Publicado en
agosto 22, 2010
La Estrella De Belén Y Otros Ensayos Científicos
EL FENÓMENO «EUREKA»
(Eureka Phenomenon)
(Fantasy & Science Fiction, Junio de 1971)
En los viejos tiempos, cuando yo escribía ficción en abundancia, había ocasiones en las que me era imposible continuar. De repente, me daba cuenta de que estaba en un atolladero y no veía la forma de escabullirme. Para resolver este problema, desarrollé una técnica que siempre dio resultado.
Se trataba simplemente de esto: ir al cine. Pero no a ver cualquier película. Tenía que ser una llena de acción y que no exigiera demasiado al intelecto. Mientras la veía, intentaba por todos los medios anular cualquier pensamiento consciente relativo a mi problema, y cuando salía del cine sabía con exactitud lo que debía hacer para desarrollar la trama de mi relato.
Era algo infalible.
De hecho, cuando estaba trabajando en mi tesis doctoral, hace muchísimos años, descubrí de improviso un error en mi lógica que no había advertido antes y que echó por los suelos todo lo que había hecho. Lleno de pánico, fui a ver una película de Bob Hope... y salí de allí con el nuevo enfoque que precisaba.
De ahí mi creencia en que el pensamiento es un fenómeno doble, como la respiración.
Se puede controlar la respiración por una acción voluntaria deliberada; se puede respirar profunda y rápidamente, o se puede contener la respiración, sin tener en cuenta las necesidades corporales en aquel momento. Sin embargo, esto no es de utilidad durante mucho tiempo. Los músculos pectorales se fatigan, el cuerpo exige más oxígeno, o menos, y se relaja. Sobreviene el control automático involuntario de la respiración, que la adecua a las necesidades del organismo y, a menos que se padezca una indisposición respiratoria, todo puede darse por resuelto.
Pues bien, es posible pensar mediante acción voluntaria deliberada, de la misma forma, y no creo que sea mucho más eficaz, en general, que el control voluntario de la respiración. Se puede forzar la mente, en un acto premeditado, a que recorra canales deductivos y asociativos en busca de solución a determinado problema. Pero al cabo de poco tiempo el individuo, después de haberse devanado los sesos, se encuentra dando vueltas y más vueltas por los mismos caminos restringidos. Si esos caminos no conducen a la solución, será inútil cualquier nuevo esfuerzo del pensamiento consciente.
Por otra parte, si la persona deja errar su pensamiento, el proceso de éste quedará regido por un control automático involuntario y será más apto para emprender nuevas rutas, efectuando asociaciones dispersas que no podrían imaginarse conscientemente. De manera que la solución se presentará mientras se piensa que no se está pensando.
Con todo, el problema reside en que el pensamiento consciente no implica acción muscular y, por tanto, no existe sensación de fatiga física que induzca al descanso. Todavía más, el impulso de la necesidad fuerza a la persona a insistir inútilmente, y cada nuevo esfuerzo inútil aumenta la preocupación en un círculo vicioso.
Opino que, para contribuir a un sosiego deliberado, hay que someter la mente a un material lo bastante complicado para ocupar la facultad voluntaria del pensamiento, pero también lo suficiente superficial para no comprometer al mecanismo involuntario, que es más profundo. En mi caso, este material es una película de acción; en el caso del lector, podrá ser otra cosa.
Sospecho que esta facultad involuntaria del pensamiento es la causante de lo que llamamos «rasgo de ingenio», algo que imagino debe tratarse simplemente del resultado del pensamiento inadvertido.
El rasgo de ingenio quizá más famoso en la historia de la ciencia tuvo lugar en la ciudad de Siracusa (Sicilia) en el siglo III aC. Acompáñenme y les contaré la historia...
Hacia el año 250 aC, la ciudad de Siracusa experimentó una especie de Edad de Oro. Se hallaba bajo la protección del creciente poder romano, pero conservaba un rey con considerable autonomía. Era próspera y poseía una floreciente vida intelectual.
El rey era Hierón II, y había encargado una nueva corona de oro a un orfebre, entregándole un lingote como materia prima. Hierón, hombre práctico, había pesado con exactitud el lingote y pesó después la corona que recibió. Las dos medidas eran exactamente iguales. ¡Buen negocio!
Pero luego se sentó y meditó. Tal vez el orfebre había sustraído una pequeña cantidad de oro, no demasiado, y la había sustituido por un peso igual de cobre, mucho menos valioso. La aleación resultante seguiría conservando el aspecto de oro puro, pero el orfebre dispondría de una cantidad de oro además de sus honorarios. Hierón, por así decirlo, habría comprado oro y cobre, y le habrían estafado con toda limpieza.
La idea de que le engañaran le gustaba tanto como a ustedes o a mí, pero no sabía la forma de averiguar con seguridad si le habían timado o no. Era difícil castigar al orfebre por una simple sospecha. ¿Qué hacer?
Afortunadamente, Hierón disponía de una ventaja de la que pocos gobernantes de la historia universal podrían jactarse. Tenía un pariente de talento considerable. Se llamaba Arquímedes y, probablemente, estaba dotado del intelecto más grandioso que el mundo conocería antes del nacimiento de Newton.
Arquímedes fue llamado a la corte y se le expuso el problema. Debía determinar si la corona que le mostraban era de oro puro, o si se trataba de oro al que había sido añadida una pequeña, pero significativa, cantidad de cobre.
Podríamos reconstruir así el razonamiento de Arquímedes. El oro era la sustancia más densa conocida en aquella época. Su densidad, en términos modernos, es de 19,3 gramos por centímetro cúbico. ¡Esto significa que un peso determinado de oro ocupa menos volumen que el mismo peso de cualquier otra sustancia! En realidad, un peso dado de oro ocupa menos volumen que el mismo peso de cualquier tipo de oro impuro conocido en aquellos tiempos.
La densidad del cobre es de 8,92 gramos por centímetro cúbico, casi la mitad de la del oro. Si consideramos, por ejemplo, cien gramos de oro puro, es fácil calcular que tendrán un volumen de 5,18 centímetros cúbicos. Pero supongamos que cien gramos de lo que aparentaba ser oro puro fueran tan sólo noventa gramos de oro y diez de cobre. Los noventa gramos de oro puro tendrían un volumen de 4,66 centímetros cúbicos, y los diez gramos de cobre 1,12 centímetros cúbicos, dando en conjunto un valor de 5,78 centímetros cúbicos.
La diferencia entre 5,18 y 5,78 centímetros cúbicos es perfectamente apreciable, e indicaría al momento si la corona era de oro puro o si contenía un diez por ciento de cobre, estando el restante diez por ciento de oro, sustraído con destreza, en las arcas del orfebre.
Por tanto, todo lo que había que hacer era medir el volumen de la corona y compararlo con el del mismo peso de oro puro.
Las matemáticas de la época facilitaban la medición del volumen de innumerables figuras sencillas: el cubo, la esfera, el cono, el cilindro, cualquier objeto achatado de forma regular simple y grosor conocido, etcétera, etcétera.
Podemos imaginar a Arquímedes diciendo:
—Todo lo necesario, señor, es fundir la corona, darle forma de un cuadrado de grosor uniforme y entonces podré responderte al instante.
—¡Ni hablar! —debió de ser la respuesta de Hierón, al tiempo que le arrebataba la corona de las manos—. Yo también puedo hacer eso. He estudiado los principios de las matemáticas. Esta corona es una obra de arte muy valiosa y no quiero que sufra daño alguno. Calcula su volumen sin estropearla en lo más mínimo.
Pero los matemáticos griegos no disponían de forma alguna para determinar el volumen de objetos tan irregulares como la corona, puesto que el cálculo integral aún no había sido inventado (ni lo sería por casi dos mil años).
—No existe forma conocida, señor —debió de ser la respuesta de Arquímedes—, para determinar el volumen sin destrucción.
—Pues piensa en una —sería la intransigente réplica.
Y Arquímedes debió ponerse a meditar una solución, sin llegar a ninguna parte. Nadie sabe cuánto tiempo estuvo pensando, o con cuánta dedicación, o qué hipótesis consideró y descartó, o cualquier otro detalle.
Lo que sí sabemos es que Arquímedes, cansado de pensar, decidió acudir a los baños públicos y tranquilizarse. Podemos afirmar, creo que con toda seguridad, que Arquímedes no tenía intención alguna de seguir meditando su problema en los baños. Sería ridículo suponer lo contrario, porque los baños públicos de una metrópoli griega no estaban destinados a cosas semejantes.
Los baños griegos eran un lugar de descanso. La mitad de la aristocracia social ciudadana se encontraría allí, y había muchas más cosas que hacer aparte de tomar un baño. El visitante se sometía al vapor, se procuraba un masaje, hacía gimnasia y se distraía en charlas sociales de tipo general. Podemos asegurar que Arquímedes intentó olvidarse de la estúpida corona por un rato.
Nos lo podemos representar mentalmente participando en discusiones intrascendentes, comentando las últimas nuevas de Alejandría y Cartago, los escándalos ciudadanos más recientes, los novísimos chistes a expensas de los protectores romanos... y luego sumergiéndose en una primorosa bañera que algún criado chapucero había llenado en exceso.
El agua se vertió al entrar Arquímedes en el baño. ¿Se dio cuenta al instante? ¿O bien suspiró, se puso cómodo y chapoteó con los pies antes de advertir el agua derramada? Me inclino por lo último. Pero en cualquier caso, lo advirtió, y ese hecho, añadido a todos los procesos de razonamiento que su cerebro había seguido durante el período de relajación, cuando estaba a salvo de las relativas estupideces (incluso en Arquímedes) del pensamiento voluntario, le dio la respuesta en un centelleo cegador de intuición. Saltó del baño y emprendió una veloz carrera hacia su morada a través de las calles de Siracusa. No se preocupó de vestirse. La visión de Arquímedes corriendo desnudo por Siracusa ha divertido a decenas de generaciones de niños que han oído esta historia, pero debo explicar que los griegos antiguos mostraron una sensatez total en su actitud hacia la desnudez. Les preocupaba tanto ver a un hombre desnudo en las calles de Siracusa como a nosotros en los escenarios de Broadway.
Y mientras corría, Arquímedes gritaba sin cesar: «¡Lo encontré! ¡Lo encontré!» Claro que, como no sabía inglés, tuvo que decirlo en griego: «¡Eureka! ¡Eureka!»
La solución de Arquímedes era tan sencilla que cualquiera pudo comprenderla... después de que Arquímedes la explicara.
Si un objeto completamente seco es sumergido en agua, deberá desplazar por fuerza una cantidad de líquido igual a su propio volumen, dado que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.
Entonces, supongamos que se disponía de una vasija con capacidad suficiente para contener la corona y que ese recipiente poseía un pequeño desagüe situado en el centro de su costado. Y supongamos también que la vasija fuera llenada de agua exactamente hasta el desagüe, de forma que si el nivel de agua se elevara algo, por muy poco que fuera, cierta cantidad de líquido se derramaría.
A continuación, supongamos que la corona se introduce con todo cuidado en el agua. El nivel subirá en una proporción idéntica al volumen de la corona, y ese volumen de líquido se verterá por el desagüe y será recogido en un pequeño recipiente. Después de esto, una masa de oro de pureza comprobada y del mismo peso que la corona, se sumerge también en el agua, volviendo a subir el nivel por segunda vez y recogiendo el líquido vertido en un segundo recipiente.
Si la corona fuera de oro puro, el derrame sería el mismo en ambos casos, y los volúmenes de agua recogida en los dos pequeños recipientes serán idénticos. Pero si la corona fuera de aleación, producirá un vertido superior al del oro puro y esto se advertirá con toda facilidad.
Además, no se dañaría ni deterioraría la corona, y ni siquiera sufriría un rasguño. Y lo más importante: Arquímedes había descubierto «el principio de flotación».
¿Era de oro puro la corona? He oído decir que resultó ser una aleación y que el orfebre fue ejecutado, pero no podría jurarlo.
¿Con qué frecuencia acontece este «fenómeno eureka»? ¿Cuán a menudo existe este chispazo de profunda intuición en un momento de sosiego, este grito triunfante de «¡Eureka! ¡Eureka!» que con certeza debe de ser un instante del éxtasis más puro que nuestro afligido mundo puede deparar?
Me gustaría que existiera algún medio para saberlo. Sospecho que ocurre a menudo en la historia de la ciencia; sospecho que muy pocos descubrimientos importantes se efectúan mediante la técnica pura del pensamiento voluntario; sospecho que el pensamiento voluntario, como mucho, tal vez pueda preparar el terreno, pero que el toque final, la inspiración auténtica, llega cuando el pensamiento está sometido al control involuntario.
Pero el mundo padece una conspiración para ocultar ese hecho. Los científicos se aferran a la razón; al meticuloso desarrollo de las consecuencias a partir de los presupuestos; a la organización cuidadosa de experimentos ideados para comprobar aquellas consecuencias. Si un determinado tipo de experimentos no conduce a nada, es omitido en el informe final. Si una conjetura inspirada resulta ser correcta, no se informa de ella como tal. En lugar de eso, se inventa una sólida línea de pensamiento voluntario, a posteriori, que conduzca al concepto, y eso es lo que consta en el informe final.
El resultado es que cualquiera que lea documentos científicos jurará que no ocurrió nada que no fuera el pensamiento voluntario manteniendo una zancada firme y constante desde el principio al final, y eso no puede ser cierto.
Es una vergüenza. No sólo priva a la ciencia de buena parte de su encanto (¿cuántos fragmentos del dramático relato de Watson en «Double Helix» suponen ustedes que fueron incluidos en los informes finales anunciando el gran descubrimiento de la estructura del ADN?)1, sino que confina a la mística el importante proceso de «percepción», «inspiración» y «revelación».
De hecho, el hombre de ciencia se avergüenza de tener eso que podríamos llamar una revelación, como si fuera traicionar a la razón, cuando en realidad lo que denominamos revelación, en un hombre que ha dedicado su vida al pensamiento lógico, es, después de todo, un pensamiento racional que no se halla bajo control voluntario.
En la era moderna sólo a veces echamos una ojeada a las obras del razonamiento involuntario, y cuando lo hacemos, siempre es fascinante. Consideremos, por ejemplo, el caso de Friedrich August Kekulé von Stradonitz.
En la época de Kekulé, hace más de cien años, un tema de gran interés para los químicos era la estructura de las moléculas (las asociadas al tejido vivo). Las moléculas inorgánicas eran sencillas, en general, en el sentido de que estaban constituidas por pocos átomos. Las moléculas de agua, por ejemplo, están formadas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno (H2O). Las moléculas de la sal común constan de un átomo de sodio y otro de cloro (ClNa), y así sucesivamente.
Por el contrario, las moléculas orgánicas contenían con frecuencia un gran número de átomos. Las del alcohol etílico tienen dos átomos de carbono, seis de hidrógeno y uno de oxígeno (C2H6O); la molécula del azúcar de caña ordinario es C12H22O11, e incluso otras moléculas son más complejas.
Por lo general, en el caso de las moléculas inorgánicas es suficiente conocer los tipos y el número de átomos en la molécula. En las moléculas orgánicas hay que saber más cosas. Así, el éter dimetílico tiene la fórmula C2H6O, igual que la del alcohol etílico, y sin embargo los dos son completamente diferentes en sus propiedades. Al parecer, los átomos están dispuestos de forma distinta dentro de las moléculas, pero ¿cómo determinar las disposiciones?
En 1852, Edward Frankland, un químico inglés, advirtió que los átomos de un elemento particular tendían a combinarse con un número fijo de otros átomos. Este número de combinación fue denominado «valencia». Kekulé, en 1858, sistematizó esta noción. Asignó al átomo de carbono, basándose en abundante evidencia química, una valencia cuatro, al de hidrógeno uno, al de oxígeno una valencia dos, etcétera.
¿Por qué no representar los átomos con sus símbolos y un número de líneas en torno a ellos, siendo igual ese número a la valencia? Tales átomos podrían entonces enlazarse como si fueran piezas de un juego de construcción y se obtendrían «fórmulas estructurales».
Se pudo deducir que la fórmula estructural del alcohol etílico era en tanto que la del éter dimetílico era
En cada caso, había dos átomos de carbono, ambos con cuatro trazos ligados, seis átomos de hidrógeno, todos con un trazo, y un átomo de oxígeno con dos trazos. Las moléculas constaban de los mismos elementos, pero en disposiciones distintas.
La teoría de Kekulé funcionó maravillosamente. Ha sido muy desarrollada y detallada desde su época, pero aún se pueden encontrar representaciones muy semejantes a las fórmulas estructurales de Kekulé en cualquier texto químico moderno. Representan simplificaciones extremas de la realidad, pero aun así siguen siendo muy prácticas.
Las estructuras de Kekulé se aplicaron a numerosas moléculas orgánicas en años anteriores a 1858, y las similitudes y contrastes en las estructuras equivalían a similitudes y contrastes en las propiedades. Al parecer, la clave para la racionalización de la química orgánica había sido descubierta.
Pero había un hecho sorprendente. Un producto químico muy conocido, el benceno, no se ajustaba a la teoría. Se sabía que poseía una molécula formada por igual número de átomos de carbono e hidrógeno. Su peso molecular conocido era de 78, y una pareja carbono-hidrógeno tenía un peso de 13. Por tanto, la molécula de benceno debía contener seis parejas carbono-hidrógeno, y su fórmula era C6H6.
Pero esto implicaba un problema. Según las fórmulas de Kekulé, los hidrocarbonos (moléculas compuestas sólo de átomos de carbono e hidrógeno) podían esquematizarse como cadenas de átomos de carbono con átomos de hidrógeno unidos. Si todas las valencias de los átomos de carbono se completaban con átomos de hidrógeno, como en el «hexano», cuya molécula ofrece este aspecto
se dice que el compuesto está saturado. Se descubrió que estos hidrocarbonos saturados tendían muy poco a reaccionar con otras sustancias. Si algunas de las valencias no estaban cubiertas, se añadían trazos extra a los que conectaban los átomos de carbono. Se formaron dobles trazos, como en el «hexeno».
El hexeno no está saturado, porque ese doble trazo, tiene tendencia a abrirse y unirse a otros átomos. El hexeno es químicamente activo.
Cuando se hallan presentes seis carbonos en una molécula, son necesarios catorce átomos de hidrógeno para ocupar todos los trazos de valencia y convertirla en inerte, como en el hexano. En el hexeno, por otra parte, sólo existen doce hidrógenos. Si todavía hubiera menos átomos de hidrógeno, existiría más de un doble trazo; incluso podrían encontrarse trazos triples, y el compuesto aún sería más activo que el hexeno.
Sin embargo, el benceno, de fórmula C6H6 y con ocho átomos de hidrógeno menos que el hexano, es menos activo que el hexeno, que posee tan sólo dos átomos de hidrógeno menos que el hexano. De hecho, el benceno es menos activo incluso que el mismo hexano. Los seis átomos de hidrógeno de la molécula de benceno parecen saturar en mayor medida a los seis átomos de carbono que los catorce del hexano.
¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?
Esto podría parecer trivial. Las fórmulas de Kekulé eran tan maravillosamente adecuadas en el caso de tantos compuestos, que se podría despreciar al benceno como simple excepción a la regla general.
Con todo, la ciencia no es una gramática del idioma. No es tan sencillo categorizar algo como excepción. Si la excepción no se ajusta al sistema general, éste ha de ser erróneo.
O bien, consideremos el punto de vista más positivo. A menudo una excepción puede ser encajada en un sistema más general, obteniéndose un ensanchamiento de dicho sistema. En general, esta expansión representa un gran avance y, por tal razón, debería prestarse mucha atención a las excepciones.
Durante cerca de siete años, Kekulé se enfrentó al problema del benceno e intentó resolver el enigma de cómo una cadena de seis carbonos podía ser saturada por completo con tan sólo los seis átomos de hidrógeno del benceno y, empero, no quedar saturada con los doce átomos de hidrógeno del hexeno.
¡No se le ocurrió nada!
Y después, un día de 1865 (él mismo explica el hecho), encontrándose en Ghent, Bélgica, subió a un transporte público para dirigirse a cierto lugar. Estaba cansado y, sin duda, el sonido machacón de los cascos de los caballos sobre el pavimento le adormeció y cayó en un estado de somnolencia.
Estando así, le pareció tener una visión de átomos uniéndose entre sí en cadenas que daban vueltas (¿Por qué no? Era el tipo de cosas que siempre ocupaba su mente cuando estaba despierto). Pero entonces una cadena se curvó de tal forma que cabeza y cola se enlazaron, formando un anillo... y Kekulé despertó sobresaltado.
En su interior, debió gritar «Eureka», porque realmente lo había encontrado. Los seis átomos de carbono del benceno formaban un anillo, no una cadena, de modo que la fórmula estructural tomaba esta disposición:
Como puede verse, aún hay tres enlaces dobles, por lo que podría creerse que la molécula es muy activa..., pero ahora existe una diferencia. De los átomos de un anillo puede esperarse que posean propiedades diferentes de los de una cadena, y los enlaces dobles de un caso pueden no tener las propiedades de los del otro. Por lo menos, los químicos podían trabajar sobre esa hipótesis y comprobar si les conducía a contradicciones.
Pero no fue así. La suposición dio resultados excelentes. Aconteció que las moléculas orgánicas se podían dividir en dos grupos: aromáticas y alifáticas. Las primeras poseían el anillo bencénico (u otros similares) como parte de la estructura, y las segundas no. Aceptando propiedades distintas dentro de cada grupo, las estructuras de Kekulé funcionaron a la perfección.
Durante casi setenta años, la visión de Kekulé se sostuvo con firmeza en el duro campo de las técnicas químicas del momento, guiando al químico entre la maraña de reacciones que llevaban a la síntesis de más y más moléculas. Luego, en 1932, Linus Pauling aplicó la mecánica cuántica a la estructura química con la suficiente agudeza como para explicar por qué el anillo bencénico era tan especial y que lo demostrado correcto en la práctica lo era también en la teoría.
¿Otros casos? Claro que sí.
En 1764, James Watt, ingeniero escocés, trabajaba como constructor de instrumentos para la Universidad de Glasgow. La Universidad le entregó un modelo muy reciente de máquina a vapor que no funcionaba bien, y le pidió que lo reparara. Watt lo hizo sin problema, pero incluso cuando funcionaba a la perfección, no era eficaz. Era ineficiente en extremo y consumía cantidades enormes de combustible. ¿Existía alguna forma de mejorarlo?
Pensar no sirvió de nada; pero sí un paseo tranquilo, sosegado, en la tarde de un domingo. Watt volvió de él con la noción clave en su mente: emplear dos cámaras separadas, una para el vapor y otra para el agua fría, de forma que la misma cámara no exigiera un constante enfriamiento y recalentamiento, lo que provocaba el enorme consumo de combustible.
En 1843 el matemático irlandés William Rowan Hamilton desarrolló una teoría de «cuaternos», pero no pudo completarla hasta comprender el hecho de que existían condiciones bajo las que P x Q no era igual a Q x P. La idea base le llegó de repente mientras paseaba hacia la ciudad con su esposa.
El fisiólogo alemán Otto Loewi estudiaba el mecanismo de la acción nerviosa y, en particular, los productos químicos creados en las terminaciones nerviosas. Una noche de 1921 se despertó a las tres de la madrugada con una noción perfectamente nítida sobre el tipo de experimento que debía efectuar para clarificar un punto fundamental que le confundía. Lo apuntó y volvió a dormirse. Al despertarse por la mañana se encontró con que no podía recordar cuál había sido su inspiración. Se acordó de haber tomado notas, pero le fue imposible descifrarlas.
La noche siguiente, volvió a despertarse a las tres de la madrugada con aquella diáfana idea en su mente una vez más. En esta ocasión, no perdió el tiempo. Se levantó, se vistió, fue derecho al laboratorio y empezó a trabajar. Hacia las cinco de la mañana demostró lo que le interesaba, y las consecuencias de sus descubrimientos fueron lo bastante importantes en años posteriores como para compartir el premio Nobel de 1936 en Medicina y Fisiología.
Cuán a menudo debe de ocurrir este tipo de fenómeno y qué vergüenza que los científicos sean tan devotos de su fe en el pensamiento consciente como para oscurecer los verdaderos métodos por los que obtienen sus resultados.
EL TRIUNFO DE LA LUNA
(Triumph of the Moon)
(Fantasy and Science Fiction, Junio de 1973)
La noche pasada (mientras escribo esto) me encontraba sobre la cubierta del Statendam, trasatlántico americano-holandés, a once kilómetros de distancia de Cabo Kennedy, y contemplé al Apolo 17 elevarse por los aires como la luciérnaga más gigantesca de la creación. Iluminó el cielo de horizonte a horizonte, coloreó el océano de un gris naranja y convirtió el firmamento en una concavidad cobriza de la que habían desaparecido las estrellas.
Poco a poco, ascendió sobre su cola de fuego y ya estaba a gran altura antes de que la onda expansiva nos alcanzara y sacudiera violentamente, unos cuarenta segundos después de la ignición.
La humanidad realizaba su sexto intento para alcanzar la Luna y colocar sobre ella a los hombres que harían el número once y doce. Se trataba del último lanzamiento de la serie Apolo (y el único nocturno, de ahí su increíble espectacularidad. Quedé encantado de haberlo visto). Pueden transcurrir décadas antes de que el hombre retorne a la tarea... después de establecer una estación espacial que permitiría llegar a la Luna con más facilidad, mayor economía y superior precisión.
Mientras estaba en la cubierta contemplándolo, el Apolo 17 devino una estrella entre las estrellas en un cielo recién oscurecido. Y mientras la abrasada plataforma de lanzamiento resplandecía desamparada en la ribera, me sobrecogió un escalofrío de culpabilidad.
Poco tiempo atrás yo había escrito «La tragedia de la Luna» (F&SF, julio de 1972), en donde describí cómo y por qué el hombre habría avanzado mucho más con tan sólo que la Luna hubiera orbitado Venus en vez de la Tierra. Aunque esto sólo era un aspecto del relato. También la Luna ha tenido sus triunfos, si aceptamos al hombre como la medida de todas las cosas, porque nuestro satélite fue la fuerza motriz, de una u otra forma, en los tres momentos críticos del desarrollo de la humanidad.
En primer lugar, es muy posible que el hombre no existiera si la Tierra no hubiera tenido luna. Los continentes habrían seguido vacíos.
La vida se inició en el océano hace unos tres mil millones de años o más y, al menos en el ochenta por ciento de toda su historia en este planeta, permaneció en el océano. La vida se adecuó en principio a las capas superficiales del océano, y únicamente por la facultad de ajuste versátil durante muchas generaciones ha logrado colonizar las zonas adyacentes: descendiendo a los abismos, introduciéndose en ríos y lagos de agua dulce y penetrando y ascendiendo en la tierra y en el cielo.
El avance en tierra firme, desde las orillas del mar, debió de ser muy exótico; tan imposible para la vida marina como la superficie lunar para nosotros. Si imaginamos una criatura marina primitiva con la suficiente inteligencia como para haber especulado con la vida terrestre, podemos estar seguros de que se aterraría ante el panorama. En tierra, un organismo estaría sometido a la total e incesante atracción de la gravedad, a la existencia de bruscas variaciones de temperatura, tanto diarias como anuales, a la necesidad de obtener y conservar agua en un ambiente esencialmente no líquido, a la obligación de extraer oxígeno de un aire seco y desecante en lugar de una benigna solución líquida.
Podemos imaginarnos a una criatura marina así emergiendo del mar con un traje terrestre repleto de agua en su interior, garfios mecánicos para servirle de ayuda contra la gravedad, aislamiento contra los cambios de temperatura, etc.
Pero la vida marina de hace quinientos millones de años no disponía de recursos tecnológicos que le permitieran conquistar la tierra firme. Tan sólo pudo adaptarse con el paso de cientos o miles de generaciones, hasta que le fue posible vivir en tierra sin necesidad de protección.
¿Pero qué fuerza le impulsó a hacerlo, en ausencia de una decisión deliberada?
Las mareas.
La vida se extendió hacia los bordes del océano, donde el agua del mar, dos veces por día, se precipitaba contra las laderas continentales y volvía a retroceder. Y miles de especies de algas, anélidos, crustáceos, moluscos y peces seguían el movimiento de esas mareas. Algunos ejemplares eran abandonados en la costa al retirarse el mar, y de ellos sobrevivían unos pocos porque, por la razón que fuera, se mostraron más capacitados para soportar la pesadilla de la existencia terrestre hasta que retornaba el agua, reparadora y vivificante.
Las especies que se adaptaron a la duración temporal del período en tierra firme evolucionaron, y la presión continuada de la competencia originó un cierto grado de supervivencia, adquirido al desarrollar la capacidad de resistir las condiciones terrestres durante fracciones de tiempo cada vez mayores.
Por fin, evolucionaron especies que podían permanecer en tierra indefinidamente. Cerca de unos cuatrocientos veinticinco millones de años atrás, la vida vegetal empezó a verdear las costas de los continentes. Se formaron caracoles, arañas e insectos aprovechándose de un nuevo medio alimenticio. Hace unos cuatrocientos millones de años, algunos peces se arrastraron sobre prominencias, recién formadas, en las llanuras repletas de fango (Es un hecho que nosotros descendemos de las criaturas de agua dulce que probablemente llegaron a soportar la tierra como resultado de la desecación periódica de las charcas, pero aquéllas pudieron completar su colonización sólo a causa de que las mareas habían poblado ya los continentes y creado una ecología que sería parte integral de los mismos).
Y las mareas, claro está, son producidas por la Luna. El Sol también origina mareas, desde luego, pero de un volumen tres veces menor que las causadas por la Luna en nuestros días. Ese baño alternativo de agua salada habría representado una corriente menos poderosa hacia la tierra y, todo lo más, habría llevado a la colonización de los continentes en una época muy posterior.
Hace cientos de millones de años, en realidad, cuando la vida terrestre evolucionaba, la Luna se encontraba seguramente más cerca de la Tierra y las mareas eran muchísimo más potentes. Hasta es posible que la Luna fuera capturada cuando ya existía la vida («The Great Borning», Septiembre de 1967) y que fuera el subsiguiente período de mareas colosales el que produjo el impulso necesario para colonizar la tierra firme2.
El segundo efecto crucial de la Luna tuvo lugar en algún momento del período Paleolítico, cuando los hombres eran primates en busca de alimento, quizá no mucho más afortunados que otros animales de la misma especie. Los predecesores primitivos del hombre eran ya las criaturas terrestres más inteligentes que habían existido nunca, pero se puede objetar que la posesión de cerebro no es por fuerza el mejor medio para asegurar la supervivencia. El chimpancé, en el esquema evolutivo general, no es tan afortunado como la rata, ni el elefante como la mosca.
Para que el hombre triunfara, para que se estableciera como el rey del planeta, necesitaba utilizar su cerebro como algo más que un simple mecanismo para cumplir la rutina diaria de obtener comida y burlar a los enemigos. El hombre debió aprender a gobernar su ambiente, es decir, a observar, generalizar y crear una tecnología. Y para aguzar su mente hasta ese extremo, empezó a numerar y medir. Sólo a través de la numeración y medida pudo ir captando la noción de un universo que podía ser comprendido y manipulado.
Se necesitaba algo que impulsara a contar, de la misma forma que se había necesitado algo para llegar a la tierra firme.
El hombre debía reparar en algo regular que pudiera comprender, en algo lo suficientemente metódico como para que le permitiera predecir el futuro y apreciar la capacidad del intelecto.
Una forma sencilla de percibir el orden es comprobar algún ritmo cíclico, constante, de la naturaleza. El ciclo más simple y dominante es, claro, la sucesión del día y la noche. El concepto del tiempo debió surgir cuando algún hombre (o antepasado de éste) empezó a tener el conocimiento conciente de que con toda certeza el sol saldría por el este después de haberse puesto por el oeste. Esto significó la conciencia del tiempo, en lugar de su simple tolerancia pasiva. Significó seguramente el principio de la medida del tiempo, tal vez la medida de cualquier cosa, al poder situarse un hecho diciendo que ocurrió tantos amaneceres atrás o que iba a suceder tantos amaneceres después.
Sin embargo, el ciclo día-noche carece de sutileza y es demasiado opresivo y «blanco y negro» (literalmente) para hacer brotar las mejores cualidades del hombre. Sin duda, si los hombres observaban con mucha atención, advertirían que el día se alargaba y acortaba y que la noche se acortaba y alargaba en lo que hoy llamaríamos un ciclo anual. Podrían haber asociado esto con la altura cambiante del sol de mediodía y con un ciclo de estaciones.
Por desgracia tales cambios serían difíciles de comprender, de seguir y determinar. La duración del día y la posición del sol exigirían mediciones muy arduas en tiempos primitivos; las estaciones dependen de muchos factores que tienden a confundir su naturaleza puramente cíclica en un breve período de tiempo; y en los trópicos, donde evolucionó el hombre, todas estas variaciones son mínimas.
Pero existe la Luna. El Sol es glorioso, pero no puede ser considerado. Las estrellas son puntos de luz invariables. La Luna, sin embargo, es un objeto de luz tenue y brillante cuya forma cambia de modo constante.
La fascinación de esa forma variable, junto a una posición cambiante en el cielo respecto al Sol, debió de atraer la atención. La desaparición lenta del cuarto de Luna cuando emergía con el Sol naciente y la aparición de una nueva Luna con el resplandor solar del ocaso puede haber proporcionado a la humanidad el empuje inicial hacia la noción de muerte y reencarnación que se encuentra en la base de tantas religiones. El nacimiento de cada Luna nueva (así se sigue denominando), como símbolo de esperanza, pudo haber agitado las emociones del hombre primitivo lo bastante como para forzarle de modo irresistible a calcular por anticipado cuándo aparecería aquella Luna nueva, para poder saludarla con alegría y regocijo.
Las Lunas nuevas se presentan, no obstante, lo bastante separadas en el tiempo cómo para incitar un ejercicio de cálculo; y la amplitud del cómputo haría aconsejable el empleo de muescas en un trozo de madera o hueso. Además, el número de días no es fijo. A veces el intervalo entre dos Lunas nuevas es de veintinueve días, otras veces de treinta. Pero con un cómputo continuado debió de aparecer una norma.
Una vez establecida ésta, llegaría a comprenderse por fin que doce Lunas nuevas abarcaban un ciclo de estaciones (es más fácil contar y entender doce Lunas nuevas que trescientos sesenta y cinco días). Y el cálculo no es correcto todavía. Con doce Lunas nuevas las estaciones se adelantan. Algunas veces debería añadirse una Luna nueva más.
Por otra parte, la Luna se eclipsa de vez en cuando (Los eclipses de Luna pueden verse en todo el mundo al mismo tiempo, en tanto que los de Sol, más o menos iguales en número, se ven sólo en algunas zonas reducidas. Por lo tanto, desde un punto dado de la Tierra una persona ve muchos más eclipses de Luna que de Sol).
El eclipse de Luna, su muerte relativamente rápida en el momento de madurez total (el eclipse siempre sucede cuando la Luna está llena) y su renacimiento con la misma rapidez, debe de haber causado un impacto enorme en los pueblos primitivos. Para ellos debió de ser importante saber cuándo se produciría un acontecimiento tan significativo, y los cálculos tuvieron que alcanzar un nuevo nivel de sutileza.
No es sorprendente, pues, que los primeros esfuerzos para comprender el Universo se concentraran en la Luna. Stonehenge pudo haber sido un observatorio primitivo en calidad de dispositivo inmenso para predecir con exactitud los eclipses lunares. Alexander Marshak analizó las señales de huesos antiquísimos y sugirió que se trataba de calendarios primitivos que indicaban las Lunas nuevas.
De modo que existen buenas razones para creer que el hombre fue impulsado inicialmente hacia el cálculo y la generalización a través de la necesidad de mantener vigilada la Luna; que los calendarios surgieron de la Luna; que aquéllos condujeron a las matemáticas y la astronomía (y a la religión, también); y que de éstas surgió todo lo demás.
Si las mareas lunares hicieron posible al hombre como ser físico, las fases de la Luna lo transformaron en un ser intelectual.
¿Y qué más? Prometí tres momentos críticos y para el tercero vamos a aproximarnos más en el tiempo, al punto donde la civilización humana se hallaba en plena carrera.
Hacia el tercer milenio antes de Cristo, la primera gran civilización, la de los sumerios, en las extensiones inferiores del valle del Tigris y el Éufrates, se encontraba en la cumbre. En aquel clima seco el cielo nocturno era visible de manera uniforme y resplandeciente, y existía una casta sacerdotal con el ocio suficiente para estudiar los cielos y las motivaciones religiosas para hacerlo.
Fueron ellos, con toda seguridad, los primeros en advertir que aunque la mayoría de estrellas mantenían su configuración noche tras noche sin variación, cinco de las más brillantes cambiaban su posición relativa con el resto de modo uniforme y constante. Esto representó el descubrimiento de los planetas, a los que distinguieron con el nombre de dioses, una costumbre que hemos conservado hasta hoy. También observaron que el Sol y la Luna variaban constantemente su posición respecto a las estrellas, por lo que los consideraron asimismo planetas.
Los sumerios fueron los primeros, tal vez, en empezar a seguir el movimiento de todos los planetas, y no sólo el de la Luna, y en emprender la tarea mucho más compleja de generalizar y sistematizar el movimiento planetario, en lugar de limitarse al lunar. Esto fue proseguido por las civilizaciones posteriores que heredaron sus tradiciones hasta llegar a los caldeos, que dominaron el valle del Tigris y el Éufrates en el siglo VI aC, y que poseían un sistema muy desarrollado de astronomía planetaria.
Los griegos se apropiaron de la astronomía caldea y la transformaron en un sistema que Claudio Ptolomeo conformó finalmente en el siglo II dC.
El sistema ptolomeico colocó la Tierra en el centro del Universo. Se suponía que la Tierra estaba rodeada por una serie de esferas concéntricas. La más interior sostenía a la Luna, la siguiente a Mercurio, luego venían Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, en ese mismo orden. La esfera más externa contenía las estrellas fijas. A este esquema planetario se añadieron numerosas y sutiles modificaciones.
Ahora consideremos los objetos celestes, uno a uno, y veamos cómo debieron de influir en el observador primitivo. Supongamos primero que sólo existieran estrellas en el cielo.
En tal caso, no habría motivo alguno para que cualquier astrónomo, sumerio o griego, dedujera que no eran otra cosa más que lo que parecían ser: puntos luminosos contra un fondo negro. El hecho de que nunca cambiara la posición relativa entre ellas, incluso después de largos períodos de observación, hacía razonable suponer que el cielo era una esfera sólida y negra que rodeaba la Tierra y que las estrellas se hallaban incrustadas en ese cielo sólido cual diminutas chinchetas luminosas.
También sería lógico pensar que el firmamento y sus estrellas encajadas era una simple cubierta, y que la Tierra, y sólo la Tierra, constituía el Universo esencial. Debía ser el mundo, el único objeto existente que el hombre pudiera habitar.
Cuando se descubrió y estudió Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, no añadieron nada sorprendentemente nuevo a esta imagen. Se movían con independencia, por lo que no podían estar fijos en el cielo. Todos y cada uno de ellos debían hallarse empotrados en esferas separadas, una dentro de la otra, y todas estas esferas debían ser transparentes, dado que podían verse las estrellas a su través.
Sin embargo, estos planetas eran simplemente otras estrellas para el observador primitivo. Eran más brillantes que las otras y se movían de forma distinta, pero sólo podían ser puntos luminosos adicionales. Su existencia no trastocaba la visión de la Tierra como el único mundo.
¿Y respecto al Sol?
Tuvo que admitirse que el Sol era una excepción en el firmamento. No se trataba de un punto de luz, sino de un círculo de luz, millones de veces más brillante que cualquier estrella. Cuando estaba en el cielo, lo teñía de azul y hacía desaparecer cualquier otra mota de luz.
Y con todo, aunque el Sol fuera mucho mayor, no era muy diferente. Todas las estrellas y planetas, igual que el Sol, irradiaban luz, en tanto que la Tierra era oscura. Los cuerpos celestiales no variaban, mientras que en la Tierra todo se corrompía, decaía y cambiaba. Los cuerpos celestes se movían alrededor sin cesar, pero en la Tierra los objetos ascendían o caían. Cielo y Tierra parecían distintos en lo fundamental.
Hacia 340 aC, Aristóteles estableció la distinción en una forma que perduró dos mil años. La Tierra, afirmó, se componía de cuatro elementos básicos constituyentes: tierra, agua, aire y fuego. El cielo y todo lo que contenía, sin embargo, estaba constituido por un quinto elemento peculiar y totalmente diferente a los cuatro terrestres. Este quinto elemento era el «éter», palabra derivada del griego y que significa «resplandeciente».
Este resplandor, o luminosidad, que pareció tan fundamental en los cuerpos celestes en oposición a los terrestres, abarcaba también a todos los pobladores temporales del firmamento. Los meteoros existían sólo transitoriamente, pero eran relámpagos de luz. Los cometas podían ir y venir y poseer formas extrañas, pero tales formas eran luminosas.
Todo parecía una conspiración para hacer ver el cielo como algo distinto y la Tierra como el único mundo.
A excepción de la Luna. La Luna no encaja. Al igual que el Sol, es algo más que una simple mota de luz. Incluso llega a ser un círculo perfecto de luz, por más que su brillo sea miles de veces menor que el del Sol. Pero a diferencia del Sol o de cualquier otro objeto celeste, la Luna cambia su forma con regularidad.
Más pronto o más tarde, debió suscitarse esta pregunta: ¿Por qué la Luna cambia de forma? Sin duda, el primer pensamiento del hombre debió de ser que lo que parecía ocurrir, sucedía realmente; que del fuego solar nacía cada mes una Luna nueva.
Algún sumerio anónimo, sin embargo, pudo haber tenido sus dudas. El estudio completo y cuidadoso de la posición de la Luna en el cielo, comparada con la del Sol, debió aclarar por completo que la porción luminosa de la Luna siempre era aquella que estaba encarada con el Sol.
Iría surgiendo la noción de que cuando la Luna variaba su posición respecto al Sol se iban iluminando progresivamente diferentes fragmentos de su superficie, y que este cambio progresivo originaba el cambio de fases, tal como se veía desde la Tierra.
Si se interpretaban así las fases, era lógico pensar que la Luna sería una esfera que brillaba sólo a causa de la luz del Sol que reflejaba. Únicamente media esfera era iluminada por el Sol en cualquier momento, y este hemisferio iluminado variaba de posición, produciendo la sucesión de las fases.
Si se necesitaron pruebas para fundamentar esto, pudieron descubrirse en la forma en que a veces brillaba el resto del cuerpo lunar, en el momento del cuarto de Luna, con una luminosidad rojiza muy tenue. Estaba allí pero, simplemente, no recibía la luz del Sol.
En tiempo de los griegos, se aceptaba sin discusión el hecho de que la Luna brillaba sólo debido a la luz solar reflejada.
Esto significó que la Luna no era un cuerpo luminoso de por sí como parecía ser el caso de todos los demás cuerpos celestes. Se trataba de un cuerpo oscuro, como la Tierra. Su brillo se debía a luz reflejada, como en la Tierra (En realidad, el débil resplandor rojizo de la porción oscura de la Luna en la fase de cuarto se debe a que dicha parte está bañada por la luz reflejada desde la Tierra).
Además, el disco lunar, a diferencia del solar, mostraba señales claras y permanentes, manchas oscuras que debilitaban su luminosidad. De aquí se desprendía que la Luna, distinguiéndose de los otros cuerpos celestes, era claramente imperfecta, igual que la Tierra.
Por lo tanto, se podía suponer que la Luna, al menos, era un mundo como la Tierra; que la Luna, como mínimo, podía estar habitada igual que la Tierra. De forma que, incluso en épocas antiguas, la Luna, y sólo la Luna, proporcionó al hombre la noción de una multiplicidad de mundos. Sin la Luna es posible que dicha noción no hubiera surgido antes de la invención del telescopio.
A decir verdad, Aristóteles no unió Luna y Tierra en una misma clase, sino que consideró a la primera como compuesta de éter. Al estar la Luna más cerca de la Tierra que cualquier otro cuerpo celeste, podría argumentarse que absorbía algunas de las imperfecciones de los elementos terrestres, produciéndose en ella manchas y perdiendo la capacidad de emitir luz propia.
Pero la astronomía griega avanzó más. Hacia el 250 aC, Eratóstenes de Cirene utilizó métodos trigonométricos para calcular el tamaño de la Tierra. Llegó a la conclusión de que el planeta tenía una circunferencia de 40.000 kilómetros y, de ahí, un diámetro de 12.000. No se equivocó por mucho.
En 150 aC, Hiparco de Nicea empleó también métodos trigonométricos para determinar la distancia a la Luna. Afirmó que la separación entre la Tierra y la Luna era de unas treinta veces el diámetro terrestre. Tampoco se equivocó por mucho.
Combinando los resultados de Hiparco y Eratóstenes, la Luna se halla a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros de la Tierra, y para justificar su tamaño aparente debía poseer una circunferencia de algo más de tres mil doscientos kilómetros. ¡Era un mundo! Pese a lo que dijera Aristóteles, se trataba de un mundo, al menos por el tamaño.
Así que no es sorprendente que, mientras Claudio Ptolomeo publicaba sus grandes síntesis sobre la astronomía griega, Luciano de Samosata escribiera un popular relato con viaje incluido a una Luna deshabitada. En buena lógica, después de reconocerse a la Luna como mundo, la aceptación de otros cuerpos celestes como mundos similares constituía un paso fácil de dar.
No obstante, es la Luna, sólo la Luna, la que se encuentra lo bastante cerca de la Tierra como para que se pueda estimar su distancia por métodos trigonométricos basados en observaciones visuales sin instrumentos. Sin la Luna habría sido imposible adquirir ningún conocimiento sobre la distancia y tamaño de cualquier cuerpo celeste antes de la invención del telescopio. Y a falta del impulso suministrado por el conocimiento de la distancia y tamaño lunares, ¿habría existido esa urgencia por explorar el firmamento, incluso después que se inventará el telescopio y se utilizara con objetivos militares?
Posteriormente, en 1609, Galileo puso el telescopio al servicio de la astronomía por primera vez.
Galileo estudió el cielo y descubrió que los planetas, a través de su telescopio, dejaban de ser los puntos de luz que veía el ojo desnudo y aparecían como esferas de luz de formas diferentes. Y lo que era más, Venus, como mínimo, por su situación con respecto a la Tierra, exhibía fases semejantes a las de la Luna. Además, estas fases se relacionaban claramente con su posición relativa al Sol.
La conclusión parecía inevitable. Todos los planetas similares a estrellas —Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno— eran mundos como la Luna. Se presentaban como simples puntos de luz propia que eran y seguían estando formados más lejos de nosotros que la Luna.
Esto, por sí mismo, no era tan fatal para la visión aristotélica, ya que se podía argüir que los planetas (y la Luna), por muy grandes y sin luz propia fueran, seguían estando formados por éter.
Lo que en efecto destruyó el concepto etéreo, de una vez y por todas, fue la observación lunar de Galileo (De hecho, lo que primero miró fue la Luna). En la superficie, Galileo vio montañas y zonas lisas y oscuras que denominó mares. La Luna, de forma clara y visible, era un mundo como la Tierra: imperfecto, áspero, montañoso.
No es de extrañar, pues, que con esta segunda conmoción suministrada por la Luna diera otro gigantesco paso adelante el concepto de la pluralidad de mundos. El siglo XVII fue testigo del inicio de una serie de novelas sobre viajes tripulados a la Luna, cuya complejidad fue aumentando cada vez más, y así ha seguido justo hasta nuestros días.
Sin duda, puede afirmarse que Galileo habría demostrado la pluralidad de mundos, mediante el telescopio, hasta si la Luna no hubiera existido, y que la resistencia de los aristotelianos se habría venido abajo con la mejora de los telescopios y la invención de otros medios.
Supongamos que ése fuera el caso. Los escritores de ciencia-ficción habrían soñado entonces en vuelos a Marte o Venus, en lugar de a una Luna inexistente. Pero, después de todo, los sueños son sólo sueños. ¿Habría intentado el hombre convertir en realidad los vuelos espaciales si no hubiera existido la Luna?
La Luna se encuentra a menos de cuatrocientos mil kilómetros de nosotros. Venus está a cuarenta millones de kilómetros, y eso cuando se halla más cerca (a intervalos de año y medio). De forma que se encuentra cien veces más lejos de nosotros que la Luna. Marte, en el momento de más proximidad, todavía está más distante. Cada treinta años, aproximadamente, cuando se halla muy cerca, dista cincuenta y cinco millones de kilómetros.
Se tardan tres días en llegar a la Luna. Como mínimo se emplearían seis meses para alcanzar Venus o Marte.
Han sido precisos recursos heroicos para que los hombres llegaran a la Luna. ¿Habría sido razonable esperar que desde el principio hubieran hecho los esfuerzos, mucho más heroicos, necesarios para alcanzar Venus o Marte?
No. Es la Luna, y sólo la Luna, la que posibilitó el vuelo espacial. En primer lugar, permitiéndonos comprender que existen otros mundos aparte del nuestro. En segundo, ofreciéndonos un punto intermedio mediante el cual podemos mejorar nuestra técnica y desde el cual, como base, nos lanzaremos eventualmente al asalto mucho más grandioso de los mundos lejanos.
Resumiendo, el triple triunfo de la Luna consiste en que hizo posible la existencia del hombre, en que le permitió desarrollar las matemáticas y la ciencia, y en que le capacitó para trascender la Tierra y conquistar el espacio.
En mi anterior ensayo, «La Tragedia de la Luna», llegué a la conclusión de que habría sido mejor para el hombre que Venus poseyera una luna como la terrestre. En este artículo rechazo todo deseo de perder nuestra Luna.
Habría sido ideal que ambos planetas estuvieran acompañados de Luna.
LA MEDIDA DE LO MÁS REMOTO
(Figure of the Farthest)
(Fantasy and Science Fiction, Diciembre de 1973)
A veces me desespera la gente que lo hace todo perfectamente. Por mi experiencia personal he ido dudando cada vez más incluso de la veracidad de los mejores relatos históricos y biografías. Pueden ser ciertos en esencia, pero parece imposible referirse a los pequeños detalles tal como fueron en realidad.
Por ejemplo, en todo lo que escribo hablo en abundancia de mí mismo, por lo que podría pensarse que hay ciertos detalles de mi vida personal muy conocidos para cualquiera que se interese por mí y por mis escritos. ¡Pues no!
Acabo de recibir un número, el del 29 de abril de 1973, de Silhouette Magazine, publicado por el Sun de Colorado Springs. En él hay un artículo de ciencia-ficción que incluye una entrevista telefónica conmigo. Aparte de algún error tipográfico, se trata de un buen artículo y me complace mucho, con excepción de un párrafo.
El artículo cita al señor Clayton Balch, que, según se explica, da clases en dos cursos de SF del Community College (El Paso). El señor Balch se refiere, en parte, a la civilización de la droga y su influencia en la SF. En apariencia piensa que los escritores necesitan algún tipo de estimulante artificial y que se limitan a emplear cualquier variedad que tengan al alcance en su época. El artículo cita esta opinión del señor Balch sobre la civilización de la droga: «Numerosos escritores jóvenes crecieron con ella, y de la misma manera que Asimov bebe whisky escocés, ellos usan drogas».
Bien, maldita sea, Asimov no usa drogas NI bebe whisky escocés, y nunca lo hizo. Asimov es un adicto al té, así lo ha manifestado por escrito cincuenta veces, como mínimo, y lo ha demostrado en público un millón de veces por lo menos. No obstante, en el futuro (si es que existe), los biógrafos, reuniendo cada pequeño fragmento en el que se me mencione, encontrarán ese artículo y declararán con toda solemnidad que el whisky escocés era mi bebida favorita (En realidad, me gusta beber un poco de vino dulce, como el Manischewitz Concord Grape, o el Cherry Heering, o hasta el Bristol Cream Sherry, pero incluso un pequeño sorbo me emborracha, por lo que, a decir verdad, prefiero no hacerlo).
Si algo tan insignificante como mis hábitos de bebida es tergiversado, no es extraño que otras cosas más sutiles creen muchos más problemas. Por ejemplo, aunque el motivo ha sido explicado en un millón de libros de astronomía, y en varios de mis artículos, la gente me bombardea continuamente con cartas de indignación ante el hecho de que las Galaxias se alejen de nosotros a una velocidad proporcional a la de su distancia a la Tierra. ¿Qué tenemos de especial nosotros?, preguntan con insistencia.
En el pasado expliqué que esta velocidad proporcional a la distancia (Ley de Hubgle) se deduce de la expansión del Universo, aunque lo cierto es que nunca lo he expuesto en detalle. Ahora lo haré, porque he pensado en un método que creo nadie ha intentado hasta ahora.
Pero no enseguida. Entraré en el problema indirectamente, siguiendo mi acostumbrado estilo oblicuo, haciendo que el artículo trate, primero, las sucesivas ampliaciones de la imagen humana sobre el Universo.
Para empezar, los hombres sólo conocían el tamaño de la porción de Universo con la que estaban en contacto directo, y esto, en general, no era mucho. Sin embargo, comerciantes y generales se vieron forzados a recorrer grandes distancias al ensancharse los imperios antiguos.
En el 500 aC, cuando el imperio persa se extendía desde la India a Egipto en una anchura máxima de cinco mil kilómetros, Hecateo de Mileto, el primer geógrafo científico entre los griegos, estimó que la superficie continental de la Tierra (considerada plana por él) debía de ser una plataforma circular de unos 8.000 kilómetros de diámetro. Esta, por tanto, es nuestra primera cifra para la línea recta más larga que era conocida con exactitud aproximada.
1) 500 aC — 8.000 kilómetros
Hacia 350 aC, los filósofos sabían con seguridad que la Tierra era una esfera, y hacia 225 antes de Cristo, Eratóstenes de Cirene, advirtiendo que la luz solar caía simultáneamente sobre diferentes zonas de la superficie terrestre con distintos ángulos, usó el hecho para calcular el tamaño de dicha esfera. Desarrolló el cálculo correctamente, determinando en doce mil ochocientos kilómetros el diámetro de la Tierra, y ésta fue la línea recta más larga conocida.
2) 225 aC — 12.800 kilómetros
Pero el diámetro de la Tierra no podía ser el máximo definitivo, dado que aparte de la Tierra estaban los cuerpos celestes. Hacia 150 aC, Hiparco de Nicea, el más grande de los astrónomos griegos, calculó la distancia de la Luna mediante métodos trigonométricos válidos y anunció que tal distancia era igual a treinta veces el diámetro de la Tierra. Aceptando la medición de Eratóstenes para dicho diámetro, obtenemos que la distancia es de unos 384.000 kilómetros, lo cual es correcto. Si imaginamos una esfera con la Tierra como centro y capaz de contener la órbita de la Luna, su diámetro será de 768.000 kilómetros, y ésta pasa a ser la máxima línea recta medida con exactitud.
3) 150 aC — 768.000 kilómetros
¿Y los otros cuerpos celestes? Entre Hecateo e Hiparco, el tamaño conocido del Universo había aumentado noventa y seis veces. Se había doblado por término medio cada cincuenta años. ¿No se podía haber continuado? A ese ritmo, la distancia al Sol podía haber sido determinada hacia 250 dC.
¡Ay!, no fue así. Después de Hiparco se produjo un lapsus mortal de dieciocho siglos. La utilización de métodos trigonométricos para determinar la distancia de objetos más alejados que la Luna requería un telescopio y, ¡ay!, éste no fue inventado hasta 1608.
En 1609, Kepler fue el primero en elaborar el modelo del Sistema Solar, pero hasta 1671 no se realizó la primera medición, con una aproximación razonable, del paralaje de un planeta (Marte), empleando el telescopio. Fue obtenida por el astrónomo italo-francés Giovanni Domenico Cassini.
Usando dicho paralaje y el modelo de Kepler, Cassini obtuvo las distancias a los diversos cuerpos del Sistema Solar. Sus cifras quedaron cerca del seis por ciento por debajo de las actuales, pero ignoraré tales inexactitudes en las primeras mediciones realizadas con métodos válidos y emplearé las cifras correctas. Así, Saturno, el planeta más remoto en tiempos de Cassini, se halla a 1.417 millones de kilómetros del Sol. Imaginando una esfera con centro en el Sol y lo bastante grande para incluir la órbita de Saturno, su diámetro constituirá la longitud más larga medida correctamente.
4) 1671—3.000.000.000 de kilómetros
Esto era cerca de cuatro mil veces la mayor distancia conocida con exactitud por los antiguos y muestra el poder del telescopio.
No obstante, el récord no duró mucho tiempo. En 1704, el astrónomo inglés Edmund Halley estudió la órbita del cometa que lleva su nombre y le pareció que retrocedía hasta una distancia de 5.000.000.000 de kilómetros del Sol antes de regresar. Basándose en sus cálculos predijo la reaparición del cometa, y la vuelta de éste en 1758 (el año previsto por él) demostró que estaba en lo cierto. El diámetro de una esfera centrada en el Sol que contenga la órbita del cometa de Halley era el nuevo récord.
5) 1704 — 10.000.000.000 de kilómetros
Sin duda, todos los astrónomos en activo en los dos primeros siglos de la era telescópica sabían que la medición de las distancias dentro del Sistema Solar no iba a proporcionarles el tamaño del Universo. Más allá del Sistema Solar se encontraban las estrellas.
Los astrónomos dedicaron todos sus esfuerzos a determinar la distancia de las estrellas midiendo sus paralajes, extremadamente pequeños, y en la década de 1830 tres hombres lo lograron, casi al mismo tiempo.
El astrónomo alemán Friedrich Wilheim Bessel anunció la distancia de la estrella 61 del Cisne en 1838. El astrónomo escocés Thomas Henderson anunció la distancia de Alfa de Centauro en 1839, y el astrónomo ruso-alemán Friedrich Wilheim von Struve anunció la distancia de Vega en 1840.
De las tres, Vega era la más distante, hallándose a unos 200.000.000.000.000 de kilómetros de nosotros. Son demasiados ceros para su manejo adecuado. Por la década de 1830, existían ya ciertas estimaciones bastante buenas respecto a la velocidad de la luz, por lo que fue posible emplear el «año-luz» como unidad de distancia; es decir, la distancia que la luz recorrería en un año, y que viene a ser de unos 9.400.000.000.000 de kilómetros. De forma que Vega se halla a 27 años-luz de distancia. Si empleamos la consabida esfera, centrada en el Sol y que contenga a Vega, el diámetro será la nueva distancia récord.
6) 1840 — 500.000.000.000.000 de kilómetros o 54 años-luz
Se trataba de un enorme incremento de cincuenta mil veces con relación a las distancias del Sistema Solar, pero no podía ser el no va más, porque tras Vega había innumerables estrellas y más remotas. Ya en 1784, el astrónomo anglo-alemán William Herschel había contado las estrellas en direcciones distintas para comprobar si se extendían con simetría. No era así, y Herschel fue el primero en sugerir que el Sistema Estelar era un objeto plano en forma de lente, al que ahora llamamos la Galaxia.
Herschel intentó evaluar el tamaño de la Galaxia, pero sólo obtuvo una aproximación muy vaga. Sin embargo, en 1906 un astrónomo holandés, Jacobo Cornelio Kapteyn, conociendo la distancia a las estrellas más próximas y disponiendo de inmensos mapas estelares y de la nueva técnica de la fotografía, estimó que el diámetro mayor de la Galaxia era de 55.000 años-luz.
7) 1906 — 55.000 años-luz
Esto representó un aumento de mil veces respecto al período del primer descubrimiento de distancias estelares, pero aún no era bastante. En 1920, el astrónomo americano Harlow Shapley, utilizando el período de las variables Cefeidas como nuevo método para la determinación de distancias, demostró que la Galaxia era mucho más grande de lo que Kapteyn había pensado (La cifra, usando los métodos de Shapley, se cree ahora que es de cien mil años-luz). Además, Shapley descubrió que las Nubes de Magallanes eran sistemas de estrellas situados inmediatamente después de la Vía Láctea y que se encontraban a 165.000 años-luz de nosotros. Una esfera con centro en el Sol y lo bastante amplia para abarcar las Nubes de Magallanes, tendría un diámetro que constituiría un nuevo récord de amplitud.
8) 1920 — 330.000 años-luz
Esto era sextuplicar la cifra de Kapteyn. ¿Representaba, por fin, la totalidad del Universo? Había muchos astrónomos, incluso en 1920, que sospechaban que la Galaxia y las Nubes de Magallanes eran todo el Universo y que tras ellas no existía nada.
Pero había muchas dudas en cuanto a la Nebulosa de Andrómeda, una mancha difusa de blancura de la que alguien pensó que se hallaba muy alejada de la Galaxia y que, claro está, era otra galaxia tan inmensa como la nuestra. El problema no se resolvió hasta 1923, cuando el astrónomo americano Edwin Powell Hubble descubrió estrellas aisladas en los bordes de la nebulosa y determinó su distancia. Demostró que se encontraba a gran distancia de la Galaxia y que con toda certeza se trataba de otra galaxia. Veinte años más tarde, el método utilizado por Hubble fue modificado y la distancia de la Nebulosa de Andrómeda resultó ser cuatro veces mayor de la que el astrónomo había creído en principio.
Suponiendo una esfera centrada en el Sol y que abarque la Nebulosa de Andrómeda (y empleando la distancia actualmente aceptada de 2.700.000 años-luz), el diámetro de dicha esfera será el nuevo récord.
9) 1923 —5.400.000 años-luz
Con todo, este aumento de dieciséis veces sobre la cifra de Shapley estaba en sí mismo limitado, porque una vez más quedaba claro que el nuevo récord era temporal. Después de que Andrómeda fuera reconocida como Galaxia, se comprendió en el acto que millones de otras manchas más difusas de niebla luminosa podían ser también galaxias, y que todas ellas se encontraban más distantes que Andrómeda.
Entre 1920 y 1940, se determinaron las distancias de galaxias más y más difusas mediante el estudio de sus características espectrales. En 1940, hombres como el astrónomo norteamericano Milton La Salle Humason habían descubierto galaxias a distancias de doscientos millones de años-luz. Una esfera centrada en el Sol y que las abarcara nos daría el diámetro para el nuevo récord.
10) 1940 — 400.000.000 de años-luz
Esta distancia, setenta veces la de la Nebulosa de Andrómeda, no representaba, con toda certeza, la anchura total del Universo. Pero en el orden de distancias que se estaban midiendo, las galaxias apenas eran visibles y se hacía imposible trabajar con ellas.
No obstante, en 1963 un astrónomo americano-holandés descubrió los quasares, objetos mucho más brillantes que las galaxias y con características espectrales que los sitúan mucho más lejos incluso que la más remota galaxia conocida. Hasta el quasar más cercano se halla a mil millones de años-luz. Una esfera centrada en el Sol y que abarcara al quasar más próximo tendría un diámetro mínimo de dos mil millones de años-luz.
11) 1963 — 2.000.000.000 de años-luz
Este aumento de cinco veces no era el final, porque con toda seguridad existirían quasares más distantes. De hecho, en 1973, la distancia a uno de ellos, conocido por OH471, fue estimada en doce mil millones de años-luz. Una esfera centrada en el Sol que incluyera a OH471 representaría un nuevo récord.
12) 1973 — 24.000.000.000 de años-luz
Y esto es un nuevo incremento de doce veces.
Así pues, en doce etapas la apreciación humana del tamaño del Universo creció de 8.000 kilómetros a 24.000.000.000 de años-luz. Un aumento de casi treinta trillones en dos mil quinientos años. Esto representa, como promedio, doblar el tamaño conocido del Universo cada treinta y dos años.
Claro está, la mayor parte del incremento se produjo a partir de la era telescópica. Desde 1671 el tamaño conocido del Universo ha crecido en ochenta billones de veces durante trescientos dos años. Esto representa, en promedio y en ese período, doblar el tamaño conocido del Universo cada seis años y medio.
Y parece que vamos a intensificar el ritmo. En los últimos diez años hemos aumentado doce veces el tamaño conocido del Universo, una cifra muy por encima del promedio. Si continuamos expandiéndolo en la proporción de los tres siglos últimos, en el año 2010 podremos agrandar sus fronteras y establecer el diámetro de nuestra esfera en más de un billón de años-luz. Pero, desgraciadamente, no lo haremos. Después de doblar y volver a doblar las distancias, al parecer sin límites, los astrónomos, con toda certeza, han llegado al final. Y el azar quiso que lo alcanzaran en su vida y en la mía, durante el año de gracia de 1973.
¿Cómo es posible tal cosa? Bien, sigan leyendo, porque ahora voy a hablar del Universo en expansión y de las galaxias recesivas.
Para simplificar el tema del Universo en expansión, no es problema reducir tres dimensiones a una. Todo sigue siendo válido y es más fácil visualizar el asunto en una sola dimensión.
Empezaremos considerando una hilera de objetos luminosos (microsoles, si lo prefieren), extendiéndose a derecha e izquierda en una línea recta indefinida. Debemos imaginar que son los únicos objetos existentes, por lo que si uno de ellos se mueve, el movimiento sólo puede relacionarse con los restantes.
A continuación supongamos que los soles están colocados a intervalos iguales y, para más facilidad, digamos que éstos son de un kilómetro. Imaginemos que somos microbios sobre uno de los soles, al que llamaremos Sol-0 (tanto por «cero» como por «observador»), y que desde este sol podemos observar todos los demás.
A un lado contemplamos todos los soles orientales y podemos medir sus distancias. El más cercano, a un kilómetro, es E-l; el siguiente, a dos kilómetros, es E-2; el siguiente, a tres kilómetros, es E-3, y así sucesivamente tanto como se quiera... hasta E-l.000.000 o más, si lo desean (Si los soles están en línea recta, entonces el primero bloquea a todos los demás, claro, pero podemos hacer, en aras de la claridad, que todos sean transparentes y que nosotros podamos concentrarnos en cualquiera, ignorando los que están antes).
En la otra dirección, tenemos los soles occidentales y los numeraremos e identificaremos de modo similar: W-l, W-2, W-3 y así sucesivamente, hasta donde quieran.
Podemos definir las posiciones en que están situados los soles empleando letras minúsculas. Sol E-l en posición e-1, sol W-5 en posición w-5, etcétera.
Ahora viene el momento crucial. Supongamos que en el transcurso de cierto intervalo de tiempo (digamos, para mayor comodidad, un segundo), la distancia entre cada par de soles contiguos se duplica, y cambia de uno a dos kilómetros. En otras palabras, la hilera de soles se expande linealmente.
Como que sólo existen los soles, no hay otra cosa con la que comparar el movimiento de uno de ellos más que los otros soles. Ustedes, en su Sol-0, no tendrán sensación de movimiento. Les parecerá estar inmóviles, pero verán que E-l se ha trasladado a la posición e-2 y que W-l lo ha hecho a la w-2, habiéndose alejado ambos de ustedes a la poco increíble velocidad de un kilómetro por segundo.
Esta es precisamente la situación a lo largo de toda la hilera de soles. Un observador de cualquiera de ellos sólo verá una lenta recesión por parte de sus vecinos inmediatos. Aunque la hilera tenga un sextillón de kilómetros, aunque exista un sextillón de soles a intervalos de un kilómetro y aunque todas las distancias entre dos soles se hayan expandido de uno a dos kilómetros en un segundo, un observador de cualquier sol sólo será consciente de una recesión lenta por parte de sus vecinos inmediatos.
Sin duda, un observador situado en cualquier otra parte y que pudiera ver en conjunto la hilera de soles, habría observado la expansión de todos los intervalos y no tendría duda alguna de que, en un segundo, la longitud de toda la línea habría pasado de uno a dos sextillones de kilómetros y que algunos de los soles, por consiguiente, habían debido moverse a millones de veces la velocidad de la luz.
Pero no puede existir tal observador exterior, porque suponemos que sólo existen los soles y que los observadores deben estar sobre ellos (o, en caso de apuro, en cualquier parte de la línea recta entre los soles). E incluso si existiera un observador exterior, las Leyes de la Relatividad le impedirían observar de una vez todo el alargamiento de la línea.
Pero supongamos que, desde Sol-0, observamos no sólo los soles vecinos, sino también todos los demás. Ya hemos acordado que esto podía hacerse.
Mirando hacia el este desde Sol-0, vemos que E-l se ha trasladado de la posición e-l a la e-2. E-2, por otra parte, que se halla ahora separado de nosotros por dos intervalos de dos kilómetros en lugar de dos espacios de uno, se ha movido de e-2 a e-4. E-3, separado por tres intervalos de dos kilómetros, ha pasado de e-3 a e-6. E-4 se ha trasladado de e-4 a e-8. E-5 de e-5 a e-10, y así sucesivamente. Mirando hacia el oeste, vemos que W-l se ha movido de w-1 a w-2. W-2 de w-2 a w-4, etcétera, etcétera.
Anotando las posiciones antes y después, y conociendo el intervalo de tiempo en el que se ha producido el cambio, se llega a la conclusión de que como E-l ha pasado de e-1 a e-2, se ha alejado de nosotros a un kilómetro por segundo. Dado que E-2 lo ha hecho de e-2 a e-4, se ha separado a dos kilómetros por segundo. E-3, al pasar de e-3 a e-6, ha hecho lo propio a tres kilómetros por segundo, y así hasta el infinito. Lo mismo ocurre con los soles occidentales.
Debido a la expansión constante de la línea, a la conversión de todo intervalo en otro de longitud doble a la inicial, un observador situado en Sol-0 descubre que no sólo cualquier otro sol, en ambas direcciones, se aleja de él, sino que el valor de la recesión es proporcional a la distancia que los separa.
Podemos razonar a la inversa. Supongamos que el observador no sabe nada acerca de la expansión de la línea. Todo lo que sabe es que midiendo el movimiento de los soles en cualquier dirección, descubre que todos se alejan de él y que el valor de la recesión es proporcional a la distancia. Observando esto, por fuerza debe llegar a la conclusión de que la línea se expande.
No importa en qué sol se encuentre el observador: Hará las mismas observaciones y llegará a idénticas conclusiones. Sol-0 no es excepcional por el hecho de que todos los otros se alejen de él. Otros observadores de cualquier otro sol se encontrarán en la misma posición «excepcional».
Ahora supongamos que la velocidad de la luz sea exactamente de 300.000 kilómetros por segundo. Podríamos decir entonces, siguiendo la exposición desarrollada más arriba, que un observador de Sol-0 comprobará que E-300.000 (o W-300.000) se aleja de él a la velocidad de la luz; y que E-300.001 (o W-300.001) y todos los soles por detrás de él, en ambas direcciones, se alejarán a velocidades superiores a la de la luz.
¿Cómo puede ser esto? ¿Acaso no dijo Einstein que nada podía ir más aprisa que la luz?
No, él no lo dijo. Es una simplificación exagerada. Lo que Einstein dijo es que siempre que se mida una velocidad con relación a uno mismo, resulta ser menor que la de la luz.
Decidimos que E-300.001 debe apartarse de Sol-0 a una velocidad superior a la de la luz, pero se trata de una velocidad calculada obtenida por lógica. ¿Se puede medir en realidad esa velocidad?
Supongamos que estamos en Sol-0, observando todos los demás soles. De hecho, medimos la velocidad de su recesión mediante el desplazamiento hacia el rojo de sus espectros. La luz que emite un objeto en recesión muestra un desplazamiento hacia el rojo porque existe una pérdida de energía en dicho foco respecto al nivel de luminosidad normal que el objeto emitiría si se encontrara inmóvil con relación a nosotros. Cuanto más distante se halle el foco de luz, y cuanto más rápidamente se aleje, mayor será el desplazamiento hacia el rojo de la luz que emite.
Finalmente, cuando observamos E-300.000 (o W-300.000), la luz que emite cuando se aleja de nosotros a la velocidad de la luz, muestra un desplazamiento infinito hacia el rojo, una pérdida total de energía. La luz no puede alcanzarnos. En otras palabras, en el caso de una línea en expansión, sólo podemos detectar luz y, por consiguiente, medir velocidades de recesión sólo hasta el punto en que un objeto se aleje a la velocidad de la luz. Más allá de él es imposible ver o medir nada. Para la hilera de soles que hemos postulado, E-300.000 y W-300.000 son los confines del «Universo observable» para cualquier observador situado en Sol-0.
Detrás de ese límite, claro está, existen otros soles, tal vez en número infinito, por lo que sabemos. Pero nunca los vemos. Y dado que podemos calcular, con relación a nosotros mismos, que se trasladan a velocidad superior a la de la luz, cualquier observador que pueda verlos y medir sus velocidades de recesión podrá hacerlo porque se desplazarán más despacio que la luz con respecto a él.
De hecho, a partir de cada sol de toda la hilera, existe un universo observable con límites ligeramente distintos de los que podrían verse desde otro sol cualquiera.
Todo esto, que he desarrollado en un Universo unidimensional, también sirve para el familiar Universo de Galaxias tridimensional en el que vivimos.
El Universo se expande de manera constante. Toda galaxia puede parecer inmóvil con relación a las demás, y para toda galaxia, las galaxias (o cúmulos de galaxias) contiguas parecen estar alejándose a velocidades no demasiado rápidas. Desde cualquier galaxia, el valor de la recesión de las demás da la impresión de crecer en proporción directa a la distancia que la separa del observador. Todavía más, para cada galaxia existe un límite del Universo observable, situado en el punto donde la velocidad galáctica de recesión es igual a la de la luz.
Puede existir un número infinito de galaxias más allá de dicho límite, todas moviéndose más deprisa que la luz con relación a nosotros. Ni a Einstein ni a mí nos importa. Esas velocidades superiores a la de la luz no pueden ser medidas y esas galaxias más veloces que la luz no pueden ser detectadas.
Las últimas observaciones sobre recesiones galácticas parecen indicar que la velocidad de alejamiento aumenta veinticuatro kilómetros por segundo por cada millón de años-luz de distancia. Eso significa que a una distancia de doce mil quinientos años-luz, la velocidad de recesión es 12.500 x 24, es decir, igual a la de la luz.
Por tanto, el radio del Universo observable es de doce mil quinientos años-luz y su diámetro de veinticinco millones de años-luz. Dado que recientemente hemos detectado un quasar muy próximo a este límite (que se aleja de nosotros con una velocidad aproximada del noventa por ciento de la de la luz), no podemos esperar ver mucho más allá (Por esto los periódicos hablaron de que los astrónomos habían encontrado el confín del Universo).
A menos que...
Pues bien, los griegos se detuvieron en 150 antes de Cristo porque ya habían examinado el Universo hasta donde era posible sin telescopio (El nombre del instrumento significa «ver lo distante»). Un telescopio no tiene nada de misterioso, pero era inconcebible para los griegos y, si nos pudiéramos poner en su lugar, nos parecería lógico suponer que cualquier distancia superior a la de la Luna sería inaccesible para siempre a la mente humana.
Puede ser que ahora hayamos examinado el Universo tan lejos como es posible hacerlo sin un «tacoscopio» («ver lo más veloz»). Quizá un tacoscopio no tenga nada de misterioso, una vez se invente, pero ahora nos parece inconcebible.
Precisamente ahora, nos parece justificado pensar que cualquier distancia más allá del quasar OH471 será por siempre inaccesible a la mente humana.
Pero quizá también estemos equivocados...
¡OH, PERSPICAZ ADIVINO DEL FUTURO!
(Oh, Keen-Eyed Peerer Into the Future)
(Fantasy and Science Fiction, Octubre de 1974)
Soy un gran aficionado a las charlas de sobremesa y también a escribir artículos para las revistas más conocidas. En una parte sustancial del trabajo que yo hago, se me pide que hable sobre tal o cual aspecto del futuro. En una época no demasiado lejana, he hablado o escrito sobre el futuro de aspectos sociales tales como la publicidad por correspondencia, el programa espacial, las zonas verdes, los supermercados, los anticonceptivos y los aparatos de propulsión.
¿Y qué es lo que me convierte en futurólogo experto? ¿Cuáles son mis credenciales?
Soy un escritor de ciencia-ficción. Sólo eso.
¡Cuán respetable se ha hecho la ciencia-ficción! Es admirable esa sensación, casi de espanto, que puede provocar un escritor de ciencia-ficción sólo por el hecho de serlo. ¿Y por qué? ¿De qué se han alimentado nuestros escritores para llegar a ser tan formidables?
Fundamentalmente, el cambio se debe al rasgo de predicción que introdujo la SF. Hemos sido buenos adivinos.
Se trata de algo que ya he discutido antes («Future? Tense!» Junio de 1965), pero eso fue hace nueve años y desde entonces he vuelto a pensar sobre el tema. Por lo tanto, lo que quiero hacer ahora, con ocasión del vigésimo quinto aniversario de F&SF, es discutir más sistemáticamente el tema de la predicción en SF, aunque de forma algo solapada, y presentar a su consideración las Tres Leyes de la Futúrica3.
Para empezar, quiero desmentir que la predicción exacta sea la preocupación fundamental del escritor de ciencia-ficción, o ni siquiera una importante preocupación secundaria. Ni debe serlo.
El escritor de ciencia-ficción es un escritor, ante todo, y su preocupación fundamental y predominante, si es honrado en la práctica de su oficio, consiste en elaborar un buen relato y supeditarlo todo a ese fin. Su segunda preocupación, dado que también es un ser humano con necesidades humanas, es escribir un tipo de relato que se venda y que le ayude a vivir con decoro.
Si el escritor de ciencia-ficción, en el proceso de escribir un buen relato y procurarse una vida decente, también se las ingenia para realizar una predicción que finalmente parece confirmarse, pues mucho mejor..., pero seguirá siendo un producto derivado, más o menos accidental, de lo que él hace.
Y con todo, la predicción exacta ocurre en la ciencia-ficción mucho más a menudo de lo que podría esperarse de la simple casualidad. ¿Y por qué no? El escritor de ciencia-ficción, elaborando sus sociedades futuras, debe basarlas, consciente o inconscientemente, en la sociedad actual, y al hacerlo desarrolla por fuerza un camino para llegar a ellas. En pocas palabras, tanto si lo sabe como si no, emplea las Tres Leyes de la Futúrica.
La Primera Ley puede expresarse así: «Lo que ahora sucede continuará sucediendo». O dicho de otra forma: «Lo que ocurrió en el pasado ocurrirá en el futuro» (Si esto les recuerda mucho la vieja perogrullada «La historia se repite», no se equivocan. Toda mi «Trilogía de las Fundaciones»4 fue guiada conscientemente por la Primera Ley).
Para entrar en detalles sobre el funcionamiento de la Primera Ley utilizaré dos ejemplos extraídos de mis propios relatos: el primero (que se menciona brevemente en «Future? Tense!») en el que violé a propósito la Primera Ley, y otro (no mencionado en el artículo anterior) en el que la observé.
Primero, la violación...
En la primavera de 1953, el monte Everest era centro de atención. Después de treinta años de pruebas, fracasó el séptimo intento para escalar la montaña.
Y ello pese a lo que cada tentativa había aprendido de sus predecesoras y al equipo cada vez más complejo que se iba utilizando. Por la Primera Ley, deducimos que las mejoras en conocimientos y equipo continuarán y que, por consiguiente, el monte Everest llegará a ser escalado.
Intentar predecir el día exacto, el nombre del escalador o cualquiera de los detalles más sutiles, no es futurología, claro está, sino hablar por hablar. Y la técnica de la ciencia-ficción no tiene nada que ver con eso.
En la primavera de 1953, quería escribir un cuento sobre el monte Everest, y no descubrí nada interesante en la predicción de la Primera Ley en cuanto a que se lograría escalarlo. Así las cosas, ¿qué podía hacer?
En lugar de eso, pensé en alguna condición interesante que originara el fallo de la predicción. Busqué un relato que constituyera una violación deliberada de la Primera Ley.
(No tiene que ser por fuerza algo malo. La Primera Ley de la Futúrica, a diferencia de la Primera Ley de la Termodinámica, puede ser violada. Supongamos que estuviera escribiendo un relato en 1900 sobre un futuro que incluyera el viaje espacial. Partiendo del hecho de que el hombre, en el siglo pasado, había aprendido a gobernar velocidades cada vez mayores, podría pensar que la Primera Ley predecía el logro final por parte del hombre de velocidades de quinientos mil kilómetros por segundo. Por lo tanto, para componer un relato interesante violaría la predicción si supusiera un cierto tipo de límite de velocidad cósmica situado en los trescientos mil kilómetros por segundo. Habría sido maravilloso hacerlo, porque en 1905, Einstein llegó exactamente a ese límite de velocidad y lo convirtió en una constante).
Pude inventar diversos motivos para abortar la inevitabilidad de que se escalara el monte Everest. Podría existir un precipicio escarpado, cristalino, situado en los últimos doscientos metros y en el que fueran inútiles las piquetas. Podría tratarse de un misterioso campo de fuerza que bloqueara la cima. O de una capa de gases venenosos a unos nueve kilómetros de altura, que sólo tocara tierra en la cumbre de la montaña más elevada.
El efecto abortivo que elegí fue el de que existían en realidad los Abominables Hombres de las Nieves y que, en verdad, se trataba de marcianos que habían establecido un puesto de observación en la Tierra para vigilar nuestro planeta. Como es lógico, se preocupaban de que los terrestres intrusos vestidos como escaladores se retiraran o fueran capturados.
El relato, titulado «Everest», tenía sólo mil palabras y lo vendí el 7 de abril de 1953 al precio de treinta centavos por palabra.
Pueden estar seguros de que consideré la presencia de marcianos en la cima del monte Everest como un hecho casi imposible y que estaba convencido de que mi «predicción» era falsa y que la montaña sería escalada (Claro que, debo admitirlo, en 1900 también habría considerado un límite de velocidad cósmica como algo imposible). Con todo, tenía la lógica certeza de que la montaña seguiría siendo inaccesible durante algún tiempo, o al menos hasta que se publicara mi relato.
Cuando aquello sucedió, perdí la apuesta. A las once y media de la mañana del 29 de mayo de 1953, menos de dos meses después de la venta de mi cuento, Edmund Hillary y Tenzing Norgay alcanzaron la cumbre del monte Everest y, no hace falta decirlo, no encontraron marcianos ni Abominables Hombres de las Nieves. Habían hecho anticuado mi relato antes de que se publicara.
Claro que los editores no estaban dispuestos a perder treinta dólares (y, en aquella época, tampoco a mí me habría gustado devolver el dinero), y el cuento fue publicado pese a todo. Apareció en el número de diciembre de 1953 de Universe Science Fiction, que se puso a la venta en octubre. Así que me encontré en la situación de haber predicho que el monte Everest nunca sería escalado, cinco meses después de que lo hubiera sido.
¡No es uno de mis logros más brillantes!
Tuve más fortuna con un cuento muy anterior, «Trends»5, que fue escrito un mes antes de cumplir mis diecinueve años y vendido un mes después de mi cumpleaños. Apareció en el número de julio de 1939 de Astounding Science Fiction.
Trataba del primer vuelo alrededor de la Luna y del regreso a la Tierra (sin haber aterrizado en el satélite). Situé en 1973 un primer intento fracasado y en 1978 una segunda tentativa con éxito. Dado que el acontecimiento real se produjo, triunfalmente, en 1968, puede verse que fui una década demasiado conservador.
Claro que, con diecinueve años aún no cumplidos, yo sabía muy poco sobre la técnica de los cohetes y mis nociones sobre lo que podría ser un primer vuelo a la Luna eran erróneas hasta el absurdo en todos los aspectos. Ni el Gobierno ni el Ejército estaban involucrados. No había computadores, correcciones intermedias, vuelos orbitales preliminares, maniobras de aterrizaje, ni tampoco rusos.
Sólo para que comprendan lo despistado que estaba, les diré que me di cuenta vagamente de que el cohete no podía lanzarse desde la ciudad de Nueva York. Así que debía buscar otro sitio, en los confines del mundo conocido, al menos para mí. Hice despegar la nave cerca del Río Hudson, en la proximidad de Jersey City.
Sinceramente, era un cuento terrible, pero nadie se quejó entonces, y ha figurado cinco veces (la quinta en 1973) en antologías. Todas aquellas tonterías sobre cohetes no eran lo importante, ¿comprenden? Lo esencial del relato era la existencia de una gran oposición a la exploración espacial por parte de mucha gente. El inventor de mi nave espacial era perseguido por esta oposición y forzado a ocultarse.
Se trataba de la primera vez, en la historia de la ciencia-ficción, en que se reflejaba la oposición a la exploración espacial. Hasta entonces, los escritores de ciencia-ficción o bien ignoraron la reacción del público ante el vuelo espacial o supusieron que era entusiástica. Y no sólo antes, sino también después de «Trends» (A decir verdad, H. G. Wells se había referido en una de sus obras a un cohete que era asaltado por la multitud, pero el hecho ocurría después de una guerra futura, por lo que había buenos motivos para odiar y temer tales artefactos. En mi relato, existía una oposición a la misma noción de exploración espacial).
¿Cómo pudo, pues, este jovencito de apenas diecinueve años y muy ingenuo para su edad considerar algo que tantas cabezas más veteranas y sesudas no pudieron hacer ni antes ni después? Se lo explicaré.
Por aquel entonces yo asistía a la Universidad de Columbia, y no les sorprenderá mucho saber que no podía pagarme los gastos. Buscaba dinero por donde podía, y por quince dólares al mes trabajé para un profesor de sociología que estaba escribiendo un libro titulado «La oposición social al cambio tecnológico».
Mi tarea consistía en recopilar y mecanografiar para él todas las referencias, y al hacerlo descubrí que existía una resistencia exacerbada a todo cambio tecnológico significativo que agitara la tranquila corriente de la sociedad humana: desde el descubrimiento de la escritura al intento de construir en la práctica una máquina voladora más pesada que el aire.
Al momento apliqué la Primera Ley de la Futúrica y me dije: «Si esto ha sucedido siempre, continuará sucediendo y existirá resistencia a la exploración espacial». Y escribí «Trends».
La cuestión real no es por qué yo pude ver este punto, sino por qué no lo hizo el resto del mundo. La respuesta se halla incluida en la Segunda Ley de la Futúrica: «Considera con seriedad lo obvio, porque poca gente lo advertirá».
Con toda seguridad, no debo extenderme sobre ello ante un público de ciencia-ficción. Es obvio, era obvio y ha sido obvio durante mucho tiempo que los recursos petrolíferos mundiales eran muy limitados y que el resultado de permitir que ese límite nos alcanzara, de repente, sería desastroso, por más que mucha gente se aferrara a la idea contraria.
En realidad, las personas que, como yo mismo, señalaron con insistencia lo obvio, fueron denunciados por «agoreros» y despreciados.
Sin embargo, tales cuestiones obvias no son ignoradas por los escritores de ciencia-ficción. Forzados por la necesidad profesional de considerar diversos futuros posibles, aplican la Segunda Ley a la construcción de obras literarias y, dejando aparte lo obvio, se convierten en perspicaces adivinos del futuro.
El primer relato sobre la superpoblación que recuerdo haber leído, y el que me hizo empezar a pensar en la inevitabilidad de la miseria si nuestra política de población seguía inalterada, fue «Earth, the Marauder», de Arthur J. Burks, que apareció en los números de julio, agosto y septiembre de 1930 de Astounding Stories.
El primer relato sobre el agotamiento de las fuentes energéticas que recuerdo haber leído, y el que me hizo empezar a pensar en la inevitabilidad de la miseria si nuestra política energética seguía inalterada, fue «The Man who Awoke», de Laurence Manning, que apareció en el número de marzo de 1933 de Wonder Stories.
Así que hemos estado advirtiendo sobre esto en la ciencia-ficción durante más de cuarenta años. Y pese a ello, nuestros expertos hombres de estado y dirigentes continúan siendo sorprendidos por las «crisis de población» y las «crisis energéticas» y siguen actuando como si tales crisis surgieran de la nada, sin previo aviso, justo dos días antes.
(Y con todo, las revistas de ciencia ficción fueron clasificadas durante décadas como «disparatada literatura de evasión». ¡Evasión! Nosotros, los chiflados de la ciencia-ficción, nos evadíamos en un mundo de superpoblación, déficit de energía, etcétera, etcétera..., y gozamos del privilegio de atormentarnos durante cuarenta años con los temas que todos esos hombres prácticos, lectores de la literatura más prestigiada, están empezando ahora a considerar).
Pero prosigamos. Al aplicar la Primera Ley de la Futúrica, no debemos caer en el error de suponer que el «continuará sucediendo» forma una curva absolutamente perfecta, sin altibajos.
No, la curva esta repleta de baches, a veces pronunciados e inesperados.
No hay forma de predecir cuándo se producirá uno de ellos, o cuán dilatado será, o qué características tendrá: volvemos a encontrarnos con el azar. Sin embargo, es importante estar atento a los baches y tenerlos en cuenta a la hora de predecir el futuro. Y, siendo así, los escritores de ciencia-ficción, que deben crear nuevas sociedades dada la naturaleza de su profesión, se encuentran mejor preparados a menudo para ver e interpretar esos baches que los científicos y, todavía más, que los no entendidos.
Por la Primera Ley, se podría argumentar que en 1880, dado que la humanidad aumentaba sin cesar su capacidad para explotar los recursos energéticos de la Tierra, era inevitable pensar que los hombres descubrirían finalmente alguna fuente aún desconocida en aquellos tiempos. Pero no se podía decir por anticipado de qué fuente se trataba.
Sin embargo, en 1900, cuando se había descubierto ya la energía nuclear, la Primera Ley dejaba muy claro que la tecnología, en un proceso uniforme de desarrollo, proseguiría tal proceso y que la energía nuclear sería adecuada a las necesidades prácticas del hombre.
H. G. Wells realizó al momento esta suposición y en 1902 escribió relatos sobre bombas atómicas. Pero muchos científicos brillantes y de buena fe, incluso premios Nobel de física, mantuvieron en la década de 1930 su convicción de que la energía nuclear nunca sería controlada. Los escritores de ciencia-ficción, al llegar a este punto particular, demostraron espectacularmente estar más en lo cierto que los científicos, y por eso los científicos, desconcertados por este hecho, se muestran ahora más propensos a emplear la Primera Ley y ser generosos en sus predicciones.
No obstante, si los científicos mantuvieron su conservadurismo en cuanto al tema de la energía nuclear, fue debido a que en los años treinta no pareció existir una forma muy clara de dominarla. Incluso en 1933, Manning pudo escribir su relato sobre el agotamiento de la energía sin considerar la posibilidad de la energía nuclear como substituto.
Pero en 1939, al anunciarse la fisión del uranio, un físico (Leo Szilard) comprendió al instante la inevitabilidad de una bomba nuclear, al igual que numerosos escritores de ciencia-ficción (sobre todo, John Campbell), porque era su trabajo considerar tal tipo de cosas.
El resultado fue que, mientras los Estados Unidos desarrollaban en el secreto más total la bomba nuclear, los escritores de ciencia-ficción, durante toda la Segunda Guerra Mundial, escribieron sin reservas sobre bombas nucleares y sus consecuencias (Dicho sea de paso, yo nunca lo hice. Estaba ocupado con mi serie de las Fundaciones y mis relatos de robots, y pensé que las bombas nucleares eran un tema muy manido y no valía la pena desperdiciar el tiempo con ellas. ¡Otro de mis logros más esplendorosos!).
Por fin, «Deadline», de Cleve Cartmill, aparecido en marzo de 1944 en Astounding Science Fiction, inquietó a los funcionarios de seguridad americanos. Se entrevistaron con John Campbell con relación al tema y se encontraron con que no podían hacer nada. Pasar de la fisión del uranio a la bomba nuclear era fácil e inevitable (para los escritores de ciencia-ficción), y prohibir los relatos que trataran el asunto acabaría con todo el secreto.
Insisto en que fue la predicción de la bomba nuclear lo que más asombró al mundo exterior, y lo que más contribuyó a la respetabilidad de la ciencia-ficción. Y sin embargo, era una predicción tan fácil que no merece ninguna admiración. El mundo exterior debería haberse maravillado de su propia estupidez y no de nuestra sabiduría.
Para lograr predicciones de particular importancia es útil emplear la Tercera Ley de la Futúrica, que en su forma más sencilla puede formularse así: «Considerar las consecuencias». La predicción de un invento es muy fácil, ¿pero qué le ocurrirá a la sociedad cuando ese invento sea puesto en acción?
Citaré un párrafo de mi anterior artículo «Future? Tense!»: «...la predicción importante no es la del automóvil, sino la del problema de aparcamiento; no la de la radio, sino la de los seriales radiofónicos; no la del impuesto sobre la renta, sino la de la declaración de la misma; no la de la bomba, sino la de sus consecuencias» (Frederik Pohl, mi estimado y viejo amigo, citó este párrafo de memoria en una editorial de Galaxy y, no pudiendo recordar dónde lo había leído, o quién lo había dicho, lo inició con la frase «Un sabio dijo una vez...». Cuando le informé rápidamente en dónde había leído el párrafo y le expliqué que, sin saberlo, había llamado a su estimado y viejo amigo, Isaac Asimov, «sabio», se enfadó muchísimo).
El ejemplo más maravilloso en cuanto a descubrir una consecuencia que escapó por completo a todos los grandes dirigentes mundiales fue el de «Solution Unsatisfactory», de Anson Macdonald (Robert A. Heinlein), aparecido en Astounding Science Fiction de mayo de 1941. Heinlein predijo el «Proyecto Maniatan» y la creación de un arma nuclear que pondría fin a la Segunda Guerra Mundial. Eso era fácil. Pero también predijo las consecuencias, cosa mucho más difícil de hacer. En aquella época, por lo que sé, nadie hizo nada parecido.
Por supuesto, la Tercera Ley puede emplearse para una de las funciones fundamentales de la ciencia-ficción: la sátira. Se pueden considerar las consecuencias y escoger una poco probable que pueda parecer tan lógica como para iluminar fantásticamente la insensatez humana. El susodicho Frederik Pohl sabe hacerlo muy bien y ha escrito diversos relatos para mostrar las consecuencias ridículas, pero lógicas, que resultan de seguir tendencias actuales.
Por lo que a mí respecta, y en general, no he cultivado la sátira, al no ser satírico por naturaleza. Pero de vez en cuando lo hago. Por ejemplo, escribí un artículo satírico para una conocida revista, en el que intenté, en parte, tratar el problema de la inflación, teniendo en mente la Tercera Ley. Estas son las consecuencias que pongo en consideración:
Pensemos en la inflación. Es un problema grave en la actualidad. Los precios suben de tal forma que la miseria y el sufrimiento no quedan limitados a la gente pobre, acostumbrados a ellos. En vez de eso, personas de buena posición, como ustedes o yo, están empezando a sufrir, y eso es penoso e injusto.
Debo admitir que encontrar una solución me costó bastante, porque no sé nada sobre ekonomía (¿se escribe así?). Por fortuna, hace poco escuché a un banquero discutir ciertos gráficos que indicaban el curso posible de los años siguientes. Al ser banquero, lo sabía todo en el terreno ekonómico.
El mencionado banquero señaló una tendencia ascendente (Era algo significativo. Pero no sé si se refería a un crecimiento del producto nacional o a que las mujeres llevarían la falda más corta). Dijo que la tendencia le parecía satisfactoria, pero que suponía un cuatro por ciento de paro. «Sería mucho mejor —opinó— si tuviéramos un cinco por ciento de paro, porque eso mantendría la inflación dentro de unos límites».
La intensidad de aquella revelación me cegó. ¡La inflación se solucionaba con el desempleo! Cuantos más parados, menos gente que tuviera dinero. Con menos dinero para derrochar tontamente, no habría razón para aumentar los precios, y se acabaría con la inflación. Me sentí muy orgulloso de haber escuchado a un economista tan inteligente.
Entonces el problema se reduce a esto: ¿Cómo conseguiremos suficientes parados?
El inconveniente es que el desempleo no es ocupación muy popular y apenas si existen voluntarios. No es nada sorprendente, a la vista del desprecio con que se considera la profesión de parado. Muchísimas veces hemos dicho a un amigo: «¿Por qué esos holgazanes no dejan de vivir bien y se buscan un empleo?» (Y esto es exactamente lo que a uno no le interesa que hagan, si es que queremos acabar con la inflación).
Pero analicemos la situación con lógica. Usted, en su posición privilegiada de ejecutivo y con su sueldo exorbitante, contribuye a la inflación cada día que pasa, en tanto que esos pobres diablos con zapatos agujereados, pegados a sus botellas de vino en barrios de mala muerte, combaten la inflación con una fuerza desesperada. Entonces, ¿cómo podemos despreciarlos? ¿Quién de ustedes se merece más de la sociedad?
Si queremos vencer la inflación, debemos reconocer en el parado a nuestro luchador de vanguardia contra esa plaga, y darle todos los honores que se merece.
A decir verdad, lo hacemos hasta cierto punto. Les pagamos el seguro de paro y la seguridad social. No es mucho dinero, pero no puede ser más: si pagamos mucho a los desempleados, la inflación se disparará.
Pero si su sueldo debe ser pequeño, ¿por qué acompañarlo con un desprecio tan abierto? El dinero no lo es todo, ya lo saben, y cualquier persona desempleada se contentaría con su ración si tan sólo recibiera un poco de la gratitud que tan abundantemente se merece.
¿Por qué no saludar a esos esforzados y sufridos soldados que se encuentran en las trincheras del frente, en la guerra contra la inflación, con unas palabras amables, con unas palmaditas en la espalda? Que sepan que estamos apoyándoles y que les tenemos en gran aprecio. Eso sí, no hay que darles ni un céntimo. Es fundamental no entregarles dinero.
También el gobierno puede ayudar. Se podría hacer una campaña de reclutamiento para el servicio de desempleo, premiando con la cruz de plomo y el haz de cucharas soperas a los que se convirtieran en parados siguiendo la llamada del deber. Debería reconocerse el patriotismo de ciertos grupos minoritarios que contribuyeran a la lucha por encima de sus posibilidades. Los carteles de reclutamiento deberían decir: «El Tío Sam quiere que TU dejes tu trabajo».
Hombres y mujeres se unirían en masa bajo la bandera del paro. El objetivo del cinco por ciento se alcanzaría con toda facilidad. Es más, se superaría, porque los americanos no se desentienden de sus obligaciones para con la patria.
¡Y se lograría contener la inflación!
Supongo que por medio de la Tercera Ley estoy criticando a nuestro sistema económico, o a nuestra postura endurecida hacia el parado, o a nuestra tendencia a hacer de la guerra algo romántico. En realidad no estoy seguro, porque me limito a escribir. No hago un análisis.
Pero cualquiera que fuese el objeto de la sátira, resultó muy violenta. La conocida revista, que aceptó el artículo, me pidió que eliminara los párrafos anteriores y que cambiara alguna otra cosa. Estuve de acuerdo, porque enseguida pensé que podría utilizar el pasaje en otra publicación, tal como acabo de hacer.
El rechazo del fragmento es importante. Una de las dificultades al predecir es que el vaticinio de lo obvio resulta a veces peligroso, política y socialmente. La gente no quiere ver alterada su comodidad o que ridiculicen sus prejuicios. No les gusta oír que deben sacrificar algo suyo en favor de los pobres de hoy en día, o para sus propios descendientes del mañana. No quieren que se rían de ellos a causa de su estupidez. Lo que más les gusta escuchar es que «todo va bien y no debes preocuparte».
Y en general eso es exactamente lo que se les dice, de forma que nadie se atreve a mencionar esta o aquella molestia potencial hasta que se hace tan inmensa y dominante que es imposible seguir ignorándola.
Pero mi pasaje sobre la inflación se puede publicar en una revista de ciencia-ficción, al igual que cualquier otro (siempre que esté lo bastante bien escrito), sin importar lo molesto que resulte para la comodidad, o lo disgustante que sea para el gastrónomo social.
La auténtica esencia de la ciencia-ficción consiste en considerar lo desagradable si a ello nos obliga la tarea de generalizar las tendencias sociales y científicas. Y lo maravilloso del lector de ciencia-ficción es que aceptará lo desagradable y lo mirará cara a cara.
Si pudiéramos conseguir que todo el mundo hiciera eso, aún habría una esperanza para la humanidad.
LA ESTRELLA DE BELÉN
(Star in the East)
(Fantasy and Science Fiction, Diciembre de 1974)
Como soy un escritor ocasional de poesía ligera, aficionado a los juegos de palabras, y también un egocéntrico, a veces siento la necesidad de hacer algo inteligente con mi nombre, si es que puedo. Así, en mi poema «The Prime of Life» (F&SF, octubre de 1966), precisé de una rima interna y quise emplear mi nombre, por lo que un joven entusiasta se encontraba conmigo y exclamaba:
«Why, stars above, it's Asimov».
(¡Oh, qué maravilla, es Asimov!)
Pensé que era un verso natural, nada forzado, y lo citaba de vez en cuando siempre que deseaba impresionar a alguien con mi habilidad para la poesía ligera. Así lo hice en cierta ocasión con una hermosa damisela que, después de pensar cinco segundos, replicó:
—¿Y por qué no dices: «¡Oh, mazel-tov, es Asimov!»?
Pasaron unos quince minutos de silenciosa turbación antes de que pudiera recuperarme. La versión de ella era mucho mejor, por supuesto, porque «mazel-tov» (quizá no haga falta que lo aclare) es el equivalente hebreo de «buena suerte». Es mucho más apropiado humorísticamente por diversas razones... y nunca se me había ocurrido.
Pero no fui yo el que usó con más inteligencia mi nombre, sino J. Wayne Sadler, de Jacksonville (Florida). En diciembre del año pasado me envió una poesía, en la que introduje dos o tres cambios sin importancia, y que dice así:
Cuando Isaac en un campo nudista está
pronto a la diversión se unirá,
porque «en tiempos de Roma» es su cita favorita
como a todo el mundo explica.
Por eso, cuando se oiga el grito
«¡Fuera todos los vestidos!»
será el primero en obedecer, sin vacilación,
Isaac Asimov.
Ah, bien, nunca he estado en un campo nudista, pero pienso con mucha frecuencia que, gracias a mi personal estilo literario, vivo en un campo nudista mental. Cualquiera que lea con regularidad mis escritos conoce perfectamente mis opiniones y sentimientos respecto a todos los temas. Sin embargo, por si alguna persona se pregunta sobre mi actitud hacia la religión, debo declarar que soy un librepensador.
En particular, dado que este artículo aparecerá durante las Navidades, quiero explicar que no acepto como científicas las historias navideñas que relatan los Evangelios. Por lo que concierne a su valor teológico, o a su simbolismo alegórico, o a cualquier aspecto similar, no tengo nada que decir; no soy teólogo. Pero no los acepto como descripciones de la verdad literal, no más de lo que acepto el «Génesis 1».
Mi creencia personal es que los relatos de la natividad fueron inventados después del hecho, y que en muchos sentidos siguen la tradición de las narraciones navideñas que fueron reproducidas copiando a los anteriores líderes legendarios (o no tan legendarios) que fundaron naciones o religiones: Sargón de Acad, Moisés, Rómulo y Remo, etc., etc.
El más antiguo de los cuatro Evangelios, el de «Marcos», no incluye en absoluto ningún relato de la natividad, sino que empieza con el bautismo de Jesús. Y el Evangelio más posterior en el tiempo, el de «Juan», no relata ninguna natividad humana porque Jesús, en cierta forma, había superado eso por aquel entonces. En lugar de ello, trata a Jesús como manifestación de Dios y con sus mismas cualidades eternas.
Todo esto nos deja con dos Evangelios de una época intermedia, los de «Mateo» y «Lucas»; ambos narran la natividad..., pero en forma distinta. Estos dos evangelios no coinciden siquiera en un punto; todo lo contenido en un relato de la natividad falta en el otro.
Así, el relato sobre la estrella que brilló coincidiendo con el nacimiento de Jesús sólo puede encontrarse en el «Evangelio de San Mateo» y no está recogido en forma alguna en el de «San Lucas». De hecho, tal estrella no se menciona en ningún otro lugar del Nuevo Testamento que no sea la primera parte del segundo capítulo del evangelio de San Mateo.
Todas las referencias a esta estrella se encuentran en cinco versículos, y ésta es su versión autorizada:
«Mateo 2:1»: Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea por los días del rey Herodes, he aquí que unos magos desde el oriente se presentaron en Jerusalén.
«Mateo 2:2»: Diciendo: «¿Dónde está él que ha nacido, rey de los judíos? Porque vimos su estrella en oriente, y vinimos a adorarle».
Esto llama la atención del rey Herodes, que no desea que exista ningún pretendiente al trono y que, como es lógico, no ve con buenos ojos a ningún supuesto Mesías que suscite revoluciones. Reúne a sus consejeros y, después, manda a llamar a los magos.
«Mateo 2:7»: Entonces, Herodes, llamando en secreto a los magos, averiguó con precisión de ellos el tiempo de la aparición de la estrella.
A continuación, Herodes ordena a los magos que encuentren al niño y se lo hagan saber.
«Mateo 2:9»: Y ellos, oyendo esto al rey, se pusieron en camino; y he aquí que la estrella que vieron en el oriente los guiaba por delante hasta que, llegando, se detuvo en el lugar en que estaba el niño.
«Mateo 2:10»: Y al ver la estrella se alegraron con extraordinario gozo.
Dado que esta estrella relucía sobre el lugar de nacimiento de Jesús en Belén (o dondequiera que fuese, porque el relato del pesebre sólo es referido por «Lucas»), se la denomina normalmente como «La Estrella de Belén».
La Estrella de Belén es uno de los pocos temas bíblicos que parece ser de naturaleza astronómica y, por consiguiente, ha sido causa de numerosas especulaciones, siempre desde el punto de vista astronómico. Y, para ser sincero, a mí también me gusta especular con la Estrella de Belén, por lo que me gustaría presentar a los lectores nada menos que nueve alternativas.
Por ejemplo (alternativa 1), podría suceder que la Estrella de Belén no se adecuara a ninguna explicación astronómica y que se tratara en realidad de algo fuera del alcance de la razón. Podría representar un «misterio» (en el sentido religioso de la palabra) que los seres humanos son incapaces de comprender sin inspiración divina. Es posible que sólo en el cielo pueda desvelarse el misterio. Y en tal caso, claro, no hay razón para especular. No podemos hacer otra cosa que no sea esperar la inspiración o entrar en el cielo y, ¡ay!, ninguna de esas dos cosas es probable que me suceda.
También podría ser (alternativa 2) que la Estrella de Belén carezca de explicación, no por razones teológicas, sino simplemente porque sea una invención piadosa por parte del autor del Evangelio.
Esto no quiere decir que sea una mentira deliberada o un intento consciente de embaucar. El relato de la estrella pudo ser algo vago, una de las indicaciones simbólicas del nacimiento de la divinidad, igual que las voces y aureolas angélicas, y el autor lo utilizó como detalle apropiado y digno.
Recuerden que Mateo, probablemente, redactó su Evangelio algún tiempo después de la destrucción del Templo, en el 70 dC; en otras palabras, tres cuartos de siglo después de nacer Jesús. No existían archivos del pasado en el sentido moderno y tan sólo pudo reunir relatos vagos. Quizá había algunas fábulas sobre cierto fenómeno de naturaleza estelar que se había producido alrededor de la época del nacimiento de Jesús, y Mateo pensó que era adecuado incluirlas.
Podemos preguntarnos por qué Mateo quedó impresionado por los relatos de la estrella que había oído y quiso incluirlos, en tanto que Lucas no. De hecho, podemos proponer una razón lógica. A partir de la evidencia objetiva, puede argumentarse que Lucas era un gentil, y narraba el Evangelio a gentiles, mientras que Mateo era un judío que hacía lo propio con los judíos6.
Es natural, pues, que Mateo presentara tantos detalles como le fuera posible, corroborando cierta profecía del «Antiguo Testamento» o algo similar, ya que con esto impresionaría a su audiencia judía. De vez en cuando cita los versículos del «Antiguo Testamento» que contienen la profecía, pero hasta cuando no lo hace podríamos encontrarlos nosotros mismos.
Por ejemplo, el «Antiguo Testamento» narra en una ocasión que Balaam, en la época que las tribus israelitas se preparaban al este del Jordán para invadir Canaán, hace la profecía siguiente:
«Números 24:17»: Lo veo, mas no ahora; lo diviso, pero no de cerca: ha salido una estrella de Jacob, y ha surgido un cetro de Israel; y ha quebrado las sienes de Moab y el cráneo de todos los hijos de Seth.
Es muy probable que este versículo fuera escrito en los tiempos del Reino de Judea y que fuera incluido como parte de las palabras del legendario sabio Balaam (En la antigüedad, era normal atribuir frases a las bocas de los viejos ilustres).
Se supone que cuando dice «lo veo» se refiere al rey David, que derrotó a Moab y conquistó todos los reinos vecinos. Es por este versículo que se llama «Estrella de David» a los dos triángulos equiláteros entrelazados.
Tras la destrucción del reino de Judá y el final de la dinastía de David, el versículo sufrió una nueva interpretación. Se supuso que hacía referencia a un futuro rey de la dinastía de David, el Mesías («el ungido», una palabra muy usada por los judíos para referirse a un rey). Como es lógico, Mateo lo aceptó así y pensó que una estrella sería una asociación muy conveniente con el nacimiento del Mesías.
Además, existe un pasaje de «Isaías» que describe una futura utopía. Un versículo dice:
«Isaías 60:3»: Las naciones caminarán a tu luz, y los reyes al resplandor de tu aurora.
Es una referencia a la Israel ideal que debe surgir en el futuro, pero es fácil transferir dicha referencia al Mesías, y las palabras «luz» y «resplandor de tu aurora» pueden aludir a una estrella. La palabra «naciones» podría tomarse como una alusión a los magos de oriente.
Tal fue el influjo del versículo de Isaías, aludiendo a «reyes» y «naciones» (paganas), que surgió la leyenda de que los tres magos eran reyes con el nombre de Melchor, Gaspar y Baltasar. En tiempos medievales, se supuso que existían reliquias de los tres en la catedral de Colonia, por lo que llegó a llamárseles «Los tres reyes de Colonia». Claro está, todo esto no tiene nada que ver con la «Biblia», que no los llama reyes y que ni siquiera dice que fueran tres.
¿Pero y si Mateo basó el relato de la estrella en alguna leyenda en boga en la época en que se escribía el Evangelio? ¿Y si la leyenda reflejó algo que había sucedido realmente?
Podemos suponer (alternativa 3) que, fuera lo que fuese la estrella, se trataba de un objeto milagroso y no de algo que pudiera comprenderse en el proceso de los acontecimientos o por cualquier persona. En realidad, pudo ocurrir que tan sólo los magos la hubieran visto y que la hubieran utilizado como guía milagrosa. Después de llegar hasta el niño Jesús y permanecer sobre él, desapareció.
Podemos reforzar esto señalando que Herodes, debiendo de estar muy interesado en cualquier señal que indicara el nacimiento de un rival para su trono, no sabía nada acerca de la estrella y tuvo que preguntar a los magos.
Pero si la estrella es un milagro creado para una sola misión y vista únicamente por las personas que debían verla, es imposible seguir investigando. Así que pasemos a otras alternativas.
Supongamos que la estrella no fuera milagrosa sino real, y que cualquier persona pudo verla. Esta, con toda certeza, es la suposición que adopta la mayoría de la gente cuando analizan lo que pudo haber sido la Estrella de Belén.
Sin embargo, en todas las alternativas que surjan de esta suposición debemos olvidar que la estrella guiara a los magos y que se detuviera sobre Jesús. Esto es francamente milagroso, y debemos omitirlo en una explicación racional. Nos limitaremos a imaginar que apareció algo en el cielo, en apariencia para anunciar el nacimiento de un Mesías, y nada más.
Pero aquí nos es de gran utilidad el hecho de que el término «estrella» gozaba de un significado mucho más amplio para los antiguos que para nosotros. Por ejemplo, no consideramos como estrellas a los planetas y cometas, pero los antiguos los denominaban «estrellas errantes» y «estrellas imperfectas», respectivamente. Para los antiguos, todo objeto celeste era una estrella. Busquemos, pues, uno de estos objetos en la forma más amplia posible.
Por ejemplo, el fenómeno celeste al que Mateo aludió como estrella pudo haber sido en realidad (alternativa 4) un sutil hecho astronómico, por completo real, pero que tan sólo los especialistas en la materia pudieron advertir.
Los magos podrían considerarse perfectamente como expertos en la materia. El término empleado por Mateo es traducción de la palabra griega «magoi», que procede, a su vez, de «magus», el nombre dado por los antiguos persas a los sacerdotes de Zoroastro.
Para griegos y romanos, el término hacía referencia a cualquier místico oriental. Para los romanos, «magus» (plural «magi») llegó a significar «hechicero», y nuestros modernos términos «mágico» y «mago» descienden del «magus» persa.
Como es natural, las personas que más debieron interesarse por los fenómenos celestes fueron los astrólogos, y éstos se adaptarían al calificativo de magos. Babilonia fue un antiguo centro de la astronomía, por lo que es probable que los magos hubieran sido astrólogos de aquella región, situada al este de Judea.
¿Y qué pudieron observar los astrólogos que fuera evidente y auténtico para ellos, pero imposible de ver para las demás personas?
Es importante para los astrólogos la posición del Sol en la época del equinoccio de primavera. Esta posición siempre está comprendida en el Zodíaco, pero no está determinada. Cambia con lentitud de una a otra de las doce constelaciones del Zodíaco, empleando unos dos mil años en atravesar por completo una constelación.
En la época del equinoccio de primavera, y durante los dos mil años que precedieron al nacimiento de Jesús, el Sol se encontraba en la Constelación de Aries. Pero en aquel momento estaba más o menos a punto de trasladarse a la Constelación de Piscis. Esto constituiría un acontecimiento vital para los astrólogos y es factible que se pensara que representaba algún trastorno básico en la historia humana. Puesto que los judíos de aquella época no cesaban de hablar sobre la llegada de un Mesías, que fundaría una nueva Jerusalén y daría nuevas perspectivas a la historia del hombre (como en el pasaje de «Isaías»), los astrólogos pudieron llegar a la conclusión de que estaban a punto de presenciar el hecho y, por consiguiente, es posible que se trasladaran a Judea para investigar el asunto.
En relación con esto, es muy interesante que los cristianos primitivos emplearan un pez como símbolo secreto del Mesías. La explicación habitual es que las letras de la palabra griega que significaba «pez», siguiendo su orden, eran las iniciales de una frase griega que, traducida, quiere decir «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador». Pero también es posible que el pez se refiriera a Piscis, al que se había trasladado entonces el equinoccio de primavera.
Con todo, este punto del equinoccio de primavera no está claro, es sólo una suposición. A decir verdad, podría ser que Mateo, que no era astrólogo, comprendiera erróneamente de qué se trataba todo el asunto. Pero no podemos saberlo. Si admitimos que Mateo estaba en lo cierto y que la estrella era un fenómeno evidente, ¿qué pensar, entonces?
En tal caso, la estrella pudo haber sido un cometa (alternativa 5). Los cometas se presentan en forma irregular e imposible de predecir (por lo menos para los antiguos) y siguen un movimiento errático a través del firmamento. Se da la circunstancia de que el más famoso de todos, el cometa Halley, fue visible en el año 11 aC, es decir, siete años antes de la fecha tradicional de la natividad de Jesús. Pero tal fecha no se apoya en bases sólidas.
Y sin embargo, el cometa de Halley es algo muy perceptible. Todo el mundo puede ver los cometas y, por lo general, fueron asociados a futuros acontecimientos que iban a conmover al mundo. Si los magos llegaron de oriente hablando de una estrella que representaba el nacimiento de un Mesías, todo el mundo habría sabido al momento a qué se referían, y Herodes no se habría visto obligado a preguntarlo.
Puede ponerse esta misma objeción, aunque con menos fuerza, a la presencia de una supernova en el firmamento (alternativa 6), brillando esplendorosamente en una posición que hasta entonces no había ocupado ninguna otra estrella y, por tanto, indicando algo nuevo y prodigioso. Tal vez no fuera tan llamativa como un cometa, por lo menos para la gente normal, pero es improbable que no provocara comentarios, y no poseemos ningún dato histórico respecto a una estrella supernova que apareciera en aquella época, ni vestigio alguno en el firmamento de nuestros días de que pudiera haber sido así7.
Si no se trataba de un cometa o una supernova, la estrella pudo haber sido una referencia al objeto que, por lo general, más brilla en el cielo, después del Sol y la Luna: el planeta Venus (alternativa 7). Sin embargo, esto parece ser en extremo improbable, aunque algunas personas opinan lo contrario. Después de todo, Venus es un astro común en el cielo, y no hay motivo lógico para pensar que en una época represente algo especial y en otra no. Lo mismo puede decirse, con mucha más razón, de cualquier otro planeta o estrella visible en el firmamento.
¿Y si hubiera sido un meteorito incandescente? (alternativa 8). Se trata de un fenómeno limitado, por lo que tiene ventajas sobre un cometa, una supernova o un planeta. Se localiza en la atmósfera más externa y sólo puede ser visto en una zona muy estrecha de la superficie terrestre.
Tal vez los magos vieron la «estrella» en oriente, tal como anunciaron, en el firmamento de su tierra babilónica. En ninguna otra parte habría sido visible y, menos todavía, en Judea. Así se explicaría por qué Herodes tuvo que investigar el hecho.
El problema radica en cómo un simple meteorito pudo asombrar por su excepcionalidad a los astrólogos e indicarles la llegada de un Mesías. Es indudable que en la transparente atmósfera de Babilonia podrían contemplarse meteoritos todas las noches. Por muy especial que éste fuera, ¿qué importancia tenía? Si el meteorito ya hubiera alcanzado la Tierra, los magos habrían quedado más impresionados, suponiendo que presenciaran la caída y descubierto el meteorito. Entonces, ¿por qué no se refirieron a que algo había caído del cielo?
Hemos examinado ya todos los fenómenos celestes que podrían explicar la aparición de la estrella; las mismas estrellas, los planetas, cometas y meteoritos. ¿Qué es lo que falta?
Quizá no se trataba de un simple objeto celeste, sino de varios, una serie poco común que llamaría la atención de los astrólogos y que tendría algún significado para ellos (alternativa 9)8.
Los únicos objetos celestes que cambian regularmente su posición y que originan conjunciones llamativas en ocasiones, son los elementos del Sistema Solar. De ellos, podemos descartar cometas y meteoritos, puesto que los primeros son impresionantes de por sí y no necesitan presentarse en grupo, y los segundos se desplazan demasiado rápidamente y son visibles durante tan poco tiempo que no pueden formar agrupaciones definidas. Podemos descartar el Sol, ya que apaga todo lo que está a su alrededor y no se combina con otro objeto en forma visible, y también la Luna, puesto que hace invisible a cualquier otro objeto con el que pudiera entrar en conjunción.
Nos quedan los cinco planetas visibles: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. A veces dos o más de estos planetas brillan en el cielo muy cerca entre sí, y muy a menudo forman una combinación sorprendente. Tal situación no es en ninguna forma desacostumbrada y, según Sinnott, entre los años 12 aC y 7 dC hubo como mínimo doscientas ocasiones en las que dos planetas estuvieron muy cerca uno del otro en el cielo y otras veinte ocasiones en las que ocurrió lo mismo con más de dos planetas.
Esto nos da un promedio aproximado de una vez por mes, y tengo la impresión de que tales sucesos no asombrarían a los astrólogos, a menos que se tratara de algo muy anormal, digno de atención, importante en el campo astrológico o, en el caso más favorable, de una mezcla de las tres cosas.
Clarifiquemos algunos conceptos. Los dos planetas más brillantes son Venus y Júpiter. La conjunción más esplendorosa será, por tanto, la que formen estos dos últimos cuando coinciden en el cielo, y en especial cuando se encuentren a la suficiente distancia del Sol como para que puedan ser vistos en el cielo nocturno.
Una combinación de este tipo se produjo en las horas anteriores al amanecer del 12 de agosto del año 3 aC. En el momento de máxima proximidad, los dos planetas estaban separados tan sólo por doce minutos de arco, es decir, dos quintos del diámetro aparente de la Luna.
Otra conjunción similar, pero mucho más sorprendente, tuvo lugar tras la puesta del sol del día 17 de junio del año 2 aC. Venus y Júpiter estuvieron aún más próximos en esta ocasión y, en el punto de máxima cercanía, los separaban sólo tres minutos de arco, una décima parte del diámetro de la luna llena.
Con una aproximación tan grande, sería difícil vislumbrar los planetas como dos puntos de luz distintos. Lo que es más, desde Babilonia se debió de ver los dos planetas acercándose mutuamente de forma constante, mientras se hundían en el horizonte occidental. En realidad, alcanzaron la separación mínima a las diez de la noche, hora de Babilonia, cuando se ponían. Podemos imaginar que los astrólogos que observaban el firmamento verían los dos planetas unirse aparentemente mientras llegaban a un punto del horizonte situado en dirección a Judea.
¿Se vio realmente aquella «estrella» anormal en la dirección de Judea, tanto como para que pensaran en un Mesías? Bien, hay más datos.
La «Biblia» atribuye a Jacob una importante profecía mesiánica, cuando se encontraba a punto de morir. Jacob habla en forma algo mística a cada uno de sus hijos, y esto se interpreta como una alusión al futuro de las respectivas tribus.
Por lo que respecta a Judá (de la que David, y por consiguiente Jesús, descendían), dijo:
«Génesis 49:9»: ¡Eres cachorro de león, Judá! ¡De la presa has subido, oh hijo mío! Se ha agazapado, se ha echado cual león, y como una leona; ¿quién le hará levantar?
«Génesis 49:10»: No se retirará el cetro de Judá ni la bengala de entre sus pies hasta que venga Shiloh, a quien pertenece y al cual corresponde la obediencia de los pueblos.
El versículo 9 indica que el león era el símbolo totémico de la tribu de Judá (aún seguimos refiriéndonos al «león de Judá»). En cuanto al versículo 10, existe una gran polémica en torno al significado de Shiloh.
Shiloh era el nombre de una población en la que existió un importante templo antes de los tiempos del Reino de Judá y que fue destruida un siglo antes de la época de David. El versículo tendría muy poco sentido en tal caso, y podría tratarse de un error del copista. Sin embargo, puede objetarse que el texto alude a la restauración del destruido templo de Shiloh. Y de aquí, análogamente, que se refiera al renacimiento de la destruida dinastía de David y, por tanto, al Mesías. Este versículo se considera, en general, una profecía mesiánica.
Pero resulta que una de las Constelaciones del Zodíaco es Leo. Los astrólogos pudieron suponer con toda facilidad que Leo representa a Judá y a la Casa de David. Hay una referencia a una «bengala de entre sus pies», y entre las patas delanteras de la Constelación de Leo (según la representación convencional de la era antigua) se encontraba su estrella más brillante, Régulus (palabra latina que significa «joven rey»). Por consiguiente, podemos suponer que Régulus, en particular, representaba al Mesías (para los astrólogos).
Pero la cuestión es que las combinaciones Venus-Júpiter de los años 3 aC y 2 aC se produjeron en la Constelación de Leo, cada una de ellas a distinto lado de Régulus. En los dos casos, la fusión aparente de los planetas tuvo lugar a tres grados de Régulus, lo bastante cerca como para impresionar a los astrólogos.
De forma que nos encontramos con una simple «estrella» anormal que aparece en el horizonte de Judea, próxima a la estrella que es símbolo del Mesías. ¿No es lógico pensar que los astrólogos partieran al momento hacia Judea para investigar, aunque sólo hubiera sido para comprobar sus propias conclusiones?
Naturalmente, ambas conjunciones se produjeron en los meses de verano y de ningún modo en la época del nacimiento de Jesús, pero esto no tiene importancia. La fecha del 25 de diciembre no tiene garantía bíblica y fue escogida en los tiempos del cristianismo primitivo simplemente para competir con la fiesta de Mitra, que se celebraba aquel día, y para aprovechar la tradición, ya muy sentada, del regocijo general cuando llegaba el solsticio de invierno.
Además, tanto Mateo como Lucas sitúan el nacimiento de Jesús en la época de Herodes, y dicho monarca murió en el año 4 aC. O sea que Jesús no pudo nacer después de ese año y, como mínimo, debía de tener dos años de edad en la época de la segunda y más llamativa conjunción. Pero el hecho de que Jesús naciera precisamente en el momento de dicha conjunción pudo haber sido una reforma posterior de la historia.
Debo admitir que estoy tentado a creer la alternativa 9, dado su atractivo..., pero no haré tal cosa. En el año 2 aC la astronomía no estaba muy avanzada, y aunque los astrólogos babilonios advirtieran la conjunción, dudo que estuvieran tan versados en los detalles de las escrituras y leyendas de los judíos como para atribuir al hecho una importancia mesiánica. No, todo el relato no es más que una explicación ingeniosa elaborada a posteriori.
De forma que perseveraré en mi escepticismo y colocaré la Estrella de Belén en la misma categoría que la partición del Mar Rojo, el caminar sobre el agua y todos los demás milagros de la «Biblia». Son simples relatos fantásticos que podríamos despreciar como naderías si no fuera por el hecho de que son nuestros relatos fantásticos, los que nos enseñaron a venerar cuando éramos jóvenes impresionables.
RAZONANDO SOBRE LA RAZÓN
(Thinking About Thinking)
(Fantasy and Science Fiction, Enero de 1975)
Acabo de volver de una visita a Gran Bretaña. Teniendo en cuenta mi antipatía a los viajes, que no ha cambiado, nunca creí que pasearía por las calles de Londres o que llegaría a estar bajo las piedras de Stonehenge, pero así ha sido. Por supuesto, fui en trasatlántico tanto a la ida como a la vuelta, ya que nunca viajo en avión.
La travesía fue todo un éxito. El tiempo fue benigno; el servicio me suministró todo lo que (¡ay!) puedo comer y los ingleses mostraron una amabilidad impecable hacia mí, aunque se quedaban mirando mi vestimenta multicolor.
Especialmente simpático me resultó Steve Odell, director publicitario de Mensa, la organización de gente con elevado coeficiente intelectual que más o menos patrocinó mi visita. Steve me acompañó a todas partes, me enseñó los lugares turísticos, evitó que cayera en las zanjas y bajo los coches, y siempre mantuvo lo que él denominaba «la tradicional reserva británica».
En general, me las arreglé para comprender lo que me decían, pese a la curiosa forma de hablar que tienen los ingleses. Sin embargo, hubo en cierta ocasión una muchacha a la que no pude entender y debí pedirle que hablara más despacio. A ella pareció divertirle mi dificultad para entenderla, aunque yo lo atribuí, claro, a su imperfecto dominio del idioma.
—Usted —señalé—, puede entenderme.
—Claro que le entiendo —replicó—. Usted habla despacio, en un pastoso yanqui.
Me palpé la barbilla, disimuladamente, antes de darme cuenta que la pobrecilla se refería a mi dicción lenta.
Pero supongo que lo más inaudito del viaje (que incluyó tres discursos, tres recepciones, innumerables entrevistas ante los diversos medios de comunicación y cinco horas firmando autógrafos en cinco librerías de Londres y Birmingham) lo constituyó el ser nombrado vicepresidente de International Mensa.
Di por supuesto que el honor se me concedía en atención a mi reconocida inteligencia, pero estuve meditando sobre ello en los cinco días de mi viaje de vuelta a bordo del Queen Elizabeth Two, y me sorprendió lo poco que sabía en cuanto a inteligencia. Presumo que soy inteligente, pero ¿cómo puedo saberlo?
Por eso creo que sería mejor pensar sobre esto. ¿Y dónde mejor que aquí, junto a mis amables amigos y lectores?
Una creencia común relaciona la inteligencia con: 1) la acumulación rápida de unidades y de conocimiento; 2) la retención de dichas unidades; y 3) el recuerdo ágil de las mismas cuando es necesario.
El individuo medio, enfrentado a alguien como yo, por ejemplo, que exhibe en abundancia todas esas características, está predispuesto a colocar la etiqueta de «inteligente» al que hace ostentación de ellas y a hacerlo en mayor medida cuanto más espectacular es la exhibición.
Con toda certeza, esto es erróneo. Se pueden poseer las tres características y, sin embargo, dar muestras de estupidez evidente. Y, por otra parte, se puede pasar desapercibido en tales aspectos y mostrar señales inequívocas de lo que seguramente sería considerado como inteligencia.
Durante la década de 1950, la nación se hallaba infestada de programas televisivos en los que se pagaba grandes cantidades de dinero a quienes podían responder con rapidez preguntas difíciles. Se supo que algunos de estos programas no fueron del todo honestos, pero eso no tiene importancia.
Los millones de personas que los contemplaban creían que la gimnasia mental indicaba inteligencia9. El concursante más notable fue un empleado de Correos de San Louis que, en lugar de aplicar su pericia a un tema, tal como hicieron los demás, escogió todo el conjunto de temas objetivos. Hizo una gran exhibición de su destreza y conmocionó a la nación entera. Incluso, poco antes de que decayera la novedad del programa-concurso, se planeó enfrentar a este hombre con todos los aspirantes en otro espacio que iba a titularse «Venza al genio».
¿Genio? ¡Pobre hombre! Apenas tenía capacidad para vivir mediocremente y su habilidad para memorizar con rapidez le servía menos que si hubiera sido equilibrista.
Pero no todo el mundo iguala la inteligencia a la acumulación y rápida evocación de fechas, nombres y acontecimientos. En realidad, muy a menudo se asocia a la inteligencia la falta de esta misma cualidad. ¿Nunca han oído hablar del profesor distraído?
Según cierta norma popular, todos los profesores y personas inteligentes son, por lo general, distraídos, y ni siquiera recuerdan sus propios nombres sin hacer un gran esfuerzo. ¿Qué es, pues, lo que les convierte en inteligentes?
Supongo que la explicación sería ésta: una persona muy inteligente aplica en tal medida el intelecto a su propio campo de conocimiento, que posee muy poco cerebro reservado para otra cosa. Al profesor distraído, por consiguiente, se le perdonan todos los fallos en favor de su pericia en el terreno que ha elegido.
Pero ésta tampoco puede ser la conclusión, porque dividimos las categorías del conocimiento en una jerarquía y reservamos nuestra admiración sólo para algunas, clasificando en ellas a los malabaristas afortunados y considerándolos como los únicos «inteligentes».
Pensemos, por ejemplo, en un joven que posee un conocimiento enciclopédico sobre el béisbol, sus reglas, sus métodos, su historia, sus jugadores y sus hechos más notorios. Se concentra tanto en esta materia que se distrae en extremo por lo que respecta a las matemáticas, la gramática, la geografía y la historia. Su éxito en un campo no excusa sus fracasos en otros: ¡es un necio! Por otra parte, el mago matemático que no puede, por más que se lo expliquen, distinguir a un bateador en una carrera, es, no obstante, inteligente.
En nuestras opiniones, asociamos de alguna forma las matemáticas y la inteligencia, pero no a ésta y el béisbol. E incluso una comprensión media de las matemáticas basta para obtener la etiqueta de inteligente, mientras que el conocimiento total del béisbol no significa nada en ese aspecto (aunque, quizá, mucho en otros).
Por eso el profesor distraído es inteligente, ya que aprende, memoriza y recuerda muchas cosas relacionadas con cierta categoría que se asocia a la inteligencia. Y no importa que no recuerde su nombre, qué día es, si ha comido o no, o si debe acudir a una cita (y, a este respecto, es interesante lo que se cuenta de Norbert Wiener).
¿Y cuáles son estas categorías asociadas a la inteligencia?
Podemos eliminar toda categoría cuya excelencia radique sólo en el esfuerzo o coordinación muscular. Por muy admirable que sea un gran jugador de béisbol, un campeón de natación, un pintor, un escultor, un flautista o un violonchelista, por más éxito, fama o afectos que tengan, la pericia en estos campos no es indicativa, por sí misma, de inteligencia.
Es más bien en la categoría teórica donde encontramos una asociación con la inteligencia. Estudiar la técnica de la carpintería y escribir un libro sobre sus diversos estilos a lo largo de la historia, constituye un medio seguro de demostrar inteligencia, aunque ni una sola vez se haya podido clavar un clavo sin golpearse un dedo.
Y si nos centramos en el terreno del pensamiento, es evidente que estaremos más dispuestos a relacionar la inteligencia con ciertos campos antes que con otros. Es casi seguro que nos infundirá más respeto un historiador que un escritor deportivo, un filósofo que un dibujante, etc.
Para mí es una conclusión inevitable: nuestras nociones sobre inteligencia son una herencia directa de la época de los antiguos griegos, cuando se despreciaban las artes mecánicas como algo adecuado sólo a los artesanos y esclavos, en tanto que se respetaba las «artes liberales» (derivado de la palabra latina que significa «hombres libres») porque no tenían utilidad práctica y, por tanto, eran apropiadas para hombres libres.
Tan falto de objetividad es nuestro juicio de la inteligencia, que podemos ver ante nuestros ojos el cambio de su medida. Hasta hace muy poco, la educación más conveniente para los jóvenes de buena posición consistía en gran medida en inculcarles de la forma más ruda (con golpes, si era necesario) los grandes escritores clásicos latinos. El desconocimiento del latín era un grave handicap para cualquiera que pensara entrar en el grupo de los inteligentes.
Claro está, podríamos señalar la diferencia que existe entre «culto» e «inteligente», y decir que, después de todo, la declamación errónea del latín sólo caracterizaba a un inculto..., pero eso es pura teoría. En la práctica, el hombre inteligente pero no culto siempre es rebajado y subestimado y, como mucho, se le concede que es «listo de nacimiento» o que posee un «sentido común agudo». Las mujeres, que no recibían educación, eran tontas por no saber latín, y ésa fue la excusa para no educarlas (Sí, es un círculo vicioso, pero es el tipo de razonamiento utilizado para justificar todas las grandes injusticias de la historia).
Pero veamos cómo cambian las cosas. El latín solía ser el signo de la inteligencia, mientras que ahora es la ciencia, cosa de la que yo me beneficio. No sé más latín que el que mi mente, cual papel cazamoscas, ha captado por casualidad, pero conozco muy bien la ciencia. De forma que, sin haber cambiado una sola célula cerebral, podría haber sido un estúpido en 1775 y una inteligencia excepcional en 1975.
Se podría objetar que lo que cuenta no es el conocimiento en sí, ni siquiera la categoría del conocimiento, propiamente hablando, sino la utilización que se hace de él. Podría argumentarse que lo que cuenta es la forma en que se exhibe y maneja el conocimiento, el ingenio, originalidad y creatividad con que se pone en acción. Sí, hay una medida de la inteligencia.
Y a decir verdad, aunque la enseñanza, la literatura y la investigación científica son profesiones muy asociadas a la inteligencia, todos sabemos que existen profesores, escritores e investigadores necios. Puede faltar creatividad o, si lo prefieren, inteligencia, y sin embargo, darse una cierta competencia mecánica.
Pero si lo que vale es la creatividad, también es cierto que sólo será válida en terrenos autorizados y apropiados. Un músico inculto, ineducado, quizá incapaz de leer una partitura, es posible que pueda acoplar notas y tiempos en tal forma que cree, con brillantez, toda una nueva escuela musical. Pero esto, por sí mismo, no le otorgará el título de «inteligente». Se trata simplemente de uno de tantos «genios creativos» con un «don divino». Si no sabe cómo lo hace y no puede explicarlo hasta después de haberlo hecho10, ¿cómo puede ser considerado inteligente?
El crítico que estudia la música, una vez compuesta, y al final, con gran esfuerzo, concluye que no se trata tan sólo de un ruido desagradable según las viejas normas, sino que es un gran logro siguiendo ciertas reglas nuevas... sí, es inteligente (¿Pero cuántos críticos cambiarían ustedes por un Louis Armstrong?).
Y en tal caso, ¿por qué se considera inteligente al brillante genio científico? ¿Suponen ustedes que conoce cómo se formaron sus teorías o que puede explicarles cómo sucedió todo? ¿Puede el gran escritor explicar cómo escribe para que ustedes lo hagan igual que él?
Yo no soy un gran escritor, si me comparo con cualquier modelo de los que respeto, pero tengo mis peculiaridades y algo valioso para esta ocasión: soy una persona, en general aceptada como inteligente, a la que puedo escudriñar desde dentro.
Pues bien, mi pretensión más clara y evidente a la inteligencia reside en la naturaleza de mi trabajo, en el hecho de que escribo muchos libros y en numerosos campos usando una prosa compleja pero clara, desplegando un gran dominio del conocimiento al hacerlo.
¿Y qué?
Nadie me enseñó a escribir. A los once años ya había desarrollado el arte básico de escribir. Y, es cierto, no puedo explicar a ninguna otra persona en qué consiste ese arte básico.
Acaso algún crítico, que sepa mucha más teoría literaria que yo (o más de la que me importaría conocer), puede analizar mi obra, si lo desea, y explicar mucho mejor que yo mismo qué hago y por qué. ¿Le haría eso más inteligente a él que a mí? Sospecho que sí, para mucha gente.
Resumiendo, no conozco ninguna forma de definir la inteligencia que no dependa de lo subjetivo y convencional.
Llegamos, pues, al tema de la comprobación de la inteligencia, la determinación del «coeficiente intelectual».
Si no existe definición objetiva de la inteligencia, tal como yo sostengo y creo con firmeza, y lo que llamemos inteligencia es sólo una creación de la cultura en boga y el prejuicio subjetivo, ¿qué demonios es lo que medimos con un test de inteligencia?
Me disgusta atacar el test de inteligencia, porque a mí me beneficia. Por lo normal, obtengo más de 160 cuando paso la prueba, y aun así se me subestima sin remedio porque casi siempre termino el test en menos tiempo del permitido.
De hecho, lleno de curiosidad, obtuve un libro en rústica que contenía un buen número de tests distintos para medir el coeficiente intelectual. Cada una de las pruebas disponía de un tiempo límite de media hora. Las realicé todas, lo más honestamente que pude, respondiendo algunas preguntas al instante, otras pensando un poco, otras por intuición y otras no hubo forma de contestarlas. Y como es lógico, me equivoqué en algunas respuestas.
Después de terminar, calculé el resultado según las instrucciones y resultó que yo tenía un coeficiente de 135... ¡Pero esperen! No había aceptado el límite de media hora que se me ofreció, sino que acabé cada sección de la prueba en un récord de quince minutos y proseguí así hasta el final. Por lo tanto, doblé la cuenta y decidí que mi coeficiente intelectual era de 270 (Estoy seguro de que tal acción no está justificada, pero la cifra 270 complace mi sentido de apreciación personal, y por eso insisto en ella).
Pero por mucho que esto satisfaga mi vanidad, y por mucho que me guste ser vicepresidente de Mensa, una organización que basa la admisión de sus miembros en el coeficiente intelectual, debo insistir, con toda sinceridad, que esto no significa nada.
Después de todo, ¿qué es lo que mide un test de inteligencia sino las habilidades asociadas con la inteligencia por los individuos que elaboran el test? Y dichos individuos están sometidos a las presiones y prejuicios culturales que son causa de una definición subjetiva de la inteligencia.
Así, partes importantes de cualquier test de inteligencia miden la amplitud del vocabulario del individuo, pero las palabras que deben definirse son las que pueden encontrarse leyendo obras literarias consagradas. Ninguno pide la definición de «doblete», «ojos de serpiente» o «jazz rápido», por la sencilla razón de que quienes prepararon los tests no conocen tales términos o les avergüenza conocerlos.
Ocurre algo parecido con las pruebas de conocimiento matemático, lógica, visualización de formas y todas las demás. Se comprueba la cultura de moda, lo que los hombres cultos consideran el criterio de la inteligencia, es decir, el de sus propias mentes.
Todo el asunto es un mecanismo automático. Hombres que controlan intelectualmente una sección dominante de la sociedad se definen como inteligentes, elaboran tests, una serie de aberturas que sólo dejan pasar a mentes como las suyas, obteniendo así más pruebas de «inteligencia» y más ejemplos de «persona inteligente», y, por consiguiente, más motivo para elaborar nuevos tests del mismo género. ¡Más círculos viciosos!
Y cuando se etiqueta a alguien como «Inteligente», de acuerdo con tales tests y criterios, deja de tener valor cualquier manifestación de estupidez. Lo que cuenta es la etiqueta, no el hecho. Puesto que no me gusta burlarme de otras personas, me limitaré a poner dos ejemplos de estupidez rematada que yo mismo protagonicé (pero puedo ofrecerles doscientos, si quieren).
1) Un domingo, algo no iba bien con mi coche y no sabía qué hacer. Por fortuna, mi hermano menor, Stan, vivía muy cerca y le llamé porque es una persona muy atenta. Se presentó enseguida, examinó la situación, cogió el listín y empezó a telefonear en busca de alguna estación de servicio, mientras yo permanecía con la boca abierta. Por fin, después de un fracaso tras otro, Stan me dijo con tono de pena:
—Con lo inteligente que eres, Isaac, ¿por qué no te haces socio de la Asociación Automovilística Americana?
—Oh —repliqué—, ya pertenezco a la AAA.
Le enseñé el carnet. Stan me dedicó una mirada larga, extraña, y telefoneó a la AAA. Al cabo de media hora pude seguir conduciendo.
2) En una reciente convención de ciencia-ficción, me encontraba sentado en la habitación de Ben Bova (editor de Analog), esperando con impaciencia que llegara mi esposa. Por fin, sonó el timbre de la puerta. Me levanté de golpe, grité: «¡Aquí está Janet!», abrí una puerta de par en par y me precipité contra el retrete..., mientras Ben abría la puerta de la habitación a mi esposa.
A Stan y Ben les encanta contar estas anécdotas, y lo hacen sin mala intención. Lo que con toda seguridad sería una prueba de estupidez es convertido en una excentricidad amable, porque yo poseo la etiqueta de «inteligente».
Esto nos lleva a una cuestión grave. En años recientes se ha hablado de diferencias raciales en relación con el coeficiente intelectual. Hombres como William B. Shockley, premio Nobel de física, señalan que las pruebas realizadas muestran un coeficiente medio mucho más bajo en los negros que en los blancos, y esto ha provocado toda una conmoción.
Las numerosas personas que, por una u otra razón, han llegado ya a la conclusión de que los negros son «inferiores», celebran disponer de un argumento científico para suponer que la indeseable posición en que se encuentran los negros es, al fin y al cabo, culpa de ellos mismos.
Por supuesto, Shockley detesta el prejuicio racial (con sinceridad, estoy convencido) y afirma que no podemos tratar de forma inteligente los problemas raciales si, aparte de los motivos políticos, ignoramos un descubrimiento científico indudable; que deberíamos investigar el tema con todo cuidado y estudiar la desigualdad intelectual del hombre. No se trata de un problema de blancos contra negros; en apariencia, ciertos grupos de blancos tienen menos capacidad intelectual que otros grupos de la misma raza, etc.
Pero en mi opinión todo el asunto es un fraude colosal. Puesto que la inteligencia, tal como yo lo veo, es un tema de definición subjetiva y dado que los intelectuales dominantes del sector social que predomina sobre los otros la han definido, en buena lógica, en forma que les favorece a ellos, ¿a qué nos referimos al decir que el coeficiente intelectual medio de los negros es inferior al de los blancos? Lo que estamos afirmando es que la subcultura negra es diferente, en esencia, a la subcultura blanca dominante, y que los valores de los negros son lo bastante distintos de los de los blancos dominantes como para que los negros obtengan peores resultados que los blancos en los tests de inteligencia elaborados con todo esmero por los blancos.
Para que los negros obtuvieran en conjunto tan buenos resultados como los blancos, deberían abandonar su propia subcultura y adoptar la blanca, adaptándose más estrechamente a la orientación de los tests intelectuales. Es posible que no quieran hacerlo; y aunque quisieran, las actuales condiciones les harían muy difícil cumplir su deseo.
Para exponerlo con la mayor sencillez: los negros americanos se han desarrollado en una subcultura creada para ellos, sobre todo por obra de los blancos, y han sido mantenidos en ella, sobre todo por obra de los blancos. Los valores de dicha subcultura son inferiores, por definición, a los de la cultura dominante, de forma tal que el coeficiente intelectual de los negros sea, por fuerza, más bajo; y este coeficiente inferior se utiliza luego como excusa para reproducir las mismas condiciones que lo originaron. ¿Un círculo vicioso? Sí, claro.
Pero resulta que yo no quiero ser un tirano intelectual, ni insistir en que lo que digo es la verdad.
Digamos que estoy equivocado; que existe una definición objetiva de inteligencia, que puede ser medida con exactitud y que el coeficiente intelectual medio de los negros está por debajo del de los blancos, no por diferencias culturales, sino a causa de una inferioridad intelectual innata y biológica. ¿Y ahora qué? ¿Cómo deberían tratar los blancos a los negros?
Es una pregunta muy difícil de responder, pero es posible que lleguemos a alguna conclusión si partimos de la situación contraria. ¿Qué pasaría si hacemos pruebas a los negros y averiguamos, con más o menos asombro, que acaban por mostrar un coeficiente intelectual superior al de los blancos, por término medio?
¿Cómo deberíamos considerarlos en tal caso? ¿Les concederíamos un voto doble? ¿Les daríamos cargos de preferencia, sobre todo en el Gobierno? ¿Les cederíamos los mejores asientos en el autobús y el teatro? ¿Les asignaríamos retretes más limpios que los de los blancos y una escala salarial más elevada por término medio?
Estoy completamente seguro de que la respuesta sería una negativa decidida, vigorosa y blasfema, para cada una de estas preguntas o cualquier otra similar. Si se hiciera público que los negros poseen coeficientes intelectuales más altos que los blancos, sospecho que muchos blancos afirmarían enseguida, con gran ardor, que el coeficiente intelectual no puede medirse con exactitud y que, aunque fuera posible hacerlo, carece de importancia; que una persona sigue siéndolo sin importar su erudición, su educación elegante, sus groserías y sus disparates; que todo lo que una persona necesita es el sentido común ordinario; que todos los hombres son iguales en los fabulosos Estados Unidos y que todos esos malditos profesores de izquierdas y sus tests de inteligencia sería mejor que desaparecieran...
Bien, si vamos a ignorar el coeficiente intelectual cuando somos nosotros los que estamos en el punto más bajo de la escala, ¿por qué prestarle una atención tan devota cuando son ellos los que se encuentran en tal situación?
Pero aguarden. Tal vez me equivoque de nuevo. ¿Cómo puedo saber la reacción de los dominantes ante una minoría con elevado coeficiente intelectual? Al fin y al cabo, respetamos a los intelectuales y profesores hasta cierto punto, ¿no es verdad? O sea que estamos refiriéndonos a minorías oprimidas y, para empezar, una minoría con elevado coeficiente intelectual no sería oprimida. Por tanto la situación artificial establecida por mí al suponer que los negros alcanzaban un coeficiente más alto es sólo un muñeco de paja, y derribarlo no tiene ningún mérito.
¿Es cierto? Consideremos a los judíos, que, durante cerca de dos mil años, han sido echados a patadas por los gentiles siempre que éstos encontraban la vida demasiado aburrida. ¿Lo hacían porque los judíos, como grupo, tenían un coeficiente intelectual bajo? Nunca he oído a nadie sostener esta opinión, por muy antisemita que fuera, ¿saben?
Yo mismo no pienso que los judíos, como grupo, tengan un coeficiente intelectual muy elevado. El número de judíos necios que he conocido en toda mi vida es enorme. Pero ésta no es la opinión de los antisemitas, cuya visión de los judíos otorga a éstos una inteligencia gigantesca y peligrosa. Aunque constituyan menos del 0,5 por ciento de la población de un país, siempre están a punto de «hacerse con el poder».
¿Y por qué no, si tienen un coeficiente intelectual elevado? Oh no, porque esa inteligencia es simplemente «sagacidad», «astucia vulgar» o «perspicacia aislada», y lo que en realidad cuenta es que carecen de virtudes cristianas, nórdicas, teutónicas, o del tipo que convenga.
En resumen, si una persona se halla en el extremo podrido del juego del poder, cualquier excusa servirá para mantenerla allí. Si se considera que posee un coeficiente intelectual bajo, será despreciada y retenida ahí por tal motivo. Si se considera que tiene un coeficiente intelectual alto, será temida y retenida ahí por tal motivo.
Por tanto, sea cual fuere el significado del coeficiente intelectual, se está utilizándolo actualmente como juego para fanáticos.
Me permitirán que termine, pues, ofreciéndoles mi punto de vista particular. Cada uno de nosotros forma parte de diversos grupos que corresponden a las diversas formas de subdividir a la humanidad. En cada una de estas formas, un individuo concreto puede ser superior a otros del grupo, o inferior, o una u otra cosa, o ambas a la vez, según la definición y la circunstancia.
Debido a ello, los términos «superior» e «inferior» no tienen un significado útil. Objetivamente, la palabra es «diferente». Cada uno de nosotros es diferente. Yo soy diferente, usted es diferente, y usted, y usted...
Es dicha diferencia lo que constituye la gloria del Homo sapiens y la mejor salvación posible, porque lo que uno no puede hacer, otros sí, y cuando alguien no puede prosperar, otros sí, gracias a una amplia gama de condiciones. Creo que deberíamos valorar estas diferencias como el activo principal de la raza humana, y no intentar nunca, como individuos, utilizarlas para hacer miserables nuestras vidas.
LAS ASTRONAVES FANTASMA
(Rocketing Dutchmen)
(Fantasy and Science Fiction, Febrero de 1975)
Con mucha frecuencia, recibo por correo libros, revistas y diverso material impreso que no he pedido ni esperaba que me enviaran. Mi primer impulso en tales casos es mirar el índice, si es que hay, o echar una mirada a las páginas, si es que no hay índice, para comprobar si se menciona mi nombre. A menudo, aunque no siempre, ésa es la razón por la que me envían este material.
Desconfío en particular si el asunto en cuestión es un tema sobre el que me he expresado de un modo burlón. Por ejemplo, hace bastante tiempo recibí algo que se titulaba «UFO Symposium 1973», con un artículo de Stanton T. Friedman, un caballero al que no conozco.
El artículo incluía una sección llamada «Ciencia-ficción contra ufología» que empezaba diciendo: «Muchas personas se sorprenden cuando cuento que Isaac Asimov y Arthur Clarke, dos de los más famosos escritores de ciencia ficción y temas científicos, son muy vehementes en sus sentimientos anti-OVNI».
El hecho de que Friedman trate a personas que «se sorprenden» por esto, indica, supongo, el nivel de los círculos que frecuenta. Después de todo, ¿el que Arthur y yo seamos escritores de SF es razón para que la gente suponga que hemos perdido la razón y que debamos creer cualquier culto místico que posea ciertos elementos en común con la ciencia-ficción?
Friedman prosigue citándome y añadiendo sus propios comentarios para, supongo, dejarme mudo. Esta es la cita, en la que yo digo: «Las exigencias energéticas del viaje interestelar son de tal magnitud, que no puedo concebir a ninguna criatura pilotando su nave a través de los inmensos abismos del espacio sólo para jugar con nosotros durante décadas. Si quisieran establecer contacto, lo harían; si no, ahorrarían su energía».
Ante esto, Friedman comenta, entre paréntesis «(¡Qué orgullosos somos los hijos de la Tierra! ¿Merecemos que contacten con nosotros?)»
Es obvio que Friedman me ha citado sin leer la cita. Yo decía: «Si quisieran establecer contacto...». Estoy dispuesto a admitir que quizá no valga la pena que contacten con nosotros, pero en tal caso «ahorrarían su energía»... y se marcharían.
Imaginen ustedes el orgullo de los Friedman, hombres que piensan que quizá no valga la pena que se pongan en contacto con nosotros, pero que, sin embargo, somos tan fascinantes como para que los platillos volantes, a millares, escudriñen nuestros planetas durante décadas enteras, como si fueran astronaves fantasmas condenadas para siempre a dar vueltas alrededor de la Tierra sin aterrizar nunca y, además, a manifestarse ante nosotros como palomos en celo.
A continuación, Friedman cita uno de mis párrafos, que termina así: «Seguiré pensando que toda visión dada a conocer es un engaño, un error o algo que puede explicarse sin involucrar astronaves de las estrellas lejanas».
Y Friedman, adoptando una familiaridad burlesca, dice: «(¿Qué me dices de las estrellas más próximas, Isaac?)»
¡Ay!, señor Friedman11, hasta las estrellas más próximas se encuentran muy alejadas.
Friedman prosigue incitándome a escribir un libro sobre los platillos volantes, pero que no sea de ficción, diciendo que «casos como el de Betty y Barney Hill son mucho más excitantes e interesantes que cualquiera de los relatos de Asimov». Es posible, señor Friedman, pero también son mucho más novelescos.
Ya que no un libro, escribiré un artículo sobre este tema. Dios sabe que he expuesto mis puntos de vista sobre los platillos volantes en diversas ocasiones, pero nunca en esta serie de artículos. Voy a hacerlo ahora, en forma de preguntas y respuestas.
1) ¿Por qué insiste en llamarlos «platillos volantes»? ¿No es una expresión doblemente ridícula? ¿Por qué no denominarlos OVNI, un término más serio?
OVNI significa «objetos volantes no identificados». Si discuto sobre el tema con alguien que esté de acuerdo en que estas manifestaciones, sin importar lo que sean, no están en realidad identificadas, y esta persona no insiste en identificarlas, entonces aceptaré de buena gana un debate, tan serio como sea posible, sobre los OVNI. Sin embargo, a todos los que persistan en identificarlos como astronaves pilotadas por seres extraterrestres, dirá que estos objetos están identificados y, por lo tanto, no son OVNI. En tal caso yo los denomino platillos volantes, que es el término que los mismos entusiastas de los platillos volantes emplearon antes de que se decidieran a obtener respetabilidad.
2) ¿Niega usted que se trate de otras formas de vida inteligentes del Universo?
No, no lo niego. Ya en septiembre de 1963 escribí un artículo para Fantasy and Science Fiction titulado «Who's Out There», en el que seguí las opiniones de Carl Sagan en cuanto a que podían existir numerosas civilizaciones en el Universo.
Después escribí un libro, en colaboración con Stephen H. Dole, «Planets for Man» (Random House, 1964), donde se considera el tema con mucho más detalle y desde un punto de vista algo diferente, presentando la sugerencia de que había muchísimos planetas habitados en el Universo.
Permítanme que recuerde este argumento con mucha brevedad.
Nadie sabe con exactitud cuántas galaxias existen en el Universo; no hay duda de que se trata de millones. En general, yo acostumbro a usar la cifra de cien mil millones. Aunque nos limitemos a considerar una sola galaxia, la nuestra, la Vía Láctea, seguimos teniendo un sistema que contiene 135.000.000.000 de estrellas.
Las teorías modernas sobre la formación de las estrellas sugieren la constante formación de sistemas planetarios cuando nace una estrella. Por ello, podemos decir que nuestra Galaxia contiene 135.000.000.000 de sistemas planetarios, siendo posible que cada uno de ellos contenga doce planetas y seis grandes satélites.
De entre este número de cuerpos celestes, superior al billón, algunos están muy lejos y otros muy cerca de su sol para ser similares a la Tierra. Algunos podrían tener movimientos de rotación demasiado lentos, u órbitas demasiado excéntricas, como para ofrecer condiciones atmosféricas agradables. Otros podrían orbitar estrellas demasiado frías para ofrecer la energía que necesita la vida, o demasiado calientes y, por tanto, excesivamente jóvenes como para dar a la vida el tiempo que ésta necesita para desarrollarse. Otros podrían trasladarse alrededor de soles que forman parte de sistemas múltiples, o que tienen una luminosidad variable, o, en pocas palabras, que convierten el ambiente vital en algo muy molesto.
Pero aun teniendo en cuenta todo lo anterior, Dole, basándose en estimaciones razonables deducidas de la astronomía de principios de la década de 1960, llegó a la conclusión de que podrían existir nada menos que 640.000.000 de planetas similares a la Tierra. Planetas con masa, temperatura y composición química muy parecida a la terrestre, con una órbita y un sol semejantes a los terrestres, y situados en nuestra Galaxia.
No se trata de una estimación demasiado optimista, ya que indica que sólo un planeta de cada cuatro mil es satisfactorio y que sólo una estrella de cada doscientas diez posee un planeta de características terrestres.
Pero tal vez sea demasiado optimista, si tenemos en cuenta los avances astronómicos de la última década. Puesto que cerca del noventa por ciento de las estrellas de la Galaxia se hallan en el núcleo, el noventa por ciento de los planetas similares a la Tierra deberían encontrarse allí, si suponemos una distribución regular.
Pero el núcleo de las galaxias puede ser el escenario de una actividad violenta: quasares, explosiones, agujeros negros, etc. Y tal vez las condiciones de relativa tranquilidad que permitan la existencia de planetas como el nuestro se den sólo en los brazos en espiral de una galaxia (donde nosotros estamos). En tal caso, podríamos estimar que únicamente hay 64.000.000 de planetas similares a la Tierra en nuestra Galaxia.
Sin embargo, la posibilidad de platillos volantes será mayor cuantos más planetas como la Tierra existan. Seamos, pues, generosos, y mantengamos la cifra superior de 640.000.000.
Siguiendo las teorías modernas sobre el origen de la vida, todo planeta que posea un medio ambiente similar al terrestre desarrollará inevitablemente un proceso vital. Es decir, que pueden existir 640.000.000 de planetas con vida en nuestra Galaxia y, también, con una vida parecida a la que conocemos.
Aquí la especulación se vuelve más sutil. ¿En cuántos de estos planetas con vida se desarrolla una raza inteligente, y en cuántos está siendo creada una civilización por dicha raza?
Lo único que podemos emplear como punto de partida es la misma Tierra, el único planeta con vida que conocemos en la actualidad. En la Tierra ha existido vida durante unos tres mil millones de años y civilización durante unos diez mil años, como mínimo. Esto significa que el período no-civilizado supera al civilizado en la proporción de 300.000 a 1.
Si suponemos que la Tierra constituye un término medio, que éste es una regla general y que la vida se inició en diferentes épocas y lugares, deducimos que existe civilización en uno de cada trescientos mil planetas con formas vitales. Y, en tal caso, hay cerca de dos mil ciento cincuenta civilizaciones en nuestra Galaxia.
Por lo que respecta a una civilización industrial, nosotros la hemos tenido durante doscientos años, los últimos de los diez mil de nuestra civilización. En otras palabras, nuestra civilización no-industrial supera a nuestra tecnología industrial en la proporción de 50 a 1.
Si suponemos que una de cada cincuenta civilizaciones de nuestra Galaxia ha alcanzado la época industrial, su número será pues de cuarenta y tres.
Si admitimos, además, que nuestra tecnología industrial es un término medio, tal como van las cosas, la mitad de estas civilizaciones industriales, digamos veintiuna, son más avanzadas que la nuestra y quizá pueden viajar por el espacio.
Esto se refiere sólo a nuestra Galaxia. Si el mismo tipo de razonamiento se aplica a todas las demás, podrían existir nada menos que dos billones de civilizaciones avanzadas en el Universo. Pero creo que hasta el más entusiasta creyente en los platillos volantes estará de acuerdo en eliminar otras galaxias como tema de nuestras elucubraciones y aceptará limitarse a nuestra propia Galaxia. Con ello todavía disponemos de veintiuna posibles civilizaciones errando por las inmensas salas etéreas del espacio, y con toda seguridad son suficientes para justificar los platillos volantes, si es que se trata de naves espaciales.
3) ¿Entonces, por qué es usted tan escéptico en cuanto a la posibilidad de que astronaves guiadas por inteligencias extraterrestres estén visitando la Tierra?
Por una razón: las distancias me aturden. Imagínense todos estos planetas que contienen vida, 640.000.000, distribuidos al azar por la Galaxia. Estarían separados entre sí por una distancia media de cuarenta y cinco años-luz. Los veintiún planetas con civilizaciones industriales avanzadas se hallarían a una distancia media de trece mil quinientos años-luz.
Si el hogar más cercano de los platillos volantes se encuentra a trece mil quinientos años-luz, la posibilidad de que nos visiten parece ínfima.
Puesto que la velocidad de la luz es el límite al que podría aproximarse a nosotros una nave espacial, una procedente de la civilización avanzada más próxima emplearía trece mil quinientos años en llegar hasta nosotros (en el tiempo local de su mundo de origen) y, cosa muy probable, hasta diez veces más. Me parece muy dudoso que, en estas circunstancias, una nave tras otra dé vueltas y vueltas alrededor de nosotros, por tiempo indefinido, cual abejas en torno a una flor. No podemos ser tan interesantes o tan importantes.
4) Pero suponga que tenemos suerte por lo que respecta a la distancia de la civilización avanzada más cercana. ¿Por qué está tan seguro de que la velocidad de la luz es el límite definitivo?
No soy categórico en cosas como ésta. Admitiendo una distribución fortuita, algunas civilizaciones avanzadas pueden estar agrupadas, otras terriblemente aisladas. Puede ocurrir que la Tierra se halle tan sólo a cien de años-luz de una civilización muy avanzada. Sería algo poco probable, pero no existen pruebas en ningún sentido, y podría ser así.
Además, aunque los centros originarios de las civilizaciones se encuentren lejos, muy lejos, y aunque ninguno esté particularmente cercano a nosotros, pueden formar parte del núcleo de un Imperio Galáctico en expansión, y tal vez existan puestos avanzados de algún imperio en ciertas estrellas más próximas. Tampoco existen pruebas, pero puede ser así.
También es posible que una civilización avanzada aprenda a sobrepasar el límite de la velocidad de la luz sin violar la relatividad. Quizá aprendan a utilizar el hiperespacio, un motor iónico o algo que nosotros, con un nivel tecnológico inferior, no podemos comprender. No parece muy probable, a decir verdad, pero podría ser así.
Tal vez la distancia carezca de importancia para las civilizaciones avanzadas. Quizá cubran cien o hasta trece mil quinientos años-luz con dificultades no mayores que las nuestras para cruzar en avión el océano Atlántico.
5) ¿Si es así, por qué se opone al concepto de platillos volantes? ¿Por qué no puede haber naves explorando la Tierra frecuentemente?
Si despreciamos el problema de la distancia, queda el del motivo. Si estas astronaves fantasma visitan la Tierra con deliberación y por algún motivo racional, debe de ser porque la Tierra les interesa. ¿Pero qué puede ser lo que les interese de la Tierra?
Es lógico, y quizá egoísta, suponer que lo más interesante de la Tierra para cualquier extraterrestre es el hombre y su civilización. Pero si los platillos volantes nos investigan, ¿por qué no aterrizar y nos saludan? Deben de ser tan inteligentes como para deducir quiénes son nuestros portavoces, dónde se encuentran nuestros centros de población y cómo proceder para contactar con nuestros Gobiernos.
Tampoco es concebible que nos teman. Si su tecnología les permite cubrir distancias de muchos años-luz sin problemas, podrán protegerse con facilidad contra cualquier arma insignificante que apuntemos hacia ellos. ¿Le asustaría a un buque de guerra americano desembarcar un grupo de exploración en una isla ocupada por monos?
Si nuestra atmósfera o nuestra superficie contiene algo que para ellos es mortal o desagradable, deben de ser lo bastante inteligentes como para comunicarse con nosotros a través de algún tipo de transmisión a larga distancia, mediante la radio, como mínimo. Y si las palabras y el idioma no sirven, entonces alguna señal con evidente contenido racional.
Por otra parte, si les interesamos, pero no desean establecer contacto con nosotros, si no quieren interferir en forma alguna en una civilización en desarrollo, son inteligentes y avanzados y podrán estudiarnos en todos los detalles que precisen, sin permitirnos nunca que sepamos de su presencia. En caso contrario, están interfiriendo.
Y si es otra cosa aparte del hombre lo que les interesa, ¿de qué se trata? No, aterrizarían, dirían hola... o se marcharían. Si no hacen ni lo uno ni lo otro, no son astronaves inteligentemente pilotadas.
6) ¿Pero cómo puede estar seguro de los motivos que tengan? Tal vez no quieran comunicarse con nosotros pero, por otra parte, no les importe que les veamos.
Ah, si usted persiste en acumular las condiciones que necesita para demostrar su tesis, llegará con toda rapidez al punto de no convencer a nadie.
Para desembarazarse del problema de la distancia, hay que suponer, al menos, una civilización improbablemente próxima a nosotros, y hay que suponer el logro de un viaje más rápido que la luz. Para despreciar el enigma de su conducta, hay que suponer que la Tierra les interesa lo bastante como para importunarla una y otra vez, pero que nosotros somos muy poco fascinantes y no quieren hablarnos, aunque, por otra parte, no les importa que les veamos.
Cuantas más suposiciones de este tipo haga, más débil será su tesis.
En realidad, ninguna de tales suposiciones tiene fundamento. Sólo sirven para explicar los platillos volantes. Los mismos platillos volantes pueden usarse, a continuación, como prueba que las suposiciones son correctas. Es un círculo vicioso, uno de los mayores placeres del intelectualmente débil.
7) Espere, existen pruebas claras de que los platillos volantes son naves espaciales. Hay numerosos informes de personas que han visto astronaves y sus tripulaciones extraterrestres. Incluso hay gente que dice haber estado a bordo de las naves. ¿Ha investigado dichos informes? Si no lo ha hecho, ¿los desprecia por carecer de valor? ¿Cómo justifica tal actitud?
No, no he investigado ninguno de tales informes. Ni uno.
Mi justificación para despreciarlos se basa en que la evidencia visual de unas cuantas personas no está confirmada por otro tipo de evidencia, por lo que carece de valor. No existe una sola creencia mística que no esté apoyada en numerosos casos de pruebas visuales.
Hay evidencia visual (según los entusiastas) para los ángeles, fantasmas, espíritus, levitación, hombres-lobo, precognición, duendes, serpientes marinas, telepatía, abominables hombres de las nieves, etc., etc.
No quiero arrojarme al pantano de creer en todas esas cosas sólo por la evidencia de testigos visuales, y, siendo así, no creerá en astronaves-platillos volantes basadas únicamente en pruebas visuales. Deseo algo menos propenso a la distorsión, y menos sometido al fraude deliberado, que la evidencia de testigos presenciales.
Quiero algo material y duradero, algo que pueda estudiarse por muchas personas. Busco una aleación no fabricada en la Tierra, un mecanismo cuyo principio no comprendamos. Más aún, quiero una nave y su tripulación a plena luz, revelándose apta para observación y estudio ante los seres humanos durante un período de tiempo razonable. Simplemente, esas revelaciones a granjeros en los pantanos y conductores en carreteras desiertas, no me impresionan. Como tampoco me impresionan las descripciones de las naves y sus interiores, porque es lo que esperaría de personas ignorantes en materia científica que han visto algunas películas de ciencia-ficción, igualmente ignorantes.
8) ¿Pero de qué otra forma puede explicar los informes sobre platillos volantes, si no admite que son naves espaciales?
Una muy conocida sentencia de Sherlock Holmes dice que «Siempre que has eliminado todo lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, debe ser cierto». Se trata de un fraude inmenso, porque presupone que tras la eliminación de lo imposible, sólo resta un factor. ¿Pero cómo puede conocerse ese factor?
Este concepto erróneo proviene de las matemáticas. En esta ciencia, podemos organizar de tal forma nuestras definiciones y axiomas como para que nos permitan enfrentarnos con un pequeño número de factores y ninguno más, siendo conocidos todos los factores de dicho pequeño número. En tal caso, si eliminamos todos excepto uno, el restante debe ser cierto (a condición de que probemos que ningún otro puede serlo).
Esto no tiene aplicación a las ciencias experimentales o de observación, en las que el número total de factores puede ser indefinido y no todos, ni mucho menos, conocidos.
Si los platillos volantes son naves espaciales, hay que demostrarlo mediante evidencia directa. Nunca se probará tal cosa lloriqueando la pregunta: «¿Pero qué otra cosa pueden ser?»
9) ¿Qué piensa que son los platillos volantes?
Mi opinión es que casi todas las visiones son erróneas o fraudulentas. Muchas son tan confusas e incompletas que no dejan opción de llegar a conclusiones sobre su posible naturaleza.
Sé que existen ciertos informes (una pequeña parte del total) que no parecen errores o fraudes; que han sido comprobados por observadores de confianza; y que no pueden explicarse por ningún medio normal.
10) De acuerdo, siga con esos enigmas. ¿De qué se trata si no son naves espaciales?
No lo sé. No tengo por qué saberlo. El Universo está repleto de misterios cuya respuesta desconozco. Desafiarme y vencerme no prueba nada.
Miren, ustedes pueden desconocer el nombre del decimoquinto Presidente de Estados Unidos. Si les digo que su nombre fue Jerome Jameson, el hecho de que no puedan contradecirme no me otorga la razón.
Pero hablemos de Joseph Alien Hynek, un respetado astrónomo americano al que conozco en persona y que, puedo testificarlo, es un hombre honrado e inteligente de grandes dotes científicas.
Hynek no desprecia los informes sobre platillos volantes como hacen la mayoría de los astrónomos (y yo, en general). Le gusta que se examinen con cuidado, y él mismo lo hace. No es un trabajo fácil. Estos informes contienen tantos fraudes, y hay tantos chiflados, caprichosos y locos entre los entusiastas de los platillos volantes, que Hynek se arriesga siempre a que dañen injustamente su reputación confundiéndole con ellos. Sin embargo, acepta el riesgo, y yo le admiro por ello, porque le interesan estos informes extraños y porque cree que son importantes.
Hynek no piensa que los informes se refieran a naves extraterrestres. No tiene una explicación a mano. Para él el tema de discusión son los OVNI, Objetos Volantes No Identificados.
Lo que opina Hynek es que hay algo en ellos, algo que no puede explicarse dentro de la estructura convencional de la ciencia; y algo, por consiguiente, que no debería ridiculizarse y despreciarse, sino estudiarse cuidadosa y totalmente.
Cree que estas manifestaciones inexplicables representan algo tan nuevo para la ciencia que cuando sean resueltas llevarán a un avance enorme, o como él dice, a superar el quanto.
Ya ha ocurrido antes de ahora. El enigma del resultado negativo del experimento de Michelson-Morley condujo a superar el quanto de la relatividad. Las paradojas de la radiación de Los cuerpos oscuros llevaron a superar el quanto de la misma teoría de los quanta. Por lo tanto, tal vez el enigma OVNI lleve a... ¿qué?
Es un pensamiento fascinante. Por lo menos, Hynek me convence.
11) ¿Tiene Hynek alguna teoría sobre este tema? ¿Adónde cree que puede ser llevada la ciencia?
Por lo que yo sé, no ha conseguido nada hasta el momento. Ha dedicado muchísimo tiempo a comprobar informes, clasificarlos y buscar hechos comunes en varios tipos de ellos, pero al final se encuentra con un acertijo para el que no tiene respuesta.
12) ¿Por qué es tan difícil hallar una solución a este problema?
Abordar científicamente los enigmas del Universo da buenos resultados cuando el sistema que se estudia está siempre disponible a la observación, a la experimentación, o a ambas. Por lo general, el planeta Marte permite su estudio telescópico, y un corazón de tortuga está disponible para la experimentación.
El estudio científico también da buenos resultados cuando es posible desarrollar experimentos sencillos, cuya tendencia general ya es conocida. Si no se comprende la pauta fundamental que caracteriza la caída de objetos esféricos, se puede disponer de todas las esferas que se desee para hacerlas caer en condiciones conocidas y analizar los resultados.
Por otra parte, consideren los informes, más bien escasos, sobre OVNI que constituyen enigmas genuinos, y que no son errores ni fraudes. Esos fenómenos OVNI aparecen sin previo aviso, sin que se los espere, y con una irregularidad total en el espacio y el tiempo. No hay forma de tenderles una trampa, una especie de sistema mundial de observación que resultaría terriblemente costoso.
Cuando un fenómeno OVNI se presenta, es posible que nadie lo vea; o que sea observado sólo en parte por uno o unos cuantos individuos, cogidos por sorpresa y, quizá, sin ninguna opción para efectuar observaciones esmeradas y sin más instrumentos que el ojo. El resultado será un relato a medias, anecdótico, de algo apenas visto.
Todavía más, después de hacerse un informe de este tipo, se discute en los periódicos, y eso significa que se entierra enseguida entre innumerables informes similares ofrecidos al por menor por individuos cándidos y sinceros, por ávidos buscadores de publicidad y por enfermizos embaucadores.
En estas condiciones, no sorprende en absoluto que Hynek tenga dificultades para encontrar una solución. No me sorprendería que ni Hynek ni nadie encontrara una solución... ¡nunca!
Una última cosa. Me temo que el presentimiento de Hynek en cuanto a que la solución del problema llevará a la ciencia a superar el quanto es sólo su opinión. No le critico su entusiasmo; yo mismo tengo diversos entusiasmos, pero éstos hay qué reconocerlos como lo que son y no confundirlos con pruebas.
Sospecho, y sólo es una sospecha, que si todos los informes OVNI enigmáticos fueran sometidos a una investigación exhaustiva, entonces cuanto más se averiguara sobre ellos menos enigmáticos parecerían. Creo que si todos los informes OVNI se comprendieran, resultarían ser algo que formaba parte de la estructura actual de nuestra ciencia o que, como mucho, se trataría de una corrección o prolongación, interesante pero no demasiado fundamental, de dicha estructura. Supongo que la solución del problema OVNI añadiría muy poco, o nada, a la ciencia.
Si estoy equivocado, y Hynek en lo cierto, me alegraré, porque aprecio a Hynek y me gustaría ver el avance de la ciencia..., pero no puedo forzarme a aceptar algo sólo porque me gustaría aceptarlo. Únicamente debo aceptar lo que parezca tener sentido para mí.
COROLARIO DE ASIMOV
(Asimov's Corollary)
(Fantasy and Science Fiction, Febrero de 1977)
Acabo de volver de Rensselaerville, Nueva York, donde, por quinto año, he presidido un seminario de cuatro días sobre temas futurísticos (En esta ocasión, la colonización del espacio). Asistieron entre setenta y ochenta personas, casi todas interesadas en la ciencia-ficción, y todas ansiosas de aplicar su imaginación a exponer problemas y sugerir soluciones.
El seminario se desarrolla tan sólo de un domingo a un jueves, pero el jueves hay una angustia masiva ante el pensamiento de la partida, y muchas promesas (que en general se cumplen) de volver al año siguiente.
Este año conseguimos que asistieran Ben Bova y su encantadora esposa, Barbara. Participaron en las sesiones con resolución y se ganaron el aprecio de todos.
Por fin, llegó la clausura el jueves al mediodía y, como es costumbre en tales ocasiones, se me concedió una caprichosa seudoplaca agradeciendo mi afabilidad y mi dulce trato a los miembros del sexo opuesto12.
Una encantadora jovencita, de menos de metro y medio de estatura, hizo la presentación y, en sencillo agradecimiento, pasé mi brazo alrededor de su cintura. Debido a su corta estatura, no bajé el brazo lo suficiente y el resultado provocó la carcajada de la audiencia.
Intentando quitar importancia a este embarazoso faux pas (aunque admito que ninguno de los dos se movió), dije:
—Lo siento, chicos. Este es el apretón de Asimov.
—¿Es algo parecido a la gripe del cerdo? —gritó entre el público Ben Bova (y que es, parece apropiado decirlo ahora, mi hermano de pecho).
Yo estaba destrozado, ¿y qué hace un hombre que ha sido destrozado por su camarada predilecto? Claro, busca a su alrededor e intenta destrozar a otro camarada predilecto. En este caso, Arthur C. Clarke.
En su libro «Profiles of the Future» (Harper and Row, 1962), Arthur postula lo que él mismo llama la «Ley de Clarke». Dice así:
Cuando un científico eminente pero de edad madura afirma que algo es posible, casi seguro que está en lo cierto. Cuando declara que algo es imposible, lo más probable es que se equivoque.
Arthur prosigue ofreciendo ejemplos de «científicos eminentes pero de edad madura» que se burlaron sin compasión de cosas hechas realidad casi en el mismo momento. Ernest Rutherford desdeñó la posibilidad de la energía nuclear, Vannevar Bush se mofó de los misiles balísticos intercontinentales, y así sucesivamente.
Pero como es natural, cuando yo leo una frase como ésa, conociendo a Arthur, empiezo a preguntarme si no estará pensando en mí, junto con todos los demás.
Al fin y al cabo, soy un científico. No muy «eminente», pero los profanos han adquirido en alguna parte la noción de que sí lo soy, y me tengo por una persona lo bastante educada como para no someterlos a la pena de la desilusión. Así que no lo niego. Por último, tengo algo más de treinta años de edad y ahí me he mantenido durante mucho tiempo, por lo que me califico como de «edad madura» siguiendo la definición de Arthur (Igual que él, porque Arthur —¡ja, ja!— tiene tres años más que yo).
Pues bien, como científico eminente pero de edad madura, ¿he estado afirmando que algo fuera imposible o que, en todo caso, ese algo no guarda relación con la realidad? ¡Cielos, sí! De hecho, me satisface mucho decir que algo es erróneo y ya está. Empleo con prodigalidad términos y frases como «absurdo», «música celestial», «extravagancia necia», «idiotez consumada» y muchos otros rasgos de un lenguaje amable y placentero.
Entre las actuales aberraciones populares, he machacado sin contenerme el velikovskianismo («Worlds in Confusion», F&SF, octubre de 1969), la astrología («The Stars in Their Courses», F&SF, agosto de 1970), los platillos volantes («The Rocketing Dutchmen», F&SF, febrero de 1967)13 y muchas otras cosas.
Puesto que no he tenido ocasión todavía para tratar con detalle estos temas, aclararé que también considero bazofia las opiniones de von Däniken sobre astronautas antiquísimos y las de Charles Berlitz respecto al Triángulo de las Bermudas (Conozco a Charles Berlitz, un hombre fascinante y al que aprecio, pero eso no varía mi opinión).
Entonces, ¿me quita el sueño la Ley de Clarke? ¿Pienso que seré citado con amplitud, y con burla, en algún libro que cierto sucesor de Arthur escribirá dentro de un siglo?
No, en absoluto. Aunque acepto la Ley de Clarke y creo que Arthur acierta al sospechar que los actuales pioneros serán mañana los conservadores de ideas atrasadas14, no me preocupo por mí mismo. Selecciono mucho las herejías científicas que denuncio, porque me guía lo que yo denomino el Corolario de Asimov a la Ley de Clarke.
Este es el Corolario de Asimov:
Sin embargo, cuando él público profano se manifiesta en torno a una idea denunciada por científicos eminentes pero de edad madura, y apoya dicha idea con fervor y sentimiento, es posible, después de todo, que los científicos eminentes pero de edad madura estén en lo cierto.
¿Pero por qué? ¿Por qué yo, que no soy un elitista, sino un liberal y un igualitarista chapado a la antigua (véase «Thinking About Thinking», F&SF, enero de 1975)15, proclamo la infalibilidad de la mayoría, en el sentido de que ésta se equivoca infaliblemente?
La respuesta es que los seres humanos tienen el hábito (tal vez malo, pero inevitable) de ser humanos, es decir, que creen en lo que les conviene.
Por ejemplo, hay numerosos inconvenientes y desventajas en el Universo, tal como es ahora: no se puede vivir siempre, no se puede conseguir algo a cambio de nada, no siempre se gana, etc. (véase «Knock Plastic», F&SF, noviembre de 1967).
Como es natural, se creará con avidez en todo lo que prometa acabar con tales inconvenientes y desventajas. Los inconvenientes y las desventajas siguen existiendo, por supuesto, ¿pero y qué?
Consideremos la muerte, el inconveniente más grande, universal e inevitable. Digan a la gente que la muerte no existe y les creerán, sollozando de agradecimiento ante las buenas nuevas.
Hagan una encuesta y averigüen cuántos seres humanos creen en la otra vida, en el cielo, en las doctrinas espirituales, en la trasmigración de las almas... Estoy convencido de que encontrarán una gran mayoría, incluso una mayoría abrumadora, en favor de esquivar la muerte, creyendo en su no-existencia de una u otra forma.
Pero por lo que yo sé, nunca ha existido una sola prueba que ofrezca alguna esperanza de que la muerte no sea otra cosa más que la definitiva disolución de la personalidad, y que más allá de ella, por lo que respecta a la conciencia individual, no existe nada.
Si quieren poner objeciones a este punto, presenten las pruebas. Pero debo advertirles que, no obstante, hay ciertos argumentos que no aceptaré.
No aceptaré ningún argumento autoritario («La «Biblia» dice eso»).
No aceptaré ningún argumento de convicción interna («Tengo fe en que es así»).
No aceptaré ningún argumento personalmente injurioso («¿Qué es usted, un ateo?»).
No aceptaré ningún argumento basado en desatinos («¿Piensa que le han puesto en la Tierra tan sólo para existir durante un instante de tiempo?»).
No aceptaré ningún argumento basado en anécdotas («Mi prima tiene una amiga que fue a un médium y habló con. su difunto esposo»).
Y cuando eliminamos todas estas, y otras más, variedades de falsas pruebas, resulta que no queda nada.
¿Entonces por qué cree la gente? Porque quieren hacerlo. Porque el deseo masivo de creer en algo origina una presión social difícil de superar (y peligrosa de vencer en la mayoría de épocas y lugares). Porque pocas personas han tenido la oportunidad de ser educadas en lo que significa evidencia o en las técnicas del razonamiento lógico.
Pero el principal motivo es que quieren hacerlo. Y por eso un fabricante de pasta dentífrica no se contenta con decirles que su producto les limpiará los dientes casi tan bien como el mero cepillo. No, él les aclarará, directa o indirectamente, que esta marca particular les permitirá obtener un atractivo compañero del sexo opuesto. La gente, que en alguna forma desea con más intensidad el sexo que lavarse los dientes, le creerá al momento.
Además, a la gente le gusta, en general, creer en lo espectacular, y la incredibilidad no es obstáculo para la fe, sino más bien una ayuda positiva.
Seguro que todos sabemos que ésta es una época en la que se puede hacer creer a naciones enteras cualquier necedad que convenga a sus gobernantes y, también, hacer morir por ella (Esta época difiere de las precedentes, a este respecto, sólo en tanto que la mejora de las comunicaciones hace posible difundir la necedad con velocidad y eficiencia mucho mayores).
Teniendo en cuenta el gusto por lo espectacular, ¿sorprende que millones de personas deseen creer, por simples rumores y nada más, que naves espaciales alienígenas visitan la Tierra y que existe una inmensa conspiración silenciosa por parte del Gobierno y los científicos para ocultar tal hecho? Nadie ha explicado nunca qué es lo que el Gobierno y los científicos esperan obtener de esta conspiración o cómo pueden mantenerla, siendo así que todos los demás secretos se descubren en seguida con todos sus detalles. ¿Pero y qué? La gente siempre está dispuesta a creerse cualquier conspiración en torno a cualquier tema.
La gente desea y ansia creer en cosas tan espectaculares como la supuesta capacidad para sostener conversaciones con las plantas, la supuesta fuerza misteriosa que engulle aviones y barcos en una zona particular del océano, la supuesta inclinación de la Tierra y Marte a jugar a ping-pong con Venus y la supuesta descripción exacta del resultado en el libro del «Éxodo», la supuesta conmoción a resultas de visitas de astronautas extraterrestres en tiempos prehistóricos y su donación a nosotros de nuestras artes, técnica e incluso algunos de nuestros genes.
Para que las cosas sean aún más excitantes, la gente goza sintiéndose rebelde contra alguna poderosa fuerza represiva... siempre y cuando estén seguros de que es inofensiva. Rebelarse contra una poderosa institución política, económica, religiosa o social es muy peligroso y pocas personas se arriesgan a ello, excepto, algunas veces, desapercibidos entre la chusma. Sin embargo, rebelarse contra «la institución científica» es lo más fácil del mundo. Todos pueden hacerlo y sentirse muy valientes, sin arriesgarse siquiera a una llaga16.
Así, la gran mayoría de creyentes en la astrología y en que los planetas no tienen otra cosa mejor que hacer que formar un código que les adelante si mañana será o no un buen día para ultimar un negocio, se excitan y entusiasman al máximo ante un disparate cuando un grupo de astrónomos lo denuncia.
Cuando algunos astrónomos denunciaron a Velikovsky, otorgaron a éste (y, de rechazo, a sus seguidores) un aura de mártir que él (y ellos) cultivan con asiduidad, aunque nunca ningún mártir mundial ha sido tan favorecido por las denuncias.
En realidad, yo pensaba que sólo estas denuncias específicas habían encumbrado a Velikovsky, y que si Harlow Shapley hubiera tenido la sang froid para ignorar la tontería velikovskiana, ésta habría muerto rápida y espontáneamente.
Ya no pienso así. Ahora poseo una fe más grande en el saco sin fondo de credulidad que los seres humanos portan a la espalda. Después de todo, piensen en von Däniken y en sus astronautas antiquísimos. Los libros de von Däniken son menos juiciosos que los de Velikovsky y están escritos con mucha más pobreza17, y sin embargo, tienen éxito. Lo que es más, ningún científico, que yo sepa, se ha dignado referirse a von Däniken. Quizá piensen que tal cosa le daría demasiada fama y representaría para él lo mismo que representó para Velikovsky.
Por eso se ha ignorado a von Däniken. Y, pese a ello, todavía tiene más éxito que Velikovsky, provoca más interés y gana más dinero.
Ya pueden ver, pues, cómo elijo mis «imposibles». Llego a la conclusión de que ciertos herejes son ridículos y no son dignos de confianza no tanto porque el mundo científico diga «¡Eso no es así!», sino porque el mundo de los no-científicos dice «¡Eso es!» con todo su entusiasmo. No es tanto porque confíe en que los científicos tienen razón, sino porque confío en que los profanos se equivocan.
Dicho sea de paso, admito que mi fe en que los científicos acierten es algo débil. Los científicos se han equivocado, incluso extraordinariamente, muchas veces. Existieron herejías que se burlaron de la institución científica y fueron perseguidas (en la medida en que la institución científica puede perseguir), pero al final lo herético probó ser correcto. Repito que esto no ha sucedido una vez, sino muchas.
Sin embargo, eso no altera la confianza con la que denuncio las herejías que elijo, porque en los casos en que ha vencido lo herético casi nunca ha intervenido el público.
Cuando lo nuevo se introduce en la ciencia, cuando hace temblar la estructura, cuando al final debe ser aceptado, se trata en general de algo que excita a los científicos, seguro, pero no al público normal... excepto, quizá, para que exijan la sangre del hereje.
Para empezar, consideremos a Galileo, ya que es el santo patrón (¡pobre hombre!) de todos los chiflados autocompasivos. A decir verdad, no fueron los científicos quienes le persiguieron por sus «errores» científicos, sino los teólogos por sus auténticas herejías (y eran lo bastante auténticas para las normas del siglo XVII).
Y bien, ¿creen que el público común apoyó a Galileo? Claro que no. No hubo un solo griterío en su favor. No apasionaba el hecho de que la Tierra girara en torno al Sol. No se produjeron movimientos «sol-es-centro» denunciando a las autoridades y acusándolas de conspirar para ocultar la verdad. Si Galileo hubiera sido quemado en la hoguera, como lo fue Giordano Bruno una generación antes, es posible que el hecho se hubiera popularizado, incluyendo a sectores del público esforzándose por contemplarlo en primera fila.
O pensemos en el caso más sorprendente de herejía científica después de Galileo: el de Charles Robert Darwin. Darwin reunió pruebas en favor de la evolución de las especies por selección natural, y ello durante décadas de atención y esfuerzo. Luego publicó un libro meticulosamente razonado estableciendo el hecho de la evolución hasta el punto de que ningún biólogo racional puede contradecirla18, aunque existen discusiones en torno a los detalles del proceso.
Pues bien, ¿piensan ustedes que la gente salió en apoyo de Darwin y su espectacular teoría? La conocían perfectamente. En su época, Darwin causó tanta sensación como Velikovsky un siglo después. Su espectacularidad era evidente: imagínense a las especies desarrollándose por una consumada mutación y selección fortuita y a los seres humanos evolucionando a partir de criaturas simiescas. Nada con lo que pudiera soñar un escritor de ciencia-ficción sorprendería tan explosivamente a personas que desde la infancia habían dado por supuesto y aceptado como verdad absoluta que Dios creó todas las especies, en su forma actual y en el transcurso de unos cuantos días, y que el hombre fue creado a imagen divina.
¿Creen que la gente apoyó a Darwin, se entusiasmó por él, le hizo rico, famoso, y denunció a la institución científica por perseguirle? Ya saben que no. Todo el apoyo que Darwin obtuvo provino de científicos (El apoyo que consigue todo científico herético racional viene de los científicos, aunque al principio sólo de una minoría).
De hecho, la gente estaba contra Darwin entonces y ahora. Sospecho que si se encuestara ahora mismo a los habitantes de Estados Unidos en torno a la pregunta de si el hombre fue creado en un instante a partir del barro, o mediante los sutiles mecanismos de la mutación y la selección natural durante millones de años, una gran mayoría se inclinaría por el barro.
Existen otros casos menos famosos en los que el gran público no se unió a los perseguidores sólo porque nunca tuvieron noticia de la polémica.
En la década de 1830, el más ilustre químico en vida era el sueco Jons Jakob Berzelius. Berzelius tenía una teoría sobre la estructura de los compuestos orgánicos basada en las pruebas disponibles en aquella época. August Laurent, químico francés, reunió evidencia adicional demostrando que la teoría de Berzelius era inadecuada. Él mismo sugirió una teoría alternativa mucho más correcta y que, en sus rasgos esenciales, aún perdura hoy en día.
Berzelius, anciano y muy conservador, no pudo aceptar la nueva teoría. Se vengó con furia y ninguno de los químicos conocidos de la época tuvo el valor de alzarse en contra del gran sueco.
Laurent se aferró a sus armas y prosiguió acumulando pruebas. Se le premió impidiéndole la entrada en los laboratorios más famosos y obligándole a residir en provincias. Se supone que contrajo tuberculosis como resultado de trabajar en laboratorios con deficiente calefacción, y murió en 1853 cuando contaba cuarenta y seis años de edad.
Ya muertos Laurent y Berzelius, la nueva teoría empezó a cobrar fuerza. De hecho, un químico francés que en principia apoyó a Laurent, pero que luego se retractó ante el enfado de Berzelius, aceptó de nuevo la innovadora teoría e intentó presentarla como suya (Los científicos también son humanos).
Pero la crónica de la tristeza sigue. Robert Mayer, por su pugna en torno a la Ley de la Conservación de la Energía, se volvió loco. Ludwig Boltzman, por su trabajo sobre la Teoría Cinética de los Gases, se suicidó. La obra de ambos es aceptada y elogiada ahora sin reparos.
¿Pero qué podía hacer el público en todos estos casos? Nada, claro. Nunca oyeron hablar de ellos. Nunca les importó. El asunto no estaba relacionado con sus grandes preocupaciones. En realidad, si quisiera ser un cínico consumado, diría que en este caso los herejes acertaron y que el público, advirtiéndolo de alguna forma, se quedó con la boca abierta.
Este tipo de cosas también prosigue en el siglo XX. En 1912, Alfred Lothar Wegener, geólogo alemán, presentó al mundo sus puntos de vista sobre la traslación continental. Pensó que todos los continentes estuvieron en principio unidos en una sola masa de tierra y que dicha masa, el «Pangea», se había fraccionado, alejando entre sí a los diversos fragmentos. Sugirió que la tierra flotaba en la roca subyacente, blanda, semisólida, y que las porciones continentales fueron separándose al flotar.
Por desgracia, la evidencia parecía indicar que la roca subyacente era demasiado firme para que los continentes se desplazaran sobre ella, y las ideas de Wegener fueron despreciadas e incluso abucheadas. Durante medio siglo, las pocas personas que apoyaron las teorías de Wegener encontraron dificultades para obtener cargos académicos.
Pero tras la Segunda Guerra Mundial, las nuevas técnicas de exploración del subsuelo marino descubrieron la costra global, el fenómeno del despliegue del suelo marino, la existencia de capas de roca, y quedó claro que la corteza terrestre era un grupo de grandes bloques en continua traslación y que soportaban a los continentes. Las traslaciones continentales, o movimientos tectónicos, como se denominan más propiamente, se convirtieron en la piedra angular de la geología.
Yo mismo presencié este carrusel. En las dos primeras ediciones de mi «Guide to Science» mencioné la traslación continental, pero la desprecié con arrogancia en un párrafo. En la tercera edición dediqué varias páginas al tema y admití haberme equivocado al despreciarla tan alegremente (A decir verdad, no es ninguna deshonra. Siguiendo el curso de la evidencia, se debe cambiar de opinión cuando se presentan nuevas pruebas que invalidan las conclusiones anteriores. Son los que defienden ideas por motivos emocionales quienes no pueden cambiar. La evidencia adicional no afecta la emocionalidad).
Si Wegener no hubiera sido un auténtico científico, se habría hecho famoso y rico. Todo lo que debía hacer era usar el concepto de traslación continental y aplicarlo a las cosas terrestres, haciendo que explicara los milagros de la «Biblia». La fragmentación de Pangea pudo haber sido la causa, o el resultado, del Diluvio de Noé. La formación de la gran falla africana pudo anegar Sodoma. Los israelitas cruzaron el Mar Rojo porque éste medía sólo medio kilómetro de anchura en aquellos tiempos. Si hubiera dicho todo esto, el libro habría sido devorado y él se habría retirado con los derechos de autor.
De hecho, si cualquier lector quiere hacerlo ahora, aún puede volverse rico. Cualquiera que indique este artículo como el inspirador del libro será despreciado por la masa de creyentes auténticos, se lo aseguro.
Por eso les ofrezco una nueva versión del Corolario de Asimov, que pueden usar como guía para decidirse en cuanto a qué creer y qué despreciar:
Si una herejía científica es ignorada o denunciada por el gran público, existe una posibilidad de que sea cierta. Si una herejía científica es apoyada sentimentalmente por el gran público, casi con toda seguridad éste se equivoca.
Advertirán que en las dos versiones del Corolario de Asimov me he preocupado de no comprometerme. En la primera, digo que los científicos «es posible que estén en lo cierto». En la segunda, afirmo que el público se equivoca «casi con toda seguridad». No soy absoluto. Dejo lugar para las excepciones.
¡Ay!, no sólo la gente y los científicos son humanos, yo también. Quiero que el Universo sea como yo deseo, y esto significa totalmente lógico. Quiero que las opiniones disparatadas y emocionales se equivoquen siempre.
Por desgracia, el Universo no puede ser como yo quiero, y uno de los detalles que me convierte en un ser humano es que lo sé.
En alguna parte de la historia, deben de existir casos en los que la ciencia dijera «no» y el público, por razones sentimentales, replicara «sí» y tuviera la razón. Pensé en ello y al cabo de medio minuto encontré un ejemplo.
En 1798, Edward Jenner, médico inglés, guiado por cuentos de viejas basados en el tipo de evidencia anecdótica que yo desprecio, intentó comprobar si la benigna viruela vacuna confería una inmunidad cierta contra la temida y mortal enfermedad de la viruela (Él no se contentaba con la evidencia anecdótica, ya pueden verlo: experimentaba). Jenner descubrió que las viejas tenían razón y creó la técnica de la vacunación.
La institución médica de la época reaccionó con gran recelo ante la nueva técnica. Si hubieran podido hacerlo, la habrían enterrado.
Sin embargo, la aceptación popular de la vacuna fue inmediata y abrumadora. La técnica se difundió a todas partes de Europa. La familia real británica fue vacunada; el Parlamento británico otorgó diez mil libras a Jenner. De hecho, éste recibió un tratamiento casi divino.
No es difícil comprender el porqué. La viruela era una enfermedad increíblemente aterradora, porque si no mataba desfiguraba a la persona de por vida. El público normal estaba, por tanto, deseando hasta la histeria que se confirmara el rumor de que la enfermedad podía ser superada con un simple pinchazo.
¡Y en este caso el público tuvo razón! El Universo fue tal como ellos deseaban. Por ejemplo, a los dieciocho meses de presentarse la vacuna, el número de muertes por viruela se redujo en Inglaterra a un tercio de la cifra anterior.
De forma que existen excepciones auténticas. El capricho popular acierta, a veces.
Pero no a menudo, y debo advertirles que no me quita el sueño al pensar en la posibilidad de que cualquiera de los entusiasmos actuales termine por ser científicamente correcto. No pierdo ni una hora de sueño; ni siquiera un minuto.
FIN
1 Se lo diré si es que le pica la curiosidad: ¡Ninguno!
2 Me pregunto si, cuando exploremos la Galaxia, no vamos a descubrir que la vida está presente en todo el Universo, pero siempre en forma acuática. ¿Vamos a descubrir, quizá, que la vida terrestre requiere ese acontecimiento extraordinario, la captura de una gran Luna, y que, por tanto y después de todo, estamos solos en la Galaxia?
3 Todo tiene tres leyes: el movimiento, la termodinámica, la robótica... ¿Por qué no la futúrica?
4 «Fundación», «Fundación e Imperio», «Segunda Fundación», las tres publicadas en Libro Amigo.
5 Hay traducción castellana: «Opinión pública», en «Asimov, Selección 1» (Libro Amigo, 336).
6 Si lo desean, pueden recurrir a mi libro «Asimov's Guide to the Bible. Volume Two, the New Testament» (Doubleday, 1969). Por mi parte, no pienso insistir.
7 Arthur C. Clarke escribió un cuento, «The Star», que apareció en el número de noviembre de 1955 de Infinity Science Fiction y que obtuvo el Premio Hugo de 1956. Trata sobre la Estrella de Belén y, si es que no me creen, les apremio a que lo lean en mi antología «The Hugo Winners».
8 Para la fecha que cito en relación con la alternativa 9, me remito al artículo «Thoughts on the Star of Bethlehem», de Roger W. Sinnott, aparecido en el número de diciembre de 1968 de Sky and Telescope.
9 Se me pidió que asistiera a uno de estos concursos y me negué. Pensé que no iba a ganar nada con una triunfal exhibición de pirotecnia mental y que sufriría una humillación innecesaria si era lo bastante humano como para fallar una pregunta.
10 A Louis Armstrong, el gran trompetista, se le pidió que explicara algo sobre jazz. Al parecer ésta fue su respuesta: «Si tienes que preguntar, nunca lo sabrás». Estas palabras son dignas de inscribirse en jade con letras de oro.
11 Prefiero no adoptar una confianza que no existe.
12 Véase mi libro «The Sensuous Dirty Old Man» (Walker, 1971).
13 En esta misma selección: «Las astronaves fantasma».
14 Demonios, el mismo Einstein fue incapaz de aceptar el principio de incertidumbre y, en consecuencia, pasó los últimos treinta años de su vida como monumento viviente y nada más. Los físicos continuaron sin él.
15 En esta misma selección: «Razonando sobre la razón».
16 En cierta ocasión me escribió un lector para decir que la institución científica podía impedir que una persona recibiera privilegios, promociones y prestigio, destruir su carrera y cosas por el estilo. Es totalmente cierto. Por supuesto, eso no es tan desagradable como condenar a la hoguera o internar en un campo de concentración, que es lo que una auténtica institución podría hacer y haría. Pero aunque se limite a negar un puesto a un individuo, está corrompida. Sin embargo, esto sólo es válido si se es un científico. Si se es profano, la institución científica no puede hacer nada más que burlarse.
17 Velikovsky, para hacerle justicia, es un escritor fascinante y posee un aura de erudición de la que von Däniken carece por completo.
18 Por favor, no me escriban para explicarme que existen creacionistas que se llaman a si mismos biólogos. Cualquiera puede llamarse biólogo.