. ¿Puedo mencionar a Ian Tilling, de Bucarest, señor?
Grace asintió y explicó a quién se refería:
—Norman tiene un contacto en Rumania, un ex policía británico muy respetable que dirige un centro benéfico que da refugio a personas sin techo en Bucarest. Teniendo en cuenta las prisas que tenemos por avanzar en el caso, he dado permiso al sargento Potting para que sondee el terreno sin contar con la Interpol. ¿Puedes ponernos al día, Norman?
—Le he pedido que busque a cualquiera llamado Rares que hubiera podido llegar a Inglaterra recientemente. Sólo hace unas horas que he hablado con él, pero me ha prometido ponerse en esto inmediatamente, y espero que me diga algo mañana y que me cuente qué novedades tiene. De momento es todo lo que tengo.
Entonces Grace se giró hacia Bella Moy.
—¿Hemos sacado algo de los dentistas?
—Nada —dijo ella, mostrando unas cuantas hojas de papel—. Éstos son todos los que he visto hasta ahora. Todos dicen lo mismo. Las víctimas muestran señales de malnutrición y posiblemente de uso de drogas, pero ninguna señal de intervenciones odontológicas. No estoy segura de que tenga sentido seguir con los dentistas, Roy. No creo que ninguna de estas tres víctimas haya ido nunca a un dentista, y desde luego no en el Reino Unido.
—Sí, no parece que vaya a llevarnos a nada. Puedes dejar ese tema —confirmó, y se dirigió al agente Nick Nicholl—. ¿Qué has encontrado sobre desaparecidos?
—Nada hasta ahora, jefe.
Nicholl procedió a relatar los progresos que había hecho. Le informó de que había hecho circular retratos robot por todo Sussex y por los condados vecinos, sin ningún resultado. Tampoco había obtenido resultados con los periódicos. El programa de televisión Crimewatch era otra opción, pero aún faltaba una semana.
Grace volvió a mirar sus notas.
—Ray Packard, de la Unidad de Delitos Tecnológicos, tiene algo que decirnos.
El analista informático, sentado en el otro extremo, no tenía en absoluto el aspecto del típico cerebrito. Packard siempre le recordaba el «Q» original de las películas de James Bond. Tenía poco más de cuarenta años, era muy inteligente y siempre se mostraba lleno de entusiasmo, pese a lo deprimente de su trabajo, en el que tenía que estudiar fotografías de abusos a menores procedentes de ordenadores incautados, día sí, día no. Cualquiera que se encontrara con él por primera vez, vestido con su traje gris y su corbata de rayas, podría tomarlo por un director de banca de la vieja escuela.
—Sí, hemos comprobado los países que forman parte de las redes internacionales de órganos humanos, señor, y Rumania es uno de ellos —dijo Packard—. Eso confirma lo que el sargento Potting nos ha dicho antes. Seguimos investigando.
Grace le dio las gracias.
—Bueno, esta tarde he hablado con varios miembros del equipo responsable de la Operación Pentámetro, que está investigando el tráfico de personas. Jack Skerritt, de la central del Departamento de Investigación Criminal, y el inspector Paul Furnell y el sargento Justin Hambloch, de la comisaría de Brighton, me han pasado una lista de nombres con conexiones en el sureste de Europa, entre ellos un par de rumanos. Hay unas cuantas chicas rumanas trabajando en los burdeles de Brighton. Tenemos que visitarlas a todas y ver si alguna reconoce a alguno de estos tres adolescentes. Y si podemos, que nos hablen de sus contactos, sea aquí o en Rumania.
—¿Tienes algo de qué informar, Glenn? —dijo entonces Grace, dirigiéndose al sargento Branson.
—Sí, aún no hay noticias del barco pesquero desaparecido. Tengo una cita para una entrevista con la esposa del patrón del Scoob-Eee esta noche, tras esta reunión. Tal como quedamos esta mañana, he pedido a la División de Apoyo Científico que enviaran las dos colillas que encontré en el puerto de Shoreham al laboratorio para que les hagan pruebas de ADN.
Grace asintió, volvió a repasar sus notas y dijo:
—Puede que no esté relacionado en absoluto, pero esta mañana se ha encontrado un motor fuera borda Yamaha de cinco caballos en la playa al bajar la marea, entre el puerto deportivo y Rottingdean, en Black Rock. Van a analizarlo con una nueva tecnología de detección de huellas que están probando en el laboratorio. Glenn, me gustaría que me consiguieras un listado de todos los vendedores de motores fuera borda Yamaha de la zona y que descubrieras quién ha vendido uno hace poco.
—¿Dónde está ahora, Roy?
—En el almacén de pruebas.
—Muy bien.
Roy miró de refilón su reloj de pulsera, permitiéndose una leve distracción momentánea. Le había dicho a Cleo que esperaba estar en su casa a las ocho. Luego volvió a concentrarse en la reunión.
—Estoy asumiendo que nos enfrentamos a un caso de tráfico humano, a menos que algo me convenza de lo contrario. Por lo que me ha dicho el inspector Furnell, la totalidad del tráfico conocido hasta la fecha ha sido para la explotación sexual. De las chicas que han llegado a Brighton con ese fin se ocupan unos cuantos capos de la zona. El equipo de Furnell está investigando a varios de ellos, pero él mismo supone que hay muchos otros que no tiene detectados. Creo que una línea clave de investigación será hablar con las chicas que trabajan en los burdeles de Brighton y ver si podemos ampliar nuestra lista de capos.
La Policía de Brighton, consciente de que el comercio sexual iba en aumento en todas las ciudades, prefería que las chicas trabajaran en lugares cerrados en lugar de que invadieran las calles, sobre todo por su propia seguridad. También hacía más fácil el seguimiento de cualquier chica menor de edad o víctima del tráfico ilegal.
—Bella y Nick, creo que vosotros dos sois los que mejor podéis sacar información a las chicas —dijo Grace.
Pensó que quizá las prostitutas se sentirían más cómodas ante una mujer, y como Nick Nicholl acababa de tener un bebé, era poco probable —en comparación con alguien como Norman Potting, por ejemplo— que se dejara seducir por sus encantos sexuales.
—Estuve cubriendo burdeles durante un tiempo cuando iba de uniforme —dijo ella.
Nick Nicholl se sonrojó.
—¡Mientras alguien le explique a mi esposa..., ya sabe..., lo que voy a hacer a esos lugares!
—Las mujeres pierden el impulso sexual después de parir —observó Norman Potting—. Hazme caso. Dentro de nada, necesitarás algo de acción fuera de casa.
—¡Norman! —le amonestó Grace.
—Lo siento, jefe. No era más que una observación.
Grace le echó una mirada, pensando en cómo le gustaría que aquel hombre supiera callarse y que se limitara a hacer lo que sabía hacer.
—Bella y Nick —prosiguió—, quiero que habléis con todas las chicas con las que podáis. Sabemos que muchas de ellas ganan mucho y están muy contentas con su suerte. Pero hay algunas que cargan con una gran deuda.
—¿Qué deuda? —preguntó Guy Batchelor.
—Unos cabrones las rescatan de la pobreza y les aseguran que les pueden conseguir una nueva vida maravillosa en Inglaterra: pasaporte, visado, trabajo, piso..., pero por un precio que nunca conseguirán pagar. Llegan a Inglaterra, con una deuda de miles de libras, y algún gran capo se frota las manos. Las mete en un burdel, aunque tengan trece años, y les dice que es el único modo que tienen para pagar los intereses de la deuda. Si se niegan, les dicen que irán a por sus familiares o amigos. Pero estos capos suelen tener las manos metidas en más de un chanchullo. A veces están en el negocio de la droga... Y a veces, por lo que parece, también en el negocio de los órganos.
Todos le escuchaban atentamente.
—Creo que es probable que ése sea nuestro principal sospechoso: un capo local.
58
Glenn Branson detuvo su Hyundai negro en la rotonda y levantó la vista hacia un edificio moderno que le gustaba en particular, el Centro Ropetackle para las Artes de Shoreham. Luego tomó la primera salida y siguió por una amplia calle flanqueada a ambos lados por tiendas, restaurantes y pubs, todos cubiertos de luces y decoraciones navideñas. Aunque eran las ocho y media de aquella lluviosa noche de martes, el lugar estaba lleno de gente y bullía de actividad; era la época propicia para las cenas de empresa. Pero a él le traía sin cuidado.
Se sentía fatal.
La Navidad estaba al caer. Ari ni siquiera quería hablar de ello con él. ¿Iba a pasarla solo, en el salón de Roy Grace? Tenía tres llamadas perdidas de Ari en el móvil, que había recibido durante la reunión, pero cuando la había llamado, más tarde, le había respondido un hombre.
Un «hombre» en su casa, y que le decía que su mujer no estaba.
Cuando Glenn le había preguntado quién cojones era, el hombre, con una voz arrogante y repulsiva, le había dicho que era el canguro y que Ari estaba en clase de literatura inglesa.
¿Un canguro hombre?
Si hubiera tenido la voz de un adolescente, habría sido otra cosa. Pero no; tenía voz de adulto, como de alguien de entre treinta y cuarenta. ¿Quién demonios era? Cuando se lo había preguntado, aquel mierda le había respondido, con toda su mala leche que era un «amigo».
¿Qué coño se creía Ari, dejando a sus hijos, Sammy y Remi, en manos de un hombre que él ni conocía y del que no tenía referencias? Por Dios, podía ser un pedófilo. Podía ser «cualquier cosa». Decidió que en cuanto acabara su entrevista iría directamente a verlo por sí mismo. Y a sacar a aquel capullo de su casa.
Según las instrucciones que había memorizado, el desvío estaba cerca. Redujo la marcha, puso el intermitente a la izquierda y giró por una estrecha calle residencial. A marcha lenta, pasó por un puesto de pescado frito con patatas que estaba atestado de gente, mientras intentaba leer los números de las casitas adosadas. Entonces vio el número 64. Unos cincuenta metros más adelante había un espacio libre entre dos coches aparcados. Era muy justo, pero consiguió meter el pequeño Hyundai en el sitio, tocando el parachoques del coche de atrás una vez, y salió del vehículo. Corrió bajo la lluvia, con el cuello de su gabardina color crema subido, y llamó al timbre.
La mujer que le abrió la puerta tenía unos cincuenta y cinco años y era alta y pechugona, con una melena pelirroja que parecía recién salida de la peluquería. Llevaba un amplio blusón gris, sobre unos vaqueros azules, y unos zuecos. Las oscuras ojeras bajo los ojos y las manchas de rímel revelaban su tristeza.
—¿La señora Janet Towers? —preguntó él, mostrando su identificación.
—Sí.
—Sargento Branson, de la Policía.
—Gracias por venir —dijo ella, haciéndose a un lado para dejarle paso. De pronto, en un arranque repentino de esperanza, preguntó—: ¿Tienen alguna noticia?
—De momento nada. Lo siento.
Branson entró, encogiéndose para rebasarla, y accedió a un estrecho recibidor decorado con grabados antiguos de Brighton, de temática náutica. En la casa hacía calor y el ambiente estaba cargado; olía a humo de cigarrillos y a perro. Algo que había observado en experiencias pasadas era que, cuando la gente estaba en estado de shock o de duelo, tendía a cerrar las cortinas y a subir la calefacción.
Ella le hizo pasar a un diminuto salón donde hacía un calor bochornoso. La mayor parte del espacio lo ocupaba un tresillo marrón de velour; y el resto, un gran televisor, una mesita auxiliar en forma de timón sobre la que había un cenicero lleno de colillas manchadas de pintalabios, y varias vitrinas llenas de botellas de diversos tamaños con barcos dentro. En el hueco de la chimenea brillaba un antiguo calefactor de tres barras con carbón falso. En la repisa de encima había varias fotografías de familia y una gran tarjeta de felicitación.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber, agente...? ¿Sargento Branson, dijo? ¿Como el tipo de la Virgin, Richard Branson?
—Sí, sólo que yo no soy rico como él. Un café sería estupendo.
—¿Cómo lo toma?
—Manchado, sin azúcar, gracias.
—¿Manchado?
—Fuerte, con sólo un chorrito de leche.
Ella salió de la habitación y él aprovechó para echar un vistazo a las fotografías. Una mostraba a una pareja frente a una iglesia. Era la de Todos los Santos, en Patcham; la reconoció, porque era la iglesia en que se había casado con Ari. El marido, que suponía que sería Jim, llevaba un traje ajustado con una camisa que parecía demasiado grande para él, el pelo rizado y cardado y una sonrisa socarrona. La novia, una Janet mucho más delgada, lucía unos tirabuzones que le llegaban a los hombros y un vestido de encaje y cola larga.
Dispuestas a ambos lados había otras fotos de dos niños en diferentes estados de crecimiento y una de un joven de aspecto tímido con birrete y toga de graduación.
«Graduación», pensó, compungido. ¿Llegaría a presenciar la graduación de alguno de sus hijos? ¿O le excluiría la zorra de su mujer? Sacó su móvil y miró la pantalla. Por si acaso.
«¿Por si acaso qué?», pensó, volviendo á meterlo en el bolsillo, malhumorado, y preguntándose de nuevo quién sería el hombre que había respondido al teléfono. El hombre que estaba solo con sus hijos.
¿Estaría esperando ese mierda a que Ari volviera a casa, para follársela? Oyó una respiración afanosa y se giró: por el quicio de la puerta le miraba un viejo golden retriever algo gordo.
—¡Hola! —le saludó Glenn, tendiéndole la mano.
El perro depositó una gota de baba en la alfombra y se le acercó, tambaleándose. Él se arrodilló y le dio unas palmaditas. Casi inmediatamente, el perro se le puso panza arriba.
—Bueno, parece que eres una estupenda vigilante, ¿verdad? —dijo—. ¡Y también eres una cochina, enseñándome así las tetas!
Le frotó el vientre unos momentos, se puso de nuevo en pie y cogió la tarjeta de felicitación.
En el anverso, en caracteres dorados leyó la inscripción: «A mi amor».
En el interior, había una nota escrita: «A Janet, el amor de mi vida. Te adoro y te echo de menos cada segundo que estamos separados. Gracias por los veinticinco años más felices de mi vida. Con todo mi amor, Jim. XXXXXXX».
—¡Espero que esté lo suficientemente fuerte!
—Bonita tarjeta —dijo Glenn, cerrándola y colocándola de nuevo en su sitio.
—Es un buen hombre —dijo ella.
—Lo he notado al leerla.
Janet Towers posó sobre la mesita auxiliar una bandeja con dos tazas de café y un plato de galletas Digestive de chocolate, y se sentó en el sofá. La perra arrimó el morro al plato.
—¡Goldie! ¡No! —la reprendió ella.
La perra se alejó contoneándose. Glenn escogió el sillón que estaba más lejos del fuego y se fijó en las galletas; de pronto se dio cuenta de que tenía hambre. Pero le pareció que podría parecer maleducado si comía en un momento tan delicado para aquella pobre mujer.
—Tengo unas cuantas preguntas que hacerle, para seguir con la conversación telefónica de ayer —dijo—. ¿Le importa? —Estoy desesperada. Lo que sea, cualquier cosa.
—¿Son ésos sus hijos? —dijo Glenn, señalando a la repisa—. ¿Qué edad tienen? —Se quedó mirando los ojos de ella atentamente.
Ella miró hacia la derecha, y luego centró la mirada y la fijó en él, frunciendo el ceño.
—Jamie, veinticuatro años, y Cloe... ¿veintidós? Sí. ¿Por qué?
Él no respondió.
—Supongo que aún no tiene noticias, ¿verdad?
Roy Grace le había enseñado, tiempo atrás, que se puede saber si una persona está mintiendo o diciendo la verdad observando los movimientos de sus ojos. Era un concepto de la programación neurolingüística. El cerebro humano está dividido en dos partes. Aunque la cosa es más complicada de como lo explicó Grace, se puede decir que básicamente, en las personas diestras, la imaginación —o «construcción»— se produce en el hemisferio izquierdo, y la memoria a largo plazo y los datos fácticos tienen lugar en el hemisferio derecho. Cuando le preguntas algo a alguien, los ojos suelen moverse hacia el lado de la construcción o el de la memoria, dependiendo de si mienten o dicen la verdad.
Glenn ya había determinado, observándola, que Janet Towers era diestra. Si ahora observaba bien sus ojos, vería que se movían a la izquierda si estaba mintiendo, o hacia la derecha, si estaba diciendo la verdad.
Ella desvió la mirada muy hacia la derecha.
—Ni una palabra —respondió—. Le ha pasado algo, créame, por favor.
Él sacó su cuaderno y su bolígrafo.
—Lo último que supo de él fue el viernes por la noche, ¿verdad?
—Sí. —De nuevo sus ojos se desviaron claramente hacia la derecha.
—¿Se ha ausentado su marido alguna vez así, anteriormente?
—No, nunca.
Parecía que seguía diciendo la verdad. Él tomó una nota y le dio un sorbo al café, pero estaba demasiado caliente, así que volvió a dejarlo en la mesa.
—Perdóneme si le parezco insensible, señora Towers: ¿habían tenido alguna discusión usted y su marido antes de que... desapareciera?
—¡No, en absoluto! Era nuestro aniversario de boda, el vigesimoquinto. La noche anterior me había dicho que quería que renováramos nuestros votos de matrimonio. Éramos..., somos... muy felices.
—Muy bien. —Miró las galletas con ganas, pero siguió resistiéndose a la tentación.
—¿Le hablaba mucho de sus clientes?
—Me contaba un montón de cosas, si eran interesantes, o curiosos.
—¿Curiosos?
—Este verano un tipo alquiló el barco para ir a pescar en alta mar y resultó que tenía la manía de que le gustaba pescar desnudo —comentó, dejando escapar una sonrisa de sorna.
—Hay gente para todo —dijo él, sonriendo a su vez.
Luego, en el incómodo silencio que siguió, se dio cuenta de que ella no estaba para bromas.
—Y dígame... ¿Qué está haciendo la Policía... para encontrarlo?
—Todo lo que podemos, señora Towers —respondió Glenn, ruborizado por su paso en falso—. Los guardacostas han enviado un equipo completo de rescate por aire, con el apoyo de la Fuerza Aérea, para buscar el barco. Han parado esta noche, pero volverán con las primeras luces. Se ha comunicado la alerta a todos los puertos del canal, en Inglaterra y en el otro lado del canal. Se ha alertado a todos los barcos, para que estén atentos por si ven el Scoob-Eee. Pero hasta ahora me temo que no se ha informado de ningún avistamiento.
—Teníamos una mesa reservada para cenar el viernes a las ocho. Jim me había dicho que la unidad de buceo de la Policía le había alquilado el barco para el día, y que sólo tenía que volver a llevarlo a su amarre a la vuelta, que estaría de vuelta hacia las seis. —Se encogió de hombros—. Y luego, a las nueve, vieron que su barco salía por la bocana del puerto de Shoreham a mar abierto. Eso no tiene ningún sentido.
—¿No puede ser que le saliera un cliente a última hora?
Ella sacudió la cabeza enérgicamente.
—Jim es muy romántico. Llevaba planeando esta velada desde semanas atrás. No habría aceptado un cliente para esa noche, de ningún modo.
Glenn por fin sucumbió a la tentación, cogió una galleta y le dio un mordisco.
—No quiero parecerle insensible —dijo, con restos de la galleta aún en la boca—, pero sabemos que en esta ciudad hay un gran tráfico ilegal, tanto de personas como de drogas. ¿Es posible que su marido se viera involucrado en algún tipo de transporte de ese tipo?
Una vez más, sacudió la cabeza enérgicamente.
—No, Jim no.
Él, aún satisfecho de su sinceridad, siguió preguntando:
—¿Tenía Jim algún enemigo?
—No. No que yo supiera.
—¿Qué quiere decir con eso, señora Towers?
—¿Le importa si fumo?
—Adelante.
Sacó un paquete de Marlboro Light de su bolso, cogió un cigarrillo y lo encendió.
—Todo el mundo quería a Jim —dijo—. Era de esos que se hacen querer.
—¿Así que en todos sus años como detective nunca se ganó un enemigo?
—Es posible. Sigo pensando en todos sus antiguos clientes. Sí, puede que alguien se enfadara con él, pero lleva fuera de juego una década.
—¿Puede ser alguien a quien enviara a prisión y que acabara de salir?
—Él no enviaba a nadie a la cárcel. Se ocupaba más, ya sabe, de seguir a maridos infieles, ese tipo de trabajo.
Glenn tomó otra nota.
—Supongo que Jim llevaría un móvil —prosiguió.
—Sí.
—¿No está aquí?
—No, siempre lo llevaba consigo.
—¿Podría darme el número?
Ella se lo dio de memoria y Glenn lo apuntó:
—¿De qué operador es?
—T-Mobile.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con él?
—El viernes, a las cinco menos cuarto, más o menos. La unidad de buceo de la Policía acababa de devolverle el barco y ya estaba en puerto. Dijo que iba a arreglarlo y que luego volvería a casa.
—¿Aquélla fue la última conversación que tuvieron?
—Sí —dijo, y se echó a sollozar.
Glenn dio un sorbo a su café y esperó pacientemente. Cuando la vio más calmada, preguntó:
—Supongo que habrá intentado llamarle.
—Cada cinco minutos. Y nada. Me sale directamente el contestador.
Glenn apuntó aquello. Levantó la vista hacia Janet Towers y se compadeció de ella.
Luego volvió a pensar en el hombre que había respondido al teléfono en su casa. El hombre que estaba haciendo de canguro de sus hijos.
El hombre al que nunca había visto, pero que en aquel momento odiaba más de lo que pensaba que hubiera podido detestar a nadie.
«Si te estás acostando con Ari —pensó—, que Dios te ayude. Te arrancaré los testículos del escroto con mis propias manos.»
Sonrió forzadamente a Janet Towers y le pasó su tarjeta.
—Llámeme si tiene noticias. Encontraremos a su marido —dijo—. No lo dude. Lo encontraremos.
Entre los sollozos, oyó que la voz de ella de pronto se convertía en rabia.
—Sí, bueno, espero que lo encuentren ustedes antes que yo, eso es lo único que puedo decir.
Y volvió a echarse a llorar.
59
Roy Grace, con la botella de champán más cara que había comprado en su vida en la mano, introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal de la casa de Cleo.
En aquel preciso momento, sonó su teléfono.
Soltando una maldición, lo sacó del bolsillo y respondió:
—Superintendente Grace.
Era la subdirectora Alison Vosper, la persona con la que menos ganas tenía de hablar en aquel momento. Y para acabar de arreglarlo, daba la impresión de que estaba de un humor especialmente agrio.
—¿Dónde está? —preguntó ella.
—Acabo de llegar a casa —respondió Grace, con la esperanza de que le impresionara el que fueran más de las nueve.
—Quiero verle a primera hora de la mañana. El jefe ha estado hablando con Alan McCarthy sobre la mala prensa que está recibiendo Brighton con su caso.
McCarthy era el alcalde de Brighton y Hove.
—Desde luego —dijo él, haciendo un esfuerzo por disimular su renuencia.
—A las siete.
—Muy bien —respondió, aunque soltó un gruñido para sus adentros.
—Espero que tenga algún progreso del que informar —añadió ella antes de colgar.
«Que tenga buena noche», articuló él en silencio. Luego abrió la puerta.
Cleo, vestida con una camisa de hombre y vaqueros rotos, estaba a cuatro patas sobre el parqué, disputándose un calcetín con Humphrey.
El perro gruñía, gemía y tiraba del calcetín como si en ello le fuera la vida.
—¡Hola, cariño! —dijo él.
Levantó la vista, sin soltar su presa y sin observar la botella que Roy llevaba en la mano.
—¡Hola! Mira, Humphrey, mira quién ha llegado. ¡Es el superintendente Roy Grace!
Él se arrodilló y la besó.
Ella le dio un beso rápido, pero estaba concentrada en el perro.
—¡Champán! ¡Qué bien! —dijo. Luego, echando un vistazo de reojo a la saltarina bola negra de pelo, añadió—: ¿Qué te parece, Humphrey? ¡El superintendente Roy Grace nos ha traído champán! ¿Crees que será un regalo de buena voluntad?
—Siento llegar tarde... Me han entretenido tras la reunión.
Ella tiró del calcetín con fuerza. Humphrey se lanzó hacia ella, pero las patas le resbalaban sobre los tablones de roble pulido. Soltó su presa y luego volvió a morderla. Cleo levantó la mirada hacia Roy.
—¡Te he preparado el mejor martini de tu vida! Con un vodka fantástico que he descubierto: Kalashnikov. Está en la nevera —exclamó. Luego añadió—: ¡Qué suerte tienes! ¡Tendrás que bebértelo tú por los dos!
Volvió a girarse hacia el perro.
—Tiene suerte, ¿verdad Humphrey? Llega aquí una hora más tarde de lo prometido y, aun así, se encuentra con una buena copa. Y tú y yo tenemos que beber agua. ¿Qué te parece?
De pronto, Grace se sintió incómodo. Ella parecía algo distante.
—¡Me irá muy bien mientras esperamos a que se enfríe el champán! —dijo, intentado aplacarla.
Le enseñó la botella.
Echando un vistazo a la botella sin perder de vista a Humphrey, Cleo dijo:
—Señor superintendente, ¿tiene intenciones perversas para conmigo esta noche?
—¡Muy perversas!
—Ya sabes que no debería beber.
—He mirado en Internet. Lo último es que beber una copa de vez en cuando no hace ningún daño a las embarazadas.
—¿Y dos?
—Dos sería aún mejor. Una para ti y otra para el peque.
Ella sonrió con una mueca, bajó la mirada y se dio unas palmaditas en el vientre.
—¡Papá piensa en todo! —dijo ella, burlona.
Grace dejó caer la americana y la corbata en un sofá. Luego metió la botella en el congelador y abrió la puerta de la nevera, donde encontró una copa de martini, llena hasta el borde, con una aceituna ensartada en un palillo. La cogió, se la llevó hasta el salón y le dio un sorbo; luego se sentó al borde del sofá. El alcohol le cayó como un rayo, animándolo de golpe.
Humphrey soltó el calcetín y se dirigió hacia él dando saltitos cortos.
—¡Oye, oye! —exclamó. Se arrodilló y acarició al perro, que le respondió inmediatamente mordisqueándole la mano—. ¡Ay! —La retiró. Humphrey le miró, dio un salto vertical y volvió a mordisquearle. Él apartó su martini—. ¡Colega, tienes los dientes afilados! ¡Me haces daño!
—¿Sabes qué dice mi padre de los martinis? —dijo Cleo. Humphrey volvió corriendo al calcetín, se lo quitó a Cleo de las manos y empezó a agitarlo furiosamente, como si quisiera matarlo.
—No. ¿Qué?
—«Señoras, cuidado con el dry martini, retírense tras el primero. ¡Porque con dos acabarán bajo la mesa, y con tres, bajo alguno de los caballeros!»
Grace sonrió socarronamente.
—¿Y del champán de reserva qué dice?
—Nada. ¡Normalmente se pone morado con los martinis y nunca llega al champán!
—Me encantará conocerle.
—Te gustará.
—Estoy seguro —dijo Grace, nada seguro de cómo acogería el padre de Cleo, tan elegante, a un humilde poli.
Dio otro sorbo, y notó cómo el alcohol, seco y penetrante, se le subía a la cabeza. Volvió a sonar el teléfono. Hizo un gesto de disculpa y lo sacó del bolsillo.
—Roy Grace —respondió.
—¡Eh, colega!
Era Glenn Branson.
—Hola —respondió—. ¿Qué quieres?
—¿Es buen momento?
—No. Qué pasa.
—No, nada —dijo el sargento—. Sólo quería hablar contigo, de Ari.
—¿No puede esperar hasta mañana?
—Sí, mañana hablamos. No te preocupes.
—¿Estás seguro?
—Sí, mañana, está bien —dijo Glenn. Tenía voz de estar muy mal.
—Cuéntame.
—No, mañana te contaré. ¡Diviértete!
—Puedo hablar.
—No, no puedes. Mañana está bien.
—Dime, colega, ¿qué pasa?
La línea se cortó.
Grace intentó llamar a su amigo, pero le salió directamente el contestador. Intentó llamar al número de su casa, por si estaba allí, pero a los ocho tonos también le salió el contestador. Se metió el teléfono en el bolsillo del pantalón y se arrodilló.
Cleo siguió jugando unos minutos más con Humphrey, sin hacerle apenas caso. Luego, al cabo de un rato, cansada del juego, soltó el calcetín. El perro se lo llevó hasta el gran cojín sobre el que dormía y siguió forcejeando con él, soltando gruñidos y ladridos, como si estuviera luchando contra una rata muerta.
—¿Quieres comer algo? —preguntó Cleo—. Te he preparado tu plato favorito. Por si te dignabas a aparecer.
Había escogido exactamente las mismas palabras que Sandy. Ella solía enfadarse con sus horarios, y especialmente cuando le llamaban a media comida.
—¡Oye! —protestó él—. ¿Qué quiere decir eso de «por si te dignabas a aparecer»?
—Eres el jefe —dijo Cleo—. Podrías llegar a casa a la hora si realmente quisieras, ¿o no?
—Ya sabes que no puedo. Venga, no discutamos por eso. Tengo a tres adolescentes asesinados y a un montón de gente esperando respuestas. Ya has visto a los chavales: quiero descubrir quién hizo eso, y rápido, antes de que vuelva a suceder. Y tengo a mil personas tras de mí, exigiendo respuestas antes de Navidad. Yo incluido. Tengo que poner toda la carne en el asador.
—A mí me llega gente al depósito cada día, y me entrego a fondo a ellos y a sus familiares. Pero consigo separarlo de mi vida. Tú eso no lo haces, Roy. Tu trabajo es tu vida.
Grace sentía que se estaba sumergiendo en un enorme y oscuro vacío.
—Cuando estás de guardia, a veces tienes que salir a cualquier hora del día, cualquier día de la semana. ¿O no?
—Eso es diferente —replicó ella, encogiéndose de hombros y lanzándole una mirada rara.
Grace sintió de pronto una punzada de pánico. Dio un largo sorbo a su copa, pero el alcohol ya había dejado de hacer efecto. Por primera vez desde que habían empezado a salir, Cleo le parecía una desconocida, y tenía miedo de perderla.
—Va a ser siempre así, ¿verdad, Roy?
—¿Cómo?
—Voy a estar siempre esperándote. Estás enamorado de tu trabajo.
—Estoy enamorado de ti.
—Y yo también estoy enamorada de ti. Y no soy tan tonta como para pensar que pueda cambiarte. No querría cambiarte. Eres un buen hombre. Pero... —Se encogió de hombros—. Me siento muy orgullosa de llevar dentro un hijo tuyo..., nuestro. Pero me preocupa cómo vas a hacerle de padre.
—Mi padre fue policía —dijo Grace—. Y fue un padre estupendo. Yo siempre estuve muy orgulloso de él.
—Pero era sargento, ¿verdad?
—¿Y eso qué se supone que significa?
—Mierda, necesito una copa. ¿Cuánto tenemos que esperar para abrir esa botella?
—¿Otros diez minutos, quizá?
—Prepararé la cena. ¿Puedes sacar a Humphrey al patio? Necesita hacer pipí y caca.
Grace obedeció y sacó al perro al jardín de la azotea, donde le hizo caminar en círculo durante diez minutos, durante los cuales Humphrey no hizo nada, salvo mordisquearle la mano unas cuantas veces más. Luego, cuando le dejó entrar de nuevo, el perro bajó las escaleras al trote, se meó en el salón y luego se puso en cuclillas y, tan contento, dejó una enorme caca sobre la blanca moqueta.
Cuando acabó de limpiar el estropicio, el Roederer Cristal ya estaba perfectamente frío. Sobre la pequeña mesa de la cocina había dos cuencos con gambas, aguacate cortado a dados y rúcula. Él sacó dos copas flauta de una vitrina, abrió la botella tan delicadamente como si tuviera un bebé en las manos y sirvió el champán.
Brindaron.
Cleo, sentada a la mesa, estaba imponente. Tan guapa, tan vulnerable. Roy apenas podía creer que llevara dentro el hijo de ambos. Ella dio un sorbito tímido y cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos, estaban llenos de chispa, como la bebida.
—¡Guau! ¡Es impresionante!
Él la miró a los ojos.
—Mira, aún no conozco siquiera a tu padre, y sé que en tu mundo hay un protocolo que seguir, pero... Cleo, ¿quieres casarte conmigo?
Se produjo un largo y agónico silencio, durante el cual ella se limitó a mirarlo, con una expresión ilegible. Por fin dio otro sorbo y luego dijo:
—Roy, cariño, no quiero que suene... —vaciló— raro, ni nada por el estilo, ¿vale?
Él se encogió de hombros. No tenía ni idea de lo que se avecinaba. Ella dio vueltas a la copa que tenía en la mano.
—Precisamente estaba pensando que, si un día me lo proponías porque estoy embarazada, nunca te diría que sí —dijo, con la expresión de una niña perdida y desvalida—. Ése no es el tipo de vida que quiero... para ninguno de los dos.
Se produjo un silencio aún más largo. Entonces habló él.
—El que estés embarazada no tiene nada que ver con esto.
Es sólo un premio añadido, muy grande. Yo te quiero, Cleo. Eres la persona más bella, por dentro y por fuera, que he tenido la suerte de conocer en mi vida. Te quiero con todo mi cuerpo y mi alma. Te amaré hasta el final del mundo y mucho más. Y quiero pasar el resto de mi vida contigo.
Cleo sonrió, y luego asintió, pensativa.
—Eso no está mal —dijo. Luego le indicó con la mano que continuara—. ¿Más?
—Me encanta tu nariz. Tus ojos. Tu sentido del humor. Me encanta el modo que tienes de ver el mundo. Tu mente. Tu amabilidad con la gente.
—Así pues, ¿no tiene nada que ver con que sea un buen polvo? —dijo ella, fingiendo decepción.
—Bueno, eso también.
Cleo bebió un poco más y luego, apoyando los codos en la mesa y sosteniendo la copa con los dedos de ambas manos, le miró por encima.
—¿Sabes? Tú tampoco eres un mal polvo.
—¡Cochina!
Ella arrugó la nariz.
—¡Cerdo calenturiento!
—¡Te encanta!
—Pues no, en absoluto —respondió con gesto altanero—. Lo hago sólo por darte gusto.
Roy puso una sonrisita socarrona.
—No te creo.
Más tarde, Humphrey esperaba sentado en el suelo del dormitorio, ladrando y gimiendo mientras ellos hacían el amor. Al final se aburrió y se fue a dormir.
Acomodada entre los brazos de Roy, Cleo le besó en la nariz, luego en ambos ojos y luego en los labios.
—¿Sabes? Eres un amante increíble. Eres increíblemente altruista.
—¿Los hombres suelen ser egoístas?
Ella asintió. Luego hizo una mueca.
—Hablo por experiencia, claro, por los cientos de amantes que... ¡no he tenido!
—Me lo tomaré como un cumplido, ya que viene de una experta.
Ella le dio un empujón. Luego volvió a besarle.
—Hay algo más, señor superintendente: me haces sentir segura.
—Tú a mí me pones caliente.
Ella deslizó las manos por el cuerpo musculoso de él. Luego se detuvo.
—Dios santo. ¿Quieres más?
—¿Ya lo hemos hecho?
—Hace cinco minutos.
—Debe de ser el alzhéimer, que ataca de forma precoz. Pensé que eso no era más que... ¡Ya sabes, los preliminares!
Ella esbozó una sonrisa.
—¡Eres el tío más caliente que he conocido nunca!
—Tú me pones caliente —dijo él, y le dio un suave beso en los labios, luego en el cuello, en los hombros y después en cada centímetro de sus brazos, piernas, tobillos y dedos de los pies. Luego volvieron a hacer el amor.
Mucho más tarde, a la tenue luz de una vela casi consumida, Cleo, abrazada al cuerpo de Roy y empapada en sudor, dijo:
—Vale. Me rindo. Me casaré contigo.
—¿De verdad?
—Sí. Lo deseo, más que nada en el mundo. Pero ¿no tenemos un problema?
—¿Cuál?
—Tú ya tienes una esposa.
—Acabo de iniciar el proceso para declararla muerta, acogiéndome a la norma de los siete años. Mi hermana lleva tiempo intentando convencerme de que lo haga.
—«Cleo Grace» —murmuró ella—. Mmm..., suena bien.
Volvió a besarle y luego, tras abrazarlo con fuerza, se durmió.
Parte 2