Publicado en
agosto 22, 2010
1 - El planeta de los parásitos
The parasite planet
Durante los últimos meses que pasé en la escuela secundaria descubrí a Stanley G. Weinbaum y sus cuentos de ciencia ficción... aunque con medio año de retraso.
El caso es que «Wonder Stories» y «Amazing Stories» decayeron progresivamente en 1934, y ninguna llegaba con regularidad al puesto de periódicos de mi padre. Por otra parte, «Astounding Stories» tuvo una época tan grandiosa en 1934, que me absorbía por completo. No hice ningún esfuerzo por conseguir ejemplares de «Wonder Stories» o «Amazing Stories» ni las echaba en falta, siempre que recibiera todos los ejemplares de «Astounding Stories».
Por eso no leí la «Wonder Stories» de julio de 1934 y no conocí A martian odyssey, de Stanley G. Weinbaum, en el momento en que fue publicada. Naturalmente, leí ese relato años después, pero para entonces ya era tarde para compartir la impresión que este relato (y otros del mismo autor que aparecieron en números siguientes de «Wonder Stories») causó en todos.
Weinbaum ha sido la figura más trágica de la ciencia ficción en la era de las revistas. A martian odyssey fue el primer cuento de ciencia-ficción que publicó (tenía entonces treinta y cuatro años) e hizo de él inmediatamente (¡inmediatamente!) un escritor famoso. Su estilo sencillo y su descripción realista de las escenas y formas de vida extraterrestres eran lo mejor que se había leído hasta entonces, y al público lector de ciencia-ficción les gustó con delirio.
Una aceptación tan unánime e instantáneamente entusiasta no se había producido desde la publicación del primer cuento de E. E. Smith, seis años atrás, ni volvió a ocurrir hasta la aparición de los primeros relatos de Robert A. Heinlein, seis años después.
Aunque entonces no lo sabíamos, Weinbaum era un autor de Campbell desde antes de que éste comenzara a formar su equipo de escritores. Fue el único que alcanzó la talla de Campbell sin su ayuda. Si hubiera podido seguir escribiendo durante varios decenios (como es el caso de Smith y Heinlein), quizá Campbell no habría sido tan necesario.
Pero murió. Durante un año y medio publicó relatos en rápida sucesión, suscitando un entusiasmo cada vez más ruidoso entre sus lectores. A principios de 1936 murió de cáncer y todo terminó.
Sin embargo, no ha caído en el olvido. En las incontables antologías de ciencia ficción que han aparecido desde el fin de la segunda guerra mundial, se recogen relativamente pocos cuentos publicados antes de 1938 (es decir, antes de la Era de Campbell). A martlan odyssey es la excepción mas Importante.
En 1970, treinta y seis años después de su publicación, los Escritores de Ciencia Ficción de Estados Unidos eligieron por votación los mejores cuentos de ciencia ficción de todas las épocas, y A martian odyssey quedó en segundo lugar. Se consideró que en todas las épocas solo se había escrito un cuento mejor. *
* - Mi inmodestia no me permite pasar por alto esta oportunidad. El único cuento que consideraron mejor fue Nightfall de Isaac Asimov.
Si hubiera leído A martian odyssey cuando se publicó por primera vez, seguramente el efecto que me habría causado me impondría ahora su inclusión en esta antología. Pero la realidad es que no leí nada de Weinbaum hasta que fue publicado por primera vez en «Astounding Stories», con Flight on Titan, en el número de enero de 1935.
Naturalmente me gustó, pero El planeta de los parásitos, relato publicado en el número siguiente, fue el que me .golpeó con la fuerza de un martillo y me convirtió instantáneamente en un incondicional de Weinbaum.
La revelación de Weinbaum suscitó un período durante el cual todos los autores se dedicaron a divagar sobre extrañas formas de vida. Todos los relatos pasaron a ser epopeyas extraterrestres, aunque nadie lo hacía tan bien como Weinbaum. Cuando empecé a escribir ciencia-ficción, tampoco fui inmune. Aunque prefería poner en acción a seres humanos, alguna vez me atreví con la temática de Weinbaum, por ejemplo en Christmas on Ganymede.
Mi obra más parecida a las de Weinbaum fue de hecho una imitación deliberada del espíritu de El planeta de los parásitos. Me refiero a mi novela de juventud Lucky Starr and the oceans of Venus, escrita veinte años después que la narración que me inspiró. (No os preocupéis, no la había olvidado.) Es una pena que al progresar nuestros conocimientos astronómicos acerca de Venus, haya desaparecido por completo la posibilidad de que sea un mundo tropical y húmedo. Tanto El planeta de los parásitos como Lucky Starr and the oceans of Venus quedan hoy ridículamente anticuados.
Isaac Asimov
1
Por suerte para «Ham» Hammond, mediaba el invierno cuando empezó la erupción de barro. Mediaba el invierno en el sentido venusiano, que no puede compararse con la noción terrestre de dicha estación, salvo para los habitantes de las regiones tropicales, quizá, como la cuenca del Amazonas o el Congo.
Tal vez ellos podrían hacerse una vaga idea de lo que es el invierno en Venus, considerando los días más cálidos del estío y multiplicando por diez o doce el calor, las incomodidades y los desagradables pobladores de la selva.
En Venus, como bien sabemos ahora, las estaciones se alternan en hemisferios opuestos, al igual que en la Tierra, pero con una diferencia esencial. Aquí, cuando América del Norte y Europa se achicharran en verano, es invierno en Australia, Colonia del Cabo y Argentina. En los hemisferios norte y sur se alternan las estaciones.
Pero en Venus son los hemisferios oriental y occidental, ya que allí las estaciones no dependen de la inclinación con respecto al plano de la eclíptica, sino de la libración. Venus no gira, sino que vuelve siempre la misma cara hacia el Sol, la mismo que la Luna respecto de la Tierra. En una cara siempre es de día y en la otra siempre de noche. Y sólo a la largo de una zona entre los dos hemisferios, una faja de ochocientos kilómetros de anchura, es posible la vida humana. Viene a ser un delgado anillo que rodea el planeta.
El lado iluminado por el sol es un desierto abrasado, en el que no sobreviven sino algunas criaturas venusianas. Al lado nocturno, la faja habitable limita con la colosal barrera de hielo provocada por la condensación de las corrientes de aire que se agitan incesantes desde la atmósfera dilatada del hemisferio caliente hacia el frío.
El enfriamiento del aire tibio siempre provoca lluvias, y al límite de la obscuridad la lluvia se congela formando una gran banquisa. Es un misterio lo que existe más allá, qué formas fantásticas de vida pueden resistir en la obscuridad sin estrellas del hemisferio helado, o si la región está tan muerta como la Luna por su falta de atmósfera.
Pero la lenta libración, la pesada oscilación del planeta, provoca el efecto de las estaciones. En las tierras de la zona de penumbra, primero en un hemisferio y luego en el otro, el Sol velado por las nubes parece ascender gradualmente durante quince días y luego descender durante el mismo lapso de tiempo. Jamás asciende demasiado, y sólo cerca de la barrera de hielo parece tocar el horizonte, pues la libración sólo es de siete grados, si bien resulta suficiente para causar estaciones sensibles de quince días.
Y ¡qué estaciones! En invierno la temperatura a veces baja a treinta y dos grados, soportables a pesar de la humedad. y una quincena después, sesenta grados representan una mínima cerca del borde tórrido. Tanto en invierno como en verano se producen chaparrones intermitentes, para ser absorbidos por el suelo esponjoso y devueltos en forma de vapor pegajoso, desagradable y malsano.
La enorme humedad existente en Venus fue la mayor sorpresa para los primeros visitantes humanos. Naturalmente habían visto las nubes, pero el espectroscopio negaba la presencia de agua porque sólo analizaba la luz reflejada por las capas superiores de nubes, a ochenta kilómetros de la superficie del planeta.
Tal abundancia de agua tuvo consecuencias extrañas. No hay mares ni océanos en Venus, aunque es posible que en el hemisferio obscuro haya océanos extensos, inmóviles y eternamente congelados. En el hemisferio caliente, la evaporación es demasiado rápida; los ríos que bajan de las montañas heladas acaban por desvanecerse a efectos del estiaje.
Otra consecuencia es la naturaleza extrañamente inestable del terreno de la zona de penumbra. Lo recorren gigantescos ríos subterráneos invisibles, algunos hirviendo y otros fríos como el hielo de donde provienen. Esta es la causa de las erupciones de barro, tan peligrosas para la presencia humana en las Tierras Calientes; una zona de terreno firme y aparentemente seguro puede convertirse de pronto en un mar hirviente de barro, donde los edificios se hunden y desaparecen, arrastrando con frecuencia a sus ocupantes.
No hay modo de prever estas catástrofes; un edificio sólo está seguro en los escasos afloramientos de roca. De ahí que todas las colonias humanas permanentes se apiñen alrededor de las montañas.
Ham Hammond era traficante; uno de esos aventureros que siempre surgen en las fronteras y límites de las regiones habitadas. La mayoría de estos individuos se dividen en dos categorías: o son temerarios inquietos que buscan el peligro, o parias y criminales que buscan la soledad o el olvido.
Ham Hammond no entraba en ninguna de estas dos categorías. No buscaba cosas tan abstractas, sino que perseguía el viejo y palpable señuelo de la riqueza. De hecho, compraba a los nativos las cápsulas de esporas de la planta venusiana xixtchil, de donde los químicos terrestres extraían la trihidroxil-tres-tolunitrilo-beta-anthraquinona, xixtlina o triple T-B-A, tan eficaz para las curas de rejuvenecimiento.
Ham era joven y a veces se preguntaba por qué los :viejos ricos -y las vie]as- pagaban sumas tan exorbitantes a cambio de pocos años más de virilidad, pues los tratamientos no prolongaban en realidad la vida, sino que suscitaban una especie de juventud provisional y sintética.
El cabello cano obscurecido, las arrugas llenas, las calvicies cubiertas de pelusa y luego, pocos años después, la persona rejuvenecida quedaba tan muerta como lo habría estado de todos modos.
Pero mientras la triple T-E-A tuviera un precio equivalente a su peso en radio, Ham estaba dispuesto a arriesgarse para conseguirla.
Jamás había esperado realmente la erupción de barro. Claro que este peligro era omnipresente, pero al mirar distraído por la ventana de su cabaña hacia la retorcida y humeante planicie venusiana, y ver que estallaban a su alrededor los repentinos charcos hirvientes, fue para él una sorpresa a pesar de todo.
En un primer momento quedó paralizado, luego actuó rápida y frenéticamente. Se puso el traje protector de transpiel semejante al caucho; se calzó las grandes raquetas para caminar sobre el barro; cargó a la espalda la preciosa bolsa de cápsulas de espora y algunos alimentos, y salió rápidamente al exterior.
El suelo aún estaba medio sólido, pero ya la tierra negra hervía alrededor de las paredes metálicas de la cabaña. El edificio se ladeaba un poco; pronto desaparecería lentamente, tragado por el barro, entre gorgoteos y chasquidos a medida que se inundaba poco a poco el emplazamiento.
Ham salió de su estupor. No se podía permanecer inmóvil en medio de una erupción de barro, ni siquiera con la ayuda de las raquetas. Cuando la materia viscosa le atrapaba a uno, la desdichada víctima estaba perdida; no lograba levantar los pies a causa de la succión, y acababa por seguir la suerte de la cabaña.
Por eso Ham comenzó a alejarse del pantano hirviente, caminando con aquel peculiar paso deslizante que había aprendido con la práctica, sin levantar las raquetas sobre el barro, sino deslizándose y cuidando de que el barro no rebasara el curvado borde de ataque.
Era un ejercicio agotador, pero absolutamente necesario. Se deslizó hacia el oeste, porque era la dirección de la cara obscura y, si había que buscar un lugar seguro, así se dirigía hacia temperaturas más soportables. La zona del pantano era excepcionalmente extensa. Recorrió al menos un kilómetro y medio antes de alcanzar una ligera prominencia del terreno, donde las raquetas para el barro hallaron terreno firme o casI firme. Estaba cubierto de transpiración, y su traje de transpiel daba tanto calor como una sala de calderas, pero en Venus uno se acostumbraba a eso. Habría dado la mitad de su provisión de cápsulas de xixtchil a cambio de la posibilidad de abrir la mascarilla del traje y respirar aire, aunque fuese el húmedo y cargado de vapor de Venus. Pero esto era imposible, si se quería seguir viviendo.
En cualquier lugar cercano al límite cálido de la zona de penumbra, una bocanada de aire sin filtrar significaba una muerte rápida y muy dolorosa; Ham habría ingerido millones de esporas de aquel feroz moho venusiano, y éste crecería en masas peludas y nauseabundas dentro de sus fosas nasales, su boca, sus pulmones y, por último, sus oídos y ojos.
A veces, ni siquiera hacía falta respirarlas; una vez Ham vio el cadáver de un traficante invadido de mohos. El desgraciado había rasgado en algún accidente su traje de transpiel, y eso bastó.
Esta situación hacía que fuese un problema comer y beber al aire libre. Era necesario esperar a que una lluvia abatiese las esporas; entonces se estaba a salvo durante media hora más o menos.
Además era imprescindible tomar agua recién hervida y alimento recién sacado del bote; de lo contrario -y esto le había ocurrido a Ham más de una vez-, el alimento podía convertirse bruscamente en una masa de moho velludo que crecía a ojos vistas. ¡Un espectáculo asqueroso! ¡Un planeta asqueroso!
Esta última reflexión fue formulada por Ham al contemplar el lodazal que se había tragado su cabaña. La vegetación más gruesa también había sido absorbida por aquél, pero ya empezaba a brotar una vida ávida y voraz, con musgos y una especie de hongos bulbosos a los que llamaban «bolas caminantes». Millones de organismos viscosos se arrastraban por el barro, entredevorándose, haciéndose pedazos, y volviendo a formar cada fragmento una criatura completa.
Mil especies distintas, pero todas iguales en un sentido: cada una era voracidad pura. Como la mayoría de los seres venusianos, poseían múltiples patas y bocas; en realidad, algunas eran poco más que sacos de protoplasma con docenas de bocas hambrientas con y cientos de pseudópodos para reptar.
Casi todos los seres de Venus son parásitos. Hasta las plantas, que obtienen su alimento directamente del terreno y el aire, son aptas para absorber y digerir -y, bastante a menudo, para capturar- alimento animal. En esa faja húmeda entre el fuego y el hielo, la competencia es tan feroz que quien no la haya visto nunca es incapaz de imaginarla.
El reino animal lucha incesantemente consigo mismo y contra el mundo vegetal; el reino de las plantas se venga y con frecuencia excede al otro en la creación de horrores monstruosos y rapaces, que uno incluso dudaría en clasificar como vida vegetal. ¡Un mundo terrible!
En los breves instantes que Ham se detuvo para mirar hacia atrás, pegajosas enredaderas treparon a sus piernas; el traje de transpiel era impermeable, pero tuvo que cortar los tallos con el cuchillo, y los jugos negros y repugnantes que segregaban mancharon su traje, llenándose en seguida de pelusa a medida que arraigaba el moho.
Ham se estremeció.
-¡Lugar infernal! -gruñó, inclinándose para quitarse las raquetas, que luego colgó cuidadosamente a su hombro.
Se alejó con torpeza entre la vegetación retorcida, evitando por instinto los torpes viajes de los árboles Jack Ketch, que proyectaban zarcillos en lazo corredizo intentando capturar sus brazos y su cabeza.
De vez en cuando pasaba junto aun árbol de donde colgaba algún ser atrapado, casi siempre irreconocible pues los mohos lo envolvían en una mortaja velluda, mientras el árbol ingería plácidamente víctima, mohos y todo.
-¡Qué lugar espantoso! -murmuró Ham, con un puntapié a una masa retorcida de gusanillos sin nombre que aparecieron en su camino.
Meditó; su cabaña había estado bastante más cerca del borde cálido de la zona de penumbra. Se hallaba a poco más de cuatrocientos kilómetros de la línea de sombra, aunque ésta variaba con la libración. De todos modos, era imposible acercarse demasiado a dicha línea, debido a las terribles y casi continuas tormentas que asolaban la zona donde los vientos cálidos ascendentes chocaban con los frentes helados del hemisferio obscuro. Aquellas tempestades eran el parto de la banquisa.
Doscientos cuarenta kilómetros hacia el oeste serían suficientes para llegar al frescor, entrando en la región templada, desfavorable para los mohos, donde podría sentirse relativamente cómodo.
Además, a menos de ochenta kilómetros hacIa el norte estaba la colonia norteamericana de Erotia, así llamada por el nombre del travieso hijo mítico de Venus, Eros o Cupido.
En medio se alzaban las Montañas de Eternidad, No se trataba de aquellas poderosas cumbres de treinta y dos kilómetros de altura cuyas cimas divisan a veces los telescopios terrestres y .que separan la zona británica de Venus de las colonias norteamericanas, pero de todos modos eran montañas muy respetables, incluso en el paso por donde pensaba atravesarlas. En aquel momento se hallaba en zona británica, pero esto no molestaba a nadie. Los traficantes iban y venían a sus anchas.
Tendría que andar, .pues .unos trescientos veinte kilómetros. No había razones que le impidieran lograrlo; tenía una pistola automática y un lanzallamas. El agua no era problema si se hervía con cuidado. En caso de necesidad, incluso se podían comer seres venusianos, aunque eso exigía mucha hambre, una cocción cuidadosa y un estómago fuerte.
No era problema del sabor, sino del aspecto; al menos, eso le habían dicho. Frunció el ceño; no tardaría en averiguarlo por sí mismo, pues la comida envasada no le alcanzaría para todo el viaje.
«No hay que preocuparse», se decía Ham. De hecho, había muchas cosas que celebrar: las cápsulas de xixtchil que llevaba en la mochila equivalían a la fortuna que había ahorrado en la Tierra tras diez años de ímprobo trabajo.
No había peligro... y sin embargo, docenas de hombres habían desaparecido en Venus. Los mohos habían podido con ellos, o algún monstruo feroz y exótico, o quizás uno de los muchos monstruos aún desconocidos, vegetales o animales.
Ham siguió avanzando con prudencia por los claros, pero sin alejarse de los árboles Jack Ketch, pues aquellos vegetales omnívoros espantaban a otras formas de vida con la amenaza de sus voraces lazos corredizos. En otros lugares era imposible pasar, pues la jungla venusiana era una terrible maraña de formas retorcidas y agresivas que sólo podía penetrarse a machetazos, paso a paso, con infinitas fatigas.
También se corría el peligro de que algún bicho venenoso armado de colmillos pudiera atravesar la membrana protectora de transpiel.
CualquIer perforación en la misma significaba la muerte. Hasta los desagradables árboles Jack Ketch eran una compañía más llevadera, pensó mientras apartaba sus lazos ávidos.
Seis horas después de que Ham comenzara su involuntario viaje, empezó a llover. Aprovechó la oportunidad al hallar un sitio donde una erupción de barro reciente había barrido la vegetación más pesada, y se dispuso a comer. Antes recogió un poco de agua, la filtró mediante el tamiz adaptado a su cantimplora con este propósito, y se dispuso a esterilizarla.
Era difícil encender fuego, por ser muy escaso el combustible seco en las Tierras Calientes de Venus. Pero Ham echó en el líquido una tableta de termita y las substancias químicas hicieron hervir el agua instantáneamente, escapando luego en forma de gases. Aunque el agua tuviera un ligero regusto a amoníaco... en fin, no importaba, pensó mientras la tapaba y la dejaba reposar hasta que se enfriase.
Abrió un bote de alubias, después de comprobar que no flotaban en el aire mohos susceptibles de contaminar la comida, Luego abrió el visor de su traje y tragó con rapidez. Se bebió el agua, caliente como la sangre, y vertió cuidadosamente el sobrante en la bolsa interior del traje de transpiel, que permitía beber mediante un tubo conducido hasta su boca sin exponerse a los mohos mortales.
Diez minutos después de comer, mIentras descansaba y anhelaba el imposible lujo de un cigarrillo, la capa velluda había invadido ya las sobras de la comida en el bote.
2
Una hora más tarde, agotado y cubierto de sudor, Ham encontró un árbol Amistoso, bautizado así por el explorador Burlingame por ser uno de los pocos organismos perezosos de Venus, lo cual le permitía a uno descansar en sus ramas. Ham lo escaló, se acurrucó lo más cómodamente posible y durmió.
Cuando despertó, habían pasado cinco horas según su reloj de pulsera. Los zarcillos y las pequeñas copas chupadoras del Amistoso cubrían su transpiel. Los apartó con mucho cuidado, bajó y reemprendió viaje hacia el oeste.
Fue después de la segunda lluvia cuando se encontró con el Pegajoso, nombre que recibe esa criatura en Venus británico y norteamericano. En la zona francesa la llaman pot á colle, es decir «bote de pegamento»; en la zona holandesa... bien, los holandeses no son remilgados y llaman a ese monstruo como consideran que merece.
El Pegajoso es una criatura realmente repulsiva, Se trata de una masa de protoplasma blanco semejante a una plasta, cuyo tamaño varía desde la versión unicelular hasta una masa de veinte toneladas de basura viscosa. No tiene forma definida; de hecho, no es más que un amasijo de células de Proust. Es, en realidad, un cáncer semoviente, apestoso y voraz.
No posee organización ni inteligencia, ni instinto alguno salvo el hambre. Se mueve en cualquIer dirección en que el alimento toque su superficie; si toca simultáneamente dos substancias comestibles, se divide y la porción mayor ataca invariablemente la provisión más grande.
Es invulnerable a las balas y sólo lo destruye la terrible ráfaga de pistola lanzallamas, aunque para ello es preciso abrasar todas las células individuales. Se mueve por el terreno absorbiéndolo todo, dejando el suelo negro y desnudo, donde resurgen de inmediato los omnipresentes mohos. Es un ser horrible, de pesadilla.
Ham saltó aun lado cuando el Pegajoso emergió súbitamente de la jungla, a su derecha. Naturalmente, no podía asimilar el traje de transpiel, pero quedar atrapado por aquella masa pastosa suponía la muerte por asfixia. Lo miró con repugnancia y se sintió enormemente tentado a dispararle con su pistola lanzallamas mientras avanzaba. Lo habría hecho, pero el explorador venusiano experto suele ser muy prudente con el uso de la pistola lanzallamas.
Ésta ha de cargarse con un diamante que, aun siendo negro y barato, no deja de suponer un precio considerable. Al disparar, el cristal libera toda su energía en un estallido terrible y rugiente, con un alcance de cien metros, incinerando todo lo que encuentra a su paso.
La cosa reptaba con un ruido aspirante y devorador. Tras ella quedaba un rastro de desolación: enredaderas, trepadoras venenosas, árboles Jack Ketch, todo quedaba arrasado, incluso la tierra húmeda, donde los mohos ya empezaban a reproducirse otra vez.
El rastro recién abierto seguía casi la dirección que Ham deseaba tomar, de modo que aprovechó la oportunidad y avanzó con rapidez, sin dejar de prestar atención, no obstante, a las amenazadoras lindes de la jungla. Antes de diez horas, la trocha estaría una vez más cubierta de seres desagradables, aunque de momento constituía una pista mucho más rápida que le evitaba el ir zigzagueando de un claro a otro.
Ocho kilómetros más arriba, donde el camino ya comenzaba a poblarse desagradablemente, encontró un nativo que galopaba sobre sus cuatro patas cortas, abriéndose paso con sus pinzas delanteras.
Ham se detuvo a hablar con él.
-Murra -dijo.
El idioma de los nativos de las regiones ecuatoriales de las Tierras Calientes es insólito. Cuenta quizá con unas doscientas palabras, pero cuando el traficante las ha aprendido su conocimiento de la lengua no es mucho mayor que el de otro hombre que no sepa ninguna.
Las palabras representan nociones generales y cada fonema tiene entre doce y cien significados. Murra, por ejemplo, es una palabra de saludo; puede significar algo tan concreto como «hola» o «buenos días». También puede implicar un desafío: «¡En guardia!», o bien «Seamos amigos» y también, extrañamente, «Arreglemos esto luchando».
Además, posee ciertas características de substantivo: significa paz, guerra, valor, y temor. Es una lengua sutil. Recientemente, los estudios de fonética han empezado a desvelar sus matices para los filólogos humanos. Al fin y al cabo, quizás el inglés, con su «to», «too» y «two», con sus «one», «won», «wan», «wen», «win», «when», y otra docena de similitudes, puede resultar igualmente difícil a oídos venusianos, que no están acostumbrados a la diferenciación de las vocales.
Los humanos no saben interpretar las muecas de los rostros de venusianos, anchos, chatos y de tres ojos, que lógicamente deben de resultar muy expresivos para los nativos.
Pero el interlocutor de Ham aceptó el sentido que éste había dado a su saludo.
-Murra -respondió, haciendo alto-. ¿Usk?
Esto quería decir, entre otras cosas, ¿quién es?, ¿de dónde viene?, o ¿adónde va?
Ham escogió el último sentido. Apuntó más o menos hacia el oeste y luego describió un arco para indicar que cruzaría las montañas.
-Erotia -respondió.
Al menos, esta palabra no tenía más que un significado.
El nativo lo meditó en silencio. Por último gruñó y se mostró dispuesto a facilitar información. Alzó su garra cortante en un gesto hacia el oeste, señalando el camino.
-Curky -dijo, y luego agregó-: Murra.
Esta vez era una despedida. Ham se hizo a un lado, contra el lindero de la jungla, para dejarle pasar,
Curky significaba, entre otras veinte cosas, «traficante», Era la palabra que solía designar a los humanos, y Ham experimentó satisfacción ante la idea de tener compañía humana. Hacía seis meses que no escuchaba una voz humana, excepto la de la minúscula radio que se había perdido con su cabaña.
En efecto, después de recorrer ocho kilómetros a lo largo del rastro abierto por el Pegajoso, Ham se halló en una zona donde hacía poco se había producido una erupción de barro. La vegetación sólo llegaba a la cintura, y en el claro de medio kilómetro vio alzarse la cabaña de un traficante. Pero ésta era mucho más lujosa que su perdido cubículo de paredes de hierro. Constaba de tres habitaciones, lujo inaudito en las Tierras Calientes donde hasta el último tornillo debía ser traído por cohete desde alguna de las colonias. Y eso resultaba caro, casi prohibitivo. Los traficantes se arriesgaban de veras, y Ham había tenido suerte al salvarse con beneficio.
Caminó por el terreno aún blando. Las ventanas estaban cubiertas para protegerse de la luz eterna del día, y la puerta... la puerta estaba cerrada con llave, Esto era una violación del código fronterizo.
La puerta no debía cerrarse nunca con llave, pues ello podía significar la salvación de algún viajero extraviado, y ni el más desalmado sería capaz de robar en una cabaña que hallase abierta para seguridad de todos.
Tampoco los nativos; no hay ser más honrado que un venusiano nativo, que nunca miente ni roba aunque, después del desafío correspondiente, podría matar a un negociante para quitarle sus mercancías. Pero sólo después de un desafío en regla.
Ham se detuvo, desconcertado. Por último apisonó el suelo delante de la puerta para sentarse y quitarse los numerosos y repugnantes bichitos que recorrían su transpiel. Esperó.
Menos de media hora después, vio al traficante que se acercaba a través del claro. Era un individuo bajo y delgado. Aunque el traje de transpiel ocultaba su rostro, Ham distinguió unos ojos grandes y profundos. Se puso en pie.
-¡Hola! -saludó jovialmente-. Me he dejado caer por aquí para hacerle una visita. Me llamo Hamilton Hammond ¡Ya puede imaginar cuál es mi apodo!
El recién llegado se detuvo de súbito. y luego habló con una voz extraña, apagada y ronca, con indudable acento británico.
-Supongo que será «Hamburguesa» -el tono era frío, poco amistoso-. ¿Qué tal si se aparta y me deja entrar? ¡Buenos días!
Ham se sintió enfurecido y confuso.
-¡Diablos! -protestó-. No es usted muy hospitalario, ¿eh?
-No. Ni mucho ni poco. -Se detuvo ante la puerta-. Usted es norteamericano. ¿Qué hace en territorio británico? ¿Tiene pasaporte?
-¿Desde cuándo se necesita pasaporte en las Tierras Calientes?
-Es traficante, ¿no? -dijo el hombre delgado con aspereza-. Viene a quitamos mercado. No tiene derechos aquí. Lárguese.
Ham apretó la mandíbula tras la mascarilla.
-Con derechos o no -respondió-. reclamo las consideraciones del código fronterizo. Quiero una bocanada de aire, la posibilidad de secarme la cara y también de comer. Si abre la puerta, le seguiré.
Una automática apareció ante sus ojos.
-Hágalo y será pasto de los mohos.
Como todos los traficantes de Venus. Ham era por necesidad audaz, ingenioso y lo que se dice «un duro». No cedió, sino que fingiendo transigir, agregó:
-De acuerdo. Ahora escuche, sólo pido una oportunidad de comer.
-Espere a que llueva -respondió el otro fríamente, disponiéndose a descorrer el cerrojo de la puerta.
Mientras el otro se volvía. Ham asestó un puntapié a la mano armada; el revólver rebotó contra la pared y cayó en la maleza.
Su adversario intentó sacar el lanzallamas que colgaba de su cadera, pero Ham le cogió fuertemente la muñeca.
El otro cedió en seguida y Ham se sorprendió al notar la delgadez de su muñeca a través del traje protector de transpiel.
-¡Óigame bien! -gruñó-. Quiero comer y lo conseguiré. ¡Abra esa puerta! -ordenó. cogiéndole por las muñecas.
Parecía un tipo excesivamente delicado, pues en seguida se dio por vencido. Ham le retuvo de la mano, abrió la puerta y ambos entraron.
Otra vez el lujo inusitado. Sillas robustas, una sólida mesa e incluso libros, seguramente preservados con licopodio para ahuyentar los mohos famélicos, que a veces entraban en las cabañas de las Tierras Calientes pese a las mamparas y a los pulverizadores automáticos. En ese momento funcionaba uno de éstos para destruir las esporas que pudieran haber entrado al abrir la puerta.
Ham tomó asiento sin perder de vista a su oponente, cuyo lanzallamas seguía en su funda. Confiaba en poder dominar al individuo delgado, además. ¿quién se arriesgaría a disparar una pistola lanzallamas en el interior de una casa? Sencillamente, volaría una pared del edificio.
Por tanto, se quitó la mascarilla, sacó los alimentos que llevaba en la mochila y se enjugó el rostro sudoroso mientras su compañero -o adversario-- le miraba en silencio. Ham inspeccionó un rato la comida envasada y, como no aparecieron mohos, la ingirió.
-¿Por qué diablos no abre su visor? -Ante el silencio del otro, prosiguió-: Tiene miedo de que le vea la cara, ¿eh? Pues bien, no me interesa. No soy policía.
No hubo respuesta.
Volvió a intentarlo.
--¿ Cómo se llama?
La fría voz respondió:
-Burlingame. Pat Burlingame.
Ham se echó a reír.
-Patrick Burlingame murió, amigo. Yo le conocía. Aunque no quiera decirme su nombre, no es necesario degradar el recuerdo de un hombre valiente y gran explorador.
-Gracias -la voz sonaba sarcástica-. Era mi padre.
-Otra mentira. No tenía ningún hijo varón. Sólo tenía una... -Ham se interrumpió, consternado. y luego gritó-: ¡Abra su visor!
Notó que los labios del otro, apenas visibles detrás de la protección, dibujaban una sonrisa burlona.
-¿Por qué no? -dijo la voz apagada, y la mascarilla cayó.
Ham tragó saliva; la protección había ocultado los delicados rasgos de una muchacha, de ojos grises y fríos. Las mejillas y la frente brillaban de sudor.
El hombre volvió a tragar saliva. Era un verdadero caballero, pese a su profesión de traficante en Venus. Poseía estudios –era ingeniero-- y sólo el señuelo de la riqueza fácil la retenía en las Tierras Calientes.
-Lo..., lo siento -tartamudeó.
-¡Vosotros, los valientes invasores norteamericanos! -se burló la muchacha-. Muy valientes para doblegar a una mujer.
-Pero... ¿qué sabía yo? ¿Qué hace usted en un lugar como éste?
-No tengo por qué responder a su pregunta, pero... –Señaló hacia la otra habitación-. Sepa que estoy clasificando la flora y fauna de las Tierras Calientes. Soy Patricia Burlingame, biólogo.
Entonces Ham vio en la cámara contigua una colección de muestras guardadas en frascos.
-¡Una muchacha sola en las Tierras Calientes! ¡Eso es... temeridad!
-No esperaba tropezarme con un intruso norteamericano -respondió.
Ham se sonrojó.
-No se preocupe. Ahora mismo me largo -aseguró, llevándose las manos al visor.
Como un relámpago, Patricia sacó una automática del cajón de la mesa.
-Claro que sí, señor Hamilton Hammond -dijo fríamente-, pero no sin dejar aquí su xixtchil. Es propiedad de la Corona; usted la ha robado en territorio británico y queda confiscada.
Ham la miró atónito.
-¡Oiga! -estalló-. He arriesgado todo lo que tengo por esa xixtchil. Sin ella estoy arruinado... hundido. ¡No renunciaré a ella!
-Tendrá que hacerlo.
Ham dejó caer su máscara y se sentó.
-Señorita Burlingame -dijo--, creo que no tendrá valor para disparar, y tendrá que hacerlo si quiere conseguirla. De lo contrario, me quedaré aquí sentado hasta que usted caiga agotada.
Los ojos grises de la muchacha se clavaron en los azules de Ham.
Mantenía la pistola firmemente apuntada al corazón, pero no disparó. Habían llegado a un punto muerto.
Por último, la muchacha dijo:
-Usted gana, intruso -guardó el arma en la funda-. Váyase de una vez.
-¡Con mucho gusto! -respondió.
Ham se levantó y bajó el visor, pero lo alzó de nuevo ante un repentino grito de sorpresa de la muchacha. Se volvió sospechando que era una trampa, pero ella miraba por la ventana con los ojos muy abiertos y llenos de terror,
Ham vio la vegetación aplastada y luego una enorme masa blanquecina. Un Pegajoso descomunal avanzaba implacablemente hacia el refugio. Oyó el suave pum del choque y luego la ventana quedó taponada por la masa pastosa mientras la criatura, que no era tan grande como para cubrir el edificio, se dividía en dos masas que lo rodeaban y volvían a reunirse al otro lado.
Patricia lanzó otro grito:
-¡La mascarilla, tonto! ¡Ciérrela!
-¿Mascarilla? ¿Por qué? -Sin embargo, obedeció automáticamente.
-¿Por qué? ¡Ahí tiene la respuesta! ¡Los ácidos digestivos! ¡Mire!
Señaló las paredes. En efecto, habían aparecido millares de minúsculas rendijas. Los ácidos digestivos del monstruo, tan poderosos que atacaban cualquier substancia apta para servir de alimento, habían corroído el metal. Estaba carcomido; la cabaña ya no serviría. Ham lanzó una exclamación al ver los mohos velludos que crecían en seguida entre los restos de su comida. La pelusa roja y verde invadió la madera de las sillas y la mesa.
Ambos se miraron.
Ham rió entre dientes.
-Bien -comentó. También usted se ha quedado sin hogar. Mi casa fue sepultada por una erupción de barro.
-¡Cómo no! -respondió agriamente Patricia-, Los yanquis sois demasiado estúpidos para saber encontrar terreno firme. Aquí hay lecho de roca a dos metros, y mi casa está edificada sobre pilares.
-¡Es usted una bruja! De todos modos, da lo mismo que si se hubiera hundido. ¿Qué hará ahora?
-No es asunto suyo. Sé arreglármelas sola.
-¿Cómo?
-No es que le importe, pero todos los meses viene un cohete.
-Debe ser millonaria -comentó.
-La Sociedad Real financia esta expedición –respondió- El cohete vendrá...
La muchacha se interrumpió y Ham creyó ver que palidecía tras la mascarilla.
-¿Cuándo vendrá?
-Bueno, había olvidado que pasó por aquí hace dos días.
-Comprendo. Y usted cree que podrá aguantar aquí un mes esperando a que llegue, ¿no es así?
Patricia le miró con desplante.
-¿Sabe en qué se habrá convertido antes de un mes? -prosiguió Ham-. Faltan diez días para el verano. Mire su cabaña.
Indicó las paredes, donde ya empezaban a formarse manchas pardas de óxido. A estas palabras, un trozo del tamaño de un plato se desprendió con un crujido.
-Dentro de dos días, esto será una ruina. ¿Qué hará durante los quince días de verano? ¿Qué hará sin refugio cuando la temperatura alcance sesenta y cinco..., setenta grados? Le aseguro que morirá.
La muchacha no hizo ningún comentario.
-Será una piltrafa llena de mohos cuando regrese el cohete -señalo Ham-. Y luego un montón de huesos mondos que se hundirán con la primera erupción de barro.
-¡Cállese! -suplicó.
-No servirá de nada que me calle. Le diré lo que puede hacer. Puede coger su mochila y sus recetas para el barro y acompañarme... Podríamos llegar al País Frío antes del verano... si sabe caminar tan bien como habla.
-¿Ir con un intruso yanqui? ¡Nunca!
-Y luego llegaremos cómodamente a Erotia, una buena ciudad norteamericana -prosiguió, imperturbable.
Patricia cogió la mochila y se la cargó a la espalda. Tomó un grueso fajo de notas escritas con tinta de anilina sobre transpiel, quitó algunos mohos inoportunos y se lo guardó en la mochila.
Luego sacó un par de diminutas raquetas y se dirigió resueltamente hacia la puerta.
-Entonces ¿viene? -rió entre dientes.
-Marcho a la buena ciudad británica de Venoble. ¡Sola!
-¡Venoble! –exclamó-. ¡Queda a trescientos veinte kilómetros hacia el sur! ¡Y hay que atravesar las Eternidades Mayores!
3
Patricia salió en silencio y echó a andar hacia el oeste, hacia la Región Fría. Ham titubeó un instante y luego salió. No podía permitir que la muchacha emprendiera sola aquella travesía. Como ella fingía ignorar su presencia, la siguió a poca distancia mientras ella avanzaba, orgullosa e iracunda.
Anduvieron tres o cuatro horas bajo el día eterno, esquivando las insidias de los árboles Jack Ketch y siguiendo el rastro, todavía bastante practicable, del primer Pegajoso.
Ham estaba asombrado ante la gracia ágil y esbelta de la muchacha, que avanzaba con la soltura de un nativo, Luego recordó algo; en cierto sentido, ella era nativa. Recordó que la hija de Patrick Burlingame fue la primera criatura humana nacida en Venus, en la colonia de Venoble fundada por él.
Ham rememoró los artículos que publicó la prensa cuando la muchacha fue enviada a la Tierra para iniciar sus estudios, a los ocho años; en aquel entonces él tenía trece. Ahora tenía veintisiete y, por tanto, Patricia Burlingame .tenía veintidós.
No intercambiaron una sola palabra, hasta que por último la muchacha se volvió exasperada.
-Váyase –ordenó.
Ham se detuvo.
-No la molesto.
-Pero no necesito guardaespaldas, ¡Sé desenvolverme en las Tierras Calientes mejor que usted!
No discutió esta afirmación. Guardó silencio, y un momento después la muchacha agregó:
-¡Le odio, yanqui! ¡Dios mío, cómo le odio!
Dicho esto se volvió y siguió andando.
Una hora después los atrapó una erupción de barro. El barro pastoso hirvió a sus pies y la vegetación fue agitada con violencia. Rápidamente calzaron las raquetas mientras las plantas más voluminosas se hundían con siniestros gorgoteos a su alrededor. A Ham volvió a sorprenderle la habilidad de la muchacha; Patricia se deslizaba sobre la inestable superficie con una velocidad que él no podía igualar, de modo que fue quedando atrás.
Vio que la muchacha se detenía de súbito. Era peligroso hacerlo en medio de una erupción de barro; sólo podía indicar una emergencia. Se apresuró, y desde treinta metros de distancia comprendió el motivo. Se le había roto una tira de la raqueta derecha y estaba desvalida, sosteniéndose sobre el pie izquierdo, mientras la otra raqueta se hundía poco a poco.
Patricia le observó mientras se acercaba. Ham se puso a su lado y, cuando la muchacha comprendió su intención, dijo:
-No podrá.
Ham se agachó cuidadosamente, pasando los brazos por las piernas y los hombros de la muchacha. La raqueta izquierda de Patricia ya se hundía, pero él tiró con fuerza, hundiendo peligrosamente los bordes de sus propias raquetas. Con fuerte ruido de succión, la muchacha quedó libre y permaneció absolutamente inmóvil en sus brazos, para no desequilibrarle mientras avanzaba con grandes precauciones sobre la superficie traicionera. La muchacha no pesaba, pero de todos modos la operación era peligrosísima y el barro llegaba hasta el borde de las raquetas de Ham. Aunque en Venus la gravedad es ligeramente inferior a la de la Tierra, uno se acostumbra en una semana y la reducción del veinte por ciento en peso queda compensada.
Cien metros más allá encontró piso firme. Ham bajó a Patricia y se quitó las raquetas.
-Gracias -dijo-. Ha sido muy valiente.
-No hay de qué -respondió secamente-. Supongo que esto pondrá fin a cualquier idea de viajar sola, Sin las raquetas para el barro, la próxima erupción será la última que vea en su vida. ¿Iremos juntos ahora?
La voz de la muchacha se hizo gélida.
-Puedo fabricar un sucedáneo con corteza de árbol.
-Ni siquiera un nativo podría caminar sobre cortezas de árbol,
-Entonces esperaré un par de días, hasta que se seque el barro, y desenterraré la raqueta que perdí -agregó.
Ham rió e indicó la extensión del barro.
-¿Desenterrarla? -inquirió-. Si lo intenta, el verano próximo aún la estará buscando.
Patricia cedió.
-Otra vez se ha salido con la suya, yanqui. Pero sólo hasta la Región Fría; luego usted se irá al norte y yo al sur.
Caminaron sin cesar. Patricia era tan incansable como Ham, y conocía mucho mejor las Tierras Calientes. Aunque hablaban poco, a Ham no dejó de maravillarle la maestría con que ella tomaba el camino más rápido; además, la muchacha parecía adivinar los lazos de los Jack Ketch sin necesidad de mirar. Pero fue cuando se detuvieron, después de una lluvia que les permitió tomar una rápida comida, cuando tuvo verdaderos motivos para darle las gracias.
-¿Descansamos? -propuso Ham y, viendo que ella asentía, agregó-: Allí hay un Amistoso.
Avanzó hacia el árbol y la muchacha le siguió.
Súbitamente, ella le tomó del brazo.
-¡Es un Fariseo! -gritó, tirando de él hacia atrás.
¡Justo a tiempo! El falso Amistoso había lanzado un latigazo terrible que pasó a pocos centímetros de su cara. No era un Amistoso, sino una especie mimética que engañaba a su víctima con un aspecto inofensivo, para golpearla luego con sus espinas afiladas como cuchillos.
Ham jadeó.
-¿De qué se trata? Nunca he visto ninguno de éstos.
-¡Un Fariseo! Se parece a un Amistoso.
Patricia sacó la automática y disparó sobre el tronco negro y palpitante. Salió un chorro obscuro, y los omnipresentes mohos se asentaron en la herida al momento. El árbol estaba condenado.
-Gracias -dijo Ham, confuso--. Creo que me ha salvado la vida.
-Ahora estamos a mano. -Le miró serenamente-. ¿Comprendido? No me debe nada.
Luego encontraron un auténtico Amistoso y durmieron, Al despertar, reanudaron la marcha, y así durante tres jornadas sin noches.
Aunque no volvieron a sufrir ninguna erupción de barro, conocieron todos los demás horrores de las Tierras Calientes. Los Pegajosos atravesaban su camino, las enredaderas-serpiente silbaban y atacaban, los Jack Ketch lanzaban sus siniestros lazos corredizos, y millones de bichos reptantes se retorcían bajo sus pies o se pegaban a sus trajes,
Una vez encontraron un unípedo, esa criatura extraña, semejante a un canguro, que cruza la selva saltando con una única pata poderosa, y alarga su pico de tres metros para atravesar la presa.
Ham erró el primer tiro, pero la muchacha le acertó, haciéndolo caer entre los ávidos árboles Jack Ketch y los mohos implacables.
En otra ocasión Patricia quedó cogida por los pies en un lazo corredizo de Jack Ketch que, por algún motivo desconocido, estaba en el suelo. Cuando lo pisó, el árbol la levantó de súbito y quedó colgando cabeza abajo a tres metros y medio de altura, hasta que Ham logró liberarla. Sin duda, cualquiera de los dos ya habría muerto, de haber viajado solos; juntos, podían prestarse ayuda.
Pero no había variado la actitud fría y poco amistosa entre ellos. Ham jamás hablaba con la muchacha salvo caso de necesidad y, en las contadas ocasiones en que se dirigían la palabra, ella sólo le llamaba «intruso yanqui». A pesar de esto, el hombre a veces recordaba la agreste belleza de sus rasgos, su cabellera castaña y los serenos ojos grises que veía a ratos, cuando la lluvia les permitía abrir los visores.
Por fin sopló el viento del oeste, acarreando una bocanada de frescura que les pareció un bálsamo celestial, Era el viento bajo, el que soplaba desde el hemisferio helado del planeta, llevando el frío más allá de la barrera de hielo. A modo de experimento, Ham arrancó la corteza de un arbusto retorcido, y los mohos crecieron más escasos, faltos de vitalidad. Se acercaban a la Región Fría.
Hallaron un Amistoso y se alegraron; otra jornada y llegarían a las tierras altas, donde se podía caminar sin protector, a salvo de los mohos, pues no se reproducían a menos de veintiséis grados.
Ham fue el primero en despertar. Durante un rato contempló en silencio a la muchacha, sonriendo al ver que las ramas del árbol parecían abrazarla con afecto. No era más que hambre, pero parecían expresar ternura. Su sonrisa se borró al recordar que la Región Fría significaba la separación, a menos que lograse quitarle de la cabeza la insensata decisión de cruzar las Eternidades Mayores.
Suspiró, alargó la mano hacia la mochila que colgaba de una rama, y de repente lanzó un chillido de rabia y contrariedad.
¡Sus cápsulas de xixtchil! La bolsa de transpiel estaba rota y habían desaparecido.
El grito despertó a Patricia. Tras la máscara, Ham observó una sonrisa irónica.
-¡Mi xixtchil! -rugió-. ¿Dónde está?
La muchacha señaló abajo. Allí, entre las matas, había un montículo de mohos.
-Allí -respondió fríamente-. Allí abajo, intruso.
-Usted... -se atragantó de ira.
-Sí. He cortado la bolsa mientras dormía.. No sacará de contrabando riquezas robadas en territorio británico.
Ham estaba blanco, mudo.
-¡Maldita bruja! -rugió finalmente-. ¡Era todo lo que tenía!
-Pero robado -le recordó placenteramente, columpiando sus diminutos pies.
Tembló de ira y la miró; la luz atravesaba el traje de transpiel transparente, delineando su cuerpo y sus piernas esbeltas y bien torneadas.
-¡Debería matarla! -murmuró tensamente.
Un tic nervioso le agitaba una mano, y la muchacha rió en voz baja. Ham lanzó un gruñido de desesperación, se colgó la mochila sobre los hombros y bajó al suelo.
-Espero..., espero que no salga con vida de las montañas -dijo torvamente, emprendiendo la marcha hacia el oeste.
Cien metros después oyó la voz de la muchacha.
-¡Yanqui! ¡Espere un momento!
Sin detenerse ni volverse, siguió andando.
Media hora después miró hacia atrás desde un cerro y vio que ella le seguía. Emprendió de nuevo la marcha, apurando el paso. La cuesta ascendente pudo más que la habilidad de la muchacha.
Cuando se volvió por segunda vez, ella era un punto que se movía muy lejos, fatigada pero tozuda. Frunció el ceño pensando que en caso de erupción de barro estaría totalmente desvalida, por faltarle las raquetas de tan vital importancia.
Luego comprendió que habían dejado atrás la zona de las erupciones de barro y estaban en las estribaciones de las Montañas de Eternidad. De todos modos, pensó malhumorado, le era indiferente.
Durante buen rato Ham bordeó un río, sin duda un anónimo afluente del Phlegethon. Hasta entonces no se había visto obligado a vadear corrientes de agua, porque todos los caudales de Venus fluyen naturalmente desde la barrera de hielo a través de la zona de penumbra hasta el hemisferio tórrido. Por tanto, coincidían con la dirección de su viaje.
Pero cuando llegara a las mesetas y torciera hacia el norte, tropezaría con los ríos. Sólo se podían atravesar sobre troncos o, en condiciones favorables y sobre corrientes angostas, mediante as ramas de los Amistosos. Poner los pies en el agua equivalía a la muerte; terribles y voraces criaturas habitaban los cursos de agua.
Al llegar a la primera meseta estuvo al borde de la catástrofe. Era mientras rodeaba un grupo de Jack Ketch; de súbito apareció una oleada de podredumbre blanca, y la vegetación fue sepultada por la masa de un Pegajoso gigantesco.
Quedó arrinconado entre el monstruo y una maraña impenetrable de vegetación, e hizo lo único que podía. Disparó el lanzallamas. El rayo terrible y rugiente incineró toneladas de basura pegajosa hasta que no quedaron sino unos fragmentos reptando y alimentándose de los restos.
El disparo, como suele ocurrir, inutilizó el cañón del arma.
Suspiró mientras se disponía a trabajar durante cuarenta minutos para reemplazarlo -ningún verdadero conocedor de las Tierras Calientes deja esa operación para luego-, pues el disparo le había costado quince buenos dólares americanos: diez el diamante barato que había consumido, y cinco el cañón. Eso no importaba cuando tenía su xixtchil, pero ahora venía a ser un verdadero problema.
Suspiró otra vez al descubrir que sólo le quedaba un cañón; se había visto obligado a prescindir de todo cuando emprendió la marcha.
Ham llegó finalmente a la meseta. La vegetación terrible y voraz de las Tierras Calientes era allí más escasa; empezaron a aparecer plantas auténticas, no semovientes, y el viento frío refrescó su rostro.
Se hallaba en una especie de valle alto; a su derecha aparecían las cumbres grises de las Eternidades Menores, al otro lado de las cuales quedaba Erotia, y a su izquierda, como una muralla poderosa y resplandeciente, se alzaban las vastas cumbres de la Sierra Grande, que se ocultaban entre nubes a veinticuatro kilómetros de altura.
Miró el acceso del difícil Paso del Loco, que se abría entre dos cimas colosales; el paso tenía siete mil quinientos metros de altura, pero las montañas aún se alzaban a quince kilómetros más. Sólo un hombre, Patrick Burlingame, había atravesado a pie aquella garganta escabrosa, y tal era el camino que pensaba seguir su hija.
Enfrente, como una cortina de sombras, se alzaba el límite nocturno de la zona de penumbra. Ham vio los relámpagos incesantes que centelleaban en aquella región de tormentas eternas. Allí la banquisa cruzaba la cordillera de las Montañas de Eternidad y el frío viento raso, en aquellas alturas gigantescas, se reunía con los cálidos vientos superiores en una lucha que constituía una tempestad interminable como sólo Venus puede producir. El río Phlengethon nacía por allí.
Ham paseó la mirada por aquel panorama salvaje y magnífico. Al día siguiente o, mejor dicho, después de descansar, se dirigiría al norte. Patricia iría hacia el sur y, sin duda, moriría en algún punto del Paso del Loco. Por un instante experimentó una sensación extrañamente dolorosa, y luego frunció el ceño con amargura.
¡Que muriera, si era tan tonta como para querer pasar sola porque tenía demasiado orgullo para tomar un cohete en una población norteamericana! Se lo merecía, y a él no le importaba. Así fue repitiéndoselo mientras se preparaba para dormir, no en un Amistoso, sino en un ejemplar de vegetación verdadera y con la comodidad del visor abierto.
Despertó al oír su nombre. Miró hacia la meseta y vio que Patricia iba a alcanzar la montaña. Le sorprendió que ella hubiera logrado seguir sus pasos, hazaña bastante difícil en un lugar donde la vegetación vuelve a entrelazarle tan pronto como uno ha pasado. Entonces recordó que había disparado el lanzallamas. El fogonazo y el estampido debieron oírse a varios kilómetros a la redonda.
Ham observó que la muchacha miraba a su alrededor, angustiada.
-¡Ham! -volvió a gritar. No yanqui ni intruso, sino su nombre.
Guardó un rencoroso silencio; ella volvió a llamarle. Lograba distinguir su rostro pícaro y bronceado, ya que Patricia se había quitado la capucha de transpiel. Después de llamar por última vez, se encogió de hombros y echó a andar hacia el sur, a lo largo de la divisoria. Ham la miró en obstinado silencio. Cuando desapareció en el bosque, él bajó y se encaminó poco a poco hacia el norte.
Sus pasos eran cada vez más lentos, como si tirase de él un resorte invisible. Aún le parecía ver el rostro, angustiado y oír la llamada. Estaba seguro de que ella iba hacia la muerte y, a pesar de lo que ella le había hecho, no deseaba que esto ocurriera. Patricia estaba demasiado llena de vida, era demasiado confiada, demasiado joven y, sobre todo, demasiado hermosa para morir.
Cierto que era una bruja arrogante, perversa y suficiente, fría como el cristal y tan poco acogedora, pero, tenía ojos grises y cabello castaño, y era valiente. Por último, con un gruñido de impaciencia, hizo alto, se volvió y corrió casi desesperadamente hacia el sur.
Seguir el rastro de la muchacha era empresa fácil para un buen conocedor del terreno. En la Región Fría la vegetación no proliferaba tanto, lo que le permitió hallar pisadas o ramitas rotas indicando que ella había pasado por allí. Vio dónde había atravesado el río por medio de las ramas de un árbol, y también dónde se había detenido a comer.
Comprendió que ella ganaba terreno; era más hábil y rápida que Ham, pero el camino resultaba cada vez más escabroso a medida que se acercaba a las vastas Montañas de Eternidad, y sabía que allí la alcanzaría. Conque durmió un rato en la comodidad del pantalón corto y la camisa, liberado de la molestia del traje de transpiel. No era peligroso hacerlo allí; el viento frío que siempre soplaba hacia las Tierras Calientes alejaba las esporas de los mohos, y en todo caso éstas no habrían resistido las temperaturas inferiores.
En cuanto a las plantas oriundas de la Región Fría, no eran carnívoras.
Durmió cinco horas. El «día» siguiente de marcha trajo otra modificación del paisaje. En las laderas la vegetación era escasa, comparada con la de las mesetas. Ya no era una jungla, sino un bosque, un bosque gigantesco cuyos troncos se elevaban ciento cincuenta metros y cuyas copas no eran de follaje, sirio de apéndices floridos.
Sólo algún Jack Ketch aislado recordaba las Tierras Calientes.
A mayor altura, el bosque comenzaba a escasear. Aparecían grandes peñascos y largos barrancos rojos sin ningún tipo de vegetación. A veces pasaban enjambres de los únicos seres voladores del planeta, los dusters grises, con aspecto de polillas pero del tamaño de un halcón, tan frágiles que un golpe los destruía. Revoloteaban, posándose de vez en cuando para capturar alguna presa furtiva, y.hacían tintinear sus voces curiosamente parecidas a campanillas. Cercanas en apariencia, aunque a cincuenta kilómetros de distancia en realidad, se alzaban las Montañas de Eternidad, cuyas cumbres desaparecían entre las nubes.
De vez en cuando le resultaba difícil rastrear a Patricia, pues ésta solía caminar sobre la roca desnuda. Luego volvió a encontrar huellas frescas; la superioridad de su fuerza le valió una vez más. Poco después la vio en el fondo de un colosal acantilado formado por un desfiladero estrecho y poblado de árboles.
Ella miraba el tajo gigantesco, evidentemente preguntándose si podría escalar la barrera o si sería preferible contornearla. Como él, se había quitado el traje de transpiel y llevaba la camisa y los pantalones cortos que suelen usarse en el País Frío. Pues, al fin y al cabo, no es tan frío según criterios terrestres. Ham pensó que parecía una hermosa ninfa de los antiguos bosques de Pelión.
Ham se apresuró mientras ella avanzaba por el desfiladero.
-¡Pat! -gritó; era la primera vez que la llamaba por su nombre.
La alcanzó treinta metros después, dentro del desfiladero.
-¡Usted! -exclamó-. Parecía cansada; había andado durante horas y en sus ojos brillaba una luz de alivio-. Creí que usted... quise buscarle.
El rostro de Ham no expresaba la misma satisfacción.
-Oiga, Pat Burlingame -dijo fríamente-. No merece ninguna consideración, pero no puedo permitir que vaya hacia la muerte. Aunque sea una bruja obstinada, también es mujer. La llevaré a Erotia.
El brillo de bienvenida desapareció.
-¿Seguro, intruso? Mi padre pasó por aquí y yo también puedo hacerlo.
-Su padre pasó en pleno verano, ¿no es cierto? Hoy se cumple la mitad del .verano. No podrá llegar al Paso del Loco en menos de cinco días, ciento veinte horas, y para entonces estará al caer el invierno. Esta longitud estará cerca de la línea de tormenta. Es una estúpida.
Patricia se sonrojo.
-El paso tiene altitud suficiente para recibir la influencia de los vientos altos. Hará calor.
-¡Calor! Sí... calentado por los rayos -se interrumpió; un lejano fragor de truenos rodaba por el desfiladero-. Escuche. Dentro de cinco días estará sobre nosotros.
Señaló las pendientes totalmente yermas y agregó:
-Ni siquiera los venusianos pueden subsistir allí... ¿o se cree usted tan dura como pata servir de pararrayos ? Tal vez tenga razón.
-¡Antes el rayo que usted! -respondió Patricia, iracunda, y luego se tranquilizó de súbito-. Intenté llamarle -agregó sin venir a cuento.
-Para reírse de mí -repuso con amargura.
-No. Para decirle que la lamentaba y que...
-No necesito que se disculpe.
-Pero quería decirle que...
-No importa. Su arrepentimiento no me interesa. El daño ya está hecho -cortó, mirándola con el ceño fruncido.
Patricia aún quiso confirmar, en tono humilde:
-Pero yo...
Un ruido la interrumpió y al volverse gritó de espanto. Había aparecido un Pegajoso enorme, un coloso que ocupaba el desfiladero de pared a pared hasta una altura de dos metros, y que avanzaba hacia. ellos. Estos monstruos eran menos frecuentes en la Región Fría, pero también más grandes, pues en las Tierras Calientes la abundancia de alimento hacía que se subdividieran a menudo. Aquel era un gigante, un cataclismo, toneladas y toneladas de podredumbre nauseabunda y apestosa cerrando el estrecho paso, interceptándoles.
Ham cogió el lanzallamas, y la muchacha detuvo su brazo.
-¡No, no! -gritó-. ¡Está demasiado cerca! ¡Nos salpicará!
4
Patricia tenía razón. Sin la protección de los trajes de transpiel, el contacto con un pedazo del monstruo sería mortal. y el impacto del lanzallamas no dejaría de hacer saltar trozos de la bestia. La tomó de la muñeca y huyeron por el desfiladero, intentando alejarse lo suficiente para efectuar un disparo. A unos cuatro metros les seguía el Pegajoso, avanzando ciegamente en la única dirección que sabía... hacia el alimento.
Consiguieron ventaja. Un recodo del desfiladero, que discurría hacia el sudoeste, lo hacía pasar de improviso hacia el sur. La luz del Sol, siempre fija al este, quedó oculta; se hallaban en un lugar de perpetua penumbra y el terreno era de roca pelada y sin vida. Al llegar allí el Pegajoso se detuvo; como carecía de organización y de voluntad, no podía moverse si el alimento no le daba dirección.
Sólo la vida superabundante de Venus podía mantener a semejante monstruo; no vivía sino comiendo sIn cesar.
Ambos se detuvieron en el recodo sombrío.
-¿Y ahora? -murmuró Ham.
Un buen disparo contra la masa era imposible desde aquel ángulo, ya que no la destruiría sino en parte.
Patricia dio un salto y arrancó un matorral de la pared, que crecía donde ésta recibía un. débil rayo de luz. Lo echó delante del monstruo, y este avanzo medio metro.
-Engañémoslo -propuso la muchacha.
Era imposible; la vegetación era demasiado escasa.
-¿Qué va a hacer esa cosa? -preguntó Ham.
-Una vez vi uno perdido en el límite desértico de las Tierras Calientes -respondió la muchacha-. Se retorció largo rato y luego las células se atacaron entre sí. Se devoró a sí mismo. ¡Fue horrible!
-¿Cuánto tiempo duró?
-¡Ah! Cuarenta o cincuenta horas.
-No voy a esperar tanto tiempo -gruñó Ham. Rebuscó en su mochila y sacó el traje de transpiel.
-¿Qué quiere hacer?
-Ponerme esto y disparar desde cerca.
-Empuñó el lanzallamas.
-Este es el último cañon -observo Ham, sombrío, y luego agrego animándose-: Pero tenemos la suya.
-La cámara de mi pistola se rajó la última vez que la usé, hará diez o doce horas. Pero tengo muchos cañones.
-¡Perfecto. --dijo Ham.
Se arrastró con cautela hacIa el palpitante y horrible amasijo blanco. Extendió los brazos para abarcar el mayor ángulo posible, apretó el gatillo y el trueno del disparo retumbó en el desfiladero. Volaron pedazos del monstruo a su alrededor, y el resto chamuscado por la incineración de toneladas de podredumbre se redujo a un espesor de noventa centímetros.
-¡El cañón ha resistido! -gritó triunfalmente. Evitaba por esta vez el tener que cambiarlo.
Cinco minutos después el arma volvió a disparar. Cuando la masa del monstruo cesó de agitarse, sólo quedaban cuarenta y cinco centímetros de espesor pero el cañón quedó atomizado.
-Tendremos que usar uno de los suyos –dijo.
Patricia sacó uno, Ham lo cogió y dejó caer la mano con desaliento. ¡Los cañones fabricados en Enfield eran demasiado pequeños para la pistola norteamericana!
-¡Serán idiotas...! -gruñó.
-¡Idiotas! -exclamó ella-. ¿Acaso los yanquis usáis morteros de trinchera para los cañones?
-Hablaba de mí mismo en realidad. Debí suponerlo. -Se encogió de hombros-. Bien, ahora podemos elegir entre esperar aquí a que el pegajoso se devore a sí mismo, o buscar otra manera de salir de esta trampa. Tengo la corazonada de que este desfiladero carece de salida.
Patricia admitió que probablemente era así. La grieta esa consecuencia de algún movimiento antiguo que había partido la montaña en dos. Al no ser debida a la erosión del agua, cabía que terminase en una herradura inexpugnable, aunque también era posible que alguna de aquellas paredes pudiera ser escalada.
-De todos modos, nos sobra tiempo -concluyó la muchacha-. Podemos intentarlo. Además... -y arrugó la naricilla, aludiendo al hedor del Pegajoso.
Ham la siguió a través de la penumbra, sin quitarse aún la protección de transpiel. El pasadizo volvía a doblar hacia el oeste, las rocas eran tan altas y abruptas que .el Sol no llegaba al fondo. Era un lugar de sombras, como la región de las tormentas que separa la zona de penumbra del hemisferio obscuro: ni noche ni día auténticos, sino un estado intermedio.
A sus ojos los miembros bronceados de Patricia parecían pálidos en vez de morenos y, al hablar, su voz despertaba extraños ecos entre los acantilados opuestos. Aquel abismo era un lugar extraño, un rincón siniestro y desagradable.
-Esto no me gusta -comentó Ham-. El paso se acerca cada vez más a la zona de obscuridad. Recuerde que nadie sabe lo que hay en el lado obscuro de las Montañas de Eternidad.
Patricia se echó a reír; el eco fue fantasmagórico.
-¿Qué peligro puede haber aquí? En todo caso, tenemos las pistolas.
-No hay salida -refunfuñó Ham-. Regresemos.
Patricia le plantó cara.
-¿Tiene miedo, yanqui? -bajó la voz-. Los nativos dicen que en estas montañas hay fantasmas -prosiguió burlonamente-. Mi padre me contó que había visto cosas extrañas en el Paso del Loco. ¿Sabe que si hay seres en el lado nocturno, sería fácil que llegaran hasta aquí, con la obscuridad que hay?
Se estaba burlando de él. Volvió a reír. De repente, su risa fue repetida en espantosa cacofonía desde las paredes de piedra que se cernían sobre ellos.
Palideció; ahora era Patricia la que estaba asustada. Contemplaron con aprensión los muros de roca, donde aparecían y desaparecían sombras extrañas.
-¿Qué... qué ha sido eso? -susurró--. ¡Ham! ¿Ha visto?
Ham lo había visto. Una sombra había sobrevolado la franja de cielo, saltando de un acantilado a otro sobre sus cabezas. Volvió a oírse una risa ululante. Unas siluetas obscuras se arrastraban como moscas sobre las paredes cortadas a pico.
-¡Regresemos! -jadeó la muchacha-. ¡Pronto!
Mientras Patricia se volvía, un objeto pequeño de color negro cayó a su lado y se rompió con un estallido tétrico. Ham lo miró. Era una cápsula, un saco de esporas de tipo desconocido. Se alzó una nube densa y negra, Ambos comenzaron a toser violentamente, Ham sintió que la cabeza le empezaba a dar vueltas, y Patricia se apoyó en él.
-¡Es un... narcótico! -murmuró-. ¡Vámonos!
Otra docena de bolas reventaron alrededor de ellos. Las esporas formaban negros remolinos y el respirar se convertía en una tortura. Los estaban drogando y asfixiando al mismo tiempo,
Ham tuvo una idea salvadora.
-¡La máscara! -tosió. cubriéndose el rostro con la mascarilla de transpiel.
El filtro que protegía a los seres humanos contra los mohos de las Tierras Calientes también limpiaba de aquellas esporas el aire. Pero el protector de la muchacha se hallaba en algún lugar de su mochila y no lo encontraba. Cayó sentada en el suelo.
-Mi mochila -murmuró-. Llévesela. Su... su... -tuvo un acceso de tos.
La arrastró hasta el refugio de un saliente y sacó de la mochila su traje de transpiel.
-¡Póngaselo! –gritó.
Estallaron veinte cápsulas más.
Una figura saltó furtivamente sobre el muro de roca, a gran altura.
Ham apunto con la automática y disparó. Se oyó un grito agudo y chirriante, al que respondió un coro de alaridos, y un ser del tamaño de un hombre se despeñó hasta caer amenos de tres metros de él.
Era espantoso. Ham observó afligido aquella criatura no muy distinta de los nativos que él conocía con tres ojos, dos manos y cuatro piernas; aunque las manos, que tenían dos dedos como las de los habitantes de las Tierras Calientes, no eran como pinzas, sino que blancas y con garras.
¡Y el rostro...! No era la cara ancha e inexpresiva de aquéllos, sino una máscara angulosa, malévola y sombría, con ojos de doble tamaño que los de los nativos. No había muerto, sino que aún destilaba odio; cogió una piedra y se la arrojó sin fuerzas, aunque con aviesa intención. Luego murió.
Naturalmente, Ham ignoraba lo que era. Se trataba de un triops noctivivans, el «morador de tres ojos de la obscuridad», un ser extraño e inteligente que por ahora es el único del lado nocturno que conocemos. A veces se encuentran individuos de estas razas feroces en las obscuras gargantas de las Montañas de Eternidad. Es probablemente la criatura más maligna de los planetas conocidos, un ser absolutamente incomprensible que no vive sino de la matanza.
Con el disparo, la lluvia de cápsulas concluyó y hubo un coro de carcajadas de hiena. Ham aprovechó el respiro para cubrir el rostro de la muchacha con la mascarilla, que se le había caído después de ponérsela a medias.
Entonces se oyó un silbido agudo. Una piedra rebotó y le alcanzó en el brazo. Otras llovieron a su alrededor, rápidas como balas. Hubo tal revuelo de siluetas, con grandes saltos hacia el cielo y terribles risas burlonas. Disparó contra uno de los que saltaban. Oyó de nuevo el grito de dolor, pero esta vez el enemigo no cayó.
Las piedras seguían lloviendo sobre él. Eran pequeñas, del tamaño de guijarros, pero las disparaban con tanta fuerza que silbaban al pasar y herían su carne a través del traje protector. Tumbó a Patricia boca abajo, pero la muchacha gimió débilmente cuando un proyectil la golpeó en la espalda. La escudó con su cuerpo.
La situación era insostenible. Debían arriesgarse a retroceder, pese a que el Pegajoso bloqueaba la salida. Pensó que protegidos por el traje de transpiel, tal vez podrían pasar sobre la masa. Sabía que era una idea delirante; el protoplasma viscoso los envolvería hasta sofocarlos... pero debía correr el riesgo. Tomó a la muchacha en brazos y corrió rápidamente por el desfiladero.
Alaridos, chillidos y un coro de risas burlonas retumbaron a su alrededor. Las piedras le golpearon en todas partes. Una le dio en la cabeza, haciéndole tropezar y golpearse contra la roca. Pero siguió corriendo con obstinación. Ahora sabía qué le impulsaba: era la muchacha que llevaba. Tenía que salvar a Patricia Burlingame.
Ham llegó al recodo. La luz del Sol daba arriba, sobre la pared oeste. Sus repulsivos perseguidores se refugiaron en el lado obscuro. Afortunadamente, no soportaban la luz natural; con mantenerse muy pegado a la pared oriental quedaba algo protegido.
Faltaba el otro recodo, bloqueado por el Pegajoso. Cuando vio algo que le hizo sentirse enfermo. Tres seres se hallaban reunidos junto a la masa blanca, comiendo -¡realmente comiendo!- de aquella carroña. Se volvieron aullando al acercarse él. Tumbó a dos de ellos a tiros, y cuando el tercero quiso escalar el muro lo liquidó también de un disparo. Al caer en medio de la masa informe hizo un chapoteo estremecedor.
Volvió a sentir náuseas. El Pegajoso se retiraba; el caído quedaba en un hueco semejante al agujero de una rosquilla gigante. Ni siquiera el monstruo se atrevía con aquellas criaturas.*
* - Se ignoraba entonces que, mientras los seres del hemisferio nocturno de Venus pueden devorar y digerir los seres del lado diurno, lo contrario es imposible. Ninguna criatura del hemisferio diurno puede devorar seres del lado obscuro, debido a la presencia de varios alcoholes metabólicos venenosos.
Pero el indígena, al saltar, había atraído la atención de Ham hacia un reborde saliente unos treinta centímetros. Tal vez... Sí, quizá fuese posible utilizar aquella senda para eludir al Pegajoso. Sin duda seria difícil bajo la lluvia de piedras, pero no quedaba otra alternativa.
Soltó a la muchacha para liberar su brazo derecho. Metió otro cargador en la pistola y disparó al azar hacia las sombras que saltaban arriba. La granizada de guijarros cesó un instante y, con un esfuerzo convulsivo y doloroso, Ham arrastró a Patricia hasta el saliente.
Las piedras llovieron de nuevo a su alrededor. Avanzó paso a paso, cruzando exactamente por encima del Pegajoso condenado.
¡Muerte abajo y muerte arriba! Poco a poco salió del paso; arriba, ambos muros reflejaban la luz del sol y ya estaban a salvo.
Al menos él estaba a salvo. La muchacha tal vez había muerto, pensó con desesperación mientras seguía el rastro trazado por el Pegajoso. Cuando salieron a la luz quitó la mascarilla del rostro de la muchacha y observó sus rasgos blancos, fríos como el mármol.
No estaba muerta, sino presa de un sopor producido por los narcóticos. Una hora después volvió en sí, aunque se sentía débil y muy asustada. Lo primero que hizo fue reclamar su mochila.
-Aquí está -contestó Ham-. ¿Qué es eso tan importante que lleva en su mochila? ¿Sus notas?
-¿Mis notas? ¡Oh, no! -un ligero rubor cubrió su rostro-,. Eso... es lo que intentaba decirle... se trata de su xixtchil.
-¿Cómo?
-Sí, yo... no la tiré para que se enmoheciera. Es suya, Ham. Muchos traficantes británicos entran en las Tierras Calientes norteamericanas. Rompí la bolsa y oculté la hierba en mi mochila. Los mohos del suelo se hallaban allí porque yo les arrojé algunas ramas... para que pareciera auténtico.
-Pero... pero, ¿por qué?
El rubor se hizo más intenso.
-Quería castigarle -susurró Patricia- por mostrarse tan... tan frío y distante.
-¿Yo? -se asombró Ham-. ¡Usted sí que estaba fría y distante!
-Quizá fue así al principio. Usted entró en mi casa a la fuerza. Pero... Ham, cuando me salvó de la erupción de barro... fue distinto.
Ham se atragantó y, con un gesto brusco, la cobijó entre sus brazos.
-No pienso discutir quién tiene la culpa. Pero hay otra cuestión que arreglaremos en seguida. Iremos a Erotia y allí nos casaremos en una buena iglesia norteamericana, si ya la han construido y, si no es así, nos casara un buen Juez norteamericano. No se hable más del Paso del Loco ni de cruzar las Montañas de Eternidad. ¿Está claro?
Patricia miró las vertiginosas cumbres y se estremeció.
-¡Muy claro! -respondió, obediente.
2 - Lotófagos
The Lotus Eaters, © 1935 by Street & Smith Publications Inc., para Astounding Stories, Abril de 1935. Traducción de Mariano Orta, en: «Lo mejor de Stanley G. Weinbaum», Ediciones Martínez Roca S.A., primera edición en 1977.
-¡Uf! -exclamó «Ham» Hammond, mirando por la claraboya de babor de la cámara de observación-. ¡Vaya un sitio para pasar una luna de miel!
-Entonces no deberías de haberte casado con una bióloga -contestó la señora Hammond. Apoyaba la cabeza sobre el hombro de su marido y él pudo ver los grises ojos de su esposa bailar en el cristal de la claraboya-. Ni con la hija de un explorador -añadió.
Porque Pat Hammond, hasta su boda con Ham unas cuatro semanas antes, había sido Patricia Burlingame, hija del gran explorador inglés que había conquistado para Gran Bretaña tanta zona crepuscular de Venus como Crowly había ganado para los Estados Unidos.
-No me casé con una bióloga -replicó Ham-. Me casé con una muchacha que casualmente se interesa por la biología; eso es todo. Es uno de sus pocos defectos.
Redujo el chorro de los reactores inferiores y el cohete descendió suavemente sobre un cojín de llamas hacia el negro paisaje inferior. Lenta y cuidadosamente, Ham reguló los controles hasta conseguir la mínima vibración y luego cerró el chorro de repente. Se posaron con un leve temblor y un extraño silencio cayó como una manta tras el cese del rugiente estampido.
-Ya estamos -anunció él.
-Ya estamos -repitió Pat-. ¿Dónde?
-Exactamente a ciento treinta kilómetros al este de la cordillera opuesta a Venoble, en la Tierra Fría británica. Al norte está, supongo, la continuación de las Montañas de la Eternidad. Al sur y al oeste, misterio.
-Acabas de conseguir una buena descripción técnica de ningún sitio -se rió Pat-. Voy a apagar las luces para ver el exterior.
Así lo hizo y en la obscuridad las claraboyas parecieron círculos débilmente luminosos.
-Sugiero -prosiguió ella- que la Expedición Conjunta suba a la cúpula para iniciar las observaciones. Si estamos aquí para investigar, investiguemos un poco.
-Este apéndice de la expedición está conforme -respondió Ham con una risita.
Hizo una mueca de contento en la obscuridad ante la desenvoltura con que Pat abordaba el serio problema de la exploración. Aquí estaban ellos, la «Expedición Conjunta de la Royal Society y el Smithsonian Institute para la Investigación de las Condiciones en el Lado Obscuro de Venus» como rezaba el largo título oficial.
Ham representaba técnicamente la mitad americana del proyecto -Pat no había querido admitir a ningún otro- pero era a ella a quien la sociedad y los miembros del Instituto dirigían sus preguntas, sus requerimientos y sus instrucciones. Era lo justo. Después de todo, Pat era la autoridad más competente en lo relativo a la flora y la fauna de las Tierras Cálidas y, además, la primera criatura humana nacida en Venus, en tanto que Ham era sólo un ingeniero que el lucrativo comercio de xixtchil había atraído a la frontera de las Tierras Cálidas.
Allí había conocido a Patricia Burlingame y allí, después de un azaroso viaje hasta el pie de las Montañas de la Eternidad, la había conquistado. Se casaron en Erotia, el asentamiento americano, hacía poco menos de un mes, y luego habían aceptado hacerse cargo de la expedición a la cara obscura de Venus.
En un principio, Ham no estuvo de acuerdo. Hubiera preferido una buena luna de miel terrestre en Nueva York o Londres, pero había dificultades. La principal de ellas la astronómica; Venus había superado el perigeo y transcurrirían ocho largos meses antes de que el planeta, en su lento giro alrededor del Sol, alcanzase un punto desde donde un cohete pudiera llegar a la Tierra.
Ocho meses en la primitiva y fronteriza Erotia o en la igualmente primitiva Venoble, si elegían el asentamiento británico, sin ninguna diversión excepto cazar, sin radio ni juegos, incluso muy pocos libros. Y si tenían que cazar, argüía Pat, ¿por qué no añadir la emoción y el peligro de lo desconocido?
Nadie sabía qué vida, si había alguna, se ocultaba en el lado obscuro del planeta. Muy pocos lo habían visto alguna vez, y esos pocos desde cohetes que sobrevolaban a toda velocidad grandes cordilleras o infinitos océanos helados. Ahora se presentaba una oportunidad de avistar el misterio y explorarlo con los gastos pagados.
Había que ser multimillonario para construir y equipar un cohete privado, pero la Royal Society y el Smithsonian Institute, gastando dinero del gobierno, estaban por encima de semejantes consideraciones. Habría peligro, quizás, y emociones de las que dejan sin aliento, pero... podrían estar solos.
Este último punto había convencido a Ham. Así pues, habían consumido dos afanosas semanas avituallando y equipando el cohete, habían volado muy alto sobre la barrera de hielo que limita la zona crepuscular y se habían precipitado frenéticamente a través de la línea de tormentas donde el frío viento inferior de la cara sin sol choca con los cálidos vientos superiores que azotan desde la cara desierta del planeta.
Porque Venus, desde luego, no tiene rotación ninguna y por tanto no tiene alternancia de días y noches. Una cara está siempre iluminada por el Sol y la otra está siempre sumida en la obscuridad, y sólo la lenta libración del planeta presta a la zona crepuscular una cierta apariencia de estaciones. Esta zona crepuscular, la única parte habitable del planeta, apunta por un lado al llameante desierto y por el otro acaba bruscamente en la barrera de hielo donde los vientos superiores ceden su humedad a las escalofriantes corrientes inferiores.
Así pues, allí estaban ellos, apretados en la diminuta cúpula de cristal, por encima del panel de navegación, muy juntos sobre el peldaño superior de la escalerilla y con el sitio justo en la cúpula para las cabezas de uno y otro. Ham rodeó con un brazo a la muchacha mientras contemplaban el paisaje exterior.
Lejos hacia el oeste, la luz centelleaba sobre la barrera de hielo. Como inmensas columnas, las Montañas de la Eternidad se recortaban contra la luz, con sus poderosos picachos perdidos en las nubes inferiores. Hacia el sur, estaban las explanadas de las Eternidades Menores, que limitaban la Venus americana y, entre las dos cordilleras, se perfilaban los perpetuos relámpagos de la línea de tormentas.
En torno a ellos, iluminado débilmente por la refracción de la luz solar, se extendía un yermo de obscuro y salvaje esplendor. Por todas partes había hielo, colinas de hielo, torres, llanuras, peñascos y acantilados de hielo, todo reluciendo con un hábito verdoso al débil resplandor que llegaba desde detrás de la barrera. Un mundo sin movimiento, helado y estéril.
-¡Es... es glorioso! -murmuró Pat.
-Sí -convino él-, pero frío, sin vida, amenazador. Pat, ¿crees que hay vida aquí?
-Yo diría que sí. Si la vida puede existir en mundos tales como Titán y Japeto, debería de existir aquí. ¿Qué frío hace? -Miró el termómetro exterior de columnas y cifras luminiscentes-. Sólo treinta bajo cero. En la Tierra existe vida a esa temperatura.
-Existe, sí. Pero no podría haberse desarrollado a una temperatura bajo cero. La vida tiene que comenzar en un medio líquido. Ella se echó a reír suavemente.
-Estás hablando con una bióloga, Ham. Tienes razón; la vida no podría haberse desarrollado a treinta bajo cero, pero suponte que tuvo su origen en la zona crepuscular y emigró aquí. O suponte que fue empujada aquí por la terrorífica competencia de las regiones cálidas. Ya sabes las condiciones que reinan en las Tierras Cálidas, con los hongos, los árboles Jack Ketch y los millones de pequeñísimos parásitos que se devoran unos a otros.
Ham quedó pensativo.
-¿Qué clase de vida esperarías encontrar? Ella soltó una risita.
-¿Quieres que te haga una predicción? Muy bien. Supondría, por lo pronto, alguna especie de vegetación como base, porque la vida animal no puede mantenerse sin ella.
-Entonces, tiene que haber alguna vegetación. ¿De qué tipo?
-Dios lo sabe. Puede conjeturarse que la vida de la cara obscura si es que existe, provino en su origen de los terrenos más débiles de la zona crepuscular, pero en lo que pueda haberse convertido, eso no lo sé imaginar. Desde luego, hay el triops noctivivans que descubrí en las Montañas de la Eternidad.
-¡Descubriste! -Soltó una risa burlona-. Estabas tan fría como el hielo cuando te saqué de aquel nido de diablos. ¡Ni siquiera viste a uno!
-Examiné el que los cazadores trajeron a Venoble -replicó ella sin turbarse-. Y no olvides que la sociedad quiso ponerle mi nombre: el triops patriciae. -Un estremecimiento involuntario la agitó al recordar a aquellas criaturas satánicas que lo habían destrozado todo excepto a ellos dos-. Pero yo preferí otro nombre: triops noctivivans, el morador de tres ojos en la obscuridad.
-Romántico nombre para una bestia diabólica.
-Sí, pero a lo que yo quería referirme es a esto: que es probable que los triops... o triopses... Oye, ¿cuál es el plural de triops?
-Trioptes -gruñó él-. Raíz latina.
-Bien, es probable que los trioptes estén entre las criaturas que se puedan encontrar aquí, en el lado de la noche eterna, y que aquellos feroces diablos que nos atacaron en el sombrío cañón de las Montañas de la Eternidad sean una avanzadilla que penetran en la zona crepuscular a través de los pasos obscuros y sin sol que hay en las montañas. No pueden resistir la luz; tú mismo lo viste.
-¿Qué me cuentas?
Pat se echó a reír por la expresión.
-Esto: por su forma y su estructura, seis miembros, tres ojos y todo lo demás, está claro que los trioptes están emparentados con los nativos ordinarios de las Tierras Cálidas. Por eso deduzco que están recién llegados a la cara obscura; que no se desenvolvieron aquí, sino que fueron empujados hace muy poco tiempo, geológicamente hablando. Bueno, geológicamente no es la palabra, porque geos significa tierra. Venéreamente hablando, debería decir.
-Creo que no. Confundes la raíz. Lo que has dicho significa afrodisíacamente hablando. Ella rió de nuevo.
-Lo que quiero decir, y debería haber empezado por aquí para evitar la discusión, es paleontológicamente hablando. Eso lo entiende todo el mundo. De cualquier modo, quiero decir que los trioptes no llevan en el lado obscuro más que de unos veinte a cincuenta mil años terrestres, o quizá menos. ¿Qué sabemos nosotros de la velocidad de evolución en Venus? Quizás es más rápida que en la Tierra; quizás un triops puede adaptarse a la vida nocturna en cinco mil años.
-Yo he visto estudiantes universitarios adaptarse a la vida nocturna en un semestre -observó Ham con una sonrisa burlona. Ella pasó por alto el comentario y continuó:
-Y por eso mantengo que tenía que existir vida aquí antes de llegar los trioptes. De no haber encontrado qué comer no podrían haber sobrevivido. Y puesto que mi examen mostró que el triops es en parte carnívoro, aquí no sólo debe de haber vida vegetal, sino vida animal. Eso es todo cuanto puede deducirse con arreglo a un simple razonamiento.
-Entonces no puedes deducir qué clase de vida animal será esa. ¿Inteligente quizá?
-No lo sé. Podría ser. Pero a pesar de la forma como vosotros los yanquis adoráis la inteligencia, biológicamente es un hecho sin importancia. Ni siquiera tiene mucho valor para la supervivencia.
-¿Qué? ¿Cómo puedes decir eso, Pat? ¿Qué es, si no la inteligencia, lo que ha dado al hombre la supremacía en la Tierra... y en Venus también, dicho sea de paso?
-Pero, ¿tiene realmente el hombre la supremacía en la Tierra? Mira, Ham, he aquí lo que quiero decir con eso de la inteligencia. El gorila tiene un cerebro mucho mejor que la tortuga, ¿no es así? Y sin embargo, ¿quién ha tenido más éxito: el gorila, que escasea y está limitado a sólo una pequeña región en África, o la tortuga, que es común por doquier, desde el Ártico al Antártico? En cuanto al hombre..., bueno, si tuvieses ojos microscópicos y pudieses ver todos los seres que pueblan la Tierra, llegarías a la conclusión de que el hombre es un ejemplar raro y de que el planeta es realmente un mundo de nematodos, esto es, un mundo de gusanos, porque los nematodos superan con mucho todas las otras formas de vida puestas juntas.
-Pero eso no es supremacía, Pat.
-No he dicho que lo fuera. Dije meramente que la inteligencia no es lo más importante para sobrevivir. Si lo fuera, ¿por qué los insectos, que no tienen inteligencia, sino sólo instinto, plantean tal batalla a la raza humana? Los hombres tienen mejores cerebros que los pulgones del trigo, la filoxera, la mosca de las frutas, los escarabajos, las polillas y todas las demás plagas, y sin embargo ellos combaten nuestra inteligencia con sólo un arma: su enorme fecundidad. ¿Te das cuenta de que cada vez que nace un niño, hasta que es equilibrado por una muerte, sólo puede ser alimentado de una manera? Y esa manera es privando a los insectos de toda la comida que representa el peso del niño en insectos.
-Todo eso parece bastante razonable, pero, ¿qué tiene que ver con la inteligencia en la cara obscura de Venus?
-No lo sé -replicó Pat, y su voz tomó un extraño tono de nerviosismo-. Sólo quiero decir... Vamos a ver, Ham. Un lagarto es más inteligente que un pez, pero no lo bastante para conseguir ninguna ventaja por ello. Entonces, ¿por qué el lagarto y sus descendientes siguen desarrollando inteligencia? ¿Por qué..., a menos que toda la vida tienda a hacerse inteligente con el tiempo? Y, si eso es verdad entonces puede haber inteligencia incluso aquí, una inteligencia extraña, ajena, incomprensible.
Se estremeció en la obscuridad y se apretó contra él.
-No te preocupes -dijo de pronto con voz alterada-. Probablemente no es más que fantasía. El mundo de aquí es tan raro, tan extraterrestre... Estoy cansada, Ham. Ha sido un día largo.
Bajaron hasta el cuerpo del cohete. Cuando las luces flamearon sobre el extraño paisaje, más allá de las claraboyas, él sólo vio a Pat, encantadora con el exiguo vestidito a la moda de la Tierra Fría,
-Ya veremos mañana -dijo él-. Tenemos comida para tres semanas.
Mañana, desde luego, significaba sólo tiempo y no luz de día. Se levantaron sumidos en la eterna obscuridad de la cara sin Sol de Venus. Pero Pat estaba de mejor humor y se dedicó alegremente a los preparativos de la primera salida al exterior. Sacó los trajes espaciales de gruesa lana reforzada con cuero y Ham, en su calidad de ingeniero, inspeccionó cuidadosamente las cuatro poderosas lámparas que coronaban las caperuzas.
Por supuesto, eran primordialmente para ver, pero también tenían otro propósito. Se sabía que los trioptes, tan increíblemente fieros, no podían afrontar la luz y así, usando los cuatro rayos del casco, uno podía moverse rodeado por un halo protector. Eso no impedía que ambos incluyeran en su equipo dos revólveres y un par de terroríficos lanzallamas. Pat llevaba también una bolsa colgada a la cintura en la que se proponía meter ejemplares de toda la flora que encontrase en el lado obscuro y también ejemplares de la fauna, si los había pequeños e inofensivos.
Se sonrieron a través de las máscaras.
-Te hace parecer gorda -comentó Ham maliciosamente y gozó al verla hacer una mueca de fastidio.
Ella se volvió, abrió la puerta y salió.
Era diferente que mirar por la claraboya. La escena que antes vieran con algo de la irrealidad y de toda la inmovilidad y silencio de un cuadro, estaba ahora efectivamente alrededor de ellos, y el frío aliento y la voz quejumbrosa del viento inferior probaban sin duda alguna que el mundo era real. Por un momento permanecieron en el círculo de luz de las claraboyas del cohete, mirando con respeto al horizonte, donde los increíbles picos de las Grandes Eternidades se recortaban, negros, contra la falsa puesta de sol.
Hasta donde podía alcanzar la visión en aquella región sin sol, sin luna y sin estrellas, se extendía una desolada llanura donde picos, alminares, torres y lomas de hielo y de piedra surgían en indescriptibles y fantásticas formas, esculpidas por la salvaje maestría del viento inferior.
Ham rodeó con un acolchado brazo la cintura de Pat y se sorprendió al sentirla estremecerse.
-¿Tienes frío? -preguntó, mirando la esfera del termómetro que tenía en la muñeca-. Sólo estamos a uno bajo cero.
-No tengo frío -replicó Pat-. Es el escenario; eso es todo. -Se apartó un poco-. Me pregunto qué es lo que dará calor a esta zona. Porque sin luz solar...
-Te equivocas -interrumpió Ham-. Cualquier ingeniero sabe que los gases se difunden. Los vientos superiores pasan a nueve o diez kilómetros por encima de nuestras cabezas y naturalmente traen mucho del calor del desierto que se encuentra más allá de la zona crepuscular. Hay alguna difusión del aire caliente en el frío y luego, además, cuando los vientos calientes se enfrían, tienden a bajar. Y lo que es más, el contorno del país tiene mucho que ver con eso. -Hizo una pausa-. Oye -continuó pensativamente-, no me extrañaría que encontrásemos zonas cerca de las Eternidades donde hubiese una corriente baja, donde los vientos superiores se deslizaran a lo largo de la ladera y proporcionaran a ciertos sitios un clima bastante soportable.
Seguía a Pat mientras ella iba indagando alrededor de los peñascos que estaban cerca del círculo luminoso del cohete.
-¡Vaya! -exclamó ella-. ¡Aquí está, Ham! ¡He aquí nuestro ejemplar de vida vegetal del lado obscuro.
Se inclinó sobre una gris masa bulbosa.
-Tipo liquen u hongo -continuó-. Nada de hojas, por supuesto; las hojas sólo son útiles a la luz del Sol. Nada de clorofila por la misma razón. Una planta muy primitiva, muy simple y, sin embargo, en algunos aspectos, nada simple. ¡Mira, Ham, un sistema circulatorio altamente desarrollado!
Él se acercó aún más y, a la débil luz amarillenta que se filtraba desde las claraboyas, vio la fina tracería de venas que indicaba la muchacha.
-Eso -continuó ella- indicaría una especie de corazón y me pregunto si... -Bruscamente aplicó la esfera de su termómetro contra la masa carnuda, la sostuvo allí un momento y luego miró-. ¡Sí! Mira cómo la aguja se ha movido, Ham. ¡Es un vegetal caliente! Una planta de sangre caliente. Y, si lo piensas bien, es lo más natural, Porque es la única clase de planta que podría vivir en una región que está eternamente por debajo del grado de congelación. La vida tiene que vivirse en agua líquida.
Ella tiró de aquella cosa que, con un súbito estallido, se soltó mientras obscuras gotas de líquido fluían de la desgarrada raíz.
-¡Uf! -exclamó Ham-. ¡Que cosa tan repugnante! «Y desgarra la sangrienta mandragora», ¿eh? Sólo que decían que éstas gritaban al ser arrancadas.
Se detuvo. Un lento, pulsante y ominoso gemido salió de la temblorosa masa de pulpa y Ham dirigió una mirada de asombro a Pat.
-¡Uf! -gruñó de nuevo-. ¡Es repugnante!
-¿Repugnante? ¿Por qué? Es un organismo hermoso. Está adaptado perfectamente a su entorno.
-Bueno, me alegro de no ser más que un ingeniero -rezongó él al ver cómo Pat abría la puerta del cohete y depositaba aquella cosa sobre un cuadrado de caucho que había allí dentro-. Ven, vamos a mirar por aquí.
Pat cerró la puerta y lo siguió fuera del cohete. Instantáneamente la noche los envolvió como una negra niebla y sólo al mirar atrás a las iluminadas claraboyas pudo convencerse Pat de que estaban en un mundo real.
-¿No deberíamos encender nuestras lámparas? -preguntó Ham-. Seria lo mejor, o nos arriesgamos a una caída.
Antes de que uno de ellos pudiese dar un paso, un sonido se impuso a través de la queja del viento inferior, un grito salvaje, feroz, extraterrestre, que sonaba como una carcajada infernal.
-¡Es triopts! -jadeó Pat, olvidando plurales y gramática al mismo tiempo.
Estaba asustada; por lo general era tan valiente como Ham y a veces más temeraria y atrevida, pero aquellos chillidos misteriosos le hacían recordar los momentos de angustia vividos en el cañón de las Montañas de la Eternidad. Estaba horriblemente asustada y manoteó frenética e ineficazmente en busca de los interruptores de las lámparas y en busca del revólver.
Justo cuando doce piedras pasaron zumbando junto a ellos, y una golpeó dolorosamente en el hombro de Ham, éste encendió sus luces. Cuatro rayas se dispararon en una larga cruz sobre los relucientes picachos y las risas salvajes se trocaron en un alarido de dolor. Por un instante alcanzó a vislumbrar unas figuras sombrías que se alejaban por montículos y peñascos, deslizándose como espectros hacia la obscuridad y el silencio.
-Llegué a tener miedo, Ham -murmuró Pat. Se acurrucó contra él y continuó luego con más fuerza-: Pero he aquí la prueba. El triops noctivivans es actualmente una criatura del lado nocturno. Los que están en las montañas son avanzadillas que han emigrado a los abismos sin sol.
Muy lejos sonó la risa cortante.
-Me pregunto -dijo Ham- si ese ruido que hacen podría constituir una especie de lenguaje.
-Es lo más probable. Después de todo, las especies nativas de las Tierras Cálidas son inteligentes, y estas criaturas están emparentadas con ellas. Además lanzan piedras y conocen el uso de aquellas vainas asfixiantes que nos mostraron en el cañón, vainas que, dicho sea de paso, deben de ser el fruto de alguna planta del lado nocturno. Los trioptes son sin duda inteligentes de una manera bárbara, feroz y ávida de sangre, pero son bestias tan inaccesibles que dudo que los seres humanos consigan enterarse de mucho de su lenguaje o de sus mentes.
Ham le dio la razón con solemnidad, tanto más cuanto que en aquel momento una piedra malignamente lanzada arrancó brillantes chispas de una helada columna situada a doce pasos de distancia. Él torció la cabeza enviando de soslayo las lámparas de su casco sobre la llanura, y un grito de dolor brotó de la obscuridad.
-Gracias a Dios, las luces los mantienen bastante a raya -masculló-. Son unos pequeños y divertidos súbditos de Su Majestad*, ¿no es así? ¡Dios salve a la Reina, si tiene muchos como ellos!
* - Estaban en territorio británico, en la latitud de Venoble. El Congreso internacional de Lisl había dividido los derechos de la cara obscura en el año 2020, dando a cada nación con posesiones en Venus una extensión que se alargaba desde la zona crepuscular a un punto del planeta directamente opuesto al Sol a mediados de otoño. (Nota del autor)
Pero Pat estaba ocupada de nuevo en su búsqueda de ejemplares. Había encendido sus lámparas y se movía ágilmente de un lado a otro entre los fantásticos monumentos de aquella extraña llanura. Ham la seguía, mirando cómo arrancaba trozos de una sangrante y gimiente vegetación. Encontró una docena de variedades y una pequeña criatura en forma de cigarro puro a la que le fue imposible considerar como planta, como animal o como ninguna de ambas cosas. Cuando su bolsa estuvo completamente llena, volvieron por la llanura al cohete, cuyas claraboyas relucían a lo lejos como una fila de ojos escrutadores.
Pero una sorpresa los aguardaba cuando abrieron la puerta y entraron. Una bocanada de aire cálido, pegajoso, pútrido e irrespirable que les subió a la cara con un olor a carroña, les hizo retroceder.
-¡Vaya...! -jadeó Ham y luego se echó a reír-. ¡Tu mandrágora! -cloqueó burlonamente-. ¡Mírala!
La planta que ella había colocado dentro se había convertido en una masa de podredumbre, En el calor del interior se había descompuesto rápida y completamente y ahora no era más que un montón semilíquido sobre la esterilla de caucho. Pat la empujó hacia la entrada y la arrojó afuera.
Penetraron en el interior, que todavía olía mal, y Ham conectó un ventilador. El aire que entraba era frío, por supuesto, pero puro, estéril y sin polvo. Cerró la puerta, puso en marcha un calentador y alzó la visera para lanzarle a Pat una sonrisa burlona.
-¡Conque este era tu hermoso organismo!, ¿eh? -bromeó.
-Lo era. Era un hermoso organismo, Ham. No puedes censurarle nada si lo hemos expuesto a temperaturas con las que nunca sospechaba tropezar, -Suspiró y extendió su bolsa de ejemplares sobre la mesa-. Creo que lo mejor será que me ocupe de todo esto inmediatamente, ya que no se conservan.
Ham lanzó un gruñido y se dedicó por su parte a preparar una comida, trabajando con la maestría de un verdadero colono de las Tierras Cálidas. Miró a Pat mientras ésta se inclinaba sobre sus ejemplares inyectándoles una solución de bicloruro.
-¿Crees tú? -preguntó él- que el triops es la forma más desarrollada de vida en este lado obscuro?
-Sin duda alguna -replicó Pat-. Si existiera alguna forma superior, hace mucho tiempo que habría exterminado a estos pequeños diablos.
Pero estaba totalmente equivocada.
En el espacio de cuatro días, agotaron las posibilidades de exploración que ofrecía la llanura próxima al cohete, Pat había reunido una amplia colección de ejemplares y Ham había tomado un número incalculable de observaciones sobre temperaturas, variaciones magnéticas y direcciones y velocidad del viento inferior.
Así pues, decidieron trasladar la base. Volaron hacia el sur, hacia la región donde las vastas y misteriosas Montañas de la Eternidad se alzaban al otro lado de la barrera de hielo en el obscuro mundo de la cara nocturna. Volaban lentamente, a algo menos de cien kilómetros por hora, pendientes sólo de que la luz delantera les alertase contra picachos aislados.
Hicieron alto dos veces y en cada una de ellas les bastó un día o dos para convencerse de que la región era similar a su primera base. Las mismas plantas venosas y bulbosas, el mismo y eterno viento inferior, las mismas risas de gargantas triópticas sedientas de sangre.
La tercera parada fue diferente. Se detuvieron a descansar en una salvaje y árida meseta entre los ribazos de las Grandes Eternidades. Muy hacia el oeste, medio horizonte todavía relumbraba en verde con la falsa puesta de sol, pero todo el espacio hacia el sur era negro y quedaba oculto a la vista por los inmensos escarpes de la cordillera que se alzaba sobre ellos a unos cuarenta kilómetros en los negros cielos. Las montañas eran invisibles, desde luego, en aquella región de noche interminable, pero Pat y Ham sentían la colosal proximidad de aquellos increíbles picos.
La poderosa presencia de las Montañas de la Eternidad los afectaba en otro modo. La región estaba caliente, no caliente conforme a las normas de la zona crepuscular, sino mucho más caliente que la llanura de abajo. Sus termómetros señalaban cero a un lado del cohete y cinco sobre cero al otro. Los inmensos picos, que ascendían hasta entrar en el nivel de los vientos superiores, desviaban corrientes que traían aire caliente para templar el frío hálito del viento inferior.
Ham contempló lúgubremente la parte de la meseta visible a la luz del cohete.
-No me gusta -gruñó-. Nunca me gustaron estas montañas, sobre todo desde que te dio la chifladura de cruzarlas para volver a la Tierra Fría.
-¡Chifladura! -repitió Pat-. ¿Quién bautizó estas montañas? ¿Quién las cruzó? ¿Quién las descubrió? ¡Mi padre! ¡Él y nadie más que él!
-¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso imaginas que te basta silbar para que se doblen de rodillas a tus pies y el Paso del Loco se transforme en la alameda de un parque?
-¡No eres más que un yanqui cobardica! -increpó ella-. Voy a salir a dar un vistazo. -Se puso el traje, se dirigió hacia la puerta y allí se detuvo-. ¿No vas..., no vas a venir también? -preguntó tímidamente.
Él sonrió con cierta malicia.
-Desde luego. Estaba esperando que me lo pidieses.
Se puso su traje y la siguió.
El paisaje tenía sus particularidades. A primera vista la meseta presentaba la misma salvaje aridez de hielo y piedra que habían encontrado en la llanura anterior. Había pináculos que la erosión del viento había esculpido con las formas más fantásticas, y el agreste paisaje que los rayos de sus cascos desvelaban era un terreno análogo a los ya conocidos. Pero el frío aquí era menos cruel; por extraño que parezca, en este curioso planeta, ganar altitud producía calor en lugar de frío, porque se llegaba así a la región de los vientos superiores. Aquí, en las Montañas de la Eternidad, el viento inferior aullaba menos persistentemente, roto en ráfagas por los poderosos picos.
La vegetación era más abundante. Las venosas y bulbosas masas estaban por todas partes y Ham tenía que pisar con mucho cuidado para no repetir la desagradable experiencia de arrancar una y oír su doloroso gemido. Pat no sentía tales escrúpulos, insistiendo en que el gemido no era más que un tropismo; que los ejemplares que ella arrancaba y preparaba para su disección no sentían más dolor que el que pudiera sentir una manzana al ser comida; y que, al fin y al cabo, era misión de una bióloga ser una bióloga.
En algún lado más allá del círculo de luz que les envolvía chirrió la risa burlona de un triops y más que ver, Ham imaginaba las formas de aquellos demonios de la obscuridad. Por el momento, sin embargo, se mantenían en calma puesto que ninguna piedra que pasase zumbando había revelado una intención hostil.
Caminar en el centro de un círculo móvil de luz producía una sensación extraña. Ham no podía dejar de pensar que detrás del límite de visibilidad acechaban Dios sabe qué criaturas extrañas e increíbles, aunque la razón arguyera que tales monstruos no podían permanecer eternamente invisibles.
Ham y Pat seguían avanzando, Delante de ellos, los rayos de los cascos resplandecieron sobre un helado escarpe, un acantilado que se alzaba al término del camino que seguían.
Pat lo señaló con un ademán urgente.
-¡Mira allí! -exclamó, manteniendo fija su luz-. Cuevas en el hielo, madrigueras tal vez. ¿Las ves?
Las vio: un rosario de pequeños boquetes negros en la base del escarpe de hielo. Algo negro se deslizó riendo sobre la helada cuesta y se alejó: un triops. ¿Eran estos los habitáculos de las bestias?
-Fíjate -dijo Ham-, más de la mitad de agujeros tienen algo delante. ¿Rocas, quizá?
Precavidamente, con los revólveres en la mano, avanzaron. A la creciente intensidad de los rayos, disminuía la apariencia pétrea de aquellos objetos y se afirmaba su carácter de seres vivos. Finalmente no quedó duda alguna: la carnosa esponjosidad de los bulbos y la visible red circulatoria que se transparentaba la confirmaron. Habían dado con una nueva variedad de vida.
Estaban ahora a cuatro metros escasos de una de las criaturas. Recordaba un cesto boca abajo por su forma y tamaño. Como rasgos característicos destacaban un círculo completo de ojos que contorneaban el organismo y numerosas patas en su parte inferior. Ham acertó a distinguir cómo unos párpados semitransparentes se cerraban para proteger los ojos de la claridad de los focos.
Tras un instante de vacilación, Pat se encaró al inmóvil misterio.
-¡Bien! -exclamó-. Dimos con un nuevo amigo. ¡Hola paisano!
Entonces se produjo el acontecimiento que, por unos momentos, sumiría a Pat y a Ham en la consternación más profunda, que les dejaría asombrados, perplejos y aturdidos. Desde una membrana situada al parecer en la parte superior de la criatura, surgió una voz aguda y destemplada, que repitió:
-¡Hola, paisano!
Sobrevino un silencio expectante. Ham empuñó su revólver sin saber demasiado por qué. De haber sido necesario no habría atinado a utilizarlo. Estaba paralizado, atónito.
Pat recobró al fin la voz.
-No es... no puede ser real -dijo débilmente-. Es un tropismo. Esa cosa se ha limitado a repetir los sonidos que la han alcanzado. ¿No es así, Ham? ¿No es así?
-¡Bueno..., desde luego! -Estaba mirando la hilera de ojos-. Tiene que ser así. Escucha. -Se inclinó hacia adelante y gritó directamente a la criatura-: ¡Hola! -Y volviéndose a Pat-: Vamos a ver si responde.
Lo hizo.
-No es un tropismo -chirrió en un inglés agudo, pero perfecto.
-¡No es ningún eco! -jadeó Pat. Retrocedió-. Estoy asustada -gimió, tirando de un brazo de Ham-. ¡Vámonos, pronto! Ham hizo que se colocara detrás de él.
-No soy más que un yanqui cobardica -gruñó-, pero voy a interrogar a este gramófono viviente hasta descubrir qué o quién lo hace funcionar.
-¡No, Ham, no! ¡Estoy asustada!
-No parece peligroso -observó Ham.
-No es peligroso -afirmó aquella criatura sobre el hielo. Ham tragó saliva y Pat dejó escapar un débil chillido. -¿Quién... quién eres? -preguntó Ham, titubeando. No hubo ninguna respuesta. Los ojos lo miraban fijamente desde detrás de los párpados traslúcidos.
-¿Quién eres? -intentó otra vez. De nuevo ninguna respuesta.
-¿Cómo es que sabes inglés? -preguntó al azar. La voz chirriante sonó:
-Yo no saber inglés.
-Entonces, ¿por qué hablas inglés?
-Tú hablas inglés -explicó el misterio con toda lógica.
-No quería decir por qué. Quiero decir cómo.
Pat había superado en parte su aterrorizado asombro y su rápida mente percibía una pista.
-Ham -susurró, anhelante-, fíjate que usa las mismas palabras que nosotros hemos usado. Somos nosotros quienes le damos el significado.
-Nosotros me damos el significado -confirmó la cosa, sin ningún respeto a la gramática. Ham comprendió por fin.
-¡Dios mío! -exclamó-. Entonces somos nosotros los que tenemos que darle un vocabulario.
-Vosotros habláis, yo hablo -sugirió la criatura.
-¡Claro! ¿Comprendes, Pat? Podemos decir cualquier cosa. -Hizo una pausa-. Veamos..., «cuando en el curso de los acontecimientos humanos sucede...»
-¡Cierra el pico! -espetó Pat-. ¡Yanqui, no te olvides que ahora estás en territorio de la Corona! «Ser o no ser; esa es la cuestión...»
Ham sonrió burlonamente y guardó silencio. Cuando ella hubo ahogado su memoria, se encargó él de la tarea: «Una vez había tres ositos...»
Y así continuaron. De pronto la situación le pareció a Ham fantásticamente ridícula. ¡Allí estaba Pat, en la cara nocturna de Venus, relatándole cuidadosamente el cuento de Caperucita Roja a una monstruosidad carente de humor! La muchacha le lanzó una mirada de perplejidad al prorrumpir él en una carcajada.
-¡Cuéntale el del caminante y la hija del granjero! -dijo él, desternillándose-. A ver si puedes arrancarle una sonrisa. Ella se unió a su carcajada aunque después añadió:
-En realidad, se trata de un asunto serio. ¡Imagínate, Ham! ¡Vida inteligente en el lado obscuro! ¿O es que no eres inteligente? -le preguntó de pronto a la cosa que estaba sobre el hielo.
-Soy inteligente -aseguró la criatura-. Soy inteligentemente inteligente.
-Por lo menos eres un lingüista maravilloso -dijo la muchacha-. ¿Has oído hablar alguna vez de alguien que haya aprendido inglés en media hora, Ham? ¡Figúrate lo que es eso!
Por lo visto, le había perdido ya todo el miedo a la criatura.
-Bueno, vamos a ver cómo resulta -sugirió Ham-. ¿Cómo te llamas, amigo?
No hubo ninguna respuesta.
-Es natural -intervino Pat-. No puede decirnos su nombre hasta que se lo digamos en inglés, y no podemos hacer eso porque... Bueno, vamos a llamarlo Oscar. Eso servirá.
-Está bien. Vamos a ver, Oscar, ¿qué eres tú?
-Humano; soy un hombre.
-¿Eh? ¡Que te aspen, si lo eres!
-Esas son las palabras que vosotros me habéis dado. Para mí, yo soy un hombre para vosotros.
-Espera un momento. «Para mí, yo soy...» Ya comprendo, Pat. Quiere decir que las únicas palabras que nosotros tenemos para lo que él se considera a sí mismo son palabras como hombre y humano. Bien, ¿cuál es tu pueblo, entonces?
-Pueblo.
-Quiero decir tu raza. ¿A qué raza perteneces?
-A la humana.
-¡Oh! -gimió Ham-. Prueba tú, Pat.
-Oscar -dijo la muchacha-, tú eres humano, ¿Eres un mamífero?
-Para mí, el hombre es un mamífero para ti.
-¡Vaya por Dios! -Lo intentó de nuevo-. Oscar, ¿cómo se reproduce tu raza?
-No tengo las palabras.
-¿Naciste?
El extraño rostro, o el cuerpo sin rostro, de la criatura cambió ligeramente. Pesados párpados cayeron sobre los semitransparentes que defendían sus muchos ojos; parecía como si aquella cosa se estuviese concentrando.
-Nosotros no nacemos -chirrió.
-Entonces..., ¿semillas, esporas, partenogénesis? ¿O división?
-Esporas -chilló el misterio- y división.
-Pero...
Se detuvo, desconcertada. En el momentáneo silencio llegó la burlona risotada de un triops y ambos se volvieron automáticamente hacia la izquierda. Se quedaron mirando con fijeza y apartaron la vista consternados, Uno de aquellos diablos se había apoderado de una de las criaturas de las cuevas y se la estaba llevando. Y para que el horror resultase más espeluznante, el resto de sus congéneres permanecía delante de sus agujeros mirando con la mayor indiferencia.
-¡Oscar -chilló Pat-, han atrapado a uno de los tuyos! Se interrumpió de pronto al oír el estampido del revólver de Ham, pero fue un disparo inútil.
-¡Oh! -gimió la muchacha-. ¡Los diablos! ¡Han atrapado a uno!
-La criatura que estaba ante ellos no hizo el menor comentario-. Oscar -gritó Pat-, ¿es que no te importa? ¡Han asesinado a uno de los tuyos! ¿No comprendes?
-Sí.
-Pero, ¿es que eso no te afecta en absoluto? -En cierto modo, las criaturas habían llegado a ganarse la simpatía de Pat: sabían hablar, eran algo más que animales-. ¿No te importa en absoluto?
-No.
-Pero, ¿qué son esos diablos para vosotros? ¿Qué hacen para que los dejéis asesinaros?
-Nos comen -dijo Oscar plácidamente.
-¡Oh! -jadeó Pat, horrorizada-. Pero, ¿por qué no...? Se interrumpió; la criatura estaba retrocediendo lenta y metódicamente hacia su agujero.
-¡Espera! -gritó la muchacha-. No pueden llegar aquí. Con nuestras luces...
La voz chirriante se dejó oír:
-Hace frío. Me voy por culpa del frío.
Se hizo el silencio.
La temperatura había bajado. El radicado viento inferior gemía ahora más firmemente y, mirando a lo largo del ribazo, Pat vio que todas y cada una de las criaturas estaban retirándose como Óscar a sus respectivos agujeros. Volvió una mirada de impotencia hacia Ham.
-¿He soñado todo esto? -susurró.
-Entonces lo hemos soñado los dos, Pat.
La tomó del brazo y la guió de vuelta al cohete, cuyas redondas claraboyas brillaban como una invitación en la obscuridad.
Una vez en el cálido interior, habiéndose quitado el pesado traje, Pat se sentó con las piernas cruzadas, encendió un cigarrillo e inició una consideración más racional del misterio.
-Hay algo que no entiendo en esto, Ham. ¿Notas tú algo raro en la mente de Óscar?
-Es diabólicamente rápida.
-Sí; es bastante inteligente. Inteligencia de nivel humano o incluso -vaciló-, más que humano. Pero no es una mente humana. Es distinta en cierto modo, alienígena, extraña. No puedo expresar completamente lo que pienso, pero, ¿te has dado cuenta de que Óscar nunca hace una pregunta? Ni la más mínima.
-¿Cómo que...? ¡Es raro eso!
-Es condenadamente raro. Cualquier inteligencia humana, al tropezar con otra forma de vida racional, haría un montón de preguntas. Nosotros las hicimos. Y eso no es todo. Esa indiferencia suya cuando el triops atacó, ¿cómo catalogarla? Yo he visto a una araña cazadora atrapar a una mosca entre un conjunto de éstas sin impresionarlas lo más mínimo, pero, ¿podrían reaccionar así criaturas inteligentes? No podrían; ni siquiera con cerebros poco evolucionados. Si matas a un ciervo, el resto del rebaño huye; si disparas a un gorrión, la bandada desaparece.
-Eso es verdad, Pat. Oscar y los suyos son unos tipos rarísimos. Unos extraños animales.
-¿Animales? No me digas que no te has dado cuenta, Ham.
-¿Cuenta de qué?
-Oscar no es ningún animal, Es una planta, un vegetal móvil, de sangre caliente. Todo el tiempo que estuvimos hablando con él, estuvo hozando con..., bueno, con su raíz. Y aquellas cosas que parecían patas eran... vainas. No andaba sobre ellas; se arrastraba sobre su raíz. Y, lo que es más, él...
-¿Qué es más?
-Lo que es más, Ham, es que esas vainas son de la misma clase que aquellas que nos lanzaron los trioptes en el cañón de las Montañas de la Eternidad, las que estuvieron a punto de asfixiarnos y...
-Querrás decir las que hicieron que te desmayaras, ¿no?
-De cualquier modo, tuve la suficiente presencia de ánimo para darme cuenta de ellas -replicó la muchacha, ruborizándose-. Pero eso forma parte del misterio, Ham. ¡La mente de Oscar es una mente vegetal! -Hizo una pausa, mientras Ham cargaba su pipa y lanzaba bocanadas de humo-. ¿Crees -preguntó de improviso- que la presencia de Oscar y de sus compañeros representa una amenaza para la colonización de Venus? Sé que son criaturas del lado obscuro, pero, ¿qué pasaría si se descubren minas aquí? ¿Qué pasaría si resulta que esta es una zona apta para la explotación comercial? Los humanos no pueden vivir indefinidamente apartados de la luz del Sol, lo sé, pero podría surgir la necesidad de montar aquí colonias temporales y, ¿qué pasaría entonces?
-Bien, ¿qué iba a pasar entonces? -replicó Ham.
-¿No te lo imaginas? ¿Hay sitio en un mismo planeta para dos razas inteligentes? ¿No se produciría un conflicto de intereses más tarde o más temprano?
-¿Y qué? -gruñó él-. Estos seres son primitivos, Pat. Viven en cuevas, sin cultura, sin armas. No representan ningún peligro para el hombre.
-Pero son espléndidamente inteligentes. ¿Cómo sabes tú que los que hemos visto no son sino una tribu bárbara y que en la inmensidad del lado obscuro no existe una civilización vegetal? Tú sabes que la civilización no es la prerrogativa del género humano; piensa si no en la poderosa y decadente cultura de Marte y los restos muertos de Titán. Lo que pasa simplemente es que el hombre ha conseguido imprimir la marca más indeleble, por lo menos hasta ahora.
-Tienes razón, Pat -convino él-. Pero si Oscar y sus congéneres no son más combativos de lo que se mostraron con los trioptes asesinos, no creo que constituyan ninguna amenaza.
Ella se estremeció.
-No logro entenderlo. Me pregunto si...
Se detuvo, frunciendo el ceño.
-¿Si qué?
-No... no lo sé. Se me ha ocurrido una idea..., una idea más bien horrible. -Alzó la mirada de improviso-. Ham, mañana voy a averiguar con toda exactitud hasta qué punto es inteligente Oscar. Averiguar exactamente su tipo de inteligencia... si puedo.
Pero hubo ciertas dificultades. Cuando Ham y Pat se acercaron al ribazo helado, después de caminar por aquel terreno fantástico, comprendieron que serían incapaces de identificar la cueva de Oscar. A los centelleantes reflejos de las luces, cada abertura tenía exactamente el mismo aspecto que las demás y las criaturas que estaban a la entrada los miraban fijamente con ojos en los que no podía leerse expresión ninguna.
-Bueno -dijo Pat, desconcertada-, tendremos que probar. Tú, el de ahí, ¿eres Oscar? La voz rechinante sonó:
-Sí.
-No lo creo -objetó Ham-. Estaba más a la derecha. ¿Eh, eres tú, Oscar?
Otra voz chirrió:
-Sí.
-¡No podéis ser los dos Oscar! El elegido por Pat respondió:
-Todos somos Oscar.
-¡Oh, no te preocupes! -intervino Pat, adelantándose a las protestas de Ham-. Por lo visto, lo que uno sabe lo saben todos. Podemos elegir a cualquiera. Oscar, dijiste ayer que eras inteligente. ¿Eres más inteligente que yo?
-Sí. Mucho más inteligente.
-¡Vaya! -comentó Ham con una risita-. ¡Trágate esa, Pat! Ella resopló.
-Bueno, eso lo coloca muy por encima de ti, yanqui. Oscar, ¿mientes alguna vez?
Párpados opacos cayeron sobre párpados traslúcidos.
-Mentir -repitió la voz chillona-. Mentir. No. No hay necesidad.
-Bueno, pero tú... -Se interrumpió repentinamente al oír un sordo estampido-. ¿Qué es eso? ¡Oh, mira, Ham, una de sus vainas ha estallado!
La muchacha retrocedió.
Les asaltó un olor fuerte y penetrante que traía a su memoria aquella hora de peligro que pasaron en el cañón, pero esta vez no tan intenso como para casi asfixiar a Ham y hacer que la muchacha se desmayara. Era un olor fuerte, acre y sin embargo no del todo desagradable.
-¿Para qué es eso, Osear?
-Así es como nos...
La voz se cortó en seco.
-¿Reproducimos? -sugirió Pat.
-Sí. Reproducimos. El viento lleva nuestras esporas de unos a otros. Vivimos donde el viento no sopla de un modo regular.
-Pero ayer dijiste que vuestro método era el de la división.
-Sí. Las esporas se alojan en nuestros cuerpos y hay una... Una vez más la voz se extinguió.
-¿Una fertilización? -sugirió la muchacha.
-No.
-Bueno... ¡ya sé! ¡Una irritación!
-Sí.
-Que produce un crecimiento en forma de tumor, ¿verdad?
-Sí. Cuando el crecimiento está terminado, nos dividimos.
-¡Uf! -rezongó Ham-. ¡Un tumor!
-Cierra el pico -disparó la muchacha-. Eso ni más ni menos es un bebé: un tumor normal.
-Un tumor normal..., bueno, me alegro de no ser biólogo. Ni de ser mujer.
-Yo me alegro de lo contrario -dijo Pat altivamente-. Oscar, ¿cuánto sabes tú?
-Todo.
-¿Sabes de dónde viene mi gente?
-De más allá de la luz.
-Sí, pero, ¿antes de eso?
-No.
-Venimos de otro planeta -dijo la muchacha con un tono que quería ser impresionante. Viendo que Oscar guardaba silencio, añadió-: ¿Sabes lo que es un planeta?
-Sí.
-Pero, ¿lo sabías antes de que yo dijese la palabra?
-Sí. Muchísimo antes.
-Pero, ¿cómo? ¿Sabes lo que son las máquinas? ¿Sabes lo que son las armas? ¿Sabéis vosotros hacerlas?
-Sí.
-Entonces, ¿por qué no las hacéis?
-No hace falta.
-¿Cómo que no hace falta? -protestó ella-. Con luz, incluso sólo con fuego, podríais mantener a raya a los trioptes, podríais impedir que os comieran.
-No hace falta.
Ella se volvió, impotente, hacia Ham.
-Este individuo está mintiendo -sugirió él.
-No lo creo -murmuró ella-. Es otra cosa, algo que no entendemos. Oscar, ¿cómo es que sabes todas estas cosas?
-Inteligencia.
Junto a la cueva siguiente, otra vaina estalló de improviso.
-Pero, ¿cómo? Dime cómo descubrís los hechos.
-Partiendo de cualquier hecho -chirrió la criatura posada sobre el hielo-, la inteligencia puede construir un cuadro del... Hubo un silencio.
-¿Del universo? -sugirió ella.
-Sí. Del universo. Arranco de un hecho y empiezo a razonar desde él. Construyo un cuadro del universo. Empiezo con otro hecho. Razono a partir de él. Si los resultados coinciden, sé que el cuadro es verdadero.
Los dos oyentes miraban con consternado respeto a la criatura.
-¡Vaya! -exclamó Ham, tragando saliva-, Si eso es verdad, Oscar podría descubrirnos cualquier cosa. Oscar, ¿puedes comunicarnos secretos de cosas que no sepamos?
-No.
-¿Por qué no?
-Primero tendríais que darme las palabras necesarias. No puedo deciros aquello para lo cual no tenéis palabras.
-¡Es verdad! -susurró Pat-. Pero, Oscar, yo tengo las palabras tiempo y espacio y energía y materia y ley y causa. Dime la ley suprema del universo.
-Es la ley de... Silencio.
-¿Conservación de la energía o de la materia? ¿Gravitación?
-No.
-¿De... de Dios?
-No.
-¿De la vida?
-No. La vida no tiene ninguna importancia.
-¿De... qué? No se me ocurre pensar en otra palabra.
-Hay la posibilidad -dijo Ham tensamente- de que no haya ninguna palabra.
-Sí -rechinó Óscar-. Es la ley de la posibilidad. Esas otras palabras son facetas diferentes de la ley de la posibilidad.
-¡Cielo santo! -jadeó Pat-. Óscar, ¿tú sabes lo que yo quiero decir con estrellas, soles, constelaciones, planetas, nebulosas, átomos, protones y electrones?
-Sí.
-Pero, ¿cómo? ¿Has podido mirar las estrellas que están por encima de esas nubes eternas? ¿O el Sol que está más allá de la barrena?
-No. La razón es suficiente, porque sólo hay un camino posible para la existencia del universo. Sólo lo que es posible es real; lo que no es real tampoco es posible.
-¡Eso... eso parece significar algo! -murmuró Pat-. No sé exactamente qué. Pero, Oscar, ¿por qué no utilizas tus conocimientos Para protegerte de tus enemigos?
-No hay necesidad. No hay necesidad de hacer nada. Dentro de cien años estaremos...
Silencio.
-¿A salvo?
-Si... no.
-¿Cómo? -Un horrible pensamiento la asaltó-. ¿Quieres decir... extinguidos...?
-Sí.
-¡Pero Oscar! ¿No quieres vivir? ¿No quiere vivir tu gente?
-Querer -chilló Oscar-. Querer, querer, querer. Esa palabra no significa nada.
-Significa... significa deseo, anhelo.
-El deseo no significa nada. Anhelo, anhelo. No, mi gente no anhela sobrevivir.
-¡Oh! -exclamó Pat débilmente-. Entonces, ¿por qué os reproducís?
Como en respuesta, una vaina recién estallada lanzó sobre ellos su acre polvo.
-Porque no tenemos más remedio -rechinó Osear-. Cuando las esporas presionan, tenemos que expulsarlas.
-Ya comprendo -murmuró Pat lentamente-. Ham, creo que he dado con el quid. Creo que comprendo. Volvamos a la nave.
Sin decir adiós, se alejó y Ham la siguió pensativamente. Una extraña melancolía lo apesadumbraba.
Tuvieron un ligero percance. Una piedra arrojada por alguno de los trioptes emboscados tras la loma rompió la lámpara izquierda del casco de Pat. Aquello apenas pareció molestar a la muchacha; miró brevemente de soslayo y siguió andando. Pero durante todo el regreso, en la obscuridad que tenían a la izquierda, los iban persiguiendo chillidos, aullidos y risotadas burlonas.
Dentro del cohete, Pat depositó cansadamente su bolsa de muestras encima de la mesa y se sentó sin quitarse el pesado traje. Tampoco se lo quitó Ham. A pesar del opresivo calor de la vestimenta, también él se dejó caer melancólicamente en un banquillo.
-Estoy cansada -dijo la muchacha-, pero no tan cansada como para no darme cuenta de lo que significa este misterio.
-¿Qué significa?
-Ham -preguntó ella-, ¿cuál es la gran diferencia entre la vida vegetal y la vida animal?
-Pues... que las plantas extraen su sustento directamente del suelo y del aire. Los animales necesitan plantas u otros animales como alimento.
-Eso no es enteramente verdad, Ham. Algunas plantas son parásitas y hacen presa en la vida de otras. Piensa en las Tierras Cálidas, o piensa incluso en algunas plantas terrestres: los hongos o las plantas carnívoras, como la dionaea, que atrapa moscas...
-Bueno, los animales se mueven y las plantas no.
-Tampoco eso es verdad. Mira las bacterias; son plantas, pero nadan de un lado a otro en busca de comida.
-Entonces, ¿cuál es la diferencia?
-A veces resulta difícil expresarla -murmuró ella-, pero creo que ahora la veo. Es esta: los animales tienen deseo y las plantas necesidad. ¿Comprendes?
-Ni jota.
-Escucha, entonces. Una planta, incluso una planta que se mueve, actúa así porque no le queda más remedio, porque está hecha así. Un animal actúa porque quiere actuar o porque está hecho de forma que quiera actuar.
-¿Qué diferencia hay?
-Grandísima. Un animal tiene voluntad, una planta no tiene voluntad, ¿Comprendes ahora? Oscar tiene toda la espléndida inteligencia de un genio, pero no tiene ni la voluntad de un gusano. Tiene reacciones, pero ningún deseo. Cuando el viento es caliente, sale y se alimenta; cuando es frío, se vuelve a meter en su cueva, confortable por el calor de su cuerpo. Pero eso no es voluntad; es simplemente una reacción. Él no tiene deseos.
Ham se quedó mirando fijamente, olvidando su cansancio.
-¡Que me aspen, si eso no es verdad! -exclamó-. Por eso nunca hacen preguntas. Se necesita deseo o voluntad para formular una pregunta. Y por eso no tienen ninguna civilización ni la tendrán nunca.
-Por eso y por otras razones -dijo Pat-. Fíjate en esto: Oscar no tiene sexo, y a pesar de tu orgullo yanqui, el sexo ha sido un gran factor para promover la civilización: es la base de la familia. Entre los congéneres de Oscar no hay ni padres ni hijos. Él se divide; cada mitad suya en un adulto, probablemente con todos los conocimientos y memoria del original.
»No hay necesidad de amor ni lugar para él y por tanto ningún incentivo para luchar por la pareja, por la familia, y ninguna razón para hacer la vida más fácil, y ninguna causa para aplicar la inteligencia a desarrollar el arte o la ciencia o lo que quiera que sea. -Hizo una pausa-. ¿Has oído hablar alguna vez de la ley de Malthus, Ham?
-Que yo recuerde, no.
-La ley de Malthus dice que la población depende de la existencia de alimentos. Si los alimentos aumentan, la población aumenta proporcionalmente. El hombre se desarrolló conforme a esta ley; ha quedado suspendida por un tiempo, pero nuestra raza llegó a ser humana bajo el imperio de la misma.
-¡Suspendida! Eso suena como rechazar la ley de la gravitación o corregir la ley de la atracción de los cuerpos.
-No, no -dijo ella-. Quedó suspendida por el desarrollo de la maquinaria que ha impulsado tanto el aumento de la producción de comida que la población no llegó a alcanzarlo. Pero lo alcanzará, y la ley de Malthus regirá de nuevo.
-¿Qué tiene que ver eso con Óscar?
-Esto, Ham; él nunca se desenvolvió sometido al imperio de esa ley. Otros factores mantenían el número de sus congéneres por debajo del límite de la existencia de alimentos, y por eso se desarrollaron libres de la necesidad de luchar por la comida. Está tan perfectamente adaptado a su entorno, que no necesita nada más. Para él una civilización sería algo superfluo.
-Sí, pero entonces, ¿qué pasa con los triops?
-Sí, el triops. Mira, Ham, como te dije hace días, el triops es un recién llegado, empujado desde la zona crepuscular. Cuando esos diablos llegaron, la gente de Oscar había completado ya su evolución y no podían cambiar para adaptarse a las nuevas condiciones, o al menos no podía hacerlo con suficiente rapidez. Por eso... están condenados.
»Como Oscar dice, se extinguirán pronto, y eso..., eso ni siquiera les importa. -La muchacha se estremeció-. Todo lo que hacen, todo lo que pueden hacer, es sentarse ante sus cuevas y pensar. Probablemente tienen pensamientos estupendos, pero no pueden ejercitar ni siquiera la voluntad de una mosca, Eso es una inteligencia vegetal; eso es lo que tiene que ser.
-Creo... creo que tienes razón -masculló él-. En cierto modo es horrible, ¿no?
-Sí. -A pesar de su grueso traje, la muchacha se estremeció-. Sí; es horrible. Pensar que existen esas mentes inmensas y espléndidas y que no hay forma de que actúen... Es como un poderoso motor de gasolina con el eje roto, Ham, ¿sabes cómo voy a llamarles? lotophagi veneris, lotófagos de Venus. Contentos con sentarse y soñar sobre la existencia mientras mentes inferiores, las nuestras y la de los trioptes, luchan por sus respectivos planetas.
-Es un buen nombre, Pat, -Cuando ella se puso en pie, Ham le preguntó, sorprendido-: ¿Y tus muestras? ¿No vas a prepararlas?
-Mañana, mañana.
Se echó en su camastro sin quitarse el traje espacial.
-¡Pero se estropearán! Y tengo que arreglar la luz de tu casco.
-Mañana, mañana -repitió ella cansadamente. Ham se sentía tan desalentado que no pudo seguir discutiendo.
Cuando el nauseabundo olor de las plantas podridas lo despertó, algunas horas más tarde, Pat dormía, embutida aún en el pesado traje. Ham arrojó la bolsa y las muestras por la portezuela y luego le quitó el traje a la muchacha que apenas se movió mientras él la arropaba suavemente en el camastro.
Al despertar, Pat ni tan siquiera echó de menos la bolsa de las muestras. Tampoco hizo ningún comentario al verlas esparcidas sobre la pálida meseta cuando salieron para ir al encuentro de Oscar. La lámpara del casco de la muchacha seguía sin reparar y una vez más, a la izquierda, las risotadas burlonas de los moradores de la noche los seguían, flotando misteriosamente en el viento inferior. Un par de veces, piedras lanzadas desde lejos arrancaban hielo de agujas cercanas. Caminaron melancólicamente y en silencio, como en una especie de fascinación, pero sus mentes parecían tener una extraña claridad.
Pat se dirigió al primer lotófago que vio.
-Hemos vuelto, Oscar -dijo con una débil recuperación de su acostumbrada desenvoltura-. ¿Cómo has pasado la noche?
-Pensando -rechinó aquella cosa.
-¿Pensando en qué?
-Pensando en...
La voz cesó. Estalló una vaina y el punzante olor curiosamente agradable llegó a sus narices.
-¿En nosotros?
-No.
-¿En el mundo?
-No.
-¿En...? ¿De qué sirve esto? -acabó ella cansadamente-. Podríamos estar así siempre y quizá no acertáramos nunca con la pregunta justa.
-Si hay una pregunta justa -añadió Ham-. ¿Cómo sabes que hay palabras para expresarla? ¿Cómo sabes siquiera que sean pensamientos que nuestras mentes puedan concebir? Debe de haber pensamientos más allá de nuestro alcance.
A la izquierda del grupo, una vaina estalló con un sombrío estampido, Ham vio que el polvo se movía como una sombra a través de los rayos de sus lámparas cuando el viento inferior lo empujaba, y vio cómo Pat aspiraba una profunda bocanada de aquel aire que se arremolinaba a su alrededor. Era curioso lo agradable que resultaba aquel olor, especialmente si se tenia en cuenta que estaba formado por la misma materia que en concentración más alta casi les había costado la vida. Se sintió vagamente preocupado al asaltarle aquel pensamiento, pero no pudo asignar ningún motivo a aquella preocupación.
Se dio cuenta de pronto de que ambos estaban en pie en completo silencio ante el lotófago. Habían venido a hacer preguntas, ¿no era así?
-Oscar -dijo él-, ¿cuál es el significado de la vida?
-Ninguno. No hay ningún significado.
-Entonces, ¿por qué luchar así por ella?
-Nosotros no luchamos por ella. La vida carece de importancia.
-Y cuando hayáis desaparecido, el mundo continuará igual, ¿no es así?
-Cuando hayamos desaparecido, no habrá diferencia para nadie, excepto para los trioptes que nos comen.
-Que os comen -corrigió Ham.
Había algo en aquel pensamiento que penetró la niebla de indiferencia que le embotaba la mente. Miró a Pat, pasiva y silenciosa a su vez, y al resplandor de la lámpara del casco de la muchacha pudo ver sus claros ojos grises mirando fijamente al frente profundamente abstraída y cavilosa. Y más allá de la loma sonaron de pronto los chillidos y las risotadas salvajes de los habitantes de la obscuridad.
-Pat -dijo él.
No hubo ninguna respuesta.
-Pat -repitió, levantando una mano melancólica hacia el brazo de la muchacha-. Tenemos que volver, -A su derecha estalló una vaina-. Tenemos que volver -repitió.
Una súbita granizada de piedras llegó volando desde la loma. Una le dio en el casco, y su lámpara delantera estalló con una sorda explosión. Otra le dio en el brazo produciéndole un dolor agudo que, sorprendentemente, le pareció sin importancia.
-Hemos de volver -reiteró él con obstinación. Pat habló al fin sin moverse.
-¿Para qué? -preguntó ella sombríamente.
Ham frunció el ceño ante la pregunta. ¿Para qué? ¿Para volver a la zona crepuscular? Surgió en su mente un cuadro de Erotia y luego una visión de aquella luna de miel que habían planeado pasar en la Tierra, y después toda una serie de escenarios terrestres: Nueva York, un verde prado, la soleada granja de su juventud. Pero todo aquello parecía muy lejano y muy irreal.
Una violenta pedrada en el hombro le hizo recuperar la conciencia y vio cómo una piedra rebotaba en el casco de Pat. Sólo dos de las lámparas de la muchacha alumbraban ahora, la trasera y la derecha, y él se dio cuenta vagamente de que en su propio casco sólo ardían la trasera y la izquierda. Sombrías figuras se deslizaban y saltaban por la cresta de la loma que ahora, debido a la rotura de sus luces, quedaba en la penumbra. Numerosas piedras zumbaban alrededor de ellos.
Hizo un esfuerzo supremo y agarró un brazo de la muchacha.
-¡Hemos de volver! -masculló.
-¿Para qué? ¿Para qué hemos de volver?
-Porque nos matarán, si nos quedamos.
-Sí, ya lo sé, pero...
Él dejó de escuchar y tiró salvajemente del brazo de Pat. La muchacha se tambaleó detrás de él mientras Ham caminaba obstinadamente hacia el cohete.
Cuando sus lámparas traseras barrían la loma sonaban agudos chillidos. Mientras avanzaban con infinita lentitud, los gritos se extendieron a derecha e izquierda. Comprendió lo que aquello significaba: los demonios estaban rodeándolos para situarse frente a ellos donde las estropeadas lámparas no lanzaban su luz protectora.
Pat seguía pasivamente, sin hacer ningún esfuerzo por sí misma. Era simplemente el tirón del brazo de su marido lo que la obligaba a andar y el esfuerzo se hacía para él intolerable. Frente a ellos, cambiantes sombras que aullaban y chillaban, estaban los demonios que iban en pos de sus vidas.
Ham torció la cabeza de forma que su lámpara derecha barriera la zona, Sonaron los chillidos del enemigo que se precipitaba en pos de picos y peñascos para encontrar refugio en la sombra protectora.
Pat se dejó caer, dispuesta al parecer, a no dar ni un paso más.
-No vale la pena -murmuró la muchacha, pero no opuso ninguna resistencia cuando él la alzó en brazos.
A Ham se le ocurrió vagamente una idea: colocó su carga de forma que la lámpara derecha de la joven proyectase su rayo hacia adelante y de ese modo, tambaleándose, llegó por fin al círculo de luz que rodeaba al cohete, abrió la puerta y depositó a Pat en el suelo.
Tuvo una impresión final. Los trioptes, sombrío cortejo envuelto en fúnebres risotadas, se deslizaban en la obscuridad hacia la loma donde Oscar y su gente aguardaban en plácida aceptación de su destino.
El cohete rugía a siete mil metros de altura. A punto como estaban de entrar en la zona crepuscular, Pat y Ham podían ver bajo ellos las nubes blancas por delante y negras por detrás. A aquella altura, se podía apreciar muy bien la pronunciada curvatura del planeta.
-En realidad, una pelota de la que no puede utilizarse más que una pequeñísima parte -dijo Ham, mirando hacia abajo.
-Fueron las esporas -continuó Pat, pasando por alto aquel comentario-. Sabíamos que contenían narcótico, pero no podíamos sospechar que contuvieran una droga tan sutil como ésa, capaz de anular la voluntad y arrebatar las fuerzas. La gente de Oscar son lotófagos y lotos al mismo tiempo. Lo siento, lo siento por ellos. ¡Esas colosales y espléndidas mentes suyas, tan inútiles! -Hizo una pausa-. Ham, ¿qué te hizo ver lo que estaba pasando? ¿Qué te impulsó a actuar?
-Fue el comentario de Oscar, cuando dijo que sólo servía de comida a los trioptes.
-¿Y qué?
-Pues bien, ¿sabías que habíamos consumido toda nuestra comida? Aquel comentario me hizo recordar que llevábamos dos días sin comer.
3 - El planeta de la duda
The planet of doubt, © 1935 by Street & Smith Publications Inc., para Astounding Stories, Octubre de 1935. Traducción de: ?, en Mundos ignorados, selección de Donald Wollheim, Colección Infinitum, Editorial Antalbe.
Más allá de Marte, donde giran los planetas gigantes, la vida, si existe, debe ser muy diferente. Los mundos, allí, poseen muchas veces el volumen de la Tierra, están compuestos de gases venenosos, con poderosos vientos y extrañas fluctuaciones de la gravedad y la densidad. Stanley G. Weinbaum, pintor pionero del espacio, cuyas concepciones han dejado huella indeleble en la ciencia ficción, nos muestra uno de estos mundos gigantes, el gran Urano, más allá de Saturno, el primer planeta descubierto por la astronomía y posiblemente uno de los más enigmáticos.
Hamilton Hammond se estremeció nerviosamente al oír la voz de Cullen, el químico de la expedición, que gritaba desde su lugar a proa:
-¡He visto algo!
Ham se asomó por la portilla, contemplando la eterna bruma gris verdosa que envuelve eternamente a Urano. Luego dio una rápida ojeada al numerador de la plomada eléctrica: cincuenta y cinco pies, pensó con aspecto despreocupado, pero era una mentira, ya que había registrado la misma cifra durante las ciento sesenta millas del descenso. La bruma reflejaba la luz.
El barómetro señalaba 86'2 centímetros. También era un guía muy poco de fiar, aunque mejor que la plomada, ya que el intrépido Young, cuatro décadas antes, en 2060, había anotado una presión atmosférica de 86 en su romántico salto desde Titán al polo sur del encapotado planeta. Pero ahora el “Gaea” estaba descendiendo sobre el polo opuesto, a cuarenta y cinco mil millas del lugar de aterrizaje de Young, y nadie sabía qué inmensas profundidades o qué altísimos picos podían hacer inútiles aquellas cifras.
-No veo nada -musitó Ham.
-Ni yo -aseguró Patricia Hammond, su esposa, o más oficialmente, la bióloga de la expedición de la Smithsoniana "Gaea". Al momento exclamó-: ¡Oh, sí! ¡Algo se mueve! -observó con más atención -: ¡Arriba! ¡Arriba! -gritó -: ¡Arriba!
Harbord era un buen piloto. No formulaba preguntas, ni apartaba la mirada de los mandos. Simplemente, manejó el regulador; los subcohetes rugiendo animadamente, y el impulso hacia arriba los apiñó a todos contra el suelo.
Con el tiempo justo. Una enorme ola gris de agua se arremolinó bajo el portillo, tan cerca, que su cresta se retorció por efectos de la aspiración del vacío, y el cristal quedó empañado por el agua.
-¡Caspita! -exclamó Ham -.Esto pasó cerca. Demasiado cerca. De habernos rozado, habría destrozado nuestros cohetes. Estaban al rojo vivo.
-¡Un océano! -gritó Patricia, haciendo una mueca de disgusto -.Young comunicó tierra.
-Sí, a cuarenta y cinco mil millas de aquí. Por lo que sabemos, este océano es más grande que toda la superficie de la Tierra.
La joven consideró este aserto frunciendo el ceño.
-¿Y si esta niebla rodease toda la superficie del planeta?
-Así lo dice Young.
-Pero en Venus las nubes sólo se forman en la conjunción de los vientos superiores y los inferiores.
-Sí, pero Venus se halla más cerca del Sol. El calor allí se halla distribuido equitativamente, mientras que aquí el Sol apenas cuenta para nada. La mayor parte del calor de la superficie procede del interior del planeta, como en Saturno y Júpiter, pero como Urano es mucho más pequeño, también es mucho más frío. Es lo bastante frío como para poseer una corteza sólida en vez de tenerla en fusión como en los grandes planetas, pero es considerablemente más frío que la zona crepuscular de Venus.
-Sí, pero -objetó ella -, Titán es tan frío como una docena de Nueva Zemblas, y sin embargo se halla en un perpetuo huracán.
Ham sonrió.
-¿Quieres cogerme en falta? No es la temperatura absoluta lo que origina los vientos, sino la diferencia de temperatura entre un lugar y otro. Titán posee una cara calentada por Saturno, pero aquí el calor está equilibrado, o prácticamente equilibrado en torno a todo el planeta, puesto que procede del interior.
De repente, centró su atención en Harbord.
-¿Qué estás aguardando? -le preguntó.
-A ti -gruñó el piloto -.Ahora están al mando de la nave. Yo sólo mando hasta que avistamos la superficie, y esto ya lo hemos hecho.
-¡Por Júpiter, que tienes razón! –exclamó Ham, con voz de satisfacción. En su última expedición, en el lado nocturno de Venus, había estado técnicamente a las órdenes de Patricia, y ahora el cambio le complacía -.y ahora -añadió con gravedad -, si la biólogo quisiera amablemente hacerse a un lado...
Patricia soltó un bufido.
-Bueno, ya puedes pilotarnos. Seguro que no tienes ni una sola idea.
-Pues la tengo -replicó Ham, y se volvió a Harbord -.¡Sureste! -le ordenó, y los cohetes posteriores añadieron sus rugidos a los de los otros -.Proa arriba a treinta mil metros -continuó -, y hallaremos las montañas.
El “Gaea", denominado así por el antiguo nombre de la diosa de la Tierra, que era la esposa del dios Urano, fue impulsado a través de la infinita niebla que rodeaba el polo del planeta. En cierto aspecto, dicho polo es único entre la familia del Sol, ya que Urano tiene una rotación, no como la de Júpiter, Saturno, Marte o la Tierra, a manera de una peonza, sino más al estilo de un balón redondo. Sus polos se hallan en el mismo plano de su órbita, de forma que en un punto su polo sur da cara al Sol, mientras que cuarenta y dos años más tarde, a mitad de la vasta órbita, es el polo opuesto el que mira al astro rey.
Cuatro décadas antes, Young había tocado en el polo sur. Pasarían aún otros cuarenta años antes de que aquel polo volviese a ver el Sol.
-Lo malo con las mujeres -gruñó Harbord - es que hacen demasiadas preguntas.
Patricia giró en redondo.
-¡Schopenhauer! -le fulminó -.¡Deberías estar sumamente agradecido de que sea la hija de Patrick Burlingame quien preste su ayuda a una expedición yanqui!
-¿Sí? ¿Y por qué Schopenhauer?
-¡Porque odiaba a las mujeres! ¡Como tú!
-Entonces, era mejor filósofo de lo que pensaba -gruñó Harbord.
-Además -añadió ella, agriamente -, un par de millones de dólares es mucho dinero para una milla cuadrada de desierto brumoso. Además, no podréis dominar este planeta como intentasteis dominar Venus.
Se estaba refiriendo, naturalmente, a la decisión del Concilio de Berna de 2059, referente a que el simple hecho de aterrizar en un planeta no le da a una nación la posesión del mismo, sino sólo la parte explorada. En el planeta Urano, envuelto en la niebla, la porción tendría que ser ínfima.
-No Importa -arguyó Ham -.Nrnguna nación reclamará si América decide apoderarse de toda esta bola de bruma, porque ninguna otra nación posee una basa bastante cerca de Urano.
Esto era cierto, En virtud de la posesión de la única luna habitable de Saturno, Titán, los Estados Unidos eran la única nación que se hallaba en condiciones de enviar un cohete explorador a Urano.
Un vuelo directo desde la Tierra quedaba fuera de cuestión, puesto que la distancia mínima entre los dos planetas es de 1700000000 millas. El vuelo tenía que hacerse en dos saltos: primero, Titán, luego, Urano.
Pero esta condición limitaba la frecuencia de las visitas, enormemente, ya que aunque la Tierra y Saturno se hallan en conjunción a intervalos de poco más de un año, Urano y Saturno sólo lo están cada cuarenta años. Y sólo en tales ocasiones era posible llegar al vasto, misterioso, brumoso planeta.
Tan inconcebiblemente remoto se halla Urano, que la distancia a su vecino Saturno, es mayor que la distancia total de Saturno a Júpiter, de Júpiter a los asteroides, de éstos a Marte y de Marte a la Tierra. Es un planeta salvaje, extraño, misteriosamente protegido por las nieblas; sólo el helado Neptuno y Plutón existen entre él y el vacío interestelar.
Patricia se volvió hacia Ham.
-¿Por qué al Sureste? -le gritó -.¿Por qué? Se trata de una adivinanza, ¿verdad?
-No -gruñóle su esposo -.Tengo mis motivos. Intento ahorrar tiempo, porque nuestra estancia aquí es limitada, si no queremos vernos atrapados durante cuarenta años, hasta la próxima conjunción.
-¿Pero por qué al Sureste?
-Te lo diré. ¿Has contemplado alguna vez un globo terráqueo? Bien, en tal caso, te habrás dado cuenta de que todos los continentes, todas las grandes islas, y todas las penínsulas importantes se van estrechando, hasta terminar en punta hacia el Sur.
En otras palabras, el hemisferio norte es más favorable a la formación de las tierras, y en realidad, la mayor parte de los continentes se hallan situados al norte del Ecuador.
-El océano Ártico se halla casi rodeado por un anillo de tierra, pero el Antártico es un mar abierto, y esto mismo es cierto con respecto a Marte, presumiendo que las llanuras obscuras y pantanosas no sean más que antiguos lechos oceánicos, y cierto también para los océanos helados del lado nocturno de Venus.
-Por tanto, presumo que si todos los planetas tienen un origen común, y todos se han solidificado en las mismas condiciones, Urano debe tener la misma clase de distribución de tierras. Lo que Young halló fue la tierra que corresponde a nuestra Antártica; lo que yo estoy buscando es la tierra que debe rodear a este mar polar ártico.
-Que debe, pero que quizá no rodea -le objetó Pat -.Además, ¿por qué al Sureste y no directo al Sur?
-Porque esta dirección describe una espiral y amortigua la posibilidad de chocar con algún estrecho o canal entre tierras. Con una visibilidad de cincuenta pies, a lo sumo, nos exponemos a tomar un canal cualquiera por el océano.
-Incluso tu Támesis inglés parecería el Pacífico con esta bruma, si estuviésemos a más de medio centenar de pies de cada orilla.
-Y supongo que tu Mississippi americano parecería el diluvio universal -se burló la joven, contemplando la masa neblinosa que giraba incesantemente delante de los tragaluces.
Poco más de una hora después, el “Gaea” estaba de nuevo descendiendo con titubeos. A los 85 centímetros de presión del aire, Ham había parado casi por completo el cohete, y poco después estaba cayendo sobre la ráfaga almohadillada de los subcohetes, a una velocidad de varias pulgadas por minuto.
Cuando el barómetro llegó a los 85'5 centímetros, la voz de Cullen resonó a popa, donde el tragaluz estaba menos obscurecido por los mismos cohetes.
-¡Algo abajo! -exclamó.
Había algo. La niebla parecía decididamente más obscura, y se veían ciertos rasgos o marcas, netamente destacados. Mientras la nave iba posándose lentamente, Ham observaba atentamente, hasta que por fin dio la orden de aterrizar .El “Gaea” se posó, con un jadeo metálico, sobre una llanura gris y pedregosa, coronada por un hemisferio de niebla que obturaba la visión lo mismo que un alto muro.
Había algo salvaje y siniestro en el limitado paisaje que se abría ante ellos. Al morir el ruido del aparato. todos volvieron la vista silenciosamente a los vapores de color plomizo, y Cullen también se les reunió en silencio. Éste, poderoso, aterrador después del tronar estrepitoso de los motores, les dejó sobrecogidos.
Venus, donde Pat había nacido, era un planeta extraño con su estrecha zona crepuscular habitable, sus tierras cálidas inhabitables y su misteriosa cara obscura, pero en realidad era el hermano gemelo de la Tierra.
Marte, el planeta desierto con su gran civilización decadente, era, no obstante, más poderoso pero no tan extraño. En las lunas de Júpiter había seres procedentes de otros mundos raros, y en el helado Titán, que rodeaba a Saturno, había criaturas fantásticas, nacidas en aquel salvaje y frígido satélite.
Pero Urano era un planeta mayor, sólo hermanastro de los planetas interiores y menos que primo de los diminutos satélites. Era un mundo misterioso, extraño, desconocido; nadie había posado nunca el pie en un planeta mayor, salvo el intrépido Young y sus hombres, unos cuarenta años antes.
Había explorado, entre todos los millones de millas cuadradas de superficie, sólo un kilómetro cuadrado, a unas cuarenta y cinco mil millas de donde ahora se hallaba la segunda expedición. Todo lo demás era desconocido, misterioso, y aquel pensamiento era suficiente para subyugar incluso a la inquieta Patricia.
Pero no por mucho tiempo.
-Bien –observó-, esto se parece a Londres.
Hace la misma clase de tiempo que cuando estuvimos allí. Me parece que si doy unos pasos me hallaré en Piccadilly.
-No salgas aún -le ordenó Ham -.Voy a ordenar una prueba atmosférica, antes.
-¿Para qué? Young y sus hombres respiraron este aire. Sí, supongo que irás a objetar que se hallaban a cuarenta y cinco mil millas de aquí, pero incluso un biólogo sabe que la ley de difusión de los gases impediría que un planeta tenga una clase de aire en un polo, y otra en el opuesto. Si el aire era bueno allí, también lo es aquí.
-¿Sí? -rezongó Ham -.Eso de la difusión está muy bien, ¿pero se te ha ocurrido pensar que esta bola de niebla obtiene la mayor parte de su calor del interior? Esto significa una alta actividad volcánica, y podría, por lo tanto, haber una erupción de gases letales en alguna parte. Quiero que Cullen haga una prueba.
Patricia se conformó, contemplando en silencio al eficiente Cullen, mientras obtenía una muestra del aire de Urano dentro de un matraz. Al cabo de un momento la joven flexionó sus rodillas y preguntó:
-¿Por qué es aquí tan débil la gravedad? Urano es cuarenta y cuatro veces mayor que la Tierra, y quince veces su masa, y sin embargo no me noto más pesada que en casa -la casa, para Patricia, naturalmente, era la pequeña ciudad fronteriza de Venoble, en el frío país venusino-.
-Esta es la respuesta -le contestó Ham -: Sí, cuarenta y cuatro veces el tamaño de la Tierra o de Venus, pero sólo quince veces su peso. Esto significa que su densidad es mucho menor, exactamente 27. Esta cifra significa unas nueve décimas partes de la gravitación de superficie de la Tierra, aunque a mí me parece casi igual. Examinaremos lo que da un kilogramo de peso en la báscula, dentro de poco, y tendremos una cifra aproximada de su masa.
-¿Se puede respirar el aire?
-Perfectamente. El argón es un gas inerte, y una substancia no puede resultar venenosa, a menos que pueda reaccionar químicamente en el cuerpo.
Pat soltó otro bufido.
-¿Lo ves? Esto es muy saludable. Voy a salir.
-Esperarás a que lo haga yo -objetó Ham -. Cada vez que te separas de mí te metes en algún lío, ya lo sabes. -Consultó el termómetro situado al exterior, que marcaba nueve grados centígrados, o sea la temperatura otoñal de la Tierra-. Esta es la causa de la perpetua neblina -observó-. La superficie siempre está más caliente que el aire.
Pat se estaba ya poniendo un sueter y una chaqueta sobre los hombros. Ham la siguió y giró la manija de la cabina. Se oyó un cortante silbido cuando el aire ligeramente más denso de Urano se abrió paso al interior de la nave. Ham se volvió a hablar con Harbord, que estaba encendiendo una pipa con gran satisfacción, lo cual tenía totalmente prohibido en el espacio, pero que ahora podía efectuar en la atmósfera de Urano.
-No apartes los ojos de nosotros, ¿de acuerdo? -le recomendó Ham -.Míranos desde el tragaluz, por si nos ocurre algo y necesitamos ayuda.
-¿Los dos? -gruñó Harbord -.Pues tu mujer ya ha desaparecido.
Lanzando una imprecación, Ham dio media vuelta. Era verdad. La puerta exterior de la cabina ya estaba abierta, y por la abertura se filtraba una masa neblinosa, casi inmóvil.
-¡Está loca! -exclamó Ham -. ¡Ya verás! Dame esto -asió un cinto con dos pistoleras, y luego se apoderó de un revólver automático y de una terrible pistola de llamas destructoras. Se colgó las armas al cinto, cogió una mochila y se zambulló en la eterna bruma de Urano.
Era exactamente como si se hallase bajo un tazón de plata invertido. Por entre la niebla se filtraba una luminosidad verdosa, pesada y monótona, pero todo su mundo consistía en el cohete metálico que quedaba a sus espaldas y un semicírculo de cincuenta pies delante suyo. y Pat... Pat no se veía por ninguna parte.
-¡Pat! -gritó en tono agudo. El sonido quedó amortiguado por la fría humedad de la niebla. Volvió a gritar, vociferando exageradamente, y luego lanzó un juramento de alivio al escuchar una débil respuesta que surgía de entre la bruma verdosa.
Al cabo de un momento apareció la joven, zigzagueando, como un fantasma verdegris.
-¡Mira! -exclamó, triunfante -.Éste es el primer espécimen de vida vegetal de Urano. Débilmente organizada, reproducida por partición y,,, ¿qué diablos te pasa?
-¿Pasar? ¿No sabes que podías haberte extraviado? ¿Cómo esperabas volver?
-Con la brújula -replicó ella fríamente.
-¿Cómo sabes si funciona ? Podríamos hallarnos situados en el polo magnético, si es que Urano tiene uno.
La joven consultó la brújula de su muñeca.
-Pues en realidad, no funciona. La aguja está saltando enloquecida.
-Sí, y además andas desarmada. ¡Eres una loca!
-Young afirmó que no había vida animal, ¿verdad? Y ...espera un momento. Sé lo que vas a decirme. ¡Que estamos a cuarenta y cinco mil millas de distancia!
-Además -rezongó el joven -, te hallas bajo mis órdenes. No puedes salir sola, y aun en ese caso, atada con una cuerda a tu compañero –extrajo unas cuantas yardas de cuerda plateada de un bolsillo, y ató un extremo a la cintura de la joven y el otro a la suya.
-¡Oh, no seas tan tímido! Me siento como un cachorro en una traílla.
-Tengo que ser tímido -le contestó él, secamente -cuando tengo al lado a una persona atolondrada, e imprudente como tú.
Ham no hizo caso del bufido de disgusto que ella soltó, y procedió a desenvolver una tela que llevaba en la mochila. Resultó ser una bandera americana, provista de un mástil plegable, que hundió en tierra, sobre una ligera prominencia del terreno, tras lo cual dijo con toda gravedad:
-Tomo posesión de este territorio en nombre de los Estados Unidos de América.
-¿Los cincuenta pies que divisas, verdad? -murmuró Patricia, en voz baja, aunque a pesar de sus modales burlones era muy leal a la patria de su esposo. Luego, calló. y ambos contemplaron la bandera con cierta emoción.
Era como el eco de un agradable y diminuto planeta a casi dos billones de millas de distancia; aquel pedazo de tela significaba la gente, los seres humanos, los amigos, la civilización, cosas remotas y casi tan irreales como su presencia allí, sobre el suelo de aquel vasto, solitario y misterioso planeta.
Ham descartó aquellas ideas.
-Bueno, ahora daremos un vistazo por los alrededores.
Young había trazado indicaciones para la técnica de la exploración en aquel planeta, donde el explorador debía enfrentarse con dificultades casi insuperables.
Ham ató el extremo de un fino cable de acero a un gancho situado en el portón del cohete. Rodeando su cintura llevaba un millar de pies de dicho cable, el cual le serviría como guía infalible en la obscuridad, único medio práctico en una región donde el sonido quedaba amortiguado, y donde las ondas de radio quedaban asimismo tan protegidas como por una campana de metal. El cable serviría no sólo de guía sino de mensajero, puesto que un tirón ponía en movimiento un zumbador dentro de la nave espacial.
Ham saludó con la mano a Harbord, visible detrás del tragaluz, fumando su pipa, y emprendieron la marcha. Al llegar el término de su tiempo disponible, Urano tenía que haber sido explorado en círculos de mil pies, moviendo el cohete cada vez que quedasen grabados y anotados debidamente los detalles de cada zona. Una tarea colosal. Era probable, según Ham le hizo notar a Pat, que aquel vasto planeta no llegase a ser jamás explorado por completo, especialmente con el obligado plazo de cuarenta años de intervalo que espaciaban las visitas.
-Y particularmente -le corrigió ella -, si de la Tierra envían aquí a personas tan timoratas, más bien temerosas, como tú.
-Al menos -replicó el joven -, espero regresar pudiendo decir que hemos explorado una miríada de terreno, como lo hizo Young.
-¿Pero no comprendes -exclamó ella, impaciente -que, vayamos adonde vayamos, más allá de nuestro radio visual puede siempre haber algo maravilloso? Nos llevaremos unas muestras de varias zonas de mil pies del terreno, y a lo mejor cada vez pasaremos por alto algo que podría darnos a conocer la verdadera naturaleza de este planeta.
Es lo mismo que si recorriésemos unos centenares de pies cuadrados en la Tierra. ¿Qué probabilidad tendríamos de descubrir parte de una ciudad, o una casa, o un ser humano en nuestro círculo?
-Muy cierto, Pat. ¿Pero qué más podemos hacer?
-Podríamos, al menos, sacrificar unas cuantas precauciones y abarcar más territorio.
-Pero no podemos. He de mirar por tú seguridad.
-¡Oh! -exclamó ella, irritada y separándose de él-. Eres... -sus palabras quedaron ahogadas al llegar a la máxima longitud de la cuerda que le unía a su marido. Ahora era ya invisible a los ojos de éste, pero los ocasionales tirones que él sentía eran la mejor prueba de que todavía seguía atada a Ham.
Éste comenzó a andar lentamente hacia el frente, examinando el terreno granuloso de humedad condensada, y aún más raramente, un poco de maleza como la que Pat había dejado caer junto al cohete. Aparentemente, la lluvia era desconocida en Urano, planeta sin viento, por lo que a la humedad superficial seguía un interminable ciclo de condensación en el aire frío y de evaporación en el cálido terreno.
Ham llegó aun punto donde el barro hirviente parecía surgir de abajo, mientras que plumones de vapor giraban sobre sí mismos hasta perderse entre la niebla, prueba del enorme calor interno que calentaba el planeta. Se quedó como hipnotizado en su contemplación y, de repente, un violento tirón de la cuerda le obligó a retroceder.
Dio media vuelta. Patricia se materializó de improviso de entre la bruma, llevando en la mano una planta ahilada. La soltó al ver a Ham y súbitamente corrió hacia el joven, sollozando frenéticamente.
-¡Ham! -jadeó-. ¡Regresemos! ¡Estoy asustada!
-¿Asustada? ¿De qué? -el joven la conocía, y sabía que era una mujer animosa, hasta el punto de desafiar intrépidamente cualquier peligro que pudiese comprender, pero si existía una sombra de misterio en algún incidente, su activa imaginación le describía horrores que no se atrevía a encarar.
-¡No lo sé! -exclamó-. ¡He... visto cosas!
-¿Dónde?
-En la niebla... no se...
Ham se desprendió de su abrazo y llevó sus manos a las culatas de sus pistolas.
-¿Qué clase de cosas?
-¡Cosas horribles! ¡Cosas de pesadilla!
El joven la sacudió suavemente, entre sus brazos.
-¿Quién es ahora el tímido? -se burló, pero cariñosamente. La burla produjo el efecto apetecido; la muchacha dejó de sollozar, calmándose hasta cierto punto.
-¡No estoy asustada! -rezongó -.Es... un poco de precaución. Vi... -volvió a palidecer.
-¿Viste... qué?
-No lo sé. Unas figuras en la niebla. Cosas muy enormes que se movían, con unas caras horribles.
Como fantasmas... diablos... pesadillas -volvía a chillar, y él tuvo que calmarla.
-Estaba inclinada sobre una charca de las que hay por aquí, examinando una plantita y todo estaba quieto, con una quietud mortal. Entonces, de pronto, pasó una sombra por delante de la charca, el reflejo de algo sobre mi cuerpo, alcé la vista y no vi nada. Pero poco después, casi en seguida, empecé a ver unas formas en la niebla, unas formas horribles, a mi alrededor. Chillé y entonces caí en la cuenta de que tú no podías oírme, por lo que le di un tirón a la cuerda. Y luego creo que cerré los ojos hasta verme a tu lado.
Patricia volvió a estremecerse.
-¿A tu alrededor? -repitió el joven, secamente -.¿Quieres decir entre nosotros dos?
-Por todas partes -asintió ella.
Ham se echó a reír.
-Has tenido una pesadilla, Pat. La cuerda no tiene tanta longitud como para que por en medio de ambos pase algo que tú puedas ver y yo no. Te juro que no he visto nada, ¡absolutamente nada!
-¡Pues yo vi algo! -insistió la joven -.No me lo he imaginado. ¿Crees que soy una chiquilla asustadiza que teme los lugares desconocidos? ¡Ten en cuenta que he nacido en un planeta distinto al tuyo!
¡Está bien! -ahora estaba indignada-. ¡Quedémonos los dos aquí completamente quietos; quizá volverá a acercarse otra vez; veremos, entonces, lo que haces tú.
Ham asintió, y ambos permanecieron completamente callados e inmóviles, envueltos por las translúcida neblina. No había nada, sólo la bruma verdosa, profunda. espesa, interminable, y un silencio infinito, un silencio que Ham no había experimentado nunca en toda su existencia, ya que en Venus, incluso en la parte de las tierras cálidas, siempre había el leve susurro de la vida, y el eterno quejido del viento, lo mismo que en la Tierra no existe nunca el silencio absoluto, ni de día ni de noche.
En alguna parte hay siempre el susurro de las hojas, o el rumor de la hierba, o el murmullo del agua, o los zumbidos de los insectos, e incluso en el más agostado de los desiertos, el crujido de la arena al enfriarse o al calentarse. Pero allí, no. Allí era tal el silencio, que la respiración de la joven resultaba un alivio. Aquel silencio parecía llenarlo todo... parecía que pudiese escucharse.
¿Lo escuchaba, lo oía, o era simplemente la pulsación de la sangre en sus venas? Una pulsación sin forma, un crujido infinitamente débil, un vago susurro. Frunció el ceño, concentrándose en su atenta escucha. Patricia volvió a refugiarse entre sus brazos.
-¡Allí! -le susurró-. ¡Allí!
Ham escutró por entre la niebla. No había nada o ¿había algo? Una sombra... ¿pero qué era lo que podía provocar aquella sombra, en una región sin sol, y sumergida en niebla? Una condensación neblinosa, esto era todo. Pero se movía, y la niebla no puede moverse sin el impulso del viento... y éste no existía en Urano.
Bizqueó los ojos en un esfuerzo para penetrar en la obscuridad. Vio, o le pareció ver, una inmensa figura, como un espejismo... o quizás una docena de figuras. Estaban por todas partes; una pasó silenciosamente sobre sus cabezas, mientras las demás ondeaban y se balanceaban fuera del radio visual.
Había murmullos y susurros, sonidos como jadeos y silbidos, pateos y crujidos. Las formas neblinosas eran completamente inestables, surgiendo del suelo y elevándose como altas torres sombrías, disipándose y volviendo a formar figuras de humo.
-¡Dios mío! -exclamó Ham -.¿Qué puede ser esto?
Trató de enfocar la inestable multitud de sombras. Era difícil. Todas parecían, surgir de la nada, avanzar, retroceder, flotar, materializarse y desvanecerse. Pero de pronto un sorprendente fenómeno atrajo su atención, y por un momento permaneció completamente inmóvil. ¡Había visto unos rostros!
No exactamente semblantes humanos. Eran unas apariciones como las que había descripto Patricia, caras de gárgolas, de demonios, que se burlaban, hacían espantosas muecas, sonreían atontadamente o parecían mofarse o lamentarse. No era posible distinguir las sombras claramente, sino ver sólo vagas impresiones, tan vagas e instantáneas que parecían una ilusión, más aún cuando sus rasgos, aunque no humanos imitaban las de los seres humanos. Estaba más allá de toda razón suponer que Urano albergaba a una raza humana, o a seres humanoides.
-Retrocedamos, Ham -susurró Patricia-. Regresemos, por favor.
-Escucha -dijo -, estas sombras son ilusorias, al menos en parte.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque son antropomórficas. Aquí no pueden existir seres con rostros humanos. Son nuestras mentes las que añaden detalles inexistentes, como cuando se ve una nube en el cielo, o una grieta en el techo, y queremos a la fuerza reconocer en ella las facciones de un ser, conocido o desconocido.
Todo lo que vemos son manchones más densos de niebla.
-¡Ojalá pudieras estar seguro! -exclamó Patricia.
Tampoco Ham estaba seguro de ello, pero volvió a afirmarlo.
-Claro que lo estoy -la tranquilizó -.y te explicaré una manera muy fácil de demostrarlo. Les fotografiaremos con la cámara de rayos infrarrojos y las placas nos darán todos los detalles.
-Me asustará mirar las placas -dijo la joven, estremeciéndose al tiempo que escrutaba las tinieblas en busca de más figuras sombrías-. Supongamos, supongamos que las placas revelan sus rostros. ¿Qué dirás entonces?
-Diré que es una inesperada coincidencia que en Urano se haya desarrollado, en cierta forma, una especie de vida semejante a la terrestre, al menos en su aspecto exterior.
-Y estarás equivocado -murmuró ella -.Una cosa así se halla más allá de toda coincidencia. ¿Sabes lo que pienso? ¿Y si la ciencia estuviese equivocada Ham y Urano fuese en realidad el Infierno? ¿Y estos seres fuesen los condenados?
Ham se echó a reír, pero su risa sonó a falsa, a hueca, amortiguada por la niebla.
-Esta es la idea más idiota que haya tenido nunca la imaginación más desenfrenada, Pat. y te diré que los que son...
La frase fue interrumpida por un chillido de la joven. Los dos esposos habían estado hablando estrechamente enlazados, observando atentamente a todas partes por entre la niebla, y ahora él giró hacia la dirección en que ella estaba mirando.
Por un momento, su visión quedó cegada por la rapidez de la vuelta, y parpadeó frenéticamente en un esfuerzo para enfocar las imágenes. Entonces, vio lo que la había sobresaltado. Era una enorme, obscura sombra que parecía tener su origen en la superficie del terreno, pero que se elevaba hacia lo alto, curvándose por encima de ellos dos, como si se dispusiese a flotar por encima de sus cabezas, como un surtidor de niebla disponiéndose a regar la tierra.
A pesar de sus burlas sobre los temores imaginarios de Patricia, los nervios de Ham se tensaron al máximo. Fue un gesto puramente automático el que le hizo empuñar una pistola, y también fue un impulso el que le obligó a disparar contra la niebla.
Se oyó una resonancia sumamente amortiguada del disparo -un solo eco-, y luego el silencio total.
Silencio total. Los jadeos, los murmullos habían desaparecido, lo mismo que las formas de la niebla.
A pesar de esforzar la visión, sólo percibieron la masa grisácea de la bruma, ni pudieron tampoco oír otro rumor que el de sus propias respiraciones y el eco repetido en sus oídos de la detonación.
-¡Se ha ido! -exclamó la joven.
-Seguro. Lo que te dije: pura ilusión.
-¡Una ilusión no se disipa por el estruendo de una pistola! -objetó ella, recobrando todo su valor ante el desvanecimiento de las sombras -.Son reales. Y las cosas no me asustan tanto como... bueno, como las cosas que no comprendo.
-¿Y comprendes ésta? Y respecto a que las ilusiones no se desvanecen con los disparos, podría objetar algo. Supongamos que estas apariciones fuesen debidas a una especie de autohipnosis, o que meramente fuesen el producto de nuestro esfuerzo por atisbar entre la niebla. ¿No crees que un disparo podría devolvernos a nuestro estado mental centrado, de forma que todas las ilusiones de nuestros sentidos quedasen ahuyentadas?
-Tal vez -respondió ella, dubitativamente-. Por otra parte, ya no estoy asustada. Sean lo que sean, me parece que son inofensivos.
Volvió su atención a la charca de barro que tenían delante, en la que crecían unas curiosas plantas en forma de plumas, a las que el burbujeo de la superficie obligaba a balancearse.
--Criptógamas -señaló Pat, examinándolas-. Probablemente, la única especie de plantas que puede existir en Urano, puesto que no hay signo de abejas, o de otro portador de polen cualquiera.
Ham gruñó en aprobación, su atención atraída aún por la espesa niebla. De repente, ambos se sobresaltaron al escuchar el sonido del potente zumbador al extremo del cable guía. ¡Un solo zumbido, el aviso del “Gaea"!
Pat se incorporó. Ham tiró del cable, en rápida respuesta, y musitó:
-Será mejor que regresemos. Harbord y Cullen habrán visto algo. Probablemente será lo mismo que hemos visto nosotros, pero es preferible estar seguros.
Comenzaron a retroceder sobre sus propios pasos, mientras el millar de pies del cable canturreaba levemente al ir anudándose lentamente en la cintura del joven. Aparte de ese Susurro y del quedo rumor de sus pasos sobre la grava del suelo, reinaba un silencio absoluto, no siendo la niebla más que una masa casi impenetrable de verdor grisáceo. Habían progresado tal vez doscientas yardas cuando todo cambió.
Fue Patricia la primera en distinguir las sombras.
-¡Han vuelto! -le susurró al oído de Ham, aunque ahora sin la menor nota de temor en su acento.
Él las vio también. No les rodeaban, sino que corrían en dirección al "Gaea", en dos filas paralelas, o tal vez dividiéndose en dos filas más allá del radio visual. Ham y Pat comenzaron a moverse por entre un callejón obstaculizado por una continua fila de sombras móviles.
Se apretujaron uno al otro, y trataron de taladrar las tinieblas. Se hallaban ya sólo a ciento cincuenta pies de la nave espacial. y entonces, con tanta rapidez que les obligó a suspender la marcha de improviso, algo más sólido que la niebla, algo más tangible que las sombras, se irguió ante ellos.
Aquello -fuese lo que fuese -se iba aproximando. Ahora era ya visible como un círculo obscuro al nivel del suelo, con un diámetro de seis pies, tanto en altura como en anchura. Se movía con la misma velocidad del paso de un hombre, y se materializó rápidamente en una masa completamente sólida.
Ham y Pat le miraban fascinados. La "cosa" no tenía forma, no siendo más que un círculo tubular que se alargaba y se estiraba en la niebla. O, quizá, no completamente sin forma. Podían ya percibir un órgano que se proyectaba a partir del centro del círculo, un miembro tembloroso, flojo, como una hojuela agitándose por efectos de una corriente de aire, cuyos extremos temblaban, curvándose en forma de copa hacia ellos, como para captar un olor o un ruido. La criatura era ciega.
Sin embargo, poseía algún sentido que podía registrar objetos distantes. ¡A unos treinta pies de distancia, el disco se alargó extremadamente en su dirección, el extraño ser se inclinó exageradamente y se abalanzó en silencio hacia la pareja!
Ham estaba preparado. Su automática tronó y volvió a tronar. El atacante pareció replegarse sobre sí mismo y rodó a un lado, y detrás suyo apareció otro ser de idénticos rasgos en todos los aspectos, con el mismo círculo negro y el mismo disco tremolante. Pero un alto, agudo, penetrante alarido de dolor rasgó la niebla, como un cuchillo.
Aquel era un peligro que Patricia podía comprender. Ya no sentía miedo; se había enfrentado con demasiados seres raros en las tierras tórridas de Venus, o en las misteriosas profundidades de las Montañas de la Eternidad.
La joven empuñó la otra pistola lanzallamas de Ham, y se dispuso a vomitar su fuego destructor.
Sabía que ello representaba su única salvación, que no debía utilizarlo hasta que todos los demás recursos hubiesen fracasado, por lo que se contentó con empuñarla y dio un tirón al cable del "Gaea". Tres tirones, y luego otros tres, significarían la ayuda por parte de Cullen y Harbord.
El segundo ser -¿o era otro segmento del mismo animal? -avanzó a toda prisa. Ham le envió dos balas más, y otra vez volvió a oírse un penetrante grito de dolor. El monstruo vaciló y cayó, al tiempo que otro círculo negro avanzaba hacia ellos.
El siguiente tiro falló, pero el ser, si bien no cayó, se tambaleó y se desvió.
De repente, el extraño ser estaba ya detrás de ellos, rugiendo, obscuro y enorme como un tren. Era un ser segmentado, compuesto de docenas de fragmentos en forma de círculos, de unos ocho pies de espesor, como los vagones de un tren miniatura, con tres pares de patas por sección.
Pero no corría como una criatura completa, con movimientos zigzagueantes gracias a sus innumerables patas, como los ciempiés. Ham tuvo un atisbo de la forma en que los distintos segmentos estaban unidos entre si por ligamentos carnosos.
Envió tres proyectiles a una de las secciones.
Fue un error; el segmento envió a su vez un chorro de líquido negruzco y se desvió de la línea, pero el fragmento siguiente se abalanzó súbitamente hacia ellos. Y en algún lugar, fuera del radio visual, el primer segmento estaba trazando un círculo. Ambos esposos ahora tenían que enfrentarse con dos peligros en vez de uno.
A Ham le quedaban aún tres cartuchos en la recámara. Disparó uno contra el segmento que se dirigía directamente hacia ellos, vio como el monstruo caía, y mandó otra bala al segmento que le seguía.
La cosa -o cosas- parecían alargarse indefinidamente en la niebla.
A su lado oyó el rugido de su pistola lanzallamas. Pat había esperado hasta que el otro monstruo estuviese casi encima suyo, a fin de que el único disparo que podía hacer el arma diese el mejor resultado posible.
Ham perdió tiempo echando un momentáneo vistazo al resultado; la terrorífica descarga había chamuscado una docena de segmentos, y uno, solitario, superviviente, se estaba arrastrando hacia la niebla.
-¡Buena chica! -exclamó, y largó su última bala a la sección que se alejaba. Esta cayó, y detrás suyo, llegó la siguiente. Arrojó la pistola vacía hacia el disco carnoso, la vio rebotar sobre la obscura piel y parapetó con su cuerpo el de Pat.
En aquel momento se produjo una llamarada seguida de una especie de rugido. Era una pistola lanzallamas. Desdibujadas en la niebla se veían las figuras de Harbord y Cullen, que habían ido siguiendo el cable. En primer plano, casi a los pies de Ham y Pat, se veían segmentos de los monstruosos discos.
Aparentemente, lo que quedaba del horrible ser había sufrido bastante castigo, ya que todos los fragmentos restantes iban desviándose hacia la izquierda y diluyéndose en la bruma. Una vez reunidos todos los segmentos más allá del radio visual, comenzaron a gesticular y hacer muecas, antes de desvanecerse totalmente.
No se pronunció una sola palabra mientras los cuatro iban siguiendo el rastro del cable de vuelta al “Gaea”. Una vez en el interior, Patricia dejó escapar un largo suspiro de alivio, mientras se desprendía de la chaqueta.
-Bueno -exclamó -, ha sido una experiencia emocionante.
-¡Emocionante! -tronó Ham -.La verdad, si quieres, puedes quedarte con este húmedo planeta. ¡Te lo regalo! ¡No lo comprendo, pero donde vas tú, lío seguro. Atraes los conflictos como la miel a las moscas.
-¡Como si yo tuviese la culpa! -se quejó la joven-. Está bien, si piensas que ello tiene que ayudar en algo, ordéname que me quede a bordo del cohete.
Ham lanzó un gruñido ininteligible y se volvió a Harbord.
-Gracias. Cuando habéis venido estábamos acorralados por completo. Y a propósito, ¿por qué nos avisasteis? ¿Por las sombras?
-¿Te refieres a ese carnaval? -inquirió el aludido- ¿O era una convención espiritualista? No, no estamos aún seguros de que fuese algo real. Sí, os llamamos por el mismo motivo; vimos a ese ser yendo en vuestra dirección.
-¿A ése o a esos seres? -le corrigió Ham.
-¿Viste a más de uno?
-Hice a más de uno. Lo corté por la mitad, y ambos segmentos se abalanzaron hacia nosotros. Pat se cuidó de uno con el lanzallamas, pero todas mis balas parecían ir separando a la bestia en segmentos diferenciados -frunció el ceño-. ¿Comprendes algo, Patricia?
-Mejor que tú -le replicó la joven, secamente-. ¡Bonita expedición sería ésta sin un biólogo!
Éste es el motivo por el que te cuido tanto -sonrió Ham-. Me asusta pensar lo que sería de mí sin un biólogo. Pero, en fin, ¿cuál es tu idea con respecto a estos detestables gusanos?
-Pues esto; que es un animal múltiple. ¿No has oído nunca hablar de Henri Fabre?
-No, que recuerde.
-Bien, fue un gran naturalista francés de hace unos doscientos años. Entre otras cosas, estudió unos interesantes insectos llamados gusanos u orugas, que hilaban un nido de seda y cada noche salían en busca de alimentos.
-¿Y bien?
-Escucha un momento. Salían en fila india, cada gusano rozando con su cabeza la cola del precedente. Eran ciegos, por lo que cada uno debía fiarse del que iba delante. El primero era el jefe; éste escogía la ruta, llevaba a los demás al árbol apropiado, y allí la columna se rompía para alimentarse. Y al salir el sol, volvían a formarse en columnas, que luego se reunían en la gran procesión y regresaban a sus nidos respectivos.
-Todavía no veo...
-Espera. Figúrate que una oruga que va delante es el jefe. Si coges un palo y rompes la columna en un punto dado, el primero que queda atrás de la rotura es el jefe para sus seguidores, y les guía con tanta seguridad como el jefe original. y si disgregas a todos los gusanos, cada uno se convierte en su propio jefe, con la misma eficiencia que antes, agregado en una columna.
-Empiezo a comprender -musitó Ham.
-Sí. Este bicho -o estos bichos -, son parecidos a los gusanos procesionales. Son ciegos; en realidad, la vista no vale tanto en Urano como en la Tierra, y es posible que todas las criaturas de Urano carezcan de ojos, a menos que esas sombras de la
niebla los posean. Pero opino que estas criaturas horribles están más adelantadas que los gusanos, puesto que éstos establecen contacto mediante un hilito sedoso, mientras que los de aquí aparentemente, lo hacen gracias a un nervio ganglionar.
-¿Cómo ? -inquirió Ham.
-Naturalmente. ¿No viste cómo estaban unidos? Aquel órgano blando delante -cada uno lo mantenía pegado al disco del anterior -, siempre estaba colocado en la misma posición. Y cuando disparaste contra el de en medio de la fila, vi cómo la masa pulposa cubría al que le seguía. y además... –hizo una pausa.
-¿Además, qué?
-Bueno, ¿no te pareció raro que toda la línea maniobrase tan bien? Sus patas se movían todas a un mismo compás, como las patas de un solo ser como las patas de un miriápodo o de un ciempiés.
"No creo que el hábito, el entrenamiento o la disciplina tengan nada que ver con la perfección con que aquella criatura se movía, abalanzándose, deteniéndose, desviándose y coordinándose con tan perfecta unión. Toda la fila debía hallarse bajo el control neural directo del jefe, escuchando y husmeando lo que oía y olía, incluso, quizás, respondiendo a sus apetitos, odiando con él y, finalmente, aterrándose con él.
-¡Maldita sea si creo que tienes razón! -exclamó Ham-. Todo el monstruo actuaba como un auténtico animal.
-Hasta que tú, sin querer, partistes a la fila en dos mitades -le corrigió la joven -.Como ves...
-¡Hice otro jefe! -gritó Ham, animadamente-. El que quedó en primer lugar de la segunda mitad se convirtió en un cabecilla, capaz de actuar con independencia -arrugó el entrecejo-. Bueno, supongamos que estos bichos acumulan su inteligencia cuando se juntan. ¿Es que cada uno añade su poder de razonamiento, si tienen alguno, al cerebro dominante del conductor?
-Lo dudo -rechazó la muchacha -.Si fuese así, podrían llegar a poseer una enorme inteligencia, simplemente agregando segmentos a la fila. No, por muy estúpidos que fuesen individualmente, sólo tendrían que unirse en largas filas para poseer una inteligencia como la de un dios.
"Si algo parecido existiese, o hubiese existido aquí, no atacaría sin armas y en forma rudimentaria. Poseerían una especie de civilización, ¿no es así? Pero -añadió Pat-podrían mancomunar sus experiencias. El cabecilla podría tener todos los recuerdos a su disposición, lo cual no añadiría un ápice a sus poderes de razonamiento.
-Parece plausible -asintió Ham -.Bien, volvamos a las formas de la niebla. ¿Tienes alguna idea con respecto a ellas?
-No gran cosa -confesó -.Pero creo que existe una relación entre ellas y los gusanos.
-¿Por qué?
-Porque iban también zigzagueando por delante de nosotros antes del ataque. Podían estar simplemente huyendo del ser múltiple, pero en tal caso deberían haberse esparcido, y no lo hicieron; huyeron simplemente en dos filas, y no es esto sólo, sino que durante todo el combate estuvieron pateando y moviéndose al fondo. ¿No te diste cuenta?
-No, la verdad -replicó Ham-. ¿Pero eso qué significa?
-¿No has oído hablar nunca del albirostre, el indicador de las abejas?
-Sí, me suena familiar .
-Es un pájaro africano de la familia de los cucos, y guía a los seres humanos a las colonias de abejas silvestres. Luego, el hombre recoge la miel y el pájaro las larvas -hizo una pausa-. Creo que las formas de la niebla representaron el papel de guía ante los otros seres. Opino que condujeron a éstos últimos hacia nosotros, bien porque tu disparo les enojó o porque deseaban los restos que de nosotros iban a dejar los segundos, o porque simplemente les gusta la destrucción. En fin, esto es lo que sospecho.
-Si es que eran reales -concluyó Ham -.Tendremos que disparar la cámara de infrarrojos cuando avistemos al segundo grupo, u horda, o manada, o como se llamen sus agrupaciones. Todavía pienso que la mayor parte ha sido una ilusión.
La joven se encogió de hombros.
-¡Ojalá estés en lo cierto!
-¡Bah! -exclamó Harbord de pronto -.Las mujeres no deben estar en esta clase de lugares. Son demasiado timoratas.
-¿Sí? -se burló Ham, disponiéndose a defender a Patricia-. Pues ha tenido la suficiente serenidad para observar varios detalles que a nosotros nos han pasado desapercibidos.
-¡Pero se asusta de unas sombras! -gruñó el otro.
Sin embargo, no eran sombras. Varias horas después Cullen informó que la niebla en torno al "Gaea" estaba atestada de sombras deslizantes, por lo que llevaron la cámara de onda larga de tragaluz en tragaluz.
Obstaculizado por el aire cargado de argón con su espectro que absorbe los rayos de onda larga, las placas infrarrojas resultaron más sensibles que el ojo humano, aunque quizás menos detallistas.
Pero una placa fotográfica no es sensible a la sugestión; nunca se deja impresionar por el recuerdo de una pasada experiencia; graba fríamente y sin emociones la forma exacta de lo que los rayos lumínicos alumbran.
Cuando Cullen estaba apunto de revelar las placas, Patricia todavía dormía, agotada por su agobiante día en el planeta, pero Ham fue quien afanosamente acudió a investigar los resultados.
Quizás eran menos de los que la joven había temido, pero más de los que Ham había esperado. Colocó un negativo al trasluz, luego cogió uno de los revelados de Cullen, y frunció el ceño.
-¡Hum...! -murmuró. No había duda de que allí había algo definido, aunque no mucho más de lo que sus ojos habían visto. Indudablemente, las formas neblinosas eran reales, pero eran igualmente seguro que no eran antropomórficas.
Los rostros demoníacos, los semblante espantosos, las muecas sardónicas, no habían sido captados por el ojo de la cámara; por lo tanto, esto sí había sido, evidentemente, una ilusión creada por sus cerebros inflamados ante la aparición de las sombras en la niebla. Pero sólo esto, puesto que detrás de la ilusión había algo inequívocamente real. ¿Sin embargo, qué formas físicas podían adoptar las sombras que habían observado?
-No dejes que Pat vea estas fotos, a menos que te lo pida -le encareció Ham a Cullen, pensativamente -.y por ahora creo que le prohibiré que abandone la nave. A juzgar por el par de acres que hemos examinado, este lugar no es precisamente de los más amistosos del planeta.
Pero Ham no había contado con el carácter de su mujer. Cuando quince horas más tarde, Ham ordenó el traslado del cohete una milla al sur, y se preparó para emprender otro circuito por la niebla, la joven escuchó sus órdenes con una fuerte protesta.
-¿Para qué es entonces esta expedición? ¿No es la vida la cosa más importante de cuantas puede ofrecer un planeta? ¿Pues para qué te has traído a una bióloga? -miró a Ham con pupilas centelleantes-. ¿Por qué piensas que el Instituto me escogió para esta tarea? ¿Para estarme tranquilamente sentada en la nave, mientras un par de incompetentes echan un vistazo por los alrededores? Un par de incompetentes, Si, señor, un químico y un ingeniero que no saben distinguir un díptero de un coleóptero.
-Bueno, podemos traer aquí dentro varios especímenes para que los estudies -respondió Ham.
Esto desencadenó una nueva tempestad de reproches.
-¡Escúchame! Si quieres saber la verdad, no estoy aquí por ti. ¡Tú estás aquí por mí! Podían haber hallado un centenar de ingenieros y químicos y pilotos, ¿pero cómo encontrar un buen biólogo extraterrestre? ¡Somos muy pocos!
Ham no pudo replicar, porque era cierto. A pesar de su juventud, Patricia, nacida en Venus y educada en París, descolló eminentemente en su aspecto. Ni, para comportarse honestamente con la sociedad que respaldaba la expedición, podía ella obstaculizar la labor de la misma. Al fin y al cabo, ni siquiera el instituto financiado por el gobierno podía permitirse el lujo de gastar más de dos millones de dólares sin obtener nada a cambio de su dinero.
Enviar un cohete a las profundidades del sistema Solar, donde Urano recorría su solitaria órbita, era un proyecto tan caro que en verdad la expedición tenía que realizar cuanto estuviera a su alcance, especialmente por el hecho de que transcurrirían otros cuarenta años antes de que se presentase otra oportunidad de visitar el misterioso planeta. Ham suspiró y cedió.
-Esto demuestra una brizna muy limitada de inteligencia, al fin y al cabo -reconoció Patricia-. ¿Piensas que me asustan unos discos animados? Además, yo no cometería la equivocación de cortarlos por la mitad. y en cuanto a estas sombras neblinosas tan divertidas, tú dijiste que no eran más que unos espejismos y... a propósito, ¿dónde están las fotografías que tomó Cullen con su cámara? ¿Se ve algo?
Cullen vaciló, luego Ham asintió resignadamente, y le entregaron las fotos a la joven. A la primera ojeada, ella arrugó el ceño repentinamente.
-¡Son reales! ¡Existen! -exclamó, y volvió a estudiarlas tan afanosamente que Ham se preguntó qué es lo que su mujer estaba viendo. y de pronto, Ham vio, o creyó ver, un destello de satisfacción en sus ojos, y sintió una impresión de alivio al intuir que, al menos, no estaba inquieta por el descubrimiento.
-¿Qué piensas? -le preguntó con curiosidad.
Sonrió y no le contestó.
Aparentemente, los temores de Ham con respecto a Patricia se hallaban infundados en todos los aspectos. Los días transcurrían sin acontecimientos; Cullen analizaba y archivaba sus muestras, y realizó innumerables pruebas de la verdosa atmósfera de Urano; Ham verificó una y otra vez sus pesos y medidas, y en los momentos libres examinaba las reacciones del motor del que dependía el “Gaea” y sus vidas; y Patricia coleccionaba y clasificaba sus especímenes sin el menor incidente desagradable.
Harbord, naturalmente, no tenía nada que hacer hasta que el cohete se zambulliese una vez más en las profundidades del espacio, por lo que servía de cocinero y “persona para todo" , tarea fácil que principalmente consistía en abrir latas y disponer de la basura y restos de comida.
El “Gaea" cambió cuatro veces de estacionamiento, en medio de la niebla, mientras Ham y Patricia iban recorriendo círculos de mil pies de diámetro. Entretanto, en el firmamento, aunque invisible, Saturno llegaba al punto de la máxima conjunción, pasaba por delante del lentísimo Urano y comenzaba a apartarse de él. El tiempo de estancia en el inmenso planeta se iba acortando; cada hora significaba una distancia adicional que habría que cubrir a la vuelta.
En el quinto cambio de posición, Harbord anunció el límite de la estancia.
-No nos quedan ya más de cincuenta horas -dijo-, a menos que sintáis inclinaciones a permanecer aquí durante cuarenta años.
-Bien, esto no es mucho peor que Londres -proclamó Patricia.
Ham se estaba poniendo su traje espacial.
-Vamos, Pat. Daremos una última ojeada a este magnífico paisaje uraniano.
La joven le siguió a la niebla, esperando mientras su marido anudaba el cable guía al cohete, y luego, la cuerda de seda a su cintura.
-Me hubiese gustado volver a ver a nuestros amigos en cadena -se lamentó ella-. Tengo una idea, y me hubiese gustado aclararla.
-Prefiero que no puedas hacerlo -gruñó él-. Con una vez, ya tuve bastante.
El "Gaea" desapareció, envuelto por la niebla. En torno a los dos exploradores, las sombras de la niebla flotaban y les hacían muecas, como les habían ido haciendo siempre desde su primera aparición, aunque ahora ya ninguno de los dos les prestaba la menor atención. La familiaridad les había quitado el miedo.
Aquélla era una región de pequeños pedruscos, y Patricia iba de acá para allá, a toda la longitud de la cuerda, inclinándose, examinando, escarbando en la hierba o preservando la rara flora de Urano. La mayor parte del tiempo estaba fuera del radio visual o auditivo, si bien la cuerda qué les unía a ambos daba evidencia de su cercana presencia.
Ham tiró de la cuerda con impaciencia.
-Es como llevar a un cachorro a un fila de árboles -gruñó al aparecer la joven-. ¡Final del cable! -le anunció-. ¡Regresamos!
-¡Pero allá hay algo! -exclamó la joven. En virtud de la cuerda, podía adelantarse cincuenta pies en la obscuridad-. ¡Allí crece algo... algo nuevo, y quiero verlo!
-Bueno, pues no puedes verlo. Está fuera de nuestro alcance. Luego, volveremos si quieres, tras haber añadido unos cuantos pies al cable.
-Si está muy cerca...-Pat dio media vuelta-. Soltaré la cuerda, echaré un vistazo y volveré.
-¡No! -rugió Harn-. ¡Pat, ven aquí!
Tiró de la cuerda, pero en vano. De repente, el extremo suelto se le quedó en las manos. ¡Patricia se había soltado!
-¡Pat! -gritó Ham-. ¡Pat! ¡Vuelve aquí! ¡Te lo ordeno!
Le replicó un sonido amortiguado, inaudible.
Luego, sólo hubo el silencio de Urano. Ham volvió a gritar, pero la bruma no dejaba pasar ningún sonido más allá de unos cuantos pies. Esperó un momento, y repitió la llamada. Nada; ningún sonido, salvo los jadeos de las sombras entre la niebla.
Ham estaba desesperado. Después de otra pausa disparó su revólver al aire; una, dos... diez veces, con breves intervalos, Esperó, pero no obtuvo respuesta. Lanzó un terno contra la temeridad de su esposa y contra su propia estupidez al permitirle salir del aparato.
Tenía que hacer algo. Volver al "Gaea" y hacer que Cullen y Harbord le acompañasen en su búsqueda. No podía perder tiempo. Patricia podía extraviarse y no saber regresar. Musitó una frase que lo mismo podía ser una imprecación como una plegaria, sacó un lápiz y papel del bolsillo, y garabateó un mensaje.
"Pat perdida. Traed más bobina para añadir al cable. Buscad me en círculo. Intentaré permanecer dentro de un radio de dos mil pies."
Ató el papel al extremo del cable, le añadió una piedra, y luego dio tres tirones para avisar a los del "Gaea". Después, deliberadamente, soltó el cable de su cintura y se sumergió decididamente en la niebla.
No recordó jamás cuánto había andado ni hasta dónde. Las formas sombrías de la niebla se burlaban de él y le seguían constantemente, en tanto la bruma le oprimía con su húmeda condensación. Gritó, disparó la automática, silbó, esperando que el sonido viajase a través de la intensa niebla, corrió en zigzag, abarcando un amplio perímetro. Pensó que Pat tendría bastante sentido común como para no alejarse atolondradamente. Seguramente, una chica adiestrada en las Tierras Cálidas de Venus sabría que el procedimiento más conveniente cuando uno se extravía es el de quedarse quieto con el fin de no desorientarse por completo.
Ham también se había extraviado. No tenía la menor idea del lugar donde se hallaba el "Gaea", ni en qué dirección estaba el cable guía. De vez en cuando, creía entrever el filamento plateado de la salvación, pero cada vez se daba cuenta de que se trataba solamente del centelleo de la humedad sobre alguna roca. Se movía bajo el tazón invertido de niebla que le bloqueaba la visión a cada lado.
Al final, la misma sensación de sentirse perdido fue lo que le salvó. Tras varias horas de vagar por entre la niebla, sin esperanzas, tropezó con el cable. Había dado una vuelta completa.
Cullen y Harbord surgieron de repente a su lado, unidos por una cuerda.
-¿Habéis... habéis... ? -jadeó.
-No -repuso Harbord, secamente, su ajado semblante mohino y angustiado -.Pero la encontraremos.
-Oye -intervino Cullen -.¿Por qué no subes a bordo y descansas un rato? Nosotros seguiremos.
-No -rechazó Ham, torvamente.
Harbord se mostró inesperadamente solícito.
-No te preocupes. Es una chica inteligente. Se estará quieta en algún sitio, hasta que la localicemos. No se habrá alejado más de mil pies más allá del extremo del cable.
-A menos -respondió Ham, angustiado –que le haya ocurrido algo.
-La encontraremos -repitió Harbord, animadamente.
Pero al cabo de otras diez horas, tras haber completado más de doce círculos en torno al "Gaea", desde distintas distancias, quedó claramente demostrado que Patricia no se hallaba dentro de la circunferencia descripta por el cable de dos mil pies.
Cincuenta veces durante el intolerable circuito, Ham había tenido que luchar contra el impulso de liberarse del cable y sumergirse en la aterradora niebla.
Patricia podía hallarse a sólo unos pasos de distancia, quizás lesionada o malherida, sin que ellos se enterasen. Sin embargo, soltarse del cable protector era tanto como suicidarse, o demostrar una verdadera locura.
Cuando llegaron al lugar elegido por Cullen como punto de partida, Ham hizo una pausa.
-Volvamos al cohete -ordenó-. Lo moveremos cuatro mil pies en esta misma dirección, y volveremos a trazar círculos. Pat no puede haberse alejado más de una milla del lugar en que se soltó.
-La encontraremos -repitió Harbord, con obstinación.
Pero no la encontraron. Tras una fútil y agotadora búsqueda, Ham ordenó llevar el “Gaea " a un punto donde el círculo del cable quedase tangente a los dos círculos últimamente explorados, y la investigación fue reanudada.
Treinta y una horas habían transcurrido desde la desaparición de Patricia, y los tres hombres se hallaban completamente agotados. Fue Cullen el primero que abandonó, dirigiéndose a la nave. Cuando los otros dos llegaron a ella, le encontraron completamente dormido, sin haberse desnudado, y con una taza de café, a medio vaciar, al lado.
Las horas fueron pasando lentamente. Saturno comenzaba ya a alejarse del brumoso planeta, disponiéndose a no volver a la misma posición hasta dentro de cuarenta años. Harbord no pronunció una sola palabra con referencia al transcurso del tiempo; fue Ham quien sacó a relucir el tema.
-Mirad -dijo, tras haber situado al “Gaea" en un nuevo punto-. El tiempo pasa. No quiero reteneros aquí, por lo que, si no hallamos a Pat en esta zona, deseo que tú y Cullen os marchéis, ¿Entendido?
-Si, entiendo el inglés -respondió Harbord-, pero no en esta forma.
-No hay ningún motivo por el que tengáis que quedaros ambos. Yo sí me quedo. Tengo un motivo.
Me quedaré con la parte de alimentos de Patricia, la mía, y todas las armas y municiones.
-¡Bah! -se burló Harbord-. ¿Qué son cuarenta años? -había doblado ya los sesenta.
--Es una orden -repitió Ham.
-Tú no mandas una vez hayamos abandonado la superficie del planeta -le recordó el otro-. Nos quedamos todos. y la encontraremos.
Pero pronto comenzaron a perder las esperanzas. Cullen se despertó y les ayudó en la investigación. Los tres hombres, desesperados, emergían de la niebla infinita, y se situaban a seiscientos y quinientos de intervalo a lo largo del cable. Ham adoptaba la posición más avanzada, y así iban dando vueltas en torno a un nuevo círculo.
Ham se hallaba al borde del derrumbamiento.
Durante cuarenta horas no había dormido ni comido, excepto una apresurada taza de café y un poco de chocolate, mientras trasladaban al "Gaea". Las formas de la niebla comenzaban a adoptar las más raras conformaciones a sus ojos, pareciendo hallarse más cerca y sonreírle con mayor malevolencia.
Por esto, se veía obligado a esforzar más la visión, y de repente, al dar la cuarta vuelta al mismo círculo divisó algo ligeramente más denso que las sombrías formas.
Tiró una vez del cable para frenar a Harbord y Cullen, y observo atentamente. Oyó un rumor, como lejano y continuo zumbido, muy diferente de los ruidos producidos por las sombras de la niebla. Echó a andar al escuchar otro sonido, indescriptible, ahogado, pero ciertamente un sonido físico. Tiró tres veces del cable para avisar a sus compañeros.
Cuando estuvieron a su lado, les señaló la obscura masa.
-Podemos llegar allá -les advirtió -si anudamos un par de nuestras cuerdas.
Se movieron cautelosamente por entre la niebla. Algo... sí, algo se estaba moviendo no muy lejos. Avanzaron calladamente cincuenta, sesenta pies. Y de pronto, Ham se dio cuenta de que se trataba de una cadena de seres múltiples... al parecer una inmensa cadena, ya que no dejaban de pasar ante su vista interminablemente. Completamente desalentado se detuvo, mirando con desesperación hacia delante; luego, muy despacio, volvió hacia el cable.
Un sonido, un agudo sonido, le inmovilizó. ¡Parecía una tosecilla!
Giró sobre sí mismo. Sin temor a la peligrosa fila que se movía delante suyo, gritó:
-¡Pat! ¡Pat!
¡Oh, sublimidad del alivio! Una débil voz trémula le contestó desde el otro lado de la múltiple cadena.
-¡Ham, oh, Ham!
.
-Estás… estás bien.
-Sí.
Patricia se hallaba a no más de diez pies de distancia. Pero ambos se veían separados por la móvil criatura múltiple.
-¡Gracias a Dios! -musitó él -.Pat, cuando haya terminado de pasar esta fila, da un salto hacia delante. ¡Hacia delante y no a ningún lado!
-¿Cuando pase la cadena? -se lamentó la joven-. ¡Oh, no pasará! No es una fila. ¡Es un círculo!
-¡Un círculo! ¡Un círculo! ¿Entonces cómo podremos sacarte? -calló. Ahora, el diabólico desfile se hallaba sin jefe, desamparado, pero una vez rompiese la cadena por algún punto, se convertiría en un ser malévolo, sanguinario, y podía atacar a la joven. Susurró-: ¡Oh, Dios mío!
Harbord y Cullen estaban ya a su lado.
-Voy a cruzar -les dijo, asiendo el resto de la cuerda-. No os mováis. Y poneos juntos.
Se alzó sobre los hombros de sus compañeros.
Desde aquella altura podría seguramente saltar por encima de la cadena. Sí, tenía que poder hacerlo.
Lo logró, aunque dejó a Harbord y Cullen quejándose por culpa de sus ciento ochenta libras, su peso en Urano. Al instante tuvo a Patricia a su lado; la amenaza de aquellos monstruos en círculo era demasiado inminente.
Arrojó un extremo de su cuerda a los que se hallaban fuera del círculo.
-¿Podrás pasar si te sostenemos en alto, Patricia?
La joven parecía completamente exhausta.
-Naturalmente -murmuró.
Su marido la ayudó a pasar los codos y las rodillas por la cuerda, suspendida en alto. Lenta, penosamente, fue recorriendo toda la longitud de la improvisada maroma, colgada de la misma. Ham pasó por un tremendo momento de apuro cuando la joven se balanceó directamente sobre la hilera de discos móviles, pero finalmente la vio caer ilesa en los brazos de Harbord.
-¡Ham! -le gritó -ella entonces -.¿Cómo vas a pasar tú?
-¡Saltaré!
No perdió tiempo reflexionando. Reunió toda la fuerza que aún le quedaba, retrocedió para emprender carrerilla, y dio un salto de seis pies de altura, rozando justo la sinuosa barrera viviente.
Patricia cayó a sus pies, deshecha en llanto.
-¡Buen Dios! -exclamó Ham, emocionado profundamente -.Si no llegamos a encontrarte...
-¡Pero me encontrasteis! -le susurró ella. De pronto se echó a reír, con una risa histérica, interrumpida de vez en cuando por unas toses ahogadas-. ¿Aunque, qué es lo que te retrasó tanto?
¡Te esperaba más pronto! -dirigió su mirada a los seres en círculo-. ¡Creé un cortocircuito en ellos!
¡Sí, originé un cortocircuito en sus cerebros!
Se desmayó en brazos de Ham. Sin una palabra, la levantó en vilo y siguió a Harbord y a Cullen a lo largo del cable, hacia el "Gaea". A sus espaldas, dando vueltas interminablemente, se hallaba el círculo de las dominadas criaturas.
Urano era ya un globo verdoso- tras el fulgor de los retrocohetes, y Saturno una resplandeciente estrella azul a la izquierda de un diminuto y cálido Sol. Patricia, cuya tos había ya cedido con el aire climatizado del "Gaea", estaba sentada en una butaca, sonriéndole a su esposo.
-Verás -le decía ella a Ham -, una vez me solté de la cuerda... ¡No, espera, no vuelvas a sermonearme!... Bien, di unos pasos por entre la niebla y entonces, de pronto, me di cuenta de que las plantas que había entrevisto no eran más que las mismas que yo conozco y que llamo "criptogami urani", por lo que empecé a retroceder, pero tú ya te habías marchado.
-¡Marchado! Si no me moví...
-¡Te habías marchado! -repitió ella, imperturbable-. No hice más que dar unos pasos y me puse a gritar, pero la niebla amortiguó tremendamente mi voz. Luego oí un par de disparos en otra dirección, y fui hacia allá, cuando, de repente la cadena viviente que surge de la niebla!
-¿Qué hiciste?
-¿Qué podía hacer? Estaban demasiado cerca de mí para que pudiera sacar la pistola, por lo que eché a correr .Ellos avanzaron, velozmente, pero yo también, por lo que conseguí sacarles delantera hasta que perdí el resuello. Entonces descubrí que corriendo en zigzag agudo podía mantenerles a distancia, ya que no pueden girar con rapidez, pero claro, las fuerzas me iban faltando. ¡Pero entonces tuve una inspiración!
-¿De veras? -exclamó él, con sarcasmo.
Ella lo ignoró.
-¿Recuerdas cuando te hablé de Fabre y de sus estudios sobre los caterpillares procesionales? Bueno, uno de sus experimentos consistió en conducir la procesión en torno al borde de un gran tiesto y cerrar el círculo. Así perdían el jefe ¿y sabes qué sucedía?
-Lo adivino.
-Exactamente. A falta de cabecilla, el círculo continuaba dando vueltas durante interminables horas, días, no sé cuánto tiempo, hasta que algunos gusanos caían agotados, y un nuevo jefe tomaba el mando en la rotura. Súbitamente recordé este experimento, y pensé emplearlo. Empecé a correr en círculo, seguida por la fila.
-¡Entiendo!
-Sí. Intentaba cerrar el círculo y saltar antes al exterior, pero algo fue mal. Cuando cerré el circuito, no sé qué me ocurrió, tal vez debido al cansancio o al mareo, lo cierto es que lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbada en el suelo, mientras las patas del interminable bicharraco me rozaban el rostro.
-¿Entonces, qué diablos son?
-Bueno, he tenido la oportunidad de examinar aquella cadena de bichos desde muy corta distancia, y puedo asegurarte que no son seres perfectos.
-¡Seguro que no!
-Quiero decir que no están plenamente desarrollados. En realidad, se hallan en estado larvario. Y creo que las formas neblinosas son los seres en que se convierten al desenvolverse. Por .esto, aquéllas fueron quienes los condujeron hacia nosotros en la primera ocasión. ¿Lo entiendes? Los bichos en fila son sus hijos. ¡Como los gusanos y la polilla!
-Bien, es posible, claro está ¿pero qué me dices de las muecas, las risotadas y los jadeos de las formas que cambian de tamaño y aspecto con tanta facilidad?
-No cambian de aspecto. Mira, aquí, en esta parte de Urano, la luz procede directamente de arriba, ¿verdad? Bien, entonces todas las sombras son proyectadas hacia abajo, esto es obvio. Por tanto, lo que vimos, sus muecas, sus saltos, sus caras, no eran más que las sombras de esos seres flotando, volando, proyectadas en la niebla. Por esto aumentaban de tamaño, crecían y disminuían con tanta facilidad; no eran más que las sombras proyectadas por algunas aves, o seres alados que subían, descendían y revoloteaban en torno a nosotros. ¿Lo entiendes ahora?
-Parece plausible. Daremos el informe en este sentido, y dentro de ochenta años, cuando el polo norte de Urano vuelva a estar situado bajo la luz del sol, alguien volverá y podrá verificar la teoría.
Quizá, Harbord, que tendrá ciento cuarenta años, les pilotará, ¿eh, Harbord? Te gustaría volver a visitar ese planeta dentro de ochenta años?
-No con una mujer a bordo -gruñó el piloto.
FIN