Publicado en
agosto 01, 2010
.jpg)
EL LIBRO DEL SOL LARGO 2
Para Dan Knight,
que entenderá
más que la mayoría
Dioses, personas y animales mencionados en el texto
N.B. En Virón, los bíos macho llevan nombres de animales o productos animales. De este tipo son nombres tales como Alca, Sangre, Grulla, Mosqueta y Seda. A los bíos hembra se les dan nombres de plantas (habitualmente flores) o de productos vegetales: Chenilla, Menta, Orquídea, Rosa. Los nombres de las personas químicas (o «quimis»), tanto los masculinos como los femeninos, provienen de metales o minerales: Pedernal, Mármol, Arena, Esquisto.
Alca: saqueador de casas, amigo de Seda y devoto de Menta; hombre fornido y vigoroso, de mandíbula ancha y orejas prominentes. Chenilla lo apoda «Jaco».
Amapola: una de las mujeres de Orquídea; menuda, morena y bonita.
Antrisca: joven de la clase media de Virón, mujer de Coipo.
Aquila: aguilucha adiestrada por Mosqueta.
Arena, sargento: soldado del ejército de Virón.
Arola: mujer que ha abandonado La Orquídea.
Betel, Máitera: en otro tiempo, una de las sibilas del manteón de la calle del Sol; ya fallecida.
Campanilla: una de las mujeres de La Orquídea.
Cardencha: una niña de la palestra de Seda.
Coipo: joven de la clase media de Virón, marido de Antrisca.
Cuerno: cabecilla de los muchachos mayores de la palestra de Seda.
Chenilla: una de las mujeres de La Orquídea. Probablemente tenga diecinueve años. Alta y atlética, se ha teñido el pelo del tono carmesí de su flor homónima. Alca la apoda «Morritos».
Chiquito: loro que en un tiempo perteneció a los padres de Mamelta.
Dreolina: hija favorita de Iolar.
Equidna: divinidad mayor, consorte de Pas, madre de los dioses y diosa suprema de la fertilidad. Se la asocia especialmente con serpientes, ratones y otras criaturas rastreras.
Escila: divinidad mayor, diosa de los lagos y los ríos y patrona del primer día de la semana y de Virón, ciudad natal de Seda. Asociada en particular con los caballos, los camellos y los peces, se la representa con ocho, diez o doce brazos.
Escleroderma: mujer del carnicero. Vende despojos de carne como alimento para mascotas y a veces la llaman «la de la comida de gatos». De baja estatura y muy gorda.
Esfigse: divinidad mayor, diosa de la guerra y el coraje y patrona del séptimo día de la semana. Se la asocia en especial con los leones y otros felinos.
Esquisto, soldado: miembro raso del ejército de Virón.
Extraño, el: dios menor que iluminó a Seda.
Faia: divinidad mayor, diosa de los alimentos y la curación y patrona del sexto día de la semana. Se la asocia en particular con los cerdos.
Fulmar: miembro del círculo de mecánica negra de Yunque.
Gálago, consejero: miembro del Ayuntamiento y su experto en diplomacia y relaciones exteriores.
Grulla, doctor: médico particular de Sangre, hombre bajito y vivaz de barba acerada.
Gulo, Pátera: joven augur.
Hiérax: divinidad mayor, dios de la muerte y patrono del cuarto día de la semana. Se lo asocia especialmente con aves de rapiña, chacales y (como a Tártaro) con animales negros de toda especie.
Iolar: un Volador.
Jacinta: bella cortesana controlada por Sangre.
Kalan: ladrón que muere a manos de Alca.
Kit: niño que concurre a la palestra de Seda.
Langosta: forma despectiva de llamar a los guardias.
Lemur, consejero: secretario del Ayuntamiento y en consecuencia gobernador de facto de Virón.
Liebre: ayudante de Mosqueta.
Loris, consejero: miembro del Ayuntamiento, funcionario que lo preside en ausencia de Lemur.
Lubina: el matón que guarda el orden en La Orquídea.
Madreselva: miembro del círculo de mecánica negra de Yunque.
Mamelta: durmiente despertada por Mucor y liberada por Seda.
Mármol, Máitera: sibila del manteón de Seda, inferior de Rosa pero superior de Menta; tiene más de trescientos años y está casi agotada.
Menta, Máitera: la sibila de menor rango del manteón de Seda.
Molpe: divinidad mayor, diosa de la música, la danza y el arte, y de los vientos y todas las cosas leves, patrona del segundo día de la semana. Se la asocia en particular con las aves canoras y las mariposas.
Mosqueta: administrador y amante de Sangre.
Mucor: hija adoptiva de Sangre; tiene unos quince años, poderes de viaje incorpóreo y es una especie de diablesa.
Oosik, coronel: comandante de la Tercera Brigada de la Guardia Civil de Virón.
Oreb: grajo de noche, mascota de Seda; gran pájaro negro de patas rojas y pico carmesí.
Orpina: hija de Orquídea, apuñalada por Chenilla.
Orquídea: madama de la casa amarilla de la calle de la Lámpara. Madre de Orpina.
Ortiga: novia de Cuerno.
Oliva: una durmiente.
Pas: padre de los dioses y gobernador del Mundo, que él creó. Dios del sol y la lluvia, de los mecanismos y muchas cosas más, se lo representa con dos cabezas. Asociado en especial con el ganado y las aves de presa.
Pedernal, cabo: soldado del ejército de Virón.
Perca, Pátera: augur, antecesor de Seda en el manteón de la calle del Sol; ya fallecido.
Pluma: un niño de la palestra de Seda.
Potto, consejero: miembro del Ayuntamiento y su experto en fuerzas de la ley y espionaje; hombre de cara redonda y aspecto engañosamente alegre.
Quetzal, Pátera: prolocutor de Virón y como tal presidente del Capítulo. Es de protocolo dirigirse a él como «Su Cognescencia».
Rémora, Pátera: coadjutor de Quetzal. Alto y delgado, de cara larga y enjuta y lacio pelo negro. Según el protocolo es de rigor dirigirse a él como «Su Eminencia».
Rosa, Máitera: sibila principal del manteón de Seda, en gran medida una colección de prótesis. Tiene más de noventa años.
Sangre: señor del crimen, propietario de facto del manteón de Seda y la casa amarilla de Orquídea. Alto, corpulento, bastante calvo y de tez rojiza; de unos cincuenta y cinco años.
Seda, Pátera: augur del viejo manteón de la calle del Sol; de veintitrés años, es alto y delgado y tiene un revuelto pelo pajizo.
Simuliid, comisario: el burócrata más importante del gobierno de Virón, alto y muy gordo, de espeso bigote negro.
Suncho: forzudo que guarda el orden en el Gallo. Amigo de Alca.
Tarsio, consejero: miembro del Ayuntamiento y su experto en arquitectura e ingeniería.
Teljipeia: divinidad mayor, diosa de la magia, la mística y los venenos y patrona del quinto día de la semana. Se la asocia particularmente con las aves de corral, los ciervos, los simios y los monos.
Tuétano: vendedor de verduras.
Villus: un niño de la palestra de Seda.
Vulpes: un abogado de Limna.
Yunque, Pátera: protonario de Rémora, hombre menudo y taimado con dientes de conejo. Aficionado a la mecánica negra.
1
Ellos tenían científicos
Cayó el silencio, brusco como un grito de orden, cuando el Pátera Seda abrió la puerta del viejo manteón triangular en el cruce de la calle del Sol con la de la Luna. Sentado en la silla menos cómoda de la pequeña sellaria mohosa, bien recto, estaba Cuerno, el muchacho más alto de la palestra; Seda tuvo la certeza de que se había sentado a toda prisa al oír el chasquido del pestillo.
El grajo de noche (sólo después de entrar y cerrar la puerta, Seda recordó que le había puesto el nombre de Oreb) se había posado en el alto respaldo tapizado de la rígida silla «de las visitas».
—Hola, Seda —graznó—. ¡Seda bueno!
—Y buenas tardes a ti. Buenas tardes a los dos. Que Tártaro os bendiga.
Al entrar Seda, Cuerno se había levantado; Seda le hizo un gesto para que volviera a sentarse.
—Perdóname. Lo siento terriblemente, Cuerno. De veras. La Máitera Rosa me dijo que pensaba enviarte esta noche a hablar conmigo, pero me olvidé. Han pasado tantas... ¡Ah, Esfigse! ¡Apiádate de mí, Esfigse Apuñaladora!
La última invocación había respondido a un dolor súbito y lancinante en el tobillo. Mientras cojeaba hasta la única silla cómoda de la habitación, la que usaba para leer, se le ocurrió que probablemente el asiento estaría aún tibio; pensó en tocar el cojín para cerciorarse, rechazó la idea por embarazosa para Cuerno y luego (apoyándose en la cabeza de leona del bastón de Sangre) por mera curiosidad tocó el asiento con la mano libre. Estaba tibio.
—Me senté un momento, Pátera. Desde ahí veía mejor a su pájaro.
—Claro. —Sentándose, Seda alzó el tobillo herido hasta el travesaño.— Sin duda te has pasado aquí la mitad de la tarde.
—Un par de horas, nada más, Pátera. Le barro el local a mi padre mientras él vacía la caja y... y guarda el dinero.
Seda asintió.
—Está bien. No debes decirme dónde lo guarda. —Hizo una pausa, recordando que él había intentado robarle a Sangre el mismísimo manteón.— Yo no voy a robarlo, porque nunca os robaría nada a ti ni a tu familia; pero nunca se sabe quién puede escuchar.
Cuerno sonrió nerviosamente.
—Quizás ese pájaro, Pátera. He oído que a veces toman cosas brillantes. Un anillo, por ejemplo, o una cuchara.
—¡No roba! —protestó Oreb.
—En realidad yo pensaba en una oreja humana. Hoy confesé a una joven desgraciada y creo que todo el tiempo hubo alguien escuchando al otro lado de la ventana. Afuera hay una galería, y en un momento tuve la certeza de oír un crujido de tablas, como cuando alguien cambia de pierna el peso del cuerpo. Me tentó la idea de ir a mirar, pero mermado como estoy el otro habría huido antes de que me asomara... para volver, sin duda, en cuanto me hubiera sentado. —Seda suspiró.— Por suerte la muchacha hablaba en voz muy baja.
—Escuchar así ¿no es una ofensa capital a los dioses, Pátera?
—Sí. Pero me temo que a él no le importa. Lo peor del asunto es que conozco a ese hombre, o estoy empezando a conocerlo, y lo que he visto de él me gusta. Tiene mucho de bueno, estoy seguro, aunque se empeña en esconderlo.
Oreb batió el ala sana.
—¡Grulla bueno!
—Yo no mencioné a nadie —le dijo Seda a Cuerno—, ni tú oíste ningún nombre.
—No, Pátera. La mitad de las veces a este pájaro no le entiendo nada.
—Magnífico. Tal vez sería mejor aún que te costara lo mismo entenderme a mí.
A Cuerno le subieron los colores.
—Lo siento, Pátera. No quería... No lo dije porque...
—No me refería a eso —se apresuró a explicar Seda—. En absoluto. Ni siquiera habíamos tocado la cuestión, aunque lo haremos. Es preciso. Sólo quise decir que yo no debería haber contado siquiera que confesé a una muchacha. Estoy demasiado cansado para vigilarme bien la lengua. Y ahora que se nos ha ido el Pátera Perca... bueno, todavía puedo confiar en la Máitera Mármol. Creo que de no ser por ella me volvería loco. —Pugnando por concentrarse en pensamientos que lo desbordaban, se echó adelante en la blanda silla vieja.— Iba a decir que, aunque es un buen hombre, o al menos un hombre que podría ser bueno, no tiene fe en los dioses; sin embargo tendré que conseguir que admita que escuchó, para poder confesarlo de la culpa. Va ser difícil, seguro, pero vengo estudiándolo desde todos los ángulos, Cuerno, y no veo manera de eludir mi deber.
—Sí, Pátera.
—No digo esta noche. Esta noche he estado ocupado a más no poder, y por la tarde lo mismo. Hoy vi... algo que lamentablemente no puedo contarte. Pero desde que entré aquí no paro de pensar en ese hombre en particular y el problema que representa. Me lo ha recordado esa cosa azul que lleva el pájaro en el ala.
—Me estaba preguntando qué será, Pátera.
—Supongo que habrá que llamarlo entablillado. —Seda miró el reloj.— Tus padres han de estar frenéticos.
Cuerno sacudió la cabeza.
—Los demás muchachos les dirán adonde he ido, Pátera. Yo se lo dije antes de marcharme.
—Ojalá, por Esfigse. —Seda se inclinó hacia adelante, recogió la pierna herida, se bajó el calcetín y desenrolló la venda gamuzada.— ¿Alguna vez has visto una de éstas, Cuerno?
—¿Una tira de cuero, Pátera?
—Es mucho más que eso. —Se la arrojó— Quiero que me hagas un favor, si te parece. Lánzala contra la pared con una patada bien fuerte.
Cuerno quedó boquiabierto.
—Si te da miedo romper algo, tírala con fuerza al suelo dos o tres veces. Aquí en la alfombra no; allá en las tablas. Mira que te he dicho bien fuerte.
Después de hacer lo que le pedían, Cuerno devolvió la venda a Seda.
—Se está calentando.
—Sí, ya me lo imaginaba. —Seda se la enrolló de nuevo en el tobillo dolorido y sonrió de satisfacción a medida que se tensaba.— No es una simple tira de cuero, ¿ves?, aunque quizá sea de cuero por fuera. Dentro hay un mecanismo, tan fino como el laberinto de oro de una tarjeta. Cuando uno lo agita, el mecanismo absorbe energía. Al aquietarse desprende una parte en forma de calor. El resto brota como sonido; al menos eso me han dicho. El ruido que hace no se oye, me figuro que es muy suave o demasiado agudo. ¿Tú ahora oyes algo?
Cuerno negó con la cabeza.
—Yo tampoco, y sin embargo siempre pude oír cosas que el Pátera Perca no oía... El chirrido del portón del jardín, por ejemplo, hasta que aceité los goznes.
Seda se aflojó, serenado por la venda y la blandura de la silla.
—Imagino que estas vendas maravillosas las hacían en el Mundo del Sol Corto, como los cristales y las Ventanas Sagradas y tantas cosas que tenemos aquí y que no podemos reponer.
—Allí tenían científicos, Pátera. Eso dice siempre la Máitera Rosa.
Hubo un graznido de Oreb.
—¡Grulla bueno!
Seda rió.
—¿Eso te lo enseñó mientras te curaba el ala, pájaro tonto? De acuerdo, supongo que el doctor Grulla es una especie de científico; por lo pronto sabe medicina, que es más ciencia de lo que sabemos la mayoría, y me prestó esto, aunque tengo que devolvérselo en unos días.
—Una cosa así debe de valer unas veinte o treinta tarjetas, Pátera.
—Más. ¿Tú conoces a Alca, un grandote que todos los ésciles viene a hacer sacrificios?
—Creo que sí, Pátera.
—Mandíbula fuerte, espaldas anchas, grandes orejas. Lleva una daga y botas.
—Nunca he hablado con él, Pátera, pero sé a quién se refiere. —Cuerno hizo una pausa, seria la hermosa cara.— Es un embrollón, eso dice todo el mundo, uno de esos que golpean a quien se cruza en su camino. Le pegó al padre de Cardencha.
Seda había sacado sus cuentas; ausente, las hizo correr por los dedos mientras hablaba.
—Lamento oírlo. Intentaré hablar de eso con él.
—Más le vale apartarse, Pátera.
Seda meneó la cabeza.
—No puedo, Cuerno. No si quiero cumplir con mi deber. Alca es justamente el tipo de persona al que debo acercarme. Creo que ni siquiera el Extraño... Y en todo caso ya es tarde. Iba a decirte que le mostré a Alca esta venda y me dijo que vale mucho más. De todos modos eso no importa. ¿Te has preguntado alguna vez por qué tantos conocimientos quedaron atrás, en el Mundo del Sol Corto?
—Supongo que los que sabían de esas cosas no vinieron al nuestro, Pátera.
—Está claro que no vinieron. Y, si vinieron, no se habrán establecido en Virón. Sin embargo sabían muchas cosas que hoy nos serían muy útiles, y sin duda habrían tenido que venir si Pas se lo hubiera indicado.
—Los Voladores saben volar, Pátera, y nosotros no. Ayer vimos uno, ¿se acuerda? Justo después del partido de pelota. Volaba bien bajo. Eso sí que me gustaría saber. Volar como ellos, como los pájaros.
—¡Vuela no! —anunció Oreb.
Seda estudió un momento la cruz hueca que colgaba de sus cuentas; luego dejó caer las cuentas en el regazo.
—Esta noche, Cuerno, me presentaron a un hombre que tiene una pierna artificial verdaderamente extraordinaria. Para fabricarla tuvo que comprar cinco piernas rotas o gastadas, pero es una pierna artificial como las de los primeros colonos: una pierna que acaso haya venido del Mundo del Sol Corto. Cuando me la mostró, pensé qué maravilloso sería para nosotros saber hacer cosas así para la Máitera Rosa y la Máitera Mármol, y para todos los mendigos ciegos o tullidos. También sería maravilloso volar, desde luego. Yo mismo siempre he querido, y puede ser que haya un solo secreto para todo. Si supiéramos fabricar piernas así para quienes las necesitan, quizá también podríamos hacer alas maravillosas para quienes las quieren.
—Sería grandioso, Pátera.
—Tal vez llegue a suceder. Tal vez aún llegue a suceder, Cuerno. Si la gente del Mundo del Sol Corto aprendió sola a hacer esas cosas... —Seda se sacudió, bostezó y apoyándose en el bastón se puso de pie.— Bien, gracias por venir. Ha sido un placer, pero más me vale que suba a acostarme.
—Se suponía que yo... La Máitera dijo...
—Descuida. —Seda hizo las cuentas a un lado.— Se supone que yo debía castigarte. O darte una lección, o lo que fuere. ¿Qué hiciste para enfadar tanto a la Máitera Rosa?
Cuerno tragó saliva.
—Sólo intentaba hablar como usted, Pátera. Como en el manteón. Ni siquiera fue hoy, y no lo haré nunca más.
—Por supuesto. —Seda volvió a instalarse en la silla—. Pero fue hoy, Cuerno. Al menos hoy fue uno de los días en que lo hiciste. Te oí antes de abrir la puerta. De hecho me senté un minuto en el escalón a escuchar. Me imitabas tan bien que durante un momento tomé realmente tu voz por la mía; era como escucharme a mí mismo. Eres muy bueno.
—Muchacho bueno —graznó Oreb—. No pegues.
—No lo haré —le dijo Seda al pájaro, y el pájaro voló torpemente hasta su falda, saltó de allí al brazo de la silla y del brazo al hombro del augur.
—A veces la Máitera Rosa nos pega, Pátera.
—Sí, ya sé. Es muy valeroso de su parte, pero no estoy seguro de que sea sabio. Vamos a oírte de nuevo, Cuerno. Allá en el umbral no capté bien todo lo que decías.
Cuerno murmuró, y Seda se echó a reír.
—Esta vez tampoco pude oírte. Por cierto que así no sueno. En el ambión, las paredes me devuelven el eco de mi cacareo.
—No, Pátera.
—Entonces dilo de nuevo, pero como yo. Te prometo que no voy a enfadarme.
—Yo sólo... Ya sabe. Cosas que usted dice.
—¿No habla? —inquirió Oreb.
Seda no le hizo caso.
—Excelente. Déjame oírlas. De eso has venido a hablar, y seguro que para mí será un correctivo valioso. Me temo que tiendo a propasarme.
Mirando fijo la alfombra, Cuerno sacudió la cabeza.
—Bah, ¡vamos! ¿Qué cosas digo?
—Vivid siempre con los dioses, y hacedlo siempre que estéis contentos con la vida que os han dado. Pensad quién es sabio y actuad como él.
—Bien dicho, Cuerno. Pero no ha sonado en absoluto como yo. Lo que quiero oír es mi propia voz, como la oí desde el umbral. ¿Vas a hacerlo?
—Supongo que tendré que levantarme, Pátera.
—Pues cómo no, levántate.
—No me mire, ¿de acuerdo?
Seda cerró los ojos.
Hubo un silencio de medio minuto o más. Por entre los párpados, Seda detectó que se iba apagando la luz (la mejor del manso) que había detrás de la silla. Lo agradeció. Ahora sentía el antebrazo derecho, desgarrado la noche anterior por el ganchudo pico del de cabeza blanca, caliente e inflamado; y estaba tan exhausto que le dolía todo el cuerpo.
—Vivid con los dioses —instruyó su propia voz—. Y en verdad vive con los dioses quien les muestra con consecuencia que su espíritu está satisfecho con lo que se le ha asignado, y obedece toda la voluntad de los dioses; el espíritu que Pas ha dado a cada hombre como guardián y guía, como mejor parte de sí, como su entendimiento y su razón. Tal como queréis vivir en el más allá, está en vuestro poder vivir aquí. Pero si los hombres no os lo permitieran...
Seda tropezó con algo que se le había deslizado hasta el pie y con un respingo se agachó hasta las rojas baldosas de barro.
—... pensar en la sabiduría sólo como sabiduría grande, la sabiduría de un prolocutor o un consejero, es en sí muy poco sabio. Si hoy mismo pudierais hablar con un consejero o con Su Cognescencia, cualquiera de los dos os diría que, tanto como grande, la sabiduría puede ser muy pequeña, perfectamente adecuada al menor de los niños que tenemos aquí. ¿Qué es un niño sabio? Es el niño que busca maestros sabios y les presta atención.
Seda abrió los ojos.
—Lo primero que has dicho es de las Escrituras, Cuerno. ¿Lo sabías?
—No, Pátera. Para mí es algo que le oí a usted.
—Estaba citando. Me gusta que te hayas aprendido el pasaje de memoria, aunque sólo lo hayas aprendido para burlarte. Siéntate. Hablabas de sabiduría. Bien, sin duda yo debo de haber perorado esas tonterías, pero tú te mereces aprender bien. ¿Quiénes son los sabios, Cuerno? ¿Has pensado de verdad en esa cuestión? Si no lo has hecho, hazlo ahora. ¿Quiénes son?
—Bueno, Pátera... Usted.
—¡NO! —Seda se levantó tan bruscamente que el pájaro chilló alarmado. Dio unas zancadas hasta la ventana y se quedó mirando los surcos de la calle del Sol, ahora inundada por una extraña luz de claraboya.— No, Cuerno, yo no soy sabio. O sólo he sido sabio un momento... Un solo momento en toda mi vida.
Cojeó por la sala hasta la silla de Cuerno y ante ella se agachó, una rodilla en la alfombra.
—Déjame que te cuente cómo he sido de necio. ¿Sabes qué creía a tu edad? Creía que nada importaba salvo el pensamiento, salvo la sabiduría. Tú, Cuerno, eres bueno para los juegos. Sabes correr y saltar, y trepas muy bien. También yo era bueno, pero por esas habilidades no sentía más que desprecio. Como trepaba casi como un mono, para mí trepar no era motivo de orgullo. Pero pensaba mejor que un mono... De hecho, mejor que todos los de mi clase. —Con una sonrisa amarga, meneó la cabeza.— ¡Y así pensaba! Orgullo ridículo.
—¿No es bueno pensar, Pátera?
Seda se levantó.
—Sólo cuando se piensa justamente. Fíjate que el fin que logra el pensamiento es la acción. Es su único propósito. ¿Para qué otra cosa sirve? Si no actuamos, el pensamiento no vale nada. Si no podemos actuar es inútil. —Regresó a la silla pero no se sentó.— ¿Cuántas veces me has oído hablar de iluminación, Cuerno? Veinte o treinta veces, seguro, y las recuerdas muy bien. Cuéntame qué dije.
Cuerno miró lastimeramente a Oreb, como pidiendo orientación, pero el pájaro se limitó a alargar la cabeza y atisbar desde el hombro de Seda, como ansioso por escuchar lo que Cuerno tenía para decir. Por fin el muchacho balbuceó:
—Es... es sabiduría que un dios vierte en uno, digamos. No viene de los libros ni nada. Y... Y...
—Quizá te saldría mejor si emplearas mi voz —sugirió Seda—. Inténtalo de pie. Si te pone nervioso, no voy a mirar.
Cuerno se levantó, la cabeza alzada, los ojos vueltos hacia el techo, las comisuras de la boca hacia abajo.
—Iluminación divina significa que uno sabe sin pensar; y esto no quiere decir que pensar sea malo sino que la iluminación es mejor. Iluminación es compartir el pensamiento del dios. —En voz normal, el muchacho añadió:— Sin tiempo para recordar, Pátera, es lo máximo que puedo acercarme.
—La elección de palabras quizá podrías mejorarla —replicó Seda juiciosamente— pero la entonación es excelente y te sabes mis manierismos casi al dedillo. Y lo que es más importante, mucho más, no has dicho nada que no sea cierto. ¿Pero quién la obtiene, Cuerno? ¿Quién recibe la iluminación?
—Los que han tratado mucho tiempo de llevar una vida buena. A veces la obtienen.
—No siempre.
—No, padre. No siempre.
—¿Me creerías, Cuerno... me darías crédito pleno, sin reservas, si te dijera que yo le he recibido? Sí o no.
—Sí, Pátera. Si usted lo dice.
—¿Que la recibí ayer mismo?
Oreb soltó un leve silbido.
—Sí, Pátera.
Seda asintió, al parecer sobre todo para sí.
—La recibí, Cuerno, y no por algún mérito mío. Estuve a punto de decir que tú estabas conmigo, pero no sería cierto. En realidad no.
—¿Fue antes del manteón, Pátera? Ayer usted dijo que quería hacer un sacrificio privado. ¿Era por eso?
—Sí. Nunca lo he hecho, y tal vez nunca...
—¡No corte!
—Si sacrifico algo no serás tú —dijo Seda a Oreb—. Probablemente no sea ningún animal vivo, aunque mañana tendré que sacrificar unos cuantos, y encima comprarlos.
—¿Pájaro mascota?
—Sí, claro. —Seda alzó hasta la altura del hombro la cabeza de leona del bastón de Sangre; Oreb saltó a la empuñadura y volvió la cabeza a los lados para mirar a Seda con cada ojo.
Cuerno dijo:
—A mí no me dejó que lo tocara, Pátera.
—No tenías razón para tocarlo, y no te conocía. A todos los animales les disgusta que los toque un extraño. ¿Alguna vez has tenido un pájaro?
—No, Pátera. Tuve una perra, pero murió.
—Esperaba obtener algún consejo. No querría que Oreb se muriese, aunque imagino que los grajos de noche son criaturas fuertes. Tiende la muñeca.
Cuerno lo hizo, y Oreb saltó a posarse.
—¡Chico bueno!
—Yo no intentaría retenerlo —dijo Seda—. Deja que él te retenga a ti. De niño tú no habrás tenido muchos juguetes, Cuerno.
—No muchos. Éramos... —De pronto Cuerno sonrió.— Había uno. Lo hizo mi abuelo: un hombre de madera con chaqueta azul. Tenía unos cordeles, y si uno los manejaba bien podía hacerlo caminar e inclinarse.
—¡Sí! —A Seda le chispearon los ojos y la punta del bastón dio un golpe en el suelo.— Exactamente la clase de juguete que decía. ¿Puedo contarte de uno que tuve yo? Quizá pienses que me estoy desviando del tema, pero te prometo que no.
—Seguro, Pátera. Adelante.
—Había dos bailarines, un hombre y una mujer, muy bien pintados. Bailaban en un teatrito, y cuando yo le daba cuerda sonaba música. Y la mujercita bailaba con mucha gracia, y el hombrecito daba volteretas, giros y toda clase de brincos. Había tres melodías (uno las elegía moviendo una palanca) y yo jugaba horas y horas, cantando canciones que me inventaba e imaginando cosas para que él le dijera a ella y ella a él. Tonterías, la mayor parte, me temo.
—Comprendo, Pátera.
—Mi madre murió durante mi último curso en la escola, Cuerno. Es posible que ya te lo haya contado. Yo había estado concentrándome en preparar un examen, pero el prelado me llamó de nuevo a sus habitaciones y me dijo que tras el último sacrificio de mi madre tendría que ir a casa a retirar mis cosas. Nuestra casa (toda la propiedad de ella, aunque la mayor parte era la casa) pasó al Capítulo, ¿entiendes? Antes de entrar en la escola uno firma un acuerdo.
—¡Pobre Seda!
Le sonrió al pájaro.
—Puede ser, aunque en aquel momento yo no lo veía así. Me entristecía la muerte de mi madre, pero no creo que sintiera pena por mí mismo. Tenía libros para leer, amigos y comida suficiente. Pero ahora sí que me estoy desviando.
»Para abreviar, en el fondo de mi armario descubrí el juguete aquel. Llevaba seis años en la escola, y dudo que desde años antes de marcharme de casa le hubiera puesto siquiera los ojos encima. ¡Y allí estaba ahora de nuevo! Volví a darle cuerda y la pareja bailó una vez más, y la música sonó exactamente como cuando era chico. La melodía era Primer amor. Ahora no la olvidaré nunca.
Cuerno tosió.
—A veces yo y Ortiga hablamos de eso, Pátera. De cuando seamos mayores.
—Ortiga y yo —lo corrigió Seda, distraído—. Eso está bien, Cuerno. Está muy bien, y os haréis mayores más pronto de lo que imagináis. Yo rezaré por los dos.
»Pero lo que quería decir es que entonces yo lloré. No había llorado en los ritos; no había podido, ni siquiera cuando pusieron el casquete en la tierra. Pero en aquel momento lloré, porque me pareció que para los bailarines no había pasado el tiempo. Que no podían saber que el hombre que ahora les daba cuerda era el niño que lo había hecho la última vez, ni que la mujer que los había comprado en la calle del Reloj estaba muerta. ¿Me sigues, Cuerno?
—Creo que sí, Pátera.
—La iluminación es lo mismo, pero para el mundo entero. Para todos los demás el tiempo se ha detenido. Para ti, hay algo fuera de él; un peritiempo en el cual te habla el dios. El dios que me habló a mí fue el Extraño. No creo haber dicho gran cosa de él cuando he hablado a la palestra, pero en el futuro diré muchas cosas. Esta tarde la Máitera Menta me dijo algo que no se me ha ido de la cabeza. Dijo que el Extraño es diferente de los otros dioses, que deliberan unos con otros en el Marco Central; que nadie más que él mismo sabe qué piensa. La Máitera Menta es muy humilde, pero también muy sabia.
Debo acordarme de evitar que una virtud me impida ver la otra.
—¡Chica buena!
—Sí, y una gran benevolencia. Humildad y pureza.
Cuerno dijo:
—Respecto de la iluminación, Pátera. La suya, quiero decir. ¿Por eso alguien está escribiendo que usted llegará a ser caldé?
Seda hizo chasquear los dedos.
—Me alegra que lo menciones... Tenía pensado preguntártelo. Sabía que me estaba olvidando de algo. Alguien escribió en un muro: «Seda para caldé». Con tiza. Lo vi cuando venía para aquí. ¿Fuiste tú?
Cuerno negó con la cabeza.
—¿Y alguno de los muchachos?
—Creo que no fue ninguno de nosotros, Pátera. Está en dos lugares. En la tienda de baratijas y en la calle del Sombrero, en ese edificio donde vive Drupa. He mirado los dos y están bastante alto. Yo podría haberlo hecho sin subirme a nada, y creo que Saltamontes también, pero él dice que no ha sido.
Seda asintió para él mismo.
—Entonces creo que has acertado, Cuerno. Es porque he sido iluminado. O más bien eso ha ocurrido porque se lo conté a alguien y me oyeron. A estas alturas ya se lo he dicho a varias personas, incluso tú, y quizá no debería haberlo hecho.
—¿Cómo fue, Pátera? Además de que se paró todo, como dijo.
Durante unos segundos sólo se oyó el tictac del reloj de la repisa, mientras Seda meditaba por centésima vez en la experiencia que ahora ya había hecho girar tanto en su mente que parecía un canto rodado, pulido y opaco. Al fin dijo:
—En ese momento entendí todo lo que francamente nunca necesitaré saber. Lo cierto es que hablar de un momento es erróneo, porque en realidad fue fuera del tiempo. Pero yo, Cuerno —sonrió—, yo estoy dentro del tiempo, lo mismo que tú. Y descubro que se me hace largo abarcar todo lo que me fue dicho en ese momento que no fue un momento. Me lleva tiempo asimilarlo. ¿Me explico bien?
El pobre Cuerno asintió, vacilante.
—Creo que sí, Pátera.
—Quizá con eso baste. —Perdido en sus pensamientos, Seda hizo una nueva pausa.— Una de las cosas que aprendí es que he de ser un maestro. Hay una sola cosa que el Extraño desea que haga, y es salvar nuestro manteón. Pero desea que lo salve como maestro.
»Hay muchas vocaciones, Cuerno, y la más alta es la devoción pura. Ésa no es la mía; la mía es ser maestro, y además de pensar un maestro debe actuar. El anciano que conocí esta tarde, ese hombre de la pierna maravillosa, también era maestro; y sin embargo es todo acción, todo actividad. Enseña esgrima. ¿Por qué crees tú que él es como es, todo acción?
A Cuerno le brillaban los ojos.
—No lo sé, Pátera. ¿Por qué?
—Porque el combate con espada, y más aún con azots, no permite reflexionar; así pues, en parte, él debe enseñar a ser todo acción. Y ahora presta mucha atención. Él ha pensado en eso. ¿Entiendes? Por más que el combate a espada deba ser todo acción, para enseñar a combatir a otros se requiere pensamiento. El anciano tuvo que pensar no sólo qué enseñaría, sino cómo lo enseñaría mejor.
Cuerno asintió.
—Creo que entiendo, Pátera.
—De la misma manera, Cuerno, tú debes pensar en imitarme a mí. No meramente en cómo se me puede imitar, sino en qué imitar. Y en cuándo hacerlo. Ahora vete a casa.
Oreb batió el ala sana.
—¡Hombre sabio!
—Gracias. Ve, Cuerno. Si Oreb desea ir contigo, puedes quedarte con él.
—Pátera...
Seda se levantó al mismo tiempo que Cuerno.
—Sí. ¿Qué pasa?
—¿Va a aprender esgrima?
Seda meditó la respuesta un momento.
—Hay cosas más importantes que aprender que la esgrima, Cuerno. Contra quién luchar, por ejemplo. Otra es guardar los secretos. El que sólo mantiene guardados aquellos secretos que le pidieron que no revele, no es persona de fiar. Seguro que esto lo entiendes.
—Sí, Pátera.
—Y de todo buen maestro hay más para aprender que la materia en cuestión. Di a tu padre y tu madre que no te retuve hasta tan tarde para castigarte, sino por negligencia, por lo cual me excuso.
—¡No voy! —En un frenesí de aleteos, Oreb medio voló, medio cayó del hombro de Cuerno al empinado respaldo de la silla tapizada—. ¡Pájaro queda!
Cuerno ya tenía la mano en el pestillo.
—Les diré que estuvimos hablando, Pátera. Les diré que me ha enseñado cosas sobre el Extraño y muchas más. Es la verdad.
Oreb graznó:
—¡Adiós! ¡Adiós, muchacho!
—Pájaro tonto —dijo Seda mientras cerraba la puerta—. ¿Qué has aprendido de todo esto? Un puñado de palabras nuevas, a lo mejor, que aplicarás mal.
—¡Los caminos de dios!
—Vaya, sí. Ahora eres un sabio. —Aunque aún estaba tibia, Seda se quitó la venda. Azotó con ella el escabel y se la enrolló en el antebrazo sobre el otro vendaje.
—Hombre dios —graznó el pájaro—. Mi dios.
—Cállate —le dijo su dios, cansado.
Había hundido el brazo en el cristal, donde ahora Kypris lo estaba besando. Los labios eran fríos como la muerte, pero una muerte a la que al principio él daba la bienvenida. Al cabo de un tiempo empezaba a asustarse y se debatía para retirar el brazo, pero Kypris no lo soltaba. Él quería gritarle a Cuerno que lo ayudara, pero de la boca no le salía ningún sonido. La sellaria de Orquídea estaba en el manso, cosa que no parecía nada rara; en la chimenea gemía un viento salvaje. Él recordaba que Alca había predicho un viento así, e intentaba recordar qué había dicho que ocurriría cuando soplase.
Sin dejar de sujetarle el brazo, la diosa giraba con los propios brazos levantados; llevaba una suelta túnica de manantial líquido. Él tenía una conciencia aguda de la redondez de sus muslos, del doble volumen de sus caderas. Seguía mirándola cuando la orquesta de Sangre atacaba Primer amor y Kypris se volvía Jacinta (aunque sin dejar de ser Kypris) y más hermosa que nunca. Él pataleaba y trastabillaba, patas arriba, pero su mano se aferraba a la de ella, negándose a soltarla.
Se despertó boqueando. Las luces se habían extinguido. A la débil luz de cielo de una ventana con cortina, vio a Oreb dar un salto y alejarse aleteando. Junto a la cama estaba Mucor, desnuda en la oscuridad y esquelética; él parpadeó; fundiéndose en la niebla, ella desapareció.
Se frotó los ojos.
Un viento cálido, gimiendo como en el sueño, bailaba con las pálidas cortinas raídas. La venda también había palidecido en el brazo, blanca de una escarcha que se derretía al tacto. Se le desenrolló y la golpeó contra la sábana mojada; luego se la puso en el tobillo, que volvía a dolerle, diciéndose que no debería haber subido la escalera sin ella. ¿Qué le diría el doctor Grulla cuando se lo contara?
Los latigazos habían evocado en las luces un resplandor espectral, suficiente para distinguir las manecillas del atareado relojito que tenía junto al tríptico. Era más de medianoche.
Se levantó y fue a bajar la ventana. Sólo cuando lo hubo hecho se percató de que no podía haber visto a Oreb salir volando. Oreb tenía un ala dislocada.
Abajo, encontró a Oreb hurgando en la cocina en busca de algo que comer. Sacó la última rebanada de pan y volvió a llenar el cuenco del pájaro con agua limpia.
—¿Carne? —Estirando la cabeza, Oreb chasqueó el pico.
—Si quieres, tendrás que conseguirla tú mismo —le dijo Seda—. Yo no tengo. —Tras pensarlo un momento, añadió:— Quizá mañana compre un poco, si la Máitera cambió el talón de Orquídea, o si puedo yo mismo. O al menos un pescado... Un pez vivo, para tenerlo en la tina hasta que se acaben las sobras de los sacrificios, y luego compartirlo con la Máitera Rosa. Y la Máitera Menta, claro. ¿No te apetecería un buen pescado fresco, Oreb?
—¡Pescado rico!
—De acuerdo. Veré qué puedo hacer. Pero ahora debes colaborar conmigo. Si no, nada de pescado. ¿Has estado en mi habitación?
—¡No roba!
—No he dicho que hayas robado —le explicó Seda, paciente—. ¿Has estado?
—¿Dónde?
—Ahí arriba —señaló Seda—. Sé que has estado. Te vi al despertarme.
—¡No, no!
—Desde luego que estabas, Oreb. Te vi con mis propios ojos. Echaste a volar por la ventana.
—¡No vuela!
—No voy a castigarte. Simplemente quiero saber una cosa. Escucha con cuidado. Cuando estabas arriba, ¿viste una mujer? ¿O una muchacha? ¿Una muchacha flaca, desnuda, en mi habitación?
—No vuela —se obstinó el pájaro—. Ala rota.
Seda se pasó los dedos por el pelo de paja.
—Muy bien, no puedes volar. Lo concedo. ¿Estuviste arriba?
—No roba. —De nuevo Oreb chasqueó el pico.
—Tampoco robaste. Eso también está entendido.
—¿Cabezas pescado?
Seda abandonó toda cautela.
—Sí, varias. Grandes, te lo prometo.
Oreb saltó al antepecho de la ventana.
—No vi.
—Algo te asustó —murmuró Seda—, aunque tal vez fuera yo al despertarme. Quizá temiste que te castigara por husmear en mi habitación. ¿Fue eso?
—¡No, no!
—Esta ventana está justo debajo de la otra. A mí me pareció verte volar, pero en realidad te vi saltar por la ventana. Caíste en las zarzas y de ahí no te habrá costado volver a la cocina por esta otra ventana. ¿Es eso lo que pasó?
—¡No salto!
—No te creo, porque...
Seda se detuvo. Débilmente, había oído crujir la cama del Pátera Perca; sintió una punzada de culpa por haber despertado al anciano, que siempre trabajaba tanto y dormía tan mal; aunque él había sonado (sólo soñado, se dijo con firmeza) que el Pátera Perca estaba muerto, como también había soñado que Jacinta le besaba el brazo y que hablaba con Kypris en una vieja casa amarilla de la calle de la Lámpara: con la Dama Kypris, la diosa del amor, la diosa de las prostitutas.
Sacudido por la duda, volvió hasta la bomba y le dio de nuevo a la manija hasta que un borbotón de clara agua helada cayó en la pila taponada, se lavó el sudor de la cara y se empapó una y otra vez el pelo revuelto, tanto que, pese al calor de la noche, de pronto se encontró temblando de veras.
—El Pátera Perca está muerto —le dijo a Oreb, que estiró comprensivamente la cabeza.
Llenó la tetera, la puso sobre la estufa y encendió el fuego con un gasto extravagante de papel usado; cuando las llamas empezaron a lamer los costados de la tetera, se sentó en la inestable silla de madera que usaba para comer y apuntó a Oreb con un dedo.
—El Pátera Perca nos dejó la primavera pasada. Es decir, hace prácticamente un año. Yo mismo le hice los ritos, e incluso sin lápida la tumba costó más de lo que podemos conseguir todos juntos. De modo que lo que oí fue el viento o algo por el estilo. Ratas, tal vez. ¿Soy claro?
—¿Ahora comer?
—No. —Seda sacudió la cabeza.— Lo único que queda es un poco de mate y un terroncito de azúcar. Tengo pensado hacerme una infusión, beberla y volver a la cama. Si puedes, duerme tú también. Te lo aconsejo.
Arriba (encima de la sellaria, Seda tuvo la certeza) la vieja cama del Pátera Perca crujió de nuevo.
Se levantó. Aún tenía en el bolsillo el lanzagujas labrado de Jacinta, y esa tarde, antes de entrar en el manso, lo había cargado con munición del paquete que le había comprado Alca. Corrió hacia atrás el cargador para asegurarse de que hubiera una aguja en la recámara y bajó el seguro. Cruzando la cocina hasta la escalera, dijo en voz alta:
—¿Mucor? ¿Eres tú?
No hubo respuesta.
—Si eres tú, cúbrete. Subo a hablar contigo.
Al primer escalón sintió una punzada en el tobillo. Añoró el bastón de Sangre, pero lo había dejado contra la cabecera de la cama.
Otro escalón, y arriba crujió el suelo. Subió tres escalones más y se paró a escuchar. En el manso aún siseaba el viento nocturno, gimiendo en la chimenea como había gemido en su sueño. Era ese viento, seguro, el que había puesto la vieja estructura a gruñir; el que lo había hecho creer —tonto de él— que la cama del viejo augur crujía, rechinaba y reajustaba sus viejas bandas y varas con cada vuelta del viejo cuerpo, o cuando el Pátera se sentaba un momento a rezar o atisbar por las vacías ventanas abiertas antes de echarse otra vez de espaldas, quizá de lado.
Arriba se cerró suavemente una puerta.
Era la suya, sin duda; la puerta de su habitación. Deprisa como se había puesto los pantalones y bajado tras Oreb, la había dejado abierta. Todas las puertas del manso se balanceaban a su arbitrio a menos que se les echara el pestillo; se abrían y cerraban en paredes que ya no caían a plomo, puertas viejas en marcos combados que acaso nunca habían sido del todo rectos, y ciertamente ahora no cuadraban.
El dedo ya se le cerraba sobre el gatillo del lanzagujas. Recordando la advertencia de Alca, apoyó la yema en el guardamonte.
—¿Mucor? No quiero hacerte daño. Sólo quiero que hablemos. ¿Estás ahí arriba?
Arriba no se oía una voz, una pisada. Subió unos escalones más. Le había mostrado a Alca el azot, algo de lo más imprudente; un azot valía cientos de tarjetas. Alca se metía en casas más grandes y mejor defendidas que ésa cuando se le antojaba. Ahora había ido por el azot o enviado un cómplice, y al encenderse la luz de la cocina había visto su oportunidad.
—¿Alca? Soy yo, el Pátera Seda.
No hubo respuesta.
—Tengo un lanzagujas, pero no quiero tener que disparar. Si levantas las manos y no te resistes no lo haré. Tampoco quiero entregarte a la guardia.
Su voz había dado energía a la única y tenue luz que había sobre el rellano. Faltaban diez escalones, y Seda los subió despacio, el avance tan retardado por el miedo como por el dolor, viendo primero las piernas cubiertas de negro en el umbral de su habitación, luego el ruedo de la túnica y por último el rostro sonriente del anciano augur.
El Pátera Perca agitó la mano y se disolvió en una niebla plateada; su calote negro con ribete azul cayó blandamente en las tablas desparejas del rellano.
2
La dama Kypris
Ni Seda ni la Máitera Mármol se habían acordado de las plañideras, pero éstas aparecieron una hora antes de que empezaran los ritos de Orpina, alertadas por el vendedor ambulante que había proporcionado la ruda. Respondiendo a la promesa de dos tarjetas, cuando llegaron los primeros devotos ya se habían tajeado con pedernal los brazos, los pechos y las mejillas y eran la imagen misma de la desdicha, las largas cabelleras flameando al viento mientras se rasgaban las vestiduras tiznadas, aullaban o se hincaban a untarse con sangre el rostro ensangrentado.
Cinco largos bancos se habían reservado delante del manteón para los deudos, que empezaron a llegar de a dos o tres poco después de que se llenó la zona irrestricta del viejo edificio de la calle del Sol. En su mayoría eran las jóvenes que la víspera Seda había visto en la casa amarilla de Orquídea en la calle de la Lámpara, aunque también había algunos comerciantes (presionados, Seda no lo dudaba, por Orquídea) y algunos hombres con aspecto de duros que fácilmente habrían podido ser amigos de Alca.
El propio Alca estaba también, con el chivo prometido. Sentada en medio de los deudos, la Máitera Menta relucía de felicidad. Seda supuso que Alca le habría explicado que había sido amigo de la difunta. Aceptó la soga del chivo, le agradeció a Alca con educada cortesía (a cambio de lo cual recibió una sonrisa avergonzada) y por la puerta lateral sacó el chivo al jardín, donde la Máitera Mármol presidía lo que ya era casi un zoológico.
—Esa ternera ya se ha comido varios bocados de mi perejil —le dijo a Seda—, y me ha pisoteado un poco la hierba. Pero también me ha dejado un regalo, y el año que viene tendré el jardín mucho más bonito. Y los conejos... Ay, Pátera, ¿no es grandioso? ¡Mírelos a todos juntos!
Seda los miró, acariciándose la mejilla derecha mientras deliberada sobre la secuencia sagrada del sacrificio. Ciertos augures preferían tomar primero la bestia más grande, otros empezar por un sacrificio general a todos los Nueve; en cualquiera de los casos, hoy le tocaría a la ternera blanca. Por otro lado...
—Todavía no ha llegado la madera. La Máitera insistió en ir ella. Yo quería mandar a algunos de los muchachos. Si no vuelve con la carreta...
Se trataba de la Máitera Rosa, por supuesto, y la Máitera Rosa apenas podía caminar.
—Aún está llegando gente —dijo Seda, distraído, a la Máitera Menta—, y si es preciso yo puedo subirme allí y hablar un rato.
Habría agradecido (como admitió tras un momento de despiadado autoescrutinio) una excusa para comenzar los ritos de Orpina sin la Máitera Rosa... y completarlos sin ella, para el caso. Pero no podía haber sacrificios hasta que no llegara el cedro y se encendiera el fuego.
Entró de nuevo en el manteón justo a tiempo para presenciar la llegada de Orquídea, pese al calor, excesivamente vestida de terciopelo morado y marta cibelina, y algo ebria. Le corrían lágrimas por las mejillas cuando Seda la condujo hasta el asiento del pasillo que le habían reservado en la primera fila; y aunque él pensó que el paso vacilante de la mujer y el cascabeleo del collar de azabaches deberían divertirlo, se encontró compadeciéndola de todo corazón. La hija de ella, separada de la humedad de su chispeante cojín de hielo por una casi invisible lámina de poliuretano, parecía en comparación satisfecha y compuesta.
—Primero la oveja negra —se descubrió murmurando Seda, y no habría podido explicar cómo se había decidido. Informó a la Máitera Mármol y por el portón del jardín salió a la calle del Sol a buscar la carretada de cedro de la Máitera Rosa.
Seguía afluyendo un riachuelo de devotos, rostros familiares unos, de docenas de ésciles, desconocidos otros que presumiblemente tenían algún vínculo con Orpina u Orquídea, o que simplemente habían oído (como al parecer había oído todo el barrio) que ese día en la calle del Sol, en el que acaso fuera el manteón más pobre de Virón, se harían suntuosos y abundantes sacrificios a los dioses.
—¿No puedo entrar, Pátera? —preguntó una voz a su lado—. No quieren dejarme.
Sorprendido, Seda bajó la vista hasta la cara casi circular de Escleroderma, la mujer del carnicero, casi tan ancha como alta.
—Desde luego que puedes —dijo.
—En la puerta hay unos hombres.
Seda asintió.
—Lo sé. Los he puesto yo. Si no los hubiera puesto, no habría quedado lugar para los deudos y, lo más probable, habríamos tenido disturbios antes del primer sacrificio. En cuanto llegue la leña dejaremos que algunos entren en los pasillos laterales.
La hizo entrar con él y echó llave al portón del jardín.
—Yo vengo todos los ésciles.
—Lo sé —le dijo Seda.
—Y siempre que puedo pongo algo. La verdad, muy a menudo. Casi siempre pongo al menos un bit.
—Eso también lo sé —asintió Seda—. Por eso, callados los dos, te haré entrar por la puerta del costado.
Haremos como si hubieras traído un animal. —Y se apresuró a añadir:— Aunque no lo diremos.
—Siento lo de la otra vez con la comida de gato. Tirársela encima así. Fue terrible. Es que estaba furiosa. —Ella se había adelantado, con su andar de pato, quizá para no mirarlo a los ojos; ahora se detuvo a admirar a la ternera blanca.— ¡Pero mire qué carne!
Seda no pudo reprimir la sonrisa.
—Ojalá tuviera un poco de tu comida de gato. Se la daría a mi pájaro.
—¿Tiene un pájaro? Mucha gente me compra comida para perros. Le traeré un poco.
Como había prometido, Seda la hizo entrar por la puerta del costado y la puso en manos de Cuerno.
Acababa de subir los escalones del ambión cuando el primer fardo de cedro avanzaba por el pasillo central. La Máitera Rosa pareció materializarse junto al altar para supervisar el armado de la pira, y el tropo devolvió al Pátera Perca —casi olvidado esa mañana en el alboroto de los preparativos— al primer plano de la mente de Seda.
O más bien, se dijo firmemente Seda, el fantasma del Pátera. Nada se ganaba con negarlo, con no llamar la cosa por su nombre. Desde la infancia él había defendido lo espiritual y lo sobrenatural. ¿Y ahora iba huir aterrorizado a la mera mención de un espíritu?
En el ambión ya estaban las Escrituras Crasmológicas, colocadas allí una hora antes por la Máitera Mármol. El faides les había dicho a los chicos de la palestra que en las Escrituras siempre encontrarían orientación. De modo que empezaría con una lectura; quizá también hubiera allí algo para él, como había habido esa tarde, dos días atrás. Abrió el libro al azar y con una mirada silenció a los devotos.
—Sabemos que la muerte es la puerta a la vida, así como la vida que conocemos es la puerta a la muerte. Descubramos qué consejo aportará la sabiduría del pasado a la hermana que parte, y a nosotros mismos.
Se detuvo. En el manteón acababa de entrar Chenilla (el pelo rojo, iluminado desde atrás por el tórrido sol de la entrada, la identificó en seguida). Seda recordó que él mismo le había dicho que asistiera; de hecho, se lo había exigido. Muy bien, allí estaba. Le sonrió, pero los ojos de ella, más grandes y oscuros de lo que recordaba, se habían clavado en el cadáver de Orpina.
—Ojalá que, además de prepararnos para enfrentar la muerte, nos hagan más aptos para enmendar nuestra vida. —Tras otra pausa solemne, escudriñó la página.— «Quien sufre pena o descontento por algo es como un cerdo que gruñe y patalea ante el sacrificio. Como paloma para el sacrificio es quien se lamenta en silencio. Nuestra única distinción es que nos es dado aceptar, si queremos, la necesidad que a todos se nos impone.»
Una hebra de fragrante humo de cedro flotó en el ambión. El fuego ya ardía; podían empezar los sacrificios. En un momento la Máitera Mármol, desde el jardín, vería salir el humo por el portal de los dioses del tejado y, dando la vuelta por la calle del Sol, conduciría la oveja negra por la entrada principal del manteón. Seda hizo un gesto al fornido hombre que había dejado de guardia, y los pasillos laterales empezaron a llenarse.
—Aquí está en verdad el consejo que buscábamos. En breve pediré a los dioses que nos hablen directamente, si a ello se avienen. ¿Pero qué podrían decirnos de mejor utilidad que la sabiduría que acaban de ofrecernos? Nada, sin duda. Entonces ¿cuál es esa necesidad que se nos impone? ¿Nuestra muerte? Eso esta fuera de toda discusión. Pero también mucho, mucho más. Todos y cada uno conocemos el miedo, la enfermedad y numerosos males más. Peor aún, los sufrimos: la pérdida del amigo, la pérdida del ser amado, la pérdida del hijo.
Esperó con aprensión, confiando en que Orquídea no rompiera a llorar.
—Todas estas cosas —continuó— son condiciones de nuestra existencia. Sometámonos a ellas con buena voluntad.
Chenilla se había sentado junto a la menuda, oscura Amapola. Estudiándole la cara inexpresiva, terriblemente atractiva, y los ojos vacuos, Seda recordó que era adicta a la droga ocre llamada óxido. Recordó que a Jacinta la droga la había estimulado; seguramente las reacciones variaban según las personas, y era probable que Jacinta no hubiera tomado tanto.
—Aunque Orpina yace ante nosotros, sabemos que no está aquí. En esta vida no volveremos a verla. Era amable, bella y generosa. Sus alegrías las compartió con nosotros. Cuáles fueron sus penas ya no lo sabremos, pues en vez de molestar a otros cargó sola con ellas. Sabemos que tuvo el favor de Molpe, pues murió en la juventud. Si os intriga que la favoreciera una diosa, meditad en lo que acabo de deciros. El favor de los dioses no se compra con riquezas; todo cuanto hay en el mundo ya es suyo. Tampoco puede invocarlo la autoridad; pues somos súbditos de los dioses, no ellos de nosotros, y así será para siempre. Puede que nosotros, ciudadanos de la sagrada Virón, no valorásemos a Orpina en mucho; sin duda no la valorábamos según sus méritos. Pero a los ojos de los dioses omniscientes, nuestras valoraciones no significaban nada. A los ojos de los dioses omniscientes Orpina era preciosa.
Seda se giró para dirigirse al brillo grisáceo de la Ventana Sagrada que tenía detrás.
—Aceptad, dioses todos, el sacrificio de esta blanca joven. Si bien con el corazón desgarrado, nosotros, su madre —hubo un súbito rumor de preguntas entre los deudos— y sus amigos, consentimos.
Las plañideras, que habían guardado silencio mientras Seda hablaba, aullaron a coro.
—Mas habladnos, os suplicamos, de los tiempos por venir. Tanto los de Orpina como los nuestros. ¿Qué hemos de hacer? Guardaremos como un tesoro vuestra más leve palabra. Si empero disponéis de otro modo... —Aguardó en silencio, los brazos extendidos. Como siempre, de la ventana no salía ningún sonido, ni un destello de color.
Dejó caer los brazos a los lados.
—Seguiremos aceptando. Habladnos, os suplicamos, a través de nuestros sacrificios.
La Máitera Mármol, que esperaba en la puerta de la calle del Sol, entró conduciendo la oveja negra.
—Esta excelente oveja negra es presentada al Alto Hiérax, Señor de la Muerte y en adelante señor de Orpina, por su madre Orquídea. —Seda tomó los guantes sacrificiales y aceptó de la Máitera Rosa el cuchillo con empuñadura de hueso.
La Máitera Mármol susurró: «¿El cordero?»; y él asintió.
Un puntazo y un tajo más rápidos casi que la vista despacharon a la oveja. La Máitera Menta se arrodilló a recoger parte de la sangre en un cáliz de barro. Un momento después la arrojó al fuego, lo que produjo un siseo impresionante y volutas de vapor. Cuando la punta del cuchillo de Seda encontró la coyuntura entre dos vértebras, la cabeza de la oveja negra se desprendió limpiamente, todavía chorreando sangre. La mantuvo en alto y luego la puso en el fuego. En rápida sucesión la siguieron las cuatro pezuñas.
Cuchillo en mano, se volvió de nuevo hacia la Ventana Sagrada.
—Acepta, oh Hiérax, el sacrificio de esta excelente oveja. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Guardaremos como un tesoro tu palabra más leve. Si empero dispones de otra manera...
Dejó caer los brazos.
—Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.
Alzando el cadáver de la oveja hasta el borde del altar, abrió el vientre. La ciencia del augurio derivaba de ciertas reglas fijas, aunque también había lugar para la interpretación individual. Mientras estudiaba las circunvoluciones de las vísceras y el ensangrentado hígado de la oveja, Seda se estremeció. La Máitera Menta, que como todas las sibilas también sabía algo de augurios, apartó la cara.
—Hiérax nos previene de que muchos más van a tomar el sendero que ha tomado Orpina. —Se debatió por mantener la voz sin expresión.— Peste, guerra o hambre nos esperan. No digamos que los dioses inmortales han permitido que estos males nos golpeen sin advertencia. —Un malestar recorrió a los devotos.— Siendo esto así, agradezcamos doblemente a los dioses por la gracia de compartir con nosotros su alimento.
»Orquídea, este don es regalo tuyo y por tanto tienes prioridad sobre el alimento sagrado que proporciona. ¿Lo quieres? ¿Una parte, quizá?
Orquídea negó con la cabeza.
—En tal caso, el alimento sagrado se dividirá entre todos. Que quienes quieran compartirlo se adelanten a reclamar una porción. —Seda alzó la voz hacia el público agolpado en la entrada de la calle del Sol, aunque la continuada presencia respondía con creces la pregunta.— ¿Hay más afuera? ¿Muchos más?
Un hombre respondió: —Cientos, Pátera.
—Entonces tengo que pedir a los que compartan el alimento sagrado que luego salgan en seguida. Por cada persona que se marche será admitida una más.
En cada sacrificio que Seda había llevado a cabo hasta entonces, los que se acercaban al altar nunca habían obtenido más que una reducida ración. Ahora tenía la ocasión de manifestar libremente su natural caritativo, y lo hizo: una pierna entera a uno, medio lomo a otro y todo el pecho a un tercero; el cuello se lo pasó a una de las mujeres que cocinaban para la palestra, un costillar a una viuda mayor que vivía a menos de cincuenta pasos del manso. Las puntadas que sentía en el tobillo eran poco precio por las sonrisas y agradecimientos de los receptores.
—Este cordero negro lo ofrezco yo al Tenebroso Tártaro, en cumplimiento de un voto.
Despachado el cordero, Seda se dirigió a la Ventana Sagrada.
—Acepta, oh Tenebroso Tártaro, el sacrificio de este cordero. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Tu más leve palabra la guardaremos como un tesoro. Si empero dispones de otra manera...
Dejó caer los brazos.
—Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.
Las vísceras del cordero negro eran algo más favorables.
—Tártaro, Señor de la Tiniebla, nos previene de que muchos hemos de marchar pronto a su reino, aunque volveremos a surgir a la luz. Los que así lo queráis, estáis invitados a reclamar una porción de este alimento sagrado.
El gallo negro, apenas sujetado por la Máitera Mármol, aleteaba pugnando por soltarse, lo cual siempre era mala señal. Seda lo ofrendó entero, llenando el manteón de un hedor a plumas quemadas.
—Este chivo gris lo ofrece Alca. Como no es blanco ni negro, no puede ser ofrecido a los Nueve ni a uno solo de ellos. No obstante, es posible ofrecerlo a todos los dioses o a un dios menor en particular. ¿A quién lo ofreceremos, Alca? Tendrás que alzar la voz, me temo.
Alca se levantó.
—A ése del que usted habla siempre, Pátera.
—Al Extraño. ¡Quiera él hablarnos mediante el augurio!
De pronto, inexplicablemente, Seda estaba encantado. A una señal suya, la Máitera Rosa y la Máitera Menta apilaron cedro fragante en el altar hasta que las llamas, más altas que el portal de los dioses, asomaron por encima del tejado.
—Acepta, oh Oscuro Extraño, el sacrificio de este excelente macho cabrío. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Tu más leve palabra la guardaremos como un tesoro. Si empero dispones de otra manera...
Dejó caer los brazos.
—Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.
Cuando se arrodilló a examinar las vísceras, la cabeza de cordero reventó en el fuego.
—Este dios nos habla libremente —anunció tras un estudio prolongado—. No creo haber visto nunca tantas cosas escritas en una sola bestia. Aquí hay un mensaje personal para ti, Alca, con lo que quiero decir que lleva el signo del donante. ¿Puedo pronunciarlo ahora? ¿O prefieres que te lo diga en privado? Diría yo que son buenas noticias.
Desde su sitio en un banco de la primera fila, Alca rezongó:
—Como le parezca mejor, Pátera.
—Muy bien, pues. El Extraño indica que en el pasado actuaste solo, pero esos tiempos casi han acabado. Marcharás a la cabeza de una tropa de valientes. Ellos y tú triunfaréis.
La boca de Alca se frunció en un silbido silencioso.
—También hay un mensaje para mí. Si Alca ha sido tan franco, yo no puedo ser menos. He de cumplir la voluntad del dios que habla, y también la voluntad de Pas. Sin duda me esforzaré por cumplir ambas, y del modo en que están escritas infiero que son una sola. —Seda vaciló y se mordisqueó el labio inferior; la dicha que había sentido un momento antes se derretía como hielo en torno al cadáver de Orpina.— Hay también un arma, un arma dirigida a mi corazón. Intentaré prepararme. —Respiró hondo, lleno de miedo, pero avergonzado de sentirlo.
»Por último hay un mensaje para todos: cuando amenaza el peligro, debemos encontrar seguridad en estrechos pasajes. ¿Alguien sabe qué puede significar esto?
Aunque le flaqueaban las piernas, Seda se irguió para recorrer las caras que tenía delante.
—El que está sentado junto a la imagen de Tártaro. ¿Alguna sugerencia, hijo mío?
El hombre en cuestión habló, inaudiblemente para Seda.
—¿Quieres ponerte en pie? A ver si te oímos todos.
—Debajo de la ciudad hay túneles, Pátera. Derrumbados en ciertas partes, y muchos llenos de agua. La semana pasada mi cuadrilla topó con uno, cavando para el nuevo fisco. Pero nos hicieron llenarlo para que nadie se haga daño. Allí es muy estrecho, le digo, y todo naufragita.
Seda asintió.
—Ya había oído hablar de esos túneles. Supongo que servirían de refugio, y bien podría tratarse de ellos.
Una mujer dijo:
—En nuestras casas. Aquí nadie tiene una casa grande.
Orquídea se giró en la silla y la fulminó con la mirada.
—En un barco —sugirió un hombre desde la otra punta del pasillo.
—También ésas son posibilidades. Guardemos en mente el mensaje del Extraño. Estoy seguro de que, cuando llegue el momento, el significado se nos hará manifiesto.
De pie en el fondo del manteón, la Máitera Menta sostenía un par de palomas. Seda dijo:
—Alca tiene prioridad sobre el alimento sagrado. Alca, ¿la reclamarás toda o solamente una porción, hijo mío?
Alca sacudió la cabeza, y rápidamente Seda partió el cuerpo del cordero; cuando todo lo demás hubo desaparecido, arrojó corazón, pulmones e intestinos al fuego.
La Máitera Mármol sostuvo una paloma mientras Seda presentaba la otra a la Ventana Sagrada.
—Acepta, oh Agraciada Kypris, el sacrificio de estas excelentes palomas blancas. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Tu más leve palabra la guardaremos como un tesoro. Si empero dispusieras de otra manera...
Dejó caer los brazos.
—Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.
Un solo movimiento diestro cercenó la cabeza de la primera paloma. Silk la arrojó a las llamas y luego sostuvo el agitado cadáver rojiblanco para que rociara de sangre el cedro abrasado. Al principio, los ojos pasmados y las bocas abiertas de los dolientes y la muchedumbre reunida para adorar —o para compartir los sacrificios mortuorios de Orpina— sólo le parecieron reacciones a algo ocurrido en el altar. Quizá se le habían prendido fuego los guantes, o la vieja Máitera Rosa se había caído.
La Máitera Mármol vio que la Ventana Sagrada resplandecía y oyó una voz indistinta. Hablaba un dios, como en tiempos del Pátera Perca había hablado Pas. La Máitera cayó de rodillas, e involuntariamente soltó la paloma que estaba sujetando. La paloma salió disparada hacia el techo y, como cabalgando casi en las llamas sagradas, cruzó el portal de los dioses y se perdió de vista. Viendo a la sibila arrodillada, un hombre sin afeitar de la segunda fila se arrodilló también. Un momento después, vestidas de lentejuelas, se hincaban las jóvenes que acompañaban a Orquídea, codeándose unas a otras, tirando del ruedo de las que seguían sentadas y traspuestas. Cuando al fin la Máitera Mármol alzó la cabeza para ver, en la que casi seguramente sería la última vez en su vida, el torbellino de colores de la divinidad presente, el Pátera Seda estaba ya a su lado, suplicando con las manos en alto.
—¡Vuelve! —imploraba a los colores danzantes y el suave trueno—. ¡Oh, vuelve!
La Máitera Menta vio con claridad el rostro de la diosa y oyó la voz, y hasta ella, que tan poco sabía del mundo y deseaba saber menos, comprendió que ambos superaban en belleza a los de toda mortal. También se parecían mucho a los suyos, y le dio la impresión de que cada vez se parecían más, hasta que, conmovida de reverencia y modestia desbordante, cerró los ojos. Era el sacrificio más grande que había hecho nunca, aunque había hecho miles, de los cuales cinco al menos habían sido realmente grandes.
La Máitera Rosa fue la última de las tres sibilas que se arrodilló, y no por falta de reverencia, sino porque la acción de arrodillarse involucraba ciertas partes del cuerpo que, aun siendo de nacimiento, en sentido estricto ya estaban muertas, si bien todavía funcionaban y seguirían funcionando por muchos años. Como Equidna la había cegado a los dioses, justo castigo de la diosa, no veía ni oía nada, por mucho que los Tonos Sagrados no cesaran de bailar a lo largo y ancho de la Ventana Sagrada. Entre los tonos profundos de la voz divina, tonos que se encontró comparando a los de un violonchelo, de vez en cuando captaba una palabra o una frase. El joven Pátera Seda (siempre tan negligente, y nunca más negligente que cuando trataba asuntos de la mayor importancia) había dejado caer el cuchillo del sacrificio, el cuchillo que la Máitera Rosa venía limpiando, aceitando y afilando desde hacía casi un siglo, tinto aún en la sangre de la paloma. Estirándose, la Máitera Rosa lo recogió. El mango de hueso no se había partido; ni siquiera parecía que la hoja se hubiera ensuciado en su breve contacto con el suelo, aunque por precaución lo limpió con la manga. Distraídamente probó la punta en la yema de su pulgar mientras escuchaba y a veces distinguía, o llegaba casi a distinguir, una breve secuencia tocada por una orquesta demasiado maravillosa para ese pobre mundo, un mundo, como la propia Máitera Rosa, exhausto y desgastado, más allá de un tiempo suyo que no había llegado nunca, demasiado viejo aunque no fuese siquiera tan viejo como la Máitera Mármol y estuviese mucho más cerca de la muerte. Violonchelos de los bosques del Marco Central, flautas de diamante. La misma Máitera, la vieja Máitera Rosa, cansada a tal punto que ya ni se sabía cansada, había tocado la flauta en una época. No había vuelto a pensar en la flauta desde la vergüenza de sangre. La había devorado el dolor, se dijo, la había torturado hasta acallarla, pero qué dulce, ay, qué dulce sonaba en un tiempo al atardecer.
Sin saber bien cómo, la Máitera Rosa percibió que esa diosa no era Equidna. Teljipeia, tal vez, o incluso la Hirviente Escila. Escila era de sus favoritas, y al fin y al cabo era ésciles.
La voz se aquietó. Poco a poco los colores se apagaron como los hermosos y complejos tintes de las piedras mojadas por el río, que se vuelven nada al secarse las piedras al sol. Todavía de rodillas, Seda se inclinó hasta apoyar la frente en el suelo del santuario. Un rumor se alzó entre deudos y devotos y arreció hasta transformarse en bramido de tormenta. Seda los miró por encima del hombro. Le pareció que uno de los hombrones sentados con Orquídea gritaba, agitando el puño hacia la Ventana Sagrada, los ojos salientes y la cara púrpura por una emoción que Seda sólo podía imaginar. Una preciosa muchacha de rizos tan negros como las cuentas de Orquídea bailaba en el pasillo central al son de una música tocada para ella sola.
Seda se puso en pie y cojeando se acercó despacio al ambión.
—Tenéis todos derecho a oír...
Era como si su voz no existiera. Se le habían movido la lengua y los labios, entre los labios había pasado aire, pero ni un clarín se habría hecho oír sobre el barullo.
Levantando las manos, Seda miró de nuevo la Ventana Sagrada. Estaba de un gris rielante, tan vacía como si nunca hubiera hablado por ella dios alguno. El día anterior, en la casa amarilla de la calle de la Lámpara, la diosa le había dicho que pronto volvería a hablarle, y repetido pronto.
Ha cumplido la palabra, pensó.
Casi ociosamente se le ocurrió que los registros que había detrás de la Ventana Sagrada ya no estarían vacíos como él los habría visto siempre. Ahora uno de ellos mostraría un sencillo; el otro daría la longitud de la teofanía de la diosa, en unidades que ninguna persona viviente entendía. Tuvo ganas de mirarlos, de verificar la realidad de lo que acababa de ver y oír.
—Tenéis todos derecho a oír... —La voz le sonaba débil y aflautada, pero al menos la oía.
Tenéis todos derecho a oíros hablar cuando no pudisteis ni oíros a vosotros mismos, pensó. Tenéis todos derecho a saber cómo os sentisteis y qué le dijisteis a la diosa, o quisisteis decirle; aunque la mayoría no lo sabremos nunca.
El tumulto ya menguaba, declinante como una ola en el lago. Fuerte, se dijo Seda, desde el diafragma. Por eso lo habían elogiado en la escola.
—Tenéis derecho a saber qué dijo la diosa, y el nombre que dio. Era Kypris; y, como sabéis, no es un nombre de los Nueve. —Antes de poder parar, añadió:— También tenéis derecho a saber que previamente Kypris se apareció a mí en una revelación privada.
Ella le había dicho que no lo contara, y acababa de hacerlo. Tuvo la certeza de que no se lo perdonaría nunca, como no se lo perdonaría él.
—Las Escrituras mencionan a Kypris siete veces. Dicen que siempre se interesa por... por... las jóvenes. Mujeres casaderas todavía jóvenes. No cabe duda de que se interesó por Orpina. Estoy seguro de ello.
Ahora estaban casi en silencio, y muchos escuchaban con atención; pero él aún tenía la mente abrumada por el prodigio de la diosa, y yerma de pensamientos coherentes.
—La Agraciada Kypris, que nos ha favorecido así, es mencionada hasta siete veces en las Escrituras Crasmológicas. Lo he dicho antes, creo, aunque puede que algunos no lo hayan oído. Han de ofrendársele palomas blancas y conejos blancos, razón por la cual teníamos dos palomas. Las palomas las aportó su madre... Quiero decir, la madre de Orpina, Orquídea.
Providencialmente recordó algo más:
—En las Escrituras se la honra como la compañera más favorecida por Pas entre los dioses menores.
Hizo una pausa y tragó saliva.
—He dicho que teníais derecho a oír todo lo que ella dijo. Es lo que prescribe el canon. Desafortunadamente, no puedo cumplir con el canon como desearía, pues parte del mensaje iba dirigido únicamente al deudo principal. Debo transmitirlo en privado, y en cuanto haya terminado aquí intentaré arreglar que así sea.
El mar de caras se removió. Hasta las mudas escuchaban azoradas y boquiabiertas.
—Ella... Quiero decir, la Agraciada Kypris dijo tres cosas. Una es el mensaje privado que debo transmitir. También dijo que iba a profetizar, para que creáis. Dudo que haya aquí alguien que no crea. Ahora no. Pero es posible que más adelante algunos pongamos la teofanía en cuestión. O tal vez estuviera pensando en toda la ciudad; en todos nosotros los de Virón.
»La profecía es ésta: aquí en Virón habrá un gran crimen, un crimen que tendrá éxito. Sobre los... los criminales, la diosa tiende su manto, y por eso tendrán éxito.
Estremecido, intentando desesperadamente ordenar las ideas, Seda se quedó callado. Lo rescató un hombre sentado cerca de Alca, que gritó:
—¿Cuándo?¿Cuándo será eso?
—Esta noche. —Seda se aclaró la garganta.— Dijo que sería esta noche.
El hombre cerró la mandíbula con un chasquido y miró alrededor.
—La tercera cosa es ésta: que volvería a esta Ventana Sagrada, pronto. Yo le pedí... me habréis oído. Le imploré que regresara, y dijo que lo haría, y pronto. Esto... esto es todo lo que puedo deciros ahora.
Vio la cabeza inclinada de la Máitera Mármol y percibió que estaba rezando por él, rezando para que de algún modo recibiera la fuerza y la presencia de ánimo que tan claramente necesitaba.
—Y ahora debo solicitar al deudo principal que suba aquí. Orquídea, hija mía, haz el favor de unirte a mí. Tenemos que retirarnos a... un lugar privado para que te entregue el mensaje de la diosa.
La sacaría al jardín por la puerta lateral, y pensando en el jardín se acordó de la ternera y las otras víctimas.
—Permaneced todos en vuestros sitios, por favor. O marchaos, si queréis, para que puedan unirse otros a la comida sagrada. Sería una acción meritoria. En cuanto haya transmitido el mensaje de la diosa, proseguiremos con los ritos de Orpina.
Había dejado el bastón de Sangre con mango de leona detrás de la Ventana Sagrada; lo recogió antes de que bajaran la escalera hacia la puerta lateral.
—Afuera hay asientos, en el cenador. Yo tengo que quitarme esto que llevo en la pierna y... y golpearlo contra algo. Espero que no te moleste.
Orquídea no respondió.
Sólo cuando salieron al jardín Seda se dio cuenta del calor que hacía en el manteón, junto al fuego del altar. El lugar todo parecía fulgurar; los conejos, tendidos de lado, boqueaban en busca de aire, y las hierbas de la Máitera Mármol se marchitaban casi a ojos vista; pero a Seda el viento candente y seco le llegaba fresco, y la barra ardiente que era el sol del mediodía, que habría debido golpearlo, le daba sin fuerza.
—Yo debería beber algo —dijo—. Agua, quiero decir. No tenemos otra cosa que agua. Creo que tú también deberías.
Orquídea asintió, y Seda la llevó hasta el cenador; y fue cojeando hasta la cocina del manso, bombeó una y otra vez hasta que salió agua y puso la cabeza debajo del chorro.
Cuando volvió a salir, le dio a Orquídea un vaso de agua, se sentó y llenó otro para él de la garrafa que había llevado.
—Al menos está fría. Siento no poder ofrecerte vino. Tendré dentro de uno o dos días, gracias a ti; pero esta mañana no hubo tiempo.
—Me duele la cabeza —dijo Orquídea—. Lo que necesito es esto. —Y luego:— Era guapa, ¿verdad?
—¿La diosa? ¡Oh, sí! Era... era preciosa. No hay artista que...
—Yo digo Orpina. —Orquídea había vaciado su vaso; mientras hablaba lo tendió para que él volviera a llenarlo, y Seda, asintiendo, inclinó la garrafa.—¿No le parece que es un motivo para que viniera esta diosa? Sea como sea, a mí me gusta pensar eso, Pátera. Y a lo mejor es cierto.
—Más me vale darte ahora mismo el mensaje de la diosa; ya he esperado demasido —dijo Seda—. Me pidió que te dijera que nadie que ame algo fuera de sí mismo puede ser totalmente malo. Que por un tiempo te había salvado Orpina, pero que ahora debes encontrar algo distinto que te salve. Que debes encontrar algo nuevo que amar.
Orquídea estuvo callada por lo que a Seda le pareció un largo rato. La ternera blanca, echada debajo de la higuera moribunda, cambió a una posición más cómoda y se puso a rumiar. La gente que esperaba en la calle del Sol, al otro lado del muro del jardín, charlaba con entusiasmo. Seda no alcanzaba a entender qué decían, aunque no le costaba imaginarlo.
Por fin ella murmuró:
—¿Es verdad que el amor significa más que la vida, Pátera? ¿Es más importante?
—No lo sé. Tal vez podría ser.
—Yo habría dicho que amaba muchas otras cosas. —La mujer torció la boca en una sonrisa amarga.—El dinero, por empezar. Pero el caso es que para esto le di a usted cien tarjetas, ¿no? Tal vez sea una prueba de que no lo amo tanto.
Seda buscó palabras a tientas.
—Los dioses tienen que hablarnos en nuestro lenguaje, un lenguaje que nosotros no dejamos de corromper, porque es el único que entendemos. Ellos, quién sabe, tendrán mil palabras para mil clases de amor diferentes; pero cuando nos hablan tienen que decir «amor», como nosotros. Pienso que a veces eso debe oscurecer su mensaje.
—No será fácil, Pátera.
Seda meneó la cabeza.
—Nunca imaginé que lo sería, ni pienso que Kypris lo crea. Si fuera fácil, ella no te habría enviado un mensaje, estoy seguro.
Orquídea tocó las cuentas de azabache.
—Me he preguntado por qué nadie la salvó, Kypris o Pas o el que fuera. Creo que ahora lo sé.
—Dímelo, pues —dijo Seda—. Yo no lo sé, y me gustaría mucho saberlo.
—No la salvaron porque la salvaron. Parece raro, ¿verdad? No creo que Orpina quisiera a nadie salvo a mí, y si yo me hubiera muerto antes que ella... —Orquídea se encogió de hombros.— Así que la dejaron marchar primero. Era guapa, más de lo que yo fui nunca. Pero no igual de dura. Bueno, yo no lo creo. ¿Usted qué ama, Pátera?
—No estoy seguro —admitió Seda—. La última vez que hablamos, habría dicho que amo este manteón. Ahora he aprendido bastante más, o al menos eso creo. Trato de amar al Extraño; como dijo Alca, me paso el tiempo hablando de él, pero a veces casi lo odio, porque me ha dado tanto honor como responsabilidades.
—Ha tenido una iluminación. Eso me dijo alguien cuando venía para aquí. Usted traerá de nuevo el Fuero y será caldé.
Seda meneó la cabeza y se puso en pie.
—Es mejor que entremos. Tenemos a quinientas personas esperando en ese horno.
Cuando partían, ella le palmeó el hombro. Fue una sorpresa.
Cuando hubo acabado el último sacrificio y el último trozo de alimento santo estuvo repartido, Seda desalojó el manteón.
—Ahora pondremos a Orpina en su ataúd —explicó— y lo cerraremos. Quienes deseen dar el adiós postrero pueden hacerlo a medida que salen, pero deben salir todos. Quienes quieran acompañar el ataúd al cementerio han de esperar fuera, en los escalones.
La Máitera Rosa ya había salido a lavar los guantes y el cuchillo sacrificial. La Máitera Menta susurró:
—Yo preferiría no mirar, Pátera. ¿Puedo...? Seda asintió, y ella marchó de prisa al cenobio. Los deudos empezaban a desfilar, y Orquídea esperaba para cerrar la fila. La Máitera Mármol dijo:
—Lo cargarán esos hombres, Pátera. Para eso están. Ayer se me ocurrió pensar que tendría que haber alguien, y la dirección estaba en la lista. Le envié a Orquídea un chico con una nota.
—Gracias, Máitera. Como he dicho mil veces, no sé qué haría sin ustedes. Hágalos esperar en la entrada, por favor.
Chenilla aún estaba en su asiento. —Tú también deberías irte —le dijo Seda, pero pareció que ella no lo oía.
Cuando volvió la Máitera Mármol, levantaron el cadáver de Orpina de su lecho de hielo y lo pusieron en el ataúd preparado.
—Lo ayudaré también con la tapa, Pátera. Él negó con la cabeza.
—Chenilla quiere hablarme y creo que no lo hará si usted está delante. Vaya a la entrada, Máitera, por favor, que si hablamos en voz baja desde allí no nos oirá. —Y añadió para Chenilla: —Voy a sujetar la tapa. Si quieres, mientras tanto puedes hablarme.
Ella lo miró parpadeando, pero no abrió la boca. —La Máitera debe permanecer aquí, ¿comprendes? Tiene que haber dos de nosotros para que cada uno pueda atestiguar que el otro no robó el cadáver ni lo ofendió. —Gruñendo, alzó la pesada tapa y la colocó en su sitio.— Si te has quedado a preguntar si le confié a alguien lo que me contaste en tu confesión, te digo que no lo he hecho. Probablemente no me creas, pero en realidad ya lo he olvidado casi todo. Mira, nosotros hacemos un esfuerzo para que así sea. Una vez que se te ha perdonado, estás perdonada; esa parte de tu vida ha terminado y no tiene sentido que la retengamos.
Chenilla continuó como estaba, mirando fijo adelante. La frente ancha y redondeada le relucía de sudor; mientras Seda la estudiaba una gota sola se le deslizó dentro del ojo y volvió a salir, como renacida en una lágrima.
El fabricante del ataúd había entregado seis largos tornillos de bronce, uno para cada esquina. Junto con el destornillador del armario de la palestra, estaban escondidos debajo del paño negro que cubría el catafalco. Para recibir cada tornillo se habían practicado agujeros. Seda estaba sacándolos cuando oyó los lentos pasos de Chenilla en el pasillo y levantó la vista. Ahora lo miraba, pero los movimientos parecían casi mecánicos.
Seda le dijo:
—Si quieres despedirte de Orpina, puedo levantar la tapa. Todavía no he puesto el primer tornillo.
Dejando escapar un sonido inarticulado, ella sacudió la cabeza.
—Muy bien, entonces.
Seda se obligó a bajar los ojos al trabajo. No se había dado cuenta de que era tan guapa; no, ni siquiera mientras hablaban en la habitación de ella en La Orquídea. En el jardín había empezado a decir que ningún artista habría sido capaz de pintar un rostro tan hermoso como el de Kypris. Ahora le parecía que casi lo mismo podía decirse de Chenilla, y por un momento se imaginó pintor o escultor. La haría posar junto a un arroyo, pensó, la cara vuelta hacia arriba como quien mira una alondra...
Antes de poner el primer tornillo sintió su proximidad. Tenía su mejilla, estaba seguro, a un palmo de la oreja. Su perfume lo envolvía; aunque era como el de cualquier mujer, y era más fuerte de lo debido, aunque estaba mezclado con aromas inferiores de polvos faciales y corporales, y hasta con el olor rancio de un vestido de lana que durante casi todo ese largo verano había estado en uno de los maltrechos baúles que él había visto en su habitación, le resultó embriagador.
Mientras apretaba el tercer tornillo, ella le apoyó una mano en la suya.
—Tal vez sea mejor que te sientes —dijo él—. En realidad, se supone que no deberías estar aquí.
Ella rió con suavidad.
Enderezándose, él se volvió para mirarla.
—Está mirando la Máitera. ¿Te has olvidado? Ve a sentarte, por favor. No deseo ejercer mi autoridad, pero si es preciso lo haré.
Cuando ella habló, fue con una mezcla de asombro y diversión.
—¡Esta mujer es espía! —dijo.
3
Compañía
Aunque había estado muchas veces en el cementerio antiguo, Seda nunca había conducido allí la carroza fúnebre; o en todo caso, como se dijo tajante, la carroza fúnebre había sido la carreta de Bagre. Detrás de la carreta habían marchado siempre en cortejo, como exigía la costumbre; y Bagre casi siempre lo invitaba a volver al barrio con él, a su lado en la agostada tabla gris que era el pescante.
Sin embargo ésta era una carroza fúnebre de verdad, toda de vidrio y madera lacada, con plumas negras y un par de caballos negros, un conjunto alquilado al fabricante del féretro por tres tarjetas pagaderas a plazos. Para Seda, que al llegar al cementerio apenas se sentía capaz de cojear, había sido un alivio que el cochero de librea le ofreciera llevarlo, y un completo asombro descubrir que el asiento trasero de la carroza tenía respaldo, elegantemente tapizados ambos con un reluciente cuero negro digno de un sillón caro. Además era un asiento muy alto, lo que le proporcionaba una perspectiva nueva de las calles que iban atravesando.
El cochero se aclaró la garganta y escupió expertamente entre los caballos.
—¿Quién era, Pátera? ¿Una amiga suya?
—Ojalá pudiera decir eso —replicó Seda—. No la conocía. No obstante su madre es una amiga, o eso espero. Esta magnífica carroza suya la pagó ella, igual que muchas otras cosas. Así que tengo una gran deuda con ella.
Cordial, el cochero asintió.
—Para mí esta experiencia es nueva —continuó Seda—. La segunda en tres días. Nunca había viajado en flotadora; pero anteayer un caballero muy amable me hizo llevar a casa en una de las suyas. ¡Y ahora una carroza! ¿Sabes?, casi me gusta más esto. Desde aquí arriba uno ve mucho más, y se siente... La verdad, no sabría decir cómo. Como un consejero, quizá. ¿Tú haces esto todos los días? ¿Conducir?
El cochero soltó una risita.
—Y cepillar los caballos, y darles comida y agua, y limpiarlos y todo eso y cuidar la carroza. Encerar, lustrar, tenerlo todo aseado, y además engrasar las ruedas. Los que van allí atrás apenas sueltan una queja. Qué va, ni eso. Pero la parentela sí, dicen que es deprimente. O sea que uno engrasa las ruedas, aunque le digo que da menos trabajo que encerar y lavar.
—Te envidio —dijo Seda sinceramente.
—Hombre, no es mala vida, mientras uno vaya aquí delante. ¿El resto del día tiene descanso, Pátera?
Seda asintió.
—Siempre y cuando nadie requiera el perdón de Pas.
De un bolsillo exterior, el cochero extrajo un mondadientes.
—Pero, si alguien se lo pide, usted tiene que trabajar, ¿no es cierto?
—Sin duda.
—Y, antes de que cargáramos a la difunta, ¿cuántas palomas y corderos y bestias de ésas mandó al otro mundo?
Seda hizo una pausa para contar.
—En total catorce incluidas las aves. No, quince, porque Alca trajo el chivo que había prometido. Por un momento lo olvidé, aunque las visceras indicaron que yo... No importa.
—Quince, y una era un chivo. Y apuesto a que las liquidó todas usted, las leyó y las troceó.
Seda volvió a asentir.
—Y anduvo hasta el camposanto con esa pierna a la miseria, leyendo plegarias y toda esa historia el camino entero. Sólo ahora puede quitarse las botas, a menos que alguno decida palmarla. Entonces ni siquiera eso. No es coser y cantar lo de ustedes los augures, ¿eh? Más o menos como nosotros, ¿no?
—No es tan mala vida —dijo Seda—, mientras uno siga volviendo a casa.
Rieron los dos.
—¿En su manteón ha pasado algo?
Seda asintió.
—Me sorprende que te hayas enterado tan pronto.
—Cuando llegué estaban hablando de eso, Pátera. Yo no soy religioso. No sé nada de dioses y no quiero saber, pero me pareció interesante.
—Ya. —Seda se acarició la mejilla.— En ese caso, lo que sepas tú es tan importante como lo que sé yo. Yo sólo sé lo que se reveló realmente, mientras que tú sabes lo que anda comentando la gente, que quizás importe al menos tanto como lo otro.
—Lo que yo me pregunto es por qué se apareció ella cuando hacía tanto que no venía ninguno. ¿Lo dijo?
—No. Y desde luego que no pude preguntarle. A los dioses no se los interroga. Y ahora cuéntame qué comentaban fuera del manteón. Todo.
Cuando el cochero tiró de las riendas ante el portón del jardín, prácticamente había oscurecido. Kit y Villus, que estaban jugando en la calle, desbordaban de preguntas:
—¿Cierto que vino una diosa, Pátera?
—¿Una diosa de verdad?
—¿Cómo era?
—¿Usted la vio bien?
—¿Le habló?
—¿Le dijo algo, Pátera?
—¿Puede contarnos qué dijo?
—¿Qué dijo?
Seda alzó las manos para acallarlos.
—Si hubierais venido al sacrificio, como debíais, la habríais visto vosotros también.
—No nos dejaron.
—No pudimos entrar.
—Lamento mucho oírlo —les dijo Seda con franqueza—. Habríais visto a la Agraciada Kypris como la vi yo, y como no pudo verla la mayoría de los que asistieron, pues habría como quinientas personas, si no más. Y ahora escuchad. Sé que ansiáis ver respondidas vuestras preguntas, y en vuestro lugar a mí me pasaría lo mismo. Pero en los días que siguen tendré que hablar mucho de la teofanía, y no quiero que se eche a perder. Además, como en la palestra os lo tendré que contar en detalle, si lo escucháis dos veces acabaréis aburridos.
Seda se acuclilló para poner la cara a la altura de la muy sucia cara del más pequeño.
—Pero hay en esto una lección, Kit, en especial para ti. Hace apenas dos días me preguntaste si realmente vendría un dios a nuestra Ventana. ¿Te acuerdas?
—Usted dijo que tardaría mucho, pero resultó que no.
—Dije que podía tardar, Kit, no que tardaría. De todos modos, en lo fundamental tienes razón. Yo pensaba que pasaría mucho tiempo, probablemente décadas, y me equivoqué terriblemente; pero lo que quiero señalar es que cuando hiciste la pregunta los demás alumnos se rieron. Les pareció muy gracioso. ¿Te acuerdas?
Kit asintió, solemne.
—Se rieron como si hubieses preguntado una tontería, porque la pregunta les parecía tonta. Sin embargo se equivocaban más que yo; y ahora incluso ellos lo deben de ver claro. Tu pregunta era seria e importante, y tu único fallo fue hacérsela a alguien que sabía muy poco más que tú. No has de permitir nunca que el ridículo te desvíe de las preguntas serias e importantes de la vida. Procura no olvidar esto nunca.
Seda se revisó el bolsillo.
—Quiero que me hagáis un recado, niños. Iría yo, pero si apenas puedo andar menos podré correr. Voy a darte cinco bits, Villus. Ten. Y a tí, Kit, tres. Tú, Kit, vas a la verdulería. Le dices al dueño que las verduras son para mí, y le pides tres bits de lo que haya de mejor y más fresco. Tú, Villus, vas a ver al carnicero y le dices que quiero cinco bits de buenas chuletas. Cuando me traigáis la compra —Seda caviló un instante— os daré medio bit a cada uno. Villus preguntó:
—¿Chuletas de qué, Pátera? ¿De cordero o de cerdo?
—Dejemos que lo decida él.
Seda los miró partir a la carrera, abrió el portón del jardín y entró.
Como había dicho la Máitera Mármol, la hierba estaba toda pisoteada; se notaba aun en el último fulgor del ocaso, como se notaban los daños en el jardincito de la Máitera. Filosóficamente reflexionó que, en cualquier caso, en un año normal el jardín habría dado sus últimos productos varias semanas antes.
—¡Pátera!
Era la Máitera Rosa, que saludaba asomada a una ventana del cenobio, falta por la cual habría reprendido interminablemente a la Máitera Mármol o la Máitera Menta.
—Sí —dijo Seda—. ¿Qué pasa, Máitera?
—¿Han vuelto con usted?
Cojeó hasta la ventana.
—¿Sus sibis? No. Dijeron que vendrían andando juntas. No pueden tardar mucho.
—Ya ha pasado la hora de cenar —afirmó la Máitera Rosa (afirmación flagrantemente falsa).
Seda sonrió.
—Tampoco puede tardar mucho su cena; que Escila le bendiga el banquete.
Sonriendo todavía, se alejó sin darle tiempo a hacer más preguntas.
En el umbral de la cocina del manso había un envoltorio blanco con cordel blanco. Lo recogió y, antes de abrir la puerta, lo dio vuelta entre las manos.
Oreb, que a juzgar por el desparramo de gotas había estado bebiendo de su cuenco, se había subido a la mesa.
—Hola, Seda.
—Hola a ti. —Seda sacó el cuchillo de mondar.
—¿Corta pájaro?
—No, voy a abrir esto. Estoy demasiado cansado, o soy demasiago holgazán para deshacer los nudos, y si los corto de todos modos podré salvar casi todo el cordel. ¿Esa rata que acabo de tirar la mataste tú, Oreb?
—¡Gran pelea!
—Supongo que debería felicitarte y también agradecerte. Bueno, lo hago. —Abriendo el papel blanco expuso una colección de olorosos trocitos de carne.— Esto es comida para gatos, Oreb. Como una vez me vaciaron un cubo lleno en la cabeza, la reconozco donde sea. Escleroderma nos había prometído un poco, y ya ha cumplido la promesa.
—¿Come ahora?
—Puedes, si lo deseas. Yo no. Pero te has comido buena parte de la rata que mataste. ¡No me vas a decir que tienes hambre!
Batiendo el ala, Oreb adelantó inquisitivamente la cabeza.
—No estoy nada seguro de que tanta carne te haga bien.
—¡Carne buena!
—El hecho es que no. —Seda empujó la carne hacia el pájaro.— Pero tómala; de todos modos seguirá estropeándose, y no tenemos manera de conservarla. Entonces, adelante, si quieres.
Oreb arrebató un trozo de carne y, medio volando, medio a los saltos, se las ingenió para llevarla hasta lo alto de la alacena.
—Escila bendiga también tu banquete.
Por enésima vez Seda pensó que, en buena lógica, un banquete bendecido por Escila debía ser de pescado, como indicaban las Escrituras Crasmológicas que había sido en su origen. Con un suspiro se quitó la túnica y la colgó de la silla que había sido del Pátera Perca. Al cabo tendría que llevar la túnica arriba, a su habitación, y colgarla bien; y al cabo tendría que sacar del bolsillo grande de la túnica el ejemplar de las Escrituras del manteón y devolverlo a su sitio.
Pero ambas cosas podían esperar, y él prefería que esperasen. Encendió un fuego en la estufa, se lavó las manos y sacó la sartén en donde la víspera había freído los tomates; luego llenó con agua de la bomba el cazo predilecto del Pátera Perca y lo puso a calentar. Estaba contemplando la tetera y considerando la posibilidad de un café o un mate cuando llamaron a la puerta de la calle del Sol.
Desatrancándola, recibió de Villus un paquete semejante al que había encontrado en el otro umbral, aunque mucho más grande, y hurgó en el bolsillo buscando el medio bit prometido.
—Pátera... —Un doloroso esfuerzo contraía la carita de Villus.
—Sí, ¿qué pasa?
—No quiero nada. —Extendiendo una mano mugrienta, Villus exhibió cinco brillantes bits, cuadraditos cortados de otras tantas tarjetas.
—¿Son míos?
Villus asintió. —No quiso aceptarlos.
—Ya. Pero de todos modos te dio estas chuletas; sin duda el paquete no lo hiciste tú. Y como no quiso aceptar dinero de mí (no debería haberte dicho que le dijeras para quién era la carne) piensas que tú, muchacho honorable y piadoso, no debes aceptar tampoco.
Villus asintió solemnemente.
—Muy bien; por cierto que no te obligaré. Sin embargo, le debo un bit a tu madre; o sea que dame cuatro y el quinto se lo das a ella. ¿Me haces el favor?
Después de asentir de nuevo, Villus entregó cuatro bits y se desvaneció en el ocaso.
—Estas chuletas no son tuyas ni mías —le dijo Seda al pájaro mientras volvía a colocar la pesada barra de la puerta—. Así que déjalas en paz.
Grande como era la sartén, las chuletas la llenaron. Las roció con una pizca ínfima de preciosa sal y puso la sartén sobre la estufa.
—Nos han hecho plutócratas de lo sobrenatural —conversó con Oreb—, y en cierto modo es casi embarazoso. Otros, por ejemplo Sangre, tienen dinero. O poder, como el consejero Lemur. O fuerza y coraje, como Alca. Nosotros, sin embargo, tenemos dioses y fantasmas.
Desde la cumbre de la alacena Oreb graznó:
—¡Seda bueno!
—Si eso significa que entiendes, entiendes mucho más que yo. Pero yo trato de entender, de todos modos lo intento. Como hemos visto, los plutócratas de lo sobrenatural no necesitan dinero; aunque lo consiguen, como también hemos visto. Fuerza y coraje se apresuran a ayudarlos. —Seda se dejó caer en su silla, el tenedor de cocina en una mano, la perilla apoyada en la otra.— Lo que exigen es sabiduría. Nadie entiende a los dioses y los fantasmas, pero tenemos que entenderlos: la Dama Kypris hoy, anoche el Pátera Perca al final de la escalera, tantos más.
Oreb atisbó por el borde de la alacena.
—¿Hombre malo?
Seda negó con la cabeza.
—Tal vez objetes que he omitido a Mucor, que no estando muerta no puede ser un fantasma, y sin duda no es una diosa. De hecho se comporta casi exactamente como un demonio. Lo cual me recuerda que también tenemos de ésos, o al menos uno; quiero decir, hubo o hay un demonio en la pobre Cardencha. El doctor Grulla piensa que la mordió una especie de murciélago, pero ella dice que fue un viejo con alas.
Las chuletas empezaban a chisporrotear. Seda se levantó y tentativamente pinchó una con el tenedor; luego alzó otra para estudiarle el lado ya tostado.
—Hablando de alas, ¿qué te parece si empezamos por el enigma más sencillo? Me refiero a ti, Oreb.
—¡Pájaro bueno!
—Y que lo digas. Pero no tan bueno como para volar con un ala rota, aunque anoche te vi hacerlo antes de ver a Mucor y su desaparición. Es llamativo...
—Pátera... —Dedos de acero golpetearon la puerta que daba al jardín.
—Sólo un momento, Máitera. Tengo que dar la vuelta a estas chuletas. —Para Oreb, Seda añadió: —No incluí a Mucor porque a lo que hace ella no lo llamaría sobrenatural. Admito sin problemas que da esa impresión. Quizá sea yo el único hombre en Virón con escrúpulos para llamarlo así.
Tenedor en mano todavía, abrió del todo la puerta.
—Buenas noches, Máitera. Buenas noches, Kit. Los dioses todos sean con ustedes. ¿Ésas son mis verduras?
Kit asintió. Seda aceptó la gran bolsa y la puso sobre la mesa.
—Con lo que han subido los precios, Kit, por tres bits esto parece un montón. Y encima huelo que hay plátanos. Siempre son un gusto.
Kit permanecía mudo. La Máitera Mármol dijo:
—Estaba en la calle, Pátera, con miedo de golpear. O en todo caso habrá golpeado muy suavemente, pienso, y usted no alcanzó a oírlo. Lo llevé hasta el jardín, pero no quería soltar la bolsa.
—Muy justo —dijo Seda—. Pero, Kit, yo no iba a morderte porque me trajeras verduras, sobre todo cuando te lo había pedido.
Kit extendió un puño sucio.
—Entiendo. O creo que puedo entender. ¿No quiso aceptar el dinero?
Kit negó con la cabeza.
—Y a ti te dio miedo que yo me enfadara... como a decir verdad ha sucedido, en cierto modo. Vamos, dámelo.
—¿Quién se negó a aceptar su dinero? ¿Tuétano, el de calle arriba? —preguntó la Máitera
Seda asintió.
—Ten, Kit. Aquí tienes el medio bit prometido. Tómalo y cierra el portón al salir; recuerda lo que te dije y no temas.
—Tengo miedo —anunció la Máitera Mármol cuando el niño se fue—. No por mí, Pátera. No les gusta que alguien sea demasiado popular. La Amable Kypris ¿prometió que lo protegería? ¿Qué hará si la guardia viene a buscarlo?
—Ir con ellos, supongo. ¿Qué otra cosa voy a hacer?
—Podría no volver nunca.
—Les explicaré que no tengo ambiciones políticas, que es la simple verdad. —Seda acercó su silla al umbral y se sentó.— Me gustaría poder invitarla, Máitera. ¿Me permite sacar la otra silla para usted?
—Estoy bien —dijo la Máitera Mármol—. Pero a usted debe de dolerle mucho el tobillo. Hoy ha caminado mucho.
—La verdad, no duele tanto como ayer —dijo Seda palpando la venda—. O quizás estoy recobrando el aliento, digamos. El faides pasaron muchísimas cosas, y todas demasiado rápido. Primero estuvo el gran acontecimiento del cual le hablé en el cenador, cuando llovía; después la visita de Sangre, el encuentro con Alca, la cabalgata a la villa, la herida en el tobillo y la conversación con Sangre. El esfigsedo le di el perdón de Pas a la pobrecita Cardencha; luego vino la muerte de Orpina y el deseo de Orquídea de hacer el sacrificio final aquí. No estaba habituado a tantos sucesos en tan poco tiempo.
La Máitera Mármol parecía solícita.
—Nadie podía esperar que lo estuviera, Pátera.
—Anoche empezaba a acomodarme la cabeza, si puedo decirlo así, cuando ocurrieron varias cosas más. Y hoy nos distinguió Kypris: el primer manteón de Virón distinguido así en veinte años. Si...
La Máitera Mármol lo interrumpió.
—Fue maravilloso. Todavía intento hacerme a la idea, no sé si me entiende; integrarlo a mis esquemas mentales. Pero es que... ¿Sabe, Pátera?, este asunto con Tuétano, por ejemplo. Vi que detrás de un edificio han pintado «¡Volvamos al Fuero!». Y ahora esto en nuestro manteón. De veras, ¡cuídese!
—Lo haré —prometió Seda—. Como intentaba explicarle, he recuperado el equilibrio mental. He hecho lo que usted dice que está intentando: introducirlo todo en mis esquemas mentales, en mi manera de pensar. Mientras seguíamos a la carroza fúnebre tuve tiempo de ordenar las ideas. Me dio la oportunidad de cotejar mi impresión con las Escrituras según yo las leo. ¿Recuerda el pasaje que empieza «La naturaleza soberana, que gobierna la totalidad, pronto cambiará todas las cosas que veis, y de su sustancia hará otras cosas, y otras cosas una vez más de la sustancia de éstas, para que el mundo sea siempre nuevo»?
»En el contexto del sacrificio final de Orpina, para mí eso sólo significaba que la muchacha volvería a crecer como hierba y flores, desde luego. Y sin embargo el pasaje me impresionó en particular, como si hubiera sido puesto ahí específicamente para que yo lo leyera hoy. Ojalá aprendiera a decir a la gente cosas que la afectaran tanto como me afectó ese pasaje. Mientras leía me di cuenta de que la vida apacible que imaginaba llevar aquí, la vida que esperaba que continuase sin interrupción y casi sin incidentes hasta mi vejez, no había sido nada de esa especie; que sólo había sido el estado actual de las cosas en un flujo inacabable de estados. Mi último año en la escola, por ejemplo...
—Cuando llamé, Pátera, ¿no dijo usted quizá que esas chuletas eran para mí? Estaba diciendo que me ahorrarían el trabajo de preparar el plato principal, y lo aprecio mucho. Huelen que es una delicia. Estoy segura de que la Máitera Rosa y la Máitera Menta las disfrutarán inmensamente.
Seda suspiró.
—Me está sugiriendo que es hora de darles la vuelta, ¿verdad?
—No, Pátera. Es hora de sacarlas del fuego; de ponerlas en una fuente. Ya les ha dado la vuelta una vez.
Fue cojeando hasta la estufa. Mientras él hablaba con Kit y la Máitera Mármol, Oreb se había dedicado a la comida de gato; estaba desparramada por la mesa, y en parte por el suelo. La parte de debajo de las chuletas era ya de un profundo castaño dorado. Seda las apiló en la fuente más grande del armario, las cubrió con un trapo limpio y se las llevó a la Máitera Mármol hasta el umbral.
—Muchas gracias, Pátera. —La Máitera levantó un poquito el trapo.— ¡Por Kypris! ¡Mire qué maravilla! Espero que se haya reservado tres por lo menos.
Seda sacudió la cabeza.
—Yo comí chuletas anoche, cuando Alca me invitó a cenar, y realmente la carne me da igual.
Ella le hizo una leve reverencia.
—Mejor que me dé prisa o se enfriarán.
—Máitera... —Tras ella, Seda cojeó hacia el cenobio por el sendero de grava. La pantalla ya había oscurecido casi por completo la línea ardiente del sol; suspendido en una quietud seca y caliente, el aire nocturno parecía un enfermo afiebrado al borde de la muerte.
—¿Qué pasa, Pátera?
—Dijo que las chuletas olían a delicia. Las cosas... ¿Le huele realmente bien la comida, Máitera? Usted no puede comerla.
—Pero sí cocinarla, y lo hago —le recordó ella suavemente—, así que naturalmente sé cuando algo huele bien.
—Yo pensé únicamente en la Máitera Rosa, y fue injusto. Debería haber traído algo que pudieran disfrutar las tres. —Seda calló; buscaba fútilmente palabras que no fueran inadecuadas.— Lo siento muchísimo, y procuraré encontrar una forma de repararlo.
—Pero yo así disfruto, Pátera. Me encanta encargarme de llevar esta comida a las sibis. Y ahora vuelva al manso, hágame el favor, y siéntese un poco. Detesto verlo dolorido.
Él vaciló, con ganas de decir más, pero al fin dio media vuelta. El giro pareció torcerle el tobillo dentro de la venda cada vez más floja, y sintió un dolor tan agudo que por poco gritó. Con una mueca se aferró al cenador, luego a una rama cómoda del pequeño peral.
A lo lejos se oyó un golpe.
Se habría detenido a escuchar si no hubiera estado ya quieto. Otro golpe, apenas más fuerte, y sin duda desde la izquierda, desde la calle del Sol.
Quería gritarle al visitante que esperara pero, inmóvil de sorpresa, no gritó. Fugazmente, una sombra (muy tenue porque allí las luces habían oscurecido casi hasta extinguirse) se había deslizado tras las cortinas de su habitación. Alguien allá arriba había ido a responder al llamado; alguien, eso parecía al menos, que lo había observado cojeando por el sendero detrás de la Máitera Mármol.
Todas las ventanas del manso que daban al jardín estaban bien abiertas. A través de ella oyó un veloz repique de pasos en la escalera vencida; y luego, inconfundibles, el ruido de la barra de la puerta de la calle del Sol y un chirrido de goznes cuando la puerta se abrió; hubo un indistinto rumor de voces: voces poco amistosas, al menos por el sonido.
Era extraño cuan poco le dolía ahora el tobillo. Abrió la puerta de la sellaria lo más silenciosamente posible, pero ambos se volvieron hacia él de inmediato, una sonriendo, el otro fulminante.
—Aquí está —anunció Chenilla—. Díselo tú, sea lo que sea.
Mosqueta lanzó un gruñido y la apartó de un empujón. Como un gato, cruzó la sellaria para sentarse en la silla de lectura de Seda.
Seda carraspeó.
—No es mi deseo ser poco hospitalario, pero debo preguntarles qué hacen aquí.
Mosqueta hizo un gesto despectivo; Chenilla se esforzó por parecer recatada, y por poco lo consigue.
—Yo no estaba... realmente no estaba como para andar tanto detrás de la carroza fúnebre. No con este chasco de zapatos. Y Orquídea no nos había dicho que tuviéramos que ir hasta la tumba de Orpina. Nos había dicho que viniéramos a los ritos, y eso yo lo había hecho. Hay algunas que ni siquiera vinieron.
—Sigue —dijo Seda.
—Usted también me dijo que hiciera eso. O sea, que fuera a rezar, y lo hice.
—En este manso no deben entrar mujeres —le dijo Seda, severo. Mosqueta ocupaba su silla, y por cuestión de principios él rehusó sentarse en otra—. Excúsenme un momento.
En la cocina, la tetera hervía vigorosamente; agregó un buen leño al fuego y en un rincón encontró el bastón de Sangre.
Cuando volvió a la sellaria, Chenilla dijo: —Dice usted que no debo estar aquí, se supone, pero yo no lo sabía. Quise hablarle antes en el manteón, mientras ajustaba la tapa del ataúd, pero con esa quimi mirándonos no parecían el momento ni el lugar adecuados. Iba a esperarlo allí, pero no volvió. Al cabo de un par de horas fui al jardín por un trago de agua y encontré esta casita tan mona. Jugué un rato con su mascota y luego... Bueno, me temo que luego me eché y me dormí.
Seda asintió, en parte para sí mismo. —Sé que usas óxido, y a veces también debes de beber mucho. Ayer, durante el exorcismo, al contarme que tenías buena memoria, dijiste que en todo el día no habías bebido una gota. ¿Aquí estuviste bebiendo?
—¡Cómo iba a traer una botella al funeral! Mosqueta dejó escapar una risa burlona. Había sacado un cuchillo y se estaba cortando las uñas.
—Quizás no —concedió Seda—. Y si la hubieras traído yo la habría visto, como no fuera muy pequeña. Pero llevarás dinero encima, y a tiro de piedra hay docenas de lugares que te venderían cerveza, coñac o lo que quisieras.
Mosqueta dijo: —¿Cuánto le dio Orquídea?
—Pregúntale a ella. Te conoce, y está claro que te tiene miedo... Como al parecer la mayoría de las mujeres. Seguro que te lo dirá.
—He oído que le dio mucho. Pilas de flores y bastantes animales para alimentar por una semana a todos los dioses del Marco Central. Esta zorra en su cama y usted rascando para sacarle qué hacía ahí, menudo capullo.
Chenilla se bajó las manos por el traje.
—¿No ves que estoy vestida? ¿Iba a estar vestida?
Seda golpeó el suelo con el bastón de Sangre.
—¡Esto es absurdo! Callaos los dos. Chenilla, dices que querías hablar conmigo. Esta tarde traté de conversar contigo en el manteón, pero no me respondías.
Ella tenía el truco de mirarle los pies sonriendo a medias, como si los ajados zapatos negros la divirtiesen; Seda tuvo el presentimiento súbito de que llegaría a conocer ese truco demasiado bien.
—O te explicas —dijo— o te marchas ahora mismo.
—En ese momento no podía hablarle, Pátera. ¡Tenía tanto que pensar! Por eso esperé. Hacer desagravios, sabe, un poco como dice Mosqueta. Sólo que quiero hablar con usted a solas.
—Ya. ¿Y tú qué, Mosqueta? ¿También has venido para una charla privada? Te prevengo que tengo cosas duras para decirte.
En la cara de Mosqueta hubo un destello de sorpresa; por un instante la punta del cuchillo dejó de hurgar en las uñas.
—Ya se lo puedo decir. Me ha mandado Sangre.
Seda asintió.
—Eso había supuesto.
—¿Qué plazo le dio? ¿Cuatro semanas? ¿Un vómito de perro por el estilo?
—Cuatro semanas, al cabo de las cuales debo llevarle una suma sustancial; una vez que lo haya hecho, volveremos a deliberar.
Mosqueta se levantó con la misma agilidad que las bestias que Mucor llamaba linces. Subió el cuchillo, la hoja de plano y la punta hacia el pecho de Seda, convincente en recordarle la advertencia que había leído en las vísceras del chivo de Alca.
—Eso no corre más. Tiene una semana para todo. ¡Una semana!
Desde la alta vitrina de rarezas que había junto a la escalera, Oreb graznó: —¿Seda pobre?
—Hicimos un acuerdo —dijo Seda.
—¿Quiere ver lo que vale su birria de acuerdo? —Mosqueta escupió a los pies de Seda.— Tiene una semana. Entonces vendremos.
—¡Hombre malo!
Cruzando la sellaria como un rayo, el largo cuchillo fue a clavarse en el panel de madera que había sobre la vitrina. Oreb soltó un chillido de pánico y una pluma negra cayó planeando al suelo.
—Vaya mierda de pajarraco —susurró Mosqueta—. Lo tiene para tomarnos por subnormales, ¿verdad? ¡Pues vaya despabilándose! Hay un halcón que se merendaría a esa mierda, y si le entusiasma conservarla más vale que le enseñe a cerrar el pico. Chenilla sonrió.
—Si vas a andar tirándole cuchillos, te conviene afinar la puntería. Errarle no impresiona nada.
Mosqueta le lanzó un golpe, pero Seda le atrapó la muñeca antes de que el golpe la alcanzara. —¡No seas chiquillo!
Mosqueta le escupió a la cara, y la labrada empuñadura del bastón le dio a Mosqueta debajo de la mandíbula con el ruido áspero e incisivo de una maza de albañil. La cabeza salió disparada hacia atrás; Mosqueta retrocedió trastabillando, y al caer aplastó una mesita.
—¡Caray! —Era Chenilla, la cara arrebatada, los ojos brillantes de entusiasmo.
Mosqueta quedó tendido uno o dos segundos que parecieron mucho más; los ojos se le abrieron, y por un demorado momento permanecieron sin mirar nada. Se sentó.
Seda alzó el bastón.
—Si tienes un lanzagujas, es ahora el momento de sacarlo.
Fulminándolo con la mirada, Mosqueta negó con la cabeza.
—Muy bien. ¿Cuál era el mensaje? ¿Que tengo una semana para pagarle a Sangre las veintiséis mil? —Con la mano libre, Seda sacó su pañuelo y se secó de la cara la saliva de Mosqueta.
Los labios apenas abiertos, Mosqueta murmuró roncamente:
—O menos.
Seda bajó el bastón hasta poder apoyarse.
—¿Algo más?
—No. —Laboriosamente Mosqueta se puso en pie, una mano apoyada en la pared,
—Entonces yo te diré algo a ti. Hoy tuvieron lugar los ritos de Orpina. Está claro que tú la conocías, y que directa o indirectamente los dos trabajabais para Sangre. Tú sabías que había muerto. No fuiste a sus ritos ni aportaste un animal de sacrificio. Después de que taparon la fosa, le pregunté a Orquídea si había recibido algún pésame tuyo o de Sangre. Dijo muy convincentemente que no. ¿Lo desmientes?
Mosqueta no dijo nada, aunque en un parpadeo atisbó la puerta de la calle del Sol.
—¿Enviasteis o dijisteis algo? No intentes largarte todavía. No te lo aconsejo.
Mosqueta miró a Seda a los ojos.
—Posiblemente pensaste que Sangre había dicho o hecho algo en nombre de los dos. ¿Era eso?
Mosqueta sacudió la cabeza; las tenues luces de la sellaria rielaron en la cabeza oleosa.
—Muy bien. Eres un miembro de la raza humana. Has esquivado tu deber humano y el mío es recordártelo: enseñarte, si no lo sabes ya, cómo se comporta un hombre. Te prevengo que la próxima vez la lección no será tan sencilla. —Pasando ante él, Seda fue hasta la puerta de la calle del Sol y la abrió.— Vete en paz.
Mosqueta salió sin decir palabra ni mirar atrás, y Seda cerró la puerta. Mientras colocaba la barra en su sitio, sintió el fugaz beso de Chenilla en la nuca. —¡No hagas eso! —protestó.
—Me dieron ganas, y sabía que no me iba a dejar besarle la cara. Tenía un lanzagujas, ¿sabe?
—Lo di por sentado. Yo también. ¿Quieres sentarte, por favor? Me duele el tobillo, y hasta que no te sientes no puedo hacerlo yo.
Ella eligió la rígida silla de madera donde la víspera se había sentado Cuerno, y Seda se derrumbó agradecido en su asiento habitual. La venda de Grulla se había enfriado notablemente; se la quitó y azotó con ella el travesaño.
—He intentado hacer esto más a menudo —comentó—, pero no da gran resultado. Supongo que antes de tomar calor de nuevo tiene que enfriarse. Chenilla asintió.
—Dijiste que deseabas hablar conmigo. ¿Puedo hacerte antes una pregunta?
—Puede —dijo Chenilla—. Lo que no sé es si podré responderle. ¿A ver?
—En el manteón, mientras yo sujetaba la tapa del ataúd de Orpina, me indicaste que había sido espía, y cuando te pregunté qué significaba eso te negaste a hablar más. Hace unos minutos, una de nuestras sibilas me advirtió que corría peligro porque hay gente en el barrio que al parecer quiere empujarme a la política. Si he realizado las exequias de una espía y se llega a saber, el peligro aumentará sustancialmente, y por tanto...
—¡Yo no dije eso, Pátera! Orpina no era espía. Estaba hablando de mí... como si fuera otra. Es una mala costumbre que tengo.
—¿De ti?
Ella asintió vivazmente.
—Mire, Pátera, hasta ese momento no había entendido qué pasaba, qué había estado haciendo yo. Luego, estar sentada en el funeral fue como si me diera un rayo. Es dificilísimo de explicar, la verdad.
Seda volvió a vendarse el tobillo.
—¿Has estado espiando en nuestra ciudad? ¿En Virón? Por favor no intentes buscar evasivas, hija mía. Es un asunto extremadamente serio.
Chenilla le miró los zapatos.
Pasado un largo momento, Oreb asomó la cabeza por encima del borde de la vitrina de rarezas.
—¿Hombre marchó?
—Sí, se ha ido —dijo Chenilla—. Pero puede volver, así que debes tener cuidado.
Meneando la cabeza, el grajo de noche se puso a lidiar con el cuchillo de Mosqueta; tironeó del pomo con el pico, se subió al mango y con una pata roja hizo fuerza en el panel de madera. Chenilla observaba, divertida en apariencia —aunque acaso, pensó Seda, apenas alegre de distraerse un rato.
Seda carraspeó.
—Dije que quería hacerte una sola pregunta y ya te he hecho muchas, por lo cual me disculpo. Tú sugeriste que querías mi consejo y yo dije, o al menos di a entender, que tal vez lo tuvieras. ¿Qué es lo que deseas discutir?
—Pues eso mismo —dijo ella, volviéndose del atareado pájaro hacia Seda—. Como ha dicho usted, estoy en apuros. No sé bien cuántos líos tiene usted, Pátera, pero yo tengo un podrido montón más. Si la guardia llega a descubrir lo que vengo haciendo, casi seguro que me matan. Para empezar, necesito un lugar donde pueda esconderme, porque si él me encuentra me habré hundido mucho más. No sé dónde podría quedarme, pero esta noche no volveré a la casa de Orquídea.
—¿Él? —Seda cerró los ojos un instante; al abrirlos de nuevo preguntó:— ¿El doctor Grulla?
Chenilla lo miró asombrada.
—Sí. ¿Cómo lo sabía?
—No lo sabía. Fue sólo una corazonada, y supongo que ahora debería estar satisfecho porque acerté. Pero no lo estoy.
—¿Fue porque ayer vino a mi habitación mientras hablaba con usted?
Seda asintió.
—Por esa y otras razones. Porque, como me contaste ayer, te dio una daga. Porque de todas las mujeres de La Orquídea fue a verte primero a ti, y porque a veces te da óxido. Podría haberte examinado antes que a las demás simplemente como favor, para que salieras más temprano, según sugeriste cuando ayer te pregunté por eso. Pero me pareció claro que también podía ser porque esperaba obtener de ti algo valioso; y una posibilidad era que fuese cierta clase de información.
Seda hizo una pausa. Se frotó la mejilla.
—Y luego, además, tú llevabas esa daga oculta cuando te encontraste con Orpina. Por lo que me han dicho, la mayoría de las mujeres que llevan armas encima las llevan por la noche; pero Sangre, al menos, esperaba que volvieras a cenar al local de Orquídea. Más tarde tú misma me dijiste que esa noche esperabas trabajar mucho.
—Créame, Pátera, que las mujeres como yo, que tenemos que andar por ahí de noche, necesitamos ir armadas.
—Te creo. Pero tú no ibas a salir después del anochecer, así que te esperaba algún otro peligro, o eso creías tú. Parecía razonable conjeturar que el hombre que te había dado la daga era el que te estaba conduciendo a ese peligro. ¿Quieres decirme adonde ibas a ir?
—A llevar... No, todavía no. —Con una inquietud sincera y profunda Chenilla se inclinó hacia adelante, y en ese momento Seda habría jurado que ignoraba su propia belleza.— Todo esto es falso. Quiero decir, es cierto (los hechos son verdaderos) pero no suena como realmente fue. Parece que yo fuera forastera. Soy tan vironesa como usted. He nacido aquí, y vendía berros en el mercado cuando no era más alta que ese escabel donde usted apoya el pie.
Seda asintió, preguntándose si ella se percataba del deseo que él tenía de tocarla.
—Te creo, hija mía. No obstante, si deseas que sepa la verdad debes contarme todo.
—Ya le dije ayer que Grulla era un amigo. Era simpático, me traía cosas sin tener por qué. ¿Se acuerda del ramito de chenillas? Bobadas así, pero simpáticas. La mayoría de las chicas lo quieren, y a veces yo le daba un turno gratis. Lo atraen las grandotas. Él mismo se ríe de eso.
Seda dijo:
—Es sensible por lo de su talla; me lo dijo la primera vez que lo vi. Quizá con mujeres altas se sienta más alto. Sigue.
—Pues así ha sido entre nosotros desde que me fui a vivir al local de Orquídea. No es que haya dicho «Necesito que espíes un poco, de modo que tú me prometes vender a tu ciudad y yo te doy un uniforme». Hace un par de meses estábamos cuatro o cinco charlando en la sala grande con Grulla delante. Bromeábamos con lo que hace cuando nos revisa. Con los exámenes. ¿Sabe cómo es eso?
—No —admitió Seda, cansado—, aunque no me cuesta imaginarlo.
—Alguna dejó caer que había ido un comisario, y Grulla soltó un silbido y preguntó quién lo había enganchado. Yo dije que yo, y él quiso saber si me había dado mucha propina. Luego, más tarde, mientras me revisaba, quiso saber si por casualidad el comisario aquel había mencionado al caldé.
A Seda se le alzaron las cejas.
—¿Al caldé?
—Yo también me sorprendí, Pátera. Le dije que no, y que me parecía que el caldé había muerto. Grulla dijo: «Sí, claro, ha muerto». Pero cuando terminamos y yo me estaba vistiendo dijo que si alguna vez el comisario o algún otro decían algo sobre el caldé o el Fuero, le iba a gustar que yo se lo contara; o si decían algo sobre un consejero. Bueno, él sí que habló de consejeros.
—¿Qué dijo?
—Que había ido al lago a ver a dos, Tarsio y Loris. Yo empecé a soltar ¡Uy! y ¡Jo! como se supone que hay que hacer, pero creo que no sonó como si fuera muy importante. En cuanto dije eso Grulla ya no siguió. ¿Entiende lo que le digo?
—Sin duda.
—Luego, cuando yo ya estaba saliendo, él vino de la habitación de Violeta y me pasó un papel doblado. Me lo metió justo aquí debajo, Pátera, ya sabe. En cuanto estuve sola lo saqué para mirarlo, y era un talón al portador por cinco tarjetas, firmado por un tipo de quien yo no tenía ni idea. Pensé que probablemente no era bueno, pero como de todos modos me quedaba de camino lo llevé al fisco y me dieron cinco tarjetas, sin preguntarme «Y tú quién eres» ni «De dónde has sacado esto». Así de fácil, cinco tarjetillas sobre el mostrador. —Chenilla se detuvo a esperar la reacción de él.— ¿Cuántas veces se piensa que araño una propina así, Pátera?
Seda se encogió de hombros.
—Considerando que has recibido a un comisario, quizás una vez al mes.
—Aparte de ésta, dos veces en toda mi vida, y suerte de mí. En La Orquídea un tipo tiene que aflojar diez tarjetas para entrar y echar un vistazo a las titis, y luego a mí me paga una tarjeta (y yo la divido con Orquídea), salvo que sea un comisario. Ésos entran gratis y prueban gratis, porque nadie quiere problemas. Se le da lo mejor y se le dice que es una maravilla, y por lo general ni da propina. A los que pagan, ya le digo, yo les cobro una tarjeta. Eso por la noche entera, si quieren. O sea que si el primero quiere y no deja propina, en toda la noche yo saco apenas media tarjeta.
Seda dijo:
—Conozco gente que no gana media tarjeta en una semana de trabajo duro.
—Pues claro. ¿Por qué se piensa que hacemos esto? Pero lo que yo digo es que en una semana buena, con propinas incluidas, yo puedo levantar cuatro o cinco. A veces seis. Sólo que, si se da, en las semanas siguientes seguro que no saco más de dos o tres. De modo que aquí me ve con lo que hago en una semana buena, todo por contarle a Grulla algo que dijo el comisario este.
»¡Menudo caramelito! Usted me dirá que habría debido figurármelo, pero en aquel momento no lo pensé mucho, y afortunada de mí.
Seda murmuró:
—O sea que así empezó la cosa. ¿Y el resto, hija mía?
—Desde esa vez he pasado unas seis u ocho cosas más y llevado cosas a un par de personas en el diurno. Luego, si viene un comisario o un coronel (alguien de ese nivel, ¿sabe?), me porto de lo más simpática y no me los trabajo para sacar propinas ni regalos como harían las demás titis. Y resulta que ahora preguntan por mí cuando no estoy a la vista.
En lo alto de la vitrina de rarezas el grajo de noche se agitó presa de visible inquietud, la cabeza estirada, inquisitiva, y el largo pico carmesí a medias abierto.
—Así que desde que vi a Orpina en la cama de hielo no he parado de pensar. —Acercando su silla a la de Seda, Chenilla bajó la voz.— ¿Tiene que darle a Sangre veintiséis mil si quiere conservar este sitio? Eso dijo Mosqueta.
La cabeza de Seda se inclinó imperceptiblemente. —Muy bien. ¿Por qué... por qué no las conseguimos los dos juntos de Grulla?
—Un hombre —les previno Oreb—. Ahí fuera. Chenilla le echó a Seda una mirada aprensiva. —Ahí —insistió Oreb—. No golpe.
4
El Prochain Ami
Seda se levantó en el mayor silencio posible, con el recuerdo irresistible de su anterior fracaso en sorprender a Mosqueta y Chenilla. Dejando el bastón de Sangre junto a la silla, cruzó la sala hasta la puerta de la calle del Sol, quitó la pesada barra de su sostén y, sujetándola en la mano izquierda para usarla como arma si hacía falta, abrió de un tirón.
El alto hombre de túnica negra que esperaba más allá del escalón no pareció sorprenderse en absoluto.
—¿Lo importuna mi presencia, Pátera? —preguntó con una voz nasal y reverberante—. Me he esforzado por ser discreto y... ejem... respetuoso. ¿Me sigue? Tal vez sin gran habilidad. Ya había llegado a la puerta cuando oí la... ejem... voz de la dama.
Seda apoyó la barra en la pared.
—Sé que es un tanto irregular, Su Eminencia.
—¡Oh, no, no, no! Estoy seguro de que hay razones, Pátera. —El hombre de túnica negra se dobló en dos por la cintura.— Buenas noches, estimado. —Benefició a Seda con una sonrisa que fulguró aun en la luz titilante de las tierras del cielo.— Me cuidé mucho de mantenerme fuera de la... ejem... zona de escucha, Pátera. ¿De audibilidad? De alcance del oído. Fuera del... ejem... arco de la voz de la dama. Oía voces, le confieso, salvo cuando pasaba algún carro, no sé si me hago entender. Pero ni una palabra que dijeran ustedes. No distinguía nada, ¿sí? —Volvió a sonreír.— ¡La Dulce Escila sea testigo!
Seda salió del manso para pararse en el umbral.
—Lamento en extremo haber sido tan brusco, Su Eminencia. Oímos... Debería decir que nos han dado aviso...
—Perfectamente justo, Pátera. —Una mano aleteó desestimando la excusa.— Muy, muy correcto.
—... de que había alguien fuera, pero no quién... —Seda respiró hondo.— Han de traerlo asuntos muy urgentes; de lo contrario no habría venido tan tarde, Su Eminencia. ¿Quiere pasar?
Mantuvo la puerta abierta y, cuando el hombre de túnica negra hubo entrado, la trancó.
—Me temo que ésta es nuestra sellaria. La mejor habitación que tenemos. Puedo ofrecerle agua y... y plátanos, si le apetecen. —Recordó que aún no había explorado la bolsa de Kit.— Quizás alguna otra fruta.
El hombre de túnica negra descartó la fruta con un gesto.
—Estaba usted aconsejando a la joven dama, ¿verdad, Pátera? Espero que no confesándola. Al menos no todavía, si bien no entendí una palabra. Pero, habiéndolo dispensado yo mismo tantas, tantas veces, reconocería la... ejem... cadencia del Perdón de Pas. La letanía de los Nombres Sagrados, ¿sí? Hablo aquí del Gran Pas, de la Divina Equidna, de la Hirviente Escila y los demás. Y no oí nada parecido. Nada en absoluto.
Chenilla, que había seguido a Seda hasta la puerta y esperado detrás de él en el umbral, preguntó:
—¿Usted también es augur, Pátera?
El hombre de túnica negra se inclinó una vez más y expuso la cruz hueca que llevaba. En la lúgubre y exigua sellaria la cadena de oro relució como el mismísimo Sendero Áureo.
—En efecto, querida. Un augur muy, muy capaz de ser discreto, o no habría llegado donde estoy ahora. Así pues, nada tienes que temer, ni que haya oído una sola palabra que dijeras.
—Estoy convencida de que puedo confiar implícitamente en usted, Pátera. Iba a decirle que es probable que el Pátera Seda y yo tengamos todavía para un buen rato. Puedo irme a otra parte y volver dentro de una o dos horas... El tiempo que usted estime necesario.
Seda la miraba atónito.
—¿Una dama como tú, querida? ¿En este barrio? Ni... ejem... ni oír hablar de cosa semejante. ¡Ni un segundo! Pero tal vez pueda hablar un momento con el Pátera ahora, ¿sí? Luego me marcharé.
—Por supuesto —dijo Chenilla—. Le pido que no me tome en cuenta en absoluto, Su Eminencia.
El hombre le llevaba a Seda más de una cabeza (aunque Seda era casi tan alto como Alca) y por lo menos quince años. Un pelo fino y color carbón se le derramaba en la frente; al hablar ladeaba la cabeza para apartárselo de los ojos.
—Es usted el Pátera Seda, ¿verdad? No creo haber tenido... ejem... el placer, Pátera. Soy un perfecto extraño, ¿eh? O poco menos. Tan poco que no importa. Ojalá no fuera así. Ojalá... ejem... nos encontráramos como viejos conocidos. Aunque una vez lo perjudiqué, ¿sí? Hace un par de años. Lo admito. Lo reconozco. Ni dudarlo, pero tenía que hacer lo mejor para el Capítulo, ¿eh? Al fin y al cabo el Capítulo es nuestra madre, y es más grande que cualquier hombre. Soy Rémora.
Volvió la sonrisa hacia Chenilla.
—Acaso esta joven belleza prefiera mantener un... ejem... discreto anonimato, ¿eh? Sería lo más prudente, ¿sí? Lo que ella prefiera no será tomado como una ofensa.
Chenilla asintió.
—Si no se opone, Pátera.
—No, no, claro que no. —Rémora agitó la mano con negligencia.— Claro que no. Vaya, si... ejem... me lo aconsejo yo mismo.
Seda dijo:
—Usted asistió a mi graduación, Su Eminencia. Estaba en la tarima, a la derecha del prelado. No espero que me recuerde.
—¡Ah, no, pero sí lo recuerdo! ¡Lo recuerdo! ¿No quiere usted sentarse? Yo sí. Al fin recibió usted honores, ¿eh? Nunca olvido a los muchachos que los reciben. Era usted uno de los cachorros más fornidos que la casa podía mostrar ese año. Recuerdo habérselo comentado a Quetzal... El prolocutor, querido mío, y debería haber dicho Su Cognescencia. Haberle comentado después que usted debería haber entrado en la arena, ¿sí? De modo que... ejem... allí lo enviamos. ¡Pero claro que sí! Una mera broma, a buen seguro. El responsable fui... ejem... yo. Culpa mía, totalmente. Que fuera usted enviado aquí, quiero decir. A este barrio, a este manteón. Lo sugerí yo. —Con una mirada de reojo a los restos de la mesita que Mosqueta había aplastado, Rémora bajó su desgarbado cuerpo a la silla de lectura de Seda.— Lo recomendé yo... siéntese, Pátera... y el querido Quetzal estuvo del todo de acuerdo.
—Gracias, Su Eminencia. —Seda se sentó.— Muchas gracias. No podría haber ido a un lugar mejor.
—Vamos, no lo dice en serio. Y yo no puedo culparlo. Ni un poco, ¿eh? Ni un poco. Lo ha pasado usted muy mal. Yo... ejem... Quetzal y yo lo sabemos. Nos damos cuenta. Pero el pobre... ejem... su predecesor. ¿Cómo se llamaba?
—Perca, Su Eminencia. Pátera Perca.
—Correctísimo. Pátera Perca. ¿Qué habría pasado si le hubiéramos enviado al pobre y anciano Pátera Perca uno de esos débiles muchachos? ¿En este barrio? ¡Lo habrían matado al primer día y se lo habrían comido! Ahora usted lo sabe, Pátera, y yo lo sabía en aquel momento. Por eso le sugerí a Quetzal que lo enviáramos a usted, y él vio en seguida que era lógico. Y aquí está usted ahora, ¿eh? Solo. Ya que el Pátera Perca ha partido hacia... ejem... ¿climas más puros? Y ha hecho usted un trabajo magnífico, Pátera. Un trabajo... ejem... excepcional. No creo estar exagerando.
Seda se forzó a hablar.
—Me gustaría estar de acuerdo, Su Eminencia. —Las palabras le salían una a una y muy espaciadas, como pesados mojones.— Pero este manteón ha sido vendido. Usted tiene que saber algo al respecto. No podíamos pagar ni los impuestos. El municipio se quedó con la propiedad; supongo que se habrá notificado al Capítulo, aunque a mí no me notificó nadie. Con toda seguridad el nuevo dueño cerrará el manteón y la palestra, y acaso los demuela a los dos.
—Ha hecho un esfuerzo tremendo —le dijo Rémora a Chenilla—. Tú no vives en este barrio, ¿eh? Así que no puedes saberlo. Pero lo ha hecho, lo ha hecho.
Seda dijo:
—Gracias, Su Eminencia. Es muy amable. Con todo, ojalá su amabilidad no hiciera falta. Ojalá hubiera hecho de este manteón un éxito, por así decirlo. El agradecimiento por destinarme aquí no fue mera diplomacia. No siento verdadero amor por el lugar, por estos edificios abarrotados y destartalados, todo eso, pero antes trataba de convencerme de que sí. En cambio la gente... Tenemos aquí mucha gente mala. Eso dice todo el mundo, y es cierto. Pero los buenos han sido probados a fuego y buenos siguieron siendo pese a todo lo que el mundo pudo arrojarles, y no hay nada en el mundo como ellos. Y hasta los malos, usted se sorprendería...
En ese momento Oreb aleteó hasta la falda de Chenilla con el cuchillo de Mosqueta en el pico.
—¡Vaya! ¡Extraordinario! ¿Qué es esto?
—Oreb se ha dislocado un ala —explicó Seda—. Fue un accidente, Su Eminencia. Ayer un médico le puso el hueso en su sitio pero todavía no se ha curado.
Rémora apartó con un gesto las penurias de Oreb.
—Pero la daga, ¿eh? ¿Es tuya, querida?
Chenilla asintió sin rastro de sonrisa.
—La arrojé para ilustrarle al Pátera Seda algo que le estaba contando, Su Eminencia. Ahora Oreb me la devuelve gentilmente. Creo que le gusto.
Oreb silbó.
—¿Tú la arrojaste? No querría... ejem... no pretendo parecer escéptico, querida...
Como un latigazo, Chenilla soltó la mano hacia la vitrina, y el panel que había encima resonó como un timbal. Con la hoja medio hundida en el cedro, el cuchillo de Mosqueta ni siquiera vibraba.
—¡Oh! ¡Dioses míos! —Levantándose, Rémora fue a examinar el cuchillo.— Bien, nunca... Realmente, es de lo más... ejem... de lo más... —Asió la empuñadura e intentó retirar el cuchillo, pero tuvo que hacer fuerza para removerlo.— Aquí hay una sola raja, un... ejem... un solo agujero en la madera.
—Pensé que el Pátera Seda preferiría que le marcara la pared lo menos posible —le dijo Chenilla, recatada.
—¡Ya! —Habiendo logrado sacar el cuchillo, Rémora soltó un gruñido triunfal; lo devolvió con una profunda reverencia.— Tu arma, querida. Sabía que este barrio tiene fama de... ejem... ¿rudo? Duro. Sin ley. Y me he fijado en la mesa rota. Pero no me había dado cuenta... Pátera, nuestra... ejem... admiración por usted ya era grande. Pero ahora... ejem... ahora la mía, vaya... —Se sentó de nuevo.— Eso iba a comentarle, Pátera. Posiblemente se imagine usted que nosotros... ejem... Quetzal y yo...
Volvió su atención hacia Chenilla.
—Como sabe este buen augur, soy... ejem... le prochain ami de Su Cognescencia. No dudo de que estés ya familiarizada con la... ejem... expresión. Su adjunto, como dicen en la guardia. Su coadjutor, ¿eh? Tal es la fraseología oficial de forma, el uso más correcto. Y estaba a punto de decir que venimos siguiendo el desempeño del Pátera con atención y admiración crecientes. Ha tenido grandes dificultades. ¡Por cierto que sí! Se ha encontrado con obstáculos, ¿eh? Este manteón pobre, pero dilecto de los dioses inmortales, no ha sido un campo fácil de arar... ejem... una dócil llanura.
Chenilla asintió.
—Así lo entiendo, Su Eminencia.
—Habría debido acudir a nosotros en busca de... ejem... asistencia, ¿sí? Debería haber apelado franca y directamente a Su Cognescencia y a mí. Exponer su caso ante nosotros, si vale la expresión. ¿Me sigues? Pero más nos cabía a nosotros, ¿eh? Más aún, nosotros deberíamos haber ofrecido ayuda sin necesidad de nada de eso. ¡Vaya si no! Ofrecer la pronta ayuda del Capítulo, y... ejem... más. Mucho más. Y mucho antes.
—No conseguí entrevistarme con usted —explicó Seda con cierta sequedad—. Su protonotario me informó amablemente que tenía usted toda la atención absorbida por una crisis.
Rémora resolló.
—Sin duda, Pátera. Con frecuencia parece que mi única labor... ejem... que mi entero deber consistiera en vérmelas con un torrente inagotable... ejem... trepidante y... ejem... despiadado de crisis cada vez peores.
Hubo al oeste un rugido de turbinas, cada vez más fuerte a medida que una flotadora armada de la guardia civil pasaba por la calle del Sol. Rémora se detuvo a escuchar.
—Como comprenderá, Pátera, nuestra... ejem... política invariable con los augures jóvenes consiste en... ejem... permitirles que prueben las alas. Observarlos volar a distancia, por ponerlo así. Expulsarlos rudamente del nido, si se me permite decirlo. ¿Me sigue usted? Es un examen que usted ha pasado con... ejem... crédito notable.
Seda inclinó la cabeza.
—Es una satisfacción, Su Eminencia, aunque soy bien consciente de que no merezco semejante elogio. Quizás ésta sea mi mejor oportunidad, no obstante, de referirle... no oficialmente, claro... el gran honor de que nuestro atribulado manteón ha sido objeto hoy por parte de...
—¿Atribulado ha dicho, Pátera? ¿Este manteón? —Rémora desdeñó las dificultades con una sonrisa. —Como dice usted, ha sido... ejem... vendido... Pero la venta es apenas una cuestión legal, ¿eh? ¿Me sigue? En verdad, una argucia o... ejem... estratagema del viejo Quetzal. El nuevo propietario... eh... Se llama... Se llama...
—Sangre —dijo Seda.
—No, no es ése el nombre. Es más común, ¿sí?
Chenilla murmuró:
—¿Mosqueta?
—Correcto. Exacto. Mosqueta, claro. Un nombre algo atolondrado, ¿no? Si se puede decir así. Como regla, los niños no huelen... ejem... ni la mitad de bien. Pero este Mosqueta ha pagado los impuestos. Así obtuvo la propiedad. ¿Me sigue? Por los impuestos y una insignificante suma más. Estas construcciones necesitan una... ejem... restauración, ¿no? Tal como usted mismo ha señalado, Pátera. Dejaremos que lo haga él, ¿sí? ¿Por qué no? Que corra él con los gastos, y no el talego, ¿eh? Al cabo nos volverá a donar todo. Lo devolverá todo al Capítulo, ¿eh? Una acción de mérito.
Chenilla sacudió la cabeza.
—Lo dudo...
—Tenemos nuestras vías, querida, ya verás. Muy particularmente las tiene el viejo y querido Quetzal.
Es muy bueno en estas cuestiones. Hablo de su... ejem... autoridad como prolocutor del Capítulo. Y su influencia en el Ayuntamiento, ¿eh? Aún tiene allí abundante... ejem... apoyo, no lo dudes un segundo. Un arsenal de presiones que... ejem... puede ejercer, y ejercerá en eventualidades tales como... ejem... el caso presente. Como este caso aquí en la calle del Sol, Pátera.
Seda dijo:
—Mosqueta es sólo el dueño nominal, Su Eminencia. La propiedad la controla Sangre, y Sangre amenaza con demoler todo.
—No importa. No importa. Ya verá, Pátera. —La sonrisa de Rémora destelló una vez más.— No va a ocurrir... Ejem... Ya pasará. No tema. No tema en absoluto. Y, si ocurre, se reemplazarán los viejos edificios por otros mejores. Eso sería lo mejor, ¿eh? Reconstruir en un estilo más cuidado y en escala... ejem... más espaciosa. He de acordarme de mencionárselo mañana a Quetzal cuando haya tomado su caldo de carne.
Rémora inclinó la cabeza hacia Chenilla.
—Le encanta el caldo de carne, al viejo Quetzal. Sin duda el Pátera lo sabe. Esas cosas se rumorean por ahí, ¿sabes?, entre nosotros. Como si fuéramos una panda de... ejem... fregonas, ¿eh? Chismes, chismes. Pero el querido Quetzal tendría que comer más, ¿verdad? Siempre lo persigo con eso. Nadie puede vivir de caldo de carne y aire, ¿eh? Y sin embargo Quetzal sí. Débil, claro.
Echó una mirada al reloj que había sobre el diminuto hogar de la sellaria.
—Lo que... ejem... hizo que me aventurara a salir, Pátera Seda... era informarle... Ya ves, querida mía, soy muy egoísta... Sí, aun tras haber aplicado una vida a la búsqueda de... ejem... la santidad. Quería informarle en persona. Pátera, ya no se esforzará usted solo. Ya se lo había anunciado, ¿eh? Le había asegurado que sus empeños no han pasado inadvertidos. Pero ahora puedo decir más, como... ejem... con toda certeza diré. Y digo. Un acólito, un augur pleno de juventud que sólo esta última primavera acabó sus estudios con honores... mmm. Como usted, Pátera. De esto tengo... ejem... tenemos completa conciencia. Con un premio, iba a decir, en hierología. Llegará mañana por la mañana. Conocerá usted la dicha de conducir a este promisorio neófito por las sendas que usted mismo transitó con tanto crédito. Tiene aquí arriba, creo, dos habitaciones, ¿sí? Por favor, haga preparar la menos... ejem... ventajosa para recibir al Pátera Gulo.
Rémora se puso de pie y extendió la mano.
—Ha sido un gran placer, Pátera. Un placer y un honor muy, muy postergado. Y negado. Autonegado, por cierto, y la autonegación debe tener un límite, ¿eh?
Seda se levantó, con la ayuda del bastón de Sangre, y se dieron solemnemente la mano.
—Querida, siento haber interrumpido tu entrevista con nuestro... ejem... guía espiritual. Con este joven y devoto augur. Mis más sinceras excusas. Nuestro pequeño téte-a-téte no te habrá interesado mucho. Con todo...
—¡Pero si fue muy interesante!
—Con todo al menos fue breve. Ejem... sucinto. Y ahora ten mi bendición, cualesquiera que sean tus aflicciones. —Rémora trazó en el aire el signo de adición.— Bendita seas en el santísimo nombre de Pas, Padre de los Dioses, en el de la Graciosa Equidna, su consorte, en los de sus hijos e hijas por igual, en este día y para siempre, en el nombre de la hija mayor de ambos, Escila, patrona de ésta, nuestra santa ciudad de Virón.
—El nuevo dueño —informó Seda a Rémora con cierta urgencia— insiste en que cualquier dinero que exceda los gastos de funcionamiento del manteón le sea transferido a él. A la luz de lo que se dejó traslucir hoy en los sacrificios... Es difícil que Su Eminencia no esté al corriente...
En la tarea de quitar la pesada barra, Rémora gruñó.
—Tiene aquí mucho que debe ser reparado, Pátera. O cambiado. O... ejem... incorporado. Detalles que ese Mosqueta no se... mmm... esforzará por remozar, ¿eh? Su propio... ejem... guardarropas. Sería un buen comienzo. Mucho... mmm... podría hacerlo usted. Muchas cosas. Del resto, lleva usted sus propias cuentas, ¿me equivoco? Sin duda descubrirá numerosos usos buenos para ese... presunto excedente. Y creo que ha pedido prestadas diversas sumas. Así se me ha dado... ejem... se nos ha dado a entender a Su Cognescencia y a mí.
La puerta se cerró tras él con un chasquido.
—Hombre malo —silbó Oreb.
Chenilla alargó el brazo y el pájaro saltó a posarse sobre él.
—En realidad no, Oreb. Sólo un hombre perdidamente enamorado de su inteligencia. —Una leve sonrisa le jugueteó en las comisuras de la boca mientras le hablaba a Seda:— Todo esto por una sola manifestación de una diosa apenas menor. Que ni siquiera figura entre los Nueve... ¿O en el manteón usted no dijo algo parecido? Creo recordarlo.
Seda puso la barra en su sitio y se volvió a replicar, pero ella levantó una mano.
—Ya sé qué piensa decir, Pátera. No lo diga. Me llamo Chenilla. Eso tiene que ir por descontado, en esto no hay debate ni matices. Tiene que llamarme Chenilla aun cuando estemos solos. Y tiene que tratarme como Chenilla.
—Pero...
—Porque soy Chenilla. Usted no comprende estas cosas del todo, por mucho que haya estudiado. Venga, siéntese. Sé que le duele la pierna.
Seda se desplomó en su silla.
—Usted quería decir algo más... No eso, que en realidad no es cierto. ¿Qué era?
—Me temo que podría ofenderte, pero no es ésa mi intención. —Titubeante, tragó saliva.— Chenilla... En distintos momentos hablas de maneras muy diferentes. Ayer, en La Orquídea, hablabas como una chica que creció en la calle, que no sabe leer pero ha recogido de gente más educada unas cuantas frases y cierto sentido de la gramática. Esta noche, antes de que viniera Su Eminencia, usaste buena cantidad de la jerga de los ladrones, como la de Alca. En cuanto llegó Su Eminencia, te transformaste en una joven instruida y cultivada.
A ella se le ensanchó la sonrisa.
—¿Quiere que justifique mi manera de hablar, Pátera? Demanda impropia de un caballero, mucho menos de un hombre de hábitos.
Guardando silencio por un momento, Seda se acarició la mejilla. Oreb saltó del brazo de Chenilla al hombro, y luego a la estropeada mesa de la biblioteca, junto a la silla de Seda.
Al cabo Seda dijo:
—Si le hubieras hablado a Su Eminencia como me hablaste a mí, habría supuesto que te había alquilado por la noche o algo así. Para ahorrarme el embarazo, no delataste tu verdadera naturaleza. Ojalá supiera cómo agradecerte, Chenilla.
—Pronuncia mi nombre como si fuera una mentira cortés. Le aseguro que es cierto.
Seda preguntó:
—Pero si yo usara otro nombre (los dos sabemos cuál), ¿no sería cierto también?
—En realidad no. Mucho menos de lo que usted cree, y causaría dificultades interminables.
—Esta noche estás mucho más hermosa que ayer en La Orquídea. ¿Puedo decirlo?
Ella asintió.
—Ayer no me esforzaba. O no mucho. Los hombres creen que es simple cuestión de un buen cuerpo y maquillaje. Pero mucho consiste en... ciertas cosas que una hace. Los ojos y los labios. Cómo se mueve. Los gestos justos. Tú también lo haces sin darte cuenta, Seda. Me gusta mirarte. Cuando no sabes que te estoy mirando. —Bostezando, se estiró tanto que dio la impresión de que sus pechos plenos iban a reventar el vestido.— Toma. Esto ya no fue tan hermoso, ¿verdad? Aunque a él le gustaba que bostezara, y me besaba la mano. A veces lo hacía sólo para darle el gusto. Qué delicia. Seda, necesito un lugar donde pasar la noche. Me encanta tu nombre, Seda. Hace horas que quería decirlo. La mayoría de los nombres son bastante feos. ¿Me ayudarás?
—Desde luego —dijo él—. Soy tu esclavo.
—Chenilla.
Él volvió a tragar saliva.
—Te ayudaré todo lo que pueda, Chenilla. Aquí no puedes dormir, pero estoy seguro de que encontraremos algo mejor.
De golpe ella fue de nuevo la mujer que él había conocido en La Orquídea.
—Tenemos que hablar de eso, pero antes hay otras cosas. ¿Comprendes por qué vino ese hombre espantoso? ¿Por qué te imponen un acólito? ¿Por qué ese hombre atroz y su prolocutor van a intentar recuperar tu manteón de manos de Sangre?
Seda asintió lúgubremente.
—Admito que a veces soy ingenuo; pero no tanto. En un momento estuve a punto de sugerirle que se quitara la máscara.
—Se habría puesto desagradable, estoy segura.
—Yo también lo soy. —Seda inspiró hondo y exhaló con una mezcla de alivio y disgusto.— A ese acólito lo mandan para vigilarme. Me gustaría descubrir cómo ha pasado el verano.
—¿Crees que puede ser un protegido de Rémora? ¿Algo de esa especie?
Seda asintió.
—Probablemente ha sido asistente de su protonotario. No es el protonotario mismo, porque lo conozco y no se llama Gulo. Si consigo hablar con otros augures del mismo curso, quizá ellos puedan decírmelo.
—O sea que te propones espiar al espía. —Chenilla sonrió.— Al menos tu manteón está a salvo.
—Lo dudo. Primero, no tengo gran confianza en la capacidad de Su Cognescencia para manipular a Sangre. En todo caso, menos que la que tiene o dice tener Su Eminencia. Todo el mundo sabe que el Capítulo ya no influye en el Ayuntamiento como influyó en otras épocas, aunque la teofanía de la Dama Kypris pueda ser una ayuda considerable. Y...
—¿Sí? ¿Qué más? —Chenilla acariciaba el lomo de Oreb. Estirando el cuello, el pájaro frotó el pico carmesí contra el brazo de ella.
—Segundo, si logran manipular a Sangre yo no duraré mucho aquí. Me transferirán, lo más probable a un cargo administrativo, y se hará cargo de todo el tal Pátera Gulo.
—Vaya. Me enorgulleces. —Chenilla seguía acariciando al pájaro.— ¿Entonces aún te interesa mi sugerencia?
—¿Espiar en Virón? —Seda aferró el bastón con ambas manos, como si quisiera quebrarlo.— ¡No! No salvo que tú me lo ordenes. Y, Chenilla... ¿De verdad eres Chenilla? ¿Ahora?
Ella asintió, seria.
—Entonces, Chenilla, tampoco puedo permitir que sigas haciéndolo tú. Dejando a un lado las cuestiones de lealtad, no puedo dejar que arriesgues la vida.
—Te has enfadado. No te culpo, Seda. Aunque es mejor ser frío. Él... Tú lo llamas Pas. Alguien dijo una vez que vivía constantemente en una furia fría.
No constantemente, Seda. —Se pasó la lengua por los labios.— No era cierto. Pero era casi cierto. Y llegó a gobernar todo... el mundo. Nuestro mundo, más grande que éste. Muy rápido. En unos pocos años. Nadie lo podía creer.
Seda dijo:
—Me parece que las furias frías no son mi especialidad, pero lo intentaré. Iba a preguntarte qué sucederá si tenemos éxito. Supón que obtenemos del doctor Grulla veintiséis mil tarjetas para entregarle a Sangre. Dudo que sea posible, pero supongámoslo. ¿A quién le hará bien, excepto a Sangre?
Seda calló un momento, la cara entre las manos.
—Yo quisiera hacerle bien a Sangre, claro, como quisiera hacerles bien a todos. Incluso si me metí en su casa para obligarlo a que me devolviera el manteón, en parte lo hice por evitar que se manchara más el espíritu usando la propiedad para malos fines. Pero conseguirle dinero que no necesita no le hará ningún bien, y hasta podría hacerle daño.
Oreb saltó al hombro de Seda, que lo miró sobresaltado; en esto, Oreb le atrapó un mechón del pelo revuelto y se puso a tironear.
—Él sabe cómo te sientes —dijo Chenilla en voz baja—. Si pudiera, le gustaría hacerte reír.
—Es un buen pájaro... Un muy buen pájaro. No es la primera vez que se me acerca por su cuenta.
—Te lo llevarías contigo, ¿no? Aunque te enviaran a ese cargo administrativo. ¿No está contra las normas que un augur tenga mascotas?
—No. Está permitido.
—Pues ni siquiera entonces se perdería todo. —Poniéndose de pie, la muchacha se deslizó detrás de la silla de él.— Yo también... podría darte un poquito de consuelo. Ahora mismo, Seda. Si tú lo deseas.
—No —repitió él.
La pequeña sellaría volvió a colmarse de silencio. Al cabo de dos minutos o más, Seda añadió:
—De todos modos, gracias. Muchas gracias. Lo que has dicho no debería hacerme sentir mejor; y sin embargo lo hace, y te estaré siempre agradecido.
—Me aprovecharé de tu gratitud, sabes.
Él asintió sobriamente.
—Espero que sea así. Quiero que sea así.
—A ti no te gustan las chicas como yo.
—No es eso. —Él hizo una pausa para reflexionar.—No me gusta lo que hacéis, el tipo de cosas que pasan cada noche en La Orquídea, porque sé que a todos los involucrados les hacen más mal que bien, y al cabo nos dañan a todos. Ni tú, ni Amapola ni las demás me disgustáis. Hasta Orquídea me gusta, y todos los dioses —él habría parado, pero ya era tarde— saben que esta tarde tuve pena por ella.
Chenilla rió blandamente.
—No todos los dioses saben. Seda... Lo sabe uno. Dos. Tú piensas que porque nos tienen a nosotras esos hombres no se casan. La mayoría ya están casados, y no deberían.
Seda asintió, renuente.
—Tú has visto lo jóvenes que somos casi todas. ¿Qué crees que nos pasa?
—Nunca me he puesto a pensarlo. —Quería decir que probablemente muchas murieran como Orpina; pero a Orpina la había apuñalado ella.
—Crees que nos volvemos todas Orquídeas, o usamos demasiado óxido y morimos entre convulsiones. La mayoría se casa, nada más. No me crees, pero es la verdad. Nos casamos con algún fulano que pide siempre por nosotras, Seda.
Le estaba acariciando el pelo. Inexplicablemente, Seda sintió que si se volvía hacia ella no la vería; que eran dedos de fantasma.
—Dijiste que no, Seda. Porque querías ver un dios. Para alguien. ¿Eso fue ayer? ¿Y ahora?
—Ahora no lo sé —admitió él.
—Te da miedo que me ría. Serás torpe. Todos los hombres son torpes, Seda. Pátera. ¿Te da miedo mi risa?
—Sí, me da miedo.
—¿Me matarías, Seda? ¿Por miedo a que me ría? Hay hombres que lo hacen.
No respondió en seguida. Aunque tenía las manos de ella donde había tenido las de Mosqueta, sabía que no le causarían dolor. Esperó a que volviera a hablar, pero sólo oyó crepitar, a lo lejos, el fuego agonizante de la estufa de la cocina y el rápido tictac del reloj en la repisa. Por fin dijo:
—¿Por eso hay hombres que les pegan a las mujeres, en el amor? ¿Para que no se rían?
—A veces.
—¿Pas te pega?
Ella rió otra vez, corriente de plata. Seda no habría podido decir si de Pas o de él.
—No, Seda. Él nunca le pega a nadie. O mata... o nada.
—Pero a ti no. A ti no te ha matado. —Volvía a ser consciente de los mezclados perfumes de ella, del húmedo moho de su vestido.
—No lo sé. —El tono era serio, y él no entendió.
Con un silbido brusco, Oreb saltó del hombro de Seda a la mesa.
—¡Ella aquí! De vuelta. —Saltó a la pantalla de la rota lámpara de lectura, y de ahí subió aleteando a lo alto de la vitrina de rarezas.— ¡Chica de hierro!
Seda asintió, se levantó, y fue cojeando hasta la puerta del jardín.
Chenilla murmuró:
—No quise decir, por cierto, que debamos espiar en Virón para Grulla. Creo que yo misma no lo haré más. Lo que sugería es que obtengamos de Grulla el dinero. —Bostezó otra vez, tapándose la boca con una mano más grande que la de la mayoría de las mujeres.— Parece que lo tiene a montones. Al menos controla mucho. Así que ¿por qué no tomarlo? Si fueras el dueño del manteón, transferirte sería una torpeza, pienso.
Seda la miró boquiabierto.
—Bien, tú esperas que tenga un plan elaborado. Pues no. No sirvo para hacer planes, y de todos modos esta noche estoy demasiado cansada para seguir pensando. Ya que no quieres dormir conmigo, piénsalo tu. Yo también lo haré cuando me despierte.
—Chenilla...
Los nudillos de acero de la Máitera Mármol golpetearon la puerta.
—Es esa mecánica tuya, como dijo Oreb. ¿Cómo es que las llaman? ¿Robotas? ¿Robotniks? Antes había muchas más.
—Quimis —susurró él mientras la Máitera Mármol volvía a golpear.
—Lo que sea. Abre la puerta, Seda, así me ve.
Él abrió la puerta, y la Máitera Mármol contempló a la alta Chenilla de pelo rojo con una sorpresa considerable.
—El Pátera me estaba confesando —dijo la muchacha— y ahora necesito un lugar donde pasar la noche. No creo que él me acepte aquí.
—¿Tú...? ¡No, no! —Aunque era imposible, dio la impresión de que a la Máitera Mármol se le desorbitaban los ojos.
Seda se interpuso.
—Se me ocurrió que usted... y la Máitera Rosa y la Máitera Menta podían alojarla en el cenobio. Sé que tienen habitaciones vacías. Estaba a punto de ir a preguntarle. Parece que me hubiera leído la mente, Máitera.
—Oh, no. Yo venía a devolverle la fuente, Pátera. —La tendió.— Pero... pero...
—Me hará un favor enorme. —Aceptó la fuente—. Prometo que Chenilla no les dará problemas, y quizás usted, la Máitera Rosa y la Máitera Menta puedan aconsejarla en aspectos que para mí, que soy hombre, están fuera de mi alcance. Aunque, si la Máitera Rosa no quiere, Chenilla tendrá que dormir en otra parte, claro. Se está haciendo tarde, pero procuraré encontrar alguna familia que le abra su puerta.
La Máitera Mármol asintió mansamente.
—Voy a intentarlo, Pátera. Haré lo posible. En serio.
—Lo sé —la tranquilizó él, sonriendo.
Apoyado en la jamba con la fuente en la mano, miró a las dos mujeres alejarse lentamente por el sendero, la Máitera Mármol con su negro hábito y Chenilla con su vestido negro, tan parecidas y tan diferentes. Cuando ya llegaban casi a la puerta del cenobio, la segunda, retrasándose un poco, se volvió a agitar la mano.
Y en ese momento a Seda le pareció que el rostro que vislumbraba no era el de Chenilla, ni un rostro convencionalmente bonito, sino un rostro de una belleza pasmosa.
Liebre esperaba fuera del hangar de las flotadoras.
—Bien, está lista.
—¿Va a volar?
Liebre se encogió de hombros. Había notado el moretón en la mandíbula de Mosqueta, pero sensatamente se había abstenido de mencionarlo.
—¿Va a volar?—repitió Mosqueta.
—¿Y cómo voy a saberlo? Yo de estas máquinas no sé nada.
Mosqueta, una cabeza más bajo, dio un paso adelante.
—Te lo digo por última vez. ¿Va a volar?
—Seguro. —Liebre asintió, primero con cautela, luego enérgicamente.— Seguro que sí.
—¿Cómo carajo lo sabes, basura?
—Lo dice él. Dice que levantará un montón, y hace quince años que las construye. Algo sabrá.
Mosqueta esperó sin hablar, la cara concentrada, las manos suspendidas cerca de la cintura.
—Además tiene buena pinta. —Liebre retrocedió medio paso.— Parece de verdad. Te mostraré.
Mosqueta asintió de mala gana y señaló la puerta lateral. Liebre se precipitó a abrirla.
El hangar era demasiado nuevo para tener las verdosas luces sensibles al sonido que habían llevado consigo los primeros colonos o —también era posible— que ellos habían aprendido a fabricar solos. Velas de cera y media docena de quinqués de aceite de pescado iluminaban ahora el cavernoso interior; había un perfume tenue y denso a cera, un hedor a pescado y, dominando ambos, un olor más fuerte y cáustico a plátanos maduros. Inclinado sobre su creación, el cometero ajustaba la tensión del hilo casi invisible que conectaba las alas de diez codos.
—Me pareció oírte decir que estaba lista. Lista y acabada, dijiste.
El cometero alzó la vista. Era más bajo aún que Mosqueta; pero tenía la barba de un gris blanquecino, y las cejas raídas que señalan la penúltima estación de la vida de un nombre.
—Está lista. —Tenía una voz suave y un tanto ronca.— Estaba ultimando detalles.
—¿La podría remontar ahora? ¿Esta noche?
El cometero asintió.
—Si hay viento.
Liebre protestó:
—Ella no vuela de noche, Mosqueta.
—Hablo de esto. ¿Volará ahora?
El cometero asintió otra vez.
—¿Y con un conejo? ¿Soportará la carga?
—Si es pequeño sí. Hay conejos domésticos muy grandes. Uno de ésos no lo cargará. Se lo avisé.
Mosqueta asintió, ausente, y se volvió hacia Liebre.
—Ve a buscar uno de los blancos. No el más pequeño sino el que le siga.
—No hay viento.
—Uno blanco —repitió Mosqueta—. Nos vemos en la azotea. —Hizo un gesto hacia el menudo cometero.— Tu llévala, y también el cable. Todo lo que haga falta.
—Tendré que desarmarla y volver a armarla arriba. Tardaré por lo menos una hora. Tal vez más.
—Dame el cable —dijo Mosqueta—. Yo voy primero. Tú te quedas aquí y la enganchas. Yo la subo. Liebre te mostrará cómo llegar arriba.
—¿No ha soltado los gatos?
Mosqueta negó con la cabeza, fue hasta el banco y recogió el rollo.
—Ven.
Afuera la noche era caliente y quieta. Al otro lado del muro, en el bosque, no se movía una hoja. Mosqueta señaló.
—Ponte allí, ¿ves? Donde hay tres pisos. Yo me subiré a ese terrado.
Asintiendo, el cometero volvió al hangar para abrir con una palanca la puerta principal, de tres flotadoras de ancho. Al levantar la nueva cometa, la sintió pesada; no se había preocupado por el peso, y ahora intentó calcularlo: tanto como el de la gran cometa de combate que había construido en sus comienzos, la que llevaba el gran toro negro.
Y aquélla no volaba con menos viento que un huracán.
Cargó la cometa por el sendero de piedra blanca, y luego a través de la extensión de césped, hasta el lugar que le había indicado Mosqueta. No había signo alguno de Liebre ni cable que colgara. Estirando el cuello, el cometero escudriñó las almenas ornamentales, negras como el toro contra el vistoso mosaico de las tierras del cielo. Allí no había nadie.
A cierta distancia detrás de él los gatos se paseaban en su redil, ansiosos de su momento de libertad. No los oía, pero tenía aguda conciencia de ellos, de las garras, los ojos de ámbar, de su hambre y su frustración. ¿Y si el talus los soltaba sin esperar la orden de Mosqueta? ¿Y si ya estaban sueltos, escabullándose entre los arbustos, preparados a atacar?
Algo le tocó la mejilla.
—¡Eh, tú, despierta! —Era la voz ronca, casi femenina de Mosqueta llamándolo desde la azotea.
El cometero agarró el cable y trabó el gancho de la punta en la horquilla de la cometa; luego retrocedió para admirar su obra mientras la cometa escalaba rápidamente la piedra labrada, esa cometa suya como un hombre más pequeño y ligero que cualquier hombre real, con tenues alas de libélula.
Liebre venía por el parque con una cosa pálida en las manos. El cometero gritó:
—Déjame verlo. —Y trotó al encuentro del otro, le arrebató el conejo y la sostuvo por la orejas.— ¡Pesa demasiado!
—Es el que me dijo que trajera —contestó Liebre. Recuperó el conejo.
—No podrá levantar uno tan grande.
—De todos modos no hay viento. ¿Subes? —El cometero asintió.— Pues vamos.
Entrando en la villa original por una puerta trasera, subieron dos tramos de escaleras y traquetearon por la caracol de hierro que Seda había bajado dos noches antes. Liebre abrió el escotillón.
—Aquí teníamos un gallinazo enorme —dijo—. Lo llamábamos Hiérax, pero murió.
Medio sofocado, de todos modos el cometero se sintió obligado a reír.
Cruzando las tejas treparon hasta el techo de esa ala. El cometero llevaba de nuevo el dócil conejo y se lo pasó a Liebre cuando éste hubo alcanzado la azotea superior, para luego encaramarse él.
Mosqueta se había sentado en la almena, prácticamente oculto por la cometa.
—Despabílate, hombre. Hace una hora que espero. ¿Qué, tendrás que correr para remontarla?
—Yo sostendré el carrete —dijo el cometero—. Puede correr Liebre. Pero sin viento no va a volar.
—Hay viento —dijo Mosqueta.
El cometero se mojó el índice y apuntó hacia arriba; cierto que allí arriba, a cincuenta codos de altura, había una brisa ligera.
—No alcanza —dijo.
—Pues yo la he sentido —dijo Mosqueta—. He sentido que quería volar.
—Naturalmente que quiere. —El cometero no pudo ni quiso esconder su orgullo de artesano.— Todas las mías quieren, pero no hay suficiente viento.
Liebre dijo: —¿Quieres que ate el conejo?
—Déjame verlo. —También Mosqueta alzó el conejo por las orejas, y el animal soltó un chillido de protesta.— Es el pequeño. Mamón, has traído el pequeño.
—Los pesé todos. Te juro que hay dos más ligeros.
—Debería tirarlo. Aunque tal vez debería tirarte también a ti.
—¿Quieres que vaya a buscarlos? Te los mostraré. Es un minuto, nada más.
—¿Y qué si se hace pedazos? Así de pequeños no tenemos más. ¿Qué usaremos mañana? —Mosqueta le devolvió el conejo a Liebre.
—Hay dos, por las babas de Escila. Por el rotoso dios que quieras. ¿Cómo voy a mentirte?
—Eso no es un conejo. Es una puta rata.
Una brisa momentánea encrespó el pelo del cometero como si fueran los dedos de una diosa inadvertida. El hombre sintió que de haberse girado rápido la habría podido ver: Molpe, diosa de los vientos y las cosas leves; Molpe, a quien él había cortejado toda su vida. Molpe, haz que soplen para mí tus vientos. No me avergüences, Molpe, pues siempre te he honrado. Te prometo una brazada de pinzones.
De golpe Mosqueta dijo:
—Átalo.
Y Liebre, arrodillado en el asfalto blando por el sol, ciñó al infortunado conejo con la primera cuerda y se la ajustó cruelmente.
—¡Aprieta más!
—Tranquilo. Aquí no se ve un carajo. Tendríamos que haber traído una linterna.
—Para que no se caiga.
Liebre se levantó.
—Listo. No se caerá. —Tomó la cometa.— ¿La sostengo bien alta?
El cometero asintió. Había levantado el carrete de cable; volvió a mojarse el dedo.
—¿Quieres que corra para allá?
—No. Tú escúchame. Tienes que correr hacia mí, contra el viento... Bueno, contra el viento que haya. Corres para que la cometa sienta más viento que el que sopla. Si tenemos suerte, ese viento falso la levantará hasta donde el viento sopla fuerte. Ve para allí, hasta la esquina. Yo soltaré hilo mientras te alejas, y cuando vengas corriendo recogeré. Cada vez que la cometa quiera soltarse, la lanzas para arriba. Si ves que se cae, atájala.
—Éste es de la ciudad —explicó Mosqueta—. Allí no hacen volar cometas.
El cometero asintió distraídamente. Observaba a Liebre.
—Sostenla por los pies, lo más alto que puedas. No corras hasta que yo te diga.
—Ahora parece de verdad —dijo Mosqueta—, pero no sé si lo bastante. Será de día y con sol, y ellos ven un podrido montón más que nosotros. Lo único bueno es que no siempre saben qué es real y qué falso. No piensan en eso como uno.
—Vale ya —gritó el cometero—. ¡Ahora!
En cuanto Liebre echó a correr a trancos largos y rápidos la cometa empezó a mover las alas, acariciando apenas el aire a cada paso como si, de poder, fuese a volar como un pájaro. Hacia la mitad de la larga azotea Liebre la dejó ir, y la cometa se elevó.
¡Molpe! ¡Oh, Molpe!
Al doblar la altura de Liebre se estancó, por un instante se mantuvo inmóvil, se desplomó hasta casi tocar la azotea, se alzó de nuevo hasta la altura de las cabezas y cayó en el asfalto.
—¡Atájala! —gritó Mosqueta—. Se suponía que ibas a atajarla. ¿Quieres que se parta el cuello?
—Te preocupa el conejo —dijo el cometero—, pero tienes más, y mañana por la mañana podrías comprar una docena. A mí me preocupa la cometa. Si se ha roto, repararla me llevará dos días. Si se ha roto mucho, tendré que empezar de nuevo.
Liebre la había levantado.
—El conejo está bien —gritó desde el otro lado del terrado—. ¿Quieres probar de nuevo?
El cometero negó con la cabeza.
—El arco no está bien tenso. Tráela. —Liebre obedeció.— Levántala —dijo el cometero arrodillándose—. No quiero apoyarla en esta brea.
—Podríamos engancharla a una flotadora —sugirió Liebre.
—Sería aún más arriesgado. Si cayera, antes de que pudiéramos parar la flotadora ésta la arrastraría hasta hacerla pedazos. —Al simple tacto el cometero aflojó el nudo.— Aquí quería poner un broche —le dijo a Mosqueta—. Tal vez debería haberlo hecho.
—Cuando acabes de arreglar eso probaremos de nuevo —dijo Mosqueta.
—Quizá mañana por la mañana haya viento.
—Por la mañana haré volar a Aquila. No quiero tener esto con la cabeza.
—De acuerdo. —El cometero se incorporó, volvió a mojarse el dedo y, señalando, le hizo un gesto a Liebre.
Esta vez la enorme cometa subió con confianza, aunque al cometero le pareciese que no había nada de viento. Tras haber remontado quince, veinte, treinta codos, cabeceó, de golpe cayó en picado con un chillido de horror del pasajero y luchó por elevase de nuevo, casi estancada.
—Si cae más abajo del techo, la casa parará el viento.
—Exacto. —El cometero asintió, paciente.— Lo mismo se me ocurrió a mí hace un momento.
—¡La estás bajando! ¿Para qué? Esta vez iba a volar.
—Hay que acortar la brida baja —explicó el cometero—. Es la cuerda que va de los pies al gancho. —A Liebre le gritó:— ¡Va a bajar! ¡Ataja!
—¡Vale, ya basta! —Mosqueta tenía el lanzagujas en la mano.— Lo intentaremos por la mañana, cuando haya más viento, y te conviene que vuele y vuele bien. ¿Me escuchas, viejo?
Liebre ya tenía la cometa; el cometero soltó la manivela del carrete.
—Más o menos así. —Indicó la distancia con los dedos.— ¿No la viste caer? Si llega a caer así al techo, o al suelo, se destroza.
Mientras Liebre sostenía la cometa en alto, el cometero aflojó la brida baja y la acortó el largo que había indicado.
—Como pensé que quizá tendría que hacer esto —explicó—, dejé aquí un poco de más.
Mosqueta le dijo a Liebre:
—Esta noche no nos arriesgaremos de nuevo.
—Silencio. —Con la brida a medio recoger, el cometero se había detenido. A lo lejos había oído el murmullo del bosque reseco, un temblor de viejas hojas mustias y el roce de millones de varillas secas entre sí. Volvió la cabeza ciegamente, buscando.
—¿Qué pasa? —quiso saber Liebre.
El cometero se enderezó.
—A ver, ve a la otra esquina —dijo.
—Más vale que no se rompa. —Mosqueta deslizó la pistola bajo la toga.
—Si se rompe yo estaré a salvo —observó el cometero—. Ni usted ni él pueden repararla.
—Más a salvo estarás si vuela —contestó lúgubremente Mosqueta.
A más de dos cadenas de distancia, Liebre aún oía las voces.
—¿Ya?
Automáticamente el cometero bajó la vista al carrete. Los árboles habían callado, pero sentía en el pelo los dedos fantasmales de Molpe. Se le agitó la barba.
—¡AHORA!
Liebre retuvo la enorme cometa hasta llegar al medio de la azotea y la soltó con un envión ascendente. De inmediato se disparó cincuenta, sesenta codos; allí se detuvo como para reunir fuerzas.
—Sube —murmuró Mosqueta—. ¡Sube, halcón!
Durante dos minutos enteros la cometa se negó a remontarse más, las alas transparentes casi invisibles contra las tierras del cielo, el cuerpo de humano negro como la pantalla, el conejo una mota que se le retorcía en su pecho. Por último, con una sonrisa, el cometero soltó más cable. La cometa ascendió confiada, cada vez más alto, hasta dar la impresión de que se perdería entre los campos tachonados y los ríos centelleantes de más allá del mundo.
—¿Suficiente ya? —preguntó el cometero—. ¿La hago bajar?
Mosqueta sacudió la cabeza.
Liebre, que se les había unido para mirar la cometa, dijo:
—Se ve bien, ¿no? Parece un primor.
—Quiero el dinero —le dijo el viejo a Mosqueta—. Es lo que acordamos. Yo la he construido, usted la ha aprobado y puede cargar un conejo.
—Por ahora la mitad —murmuró Mosqueta, mirando aún el cielo—. No la aprobaré hasta que Aquila la persiga. Tengo que asegurarme de que a ella le parece bien.
Liebre lanzó una risita.
—¡Pobre conejito! Apuesto a que ni sabe adonde ha ido. Qué solo debe de sentirse allá arriba.
Mosqueta contempló el lejano conejo con una sonrisa incisiva.
—Por la mañana tendrá compañía. —El viento creciente le agitó la toga de encaje y cruzó en su hermosa frente un largo mechón de pelo rizado.
El cometero dijo:
—Si crees que no engañará a tu aguilucha, dime qué quieres que cambie. Trataré de tenerlo mañana por la mañana.
—Ya me parece bien —concedió Mosqueta—. Parece un Volador de verdad llevando un conejo.
En la cama, entre sacudones y vueltas, Seda conducía la carroza fúnebre por oscuros y ruinosos paisajes de sueño, el país de los muertos que aún era un país de vivos. Bajo un viento incesante se agitaban las cortinas blancoamarillas del dormitorio, y se agitaban las colgaduras de terciopelo de la carroza como otras tantas banderas negras; como el rasgado cartel de la calle del Sol donde al consejero Lemur le faltaban los ojos, y nariz y boca le bailaban y bailaban al viento; como el bondadoso rostro del viejo consejero Loris arrancado y caído en la alcantarilla; como el ancho hábito negro de la Máitera Rosa, pesado de lastres y muerte pero no obstante aleteando mientras las altas plumas negras se mecían curvándose, mientras el viento arrastraba la cinta negra de la danzante tralla de Seda y lo hacía azotar un caballo cuando había querido azotar al otro. El negro caballo indemne se atrasaba más y más, a cada paso más terco, y bufaba contra el vibrante polvo amarillo pero nunca recibía un trallazo. Bien podía estar burlando a su hermano, que sudaba y resollaba bajo el arnés, si bien tenía en los flancos una costra de polvo amarillo que la espuma blanca ya había teñido de negro.
En la carroza fúnebre Orpina se retorcía desnuda y blanca, con el viejo y raído pañuelo de algodón de Seda resbalándole de la cara, cayendo sin caer nunca del todo, deslizándose sin deslizarse aunque el viento silbara contra el cristal y empujara polvo por todas las grietas. Azotando al caballo equivocado, siempre al caballo equivocado, Seda la miraba aferrar la daga de Chenilla, la veía agarrarla y tirar de ella aunque la tenía hundida entre las costillas, la veía agarrarla como un gato agarra al gato rojo de la cola ardiente, agarrar la magnífica guarda de bronce facetado. Bajo el pañuelo resbaladizo, el rostro manchado de sangre propia era por siempre la cara de Mucor, de la hija loca de Sangre. Tenía suturas en el cuero cabelludo y el pelo castaño rapado, el pelo negro afeitado por Brezo, que le había lavado el cuerpo y afeitado media cabeza de modo que se veían las puntadas y en cada puntada una gota de sangre aunque los pechos plenos derramaban un hilo de leche en el terciopelo negro. La esperaba la tumba, sólo la tumba, una tumba más en un mundo de tumbas donde tantos yacían ya vigilados por Hiérax, dios de los muertos y caldé de los muertos, el alto Hiérax, el de la cabeza blanca con su espíritu blanco en las garras porque el segundo había sido un cirujano cerebral, ¿para quién sino para ella?
Tampoco sabía Seda, solo en el pescante de acolchado cuero negro, qué significaba cualquiera de esas cosas, salvo que él conducía la carroza hacia la tumba y como de costumbre llegaba tarde. Siempre llegaba a las tumbas muy tarde o muy temprano, conduciendo en el nocturno por una oscuridad más negra que la más negra noche, en un día más caluroso que el día más caluroso, tanto que ardía en el polvo vibrante como ardían las tierras de un artista en su horno exiguo, de un fulgor dorado en el calor, las plumas negras meciéndose mientras él azotaba al caballo equivocado, un caballo sudoroso que en la tumba moriría si el otro no tiraba también. ¿Y dónde iba a yacer Orpina entonces, con el caballo negro muerto en su tumba?
«¡Arre!», gritaba, pero los caballos no le hacían caso, porque habían llegado a la tumba y el sol largo no estaba ya, se había agotado, había muerto para siempre hasta la próxima vez que alumbrara. «Demasiado honda», le decía Chenilla, de pie al borde de la tumba. «Demasiado honda», le hacían eco las ranas, ranas que de chico él había cazado en el año en que su madre y él habían ido al campo por nada en especial y vuelto a una vida no diferente, las ranas que había querido y con su amor había matado. «¡Demasiado honda!», y la tumba era demasiado honda, aunque tenía el fondo forrado de terciopelo negro para que nunca tocaran el cuerpo la arena ni la arcilla fría. Al parecer las frías aguas sumidas de los arroyos subterráneos que cada año se sumían más no mojarían nunca a Orpina, no la pudrirían hasta volverla de nuevo flores y árboles, no le lavarían nunca la sangre de Sangre ni mojarían al gato feroz con el ratón negro en las fauces, ni mojarían los jacintos dorados. No llenarían nunca el estanque dorado donde la dorada grulla miraba eternamente los peces dorados; pues no era un año bueno ni para los peces dorados, ni tampoco para los plateados.
«¡Demasiado honda!»
Y era demasiado honda, tanto que el polvo amarillo no la llenaría nunca y rociaban el terciopelo negro unas chispas que quizá destellaran al fin pero aún no habían destellado como le decía la Máitera Mármol señalando, y en virtud de la luz de esa de allí era joven otra vez, con una cara como la de la Máitera Menta y guantes marrones como carne cubriéndole el trabajador acero de los dedos.
«¡Demasiado larga!», les decía él a los caballos, y el que no tiraba nunca arremetía y se lanzaba y metía en la fosa el lomo, tirando con todas sus fuerzas, aunque el viento le entraba en los dientes y la noche era la más oscura de las noches, sin un retazo visible de tierras del cielo. El largo camino subterráneo quedaba para siempre enterrado en el polvo vibrante y un vendaval de broza.
«¡Demasiado larga!»
Sentada junto a él en el pescante de cuero acolchado iba Jacinta; al cabo de un rato él le pasaba su viejo pañuelo ensangrentado para que se tapara la nariz y la boca. Aunque el viento ladraba como un millar de perros amarillos, no lograba apartar la vieja carroza brillante, traqueteante, de aquel camino que no era en absoluto un camino, y él se alegraba de tener la compañía de la muchacha.
5
El esclavo de Esfigse
Era mólpedes, recordó Seda al incorporarse en la cama: el día dedicado a la rapidez de los pies leves, y después del trabajo a cantar y bailar. En el trance de sentarse, descolgar las piernas por el borde de la cama y frotarse los ojos y la mandíbula con barba, no se sintió particularmente leve. Había dormido... ¿cuánto tiempo? Casi demasiado, pero si se daba prisa aún podría unirse a las sibilas en la oración matinal. Era la primera noche en que descansaba bien desde...
Desde el téljides.
Se desperezó, diciéndose que tendría que apresurarse. El desayuno para más tarde o para nunca, aunque aún quedaban fruta y verdura como para medio vecindario.
Se puso en pie resuelto a correr, recibió una descarga de dolor en el tobillo derecho y bruscamente volvió a sentarse.
Apoyado en la cabecera de la cama estaba al bastón de Sangre con cabeza de leona, y a su lado, en el suelo, la venda de Grulla. Tomó la venda y azotó con ella el suelo.
—Hoy mi diosa será Esfigse —murmuró—. Mi impulso y mi sostén. —Trazó en el aire el signo de adición.— Tú, Armada, Apuñaladora, Rugiente Esfigse, Leona y Amazona, estarás conmigo hasta el fin. Dame valor en ésta, mi hora difícil.
La venda de Grulla quemaba. Estrujándole el tobillo como una tuerca, le sentó de maravilla cuando trotó escalera abajo a llenar la jofaina en la bomba de la cocina.
Oreb dormía encima de la alacena, sobre una pata, la cabeza metida debajo del ala sana. Seda lo llamó:
—Despierta, pájaro. ¿Comida? ¿Agua fresca? Si quieres, has de pedir ahora.
Sin mostrar la cara, Oreb protestó con un áspero graznido.
Todavía quedaba parte de la vieja jaula y una gran brasa viva del fuego que la noche anterior no había cocido verduras. Seda apoyó en ella una docena de varillas, sopló y se frotó las manos con satisfacción al ver la llama joven. ¡No tendría que usar ni una hoja de su precioso papel!
—Es de día —le dijo al pájaro—. Se ha levantado la pantalla y tú deberías hacer lo mismo.
No hubo respuesta.
Oreb, decidió Seda, lo estaba pasando abiertamente por alto.
—Tengo un tobillo roto —le dijo alegremente— y un brazo entumecido. El maestro Jibias creyó que era zurdo, ¿no te lo había contado? Y me duele la panza, y llevo en el pecho una estupenda marca azulnegra donde Mosqueta me dio con el pomo de su cuchillo. —Colocó tres astillas sobre las varillas crepitantes.— Pero me importa un rábano. Es mólpedes, un mólpedes maravilloso, y yo me siento de maravilla. Si vas a ser mi mascota, Oreb, así debes sentirte tú también. —Cerró el fogón de un portazo y puso a calentar el agua para afeitarse.
—¿Cabezas pescado?
—No; de cabezas de pescado, nada. No ha habido tiempo de comprar, pero tal vez haya quedado alguna bonita pera. ¿Te gustan las peras?
—Peras gustan.
—A mí también, así que haremos mitad y mitad. —Rescató del fregadero el cuchillo que había usado para rebanar los tomates, limpió la hoja (notando con una punzada de culpa que empezaba a oxidarse) y cortó la pera en dos; luego le dio un mordisco a su parte, escurrió el fregadero, bombeó más agua y se salpicó la cara, el cuello y el pelo.— ¿No te unirías a nosotros en la oración matinal, Oreb? No es preciso, pero tengo la sensación de que te haría bien. —Figurándose la reacción de la Máitera Menta, rió.— Muy probablemente también me haría bien a mí.
—Pájaro duerme.
—No hasta que hayas terminado tu pera, confío. Si cuando vuelva sigue aquí, me la comeré yo.
Oreb aleteó hasta la mesa.
—Como ahora.
—Muy sensato —lo elogió Seda, y, dando otro mordisco a su mitad, pensó primero en su sueño (un sueño notable, por lo que recordaba), luego en el encaje de amarillento hilo quirúrgico del cuero cabelludo de Mucor. ¿Había visto él eso, o sólo lo había soñado? Y luego en Grulla, que también era médico y casi con seguridad había implantado los gatos astados en el vientre de la muchacha loca, sin duda incluso de a dos o de a tres.
Arriba, mientras se jabonaba y pasaba la navaja, recordó lo que había dicho Chenilla sobre obtener de Grulla suficiente dinero para salvar el manteón. De ordinario habría descartado en un segundo una sugerencia tan desmedida, pero Chenilla no era Chenilla —o al menos no únicamente— y, dijera lo que dijera, en eso no tenía sentido engañarse, aunque en apariencia la cortesía demandaba fingir. Él le había rogado a la Amable Kypris que regresase, pero ella había hecho algo mejor: no se había marchado nunca; o, antes bien, se había limitado a dejar la Ventana Sagrada para poseer a Chenilla.
Era un gran honor para la chica, por cierto. Por un momento la envidió. Sin embargo a él lo había iluminado el Extraño, y el honor era aún más grande. Después de eso ya no le envidiaría nada a nadie. Kypris era la diosa de las prostitutas. ¿Había sido Chenilla una prostituta buena? ¿Y la estaban recompensando? Ella —o en todo caso la diosa, o quizás ambas— había dicho que no volvería al local de Orquídea.
Limpió y secó la navaja y se inspeccionó la cara en el espejo.
¿Quería decir tal vez que Kypris las amaba a todas sin amar lo que hacían? Era una idea inspiradora, y probablemente correcta. No sabía ni con mucho lo que le urgía saber sobre Kypris, del mismo modo que seguía en una ignorancia lamentable respecto del Extraño, aunque el Extraño le había mostrado tanto y la noche anterior Kypris le había revelado algo de ella; en particular sus relaciones con Pas.
Seda se secó la cara y fue hasta el armario por una toga limpia, recordando que el Pátera Rémora le había ordenado prácticamente que se comprara ropa nueva. No habría problema para eso, con las tarjetas que habían quedado de los ritos de Orpina.
Jacinta le había sostenido la toga, lo había ayudado a ponérsela pese al brazo lastimado. Cayó en la cuenta de que, en vez de correr abajo para unirse a las sibilas en el manteón, estaba otra vez sentado en la cama con la cabeza en las manos; la cabeza desbordante de pensamientos de Jacinta. ¡Qué hermosa había estado, y qué amable! Qué maravilla tenerla a su lado mientras conducía hacia la tumba. Él tendría que morir —todos los hombres morían— y lo mismo ella; pero no tenía por qué morir solo. Con una ligera conmoción comprendió que el sueño no había sido un ocioso fantasma nocturno; que lo había enviado un dios, sin duda Hiérax, que había aparecido en él (lo que en sí era casi una firma determinante) con el blanco espíritu de Orpina en las manos.
Colmado otra vez de dicha, Seda echó mano de una toga limpia. Sangre había llamado Hiérax a su pájaro, una blasfemia deliberada. Él, Seda, había matado a ese pájaro, o el menos había luchado con él y causado su muerte. Por lo tanto Hiérax lo había asistido; de hecho, Hiérax venía asistiéndolo desde entonces, no sólo mediante el envío de un sueño repleto de símbolos suyos, sino cediéndole los muy redituables ritos de Orpina. ¡Nadie podía tachar a Hiérax de ingrato!
La túnica que había usado el día anterior estaba sucia y muy manchada de sangre seca; pero no había túnica limpia con que reemplazarla. Sacó el cepillo de ropa y la limpió, levantando una nube de polvo.
Hombres y mujeres, hechos de polvo (originalmente por el Extraño, según un pasaje bastante dudoso de las Escrituras), volvían al polvo al fin. A decir verdad, caían en el polvo demasiado pronto. El mismo pensamiento grave se le había ocurrido hacia la clausura de los ritos de Orpina, mientras ajustaba los tornillos de la tapa del ataúd.
Y Chenilla lo había interrumpido, alzándose como... como... La comparación se le hurtó. Intentó recrear mentalmente la escena. Chenilla, más alta que muchos hombres, de encendida cabellera de rizos espesos, pómulos altos, mejillas chatas y grandes pechos, dura como madera pero trémula en su vestido azul claro.
No, había sido un vestido negro, como era de rigor. ¿Iba vestida de azul la primera vez que la había visto, en la habitación de Orpina? No, de verde. Casi con certeza de verde.
¡El juguete de Cuerno! Eso era. No lo había visto nunca. (Cada vez cepillaba con más fuerza.) Pero había visto juguetes así, figuras articuladas que maniobraban mediante cuatro hilos sujetos a una cruz de madera. Cuerno llevaba una chaqueta azul estampada, y Chenilla, al principio, se había movido como un juguete de ésos, como si la diosa no hubiera aprendido aún a manejar bien los hilos. Había hablado no mejor que Oreb.
¿Sería posible que hasta una diosa tuviera que aprender a hacer cosas? Vaya si ése no era un pensamiento nuevo.
Pero al parecer las diosas aprendían rápido; cuando había aparecido el Pátera Rémora ya era capaz de lanzar el cuchillo de Mosqueta mejor que el mismo Mosqueta. Mosqueta, que la noche anterior le había dado a él una semana escasa para redimir el manteón. Quizás el manteón no valiera la pena salvarlo, pero el Extraño le había dicho que lo salvase, y salvarlo era su deber.
Bien, había llegado al nudo. ¿Qué iba a hacer durante el día? Porque no había tiempo que perder, ni un instante. Tenía que conseguir de Sangre un plazo mayor —fuera como fuese— o conseguir la mayor parte de la enorme suma, o toda.
Se palmeó el bolsillo del pantalón. El lanzagujas seguía allí. De rodillas, sacó de debajo de la cama la caja del dinero, abrió el candado y extrajo el azot; escondido el azot debajo de la toga, puso de nuevo el candado, devolvió la llave a su sitio y dejó la caja en el sitio acostumbrado.
—Armada Esfigse —murmuró—, recuerda a tus siervos, que viven o mueren por la espada.
Era una plegaria de Guardias, pero le pareció que igual de bien le sentaba a él.
Cuando Seda salió por la puerta lateral del manteón, precedido por la Máitera Rosa y seguido por la Máitera Mármol y la pequeña Máitera Menta, Chenilla esperaba en el jardín. Desde el hombro de Chenilla Oreb gritó:
—¡Seda bueno! —y saltó al hombro de Seda. Pero, como la Máitera Rosa le daba la espalda, Seda se perdió la expresión de ella; de hecho no supo si había advertido que el pájaro estaba vivo.
La Máitera Mármol dijo:
—Se me ocurrió invitarte a rezar con nosotros, Chenilla, pero dormías tan profundamente...
Chenilla sonrió.
—Suerte que no lo hizo, Máitera. Tenía un cansancio terrible. Aunque rato después me asomé a espiarlos. Espero que no me hayan visto.
—¿De verdad? —La Máitera Mármol le devolvió la sonrisa, la cara hacia arriba y la cabeza ladeada un poco a la derecha.— Pues tendrías que haberte unido. Habría sido correcto.
—Tenía a Oreb, y él estaba asustado. De todos modos ya habían llegado a la anamnesis.
Seda asintió para sí mismo. En el rostro de Chenilla no había ahora nada de Kypris, y el sol ya candente era cruel con ella; pero Chenilla nada sabría de ese acuerdo.
—Espero, Máitera, que Chenilla no las haya molestado mucho —dijo Seda.
—No, no. En absoluto. Pero ahora tendrán que excusarme. Falta poco para que lleguen los niños. Tengo que abrir la puerta y repasar la lección.
Mientras la miraban alejarse a pasos rápidos, Chenilla comentó:
—Me temo que la pongo nerviosa. Ella querría que yo le gustara, pero tiene miedo de que lo haya corrompido.
—También me pones nervioso a mí, Chenilla —admitió Seda. Estaba hablando cuando los dos repararon en la Máitera Menta, que en la difusa sombra del cenador esperaba con los ojos bajos. Suavizando la voz, Seda preguntó:— ¿Quería hablar algo conmigo, Máitera?
Ella sacudió la cabeza sin levantar la vista.
—Tal vez quiera despedirse de nuestra huésped; pero, a decir verdad, no estoy seguro de que ella no tenga que quedarse con usted y las sibis también esta noche.
Por primera vez desde que la conocía, la Máitera Menta sobresaltó verdaderamente a Seda: saliendo de las sombras, contempló el rostro de Chenilla con una nostalgia que él no logró sondear del todo.
—A mí no me pones nerviosa —dijo—, y quería decírtelo. Eres la única persona mayor que no me pone nerviosa. Me atraes.
—Usted también me gusta —dijo Chenilla con calma—. Me gusta mucho, Máitera.
La Máitera Menta asintió en un gesto —pensó Seda— de aceptación y entendimiento.
—Debo de ser unos quince años mayor que tú. Puede que más (el mes que viene cumpliré treinta y siete). Y sin embargo siento como si... A lo mejor es porque eres tanto más alta...
—¿Sí? —preguntó suavemente Chenilla.
—Como si en realidad fueras mi hermana mayor. Nunca he tenido una hermana mayor de veras. Te quiero.
Y, con eso, la Máitera Menta giró en un torbellino de bombasí negro y se apresuró rumbo al cenobio; a mitad del sendero se desvió de golpe y, cortando camino por la marrón hierba reseca, fue hacia la palestra, al otro lado del patio de juegos.
—¡Adiós! —gritó Oreb—. ¡Adiós, chica!
Seda meneó la cabeza.
—Jamás me lo habría esperado. El mundo alberga posibilidades que exceden mi imaginación.
—Qué mal —suspiró Chenilla—. Tengo que contarle. Explicarle. Seda, Pátera... Deberíamos estar hablando de otra cosa. De obtener dinero de Grulla. Pero yo... Tenemos un problema. Aquí con la pobre Máitera Menta. Es culpa mía. En cierto modo.
Seda dijo: —Espero que no sea un problema serio. Me gusta, y me siento responsable por ella.
—Yo también. Sin embargo podría serlo. Lo es. ¿Podríamos quizá volver a su casita? ¿A conversar?
Seda negó con un gesto.
—Se supone que en los mansos no pueden entrar mujeres, aunque hay toda una lista de excepciones; si un augur enferma, por ejemplo, se admite que entre una mujer a atenderlo. La Máitera Mármol y yo solemos conversar aquí en el cenador, en su habitación o en la palestra.
—De acuerdo. —Agachando la cabeza, Chenilla pasó bajo las ramas colgantes de la parra.— Y la Máitera Menta, ¿qué? ¿Y la vieja, la Máitera Rosa? ¿Con ellas dónde habla?
—Bueno, en los mismos lugares. —Con una leve punzada de culpa, Seda ocupó un viejo asiento de madera frente al de Chenilla; allí solía sentarse la Máitera Mármol.— Pero para serte franco, rara vez hablo mucho con ninguna. Por lo general, la Máitera Menta es demasiado tímida para contestar, y la Máitera Rosa me da lecciones. —Meneó la cabeza.— Debería prestarle más atención, me temo; pero al cabo de cinco o diez minutos no logro pensar en otra cosa que largarme. No pretendo insinuar que no son todas mujeres buenísimas. Lo son.
—La Máitera Menta lo es. —Chenilla se mojó los labios con la lengua.— Por eso me siento mal, Seda. Fue... Pues no era yo. No era Chenilla.
—¡Claro! —Seda asintió con vigor.— ¡Percibe la diosa que hay en ti! Debí entenderlo al instante. No quieres que cuente...
—No, no. Sí, percibe, pero no es eso. Y no se lo contará a nadie. Ni siquiera ella lo sabe. Al menos conscientemente.
Seda carraspeó.
—Si sientes que puede haber cierta atracción física (soy consciente de que estas cosas ocurren, tanto entre mujeres como entre hombres), sin duda sería mejor que esta noche durmieras en otro lugar.
Chenilla desechó el asunto con un ademán.
—No importaría. Pero no es eso. Ella no quiere... No quiere nada. Nada de mí. Quiere ayudar, darme cosas. Lo comprendo. No es... deshonroso. ¿Esa palabra usaría usted? ¿Deshonroso?
—Supongo.
—Pero esto... No importa. Nada. Tendré que contarle más. No mentiré. —Le relampaguearon los ojos.— ¡No mentiré!
—No querría que lo hicieses —la tranquilizó Seda.
—Sí, sí que querría, Seda. Seda. Anoche hablamos de eso. ¿Usted cree que una diosa...? ¿A mí? Quiero decir Kypris. U otra. Esa mujer horrenda llena de víboras. ¿Cree que nos metemos en las personas? ¿Como una fiebre?
—Ciertamente no lo expresaría de ese modo.
Por debajo de sus pesados párpados, Chenilla lo estudió ávidamente con ojos que parecían más grandes que fuera del cenador, ojos oscuros fulgurantes de una luz propia.
—Pero cree eso. Yo lo sé. Nosotros... Entra por los ojos. Nosotros los dioses no somos... ¿Algo que se ve? Somos pautas. Cambiamos. Mediante aprendizaje y crecimiento. Pero seguimos siendo pautas. Y yo no soy Kypris. Ya se lo dije anoche... Y usted creyó que mentía.
Oreb silbó:
—¡Pobre muchacha!
Y Seda, que se había apartado del horrendo poder y el ansia de esos ojos oscuros, vio que se habían puesto a llorar. Ofreció su pañuelo, recordando que bajo el mismo cenador, antes de que él fuera a la villa de Sangre, la Máitera Mármol le había dado el suyo.
—No mentía. No miento si no me hace falta. Y no es ése el caso. Pero eso que usted llama posesión... Kypris copió una parte, apenas una partecita de sí. —Chenilla se sonó suavemente la nariz.— No he esnifado ni un poquito así, nada desde antes de que Orpina... Y esto es lo que pasa, Pátera. Cuando una no toma, quiero decir... Cualquier cosa que una mire está pensando: no es óxido; y se vuelve todo tan triste...
—Pronto se habrá acabado —dijo Seda, esperando no equivocarse.
—Una semana. Tal vez dos. Ya lo hice otra vez. Sólo que... No importa. No debería. Ahora no lo haré. Si tuviera usted una taza llena de óxido y me diera todo lo que se me antojase, no tomaría ni esto.
—Maravilloso —dijo él, en serio.
—Y es por la pauta. El trocito suyo que Kypris me metió, por los ojos, ayer en su manteón. No entiende, ¿no? Sé que no entiende.
—No entiendo lo de las pautas —dijo Seda—. El resto sí, o al menos me parece.
—Como su corazón. Pautas de latidos. Sí, sí, no, no, no, sí, sí. Detrás de los ojos de todos está esa cosa. Yo misma no lo entiendo del todo. La mujer mecánica, Mármol... Alguien demasiado listo descubrió que se lo podía hacer a ellas. Cambiar un poquito los programas. La gente hacía máquinas. Sólo para conseguir eso. Para que personas como la Máitera Mármol trabajaran para ellos en vez de hacerlo para el Estado. Que robaran para ellos. Él... usted lo llama Pas. Puso gente a estudiar el asunto. Y descubrieron que se podía hacer algo parecido con las personas. Era más difícil. Tenían una frecuencia mucho más alta. Pero se podía, y entonces lo hicimos. Así empezó todo, Seda. A través de los terminales, a través de los ojos.
—Ahora me he perdido —admitió Seda.
—No importa. Pero son descargas de luz. Luz que no ve nadie más. Los golpes, los pulsos, preparando el programa, la divinidad que corre por el Marco Central. Kypris es la divinidad, ese programa. Pero ella, Menta, cerró los ojos. La Máitera Menta. Y todavía no estaba completo, no había acabado.
Seda meneó la cabeza.
—Sé que esto debe de ser importante, y estoy tratando de entender. Pero, para serte franco, no tengo la menor idea de qué quieres decir.
—Entonces mentiré. —Chenilla se le acercó hasta que sus rodillas tocaron las de él.— Mentiré para que entienda, Pátera. Venga, escúcheme. Yo... Kypris quiso poseer a la Máitera Menta... Por qué, no importa.
—Ahora tú eres Chenilla.
—Siempre soy Chenilla. No, no es cierto. Si miento soy Kypris. Pues bien. Ahora soy Kypris hablando como solía hablar Chenilla. Di que sí.
Seda asintió.
—Sí, Gran Diosa.
—Magnífico. Quise poseer a la Máitera Menta enviándole un flujo de mi persona divina, por los ojos, desde la Ventana Sagrada. ¿Te das cuenta?
Seda asintió de nuevo.
—Sin duda.
—Sabía que ibas a entender. Si estaba mal. De acuerdo. Como da gusto, da gusto de veras, prácticamente nadie cierra los ojos. Todos quieren. Quieren más. Ni siquiera parpadean; se lo van bebiendo.
—Es completamente natural que los seres humanos quieran compartir tu vida divina, Gran Diosa. Es uno de nuestros instintos más hondos —dijo Seda.
—Pero el caso es que ella cerró los ojos, y esto es lo que tienes que entender. Sólo le entró una parte de mí... de la diosa. Ni me imagino qué puede hacerle.
Derrumbado, Seda se acarició la mejilla. Oreb, que había abandonado su hombro para explorar la parra, murmuró:
—¡Buena chica!
—Sí que es buena, Oreb. Entre otras razones, por eso me preocupa tanto.
—¡Buena ahora!
Tras medio minuto de ansioso silencio, Seda alzó las manos.
—Jamás habría creído que un dios pudiera dividirse en partes.
—Yo tampoco —asintió Chenilla.
—Pero tú has dicho...
—He dicho que ocurrió. —Le puso una mano en la rodilla.— No había pensado que fuera posible. Pero ocurrió, y quizá la vuelva diferente. Creo que ya ha pasado. Yo soy Chenilla, pero siento que ahora hay aquí dentro alguien más, una forma de pensar y hacer las cosas que hasta ayer no estaba. Pero ella no. Ella tiene una parte de Kypris como usted podría tener un sueño.
—Supongo que es terrible, Chenilla. ¿Y eso no se puede anular?
Ella sacudió la cabeza, y los rizos rojos se bambolearon.
—Podría anularlo Kypris, pero nosotros no. Tendría que ponerse frente a un terminal (una Ventana Sagrada o un espejo, lo mismo da) cuando Kypris aparezca. Aun entonces quedaría algo. Siempre queda. Y también parte del... espíritu de la Máitera Menta iría a parar a Kypris.
—Pero tú eres Kypris —dijo Seda—. Lo sé, y no dejo de querer arrodillarme.
—Sólo de mentira, Pátera. Si fuese una diosa de veras no podría resistírseme. ¿No cree? En realidad soy Chenilla con una propina. Escuche, aquí va otra mentira que quizás ayude. Cuando alguien se emborracha, ¿no ha oído decir que el coñac habla por él? ¿O la cerveza, o lo que sea?
—Sí, es un dicho muy común. No creo que nadie lo diga en serio.
—Pues bien, es más o menos por el estilo. Puede que no sea exactamente así, pero se acerca mucho, salvo que no acaba como el coñac. La Máitera Menta será el resto de su vida como es ahora, a menos que Kypris se retire; que copie la parte que entró en la Máitera, con todos los cambios, y borre lo que había puesto.
—Entonces lo único que nos cabe es observarla de cerca y... ejem... —Seda sintió un súbito arranque de simpatía por el Pátera Rémora— tratar de ser tolerantes con lo inesperado.
—Eso me temo.
—Se lo diré a la Máitera Mármol. No digo contarle lo que me has contado, pero sí prevenirla. Con la Máitera Rosa no valdrá la pena. Si acaso sería peor. La Máitera Mármol se portará de maravilla, aunque, claro, no puede estar a la vez en su habitación y en la de la Máitera. Gracias, Chenilla.
—Tenía que decir algo. —Chenilla se frotó la nariz y los ojos.— Y ahora lo del dinero. Lo estuve pensando mientras usted estaba en el mante/ón porque yo voy a necesitarlo. Tengo que encontrar otra forma de ganarme la vida. Una tienda, algo... Y lo ayudaré todo lo posible, Seda. Si es que vamos a medias...
El sacudió la cabeza.
—Yo debo reunir veintiséis mil para comprarle el manteón a Sangre. Por encima de esa suma puedes quedártelo todo tú. Digamos que de algún modo obtenemos cien mil... aunque comprendo que es una cifra absurda. Tú podrías quedarte setenta y cuatro mil. Pero si sólo obtenemos veintiséis mil, tiene que ir todo para Sangre. —Se detuvo para mirarla con detenimiento.— Estás temblando. ¿Quieres que traiga una manta?
—En un par de minutos se pasa, Pátera. Luego estaré bien. Ella lo controlaba mucho menos que yo. Acepto... su oferta. ¿Se lo había dicho? Su generosa oferta. Así debería llamarla. ¿Ha pensando algún plan? Yo soy buena para... ciertas cosas. Pero planeando no soy de lo mejor. La verdad es que no, Seda. Y ella tampoco lo era. ¿Ahora estoy hablando bien?
—Diría que sí, aunque a ella no la conozco bien. Con todo, esperaba que el plan ya lo hubieras ideado tú. Como Chenilla, estás mucho más familiarizada con Grulla que yo, y deberías tener una concepción más clara de la operación de espionaje que ella dirige.
—Algo he intentado pensar. Anoche, y luego esta mañana. Lo más fácil sería amenazarlo con revelar lo que está haciendo, y tengo esto. —De un bolsillo del vestido sacó una imagen de Esfigse tallada en recia madera oscura.— Supuestamente debía dárselo a una puestera del mercado. Era allí adonde iba cuando me... usted ya sabe. Por eso me vestí tan deprisa. Luego sucedió aquello, y me quedé en La Orquídea. Ya sabe por qué. Y luego fue el exorcismo; su exorcismo, Seda. Así que cuando llegué al mercado estaban cerrando. Casi no había nadie, salvo los que se quedan toda la noche a vigilar lo que se vende. La mujer se había marchado.
Seda tomó la imagen devocional.
—Como en casi todas estas representaciones, Esfigse empuña una espada. También tiene algo cuadrado, una tableta tal vez, o un fajo de papeles; quizá represente las instrucciones de Pas, pero no creo haberla visto nunca. —Le devolvió la talla.
—Las habría visto si hubiera estado en el puesto de esa mujer. Allí siempre había tres o cuatro. La mayoría más grandes que ésta. Yo debía darle la mía y ella debía decir algo así como «¿Seguro que no la quieres? Bonita y barata». Y yo habría negado con la cabeza y me habría ido, y ella la habría puesto en la tabla con las demás, como si yo sólo la hubiera mirado un minuto.
—Entiendo. Ese puesto merece una visita. —Sin saber bien hasta dónde podía dar por supuesto el patrocinio de la diosa, Seda titubeó antes de lanzar los dados.— Qué pena que no seas Kypris realmente. Si lo fueras podrías decirme el significado de...
—¡Hombre viene! —anunció Oreb desde lo alto del cenador, y al cabo de un momento se oyó un fuerte golpe en la puerta del manso.
Seda se puso de pie y dejó la sombra de la parra.
—Por aquí, Alca. ¿Te unes a nosotros? Me alegro de verte, y aquí hay alguien a quien quizá te alegre ver.
Chenilla saludó:
—¿Alca? Soy yo. Necesitamos que nos ayudes.
Por un momento Alca se quedó pasmado.
—¿Chenilla?
—¡Sí! Acá. Ven, siéntate conmigo.
Seda apartó la parra para que Alca entrara más fácilmente en el cenador; cuando él mismo hubo entrado, agachando la cabeza, Alca ya estaba sentado junto a la chica. Seda dijo:
—Está claro que os conocéis.
Chenilla hizo un mohín, y de pronto pareció no tener más años que los diecinueve que alegaba.
—¿Se acuerda de antes de ayer, Pátera? ¿Cuando le dije que había otro más? ¿Alguien más joven que Grulla? ¿Y que le dije que me... nos podría ayudar? ¿Con Grulla?
Sonriendo, Alca le rodeó los hombros con un brazo.
—¿Sabes, Chenilla?, creo que nunca te había visto de día. Eres más bonita de lo que creía.
—Yo siempre he sabido que eres muy... guapo, Alca. —Le dio un beso leve y fugaz en la mejilla.
—Chenilla me ayudará a conseguir el dinero para salvar el manteón, Alca —dijo Seda—. De eso estábamos hablando; nos gustaría que nos aconsejaras. —Volvió la atención hacia ella.— Debo decirte que a mí Alca ya me ha ayudado. Con consejos, al menos. Supongo que no le importa que te lo cuente.
Alca asintió.
—Y ahora los necesitamos los dos. Estoy seguro de que será igual de generoso.
—Alca siempre ha sido... muy bueno conmigo, Pátera. Preguntaba siempre por mí. Desde... ¿la primavera? —Le apretó a Alca la mano libre.— No estaré más en La Orquídea, Alca. Quiero vivir en otro lugar y no... Ya me entiendes. Siempre pidiendo dinero a los hombres. Y basta de óxido. Era... bonito. A veces, cuando me entraba miedo. Pero vuelve a las chicas demasiado valientes. Al cabo de un tiempo las posee. Sin óxido una se siente muy decaída. Muy asustada. Así que toma más, y más, y se queda embarazada. O la matan. Yo he sido demasiado valiente. De embarazo nada. No hablo de eso. El Pátera te contará, Alca.
—Suena bien —dijo Alca—. Me gusta. Me figuro que se juntaron después del funeral, ¿eh?
—Exacto. —Chenilla volvió a besarlo. —Yo me puse a pensar. En morirme, en todo, ¿entiendes? Ahí estaba Orpina, tan joven, tan saludable... ¿Ya estoy hablando mejor, Pátera Seda? Dígamelo, por favor, no tema ofenderme.
Entre las moribundas hojas de parra Oreb asomó la cabeza colorida para declarar:
—¡Habla bien!
Seda asintió, esperando no delatarse con la cara.
—¡Magníficamente, Chenilla!
—El Pátera me está ayudando a hablar mejor... como... de barrio alto, Alca. Y pensaba que Orpina podía ser yo. Así que esperé. Hablamos cantidad anoche, ¿no, Pátera? Y me quedé a dormir con las sibilas. —Soltó una risita.— Sin cena y en cama dura, nada que ver con La Orquídea. Pero me dieron el desayuno. ¿Tú has desayunado, Alca?
Alca sonrió, negando.
—Yo ni me he acostado. Oíste lo que dijo ayer la diosa, ¿no, Morritos? Pues mira esto.
Retirando el brazo de los hombros de ella, y medio en pie, Alca se tanteó el bolsillo. Cuando la mano surgió, resplandecía de fuego blanco.
—Aquí tiene, Pátera. Tómela. No vale unas sucias veintiséis mil, pero si elige bien dónde la vende sacará tres o cuatro. —Como Seda no alargaba la mano hacia el objeto, Alca se lo arrojó al regazo.
Era una ajorca de diamantes de tres dedos de ancho.
—De verdad que no puedo... —Seda tragó saliva.— Sí, supongo que puedo. Lo haré porque es mi deber. Pero, Alca...
Alca le palmeó el muslo.
—¡Tiene que tomarla! Usted era el único capaz de entender a la Dama Kypris, ¿no? Claro que sí, y nos lo contó. Nada de dar vueltas por ahí para conocer la palabra de boca de cualquier otro. De acuerdo, ella la dijo y yo le creí, y ahora tengo que hacer que sepa que yo también tengo buena pasta. Son auténticos. Mírelos por donde se le antoje. Hágale a la dama unos bonitos sacrificios, y no olvide decirle de dónde vienen.
Seda asintió.
—Los haré, aunque estoy seguro de que ya lo sabe.
—Dígale que Alca es un fulano de una pieza. Déle un ladrillo y le devolverá una piedra. —Tomando la mano de Chenilla, Alca le deslizó un anillo en un dedo.— No sabía que iba a encontrarte, pero esto es para ti, Morritos. ¿Captas ese brillazo rojo? Es un rubí de ésos que llaman de sangre. Auténtico. Igual te inventas que ya los conocías, pero apuesto cinco a que en tu vida has visto ninguno. ¿Vas a venderlo o te lo quedarás?
—Cómo voy a venderlo, Jaco. —Lo besó en los labios con tal pasión y tanta violencia que por poco ambos se caen del banco de madera. Seda se vio obligado a desviar la mirada. Cuando se separaron, añadió:— Me lo has dado tú y lo guardaré siempre.
Alca sonrió, se limpió la boca y volvió a sonreír con su sonrisa más ancha.
—Si cambias de idea, asegúrate de que yo no esté cerca. —Se volvió hacia Seda—. Pátera, ¿usted tiene idea de lo que se coció anoche? Apuesto a que limpiaron una docena de casas del Palatino. Aún no he oído qué más pasó. Esta mañana había más polis que moscas. —Bajó la voz.— Lo que quería hablar con usted, Pátera... ¿Qué dijo ella, exactamente? De volver, digo.
—Sólo dijo que volvería —contestó Seda.
Alca se inclinó hacia él, prominente la gran quijada, los ojos entornados.
—¿Con qué palabras?
Seda se acarició la mejilla, recordando su breve conversación con la diosa en la Ventana Sagrada.
—Tienes mucha razón. Tendré que transmitirle todo lo que dijo al Capítulo, palabra por palabra, y de hecho debería estar escribiendo el informe ahora. Le rogué que volviera. No puedo darte las palabras precisas, y de todos modos no importan; pero ella contestó: «Volveré. Pronto».
—¿A este manteón, quiso decir? ¿A su manteón?
—No puedo saberlo con absoluta...
Chenilla lo interrumpió:
—Usted sabe que sí. Fue exactamente eso. Quiso decir que volvería a la misma Ventana.
Seda asintió, renuente.
—En realidad no dijo eso, ya te he contado; pero creo (al menos ahora) que debe de haber sido su intención.
—Seguro... —Chenilla había encontrado un retazo de sol que arrancaba fuego rojo a la sortija; hablaba sin dejar de mirarla, moviéndola de un lado y otro.— Pero tenemos que contarte del doctor Grulla, Alca. ¿Lo conoces? Es el médico mimado de Sangre.
—Puede que anoche el Pátera contara algo. —La mirada de Alca interrogó a Seda.
—En realidad no le conté a Alca —dijo el Pátera—, aunque quizá sugiriera o insinuase que, según mi parecer, el doctor Grulla podría haberle regalado un azot a cierta joven llamada Jacinta. Has de saber que esas armas cuestan más de quinientas tarjetas; y por eso te creí de buena gana cuando sugeriste que tal vez sería posible extraerle una suma grande. Si le regaló a Jacinta una cosa así (y me inclino a creer que lo hizo), debe controlar unos fondos considerables. —Forzado por una urgencia interior, añadió:— Por cierto, ¿tú la conoces?
—Hace lo que hacía yo; pero, en vez de trabajar para Orquídea, ahora trabaja directamente para Sangre. Se marchó del local unas dos semanas después de que yo entré.
Reacio, Seda dejó caer la brillante ajorca en el bolsillo de la túnica.
—Cuéntame todo lo que sepas de ella, por favor.
—Algunas de las otras pupilas la conocen mejor que yo. Sin embargo a mí me gusta. Es... no sé decirlo bien. No se lo pasa diciendo, supongamos, éste es bueno, aquél es malo. Acepta a la gente tal como es, y si puede ayuda a una aunque una no siempre haya sido amable con ella como es debido. El padre es actuario mayor en el Juzgado. ¿Seguro que quiere oír esto, Seda?
—Sí, desde luego.
—Y cuando tenía catorce años la vio un comisario y le dijo: «Oye, en casa necesitamos una criada. Mándamela, que puede vivir con nosotros» (creo que tenían ocho o nueve críos) «y encima ganarse un dinero, y tú tendrás un buen ascenso». Por entonces probablemente el padre de Jaci era actuario ordinario.
»Así que aceptó y mandó a Jaci al Palatino y luego usted ya sabe qué pasó. No tenía que trabajar mucho... De trabajo pesado nada; sólo servir comidas y quitar el polvo, y empezó a juntar unos cuartos. Lo único, que al cabo de un tiempo la mujer del comisario se puso bastante asquerosa. Jaci vivió un tiempo con un capitán, hasta que hubo no sé qué problema... Después fue al local de Orquídea.
Chenilla se sonó la nariz en el pañuelo de Seda.
—Lo siento, Pátera. Siempre que dejo de tomar un día entero pasa lo mismo. Seguro que me chorreará la nariz y me temblarán las manos hasta el társides por la tarde. Luego ya irá todo bien.
Tanto por Alca como por él mismo, Seda preguntó:
—¿No volverás a tomar óxido nunca más? ¿Por muy graves que sean los síntomas?
—Si vamos a hacer esto, no. La vuelve a una demasiado valiente. Supongo que ya lo dije. ¿Lo dije? Es genial esnifar o tragar una pizca... Hay gente que lo hace, pero cuando se tiene un miedo de muerte hace falta más. Pero al fin una descubre que el miedo debería haberlo tenido a eso. Si es peor que Lubina y hasta que Mosqueta, y mucho peor que ese sacre que estuvo anoche en el salón y parecía tan malo. Me tiene a mí y también la tiene a Jaci, me parece. ¿Es así, Seda?
Él asintió, y Alca le dio a Chenilla una palmadita en el brazo.
—La conozco, pero ahora que pienso lo que sé de ella no es mucho, y ya le he contado casi todo. ¿La ha visto?
—Sí —dijo Seda—. El faides por la noche.
—Pues ya sabrá lo guapa que es. Para la mayoría de los tipos yo soy alta. A ellos les gustan las titis altas, pero no más que ellos, ni siquiera iguales. Jacinta es perfecta. Pero, aunque yo fuera un tanto así más baja, correrían detrás de ella y no de mí. Se ha vuelto cantidad de famosa, y por eso trabaja directamente para Sangre. Él no compartiría con Orquídea ni con ninguna otra persona a alguien que da tanto como ella.
Seda asintió para sí.
—¿Sangre tiene otros locales además de la casa amarilla?
—Por supuesto. Media docena, seguramente. Pero el de Orquídea es uno de los mejores. —Chenilla hizo una pausa, la cara pensativa.— Cuando la conocí en el local, Jaci era bastante chata de pechuga... Me figuro que Grulla le ha dado algo más, ¿eh? Dos buenas cosas.
Alca rió.
—Por lo que dices, nació aquí en Virón.
—Claro, Pátera. No sé en qué sitio de la zona este. Al menos eso he oído. En La Orquídea hay otra del mismo barrio.
—El Pátera piensa que podría hacer de informante —dijo Alca—. Para ti y ahora para él, supongo.
—Y querrá pagarle a ella tomando de mi parte —dijo Chenilla con amargura—. Ni hablar de eso sin consentimiento mío.
—En absoluto he sugerido eso. Como acaba de decirte Alca, pienso que Jacinta podría ayudarme contra Sangre; pero no tengo razones para creer que esté dispuesta a ayudarnos contra Grulla, que es lo que en este momento necesitamos. Debo explicarte, Alca, que Chenilla está muy segura de que Grulla hace espionaje en Virón, aunque no sabemos para qué ciudad. ¿Es así, Chenilla?
—No. Él nunca ha dicho que fuera espía, y espero no haberlo dicho yo. Pero está... estaba desesperado por descubrir cualquier cocido, Alca. En especial sobre la guardia. Casi todo el tiempo andaba preguntando si había ido algún coronel y qué había dicho. Y sigo pensando que las estatuillas eran mensajes, Pátera, o llevaban algún mensaje adentro.
Percibiendo la censura de Alca, añadió:
—Yo no lo sabía, Jaco. Como era amable conmigo, de vez en cuando lo ayudaba. Hasta ayer no se me encendió la lamparilla.
—Ojalá conociera a ese Grulla —dijo Alca—. Debe de ser todo un personaje. ¿Van a exprimirlo, o ver si pueden, Pátera? ¿Usted y Morritos?
—Sí, si exprimir a alguien significa lo que me supongo.
—Significa que aprieta al tipo y se queda con las tarjetas. ¿Piensa sacarle las veintiséis mil?
Chenilla asintió y Seda dijo:
—Mucho más, Alca, si podemos. A Chenilla le gustaría comprarse una tienda.
—Lo más chupado para él sería ponerlos a los dos en hielo. ¿Contaba con eso?
—Matarnos, quieres decir, o mandar a alguien que lo haga. Sí, por supuesto. Si Grulla es espía no vacilará en hacerlo; y si controla suficiente dinero para regalarle un azot a Jacinta, no tendrá problemas para contratar a alguien, me imagino. Tendremos que andar con cautela.
—Ya lo creo. Conozco veinte fulanos que lo harían por cien tarjetas, y algunos son buenos. Si ese Grulla lleva tiempo trabajando para Sangre...
—Cuatro años —intervino Seda—. Eso me dijo anoche.
—Pues sabrá tan bien como yo a quién recurrir. Esa Jaci... —Alca se rascó la cabeza.— ¿Se acuerda cuando cenamos? Usted me contó que tenía ella un azot, y yo le dije que apostaba a que Grulla tenía un canal. Bueno, si andaba tras Morritos para averiguar sobre coroneles, por lo que cuenta usted esa Jaci le viene de perillas. O sea que allí está el canal. Estaba viviendo en la casa de Sangre en el campo, ¿no? ¿Alguna vez baja a la ciudad?
—Daba la impresión. Tenía una suite, y el monitor de su espejo se refería a ella como su ama. —Seda recordó el armario de Jacinta, donde el monitor le había sugerido que se escondiera.— También tenía mucha ropa.
Chenilla dijo: —Baja a la ciudad muy seguido, pero no sé bien adonde va... ni cuándo. Cuando baja, siempre hay alguien que la vigila, salvo que Sangre la acompañe.
Alca se estiró, la mano izquierda en la empuñadura de la gran daga montada en bronce que llevaba.
—Muy bien. Usted quería mi consejo, Pátera. Se lo daré, pero creo que no le será fácil de tragar.
—De todos modos me gustaría escucharlo.
—Eso pensaba. Le hurta usted bien el cuerpo a esa Jaci, al menos de momento. Sólo encontrarla ya es peliagudo, y más que probable que irá directo a chivarle al tal Grulla. Morritos dice que no sabía que la individua espiaba. Pero si Grulla le regaló a Jaci un azot, puede apostar una mano a que la Jacinta esa sabe y anda en el estofado. Pero ése no es el brete. Si el tal Grulla tiene a Morritos soplándole sobre los coroneles y lo que dicen, y lo mismo tiene haciendo a Jaci, y yo diría que sí, ¿por qué no va a tener cuatro o cinco señoritas más? Lo más probable es que las tenga en otros tugurios de Sangre. Y cuando Morritos se haya largado (pues dice que va a largarse), ¿no enganchará a otra en La Orquídea?
Chenilla sugirió:
—Quizás a fin de cuentas lo mejor sería que yo volviese con Orquídea. Hablo un poco mal de Virón y Grulla me deja ayudar más. A lo mejor así averiguo quién es la mujer del mercado.
Seda le explicó a Alca:
—Hay una puestera que al parecer está en contacto con Grulla. Chenilla le ha llevado imágenes de Esfigse enviadas por él. ¿Siempre eran de Esfigse, Chenilla?
Ella asintió, con un temblor de encendidos rizos.
—Eran siempre como la que le enseñé, por lo que recuerdo.
—Pues vean qué se hace de ellas —sugirió Alca—. ¿Adónde va esa fulana cuando cierra el mercado?
—¡Seda bueno! —Dejándose caer de la parra, Oreb aterrizó en su regazo—. ¿Cabezas pescado?
—Es posible —le dijo Seda al pájaro, que le saltó al hombro—. De hecho lo creo probable. —Volvió la atención a Alca.— Tienes mucha razón, desde luego. He pensado mucho en Jacinta. Me repugnaría ver a Chenilla de nuevo en La Orquídea, pero me temo que, antes que abordar a Jacinta sin algún asidero, sería preferible cualquiera de los rumbos que tú sugieres... y en modo alguno se excluyen mutuamente. Cuando sepamos un poquito más, no obstante, quizá dispongamos de ese asidero. Podremos advertirle que sabemos que Grulla es agente de otra ciudad, que tenemos pruebas bastante convincentes y que estamos al tanto de que ella viene ayudándolo. Le ofreceremos protegerla si ella nos ayuda a nosotros.
Chenilla preguntó:
—¿No cree que Grulla es vironés? Habla igual que nosotros.
—No, no lo creo. Sobre todo porque controla mucho dinero, pero también por algo que me dijo una vez. Claro que yo de espías no sé nada. Creo que tú tampoco. ¿Y tú, Alca?
El hombrón se encogió de hombros.
—Cosas que uno oye por ahí. La mayoría son mercaderes, dicen.
—Supongo que la práctica totalidad de las ciudades deben interrogar a los mercaderes cuando regresan, y sin duda ciertos mercaderes son auténticos agentes bien adiestrados. Imagino que un agente bien provisto de dinero ha de ser como ellos (es decir, un ciudadano al servicio de su ciudad natal), y probablemente esté instruido en detalle en las costumbres del lugar al que le envían. Un agente dispuesto a traicionar a su propia ciudad bien podría traicionar a otra, sin duda; sobre todo si le dieran la ocasión de hacer fortuna.
—¿Qué fue lo que le dijo Grulla, Pátera? —preguntó Chenilla.
Seda se inclinó hacia ella.
—¿De qué color tengo los ojos?
—Azules. Ojalá yo los tuviera así.
—Supón que un cliente de Orquídea solicitara una compañera de ojos azules. ¿Orquídea sería capaz de complacerlo?
—Arola. No, ya se ha ido. Pero Campanilla todavía está. Ella también tiene ojos azules.
Seda se reclinó.
—¿Sabes?, los ojos azules son poco corrientes, al menos aquí en Virón; pero en modo alguno son realmente raros. Reúne un centenar de personas y es muy probable que al menos uno tenga ojos azules. Yo los noto en seguida porque de mí solían burlarse por eso. Grulla también los nota. Pero, mucho más viejo que yo como es, dijo que eran los terceros que veía. Lo cual sugiere que ha pasado la mayor parte de su vida en otra ciudad, donde la gente es algo más morena y los ojos azules más raros que aquí.
Alca sonrió.
—En Gens tienen cola. Eso se dice.
Seda asintió.
—Sí, se oyen historias de todo tipo. Estoy seguro de que la mayoría son falsas. No obstante, basta un vistazo a los comerciantes del mercado para comprobar que hay tantos contrastes como semejanzas.
Hizo una pausa para ordenar los pensamientos.
—Pero me he permitido desviarme de mi asunto. Iba a decir, Alca, que si bien los dos rumbos que sugeriste son promisorios, hay un tercero que a mí se me ocurre más promisorio aún. No estás en falta por no haberlo señalado, ya que cuando Chenilla proporcionó el indicio aún no habías llegado.
»Tú me contaste, Chenilla, que en La Orquídea había estado un comisario, ¿recuerdas? Y que, cuando le contaste a Grulla que el comisario aquel había viajado a Limna (tú dijiste al lago, pero presumo que a eso te referías) para deliberar con dos consejeros, él había mostrado un enorme interés.
Chenilla asintió.
—Me puse a pensar. En el Ayuntamiento hay cinco consejeros. ¿Dónde viven?
Ella se encogió de hombros.
—En la colina, supongo.
—Eso había supuesto yo siempre. Alca, tú debes de estar mucho más familiarizado que nosotros con los residentes del Palatino. ¿Dónde tiene su hogar, digamos, el consejero Gálago?
—Siempre supuse que en el Juzgado. He oído decir que allí hay apartamentos, además de algunas celdas.
—En el Juzgado los consejeros tienen despachos, estoy seguro. ¿Pero no tienen también mansiones en el Palatino? ¿O villas de campo como la de Sangre?
—Lo que dicen es que eso no es asunto de nadie, Pátera. Si se supiera, la gente se lo pasaría intentando hablarles o tirarles piedras. Pero yo sé quién vive en cada casona de la colina, y no son ellos. Los que sí tienen grandes viviendas allí son los comisarios.
La voz de Seda se redujo a un murmullo.
—Pero cuando un comisario debía hablar con varios consejeros, no iba a sus casas del Palatino. Tampoco se limitaba a subir un piso en el Juzgado. Por lo que dice Chenilla, iba a Limna... Al lago, en palabras de ella. Normalmente, el que debe hablar con varios hombres va hacia ellos, en vez de hacerlos acudir, especialmente cuando son sus superiores. Ahora bien: si Grulla es realmente espía, sin duda ha de importarle averiguar dónde vive cada miembro del Ayuntamiento, pienso yo. Por los sirvientes, por ejemplo, uno se puede enterar de toda clase de cosas.
—Siga, Pátera —lo apremió Chenilla.
Él le sonrió.
—Simplemente pensaba que, desde que hace unos meses le contaste a Grulla los alardes del comisario, tiene que haber estado allí varias veces. Hoy quiero ir yo mismo y tratar de descubrir con quiénes ha hablado y qué les ha dicho. Si los dioses me acompañan, como tengo razones para creer, bastará para reunir todas las pruebas que buscamos.
—Yo voy con usted. ¿Y tú, Alca?
El hombrón sacudió la cabeza.
—Ya te dije que esta la noche no he pegado ojo. Pero te diré qué haremos. Déjame echar un sueñecito y me reuniré con vosotros en Limna, donde paran las carretas. Digamos a las cuatro.
—No hace falta que te molestes, Alca.
—Quiero ir. Si para entonces habéis conseguido algo, quizá pueda ayudaros a conseguir más. A lo mejor rasco algo por mi cuenta. Allí hay buenas casas de pescado, así que pico algo para cenar y vuelvo a la ciudad con ustedes.
Chenilla lo abrazó.
—Siempre me has parecido guapo, Jaco, pero no sabía que eras tan dulce. ¡Eres un bombón!
Alca sonrió.
—Para empezar, Morritos, ésta es mi ciudad. No es toda de oro, pero es la única que tengo. Y en la guardia hay un puñado de amigos. Una vez que lo hayáis exprimido, ¿qué planeáis hacer con el tal Grulla?
—Denunciarlo, supongo —contestó Seda.
Chenilla meneó la cabeza.
—Contaría lo del dinero, y nos lo pedirían. Puede que tengamos que matarlo. En otros tiempos, ¿los augures no le enviaban fulanos a Escila?
—Lo podrían juzgar por asesinato, Morritos —dijo Alca—. Os gustaría chivar a Grulla a los Langostas. Pero, si pensáis guardaros el fajo, más vale que ahuequéis el ala. Os molerán a palos, se quedarán ellos con la pasta y os enviarán a la jaula con él. Contigo lo tendrán muy fácil, Morritos, porque lo has estado ayudando. En cuanto al Pátera, Grulla le curó la pata y lo llevó a La Orquídea en su propia máquina, así les estará chupado inventar algo.
Esperó a que lo rebatieran, pero ninguno de los dos dijo nada.
—El caso es que si os espabiláis, si lo chiváis a algún mangante con alguien que os haga de contacto como yo, acabamos todos de lo más legales y encima héroes. Los sabuesos se llevan la gloria y nosotros compramos algo de cuerda. Se harán los amables y nos darán la mano esperando que otro día les soplemos algo más. Debo tener por ahí un par de colegas con buena cintura. Así que vosotros a lo vuestro, porque no tenéis ni idea. ¿Os pensáis que nunca me encontré basura, hurgando en una mina de oro? ¿Os pensáis que miré para otra parte y dejé al cretino en paz? No, mientras se estuvo quieto lo exprimí a más no poder. Y, en cuanto se quiso mover, lo arrimé a la Langosta.
Seda asintió.
—Ya. Siento que tu orientación sería muy valiosa, y no creo que Chenilla vaya a desmentirme. ¿Me equivoco, Chenilla?
Ella negó con la cabeza. Le chispeaban los ojos.
—Qué suerte, porque todavía no he acabado. ¿Cómo se llama ese pez gordo, Morritos?
—Simuliid.
—Lo tengo. Un pedazo de tipo, peso buey. Con bigote, ¿vale?
Ella asintió.
—Quizás a la vuelta del lago el Pátera y yo debamos pasar a saludarlo. ¿Cómo anda su pie, Pátera?
—Hoy mucho mejor —dijo Seda—. ¿Pero nosotros qué ganaremos viendo a un comisario?
Oreb estiró la cabeza, atento, y volvió a encaramarse a la parra.
—Espero que no sea necesario. Quiero echar un vistazo, sobre todo si Chenilla y usted vuelven del lago sin nada. Tal vez los consejeros vivan allá donde usted dice, Pátera. Pero puede que haya algo allá que querían mostrarle a Grulla, o que él tenía que mostrarles a ellos. Sobre el lago se rumorea mucho, y si usted piensa ir con Morritos a pescar a ese Grulla, quizá le haga falta algún cebo. Así que esta noche iremos a la colina a visitar a Simuliid. La bandeja para mí, el cebo para vosotros y nos partimos las sobras.
Oreb saltó al respaldo del viejo asiento de madera.
—¡Viene hombre!
Asintiendo, Seda se puso en pie y apartó las hojas. Un joven grueso con negra túnica de augur estaba cerrando con el codo la puerta lateral del manteón; parecía escrutar algo que llevaba en las manos.
—Por aquí —llamó Seda—. ¿Pátera Gulo? —Saliendo del cenador, echó a cojear hacia el recién llegado por la seca hierba pajiza.— Que todos los dioses le sean hoy propicios. Es un placer verlo, Pátera.
—Un hombre de la calle, Pátera —Gulo extendió un objeto estrecho con destellos verdeamarillos—. Sencillamente... nos... Se negó a...
Alca había seguido a Seda.
—Topacio, mayormente, pero eso parece una esmeralda de primera. —Estirando la mano, tomó el brazalete y lo levantó para admirarlo.
—La dama que está ahí es Chenilla, Pátera Gulo. —Con un gesto, Seda indicó el cenador.— Y este caballero es Alca. Ambos son laicos prominentes de nuestro barrio, extremadamente devotos y, estoy seguro, queridos por todos los dioses. En unos minutos saldré con ellos, y confío en que en mi ausencia se encargue usted de los asuntos de nuestro manteón. En la Máitera Mármol, que está ahí, en el cenobio, encontrará un tesoro perfecto de información valiosa y consejos razonables.
—¡Me lo dio un hombre! —balbuceó Gulo—. Hace un minuto, Pátera. ¡Sencillamente me lo puso en la mano!
—Ya. —Seda asintió despreocupadamente mientras se aseguraba de que, en efecto, seguía llevando el azot bajo la túnica.— Alca, devuelve eso al Pátera Gulo, por favor. Pátera, debajo de mi cama encontrará nuestra caja. La llave está debajo del botellón de la mesa de noche. Un momento. —Sacó del bolsillo la ajorca de diamantes y se la dio a Gulo.— Tenga la bondad de guardarlo todo allí y cerrar bien, Pátera. Yo debería estar de vuelta a la hora de cierre el mercado, o un poco más tarde.
—¡Hombre malo! —proclamó Oreb desde arriba de la parra—. ¡Hombre malo!
—Es la túnica negra, Pátera —explicó Seda—. Teme que vayan a sacrificarlo. ¡Ven aquí, Oreb! Nos vamos al lago. Cabezas de pescado, pájaro bobo.
Con un frenético batir de alas, el herido grajo de noche aterrizó pesadamente en la tela negra que cubría el hombro de Seda.
6
El lago Limna
—¿Cómo dices, hijo mío? —Seda hincó una rodilla para acercar la cara a la del pequeño.
—Mamá dijo que pidiera la bendición. —Parecía dividir equitativamente la atención entre Seda y Oreb.
—¿Y tú por qué la deseas?
El pequeño no respondió.
—¿No será porque quieres que los dioses inmortales te miren con benevolencia, hijo? ¿No te han enseñado algo así en la palestra? Seguro que sí.
Remiso, el niño asintió.
Seda trazó el signo de adición sobre su cabeza y recitó la bendición más corta de uso corriente.
—En nombre de la mayor de sus hijas, Escila, patrona de nuestra santa ciudad de Virón, y en el del Extraño, de los dioses el decano —concluyó.
—¿Verdad que usted es el Pátera Seda?
De la media docena de personas que esperaba la carreta de holobit que iba a Limna, ninguna se volvió para mirar; pero Seda tuvo la penosa conciencia de un repentino cambio en el ambiente. Aunque en modo alguno silenciosa, la calle del Lago pareció de pronto más en silencio que antes.
—Sí, es él —anunció Chenilla con orgullo.
Uno de los que esperaba fue a ponerse ante Seda y se arrodilló con la cabeza baja. Seda no había trazado aún el signo de adición cuando dos hombres más se arrodillaron junto al otro.
Lo salvó la llegada de la carreta: alargada, de colores alegres, coronada por un tintineante toldo de lona con motivos antiguos y tirada por dos caballos fatigados.
—Un bit a Limna. Si no hay dinero no hay negocio; todo el mundo bajo el toldo.
—Yo tengo —dijo Chenilla.
—Yo también —replicó Seda en su tono más inflexible, acallando a varios pasajeros que estaban a punto de decir que el Pátera Seda debía viajar gratis.
Cuando hubo embolsado los bits de Seda, el conductor dijo:
—Si alguien se queja del pájaro, tendrá que bajarse.
Y lo sobresaltó un coro de protestas.
—Esto no me gusta —le dijo Seda a Chenilla mientras se acomodaban en uno de los largos bancos enfrentados—. Y tampoco me gusta que la gente ande escribiendo cosas en los muros.
El conductor hizo restallar el látigo, y la carreta arrancó con un bandazo.
—¿Seda para caldé? ¿Se refiere a eso, Seda? Es una buena idea.
—Correcto. —Él sacó las cuentas del bolsillo.— O más bien equivocado. Tanto en lo que me concierne como en lo que tiene que ver con el cargo de caldé. No soy político, y ningún aliciente que se te ocurra me persuadirá nunca de serlo. En cuanto a la caldía, se ha vuelto una mera superstición popular, una curiosidad puramente histórica. Mi madre conoció al último caldé, pero el hombre murió antes de que yo naciera.
—Lo recuerdo. ¿Puede ser?
Sin mirarla, desdichado, Seda dijo:
—Si la mitad de lo que has dicho es cierto, es imposible que lo recuerdes, Amable Kypris. Chenilla es cuatro años menor que yo.
—Pues estaría pensando en... otra persona. ¿Está preocupado, Seda? ¿Por viajar con una como yo? Toda esta gente lo conoce.
—Espero que sí, Gran Diosa, y que se desilusionen por completo ahora que... sin deshonrar mi sagrada vocación estoy salvando mi vida.
Una sacudida especialmente violenta lanzó a Seda contra la mujer de su derecha, quien se deshizo en disculpas. Cuando hubo pedido perdón a su vez, él inició la plegaria de la cruz vacía.
—Gran Pas, diseñador y creador del mundo, señor guardián y vigía del Sendero Áureo...
El sendero del cielo que era equivalente espiritual del sol, pensó. A él se elevaban los sacrificios, y al cabo así eran transportados al Marco Central, donde empezaban tanto el sol como el sendero, en el polo este. También los espíritus de los muertos recorrían el camino glorioso, si no los lastraba el mal, y en las Escrituras Crasmológicas se afirmaba que, en ocasiones, los espíritus de ciertos teodidactas habían dejado atrás el moldeado barro del cuerpo físico para —unidos al tropel de bestias Saqueantes y muertos penitentes— viajar al Marco Central y conferenciar un tiempo con el dios que los había iluminado. Él mismo era un teodidacta, se acordó Seda, puesto que también lo había iluminado el Extraño.
Ya había terminado la cruz vacía y (las contó al tacto) cuatro cuentas. Murmurando las oraciones prescritas, y añadiendo a todas el nombre del Extraño, deseó abandonar el cuerpo y esa calle atestada y unirse al premioso tráfico del Sendero Áureo.
Durante un instante creyó haberlo conseguido, aunque no era el dorado camino del sol lo que veía, sino el gélido vacío negro de allende el mundo, moteado aquí y allá de chispas relucientes.
—Hablando de escritos en los muros, Seda... ¿Seda? Mire eso. Abra los ojos.
Lo hizo. Era un cartel llamativamente impreso en rojo y negro, tan nuevo que nadie lo había roto aún ni había garabateado en él un dibujo obsceno; por lo que, considerando el barrio, no debía de llevar allí más de una hora.
JÓVENES FUERTES
LA NUEVA BRIGADA PROVISIONAL
DE RESERVA
LES DARÁ LA BIENVENIDA
¿Alguna vez ha deseado USTED ser GUARDIA?
La Brigada de Reserva lo instruirá
dos veces a la semana
Le proporcionará PAGA y UNIFORME
Le dará ALTAS RECOMENDACIONES
para su TRANSFERENCIA
A LAS FORMACIONES REGULARES
Presente su solicitud en el
CUARTEL DE LA TERCERA BRIGADA
Coronel Oosik, comandante
—¿No crees que la cometa lo cansó demasiado?
No era la primera vez que Sangre hacía la pregunta, y Mosqueta se había cansado de contestar que no. De modo que contestó:
—Ya te lo he dicho. Aquila es hembra.
Mientras hablaba, la enorme ave encapuchada que sostenía en la muñeca lanzó un picotazo, bien porque había oído su nombre, o acaso la voz de Mosqueta, bien por mera coincidencia.
—Los machos no se hacen tan grandes. Escucha alguna vez, por Molpe.
—De acuerdo... De acuerdo. Quizás una más pequeña podría volar más alto.
—Esta puede. Cuanto más grandes son, más alto vuelan. ¿Alguna vez has visto un gorrión subir más que ese cabeza calva tuyo? —Mosqueta hablaba sin mirar al hombre rollizo y sonrosado que lo acompañaba; ponía los ojos en el águila o el cielo.— Todavía pienso que deberíamos haber dejado participar a la Langosta.
—Si nos lo traen, en una semana tendrán uno ellos mismos.
—Vuelan alto, casi hasta el sol. Si damos con uno, podría bajar en cualquier parte.
—Tenemos tres flotadoras con tres hombres cada una. Tenemos cinco en galopadoras.
Con la mano libre Mosqueta alzó los binoculares. Aun sabiendo que allí no había nada, escrutó la clara vacuidad sobre su cabeza.
—No apuntes ese chisme al sol. Te vas quedar ciego. —Tampoco era la primera vez que Sangre decía eso.
—Podría bajar en cualquier lugar del mundo. Por Molpe, ya has oído dónde cayó la cometa, y tenía una maldita cuerda. —Era todo un discurso tratándose de Mosqueta.— Tú crees que tiene que ser cerca de un camino porque nunca viajas por otro lado. Si hubieras cazado con mis halcones ya te darías cuenta. La mayoría del mundo no está cerca de un camino ni a tiros. La mayoría del mundo está a treinta o cincuenta estadios de un podrido camino.
—Eso es bueno —dijo Sangre—. Lo que me da miedo es que haya algún granjero espiando para la Langosta. —Esperó a que Mosqueta hablara de nuevo; como no lo hacía, añadió:— No es verdad que puedan acercarse al sol. El sol calienta más que cualquier fuego. Morirían quemados.
—Vete a saber si se queman. —Mosqueta bajó los binoculares.— Vete a saber si son gente.
—Son gente. Como nosotros.
—Pues quizá lleven lanzagujas.
Sangre dijo:
—No van a llevar nada que no tengan que llevar.
—Me alegra cantidad que lo sepas. Me alegra cantidad que les hayas preguntado.
Mosqueta volvió a levantar los binoculares; con un leve tintineo de cascabeles, Aquila acomodó su enorme espolón.
—¡Allí hay uno! —dijo innecesariamente Sangre—, ¿Vas a echarla a volar?
—No lo sé —repuso Mosqueta—, Está muy lejos, el podrido.
Sangre apuntó sus propios binoculares al Volador.
—Se está acercando. ¡Viene para este lado!
—Ya sé. Por eso lo estoy vigilando.
—Está alto.
Mosqueta se esforzó por hablar en el tono aburrido y amargo que había afectado desde la infancia.
—Los he visto más alto. —Lo invadía el estremecimiento de la caza, repentino como una fiebre, bienvenido como la primavera.
—Ya te conté de ese cañón enorme que construyeron. Estuvieron un mes disparándoles pero las balas no llegaban rectas, y luego no podían subirlo lo bastante.
Mosqueta dejó que los binoculares le cayeran sobre el pecho. Ahora veía al Volador claramente, recortado contra el espejo plateado que era el lago Limna, remontando el cielo al otro lado de la ciudad.
—Espera a que se acerque más —dijo Sangre, ansioso.
—Si esperamos mucho, cuando ella llegue a esa altura se habrá alejado.
—¿Y si...?
—Mantente apartado. Si se te echa encima eres hombre muerto. —Apretando con la mano libre la corona de plumas rojas, Mosqueta arrancó la capucha. —¡Ve, halcón!
Esta vez no hubo titubeos. El águila desplegó las inmensas alas y se lanzó al aire en un torbellino rugiente que por un instante asustó incluso a Mosqueta; tosca en su vuelo al principio, ganó con esfuerzo la corriente cálida que ascendía de la azotea y a poco se elevaba ya, cada vez más, vertiginoso reactor negro, ave heráldica contra la pantalla azul del cielo abierto.
—Quizás haya comido demasiado conejo.
—¿Ese conejito? Era el más pequeño que teníamos. Si acaso le dio más fuerza—. Por segunda vez desde que se conocían, Mosqueta tomó la mano de Sangre.
Y Sangre, feliz hasta la desesperación pero fingiendo que no ocurría nada, le preguntó con toda la calma posible:
—¿Tú crees que lo ha visto?
—Lo ve todo. Por supuesto. Pero si fuera recto hacia él lo asustaría. Irá por arriba y le caerá encima desde el sol. —Inconscientemente Mosqueta se alzó de puntillas, como para acercarse unos centímetros al pájaro.— Como si fuera un ganso. Un gran ganso. Lo saben de nacimiento. Tú mira. —Una amplia sonrisa le adornaba la hermosa cara; los ojos diabólicos relucían como hielo negro.
Iolar vio el águila al norte, bien por debajo de él, y aumentó la velocidad. El frente, marcado por una línea de nubes empinadas, era interesante y tal vez hasta importante; pero el frente estaba a doscientas leguas, si no más, y acaso no alcanzara nunca esa región seca y recalentada. El índice allí era de ciento quince, ciento nueve por encima de lo que se registraba a lo largo de gran parte del sol; con el ajuste estacional —revisó los datos mentalmente—, ciento dieciocho.
Ya se había olvidado del águila.
Según cualquier patrón era un hombre bajo, y delgado como sus riostras mayores; tenía mejores ojos que lo corriente, y la mayoría de sus conocidos lo consideraban introvertido y quizás una pizca frío. Rara vez hablaba; cuando decía algo, era sobre masas de aire y vientos dominantes, sobre mojones de día y mojones de noche, sobre renombrados lindes solares que la ciencia no reconocía (o sólo reconocía a regañadientes) y, por supuesto, sobre alas y trajes de vuelo e instrumentos y módulos de propulsión. Pero es cierto que todos los Voladores hablaban de eso. Como estaba muy cerca del ideal, tanto física como mentalmente, le habían permitido tener tres esposas, pero la segunda lo había dejado luego de menos de un año. La primera le había dado tres ágiles niños de huesos ligeros, sin embargo, y la tercera cinco, alegres y activos como grillos, de los cuales la niña menor era su favorita: la menuda Dreolina de ojos risueños. «Ya le veo las alas», le decía a veces él a la madre; y la madre, que no las veía, siempre asentía contenta. Hacía dieciocho años que Iolar volaba.
Por aumentar la velocidad había perdido altura. Dirigió el empuje hacia arriba, procurando remontarse, pero la temperatura del aire había bajado un poco, y con ella el aire en la descendente corriente diurna del gran lago. Una vez que volara de nuevo sobre tierra habría una corriente ascendente, y resolvió ir con ella todo lo alto que lo llevara. Cuando llegara a esos cirros distantes necesitaría todos los codos de altura que pudiera ganar.
No volvió a ver el águila hasta que la tuvo casi encima, lanzada en picado, las enormes alas impulsándola rumbo al suelo mucho más rápido que una piedra, hasta que en la última fracción de segundo posible plegó las alas, rotó en el aire y descargó en él los espolones: un golpe doble como de puños de gigante acorazado.
Puede que lo aturdiera un momento. Sin duda el violento remolino de tierra y cielo no lo desorientó; supo que el ala izquierda estaba entera y sana, pero la otra no, y que el MP no le respondía. Sospechó que el golpe le había roto media docena de costillas y acaso la columna, pero les prestó poca atención.
Con una destreza soberbia que habría dejado a sus pares boquiabiertos, si hubieran sido testigos, transformó la vertiginosa caída en un lanzamiento controlado, se deshizo del MP y los instrumentos y consiguió reducir la velocidad de descenso a la mitad antes de dar en el agua.
—¡Ha visto ese chapuzón! —dijo Chenilla y se levantó de su asiento en la carreta protegiéndose los ojos del cabrilleo del agua—. En el lago hay unos peces monstruosos. De veras enormes. Me acuerdo de que... No había estado aquí desde que era chica... En todo caso creo que no.
Asintiendo, Seda se asomó fuera del toldo para mirar el sol. Velado por nubes que se movían de este a oeste, ese resplandor dorado que veteaba el cielo era —volvió a recordar— el símbolo visible del Sendero Áureo, la vía de probidad moral y debida devoción que conducía al hombre hacia los dioses. ¿Se había descarriado él? No sentía en sí disposición a ofrecer a Grulla en sacrificio, aunque se lo había sugerido una diosa.
Y, sin duda, no era eso lo que los dioses esperaban de un augur ungido.
—¿Cabezas pescado? —Oreb le tironeó el pelo.
—Cabezas de pescado, claro —le dijo él—. Y es una promesa solemne.
Esa noche ayudaría a Alca a robarle al comisario de Chenilla. Los comisarios eran ricos y opresores; su poder estaba hecho con la sangre y el sudor de los pobres. Sin duda podía prescindir de algunas joyas y la platería. Pero robar estaba mal desde la raíz, aunque se hiciera en servicio de un dios mayor.
Si bien era molpes, al guardar las cuentas en el bolsillo murmuró una oración final a Esfigse. Ella entendería mejor que nadie. Esfigse era medio leona, y los leones tenían que matar criaturas inocentes para comer: ése era el decreto inflexible de Pas, que a cada criatura había dado su comida apropiada salvo al hombre. Habiendo concluido la oración, Seda hizo una levísima reverencia al rostro feroz y benévolo del puño del bastón de Sangre.
—Veníamos a recoger berro —dijo Chenilla—. Más allá, de aquel lado del lago. Nos levantábamos antes del alba y caminábamos hasta aquí, Pátera. No sé cuántas veces he mirado el agua cuando empezaba a alzarse la pantalla. Si no la veía, sabía que aún faltaba mucho camino. Llevábamos papel, cualquier papel que pudiéramos encontrar, y lo mojábamos para envolver el berro; luego volvíamos deprisa a la ciudad a venderlo antes de que se marchitara. A veces no conseguíamos venderlo, y entonces no teníamos otra cosa que comer. Todavía me niego a comer berro. Sin embargo a menudo les compro a las niñas del mercado. Niñas que son como era yo.
—Es una acción muy bondadosa —le dijo Seda, aunque ya estaba haciendo planes.
—Claro que hoy en día no hay mucho, porque los mejores arroyos se han secado. De todos modos yo nunca como. A veces se lo doy a las cabras, ¿sabe? Y a veces simplemente lo tiro. Me pregunto cuántas de las señoras que nos compraban a nosotras no harían lo mismo.
La mujer que iba al lado de Seda dijo:
—Yo hago bocadillos. De berro y queso blanco en pan de centeno. Claro que primero lo lavo bien.
Seda asintió con una sonrisa.
—Es un buen almuerzo cuando hace calor.
Esquivando a Seda, Chenilla le preguntó:
—¿Usted tiene amigos en Limna?
—Parientes —dijo la mujer—. La que vive aquí es la madre de mi marido. Piensa que el aire puro del lago le hace bien. ¿No sería fabuloso que los parientes fueran también amigos?
—¡Ah, quién la oyera! Nosotros buscamos a un amigo, el doctor Grulla. Un hombre bajito, como de cincuenta años, bastante moreno. Tiene una barbita gris...
—Yo no lo conozco —dijo la mujer, apenada—, pero si es médico y vive en Limna seguro que mi suegra sí. Le preguntaré.
—Acaba de comprar un chalé por aquí. Para alejarse de la profesión, ¿sabe? Mi marido lo ayudará con el traslado, y el Pátera ha prometido bendecirlo. Sólo que no recuerdo dónde era.
El hombre que iba a la izquierda de ella dijo:
—Puede preguntar en el Juzgado, en la calle de la Costa. Tendrá que registrar la escritura.
—¿Aquí también hay un Juzgado? —le preguntó Chenilla—. Pensaba que sólo había en la ciudad.
—Es pequeño —dijo el hombre—. Lleva algunas causas locales y tiene un puñado de presos menores. Aquí no hay Alambrada; a los de condenas largas los mandan a Virón. Y se ocupa de los impuestos y los registros de propiedad.
Por entonces la carreta traqueteaba por una estrecha y tortuosa calle empedrada, flanqueada de destartaladas casas de madera de dos o tres plantas, todas con techo en punta, muchas de un mustio gris plata por falta de pintura. Seda y Chenilla, con el hombre que sabía sobre el Juzgado y la mujer que hacía bocadillos de berro, iban sentados de cara a la tierra firme; pero, mirando por encima del hombro, de vez en cuando Seda vislumbraba entre las casas algo de agua sucia y barcas de pesca de alta popa y un solo palo.
—Yo tampoco había venido desde que era chico —le dijo a Chenilla—. Qué raro pensar que hace quince años pescaba aquí. No usan roca de nave como nosotros, ¿verdad? Ni ladrillos de barro.
El hombre que iba junto a Chenilla dijo: —Es que es muy fácil cortar árboles de la orilla y enviar los troncos flotando a Limna.
—Ya. No lo había pensado... Aunque debería haberlo hecho, desde luego.
—No se le ocurriría a muchos —dijo el hombre; había abierto su tarjetero, y sin dejar de hablar extrajo una tarjeta de visita de cartulina—. ¿Me permite dársela, Pátera? Me llamo Vulpes. Soy abogado, y tengo despacho aquí en la calle de la Costa. ¿Conoce el procedimiento si lo detienen?
Las cejas de Seda se dispararon hacia arriba.
—¿Si me detienen? ¡Molpe nos proteja! Espero que no.
—Yo también. —Vulpes bajó la voz hasta que Seda apenas pudo oírlo por los ruidos callejeros y el chirrido de los ejes.— Y creo que todos. ¿Pero conoce el procedimiento?
Seda negó con la cabeza.
—Si les da el nombre y la dirección de un abogado, mandan a buscarlo; es la ley. Pero si no puede darles un nombre y una dirección, se queda sin abogado hasta que su familia descubre qué le ha ocurrido y contrata a alguien.
—Entiendo.
—Y —inclinándose delante de Chenilla, Vulpes enfatizó el argumento con un golpecito en la rodilla de Seda—, si está usted en Limna, no le servirá nadie con despacho en Virón. Tiene que estar domiciliado aquí. Sé que han llegado a esperar, cuando sabían que alguien no tardaría en venir, para detenerlo aquí precisamente por eso. Quiero que se guarde esto en el bolsillo, Pátera; así en caso de necesidad puede mostrarlo. Vulpes, de la calle de la Costa. Aquí mismo, en Limna, donde está el cartel del zorro rojo.
Con la palabra zorro la carreta paró entre crujidos y el cochero gritó:
—¡Todos abajo! Vuelta a Virón a las cuatro, las seis y las ocho. Sale de aquí, pero guay del que no esté en punto.
Cuando iba a entrar en el establo, Seda lo tomó de la manga.
—¿Me diría algo de Limna, cochero? No la conozco en absoluto.
—¿La distribución, quiere decir? —El cochero se pellizcó pensativamente la nariz.— Muy sencillo, Pátera. No es un lugar tan grande como Virón. Lo primero que tiene que aprenderse es dónde estamos ahora, así sabrá dónde debe tomar la carreta de vuelta. Ésta es la calle del Agua, ¿ve? Y aquí estamos muy cerca del centro. Calles que valgan algo, sólo hay tres: la del Muelle, la del Agua y la de la Costa. Toda la ciudad se curva sobre la bahía. Es una especie de herradura, sólo que no tan doblada. ¿Comprende lo que le digo? La de dentro es la calle del Muelle; ahí está el mercado. La de fuera es la calle de la Costa. Si quiere salir en barca, la del Muelle es el lugar, y yo puedo darle un par de nombres buenos. Si quiere comer, pruebe en El Pejegato o el A Toda Vela. La Farola Oxidada también es bastante bueno, si tiene bolsillos anchos. ¿Se queda a pasar la noche?
Seda negó con la cabeza.
—Nos gustaría volver a la ciudad antes de que oscurezca, si podemos.
—Pues entonces la carreta de las seis —dijo el cochero, y se alejó.
Cuando se hubo ido, Chenilla dijo:
—No le preguntó dónde viven los consejeros.
—Si no lo sabemos ni tú ni Alca ni yo, no puede saberlo cualquiera —le dijo Seda—. El mismo Grulla lo habrá averiguado por su cuenta, y lo que más nos conviene hoy es averiguar a quién le preguntó. Dudo que él haya venido en carreta. El ésciles tenía un palanquín de alquiler.
Ella asintió.
—Tal vez sea mejor que nos dividamos, Pátera. Usted para arriba, yo para abajo.
—No estoy seguro de entenderte.
—Usted habla con la gente respetable de los lugares respetables. Yo averiguaré en las tabernas. Alca... ¿cuándo dijo que nos encontraría?
—A las cuatro —contestó Seda.
—Entonces nos vemos aquí a las cuatro. Podemos comer un bocado con Alca, y contarnos lo que hayamos averiguado.
—Fuiste muy hábil con la mujer de la carreta —dijo Seda—. Ojalá yo lo haga la mitad de bien.
—Pero no nos valió de nada. Aténgase a la verdad, Pátera. O manténgase cerca... No creo que vaya a ser muy bueno en... lo otro. ¿Qué va a decir?
Seda se acarició la mejilla.
—Lo estuve pensando en la carreta, y me pareció que tengo que adaptarme a las circunstancias. Podría decir, por ejemplo, que un hombre tal y cual presenció un exorcismo que llevé a cabo y que, como no he vuelto a la casa afectada, espero que él pueda decirme si ha servido.
Chenilla asintió.
—Totalmente cierto... De cabo a rabo. Le irá muy bien. Ya lo veo. Seda —Hacía un rato ya que estaba cerca de él, obligada por la presión del tráfico callejero; se acercó todavía más, tanto que sus pechos rozaron la toga.— No me quieres, Pátera. No me querrías ni aunque olvidaras que he sido de... Alca ¿Pero quieres a Jaci? Dímelo...
—No debería —dijo él con tono lastimero—. No está bien, y un hombre como yo, un augur, tiene poco y nada que ofrecerle a una mujer. Ni dinero ni un verdadero hogar. Sólo que ella es como... Al parecer hay cosas que, por mucho que me esfuerce, no puedo apartar del pensamiento. Una de ellas es Jacinta.
—Bueno, yo también soy una de ellas. —Rápidos y ardientes, los labios de Chenilla tocaron los de él. Cuando Seda se recuperó, la muchacha se había perdido entre porteadores y buhoneros, visitantes apresurados y bamboleantes pescadores de paseo.
—¡Adiós, muchacha! —Oreb la despidió agitando el ala ilesa—. ¡Cuidado! ¡Buena suerte!
Seda respiró hondo y miró alrededor. Allí, en el extremo más cercano a Virón, el lago Limna había criado una ciudad propia, súbdita de la ciudad pero curiosamente desapegada.
O, más exactamente (los dos primeros dedos dibujaron lentos círculos en la mejilla), el lago Limna, en su retirada, había arrastrado un trozo de Virón. En un tiempo la Orilla había sido la ribera —o la calle del Muelle, como se llamaba allí. A juzgar por el nombre, lo mismo había sido en su día la calle de la Costa: un adoquinado que anunciaba los atracaderos, con construcciones que daban al agua. Con la continua mengua del lago había nacido la calle del Agua, donde ahora estaba él. Más adelante, haría unos veinte o treinta años, la calle del Agua había quedado atrás como el resto.
Y, con todo, el lago seguía siendo inmenso. Intentó imaginarlo como habría sido cuando los primeros colonos habían ocupado la ciudad vacía construida para ellos en lo que era entonces el extremo norte, y concluyó que debía de tener el doble del tamaño actual. ¿Llegaría un momento —dentro de tres siglos más— en que no quedara nada del lago? Más probable parecía que el lago fuera a ser la mitad de grande que ahora; y sin embargo llegaría sin duda el momento, en seiscientos años o en mil, en que desaparecería del todo.
Echó a andar, preguntándose vagamente dónde estarían los lugares respetables que la diosa deseaba que visitara. O al menos cuáles de esos lugares serían más aptos para obtener información valiosa.
Llevado por reminiscencias infantiles de agua fresca y vistas infinitas, enfiló un callejón de un solo tramo que salía a la calle del Muelle. Una docena de barcas de pesca descargaba allí plateados torrentes de truchas, sábalos, percas y lubinas; las fondas servían pescado tan fresco como el de los mejores restaurantes de la ciudad, diez veces más barato; y puntiagudas posadas de postigos coloridos exhibían letreros para los ansiosos de cambiar las comodidades de Virón por céfiros en pleno verano y los que, en la estación que fuese, se deleitaban nadando, pescando o navegando.
Allí estaba también, no tardó en descubrir Seda, ese cartel nuevo que había visto con Chenilla cuando la carreta salía de la ciudad; el cartel que ofrecía a los «jóvenes fuertes» la oportunidad de hacerse guardias a tiempo parcial y prometía un eventual empleo de tiempo completo. Leyéndolo otra vez, Seda recordó las vísceras oscuramente amenazadoras de la oveja. Nadie hablaba de guerra todavía... salvo los dioses. O bien, reflexionó, sólo los dioses y ese cartel hablaban de guerra a quien quisiera escuchar.
Habían tachado con tinta negra la penúltima línea del cartel para sustituirla por la frase Juzgado de Limna; presumiblemente, la nueva brigada de reserva iba a establecer en el lago una o dos compañías; tal vez un batallón entero, si se persuadía a suficientes pescadores de que debían alistarse.
Por primera vez se le ocurrió que Limna sería una base o zona de permanencia excelente para cualquier ejército que marchara contra la ciudad, ya que ofrecía abrigo contra muchas de las tropas enemigas, si no todas, resguardo contra sorpresas provenientes del sur, una fuente permanente de alimentos y agua ilimitada para hombres y animales. No extrañaba entonces que a Grulla le hubiera interesado enterarse de que allí vivían los consejeros, y que había acudido un comisario a deliberar con ellos.
—¡Cabezas pescado! —Oreb aleteó del hombro de Seda al suelo, y a una inesperada velocidad recorrió tres cuartas partes de un embarcadero para picotear.
—Sí —murmuró Seda para sí—, cabezas de pescado al fin, y vísceras también.
Mientras recorría el embarcadero, admirando la extensa pureza azul del lago y las docenas de naves cabeceantes que lo salpicaban con sus níveas velas, meditó en la comida de Oreb.
Esos peces pertenecían a Escila, tal como las serpientes pertenecían a su madre Equidna y los felinos de toda clase a su hermana menor Esfigse. La Encrespada Escila, patrona de la ciudad, permitía graciosamente a sus devotos capturar todo el pescado que necesitasen, sujetos a ciertas restricciones y antiguas prohibiciones. No obstante, los peces —hasta los restos que comía Oreb— eran de ella, y el lago era su palacio. Si en Virón la devoción a Escila era todavía fuerte, como lo era aunque hubieran pasado dos generaciones desde que ella había manifestado su divinidad en una Ventana Sagrada, ¿cómo sería en Limna?
Reuniéndose con Oreb, se sentó sobre un cómodo pilote, se quitó del tobillo fracturado la casi milagrosa venda de Grulla y azotó con ella las maltrechas tablas del embarcadero.
¿Y si Grulla deseaba alzar en la costa un santuario a Escila en cumplimiento de un voto? Si podía regalar azots a informantes predilectos, sin duda podía costearse un santuario. Aunque de construcción sabía poco, Seda estaba seguro de que por mil tarjetas o menos era posible construir al borde del lago un santuario modesto pero apropiado y del todo aceptable. Grulla bien podría pedirle a su consejero espiritual —él mismo— que eligiera un terreno adecuado.
Mejor todavía: suponiendo que el agradecido constructor fuera el comisario de Chenilla, nadie cuestionaría la capacidad de una persona así para financiar el costo entero de una edificación incluso muy compleja. No sería un manteón, porque no podría tener Ventana Sagrada, pero quizás albergara ceremonias de sacrificio. Apadrinada por un comisario, bien podría mantener a un augur residente; a alguien como él.
Y Grulla habría ido adonde había ido el comisario de Chenilla, suponiendo que hubiera averiguado cuál era el lugar.
—¡Bueno! ¡Bueno! —Oreb había terminado su almuerzo; en equilibrio sobre una plana pata roja, se rascaba el pico con la otra.
—No me manches la túnica —le dijo Seda—. Te advierto que me enfadaré.
Mientras se volvía a poner la venda de Grulla, intentó imaginarse al comisario. Dos consejeros lo habían citado en el lago para mantener una reunión, era de presumir que confidencial y posiblemente relacionada con asuntos militares. Casi con seguridad (decidió Seda) viajaría a Limna en flotadora; pero allí —también casi con seguridad— dejaría la flotadora y el chofer por una forma de transporte que llamara menos la atención.
Para concentrar los pensamientos como hacía a menudo en la palestra, Seda apuntó el índice a su mascota.
—Podría haber alquilado un burro, por ejemplo, como hicimos Alca y yo la otra noche.
Una pequeña barca se deslizaba hacia el muelle con un hombre canoso al timón y dos presurosos muchachos que arriaban la única vela.
—¡Eso es!
El grajo le echó una mirada socarrona.
—Alquilaría una barca, Oreb. Quizá con uno o dos tripulantes de confianza. Una barca sería más rápida que un burro y hasta un caballo. El comisario llevaría a un secretario o un actuario personal, e iría directamente al lugar del lago que...
—¿Seda bien? —Oreb dejó de acicalarse las plumas rojas del pecho para estirar la lustrosa cabeza hacia Seda—. ¿Todo bien?
—No. Levemente equivocado. No alquilaría una barca. Le costaría dinero propio y quizá pensase que no podía confiar en los tripulantes. Pero la ciudad ha de tener barcas (para impedir peleas entre pescadores, por ejemplo) y quienquiera que la gobierne se desviviría por ayudar a un comisario. De modo que a bordo ya, pájaro tonto. Vamos al Juzgado. —Tras buscar en varios bolsillos, Seda encontró la tarjeta de visita del abogado.— Calle de la Costa. Tenía el despacho en la calle donde está el Juzgado, Oreb, ¿te acuerdas? Sin duda es cómodo cuando tiene que ir rápido al tribunal.
La puerta del gran hangar se abrió, y el viejo cometero alzó la vista sorprendido.
Desde el umbral, un hombrecito de barba gris dijo:
—Perdón. No sabía que estaba aquí.
—Estoy guardando mis cosas. Ya me marcho —explicó el cometero. Durante un instante se preguntó si Mosqueta, pensando que podía robar algo, no habría enviado a ese hombre para que lo vigilara.
—He oído hablar de la cometa. ¿La construyó usted? Todos dicen que era un trabajo soberbio.
—Bonita no era, le aseguro. —El cometero ató con un cordel un haz de varillas finas.— Pero ellos la querían así, y era de las más grandes que he hecho. Cuanto más grandes, más alto vuelan. Para volar alto tienen que alzar mucho cable, ¿sabe?
—Soy el doctor Grulla —dijo el de barba—. Debería haberme presentado antes—. Recogió una lámpara de aceite de pescado y la agitó suavemente.— Casi llena. ¿Ya le han pagado?
—Me pagó Mosqueta. Todo. —El cometero se palmeó el bolsillo.— Nada de tarjetas: un pagaré del tesoro. Supongo que lo habrá enviado Sangre para llevarme hasta la salida.
—Exacto, antes de marcharse. Es que se han ido todos, creo. En todo caso se han ido Sangre y Mosqueta, los guardias y algunos criados. El cometero asintió.
—Se han llevado todas las flotadoras. Aquí dentro había un par. Y las galopadoras también. ¿Se supone que antes de partir debo hablar con Sangre? Mosqueta no me dijo nada.
—Que yo sepa, no. —Grulla sonrió.— La puerta delantera está abierta y al talus lo han despedido, así que puede salir cuando quiera. Claro que si quiere quedarse, bienvenido. Quizá cuando vuelvan, Sangre lo envíe a su casa con un chofer. Y, por cierto, ¿adónde habrán ido? Nadie me lo ha dicho.
El cometero, que buscaba por ahí su raedera favorita, la encontró bajo un montón de trapos. —Al lago. Eso dijeron algunos. Grulla asintió con una nueva sonrisa. —Entonces me temo que tardarán un buen rato. Pero lo invito a esperar, si quiere. —Cerró la puerta tras de sí y volvió deprisa a la villa. Si no miraba ahora, ¿cuándo?, se preguntó. Nunca tendría mejor oportunidad. La puerta de la despensa estaba abierta, y la que llevaba al sótano sin llave.
El sótano era profundo y muy oscuro y, por lo que había recogido charlando con los lacayos, más abajo aún había una bodega que podía o no ser el subsótano mencionado por una mucama. A mitad de la escalera Grulla se detuvo a levantar la lámpara.
Vacío. Maquinaria oxidada y cubierta de polvo que casi con seguridad no volvería a funcionar nunca. Y...
Bajó el resto de los escalones y, trotando por el sucio suelo desparejo, echó una mirada. Tarros de conservas: melocotones en coñac y encurtidos. Sin duda habían venido con la casa.
¿Habrían apostado un centinela en la entrada de los túneles? Hacía un tiempo que Grulla había llegado a la conclusión de que no. La puerta (si había una puerta) estaría cerrada con llave o atrancada. Posiblemente oculta, además; situada en una cámara secreta o algo así. Allí, tras las hileras de estantes, había otra escalera, y en el polvo, sí, huellas aún visibles que iban en la misma dirección que él.
Esta vez un breve tramo de escalones con una puerta cerrada al fondo. Durante medio minuto que pareció eterno, la ganzúa exploró la cerradura antes de que el pomo girara echando atrás el pestillo.
El chirrido de bisagras activó una luz cuyo reptar perpetuo la había acercado a la cúspide de la alta bóveda superior. A ese resplandor brumoso, Grulla vio estanterías con no menos de quinientas botellas de vino; pilas de cajas de coñac, aguardiente, ron y cordiales; y barriletes, presumiblemente de cerveza fuerte. Corrió varios para estudiar el suelo; luego lo revisó todo y al fin golpeteó los muros.
Nada.
—Vaya, vaya, vaya, vaya —murmuró—. Un trago no me vendría mal. —Abriendo una rechoncha botella negra claramente ya violada, dio un largo sorbo de un aguardiente pálido y fuerte, volvió a poner el corcho e hizo una última inspección.
Nada.
Cerró silenciosamente la bodega y giró el pomo en el sentido del reloj; el amortiguado chirrido del pestillo le trajo el desagradable recuerdo de un perrito al que una vez Mosqueta había torturado.
Por un momento pensó en dejar la puerta sin pestillo; ahorraría tiempo y era casi seguro —si de hecho el mayordomo de Sangre u otro lo descubría alguna vez— que culparían a un criado negligente. No obstante, la prudencia y un largo entrenamiento lo urgieron a dejar todo como lo había encontrado.
Con un suspiro sacó las ganzúas, torció la que había usado para entrar y obtuvo la recompensa de un leve chasquido.
—Lo hace muy bien, ¿no?
Grulla dio media vuelta. Desde lo alto del breve tramo de escalones, alguien —en la tenue luz del sótano parecía un hombre alto, apuesto y canoso— lo miraba.
—Espero que me reconozca.
Grulla dejó caer las ganzúas, desenfundó y disparó en un solo movimiento; en el reducido espacio el rápido tableteo del lanzagujas sonó con una fuerza antinatural.
—Con eso no va hacerme nada —le informó el consejero Lemur—. Venga, démela y yo lo llevaré adonde intentaba ir.
—Esta primavera vino un comisario —le dijo Seda a la regordeta mujer madura sentada tras el escritorio atestado—. Muy gentilmente le proporcionaron una embarcación pequeña. —Le dedicó su sonrisa más comprensiva.— No es mi intención pedirle que también me faciliten una barca a mí. Entiendo que no soy comisario.
—¿La primavera pasada, Pátera? ¿Un comisario de la ciudad? —La mujer parecía perpleja.
En el preciso instante en que se convencía de haber olvidado el nombre del comisario, Seda lo recordó; se inclinó más hacia la mujer, deseando haberle pedido a Chenilla una descripción más detallada.
—El comisario Simuliid. Es un oficial de extrema importancia. Un hombre alto y —Seda se esforzó por reproducir la perpetua nota de prudencia y confidencialidad de le prochain ami— ejem... corpulento. Lleva bigote.
Como la mujer seguía con la expresión en blanco, desesperadamente añadió:
—Un bigote de lo más sentador, diría yo, aunque tal vez...
—¿El comisario Simuliid, Pátera?
Seda asintió con fervor.
—No fue hace tanto tiempo —dijo la mujer—. No era primavera. Hace dos meses, digamos. Tres a lo sumo. Un día de un calor terrible, me acuerdo, y el comisario llevaba un gran sombrero de paja. ¿Sabe de qué le hablo, Pátera?
Seda intentó alentarla.
—Perfectamente. Yo tuve uno igual.
—Y también llevaba bastón. Más grande que el suyo. Pero no quería una barca. Si hubiera pedido, a nosotros nos habría alegrado prestársela, o sea que no fue eso. —La mujer mordisqueó el lápiz.— Pidió algo que no teníamos, pero no recuerdo qué.
Oreb estiró la cabeza.
—¡Pobre muchacha!
—Es cierto —dijo Seda—, si no pudo ayudar al comisario Simuliid.
—Sí que lo ayudé —replicó la mujer—. Lo sé muy bien. Se marchó de lo más satisfecho.
Seda pugnó por parecer un augur experto en alternar con comisarios.
—La verdad es que no lo oí quejarse de usted.
—¿Y no sabe qué quería, Pátera?
—No sé qué quería de usted —le dijo a la mujer regordeta—, porque mi impresión era que quería una barca. Tengo entendido que a lo largo de la costa hay unas vistas maravillosas; y he pensado que para el comisario Simuliid... o para cualquiera sería una acción de gran mérito erigir en un punto de ésos un santuario como es debido a nuestra Patrona. Una cosa delicada y no muy pequeña. Por lo que lo conozco, es muy posible que el comisario haya estado pensando lo mismo.
—¿Seguro que no ofreció reparar alguno existente, Pátera? ¿O construir un anexo? ¿Algo por el estilo? Cerca de aquí hay un altar a Escila, muy bonito, adonde suele ir gente importante de la ciudad a... bueno, reflexionar un poco.
Seda chasqueó los dedos.
—¡Un anexo! Un pequeño edificio adjunto para la práctica de la hidromancia. ¡Pero claro! Hasta yo debería haberme dado cuenta...
Oreb graznó:
—¿No corta?
—No a ti, en todo caso —le dijo Seda—. Y ese altar ¿dónde está, hija mía?
—¿Dónde...? —De pronto la mujer sonrió.— Vaya, ahora recuerdo qué quería el comisario Simuliid. Un mapa. Cómo llegar, en realidad. No tenemos mapas donde figure el santuario; hay una especie de reglamento, pero no le hace falta. No tiene más que seguir la Vía de los Peregrinos, le dije yo. Hacia el oeste siguiendo la bahía, y luego al sur subiendo el promontorio. Es toda una subida, pero si sigue las piedras blancas no hay posibilidad de que se pierda. —La mujer sacó un mapa.— Aquí no está, pero le mostraré. Lo azul es el lago, y estas líneas negras vienen a ser Limna. ¿Ve la calle de la Costa? El santuario está aquí donde le señalo, ¿ve? Y por aquí es por donde la Vía de los Peregrinos sube al acantilado. ¿Usted piensa ir, Pátera?
—En la primera ocasión —le dijo Seda. Simuliid había hecho el peregrinaje; eso parecía prácticamente seguro. La cuestión era si Grulla lo había seguido—. Y te agradezco muchísimo, hija mía. Me has sido de enorme ayuda. ¿Has dicho que hasta los consejeros van a veces a meditar? Un conocido mío, el doctor Grulla... Quizá lo conozcas; creo que pasa buenos ratos aquí en el lago...
La mujer sacudió la cabeza.
—Ah, no, Pátera. Me parece que son demasiado viejos.
—Entonces el doctor Grulla me habrá informado mal. Pensé que había obtenido su información aquí, muy probablemente por tu intermedio. Un hombre bajito, de barba gris, corta...
—Me parece que aquí no ha estado, Pátera —negó la mujer—. Pero en realidad no creo que vengan consejeros. Tal vez él pensara en comisarios. De ésos hemos tenido varios, y jueces y así, y a veces quieren ir en barca, pero tenemos que decirles que no se puede. Es arriba de un acantilado, y desde el agua no hay sendero. Hay que seguir la Vía de los Peregrinos. Ni siquiera se puede ir montado, porque hay escalones tallados en la roca. Supongo que por eso no vienen los consejeros. Yo nunca he visto un consejero.
Él tampoco, reflexionó Seda al salir del Juzgado. ¿Alguien había visto alguno? Lo que él había visto eran retratos —de hecho en el Juzgado había uno de grupo—, y tan a menudo que hasta que lo había pensado realmente nunca había visto a los consejeros mismos. Y no recordaba saber de nadie que los conociera.
Pero Simuliid los había visto, o eso al menos le había dicho a Chenilla. Al parecer, no en el santuario de Escila, porque allí nunca iban consejeros. En alguno de los restaurantes, tal vez, o en una barca.
—¿No corta? —Oreb necesitaba más garantías.
—En absoluto. De todos modos los santuarios no son los mejores lugares para sacrificar, aunque se haga a menudo. Es más probable que la persona bien instruida, como yo, visite un santuario para meditar o hacer lecturas religiosas.
Según la mujer del Juzgado, a aquel santuario lacustre de Escila solían ir diversas figuras políticas de la ciudad. Resultaba extraño: por mucha exhibición de fe que hicieran los políticos, él nunca había oído de ninguno que pareciera tener un sentimiento religioso genuinamente hondo. Según todo el mundo menos Rémora, el prolocutor influía muy poco en los gobernantes de la ciudad.
Sin embargo Alca o Chenilla —seguramente Alca— había calificado a Simuliid, a quien conocía de vista, de peso buey o algo por el estilo. En todo caso había sugerido que era un hombre grande y pesado. Pero Simuliid había peregrinado al santuario de Escila a pie (o así parecía), y ya en época de calor. Eso parecía en extremo improbable, sobre todo si allí no podía encontrarse con los consejeros.
Sin dejar de andar Seda se masajeó la mejilla, mirando ociosamente los escaparates. Era muy concebible que el alarde del comisario Simuliid ante Chenilla no fuera más que una mentira jactanciosa, en cuyo caso Chenilla no se había ganado las cinco tarjetas y Grulla había ido hasta allí a perder el tiempo.
Pero, hubiera Grulla perdido el tiempo o no, al parecer no había rastreado a Simuliid, como él, a través del Juzgado de Limna. Bien podía ser que no lo hubiera rastreado en absoluto.
—Aquí hay algo muy torcido, Oreb. Estamos como un ratón detrás del enchapado, no sé si me entiendes.
—¿No barca?
—Ni barca, ni doctor ni consejeros. Dinero tampoco. Ni manteón. Ni siquiera habilidad: ni pizca de lo que el Extraño haya creído ver en mí. —Aunque los dioses inmortales, según enseñaba la razón y confirmaban las Escrituras, no «creían» ver cosas. En realidad no.
Los dioses sabían.
Sin un propósito especial en mente, Seda había ido paseando hacia el oeste por la calle de la Costa. De pronto la encontró obstruida por un peñasco de gran tamaño, pintado de blanco y toscamente labrado con la imagen tentacular de Escila.
Fue hasta el centro de la calle a examinar la imagen de cerca y debajo descubrió una oración rimada. Trazando en el aire el signo de adición, antes de empezar el rezo le pidió ayuda a Escila (recordándole que su ciudad necesitaba un manteón y disculpándose por haberse precipitado hacia el lago con escasos motivos para creer que podía obtener algo), divertido en parte al observar que los rasgos de la gran diosa pintados en la piedra se parecían casualmente a los de la obsequiosa mujer del Juzgado.
Los miembros del Ayuntamiento no visitaban nunca el santuario, había dicho ella, aunque los comisarios iban muy a menudo. ¿Lo visitaba la mujer con alguna frecuencia, como para saber quién iba y quién no? Casi seguro que no—, decidió Seda.
Con un respingo, se percató de que media docena de paseantes lo estaban mirando rezar con la cabeza inclinada ante la imagen; cuando se alejaba, un hombre robusto de más o menos su misma edad se excusó antes de preguntarle si tenía pensado peregrinar al santuario.
—Es una de las cuestiones en que he rogado a la diosa que me guíe —explicó Seda—. Hace unos minutos le he dicho a una buena mujer que en la primera oportunidad que tuviera iría. Fue un arrebato, desde luego, porque es muy difícil juzgar qué significa «oportunidad». Hoy tengo aquí unos asuntos, por lo que puede decirse que no habrá ninguna; pero existe la posibilidad remota de que un peregrinaje al santuario los favorezca. De ser así, claramente iría.
Una mujer de más o menos la misma edad dijo:
—Con este calor no debería ni ocurrírsele, Pátera.
—¡Buena muchacha! —rezongó Oreb.
—Mi esposa Antrisca —dijo el hombre robusto—. Yo me llamo Coipo, y hemos hecho el peregrinaje dos veces. —Seda iba a hablar, pero Coipo lo paró con un gesto.— En ese local hay bebidas frías. Si piensa andar hoy hasta el santuario necesitará todo el líquido que pueda llevar. Nos gustaría convidarlo con algo. Pero si nos permite usted, y nos escucha, probablemente no vaya.
—¡Sed!
Antrisca rió y Seda dijo:
—Calla, Oreb. Yo también tengo, si vamos a eso. Dentro estaba agradablemente fresco y Seda tuvo la impresión, al entrar desde el sol, de que también estaba muy oscuro.
—Tienen cerveza, zumos de fruta... incluso leche de coco, si no ha probado, y agua mineral —dijo Coipo.— Pida lo que guste. —Al camarero que apareció en seguida, mientras se sentaban, le dijo:— Mi esposa tomará naranja amarga y yo la cerveza que lleve más tiempo en el frío. —Se volvió hacia Seda:—¿Y usted, Pátera? Lo que quiera.
—Agua mineral, por favor. Agradecería que fueran dos vasos.
—Acabamos de ver su retrato en una valla —le dijo Antrisca—. No debe de hacer más de cinco minutos... Un augur con un pájaro en el hombro, artísticamente muy logrado, en tiza y carbonilla. Sobre su cabeza el artista había escrito «¡Seda está aquí!» Y ayer en la ciudad vimos escrito «Seda para caldé».
Seda asintió sombríamente.
—No he visto el retrato con el pájaro que mencionas, pero creo que imagino quién lo dibujó. De ser así, tendré que hablar con ella.
El camarero puso en la mesa tres botellas recamadas de gotas —amarilla, marrón y transparente— con cuatro vasos y apuntó la cifra en una pizarrita. Sonriendo, Coipo tocó la botella marrón. —Los ésciles hay un gentío y todo está tibio. Probablemente éstas quedaron bien abajo. Seda asintió.
—Bajo tierra siempre está fresco. Supongo que la noche que rodea al mundo ha de ser una noche de invierno.
Coipo, que abría la botella de zumo de su mujer, lo miró con sorpresa.
—¿Nunca has pensado qué hay más allá del mundo, hijo mío?
—¿Quiere decir si uno cava mucho? ¿No es tierra, por muy hondo que baje?
Abriendo su propia botella, Seda sacudió la cabeza.
—El minero más ignorante sabe que no es así, hijo. Hasta un sepulturero (ayer hablé con varios y en absoluto les faltaba inteligencia) te diría que el suelo que labran nuestros arados es apenas más grueso que la altura de un hombre. Debajo hay arcilla y grava, y luego piedra o roca de nave.
Mientras ordenaba los pensamientos, Seda vertió agua en un vaso para Oreb.
—Bajo esa capa de piedra y roca de nave, no tan gruesa como podrías figurarte, el mundo gira en el vacío... en una noche que se extiende sin límites en todas direcciones. —Hizo una pausa, recordando, mientras se llenaba el vaso.— Pero está toda salpicada de chispas de colores. Una vez me contaron qué son, aunque ahora no lo recuerdo.
—Yo creía que es sólo que allí abajo no llega el calor.
—Llega —dijo Seda—. Llega mucho más lejos que la cisterna, y más hondo que los pozos de mi manteón, que no deja de dar agua fría si uno bombea lo suficiente. De hecho se extiende hasta la piedra más exterior del mundo, y allí se pierde en la noche gélida. De no ser por el sol, el don primero y supremo que Pas dio al mundo, nos congelaríamos todos. —Seda observó un momento cómo Oreb bebía del vaso; luego bebió largamente del suyo.— Gracias a los dos. Es muy buena.
Antrisca dijo:
—Yo no discutiría con Pas ni con usted sobre el valor del sol, Pátera, pero también puede ser peligroso. Si de veras quiere ver el santuario, me gustaría que pensara en la posibilidad de peregrinar al atardecer, cuando baja el sol. ¿Te acuerdas de la última vez, Coipo?
El marido asintió.
—Habíamos ido el verano anterior, Pátera. Disfrutamos de la caminata y, como desde el santuario hay una vista magnífica, este año decidimos hacerlo de nuevo. Cuando al fin nos pusimos en marcha ya maduraban los higos, pero no hacía tanto calor como ahora.
—Ni por mucho menos —intervino Antrisca.
—Así que allá fuimos, y empezó a hacer cada vez más calor. Cuéntale tú, cariño.
—Él se salió del camino —dijo Antrisca—. «La Vía de los Peregrinos», o como lo llamen. Yo veía delante las dos piedras siguientes, pero él se estaba desviando hacia la derecha, hacia... no sé cómo lo llaman. Ese vallecito entre dos lomas.
—¿Garganta? —sugirió Seda.
—Sí, eso. La garganta. Y yo dije: «¿Adónde vas? No es por ahí». Y él dijo: «Ven, ven, que si no no llegaremos nunca». Así que corrí tras él y lo alcancé.
En un año más tendrían un hijo, pensó Seda. Se los imaginó a los tres cenando en un patiecito, hablando y riendo. Aunque Antrisca no era ni tan guapa ni tan encantadora como Jacinta, se descubrió envidiando a Coipo de todo corazón.
—Y se acababa. La garganta. Terminaba justo en una pendiente demasiado empinada para subir, y él no supo qué hacer. Al fin yo dije: «¿Dónde piensas que estamos yendo?». Y él dijo: «A casa de mi tía».
—Ya. —Seda había vaciado el vaso; se sirvió el resto de la botella.
—Tardé un buen rato en llevarlo de nuevo al sendero, pero cuando llegamos vi que se nos acercaba un hombre, un hombre que volvía del santuario. Le pedí ayuda a los gritos y él paró y me preguntó qué pasaba e hizo andar a Coipo un poco más hasta un lugar donde había sombra, y allí lo hicimos echarse.
—El calor, claro —dijo Seda.
—¡Sí! Exacto.
Coipo asintió.
—Yo me había hecho un lío, y no sé cómo se me metió la idea de que estábamos en la ciudad, yendo a casa de mi tía. Me preguntaba qué pasaba con la calle. Por qué había cambiado tanto.
—Bueno, el caso es que el hombre aquel se quedó hasta que Coipo se sintió mejor. Dijo que así empezaban los infartos, y que lo que había que hacer era escapar del sol y echarse, y, si era posible, comer algo salado y beber agua fría. Sólo que nosotros no podíamos porque no habíamos llevado nada, y estábamos demasiado arriba para bajar al lago. Era médico.
Seda le clavó la mirada.
—¡Dioses míos!
—¿Qué pasa, Pátera?
—Y hay gente que no cree. —Terminó el agua.— Yo... Aun yo... que bien debería saber, si hay alguien que deba... me comporto a menudo como si no hubiera en el mundo fuerzas superiores a mi magra fuerza. Supongo que por pura fórmula tendría que preguntaros cómo se llama ese médico; pero no me hace falta. Lo sé.
—Lo he olvidado —admitió Coipo—, aunque se estuvo allí conversando un par de horas, calculo.
Antrisca dijo:
—Tenía barba y era apenas más alto que yo.
—Se llama Grulla —les dijo Seda, y le hizo una seña al camarero.
Antrisca asintió.
—Cierto. ¿Es amigo suyo, Pátera?
—No exactamente. Conocido. ¿Queréis más, vosotros? Yo voy a pedir otra.
Dijeron que sí, y Seda le habló al camarero.
—Yo pago todo. Las primeras bebidas y éstas también.
—Si quiere pagar ahora, son cinco bits, Pátera. ¿Sabe algo de ese Pátera Seda de la ciudad?
—Algo —respondió Seda—. No tanto como debería, por cierto.
—¿Se le apareció una diosa en la Ventana? ¿Qué es, una especie de milagrero?
—Lo primero es cierto —dijo Seda—. Lo segundo no. —Se volvió hacia Coipo y Antrisca.— Dijisteis que el doctor Grulla conversó con vosotros un rato. Si no es abusar de nuestro breve trato, ¿puedo preguntaros de qué habló?
—Él es el Pátera Seda —le dijo Antrisca al camarero—. ¿No ve el pájaro?
Seda puso seis tarbits en la mesa.
Coipo dijo:
—Quiso saber si mi madre y mi padre tenían buena salud y no dejaba de palparme la piel. Y de qué había muerto mi abuela. De eso me acuerdo.
—Preguntó un montón de cosas —dijo Antrisca—. Y todo el rato me hacía abanicarlo... A Coipo, digo.
Oreb, que venía escuchando atentamente, hizo una demostración con el ala sana.
—Muy bien, pajarito. Perfecto. Sólo que yo usaba el sombrero.
—Debo conseguirme uno —murmuró Seda—. Conseguirme otro, mejor dicho. Por suerte tengo dinero suficiente.
—¿Un sombrero? —preguntó Coipo.
—Sí. Si hasta el comisario llevaba... No importa. No conozco a ese hombre, y no quiero haceros creer lo contrario. Ya me he pasado en eso. Lo que debería decir es que antes de partir hacia el santuario quiero comprarme un sombrero de ala ancha. Sé que he visto algunos en un escaparate.
El camarero llevó tres nuevas botellas sudorosas y tres vasos limpios.
Coipo le dijo a Seda:
—Aquí la mitad de las tiendas venden. Saliendo al lago en barca se puede quemar feo.
—Incluso nadando, porque la gente sobre todo va a sentarse en las rocas. —Antrisca rió; tenía una risa atractiva que a Seda le recordó otra.— Vienen de la ciudad porque el lago es bonito y frío, y se creen que eso quieren. Pero, en cuanto se meten, la mayoría sale corriendo.
Seda asintió, sonriendo.
—Un día de éstos tendré que probar yo. ¿Recordáis otras preguntas del doctor Grulla?
—Quién construyó el santuario —dijo Coipo—. Fue el consejero Lemur, hace unos veinticinco años. Hay una placa de bronce que lo dice, pero el doctor no la habrá visto.
—Quiso saber si Coipo era de la familia. Me parece que no sabía qué es un coipo. Y si lo conocía a él, o a algún pariente, y qué edad tenían. Contó que la mayoría se habían hecho consejeros nuestros hacía más de cuarenta años, así que entonces debían de ser muy jóvenes.
—No estoy seguro de que sea cierto —le dijo Coipo a su mujer.
—Y si no sabíamos lo mal que estaban algunas de las demás ciudades, y si no pensábamos que teníamos que ayudar. Yo dije que lo primero que debíamos hacer era cerciorarnos de que en esos lugares se repartía bien la comida propia, porque muchos problemas vienen de algunos que compran grano y esperan a que suban los precios. Le dije que a mí los precios de Virón ya me resultaban bastante altos para tener que enviar arroz a Palustria.
Volvió a reírse, y Seda rió con ella mientras se guardaba en el bolsillo delantero de la túnica la botella de agua sin abrir; pero su pensamiento ya seguía el sendero de piedras blancas, la Vía de los Peregrinos que subía por los acantilados del borde del lago, desde Limna hasta el santuario de Escila —el santo lugar que habían visitado tanto el doctor Grulla como el comisario Simuliid.
Cuando casi una hora después se puso en marcha, el sol parecía un enemigo vivo, una serpiente de fuego atravesada en el cielo, poderosa, venenosa y maligna. La Vía del Peregrino reverberaba de calor, y la tercera piedra blanca, en la que se sentó para recargar la venda de Grulla, quemaba más que la tapa de una tetera puesta al fuego.
Mientras se enjugaba la frente con la manga, intentó recordar si había hecho el mismo calor dos o tres meses antes, cuando había peregrinado Simuliid, y concluyó que no. Había hecho calor; tanto, por cierto, que todo el mundo se quejaba sin cesar. Pero no tanto como ahora.
—Éste es el momento peor —le dijo a Oreb—. Es el calor máximo que tendremos en todo el día. Quizá, como sugirió Antrisca, habría sido más sensato esperar el atardecer; pero se supone que a esa hora nos encontraremos a cenar con Alca. Consolémonos con la idea de que si podemos soportar esto (y podemos), podemos soportar lo peor, y en adelante las cosas sólo mejorarán. No es sólo que la vuelta será cuesta abajo; también estará más fresco.
Oreb chasqueó nerviosamente el pico, pero no dijo nada.
—¿Viste la cara de Coipo cuando dejé la mesa cojeando? —Seda dio un último golpe a la venda contra el costado de la piedra pintada de blanco.— Cuando le dije que tenía un tobillo roto, me dio miedo de que quisiera retenerme en Limna a la fuerza.
Levantándose, Seda reflexionó que probablemente la edad y el peso de Simuliid habían sido impedimentos tan grandes como su tobillo o mayores. ¿Había él, como Grulla, encontrado peregrinos por la senda? Y, de ser así, ¿qué les había dicho?
Y, a propósito, ¿qué les diría él, el Pátera Seda de la calle del Sol, a los que se cruzara? ¿Y qué les preguntaría? Mientras andaba, procuró pergeñar un relato razonablemente cierto que le permitiera preguntar si también ellos habían hablado alguna vez con Grulla en la Vía, y qué les había dicho Grulla, sin revelar sus propios fines.
No hubo ocasión. Aunque bien señalado (como en el Juzgado había dicho la mujer) el sendero estaba desierto, y era empinado y pedregoso, y sólo una sucesión de vistas del acerado azul del lago, cada vez más impresionantes y arriesgadas, aliviaban la soledad y el calor candente.
—Si un augur hiciera este peregrinaje todos los días de su vida —le comentó Seda a Oreb—, en toda estación y tanto si estuviese sano como enfermo, ¿no crees que al cabo, quizás en el último día de su existencia mundanal, la Encrespada Escila se alzaría del lago para revelársele? Yo sí, y si no tuviera que ocuparme del manteón (si la gente de nuestro barrio no me necesitara y lo necesitara, y si el Extraño no me hubiera ordenado salvarlo) me sentiría tentado de hacer el experimento. Aunque fracasara, uno bien puede estar viviendo una vida peor.
Oreb graznó y rezongó en respuesta, oteando a un lado y otro.
—A fin de cuentas es Escila, la hija mayor de Pas, quien nos escoge para ser augures. Cada año llega como una flotilla cargada de hombres y mujeres jóvenes... Esto te cuentan en la escola, entiendes.
Una roca con forma de maza proporcionaba un cuadrado de sombra; Seda se acuclilló al lado y se abanicó la cara chorreante con el ancho sombrero que había comprado en Limna.
—Hay quienes, arrastrados por el ideal de santidad, navegan por cierto muy cerca de Escila; y de estos ella arranca un número que no es grande ni pequeño sino el necesario para el año que corre. Otros, repelidos por los ideales augúricos de sencillez y castidad, navegan tan lejos de ella como se atreven; y también de éstos ella arranca un número que no es grande ni pequeño, sino el necesario para el año que corre. Por eso los artistas la muestran con muchos brazos largos como látigos. A mí me atrapó con uno de esos brazos. Quizá también te atrapó a ti, Oreb.
—¡No veo!
—Yo tampoco —confesó Seda—. Ni la vi a ella. Pero sentí el tirón. ¿Sabes que me parece que tanto caminar me está haciendo bien al tobillo? Habré llegado a la etapa en que se necesita más ejercicio que descanso. Nos estamos acercando a otro mojón. ¿Tú qué dices: sacrifico el bastón de Sangre a la dama Escila?
—¿No pegas?
—No pego, te lo juro.
—Guarda.
—¿Porque puede encontrarlo otro y pegarte? No te preocupes. Yo me interpondré y lo tiraré lo más lejos posible.
Seda se puso en pie y se acercó al mojón; avanzó con progresiva cautela hasta llegar al borde de la roca, que se proyectaba sobre un precipicio de quinientos codos, una maraña de lajas y olas rompientes.
—¿Qué te parece, Oreb? ¿Hacemos el sacrificio? ¿Un sacrificio sencillo a la Encrespada Escila? Seguro que Escila envió esa pareja tan simpática. Me contaron de muy buena gana quiénes eran, y algunas de las preguntas que les hizo el doctor Grulla son realmente sugestivas.
Hizo una pausa. Como un don de la diosa, una repentina ráfaga de viento fresco del lago hizo ondear la túnica negra, y secó el sudor que la empapaba.
—Alca y Chenilla, y yo también, hablamos de entregarlo a la Guardia, Oreb, después de haberle sacado el dinero; en ese momento me molestó, y desde entonces me molesta cada vez más. Antes de hacer eso casi prefiero fallarle al Extraño.
—Hombre bueno.
—Sí. —Seda bajó el bastón, descubrió que no tenía dónde apoyar la férula y dio un paso atrás.— He ahí justamente el problema. Si me tocara descubrir que un conocido mío ha ido a una ciudad extranjera a espiar para Virón, lo consideraría valiente y patriota. Está claro que el doctor Grulla es un espía de otra ciudad, su hogar, ya sea Ur, Urbs, Trivigaunte, Sedes o Palustria. Y bueno, ¿no es él también valiente y patriota?
—¿Caminas ya?
—Tienes razón, supongo. Deberíamos ir a lo nuestro.— Seda permaneció donde estaba, sin embargo, mirando el lago.— Podría decir, supongo, que si Escila me aceptara el sacrificio... o sea, si este bastón cayera al agua, sería correcto dejar a Grulla libre una vez que se hubiera salvado el manteón; tendríamos que irnos de Virón, claro; pero no lo entregaríamos a la Guardia con todas nuestras pruebas. No lo arrimaríamos a la Langosta, como diría Alca. —Con la punta del bastón dio un golpecito en la roca.— Pero sería pura superstición, indigna de un augur. Nos hace falta un sacrificio común, preferiblemente en ésciles, con observación estricta de las formas, ante una Ventana Sagrada.
—¡No cortas!
—A ti no. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Un chivo o lo que sea. ¿Sabes, Oreb?, realmente existe, o existió, una ciencia de la hidromancia, por la cual el augur oficiante lee la voluntad de Escila en la forma de las olas. Se lo sugerí a la mujer del Juzgado por pura casualidad (probablemente se me ocurrió porque antes de entrar había visto el lago), pero no me sorprendería que eso haya tenido en mente el consejero Lemur cuando construyó el santuario allí donde vamos. Se practicó hasta hace unos cien años; es decir que cuando se construyó el altar aún debía de haber miles de personas que la recordaban. Tal vez el consejero Lemur esperaba revivirla.
El pájaro no respondió. Durante dos o tres minutos más Seda siguió contemplando las rizadas aguas que tenía debajo, antes de volver la atención al escabroso acantilado de la derecha.
—Mira, se ve el santuario. —Señaló con el bastón.— Me parece que en realidad moldearon las columnas que sostienen la cúpula como si fueran los brazos de Escila. ¿Ves qué ondulantes son?
—Hombre allí.
En la penumbra azulada, una silueta se movió de un lado a otro bajo la etérea concha de calcedonia de Escila; arrodillándose (eso era de presumir), acabó por desvanecerse.
—Muy cierto —le dijo Seda al pájaro—, hay alguien. Ha de haber marchado delante de nosotros todo este tiempo. Me gustaría darle alcance. —Tras contemplar un rato más la pureza sobrenatural del lejano santuario, dio media vuelta.— Supongo que lo encontraremos en el sendero. Pero, si no es así, quizá deberíamos esperar a que termine sus devociones. Bien, ¿qué dices del bastón? ¿Vuelvo y lo arrojo?
—No tires. —Oreb desplegó las alas como dispuesto a volar.— Guarda.
—De acuerdo. Imagino que para el regreso la pierna puede haber empeorado, así que probablemente tengas razón.
—Seda pelea.
—¿Con esto, Oreb? —Revoleó el bastón.— Tengo el azot de Jacinta y su pequeño lanzagujas; cualquiera de los dos será más eficaz.
—¡Pelea! —repitió el grajo de noche.
—¿Pelear con quién? Aquí no hay nadie.
Oreb silbó; una nota baja seguida de otra levemente más aguda.
—¿Eso significa «Quién sabe» en el idioma de los pájaros? Pues la verdad que yo no sé. Y si me lo preguntas, Oreb, tú tampoco. Me alegro de haber venido con las armas, porque si las tengo yo no podrá encontrarlas el Pátera Gulo, y estaría dispuesto a apostar que a estas alturas me ha revisado la habitación; pero si en vez de Jacinta fueran mías, me inclinaría a lanzárselas a la diosa detrás del bastón. Entonces Gulo no las encontraría.
—¿Hombre malo?
—Sí, creo que sí. —Seda retornó a la Vía de los Peregrinos. Estoy adivinando; claro. Pero si debo adivinar, y parece que debo, barrunto que es de la clase de nombres que se creen buenos, y ésos son con mucho los más peligrosos que existen.
—Atención.
—Lo intentaré —prometió Seda, aunque no supo si el pájaro se refería al Pátera Gulo o al sendero, que en aquel tramo serpenteaba al borde del acantilado—. Así pues —si no me equivoco, este Pátera Gulo es el reverso exacto de Alca, que es un hombre bueno que se cree malo. Descuento que lo has notado.
—Descuenta.
—Estaba seguro. Alca ha ayudado de una docena de formas diferentes, sin contar siquiera la ajorca de diamantes. Al Pátera Gulo eso lo escandalizó mucho, lo mismo que el brazalete que le dio otro ladrón. No me imagino que habría hecho, o dicho, de haber encontrado el azot.
—Hombre va.
—¿El Pátera Gulo, dices? Vaya, me gustaría tener algún modo de conseguirlo, de veras; pero de momento no está a mi alcance.
—Hombre va —repitió Oreb, terco—. No reza.
—Que ya ha salido del santuario, ¿eso quieres decir? —Seda señaló con el bastón.— No puede haberse ido, a menos que haya saltado. Yo no lo he visto salir, y desde aquí se ve toda la situación.
Para gran sorpresa de Seda, Oreb despegó de su hombro y, antes de posarse de nuevo, se las arregló para remontarse medio cuerpo por encima de él.
—No veo.
—Estoy completamente dispuesto a creer que desde aquí no puedes verlo —le dijo Seda—. Pero igual tiene que estar allí. Es posible que bajo el santuario haya una capilla cavada en la roca. Más arriba el sendero gira de nuevo hacia adentro, pero aun así en media hora o menos deberíamos descubrirlo.
7
Los brazos de Escila
—Los dioses sean con usted este... ejem... mediodía, Pátera —dijo Rémora en cuanto su protonotario hubo cerrado la puerta detrás de Gulo. Era una condescendencia extraordinaria.
—Y, aun así, que sean con usted, Su Eminencia. —Gulo se inclinó casi hasta el suelo. La reverencia y las frases convencionales le dieron tiempo para una última revista a los principales asuntos que quería transmitir.— Que la Virginal Molpe, patrona del día, el Gran Pas, patrono del mundo a quien debemos cuanto poseemos, y la Hirviente Escila, patrona de nuestra santa ciudad de Virón, sean con usted siempre, Su Eminencia, cada día de su vida. —En el curso de la reverencia, Gulo se las había ingeniado para palmearse el bolsillo que contenía el brazalete y la carta. Enderezándose, añadió:— Confío en que Su Eminencia goce de la mejor salud. ¿No habré llegado en un momento inconveniente?
—No, no —le dijo Rémora—. Ejem, no, absoluto. Estoy... encantado, realmente encantado de verlo, Pátera. Haga el favor de sentarse. ¿Y qué... ejem... ha sacado en claro del joven Seda, eh?
Gulo bajó el cuerpo rechoncho hasta el terciopelo negro del sillón que había junto al escritorio de Rémora.
—De momento he tenido escasa ocasión de observar su persona, Su Eminencia. Se marchó de nuestro manteón poco después de mi arribo, y aún no había regresado cuando yo salí a traer este informe a Su Eminencia. No volverá antes del anochecer, al menos eso dijo; de modo que es harto improbable que ahora esté allí.
Rémora asintió.
—No obstante me causó una impresión, Su Eminencia, aunque lo viera tan brevemente. Una impresión clara.
—Ejem... entiendo. —Rémora se reclinó en la silla, juntas las yemas de los largos dedos—. ¿Le sería... ejem... cómodo describirme en detalle esa... ejem... entrevista pasajera?
—Como Su Eminencia desee. Poco después de llegar yo al barrio, un hombre me dio esto. —El Pátera Gulo sacó el brazalete del bolsillo y lo tendió; Rémora frunció los labios.
»Debo añadir, Su Eminencia, que desde entonces han venido a la puerta del manso varios hombres más. Fue mi impresión (mi clara impresión, Su Eminencia) que habían venido a entregar regalos similares. Sin embargo declinaron hacerlo al saber que el Pátera Seda no se encontraba presente.
—¿Los... ehh... apremió usted, Pátera?
—Dentro de mi atrevimiento, Pátera. Ellos no eran de esa clase de hombres que uno querría apremiar demasiado.
Rémora gruñó.
—Estaba a punto de decir, Su Eminencia, que cuando le enseñé esto al Pátera Seda me dio una pieza similar y me dijo que las guardara ambas en una caja, bajo llave. Era una ajorca de diamantes, Su Eminencia. En aquel momento había con él dos personas, un hombre y una mujer. Iban los tres al lago, me parece. Algo se dijo al respecto. —Gulo tosió a modo de excusa.— Posiblemente, Su Eminencia, sólo el Pátera y la mujer.
—Al parecer piensa usted que el Pátera debería haber sido más discreto. —Rémora dio la impresión de hundirse más en la silla.— Pero a menos que haya... ejem... confirmado las identidades de esos dos, no puede... eh... inferir muy bien en qué medida ha sido indiscreto, ¿verdad?
Gulo se movió de inquietud.
—Los llamaba Alca y Chenilla, Su Eminencia. Me los presentó.
—Permítame ver esa... ejem... pulsera. —Rémora alargó la mano para recibir el brazalete.— Apenas... ejem... es preciso decir que usted mismo, Pátera, debería haber sido... eh... más discreto. Por discreto... eh... en este caso, Pátera, quiero decir... enérgico. Confío en que la palabra... ejem... tolere esa interpretación. Ser discreto, Pátera, es... ejem... ejercer el buen juicio, ¿sí? En el... asunto presente, el buen juicio habría indicado una... estrategia, o digamos abordar la cuestión... con una actitud más enérgica.
—Sí, Su Eminencia.
—Debería usted haber recibido agradecidamente... sí... agradecidamente cualquier óbolo de los fieles, Pátera. —Rémora sostuvo el brazalete de modo que recibiera la luz del ojo de buey que tenía detrás; lo hizo oscilar.— No aceptaré... ejem... excusas a ese respecto, Pátera. ¿Me sigue? Ni una excusa, ¿eh?
Gulo asintió humildemente.
—Esos... caballeros pueden regresar, ¿sí? Quizá mientras el Pátera esté ausente como en esta... ejem... ocasión. Cuando llegue ese momento... ejem... se le concederá una... ejem... ocasión de oro merced a la cual quizá pueda... ejem... Asegúrese... recuperar su crédito, ¿sí? No es imposible. Asegúrese de hacerlo, Pátera.
Gulo se retorció.
—Lo intentaré, Su Eminencia. Seré enérgico, le aseguro.
—Bien, pues. ¿Y sus... ejem... observaciones del propio Seda? No hace falta que... ejem... me haga una descripción física. Yo lo he visto.
—Sí, Su Eminencia. —Gulo titubeó, la boca abierta, la mirada perdida—. Parecía resuelto.
—¿Resuelto, eh? —Rémora dejó el brazalete sobre una pila de papeles.— ¿A hacer qué?
—No lo sé, Su Eminencia. Pero pensé que tenía la mandíbula firme. Una actitud decidida. Había en sus ojos... si puedo decirlo, Su Eminencia... un destello de acero, pensé. Quizás el símil es un poco exagerado, Su Eminencia...
—Quizá lo es —le dijo Rémora con severidad.
—Y con todo expresa bastante lo que percibí en él. En la escola, Su Eminencia, el Pátera estaba dos cursos más adelantado que yo.
Rémora asintió.
—Allí me llamaba la atención como a cualquiera, Su Eminencia. Lo consideraba bien parecido y estudioso, pero algo lento, si cabe. Ahora, no obstante... Rémora apartó el presente con un gesto. —Usted dio a entender, creo, Pátera, que el Pátera... eh... se hizo humo, ¿sí? Con una pareja. ¿Una pareja casada? ¿Estaban... eh... casados, hasta donde puede juzgar?
—Creo que podría ser, Su Eminencia. La mujer tenía una sortija magnífica.
Los largos dedos de Rémora jugaron con el gammadión enjoyado que llevaba puesto.
—Descríbalos, ¿eh? Su... ejem... apariencia. —El hombre era de aspecto rudo, Su Eminencia, y diría que algo mayor que yo. Estaba sin afeitar, pero decentemente vestido y llevaba una daga. Pelo castaño lacio, Su Eminencia. Barba rojiza y ojos oscuros y penetrantes. Muy alto. Me fijé bien en sus manos, en particular cuando tomó eso —Gulo señaló el brazalete— de las mías. Y cuando me lo devolvió, Su Eminencia. Tenía unas manos inusualmente grandes y poderosas, Su Eminencia. Un pendenciero, diría yo. Me temo que Su Eminencia me encuentra fantasioso. Rémora volvió a gruñir.
—Continúe, Pátera. Déjeme oír. Luego le diré, ¿sí?
—Su daga, Su Eminencia. Tenía vaina de bronce, con una guarda grande, y a juzgar por la funda era de hoja más larga y ancha que la mayoría, con una curva algo pronunciada. Me pareció que el arma era como el hombre, Su Eminencia, si comprende lo que quiero decir.
—Ejem... dudo que lo comprenda usted, Pátera. Pero quizás estos detalles no... ejem... sean del todo triviales. ¿Y de la mujer, qué? Esa Chenilla. Sea todo lo fantasioso que quiera.
—Notablemente atractiva, Su Eminencia. De unos veinte años, alta aunque no majestuosa. Y sin embargo tenía un aire...
Vuelta hacia arriba, la palma de Rémora detuvo al joven augur a medio pensamiento.
—¿Pelo color cereza?
—Pues sí, Su Eminencia.
—La conozco, Pátera. Tengo a dos o tres... eh... hombres de confianza buscándola por ahí desde ayer por la noche. De modo que esa... eh... zorra feroz estaba esta mañana en el manteón de Seda, ¿eh? Tendré que decirles a mis... ejem... adherentes un par de cosas, Pátera. Veamos de nuevo esa alhaja. —Tomó el brazalete.— ¿No sabrá cuánto vale esto, no? La piedra verde... ejem... en particular.
—¿Cincuenta tarjetas, Su Eminencia?
—No tengo idea. ¿No la ha hecho... ejem... tasar? No, no lo haga. Devuélvala a la caja de Seda, ¿sí? Dígale... eh... nada. Se lo diré yo mismo. Cuando salga, dígale a Incus que el társides quiero hablar con el Pátera. Dígale que le envíe una nota con usted, pero no mencione que estuvo aquí, ¿eh? Dígale que señale la hora en mi régimen.
Gulo asintió enérgicamente.
—Lo haré, Su Eminencia.
—Esa... ah... mujer. ¿Qué dijo e hizo exactamente en su presencia? Hasta la última palabra, ¿sí?
—Bueno, nada, Su Eminencia. Creo que no habló ni una vez. Déjeme pensar.
Rémora lo autorizó con un gesto.
—Tómese el tiempo que... ejem... le parezca. Ninguna circunstancia es... ejem... demasiado trivial para no mencionarla, ¿eh?
Gulo cerró los ojos e inclinó la cabeza, con una mano en la sien. Cayó el silencio sobre la gran sala espaciosa desde donde el Pátera Rémora, en su calidad de coadjutor, conducía los asuntos del Capítulo, a menudo enredados. Los cuatro ojos ardientes del Bicéfalo Pas miraban la curvada espalda de Gulo desde una invalorable pintura de Campion; abajo, en la calle, bufaba la inquieta montura de un guardia.
Pasados uno o dos minutos, Rémora se levantó y fue hasta el ojo de buey que había detrás de su silla. Estaba abierto, y por la abertura circular (cuyo diámetro excedía su propia y considerable altura) vio los tejados y las enormes torres del Juzgado al pie de esa ladera, la más occidental y menos empinada del Palatino. Más arriba de la más alta, flameando en un mástil que algún truco del sol fulgurante volvía casi invisible, flotaba el brillante estandarte verde de Virón. Desde él, sacudidos por el viento caliente, los largos brazos blancos de Escila parecían hacer señas, tal como ondulaban los tentáculos de ciertos invertebrados del lago, en evidente imitación de la superficie, en su incesante, ciega búsqueda de pedazos de carroña y peces por las aguas claras.
—Su Eminencia... Creo que ya puedo contarle todo lo que sé.
Rémora se volvió hacia Gulo.
—Excelente. Ejem... ¡capital! Proceda, Pátera.
—Como le decía, Su Eminencia, fue breve. De haberse prolongado más no me sentiría tan confiado. ¿Conoce Su Eminencia el jardincito adjunto al manteón?
Rémora negó con la cabeza.
—Hay tal lugar, Su Eminencia. Se puede entrar en él desde el propio manteón: así entré yo a mi arribo. Antes había entrado en el manteón, pensando que acaso encontraría al Pátera Seda rezando.
—La mujer, Pátera, por favor. Esa... ejem... Chenilla, ¿sí?
—Cerca del centro hay un cenador emparrado, Su Eminencia, con asientos bajó las ramas. Estaba sentada allí, casi totalmente oculta por el follaje pendiente. A mi entender el Pátera y el seglar, Alca, habían estado conversando con ella. Vinieron a mi encuentro, pero ella permaneció sentada.
—¿Pero después... ejem... salió?
—Sí, Su Eminencia. Hablamos un minuto, más o menos, y según le he informado el Pátera me dijo cómo se llamaban. Luego dijo que se iba, y su pájaro... ¿Su Eminencia conoce el pájaro?
—La mujer, Pátera —dijo Rémora con impaciencia.
—El Pátera dijo que se marchaban y ella salió del cenador. Él dijo... creo que las palabras precisas fueron éstas: «Chenilla, éste es el Pátera Gulo. Hace un rato hablábamos de él». Ella sonrió y asintió.
—¿Y luego, Pátera? ¿Qué pasó... ejem... después de eso?
—Salieron juntos, Su Eminencia. Los tres. El Pátera había dicho: «Nos vamos al lago, pájaro bobo». Y cuando cruzaban el portón (hay un portón en el jardín que da a la calle del Sol, Su Eminencia) el seglar dijo: «Ojalá consiga algo; pero, no se me derrumbe si no consigue nada». La mujer no abrió la boca.
—¿Su vestido, Pátera?
—Negro, Su Eminencia. Por un momento, recuerdo, pensé que era un hábito de sibila, pero en realidad sólo era un vestido de lana negra, de esos que las mujeres elegantes llevan en invierno.
—¿Joyas? Ha dicho que llevaba una sortija, ¿sí?
—Sí, Su Eminencia. Y un collar y pendientes, ambos de jade. Noté en especial la sortija porque destelló cuando ella apartaba la parra. Tenía una piedra rojo oscuro como un carbúnculo, muy grande, creo que en un simple engarce de oro amarillo. Si Su Eminencia se aviniera a confiar en mí...
—¿Que le diga por qué es tan... ejem... central? Puede que no lo sea. —Suspirando, Rémora apartó la silla del escritorio y volvió a la ventana. De espaldas a Gulo, con las manos enlazadas detrás, repitió: —Puede que no lo sea.
Llevado por un exceso de urbanidad, Gulo también se puso de pie.
—O... eh... quizá sí. Está usted ansioso por servir a los dioses, Pátera. O eso declara, ¿sí?
—Ah, sí, Su Eminencia. Extremadamente ansioso.
—Y también por ascender en los... ejem.. libros de una... eh... ah... familia notablemente extendida, ¿eh? Eso también lo he... ejem... notado. Ha considerado usted la perspectiva de que a su... eh..., debido tiempo pueda al fin llegar a prolocutor, ¿verdad?
Gulo se ruborizó como una niña.
—Oh, no, Su Eminencia. Eso... es decir... Yo...
—No, no, lo ha pensado, ¿eh? Les pasa a todos los augures jóvenes; yo mismo lo pensaba. ¿Se le ha ocurrido ya que cuando llegue usted a... ejem... oler siquiera las uvas, aquellos a quienes espera... mmm... impresionar... estarán muertos? Se habrán ido, ¿sí? Olvidados por todos salvo por los dioses, Pátera Gulo, muchacho mío. Olvidados por todos salvo por los dioses y por usted. ¿Y quién puede responder por los dioses, eh? Así son las cosas, se lo... mmm... garantizo.
Sensatamente sin duda, Gulo tragó saliva y guardó silencio.
—No puede lograrlo por más que se esfuerce, Pátera. En modo alguno. Asumir el cargo. Si es que llega. No hasta que me haya ido yo, ¿eh? Y lo mismo mi sucesor. De momento es usted... ejem... demasiado joven. Ni siquiera si yo vivo mucho, ¿eh? Lo sabe, ¿sí? Haría falta ser idiota para no darse cuenta, ¿eh?
El pobre Gulo asintió, cuando en cambio deseaba desesperadamente huir.
El coadjutor se volvió hacia él.
—Yo no puedo... mmm... hablar por él, ¿eh? Por mi sucesor. Sólo hablar por mí mismo. Ejem... sí. Por mí mismo, y... ejem... ah... meditar en un reino más largo que el del viejo Quetzal, ¿sí?
—Jamás le desearía menos, Su Eminencia.
—Por allá están sus estancias, Pátera. —Rémora agitó vagamente la mano izquierda.— En este mismo piso del palacio, ¿sí? Del lado sur. Da a nuestro jardín. —Soltó una risita.— Más grande que el del Pátera Seda. Mucho más... ejem... extensa... o, sin duda. Fuentes... eh... estatuas y grandes árboles. Todo eso.
Gulo asintió.
—Sé que son hermosas, Su Eminencia.
—Hace ya treinta y tres años, ¿sí?, que el viejo Quetzal ocupa el cargo. De la generación de usted, Pátera, hay ciento y pico. Muchos están mejor... mmm... relacionados. Yo... eh... le ofrezco a su ambición una meta más cercana y un... eh... camino más directo.
Rémora volvió a ocupar la silla y le indicó a Gulo que se sentara.
—Y ahora un... ejem... jueguito, ¿sí? Un deporte, para entretener esta hora... eh... calurosa. Escoja usted una ciudad, Pátera. Cualquier ciudad que quiera nombrar, mientras no sea Virón. Hablo totalmente en serio. Dentro del... ejem... marco del juego. Piénselo. ¿Grande? ¿Bella? ¿Rica? ¿Con cuál ciudad se quedará, eh, Pátera?
—¿Palustria, Su Eminencia?
—Allá entre los renacuajos, ¿eh? No está mal.
Luego concíbase usted a la cabeza del Capítulo en Palustria. Quizá dentro de... eh... una década. Pagará el diezmo, pensaría yo, al Capítulo padre de Virón. Continúa sometido al prolocutor, ¿sí? Quienquiera que sea. El viejo Quetzal o... ejem... yo mismo, como es más probable dentro de diez años. ¿Encuentra que le... eh... atrae la perspectiva, Pátera? —Rémora levantó una mano como antes.— No es preciso que lo diga si... ejem... lo perturba. —Su Eminencia...
—No tengo idea, Pátera. Ni la menor idea, ¿sí? Pero la sequía. Es consciente de eso, ¿sí? ¿Cómo afecta a su... eh... elección, Pátera? ¿Cómo se alimenta Palustria en medio de la sequía? Gulo tragó saliva.
—He oído que fracasó la cosecha de arroz, Su Eminencia. Sé que aquí no hay arroz en el mercado, aunque los comerciantes suelen traer. Rémora asintió.
—Hay disturbios, Pátera. Hay... ejem... no hay hambruna. Todavía no. Pero está el espectro del hambre. Soldados que intentan... eh... contener a la... mmm... turba. Prácticamente... eh... exhaustos, algunos soldados de ésos. Tiene un tío militar, ¿sí? Azorado por el súbito cambio de tema, Gulo se las arregló para decir:
—Bue... Bueno... sí, uno, Su Eminencia. —Comandante de la Segunda Brigada. Pregúntele dónde está nuestro ejército, Pátera. ¿O quizá me lo puede decir usted ahora? ¿Lo ha oído en charlas... ejem... de sobremesa? ¿Dónde está?
—En depósito, Su Eminencia. Bajo tierra. Aquí en Virón no se necesita más que la Guardia Civil.
—Precisamente. Pero en otras partes no es así, Pátera. Morimos, ¿sí? Envejecemos como... eh... Su Cognescencia. Y tomamos la senda del Marco Central. Los quimis duran más, sin embargo. ¿Eternamente?
—No había reflexionado sobre el tema, Su Eminencia. Pero pienso...
Una comisura de la boca de Rémora se torció hacia arriba.
—Pero lo hará, ¿verdad? A buen seguro que sí, Pátera. Ahora, ¿eh? Reconforta saber que los... ejem... brazos de Escila son como nuevos, ¿sí? O... eh... casi casi. No como los de... ejem Palustria, ¿eh? Y muchos otros. Los soldados y sus... eh... armas como nuevas o casi. Piénselo, Pátera. —Enderezándose en la silla, Rémora apoyó los codos en el escritorio.— ¿Qué más tiene que... eh... decirme en relación con el Pátera, Pátera?
—Su Eminencia ha hablado de armas. Encontré un paquete de agujas, Su Eminencia. Abierto.
—¿Un paquete de agujas, Pátera? No alcanzo a...
—No agujas de coser, Pátera —se apresuró a añadir Gulo—. Proyectiles de pistola, Su Eminencia. En un cajón del Pátera, debajo de la ropa.
—Esto... mmm... hay que meditarlo —dijo Rémora lentamente—. Es... eh... preocupante. Sin duda. ¿Algo... más?
—El apartado final, Su Eminencia. Algo que con mucho preferiría no tener que informar. Esta carta. Gulo la extrajo del bolsillo de la túnica.— Es de...
—Veo que... mmm... la ha abierto. —Rémora le dedicó una sonrisa amable.
—Está escrita con letra femenina, Su Eminencia, y densamente perfumada. Pienso que dadas las circunstancias lo que hice se justifica. Con toda sinceridad, Su Eminencia, yo esperaba, que se demostrara proveniente de una hermana u otra pariente mujer. Sin embargo, Su Eminencia...
—Es usted... ejem... audaz, Pátera. Y está bien, o al menos eso... eh... estoy dispuesto a concluir yo. Esfigse favorece a los audaces, ¿eh? —Rémora atisbó la escritura.— No será de esa dama... ejem... Chenilla, ¿eh? Ya me lo habría dicho, ¿verdad?
—No, Su Eminencia. Es de otra mujer. —Léamela, Pátera. Usted ya debe de haber... eh... descifrado esos... ejem... garabatos. Yo... mmm... preferiría no tener que hacerlo.
—Me temo que encontrará, Su Eminencia, que el Pátera Seda se ha comprometido. Ojalá... —Ejem... juzgaré yo, ¿sí? Léala, Pátera. Gulo se aclaró la garganta y desplegó la carta. —«Ay, mi pulgoncito querido: te llamo así no sólo por la forma en que saltaste de la ventana, ¡sino por cómo te metiste en mi cama! ¡¡¡No sabes cuánto ha ansiado una nota tuya este pimpo solito!!»
—¿Pimpo, Pátera?
—Una falsa esposa, creo, Su Eminencia.
—Yo... eh... bien. Prosiga, Pátera. ¿Hay... ejem... más revelaciones?
—Me temo que sí, Su Eminencia. «¡Me podrías haber enviado una con el gentil amigo que te llevó mi regalo!»
—Permítame... eh... examinar eso, Pátera. —Rémora extendió la mano y Gulo le pasó la arrugadísima hoja.
—Eh... mmm.
—Sí, Su Eminencia.
—De modo que realmente... ejem... escribe así, ¿eh? ¿No es cierto? Yo... ejem... hasta hoy no habría concedido... mmm... que podía haber seres humanos con semejante estilo. —Fruncido el ceño, Rémora se inclinó sobre el papel.— «Ahora tendrás que llenarme de... ejem... gracias», supongo que dirá, ¿eh? «Y mucho más la... ejem... mmm... próxima vez que nos encontremos», y ahora otro signo de admiración. «¿Conoces ese... ejem... lugarcito en el Palatino...?» ¡Vaya, vaya, vaya!
—Sí, Su Eminencia.
—«Ese lugarcito en el Palatino donde Telji...» Supongo que... ejem... se refiere a Teljipeia pero no sabe escribirlo... dónde Telji tiene un espejo en la mano? El hiéraces.» Esto último está subrayado. Con línea gruesa, ¿eh? Firmado: «Jaci». —Rémora golpeteó la hoja con una larga uña.— Bien... ejem... ¿usted sabe, Pátera, dónde es eso? Un lugar, diría yo... eh... al azar. No es en ninguno de los manteones, ¿sí? Los conozco todos.
Gulo sacudió la cabeza.
—Nunca he visto un lugar así, Su Eminencia.
—En... mmm... una casa, Pátera, lo más probable. Yo... ejem... opinaría que en una residencia. —Por encima del hombro de Gulo, Rémora gritó: —¡Incus! —y un augur bajito, de aspecto astuto y dientes de conejo, se asomó con tal rapidez que se habría dicho que estaba escuchando—. ¿En dónde podríamos... eh... encontrarnos aquí en la colina con una Teljipeia con espejo, eh, Incus? No sabe. Haga... ejem... sus averiguaciones. Esperaré el resultado mañana a... mmm... no más tarde del almuerzo. Debería ser sencillo, ¿sí? —Rémora miró el sello roto de la carta.— Y búsqueme un sello con un... ejem... corazón o un beso o algo así para poner aquí—. A través de la sala le lanzó a Incus la carta de Jacinta.
—De inmediato, Su Eminencia.
Rémora volvió a Gulo.
—Carece... ejem... de importancia que el Pátera haya visto éste, Pátera. Ella es de las que tienen por lo menos una docena, ¿sí? ¿Usted no sabe... ejem... conservar los sellos? Incus puede enseñarle. Un arte útil, ¿verdad?
Cuando el pestillo hubo soltado su chasquido detrás del reverente protonotario, Rémora se levantó una vez más.
—Se lleva esa nota de vuelta a la calle del Sol, ¿eh, Pátera? Cuando Incus la tenga lista. Si el Pátera no ha regresado, la pone en la repisa. Si está, le dice que... eh... la entregaron durante el día, ¿sí? Usted no la ha mirado, ¿eh?
Gulo asintió lúgubremente.
—Desde luego, Su Eminencia. Rémora se inclinó más para escrutarlo. —A usted... ejem... le preocupa algo, Pátera. Suéltelo.
—Su Eminencia, ¿cómo es posible que un augur ungido, un hombre tan prometedor como el Pátera, se comprometa de este modo? Digo, con una mujer absurda, sucia. ¡Y sin embargo una diosa...! Ahora comprendo demasiado bien por qué Su Eminencia cree que al Pátera hay que vigilarlo. Pero... ¡pero una teofanía! Rémora aspiró entre dientes. —El viejo Quetzal acostumbra comentar que los dioses no tienen leyes, Pátera. Sólo preferencias.
—Por mi parte puedo entenderlo, Su Eminencia... pero cuando el augur de marras... Rémora lo silenció con un gesto. —Es posible que... ejem... tengamos acceso al secreto, Pátera. A su debido tiempo, ¿sí? Posiblemente no lo haya. ¿Ha sopesado lo de Palustria?
Temeroso de que la voz lo traicionara, Gulo se limitó a asentir.
—Capital. —Rémora lo observó con detenimiento—. Bien, pues. ¿Qué sabe de la... mmm... historia de los caldés, Pátera?
—¿De los caldés, Su Eminencia? Sólo que el último murió antes de que yo naciera, y que el Ayuntamiento decidió que no podía reemplazarlo nadie.
—Y que lo reemplazaron ellos, ¿eh? En efecto. ¿Se da cuenta, Pátera?
—Supongo que sí, Su Eminencia. Rémora cruzó la sala hasta una alta biblioteca. —Yo lo conocí, ¿eh? Al último. Un hombre gritón, tiránico, tumultuoso. La turba lo... ejem... adoraba, ¿eh? Les encantan los hombres así. —Extrajo un fino volumen encuadernado en cuero rojizo y volvió a cruzar la sala para dejarlo caer en las rodillas de Gulo.— El Fuero, ¿sí? Escrito en... eh... divinidad por Escila y corregido por Pas. Eso lo que... ejem... asevera. Eche un vistazo a la cláusula siete. Rápido, ¿sí? Dígame qué le resulta... eh... extravagante.
Mientras el joven augur se inclinaba sobre el libro, en la espaciosa sala de muebles sombríos se aposentó el silencio. En la calle, porteadores de literas peleaban como gorriones con muchos gritos y pocos golpes; pasaban los minutos y Rémora los miraba disputar por la ventana abierta.
Gulo levantó la vista.
—Dispone que se elijan nuevos consejeros, Su Eminencia. Cada tres años. Supongo que la previsión se ha suspendido.
—Lo formula con... eh... delicadeza, Pátera. Tal vez aún... ejem... acceda usted a Palustria. ¿Qué más?
—Dice que el caldé mantendrá el cargo de por vida, y podrá elegir a su sucesor.
Rémora asintió.
—Devuélvalo al estante, ¿quiere? Eso ya no se hace, ¿eh? Ahora no hay caldé. Sin embargo todavía es ley. ¿Sabe algo del tráfico de embriones congelados, Pátera? Razas nuevas de ganado, mascotas exóticas, incluso esclavos, en lugares como Trivigaunte, ¿sí? ¿De dónde vienen, eh?
Gulo se apresuró a ir hasta la biblioteca.
—¿De otras ciudades, Su Eminencia?
—Que dicen lo mismo, Pátera. Semillas e injertos que desarrollan plantas de formas... ejem... raras. Mueren, ¿sí? Al menos la mayoría. O bien... ejem... prosperan más allá de lo natural.
—He oído hablar de ellas, Su Eminencia.
—La mayoría de las bestias, y de los hombres, son... ejem... corrientes. O casi, ¿eh? Una que otra... ejem... monstruosidad, ¿sí? Lamentables. O terribles. Se pagan precios extraordinarios. Y ahora pare la oreja, Pátera.
—Lo escucho, Su Eminencia.
De pie al costado de Gulo, Rémora le puso una mano en el hombro y casi en un susurro le dijo:
—Esto era de dominio público, ¿sí? Hace quince años. La locura del caldé, la llamábamos. Ahora se ha olvidado, ¿eh? Y no debe usted mencionarlo a nadie, Pátera. Nada de hacer olas, ¿eh?
Estirando el cuello para mirar al coadjutor a los ojos, Gulo declaró:
—Su Eminencia puede confiar absolutamente en mí. Le aseguro.
—Bien. Antes de... eh... recoger la recompensa de los dioses, Pátera, el caldé desembolsó una suma de esa magnitud, ¿sí? Compró un embrión humano. Algo... ejem... extraordinario.
—Entiendo. —Gulo se humedeció los labios.— Aprecio la confianza que me brinda, Su Eminencia.
—Un sucesor, ¿eh? O un... eh... arma. Nadie lo sabe, Pátera. El Ayuntamiento no está más... ejem... al tanto que usted, Pátera, ahora que se lo he contado.
—Puedo preguntar, Pátera...
—¿Qué se hizo de él? He aquí el... eh... quid, Pátera. ¿Y qué era capaz de hacer? Desplegar una fuerza extraordinaria, quizás. U oír los pensamientos, ¿eh? ¿Mover cosas sin tocarlas? Corren rumores sobre individuos así. El Ayuntamiento investigó, ¿eh? Sin detenerse, sin rendirse nunca.
—¿Lo habían implantado, Su Eminencia? —Nadie sabía. Sigue sin saberse, ¿eh? —Rémora volvió al escritorio y se sentó.— Pasó un año. Después dos, cinco... eh... diez. Recurrieron a nosotros. Querían que examináramos a todos los niños de todas las palestras de la ciudad, y lo hicimos. Memoria, ¿eh? Destreza. De todo. Hubo unos pocos que... ejem... nos interesaron. No sirvió de nada, ¿eh? Cuando más estrictamente los... eh... examinábamos, menos... mmm... extravagantes parecían. Desarrollo precoz, ¿sí? Unos años y los demás los alcanzaban. Rémora meneó la cabeza. —Nada... eh... uhm... imprevisto, dijimos nosotros, y el... eh... Lemur, Loris y el resto dijeron lo mismo. No siempre salen como han sido pergeñados, esos embriones congelados. Las más de las veces mueren en el útero. Todo el mundo los olvida. ¿Me sigue?
Aunque rara vez lo acometían destellos de perspicacia, en ese momento Gulo tuvo uno.
—¡Su Eminencia ha localizado a esa persona! ¡Es esa mujer Chenilla!
Rémora frunció los labios..,
—Yo no... ejem... he dicho nada por el estilo, Pátera.
—Por cierto que no, Su Eminencia.
—Como... eh... le sugerí ayer, el Pátera se ha convertido en una... ejem... figura popular. La teofanía esa, claro. Muros pintarrajeados con «Seda para caldé» desde el bosque hasta el lago. Ideal para atraer a toda clase de gente, ¿sí? Tiene que vigilarlo un acólito de... ejem... sagacidad. Y de enorme discreción. También hay que vigilar sus relaciones. Una... ejem... obligación de peso para alguien tan joven. Pero para un futuro coadjutor de Palustria, un devoir apropiado.
Percibiendo que lo despedían ya, Gulo se levantó e hizo una reverencia.
—Haré todo lo posible, Su Eminencia.
—Capital. Hable con Incus por esa carta, y por mi nota al Pátera.
Con enorme osadía, Gulo preguntó.
—¿Cree que el Pátera mismo puede haberlo imaginado, Su Eminencia? ¿O que acaso se lo haya dicho ella directamente?
Lúgubre, Rémora asintió.
Allí, en el punto más alto, el acantilado apuntaba hacia el lago como la proa de una barca gigante. Allí, según una modesta placa de bronce puesta a un lado de la entrada, Lemur, humildísimo peticionario de la Lacustre Escila y oficial presidente del Ayuntamiento, había erigido para gloria de ella esa Solaria cúpula hemisférica de piedra láctea, traslúcida y azul, apoyada en los ondulantes capiteles de (Seda las contó) diez afiladas columnas de aspecto frágil que descansaban a su vez en una balaustrada baja y robusta. Grabados en el bronce de los balaustres había esbeltos dibujos de sus proezas, tanto verídicas como legendarias. Y, más impresionante aún, en taracea de bronce en el suelo de piedra estaba representada ella con el pelo flotante y los pechos desnudos, con diez brazos tentaculares extendidos hacia las columnas. Y eso era todo.
—Aquí no hay nadie, Oreb —dijo Seda—. Sin embargo sé que vimos a alguien. El pájaro se limitó a farfullar. Sacudiendo aún la cabeza de perplejidad, Seda entró en la profunda sombra de la cúpula. Su polvoriento zapato negro tomaba contacto con el suelo cuando creyó oír un tenue quejido proveniente de la roca sólida que tenía debajo.
Para su gran sorpresa, Oreb echó a volar. No voló mucho ni muy lejos: sólo entre dos columnas para aterrizar pesadamente en un espolón de roca desnuda que estaba a ocho o diez cúbitos del altar; pero voló, el pequeño cabestrillo de Grulla de un azul brillante contra el plumaje azabache.
—¿De qué tienes miedo, pájaro bobo? ¿De caer? Oreb estiró la cabeza reluciente en dirección al Limna.
—¿Cabezas pescado?
—Sí —prometió Seda—. En cuanto regresemos, más cabezas de pescado.
—¡Atento!
Abanicándose con el amplio sombrero de paja, Seda se volvió a admirar el lago. Unas pocas velas brillaban dispersas, diminutos triángulos de blancura contra el cobalto predominante. Estaba más fresco allí que entre las rocas, y más fresco estaría sin duda en una barca como las que Seda miraba. Si conservaba el manteón como era el deseo del Extraño, quizás algún verano pudiera llevar allí un grupo de la palestra, niños que nunca habían visto el lago, ni subido a una barca ni pescado. Sería una experiencia inolvidable, seguro; una aventura que atesorarían el resto de su vida.
—¡Cuidado brazo!
La voz de Oreb llegó a él con la brisa de tierra adentro, débil pero aguda. Automáticamente Seda se miró la mano izquierda, que había alzado casi hasta la baja cúpula al apoyarse en una de las columnas; era totalmente seguro, por supuesto.
Buscó a Oreb en torno, pero parecía que el pájaro hubiera desaparecido entre las rocas del terreno interior.
Seda se dijo que Oreb ya volvía a lo silvestre; a la libertad, exactamente como él lo había invitado a hacer la primera noche. No debería dolerle pensar en la libertad del pájaro antes enjaulado; pero le dolía.
Escrutando las rocas, por el rabillo del ojo vio las columnas delicadamente curvas más próximas a la pendiente anterior de la cúpula. Una de ellas cerraba el paso con una doble S. La otra se tendió hacia él, con un movimiento sinuoso. Hizo una finta y la golpeó con el bastón de Sangre.
Sin esfuerzo, la columna se le enroscó en la cintura, anudándolo en piedra. Al tercer golpe el bastón de Sangre se hizo astillas.
En el suelo, Escila abrió unos labios pétreos; irresistiblemente el tentáculo lo transportó hasta la boca expectante y, una vez que lo tuvo debatiéndose sobre el orificio oscuro, lo soltó.
La caída inicial no fue grande; pero cayó en escalones alfombrados y empezó a rodar sobre ellos hasta quedar tendido en el suelo, veinte o treinta codos más abajo del altar, con la rodillas y los codos doloridos y una mejilla magullada.
—¡Dioses míos!
El sonido de la voz trajo luz; allí había unos sillones grandes y al parecer cómodos, tapizados en marrón y naranja tostado, y una mesa considerable, pero Seda apenas les prestó atención; mientras se aferraba con una mano el tobillo herido, con la otra azotó la alfombra con la venda de Grulla.
Como por milagro, el panel circular de azul profundo que era el extremo lejano de la sala se descorrió, revelando un altísimo talus; la cara de ogro era de metal negro, y delgados cañones negros de zumbadoras le flanqueaban los colmillos destellantes.
—¡Otra vez tú! —bramó.
Volvió el recuerdo del muro de Sangre, coronado de filos: la noche quieta y sofocante, el portón de gruesos barrotes y los gritos del gigante de hojalata y acero. Volviendo a ponerse la venda, Seda meneó la cabeza; aunque mantener la voz firme requería esfuerzo, dijo fuerte:
—Yo nunca he estado aquí.
—¡Te reconocí!—Rápido, el brazo izquierdo del talus se alargó hasta él.
Dificultosamente Seda subió unos escalones alfombrados.
—¡Yo no quería venir! No trataba de entrar.
—¡Te conozco!
Una mano metálica larga como una pala se cerró sobre el brazo derecho del Pátera y presionó las heridas que le había infligido el de cabeza blanca; Seda gritó.
—¡Te duele!
—Sí —dijo jadeante—. Duele. Muchísimo. Suéltame por favor. Haré lo que digas.
La mano de acero lo sacudió.
—¡No te importa!
Seda volvió a gritar, retorciéndose entre dedos gruesos como tuberías.
—¡Mosqueta me castigó! ¡Me humilló!
Cesaron las sacudidas. El enorme brazo mecánico levantó a Seda, que se balanceaba en el aire como un muñeco, y se contrajo. Castañeteando los dientes, Seda dijo:
—Eres el talus de Sangre. Tú me detuviste en el portón.
La mano de acero se abrió, y Seda cayó pesadamente al suelo.
—¡Tenía razón!
Ya no tenía bajo la faja el azot que había llevado consigo desde la ciudad. Tratando de impedir que se le quebrara la voz, preguntó:
—¿Puedo levantarme? —confiaba en que el azot le resbalara por la pernera del pantalón.
—Mosqueta me echó —rugió el talus, flexionando grotescamente el torso para hablarle.
Seda se incorporó, pero el azot ya no estaba; sin duda lo había tenido en su sitio mientras admiraba el lago desde el santuario, y quizás estuviera aún en algún peldaño de arriba. Aventuró un prudente paso atrás.
—Lo siento muchísimo, de veras. No tengo ninguna influencia en Mosqueta; le repugno más que lo que nunca le repugnarás tú. Pero podría tener alguna en Sangre, y haré todo lo que pueda para que te reincorporen.
—¡No! ¡No lo harás!
—Lo haré. —Seda probó retroceder otro paso.— Lo haré, te lo aseguro.
—Qué blandengues sois. —Silenciosamente, y en apariencia sin esfuerzo, el talus se deslizó por la alfombra sobre gemelas correas oscuras, raspando casi el techo con la cresta del casco acerado.— ¡Parecéis todos iguales porque sois iguales! ¡Fáciles de romper! ¡Sin recambios! ¡Llenos de porquería!
Sin dejar de recular, Seda preguntó:
—¿Estabas en el santuario? ¿Allá arriba?
—¡Sí! ¡Mi procesador por interfaz!
Esta vez el talus alargó las dos manos a tal velocidad que Seda escapó apenas por un pelo. Trastabillando hacia atrás, desesperadamente puso un sillón en el camino de una mano y se metió debajo de la mesa.
El talus alzó la mesa, la giró en el aire y la descargó de plano para matarlo como a una mosca; rodando frenéticamente a un lado, Seda sintió que el macizo borde le rozaba el amplio ruedo de la túnica, y percibió la súbita ráfaga que levantó el choque.
A menos de un codo de su cara había algo en el suelo, un cristal verde engastado en plata. Lo atrapó mientras el talus lo atrapaba a él, sujetándolo ahora por la parte de atrás de la túnica, de modo que quedó colgando como una polilla negra sujeta por las alas tiznadas.
—¡Mosqueta me lastimó! —rugió el talus—. ¡Me hirió y me hizo echar! ¡Volví con Potto! ¡No le gustó nada!
—Yo no tuve nada que ver con eso. —La voz de Seda era lo más tranquilizadora posible.— Si puedo te ayudaré... Te lo juro.
—¡Te metiste! ¡Yo estaba de guardia! —Lo sacudió.— ¡En el túnel el agua roja no importa nada!
Estaba retrocediendo lentamente con él hacia el panel del fondo, contrayendo los brazos para acercarlo cada vez más a la cara horrenda.
—No quiero hacerte daño —le dijo Seda—. Es una vileza,... es decir, es muy malo destruir quimis, tan malo como destruir bíos, y tú eres casi casi un quimi.
Eso lo frenó un momento.
—¡Los quimis son basura!
—Los quimis son construcciones maravillosas, una raza que los bíos creamos hace mucho, nuestra imagen en metal y materias sintéticas.
—¡Los bíos son tripa de pescado! —Se reanudó la marcha atrás.
La mano izquierda de Seda sujetó el azot con firmeza, el pulgar en el demon.
—Por favor, di que no me matarás.
—¡No!
—Juro que no te haré más daño; y si puedo te ayudaré.
—¡Voy a soltarte y aplastarte! —rugió el talus—. ¡De un golpe! —El panel se cerró tras los dos, dejándolos en un largo corredor en penumbra, apenas el doble de ancho que el talus, abierto en la roca sólida del acantilado.
—¿No temes a los dioses inmortales, hijo? —preguntó Seda, desesperado—. Soy siervo de un dios y amigo de otro.
—¡Yo sirvo a Escila!
—Como augur, recibo la protección de todos los dioses, incluida la de ella.
Los dedos de acero lo sacudieron con más violencia que antes y soltaron la túnica; Seda cayó, y casi perdió el azot al golpear contra el oscuro y polvoriento suelo de piedra. Despatarrado, medio ciego de dolor, alzó los ojos a la máscara de ogro que era esa cara metálica y vislumbró el puño metálico alzado sobre la cabeza del dueño.
Las alas de Hiérax le bramaron en los oídos; sin tiempo para pensar, razonar, amenazar o equivocarse, apretó el demon.
Brotada de la empuñadura como una cuchilla, la hoja de discontinuidad universal del azot alcanzó al talus debajo del ojo derecho; el impacto arrancó mellados fragmentos de escoria incandescente. Aunque el puño de acero se descargó, pareció desviarse en el descenso y machacó el suelo a la izquierda de Seda.
Humo negro y crepitantes llamas anaranjadas brotaban de la masa de desechos de lo que habría sido la cabeza del talus, y con ellos un ensordecedor rugido de rabia y angustia. Bamboleándose salvajemente, los grandes puños de acero arrancaron de la roca del corredor e hicieron volar astillas afiladas como el sílex. Enceguecido y envuelto en llamas, el talus se tambaleó hacia Seda.
Un solo golpe del azot cercenó las dos correas oscuras que lo transportaban; las correas castigaron como látigos el suelo, las paredes y al mismo talus agonizante, que por fin cayó, inerte. Hubo una explosión sorda, y detrás del torso vertical, en la carretilla motriz, se alzaron violentas llamas.
Alejándose a gatas del calor y el humo, Seda soltó el demon, se levantó y volvió a guardarse el azot en la faja; se sacudió la túnica negra y sacó las cuentas. Haciendo balancear la cruz hueca hacia el talus ardiente, trazó una y otra vez el signo de adición.
—Te transmito, hijo mío, el perdón de todos los dioses.
Al principio, el cántico sonó monótono y casi mecánico, pero, a medida que el prodigio y la magnanimidad de la amnistía divina le llenaban la mente, el volumen fue creciendo hasta que la voz de Seda se estremeció de fervor.
—Recuerda ahora las palabras de Pas, cuando dijo: «Haced mi voluntad, vivid pacíficamente, multiplicaos y no perturbéis mi sello. Así escaparéis a mi cólera, id con buena voluntad, y todo mal que lleguéis a hacer os será perdonado...».
Incus devolvió a Gulo la carta de Jacinta con una sonrisa de complicidad. El sello nuevo, semejante al original aunque no idéntico, exhibía una llama ondulante entre dos manos ahuecadas.
—Seguramente el nombre completo de ella sería Hymenocallis —comentó Incus—. Muy bonito. Yo mismo lo he usado un par de veces.
—Yo no escribí eso —dijo Gulo hoscamente—. Pero se supone que usted debe escribirle ahora al Pátera Seda diciendo que el társides espere a Su Eminencia. Tiene que fijar la hora y anotarla en el régimen de Su Eminencia.
El protonotario de dientes de conejo asintió.
—¿Se encargará usted de entregarla? Preferiría no tener que llamar a otro chico, así el viejo Rémora puede agarrar el látigo y llevar a su caseta a ese chucho suyo que está de nuevo en celo.
El rechoncho Pátera Gulo se le acercó con los puños crispados y las mejillas rojas.
—El Pátera Seda es un hombre de verdad, pedazo de ama de casa. No importa lo que haya hecho con esa mujer: vale por doce como tú y tres como yo. Recuérdalo bien, y no olvides la proporción.
Incus le sonrió.
—¡Vaya, Guli! ¡Te has enamorado!.
8
Alimento para los dioses
El Pátera Seda se apartó dos largos pasos de la puerta, firmemente cerrada, y la miró con el disgusto que le causaban él mismo y su fracaso. De alguna manera se abría; al fin y al cabo la había abierto el talus. Abierta, le daría acceso a la escalera, que lo llevaría hasta el suelo del santuario, de donde acaso fuera posible (y hasta fácil) abrir la boca de la imagen de Escila grabada en el otro lado, salir al santuario y volver a Limna.
Comisarios, se dijo Seda, jueces... —¿qué más había dicho la mujer?— gente por el estilo acudían allí, claramente a conferenciar con el Ayuntamiento. Antes de que él lo matara con el azot...
(Tuvo que obligarse a afrontar a esas palabras, aunque repetidamente y en toda verdad se había dicho que sólo lo había matado para salvar la propia vida.)
Antes de que él lo matara con el azot, el talus había dicho que al ser despedido por Mosqueta había vuelto allí con Potto, y sin duda se refería al consejero Potto.
Por lo tanto, la figura que había entrado en el santuario y desaparecido era un comisario, un juez o algo por el estilo. Tampoco era misteriosa la desaparición, en absoluto. Había entrado y alguien lo había recibido, probablemente el talus. Habría mostrado una tésera; la boca de Escila se había abierto, y él había bajado la escalera para ser conducido a un lugar que no podía estar lejos, ya que una media hora después el talus ya estaba de nuevo en su puesto.
Era todo de una lógica acabada y mostraba a las claras que el Ayuntamiento tenía oficinas cerca de allí. La conclusión agobió los hombros de Seda como una carga. ¿Cómo podría él, ciudadano y augur, guardar para sí todo lo que había descubierto sobre las actividades de Grulla, aun cuando fuera para salvar el manteón?
Abatido, volvió a la puerta que tan suavemente se había abierto para el talus pero no quería abrirse para él. Al parecer no tenía cerradura ni picaporte, y de hecho ningún mecanismo de esa especie. Los paneles irisados encajaban tan ajustadamente que apenas se distinguían las curvas líneas de separación. Había gritado ábrete y otras cien palabras posibles sin obtener resultado.
Ronco y desalentado, la había acuchillado con la discontinuidad rutilante que era la hoja del azot, marcando y fundiendo los paneles de tal modo que parecía dudoso que incluso alguien que conociera el secreto consiguiera hacer que se abrieran como lo habían hecho para el talus. El azot había causado un estruendo como para romper tímpanos; de los muros y el techo del túnel se habían desprendido suficientes piedras para matarlo a él diez veces, y por fin la empuñadura se había calentado tanto que no podía tenerla; aun así no llegó a abrir la puerta ni hacer un solo agujero en un panel.
Y ahora, se dijo Seda, no quedaba otra alternativa que ponerse en marcha por el túnel, cansado y hambriento y magullado como estaba, con la débil esperanza de encontrar una salida. A punto casi de dar rienda suelta a su rabia contra el Extraño y todos los demás dioses por pura frustración, se sentó en la roca desnuda y se quitó la venda de Grulla. Con cierta amargura recordó que Grulla le había enseñado que sólo golpeara superficies lisas, y como ejemplos había puesto su propio escabel y su alfombra. Sin duda la recomendación estaba destinada a proteger la suave superficie de la venda, semejante a cuero, de un desgaste inútil; aquel suelo tosco no era apropiado, y él le debía algo a Grulla, en buena medida porque, si podía, pensaba extraerle el dinero que exigía Sangre, aunque más de una vez Grulla se hubiera mostrado amistoso con el.
Suspirando, Seda se quitó la túnica, la dobló, la dejó en el suelo y empezó a golpear la venda hasta que se puso más caliente que la empuñadura del azot. Con la venda de nuevo en su sitio, trabajosamente se incorporó, volvió a ponerse la túnica (dando la bienvenida a su tibieza en ese aire fresco y siseante), y partió resuelto, eligiendo la dirección que parecía más adecuada para llegar a Limna.
Empezó con la idea de contar los pasos, como para saber cuánto había viajado bajo tierra; al principio contaba en silencio, moviendo los labios y marcando a cada centenar con un dedo extendido. Pronto advirtió que estaba contando en voz alta, animado por el débil eco de su voz, y que ya no sabía si había vuelto a cerrar el puño una vez al cabo de quinientos pasos o dos veces al cabo de mil.
A medida que avanzaba, el túnel, que al principio parecía siempre igual, empezó a cambiar en aspectos menores; y pronto estos aspectos cobraron tal interés que en la prisa por examinarlos Seda perdió la cuenta. En ciertas zonas la arenisca de la región dejaba lugar a la roca de nave, graduada como una regla por junturas situadas cada veintitrés pasos. De trecho en trecho, las móviles luces sensibles al sonido fallaban por completo, y se veía obligado a avanzar a oscuras; aunque comprendía que estaba actuando tontamente, no lograba ahuyentar totalmente el miedo a caer en un pozo, o a que en la sombra lo esperase otro talus o algo más terrible. Dos veces pasó por puertas irisadas muy parecidas a la que separaba la sala inferior del santuario de Escila, ambas bien cerradas; una vez el túnel se dividió, y Seda eligió al azar seguir por la izquierda; tres veces se abrieron túneles laterales, oscuros y en cierto modo amenazantes.
Y en ningún momento perdió la impresión de avanzar en un leve descenso, y de que el aire se iba volviendo más frío y las paredes más húmedas.
Caminó un rato rezando mientras pasaba sus cuentas, y después intentó conciliar la distancia cubierta durante tres recitados con la posterior cuenta de pasos; de lo cual concluyó que había dado diez mil trescientos setenta, o el equivalente a cinco recitados completos y una decena y pico. Si a eso se sumaban los quinientos del comienzo (o acaso mil), daba...
Para entonces le dolía muchísimo el tobillo; renovó la venda como antes y siguió cojeando por el túnel, que a cada vacilante paso lo oprimía más y más.
Con frecuencia lo atormentaba un impulso casi incontrolable de volver atrás. Le parecía que, de haber dejado que el azot se enfriara para atacar de nuevo, casi seguramente la puerta habría cedido con facilidad; a esas alturas ya habría estado de regreso en Limna. Alca le había recomendado lugares para comer; intentó recordar cómo se llamaban, aquéllos y los que había visto de camino al Juzgado.
No, el que le había recomendado lugares para comer era el cochero de la carreta. Uno, había dicho, era muy bueno pero caro; se llamaba «La Farola Oxidada ». El llevaba no menos de siete tarjetas en el bolsillo, cinco provenientes de los ritos de Orpina más dos de las tres que Sangre le había entregado el faides. La cena de los dos en un restaurante de la zona alta le había costado a Alca dieciocho bits. Entonces había parecido una suma extravagante, pero comparada con siete tarjetas era poco, para una cena suntuosa en una de las mejores posadas de Limna, una cama cómoda y un buen desayuno, alcanzaría con una tarjeta y aún sobraría. Parecía una locura no retroceder cuando esas cosas estaban tan cerca (o tan fácil era conseguirlas). En rápida sucesión se le ocurrió media docena de palabras que no había probado: libérate, destrábate, sepárate, suéltate y hiéndete.
Mucho peor era la infundada sensación de que ya había dado la vuelta, que se dirigía no al norte, hacia Limna, sino de nuevo al sur; que en cualquier momento, a la salida de cualquier curva o recodo, divisaría otra vez el talus muerto.
El talus que él había matado; pero el talus lo había enviado a él a la tumba, o eso parecía. Si él había muerto, lo había dejado enterrado. Pronto, sintió, se encontraría con Orpina, con el viejo Pátera Perca y con su madre, cada cual en su propio estado de descomposición. Junto con todos ellos yacería en el suelo del túnel, acaso, ya que allí cualquier lugar daba lo mismo, y ellos le contarían cosas que entre los muertos era preciso saber, tal como, al llegar él a la calle del Sol el Pátera Perca lo había instruido sobre las tiendas y la gente del barrio, la necesidad de comprar túnicas y nabos a los pocos comerciantes que asistían algo regularmente a los sacrificios, y la conveniencia de cuidarse de ciertos timadores y embusteros notorios. En una ocasión oyó a lo lejos una risita ahogada, una risa loca sin humor ni alegría, sin siquiera humanidad: la risa de un demonio devorándose la carne en las sombras.
Tras lo que pareció medio día o más de una caminata extenuante y llena de temor llegó a un lugar en que el suelo del túnel estaba cubierto de agua hasta donde alcanzaba la vista; los tenues reflejos de las empañadas luces que se deslizaban por el techo mostraban a las claras que la masa de agua no era en absoluto despreciable. Titubeante al borde de esa quieta laguna clara, se vio forzado a admitir que hasta era posible que por una o dos leguas el túnel que tanto tiempo había seguido estuviera completamente inundado.
Se arrodilló a beber y descubrió que en realidad tenía mucha sed. Cuando intentó incorporarse, el tobillo derecho se quejó con tal vehemencia que tuvo que sentarse, incapaz ya de esconderse lo agotado que estaba. Descansaría allí una hora; estaba seguro de que en la superficie había oscurecido. Sin duda el Pátera Gulo andaría preguntándose qué se había hecho de él, ansioso por empezar a espiarlo de veras. También la Máitera Mármol se extrañaría; pero Alca y Chenilla habrían vuelto a la ciudad haría ya un rato, después de dejarle un mensaje en la parada de la carreta.
Seda se quitó los zapatos, se fregó los pies (un ejercicio que encontró delicioso) y por último se tendió. Cierto que el áspero suelo del túnel debería haberle resultado incómodo, pero por alguna desconocida razón no lo era. Había sido muy sensato, claramente, echarse una siestecita en la flotadora de Sangre. Gracias al breve descanso iba a estar más alerta, más dispuesto a aprovechar la menor oportunidad que le ofreciera esa relación peculiar. «¡No puedo acelerar mucho», le dijo el chofer, «yendo para este lado!» Pero muy pronto, mientras la veloz flotadora sobrevolaba un paisaje cada vez más cubierto de agua, iría su madre a darle el beso de las buenas noches. A él le gustaba esperarla despierto; decirle, cuando se iba, «Buenas noches a ti, mamá».
Decidió no dormir hasta que ella llegara.
Haciendo eses y bastante borracha, Chenilla surgió por la puerta del A Toda Vela, divisó a Alca y alzó la mano.
—¡Estás ahí! Eh, Bicho. ¿Yo a ti no te conozco? —Como él sonreía devolviéndole el saludo, cruzó la calle y lo tomó del brazo.— Tú has estado en La Orquídea. Claro que sí, cantidad de veces, y debería saber cómo te llamas. En seguida me acordaré. Oye, Bicho, no te estoy arrastrando a la cama, ¿eh?
Muy de niño Alca había aprendido que en esas circunstancias había que cooperar.
—Por mí tranquila. ¿Te invito a una copa? —Señaló hacia el A Toda Vela.— Apuesto a que allí hay algún rinconcito tranquilo.
—Ay, Bicho, ¿de veras? —Chenilla se apoyó en el brazo de él, y echó a andar tan pegada que los muslos se rozaban.— ¿Cómo te llamas? Yo Chenilla. Tendría que recordar tu nombre, vaya si no, sólo que estoy medio mareada y estamos en el lago, ¿no? —Se sonó la nariz con los dedos.— He visto mucha agua bajando por una calle de éstas, Bicho, pero el caso es que debería volver a La Orquídea, primero la cena y luego al salón grande, ¿me explico? Si no tengo suerte, Orquídea enviará a Lubina a aventarme.
De reojo, Alca había estado observándole los ojos; cuando entraban al A Toda Vela, dijo:
—Ahí está la cosa, ¿eh? No te acuerdas.
Sentándose, ella asintió compungida y los encendidos rizos temblaron.
—Y además estoy seca, sequísima. ¿No tienes una pizquita para darme?
Alca sacudió la cabeza.
—¿Una pizquita por la noche gratis?
—Si tuviera te daría —le dijo Alca—, pero no tengo.
Una camarera ceñuda se plantó junto a la mesa.
—Llévesela a otro lado.
—Cinta roja y agua —le dijo Chenilla—. Y no me lo mezcle.
La camarera negó enfáticamente.
—Ya te he dado más de lo que debía.
—¡Y yo te he dado todo mi dinero!
Alca puso una tarjeta en la mesa.
—Ábreme cuenta, cariño. Me llamo Alca.
El ceño de la camarera se suavizó.
—Sí, señor.
—Y tráeme una cerveza, la mejor que tengas. Para ella nada.
Chenilla protestó.
—Dije que te invitaría a una copa en la calle. Esto no es la calle. —Alca despidió a la camarera con un gesto.
—¡Así te llamabas! —dijo Chenilla, triunfal—. Alca. Ya te dije yo que me acordarías
Alca se inclinó hacia ella.
—¿Dónde está el Pátera?
Ella se secó la nariz con el brazo.
—El Pátera Seda. Viniste aquí con él. ¿Dónde lo has dejado?
—Ah, ya lo recuerdo. Estuvo en La Orquídea cuando... cuando... Alca, me muero por una pizca. Tú tienes dinero. Por favor...
—Tal vez dentro de un momento. No me han traído la cerveza. Y ahora préstame atención. Te has pasado un buen rato aquí bebiendo, ¿cierto?
Chenilla asintió.
—Me sentía tan...
—Despéjate. —Alca le agarró la mano y la apretó como para que le doliera.— ¿Dónde estuviste antes?
Ella eructó suavemente.
—Te diré la verdad, enterita. Pero parecerá un disparate. ¿Te cuento y me pagas una?
Alca entrecerró los ojos.
—Habla rápido. Después de oírte decidiré.
La camarera le dejó delante un empañado vaso de cerveza negra.
—La mejor y la más fría. ¿Algo más, señor?
El negó con la cabeza, impaciente.
—Es que hoy me levanté tardísimo —empezó Chenilla— porque anoche vino uno gordo, ¿sabes? Claro que tú no estabas, Jaco. ¿Ves?, ya te recuerdo. Ojalá hubieras estado.
Alca le apretó más la mano.
—Ya sé que no estaba. Desembucha.
—Y tuve que vestirme bien porque hoy era el funeral y Orquídea quería que fuéramos todas. Además, le había dicho a ese augur alto que iba a ir. —Eructó de nuevo.— ¿Cómo es que se llama, Jaco?
—Seda —dijo Alca.
—Tal cual. Pues saqué mi vestido negro bueno, éste, ¿ves? Y, en fin, me arreglé. Había un montón que iban juntas, sólo que como ya habían salido, yo tuve que ir sola. ¿Y si me dejaras un sorbitito solo de eso, Jaco? Anda...
—De acuerdo.
Alca empujó hacia ella el vaso empañado, y Chenilla bebió y se secó la boca con la manga.
—Más vale no mezclar, ¿no? Mejor me cuido un poco.
Él recuperó el vaso.
—Fuiste al funeral de Orpina. Sigue desde allí.
—Eso. Lo único es que primero tomé una buena pizca. No veas, me la devoré. Ojalá la tuviera ahora.
Alca bebió.
—Bueno, llegué al manteón, y ya estaban Orquídea y todo el mundo y habían empezado, pero encontré un lugar y me senté, y... y...
—¿Y qué? —preguntó Alca.
—Y después me levanté, pero se habían ido todos. Yo estaba mirando la Ventana, ¿sabes? Pero era sólo una Ventana, y te digo que ya no había casi nadie: apenas un par de viejas y nadie ni nada más. —Se había puesto a llorar; lágrimas calientes le rodaban por las tersas mejillas. Alca sacó un pañuelo no muy limpio y se lo dio.— Gracias. —Ella se secó los ojos—. Tenía mucho miedo, y todavía tengo. Tú crees que te tengo miedo a ti, pero da tanto gusto estar con alguien y tener con quién hablar... Tú no sabes.
Alca se rascó la cabeza.
—Y entonces salí, ¿entiendes? Y no estaba en la ciudad, ni en la calle del Sol ni en ninguna parte. Estaba aquí, donde veníamos cuando era pequeña, y se habían ido todos. Descubrí un lugar con sombrillas sobre las mesas y me habré bebido unas tres o cuatro copas, y luego vino ese pajarraco negro. No paraba de saltarme alrededor y hablar casi como la gente hasta que le tiré una copita y me echaron.
Alca se levantó.
—¿Le diste con una copa? Mierda, no puedo creerlo. Vamos. Muéstrame dónde es ese lugar con sombrillas.
Una abrupta ladera cubierta de broza separaba a Seda del cenobio. Él bajaba a los tumbos, arañándose las manos y la cara y desgarrándose la ropa con las espinas y las ramas rotas, y entraba. La Máitera Menta estaba en la cama, enferma, y eso a él lo alegraba un instante, pues había olvidado que supuestamente ningún hombre podía entrar en el cenobio salvo un augur que llevara el perdón de los dioses. Murmuraba y volvía a murmurar los nombres, cada vez seguro de que se estaba olvidando de uno, hasta que un estudiante de la escola bajo y rollizo a quien él no recordaba nunca llegaba a decirle que se iban todos calle abajo a visitar al prelado, que también estaba enfermo. La Máitera Menta dejaba la cama, diciendo que ella también iría, pero bajo el peinador rosa estaba desnuda, y a través de la tela el pulcro cuerpo metálico relucía como plata. El peinador exhalaba el empalagoso perfume de la lámpara de vidrio azul, y él le decía que antes de partir tendría que vestirse.
Seda y el estudiante bajo y rollizo salían del cenobio. Caía una lluvia copiosa, fría y machacona que lo helaba hasta la médula. En la calle aguardaba una litera con seis porteadores, y discutían a quién pertenecía aunque él estaba seguro de que era de la Máitera Mármol. Los porteadores eran viejos, uno de ellos ciego, y el toldo chorreante estaba mustio y raído. Como a él le daba vergüenza pedir a los viejos que los transportaran, subían la calle hasta un gran edificio blanco sin muros, sólo un techo de finas tablillas blancas puestas de canto y separadas de un palmo; había allí tantos muebles blancos que apenas se podía caminar. Ellos elegían sillas y se sentaban a esperar. Cuando llegaba el prelado, era Mucor, la hija loca de Sangre.
Sentados con ella bajo la lluvia, temblando, discutían los asuntos de la escola. Ella hablaba de una dificultad que no lograba solucionar, y le echaba la culpa a él.
Se sentó, frío y tieso, y cruzó los brazos para poner los dedos helados en las axilas. Mucor le decía: «Más allá está más seco. Reúnete conmigo donde duermen los bíos». Sentada en el agua con las piernas cruzadas, era transparente como aquélla. Él quería pedirle que lo guiara hasta la superficie; al sonido de su voz ella se desvaneció con el resto del sueño, dejando sólo un reverbero de luz verdosa como limo en el agua.
Si esa agua quieta y clara se había retirado mientras él dormía, el cambio no era perceptible. Se quitó los calcetines, ató los zapatos uno con otro por los cordones, se los colgó del cuello y guardó la venda en el bolsillo de la túnica. Se anudó las puntas de la túnica a la cintura y remangó los pantalones todo lo que pudo mientras se prometía que el ejercicio no tardaría en calentarlo, que en realidad se sentiría más entonado en cuanto entrara en el agua y echara a andar.
Como había temido, el agua estaba fría, pero era somera. Había creído que ese frío, el chapoteo glacial, le entumecería el tobillo lesionado, pero cada vez que apoyaba en él su peso sentía una aguja que se clavaba hueso adentro.
Las nuevas luces despertadas por los suaves chapoteos de los pies desnudos le permitieron ver más lejos en el túnel, que estaba inundado hasta donde alcanzaba a ver. En realidad no sabía si el agua dañaría la venda, y de hecho no lo creía probable; sin duda, personas tan inteligentes como para fabricar un dispositivo así podrían protegerlo de una mojadura ocasional. Pero la venda era de Grulla y no de él, y, aunque él iba a robarle a Grulla el dinero si hacía falta para salvar el manteón, no se arriesgaría a estropear la venda de Grulla para ahorrarse un poco de dolor.
Había avanzado cierto trecho cuando se le ocurrió que podría calentarse algo recargando la venda y poniéndola de nuevo en el bolsillo. Hizo el experimento; batió la venda contra la pared del túnel. El resultado fue muy satisfactorio.
Pensó con nostalgia en el bastón de Sangre con la cabeza de leona; de haberlo tenido ahora, le habría restado cierto peso al tobillo herido. Medio día antes (o un poco más, tal vez) había estado a punto de tirarlo, calificando ese acto desdeñoso de sacrificio a Escila. A Oreb eso lo había asustado, y con razón; la diosa se había enfrentado a ese bastón y había acabado con él (y, por lo tanto, había derrotado a su hermana Esfigse) cuando él lo había llevado al santuario.
Sus pies perturbaron una masa de brillantes lombrices, que se dispersaron en medio de un frenesí de ondas de miedo de un luminoso amarillo claro. Allí el agua era más honda, y las grises paredes de roca de nave estaban cubiertas de humedad.
Por otra parte, el talus que él había matado había dicho que servía a Escila; pero presumiblemente ese alarde sólo significaba que servía a Virón, la ciudad santa de Escila... lo mismo que él, por cierto, puesto que esperaba acabar con las actividades de Grulla. Si era más realista tenía que aceptar que el talus servía al Ayuntamiento. El constructor del santuario había sido el consejero Lemur; por eso, casi seguro, quienes se encontraban en la sala inferior con comisarios y jueces eran los consejeros. Esto aunque sin duda de vez en cuando debían de ir al Juzgado (al auténtico Juzgado de Virón, según consideraba Seda). Poco tiempo antes él había visto una imagen del consejero Loris dirigiéndose a una multitud desde el balcón.
Y el talus había dicho que había vuelto con Potto.
Seda hizo un alto, balanceándose sobre el pie sano, y volvió a golpear la venda contra la pared del túnel.
Si no obstante el talus servía al Ayuntamiento (y así, por una exageración permisible, a Escila) ¿qué había estado haciendo en la villa de Sangre? Mucor había sugerido, no sólo que era empleado de su padre, sino que acaso fuese corrupto.
Esta vez Seda se puso la venda alrededor del pecho, bajo la toga, y descubrió que no le apretaba tanto como para dificultarle la respiración.
Al principio Seda pensó que las descargas de dolor en el tobillo le habían afectado un poco el oído. El rugido fue creciendo, y a lo lejos apareció en el túnel un puntito de luz. No había adónde correr, aun si hubiera podido, ni dónde esconderse. Se aplastó contra la pared, con el azot de Jacinta en la mano.
El punto luminoso se transformó en resplandor. La máquina que se precipitaba hacia él llevaba la cabeza baja como un perro furioso. Pasó bramando, empapándolo de agua helada, y desapareció en la dirección donde él había llegado.
Seda huyó, chapoteando en un agua cada vez más honda, y justo cuando oía a sus espaldas un traqueteo estrepitoso vio el abrupto túnel lateral ascendente.
Cien pasos largos e intensamente dolorosos lo transportaron fuera del agua; pero no se sentó para vendarse de nuevo el tobillo ni para ponerse calcetines y zapatos hasta que hubo perdido de vista el túnel que había dejado. Oyó que en aquel túnel algo bramaba una vez más —supuso que la misma máquina— y prestó atención con temor, convencido a medias de que doblaría por este otro. No fue así, y pronto el estruendo se apagó a lo lejos.
Ahora, se dijo, le había cambiado la suerte. Tal vez algún dios benévolo había resuelto darle su gracia. Quizás Escila le había perdonado que llevara el bastón de su hermana a su santuario y se propusiera arrojarlo al lago en sacrificio a ella. Ascendente como era, el nuevo túnel no podía continuar mucho sin salir por fuerza a la superficie; y al parecer era seguro que saldría cerca de Limna, si no en medio de la ciudad. Por lo demás, estaba por encima del nivel del agua y probablemente seguiría así.
Habiendo devuelto el azot a la faja, se estiró las perneras del pantalón y desanudó la túnica.
Ya no contaba los pasos, pero no había caminado mucho cuando detectó el inconfundible olor del humo de leña. No podía ser realmente (se dijo) olor de sacrificio, de fragante humo de cedro mezclado con picantes vahos de carne, grasa y pelo quemados. Y sin embargo —volvió a olisquear— se le parecía extrañamente, tanto que durante unos momentos se preguntó si verdaderamente en esos túneles antiguos no se estaría llevando a cabo un sacrificio.
Cuando se acercaba a la siguiente luz verde y brumosa vio huellas en el suelo. Unas pisadas de alguien, calado como él habían dejado una tenue humedad gris aún fresca.
¿Sería posible que hubiera estado andando en círculos? Sacudió la cabeza. Ese túnel no había dejado de subir desde el comienzo; y, examinando las huellas para compararlas con las suyas, descubrió que no encajaban: los pasos eran más cortos, los zapatos algo más pequeños y el caminante no cojeaba; tampoco llevaba los bordes de los tacones tan gastados como él.
Al parecer, la luz a la cual estaba estudiando el rastro era la última en cierta distancia: adelante el túnel se volvía negro como la pez. Se estrujó la mente y hurgó en los bolsillos, en busca de algo para iluminar, pero no encontró nada. Tenía el azot y el lanza agujas de Jacinta, las siete tarjetas y una cantidad de bits que en ningún momento había contado, las cuentas, el viejo estuche de escritura (que contenía varias plumas, un frasquito de tinta y dos folios doblados), las gafas, las llaves y, colgado al cuello con una cadena de plata, el gammadión que le había dado su madre.
Estornudó.
Había aumentado el olor a humo y ahora los pies se le hundían en una sustancia blanda y seca; además, a unos pocos pasos veía un punto de un rojo apagado como el que haría la hornalla de una cocina. Era un ascua, estaba seguro; cuando llegó a ella, se arrodilló en medio de la oscuridad, la sopló con suavidad y supo que había acertado. Con uno de los folios de la caja de escritura hizo un rollo y aplicó el extremo al ascua avivada.
Cenizas.
Cenizas por todas partes. Estaba en el punto más bajo de un gran montículo gris que por un lado obstruía totalmente el túnel y por el otro era tan alto que habría tenido que agacharse para no dar la cabeza contra el techo.
Se dio prisa, ansioso por pasar por la estrecha abertura (imitando al otro caminante, que había dejado allí sus huellas) antes de que se apagara la débil llama amarilla del rollo. La marcha era difícil; a cada paso se hundía casi hasta las rodillas, y la fina polvareda que levantaban sus pies lo ahogaba.
Volvió a estornudar, y ahora respondió al estornudo un estridor raro y grave, más fuerte y profundo incluso que el ruido de un enorme reloj roto, y aun así semejante.
La llama del rollo ya le tocaba casi los dedos; tomándolo de otra forma, avivó el fuego de un soplido, y en seguida lo dejó caer: había visto la luz reflejada en cuatro ojos.
Gritó como a veces les gritaba a las ratas en el manso, echó mano al azot, agitó la hoja letal en dirección a los ojos y lo recompensó un aullido de pánico. Un momento después se oyó el estampido de un trabuco y un alud de ceniza lo dejó medio enterrado.
El trabuco sonó de nuevo, y el sordo estallido pareció un gemido semihumano. Una luz potente perforó remolinos de ceniza, y ante Seda pasó corriendo una criatura que parecía mitad perro mitad diablo. En cuanto pudo recobrar el aliento Seda pidió ayuda a gritos; pasaron unos minutos antes de que dos soldados, quimis de miembros gruesos que le llevaban dos cabezas de altura, lo encontraron y, sin ceremonia, lo sacaron de la ceniza a tirones.
—Queda detenido —le dijo el primero, lanzando la luz a la cara de Seda. No era una linterna, ni una vela ni ningún dispositivo portátil que Seda conociera; lo miró fijamente, con demasiado interés para sentir miedo.
—¿Quién es usted? —preguntó el segundo.
—Pátera Seda, del manteón de la calle del Sol. —Seda estornudó una vez más mientras intentaba vanamente sacudirse la ceniza de la ropa.
—¿Viene de la caída, Pátera? Ponga las manos a la vista. Las dos.
Lo hizo, mostrando las palmas vacías.
—Esto es zona restringida. Zona militar. ¿Qué está haciendo aquí, Pátera?
—Me he perdido. Esperaba poder hablar con el Ayuntamiento sobre un espía enviado a Virón por alguna ciudad extranjera, pero me perdí en estos túneles. Y luego... —Falto de palabras, Seda se interrumpió.— Luego esto.
El primer soldado dijo: —¿Lo mandaron llamar?
Y el segundo: —¿Está armado?
—No me mandaron llamar. Sí, en el bolsillo del pantalón llevo un lanzagujas. —Tontamente añadió:— Muy pequeño.
—¿Planeaba dispararnos? —El primer soldado parecía divertido.
—No. Me preocupaba el espía que les he dicho. Creo que puede tener cómplices.
El primer soldado dijo:
—Saque ese lanzagujas, Pátera. Queremos verlo.
Aunque con renuencia, Seda lo mostró.
El soldado volvió la luz hacia su propio pecho de acero jaspeado.
—Dispáreme.
—Soy un ciudadano leal —protestó Seda—. No dispararía contra un soldado nuestro.
El soldado puso el ancho cañón del trabuco contra la cara de Seda.
—¿Ve esto? Dispara un proyectil de uranio largo como mi pulgar y casi igual de grueso. Si se niega a dispararme voy a disparar yo, y mi disparo le partirá la cabeza como si fuera un melón. Vamos, dispare.
Seda disparó; el estampido del lanzagujas resonó en el túnel. En el enorme pecho del soldado apareció un rasguño brillante.
—De nuevo.
—¿Qué sentido tiene? —Seda se guardó el lanzagujas en el bolsillo.
—Le estaba dando otra oportunidad, nada más. —El primer soldado le pasó la luz al segundo.— Muy bien, ya ha tenido su turno. Démela.
—¿Para que me dispares? Me matarías.
—Puede que no. Entréguela y veremos.
Seda sacudió la cabeza.
—Dijiste que estaba detenido. Si es así, tienes que mandar llamar un abogado, siempre y cuando yo quiera contratar uno. Pues sí, quiero. Se llama Vulpes y tiene su despacho en la calle de la Costa, en Limna, lo cual no debe de estar muy lejos de aquí.
El segundo soldado soltó una risita, un ruido curiosamente inhumano como de lima de hierro acero contra los dientes de una cremallera.
—Déjelo en paz, cabo. Soy el sargento Arena, Pátera. ¿Quién es el espía ese que ha dicho?
—Prefiero guardar silencio hasta que me interrogue un miembro del Ayuntamiento.
Arena alzó el trabuco.
—Aquí abajo mueren todo el tiempo bíos como usted. Se meten a curiosear y la mayoría no sale nunca más. Mueren y se los comen, hasta los huesos. Quizá queden jirones de ropa, quizá no. Es verdad, y le conviene creerme.
—Te creo. —Seda se frotó las manos en los muslos para quitarse toda la ceniza posible.
—Nuestra orden es matar a todo aquel que ponga a Virón en peligro. Si sabe algo sobre un espía y no quiere contarnos, la amenaza es usted y usted no es mejor que el espía. ¿Entiende lo que le digo?
Seda asintió, reacio.
—El cabo Pedernal estaba jugando. No le habría disparado de verdad; sólo quiso bromear un poco. En cambio yo no juego. —Con un chasquido audible, Arena descorrió el seguro de su trabuco.— ¡Dígame el nombre del espía!
A Seda le costaba hablar: aquélla era una más de lo que parecía una serie interminable de capitulaciones morales.
—Se llama Grulla. Doctor Grulla.
Pedernal dijo:
—Tal vez también lo oyó él.
—Lo dudo. ¿A qué hora bajó aquí, Pátera? ¿Tiene idea?
Detendrían al doctor Grulla, y después lo matarían o lo enviarían a las mazmorras. Seda recordó a Grulla guiñando un ojo, señalando el techo mientras decía: «Hay alguien allá arriba a quien usted le gusta; alguna diosa infatuada, supongo». Con lo cual él, Seda, había sabido que el objeto que le estaba dando Grulla se lo enviaba Jacinta, y había adivinado que era su azot.
—Si no está seguro trate de calcular, Pátera —dijo Arena—. Estamos a molpes y es bastante tarde. ¿Más o menos cuándo fue?
—Creo que poco antes de mediodía... A eso de las once, quizás. Había tomado la primera carreta de Virón, y debo de haber pasado al menos una hora en Limna antes de emprender la Vía del Peregrino al santuario de Escila. Pedernal preguntó: —¿Allí usó el espejo? —No. ¿Hay un espejo? Si hay yo no lo vi. —Bajo la placa que dice quién construyó el santuario. La levanta y hay un espejo.
—A lo que va él, Pátera, es a que esta noche, antes de que bajáramos, al espejo del cuartel de la división llegaron noticias. Parece que el consejero Lemur atrapó a un espía, él mismo en persona. Un médico llamado Grulla.
—¡Vaya, qué espléndido! Arena estiró la cabeza.
—¿Espléndido qué? ¿Descubrir que ha bajado aquí en balde?
—¡No, no! Eso no. —Por primera vez desde que Oreb lo había dejado, Seda sonrió.— Que no vaya a ser culpa mía. Que no lo sea. Consideraba un deber contarle a alguien todo lo que había averiguado; alguien con autoridad, que pudiera tomar medidas. Sabía que, como consecuencia de ello, Grulla iba a sufrir. Que probablemente iba a morir, de hecho.
Casi amablemente, Arena dijo:
—Es sólo un bío, Pátera. A ustedes los construyen uno dentro de otro, así que son millones. Qué importa uno más o menos. —Empezó a subir por la colina de ceniza; aunque a cada paso se hundía mucho, no dejaba de avanzar a ritmo sostenido.— Tráigalo, cabo.
Pedernal azuzó a Seda con el cañón del trabuco.
—Muévase.
A una veintena de metros de donde los soldados habían encontrado a Seda, una de las criaturas perrunas sangraba en la ceniza, demasiado débil para mantenerse en pie pero no para ladrar. Seda preguntó:
—¿Qué es?
—Un dios. Los que aquí abajo se comen a los bíos.
Contemplando el animal moribundo, Seda meneó la cabeza.
—Los impíos sólo se hacen daño a sí mismos, hijo mío.
—Siga andando, Pátera. Usted es augur. ¿No hace sacrificios a los dioses todas las semanas?
—Más a menudo, si puedo. —Caminar en la ceniza se hacía cada vez más difícil.
—Aja. ¿Y los despojos? ¿Con eso qué hacen?
Seda lo miró por encima del hombro.
—Si la víctima es comestible, como suele ser el caso, la carne se distribuye entre los que asistieron a la ceremonia. Seguro que por lo menos a un sacrificio habrás asistido, hijo mío.
—Psé, nos hacen ir. —Pasándose el trabuco a la mano izquierda, Pedernal le ofreció el brazo derecho a Seda.— Tenga, agárrese. ¿Y lo demás qué, Pátera? El pellejo, la cabeza y todo eso que no se comen.
—Son consumidos por el fuego del altar —le dijo Seda.
—Y el fuego lo envía a los dioses, ¿cierto?
—Simbólicamente, sí. Había otro animal perruno muerto en la ceniza; al pasar, Pedernal le dio una patada.
—Sus hogueritas no sirven de veras, Pátera. Ni tienen el tamaño suficiente ni calientan bastante para quemar los huesos de un animal grande. A veces ni siquiera queman toda la carne. Y todo eso lo vuelcan aquí con las cenizas. Cuando construyen un manteón, intentan ponerlo encima de algún túnel viejo de éstos para tener cómo librarse de las cenizas. En Limna hay un manteón, ¿se da cuenta? Estamos justo debajo. Hay sitios como éste por toda la ciudad, y un montón más de dioses. Seda tragó saliva. —Ya.
—¿Se acuerda de los que ahuyentamos? En cuanto salgamos de aquí volverán. Los oiremos reír y pelear por los mejores trozos.
Delante, a cierta distancia de ellos, Arena se había parado.
—Deprisa, cabo —gritó.
Seda, que ya venía andando lo más rápidamente posible, intentó apretar más el paso. Pedernal murmuró:
—Por eso no se preocupe; se pasa el día haciendo lo mismo. Así se consiguen los galones.
Estaban a punto de alcanzar a Arena cuando Arena se dio cuenta de que el informe bulto gris que había a los pies del sargento era un ser humano. Arena lo apuntó con el trabuco.
—Échele un vistazo, Pátera. A lo mejor lo conocía. Seda se sentó junto al cuerpo y alzó una mano destrozada; luego intentó rascar la ceniza empastada donde tendría que haber habido un rostro; sólo encontró hilachas de carne y hueso astillado. —¡No está! —exclamó.
—Los dioses pueden hacerlo. Arrancan el pellejo entero de un mordisco, como podría quitarme yo la placa facial, o como muerden ustedes la piel de las... ¿Cómo es que se llaman?
Seda se levantó, frotándose las manos en un desesperado esfuerzo por limpiarlas.
—Me temo que no sé de qué hablas.
—Esas cosas rojas y redondas que hay en los árboles. Manzanas, eso. ¿No lo va a bendecir, o algo así?
—Quieres decir traerle el perdón de Pas. Eso sólo podemos hacerlo antes de que la muerte haya llegado. Técnicamente, antes de que mueran las últimas células del cuerpo. ¿Lo mataste tú?
Arena sacudió la cabeza.
—No le mentiré, Pátera. Si lo hubiéramos visto y le hubiéramos gritado que parara, y él hubiera huido, le habríamos disparado. Pero no fue así. Llevaba una linterna; por ahí estará. Y un lanzagujas. Ése lo tengo yo. Probablemente por eso imaginó que no le pasaría nada. Pero, como suele ocurrir, habrá habido por aquí dioses dando vueltas. Además esto siempre está bastante oscuro, porque la ceniza chupa la luz. Quizá se le apagó la linterna, o quizá los dioses tenían demasiada hambre y se le echaron encima.
Pedernal asintió con un gruñido.
—Éste no es buen lugar para bíos, Pátera, ya se lo ha dicho el sargento.
—Al menos habría que enterrarlo —dijo Seda—. Lo haré yo, si me permitís.
—Si lo entierra en estas cenizas, nada más irnos los dioses lo sacarán —dijo Arena.
—Podríais llevarlo vosotros. Me han dicho que los soldados son mucho más fuertes que nosotros.
—También podría obligarlo a que lo lleve usted —dijo Arena—, pero tampoco pienso hacer eso. —Dio media vuelta y se alejó a grandes pasos.
Pedernal, que ya lo estaba siguiendo, giró la cabeza.
—Muévase, Pátera. Ya no la puede ayudar, y nosotros tampoco.
Con un repentino miedo a que lo dejaran atrás, Seda se lanzó a un trote renqueante.
—¿No dijisteis que era un hombre?
—El sargento, tal vez. Yo le revisé los bolsillos y parecía una mujer disfrazada.
Medio para él mismo, Seda dijo:
—En la Vía de los Peregrinos vi a alguien que estaba delante de mí; en aquel momento me llevaba una media hora. Yo me paré a dormir un rato... La verdad, no sé cuánto tiempo dormí. Supongo que ella no.
Con una sonrisa burlona, Pedernal echó la cabeza atrás.
—Me han contado que mi última siesta duró setenta y cuatro años. Allá en la división podría mostrarle unos doscientos reemplazos que no han estado despiertos ni una vez. A algunos bíos les pasa lo mismo.
Recordando las palabras que Mucor había dicho en sueños, Seda pidió:
—Hazlo, por favor. Me gustaría mucho verlos, hijo mío.
—Pues entonces muévase. Quizás el comandante quiera encerrarlo. Ya veremos.
Seda asintió, pero se detuvo un momento a mirar atrás. El cadáver anónimo era de nuevo un mero bulto amorfo, perdida la identidad —incluso la identidad de restos mortales de un ser humano— en las sombras, que habían regresado más rápido aún que los contrahechos animales que los soldados llamaban dioses. Seda pensó en la muerte del Pátera Perca, solo en el dormitorio vecino al suyo: la muerte pacífica de un anciano, una silenciosa e incontestada cesación del aliento. Esa muerte le había parecido terrible, pero cuánto peor, qué inefablemente horrible morir en aquel subterráneo laberinto de oscuridad y ruina, aquella gusanera del mundo.
9
En sueños como la muerte
—¿El Pátera Seda se fue por aquí? —le preguntó Alca al grajo de noche, que estaba en su hombro.
—¡Sí, sí! —Oreb aleteó de impaciencia—. ¡De aquí! ¡Fue a santuario!
—Pues yo no voy —les dijo Chenilla.
Una anciana que casualmente pasaba por la primera piedra blanca que señalaba la Vía de los Peregrinos arriesgó tímidamente:
—Después de que oscurezca allí no va casi nadie, querida, y oscurecerá muy pronto.
—Oscuridad buena —anunció Oreb con una convicción inconmovible—. Día malo. Duerme.
La anciana soltó una risita.
—Un amigo nuestro fue al santuario esta tarde —explicó Alca—. Y no ha vuelto.
—¡Santos dioses!
—¿Allí hay algo que se come a la gente? —preguntó Chenilla—. Éste pájaro dice que el santuario se comió a nuestro amigo.
La anciana sonrió, y un millar de arrugas joviales se le marcaron en la cara.
—Ay, no, querida. Pero es fácil caerse. Casi todos los años se cae alguien.
—¿Ves? —dijo Chenilla con voz estridente—. Ve tú si quieres hasta el cabronísimo Hiérax por estas rocas abandonadas. Yo vuelvo a La Orquídea.
Aferrándola por la muñeca, Alca le torció el brazo hasta que ella cayó de rodillas.
Atemorizado, Seda alzó la vista hacia las alineadas literas de acero gris. Acaso la mitad estaban vacías; en el resto había soldados, todos ellos echados de espaldas con los brazos a los lados, como dormidos o muertos.
—Hace tiempo, cuando lo construyeron, esto estaba debajo del lago —explicó el cabo Pedernal—. Si alguien quería tomarlo no había forma directa de bajar, ¿entiende? Y era imposible estimar dónde estaba exactamente. Habrían tenido que andar un buen trecho por los túneles, y hay lugares donde veinte latas podrían detener un ejército.
Seda asintió distraído, hipnotizado aún por los soldados yacentes.
—Uno piensa que tendría que filtrarse agua, pero no. Allá arriba hay cantidad de roca sólida. Si pasara, tenemos cuatro bombas grandes para mandarla de vuelta, y hay tres que todavía no se han usado nunca. Cuando yo me desperté, me sorprendió mucho descubrir que arriba el lago había dejado la colina, pero aun así tomar esto sería un trabajo feo. No me gustaría estar en los zapatos de ellos.
—¿Tú dormiste aquí setenta y cinco años? —le preguntó Seda.
—Setenta y cuatro, la última vez. Todos éstos se han pasado algún tiempo despiertos, como yo. Pero, si quiere seguir andando, le enseñaré algunos que no han despertado nunca. Venga.
Seda lo siguió.
—Debe de haber miles.
—Ahora quedamos unos siete mil. Tal como lo dispuso él cuando vinimos del Sol Corto, era para que todas las ciudades fueran independientes. Pas se imaginó que si alguien tenía demasiado territorio intentaría tomar el Marco Central, el supercerebro que dirige la navegación por el espacio exterior.
Algo confundido, Seda preguntó:
—¿Todo el mundo, quieres decir?
—Sí, exacto. El mundo. Por eso, lo que hizo (y, si me pregunta, fue muy listo) fue darle a cada ciudad una división de infantería pesada, doce mil latas. Para una ofensiva grande hacen falta acorazados, aéreos, infantería blindada y toda esa escoria. Pero para defender, infantería pesada; y a montones. Divida el mundo en doscientas ciudades, déle a cada cual una división para defenderse, y el asunto tiene que andar estable por muchas locuras que se le ocurra hacer a algún caldé. De momento lleva trescientos años aguantando y, como le digo, todavía nos queda la mitad de la fuerza apta para el servicio.
A Seda lo alegró poder aportar alguna información de su cosecha.
—Virón ya no tiene caldé.
—Psé, cierto. —Pedernal pareció incomodarse.— Lo he oído. Es un engorro, porque las órdenes vigentes dicen que deberíamos recibir instrucciones de él. Según el comandante, de momento tenemos que obedecer al Ayuntamiento, pero a nadie le gusta mucho. ¿Sabe algo sobre las órdenes vigentes, Pátera?
—En realidad no. —Seda se había retrasado para contar la cantidad de niveles en cada litera: veinte. —Me parece que Arena las mencionó.
—Ustedes también tienen —le dijo Pedernal—. Fíjese en esto.
Le lanzó un maligno gancho de izquierda a la cara. Las manos de Seda volaron a protegerla, pero el desmedido puño de acero se detuvo a un dedo de ellas.
—¿Ha visto? Sus órdenes vigentes dicen que sus manos tienen que defenderle la jeta, tal como las nuestras dicen que tenemos que defender Virón. No puede cambiarlas ni quitárselas de encima, aunque tal vez podría hacerlo otro embrollándole la cabeza.
—Otra de esas órdenes vigentes es la necesidad de adorar —dijo Seda despacio—. Es innato en el hombre que no pueda evitar el deseo de dar gracias a los dioses inmortales que le dieron todo cuanto posee, hasta la vida. Tú y tu sargento no vacilasteis en menospreciar nuestros sacrificios, y yo aseguraría de buena gana que son penosamente inadecuados. Sin embargo, satisfacen bastante esa insatisfecha necesidad de otro modo, tanto de la comunidad como de muchos individuos.
Pedernal meneó la cabeza.
—A mí me es muy difícil imaginar a Pas mordisqueando una cabra muerta, Pátera.
—¿Y te es difícil imaginarlo contento, aunque sea levemente, con esa prueba concreta de que no lo hemos olvidado? De que estamos dispuestos (incluso la gente de mi barrio, que es tan pobre) a compartir con él la comida que tengamos?
—No, eso lo veo claro.
—Entonces no tenemos motivo para discutir —le dijo Seda—, pues eso es lo que también veo yo, aplicado no sólo a Pas sino a los otros dioses, los restantes dioses de los Nueve, el Extraño y las divinidades menores.
Pedernal se detuvo y giró la cara hacia Seda, obstruyendo prácticamente el pasillo con su enorme cuerpo.
—¿Sabe qué me parece que está haciendo usted, Pátera?
Seda, que sólo después de hablar estaba comprendiendo lo que había hecho —negarse a contar al Extraño entre los dioses menores—, tuvo la certeza de que iban a acusarlo de herejía. Sólo atinó a murmurar:
—No, no tengo idea.
—Me parece que está practicando lo que les dirá de mí a los latones. Cómo intentará que lo dejen ir. A lo mejor usted no se da cuenta, pero yo creo que es eso.
—Quizá trataba de justificarme —Seda con una inmensa sensación de alivio—, pero no es prueba de que haya dicho algo falso, ni de que yo no sea sincero.
—Supongo que no.
—¿Crees que me dejarán ir?
—No lo sé, Pátera. Y Arena tampoco. —Con una sonrisa, Pedernal volvió la cabeza atrás.— Por eso me deja que ande por aquí mostrándole, ¿se da cuenta? Si estuviera seguro de que el latón lo va a soltar, ya lo habría dejado ir él mismo sin decir nada. Y si estuviera seguro de que van a encerrarlo, lo habría encerrado él ahora mismo, en una salita a oscuras que tenemos, quizá con un bonito botellón de agua porque usted le cae bien. Pero usted habló de que teníamos que mandar a buscar a su abogado y, como Arena no sabe bien qué dirá el comandante, lo ha dejado asearse un poco y lo trata bien mientras yo me encargo de vigilarlo.
—También me ha permitido guardar mi lanzagujas... O, mejor dicho, el que me prestó un amable amigo, gesto muy bondadoso de su parte. —Seda vaciló, y sólo volvió a hablar porque la conciencia se lo exigía.— Quizá no debería decir esto, hijo, ¿pero no me has contado demasiadas cosas que a un espía le gustaría saber? Como ya te dije, yo no soy espía sino un ciudadano leal; y por eso me inquieta que algo de lo que he llegado a saber yo pueda saberlo un espía. Que nuestro ejército tiene siete mil hombres, por ejemplo.
Pedernal se apoyó en una estantería.
—No se caliente la cabeza. ¿Le parece que si yo fuera un estúpido estaría despierto y a cargo de tropa? Lo único que le he dicho es que tomar este lugar sería desangrarse en balde. Que vayan los espías y se lo cuenten a sus jefes. A Virón no le importa. Y yo no le he contado nada; simple y llanamente le estoy mostrando que Virón tiene siete mil latas que puede convocar el día de la semana que quiera. Por lo que he oído, no hay otra ciudad en esta región del mundo que tenga siquiera la mitad de esas fuerzas. Así que más les vale dejar a Virón en paz, y si Virón les manda escupir aceite mejor que escupan de prisa.
—¿Entonces lo que me has contado no me pone en peligro? —preguntó Seda.
—Ni un comino. ¿Todavía quiere ver los reemplazos?
—Claro, si todavía me los quieres mostrar. ¿Me dejas preguntarte por qué te preocupan los espías, cuando no te opones a que alguien que podría serlo (y te repito que yo no soy uno) recorra estas dependencias?
—Porque lo que los espías buscan no es esto. Si lo fuera, les daríamos un paseíto rápido y los despacharíamos de vuelta. Lo que les interesa averiguar es dónde se ha metido nuestro gobierno.
Seda lo miró inquisitivamente.
—¿Donde se reúne el Ayuntamiento?
—Sí, ahora.
—Tengo la impresión de que debe de estar más defendido que este cuartel. De ser así, ¿qué sentido tendría?
—Está defendido —dijo Pedernal— aunque no de la misma forma. De lo contrario sería fácil de localizar. Usted nos ha visto al sargento y a mí, Pátera. ¿Se figura que somos de metal bien duro, Pátera?
—Mucho.
Pedernal alzó un puño de lo más impresionante.
—¿Piensa que podría zurrarme, Pátera?
—Claro que no. Soy bien consciente de que, si quisieras, podrías matarme en un parpadeo.
—Tal vez conoce algún bío capaz de hacerlo.
Seda negó con la cabeza.
—El bío más formidable que conozco es mi amigo Alca. Es algo más alto que yo y tiene una complexión mucho más fuerte. Además es experto en lucha; pero tú lo vencerías con facilidad, estoy seguro.
—¿En una pelea a puñetazos? Apueste a que sí. Al primer golpe le partiría la mandíbula. Y recuerde esto, —Pedernal se señaló el rasguño brillante que el lanzagujas de Jacinta le había dejado en el pecho.— Pero ¿y si los dos tuviéramos trabucos?
Diplomáticamente, Seda aventuró:
—No creo que Alca tenga un trabuco.
—Supongamos que Virón le da uno con una caja de munición.
—En ese caso, imagino que en gran medida sería cuestión de suerte.
—Aparte de usted, Pátera, ¿ese Alca tiene muchos amigos?
—Seguro que los tendrá. Hay uno que se llama Suncho... ahora que lo pienso, un hombre más corpulento aun que Alca. Y también, claro, es amiga de Alca una de nuestras sibilas.
—A ella dejémosla aparte. Supongamos que tengo que luchar con usted, con ese Alca y con otro bío llamado Suncho, y que los tres llevan trabucos.
Todavía ansioso de no ofender, Seda dijo:
—Yo diría que es posible cualquier resultado.
Bien erguido, Pedernal dio un paso adelante y se inclinó hacia Seda.
—Tiene razón. Puede que yo los matara a los tres, o que me mataran ustedes sin recibir un rasguño. ¿Pero qué le parece más probable? Le digo sin más que si llega a mentirme no seré tan amable como hasta ahora, o sea que antes de contestar piense un poco. Bueno, ¿qué? Ustedes tres contra mí, y todos llevan trabucos.
Seda se encogió de hombros.
—Si eso quieres... La verdad, yo de pelear no sé mucho, pero es probable, me parece, que mataras a dos de nosotros pero... mientras tanto, por así decir, también murieras tú.
Pedernal echó la cabeza atrás con una nueva sonrisa.
—Usted no se asusta fácilmente, ¿eh, Pátera?
—Al contrario, soy más bien tímido. Me dio mucho miedo... y todavía me dura... decirte eso, pero tú me habías pedido la verdad.
—¿Cuántos bíos hay en Virón, Pátera?
—No sé. —Haciendo una pausa, Seda se acarició la mejilla.— ¡Qué pregunta interesante! La verdad, nunca lo había pensado.
—Usted es inteligente, ya me he dado cuenta, y hace mucho que yo no paso en la ciudad un buen rato. ¿Cuántos diría?
Seda siguió acariciándose la mejilla.
—Idealmente, a nosotros (al Capítulo, quiero decir) nos gustaría tener un manteón por cada cinco mil residentes, y hoy casi todos esos residentes son bíos; por supuesto, quedan algunos quimis, pero la relación debe de ser de uno a veinte. Creo que hay unos ciento diecisiete manteones. Al menos ésa era la cifra cuando acabé la escola.
—Quinientos cincuenta y cinco mil setecientos cincuenta —le dijo Pedernal.
—Pero la proporción actual es mucho mayor. Sin duda de más de seis mil, y acaso llegue a ocho o nueve mil.
—De acuerdo; digamos seis mil bíos por manteón —decidió Pedernal ya que usted parece seguro de que son más. Eso da setecientos dos mil bíos. Supongamos que la mitad son niños, ¿de acuerdo? Y que del resto la mitad son mujeres, y que tan pocas de ellas pelearán que no serán significativas. Quedan pues ciento setenta y cinco mil quinientos hombres. Pongamos que la mitad son viejos o enfermos o se escapan. Quedan ochenta y siete mil setecientos cincuenta. ¿Comprende adónde voy, Pátera?
Azorado por el diluvio de cifras, Seda sacudió la cabeza.
—Dijimos que siendo tres contra uno probablemente acabaríamos conmigo muerto. Bueno, ochenta y siete mil setecientos cincuenta contra tres mil quinientas latas, que es lo que pensamos que tiene Mecha, sólo por poner un ejemplo, da alrededor de veinticinco contra uno.
—Creo que empiezo a entender —dijo Seda.
Pedernal le apuntó a la cara un dedo grueso como una palanca.
—Ahí tiene el total de los que combatirán. Tome la Guardia, nada más. ¿Cinco brigadas?
—Están formando una nueva —dijo Seda—. Una brigada de reserva, con lo que habrá seis.
—Seis brigadas, con cuatro o cinco mil montados en cada una. Entonces, ¿qué importa más si pronto hay otra guerra, Pátera? ¿Nosotros los latas o el Ayuntamiento, que da órdenes a la Guardia y si quisiera podría entregar trabucos a la mitad de los bíos de Virón?
Perdido entre pensamientos, Seda no contestó.
—Ahora sabe, Pátera, y nosotros también. Hoy en día somos un cuerpo de élite, cuando antes éramos el espectáculo entero. Venga, quiero mostrarle los reemplazos.
Al fondo de ese arsenal amplio y empinado, en las estanterías más vecinas a la pared trasera, yacían soldados envueltos en sucios lienzos de polímero, los miembros untados con un glutinoso conservante de un marrón negruzco. Maravillado, Seda se encorvó a observar al más cercano; sopló polvo y telarañas, y, como eso resultó insuficiente, los quitó con la manga.
—Una compañía —anunció Pedernal con orgullo— tal como salió de Ensamblaje Final.
—¿Nunca ha dicho una palabra ni... se ha sentado a mirar alrededor? ¿Ni una vez en trescientos años?
—Un poco más. Llevábamos unos veinte años en depósito antes de subir a bordo.
Ese hombre había sido creado más o menos en la misma época que la Máitera Mármol, reflexionó Seda; de hecho, en la misma época que el propio Pedernal. Ahora ella estaba vieja y gastada y no lejos de morir; pero Pedernal era aún joven y fuerte, y ese hombre no había nacido.
—Con sólo gritarle un poco al oído y golpearle el pecho —explicó Pedernal— podríamos despertarlo ahora mismo. Pero no lo haga.
—No. —Seda se enderezó.— ¿Así se le pondrían en marcha los procesos mentales?
—Ya están en marcha, Pátera. En Ensamblaje Final tuvieron que hacerlo para asegurarse de que funcionaba todo. Así que lo dejaron encendido. Sólo que a volumen muy bajo, no sé si me explico, para que prácticamente no haya reducción en las partes vitales. Sabe que estamos aquí, en cierto modo. Nos escucha hablar, aunque para él no significa gran cosa y no le dará que pensar. Lo bueno es que si alguna vez llegara a haber una emergencia, como un incendio, se despertaría y tendría sus órdenes vigentes.
—Hay algo de lo que estoy ansioso por preguntarte: es acerca de lo que me dijiste antes —dijo Seda—. En realidad son varias cosas, y realmente espero que no te enfades, aunque quizá te parezcan de mala educación; pero antes, ¿a todos los soldados que duermen en estas estanterías les pasa lo mismo?
—No exactamente. —La inquietud de la voz de Pedernal le recordó a Seda su insatisfacción con el Ayuntamiento.— Cuando uno lleva un tiempo despierto es más difícil desconectarse. La razón, supongo, es que se han encendido muchas más cosas. ¿Me entiende?
Seda asintió.
—Creo que sí.
—Al principio a uno sólo le parece que está echado ahí. Piensa que algo anda mal y que no va a lograr dormir y bien podría levantarse. Nunca llega a hacerlo, pero eso piensa. Así que luego uno piensa, bueno, si no hay nada mejor que hacer voy a repasar las mejores cosas que ocurrieron, como esa vez que Esquisto puso la caparazón al revés. Y sigue así, salvo que el cabo de un rato ya no es tal cual sucedió, y a lo mejor uno es otro. —Pedernal hizo un gesto raro, inconcluso.— La verdad, no se lo puedo explicar.
—Al contrario —dijo Seda—. Yo diría que lo has explicado muy bien.
—Y va oscureciendo cada vez más. Hay otra cosa que quería mostrarle, Pátera. Venga, hay que seguir un trecho junto a esa pared del fondo.
—Un momentito, hijo mío. —Seda apoyó el pie en el travesaño inferior de la estantería y desenrolló la venda de Grulla.— Mientras me ocupo de esto, ¿puedo hacerte las preguntas que mencioné?
—Claro. Adelante.
—Hace un rato hablaste de un comandante que decidiría si detenerme o no. Supongo que es el oficial de mayor rango que hay despierto.
Pedernal asintió.
—Es el auténtico oficial a cargo del cuartel. En realidad el sargento, yo y el resto somos una simple cuadrilla del oficial. Pero decimos que estamos a cargo. Es una forma de hablar de todos.
—Comprendo. Mi pregunta es ésta: ¿por qué este comandante, o cualquier oficial, es oficial mientras que tú eres cabo? Y para el caso, ¿por qué Arena es sargento? A mí me parece que todos los soldados deberían ser intercambiables.
Pedernal se quedó callado e inmóvil tanto tiempo que Seda se sintió incómodo.
—Perdóname, hijo. Temía parecer insultante, aunque no era ésa mi intención, y me salió peor de lo que pensaba. Retiro la pregunta.
—No es eso, Pátera. Es que antes de abrir la boca lo estaba repasando todo. No vaya a creer que hay una respuesta única.
—Ni siquiera necesito una —lo tranquilizó Seda—. Fue una pregunta ociosa y desacertada que no debería haber hecho.
—Por empezar tiene razón. Casi todo el hardware básico es igual, pero el software es diferente. Un cabo tiene que saber muchas cosas que a un comandante no le hacen falta, y probablemente lo mismo sea a la inversa. ¿Se ha fijado en cómo hablo? No sueno exactamente igual que usted, ¿no? Pero los dos hablamos el mismo maldito idioma, Pátera, con perdón.
Con mucho cuidado, Seda dijo:
—No había notado que tu dicción fuera en modo alguno extraña o inhabitual; pero, ahora que me lo señalas, indudablemente tienes razón.
—¿Ve? Usted habla como los oficiales, y ellos no hablan tan bien como los soldados rasos y los cabos, ni siquiera como los sargentos. Usan muchas más palabras, y más largas, y nada se dice tan claro como lo dicen los cabos. ¿Y eso por qué? Bien, la próxima vez que haya guerra, Arena y yo tendremos que hacer esto y lo otro con guardias, soldados, cabos y sargentos, ¿cierto? Quizá decirles dónde queremos que lleven las zumbadoras y cosas por el estilo. Así que tendremos que hablar como ellos, para que nos entendamos y luchemos contra el enemigo y no unos contra otros. Como al comandante le pasa lo mismo con los oficiales, tiene que hablar como ellos. Y lo hace. ¿Alguna vez ha intentado hablar como yo, Pátera?
Seda asintió, avergonzado.
—Me temo que sería un fracaso lamentable.
—Muy bien. Pues el comandante tampoco puede hablar como yo, y yo no puedo hablar como él. Cualquier de los dos que quisiera hacerlo debería llevar software para las dos pautas de habla. El problema es que la cabeza no aguantaría toda la basura que anda flotando por ahí, ¿se da cuenta? Aquí en la mollera tenemos un espacio limitado, lo mismo que usted, así que no nos podemos dar el lujo de desperdiciarlo. Cuando allá afuera silban las balas, el comandante no sería tan buen cabo como yo, ni yo tan buen comandante como él.
Seda asintió.
—Gracias. Ahora no me siento mal de hablar así.
—¿Y eso?
—Hasta ahora me ha preocupado que la gente de nuestro barrio no hable como yo, y que yo no pueda hablar como ellos. Oyéndote me he dado cuenta de que todo es como debe ser. Ellos viven, si puedo expresarlo así, donde silban las balas. No pueden permitirse perder un momento y, aunque no necesiten tratar con las complejidades del pensamiento abstracto, no pueden arriesgarse a que no se les entienda lo que dicen. Yo, en cambio, soy su legado, su nuncio ante los niveles más pudientes de la sociedad, donde la vida tiene menos afanes, pero donde es más frecuente la necesidad de tratar con complejidades y abstracciones y los castigos por ser malentendido no son ni con mucho tan grandes. Así, yo hablo como debo hablar si he de servir a los que represento.
Pedernal asintió.
—Creo que lo capto, Pátera. Y creo que usted me capta a mí. De acuerdo, hay otros elementos además, como la I.A. ¿Sabe algo de eso?
—Me temo que nunca he oído el término. —Seda había estado batiendo la venda de Grulla contra el larguero de la estantería. Apoyó el pie en el travesaño y volvió a vendarse el tobillo.
—Es una manera de llamar a lo que uno aprende. Cualquier cosa que yo hago, aprendo un poco más por hacerla. Suponga que le disparo un tiro a uno de aquellos dioses. Si fallo, de haber fallado aprendo algo. Si le doy, también aprendo de eso. Así mejoro la puntería todo el tiempo, y no desperdicio balas tirando a lo que no puedo acertarle, salvo por mala suerte. Usted hace lo mismo.
—Desde luego.
—¡No! Ahí es donde se equivoca, Pátera. —Pedernal meneó un gran índice de acero frente a la cara de Seda.— Hay un montón que no lo hacen. Tome una flotadora. Sabe que no debe ir demasiado rápido para el sur, pero nunca aprende sobre qué puede flotar y sobre qué no. Eso tiene que aprenderlo el conductor. O tome un gato, si quiere. ¿Alguna vez intentó enseñarle algo a un gato?
—No —admitió Seda—. Sin embargo tengo... debería decir tenía... un pájaro que realmente parecía aprender. Aprendió mi nombre, incluso el suyo, por ejemplo.
—Hablo en particular de los gatos. Allá por el segundo año de la guerra contra Urbs, encontré una gatita en una granja derruida y la guardé conmigo un tiempo sólo para tener algo con qué hablar y una excusa para conseguir comida de gorra. Era lindo, a veces.
—Sé perfectamente qué quieres decir, hijo.
—Bueno, aquel verano ajustamos un cañón en una colina, y cuando empezó la batalla disparábamos con una rapidez que no habrá visto en su vida, y todo el tiempo el teniente aullando que nos diéramos más prisa. Un par de veces llegamos a poner en el aire ocho o nueve esferas juntas. ¿Alguna vez manejó un cañón, Pátera?
Seda negó con la cabeza.
—Bueno, suponga que se sube y abre la recámara, que está fría, y carga una esfera y dispara. Luego va y abre de nuevo la recámara y salta el casco, ¿entiende? Y le aseguro que ahora está caliente.
—Me imagino.
—Pero cuando uno ha logrado tener seis, siete u ocho esferas juntas en el aire, la recámara se calienta tanto que si pone un pescado tarda menos en freírse que usted en tirar del cordón. Y cuando salta el casco, oiga, le juro que se ve en la oscuridad.
»Así que estábamos venga y venga disparar, y cargando más munición y arrojando hacia todos lados a tal velocidad que por poco ya nos incendiábamos nosotros, y al lado teníamos una pila de cascos vacíos casi de esta altura, cuando de golpe la pobre gatita decide sentarse en un sitio desde donde nos vea bien, y elige la pila de cascos y allí va de un salto. Naturalmente, los de arriba estaban que pelaban.
Seda asintió comprensivamente.
—Soltó un maullido y salió pitando, y no volví a verla durante dos o tres días.
—¿Pero de todos modos volvió? —Seda sintió que lo animaba la sugerencia de que también Oreb podía regresar.
—Volvió, pero después de aquello ni soñar con que se acercara a un casco. Por mucho que yo se lo mostrara, y hasta le frotara contra el casco una pata o la nariz para probarle que estaba frío como una piedra, a ella le importaba un rábano. Había aprendido que esas cosas quemaban, ¿se da cuenta, Pátera? A partir de entonces ya podía mostrarle a las claras que algunos estaban fríos que nunca iba a aprender. No tenía I.A., y hay gente que es igual. Mucha.
Seda volvió a asentir.
—Cierta vez un teodidacta escribió que los sabios aprenden de las experiencias ajenas. Los locos, en cambio, sólo aprenden de las experiencias propias, mientras que la gran mayoría de los hombres nunca aprende nada. Quería decir, me imagino, que la gran mayoría no tenía I.A.
—Da en el blanco, Pátera. Pero si se tiene experiencia, cuanta más ha juntado alguien, tanto más arriba se lo pondrá. O sea que Arena es sargento, yo soy cabo y Esquisto es soldado raso. Dijo que tenía dos preguntas. ¿La otra cuál es?
—Ya que hay una caminata por delante, quizá convenga empezar ahora —propuso Seda; y partieron juntos, codo a codo por el ancho pasillo, entre la pared y la hilera final de estantes.
«Quería preguntarte por la disposición de Pas de mantener la independencia de las ciudades. Cuando me la describiste me sonó básicamente sensata; me pareció que funcionaría precisamente como Pas se proponía.
—Y ha funcionado —confirmó Pedernal—. Dije que la consideraba muy bien pensada, y todavía pienso igual.
—Pero después hablamos de un soldado como tú enfrentado a tres bíos con trabucos como el tuyo, y de la Guardia Civil y esas cosas. Y se me ocurrió que el arreglo que habías descrito, por admirable que haya sido en un tiempo, difícilmente podría imponerse ahora. Si Mecha tiene tres mil quinientos soldados y nuestra ciudad siete mil, nuestra ciudad sólo es el doble de fuerte si los únicos que valen en la guerra son los soldados. Pero si también combaten diez o veinte mil guardias, por no hablar de cientos de miles de ciudadanos corrientes, ¿no será Mecha tan fuerte en conjunto como Virón? ¿O más? ¿En qué queda el arreglo de Pas en esas circunstancias?
Pedernal asintió.
—Eso tiene a todo el mundo un poco preocupado. Según lo veo yo, Pas pensaba sobre todo en los primeros doscientos años. Quizá los primeros doscientos cincuenta. Tal vez imaginó que al cabo de ese tiempo habríamos aprendido a convivir o nos habríamos matado unos a otros, lo que tampoco es una bobada. Vea, Pátera, al principio no había por ahí tantos bíos, y no eran unos ases para hacer cosas. Las ciudades ya estaban cuando llegaron, la mayor parte calles pavimentadas y edificios de roca de nave. La gran cuestión era cultivar comida. Así que cuando hacían cosas eran sobre todo herramientas y ropa, y ladrillos de barro para levantar más edificios donde Pas no había puesto nada pero ellos creían necesitarlos.
»Deténgase aquí, Pátera, que se lo mostraré en un momento.
Pedernal se detuvo frente a una amplia puerta de dos batientes, de manera que obstruía con el cuerpo la luz que quedaba entre ellas, evidentemente para impedir que Seda viese cierto objeto.
—Pues le decía que hace trescientos años no había tantos bíos. Un montón de trabajos corrían por cuenta de los quimis. Parte hacíamos los soldados, pero la mayoría los hacían los civiles. Quizás usted conozca algunos. No llevan coraza y tienen un software diferente.
—Lamento decirle que en gran medida hoy han desaparecido —le dijo Seda.
—Sí, y pienso que ahí el viejo Pas metió un poco la pata. Yo y una quimi podríamos hacer un crío. ¿Sabe?
—Por cierto.
—Cada uno cargado con la mitad de los planes. Pero el hecho es que con suerte podría llevarnos un año, y sin suerte veinte, mientras que ustedes los bíos pueden hacer la labor principal una noche cualquiera después del trabajo.
—Créeme —le dijo Seda—, lo digo de todo corazón: ojalá os parecierais más a nosotros y nosotros más a vosotros. En mi vida he sido más sincero.
—Gracias. En fin, como sea, pasado un tiempo llegó a haber más bíos y las herramientas mejoraron, sobre todo porque aún había por ahí muchos quimis para hacerlas. También había unos cuantos trabucos circulando en todas las ciudades que habían entrado en alguna guerra, porque habían muerto los soldados que los usaban. En realidad hacer un trabuco no es tan difícil. Hay que tener algunas barras de acero y un torno para el cañón, y no está de más una fresadora. Pero nada de lo que hace una fresadora no puede hacerlo igual de bien alguien cuidadoso con unas limas y un taladro manual, si tiene tiempo.
Pedernal incluyó el arsenal entero en un gesto.
—Henos aquí, pues. No tan firmes como antes, y todos dispuestos a echarle la culpa al viejo Pas a la primera derrota.
—Parece una pena —dijo Seda, pensativo.
—Arriba el ánimo, Pátera. Aquí mismo está lo mejor que tengo para mostrarle. Como es augur lo he reservado para lo último, o casi lo último, bueno. ¿Ha oído hablar de lo que llaman el sello de Pas?
A Seda se le desorbitaron los ojos de asombro.
—Por cierto que sí. Se lo menciona en el Perdón. «Haced mi voluntad, vivid pacíficamente, multiplicaos y no perturbéis mi sello. Así escaparéis a mi cólera.»
Con una nueva sonrisa burlona, Pedernal echó la cabeza atrás.
—¿Alguna vez lo ha visto?
—Hombre, no. El sello de Pas... hasta donde yo sé, en todo caso, en buena medida es una metáfora. Si yo te confesara, por ejemplo, todo lo que llegara a saber durante la confesión quedaría bajo el sello de Pas, para no ser divulgado nunca a un tercero sin tu expreso consentimiento.
—Bien, eche un vistazo —dijo Pedernal, y dio un paso al costado.
A la altura de la cintura, en la línea de contacto entre las dos puertas se veían una mancha de material sintético. Seda hincó una rodilla para leer las letras y números impresos.
5553 8783 4223 9700 34
2221 0401 1101 7276 56
SELLADO PARA EL MONARCA
—Ahí lo tiene —le dijo Pedernal a Seda—. Ha estado allí desde que subimos a bordo, y cada vez que la gente habla del sello de Pas, de lo que está hablando es de esto. Antes había muchos más.
—Si es lo que se entiende por sello de Pas —susurró Seda—, este grabado es una reliquia invalorable.
Inclinándose con reverencia, trazó ante el sello el signo de adición y murmuró una oración.
—Tal vez lo sería si lo arrancáramos para llevarlo a un manteón de los grandes. El caso es que no se puede. En cuanto intentara despegarla de las puertas, esa cosa negra estallaría en un millón de pedazos. Al llegar aquí nosotros rompimos unas cuantas, y lo que queda no es más grande que un grano de pólvora H-seis.
—¿Y nadie sabe qué hay más allá? —inquirió Seda—. En la otra sala, digo.
—Sí, claro. Sabemos bien qué hay ahí dentro. Se parece mucho a lo de aquí, cantidad de gente en estanterías. Sólo que son bíos. ¿Quiere ver?
—¿Bíos? —repitió Seda. Con esa palabra, el sueño de unas horas antes le volvió al primer plano de la mente con una urgencia y una inmediatez totalmente nuevas: la ladera cubierta de broza, la Máitera Mármol (absurdamente) enferma en cama, el empalagoso perfume de la lámpara de vidrio azul de la Máitera Rosa y Mucor sentada en el agua quieta cuando ya se había desvanecido el sueño en el que ella había participado. «Más allá está más seco. Encuéntrame dónde duermen los bíos.»
—Claro —confirmó Pedernal—. Bíos como usted. Mire, en ésta donde estamos ahora hay soldados de recambio, y en la siguiente, la de las puertas selladas, hay bíos de recambio. El viejo Pas ha de haber temido que hubiera una enfermedad, o tal vez una hambruna, e hicieran falta más bíos para poner Virón de nuevo en marcha. Sin embargo ellos no tienen que ir tumbados como nosotros. Están todos de pie. ¿Quiere verlos?
—Doy por sentado —dijo Seda— que es posible hacerlo sin romper el sello de Pas.
—Descuide. Yo lo habré hecho unas dos docenas de veces. —Los nudillos de acero de Pedernal resonaron contra una de las puertas.— No es que vaya a venir alguien a hacernos pasar, claro —explicó—. Lo hago para que adentro se enciendan las luces, porque de lo contrario no verá nada.
Seda asintió.
—Como dudo que tenga suficiente fuerza en las manos, lo haré yo por usted. —Introdujo en la rendija que había entra las puertas unas uñas como formones.— Debajo del sello hay un botón que mantiene echado el cerrojo. Cuando subimos a bordo la mayoría estaba así. Para que el sello de Pas no se rompiera por más fuerte que uno empujara. Pero yo puedo apartar esto de arriba lo bastante para que usted espíe poniendo un ojo en la ranura. Ande, mire.
Mientras Pedernal hablaba, se oyó un suave repiqueteo en su pecho, y la línea oscura donde se juntaban las puertas se transformó en un hilo de luz verdosa.
—De todos modos para ver algo tendrá que menearse un poco entre la puerta y yo, pero sin alejar el ojo.
Con el cuerpo apretado contra la dura, lisa superficie de las puertas, Seda se las ingenió para espiar por la rendija. Estaba mirando una estrecha sección de lo que al parecer era una sala amplia y muy iluminada. También allí había estanterías de acero pintado de gris; pero los bíos inmóviles de la hilera más cercana al suelo (en línea con la rendija por la que él espiaba) estaban casi verticales. Al parecer, un cilindro del cristal más fino envolvía a cada uno, cristal apenas visible porque lo cubría una capa de polvo. Limitada la visión por la estrechez de la abertura, Seda sólo divisaba con claridad a tres de los durmientes: una mujer y dos hombres. Los tres estaban desnudos y (esa impresión tuvo al menos) eran aproximadamente de su edad. Los tres miraban fijamente adelante, los ojos abiertos en los rostros vacíos y serenos.
—¿Hay suficiente luz? —preguntó Pedernal; se inclinó hacia adelante para espiar él también por la rendija, el mentón apoyado en la coronilla de Seda.
—Allí hay alguien —le informó Seda—. Alguien que no está dormido.
—¿Dentro? —La frente de Pedernal golpeó las puertas con un estruendo metálico.
—Mira qué claro está. Deben de estar encendidas todas las luces de la sala. Eso no pueden haberlo logrado unos golpecitos.
—¡Allí dentro no puede haber nadie!
—Poder, puede —dijo Seda—. Simplemente es que hay otra entrada.
Despacio, tan despacio que Seda no tuvo la certeza de que algo se moviera, la mujer de la hilera inferior alzó las manos para apretarlas contra el muro cristalino que la encerraba.
—¡Cabo de guardia! —tronó Pedernal—. ¡Al almacén de personal! —A la distancia, un centinela repitió el grito.
Antes de que Seda lograra protestar, Pedernal había descargado la culata de su trabuco contra el sello, que se desmenuzó en un grueso polvo negro. Mientras Seda retrocedía espantado, Pedernal abrió de un tirón ambas puertas y se precipitó en la enorme sala.
Seda se arrodilló, recogió todo el polvo negro que pudo y, a falta de un receptáculo más apto, lo envolvió en el folio que le quedaba y lo guardó en su estuche de escritura.
Cuando tuvo el estuche cerrado y de nuevo en el bolsillo, la mujer aprisionada se estaba apretando la garganta y tenía los ojos casi fuera de las órbitas. Seda se puso en pie tambaleante, entró cojeando en la sala y desperdició preciosos segundos intentando descubrir un modo de destrabar el cilindro transparente, hasta que sacó del bolsillo el lanzagujas de Jacinta y dio un culatazo contra el cristal casi invisible.
Al primer golpe se hizo añicos. De inmediato la atmósfera interior viró a un oscuro azul negro de uvas maduras y se formaron remolinos por el aire que entraba; por fin se desvaneció bruscamente como Mucor en la secuela del sueño de Seda. Con sonámbula lentitud la mujer desnuda volvió a bajar las manos.
Boqueó buscando aire.
Seda desvió los ojos y se desató las tiras de la túnica.
—¿Quieres ponerte esto, por favor?
—Seremos amantes —le dijo la mujer con una voz sonora que se quebró en la penúltima sílaba. Tenía el pelo negro como el de Jacinta, y los ojos de un asombroso azul más intenso que los de Seda.
—¿Conoces este lugar? —le preguntó Seda, apremiante—. ¿Hay otra salida?
—Conozco todo. —Moviéndose casi con normalidad, ella salió del estante.
—Tengo que escapar. —Seda habló lo más rápido posible, preguntándose si ella lo entendería si le hablara despacio, como a una niña.— Tiene que haber otra salida, porque aquí había alguien que no entró por esas puertas. Muéstramela, por favor.
—Por ahí.
Él se arriesgó a mirarle la cara, poniendo buen cuidado en impedir que la mirada le resbalara más abajo del cuello, largo y grácil; había en la sonrisa algo familiar, algo horrible que él pugnó por negar. Con manos prudentes le cubrió los hombros con la túnica.
—Tendrás que cerrártela por delante.
—¿Me la atas tú?
Seda titubeó. —Sería mejor...
—Yo no sé. —Dio un paso hacia él.— Por favor. —Ya controlaba más la voz, que era casi familiar.
Seda tanteó las tiras; parecía injusto que fuera tan difícil hacer para otro algo que todas las mañanas hacía automáticamente.
—¡Ahora puedo volar! —Estirando los brazos, ella desplegó la túnica y, lenta y torpe, echó a correr por el pasillo hasta perderse casi de vista en el muro lejano. Allí dio media vuelta y se precipitó de nuevo hacia donde estaba Seda... —¡Puedo... en... serio! —Tragó aire a bocanadas, los pechos convulsos.— Pero... entonces... tú... no... me... ves. —Todavía jadeando, sonrió de orgullo, la cabeza hacia atrás como Pedernal; y por la sonrisa, que era el rictus burlón de un cadáver, Seda la reconoció.
—¡No tienes derechos sobre esta mujer, Mucor! —Trazó el signo de adición.— En el nombre de Pas, Señor del mundo, ¡vete!
—Soy... una... mujer. Sí... sí.
—En el nombre de la Dama Equidna, ¡vete!
—A... ella... la... conozco. Le... gusto.
—¡En los nombres de Escila y Esfigse! ¡En el santísimo nombre del Extraño!
Ella ya no prestaba atención.
—¿Sabes... por qué este... lugar es... tan alto? —Hizo un gesto hacia el techo abovedado.— Para que los Voladores... puedan volar... sin tener que... andar. —Señaló un amasijo de huesos, pelo y carne ennegrecida en el fondo de un cilindro del segundo nivel.— En un tiempo... fui ella. Ella... se acordaba.
—Para mí eres el demonio que poseyó a la hija de esa pobre mujer —le dijo Seda, iracundo—. El demonio que poseyó a Orpina. —Vio en los ojos de ella un destello de miedo.— Soy malo, te lo garantizo. Un hombre sin ley, y a menudo muy poco piadoso. Con todo soy un santo augur consagrado y bendecido. ¿No hay nombre que respetes?
—No me asustarás, Seda —dijo ella retrocediendo.
—En el nombre de Faia, ¡vete! En el nombre de Teljipeia, ¡vete! En el nombre de Molpe, cuyo día es hoy, y en los de Escila y Esfigse. ¡Márchate en el nombre de estos dioses!
—Quería ayudar...
—¡Vete en el nombre de Tártaro y de Hiérax!
Ella levantó las manos como había hecho él para guardarse del golpe de Pedernal; y Seda, viendo el miedo en su rostro, recordó que Hiérax era el nombre por el que Mosqueta había llamado al de cabeza blanca, el buitre grifo del tejado de Sangre. Con ese recuerdo volvió la noche del faides: su frenética carrera por el césped de Sangre a la sombra de una nube veloz; el ruido de su horqueta en el techo del invernadero, y el filo de su hacha incrustado entre el bastidor y el marco de la ventana de Mucor, la ventana que había supuesto la amenaza a la que él había recurrido al día siguiente para expulsar a Mucor de La Orquídea.
Casi bondadoso, le dijo:
—Si no me dejas en paz, Mucor, te cerraré la ventana y no habrá forma de abrirla más. Vete.
Como si nunca hubiera estado presente, ella abandonó a la alta mujer de pelo azabache que Seda tenía delante; sin haber visto ni oído nada, él lo supo, tan cierto como si hubiera habido un fogonazo o una ráfaga de viento.
La mujer parpadeó dos veces, los ojos desenfocados, faltos de comprensión.
—¿Que me marche? ¿Adónde? —Se envolvió en la túnica.
—Alabado sea el Gran Hiérax, el Hijo de la Muerte, la Nueva Muerte, cuya merced es definitiva infinita —dijo sentidamente Seda—. ¿Te encuentras bien, hija mía?
Ella lo miró fijamente, una mano entre los pechos.
—Mi... corazón...
—Sigue agitado por los esfuerzos de Mucor, estoy seguro; pero en unos minutos se te aquietará el pulso.
Callada, ella tembló. En el silencio él oyó un martilleo de pies de acero.
Cerró la doble puerta que Pedernal había abierto, pensando que Pedernal había indicado el fondo del arsenal. Los premiosos soldados tardarían un tiempo en comprender que en realidad los había convocado a la vasta sala contigua.
—Quizá si caminamos un poco —sugirió— podamos encontrar un lugar cómodo para sentarte. ¿Conoces alguna salida?
La mujer no dijo nada, pero no se opuso a que Seda la llevara por un pasillo que eligió al azar. Las bases de los cilindros de cristal, veía ahora, estaban impresas en negro. Alzándose de puntillas para examinar uno del segundo estante, leyó el nombre de la mujer (Olivia) que ocupaba uno, la edad (veinticuatro) y lo que tomó por un resumen de su educación.
—Debería haber leído el tuyo. —Le habló como hablaba con Oreb, para dar forma a los pensamientos.— Pero más vale no retroceder. Si lo hubiera hecho cuando tuve la ocasión, ahora al menos sabría cómo te llamas.
—Mamelta.
El la miró con curiosidad.
—¿Así? —Era un nombre que no había oído nunca.
—Me parece. No...
—¿Te acuerdas? —sugirió él con suavidad.
Ella asintió.
—Sin duda no es un nombre corriente. —Arriba, las luces verdosas ya empezaban a atenuarse; en la penumbra remanente, Seda vislumbró a Pedernal corriendo por el pasillo perpendicular, como a media sala de distancia, y preguntó:— ¿Puedes andar más deprisa, Mamelta?
Ella no respondió.
—Por razones personales —explicó él—, me gustaría evitar a ese hombre. Pero no tienes que temerle... No nos hará daño, ni a ti ni a mí.
Mamelta asintió, aunque él no podía estar seguro de que hubiese entendido.
—Me temo que no encontrará lo que busca, pobre sujeto. Quiere encontrar al que avivó estas luces, pero tengo la razonable certeza de que fue Mucor, y ella se ha ido.
—¿Mucor? —Mamelta se señaló a sí misma, ambas manos vueltas hacia la cara.
—No —le dijo Seda—. Tú no eres Mucor, aunque durante un breve lapso Mucor te poseyó. Creo que te despertó cuando aún estabas en el tubo, algo que supuestamente no debía ocurrir. ¿Ya podemos andar un poco más deprisa?
—De acuerdo.
—Correr no servirá. Podría oírnos él, y entonces seguro que sospecharía; pero si andamos quizá lo perdamos de vista. Si no es así, y nos encuentra, sin duda va a pensar que las luces las avivaste tú. Así quedará contento y no habremos perdido nada. —Entre dientes Seda añadió:— Eso espero.
—¿Quién es Mucor?
Seda la miró con cierta sorpresa.
—Ya te sientes mejor, ¿verdad?
Ella miraba adelante, los ojos fijos en la pared lejana; daba la impresión de no haber oído la pregunta.
—Supongo... no, lo sé... que moralmente tienes derecho a una respuesta, la mejor que yo pueda proporcionar; pero temo no tener ninguna muy buena. No sé ni con mucho lo que me gustaría saber de ella, y al menos dos de las cosas que creo saber son conjeturas. Es una joven que puede abandonar su cuerpo; o, para decirlo de otro modo, proyectar el espíritu. No está bien de la mente; al menos eso me pareció la única vez que estuvimos cara a cara. Ahora que he tenido tiempo de pensar en ella, creo que quizás esté menos perturbada de lo que supuse. Debe de ver el mundo de un modo muy diferente del que lo vemos la mayoría.
—Me parece que yo soy Mucor...
Seda asintió.
—Esta mañana (aunque calculo que a estas alturas será ayer por la mañana) tuve una conversación con... —Buscó las palabras adecuadas.— Con alguien que llamaré una mujer extraordinaria. Hablamos de la posesión, y ella dijo algo a lo que no presté la atención debida. Pero en mi caminata hasta el santuario (eso tal vez te lo cuente luego) volví a pensarlo y comprendí que podía ser de extrema importancia. Ella había dicho: «Incluso así habrá algo que quede, como pasa siempre». O una frase por el estilo. Si le entendí bien, cuando Mucor sale de una persona debe dejar atrás parte de su espíritu, y llevarse una parte del espíritu de la persona. Solemos pensar que los espíritus son indivisibles, me temo; pero las escrituras los comparan una y otra vez con el viento. Los vientos no son indivisibles; son aire en movimiento.
Mamelta susurró:
—Cuántos muertos. —Estaba mirando un cilindro cristalino que sólo contenía huesos, algo que parecía tierra negra y unas hebras de pelo.
—Me temo que parte de eso debe ser obra de Mucor. —Seda calló un momento, torturado por la conciencia.— Dije que te contaría de ella, pero no te he contado una de las cosas más importantes, en todo caso para mí. Y es que yo la traicioné. Ella es hija de un tal Sangre, un hombre poderoso que la trata abominablemente. Cuando hablamos, yo le dije que en cuanto tuviera la ocasión de ver al padre lo reconvendría. Más tarde tuve con él una larga conversación, pero nunca saqué la cuestión del maltrato de su hija. Temía que al enterarse de que había hablado conmigo la castigara; pero ahora siento que de todos modos fue una traición. Si se le mostrara que otros la valoran, quizá...
—¡Pátera! —Era la voz de Pedernal.
Seda miró alrededor.
—¿Sí, hijo mío?
—Estoy aquí. Puede que a dos filas. ¿Está bien?
—Oh, sí, perfectamente —dijo Seda—. He estado pues... digamos que dando un paseo por este fascinante almacén, o como lo llaméis, y mirando algunas personas.
—¿Con quién hablaba?
—Para serte franco, con una de estas mujeres. Temo haberle dado una conferencia.
Pedernal rió con el mismo sonido seco e inhumano que Seda le había oído en el túnel al sargento Arena.
—¿Ha visto a alguien?
—¿Intrusos? No, ninguno.
—De acuerdo. El retén de guardia ya debería estar aquí, pero no ha aparecido. Voy a averiguar por qué se demora. Espérenos en la puerta.
Sin esperar la respuesta de Seda, Pedernal se alejó traqueteando.
—Debo volver a los túneles —le dijo Seda a Mamelta—. Me dejé algo valioso; no es mío y, aunque el superior de ese soldado me deje ir, seguro que me hará escoltar hasta Limna.
—Por ahí —dijo ella y señaló algo que Seda no supo bien qué era.
Asintiendo, se puso en marcha.
—Lo lamento pero no puedo correr. No como tú. Si pudiese correría.
Por primera vez ella pareció verlo.
—Tienes un morado en la cara, y estás cojo.
El asintió.
—He tenido varios accidentes. Para empezar, rodé por una escalera. Los cardenales se me curarán muy pronto. Iba a contarte sobre Mucor, pero me temo que no lo haré. ¿Estás segura de que por aquí vamos bien? Si retrocedemos...
Mamelta apuntó de nuevo, y ahora él vio que indicaba una línea verde pintada en el suelo.
—Seguimos eso.
Él sonrió.
—Debería haberme dado cuenta de que debía de haber algún sistema.
La línea verde terminaba ante una estructura cúbica cuya fachada era un panel de muchas láminas de cristal. Mamelta apretó el centro y las láminas temblaron y, con un chirrido, se movieron, lo que le recordó a Seda la puerta que había resistido sus esfuerzos; luego pareció el despliegue de una fragante rosa.
—Qué hermoso —le dijo a Mamelta—. Pero esto no puede ser la salida. Parece... un depósito de herramientas, quizá.
La habitación cuadrada que la puerta rosa reveló al abrirse estaba sucia y en penumbra; en el suelo había vidrios rotos y en los rincones, pilas de acero pintado de verde. Mamelta se sentó en una, y una diminuta nube de polvo se alzó en el aire.
—¿Esto nos llevará al elevador? —preguntó ella.
Aunque al hablar lo había mirado, Seda sintió que no era su cara lo que ella veía.
—Me temo que no nos llevará a ningún lado —le dijo mientras la puerta se plegaba de nuevo—. Pero supongo que podemos escondernos un rato. Si cuando salimos los soldados se han ido, puede que encuentre el camino a los túneles.
—Necesitamos volver. Siéntate.
El se sentó, sintiendo inexplicablemente que el acero apilado —que todo el almacén, de hecho— se hundía bajo su peso.
—¿Qué es el elevador, Mamelta?
—El Piedra de Logan, la nave que nos llevará hasta el crucero estelar Mundo.
—Me parece... —Seda se debatió un momento con ese término desconocido.— Quiero decir... ¿no... no has pensado que, que esa embarcación que debía llevarte adonde fuese... que tal vez eso fuera hace mucho tiempo? ¿Mucho, mucho tiempo?
Ella miraba fijo adelante. Seda advirtió la tensión de su mandíbula.
—Iba a contarte sobre Mucor. Tal vez deba acabar la historia; luego podemos pasar a otros temas. Comprendo que todo esto ha de inquietarte.
Mamelta asintió casi imperceptiblemente.
—Iba a decirte que me molesta muchísimo que el padre parezca no ser consciente de lo que ella hace. Ya te dije que se proyecta en espíritu. Posee a la gente, como te poseyó a ti. A mí se me apareció en mi manso, incorpórea, y después (hoy, en realidad) en los túneles, luego de soñar con ella. Además, casi al mismo tiempo que ella, se me apareció el fantasma de un amigo muy querido; de mi maestro y consejero, debí decir. Creo que en cierto modo la aparición de ella posibilitó la de él, aunque, la verdad, de estas cuestiones sé mucho menos de lo que debería.
—¿Yo soy un fantasma?
—No, claro que no. Tú estás muy viva. Eres una mujer viviente, y muy bella. Tampoco Mucor era un fantasma cuando se me apareció. En otras palabras: lo que yo vi era un fantasma de los vivos, no de alguien que había muerto. Cuando habló, oí un sonido real, de eso estoy seguro, y en el almacén tiene que haber gritado o roto algo para avivar tanto las luces.
Seda se mordió el labio inferior. Un sexto sentido le decía (aunque a las claras falsamente) que estaba precipitándose, precipitándose sin cesar, como si la pila de acero verde y el suelo rociado de vidrios resbalasen bajo él y lo arrastrasen en su caída.
—Iba a decirte que, cuando en una casa de nuestra ciudad Mucor poseyó a varias mujeres, al parecer el padre nunca llegó a sospechar que el diablo del cual se quejaban era su propia hija; eso me tuvo el día entero desconcertado. Creo que ahora he dado con la respuesta, y por favor, si puedes, dime tú si es acertada. Si Mucor dejó en ti parte de su espíritu, es posible que lo sepas. ¿Ha pasado por algún tipo de intervención quirúrgica, una operación en la cabeza?
Hubo una larga pausa.
—No estoy segura.
—Porque, entre muchas otras cosas, su padre y yo hablamos de médicos. Él tiene un médico residente y me dijo que el anterior era neurocirujano.
Seda esperó la reacción de Mamelta, pero no hubo ninguna.
—Me pareció extraño, hasta que se me ocurrió que acaso hubiera contratado al neurocirujano movido por una necesidad específica. Supón que Mucor haya sido una niña normal salvo por la capacidad para poseer a otros. Habrá poseído a los más cercanos (eso pienso yo, al menos) y a ellos les habrá gustado muy poco. Probablemente Sangre habrá consultado a diversos médicos, pues, no siendo nada religioso, habrá considerado su extraordinaria capacidad como una enfermedad. Por fin habrá encontrado uno que le dijo que podía «curarla» extrayéndole del cerebro un tumor o algo así. O incluso extrayéndole parte del cerebro mismo, aunque la idea es tan horrible que ojalá hubiera algún modo de evitarla.
Mamelta asintió.
Alentado, Seda continuó:
—Sangre ha de haber creído que la operación había sido un éxito total. No habrá sospechado que era su hija quien estaba poseyendo a las mujeres aquellas porque creía firmemente (como, es de presumir, había creído durante años) que ya no era capaz de poseer a nadie. Creo probable, de hecho, que la operación haya anulado esa capacidad hasta que creció, tal como parece haberle dañado los procesos de pensamiento. Pero con el tiempo, al regenerarse esa parte del cerebro, la capacidad habrá regresado. Al contar con esa segunda oportunidad, ella tuvo la prudencia de ampliar su campo, y en general de esconder la capacidad restaurada; aunque se diría que llegó hasta las mujeres siguiendo al padre o a otro habitante de su casa, como indudablemente más tarde me siguió a mí. ¿Algo de esto te suena familiar, Mamelta? ¿Puedes decirme algo?
—La operación fue antes de subir a la nave.
—Comprendo —dijo Seda, aunque no era cierto—. ¿Y luego...?
—Luego vino. Ahora me acuerdo. Nos ataron.
—¿Era una nave de esclavos? En Virón no tenemos, pero sé que en otras ciudades hay, y que en Amnis hay barcos de esclavos que atacan aldeas de pescadores. Lamentaría oír que también más allá del mundo hay barcos de ésos.
—Sí —dijo Mamelta.
Seda se levantó a presionar el centro de la puerta, como había hecho Mamelta, pero la puerta no se abrió.
—Todavía no. Se abrirá automáticamente, pronto.
Él volvió a sentarse, con la inexplicable sensación de que toda la habitación se deslizaba a la izquierda y también caía.
—¿Llegó la nave?
—Había que ser voluntario. Era... No podíamos negarnos.
—¿Recuerdas haber estado fuera, Mamelta? ¿Hierba, árboles, cielo y esas cosas?
—Sí. —Una sonrisa le alzó las comisuras de la boca.— Sí, con mis hermanos. —Se le animó la cara.— Jugando al balón en el patio. Mamá no me dejaba salir a la calle como ellos. Había una fuente, y nos lanzábamos la pelota rozando el agua, así que el que la atajaba acababa mojado.
—¿Veías el sol? ¿Era corto o largo?
—No entiendo.
Seda hurgó en su memoria en busca de todo lo que la Máitera Mármol le hubiera dicho respecto del Sol Corto.
—Aquí —empezó con cuidado— el sol que tenemos es largo y recto, una línea de oro ardiente que separa nuestras tierras de las tierras del cielo. ¿Para vosotros era así? ¿O era un disco en medio del cielo?
Los ojos de Mamelta se anegaron de lágrimas.
—Y no volver nunca. Abrázame. ¡Oh, abrázame!
Él lo hizo, torpe como un adolescente y con una conciencia aguda de la tibieza y suavidad de la carne bajo la raída sarga negra de la túnica que él le había prestado.
10
En el vientre del mundo
Apoyado en la baja balaustrada del santuario de Escila, Alca estudió las dentadas losas de roca gris que había al pie del acantilado. A la luz del cielo, las superficies irregulares, angulosas y afiladas tenían un pálido brillo espectral, pero las grietas y fisuras entre una y otra eran negras como la brea.
—¡Aquí, aquí! —Oreb picoteó entusiasmado los labios de Escila—. ¡Altar lo comió!
—Yo no vuelvo contigo —le dijo Chenilla a Alca—. Me has hecho caminar hasta aquí con mi vestido de lana bueno, y todo para nada. No importa. Me diste golpes y puntapiés. Tampoco importa. Pero si quieres que vuelva contigo vas a tener que llevarme en brazos. Haz la prueba. Dame un par de castañas más y una buena patada. Ya verás si me levanto.
—No puedes quedarte aquí toda la noche —gruñó Alca.
—¿Que no puedo? Tú mírame.
Oreb volvió a picotear.
—¡Alca, aquí!
—Quieto. —Alca lo agarró.— Y ahora escucha. Voy a lanzarte como te lancé por el sendero hasta aquí. Tú buscas al Pátera Seda como lo buscaste antes. Si lo encuentras, cantas.
Con indiferencia, Chenilla previno:
—Esta vez no volverá.
—Seguro que sí. A volar pájaro. Allá vas. —Arrojó a Oreb por encima de la balaustrada y lo observó mientras se alejaba planeando.
—Ese carnicero larguirucho puede haber caído en cien lugares distintos —dijo Chenilla.
—Ocho o diez, quizá. Ya me he fijado.
Ella se estiró en el suelo de piedra.
—Ah, Molpe, ¡estoy tan cansada!
Alca se volvió hacia ella.
—¿De veras vas a pasar la noche aquí?
Si ella asintió, bajo la cúpula del santuario estaba demasiado oscuro para verla...
—Podría venir alguien.
—¿Alguien peor que tú?
Él rezongó.
—Qué gracioso —siguió ella—. Apuesto todo lo que tengo a que, aunque revisaras hasta el último fulano de ese pueblo dejado de dios, no encontrarías un solo...
—¡Cállate!
Durante un rato ella obedeció, ni ella misma habría podido decir si por miedo o por mero cansancio. En el silencio oyó el chapoteo de las olas al pie del acantilado, el gemido del viento entre las columnas extrañamente torcidas del santuario, y percibió el empuje de la sangre en los oídos y el rítmico estruendo del corazón.
Con óxido se habría arreglado todo. Recordando el frasquito vacío que había dejado en su cama de La Orquídea, imaginó uno veinte veces más grande, un frasco más grande que una botella y lleno de óxido. Inhalaría una pizca, y se pondría una buena pulgarada en el labio, y regresaría con Alca hasta ese lugar donde una se sentía colgada del aire, y luego lo empujaría para que rodara y rodara hasta caer en el lago.
Pero no había un frasco así, ni lo habría nunca, y la media botella de vino tinto que había bebido ya se había desvanecido en ella hacía rato; se apretó con los dedos las sienes palpitantes.
Alca gritó:
—¡Pájaro! ¿Estás ahí? ¡Canta!
Si Oreb lo había oído no contestó.
—¿Por qué habrá venido hasta aquí? —preguntó Alca, reflexionando en voz alta.
Chenilla movió la cabeza de un lado a otro.
—Ya me lo preguntaste antes. No sé. Recuerdo que viajamos en una especie de carreta, ¿de acuerdo? Caballos. Sólo que en aquel momento había otra a cargo, y ojalá apareciese de nuevo. —Se mordió un nudillo, atónita por lo que había dicho. Cansadamente añadió:— Hacía las cosas mejor que yo. Mejor que tú, también.
—Cállate. Escucha, voy a bajar un trecho. Hasta donde pueda sin caer. Tú descansa. Debería volver muy pronto.
—Tendremos un desfile —le dijo Chenilla. Minutos después agregó—: Un desfile grande, por la Alameda. Con bandas.
Luego se durmió y entró en una gran sala iluminada, llena de hombres vestidos de blanco y negro y mujeres con joyas. A su lado, llevándola del brazo, iba un almirante de tres soles, en uniforme de gala, que no contaba en absoluto. Ella avanzaba orgullosa, sonriente, y llevaba un ancho collar lleno de diamantes, y cascadas de diamantes le caían de las orejas y destellaban en sus muñecas como luces en el cielo nocturno; y hacia ella se volvían todos los ojos.
En ese momento Alca le sacudió el hombro.
—Me voy. ¿Quieres venir o no?
—No.
—En Limna hay buenos lugares para comer. Te pagaré la cena y una habitación, y mañana podemos volver a la ciudad.
Por entonces ella se había despertado lo bastante para decir:
—Tú no escuchas, ¿no? Lárgate.
—De acuerdo. Si se te echa encima algún fulano, no me culpes a mí. Hice todo lo posible.
Ella cerró los ojos de nuevo.
—Si alguno me quiere violar, por mí está bien en tanto que no seas tú ni pretenda menearme. Y mientras no pretenda ayudarme.
Oyó nítidamente el roce de las botas cuando Alca salió del santuario, y tras lo que pareció un lapso muy corto se forzó a ponerse de pie. Era una noche clara; una sobrenatural luz del cielo rielaba en el lago ondulado iluminando cada punta de roca áspera y desnuda. En el horizonte, lejanas ciudades envueltas con Virón en la bruma parecían pequeñas fosforescencias de moho, ni la mitad de deseables que las heladas chispas que había llevado en las muñecas.
—¿Jaco? —llamó, alzando la voz—. ¿Jaco?
Casi en seguida él surgió de las rocas tenebrosas para erguirse en el mismo saliente desde donde Seda había visto al espía desaparecer del santuario, y desde donde ella había imaginado que lo empujaría.
—Jarrita, ¿estás bien?
Chenilla sintió que algo invisible le oprimía la garganta.
—No, pero lo estaré. Jaco...
—¿Qué pasa? —La luz del cielo que volvía remoto e ilusorio cada arbusto y cada peña le impedía interpretar la postura de él (tenía talento para eso, aunque no fuera consciente de tal cosa); por mucho que la revelara; y el tono de la voz era chato y falto de emoción, aunque quizá fuera por la distancia.
—Quiero empezar de nuevo. Pensé que a lo mejor tú también querías.
Mientras él guardaba silencio, ella se contó siete golpes de pulso. Por fin Alca dijo:
—¿Quieres que vuelva?
—No —dijo ella, y pareció que él se había vuelto diminuto—. Lo que digo es... Quiero que una noche vayas a La Orquídea. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —No era el eco.
—Tal vez la semana que viene. Y yo a ti no te conozco. Y tú no me conoces. Empezamos de nuevo.
—De acuerdo —dijo él de nuevo. Y después—: Algún día me gustaría verte.
Ella quiso decir Nos veremos, pero las palabras se le trabaron en la garganta; así que agitó la mano y entonces, comprendiendo que él no podía verla, salió de la cúpula hasta quedar también bajo la clara, suave luz del cielo y agitó la mano otra vez, y lo miró desaparecer allí donde la Vía de los Peregrinos doblaba hacia tierra adentro.
Era eso, pensó.
Estaba cansada, le dolían los pies y, aunque no sabía por qué, no quería meterse de nuevo debajo de la cúpula; se sentó pues en la roca plana y lisa de la entrada, de sendas patadas se quitó los zapatos y se acarició los cardenales.
Curioso cómo una se daba cuenta. Era eso, y él era ése, y no lo había entendido hasta oírle decir: Algún día me gustaría verte.
Él iba a querer que dejara La Orquídea, e inesperadamente ella comprendió que se alegraría de marcharse de aquel maldito lugar para vivir donde fuera, hasta debajo de un puente, pero con él.
Curioso.
Pegada a la piedra lisa del santuario había una placa de metal; ociosamente pasó los dedos por las letras, nombrando las que conocía. Le pareció que la placa se movía, muy levemente, como si no estuviera sujeta del todo, sino por bisagras en el borde de arriba. Metió las uñas debajo, la levantó y vio un remolino de colores: rojos, azules, amarillos, rosados, marrones dorados, verdes, negros verdosos y otros para los cuales no tenía palabras.
—De inmediato, Su Eminencia —dijo Incus volviendo a inclinarse—. Comprendo a la perfección, Su Eminencia; dentro de una hora estaré en el escenario. Puede confiar absolutamente en mí, Su Eminencia. Como siempre.
Entre reverencias continuas cerró la puerta despacio, casi sin ruido, y se aseguró de que había caído el seguro antes de escupir. El Círculo iba a reunirse tras una cena en casa de Fulmar, y Madreselva había prometido que mostraría los prodigios que afirmaba haber logrado con un viejo porteador, quien —según le había confiado al Pátera Tussa, por lo que se decía— podía adorarla como Equidna, Escila, Molpe, Teljipeia, Faia o Esfigse según se le ordenara, todo ello supuestamente ejecutado en compilador. Incus había querido —como nunca antes— ver eso. Había querido ver al porteador desprovisto de la placa craneal y la placa facial. Tal como se decía, enfadado, había sentido mucha ansiedad por presenciar personalmente una demostración real de la técnica de Madreselva, a fin de poder compararla con la suya.
¿Sería cierto que cualquiera podía hacer un trasvase, o acaso era todo mucho más simple de lo que él había imaginado? En el plano ideal, lo que se hacía era subvertir el arte de los programadores del Sol Corto, utilizándolo en beneficio propio, así como el luchador experto derribaba a un adversario demasiado corpulento aprovechando la fuerza del contrario.
Con los dientes apretados, Incus descargó el pequeño puño en la palma de la otra mano, y se dijo que tal vez algún dios bien dispuesto enloquecería a Rémora esa noche para que él quedara libre de sus obligaciones; pero eso era un disparate, y él lo sabía. Él tenía derecho a ir esa noche. El Círculo no volvería a reunirse hasta el mes siguiente, y nadie se había afanado en la mecánica negra tanto como él; nadie había compartido de tan buena gana sus descubrimientos, ni se había ganado esa noche una docena de veces. No había en el mundo equidad ni justicia. A los dioses les importaba un rábano; o más bien eran hostiles. Sin ninguna duda eran hostiles con él.
Derrumbándose furioso en su silla, hundió la pluma más a mano
Mi querido amigo Fulmar:
Con honda pena debo comunicarte que el viejo loco me ha endilgado un recadito totalmente ridículo. He de ir esta noche a Limna, y no cabe transferir el encargo a otro. He de confraternizar con pescadores para buscar a una mujer (sí, bien digo una mujer) que no he visto nunca, y que tal vez ni siquiera esté allí, todo porque sus despreciables espías han vuelto a fracasar.
Duélete, pues, amigo mío, por tu pobre compañero de trabajo, este mismo, que si le fuera posible estaría esta noche contigo.
Incluso el tonto de Fulmar comprendía que este mismo era una forma de escribir yo. Con gran satisfacción, Incus releyó, admiró, corrigió mentalmente y por último aprobó la nota, antes de romperla en dos, estrujarla y tirar el bollo al incinerador. Las posibilidades de que el viejo Rémora viera alguna vez ese escrito y lo identificara como autor eran escasas, pero no tanto como para que la prudencia no le prohibiera sincerarse de ese modo. Una hoja nueva, en tal caso, y más tinta; con la pluma mal empuñada.
Mi querido amigo:
Deberes urgentes me impiden asistir a la agradable cena social a la que has sido tan amable de invitarme esta noche.
Había reemplazado su característica y ornamentada M por un carácter nuevo notablemente austero. ¡Bien! ¡Bien!
Tú sabes, amigo mío, aunque pensándolo bien se diría que no puedes saber, cuánto he esperado un simple relato de primera mano de las maravillosas aventuras de nuestro mutuo conocido Abeja.
No, no serviría. El género masculino despistaría a Fulmar; sería preciso pasar por su casa y dejarle al ayuda de cámara un mensaje claro y directo. Tampoco quedarían sin recompensa la molestia y la pérdida de tiempo; al menos tendría la satisfacción de preguntar al desafortunado ayuda de cámara cuándo había recibido por última vez su salario, y observar su perplejidad. El quimi había sido un proyectuelo encomiable que, por lo demás, Fulmar jamás habría podido concluir con pleno éxito sin su ayuda.
Poniéndose de pie, Incus emitió un silbido estridente y dijo al muchacho gordo y cariacontecido que respondió al llamado:
—Necesito una litera rápida con ocho porteadores que me lleve al lago. Una imbécil... No importa. Su Eminencia no quiere autorizar que se alquile una flotadora, aunque hace hincapié en la velocidad. Dile a los hombres que habrá un solo pasajero, yo. Bien puedes describirme, no soy pesado. Se les pagará el doble por el viaje hasta Limna y allí serán despedidos. Hazlo lo mejor que puedas, pero date prisa... ¡Te digo que vayas! ¡Deprisa! ¿Todavía te duele el trasero? Si no vuelas te lo pondré peor.
—Sí, Pátera. En seguida, Pátera. De inmediato. —Con una reverencia, el gordo muchacho cerró la puerta, esperó a que Incus echara el pestillo, y con gran pericia escupió en un rincón.
Fascinado, Seda observó que la puerta se abría con un remolino de pétalos y dejaba a la vista un ancho corredor verde.
—Tardé un rato en identificar la sensación —confió a Mamelta—, pero al fin la localicé. Era lo que sentía de chico cuando, después de haberme tenido en brazos, mi madre me bajaba.
Callado, caviló un momento.
—Y ahora estamos en un lugar muy distinto, mucho más hondo bajo tierra. ¡Francamente extraordinario! ¿Hay alguna forma de impedir que Pedernal baje detrás de nosotros?
Mamelta meneó la cabeza; Seda no habría podido decir si era un gesto de negación o si sólo intentaba aclarársela.
—Muy extraño... ¿Es otro sueño?
—No —le aseguró él. Se levantó de su asiento—. No. Aparta por completo esa idea. ¿Soñabas mucho, allá arriba?
—No sé cuánto duró. Digamos que soñaba cada cien años...
Seda se asomó al corredor. No lejos de la puerta de pétalos había un pozo: por la penumbra de un hueco bajaba una escalera en espiral. Avanzó por el corredor para examinarlo pero, al sentir algo a través de la gastada suela de un zapato, se paró a recogerlo.
Era una tarjeta.
—¡Mira esto, Mamelta! —La sostuvo en alto.— ¡Dinero! Por cierto que desde que te conozco me ha cambiado la suerte. A ti te sonríe algún dios, y también me sonríe a mí porque estoy contigo.
—Eso no es dinero.
—Sí que es —dijo él—. ¿En el mundo del Sol Corto teníais dinero de otra clase? En Virón usamos éste y, si los comerciantes de otras ciudades lo aceptan, supongo que también han de usar tarjetas. Esto sería un bonito chivo para Pas, por ejemplo... y hasta una oveja blanca, si el mercado está bajo. Córtala en cien trozos y cada trozo es un bit. Con un bit compras dos coles grandes o media docena de huevos. ¿No piensas salir de ahí? No creo que la habitación móvil vaya a hundirse más.
Levantándose, ella lo siguió por el corredor.
—La Máitera Mármol se acuerda del Sol Corto. Intentaré presentártela. Seguro que tendréis mucho en común. —Como Mamelta no replicaba, Seda preguntó:— ¿Quieres hablarme de tus sueños? Tal vez te haga bien. ¿Con qué soñabas?
—Con gente como tú.
Seda se inclinó a atisbar por encima de la barandilla que rodeaba el hueco... En los primeros seis escalones estaban escritas estas palabras:
QUIEN DESCIENDE SIRVE MEJOR A PAS
—Fíjate en eso —dijo; ella no miró, y él preguntó—: ¿Quién era esa gente de tus sueños?
El silencio de ella se prolongó tanto que Seda pensó que no contestaría; pasando por la abertura de la barandilla bajó el primer escalón.
—Están todos escritos —le dijo—. La serie siguiente dice: «Enseñaré a mis hijos cómo realicé el Plan de Pas». Debe de haber un santuario de Pas allá en el fondo. ¿Te gustaría verlo?
—Trato de... pensar en una forma de contártelo. Nosotros no hablábamos. Con palabras. Ahora tengo que recordar cómo se habla así. Digo algo. Pero tú no me oyes salvo si muevo los labios. Mover los labios y la boca... mientras hago este ruido con la garganta.
—Te está saliendo muy bien —le dijo Seda, afectuoso—. Pronto tendremos que subir de nuevo, aunque no con la misma habitación pequeña, pues supongo que nos llevaría al mismo lugar. De todos modos yo debo volver a los túneles del subsuelo de Limna y encontrar las cenizas de aquel manteón. No estoy nada seguro de que debamos tomarnos el tiempo para ver este santuario, recitar oraciones y todo eso. ¿Tú qué crees?
—Yo... —Mamelta quedó en silencio, la mirada fija.
—El Pátera Perca, mi antecesor y un hombre sumamente devoto, solía hablar en sueños, y en voz alta —le dijo Seda—. A veces me despertaba desde la habitación vecina. Pienso que quizá tú temas hablar porque crees que esto también es un sueño, y que podrías despertar a otros durmientes. Pero ahora no es un sueño, así que descuida.
Ella asintió con un movimiento casi imperceptible.
—Puede que al principio yo hablara. Una era pequeña, la segunda hija del monarca. La que a menudo veíamos bailar.
—¿Molpe? —sugirió Seda.
—Recuerdo haberla visto a menudo en su casa, bailando en mis sueños. Era una bailarina maravillosa, pero nosotros la aplaudíamos por miedo. Se le veía en la cara el hambre de los aplausos que recibían otros.
—Acaso sea Pas quien te favorece —decidió Seda—. Sí, probablemente es él, ya que la habitación móvil nos llevó derecho a un santuario suyo. De ser así, seguro que si no lo visitamos se ofenderá, después de lo que ha hecho por nosotros. ¿Quieres venir conmigo?
Ella se unió a él en el primer escalón y juntos bajaron por la espiral, viendo en el fino polvo de los peldaños las huellas de quienes los habían precedido y temblando en el aire frío del hueco, a medida que más descendían se iba volviendo más estrecho y oscuro.
Habían hecho la mitad del camino cuando Seda percibió con desagrado un leve olor a corrupción; era como si no se hubiera limpiado y purificado debidamente un altar. Dando por sentado que el santuario que había previsto incluía tal altar, resolvió purificarlo por su cuenta si hacía falta.
Mamelta, que se había retrasado unos peldaños, le tocó ahora el brazo.
—¿Eso es un pedernal?
Seda se volvió a mirarla.
—¿Pedernal? ¿Dónde?
—Ahí abajo. —Con un ademán ambiguo indicó el fondo del hueco.— Algo gime.
Seda se detuvo a escuchar; el sonido era tan débil que no estaba seguro de no imaginarlo; un misterioso lamento apenas audible que crecía y menguaba y parecía apagarse por momentos.
En el fondo, donde yacía el soldado, el sonido seguía siendo débil. Seda aferró el brazo izquierdo del muerto y le dio la vuelta, descubriendo en la operación que ya no era tan fuerte como antes. En el pecho pintado de azul vio un agujero irregular del tamaño de su pulgar.
Después de recobrar el aliento dijo:
—Mejor no te acerques, Mamelta. Rara vez los quimis explotan una vez pasado el momento de la muerte, pero siempre hay un riesgo.
Agachándose, empleó una de las gammas de acero que formaban su cruz hueca para desprender la placa facial del muerto. Al ver que el puente hecho con la gamma no producía chispa alguna, meneó la cabeza.
—¿Cómo...? Me llamo Mamelta, ya te dije. ¿Me has dicho cómo te llamas tú?
—Pátera Seda. —Se incorporó.— Llámame Pátera, por favor. ¿Ibas a preguntar cómo murió este hombre?
—Es una máquina. —Ella miraba la herida.— ¿Un robot?
—Un soldado —le dijo Seda—, aunque nunca había visto uno azul. Los nuestros son jaspeados, en verde, marrón y negro; por eso supongo que venía de otra ciudad. Como sea, lleva muerto mucho tiempo, pero en el santuario hay alguien que está vivo y sufre.
A un lado del hueco había una enorme puerta entornada. Seda la abrió y entró en el santuario.
Se encontró en una sala circular de unos buenos treinta codos de alto, con divanes tapizados, espejos e inscripciones polícromas en el techo, el suelo y la curva del muro. Todos los espejos estaban encendidos, y en todos ellos cabeceaba algo maltrecho, semejante a una calavera, que ya no era una cara. Aullaba.
Seda batió palmas.
—¡Monitor!
De la cara salía un barullo confuso. Un agujero irregular se abría y cerraba; los sonidos se alzaron hasta el alarido penetrante, y en el centro de la sala se levantó un escotillón.
—Quiere que vayas a la proa —dijo Mamelta.
Seda fue hasta la abertura del suelo y miró abajo. En el fondo, a cincuenta codos, se agitaban tres puntitos brillantes que se movían a la vez. No pudo menos que recordar las luces de la tumba de Orpina con las que había soñado. Observó los puntitos brillantes hasta que desaparecieron y fueron reemplazados por una sola chispa.
—Voy a bajar.
—Sí. Es lo que quiere.
—¿El monitor? ¿Lo entendiste?
Ella sacudió la cabeza, un movimiento ínfimo.
—He visto esto. Yendo a la nave que nos elevaría del Mundo.
—Esto no puede ser una embarcación —protestó Seda—. Todo el santuario debe de estar cavado en roca maciza.
—Ése es el muelle —murmuró ella, pero él ya se había agachado y descolgaba las piernas por la abertura circular revelada por el escotillón. Peldaños colocados en la pared le permitieron bajar a una burbuja translúcida fuera de la cual se veía una oscura planicie de roca desnuda. Mientras la miraba, algún mecanismo desconocido se ajustó en su mente y, por debajo del cóncavo suelo de cristal, el enjambre de chispas dejó de ser meramente lejano para volverse infinitamente remoto, lámparas y fuegos de nuevas tierras del cielo.
—Gran Pas...
El nombre divino sonaba allí vacío y disparatado, por mucho que toda su vida él lo hubiera empleado sin dudar de su validez; el Gran Pas no era tan grande como aquello, ni siquiera era un dios allí fuera.
Seda tragó saliva, seca la boca y sin tragar nada en realidad, y con el gammadión que llevaba al cuello trazó el signo de adición.
—Esto es lo que me enseñaste, ¿no? Lo mismo que vi en el patio de juegos: el terciopelo negro y las chispas de colores bajo los pies.
Hubo, o le pareció, un asentimiento que no era una palabra dicha.
Eso lo reafirmó como nada más habría podido. Primero una y después la otra, separó las manos sudorosas de los helados peldaños de la escalera y se las secó en la túnica.
—Si deseas que muera, sé que moriré; y no querría otra cosa. Pero después de mostrarme esto en el patio de juegos me pediste que salvara el manteón, así que déjame volver, por favor... al mundo que conozco. En cuanto pueda costearlo te ofrendaré un toro blanco, te lo juro.
Esta vez no hubo respuesta.
Miró alrededor; algunos puntitos de luz eran rojos, otros amarillos como el topacio, otros violetas, muchos como diamantes. Aquí y allá veía algo así como brumas o nubes de luces; ciudades enteras, sin duda. La sombría llanura, que recordaba el rostro de un niño picado de viruelas, era mucho más yerma que los áridos acantilados de la Vía de los Peregrinos; ni un árbol, ni una flor, ni una brizna de hierba o mota de musgo brotaba de la roca.
Seda permaneció donde estaba, mirando la oscuridad fulgurante, hasta que Mamelta, desde un peldaño más alto, le llamó la atención tocándole la coronilla; entonces él se sobresaltó, la miró un instante sorprendido y apartó los ojos, consternado por la visión de su pubis desnudo.
—¿Qué has descubierto? Yo descubrí de dónde es. Dámela.
—Te la llevaré —dijo él. Iba a subir cuando se dio cuenta de que tenía las manos rígidas y frías—. ¿La tarjeta, dices?
Ella no contestó.
Todas las salas eran pequeñas, aunque la más amplia estaba bordeada de innumerables divanes y tenía más altura que la torre principal del Gran Manteón, que daba al palacio del prolocutor en el Palatino. Al entrar en la habitación superior a esta sala cilindrica, Seda pisó una masa blanca y podrida, y comprendió cuál era el origen del hedor a corrupción. Dispersas por el suelo había una docena de masas similares de carne muerta. Le preguntó a Mamelta qué eran; ella se inclinó a examinar una y dijo:
—Humano.
Agachándose a mirar otra, Seda reconoció el basto polvo negro en donde yacían; el gabinete de metal bruñido, que parecía haber contenido miles o decenas de miles de embriones, había estado sellado en su origen con el Sello de Pas, como la sala donde Mamelta había dormido con tantos otros bíos; alguien había roto ese sello y diseminado los embriones. En la escola, a Seda le habían enseñado que el mero abuso de cualquier nombre divino era blasfemia. Si aquello era cierto, ¿esto qué era? Con un escalofrío se apresuró detras de Mamelta.
En un compartimiento tan pequeño que no pudo evitar rozarla, ella señaló un marco y unos cables que colgaban.
—Éste es el lugar. Tú no sabes controlarlo. Déjame a mí.
Curioso, y medio atónito aún por el saqueo de los tesoros de Pas, le dio una tarjeta. Ella sujetó tres grapas y estudió un espejo que había arriba.
—Es de otra clase —dijo. Agachándose, introdujo la tarjeta en el marco a la altura del tobillo—. Déjame verlas todas.
Él accedió, y ella las fue probando como la primera, despacio y al parecer insegura de algunas decisiones, pero tomando siempre la correcta. Seguía trabajando cuando una quebrada cara gris cobró forma en el espejo.
—¿Ya es hora? —preguntó la cara; y otra vez—: ¿Ya es hora?
Seda meneó la cabeza, pero la cara siguió preguntando.
—Si tienes más debes dármelas —dijo Mamelta.
—No tengo. Me quedaban siete de los ritos de Orpina, dos del sacrificio de Sangre y aquella que encontré contigo. Te las he dado todas para que repararas este pobre monitor. No sabía que con dinero...
—Necesitamos más —dijo Mamelta.
Él asintió.
—Si es que quiero salvar el manteón, sin duda. Muchas más que diez. Con todo, si recuperamos esas diez tarjetas, él estará como cuando llegamos. —Exhausto, Seda se apoyó en la pared; de haber podido se habría sentado.
—¿Has comido? A bordo hay comida.
—Tengo que ir de nuevo abajo—. Seda reprimió con firmeza el súbito placer que le daba la preocupación de ella.— Tengo que verlo de nuevo. El monitor. ¿De veras esto es una especie de embarcación?
—No es como la Piedra de Logan. Ésta es más pequeña.
—En cualquier caso el monitor tenía razón: lo que vi desde la proa era algo que me estaba dado ver. Pero también tienes razón tú: antes debería comer. No he comido nada desde... desde la mañana del día en que fuimos al lago. Supongo que a estas alturas eso es ayer. Comí media pera, muy rápido, antes de nuestra oración matutina. No me extraña que esté tan cansado.
Unas bandejitas envueltas en una película empañada, que Mamelta comía con placer manifiesto, se calentaron casi en exceso al quitarles la película, y resultaron estar hechas de un crujiente bizcocho prensado. Temblando aún y agradecidos por la tibieza, ellos devoraron tanto las bandejas como su contenido sentados uno junto a otro en uno de los divanes; incesantemente el monitor preguntaba «¿Es la hora? ¿Es la hora?», hasta que Seda dejó de oírlo. Mamelta le regaló una verdura retorcida, verde oscuro, cuyo sabor le recordó el del ganso gris que él había ofrecido a todos los dioses el día de su llegada a la calle del Sol; él le dio a cambio un pastelito de un dorado oscuro, aunque tuvo la impresión de que para ella era demasiado.
—Ahora bajaré de nuevo a la proa —dijo Seda—. Quizá no vuelva nunca a este lugar, y no soportaría haberme ido sin convercerme para siempre de que he visto lo que he visto.
—¿El vientre del Mundo?
Él asintió.
—Si así quieres llamarlo, pues sí... Y lo que hay más allá del vientre. Si te hace falta puedes descansar aquí, o irte si prefieres no esperarme. Me siento encantado de que uses mi túnica, pero si te vas por favor déjame el estuche de escritura. Está en el bolsillo.
Quedaba algo de comida y un trozo de bandeja crujiente; pero tampoco Seda tenía más hambre. Se levantó, sacudiéndose las migas de la toga tiznada.
—Cuando vuelva, tendremos que ir (tendré yo, si tú no quieres venir) de nuevo a los túneles a recuperar el azot que dejé cuando los soldados me salieron al paso. Te prevengo que será peligroso. Hay animales terribles.
Mamelta dijo:
—Si no te quedan tarjetas, tal vez haya otras cosas que puedo reparar. —Él se volvió para irse, pero ella no había acabado.— Es mi trabajo, o parte de mi trabajo.
La escalerilla era la misma, y también eran las mismas las motas de luz inimaginablemente lejanas, pero todo había cambiado. Después de todo, esa embarcación de otro mundo era un santuario, se dijo Seda, y sonrió para sí. O, mejor dicho, era el umbral de un santuario más grande que el mundo entero, el santuario de un dios más grande aún que el Gran Pas.
En la burbuja que se abría al pie de la escalerilla había cuatro divanes. Mientras comía con Mamelta, Seda había reparado en unas gruesas correas trenzadas que pendían del diván que ellos ocupaban. Estos divanes tenían unas correas idénticas; viéndolas pensó otra vez en esclavos y en los esclavistas que, según se decía, navegaban en las aguas del lago Limna.
Razonando que unas correas lo bastante fuertes para sujetar esclavos también lo sujetarían a él, se sentó en el respaldo del diván más cercano y abrochó la correa más alta de modo de poder ponerse de pie sobre el diván, prácticamente en el centro de la burbuja, y asirse al largo travesaño.
Cuando volvió a mirar afuera estaba ocurriendo algo totalmente nuevo. En su ausencia, la llanura de roca se había blanqueado y ahora estaba veteada de arena. Estirando el cuello para mirar hacia atrás, en el confín de la llanura vio un fino haz de luz cegadora. En ese momento le pareció que el Extraño había aferrado el mundo entero tal como un hombre cogería un palo: con una mano gigantesca de la que sólo asomaba el borde de la uña de un enorme dedo.
Aterrorizado, huyó escalera arriba.
11
Algunos resúmenes
—Alca, ¿me has olvidado?
Caminando de regreso hacia Limna, había creído que estaba absolutamente solo bajo el viento que barría la Vía de los Peregrinos. Dos veces ya había parado a descansar y, sentándose en piedras blancas, había escrutado las tierras del cielo. Para Alca era frecuente estar solo y al raso en el nocturno, y cuando tenía tiempo lo disfrutaba: rastrear los hilos de plata de ríos de los que no bebería nunca, explorar con la mente las innumerables ciudades desconocidas donde las ganancias eran (le gustaba imaginar) considerablemente mayores. Pese a la insistencia de Chenilla, no creía que se quedase toda la noche en el santuario de Escila; pero Alca nunca había supuesto que ella pudiera adelantársele. La recordó como estaba al llegar allí: los pies llagados, exhausta, la cara brillante de sudor, los rojos rizos como una maraña empapada, su voluptuoso cuerpo mustio como un ramo en una tumba.
Sin embargo, estaba seguro de que la voz que acaba de oír más atrás era la de ella.
—¡Chenilla! —llamó—. ¿Eres tú?
—No.
Se levantó, desconcertado, y gritó:
—¿Chenilla?
Las rocas devolvieron el eco de las sílabas.
—No voy a esperarte, Chenilla.
—Entonces te esperaré yo en el mojón siguiente —dijo la voz, mucho más cerca.
El débil golpeteo podría haber sido por una lluvia; Alca miró de nuevo el cielo despejado. El ruido siguió creciendo; pies que corrían detrás de él por la Vía de los Peregrinos. Así como habían rastreado los ríos, los ojos de Alca siguieron el tortuoso sendero que bordeaba el yermo acantilado.
La clara luz del cielo la reveló casi en seguida, más cerca de lo que había supuesto, la falda alzada hasta los muslos, piernas y brazos que subían y bajaban rítmicamente. Súbitamente desapareció en la sombra de un saledizo, sólo para surgir como un guijarro disparado hacia él con una honda. Por un instante le pareció que a cada paso corría más, que no empezaría a frenar ni pararía nunca, y ni siquiera dejaría de ganar velocidad. Pasmado, se apartó.
Ella pasó como un torbellino, la boca muy abierta, fulgurantes los dientes, los ojos desorbitados. Un momento después se perdió entre los árboles raquíticos.
Él sacó el lanzagujas, revisó el cargador, quitó el seguro y avanzó con cautela, dispuesto a disparar. El viento le llevó un ruido de tela desgarrada y la respiración ronca de ella.
—¿Chenilla?
Otra vez no hubo respuesta.
—Chenilla, lo siento.
Le pareció que entre las sombras lo esperaba una bestia monstruosa; y, por mucho que se trató de tonto, no pudo alejar el presentimiento.
—Lo siento —repitió—. Fue una cabronada. Debí quedarme contigo.
Media cadena más y las sombras se le cerraron en torno. La bestia seguía esperando, ahora más cerca. Se enjugó la cara sudorosa con un pañuelo; estaba guardándoselo en el bolsillo cuando la divisó, totalmente desnuda, sentada en una piedra blanca en medio de un retazo de luz. A los pies tenía amontonados el vestido negro y la pálida ropa interior, y su lengua colgaba tanto de la boca que era como si estuviese lamiéndose los pechos.
Él se detuvo y apretó más el lanzagujas.
Ella se puso de pie y dio unas zancadas hacia él. Retrocediendo a las sombras más densas, él apuntó la pistola; ella pasó delante de él sin una palabra y cruzó el ralo bosquecito hasta el borde del acantilado. Uno o dos segundos estuvo allí inmóvil, los brazos sobre la cabeza.
Se lanzó y, tras un intervalo que pareció muy largo, se oyó el débil ruido de la zambullida.
Alca había hecho la mitad del camino hasta el borde cuando corrió de nuevo el seguro y devolvió el lanzagujas a la faja. Aunque las alturas no lo atemorizaban, conoció el miedo al pararse en el filo del risco y mirar, más de cien codos abajo, el agua iluminada por el cielo.
A ella no la vio. Las olas empujadas por el viento se precipitaban contra las rocas como caballos de crin blanca, pero allí no estaba ella.
—¡Chenilla!
Iba a dar media vuelta cuando apareció la cabeza entre dos olas.
—Te encontraré —gritó— allí.
Un brazo que por un instante pareció uno entre muchos señaló la playa rocosa en dirección a las dispersas luces de Limna.
—¿Brazos?
La pregunta era de Oreb, y llegó desde una densa masa de arbustos a la derecha de Alca.
El sonrió, alegre por la compañía y avergonzado de alegrarse.
—Sí. Demasiados brazos. —Volvió a secarse el sudor de la cara.— No, es camelo. Era como en un espejo, ¿te das cuenta? Chenilla sacó los brazos del agua y con el reflejo pareció que abajo había más. Eso es todo. ¿Encontraste al Pátera?
—Santuario lo comió.
—Sí, claro. Ven que te llevo hasta Limna.
—¿Como pájaro?
—Supongo. No te haré daño, si te preocupa eso, pero eres del Pátera y si alguna vez lo encontramos te devolveré a él.
Aleteando desde las matas Oreb fue a posarse en el hombro de Alca.
—¿Muchacha gusta? ¿Ahora gusta?
—¿Chenilla? Hombre, claro. —Alca hizo una pausa.— Pero tú tienes razón. Ésa no es ella, ¿no?
—¡No, no!
—Sí, cierto. —Alca asintió para él mismo.— Es algún demonio que se le parece. Vaya, no sé si le gustan los pájaros o no. Si tuviera que adivinar diría que probablemente le gustan en el desayuno o el almuerzo, aunque supongo que para la cena tomará algo un poco más sólido. De todos modos, si podemos lo esquivaremos.
Agotado como estaba, le pareció que los agobiados pies volaban por la loma siguiente y todas las demás, cuando habría preferido consumir meses enteros en subir y bajar cada una. Una hora de fatigosa caminata le parecía menos de un minuto; y, aunque tenía la compañía de Oreb, posado en su hombro, rara vez se había sentido tan solo.
—¡Lo he encontrado! —La voz de Chenilla le sonó prácticamente al oído; dio un salto y Oreb chilló.— ¿Sabes nadar? ¿Llevas algo valioso que pueda estropearse en el agua?
—Algo —repuso Alca. Se había frenado en seco para buscarla; le era difícil mantener la mano lejos del lanzagujas. Cuando habló de nuevo tuvo miedo de tartamudear—. Sí, llevo. Un par de cosas.
—Pues tenemos que conseguir una barca. —Como niebla del lago, ella se alzaba entre él y la playa rocosa: él había mirado en la dirección equivocada.— No entiendes un comino, ¿no? Soy Escila.
Era, en opinión de Alca, una afirmación de importancia tan capital que ningún ser que él concibiera habría tenido la audacia de hacerla en falso. Cayó de rodillas y murmuró una plegaria.
—Es «hermosa Escila» —le dijo su deidad—, maravilla de las aguas, no madre del agua. Si vas a farfullar ese disparate, al menos hazlo correctamente.
—Sí, Escila.
Ella lo agarró del pelo.
—¡Levántate! Y para de gemir. Eres ratero y matón, así que puedes ser útil. Pero sólo si haces exactamente lo que yo te diga. —Lo fulminó un momento con la mirada, los ojos ardientes clavados en los de él.— Sigues sin entender. ¿Dónde se puede conseguir una barca? En ese pueblo, supongo. ¿Es así?
De pie él le llevaba una cabeza, y sintió que debía encorvarse.
—Allí alquilan barcas, hermosa Escila. Tengo algo de dinero.
—No intentes hacerme reír. No te valdrá de nada, te lo prevengo. Sígueme.
—Sí, Escila.
—Los pájaros me resbalan —dijo ella, sin preocuparse por mirar a Oreb—. Pertenecían a papá, y ahora son de Molpe y los que son como ése, de Hiérax. Ni siquiera me gusta que a mi gente le den nombres de pájaros. ¿Sabes que soy muy vieja?
—Por supuesto que sí, hermosa Escila. —La voz le salió a Alca una octava más alta de lo habitual. Carraspeó e hizo un esfuerzo por recuperar el control de sí mismo.— Así solía repetir el Pátera Perca en la palestra.
—¿Perca? —Ella se volvió a mirarlo.— Ése sí que es bueno. ¿Es particularmente devoto de mí?
—Sí, hermosa Escila. O en todo caso lo era. Ha muerto.
—No importa.
Ya habían llegado al comienzo de la Vía de los Peregrinos. Titilantes ventanas de fondas y tabernas iluminaban la calle; los rezagados que volvían a su casa miraban groseramente la desnudez de Chenilla, o decididamente no miraban.
—¡Seis hijos después de mí! Papá tenía una manía con el heredero varón, y otra con no morirse. —Un carretero borracho intentó pellizcarle un pezón; ella le arrancó los ojos con los pulgares y lo dejó lamentándose en una zanja.— Molpe fue otra niña más, pero cualquiera habría dicho que con Tártaro iba a alcanzar. Pues resultó que no. Así que vino el pequeño Hiérax, pero ni siquiera con Hiérax fue bastante. Entonces hubo tres niñas más, y después... Supongo que ya sabías que os podíamos poseer de este modo, ¿no?
Oreb graznó:
—¿Muchacha?
Ella no dio señales de haberlo oído.
—No sabía que aún seguía ocurriendo, hermosa Escila —balbuceó Alca.
—Es un derecho nuestro, pero la mayoría necesita un espejo o una Ventana. Así las llamáis vosotros. Terminales. Pero mi terminal es este lago entero, lo que me da muchísimo poder en los alrededores.
Aunque ella no lo miraba, Alca asintió.
—Sin embargo hacía mucho que no andaba por aquí. Esta mujer es una puta. No me extraña que Kypris fuese por ella.
Alca volvió a asentir, ahora débilmente.
—Al principio elegimos las funciones, con papá como dios de todas las cosas (eso significa su nombre) y jefe de todo el mundo. ¿Te das cuenta? ¿Dónde están las barcas?
—Girando por la esquina siguiente, un trecho más abajo encontraremos algunas, hermosa Escila.
—Sólo que ahora está muerto. Lo quitamos del núcleo central hace treinta años. Como fuera, el caso es que le tocaba escoger a mamá, y eligió toda la superficie interior. Yo sabía que iba a quedarse mayormente en tierra, así que tomé el agua. Entonces yo hacía muchísimo buceo. Como cabía esperar, Molpe eligió las artes. —Al doblar la esquina, Chenilla divisó una barca de pesca amarrada al final del callejón y señaló hacia allí.— Ésa ya tiene un hombre. Dos, y uno es un augur. ¡Perfecto! ¿Sabes navegar? Yo sé.
¡Pas estaba muerto! Alca no podía pensar en nada más.
—¿No? Entonces no los mates. Iba a contarte que elegimos nombres nuevos, adecuados. Allá, en casa, papá era Tifón Primero. Lo que ninguno sabía era que también le permitiría elegir a ella. Y ella eligió el amor, vaya sorpresa. Y con el amor tomó el sexo y todo lo sucio. Al comienzo no se inmiscuía mucho, porque sabía que...
Al oírle la voz, el Pátera Incus alzó la vista.
—¡Eh, augur! Prepárate a soltar amarras.
Chenilla echó a correr como un velocista y desapareció en las densas sombras del callejón. Un momento después Alca la vio saltar —elevándose en el aire de un modo que habría sido imposible de no haber estado poseída— y aterrizar en la cubierta de la barca de pesca.
—Dije que os prepararais a soltar amarras. ¿Sois sordos?
Golpeó al augur con la mano izquierda y al pescador con la derecha, y el ruido de los golpes bien podría haber sido el de un doble portazo. Alca sacó el lanzagujas y corrió tras ella.
Otra mañana calurosa; otra mañana abrasadora. La Máitera Mármol se abanicaba con un folleto. Llevaba bobinas bajo las mejillas; su plan ya no respondía a su llamada, pero ella lo conocía bien. Las bobinas principales las llevaba en las piernas, y en cada mejilla había una auxiliar; allí el fluido transportador de la fuerza que aún poseía se ponía (o debería haberse puesto) en contacto con la placa facial de titanio, que a su vez estaba en contacto íntimo con el aire de la cocina.
Y supuestamente el aire debía estar más fresco.
Pero no, no podía ser así. En un tiempo había tenido —estaba casi segura de haber tenido— un claro aspecto de bío. Le habían revestido las mejillas con un material que tendría que haber impedido la transferencia de calor. ¿Qué le había dicho el otro día al Pátera Seda? ¿Tres siglos? ¿Trescientos años? Sin duda la coma decimal se había corrido a la izquierda.
Tendría que haberse corrido. Entonces ella había parecido una bío; una muchacha de pelo negro y mejillas sonrosadas. Como una Dalia algo más mayor, de hecho, y Dalia siempre había sido muy deficiente en aritmética: siempre mezclando los decimales, multiplicando dos números decimales para obtener uno con dos comas decimales, meros dígitos revueltos que significaban ni Su Cognescencia sabía qué.
Con la mano libre la Máitera Mármol removió las gachas de avena. Estaban hechas, casi pasadas. Las quitó del fuego y volvió a abanicarse. Al otro lado del umbral, en el refectorio, la pequeña Máitera Menta esperaba el desayuno con una paciencia ejemplar. La Máitera Mármol le dijo:
—Quizá sea mejor que coma ahora, sibi. Tal vez la Máitera Rosa está enferma.
—Muy bien, sibi.
—¿Es cosa de obediencia, verdad? —El folleto cruzó frente a la cara de la Máitera Mármol; llevaba un paisaje marítimo, con Escila retozando entre pejelunas y esturiones, pero no refrescaba nada. Muy en el fondo de la Máitera Mármol un sensor casi olvidado se agitó peligrosamente.— No tiene por qué obedecerme, sibi.
—Usted es mayor que yo, sibi. —Normalmente las palabras habrían sido casi inaudibles; aquella mañana eran claras y firmes.
La Máitera Mármol tenía demasiado calor para reparar en eso.
—Si no quiere comer no la obligaré, pero tengo que sacarlo del fuego.
—Quiero lo que usted quiera, sibi.
—Voy a subir. La Máitera podría necesitarme para algo. —La Máitera Mármol tuyo una inspiración.— Le llevaré el tazón en una bandeja. —De ese modo la Máitera Menta podría tomar el desayuno sin esperar a la mayor de las sibis.— Pero antes le daré las gachas a usted, y debe comérselas todas.
—Como usted desee, sibi.
La Máitera Mármol abrió el armario y sacó el tazón de la Máitera Menta y el viejo y desportillado tazón preferido de la Máitera Rosa. Subir la escalera la acaloraría más; pero, como no lo había pensado a tiempo, tendría que subir. Empezó a servir las gachas hasta que el cucharón se disolvió en una nube de dígitos; entonces se quedó contemplándolo. Siempre le había enseñado a sus alumnos que los objetos sólidos se componían de enjambres de átomos, pero estaba equivocada: cada objeto sólido, cada sólido pensamiento, era un enjambre de números. Cerrando los ojos, se obligó a hundir el cucharón en las gachas, soltar el folleto y, palpando el borde de un tazón, echar más gachas en él.
El ascenso por la escalera no fue tan penoso como temía; pero el segundo piso del cenobio había desaparecido, reemplazado por nítidas filas de hierbas marchitas y enmarañadas parras. Alguien había escrito con tiza un mensaje: ¡SEDA PARA CALDÉ!
—¿Sibi? —Era la voz de la Máitera Menta, tenue y lejana.— ¿Se siente bien, sibi?
Las toscas letras y la pared de roca de nave se deshicieron en dígitos.
—¿Sibi?
—Sí. Sí, dije que iba a subir, ¿no? A ver cómo está la Máitera Betel. —No tenía sentido preocupar a la temerosa Máitera Menta.— Sólo he salido un momento a refrescarme.
—Me temo que la Máitera Betel nos ha dejado, sibi. Va a ver cómo está la Máitera Rosa.
—Sí, sibi. Por supuesto. —Esas franjas danzantes de números eran escalones, le pareció. ¿Pero escalones que llevaban a la puerta o a un piso superior?— Me habré confundido, Máitera. Hace demasiado calor.
—Ánimo, sibi. —Una mano le tocó el hombro.— Tal vez le gustaría llamarme así. Somos hermanas, usted y yo.
De vez en cuando veía los escalones reales, la banda de alfombra marrón, con el motivo gastado, que había barrido tantas veces. La puerta de la Máitera Rosa estaba en el fondo del breve pasillo.
La Máitera Mármol llamó y advirtió que acababa de romper el panel con los nudillos; a través de la madera astillada vislumbró a la Máitera Rosa todavía en la cama, abiertos los ojos y la boca y la cara moteada de moscas.
Entró, desgarró el camisón desde el cuello hasta el ruedo y abrió el pecho de la Máitera Rosa; luego se quitó el hábito, lo colgó cuidadosamente de una silla y se abrió el pecho ella. Casi reacia, empezó a intercambiar componentes con su sibi muerta, probándolos a medida que los colocaba y rechazando algunos. Hoy es társides, se recordó; pero como la Máitera se ha ido esto no puede ser robo.
Éstos ya no los necesitaré más.
El espejo de la pared norte mostraba una barca de pesca a plena vela; sentada junto al timonel, una mujer desnuda llevaba un anillo relampagueante. La Máitera, desnuda también, le evitó la mirada.
A Seda le palpitaba la cabeza y sentía los ojos cerrados con pegamento. Bajo y gordo pero en cierto modo enorme, el consejero Potto se erguía ante él, los puños alertas, esperando a que abriera los ojos. En algún lugar... en algún lugar había habido paz. Se gira la llave para el otro lado y los bailarines bailan hacia atrás, la música suena hacia atrás, reaparecen noches desvanecidas...
Oscuridad y un golpeteo sordo y sostenido, infinitamente tranquilizador. Las rodillas recogidas, los brazos doblados en una plegaria... Contemplación muda, libre de la necesidad de comer, beber o respirar.
El túnel, oscuro y tibio pero cada vez más frío. Gritos de angustia; Mamelta a su lado, la mano de ella en la suya, y el minúsculo lanzagujas de Jacinta ladrando como un chucho.
¿Cuánto te dieron? Golpes que lo sacudían.
Cenizas, invisibles pero asfixiantes.
—Éste es el lugar.
¿Cuánto le contaste a Sangre?
Un chubasco de fuego. Oraciones matutinas en un manteón de Limna que debía de estar a unos treinta codos, y sin embargo a mil leguas de allí.
—¡Detrás de ti! ¡Detrás de ti!
La lámpara de la muerta, un cuarto de vela sin consumir. Mamelta soplando un carbón brillante para avivarlo.
—Soy un ciudadano leal y...
—Consejero, soy un ciud...
Escupiendo sangre.
—Quien lastime a un augur...
Cuánto...
El ojo derecho de Seda se abrió, vio una pared gris como la ceniza y volvió a cerrarse.
Intentó contar sus disparos... y se encontró de nuevo en el comedor.
—Hombre, Pátera, por empezar la mía carga muchas más agujas... Todas buenas y gruesas; en otros tiempos esto era la Alambrada.
Se abrió la puerta y Potto entró con las cenas en una bandeja; lo seguía el sargento Arena con la caja y las terribles varas.
¡Atrás! ¡Atrás!
Arrodillado en la ceniza, cavando con las manos. Un dios que había sido alcanzado por cinco agujas y seguía de pie al borde de la luz de la lámpara, la boca chorreante de sangre y de baba. Un estampido de trabuco en el túnel, muy cerca.
¿... le diste?
Varas metálicas contra las ingles, el brazo de Arena dándole a la manivela, su cara sin expresión desaparecida en las brumas de un dolor insoportable.
Compró tu manteón.
—Sí, soy un...
¿Por tiempo indefinido? ¿Quieres quedarte un tiempo indefinido?
—Sí.
¿Un tiempo indefinido?
—Sí. No sé...
(Atrás, oh, atrás, pero la corriente tiene demasiada fuerza.)
El ojo izquierdo de Seda se abrió. Acero pintado, gris como la ceniza. Frotándose los ojos se sentó, la cabeza dolorida, el estómago revuelto. Estaba en una habitación de paredes grises y tamaño modesto, sin ventanas. Temblaba. Había estado tendido en un catre bajo, duro y muy angosto.
Desde el borde de la memoria una voz dijo.
—Ah, ha despertado. Necesito, quiero, hablar con alguien.
Respirando con dificultad, él parpadeó. Era el doctor Grulla, una mano en alto, los ojos chispeantes.
—¿Cuántos dedos ve?
—¿Usted? Soñé que...
—Lo atraparon, Seda. A mí también me cogieron. ¿Cuántos dedos ve?
—Tres.
—Bien. ¿Qué día es?
Seda tuvo que pensarlo; recordar era un esfuerzo. Al cabo dijo:
—¿Társides? Las exequias de Orpina fueron el ésciles; el mólpedes fuimos al lago, y yo bajé...
—¿Sí?
—A estos túneles. Hace mucho que estoy aquí. Ya podría ser hiéraces, tal vez…
—Muy bien; sólo que no estamos en los túneles.
—¿En la Alambrada?
Grulla sacudió la cabeza.
—Se lo diré, pero harán falta ciertas explicaciones, y antes debo advertirle que probablemente nos han encerrado juntos esperando que digamos algo útil. Quizá no quiera usted complacerlos.
Seda asintió, y en seguida advirtió su error.
—Ojalá hubiera un poco de agua.
—Estamos rodeados de agua. Pero para que nos den algo tendrá que esperar, si es que nos dan alguna vez.
—El consejero Potto me golpeó con el puño. —Seda se acarició con cautela el bulto que tenía en la cabeza.— Es lo último que recuerdo. Cuando habla de ellos, ¿se refiere a nuestro Ayuntamiento?
—Correcto. —Grulla se sentó junto a él en el catre.— Espero que no le importe. Mientras usted estaba inconsciente me lo pasé en el suelo, que es duro y frío para el trasero. ¿Para qué viajó al lago? ¿Le importa decirme?
—No logro acordarme.
Grulla asintió, aprobatorio.
—Probablemente sea la mejor táctica.
—No es ninguna táctica. He tenido... he tenido unos sueños muy raros. —Seda apartó los atroces recuerdos de Potto y Arena.— Uno con una mujer desnuda que también soñaba cosas raras.
—¡Vaya!
—Hablé con... no importa. Y vencí a un demonio. Usted no va a creerme, doctor.
—No le creo —dijo Grulla jovialmente.
—Pero lo vencí. Llamé a los dioses por turno. El único que la asustó fue Hiérax.
—Un demonio hembra. ¿Era un poco así? —Grulla mostró los dientes.
—Sí, un poco. —Seda hizo una pausa y se tocó la cabeza.— Y no fue un sueño... Usted la conoce. Debe conocerla.
Grulla alzó una ceja.
—¿Si conozco al demonio que usted ahuyentó? Admito que mi círculo de amistades es amplio, pero...
—Es Mucor, la hija de Sangre. Puede poseer a la gente, y poseyó a la mujer con quien yo estaba.
De golpe serio, Grulla soltó un suave silbido.
—¿Fue usted el que la operó?
Grulla negó con la cabeza.
—¿Se lo contó Sangre?
—Me dijo que antes de usted tenía en la casa un neurocirujano. Al conocer los poderes de Mucor comprendí; o al menos me pareció que comprendía. ¿Por qué no me cuenta algo de eso?
El doctor se pasó los dedos por la barba y alzó los hombros.
—Supongo que eso no me perjudicará. De todos modos el Ayuntamiento conoce todo lo importante y de alguna manera hay que pasar el tiempo. Si le cuento, ¿usted contestará a algunas preguntas? ¿Con respuestas francas y completas, salvo si hay algo que no quiere que ellos sepan?
—No sé nada que quisiera ocultarle al Ayuntamiento —declaró Seda—, y ya he contestado a un sinfín de preguntas del consejero Potto. Le diré cualquier cosa que me concierna, y cualquier cosa que sepa de otras personas si es que no me fue confiado bajo sello.
Grulla sonrió.
—Siendo así empezaré por lo elemental. ¿Para quién trabaja?
—Debí decirle que le respondería después de que usted respondiera a mis preguntas sobre Mucor. El arreglo fue así; si puedo me gustaría ayudar a la muchacha.
La ceja de Grulla se alzó de nuevo.
—¿Se incluye la primera de las mías?
—Sí —dijo Seda—. Por supuesto. Antes que ninguna. ¿De verdad es Mucor hija de Sangre? Ella me dijo eso.
—Legalmente sí. Es hija adoptiva. Por lo general no se permite adoptar a hombres solteros, pero Sangre ha trabajado para el Ayuntamiento. ¿De esto estaba al tanto?
Seda se acordó justo a tiempo de no sacudir la cabeza.
—No. Y me cuesta creerlo. Es un delincuente.
—No es que le paguen una cantidad de tarjetas, ¿comprende? Lo dejan que opere sin inmiscuirse, mientras sus locales no provoquen problemas, y le hacen favores. Al parecer éste es el caso. Habrá bastado con que cualquier consejero hablase con un juez; y, adoptándola, él podía controlarla hasta la mayoría de edad.
—Ya. ¿Quiénes son los padres auténticos?
—No tiene. —Grulla volvió a encogerse de hombros.— En todo caso no en nuestro mundo. Y, fueran quienes fueran, probablemente se conocieron en una probeta. Era un embrión congelado. Imagino que a Sangre le costó un dineral. Sé que pagó una pequeña fortuna por ese neurocirujano que usted mencionó.
Recordando la habitación desnuda y mugrienta donde había visto a Mucor por primera vez, Seda dijo amargamente:
—Una fortuna para destruir lo que le había costado tanto.
—No es tan así. Supuestamente yo tenía que hacerla maleable. Por lo que he oído era todo un horror. Pero cuando el cirujano... por cierto, era de Palustria, que es como descubrimos lo que ocurría. Cuando le abrió el cráneo se topó con un órgano nuevo. —Grulla soltó una risita.— He leído su informe. Está en el archivo médico que hay en el fondo de la villa.
—¿Un órgano nuevo? ¿Qué era?
—No quise decir que no fuera un cerebro. Lo era. Pero no se parecía a nada que el cirujano hubiera manipulado antes. Desde el punto de vista médico no era un cerebro humano, tampoco animal. Tuvo que trabajar por intuición y, como se dice, a la buena de dios. Y al final hizo una chapuza. Llegó incluso a admitirlo.
Seda se secó los ojos.
—Oh, vamos, Pátera —lo amonestó el doctor—. Ya hace diez años de esto, y se supone que los espías somos de madera más dura.
—¿Alguien ha llorado alguna vez por ella, doctor? —preguntó Seda—. ¿Usted, Sangre, Mosqueta o el neurocirujano? ¿Alguien?
—Que yo sepa no.
—Pues déjeme llorar a mí. Que al menos tenga eso.
—No se me ocurriría prohibírselo. No me ha preguntado por qué Sangre no se libró de ella.
—Según acaba de decirme es la hija... Legalmente, al menos.
—Eso no iba a impedírselo. Fue porque el cirujano dijo que un tiempo después de que se curara podían regenerársele las capacidades sustitutivas. Era una corazonada, nada más, pero, a juzgar por lo que cuenta usted sobre un demonio, ha sucedido. Y, gracias a usted, ahora lo sabe el Ayuntamiento. Volverá a Virón más peligrosa que nunca.
Con una punta de la túnica Seda volvió a secarse los ojos y se sonó la nariz.
—Más formidable, querrá decir. Para su gobierno, en Palustria, puede ser un problema, pero a mí no me molesta.
—Claro. —Grulla se deslizó en el catre hacia atrás hasta que pudo apoyar la columna en la pared metálica.— Prometió que si le contaba sobre Mucor usted me diría para quién trabaja. Ahora me dirá que trabaja para Su Cognescencia el prolocutor o algo por el estilo. ¿Es eso? Me parece que no juega limpio.
—No. O en cierto sentido sí. Es una bonita cuestión ética. Sin duda estoy haciendo lo que Su Cognescencia desearía de mí, pero a él no se lo he contado; diría que no he informado oficialmente al Capítulo. Realmente no he tenido tiempo, la vieja excusa. ¿Me habría creído si le hubiera dicho que espiaba para Su Cognescencia?
—No le habría creído, y no le creo. Su prolocutor tiene espías en abundancia. Pero no son santos augures. No es tan tonto. ¿Quién es?
—El Extraño.
—¿El dios?
—Sí. —Aunque no lo estaba mirando a la cara, Seda percibió que Grulla había vuelto a alzar una ceja. Se llenó los pulmones y expulsó el aire por la boca.— Como nadie me cree, salvo un poco la Máitera Mármol, tampoco esperaba que me creyera usted, doctor. Usted menos que nadie. Pero ya se lo he contado al consejero Potto, y se lo contaré a usted. El faides pasado el Extraño me habló en el patio de juegos de nuestra palestra. —Esperó el bufido desdeñoso de Grulla.
—Vaya, qué interesante. Tendríamos que hablar de eso largo rato. ¿Lo vio?
Seda meditó sobre la pregunta.
—No a la manera en que lo veo a usted; de hecho, estoy seguro de que a él es imposible verlo así. En ultima instancia todas las representaciones visuales de un dios son falsas, como le dije hace días a Sangre; son más o menos apropiadas, no más o menos parecidas. Pero el Extraño se me mostró (en espíritu, si cabe hablar del espíritu de un dios) mostrándome las innumerables cosas que ha hecho y realizado, gente, animales, plantas y una miríada más que le importan muchísimo, no todas ellas hermosas o queribles para usted, doctor, o para mí. Inmensos fuegos lejanos al mundo, un escarabajo que parecía una joya pero ponía sus huevos en el excremento y un niño que no sabe hablar y vive... vaya, como una bestia.
»Había un criminal desnudo en un patíbulo, y volvimos allí después de que murió, y otra vez cuando bajaban el cadáver. La madre miraba con un grupo de amigos y, cuando del ajusticiado alguien comentó que había incitado a la sedición, dijo que para ella nunca había sido malo de veras y que lo iba a querer siempre. Había una mujer muerta abandonada en un callejón, y el Pátera Perca, y todo estaba relacionado, como piezas de algo mucho más amplio. —Recordando, Seda hizo una pausa.
—Volvamos al dios. ¿Le oía la voz?
—Oía voces —dijo Seda—. La mayor parte del tiempo una me hablaba a cada oído. Una era muy masculina; no falsamente profunda sino sólida, como si hablara una montaña de piedra. La otra era femenina, una especie de arrullo suave; sin embargo las dos eran de él. Cuando acabó mi iluminación, yo entendía mejor, mucho mejor que nunca por qué los artistas muestran a Pas con dos cabezas, aunque también creo que el Extraño tenía además muchas otras voces. A veces las oía a la espalda, aunque indistintas. Era como si tuviera una multitud esperando detrás, mientras los líderes me susurraban al oído y, a la vez, como si esa multitud fuera una sola persona: el Extraño. ¿Quiere comentarme algo?
Grulla negó con la cabeza.
—Cuando las dos voces hablaban al mismo tiempo, ¿entendía lo que decían?
—Oh, sí. Incluso si decían cosas muy diferentes, como pasaba a menudo. Para mí, lo difícil de entender, incluso ahora (una de las cosas difíciles, en todo caso) es que todo esto haya ocurrido en un instante. Creo haberle dicho luego a alguien que había parecido durar cientos de años; pero la verdad es que no ocupó nada de tiempo. Tuvo lugar en el curso de otra cosa que no era el tiempo, algo que nunca he conocido. Lo estoy expresando mal, pero quizás entienda a qué me refiero.
Grulla asintió.
—Uno de los muchachos... Cuerno, el mejor jugador que tenemos... se había estirado a atajar una pelota. Tenía los dedos casi en el balón, y entonces ocurrió esto fuera del tiempo. Fue como si el Extraño hubiera estado toda la vida detrás de mí, sin hablar nunca hasta que hiciera falta. Me mostró quién era y qué pensaba de todo lo que había hecho. Luego me transmitió qué pensaba de mí, y que quería que hiciese. Me previno que no me ayudaría... —Las palabras se apagaron; Seda se apretó la palma de la mano contra la frente.
Grulla rió.
—No es que estuviera muy amable.
—No me parece cuestión de amabilidad —dijo Seda despacio—. Es cuestión de lógica. Si yo iba a ser agente suyo, como me pidió... En ningún momento exigió nada. Esto debería haberlo recalcado.
»Pero si yo iba a ser su agente, él ya estaba actuando; estaba protegiendo el manteón, porque eso quería que hiciera yo. Lo está protegiendo por mi intermedio. La ayuda que ha enviado soy yo, ¿se da cuenta?; y no se auxilia al auxiliador, como no se lava un jabón o no se compran ciruelas para colgarlas del ciruelo. Yo dije que intentaría hacerlo, desde luego. Dije que intentaría hacer cualquier cosa que él quisiese.
—¿O sea que se lanzó a una empresa para salvar ese ruinoso manteón de la calle del Sol, y la casita donde vive y lo demás?
—Sí. —Seda asintió; deseando no haberlo hecho añadió:— No necesariamente los edificios que hay ahora. Sería mucho mejor si pudieran reemplazarlos por construcciones nuevas y más amplias; esto apuntó la otra noche el Pátera Rémora, el coadjutor. Pero su pregunta queda contestada. Ya sabe para quién trabajo. O para quién espío, si prefiere, porque lo estaba espiando a usted.
—Para un dios menor llamado el Extraño.
—Sí, así es. La próxima vez que usted fuera a tratarme el tobillo íbamos... iba a decirle que estaba al tanto de que era espía. Que había hablado con gente que le había proporcionado información sin comprender por qué la quería, que le había llevado y traído mensajes; y que en todo esto yo veía una pauta... Ahora la veo más clara, pero ya la había visto entonces.
Grulla sonrió y meneó la cabeza con fingida desesperación.
—Desafortunadamente, el consejero Lemur también.
—Yo además veo otras cosas —le dijo Seda—. Por que estaba usted en la villa de Sangre, por ejemplo; y por qué encontré al talus de Sangre aquí en los túneles.
—No estamos en los túneles —dijo Grulla, ausente—. ¿No ha oído que alrededor hay agua? Estamos en un barco hundido en el lago. O, para ser algo mas exactos, en un barco construido para sumergirse y salir a la superficie cuando el capitán lo ordene. Para nadar bajo el agua como un pez, si es capaz de creerlo. Ésta es la capital secreta de Virón. Si pudiera llevar esta información a mis superiores me haría rico y encima sería un héroe.
Seda se deslizó del catre y cruzó la habitación hasta la puerta metálica. No se podía abrir, como había esperado, y no había cristal ni cerradura por donde mirar afuera. Consciente de pronto del olor de su cuerpo y de las manchas de ceniza en la ropa, preguntó:
—¿Hay alguna forma de lavarse?
Grulla volvió a sacudir la cabeza.
—Debajo del catre hay un orinal, si lo necesita.
—No. Ahora no.
—Entonces dígame por qué, si no iba a entregarme al Ayuntamiento, le importaba que yo fuera o no espía.
—Iba a entregarlo —dijo Seda con sencillez— si no me ayudaba a salvar el manteón de los designios de Sangre. Pensaba decirle que, si hacía eso, yo lo dejaría salir de la ciudad.
Se sentó en el rincón opuesto al catre; el suelo le resultó tan frío y duro como le había advertido Grulla.
—Pero si no lo hacía, planeaba chivarlo a los Langostas. Así lo dirían en nuestro barrio, y yo trabajaba tanto para el Extraño como para esa gente. Si él quiere salvar el manteón es porque se preocupa por ellos de verdad.
Se quitó los zapatos.
—Llaman «langostas» a los guardias civiles. Por su uniforme verde y porque arrasan con todo.
—Lo sé. ¿Por qué se metió en los túneles? ¿Porque yo había estado preguntando por ellos?
Seda respondió mientras se quitaba los calcetines.
—En realidad no. No pensaba entrar en los túneles, aunque tenía una vaga noticia de ellos: círculos de mecánicos negros que se encontraban allí, y cosas por el estilo, que según nos decían en la escuela eran puros disparates. Usted y esta venda que me prestó me habían posibilitado caminar hasta el santuario de Escila. Fui porque había ido el consejero Simuliid; y la persona que me contó esto dijo que usted estaba interesado en averiguar sobre el santuario.
—Chenilla.
—No. —Seda sacudió la cabeza, sabiendo que le dolería pero deseoso de acentuar la negación todo lo posible.
—Usted sabe que fue ella. No es que importe mucho. Por cierto que cuando la confesó yo estaba fuera escuchando. No oí demasiado, pero ojalá hubiera oído más.
—No habría podido oírlo porque no se dijo. Chenilla reconoció sus propias transgresiones, no las de usted.
—Como le guste. ¿El talus de Sangre lo entregó a Potto?
—Fue más complicado. —Seda titubeó.— Supongo que decirlo es una imprudencia; pero, si el consejero Potto ha puesto alguien a escucharnos, tanto mejor: quiero quitarme esto de la conciencia. Maté al talus de Sangre. Tuve que hacerlo para conservar la vida; pero no me gustó, y desde que sucedió no ha llegado a gustarme un poco más.
—¿Con...?
—Con un azot que se daba el caso que llevaba encima. Luego me lo quitaron.
—Ya entiendo. Quizá convenga no decir nada más al respecto.
—Entonces hablemos de esto —dijo Seda, y mostró la venda—. Fue usted muy generoso en prestármela, y yo he sido ingrato a más no poder. Ya conoce mi excusa: que esperaba hacer lo que me había pedido el Extraño... para justificar su fe en mí, que en veintitrés años no le había rendido ni siquiera el honor más trivial. No sería justo que siguiera usándola, y agradezco la oportunidad de poder devolvérsela.
—No la aceptaré. ¿Está fría? Seguro que sí. ¿Quiere que se la recargue?
—Quiero que la tenga, doctor. De haber podido, yo lo habría extorsionado. No merezco recibir favores de usted.
—Pues nunca ha recibido ninguno. —Grulla recogió las piernas para cruzarlas debajo del cuerpo.— Yo no lo creé a usted, pero ojalá lo hubiera hecho porque podría atribuirme el mérito de la obra. Es exactamente lo que necesitábamos: un punto de cohesión de la clase baja de Virón, y una ciudad dividida es demasiado débil para atacar a los vecinos. Ande, recargue esto y póngaselo de nuevo en el tobillo.
—Nunca quise debilitar a Virón —contestó Seda—. No era parte de mi tarea.
—No se culpe. El daño lo hizo el Ayuntamiento al asesinar al caldé y gobernar a despecho del Fuero y del pueblo... que no podrá salvarlo cuando Lemur haya acabado con usted. Lo matará lo mismo que a mí.
Seda asintió, compungido.
—Algo así dijo el consejero Potto. Yo esperaba... Sigo esperando que sólo fuera una amenaza. Que pese a la amenaza no me mate, como tampoco me habría matado Sangre.
—Es una situación totalmente distinta. Para ir a la villa usted tuvo que abandonar su manteón, y era probable que eso lo supieran otros. Pero si el talus lo atrapó para arrastrarlo a los túneles, difícilmente alguien sepa que está en poder del Ayuntamiento. Ni siquiera el talus, porque dice usted que lo mató.
—Únicamente Mamelta, la mujer que capturaron conmigo.
—Más aún —dijo Grulla—. Matarlo a usted pondría a Sangre en una posición menos segura. Y les daría más seguridad al consejero Lemur y al resto. De hecho, me sorprende que aún no lo hayan hecho. Por cierto, ¿quién es Mamelta? ¿Una de esas mujeres santas?
—Una de las personas que Pas puso en el mundo después de concluirlo. ¿Sabía que algunos todavía viven, si bien están dormidos?
Grulla negó con la cabeza.
—¿Se lo contó él? ¿Pas?
—No, me lo contó ella. A mí me habían capturado los soldados; cuando ocurrió dejé el azot por ahí, porque sabía que iban a registrarme. Una nube de ceniza llenaba el túnel, y cuando me llevaron lo dejé enterrado.
Grulla sonrió.
—Sumamente astuto.
—No. En realidad no. Iba a decir que uno de los soldados me mostró a los dormidos y contó que estaban allí desde el tiempo de los primeros colonos. Mucor despertó a una, Mamelta, y como le he contado yo exorcicé a Mucor.
—Sí.
—Mamelta y yo huimos de los soldados (me temo que a Pedernal lo castigarán por perdernos), pero cuando volvimos por el azot nos detuvieron. A mí me encerraron en un sitio peor que éste, y al cabo de un rato me llevaron la túnica. La había estado usando Mamelta, así que a ella deben de haberle dado ropa decente; al menos eso espero. —Seda hizo una pausa; se mordisqueó el labio de abajo.— Supongo que con el azot habría podido resistir a los soldados; muy posiblemente los habría matado a los dos. Pero era incapaz de hacerlo.
—Muy meritorio. ¿Pero cuando volvieron a detenerlo estaba Potto?
—Sí.
—Y comprendió en seguida quién era usted.
—Se lo dije yo —admitió Seda—. Es decir, me preguntó cómo me llamaba y le respondí. Lo haría de nuevo. Como le afirmé una y otra vez, soy un ciudadano leal.
—Me pregunto si es posible ser leal cuando se ha muerto. Pero eso es terreno suyo. Lo que a mí me interesa es que la primera vez usted escapó con esa mujer. ¿Le importa decirme cómo se concilia con la lealtad?
—Tenía que atender un asunto muy urgente —dijo Seda—. Ahora no entraré en detalles, pero así era; y, como no había hecho nada malo, tenía una justificación moral para marcharme cuando se presentara la ocasión.
—¿Y ahora ha hecho algo? ¿Es un criminal que merece morir?
—No. No tengo la conciencia del todo limpia, pero lo peor es haberle fallado al Extraño. Si de algún modo pudiera escaparme de nuevo, aunque ahora parece imposible, es concebible que tuviera éxito.
—¿O sea que, de ser posible, estaría dispuesto a fugarse?
—¿De una habitación de acero con la puerta cerrada? —Seda se pasó los dedos por el desgreñado pelo pajizo.— ¿Cómo propone hacerlo, doctor?
—Quizá no estemos aquí para siempre. ¿Estaría dispuesto?
—Sí, sin duda.
—Entonces recargue la venda. Puede que tengamos que correr. Al menos lo espero. Ande, patéela o golpéela contra el suelo.
Obedeciendo, Seda azotó las planchas de acero.
—Si existe una ínfima posibilidad de cumplir mi promesa al Extraño, debo aprovecharla; y lo haré. Sin duda, doctor, él ha de bendecir su magnanimidad tanto como yo.
—No confiaré en eso. —Grulla sonrió, y durante un momento hasta pareció alegrarse.— Usted tuvo un accidente cerebral, nada más. Muy probablemente se le reventó un vaso sanguíneo debido al esfuerzo en el partido. Cuando pasa eso en el lugar adecuado no es en absoluto infrecuente tener alucinaciones. Zona de Wernicke, se llama.
Se tocó la cabeza señalando el lugar.
12
Lemur
De cara a la pared gris del compartimiento, Seda se hincó a rezar en silencio.
Maravillosa Molpe, no te irrites conmigo, que siempre te he honrado. Tuya es la música. ¿No volveré a oírla nunca? Recuerda, Molpe, mi cajita musical, cuántas horas de juego cuando era pequeño. Ahora está en mi armario, Molpe; si accedes a liberarme aceitaré los bailarines, y también los engranajes, y la haré sonar todas las noches. Me he revisado la conciencia, Molpe, para descubrir en qué pude disgustarte. He encontrado esto: que traté a Mucor con demasiada rudeza cuando poseyó a Mamelta. Sé que quienes tienen el juicio en desorden y quienes, aunque crecidos, siguen siendo como los niños, te pertenecen, Molpe, y por ti habría debido ser más amable. Tampoco debí llamarla demonio, porque no lo es. Renuncio a mi orgullo, y si puedo separaré a Mucor de Sangre, y la trataré como trataría a mi propio hijo. Lo juro. Un pájaro cantor para ti, Molpe, si sólo...
Grulla preguntó:
—No creerá usted que eso ayuda de veras, ¿no?
Un pájaro cantor para ti, Molpe, si sólo accedes a liberarnos.
Tenebroso Tártaro, no te irrites conmigo, que siempre te he honrado. Tuyos son el robo, el asesinato y las vilezas que se cometen en la oscuridad. ¿Nunca volveré a andar libremente por las calles en sombras de la ciudad donde nací? Recuerda cómo anduve con Alca, ladrón como yo. Cuando trepé el muro de Sangre tú me favoreciste, y alegre te pagué con el cordero negro y el gallo que había prometído. Recuerda que fui yo quien transmitió el perdón de Pas a Kalan; ahora, permite que me escabuya, Tártaro, y conmigo el doctor Grulla. No olvidaré nunca, Tártaro, que los ladrones son tuyos y yo soy un ladrón. Me he revisado la conciencia, Tártaro, para descubrir en qué pude disgustarte. He encontrado esto: que detesté con todo el corazón tus penumbrosos túneles, sin pensar en mi orgullo que me habías enviado tú, ni que eran un lugar apropiadísimo para alguien como yo. Renuncio a ese orgullo; si alguna vez me envías de nuevo, me esforzaré por ser agradecido y recordar tus favores. Lo juro. Una docena de ratas negras para ti si nos liberas.
Altísimo Hiérax, no te irrites conmigo, que siempre te he honrado. Tuya es la muerte. ¿Nunca volveré a consolar a los moribundos? Recuerda, Hiérax, mis amabilidades para con Zarza, Mata, Lino, Orpina, Morueco, Kalan y Potrillo. Recuerda cómo Potrillo me bendijo con el último aliento, y no olvides que fui yo quien mató al pájaro al que los blasfemos habían dado tu nombre. Si accedes a liberarnos, toda mi vida llevaré perdón a los agonizantes y daré sepultura a los muertos. Me he revisado la conciencia, Hiérax, para descubrir en qué pude disgustarte. Encuentro esto: que...
—Creía que ustedes usaban cuentas.
—Como le he dicho, se las llevó Potto —dijo Seda, abatido—. Se llevó todo, hasta mis gafas.
—No sabía que usaba gafas.
... que al contemplar a los que habían muerto en el sueño al cual los arrojó Pas, no me propuse que fueran enterrados y ni siquiera ofrecí una plegaria; y que, cuando Mamelta y yo descubrimos los huesos de la que había llevado una lámpara, en mi orgullo tomé la lámpara sin enterrar los huesos. Renuncio a mi orgullo y tendré siempre presentes a los muertos. Lo juro. Un chivo negro para ti, Hiérax, si nos liberas.
Hechizante Teljipeia, no te irrites conmigo, que siempre te he honrado. Tuyas son la profecía y la magia. ¿No volveré nunca a echar las suertes del téljides ni a leer en las visceras del sacrificio la crónica de los días por venir? Recuerda que de los muchos sacrificios que ofrecí el ésciles pasado por Orpina, por Alca y por mí mismo lo leí todo salvo los pájaros. Me he revisado la conciencia, Teljipeia, para descubrir en qué pude disgustarte...
Bruscamente la habitación se sumió en una oscuridad como Seda no había conocido nunca, ni siquiera en el túnel cubierto de cenizas; una oscuridad palpable y sofocante, sin el menor destello ni indicio de luz.
Apremiante, Grulla susurró:
—¡Es Lemur! Cúbrase la cabeza.
Descorazonado, sin saber por qué debía cubrírsela ni qué podía utilizar, Seda no hizo caso.
Encuentro esto: que no busqué hechizo...
La puerta se abrió; Seda se giró hacia el ruido a tiempo de ver entrar a alguien que casi llenaba todo el vano. La puerta volvió a cerrarse con un estruendo sólido, pero sin chasquido de cerrojo.
—De pie, Pátera. —La voz del consejero Lemur era profunda y sonora, con timbre de barítono.— Los necesito a los dos. Doctor, tome esto.
Un golpe sordo.
—Recójalo.
La voz de Grulla:
—Es mi maletín médico. ¿De dónde lo ha sacado?
Lemur se rió. (Seda, que se estaba poniendo de pie, sintió un deseo irracional de unirse a esa risa, tan absorbentemente agradable y educada era.)
—¿Se cree que estamos en medio del lago? Seguimos en la gruta, pero saldremos dentro de poco. Hablé con Sangre y uno de sus choferes la trajo, eso es todo. Pátera, también tengo unos regalitos para usted. Tome, son suyos.
Seda tendió las manos y recibió las cuentas de rezar y la cadena y el gammadión que le había dado su madre, cuentas y cadena enredadas en una sola masa.
—Gracias —dijo.
—Es usted un hombre osado, Pátera. Osado en extremo, para ser augur. ¿Considera que el doctor y usted, actuando de común acuerdo, podrían dominarme?
—No lo sé.
—Pero no tan osado ahora que ha perdido a su dios. ¿Y usted, doctor? ¿El augur y usted juntos?
La voz de Grulla, desde el catre:
—No.
Mientras el doctor hablaba, Seda oyó el suave chasquido de un seguro.
—Tengo su lanzagujas en la faja. Y la suya, Pátera. En la manga. Dentro de un momento se los devolveré. Con los lanzagujas de nuevo en su poder, ¿cree que su amigo el doctor y usted podrían matarme a oscuras?
—Los dioses no permitan —dijo Seda— que mate nunca, ni a usted ni a nadie; ni siquiera que lo desee.
Lemur volvió a reír, suavemente.
—A Potto quería matarlo, ¿no, Pátera? Él lo interrogó horas y horas, según me ha contado. Conozco a Potto de toda la vida, y no hay en el mundo hombre más aborrecible aun cuando trata de congraciarse.
—Es cierto que no podía gustarme. —Seda elegía las palabras.— No obstante lo respeté como miembro del Ayuntamiento y, por lo tanto, uno de los gobernantes legítimos de nuestra ciudad. Sin duda no deseé hacerle daño.
—Le pegó repetidamente y con tanta violencia que se pasó usted horas en coma. Bien le vendría al mundo librarse de mi primo Potto. ¿No quiere que le devuelva el lanzagujas?
—Sí. Mucho. —Seda alargó la mano a ciegas.
—¿E intentará matarme?
—Así también me retó Pedernal —dijo Seda—. Eso se lo conté al consejero Potto, y él ha de habérselo contado a usted. Pero usted no es soldado.
—Ni siquiera soy un quimi.
La voz de Grulla:
—Él nunca lo ha visto.
—En ese caso míreme ahora, Pátera.
Pareció que un resplandor débil, un manchón de fosforescencia blanca cercano al techo, aliviaba la oscuridad absoluta. Seda contempló, fascinado, la cara pulcramente afeitada de un hombre de unos sesenta años. Era una cara noble, de frente alta coronada por una mata de pelo plateado, nariz aguileña y boca grande; mirándolo fijamente, Seda comprendió que el consejero Lemur debía de ser más alto incluso que Suncho.
La cara habló:
—¿No va a preguntarme cómo lo he hecho? Tengo piel autoluminiscente. Hasta los ojos. Observe.
Aparecieron otros dos manchones de resplandor tenue que se transformaron en las manos de Lemur. Una sostenía por el cañón un lanzagujas tan grande como el de Alca.
—Tenga, doctor. Es el suyo.
La voz de Grulla, desde la oscuridad, más allá de las manos de Lemur:
—Seda no se ha impresionado.
El lanzagujas desapareció de la mano de Lemur.
—Es un hombre de espíritu, —añadió Grulla con una risita.
—Como lo soy yo, Pátera. Y mucho. Usted ha perdido a su dios. ¿Me permite proponerle otro?
—¿Habla de Tártaro? Estaba rezándole a él cuando usted entró.
—Por la oscuridad, quiere decir. —La cara y las manos de Lemur se desvanecieron, reemplazadas por una negrura que ahora parecía aún más negra.
—Y porque es su día —dijo Seda—. Al menos supongo que a esta altura ha de ser társides.
—Tártaro y los demás sólo son fantasmas, Pátera. Nunca han sido más, y los fantasmas se desvanecen. Con el paso de trescientos años, Pas, Equidna, Tártaro, Escila y los otros se han apagado hasta volverse casi invisibles. El prolocutor lo sabe; y también debería saberlo usted, puesto que va a sucederle.
—Puesto que yo... —Seda guardó silencio, contento de pronto de que la habitación estuviese a oscuras.
Lemur volvió a reírse; y Seda —abatido y aterrado— estuvo a punto de reír con él y descubrió que estaba sonriendo.
—¡Si pudiera verse, Pátera! O le mostraran su aspecto.
—Usted...
—Me han dicho que es un augur con muy buena formación. En la escola se graduó con honores. Dígame, pues: ¿puede Tártaro ver en la oscuridad?
Seda asintió, y por ese movimiento automático descubrió que había aceptado ya el corolario de que también Lemur veía en la sombra.
—Claro que sí. En realidad todos los dioses pueden.
La voz de Grulla:
—En todo caso así le enseñaron.
La voz de barítono de Lemur, tan resonante que en comparación la de Grulla era débil y áspera.
—Yo también puedo, no menos que ellos. Mediante ondas de energía demasiado largas para sus ojos, lo estoy viendo ahora. Y oigo y veo en lugares en los que no estoy. Cuando despertó usted, el doctor Grulla alzó los dedos y le pidió que los contara. Ahora es su turno. Elija cualquier número.
Seda alzó la mano derecha.
—Los cinco, todos. De nuevo.
Seda obedeció.
—Tres. Grulla le mostró tres a usted. De nuevo.
—Le creo —dijo Seda.
—Seis. También le creyó a Grulla cuando dijo que yo pensaba matarlos. Como acaba de oír, es totalmente falso. Nuestra intención es rendirles honores a los dos.
—Gracias —dijo Seda.
—Primero le contaré la historia de los dioses. El doctor Grulla ya la sabe, o si no la sabe se la imagina. Nuestro mundo, Pátera, lo construyó cierto gobernante, un hombre con fuerza para reinar solo y así poder llamarse monarca. Quería que fuera un mensaje suyo para el universo. Usted ha visto a parte de las gentes que puso a bordo, y de hecho ha andado y conversado con una.
Seda asintió y, pensando en Grulla, dijo:
—Sí. Se llama Mamelta.
—Usted hablaba de Mucor. Como hizo el cirujano de Sangre con ella, los médicos del monarca retocaron las mentes de los hombres y mujeres puestos en el mundo. Pero con más pericia, borrando cuanto se atrevían de la vida personal de cada paciente.
Seda dijo:
—Mamelta me dijo que la habían operado antes de subirla a este mundo.
—Ahí tiene. Los cirujanos descubrieron, no obstante, que los recuerdos que los pacientes tenían del gobernante, su familia y algunos funcionarios estaban demasido arraigados para eliminarlos del todo. Para oscurecer el recuerdo les dieron nombres nuevos. El gobernante, el hombre que se autoproclamaba monarca, se convirtió en Pas, la fiera que había desposado se llamó Equidna y así de seguido. Ella le había dado siete hijos. Nosotros los llamamos Escila, Molpe, Tártaro, Hiérax, Teljipeia, Faia y Esfigse.
A oscuras, Seda trazó el signo de adición.
—El monarca había querido un hijo que lo sucediera. Escila era tan resuelta como el monarca, pero era mujer. Es ley de la naturaleza, por lo que concierne a nuestra raza, que las mujeres estén sujetas a los varones. Sin embargo el padre le permitió fundar nuestra ciudad, y muchas otras. Ella también creó el Capítulo, una parodia de la religión oficial de su mundo. Era casi una niña, ¿comprende?, y los demás aún más jóvenes.
Seda tragó saliva y no dijo nada.
—La reina dio al monarca otra hija más, pero resultó aún peor: magnífica bailarina y música diestra pero mujer, también, y proclive a ataques de demencia. La llamamos Molpe.
Hubo un suave chasquido.
—¿Nada útil en el maletín, doctor? Como es natural lo hemos revisado. Pero continuemos. El tercer hijo fue varón, pero no mejor que las primeras dos porque nació ciego. Se convirtió en el Tártaro a quien estaba usted encomendándose, Pátera. Cree que él puede ver sin luz. Lo cierto es que no ve de día. ¿Lo aburro?
—Eso no importaría, pero se arriesga usted a contrariar a los dioses, y pone en peligro su propio espíritu.
De la oscuridad surgió la risita seca de Grulla.
—Continuaré haciéndolo. Equidna volvió a concebir y alumbró otro varón, un niño que heredó hasta la viril indiferencia del padre por las sensaciones físicas de los otros. Usted ha de conocer, Pátera, como conocemos todos, el exquisito placer de infligir dolor a quienes no nos gustan. El niño se permitió que ese placer lo sedujera, al punto de que no llegó a importarle nada más y antes de madurar ya había matado a miles por pura diversión. Ahora lo llamamos Hiérax, el dios de la muerte.
»¿Le parece que siga? Hay tres más, todas niñas, pero usted las conoce tan bien como yo. Teljipeia con sus hechizos, drogas y venenos, la gorda Faia y Esfigse, que combinaba la fortaleza del padre con el mal carácter de la madre. En una familia como aquélla, ha de haberse visto obligada a cultivar esos atributos o morir, incuestionablemente.
Seda tosió.
—Usted señaló que pensaba devolverme el lanzagujas, consejero. Me gustaría mucho recuperarlo.
Esta vez la luz siniestra envolvió todo el cuerpo de Lemur, lo bastante fuerte para fulgurar débilmente a través de la toga y los pantalones.
—Observe —dijo, y tendió el brazo derecho. Bajo el bordado satén de la manga, una mancha oscura se deslizó por el brazo hasta el codo y luego más, hasta que en la mano abierta apareció el arma enchapada en plata de Jacinta—. Aquí tiene.
—¿Cómo lo ha hecho?
—Tengo en los brazos miles de circuitos diminutos. Flexionando ciertos músculos puedo crear un campo magnético y, tensándolos en secuencia mientras relajo otros, desplazo el campo. Observe. —El lanzagujas de Jacinta reptó de la mano de Lemur a la muñeca y desapareció bajo la manga.— ¿Dice que le gustaría recuperarlo?
—Sí, mucho.
—¿Y usted, doctor? El suyo ya se lo he dado, y planeo hacer uso de sus servicios. ¿Contará el lanzagujas como pago anticipado?
La luz que fluía de Lemur se había vuelto tan intensa que Seda divisó casi a Grulla cuando, sentado en el catre, sacó el arma y la alargó.
—Tómelo de nuevo si quiere. Pero déle a Seda el suyo y acepto el arreglo.
—El doctor Grulla ya ha intentado dispararme, ¿sabe? —La brillante cara de Lemur sonrió.— Le está jugando una treta cruel, Pátera.
—No. Es el mismo buen amigo que fue desde que lo conozco. Hay hombres que se avergüenzan de sus mejores impulsos, porque han llegado a asociar la bondad con la debilidad. Démelo, por favor.
Lo que se deslizó como una araña de plata en la mano abierta de Lemur no era el lanzagujas de Jacinta sino el azot. Seda quiso tomarlo, pero la mano se cerró; Lemur se echó a reír, y otra vez los envolvió la oscuridad.
La voz de Grulla:
—Seda dice que con él capturaron a una mujer. Si la han lastimado mucho quiero verla.
—Podría apretar esto hasta triturarlo —les dijo Lemur—. Sería peligroso incluso para mí.
Seda había logrado desenredar la cadena de plata; se la puso al cuello y mientras hablaba acomodó el gammadión de Pas.
—Pues le aconsejo que no lo haga.
—No lo haré. Antes de contarle la verdad sobre sus dioses, Pátera, apunté que iba a proponerle un dios nuevo ante quien podrían hincarse los más sabios. Me refería a mí, como se habrá dado cuenta. ¿Está dispuesto a adorarme?
—Me temo que nos falta una víctima apta para el sacrificio.
A Lemur le brillaron los ojos.
—Está perdiendo el tacto, Pátera. ¿No quiere ser prolocutor? Cuando lo mencioné al pasar, esperaba que sólo pensarlo le hiciera besarme el trasero. En cambio se comporta como si no me hubiera oído.
—Al cabo de un momento supuse que pretendía torturarme sutilmente. Para ser franco, lo sigo suponiendo.
—En absoluto. Hablo totalmente en serio. El doctor dijo que le habría gustado crearlo. A mí también. Si usted es lo que necesitaban él y sus amos, se adecúa aún mejor a mis propósitos.
Seda tuvo una sensación de asfixia.
—¿Quiere que le diga a la gente que usted es un dios, consejero? ¿Que hay que rendirle honores divinos?
Cálida, sonora y amistosa, la voz de Lemur resonó en la oscuridad.
—Quiero más. Eso podría hacerlo el prolocutor actual, y si yo se lo dijera lo haría al instante. También podría reemplazarlo por un centenar de augures dispuestos a hacerlo.
Seda meneó la cabeza.
—Tengo mis dudas. Pero, aun si está en lo cierto, no les creerían.
—Precisamente. Pero a usted sí. Su Cognescencia es viejo. Su Cognescencia morirá, quizá mañana. En un desenlace sorprendente pero de gran aceptación popular, se descubrirá que lo ha nombrado sucesor a usted, y usted le explicará al pueblo que Pas ha frenado las lluvias en consideración a mí. Para que él los perdone basta con que me rindan los adecuados honores. Al fin llegarán a entender que yo soy, como soy, un dios más grande que Pas. Después de todo lo que le he contado, ¿conserva alguna lealtad hacia él? ¿Y hacia Equidna y sus crios?
Seda suspiró.
—Mientras usted hablaba comprendí qué poca lealtad he tenido siempre. Sus blasfemias deberían haberme enfurecido. En cambio sólo sentí disgusto, como una tía solterona que oye maldecir a la cocinera; pero, verá, he encontrado un dios verdadero, el Extraño...
Grulla estalló en risas.
—Y Kypris, una diosa real. Así supe qué es la divinidad, qué aspecto, qué sonido y qué textura auténtica tiene. Usted dijo algo más que yo ignoraba, consejero.
Por primera vez la voz de Lemur sonó peligrosa y hasta letal.
—¿A saber?
—Dijo que no era un quimi. Yo no soy de esos bíos ignorantes y prejuiciosos que se creen superiores a los quimis, pero sé...
—¡Miente! —Doblemente espantosa en la oscuridad, cortando el plano de la existencia como si fuera papel, la hoja del azot pasó como un disparo junto al oído de Seda, manifiesta a cada célula de su cuerpo y más horrible que nada en el universo.
Desde el otro lado de la habitación Grulla gritó:
—¡Nos mandará a pique! —Mientras el barco daba violentos bandazos, escamas de pintura quemada y astillas de acero incandescente bañaron a Seda en fuego. Retrocedió horrorizado.
—Esto lo hizo un hombre biológico, Pátera Seda. Un hombre que se ha vuelto más humano. —Algo repicó en la oscuridad como un martillo contra un yunque.— Yo soy un hombre biológico y un dios.— La angustiosa discontinuidad que había herido la tela misma del universo ya no estaba.
—Gracias —dijo Seda, jadeando—. Muchas gracias. Por favor no vuelva a hacerlo.
Mientras las sacudidas del barco se aplacaban gradualmente, reapareció el brazo luminoso de Lemur; se abrió la mano y la empuñadura del azot se deslizó suavemente bajo la manga.
Hubo un ruido sordo; Grulla había dejado caer el maletín.
—¿Está ahí dentro?
La voz de Lemur recobró la calidez.
—¿Por qué lo pregunta?
—Simple curiosidad. Me preguntaba si no sería como un blindaje de protección, pero mejor.
—¿Que sería de algún interés para sus amos los gobernantes de...?
—Palustria.
—No. Palustria no. Hemos eliminado ciertas ciudades y una es ésa. Como el Pátera Seda, usted pronto ha de servir a Virón, y cuando ocurra tiene que ser más sincero. Entretanto, bástele saber que estoy en otra parte del barco. Cuando acabemos con este asunto quizá me muestre a ustedes.
—Ha de servirlo a usted, querrá decir.
—Los dioses tenemos muchos nombres. Pátera, no tiene que preocuparse por su dulcinea de tiempos pasados. Mientras digo esto, ella atiende al paciente del doctor Grulla y se aflige por usted.
La voz de Grulla:
—Qué palabras anticuadas usa, consejero. ¿Cuántos años tiene?
—¿Usted cuántos diría? —Lemur extendió la mano brillante.— A los médicos les gusta hablar de temblores agudos. ¿Puede dictaminar sobre éste?
—Ha estado en su cargo bajo dos caldés y veinte años más desde la muerte del último. Naturalmente nos asombró.
—En Palustria. Sí, naturalmente en Palustria los asombró. Cuando me vea en otro lugar podrá hacer una estimación propia, que a mí me interesará conocer —dijo Lemur—. Pátera, ¿todo esto no lo deja atónito?
—Alcanzo a entender cómo puede ser un bío con partes protésicas; nuestra Máitera Rosa es así. —Seda descubrió que a él sí le temblaban las manos y las metió en los bolsillos.— No cómo puede estar en otra parte del barco.
—Del mismo modo en que un espejo le transmite la imagen de una habitación del extremo opuesto de la ciudad. Del mismo modo en que su Ventana Sagrada le mostró la imagen fabricada de una mujer muerta hace trescientos años y lo convenció de que había hablado con una diosa menor. —Lemur soltó una risita.— Pero ya he perdido demasiado tiempo, y entretanto el paciente del doctor Grulla se muere. Confío en que me excuse; me estaba divirtiendo. —La mano luminosa tendió el lanzagujas de Jacinta.— He aquí la paga del doctor según la ha especificado él. Doctor, deseo que vea a un paciente. Para ganarse la paga no tiene más que examinarlo y decirle la verdad. ¿Decir la verdad a un paciente viola las normas éticas de su profesión?
—No.
—En ocasiones he pensado que debía de ser así. Este cuarto prisionero mío también es espía. ¿Querrá hacerlo? Está malherido.
—Después de lo cual nos matará a los dos —resopló Grulla—. De acuerdo, toda la vida he sido un curandero. Ya que tengo que morir, moriré como tal.
—Ustedes dos vivirán —le dijo Lemur— porque cooperarán de modo admirable. Si quisiera podría hacerlos colaborar ahora, pero de momento me sirven mejor como adversarios. No diré enemigos. Mire, a este cuarto prisionero le he dicho que el médico que va a examinarlo y el augur que lo confesará no son amigos míos. Que, de hecho, se ha descubierto que están dispuestos a intrigar contra el gobierno que dirijo.
En la mano y el brazo de Lemur se acentuó la luminosidad, y en la palma abierta, como un animal vivo, resbaló el pequeño lanzagujas de Jacinta, enchapado y labrado.
—Aquí tiene, Su Cognescencia. —Se lo entregó a Seda.— ¿Querrá usted, como augur ungido, administrar el Perdón de Pas al paciente del doctor Grulla, si el doctor Grulla juzga que está en peligro inminente de muerte?
—Por supuesto —dijo Seda.
—Entonces vamos. Sé que esto les resultará interesante. —Lemur abrió la puerta.
Parpadeando y secándose los ojos, lo siguieron por un estrecho pasillo con suelo de acero enrejado y luego bajaron por un tramo de escalones metálicos casi tan empinados como una escalera de mano.
—Voy a llevarlos hasta la bodega —les dijo Lemur—. Por cierto, espero que no hayan pensado que el barco iba a mecerse. Hemos zarpado (di la orden mientras jugábamos con el azot) y ahora navegamos bajo la superficie, donde no hay oleaje.
Los condujo hasta una pesada puerta encajada en el suelo y, haciendo girar dos volantes, la desplazó hacia atrás.
—Por ahí abajo. Estoy a punto de mostrarles el agujero de nuestro casco.
Seda pasó primero. La vibración que había estremecido el barco cuando Lemur lo había amenazado con el azot era allí más fuerte, casi un ruido audible; el aire era fresco, y la barandilla de hierro de la escalera estaba húmeda. Luces verdes semejantes a las antiguas luces entregadas por Pas a los primeros colonos, y un olor indefinible que bien podía ser la ausencia de cualquier otro, dieron por primera vez a Seda la sensación de estar realmente bajo las aguas del lago Limna.
Lo primero que vio fueron las alas rotas del Volador. Las habían extendido, con jirones de la tela casi invisible que las había revestido, sobre la cubierta transparente de una yola de buen tamaño, junto con palos rotos de un material que habría podido ser hueso pulido, menos gruesos que el pulgar de Seda.
—Espere un momento ahí, Su Cognescencia —dijo Lemur en voz alta—. Quiero mostrarle estas cosas. A usted y al doctor Grulla. Valdrá la pena perder un momento.
—Así que por fin han atrapado uno —dijo Grulla—. Han derribado un Volador.
Había en la voz un acento de derrota que obligó a Seda a volverse a mirarlo.
—Se habían ido todos —explicó Grulla—. Sangre, sus matones y la mayoría de los sirvientes. Pensé que podía tratarse de esto, pero tenía la esperanza... —Dejó la frase inconclusa y se encogió de hombros.
Lemur había recogido una rejilla de un material color crema con una forma extrañamente curva, casi de lágrima.
—Lo tenemos, doctor. Y el secreto es éste. Simple, pero infinitamente precioso. ¿No quiere examinarlo? ¿No le gustaría proporcionar a sus amos el secreto del vuelo, la llave que abre el firmamento? He aquí su forma. Levántela si desea. Verá qué ligera es. Pásele los dedos, doctor.
Grulla negó con la cabeza.
—Entonces usted, Su Cognescencia. Quizá resulte un conocimiento de lo más útil cuando sus seguidores lo hayan instalado como caldé.
—Yo nunca seré caldé —dijo Seda— y nunca he querido serlo. —Aceptó la rejilla casi ingrávida y contempló las gráciles líneas.— ¿Es esto lo que permite volar a los Voladores? ¿Esta forma?
Lemur asintió.
—Con el material del que está hecho. Tarsio lo está analizando. Cuando la noche del faides usted se metió en la villa de Sangre... ya ve que estoy al corriente de todo... Cuando entró allí, ¿no se preguntó por qué la ciudad de Grulla lo había enviado a vigilar a Sangre?
—En aquel momento no advertí que era espía —explicó Seda. Dejó la rejilla y se acarició la hinchazón que el puño de Potto le había dejado en la cabeza. Se sentía débil y algo mareado.
—Para mantener a sus amos al tanto de los progresos de Sangre con el águila —dijo Lemur—. Hace más de veinticinco años comprendí las posibilidades que ofrecía el vuelo. Vi que si nuestras tropas montadas podían volar como los Voladores se nos revelarían de inmediato los movimientos del enemigo, que sería posible colocar cuerpos escogidos de hombres detrás de sus líneas para interrumpir sus comunicaciones; y muchas cosas más. En cuanto tuve libertad de acción, apoyé a varios investigadores cuyo trabajo parecía promisorio. Ninguno desarrolló un dispositivo capaz de transportar un niño, no digamos ya un hombre.
Recordando a Pedernal, Seda preguntó:
—¿Por qué no un soldado?
Grulla bufó.
—Demasiada carga. Mire a Lemur, que pesa cuatro veces lo que pesamos usted y yo juntos.
—¡Vaya! —Lemur se volvió hacia él—. Veo que ha meditado la cuestión.
—En realidad —asintió Grulla— los Voladores son algo más pequeños que la mayoría de los hombres. Yo soy bajito y la gente se lo pasa recordándomelo. Pero soy más grande que la mayoría de los Voladores.
—Parecería que ha visto algunos de cerca.
—Con telescopio —dijo Grulla—. ¿Quiere objetar que no tenía con qué compararlos?
—Si así lo complazco, sí.
—No necesitaba nada. Los hombre menudos no tienen las proporciones de los grandes; cosa de la cual, como médico menudo, yo soy muy consciente. La cabeza de un hombre pequeño, por ejemplo, es más grande en relación con los hombros.
Seda empezaba a inquietarse.
—Si es que alguien se está muriendo...
—Ese alguien podría ser usted, Su Cognescencia. —Lemur le puso en el hombro una mano pesada.— Como mera hipótesis, digamos que planeo cortarle la cabeza en cuanto haya transmitido el Perdón de Pas a este desdichado. En ese caso, abreviar la discusión equivaldría materialmente a acortar su vida.
—Como ciudadano, tengo derecho a juicio público y a un abogado. Como augur...
Los dedos de Lemur aumentaron la presión.
—Es una lástima que no sea abogado usted mismo, Su Cognescencia. De serlo, comprendería que hay una disposición no escrita pero más alta: que se debe atender a las necesidades urgentes de Virón. Mientras nosotros hablamos aquí, una facción radical mendaz e insatisfecha intenta derribar al Ayuntamiento legalmente constituido y sustituirlo por un augur inexperto (aunque sagaz, lo admito libremente), agitando al populacho con una cantidad de jerigonza supersticiosa sobre la iluminación y el supuesto favor de los dioses. ¿Le estoy triturando el hombro?
—Sin duda es muy doloroso.
—Y puede dolerle mucho más. ¿Es cierto o no que habló con una diosa en un local de mala nota? Diga que no o se lo quiebro.
—¿Una diosa en el sentido de que es un dios el dios que me iluminó? El doctor Grulla insiste en que no existe semejante ser. Tenga él razón o no, me inclino a dudar de que siga habiendo dioses así.
Lemur aflojó la presión, tanto que de haber podido Seda habría caído de rodillas.
—Quiero contarle con cierto detalle, Su Cognescencia, cómo di con la noción de usar un ave de presa para traer un Volador a nuestro examen. Cómo concebí la idea un crepúsculo, viendo a un halcón cuando cazaba un mergo. Cómo en el mayor secreto rastrillé Virón buscando al hombre apto para llevarlo a cabo. Y cómo lo encontré.
Seda gimió y Grulla dijo:
—Etcétera etcétera. Suéltelo y le contaré cómo lo supimos.
—¡Suéltalo! —Era Mamelta, que, irrumpiendo de la penumbra, se precipitaba hacia Seda.— ¡Maldito robot! ¡Pedazo de COSA! —Estaba desnuda, salvo por un trapo sangriento anudado a la cintura; los pechos plenos y los muslos redondos le temblaban y tenía la piel como marfil viejo.
Lemur soltó a Seda y casi con indiferencia la abofeteó; donde las largas uñas rasgaron la frente se vio un brillo de hueso blanco, hasta que un torrente de sangre lo ocultó.
Grulla se agachó junto a ella y abrió el maletín.
—Muy bien, doctor —dijo Lemur—. Remiéndela, cómo no. Pero no aquí. —Se la cargó sobre el hombro y echó a andar.
—Vamos. —Ágil para su edad, Grulla subió los escalones hasta el escotillón que Lemur les había abierto y tiró de una de las ruedas.
—No podemos abandonarla —dijo Seda. Movió el hombro con mucha precaución y comprobó que no tenía ningún hueso roto.
—Presos como estamos tampoco la podemos ayudar mucho.
En el otro extremo de la bodega resonó la voz burlona de Lemur:
—Hay un hombre muriéndose y esta mujer sangra como un cerdo ensartado. ¿A ninguno de los dos les importa?
—A mi sí —gritó Seda, y echó a cojear hacia la voz.
Más allá de la popa de la yola, sobre una manta desplegada en el suelo de acero, yacía el Volador con una mueca de dolor en la cara curtida. Al lado había un segundo escotillón, bastante más grande que el anterior; lo suficientemente grande, comprendió Seda un poco atónito, para dar paso a la yola. Contra la mampara opuesta había un panel de instrumentos.
Lemur descargó a Mamelta junto al Volador. Con un rugido ensordecedor que a Seda le recordó el talus, ordenó:
—Únase a nosotros, doctor. No podrá abrir esa escotilla. —Para Seda añadió:— He apretado bien las tuercas del cerrojo. Y soy notablemente más fuerte que ustedes dos juntos, también mucho más pesado.
Seda ya se había arrodillado junto a la cabeza del Volador.
—Te transmito, hijo mío, el perdón de todos los dioses. Recuerda ahora las palabras de Pas, quien...
—Suficiente. —Lemur volvió a agarrarlo del hombro.— Primero necesitamos al doctor, creo. Si se niega a venir, tiene que traerlo usted.
—Estoy aquí —anunció Grulla.
—Éste es nuestro Volador —dijo Lemur—. Se llama Iolar. Nos ha contado algo, aunque nada de valor; ni siquiera de qué ciudad viene. Tengo que reconocer que es apenas más alto que usted, y acaso una pizca más ligero. No obstante, bien que es un Volador... o lo era.
Grulla no contestó. Al cabo de un momento sacó unas tijeras del maletín y empezó a cortar el traje de vuelo. Seda se arrancó una tira de la túnica, rodeó dos veces la cabeza de Mamelta y la ató.
Lemur asintió, aprobando.
—Estoy seguro de que ella vivirá para agradecerle los esfuerzos, Pátera. Lo mismo Iolar, espero. ¿Me escucha, doctor Grulla?
Grulla asintió sin alzar la vista.
—Voy a tener que girarlo. Estire los brazos sobre la cabeza. No intente girar solo. Deje que yo lo haga.
—Fíjense —continuó Lemur en tono de charla— que Iolar cayó directamente aquí, en el lago. En un sentido nos resultó extremadamente cómodo. Enviamos nuestro bote a la superficie y con alas y todo lo pusimos a bordo sin ayuda de la Guardia Civil. Ni de Sangre, debería añadir, y para gran frustración de ambos. —Lemur rió.— Eso fue ayer por la mañana, temprano. Dio la casualidad de que en aquel momento yo estaba en tierra, así que el rescate lo dirigió Loris. No sé si yo hubiera hecho mejor las cosas. Loris no es Lemur; pero, claro, ¿quién lo es? Comoquiera que sea, hubo una pieza vital que no se recuperó, aunque tenemos al Volador en sí con la mayor parte de las alas, el arnés y todo lo que le permitía volar. Él lo llama módulo de propulsión, o MR ¿Verdad, Iolar?
Grulla echó una mirada a Lemur y en seguida volvió los ojos al paciente.
—Así es, doctor. Incluso sin el dispositivo nuestros hombres podrían volar, por decirlo de algún modo. Pero sólo planeando, como hacen las gaviotas cuando se dejan llevar por la brisa sin mover las alas. Dado un viento fuerte y favorable, al planeador le sería posible lanzarse de un acantilado o una torre y volar una gran distancia. En cambio, desde un terreno llano sólo podría despegar en las condiciones más extraordinarias. Y es inconcebible que en cualquier condición pudiera volar contra el viento, aun el viento más débil. ¿Demasiado técnico para usted, Pátera? Creo que el doctor Grulla me sigue.
—Yo también, me parece.
—Al principio la deficiencia pareció pasajera, nada más. Iolar tenía un módulo de propulsión; eso lo admitió. Es de presumir que, al dar en el agua, el impacto se lo arrancó. O bien podíamos recuperarlo, cosa que intentamos hacer todo el día, o bien él podía decirnos cómo hacer uno. Lamento decir que rechaza hacer esto último.
Grulla dijo:
—En este barco han de tener una instalación médica. Algo mejor que esto.
—Hombre, sí —le aseguró Lemur—. De hecho lo tuvimos allí un tiempo. Pero como no nos devolvía la amabilidad, lo trajimos de vuelta a la bodega. ¿Está consciente?
—¿No oyó cuando yo le hablaba hace un momento? Claro que está consciente.
—Magnífico. Iolar, escúchame. Soy el consejero Lemur y te estoy hablando a ti. Tal vez no vuelva a hacerlo, y en tu vida has oído ni volverás a oír nada que te importe más. ¿Me oyes? Di algo o mueve la cabeza.
El Volador yacía boca abajo, la cara vuelta hacia la gran escotilla de acero de la cubierta. La voz que surgió era débil y de acento extraño.
—Oigo.
Sonriendo, Lemur asintió.
—Habrás visto que soy hombre de palabra, ¿no? Muy bien, te doy mi palabra de que cuanto voy a decirte es cierto. No intentaré engañarte de nuevo, y no me siento inclinado a tenerte más paciencia. Estos son los hombres de quienes Potto y yo te hablamos. El médico es un espía confeso, lo mismo que tú. No un espía nuestro, no te quepa duda. Un espía de Palustria, según dice. Este augur encabeza la facción que intenta hacerse con el control de nuestra ciudad. Si el doctor Grulla dice que vas a morir, la discusión la has ganado tú. Dejaré que el augur te dé el Perdón de Pas, y listo. Pero si el doctor Grulla dice que vas a sobrevivir, si continúas negándote habrás entregado la vida. ¿Me expreso con claridad? No perderé más mi tiempo ni el de Potto tratando de extraer lo que necesitamos de ti. Estamos construyendo un equipo nuevo para buscar en el fondo tu módulo de propulsión. Lo encontraremos, y habrás muerto para nada. Si no lo encontramos, aún tenemos el águila. Ella ya conoce su tarea, y para conseguir un módulo de propulsión nos basta con enviarla tras el próximo Volador que veamos.
Lemur apuntó un dedo hacia Grulla.
—Ni amenazas ni promesas, doctor. La verdad no le costará nada y nada ganará con mentir. ¿Vivirá?
—No lo sé —dijo Grulla, ecuánime—. Tiene un par de costillas rotas. No han perforado el pulmón, porque de lo contrario ya habría muerto. Al menos cuatro vértebras torácicas han quedado muy mal. Si bien hay lesión en la médula espinal, no creo que se haya cortado; pero no puedo asegurarlo. Diría que con buenos cuidados y un cirujano de primera tiene buenas posibilidades.
Lemur tenía un aire escéptico.
—¿Recuperación completa?
—Lo dudo. Tal vez pueda caminar.
—Bien, entonces. —La voz de Lemur se redujo a un susurro.— ¿Qué eliges? En dos o tres horas podríamos tenerte en tierra. Esas latas oscuras que lleváis, ¿cómo funcionan?
La bodega se llenó de silencio. Inclinado sobre Mamelta, Seda la vio mover los párpados y le aferró la mano. Grulla se encogió de hombros y cerró el maletín, con un ruido tan brusco y final como el estallido del lanzagujas de Alca en la taberna del Gallo.
—Ya pensaba que te negarías —le dijo Lemur al Volador, casi amablemente—. Por eso mandé zarpar. Pátera, puede empezar su monserga si quiere. Tanto me da. Antes de que acabe habrá muerto.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Grulla.
—Echarlo al agua. —Lemur fue hasta el panel de instrumentos.— Como hombre de ciencia tal vez esto le interese, doctor. Ya le he dicho que este compartimiento está en el fondo de nuestro barco. Hace unos minutos, intentando abrir la escotilla, usted mismo descubrió que está firmemente cerrada. En este momento —miró uno de los indicadores— nos encontramos a setenta codos debajo de la superficie. A esta profundidad, la presión de agua alrededor del casco es de unas tres atmósferas. ¿Le ha explicado alguien cómo salimos a la superficie y cómo nos sumergimos?
—No —dijo Grulla—. Me lo he preguntado. —Miró a Seda como para comprobar si él también tenía curiosidad; pero Seda, musitando, balanceaba las cuentas sobre la cabeza del Volador herido.
—Con aire comprimido. Si queremos bajar más hondo, abrimos uno de los tanques de lastre. Al entrar agua en el tanque perdemos flotabilidad y nos hundimos. Cuando queremos emerger, enviamos aire comprimido al tanque para expulsar el agua. El tanque se convierte en flotador. Simple pero efectivo. Cuando yo abra esta válvula, en el compartimiento entrará más aire. —Lemur giró la manija y se oyó un fuerte silbido.— Si la pusiera al máximo les resultaría doloroso, así que la he abierto apenas un poco. Si sienten molestias en los oídos traguen saliva.
Seda, que venía prestando a Lemur una pequeña parte de su atención, interrumpió el cántico para tragar saliva. Estaba haciéndolo cuando el Volador herido susurró:
—El sol...
Los ojos, hasta entonces semicerrados, se abrieron del todo y la cara trató de volverse hacia Seda.
—¡Dígale a su gente!
Hasta que se completara la liturgia no estaba permitida ninguna respuesta audible, pero Seda asintió, balanceando las cuentas para dibujar un signo de sustracción.
—Bendito seas.
Mientras dejaba caer nueve veces la cabeza, como exigía el ritual, hizo el signo de adición.
—Cuando la presión aquí llegue a tres atmósferas, como no tardará en ocurrir, podemos abrir la cápsula del bote sin que el compartimiento se inunde. —Lemur dejó escapar una risita.— Ahora soltaré las amarras.
Tras amagar una protesta, Grulla apretó la mandíbula.
—Estamos perdiendo control —le susurró el Volador a Seda, y se le cerraron los ojos.
Con la mano libre Seda le acarició la sien para indicar que había oído.
—Te ruego que nos perdones a nosotros, los vivos. —Otro signo de adición.— A menudo yo y muchos otros te hemos perjudicado, hijo mío; hemos cometido contra ti faltas terribles y numerosas ofensas. No las conserves en el corazón. Comienza la vida que sigue a la vida con inocencia, perdonando todas esas injurias. —Una vez más trazó con las cuentas el signo de sustracción.
Mamelta, que había vuelto a encontrar la mano de Seda, la apretó.
—El... ¿Estoy soñando?
Seda sacudió la cabeza.
—Hablo aquí por el Gran Pas, por la Divina Equidna, por la Hirviente Escila, por la Maravillosa Molpe, por el Tenebroso Tártaro, por el Altísimo Hiérax, por la Amable Teljipeia, por la Feroz Faia y por la Fuerte Esfigse. También lo hago por todos los dioses menores. —Bajando la voz, Seda agregó:— Igualmente te perdona el Extraño, hijo mío, pues también hablo por él.
—¿Va a morir?
Seda se llevó un dedo a los labios. En un tono sorprendentemente suave, Grulla dijo:
—Lemur lo va a matar. Él ha optado por eso. Yo haría lo mismo.
—Lo mismo hago yo. —Mamelta tocó la tela negra con la que Seda le había vendado la cabeza.— Dijeron que íbamos a un mundo maravilloso de paz y abundancia, donde sería siempre mediodía. Nosotros sabíamos que nos estaban mintiendo. Cuando yo muera, iré a casa. Mi madre y mis hermanos... Chiquito en la percha del patio.
Grulla sacó de nuevo las tijeras. Estaba cortando la tela cuando Lemur abrió la escotilla.
Fue —Seda no pudo resistir pensarlo— como si en la bodega hubiera entrado el mismísimo Extraño. Donde un momento antes había estado el oscuro escotillón de acero, apareció un rectángulo de luz líquida, traslúcida, de un brillo fresco y tenue. La luz del Sol Largo, que penetraba en el agua clara del lago Limna aun a setenta codos de profundidad, se refractaba, difundía y colmaba la abertura tan súbitamente revelada por Lemur, y la bodega se vio invadida con un amanecer sobrenatural de color azul celeste. Durante unos segundos a Seda le costó creer que esa sustancia etérea fuese agua. Inclinándose sobre el Volador, con la mano derecha (que aún sujetaba las cuentas) apoyada en la brazola de la escotilla, se mojó en ella los dedos.
Grulla dijo:
—Se ha fugado un poco de aire. ¿No lo siente?
Los ojos fijos en el agua cristalina, Seda negó con la cabeza. Un cardumen de esbeltos peces plateados apareció por un extremo de la escotilla y en una exhalación pareció lanzarse hasta el otro, más de diez codos más abajo de la plancha de acero donde él estaba arrodillado.
—Muévase, Pátera —ordenó secamente Lemur y levantó al Volador.
—¡Tenga cuidado! —gritó Grulla—. ¡No lo coja así!
—¿Teme que le haga más daño, doctor? —Sonriendo, Lémur alzó sin esfuerzo al Volador más arriba de su cabeza.— Ya no importa. ¿Y tú qué, Iolar? ¿Algo que decir? Es la última oportunidad.
—Agradezca a la mujer —dijo el Volador entrecortadamente—. A los hombres. Alas fuertes.
Lemur lo arrojó. El agua tenue que colmaba el hueco del escotillón le reventó a Seda en la cara, dejándolo empapado y momentáneamente ciego. Cuando pudo ver de nuevo, el Volador casi se había perdido de vista. Apenas un breve atisbo del rostro atormentado, los ojos perplejos y la boca abierta, que derramaba burbujas como esferas de cristal fino, y desapareció.
Lemur cerró la puerta de un golpe ensordecedor y ajustó las trabas.
—Cuando abra el escotillón por donde entramos, la presión se nivelará con la del resto del barco. Si no mantienen la boca abierta pueden estallarles los tímpanos.
Esta vez los hizo subir una escalera distinta y los guió por un pasillo más ancho (en su recorrido pasaron frente a los consejeros Gálago y Potto, absortos en honda conversación) y al fin hasta una puerta guardada por dos soldados.
—Esto es lo que usted buscaba, doctor —le dijo a Grulla— aunque quizá sin saberlo. Aquí verá nuestras auténticas identidades biológicas. Allí estoy yo.
Señaló un círculo de máquinas relucientes. Grulla se precipitó en esa dirección. Seda, cojo y sosteniendo a Mamelta, lo siguió más despacio.
El biocuerpo del consejero Lemur yacía en un inmaculado camastro blanco, cubierto hasta la barbilla con una sábana no menos inmaculada. Tenía los ojos cerrados y las mejillas consumidas; el pecho se alzaba y caía suave, lentamente; apenas se oía el débil siseo del aliento. Un mechón de pelo blanco escapaba del negro aro de plástico y la red de cables multicolores que le ceñía la frente. Por debajo de la sábana asomaban los tubos serpentinos (transparentes, amarillos, rojos oscuros) de una docena de aparatos.
—Aquí no hay ningún bío traicionero —les dijo Lemur—. Nos atienden quimis devotos, y otros quimis se ocupan de las máquinas que nos mantienen con vida. Ellos nos aman y nosotros los amamos. Les prometemos la inmortalidad, y se la concederemos: una provisión interminable de piezas de recambio. Ellos nos pagan con una prolongación infinita de nuestra vida meramente mortal.
Grulla inspeccionaba una de las máquinas.
—Su equipo de apoyo vital resulta muy impresionante. Ojalá lo tuviera yo.
—Me han fallado el hígado y los riñones. De modo que para desempeñar esas funciones tenemos unos dispositivos. En el corazón llevo un repetidor que en caso necesario puede asumir totalmente sus tareas. Pulsos de oxígeno, desde luego.
Grulla lanzó una exclamación ahogada.
—Es la primera vez que no tengo frío —dijo Mamelta a media voz.
—Aquí se reprocesa el aire cada setenta segundos. Se filtra, se lo somete a radiaciones a fin de destruir bacterias y virus, y se mantiene en una humedad relativa del treinta y cinco por ciento, nunca a más de un cuarto de grado de la temperatura normal del biocuerpo.
Mirando al consejero acostado, Seda le dijo:
—Nunca pensé que sentiría pena por usted. Pero ahora la siento.
—Rara vez tengo conciencia de estar tendido ahí. Soy éste —Lemur se golpeó el pecho, y el ruido fue el del atronador martillo que Seda había oído en la oscuridad sonó otra vez—. Vigoroso y alerta, con visión y oído perfectos. Lo único que me falta es buena digestión. Y, a veces —hizo una pausa significativa—, paciencia.
Grulla se había inclinado sobre la figura yacente; antes de que Lemur pudiera frenarlo, levantó con el pulgar un párpado gris.
—Este hombre está muerto.
—¡No sea absurdo! —Lemur se lanzó hacia él pero Seda, obedeciendo a un impulso del cual apenas fue conciente, se cruzó en su camino. Y Lemur, tal vez respondiendo al mandato infantil de respetar a los augures, se paró en seco.
—Mire. —Grulla introdujo índice y pulgar en la cuenca vacía y sacó una pizca de detrito negro que bien habría podido ser tierra mezclada con brea. Tras exhibírsela a Lemur, la dejó caer en la prístina sábana, donde quedó como mera suciedad, y se limpió en la fina almohada blanca dejando unas rayas de fétida mugre.
Lemur emitió un leve sonido que Seda no había oído nunca (si bien, por joven que fuese, había oído muchas manifestaciones de dolor). Era como un resuello mezclado con un gemido que recordaba el zumbido de una maquinaria cada vez más acelerada: un ruido de taladro que ha dado en un clavo y, propulsado por un loco, gira más y más con mayor velocidad hasta que, humeando, se destruye en su desbocada energía sin fin. Horas más tarde, al pensar en aquel sonido Seda recordaría el universo de engranajes que el Extraño le había mostrado el faides anterior en el patio de juego; pues era el sonido de ese universo en agonía, o acaso de una parte agonizante, o mejor (concluiría, adormilado ya) de todo el universo agonizando por alguien.
Lemur se encorvó despacio, dejando escapar la nota que permanecería en Seda hasta la noche; las manos se le movían torpemente, como por volición propia, no como zarpas ni garfios, ni en verdad haciendo nada, sino ondulando, como (quizás) aún entonces ondulaban las manos del Volador en las frías aguas del lago, a la espera de la rigidez paulatina que sigue a la muerte y dura medio día. (O un día, o día y medio; eso dependía de diversas circunstancias y era siempre materia de cierta disputa.) Mientras se iba encorvando, Lemur no apartaba la vista del consejero momificado en el camastro níveo; al fin, cuando hubo apoyado una rodilla en las verdes baldosas del suelo y pareció que no podía encorvarse más, dejó caer los brazos.
Entonces el azot plateado que Seda había tomado de un cajón del tocador de Jacinta, la noche del mismo día en que el Extraño había revelado a Seda la esencia del mundo en el que existía, cayó de la manga de Lemur y resbaló por el suelo.
Grulla se lanzó a agarrarlo, y en su precipitación volcó uno de los aparatos médicos que rodeaban la cama del consejero muerto; pero rápido y audaz, pese a sus años, atrapó el azot.
El terrible haz salió disparado, y Lemur estalló en una bola de fuego. Seda y Mamelta recularon trastabillando, las caras cubiertas con los brazos.
Grulla pasó corriendo ante ellos, y cuando Seda pudo ver de nuevo ya cruzaba la puerta.
Mamelta gritó.
Seda la agarró del brazo y la arrastró tras él, consciente de que debía acallarla pero también de que probablemente sería imposible y de que, en cualquier caso, no había un segundo que perder.
Cuando Seda abrió la puerta los soldados de guardia ya disparaban. Sin darle tiempo a retroceder se precipitaron pasillo abajo, corriendo al triple de la velocidad que habría alcanzado incluso un chico ligero como Cuerno y diez veces más de lo que habría conseguido Seda, impedido por el tobillo y por la vociferante Mamelta. Ellos dos no habían cubierto la mitad de la distancia cuando en la escalera hubo un fogonazo y una explosión doble que, pese a no ser demasiado fuerte, resultó horriblemente dolorosa para unos tímpanos que aún estaban bajo los efectos de la detonación de Lemur.
—Tenemos que llegar arriba antes de que cierre el escotillón —le dijo Seda a Mamelta y entonces, como ella no atinaba a correr, la alzó en vilo (para posterior asombro propio) y, echándosela al hombro como una alfombra enrollada, se lanzó a una frenética carrera; en su precipitación embistió un mamparo y a punto estuvo de caer por la escalera. Alguien gritaba «¡Espera! ¡Espera!», y sólo al alcanzar el escotillón comprendió que era él mismo.
Estaba cerrado, pero Seda soltó a Mamelta e hizo girar las ruedas. Un viento rugiente empujó la plancha desde abajo.
—¡Doctor!
—¡Ayúdeme! —gritó Grulla—. Podemos escapar en el bote.
Media docena de trabucos atronaron en el corredor mientras Seda y Mamelta bajaban trastabillando la breve escalera hasta la bodega que guardaba el bote. Mientras él reajustaba las trabas, una posta dio en el escotillón sonando como un mazazo.
Cuando llegó hasta Grulla, el menudo médico estaba lidiando con el escotillón más largo que cerraba el paso del bote. Entre los tres consiguieron echarlo atrás, y el borbotón de agua fría ayudó a levantarlo tal como la presión del aire había abierto arriba el otro escotillón más pequeño. Durante un momento Seda tuvo conciencia de perder pie en el agua que invadía todo. Escupió, se las arregló para sacar la cabeza del agua, e inhaló aire.
La corriente aflojó pero continuó un par de segundos que parecieron casi un minuto; Seda era consciente del violento siseo de la válvula de aire, y de que cerca de él alguien (no sabía si Mamelta o Grulla) se debatía y chapoteaba.
La corriente se invirtió. Primero lentamente, luego cada vez más rápido; arrastrándolo consigo, el torrente que casi había llenado el compartimiento se precipitó de nuevo al lago Limna. Inerme como un muñeco en un torbellino, Seda giró en un vertiginoso mundo de luz azul. Cuando el remolino empezó a calmarse, y con los pulmones a punto de estallar, divisó otra figura, suspendida como él con los miembros descontrolados y el pelo ondulante.
Y luego, tenuemente, divisó también un monstruoso rostro moteado —negro, dorado y rojo— mucho más grande que cualquier muro del manso, y una boca abierta que se cerraba sobre la figura despatarrada. Pasó por debajo de él de la misma manera que una flotadora lanzada cuesta abajo puede pasar junto a una flotante semilla de cardo, y la turbulencia de la estela lo echó a girar de nuevo.
13
El caldé se rinde
—¿Pátera? ¡Ay, Pátera!
La Máitera Mármol le hacía gestos desde los escalones del frente del viejo manteón de la calle del Sol. Al lado de ella había dos coraceros; su oficial, de uniforme verde, consentía en que la pequeña Máitera Menta admirara su espada. Gulo apretó el paso.
El oficial levantó la vista.
—¿Pátera Seda? Queda usted detenido.
Gulo sacudió la cabeza y explicó.
La Máitera Mármol lanzó un resoplido, un resoplido de poder y desprecio tan devastador que borró todo el placer obtenido por el joven oficial con la azorada admiración de la Máitera Menta.
—¿Llevaros al Pátera Seda? ¡No podéis! Un santo...
De la multitud que se había apretujado alrededor de Gulo surgió un suave rugido. Aunque Gulo no era un hombre de imaginación, le pareció que se estaba despertando un león inadvertido; y que, después de todo, las plegarias que había cantado cada esfigsedo no eran absurdas.
—¡No peleen! —Devolviendo la espada al oficial, la Máitera Menta alzó las manos.— ¡Por favor! No hay necesidad.
Voló una piedra y fue a dar en el casco de uno de los coraceros. Otra silbó junto a la cabeza de la Máitera Mármol antes de chocar contra la puerta, y el coracero que había sido alcanzado disparó. Al estampido le siguió un grito. La Máitera Menta se precipitó hacia la multitud
El coracero volvió a disparar, y el oficial le bajó de un manotazo el cañón del trabuco.
—Abra eso —ordenó a Gulo—. Más vale que entremos.
Volaron más piedras mientras entraban corriendo en el manteón. El coracero alcanzado disparó dos veces mientras la Máitera Mármol cerraba la pesada puerta; los disparos sonaron tan seguidos que habrían podido ser uno. Les respondió un golpeteo de piedras.
—Es el calor. —El oficial hablaba con confianza y hasta sonreía.— Ahora que no nos ven se olvidarán. —Envainó la espada.— Ese Pátera Seda es popular.
La Máitera Mármol asintió. Y luego:
—¡Pátera!
—Tengo que ir. —Gulo estaba descorriendo de nuevo el cerrojo.— Yo... yo no tendría que haber entrado. —Pugnó por recordar el nombre de la otra sibila, no pudo y mansamente concluyó:— Ella tenía razón.
El oficial le agarró la túnica un instante tarde, y Gulo se escabulló; gritos airados invadieron el manteón y se apagaron cuando los coraceros cerraron la puerta echando de nuevo el cerrojo. Débilmente, el oficial oyó que Gulo gritaba: «¡Pueblo! ¡Pueblo!».
—No le harán daño, Máitera. —Hizo una pausa para escuchar, inclinado la cabeza.— No me gusta arrestar a nadie...
Viendo que ya no tenía la atención de ella, dejó que la excusa se perdiera en el aire. El rostro metálico de la sibila reflejaba tonos tenues: limón, rosa y acedera. Siguiéndole la mirada, el oficial vio los arremolinados colores de la Ventana Sagrada y se arrodilló. Los danzantes matices creaban motivos que no alcanzaba a distinguir del todo: signos, figuras y paisajes a medio formar, un rostro que giraba y se derretía para al fin fusionarse antes de que la diosa hablara en una lengua que él casi entendía, un idioma que había conocido en otra vida, en un lugar inimaginable, en un tiempo inconcebiblemente pasado. Aquí él era un gusano; la voz de ella proclamaba que una vez había sido hombre, aunque los recuerdos que despertaba quizá no fueran más que los pensamientos muertos del hombre que él estaba devorando.
Sí, gran Diosa. Lo haré. Con nosotros él estará a salvo.
Detrás y arriba de él oyó a la quimi hablando con el augur gordo.
—Mientras estaba fuera vino un dios, Pátera. Nos ha honrado sin que hiciéramos sacrificio. No había nadie para interpretarlo. Siento terriblemente que se lo haya perdido...
Y el augur:
—No me lo perdí, Máitera. No todo.
El oficial deseó que se callaran. La voz divina seguía resonándole en los oídos, lejana y dulce; y él sabía qué deseaba que hiciera.
Salir a la superficie del lago como salió Seda, alzarse desde la asfixia, ver de nuevo la fina, brillante veta del sol e inhalar la primera bocanada de aire, fue renacer. No era un nadador resistente, y la verdad es que no era en absoluto un nadador; sin embargo, exhausto como estaba, se las arregló para permanecer a flote en el oleaje dando patadas espasmódicas, con un leve miedo a que cada una llamara la atención del gigantesco pez.
Hubo un grito distante, seguido del estruendo de una sartén violentamente golpeada; los pasó por alto hasta que las olas lo elevaron lo suficiente para ver las gastadas velas pardas.
Tres pescadores medio desnudos lo alzaron a su barca.
—¡Hay otro más! —dijo, jadeante—. Tenemos que encontrarlo.
—¡Ya lo tienen! —Y Grulla le sonreía.
El pescador más alto y más encanecido le dio una palmada en la espalda.
—A los augures los cuidan los dioses. Eso decía mi padre, Pátera.
Grulla asintió sabiamente.
—A los augures y a los tontos.
—Sí, señor. También a ellos. La próxima vez que salgan a navegar lleven un marinero. Ojalá podamos encontrar a su mujer.
La idea del gran pez llenó la mente de Seda, que se estremeció.
—Es usted muy bondadoso, pero me temo que...
—¿No pudo alcanzarla, Pátera?
—No, pero... No.
—Bien, si la divisamos la rescataremos.
Seda se levantó; muy pronto el balanceo de la barca le hizo perder pie y se encontró sentado en un montón de redes.
—Quédese aquí y descanse —murmuró Grulla—. Le ha pasado de todo. A mí también. Pero por suerte nos hemos bañado a fondo. Cuando estalla un quimi se liberan montones de isótopos. —Esgrimió una tarjeta reluciente.— Patrón, ¿no tendría algo para comer? O un poco de vino...
—Déjeme virar, señor, y me fijaré qué queda.
—La faltriquera —susurró Grulla, notando la mirada confundida de Seda—. Lemur me hizo vaciar los bolsillos pero no me palpó. Les prometí una tarjeta si nos llevaban hasta Limna.
—Esa pobre mujer —dijo Seda para nadie en especial—. Esperar trescientos años para esto. —Posado en el aparejo de una barca distante había un pájaro negro; Seda se acordó de Oreb, sonrió y se reprochó la sonrisa.
Miró alrededor con sentimiento de culpa, esperando que nadie hubiese advertido su indecorosa ligereza. Grulla estaba observando al patrón y éste miraba la vela mayor. En la proa había un marinero con un pie en el bauprés. El otro, agarrado a una soga que colgaba de la larga percha (Seda no recordaba el nombre, si alguna vez lo había sabido) que sostenía la vela, parecía esperar una señal del patrón; su nuca resultó a Seda vagamente familiar. Cuando cambió de posición para verlo mejor, se dio cuenta de que las redes donde descansaba estaban secas.
Grulla le había comprado una toga roja, pantalones marrones y zapatos también marrones para reemplazar a los que había perdido en el lago. Seda se cambió en un callejón desierto y arrojó la túnica, la toga rota y los pantalones viejos tras una pila de desechos.
—He recuperado el lanzagujas de Jacinta —dijo—y el gammadión y las cuentas; pero no las gafas ni mis otras pertenencias. A lo mejor es una señal.
Grulla se encogió de hombros.
—Probablemente las tenía Lemur en el bolsillo. —Él también llevaba toga y pantalones nuevos, y se había comprado una navaja. Mirando la boca del callejón, añadió:— Hable en voz baja.
—¿Qué ha visto?
—Un par de guardias.
—El Ayuntamiento pensará que hemos muerto, seguro —objetó Seda—. Hasta que se enteren de la verdad no hay razón para temer a la Guardia.
Grulla meneó la cabeza.
—Si pensaran que tal vez sobrevivimos, podrían haber salido a la superficie a buscarnos, ¿no?
—No sin alertar a todo el mundo de que tienen un barco bajo el agua. ¿Cómo le sientan?
—Algo grandes. —Seda se miró los pantalones y deseó tener un espejo.— Ese barco habrá aflorado para recoger al pobre Iolar.
—Es que usted es delgado —dijo Grulla—. No. Mandaron el bote pequeño que vimos. Y tras nosotros no podían enviarlo porque la bodega se habría inundado apenas abrieran el escotillón.
—Se inundó cuando abrimos el del suelo —murmuró Seda.
—Así es. Yo había girado todo lo posible la válvula de aire. Pero, con el aire que se escapó cuando usted y la mujer bajaron, la presión no tuvo tiempo de aumentar lo suficiente. Como es natural entró mucha agua. Pero, al comprimir el aire, aumentó su presión hasta igualar la del agua, con lo cual casi en seguida salió expulsada de nuevo.
Seda vaciló un momento y acabó por asentir.
—Pero si abren el escotillón de arriba, el del pasillo, el compartimiento volverá a inundarse, ¿no?
—Claro. También se inundaría el resto del barco. Por eso no enviaron el bote a perseguirnos. No me imagino cómo van a cerrar ese escotillón sin poder entrar en el compartimiento, pero seguro que ya se les ocurrirá algo.
Apoyándose en un muro, Seda se quitó la venda del tobillo.
—No soy marino, pero si de mí dependiera me internaría lago adentro, allí donde fuera difícil que me vieran; o quizás iría a la gruta que mencionó Lemur cuando usted le preguntó de dónde había sacado su maletín.
—Cómo lamento haberlo perdido. —Grulla se acarició la barba.— Hacía veinte años que lo tenía.
Recordando su estuche de escritura, Seda dijo:
—Sé lo que siente, doctor. —Azotó el muro con la venda.
—Supongamos que efectivamente volvieran a la gruta. El problema seguiría existiendo. Ese submarino es demasiado grande para arrastrarlo a tierra.
—Pero podrían inclinarlo —dijo Seda—. Mover todo a un lado y por el otro obligar a salir toda el agua. Podrían incluso sujetarlo con un cable atado al borde de la cueva.
Grulla asintió sin apartar la vista de la entrada del callejón.
—Supongo que sí. ¿Listo?
Cuando Grulla se fue, Seda abrió la ventana. La habitación estaba en el tercer piso de La Farola Oxidada y desde ella se veía un majestuoso panorama del lago, además entraba una brisa restauradora. Apoyándose en el antepecho, Seda miró la calle del Muelle. Grulla quería perderse de vista, o algo así había dicho; pero apenas alquilaron la habitación había pedido pluma y papel y, después de garabatear una breve nota, había salido de nuevo a la calle, dejando a Seda solo. Mirando a un lado y otro, Seda decidió que si a Grulla no lo perjudicaba volver a salir, tampoco le haría nada a él estudiar la calle desde una ventana tan alta.
El posadero había dicho que Limna era apacible; pero la noche anterior había habido disturbios en la ciudad, disturbios que la Guardia había sofocado con violencia.
—Los de Seda —les había dicho el posadero, prudente—. Si quieren saber lo que pienso, los que agitan son ellos.
Los de Seda.
¿Quiénes eran? Sumido en la reflexión, Seda se acarició la mejilla y sintió dos días de barba bajo los dedos. Los que habían escrito su nombre con tiza, sin duda. En el barrio había algunos capaces de hacer eso y más, fuera de duda, y hasta de afirmar que actuaban según directivas de él. No por primera vez, se le ocurrió que algunos podían ser los que en la calle del Sol se habían hincado a pedir que los bendijese cuando él le había contado a Sangre sobre la iluminación; hombres que de tan desesperados aceptarían a cualquier líder que pareciera favorecido por los dioses.
Incluso a él.
Por la calle del Muelle se acercaban dos guardias con blindaje verde moteado y los trabucos listos. Hacían clara ostentación de sus armas, con la esperanza de que su presencia a la luz diurna disuadiera de armar disturbios por la noche; que disuadiera a hombres con picas y piedras, y con dagas como la de Alca y unos pocos lanzagujas, de luchar contra coraceros blindados y provistos de trabucos. Durante un momento Seda pensó en llamarlos, en decirles que el Pátera Seda era él y que si así se acababa la lucha estaba dispuesto a entregarse. Era difícil que el Ayuntamiento lo matara si él se rendía públicamente, y aunque no pudiera probar su inocencia le daría satisfacción declararla.
Sin embargo, el manteón aún no estaba salvo. Él había prometido salvarlo, si podía, y ahora corría más peligro que nunca. ¿Cuánto tiempo le había dado Mosqueta? ¿Una semana? Sí, una semana desde el ésciles. ¿Pero estaba hablando por Sangre, como había alegado, o por sí mismo? Legalmente el manteón era de Mosqueta; entregarse ahora sería ceder su manteón a Mosqueta.
Algo se rebeló en el fondo de su alma ante esa idea. Acaso pasaría a Sangre, si no se podía evitar. Pero seguro que nunca, nunca, a alguien... a... Vaya, la posibilidad misma había llevado al Extraño a iluminarlo para que lo evitara. Mataría a Mosqueta si...
Si no había otra salida; y si era capaz de convencerse de que debía hacerlo.
Se apartó del antepecho y se estiró en la cama; recordó al consejero Lemur y su muerte. Como oficial principal del Ayuntamiento, Lemur había sido caldé, si no nominalmente al menos de facto; y Grulla lo había matado. Tal vez había estado en su derecho, porque Lemur pensaba ejecutarlo sin juicio.
No obstante, el juicio habría sido una mera formalidad. Grulla era espía y lo había admitido; espía de Palustria. ¿Realmente había estado Grulla en su derecho de matar a Lemur? ¿Y eso importaba?
Aunque tarde, a Seda se le ocurrió que la nota que tan deprisa había escrito Grulla debía de ser casi sin duda un mensaje al gobierno de su ciudad: al caldé de Palustria, o como lo llamaran allí. Al príncipe-presidente. Grulla habría descrito el barco subacuático del Ayuntamiento (lo había considerado en extremo importante) y la peculiar forma de lágrima de la sección transversal de un ala apta para volar.
Se oyeron unos pasos en el corredor, y Seda contuvo el aliento. Grulla le había dicho que sólo quitara el cerrojo cuando oyera tres golpes breves, pero daba lo mismo. En cuanto el Ayuntamiento eligiera un nuevo oficial principal y ese oficial principal decidiera que había una posibilidad de que Grulla y él estuvieran vivos (y hasta la pobre Mamelta, pues el oficial principal tampoco podía tener la certeza de que Mamelta hubiese muerto), a buen seguro la Guardia iría a registrar esa posada y todas las demás. Grulla había insistido en pagar una habitación en la mejor posada de Limna argumentando que si parecían ricos la Guardia tendería menos a molestarlos; pero, espoleada por órdenes urgentes del Ayuntamiento, la Guardia no vacilaría en molestar a cualquiera, por rico que fuese.
Los pasos se fueron alejando y se apagaron.
Seda se sentó en la cama y, mientas se quitaba la nueva toga roja, tomó la súbita decisión de afeitarse. Poniéndose en pie, tiró vigorosamente del llamador de la campanilla y se vio recompensando por un lejano tintineo en la escalera. Tal vez una barba de dos días lo disfrazara, pero también lo destacaría como individuo necesitado de un disfraz, y no había razón para que el Extraño se opusiera a una afeitada, algo que Seda hacía cotidianamente. Si lo detenían, que fuese para bien. Cesarían los disturbios y la pérdida de vidas; y él sería detenido como él mismo: como Seda, el hombre al que otros llamaban caldé, y no un fugitivo sigiloso.
—Jabón, toallas y una jofaina de agua caliente —le pidió a la solícita camarera que respondió al llamado—. Voy a librarme de esto ahora mismo. —La mujer traía con ella el aroma de la cocina, y eso despertó el hambre de Seda—. También comeré un bocadillo, o algo así. Cualquier cosa que preparen rápido. Mate o té. Cárguelo todo a nuestra cuenta.
En cuanto hubo vuelto, Grulla pidió más toallas y agua limpia para afeitarse.
—Apuesto a que pensó que lo había abandonado —dijo mientras disponía las cosas en el lavabo.
Seda sacudió la cabeza y, descubriendo que la acción era prácticamente indolora, se tocó el chichón dejado por el puño de Potto.
—Si no hubiera vuelto habría sabido que lo habían arrestado. ¿Piensa afeitarse la barba? No le importará, espero, que le haya usado la navaja.
—En absoluto. —Grulla se miró en el espejo, lujosamente amplio.— Creo que más me vale eliminar la mayor parte.
—En su situación, la mayoría de los hombres se habrían afeitado antes de enviar el informe. ¿Cree que si los interroga la Guardia los pescadores contarán que nos rescataron?
—Ajá. —Grulla se quitó la toga.
—Entonces la Guardia sabrá que debe buscarnos en Limna.
—De todos modos aquí habrían venido. Si hemos sobrevivido, es el lugar más probable.
—Supongo. ¿Les dio una tarjeta? Una tarjeta ha de ser muchísimo dinero para un pescador.
—Nos salvaron la vida. Además, el capitán irá a Virón a comprar algo y los marineros se emborracharán. Si se emborrachan lo suficiente no los van a interrogar.
Seda asintió de nuevo, consciente de que Grulla lo veía por el espejo.
—No sabe cuánto me sorprendió descubrir que uno de los marineros era el chofer que me llevó a casa desde la villa de Sangre. Parece que se ha hecho pescador.
Grulla se giró a mirarlo, la cara enjabonada, la navaja en la mano.
—Otra vez lo he subestimado. Cada vez que sucede me digo que es la última. —Como no había réplica, se volvió de nuevo hacia el espejo.— Gracias por guardárselo hasta que estuviéramos solos.
—Me parecía conocido, pero cuando logré identificarlo ya estábamos en el puerto. Como él intentaba que no le viera la cara, me mostraba la nuca; pero mayormente era la nuca lo que yo le había visto cuando me llevó al manteón. Yo iba sentado detrás.
Grulla rasuró una patilla con la navaja.
—O sea que sabía.
—En realidad no comprendí hasta ahora, pensando en lo buen espía que es usted... en lo valioso que debe de ser para su ciudad.
Grulla soltó una risita.
—Parece que nos echamos flores el uno al otro.
—Lo de la barca sólo empecé a entenderlo cuando nos cambiamos de ropa en el callejón —le dijo Seda—. Antes de eso estaba muy desconcertado; pero alguien a bordo de esa barca, el capitán o más probablemente el chofer que me llevó a casa, le había dado a usted varias tarjetas.
—Usted se dio cuenta de que no había ninguna faltriquera. Desde entonces he estado reprochándomelo y esperando que no lo hubiera notado.
—Cuando Chenilla le contó sobre el comisario... ¿Cómo se llamaba?
—Simuliid.
—Sí, Simuliid. Cuando Chenilla le contó que había venido al lago a reunirse con miembros del Ayuntamiento, usted vino también a investigar. Lo sé porque hablé con una pareja joven de la cual se hizo amigo. Si es que ya no lo tenía, en aquel momento decidió que debía tener aquí alguien permanente; y contrató al capitán de esa barca. Imagino que debían vigilar la Vía de los Peregrinos. Hay lugares donde el sendero corre al borde del acantilado, de modo que desde el lago es fácil ver a los que lo recorren. Desde luego que ahora no pienso informar sobre él ni sobre usted, pero tengo curiosidad.
¿El capitán es vironés?
—Sí —dijo Grulla—. No es que importe mucho.
—No se está afeitando. No era mi intención interrumpirlo.
Grulla se giró de nuevo a mirarlo.
—Prefiero prestarle toda mi atención. Espero que se dé cuenta de que he estado trabajando tanto para mi ciudad como para usted. Para ponerlo en el poder porque quizás así se evite una guerra.
—Yo no quiero poder —dijo Seda—. Pero sería inicuo no agradecerle todo lo que ha hecho por mí... Salvarme la vida, encima, cuando para usted habría sido más seguro dejarme en el agua.
—Si realmente piensa eso, ¿está dispuesto a que formalicemos la alianza? Si vuelve a echarnos mano, el Ayuntamiento de Virón nos matará. Yo soy espía, y usted se ha convertido en una enorme amenaza para su poder. Se da cuenta, ¿verdad?
Seda asintió de mala gana.
—Así pues, o nos mantenemos codo a codo o ambos acabamos mal. Cuénteme todo lo que sepa y yo le contaré lo que aún quiera saber. Le doy mi palabra. No tiene ninguna razón especial para confiar en ella, pero es mejor de lo que piensa. ¿Qué responde?
—El trato no es muy justo para usted, doctor. Lo que he adivinado yo no le será de particular valor; pero usted podría tener información extremadamente valiosa para mí.
—Hay más. Usted hace todo lo que puede para asegurar que no nos atrapen a mi gente y a mí, y para liberarnos si nos atrapan. Le prometo que no haré nada que perjudique a su ciudad. Se da cuenta, ¿no?, que si quiere seguir respirando quizá tenga que escapar. Si no podemos hacerlo caldé, al menos le daremos un lugar adonde ir. No porque rezumemos bondad, sino porque mientras usted esté vivo concentrará el descontento. Lo necesitamos ahora, pero quizás en un par de días usted nos necesite mucho más a nosotros.
—¿Contestará abierta y sinceramente a todas mis preguntas?
—Es lo que he dicho, ¿no? Sí. Cuente en todo con mi palabra. Si es posible lo alzaremos al poder; y, cuando lo hayamos hecho, usted mantendrá la paz y no irá en nuestra busca. Ahora yo quiero su palabra. ¿La tengo?
Lentamente Seda asintió. Tendió el brazo. Grulla dejó a un lado la navaja y se dieron la mano.
—Bien, dígame qué sabe de nuestra operación.
—En realidad muy poco. Desde luego, Jacinta trabaja para usted, ¿no es cierto?
Grulla asintió.
—He ahí por qué estoy haciendo esto. —Seda había sacado las cuentas del bolsillo; sin dejar de hablar empezó a pasarlas entre los dedos.— Volviéndome contra mi ciudad, digo. Esa venilla que se me reventó en el cerebro... Vea, no tengo ganas de discutir la cuestión con usted. Todavía no, porque puede enemistarnos de nuevo. Algo quiere que yo salve el manteón, de modo que, si puedo, debo hacerlo; pero por mi parte yo quiero salvar a Jacinta. Usted pensará que es otra locura.
—Yo también estoy tratando de salvarla —dijo Grulla—. Y a los hombres de la barca que nos rescató. Son todos gente mía. Me siento responsable por ellos. Por Tártaro, soy responsable de ellos. De no ser por eso le habría contado lo de la barca en cuanto lo recogimos. Pero ¿y si lo detenían y hablaba? Iban a morir esos tres hombres, que son míos.
Seda asintió una vez más.
—A mí me pasa lo mismo con los que vienen a hacer sacrificios al manteón. Usted dirá que sólo son porteadores, ladrones y fregonas, pero la verdad es que ellos son el manteón. Los edificios y hasta la Ventana Sagrada son reemplazables, y yo igual; ellos no. —Se levantó y fue hasta la ventana—. Como le decía, doctor, estuve pensando en lo importante que es usted y en lo tonto que fui en no percatarme antes. Usted tendrá por lo menos cincuenta años.
Grulla se enfrentó de nuevo al espejo para lavarse la espuma seca de la barba.
—Cincuenta y seis.
—Gracias. Es decir que lleva mucho tiempo siendo espía y probablemente sea de un grado alto. El solo hecho de ser médico, además, lo hace importante para el gobierno de su ciudad. Nunca lo habrían enviado solo a la villa de Sangre. Jacinta es vironesa. Lo sé porque he hablado con alguien que la conoció cuando era más joven. Pero mi chófer es de su ciudad; al menos eso imagino. ¿Él es su primer subalterno?
—Correcto. —Grulla se estaba enjabonando la cara otra vez, con amplias barridas de la brocha de cerdas.
—Sangre le dijo a Mosqueta que ordenara una flotadora para mí; pero usted ya lo había previsto, y cuando salió fue para decirle a su segundo que se preparase. Me había dado el azot, claro, y existía la posibilidad de que lo viese el que me conducía.
—Tiene razón. —Grulla rasuró un poco de pelo en una mejilla.— También quería que mi hombre lo conociera a usted. Más tarde podía ser útil. Ahora diría que lo ha sido.
—Supongo que debería sentirme halagado. —Apoyado en la ventana, Seda se asomó a mirar hacia arriba.— Lo importante, diría yo, es que, para actuar como lo hizo (hablo de hoy), su segundo tiene que haber estado al corriente, no sólo de que lo habían capturado a usted, sino de que lo habían llevado al lago. Da la impresión de que sabía precisamente dónde estaba el sumergible, pues hizo situar la barca de pesca tan exactamente que los pescadores lo recogieron en cuanto emergió. Usted no puede haber salido del barco subacuático mucho antes que yo; tampoco pudo alcanzar la superficie mucho más rápido. Aunque yo no estuve mucho tiempo en el agua, cuando me rescataron usted ya estaba en la barca, y su segundo había tenido tiempo para pasarle algún dinero. Debía de estar preparado, porque sin duda sabía que a usted le habían quitado las pertenencias. Incluso si fue él la persona que le llevó a Lemur su maletín médico...
—No fue él. Se había marchado más temprano de la villa de Sangre. En cierto modo fue una lástima. Habría podido escabullirse con algo útil.
—Yo iba a decir que incluso si se enteró de que usted estaba en el lago porque él llevó el maletín, u oyó que le daban la orden a otro chofer, ha de haber tenido algún otro medio de localizarlo. He intentado imaginarme de qué medio podría tratarse, y sólo pensé que el hombre puede proyectar el espíritu, como Mucor, o que usted lleva encima un espejo muy pequeño, o al menos un dispositivo de ese tipo. ¿Me dirá si estoy en lo cierto, y en ese caso cómo fue que no lo descubrieron?
—Porque lo llevo aquí dentro. —Grulla se dio un golpecito en el pecho.— Hace ocho años un cirujano me hizo un bypass. Aprovechamos la oportunidad para implantar un aparatito que cada dos minutos envía una señal de medio segundo. Cualquiera que escuche sabe así cómo funciona mi corazón, y la dirección de la señal le permite encontrarme. De modo que si alguna vez vuelve a necesitar que lo rescaten, simplemente máteme. —Sonrió.— Mientras aún estoy entre los vivos, ¿me permite preguntarle qué le interesa tanto de esa ventana?
—Me preguntaba si en caso de urgencia podríamos salir por aquí; por ejemplo, si la Guardia se pusiera a derribar la puerta. Creo que yo podría alcanzar el alero del tejado y trepar.
—Yo no. Quizá cuando tenía su edad. —Grulla reanudó la afeitada.
—¿Usted vuela?
Grulla soltó una risita.
—Ojalá pudiera.
—Pero lo que transmitió a su presidente-príncipe fue eso, ¿no? La forma que nos mostró Lemur. Cómo vuelan los Voladores.
—No. Ahí se equivoca.
Seda se apartó de la ventana.
—¿Un secreto con tanto valor militar? ¿Por qué no?
—Me gustaría poder decírselo, de veras. Pero no puedo. No estaba incluido en el acuerdo. Espero que se dé cuenta. Juré decirle todo lo que quisiera sobre mi organización y esta operación. Puedo decirle qué contenía el informe. El informe era parte de la operación, lo admito.
—Continúe.
—Pero no fue al presidente-príncipe de Palustria. ¿Realmente pensó que iba a contarle la verdad a ese demente de Lemur? Sé que usted lo hizo. Pero yo no soy usted.
—Espero que ahora no vaya a decirme que no es espía, doctor.
—No; soy espía, claro. ¿Le parece bien así? ¿O me la afeito entera?
—Yo la quitaría toda.
—Me lo estaba temiendo. —Reacio, Grulla la emprendió con otra extensión de barba.— ¿No me preguntará para quién espío? Para Trivigaunte.
—¿Las mujeres?
Grulla volvió a reír.
—En Trivigaunte dicen: «¿Los hombres?». Como la mayoría de las ciudades, Virón está dominada por hombres. ¿Se piensa que el Ayuntamiento no tiene espías mujeres? Tiene todo lo que necesita, le garantizo.
—Nuestras mujeres son leales, naturalmente.
—Admirable. —Gesticulando con la navaja, Grulla volvió la cara hacia Seda.— Los hombres de Trivigaunte también lo son. No somos esclavos. Si acaso estamos en mejor posición que las mujeres de aquí.
—¿Eso es verdad?
—Totalmente. La verdad y nada más.
—Entonces cuénteme qué había en su informe.
—Le contaré. —Grulla limpió la navaja.— Era bastante breve, cosa que usted ya sabe, o debería saber, porque me vio cuando lo escribía. Informé de que el Ayuntamiento andaba detrás de mí, de que me habían capturado y de que tratando de huir había matado al consejero Lemur. También de que habían derribado a un Volador pero que habían perdido el MP en el lago. De que había descubierto su cuartel general, un barco capaz de navegar bajo las aguas del lago Limna. Reclamé la recompensa que ofrece por eso nuestra Rani.
Con su sonrisa más ancha, Grulla continuó:
—Y por cierto que me la darán. Cuando vuelva a Trivigaunte seré rico. Pero dije que aún no me marcharé porque en mi opinión hay buenas posibilidades de que Seda derroque al Ayuntamiento. Yo lo rescaté de las manos de ellos, tiene razones para estarme agradecido y pienso que un cambio de gobierno en este lugar justifica cualquier riesgo.
—Le estoy agradecido —dijo Seda—. Y mucho, ya se lo he dicho. ¿Eso era todo?
Grulla asintió.
—El grueso, es casi exactamente como lo escribí. Ahora quiero que me explique cómo se enteró de que Jacinta trabaja para mí. ¿Lo dijo ella?
—No. Me fijé en el grabado del lanzagujas. —Seda sacó el arma del bolsillo.— Está lleno de jacintos, pero aquí arriba hay un pájaro alto (una garza, me pareció) en un estanque; cuando comprendí que en vez de una garza podía ser una grulla supe que se la había hecho grabar usted. —Abrió la recámara.— Espero que no se haya estropeado con el agua.
—Antes de disparar déjelo que se seque. Acuérdese de engrasarlo y funcionará bien. Pero el hecho de que yo le regalara a Jaci un lanzagujas adornado no puede haber sido su único indicio. Eso lo habría hecho cualquier viejo tonto ilusionado con una mujer hermosa.
—Es cierto, claro; pero en el mismo cajón ella guardaba el azot. A propósito, ¿todavía lo tiene?
Grulla asintió.
—Así pues, era probable que los dos se los hubiera dado la misma persona; de lo contrario ella no habría querido que esa persona los viera juntos. Un azot vale varios miles de tarjetas; si usted se lo había entregado, claramente era más de lo que aparentaba. Además luego me lo pasó a mí mientras me examinaba en presencia de Sangre. No creí que el hombre que usted fingía ser se atreviera a hacer algo así.
Grulla dejó escapar una nueva risita.
—Es usted tan astuto que empiezo a dudar de su inocencia. ¿Seguro que no es de mi oficio?
—Confunde inocencia con ignorancia, aunque en muchos sentidos también soy ignorante. La inocencia se elige, y se elige por la misma razón que se elige cualquier otra cosa: porque parece mejor.
—Tendré que reflexionarlo. Comoquiera que sea, respecto a que le di el azot a Jacinta se equivoca. Un par de días antes alguien me había revisado la habitación; no lo encontraron, pero para estar seguro le pedí a Jaci que me lo guardara.
—Cuando me lo puso bajo la faja...
—Dije que allá arriba había una diosa que lo quería, y era cierto. Ella me entregó el azot y me dijo que debíamos idear una forma de pasárselo a usted, pues pensaba que Sangre le ordenaría a Mosqueta que lo matara. Ella llegó, convencida de que me iba a encontrar remendándolo, pero yo ya había acabado y lo había enviado a Sangre. Mientras conversábamos vino a buscarme Mosqueta, así que le guiñé un ojo a Jaci y me llevé el azot, calculando que tendría una oportunidad de deslizárselo.
—¿Y ella fue a verlo y le pidió que hiciera eso?
—Así es —dijo Grulla—, y no lo culpo si eso lo reconforta. Cuando tenía su edad, a mí me habría hecho bailar de contento.
—Me reconforta. No lo niego. —Seda se mordió el labio.— Como favor, como enorme favor, ¿me permite ver el azot de nuevo, si no le molesta? Uno o dos minutos, ¿eh? No tengo intención de hacerle daño, ni siquiera de proyectar la hoja, y se lo devolveré en cuanto me lo pida. Sólo quiero mirarlo otra vez, y tenerlo en la mano.
Grulla sacó el azot de la faja y se lo pasó.
—Gracias. Mientras lo tuve me molestó que no llevara jacintos grabados; pero ahora entiendo. Este demon, ¿es de sanguinaria?
—Sí. Debía ser un regalo para Sangre. Nuestra Rani me dio una buena cantidad de dinero por si teníamos que comprarlo, y uno de nuestros janums añadió el azot como presente extra de conciliación. El ya tiene un par, pero en aquel momento aún no lo habíamos descubierto.
—Gracias. —Seda hizo girar el azot en las manos.— De haber sabido que era suyo y no de Jacinta, no habría regresado con Mamelta a buscarlo en esos túneles diabólicos. No nos habrían capturado los soldados de Lemur y ella no estaría muerta.
—Me temo que lo habrían atrapado igualmente aunque no hubiera vuelto a buscarlo —le dijo Grulla—. Pero en ese caso Lemur no habría tenido el azot y yo no habría podido matarlo. A estas alturas estaríamos muertos usted y yo. Y muy probablemente también su amiga.
—Supongo. —Por la que creyó última vez, Seda apretó los labios contra la resplandeciente empuñadura de plata.— Siento que sólo me ha traído mala suerte; pero, de no haberlo tenido, el talus me habría matado. —Con cierta reticencia se lo devolvió a Grulla.
Esa noche, tendido en su cama de alquiler y contemplando un techo extraño, los túneles se entremezclaron con los pensamientos de Seda, como delgados zarcillos que se extendían por todas partes. ¿Estaría ahora debajo de él, mientras le llegaba el sueño, aquella alta cámara donde los durmientes esperaban en frágiles tubos? Parecía enteramente posible, ya que la cámara no distaba mucho del túnel cubierto de cenizas, y las cenizas habían caído del manteón de Limna. Sin duda su manteón de la calle del Sol estaba sobre un túnel semejante, como había dado a entender Pedernal.
¡Qué horriblemente estrechos le habían parecido esos túneles! No los había construido el Ayuntamiento; era imposible. Los túneles eran mucho más antiguos, y de vez en cuando los obreros que cavaban cimientos nuevos se los encontraban, y sensatamente volvían a tapar los agujeros que habían hecho por accidente en los muros.
¿Pero quién había hecho los túneles, y con que propósito? La Máitera Mármol recordaba el Sol Corto. ¿Recordaría ella los túneles, la excavación hecha para los túneles y su uso, además?
La habitación, que debería haber sido fresca, estaba sobrecalentada; hacía allí más calor que en su habitación del manso, siempre calurosa por demás aunque estuvieran abiertas las dos ventanas, la de la calle de la Plata y la del jardín, con las delgadas cortinas blancas ondeando en un viento caliente que nada hacía por refrescar el ambiente. El doctor Grulla esperaba fuera con la Máitera Mármol, y le lanzaba a la ventana guijarros de roca de nave sacada de los túneles para avisarle que debía regresar en busca del azot plateado de Jacinta.
Como humo, él se alzaba y se dirigía a la ventana. Allí flotaba el Volador muerto, y de la nariz y la boca le salían burbujas de la exhalación final. Finalmente, todo el mundo respiraba por última vez, sin saber que era la última. ¿Era eso lo que había intentado decir el Volador?
De golpe se abría la puerta. Era Lemur. Detrás de él esperaba la monstruosa cara azul, dorada y roja del pez que había devorado a la mujer dormida en el tubo de cristal, en el que él mismo dormía ahora junto a Chenilla, que era Kypris, que era Jacinta, que era Mamelta con el pelo negro de Jacinta, que el pez había devorado y devoraría, chac, chac, chac, choque de fauces monstruosas...
Seda se sentó. La habitación era amplia y estaba oscura y en silencio, y el tibio aire húmedo retenía el recuerdo del sonido que lo había despertado. Grulla se agitaba en la otra cama.
El sonido empezó de nuevo. Un golpeteo débil, como el tictac del reloj en su habitación del manso.
—La Guardia. —Seda no habría podido explicar cómo lo sabía.
Grulla murmuró:
—Seguro que es la camarera, que quiere hacer las camas.
—Todavía está oscuro. Es de madrugada. —Seda descolgó las piernas al suelo.
Recomenzó el golpeteo.
En medio de la calle del Muelle había un guardia con trabuco, apenas visible en la luz del sol amortiguada por las nubes. Al ver a Seda en la ventana agitó la mano; en seguida se cuadró e hizo el saludo.
—Es la Guardia —dijo Seda, poniendo en juego toda su voluntad para mantener un tono tranquilo—. Me temo que nos tienen cojidos.
Grulla se sentó.
—Los guardias no golpean así.
—Afuera hay uno que está vigilando esta ventana. —Seda retiró el cerrojo y abrió la puerta. Un uniformado capitán de la Guardia hizo el saludo militar; los tacones chocaron, cortantes como las fauces del gran pez. Detrás del capitán, otro coracero blindado saludó también, la mano plana sobre el cañón del trabuco.
—Que todos los dioses os sean favorables —dijo Seda, porque no se le ocurría otra cosa. Se hizo a un lado—. ¿Os gustaría entrar?
—Gracias, mi caldé.
Seda parpadeó.
Cruzaron el umbral, el capitán descuidadamente elegante en su uniforme de confección, el coracero impecable en su blindaje encerado.
Grulla bostezó.
—¿No ha venido a arrestarnos?
—¡No, no! —dijo el capitán—. De ninguna manera. He venido a prevenirlos... a prevenir a mi caldé, en particular... de que hay otros que quieren arrestarlo. Otros que en este mismo momento lo están buscando. Presumo que es usted el doctor Grulla, ¿verdad, señor? Se ofrecen recompensas por los dos. Están necesitados de urgente protección, y he acudido yo. Siento haberles perturbado el sueño, pero me complace haberlos encontrado antes que los otros.
Lentamente Seda dijo:
—Creo que esto ocurre debido a una observación apresurada del consejero Lemur.
—No sé nada de eso, mi caldé.
—Por casualidad lo oyó algún dios... Creo imaginarme cuál. ¿Qué hora es, capitán?
—Las tres y cuarenta y cinco, mi caldé.
—Demasiado temprano para volver a la ciudad, pues. Siéntese... No, primero haga entrar al coracero que está vigilando la ventana. Luego quiero que se sienten los tres y nos cuenten qué está pasando en Virón.
—Si deseamos hacer creer a los otros que lo estoy arrestando, mi caldé, quizá sea mejor dejarlo donde está.
—Y ahora ha cumplido el arresto. —Seda tomó los pantalones y se sentó en la cama a ponérselos.— Ya que el doctor Grulla y yo estamos reducidos y desarmados, ese hombre ahí fuera no hace falta. Tráigalo aquí.
El capitán le hizo una seña al coracero, que fue hasta la ventana e hizo un gesto; el capitán tomó asiento en una silla.
Seda batió la venda de Grulla contra el poste de la cama.
—Me trata usted de caldé. ¿A qué se debe?
—Todo el mundo sabe, mi caldé, que tiene que haber un caldé. El Fuero, escrito por nuestra Patrona y el mismo Señor Pas, lo dice con claridad; sin embargo no ha habido caldé en los últimos veinte años.
—Sin embargo todo ha marchado bastante bien, ¿no? —dijo Grulla—. ¿No está en calma la ciudad?
El capitán meneó la cabeza.
—En realidad no, doctor. —Echó una mirada al coracero y se encogió de hombros.— Anoche hubo más disturbios y ardieron tiendas y casas. Para defender el Palatino casi no alcanza con una brigada entera. ¡Es increíble! Cada año es un poco peor. Ahora las cosas están muy mal por el calor, y la carestía en el mercado... —Volvió a encoger los hombros.— Si el Ayuntamiento me hubiera preguntado qué opinaba, les habría aconsejado comprar alimentos básicos (maíz y alubias, la comida de los pobres) y revenderlos por debajo del costo. No preguntaron, y escribiré mi opinión en su sangre.
Inesperadamente el coracero dijo:
—Nos habló una diosa, caldé.
El capitán se alisó el fino bigote.
—Así es, mi caldé. Ayer, en su manteón, donde ahora vuelven a hablar los dioses, merecimos esa alta honra.
Seda se enroscó la venda en el tobillo.
—¿Y uno de ustedes le entendió?
—Todos, mi caldé. No de la manera en que le entiendo a usted, ni de la manera en que sin duda usted le habría entendido. Sin embargo nos dijo llanamente que lo que nos habían ordenado era blasfemia, que a usted se lo tiene como sagrado. Por el favor de la diosa, mientras ella hablaba regresó su acólito. Él puede transmitir el mensaje en las palabras originales. El meollo era que los dioses están disgustados con nuestra infeliz ciudad, que han decidido que usted sea nuestro caldé y que todos cuantos resistan deben perecer. Mis hombres...
Como si aquello hubiese sido una señal, en la puerta sonó un golpe; el coracero la abrió para dejar entrar a su camarada.
—Estos hombres —siguió el capitán— estaban dispuestos a matarme si yo insistía en cumplir las órdenes, mi caldé. No obstante, yo no tenía la menor intención de hacerlo, esté bien seguro.
Seda recibió todo en silencio. Cuando el capitán concluyó, se puso la toga roja.
El coracero que acababa de entrar miró al capitán, que asintió. El coracero dijo:
—A nadie se le escapa que hay algo que no marcha. Pas está frenando la lluvia y el calor no cesa. Las cosechas fracasan una tras otra. Mi padre tenía un pozo grande, pero lo secamos a fuerza de bombear agua para regar el maíz. Ahora lleva todo el verano seco y con suerte habremos obtenido unos diez quintales.
El capitán ladeó la cabeza hacia el coracero que había hablado, como diciendo ya ve con qué dificultades debemos lidiar.
—Se habla de abrir canales para el agua del lago, mi caldé, pero eso tardará años. Mientras tanto, los cielos siguen estando cerrados para nosotros y todos los manteones de la ciudad están en silencio salvo el suyo. Ya antes de que hablara la diosa era evidente que los dioses están disgustados con nosotros. Muchos pensamos que el porqué es muy obvio. ¿Tiene usted conciencia, mi caldé, de que por toda la ciudad hay gente que está escribiendo «Seda para caldé» en las paredes?
Seda asintió.
—Esta noche hemos estado escribiendo, mis hombres y yo. Pero nosotros hemos escrito «Seda es caldé».
Grulla soltó una risita seca.
—Las dos cosas significan lo mismo, ¿no capitán? Si prenden a Seda lo matarán.
—Demos gracias porque eso no ha ocurrido, doctor.
—Esté seguro de que yo le estoy agradecido. —Grulla apartó su sábana, empapada en sudor.— Pero la gratitud no llevará al caldé al Juzgado. ¿Puede sugerir un sitio donde escondernos hasta que se disponga eso?
—Yo no me pienso esconder —declaró Seda—. Yo vuelvo a mi manteón.
Grulla alzó las cejas, y el capitán quedó sorprendido.
—Antes que nada porque quiero consultar a los dioses. Segundo, porque tengo que decirle a todo el mundo que debemos deponer al Ayuntamiento por medios pacíficos, si podemos.
—¿Pero está de acuerdo en que hay que deponerlo, mi caldé? ¿Pacíficamente si se puede, por la fuerza si es preciso?
Seda vaciló.
—Acuérdese de Iolar —murmuró Grulla.
—De acuerdo —dijo Seda al fin—. Hay que reemplazar a los actuales consejeros del Ayuntamiento por otros nuevos, pero dentro de lo posible sin derramamiento de sangre. Ustedes tres han sugerido que están dispuestos a luchar por mí. ¿También están dispuestos a acompañarme hasta el manteón? Si alguien viene a detenerme pueden decirle que ya estoy en situación de arresto, como iban a hacer aquí. Podrían decir que me llevan al manteón para que recoja mis cosas. Tratándose de un augur semejante cortesía no estaría fuera de lugar, ¿no?
—Será muy peligroso, mi caldé —dijo lúgubremente el capitán.
—Peligrosa será cualquier cosa que hagamos, capitán. ¿Y usted qué, doctor?
—Resulta que yo me afeito la barba, y usted vuelve al barrio donde lo conoce todo el mundo.
—Puede empezar hoy a dejársela de nuevo.
—¿Entonces cómo voy a negarme? —sonrió Grulla—. No hay forma de librarse de mí, caldé. No pienso apartarme de usted.
—Esperaba que dijera algo así. Capitán, ¿ustedes se han pasado la noche buscándome? Eso me pareció entender.
—Desde que nos favoreció la diosa, mi caldé. Primero en la ciudad; luego aquí porque su acólito nos dijo que había venido.
—Entonces deberían comer algo antes de partir, y lo mismo el doctor Grulla y yo. ¿Podría enviar un guardia a despertar al posadero? Dígale que pagaremos todo, pero que comeremos lo antes posible.
Una mirada despachó en seguida a uno de los coraceros.
Grulla preguntó:
—¿Tiene una flotadora?
El rostro del capitán se ensombreció.
—Sólo caballos. Para autorizar una flotadora hay que ser por lo menos coronel. Mi caldé, habría posibilidades de ordenar una flotadora para usted. Haré el intento.
—No sea ridículo —dijo Seda—. ¡Una flotadora para el prisionero! Caminaré delante de su caballo con las manos atadas. ¿No es así como se hace?
El capitán asintió a regañadientes.
—Sin embargo...
Grulla rezongó:
—¡Este hombre está cojo! Usted lo habrá notado. Tiene un tobillo roto. Es imposible que camine de aquí a Virón.
—Aquí hay un puesto de la Guardia, mi caldé. Quizá podría conseguir un caballo adicional.
Recordando el viaje con Alca a la villa de Sangre, Seda dijo:
—Burros. Aquí tienen que alquilar burros, y luego puedo mandar a Cuerno u otro muchacho para que los devuelvan. Supongo que a un augur y a un hombre de la edad del doctor se les permitirá viajar en burro.
Antes de que estuvieran listos para partir, la primera luz grisácea del develar ya clareaba las calles de Limna.
Seda aún murmuraba la oración matutina al Alto Hiérax cuando montó el joven burro blanco; uno de los coraceros lo sostuvo y le llevó las manos a la espalda para que el otro se las atara.
—Se las pondré bien flojas, caldé —se excusó el coracero—. Como para que no lo lastimen y pueda sacudirlas cuando quiera.
Seda asintió sin interrumpir la oración. Era extraño rezar ahora en toga roja, aunque antes de entrar en la escola lo hubiera hecho muchas veces en ropa de color. Se dijo que en el manso se cambiaría; se pondría una toga limpia y su mejor túnica. Era mal orador (en su propia valoración); si no llevara los hábitos de augur la gente se burlaría de él.
También tendría que haber mucha gente. Toda la que pudieran reunir él y las tres sibilas; y, claro, los estudiantes de la palestra. Cuando hablara... ¿En el manteón o fuera? Cuando hablara...
El capitán había montado su inquieto corcel.
—Sí está listo, mi caldé...
Seda asintió.
—Se me ha ocurrido que le sería muy fácil hacer de este arresto fingido un arresto real, capitán. Si lo hace no tiene nada que temer de mí. Ni de los dioses, creo.
—Hiérax se lleve mis huesos si planeo semejante traición, mi caldé. Puede tomar las riendas cuando quiera.
Aunque Seda no recordaba haberlo pateado, el burro ya avanzaba. Tras un momento de reflexión, concluyó que probablemente el coracero que le había atado las manos lo habría azuzado por detrás.
Grulla estudiaba los negros bancos de nubes que se desplegaban sobre el lago.
—Va a ser un día oscuro. —Apremió a su burro para que alcanzara al de Seda.— El primero en mucho tiempo. Al menos no tendremos que freírnos al sol sobre estas bestias.
Seda le preguntó cuánto pensaba que duraría la cabalgata.
—¿Con estos animales? Por lo menos cuatro horas. ¿Es que los burros nunca corren?
—Cuando era pequeño vi a uno corriendo en un prado —dijo Seda—. Claro que no llevaba un hombre.
—Ese individuo acaba de atarme las manos y ya me pica la nariz.
Subieron al trote la calle de la Costa, y pronto pasaron frente al Juzgado donde la solícita mujer que había admirado a Oreb había mencionado el santuario de Escila en la Vía de los Peregrinos, y frente al chillón cartel del abogado Vulpes, con su zorro rojo. Vulpes se preguntaría, pensó Seda, por qué no le había dado su tarjeta al capitán... suponiendo que Vulpes lo viera y lo reconociese con la ropa nueva. Sin duda habría argumentado que los delincuentes detenidos en Limna no debían ser devueltos a la ciudad para privarlos de sus servicios.
La tarjeta de Vulpes se había perdido con muchas otras cosas cuando lo habían registrado; ahora que lo pensaba, con las llaves del manteón. Probablemente, cuando Lemur había recibido el lanzagujas de Jacinta, el azot y las cuentas de Seda del consejero Potto, también había recibido la tarjeta de Vulpes, aunque en el tribunal con el que Lemur debía enfrentarse ahora no le serviría de gran cosa...
Seda levantó la vista, y advirtió que Limna había quedado atrás. El camino serpenteaba entre bajas lomas arenosas que debían de haber sido islotes y bajíos cuando el lago era más extenso. Se volvió sobre la silla para mirar por última vez el pueblo, pero detrás del capitán y los dos coraceros a caballo sólo vio el azul acerado del agua del lago.
—Tiene que ser más o menos la hora en que solía llegar Chenilla de pequeña —le dijo a Grulla—. Recorría el agua al develar. ¿Alguna vez se lo contó?
—Eso debía de ser más temprano.
Una gota de agua cayó en el cuello del burro blanco y dejó una mancha oscura en el pelo; otra salpicó el revuelto pelo de Seda, una gota asombrosamente tibia.
—Menos mal que no pasó un poco antes —dijo Grulla—. Aunque en realidad nunca me gusta.
Seda oyó el traqueteo de los disparos un instante después de ver que Grulla se ponía rígido. Detrás, el capitán gritó:
—¡Abajo! —y algo más, pero el trabuco de un coracero ahogó las palabras con su estampido.
La cuerda que ataba las muñecas de Seda, que un momento antes había estado a punto de caer, pareció tensarse en cuanto él intentó soltar las manos.
—¡Al suelo, caldé!
Se lanzó de la silla al polvo del camino. Por un aparente milagro tenía las manos libres. Al bramido de una flotadora le siguió un tableteo seco, como si un niño inmenso pasara un listón por los barrotes de una jaula.
A duras penas se puso de pie. Grulla también tenía las manos sueltas; rodeó el cuello de Seda mientras Seda lo ayudaba a bajar del burro. Más disparos. El caballo del capitán relinchó —un sonido espantoso—, reculó y los embistió, lanzándolos a los dos a la zanja.
—El pulmón izquierdo —balbuceó Grulla. Un hilo de sangre manaba de su boca.
—De acuerdo. —Con un solo movimiento, Seda subió la túnica de Grulla y la desgarró.
—Azot.
Al estruendo de los trabucos siguió un estampido más fuerte, de trueno, como si estuvieran disparando los dioses y muriendo también. Pálidas gotas del tamaño de huevos de paloma salpicaban el polvo.
—Voy a vendarlo —dijo Seda—. No creo que sea fatal. Se va a reponer.
—No sirve de nada. —Grulla escupió sangre. Y luego:— Simule que es mi padre. —Un torrente de lluvia los envolvió como una ola.
—Yo soy su padre, doctor. —Seda taponó con un jirón la cavidad febril y palpitante que era la herida de Grulla y la sujetó con otra tira arrancada de la toga.
—Caldé, tome el azot. —Grulla se lo puso en las manos y murió.
—De acuerdo.
Inclinado sobre el doctor, con el inservible retazo en las manos, Seda lo miró partir, vio el temblor que lo convulsionaba y los ojos que rodaban en las órbitas; sintió la tiesura final de los miembros y luego la flojera, y supo que se había ido la vida, que el gran buitre invisible que era Hiérax en momentos como aquél se había abatido en medio del diluvio para arrancar el espíritu de Grulla y liberarlo del cuerpo; que él mismo, arrodillándose en el barro, se arrodillaba en la sustancia divina del dios invisible. Mientras miraba, dejó de manar sangre de la herida de Grulla; un par de segundos más y la lluvia la dejó blanca.
Guardó el azot de Grulla en la faja y sacó las cuentas.
—Yo te transmito, doctor Grulla, el perdón de todos los dioses. Recuerda ahora las palabras de Pas, que dijo: «Haced mi voluntad, vivid pacíficamente, multiplicaos y no perturbéis mi sello. Así escaparéis a mi cólera».
Sin embargo, el sello de Pas había sido perturbado muchas veces; él mismo había raspado los restos de un sello de ésos. Entre los restos de otro había encontrado embriones, meras hilachas de carne podrida. ¿Debía el sello de Pas valorarse por encima de las cosas que estaba destinado a proteger? (Resonó un trueno.) La cólera de Pas se había desatado sobre el mundo.
—«Id con buena voluntad, y todo mal que lleguéis a hacer os será perdonado.»
La flotadora se acercaba; el rugido de sus propulsores se hacía oír dominando el fragor de la tormenta.
—Oh, doctor Grulla, hijo mío, has de saber que este Pas y todos los dioses menores me han autorizado a perdonarte en su nombre. Y yo perdono todos tus crímenes y todas tus faltas. Quedan olvidados. —Chorreando agua, las cuentas de Seda trazaron el signo de sustracción.— Bendito eres.
Habían cesado los disparos. Presumiblemente el capitán y los dos coraceros estaban muertos. ¿Lo dejaría la Guardia transmitirles el Perdón de Pas antes de llevárselo?
—Perdónanos, te ruego, a nosotros los vivientes. —Seda hablaba lo más rápidamente posible, con palabras precipitadas que sus maestros de la escola no habrían aprobado nunca.— A menudo yo y muchos otros te hemos perjudicado, doctor, cometiendo faltas terribles contra ti. No las guardes en tu corazón; comienza la vida que sigue a la vida en completa inocencia, perdonados todos esos daños.
Un trabuco restalló tres veces en rápida sucesión, muy cerca. Se oyó el tableteo de una zumbadora, y a un palmo de la cabeza de Grulla se alzó una columna de barro.
—En nombre de todos los dioses quedas perdonado para siempre, doctor Grulla. Hablo aquí por el Gran Pas... —Y otro tanto por los nueve, cada uno con su epíteto honorífico. Se apoderó de Seda la sensación de que en realidad ninguno de ellos importaba, ni siquiera Hiérax, aunque sin duda Hiérax estaba presente.— Y por el Extraño y todos los dioses menores.
Se incorporó.
Una cenagosa figura agazapada detrás de un caballo muerto gritó:
—¡Corra, mi caldé! ¡Sálvese usted! —Luego volvió a disparar hacia la flotadora de la Guardia que se cernía sobre ellos.
Seda levantó las manos; la cuerda que no lo había sujetado le colgaba aún de una muñeca.
—¡Me rindo! —En la faja, el azot abultaba como un trozo de plomo. Se adelantó cojeando lo más rápido que podía, trastabillando, resbalando en el barro mientras la lluvia le acribillaba la cara.— ¡Soy el caldé Seda! —Un relámpago iluminó el cielo, y durante un instante la flotadora que avanzaba pareció un talus con colmillos y ojos escrutadores pintados.— ¡Si tenéis que matar a alguien matadme a mí!
La figura manchada de barro dejó caer el trabuco y también levantó las manos.
La flotadora frenó, y la ráfaga de los propulsores los bañó con agua fangosa.
—Nos han tendido una trampa, mi caldé. —Como por un truco, la figura embarrada hablaba con la voz del capitán.— Morimos por usted y por Virón.
Debajo de la torreta se abrió un escotillón y saltó un oficial cuyo uniforme quedó empapado al instante.
—Lo sé —dijo Seda—. No los olvidaré nunca. —Intentó recordar el nombre del capitán, pero si lo había oído ya no lo tenía presente, y tampoco recordaba el nombre del coracero de rostro moreno y serio, a cuyo padre se le había secado el pozo.
El oficial dio unas zancadas hacia ellos, se detuvo y con un floreo presentó la espada. Sosteniéndola verticalmente, juntos los tacones, erguida la cabeza, saludó como en un campo de instrucción.
—¡Caldé! ¡Gracias a Hiérax y todos los dioses que he podido rescatarlo!
FIN