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agosto 22, 2010
Parte 160
Glenn Branson estaba sentado en silencio al volante del Hyundai negro, desconsolado, con la mirada puesta en su casa. Llevaba allí cinco horas. La pequeña casa adosada, de los años sesenta, estaba en una calle en pendiente de Saltdean, tras los acantilados, y allí siempre soplaba el viento. Con la que estaba cayendo en aquel momento, el coche se agitaba constantemente y la lluvia repiqueteaba contra la chapa.
Las lágrimas le surcaban el rostro. Era ajeno al frío gélido, al hambre y a la necesidad de orinar que tenía. Sólo podía mirar al otro lado de la calle, a la casita con una puerta de color amarillo intenso que era su casa. Tenía la mirada puesta en la fachada, que ahora era como un muro de Berlín entre él y su vida. Todo estaba borroso. Tenía los ojos borrosos por las lágrimas; las ventanillas del coche, por la lluvia; la mente, por el amor, la rabia y el dolor.
Había visto llegar a Ari poco antes de las diez, pero ella no le había visto a él. Luego esperó que su canguro, quienquiera que fuera aquel arrogante cabrón, saliera de la casa. Pero ya eran las dos y veinte de la mañana y aún no había salido. Más de dos horas antes se habían apagado las luces de abajo, y luego se habían encendido en su dormitorio. Al cabo de un rato, también allí se habían apagado. Aquello implicaba que Ari estaba durmiendo con su canguro. Follándoselo en la casa «de ambos».
¿Entrarían Sammy y Remi corriendo por la mañana en la habitación, como siempre, diciendo «¡Mami!», «¡Papi!» y se encontrarían a aquel extraño en la cama? ¿O ya habían dejado de correr? ¿Cuánto habría cambiado la vida en su casa durante aquellas semanas?
Sentía como si un cuchillo le atravesara el alma.
Miró el reloj del coche: 2.42. Miró el de pulsera, como si esperara que el del coche no funcionara bien. Pero su reloj de pulsera marcaba las 2.43.
Un cubo de plástico pasó rodando por la calzada. Luego vio unas luces azules en los retrovisores y, momentos más tarde, pasó un coche patrulla a toda velocidad, con las luces giratorias encendidas y la sirena apagada. Vio que giraba al llegar al punto más alto de la calle y luego desapareció. Puede que fuera a atender una incidencia doméstica, o un accidente, o un robo..., cualquier cosa. No quería arriesgarse a que le llamaran y tuviera que irse de allí, pero llamó igualmente. Estaba usando un coche de la Policía y aquello le obligaba a estar de guardia. Y a pesar de todo lo que estaba ocurriendo en su vida privada, se sentía agradecido al cuerpo de Policía por las posibilidades que le había ofrecido.
Desde el móvil, llamó a la sala de control del Centro Sur de Recursos.
—Aquí Glenn Branson. Soy el sargento de guardia de la División de Delitos Graves. Acabo de ver un coche pasando a toda mecha por Saltdean. ¿Algo para nosotros?
—No, van a atender una colisión de tráfico.
Aliviado, puso fin a la llamada. Unos momentos más tarde, la casa volvía a concentrar toda su atención. La rabia iba en aumento. Lo único que le importaba era lo que estaría sucediendo dentro de su casa.
Por fin no pudo aguantar más. Salió del coche, cruzó la calle, se dirigió a la puerta frontal sintiéndose furtivo, un extraño, como si no pudiera estar allí, recorriendo el camino hasta la puerta de su propia casa.
Metió la llave en la cerradura e intentó girarla. Pero no se movió. La sacó, atónito, preguntándose por un momento si estaría usando la llave de la casa de Roy Grace por error. Pero era la llave correcta. Volvió a intentarlo, pero tampoco giró esta vez.
Entonces cayó: ¡Ari había cambiado la cerradura!
«¡Mierda! ¡No, señora, muy mal hecho!»
Por la mente le pasaron escenas de disputas conyugales de un centenar de películas. Luego, en una explosión de rabia, llamó al timbre prolongadamente, al menos diez segundos de un ruido insoportable en el interior de la casa. Y, consumido por la rabia, se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que llamaba a su propio timbre. A continuación se puso a aporrear la puerta.
Unos momentos después, vio luz en lo alto y levantó la mirada. Ari estaba asomada a la ventana del dormitorio, entre las cortinas. Miraba hacia abajo, con su bata rosa puesta y su cabello negro y alisado, impecable como siempre, como si acabara de salir de un salón de belleza. No se había despeinado nunca, ni siquiera una vez que habían salido a hacer rafting.
—¿Glenn? ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Despertarás a los niños!
—¡Has cambiado la jodida cerradura!
—Perdí las llaves —gritó ella, a la defensiva.
—¡Ábreme!
—No.
—¡Joder, también es mi casa!
—Quedamos en que estaríamos separados un tiempo.
—Pero no quedamos en que pudieras traerte hombres a casa y follártelos.
—Hablaremos por la mañana, ¿vale?
—¡No, me abres y hablamos ahora!
—No voy a abrir la puerta.
—Pues romperé una ventana, si es lo que quieres.
—Hazlo y llamaré a la Policía.
—Yo soy la Policía, por si se te ha olvidado.
—Haz lo que te salga de los cojones —dijo ella—. ¡Siempre lo has hecho! —Y cerró la ventana de un golpe. Él se echó atrás para ver mejor; observó que corría las cortinas, y luego vio apagarse la luz.
Apretó los puños y luego los relajó, con la mente hecha un lío. Caminó unos metros por la calle hacia arriba. Luego hacia abajo. Pasó un coche, un pequeño utilitario con subwoofers en los que resonaba un rap. Volvió a levantar la mirada hacia su casa.
Por un momento sintió la tentación de romper una ventana y entrar... y partirle el cuello al puto canguro.
El problema era que sabía exactamente lo que haría si entraba.
A regañadientes se alejó, volvió a subirse al Hyundai y fue hasta la carretera de la costa. Se detuvo en la bifurcación y puso el intermitente a la derecha. Cuando estaba a punto de girar, de pronto observó un minúsculo destello muy lejos, en la turbia oscuridad. Un barco de algún tipo, en alta mar.
Y de pronto se le ocurrió algo que le hizo dejar de lado su rabia.
Se quedó pensando en aquello, desarrollando la idea mentalmente, mientras seguía conduciendo entre rachas de viento, por Rottingdean y Kemp Town, y luego por la costa de Brighton.
De vuelta en casa de Roy, se sirvió un trago largo de whisky, se sentó en un sillón y siguió pensando.
Aún estaba temblando de rabia por lo de Ari.
Pero seguía pensando en aquello.
Y cuando se despertó, tres horas más tarde, ahí seguía la idea.
En el colegio había sido un desastre en casi todas las asignaturas, porque su padre, que solía estar borracho o colocado y que solía pegar a su madre, no dejaba de decirle que no valía para nada, igual que a sus hermanos y hermanas. Y Glenn se lo había creído. Se había pasado la infancia de un centro de acogida a otro. La geometría era la única asignatura que le gustaba. Y había una cosa que recordaba, y en lo que llevaba pensando toda la noche.
La triangulación.
61
A las nueve de la mañana, Ian Tilling se sentó en el despacho de su oficina en Casa lona, en Bucarest, y analizó con interés el largo correo electrónico y las fotografías escaneadas que le había enviado su viejo colega Norman Potting. Tres series de huellas, tres retratos robot (de dos chicos y una chica), así como varias fotografías, la más interesante de las cuales era un primer plano de un burdo tatuaje con el nombre «Rares».
Resultaba agradable volver a participar en una investigación. Y con aquel material para empezar, iba a ser realmente como en los viejos tiempos.
Dio un sorbo a su té Twinings «English Breakfast»; su anciana madre le enviaba periódicamente sobrecitos de té desde Brighton, así como pasta Marmite y mermelada de naranja Wilkin & Sons «Tiptree Medium Cut». Prácticamente eran las únicas cosas de Inglaterra que no podía encontrar fácilmente.
Sentadas en sillas de madera frente a su escritorio estaban dos de sus asistentes sociales. Dorina era una chica alta de veintitrés años con el pelo negro y corto que había llegado a Rumania desde la República de Moldavia con su marido. Andreea, que se iba a casar en un mes, era una chica atractiva. Tenía una larga melena negra y llevaba vaqueros y una sudadera marrón con cuello de pico sobre una camisa de rayas.
Andreea le informó en primer lugar, diciéndole que Rares era un nombre bastante elegante, poco común para un chico de la calle. Opinaba que el tatuaje se lo habría hecho la propia chica, lo que indicaría que era una roma —o igani—, una gitana. Añadió que era muy poco probable que una chica roma fuera con un chico que no lo era.
—Podríamos poner un anuncio en el tablón principal —sugirió Dorina —, con las fotos, y ver si alguno de nuestros clientes sin techo tiene alguna información sobre quién puede ser esta gente.
—Buena idea —dijo Tilling—. Me gustaría que contactaras con todos los otros centros de acogida de indigentes. Andreea, ¿puedes hacer llegar esto a los tres centros Fara, por favor?
Los centros Fara eran dos orfanatos en la ciudad y una granja en el campo, instituciones de beneficencia fundadas por una pareja inglesa, Michael y Janet Nicholson, que acogían a niños de la calle.
—Lo haré esta misma mañana.
Tilling le dio las gracias y luego miró el reloj.
—Tengo una reunión en la comisaría de Policía a las nueve y media. ¿Podéis contactar vosotras con los centros de reubicación de los seis sectores?
—Ya he empezado con eso —dijo Dorina—. Pero no me responden bien. Acabo de hablar con uno, pero se niegan a ayudarme. Dicen que no pueden compartir información confidencial, y que es la Policía la que debería hacer investigaciones, y no el director de un centro benéfico.
Tilling dio un puñetazo en la mesa.
—¡Mierda! ¡Pues ya sabemos qué ayuda podemos esperar de la Policía!
Dorina asintió. Lo sabía. Todos lo sabían.
—Tú sigue intentándolo —dijo Tilling—. ¿Vale?
Ella asintió.
Tilling envió un mensaje a Norman Potting para ponerlo al día y luego salió del despacho y emprendió el corto paseo hasta la comisaría de policía n.° 15, en busca del único agente de Policía que conocía que podría ayudarle. Pero no confiaba mucho.
62
Glenn Branson, despierto y animado a pesar de la mala noche, estaba de pie frente a la sala de reuniones, con una taza de café en una mano y un bocadillo All-Day Breakfast de huevo, beicon y salchicha en la otra. Por la puerta iban pasando miembros del equipo para asistir a la reunión informativa del miércoles por la mañana.
Bella Moy pasó a su lado, con una sonrisa maliciosa.
—Desayunando sano, ¿eh?
Glenn masculló una respuesta con la boca llena de bocadillo. Entonces sonó el teléfono de ella, miró la pantalla y se apartó para responder.
Momentos más tarde apareció el hombre a quien esperaba Glenn, Ray Packard, de la Unidad de Delitos Tecnológicos.
—¡Ray! ¿Cómo te va?
—Cansado. Mi mujer tuvo una mala noche.
—Lo siento.
—Jen es diabética —dijo Packard, asintiendo—. Fuimos a cenar a un chino y esta mañana tenía el azúcar por las nubes.
—La diabetes es jodida.
—Es el problema con los restaurantes chinos: no sabes lo que meten en la comida. ¿Y tú? ¿Todo bien?
—Mi mujer también tiene una enfermedad.
—Vaya por Dios. Lo siento.
—Sí, ha desarrollado una alergia a mí.
Los ojos de Packard brillaron tras los gruesos cristales de sus gafas. Levantó un dedo.
—¡Ah, conozco al tipo justo! Te daré su número. ¡El mejor alergólogo del país!
Glenn sonrió.
—Si me dijeras que es el mejor abogado de divorcios, quizá me interesara. Mira, antes de que entremos en la reunión, necesito hacerte una breve consulta técnica.
—Dispara. Divorcio. Vaya, lo siento.
—Bueno, si conocieras a mi esposa no lo sentirías tanto. Lo que necesito es que me ilustres sobre móviles. ¿Vale?
Pasó más gente a su lado. Guy Batchelor saludó a Glenn con un alegre «¡Buenos días!». El sargento le saludó agitando el bocadillo.
—Tú eres un gran amante del cine, Glenn, ¿verdad? —preguntó Packard—. ¿Has visto Última llamada?
—Colin Farrell y Kiefer Sutherland. Sí. ¿Qué le pasa?
—Vaya mierda de final, ¿no crees?
—No estaba mal.
Ray Packard asintió. Además de ser uno de los expertos en delitos informáticos más respetados del cuerpo, era el único cinéfilo que Glenn conocía, aparte de sí mismo.
—Necesito ayuda sobre repetidores de telefonía móvil, Ray. ¿Es tu campo?
—¿Repetidores? ¿Estaciones de repetición? ¡Soy tu hombre! En realidad sé bastante del tema. ¿Qué es lo que buscas exactamente?
—Un tipo que desapareció. En un barco. Siempre llevaba el móvil consigo. La última vez que le vieron fue la noche del viernes, saliendo del puerto de Shoreham. Imagino que podría establecer la dirección en que iba a partir de las señales de su móvil. Con algún tipo de triangulación. Sé que se puede hacer en tierra. ¿Y en el mar?
Pasó más gente a su lado.
—Bueno, dependería de a qué distancia y en qué tipo de barco.
—¿Qué tipo de barco?
Packard se puso a explicar y todo su cuerpo se animó. Daba la impresión de que no hubiera nada que le gustara más en el mundo que encontrar un receptor para la amplia provisión de conocimientos que acumulaba en la cabeza.
—Sí. A diez millas o más, en el mar, puede durar la cobertura, pero depende de la estructura del barco, y de dónde esté situado el teléfono. Por ejemplo, dentro de un tubo de acero, la cobertura se reduciría drásticamente. ¿Ese teléfono estaba en la cubierta, o por lo menos en un camarote con ventanas? Otro factor importante sería la altura de los mástiles.
Glenn se esforzó en recordar las horas pasadas en el Scoob-Eee. Había un pequeño camarote en la parte delantera, a la que se accedía por unos escalones y donde había un baño, una cocina y unos asientos. Cuando él había bajado, le había dado la impresión de que estaba en su mayor parte por debajo del nivel del agua. Pero si Jim Towers llevaba el timón, habría estado en cubierta, en el puente, parcialmente cubierto. Y si se dirigía hacia el mar, estaría en línea de mira desde la orilla. Se lo explicó a Packard.
—¡Estupendo! ¿Sabes si efectuó alguna llamada?
—No llamó a su mujer. No sé si hizo alguna llamada más.
—Tendrías que conseguir acceder al registro de la operadora. En un caso importante eso no tendría que ser muy difícil. Supongo que tiene relación con la Operación Neptuno, ¿no?
—Es una de mis líneas de investigación.
—Funciona así: cuando está en espera, un teléfono móvil contacta con su red cada veinte minutos aproximadamente, como si «fichara», diciendo: «¡Aquí estoy, colegas!». Si alguna vez has dejado el teléfono cerca de la radio del coche, habrás oído unos pitiditos de interferencia: bibibip-bibibip-bibibip, ¿verdad?
Branson asintió.
—¡Pues eso es que el teléfono está emitiendo! —exclamó Packard, encantado, como si aquel sonidito fuera un truco que hubiera enseñado él a todos los teléfonos móviles—. A partir de los registros de la operadora, podrías saber dónde se tomó la última lectura, con un margen de error de unos centenares de metros.
Miró a su alrededor, consciente de que casi todos habían entrado ya en la sala de reuniones.
—Probablemente estaría en contacto con dos o tres estaciones base y emitiría en un sector determinado, ocupando más o menos un tercio del campo de cada una.
Volvió a mirar a su alrededor.
—En resumidas cuentas, hay una cosa que se llama «avance temporal». Sin entrar en tecnicismos, la señal viaja desde la estación base y vuelve, a la velocidad de la luz (trescientos mil kilómetros por segundo). Ese «avance temporal», dependiendo de la red de la que hablemos, te permite calcular la distancia desde cada estación base al teléfono. ¿Me sigues?
Glenn asintió.
—Así puedes obtener una demora aproximada, pero, sobre todo, la distancia a cada estación, y con ambas cosas deberías poder triangular una posición con un margen de error de unos cientos de metros. Pero tienes que recordar que eso te dará únicamente el lugar donde tuvo lugar la última sincronización. El barco podría haber seguido avanzando veinte minutos más.
—¿Así por lo menos conseguiría su última posición conocida y su trayectoria aproximada?
—¡Exacto!
—¡Eres un genio, Ray! —dijo Glenn, tomando notas en su cuaderno—. ¡Un puto genio!
63
A las ocho y media de la mañana, dos personas, que de cara al mundo exterior parecían madre e hijo, hacían cola frente a una de las doce cabinas de inmigración para portadores de pasaporte de la UE en el aeropuerto de Gatwick. La mujer era una rubia de unos cuarenta años y expresión confiada, con la melena a la altura de los hombros y un estilo moderno y con clase. Llevaba un abrigo de ante negro con ribetes de piel y botas a juego, y tiraba de una maleta Gucci con ruedas, de fin de semana. El chico era un adolescente de aspecto perplejo. Era delgado, con el pelo negro, corto y ondulado y con un aire gitano. Vestía una chaqueta vaquera que le venía grande, vaqueros azules recién estrenados y unas zapatillas también nuevas, con los cordones desabrochados. No llevaba nada, más que un pequeño juego electrónico que le habían dado para que se entretuviera, mientras esperaba reunirse, aquella misma mañana, con la única persona a la que había querido nunca.
La mujer hizo una serie de llamadas telefónicas en un idioma que el chico no hablaba —alemán, supuso— mientras él jugaba con su maquinita, pero ya estaba aburrido. Aburrido del viaje. Esperaba con todas sus fuerzas que aquello acabara pronto.
Por fin estuvieron los primeros de la fila. Delante de ellos, un hombre de negocios entregó su pasaporte a una agente de inmigración de aspecto indio que lo pasó por el escáner con expresión aburrida, como si estuviera a punto de acabar un largo turno, y se lo devolvió.
Marlene Hartmann dio un paso adelante, apretó la mano al chico. Ocultaba la transpiración de sus propias manos con unos guantes de piel. Entregó los dos pasaportes.
La agente escaneó primero el de Marlene y miró la pantalla, que no decía nada, y luego el del chico. «Rares Hartmann.» Nada. Les devolvió los pasaportes.
Fuera, en el vestíbulo de llegadas, entre la plétora de conductores que sostenían carteles con nombres impresos o escritos a mano y de familiares ansiosos que escrutaban con la mirada a todo el que salía por la puerta, Marlene localizó a Vlad Cosmescu.
Se saludaron con un formal apretón de manos. Luego ella se dirigió al chico, que no había salido de Bucarest en su vida y que estaba aún más impresionado que antes.
—Rares, éste es el tío Vlad. Él se ocupará de ti.
Cosmescu saludó al chico con un apretón de manos y, en su rumano nativo, le dijo que estaba muy contento de darle la bienvenida a Inglaterra. El chico respondió con un murmullo que él también estaba contento de estar allí y que esperaba ver muy pronto a su novia, Illunca. ¿Sería aquella misma mañana?
Cosmescu le aseguró que Hinca le estaba esperando y que tenía muchas ganas de verle. Iban a dejar a Frau Hartmann y luego irían a ver a Illunca.
Los ojos del chico se iluminaron y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
Cinco minutos más tarde, el Mercedes marrón, con el desastrado Grigore al volante, abandonaba el aeropuerto de Gatwick y tomaba la vía de acceso a la M23. Al cabo de un rato, se dirigían hacia el sur, en dirección a Brighton y Hove. Marlene Hartmann iba sentada en el asiento delantero. Rares estaba detrás, en silencio. Era el inicio de su nueva vida y estaba emocionado. Pero, sobre todo, estaba impaciente por volver a ver a Illunca. Sólo hacía unas semanas que se habían separado, entre una profusión de besos, promesas y lágrimas. Y hacía menos de dos meses que aquel ángel, Marlene, había aparecido en sus vidas para rescatarlos.
Era como un sueño.
Su nombre real era Rares Petre Florescu. Tenía quince años. Un tiempo atrás —no recordaba exactamente cuándo, pero había sido poco después de su séptimo cumpleaños— su madre había abandonado a su padre, que bebía y le pegaba constantemente, y se lo había llevado consigo. Entonces había conocido a otro hombre. Ese hombre no quería una familia, tal como le había explicado ella, muy triste, así que iba a dejar a Rares en un hogar donde tendría muchos amigos y donde estaría con gente que le querría y le cuidaría.
Dos semanas más tarde, una anciana con el rostro más plano y duro que una plancha de hierro le había conducido en silencio por unas escaleras y habían subido cuatro pisos hasta un dormitorio infestado de pulgas. Su madre estaba equivocada. Allí nadie le quiso ni le cuidó, y al principio sus compañeros le intimidaron. Pero con el tiempo hizo amigos entre los niños de su edad, aunque nunca entre los mayores, que le pegaban regularmente.
La vida era un infierno. Cada mañana, a primera hora, les hacían entonar canciones patrióticas, y si no estaban bien rectos, les pegaban. Cuando tuvo diez años empezó a mojar la cama, y por aquello también le pegaron regularmente. Poco a poco aprendió a robarles a los mayores, que aparentemente recibían más comida. Un día le pillaron con dos tabletas de chocolate que había cogido. Para huir del castigo, se escapó. Y se mantuvo alejado. Se unió a un grupo que solía reunirse por las noches en la estación principal de Bucarest, la Gara de Nord, para pedir limosna y drogarse. Dormían donde podían, a veces en portales, otras en minúsculas barracas de una sola habitación construidas sobre las tuberías de calefacción a la vista, y a veces en huecos bajo las carreteras.
El encuentro con Illunca, bella y perdida, en un agujero bajo la carretera, había sido lo que le había llenado de vida por primera vez. Ella le había dado un motivo para seguir viviendo.
Arrastraron las ropas en las que dormían túnel adentro, bajo la tubería caliente, lejos de sus amigos, hicieron el amor y soñaron. Soñaron con una vida mejor.
Con un lugar donde pudieran tener una casa propia.
Y entonces, un día, en la calle, cuando volvían de robar botellitas de Aurolac, Rares encontró al ángel que él siempre había creído —aunque sin mucha confianza— que vendría a visitarle un día.
Se llamaba Marlene.
Y ahora él estaba en el asiento trasero de su Mercedes, y en poco tiempo se encontraría con su querida Illunca.
Estaba extasiado.
El coche se detuvo en una calle residencial. Todo estaba muy limpio. Era como uno de los barrios ricos de Bucarest a los que a veces iba a pedir limosna.
Marlene se giró y le dijo:
—Ahora Vlad y Grigore cuidarán de ti.
—¿Me llevarán a ver a Illunca?
—Exactamente —respondió—. Entonces salió del coche y se dirigió a la parte trasera.
Por el parabrisas trasero, Rares vio que el maletero se abría. Unos momentos más tarde, Marlene lo cerró de un golpe y atravesó un jardín hasta la puerta de una casa, con un maletín en la mano. Él se la quedó mirando, esperando que se girara y le saludara con la mano. Pero ella mantuvo la mirada al frente.
El Mercedes arrancó de golpe, lo que le hizo caer contra el respaldo.
64
Roy Grace estaba sentado en su despacho, leyendo las notas de la reunión. A pesar del día gris y húmedo que hacía, él estaba de un humor brillante. De hecho, se sentía más feliz y optimista de lo que podía recordar. Estaba absolutamente pletórico. Su reunión de las siete de la mañana con la subdirectora Vosper, más agria incluso que de costumbre, no había alterado lo más mínimo su estado de ánimo.
Aquella tarde tenía una reunión con un abogado para establecer el procedimiento necesario para declarar a Sandy legalmente muerta. Por fin sentía que dejaba el pasado atrás, que podría pasar página y seguir adelante. Iba a casarse con Cleo. Iban a tener un bebé. Iban a tener un bebé.
Aquella mañana todo lo demás, de pronto, parecía irrelevante, y aquélla era una sensación tentadora en la que sabía que no debía regodearse. Tenía un trabajo inmenso por delante. Su misión era servir a la gente, atrapar delincuentes, hacer de la ciudad de Brighton y Hove un lugar más seguro. Veía cualquier delito grave cometido en la ciudad como un fracaso de todo el cuerpo de Policía, y, por tanto, también suyo, en parte. No podía evitarlo, él era así.
Tres adolescentes muertos yacían en frigoríficos del depósito porque la Policía no había conseguido protegerlos. Ahora, por lo menos, aquel daño podía enmendarse en parte capturando al responsable y, si todo iba bien, privándolo de su libertad —y de la posibilidad de volver a hacer algo así— para siempre.
Enfrente tenía una lista de médicos del Reino Unido que habían sido inhabilitados. Mientras repasaba la larga lista, buscando a alguien que pudiera ser capaz de trasplantar órganos, quedó impresionado con la variedad de delitos cometidos por los facultativos.
Siempre le había provocado repulsa la idea de que un médico se vendiera, casi tanto como la de que se vendiera un poli —algo con lo que, afortunadamente, se había encontrado muy poco—. Detestaba a cualquiera que ejerciera un servicio público, que tuviera un cargo de confianza, y que se dejara llevar por la corrupción o la incompetencia. El primer nombre de la lista era un médico de un centro de desintoxicación al que habían inhabilitado por una negligencia que había llevado a la muerte a un adicto a la heroína. A Grace no le pareció un buen candidato.
A continuación había una pareja de médicos, marido y mujer, que dirigían un geriátrico privado. Siguió leyendo. Habían sido inhabilitados por el lamentable estado del lugar y por dejar a los ancianos en un estado de abandono. Tampoco parecía que pudieran ser ellos.
Un médico interno que había suspendido su examen de residencia había sido inhabilitado después de mentir para conseguir un trabajo como especialista. Grace siguió leyendo con interés. Aquél era justo el tipo de individuo —aunque en realidad no fuera un cirujano de trasplantes— que podría dejarse llevar por la tentación de participar en operaciones ilegales en una clínica privada. Escribió su nombre en el cuaderno de notas: «Noah Olujimi».
Luego tuvo una idea repentina, y se preguntó por qué no se le habría ocurrido antes. ¿Qué procedimientos se seguían en los hospitales británicos y en el Centro Nacional de Trasplantes, donde se coordinaban los trasplantes, para evitar que un órgano adquirido ilegalmente entrara en el sistema? Muchos, y muy rigurosos, estaba seguro, pero tomó nota para investigarlo.
Siguió leyendo la lista.
Un médico de familia inhabilitado por descargar pornografía infantil. No.
El siguiente le llamó la atención. Era un médico de familia inhabilitado por dispensar la eutanasia a un paciente víctima de un cáncer. A Grace la idea de la eutanasia no le disgustaba. Recordaba una visita de niño a su adorado abuelo, agonizante: un hombre como un castillo, postrado en la cama, gimiendo de dolor, pidiendo que alguien le ayudara, que hicieran algo, y luego sollozando, mientras su madre, que estaba sentada junto a la cama, le cogía la mano y rezaba. No olvidaba aquella visita, la última vez que lo había visto. Ni lo inútil de los rezos de su madre.
«Eutanasia», pensó de nuevo. Había médicos que rompían las reglas porque no estaban de acuerdo con el sistema. Sin duda habría cirujanos de trasplantes que tampoco estaban de acuerdo. Pero la lista de cirujanos que Sarah Shenston, la investigadora, le había proporcionado, era mucho más larga de lo que esperaba.
El ordenador emitió un pitido, como cada varios minutos; aquello indicaba la llegada de nuevo correo. Levantó la vista hacia la pantalla. Alguna gilipollez de Salud y Seguridad que enviaban a toda la Policía. En los últimos años había empezado a odiar al Departamento de Salud y Seguridad más que a todos los valores de la corrección política. La última tontería que había llegado era un aviso que decía que en caso de que un policía trepara más de un metro se consideraría que efectuaba un «trabajo en altura» y que sólo se le permitiría subir más si estaba cualificado para este tipo de trabajos.
«Fantástico», pensó. Si un agente salía en persecución de un delincuente, ¿iba a tener que gritarle: «¡Eh! ¡No subas más de un metro, o tendré que dejarte marchar!»?
Se oyó un repiqueteo en la puerta y entró Glenn Branson.
Grace hizo un gesto al ver su reluciente corbata.
—Tienes que cambiarle las pilas. Ya no brilla tanto.
—Muy gracioso, viejo —respondió, y se quedó mirando al superintendente—. Tú sí que llevas pilas nuevas. ¡Estás resplandeciente!
—¿Quieres un café? —le ofreció Grace, indicándole que se sentara.
—No, estoy bien. Acabo de tomar uno. —Branson se acomodó en una silla, miró a su amigo con curiosidad y luego se echó adelante, hundiendo sus enormes brazos en la pequeña mesa de Grace—. ¿Cómo encuentras nada en este jaleo?
—Bueno, normalmente me llevo los dosieres a casa y los ordeno de noche, pero alquilé mi casa a un gorila de cuatrocientos kilos que se columpia en los cables de la luz y me la está destrozando.
El sargento de pronto adoptó un tono algo sumiso.
—Sí, bueno, en realidad tenía pensado poner un poco de orden (ya sabes, una limpieza a fondo) este fin de semana. Voy a dejarlo irreconocible.
—Ahora mismo ya no lo reconozco.
—Es que la mitad de tus CD estaban en las carátulas que no eran. Estoy ordenándotelos. El problema es que es una colección de música de pena.
—¿Cómo puede decir eso sin avergonzarse un tío que adora a Jay-Z?
—¡Jay-Z es lo mejor! ¡Es Dios! Desde luego, con esos gustos tuyos, parece que vengas de otro planeta —dijo, y sonrió, sarcástico—. Una cosa buena de que tu coche acabara en siniestro total es que aquella música horrible que llevabas habrá desaparecido con él.
Grace abrió un cajón de su escritorio, sacó un pequeño sobre acolchado y lo volcó sobre la mesa, mostrando los seis CD que había dentro.
—Siento decepcionarte.
—¡Pensé que tu Alfa Romeo se había caído por un precipicio de 250 metros!
—Es verdad, pero la marea estaba baja; conseguí recuperar los discos cuando encontraron los restos.
Branson sacudió la cabeza, desanimado.
—Bueno, ¿y cuándo vas a tener coche nuevo?
—Sigo esperando a los del seguro. Cleo tiene una moto pequeña que no usa nunca. Una Yamaha; creo que es una SR 125. He pensado que podría usarla durante un tiempo. Y contribuir un poquito así al medio ambiente.
Branson sonrió, socarrón.
—¿Qué es lo que te divierte tanto?
—Electra Glide in Blue. ¿Viste esa película? ¿Sobre un poli en moto?
En aquel momento sonó su teléfono. Respondió inmediatamente, poniéndose de pie y apartándose de la mesa.
—Glenn Branson. —Hizo un gesto de disculpa a Grace con la cabeza—. Brian, hola, precisamente estoy al otro lado
del pasillo, en el despacho de Roy Grace... Sí, las dos colillas... Quiero saber si son de la misma persona, lo que indicaría que estuvo allí un rato, o de dos personas diferentes... Muy bien, estupendo... ¡Gracias!
Volvió a sentarse y miró de nuevo a Grace con curiosidad.
—No puedes ocultarlo, colega.
—¿Ocultar el qué?
—Tienes la cara de un niño con zapatos nuevos. ¿Qué pasa?
Roy se encogió de hombros, pero no pudo evitar una sonrisa.
—¿Cleo y tú?
Volvió a encogerse de hombros, sonriendo aún más.
—¿No, no...? —empezó a preguntar, abriendo cada vez más los ojos— ¿Hay algo que yo debiera saber? Soy tu amigo, ¿no?
Grace se esforzó por mantenerse serio. Luego asintió.
—Nos comprometimos anoche. Creo.
Branson casi saltó por encima de la mesa. Echó los brazos adelante y le dio un enorme abrazo digno de un oso.
—¡Eso es cojonudo! ¡La mejor noticia! ¡Tienes una novia estupenda! ¡Me alegro muchísimo por ti! —exclamó, soltando a Grace y sacudiendo la cabeza, eufórico—. ¡Vaya!
—Gracias.
—¿Habéis fijado la fecha?
Grace negó con la cabeza.
—Aún tengo que «conocer a papá» y pedírselo formalmente. Su familia es un poco pija.
—¿Así que podrás retirarte y dedicarte a la gestión de las fincas familiares?
—¡No son «tan» pijos! —protestó Grace con una mueca.
—¡Es genial!
—¿Y tú? ¿Qué tal va?
El rostro de Glenn se ensombreció de pronto.
—No preguntes. Se está follando a otro. Mejor déjalo. Necesito hablar contigo, tío. Necesito que me ayudes, pero más tarde. Tenemos que tomarnos una copa para celebrarlo y charlar.
Grace asintió.
—¿Qué vas a hacer en Navidad?
—No lo sé. No tengo ni la más mínima idea —respondió, girándose de pronto. Roy observó que se le rompía la voz—. No... No puedo... No puedo pasarla con Sammy y Remi.
Roy se dio cuenta de que Glenn se había girado para que no le viera llorar.
—Luego te veo —dijo Branson, con voz entrecortada, dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Quieres quedarte y charlar?
—No, más tarde. Gracias.
Cerró la puerta tras él.
Grace se quedó inmóvil unos momentos. Sabía que lo que Glenn estaba atravesando debía de ser un infierno, empeorado aún más por la época del año, con aquellas noches oscuras y lúgubres y las Navidades a la vuelta de la esquina. Por lo que había oído, parecía que sus problemas conyugales eran definitivos. En cuanto Glenn aceptara aquello, por mucho que le doliera, al menos podría empezar de nuevo y seguir con su vida, en vez de vivir en un limbo sin esperanzas.
Por un segundo se sintió tentado de salir tras su amigo, que estaba claro que necesitaba hablar. Pero en aquel momento tenía que seguir con el trabajo. Hizo caso omiso de un nuevo pitido del ordenador y centró su atención en las notas de la reunión.
Se quedó mirando la lista que había empezado a redactar, bajo el encabezamiento «Líneas de investigación».
Entonces sonó el teléfono interno. Cogió el auricular.
—Roy Grace.
Era Ray Packard, de la Unidad de Delitos Tecnológicos.
—Roy —dijo—, me pediste que buscara vendedores de órganos en la Red, ¿verdad?
—Ajá.
—Bueno, tengo algo que puede interesarte. Hay una agencia en Múnich llamada Transplantation-Zentrale GmbH. Se anuncian como la mayor agencia de venta de órganos humanos del mundo. Mi jefe, el sargento Phil Taylor, pasó una temporada en la Interpol, hace unos años. Conoce a un tipo de la central alemana, así que hemos podido hacer una comprobación rápida. ¡Creo que esto te va a gustar!
—¿Sí?
—El LKA, el Landeskriminalamt, una especie de equivalente bávaro del FBI, los lleva vigilando un tiempo como sospechosos de tráfico humano. Bueno, pues ahora viene lo que más te va a gustar: uno de los países con los que tienen contacto es Rumania.
—¡Genial, Ray! —dijo Grace—. Yo tengo un contacto muy bueno en el LKA de Múnich.
—Sí, bueno, pensé que valía la pena.
Grace le dio las gracias y colgó. Inmediatamente buscó en su Rolodex y sacó una tarjeta. Ponía «Kriminalhauptkomissar Marcel Kullen».
Kullen era un viejo amigo, desde que había pasado seis meses en un intercambio en la Sussex House, hacía unos cuatro años. Marcel ya le había ayudado antes aquel mismo año, cuando habían recibido noticias de un posible avistamiento de Sandy en Múnich. Grace había acabado desplazándose allí para un día, en lo que había acabado siendo una caza a ciegas.
Marcó el número del teléfono móvil de Kullen.
Le salió el contestador y dejó un mensaje.
65
Ahora que esperaba una visita importante, Lynn habría deseado, más que nunca, haberse podido permitir darle mejor aspecto a la planta baja de la casa. O por lo menos haber cambiado las cortinas del salón, con aquel horrible estampado, por modernas persianas, y haberse desprendido de la mugrienta moqueta.
Había hecho lo posible para dejar la casa presentable: había puesto flores frescas en el recibidor y el salón, y había dejado algún ejemplar de Sussex Life y Absolute Brighton y otras revistas con clase sobre la mesita —truco que había aprendido de un espectáculo de reforma integral en la televisión—. Ella también se había arreglado: se había puesto un traje chaqueta azul marino que había comprado en una tienda de segunda mano, una blusa de un blanco cándido y unos zapatos negros de salón. Además se había echado una buena cantidad de la colonia Escada que le había regalado Caitlin para su cumpleaños, en abril, y que racionaba cuidadosamente.
A cada minuto que pasaba aumentaba su temor a que aquella mujer alemana no apareciera. Ya eran las diez y cuarto, y el día anterior Marlene Hartmann había dicho que esperaba llegar hacia las nueve y media. ¿No se suponía que los alemanes siempre eran puntuales?
A lo mejor su vuelo se había retrasado.
Mierda. Tenía los nervios de punta. Apenas había dormido en toda la noche, sufriendo por Caitlin, levantándose a cada hora para comprobar que estuviera bien. Y sin dejar de pensar, con rabia, en la coordinadora de trasplantes del Royal, Shirley Linsell.
Y preguntándose en qué se estaban metiendo Caitlin y ella misma quedando con aquella vendedora.
Pero ¿qué alternativa tenía?
Dio un último repaso al salón y de pronto observó, horrorizada, una colilla aplastada contra la tierra del tiesto en que tenía su aspidistra. La quitó, sintiendo un acceso de rabia hacia Luke. Aunque desde luego también podía ser de Caitlin. Por cómo olía a veces, sabía que Caitlin fumaba ocasionalmente desde que conocía a Luke. Entonces observó una mancha en la moqueta beis; estaba a punto de aplicar espuma seca a toda prisa, cuando oyó la puerta de un coche que se cerraba.
Sobresaltada, se dirigió corriendo hacia la ventana. A través de las cortinas de malla vio un Mercedes marrón con los cristales tintados aparcado afuera. Se apartó de allí a toda prisa, atravesó la cocina, depositó la ofensiva colilla en la basura y bajó el volumen de la televisión. En la pantalla, una pareja enseñaba a dos presentadores su hogar, una pequeña casa pareada no muy diferente a la suya, por lo menos desde fuera.
Luego subió las escaleras a toda prisa y entró en la habitación de Caitlin. La había despertado pronto y le había hecho ducharse y vestirse, por si la mujer alemana quería hacerle un examen médico. Ahora Caitlin estaba dormida sobre la cama, con los auriculares de su iPod puestos, y con el rostro aún más amarillo que el día anterior. Vestía unos tejanos rajados, una camiseta blanca, una sudadera con capucha verde y unos gruesos calcetines de lana gris.
Lynn le tocó el brazo suavemente.
—¡Está aquí, cariño!
Caitlin la miró con una expresión extraña e ilegible en los ojos, una mezcla de esperanza, desesperación y desconcierto. Sin embargo, en la oscuridad de sus pupilas seguía reflejándose su inconformismo. Lynn esperaba que nunca lo perdiera.
—¿Ha traído un hígado?
Lynn se rio y Caitlin consiguió esbozar una sonrisita burlona.
—¿Quieres que le diga que suba, cariño, o vas a bajar?
Caitlin asintió, pensándoselo unos momentos. Luego dijo:
—¿Hasta qué punto quieres que se me vea enferma?
Sonó el timbre.
Lynn la besó en la frente.
—Tú sé natural, ¿vale?
Caitlin echó la cabeza atrás y dejó caer la lengua fuera de la boca.
—¡Grrrrr! —dijo—. ¡Me muero por un hígado nuevo acompañado con un buen vaso de Chianti!
—¡Calla, Hannibal!
Lynn salió de la habitación, bajó las escaleras a toda prisa y abrió la puerta principal.
La elegancia de la mujer que esperaba en el porche la pilló por sorpresa. Lynn no sabía qué esperaba, pero se había imaginado a alguien bastante adusto y formal, quizás algo repulsivo. Desde luego no a aquella mujer alta y guapa —de cuarenta y pocos años, supuso— con una melena suelta hasta los hombros y un precioso abrigo de ante negro con remates de piel.
—¿La señora Lynn Beckett? —preguntó, con una voz profunda y sensual y un inglés imperfecto.
—¿Marlene Hartmann?
La mujer le dedicó una sonrisa encantadora y la miró con sus cálidos ojos azul cobalto.
—Siento llegar tan tarde. Hubo un retraso debido a la nieve en München. Pero ahora ya estoy aquí. Alles ist in Ordnung, ja?
Tras un momento de desconcierto por aquel cambio repentino de idioma, Lynn masculló:
—Ah, sí, sí.
Luego dio un paso atrás y la hizo pasar al recibidor.
Marlene Hartmann entró. Lynn observó, consternada, una leve mueca de desaprobación en su rostro. Le indicó la entrada al salón y le preguntó:
—¿Me da su abrigo?
La alemana lo dejó caer de los hombros con la altivez de una diva y se lo dio a Lynn sin siquiera mirarla, como si fuera una empleada de guardarropía.
—¿Le apetece un té o un café? —preguntó Lynn, consciente de la mirada escrutadora de la mujer, que analizaba cada detalle, cada mancha, cada desconchón en la pintura, los muebles baratos, el viejo televisor. Su mejor amiga, Sue Shackleton, había tenido una vez un novio alemán y le había dicho que los alemanes eran muy exigentes con el café. Al tiempo que compraba las flores, la tarde anterior, Lynn había adquirido también un paquete de café de Colombia recién tostado.
—¿No tendrá una infusión de menta?
—Eh... ¿Menta? Pues sí, sí que tengo —respondió Lynn, intentando disimular su decepción por la compra inútil.
Unos minutos más tarde volvía al salón con una bandeja en la que llevaba una infusión de menta y un café con leche instantáneo para ella. La alemana estaba de pie junto a la repisa de la chimenea, con una fotografía enmarcada de Caitlin en la mano. En ella aparecía vestida de gótica, con el pelo negro de punta, una túnica negra, un remache en la barbilla y una anilla en la nariz.
—¿Es ésta su hija?
—Sí, Caitlin. La foto tiene unos dos años.
Dejó la fotografía en su sitio y se sentó en el sofá. Dejó el maletín negro a su lado.
—Una jovencita muy guapa. Tiene un rostro duro. Buena estructura ósea. Quizá podría pasar modelos, ¿no?
—Quizá —dijo Lynn, tragando saliva. «Si vive», pensó. Luego puso su sonrisa más optimista y añadió—: ¿Querría conocerla ahora?
—No, todavía no. Primero cuénteme un poco su historia médica.
Lynn posó la bandeja en la mesita, le dio a la mujer su taza y se sentó en un sillón a su lado.
—Bueno, lo intentaré. Hasta los nueve años estaba bien, era una niña normal y sana. Entonces empezó a tener problemas intestinales, y de vez en cuando fuertes dolores de estómago. Nuestro médico primero lo diagnosticó como colitis indeterminada. A aquello le siguió la diarrea con sangre, que persistió un par de meses, y ella estaba cansada constantemente. El médico la derivó a un hepatólogo.
Lynn dio un sorbo a su café.
—El especialista dijo que tenía el hígado y el bazo hipertróficos. Tenía el estómago dilatado y perdía peso. La fatiga iba a más. Siempre se quedaba dormida, allá donde estuviera. Luego empezó a tener dolores de estómago que le duraban toda la noche. La pobre niña se angustió mucho y no dejaba de preguntar: «¿Por qué a mí?».
De pronto Lynn levantó la mirada y vio a Caitlin que entraba en el salón.
—Hola —dijo ella.
—Tesoro... Ésta es la señora Hartmann.
Caitlin le dio la mano con recelo.
—Encantada —dijo, con voz temblorosa.
Lynn vio que la mujer estudiaba a Caitlin atentamente.
—Es un placer conocerte, Caitlin.
—Cariño, estaba contándole a la señora Hartmann lo de los dolores de estómago que solías tener y que te tenían despierta toda la noche. Luego el médico te dio antibióticos, ¿verdad? Que funcionaron durante un tiempo, ¿no?
Caitlin se sentó en el otro sofá.
—Sólo me acuerdo levemente.
—Eras muy pequeña —señaló Lynn. Luego se giró hacia Marlene Hartmann—. Entonces dejaron de funcionar. Aquello era cuando tenía doce años. Le diagnosticaron algo llamado CEP: colangitis esclerosante primaria. Se pasó casi un año en el hospital; primero aquí, luego en Londres, en la Unidad de Hepatología del Royal South. La operaron para ponerle stents en los conductos biliares.
Lynn miró a su hija en busca de confirmación.
Caitlin asintió.
—¿Se hace una idea de lo que es para una adolescente pasar un año en un hospital?
Marlene miró a Caitlin con una sonrisa comprensiva.
—Puedo imaginármelo.
—No, no creo que pueda imaginarse lo que es en un hospital inglés —rebatió Lynn—; realmente no lo creo. Estaba en el Royal South London, uno de nuestros mejores hospitales. En un momento dado, debido a la falta de espacio, a ella, una adolescente, la pusieron en un pabellón mixto. Sin televisión. Rodeada de ancianos trastornados. Tuvo que soportar a hombres y mujeres confusos que se le metían en la cama, día y noche. Estaba en un estado terrible. Yo solía subir y quedarme con ella hasta que me echaban. Luego dormía en la sala de espera o en el pasillo. —Miró a Caitlin para que lo corroborara—. ¿Verdad, cariño?
—Aquel pabellón no fue lo mejor, desde luego —confirmó Caitlin con una sonrisa burlona.
—Cuando salió, lo probamos todo. Fuimos a curanderos, sacerdotes, probamos la plata coloidal, una transfusión de sangre, la acupuntura, todo. Nada funcionó. Mi pobre tesoro estaba hecha una viejecita, arrastrando los pies, cayéndose... ¿Verdad, cariño? Si no hubiera sido por nuestro médico de familia, no sé qué habría pasado. Ha sido un santo. El doctor Ross Hunter. Él nos encontró un nuevo especialista que le prescribió otros medicamentos, y le devolvió la vida... por un tiempo. Volvió al colegio, podía nadar, jugar al baloncesto, e incluso volvió a estudiar música, que siempre ha sido su gran pasión. Empezó a tocar el saxofón.
Lynn bebió algo más de café y luego observó, irritada, que Caitlin ya no prestaba atención y que estaba escribiendo mensajes en el teléfono.
—Entonces, hace unos seis meses, todo se estropeó. Le faltaba aire al tocar el saxo. ¿No es así, mi vida?
Caitlin levantó la cabeza, asintió y volvió a sus mensajes.
—Ahora el especialista nos ha dicho que necesita un trasplante con urgencia. Encontraron un donante apropiado y la llevé al Royal para la operación hace unos días. Pero en el último minuto dijeron que había problemas con el donante, aunque nunca nos explicaron exactamente qué tipo de problemas eran. Bueno, a mí no me convencieron. Entonces nos dijeron (o por lo menos dejaron entrever) que no la consideraban un paciente prioritario. Eso significa que podría estar en ese grupo del 20 por ciento de los que esperan un trasplante de hígado y...
Se quedó mirando a Caitlin, vacilante. Pero Caitlin completó la frase en su lugar.
—Mi madre quiere decir los que se mueren antes de conseguir uno.
Marlene Hartmann le cogió la mano a Caitlin y le miró profundamente a los ojos.
—Caitlin, mein Liebling, confía en mí. Hoy en día, nadie debe morir porque no pueda conseguir el órgano que necesita. Mírame. ¿De acuerdo? —Se dio unas palmaditas en el pecho e hizo un mohín—. ¿Me ves a mí?
Caitlin asintió.
—Yo tenía una hija, Antje, de trece años, dos menos que tú, y que necesitaba un trasplante de hígado con urgencia. No pudieron encontrarle uno. Antje murió. El día en que la enterré hice la promesa de que nadie volvería a morir esperando un trasplante de hígado. Ni un trasplante de corazón. Ni un trasplante de riñón. Fue entonces cuando monté mi agencia.
Caitlin apretó los labios, tal como hacía siempre para demostrar su acuerdo, y asintió.
—¿Puede garantizar que habrá un hígado para Caitlin? —preguntó Lynn.
—Natürlich! De eso me ocupo. Garantizo siempre un órgano apto y la ejecución del trasplante en menos de una semana. En diez años no he fallado ni una vez. Si quieren referencias de mis clientes, hay algunos que estarían dispuestos a contactar con ustedes y contarles sus experiencias.
—Una semana... ¿Aunque sea del grupo sanguíneo AB negativo?
—El grupo sanguíneo no es importante, señora Beckett. Cada día mueren en las carreteras de todo el mundo trescientas cincuenta mil personas. Siempre hay un donante apto en algún sitio.
De pronto, Lynn se sintió enormemente aliviada. Aquella mujer resultaba creíble. Sus años de experiencia en el mundo de la recaudación de deudas le habían enseñado mucho sobre la naturaleza humana. En particular, a distinguir a la gente auténtica de los impostores.
—¿Y cómo harán para encontrar un hígado apto para mi hija?
—Yo tengo una red mundial, señora Beckett. —Hizo una pausa para dar un sorbo a la infusión—. No será un problema encontrar a alguna víctima de un accidente, en algún lugar de este planeta, que tenga un grupo sanguíneo que coincida.
Entonces Lynn formuló la pregunta que tanto temía:
—¿Y cuánto cobran?
—El coste del paquete completo, que incluye los honorarios de un cirujano de trasplantes experto y un cirujano asistente, dos anestesistas, enfermeras, seis meses de cuidados postoperatorios ilimitados y todos los medicamentos, es de...
—se encogió de hombros, como si fuera consciente del impacto que aquello iba a tener—: trescientos mil euros.
—¿Trescientos mil euros? —repitió Lynn, casi sin aliento.
Marlene Hartmann asintió.
—Eso son... —Lynn hizo unas cuentas rápidas de cabeza—¡Eso son doscientas cincuenta mil libras!
Caitlin le echó a su madre una mirada de «olvídalo».
Marlene Hartmann asintió.
—Sí, es más o menos eso.
Lynn levantó las manos, desesperada.
—Eso... Eso es una suma enorme. Imposible... Quiero decir, que yo no tengo ese dinero.
La alemana dio un sorbo a su menta y no dijo nada.
Los ojos de Lynn se cruzaron con los de su hija, y vio que toda la esperanza de antes había desaparecido.
—Yo... No tengo ni idea. ¿Hay algún..., algún plan de financiación que ofrezcan?
La vendedora abrió el maletín y sacó un sobre marrón que entregó a Lynn.
—Éste es mi contrato estándar. Necesito la mitad por adelantado y el resto inmediatamente después de que se realice el trasplante. No es una gran cantidad, señora Beckett. Nunca me he encontrado con nadie que no pudiera conseguir esta cantidad.
Lynn sacudió la cabeza, consternada.
—¡Tanto! ¿Por qué es tanto?
—Puedo explicarle los costes uno por uno. Tiene que entender que un hígado empieza a deteriorarse si pasa más de media hora fuera de un cuerpo. Así que hay que traer al donante en avión en una ambulancia aérea conectado a una máquina. Tal como sabrá, en este país eso es ilegal. Todo el equipo médico corre un gran riesgo, y por supuesto tenemos que contar con personal de primera. Hay una clínica privada aquí, en Sussex, pero es extremadamente cara. Personalmente, yo saco muy poco de esto, después de cubrir gastos. Podría ahorrarse un dinero si volara con su hija a un país donde las restricciones legales no sean tan problemáticas. Hay una clínica en Bombay, en la India, y también una en Bogotá, en Colombia. Eso quizá supondría cincuenta mil euros menos.
—Pero ¿tendríamos que quedarnos mucho tiempo?
—Unas semanas, sí. Quizá más, si surgen complicaciones, como una infección. O un rechazo, claro. También tiene que pensar en el dinero que costaría la medicación antirrechazo que, pasados los seis meses con nosotros, su hija tendría que tomar de por vida.
Lynn sacudió la cabeza, totalmente desesperada.
—Yo... Yo no quiero que tengamos que ir a un lugar que no conocemos. Y tengo que trabajar. Pero, en cualquier caso, es imposible. No tengo tanto dinero.
—Lo que tiene que pensar, señora Beckett... ¿Puedo llamarla Lynn?
Ella asintió, parpadeando para limpiarse las lágrimas.
—Lo que tiene que pensar son las alternativas. «¿Qué otras posibilidades tiene Caitlin?» Eso es lo que debe de estar pensando, ¿no?
Lynn hundió la cabeza entre las manos y sintió las lágrimas que caían por sus mejillas. Intentaba pensar con claridad. Un cuarto de millón de libras. ¡Imposible! Por un instante pensó en algunos de sus clientes. Les ofrecía planes de pago que duraban años. Pero ¿con una cantidad tan grande?
—¿No podría pedir una hipoteca sobre la casa? —propuso Marlene Hartmann.
—Ya estoy hipotecada hasta las cejas.
—A veces mis clientes consiguen ayuda de sus familiares y amigos.
Lynn pensó en su madre. Vivía en un piso de alquiler subvencionado. Tenía algunos ahorros, pero ¿cuánto? Pensó en su ex marido. Malcolm ganaba un buen sueldo en la draga, pero no manejaba cantidades así... Y tenía una nueva familia de la que ocuparse. ¿Sus amigos? La única que tenía dinero era Sue Shackleton. Estaba divorciada de un tipo rico, y tenía una bonita casa en uno de los mejores barrios de Brighton, pero tenía cuatro hijos que estudiaban en colegios privados y Lynn no tenía ni idea de su situación económica.
—Hay un banco en Alemania con el que trabajo —dijo Marlene—. Han dado financiación a algunos de mis clientes anteriores. Préstamos a cinco años. Puedo ponerle en contacto.
Lynn la miró, sin fuerzas.
—Yo trabajo en el mundo de las finanzas. En el trágico final del proceso, en la reclamación de impagos. Sé que nadie va a prestarme esa cantidad. Lo siento, lo siento muchísimo, pero ha hecho el viaje en balde. Me siento tonta. Tendría que habérselo preguntado por teléfono ayer y se habría evitado el viaje.
Marlene Hartmann dio otro sorbo a su infusión y dejó la taza en el plato.
—Señora Beckett, déjeme que le diga algo. Hace diez años que hago este trabajo. En todo este tiempo, no he hecho ni un viaje en balde. Puede que le parezca mucho dinero en este momento, pero aún no ha tenido tiempo de pensar con claridad. Yo estaré en Inglaterra un par de días. Deseo ayudarla. Quiero hacer negocios con usted. —Le dio una tarjeta de visita—. Puede llamarme a este número a cualquier hora.
Lynn se quedó mirando la tarjeta a través de las lágrimas. La letra era minúscula. Y sus esperanzas de conseguir el dinero eran aún menores.
66
Con el juego electrónico cogido con ambas manos, Rares miraba por la ventanilla trasera del Mercedes y veía pasar el campo. Hacía viento y unas nubes gordas y mullidas iban y venían por el cielo azul. A lo lejos vio una sucesión de colinas verdes que le recordaron ligeramente el campo de Rumania, donde había vivido sus primeros años.
Cruzaron una rotonda y dejaron atrás un cartel en el que ponía STEYNING. Repitió el nombre para sus adentros. El coche aceleró y sintió de nuevo el respaldo pegado a su espalda. Estaba nervioso. Muy pronto volvería a ver a Illunca. Pensaba en su sonrisa. En el suave tacto de su piel. En sus confiados ojos de color avellana. En su espíritu independiente y seguro. Era ella la que había encontrado a aquella mujer alemana, la que había decidido que cambiaran de vida. Le encantaba aquello. Cómo conseguía que sucedieran las cosas. Cómo sabía cuidarse. Y le encantaba que le dijera que él era la única persona que la había cuidado.
Le hubiera gustado que hubieran podido viajar juntos, pero la mujer alemana había sido inflexible. Primero Illunca, luego él. Había motivos por los que no podían viajar juntos, buenos motivos, les había asegurado. Y habían confiado en ella.
¡Y ahora estaban allí!
Los dos hombres de delante guardaban silencio, pero no le importaba. Eran sus salvadores. No le importaba estar callado, tener tiempo para pensar, para mirar adelante.
La carretera se estrechó. Altos setos verdes a ambos lados. En la radio del coche sonaba música. Una cantante que reconoció. Feist. ¡Era libre!
Al cabo de un rato estarían juntos de nuevo. Ganarían dinero, como les habían prometido. Vivirían en un bonito apartamento, quizás incluso con vistas al mar. A cada árbol, seto o cartel que pasaba, el corazón le latía más rápido.
El coche redujo la marcha. Giró a la izquierda y pasó por una majestuosa entrada con columnas. Un cartel decía: «WISTON GRANGE SPA RESORT». Rares se quedó mirando el nombre, preguntándose cómo se pronunciaba y qué significaría.
Recorrían un estrecho camino de acceso asfaltado con una serie de carteles de advertencia que no pudo leer:
PROPIEDAD PRIVADA
PROHIBIDO APARCAR
PROHIBIDO HACER PICNIC
ABSOLUTAMENTE PROHIBIDO ACAMPAR
Las colinas se levantaban frente a él. Una de ellas tenía un grupito de árboles en la cima. Pasaron junto a un gran lago, a la izquierda, y luego entraron por un largo paseo con árboles que unían sus copas sobre la carretera. El arcén estaba cubierto de hojas caídas. El coche redujo la marcha, superó una gruesa banda sonora y luego aceleró. Rares vio el césped perfectamente cuidado a su izquierda, con una banderita en un palo en el centro. Sobre la hierba había dos mujeres, una de ellas con un palo de metal en la mano, a punto de golpear una pelotita blanca. Se preguntó qué estarían haciendo.
El coche volvió a frenar, superó otra banda sonora y volvió a acelerar. Por fin, al final del camino, se detuvieron frente a una enorme casa de piedra gris con una vía de acceso asfaltada circular delante. Rares no entendía de arquitectura, pero parecía antigua y muy señorial.
Allí había todo tipo de coches elegantes aparcados. Se preguntó si sería un hotel muy caro. ¿Sería allí donde trabajaba Illunca? Decidió que sí, que aquello lo explicaría todo, y que él también trabajaría allí. Parecía un lugar aislado, pero aquello no le importaba si estaba con ella y si tenían un lugar para dormir y estar calentitos, si disponían de comida y no vivían amenazados por la Policía.
El Mercedes dio un giro brusco a la derecha y pasó bajo un arco. Luego paró en la parte trasera de la casa, que parecía menos elegante, junto a una pequeña furgoneta blanca.
—¿Es aquí donde está Illunca? —preguntó Rares.
Cosmescu giró la cabeza.
—Está aquí, esperándote. Tú no tienes más que pasar un rápido control médico y volverás a verla.
—Gracias. Son muy amables.
El tío Vlad Cosmescu giró la cabeza de nuevo, en silencio. Grigore miró por encima del hombro y sonrió, dejando a la vista varios dientes de oro.
Rares accionó la manilla de la puerta, pero no se abrió. Volvió a intentarlo, sintiendo de pronto un acceso de pánico. El tío Vlad salió y abrió la puerta de atrás. Rares salió y el tío Vlad le condujo hasta una puerta blanca.
Cuando llegaron les abrió una mujer enorme vestida con una bata blanca de médico y pantalones blancos. Tenía un rostro duro y serio, la nariz chata y el pelo negro y corto, como el de un hombre, engominado hacia atrás. Según la identificación que llevaba en el pecho se llamaba Draguta. Lo miró con unos ojos fríos y distantes y sus minúsculos labios rosados esbozaron la más leve de las sonrisas. En su rumano nativo, dijo:
—Bienvenido, Rares. ¿Has tenido buen viaje?
Él asintió.
Flanqueado por los dos hombres, no tenía otra opción más que la de seguir adelante, por un pasillo de azulejos blancos y ambiente aséptico. Olía a desinfectante. De pronto se sintió profundamente intranquilo.
—¿E Illunca? ¿Dónde está?
La mirada de sorpresa en los pequeños ojos oscuros de la mujer, tras aquellos párpados caídos, hizo que al instante su intranquilidad aumentara.
—¡Está aquí! —dijo el tío Vlad.
—¡Quiero verla ya!
Rares se había buscado la vida por las calles de Bucarest durante años. Había aprendido a leer en los rostros de la gente. Y no le gustaba el intercambio de miradas entre aquella mujer y los dos hombres. Se giró, se escabulló bajo los brazos de Cosmescu y echó a correr.
Grigore le agarró por el cuello de la chaqueta vaquera. Rares forcejeó y se liberó, pero Cosmescu le asestó un certero golpe en la nuca y cayó al suelo, inconsciente.
La mujer se cargó el cuerpo inerte al hombro y, seguida por los dos hombres, se lo llevó por el pasillo y atravesó la puerta doble de la pequeña sala preoperatoria. Lo depositó sobre una camilla de acero.
Un joven anestesista rumano, Divide Barbu, licenciado cinco años antes en una facultad de Bucarest y que tenía un sueldo de 3.000 euros al año, estaba esperándolo.
Divide tenía una espesa mata de pelo negro peinada hacia delante, con un flequillo y una barba de tres días perfectamente cuidada. Con su rostro delgado y bronceado, podría pasar por un profesional del tenis o un actor. Ya tenía la jeringa preparada, cargada con un bolo de benzodiazepina. Sin necesidad de que le dieran instrucciones, inyectó el fármaco en el brazo de Rares, que seguía inconsciente. Bastaría para mantenerlo fuera de juego unos minutos más.
Mientras tanto, aprovecharon para quitarle al joven todas sus ropas e insertarle una cánula intravenosa en la muñeca. Entonces le conectaron una vía con propofol, para asegurarse de que Rares no recuperara la consciencia, pero sin provocar ningún daño a sus preciosos órganos internos.
En la sala de al lado, el quirófano principal de la clínica, un chico de doce años con el hígado tan enfermo que sólo le quedaban semanas de vida estaba ya bajo anestesia y el segundo cirujano se disponía a abrirle. Era un especialista en trasplantes rumano de treinta y ocho años, Razvan Ionescu. En su país de origen Razvan no cobraría más de 4.000 euros al año —o algo más, contando los sobornos—. Trabajando allí, en aquella clínica, ganaba más de 200.000. Al cabo de unos minutos, vestido con una bata de quirófano verde y con gafas de aumento en los ojos, estaría listo para extirpar el hígado disfuncional del chico. Razvan contaba con la asistencia de dos enfermeras rumanas, que colocaron los clamps, y cada paso era supervisado, hasta el más mínimo detalle, por uno de los cirujanos de trasplantes de hígado más eminentes del Reino Unido.
La primera norma de la medicina que este cirujano había aprendido cuando era joven y estaba estudiando, hace muchos años, era: «No hay que dañar nada».
Aquel chico rumano de la calle no tenía una vida por delante. Que muriera aquel mismo día o dentro de cinco años por sobredosis de drogas no cambiaba nada. Pero el adolescente inglés que recibiría su hígado era muy diferente. Tenía talento para la música y un prometedor futuro por delante. Por supuesto, no era función de los médicos jugar a ser Dios, decidir quién vivía o quién moría. Pero la dura realidad era que uno de aquellos dos jovencitos estaba condenado.
Y él nunca admitiría que las 50.000 libras esterlinas libres de impuestos depositadas en su cuenta en Suiza por cada trasplante que efectuaba condicionaban ligeramente su opinión.
67
Poco después de las doce y media —la una y media en Múnich, calculó Grace—, el Kriminalhauptkommissar Marcel Kullen le devolvió la llamada.
Era agradable volver a hablar con su viejo amigo, y pasaron un par de minutos poniéndose al día sobre la familia del policía alemán y sobre los cambios en el trabajo desde la última vez que se habían visto, en verano, en Múnich.
—Así pues, ¿no has tenido más noticias de Sandy? —preguntó Kullen en un inglés forzado.
—Nada.
—Sus fotografías aún están en todas las comisarías, aquí. Pero hasta ahora nada. Seguimos intentándolo.
—En realidad, empiezo a pensar que ya es hora de aflojar —reconoció Grace—. Estoy iniciando el proceso legal para que la declaren muerta.
—Ja, pero yo estaba pensando... Tu amigo, el que la vio en el Englischer Garten. Deberíamos mirar aún, creo. ¿No?
—Me voy a casar, Marcel. Necesito seguir adelante, pasar página.
—¿Casar? ¿Hay una mujer nueva en tu vida?
—¡Sí!
—Bueno, pues... ¡Me alegro por ti! ¿Quieres que dejamos de buscar a Sandy?
—Sí. Gracias por todo lo que habéis hecho. Pero no te llamo por eso. Necesito ayuda con otra cosa.
—Ja. Dime.
—Necesito información sobre una organización de Múnich llamada Transplantation-Zentrale GmbH. Creo que a la Policía alemana no le es desconocida.
—¿Cómo se escribe?
Grace tardó varios minutos, bregando pacientemente con el inglés defectuoso del policía alemán, para indicarle el nombre correcto.
—Lo comprobaré —dijo Kullen—. Yo te llamo, ¿sí?
—Por favor. Es urgente.
Kullen volvió a llamarle treinta minutos más tarde.
—Esto es interesante, Roy. Estoy hablando con mis colegas. Transplantation-Zentrale GmbH está bajo observación por la LKA desde hace unos meses. Hay una mujer al mando, se llama Marlene Hartmann. Tienen relación con la mafia colombiana, con facciones de la mafia rusa, con el crimen organizado en Rumania, con las Filipinas, con China y con la India.
—¿Qué sabe el LKA de ellos?
—Se dedican al tráfico internacional de órganos humanos. Eso parece.
—¿Qué acciones se han tomado?
—De momento sólo estamos recogiendo información, observando. La LKA sigue sus pasos, como diríais vosotros. Intentamos conectarlos con delitos específicos en Alemania. ¿Tienes información sobre ellos que yo puedo dar a mis colegas?
—De momento no. Pero me gustaría interrogar a Marlene Hartmann. ¿Podría ir para allá y hacerlo?
El alemán pareció dudar.
—Bueno.
—¿Hay algún problema?
—Pues... En este momento, según el archivo de seguimiento, no está en München. Está de viaje.
—¿Sabes dónde?
—Hace dos días voló a Bucarest. No tenemos más información.
—Pero ¿cuando vuelva a Alemania lo sabréis?
—Sí. Y sabemos que va regularmente a Inglaterra.
—¿Con qué regularidad? —preguntó Grace. Sus sospechas de pronto fueron en aumento.
—Voló de München a Londres la semana pasada. Y también la semana anterior.
—No estaría de vacaciones de invierno.
—Quizá. Es posible —dijo el alemán.
—Nadie que esté en sus cabales viene a Inglaterra en esta época del año, Marcel —dijo Grace.
—¿Para ver las luces de Navidad?
Grace se rio.
—No me parece que sea de ésas.
Pensaba a toda velocidad. La mujer había estado en Inglaterra la semana anterior, y también la otra. Hacía entre una semana y diez días que tres adolescentes habían sido asesinados para extirparles los órganos. Hasta el fin de semana anterior, a Roy Grace el robo de órganos humanos le había parecido una leyenda urbana. Historias de gente que secuestraba a una chica en un bar de algún país del este de Europa y que luego aparecía en una bañera llena de hielo con un riñón menos. Pero ahora todo aquello parecía mucho más real. Muy real.
—¿Hay alguna posibilidad de obtener los registros telefónicos de esta mujer, Marcel?
—¿Las líneas fijas o handy?
Grace sabía que handy era como llamaban en alemán a los teléfonos móviles.
—¿Ambas?
—Veré lo que puedo hacer. ¿Quieres todas las llamadas, o sólo las realizadas al Reino Unido?
—Las del Reino Unido serían un buen punto de partida. ¿Tenéis pensado detenerla próximamente?
—Ahora mismo no. Quieren seguir vigilándola. Hay otras conexiones de tráfico humano con las que se la relaciona.
—Lástima. Hubiera estado bien poder ver sus ordenadores.
—Creo que en eso podemos ayudarte.
Grace casi podía sentir la sonrisa del Kriminalhauptkommissar al otro lado del teléfono.
—¿Ah, sí?
—Tenemos una orden emitida por un Ermittlungsrichter para registros telefónicos e informáticos.
—¿Por quién?
—Es un juez de instrucción. La orden está..., ¿cómo decís vosotros? ¿En la nevera?
—Sí, sin que se entere la otra parte.
—Exactamente. Y sabes que en la LKA tenemos buena tecnología para el seguimiento informático. Creo que tenemos duplicados de toda la actividad informática, incluidos portátiles lejos del trabajo, de Frau Hartmann y sus colegas. Hemos implantado un servlet.
Grace se había informado sobre los servlets gracias a sus colegas, Ray Packard y Phil Taylor, de la Unidad de Delitos Tecnológicos. Podías instalar uno simplemente enviándole al sospechoso un correo electrónico, siempre que lo abriera. Así obtenías una copia de toda la actividad del ordenador del sospechoso.
—¡Espléndido! —exclamó—. ¿Me los dejarás ver?
—No me permitirán enviártelos, a pesar del tratado de cooperación de la UE; sería un largo proceso burocrático.
—¿No hay ningún modo de encontrar un atajo?
—¿Para mi amigo Roy Grace?
—¡Sí, para él!
—Si vienes, quizá puedo dejar copias accidentalmente... ¿sobre la mesa de un restaurante? Pero sólo para información, ¿entiendes? No puedes revelar la fuente, y no podrás usar la información como prueba. ¿Está bien?
—Está más que bien, Marcel. ¡Eres cojonudo, Marcel!
Grace le dio las gracias y colgó, eufórico.
68
El Subcomisar Radu Constantinescu tenía un bonito despacho en la comisaría de Policía n.° 15 de Bucarest —por lo menos bonito para lo que era habitual en Rumania—. El edificio, de cuatro plantas, había sido construido en 1920, según decía en una placa grabada que había en la pared, y no parecía que hubieran cambiado la decoración ni quitado el polvo desde entonces. Las escaleras eran de piedra desnuda y los suelos estaban cubiertos de un linóleo que crujía. Las paredes, de un verde pastel, estaban agrietadas y llenas de marcas, y de alguna de las grietas caía yeso. A Ian Tilling siempre le recordaba su viejo colegio de Maidenhead.
El despacho de Constantinescu era grande, oscuro y tenebroso, y estaba sumido permanentemente en una niebla azul grisácea de humo de cigarrillo. Tenía un mobiliario austero, con una mesa de madera vieja y sosa, pero casi tan grande como su ego, y una mesa de reuniones de antigüedad indeterminada, rodeada de sillas desiguales. En un lugar destacado, muy alto, bajo el techo manchado de nicotina, estaban los trofeos de caza del policía: las cabezas de oso, de lobo, de lince, de ciervo, de rebeco y de zorro. Otra parte de la superficie de las paredes la ocupaban diplomas y fotografías enmarcadas de Constantinescu con diversos dignatarios, así como un par de fotografías suyas con indumentaria de caza, arrodillado junto a un jabalí muerto en una y con la cabeza de un ciervo macho de gran cornamenta en la otra.
El subcomisario estaba sentado a su mesa, vestido con pantalones negros, una camisa blanca con charreteras trenzadas sobre los hombros y una corbata verde con el nudo aflojado. Se entretuvo un momento en encender un cigarrillo con la colilla del anterior, que luego aplastó —sin apagarla del todo— en un enorme cenicero de cristal rebosante. Varias bolas de papel, que evidentemente no había acertado a encestar en la papelera, yacían desperdigadas por el suelo, junto a la mesa.
Constantinescu tenía cuarenta y cinco años. Era un tipo pequeño y enjuto, de expresión adusta, con el pelo negro como el azabache y unos ojos penetrantes subrayados por unas oscuras ojeras. Ian Tilling lo había conocido cuando era agente y hacía visitas periódicas a Casa lona.
—¡Aquí está mi amigo, el señor Ian Tilling, miembro del Imperio británico por los servicios prestados a los sin techo de Rumania! —exclamó Constantinescu a través de una nube tóxica de humo azulado—. Porque conoció a la reina, ¿verdad?
—Sí, cuando me dieron el gong.
—¿El gong?
—Es argot. En Inglaterra llamamos así a las medallas.
—¡Gong! Muy bien. ¡Tendríamos que tomar una copa! ¡Para celebrarlo!
—Fue hace unos meses.
El subcomisario sacó de debajo de la mesa una botella de whisky Famous Grouse y dos vasos de chupito. Los llenó con un líquido claro y le dio uno a Tilling.
—Spaga —dijo, dejando claro, sin ninguna vergüenza, que le habían dado el whisky a modo de soborno—. Buen whisky, ¿sí? ¿Especial?
Tilling no quería desilusionarle diciéndole que era un whisky sencillo, de mezcla.
—¡Especial! —¡Por su... gong!
A regañadientes, pero consciente de que tenía que seguir el protocolo, Ian Tilling vació su vaso y el licor le golpeó casi de inmediato en el estómago vacío, lo que provocó que la cabeza le diera vueltas.
El policía posó su vaso vacío sobre la mesa.
—Bueno, ¿y cómo puedo ayudar a mi «importante» amigo? ¡Más importante aún, ahora que Rumania e Inglaterra son socias en la UE!
Ian Tilling colocó las tres series de huellas, los tres retratos robot y el primer plano del burdo tatuaje con el nombre «Rares» sobre la mesa.
Mientras miraba, Constantinescu, de pronto, preguntó:
—Y, por cierto, ¿cómo están las guapas chicas que trabajan para usted?
—Sí, están bien.
—Y la bella Andreea... ¿Aún trabaja para usted?
—Sí, pero se va a casar dentro de un mes.
—¡Ah! —respondió, agachando la cabeza. Volvió a levantarla, con aspecto de estar decepcionado.
El subcomisario solía pasarse por Casa lona de vez en cuando con un pretexto u otro. Pero Tilling siempre había sabido que el verdadero motivo era que quería charlar con las chicas. Aquel tipo era un mujeriego empedernido, y cada vez que venía trataba de conseguir que Andreea le concediera una cita. Ella se negaba, pero era muy diplomática y lo trataba siempre con educación, dejando un mínimo resquicio de esperanza, aunque sólo fuera para que pudieran contar con su apoyo.
Para centrar la cuestión, Tilling señaló el retrato robot y la serie de huellas, y luego explicó su procedencia. El rumano se distrajo un par de veces con dos llamadas internas, y una con lo que claramente era una llamada personal de su ligue actual, al móvil.
—Rares —dijo, cuando Tilling acabó su explicación—. Rumano, sin duda. ¿La Interpol tiene las huellas?
—¿Me haría un favor y lo comprobaría usted mismo? Sería más rápido.
—Está bien.
—¿Y podría enviar copias de estas fotos de los tres chicos a todas las comisarías?
Constantinescu encendió su tercer cigarrillo desde el inicio de la reunión y luego tuvo un acceso de tos. Cuando acabó de toser, se sirvió otro trago de whisky y le ofreció la botella a Tilling, que declinó la invitación.
—Sí, claro. No hay problema.
Volvió a estallar en una tos profunda y convulsiva y, cuando acabó, metió las fotografías y las huellas en un gran sobre marrón y, para decepción de Tilling, las guardó en un cajón de su escritorio.
Por la larga experiencia que tenía Tilling en el trato con aquel hombre, sabía que tenía la costumbre de olvidarse de las cosas muy rápidamente. A veces sospechaba que, cuando algo entraba en aquel cajón, no volvía a salir nunca más. Pero, por lo menos, Constantinescu era un tipo a quien le preocupaba realmente la miseria de los niños de la calle, aunque su motivación real fuera la de intentar llevarse a la cama a las mujeres que se encargaban de su cuidado.
Y, por lo menos, las fotos estaban más seguras en aquel cajón que tiradas por el suelo, echas una pelota, entre aquellas otras bolas de papel tiradas por el suelo junto a su mesa.
En los diecisiete años que llevaba batallando con las autoridades de aquel país, Ian Tilling había aprendido a apreciar los pequeños gestos.
69
Mal Becket nunca le había resultado fácil hablar con su ex esposa, y ahora que estaba sentado frente a ella, en el tranquilo café de Church Road, a pesar de tener en común la difícil situación de su hija, se sentía tan incómodo como siempre.
El problema se remontaba a los primeros días tras su separación, cuando él la había dejado por su entonces amante —y ahora esposa—, Jane. Como se sentía culpable, y preocupado por la estabilidad mental de Lynn, había insistido en que se vieran cada varios meses para almorzar. Y ella siempre empezaba con la misma pregunta: «¿Eres feliz?».
Aquello le dejaba en una posición sin escapatoria posible. Si le decía que sí, que era feliz, tenía la sensación de que aquello a ella le haría sentir aún peor. Así que durante sus primeros encuentros solía decirle que no, que no era feliz. Y Lynn procedía a contárselo inmediatamente a sus amigas. Dado que Brighton era a la vez una gran ciudad y un pueblito, a Jane enseguida le llegó el rumor de que Mal no era feliz con ella.
Así que él había aprendido a eludir la cuestión con un «Estoy bien» muy neutro. Pero ahora, mientras se llevaba una cucharada de espuma de su capuchino a la boca y miraba al otro lado de la mesa de plástico, se dio cuenta de que ambos habían superado ya aquel juego. Se sentía realmente apenado por Lynn, que seguía sola, y le sorprendió la cantidad de peso que había perdido desde la última vez que se habían visto, un par de meses antes.
Tampoco a Lynn le resultó nunca fácil ver a Mal. Al verlo allí enfrente, con una sudadera de color azul desvaído, con un grueso anorak colgado del respaldo de la silla, observó que llevaba bien el paso de los años; si acaso tenía aún mejor aspecto, con un aire más duro y varonil. Si le hubiera pedido que volviera con él, ella le habría dicho que sí sin pensarlo. Aquello no iba a suceder, pero ¡cuánto lo necesitaba!
—Gracias por hacerme un hueco, Mal.
Él miró su reloj.
—Faltaba más. Pero tengo que irme a la una en punto para no perder la marea de la tarde.
Ella esbozó una sonrisa nostálgica, y sin malicia dijo:
—¡Cuántas veces te he oído decir a lo largo de los años «me voy para no perder la marea»!
Sus ojos se cruzaron en un momento de ternura compartida.
—Quizá tendría que usarlo como epitafio —propuso él.
—¿No sería un poco difícil? Pensé que querías un funeral en alta mar.
—Sí. —Se rio—. Eso era...
De pronto se quedó a media frase. A Lynn no le extrañaría que Jane le hubiera hecho por fin cambiar de opinión. Ella misma lo había intentado, en vano, durante todos sus años de matrimonio.
El café estaba tranquilo. Eran poco más de las doce y todavía no había empezado la hora de máxima afluencia para el almuerzo. Esperaron un momento a que la camarera les trajera la comida: un bocadillo de carne en conserva para Mal; una ensalada de atún pequeña para Lynn.
—¿Doscientas cincuenta mil libras? —preguntó él.
Lynn asintió.
—¿Sabes que sacamos un cadáver del agua? ¿El que quedó atrapado en la cabeza de dragado? ¿El que sale en todos los periódicos?
—Lo he leído —dijo ella—. Debe de haber sido un golpe para ti.
—¿Has oído los rumores?
—He estado tan preocupada que apenas me he fijado en los periódicos —mintió Lynn.
—Era un adolescente. No saben de dónde es, pero se especula que lo mataron para quitarle los órganos. Para un asunto de tráfico ilegal.
Lynn se encogió de hombros.
—Es terrible. Pero eso no tiene nada que ver con nuestra situación con Caitlin, ¿verdad?
El hizo aún más patente su preocupación.
—Después se han encontrado otros dos cuerpos. Y a todos les faltaban órganos internos.
Se llevó otra cucharadita de espuma a la boca, que le dejó una marca blanca y de polvo marrón de cacao en el labio superior. Unos años atrás, ella se habría acercado y se la habría limpiado con una servilleta.
—¿Qué me estás diciendo, Mal?
—Tú quieres comprar un hígado para Caitlin. ¿Sabes de dónde viene?
—Sí, de alguna víctima de accidente en algún lugar. Probablemente de un accidente de tráfico. Eso es lo que dijo Frau Hartmann.
Él se quedó mirando su bocadillo, levantó la rebanada de arriba y echó mostaza de un bote de plástico sobre la carne y los pepinillos.
—¿Puedes estar segura de que es un hígado limpio?
—¿Sabes qué, Mal? —respondió ella, cada vez más irritada—. Mientras sea un hígado apto y sano, la verdad es que no me importa de dónde venga. Lo que me preocupa es salvar la vida de mi hija. Perdón —se corrigió, mirándolo con intención—: la vida de «nuestra» hija.
El dejó el bote de la mostaza y volvió a colocar la rebanada de pan sobre la carne rosada. Luego cogió el bocadillo, abrió la boca, buscando el lugar donde dar el primer bocado, y volvió a dejarlo en el plato, como si de pronto hubiera perdido el apetito.
—Mierda —dijo él, sacudiendo la cabeza.
—Ya sé que tú tienes otras prioridades, Mal.
Él volvió a sacudir la cabeza.
—¿Doscientas cincuenta mil libras?
—Sí. Bueno, en la última hora ha bajado a 225.000. Mi madre tiene veinticinco en una sociedad de crédito hipotecario. Son sus ahorros de toda la vida, pero me los cede.
—Eso está muy bien. ¡Pero 225.000 libras es una cantidad imposible de conseguir!
—Yo soy cobradora de impagos. Oigo eso veinte veces al día. Es lo que me dicen prácticamente todos mis clientes: «Imposible, imposible». ¿Sabes qué? No hay ninguna cantidad imposible de conseguir, es una cuestión de voluntad. Siempre hay un modo. No he venido aquí a escuchar que vas a dejar que Caitlin se muera porque no podemos encontrar 250.000 libras. Quiero que me ayudes a encontrarlas.
—Aunque las encontráramos, ¿qué garantías tenemos, ya sabes, de que esa mujer va a cumplir? ¿De que funcionará? ¿De que no nos encontraremos en esta misma situación dentro de seis meses?
—Ninguna —dijo ella, con decisión.
Él se quedó mirándola en silencio.
—Sólo hay una cosa que te puedo garantizar, Mal. Que si yo..., que si nosotros no encontramos ese dinero, Caitlin estará muerta para Navidad, o poco después.
Sus grandes hombros de pronto cayeron, sin fuerza.
—Tengo algunos ahorros —dijo—. Poco más de cincuenta mil. Aumenté la hipoteca hace un par de años, para conseguir algo de efectivo y hacer una ampliación. Pero hemos tenido problemas con el proyecto. —Estaba a punto de añadir que Jane se pondría hecha una fiera si le daba el dinero a Lynn, pero eso se lo calló—. Puedo darte ese dinero, si sirve de algo.
Lynn se abalanzó sobre la mesa, casi derramando las bebidas, y le besó torpemente en la mejilla.
«¡Ya sólo me faltan 175.000 libras!», pensó.
70
El bonito legado arquitectónico de la ciudad de Brighton y Hove siempre había sido uno de sus mayores atractivos, tanto para los vecinos como para los visitantes. Aunque en algunas zonas se había visto invadida por edificios modernos y funcionales, a la vuelta de cualquier esquina se podía encontrar una calle o un pasaje de casas georgianas, victorianas o eduardianas, algunas en buen estado y otras no tanto.
Silwood Road era una de aquellas joyas, pero había vivido tiempos mejores. Los visitantes que entendieran de arquitectura y se dirigieran hacia el sur, al paseo marítimo, desde el soso barrio comercial de Western Road, podían tomar Silwood Road y algunos se paraban a mirar, pero no por su exuberancia, sino por la impresión que producía que entre aquella serie de casas adosadas victorianas tan perfectas pudiera encontrarse algo así.
Era un barrio decididamente popular. El que se hubiera convertido en una zona de burdeles no contribuía a mejorar su nivel social.
A las cinco de la tarde, ya de noche cerrada, Bella Moy le dijo a Nick Nicholl, que estaba al volante:
—Aparca donde puedas.
El agente metió el Ford Focus gris sin marcas en un aparcamiento con el cartel «Sólo residentes» y apagó el motor.
—¿Alguna vez has estado en un burdel? —preguntó ella.
El House of Babes iba a ser el primero de su vida.
—No, la verdad es que no —respondió él, azorado.
—Tienen un olor particular.
—¿Qué tipo de olor?
—Ya lo verás. Podrías vendarme los ojos y sabría que estoy en uno.
Salieron del coche y caminaron unos metros por la calle sintiendo el embate del viento. El agente llevaba su cuaderno en la mano. Siguió a Bella hasta la puerta principal de una de las casas y se quedó allí, bajo el ojo silencioso de la cámara de seguridad, esperando pacientemente mientras ella llamaba al timbre. Bella iba vestida con un traje pantalón marrón —que parecía venirle una talla grande— y unos burdos zapatos negros.
—¿Sí? —dijo una voz de mujer con acento de Yorkshire, por el interfono.
—Sargento Moy y agente Nicholl, del DIC de Sussex.
El interfono emitió un sonido rasposo y luego se oyó un sonoro clic. Bella empujó la puerta y Nick la siguió, olfateando el aire, pero lo único que detectó fue un rastro de humo de cigarrillo y de comida para llevar.
El sombrío vestíbulo estaba iluminado con una bombilla roja de baja potencia. El suelo estaba cubierto con una moqueta rosa claro muy gastada y el papel de las paredes tenía un relieve de terciopelo rosa intenso. En una pantalla de plasma colgada de la pared, una mujer negra le hacía una felación a un musculoso hombre blanco con tatuajes que tenía un pene mayor de lo que Nick Nicholl habría creído posible.
Apareció una mujer cincuentona, baja y vestida con unos pantalones de chándal y una blusa con un escote enorme. Tenía una larga melena marrón y debía de haber sido una mujer guapa en su juventud, con unos sesenta kilos menos, pensó Nick.
—¡Sargento Moy! —dijo, con una vocecilla de niña—. Me alegro de verla. ¡Siempre es una alegría!
—Buenas tardes, Joey. Éste es mi colega, el agente Nick Nicholl —respondió Bella escuetamente. A Nick le pareció algo brusca.
—Encantada de conocerle, agente Nicholl —saludó la mujer—. Bonito nombre, Nick. Yo tengo un hijo que se llama Nick, ¿sabe?
—Ah —dijo él—. Ya.
Los llevó a un salón que sorprendió a Nick. Por lo que había visto en libros y películas, se esperaba encontrar un salón con espejos, dorados y terciopelo. Sin embargo, aquello era una pequeña sala con dos viejos sofás, un escritorio atestado sobre el que había un bote de fideos instantáneos abierto aún humeante y un tenedor de plástico que sobresalía, una serie de tazas de té de aspecto mugriento y varios ceniceros repletos de colillas. En el escritorio también había un viejo teléfono, junto a un fax anticuado. En la pared vio una lista de precios.
—¿Puedo ofrecerles algo de beber? ¿Café, té, Coca-Cola? —dijo, y se sentó de nuevo. Echó un vistazo a sus fideos instantáneos, pero dejó que siguieran humeando, a medio comer.
—No, gracias —respondió Bella con decisión, para alivio de Nicholl, que volvió a mirar las mugrientas tazas.
Había un pacto tácito entre los burdeles de la ciudad y la Policía que decía que, mientras no usaran a chicas menores o procedentes del tráfico ilegal, la Policía se mantendría al margen —siempre que permitieran alguna inspección al azar y sin previo aviso—. La mayoría de los propietarios y gestores de burdeles —entre ellos aquella mujer— respetaban aquel pacto, pero Bella había aprendido a no permitir que nadie confundiera la tolerancia con la amistad.
Le enseñó a Joey los tres retratos robot.
—¿Ha visto alguna vez a alguna de estas personas?
Ella estudió la imagen de la chica muerta atentamente, luego las de los dos chicos. Sacudió la cabeza.
—No, nunca.
—¿Cuántas chicas tiene hoy aquí? —preguntó Bella.
—Ahora mismo cinco.
—¿Hay alguna nueva?
—Sí, dos recién llegadas de Europa. Una tal Anca y otra que se llama Nusha.
—¿De dónde son?
—De Rumania —dijo ella—. Bucarest —precisó, como intentando demostrar su voluntad de cooperar.
—¿Son..., mmm..., libres? —dijo Bella, con delicadeza.
—No les he visto ningún documento —dijo la madame, nerviosa—. Anca tiene diecinueve años. Nusha, veinte.
Se oyó un agudo zumbido. La mirada de la mujer se posó en un monitor de televisión colgado de la pared. En la pantalla en color, de baja calidad, pudieron ver un hombre más bien calvo de ojos saltones vestido con traje y corbata. Ella les guiñó un ojo a los dos policías y les dijo, algo incómoda:
—Es uno de mis clientes habituales. ¿Quieren verlas por separado o juntas?
—Por separado —dijo Bella.
Ella los condujo al vestíbulo y les hizo pasar por una puerta que daba a una habitación pequeña.
—Voy a buscarlas.
Cerró la puerta. Y entonces Nick Nicholl notó el olor al que se refería Bella. Había un penetrante aroma a desinfectante, mezclado con un intenso olor barato y almizclado. Se quedó mirando, pasmado, la pequeña habitación pintada de rosa en la que estaban. Había una cama de matrimonio con una colcha con estampado de leopardo y una toalla blanca doblada, un televisor en el que se veía una película pornográfica, una mesilla de noche con artículos de aseo y un rollo de papel de váter, un gran espejo en la pared y un montón de DVD eróticos.
—Esto es de lo más cutre —dijo.
—Normal —respondió Bella, encogiéndose de hombros—. ¿Ves lo del olor que te decía?
Él asintió, aspirándolo lentamente de nuevo.
Unos momentos después volvió a abrirse la puerta y Joey hizo pasar a una chica guapa, con una larga melena oscura, vestida con un mísero camisón rosa que transparentaba la ropa interior oscura. Parecía nerviosa y reticente.
—Ésta es Anca. ¡Ahora vuelvo! —dijo la madame en un susurro, cerrando la puerta.
—Hola, Anca —saludó Bella—. Siéntate —le indicó, señalando la cama.
La chica se sentó, pasando la mirada del uno al otro. Tenía en la mano un paquete de cigarrillos y un encendedor, como si fueran parte del atrezo.
—Somos agentes de policía, Anca —dijo Bella—. ¿Hablas inglés?
Ella sacudió la cabeza.
—Poco.
—Muy bien. No estamos aquí para causarte problemas. ¿Lo entiendes?
Anca se quedó mirando, perdida.
—Sólo queremos asegurarnos de que estás bien. ¿Estás contenta de estar aquí?
Anca había recibido instrucciones. Cosmescu le había avisado de que quizá la Policía le hiciera preguntas. Y le había advertido de las consecuencias que tendría decir algo negativo.
—Sí, está bien aquí —respondió con un acento gutural.
—¿Estás segura de eso? ¿Quieres estar aquí?
—Quiere, sí.
Bella le lanzó una mirada a su colega, que no parecía saber qué hacer.
—Acabas de llegar de Rumania. ¿Es eso cierto?
—Rumania. Yo.
Bella le enseñó los tres retratos robot y observó su expresión atentamente.
—¿Reconoces a alguno de estos chicos?
La joven rumana los miró sin reaccionar. Luego sacudió la cabeza.
—No.
A Bella le parecía que decía la verdad.
—Muy bien. Lo que quiero saber es quién te ha traído aquí.
Anca sacudió la cabeza y soltó la respuesta que Cosmescu le había enseñado para estos casos:
—No entender.
Lentamente y con mucha paciencia, gesticulando y con signos, Bella le preguntó:
—¿Quién te ha traído aquí?
La chica sacudió la cabeza, sin ninguna expresión en los ojos.
Nick de pronto hojeó su cuaderno unos momentos. Se detuvo y, leyendo en voz alta, en rumano, le preguntó:
—¿Tienes un contacto aquí, en Inglaterra?
Anca se sorprendió de oír su idioma nativo, aunque fuera con tan mala pronunciación.
Bella parecía igual de atónita, y no tenía ni idea de lo que Nick había dicho.
La chica sacudió la cabeza.
Nick pasó una página y miró sus notas. Luego, con tono decidido, leyó en rumano:
—Si estás mintiendo, lo sabremos. Y te devolveremos a Rumania. ¡Dime la verdad ahora mismo!
Sorprendida y aparentemente asustada, la chica dijo: —Vlad. Su nombre. —¿Vlad qué?
—Coz..., eh..., Cozma, Cozemec... —¿Cosmescu? —sugirió Bella.
La chica se quedó en silencio unos momentos, mirándola con ojos asustados. Luego asintió.
Veinte minutos más tarde, después de entrevistar a las dos chicas, volvieron al coche.
—¿Te importa decirme de qué iba todo eso? —preguntó Bella.
—Consulté al UKHTC.
—¿Al qué?
—Al Centro de Tráfico Humano del Reino Unido. Quería saber de dónde era más probable que hubieran venido las chicas. Rumania estaba en una posición destacada de la lista. Y había salido en nuestra investigación.
—¿Así que has aprendido rumano en una tarde?
—No, sólo las frases que pensé que podría necesitar.
—Estoy impresionada —dijo Bella, con una mueca socarrona.
—No tanto como mi mujer, cuando sepa dónde he pasado la tarde.
—Yo pensaba que todos los hombres visitaban los burdeles.
—Pues no —dijo él, indignado—. La verdad es que no.
—¿De verdad es la primera vez que pisas uno?
—De verdad, Bella —respondió, malhumorado—. Siento decepcionarte.
—No me decepcionas. Está bien saber que aún quedan tipos decentes. Yo, la verdad, es que no encuentro ni uno.
—¡A lo mejor es porque mi mujer encontró al único que quedaba!
Bella se quedó mirando su rostro largo y aquella sonrisa burlona a la luz de las farolas.
—Pues en ese caso ha tenido suerte.
—Yo soy el que ha tenido suerte. ¿Y tú qué? Eres una mujer atractiva. Debes de tener montones de oportunidades.
—No, lo que he tenido son montones de decepciones. ¿Y sabes qué? En realidad estoy a gusto sola. Cuido a mi madre, y cuando no tengo que hacerlo, estoy libre. Me gusta esa sensación.
—Yo adoro a mi hijo —dijo él—. Es una sensación increíble. Indescriptible.
—Estoy segura de que serás un gran padre, Nick.
—Eso querría —dijo él, sonriendo. Luego se encogió de hombros—. ¿Puedes imaginarte qué tipo de padre habrá tenido Anca? ¿O la otra chica, Nusha?
—No.
—Me resulta increíble que la vida en un mugriento burdel de Brighton sea mejor que lo que han dejado atrás.
—A mí me resulta increíble que te molestaras en aprender su idioma, Nick. Me has dejado sin habla.
—No he aprendido su idioma. Sólo unas frases. Lo suficiente para que pudiéramos llegar hasta ellas.
Ella miró sus notas.
—Vlad Cosmescu.
—Vlad, el Empalador.
—¿Vlad qué?
—Era el emperador de Transilvania en el que estaba basado Drácula. Un encanto de tío que solía empalar a sus enemigos ensartándolos por el culo en una pica.
—No necesitaba tanta información, Nick —replicó Bella, con una mueca de asco.
—Eres policía, Bella. La información nunca «está de más».
—Vlad Cosmescu —repitió, sonriendo.
—¿Lo conoces?
—De nombre. Es un chulo. Trabajaba hace unos años, cuando yo recorría los burdeles. Es una especie de controlador del contrabando con Rumania, Albania y otros países del este de Europa. Drogas, vídeos pirata, cigarrillos, lo que quieras. Ha estado en el objetivo de las brigadas antidroga durante años, pero por lo que sé siempre ha conseguido librarse. Es curioso que aún siga por ahí. —Escribió una nota en su agenda y luego dijo, decidida—: ¡Muy bien! Uno menos. Ya sólo nos quedan unos veintiocho burdeles más que visitar para acabar. ¿Qué tal estás de energías?
«Con un bebé pidiendo de comer cada pocas horas a lo largo de todo el día, probablemente mucho mejor que de deseo sexual», pensó.
—¿De energías? ¡Estupendo!
71
Acababan de dar las siete en Bucarest e Ian Tilling había prometido a su esposa, Cristina, que aquella tarde volvería pronto. Era su décimo aniversario de bodas y como excepción habían reservado una mesa en su restaurante favorito para darse un festín de comida tradicional rumana.
Con el tiempo había acabado gustándole la consistente dieta de su país de adopción, basada en la carne. Todo, menos dos especialidades: los sesos fríos y los tacos de tocino, que a Cristina le encantaban, pero que él era incapaz de tragar, y dudaba que consiguiera hacerlo nunca.
Levantó la vista al inútil reloj colgado del enorme tablón de anuncios en la pared frente a su escritorio: «EL TIEMPO ES ORO»; eso ponía en la esfera, pero no había números, lo que hacía fácil confundir las horas. Al lado había un abanico abierto que llevaba allí tanto tiempo que no recordaba ya quién lo había colocado en ese lugar, ni por qué. Por debajo, encajado entre varios carteles del Gobierno para los sin techo, había una hoja de papel con su cita preferida, de Mahatma Gandhi: «Primero no te hacen caso, luego te ridiculizan, luego te combaten, luego tú ganas».
Aquello resumía sus diecisiete años en aquella extraña pero bella ciudad, en aquel extraño pero bello país. Estaba ganando. Paso a paso. Pequeñas victorias. Niños, y a veces adultos, rescatados de las calles y alojados allí, en Casa Iona. Antes de irse haría la ronda por los pequeños dormitorios, como cada noche. Tenía pensado llevar consigo las fotografías de los tres adolescentes que Norman Potting le había enviado, para ver si a alguien le despertaba algún recuerdo alguna de las caras. Le había gustado tener noticias de aquel viejo cabrón. Le gustaba participar una vez más en una investigación de la Policía británica. Tanto que estaba decidido a poner todo lo que pudiera de su parte.
En el momento en que se ponía en pie se abrió la puerta y entró Andreea con una sonrisa en la cara.
—¿Tiene un momento, señor Ian?
—Claro.
—He ido a ver a Ileana, en el Sector Cuatro.
Ileana era una antigua asistente social de Casa Iona que ahora trabajaba en un centro de reubicación llamado Merlin, en aquel sector.
—¿Y qué te ha dicho?
—Ha accedido a ayudarnos, pero le preocupa que se enteren. Su centro ha recibido instrucciones de no hablar con nadie de fuera, y eso nos incluye también a nosotros.
—¿Por qué?
—Parece que el Gobierno está molesto por la mala prensa que tienen los orfanatos rumanos en el extranjero. Han prohibido el acceso a los visitantes y todo tipo de fotografías. He tenido que quedar con ella en una cafetería. Pero me ha dicho que una de las chicas de la calle ha oído rumores de que, si tienes suerte, puedes conseguir un trabajo en Inglaterra, y un apartamento. Hay que ir a ver a una mujer muy elegante.
—¿Podemos hablar con esa chica? ¿Tenemos su nombre?
—Se llama Raluca. Se prostituye en la Gara de Nord. Tiene quince años. No sé si tiene un chulo. Ileana está dispuesta a venir con nosotros. Podríamos ir esta noche.
—Esta noche no. No puedo. ¿Qué tal mañana? —Le preguntaré. Tilling le dio las gracias y luego escribió un mensaje rápido a Norman Potting, para ponerle al día sobre sus progresos. Luego apretó los puños y golpeó la mesa.
«¡Bien! —pensó—. ¡Muy bien!» ¡Volvía a entrar en acción! Le gustaba la vida de policía; formar parte de aquello le hacía sentir estupendamente.
72
Lynn estaba sentada en su sitio, en la sala de los Harrier Hornets, consciente de que eran las ocho de la tarde, repasando su lista de llamadas e intentando compensar el tiempo que había perdido horas antes, en casa y viendo a Mal.
Su madre había pasado antes por casa, luego había ido Luke, así que Caitlin tenía compañía —y, sobre todo, alguien que la vigilara—. Incluso el imbécil de Luke servía para eso.
Pocos de sus colegas seguían en el trabajo. Aparte de un par de rezagados, las salas de los Silver Sharks, los Leaping Leopards y los Denarii Demons estaban desiertas. El indicador del «INCENTIVO ACUMULADO» indicaba ya 1.150 libras. Tal como iban las cosas, era imposible que se acercara siquiera a conseguirlo aquella semana.
Y tampoco estaba lo suficientemente concentrada. Se quedó mirando la fotografía de Caitlin clavada en el biombo separador rojo. Pensando.
Ciento setenta y cinco mil libras determinarían si Caitlin debía vivir o morir. Era una suma enorme y, sin embargo, al mismo tiempo era minúscula. Por aquellas oficinas pasaban cantidades similares, o mucho mayores, cada semana.
Una idea siniestra le pasó por la mente. La desterró, pero volvió, como la llamada decidida de un vendedor a domicilio: «Es habitual que la gente robe dinero a sus jefes».
Cada pocos días leía en los periódicos que algún empleado de un despacho de abogados, o de una empresa de fondos de inversión, o de un banco, o de cualquier otro tipo de negocio en el que se trabajara con grandes sumas de dinero, había estado desviando dinero. En muchos casos, durante años. Habían desaparecido millones, sin que nadie se diera cuenta.
Ella no necesitaba más que unas míseras 175.000 libras. Una minucia para Denarii.
Pero ¿cómo podría «tomar prestado» el dinero sin que nadie se diera cuenta? Había todo tipo de controles y procedimientos.
De pronto vio que se encendía una luz en su teléfono. Su línea directa.
Respondió, pensando que sería Caitlin. Pero comprobó decepcionada que era su cliente favorito, el repugnante Reg Okuma.
—¿Lynn Beckett? —dijo, con su tenebrosa voz.
—Sí —respondió ella, seca.
—Hoy trabaja hasta tarde, preciosa. Es un privilegio para mí hablar con usted.
«El placer es todo mío», estuvo a punto de decir. Pero se limitó a responder:
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Bueno —dijo él—, la situación es la siguiente: ayer hice una solicitud de préstamo para un nuevo coche. Necesito moverme, ya sabe, para mi nuevo trabajo, para la nueva empresa que voy a montar, que revolucionará Internet.
Ella no dijo nada.
—¿Me oye?
—Estoy escuchando.
—Sigo deseando tener una maravillosa velada de sexo con usted. Me encantaría hacer el amor con usted, Lynn.
—¿Entiende que esta llamada está siendo grabada con fines didácticos y de monitorización?
—Lo entiendo.
—Bien. Si me llama porque quiere que establezcamos un plan de pagos, escucharé. Si no, voy a colgar. ¿De acuerdo?
—No, por favor, escuche. Ayer rechazaron mi solicitud de financiación para el coche. Cuando pregunté por qué, me dijeron que era porque Experian me consideraba un mal pagador.
—¿Le sorprende? —replicó ella.
Experian era una de las empresas líderes de valoración crediticia del Reino Unido. Todos los bancos y financieras recurrían a estas empresas para informarse sobre los clientes.
—No paga sus deudas. ¿Qué tipo de valoración crediticia espera que le den?
—Bueno, escuche. He contactado con Experian, la Ley de Protección de Datos me otorga derechos, y me han informado de que su empresa es la responsable de esta evaluación negativa.
—Hay una solución muy simple, señor Okuma. Acuerde un plan de pagos con nosotros, y puedo solucionar eso.
—Bueno, sí, claro, pero no es tan sencillo.
—Yo creo que sí. ¿Qué parte es la que no entiende?
—¿Es necesario que sea tan hostil conmigo?
—Estoy muy cansada, señor Okuma. Si quiere llamarme otro día para proponerme un plan de pagos, veré lo que puedo hacer con Experian. Hasta entonces, gracias y buenas noches.
Colgó.
Un momento más tarde, la luz volvió a encenderse. No hizo caso, salió de la oficina y se dispuso a marcharse a casa. Pero en el momento en que salía del ascensor, en la planta baja, de pronto se le ocurrió una idea.
73
Grace estaba sentado solo en su oficina, mientras un viento del suroeste cada vez más fuerte sacudía las contraventanas y caía la lluvia. Iba a ser otra noche de tormenta, pensó. Incluso las luces de la calle y del aparcamiento del supermercado se veían más apagadas que de costumbre. También hacía frío, como si la humedad del temporal atravesara los muros y le llegara hasta los huesos. Según su reloj eran las ocho y cinco.
Había excusado a Glenn Branson de la reunión de la tarde. La esposa del sargento había aceptado que pasara por casa y le ayudara a bañar a los niños y a acostarlos, sin duda por consejo de su abogado, pensó él, cínicamente.
Leyó atentamente las notas que había tomado durante la reunión y luego echó un vistazo a las notas mecanografiadas de sus «Líneas de investigación». Una luz indicaba una llamada entrante, pero no era su línea directa, así que dejó que la cogiera otro, si es que había alguien más en el edificio, aparte del siempre risueño Duncan, uno de los vigilantes de seguridad, que estaba abajo, en recepción. Aquello parecía el Mary Celeste (el bergantín inglés, considerado un «buque fantasma», que se encontró en 1872, mientras navegaba a toda vela y sin tripulación), aunque sabía que varios de los miembros de su equipo estarían trabajando hasta tarde en la SR-1, en particular dos mecanógrafas y Juliet Jones, la analista del HOLMES.
Juliet seguía ocupada con su búsqueda de todos los delitos potencialmente relevantes, resueltos o no, cometidos en el Reino Unido. Era una tarea ardua pero esencial, que Grace a veces comparaba con la pesca. Introducir una serie interminable de palabras y frases, buscar víctimas similares en cualquier punto del Reino Unido, o cualquier caso de robo de órganos.
Hasta aquella tarde, sus pesquisas —que llevaba haciendo desde el sábado— no habían dado ningún resultado.
Durante los últimos nueve años, Grace había pasado muchas horas a solas, sin ninguna compañía, y se había dedicado a estudiar la historia de la ciencia forense. Un hombre que admiraba especialmente era el médico francés Edmond Locard, nacido en 1877 y que acabó siendo conocido como el Sherlock Holmes de Francia. Fue Locard quien estableció el principio básico de la ciencia forense: «todo contacto deja un rastro»; se conocería como el Principio del Intercambio de Locard.
¿Cuál era el elemento que se le escapaba, en los contactos que habían tenido aquellos tres cuerpos? ¿Dónde estaba el instrumental quirúrgico que había entrado en contacto con los cuerpos? Ya estaría todo esterilizado, por supuesto. A lo mejor aún quedarían rastros microscópicos que cotejar, pero primero tenían que encontrarlo. ¿Dónde? Además, era probable que quienquiera que hubiera extirpado los órganos a los adolescentes —a menos que fuera un loco solitario— estuviera vestido para el quirófano. Toda aquella ropa —los guantes de goma, especialmente— conservarían rastros. Pero aún no tenían ni idea de dónde empezar a mirar, y rebuscar entre los cubos de basura y los carros de la lavandería de todos los hospitales y clínicas del sur de Inglaterra no era una opción que pudieran plantearse.
Si el Departamento de Huellas conseguía sacar las del motor fuera borda con la nueva tecnología que estaban poniendo a prueba, ¿podrían sacarlas quizá también de las lonas de plástico en las que estaban envueltos los cuerpos?
Tomó otra nota y pasó a repasar rápidamente las tres páginas mecanografiadas del documento de las líneas de investigación, del que cada miembro de su equipo tenía una copia. Había que actualizarlo, y tenía cosas importantes que añadir. Pero también tenía muchas ganas de ver a Cleo. Lo que tuviera que hacer, podía hacerlo igual de bien en su casa que en aquella fría y solitaria oficina.
La temperatura estaba disminuyendo y el viento estaba convirtiéndose otra vez en un vendaval cuando aparcó su Ford sobre una línea amarilla frente a una tienda de antigüedades. Mientras cruzaba la calle a la carrera, bajo una ráfaga de duras gotas de lluvia, oyó un fragmento inconexo del God Rest Ye, Merry Gentlemen, que alguien cantaba desafinando y con una voz ronca por allí cerca. Se preguntó si la gente ya empezaba a ensayar sus villancicos o si sería una cena de empresa llena de borrachos.
Aún no se había hecho a la idea de que la Navidad estaba al caer. No sabía qué comprarle a Cleo —aparte de un anillo, claro, pero aquello no era un regalo de Navidad—, y quería que fuera algo especial.
Hacía mucho tiempo que no compraba regalos para una mujer amada, y no tenía ni idea. ¿Un bolso? ¿Otra joya, aparte del anillo? Le pediría consejo a su hermana. Era una persona práctica y seguro que sabría indicarle. O a la inspectora Mantle.
Aparte de la cuestión de los regalos, había que tomar decisiones sobre dónde pasarían las Navidades. Desde la desaparición de Sandy, iba cada año a casa de su hermana, pero Cleo había sugerido que fueran a casa de su familia, en Surrey. Por supuesto, quería pasar las Navidades con Cleo, pero aún no conocía a sus padres. Sabía que su hermana se alegraría al oír que se habían prometido —llevaba años insistiéndole para que pasara página—, pero tenía que trabajar la logística. Y si para entonces no se había resuelto la Operación Neptuno, era probable que tuviera unas Navidades muy cortas.
Arrastró su pesado maletín por el patio adoquinado y hurgó en el bolsillo en busca de la llave. Luego atravesó la puerta delantera de la casa de Cleo y, al instante, se le levantó el ánimo, al entrar en el cálido salón y ver la enorme sonrisa de felicidad de Cleo. Percibió un tentador olor a comida, con un toque de ajo, y una melodía lírica llenaba la sala —la obertura de Carmen, de Bizet, pensó, orgulloso consigo mismo por haberla reconocido—. Cleo se había impuesto la labor de ampliar los horizontes musicales de Roy, y él mismo se había sorprendido de cómo le estaba gustando la ópera.
Humphrey se le acercó dando botes, arrastrando varios metros de papel higiénico tras él, y luego se le tiró encima entre sonoros y alegres ladridos.
Grace se arrodilló y le acarició la cara.
—¡Hola, colega!
Sin dejar de dar saltos de alegría, el perro le lamió la barbilla.
Cleo estaba hecha un ovillo en uno de los enormes sofás, rodeada de papeles y con un libro en las manos, sin duda uno de los tomos de filosofía que estaba estudiando para su título de la universidad a distancia.
—¡Mira, Humphrey! —dijo ella, con un tono agudo como el ladrido de un cachorrillo en la voz—. ¡El superintendente Roy Grace está en casa! ¡Tu amo! ¡Alguien está muy contento de verte, Roy!
—¿Sólo el perro? —dijo él, fingiendo decepción, acercándosele mientras Humphrey le tiraba de la pernera.
—¡Hoy ha sido un chico muy bueno! ¡Nada de cacas en casa!
—¡Bueno, eso es una gran novedad!
—Pero yo estoy aún más contenta de verte que él —dijo ella, dejando el libro, que se titulaba Existencialismo y humanismo y que tenía varias páginas marcadas con post-its amarillos.
Tenía el cabello sujeto con horquillas y llevaba un suéter marrón de punto suelto, largo hasta las rodillas y unos leotardos negros. Por un momento, Roy se quedó mirándola, disfrutando de aquella imagen.
Sintió la música que le llegaba al alma, saboreó de nuevo el aroma de la cocina y se sintió sobrecogido de felicidad, por aquella sensación hogareña. Una sensación que por fin había llegado, después de tantos años de pesadillas, en un momento —un momento de su vida— en que se sentía realmente satisfecho.
—Te quiero —dijo agachándose, rodeándola con sus brazos y besándola con ansia en los labios. Se echó atrás un momento y repitió—: Mucho, te quiero mucho.
Volvieron a besarse, de manera aún más prolongada.
Cuando por fin se separaron, ella dijo:
—Sí, a mí también me caes bastante bien.
—¿De verdad?
Ella puso cara de quedarse pensando unos momentos, como si estuviera haciendo un complicado cálculo mental, y luego asintió.
—Pues sí. ¡Ajá!
—Voy a comprarte un anillo este fin de semana.
Ella lo miró con los ojos enormes, como una colegiala emocionada. Luego sonrió y asintió.
—¡Sí, quiero un anillo enorme, que brille mucho, cubierto de piedras!
—Te compraré el anillo más grande y más brillante del mundo. ¡Si la Reina te ve, se morirá de envidia!
—Hablando de bajas pasiones, señor súper, te estoy haciendo tus vieiras salteadas.
Era su plato favorito.
—Eres asombrosa.
—Sí, tienes razón —dijo ella, levantando un dedo—. ¡Nunca lo olvides!
—¡Y tan modesta!
—Eso también.
Él bajó la vista al libro que tenía al lado y leyó el nombre del autor: Jean-Paul Sartre.
—¿Un buen libro?
—Pues la verdad es que sí. Acabo de leer algo que escribió y que se nos podría aplicar a los dos..., antes de que nos conociéramos.
—¿Ah, sí?
Cleo recogió el libro y pasó las páginas hasta llegar a una de las marcas. Luego leyó:
—«Si te encuentras solo cuando estés solo, estás en mala compañía». —Se lo quedó mirando—. ¿Sí o no?
Él asintió.
—Muy cierto. Yo estaba así. ¡Estaba en una compañía asquerosa!
—Así pues, ¿a qué hora quiere cenar mi querido fiancé?
Él señaló hacia su maletín.
—¿Qué tal antes de la medianoche?
—Estoy bastante caliente. Tenía in mente una sesión vespertina de...
—¿Media horita?
Con una mueca picara, buscó otra página que había marcado y leyó:
—«Ya no estoy seguro de nada. Si sacio mis deseos, peco pero me libero de ellos; si me niego a satisfacerlos, infectan toda mi alma». —Dejó el libro—. Estoy segura de que no quieres que se me infecte el alma, ¿verdad, señor superintendente?
—No, desde luego no querría que se te infectara nada.
—Me alegro de que estemos en la misma página.
Alejándose de ella a regañadientes, Roy llevó su maletín escaleras arriba y se metió en el estudio de Cleo, que prácticamente se había convertido en su segunda oficina. En el escritorio había una bolsa de plástico de City Books con un post-it pegado que llevaba su nombre garabateado con la letra de Cleo. Sacó de su interior un libro con la imagen de un caballo de carreras en la portada. Se titulaba Eclipse. Recordó que Cleo le había dicho que su padre era un fanático de los caballos de carreras y que iba a comprar un libro para que él se lo regalara.
Lo apartó cuidadosamente y luego sacó de su maletín un fajo de papeles, el primero de los cuales llevaba el sello de la Policía de Sussex y, debajo, las palabras:
POLICÍA DE SUSSEX, D.I.C.
DIVISIÓN DE DELITOS GRAVES.
OPERACIÓN NEPTUNO. LÍNEAS DE INVESTIGACIÓN.
A continuación sacó su bloc rojo de anillas con la etiqueta «ARCHIVOS DE ESTRATEGIAS», y luego su «CUADERNO DE INVESTIGACIÓN» azul claro, de tamaño DIN A-4, en el que había apuntado todas las notas de las reuniones sobre la Operación Neptuno, incluidas las de aquella tarde.
Cinco minutos más tarde, Cleo entró en la habitación sin hacer ruido, le besó en la nuca y le coloco en la mesa un vaso de cóctel, lleno hasta el borde con un vodka martini.
—Kalashnikov —anunció—. Te pondrá muy ardiente.
—¡Ya lo estoy! ¿Qué tal va tu alma? —susurró.
—Combatiendo la infección —respondió. Volvió a besarle en el mismo sitio y salió.
—¿Este libro, Eclipse, es el que voy a regalarle a tu padre para Navidad? —preguntó él levantando la voz.
Ella volvió a entrar.
—Sí. Te colgarás una medalla. Eclipse fue el caballo de carreras más famoso de la historia. Pensará que eres muy espabilado.
—Deberías darme más datos.
—¿Por qué no te lees el libro? —replicó ella, sonriendo.
—¡Vaya! —dijo él, dándose una palmada en la frente—. ¡No había pensado en eso!
Miró la cubierta con más detenimiento y vio el nombre del autor.
—Nicholas Clee. ¿Fue un jinete famoso?
Ella negó con la cabeza.
—No, creo que era un jugador de tenis, pero puede que me equivoque.
Volvió a salir. Él se quedó leyendo sus notas de las reuniones, subrayando los nuevos avances significativos para que su ayudante pudiera incorporarlos a las líneas de investigación antes de la reunión de la mañana. Aún no tenían ningún sospechoso. Y el Centro de Tráfico Humano del Reino Unido les había respondido que no tenían pruebas de que se hubieran introducido personas en el Reino Unido para traficar con sus órganos, algo que, de momento, coincidía con la búsqueda en vano de la analista del HOLMES.
El tráfico de seres humanos para el trasplante de órganos era una de las principales líneas de investigación de la lista. Pero en ausencia de pruebas de que aquella práctica se hubiera llevado a cabo con anterioridad en el país, a Grace le preocupaba dedicar todos sus recursos a una única línea, por mucho que los indicios señalaran en esa dirección.
Podría tratarse simplemente de algún tipo de asesino psicópata.
Alguien con conocimientos de cirugía.
Pero, entonces, ¿por qué iba a limitarse a extraer aquellos cuatro órganos, los más caros?
¿Qué habría hecho el hermano Ockham? ¿Cuál era en este caso la explicación más obvia? ¿Qué habría eliminado el gran monje filósofo con su navaja?
Pero fue Cleo la que cortó con sus cavilaciones anunciándole cariñosamente que la cena estaba en la mesa.
74
Lynn oyó la música atronadora procedente del salón nada más llegar a casa, poco antes de las nueve. Cerró de un portazo forcejeando contra el viento helado y se quitó el chal Cornelia James que se había comprado unas semanas antes en eBay, donde compraba la mayoría de sus accesorios.
Luego, con el abrigo aún puesto, asomó la cabeza por la puerta del salón. Luke estaba tirado en el sofá, bebiéndose una lata de Coca-Cola light, con aquel peinado suyo, más tonto incluso que de costumbre, que le tapaba por completo el ojo derecho. Pero más tontas aún parecían las dos delgadas jovencitas que bailaban en un. videoclip que se veía en la pantalla.
Vestidas únicamente con sujetadores y bragas negras, y con unas cajas plateadas en la cabeza, efectuaban unos estúpidos movimientos mecánicos siguiendo un ritmo marcado y repetitivo. Llevaban varias frases pintadas en letras de un negro intenso en diferentes partes de sus brazos, piernas y torso: «¡HAZLO! ¡VENGA! ¡MÁS DURO! ¡AÚN MEJOR!».
—¿Daft Punk? —preguntó.
—Sí —dijo Luke, asintiendo.
Lynn se hizo con el mando a distancia y bajó el volumen.
—¿Todo bien?
Él asintió.
—Caitlin duerme.
«¿Con este ruido de mil demonios?», quiso decir. Pero se limitó a darle las gracias por cuidarla y le preguntó:
—¿Cómo se encuentra?
Luke se encogió de hombros.
—Sin cambios. He ido a verla hace unos minutos.
Sin quitarse siquiera el abrigo, Lynn subió corriendo las escaleras y entró en el dormitorio de su hija. Caitlin estaba en la cama con los ojos cerrados. A la débil luz de la lámpara de la mesilla, tenía un color aún más amarillento. Abrió un ojo y se quedó mirando a su madre.
—¿Cómo estás, tesoro? —dijo Lynn agachándose y besándola. Le acarició el cabello, que estaba húmedo.
—En realidad tengo bastante sed.
—¿Quieres un poco de agua? ¿Zumo? ¿Coca-Cola?
—Agua —dijo Caitlin. Tenía una voz débil y entrecortada.
Lynn fue a la cocina y le sirvió un vaso de agua fría de la nevera. Observó, agobiada, que se había formado una capa de hielo en la parte trasera de la nevera —señal inequívoca, por su experiencia anterior, de que el aparato estaba en sus últimos estertores—. Otro gasto importante a la vista que no podía permitirse.
Mientras cerraba la puerta llegó Luke, descalzo, con una chaqueta de punto gris sobre una camiseta rota y unos vaqueros anchos.
—¿Cómo te ha ido hoy, Lynn? ¿Recolectando dinero?
Asintió.
—Mi madre me ha ofrecido una parte. Y el padre de Caitlin los ahorros de toda su vida. Pero aún tengo que encontrar ciento setenta y cinco mil.
—Me gustaría ayudar —dijo él.
Sorprendida, respondió:
—Bueno, gracias... Eso... es muy amable por tu parte, Luke. Pero es una cantidad imposible.
—Yo tengo algo de dinero. No sé si Caitlin te ha hablado alguna vez de mi padre; no mi padrastro, mi padre de verdad, el mío.
Con el vaso de agua en la mano, y ansiosa por llevárselo a Caitlin, dijo:
—No.
—Murió en un accidente laboral. En la construcción. Se le cayó encima una grúa. Mi madre obtuvo una gran indemnización, y me dio la mayor parte, porque no quería que mi padrastro pudiera meter mano: le gusta el juego. Me gustaría contribuir.
—Es todo un detalle por tu parte, Luke —dijo ella, realmente conmovida—. Cualquier contribución es bienvenida. ¿Cuánto podrías aportar?
—Tengo ciento cincuenta mil libras. Quiero que las uséis todas.
A Lynn se le cayó el vaso al suelo.
75
A veces, pensó Roy Grace, era fácil confiarse demasiado y olvidarse de las cosas más elementales. De vez en cuando valía la pena volver a los principios.
Sentado en su oficina a las siete menos cuarto de la mañana, con la segunda taza de café a medio beber, sacó de sus estantes el Manual de investigación de asesinatos, un tomo enorme pero definitivo compilado por el Centro para la Excelencia Policial para la Asociación de Oficiales de Policía.
Era una obra actualizada periódicamente que contenía todos los procedimientos para cualquier aspecto de una investigación por asesinato, incluido un estructurado «Modelo de investigación de asesinato» en el que centró su atención Roy. El «Índice de rastreo rápido», que estaba repasando de nuevo para refrescar la memoria, contenía diez puntos arraigados en el cerebro de todo investigador de homicidios, y que fácilmente podían pasarse por alto, precisamente por ser tan familiares.
El primero de la lista era «Identificar sospechosos». Bien; podía marcar aquella casilla. Estaban en ello.
El segundo era «Recursos externos». Aquélla también la podía marcar. Tenían al hombre de Norman Potting en Rumanía, su propio contacto, el Kriminalhauptkommissar Marcel Kullen de Múnich, a la sargento Moy y al agente Nicholl investigando los burdeles, a Guy Batchelor rebuscando entre los cirujanos inhabilitados y a la analista del HOLMES analizando delitos relevantes.
El tercer concepto de la lista era «Pruebas forenses en la escena del crimen». El fondo del canal no daba mucho a lo que agarrarse. Su mejor apuesta era la lona de plástico, así como la nueva tecnología de detección de huellas aplicada al fuera borda y la tentativa de Glenn con las colillas que había enviado a los laboratorios de ADN.
Pasó a «Comprobación de la escena del crimen». Tenían la posición donde habían tirado los cuerpos, pero aún no contaban con una escena del crimen. El quinto era «Búsqueda de testigos». ¿Quién podía haber visto a estos tres adolescentes? ¿El personal del hospital o la clínica donde los hubieran operado? ¿Los pasajeros o el personal del aeropuerto, o puerto, o estación por la que hubieran entrado al Reino Unido? Probablemente habrían sido grabados por las cámaras de circuito cerrado del punto de entrada, pero no tenía ni idea de cuánto tiempo llevarían en el Reino Unido. Podían ser días, semanas o meses. En aquel punto era impensable empezar a repasar tal cantidad de filmaciones. Otra idea que anotó, bajo este concepto, fue: «¿Otros rumanos que trabajen aquí y que pudieran conocerlos?». Los retratos robot habían circulado mucho y habían aparecido en los periódicos, pero no se había presentado ningún testigo.
El sexto era «Investigaciones sobre las víctimas». La mejor fuente para aquello era el hombre del sargento Potting en Rumania. Y quizá la Interpol, pero no. confiaba mucho en ellos.
«Motivos posibles», el séptimo punto de la lista, era algo en lo que no pensaba ponerse a elucubrar demasiado. Solía decir a sus hombres que «las suposiciones son la madre de todos los líos». La noche anterior ya le había estado dando vueltas a aquello: ¿no estarían metiéndose en un callejón sin salida al suponer que lo que se escondía detrás de estos asesinatos era el tráfico de órganos humanos? ¿Habría algún psicópata ahí fuera que disfrutara vaciando a la gente?
Sí, podía ser, pero no tanto si aplicaba Tos principios de la Navaja de Ockham. La demanda de órganos humanos en el mundo era alta. Eso era un hecho. A las tres víctimas las habían intervenido cirujanos con experiencia. Otro hecho. Y a favor de aquella teoría tenían el hecho de que un eminente cirujano británico, el doctor Raymond Crockett, hubiera sido inhabilitado tiempo atrás por comprar cuatro riñones para sus pacientes en Turquía. En contra, el hecho de que no hubiera constancia de ningún otro caso de tráfico de órganos humanos en Inglaterra.
Pero siempre había una primera vez.
Y se le ocurrió que el doctor Crockett había sido atrapado. ¿Sería un ejemplar único en su especie, o simplemente es que había tenido la mala suerte de que lo pillaran? ¿Habría decenas de especialistas como él en el Reino Unido, usando órganos ilegales, aún en libertad? ¿Habría vuelto a las andadas Crockett? Tendrían que interrogarlo y eliminar aquella posibilidad.
El siguiente punto era «Medios de comunicación». Estaban usando los medios lo mejor que podían, pero el recurso más importante, el programa de televisión Crimewatch, tardaría, aún, casi una semana en emitirse, y no tenían garantías de hacerse un hueco en él.
Luego estaba «Exámenes post mortem». De momento, tenía toda la información que necesitaba de los forenses. Si encontraban el instrumental quirúrgico, puede que tuvieran que hacer nuevos exámenes. De momento, los cuerpos seguían en el depósito.
Bostezó, sacudiéndose el cansancio, y dio otro largo sorbo a su café. Aquella mañana, al despertarse, a las cinco y media, había sentido un zumbido en el cerebro. Debería de haber salido a correr; siempre le ayudaba a despejarse, pero se sentía culpable por no haber acabado el trabajo la noche anterior, así que había decidido ir a trabajar antes de lo habitual.
El último punto de la lista era «Otras acciones críticas significativas». Se quedó pensando unos momentos y luego repasó la lista que había anotado en su cuaderno de actuaciones. Luego, en el cuaderno, añadió: «¿Fuera borda? Desaparición Scoob-Eee».
Se recostó en la silla y la echó atrás hasta que topó con la pared. Del otro lado de la ventana empezaba a amanecer. La tormenta había remitido durante la noche y el día se había despertado seco. Pero la previsión meteorológica era mala. Unos jirones rojos y rosados atravesaban el cielo, aún gris oscuro. ¿Cómo decía aquel viejo proverbio? Aurora rubia, viento o lluvia.
Se quedó mirando el interior de su taza de café, en silencio, como si la respuesta pudiera encontrarse allí, en aquel líquido negro y humeante.
De pronto se le ocurrió.
A Sandy le gustaban los concursos de cultura general del pub. Recordaba uno en el que habían participado, once o doce años atrás, y una de las preguntas había sido cuál era la superficie del canal de la Mancha en kilómetros cuadrados. Sandy había ganado, tras dar la respuesta correcta: 75.000.
Chasqueó los dedos.
—¡Sí!
76
—Estamos buscando en el lugar equivocado —anunció Roy Grace a su equipo, que había crecido aún más—. Y puede ser que incluso estemos buscando entre las personas equivocadas. Eso es lo que creo.
Al instante contaba con toda la atención de los veintiséis policías y del personal de apoyo reunido en la sala. Luego se dio un golpecito con los dedos en la sien.
—En el lugar equivocado... mentalmente, no geográficamente.
Veintiséis pares de ojos curiosos se clavaron en él.
Era el cuarto concepto del «Índice de rastreo rápido» del Manual de investigación de asesinatos lo que le había dado la idea.
—Quiero que todos dejéis de pensar en vuestras líneas de investigación por un momento y os centréis en la «Comprobación de la escena del crimen». ¿Vale? Bueno, hemos estado suponiendo que la elección del lugar escogido para deshacerse de los cuerpos había sido fruto de la mala suerte o de la ignorancia. Pero pensad en esto. El canal de la Mancha tiene una extensión de 75.000 kilómetros cuadrados. Esa zona de dragado mide doscientos sesenta kilómetros cuadrados.
Miró a Glenn, a Guy Batchelor, a Bella, a E. J. y a muchos otros.
—¿A alguien se le dan bien las matemáticas?
La analista del HOLMES levantó la mano.
—¿Qué porcentaje del canal es esa zona de dragado, Juliet?
Ella hizo unos rápidos cálculos mentales.
—Aproximadamente el 0,34 por ciento, Roy.
—Una proporción mínima —dijo Grace—. Un tercio del uno por ciento. Estamos hablando de una aguja en un pajar. Si yo fuera a tirar un cuerpo en un punto al azar del canal y acabara en la zona de dragado, pensaría que he tenido bastante mala suerte. De hecho, consideraría que la probabilidad de que eso ocurriera era tan mínima que ni la tendría en cuenta. A menos, claro, que hubiera escogido aquella zona deliberadamente.
Hizo una pausa para que asimilaran el golpe.
—¿Deliberadamente? —preguntó Lizzie Mantle.
—Escucha mi razonamiento: si suponemos que nos enfrentamos a un caso de tráfico humano (el negocio delictivo de más rápido crecimiento del mundo), podemos estar razonablemente seguros de una cosa: el calibre de los delincuentes con que nos enfrentamos. Si están lo suficientemente bien organizados para poder introducir adolescentes en Inglaterra y para tener un centro médico de trasplantes funcional en el país, es probable que sean igual de profesionales en cuanto a la eliminación de los cuerpos. No se limitarían a echarse al mar en un bote de goma y tirarlos por la borda.
Observó un gesto de aprobación general.
Sé que ya hemos hablado de esto, y que hemos llegado a la conclusión de que los cuerpos habían sido trasladados en una embarcación, un avión o un helicóptero privado. Pero cualquiera que sea el medio usado, tendrían que contratar a un patrón o a un piloto profesional. Esa persona tendría mapas, y conocería las diferentes profundidades del canal, y con toda probabilidad conocería esas aguas como la palma de su mano. Puede que la zona de dragado no aparezca en todos los mapas, pero aun así es relativamente poco profunda. Si vas a tirar cuerpos al mar y tienes todo el canal a tu disposición, ¿no buscarías un lugar profundo? Yo sí.
—¿Cuál es el punto más profundo, Roy? —preguntó Potting.
—Hay muchos lugares que superan los sesenta metros. Así pues, ¿por qué tirarlos a veinte?
—¿Por las prisas? —sugirió Glenn Branson—. A la gente a veces le entra el pánico con los cadáveres, ¿no?
—No a tipos como éstos, Glenn —le corrigió el superintendente.
—A lo mejor realmente no vieron la zona de dragado en el mapa —sugirió Bella Moy.
Grace sacudió la cabeza.
—Bella, eso no lo descarto, pero estoy proponiendo que quizá los tiraran allí deliberadamente.
—Pero no entiendo el porqué —dijo la inspectora Mantle.
—Con la esperanza de que los encontráramos.
—¿Con qué motivo? —preguntó Nick Nicholl.
—Alguien que no está de acuerdo con lo que están haciendo —respondió Grace—. Tiró allí los cuerpos, sabiendo que había posibilidades de que alguien los encontrara.
—Si no le gustaba lo que estaban haciendo, ¿por qué no llamó directamente a la Policía? —preguntó Glenn Branson.
—Podría haber muchas razones. La primera de mi lista personal es que podría tratarse de un patrón de barco o un piloto a quien le gustara el dinero, pero que tuviera conciencia. Si los delataba, se le acababa el negocio. De este modo se limpiaba la conciencia. Los dejaba a una profundidad al alcance de los buzos. Si la draga no los encontraba, podría incluso dar el chivatazo a la Policía..., pero pasado un tiempo.
El equipo se quedó en silencio un momento.
—Acepto que puedo estar meando fuera del tiesto, pero quiero iniciar una nueva línea de investigación: tenemos que comprobar todas las embarcaciones, empezando por el puerto de Shoreham. Podemos pedirle ayuda al práctico del puerto, a los operadores de la esclusa y al guardacostas. Los barcos que deberíamos seguir más de cerca son las lanchas rápidas y los barcos de pesca. Y todos los barcos de alquiler. Glenn, tú estás con el caso de ese barco de pesca desaparecido, el Scoob-Eee. ¿Alguna novedad?
El sargento levantó un sobre acolchado marrón.
—Acaba de llegar de la operadora telefónica O2, Roy. Es un registro de todas las señales que envió el teléfono del capitán a los repetidores el viernes por la noche. Es poco probable que cruzara el canal, así que con un poco de suerte deberíamos poder trazar sus movimientos por la costa sur. Ray Packard y yo vamos a trabajar en ello en cuanto acabe esta reunión.
—Bien pensado. Pero no podemos dar por sentado que el Scoob-Eee estuviera implicado, así que deberíamos investigar también al resto de los barcos.
Grace encargó la tarea a dos agentes presentes en la reunión. Luego miró a Potting.
—Muy bien, Norman. Antes he dicho que quizás estemos buscando entre la gente «equivocada».
Potting frunció el ceño.
—Te encargué que contactaras con todos los coordinadores de trasplantes para ver si alguna de las víctimas les resultaban familiares, pero aún no has encontrado nada, ¿verdad?
—Así es, jefe. Y hemos avanzado bastante en la búsqueda.
—Tengo algo que podría ser mejor. No sé cómo no se nos ha ocurrido antes. Lo que tenemos que hacer es investigar a todas las personas que han estado en una lista de trasplantes a la espera de un corazón, un pulmón, un hígado o un riñón y que no hayan recibido un trasplante, pero que, aun así, se hayan borrado de la lista.
—Habrá muchas razones por las que podrían borrarse de la lista, ¿no, Roy? —dijo Potting.
Grace sacudió la cabeza.
Tal como yo lo veo, nadie que esté a la espera de un riñón o un hígado se cura por sí solo, salvo que se produzca un milagro. Si se retiran de la lista es por uno de dos motivos: o ya han conseguido el trasplante por otros medios... o han muerto.
Su teléfono móvil empezó a sonar. Lo sacó y miró la pantalla. Al instante reconoció el prefijo de Alemania, el +49, al principio del número que aparecía. Era Marcel Kullen, que llamaba desde Múnich.
Levantando una mano a modo de disculpa, salió de la sala de reuniones, al pasillo.
—Roy —dijo el policía alemán—, querías que llamara a ti cuando la vendedora de órganos, Marlene Hartmann, volviera a Múnich. ¿Sí?
—¡Sí, gracias!
A Grace le divertía que el alemán alterara constantemente el orden de los verbos y los pronombres.
Volvió anoche, a última hora. Y esta mañana ya ha hecho tres llamadas telefónicas a un número de tu ciudad, Brighton.
—¡Genial! ¿Hay posibilidades de que me des el número?
—¿No revelarás la fuente?
—Tienes mi palabra.
Kullen se lo leyó.
77
A las nueve menos cuarto de la mañana, Lynn estaba sentada en la cocina, con su ordenador portátil abierto, estudiando los cinco mensajes de correo electrónico que habían llegado por la noche. Luke, que había pasado parte de la noche con Caitlin y luego tirado en el sofá del salón, se sentó a su lado. Todos los mensajes eran testimonios de clientes de Transplantation-Zentrale. Uno era de una madre de Phoenix, en Estados Unidos, cuyo hijo de trece años había recibido un hígado a través de la alemana dos años antes, y le daba un número de teléfono por si Lynn quería llamarla. Decía estar encantada con el servicio y segura de que su hijo no estaría vivo en aquel momento si no hubiera sido por la ayuda de Marlene Hartmann.
Otro era de un hombre en Ciudad del Cabo que había recibido un nuevo corazón a través de la compañía hacía sólo ocho meses. Él también afirmaba estar encantado y le daba un número de teléfono.
El tercero era también de Estados Unidos, y resultaba especialmente conmovedor; era de la hermana de una chica de veinte años de Madison, en el estado de Wisconsin, que había recibido un riñón y decía que Lynn podía llamarla en cualquier momento. El cuarto era de una mujer sueca de Estocolmo cuyo marido, de treinta años, había recibido un corazón y unos pulmones. El quinto era de una mujer de Manchester cuya hija de dieciocho años había recibido un trasplante de hígado hacía un año. Le daba su número de casa y de móvil.
Lynn, aún con la bata puesta, dio un sorbo a su taza de té. Apenas había pegado ojo en toda la noche debido a la excitación. En una ocasión, Caitlin había entrado en su habitación, llorando por el escozor que tenía después de haberse rascado las piernas y los brazos hasta levantarse la piel. Después de curarla no había podido volver a dormir, intentando repasarlo todo mentalmente.
Aceptar el dinero de Luke le suponía un peso enorme. Igual que aceptar los ahorros de su madre. La contribución de Mal le preocupaba menos; al fin y al cabo, Caitlin también era hija suya. Pero ¿y si el trasplante no funcionaba? El contrato que le había dejado Frau Hartmann cubría la posibilidad de que el hígado trasplantado no funcionara bien. En caso de fallo o rechazo, se le proporcionaría otro hígado al cabo de menos de seis meses y sin cargo. Pero, aun así, no tenían garantías de que el trasplante saliera bien.
Y, suponiendo que fuera todo bien, luego estaba el problema de encontrar varios miles de libras al año para pagar los fármacos antirrechazo durante toda la vida.
No obstante, lo que estaba claro es que no había alternativa. Más que lo impensable.
¿Y si Marlene Hartmann era una impostora? Después de entregarle todo aquel dinero, recolectado con tanta dificultad, podría desaparecer. Desde luego, la empresa figuraba en todos los registros a tenor de las investigaciones que había hecho, furtivamente, desde el trabajo el día anterior, y ahora tenía aquellos contactos de referencia, con quienes sin duda contactaría. Pero igualmente le preocupaba tremendamente dar el siguiente paso: firmar y enviar el contrato por fax y hacer una transferencia del cincuenta por ciento de los honorarios, 150.000 euros, a Múnich.
En la televisión daban Breakfast, pero tenía el volumen apagado. Los presentadores estaban sentados en el sofá, charlando y riéndose con una invitada, una bella joven de poco más de veinte años que reconoció vagamente, pero que no consiguió situar. Tenía el pelo oscuro y una constitución similar a la de Caitlin. Y de pronto vio a Caitlin allí sentada, en aquel sofá, charlando y riéndose con los presentadores. Diciéndoles que había estado a punto de morir, pero que había vencido al sistema. ¡Sííííí!
A lo mejor Caitlin se convertiría en una gran estrella. Era posible. Era guapa; la gente se fijaba en ella. Tenía personalidad. Si recuperaba la salud, podría llegar a ser lo que quisiera.
Si lo hacía.
Lynn miró su reloj e hizo un cálculo rápido.
—En Wisconsin deben de ser seis o siete horas menos que en Inglaterra, ¿verdad?
Luke asintió, pensativo.
—Y en Phoenix será más o menos lo mismo.
—Así que será plena noche. Me gustaría especialmente hablar con esa madre; la llamaré esta tarde.
—La de Manchester tiene una hija de una edad similar. No deberías tener problemas para encontrarla. Yo creo que podrías empezar por ahí.
Lynn le miró y, pese al agotamiento y la tensión, de pronto sintió un profundo afecto por el chico.
—Bien pensado —dijo, y marcó el número de casa de la mujer. A los seis tonos saltó el contestador. Entonces probó con el móvil.
Casi al momento se oyó un chasquido, seguido por un ruido sordo de fondo, como si la mujer estuviera conduciendo.
—¿Sí? —dijo, con un claro acento de Manchester.
Lynn se presentó y le dio las gracias a la mujer por haberle escrito.
—Estoy dejando a los pequeños en el colegio —respondió—. Llegaré a casa dentro de veinte minutos. ¿Puedo llamarte yo?
—Claro.
—Y escucha, no te preocupes. Marlene Hartmann es genial. Podéis venir aquí y conocer a mi Chelsey. Hablará con vosotras, os contará la pesadilla por la que pasó con la Sanidad Pública. También puedo enseñaros las fotos. ¿Dentro de veinte minutos te va bien, cariño?
—¡Perfecto, gracias! —dijo Lynn.
Colgó, con el corazón de pronto henchido de esperanza.
78
Mientras Glenn Branson recorría en su coche la carretera que rodeaba el aeropuerto de Shoreham, el fuerte viento zarandeaba el pequeño Hyundai. Dejó atrás un grupo de helicópteros aparcados y luego echó un vistazo a una pequeña avioneta de dos motores que aterrizaba en la pista de hierba. Giró a la derecha, por detrás de los hangares, y se dirigió hacia el almacén reconvertido, situado en el interior de un complejo rodeado de vallas de alambrada, que albergaba la Unidad de Rescate Especializado. El reloj del coche marcaba las 12.31.
Unos minutos más tarde se encontraba en la atestada sala de reuniones, que servía también como cantina y despacho común, con una taza de café al lado. Desdobló sobre la gran mesa la fotocopia de un mapa del Almirantazgo que Ray Packard le había ayudado a preparar.
Había mapas en las paredes, escudos de madera, una pizarra blanca, algunas fotografías enmarcadas del equipo y un diploma de reconocimiento al valor. Por la ventana se veía el aparcamiento y la informe pared de metal gris del hangar situado más allá. En el alféizar había una pecera con un solitario pececillo y un buzo de juguete.
Smurf, Jonah, Arf y JIPE ya estaban sentados. La joven sargento llevaba una chaqueta negra forrada con cremallera, con la palabra POLICÍA bordada y el escudo de la Policía de Sussex encima. Los tres hombres llevaban camisas azules de manga corta con su número en el hombro.
Gonzo, que también llevaba una chaqueta forrada, entró y le dio a Glenn Branson una bolsa de papel rígido.
—Por si la necesitas.
Los otros cuatro pusieron una sonrisa socarrona.
—¿Para qué? —preguntó Glenn, sorprendido.
—Para vomitar —dijo Gonzo.
—¡Ahí fuera está bastante movido! —observó Jonah.
—Sí, y este edificio se mueve un poco cuando sopla el viento —dijo JIPE—, así que hemos pensado, ya sabes, al recordar la última vez que estuviste con nosotros...
Tania Whitlock miró a Glenn con una sonrisa comprensiva mientras su equipo se metía con él.
—Sí, muy ocurrente —respondió Glenn.
—He oído que has solicitado el traslado a esta unidad, Glenn —dijo Arf—, después de lo bien que te lo pasaste con nosotros la última vez.
—Lo primero que me viene a la mente es El motín del Bounty —dijo Glenn.
—Bueno, Glenn —intervino Tania Whitlock—, dinos lo que tienes.
El mapa mostraba una sección del litoral, desde Worthing hasta Seaford. Había tres toscos círculos dibujados en tinta roja, con las indicaciones A, B y C, separados por una distancia considerable. Una línea de puntos verde trazaba una ruta desde la esclusa del puerto de Shoreham hacia alta mar, con un dibujo infantil de un barco al final, junto al cual alguien había escrito «Das Boot». También había un gran arco azul.
—Muy bien —dijo Branson—. El capitán del Scoob-Eee, Jim Towers, tenía un teléfono móvil conectado a la red de O2. Estos tres círculos rojos indican las estaciones base de O2 y los repetidores que cubren este tramo del litoral. La operadora nos ha dado un registro, marcado aquí, de señales recibidas en las estaciones base desde el móvil de Towers el viernes por la noche, entre las 20.55, cuando fue visto por un práctico del puerto y por un patrón de barco que pasaba por la esclusa, y las 22.08, cuando se recibió la última señal.
—Glenn, ¿eso son llamadas que hizo Jim Towers? —preguntó la sargento Whitlock.
—No, Tania. Cuando el teléfono está en espera, cada veinte minutos envía una señal a la estación base, de forma parecida que cuando salí con vosotros: os comunicabais por radio con el guardacostas de vez en cuando y le dabais la posición. ¿Entendido? —explicó, muy satisfecho con su analogía—. Es como fichar, llamar a casa. Técnicamente se llama «actualización de la localización».
Todos asintieron.
La señal es detectada por la estación base más próxima, a menos que esté ocupada, y en ese caso se pasa a la próxima. Si hay más de una estación base al alcance, podría ser detectada por dos o incluso tres.
—Genial, Glenn —dijo Arf—. No sabíamos que eras un experto en telefonía, además de un maestro de la navegación.
—¡Vete a cagar! —replicó, con una gran sonrisa. Luego prosiguió—: Así que esto es lo que ocurrió. Después de que el barco saliera del puerto de Shoreham, la primera actualización fue recibida por esta estación base de Shoreham y esta de Worthington. —Señaló las que estaban marcadas con las letras A y B—. Veinte minutos más tarde, la segunda señal enviada también fue detectada por esas dos. Pero la tercera, aproximadamente una hora después de salir de puerto, también fue detectada por la tercera, justo al este del puerto deportivo de Brighton. —Señaló la C—. Eso nos dice que Towers llevaba rumbo sureste, que hemos marcado, a ojo de buen cubero, con esta línea punteada verde.
—Buena peli, Das Boot —observó Gonzo.
—Ahora es cuando se pone interesante —prosiguió Glenn, sin hacerle caso.
—¡Estupendo! —exclamó JIPE—. ¡Esperábamos que se pusiera interesante, porque hasta ahora ha sido bastante aburrido!
El sargento esperó pacientemente a que todos dejaran de reírse.
—El avance temporal puede ser de entre cero y sesenta y tres según la conexión con un teléfono —explicó Glenn, haciendo caso omiso al jaleo montado—. Así que si el rango máximo es de unos treinta y dos kilómetros, dividiéndolo por sesenta y tres slots se puede calcular la distancia con un margen de error de unos 550 metros.
—Vale —dijo Gonzo—. Si lo he entendido bien, has dicho que esto muestra la dirección en la que iba el barco. Así pues, ¿ésta es la última posición conocida antes de que se saliera de la zona de cobertura?
Glenn Branson sacudió la cabeza.
—No, yo no creo que se saliera de la zona de cobertura.
Levantó la vista. Todos los demás tenían el ceño fruncido.
—Éste es el punto desde donde se transmitió la última señal, la última «actualización de la localización» —precisó—. Ahora bien, el rango de alcance de las estaciones base estándar en dirección al mar es de unos treinta y dos kilómetros. Pero me han dicho que las compañías de telefonía móvil, siempre que pueden, construyen los repetidores de la costa en posiciones excepcionalmente altas para aumentar su alcance, para poder cobrar lucrativas tarifas de roaming a los barcos extranjeros que pasan por ahí, de modo que la cobertura en este lugar probablemente llegue algo más lejos; podría ser de hasta cincuenta kilómetros.
Gonzo garabateó unas operaciones en un cuaderno.
—Bueno —dijo Glenn—, todos conocéis el Scoob-Eee. No es un barco rápido: su velocidad máxima es de diez nudos, unos dieciocho kilómetros por hora. Cuando se recibió esta última señal, sólo llevaba en el mar noventa minutos, y seguía una ruta en diagonal, con lo que se habría adentrado unos dieciséis kilómetros en el mar, en una zona con perfecta cobertura.
Hubo unos momentos de silencio, mientras todos pensaban en aquello. Fue Tania Whitlock quien lo rompió.
—¿A lo mejor se le acabó la batería? —sugirió.
—Es posible, pero era un navegante experimentado y el teléfono era una de sus herramientas básicas de trabajo. ¿No crees que es poco probable que se hiciera a la mar sin un cargador o con una batería sin carga?
—Pudo habérsele caído por la borda —propuso Gonzo.
—Sí, es cierto —concedió Glenn—. Pero también es poco probable en un navegante experimentado.
Gonzo se encogió de hombros.
—Sí, Towers sabía lo que se hacía, pero eso puede suceder. ¿Tú crees que pasó otra cosa?
Branson se lo quedó mirando fríamente.
—¿Y la posibilidad de que se hundiera?
—¡Ah, ahora lo pillo! —dijo Arf—. Tú quieres que vayamos hasta allí y echemos un vistazo, que rastreemos el fondo...
—¡Veo que lo habéis pillado enseguida! —exclamó Branson.
—Es un barco muy sólido, hecho para soportar mucho oleaje —dijo JIPE—. Es poco probable que se hundiera.
—¿Y si sufrió un accidente? —replicó Branson—. ¿Un choque? ¿Un incendio? ¿Un sabotaje? O algo más siniestro.
—¿Como qué, Glenn? —preguntó Tania.
—Ese «crucero» no tenía ningún sentido —explicó Branson—. He interrogado a su mujer. El viernes por la noche celebraban su aniversario de boda. Tenían una reserva en un restaurante. No tenía ninguna travesía nocturna de pesca programada con ningún cliente. Y sin embargo, en lugar de irse a casa, se subió al barco y se hizo a la mar.
—Sí, bueno, yo puedo entenderlo —dijo Arf—. Entre una cena con la parienta o salir a navegar solo... No hay color.
Todos sonrieron. Tania, que sólo llevaba casada unos meses, con menos convicción que sus colegas.
Gonzo señaló a la ventana.
—Ahí fuera sopla un vendaval de fuerza nueve. ¿Sabes cómo estará el mar en estos momentos?
—Algo movidito, imagino —respondió Glenn, mirándolo socarronamente.
—Sí tú quieres salir con nosotros, colega, iremos —dijo JIPE—. Pero tú te vienes.
79
Lynn estaba sentada a su mesa, en el despacho de los Harriet Hornets, con los auriculares del teléfono puestos. Echó un vistazo al calendario, clavado en el biombo separador rojo, a la derecha de la pantalla del ordenador.
«Aún tres semanas para Navidad», pensó. Nunca se había sentido tan poco preparada —o tan poco interesada— en su vida. Sólo había un regalo de Navidad que le interesara.
Su amiga Sue Shackleton le había dicho que podía conseguirle 10.000 libras enseguida. Aquello dejaba un déficit de 15.000 libras.
En aquel mismo momento, Luke estaba en su banco, preparándolo todo para la transferencia de 150.000 euros a la Transplantation-Zentrale de Marlene Hartmann. Pero no efectuaría la transferencia hasta que hubieran comprobado todas las referencias.
De momento, en aquel sentido, iba muy bien. Había hablado con la mujer de Manchester, que se llamaba Marilyn Franks. El trasplante de hígado de su hija se había hecho en una clínica de Sussex, cerca de Brighton, y había sido un éxito completo. Marilyn Franks no se cansaba de cantar las alabanzas de Marlene Hartmann.
Lo mismo ocurría con el hombre de Ciudad del Cabo. Al principio había tenido complicaciones, pero le aseguró a Lynn que los cuidados tras la operación habían sido mucho más completos de lo que se habría podido imaginar. La mujer de Estocolmo a cuyo marido le habían trasplantado el corazón y los pulmones tampoco escatimaba en elogios. En aquellos dos casos, las operaciones se habían llevado a cabo en clínicas de la zona.
Aún era demasiado pronto para llamar a Estados Unidos, pero con lo que había oído, Lynn ya estaba convencida. Aun así, tenía que completar las comprobaciones. Se lo debía a Luke, especialmente. Y no iba a haber una segunda oportunidad.
Si todo iba bien, aquella misma tarde, o al día siguiente como mucho, después de que hubiera hablado con los otros dos contactos de referencia, habrían efectuado la transferencia de la primera mitad del dinero. El otro cincuenta por ciento tendrían que entregarlo en efectivo el día del trasplante. Lo que le daba unos días, como mucho, para encontrar las 15.000 libras restantes.
Había sondeado a la alemana sobre lo que ocurriría si no conseguía la totalidad del dinero y Marlene se había mostrado inflexible. Era todo o nada. No podía ser más clara.
Quince mil. Aún era mucho dinero, y aún más si tenía que conseguirlo en una semana, o quizá menos. Por si fuera poco, se preveía que el cambio de la libra con respecto al euro empeorara. Aquello significaba que aún le faltaría más dinero.
En el momento en que Luke hiciera la transferencia empezaría la cuenta atrás. Los días siguientes, Lynn podía recibir una llamada de la alemana en cualquier momento, para anunciarles a ella y a Caitlin que las recogerían en un plazo de dos horas para llevarlas a la clínica. Tal como Marlene había explicado, no se podía predecir cuándo iba a producirse un accidente del que resultara un órgano apto.
Miró a su alrededor. En las mesas del despacho empezaban a aparecer tarjetas de Navidad, y pequeños toques de espumillón aquí y allá, y ramitos de muérdago. Pero la empresa tenía unos cuantos empleados musulmanes, por lo que se había decidido que la Navidad no se celebrara abiertamente, para no ofender a los no cristianos. Así que, un año más, no habría adornos de Navidad ni comida oficial.
El año anterior aquello le había sentado muy mal, pero ahora a Lynn no le importaba. En aquel momento sólo le preocupaba una cosa. La hora. Era la una menos cinco. A la una se producía un éxodo para el almuerzo y varios de sus colegas de los Harrier Hornets desaparecían puntualmente. En particular Katie y Jim, que se sentaban a su lado y que, si se ponían a escuchar, podían oír todo lo que decía, así como su directora de equipo, Liv Thomas.
En la pantalla de la pared, el incentivo acumulado había aumentado a 1.450 libras. Era la gran campaña prenavideña, para hacerse con el dinero antes de que los clientes se lo fundieran todo en regalos y bebida.
Haciendo un gran esfuerzo por concentrarse en el trabajo, pero sin ninguna esperanza de conseguir el bote de la semana, marcó el siguiente número de su lista. Unos momentos más tarde le respondió una voz femenina que arrastraba las palabras.
—¿Señora Hall?
—¿Quién es?
—Soy Lynn, de Denarii. Hemos visto que este lunes no ha hecho su pago semanal.
—Sí, bueno, es Navidad, ¿no? Tengo que comprar cosas. ¿Qué quiere que les diga a mis niños? ¿Que este año no van a tener regalos porque tengo que pagar a Denarii?
—Bueno, teníamos un acuerdo, señora Hall. —Sí, ya, pues venga aquí y cuéntele eso a mis hijos.
Lynn cerró los ojos un instante. Oyó que la mujer estaba tragando algo, como si vaciara un vaso de un trago. En aquel momento no tenía la energía necesaria para enfrentarse con aquello.
—¿Puede decirme cuándo espera volver a retomar su plan de pagos?
—Dígamelo usted. Hábleme de las viviendas sociales, ya sabe, de la Seguridad Social. ¿Por qué no habla con ellos?
La mujer cada vez arrastraba más las palabras, y lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido.
—Creo que volveré a llamarla mañana, señora Hall.
Lynn colgó.
A su derecha, Jim, un tipo bajito y enjuto de unos treinta años, se quitó los auriculares y soltó un sonoro suspiro.
—¡Por Dios! —dijo—. ¿Qué le pasa hoy a la gente?
Lynn le lanzó una sonrisa comprensiva. Él se puso en pie.
Me voy. Creo que hoy necesito almorzar algo líquido. ¿Te apetece tomar algo? Invito yo.
—No, gracias. Lo siento, Jim. Tengo que quedarme trabajando.
—Allá tú.
Aliviada, Lynn vio como Katie, una mujer pelirroja y rechoncha de unos cuarenta, también se quitaba los auriculares y cogía el bolso.
—Muy bien —dijo—. ¡Me voy a la guerra con las tiendas!
—Buena suerte —respondió Lynn.
Unos minutos más tarde vio que la directora de equipo se ponía el abrigo. Lynn fingió estar ocupada repasando el correo electrónico mientras esperaba que los tres salieran de la sala; luego cogió el archivo de clientes y anotó un número.
En cuanto se fueron, se quitó los auriculares, sacó el teléfono móvil del bolso, seleccionó la opción «número oculto» y luego marcó el número de su cliente más detestable de todos. Él respondió con recelo, al tercer tono, con su voz profunda y empalagosa.
—¿Sí?
—¿Reg Okuma?
—¿Quién es, por favor?
Con una voz que era apenas un suspiro, respondió:
—Lynn Beckett, de Denarii.
De pronto su tono de voz cambió.
—¡Mi bella Lynn! ¿Me llama para decirme que, por fin, podremos hacer el amor juntos?
—Bueno, en realidad le llamo para ver si puedo ayudarle con su valoración crediticia. Estamos haciendo ofertas especiales de Navidad a nuestros clientes. Debe 37.500 libras, más intereses, a tres compañías de tarjetas de crédito. ¿Verdad?
—Si usted lo dice.
—Si pudiera reunir 15.000 libras inmediatamente, en efectivo, creo que podría borrarle el resto de la deuda y dejarle a cero, para que empezara limpio el Año Nuevo.
—¿Eso haría? —respondió, incrédulo.
—Sólo porque es Navidad. Estamos pensando en nuestro balance anual. Nos iría bien liquidar las cuentas con algunos clientes particulares.
—Ésa es una proposición muy interesante.
Lynn sabía que tenía el dinero. Poseía un largo historial de impagos que se remontaba a más de una década. Tenía negocios que operaban en efectivo —furgonetas de helados y puestos de comida callejera—, pero solicitaba tarjetas de crédito, les sacaba todo el jugo y luego se declaraba insolvente. Lynn calculó que probablemente tendría cientos de miles de libras acumuladas en efectivo. Quince mil sería poca cosa para él. Y una ganga.
—Ayer me dijo que necesitaba comprar vehículos para su nuevo negocio, y que no le concedían ningún crédito.
—Sí.
—Pues ésta podría ser una buena solución para usted.
Él se quedó callado un buen rato.
—Señor Okuma, ¿sigue ahí?
—Sí, preciosa. Me gusta escuchar su respiración. Me ayuda a pensar con claridad, y también me excita. Así que si yo... pudiera encontrar esa suma...
—En efectivo.
—¿Tiene que ser en efectivo?
—Le estoy haciendo un gran favor. Estoy jugándome el cuello con esto, para ayudarle.
—Me gustaría recompensárselo, bella Lynn. ¿Quizá podría recompensárselo en la cama?
—Primero necesito ver el dinero.
—Creo que esa cantidad... puede ser. Sí. ¿Cuánto tiempo me puede dar?
—¿Veinticuatro horas?
—La llamaré en breve.
—Llámeme a este número —dijo ella, y le dio su móvil. Cuando colgó, empezó a temblar.
80
Grace apuntó la hora y la fecha en su cuaderno —18.30, jueves 4 de diciembre— y luego echó un vistazo a la larga agenda que su ayudante le había pasado a máquina para la decimocuarta reunión de la Operación Neptuno.
Varios de los miembros de su equipo, entre ellos Guy Batchelor, Norman Potting y Glenn Branson, estaban discutiendo airadamente sobre una polémica decisión arbitral en el partido de fútbol de la noche anterior. Grace, que prefería el rugby, no lo había visto.
—Muy bien, chicos —dijo, levantando la voz y la mano—. Final del encuentro.
—Muy gracioso —respondió Glenn Branson.
—¿A que te saco tarjeta amarilla?
—No creo que me la quieras sacar cuando oigas lo que te traigo. Que son dos cosas, de hecho. ¿Quieres que saque de centro yo?
—Como quieras —dijo Roy Grace, con una mueca divertida.
—Bueno —empezó Branson, recogiendo un pliego de notas—, lo primero es que esta tarde los chicos de la Unidad de Rescate Especializado han salido a rastrear la zona donde se vio por última vez el Scoob-Eee. A pesar del tiempo de mierda que hace, han encontrado una anomalía en el lecho marino que tiene aproximadamente las mismas dimensiones que el Scoob-Eee. Tiene forma de barco y a unos treinta metros de profundidad, aproximadamente doce millas al sur de Black Rock. Por supuesto podría tratarse de los restos de un viejo naufragio, pero van a sumergirse mañana, si lo permite el tiempo, para echar un vistazo.
—¿Vas a ir con ellos, Glenn? —preguntó la inspectora Mantle.
—Bueno —vaciló—, si puedo escoger, preferiría no hacerlo.
—Yo creo que deberías —dijo ella—, por si encuentran algo.
—Sí, les seré muy útil, tirado en el suelo boca arriba, vomitando.
—Si vas a vomitar, túmbate siempre de lado o boca abajo —puntualizó Potting—. Así no te ahogarás.
—Un consejo muy útil, Norman. Gracias. Lo tendré en cuenta —replicó Glenn.
—A mí me preocupa el capítulo de «recursos» —los interrumpió Grace —. Aparte de que el Scoob-Eee se usara como embarcación para la recuperación de dos de los cuerpos, ¿tenemos algo que relacione su desaparición con nuestra investigación y que justifique una nueva salida de Glenn?
Con tono apesadumbrado, como un condenado que ayudara a su propio verdugo, Glenn dijo:
—Sí, tengo los resultados del laboratorio sobre el ADN de las dos colillas de cigarrillo que recogí en el puerto de Shoreham. ¿Recuerdas que informé de que había visto a alguien que parecía observar con interés el Scoob-Eee el viernes pasado por la mañana?
Grace asintió.
—Bueno, la base de datos nacional de Birmingham dice que hay una coincidencia exacta con alguien que han introducido recientemente en la base de datos a petición de la Europol. Utiliza dos nombres diferentes. Aquí se hace llamar Joe Baker, pero su nombre real es Vlad Cosmescu; es rumano.
Grace pensó por un momento. Joe Baker. El propietario del Mercedes negro que había visto en su salida matutina. ¿Una coincidencia, o algo más?
—Eso es interesante —dijo Bella Moy—. Ese nombre apareció de pronto anoche: hace de chulo de dos chicas recién llegadas de Rumania.
—Sin duda es el «hombre del momento» —dijo Grace, sacando unos papeles de un sobre marrón—. Los magos de nuestro Departamento de Huellas han conseguido sacar un juego de huellas de un fuera borda que habían tirado al mar. Han empleado un equipo nuevo que están probando, y han obtenido una coincidencia con la Europol esta tarde. Adivinad...
—¿Nuestro «nuevo mejor amigo», Vlad, el Empalador? —aventuró el sargento Batchelor.
—¡Bingo! —respondió Grace.
—¿Vamos a cogerlo? —preguntó Norman Potting—. Son unos indeseables, estos rumanos, ¿no?
—Eso es muy racista —subrayó Bella.
—No, no es más que una verdad nacional.
—¿Y por qué quieres arrestarlo, Norman? —dijo Grace—. ¿Por fumarse un cigarrillo? ¿Por echar un motor fuera borda al mar? ¿O por ser rumano?
Potting bajó la mirada y soltó un gruñido indescifrable.
—¿Tenía el Scoob-Eee un motor fuera borda, Glenn? —preguntó E.J.
—Yo no vi ninguno, no.
—¿Sabemos dónde vive este hombre, Baker—Cosmescu? —preguntó Bella—. Lleva unos años en el mundo de los burdeles, Roy. Deberíamos poder conseguir una dirección fácilmente.
—¿Quieres que alguien lo interrogue? —preguntó la inspectora Mantle.
—No, pero deberíamos ficharlo como «persona de interés». No creo que debamos hablar con él de momento. Si prepara algo, sólo serviría para alertarle. Podríamos plantearnos ponerle vigilancia —respondió Grace, que revisó sus notas—. Bueno, ¿entonces cómo nos va en el capítulo «acciones»?
—Dos agentes se han dedicado a visitar a todos los proveedores de lonas de PVC de la zona. De momento nada —dijo David Browne.
—Nick y yo cubrimos doce burdeles anoche —dijo Bella Moy, buscando un Malteser.
—¡Estarás harto de tanto follar, Nick! —soltó Norman Potting.
Nicholl se ruborizó y esbozó una sonrisa forzada. Grace contuvo una mueca. Potting se había mantenido más tranquilo de lo normal durante los últimos días, algo que achacaba a sus problemas matrimoniales. Y aquello era un alivio. Potting era un buen policía, pero en un par de casos en los que habían trabajado juntos recientemente, Grace había llegado peligrosamente cerca al punto de tener que despedir al sargento por sus comentarios ofensivos.
Girándose hacia Bella, le preguntó:
—¿Y? ¿Nada?
Bella buscó a Nick Nicholl con la mirada como confirmación y respondió:
—Nada más que lo de Cosmescu. No encontramos a ninguna chica que pareciera pasarlo mal.
—Me alegra saber que nuestros burdeles son lugares tan felices —comentó Grace, sarcástico.
—Hoy seguiremos —dijo ella.
Tras echar un nuevo vistazo a sus notas, Grace se giró hacia Potting.
—¿Hay algo de tu hombre en Rumania?
—Recibí un correo electrónico de Ian Tilling hace una hora. Esta noche seguirá una pista. Puede que tenga algo de información por la mañana. Grace tomó una nota.
—Bien. Gracias. ¿Y qué hay de la gente que estaba en una lista de trasplantes y que se ha retirado?
—He estado trabajando en eso todo el día, Roy —dijo Potting—. Sospecho que por ahí lo tenemos mal. En primer lugar, tenemos en contra el juramento hipocrático, la famosa «confidencialidad del paciente». Lo segundo es el modo en que funciona el sistema. Esas listas de trasplantes no son inamovibles. Hablé con un hepatólogo muy solícito del Royal South London, uno de los hospitales más importantes en cuanto a trasplantes de hígado. Me dijo que tienen una reunión semanal, cada miércoles a mediodía, en la que revisan la lista. Como hay tanta escasez de donantes, cambian el orden de prioridad de semana en semana, según la urgencia. Estamos hablando de todos los hospitales del Reino Unido. Tendríamos que ir a los tribunales para acceder a los registros de cada uno. Lo que necesitamos es un infiltrado en el equipo.
—¿Qué tipo de infiltrado?
—Un cirujano de trasplantes que se ganara la confianza de los médicos —dijo Potting—. Alguien con perspectiva.
—Yo tengo algo que puede ser de interés —dijo Emma-Jane Boutwood —. He estado intentando encontrar especialistas en trasplantes o cirujanos rebotados, en Internet. Alguien que critique abiertamente el sistema.
—¿En qué sentido? —preguntó la inspectora Mantle.
—Bueno, por ejemplo, un cirujano que no cree que sea poco ético comprar órganos humanos —explicó la joven agente—. Y he encontrado a alguien: se llama sir Roger Sirius, y sale en varios vínculos diferentes.
Se quedó mirando a Grace, que asintió y la animó a seguir.
—Hay una serie de cosas interesantes sobre este tal Sirius. Se formó con uno de los pioneros de la cirugía de trasplantes de hígado en el Reino Unido. Luego fue jefe de Hepatología en el Royal South London Hospital muchos años. Montó una campaña activa para que se cambiaran las leyes de donación de órganos: defendió un sistema de donación por defecto, lo que significaría que los órganos de los fallecidos se aprovecharían de forma automática, a menos que se haya especificado lo contrario. Lo más interesante es que se prejubiló del Royal tras una discusión sobre el tema. Y se fue al extranjero.
Se detuvo y se quedó mirando sus notas.
—Aparece en algunas páginas web relacionadas con Colombia, que es un país muy implicado en el tráfico de órganos humanos. Luego aparece en Rumania.
—¿Rumania? —reaccionó Grace.
E. J. asintió. Luego siguió:
—Lleva una vida por todo lo alto. Tiene su propio helicóptero, coches de lujo y una enorme mansión en Sussex, cerca de Petworth.
—Interesante —dijo la inspectora Mantle—. Lo de Sussex.
—Hace cuatro años pasó por un divorcio muy complicado y caro. Y ahora está casado con una ex Miss Rumania. Eso es todo lo que tengo hasta ahora.
Hubo un largo silencio, hasta que Grace lo rompió:
—Buen trabajo, E. J. Creo que deberíamos tener una charla con él.
Pensó por un momento. Por lo poco que sabía de los médicos con una larga carrera, solían ser unos tipos elegantes y pomposos. Guy Batchelor, que había ido a un colegio de pago, podría ser el tipo de persona con quien sir Roger Sirius se sintiera más cómodo. Además, Batchelor también había estado trabajando en aquello.
—Guy, éste es el campo en el que tú estabas trabajando —dijo, tras girarse hacia el sargento—. Creo que deberías ir con E. J.
—Sí, jefe.
—Decidle que estamos investigando el caso de tres cuerpos que creemos que están relacionados con una trama de tráfico de órganos y preguntadle si podría darnos su opinión experta sobre dónde buscar a estos tipos. Aduladle, trabajadle el ego... y observadle como un ave de presa. Ved cómo reacciona.
Luego volvió a sus notas.
—El número de teléfono que me dieron desde Alemania. ¿Quién está con eso?
Una de las investigadoras, Jacqui Phillips, levantó una mano.
—Yo, Roy. Conseguí una dirección en Patcham y el nombre de la titular. Pero hay algo más, que le comuniqué a la inspectora Mantle.
—Fue una buena observación, Jacqui —dijo Lizzie Mantle, al hilo de aquello—. La propietaria de la casa es una tal Lynn Beckett. Jacqui cayó en que es el mismo apellido que el de uno de los miembros de la tripulación de la draga Arco Dee, que encontró el primer cuerpo. Fuimos Nick y yo quienes tomamos declaración a los miembros de la tripulación la primera vez, así que volvimos esta tarde temprano. Estaban en el puerto, vaciando su carga. Confirmamos que esa Lynn Beckett es la ex esposa del ingeniero en jefe, Malcolm Beckett. Uno de sus compañeros me dijo que últimamente está bastante deprimido, porque su hija está enferma. No estaba seguro del todo de qué es lo que tiene, pero es algo relacionado con el hígado.
—¿El hígado? —repitió Grace.
Ella asintió.
—¿Habéis encontrado algo más?
La inspectora sacudió la cabeza.
—No. Malcolm Beckett estaba muy comedido. En mi opinión, demasiado comedido.
—¿Por qué?
—Porque creo que escondía algo.
—¿Como qué?
—No dejaba de decir que su hija vive con su ex mujer y que la ve muy poco, así que no sabe exactamente lo que le pasa. No me sonó creíble... como padre. Ni tampoco superó la «prueba de los ojos» del superintendente Grace.
Grace sonrió.
—¿No deberíamos presentar una solicitud para pincharle el teléfono, Roy? —propuso David Browne.
—No creo que tengamos suficiente para eso, de momento, pero sí para pedir una orden de registro de las llamadas a ese número.
—Posiblemente esa tal Lynn Beckett también tenga un móvil —observó Guy Batchelor.
—Sí, alguien tendrá que ponerse en contacto con las operadoras de telefonía móvil y ver qué tienen registrado con ese nombre y esa dirección —dijo. Luego volvió a sus notas—. Mañana me voy a Múnich; volveré por la tarde. La inspectora Mantle tomará el mando hasta que yo vuelva. ¿Alguna pregunta?
No hubo ninguna hasta después de terminar la reunión, cuando Glenn Branson alcanzó a Roy Grace mientras éste volvía a su despacho por el laberinto de pasillos. Se pararon enfrente de un diagrama que recordaba una telaraña, clavado a un tablón de fieltro rojo con el epígrafe «HABITUALES MOTIVOS POSIBLES».
—Eh, colega —dijo Glenn—. Ese viaje a Múnich... No tendrá que ver con Sandy, ¿verdad?
Grace negó con la cabeza.
—No, por Dios. Tengo una cita con la vendedora de órganos. Voy a fingir que soy un cliente. Y mientras estoy por allí, mi amigo de la LKA me va a pasar unos archivos... bajo mano.
En el diagrama que había tras la cabeza de Glenn, Grace leyó las palabras: «DESEO, CONTROL DEL PODER, ODIO, VENGANZA».
Glenn se le quedó mirando.
—¿Estás seguro de que ése es el único motivo de tu visita? Es que..., ya sabes..., tú y yo no hemos hablado de Sandy desde hace mucho tiempo y ahora te vas al lugar donde declararon que la habían visto.
—Aquello era una pista falsa, Glenn. ¿Sabes lo que creo realmente?
—No, nunca me has dicho lo que crees realmente. ¿Tienes tiempo para una copa?
Grace consultó su reloj.
—En realidad tengo que pasar por casa para coger algo de ropa, pero primero tengo para media hora en mi despacho. ¿Dónde te apetece ir?
—¿Al de siempre?
Grace se encogió de hombros. El Black Lion no era su pub favorito, en una ciudad llena de locales estupendos, pero estaba a mano y tenía aparcamiento propio. Volvió a mirar el reloj.
—Nos vemos allí a las ocho menos cuarto. Pero sólo una copa.
Cuando Grace llegó, diez minutos más tarde de lo acordado, Glenn ya estaba sentado en una mesa tranquila en un rincón, con una pinta de cerveza delante y un vaso de whisky con hielo, con una jarrita de agua al lado, para Grace.
—¿Glennfiddich? —dijo Branson.
—Buen chico.
—No sé cómo puede gustarte eso.
—Sí, bueno, yo no sé cómo puede gustarte la Guinness.
—No, lo que quiero decir es que el Glenfiddich no es un malta «puro», ¿no?
—Ya, pero de todos los que he bebido es el que más me gusta. ¿Eso te causa un problema?
—¿Te acuerdas de la película Whisky a go go?
—¿La del naufragio de aquel barco frente a las costas de Escocia, con las bodegas llenas de whisky?
—Estoy impresionado. A veces me sorprendes realmente. No eres un completo analfabeto cultural. Aunque tengas un gusto horrendo en cuanto a ropa y música.
—Sí, bueno, no querría ser demasiado perfecto —respondió, burlón.
—Bueno, ¿y cómo estás? ¿Cómo está la señora Branson?
—No hablemos del tema siquiera —dijo Glenn, sacudiendo la cabeza—. Es un jodido desastre. —Levantó su pinta y bebió. Luego, limpiándose la espuma de la boca con el dorso de la mano, dijo—: Yo quiero que me hables de Múnich..., ¿y de Sandy, quizá?
Grace cogió su vaso e hizo girar los cubitos de hielo. Por los altavoces del pub se oía la voz nasal de Johnny Cash cantando Ring of fire.
—Eso sí que es música.
Branson puso los ojos en blanco.
Grace dio un sorbo al whisky y dejó el vaso en la mesa.
—Creo que Sandy está muerta, y que lleva muerta mucho tiempo. He sido un tonto por mantener las esperanzas. Lo único que he conseguido es perder nueve años de mi vida. —Se encogió de hombros—. Todos esos médiums. —Dio otro sorbo al whisky—. ¿Sabes? Muchos de ellos decían lo mismo, que no podían contactar con ella, lo que significaba que no estaba en forma de espíritu, en el mundo de los espíritus.
—¿Y eso qué significa?
—Si no está en el mundo de los espíritus —es decir, muerta—, se supone que tiene que estar viva, según su lógica. —Bebió un poco más y, sorprendido, observó que había vaciado el vaso. Lo levantó—. ¿Eso era uno doble?
Glenn asintió.
—Me pediré otro, uno normal, para no pasar del límite. ¿Media pinta más para ti?
—Una entera. Soy un tío grande. ¡Lo asimilo mejor que tú!
Grace volvió con las bebidas y se sentó. Observó que, en su ausencia, Branson había vaciado su primera pinta.
—Así pues, ¿no crees en esos médiums? —preguntó Branson—. ¿Aunque siempre hayas creído en lo paranormal?
—No sé qué creer. El año que viene se cumplirán diez años de su desaparición. Es suficiente tiempo. O está físicamente muerta o, por lo menos, está muerta para mí. Si está viva y no ha contactado conmigo en diez años, ya no lo hará. —Se quedó en silencio por un momento—. No quiero perder a Cleo, Glenn.
—Una mujer estupenda. En eso estoy de acuerdo contigo.
—Si no me libero de Sandy la perderé. Y no voy a dejar que eso ocurra.
Glenn tocó apenas el rostro de su amigo con el puño.
—Buen chico. Es la primera vez que te oigo hablar así.
Grace asintió.
—Es la primera vez que me siento así. He dado instrucciones a mi abogado para que inicie el proceso para declararla legalmente muerta.
—Pero ya sabes, colega —dijo Glenn, mirándolo fijamente—, no se trata del proceso legal; lo más importante es el proceso mental.
—¿Qué quieres decir con eso?
Glenn se dio unos golpecitos con el dedo en la sien.
—Se trata de creérselo. Aquí dentro.
—Ya lo hago —dijo Roy Grace, con una sonrisa irónica!—. Créeme, soy poli.
81
El doctor Ross Hunter estaba sentado al borde de la cama de Caitlin, mientras Lynn le preparaba a toda prisa una taza de té en la planta baja.
La caótica habitación estaba desordenada y mal ventilada, impregnada del olor acre del sudor de Caitlin. El médico sentía el calor sofocante que desprendía mientras observaba a través de sus gafas de media luna con montura de carey aquel rostro ictérico y sus profundas ojeras. Caitlin, con el cabello enredado, yacía bajo las sábanas, apoyada en las almohadas, con un camisón y una bata rosa. Tenía los auriculares por el cuello y el pequeño iPod blanco sobre el edredón, junto a un libro sobre la vida de la modelo Jordan y varios ositos de peluche.
—¿Cómo te encuentras, Caitlin? —preguntó el doctor.
—Me han enviado purpurina —masculló con una voz apenas audible.
—¿Purpurina? —preguntó él, frunciendo el ceño.
—Me han enviado purpurina, en Facebook —murmuró ella, críptica.
—¿Qué quieres decir exactamente con «purpurina»?
—Es como..., una cosa del Facebook; Mi amiga Gemma me la ha enviado. Y Mitzi me ha dado un toque.
—¡Oh! —respondió él, aparentemente divertido.
—Mitch Symons me ha enviado ruedas, ya sabe, para que me pueda mover mejor.
El médico miró por la habitación en busca de ruedas. Se quedó mirando a la diana de la pared, con una boa púrpura colgada de los dardos. Y al estuche del saxofón apoyado en una pared. Luego a un minúsculo caballo de juguete con ruedas, entre los zapatos tirados por la moqueta.
—¿Esas ruedas?
Ella sacudió la cabeza.
—No —murmuró, haciendo girar la mano derecha, como si quisiera rescatar una idea del interior de su cabeza. Es una especie de cosa del Facebook. Para moverse. Son virtuales.
Cerró los ojos, exhausta por el esfuerzo de hablar.
Él se agachó y abrió su maletín. En aquel momento, Lynn volvía con el té y una galleta en el platillo. El médico le dio las gracias y luego se centró en Caitlin.
—Sólo quiero tomarte la temperatura y la tensión. ¿Vale?
Sin abrir los ojos siquiera, Caitlin asintió. Luego susurró:
—Lo que sea.
Diez minutos más tarde bajó las escaleras, seguido de Lynn. Entraron en la cocina y se sentaron a la mesa. Ella sabía lo que iba a decir antes de que abriera la boca, sólo por la expresión preocupada de su cara.
—Estoy muy preocupado por ella, Lynn. Está muy enferma.
Lynn notó que se le humedecían los ojos y sintió la tentación desesperada de sincerarse y contarle lo que estaba haciendo. Pero no podía predecir su reacción. Sabía que era un hombre absolutamente íntegro y que, creyera o no en la opción que había tomado, nunca podría perdonárselo. Así que se limitó a asentir, compungida, en silencio.
—Sí —respondió ella, con el corazón en un puño—, lo sé.
—Necesita volver al hospital. ¿Puedo llamar una ambulancia?
—Ross —reaccionó ella—, mira... —Entonces sacudió la cabeza y hundió la cara entre las manos, intentando desesperadamente pensar con claridad—. Dios santo, Ross, estoy perdiendo la cabeza.
—Lynn —dijo él, con delicadeza—. Sé que crees que puedes cuidarla aquí, pero la pobre chica está sufriendo mucho, además de correr un gran peligro. Tiene todo el cuerpo en carne viva de rascarse, y mucha fiebre. Está empeorando muy rápidamente. Me ha impresionado lo mucho que se ha deteriorado desde la última vez que la vi. Si quieres que te diga la verdad con toda crudeza, aquí, en ese estado, no va a sobrevivir. He hablado de ella con el doctor Granger hace un rato. El trasplante es la única opción y lo necesita muy urgentemente, antes de que se debilite demasiado.
—¿Quieres que vuelva al Royal?
—Sí. Enseguida. Esta misma noche.
—¿Has estado allí alguna vez, Ross?
—No, hace años que no.
—Ese sitio es una pesadilla. No es culpa suya. También hay buena gente. No sé de quién es la culpa..., pero es un infierno. Es fácil para ti decir que debe estar en un hospital, pero ¿eso qué significa? ¿Meterla en un pabellón mixto, con ancianos dementes que intentan meterse en su cama a medianoche? ¿Donde tienes que pelearte para conseguir una silla de ruedas para llevarla de un sitio a otro? ¿Donde no me permiten estar con ella, consolarla, a partir de las ocho y media de la tarde?
—Lynn, no ponen a niños en pabellones de adultos.
—Lo han hecho. Cuando estaban desbordados.
—Estoy seguro de que podemos asegurarnos de que eso no ocurre otra vez.
—Me muero de miedo por ella, Ross.
—Ahora conseguirá el trasplante enseguida.
—¿Estás seguro, Ross? ¿Estás realmente seguro? ¿Sabes cómo funciona el sistema?
—El doctor Granger se asegurará de eso.
Ella negó con la cabeza.
—Estoy segura de que el doctor Granger actúa de buena fe, pero no conoce el maldito sistema más que tú. Se reúnen una vez a la semana, los miércoles, para decidir quién recibe los trasplantes esa semana, y eso suponiendo que aparezca un hígado apto. Hoy es jueves por la noche, así que, con suerte, nos darían luz verde el próximo miércoles. Casi una semana entera. ¿Va a sobrevivir una semana?
—Aquí no sobrevivirá —dijo él, sin rodeos.
Ella alargó la mano y cogió la suya, y hecha un mar de lágrimas dijo:
—Aquí tiene más posibilidades, Ross, créeme. Las tiene. Tú no preguntes. Por favor, no preguntes.
—¿Qué quieres decir con eso, Lynn?
Ella se quedó callada un momento. Luego dijo:
—La llevaré al Royal en el momento en que tengáis un hígado para ella. Hasta entonces, se queda aquí. Eso es lo que quiero decir. ¿De acuerdo?
—Haré todo lo que pueda —replicó él—. Te lo prometo.
—Sé que lo harás. Pero entiende que yo soy su madre, y yo también haré lo que «yo» pueda.
82
La nieve caía a gruesos copos en el momento en que Ian Tilling aparcaba su destartalado Opel Kadett en un tramo vacío de la calle, a sólo unos doscientos metros de la entrada de la Gara de Nord. Como siempre, al apagar el contacto, el motor siguió traqueteando y girando unos segundos hasta darse por vencido.
Salió del coche, con Andreea e Ileana, y cerró de un portazo. Le gustaba Ileana. Era una cuidadora comprometida, dedicada plenamente a ayudar a los más desfavorecidos de Bucarest. Tenía una bonita cara, pese a su nariz aguileña, pero, casi como si quisiera alejar a los admiradores deliberadamente, llevaba la melena comprimida en un moño de matrona, unas gafas que no le favorecían nada y una ropa más funcional que femenina.
En más de una ocasión, cuando habían trabajado juntos, él había pensado en el impresionante aspecto que tendría si se maquillara un poco. También le divertía la persistencia del cachondo subcomisario Radu Constantinescu al insistirle para que la convenciera de que saliera a tomar una copa con él, y la desenvoltura de ella para rechazarlo en todas las ocasiones.
En aquella calle a veces había prostitutas, pero para decepción suya no había ninguna aquella noche. Allí era donde esperaba encontrar a la tal Raluca. Sintiendo el aire glacial de la noche, subió los escalones tras Ileana y entró en la lúgubre y enorme estación término de Bucarest. Casi inmediatamente, Ian vio un grupito de niños de la calle a su izquierda. Cien metros más allá, bajo la débil luz de sodio de las bombillas del techo, un pequeño grupo de policías fumaban y bromeaban.
—Ésos son amigos de Raluca, allí —le dijo Ileana en voz baja, señalando con el pulgar, enfundado en un guante, hacia el grupo.
—Muy bien. Llevémosles algo.
Seguido por las dos chicas, atravesó el vestíbulo desierto, pasando junto al café Metropol, ya cerrado, y junto a un viejo barbudo con un gorro de lana, vestido con harapos y botas de lluvia que agitaba una botella de licor y que llevaba allí desde siempre, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, en aquel mismo lugar y con aquellas mismas ropas. Se detuvo un momento y dejó caer un billete de cinco leis sobre las cuatro monedas colocadas frente al viejo, y a cambio recibió un alegre saludo.
En aquel silencio cavernoso, Tilling oyó el traqueteo de las ruedas de un tren que iban adquiriendo velocidad en algún andén cercano, y la mirada se le fue automáticamente al tablón de salidas y llegadas. El puesto de golosinas estaba a punto de cerrar, pero Ian convenció al antipático propietario para que les vendiera un montón de chocolatinas, galletas, patatas fritas y refrescos, que metieron en varias bolsas de plástico y llevaron a los pequeños vagabundos.
A unos cuantos los conocía. Había un chico alto y delgado de unos diecinueve años llamado Tavian que llevaba un gorro de lana azul con orejeras, una chaqueta militar de camuflaje sobre una cazadora de nailon gris y varias capas de ropa debajo. Tenía en brazos un bebé dormido, vestido con un mono de pana y envuelto en una manta. Tavian siempre sonreía; Tilling no sabía si era por naturaleza o porque estaba permanentemente colocado con Aurolac, pero sospechaba que por lo segundó.
—Os he traído unos regalos —dijo el ex policía inglés en rumano, tendiéndoles las bolsas.
El grupo las agarró. Se las disputaron para mirar dentro y escarbaron en ellas con las manos. Nadie le dio las gracias.
Ileana se dirigió a otra chica del grupo, una gitana de una edad indeterminada vestida con una chaqueta de chándal rosa fluorescente y unos pantalones verdes brillantes, con una bufanda al cuello.
—Stefania, ¿cómo estás? —le dijo en rumano.
—No muy bien —dijo la chica, abriendo una bolsa de patatas—. Hace un tiempo de mierda. Y es una época muy mala. Nadie tiene dinero para dárselo a los mendigos. ¿Dónde están los turistas? Las Navidades se acercan, ¿verdad? Pero nadie tiene dinero.
Un joven alto y taciturno con un pequeño bigote y un gorro de lana bordado, una chaqueta negra de borreguillo y unos vaqueros mugrientos llevaba en la mano una botellita de plástico, sin duda de Aurolac. Empezó a quejarse de cómo les estaban tratando últimamente los «pavos» —como llamaban ellos a los policías—. Entonces miró en el interior de una de las bolsas que Stefania tenía abierta y sacó una chocolatina.
—No nos dejan en paz. Es que no nos dejan en paz.
—Estoy buscando a Raluca —dijo Ileana—. ¿Alguien la ha visto esta noche?
Se miraron unos a otros. Estaba claro que todos la conocían, pero sacudieron la cabeza.
—No —dijo Stefania—. No conocemos a ninguna Raluca.
—Venga ya, si estaba aquí con vosotros la semana pasada. ¡Hablé con ella y estabais todos!
—¿Qué ha hecho de malo? —preguntó otra chica.
—No ha hecho nada de malo —la tranquilizó Ileana—. Necesitamos que nos ayude. Algunos de vosotros estáis en peligro. Queríamos advertiros de una cosa.
—¿Advertirnos de qué? —preguntó el joven taciturno del bigote.
—Nosotros siempre estamos en peligro. No le importamos a nadie.
—¿A alguno os han ofrecido trabajos en el extranjero? —preguntó Tilling.
El joven se rio, socarrón:
—Aún estamos aquí, ¿no? —Partió un trozo de chocolate y se lo metió en la boca—. ¿Crees que aún estaríamos aquí si nos hubieran ofrecido un modo de irnos? —dijo, mientras masticaba.
—¿Quién es este hombre? —preguntó una chica muy tensa desde la parte de atrás del grupo, señalando sospechosamente a Ian Tilling.
—Es un buen amigo nuestro —dijo Ileana.
Andreea sacó los retratos robot de los tres adolescentes muertos de Brighton que llevaba en uno de los bolsillos de su anorak.
—¿Podéis mirar todos estas fotos y decirme si reconocéis a alguno? —les pidió—. Es muy importante.
El grupo se las pasó, algunos mirando con atención, otros con indiferencia. Stefania fue la que más rato se las miró y luego, señalando el rostro de la chica muerta, preguntó:
—¿Ésa puede ser Bogdana?
Otra chica cogió la fotografía y la estudió:
—No, conozco a Bogdana. Compartimos refugio un año. No es ella.
Le devolvieron las fotos a Ileana.
—¿Alguien conoce a un chico llamado Rares? —preguntó Ian Tilling, con el primer plano del tatuaje en la mano.
Una vez más, todos negaron con la cabeza.
De pronto, Stefania se quedó mirando por detrás de ellos. Tilling se giró y vio a una chica de unos quince años, con el cabello largo y oscuro sujeto con clips. Llevaba una chaqueta de cuero, una minifalda del mismo tejido y unas botas negras brillantes hasta la rodilla, y caminaba hacia ellos. Parecía furiosa. Cuando se acercó, Tilling vio que tenía un ojo morado y un arañazo en la otra mejilla.
—¡Hijo de puta! —dijo Raluca, rabiosa, dirigiéndose a todos y a ninguno en particular—. ¿Sabéis lo que quería ese tipo que le hiciera en su camión? No os lo diré. Le he dicho que se fuera a la mierda y me ha pegado. ¡Y luego me ha tirado a la calle de un empujón!
Ileana se apartó del grupo, rodeó a Raluca con un brazo y se la llevó a unos metros de allí, lejos del alcance de los oídos de los demás. Le examinó el ojo y el arañazo un momento y le preguntó si quería ir a un hospital. La chica se negó en redondo.
—Necesito ayuda, Raluca —dijo Ileana.
Raluca se encogió de hombros, aún furiosa.
—¿Ayuda? ¿Y a mí quién me ayuda?
—Escucha un momento, por favor, Raluca —le imploró, sin hacer caso al comentario—. Hace unas semanas me dijiste que habías oído hablar de una mujer que les ofrecía trabajos en el extranjero a los chicos, y un apartamento. ¿Sí o no?
Volvió a encogerse de hombros, admitiendo que lo había dicho.
Ileana le enseñó las fotografías.
—¿Reconoces a alguno de éstos?
Raluca señaló a uno de los chicos.
—Su cara... Lo he visto por ahí, pero no sé cómo se llama.
—Esto es realmente importante, Raluca, créeme. La semana pasada, estos chicos rumanos fueron encontrados muertos en Inglaterra. Les habían quitado todos los órganos internos. Tienes que contarme lo que sepas de esa mujer que ofrece los trabajos.
Raluca se quedó pálida.
—No la conozco, pero yo... —De pronto parecía muy asustada—. ¿Conoces a Simona, y a Romeo, su amigo?
—No.
—Vi a Simona hace un par de días. Estaba contentísima. Me habló de una mujer que le había ofrecido un trabajo en Inglaterra. Va a ir... Se hizo un chequeo... —Se frenó de pronto—. ¡Mierda! ¿Tienes un cigarrillo?
Ileana le dio un cigarrillo, cogió uno también para ella y sacó el encendedor.
Raluca dio una calada y exhaló el humo enseguida.
—¿Un chequeo?
—La mujer le dijo que tenía que hacerse un chequeo médico..., para conseguir los documentos de viaje.
—¿Dónde está?
—Vive con su chico, Romeo, y un grupo, bajo la calle, junto a la tubería de calefacción.
—¿Dónde?
—No lo sé exactamente. Sé en qué zona. Sólo me dijo eso.
—Tenemos que encontrarla —dijo Ileana—. ¿Vendrás con nosotros?
—Necesito dinero para mis drogas. No tengo tiempo.
—Te daremos dinero. Lo mismo que podrías ganar esta noche. ¿Vale?
Unos minutos más tarde se dirigían a toda prisa hacia el coche de Ian Tilling.
83
El Airbus estaba aproximándose a la pista, descendiendo progresivamente por el cielo, claro pero agitado. La luz de los cinturones se acababa de encender. Grace comprobó que tenía el asiento en posición vertical, aunque no lo había tocado durante todo el vuelo. Había estado concentrado en las notas sobre el fallo hepático que un investigador le había preparado, y pensando en lo que quería sacar de la reunión que iba a tener aquella misma mañana con la vendedora de órganos alemana.
Llegaban con veinticinco minutos de retraso, debido al tráfico a la hora del despegue, y aquello era una pega importante, con el poco tiempo que tenía. Miró al suelo desde su ventanilla. El paisaje nevado tenía un aspecto muy diferente al de la última vez que había venido, en verano. Entonces el suelo era un mosaico de colores de campos de cultivo; ahora no era más que una gran superficie blanca. Debía de haber caído una intensa nevada, porque la mayoría de los árboles estaban cubiertos de nieve.
El suelo estaba cada vez más cerca, los edificios se volvían más grandes a cada segundo. Vio grupitos de casas blancas, con los tejados cubiertos de nieve, luego unos bosquecillos y un pueblo. Más grupitos de casas y edificios. La luz era tan intensa que, por un momento, lamentó no llevar gafas de sol.
Resultaba curioso pensar en cómo lo cambiaba todo el tiempo. Sólo unos meses atrás había llegado a Múnich con la esperanza de poder encontrar por fin a Sandy, después de que un amigo cercano le hubiera dicho que estaba seguro de haberla visto en un parque. Pero ahora todas aquellas emociones habían desaparecido; se habían evaporado. Podía decir, con sinceridad, que ya no sentía nada por ella. Era realmente consciente, por primera vez en las últimas semanas, de que estaba en las últimas fases del proceso de dar carpetazo a tantos y tan complejos recuerdos. Había pasado de la oscuridad a la luz.
Grace oyó el ruido del tren de aterrizaje desplegándose bajo sus pies y sintió un breve momento de angustia. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, tenía algo por lo que vivir. Su querida Cleo. Estaba convencido de que no se podía querer más de lo que él la quería a ella. La llevaba en su interior, en su corazón, en su alma, en su piel, en sus huesos, en su sangre, cada segundo de su vida.
La idea de que le pudiera suceder algo malo le resultaba insoportable. Y por primera vez, hasta donde le alcanzaba la memoria, se sintió nervioso por su propia seguridad. Nervioso ante la idea de que le pudiera pasar algo que les impidiera estar juntos. Justo ahora que se habían encontrado. Por ejemplo, algo como que ese avión se estrellara al aterrizar y acabara con todos sus ocupantes.
Nunca le había dado miedo volar, pero esta vez observaba el suelo acercándose cada vez más y pensaba en todas las cosas que podían ir mal. Que se pasaran de la pista. Que se estropeara el tren de aterrizaje. Que patinara. Que chocaran con otro avión. Que toparan con un pájaro. Que fallaran los motores. Ya veía la pista. Los hangares a lo lejos. Las luces. Las misteriosas marcas en la pista y las señales a los lados eran como un código secreto para pilotos. Apenas sintió el contacto de las ruedas con el suelo. En un aterrizaje perfectamente ejecutado, el avión pasó suavemente del vuelo a la maniobra en tierra. Oyó el rugido de la inversión de los motores y sintió los frenos, que le empujaban hacia el cinturón de seguridad.
Entonces, por los altavoces, una azafata con un suave acento gutural les dio la bienvenida al Aeropuerto Internacional Franz Josef Strauss.
La puerta trasera del taxi se abrió y emergió una mujer, con unas elegantes gafas oscuras que le protegían los ojos del resol invernal. Pagó al conductor, y le dio una pequeña propina y, arrastrando su maletita de fin de semana, entró en el vestíbulo de salidas de la terminal.
Era una mujer atractiva de poco más de treinta años, vestida con ropas cálidas y elegantes: un abrigo largo de pelo de camello, botas de ante, un chal de cachemira y guantes de piel. Tras años de teñirse el pelo de castaño y mantenerlo corto, recientemente había dejado que tomara su tono natural, y había recuperado aquel color claro, ya no muy rubio. Había leído en una revista que, cuando una mujer quiere cambiar de hombre, muchas veces se cambia el pelo. Bueno, en su caso aquello era cierto.
Atravesó la sección de Lufthansa y se puso a la cola en los mostradores de facturación de clase turista para París. La última vez que había estado en París había sido hacía quince años, en su vida anterior.
La mujer tras el mostrador hizo las preguntas de rutina. ¿Había hecho las maletas personalmente? ¿Había perdido de vista sus maletas en algún momento? Luego le devolvió el pasaporte, la tarjeta de embarque y su tarjeta de pasajera frecuente.
—Ich wünsche Ihren ein guten Flug, Frau Lohmann.
—Danke.
Ahora hablaba un alemán perfecto. Le había llevado tiempo, porque tal como le había dicho todo el mundo, era un idioma difícil. Arrastrando su maleta, siguió las indicaciones hasta la puerta de embarque, sabiendo por sus múltiples experiencias pasadas en aquel aeropuerto que aquello llevaba su tiempo.
Mientras subía por las escaleras mecánicas, sonó su teléfono. Lo sacó del bolso y se lo llevó a la oreja.
—Ja. Hallo?
En el otro extremo de la línea la voz sonaba entrecortada y poco clara. Era su colega, Hans-Jürgen Waldinger, que le llamaba desde su Mini Cooper. La conexión era mala y apenas le oía. En lo alto de las escaleras mecánicas se hizo a un lado, se tapó la boca con el bolso y, levantando la voz, repitió:
—Hallo?
Entonces la llamada se cortó. Avanzó unos metros, siguiendo las indicaciones hacia las puertas de embarque de la zona G y dirigiéndose hacia el primer tramo de la cinta transportadora que le llevaría a la zona de embarque. El teléfono volvió a sonar. Respondió. Hans-Jürgen, al que apenas se le oía por las interferencias.
—¿Sandy? ¿Sandy?
—Ja, Hans! —dijo ella, subiéndose a la cinta.
A setecientos metros de allí, en la zona de llegadas de la zona G, Roy Grace, con su grueso maletín en la mano, se subía en la cinta transportadora que discurría en paralelo, en sentido contrario.
84
Glenn observó, aliviado, que el mar estaba tranquilo, o por lo menos todo lo tranquilo que podía estar el canal de la Mancha. Aun así, la embarcación a motor cabeceaba y se zarandeaba bastante con el suave movimiento de las olas. Pero hasta ahora se encontraba bien. El desayuno que le había recomendado Bella, dos huevos duros y una tostada, aún seguía a buen recaudo en el interior de su aparato digestivo, en vez de convertirse en parte del esquema cromático de la embarcación, y aún no había sufrido el ataque de los mareos que le habían asolado en el último viaje.
Era un día frío pero espléndido, con un cielo azul acero y un mar verde botella. Una gaviota volaba en círculos sobre ellos, en busca de comida, pero sin suerte. Glenn aspiró el intenso olor a sal y barniz, y la ráfaga ocasional que traía el hedor a gasóleo. Observó una medusa del tamaño de una rueda de tractor que dejaron atrás y decidió que se alegraba mucho de no ser uno de los que se iban a sumergir, a pesar de todo el equipo protector que llevaban. Nunca había sentido ningún deseo de lanzarse desde un avión, ni de explorar el fondo del océano. Tiempo atrás había decidido que sin duda él debía de ser un tipo muy terrestre.
El minúsculo bultito rojo en la distancia se fue acercando a medida que se adentraban en el mar, en diagonal con respecto a la costa de Brighton, siguiendo la trayectoria exacta que Ray Packard y él mismo habían establecido. Al acercarse aún más, el bultito adquirió forma y vio que en realidad era un triángulo de boyas de color rosa que cabeceaban en el mar, colocadas allí la tarde anterior por la Unidad de Rescate Especializado.
El agente Steve Hargrave, Gonzo, al timón, redujo la marcha, y la velocidad pasó de dieciocho nudos a menos de cinco. Glenn estaba agarrado a la barandilla que tenía delante, y la repentina pérdida de velocidad le empujó hacia delante. Aquella embarcación, un yate de once metros de eslora, estaba mucho mejor equipada que el Scoob-Eee. La habían alquilado en el último momento al propietario de una discoteca de la ciudad y era todo un lujo, con asientos de cuero y acolchados por todas partes, una cubierta de teca, el puente cubierto y un lujoso salón abajo, aunque ninguno de ellos iba a usarlo más que como almacén para el equipo.
Arf, que llevaba el uniforme de la unidad y una gorra de béisbol negra con la palabra POLICÍA en la parte delantera, una cazadora roja, pantalones negros y botas de cuero negras, sacó el micrófono de la radio de su soporte y habló:
—Hotel Uniform Oscar Oscar. Aquí Suspol Suspol, a bordo de la embarcación a motor Our Current Sea, llamando al guardacostas de Solent.
—Guardacostas de Solent. Guardacostas de Solent. Canal sesenta y siete. Cambio —respondió una voz entrecortada.
—Aquí Suspol —repitió Arf—. Llevamos diez ocupantes. Nuestra posición es trece millas náuticas al sureste del puerto de Shoreham. —Dio las coordenadas. A continuación, anunció—: Estamos sobre nuestra zona de inmersión, a punto de empezar.
De nuevo la voz entrecortada:
—¿Cuántos submarinistas son, Suspol, y cuántos van a sumergirse?
—Siete a bordo. Dos van al agua.
Gonzo puso los dos reguladores del estrangulador en punto muerto. Tania, de pie a su lado, hizo unos ajustes en los controles a la derecha de la pantalla del escáner Hummingbird.
Glenn miró el indicador a la izquierda de la pantalla: «30 m 09.52 am. 3,2 mph».
—Si miras ahora, Glenn, debemos de estar a punto de llegar —dijo Tania, señalando lo que parecía una carretera asfaltada negra y recta, dividida por una línea blanca que atravesaba la pantalla en vertical por el centro—. ¡Ahí está! —exclamó.
En el carril izquierdo de la zona negra vio claramente una sombra en forma de barco, aún más oscura, de un centímetro de longitud aproximadamente.
—¿Crees que es eso? ¿El Scoob-Eee?
—Hay sólo un modo de descubrirlo —dijo Arf—. ¿Te vienes con nosotros?
Un objeto flácido y asqueroso pasó flotando a su lado. Glenn no estaba seguro de si sería otra medusa o una bolsa de plástico.
—No, creo que mejor me quedo en la cubierta, ojo avizor por si vienen piratas. Pero gracias de todos modos.
Arf señaló hacia el mar.
—Si cambias de opinión, ahí abajo hay mucho sitio.
85
—Alguien me dijo que tu padre solía jugar al tenis con el equipo de Sussex. ¿Es cierto, E. J.? —dijo Guy Batchelor—. Yo también juego un poco. Bueno, solía jugar, pero no a ese nivel. ¿Cómo se llama?
—Nigel. Jugó con los sub—16, pero no ha jugado en serio desde hace años. Probablemente ahora podría jugar con el equipo de bebedores de cerveza de Sussex. O, más probablemente, de charlatanes —dijo ella, con una mueca.
—¿Tiene el don de la palabra?
—Podríamos decirlo así.
Se dirigían hacia el oeste, tras dejar el pueblo de Storrington. Las suaves laderas de los South Downs se sucedían a su izquierda. E. J. echó un vistazo al mapa que llevaba sobre las rodillas.
—Debería ser la próxima a la derecha.
Giraron y tomaron un estrecho camino, apenas más ancho que el coche, flanqueado por altos setos. Medio kilómetro más allá, Emma-Jane le indicó que girara a la izquierda, por un sendero aún más estrecho. Batchelor pensó que los coches de la Policía debían de ser los últimos del planeta sin GPS incorporado —pese a ser los que más lo necesitaban—. Estaba a punto de comentarle aquello a E. J. cuando la radio cobró vida con un ruido crepitante. Aunque estaba conduciendo, la cogió y se la llevó al oído, pero era una solicitud de asistencia en otro lugar del condado, muy apartado.
—Deberíamos encontrárnoslo a la izquierda —anunció Emma-Jane.
El Mondeo sin distintivos fue frenando. Unos momentos más tarde vieron un par de imponentes puertas de hierro forjado entre dos pilares que culminaban en sendas bolas de piedra. Sobre una placa negra, unas letras doradas decían: «THAKEHAM PARK».
Detuvieron el coche frente a las puertas, bajo la mirada ciclópica de una cámara de seguridad montada en lo alto. En otro pilar había un cartel amarillo con una cara sonriente, bajo la cual se leía: «SONRÍA, ESTÁ APARECIENDO EN EL CIRCUITO CERRADO».
La joven agente salió y apretó el botón del interfono que había debajo. Un momento más tarde oyó una voz entrecortada de mujer que hablaba con acento.
—¿Sí?
—Sargento Batchelor y agente Boutwood —se presentó—. Tenemos una cita con sir Roger Sirius.
El interfono emitió un ruido agudo y luego las puertas empezaron a abrirse. E. J. volvió a subirse al coche y pasaron por un camino asfaltado de casi un kilómetro, cuesta arriba, con grandes árboles a ambos lados. Hasta que apareció una mansión jacobea con una vía de acceso circular enfrente, con un estanque en el centro rodeado de hierba.
Frente a la casa había varios coches aparcados, entre los que Guy reconoció un Aston Martin Vanquish negro. A la derecha, en un gran círculo de cemento en medio de un césped cuidadísimo, había un helicóptero azul oscuro.
—¡Parece que la medicina da dinero! —comentó Guy.
—Hay a quien se le da bien —dijo ella.
—O quizá se trate de no hacerlo tan bien —le corrigió él.
Emma-Jane no se molestó siquiera en contar el número de ventanas, acorde a una mansión de aquella categoría.
—Creo que nos hemos equivocado de profesión.
Rodearon el estanque y pararon casi enfrente de la gran puerta de entrada.
—Depende de lo que quieras en la vida, ¿no? —dijo Guy—. Y del código ético con el que decidas vivir.
—Sí, supongo.
—¿Has coincidido alguna vez con Jack Skerritt?
Jack Skerritt era el superintendente en jefe de la central del Departamento de Investigaciones Criminales, el policía de mayor antigüedad de Sussex. Y el más respetado.
—Hace un par de años me tomé una copa con él —recordó Batchelor—. En el bar de la comisaría de Brighton, cuando él era director de la Policía local de Brighton y Hove. Estábamos hablando de lo que ganaban los polis. Me dijo que él ganaba setenta y tres mil libras al año, más un par de miles más de dietas. «Puede que eso parezca mucho —me contó—, pero es menos de lo que gana el director de un colegio, y yo tengo a mi cargo toda la ciudad de Brighton y Hove.» Luego me dijo algo que nunca olvidaré.
Ella lo miró con curiosidad.
—Dijo: «En este trabajo, las riquezas vienen del interior».
—Eso es bonito.
—Y cierto. Ser poli, hacer este trabajo, me hace sentir como un millonario cada día de mi vida. Nunca quise ser otra cosa.
Salieron del coche y llamaron al timbre. Momentos después, la enorme puerta de roble se abrió y apareció un hombrecillo menudo de unos setenta años. De constitución fina, con cara de pájaro, nariz aguileña, expresión amable y unos grandes y despiertos ojos azules llenos de curiosidad. Tenía el cabello ralo y gris, tirando a blanco, bien peinado, y llevaba un cárdigan beis sobre una camisa blanca a cuadros, una corbata de cachemira, unos pantalones de pana color óxido que daban la impresión de servir para las labores de jardinería, y zapatillas de cuero negras. El único elemento que revelaba que era un hombre rico era un leve pero distintivo bronceado.
—Hola —dijo con una voz jovial y clara que parecía sacada de una película de los años cincuenta.
—¿Sir Roger Sirius? —preguntó Batchelor.
—Soy yo —respondió, tendiendo su mano, fina y peluda, con unos dedos largos de manicura perfecta.
Los policías le estrecharon la mano y luego Batchelor sacó su placa y se la mostró. Sirius le echó una mirada de lo más superficial y se hizo a un lado con un gesto teatral de la mano.
—Pasen, por favor. Tengo curiosidad por saber cómo puedo ayudarlos. Ustedes siempre me fascinan. He leído muchas novelas negras. Me gustó bastante la serie The Bill. ¿La han visto?
Ambos policías negaron con la cabeza.
—Y el inspector Morse. También me gustaba. No tanto ese John Hannah, de Rebus; yo diría que Slott lo hacía mucho mejor. ¿No los han visto?
—No tenemos mucho tiempo libre, señor —dijo Batchelor.
Siguieron al eminente cirujano de trasplantes por un majestuoso vestíbulo con paneles de madera de roble. Estaba decorado con magníficos muebles antiguos y varias armaduras relucientes. En las paredes había una combinación de espadas antiguas, armas de fuego y óleos, algunos de ellos retratos y otros paisajes.
A continuación entraron en un gran despacho. De las paredes, también paneladas en madera de roble, colgaban diplomas que demostraban las cualificaciones del cirujano. Alrededor había un montón de fotografías enmarcadas en las que aparecía con muchas caras famosas. Una era con la Reina. En otra, en un acto de etiqueta, estaba con la princesa Diana. En otras se le veía con sir Richard Branson, Bill Clinton, François Mitterrand y el futbolista George Best. Batchelor se quedó mirando aquella fotografía con especial interés. Era sabido que Best había recibido un trasplante de hígado.
Los dos policías se sentaron en un sofá capitoné de cuero rojo, mientras una belleza de negra melena, que Sirius presentó como su esposa, les traía café. Sirius se distrajo un momento con un pitido de su BlackBerry, y Batchelor y E. J. aprovecharon la ocasión para intercambiar una breve mirada. El cirujano sin duda era un personaje complejo. Modesto en aspecto y en modos, pero no en ego, ni en su gusto por las mujeres.
—Así pues, ¿en qué puedo ser de ayuda? —preguntó Sirius, cuando su esposa hubo salido de la habitación. Se sentó en un sillón frente a ellos, del otro lado de la arqueta de roble que hacía las veces de mesita auxiliar.
Guy ya había ensayado aquello con E. J. durante el trayecto. De pronto sintió la imperiosa necesidad de fumar y se dio cuenta, por el agradable olor de la habitación y la ausencia total de ceniceros, que no tenía ninguna oportunidad. Tendría que gorronear un cigarrillo más tarde, algo a lo que se había acabado por acostumbrar últimamente.
Mirando fijamente al cirujano a los ojos, dijo:
—Tiene usted una casa muy bonita, sir Roger. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?
El cirujano reflexionó por un momento.
—Veintisiete años. Era una ruina cuando la compré. A mi primera esposa nunca le gustó. A mi hija le encantaba —recordó, de pronto con los ojos empañados—. Es una lástima que Katie nunca pudiera verla acabada.
—Lo siento —dijo E. J.
—Ya hace mucho tiempo —respondió el cirujano, encogiéndose de hombros.
—En la prensa le han citado mucho por su opinión sobre el sistema de donación de órganos del Reino Unido —prosiguió Guy Batchelor, sin dejar de mirarle a la cara.
—Sí —confirmó, asintiendo enérgicamente, muy animado de pronto por el asunto—. ¡Por supuesto!
—Pensamos que quizá podría ayudarnos.
—Haré lo que pueda —dijo, inclinándose hacia ellos y, con una expresión que recordaba aún más la de un pájaro, sonrió abiertamente.
—Bueno —dijo Emma-Jane, casi como si le hubieran dado la entrada—. ¿No es cierto que casi el treinta por ciento de los pacientes del Reino Unido que esperan un trasplante de hígado se mueren antes de conseguirlo?
—¿De dónde ha sacado esa cifra? —preguntó él, frunciendo el ceño.
—Le cito a «usted», sir Roger. Eso es lo que escribió en un artículo de The Lancet, en 1998.
Frunciendo el ceño de nuevo, argumentó:
—Escribo muchas cosas. No puedo recordarlo todo. ¡Especialmente a mi edad! Lo último que oí es que la cifra oficial es del diecinueve por ciento... Pero, como todo, depende del criterio que se aplique. —Se echó adelante y cogió una jarrita de plata—. ¿Alguno de ustedes lo toma con leche?
«No lo recuerdas todo. Especialmente a tu edad. Pero aun así tienes una licencia de piloto de helicóptero, así que tu memoria no puede ser tan mala», pensó Guy Batchelor.
Cuando acabaron de servirse los cafés, el sargento preguntó:
—¿Recuerda el artículo que escribió en Nature, en el que criticaba el sistema de donaciones de órganos, sir Roger?
—Como les he dicho, he escrito muchos artículos —respondió, encogiéndose de hombros.
—También ha trabajado en muchos sitios, ¿verdad, sir Ro—ger? —insistió E. J.—. Entre ellos Colombia y Rumania.
—¡Vaya! —dijo él, aparentemente halagado—. ¡Parece que me han estudiado de cerca!
Batchelor le entregó al cirujano los tres retratos robot de los adolescentes muertos.
—¿Podría decirnos si ha visto alguna vez a estas tres personas, señor?
Sirius estudió cada una de las fotos unos momentos, mientras Batchelor lo observaba fijamente. Sacudió la cabeza y se las devolvió.
—No, nunca —dijo.
Batchelor volvió a meterlas en el sobre.
—¿Fue coincidencia que escogiera aquellos dos países para trabajar? El hecho es que ocupan posiciones destacadas en las listas de países implicados en el tráfico de órganos para trasplantes.
Sirius se lo pensó un rato antes de responder.
—Está claro que ambos han hecho sus deberes conmigo, pero me pregunto... Díganme algo: ¿entre sus datos no figura el hecho de que mi querida hija Katie muriera hace ahora diez años, a los veintitrés años de edad, de fallo hepático?
Sorprendido por esta revelación, Batchelor se giró hacia E. J. Ella parecía igualmente sorprendida.
—No —respondió él—. Siento oír eso. No, no lo sabíamos.
Sirius asintió, de pronto triste y compungido.
—No hay motivo para que lo supieran. Era parte de ese treinta por ciento, me temo. Ya ven, ni siquiera yo pude evitar someterme al sistema de donaciones que tenemos en este país. Nuestras leyes son extremadamente rígidas.
—Estamos aquí, sir Roger —dijo Emma-Jane— porque tenemos motivos para creer que algunos miembros de la profesión médica están saltándose esas leyes para ofrecer órganos a gente que lo necesita.
—¿Y creen que yo podría darles sus nombres?
—Eso es lo que esperamos.
Él esbozó una sonrisa.
—Cada pocos meses leen en Internet la historia de algún tipo que se ha emborrachado en un bar de Moscú y que acaba en una bañera llena de hielo con un riñón menos. Eso no son más que leyendas urbanas. En el Reino Unido, todos los órganos que llegan a los quirófanos para trasplantes están regulados por la UK Transplant. Ningún hospital británico podría obtener un órgano y trasplantarlo fuera del sistema. Es absolutamente imposible.
—Pero eso no es así en Rumania o Colombia, ¿no? —presionó Batchelor.
—Efectivamente. Ni en China, Taiwán o la India. Hay muchos lugares donde se puede ir y conseguir un trasplante, si tiene el dinero necesario y está dispuesto a correr el riesgo.
—Así pues —insistió Batchelor—, ¿usted no cree que haya nadie en el Reino Unido que esté haciendo esas cosas de forma ilegal?
—Mire —replicó el cirujano, irritado—, no es una cuestión de quitar un órgano de un sitio y meterlo en un receptor. Se necesita un equipo enorme: un mínimo de tres cirujanos, dos anestesistas, tres enfermeras, un equipo de cuidados intensivos y todo tipo de personal especializado de apoyo. Todos ellos con formación médica, y con toda la carga moral que supone. Estamos hablando de entre quince y veinte personas. ¿Cómo podrían evitar que toda esa gente se fuera de la lengua? ¡Eso es una tontería!
—Por lo que sabemos, puede que haya una clínica en este condado haciendo eso precisamente, sir Roger.
—¿Saben qué? —respondió Sirius, meneando la cabeza—. Ojalá la hubiera. Dios sabe que no nos iría nada mal que alguien se rebelara contra el sistema que tenemos. Pero ustedes están hablando de algo imposible. Además, ¿por qué iba a correr el riesgo nadie de hacer algo así aquí, cuando podría irse al extranjero y recibir un trasplante legalmente?
—Si me permite hacerle una pregunta delicada —dijo Batchelor—, ¿cómo es que usted, con su conocimiento, no se llevó a su hija al extranjero para que le hicieran allí el trasplante?
—Lo hice —respondió, tras unos momentos. Luego, en un acceso de rabia sorprendente, prosiguió—. Era un hospital mugriento de Bogotá. Nuestra pobre niña murió por una infección que cogió allí. —Se quedó mirando a los dos policías—. ¿De acuerdo?
Media hora más tarde, ya en el coche de vuelta a Brighton, Emma-Jane rompió el silencio que se había instaurado desde que habían salido de la casa de sir Roger Sirius; ambos estaban ordenando sus pensamientos.
—Me ha gustado —dijo ella—. Me ha dado pena.
—¿De verdad?
—Sí. Es evidente que está resentido con el sistema. Pobre hombre. Qué ironía, ser uno de los grandes cirujanos de trasplantes de hígado del país y que perdiera a su hija por una enfermedad hepática.
—Sí, un duro golpe —respondió Batchelor.
—Muy duro.
—Pero eso también le da un motivo.
—¿Para cambiar el sistema?
—O para oponerse a él.
—¿Por qué dices eso?
—Porque he estado observando sus ojos —dijo Batchelor—. Cuando miró los retratos robot, dijo que no reconocía a ninguno de ellos, ¿verdad?
—Sí.
—Pues estaba mintiendo.
86
A los ojos del observador casual —y ocasionalmente no tan casual—, algunos hombres pueden ser encasillados inmediatamente. Por su corte de pelo radical, su musculatura, su traje mal conjuntado o su paso decidido, se les reconoce, sin posibilidad de error, como policías o soldados de paisano. Sin embargo, a pesar de su pelo tan corto y su nariz de boxeador, Roy Grace tenía un perfil discreto que daba pocas pistas sobre su trabajo. Vestido con su abrigo tres cuartos, su traje azul marino, camisa blanca y sobria corbata, y con su voluminoso maletín en la mano, podía pasar por un ejecutivo o un asesor en un viaje de negocios, o quizá por un eurócrata, un médico o un ingeniero de camino a un congreso. Cualquiera que lo viera observaría también su porte autoritario, las pocas líneas de preocupación en la frente y la mirada casi en blanco, como si estuviera sumido en sus pensamientos, mientras avanzaba por la cinta transportadora.
Roy estaba inexplicablemente nervioso. El viaje no tenía complicaciones. Su viejo amigo, el Kriminalhauptkommissar Marcel Kullen, iba a recogerle en el aeropuerto y a llevarle directamente a las oficinas de la vendedora de órganos, a la que vería a solas. Mientras fuera con cuidado y no metiera la pata, todo iría bien. Una reunión rápida para sacarle información, y de vuelta a Inglaterra.
Sin embargo, tenía el estómago lleno de mariposas. Era el mismo nerviosismo que solía sentir cuando tenía una cita, y no tenía ni idea de por qué. Quizá fuera su cerebro, que le recordaba las expectativas puestas en su última visita a Múnich. ¿O sería simple fatiga? Llevaba varias noches durmiendo mal. En realidad, cuando dirigía una investigación por asesinato nunca tenía una noche de descanso completo, y este caso en particular parecía tener muchos elementos fluctuantes. Además, para acabar de arreglarlo, tenía unas ganas locas de impresionar al nuevo comisario.
Echó un vistazo al reloj y aceleró el paso, adelantando a varias personas, hasta que se encontró el camino bloqueado por una madre de aspecto agobiado con un carricoche y cuatro niños pequeños. Estaban llegando al final de aquel tramo de cinta, así que esperó un momento, luego rodeó a la familia y se metió a toda prisa en el tramo siguiente. Pasó junto a un expositor con un Audi TT de color escarlata —un modelo más moderno que el de Cleo— rodeado de grandes carteles en alemán. No los entendía, pero suponía que anunciaban el coche como premio de algún concurso. No le iría mal ganar un coche, pensó, para reemplazar su destartalado Alfa Romeo. Seguro que los cabrones de la compañía de seguros le harían una oferta disuasoria que no le alcanzaría ni para comprarse un ciclomotor de segunda mano.
Luego pasó junto a un bar, un quiosco Relay y una librería, y después junto a una puerta de embarque vacía. Las caras en la cinta del otro lado iban pasando una tras otra, gente de todas las edades, la mitad de ellos hablando por el móvil.
Se fijó en una joven pelirroja muy guapa con un abrigo de cuero con apliques de piel, que estaba cada vez más cerca. Estaba imponente. Vio su bolso, grande y elegante, y su maleta con ruedas, y se preguntó si sería una modelo, o una supermodelo, o comoquiera que las llamaran últimamente. Siempre le habían atraído las pelirrojas, pero, en realidad, nunca había salido con ninguna.
«Qué raro», pensó. Antes de que empezara su relación con Cleo, habría mirado a aquella chica con detenimiento, pero ahora no sentía deseo por nadie más que por Cleo. Aquella pelirroja era una de las pocas mujeres a las que había mirado dos veces en los últimos meses. Mientras avanzaba la cinta, volvió a reflexionar en su suerte, en la increíble suerte que tenía, por querer a aquella admirable mujer.
Cuatro ejecutivos japoneses que hablaban animadamente pasaron en dirección contraria. Tenía los nervios más de punta aún. Le chillaban desde dentro. Casi sentía la carga estática en el aire. ¿Le habría afectado el vuelo?
Luego pasaron dos homosexuales de poco más de veinte años, con chaquetas de cuero casi a juego, cogidos de la mano. Uno tenía la cabeza rapada. El otro, mechas rubias. Él siguió adelante y los perdió enseguida de vista. Se encontró con la cinta bloqueada por un gran grupo de adolescentes, todos con mochilas, que evidentemente partían en busca de aventuras.
Entonces, sobre la cinta paralela a la suya, tras una pareja de ancianos que ocultaban el resto del rostro, la imagen de una cabellera castaño claro le recordó por un momento a Sandy.
Fue como un puñetazo en el estómago.
Se quedó paralizado.
Entonces su teléfono sonó. Un mensaje. Bajó la vista durante una fracción de segundo.
La llamada de Hans-Jürgen se cortó de golpe otra vez, como si hubiera entrado en un túnel. ¿Por qué el muy tonto escogía siempre los lugares con la peor cobertura posible para llamarla? Aquello la ponía de los nervios. Claro que ahora ya no había nada que la pusiera «realmente» de los nervios; no como antes.
El control de la ira era parte del proceso mental de renacimiento de la Asociación Internacional de Espíritus Libres. Los cienciólogos defendían el estado de «claro», bajo su lema universal: «El puente a la felicidad total». La organización por la que los había abandonado ofrecía una regeneración mental similar, pero a través de un proceso menos agresivo, y no tan caro.
Sandy aún era una principiante, pero al bajar de la cinta transportadora y emprender los pocos metros que la separaban de la siguiente, pasando junto a un limpiabotas y un pequeño bar, se sintió satisfecha al comprobar que el acceso inicial de malhumor que había sentido con la llamada de Hans-Jürgen se había extinguido inmediatamente, como la llama de una cerilla al viento.
Aquélla era una de las cosas que sus nuevos maestros le estaban enseñando: ser un «espíritu libre» era ser una llama al viento, pero no la de la mecha de una vela o la de un encendedor. Porque si necesitabas aferrarte a algo para sobrevivir y luego tu punto de apoyo desaparecía, también desaparecías tú. Te extinguías.
Tenías que aprender a arder libremente. Así nunca te extinguirías. Todo «espíritu libre» buscaba convertirse un día en una llama que flotara libremente al viento.
Se quedó mirando a las personas que iban pasando por la cinta en sentido contrario. Gente pendiente de los correos electrónicos de su BlackBerry, a los teclados de sus iPhone, de sus horarios de salida, de sus preocupaciones económicas, de su sentimiento de culpa. De sus cosas. No se daban cuenta de que nada de aquello importaba. No se daban cuenta de que ella era una de las pocas personas del planeta que sabían cómo liberarlos.
Se quedó con una de las caras. Un hombre de aspecto realmente triste, alto y encorvado, mal peinado, con gafas de sol Porsche y una de esas chaquetas de piel de cuello redondo cubiertas de insignias y marcas relacionadas con los coches o las motos, diseñadas para dar la impresión de que su portador es alguien en el mundo del motor.
«Yo podría liberarte», pensó.
Tras él había un grupo de ruidosos adolescentes con mochilas. Se metían unos con otros. Luego le volvió a sonar el teléfono.
Intentó responder, pero no consiguió apretar el botón con los guantes puestos, se le cayó al suelo e inmediatamente se agachó a recogerlo.
Cuando Roy Grace volvió a levantar la vista de la pantalla de su teléfono, la mujer había desaparecido.
«¿Me lo he imaginado?» Un momento antes, estaba seguro de haber visto el cabello de una mujer, del mismo color que el de Sandy, tan característico, tras los sombríos rostros de aquellos ancianos que se acercaban a él. Volvió a mirar la pantalla del móvil y apretó una tecla para abrir el mensaje siguiente: «Eh colega. Estoy en el mar. Aún no he vomitado. ¿Cómo va?».
Redactó una respuesta y la envió: «Yo tampoco».
Por curiosidad, miró hacia atrás. La mujer con el cabello del mismo color que Sandy había vuelto a aparecer, tras la pareja de ancianos, e iba alejándose.
Una vez más sintió aquel puñetazo en el estómago. Se giró, se hizo un hueco y pasó junto a un hombre con gabardina evidentemente molesto y avanzó unos pasos en dirección contraria al sentido de la cinta, medio andando, medio corriendo. Luego se abrió paso entre los miembros de una tripulación, todos uniformados y con sus maletas.
Entonces se detuvo.
«Imbécil.»
«¡Venga, hombre! ¡Recupera la compostura!»
Unos meses atrás, quizás habría seguido corriendo tras ella, por si acaso...
Sin embargo, en esta ocasión se dio la vuelta y reemprendió el camino hacia la tripulación, disculpándose con las pocas palabras que sabía en alemán.
—Entschuldigung. T'schuldigung. Danke!
87
Los cuatro llevaban despiertos toda la noche y tenían frío, estaban empapados y agotados. Por si fuera poco, Raluca estaba de los nervios y se mostraba cada vez más agitada. Le dijo a Ian Tilling que necesitaba dinero enseguida para ir a comprarle material a su camello.
Ninguna de las tres rumanas sabía qué quería decir cuando, en un estallido de frustración, Tilling dio un puñetazo en la mesa de aquel café lleno de humo y gritó:
—¡Esto es como buscar una jodida aguja en un pajar!
Pero captaron el mensaje.
Estaban en un café, en una de las barracas de chapa de aquel barrio, entre las que también había una carnicería y un colmado. Muy cerca de allí había una calle llena de basura y sin asfaltar que atravesaba el Sector Cuatro, una de las principales arterias periféricas de Bucarest. La nieve se encargaba de limpiar la calle, cubriendo la basura de blanco.
Tilling mascaba con voracidad un enorme panecillo de pan seco con algún tipo de carne en el centro. No tenía ni idea de qué clase sería. Estaba muerta y tenía la consistencia del cuero, pero eran proteínas.
Estaba despierto gracias a la cafeína. Ileana, Andreea y Raluca, todas ellas medio dormidas, estaban fumando. Se enfrentaban a una misión casi imposible. En una ciudad de dos millones de habitantes, diez mil vivían apartados de la sociedad. Diez mil, en su mayoría jóvenes, cuya moneda común era el silencio y la desconfianza.
Durante las catorce horas anteriores habían peinado las chabolas del sector, siguiendo la red de tuberías de calefacción, y se habían metido en tantos agujeros bajo la carretera que habían perdido la cuenta. Pero de momento nada. Nadie conocía a Simona. O, si la conocían, no lo decían.
Tilling bostezó; el cansancio le traía recuerdos. Se había olvidado del agotamiento extremo que comportaba, a veces, ser policía. Los días —y las noches— en que tenías que seguir adelante, alimentándote de adrenalina, animándote con cada pequeño avance.
Era una de las mejores sensaciones del mundo.
—Por favor, señor Ian, yo tengo que irme ya —dijo Raluca.
—¿Cuánto necesitas? —le preguntó Tilling, sacando su vieja cartera.
Frotándose los pulgares ansiosamente, balanceándose adelante y atrás en la silla y sin quitarle el ojo a la cartera, como si tuviera miedo de que pudiera desaparecer si dejaba de mirarla, dijo:
—Ciento cuarenta leis.
Luego recogió el cigarrillo del cenicero y le dio una enorme calada.
A Ian no dejaba de asombrarle la cantidad de dinero que necesitaban los heroinómanos para sus dosis. Aquello era más de lo que podría ganar Raluca en un trabajo normal en una semana. No era de extrañar que se prostituyera. A menos que se dedicara a robar o a estafar, no podría ganar tanto dinero de ningún otro modo.
Al borde de la desesperanza —pero no del abandono—, mientras contaba billetes, Tilling llamó al dueño. Era un hombre mayor, barbudo, que llevaba un delantal sobre un peto marrón y que, después de vivir y sobrevivir a la época de Ceaucescu, parecía haber encontrado cierto nivel de satisfacción tras aquella expresión de tristeza resignada. El ex policía británico le preguntó si sabía de algún lugar allí cerca donde vivieran niños de la calle. Conocía muchos, respondió, ¿y quién no? Algunos entraban allí, a media tarde, justo antes de cerrar, para apurar restos de comida, o para pedirle el pan duro antes de que lo tirara.
—¿Alguna vez ha visto a una chica y a un chico que van juntos? —preguntó Tilling—. El tiene unos dieciséis años; ella tiene unos trece, pero probablemente parecen mayores.
En la calle se envejece rápido.
Los ojos del hombre se iluminaron sólo levemente, pero todos se fijaron en ello.
—La chica se llama Simona —dijo Raluca—. Y el chico, Romeo.
—¿Romeo? —El hombre frunció el ceño.
—Seguro que lo reconocería —se apresuró a añadir Raluca, animada por la visión del dinero—. Tiene la mano izquierda atrofiada, el pelo corto y negro y los ojos grandes.
El hombre parecía cada vez más seguro.
—Esa chica que va con él, ¿tiene el pelo largo? ¿Largo y castaño? ¿Y lleva un chándal de colores, siempre el mismo?
Raluca asintió.
—¿Tienen un perro? A veces traen el perro, y le encuentro algún hueso.
—¡Un perro! —Raluca se animó aún más—. ¡Un perro! ¡Sí, tienen un perro!
—Algunos días vienen por aquí.
—¿Siempre a la hora de cerrar? —preguntó Tilling.
—Depende. —Se encogió de hombros—. A diferentes horas, algunos días. Otros días no los veo. ¡Yo prefiero a los clientes! —Se rio de su propia broma, y luego añadió—. ¡Qué estupidez, ya se me olvidaba! La chica ha estado aquí esta mañana. Me ha pedido un hueso, un hueso especial. Me dijo que se iba y que quería darle un hueso al perro como regalo de despedida.
—¿Le dijo adónde se iba? —preguntó Tilling, que sentía que el pánico crecía en su interior.
—Sí, creo que de crucero al Caribe —dijo él. Luego volvió a sonreír—. Yo le pregunté, pero no me lo dijo. Sólo dijo que se iba.
—¿Tiene idea de dónde viven?
Él abrió los brazos y se encogió de hombros.
—Cerca. En algún lugar por aquí, creo. En la calle, bajo la calle, no lo sé.
Tilling miró su reloj. Era poco más de mediodía. Muy pronto Raluca dejaría de funcionar bien si no conseguía su dosis, y la necesitaba para identificar a Simona e —igualmente importante— para hablar con ella. Era más probable que Simona y Romeo creyeran a una amiga suya que a él. Pero si le daba a Raluca el dinero, podía desaparecer, conseguir su dosis y luego dejarse caer en el primer lugar que encontrara.
—Raluca, te llevaré en coche a ver a tu camello, ¿vale? Luego volvemos y vamos a buscarlos.
Raluca vaciló. Luego echó un vistazo a través de la ventana al deprimente paisaje de la calle, cada vez más nevada, y asintió.
Tilling pagó y salieron. Daba la impresión de que la temperatura había bajado aún más en el tiempo que habían pasado allí dentro. No se podía sobrevivir en la calle con aquel clima. Si Simona y Romeo estaban cerca, como sugería el hombre, muy probablemente estarían en el subsuelo, cerca de alguna tubería de calefacción. Pero había cientos de agujeros en las calles que daban a las guaridas subterráneas de los indigentes. Y ya sólo les quedaban unas horas de luz.
88
En algún lugar del centro de cada ciudad importante que visitaba, había siempre una calle que destacaba entre las demás. La típica calle en la que Roy Grace sabía, sin tener que mirar los precios en los escaparates —si es que los precios estaban indicados—, que no podía permitirse comprar nada.
Ahora estaba entrando en una calle así.
—Maximilianstrasse —le informó Marcel Kullen, mientras atravesaban las vías del tranvía y entraban en una grande y elegante avenida con bonitos y regios edificios neogóticos a los lados. Algunos tenían pórticos con columnas, otros pilares de mármol y la mayoría, a nivel de la calle, presentaban llamativos escaparates bajo unas refinadas marquesinas. Grace leyó algunos de los hombres: Prada, Todd, Gucci.
Incluso el BMW gris del policía alemán, algo viejo pero inmaculado, parecía estar algo fuera de lugar en aquella calle, entre el constante desfile de limusinas con chófer, Porsches, Ferraris, Bentleys y modernos Minis, Fiat Cinquecentos y Smarts, la mayoría de ellos impecables, a pesar de la suciedad de la nieve, que llegaba al tobillo.
Sentado en el asiento del acompañante, Grace tenía en la mano el montón de registros telefónicos que el Kriminalhauptkommissar, fiel a su palabra, le había entregado. Aunque estaba ansioso por analizarlos, había sido educado y había charlado con Kullen durante los treinta minutos de trayecto desde el aeropuerto.
El alto y apuesto alemán le puso al día sobre su esposa y sus hijos y, a pesar de las protestas de Grace, que le dejó claro que ya no le interesaba buscar a Sandy, Kullen le hizo un repaso de todos los esfuerzos hechos por su equipo en la Landeskriminalamt para encontrar cualquier rastro, aunque sin suerte.
Dejaron a la derecha la imponente fachada del hotel Four Seasons, y luego Kullen paró frente a un elegante café con un tentador escaparate lleno de pasteles y con una clientela que parecía componerse exclusivamente de mujeres con largos abrigos de pieles.
El policía alemán señaló un interfono de latón en un pilar de mármol y la puerta de al lado.
—Ahí está la empresa —dijo—. Buena suerte. Yo esperaré a ti.
—No hace falta que hagas eso. Puedo tomar un taxi de vuelta al aeropuerto.
—Fuiste muy amable conmigo cuando estuve en Inglaterra, hace cuatro años. Ahora yo estoy... ¿Cómo decís? ¿A tu servicio?
Grace sonrió y le dio una palmada en el brazo.
—Gracias. Te lo agradezco mucho.
—Espero que sí.
Mientras salía del coche y sentía el azote del aire gélido, un copo de aguanieve le cayó en la mejilla. Cogió su maletín del asiento trasero, entró en el portal y miró los nombres que figuraban en el panel del interfono: «Diederichs Buchs GmbH», «Lars Schafft Krimi» y, el tercero, «Transplantation-Zentrale».
Desde que había salido del aeropuerto ya no estaba tan nervioso, y en el momento de apretar el timbre se sentía bastante relajado, aunque quizás un poco cansado por el madrugón. Inmediatamente se encendió una luz intensa procedente de encima del panel y le iluminó la cara. Una voz de mujer le preguntó el nombre con acento alemán, y luego le dijo que subiera al tercer piso.
Un momento más tarde la puerta se abrió con un clic. La empujó y entró en el estrecho vestíbulo, cubierto con una elegante moqueta roja, en el que se encontró un mostrador y, tras él, un robusto guardia de seguridad que le pidió que firmara con su nombre en un registro. Escribió «Roger Taylor» y garabateó una firma falsa debajo. Luego el guardia le señaló el antiguo ascensor de hierro forjado. Subió hasta el tercer piso y salió a un recibidor grande y suntuoso, enmoquetado en blanco donde ardían unas cuantas velas blancas perfumadas que desprendían un agradable olor a vainilla.
Una mujer joven de pelo corto y negro y vestida con gusto esperaba sentada tras un recargado escritorio antiguo.
—Guten Morgen, Herr Taylor —le saludó, con una sonrisa—. Frau Hartmann le resibirá enseguida. Porr favorr, siéntese. ¿Quierre algo de beberr?
—Un café sería estupendo.
Grace se sentó en un duro sofá blanco. Enfrente, en una mesita de vidrio, había un montón de folletos de la empresa. En las paredes había fotografías enmarcadas de gente de aspecto feliz. Tenían edades diversas, desde niños pequeños jugando hasta un anciano sonriente en la cama de un hospital. No hacían falta pies de foto. Evidentemente, eran clientes satisfechos de la Transplantation-Zentrale.
Cogió uno de los folletos y estaba a punto de empezar a leerlo cuando tras la secretaria se abrió una puerta de la que salió una mujer sorprendentemente guapa y decidida. Supuso que tendría poco más de cuarenta años. Llevaba una melena rubia perfectamente peinada, a la altura de los hombros. Lucía un traje chaqueta negro entallado, unas brillantes botas negras y varios pedruscos en los dedos, entre ellos el de la alianza.
—¿Señor Taylor? —dijo, con un cálido acento gutural, acercándose hacia él envuelta en una nube de perfume, con la mano extendida.
—¿Marlene Hartmann?
Él se la estrechó, sintiendo la presión de sus anillos en la carne.
Marlene Hartmann se quedó de pie un momento, contemplándolo con aquellos ojos grises, luminosos e inquisitivos, como si lo estuviera evaluando. Entonces le brindó lo que parecía ser una sonrisa de aprobación.
—Sí —dijo ella—. Me alegro de que haya venido. Por favor, pase a mi despacho.
La mezcla de considerable belleza física y atractivo sexual, combinado con aquel aire distante y profesional, le recordó a Alison Vosper. Aquella mujer sin duda tenía aspecto de ser de las que no aguantaban muchas bromas.
Le hizo pasar a un despacho que le hizo caer en la cuenta, por primera vez, de lo similares que eran los gustos de Cleo y de Sandy en cuanto a mobiliario. Aquella sala podría haber sido decorada por cualquiera de las dos. Tenía moqueta blanca en el suelo y las paredes también eran del blanco más puro, roto únicamente por un tríptico de pinturas abstractas blancas enmarcadas en negro. Había un escritorio curvo lacado en negro con un ordenador encima y algunos objetos personales, algunas plantas bien cuidadas y, situadas estratégicamente por la sala, unas esculturas abstractas sobre pedestales. Aquí también ardían velas aromáticas en varios puntos, con el mismo olor a vainilla, aunque casi quedaba ahogado por el penetrante perfume de la mujer. A Grace le gustaba, pero le parecía algo masculino.
Frente al escritorio había dos sillas con el respaldo alto que parecían proceder de un museo de arte moderno y él se sentó, como era de rigor, en una de ellas. Era ligeramente más cómoda de lo que parecía.
Marlene Hartmann se sentó frente a él, tras su mesa, abrió un cuaderno de piel y cogió una pluma negra.
—Bueno, en primer lugar dígame, señor Taylor: ¿en qué puede ayudarle Transplantation-Zentrale? Y quizás, en primer lugar, ¿cómo ha oído hablar de nosotros?
Atento a no caer en una trampa para elefantes, Grace respondió:
—Les he encontrado en Internet.
Por el modo en que asentía, a modo de aprobación, parecía que la respuesta le satisfacía. «Gut.»
El motivo por el que he venido a verla es que mi sobrino —el hijo de mi hermana—, que tiene dieciocho años, sufre de un fallo hepático. Mi hermana se teme que quizás el trasplante que debería salvarle la vida no llegue a tiempo.
Hizo una pausa mientras la secretaria le traía la taza de café y una jarrita de lo que pensó que sería leche, pero que, al verterlo, resultó ser crema.
—¿Vive aquí, señor Taylor?
—En Brighton, en Sussex.
—En su país tienen un sistema, creo, que es... ¿Cómo lo dicen en inglés? Un poco arborario. No, arbitrario.
—Podríamos decirlo así —coincidió él, mostrando entusiasmo con el fin de conectar con aquella mujer y ganarse su confianza.
Luego, echándose hacía delante, ella apoyó los codos sobre la mesa, cruzó los dedos, presentando una manicura exquisita, y apoyó en ellos la barbilla, fijando la vista, casi como si quisiera seducirle, en lo más profundo de sus ojos.
—Dígame. ¿Su sobrino tiene un fallo hepático crónico o agudo?
De pronto, horrorizado, Grace se vio completamente desarmado. El jodido agente de documentación no le había indicado la diferencia entre ambas cosas. «Agudo» parecía la respuesta más evidente. Sonaba a urgencia. «Crónico», por lo que él sabía, quería decir que era una enfermedad con la que se podía vivir años.
—Fallo hepático agudo —respondió.
Ella tomó nota. Luego volvió a mirarle.
—¿Y qué margen de tiempo cree que tiene su sobrino?
—Quizás un mes —respondió—. Después puede que no esté en condiciones siquiera de soportar un trasplante.
—¿En qué hospital está?
—Ha recibido tratamiento en el Royal South London, pero actualmente está otra vez en casa.
—¿Y cuál es exactamente la enfermedad que sufre?
—Hepatitis autoinmune —dijo—. Últimamente le ha provocado una cirrosis grave.
Ella también tomó nota de aquello con una mueca, como si comprendiera la gravedad del asunto.
—¿Puede decirme qué tipo de servicio podría proporcionar su empresa?
—Bueno —dijo ella—. Se está acercando el periodo de vacaciones de Navidad, así que creo que deberíamos actuar con rapidez. Normalmente el trasplante y los cuidados postoperatorios se dispensan en una clínica a una distancia cómoda del hogar del receptor. Si el presupuesto es un problema, hay algunas alternativas más baratas, como hacer la operación en China, la India u otros países, por ejemplo.
—¿Cuánto cuesta un trasplante de hígado en el Reino Unido?
—¿Sabe qué grupo sanguíneo tiene su sobrino?
—AB negativo.
Los ojos de ella se iluminaron y levantó las cejas imperceptiblemente.
—No es muy común.
—Lo sé.
—Nuestro precio por un hígado es de trescientos mil euros. Necesitamos el cincuenta por ciento por adelantado, antes de empezar a buscar, y el otro cincuenta por ciento a la entrega, antes de que se inicie el trasplante. Garantizamos que encontraremos un hígado compatible en menos de una semana desde la entrega del primer pago.
—¿Incluso con un grupo sanguíneo poco frecuente?
—Por supuesto —respondió ella, segura de sí misma.
—Así, dado que mi sobrino vive en Brighton, en Sussex, en Inglaterra... ¿Dónde tendría lugar el trasplante?
—Brighton es una ciudad muy bonita —dijo ella.
—¿Ha estado allí?
—¿En Brighton? Ja, claro. Con mi marido, hicimos un recorrido por Inglaterra.
—Así pues, ¿cuentan con alguna clínica cerca de Brighton?
—Tenemos instalaciones en todo el mundo, señor Taylor. Tiene que confiar en nosotros. En algunos lugares tenemos instalaciones para trasplantes de hígado y riñón, en otros para corazón y pulmones, y en otros para los cuatro. Puedo darle referencias de gente muy satisfecha con nuestro servicio. Personas que no estarían vivas hoy sin nuestra intervención. Pero no hay ninguna presión. En su país, mil personas mueren cada año por falta de un órgano para una operación que les podría haber salvado. Sin embargo, un millón doscientas cincuenta mil personas mueren cada año en accidentes de tráfico en todo el mundo. En Transplantation-Zentrale no somos más que intermediarios. Reconfortamos a los seres queridos de las personas que han muerto de forma repentina y trágica, dándole un uso a sus órganos, que salvarán la vida de otras personas. Así, esas personas encuentran cierto sentido a la muerte del ser querido. ¿Lo entiende?
—Sí. ¿Qué trasplantes hacen en Sussex?
—Hígado y riñones —respondió, y le miró con expresión interrogativa —. ¿Usted lleva un carné de donante encima?
—No —respondió él, sonrojándose.
—Ni usted ni la mayoría de las personas. Sin embargo, si se despierta mañana y el riñón le falla, señor Taylor, estará agradecido de que otra persona lo lleve.
—Bien pensado. Dígame algo. ¿No hay nadie en la zona de Brighton que haya recurrido a sus servicios y con quien pudiera hablar?
—Comprenderá que mantenemos la confidencialidad de nuestros clientes.
—Naturalmente.
—Comprobaré nuestros registros y, si hay alguien en su zona, me pondré en contacto con ellos y veré si quieren hablar con usted.
—Gracias. ¿No puede decirme qué clínica usarán?
Ella se mostró evasiva.
—Lo siento, pero eso dependerá de la disponibilidad de quirófanos. No tomaremos una decisión hasta que se acerque el momento.
—¿Una institución privada o de la red pública?
—No creo que su sistema de Seguridad Social se muestre muy deseoso de cooperar, señor Taylor.
—¿Porque esto es ilegal?
—Si quiere llamar a salvar la vida de su sobrino «ilegal», pues sí. Correcto. —Miró su reloj—. Tengo que tomar un avión, así que lo siento, pero, dado que ha llegado usted tarde, tenemos que dejarlo aquí. ¿Querrá pensar en lo que le he dicho? ¿Llevarse información nuestra a su casa? Aquí nunca tenemos que esforzarnos en vender nuestros productos. ¿Por qué? Porque, sencillamente, siempre hay gente desesperada. Y siempre hay órganos. Ha sido un placer conocerle, señor Taylor. Tiene mi dirección electrónica y mi número de teléfono. Estoy disponible veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
La limusina de Marlene Hartmann estaba esperando en la calle y ella se mostraba impaciente por llegar al aeropuerto: tenía el tiempo justo. Pero se quedó sentada a su mesa hasta que vio por la cámara de circuito cerrado que Roy Grace había salido del edificio. Luego se descargó al teléfono móvil dos fotografías capturadas con la cámara y se las envió por mensaje a Vlad Cosmescu, en Brighton, pidiéndole que identificara a aquel hombre urgentemente.
«Señor Taylor, es usted un mentiroso», pensó.
Tras diez años vendiendo órganos, conocía su mercado bastante bien. Sabía cómo funcionaba el sistema en el Reino Unido. Si un paciente sufría de un fallo hepático «agudo», inmediatamente lo ponían en la lista de trasplantes y lo hospitalizaban. No podía quedarse en casa. Roger Taylor, si es que aquél era su nombre real —y sospechaba que no lo era— había caído en la primera trampa. ¿Quién sería? ¿Y por qué habría ido a verla? Por la actitud de aquel hombre y el tipo de preguntas que hacía, sospechaba que ya conocía la respuesta.
Entonces, cuando se disponía a marcharse, sonó el teléfono y, de pronto, se le complicó el día.
89
Con el buen tiempo y la enorme extensión de agua del canal de la Mancha a su alrededor, las condiciones para la inmersión —a pesar de que la temperatura del agua se aproximara al punto de congelación— eran todo lo buenas que se podía pedir. Comparado con un lago infestado de algas o un canal mugriento con carritos de la compra, alambre de espino y trozos de metal cortante atrapados, aquello era, como solían decir los de la Unidad de Rescate Especializado, una «inmersión Gucci». Pero en los dos monitores que transmitían imágenes de las cámaras de vídeo de los submarinistas no había más que una nube gris.
Jon Lelliott —más conocido como JIPE—, con la ayuda de Chris Dicks, Clyde, habían identificado ya el barco como el Scoob-Eee. Y habían encontrado en la cabina de proa un cuerpo que estaban sacando a la superficie.
El resto de los miembros del equipo, acompañados por Glenn Branson, que se sentía algo mareado —aunque mucho mejor que en su última salida al mar—, observaban desde la borda la masa de burbujas que afloraba en la superficie alrededor de los tubos amarillos, azules y rojos del aire y de voz, y las cuatro cuerdas con las que se había sumergido la bolsa de flotación. Unos momentos después apareció la cabeza de JIPE, con las gafas puestas, acompañada unos segundos más tarde por un cuerpo que salía al exterior entre un torrente de burbujas.
—¡Mierda! —exclamó Gonzo.
Branson apartó la mirada, haciendo un esfuerzo para no devolver el desayuno.
JIPE empujó el cuerpo, que, sujeto a las bolsas de flotación, flotaba sobre el agua, y lo acercó al costado del yate.
Entonces varios componentes del equipo, con la torpe colaboración de Glenn Branson, tiraron de las cuerdas e izaron el pesado cuerpo, empapado de agua, por la borda de la embarcación, hasta superar la baranda.
El ingeniero que había diseñado aquella embarcación probablemente tenía en la mente que la cubierta posterior la ocuparían ricos playboys y bellas fulanas en topless. Probablemente nunca imaginaría la imagen con la que ahora se encontraba el equipo de la URE y el desventurado sargento.
—Pobre tío —dijo Arf.
—¿Seguro que es Jim Towers? —le preguntó Tania Whitlock.
Aunque estuviera al mando de la Unidad de Rescate Especializada, la sargento llevaba con el equipo menos de un año y no conocía tan bien todas las caras del puerto como su equipo.
Él asintió con gravedad.
—Sin duda —confirmó Gonzo—. Yo he trabajado con él unos cinco años. Ése es Jim.
El cuerpo del hombre estaba atado, hasta el cuello, con cinta adhesiva americana gris, de la que asomaba sólo la cabeza, en la que únicamente tenía un trozo de cinta, sobre la boca. Arf se agachó, tiró de ella y la arrojó por la borda.
—Hijos de puta —dijo—. Los odio.
A Glenn le resultaba evidente por qué.
La parte inferior del rostro del muerto, con una espesa barba, estaba intacta, aparte de los trozos que le habían arrancado de los labios. Pero la mayor parte de la piel de los pómulos y de la frente y los músculos y los tendones del interior habían desaparecido, dejando a la vista fragmentos de hueso del cráneo. Tenía la cuenca de un ojo vacía. En la otra estaban los restos del globo ocular, reducido al tamaño de una pasa.
—No creo que pida cóctel de cangrejo con aguacate durante un tiempo —bromeó Glenn, intentando hacer de tripas corazón.
—¿A alguien le apetece un funeral en alta mar? —preguntó Juice.
Nadie levantó la mano.
90
Vlad Cosmescu era un hombre preocupado. Estaba sentado a su mesa, con el ordenador delante, y ya no disfrutaba de las vistas del litoral de Brighton. Cada media hora aproximadamente comprobaba, obsesivamente, las últimas noticias en la versión por Internet del periódico local, Argus.
Estaba mortificado desde aquella llamada de teléfono de la semana anterior.
La has cagado.
Durante años, aquella ciudad había sido un chollo para él. Con dinero y chicas en abundancia. Le daba el dinero necesario para mantener a su hermana retrasada en un buen centro. Y para llevar un estilo de vida que en otro tiempo sólo habría podido soñar.
Siempre había sido cuidadoso hasta la obsesión. Se había ganado la confianza de sus jefes y había ido creando poco a poco su negocio en la ciudad. Las salas de masaje. Las agencias de chicas de compañía. Los lucrativos negocios de la droga. Y, más recientemente, la conexión alemana.
El comercio de órganos era el mejor negocio de todos. Cada trasplante realizado con éxito suponía miles de libras que acababan en su bolsillo. Y de ahí, directamente, a su cuenta en Suiza.
Si había aprendido algo de su país de adopción, era que la Policía estaba obsesionada con el tráfico de drogas. Todo lo demás quedaba en segundo plano. Y a él aquello le iba muy bien.
Todo iba perfectamente. Hasta Jim Towers.
Quizás el capitán se había equivocado realmente echando aquellos cuerpos en una zona de dragado. Pero él no lo creía. Towers había intentado joderle, cualquiera que fuera el motivo. ¿Ética? ¿Chantaje? De pronto el teléfono sonó: un mensaje de texto.
Era de su principal fuente de ingresos: Marlene Hartmann, desde Múnich.
Al igual que él mismo, para dificultar la localización por parte de la Policía, compraba un nuevo teléfono móvil prepago cada semana.
El texto decía: «¿Conoces a este hombre?».
Había dos fotografías adjuntas. Las abrió. Unos momentos más tarde, estaba buscando un cigarrillo.
La primera vez que había instalado su negocio en la ciudad, se preocupó de conocer la cara de todos los policías que pudieran acabar mostrando interés por él. Y había seguido la carrera de éste en particular, gracias al periódico Argus, durante varios años. Había sido testigo de cómo había ido ascendiendo.
Marcó el número.
—Superintendente Roy Grace, del DIC de Sussex —le informó.
—Acaba de estar en mi despacho.
—A lo mejor necesita un órgano.
—No lo creo —dijo ella, sarcástica—. Pero creo que deberías saber que acabo de recibir una llamada de sir Roger Sirius. La Policía ha ido a interrogarle a su casa hoy mismo, esta mañana.
—¿Sobre qué?
—Creo que no querían más que tantear el terreno. A ver qué pescaban. Pero deberíamos poner en marcha la Alternativa Uno inmediatamente. ¿De acuerdo?
—Sí, yo diría que sí.
—Voy a poner todo en marcha. Mantente a la espera —le ordenó.
—Estoy listo.
Marlene Hartmann colgó con su habitual brusquedad.
Cosmescu encendió el cigarrillo y se lo fumó nerviosamente, pensando a toda prisa, repasando la lista de la Alternativa Uno mentalmente. No le gustaba que la Policía hubiera ido a ver al cirujano y a la vendedora de órganos, y menos que hubiera sido el mismo día. Eso no podía significar nada bueno.
De pronto llamó su atención una noticia que apareció en la pantalla: «Aparece cuarto cuerpo en el canal», decía el titular.
Leyó las primeras líneas del artículo. Un equipo de submarinistas de la Policía que había salido en busca del barco pesquero Scoob-Eee, registrado en Shoreham, había recuperado un cuerpo de entre los restos.
«Futu-i! —pensó—. Oh mierda, mierda, mierda.»
91
Lynn estaba sentada en su lugar de trabajo, con un nudo en la garganta por la ansiedad. Tenía enfrente el bocadillo de atún que había traído para almorzar, al que le había dado un pequeño bocado, junto a su manzana intacta.
No tenía apetito. Sentía mariposas en el estómago y estaba hecha un manojo de nervios. Aquella noche, después del trabajo, tenía una cita. Pero las mariposas no eran de las que solían provocarle la emoción previa a un encuentro con su novio cuando era adolescente. Eran más bien como oscuras polillas atrapadas. Su cita era con el odioso Reg Okuma. O, más específicamente, por lo que a ella respectaba, era con sus 15.000 libras en efectivo, tal como le había prometido.
Aun así, por lo que había dejado entender aquella mañana al teléfono, él esperaba algo más que una copa rápida.
Cerró los ojos un momento. Caitlin estaba empeorando día a día. A veces daba la impresión que de hora en hora. Esa mañana, su madre le estaba haciendo compañía. La Navidad estaba al caer. Marlene Hartmann le había garantizado un hígado antes de una semana tras la recepción del primer pago, y ahora aquello ya estaba hecho. Pero independientemente de las promesas de la vendedora de órganos —y de todas las referencias que había pedido para quedarse tranquila— la realidad era que en Navidad mucha gente cerraba, y que las ruedas de quien no lo hacía giraban a un ritmo más lento.
Ross Hunter la había llamado por teléfono horas antes, para implorarle que llevara a Caitlin al hospital.
—Sí, para que muera allí, ¿verdad?
Una de sus colegas, una joven alegre y amable llamada Nicky Mitchell, se le acercó y le dejó un sobre cerrado sobre la mesa.
—¡Tu amigo invisible! —dijo.
—Vale, gracias.
Lynn se quedó mirando el sobre, preguntándose a quién, de entre sus compañeros, le tocaría comprar un regalo. Normalmente aquello le habría hecho ilusión, pero ahora mismo no era más que otra molestia.
En la gran pantalla de la pared, enfrente, se leían las palabras: «¡BOTE DE NAVIDAD!», rodeadas de arbolitos festivos y monedas de oro girando. El bote superaba ya las 3.000 libras. En aquella oficina todo olía a dinero. Estaba segura de que, si abría a sus colegas por la mitad, de sus venas saldrían monedas en lugar de sangre.
Todo aquel dinero. Millones. Decenas de millones.
¿Y por qué, entonces, le costaba tanto encontrar las últimas quince mil libras para la vendedora de órganos? Mal, su madre, Sue Shackleton y Luke se habían portado estupendamente. En su banco se habían mostrado sorprendentemente comprensivos, pero como ya había superado su límite de crédito, el director le había dicho que tendría que pedir permiso a la central, y que no confiaba en que se lo dieran. Su única opción era intentar ampliar la hipoteca, pero aquello era un proceso que llevaría muchas semanas, tiempo del que no disponía.
De pronto sonó su teléfono móvil. El número estaba oculto. Respondió furtivamente; no quería que le llamaran la atención por responder a una llamada privada.
Era Marlene Hartmann, con aquella voz tersa y agitada:
—Señora Beckett, hemos identificado un hígado apto para su hija. Realizaremos el trasplante mañana por la tarde. Por favor, tenga a Caitlin preparada, con las bolsas preparadas, mañana a mediodía. ¿Tiene la lista que le envié con todo lo que necesitará llevar?
—Sí, sí —dijo Lynn. Pero tenía la voz tan seca por los nervios y la emoción que apenas se le oía—. ¿Puede decirme... algo sobre el... donante?
—Procede de una joven que ha sufrido un accidente de carretera y que está en muerte cerebral, con técnicas de soporte vital. No puedo decirle más.
—Gracias —dijo Lynn—. Gracias.
Colgó, mareada por la emoción... y el miedo.
92
Hacía demasiado frío para buscar a pie, así que se sentaron en el Opel de Ian Tilling, mirando por los huecos que habían abierto entre la condensación de las ventanillas mientras el coche avanzaba lentamente por las húmedas calles próximas al café. Eran poco más de las cuatro y media y la luz bajo las lúgubres nubes de nieve iba volviéndose cada vez más tenue.
Ya habían parado e investigado en varios agujeros bajo el asfalto, pero hasta el momento no habían encontrado ninguno ocupado. Volviendo sobre sus pasos, pasaron de nuevo por el colmado, el café, la carnicería y luego frente a una iglesia ortodoxa cubierta de andamios. Dos grandes perros, uno gris y otro negro, estaban muy entretenidos abriendo una bolsa de basura con los dientes.
Raluca, en el asiento trasero, ya tranquila tras su chute, de pronto se irguió y se echó adelante.
—¡Señor Ian! ¡Allí, por ahí, mire! ¡Pare el coche! —gritó, excitada.
Al principio, lo único que veían en la dirección que señalaba era un amplio solar vacío con varios coches abandonados, y un puñado de bloques de pisos con montones de antenas parabólicas cubriendo las fachadas, como una plaga de percebes.
Tilling se echó a un lado y paró el coche inmediatamente, tras atravesar un bache creado por las rodadas. Detrás, oyeron el airado bocinazo de un viejo camión que pasó como una exhalación y que no llegó a rozar el lateral del coche por un pelo.
Raluca señaló a través del parabrisas hacia tres siluetas que habían salido de un orificio abierto en un bloque de hormigón. Con la luz y la nieve, era imposible determinar si era el borde de la carretera o la acera. Cerca del agujero, Tilling vio una caseta de perro improvisada, creada con un trozo de valla caída. En el interior había un perro que mascaba algo, ajeno al frío. A poca distancia, con el motor encendido y emitiendo un denso humo por el tubo de escape, había un gran Mercedes negro.
Una de las tres figuras era una mujer alta y elegante vestida con un gorro de piel, un abrigo largo y oscuro y botas. Llevaba cogida de la mano a una chica de cabellos castaños y aspecto desconcertado con un gorro de lana, un anorak azul, un chándal de colores variados y unas zapatillas deportivas absolutamente inadecuadas para aquella nieve. La tercera persona era un chico, con una sudadera con capucha y vaqueros que también llevaba zapatillas deportivas y permanecía junto al agujero, mirándolas sin saber muy bien qué hacer.
La mujer guiaba a la chica hacia el coche. Ésta se giró y se despidió agitando la mano con tristeza. El chico le devolvió el saludo y le dijo algo. Entonces la chica se giró y se despidió del perro del mismo modo, pero el animal no la estaba mirando.
El viento agitaba la nieve, convirtiéndose en una ventisca.
—¡Es ella! —gritó Raluca—. ¡Ésa es Simona!
Ian Tilling salió corriendo del coche, con la nieve clavándosele en la cara como perdigones. Andreea también salió corriendo del asiento del acompañante, y detrás de ella las otras dos.
Otro camión pasó a su lado peligrosamente rápido y tuvieron que esperar. Luego, abriéndose paso por la sucia nieve acumulada, Tilling gritó todo lo fuerte que pudo.
—¡Alto! ¡Alto!
La mujer y la chica estaban a más de cincuenta metros, junto al coche.
—¡Alto! —volvió a gritar. Y luego le gritó al chico—. ¡Detenías!
Al oír su voz, la mujer se giró, abrió a toda prisa la puerta trasera del coche, hizo entrar a la chica de un empujón y se metió a toda prisa tras ella. El Mercedes arrancó antes de que hubieran cerrado siquiera la puerta trasera.
Tilling siguió corriendo tras el coche unos cien metros, hasta que cayó de bruces. Jadeando, se puso en pie y echó a correr de nuevo, esta vez hacia su Opel, gritándoles a Raluca, Ileana y Andreea que se metieran en el coche. Se detuvo junto al chico y vio que tenía una mano atrofiada.
—¿Era Simona?
El chico no respondió.
—¿Simona? ¿Era esa Simona?
Siguió sin responder.
—¿Tú eres Romeo?
—Quizá.
—Escucha, Romeo, Simona está en peligro. ¿Adónde va?
—La señora se la lleva a Inglaterra.
Tilling soltó un improperio, se fue corriendo al coche, subió y pisó el acelerador, siguiendo la misma dirección del Mercedes.
Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que lo habían perdido.
Pero entonces se le ocurrió otra cosa.
93
Ya echaba de menos a Romeo y Artur. Había visto la expresión de tristeza en la cara del perro cuando le había dado el hueso, como si supiera, como si notara que iban a separarse para siempre.
Le había prometido a Artur que volvería algún día. Le había rodeado el cuello sarnoso con los brazos y le había dado un beso. Pero él la miraba como si no se lo creyera, como si hubiera despedidas y «despedidas», y él supiera ver la diferencia. El perro se llevó el hueso a su caseta improvisada sin mirar atrás.
Simona se dio cuenta de que podría vivir sin Artur. El perro era un superviviente y se las arreglaría. Pero no podría vivir sin Romeo. En lo más profundo de su corazón ya lo echaba de menos. Las lágrimas le surcaban las mejillas, que enjugaba con Gogu, la tira de piel falsa y raída que llevaba consigo, su única posesión.
Allí, en el asiento trasero del elegante coche negro, con sus cristales tintados y el rico aroma del cuero y del perfume de la alemana, sintió que nunca había estado tan sola en su vida. La mujer no dejaba de hablar por su teléfono móvil, y de vez en cuando miraba ansiosamente por el parabrisas trasero, hacia la oscuridad. Iban despacio, por una calle cubierta de nieve sucia mezclada con sal, entre el denso tráfico. Y cada pocos minutos ella fijaba la vista en la nuca del hombre al volante.
El hombre tenía el pelo tan corto que parecía una pelusa, con aquel tatuaje de una serpiente con la lengua bífida que asomaba por el lado derecho del cuello de la blanca camisa y que había visto un par de veces, cuando la mujer había encendido las luces interiores para tomar notas en su agenda.
Se estremeció, asustada, pese al hecho de que la mujer estuviera allí, con ella, para protegerla.
Era el conductor del hombre que la había salvado de la Policía en la Gara de Nord y que luego la había violado, el que había intentado forzarla en el camino de vuelta. Y al que ella había mordido y pegado.
Sus ojos se cruzaron por el retrovisor, y ella vio que la miraba repetidamente, indicándole que aún no había acabado con ella, que no se le había olvidado. Simona intentó dejar de mirar al espejo, pero cada vez que cedía a la tentación, los ojos de él estaban allí, clavados en ella.
Ojalá le hubiera hecho más daño. Ojalá le hubiera arrancado aquella cosa de un bocado.
Por fin la mujer puso fin a su conversación telefónica.
—¿Cuándo vendrá Romeo? —preguntó Simona con tristeza.
—¡Pronto, meine Liebe! —La mujer le dio una palmadita en la mejilla con la mano, enfundada en un guante—. Volveréis a reuniros muy pronto. Te gustará Inglaterra. Serás muy feliz allí. ¿No estás emocionada?
—No.
—Pues deberías. ¡Una nueva vida!
En silencio, para sus adentros, Marlene Hartmann pensaba: «De hecho, tres nuevas vidas».
Era una pena desperdiciar su corazón y sus pulmones, pero no tenía a ningún solicitante para ellos en el Reino Unido, y no quería correr el riesgo de retrasar el asunto a la espera de que apareciera algún receptor apto. Sobre todo, con la Policía husmeando. Y esos órganos no sobrevivirían el tiempo necesario para enviarlos a otro país. Al igual que en el caso de los trasplantes de hígado, lo mejor era tener al donante y al receptor muy cerca el uno del otro, para que el lapso entre la muerte y el trasplante fuera el menor posible. La chica era demasiado pequeña como para dividir su hígado en dos, pero un trasplante por sí sólo ya suponía suficiente beneficio.
Los riñones tenían un tiempo de conservación razonable, de hasta veinticuatro horas, si se conservaban bien. Ya tenía compradores para los riñones de Simona esperando, uno en Alemania y otro en España. En otros países podría vender la piel, los ojos y los huesos de la chica, pero el margen de ganancias con esos órganos era muy bajo y no valía la pena exportarlos desde Inglaterra. Sacaría 100.000 euros de ganancias netas por los dos riñones, y 130.000 por el hígado, tras cubrir gastos.
Estaba muy satisfecha.
94
Roy Grace llegó de Múnich justo a tiempo para la reunión de las 18.30.
Entró en la sala a toda prisa, leyendo la agenda mientras caminaba e intentando al mismo tiempo no derramar el café de su taza.
—¿Ha ido bien el viaje, Roy? —preguntó Norman Potting—. ¿Te has entendido con los sauerkrauts? ¿Ya les has explicado quién ganó la guerra?
—Gracias, Norman —dijo, tomando asiento—, pero creo que ya lo tienen claro.
Potting levantó un dedo.
—Son unos zorros cabrones. Como los japos. ¡Fíjate en la industria del automóvil! ¡La mitad de los coches son alemanes!
—¡Norman, gracias! —replicó Grace levantando la voz, cansado e irritable tras la larga jornada, que aún distaba mucho de llegar a su fin, e intentando leer la agenda antes de que todo el mundo estuviera listo.
Potting se encogió de hombros.
Grace leyó en silencio mientras iba entrando el resto de la gente. Luego empezó:
—Bueno, ésta es nuestra decimosexta reunión de la Operación Neptuno. Tenemos otro cuerpo, que puede o no estar relacionado con esta operación. —Miró a Glenn—. ¿Querrá explicárnoslo nuestro marinero forzoso?
Branson esbozó una sonrisa sarcástica.
—Parece que hemos encontrado al pobre Jim Towers. Como está atado de los pies a la cabeza, es imposible ver si le han practicado alguna operación, así que tendremos que esperar al análisis forense. No hay ningún patólogo disponible esta tarde, así que tendrá que esperar a mañana por la mañana.
—¿Ya ha sido identificado formalmente? —preguntó Lizzie Mantle.
—Por un brazalete de oro y el reloj —respondió Branson—. Hemos decidido no dejar que su esposa lo vea. No es un espectáculo agradable. ¿Recordáis aquella cara bajo el agua en Tiburón? ¿La que asomaba por el ojo de buey, con el globo ocular colgando, y que hace que Richard Dreyfuss se cague de miedo? Pues tiene ese aspecto.
—¡Demasiada información, Glenn! —replicó Bella Moy, que iba a meterse un Malteser en la boca, pero que, asqueada, se lo pensó mejor.
—¿Qué sabemos hasta ahora? —preguntó Grace.
—Hundieron el barco; no fue un accidente.
—¿Hay alguna posibilidad de que haya sido un suicidio?
—Es difícil hundir tu propio barco cuando te han envuelto en cinta adhesiva como una momia, jefe. A menos que tuviera una vida secreta como escapista.
Se oyeron unas cuantas risas. Grace también sonrió.
—De momento, las investigaciones las seguirá efectuando este equipo. La inspectora Mantle dirigirá un grupo específico para esto, y decidirá si hay que iniciar una investigación por asesinato independiente, en cierta medida dependiendo de lo que nos diga el examen post mortem —dijo, mirando a Mantle.
—Sí —respondió ella—. Querría que tú formaras parte de este equipo, Glenn, ya que ya conoces a la esposa..., a la viuda de Towers.
—Sí, claro.
—Tenemos que manejar a la prensa con cuidado en este asunto —advirtió Grace—. Una vez más, esperemos a ver qué nos dice el examen forense.
—Estoy de acuerdo —dijo la inspectora Mantle.
—Yo cada vez estoy más intranquilo con ese Vlad Cosmescu —dijo Branson—. Los análisis de ADN de las colillas demuestran que estuvo en el puerto de Shoreham. Luego el motor...
—Son «pistas de que estuvo allí, Glenn —le corrigió Roy Grace—, pero no constituyen «pruebas irrefutables». Podría haberlas dejado allí otra persona. Tenemos... Todos —hizo una pausa y repasó a todo su equipo con la mirada— tenemos que ser conscientes de que si decimos que algo «confirma o demuestra» algo, hay un gran riesgo de que en un juicio cualquier abogado listillo rompa el planteamiento en pedazos, y nos acuse de instruir erróneamente al jurado. La palabra que hay que usar es «pista». ¿Vale? Nunca digáis «prueba». Es una vía segura para perder un caso.
Casi todos asintieron.
—Bueno, ¿y qué más tenemos de ese tipo, Glenn?
—Sabemos que es «persona de interés» para la Europol y la Interpol, y que aparece en varios casos que han seguido sobre trata de blancas y lavado de dinero.
—Pero ¿no se han presentado cargos ni consta que haya cumplido condenas?
—No, Roy.
—Parece que el canal no está resultando tan buen lugar para ocultar cosas, ¿no? —comentó Bella Moy—. Si quieres ocultar un cuerpo o un motor, más valdría dejarlo en medio de Churchill Square. ¡Por lo menos allí es probable que alguien te lo robe!
—Me gustaría traerlo aquí para interrogarlo, pedir una orden de registro, investigar su domicilio, conseguir su registro de llamadas —propuso Branson.
—¿Por un par de colillas en el puerto de Shoreham y un motor fuera borda abandonado? —planteó Grace.
—Porque estaba «observando» el Scoob-Eee con unos binoculares. ¿Por qué iba a hacerlo? Es un viejo barco de pesca. ¿Qué tenía de especial, antes de que sacáramos los cuerpos de los adolescentes muertos? Este tipo me da mala espina, Roy.
—¿Se puede recuperar el barco? —preguntó Grace.
—Sí, pero sería una operación enorme, y muy cara. Hablé del tema con Tania Whitlock. Creo que te costaría mucho vendérselo a la subdirectora Vosper.
—Si tu presentimiento es correcto, vas a necesitar pruebas de que estuvo en aquel barco: alguien que lo viera, o alguna prueba forense, o algo que le perteneciera.
Branson se quedó pensando.
—A lo mejor podrían volver a sumergirse y registrarlo a fondo.
Grace se lo pensó unos momentos.
—¿Tienes alguna idea sobre cuál podría ser su nivel de implicación, Glenn?
—No, jefe. Pero estoy seguro de que está relacionado. Y creo que deberíamos actuar rápidamente.
—De acuerdo —concedió Grace—. Consigue una orden de registro, pero tendrás que hinchar el informe un poco. Luego ve a ver si quiere hablar voluntariamente; puede que le saques más así que si se le arresta y un abogado le tapa la boca. Llévate a alguien que tenga práctica en interrogatorios. Bella. —Miró a la inspectora Mantle—. ¿Te parece bien, Lizzie?
La inspectora asintió.
Grace miró el reloj e hizo un cálculo rápido. Para cuando Branson hubiera hecho el papeleo para pedir la orden y encontrara un magistrado que la firmara, serían al menos las diez, si es que tenían suerte. Recordó su encuentro con el Mercedes deportivo de Cosmescu y dijo:
—Ese tipo es un ave nocturna; puede que tengas que esperarle mucho.
—¡Entonces tendremos que ponernos cómodos y esperarle en su casa! —exclamó Branson.
—¡Que no les pase nada a sus CD! —respondió Grace.
Branson tuvo la decencia de fingirse avergonzado.
—Cuando lo pilles —dijo Grace—, creo que será un hueso duro de roer. Lleva una década en el mundo del hampa de esta ciudad y no le han pillado ni una vez. No lo hagas a menos que sepas cómo entrarle.
A continuación volvió a mirar su agenda.
—Ayer descubrimos que una tal Lynn Beckett, cuyo número de teléfono me pasaron nuestros contactos en la Policía alemana, tiene una hija aquejada de fallo hepático —recordó, poniendo la mano sobre un fajo de fotocopias—. Éstos son los registros de llamadas de la empresa alemana que he ido a ver hoy, la Transplantation-Zentrale. Oficialmente se supone que no puedo tenerlos, así que tendremos que manejarlos con cuidado, pero eso no va a suponer un obstáculo.
Dio un sorbo a su café y prosiguió.
—He encontrado nueve llamadas efectuadas al número fijo de Lynn Beckett, cuatro recibidas, en los últimos tres días y dos más realizadas a su número de teléfono móvil.
—¿Tienes alguna grabación de las llamadas, Roy? —preguntó Guy Batchelor.
—Desgraciadamente no. Tienen leyes de protección de la intimidad similares a las nuestras. Pero están intentando conseguir una autorización, que debería llegar en cualquier momento.
—Probablemente en tiempos de Adolf sería otra cosa —murmuró Potting.
Grace le fulminó con la mirada, y siguió adelante:
—Esta mañana he visto en Múnich a una mujer llamada Marlene Hartmann, directora de la empresa de venta de trasplantes, la Transplantation-Zentrale. ¡Están haciendo negocios en Inglaterra, ante nuestras narices! Tenemos que encontrar urgentemente dónde operan en Sussex. La actividad con la señora Beckett indica que se está cociendo algo, y...
De pronto sonó el teléfono móvil de Potting, con la melodía de Indiana Jones. Se sonrojó, pero miró la pantalla y enseguida se puso en pie.
—Esto puede ser relevante: ¡Rumania! —masculló, y salió de la sala.
—Y probablemente dispongamos de muy poco tiempo para descubrir dónde lo hacen —prosiguió Grace—. He estado haciendo unas llamadas a médicos, intentando entender exactamente qué se necesitaría para disponer de un centro capaz de realizar trasplantes, sea temporal o permanente.
—Un gran equipo, Roy —intervino Guy Batchelor—. Cuando entrevistamos a sir Roger Sirius, dijo que... —hizo una pausa para ojear unas páginas de su cuaderno— se necesitaría un mínimo de tres cirujanos, dos anestesistas, al menos tres enfermeras y un equipo de cuidados intensivos las veinticuatro horas del día, con varios especialistas en cuidados postoperatorios para trasplantados.
—Sí, en total de quince a veinte personas —dijo Grace—. Y necesitan al menos un quirófano y una unidad de cuidados intensivos completamente equipados.
—Así que lo que estamos buscando tiene que ser un hospital —observó Nick Nicholl—. De la red pública o privado.
—Podemos descartar la red pública. Sería prácticamente imposible colar un órgano ilegal en el sistema —señaló la inspectora Mantle.
—¿Hasta qué punto podemos estar seguros de eso? —preguntó Glenn Branson.
—Podemos estar muy seguros —respondió Lizzie Mantle—. El sistema es bastante hermético. Para colar un órgano en el sistema, tendrían que estar al corriente un número enorme de personas. Si sólo fuera una, sería otra cosa.
Branson asintió, pensativo.
—Creo que tiene que tratarse de una clínica o de un hospital privado —dijo Grace—. Tiene que haber fármacos específicos para trasplantes de órganos humanos; deberíamos identificarlos, ver quién los distribuye y luego echar un vistazo a las clínicas y hospitales que los compran.
—Eso va a llevar tiempo, Roy —indicó la inspectora Mantle.
—No puede haber tantos fármacos, ni tantos distribuidores, ni tampoco tantos usuarios finales —dijo Grace, girándose hacia donde estaba la encargada de documentación, Jacqui Phillips—. ¿Puedes dedicarte a eso enseguida? Puedo conseguirte ayuda, si la necesitas.
—Perdón —dijo Norman Potting, que volvía a entrar en la sala—. Era mi colega de Bucarest, el condecorado Ian Tilling.
Grace le hizo un gesto para que prosiguiera.
—Está siguiendo la pista a una joven rumana, una adolescente llamada Simona Irimia, que cree que está en pleno proceso de traslado inminente, posiblemente esta noche o mañana, al Reino Unido. Su colega me ha enviado por correo electrónico una serie de fotografías policiales que suponen que son de ella; se las tomaron cuando la detuvieron por sisar en una tienda hace dos años, cuando decía que tenía doce. Ahora mismo las estoy imprimiendo. ¿Me puedes dar un par de minutos?
—Adelante.
Potting volvió a salir de la sala.
—Si el sargento Batchelor y la agente Boutwood tienen razón con sus sospechas sobre sir Roger Sirius, deberíamos plantearnos vigilarle. Si le seguimos, puede que nos lleve al hospital o a la clínica —propuso la inspectora Mantle.
Grace asintió.
—Sí, una idea excelente. ¿Sabemos de qué efectivos dispone la Unidad de Inteligencia de la División?
—Tienen una gran operación entre manos —respondió Mantle—, así que puede ser complicado.
La Unidad de Inteligencia era el cuerpo de vigilancia encubierta del DIC. Se dedicaban sobre todo a asuntos de drogas, pero cada vez era más frecuente su participación en casos de tráfico de seres humanos.
Potting volvió al cabo de unos minutos y distribuyó varias copias de las fotografías de la Policía rumana con el plano frontal y ambos perfiles de Simona por entre los miembros del equipo.
—Según Ian Tilling, esta chica fue recogida hace unas horas por una mujer alemana que se la iba a llevar para que empezara una nueva vida en Inglaterra. Menuda vida. La vida «de otra persona», por lo que parece.
—Es guapa —comentó Lizzie Mantle.
—Será menos guapa cuando la conviertan en una canoa —dijo Potting.
«Canoa» era el crudo término de argot policial que usaban para un cadáver tras el examen forense, después de que le extrajeran todos los órganos.
De un sobre, Grace sacó varias fotografías de Marlene Hartmann, tomadas con teleobjetivo, y las pasó.
—Éstas son de mis amigos de la LKA, en Múnich. ¿Crees que podría ser ésta la mujer, Norman?
Potting las miró con atención.
—¡Está buenísima, Roy! —dijo—. ¡Ahora entiendo por qué fuiste a Múnich!
Haciendo caso omiso al comentario, Grace dijo:
—La Navidad se acerca a toda prisa. Por lo que yo sé, la gente suele apresurarse a cerrar sus negocios antes de las fiestas. Si traen a esta chica esta noche, o mañana, para matarla y quitarle los órganos, creo que podemos dar por seguro que eso ocurrirá con bastante rapidez, en cuanto llegue aquí. Necesitamos más información sobre esta tal Lynn Beckett. Con lo que Norman nos ha dado, creo que tenemos suficiente como para pincharle el teléfono.
Para obtener una orden y poder pinchar un teléfono tenían que demostrar que hubiera alguna vida humana en peligro inmediato. Y Grace confiaba en poder hacerlo.
—Necesitamos una firma del alto mando y otra del ministro del Interior... o de un secretario de Estado —observó la inspectora Mantle.
El cargo de jefe del alto mando iba rotando entre el comisario en jefe, el subcomisario en jefe y los dos subdirectores.
—Esta semana es Alison Vosper —dijo Grace—. No será un problema. Ella querrá acelerarlo todo al máximo.
—¿Cuánto tiempo necesitaremos para conseguir que se mueva un secretario de Estado? —preguntó Bella Moy
—El sistema se ha acelerado mucho últimamente. En Londres aceptarán la instrucción con sólo una llamada. —Miró el reloj—. Deberíamos tener el consentimiento y las líneas pinchadas antes de medianoche.
—Puede que esa mujer y la niña ya estén aquí, señor —señaló Guy Batchelor.
—Sí, es posible. Pero creo que deberíamos seguir manteniendo vigilados los puntos de entrada. Gatwick es el más probable, pero necesitamos cubrir también Heathrow —aseguraos de que lo tenemos controlado— y el túnel del canal y los puertos de los ferris. Yo llamaré a Bill Warner, en Gatwick, y le diré que controle todas las llegadas de vuelos de Bucarest y de otros puntos de procedencia posibles. —Se quedó callado un momento—. Me temo que nos espera una larga noche. No quiero que mañana nos encontremos con otro cadáver.
95
«¡Venga, venga, venga! ¡Maldito tráfico! ¡Mierda de tráfico!»
Ian Tilling estaba haciendo sonar constantemente la bocina, pero eso no cambiaba nada. Durante la hora punta de la tarde, todo el centro y la periferia de Bucarest se convertía en un atasco inmenso. Aquella tarde la nieve empeoraba aún más las cosas, alargando las aglomeraciones hasta bien entrada la noche.
El único consuelo era que el coche que llevaba a Simona también estaría atascado.
«Asqueroso cabrón, subcomisario Radu Constantinescu», pensó Tilling, frotando una vez más el limpiaparabrisas por dentro para eliminar el vaho y contemplando la borrosa imagen de las luces de freno de una limusina Hummer que tenía delante. Durante los últimos cuarenta minutos había estado llamando repetidamente al móvil y a la línea directa de su despacho al único oficial de Policía de Bucarest con poder que conocía. En ambas líneas el teléfono sonaba interminablemente, sin que nadie respondiera ni saltara el contestador. ¿Habría acabado ya su jornada? ¿Estaría en una reunión? ¿De servicio, en el turno más largo del mundo?
Estaba casi seguro de que la alemana estaría llevando a Simona a uno de los dos aeropuertos internacionales de Bucarest. El más probable, el que habían probado en primer lugar, era el más grande, el de Otopeni. Pero allí no estaban. Ahora estaba intentando llegar al segundo. Necesitaba desesperadamente contactar con el subcomisario, y que hiciera que los detuvieran, o por lo menos que les impidiera dejar el país, si conseguía convencer al policía.
El tráfico avanzó unos centímetros y volvió a detenerse, y frenó de golpe: casi le da un topetazo al Hummer. Se estaba quedando sin gasolina y el indicador de temperatura estaba alcanzando un nivel peligrosamente alto. Llamó de nuevo a Constantinescu y, para su sorpresa y alivio, esta vez contestó al primer tono. Oyó la voz grave del oficial del Policía.
—¿Sí?
—Soy Ian Tilling. ¿Cómo está?
—¡Señor Ian Tilling, amigo mío, miembro del Imperio británico por los servicios prestados a los indigentes de Rumania! ¿En qué puedo ayudarle?
—Necesito un favor muy urgente.
Tilling oyó claramente un ruido de succión y se dio cuenta de que el policía probablemente estaría encendiéndose un nuevo cigarrillo con el final del anterior. Le explicó la situación todo lo rápida y escuetamente que pudo.
—¿Tiene el nombre de la alemana?
—La Policía inglesa me ha dicho que se llama Marlene Hartmann.
—No conozco ese nombre. —De pronto tuvo un acceso incontrolable de tos—. ¿Y el nombre de la niña?
—Simona Irimia. Dijo que la buscaría, ¿se acuerda? Esperaba que pudiera identificarla.
—¡Ah!
Consternado, Tilling oyó un cajón que se abría. Era el cajón que había visto abrir y cerrar al policía durante su última visita a su despacho. El cajón en el que el subcomisario había metido los tres retratos robot y las series de huellas que Tilling le había pedido que hiciera circular. Estaba claro que se había olvidado de todo ello, como de la mayoría de las cosas que no eran prioritarias para él.
—Marlene Hartmann. ¿Me lo deletrea, señor Importante?
Tilling se lo deletreó con mucha paciencia. Luego, con la ayuda de Raluca, le dio una descripción detallada de Simona.
—Llamaré al aeropuerto ahora mismo —le aseguró Constantinescu—. Esas dos, juntas, no deberían ser difíciles de encontrar, sea en los mostradores de facturación o en el control de pasaportes. Le pediré a la Policía del aeropuerto que detenga a la mujer como sospechosa por tráfico de seres humanos. ¿Sí? ¿Usted va hacia allá?
—Sí.
—Yo le llamaré y le diré el nombre del agente de Policía con quien debe contactar cuando llegue. ¿De acuerdo?
—Gracias, Radu. Se lo agradezco de corazón.
—Tomaremos una copa pronto, para celebrar su «gong». ¿Vale?
—¡Tomaremos varias! —respondió Tilling.
A medida que el Mercedes se alejaba de la ciudad, el tráfico iba volviéndose más fluido. Marlene Hartmann se giró una vez más a mirar por el parabrisas trasero. Aliviada, comprobó que los faros de un vehículo que habían tenido detrás los últimos cuarenta minutos iban desapareciendo entre la nieve, en la distancia.
Simona apoyó la cara contra el frío cristal de la ventanilla, con Gogu contra la mejilla, observando a través de la nieve los edificios que poco a poco iban dando paso a un vasto paisaje vacío, oscuro y traslúcido, del color de la luna.
Marlene Hartmann se acomodó en su asiento, abrió su ordenador portátil y empezó a comprobar su correo electrónico. Tenían una larga travesía nocturna por delante.
96
A Lynn no solía gustarle el invierno, porque implicaba que cuando salía del trabajo ya estaba oscuro. Pero aquella noche, en que Reg Okuma había aparcado en la calle, daba las gracias de que hubiera oscurecido, aunque el coche resultara claramente visible bajo la luz de las farolas. A cincuenta metros ya oía el retumbar de la música procedente de sus potentes altavoces, así como el borboteo de los tubos de escape, gruesos como cañerías.
Era un viejo BMW Serie 3 de un color marrón que recordaba el estiércol, pero, por lo menos, tenía los cristales tintados. El motor estaba encendido, supuso que para que funcionara el amplificador.
La puerta se abrió ante ella y vaciló por un momento, preguntándose si no estaría cometiendo un terrible error. Pero necesitaba desesperadamente el dinero que había prometido. Mirando a su alrededor para comprobar que nadie de su trabajo la viera, se subió al asiento del acompañante y se apresuró a cerrar la puerta.
El interior del coche era aún más horrible que el exterior. Los graves procedentes de los altavoces, que marcaban el ritmo de alguna canción rap abismal, le sacudían literalmente el cerebro. Un par de dados de peluche, colgados del retrovisor interior, también se agitaban al ritmo de la música. Había una hilera de luces azules e iridiscentes sobre el salpicadero que, por un momento, pensó que podrían ser una especie de decoración navideña, pero al momento se dio cuenta de que estaban allí porque a Reg Okuma le parecían muy modernas. Y el denso hedor de la colonia de aquel hombre era aún más embriagador que la música.
La agradable sorpresa fue el ocupante del coche.
Lynn siempre se había intentado hacer una imagen mental de sus clientes, y la que tenía de Reg Okuma, que era un cruce entre Robert Mugabe y Hannibal Lecter, distaba mucho de la realidad, que ahora, a la luz de las farolas y de las lucecillas iridiscentes, veía por primera vez.
Tendría menos de cuarenta años, y en realidad era bastante atractivo, con un aire de fuerza y confianza en sí mismo que le recordó al actor Denzel Washington. Delgado y fibroso, rapado, vestía camisa y americana negras. En los dedos llevaba demasiados anillos, una voluminosa pulsera de eslabones de oro en una muñeca y un reloj deportivo en la otra, del tamaño de un reloj de sol.
—¡Lynn! —dijo él, con una gran sonrisa, intentado besarla torpemente.
Ella se echó atrás, en un movimiento igual de forzado.
—Llevo todo el día empalmado, pensando en ti. ¿Tú también estás mojada, pensando en mí?
—¿Has traído el dinero? —preguntó ella, mirando por la ventana, aterrada ante la posibilidad de que alguno de sus colegas pudiera pasar por allí y la viera.
—Es una vulgaridad hablar de dinero en una cita romántica, ¿no crees, preciosa?
—Vámonos de aquí.
—¿Te gusta mi coche? Es el 325 i. —Hizo énfasis en la «i»—. Es la versión a inyección. Es muy rápido. No es un Ferrari. Todavía no. Pero ya llegará.
—Me alegro por ti —dijo—. ¿Nos vamos?
—Primero quiero mirarte —dijo él, girándose y contemplándola—. ¡Eres aún más guapa en carne y hueso que en mis sueños! —exclamó. Luego, afortunadamente, metió la marcha y el coche salió disparado.
Ella miró atrás y vio una bolsa de lona como las de los bancos, la cogió y se la puso sobre las piernas. Un momento después sintió la fuerte y huesuda mano de él sobre su muslo.
—¡Vamos a tener una noche de sexo tan fantástica, preciosa! —dijo él.
Se detuvieron tras una larga cola de coches en el semáforo de New England Hill. Ella miró en el interior de la bolsa y vio fajos de billetes de cincuenta libras cogidos con bandas di goma. Muchos.
—Está todo ahí —dijo él—. Reg Okuma es un hombre de palabra.
—Por mi experiencia, no tanto —replicó ella, animada por el hecho de que hubiera coches delante y detrás de ellos. Sacó un fajo y lo contó rápidamente: mil libras.
La mano de él fue subiendo por el muslo.
Sin hacer caso de su lento avance hacia arriba, contó los fajos. Quince.
De pronto sintió que le apretaba justo entre las piernas. Ella apretó los muslos y le apartó la mano con firmeza. De ningún modo iba a acostarse con Okuma. No por quince mil libras. Ni por ningún precio. Sólo quería coger el dinero y salir de allí. Pero incluso en su estado de desesperación, sabía que aquello no era tan sencillo.
—Vamos a un bar —propuso él—, mi dulce Lynn. Luego he reservado una mesa en un sitio romántico. Tendremos una cena a la luz de las velas, y luego haremos el amor como nunca.
Sus dedos presionaron con más fuerza hacia la entrepierna de ella.
El semáforo se puso en verde y pasaron, girando hacia la izquierda, colina arriba. Ella le cogió la mano, se la quitó de allí, y la puso sobre el muslo de él.
—Me pones mucho, Lynn.
Veinte minutos más tarde estaban sentados en la terraza del bar Karma, en el entarimado del puerto deportivo de Brighton. A pesar de que la estufa de gas que tenían encima ardía a máxima potencia, estaba congelada. Reg Okuma fumaba un puro inmenso y ella estaba sentada, arrebujada en su abrigo, dando sorbitos a un whisky sour que había pedido por insistencia de él, y de hecho le estaba gustando. En cualquier caso, le habría gustado mucho más si hubieran estado dentro.
Había un par de mesas más ocupadas por fumadores, pero, por lo demás, la terraza acordonada estaba desierta. Por debajo, en las oscuras aguas del puerto, las jarcias de los yates entrechocaban con ruidos metálicos empujadas por el viento.
—Bueno, preciosa mía —dijo él, llevándose el vaso a los labios—. Cuéntame más sobre ti.
—Primero dime tú cómo sabes que mi hija está enferma —soltó ella, imperturbable y en guardia.
Él le dio una calada a su puro y aspiró el rico y denso humo. A ella le gustaba el olor, que le recordaba los puros que fumaba su padre en Navidad, cuando era una niña.
—Mi bella Lynn —dijo él con aquella voz gruesa y tono de reprobación—, Brighon y Hove será una ciudad, pero ya sabes que, en realidad, es como un pueblo. Yo salía con una profesora del colegio de tu hija. Una noche fui a buscarla y te vi. Pensé que eras la mujer más guapa que había visto nunca. Le pregunté quién eras, y me habló de ti. Aquello me hizo desearte aún más. Eres una persona tan bondadosa... No hay suficientes personas buenas en el mundo.
97
Chipre todo el mundo conducía por la derecha. Lo que convertía al país en un mercado estupendo para colocar coches británicos robados. Por supuesto, había otros países, pero Chipre era el menos estricto con los controles. Siempre que hicieras un buen trabajo cambiando los números de chasis y del motor y falsificando bien la documentación, no tenías problemas. Vlad Cosmescu sabía desde tiempo atrás, por algunos de sus conocidos en la ciudad, que si querías hacer desaparecer un coche sin dejar rastro, el modo más eficiente era enviarlo a Chipre.
No era un hombre sentimental, pero al ver su querido Mercedes SL 55 AMG negro desapareciendo en un contenedor, bajo el brillo de las lámparas de arco del concurrido muelle del puerto de Newhaven, por un momento lo lamentó. Echó la última calada a su cigarrillo y luego lo tiró al suelo. A unos metros de allí, una grúa izaba otro contenedor en el aire y lo llevaba hacia la cubierta de un barco. Oyó una bocina y vio un camión que se abría paso por entre una maraña de cajones, contenedores, personas y vehículos.
Había sacado partido a su estancia en Inglaterra, y en Brighton le había ido muy bien. Pero para sobrevivir en la vida, como en el juego, había que ser disciplinado y saber retirarse en lo más alto. Con el descubrimiento de los restos del Scoob-Eee y la recuperación del cadáver de Jim Towers, en aquel momento sólo les sacaba un pequeño margen de ventaja.
Un día más y estaría fuera de allí. Un último trabajo del que encargarse. Al día siguiente, por la noche, estaría volando hacia Bucarest. Tenía una buena cantidad de efectivo apartada.
Se le abrían muchas oportunidades. Quizá se quedara en ropa, pero había muchos otros lugares que le interesaban. Brasil en particular, donde todo el mundo decía que había tantas chicas guapas, y muchas de ellas interesadas en trabajar en el mercado del sexo en otros países. Desde luego, le apetecía ir a algún sitio cálido. A algún sitio cálido con bellas mujeres y buenos casinos.
En inglés había una expresión para aquello. ¿Cómo era? Algo como «El mundo es tu ostra», que significaba algo así como: «el mundo está a tu disposición».
Pero quizá las metáforas marinas no eran lo más apropiado en aquel momento.
98
Algo más tarde, regresaban por el paseo entarimado casi desierto y azotado por el viento, hacia el aparcamiento. Con tres whisky sours y media botella de vino en el cuerpo, Lynn se sentía más sosegada. Y triste por Okuma. Nunca había conocido a su padre. Su madre había muerto de sobredosis cuando él tenía siete años y se había criado con unos padres adoptivos que habían abusado de él. Después había pasado por una serie de orfanatos. A los catorce años se había unido a una pandilla callejera de Brighton, los únicos, según dijo, que le habían proporcionado cierta autoestima.
Durante un tiempo se había ganado la vida como camello de un traficante de la zona. Luego, tras un periodo en un reformatorio, se había matriculado en la Escuela de Negocios de la Universidad de Brighton. Se había casado y había tenido tres hijos, pero unos meses después de licenciarse, su mujer le había dejado por un rico agente inmobiliario. Desde entonces decidió que el único modo de conseguir cierto estatus era ganar mucho dinero. Y eso es lo que estaba intentando. Pero hasta el momento su vida había sido una serie de salidas en falso.
Unos años atrás había llegado a la conclusión de que era muy difícil ganar mucho dinero en poco tiempo a través de negocios legítimos, así que había empezado a buscarse chanchullos.
—Todos los negocios son un juego, Lynn —dijo—. ¿Verdad?
—Bueno..., yo no diría tanto.
—¿No? Yo sé cómo funcionan las agencias de cobro de morosos. Ganáis mucho dinero con lo que recuperáis de deudas ya contraídas. ¿No es eso un juego?
—Las deudas son la ruina de muchas empresas, Reg. Dejan a gente sin trabajo.
—Pero sin empresarios como yo, no habría negocios.
Aquel razonamiento lógico le hizo sonreír.
—Bueno, no deberíamos estar hablando de dinero en una cita romántica, Lynn.
A pesar del aturdimiento causado por el alcohol, ella estaba absolutamente concentrada en su misión. Al día siguiente por la mañana tendría que hacer la transferencia a la cuenta de la Transplantation-Zentrale. Costara lo que costara. Okuma le rodeaba los hombros con su brazo. De pronto él dejó de hablar e intentó besarla.
—¡Aquí no! —susurró ella.
—¿Volvemos a tu casa?
—Tengo una idea mejor.
Dejó caer la mano, la puso contra la cremallera de él y le dio un sugerente apretón a su erecto miembro.
De vuelta en el coche, en la oscuridad del aparcamiento medio vacío, le bajó la cremallera del todo y metió los dedos.
Al cabo de unos minutos todo había acabado. Con un pañuelo de papel limpió unas cuantas salpicaduras de su abrigo.
Él la llevó a casa, sumiso como un corderito.
—¡Volveremos a vernos pronto, preciosa! —le dijo, pasándole el brazo alrededor de los hombros.
Ella abrió la puerta, aferrando con fuerza la bolsa de lona.
—Ha sido una bonita velada. Gracias por la cena.
—Creo que te quiero —dijo él.
Desde la seguridad relativa que le ofrecía la acera, Lynn le mandó un beso. Luego, algo más que achispada y con el estómago revuelto, se metió a toda prisa en casa. Su cabeza era un torbellino de emociones confusas. Se metió en el baño de abajo, cerró la puerta y se arrodilló con la cara frente a la taza, pensando que iba a vomitar. Pero al cabo de unos momentos se sintió más tranquila.
Entonces subió al piso de arriba y entró en la habitación de Caitlin. Hacía un calor terrible y olía a sudor. Su hija estaba dormida, con los auriculares del iPod en los oídos y la televisión apagada. ¿Sería su imaginación o la luz? Caitlin parecía estar aún más amarilla que por la mañana.
Dejando la puerta abierta de par en par, salió y se dirigió a su dormitorio, se quitó el abrigo, lo metió dentro de una bolsa de plástico de la tintorería y, sintiendo de nuevo el asco de antes, lo apretujó en la parte más baja del armario.
Abajo, en el salón, Luke estaba profundamente dormido frente al televisor, donde daban un episodio repetido de The Dragon's Den. Cogió el mando a distancia y bajó el volumen, preocupada por si molestaba a Caitlin. Luego entró en la cocina, se sirvió una gran copa de Chardonnay y se la bebió de un trago. Luego volvió al salón.
Luke se despertó de golpe cuando entró.
—¡Hola! ¿Cómo ha ido la noche?
Lynn sintió el vino que se le subía directamente a la cabeza y la sangre que le sonrojaba las mejillas. Era una buena pregunta: «¿Cómo había ido la noche?».
Se sentía sucia. Culpable. Deshonesta. Pero en aquel momento no le preocupaba nada de eso. Bajando la mirada hacia la bolsa de lona llena de billetes, dijo en voz baja:
—Bien. Misión cumplida. ¿Cómo está Caitlin?
—Débil —respondió—. No está bien. ¿Crees...?
Ella asintió.
—¿Mañana?
—Dios, eso espero.
Por primera vez en su vida, le dio un abrazo. Lo apretó contra su cuerpo. Lo apretó como el salvavidas en que se había convertido realmente.
Y sintió el contacto de las lágrimas del chico sobre su rostro.
De pronto ambos oyeron un terrible grito procedente de arriba.
99
Poco después de medianoche sonó el timbre. Lynn bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta. El doctor Hunter estaba en el umbral, vestido con traje, camisa, corbata y abrigo, y con su maletín negro en la mano. Parecía cansado.
Por un instante, aunque era lo de menos, ella se preguntó por el traje: ¿se lo había puesto sólo para aquella visita, o llevaba de guardia toda la noche?
—Ross, gracias a Dios que estás aquí. Gracias. Gracias por venir.
Tuvo que hacer un esfuerzo para no darle un abrazo de agradecimiento.
—Siento haber tardado un poco. Estaba con otra emergencia cuando me has llamado.
—No, no —insistió ella—. Gracias por venir. Te lo agradezco de verdad.
—¿Cómo está?
—Fatal. Gritando y llorando por el dolor de estómago.
Él subió las escaleras a toda prisa y ella le siguió hasta la habitación de Caitlin. Luke estaba allí, sin saber qué hacer, cogiéndole la mano a Caitlin. A la tenue luz de la lámpara de la mesita se le veía el sudor que le caía por el rostro. Tenía el cuello y los brazos cubiertos de marcas de tanto rascarse.
—Hola, Caitlin —dijo el médico—. ¿Cómo te encuentras?
—Bueno, la verdad es que... —dijo ella, casi sin aliento— no es mi mejor día.
—¿Tienes dolor agudo?
—Me duele muchísimo. Por favor... Por favor, haga que deje de picarme.
—¿Dónde te duele exactamente, Caitlin?
—Quiero irme a casa —respondió ella, jadeando.
—¿A casa? —respondió Ross Hunter, frunciendo el ceño—. Ya estás en casa —añadió con voz suave.
—Usted no lo entiende —replicó ella, sacudiendo la cabeza.
—No pasa nada —intervino Lynn—. Habla de donde vivíamos antes. El Winter Cottage; estaba en el campo, cerca de Henfield.
—¿Por qué quieres ir allí, Caitlin? —preguntó él.
Ella se lo quedó mirando, abrió la boca como para responder y, por un momento, parecía que tenía dificultades para respirar.
—Creo que me estoy muriendo —jadeó. Luego cerró los ojos y emitió un largo gemido lastimero.
Ross Hunter le agarró la muñeca para tomarle el pulso. Luego le miró fijamente a los ojos.
—¿Puedes describirme el dolor de la barriga?
—Horroroso —jadeó, con los ojos aún cerrados—. Me quema. Me quema.
De pronto se revolvió, agitándose a derecha e izquierda, como un animal enloquecido.
Lynn encendió la lámpara del techo. El rostro del Caitlin, y ahora también sus ojos, que se abrieron de golpe, eran del color de la nicotina.
Lynn también sentía que algo le quemaba por dentro. Sentía retortijones en las tripas, como si se las estuvieran retorciendo con un torniquete.
—No pasa nada, cariño. Ya está, tesoro, ya está.
—¿Puedes indicarme dónde te duele exactamente?
Ella se abrió el camisón y señaló. Ross Hunter colocó la mano en aquel punto unos momentos y la miró fijamente a los ojos. Luego le dijo a Caitlin que volvería dentro de un momento y, cogiendo a Lynn del brazo, se la llevó fuera de la habitación y cerró la puerta.
Luke estaba de pie, lívido, en el rellano.
—¿Se pondrá bien? —preguntó.
Lynn asintió, intentando tranquilizarlo, pero necesitaba hablar un momento en privado con el médico.
—¿Me irías a buscar un vaso de agua, Luke?
—No... Sí, claro. Claro, Lynn —respondió, y desapareció escaleras abajo.
—Lynn —dijo Ross Hunter—, tenemos que llevarla al hospital inmediatamente. Me preocupa muchísimo su estado.
—Por favor, Ross, ¿no podemos esperar hasta mañana? ¿Mañana por la tarde? Hay momentos en que parece estar muy fuerte, y luego recae. Estará bien durante un tiempo.
Él le puso las manos, aquellas manos de cuidada manicura, sobre los hombros, y se la quedó mirando fijamente.
—Sí, puede que mejore de vez en cuando, durante un rato, cada vez que reúne fuerzas, pero no te engañes: cada vez que pasa eso está usando sus últimas reservas. Lynn, tienes que entender que sin tratamiento médico de emergencia, quizá no sobreviva hasta mañana por la tarde. Está sufriendo un fallo hepático casi total. Su cuerpo se está intoxicando con sus propias toxinas.
Las lágrimas empezaron a surcar el rostro de Lynn. Estaba mareada, y sentía que las firmes manos del médico la mantenían derecha, evitando que perdiera el equilibrio. «Tengo que ser fuerte —se dijo—. He llegado hasta aquí. Ahora tengo que ser fuerte.» La alemana iba a venir a buscarlas a mediodía. Sólo eran unas horas. «Tenemos que aguantar hasta entonces.»
Miró a su vez al médico, decidida.
—Ross, no puedo. Esta noche no.
—¿Por qué demonios no puedes? ¿Estás loca?
—No puedo dejar que vaya al hospital a morir. Eso es lo que va a suceder. Lo único que va a hacer allí es morir.
—No morirá si recibe tratamiento inmediato.
—Pero sin un nuevo hígado morirá, Ross, y no tengo ninguna confianza en que vayan a encontrarle uno.
—Es su única posibilidad, Lynn.
—Esta noche no puedo, Ross. ¿Quizá mañana por la tarde?
—No entiendo tu renuencia.
Luke subía las escaleras con el agua. Ella tomó el vaso y le dio las gracias. El chico se quedó allí, escuchando. Lynn no podía decirle que se fuera.
—Quiero que le des algo, Ross.
—Yo no soy hepatólogo, Lynn.
—¡Tú eres médico, joder! —le soltó. Luego sacudió la cabeza, arrepentida—. Lo siento, Ross. Pero debe de haber algo que le puedas dar. No lo sé, algo para reforzarle el hígado, algo para combatir ese maldito dolor, algo para animarla, una dosis de vitaminas o algo así.
Él sacó el teléfono móvil del bolsillo.
—Lynn, voy a llamar una ambulancia.
—¡¡¡No!!!
Aquel arranque de genio le dejó sin habla. Por unos momentos, los dos se quedaron mirándose a los ojos, como en una especie de duelo. Entonces él la observó, escéptico.
—Aquí pasa algo, ¿no, Lynn? ¿Hay algo que no me has contado? ¿Estás pensando en llevártela al extranjero? ¿Para que le hagan un trasplante en China?
Ella se le quedó mirando sin responder, preguntándose si podía atreverse a confiar en él; cruzó su mirada con la de Luke, instándole con el gesto a que no abriera la boca.
—No —dijo ella.
—No sobreviviría al viaje, Lynn.
—No... No voy a llevármela al extranjero.
—Entonces, ¿por qué quieres retrasar su ingreso en el hospital?
—Tú no me preguntes, Ross. ¿Vale?
—Creo que deberías decirme lo que pasa —dijo él, frunciendo el ceño—. ¿Estás en tratos con algún médico alternativo? ¿Un curandero?
—Sí —dijo ella, de pronto sin aliento por los nervios—. Sí. Tengo... Tengo a alguien...
—¿Y no podrían visitarla en el hospital?
Lynn sacudió la cabeza con fuerza.
—¿Entiendes hasta qué punto estás poniendo en peligro la vida de Caitlin al hacer esto?
—¿Y qué demonios ha hecho tu jodido sistema por ella hasta ahora? —espetó Luke de pronto, hecho una furia—. ¿Qué coño ha hecho el sistema de la Seguridad Social por ella? ¿Meterla y sacarla del hospital durante años, ponerla en una lista de trasplantes y hacer que tenga esperanzas, encontrarle un hígado y luego decidir que más valía la pena dárselo a un capullo alcohólico para que pueda pasarse un par de años más metiéndose lingotazos? ¿Qué quieres hacer con ella? ¿Mandarla de nuevo a ese agujero de mierda para que más gente pueda prometerle un jodido hígado que nunca va a conseguir?
Se giró, frotándose los ojos con el dorso de los puños. En el silencio que siguió, Lynn y el médico se quedaron mirándose el uno al otro, compungidos.
Tras limpiarse la nariz, Lynn dijo:
—Tiene razón.
—Lynn —dijo Ross Hunter, con voz grave—, le daré una fuerte dosis de antibióticos y te dejaré unos comprimidos para darle cada cuatro horas. Ayudarán a combatir la infección que está causándole el dolor. Si le doy un enema, eso también la ayudará, al reducir la acumulación de proteínas en el intestino. En realidad debería estar con gotero: tienes que hacer que tome mucho líquido.
—¿De qué tipo?
—Glucosa. Necesita mucha. Y tienes que hacer que coma, toda la comida que consigas que trague.
—Eso funcionará, ¿verdad, Ross?
Él la miró, muy serio.
—Si haces todas esas cosas, espero que aguante un tiempo. Pero lo que estás haciendo es peligroso, y sólo estás ganando un poco de tiempo. ¿Lo entiendes?
Ella asintió.
—Volveré mañana por la tarde. A menos que haya mejorado notablemente, que no creo, me la llevaré directamente al hospital. ¿De acuerdo?
Ella le rodeó con sus brazos y lo abrazó.
—Gracias —suspiró, entre lágrimas—. Gracias.
100
Glenn Branson cogió el abrigo, dejó a Bella Moy sentada en el interior del coche de Policía camuflado, cruzó la estrecha calle de detrás del Metropole Hotel y volvió a llamar al timbre del 1202 con la placa «J. Baker». Se quedó esperando junto al edificio, soportando el gélido viento, a la espera de oír algún ruido por el interfono.
Pero una vez más, sólo hubo silencio.
Ya eran más de las cuatro de la mañana. En el bolsillo tenía la orden de registro que había firmado a las once de la noche Juliet Smith, magistrada de larga carrera que siempre se había mostrado muy colaboradora. Desde entonces habían mantenido la guardia toda la noche, con sólo dos breves interrupciones.
La primera había sido para visitar uno de los lugares donde solía ir Cosmescu, el Rendezvous Casino, en el puerto olímpico, pero el director les había dicho, no sin pesar, que en contra de su costumbre el señor Baker no les había visitado desde hacía varios días. La segunda había sido para buscar unos bocadillos de beicon y unos cafés en el Market Diner, una de las pocas cafeterías de la ciudad que abrían toda la noche.
Tiritando, volvió al coche y cerró de un portazo, aliviado al aislarse de los elementos. El olor grasiento a beicon aún flotaba en el ambiente. Bella lo miró, preocupada.
—Creo que es hora de despertar al portero —sugirió.
—Sí, me parece que somos unos egoístas reservándonos el placer de disfrutar de esta bella noche para nosotros solos.
—Muy egoístas —corroboró ella.
Salieron del coche, lo cerraron y se dirigieron de nuevo a la puerta principal. Glenn apretó el botón en el que ponía «Conserje». No hubo respuesta. Al cabo de unos momentos volvió a intentarlo. Pasaron unos treinta segundos y luego se oyó un chasquido, seguido de una voz con un fuerte acento irlandés.
—Sí. ¿Quién es?
—Policía —dijo Glenn Branson—. Tenemos una orden de registro para uno de los pisos y necesitamos que nos abra.
El hombre parecía escéptico.
—¿Policía, dicen?
—Sí.
—¡Vaya! Denme un momento, para que me vista.
Poco después abrió la puerta un hombre de aspecto fuerte y de unos sesenta años, con la cabeza rapada y la nariz rota, de boxeador, vestido con un suéter, unos pantalones de chándal anchos y chanclas.
—Sargento Branson y sargento Moy —dijo Glenn, mostrando la placa.
Bella también le enseñó la suya y el irlandés los miró por turnos, poco convencido.
—¿Y su nombre es...? —preguntó Bella.
Cruzándose de brazos en actitud defensiva, el conserje respondió:
—Dowler. Oliver Dowler.
Entonces Glenn sacó una hoja de papel.
—Tenemos una orden de registro para el piso 1202 y llevamos llamando al timbre desde las once de la noche, pero no responden.
—Bueno... ¿El 1202? —dijo Oliver Dowler, frunciendo el ceño. Luego levantó el dedo y sonrió—. No me sorprende que no les responda. Su ocupante dejó libre el piso ayer. Se les ha escapado por poco.
Glenn soltó un improperio.
—¿Lo ha dejado? —preguntó Bella Moy.
—Se ha mudado.
—¿Sabe dónde ha ido? —inquirió Glenn.
—Al extranjero —respondió el conserje—. Estaba harto del clima de Inglaterra. —Entonces se golpeó el pecho—. Como yo. Me quedo dos años más, y luego me retiro a las Filipinas.
—¿No ha dejado una dirección, ni un número de teléfono?
—Nada en absoluto. Dijo que ya llamaría él.
—Vamos a su piso —dijo Glenn, señalando hacia arriba!
Los tres subieron al ascensor, que les llevó directamente al ático.
Tal como había dicho Oliver Dowler, Cosmescu había dejado el piso vacío. No había ni un mueble. Ni una alfombra, ni moqueta, ni basura de ningún tipo. Un par de bombillas desnudas colgaban de los portalámparas, y unos cuantos halógenos brillaban con fuerza. Olía a pintura fresca.
Se pasearon por cada una de las habitaciones, oyendo el eco de sus propios pasos. Parecía como si una brigada de limpieza profesional hubiera pasado por allí. En la cocina, Glenn abrió la nevera y el congelador. Estaban vacíos. Al igual que el lavavajillas. Comprobó el interior de la lavadora y de la secadora, en el trastero: también estaban vacías.
No había nada que Glenn Branson y Bella Moy pudieran registrar, que diera alguna pista sobre el antiguo ocupante del piso, ni que hiciera pensar que el piso hubiera estado ocupado siquiera. Tampoco había sombras en las paredes que revelaran que se habían retirado cuadros o espejos.
Branson pasó el dedo por una pared pintada de gris pálido, pero, pese a lo reciente de la pintura, ya estaba seca.
—¿El piso era de alquiler o de propiedad? —preguntó Bella Moy.
—De alquiler —dijo el conserje—. Contrato de seis meses, renovable, sin amueblar.
—¿Cuánto tiempo llevaba aquí?
—Más o menos igual que yo. Diez años hará que llegué el mes que viene.
—¿Así que su contrato terminaba ahora? —dijo Glenn Branson.
Dowler negó con la cabeza.
—No, qué va. Tenía pagados tres meses más.
Los dos policías se miraron, frunciendo el ceño. Glenn le dio al conserje una tarjeta.
—Si se pone en contacto con usted, ¿me informará, por favor? Tenemos que hablar con él muy urgentemente.
—Dijo que me mandaría alguna carta o un correo electrónico dándome su nueva dirección, para las facturas y esas cosas.
—¿Qué nos puede decir de él, señor Dowler? —preguntó Bella.
Él sacudió la cabeza.
—En diez años nunca he tenido una conversación con él. Nada. Muy discreto —dijo. Luego se sonrió—. Pero le he visto unas cuantas veces con jovencitas muy guapas. Tenía buen ojo para las mujeres, desde luego.
—¿Y su coche?
—También se lo ha llevado. —Bostezó—. ¿Me necesitan para algo más esta noche, o puedo dejarles que sigan con su investigación?
—Nos puede dejar. No creo que nos quedemos mucho rato —dijo Glenn.
—No —dijo el conserje, con una sonrisita burlona—, no creo.
Cuando se fue, Glenn se sonrió.
—¡Ya lo tengo!
—¿Qué? —preguntó Bella.
—A quién me recuerda el conserje. Es a Yul Brynner, el actor.
—¿Yul Brynner?
—Los siete magníficos.
Ella se quedó desconcertada.
—¡Una de las mejores películas de la historia! También salían Steve McQueen, Charles Bronson y James Coburn.
—No la he visto.
—¡Vaya, pues sí que has salido poco de casa!
Por la expresión alicaída de su rostro, se dio cuenta de que había tocado un punto débil.
101
A las 7.45 de la mañana, en la atestada sala de reuniones de la Unidad de Rescate Especializado, Tanya Whitlock estaba dando instrucciones a su equipo para una operación que no era del gusto de nadie.
El examen post mortem realizado a Jeffery Deaver, traficante de drogas de Brighton que había caído desde un séptimo piso, revelaba que el golpe en el lado del cráneo había sido causado por un objeto pesado y romo que le había golpeado antes de la caída y no, como se había supuesto en un principio, por el impacto contra una de las barandas con las que había dado al caer de cabeza.
A partir de la marca biselada en el cráneo y de los análisis de los fragmentos hallados en el pelo, el forense había concluido que el arma homicida podía ser una antigua lámpara de mesa de latón que la consternada novia de Deaver echaba de menos en el piso.
Desplegado frente a Tania había un rudimentario mapa de un gran espacio abierto al sur de Old Shoreham Road, junto al cementerio de Hove: el vertedero y depósito de reciclaje de Hove. Todo el equipo se había pasado el día anterior buscando la lámpara entre dieciocho toneladas de basura infestada de ratas. Y ahora varios de ellos tenían dolores de cabeza por el metano procedente de la basura en descomposición y se disponían a volver para proseguir con la búsqueda.
Al tiempo que las primeras luces del alba aparecían tras el edificio de la División de Apoyo Científico, el piloto de un Cessna de cuatro plazas comunicaba con la torre de Shoreham.
—Golf Bravo Echo Tango Whiskey procedente de Dover.
El pequeño aeropuerto no contaba con iluminación artificial, por lo que sólo operaba entre el alba y el ocaso. Aquel avión sería uno de los primeros de la mañana en llegar.
—Golf Bravo Echo Tango Whiskey, pista Cero Tres. ¿Cuántos pasajeros?
—Voy solo —dijo el piloto.
La sargento Whitlock mostraba la siguiente sección de la cuadrícula que debían cubrir y todos los miembros del equipo atendían, concentrados. Ninguno de ellos oyó el motor de la avioneta que descendía sobre sus cabezas, maniobrando en círculo para embocar la pista 03 del aeropuerto de Shoreham.
Despegaban y aterrizaban aviones y helicópteros privados constantemente. Al no haber vuelos internacionales, no había presencia de guardias de fronteras, ni aduana. Los aviones procedentes de otros países debían informar por radio, esperar a que llegara un guardia de fronteras y un agente de aduanas y permanecer en la nave hasta pasar ambas formalidades. Pero aquello normalmente suponía un gran retraso, ya que en muchos casos los agentes no llegaban, así que los pilotos a veces se arriesgaban y no se molestaban en informar.
Desde luego, el piloto del bimotor Cessna no tenía ninguna intención de informar por radio. El plan de vuelo que había comunicado la noche anterior era de Shoreham a un aeródromo privado cerca de Dover y vuelta. Había omitido un pequeño desvío al otro lado del canal, hasta Le Touquet, en Francia, y vuelta —que había hecho con el transpondedor apagado—. En caso de pagos en metálico como el que había cobrado por aquel viaje, no tenía ningún problema en omitir algún dato en sus planes de vuelo.
Ya en tierra, siguió la triple fila de avionetas detenidas hasta su lugar de aparcamiento, y se alegró al oír que estaban llegando más aviones, lo que mantendría al personal de la torre ocupado. Giró, colocando el avión en el mismo plano que los demás, echó el freno y bajó las revoluciones. Miró alrededor, por si hubiera alguien que mostrara interés por ellos, y luego apagó ambos motores.
Al ir parando las hélices, la vibración y el ruido disminuyeron. El piloto se quitó los auriculares, se giró hacia la bella alemana rubia que tenía justo detrás y dijo:
—¿OK?
—Sehr gut —respondió ella, disponiéndose a desabrochar el cinturón.
Él levantó una mano.
—Tenemos que esperar un poco —advirtió. Miró de nuevo al exterior, nervioso, y se giró hacia la adolescente, de aspecto fatigado, vestida con un bonito abrigo blanco, que estaba detrás de la mujer—. ¿Te ha gustado el vuelo?
La niña no sabía inglés, pero por el tono entendió la intención de lo que le decía y le respondió con una sonrisa nerviosa. Él alargó el brazo y le soltó el cinturón de seguridad. Luego le indicó con un gesto que se quedara quieta, salió y saltó del avión. Dejó la puerta entreabierta.
Marlene Hartmann agradeció la ráfaga de aire frío y fresco, aunque estuviera impregnado de aquel olor a queroseno. Luego bostezó y le sonrió a Simona. La niña le devolvió la sonrisa. «Qué mona», pensó Marlene. En otro país, en circunstancias diferentes, podría haber llevado una buena vida. Volvió a bostezar, ansiosa por tomarse un café. Había sido una noche muy, muy larga. Por carretera hasta Belgrado, luego un vuelo a última hora hasta París, y después, a las cuatro de la mañana, un taxi hasta Le Touquet. Pero allí estaban. Y estaba satisfecha de cómo había ido todo.
Sí, teniendo en cuenta la visita del policía el día anterior, habría sido más sensato abortar la operación. Pero entonces habría perdido una buena clienta. No le parecía que el superintendente pudiera moverse tan rápido. Todo se haría antes incluso de que él se enterara, y por la noche ya estaría de vuelta en Alemania.
Otro avión estaba a punto de aterrizar y el piloto, de pie junto a la avioneta, oyó el rugido de varios motores diferentes, incluido el repiqueteo de un helicóptero, y vio un convoy de tres naves maniobrando hacia las pistas. Suficiente para tener a los de la torre ocupados. Aquélla siempre era una buena hora del día, sin demasiada luz y con numerosas distracciones, incluidos los vehículos de los trabajadores del aeropuerto que llegaban. La furgoneta blanca estaba aparcada a unos cientos de metros, junto a la valla perimetral. Se la quedó mirando. Luego sacó el pañuelo y se sonó la nariz. Vlad Cosmescu, al volante de la furgoneta, estaba observando. Era la señal. Encendió el motor y arrancó.
102
Lynn Beckett estaba sentada, con los ojos empañados tras una noche sin dormir. El corazón le golpeaba en el pecho y estaba bebiendo una taza de té. Se había pasado horas en la cama, agitada e inquieta, sacudiendo las almohadas para intentar estar más cómoda. Obsesivamente, se levantaba cada veinte minutos más o menos para ver cómo estaba Caitlin, para ayudarla a ir al retrete, para asegurarse de que bebía agua con glucosa y de que se tomaba los antibióticos. La combinación prescrita por Ross Hunter, probablemente combinada con la inyección, parecía estar surtiendo efecto. El dolor había remitido y los picores eran algo menos intensos.
Durante un rato tras la visita del médico, Lynn se había quedado en la planta baja con Luke. Se habían atizado una botella de Sauvignon Blanc y se habían fumado todo un paquete de Silk Cut; hasta el último cigarrillo.
Ahora tenía la cabeza a punto de estallar, los pulmones rasposos y se encontraba fatal. Luke se había dormido profundamente en la silla junto a la cama de Caitlin.
El televisor estaba encendido. Lynn se puso a ver las noticias dé las 21.00, pero no tenía ningún interés. Ni en el programa sobre rescates en helicóptero que dieron después. En aquel momento no le interesaba nada más que la llamada de teléfono que esperaba de Marlene Hartmann.
«Por favor, llama. Por Dios, llama.»
No sabía qué haría si la alemana no daba señales de vida. Si aquello era una estafa y desaparecía con el dinero. No tenía un plan B.
De pronto sonó el teléfono fijo.
Respondió antes de que acabara de dar el primer tono.
—¿Sí?
Aliviada, oyó la voz de Marlene Hartmann.
—¿Cómo está, Lynn?
—Sí, bien —jadeó.
—Todo va bien. Estamos aquí. ¿Estarán listas para que las recojamos?
—Sí, claro.
—¿Todo bien con el dinero? ¿Tiene el resto preparado?
—Sí —respondió, y tragó saliva.
El director de su agencia ya había preguntado por la primera transferencia que había hecho, y ella le había dado la triste excusa de que se había comprado una propiedad en Alemania con una compensación final recibida de su ex marido en virtud de su acuerdo de divorcio, después de que éste recibiera una herencia.
—Nos veremos luego. El coche llegará a la hora prevista.
Colgó antes de que Lynn pudiera darle las gracias.
El coche tenía que llegar a las doce. Quedaban menos de tres horas.
Estaba muy nerviosa. Se sentía presa del estrés, el miedo y la ansiedad. Apenas podía pensar.
103
Poco después de la reunión de las 8.30, Roy Grace estaba sentado en su puesto de trabajo en la SR-1, hablando por teléfono con uno de los dos policías apostados en el exterior de la casa de sir Roger Sirius. Llevaban allí desde poco antes de la medianoche e informaban de que nadie había salido de la casa y que el helicóptero seguía en la pista. Estaba de mal humor y, mientras hablaba, uno de los teléfonos de la sala sonó repetidamente. Tapó el micrófono de su teléfono y gritó que alguien contestara. Enseguida lo cogieron.
La noche anterior, todos los secretarios de Estado estaban en el extranjero o cenando en algún sitio, y hasta después de medianoche no habían conseguido que uno —el ministro del Interior en persona— firmara la orden para el pinchazo telefónico de las líneas fija y móvil de Lynn Beckett, que no se hizo efectivo hasta pasadas las dos de la mañana.
Grace había conseguido dormir tres horas en casa de Cleo y llevaba allí desde las seis. Se mantenía despierto a base de Red Bull, un puñado de pastillas de guaraná que Cleo le había dado y café. Le preocupaba mucho que la única pista real que tenían fuera el cirujano de trasplantes, sir Roger Sirius, y no tenían ninguna certeza de que estuviera implicado, ni de que les fuera a dar nada.
También le preocupaba la noticia de la desaparición de Vlad Cosmescu que le había dado Glenn. ¿Tendría relación con su visita a la vendedora de órganos alemana el día anterior? ¿Le habría calado Marlene Hartmann? ¿Habría metido miedo a su equipo y habrían decidido abandonar sus planes y retirarse urgentemente? La alerta emitida a todos los puertos, no sólo para que buscaran a una mujer alemana acompañada por una niña, sino también a un hombre que respondiera a la descripción de Vlad Cosmescu, hasta ahora no había arrojado ningún resultado.
Los puertos de entrada y de salida nunca dejarían de ser un problema para la Policía, en una isla como Gran Bretaña, con tantos kilómetros de litoral y numerosos aeropuertos y aeródromos privados. En ocasiones se tenía suerte, pero los recursos necesarios para controlar a todo el que llegaba y salía de sus costas eran muy superiores a lo que podía permitirse la Policía. Y el que el Ministerio del Interior, en su voluntad por cumplir con los recortes presupuestarios del Gobierno, hubiera reducido los controles de pasaportes para las salidas del Reino Unido, no ayudaba en absoluto. En resumen, a menos que identificaran positivamente a alguien, los cuerpos de seguridad del Reino Unido no tenían ni idea de quién estaba en el país y quién no.
La autopsia de Jim Towers ya debía de estar en marcha, y Grace estaba ansioso por bajar al depósito y ver si la forense había encontrado algo que relacionara su muerte con la Operación Neptuno, y por supuesto para ver a Cleo, que estaba dormida cuando había llegado él a casa, y también cuando se había ido.
En el momento en que se ponía en pie, se colocaba la chaqueta y les decía a otros miembros de su equipo adónde iba, oyó otro teléfono que sonaba. ¿Es que hoy todos estaban sordos? ¿O tan agotados tras la larga noche como para levantar el auricular?
Cuando el ruido cesó ya estaba en la puerta. Justo cuando la abría, Lizzie Mantle le llamó desde lo lejos, con el auricular en la mano.
—¡Roy! Para ti.
Volvió a su mesa. Era David Hicks, uno de los agentes de vigilancia telefónica.
—Señor, acabamos de registrar una llamada a la línea fija de la señora Beckett.
104
—Yo, esto... Tengo que estar en un taller a las diez —masculló Luke, que llegó a la cocina dando bandazos como si fuera sonámbulo—. ¿Crees que puedo irme?
—Claro —respondió Lynn a su ojo izquierdo, el único visible—. Ve. Yo te llamaré cuando haya algo.
—Guay.
Se fue.
Lynn subió a toda prisa las escaleras, con la mente puesta en el millón de cosas que tenía que hacer antes de las doce, y sin Luke —bendito fuera— podría pensar más claramente.
Tenía que repasar la lista que le había dado Marlene Hartmann, de Transplantation-Zentrale.
Debía hacer que Caitlin se levantara, ducharla y prepararle la bolsa.
Tenía que preparar también la suya.
Le llevó un rato despertar a Caitlin, que estaba profundamente dormida debido a la medicación que le había dado el doctor Hunter. Le preparó un baño y empezó a hacer las bolsas para las dos.
De pronto sonó el timbre.
Miró el reloj de pulsera, atenazada por el pánico. ¿No estarían ya allí? La mujer alemana había dicho «a mediodía». ¿No? No eran más que las diez. ¿Sería el cartero?
Bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta principal.
Se topó con un hombre y una mujer. El hombre tenía unos cuarenta años, con el cabello claro, muy corto, una nariz pequeña algo chata y penetrantes ojos azules. Llevaba un traje azul marino, camisa blanca y una corbata azul, y encima vestía un abrigo. En la mano tenía una pequeña cartera de cuero negro con algo impreso en el interior y su fotografía. La mujer era unos diez años más joven, con el cabello rubio recogido en un moño, y llevaba un traje chaqueta oscuro con una blusa color crema, y la misma cartera negra.
—¿La señora Lynn Beckett? —preguntó él.
Ella asintió.
—Superintendente Grace y agente Bountwood, del Departamento de Policía de Sussex. ¿Podríamos hablar un momento con usted?
Lynn se los quedó mirando, pasmada. Sintió como si la hubieran tirado a una piscina. El suelo se movía bajo sus pies. Tenía a los policías delante, justo enfrente, tan cerca que casi notaba el calor del aliento del superintendente. Dio un paso atrás, aterrorizada.
—Bueno, esto... En realidad no es un buen momento —respondió, con la voz entrecortada.
Sus palabras parecían incorpóreas, como si fuera otra persona quien las estuviera pronunciando.
—Lo siento, pero necesitamos hablar con usted inmediatamente —insistió el superintendente, dando un paso adelante y poniéndose a una distancia intimidatoria de nuevo.
Ella se quedó mirando a uno y otro alternativamente, sin saber qué hacer. ¿De qué demonios iba aquello? El dinero que había aceptado de Reg Okuma, pensó. ¿La habría denunciado?
Oyó de nuevo su voz incorpórea que respondía mecánicamente:
—Sí, bueno, pasen; por favor, pasen. Hace frío, ¿no? Hace frío pero no llueve. Eso está bien, ¿verdad? Que no llueva. Diciembre suele ser un mes bastante seco.
La joven agente la miró con simpatía y sonrió.
Lynn dio un paso atrás para dejarlos pasar y cerró la puerta tras ellos. El recibidor parecía más pequeño que nunca y se sintió acorralada por los dos policías.
—Señora Beckett —dijo el superintendente—, tiene usted una hija que se llama Caitlin. ¿Es correcto?
Lynn dirigió la vista hacia arriba.
—Sí —dijo, haciendo un esfuerzo para que la palabra superara el nudo que tenía en la garganta.
—Perdóneme si voy directo al grano, señora Beckett, pero por lo que yo sé su hija sufre de un fallo hepático y necesita un trasplante. ¿Es eso cierto?
Por unos momentos no dijo nada, intentando desesperadamente aclarar la mente. ¿Por qué estaban allí? ¿Por qué?
—¿Les importaría decirme por qué están aquí? ¿De qué va esto? ¿Qué es lo que quieren? —preguntó, temblando.
—Tenemos motivos para creer que usted puede estar intentando comprar un hígado para su hija —dijo Roy Grace.
Hizo una pausa y se miraron el uno al otro un momento. Vio el pánico en sus ojos.
—¿Es consciente de que en este país eso es un delito, señora Beckett?
Lynn echó una mirada hacia arriba, temiéndose que Caitlin pudiera oírlos; luego hizo pasar a los dos agentes a la cocina y cerró la puerta.
—Lo siento —dijo—. No tengo ni idea de qué me hablan.
—¿Podemos sentarnos? —propuso Grace.
Lynn se sentó frente a los dos agentes, del otro lado de la mesa. Se planteó ofrecerles un té, pero se lo pensó mejor, ya que quería que se fueran de allí lo antes posible.
Roy Grace se sentó frente a ella, sin quitarse el abrigo, y cruzó los brazos.
—Señora Beckett, durante la última semana ha habido un intercambio de llamadas entre sus líneas de teléfono móvil y fija y una compañía de Múnich llamada Transplantation-Zentrale. ¿Puede decirnos por qué ha hecho esas llamadas?
—¿Transplantation-Zentrale?
—Es una empresa de venta de órganos. Obtienen órganos humanos para personas que necesitan trasplantes, como su hija.
Lynn se encogió de hombros, a la defensiva.
—Lo siento, nunca he oído hablar de esa gente. Sé que el novio de mi hija se ha enfadado mucho por el trato que han dado a mi hija en el hospital en Londres.
—¿Enfadado por qué exactamente? —preguntó Grace.
—Por el modo en que gestionan esa maldita lista de trasplantes.
—Parece que usted también está enfadada.
—Creo que usted también estaría enfadado si se tratara de su hija, superintendente Grace.
—Así pues, ¿no se le ha pasado por la mente intentar buscar un hígado en el extranjero?
—No. ¿Por qué?
Grace guardó silencio un momento. Entonces, con la máxima suavidad posible, preguntó:
—¿Negaría que ha tenido una conversación telefónica con una señora llamada Marlene Hartmann, que es directora ejecutiva de Transplantation-Zentrale, a las nueve y cinco de esta mañana? ¿Hace menos de una hora?
De pronto, a pesar de todos sus esfuerzos por pensar con claridad, sintió que estaba perdida. Temblaba incontroladamente. «¡Mierda, oh mierda, mierda!», pensó. Se lo quedó mirando con los ojos bien abiertos.
—¿Me han pinchado el teléfono?
En la planta de arriba, oyó el sonido del agua, rebosando de la bañera.
El superintendente metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un sobre marrón. Lentamente, extrajo de su interior una fotografía y la puso sobre la mesa, para que Lynn la viera. Era una fotografía de una niña apenas adolescente. A pesar de su aspecto desastrado, tenía una cara bonita, con rasgos y complexión de gitana, el pelo castaño y lacio, y llevaba un chaleco guateado azul sobre un viejo chándal de colores.
—Señora Beckett —prosiguió—, supongo que le habrán dicho que el hígado de su hija procede de alguien que ha muerto en un accidente de coche.
Hizo una pausa, mirándola fijamente a los ojos. Ella no dijo nada.
—Bueno —prosiguió—, en realidad, ése no es el caso. Procede de esta niña rumana. Se llama Simona Irimia. Hasta ahora, por lo que sabemos, está viva y sana. La han trasladado ilegalmente a Inglaterra y la matarán para que su hija pueda tener su hígado.
De pronto, Lynn sintió que el mundo se hundía a su alrededor.
105
Simona estaba sentada sobre un colchón lleno de bultos con Gogu sobre el regazo, en la parte trasera de la furgoneta, que se zarandeaba constantemente. Tan pronto aceleraban como frenaban de golpe, por una carretera llena de curvas y cambios de rasante. Casi todo el tiempo tenía las manos sobre los salientes del suelo de metal, intentando cogerse para evitar ir dando tumbos.
Tenía una caja de herramientas azul al lado, así como una llave para ruedas, una cuerda azul enrollada y unos rollos de cinta adhesiva. Todo aquello iba dando botes, resonando y resbalando de un lado al otro cada vez que pasaban un bache. Hacía horas que no comía ni bebía nada: desde que habían subido en aquella avioneta. Tenía muchísima sed y el olor del humo del escape la estaba mareando.
Ojalá que Romeo estuviera allí, porque ella siempre se sentía segura con él, y habría tenido a alguien con quién hablar. La mujer alemana no le había hecho caso durante la mayor parte del viaje, que se había pasado trabajando con su ordenador portátil o hablando por teléfono. Ahora, en el asiento delantero, mantenía una conversación aparentemente muy seria con el conductor de la furgoneta, un rumano alto, de rostro anguloso e inexpresivo con el pelo negro azabache peinado hacia atrás que llevaba una cazadora y vaqueros, y una gruesa pulsera de oro en la muñeca.
De vez en cuando, la mujer levantaba la voz, y el conductor se quedaba callado o contestaba; por lo menos, sonaba como si le replicara, cualquiera que fuera el idioma en que estaban hablando.
Allí atrás no había ventanillas, y Simona sólo podía ver estirando el cuello y mirando entre los asientos, por el parabrisas. Iban por un campo bien cuidado. Veía sobre todo árboles, setos y, de vez en cuando, alguna granja o casa de campo.
Frenaron de golpe. Un momento más tarde giraron y pasaron por entre dos altos pilares de ladrillo. Oyó cómo pasaban sobre una reja, y luego enfilaron un largo y sinuoso camino de acceso. Simona vio varios carteles en unos postes, pero era incapaz de entender lo que decían.
PROPIEDAD PRIVADA
PROHIBIDO APARCAR
PROHIBIDO HACER PICNIC
ABSOLUTAMENTE PROHIBIDO ACAMPAR
En la distancia vio unas frondosas colinas verdes bajo el cielo gris. Rodearon un gran lago, luego un amplio prado que había más allá, a la izquierda, perfectamente cuidado. Había zonas donde habían dejado la hierba más corta, y vio varios cráteres llenos de algo que parecía arena. Se preguntó qué serían, pero no se atrevió a interrumpir para preguntar.
Embocaron un largo paseo rodeado de árboles cuyas copas convergían en el centro, con los arcenes cubiertos de hojas caídas, y de pronto la furgoneta giró bruscamente otra vez y redujo la velocidad al mínimo. Superaron un gran bache y volvieron a ganar velocidad. Tras tres baches más iguales al anterior, Simona vio, frente a ellos, una enorme casa gris y, enfrente, unos coches relucientes aparcados aquí y allá, y en filas perfectamente ordenadas a los lados. Por un momento se emocionó. ¡Aquel lugar era precioso! ¿Sería allí donde iba a trabajar?
Quería preguntarle a la mujer alemana, pero estaba hablando otra vez por teléfono, y sonaba muy enfadada.
La furgoneta pasó por debajo de un arco y se paró en la parte trasera de la casa. El conductor apagó el motor y salió, mientras la mujer seguía discutiendo al teléfono, cada vez en voz más alta y agitada.
Un momento más tarde, el conductor abrió una de las puertas traseras de la furgoneta. Cogió a Simona de la mano mientras salían y, para sorpresa de la niña, no la soltó, sino que la mantuvo aferrada con fuerza, a pesar de sus esfuerzos por desprenderse. Parecía que le preocupaba que pudiera salir corriendo.
Ella tiró con fuerza, molesta de pronto con él, pero él la agarraba como una tenaza, y su rostro no mostraba ninguna emoción.
La mujer alemana salió, puso fin a su llamada y cerró el teléfono. Simona buscó su mirada. La mujer solía sonreírle, pero esta vez no había ninguna sonrisa, ni siquiera un gesto de reconocimiento. Se limitaba a mirarla fríamente, como si Simona no existiera. Simona pensó que debía de estar muy enfadada por aquella llamada.
Una enfermera salió de la casa por una puerta, casi junto a la furgoneta. Tenía el cuello grueso y unos brazos como jamones. Llevaba el pelo gris, muy corto, como el de un hombre, en—gominado formando pinchos. Por unos momentos, escrutó a la adolescente como si fuera un objeto expuesto en una tienda. Luego sus labios rosados, finísimos en comparación con el tamaño de su carnoso rostro, esbozaron una leve sonrisa.
—Simona —dijo, secamente, en rumano—, tú vienes conmigo.
Extendió la mano y aferró la de Simona. El conductor por fin soltó la otra. La enfermera tiró de Simona con tanta fuerza que la hizo trastabillar y perder su más preciada posesión, que cayó al suelo y allí se quedó, mientras la arrastraban hacia el interior de la casa.
—¡Gogu! —gritó Simona, girando la cabeza desesperadamente—. ¡Gogu! —volvió a gritar, intentando zafarse—. ¡Gogu!
Pero Marlene Hartmann la siguió, entrando decidida y cerrando la puerta tras de sí de un portazo.
En el exterior, Vlad Cosmescu vio la tira de piel raída tirada en el suelo. Se agachó y la recogió. Luego, con el mugriento retal entre los dedos, hizo una mueca de asco y lo depositó en una papelera cercana. A continuación, dando marcha atrás, metió la furgoneta en uno de los aparcamientos que había al otro lado del patio y bajó la puerta, para esconderla. Por si acaso.
106
Haciendo un esfuerzo desesperado por mantener la compostura junto a la mesa de la cocina, Lynn se quedó mirando la fotografía de la niña que tenía delante: era guapa pero de aspecto sucio.
«Intentan meterme miedo —pensó—. Por favor, Dios mío, que sea eso.»
Marlene Hartmann era una mujer decente. Le resultaba imposible creer, ni por un momento, que lo que el superintendente le acababa de decir fuera cierto. Imposible. Imposible. Imposible.
Las manos le temblaban tanto que las alejó de la mesa y se las puso sobre el regazo. Se sujetó una con la otra, apretándoselas, apartándolas de la vista. ¡Imposible!
Tenía que superar aquello. Tenía que sacar a aquella gente de su casa, para poder llamar a la mujer alemana. Sintió un nudo en la garganta que le estrangulaba la voz. Respiró hondo para calmarse, tal como le habían enseñado en el trabajo que debía hacer cuando se enfrentaba a un cliente difícil o grosero.
—Lo siento —dijo, mirándolos a ambos, uno tras otro—. No sé por qué están aquí ni qué quieren. Mi hija está en la lista de espera de trasplantes del Royal South London Hospital. Estamos muy contentas con todo lo que están haciendo y esperamos que le den un hígado muy pronto. No hay ningún motivo por el que debiera buscar un hígado en ningún otro sitio. —Tragó saliva—. Además yo... Yo no... No sabría dónde..., dónde empezar a buscar.
—Señora Beckett —dijo Roy Grace, mirándola con gesto severo pero sin levantar la voz—, el tráfico de personas es uno de los delitos más deleznables en este país. Tiene que ser consciente de lo grave que es para la Policía y para los jueces. Hace poco un caballero de Londres fue sentenciado por un tribunal de apelación a «veintitrés» años por tráfico de seres humanos con agravantes.
Hizo una pausa para que lo asimilara. Ella se sentía como si fuera a vomitar en cualquier momento.
—El tráfico de seres humanos supone toda una serie de delitos penales —prosiguió—. Voy a enumerárselos: para empezar, inmigración ilegal, secuestro y detención ilegal. Cualquier persona que intente comprar un órgano humano en este país o en el extranjero puede ser acusada de conspiración para traficar y complicidad. Estos delitos comportan las mismas sentencias que el propio tráfico. ¿Estoy siendo claro?
Lynn estaba sudando. Le daba la impresión de que el cuero cabelludo se le iba encogiendo y pegándosele al cráneo.
—Muy claro.
—Tengo suficiente información para detenerla ahora mismo, señora Beckett, como sospechosa de conspiración para traficar con un órgano humano.
La cabeza le daba vueltas. Apenas podía concentrarse en los dos policías. Tenía que aguantar de algún modo. La vida de Caitlin dependía de ella, de que pudiera encontrar una solución a aquello. Volvió a bajar la vista y miró la fotografía, intentando ganar tiempo desesperadamente, para pensar con claridad.
—¿En qué posición quedaría usted, si la arrestara? —preguntó el policía—. ¿Qué ganaría con ello su hija?
—Por favor, créanme —dijo, desesperada.
—¿Quiere que hablemos con su hija? —¡No! —espetó—. ¡No! Está demasiado..., demasiado enferma para ver a nadie.
Miró desesperadamente a la joven agente y detectó un atisbo de compasión en sus ojos.
Hubo un largo silencio, roto de pronto por el chisporroteo de la radio del superintendente.
Se apartó de la mesa, se la llevó al oído y habló por ella.
—Roy Grace.
—El Objetivo Uno se mueve —dijo una voz de hombre en el otro extremo de la línea.
—Dame treinta segundos.
Grace señaló con un dedo a la agente Boutwood y luego a la puerta. Se giró de nuevo hacia Lynn.
—Piense detenidamente en lo que le acabo de decir.
Unos segundos más tarde ambos policías se habían ido. Deliberadamente, dejaron allí la fotografía. La puerta principal se cerró tras ellos con un portazo. Lynn se dejó caer sobre la mesa y hundió la cara entre las manos.
Un momento más tarde sintió unas manos sobre los hombros.
—Lo he oído —dijo Caitlin—. Lo he oído todo. No voy a aceptar ese hígado. Ni hablar.
107
Las puertas de hierro forjado se abrieron hacia los lados y un Aston Martin Vanquish negro avanzó lentamente por entre los pilares de piedra, asomándose con cautela. Luego, con un rugido procedente de los tubos de escape, giró hacia la derecha y aceleró. Inmediatamente las puertas empezaron a cerrarse de nuevo.
El conductor no podía notar ninguna diferencia aquella mañana en el camino arbolado. Los dos expertos en vigilancia rural estaban bien escondidos. Uno estaba en el interior del seto; el otro, vestido de camuflaje, estaba medio subido a una conífera, y su vehículo estaba aparcado en una pista forestal casi medio kilómetro más allá.
El sargento Paul Tanner, en el interior del seto, tenía un buen ángulo de visión y, a pesar de los cristales tintados y el interior negro del coche, vio el cabello gris del conductor.
Roy Grace, que estaba en la acera frente a la casa de Lynn Beckett, se comunicó por radio.
—¿Qué información tienes?
—El vehículo Romeo Sierra Cero Ocho Alfa Mike Lima, señor. Se dirige hacia el este.
Por el informe de Guy Batchelor y Emma-Jane Boutwood tras su entrevista con el cirujano de trasplantes, Grace sabía que aquella matrícula era la de sir Roger Sirius. También era consciente de que aquellos dos agentes de vigilancia de la Unidad de Inteligencia de la División resultarían muy útiles en una gran operación de drogas que tenía lugar en Brighton aquel mismo día. La escasez de agentes era un problema constante en la ciudad.
—Buen trabajo —dijo—. Permaneced en el lugar otros treinta minutos por si volviera. Si no, retirad la vigilancia.
—Retirada dentro de treinta minutos, señor. Sí.
Grace cortó la comunicación y llamó a la sala de reuniones. Pidió que mandaran una orden de RAM para el coche y vieran si estaba disponible el helicóptero de la Policía.
La red de Reconocimiento Automático de Matrículas cubría muchas de las grandes vías de todo el Reino Unido. Al introducir cualquier número de matrícula en el sistema, en teoría se podía establecer un seguimiento del vehículo cada pocos kilómetros —siempre que siguiera circulando por carreteras principales—. Una vez que el coche fuera detectado por una cámara o por algún policía, enviarían el helicóptero a la zona y, con un poco de suerte, podrían seguir al coche de incógnito desde el aire.
Entonces se giró hacia la agente Boutwood e hizo un gesto con la cabeza hacia la casa de Lynn Beckett.
—¿Qué te ha parecido?
—Tienes razón, trama algo. ¿Vas a detenerla?
Él sacudió la cabeza.
—No es a ella a quien quiero. Ella es una pieza secundaria. Veamos qué hace ahora, adónde nos lleva.
—¿No crees que lo dejará estar?
—Yo creo que ahora hará unas cuantas llamadas telefónicas —dijo, abriendo el Hyundai. Pero antes de subir, levantó discretamente un dedo, haciendo un gesto cómplice al conductor y al acompañante del Volkswagen Passat verde aparcado a unos metros de allí.
108
—¡Pero bueno! ¿Es que no lees los putos periódicos? ¿Has estado viviendo bajo una piedra las últimas dos semanas, mamá?
«¿Mamá?»
«¿Cuánto tiempo hacía que no la llamaba mamá?», pensó Lynn, desesperada, atenazada por el pánico tras la visita de los policías. La pesadilla que estaba viviendo se volvía más lúgubre por segundos.
—¿Es que podemos estar en medio del mayor escándalo de tráfico de órganos del siglo y, de algún modo, tú no te has enterado?
Lynn se puso en pie, empujando la silla de la cocina tras ella, y se colocó frente a su hija, asombrada y encantada de lo mucho que parecía haber mejorado. Pero también algo alarmada: Caitlin estaba casi sobreexcitada.
—Sí, vale, vale... Yo, bueno..., no me he enterado. ¿Vale?
Caitlin negó con la cabeza.
—Pues no, no vale en absoluto. ¿Vale?
Luego se rascó los brazos furiosamente, por turnos.
—La Policía miente, tesoro —dijo Lynn—. No hay ningún escándalo de tráfico; no es más que una teoría absurda.
—Sí, claro. Aparecen tres cadáveres en el canal, sin los órganos vitales, y todos los periódicos y los programas de televisión y de radio mienten.
—Esos cuerpos no tienen nada que ver con tu trasplante.
—Seguro —dijo Caitlin—. ¿Y qué hacían aquí esos polis?
Lynn estaba luchando contracorriente, lo sabía. Oía la desesperación en su propia voz. En su interior una cabeza le gritaba, al bajar la mirada, casi a regañadientes, hacia la fotografía en la mesa. ¿Y si el superintendente Roy Grace estaba diciéndole la verdad?
La fotografía de la cara de aquella niña se le grabó a fuego en el cerebro, en la parte interna de los párpados, de modo que incluso cuando parpadeaba seguía viéndola.
No era posible. Nadie haría aquello. Nadie mataría a una niña por..., por dinero..., por otra niña..., por..., por...
¿Por Caitlin?
¿Lo harían?
Ojalá que Malcolm estuviera allí en aquel momento. Necesitaba a alguien con quien compartir aquello, con quien hablar. El miedo la asaltaba desde todos los ángulos.
Veintitrés años en la cárcel.
Tiene que ser consciente de lo grave que es para la Policía y para los jueces.
No había pensado en aquello. En hacer trampas al sistema, sí, usando un órgano de una víctima de accidente, eso era todo. No había nada de malo en ello, seguro.
Matar a una niña.
Matar a aquella niña.
El dinero había volado. La mitad. ¿Lo recuperaría? Mierda, no quería recuperarlo. Quería un jodido hígado.
El policía tenía que estar mintiendo.
Había un modo rápido de descubrirlo. Cogió su teléfono móvil, abrió la agenda y buscó el nombre de Marlene Hartmann.
Estaba a punto de apretar el botón de llamada cuando se detuvo.
Cayó en la cuenta.
Se dio cuenta de lo tonta que sería si lo hiciera. Si la vendedora de órganos se enteraba de que tenía a la Policía en los talones, probablemente suspendería la operación y huiría. Lynn no podía correr aquel riesgo. Caitlin había mejorado desde que el doctor Hunter le había dado aquel reconstituyente, pero aquello no iba a durar. Había ganado tiempo. Le había prometido que permitiría que Caitlin ingresara en el hospital por la tarde.
A menos que se produjera un milagro, estaba segura de que si Caitlin volvía al Royal, no volvería a salir de allí. No podía permitir que aquello se viniera abajo justo en aquel momento.
—¡Eo! ¿Hola? ¿Hola, mamá? ¿Mamá? ¿Hay alguien ahí?
Lynn miró a su hija, sobresaltada.
—¿Qué?
—Te he preguntado qué hacían aquí esos polis.
Entonces Lynn observó, atónita, que Caitlin de pronto se curvaba y se tambaleaba hacia los lados. La agarró justo a tiempo para evitar que se cayera, agarrándola con fuerza.
Por un instante, su hija parecía completamente desorientada.
—¿Tesoro? ¿Cariño? ¿Estás bien?
Caitlin tenía la mirada perdida. Parecía sorprendida por lo que había pasado.
—Sí —suspiró. Tenía la piel aún más amarilla que la noche anterior. Susurrando de nuevo, hasta el punto que Lynn tuvo que situar la oreja junto a su boca para oírla, dijo—: ¿Por qué han venido..., los polis?
—No lo sé.
—¿Van a meternos en la cárcel?
—No —respondió Lynn, sacudiendo la cabeza.
La voz de Caitlin ganó algo de fuerza.
—Parecían bastante desesperados, ¿sabes? Eso es algo desesperado, ¿no? Dejarnos esa foto de la niña. A menos que sea cierto, claro.
Se quedó mirando fijamente a su madre, de pronto enfocando otra vez.
—Probablemente esos cuerpos suponen una gran presión. Quizás estén desesperados por obtener una solución. Intentarán cualquier cosa, recurrirán a lo que sea.
—Sí, bueno, nosotras también estamos bastante desesperadas.
A pesar de todo lo que sentía, Lynn sonrió y luego rodeó a Caitlin con los brazos y la apretó más fuerte que nunca.
—Dios, te quiero, cariño. Muchísimo. Lo eres todo para mí. Eres el motivo por el que me levanto cada mañana. Eres el motivo por el que trabajo todo el día. Eres mi vida. ¿Sabes?
—Deberías salir más.
Lynn sonrió y la besó en la mejilla.
—Siempre me tratas fatal.
—Sí —respondió Caitlin, también sonriendo—. ¡Y tú eres tan jodidamente «posesiva»!
Lynn la empujó suavemente, estirando los brazos pero sin soltarla.
—¿Sabes por qué soy tan posesiva?
—Porque soy guapa, lista, inteligente y tendría el mundo a mis pies si no fuera por un pequeño problema, ¿verdad? Dios me dio un hígado de una caja equivocada.
Lynn se echó a llorar. Eran lágrimas de alegría. Lágrimas de tristeza. Lágrimas de terror. Abrazando fuerte a Caitlin de nuevo, murmuró:
—Están mintiendo. El poli mentía. No le creas. «Mentía». Tú créeme a «mí». Tesoro, cariño, tú créeme a «mí». Yo soy tu madre. «Tú créeme».
Caitlin la abrazó a su vez, con las pocas fuerzas que tenía.
—Sí, vale. Te creo.
De pronto, se giró, haciendo un ruido gutural.
Liberándose de los brazos de su madre, se abalanzó sobre el fregadero. Lynn se puso a su lado, agarrándola del brazo para evitar que se cayera.
Entonces Caitlin vomitó violentamente.
Horrorizada, Lynn observó que no era vómito lo que salpicaba el fregadero y los azulejos de la pared. Era sangre de un rojo intenso.
Mientras abrazaba a su hija, que tosía y respiraba agitada—mente, supo que, en aquel preciso momento, no le importaba nada más. No le importaba si el superintendente Grace decía la verdad o no. No le importaba si la niña de la fotografía que había traído tenía que morir. No le importaba quién tuviera que morir. Si hacía falta, ella misma mataría a quien fuera, con sus propias manos, para salvar la vida de su hija.
109
Simona estaba sentada en una silla en una habitación pequeña y sin ventanas, llorando y bebiendo un vaso de Coca-Cola. La habitación le recordaba la celda en la que había pasado una noche cuando Romeo y ella habían sido arrestados, hacía un par de años, por robar en una tienda. El mismo olor a desinfectante. Allí no había nada más que estantes llenos de material médico. Tenía tanta hambre que le dolía el estómago.
—Quiero a Gogu —sollozó.
La gran enfermera rumana, que había agarrado tan fuerte a Simona por el brazo que le habían salido cardenales, estaba de pie, con los brazos cruzados frente a la puerta, observando cómo bebía.
—Se me ha caído fuera.
—Iré a buscarlo más tarde —replicó ella.
Simona se sintió un poco mejor al oír aquello y asintió en agradecimiento. Se quedó mirando el vaso y luego volvió a mirar a la mujer.
—Por favor, ¿pueden darme algo de comer? —preguntó por tercera vez en el cuarto de hora que llevaba allí—. ¿Lo que sea?
—Bebe —ordenó la mujer.
Simona obedeció y bebió un poco más. Quizá cuando se acabara el segundo vaso le darían algo de comer, y la mujer iría a buscar a Gogu.
—¿Qué tipo de trabajo haré aquí? —preguntó.
La enfermera frunció el ceño.
—¿Trabajo? ¿Qué tipo de trabajo?
Simona sonrió, fantaseando.
—¡A mí me gustaría trabajar detrás de una barra! —dijo—.
Me gustaría aprender a preparar bebidas. Ya sabe, bebidas elegantes. ¿Cómo les llaman? ¡Cócteles! Creo que ése sería un buen trabajo, preparar bebidas y hablar con la gente. Seguro que en este hotel tienen un bonito bar, ¿verdad? —Al ver que la enfermera seguía frunciendo el ceño se apresuró a añadir—: Pero, por supuesto, no me importa el tipo de trabajo. Cualquier cosa. Podría limpiar. No me importa limpiar. Estoy contenta de estar aquí. ¡Y estaré aún más contenta cuando llegue Romeo! ¿Cree que será pronto?
—Bebe —respondió la mujer.
Simona apuró el vaso. Luego se quedó sentada en silencio, con la mujer allí de pie, cruzada de brazos, como un centinela.
Unos minutos más tarde, Simona de pronto empezó a adormilarse. De pronto se mareó y no conseguía fijar la vista en la mujer. Ni en las paredes ni en los estantes. Eran imágenes que pasaban frente a sus ojos rápido, cada vez más rápido.
La enfermera permaneció impasible, viendo cómo a Simona se le cerraban los ojos y caía de lado sobre el suelo, donde quedó inmóvil, respirando con fuerza.
Entonces se cargó a la niña al hombro, la trasladó unos metros por el pasillo hasta la pequeña sala preoperatoria y la colocó sobre la camilla de acero. Luego le quitó toda la ropa, comprobando si Simona llevaba algo de valor. A veces, las ratas callejeras como aquella niña ocultaban objetos robados en sus cuerpos, con la esperanza de venderlos en Inglaterra.
Poniéndose un guante de goma a toda prisa, antes de que llegara nadie más, buscó en el interior de la boca de la niña; luego tanteó cuidadosamente en la vagina y en el ano. ¡Nada! ¡Zorrilla inútil!
A continuación llamó por el intercomunicador al anestesista y le dijo, disimulando a duras penas su indignación, que la niña estaba lista.
110
Justo en el momento en que Roy Grace atravesaba la puerta de la SR-1, la matrícula Romeo Sierra Cero Ocho Alfa Mike Lima era detectada por una cámara de RAM. La información le llegó inmediatamente por radio. Se detuvo frente a la sala, abarrotada de agentes, y tomó nota de la información. El Aston Martin de sir Roger Sirius se dirigía al norte desde la rotonda Washington, en la A24.
Al instante llamó a la Unidad de Operaciones Aéreas y solicitó el despegue del H900, el helicóptero de la Policía. Calculaban que tardarían nueve minutos en sobrevolar la rotonda, que estaba seis kilómetros al norte de Worthing, y a quince kilómetros del helipuerto, en el aeropuerto de Shoreham.
Hizo un cálculo rápido. La velocidad máxima del H900, según el viento de morro o de cola que tuviera, era de 210 km/h. El tráfico en aquel punto de la A24 solía ser fluido, al tener doble carril, pero era poco probable que Sirius quisiera correr el riesgo de que le detuvieran por exceso de velocidad. Suponiendo que viajara a 130 km/h y que siguiera por esa carretera, el helicóptero debería tenerlo a la vista en unos quince minutos.
Eso dando por hecho que no tomara algún desvío.
Aunque el cielo estaba encapotado, las nubes estaban altas, lo que daba mucha visibilidad al chopper. Grace hizo un gesto con la mano a un par de miembros de su equipo que intentaban llamar su atención y se acercó al mapa que habían colgado en la pizarra blanca. Mostraba Sussex y parte de los condados vecinos, con la posición de las casas de Lynn Beckett y sir Roger Sirius marcadas con sendos círculos rojos. Con círculos violetas habían señalado todas las clínicas y los hospitales privados de la zona. Eran muchos, entre clínicas deportivas, centros de diagnóstico y clínicas dermatológicas, y Grace sabía que la mayoría podían ser descartadas por no tener suficiente envergadura como para albergar las instalaciones que buscaban.
Enseguida localizó la A24 y la rotonda, y luego siguió la carretera con el dedo hacia el norte. El coche podía estar yendo a muchos sitios diferentes. Una posibilidad era el área metropolitana de Horsham o Guildford, pero Grace tenía la sensación de que una clínica privada con las instalaciones necesarias para trasplantes y con todo el personal necesario resultaría más fácil de ocultar en algún lugar del campo.
Echó un vistazo a su reloj, esperando con impaciencia que el coche fuera detectado por alguna otra cámara RAM, o a recibir noticias del helicóptero, y lamentando su decisión de dejar al equipo de vigilancia frente a la puerta de la casa de Sirius, en lugar de decirles que siguieran al coche.
No sabía de cuánto tiempo disponían, pero por la llamada que habían interceptado, irían a recoger a Lynn Beckett y a su hija en breve. Suponía que tendrían como mucho unas horas.
No habían interceptado ninguna llamada más, y aquello le pareció una mala señal. Significaba que no había perdido el control con su visita y que seguía adelante. Por supuesto, era posible que tuviera otro teléfono, uno de prepago que no hubiera registrado, pero si fuera así, sin duda lo habría usado antes, en lugar de la línea fija, ¿no? O el teléfono de su hija, suponiendo que tuviera uno.
Cualquiera que fuera el lugar al que iban a ir ella o Sirius —y estaba seguro de que sería el mismo sitio—, él atacaría con todas sus fuerzas. Durante la noche había ido reuniendo efectivos y tenía a todos los vehículos y agentes a la espera. Afortunadamente, de momento la mañana había sido tranquila en Sussex, y contaba con todo el equipo necesario.
—¡Señor! —le llamó Jacqui Phillips, una de las agentes de documentación.
Él se le acercó. El día anterior le había encargado preparar una lista de todos los fabricantes y distribuidores al por mayor de material quirúrgico, instrumental y fármacos del país. Ella le presentó la lista, pero era tan larga que resultaba inviable. Tardarían semanas en repasarla.
A continuación le requirió Glenn Branson. El sargento había recibido respuestas a la alerta general que habían transmitido a los puertos de entrada, distribuyendo las fotografías de Marlene Hartmann y de Simona. Se habían producido unos cuantos avistamientos potenciales durante la noche y la madrugada, como el de una madre y una hija rumanas que habían sido retenidas por la Policía de Gatwick una hora, y otra pareja con una niña, procedentes de Alemania, que habían sido interrogados a su llegada con el Eurostar.
—Creo que tenemos que presuponer que ya está aquí —dijo Grace.
—¿Quieres que cancele la alerta?
—Déjala una hora más, por si acaso.
La radio volvió a hacer ruido. Otra cámara había detectado a Sirius. Seguía en la A24, esta vez más allá de Horsham, y seguía hacia el norte. Grace volvió a mirar el reloj. Sirius iba a toda mecha. A ese ritmo, en poco tiempo saldría del condado y entraría en Surrey, lo que significaría que habría que informar de la persecución a la Policía de allí.
Contactó con el helicóptero, les transmitió la información y les preguntó dónde estaban.
El oteador respondió que estaban llegando a Horsham. A los pocos segundos de cortar la comunicación, la radio de Grace volvió a crepitar y oyó la voz agitada del oteador.
—¡Tenemos contacto visual con Romeo Sierra Cero Ocho Alfa Mike Lima! En una zona de tráfico lento. Se está acercando a unas obras. Sigue hacia el norte por la A24.
Grace volvió al mapa y trazó un amplio arco de este a oeste por encima de la posición del coche. Había siete círculos violetas bajo el arco, correspondientes a otras tantas clínicas.
Pero tras diez angustiosos minutos más, el helicóptero informó de que el Aston Martin seguía viajando hacia el norte. Malhumorado y con la vista puesta de nuevo en el mapa, Grace pensó que, de seguir así, muy pronto llegaría a la M25, la carretera de circunvalación de Londres.
—¿Dónde cojones estás yendo? —dijo en voz alta.
De los veintidós miembros del equipo de investigación que estaban en la sala en aquel momento, agazapados frente a sus pantallas, o con teléfonos en el oído, o enfrascados en el análisis de listados, ninguno tenía ni idea.
111
Lynn estaba en su habitación, cerrando la cremallera de su bolsa, cuando sonó el timbre.
El sonido resonó por sus venas. Le resonó en el alma. Se quedó helada, presa del pánico.
¿Sería la Policía otra vez?
Entonces se dirigió hacia la ventana y miró hacia abajo con cautela. En el exterior había un taxi Streamline, de color turquesa y blanco.
Sintió el alivio extendiéndosele por todo el cuerpo. No esperaba un taxi, pero estaba bien. Al irse aclarando su mente, pensó que aquello era bueno. ¡Un taxi! ¡Sí, muy bueno! Un taxi quería decir que Marlene Hartmann no tenía nada que ocultar. Un taxi estaba a la vista de todos. Si a ellos les parecía bien mandarle un taxi, no tenía que haber ningún problema. «Jódete, tú y tus malditas historias de miedo, superintendente Grace», pensó. Luego dio unos golpecitos en el cristal. El conductor, un hombre de entre cuarenta y cincuenta años con una cazadora de aviador que estaba de pie junto a la puerta, levantó la vista y Lynn le indicó con un gesto que ya iban.
Entonces bajó su bolsa y la de Caitlin en un repentino arranque de optimismo. Todo iba a ir bien. Todo saldría bien. Todo iría de maravilla. ¡Iba a darle a Caitlin las mejores navidades de su vida!
—¡Vamos, cariño! —la llamó—. ¡Nos vamos!
Caitlin estaba sentada junto a la mesa de la cocina, con Max en el regazo, acariciándolo y con la mirada fija en la chica rumana de la fotografía. El vaso de agua con glucosa y los antibióticos prescritos por Ross Hunter estaban allí, enfrente, intactos.
—¿Ya le has puesto agua y comida a Max, cariño? —preguntó Lynn.
Caitlin la miró sin expresión en los ojos.
—¿Cariño?
De pronto el optimismo de Lynn desapareció, al ver la confusión en el rostro de su hija.
—No te preocupes, yo lo haré.
Enseguida rellenó el cuenco de agua, llenó el dispensador de comida, cogió a Max con suavidad de entre los brazos de Caitlin, le dio una caricia y un beso y lo dejó en el suelo.
—¡Vigila la casa, Max! ¿Vale? ¡Recuerda tu ascendencia!
En condiciones normales Caitlin habría hecho una mueca. Pero no hubo reacción. Lynn le tocó el brazo con suavidad.
—Venga, tesoro, bébete eso, tómate las pastillas y pongámonos en marcha.
—No tengo sed.
—Hará que te encuentres mejor. No puedes comer nada esta mañana, antes de la operación. ¿Recuerdas?
A regañadientes, Caitlin bebió. Cogió el vaso e hizo ademán de ponerse en pie, pero volvió a caer pesadamente en la silla, derramando parte del líquido.
Lynn se la quedó mirando un momento, sintiendo de nuevo el pánico en aumento. Le sostuvo el vaso y la ayudó a tragar el resto del líquido y las pildoras; luego salió corriendo y le pidió al taxista que la ayudara.
Dos minutos más tarde, el equipaje estaba en el maletero y Lynn le cogía la mano a Caitlin en el asiento trasero del taxi, que se puso en marcha.
Cien metros más atrás, el Volkswagen Passat verde comunicó por radio que el Objetivo Dos se ponía en marcha y transmitió el número del taxi. Desde su mesa, en la SR-1, Grace ordenó que lo siguieran y que no lo perdieran de vista.
—¿Adónde vamos? —preguntó Lynn al taxista.
—¡Es una sorpresa!
Ella vio su sonrisa misteriosa por el retrovisor.
—¿Qué quiere decir?
—No me está permitido decírselo.
—¿Qué?
—Es un poco como una historia de espías, a lo James Bond.
—Sí, Muere otro día —murmuró Caitlin, con los ojos entrecerrados. Ahora se estaba rascando los muslos, cada vez con más fuerza.
Giraron por Carden Avenue, y luego otra vez a la izquierda por la carretera de Londres, dirigiéndose al sur, hacia el centro de Brighton.
Lynn miró la tarjeta identificativa del taxista, colocada sobre el salpicadero. Leyó su nombre: «Mark Tuckwell».
—Muy bien, señor Bond —dijo Lynn—. ¿Nos espera un viaje largo?
—Esta parte no. Yo... —Le interrumpió el sonido del teléfono. Respondió, cortante—. Estoy conduciendo. Te llamo enseguida.
—¿No me va a dar ninguna pista? —preguntó Lynn.
—¡Relájate, tía! —murmuró Caitlin.
Lynn permaneció en silencio mientras proseguían hacia Preston Circus; luego giraron a la derecha en el semáforo y subieron por New England Hill, bajo el viaducto. Luego giraron a la izquierda. Momentos más tarde coronaban la colina e iniciaban el descenso, hacia la estación de Brighton. El conductor se detuvo en un cruce y luego siguió bajando. Giraron a la izquierda por Trafalgar Street y frenaron junto a los escalones de acceso a la estación.
Un hombre bajo de unos cincuenta años, con un traje beige barato, el pelo engominado y la nariz aguileña, se acercó y abrió la puerta de Lynn.
—Ustedes vienen conmigo —dijo en un torpe inglés—. ¡Rápido, rápido, por favor! ¡Yo soy Grigore! —les apremió con una mirada servil y una sonrisa que dejaba al descubierto su prominente dentadura.
Lynn se lo quedó mirando, atónita:
—¿Adónde... vamos?
El, con gesto de disculpa pero nervioso, tiró de ella y la hizo salir del taxi. Lynn sintió el frío penetrante de la brisa.
El taxista sacó las bolsas del maletero.
Ninguno se fijó en el Passat verde que pasó lentamente a su lado.
En la sala de reuniones, la radio de Grace sonó.
—Roy Grace —respondió.
—Han bajado en la estación de Brighton —le informó el agente de seguimiento.
La confusión de Roy era total. ¿La estación de Brighton?
—¿Qué cojones...? —dijo, pensando en voz alta.
Desde allí había cuatro trenes a Londres cada hora. El Romeo Sierra Cero Ocho Alfa Mike Lima seguía encaminándose a la M25. De pronto todas sus teorías sobre una clínica en Sussex de pronto estaban yéndose al garete. ¿Irían a una clínica en Londres?
—Seguidlas a pie —dijo, de pronto atenazado por el pánico—. No las perdáis. Haced lo que haga falta, pero por Dios, no las perdáis.
Grigore llevaba una bolsa en una mano y Lynn la otra, y entre los dos arrastraban a Caitlin. Mientras atravesaban a toda prisa el vestíbulo de la estación, el hombre no dejaba de mirar nerviosamente por encima del hombro.
—¡Rápido! —imploró—. ¡Rápido!
—¡No puedo ir más rápido, joder! —jadeó Lynn, completamente apabullada.
Pasaron bajo el reloj colgado del techo de cristal, junto al quiosco de prensa y la cafetería, y luego dejaron atrás el largo andén.
—¿Adónde vamos? —preguntó Lynn.
—¡Rápido! —respondió él.
—Necesito sentarme —dijo Caitlin.
—En minuto tú sienta. ¿OK?
Salieron trastabillando al aparcamiento, pasaron junto a unas filas de coches y llegaron a un polvoriento Mercedes marrón. Él abrió el maletero, echó las bolsas dentro, luego abrió la puerta de atrás y ayudó a entrar a Caitlin. Lynn se subió por el otro lado. Grigore saltó al asiento del conductor, puso el coche en marcha y condujo como un poseso hacia la salida. Metió el ticket. La barrera se levantó. Bajó la rampa a toda velocidad.
El agente de vigilancia, Peter Woolf, se quedó allí de pie, observando horrorizado, sintiendo que sus esperanzas de ascenso desaparecían por aquella rampa, y llamó desesperadamente a su colega del Passat por radio, para que diera la vuelta y se dirigiera a la salida del aparcamiento.
Sin embargo, el Passat estaba atascado en una cola de conductores agobiados, esperando que el imbécil al volante de un camión articulado que bloqueaba la calle acabara su maniobra de cambio de sentido.
112
Marlene Hartmann caminaba nerviosa, arriba y abajo por su oficina en la planta baja del ala oeste de la Wiston Grange, una de las seis clínicas propiedad de Transplantation-Zentrale en todo el mundo. La mayoría de la clientela que acudía allí al balneario, así como para algún tratamiento quirúrgico o no quirúrgico de rejuvenecimiento, era absolutamente ajena a las actividades que tenían lugar tras las puertas cerradas, tras el cartel que daba paso a aquella ala:
PRIVADO. PROHIBIDO EL PASO
Desde su ventana había buenas vistas de los Downs, pero cada vez que venía a la clínica solía estar demasiado preocupada como para darse cuenta. Como ese día.
Miró el reloj por décima vez. ¿Dónde estaba Sirius? ¿Por qué tardaban tanto la madre y la hija?
Necesitaba que Lynn Becket acudiera para dar la orden a su banco por fax de que transfirieran la segunda mitad del dinero. Normalmente esperaría a la confirmación de que el dinero estaba en su cuenta en Suiza antes de proceder, pero esta vez iba a correr el riesgo, porque quería salir pitando de allí lo antes posible.
El sol se pondría a las 15.55. El aeropuerto de Shoreham cerraría como mucho a esa hora. Tenía que llegar allí como muy tarde a las tres y media. Cosmescu iría con ella, con los restos de la niña rumana. El equipo que quedaba atrás estaría bien, y cuidaría a la pequeña Caitlin. Aunque la Policía encontrara aquel lugar, para cuando aparecieran la operación ya habría concluido y lo tendrían muy difícil para encontrar pruebas. Puede que no les hiciera gracia, pero no iban a abrir a Caitlin para ver si tenía algún órgano nuevo.
Salió de su despacho y entró en el vestuario, donde se puso ropa de quirófano, botas y guantes de goma. Luego abrió la puerta del quirófano y entró, haciendo un gesto de saludo a Razvan Ionescu, el especialista en trasplantes, de origen rumano, igual que los dos anestesistas y las tres enfermeras.
Simona yacía desnuda e inconsciente sobre la mesa, bajo los brillantes focos de la lámpara quirúrgica de dos brazos. Le habían insertado un tubo de respiración en la garganta, conectado con el ventilador y la máquina de la anestesia. Llevaba una cánula intravenosa en la muñeca, conectada mediante una bomba a un gotero colgado en un soporte junto a la mesa, y que le proporcionaba un suministro constante de Propofol. Otras dos le bombeaban fluidos para mantener los órganos bien perfusionados, para que fueran de máxima calidad.
La moderna pantalla plana de ordenador colgada en la pared daba constantemente la lectura de su tensión arterial, frecuencia cardiaca y nivel de saturación de oxígeno.
—Alles ist in Ordnung? —preguntó Marlene Hartmann.
Razvan se quedó mirando sin reaccionar. Había olvidado que no hablaba alemán.
—¿Está listo? —dijo ella, esta vez en rumano.
—Sí.
Volvió a mirar su reloj.
—¿Quiere extraer el hígado ya?
A pesar de su experiencia, Razvan contestó:
—Preferiría esperar a sir Roger.
—Me preocupa el tiempo —respondió ella—. Podría empezar con los riñones. Tengo pedidos en Alemania y España.
De pronto su radio emitió un pitido. Ella respondió y se quedó escuchando un momento. Luego dijo:
—Muy bien, super.
La señora Beckett y su hija llegarían dentro de veinte minutos.
113
El agente Woolf, avergonzado, comunicó por radio, con las orejas gachas, que habían perdido completamente al vehículo Whiskey Siete Nueve Seis Lima Delta Yankee. El Mercedes marrón, con Lynn y Caitlin Becket en su interior, les había dado esquinazo.
«Genial —pensó Grace, sentado en su despacho, rodeado de papeles, en la SR-1—. Eso sí que es fantástico.»
Lo único que podía esperar es que lo detectara alguna cámara RAM.
Estaba sonando un teléfono, sin nadie que lo cogiera. En aquel momento se sentían abrumados con tantas llamadas, debido a la publicidad del caso en los medios, que apenas podían responder a todos. Aun así, había veintidós personas en aquella sala, y sólo una docena de ellas estaban al teléfono; el resto estaban leyendo, o escribiendo.
—¿Alguien puede responder ese jodido teléfono? —gritó.
Entonces Grace echó un vistazo al informe de la autopsia de Jim Towers, que acababa de aterrizar en su mesa. La causa de la muerte era la asfixia provocada por inhalación de agua. Hipoxia y acidosis, con resultado de paro cardiaco. Repasando las páginas de notas técnicas de Nadiuska De Sancha, se enteró de que el patrón del Scoob-Eee se había ahogado. Todos los órganos internos del capitán estaban intactos.
Aun así, a pesar de las diferencias con los tres adolescentes muertos, el instinto de Grace le decía que aquellas muertes estaban relacionadas. Tendría que decidir si solicitar la recuperación de los restos del Scoob-Eee, ahora convertidos oficialmente en escenario de un crimen. Pero no tenía tiempo de pensar en aquello ahora.
Tecleó un comando en su ordenador para ver una pantalla de rastreo. Momentos más tarde, gracias a las emisiones de los transpondedores que llevaban, tenía las posiciones del helicóptero de la Policía y de los dos coches que seguían al Aston Martin de Sirius. Ahora estaban sólo unos kilómetros al sur de la M25. Por lo menos, con la cantidad de cámaras RAM que había allí, sería fácil seguirle la pista.
Entonces llegó una llamada del Centro de Control. El vehículo Whiskey Siete Nueve Seis Lima Delta Yankee acababa de ser localizado en la A283, al oeste de Brighton.
Dio un respingo y se lanzó hacia el mapa. Pero luego frunció el ceño. Los círculos violetas más próximos a la posición del vehículo eran el Southlands Hospital, en Shoreham, de la red nacional, que ya habían marcado como improbable, y un balneario de salud y belleza, el Wiston Grange, también marcado como improbable. No obstante, lo más significativo era que aquella carretera también llevaba a la rotonda Washington, justo al norte de Worthing, donde el coche de Sirius había tomado la A24.
Volvió a su mesa y llamó a Jason Tingley el inspector de la Unidad de Inteligencia de la División, para preguntarle si por casualidad tenía una unidad de vigilancia en la zona de Washington. Tingley se disculpó y le dijo que no.
Diez minutos más tarde, aún no había noticias del coche.
Aquello quería decir, casi sin duda, que se había equivocado con la dirección. Lo único que podía esperar es que lo viera algún agente de patrulla.
Sonó otro teléfono, y parecía que nadie iba a cogerlo. «¡Que alguien responda, cojones!», pensó.
Por fin alguien lo hizo.
Cada vez tenía los nervios más de punta. Alison Vosper quería un informe actualizado y Kevin Spinella, del Argus, había dejado cuatro mensajes, preguntando cuándo se celebraría la siguiente rueda de prensa.
Cargó un mapa policial de Sussex en la pantalla y se quedó mirándolo, preguntándose desesperadamente qué se le estaría escapando.
Entonces, de pronto, el oteador del helicóptero le llamó por radio para darle información actualizada. El Aston Martin estaba parando en una gasolinera.
Grace le dio las gracias. Unos segundos más tarde llamó una de las unidades camufladas, informando de que habían parado en un surtidor contiguo y que esperaban instrucciones.
—No os despeguéis de él —respondió Grace—. No hagáis nada. Poned gasolina también vosotros, o fingid que la ponéis.
—Pegarnos a él, sí, sí. —La radio crepitó—. Señor, el Objetivo Uno sale del vehículo. Sólo que, señor, no es él, sino «ella».
—¿Qué?
—Es una mujer, señor. Melena larga y oscura. Metro setenta y cinco. Poco menos de treinta años.
—¿Estás seguro? —insistió Grace.
—Ummm... Es una mujer, señor. Sí, sí.
Grace, de pronto, sintió como si le hubieran desconectado una clavija por dentro.
—¿Una mujer con melena larga de color castaño? Pero... ¿Tenía el pelo gris hace media hora?
—Ya no, señor.
—¡Te estás quedando conmigo!
—Me temo que no, señor.
—Quedaos con ella —ordenó Grace—. Quiero saber adónde va.
A continuación, dio instrucciones al helicóptero de que se dirigiera a la rotonda Washington y buscara al Mercedes. Dio un sorbo a su café, que estaba helado, y cerró los ojos unos momentos, dándose golpecitos con el puño en la barbilla, concentrado en sus pensamientos.
¿Estaría la mujer del Aston dando un inocente paseo, o sería un montaje? ¿Habría cometido un error el sargento Tanner, a pesar de ser un experimentado agente de vigilancia? La diferencia en el color del cabello era muy grande como para equivocarse. Probablemente el coche tendría los cristales tintados, pero la ley prohibía los parabrisas oscuros.
Unos momentos más tarde su radio emitió un pitido y recibió la respuesta que buscaba.
Era el agente de vigilancia de la gasolinera.
—Señor, acabo de echar un vistazo dentro del coche mientras iba a pagar. Hay una peluca de pelo corto gris sobre el asiento del acompañante.
Grace le dio las gracias y le ordenó que no dejara de seguirla. Luego puso fin a la llamada.
«Mierda —pensó—. Mierda, mierda, mierda.»
Inmediatamente llamó por radio a Paul Tanner.
El experto en vigilancia rural le informó de que él y su colega habían mantenido el puesto treinta minutos tras la salida del Aston Martin, como les había ordenado, pero que ahora se dirigían al centro de Brighton, ya que habían recibido una llamada urgente para realizar una operación de vigilancia para un caso de drogas.
Grace le dio las gracias. Luego se giró hacia Guy Batchelor y le pidió que llamara a la casa de Sirius, para ver si el hombre estaba allí.
Dos minutos más tarde, el sargento le informó de que Sirius había salido hacía un rato.
Grace escuchó con desaliento. No se podía creer que se hubiera dejado engañar de aquella manera tan tonta. No era lo que su equipo esperaba de él. Ni lo que él esperaba de sí mismo.
Debería de haber detenido a Lynn Beckett antes, cuando había tenido ocasión. Por lo menos así habría contenido todo aquello. Sólo que, por supuesto, aquello hubiera provocado que se extendiera el pánico y con toda probabilidad habría tirado por la borda cualquier posibilidad de pillar a los culpables con las manos en la masa. ¡Dios, mirando hacia atrás todo parecía tan fácil!
«Piensa —se dijo—. Piensa, tío, piensa, piensa, piensa.»
Otro teléfono sonaba sin encontrar quien lo respondiera. No conseguía concentrarse con aquel ruido incesante. Una luz parpadeaba en el panel del teléfono que tenía delante.
—Sala de reuniones —dijo.
Al otro lado de la línea había una mujer de voz nerviosa. Tendría treinta o cuarenta años.
—¿Puedo hablar con alguien que se ocupe del caso de los tres cuerpos que... que se encontraron en el canal, por favor? ¿Es la Operación Neptuno? ¿Es eso?
Daba la impresión de que no iba a ser más que una pérdida de tiempo, pero nunca se sabe. El tenía por norma ser siempre educado y escuchar atentamente.
—Está hablando con el superintendente Grace —dijo— Soy el oficial a cargo de la investigación de la Operación Neptuno.
—¡Ah! —dijo ella—. Muy bien. Mire, siento molestarle, pero... estoy preocupada. No debería estar haciendo esta llamada, ¿sabe? Me he escapado en la pausa.
—Muy bien —dijo él, cogiendo la pluma y abriendo su cuaderno por una página en blanco—. ¿Puede darme su nombre y su número de contacto?
—Vi... Vi en un anuncio de Crimestoppers que... podía mantener el anonimato.
—Sí, claro, si así lo prefiere. Así pues, ¿cómo cree que puede ayudarnos?
—Bueno —dijo, aún más nerviosa—, puede que no sea nada, claro. Pero he leído, ya sabe, y he visto en las noticias la... hipótesis de que esos pobres chicos hubieran sido traídos al país para quitarles los órganos. Bueno, el caso es, verá...
Se quedó callada.
Grace esperó que prosiguiera. Por fin, impaciente, la apremió:
—¿Sí?
—Bueno, verá, yo trabajo en el departamento de ventas de un mayorista farmacéutico. Hace bastante tiempo que hemos estado distribuyendo dos fármacos en particular, entre otros, a una clínica de cirugía cosmética en el oeste del condado. El caso es que no entiendo por qué iba a necesitar esa clínica esos fármacos en particular.
El interés de Grace iba en aumento.
—¿Qué tipo de fármacos? —Bueno, uno se llama Tacrolimus —dijo ella. Se lo deletreó y él tomó nota—. El otro es la ciclosporina. —Grace también apuntó el nombre—. Estos fármacos son inmunosupresores.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Los inmunosupresores se usan para evitar el rechazo de órganos trasplantados por parte del cuerpo humano.
—¿Me está diciendo que no tienen ninguna aplicación en la cirugía cosmética?
—La única aplicación podría ser para injertos de piel, para evitar el rechazo, pero dudo mucho que los usaran en la cantidad que les hemos estado dispensando los últimos dos años si fuera sólo para injertos de piel. Sé bastante de eso, ¿sabe? Trabajé en una unidad de quemados, en el hospital de East Grinstead —explicó, con cierto orgullo y aparentemente menos nerviosa—. Hay otro fármaco que también hemos distribuido a esta clínica, que creo que podría ser relevante.
—¿Cuál?
—La prednisolona. —Éste también lo deletreó—. Es un esteroide. Puede tener muchas aplicaciones, pero se usa especialmente en trasplantes de hígado.
—¿Trasplantes de hígado?
—Sí.
De pronto, Roy Grace sintió una oleada de adrenalina.
—¿Cómo se llama esa clínica?
Tras un momento de vacilación, la mujer bajó la voz, de nuevo nerviosa. Casi en un susurro, dijo:
—Wiston Grange.
114
El conductor hablaba un inglés muy limitado, pero a Lynn ya le iba bien, puesto que no tenía ningunas ganas de charla. Le había informado de que se llamaba Grigore, y cada vez que miraba por el retrovisor, lo veía sonriendo con aquellos dientes torcidos y saltones. Durante el viaje, hizo dos breves llamadas telefónicas; habló en un idioma extranjero que Lynn no reconoció.
Tenía toda su atención puesta en Caitlin que, para su alivio, pareció animarse un poco otra vez durante el viaje, quizá gracias al fluido con glucosa o a los antibióticos, o a ambos. Era ella quien estaba hecha un manojo de nervios, y apenas se daba cuenta de que habían salido de Brighton por la A27 hacia el oeste, dejando atrás el aeropuerto de Shoreham y luego la carretera de circunvalación de Steyning. El cielo tenía un funesto color gris, como si reflejara la oscuridad de su interior, y caían copos de aguanieve. Cada pocos minutos, el conductor accionaba brevemente el limpiaparabrisas.
—¿Vendrá papá a verme? —preguntó de pronto Caitlin, con una débil voz, mientras se rascaba la barriga.
—Claro. Uno de los dos estaremos a tu lado todo el rato hasta que vuelvas a casa.
—A «casa» —dijo Caitlin, con nostalgia—. Allí es donde querría estar ahora. En «casa».
Lynn estuvo a punto de preguntarle qué «casa», pero decidió cambiar de tema. Ya sabía la respuesta.
Luego, asustada, Caitlin preguntó:
—¿Estarás allí durante la operación, verdad, mamá?
—Te lo prometo —respondió. Apretó la débil mano de su hija y le dio un beso en la mejilla—. Y estaré allí cuando te despiertes.
—Sí, bueno, a ver qué te pone para la ocasión —dijo Caitlin, con una sonrisa irónica. —¡Muchas gracias!
—¿No has traído ese top naranja tan horrible? —No, no he traído ese top naranja tan horrible.
Algo más de media hora después de salir del aparcamiento de la estación de Brighton entraron por una elegante puerta de metal entre pilares, superaron un cartel en el que ponía «WISTON GRANGE SPA RESORT» y enfilaron por un camino de grava rodeado de árboles y con una serie de bandas sonoras en el suelo. A la izquierda, Lynn vio un campo de golf y un gran lago. Enfrente tenían los Downs, y a lo lejos podía distinguir los bosques de Chanctonbury Ring.
Caitlin estaba callada, con los ojos cerrados, escuchando la música de su iPod, o dormida. Lynn mantenía un silencio sepulcral, ya que no quería despertarla hasta el último momento; esperaba que el sueño le ayudara a conservar las fuerzas.
«Por favor, Dios mío, que haya tomado la decisión correcta», rezó en silencio.
Todo había ido bien hasta la visita de los policías por la mañana. Hasta entonces estaba convencida de que hacía lo correcto, pero ahora ya no sabía qué era «lo correcto».
Por fin una banda sonora del asfalto la sacudió y Caitlin abrió los ojos. Miró a su alrededor, desconcertada.
—¿Qué estás escuchando, cariño? —preguntó Lynn.
Caitlin no la oía.
Se quedó mirando a su hija con tanto cariño que pensó que el corazón le iba a estallar. Observó el color amarillento bilioso de su piel y sus ojos. Tenía un aspecto terriblemente frágil y vulnerable.
«Aguanta, cariño. Sólo un poco más. Sólo unas horas, y todo irá bien.»
Miró por el parabrisas unos momentos y vio el edificio que se alzaba delante, un caserón majestuoso, grande y feo. Lynn pensó que la parte central debía de ser gótico Victoriano, pero había una serie de anexos y edificios externos añadidos, algunos respetuosos con el estilo general y otros simplemente sosos bloques modernos prefabricados. Delante tenían una vía de acceso circular con coches y un aparcamiento a cada lado, pero el conductor tomó un desvío señalizado con el cartel de PRIVADO, pasó bajo un arco a un lado de la casa y entró en un gran patio trasero que en uno de sus lados tenía lo que Lynn supuso que habrían sido en otro tiempo las caballerizas y en el otro una fila de feos aparcamientos cerrados.
Pararon frente a una entrada de servicio muy discreta. Antes de que Lynn hubiera salido del Mercedes, una mujer como una montaña salió por la puerta, vestida con bata blanca de enfermera y deportivas.
Grigore se apresuró a abrir la puerta de Caitlin, pero ella, con un esfuerzo considerable, se deslizó hasta el lado de su madre y salió tras ella por sus propios medios.
—¿Señora Lynn Beckett, señorita Caitlin Beckett? —El tono formal y la pronunciación forzada de la enfermera hicieron que el saludo pareciera una interrogación.
Lynn asintió dócilmente, agarrando a su hija por la cintura, y leyó el nombre de la mujer en su placa: «Draguta».
Pensó que parecía un dragón.
—Sigan a mí, por favor.
—Yo llevo sus bolsas —dijo Grigore.
Lynn tenía agarrada la mano de Caitlin, y no la soltó mientras seguían a la mujer por un amplio pasillo con azulejos blancos en las paredes en el que olía mucho a desinfectante. Pasaron junto a varias puertas cerradas, hasta que la tal Draguta se paró frente a la del final del pasillo e introdujo un código de seguridad en un teclado.
Pasaron a una zona enmoquetada y con las paredes pintadas de un gris pálido que tenía pinta de despacho. La enfermera se detuvo ante una puerta y llamó con los nudillos.
Al otro lado se oyó una voz de mujer:
—Reinkommen!
Lynn y Caitlin pasaron a un despacho grande y elegante, y la enfermera cerró la puerta tras ellas. Marlene Hartmann, sentada tras una mesa vacía, se puso en pie para darles la bienvenida. A sus espaldas había una ventana con unas vistas panorámicas de los Downs.
—Gut! ¡Ya están aquí! Espero que hayan tenido un buen viaje. Por favor, siéntense —dijo, señalando los dos sillones frente a la mesa.
—Hemos tenido un viaje interesante —dijo Lynn, con el estómago cerrado y un nudo en la garganta que apenas dejaba pasar las palabras. Le temblaban las piernas.
—Ja. Tenemos problemas —dijo, asintiendo gravemente—. Pero nunca le fallo a un cliente. —Sonrió a Caitlin—. ¿Todo bien, mein Liebling?
—Me gustaría bastante que el cirujano pusiera música de Feist durante la operación. ¿Cree que podría hacer algo así? —preguntó Caitlin con un hilo de voz, mientras se rascaba el tobillo izquierdo, agazapada en la silla.
—¿Feist? —La mujer frunció el ceño—. ¿Qué es Feist?
—Es guay. Una cantante.
Ahora empezaba a rascarse el dilatado vientre.
La alemana se encogió de hombros.
—Sí, claro, podemos preguntar. No lo sé.
—Hay otra cosilla que me gustaría saber —dijo Caitlin.
Lynn se la quedó mirando, alarmada. Parecía que tenía dificultades para respirar al hablar.
—¿Dime?
—El hígado que van a darme... ¿De quién procede?
Sin la mínima vacilación, la mujer respondió:
—De una pobre niña más o menos de tu edad que murió en un accidente de tráfico ayer.
Lynn miró a su hija con ansiedad, indicándole con los ojos que no siguiera hurgando.
—¿Dónde murió? —preguntó Caitlin, sin hacer caso a su madre. De pronto parecía tener más voz.
—En Rumania, junto a una ciudad llamada Brashov.
—Cuénteme más de ella, por favor —dijo Caitlin.
Esta vez, Marlene Hartmann se encogió de hombros en actitud defensiva.
—Me temo que tengo que proteger la confidencialidad de la donante. No puedo darte más información. Después podrás escribir, a través de mí, a la familia, si quieres darles las gracias. Estaría muy bien.
—Así pues, no es cierto lo que la Policía...
—¡Cariño! —la interrumpió Lynn, temiéndose lo que iba a decir—. Frau Hartmann tiene razón.
Caitlin se quedó callada unos momentos, mirando alrededor, moviendo los ojos como si tuviera dificultades para enfocar. Luego, con la voz más débil, añadió:
—Si... Si voy a aceptar ese hígado, necesito saber la verdad.
Lynn la miró, desconcertada.
De pronto, la puerta se abrió y la enfermera Draguta volvió a entrar.
—Estamos listos.
—Por favor, Caitlin, ahora ve —dijo la alemana—. Tu madre y yo tenemos negocios que cerrar. Estará contigo dentro de unos minutos.
—Así que la fotografía que trajo la Policía... ¿Es mentira? —insistió Caitlin.
—¡Cariño! ¡Tesoro! —le imploró Lynn.
Marlene Hartmann se las quedó mirando a las dos, impávida.
—¿Fotografía?
—¡Era mentira! —explotó Lynn, a punto de echarse a llorar—. ¡Era mentira!
—¿Qué fotografía es ésa, Caitlin?
—Dijeron que no estaba muerta. Que iban a matarla por mí.
Marlene Hartmann sacudió la cabeza. Sus labios trazaron una línea rígida e inexpresiva, pero en sus ojos se reflejaba el asombro.
—Caitlin, no es así como trabajo —dijo, con voz muy suave—. Por favor, créeme. —Sonrió—. No creo que a la Policía inglesa le haga gracia que nadie haga algo por..., ¿cómo lo decís?, «saltarse» las normas. Preferirían que la gente se muriera antes que dejar que pudieran obtener un órgano previo pago. Tienes que confiar en mí.
A sus espaldas, la enfermera dijo:
—Ahora tú ven, por favor.
Lynn le dio un beso a su hija.
—Ve con ella, cariño. Yo iré contigo dentro de unos minutos. Sólo tengo que hacer el pago final. Enviaré un fax al banco mientras te preparas —le dijo, y le ayudó a ponerse en pie.
Tambaleándose ligeramente y con la mirada extraviada, Caitlin se giró hacia Marlene Hartmann.
—Feist —insistió—. ¿Le preguntará al cirujano?
—Feist —dijo la alemana, con una gran sonrisa.
Entonces dio un paso hacia su madre, con expresión asustada.
—No tardarás mucho, mamá, ¿verdad?
—Iré todo lo rápido que pueda, cariño.
—Tengo miedo —susurró.
—¡Dentro de unos días no te reconocerás! —respondió la vendedora de órganos.
La enfermera acompañó a Caitlin y cerró la puerta tras ellas. Al instante, los ojos de Marlene Hartmann se entrecerraron en un gesto de desconfianza.
—¿Qué es eso de la fotografía de la que habla su hija?
Antes de que Lynn pudiera responder, el ruido repentino de las aspas de un helicóptero que volaba bajo distrajo la atención de la alemana. Se puso en pie de un brinco, corrió hacia la ventana y miró afuera.
—Scheisse! —exclamó.
115
La enfermera condujo a Caitlin por el pasillo de azulejos blancos hasta un pequeño vestidor que tenía una fila de taquillas metálicas y un solitario camisón de hospital colgado de un gancho.
—Tú cambia —dijo—. Tú pon ropa en taquilla 14. Yo espero.
Cerró la puerta.
Caitlin se quedó mirando las taquillas y tragó saliva, temblando. La número 14 tenía una llave con una muñequera de goma puesta en la cerradura. Le recordó las piscinas públicas.
Nadar le daba miedo. No le gustaba perder el contacto con el suelo. Y ahora lo había perdido.
Se sentó, mareada, dejándose caer con más fuerza de la que habría querido sobre un banco de madera, y se rascó la barriga. Se sentía cansada, perdida y enferma. Lo único que quería es encontrarse bien, que desaparecieran aquellos picores y aquellos miedos.
Nunca había tenido tanto miedo en su vida.
Daba la impresión de que la habitación se le venía encima, aplastándola, chafándola, dando vueltas con ella dentro. Le venían pensamientos a la cabeza y luego desaparecían. Tenía que darse prisa, intentar aferrados antes de que se desvanecieran. Le estaban ocultando cosas. Todo el mundo. Incluso su madre. ¿Qué cosas? ¿Por qué? ¿Qué es lo que todo el mundo sabía y ella no? ¿Qué derecho tenía nadie a ocultarle cosas? Se puso en pie y se quitó el abrigo de lana; luego volvió a sentarse, dejándose caer. La habitación daba vueltas a su alrededor aún más rápido. La barriga le picaba otra vez. Era como si mil mosquitos le estuvieran picando a la vez.
—¡Vete a la mierda! —dijo de pronto en voz alta—. ¡Vete a la mierda, picor!
Intentando superar el mareo, se puso en pie otra vez, abrió la taquilla y estaba a punto de meter el abrigo, pero dudó. Finalmente lo dejó sobre el banco y abrió la puerta.
El pasillo estaba desierto.
Salió, trastabillando, y cerró la puerta tras ella. Miró en ambas direcciones, con la visión algo borrosa, y caminó unos pasos hacia la derecha. Un cartel en el exterior rezaba: «ABSOLUTAMENTE PROHIBIDO EL PASO SIN VESTUARIO ESTÉRIL». Tuvo que entrecerrar los ojos para leerlo con claridad.
Abrió la puerta y pasó, tambaleándose, a una estrecha habitación sin ventanas que parecía un almacén de material médico. Había una camilla de acero con ruedas, con la que tropezó, por lo que se dio un golpe en el muslo; una estantería del suelo al techo con puertas de cristal, llena de material quirúrgico; una serie de bombonas de oxígeno en el suelo, una de las cuales derribó, por lo que soltó un improperio; y varios aparatos electrónicos de monitorización. En el otro extremo había una puerta con una ventanilla redonda de cristal, como un ojo de buey. Caitlin se abrió paso hasta allí.
Y se quedó de piedra.
Al otro lado había un quirófano de aspecto muy moderno. Estaba lleno de gente vestida con batas de cirujano verdes, gorros elásticos, mascarillas blancas y guantes de color carne. La mayoría estaba de pie, alrededor de una mesa de acero muy iluminada en la que yacía una niña desnuda, según parecía preparada para una intervención. Por todo el tiempo que había pasado en hospitales ella misma y por las horas que había dedicado a ver sus series de médicos favoritas, House y Anatomía de Grey, reconocía bastantes de los aparatos a los que estaba conectada la niña. El tubo de respiración endotraqueal, el tubo nasogástrico, las vías canuladas por el cuello, los conectores de monitorización cardiaca sobre el pecho, las vías canuladas de circulación arterial y periférica, el monitor PiCCO, el oxímetro de pulso, el catéter urinario.
Un hombre algo mayor sostenía un escalpelo y daba órdenes a otro más joven, que trazaba líneas sobre el cuerpo con un dedo enfundado en un guante, donde evidentemente estaba a punto de efectuar incisiones.
Aunque el rostro de la niña estaba en una posición forzada e inerte, Caitlin la reconoció al instante.
Era la niña rumana de la fotografía que habían traído los dos agentes a su casa por la mañana.
La niña que la alemana había dicho que había muerto en un accidente de tráfico en Rumania el día anterior. Desde luego, pensó Caitlin en un momento en que alguien se apartó y pudo ver mejor a la niña, alguien que ha sufrido un accidente de carretera suficientemente grave como para matarle debería tener alguna marca en el cuerpo, ¿no? Heridas, golpes, abrasiones por lo menos. Aquella niña tenía aspecto de estar simplemente dormida.
Caitlin apretó los ojos y volvió a abrirlos, intentando enfocar mejor. No veía ninguna señal en su cuerpo. Las palabras del superintendente le resonaban en la cabeza: «Se llama Simona Irimia. Hasta ahora, por lo que sabemos, está viva y sana. La han trasladado ilegalmente a Inglaterra y la matarán para que su hija pueda tener su hígado».
Y ahora se daba cuenta de que aquello era verdad.
La alemana mentía.
Su madre mentía.
Iban a matar a aquella niña. A lo mejor ya lo habían hecho.
De pronto, tras ella, oyó una voz furiosa que gritaba en un torpe inglés:
—¿Qué crees que estás haciendo?
Se giró y vio a Draguta que se echaba hacia ella.
Desesperadamente, Caitlin empujó la puerta, pero no se movió. Entonces vio el pomo, lo giró y entró dando tumbos, llena de rabia. Rabia y odio hacia toda aquella gente de rostro enmascarado.
—¡Alto! —gritó Caitlin, yendo a parar entre las dos personas vestidas de verde que tenía justo delante. Se lanzó hacia el cirujano y le arrebató el escalpelo de la mano y sintió cómo el filo le laceraba los dedos—. ¡Paren ahora mismo! ¡Animales!
Luego, situándose entre el pasmado cirujano y el hombre más joven, se quedó mirando y escrutando cada centímetro visible del cuerpo de la niña. No había señales de heridas en absoluto.
—Jovencita, por favor, salga ahora mismo —dijo el hombre mayor, con una voz de señoritingo amortiguada por la mascarilla—. Está contaminando el quirófano. ¡Devuélvame eso de una vez!
—¿Aún está viva? —le gritó Caitlin, haciendo uso de todas las fuerzas que le quedaban.
En la pantalla plana montada en la pared, tras la mesa, se sucedían una serie de ondas sin sentido. Y en otras pantallas más pequeñas situadas por detrás de la cabeza de la niña parpadeaban varios símbolos y números.
—¿Qué demonios le importa a usted? —explotó el cirujano, con las partes visibles de su rostro de un tono morado.
—Pues en realidad mucho —dijo Caitlin, respirando con dificultad. Se señaló el pecho con la mano libre—. Se supone que me van a poner su hígado.
Todos se quedaron en silencio, anonadados.
Draguta le ordenó a gritos que saliera de allí, como si estuviera gritando a un perro.
—En este momento está viva, sí —dijo el hombre más joven, como si fuera algo que Caitlin quisiera oír.
Ella se echó adelante, agarró las vías que tenía Simona en la mano izquierda y se las arrancó de un tirón; luego le quitó las del cuello y los conectores de monitorización cardiaca.
El cirujano cogió a Caitlin por los hombros.
—¿Está loca, jovencita?
Caitlin respondió mordiéndole la mano con fuerza. El cirujano gritó del dolor y ella se zafó, retorciéndose, mirando a todos aquellos pares de ojos tras las máscaras, todos ellos pasmados, sin saber qué hacer. Entonces vio a la enfermera, que se dirigía hacia ella.
Levantó el escalpelo, agarrándolo por el mango como una daga, esgrimiéndolo ante todos, decidida a todo.
—¡Sáquenla de la mesa! —dijo, con la voz entrecortada—. ¡Sáquenla de esa mesa ahora mismo!
Todo el equipo quirúrgico se quedó inmóvil, mirándola sin saber cómo reaccionar. Salvo la voluminosa enfermera, que se abrió paso, agarró a Caitlin por el brazo libre y tiró de ella con tanta fuerza que casi se cae. Entonces se la llevó a rastras hasta la puerta. Caitlin, sin apenas fuerzas, intentaba resistirse, pero sus zapatillas resbalaban en el suelo embaldosado.
—¡Suéltame, vaca asquerosa! —dijo entre dientes.
La enfermera se detuvo para abrir la puerta, y luego volvió a tirar de Caitlin con fuerza. Ella cayó hacia delante, y al estirar el brazo para parar el golpe, la hoja del escalpelo, que aún tenía agarrado con fuerza, atravesó la parte superior del pómulo de la mujer, cortándole el ojo derecho y el puente de la nariz.
La mujer soltó un aullido terrible y se llevó las manos a la cara. La sangre manaba en todas direcciones. Se tambaleó como un alma en pena, y varios de los miembros del equipo corrieron en su ayuda, para evitar que cayera.
Entre todo aquel alboroto, nadie se dio cuenta de que Caitlin había salido de allí.
116
Marlene Hartmann avanzaba a paso de marcha por el pasillo blanco. Su férrea compostura habitual había quedado hecha añicos. De pronto oyó los gritos. Echó a correr y de pronto vio un tumulto procedente de la sala de operaciones.
Atravesó a la carrera la sala de material y vio el equipo del quirófano, que hacía desesperados esfuerzos por contener a la enorme enfermera, que sangraba por el rostro salpicando de rojo la bata blanca. Se debatía con todas sus fuerzas y gritaba, histérica, mientras sir Roger Sirius y los dos cirujanos auxiliares, los anestesistas y las enfermeras, todos manchados de sangre, forcejeaban con ella. Simona yacía en la mesa de operaciones, con una maraña de cables y de vías a su alrededor, ajena a todo.
—Gottverdammt, ¿qué pasa?
—La chica se ha vuelto loca —dijo Sirius, jadeando.
Entonces, antes de que pudiera decir nada más, el rechoncho puño de Draguta impactó contra su mejilla, haciéndolo retroceder hasta caer en el duro suelo.
Marlene corrió hacia él, se arrodilló y le ayudó a ponerse en pie. Parecía confuso.
—¡Hay un helicóptero de la Policía! —le gritó Marlene—. ¡Tenemos que cerrarlo todo! ¡Solucionen esto! ¿Me entiende?
Draguta cayó, con varios miembros del equipo quirúrgico encima.
—¡Estoy ciega! —gritó en rumano—. ¡Que Dios me ayude, estoy ciega!
—¡Sedadla! —ordenó Marlene—. ¡Que se calle! ¡Rápido!
Un auxiliar de anestesista agarró una jeringa, rebuscó en el carrito y cogió un vial.
—Tenemos que llevar a Draguta a un hospital oftalmológico —dijo una de las enfermeras.
—¿Dónde está la chica inglesa? ¿Caitlin? ¿Dónde está?
Sólo vio miradas en blanco, de sorpresa.
—¡¿Dónde está la chica inglesa?! —gritó Marlene.
117
Los mareos iban cada vez a peor. Caitlin, congelada, sentía que el aguanieve le golpeaba la cara cada pocos segundos. Entonces fue a dar contra la pared, se apartó haciendo fuerza con los brazos y casi se cayó al suelo. Le costaba un gran esfuerzo mover los pies. Arrastró uno, luego el otro. Estaba casi en la parte delantera del edificio. Veía un aparcamiento. Filas y filas de vehículos que enfocaba sólo a ratos.
Atravesó un parterre de flores y casi se cae. El iPod, que le colgaba del cable, le iba dando golpes contra la rodilla. Tenía terribles picores. «Van a enfadarse conmigo. Mamá. Luke. Papá. La abuela. Mierda, van a estar enfadados conmigo. Mierda. Enfadados. Mierda. Enfadados.»
Por encima oyó un terrible ruido, como el de una metralleta.
Levantó la mirada, rascándose furiosamente el pecho. A unas decenas de metros sobre su cabeza vio un helicóptero azul oscuro y amarillo, como un enorme insecto mutante. Y vio la palabra POLICÍA en el lateral. Mierda, mierda, mierda. Venían a detenerla por haber herido a la enfermera.
Se apoyó en la pared, jadeando, luchando por cada bocanada de aire. La pared se movía, se tambaleaba. Se separó unos centímetros. Vio la vía de acceso circular. El helicóptero se alejó, trazando un amplio arco. Entonces vio un taxi.
Una mujer con un abrigo de pieles y un pañuelo de seda estaba de pie junto a la puerta del conductor, pagando al taxista. Se giró y se dirigió hacia la puerta principal, arrastrando su maletita tras ella. El conductor se disponía a meterse de nuevo en el taxi.
Caitlin corrió, dando tumbos, hacia el taxi, agitando los brazos.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh!
Él no la oía.
—¡Eh!
El taxista volvía a subirse al vehículo.
Ella se agarró a la puerta del acompañante, tambaleándose. Sujetándose con todas sus fuerzas, la abrió.
—Por favor —dijo, jadeando—. Por favor, ¿está libre?
—Lo siento, guapa, estoy fuera de mi zona. Aquí no puedo recoger pasajeros.
—Por favor... ¿Adónde va? ¿No podría llevarme?
Era un hombre canoso con arrugas y rostro amable.
—¿Adonde quieres ir? Yo tengo que volver a Brighton.
—Sí —dijo ella—. Sí, estupendo, gracias.
Entró, o más bien se dejó caer en el asiento del acompañante. Dentro olía muy fuerte a perfume de mujer.
—¿Estás bien, niña? Estás sangrando.
Caitlin asintió.
—Sí —dijo, casi sin aliento—. Me he... me he pillado la mano con una puerta.
—Tengo un botiquín. ¿Quieres una tirita?
—No —respondió Caitlin, sacudiendo la cabeza con fuerza—. No, gracias. Estoy bien.
—¿Has estado aquí recibiendo tratamiento?
Ella asintió, intentado desesperadamente mantener los ojos abiertos.
—He oído que es un lugar muy caro.
—Paga mi madre —susurró ella.
Él estiró el cuerpo por encima del de ella, tiró del cinturón de seguridad y se lo abrochó.
Cuando llegaron a las puertas de entrada, ella estaba casi inconsciente.
—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó él.
Ella asintió:
—Es agotador, ya sabe, los tratamientos.
—No, no tengo ni idea —dijo él—. No entra en mi presupuesto.
—Presupuesto —repitió ella, con voz tenue. Luego, al tiempo que se le cerraban los ojos, sintió cómo aceleraba el coche.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —volvió a insistir el taxista.
—Estoy bien.
Cinco minutos más tarde, tres coches de Policía pasaron en dirección contraria, con las luces encendidas y las sirenas puestas. Un momento más tarde se les unió un cuarto.
—Parece que pasa algo —dijo el conductor.
—Siempre pasan cosas —murmuró ella, adormilada.
—Dímelo a mí.
118
Alarmada por la salida repentina de la alemana del despacho, Lynn se dirigió a la ventana para ver qué era lo que producía aquel repiqueteo incesante y atronador. Levantó la vista y se le hizo un nudo en la garganta al ver el helicóptero volando en círculos y la palabra POLICÍA en el lateral.
Volaba muy bajo, como si buscara algo... o alguien.
¿A ella?
Sentía el estómago como si le hubieran vaciado un bidón de hielo en el interior.
«Por favor, no. Por favor, Dios mío. Ahora no. Deja que prosiga la operación. Después, lo que sea.»
«Por favor, deja que prosiga la operación.»
Estaba tan tensa ante aquella imagen que al principio no oyó el teléfono que sonaba. Entonces rebuscó en el interior del bolso y sacó el móvil. En la pantalla vio que ponía: «Número privado».
Respondió.
—¿Señora Beckett? —dijo una voz de mujer que le resultaba familiar pero que no reconocía.
—¿Sí?
—Soy Shirley Linsell, del Royal South London Hospital.
—Ah, sí, hola —dijo, sorprendida de tener noticias de ella. ¿Qué demonios querría?
—Tengo buenas noticias para usted. Tenemos un hígado que podría ser apto para Caitlin. ¿Puede prepararse para salir dentro de una hora?
—¿Un hígado? —dijo ella, incapaz de reaccionar.
—En realidad es un hígado compartido, de una persona corpulenta.
—Sí, ya veo —dijo, con la mente hecha un torbellino. Un «hígado compartido». En aquel momento no podía pensar siquiera qué significaba aquello.
—¿Le va bien dentro de una hora?
—¿Una hora?
—Para que la ambulancia pase a recogerlas a usted y a Caitlin.
De pronto, Lynn sintió que le hervía la sangre, como si la cabeza estuviera a punto de explotarle.
—Disculpe... ¿Cómo?
Shirley Linsell repitió pacientemente lo que acababa de decir.
Lynn se quedó sentada en silencio, petrificada, con el teléfono pegado a la oreja.
—¿Hola? ¿Señora Beckett?
Tenía el cerebro paralizado.
—¿Señora Beckett? ¿Está ahí?
—Sí —dijo Lynn—. Sí.
—Le mandaremos una ambulancia a casa en una hora.
—Bueno —dijo Lynn—. Esto... El caso es que... —No acabó la frase.
—¿Oiga? ¿Señora Beckett?
—Estoy aquí.
—El nivel de compatibilidad es muy bueno.
—Bueno, vale. De acuerdo.
—¿Hay algo que le preocupe y de lo que querría hablar?
El cerebro de Lynn seguía patinando. ¿Qué debía hacer? ¿Decirle a la mujer que no, gracias, que ya se las había arreglado por su cuenta?
Con un helicóptero de la Policía allí mismo.
¿Dónde había ido Marlene Hartmann, qué casi había salido de allí a la carrera?
¿Y si las cosas salían mal, a pesar de haber pagado?
A lo mejor sería más sensato, aunque fuera tarde, aceptar la oferta de un hígado legal.
¿Cómo la última vez, cuando las habían dejado en la cuneta por un maldito alcohólico?
Caitlin no sobreviviría si le negaban el hígado otra vez.
—¿Podemos hablar de sus preocupaciones, señora Beckett?
—Sí, bueno, después de lo que pasó la última vez... Aquello fue bastante duro. No quiero hacer pasar por eso a Caitlin otra vez.
—Lo entiendo, señora Beckett. No puedo darle ninguna garantía de que el especialista no encuentre algún problema también en este caso. Pero, de momento, tiene buena pinta. Tenemos que ser positivos.
Lynn se sentó en una de las butacas frente a la mesa de Marlene Hartmann. Necesitaba desesperadamente pensárselo bien.
—Tendré que llamarla yo —dijo Lynn—. ¿Cuánto tiempo me puede dar?
Sorprendida, la mujer respondió:
—Puedo darle diez minutos. Si no, tendré que pasar a la siguiente persona en la lista. Pero me temo que si no acepta el hígado estará cometiendo un error terrible.
—Diez minutos, gracias. La llamaré. Dentro de menos de diez minutos.
Colgó e intentó sopesar mentalmente los pros y los contras, intentando no dejarse influir por el dinero que había pagado.
Un hígado seguro allí mismo, contra un hígado sin seguridad en Londres.
Caitlin debería tomar parte en aquella decisión. Miró el reloj. Le quedaban nueve minutos.
Atravesó la zona enmoquetada y después la puerta que daba al pasillo de azulejos. A su derecha vio una puerta abierta y echó un vistazo. Era un pequeño vestidor, con taquillas y un banco en el que estaba el abrigo de lana de Caitlin.
«Debe de estar por aquí cerca», pensó. A unos pasos de allí había otra puerta abierta, a la izquierda. Entró y miró, y vio un almacén con una camilla y, en el extremo opuesto, lo que parecía la puerta de un quirófano con un ojo de buey.
Cruzó el almacén y miró por el cristal. Una niña desnuda, no Caitlin, yacía inconsciente sobre la mesa de operaciones. Varias personas vestidas con batas verdes y máscaras intentaban enderezar a una enfermera enorme, también inconsciente, del suelo. Mientras ellos luchaban por levantar aquel peso muerto, Lynn observó, asombrada, que se trataba de Draguta, la enfermera que se había llevado a Caitlin.
Sintió una presión repentina en la garganta. Algo iba mal, muy mal. Abrió la puerta y entró.
—¡Perdonen! —dijo—. ¡Oigan! ¿Alguien sabe dónde está mi hija, Caitlin?
Varios de ellos se giraron y se quedaron mirándola.
—¿Su hija? —dijo un joven, con acento extranjero.
—Caitlin. Le van a hacer una operación. Un trasplante.
El cirujano miró a la enfermera y luego otra vez a Lynn.
—No creo —dijo él—. Ahora no.
—¿Dónde está? —dijo ella, casi gritándole, cada vez más asustada—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde está? —Señaló a Draguta—. ¿Qué ha pasado?
—Creo que debería hablar con su hija —dijo él.
—¿Dónde está? Por favor, ¿dónde está?
El se encogió de hombros.
—No lo sé.
Lynn miró el reloj. Le quedaban siete minutos.
Dio media vuelta y salió corriendo, presa del pánico, al pasillo, gritando en voz alta:
—¡Caitlin! ¡Caitlin! ¡Caitlin!
Abrió una puerta, pero no era más que la lavandería. Luego otra, que sólo contenía un escáner de resonancias magnéticas.
—¡¡Caitlin!! —gritó, desesperada, sin dejar de correr por el largo pasillo hasta salir al exterior, al patio desierto y helado. Miró a su alrededor angustiada y volvió a gritar—: ¡¡¡Caitlin!!!
Cubierta de lágrimas, volvió a entrar corriendo al pasillo y se metió en las oficinas, donde abrió una puerta tras otra. No eran más que despachos. Los administrativos, sobresaltados, levantaron la vista y se la quedaron mirando. Abrió otra puerta y vio una pequeña escalera de servicio. La subió corriendo y en lo alto vio una gruesa puerta de incendios con las palabras: «ZONA ESTÉRIL, PROHIBIDO EL PASO A PERSONAS NO AUTORIZADAS». Estaba abierta y entró en lo que tenía el aspecto y el olor de un pasillo de hospital. Había otra puerta más allá, con un puesto para lavarse las manos en la pared.. No hizo caso, abrió la puerta y entró.
Era una pequeña unidad de cuidados intensivos. Había seis camas, tres de ellas ocupadas, una por un hombre de cabello largo y poco más de cuarenta años, que podría ser perfectamente un cantante de rock; otra por un chico de una edad parecida a la de Caitlin; y la tercera por una mujer que debía de tener poco menos de sesenta años. Los tres estaban intubados con tubos endotraqueales y nasogástricos y conectados mediante una jungla de goteros y vías a la batería de aparatos que rodeaba cada cama.
Tres enfermeras con el mismo uniforme que llevaba Draguta se la quedaron mirando con recelo desde el puesto de control.
—Estoy buscando a mi hija, Caitlin —dijo ella—. ¿Alguien la ha visto?
—Por favor, salga —dijo una de ellas, con acento extranjero—. Prohibido el paso.
Ella salió enseguida, buscó más puertas, vio una y la abrió. Era una pequeña sala de personal. La atravesó y abrió otra puerta, pero ésta daba a un baño vacío. Volvió a mirar el reloj.
Menos de cinco minutos.
—¿No podrían darle algo más de tiempo? Tenía que estar por allí. «Tenía que estar allí.»
Marcó el número del móvil de Caitlin, pero le salió directamente el buzón de voz. Entonces volvió a bajar las escaleras a toda velocidad, atravesó las oficinas y salió por otra puerta. Recorrió un corto pasadizo, abrió otra puerta y, de pronto, se encontró en el enorme vestíbulo del balneario, con elegantes suelos de mármol.
Había gente por todas partes. Tres mujeres en albornoces blancos y zapatillas desechables contemplaban un expositor de joyería. Un hombre, vestido del mismo modo, estaba firmando un formulario en uno de los mostradores de recepción. Cerca de él, una mujer con un elegante abrigo y un pañuelo de seda y una maletita con ruedas al lado parecía estar haciendo los trámites de registro.
Recorrió toda la sala con la vista en unos segundos.
Ni rastro de Caitlin.
Entonces las dos mitades de la puerta automática de entrada se abrieron con un movimiento deslizante y entraron seis corpulentos policías armados.
Lynn dio media vuelta y salió corriendo.
119
—¡Por el extremo! —le indicó Marlene Hartmann a Grigore—. Al final del campo de golf, pasado el hoyo ocho, hay otra salida. La Policía no la encontrará. Nos llevará a un camino. Podemos mantenernos alejados de la carretera principal varios kilómetros. Conozco el camino. Yo te indico.
Iba en el asiento trasero del Mercedes marrón, agarrada a la parte superior del asiento del acompañante, mirando a su alrededor con ansiedad, respirando fuerte y maldiciendo su suerte. Maldiciendo a la tal señora Beckett y a la zorra de su hija. Maldiciendo a la Policía. Maldiciendo al cirujano miedica, Sirius.
Pero sobre todo se maldecía a sí misma. Su estupidez por pensar que podría llevar esto adelante. Codicia. Era como la locura de un jugador que no sabe cuándo retirarse.
En el asiento de delante iba Vlad Cosmescu, en silencio, con los mismos pensamientos. En la ruleta, siempre —o casi siempre— sabía cuándo parar. Cuándo retirarse. Cuándo irse a casa.
Debería de haberse ido a casa la noche anterior, y todo habría ido bien. Tenía que haber vuelto a Rumania. No le debía nada a esa mujer. Sólo le usaba, como todo el mundo. Del mismo modo que él los utilizaba a ellos. Así es como él veía el mundo. En la vida lo importante no era la lealtad, sino la supervivencia.
¿Y por qué estaba allí entonces?
Conocía la respuesta. Porque aquella mujer tenía un influjo sobre él. Él quería conquistarla, quería acostarse con ella. Pensaba que ser valiente la atraería.
Soltó una maldición en silencio. Durante diez años había reunido mucho dinero y había escapado del alcance de la ley.
«Idiota —pensó—. Qué idiota.»
El coche dio un giro brusco y rebasó un montículo. Luego, para enojo de dos jugadores de golf, atravesó un green, entre las bolas que estaban a punto de tirar al hoyo. Cuando el coche cayó al suelo tras el bote, Marlene se dio contra el techo.
—Scheisse! —exclamó, pero no por el dolor.
Lo que le hizo soltar el improperio fue la visión de la furgoneta blanca de Policía atravesada en la salida trasera de Wiston Grange, frente a ellos.
—¡Gira! —ordenó a Grigore—. Probaremos por delante.
—¿No nos iría mejor a pie? —propuso Cosmescu mientras Grigore frenaba de golpe, haciendo derrapar el coche por la hierba.
—Sí, claro, ¿con el helicóptero ahí arriba? ¡No tenemos ninguna posibilidad! —dijo ella. Miró por la ventanilla, estirando el cuello hacia arriba.
Entonces Grigore soltó un alarido y señaló con el dedo por encima del hombro. Marlene se giró y, horrorizada, vio un Range Rover de la Policía tras ellos, con las luces encendidas y ganando terreno a gran velocidad.
—¿Quiere que intento? —dijo Grigore—. ¿Yo conduzco rápido?
—No, para. No digáis nada. Yo hablaré. Intentaré soltarles alguna mentira. ¡Para el coche! Halten!
Grigore obedeció. Los tres se quedaron sentados un momento, en un silencio incómodo, mientras Marlene pensaba a toda prisa.
Otro coche policial se les acercaba rápidamente. Paró dejando el morro frente al del Mercedes, bloqueándoles el paso, mientras el sonido de la sirena se apagaba. Y cuando Marlene vio los ocupantes de los asientos delanteros, su desánimo creció aún más.
El conductor era un agente negro que nunca había visto, pero su acompañante era alguien que desde luego había visto antes. En su oficina en Alemania.
El día anterior.
Ahora estaba fuera del coche y se acercaba a ella, con el abrigo abierto y ondeando al viento. Del Range Rover salieron varios agentes uniformados y con chaleco salvavidas que se situaron tras él.
—Buenos días, «señor Taylor» —le saludó ella fríamente, mientras él abría la puerta—. ¿O prefiere que le llame «superintendente Grace»?
Haciendo caso omiso a su comentario y muy serio, él dijo:
—Marlene Eva Hartmann, queda arrestada como sospechosa de tráfico de seres humanos para trasplantes de órganos —le informó—. Salga del coche, por favor.
Le agarró por la muñeca mientras salía y luego le hizo un gesto a uno de los policías uniformados, que se acercó y la esposó.
—Espera ahí un momento —le ordenó al agente; luego abrió la puerta delantera y se dirigió a Cosmescu.
—Joseph Baker, también conocido como Vlad Roman Cosmescu, queda arrestado como sospechoso del asesinato de Jim Towers.
Mientras esposaban a Cosmescu, Grace se fue al lado del conductor y abrió la puerta. El hombre se le quedó mirando con los ojos desorbitados y temblando.
—Bueno, ¿y tú quién eres? —preguntó.
—Yo, Grigore. Yo el conductor.
—¿Tienes apellido?
—¿Ape..., qué?
—¿Grigore? ¿Grigore qué más?
—Ah. Dinica. ¡Grigore Dinica!
—Tú eres el conductor, ¿verdad?
—Sí, como taxista, como taxista.
—¿«Taxista»? —insistió Grace, limpiándose un copo de aguanieve del rostro. Su radio hizo un ruido, pero él no hizo caso.
—Sí, sí, «taxista». Yo sólo conducir taxi para esta gente.
—¿Quieres que te trinque también por conducir un taxi sin licencia, además de los cargos de los que te voy a acusar?
Grigore se lo quedó mirando sin expresión, con la frente cubierta de sudor. Tras ordenar a Glenn Branson que detuviera a aquel tipo como posible cómplice e instigador del tráfico humano, Grace se giró de nuevo hacia la mujer. Antes de que pudiera decir nada, habló ella:
—Superintendente Grace, ¿me permite que le sugiera que la próxima vez que finja ser un cliente interesado en algún servicio, se informe mejor?
—Si usted está tan bien informada, ¿cómo es que la hemos trincado? —replicó él.
—Yo no he hecho nada malo —respondió ella, categórica.
—Bien. Entonces tiene suerte. Las cárceles inglesas están terriblemente superpobladas actualmente. No le recomendaría la estancia en ellas, especialmente las de mujeres. —Se limpió unos copos más de aguanieve de la cara—. Ahora, Frau Hartmann, ¿quiere que hagamos esto por la vía fácil o por la difícil?
—¿Qué quiere decir?
—Tenemos una orden de registro firmada, y viene de camino: estará aquí dentro de unos minutos. Puede ofrecernos una visita guiada, si quiere, o dejar que nosotros exploremos por nuestra cuenta.
Sonrió.
Ella no le devolvió la sonrisa.
120
Lynn corrió por una sucesión aparentemente interminable de salas con una apabullante variedad de carteles y nombres. En algunas buscó; otras las pasó por alto. No se molestó en entrar en la sauna finlandesa ni la de vapor, ni en la sala de aromaterapia. Pero echó un vistazo a la clase de yoga, al Centro Ayurvédico, a varias salas de tratamiento, y luego a la Zona de Experiencia Tropical.
De vez en cuando echaba la vista atrás, por si veía a algún policía. Pero no la seguían.
Iba dando tumbos, casi sin aliento y desorientada por la geografía del lugar. Estaba empapada en sudor y agitada, lo que le indicaba que estaba baja de azúcar.
«Cariño. Caitlin, cariño. Tesoro, ¿dónde estás?»
Mientras corría, marcó el número de Caitlin por tercera vez, pero de nuevo le salió el contestador.
Los diez minutos se habían agotado. Se detuvo, jadeando, marcó el número de Shirley Linsell y le rogó que le diera unos minutos más contándole una media verdad: que había llevado a su hija a un balneario y que la había perdido.
A regañadientes, la coordinadora de trasplantes del Royal le concedió otros diez minutos. Pero iban a ser los últimos.
Lynn le dio las gracias repetidamente y luego se detuvo, con el corazón latiéndole con fuerza, pensando a la desesperada y preocupadísima.
«Por favor, aparece, Caitlin. Por favor, por favor, por favor.»
Aquel lugar era demasiado grande. No la encontraría nunca sin ayuda. Intentando recomponerse, corrió hacia atrás, siguiendo los carteles que indicaban el camino hacia el vestíbulo, y llegó antes de lo que esperaba. Había un policía en la puerta principal, como si montara guardia; los otros habían desaparecido.
Atravesó la puerta con el cartel de «PRIVADO. PROHIBIDO EL PASO» y volvió a la zona de oficinas. Abrió la puerta del despacho de Marlene Hartmann y entró.
Y se quedó helada.
La alemana, con las manos esposadas por delante, tenía un aspecto sombrío pero digno. Tras ella había dos policías de uniforme y, a su lado, un hombre negro alto y calvo con gabardina. De pie junto a la mesa, rebuscando entre los papeles, estaba el superintendente que la había visitado aquella misma mañana, que se giró hacia ella, abriendo bien los ojos al reconocerla.
—Ha traído aquí a su hija para hacerle un regalo antes de la operación, ¿verdad, señora Beckett?
—Por favor, tienen que ayudarme a encontrarla —espetó.
—¿Tiene usted un buen motivo para estar aquí, en Wiston Grange? —replicó él, con gesto severo.
—¿Un buen motivo? Sí, claro —dijo Lynn, airada, de pronto furiosa por su actitud—. Porque quiero estar guapa para el funeral de mi hija. ¿Le parece suficiente motivo?
En el silencio que siguió, se tapó el rostro con las manos y sollozó.
—Por favor, ayúdenme. No la encuentro. Por favor, dígame dónde está —dijo, dirigiéndose a la alemana con los ojos húmedos—. ¿Dónde está?
La vendedora de órganos se encogió de hombros.
—Por favor —suplicó Lynn—, tengo que encontrarla. Ha huido a algún sitio. Tenemos que encontrarla. Tienen un hígado para ella en el Royal. Tenemos que encontrarla. Diez minutos. Sólo tenemos diez minutos. ¡Diez minutos!
Roy Grace dio un paso hacia ella, con una hoja de papel en la mano y cara de pocos amigos.
—Señora Beckett, queda detenida como sospechosa de conspiración para traficar con un ser humano con intención de efectuar un trasplante y como sospechosa de intento de adquisición de un órgano humano. No tiene por qué decir nada, pero puede que sea perjudicial para su defensa si al interrogarle deja de mencionar algo que después recuerde ante el tribunal.
Ahora Lynn ya veía qué era aquella hoja de papel. Era el fax que acababa de enviar hacía un rato a su banco, dando instrucciones de transferir la segunda mitad del pago a Transplantation-Zentrale.
De pronto le fallaban las piernas. Se llevó las manos a la boca, sollozando histérica:
—Por favor, encuentren a mi hija. Firmaré lo que sea. No me importa. Por favor, encuéntrenla.
Miró, suplicante, al agente negro, que tenía una expresión comprensiva, luego a la fría máscara de la alemana, y después al superintendente.
—¡Se está muriendo! ¡Por favor, tienen que entenderlo! ¡Tenemos un margen de diez minutos para encontrarla, o el hospital le dará el hígado a otra persona! ¿No lo entienden? Si no consigue ese hígado hoy, morirá.
—¿Dónde ha buscado? —dijo Marlene, con voz seca.
—Por todas partes.
—¿También fuera?
Lynn sacudió la cabeza.
—No... Yo...
—Llamaré al helicóptero —dijo Glenn Branson—. ¿Puede darme una descripción de su hija? ¿Qué lleva puesto?
Lynn se la dio, y él se llevó la radio al oído. Tras una breve conversación, bajó el auricular.
—Han visto a una adolescente que concuerda con la descripción subiendo a un taxi hace unos quince minutos.
Lynn emitió un grito de angustia y sorpresa.
—¿Un taxi? ¿Dónde? ¿Adónde..., adónde iba?
—Era un taxi de Brighton. Un Streamline —explicó Glenn Branson—. No debería ser un problema encontrarlo, pero va a llevar más de diez minutos.
Desconcertada, Lynn insistió:
—¿Hace quince minutos, en un taxi?
Branson asintió.
Lynn pensó por un momento.
—Miren... Miren, probablemente habrá vuelto a casa. Por favor, déjenme ir. Volveré. Volveré al instante, se lo prometo.
—Señora Beckett —dijo Roy Grace—, está detenida, y vamos a llevarla a la comisaría de Brighton.
—¡Mi hija se está muriendo! No puede sobrevivir. Se morirá si no va al hospital hoy mismo. Yo... tengo que estar con ella. Yo...
—Si quiere, enviaremos a alguien para ver cómo está.
—¿No hay nadie más que pueda llevarla? —preguntó Grace.
—Mi marido... Mi ex marido.
—¿Cómo podemos contactar con él?
—Está en un barco..., en el mar. Una draga. No... No recuerdo qué horarios tiene, cuándo están en puerto.
Grace asintió.
—¿Puede darnos su número? Intentaremos llamarle.
—¿No puedo hablar con él yo misma?
—Lo siento, no.
—¿No puedo hacer...? Pensé que podía hacer... una llamada telefónica.
—Cuando registren su ingreso en comisaría.
Ella miró a ambos hombres, desesperada y les dio el número del teléfono móvil de Mal. Glenn Branson tomó nota en su cuaderno e inmediatamente lo marcó.
121
En la sala sólo había dos cosas que leer. Un cartel, sobre una puerta verde con un ventanuco, prohibía el uso de teléfonos móviles en la zona de custodia. El otro decía que todos los detenidos serán sometidos a un estricto registro por parte del agente de custodia:
SI TIENE ALGÚN ARTÍCULO PROHIBIDO
ENCIMA O EN SUS PROPIEDADES,
DÍGASELO A SU AGENTE DE CUSTODIA
O AL AGENTE QUE LO HA DETENIDO.
Lynn había leído ambos una docena de veces. Llevaba más de una hora en aquella lúgubre sala de paredes blancas y suelo marrón, sentada en un banco que parecía de piedra, sin ingerir nada más que dos paquetitos de azúcar que le habían dado.
Nunca se había sentido tan mal en su vida. Ni siquiera el dolor de su divorcio se acercaba a lo que estaba experimentando ahora, mental y emocionalmente.
Cada pocos minutos, el joven agente que la había acompañado desde Wiston Grange, le echaba un vistazo y esbozaba una sonrisa de impotencia. No tenían nada que decirse el uno al otro. Ella le había dicho lo que quería una y otra vez, y él la entendía, pero no podía hacer nada.
De pronto el teléfono del policía sonó. Respondió y, al cabo de unos segundos en que sólo emitió respuestas monosilábicas, se apartó el teléfono del oído y se giró hacia Lynn.
—Es el sargento Branson. Estaba con usted antes, en Wiston. ¿Verdad?
Ella asintió.
—Está con su ex marido en su casa. No hay rastro de su hija.
—¿Dónde está? —dijo Lynn, sin fuerzas—. ¿Dónde?
El agente la miró, impotente.
—¿Puedo hablar con Mal, mi ex?
—Lo siento, señora, no puedo dejarle hacer eso —se disculpó. De pronto se acercó el teléfono al oído y levantó un dedo. Girándose de nuevo hacia Lynn, dijo—: Están hablando por teléfono con Streamline Taxis.
Escuchó unos momentos y luego dijo, al teléfono:
—Se lo comunicaré, señor, si espera un momento.
Volvió a girarse hacia Lynn.
—Han contactado con el conductor que recogió a una señorita de las características de su hija en Wiston Grange hace unas dos horas. Ha dicho que le preocupaba su estado de salud y que quería llevarla a un hospital, pero que ella se ha negado. La ha dejado en una granja en Woodmancote, cerca de Henfield.
—¿Cuál es la dirección? —preguntó Lynn, frunciendo el ceño.
—Según parece era sólo un camino. Allí es donde insistió en que la dejara.
Entonces se le encendió la bombilla.
—¡Oh, Dios mío! —dijo—. Ya sé dónde está. Sé exactamente dónde está. Por favor, dígale a Mal... Él lo entenderá —añadió con la voz entrecortada por el llanto apenas reprimido—. Dígale que ha ido a «casa».
122
Poco después de las cuatro de la tarde empezaba a anochecer y el cielo estaba cargado de aguanieve, por lo que Mal tuvo que encender los faros de su MG. El camino, de rodadas muy marcadas, era casi todo barro salpicado de piedras y estaba cubierto por una gruesa capa de hojas de los árboles que lo flanqueaban. Avanzó lentamente para no golpear con el tubo de escape en el suelo ni echarle polvo al coche de Policía que le seguía.
Intentaba recordar cuántos años habían pasado desde la última vez que había estado allí. Lo habían vendido después del divorcio con Lynn, pero dos años más tarde había visto que estaba a la venta otra vez, y había traído a Jane hasta allí con la esperanza de volver a comprarlo. No obstante, ella le echó un vistazo y rechazó la idea de plano. Estaba demasiado aislado para ella. Dijo que le aterraría quedarse allí sola.
Tuvo que admitir que tenía razón. Hay a quien le gusta estar aislado y a quien no.
Pasaron junto a la granja principal, ocupada por un anciano granjero y su esposa, que habían sido sus únicos vecinos, y luego siguieron casi un kilómetro más, tras dejar atrás un grupo de graneros en ruinas, un tractor parcialmente desmembrado y un viejo camión, y luego entraron en el bosque.
Estaba terriblemente preocupado por Caitlin. ¿En qué lío se había metido Lynn? Seguramente tendría que ver con el hígado que intentaba comprar. Aún no le había contado a Jane lo del dinero, pero en ese momento aquélla era la menor de sus preocupaciones.
La Policía no había querido contarle nada, sólo que Caitlin había escapado y que su madre estaba preocupadísima por su salud, y por el trasplante de hígado que tenía la posibilidad de conseguir y que corría el riesgo de perder.
Cuando se acercaron al llano, vio el brillo fantasmagórico de una superficie de piedra blanca. Era el Winter Cottage, en otro tiempo la casa de sus sueños. Y el final del camino.
Situó el coche de modo que las luces iluminaran de pleno la casita. En realidad, tras la capa de hiedra era un edificio feo, una casa achaparrada de dos plantas construida en los años cincuenta con bloques de cemento como refugio para un pastor y su familia. En los años noventa, con la caída del sector agrícola, el lugar se había quedado obsoleto y el granjero lo había puesto a la venta para ganar algo de efectivo, momento en que la habían comprado ellos.
Era su situación lo que les había gustado a Mal y a Lynn. Era un lugar tranquilísimo, con una vista espléndida de los Downs al sur; sin embargo, no estaba más que a quince minutos en coche del centro de Brighton.
Por su aspecto, el lugar estaba en ruinas. Sabía que la pareja de Londres a la que se la habían vendido tenía grandes planes para el lugar, pero luego habían emigrado a Australia, motivo por el que había vuelto a ponerse a la venta. Era evidente que no la habían tocado desde hacía años. A lo mejor no había aparecido nadie más con el dinero necesario o con un proyecto. Desde luego, hacían falta ambas cosas.
Cogió su linterna, que tenía sobre el asiento del acompañante, y salió, dejando las luces encendidas. Los dos sargentos de Policía, Glenn Branson y Bella Moy, también salieron de su coche, cada uno con su linterna, y llegaron a su altura.
—No creo que aquí les vinieran a ver muchos testigos de Jehová —bromeó Branson.
—Eso, seguro —dijo Mal.
Luego se puso delante y los condujo por el camino de ladrillo que había construido él mismo, hasta la puerta principal. Rodearon la casa, pasando por un arco cubierto de un acebo tan crecido que los tres tuvieron que encogerse para evitar los pinchazos, hasta llegar al jardín posterior. El camino de ladrillo seguía hasta una barbacoa medio podrida y, más allá, por el extremo de un césped que en otro tiempo había sido un orgullo para él y que ahora no era más que maleza, pasando por un hueco casi cerrado en un alto seto de tejo, se llegaba a lo que Caitlin solía llamar su «jardín secreto».
—Ya entiendo por qué tenía que venir usted con nosotros, señor —dijo Bella Moy.
Malcolm esbozó una sonrisa. Cuando el haz de su linterna dio con la casa de Wendy, de madera, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Entonces se detuvo, de pronto hecho un manojo de nervios.
En cierto modo, estaba sorprendido de que aún estuviera allí y, por otra parte, deseaba que no estuviera. Le recordaba demasiado, de pronto, el dolor de la separación de Lynn.
La casita estaba hecha de troncos y se apoyaba en gruesas patas de ladrillo en cada esquina. La había construido él mismo como muestra de amor a Caitlin. Había una puerta en el centro, con unos escalones, y una ventana a cada lado. Aún conservaba los cristales, aunque el haz de la linterna apenas podía penetrar a través de la capa de polvo. Le agradó ver que la capa asfáltica del tejado aún estaba en su sitio, aunque curvada por los bordes.
Intentó llamar a Caitlin por su nombre, pero tenía la garganta demasiado seca y no le salió nada de voz. Flanqueado por los dos policías, avanzó, llegó a los escalones, giró el pomo desencajado y abrió la puerta.
Y el corazón le dio un salto de alegría.
Caitlin estaba sentada en el suelo, al fondo de la casita, hecha un ovillo como una muñeca flexible, mirando hacia abajo.
Vio un leve brillo verde procedente de su iPod, que tenía apoyado sobre los muslos, y en el silencio del lugar distinguió un estribillo que hacía: «One..., two..., three..., four...».
Lo reconoció. Feist. Una de sus cantantes favoritas.
A Amy también le gustaba.
—¡Hola, cariño! —dijo, intentando no sobresaltarla.
No hubo respuesta.
Algo en su interior le sacudió por dentro.
—¿Cariño? Todo va bien, papá está aquí —dijo. Entonces sintió un brazo que le cogía del hombro.
—Señor... —le advirtió Glenn Branson.
No le hizo caso y salió corriendo, tirándose de rodillas y pegando la cara a la de su hija.
—¡Caitlin, cariño!
Le cogió la cabeza entre las manos y se quedó horrorizado al ver lo fría que estaba. Helada.
Le levantó la cabeza suavemente y vio que tenía los ojos completamente abiertos, pero no había el mínimo rastro de movimiento en ellos.
—¡No! —exclamó—. ¡No! ¡Por favor, no! ¡No! ¡¡¡Nooooooooo!!!
Glenn Branson levantó la linterna y miró aquellos ojos, en busca de algún movimiento de las pupilas, los párpados o las pestañas. Pero no había nada. Desesperado, Mal pegó los labios a los de su hija y empezó a hacerle la respiración boca a boca. Tras él, oyó la voz de la sargento pidiendo por radio una ambulancia.
Aún seguía intentando desesperadamente resucitar a Caitlin veinte minutos más tarde, cuando llegaron los sanitarios.
123
Diez días más tarde, la amable policía y la traductora acompañaron a Simona por la pista del aeropuerto de Heathrow, hacia el avión de British Airways.
Simona tenía a Gogu apretado contra el pecho. La agente había buscado por todas las papeleras de Wiston Grange para recuperarlo.
—Bueno, Simona, ¿estás contenta de volver a casa a tiempo para la Navidad? —le preguntó la policía, risueña.
La traductora repitió la pregunta en rumano.
Simona se encogió de hombros. No sabía mucho sobre la Navidad, sólo que era cuando había mucha gente por las calles con dinero en los bolsos y las carteras, lo que la convertía en una buena época para robar. Se sentía perdida y confundida. La llevaban de un lugar a otro, de una sala a otra. No sabía dónde estaba y no quería seguir allí. Lo único que deseaba era volver a ver a Romeo.
Bajó la mirada, sin saber qué responder; aún le dolía al hablar. Era por el tubo de respirar, le habían dicho, y muy pronto se le pasaría.
No entendía por qué le habían puesto un tubo para respirar ni por qué la enviaban de vuelta a casa. La traductora le dijo que unas personas malas habían planeado matarla y quitarle las tripas. Pero ella no sabía si creerla. Quizá no fuera más que una excusa para devolverla a Rumania.
—¡Estarás bien! —le dijo la policía, que le dio un último abrazo a los pies de la escalerilla—. Ian Tilling se ha encargado de enviar a alguien a buscarte al aeropuerto de Bucarest para que te lleven a su albergue; tiene un lugar para ti. La traductora repitió aquellas explicaciones.
—¿Estará Romeo? —preguntó Simona.
—Romeo te está esperando.
Simona subió los escalones sin demasiado entusiasmo; no sabía si creerlos.
Dos azafatas la saludaron alegremente en la cabina, comprobaron su tarjeta de embarque y la acompañaron a su asiento; luego la ayudaron a abrocharse el cinturón.
La mayor parte del viaje se la pasó mirando, apesadumbrada y en silencio, el respaldo del asiento que tenía delante, sin soltar el pasaporte que le habían dicho que tenía que presentar al llegar, y no tocó la bandeja de la comida. No hacía más que pensar en Romeo constantemente. A lo mejor «sí» que estaba allí al llegar. A lo mejor, cuando lo viera, las cosas volverían a estar bien.
A lo mejor podrían encontrar un nuevo sueño.
124
Aquél siempre había sido el paseo preferido de Roy Grace, bajo los arrecifes de caliza, al este de Rottingdean. De niño, era casi un ritual que hacían cada domingo con sus padres y, últimamente, por lo menos los domingos que no tenía que trabajar, se había ido convirtiendo en un ritual para él y Cleo.
Le encantaba la violencia de los elementos, especialmente en días agitados, como aquella tarde, en que soplaba un viento tempestuoso y la marea estaba alta, y el mar de vez en cuando se lanzaba playa arriba y salpicaba agua y guijarros contra el murete de piedra. Los carteles que advertían del peligro de desprendimientos no hacían más que aumentar el efecto dramático. También le encantaban los aromas, aquel olor penetrante a salado y a algas, y la ráfaga ocasional que traía el olor a pescado en descomposición y que desaparecía un instante después. Y la visión de barcos cisterna y de mercancías en el horizonte, y a veces yates, más cerca.
Era el último domingo antes de Navidad y sabía que debería sentirse libre, a la espera de disfrutar de un tiempo de descanso con la mujer que amaba. Pero por dentro se sentía tan agitado como las revueltas y grises aguas del canal a su derecha, cubiertas de espumarajos.
Los dos iban bien abrigados y calentitos. Cleo tenía el brazo cómodamente apoyado en el suyo y él de pronto se preguntó si podrían seguir dando aquel paseo cincuenta años más tarde, cuando fueran dos viejecitos arrugados.
Humphrey correteaba a su lado, cogido a su correa extensible, exhibiendo orgullosamente un gran fragmento de madera de un barco que llevaba en la boca. Un perrillo marrón se dirigió hacia ellos, ladrando alegremente, mientras su dueño, a cierta distancia, le llamaba por el nombre. Cleo se soltó un momento y se agachó para acariciarlo. Pero el animal se echó atrás, nervioso, cuando Humphrey soltó la madera y le gruñó. Cleo intentó tranquilizarlo, dio un paso adelante, y él volvió a dar un salto hacia atrás. Ambos se rieron. De pronto, al oír su nombre, se fue corriendo.
—Bueno, gran superintendente, ¿cómo te sientes? —le preguntó ella, volviendo a meter la mano por el hueco de su brazo.
—No lo sé —confesó, mientras miraba cómo Humphrey se debatía para recoger de nuevo la madera.
—Cuéntame.
—¿No fue el duque de Wellington quien dijo que lo único peor que perder una batalla es ganarla?
Ella asintió.
—Pues así me siento yo.
—Lo que no entiendo —dijo ella— es que todos esos médicos y enfermeras se mantuvieran en silencio durante tanto tiempo.
—Un cirujano en Rumania gana 300 euros al mes. El resto del personal médico, aún menos. Todos estaban ganando una fortuna en Wiston Grange, así que estaban encantados.
—Y bien escondiditos en el campo.
—La mayoría no hablan inglés. Así que nada de cotilleos con los lugareños. Era una puesta en escena inteligente. Tráelos, deja que hagan un dinerito, y llévatelos. Son miembros de la UE, así que no hay restricciones fronterizas; nadie hace preguntas.
—¿Y sir Roger Sirius? —Pasta a lo grande. Y tenía su propia justificación moral.
Caminaron en silencio un rato.
—Dime algo, Grace: si hubiera sido nuestro hijo..., esa chica, Caitlin, ¿qué habrías hecho? —Con la mano libre se dio una palmadita en el vientre—. ¿Y si le pasara a esta personita, en algún momento del futuro?
—¿Qué quieres decir?
—En las mismas circunstancias, si nuestra única opción fuera la de comprar un hígado para salvar a nuestro hijo, ¿qué habrías hecho..., qué harías?
Él se encogió de hombros.
—Soy policía. Mi deber es hacer que se cumpla la ley.
—Eso es lo que me asusta de ti a veces.
—¿Te «asusta»?
—Ajá. Creo que yo me dejaría matar por mi hijo. Y creo que sería capaz de matar por él. ¿No es eso lo que significa ser padres?
—¿Crees que he hecho mal?
—No, supongo que no. Pero entiendo por qué la madre hizo lo que hizo.
Grace asintió.
—En uno de los libros de filosofía que me diste, leí algo que dijo Aristóteles: «Los dioses no tienen mayor tormento que el de una madre que sobrevive a su hijo».
—Sí. Exactamente. ¿Cómo crees que se siente esa mujer ahora?
—¿Es que vale menos la vida de una niña rumana de la calle que la de otra de Brighton de clase media? Cleo, cariño, no soy Dios. No juego a ser Dios. Soy poli.
—¿No te preguntas a veces si eres demasiado poli?
—¿Por?
—¿Hacer cumplir la ley a toda costa? ¿Sin fijarte en el precio «humano»? ¿No te ves tan obligado a ver el mundo con los ojos de un policía que pierdes la visión del exterior?
—Le hemos salvado la vida a esa niña rumana. Eso es muy importante para mí.
—¿No piensas: trabajo hecho, pasamos al siguiente?
—No, nunca —respondió él, sacudiendo la cabeza—. No es así como trabajo, ni como me siento. Nunca.
Ella le apretó más fuerte.
—Realmente eres un buen hombre.
Él esbozó una sonrisa.
—En un mundo de mierda.
Ella se detuvo y se lo quedó mirando, con aquella sonrisa por la que Roy lo habría dado todo.
—Tú haces que sea menos de mierda.
—Ojalá.
Epílogo
Lynn se quedó de pie en la habitación de Caitlin, que había permanecido intacta casi dos años y medio. Ahora, entre el caos de las cosas de su hija, había un montón de cajas de cartón de la empresa de mudanzas.
¿Qué diablos iba a quedarse y qué iba a tirar? En el minúsculo piso al que se iba a mudar no había mucho espacio.
Con lágrimas surcándole las mejillas, se quedó mirando la impenetrable maraña de ropa, peluches, CD, DVD, zapatos, estuches de maquillaje, el taburete rosa, el móvil de mariposas azules de metacrilato, bolsas de tiendas y la diana con la boa violeta colgando.
Las lágrimas eran por Caitlin, no por aquel lugar. No le daba pena dejarlo. En cierto modo, Caitlin tenía razón desde el principio. Había sido «una casa», pero no «su casa».
Entró en su dormitorio. Sobre la cama estaba apilado el contenido de los armarios. En lo más alto estaba su abrigo azul, aún en la bolsa de plástico con cremallera donde lo había metido tras su primera «cita» con Reg Okuma. Aunque era su abrigo favorito, sentía que estaba mancillado, y no se lo había vuelto a poner nunca más. Pero Reg Okuma ya formaba parte del pasado. En Denarii se habían portado bien con ella tras la muerte de Cailtin, y Bhad la había ascendido a directora de grupo. Aquello le había permitido cancelar la deuda y corregir su valoración crediticia en el sistema informático. Nadie se había dado cuenta.
Se colgó el abrigo del brazo, bajó y salió al exterior. Hacía una bonita mañana de primavera. Al llegar al bidón de basura, tiró el abrigo.
Iba a devolverles el dinero a Luke y a Sue Shackleton con la venta de la casa. Y parte del dinero a Mal y a su madre. Después de aquello no le quedaría mucho, pero no le importaba. Tenía que pasar página de algún modo.
Y en parte lo había conseguido. En lo referente a su condena, por lo menos. Dos años, suspendida gracias a una actuación digna de Oscar de un abogado, o a la suerte de encontrarse con un juez con corazón. O quizás a ambas cosas.
La cadena perpetua de sufrir el duelo por Caitlin era otra cosa. La gente decía que los dos primeros años eran los peores, pero a Lynn no le parecía que la cosa mejorara en absoluto. Cada semana se despertaba varias veces a medianoche, empapada en sudor frío, llorando amargamente por las decisiones que había tomado y por la niña que había perdido.
Se maldecía, y no se perdonaba que el trasplante legítimo hubiera estado tan cerca y que ella lo hubiera echado todo a perder dejándose llevar por el pánico, por la estupidez.
Y lo único que le calmaba y le reconfortaba era el ronroneo de Max, el gato, en el otro extremo de la cama, y el recuerdo de la sonrisa de su hija y aquellas palabras que solía decirle y que tanto le molestaban: «Relájate, tía».
FIN
Agradecimientos
Este libro es una obra de ficción, al igual que todas mis novelas de Roy Grace. Pero es una triste verdad que en el Reino Unido mueren cada día tres personas por falta de órganos disponibles para trasplantes. También es triste y cierto que hay más de mil niños pasándolo mal en Bucarest —algunos de ellos, indigentes de tercera generación— y más de cinco mil adultos; una situación heredada del monstruoso régimen de Ceaucescu. Y es cierto que algunos de estos niños son objeto del tráfico de órganos.
Hay mucha gente que me ha ayudado considerablemente en la creación de este libro, y sin su inmensamente amable y generoso apoyo habría sido imposible escribir con la mínima sensación de autenticidad.
En primer lugar quiero dar las gracias a Martin Richards, comandante de la Policía de Sussex galardonado con la Medalla de la Reina a la Policía, que se ha mostrado enormemente generoso en su apoyo y que me ha hecho infinidad de sugerencias útiles y me ha abierto muchos caminos.
Mi buen amigo, el ex superintendente David Gaylor, ha resultado, como siempre, imprescindible. Se leyó el manuscrito mientras avanzaba, no sólo para comprobar datos, sino para contribuir constantemente y con gran sentido común en todos los aspectos de la historia. Puedo decir que, sin su aportación, el resultado habría sido mucho más pobre.
Son tantos los agentes de la Policía de Sussex que me han brindado su tiempo y su sabiduría y que han soportado mi presencia (respondiendo a mis interminables preguntas) que me es casi imposible mencionarlos a todos, pero voy a intentarlo, y espero que me perdonen cualquier omisión: superintendente Kevin Moore; superintendente Graham Barlett; superintendente Peter Coll; superintendente Chris Ambler; inspector jefe Adam Hibbert; inspector jefe Trevor Bowles; inspector jefe Stephen Curry; inspector jefe Paul Furnell; Brian Cook, director de la División de Apoyo Científico; Stuart Leonard; Tony Case; inspector William Warner; inspector jefe Nick Sloan, inspector Jason Tingley, inspector jefe Steve Brookman; inspector Andrew Kundert; inspector Roy Apps; sargento Phil Taylor; Ray Packham y Dave Reed, de la Unidad de Delitos Tecnológicos; sargento James Bowes; agente Georgie Edge; inspector Rob Leet; inspector Phil Clarke; sargento Mel Doyle; agente Tony Omotoso; agente Ian Upperton; agente Andrew King; sargento Malcolm Choppy Wauchope; agente Darren Balcombe; sargento Sean McDonald; agente Danny Swietlik; agente Steve Cheesman; sargento Andy McMahon; sargento Justin Hambloch; Chris Heaver; Martin Bloomfield; Ron King; inspector jefe Steve Brookman; Robin Wood, sargento Lorna Dennison-Wilkins; y el equipo de la Unidad de Rescate Especializado; Sue Heard, jefa de prensa y RR. PR; Louise Leonard; James Gartrell; y Peter Wiedemann, de la LKA de Múnich.
Le debo un agradecimiento especial y enorme al fantástico equipo del Depósito de Cadáveres de Brighton y Hove: Elsie Sweetman, Victor Sindon, Sean Didcott y el doctor Nigel Kirkham.
Dos personas me han aportado una visión extraordinariamente personal sobre el mundo de las enfermedades del hígado y los trasplantes: Zahra Priddle y James Sarsfield Watson, ambos receptores de hígados. James tiene una familia maravillosa —Seamus Watson, Cathy Sarsfield Watson y Kathleen Sarsfield Watson— que han aportado muchísimo a este libro.
En lo referente a mi investigación sobre enfermedades hepáticas y temas médicos relacionados, le debo mucho a la amabilidad del profesor sir Roy York Calnes, al doctor John Ramage; al doctor Nick Vaughan; al amabilísimo doctor Abid Suddle, del King's College Hospital, que me ayudó mucho con algunos de los conceptos técnicos más difíciles de las enfermedades de hígado y de los procesos de los trasplantes; al doctor Walid Faraj; Gill Wilson; Linda Selves; al doctor Duncan Stewart; a la doctora Jane Somerville; el doctor Jonathan Pash; al doctor Peter Dean, forense; al patólogo forense doctor Benjamín Swift; al doctor Ben Sharp; a Christine Elding, coordinadora de trasplantes del Royal Sussex County Hospital; a Sarah Davies; y a la doctora Caroline Thomsett.
Gracias a Joanne Dale, que me introdujo en el mundo de los adolescentes, y a Annabel Skok, que fue una gran referencia sobre la perspectiva de los jóvenes.
También debo dar las gracias a Peter Wingate Saul, Adrian Briggs y Phil Homan; a Peter Faulding, del Specialist Group International; a Juliet Smith, magistrada jefa de Brighton y Hove; a Paul Grzegorzek; a Abigail Bradley y a Matt Greenhalgh, director de análisis forenses de Orchid Cellmark Forensics; a Tim Moore, Ray Marshall y a todo el personal de la draga Arco Dee, especialmente a Sam James —¡el supercocinero!—, a Mel Johnson, director de la Unidad de Tráfico Infantil de CEOP; a STOP (Trafficking) UK (www.stop-uk.org); a Samantha Godec, de City Lights; y a Sally Albeury. Un agradecimiento especial a Nicky Mitchell, y a Jessica Butcher, del Tessera Group PLC. ¡Y a Graham Lewis, mi especialista en garajes!
Tengo una gran deuda con mi equipo en Rumania: mi agente, Simona Kessler; mis fantásticos editores en el Reino Unido, Valentín y Angelique Nicolau; Michael y Jane Nicholson, de Fara Homes; Rupert Wolfe Murray; y gracias también a Ian Tilling, miembro del Imperio británico, por su pasión y su entusiasmo, que no tienen precio.
Como siempre, gracias a Chris Webb, de MacService, por mantener vivo mi ordenador a pesar de mis abusos. Un agradecimiento muy grande y especial a Anna-Lisa Lindeblad, que ha sido una vez más una incansable y maravillosa editora «no oficial» y que me ha brindado sus comentarios a lo largo de toda la serie de Roy Grace, y a Sue Ansell, cuya gran atención al detalle me ha evitado más de un momento de vergüenza.
Profesionalmente, tengo que repetir que tengo un equipo de ensueño: la maravillosa Carole Blake como representante, junto con Oli Munson; mis increíbles publicistas, Tony Mulliken, Amelia Rowland y Claire Barnett, de Midas PR; y todo el personal de Macmillan, para el que no tengo espacio, aunque tengo que mencionar a mi nueva y brillante editora, Maria Rejt, y agradecerle enormemente su saber y su experiencia. Stef Bierworth ha estado insuperable.
Como siempre, Helen ha sido mi bastión, alimentándome con paciencia de santo y con su constante sabiduría.
Mis amigos del mundo canino siguen evitando que pierda el juicio. Doy una gran bienvenida a nuestra nueva incorporación, el siempre jovial Coco, que se ha unido a Oscar y Phoebe bajo mi mesa, impacientes por abalanzarse sobre cualquier página del manuscrito descartada que cae al suelo para triturarla convenientemente...
Por último, gracias a mis lectores, por el increíble apoyo que me dais. ¡Seguid enviándome posts al blog y mensajes de e-mail!