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agosto 29, 2010
—Quiero contarte la historia de Palmira.
—Prefiero contarte yo una historia y tú la escribes. Me cansa que todo el mundo pretenda que le escriba sus historias.
—No es la mía. Es la de alguien a quien no conoces. Si cuando haya concluido, crees que no te interesa, no la escribas, pero al menos tienes que escucharme. Me debes eso.
¿Se lo debía? Tal vez sí; tal vez no: depende de como se mirara. Hacía ya cinco años que Andrea y yo nos conocíamos, y aunque había perdido tiempo atrás toda esperanza de conseguir que me ofreciera algo más que su tranquila amistad, en muchas ocasiones, cuando no me agradaba la idea de cenar aburrido o acudir en solitario a una gala nocturna, no había dudado en hacerme compañía, y lógicamente mi vanidad masculina agradecía la presencia de una mujer tan elegante, refinada y espectacular.
En aquel mismo instante, allí, almorzando en la piscina del «Hotel Majestic», que durante los días del Festival se encontraba atestada de provocativas muchachitas que mostraban sin recato sus senos perfectos y sus cuerpos mínimamente cubiertos, Andrea, discretamente ataviada con una vaporosa falda plisada y una blusa apenas escotada, atraía con más fuerza las miradas de los hombres y los objetivos de las cámaras de los fotógrafos que todas las starlettes juntas, e incluso que la famosísima Charlotte Rampling que ocupaba una mesa cercana.
—¿Qué tiene de especial la historia de Palmira?
—¿Vas a escucharla?
Había un tono en su voz, y un brillo en su mirada, que me hizo presentir que aquél no podía ser un relato vulgar, aunque, a decir verdad, desde el momento mismo en que había hecho su aparición en el bar del hotel, me asaltó la impresión de que algo había cambiado profundamente en Andrea, y no era ya la muchacha jovial, despreocupada y sin problemas, de años antes.
—No tengo nada mejor que hacer hasta las nueve.
—No creo que me lleve tanto tiempo.
Patrick, el atento maître italiano que me reservaba exactamente la misma mesa en el mismo rincón de la piscina desde hacía ocho años, acudió como de costumbre con un gran plato de langostinos «obsequio de la casa», sonrió admirativamente a mi acompañante y, tras tomar nota de lo que deseábamos, se alejó con su discreción de siempre para ordenar a sus camareros que procurasen interrumpirnos lo menos posible.
—¿Y bien? –El disgusto que descubrí en sus fascinantes ojos me obligó a sentirme más culpable por mi burlona sonrisa que toda una catarata de reproches.
—Jamás podrás tomarte nada en serio, ¿no es cierto? –musitó apenas–. A menudo me pregunto cómo puedes ser escritor, si te muestras siempre tan frívolo. ¿O soy únicamente yo quien te impulsa a comportarte de ese modo? ¿Tan idiota parezco?
Aun sin pretenderlo, cambié el tono:
—Siempre te he considerado una de las mujeres más inteligentes que conozco, y sabes que si no estuviera casado te habría propuesto que te vinieras a vivir conmigo. –Le encendí el cigarrillo con el que jugueteaba nerviosamente hacía ya mucho rato e intenté congraciarme de nuevo con ella–. No te enfades y cuéntame esa historia.
Me miró largamente y me asaltó la sensación de que me estaba examinando, como si tratase de convencerse de que hacía bien en confiar en mí, y yo era en verdad algo más que el amigo ocasional que aparecía por Cannes una vez al año, la invitaba a cenar o a las ridículas fiestas que organizaban las grandes productoras cinematográficas, y desaparecía de nuevo quince días más tarde para no tener más noticias mías a lo largo del año que una corta llamada telefónica por Navidad.
—Llevo tiempo esperándote –dijo al fin–. Me sentía impaciente por contarte lo que ha ocurrido, pero ahora me haces dudar. Cuando leo tus libros me siento cerca de ti, pero, curiosamente, cuanto más me aproximo físicamente, más lejos me siento: como si fueras otra persona; como si me asaltara el temor de que en realidad no eres tú quien escribe.
—Le ocurre a mucha gente –admití–. Los lectores tienden a idealizar al escritor porque posee la facultad de crear, sin comprender que tan sólo tenemos una mayor facilidad para expresar con letras lo que otros expresan con palabras.
—Pero tu sensibilidad.
—A menudo la sensibilidad no es más que una de las tantas facetas del oficio. Pero dejemos eso. Háblame de Palmira. Me gusta el nombre.
—Es sudamericano. Guatemalteco.
—Me encanta Guatemala. Es un país precioso.
—Palmira siempre hablaba de sus lagos. Y sobre todo del color, añil, de su cielo.
—¿Dónde la conociste?
—En la Galería. –Dudó–. Bueno: En la Galería exactamente, no. La primera vez que la vi fue en «Félix». Yo estaba almorzando con una cliente cuando entró y desde el primer momento me llamó la atención, más que por su exótica belleza, por su extraordinaria distinción y su aire ausente. –Pareció estar visualizando mentalmente aquel momento–. Se sentó como rodeada por la más angustiosa soledad que se pueda concebir en ser humano alguno, inmersa en sus pensamientos, sin reparar en nadie hasta que me vio, porque a partir de ese momento no, apartó apenas la mirada, y debo confesar que nunca me he sentido tan observada por nadie, ni aun siquiera por ti, aquella primera noche en el «Tetou».
»Recuerdo que derramé el vino y la sopa, y tuvieron que colocar tres servilletas sobre el mantel porque parecía que hubiera estado comiendo una piara de cerdos.
»Me sentí incómoda. Halagada porque a toda mujer le gusta que la admiren, pero incómoda porque sus enormes ojos negros parecían estar analizando cada uno de mis gestos con un interés y un detenimiento que no había percibido hasta entonces ni en el más impertinente de los hombres.
—Entiendo. No hizo caso de mi comentario, se limitó a echarse atrás ligeramente permitiendo que el camarero colocara ante ella el melón con Oporto que había pedido, y tras probarlo y asentir con un leve gesto de cabeza, añadió:
—A la mañana siguiente entró en la Galería y ni siquiera me pasó por la mente la idea de que me hubiera seguido, aunque luego supe que lo había hecho la tarde anterior. Compró, sin discutir el precio, el cantarano de ébano y marfil que tanto te gustaba y se interesó por una pareja de jarrones chinos que había perdido la esperanza de colocarle a nadie ya que la cifra que pedía por ellos incluso a mí misma se me antojaba escandalosa.
—Haberlos rebajado.
—Hubiera perdido dinero. Me equivoqué al comprarlos y no me quedaba más remedio que apechugar con ellos a la espera de que surgiera alguien dispuesto a pagar un capricho extravagante. En la Costa vive gente muy rica y confiaba en que alguna millonaria loca decidiera llevárselos.
—¿Se los llevó?
—Tres días más tarde –asintió–. Me invitó a almorzar para discutir el asunto y pedirme consejo sobre dónde debía colocarlos y, naturalmente, acepté.
—¿Por qué?
—En primer lugar porque estaba en juego lo que para mí constituía una pequeña fortuna y, en segundo, aunque tal vez en realidad eso fuera lo más importante, porque su personalidad me fascinaba y sentía curiosidad por saber algo más sobre ella y sobre las razones que tenía para interesarse tanto por mí.
—¿Se interesaba realmente por ti?
—¡Desde luego! Durante toda la comida apenas hablamos de los jarrones porque no hizo otra cosa que preguntar sobre mis gustos, mi trabajo, mi familia y mi vida privada.
—¿No te molestaba semejante interrogatorio?
—En absoluto. Se comportaba con tanta sencillez y amabilidad, que a los pocos minutos perdí toda prevención, y cuando al terminar me invitó a dar un paseo, me sentí su amiga independientemente de que se quedara o no con los jarrones.
—¿Qué sabías de ella?
—Muy poca cosa; que había nacido en Guatemala y desde hacía ocho años vivía en Antibes. No le gustaba hablar sobre sí misma. Prefería hablar de mí, o de pintura, libros y decoración. –Sonrió–. Te conocía. No mucho, pero cuando le hablé de ti se mostró interesada, me preguntó qué clase de relación manteníamos, y acabó aceptando que había leído un par de libros tuyos, aunque admitió que no le interesaban demasiado tus temas.
—La odio.
—No puedes pretender que tus libros le gusten a todo el mundo.
—Por lo menos deberían gustarle a las mujeres altas, guapas y elegantes. Los fontaneros barrigones no me interesan. –Le guiñé un ojo–. ¿Cambiaría de opinión si me conociera personalmente?
No obtuve respuesta. Quizá porque en esos momentos habían acudido a retirarnos los platos, o quizá porque no le había hecho gracia mi estúpido comentario y prefería ignorarlo fingiendo que se distraía observando a un hombrecillo bizco, encorvado, barbudo y casi andrajoso que acababa de hacer su aparición rodeado de fotógrafos.
—Cuesta trabajo admitir que sea una estrella de cine –señaló sin acritud–. Y que, además, haya hecho el último Tarzán. En mi juventud los tarzanes eran altos, guapos, fuertes y con aspecto limpio y sano. Éste tiene todo el aire de un alcohólico o un drogadicto. Con Weissmuller le hubieran dado el papel de la mona.
—Los hombres ya no son lo que eran.
Me miró con dureza y sus ojos consiguieron que me sintiera ridículo y patoso.
—Me estás prejuzgando –musitó apenas.
—Lo siento. Perdona.
—No tiene importancia. Si incluso a mí me costó meses aceptar mis propios sentimientos, no puedo pretender que entiendas la situación cuando apenas he empezado a exponértela. No resulta en absoluto fácil tratar a Palmira –continuó al poco–. Se mostraba dulce, atenta y delicada, pero era siempre, al propio tiempo, un ser distante e inalcanzable del que tenías continuamente la sensación de que estaba muy lejos, como si el mundo y las personas que la rodeaban le resultasen extraños y no consiguiera comprender las razones por las que existían o se movían a su alrededor.
—¿Cuál es su signo? Lanzó un sonoro resoplido:
—¿Hasta cuándo vas a continuar diciendo tonterías? –inquirió–. ¿Acaso crees en eso?
—No. Pero si mal no recuerdo te entusiasmaba la Astrología.
—Ya no.
—Has cambiado mucho.
Asintió apenas.
—Mucho, en efecto. ¿Por qué tendría que negarlo?
A partir de aquel día volvió continuamente por la Galería y comíamos juntas, dábamos largos paseos, íbamos de compras y compartíamos todos los momentos que nos quedaban libres.
Hizo una pausa y quedó ausente, con la vista fija en un punto perdido más allá de los altos setos que rodeaban la piscina, como si estuviera rememorando un tiempo muy feliz por el que sentía una invencible nostalgia.
—Tenía un amargo y cáustico sentido del humor –continuó–. Aunque sufría continuos altibajos pasando del entusiasmo a la depresión sin que jamás consiguiera adivinar las razones de semejantes cambios.
El camarero había colocado ante ella el segundo plato: un lenguado a la plancha de magnífico aspecto, pero se diría que los recuerdos habían tenido la virtud de quitarle el apetito y ni siquiera hizo ademán de probarlo, limitándose a encender un cigarrillo y continuar su relato sin apenas mirarme.
—Al fin un día me habló de su marido y sus hijos y te mentiría si no admitiese que aquello constituyó una especie de golpe bajo inesperado. Quizá por primera vez en mi vida experimenté algo muy parecido a los celos, o tal vez sería mejor decir envidia, porque imaginar que alguien podía disfrutar de la diaria presencia de Palmira, compartir su vida y sentirla de alguna forma como algo propio me hizo daño, pues me había hecho a la idea de que era un ser surgido de la nada, que no tenía pasado ni más presente ni futuro que compartir todos mis momentos de angustia o felicidad.
Una vez más se hundió en uno de sus largos silencios, se fue muy lejos, probablemente en busca de aquella extraña mujer que la mantenía obsesionada, y tuve que hacer un gran esfuerzo y concentrarme en lo que estaba comiendo para evitar cometer el tremendo error de preguntar algo muy delicado que continuamente pugnaba por escapar de mis labios.
Permití que regresara por sí misma a la realidad del mundo y la piscina, al reparar en el hecho de que el conocido rostro que tomaba ahora asiento en la mesa vecina era el de Charles Aznavour, y sonrió levemente como si acabara de descubrirme después de mucho tiempo.
—Es Aznavour –dijo–. Fuimos a verle juntas. Nos gustó mucho.
—Me hablabas de su marido y sus hijos.
—¡Ah, sí! Ellos. Un día Palmira me invitó a pasar un largo fin de semana en su yate. El Isla Negra, y la verdad es que no puedo explicar cuáles eran mis sentimientos cuando por fin subí a bordo.
Omar Monteverde era un hombre dulce, hermoso y frágil que recordaba a un salvaje pirata al timón de su nave, para pasar de inmediato, casi sin solución de continuidad, a convertirse en un chiquillo travieso o en un ser ensimismado y ausente al que sus hijos veneraban.
Las niñas, Celeste y Violeta, habían sacado los rasgos y el carácter de su madre, y el chico, Ismael, la exótica belleza de Palmira y la rojiza cabellera y la altivez de un lejanísimo antepasado, el Conquistador Don Pedro de Alvarado que volvió locas de amor a la mitad de las princesas del Nuevo Mundo.
A Andrea le resultó inconcebible que pudiese encontrarse en el mundo una familia más perfecta, y a causa de ello desde un principio le desconcertó el aparente esfuerzo que Palmira se veía obligada a realizar, para responder a las manifestaciones de afecto con que parecían asediarla su marido y sus hijos.
A su modo de ver cualquier mujer hubiera tenido que sentirse plenamente feliz con cuanto ella poseía, pero resultaba evidente que Palmira Monteverde mantenía una confusa lucha interna que la obligaba a mostrarse distante e incluso a menudo fría con los suyos, lo cual provocaba una especie de desazón y desconcierto entre los niños.
El varón parecía esforzarse por ocultar su frustración buscando refugio en la pesca, por lo que se mantenía siempre ensimismado, mientras las hembras pululaban continuamente, en torno a su padre, y la menor, Violeta, se la creería incapaz de sobrevivir si la alejaban unos metros del ser que se había convertido en el eje de su existencia.
Si Omar se encontraba al timón, se sentaba a su lado; si fotografiaba gaviotas, le sujetaba las cámaras; si comía, trepaba a sus rodillas, y si se lanzaba al agua a bucear, le seguía con la vista a todas partes, reflejando en su moreno rostro la angustia que le producía el hecho de que cualquier horrendo monstruo de las profundidades pudiera arrebatárselo definitivamente.
Celeste, ya casi una mujer por su forma de hablar y comportarse, fue la que más identificada se sintió desde un principio con Andrea; la que acudió en su ayuda al comprender que se sentía en cierto modo desplazada, y la que contribuyó a levantarle el ánimo con frases de admiración por la belleza de su rostro, la elegancia de sus vestidos, o la perfección de su cuerpo cuando decidió ponerse en bañador.
—Mamá habla mucho de ti –fue su saludo–. Dice que eres muy simpática y muy inteligente. También eres muy guapa. ¿Lo sabías?
—Supongo que eso es siempre lo primero que averiguamos las mujeres. Tú también sabes ya que eres muy guapa, ¿verdad?
La chiquilla rió divertida y la tomó de la mano conduciéndola hacia el pequeño camarote que le habían asignado, como si con ello pretendiera rubricar la relación de amistad que acababa de nacer entre ambas.
—¡Ven! –pidió–. Te ayudaré a instalarte. ¿Sabes que eres la primera persona que mamá invita al barco? Siempre dice que es como nuestro castillo; la fortaleza inexpugnable vedada a los extraños. Te debe apreciar mucho.
—Yo también a ella.
—No lo parece por los jarrones que le has vendido. ¡Son horribles!
—¿Horribles? –Se escandalizó–. ¡Son auténticos jarrones chinos de la dinastía Ming! Valen una fortuna.
—¡Ya lo creo que valen una fortuna! Papá casi se traga la pipa cuando se enteró del precio.
El reproche le hizo sentirse culpable y tras la cena, cuando ya Omar había acompañado a los niños a sus literas y se sentaron a tomar café en la cubierta de popa observando cómo las luces de Mónaco brillaban a lo lejos, por babor, ofreció a Palmira la ocasión de devolverle los jarrones con la disculpa de que un cliente árabe parecía interesado en adquirirlos.
—No es verdad y lo sabes –fue la respuesta de la guatemalteca–. Sólo dos locas como tú o como yo somos capaces de pagar por ellos lo que hemos pagado, pero existe algo en esos jarrones que me gusta: cuando este yate, mi casa, mis muebles, mis joyas o mi «Rolls» no valgan nada, y de nosotros no quede tan siquiera el recuerdo, aparecerá otro loco dispuesto a gastarse en ellos una fortuna aunque tan sólo sea por lo que han significado a lo largo de la Historia. –Se puso en pie bruscamente–. Y ahora me voy a dormir; estoy cansada. –Le miró a los ojos y aquella mirada le resultó más extraña que nunca–. Hazle compañía a Omar. –pidió–. No le gusta quedarse solo.
Desapareció en el pasillo sin dar tiempo siquiera a desearle un buen descanso, y tanto su marido como Andrea quedaron desconcertados, pues hasta aquel momento apenas habían cruzado un par de palabras y nada tenían en común cuando les faltaba el nexo de unión que significaba Palmira.
El cielo y sus estrellas acudieron en su ayuda, porque Omar lo eligió como tema de conversación que pusiera fin a la incómoda situación en que les habían dejado, aunque se lamentó de que aquél era un firmamento que no conocía tan a la perfección como el del hemisferio austral.
—Allí tuve tres años para estudiarlo a fondo –dijo–. Ése fue el tiempo que Pinochet me mantuvo encerrado en un campo de concentración del sur de mi país.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Fue la pregunta que hice durante aquellos tres años, y la que luego me hice a mí mismo durante mucho más tiempo. Pero llegué a la conclusión de que los tiranos nunca tienen respuestas. No las necesitan. El único lenguaje que comprenden es el suyo propio: la violencia.
—Nunca he visto que la violencia conduzca a nada.
—En mi país es ya el único camino que queda. Lo hemos intentado todo por la vía del diálogo, pero resulta inútil. De ahora en adelante les daremos lo que entienden: sangre y muerte.
Andrea observó un tanto confusa a aquel hombre con aspecto de galán de cine, vestido de seda natural, bronceado y sentado a la popa de un lujoso yate que surcaba pacíficamente las aguas mediterráneas, y le costó trabajo admitir que estuviera hablando seriamente de revolución y muerte a miles de kilómetros de su patria.
Él pareció captar su pensamiento porque dejó a un lado la cachimba que había estado chupeteando desde hacía una hora y sonrió apenas con la comisura de los labios.
—No se llame a engaño –le advirtió–. El hecho de que me encuentre aquí, no significa que olvide a los míos. Por el contrario, me obliga a sentirme culpable por una libertad y un bienestar del que ellos carecen, y me impulsa a luchar con más fuerza para que un día pueda disfrutar plenamente, y con la conciencia limpia, de cuanto la vida me ofrece.
—No creo que tenga la culpa de que Pinochet mande en Chile.
—«Todos» los chilenos tenemos una parte, grande o pequeña, de esa culpa. Hay quien lo acepta, y hay quien trata de olvidarlo. A mí, que vi cómo se llevaban a una pobre gente que ningún mal había hecho para «darle un paseo» del que jamás volverían, me resulta imposible olvidar o perdonar. –Hizo un significativo gesto a su alrededor señalando la magnificencia del barco en que se encontraban–. «Esto» no significará nunca nada hasta que los asesinos paguen por sus crímenes.
No eran palabras vanas destinadas a impresionarla y Andrea lo entendió así. Omar Monteverde parecía tener dos vidas paralelas que difícilmente se unirían: la del hombre casado con una hermosa millonaria, y la del combatiente martirizado por la necesidad de liberar a su pueblo de un sanguinario canalla.
—¿No le asusta poner en peligro a su familia por continuar en esa lucha? –quiso saber–. Palmira y los niños ni siquiera conocen Chile.
—Ella sabía mi forma de pensar desde el primer momento. Le advertí que casarme no significaba renunciar a mis ideas, y aceptó el riesgo. Dejar de combatir tan sólo por el hecho de que me casaba con una mujer rica hubiera sido tanto como admitir que mis ideales carecían de valor, ¿no le parece?
Andrea hizo un leve gesto de asentimiento y señaló el nombre del yate que destacaba sobre un salvavidas.
—¿Lo de Isla Negra es por Neruda?
—¿Por quién si no? Sólo cuando en su casa de Isla Negra vuelva a resonar su voz sin que nadie la acalle, y desde Atacama a la Patagonia se le pueda recitar sin miedo a la cárcel o la muerte, me consideraré con derecho a disfrutar de toda la riqueza y felicidad que Palmira ha sido capaz de proporcionarme.
Sin embargo, Andrea no podía evitar experimentar la indefinible sensación de que aquella felicidad no resultaba en absoluto compartida, y de alguna forma Palmira oscilaba continuamente en su forma de comportarse, pasando de la más entusiasta expresión de cariño a un instintivo rechazo, aunque su marido parecía no querer aceptar que la mujer a la que había entregado su vida sufría un confuso proceso de transformación para el que ni siquiera él –que tanto la conocía– hubiera sabido encontrar razones válidas.
Los días en el Isla Negra transcurrían pese a ello placenteros y alegres; días de sol y mar y gaviotas; días de risas infantiles y bromas inocentes; días en los que Andrea sufrió internamente al ver con qué adoración aquel hombre contemplaba a su esposa, y con cuán contenida tensión ésta se veía obligada a responder de mala gana a sus atenciones y caricias.
Tendida al sol sobre cubierta durante las más pesadas horas de la media tarde, aquellas en las que el bochorno y la laxitud llenaban su cerebro de fantasías, Andrea se descubría a menudo tratando de imaginar cuál sería la reacción de Palmira si en lugar de las manos de Omar fueran las suyas las que trataran de acariciarla, y tratando de averiguar, con cierto miedo, cuál sería su propia reacción de presentarse el caso.
Jamás, que recordara a lo largo de sus casi treinta años de existencia, había sentido la más mínima atracción por un miembro de su sexo, y ni aun los difíciles tiempos de la pubertad, cuando muchas de sus compañeras de internado se entregaban a inquietantes escarceos que no siempre concluían inocentemente, experimentó tan siquiera un asomo de curiosidad por lo que hacían, pues casi desde que tenía uso de razón tuvo muy claro que lo que en verdad inquietaba su ánimo era un hombre de cabellos oscuros y voz recia y profunda.
Y sin embargo mil pensamientos extraños invadían ahora de continuo su mente, y en todos ellos se encontraban presentes la ancha y carnosa boca o los desafiantes pechos de Palmira, y le producía daño y placer contemplarla semidesnuda en la cubierta de popa, o tumbada en la playa mientras su marido y sus hijos jugaban en la arena.
Luego, súbitamente, desaparecía. Dormitaba allí, a diez metros de distancia, tranquila y relajada, y de improviso en un abrir y cerrar de ojos ya no estaba, y resultaba en ese caso completamente inútil gritar su nombre, porque podría creerse que, durante poco menos de una hora, se hubiera diluido en el aire como una pompa de jabón que reventara.
¿Adóndeiba? No existía respuesta, porque se encontraran donde se encontraran, ella siempre parecía ingeniárselas para perderse de vista sin ser advertida y sin permitir que le pidieran explicaciones a su vuelta, pues resultaba evidente que aquél había sido un tiempo que se reservaba en exclusiva tal vez para disfrutar a solas de sus más íntimos pensamientos.
—¡Por ahí! –replicaba cuando alguno de los niños le preguntaba dónde había estado, y nadie era capaz de sacarle una sola palabra más, ni ella parecía dispuesta a ofrecer ningún tipo de aclaración.
Andrea hubiera deseado saber los auténticos motivos de aquellas ausencias, e incluso conocer hasta sus más recónditos secretos, al igual que pretendía hacerle partícipe de cuanto la inquietaba en aquellos momentos, pero intuía que aún era demasiado pronto para exteriorizar sus sentimientos, dado que ni siquiera ella misma conseguía calibrar su exacta dimensión.
Fruto de un matrimonio mal avenido, criada en internados; a caballo siempre entre una madre histérica y un padre desvergonzado que había quemado dos fortunas en las mesas de juego, Andrea se había acostumbrado a ser desde muy niña una criatura introvertida y solitaria, avara de entregar un cariño que nadie había sabido valorar hasta el presente.
Allí permanecía ese cariño, a la espera de que alguien acudiera a disfrutarlo, pese a que siempre le aterrorizó la idea de que a la hora de ofrecerlo encontrara por respuesta una actitud semejante a la que descubría en Palmira respecto a su familia: aquel despego; aquel estar presente y ausente al mismo tiempo; aquella continua entrega de la palabra y la sonrisa pero manteniendo muy lejos el pensamiento.
—Es hermosa, ¿verdad? –Celeste había hecho su aparición, como saliendo de la nada, pero tuvo la absoluta seguridad de que llevaba largo rato observando cómo ella observaba a su vez a Palmira.
—Muy hermosa.
—Tú también lo eres –señaló la niña condescendiente y como intentando evitar que se ofendiera–. Pero nunca, nadie, conseguirá ser tan hermosa como ella. ¿Crees que nos parecemos?
Fingió estudiarla con especial detenimiento.
—Mucho –admitió al fin.
—Cuando sea mayor quiero ser como mi madre –rió divertida–. Y tener un marido como mi padre, aunque nunca dejarla que se metiera en política. Mi padre sería perfecto si no odiara tanto a Pinochet.
—Le tuvo preso tres años. Es lógico que le odie.
—Pero ha pasado mucho tiempo. Es hora de que olvide. Todos seríamos más felices si lo hiciera. Sobre todo mamá. Tal vez no tendría necesidad de desaparecer a veces. –Hizo una significativa pausa–. O de invitar gente extraña al barco.
—¿Te molesta que me haya traído? –Celeste sonrió levemente, y quedaba claro que podía resultar tan enigmática y desconcertante como su propia madre.
—No por ti –replicó–. Me caes bien, pero los fines de semana a bordo se respetaron siempre como un rito inviolable al que nadie tenía acceso y no puedo evitar inquietarme si nuestras más íntimas costumbres se quebrantan.
—No volverá a ocurrir.
—Ya ha ocurrido.
Esa misma noche, cuando se quedó a solas con Palmira en cubierta quiso hacerle partícipe de las preocupaciones de su hija pero no obtuvo de ella el interés o la receptividad que hubiera deseado, sino tan sólo una confusa serie de evasivas que contribuyeron a reafirmar su impresión de que sus pensamientos se encontraban siempre en otra parte. ¿Pero dónde? Andrea recordaba haber estado muy enamorada años atrás de un hombre casado, y recordaba también que durante los escasos meses que duró aquella relación jamás sintió celos de su esposa pese a que le constaba que hacían el amor a menudo, mientras que, por el contrario, no soportó nunca la idea de que pudiera mirar siquiera a otra mujer.
Le confundía comprobar que ahora experimentaba unos sentimientos semejantes, pues se diría que de un modo casi inconsciente no veía en Omar Monteverde un serio oponente a sus relaciones con Palmira, mientras que le revolvía la sangre imaginar que cualquier otro ser humano, hombre o mujer, pudiera interponerse entre ambas.
Llegó a sentirse tan incómoda, y tan llena de dudas sobre sí misma y su forma de comportarse, que al día siguiente de regresar a Cannes invitó a comer a Madeleine Durand, que dirigía otra galería de arte muy cerca del Gray d'Albion.
—Yo no soy en absoluto la persona idónea para aconsejarte –fue la sincera respuesta que obtuvo a sus preguntas–. Siempre, que yo recuerde, me atrajo el contacto de otras niñas, me ponía nerviosa cuando venían a verme, y me gustaba que me vieran bonita, mientras que ni una sola vez en mi vida experimenté el menor interés por un muchacho. Lo mío es de nacimiento; mi familia lo asumió desde un principio como el ser rubia o morena, alta o bajita, guapa o fea, y jamás tuve necesidad de plantearme el hecho de si una mujer me atraía por simple amistad o por esas otras razones que algunos consideran «inconfesables». Lo sé desde el primer momento, de la misma manera que sé cuándo puedo obtener algo de una mujer o no.
Hizo una larga pausa en la que se diría que estaba tratando de calibrar cuáles eran exactamente los problemas de Andrea y ésta no pudo evitar sentirse incómoda, como si la estuvieran desnudando íntimamente, pero al fin añadió:
—De todos modos, conozco a muchas mujeres que han pasado por un proceso digamos «evolutivo»; de la indefinible heterosexualidad a la homosexualidad asumida o incluso a la bisexualidad consciente, y me consta que, en un gran número de casos empezaron confundiendo la amistad con un sentimiento más profundo. También sucede a menudo que si ninguna de las dos está «iniciada», jamás se decidan a dar el paso definitivo, que suele ser mucho más hermoso y menos traumático si un miembro de la pareja dispone ya de una cierta experiencia. ¿Tu amiga la tiene?
—¿Cómo diablos pretendes que lo sepa?
—¿No te ha hecho ninguna insinuación?
—Ni la más mínima.
—En ese caso –se sorprendió–, ¿qué te hace pensar que tiene algún tipo de interés «sentimental» en ti?
—No te he venido a preguntar sobre lo que ella siente por mí, que no tengo ni la menor idea de lo que es, sino de lo que yo siento por ella, que me tiene confundida. –Encendió un cigarrillo y reflexionó sobre la forma de conseguir que Madeleine pudiera entenderla sin ir más allá de la estricta realidad–. Puede que, en efecto, Palmira se sienta un poco cansada de Pinochet y simplemente busque alguien con quien hablar escapando de la rutina, pero mi caso es diferente: yo sí que no sé qué es exactamente lo que busco en ella.
—Y, ¿por qué crees que buscas algo? ¿Por qué no puede tratarse tan sólo de amistad?
—¿Y esa sensación de celos?
—Por lo que te conozco has sido siempre una mujer solitaria, nunca te has llevado bien con tu familia y el único hombre que en verdad te interesó era un medio chulo que, además, estaba casado. ¿Qué tiene de extraño que cuando encuentras a una persona, hombre o mujer, que te ofrece afecto y una relación gratificante no desees compartirla? No todo tiene que estar siempre necesariamente relacionado con el sexo. Te lo digo yo, que apenas pienso en otra cosa.
—¡Gracias!
—¿Por qué? –se sorprendió la otra–. ¿Por decirte lo que creo? ¡Escucha! Aunque la palabra suena dura yo soy lesbiana hasta la médula, siempre lo fui, no me avergüenzo de ello y me vanaglorio de presentir quién lo es o puede serlo de una simple ojeada. Y tú puedes ser en este momento una mujer confundida, pero estoy convencida de que si esa amiga tuya te dijera esta noche que quiere comerte el coño le dabas una hostia que resonaba en Montecarlo.
—¡Qué bestia eres!
—No; no soy bestia. Tan sólo un poco cruda. –Sonrió burlona, como si le divirtiera enormemente lo que iba a decir–: Ahora procura no gritar ni dar un salto –pidió–. Voy a meterte la mano por debajo de la falda y acariciarte los muslos. ¡Sólo los muslos!, pero quiero que me digas, sinceramente, qué es lo que piensas.
—¿Te has vuelto loca? ¿Vas a meterme mano aquí sabiendo como sabe todo el mundo en la Costa quién eres?
—No te preocupes. Será sólo un instante y nadie mira. –Había deslizado en efecto la mano bajo la mesa y levantándole la falda le acarició con la punta de los dedos, expertamente, el nacimiento de los muslos justo hasta alcanzar la prominencia de su pubis–. Dime –quiso saber sin dejar de mirarla a los ojos–, ¿qué es lo que sientes?
—Asco.
—Sin embargo me consideran una mujer muy atractiva. Tanto probablemente como pueda serlo tu amiga. ¿Cambiarían las cosas si fuera ella la que estuviera en mi lugar?
—No lo creo. Y por favor, quita la mano que me estás poniendo enferma.
Madeleine obedeció, pero no por ello dejó de mirarla a los ojos al tiempo que sonreía irónicamente.
—¿Lo ves? –exclamó divertida–. Son muchísimas las mujeres capaces de tener sueños eróticos e incluso imaginar en ciertos momentos que desearían probar lo que se siente acostándose con otra, pero te garantizo, y lo sé por experiencia, que del dicho al hecho va mucho trecho, y que la inmensa mayoría se llevan un susto de muerte cuando descubren que la cosa va en serio. Yo puede que haya disfrutado iniciando a quince o veinte neófitas, pero te garantizo que en infinidad de ocasiones me dejaron frustrada porque cuando ya me tenían caliente echaron a correr y nunca volví a verlas.
Agradeció a Madeleine que se hubiera comportado de una forma tan franca, brutal y sin ambages, y al regresar a su casa tuvo que meterse de inmediato en la bañera tratando de arrancar de sus muslos la impresión de que aún sentía sobre ellos el contacto de aquella mano de piel fina y largas uñas, y allí, hundida hasta el cuello en el agua espumosa, intentó analizar su reacción si hubiera sido Palmira la que buscara bajo la mesa aquel contacto tan íntimo.
Con los ojos cerrados llegó a la conclusión de que no le atraía la idea de hacer el amor con ninguna mujer, pero poco después descubrió que se sentía profundamente excitada, y sin poder evitarlo comenzó a acariciarse suavemente hasta que consiguió un largo, tierno y maravilloso orgasmo que la dejó rendida y relajada.
Úrsula Andrews acababa de hacer su aparición seguida de un séquito de secretarios, guardias de seguridad y miembros de la organización del Festival, y fue a tomar asiento en la mayor de las mesas ofreciendo su antaño inigualable rostro a los fotógrafos que no dejaron de importunarla hasta que tres hombretones los empujaron más allá del cinturón de seguridad que rodeaba el restaurante.
En cualquier otra circunstancia su llegada no hubiera provocado semejante revuelo, pero en esta ocasión y a causa de los bombardeos sobre Libia y las amenazas del coronel Gadafi de tomar represalias, la mayor parte de las estrellas norteamericanas habían disculpado su asistencia al Festival, por lo que una Prensa necesitada siempre de noticias se veía obligada a acosar hasta el agotamiento a las pocas figuras que habían acudido.
Agradecí que las cosas volvieran pronto a su cauce y los fotógrafos desaparecieran, ya que a aquellas alturas de la comida el relato de Andrea había conseguido intrigarme por la personalidad de Palmira y su peculiar forma de comportarse.
—¿Qué buscaba?
—Te juro que en aquel tiempo hubiera dado un dedo por saberlo, porque me colmaba de pequeños regalos y atenciones, se pasaba las horas muertas en la Galería charlando de todo cuanto se pudiera hablar en este mundo, y cuando entraba algún cliente y tenía que atenderle advertía que me seguía con la vista y me estudiaba con tanto interés que a menudo conseguía ponerme nerviosa haciendo que los objetos se me cayeran de las manos.
—¿Nunca llegaste a preguntarle qué pretendía?
—¿Cómo? ¿Con qué cara te enfrentas a alguien que te está ofreciendo mil muestras de cariño y amistad sin pedir nada a cambio y le preguntas sus auténticas intenciones? No es fácil.
—No –admití convencido–. Estoy de acuerdo en que no resulta nada fácil; pero si presentías que había algo que no alcanzabas a entender, debiste evitar frecuentarla con tanta asiduidad colocando de alguna forma una barrera entre ella y tú.
—Tal vez no quería hacerlo. –Encendió un cigarrillo del paquete que Patrick le había traído porque los suyos los había consumido ávidamente y, tras lanzar un par de chorros de humo, añadió–: Tú conoces Cannes durante el Festival, con buen tiempo, las playas repletas de bañistas y miles de turistas pululando de un lado a otro. Pero la Costa Azul en invierno es muy distinta: es un lugar triste y apagado, frío y lluvioso, en el que viejos rentistas se recluyen en sus casas sin apenas poner el pie en la calle, mientras las mansiones de los auténticos millonarios permanecen cerradas a cal y canto. Cannes es entonces como un inmenso cementerio en el que pueden pasar días sin que un solo cliente cruce el umbral de la Galería y las horas se hacen tan largas y monótonas que tener alguien con quien hablar es como un tesoro inapreciable.
¿No pretenderás hacerme creer que soportabas a Palmira por puro aburrimiento?
—En absoluto. Por el contrario, tengo que confesar que cada día aguardaba con miedo la hora de su llegada. Miedo a verla aparecer, o a que no apareciera. Miedo a que se hubiera cansado de mí y buscara otra compañía, y miedo a que fuera el día elegido para comunicarme sus auténticas intenciones. Cada noche me preguntaba cuál sería mi reacción si me enfrentaba al fin al dilema de irme con ella a la cama o dejar de verla para siempre, y te juro que casi cada noche rezaba para que transcurriera un día más, ¡tan sólo uno!, sin tener que tomar semejante decisión.
—Pero tú ya la habías tomado –le hice notar–. Supongo que en tu fuero interno sabías cómo ibas a comportarte cuando llegara ese momento.
—Sí y no. Un día decidía una cosa, y al siguiente, la contraria. Una noche me sentí feliz al comprobar que una vez más Palmira había demostrado que tan sólo deseaba mi amistad, y otra me indignaba sordamente porque me asaltaba la impresión de que andaba jugando conmigo y divirtiéndose con mis dudas.
—¿Realmente se trataba tan sólo de conservar su amistad? A ratos me asalta la impresión de que también lo estabas deseando.
—La primera vez que salí en serio con un muchacho me ocurrió una cosa semejante. Tuve que librar una tremenda batalla entre perder mi virginidad o perderle a él.
—¿Y acabaste lógicamente perdiendo la virginidad?
—Y a él.
—¡Oh, vaya! ¡Eso sí que es bueno!
—Es lo que suele ocurrir. Un tipo te colma de atenciones y te jura amor eterno hasta que le das lo que pide, y a la semana siguiente se larga. No creas que no llegué a pensar que con Palmira sucedería otro tanto.
—¿Y sucedió?
—Pretendes ir por delante de los acontecimientos, ¿no es cierto? Lo que estoy tratando de hacerte comprender es que en dos ocasiones de mi vida me enfrenté al hecho de que no me sentía sola, alguien me ofrecía afecto y comprensión, y yo me daba cuenta de que pronto o tarde me obligarían a pagar un precio porque estaba convencida de que nadie da nada por nada.
—¿Ni siquiera Palmira?
—Ni siquiera ella. Su precio fue, probablemente, el más alto que haya tenido que pagar nadie.
Lancé un hondo suspiro de resignación, encendí el último «Condal Número Seis» que me quedaba y me dispuse a continuar escuchando un largo rato.
—Imagino que resulta inútil intentar saber de momento cuál fue ese precio –dije–. Así que continúa. Era invierno, Cannes estaba muerto y Palmira venía a verte a diario. ¿Qué más?
—Una tarde tuve que acudir al casco viejo porque derribaban un caserón ruinoso que tenía unos escudos de piedra muy interesantes. La calle era horrenda, sucia, maloliente y repleta de negros, argelinos, corsos y gentes de la peor calaña. No había más que bares, putas y casas de citas, y durante la parte del trayecto que tuve que hacer a pie me dijeron todo lo peor que me han dicho en mi vida y me ofrecieron desde marihuana y heroína, hasta un senegalés que al parecer tenía un pene de más de medio metro de largo. –Hizo una corta pausa, como si estuviera concentrándose en sus recuerdos y de nuevo su voz cambió cobrando un tono más amargo–. Me encontraba en el balcón del segundo piso del palacio, observando los escudos, cuando de pronto la vi.
—¿A Palmira?
—¡Naturalmente! ¿A quién si no?
—¡Perdona! –me disculpé–. Ha sido realmente una pregunta idiota. ¿Qué hacía en aquel lugar?
—No lo sé. Tan sólo sé que llegó calle arriba en compañía de una fulana con aspecto de puta barata, entraron juntas en uno de aquellos hoteluchos hediondos, y aunque me quedé allí casi hasta que oscureció y tuve miedo de andar de noche por aquellas calles, no volvieron a hacer su aparición.
—¿Estás segura de que era ella?
—Completamente. Pero por si tenía alguna duda, dos días más tarde, cuando se marchó de la Galería al oscurecer, la seguí hasta un bar en el que se reunió de nuevo con la misma fulana y se adentraron juntas en el barrio.
—¿No llegaste a decirle que la habías visto?
—No.
—¿Por qué?
—No era asunto mío. Y temía que si averiguaba que había estado espiándola jamás regresaría. –Hizo una larga pausa–. Aquello fue un golpe muy duro para mí, te lo aseguro, pero al menos sirvió para convencerme de algo que hasta aquel momento no había tenido muy claro: no consentiría que alguien que mantenía relaciones con aquella fulana me pusiera las manos encima.
—¿Qué te hizo cambiar de idea?
—¿Qué te hace pensar que cambié de idea?
Experimenté un profundo deseo de morderme la lengua, pero me limité a morder el puro.
—¡Está bien! –admití–. Voy demasiado de prisa. Continúa a tu aire.
—Para mí fueron días terribles. A todo el cúmulo de sentimientos contradictorios que me abrumaban, se unía ahora el asco que me invadía al imaginar lo que podrían hacer Palmira y semejante engendro cuando se quedaban a solas en un lugar tan repugnante.
—¿Estabas celosa?
—Estaba furiosa con ella e indignada conmigo por no tener el valor de mandarla al diablo, pedirle que no volviera más, y escupirle en la cara todo lo que pensaba de sus asquerosos vicios.
—¿Cómo podías estar segura de que era vicio lo que le llevaba a aquel lugar?
—¿Qué otra cosa, si no? ¡Eh! Dime, ¿qué explicación tiene que una mujer casada, guapa y rica frecuentara una casa de citas?
—Supongo que tú lo sabes, pero que continúas sin querer aclarármelo. A mí, francamente, no se me ocurre nada, y lo único que puedo decir es que si condenable resulta la actitud de quien se presta a ese tipo de cosas, igualmente censurable se me antoja la de quien, conociéndolas, las acepta en virtud de no me explico qué extrañas razones sentimentales. Si en verdad tan sólo deseabas una amiga, tenías la obligación de apartarte de ella o preguntarle por qué diablos hacía aquello y en qué forma podías ayudarle a salir de tanta mierda. Lo demás no lo entiendo.
—¿Y crees que yo lo entendía? Casi desde el momento en que conocí a Palmira algo me impulsaba hacia ella o me repelía casi con idéntica intensidad. «Sabía» que era una relación que no me convenía y acabaría haciéndome daño, pero al propio tiempo sabía también que desde que me concibieron mi destino se encontraba unido al suyo y siempre había estado esperando de un modo u otro a que hiciera su aparición en mi existencia.
—¡Tonterías!
—De acuerdo. Ya sé que tú jamás has creído en esas cosas, pese a que en ocasiones escribas sobre ellas convenciendo a tus lectores de que existe un mundo del que en realidad te burlas, pero yo no soy un brillante autor de éxito sino una pobre estúpida que puede permitirse el lujo de aceptar que es lo suficientemente simple como para convencerse de que una determinada persona le estaba destinada desde siempre.
—¿Aunque se trate de una persona de su propio sexo?
—Aún así.
—¡Ya! Lo único que saco en limpio es que esa mujer consiguió enredarte las ideas de tal forma que lo extraño es que no acabaras en el psiquiatra.
—Ya estuve.
—¡Vaya por Dios! ¿Y qué te dijo?
—Insistió en que para ayudarme tenía que conocer a Palmira y como comprenderás yo no podía obligarla a ir al consultorio de un psiquiatra con la disculpa de que estaba a punto de volverme loca.
—¿Tan mal estabas?
—¿Cómo estarías en mi caso? ¿Te has planteado alguna vez la posibilidad de tener tendencias homosexuales? No resulta en absoluto divertido, incluso en un caso como el mío en el que no intervienen para nada las creencias religiosas ni los conocimientos morales que te inculcan en la niñez. Por eso, cuando me suplicó que la acompañara a París porque tenía que resolver unos negocios, me sentí morir al llegar a la conclusión de que al fin se había decidido a dar el paso y lógicamente quería que tuviera lugar lejos de donde se encontraban su marido y sus hijos.
—¿Aceptaste?
Hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza pero su rostro continuó tan inescrutable como siempre. Tan sólo sus inflexiones en el tono de voz servían para detectar sus cambios de ánimo.
—¿Por qué? –quise saber.
—Porque no podía continuar viviendo con semejante duda, y estaba deseando que me ofreciera la oportunidad de mandarla al infierno.
—Una disculpa pobre y poco convincente. Para mandar a alguien al infierno no hace falta irse a París.
—Piensa lo que quieras, pero lo cierto es que nos fuimos. Viajamos en primera clase, un «Rolls» nos esperaba en el aeropuerto, había reservado la suite Presidencial del «Plaza–Athenee», y a los diez minutos de llegar me hizo enviar dos abrigos de visón y media docena de vestidos «Dior».
—¡Así cualquiera! Yo a lo más que llegué fue a invitarte a cenar y enviarte unas flores por tu cumpleaños.
—¡No seas grosero! Si buscara abrigos de visón y vestidos de «Dior», tengo media docena de clientes que me regalarían los que quisiera. Me negué a aceptarlos, pero insistió alegando que tendría que acompañarla a comidas de negocios y no podía presentarme de cualquier modo.
—¿Y tú quisiste creértelo?
—Era cierto. Esa misma noche fuimos a «La Tour D'Argent» con dos de sus socios y te juro que en mi vida he conocido hombres más inteligentes y atractivos; uno rubio y el otro moreno; altos, varoniles, divertidos y riquísimos, y te aseguro que pasé una de las veladas más maravillosas de mi vida.
—¿En una cama redonda?
—Cenando y bailando. Luego nos acompañaron al hotel y se despidieron como lo que eran: dos auténticos caballeros.
—No me lo creo.
—¿Aceptarás que me importe un pimiento lo que puedas creer o no creer? Lo cierto es que Serge se me antojó un hombre encantador y estoy convencida de que de haberlo conocido en cualquier otra circunstancia me hubiera enamorado de él. Sin embargo, apenas cruzamos el umbral de la suite, volví de golpe a la realidad, comprendí que las últimas horas habían sido tan sólo un sueño, y por fin tenía que enfrentarme a la amarga realidad que llevaba tanto tiempo esperando.
Andrea se dio una ducha, se cepilló cuidadosamente el cabello y se introdujo en la cama, desnuda como siempre. Apenas lo había hecho, y como si hubiera calculado a la perfección todos sus movimientos, se escucharon unos discretos golpes en la puerta y Palmira hizo su entrada enfundada en un provocativo camisón negro más hermosa que nunca.
—¿Molesto? –quiso saber.
—No. En absoluto –fue la nerviosa respuesta–. Pasa.
Lo hizo, tomó asiento al borde de la inmensa cama y observó largamente a Andrea que no se sentía capaz ni de moverse.
—Estás muy guapa –dijo, y al no obtener respuesta sonrió levemente–. ¿Cansada?
—Un poco.
—¿Has pasado un buen día?
—Magnífico.
—Te prometí que resultaría un viaje inolvidable y voy a cumplirlo. ¿Te han gustado los vestidos?
—Mucho.
—Esta noche estabas resplandeciente. Serge ha quedado impresionado.
—Es muy simpático.
—Mientras bailabas con Paolo me hizo muchas preguntas, Se va pasado mañana a las Bahamas y me insinuó que le gustaría invitarte a pasar allí un par de semanas.
—¿Irme con Serge a las Bahamas? –repitió Andrea confusa–. ¡Es absurdo! Apenas le conozco.
—Pero podrías ir tranquila. El hecho de invitarte no presupone nada. Dependería de lo que tú quisieras y cuando tú quisieras.
—¿Y eres tú quien me lo propone?
Palmira alargó la mano, tomó una de las de ella y se la acarició levemente, como si pretendiera tranquilizarla.
—No –puntualizó con su vez grave y profunda–. No soy yo quien te lo propone. Yo únicamente te adelanto que tal vez te invite. Eres una mujer adulta, liberada y soltera, y él, además de adulto y atractivo es, sobre todo, soltero y muy rico. Tal vez sea la ocasión de encontrar un marido perfecto.
—No ando buscando marido. –El tono de voz de Andrea, agrio y tenso, mostraba a las claras el malestar que experimentaba–. Y el día que lo busque no será por su dinero o porque me invite a las Bahamas.
—Lo supongo –afirmó Palmira con aparente sinceridad–. Pero estás en una magnífica edad para empezar a pensar en formar una familia. ¿Qué tiene de malo tratar de conocer mejor a un hombre que demuestra interés por ti?
—Tengo otros planes –dije por decir algo.
—¿Qué clase de planes? ¿Pasarte el resto de la vida tratando de venderle trastos viejos a clientes fastidiosos? Oportunidades como ésta no se presentan a menudo.
—¿Tú lo harías?
—Yo tengo un marido y tres hijos, pero te garantizo que cuando conocí a Omar utilicé todos los trucos imaginables para atraparle. Se resistía, porque yo ya era muy rica y él acababa de escapar de Chile sin otra idea que tratar de derribar a Pinochet, pero al fin conseguí casarme con él y jamás me he arrepentido.
—¿Estás segura?
Palmira la observó como si estuviera tratando de leer en el fondo de su mente, y por último afirmó convencida:
—Completamente. Omar será siempre el hombre de mi vida. Puede que se comporte de un modo infantil empeñado siempre en esa lucha inútil contra la tiranía, pero te garantizo que se trata de la persona más dulce que existe en este mundo.
Estuvo a punto de preguntarle por qué se dedicaba en ese caso a frecuentar los peores lugares de la costa en compañía de las más hediondas prostitutas, pero se limitó a comentar que se había hecho tarde, se encontraba muy cansada y al día siguiente les aguardaba una jornada muy dura.
—¡De acuerdo! –fue la respuesta–. No quiero que pienses que pretendo presionarte. Al fin y al cabo, estoy convencida de que Serge no tendrá problemas a la hora de invitar a cualquier chica a las Bahamas. ¡Buenas noches!
Salió del dormitorio dejando a Andrea desconcertada, furiosa y en cierto modo frustrada, porque resultaba a todas luces evidente que no le había concedido la más mínima oportunidad de echarle en cara la enorme cantidad de quejas, improperios y supuestas ofensas que con tanto mimo había venido atesorando.
Palmira ni siquiera volvió a mencionar la conversación de aquella noche: se disculpó con Serge y Paolo alegando que no tenían tiempo de volver a verles con lo cual evitaba toda insinuación sobre el viaje a las Bahamas, y se fueron juntas de compras procurando Palmira que fuera siempre Andrea la que se probara los vestidos utilizando para ello el argumento de que, «al usar ambas idéntica talla, se hacía una idea más clara de si los modelos le gustaban o no.»
Más tarde la obligó a ponerse bellísima, le «prestó» a la fuerza el más costoso de sus collares de esmeraldas, y se presentaron, deslumbrantes, en la cena que ofrecía un famoso productor cinematográfico.
De encontrarse acompañada por un hombre, Andrea se hubiera sentido utilizada como trofeo de caza o exhibida como lujoso premio a una difícil conquista, pero lo cierto fue que Palmira se comportó con una exquisita corrección, dejó bien sentado con magnífica delicadeza que se trataba de una querida amiga, y no perdió ocasión de mencionar a su marido y a sus hijos por si a algún malpensado se le cruzaban por la mente equívocas ideas.
El resultado casi inmediato fue que el viejo productor, un diminuto judío de origen ruso que se había enriquecido primero con películas de Luis Buñuel y más tarde con superproducciones norteamericanas, se mostró tan impresionado por la clase, la hermosura y la personalidad de una mujer que lucía con inimitable estilo modelos exclusivos y costosísimas joyas, que no tuvo nada de extraño que a la hora del café insinuara que le encantaría incluirla en su próxima película.
Le olió a trampa. De un modo sutil, pero palpable, le asaltó la desagradable sensación de que los elogios, las alabanzas y las propuestas de transformarla de la noche a la mañana en estrella de cine, constituían una inmensa mentira; una confabulación en la que tomaban parte la mayoría de la docena escasa de invitados que asistían a la sofisticada cena.
¿Por qué un anciano y decadente productor de cine y su apergaminada esposa se prestaban a semejante juego? ¿Por qué tendría que hacerlo una robusta y conocida cantante de ópera a punto ya de retirarse? ¿Por qué un político de derechas y un filósofo vanguardista?
A veces, cuando se contemplaba en el inmenso espejo que cubría por completo la pared del amplio comedor, se veía obligada a aceptar que jamás se había encontrado tan hermosa, pero al analizar la forma en que la miraban o las cosas que le decían, le asaltaba la impresión de que jugaban con ella tratándola como a una niña estúpida a la que se pudiera deslumbrar, o como a una pobre víctima a la que entre todos estuviesen preparando con vistas a algún inconfesable sacrificio.
¿Pero cuál?
Palmira adoraba pasar las Navidades en Suiza, quizá porque allí se encontraba la mayor parte de su dinero, o quizá porque era con sus banqueros con quienes mejor se entendía a la hora de plantear complejas operaciones mercantiles.
Latina hasta la médula de aspecto y sentimientos, en la forma fría y matemática de montar sus negocios parecía tener no obstante algo de helada y calculadora sangre suiza en las venas, por lo que no resultaba sorprendente que habiendo nacido en tierras cálidas, se sintiera sin embargo como en su propia casa en el país de las nevadas montañas, los relojes y las cuentas cifradas.
—Si no fuera por Omar, nos estableceríamos allí definitivamente –comentó una tarde, de regreso a Cannes–. Pero le mataría del disgusto ya que debe ser el único lugar del mundo desde el que no podría conspirar abiertamente contra Pinochet. Los suizos son neutrales muy estrictos, sin duda porque guardan la mayor parte del dinero de los dictadores.
—Quizá no sería mala idea llevártelo a un lugar en que se tuviera que olvidar de la política.
—Resultaría inútil. Todo lo malo que nos ha ocurrido ha sido por culpa de su obsesión con Pinochet y no creo que las cosas cambien. Omar no descansará hasta verlo muerto, y te juro que ninguna mujer tuvo nunca un rival más difícil que ese maldito general. ¿Te he contado que en una ocasión su Policía Secreta atentó contra nosotros? No sé si pretendía matarnos o darnos un susto, pero te garantizo que yo, que me encontraba embarazada de Violeta, casi aborto en la calle.
—Nadie puede vivir alentando eternamente un rencor semejante y quien forma una familia tiene el deber de anteponerla a todo.
—Por desgracia, Omar opina que la libertad de su país es lo primero, aunque no tengo derecho a culparle puesto que me lo advirtió cuando nos conocimos. Lo único que he conseguido hasta el momento es que declare una tregua unilateral durante las Navidades. –Le acarició la mano–. ¿Por qué no te vienes este año con nosotros?
—¿A Suiza? –se sorprendió Andrea–. ¿Qué pinto yo en Suiza?
—Lo mismo que aquí. ¿Con quién vas a pasar las fiestas?
—Sola. Siempre las paso sola.
—En ese caso no hay discusión –fue la firme respuesta–. Te vienes con nosotros y tal vez de paso te encontremos un marido rico. Conozco a un multimillonario luxemburgués que se volverá loco por ti, aunque quien en verdad te convendría es Lautaro Velasco, el hombre con quien estaba a punto de casarme cuando conocí a Omar. Lo pasaremos maravillosamente. Tenemos un chalet precioso.
El emplazamiento del chalet era en verdad magnífico, dominando el valle desde Gstaad a Saanen, con enormes ventanales que se abrían sobre las pistas del Wispilen y una gran chimenea con fondo de cristal que permitía contemplar el fuego, la nieve y el cielo al mismo tiempo.
Omar y los niños adoraban esquiar, aunque Palmira prefería dar largos paseos por los tupidos bosques, subir a las más altas cumbres para contemplar desde allí los lentos atardeceres y descender en el funicular cuando comenzaban a encenderse las luces de los pueblos.
Andrea alternaba el deporte con los paseos, y aquella primera semana de vacaciones que dedicaron en gran parte a comprar los regalos y preparar el árbol de Navidad la recordaría como algo perfecto, pues Palmira se mostró más dulce y cariñosa que nunca, tan natural y atenta en los detalles, que llegó casi a convencerla de que había entrado a formar parte de la familia.
Los niños, perdido el recelo del primer encuentro en el barco, se mostraron de igual modo afectuosos, como si en verdad se tratara de una tía muy querida que había regresado tras una larga ausencia, y durante aquellos irrepetibles ocho días Andrea olvidó por completo sus temores e incluso llegó a avergonzarse por cuanto de inconfesable había podido imaginar sobre Palmira.
Había siempre en ella algo de madre, de hermana, de protectora y de amiga; algo de ama, de maestra, de superiora o de reina; algo duro, inquietante, amenazador o profundamente cálido; algo que impulsaba a amarla y a temerla; algo de cada uno de los seres de este mundo y algo que no pertenecía a ningún otro ser de este planeta, pero durante aquella irrepetible semana navideña pareció despojarse de cuanto de negativo ofrecía su personalidad, mostrando tan sólo lo mejor que tenía.
Incluso consiguió sobreponerse al instintivo rechazo que en ocasiones le producía su familia, y no tuvo jamás una palabra fuerte, un gesto agrio, ni una mirada dura, como si el simple hecho de encontrarse rodeada de aquellas altivas montañas y aquel paisaje idílico hubiera conseguido amordazar los mil demonios que con frecuencia alteraban su espíritu.
—Quisiera poder quedarme así toda la vida –confesó una tarde que habían ascendido juntas a la cima de «Les Diableret»–. Daría la mitad de mi fortuna por conseguir mantener este equilibrio eternamente y hacer siempre felices a Omar y a los pequeños, ¿Qué culpa tienen ellos? ¿Qué derecho tengo a que sufran por mi causa?
—No veo que sufran.
—No los conoces como yo los conozco. No dicen nada; no lo demuestran, pero cuando algo se quiebra de pronto en mi interior, ellos lo advierten y padecen
—¿No puedes evitarlo?
—Desde que nació Violeta algo comenzó a parpadear en mi cerebro, como tratando de avisarme de un extraño peligro, y no creo que se debiera tan sólo al miedo por el atentado. Procuré vencer mi pánico a base de una fuerza de voluntad que siempre había sido mi arma más poderosa, pero la sensación de angustia iba creciendo día por día, y un ansia inexplicable me invadió como un hambre nunca saciada.
—¿Ansia de qué?
—¿Cómo puedo saberlo? Ansia, eso es todo. –Señaló la majestuosidad de las blancas cumbres que se extendían hasta más allá del horizonte–. ¡Mira a tu alrededor! Estamos en la cima, pero antes de que oscurezca tendremos que descender. ¿No te produce angustia? A los treinta años había conseguido multiplicar la fortuna que me dejaron, tenía un marido perfecto y tres hijos maravillosos, pero un timbre me anunció que llegaba el momento de caer. Y ese timbre acabó convirtiéndose en una música obsesiva que destrozó mi existencia. Era una premonición, y nadie ha descubierto nunca la forma de luchar contra las premoniciones.
—¿Premonición de qué? –se asombró Andrea–. Nunca he conocido a nadie que tenga una vida tan plena y feliz como la tuya. ¿Qué más puedes pedir?
Jamás nadie estuvo tan lejos de Andrea como lo estuvo durante unos instantes aquella mujer cuyo vestido rozaba su falda. Miraba un punto perdido, allá donde la nieve comenzaba a colorearse de rosado con la caída de la tarde, y cuando por fin regresó de su largo viaje a otros mundos, sonrió con profundísima melancolía.
—¿Pedir? –repitió–. Yo ya no tengo derecho a pedir nada, porque todo me fue concedido en su tiempo.
Cuando se puso en pie aparecía cansada y deprimida, pero al salir del baño minutos más tarde era de nuevo una mujer activa y sonriente, y al advertir el brillo de sus ojos y el instintivo agitarse de sus fosas nasales, Andrea abrigó la certeza de que la diminuta caja azul que ocultaba en el fondo de su bolso guardaba cocaína.
Hacía ya tiempo que sospechaba que aquélla debía ser la causa de sus continuos cambios de humor, pero aunque sistemáticamente se esforzó por rechazar tan triste hipótesis, los días en Gstaad la convencieron de que no existía ninguna otra razón que explicara la indiscutible realidad de tales cambios. Palmira se drogaba, y su dependencia de la cocaína y del alcohol se iba acentuando a ojos vistas de una forma alarmante.
Tres días más tarde Omar les invitó a cenar al «Olden», un restaurante en el que se daban cita desde reyes y presidentes de Gobierno a las más rutilantes estrellas de cine, y fue esa noche cuando Andrea tomó conciencia de lo mal que iban en realidad las cosas entre los Monteverde.
Palmira apareció deslumbrante, enfundada en un ceñido traje negro, con el cabello recogido en un moño muy tirante y el generosísimo escote adornado con un collar de zafiros y brillantes por el que había pagado sin duda más de un millón de dólares.
Su presencia opacó en el acto la de las más conocidas figuras de la jet–set, y un rumor admirativo se extendió de inmediato por un local que estaba acostumbrado desde antiguo a acoger a las más portentosas bellezas conocidas.
Y es que Palmira se adornaba con algo más que belleza o zafiros aquella noche, y con algo más que un vestido perfecto o brillantes del tamaño de garbanzos. Se adornaba con una personalidad que hacía que las mujeres se sintieran diminutas, e intimidaba a los hombres que no sabían apartar la vista de su rostro pero no se sentían capaces de soportar la intensidad de su mirada.
¿De dónde surgía aquella fuerza indescriptible? ¿Qué bullía en su interior que emanaba incluso a través de cada poro de su cuerpo? Aquel «algo» que fascinaba a Andrea se mostraba ahora en Palmira con tanta intensidad que conseguía que incluso a los camareros les tremolaran las manos en el momento de servirle y hasta el revoltoso caniche de una vieja dama se quedara mirándola muy quieto durante toda la velada.
Restalló una centella sobre la cima del Wispilen, y Gstaad quedó a oscuras. A la luz de las velas, los ángulos del personalísimo rostro se marcaron con mayor intensidad destacando la traslúcida palidez de la piel y el enfebrecido brillo de unos ojos que parecían querer hacer competencia a los zafiros, y un escalofrío recorrió la espalda de algunos comensales, que abrigaron la inquietante sensación de estar compartiendo la estancia con una aparición fantasmagórica.
La mano de Omar se deslizó sobre la mesa y fue a posarse sobre la de su esposa, que permanecía como abandonada sobre el blanco mantel, y Andrea percibió más amor en aquel sencillo gesto que en la más apasionada escena que hubiera presenciado nunca, pero el encanto inigualable de aquella pareja profundamente unida por un levísimo contacto duró sólo un instante porque, con una dulce suavidad que se le antojó el acto más cruel que pudiera haber realizado, Palmira retiró la mano y tomó la copa de vino mojándose apenas los labios.
Más tarde, con el pueblo tan sólo iluminado por esporádicas ventanas que dejaban escapar el rojizo resplandor de sus hogares, o el inquietante fulgor de las nevadas colinas heridas por una luna en creciente, emprendieron en silencio el regreso, abrumados quizá por el íntimo convencimiento de que un precioso jarrón de porcelana se había hecho añicos y no existía ya fuerza humana capaz de componerlo.
La alta figura de Palmira, envuelta en un largo visón negro, avanzando muy erguida por el estrecho sendero abierto en la nieve, quedaría en la mente de Andrea por mil años como imagen plagiada de un viejo cuento ruso, y un día aún muy lejano le serviría para entender al fin la clave del misterio que rodeaba a aquel ser inimitable.
Su ánimo se inquietó hasta el punto de impedirle conciliar el sueño, y cuando decidió salir a la balaustrada a extasiarse observando cómo la nieve comenzaba a caer de nuevo mansamente sobre el valle, le llegaron muy nítidas las súplicas de Omar y la dulce pero firma negativa de Palmira.
Al día siguiente desapareció muy de mañana y nada supieron de ella hasta que al anochecer llamó desde Ginebra asegurando que un negocio importante la obligaba a viajar urgentemente a Nueva York.
Omar cayó de inmediato en una profunda depresión, y en cuanto se encontró a solas con Andrea lo primero que hizo fue preguntarle si conocía al hombre que conseguía que Palmira se comportara de aquel modo.
¿Cómo decirle que no era un hombre, sino probablemente otra mujer? ¿Cómo confesarle que entre la cocaína y una sucia prostituta estaba destruyendo a su familia? Se limitó a negar ocultando sus sospechas.
—No creo que exista ningún hombre –replicó con sinceridad–. ¿Por qué dudas que se trate en verdad de un negocio?
—¿Qué negocio? –protestó él–. Tiene tantos que nunca le preocupó que uno fallase. Y menos en estas fechas. Es culpa mía –añadió convencido–. He desperdiciado mi tiempo y su dinero en una lucha inútil y es lógico que acabara cansándose de mí.
—En eso te equivocas –señaló Andrea–. Palmira admira los sacrificios que haces y el peligro que corres al luchar por lo que crees.
—Eso puede que fuera antes; cuando nunca tenía un gesto desagradable ni una palabra dura. Ahora todo ha cambiado. ¿Sabías que hace más de medio año, desde que estuve la última vez en Chile, que no tenemos ninguna relación? No quiere que la toque.
—No sabía que hubieras vuelto a Chile. –Lo hice contra su voluntad, pero nunca creí que su rencor llegara a tanto.
Se esforzó por encontrar un modo de consolarle pero le resultó imposible. ¿Qué podía decirle a alguien que estaba a punto de perder a un ser como Palmira? Un año atrás había tenido que acudir a darle el pésame a una amiga a la que se le acababa de ahogar un hijo adolescente, y no supo hacer otra cosa que sentarse a su lado y acariciarle el cabello con ternura, porque para un dolor tan grande el ser humano no había sabido inventar palabra alguna; ni siquiera una idea que abarcara de lejos el abismo de tal pena. De la misma manera no existía frase ni pensamiento que redujera en lo más mínimo la desesperante sensación de impotencia que Omar Monteverde experimentaba al advertir cómo se le escapaba entre los dedos la mujer de su vida.
Palmira llamaba por teléfono todas las noches prometiendo regresar de inmediato, pero fuera lo que fuera lo que estuviera haciendo, se retrasaba una y otra vez hasta el punto de que resultó evidente que no tenía la menor intención de volver, y el resto de las vacaciones, casi quince días, tendrían que pasarlas solos Andrea, Omar y los niños.
Andrea se encontró por tanto de improviso frente a la no deseada responsabilidad de dirigir una casa que no era suya, consolar a un hombre destrozado, e intentar distraer a tres niños para evitar que cayeran en la cuenta de que su madre se había ido y tal vez no regresara en mucho tiempo.
Cada noche se planteaba la posibilidad de marcharse al día siguiente desentendiéndose de los problemas de una familia ajena a la que tan sólo unos meses antes ni siquiera conocía, pero cada mañana, cuando Celeste acudía a traerle el desayuno a la cama, o Violeta se acurrucaba a su lado suplicando que le contara un cuento, todas sus convicciones se diluían y acababa encontrándose poco más tarde trepada a un tele–silla o dejándose deslizar rápidamente por una pista nevada.
Almorzaban frugalmente en algún restaurante de la montaña, continuaban luego esquiando hasta que las piernas se negaban a sostenerles, y hubieran sido días maravillosos de no agobiarles tanto la ausencia de Palmira, y no resultar tan evidente que Omar Monteverde vivía un infierno. –¿Quién puede ser? –repetía machaconamente cuando los niños se habían acostado ya y se quedaban los dos a solas, frente a la hermosa chimenea a través de la cual distinguían las luces de los vehículos que circulaban por la nevada carretera–. Tú que siempre estabas con ella tendrías que saberlo.
—No existe nadie.
—¿Por qué mientes? Ya has visto que lo acepto; que comprendo que está cansada de mí y se haya buscado un hombre más acorde con lo que es y lo que vale. Tan sólo pretendo salir de este mar de dudas que me atormenta.
—¿Tan poca confianza tienes en ella después de tantos años de matrimonio?
—Hace unos meses hubiera puesto, no la mano, sino la cabeza en el fuego por ella, pero ya has visto cómo me trata y de qué forma intenta engañarme asegurando que los negocios la retienen. Antes nunca existía ningún negocio que pudiera apartarla de nosotros en estas fechas. ¿Quién es?
Andrea tuvo que jurarle una y mil veces que no sabía nada sobre ningún hombre en la vida de Palmira; que ésta jamás había mencionado a nadie, y que le costaba trabajo admitir que hubiese conseguido sostener una aventura amorosa sin que ella lo advirtiera.
Omar parecía tranquilizarse entonces, recuperar el control de sí mismo e incluso ilusionarse con la esperanza de que efectivamente Palmira cumpliría su palabra regresando a Gstaad de inmediato, pero cuando a la noche siguiente sonaba el teléfono para anunciar un nuevo aplazamiento, el mundo se derrumbaba otra vez sobre su cabeza y buscaba un inútil refugio en el alcohol.
—Me siento como durante los últimos meses de cautiverio –se quejaba–. Muertos de frío allá en el Sur aguardábamos impacientes la llegada del correo semanal que traería el indulto, pero transcurría un sábado tras otro, el indulto no llegaba y los más débiles iban cayendo perdida la esperanza. Era terrible, pero al menos podía entenderlo porque nos habíamos enfrentado a la ferocidad fascista y sufríamos las consecuencias. Habíamos luchado y habíamos perdido. –Negó repetidas veces con un brusco ademán de la cabeza–. ¡Pero esto! Ver cómo mi propia familia se deshace sin motivo aparente y no lograr evitarlo me desconcierta. Siempre me consideré un hombre luchador que no le temía ni siquiera a los asesinos de Pinochet, pero lo cierto es que ahora estoy asustado.
Andrea se había puesto en pie aproximándose al borde de la piscina, y contemplaba fijamente el agua como si tratara de ver reflejados en ella sus recuerdos.
—Algunas de aquellas noches no podía evitar aborrecerla –señaló sin mirarme–. observaba a aquel hombre destruido y aquellos niños que permanecían en tensión pendientes de que les anunciasen que su madre volvía, y me indignaba la crueldad de quien era capaz de causar tanto daño a unos seres inocentes. Ni la dependencia de la droga, ni una loca pasión; ni aun tan siquiera unos indeterminados trastornos mentales en los que no acababa de creer, justificaban tanto dolor y tanta desesperanza. –Se volvió ahora a mirarme y sus ojos brillaban con una extraña intensidad–. Te juro que si hubiera sabido donde encontrarla la habría llamado para insultarla.
—¿No dijo dónde estaba?
—En Nueva York, según ella. Pero igualmente podía estar en París, Tokio o Marsella.
—¡Entiendo! –Lancé un hondo suspiro de resignación–. ¡Bueno! Confío en vivir lo suficiente como para llegar a entenderlo –señalé–. Pero por el momento temo que no voy por buen camino. Palmira era lesbiana pero no acababa de seducirte; amaba a su marido pese a que no se acostaba con él; adoraba a sus hijos pero les hacía sufrir; tenía una mente clara para los negocios, pero turbia para el resto; se hacía pasar por una gran señora, pero le metía de frente a la cocaína. ¡Está muy claro! O soy imbécil, o me estás tomando el pelo.
Andrea se apoyó en la mesa, inclinándose hacia delante, y aproximó su hermoso rostro al mío mirándome fijamente al fondo de los ojos.
—Dime –inquirió–. ¿De verdad crees que te tomo el pelo?
Aun en contra de mi voluntad me vi obligado a negar con un repetido ademán de cabeza.
—No –admití–. Realmente no lo creo.
—En ese caso, tal vez consigas entender que lo que pretendo es ponerte en mi lugar para que vayas llegando a conclusiones parecidas a las mías, teniendo siempre en cuenta, desde luego, que tú eres un astuto escritor y yo una pobre cretina.
—A estas alturas deberías ahorrarte las ironías –protesté–. Resulta evidente que la astuta cretina le ha organizado un tremendo lío mental al pobre escritor. ¡Confiésame una cosa! ¿Consolar al desconsolado Omar Monteverde incluía llevártelo a la cama?
—No quiero negarte que en más de una ocasión se me ocurrió, pero no podía olvidar que Palmira era mi amiga.
—Hasta unos días antes estabas en la duda sobre si irte o no a la cama con ella –puntualícé–. La moral nunca, ha sido mi fuerte, pero en este caso creo que la primera opción sería mucho menos condenable. Al menos Omar es un hombre y probablemente en esos momentos te necesitaba.
—¿O sea que en tu opinión es preferible acostarse con alguien del sexo contrario aunque no signifique gran cosa para ti, que con alguien a quien realmente amas pero que tiene un cuerpo parecido al tuyo? Según eso, lo ideal sería acostarme con un cocodrilo porque tiene un cuerpo mucho más diferente al mío que el de un hombre. Omar me atraía sexualmente. Sólo eso. ¿Era razón suficiente como para llevármelo a la cama aun a costa de traicionar una amistad? –Se estaba enfureciendo–. ¿Es ése tu sentido del amor?
—¡Un momento! –atajé–. No llevamos aquí tres horas para enredarnos ahora en una disertación sobre sexualidad, amor o amistad. No me importa si acabaste acostándote con Palmira, su marido o el cocodrilo. Sigamos. ¿Averiguaste si realmente había estado en Nueva York por aquellas fechas?
—Lo averigüé. No estuvo en Nueva York. Tal como imaginábamos, mentía no sólo con respecto a la fecha de su vuelta, sino incluso sobre el lugar en el que se encontraba.
Una vez más Andrea se sentía utilizada por Palmira y tomaba conciencia de que la invitación a pasar unas inolvidables vacaciones en los Alpes había constituido otra de sus tretas. Sin duda tenía prevista desde el principio aquella extraña desaparición y debió considerar que Andrea podría ocuparse de los niños con mucha mayor eficacia que una institutriz pagada.
Incluso resultaba plausible que se hubiera propuesto propiciarle una aventura amorosa con su esposo, consiguiendo de ese modo que no estuvieran luego en condiciones de echarle en cara lo que consiguiesen averiguar sobre su comportamiento, y Andrea llegó a ir aún más lejos al imaginar que la verdadera intención de Palmira era acabar consolidando una relación a tres sin que nunca se la pudiera acusar de haberla iniciado. Le tentó aceptar el reto. La propia Palmira había comentado que Omar era un hombre apasionado y magníficamente dotado virilmente, por lo que cuando trató de imaginar una escena en la que los tres se revolcaban desnudos en la cama no experimentó en principio sensación de rechazo, viéndose obligada a admitir que quizá significase la solución ideal a todos sus problemas.
No constituiría desde luego el primer caso que se daba en La Riviera, ya que, por lo que tenía entendido, entre los miembros de la jet–set se encontraba altamente extendido el uso de la coca y el abuso de las más complejas experiencias sexuales.
Dolía aceptarlo pero acabó por rendirse a la evidencia, limitándose a partir de aquel momento a quedar a la espera de que cualquiera de los dos se decidiera a dar el primer paso.
Sin embargo, Palmira continuaba de viaje, Omar no hacía otra cosa que buscar una fórmula que le permitiera recuperarla, y las largas veladas transcurrían por tanto hablando inevitablemente de la ausente.
—¿Dónde estará y qué puede estar haciendo? Andrea recordaba entonces a la sucia prostituta y era como si una mano de hielo le estrujase la boca del estómago. ¿Qué placer podría experimentar al besar y acariciar a una criatura semejante? ¿A qué extremos de degradación había descendido que no le asaltaba la necesidad de vomitar tan sólo de tocarla?
Llegó por fin un día en que comprendió que en su interior convivían dos Palmiras muy distintas: la que ella conocía, quería y admiraba, y la auténtica Palmira apenas entrevista; un ser abyecto y amoral, cruel y despreciable por el que nadie podría experimentar jamás ningún afecto. ¿Hasta qué punto cabría considerar también una forma de degradación semejante relación de odioamor hacia una misma persona?
Decidió no planteárselo porque las vacaciones tocaban a su fin y la vuelta a la normalidad le ofrecería la oportunidad de recuperar el equilibrio interior a base de reanudar su vida en el punto en que estaba el día en que Palmira irrumpió en ella.
El diminuto apartamento desde cuyo balcón dominaba los yates del puerto y la totalidad de la bahía de Cannes se le antojó por tanto el lugar más acogedor y pacífico del mundo; un remanso de paz en el que los recuerdos se limitaban a largos años de existencia tranquila y sin sobresaltos.
Dedicó muchas horas a leer, escuchar música o dar solitarios paseos por la orilla de un mar y plomizo, e incluso decidió no abrir la Galería por las mañanas, ya que resultaba evidente que, en aquella época del año, los posibles clientes no acostumbraban a salir de sus casas antes de media tarde.
Hizo más frío que nunca en la Costa aquel invierno; nevó en varias ocasiones y el hermoso paisaje del soleado verano se transformó en un entorno triste y melancólico que invitaba a dejar pasar las horas en la cama observando cómo la lluvia se precipitaba mansamente sobre los mástiles de las blancas embarcaciones.
Durante la segunda quincena de enero se sintió, por lo tanto, a salvo de Palmira.
Pero en febrero, regresó. Hizo su entrada en la Galería más delgada y Más hermosa que nunca, y la saludó con tanta naturalidad que podría creerse que acababan de verse sólo unas horas antes.
No dio ninguna explicación sobre su larga ausencia; no quiso comentar dónde había estado ni con quién, y eludió de forma encantadora toda alusión al hecho de que durante más de un mes apenas había dado señales de vida.
La única reacción de Andrea fue ponerse nerviosa. Tan nerviosa como una colegiala que reencuentra a su primer novio cuando ya ha empezado a olvidarle; tan nerviosa como en aquella ocasión en que creyó descubrir que estaba embarazada.
Hubiera deseado negarse cuando la invitó a cenar a su casa, pero no supo cómo hacerlo. Temía el encuentro con Omar y los niños y la tensión que sin duda existiría después de lo ocurrido, pero le sorprendió descubrir que en el hogar de Palmira reinaba la armonía, como si el hecho de saber que la tenían de nuevo bastara para olvidar todos los malos ratos que les había hecho pasar en aquel tiempo.
Existían seres así: seres que sabían hacerse perdonar sin apenas esfuerzos; seres cuya presencia y vitalidad obligaba a olvidar el dolor que causaban.
Palmira presidió la mesa, habló, rió y derrochó alegría, y a Andrea le fascinó observar la embobada expresión de un Omar que no parecía tener nada en común con el hombre obsesionado que en Gstaad se desesperaba ante la idea de estar perdiendo a su esposa.
Los niños también eran otros y hasta que los enviaron a la cama fueron como polluelos que revoloteaban continuamente en torno a su madre, felices por la simple idea de poder verla, oírla y tocarla; convencidos –porque ella sabía transmitirles tal sensación– de que jamás volverían a perderla.
Luego, cuando ya se habían acostado y quedaron tan sólo los adultos tomando café en el salón Palmira pasó por un corto período de depresión, como si la actividad desarrollada resultara excesiva o el continuo fingimiento hubiera acabado por agotarla.
Andrea la observó mientras bebía despacio su «Armagnac» con la vista clavada en el ventanal que daba al mar, y le asaltó la sensación de que estaba pensando en algo o en alguien que se encontraba muy lejos de allí.
Ya no sintió celos y en esos momentos tan sólo hubiera deseado que le hiciera partícipe de sus secretos; que le hablara de la persona, hombre o mujer, que llenaba de tal modo su mente y que la considerara lo suficientemente amiga como para permitirle ayudarla en cuanto estuviera en su mano.
Luego, como si hubiera sido capaz de leer sus pensamientos, Palmira se volvió y la miró a los ojos sonriéndole apenas, y por una centésima de segundo Andrea creyó descubrir la verdad de cuanto ocultaba aquel ser tan complejo, pero el momento mágico no llegó a concretarse, y el fugaz pensamiento que cruzó por su mente se diluyó en la nada sin darle tiempo a atrapar su verdadera esencia.
Al poco Palmira salió con la disculpa de arropar a los niños, y al regresar Andrea tuvo la certeza, por el brillo de sus ojos y su forma de hablar y comportarse, que había aprovechado la ocasión para drogarse.
—¿Estás segura?
—Completamente. Por la súbita delgadez, el temblor de las manos, el brillo de los ojos y el enrojecimiento de las fosas nasales que aparentemente tenía ya casi carcomidas e insensibles, llegué a la conclusión de que estaba abusando de la cocaína hasta unos extremos que amenazaban con convertirse en peligrosos.
—¿Por qué no se lo advertiste?
—Cuando saqué la conversación replicó que una snifada de vez en cuando no hacía daño y le ayudaban a superar la crisis que estaba atravesando. De lo que parecía convencida era de que jamás se convertiría en una adicta y se sentía capaz de dejarlo en cuanto superara el mal momento.
—Eso es lo que dicen todos.
—Lo sé, pero Palmira había demostrado ser una mujer con tanta fuerza de voluntad, que quise aceptar que podía ser cierto.
—Lo primero que matan la droga y el alcohol es siempre la voluntad. Si no fuera así no existirían alcohólicos ni drogadictos, porque a nadie que esté en su sano juicio le agrada serlo a poco que pueda evitarlo. Lo mejor que podrías haber hecho era obligarle a ponerse en tratamiento médico.
—No hubiera aceptado.
—¿Por qué?
—Odiaba a los médicos y estaba convencida de que si se ponía en sus manos acabarían internándola.
—No hubiera sido mala idea. Con un tratamiento fuerte un buen psiquiatra conseguiría sacarla adelante.
—Ninguno lo hubiera conseguido, créeme.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque ahora conozco los detalles. Lo suyo no era cosa de psiquiatras.
—En ese caso empiezo a creer que lo único que le ocurría era que nadie la hacía auténticamente feliz en una cama. La mayoría de esos problemas empiezan siempre en la cama.
—No es tan simple –me hizo notar–. ¡Ojalá lo hubiera sido! Nada era simple en Palmira, y pocas cosas resultaban ser lo que aparentaban. Un día, al pasar ante la tienda de fotografías del Gray d'Albion, el dueño me llamó: Palmira le había dejado un rollo para revelar y como al parecer se había olvidado de ir a recogerlo y sabía que éramos amigas me pidió que le entregara las fotos.
—¿Y tú las miraste?
—¿Qué hubieras hecho en mi lugar? –Mirarlas, naturalmente. ¿Qué había en ellas?
—Paisajes de Guatemala. Y una chica muy guapa. En dos o tres ocasiones aparecían tomadas del brazo o cogidas de la cintura, pero la mayoría eran primeros planos de la chica con un fondo de lagos y volcanes. Eran muy recientes, y no me cupo duda al verlas de dónde había estado durante todo el tiempo en que aseguraba estar llamando desde Nueva York.
—¿Te dio alguna explicación?
—En absoluto. Se limitó a guardar el sobre como si ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza la idea de que podía haberlas visto. Consiguió que me sintiera culpable.
—¿Pretendía darte celos?
—No lo sé. Lo que sé, es que en cierto modo la chica se parecía a mí; tenía mi estilo, aunque se le advertía una cierta dureza en la mirada.
—¿Lesbiana?
—Si no soy capaz de reconocerlas al natural, ¿cómo pretendes que las reconozca en fotografía? No llevaba ningún letrero indicándolo. Sin embargo, unos días más tarde Palmira me invitó de nuevo a cenar y allí estaba ella, Omayra, instalada en la casa. Acababa de llegar y pensaba quedarse una temporada. Aunque no dieran a entender que había algo entre ellas, resultaba evidente que yo había pasado a ocupar un segundo plano.
—¿Cómo te sentías en ese segundo plano?
—¡Bien! –señaló con sinceridad–. ¡Muy bien! ¿No has experimentado nunca el indescriptible placer de traspasarle a alguien un problema demasiado difícil? Ése era mi caso. Palmira se había convertido en un problema que me sobrepasaba y me encantaba la idea de habérselo cedido a Omayra.
—¿Lo aceptaba ella?
—¿Qué remedio le quedaba? Se encontraba atrapada en la tela de araña de la que a mí me acababan de soltar, y tan confusa como yo misma lo había estado. A veces advertía que me estaba observando, como tratando de descubrir qué papel jugaba yo en todo aquello, preguntándose si era realmente tan sólo una buena amiga de la familia, una ex amante de Palmira, la amante de Omar, o el tercer lado de un triángulo que muy pronto se convertiría, con su inclusión, en cuadrilátero.
—¿Cómo era Omayra?
—Muy hermosa y bastante inteligente aunque algo arisca y por lo que pude intuir tremendamente ambiciosa. Había nacido en Puerto Rico, fue finalista en un concurso de «Miss Universo» y en la actualidad trabajaba como modelo en París, donde se habían conocido en un desfile. Lucía siempre una pulsera de brillantes y un anillo que me constaba que se los había regalado Palmira, y resultaba evidente que cada vez que le veía uno de los collares de esmeraldas se le dilataban las pupilas y se le hacía la boca agua.
—A ti Palmira te había regalado vestidos y abrigos, pero nunca joyas.
—A mí Palmira me había «prestado» vestidos y abrigos –puntualizó Andrea remarcando mucho las palabras–. Nunca acepté ningún regalo. Al menos nada que fuese valioso.
Indiqué con un gesto de cabeza el costosísimo reloj de oro y brillantes que lucía en la muñeca.
—¿Y eso? Nunca te lo había visto.
—Eso vino más tarde –sonrió con manifiesta amargura–. Aún no conoces ni la mitad de la historia.
El bar del «Hotel Majestic» en época de Festival se transformaba en uno de los lugares más cosmopolitas y pintorescos del mundo, pues se daban cita allí desde un gigantesco negro vestido a la moda centroafricana que había trabajado de extra en un par de películas, al más poderoso de los productores japoneses, dos hermanos hindúes propietarios de la mayor cadena de distribución del sur de Asia, actores, directores, agentes artísticos y periodistas de la mayor parte de los países en los que la industria cinematográfica aún no había muerto, porque lo cierto era que durante aquella concreta edición de mayo del ochenta y seis, la pesimista impresión de la mayoría de los asiduos asistentes al Festival de Cannes era que el «Séptimo Arte» agonizaba, o al menos se encontraba gravemente enfermo y su supervivencia tal como había venido existiendo hasta el momento resultaba altamente problemática.
La televisión y el vídeo lo estaban matando día a día, y ya incluso los más románticos productores enamorados de la pantalla grande y la película de calidad comentaban en voz baja que se hacía necesario encontrar buenas historias, que diesen de sí lo suficiente como para conseguir una serie de televisión de diez o doce horas de duración.
Aun así, pese a que el cadáver del cine se encontrase casi de cuerpo presente según muchos, cada atardecer el bar y el vestíbulo del «Majestic» rebosaban de hermosas mujeres en traje de noche y elegantes caballeros de smoking y flor en el ojal que aguardaban el momento de acudir a la gran gala justamente al cruzar el amplio paseo de «La Croisette» para ascender ceremoniosamente por la empinada escalinata fianqueada de policías entorchados y sumergida en la más espantosa sala de proyección que nadie hubiese diseñado jamás, a correr el riesgo de asistir a un bodrio insoportable o a una auténtica obra de arte.
El bar del «Majestic» no constituía por tanto a aquellas horas el lugar idóneo para continuar escuchando la historia de Palmira, pero fuera, en la piscina, la hora del almuerzo había pasado, las mesas habían sido levantadas, y resultaba por completo imposible encontrar un camarero que proporcionara tan siquiera un simple vaso de agua.
Nos acomodamos por tanto como buenamente pudimos en el más apartado de los rincones, lejos del piano, hice una seña al barman para que enviara dos coñacs, y me dispuse a continuar escuchando la historia de una mujer de cuya existencia no había tenido noticias hasta tres horas antes, no sabía aún si algún día llegaría a conocer, y no estaba seguro de si me caía por lo menos simpática.
Pero me interesaba aunque tan sólo fuera porque cuanto estaba contando Andrea me serviría para conocerla más a fondo, ya que no resulta habitual que una mujer desnude su alma mostrándola del modo que Andrea lo hacía aquella tarde, y además presentía que la parte más atrayente de su relato aún estaba por llegar y terminaría por revelarme en qué momento había acabado cediendo a las presiones y por qué.
—Casi cada día Palmira acudía a buscarme en compañía de Omayra e insistía en que fuéramos a almorzar las tres juntas.
—Suena extraño.
—No, si se hubiera tratado únicamente de simples amigas, pero pronto empecé a comprender que Palmira estaba tratando de enfrentarnos, como si le divirtiera la idea de que nos disputáramos su afecto y su atención.
—¿Por qué, si según tú ya había perdido todo interés por ti?
—No es que lo hubiera perdido, es que momentáneamente parecía haberme relegado a un segundo lugar, pero por su forma de hablar y comportarse parecía estar siempre dando a entender que de la noche a la mañana podía volver a recuperar el papel de «favorita».
—¿Cómo reaccionabas ante eso? –Me hacía sentirme mal. Cada día volvía a plantearme la necesidad de cortar con ella evitando que volviera a colocarme en la situación de meses atrás, pero cuando aparecía con su sonrisa franca y su aparente necesidad de verme, acababa por claudicar convenciéndome a mí misma de que todo cuanto pensaba de ella no eran más que suposiciones y se trataba tan sólo de una amiga generosa que jamás había tenido un detalle que pudiera echarle en cara.
—¿Volvías a sentirte atrapada?
—Sí y no. Palmira continuaba ejerciendo una gran influencia sobre mí, sería estúpido negarlo, pero ahora sabía que no conseguiría nada que estuviera en contra de mis más firmes convicciones.
—¿Y de Omayra? ¿Qué obtenía? Andrea permaneció como ausente, y tardó largo rato en responder.
La «Boutique» era grande, elegante, sofisticada y sin duda una de las más caras de Montecarlo, que era tanto como decir de la Costa Azul y casi del mundo, pues pocos eran los lugares en que una dependienta se atrevería a solicitar tranquilamente cien mil francos a cambio de un vestido de noche, o cuarenta mil por un simple traje de chaqueta.
Palmira había insistido en llevarlas hasta allí porque quería encontrar algo «especial» para que lo luciera Omayra en la Cena Benéfica que ofrecía la Princesa al día siguiente y para la que había conseguido cuatro invitaciones a precio astronómico, y Andrea aprovechó para probarse unas blusas aun a sabiendas de que, pese a hallarse en oferta, se encontraban lejos de sus posibilidades económicas.
Los vestidores disponían de muchos espejos;
demasiados sin duda, y mientras se contemplaba en uno de ellos, Andrea pudo observar, a través de la entreabierta cortina, cómo Omayra se desnudaba en el probador contiguo.
Poseía un magnífico cuerpo; el más perfecto quizá que hubiera visto nunca al natural, cubierto apenas por unas bragas diminutas, pero lo que retuvo su atención no fue su incuestionable hermosura, sino la insinuante forma que moverse al quitarse y ponerse las prenda de un lado a otro de la amplia estancia modo que se le antojó absurdamente pro y casi estúpido hasta que descubrió que se encontraba sentada en un rincón.
El estómago le dio un vuelco y tuvo una profunda sensación de malestar al ver cómo Palmira se ponía muy despacio e aproximaba a la puertorriqueña y colocada frente a ella le acomodaba las solapas de tal forma que la punta de los dedos rozaban claramente los erguidos pezones.
Estaban allí, la una frente a la otra, menos de medio metro de distancia, rodeadas de espejos y mirándose a los ojos y resultaba que la boca de Omayra se entreabría, de su rosada lengua asomaba apenas para humedecerse los labios y de todo su cuerpo salía tal evidente sensación de entrega y abandono que Andrea se vio obligada a escapar presurosamente del vestidor, dejar sobre una mesa las cosas que se había estado probando, y bajar a la calle para evitarse el bochorno de vomitar sobre la impoluta moqueta color marfil de una «boutique» de lujo.
Bajó hasta el puerto, a permitir que el aire del mar se llevara muy lejos el asco que sentía, y permaneció allí más de una hora meditando en cuanto había visto, y en lo cerca que había estado en algunos momentos de ocupar el lugar de la puertorriqueña.
—¡Nunca más! –se prometió a sí misma–. Nunca más.
De regreso a su apartamento se dio una ducha fría, encendió la televisión y no quiso descolgar el teléfono pese a que toda la tarde repicó una y otra vez insistentemente. Sobre las doce cenó un poco de fruta, se tomó un somnífero y se metió en la cama ansiando dormir tres días seguidos.
Hacia el mediodía le despertaron unos violentos golpes en la puerta y al abrir se encontró frente a Omar que buscaba a Palmira. Ni ella ni Omayra habían vuelto a casa en toda la noche y le espantaba la idea de que algo horrible les hubiese ocurrido.
—Creí que estaban contigo –concluyó. Le faltó valor para contarle lo que había visto y prefirió mentir asegurando que a última hora decidió no acompañarlas. Omar volvía a ser el hombre derrotado al que tantas veces tuviera que consolar en Suiza y aquél era ya un papel que detestaba.
Demacrado, sin afeitar, con profundas ojeras por la falta de sueño y mal vestido, semejaba una sombra de sí mismo, y mientras le preparaba un café muy cargado, tuvo que hacer un gran esfuerzo y contenerse para no acabar sentándose frente a él y aconsejarle que se olvidara para siempre de su esposa.
Pero una vez más guardó silencio, permitió que se fuera a continuar su inútil búsqueda, y se encerró a vencer por sí misma sus propias decepciones y a aborrecer a quien de una forma tan sucia le había traicionado.
Desconectó el teléfono y no fue a la Galería. Pasó el resto del día leyendo y la tarde en un cine para acabar cenando sola en el «Mansour», y tan sólo al regresar al apartamento y encender la televisión recordó que estaba invitada a la Gran Gala de la Princesa.
Observó los coches de lujo, las caras famosas y las mujeres enjoyadas; imaginó cómo se sentiría Omayra en semejante ambiente, y llegó a la conclusión de que no le importaba no haber acudido, ya que definitivamente aquél nunca sería su mundo. Cuando se metió en la cama no necesitó sedante alguno para dormir sin sobresaltos.
Por la mañana paseó largo rato por la playa aprovechando unos tibios rayos de sol que pretendían convertirse en los adelantados de una futura primavera, y consideró de buen augurio el hecho de que, apenas abierta la Galería entrara una vieja excéntrica que se llevó encantada la absurda lámpara del negro del taparrabos verde.
La vida seguía su monótono curso de finales de invierno en la Costa; a ratos lucía el sol; a ratos llovía o simplemente se nublaba. Las caras de siempre cruzaban más allá del escaparate rumbo a sus destinos de siempre, e incluso los periódicos no publicaban más que las noticias de siempre.
—¿Eso es todo? –protesté–. ¿Una historia de lesbianas? Tenía yo razón y hubiera sido mejor que te contara una de las mías.
—No se trata de una historia de lesbianas, sino de remordimientos. ¿Te interesaría más si te confesase que maté a Palmira?
Me sentía sola. Miraba hacia atrás y caía en la cuenta de que mi vida había sido un continuo salir de una soledad para penetrar de inmediato en otra nueva, más ancha y más profunda, pero ésta de ahora venía como rodeada de un halo de angustia y vacío; el vacío y la angustia que me producían comprobar que nada de cuanto intentara produciría frutos y acababa de superar la barrera de los treinta sin haber conseguido más que pasar una y otra vez de mano en mano.
El espejo me devolvía< la imagen de una mujer plena, hermosa y elegante que había estudiado en buenos colegios consiguiendo con el tiempo una sólida y diversificada cultura, y ello influía en el hecho de que me asaltara de continuo la frustrante sensación de estar convirtiéndome en un ser fracasado; alguien en quien se han puesto demasiadas esperanzas y acaba malográndose sin motivo aparente.
Miles, tal vez millones, de mujeres a las que el destino no había ofrecido en un principio las posibilidades que a mí me otorgó, sabían sin embargo sacar provecho de lo poco o mucho que poseían, alcanzar una cierta parcela de la felicidad y darle un sentido a sus vidas del que la mía carecía. Probablemente unos hijos, un hombre o un trabajo más satisfactorio hubieran bastado para aliviar la sensación de continuo fracaso que me ahogaba, pero no me sentía con fuerzas para lanzarme a la búsqueda de una familia como simple contrapeso a mi soledad, y no imaginaba ningún otro tipo de trabajo –salvo quizás escribir que consiguiera gratificarme lo suficiente como para abandonar el cómodo refugio de la Galería.
A menudo me veía a mí misma como una vieja solterona que dentro de cuarenta años continuaría vendiendo los mismos trastos inútiles a los mismos clientes fastidiosos, y en esos momentos no podía por menos que rebelarme ante la idea de que siguiera pasando el tiempo sin que nadie disfrutara a fondo de cuanto de maravilloso pudiera ofrecerle mi cuerpo o mi espíritu. Quería «dar» aun a riesgo de no recibir, pero por más que buscaba a mi alrededor no descubría a quién entregarme sin reservas.
Algo fallaba en mí y mi propia incapacidad de averiguar las razones de ese fallo me producía una asfixiante sensación de angustia y ansiedad.
Me habían hecho creer de niña que iba para princesa pero descubría que ni siquiera una lesbiana, drogadicta y medio loca me aceptaba, y a la hora de elegir, cuando le hubiera bastado un pequeño esfuerzo para obtener quizá de mí cuanto quisiera, había preferido una piel más joven, una boca más provocativa y unos pechos más grandes.
Comía sola, dormía sola y pasaba interminables horas solitarias en una fría e impersonal «Galería de Arte» repleta de incongruentes objetos sin sentido que a menudo parecían querer jugar a aislarme aún más de la realidad del mundo exterior.
Alguna que otra vez me emborrachaba. Siempre en casa, sin más testigos que los mástiles de los yates del puerto, ni más ilusión que matar unas horas de domingo.
También me masturbaba con frecuencia y una noche me fui a la cama con un tipo que me abordó en la calle ofreciéndome mil francos que me sirvieron para comprobar que si como mujer carecía de valor al menos tenía un precio.
Luego, Omar apareció de nuevo.
Era un Omar distinto, casi irreconocible, que buscaba de nuevo a su esposa de la que no sabía absolutamente nada desde hacía dos semanas.
—¿Dónde puede estar?
—No tengo ni la menor idea, pero si vuelve, intérnala. Busca una buena clínica e intérnala.
—Nunca podría hacerle eso –fue la sincera respuesta–. La quiero.
—Conseguir que se cure constituye a mi entender la mejor forma de quererla. Lo otro, permitir que continúe destruyéndose sería tan sólo una muestra de irresponsabilidad.
—¿Me ayudarías?
—No. ¡Desde luego que no! Palmira me ha proporcionado demasiados quebraderos de cabeza y lo único que pretendo es que se aleje de mí. Te casaste con ella y durante mucho tiempo fuisteis felices, pero a mí no me ha dado más que disgustos. No puedes pedirme que comparta una carga que tan sólo a ti te pertenece.
—¿Y no puede suceder que también tengas parte de culpa? ¿Que Palmira esté enamorada de ti y por eso se comporte como se comporta?
Le había costado decirlo pero al fin lo había dicho. Muy pocos hombres hubieran reconocido que tal vez su esposa amara a otra mujer, pero evidentemente Omar Monteverde se hallaba tan confundido que no cerraba las puertas a ninguna posibilidad que pudiera arrojar alguna luz sobre el problema que le atormentaba.
Me hizo daño comprobar su terrible desamparo, pero me aferré a mi decisión de no continuar aceptando que las incongruencias de una histérica me afectaran.
—Lo que Palmíra pueda sentir por mí es cosa suya –dije al fin–. Yo jamás le hice concebir esperanzas porque tengo muy claros mis convencimientos a ese respecto y no pienso cambiarlos.
—¿De verdad nunca hubo nada entre vosotras?
—¿Lo dudas?
—¿Acaso no tengo motivos para dudar? No hacía más que hablar de ti, que si eras tan dulce, tan buena, tan cariñosa, tan inteligente. Luego surge Omayra, que está claro que se aprovecha sacándole todo lo que puede, y por último desaparecen juntas. –Agitó la cabeza como asombrándose de su propia estupidez–. ¿Realmente te sorprende que dude? Recuerdo que en Gstaad quise que me confesaras si había otro hombre. Ahora tengo la certeza de que esa pregunta resultaba absurda.
—Por lo que a mí respecta no, puedes estar seguro. Honestamente tengo que aceptar que hubo momentos en los que me planteé la posibilidad de que algo de lo que imaginas sucediese, pero lo rechacé.
—¿Te lo propuso alguna vez?
—Ni tan siquiera llegó a insinuarlo.
—¿Te insinuó que te acostaras conmigo?
—Tampoco, aunque llegué a sospechar que era eso lo que andaba buscando.
—También yo. Llevábamos tantos meses sin hacer el amor que supuse que te traía a casa para que ocuparas su lugar y quedar libre. En Gstaad estuve a punto de proponértelo aunque tan sólo fuera por salir de dudas.
—Tal vez debimos hacerlo. Me observó largamente, dudó un instante, y al fin se decidió como quien se lanza de improviso al agua sin demasiadas ganas.
—Aún estamos a tiempo –dijo–. Tengo una casita en La Camarga. Es diminuta y ni siquiera tiene luz eléctrica. A veces, cuando Palmira está fuera mucho tiempo me voy allí a pescar, cazar o montar a caballo.
La casa era francamente pequeña; diminuta era el término perfecto para designarla; sola en mitad de las llanuras de La Camarga, a un kilómetro del mar al que se accedía por un senderillo que bordeaba lagunas y pastizales, y sin más vecindad que manadas de hermosos caballos que corrían libremente desde el amanecer hasta que oscurecía, y solitarios toros meditabundos que rumiaban hora tras hora sus profundísimos problemas.
Tuvieron que aguardar la primera claridad del alba para recorrer la última parte del camino sin riesgo a precipitarse en un estero o hundirse hasta los ejes en la arena, y llegaron tan agotados que apenas tuvieron tiempo de cubrir la enorme cama de colchón de hojas secas para tumbarse sobre ella y quedarse dormidos de inmediato.
Le despertó el olor a fuego de leña que le recordaba los más felices días de su infancia en casa de sus abuelos, y no tuvo más que apartar un poco la cortina de flores desteñidas para distinguir a Omar que preparaba el almuerzo en la estancia contigua y se diría que aquél era su ambiente; el lugar en el que se sentía en verdad a gusto y relajado. Cuando de un cajón extrajo una vieja cachimba renegrida, Andrea experimentó unos profundos deseos de desnudarse, sentarse a horcajadas sobre sus muslos y permitir que la penetrara al tiempo que aspiraba de cerca el aroma dulzón, a higos secos, de aquel espeso tabaco.
Supo contenerse sin embargo, y aguardó hasta una hora más tarde en que la invitó a dar un paseo por la solitaria playa sobre la que rompían largas olas ruidosas, y cuando se desnudaron y tuvo en su poder aquel majestuoso y erecto miembro viril, no pudo por menos que preguntarse qué clase de placer hubiera obtenido de cometer el error de acostarse con Palmira.
Omar Monteverde demostró ser un amante experto y eficaz, porque a sus evidentes dotes físicas unía una gran dosis de ternura y una sorprendente capacidad de recuperación que fascinaba a Andrea. El resultado fue que durante toda una semana apenas se dedicaron a otra cosa que pescar, montar a caballo y hacer el amor sin más excepciones que un par de cortas escapadas a Aigues–Mortes para pasear por sus estrechas calles amuralladas y cenar en los encantadores restaurantes de su plaza mayor.
El paisaje de La Camarga y el ejercicio agotador constituían sin duda la terapia que estaban necesitando, y Andrea llegó a sentirse tan plenamente satisfecha, feliz y relajada, que no le hubiera importado continuar allí durante meses, olvidándose por completo de Cannes, la Galería y los complejos problemas de Palmira Monteverde.
Omar solía proporcionarle un reconfortante despertar con la primera claridad del día, obligándola a gemir de placer sin haber llegado siquiera a abrir los ojos, y casi de inmediato saltaba de la cama para encender el fuego y preparar un abundante desayuno, ensillar los caballos y aparejar las cañas.
Trotaban luego hasta una minúscula ensenada donde el mar se aquietaba mezclándose con las aguas del estuario, para buscar en los charcos carnada fresca, lanzar las cañas y esperar, y en ocasiones, cuando los peces no acudían, se tumbaban desnudos sobre la arena y concluían por ensayar las más atrevidas e inimaginables formas de excitarse mutuamente.
Rotas las primeras barreras, y como si su auténtico yo y su sentido de la moral hubiera quedado más allá de las lindes de aquellas llanuras, Andrea se prestó de buena gana a toda una serie de experiencias sexuales en las que su acompañante demostró estar auténticamente versado, consiguiendo extraer de los más recónditos rincones de su cuerpo un sinfín de nuevas sensaciones que le proporcionaron niveles de placer que jamás anteriormente había sospechado.
Calladamente, sin más argumento que el contacto de sus manos, Omar sabía conducirla al lugar deseado, vencer su inicial resistencia y entregar su cuerpo sin reparos a propuestas tan osadas que en cualquier otra circunstancia de su vida Andrea no hubiera conseguido siquiera mencionarlas.
¿Se trataba tal vez de una venganza? En un momento dado, cuando arrodillada de cara al mar cuyas olas casi la salpicaban permitía que la cabalgara produciéndole un placer inenarrable, se sorprendía a sí misma al descubrir que más aún que aquel placer, lo que realmente hubiera deseado era que Palmira pudiera contemplarlos.
Aplicadamente y en silencio, Omar parecía pretender lo mismo.
Por un acuerdo tácito, sin que ninguno de los dos lo mencionara, Palmira quedó fuera de La Camarga, y abundaron más por lo tanto durante aquellos siete días los gemidos que las palabras, los suspiros que las frases, y las fantasías sexuales que los temas de conversación, pese a lo cual ambos tenían plena conciencia de que Palmira estaba allí, compartiendo la minúscula casa, el colchón de hojas secas, y las desenfrenadas escenas de amor sobre la arena.
—Un juego peligroso.
—Mucho.
—Corrías el peligro de enamorarte de Omar.
—Lo hice.
—¿Aun a sabiendas de que probablemente continuaba queriendo a Palmira?
—Aun así. Quizá no lo entiendas, pero aquélla fue una de las semanas más hermosas de mi vida. Me hizo descubrir el sexo que para mí siempre había sido algo secundario. Dudo que puedas comprender lo que eso significa para una mujer que ha llegado a mi edad convencida de que el amor no es más que un invento del cine o las novelas.
Pidió otro coñac. Era ya, según mis cuentas, el quinto de la tarde, pero no daba la sensación de que se sintiera afectada, sino que, más bien, sin su ayuda no sería capaz de seguir adelante en determinados momentos.
Aquél era uno de ellos.
—Comencé a necesitar a Omar como nunca he necesitado a nadie. Por las noches me despertaba buscándole y dejaba pasar los días aguardando una llamada o que hiciera su aparición en la Galería, pero jamás volvió.
—¿No dio ninguna explicación?
—Ni una palabra. Cada día me arreglaba para él, para que me encontrase atractiva y me deseara cuando al fin nos viéramos, y cada noche me sentía frustrada al regresar a casa y verme obligada a aceptar que mis esfuerzos habían resultado inútiles.
La observaba en silencio, intentando averiguar hasta qué punto semejante situación la había afectado en su amor propio o significó algo tan importante en su vida como para empujarla a matar a Palmira, pero su rostro permanecía inescrutable y tenía que conformarme con extraer mis conclusiones tan sólo a través de sus palabras.
—Por fin, una tarde me tragué mi orgullo y le llamé tratando de averiguar las razones de semejante silencio. –Chasqueó la lengua con un gesto que pretendía denotar decepción o impotencia–. Era muy simple; se había ido a París para intentar localizar a Omayra y a través de ella encontrar a Palmira. –Bebió de nuevo; con ansia; casi como si pretendiera tragarse la copa, y tuve plena conciencia de hasta qué punto se encontraba dolida.
Luego giró la vista a su alrededor; al bar que ya se había quedado casi vacío, pero no pareció reparar en nadie, atenta únicamente a sus propios recuerdos.
—¿Te das cuenta? –inquirió por último mordiendo las palabras–. Había estado una semana haciéndome el amor a todas horas, pero se iba a buscar a Palmira sin siquiera advertírmelo.
Respeté su silencio, ¿qué otra cosa podía hacer?, y aguardé a que se sintiera con ánimos de continuar con un relato que ya me tenía atrapado.
—Tres días después la rubia apareció en la Galería.
—¿Qué rubia?
—La amiga de Palmira. La puta. Me dio la llave de un casillero en el aeropuerto, y un papel con una dirección en Mougins, aquí, a unos diez kilómetros. ¿Conoces «Le Moulins»?
—Hemos cenado allí.
—Es cierto. No me acordaba. Pues detrás, antes de llegar al pueblo. Pretendía que recogiera un paquete del casillero y se lo entregara a Palmira en aquella dirección.
—¿A Palmira? –me sorprendí.
—Exactamente. Por lo visto mientras Omar la buscaba en París, se escondía a veinte kilómetros de su casa.
—¿Por qué?
Observó el fondo de su copa vacía, le dio la vuelta y la colocó sobre la mesa como si con ello quisiera indicar que había llegado al límite de su capacidad de beber.
—Vámonos de aquí –pidió–. Quiero dar un paseo. Necesito tomar aire.
—Me tienen fichada, me vigilan, y si me agarran con tanta «mercancía» no hay quien me quite diez años de «trena». –La rubia teñida y pintarrajeada fumaba incansable unos apestosos «Gitanes» que encendía con la colilla del anterior sin cesar de dirigir inquietas ojeadas a su alrededor temiendo que alguien más pudiera oírla–. La señora se ha portado muy bien conmigo –añadió–. Pero aunque sé cuánto lo necesita, no puedo arriesgarme. Por eso he pensado que usted, que es su amiga, podría hacerle ese favor. Nadie va a sospechar de una señorita tan fina y elegante.
—¿Qué contiene ese paquete? ¿Cocaína? Dudó unos instantes, inclinó la cabeza, golpeó con la uña del dedo meñique la ceniza de su cigarrillo y al fin alzó bruscamente el rostro y la miró a los ojos.
—No quiero engañarla –dijo–. No es mi estilo y creo que es necesario que sepa el riesgo que corre. No es coca. Es heroína.
—¡Heroína! –se espantó Andrea escandalizada–. ¡No puedo creerlo! Me niego a admitir que Palmira se esté drogando con heroína.
La prostituta se encogió de hombros con un gesto profundamente despectivo.
—Como quiera –replicó–. Pero le garantizo que yo misma se la he estado inyectando en las ingles y bajo el cuero cabelludo para que su marido no descubriera las marcas. Ahora la necesita por lo menos cuatro veces diarias. –Se puso en pie cansinamente y se encaminó a la puerta mientras señalaba con un ademán de la barbilla la llave y el papel que había dejado sobre la mesa–. ¡Bien! –barbotó–. Yo he cumplido. No quiero seguir con esto. Me voy de la ciudad y cuando regrese me limitaré a seguir haciendo la calle que es lo mío. Se pasa peor, pero se corren menos riesgos. Puede hacer lo que quiera. Ya no es mi problema.
Salió y cuando se encontró de nuevo a solas Andrea tuvo la impresión de que había vivido una pesadilla y aquella escena no había tenido lugar.
Sin embargo, allí estaban: una dirección y una pequeña llave niquelada, y le asaltó la extraña sensación de que un objeto podía cobrar vida, y algo tan inofensivo se transformaba de improviso en una clara amenaza.
Su primera reacción fue tirar ambas cosas a la papelera y olvidar el asunto. Luego, llamó de nuevo a Omar, decidida a traspasarle la responsabilidad de encontrar a Palmira aunque fuera a base de descubrir que se había convertido en una drogadicta, pero la entristecida voz de Celeste le recordó que continuaba en París y no había dejado dicho en qué hotel se hospedaba.
No tenía, por tanto, a quién recurrir. Durante un par de horas continuó sentada tras su pequeña mesa de despacho contemplando la mansa lluvia que caía más allá de las grandes cristaleras y tratando de convencerse de que nada tenía que ver con la vida de Palmira Monteverde y no debía arriesgarse a ir a parar a la cárcel si la sorprendían con un paquete de heroína en las manos.
Oscurecía cuando decidió tomar el coche y aproximarse a la dirección que le habían indicado. Le costó trabajo pues Mougins se encontraba rodeada por docenas de mansiones perdidas entre bosques atravesados por intrincados y retorcidos caminos, pero al fin se detuvo frente a la verja de una pequeña villa de paredes de piedra amarillenta en una de cuyas ventanas brillaba una luz.
Aguardó largo rato hasta que pudo distinguir la silueta de una mujer que paseaba nerviosamente de un lado a otro de la estancia, pero los visillos y la lluvia le impidieron concretar si se trataba o no de Palmira.
Por último, advirtiendo que las piernas casi se negaban a sostenerla, cruzó la verja y llamó a la puerta.
Le abrió una mujer esquelética, cerúlea, ojerosa y macilenta en la que costaba trabajo reconocer a la Palmira de antaño, pese a que su voz fuese la misma, firme, serena y algo ronca, cuando tras reponerse por la sorpresa que sin duda significaba verla, inquirió bruscamente:
—¿Qué haces tú aquí? Andrea indicó con un gesto que se estaba mojando.
—He venido a verte. ¿Puedo pasar?
—Estoy esperando una visita.
—Si es la que yo creo, no va a venir. Es ella la que me manda.
Un relámpago de terror pareció cruzar por los ojos de Palmira que inmediatamente inquirió ansiosa:
—¿Te ha dado algo para mí?
—No.
—¡Santo Cielo! ¡No es posible! No puede dejarme así. ¡Lo necesito! Hace horas que lo necesito. ¿Dónde puedo encontrarlo ahora?
Se había echado instintivamente atrás, apoyándose en la pared de tal forma que la luz le dio de lleno en el rostro, y Andrea no pudo por menos que horrorizarse por el miserable aspecto que ofrecía una mujer que había conocido en el máximo esplendor de su belleza. Era una auténtica ruina humana, había adelgazado casi quince kilos, e incluso podría llegar a pensarse que había disminuido de tamaño, como si el abuso de la droga la hubiera encogido o la obligara a encorvarse hundiendo la antaño altiva cabeza entre los hombros.
—¡Dios Bendito! –exclamó–. ¿Cómo has podido llegar a esto?
Entró en la casa cerrando la puerta a sus espaldas, y tomándola del brazo la ayudó a encaminarse al salón contiguo donde la recostó en un amplio sofá, pues se diría que en cualquier momento iba a derrumbarse sobre la alfombra.
—¡Lo necesito! –fue toda la respuesta que obtuvo porque Palmira se encontraba obsesionada por una sola idea–. ¡Dios mío! ¡No dejes que me hagan esto! ¡No lo consientas!
Bruscamente se inclinó hacia delante y se aferró con fuerza, como si en lugar de manos tuviera garfios, al antebrazo de Andrea.
—¡Búscame una dosis! –sollozó–. ¡Una sola! Un poco, por Dios. ¡Sólo un poco para poder soportarlo!
—Lo que tienes que hacer es salir de aquí. ¿Es que no te das cuenta? Te llevaré a un hospital y mañana buscaremos una buena clínica en la que te ayuden.
—¿Ayudarme? –replicó furiosa–. Cuando se ha llegado adonde he llegado yo, lo único que te ayuda es una dosis. ¡Sal y búscamela! y luego hablaremos porque prefiero pegarse un tiro que continuar sufriendo como sufro. Tengo un revólver –añadió–. Y te juro que estoy decidida a utilizarlo. ¡Por favor! –suplicó con lágrimas en los ojos–. ¡Por favor!
Andrea meditó unos instantes, observó el ansioso rostro que parecía querer devorarle con la mirada, palpó la llave que guardaba en el bolsillo del impermeable, y por último se puso en pie.
—¡Está bien! –dijo–. Te buscaré una dosis. ¡Sólo una!, y cuando te encuentres más tranquila hablaremos. Tienes unos hijos en que pensar.
Hizo ademán de encaminarse a la salida, pero Palmira le aferró por el borde del vestido.
—¡No le digas nada a nadie! –pidió–. Sobre todo a Omar. ¡Júrame que no vas a llamarle!
—Está en París. –Hizo una significativa pausa–. Buscándote.
Salió y necesitó apoyar la espalda en la puerta, bajo la lluvia, para intentar calmarse, ya que sus nervios se encontraban a punto de estallar. Luego pareció tomar conciencia de donde estaba y a lo que se había comprometido, y tuvo que cerrar los ojos unos instantes y permitir que el agua le empapara el rostro para cobrar las fuerzas necesarias como para encaminarse al coche.
El viaje se le antojó una pesadilla y el aeropuerto un lugar plagado de peligros y una inmensa trampa en la que se diría que todo eran ojos acechantes que vigilaban cada uno de sus movimientos sabedores de la razón por la que se encontraba allí y el delito que iba a cometer en cuanto pusiera las manos sobre la droga.
Tomó asiento en un banco y aguardó largo rato buscando serenarse, e intentando cerciorarse de que nadie vigilaba las casillas y la Policía no se encontraba apostada en los alrededores dispuesta.
Continuaría observando los metálicos muebles de no haber sido porque tomó conciencia de que Palmira aguardaba al borde de la histeria, y tal como la había visto la creía muy capaz de cometer una locura.
Se preguntó cómo resultaba posible que aquella mujer madura, inteligente y dueña de una fabulosa fortuna y una maravillosa familia se hubiera dejado arrastrar de aquel modo, pero no encontró respuesta ni se esforzó tampoco en obtenerla, ya que continuamente los periódicos publicaban noticias sobre docenas de drogadictos que fallecían en trágicas circunstancias empujados por el atractivo de una droga cuyo supremo poder nadie, que no la hubiese probado, conseguiría nunca comprender.
Sin haber fumado jamás un simple cigarrillo de marihuana, la drogadicción era un oscuro fenómeno que había estado siempre más allá de la capacidad de entendimiento de Andrea, para quien resultaba por completo inexplicable que un ser humano permitiera que su voluntad se anulara hasta extremos tan absolutamente inconcebibles.
Al propio tiempo se hallaba demasiado asustada como para reflexionar, por lo que optó por renunciar a unas respuestas que sabía que jamás encontraría, y por último, cuando ella misma menos se lo esperaba, se puso en pie de un salto y prácticamente se abalanzó sobre la fila de casilleros como si temiera que fueran a escapar volando.
Abrió la casilla número nueve y observó, hipnotizada, el envoltorio del papel de estraza que destacaba, dramáticamente solitario, en el centro de la oscura caja metálica.
Cuando lo tocó, quemaba. Le quemó casi con la misma intensidad que si realmente hubiera tenido fuego dentro –tan intenso era su miedo–, y al introducirlo en el bolso, éste pareció aumentar de peso hasta volverse insostenible pese a que apenas se trataba de unos pocos gramos de un polvo blanco e inconsistente.
El camino de regreso lo hizo como entre sueños bajo una lluvia torrencial que había sustituido a la llovizna de la tarde, y cuando avistó ante ella las luces de puesto de peaje de la autopista, el estómago le dio un vuelco y sintió una incontenible necesidad de devolver al imaginar que el coche de la Policía que permanecía detenido en la explanada la estaba aguardando.
Al llegar al fin a la casa tras perderse varias veces por los intrincados senderillos de Mougins, apretó el timbre y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta para recobrar el aliento.
El rostro de Palmira, más hundido y demacrado aún, si es que ello era posible, hizo su fantasmal aparición e inquirió roncamente:
—¿Lo has traído? Sin decir palabra le puso el paquete en la mano y fue a tomar asiento frente a la chimenea despojándose del impermeable y los zapatos y procurando entrar en calor tras el agua recibida.
Palmira desapareció en el interior de la casa.
La mano le temblaba, pero consiguió abrir el paquete, y cuando a los pocos minutos regresó, se tumbó en el sofá y pareció relajarse al permitir que la droga que acababa de inyectarse hiciera su efecto, calmándola.
—¡Gracias! –musitó–. Estaba a punto de volverme loca.
—Me has hecho pasar el peor rato de mi vida –replicó Andrea agriamente–. Y aún no me explico cómo es posible que una persona a la que consideraba inteligente puede haber caído en esto.
¡Mírate! Eres el ser humano que haya llegado a un mayor extremo de degeneración que he visto en vida.
—¿Eso es todo lo que piensas de mí? ¿Que soy una drogadicta degenerada?
—También pienso que eres lesbiana, viciosa, mala esposa, mala madre e indigna de cuanto te ofreció la vida, que bastaría para hacer felices a cientos de mujeres.
Palmira entornó levemente los ojos como si estuviera a punto de dejarse vencer por el sopor que la invadía, y luego, con una voz más suave que de costumbre, señaló:
—No has entendido nada, ¿verdad? Las cosas han sucedido de tal forma que después de todo este tiempo aún eres capaz de sentarte ahí, a condenarme, sin comprender ni una sola palabra.
—Sí he comprendido. Comprendí que hubo un momento en que pretendiste acostarte conmigo, pero te faltó valor para proponérmelo abiertamente. Ni siquiera en eso supiste ser honrada.
—¿Hubieras aceptado?
—Desde luego que no.
—¿Estás completamente segura?
—Ahora sí.
—Pero entonces no lo estabas, ¿no es cierto? Siempre me quedó curiosidad por ver cómo hubieras reaccionado de haberlo intentado. Aquella noche en París lo estabas deseando para poder insultarme a gusto. Te lo noté en los ojos.
—¿Por eso no lo hiciste?
—Por eso, y por miedo a que en un momento de debilidad me hubieses decepcionado. En aquel tiempo aún necesitaba apoyarme en alguien y estaba convencida de que ese alguien eras tú.
—Si hubieras confiado en mí, nunca habrías caído en esto. Yo deseaba ayudarte.
—No hubieras podido evitarlo, pequeña. Pese a toda tu buena voluntad no hubieras conseguido nada. En aquel tiempo yo aún trataba de aferrarme desesperadamente a una última esperanza, pero en mi fuero interno sabía que todo estaba perdido. Ni tú, ni yo, ni Omar, ni nadie en este mundo, hubiera logrado salvarme.
Andrea advirtió que se le cerraba la garganta casi imposibilitándole hablar, pero al fin, con un hilo de voz inquirió tímidamente.
—¿Qué estás intentando decirme?
—Que me estoy muriendo. ¿Tan torpe eres que aún no lo comprendes? Hace meses que sé que estoy acabada y no por culpa de la droga como tú crees. Eso es lo único que aún me mantiene en pie. Eso, y la fuerza de voluntad que Dios me dio. –Abrió los ojos un instante para lanzarle una larga mirada y volver a cerrarlos acomodándose mejor en el cojín que tenía bajo la cabeza–. Y ahora déjame descansar un rato –pidió–. Me siento fatigada. Muy, muy fatigada.
Estaba allí, tendida en el sofá frente a la chimenea eternamente encendida para tratar de paliar el frío de la tumba que se le había metido ya en los huesos, y con los ojos cerrados y el esquelético rostro semejando una mascarilla mortuoria me asaltó la impresión de que me hallaba a solas con un ser surgido del más allá o con alguien que debería encontrarse necesariamente al otro lado de la raya y al que únicamente una monstruosa fuerza de voluntad mantenía un hálito de vida, puesto que su respiración era tan tenue que tuve que inclinarme sobre su rostro para lograr cerciorarme de que seguía en este mundo.
Permanecí por tanto como velando a un difunto antes de tiempo, escuchando el crepitar del fuego y el ladrido lejano de unos perros al que sucedió más tarde el canto de los grillos, y cuando el pesado reloj del comedor dejó escapar con desgana diez lentas campanadas, me serví el largo coñac que estaba necesitando y ocupé un par de horas en arreglar la casa que semejaba un campo de batalla.
La única pieza ordenada era el despacho, sobre cuya mesa se apilaban varias carpetas que contenían las disposiciones de Palmira para después de muerta, y en una de ellas, bajo el epígrafe de «Donaciones» descubrí tres cheques de un millón de dólares cada uno con destino a entidades benéficas, lo cual me permitió calibrar la auténtica cuantía de su fortuna personal.
No quise lógicamente curiosear su testamento, y me limité a permanecer largo rato allí sentada tratando de hacerme una idea de cuáles serían los sentimientos de una mujer que se sabía en posesión de todo aquello y una hermosa familia, y se encontraba sin embargo a punto de perderlo.
Comprendí por fin el auténtico significado de la desconcertante mirada que me dirigió una noche en su casa, y que por unos instantes estuvo a punto de descubrirme la verdad de cuanto se encerraba en su interior. Había sido aquélla una mirada de impotencia y desesperanza; de desolación y miedo; de sumisión e ira; la mirada de quien lo tiene todo con la certeza de que ya nada tiene; la del toro en la plaza consciente de su terrible fuerza y bravura, pero consciente también de que se encuentra perdido frente a las argucias y artimañas de una pandilla de saltimbanquis carniceros.
Vagué en silencio por la casa, asomándome de tanto en tanto a vigilar el sueño–muerte de Palmira, fumé en el despacho, bebí en la cocina, lloré en el baño y me mordí las uñas en la alcoba, y fue durante aquella primera noche amarga cuando empecé a escribir lo que sentía, aunque pronto me di cuenta de que nunca sería capaz de transcribir a un papel cuanto padecí en aquel tiempo. En los días que siguieron pasé largas horas junto a un ser que parecía estar cruzando continuamente la frontera entre dos mundos; que a menudo se diría que incluso me hablaba desde el más allá, .pero yo, ¡estúpida de mí, todo lo que conseguí expresar fueron lugares comunes sin sentido.
—No tienes por qué culparte. Incluso a mí me ocurre a menudo pese a que se supone que contar es mi oficio.
—No es tu oficio lo que he venido buscando, sino tu sensibilidad. Recuerdo que uno de tus personajes.
—¡Escucha! –me apresuré a interrumpirle, Estás hablando de seres de ficción que reaccionan como yo quiero porque para eso los he inventado. Pero tú estás aquí y no puedo inventarte. Por muy hábil que fuera, si no consigues transmitirme lo que sentías en aquellos momentos poco podré ayudarte.
—¿Y cómo puedo saber lo que realmente sentía? –protestó–. Cada vez que iba o venía a la casa tenía que pasar frente a la mansión que el ex dictador de Haití le ha alquilado a un traficante de armas, y en esos momentos no podía evitar preguntarme por qué Dios permite que esa clase de seres vivan en paz mientras Palmira tenía que humillarse recurriendo a las drogas para mitigar apenas sus dolores.
—¿Imaginas que tengo alguna respuesta a preguntas que han hecho cavilar a una Humanidad desde que el mundo es mundo? ¿Por qué unos viven y otros mueren? ¿Por qué estamos aquí en lugar de habernos quedado tranquilamente en el limbo? «Felices los felices», dice Borges, pero ni con ser Borges consigue aclaramos por qué unos nacen para ser felices, ni hasta cuándo les va a durar la dicha.
—¡Pues sí que ayudas tú mucho! –fue la ácida respuesta–. ¿Qué tiene que ver Borges con PaImira?
—Nada –admití molesto–. Pero, puestos a esto, ¿qué tiene que ver Palmira conmigo? Se estaba muriendo, es cierto, pero miles de personas se mueren cada día y nadie escribe su historia.
—La historia de Palmira es especial –repitió machacona, ya que se diría que ese tema se había convertido para ella en una auténtica obsesión.
—¿Qué tiene de especial aparte el hecho de su absurdo comportamiento? ¿Por qué no estaba en un hospital? ¿O en su casa, con su marido y sus hijos que es donde realmente debía estar? –Lancé un resoplido–. Y ya puestos a preguntar: ¿Por qué demonios tuviste que matarla si al parecer estaba a punto de morirse sin ayuda de nadie?
—Te lo contaré mientras cenamos –replicó calmosamente–. Te invito al «Félix». Allí empezó todo y allí quiero que termine.
El amanecer le sorprendió adormilada en el sillón, y cuando abrió los ojos fue para enfrentarse a los de Palmira que la observaban fijamente.
—Tengo frío. Avivó el fuego alimentándolo con un grueso tronco, y mientras lo hacía, Palmira habló de nuevo y su tono tenía una curiosa entonación, como si se estuviese refiriendo a algo que nada tuviera que ver con ella.
—Resulta difícil convivir con estas ratas que continuamente me devoran las entrañas –dijo–. A veces, en el silencio de la noche incluso me parece escuchar sus chillidos y en esos momentos siento miedo, un miedo infinito a que cuando todo acabe continúen royéndome.
—No hables de ese modo –suplicó–. Lo que tenemos que hacer es llevarte a un buen hospital donde te atiendan.
—¡No! –fue la seca respuesta–. No quiero volver a ningún hospital ni ver a ningún médico. Ya nada pueden hacer por mí. Quiero quedarme aquí hasta que todo acabe.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué apartarte de este modo de Omar y de los niños?
Palmira guardó silencio unos instantes, contempló luego las llamas, y pareció encontrar en ellas el valor que estaba necesitando.
—Nunca pensé hacerlo, pero ya que estás aquí voy a contártelo. –Hizo una nueva pausa intentando cobrar fuerzas, y por último señaló–: Todo empezó el día que Omar decidió regresar clandestinamente a Chile porque se iba a celebrar una reunión de los principales grupos políticos que luchan por el derrocamiento de Pinochet. Me pareció una locura. Aceptaba que estuviera colaborando con cifras a veces astronómicas a la causa de la democracia, e incluso aceptaba que volvieran a atentar contra nosotros, pero ir allí, expuesto a que le descubrieran o le traicionaran sabiendo que eso significaba una muerte segura, se me antojó, no sólo una empresa descabellada, sino una falta de consideración hacia los niños y hacia mí.
Respiró fatigosamente porque le costaba un supremo esfuerzo hablar tanto tiempo seguido, y cuando se decidió a hacerlo de nuevo inclinó apenas la cabeza y contempló a Andrea con una levísima sonrisa amarga:
—Pero Omar es un hombre de ideas fijas convencido de que no tiene derecho a ser feliz cuando tantos de los suyos sufren bajo una sangrienta tiranía y acabó por marcharse. ¿Podrías darme un poco de agua, por favor?
Andrea se puso en pie, fue a la cocina y regresó con un vaso del que le ayudó a beber sosteniéndole la cabeza. Luego, tomó asiento de nuevo y se dispuso a continuar escuchando en silencio.
—Yo estaba dolida y furiosa –continuó al poco Palmira–. Y tenía miedo. Procuraba pensar en otras cosas, distraerme, pero me obsesionaba el hecho de que podían pasar meses antes de que Omar regresara, o, lo que era peor, que todo el maravilloso mundo que tanto esfuerzo me había costado construir se derrumbara.
Una vez más guardó silencio, y era un silencio el suyo que casi podía palparse pese a que fuera, en el jardín, una mansa lluvia que no había cesado de caer en toda la noche, comenzara a arreciar, tamborileando sobre el toldo y sobre las hojas de los árboles.
—Tuve que hacer un corto viaje a Nueva York, a resolver un asunto legal, y pasé tres días reunida con abogados –añadió–. La última noche salimos a celebrar el éxito del negocio y acabamos en una discoteca. –Suspiró hondamente–. Peter era un hombre muy atractivo, un gran abogado y todo un caballero que sabía cómo tratar a una mujer que se sentía sola, frustrada y furiosa porque no tenía noticias de su marido desde hacía más de veinte días. –Agitó la cabeza nerviosa–. No voy a decirte que jamás lo había hecho antes porque no es cierto. Yo amaba profundamente a Omar, pero en mis circunstancias, viajando siempre, a menudo se presentaban ese tipo de situaciones y en un par de ocasiones me había ido a la cama con un hombre sin darle mayor importancia.
—Pero esta vez fue distinto.p
—No. No fue distinto. Al día siguiente regresé a casa y no volví a acordarme de Peter hasta que me llamó para comunicarme que los médicos le habían diagnosticado el «Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida», y consideraba justo advertirme que podía haberme contagiado.
—¡Dios Bendito!
—¿Qué tiene de bendito un Dios que consiente que estas cosas ocurran? –masculló Palmira con rabia–. Durante toda mi vida le estuve agradeciendo la felicidad que me había proporcionado y como premio me castiga con la más sucia, cruel y vergonzosa enfermedad que haya existido nunca.
—¿Te había contagiado?
—¿De qué crees que me estoy muriendo? –fue la ácida respuesta–. ¿Por qué crees que me escondo entre estas cuatro paredes, renunciando a un marido y unos hijos que es lo que más quiero en este mundo? No tiene que saberlo. Ni siquiera se le puede pasar por la cabeza que su mujer fue una «apestada»; un ser marcado por una enfermedad de homosexuales y drogadictos.
Ahora fue Andrea la que necesitó un tiempo para asimilar cuanto acababa de escuchar, que era mucho más terrible e iba más allá de lo que nunca hubiera imaginado.
—Durante un tiempo pensé que eras lesbiana –susurré al fin.
—Lo sé. Y no me importó que lo creyeras. Durante ese mismo tiempo yo estaba tratando de descubrir si eras la mujer que deseaba que se acostara con Omar. Cuando regresó de Chile aún confiaba en no estar enferma, pero no podía arriesgarme a contagiarle. Te busqué para él, pero no dio resultado. Os dejé solos en Suiza después de haberos proporcionado mil motivos para engañarme, pero no lo hicisteis. –Agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo–. Eres joven, dulce, hermosa e inteligente y Omar es un hombre atractivo. ¿Cuál fue mi error?
Le pareció una suprema muestra de crueldad confesarle que no había cometido error alguno y acababa de pasar con Omar la semana más intensa de su vida, por lo que se limitó a guardar silencio.
—Hubo un momento en que incluso llegué a pensar que al conocerte había tenido la suerte de encontrar una madre para mis hijos –continuó Palmira–. Observé cómo te comportabas con ellos; eres paciente, simpática y afectuosa. ¿Qué más podía pedir para cuando yo faltase? Van a necesitar a alguien, y no estoy segura de que Omar, obsesionado como está con la política, sepa elegir la persona adecuada. Hubiera sido perfecto que os entendierais y dejarte en mi lugar sabiendo que los niños estarán atendidos.
—¿Qué te hizo cambiar de idea?
—Omar. Andrea tuvo la desagradable impresión de que una de aquellas ratas que le devoraban las entrañas a Palmira corría ahora por su estómago.
—¿Omar? –repitió procurando no demostrar su angustia y su sorpresa.
—Le conozco y me he dado cuenta de que hay algo en ti que le produce un cierto rechazo. Le caes bien, pero quizá, pese a lo que yo creía, no eres su tipo de mujer. Siempre le gustaron más apasionadas. Más «latinas».
—¿Como Omayra?
–Probablemente. Pero Omayra acabó por no gustarme a mí. Por dinero estaba dispuesta a todo. Incluso a que nos fuéramos a la cama juntas –chasqueó la lengua como asqueada–. Aquella tarde en Montecarlo tuvimos una escena muy desagradable. Al final le compré un «Ferrari» y la mandé de regreso a su casa con la promesa de que jamás volvería a acercarse a Omar, porque es un mal bicho muy capaz de enredarle y sacarle hasta la camisa.
—Entonces –musitó Andrea– ¿Cuando buscabas mi amistad no era por mí, sino por eso, por utilizarme como una especie de puta de lujo que atendiera a Omar ya que tú no podías hacerlo?
—«Puta de lujo» no es la definición exacta –replicó Palmira desabridamente.
—¿Qué otra definición le darías entonces? ¿Pretendías o no que me acostara con Omar?
—Puede que, en efecto, lo pretendiera –admitió Palmira de mala gana–. Pero no debes culparme por algo que hacía cuando me sentía desesperada. Ahora, tan cerca ya del fin, intento resignarme ante lo inevitable, pero en aquellos momentos me aferraba a un clavo ardiendo buscando soluciones absurdas. Estaba dispuesta a correr el riesgo de que Omar se encaprichara contigo con tal de mantener unida a mi familia, ganar tiempo, e intentar luego recuperar a mi marido. Estaba dispuesta a todo, excepto a aceptar que iba a morir pudriéndome lentamente y comprendiendo que los que me rodeaban sentían asco y miedo en mi presencia.
—¿Nunca se te ocurrió contárselo a Omar?
—Mil veces. Y las mil lo rechacé. Hasta ahora una mujer podía confesarle a su marido que había tenido una aventura porque el perdón dependía tan sólo de una cuestión moral. Pero en mi situación interviene además un sentimiento de rechazo físico. El «pecado» lleva consigo un castigo de enfermedad y muerte irremediables y aún nadie ha estudiado cómo va a reaccionar un hombre –o una mujer– ante semejante planteamiento. Mi enfermedad provoca una instintiva repulsión al igual que la provocaban antiguamente los leprosos. ¿Sabías que en muchos hospitales se niegan a aceptarnos, y que se está hablando de tatuarnos para que se nos reconozca en el acto?
—Ésa es una reacción histérica que pasará pronto.
—Lo dudo. A medida que la plaga se extienda aumentará también el miedo. Y al fin y al cabo, si Peter hubiera estado tatuado yo no me encontraría en esa situación. –La observó largamente y había una extraña intensidad en su mirada–. Dime –inquirió–. ¿No te asusta la idea de contagiarte?
—No. –La respuesta sonaba absolutamente sincera–. Ni siquiera se me ha ocurrido.
—Pues deberías pensarlo. Y si cuando te marches decides no volver, no voy a reprochártelo. En realidad casi te lo agradecería, porque éstos son momentos para vivirlos a solas, sin sentir sobre la cabeza la compasión de nadie.
Se puso en pie cansinamente y se aproximó al gran ventanal que daba al jardín. Durante unos minutos estuvo contemplando la silueta de la iglesia de Mougins que dominaba el pueblo justo en la cima de la colina y los limoneros empapados por un agua que desdibujaba sus auténticos contornos.
—Para morirse ningún lugar es bueno –comentó al fin sin volverse–. Pero éste al menos es digno y aparente. Y la calma, la lluvia y el silencio me permiten hacerme la ilusión de que el mundo se ha vuelto triste. Si estuviera rodeada por el sol, el mar, las risas de los niños, o las caricias de Omar me costaría muchísimo más trabajo marcharme. –Se volvió a Andrea–. ¿Has visto a los niños? –quiso saber.
—Hace poco hablé con Celeste y están bien aunque te echan de menos.
—Eso es lo peor –musitó casi inaudiblemente yendo a tomar asiento en una silla de respaldo muy recto, en un rincón–. Renunciar a ellos. –Se miró las palmas de las manos–. Pero últimamente cada vez que los acariciaba me asaltaba la impresión de que los estaba contagiando.
—Nadie ha dicho que pudiera existir contagio por simple contacto.
—¡Nadie ha dicho! ¡Nadie ha dicho! –exclamó con irónica amargura–. ¿Qué sabe nadie? Nadie ha dicho aún exactamente por qué demonios me muero, pero lo cierto es que me muero. La cena se había quedado fría, apenas probada, y el propio Félix, tan eficaz y activo como siempre, acudió a interesarse visiblemente preocupado.
—¿Qué ocurre? –inquirió–. ¿No les gusta? ¿Prefieren otra cosa?
—¡No, gracias! –le tranquilicé intentando sonreír–. Todo está exquisito. Es que no tenemos apetito.
Le bastó una simple ojeada al rostro de Andrea para comprender que el problema iba más allá de las excelencias de su cocina, y haciendo un autoritario gesto a los camareros para que limpiaran la mesa y trajeran el carrito de los postres, regresó junto a la barra imaginando que nuestra desgana se debía a algún tipo de complicación de índole «sentimental».
Elegimos tarta de frambuesas y pastel de manzana, más por cumplido que por auténticas ganas de probarlo, porque lo cierto es que a mí se me había contraído el estómago y Andrea se diría que apenas se alimentaba desde hacía mucho tiempo.
—Debió ser muy duro –dije por decir algo.
—¡No imaginas cuánto! –afirmó–. Y eso fue sólo el principio.
—¿No sentías miedo?
—¿Al contagio? Sí. A menudo me preguntaba qué coño hacía allí, arriesgándome a acabar como ella, y en esos momentos me prometía no volver nunca, pero más tarde, cuando pensaba en Palmira sola en aquella casa, muriéndose como un perro y sin ni siquiera poder decírselo a quienes más quería, me avergonzaba y decidía regresar.
—Fuiste muy valiente.
—No. No era valentía. Era lástima, culpabilidad, desconcierto. No lo sé. ¡Me sentía tan confundida! ¿Por qué tenía que ocurrirme precisamente a mí una cosa tan absurda? Siempre me había sentido agradecida por el hecho de que mis padres tuvieran el buen gusto de morirse muy lejos porque nunca quise mantener ningún trato con la muerte, como si a base de ignorarla también ella me olvidase, pero allí estaba ahora, rodeándome y formando parte de mis actos, mis palabras y mis pensamientos. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar?
—¿Acerca de qué? –¿De contárselo a Omar? –Habías prometido no hacerlo. Y entiendo la actitud de Palmira al pedírtelo. Hasta ahora se me antojaba absurda, pero esa enfermedad impresiona y supongo que impone normas de comportamiento distintas a cuanto estamos habituados.
—¿Cómo reaccionarías si de improviso te diagnosticaran una cosa así?
—No lo sé. Es algo que, como la muerte, nunca imaginamos que va a ocurrirnos. Si no eres homosexual, drogadicto, o en último caso hemofílico, te consideras en cierto modo a salvo y contemplas el problema desde lejos, como si te hablaran de cosas que tienen lugar en otra galaxia.
—Pero la enfermedad se extiende con tanta rapidez que no es extraño que afecte a personas que, como Palmira, también se creían lejos de su radio de acción. Nadie está hoy en día totalmente fuera de peligro. Repito, ¿qué harías tú?
—¡Oh, vamos, Andrea! ¡Déjate de juegos! –Protesté–. No tengo ni idea de lo que haría. No quiero ni siquiera planteármelo. ¿Te lo has planteado tú?
—Sí. Estando tan cerca he tenido mucho tiempo para planteármelo, y sé positivamente lo que haría; me pegaría un tiro. –Hizo una pausa y revolvió muy despacio el café que acababan de colocar ante ella–. Eso es lo que Palmira hubiera deseado, pero tenía algo que yo no tengo: fe. Era una cristiana convencida que, aunque a menudo maldijese a Dios por el castigo que le había enviado, nunca sería capaz de suicidarse.
—¿Por eso la mataste?
—Mentiría si pretendiese que fue el único motivo.
—¿Te lo pidió?
—Pedírmelo hubiera significado pecar de igual manera que atentando por sí misma contra su vida. –Se inclinó hacia delante buscando que le encendiera el cigarrillo–. únicamente bajo el síndrome de la abstinencia se desesperaba hasta el punto de querer matarse, pero en cuanto se calmaba cambiaba de idea y se arrepentía. A menudo sostenía que el hecho de soportar en vida el castigo que le habían enviado la libraría de un nuevo castigo en el «Más Allá».
—La creía más inteligente.
—La fe nada tiene que ver con la inteligencia. Y en los peores momentos le ayudó más.
—Si estaba convencida de que no tenía salvación, pegarse un tiro le hubiera evitado esos «peores momentos». A ella, y a los suyos. No entiendo a quienes se aferran con tanta desesperación a la vida aun a sabiendas de que esa vida es lo peor que tienen.
—Siempre te queda la esperanza. Cualquier día puede descubrirse una vacuna. Ella murió convencida de que el destino le había jugado la mala pasada de elegirla como víctima caprichosa de una enfermedad «circunstancial».
—¡De una moda, vaya!
—Más o menos. En toda su vida tan sólo hubo seis hombres, incluido Omar, y durante estos últimos tres años únicamente el abogado y otro más. ¡También es mala suerte ir a tropezar con un bisexual que no lo aparentaba!
—¿Bisexual? ¡Qué gracia! ¿Qué fue de él?
—Murió y la noticia acabó de hundir a Palmira porque tuvo la absoluta seguridad de que era el siguiente eslabón de la cadena. Recuerdo que me ocurrio lo mismo cuando murió mi madre. Me dije: «Luego, vienes tú», con la diferencia de que entre una generación y la siguiente median años, mientras que el contagio va derribando a los enfermos como fichas de dominó.
—Al menos con Palmira la cadena se rompe.
—Eso espero, porque ella juraba que no había vuelto a mantener ninguna relación con nadie.
—¿Te preocupaba que lo hubiera hecho con Omar?
—Mucho, pero en eso hubo suerte porque Omar tardó en regresar de Chile. Si lo hubiera hecho ya cuando Palmira volvió de Nueva York, ahora tal vez estarían los dos muertos.
—Cuesta trabajo admitir que esas cosas ocurran –señalé–. Y sin embargo, ahí están, matando a cientos de miles de personas cada año. ¿Qué hacía Omar mientras tanto?
—Continuar buscando. Localizó a Omayra en París, pero ésta le dio una versión muy particular de lo que había sido su «amistad» con Palmira, limitándose a señalarle que no había vuelto a verla. En vista de ello, contrató detectives.
—¿Detectives? –Me asombré.
—Exactamente –fue la respuesta, tal vez dolorida, de una Andrea que de nuevo comenzaba a pedir un coñac tras otro–. Omar no se resignaba a perder a Palmira, ni aceptaba que hubiese podido desaparecer como si se la hubiese tragado la tierra. Contrató a los mejores detectives y pronto demostraron que lo eran: a los cinco días le comunicaron que tenían la absoluta seguridad de que se encontraba oculta en algún lugar de la Costa y que le seguían la pista a una prostituta que al parecer conocía su dirección exacta.
—¿Seguías viendo a Omar?
—Algunas veces.
—¿Te acostabas con él?
—Algunas veces.
—¿Aun a sabiendas de que únicamente le interesaba Palmira?
—Yo sabía, mejor que nadie, que Palmira estaba prácticamente muerta. No era alguien a quien se pudiera tener en cuenta.
—Lo has dicho en un tono que se podría pensar que la considerabas en cierto modo una rival. ¿Era Palmira una rival?
—Ésa es una pregunta muy hija de puta.
—Aun así me gustaría que la respondieras.
Apuró hasta el fondo su coñac. ¿Cuántos iban ya? Encendió su enésimo cigarrillo y meditó antes de responder porque resultaba evidente que pretendía hacerlo con absoluta sinceridad.
—Ya te he dicho que necesitaba a Omar –señaló por último–. Lo necesitaba como nunca he necesitado a ningún hombre, porque nadie me había hecho nunca el amor como él. Normalmente se mostraba dulce, cortés, cariñoso y sumamente educado, pero en cuanto nos desnudábamos podría creerse que yo dejaba de existir y pasaba a convertirme en un simple pedazo de carne.
—¿Y eso te gustaba?
—Lo aborrecía pero al mismo tiempo me excitaba y me enfurecía porque me obligaba a aceptar que, incluso muerta, Palmira seguiría siendo superior a mí. Omar no me hacía el amor; no es cierto. Omar me jodía, me follaba o me sodomizaba, pero que yo recuerde no hubo un solo gesto tierno ni una palabra afectuosa en nuestra relación sexual de aquellos días.
—Nadie te obligaba a soportarlo.
—Si tuviera interés en justificarme, que no lo tengo, lo atribuiría a la excesiva presión a que me veía sometida a diario encerrada en el salón de la casa de Mougins, asfixiada por el calor de una chimenea cada vez más ardiente, un aire viciado y un hedor de medicamentos que impregnaba los muros. Convivir con la muerte me aferraba a la vida, y cuando salía de allí deseaba olvidar aun a costa de atentar contra mis propias convicciones.
Me observó y debió advertir que sus razonamientos no me convencían, lo cual pareció desconcertarla unos instantes, pero al poco, añadió:
—Al propio tiempo creo que inconscientemente me había arrogado el papel de chivo expiatorio de Palmira, deudora de sus culpas y cómplice de su abandono de hogar. Veía a Omar desesperarse buscándola, pendiente a todas horas de las noticias de los detectives, pero no le confesaba que acababa de verla o que la vería en cuanto le dejara. –Lanzó un hondo suspiro–. Mientras tanto, el cerco se estrechaba.
—Omar está a punto de localizarte. Palmira atravesaba uno de sus cada vez más escasos períodos de lucidez; aquellos durante los que se diría que volvía a ser la mujer brillante, inteligente y eficaz que había sabido multiplicar la fortuna que su padre le había dejado, por lo que no pareció alarmarse por la noticia.
—Nada en esta casa está a mi nombre, nadie sabe que vivo aquí, y existen centenares de villas semejantes en la Riviera. ¿Cómo piensa encontrarme?
—Por la puta. Han averiguado que está en Marsella. Si la localizan acabará por decir todo lo que sabe.
—Ella no sabe nada. Sólo que me drogo. Por la cuenta que le tiene guardará silencio.
—Estaba asustada. Si le amenazan con ir a la Policía, hablará.
Palmira pareció aceptar el hecho de que el riesgo era evidente, pero se limitó a contemplar el fuego, que podría creerse que se había convertido en su principal atracción, pues era capaz de pasarse horas mirándolo, como si las llamas fueran las únicas capaces de ofrecerle una inexistente solución a sus problemas.
—¿Por qué esta agonía tan larga? –inquirió al fin en voz tan baja que Andrea tuvo que inclinarse para poder captar lo que decía–. ¿Por qué este complacerse en pudrirme poco a poco, dando tiempo a que mi sacrificio resulte inútil? –Se volvió a mirarla–. ¿Tan grave es mi falta como para merecer semejante castigo?
No había respuesta.
—Me arrancan a mis hijos, mi marido y aun la vida y me he resignado a que así sea. ¿Qué más quieren? ¿Mi honor? ¿Mi recuerdo? ¿La posibilidad de quedar al menos con un mínimo de dignidad en la memoria de los míos? ¿Por qué me empujan así? No es justo. Tú sabes que no es justo.
No estaba pidiéndolo. No estaba ni siquiera insinuándolo, pero Andrea sabía que en el fondo de aquella protesta latía una desesperada llamada de auxilio; una ineludible necesidad de acabar de una vez conservando al menos la esperanza de un pequeño lugar en el corazón de los suyos.
—Te sacaré de aquí –fue todo lo que dijo–. Confía en mí. Nunca te encontrarán y Omar jamás sabrá la causa de tu muerte.
—¿Me llevarás a tu casa?
¿Cómo decirle que muchas noches Omar acudía a su casa a acostarse con ella?
—No –replicó–. Mi casa no es Siegura. Buscaré otro sitio.
—¿Cuándo?
—Mañana. Palmira se puso en pie, se encaminó al despacho y regresó a los pocos instantes con un enorme fajo de billetes que le puso en las manos.
—Toma –dijo–. Gasta lo que necesites. –Tomó asiento frente a ella y la aferró por las muñecas mirándola a los ojos–. Ayúdame –suplicó–. Consigue que acabe dignamente y te haré rica.
—No quiero tu dinero. Estas cosas no se hacen por dinero.
—Lo sé. Tú no eres como Omayra. A ti te puse trampas, tentándote, y jamás caíste en ellas. ¿Recuerdas a Serge y Paolo? No eran socios míos, ni ricos, sino únicamente dos gigolós a los que contraté para que te deslumbraran. Y Alexander te propuso hacer cine porque yo se lo pedí.
—¿Por qué?
—¿Por qué «qué»?
—¿Por qué tenías necesidad de tenderme trampas? Yo lo único que deseaba era ser tu amiga. Has tenido tantas cosas en la vida que no consigues entender que quien no tiene a nadie busque amistad. –Se puso en pie y entreabrió unos centímetros la puerta de la terraza porque el calor comenzaba a volverse agobiante y parecía a punto de marearla–. Me hiciste mucho daño en aquel tiempo, ¡mucho!, y además, gratuito. Si hubieras sido sincera conmigo desde el primer momento todo hubiera resultado más fácil.
—¡Oh, vamos, Andrea, no digas majaderías! –protestó Palmira enojada–. ¿Qué cara hubieras puesto si se me ocurre pedirte que te acuestes con Omar porque estoy enferma? Ésa es una costumbre polinesia, no europea. Aquí aún estamos demasiado atrasados; se acepta mejor el adulterio indiscriminado. Yo quise convertirlo en un adulterio «controlado» y te hice daño, pero es que nunca llegué a imaginar que pudieras ser tan recta, tan honrada y tan estricta.
Tampoco aquél era el momento de confesarle que estaba deseando que llegara la noche por si a Omar se le ocurría ir a su casa a hacerme el amor.
—Está en Mougins. Sentí un vahído. Acababa de hacerme el amor hasta dejarme extenuada, y al regresar del baño, cuando me tumbaba a su lado a compartir el cigarrillo que estaba fumando y admirar aquel hermoso cuerpo que tanto me hacía gozar, demostró una vez más que siempre, hiciera lo que hiciera y aun en los más bellos momentos, únicamente pensaba en Palmira y en su desesperada necesidad de encontrarla.
—¿En Mougins? –repetí por no quedarme callada–. ¿Cómo lo sabes?
—La puta lo dijo.
—¿Qué más dijo?
—Sólo eso. Que le dio una dirección de Mougins pero la perdió. Mas no importa; Mougins es pequeño. La encontrarán.
—¿Qué harás entonces?
—Aún no lo sé. Tomé asiento en el borde de la cama y me miró. Su rostro, tan expresivo y luminoso a veces, permanecía inmutable y opaco, como de cartón piedra; un rostro vacío y sin vida, puesto que vacía se encontraba en esos momentos su mente, desconcertada ante el hecho de que tal vez al día siguiente habría llegado al punto tan temido, aquel en el que tendría que llamar a una puerta y enfrentarse a una verdad que le asustaba.
—¿Por qué no la dejas en paz? –insinué–. Si se oculta sus razones tendrá. No entiendo tu obsesión por perseguir a alguien que no quiere verte.
—No la entiendes porque no conoces a Palmira como yo –replicó al tiempo que aplastaba el cigarrillo en el cenicero, y comenzaba a vestirse sin mirarme–. No puede haber cambiado tanto. Algo le ocurre; algo que no consigo explicar, pero hasta que me lo aclare personalmente no dejaré de buscarla.
—¿No temes lo que puedas descubrir?
—Más le temo a la incertidumbre. –Se volvió mientras se abrochaba la cremallera de los pantalones–. Y algo me dice que Palmira me necesita.
Una vez más sentí celos. Celos de una mujer convertida en caricatura de lo que fue en un tiempo y cuyo único deseo era que alguien la compadeciese lo suficiente como para rematarla, pero a la que el hombre que yo más había amado adoraba hasta el punto de que hubiera ofrecido cien vidas mías por una hora con ella.
Me sentía humillada, ofendida y rechazada, y mientras observaba cómo Omar concluía de vestirse y se marchaba sin darme siquiera un beso, odié a Palmira como nunca había odiado a nadie hasta ese instante, aunque luego, al asomarme a la terraza a contemplar el mar, los barcos y el estrellado cielo de finales de invierno, recordé que para ella no habría más primaveras, ni más días de yate, ni ninguna otra oportunidad de contemplar cómo Omar se vestía, y sentí una profunda vergüenza de mí misma.
Permanecí largo rato allí, preguntándome qué ocurriría cuando Omar llamara a la puerta y aquel esqueleto andante le abriese, y llegué a la conclusión de que Palmira tenía derecho a morirse confiando en el milagro de que su enfermedad se mantuviese oculta. Me sentía agotada tras toda una noche de hacer el amor hasta deshidratarme, pero con la primera claridad del alba la desperté, la acomodé en el «Rolls–Royce» que permanecía encerrado en el garaje, y recogiendo lo más imprescindible abandonamos Mougins.
¿Qué se puede hacer en la Costa Azul un domingo de marzo con una moribunda encerrada en un «Rolls–Royce» blanco?
—Quiero dar un paseo.
—¿Cómo has dicho? Me observó a través del espejo retrovisor y hubiera jurado que por primera vez en mucho tiempo sonreía.
—He dicho que quiero dar un paseo. Llévame a Montecarlo. Me gustará verlo todo por última vez.
Dimos el paseo intentando verlo todo, yo también como si ya jamás pudiera volver a hacerlo, en un inútil esfuerzo por experimentar algo semejante a lo que sentía Palmira al recorrer aquellos paisajes en los que habían transcurrido los más felices años de su vida, y al llegar a Niza me obligó a detenerme ante el «Negresco» señalando un amplio balcón de la última planta.
—Aquí pasamos nuestra luna de miel –musitó–. En la suite de la esquina. Aquí engendramos a Celeste y aquí nos juramos fidelidad. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
Durante cuatro largas horas, y mientras rodábamos por los más bellos parajes de la Costa, me fue resumiendo sus más íntimos recuerdos; desde su infancia a orillas del lago Amatitlán, en Guatemala, donde su familia poseía inmensas plantaciones de café y los indígenas conservaban costumbres del tiempo de la Conquista, hasta el día y el lugar exacto en que conoció a Omar cuando trabajaba a bordo del yate de un pintoresco millonario ecuatoriano.
—Fue en aquel velero: el Barlovento, el que está atracado en la punta del espigón. Lautaro me había invitado a Saint–Tropez donde se inauguraba una discoteca y estábamos comenzando a considerar la posibilidad de vivir juntos, aunque me preocupaban sus continuas locuras porque se trataba de un hombre terriblemente excéntrico. –Evocó sus recuerdos con el profundo amor de quien ya no posee ninguna otra cosa de valor en este mundo–. Al caer la tarde subí a cubierta y descubrí a Omar, semidesnudo y trepando en la cruceta del palo mayor, más hermoso que el más hermoso pirata del Caribe, bajo la luz del sol que se ponía, y cuando Lautaro se aproximó e intentó besarme, le dije: «No lo hagas. Estoy comprometida; voy a casarme con ese hombre. ¿Quién es?»
—¿Qué respondió?
—Tendrías que conocer a Lautaro Velasco. Es multimillonario en todo; incluso en sentimientos. Me tomó de la barbilla, me miró a los ojos y respondió: «Ése es el hombre perfecto para hacerte feliz; es orgulloso, pobre, simpático, combativo y soñador. Se sube siempre a los palos porque como no tiene donde caerse muerto, no corre peligro. Conseguiré que te cases con él.»
—¿Dónde se encuentra ahora?
—¿Lautaro? En Quito, supongo. Tiene una finca preciosa en las faldas del Cotopaxi, el volcán más hermoso que existe. Su casa está construida sobre un viejo palacio inca, y nos solía invitar a pasar allí largas temporadas.
—¿Te permitiría quedarte en el barco? Sería un escondite magnífico.
Tardó en responder. Cuando lo hizo su voz me sonó más extraña que nunca.
—Un perfecto lugar para morirse –susurró–. Al pie del palo mayor, trazando un círculo completo. ¡Vamos! –añadió–. Facundo tiene que estar a bordo.
Facundo era un viejo marino surcado por un millón de arrugas, como sacado de un libro de grabados antiguos –incluidas la curvada cachimba y la gorra mugrienta–, que entornó mucho los ojos tratando de reconocer en aquel rostro demacrado algún rasgo de la portentosa mujer que estuvo a punto de ser su patrona y acabó casándose con el más joven de los miembros de su tripulación.
—¡Señora! –barboteó al fin incrédulo–. ¿Qué le ha ocurrido?
—Me estoy muriendo, y quiero hacerlo aquí, en el Barlovento. ¿Puede llamar a Don Lautaro y pedirle permiso?
—Ya lo tiene, señora –replicó el buen hombre conmovido–. Ya lo tiene. Cuando el patrón está fuera, yo mando en el barco. Suba a bordo.
A media tarde localizamos a Lautaro Velasco en su hacienda de Quito. Palmira dormía en esos momentos y le expliqué, sin especificar detalles, el problema. A través del teléfono y a miles de kilómetros de distancia, pude captar la profundidad de su dolor y su sorpresa.
—No se muevan del barco –dijo al fin, Considérenlo suyo. Iré en seguida.
Traté de disuadirle, pero dos días después cruzó la pasarela y se encerró con Palmira en el camarote. Cuando salió era un hombre deshecho que parecía haber envejecido diez años en minutos.
—Siempre me sentí orgulloso de haber contribuido a formar esa familia –dijo–. Significaba la prueba de que se puede tener todo en este mundo sin hacer daño a nadie: amor, fortuna, belleza, inteligencia. ¡Tres niños preciosos! ¿Sabía que soy el padrino de Celeste? Palmira era mi modelo de mujer ideal y mi error fue no casarme con ella. –Había ido a tomar asiento sobre la botavara del palo de mesana, y negó agitando violentamente la cabeza–: ¡No es cierto! –exclamó alzando el rostro al cielo–. ¡No puede ser cierto! A Palmira no puede haberle ocurrido esto. ¡A ella no!
Una vez más tuve que preguntarme qué había en Palmira que cuantos la conocían la amaban hasta el punto de conseguir que incluso el poderoso dueño de un «jet» privado y el más fabuloso yate que hubiera visto nunca, abandonase sus negocios y no dudase en atravesar medio mundo por acudir en su ayuda.
Se lo había contado todo y en cierta forma me dolió el hecho de no ser ya la única en compartir su secreto, pero al propio tiempo agradecí la oportunidad de hablar con alguien sobre un tema que me estaba obsesionando.
—Omar no debe enterarse –puntualizó Lautaro Velasco al terminar de cenar muy frugalmente en el bellísimo comedor del barco, decorado todo él a base de inmensos colmillos de elefante–. Palmira tiene razón y lo único que puede salvar ya es su buena memoria. Tenemos que ayudarle a conseguirlo.
—¿Cómo?
—Aún no lo sé –admitió–, pero encontraré una fórmula. Lo que me apena es que no recurriera a mí desde un principio.
—Sentía vergüenza. Tal vez no por el hecho en sí de estar enferma, sino por darse cuenta que viviendo en un mundo edificado sobre millones de desgracias, en una sola noche tiró por la borda toda la felicidad que le otorgaron. En cierto modo es como haber cometido el peor de los delitos; en el momento en que se acostaba con un sucio bisexual en un lujoso hotel de Nueva York, Omar se encontraba clandestinamente en Chile jugándose la vida. A veces tengo la impresión de que se siente como si el dedo de un Dios terriblemente vengativo la estuviera señalando acusador.
—Jamás he creído en Dios. Creo, eso sí, en la suerte, y en que un día, caprichosamente, te abandona. Por eso procuro convertirme a mi vez en suerte para otros. –Su cara de búho real apoltronado en el trono giratorio que era el enorme sillón de cuero blanco me fascinaba, y a veces tenía la impresión de que llegaría a hipnotizarme si no apartaba la mirada de sus redondos ojos–. ¿Entiende lo que quiero decir? –concluyó.
—Entiendo que todo el que posee busca su particular forma de conservar. Ésa es la suya.
—¡Exacto! Unos guardan dinero en los Bancos y otros invierten en joyas o en acciones, pero en el fondo nada importa, porque un día puede aniquilarte una enfermedad o un accidente. Hay que invertir en suerte; hay que mimarla como a la amante más hermosa. Ésa es mi táctica.
—No deja de ser una curiosa teoría.
—Es la única válida.
—¿Por eso propició la boda de Palmira? Me atrapó su forma de sonreír ladinamente.
—Tal vez sospechaba que mi suerte comenzaba a sentirse celosa. Tener también a Palmira hubiera sido quizá demasiado. Era una criatura tan excepcionalmente hermosa e inteligente, que recuerdo que Omar temió durante mucho tiempo que en realidad estuviera tratando de tomarle el pelo. Si incluso a mí, que ya lo tenía todo, se me antojaba excesiva, imagínese lo que significaba para un pobre marinero expatriado. ¡Era como un sueño!
—Aún no ha despertado de ese sueño.
—Ni lo hará jamás. –Se puso en pie, pulsó un botón disimulado junto a un cuadro, y el panel de la pared se abrió dejando a la vista un iluminado bar perfectamente pertrechado–. ¿Qué le apetece? –quiso saber.
—Coñac.
Sirvió dos, y mientras lo hacía comentó sin mirarme:
—Yo fui uno de los mejores amigos del padre de Palmira. ¡Un hombre notable! Se quedó viudo muy joven, quiso hacer de ella un ser perfecto, y a fe que lo consiguió. Era duro y severo, pero ella nunca se quejó. Por el contrario, si le exigían dos, daba cuatro; si le reñían, callaba; si la alababan, se iba. –Volvió junto a Andrea, le tendió la copa y sin el menor asomo de rubor, confesó–: Me enamoré de Palmira cuando apenas tenía doce años, pero era ya la mujer más completa que he conocido.
Se apoltronó de nuevo en la butaca, bebió paladeando el licor con aire de entendido, y como hablando para sí mismo, añadió: –Los dioses debieron sentirse celosos allá arriba. O de pronto descubrieron que habían cometido un tremendo error al conceder tanto a una misma persona y decidieron pasarle la factura. Ésa es la espada que marca nuestras vidas: o nos clava a la pared o pende sobre nuestras cabezas.
—No es justo.
—La justicia, amiga mía, es un concepto abstracto inventado por los seres humanos. En la Naturaleza, desde el movimiento de los astros a las costumbres del último insecto, existe el equilibrio, pero no la justicia. El grande se come al chico y el fuerte avasalla al débil sin que nadie venga luego a reivindicar si ha estado bien o mal. Pero nosotros pretendemos que la absurda justicia que hemos fabricado para nuestras interrelaciones humanas vaya más lejos y se adapte también a nuestra relación con la Naturaleza. ¡Resulta estúpido! Que Palmira se muera o no tan cruelmente, no es cuestión de justicia, sino de suerte. Le tocó a ella como le ha tocado a otras cincuenta mil personas este año.
—¿Cómo es?
—¿Lautaro? Como una gran lechuza siempre atenta a cuanto ocurre a su alrededor. Quieto, al acecho, aparentemente lejano, aunque de improviso se diría que un resorte se dispara en su interior y se lanza al vacío. Puede ser el más viejo de los jóvenes o el más joven de los viejos, no lo sé a ciencia cierta. Lo más probable es que esté loco.
—¿Por qué?
—Cuando se enamora de una mujer se apresura a dejarla, y sin embargo la soledad es la principal de sus desgracias. Quiere acostarse con todas pese a que le aburre hacerlo, y aunque ha pasado ya de los sesenta se comporta como un niño para el que la vida no es más que un juego. Su sueño es ser un crápula a cuyo entierro asistan miles de personas, y que al día siguiente ya nadie le recuerde. Es a la vez estúpido y astuto, sereno e inmaduro, bueno y malo, cuerdo y loco. En una palabra, excéntrico.
El restaurante se había ido llenando de asistentes a la gala que acababa de concluir, y hermosas mujeres con sus largos vestidos de noche y hombres de impecables smokings aguardaban hambrientos en la barra lanzando mal disimuladas miradas de deseo a las mesas en trance de quedar disponibles.
Entre tanta mujer de lujo destacaba una belleza alta y morena, de enormes ojos verdes y cubierta de joyas con la que Andrea intercambió un leve saludo.
—Es Anja –dijo–. La ex esposa de Francis López, el compositor de operetas. Viene aquí a menudo y no sé por qué me recuerda a Palmira. Su acompañante es Asiaín, el multimillonario vasco.
—Coincidimos hace años en un viaje a Madrid y me impresionó aunque no sabía quién era.
—Empieza a envejecer, pero ha sido la mujer más espectacular de La Riviera. Los hombres aún se vuelven locos por ella.
Cinco días más tarde Anja López y Asiaín se mataban en un accidente de helicóptero cayendo al mar a quinientos metros de la playa, justamente frente a donde nos encontrábamos. Al conocer la noticia la recordé tal como la había visto aquella noche, llamativa, rebosante de alegría y deslumbrante, y no pude por menos que evocar las palabras de aquel Lautaro Velasco que únicamente rendía culto a la suerte. Tenía razón: cuando hasta lo más hermoso está expuesto a ser destruido en un instante, sólo la suerte cuenta.
Les cedimos la mesa porque como viejo cliente sabía lo que significaba para Félix aprovechar al máximo los días del «boom» del Festival, y nos fuimos a recorrer «La Croisette» de punta a punta; desde el Palacio de Festivales a Port–Cantó.
—Aquél es el Barlovento –indicó Andrea señalando un estilizado velero de tres palos atracado de popa–. En él murió Palmira.
—¿Realmente la mataste?
—Era mi amiga –replicó como si con ello estuviese explicándolo todo.
—¿Ésa fue la única razón?
–Me gustaría poder asegurarlo, pero no es tan sencillo. Día y noche me planteo la misma pregunta y aún no sé la respuesta, pero es que ahora trato de analizarlo desapasionadamente, mientras que en aquellos días me encontraba demasiado presionada. De pronto comenzó a asaltarme la sensación de que Omar me odiaba.
—¿Te odiaba? –me sorprendí.
—No siempre –replicó en el mismo tono, monocorde y monótono–. A ratos me apreciaba e incluso me necesitaba porque en cierta forma constituía su único consuelo, pero en los momentos claves, cuando me estaba haciendo el amor o se despertaba sobresaltado para descubrir que era conmigo con quien dormía, percibía un relámpago de rencor en su mirada y una muda y ofensiva pregunta parecía siempre a punto de escapársele. ¿Qué pintaba yo allí? ¿Por qué no se me tragaba la tierra o un portentoso encantamiento me convertía en la persona que él deseaba que ocupara aquella cama en aquellos momentos? Y todo por culpa de Palmira que estaba tardando demasiado en morirse.
—Eso suena cruel.
—Pero es cierto. Lautaro había apalabrado un falso certificado de defunción y ultimaba los detalles de una historia que justificara el comportamiento de Palmira alejando las sospechas sobre las auténticas razones de su fallecimiento. Frente a los hechos consumados Omar recuperaría la calma y yo aún me consideraba en disposición de servirle de consuelo, pero si nuestra relación continuaba deteriorándose todo estaría irremisiblemente perdido.
—¿Perdido para quién? Para ti, supongo, puesto que Palmira lo había perdido todo hacía tiempo. Perdona mi franqueza, pero tengo la impresión de que en cierto modo te estabas considerando ya la heredera universal de Palmira.
Había tomado asiento en el muro que separa el paseo de la playa, y observaba, absorta, la silueta del inmenso galeón que habían construido expresamente para la película Piratas, y que destacaba, majestuoso y anacrónico, junto a los yates de línea ultramoderna. Rumió a conciencia la manifiesta mala intención de mis palabras, pero cuando alzó el rostro para mirarme de soslayo, no leí rencor en ellos.
—¿Te extraña? –quiso saber.
—Supongo que no. Supongo que si te habías enamorado de Omar lo lógico es que quisieras ocupar el lugar de Palmira.
—Sí. Parece lógico –admitió–. Aunque esa lógica no impide que a menudo me viese a mí misma como un buitre acechante, trazando círculos sobre una pobre moribunda a la espera de que lanzara el último suspiro para arrojarme sobre sus despojos.
—En un caso como éste, únicamente tú puedes saber cómo te sentías. La línea que separa el amor del egoísmo es a menudo tan sutil, que ni siquiera sabemos distinguir de qué lado estamos.
—Tú misma dijiste que creías haber encontrado una madre ideal para tus hijos. Permíteme que lo sea.
Incluso para una persona que había tomado plena conciencia de que tenía ya un pie en la tumba, la confirmación de que alguien deseaba ocupar su lugar en la vida apoderándose de todo cuanto hasta aquel momento le había pertenecido, debió constituir un duro golpe, y Palmira –que tantas pruebas de entereza había dado– se murió un poco más de lo que ya lo estaba.
Encontrar una madre que cuidara a unos hijos demasiado pequeños, y a un marido al que creía muy capaz de quemar su fortuna en su inútil empeño por derribar a un sangriento tirano, había sido sin duda su primera intención al saberse desahuciada, pero más tarde un postrer residuo de esperanza o un resto de egoísmo le impidieron continuar adelante con una idea que hacía tanto daño.
Permaneció muy quieta, con las manos desmadejadamente caídas sobre el halda, fláccidas y sin fuerzas, como quebradas a la altura de las muñecas, y la cabeza hundida sobre el pecho, contemplando con ojos levemente empañados la inmensidad del mar que murmuraba contra la borda del velero.
—Déjame ahora –suplicó mansamente–. Déjame que lo medite a solas y en silencio.
Andrea fue a acodarse junto a Lautaro Velasco que se sentaba al timón, y que captó de un solo golpe de vista la profundidad de su desánimo.
—¿Qué ocurre? –quiso saber.
Se lo explicó en pocas palabras y el ecuatoriano lanzó un sonoro resoplido.
—Creo que no me importaría demasiado que alguien ocupara mi lugar el día de mañana. Al fin y al cabo, «a burro muerto la cebada al rabo», pero no tengo ni idea de cómo reaccionaría si vinieran a pedírmelo mientras todavía respiro.
—Los niños necesitan una madre. El ecuatoriano se volvió a mirarla con extraña intensidad y pareció leer sus pensamientos.
—Te acuestas con Omar, ¿no es cierto? –inquirió, y ante su muda respuesta agitó la cabeza pesaroso–: ¡Vaina! –exclamó–. Eso complica las cosas.
—Palmira lo buscó desde un principio. ¿Qué tiene de extraño que al fin sucediera?
—Nada. Lo extraño sería que no hubiera sucedido. ¿Lo sabe ella?
—No.
—Deberías decírselo.
—¿Para hacerle más daño? Ya sufre demasiado.
—No creo que una cuestión de cama pueda aumentar su sufrimiento. Pero sabiendo cómo te aprecia, la seguridad de que vas a ser tú y no otra la que consuele a Omar puede ayudarle. ¿Él te quiere?
—No.
Pareció sorprenderle la seguridad de la respuesta, pero no hizo comentario alguno limitándose a esperar.
—Omar sólo piensa en ella –señaló al poco Andrea–. Incluso después de muerta continuará haciéndolo, pero puedo esperar. Toda mi vida no he hecho otra cosa y estoy acostumbrada. Prefiero esperar a su lado, a sentarme en la Galería confiando en que cualquier imbécil descubra que puedo llegar a ser una buena madre y una buena esposa.
—Palmira fue siempre excepcional –le hizo notar el ecuatoriano–. Como esposa, como madre, como amiga y como mujer de negocios. Ocupar su puesto no va a resultar tarea fácil porque continuamente tendrás la sensación de que te están comparando con ella.
—Me gustaría intentarlo.
—Allá tú, pero mi consejo es que te busques tu propia vida sin aspirar a la de otra, sobre todo si esa otra es Palmira. Hay muchos hombres.
—Ninguno como Omar.
—Mejor para ti. Aparte de cómo funcione en la cama, es un hombre conflictivo, obsesionado por la política, y que además estará amargado por la pérdida de Palmira. En cuanto se entere de su muerte se empantanará aún más en su estúpida lucha hasta que consiga que la gente de Pinochet le pegue un tiro. Convertirá tu vida en un infierno.
—Lo es sin él.
Lautaro Velasco se limitó a lanzarle una larga mirada y acabó por encogerse de hombros.
—Yo lo único que puedo darte son consejos, pequeña. Una familia no es algo que se adquiere de segunda mano: hay que fabricársela a medida e incluso así la mayoría de las veces queda grande.
—¿Por eso nunca quisiste ninguna?
—¿Dónde hubiera encontrado una que se ajustase a mi forma de ser? Había una: «La Familia Monster», pero ya no existe.
Andrea no pudo evitar una leve sonrisa, pero al poco, tras una corta pausa, inquirió:
—Respóndeme a una cosa: si fuera Omar quien muriese, ¿te gustaría casarte con Palmira y convertirte en el padre de los niños?
—Tal vez, pero ten presente que hace años que la quiero, y además soy ya un viejo caduco camino del desguace. He corrido mucho, te doblo la edad, y una familia semejante significaría el puerto donde refugiarme los pocos años que me quedan. Tu caso es distinto.
—A menudo me siento muy vieja.
—Y yo muy joven. Pero la realidad es que tú eres joven y yo viejo, y a la larga el tiempo acaba imponiendo sus leyes. Son las únicas que el ser humano jamás ha conseguido transgredir. Tiempo y muerte mandan.
—Es triste.
—No es triste; es normal. Todas las especies lo aceptan, excepto la humana a la que le pierde la memoria.
—¿La memoria? –se extrañó ella.
—Exactamente. La mayoría de los animales no tienen apenas memoria, por lo que pronto olvidan a sus muertos permitiendo que la vida siga su curso sin traumas. Nosotros no: nosotros hemos convertido la memoria de los muertos en un culto a menudo agobiante que nos impide ser felices. Y en el fondo, ¿para qué sirven los muertos más que para complicarle la vida a los vivos? Palmira es el mejor ejemplo. Cuando murió su padre casi no pudo soportarlo y si se interesó por mí fue porque en realidad me asociaba a su imagen.
Un fugaz pensamiento cruzó por la mente de Andrea, y aunque trató de contenerse pudo más su curiosidad, e inquirió:
—Confiésame una cosa: ¿Fuiste el primer hombre en su vida?
Lautaro Velasco contempló largamente la línea de tierra que se distinguía apenas allá en el horizonte, pareció evocar un tiempo muy lejano y muy hermoso, y por último, asintió:
—Sí. Pero lo hubiera dado todo, absolutamente todo lo que tengo, incluida mi suerte, por ser también el último.
—Sin embargo, la dejaste marchar.
—Una vez que conoció a Omar nadie hubiera sido capaz de retenerla. Habían sido creados el uno para el otro, e interponerse entre ellos hubiera resultado estúpido e inútil. Y yo me sentía como el ladrón que disfruta de un tesoro que sabe a ciencia cierta que no es suyo. En cierto modo, aquella tarde en Saint–Tropez, me sentí liberado.
—¿Sigues enamorado de ella?
—Digamos más bien que sigo enamorado de su recuerdo.
—¡Andrea! –Se volvió. Desde la base del palo mayor Palmira le hacía señas para que se aproximara y acudió a su lado.
—Llévame abajo –suplicó–. Necesito una dosis.
Día a día el tiempo de resistencia al dolor se acortaba, y ya era siempre Andrea quien le inyectaba pese a la instintiva repulsión que sentía por la droga, porque le conmovía advertir cómo la mano de Palmira temblaba y acababa destrozándose el brazo en su inútil lucha por encontrarse la vena.
Se quedaba luego a su lado, aguardando a que el calmante hiciera su efecto y observando cómo se relajaban uno por uno los músculos de un rostro que nada tenía de humano y en el que nadie sabría reconocer un solo rasgo de la auténtica Palmira Monteverde.
—¡Muérete! –susurraba en esos momentos para sí muy quedamente–. Muérete ya y no sigas sufriendo. No lo soporto.
Pero la muerte no llegaba, entretenida sin duda en hacer daño en otra parte, y allí se quedaba, con la esperanza de ver cómo Palmira dejaba de respirar dormida, tranquila y relajada, tal como le hubiera gustado apagarse ella misma, pero siempre, indefectiblemente, la enferma volvía a entreabrir unos ojos inyectados en sangre y la miraba como si ella misma fuera la primera en sorprenderse al despertar aún en este mundo.
Aquella tarde lo hizo no obstante mucho más despejada que de costumbre, como si una extraña fuerza reanimara su maltratado espíritu, y tras rogar que le ayudara a sentarse en la cama acomodándole los almohadones, señaló con voz firme:
—Mis mayores empresas son los cafetales y la empaquetadora que heredé de mi familia y que nunca dan problemas a no ser que la cosecha se presente catastrófica. En segundo lugar se encuentra la cadena de hamburgueserías de Caracas que habrá que vender cuando se recupere la economía venezolana. –Tomó aliento como si acabara de realizar un gigantesco esfuerzo, y alargó la mano para apretar la de Andrea–. Luego están las acciones, los edificios y las fábricas: una de perfumes aquí, en Grasse, y otra de muebles en Como, cerca de Milán.
—¿De qué demonios estás hablando?
—De negocios, naturalmente.
Andrea la observó estupefacta.
—¡Pero no son tus negocios lo que yo quiero! –protestó–. ¡No es eso.
—¡Es Omar y los niños! –le interrumpió la otra ensayando una sonrisa que se transformó en una mueca–. Lo sé. Lo he sabido desde hace mucho tiempo aunque estuviera tratando de engañarme a mí misma, como si de esa forma pudiera prolongarme la vida. Pero Omar y los niños no van solos; quedarse con ellos significa cargar también con todas mis responsabilidades. –Tosió levemente y agitó la cabeza–: Y el manejo de la casa y los negocios forman tan sólo una parte de ellas.
—¡Pero yo no sé nada de negocios.
—Si has logrado salir adelante con la Galería, esto te costará mucho menos trabajo. Las empresas marchan solas y lo más difícil ya está hecho. Tu misión consistiría en dejar que sigan su camino y emplear el sentido común. No hace falta que ganes dinero; lo que importa es que no lo pierdas.
—¡Pero Omar!
—En cuestiones de dinero Omar es un inútil. Lo único que sabe es dárselo a esa pandilla de exiliados muertos de hambre que ni siquiera lo emplean en comer bien. Se lo gastan en armas y en pasquines. Tu principal misión será evitar que lo derroche.
—¿Es que piensas confiarme la administración de tus bienes? ¿Qué sabes en realidad de mí y de lo que pueda hacer con tu dinero?
—Lo suficiente. Y ten en cuenta que, al fin y al cabo, será Omar quien tenga que dar el visto bueno y estampar la última firma. Siempre ha sido así.
—¿No resultaría mucho más sencillo contratar a un administrador?
—Todos los administradores acaban robando. Tú ya, de entrada, me lo has robado todo. –Sonrió de nuevo amargamente–. Lo primero que tendrás que hacer es vender la Galería –añadió luego–. No te da más que problemas y te ata al pasado impidiéndote acostumbrarte a la auténtica dimensión de mis empresas. Tienes que romper tus esquemas de pequeño–burguesa presionada por el valor material de las cosas. Llega un momento en que el dinero no sólo sirve para comprar aquello que necesitas porque ya todas tus necesidades están cubiertas; hay que aprender a Utilizarlo. –Señaló una carpeta–. Dame esos papeles –pidió–. Andrea obedeció alcanzándole lo que pedía, Palmira desparramó sobre la cama una serie de documentos, eligiendo por fin uno en concreto.
—Éste es el montante actual de mi saldo en los Bancos: once millones de dólares. Demasiado para mantenerlo inmovilizado, pero es que en los últimos tiempos he vendido muchas empresas que tan sólo proporcionaban problemas y confusión. Podría emplearse en la adquisición de un buen edificio en Niza. La propiedad inmobiliaria siempre es segura y lo importante es que Omar no disponga de liquidez que entregarle a esos locos. –Tomó otro papel y fue a añadir algo, pero Andrea le retuvo la mano y señaló quedamente:
—Todo lo que me expliques resultará inútil si no me enseñas cómo retener a Omar. ¿Qué puedo hacer para conseguir que me acepte?
Palmira agitó la cabeza, pesimista.
—En eso es él quien tiene que decir también la última palabra. Hubo un tiempo en que estaba convencida de que no te resultaría difícil, pero me equivoqué. Debiste aprovechar aquel momento.
—Era tu marido.
—Y lo será siempre. Ocurra lo que ocurra para Omar seré siempre su mujer por mil años que pasen. Ahí reside tu principal problema, y como comprenderás, en eso no pienso ayudarte. –Le apretó de nuevo la mano como intentando darle ánimos–. Pero están los niños. Los adora y sabe bien que no puede atenderlos. Ataca por ese lado como has hecho conmigo.
—Le echabas valor a la vida.
—Mucho. ¿Puedes hacerte una idea de lo que sentía acostándome con el marido de una mujer así?
—Trato de imaginármelo.
—¡No emplees ese tono conmigo!
—¿Qué tono?
—Ése exactamente. No te necesito para sentirme culpable.
—No estoy pretendiendo que te sientas culpable.
Estábamos sentados justamente frente a un inmenso cartel anunciador de El amor brujo, la película de Carlos Saura invitada al Festival, y lo señaló con un ademán de la barbilla:
—¡Lástima que las cosas no resulten tan simples! Pasiones primarias, amores contrariados, gente que soluciona sus problemas a navajazos. A mí todo me parecía confuso porque no tenía ni la menor idea de si estaba actuando bien o mal. Deseaba confesarle a Palmira que me acostaba con Omar, pero temí echarlo todo a perder.
—¿Cómo era tu relación con Omar en esos momentos?
—Horrible. Habían encontrado la casa donde Palmira estuvo escondida, pero allí se perdía todo rastro y eso le volvió loco. Puso el doble de detectives tras su pista y tenía ya plena conciencia de que algo inconfesable sucedía. Era tan sólo cuestión de tiempo que acabara descubriéndolo y mientras tanto yo había dejado de interesarle incluso como simple desahogo. Si alguna vez hacíamos el amor cerraba los ojos tratando de imaginar que estaba con Palmira. ¿Te has acostado alguna vez con alguien con la seguridad de que está pensando en otra persona?
—No lo sé. Supongo que no.
—Resulta humillante, te lo aseguro. Lo más denigrante que puede ocurrirle a un ser humano, pero yo lo soportaba. –Se puso en pie, echó a andar sin rumbo aparente y continuó hablando como si se encontrara sola y estuviera tratando de decirse cosas que ya debería haberse repetido un millón de veces–. Me estaba equivocando. ¡Sabía que me estaba equivocando!, pero no conseguía evitarlo. –Se volvió de pronto y me miró con rabia, como si yo tuviera alguna culpa de aquel confuso enredo que conseguía desconcertarme–. «Todos» nos estábamos equivocando, ¿te das cuenta.? Palmira la primera, porque lo que tenía que haber hecho era plantarse ante Omar y decirle: «Escucha; cometí un error y tengo que pagarlo con la vida. Ayúdame a morir con dignidad» Con eso bastaba.
—¿Tú lo hubieras hecho?
—Probablemente.
—Pero no estás segura –le hice notar –. Yo tampoco sé si tendría el valor de presentarme ante mi mujer y confesarle que me habían contagiado algo que iba a matarme. Me inventaría un viaje, me escondería. ¡Yo qué sé!, pero imagino que no me atrevería a decir la verdad hasta que resultara demasiado tarde.
—Eso es lo que suelen hacer la mayoría de los que contraen la enfermedad. Hoy, en Norteamérica, cuando de pronto alguien desaparece sin razón aparente, de inmediato se piensa que se oculta porque está enfermo. ¿Pero qué culpa tenía yo que me vi implicada en una absurda historia que no me concernía? ¿Te imaginas mi cara cuando Omar aseguraba que habían averiguado que una mujer retenía a Palmira a base de drogarla? ¡Yo era esa mujer! ¿Qué te parece?
Había comenzado a lloviznar y hacía frío, pero no reparó en ello pese a que tan sólo se cubría con una leve blusa de seda cruda que al mojarse destacaba aún más la rotundidez de sus hermosos pezones.
—Que no suena divertido –repliqué–. Pero vámonos a alguna parte o agarrarás una pulmonía.
No había muchos lugares abiertos a aquellas horas; al menos muchos en los que se pudiese hablar sin tener que soportar una música estridente, y optamos por entrar en el Casino ya que en la más apartada de las mesas el rumor de las ruletas y las fichas llegaban tan sólo como algo apagado y monótono que apenas distraía.
Me resultaba extraño estar allí: en la más espantosa y antiestética sala de juegos del mundo y no probar mi suerte, pero podía más mi curiosidad por averiguar cómo acababa la desconcertante aventura vivida por Andrea que el ansia de comprobar si mi número preferido, el veinte, era capaz de salir tres veces seguidas como había ocurrido años antes.
Pidió un coñac –debía haberse bebido ya botella y media aquel día– y lo apuró de un golpe con la excusa de que le hacía entrar en calor. Esperó a que le llenaran de nuevo la copa y se dedicó a paladearlo mientras buscaba de nuevo el hilo de sus pensamientos.
—Palmira tenía que morirse –dijo al fin–. Sé que me repito y suena asqueroso, pero la única forma de que Omar no continuara aproximándose a la verdad era darle de una vez la noticia y obligarle a abandonar sus pesquisas.
—Hizo una pausa y me miró de frente–. También los niños necesitaban saber que su madre había muerto.
—¿Los niños? –repetí sintiéndome súbitamente incómodo–. ¿Por qué los niños?
—Porque habían llegado a un punto en que resultaba más doloroso para ellos saber que los había abandonado, que saberla muerta. Veían sufrir a un padre al que adoraban y se habían agotado ya todas las disculpas, por lo que estaban llegando al extremo de odiar a Palmira. Celeste, que es una de las chiquillas más listas que he conocido, tenía plena conciencia de que no existía un lugar en el mundo desde el que su madre no hubiera podido telefonear de haberlo querido.
—¿Y por qué no lo hacía?
—Porque se le hubiera notado que agonizaba incluso por teléfono. Apenas podía hablar medio minuto sin asfixiarse, y ya no estaba en condiciones de mentir dando disculpas inverosímiles. En una ocasión me pidió que llamara mientras ella escuchaba por otra línea y por primera vez comenzó a llorar de tal forma que tuve que cortar porque estaba a punto de darle un síncope. –Agitó la cabeza negativamente–. No era fácil engañar a los niños; nada fácil, y cada vez que iba a verlos advertía cómo un sordo rencor iba naciendo dentro de ellos. Los niños suelen ser muy extremistas, y al igual que quieren, aborrecen.
—Y a ti te venía bien que comenzaran a aborrecer a su madre, ¿no es cierto?
Me miró con tal desprecio que temí que años de amistad se hubieran quebrado de improviso por culpa de tan desafortunado comentario, pero volvió a darme pruebas de que había pasado por tantos tragos amargos que ninguna acusación conseguía ofenderla más de lo que estaba.
—Yo me había propuesto ocupar el lugar de Palmira apoyándome en el culto a su persona –replicó al fin con una calma que me avergonzó más que el más violento reproche–. Sabiendo el amor que habían sentido todos por ella, amarla y respetarla constituía la mejor forma de conseguir que me amaran y respetaran a mi vez. A Palmira había que tenerla de aliada incluso después de muerta, puesto que incluso muerta era un mal enemigo.
Omar se comportaba cada día de una forma más cruel, humillante e intratable, por lo que decidí apartarme momentáneamente de él, concentrando mi atención en los niños y en intentar desentrañar la compleja maraña de los negocios de Palmira y su peculiar manera de manejarlos.
Me confeccionó unos gráficos en los que se encontraban previstas las evoluciones lógicas de cada una de las diversas compañías para un período válido de cuatro años, puntualizando las correcciones que debería introducir en el supuesto de que alguna circunstancia experimentara cambios significativos, lo que confirmó mi impresión de que su mente se hallaba programada con la compleja técnica de una sofisticada computadora. Graduada en la Universidad Tecnológica de Massachusetts, su lenguaje comercial era el inglés, al que recurría al referirse a datos y cifras, pero como mi inglés había sido siempre mucho más simple y coloquial, sus explicaciones resultaban a veces confusas y acababan por convertirse en cosa de locos cuando se lanzaba a hablar en un rápido y meloso castellano del que apenas conseguía entender media palabra.
Día tras día ese uso de su idioma original se fue haciendo más frecuente, como si a medida que se aproximaba el final su mente emprendiera un camino de retorno a los orígenes, y había momentos en los que tenía que llamar en mi ayuda a Lautaro Velasco si es que pretendía enterarme de algo.
Las innumerables horas que pasamos a la cabecera de la cama de una pobre moribunda cuyo cerebro comenzaba a verse afectado por los ataques de un virus desconocido que aniquilaba todas sus defensas convirtiéndola en un monstruo cubierto de pústulas y aspecto repelente, tuvieron la virtud de unirme de un modo muy especial a un hombre en apariencia complejo, poderoso y distante, pero que estaba dando las mayores pruebas de amistad y sacrificio de que hubiera sido testigo jamás anteriormente.
—No lo hago tan sólo por esa amistad o por deseos de mantener la suerte de mi lado –confesó al fin una noche en que nos quedamos solos en el salón de popa–. Es también por egoísmo o
tal vez profilaxis. Esa enfermedad nos está cercando, pero hasta ahora instintivamente rechazaba su presencia al igual que un momento dado me esforcé por ignorar los efectos de la droga. Sin embargo, hace tres años asistí a la destrucción total por culpa de la cocaína de un ser al que me encontraba particularmente unido y la impresión fue tan fuerte, que a partir de ese día no he vuelto a probarla. Hoy, con su agonía, Palmira me está ayudando a librarme de otro de mis fantasmas. –Hizo una larguísima pausa y sin dejar de contemplar las luces de «La Croisette» que se reflejaban en las tranquilas aguas de Port–Cantó, añadió por último–: De tanto en tanto, y sin que nadie lo sepa, hago un pequeño crucero por las islas griegas en compañía de algún hermoso muchacho.
—Me miró a los ojos–. ¿Te sorprende?
—Ya nada me sorprende –respondí sinceramente.
—Sólo a las islas griegas –añadió–. Sólo una vez al año. A veces, ni siquiera eso.
—No te estoy pidiendo explicaciones.
—Lo sé, pero yo quiero dártelas porque presiento que en los próximos días pasaremos juntos momentos muy difíciles y es bueno que lo sepamos todo el uno sobre el otro. –Me acarició el cabello como a una niña un poco tonta–. Además –añadió–, en estos momentos necesito sincerarme porque hasta ahora no he tenido a nadie con quien compartir mis temores. ¿Sabías que esa maldita plaga producirá cincuenta mil muertes este año tan sólo en los Estados Unidos? Al ritmo de expansión que lleva, en cinco más puede haberse convertido en la primera causa de mortandad del mundo.
—Algo he oído.
—Eso significará el fin de una época; de una generación que vivió los años más divertidos y esplendorosos del siglo: los sesenta y setenta, con su revolución sexual y sus infinitas posibilidades de hacer fortuna. El tiempo de la promiscuidad, de la conquista fácil y la aventura de fin de semana, sin otra preocupación que saber decir luego adiós de una forma caballeresca, se acaba. Ahora vendrán los tiempos del miedo, la desconfianza y la represión. La reacción se hará dueña de la alegría de las gentes.
—Muy negro lo pintas.
—Como es. Los científicos calculan que, con suerte, tardarán seis años en encontrar una vacuna. La peste se extenderá como un reguero de pólvora y los que tradicionalmente se consideran a sí mismos inocentes de todo, se sentirán amenazados. Ya los norteamericanos están promoviendo una ley que obligue a denunciar a los enfermos para apartarlos de la sociedad como apestados, y la Iglesia se pronuncia duramente contra la homosexualidad. De ahí a la «Guerra Santa» media un paso.
—¿Y eso puede obligarte a abandonar tus viajes a Grecia?
—Eso sólo no. Soy yo, que pasaba luego meses avergonzado y con remordimientos, y ahora, además, asustado por unas consecuencias que pueden llevarme a la tumba de un modo horrible. No quiero seguir siendo un viejo bisexual dos semanas al año. Pretendo poder encarar la última recta del camino sabiendo que nunca le hice daño a nadie. Ni siquiera a mí mismo.
—Supongo que eso es lo que todos pretendemos.
—¿Pero cuántos lo consiguen? ¡Fíjate en Palmiral Treinta y tantos años perfectos para que una sola noche, ¡una sola!, la destruya y la empuje a destruir a cuantos le rodean. Si, como afirman los reaccionarios, esa enfermedad es un castigo divino por nuestra promiscuidad, acabará resultando tan arbitrario y caprichoso como todo cuanto inventa tu Dios para corregirnos.
—No puedo imaginar a Dios creando nuevas enfermedades o regodeándose en prolongar la agonía de Palmira. Nadie, por ninguna razón, sería capaz de inventar a sabiendas tantas formas distintas de hacerse odiar. Tiene que existir algo más; un orden superior que no conseguimos entender, pero que debe encontrarse ahí, en alguna parte.
—No está –replicó tajante el ecuatoriano–. Tantas mentes brillantes no pueden haber estado buscando durante tanto tiempo las razones de semejante crueldad sin encontrar una respuesta. No existe.
Sentada frente a lo poco que quedaba de Palmira, escuchando el ronco estertor de una respiración que anhelaba ser siempre la última, pero que siempre regresaba con tan exasperante tozudez que invitaba a cubrirle la boca con la mano consciente de que con eso bastaría para acallarla definitivamente, me veía obligada a aceptar que Lautaro tenía razón y no existía respuesta válida alguna que justificase semejante crueldad. La maldad gratuita se me antoja siempre doblemente maligna, y en aquel caso concreto, y por más que le diera mil vueltas a la mente, no lograba concebir en qué beneficiaba a nadie que Palmira tuviera que sufrir tamaño calvario. Si Cristo, a cambio de recibir unos cuantos latigazos y ser clavado en la cruz intentó redimir al mundo, los infinitos padecimientos físicos y mentales de Palmira durante aquellos meses tenían que haber servido lógicamente para lavar todos los pecados de la Humanidad desde sus orígenes y sin embargo no tenía la impresión de que estuviera consiguiéndolo.
Si toda su utilidad se limitaba a que Lautaro Velasco abandonara sus anuales escarceos bisexuales, menguado era en verdad el fruto de tanto sacrificio, y tan sólo a un desquiciado se le hubiera ocurrido la peregrina idea de martirizar a un inocente por evitar aquellos esporádicos viajes eróticos a Grecia.
Personalmente, la insospechada confesión de Lautaro ni siquiera había tenido la virtud de cambiar un ápice mi afecto por él, puesto que si bien era cierto que durante la mayor parte de mi vida había experimentado un profundo rechazo hacia cualquier tipo de desviación sexual, en los últimos meses mi forma de pensar había evolucionado, debido tal vez a que durante un corto período de tiempo yo misma llegué a considerarme en evidente peligro de seguir idéntico camino.
Lautaro continuaba siendo un hombre excepcional, independientemente de lo que hiciera con su cuerpo dos semanas al año, y admiraba la entereza con que se enfrentaba cada día al macabro espectáculo de la consumición de Palmira, y con cuánto amor intentaba dulcificar sus últimos momentos convenciéndola de que todo estaba dispuesto para que nadie sospechara las auténticas razones de su muerte.
Por mi parte, y temiendo que llegaran a relacionarme con «la mujer que mantenía secuestrada a Palmira», había cerrado la Galería trasladándome a vivir al barco, del que ya apenas salía, pendiente como estaba de que el inevitable desenlace se presentase de un momento a otro.
Palmira pidió la Extremaunción. Me sorprendió escuchar que quisiera «ponerse a bien con Dios» cuando a mi modo de ver tendría que ser Dios quien se esforzara en ponerse a bien con ella, pero me sometí a su decisión y Facundo, que se reveló como un hombre extremadamente piadoso, trajo a bordo a un sacerdote amigo; un viejecito humilde que semejaba una reliquia de otro tiempo y otros mundos, pero que supo llevar a cabo a la perfección su cometido de procurar un poco de paz a un alma atormentada.
Le vi alejarse luego, minúsculo y oscuro, caminando inseguro junto a los enormes yates de uno de los puertos deportivos más lujosos de La Riviera, y no pude por menos que preguntarme qué experimentaría al comprobar que la angustia y el miedo ante el más allá no hace distingos entre ricos y pobres y que en sus frágiles manos seguía estando el poder de conceder la única luz que sirve para iluminar el más tenebroso de los caminos.
Al amanecer, cuando Palmira salió de uno de aquellos larguísimos letargos en los que en verdad parecía que había cruzado definitivamente al otro lado, suplicó que zarpáramos con rumbo a Saint–Tropez, porque había sido justo allí, al pie de la farola del espigón del puerto, donde consiguió que Omar venciera su timidez y la besara.
Sentí un vahído y una bola de bilis del tamaño de un puño se me asentó en la boca del estómago presintiendo una nueva tragedia, porque desde que tengo memoria, en Saint–Tropez me sorprendieron siempre las mayores desgracias de mi vida, hasta el punto de que cuatro años atrás había tomado la firme decisión de no volver a pisar sus calles bajo ningún concepto.
Pero no tenía derecho a que una estúpida superstición frustrara el último deseo de Palmira, y pese a que cuando levamos anclas la bola de bilis se me había asentado en la garganta, me esforcé por tranquilizarme haciéndome a la idea de que ya nada peor podría ocurrir.
Atracamos de popa frente a los bares que animan el puerto hasta altas horas de la noche, de tal modo que las voces y la música penetraban por el «ojo de buey» del camarote de Palmira, que desde su litera podía contemplar también aquella farola de la punta del espigón que tan hermosos recuerdos le traía.
Durmió hasta la caída de la tarde, y al abrir los ojos trató de sonreírme pese a que ya su rostro, parcialmente paralizado, no le permitiera expresar siquiera sus estados de ánimo.
—He soñado que hacías el amor con Omar –musitó sin darle aparentemente mayor importancia–. ¿Te acuestas con él?
Asentí en silencio y tras meditar unos instantes agitó la calva cabeza sobre la que aislados mechones de cabellos muy finos evocaban que en un tiempo se adornó con una prodigiosa cabellera azabache.
—No sé por qué se empeñan en obligarme a regresar una y otra vez cuando ya aquí tan sólo me esperan amarguras –dijo–. Nunca sospeché que morirse pudiera convertirse en algo tan degradante y laborioso. –Lanzó un hondo suspiro porque aparentemente tan sólo así conseguía que el aire descendiese a sus pulmones, y añadió–: Mi padre murió jugando al tenis. Corrió tras una pelota difícil, la devolvió correctamente, saltó lanzando la raqueta al aire y antes de que tocara el suelo le fulminó un infarto. ¡Tan fácil! Tantas cosas como me enseñó para triunfar en la vida, y no supo enseñarme a morir con sencillez.
—Siento lo de Omar –me disculpé–. Resultó inevitable.
—Lo comprendo –replicó sin acritud–. Y no quiero que te culpes por ello. Yo te empujé, y sé que no existe nadie más digno que tú para ocupar mi sitio. –Alargó su descarnado brazo y el puñado de huesos en que se habían convertido sus manos se enroscaron en torno a mi muñeca–. Lo único que te pido es que no me odies si alguna vez mi recuerdo se interpone entre vosotros. Ya seré sólo eso: un recuerdo.
—Será tu recuerdo el que me impulse a seguir adelante –señalé de todo corazón–. Y cuando tus hijos sean mayores les contaré que tuvieron la madre más valiente del mundo; aquella que yo pretendo imitar.
—¡Son tan pequeños! –se lamentó quedamente–. Jamás conseguirán entender por qué los abandoné cuando más me necesitaban.
—Yo haré que lo entiendan.
—¿Cómo? –Me apretó el brazo casi hasta hacerme daño–. ¿Cómo vas a explicarles que su madre desapareció para siempre sin contarles la verdad sobre mi muerte? ¡Dios Bendito! –sollozó–. ¡Si al menos consiguiera odiarte porque acabarás apoderándote de todo lo que es mío!
Me incliné a besarla en la frente, y ese beso pareció tener la virtud de serenarla. Se amodorró de nuevo y subí a cubierta a contemplar el mar y asombrarme por el hecho de que hubiera gente que pudiera reír, o el sol fuera capaz de mostrarse tan hermoso en semejantes circunstancias.
Sobre el alto muro del muelle distinguí a un hombre que me daba la espalda fascinado sin duda por la magia de aquel maravilloso atardecer, y me sorprendió advertir que una profunda sensación de seguridad me invadía al reconocer a Lautaro Velasco, como si el solo hecho de comprobar que seguía estando allí, tan cerca, contribuyera a ayudarme a sobrellevar la carga que me aplastaba.
Lautaro emanaba calma y serenidad, que era lo que yo estaba necesitando más que nada en aquellos momentos, por lo que acudí a su lado y tomamos asiento en el muro permitiendo que las piernas colgaran sobre el agua que rompía mansamente contra el rompeolas.
—Se acaba –dije–. Ya no puede durar mucho.
—Gracias a Dios –fue su sincera respuesta–. Creo que andan buscando el barco y temo que sea porque Omar sospecha que Palmira se encuentra a bordo.
—¿Te preocupa lo que pueda ocurrir?
—Lo único que me preocupa es que se muera dignamente. El resto es secundario.
Me volví a mirarle y no pude evitar sonreír.
—La suerte no puede abandonarte nunca –señalé–. La conquistas día a día.
—Es lo más bonito que me han dicho en mucho tiempo –replicó con aquella risa suya que le hacía semejar un búho ululante–. ¿Sabías que fue aquí, en este mismo puerto, donde Palmira me dijo que no se casaría conmigo porque acababa de enamorarse de Omar?
—Lo sabía.
Chasqueó la lengua fastidiado.
—La naturaleza humana es imprevisible –señaló–. Parte de mi vida la dediqué a convertirme en un hombre perfecto con la esperanza de que Palmira me aceptase. Me hice muy rico, me cultivé, abandoné mis vicios y pulí hasta el último dedo.
A aquel hombre tan prodigiosamente mutable que podría decirse que a cada instante se metamorfoseaba en otro nuevo, pues Lautaro Velasco me demostró aquella noche que tras su cara de lechuza podía ocultar cien máscaras distintas, y hasta las voces conseguía manejarlas a su antojo, como si en lugar de con un poderoso financiero estuviera compartiendo la mesa con un habilísimo transformista.
—Mi vocación inicial fue la de actor –confesó al finalizar el segundo plato–. Y pasé la mayor parte de mi juventud ejercitándome para conseguirlo, pero más tarde, cuando me adentré de lleno en el mundo de las finanzas, descubrí que en realidad todos los personajes formaban parte de mí mismo y no me hacía falta en absoluto interpretar. Por eso gané quizá tanto dinero; nunca sabían a quién estaban enfrentándose en realidad.
—¿Y yo a quién me enfrento ahora? –quise saber.
—A nadie porque no estoy intentando impresionarte con mi astucia, mi fuerza, mi simpatía o mi frialdad. Tan sólo pretendo distraerte y hacerte comprender que en el mundo en el que vas a introducirte tendrás que convertirte en un camaleón humano. En cuanto hay más de un millón de dólares en juego, ser siempre uno mismo constituye un gran riesgo porque el enemigo aprende pronto cuál es tu punto débil.
Había comenzado a llover con mansedumbre; sin furia, pero con tan desconcertante intensidad que por unos instantes los cercanos barcos parecían juguetes.
Exhaltaba mis defectos con ánimo de ser digno de una criatura excepcional, pero de pronto, después de años de asedio, ella ve a un tipo trepado a un palo y sin mediar palabra se enamora. Si lo llego a saber lo dejo en las Galápagos, donde me lo encontré, fugitivo, indocumentado y muerto de hambre.
—De cualquier manera hubieran acabado por encontrarse; nacieron el uno para el otro.
—Hasta que la muerte los separe, ¿no es eso? Me pregunto si en este caso será capaz de separarlos. ¿No te preocupa la reacción de Omar cuando se entere de que Palmira ha muerto?
—Me preocuparía si no existieran los niños –repliqué convencida, o tal vez queriendo convencerme a mí misma–. No le tienen más que a él.
Se volvió a mirarme.
—Y a ti.
—Yo, por el momento, no soy nada para ellos. Y visto el cariz que están tomando las cosas, empiezo a dudar que pueda llegar a serlo algún día.
—Llegarás a serlo –señaló convencido–. ¡Vamos! Te invito a cenar. No has comido nada en todo el día.
Fue una cena inolvidable, sentados en un minúsculo restaurante, justo frente al barco, atentos a acudir junto a Palmira si la tripulación llamaba, observando cómo se aproximaban perezosamente los relámpagos de una estruendosa tormenta que llegaba del mar con más efectos de sonido y luz que auténtica eficacia de agua y viento, escucharon y navegaron a través de un mar de gotas cantarinas en el que se sumergían resignados, pero del que emergían al poco, limpios y relucientes.
—Me gustan estos aguaceros –indicó Lautaro tras un silencio en que observó el puerto con los redondos ojos entornados–. Me recuerdan mi infancia. En Quito las mañanas amanecen siempre luminosas, pero hacia el medio día comienzan a avanzar las nubes por el valle y son como una inmensa regadera que lo va empapando todo para dejar el paisaje tan alegre y brillante como una muchachita recién salida de la ducha. –Lanzó un resoplido–. Palmira adoraba las tardes quiteñas.
La lluvia se alejaba, como si más que de una tormenta se tratase de una de esas cabalgatas pueblerinas a las que preceden siempre cohetes y fanfarrias, pero que se diluyen luego tristemente perseguidas de lejos por borrachos, chicuelos y chuchos vagabundos, y la nostalgia concluyó por apoderarse del ánimo de Lautaro, que pareció emprender mentalmente un largo camino de regreso a la infancia.
Me confesó que había sido siempre un niño triste y solitario a caballo entre dos culturas, ya que había nacido como fruto de los amores clandestinos de un jovencísimo señorito blanco con una criadita otavaleña, y la sangre india y la española corrieron por sus venas como el agua y el aceite, sin mezclarse, anegando su corazón y su cerebro alternativamente con sentimientos propios de una y otra raza, y concluyendo por configurar aquella personalidad suya acusada y excéntrica, desconcertante y ferozmente exclusiva, como tallada a machetazos por un exceso de orgullos y complejos.
A los veinte años aún buscaba su acomodo en una sociedad que le negaba un hueco, y fue entonces cuando un accidente de aviación se llevó por delante a toda su familia y le dejó de improviso en las manos una vieja hacienda de la que jamás soñó siquiera convertirse en propietario.
—No era nada –señaló–. Una enorme extensión de maíz que apenas daba para ir apuntalando un caserón que se caía a pedazos, pero de improviso una mañana se presentó en mi casa el padre de Palmira asegurando que en aquel lugar, a aquella altura exacta, bajo aquel clima y en aquella tierra, era en el único lugar del mundo en que el «piretro» podía crecer con absoluta garantía de eficacia.
Se me antojó absurdo intentar demostrar unos conocimientos de los que carecía.
—¿Qué es el «piretro»? –inquirí por tanto.
—Una planta de la que se extrae el único insecticida no dañino para los animales y los seres humanos: un veneno que es oro ya que no contiene «DDT». Los americanos tienen el monopolio de su comercialización, pero como las leyes ecuatorianas les impiden comprar tierras, me asocié con ellos y fue ahí donde empezó mi fortuna. Hoy en día, la mayoría de las tierras fértiles ecuatorianas situadas a más de tres mil metros de altitud, son mías.
Continuó hablándome de un país por el que se le advertía profundamente fascinado, hasta que un hombretón enorme, con cara de cebolla y que apestaba a puros baratos, hizo su entrada en el local y tras despojarse de un empapado impermeable y un sombrero con el que parecía haber estado fregando el suelo de un garaje, se encaminó directamente hacia nosotros.
—¡Buenas noches! –musitó–. Aunque no sé qué diablos pueden tener de buenas.
—Sacó una arrugada tarjeta que colocó sobre la mesa como si con ello explicara un sinfín de cosas, y añadió en el mismo tono de voz apenas audible–: Mi nombre es Gastón Domalain y soy detective privado.
Mi impresión no hubiera sido mayor si una ola gigantesca se hubiera abatido de pronto sobre el puerto, o todos los yates escaparan volando, pero Lautaro no pareció sorprenderse por la tremenda humanidad o la intempestiva aparición del gordinflón de cara de cebolla, y tras lanzar una rápida ojeada a la tarjeta asintió con calma y le indicó que tomara asiento a su derecha.
—¿En qué puedo servirle? –inquirió sin que su aspecto denotara la más mínima intranquilidad.
El otro acomodó su inmenso trasero en una estilizada silla de bambú a riesgo de despanzurrarla para siempre, y tras pedir un «pastís», dijo que se encontraba buscando a Palmira Monteverde. –Hizo una corta pausa, como para dar mayor énfasis a sus palabras, y añadió–: Y tengo fundadas razones para sospechar que se encuentra a bordo de su barco.
—¿Y?
Me miró, se volvió luego a Lautaro, que era quien había formulado la pregunta, y agitó la cabeza negando una y otra vez con insistencia:
—¡Gente rara los ricos! –masculló–. ¡Muy rara! Confieso que han estado a punto de volverme loco.
—Al fin consiguió encender su habano, y tras echarme el humo a la cara, se disculpó por ello–. ¡Perdone! Al principio creí que se trataba de un caso muy sencillo: hermosa señora que se larga con otro. –Hizo una pausa y me miró con insistencia–. O con otra; hoy en día uno ya no se asusta de nada. Pero luego todo se complicó y fui descubriendo cosas que me asombraron.
—¿Como qué?
—Como que la hermosa señora se había vuelto drogadicta. Y que se muere. Y que tiene amigos que la quieren, la esconden y la protegen.
—¿Y eso le asombra?
—En cierto modo. –La voz del hombretón no correspondía a su tamaño; era suave, débil, casi inaudible, y viéndole y escuchándole daba la impresión de que más que de un ser de carne y hueso se trataba de un actor de cine mal doblado–. En cierto modo –repitió–. Puesto que existen situaciones que no se corresponden con el concepto que tenemos formado de un cierto tipo de clase social. –Bebió su «pastís», nos miró, y se diría que súbitamente cambiaba el juego y su tono se volvía más serio; más trascendente–. El señor Monteverde me encargó que buscara a su esposa y averiguara las razones de su inexplicable desaparición. –Se limpió una blanca mancha de saliva de la comisura de sus labios–. Me ha costado mucho trabajo, pero ahora sé dónde se encuentra su esposa, y por qué desapareció.
—¿Está usted seguro?
—Completamente. Palmira Monteverde agoniza a bordo del Barlovento intentando que ni su marido ni sus hijos averigüen las auténticas razones de su muerte.
—¿Y usted comprende esas razones?
Asintió balanceando su inmensa cabezota coronada por un puñado de cabellos encrestados.
—Las comprendo y en cierto modo las comparto –puntualizó–. Me enorgullece que me consideren el mejor profesional del país, pero esa fama no se gana tan sólo siguiendo rastros como un perro de caza. Se gana a base de tener una sensibilidad especial para colocarte en el lugar de aquellos a los que persigues, y ser siempre capaz de reaccionar como lo harían ellos. –Señaló su copa–. En cuanto termine de beber, cogeré aquel teléfono y llamaré al señor Monteverde para comunicarle en qué lugar se encuentra su esposa, aunque no pienso decirle por qué se encuentra ahí. Con ello habré cumplido a la vez con mi obligación y mi conciencia. El resto no depende de mí.
Zarpamos. Nunca me había fijado en el color de la luna cuando llueve. Ni en su color ni en su forma, como si de hecho las ideas de lluvia y luna no pudieran unirse, y sin embargo, aquella noche, mientras el velero enfilaba lentamente la bocana del puerto, advertí por primera vez que al igual que hay días de lluvias y sol en los que las luces parecen cambiar adquiriendo un resplandor casi mágico, existen también noches de luna y lluvia en las que cada gota de agua desciende transformada en plata derretida.
Nos adentramos en aquella tupida selva de millones de finísimas lianas quebradizas que la proa del navío iba apartando con desgana, mientras las pesadas velas empapadas trepaban trabajosamente aferrándose a los palos con las uñas, gimiendo y chirriando, como lamentándose de que las despertaran de su sueño para obligarles a abandonar el iluminado puerto y sumergirse en las tinieblas de un mar más frío y húmedo aún que de costumbre.
No era el Barlovento un barco imaginado para hacerse a la mar furtivamente en noches semejantes, y cuando Lautaro lo diseñó, lo hizo pensando probablemente en el sol del Caribe, la azul transparencia de aguas ecuatoriales, o en zarpar con todo el trapo al viento y resonar de sirenas una tarde de «Grand Prix» en Montecarlo. Pero allí estaba ahora, calado hasta los huesos, mustio y resbaladizo, oliendo a brea en invierno y a moqueta sudada, deslizándose calladamente y sin apenas luces hacia una oscuridad desapacible que en nada recordaba a su mundo de siempre.
Tampoco su rol era el usual, pues no había muchachas semidesnudas sobre la camareta, ni risas bajo cubierta, ni entrechocar de copas en el bar. No había más que silencio, una pena muy honda, ¿y por qué no decirlo?, un miedo, que era el mío, a que tanto esfuerzo y dolor resultaran inútiles y Omar nos alcanzara tan sólo unas horas antes que la muerte.
Saint–Tropez quedó atrás y al volverme a mirarla la lluvia fue emborronando sus luces y contornos como si de una mala acuarela se tratase, cuadro que a mi gusto jamás debió pintarse y que al fin dejaba de existir aunque siga en los mapas.
No había viento, y las velas, fatigadas de trepar hasta la cofa, se asombraron quizá por su estéril esfuerzo, sacudiéndose apenas como perros mojados, conscientes como estaban de que nada existe sobre los mares más inútil que el restallante flamear de una vela vacía.
La superficie del agua, de tan quieta, devolvía las gotas de lluvia que rebotaban al igual que millones de pulgas saltarinas, y una fosforescencia parpadeante nacía ante la proa para ir a morir a tan sólo dos metros de la popa.
Nunca estuve tan cerca ni tan lejos de todo; nunca llegué a saber tanto sobre mí sin recordar mi nombre, y nunca aferré con tanta fuerza la verdad sin conseguir rozarla.
El nuestro era como un buque fantasma que transportase los despojos de una diosa hacia la nada, pero dentro de la absurda irrealidad del lugar y el momento, cruzaron por mi mente en algunos instantes los conceptos más claros que haya sido capaz de captar a todo lo largo de mi vida.
Se hizo el silencio y el barco fue a detenerse justo en mitad de las tinieblas.
Lautaro subió a tranquilizarme.
—No te asustes –pidió–. He parado el motor porque es tan sólo un auxiliar y el barco va muy pesado con tanta agua en las velas. Seguiremos al pairo hasta que vuelva el viento, pero no hay peligro; Facundo vigila el radar.
Durante un largo rato nos mantuvimos en silencio, escuchando una lluvia que se había adueñado por completo de la noche y meditando en el hecho de que andábamos huyendo con el preciado botín de una pobre moribunda desahuciada.
—¿Qué piensas hacer? –quise saber al fin.
—Alejarme en cuanto levante el viento y esperar en alta mar a que todo termine. En los puertos corremos el riesgo de que Omar aparezca de improviso. Le prometí a Palmira que le ayudaría a morir en paz, y pienso hacerlo.
—¿Crees que estamos obrando acertadamente? Se encogió de hombros con sincera indiferencia.
—Ya tendré tiempo de pensarlo en su momento. Ahora lo único que importa es que Omar no la encuentre.
Le miré, y bajo los tenues destellos verdosos de la luz de situación su expresión se me antojó más dura que de costumbre.
—Me pregunto si no será que te resistes a compartir su muerte ya que tuviste que compartirla en vida.
—Suena macabro, pero acepto el reproche, porque ni siquiera yo mismo tengo claras las ideas. Omar me arrebató a Palmira en su mejor momento, y yo ahora se la quito en el peor, pero la verdad es que no acierto a analizar cuáles son mis sentimientos. No quisiera verle junto a su cama, y no sé si es porque no sufra ella, o por no sufrir yo.
—Saldremos de aquí siendo distintos –aventuré–. Un final tan atroz para alguien tan perfecto obliga a replantearse la vida por completo.
—Tú aún estás a tiempo de obtener alguna experiencia positiva. Yo no. Cuando se llega a mi edad ya nunca mejoramos. Nuestras expectativas de perfección raramente duran más allá del medio siglo. Pasado ese tiempo la decadencia nos afecta en todo y ya no aspiramos a ser mejores; tan sólo aspiramos a seguir siendo.
—Sin embargo, yo cada día que pasa te descubro más humano.
Me acarició el cabello con aquel gesto tan tierno que se diría de su exclusiva propiedad.
—¡Pequeña! –señaló–. Ser más humano no significa ser mejor, ya que ha quedado plenamente demostrado que nuestra especie es la que más vicios y defectos acumula de toda la Creación.
La lluvia pareció querer tomarse un leve descanso y la luna se apoderó de algunos trozos de mar que iluminó a su antojo pintándolos de plata, y era tanta la calma, que abrigué la extraña sensación de que el barco se encontraba firmemente soldado a un viejo espejo que había perdido ya la mayor parte de su azogue y no devolvía la luz más que en aisladas manchas refulgentes.
Nada se movía y me asaltó el convencimiento que el velero jamás avanzaría sobre aquella inrnensa balsa de plomo que se iba solidificando por momentos, y que nos atraparía clavándonos en su corazón hasta el fin de los siglos.
—Tengo miedo. Resulta idiota, pero este silencio y esta paz me aterrorizan.
Lautaro alzó el rostro y contempló las fláccidas velas rezumantes con aire rencoroso.
—Venderé este maldito barco –dijo–. Jamás pude imaginar que me fallara cuando más lo necesito.
subiendo por el brazo consiguiendo que se me fuera erizando el vello centímetro a centímetro como si me estuviera traspasando su muerte lentamente.
—He pasado revista a mis recuerdos –murmuró al cabo de un rato–. Y he llegado a la conclusión de que no tengo derecho a lamentarme. Tú puedes entenderlo porque sabes lo que significa pasar una noche con Omar, y yo disfruté de miles. Tuve tres hijos y una vida de éxitos y lujo; cuando cenas en el mejor restaurante no tiene por qué sorprenderte la factura.
Estaba sintiendo de verdad lo que decía, y continuó hablándome de su vida y su pasado como de una obra de arte inamovible que ya nada ni nadie conseguiría borrar ni destruir.
Quizá por primera vez desde que la conocía aparecía absolutamente serena y relajada; casi feliz si no fuera ésa una palabra inapropiada y engañosa, con el aspecto de quien habiendo cerrado sus maletas se ha despedido de los seres que ama y aguarda paciente el tren que habrá de llevarle a algún lugar maravilloso. Su miedo había quedado atrás; incluso su desesperación y su rebeldía por la aparente injusticia de que había sido objeto se habían esfumado, y sus ojos –sólo sus ojos– volvieron a ser los que yo había conocido en los mejores tiempos.
—No quiero regresar a tierra –señaló por último con tanta naturalidad como si estuviera refiriéndose al vestido que pensaba ponerse al día siguiente–. Ya que estamos aquí, en alta mar, se me ocurre que es un magnífico lugar para quedarnos. Se quedó allí, aguardando inútilmente la llegada del viento, y bajé al camarote donde Palmira permanecía con los ojos muy abiertos, clavados en las idas y venidas de una mosca que paseaba sin prisas por el techo.
—La envidio –musitó sin mirarme–. Envidio cualquier cosa que se mueva y tenga vida. Incluso a la más sucia mosca a la que sus miembros obedezcan. ¿Dónde estamos? –quiso saber al poco–. Ya no me llegan rumores de voces o de coches. ¿Seguimos en el puerto?
Preferí no mentirle.
—Lo dejamos hace tres horas. Omar sabe ya que estás a bordo.
—¡Ése es Omar! –señaló con orgullo–. Me seguiría hasta el infierno con tal de averiguar por qué me marché sin avisarle. ¡Acabará con Pinochet! –añadió convencida–. Cuando se emperra en algo no cede hasta lograrlo. –Reparó en mi expresión y trató de animarme–. No estés triste –pidió–. Yo ya estoy resignada y casi contenta de que todo termine. Es curioso, pero nadie ha escrito nunca sobre la profunda placidez que produce la auténtica resignación ante la evidencia de la propia muerte. –Trató de sonreír sin conseguirlo–. Probablemente se deba a que quienes la experimentaron carecieron de tiempo para escribir. –Tosió y un hilillo de sangre babeó hasta la almohada. Se lo sequé y sus ojos expresaron mejor que mil palabras todo cuanto sentía.
Tomé su mano y permanecimos muy quietas.
—¿Recuerdas aquellas hermosas escenas del cine; cuando en los largos viajes arrojaban los cadáveres al mar? Siempre me impresionaron, pero ahora, cuando alguien muere a bordo lo conservan hasta que llega a puerto. –El frío de su mano me llegaba ya al hombro y amenazaba con helarme el corazón en cualquier momento–. No –añadió al poco–. No me gustaría que me devolvieran a tierra y Omar acabara viendo lo que quedó de cuanto fui. ¡Llama a Lautaro! –pidió–. Quiero que me prometa que en cuanto muera me arrojaréis al mar.
Salí a cubierta, más por espantar la angustia que por auténticos deseos de cumplir tan triste encargo, y cuando Lautaro desapareció a su vez por la escotilla quedé a solas frente a un mar sobre el que comenzaban a anunciarse las primeras luces del alba.
No daba la impresión de que el nuevo día tuviera intención de traer nuevos vientos, el velero continuaba estático, con el aire desmadejado y triste de una vieja marioneta a la que se le hubieran cortado ya todos los hilos, y comprendí que el destino nos gastaba la última broma de condenarnos a permanecer inmóviles hasta que la muerte dispusiera de un rato y se dignara acudir en busca de Palmira.
Cuando Lautaro reapareció minutos después, su expresión se me antojó más severa que de costumbre.
—Domalain acaba de llamar –dijo–. Omar sale a buscarnos.
—Me lo estaba imaginando –admití–. ¿Qué es lo que ese estúpido espera encontrar aquí?
—Tal vez a Palmira, a ti y a mí haciendo el amor sobre una cama redonda. Domalain asegura que jamás le confesó que estaba enferma.
Guardé silencio mientras un sol que parecía ya usado pese a lo temprano de la hora trataba de alzarse sobre el horizonte abriéndose paso por entre nubarrones sanguinolentos y acabé por buscar apoyo en la base del palo mayor para poder observar mejor a Lautaro.
—Dime –quise saber–. ¿Seguirías de ese modo a una mujer en estas circunstancias?
Sabía su respuesta y aún no entiendo por qué me molesté en hacer semejante pregunta.
—Si se tratara de Palmira, sí.
—¿Qué podemos hacer?
—Sentarnos a rezar para que Omar no nos encuentre. Pero conoce bien el barco y sabe que sin viento no podemos estar lejos. El Isla Negra, por el contrario vuela sobre este mar.
No era cuestión de seguir esperando. Ni de continuar huyendo cuando a la vista estaba que se nos habían acabado los caminos. Me sentía cansada, muy cansada, y cuando descendí una vez más al camarote descubrí en el dormido rostro de Palmira una expresión de profunda placidez que me produjo envidia.
La contemplé un instante, y por último, sin pena, coloqué una almohada sobre su rostro.
Ni siquiera necesité hacer presión; se estremeció muy levemente y atravesó la última línea sin violencia para quedarse definitivamente al otro lado. Resultó tan sencillo que no pude por menos que preguntarme por qué razón no me había decidido a hacerlo antes. Lo peor de la muerte se oculta siempre en la falsa idea que nos hacemos de ella.
Permanecí unos instantes a su lado, no sé si pidiéndole perdón o aguardando a que me agradeciera lo que había hecho, y cuando regresé a cubierta, el mundo –aún bajo la lluvia– se me antojó distinto.
—Ha muerto –dije. Lautaro continuó con la vista clavada en el horizonte –quizás aguardando la aparición del Isla Negra– y no pareció sorprenderse en absoluto por la noticia, como si fuera lo que esperaba de mí desde hacía tiempo.
—Te lo agradezco –fue todo lo que dijo. Me ayudó a amortajar el cadáver con una inmensa sábana de raso azul imaginada sin duda para otros menesteres, y permanecimos luego largo rato contemplando absortos el macabro envoltorio.
—No sé si me costará más trabajo acostumbrarme a un mundo sin Palmira, que olvidar todo lo ocurrido y continuar viviendo como si siguiera aquí aunque no pueda verla –señaló por último–. Imagino que te será difícil aceptarlo, pero para mí su desaparición significa el principio del fin.
La ceremonia resultó muy sencilla; sobre un mar que se ondulaba ahora lentamente como si una mano inmensa se entretuviera allá muy lejos en subir y bajar los confines de la tierra, se reunió la tripulación con los restos de Palmira tendidos sobre una tabla, y tras una corta oración que pronunció Facundo, Lautaro hizo un gesto y dos hombres permitieron que el cadáver se deslizara suavemente para precipitarse al agua sin levantar espuma.
Nos inclinamos sobre la borda a observar cómo el azul celeste de la sábana iba siendo engullido por aquel otro azul más intenso, frío y profundo, y cuando al fin no fue apenas algo más que un diminuto pez que cabrilleaba en el abismo, alzamos el rostro para recibir de frente un suave viento del Sur que nos empujaba con firmeza hacia la costa.
—¡Veinte! –La voz del croupier llegó desde la mesa más próxima y me distrajo un instante porque el veinte era el número que tradicionalmente venía persiguiendo por la mayoría de las ruletas del mundo sin que casi nunca consiguiera alcanzar. Miré instintivamente hacia allá pero de inmediato volví de nuevo mi atención a Andrea, que aparecía ahora mucho más relajada, como si el hecho de haber echado fuera cuanto la atormentaba hubiera contribuido en gran parte a aflojar sus tensiones internas.
Permanecimos un buen rato contemplando las idas y venidas de los escasos jugadores que pululaban aún entre las mesas a la búsqueda de un postrer golpe de suerte que les permitiera recuperarse de las pérdidas de la noche, y aproveché la ocasión para reflexionar sobre su largo relato y la indudable impresión que me había causado.
—No creo que nadie pueda considerar un crimen lo que hiciste –señalé al fin–. Yo lo consideraría más bien un acto de caridad.
—Inútil –fue la amarga respuesta–. Completamente inútil. Es cierto que Omar salió a buscarnos, pero a la media hora cambió de idea y regresó a puerto. Me precipité en matarla tal vez porque estaba deseando hacerlo. –Pidió un nuevo coñac–. Hasta en eso el destino nos jugó una mala pasada.
—Tú no podías saberlo, e imagino que no te sientes culpable por ello,
Bebió despacio y comprendí que estaba a punto de emborracharse, lo que no resultaba sorprendente porque con la mitad del alcohol que había ingerido yo ya habría rodado tiempo atrás bajo la mesa.
—El sentimiento de culpabilidad resulta desconcertante e incontrolable –replicó en tono desabrido–. A veces me atosiga, y a veces me abandona por completo.
—¿Cómo reaccionó Omar?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes? –me asombré–. ¿Cómo es posible?
—Lautaro se encargó de darle la noticia. Se ofreció a ello y se lo agradecí porque no me sentía con fuerzas para hacerlo yo misma. Fue a buscarle y se lo contó todo.
—¿Todo?
—Absolutamente todo –insistió–.
A Lautaro lo que en verdad le importaba era que Palmira muriese en paz y eso ya lo había conseguido. Además, en su opinión su comportamiento quedaba mucho más justificado diciendo la verdad que inventando argumentos inverosímiles. Un hombre puede comprender que su mujer haya tenido un mal momento estando lejos, pero le resulta mucho más difícil perdonar a quien durante meses actúa como actuó Palmira sin justificación alguna.
—Eso fue lo que yo pensé desde el primer momento.
—Pero una cosa es pensarlo fríamente, desde fuera, y otra muy distinta hacerlo cuando te afecta. Palmira se equivocó en su planteamiento, pero únicamente ahora, cuando ha pasado un tiempo, estoy de acuerdo con Lautaro en que insistir en guardar el secreto hubiera sido un grave error. Si Omar sabe o no perdonar a Palmira y entender la magnitud del sacrificio que hizo por él ya es su problema.
—¿Y qué dijo?
—Te repito que no lo sé. Se fue con los niños y aún no ha vuelto.
—¿Adónde?
—No tengo ni la menor idea. Había tanta amargura –o quizá tanto rencor en su respuesta, que no me atreví a insistir, limitándome a observar cómo observaba a su vez la vacía copa preguntándose si se sentía con fuerzas como para apurarla de nuevo y mantenerse más tarde en pie sin gran problema.
—Lautaro asegura que voy camino de convertirme en una alcohólica –musitó al fin muy quedamente–. Pero por más que busco no encuentro ninguna otra razón que me permita seguir adelante. Llevo el olor de la muerte de Palmira pegado a la piel, y su frío en los huesos.
—¿Por qué no te casas con Lautaro?
—En primer lugar porque no me lo ha pedido. Y en segundo, porque tras conocer a Omar ningún hombre, ni aun Lautaro, merece la pena. Si Palmira, siendo quien era, se enamoró sólo con verle, imagina lo que puedo sentir yo.
La forma en que lo dijo debió haberme alertado, pero debo admitir que a aquellas alturas de la noche mi mente no se encontraba totalmente lúcida, y lo único que estaba deseando era irme a la cama y olvidar durante unas horas un problema ajeno que me había asaltado súbitamente a la vuelta de un recodo del camino.
Había acudido a Cannes a disfrutar de unos días de descanso, intentar ver buen cine y discutir con Giovanni Bertoluchi la posibilidad de convertir una de mis novelas en serie de televisión, pero lo único que había encontrado hasta el momento era un clima desapacible, películas mediocres y la desconcertante historia de una desconocida.
Andrea se puso al fin en pie y tras balancearse levemente se apoyó en la mesa y agradeció poder aferrarse a mi brazo para abandonar la sala con su dignidad de siempre. Pronto, el fresco aire de la noche le despejó sin embargo la mente, y cuando emprendíamos sin prisas el camino hacia su apartamento del viejo puerto, comentó sin mirarme:
—Tengo la impresión de que no vas a escribir sobre lo que te he contado.
—Probablemente.
—¿Por qué?
—Porque no es mi estilo.
—¿Qué diablos quieres decir con eso de que no es tu estilo? –inquirió molesta.
—Quiero decir que mis lectores están acostumbrados a que les hable sobre cosas que conozco: selvas, desiertos, ciudades exóticas o islas lejanas. Mi forma de escribir se apoya en la descripción de mundos que jamás vieron, la ambientación que he aprendido a dar a mis relatos, y los personajes pintorescos con los que me he tropezado. Pero ya nunca podré conocer a PaImira, ni probablemente a Omar, Lautaro o los niños. –Me detuve un momento para mirarla de frente pretendiendo tal vez que pudiera entenderme mejor–. Tendría que escribir «de oídas» y eso me asusta.
—¿El fracaso te asusta?
—Durante más de cuarenta años conviví con el fracaso –le hice notar–. Le conozco. Y me asusta. ¿Qué necesidad tengo de arriesgarme por contar la historia de alguien que sin duda preferiría que se mantuviera en secreto?
—Palmira lo merece.
—Yo creo que más bien merece el silencio.
—¿Por qué? ¿Porque crees que lo que hizo estuvo mal? Yo no opino lo mismo. Yo creo que la suya es una de las más bellas historias de amor que han existido, porque después de tantos años se amaron hasta el fin. Vivir una pasión arrebatadora durante unos meses está al alcance de cualquiera.
—Es posible –admití–. Pero ni ésas son horas de ponerse a discutirlo, ni creo que por más que lo hiciéramos conseguirías que me arriesgara a cambiar mi forma de trabajar. Quien tendría que escribir sobre Palmira eres tú, que la conociste a fondo y viviste su problema de cerca. Yo en este asunto no pinto nada. No sabría cómo hacerlo.
—Tal como se hacen siempre estas cosas –repliqué desangeladamente–. Coges un papel en blanco y empiezas escribiendo lo primero que me dijiste: «Quiero contar la historia de Palmira.»
Luego sigues como la has hecho hasta ahora.
De regreso al hotel me planteé si el cansancio era razón que justificase el haberme comportado de una forma tan desagradable, pero caí derrengado en la cama, me dormí en el acto, y al día siguiente me propuse firmemente olvidar aquel macabro relato que me había producido una extraña inquietud a la que no estaba acostumbrado.
Me sentía incómodo y desasosegado, y me esforcé por tanto en aturdirme con fiestas, disfrutar del buen tiempo que volvía, discutir con Bertoluchi, y asistir a las tres o cuatro excelentes películas que se exhibieron durante las últimas jornadas del Festival.
No volví a ver a Andrea hasta el día de mi marcha en que almorzamos juntos en el «Cielo Azul», que es uno de los pocos restaurantes de aeropuerto que merece en verdad tal consideración, y lo primero que me llamó la atención en ella fue su desaliñado aspecto, pues por primera vez en mi vida la descubrí con el pelo sucio y ropa inapropiada.
—Estoy bebiendo demasiado –admitió como si me leyera el pensamiento y sin necesidad de que le hiciera el menor comentario–. Comprendo que me perjudica, pero no puedo evitarlo. ¡Había puesto tantas esperanzas en que la historia de Palmira te interesara!
—¡Y me interesa! –repetí una vez más poniendo todo mi empeño en que me creyera–. Lo que ocurre es que yo no soy la persona adecuada para escribirla–. Eres tú, y si lo intentaras encontrarías en ello una buena razón para seguir adelante sin beber tanto.
—¡Ayúdame! –suplicó.
—¡Escucha! –señalé–. Alguien dijo una vez que escribir es como masturbarse; hay que hacerlo a solas porque únicamente a solas tienes valor para expresar sin rubor lo que sientes. ¡Hazlo! Escribe lo que te ocurrió y mándamelo. Entonces sí que podré ayudarte, corregirte, e incluso intentar que lo publiquen si el resultado vale la pena.
No respondió de momento, pareció necesitar un tiempo para reflexionar sobre mi proposición y continuamos comiendo –en realidad yo comía y ella casi únicamente bebía– comentando sobre el desarrollo del Festival, el futuro del cine, y lo insoportable que podía llegar a hacerse la vida en la Costa Azul cuando no se miraba bajo el prisma de un maravilloso lugar de veraneo para millonarios.
Pero yo sabía bien que la idea seguía dando vueltas en su mente tratando de germinar, y opté por no presionarle permitiendo que fuera ella la que insistiera en el tema.
—¿Realmente crees que podría hacerlo?
—Estoy seguro –repliqué–. Escribir está al alcance de cualquiera que tenga una cierta sensibilidad, sentido común y algo que contar, y a ti te sobran las tres cosas. Pero ponte a ello hoy mismo, en cuanto vuelvas a casa, porque lo único que no se puede hacer en este oficio es dejarlo para mañana. A las ideas, como a las mujeres, hay que atraparlas en su momento o te abandonan para siempre.
Omar regresó a mediados de julio y parecía otra persona.
Muy delgado, tostado por el sol y con el rostro cubierto por una espesa barba desaliñada, era su expresión, sin embargo, lo que más había cambiado; y su voz, como cansada; una voz desganada, que obligaba a imaginar que le costaba un gran esfuerzo emitir cada palabra.
Almorzamos al aire libre, aquí en el puerto, justo bajo el balcón, y apenas hizo mención a su larga ausencia, al tiempo que había pasado con los niños en el Caribe, o a lo difícil que le había resultado hacerse a la idea de la desaparición de Palmira.
—Al principio te odié por haberme ocultado la verdad –dijo al fin–. Pero acabé comprendiendo que no pudiste hacer otra cosa si ella te lo había pedido.
—Deseaba morir en paz.
—Lo sé –admitió–. Y lo entiendo. Pero mucho más en paz hubiera muerto si me hubiera contado la verdad desde el principio. Habiéndome hecho tan feliz durante tantos años, ¿cómo no iba a perdonarle que hubiera cometido aquel error? Pero dejemos eso –añadió visiblemente conmovido–. Ya no tiene remedio. Ahora lo que importa son los niños, la casa, y los negocios: Te necesito.
Eso fue lo que dijo exactamente: «Te necesito.» No dijo «te quiero», «te echo de menos» o «estaba deseando verte». Sólo «te necesito». Y dejó además bien claro que no era él, como hombre, quien me necesitaba, sino que se trataba de una cuestión de los niños, la casa y los negocios.
Pero a mí me bastó. No me detuve a pensar si lo que andaba buscando era una nurse, un ama de llaves o una directora general. Lo único que pensé fue que me quería a su lado, y a su lado era donde yo deseaba estar sobre todas las cosas de este mundo.
Luego subimos a hacer el amor. Respondió, porque su sexo responde siempre al menor estímulo, pero mediaba un abismo entre su mente y su sexo, y se le notaba ausente, sin el menor interés en lo que hacía, como el enfermo que se toma la sopa porque no le queda otro remedio, con tal desgana, que incluso a mí que llevaba meses deseándolo me resultó imposible disfrutar del momento.
Me supo a corcho y engrudo; a muñeco de goma si se hubieran inventado para mujeres al igual que tengo entendido que existen muñecas de tamaño natural para los hombres, y cuando al fin se hubo marchado me sentí tan frustrada, que tuve que recurrir una vez más a meterme en la bañera y masturbarme.
Me consolé sin embargo con la idea de que la vida no gira tan sólo en torno al sexo, y que el tiempo jugaba a mi favor, puesto que por mucho que Omar pudiera recordarla, Palmira estaba muerta y jamás podría regresar a disputarme su cariño.
Pese a ello, dediqué un largo fin de semana a meditar sobre la propuesta de hacerme cargo de sus negocios, sus hijos y su casa, teniendo muy presente que Omar no había hecho la más mínima alusión a que tuviera intención de casarse conmigo.
Hubiera deseado consultarlo con alguien, pero no tenía a quién recurrir, y esa misma sensación de sentirme sola en un momento tan crucial de mi vida me impulsó a tomar la decisión de construirme una familia por más que –como hubiera opinado Lautaro Velasco– se tratara de una familia de segunda mano.
Los niños me recibieron con una cierta indiferencia, pese a que Celeste –¡cómo se había hecho vieja Celeste!– pareció comprender que su padre no estaba capacitado para salir adelante por sí solo y me brindó un cierto apoyo, aunque a decir verdad, más bien era ella quien parecía estarlo necesitando para escapar de algún modo al desconcierto en que se encontraba sumida.
Ocupé la habitación de invitados en la que ya había dormido otras veces y tomé posesión de un despacho en el que se amontonaban tantos papeles que me asaltó la impresión de que por mucho que me hubiese explicado Palmira jamás sabría cómo resolver semejante cúmulo de problemas.
Se hacía necesario tomar un sinfín de decisiones con respecto a las fábricas, y por más vueltas que di ninguna se me antojó oportuna. Lo consulté con Omar, y cuanto obtuve fue un indiferente encogimiento de hombros y la aclaración de que por lo que a él se refería podían irse a la quiebra.
—Se trata del futuro de tus hijos –le hice notar–. ¿No te importa lo que ocurra con la herencia que les dejó su madre?
—Si colocas el dinero en un Banco tendrán más del que puedan gastarse el día de mañana –replicó desabridamente–. Y si tanto dinero no sirvió para que viviese, ¿para qué diablos sirve? Tú quieres ocupar su puesto, ¿no es cierto? Pues hazlo. Ella hubiera sabido qué decisión tomar en cada caso.
—Ella tenía una experiencia que yo no tengo.
Me miró largamente y adiviné que estaba pensando que Palmira tenía otras muchas cosas que yo jamás tendría, porque en cierta forma cabía suponer que su actitud hacia mí era una especie de reto; como si estuviese jugando a brindarme la oportunidad de parecerme a alguien a quien nunca conseguiría imitar.
Recordé que ya moribunda Palmira me pidió perdón imaginando que su recuerdo se interpondría constantemente entre nosotros, y aunque en aquellos momentos no me costó trabajo perdonarla, empezaba a comprender hasta qué punto sería su recuerdo el principal impedimento que habría de encontrar en nuestra futura convivencia.
Por las noches su presencia se hacía aún más patente si es que ello era posible, y cuando los niños se acostaban y nos quedábamos a solas contemplando la televisión se diría que su figura llegaba incluso a cobrar vida acomodándose en su lugar predilecto del sofá, a la izquierda de Omar.
Allí solía dejarlos cuando me retiraba a mi habitación, a aguardar –la mayoría de las veces inútilmente– a que él acudiera, y cuando de tanto en tanto lo hacía me asaltaba la impresión de que Palmira se había quedado escuchando al otro lado de la puerta, e incluso que tomaba asiento al pie de la cama, a observar cómo me esforzaba por conseguir que su marido me deseara mientras me acariciaba como a un perro de lanas.
Empecé a beber de nuevo. En realidad lo cierto es que en una u otra medida jamás había dejado de hacerlo y el coñac parecía ser lo único que me daba fuerzas para enfrentarme cada mañana a las mil amarguras que sabía que me aguardaban a lo largo del día, porque si bien es cierto que Omar me había elegido tal vez como remedio, y los niños me aceptaban con una cierta indiferencia, el servicio de la casa me acogió como a una auténtica intrusa, ya que durante años se dedicaron a adorar a Palmira, y luego, durante meses, se acostumbraron a hacer cuanto les vino en gana. La cocinera, las doncellas, el jardinero e incluso el chófer se me quedaban mirando fijamente cada vez que daba una orden, como si se preguntaran si me había vuelto loca, era una estúpida o no comprendía que «La Señora» les hubiera ordenado hacer absolutamente todo lo contrario y yo no tenía ni la menor idea de lo que me traía entre manos.
Creo que nadie ha efectuado nunca un estudio profundo sobre el demoledor efecto que puede ejercer sobre un ser humano el eterno cuchicheo a sus espaldas, las conversaciones que se interrumpen en el momento de su llegada, el intercambio de cómplices miradas, y las sonrisas sardónicas de quienes parecen estar esperando que cometa exactamente aquel preciso error en aquel momento exacto.
Había vivido siempre sola, sin nadie a mi cargo, y me encontré de pronto frente a la responsabilidad de manejar un caserón de quince habitaciones e intentar educar a tres niños a los que, además, habían dejado inútilmente campar por sus respetos.
Por si ello fuera poco, cada diez minutos repicaba un teléfono y alguien desde algún lugar del mundo me pedía solución a un problema del que nunca había oído hablar anteriormente.
A veces me sentía como en una de esas películas cómicas en que el piloto sufre un infarto y un pasajero atolondrado trata de hacerse con los mandos consiguiendo únicamente que el avión comience a dar saltos, volteretas y cabriolas amenazando con estrellarse contra todas las montañas, con la diferencia de que en este caso ninguno de los testigos parecía sentirse especialmente preocupado y lo único que aparentemente les interesaba era ver cómo yo cometía fallo tras fallo.
—Palmira lo hacía.
Nadie quería entender que yo no estaba pretendiendo competir con Palmira aunque tan sólo fuera por el hecho de que quien intenta enfrentarse a un muerto sabe que lleva las de perder. Los ancianos disminuyen de tamaño a medida que envejecen, pero los muertos crecen a partir del día en que los entierran. Si en vida Palmira ya era grande, muerta se transformó en un gigante con el que yo jamás soñé siquiera compararme.
A menudo me asaltaba la impresión de que en el fondo ella era la única que se encontraba de mi parte, y cuando me sentía especialmente abatida acudía a sentarme frente a su hermoso retrato que dominaba, desde la parte alta de la chimenea, el gran salón central.
Llegaba a hablarle, tanta era mi desesperación en algunos momentos, dirigiéndome a ella como cuando en el Barlovento le pedía consejo sobre cómo debería manejar sus negocios tras su muerte, pero si bien en aquel entonces parecía tener respuesta para todo, ahora se limitaba a esbozar apenas una enigmática sonrisa y seguirme con la mirada a cualquier rincón de la estancia al que me dirigiera.
Quien me viera me tomaría por loca. O por borracha más bien, porque no me pasaba desapercibido el hecho de que en la casa todos habían reparado en que el coñac se había convertido en mi único aliado, hasta el punto de que las doncellas se divertían escondiendo las botellas por el simple placer de obligarme a preguntar por ellas sabiendo que eso me humillaba, aunque eran tantas las causas ya de humillación, que una más carecía por completo de importancia.
Omar por su parte no decía nada, como si se esforzase por ignorar toda la evidencia, y casi podría creerse que vivía en otro mundo –el mundo de Palmira– y cuanto sucediese a su alrededor le traía sin cuidado. Curiosamente, dejó de hablar de Chile o Pinochet, como si hubieran dejado de interesarle su país y su tirano, o como si al no existir ya una Palmira a la que ofrecerle el resultado de su lucha no mereciese en absoluto la pena seguir en la contienda.
Aquel caserón alegre y luminoso, tan lleno de vida y risas no hacía mucho, se transformó por tanto en una especie de panteón de mármol refulgente bajo el cálido sol de La Riviera, porque sabría aventurar que no se encontraba ya habitado por gente que hablaba y respiraba, comía o se bañaba, sino por un ejército de seres condenados a mantener perennemente latente el recuerdo de una hermosa difunta.
Ni siquiera los niños alborotaban, y Omar pasaba días enteros pescando atunes desde el yate, aunque a menudo llegué a imaginar que su auténtica intención era lanzar muy profundos los sedales por ver si con suerte el anzuelo se enganchaba en su sudario consiguiendo tal vez recuperar de ese modo el amor de su vida.
Regresaba a las tantas de la noche rendido de cansancio, pero aun así le sentía dar vueltas hasta el amanecer, incapaz de dormir, pero incapaz también en esos casos de pedirme consuelo o compañía.
Cuando una vez lo hizo me encontró tan bebida que a los pocos instantes dio media vuelta y desapareció en las sombras tal como había llegado, y aunque al día siguiente ordené tirar todo el coñac de la casa sólo sirvió para que a la semana me sorprendiera a mí misma atiborrándome de ginebra, lo cual me hizo aún más daño.
Me daba perfecta cuenta del mal que me causaba, pero no podía evitarlo, puesto que desde que tengo uso de razón he aceptado el principio astrológico de que las escorpio nacemos bajo el signo de la autodestrucción y cuanto necesitamos –o buscamos– a lo largo de la vida es que alguien nos brinde la oportunidad de cumplir nuestro destino.
Y a mí me estaban dando todas las oportunidades de este mundo, pues sabido es que autocompadecerse constituye probablemente el primer paso para lograr autodestruirse, y había llegado a un punto en que pasaba más horas compadeciéndome con ayuda de una botella, que tratando de hallar solución a mis problemas.
Ni la fastuosa villa de inmensos jardines, ni el «Rolls», el yate o las costosísimas joyas que Omar había dejado a mi alcance para que las utilizara cuando me viniera en gana contribuían a hacer más llevadera la sensación de profundo fracaso que día a día iba creciendo en mi interior, y tan sólo sirvieron para acabar conduciéndome al perogrullesco convencimiento de que únicamente Palmira estaba en condiciones de disfrutar realmente de la condición de ser Palmira.
Aun así continuaba abrigando la extraña sensación de que ella seguía de mi parte pese a que no aprobara en absoluto la indigna forma en que estaba tratando de ocupar su lugar, y cuando nos encontrábamos a solas en el gran salón captaba su amistosa presencia y advertía que aunque no quisiera brindarme tan sólo un pequeño consejo me consideraba la única persona capaz de ocuparme de su familia y sus negocios.
Curiosamente sin embargo, el día que al fin no me quedó más remedio que presentarle a la firma a Omar los documentos que liquidaban la empresa de Milán se mostró más animado que de costumbre y me propuso salir a celebrarlo admitiendo que en el fondo siempre había aborrecido la rivalidad que significaba aquella fábrica.
Cuando salí de la ducha me lo encontré sentado a los pies de la cama, junto al traje negro de Palmira y el collar de zafiros y diamantes.
—¡Póntelos! –dijo–. Quiero que hoy estés resplandeciente.
Me recogí el cabello en un moño muy tirante, como Palmira la noche del apagón de Gstaad, y me miré luego al espejo a la luz de dos velas para intentar descubrir quién era con quien saldría a cenar Omar aquella noche.
Fue un juego cruel y sádico porque sin ponernos de acuerdo fingimos sutilmente que yo era y no era Palmira al propio tiempo, aunque lo único cierto es que nunca fui yo misma aquella noche, como si al igual que utilizaba un vestido prestado que no acababa de ajustarse exactamente estuviera tratando de apoderarme de una personalidad ajena en la que no conseguía encajar por mucho que intentara.
En un principio me sentí incómoda interpretando un papel que no era el mío, pero a medida que el alcohol hacía su efecto me fui encontrando mejor en la piel de una difunta y cuando Omar me condujo a su dormitorio y me hizo el amor sobre el inmenso lecho matrimonial, disfruté como hacía tiempo que no gozaba, y ni siquiera me importó que me llamara por el nombre que quisiera.
A la mañana siguiente no pude evitar que me asaltara el temor de haber participado activamente en una extraña especie de rito necrológico que por primera vez me impidió enfrentarme abiertamente a la franca mirada del gran retrato del salón.
Ello no consiguió sin embargo que rechazara las propuestas de Omar cuando tres días más tarde me pidió que me tiñera de negro el cabello y eligiendo un salto de cama de Palmira me ciñera un collar de esmeraldas y jugáramos de nuevo a transformarme en quien no era.
Descubrí entonces una forma nueva y portentosa de erotismo, porque al morboso placer de saberme otra persona se añadió el hecho de desvelar los mil audaces trucos que había sido capaz de inventar para mantener excitada a su pareja. Palmira, que jugaba sin duda con ventaja en sus relaciones sociales gracias a su exquisita preparación intelectual y su profunda inteligencia, utilizaba también parecidas ventajas en sus relaciones sexuales y no resultaba sorprendente por tanto que hubiera conseguido enloquecer a su marido hasta el punto de impulsarle a continuar buscándola en mí aun después de su muerte.
Siguieron días, tal vez semanas, de auténtica locura; noches en las que accedí a perder por completo mi dignidad y mi propia estimación y amaneceres en los que entre la cocaína y el coñac llegué a creer que era en verdad Palmira consiguiendo que Omar imaginara que la estaba poseyendo.
Las horas diurnas transcurrían sin embargo como en un sueño o una indescriptible pesadilla en la que continuamente se me aparecía la imagen de Palmira que acudía a echarme en cara el mal uso que estaba haciendo de la confianza que había depositado en mí, porque nunca supe ocuparme de sus hijos, su casa o sus negocios, pero bien pronto aprendí a ponerme sus vestidos y sus joyas, acostarme con su marido o tratar de igualarla en todo lo peor que hubiera llegado a hacer en esta vida.
Si tuvo un solo vicio, ése fue el que imité y si cometió algún error, en el mismo error caí, pero de cuanto de maravilloso supo llevar a cabo ningún provecho obtuve, porque me falta aquella humanidad, aquella entrega y aquella generosidad sin límites que la convirtieron en un ser humano irrepetible.
La amistosa mirada del retrato se me antojaba ya siempre acusadora y la dulce sonrisa de antaño se transformó a mis ojos de borracha en la irónica mueca de desprecio de quien ha estado desde el principio convencido de que, lo intente quien lo intente, nadie conseguirá ponerse nunca a su nivel.
Llegó por fin el día en que Omar pareció cansarse del triste sucedáneo de mujer en que me había convertido, dejaron de interesarle las nuevas aberraciones que me esforcé en brindarle en mi inútil intento de superar en algo a Palmira, y se volvió a la mar en busca de estúpidos atunes o en busca tal vez de echar muy al fondo el sedal para recuperar un cadáver putrefacto.
Fue la misma noche en que se despidió la cocinera; la noche en que reñí a Celeste y recibí una llamada advirtiendo que la cosecha de café no sería buena; una de esas noches aciagas en las que el mundo parece haberse envuelto en el más oscuro y denso de sus mantos, las entrañas te revientan manchándote los muslos de una sangre espesa y sucia, y el cerebro te estalla por efectos del alcohol. Sigilosamente, como un ladrón o un asesino, penetré muy despacio en el salón y con ayuda del más afilado de los cuchillos destrocé, centímetro a centímetro, el retrato de Palmira.
A principios de noviembre el cartero me entregó un sobre que contenía un cuaderno escolar escrito con una letra menuda, nerviosa y apretada.
Quince días más tarde, Lautaro Velasco me llamó desde Quito para preguntarme si conocía los motivos por los que Andrea se había suicidado.
FIN