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agosto 08, 2010
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Alberto Vázquez-Figueroa nació en Santa Cruz de Tenerife, en 1936. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos políticos a África, donde permaneció entre Marruecos y el Sáhara hasta cumplir los dieciséis años. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela Cruz del Sur. Cursó estudios de periodismo y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de Destino, La Vanguardia y, posteriormente, de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos, las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala... Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros.
—Perdóneme la indiscreción de la pregunta, señorita, pero dadas las circunstancias, no me queda otro remedio que hacerla... —Los dedos tamborilearon nerviosamente sobre la mesa, pero al fin se quedaron muy quietos y las palabras restallaron como una pequeña explosión en el pesado silencio en que se había sumido la luminosa sala—: ¿Es usted virgen?
Erika Simon recorrió con la vista los severos rostros de los tres hombres y la mujer que se sentaban al otro lado de la gruesa y oscura mesa de caoba, se humedeció los labios con un gesto que denotaba su incomodidad, y al poco inquirió a su vez:
—¿Tiene importancia?
—Mucha.
Tras un nuevo silencio y un nuevo humedecimiento de los labios, la muchacha afirmó con un leve ademán de cabeza.
—Sí —admitió—. Lo soy.
—¿Está completamente segura?
—¡Por Dios ... ! —fue la burlona respuesta—. Si yo no lo estoy, ¿quién más puede estarlo?
Resultó evidente que semejante aclaración desilusionaba, o más bien desconcertaba, a los presentes, que se limitaron a intercambiar significativas miradas de desolación hasta que al fin el hombre de la cuidada barba rojiza, que era quien llevaba la voz cantante, puntualizó al tiempo que cerraba la carpeta de tapas amarillentas que tenía ante sí:
—En ese caso puede retirarse.
Ahora fue Erika Simon quien se mostró a todas luces confusa, inició apenas el gesto de erguirse, pero de inmediato pareció cambiar de opinión optando por continuar sentada, muy recta, en la alta butaca.
—Disculpe mi insistencia, señor, pero el hecho de que sea usted quien preside esta reunión me obliga a pensar que se trata de algo ciertamente importante... —Tomó aire como si lo necesitara para añadir—: ¿Tan esencial resulta que sea o no virgen?
—Me temo que sí.
—En ese caso, me permito recordarle que ése es un defecto que se puede solucionar rápidamente. Si, como resulta evidente, han llegado a la conclusión de que yo podría ser la persona elegida para este trabajo, no veo por qué razón un detalle tan nimio descalifica mi candidatura.
—No se trata de un detalle tan nimio —intervino la severa matrona que ocupaba el extremo más alejado de la mesa—. Buscamos a alguien con una cierta experiencia.
—¿Se refiere a experiencia sexual?
—Exactamente.
—¿Y cuánto tiempo cree que tardaría en obtenerla si me lo propusiera? —quiso saber la muchacha con un deje de marcada ironía en la voz—. ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año?
—¡Por amor de Dios, señorita ... ! ¿Cómo se le ocurre ... ?
—Se me ocurre porque han sido ustedes quienes han sacado el tema a colación —protestó ella a su vez—. Llevo casi dos años encerrada en un mísero cuartucho del sótano, traduciendo documentos o copiando informes, y cuando entro aquí y presiento que ha llegado mi hora, van y me salen con esa tontería de la virginidad. ¿A quién diablos le importa si soy o no virgen?
—A nosotros... —replicó flemático el severo pelirrojo—.¡Y mucho!
—Pues si hacen una pausa para almorzar, a la hora del café‚ ese tema estará definitivamente solucionado...
Nuevo intercambio de miradas, cuchicheos, gestos de desaprobación, y lo que pareció una especie de referéndum, hasta que al fin el hombre que llevaba la voz cantante señaló:
—Resulta evidente que está usted dispuesta a todo, y lo cierto es que frente a lo mucho que nos veremos obligados a exigir de usted, el hecho de perder la virginidad no parece el mayor de los sacrificios. —Carraspeó repetidas veces antes de concluir—. Creo que se arrepentirá de haber dado este paso, pero es su decisión y la respeto.
—¡Gracias, señor!
—No tiene por qué‚ darlas, se lo aseguro... —De nuevo tamborileó una y otra vez sobre la mesa—. Cambiemos de tema... ¿Qué nos puede decir sobre su familia?
—No estoy segura, señor.
—¿Qué quiere decir con eso de que no está segura?
—Lo que he dicho, señor. Es posible que en estos momentos mis padres y mis hermanos estén vivos, pero también es posible que estén muertos... ¿Quién sería capaz de asegurarlo sin miedo a equivocarse en los tiempos que corren?
—¡Entiendo...! Los tiempos son en verdad difíciles. Muy, muy difíciles, sobre todo para alguien como usted. —Hizo una corta pausa, se inclinó como para estudiar con mayor atención los documentos de la carpeta pese a que resultaba evidente que los conocía de memoria, y al fin añadió—: Por lo que hemos oído resulta evidente que no está casada y tampoco tiene amantes... —La miró a los ojos con extraña fijeza—.¿Quizá algún amigo al que le una algo muy especial ... ?
—Nada realmente especial —le tranquilizó de inmediato ella—. El trabajo ocupa la mayor parte de mi tiempo.
—¡Bien...! —La Voz Cantante se tomó un tiempo antes de decidirse a continuar, pero al fin lo hizo en el tono firme y seco de quien está acostumbrado a dar órdenes—. En ese caso le voy a poner al corriente de la naturaleza de su misión para que esté en disposición de decidir si desea formar parte de ella pese a todos los «sacrificios» que vamos a exigirle... —Sonrió casi imperceptiblemente al inquirir—: ¿Tiene usted una idea de dónde se encuentra la isla de Fuerteventura?
Erika Simon frunció el ceño, apretó los dientes, rebuscó en su memoria, y por último se vio en la obligación de admitir:
—Ni la más remota, señor...
—No se preocupe... Le confieso que hasta hace poco más de un mes yo hubiera jurado que se encontraba en el Caribe...
Esa noche, de regreso a su pequeño apartamento, lo primero que hizo Erika Simon fue abrir un viejo atlas y comprobar que, efectivamente, Fuerteventura no se encontraba en el Caribe, sino que formaba parte de un perdido archipiélago que se desparramaba por el Atlántico Norte, casi a tiro de piedra de la costa del desierto del Sáhara.
No encontró más información por parte alguna, por lo que tuvo que contentarse con admitir que se trataba de un minúsculo y remotísimo lugar que casi de puro milagro aparecía en los mapas.
Quería recordar que en el colegio alguien, alguna vez, se refirió a las islas Canarias como un lugar exótico, con volcanes, hermosas playas, palmeras, monos, loros y nativos semidesnudos que bailaban danzas típicas, pero tampoco podía asegurar si tales recuerdos se referían a tal lugar, o a la muchísimo más lejana Polinesia.
—Sea como sea —se dijo—, es allí donde tengo que ir y allí estaré.
A las seis en punto de la mañana un inquietante automóvil negro la esperaba ante el portal, un impasible chofer uniformado cargó su escaso equipaje en el portamaletas, y en poco más de una hora la trasladó, sin pronunciar palabra, hasta una hermosa mansión de vieja piedra gris rodeada de cuidadísimos prados en los que pastaban medio centenar de nerviosos caballos y aburridas vacas.
Un hombre que rondaría la treintena, de ensortijado cabello muy negro, ojos claros, estatura media y agradable sonrisa, la aguardaba en lo alto de la semicircular escalinata, y le tendió la mano al tiempo que hacía un amplio gesto de aprobación guiñando un ojo.
—¡Bienvenida...! Eres muchísimo más atractiva aún de lo que me habían asegurado... Me llamo Bruno... —Arrugó la nariz como un conejo—. Y se podría decir que soy tu nuevo «jefe» —La tomó afectuosamente por el brazo y la acompañó al interior del edificio con un nada afectado gesto de camaradería—. En realidad no soy exactamente tu «jefe». Aunque me encuentre al mando, lo cierto es que el nuestro es un equipo que no se puede permitir el lujo de fracasar, y que la pieza clave eres tú. Por lo tanto, todos trabajaremos para ti día y noche... ¿Ha quedado claro?
—Muy claro.
—¿Tienes hambre?
—Un poco...
—¡Bien...! Tomaremos algo antes de presentarte a los encargados de tu adiestramiento. Debemos estar dispuestos dentro de quince días, y es mucho lo que tienes que aprender en ese tiempo. Especialmente en lo que se refiere a lenguaje corporal.
—¿Lenguaje corporal? —repitió la muchacha un tanto desconcertada—. ¿Qué quieres decir con eso?
—A que tienes que aprender a hablar con el cuerpo. Contamos todo lo que tengas que decir sin necesidad de pronunciar una sola palabra, o sin que quien te observe sepa que lo haces. —Le acomodó la silla en la larga mesa de un amplio y lujoso comedor, y de inmediato fue a tomar asiento a su lado—. Pero ya hablaremos de todo eso a su tiempo... ¿Huevos con jamón o filete con patatas fritas?
—¿Me tomas el pelo?
—¡Dios me libre! Lo único que pretendo es que engordes un poco con el fin de que te conviertas en una mujer auténticamente irresistible... —Le golpeó afectuosamente el dorso de la mano—. ¡Y ésa es tarea fácil! Ahora háblame de ti.
—Primero tú —fue la tranquila respuesta—. Si eres «el jefe» debes conocer a fondo mi expediente, y para contarte más debo tener al menos una ligera idea de con quién hablo o no estaremos en igualdad de condiciones...
Su interlocutor inclinó la cabeza sobre el hombro mientras la observaba con cierto aire de burla, entrecerró los ojos y acabó por asentir con una leve sonrisa burlona.
—¡De acuerdo! ¿Huevos o filete?
—Filete... Muy poco hecho.
—Yo también... —Se volvió a la joven camarera de blanca cofia e inmaculado delantal que aguardaba desde hacía unos instantes al otro lado de la mesa—. Ya has oído, querida... dos enormes chuletones sangrantes con un montón de crujientes patatas fritas. Y el mejor vino que nos quede.
—¿Ensalada?
—Desde luego! No todos los días se recibe a alguien tan especial... —En cuanto la camarera desapareció tras la puerta se volvió de nuevo a Erika—. ¡Y bien ...! —exclamó—. ¿Qué quieres saber con respecto a mí?
—Todo lo que consideres prudente que debo saber.
—¡De acuerdo! Como ya te he dicho, m¡ nombre es Bruno. Bruno Alvarado Powers, y soy hijo de padre español y madre inglesa. Por eso, porque soy ingeniero naval, y porque nací y me crié‚ en las islas Canarias, me eligieron para coordinar este operativo. A menudo tengo la impresión de que en realidad me considero más canario que británico, pero tú debes saber, mejor que nadie, que hoy en da las prioridades no cuentan... ¡Pero no dramaticemos! Todo va a salir a pedir de boca. ¿Qué‚ más quieres saber?
—Cuéntame algo sobre las islas Canarias, porque lo cierto es que apenas tengo una remota idea.. . S¡ son tropicales, lluviosas, frías o calurosas... Cuánta gente vive en ellas y si se trata de blancos o de negros.
—Las islas son siete, y muy diferentes entre sí. La Palma, La Gomera y gran parte de Tenerife y Gran Canaria son húmedas, verdes y muy montañosas, pero las que se encuentran más cerca de África, Lanzarote y Fuerteventura, son bajas, áridas y casi desérticas.
—¿Calurosas?
—No demasiado, ya que los vientos alisios que llegan del norte las refrescan durante casi todo el año.
—¿La población es de mayoría negra?
—¿Negra...? —Se sorprendió el otro—. Te garantizo que hay cien veces más negros en Londres que en Canarias. No se encuentran en el Caribe, ni en el golfo de Guinea. Se encuentran en el Atlántico Norte, y si existe algún canario negro supongo que será hijo de inmigrantes.
Erika Simon guardó silencio mientras la camarera colocaba ante ella una enorme fuente de crujiente pan blanco y una montaña de auténtica mantequilla que no se solía ver a diario, y cuando volvieron a encontrarse a solas inquirió con marcado interés:
—Antes de seguir aclárame una cosa... ¿Te escogieron para esta misión, o te ofreciste voluntario?
—Un poco de todo —fue la tranquila respuesta—. Como en tu caso, pero lo que importa no es el modo en que hemos llegado hasta aquí, sino que seamos las personas idóneas para llevar, y nunca mejor dicho, ese maldito barco a buen puerto.
—¿Crees que realmente existe ese barco?
—Eso parece. Los hombres de nuestro buen amigo Barbarroja no suelen perder el tiempo atendiendo a rumores o persiguiendo fantasmas. Saben lo que hacen, y la mejor prueba está en que nos han elegido personalmente... —Le sacó la lengua y se llevó un enorme pedazo de pan con mantequilla a la boca, pero antes de comenzar a masticarlo comentó sonriente—: Por cierto, a partir de ahora ya no te llamas Erika. Tu nombre en clave es «Herman».
—¿Y eso...?
—En primer lugar porque conviene que tengas un nombre masculino con el fin de no facilitar pistas, y en segundo como homenaje a Herman Melville, ya que nuestra operación se va a llamar «Moby Dick»...
—Un nombre muy bien elegido, sin duda alguna.
—¡Gracias! Lo elegí yo. ¿Has leído Moby Dick?
—De niña... Y si no recuerdo mal acababa de un modo trágico. O mucho me equivoco, o la gigantesca ballena blanca arrastraba al fondo de los abismos al vengativo capitán Akab.
—En efecto —admitió él—. Pero confío en que nuestra historia tenga un final muy diferente, y sea Akab quien capture a la ballena.
—¿Y tú serás el capitán Akab? —Ante el mudo gesto de asentimiento sonrió divertida—. ¡Era de suponer! —Le observó con atención al añadir—: ¿Y qué es lo que te mueve a perseguirla: el odio personal o los barriles de aceite?
—No sabría decírtelo —fue la sincera respuesta—. Aunque no creo que al capitán Akab le importara gran cosa el beneficio que pudiera obtener a la hora de convertir a la ballena en aceite.
—¡Desde luego que no! Lo único que le movía era el odio, y lo que me preocupa es que acabemos también con una pata de palo...
—La pata de Akab no era de palo, sino de hueso de ballena. —le corrigió Bruno Alvarado con naturalidad—. Pero ése es un detalle que carece de importancia. Lo que sí te recomiendo es que vuelvas a leer el libro puesto que contiene muchas claves de lo que ser nuestro trabajo, y gran parte de los seudónimos de nuestra gente están basados en sus personajes. —Bruno, alias Capitán Akab, se puso en pie con el fin de desperezarse abriendo mucho la boca, alzando el brazo derecho en vertical, y colocando el izquierdo en posición horizontal—. Esto quiere decir que todo va bien —comentó.
—Perdón...! —Se sorprendió ella.
—Te estoy indicando que cuando te despereces con el brazo derecho hacia arriba y el izquierdo hacia un lado sabremos que no tienes ningún problema. —El Capitán Akab le guiñó un ojo con picardía al tiempo que cambiaba de posición al añadir—: Sin embargo, si lo haces al contrario, nos estarás indicando que las cosas se complican y debemos acudir en tu ayuda.
—¡Espera un momento! —le interrumpió ella—. As¡ quiere decir todo bien... Y así significa que algo va mal.
—¡Exactamente!
—Parece fácil.
—Pues no lo es, te lo aseguro. Tendrás que contamos un sinfín de cosas desde varios kilómetros de distancia, por lo que cada gesto de tu cuerpo deber estar tan coordinado como si hablaras o escribieras. Un error tuyo, o una mala interpretación por nuestra parte significará el fracaso con todo lo que ello trae aparejado.
—¿Y para qué existen las radios o los teléfonos?
—Para que cualquier estúpido los interfiera y descifre lo que estás diciendo. Además adonde vamos no hay teléfonos, y una radio sería captada y descubierta a los dos días. El nuestro tiene que ser como el lenguaje de los sordomudos, pero en lugar de las manos usarás todo el cuerpo.
—¿Y tengo dos semanas para aprender?
—Ni un día más, ni uno menos.
—¿A quién se le ocurrió una idea tan peregrina?
—A mí. Y no tiene nada de peregrina. Está basada en el viejo sistema de comunicaciones por medio de banderas que se usa en la marina, con la única diferencia de que en este caso no podrás usar banderas y tendrás que hacerlo sin que nadie sospeche. Quien te vea deberá imaginar que estás haciendo gimnasia porque les debes hacer creer que eres una auténtica obsesa de tu estado físico.
—¡Odio la gimnasia! —masculló Erika Simon lanzando un corto bufido.
—En ese caso, querida, será mejor que te vuelvas a casa —le hizo notar Bruno Akab en tono seco y casi de reconvención—. Por lo que tengo entendido, te vas a pasar horas haciendo gimnasia, tanto en el suelo como en las más diversas camas.
Ella le dirigió una larga mirada despectiva.
—Ésa ha sido una observación grosera y gratuita.
—Grosera sí —admitió su interlocutor con naturalidad—. Gratuita no, porque una de mis obligaciones es hacerte comprender qué es lo que serás a partir del momento en que pongas el pie en Fuerteventura, y qué es lo que tendrás que soportar si pretendes tener éxito. —Hizo un gesto hacia la puerta—. Al cruzar el umbral de esta casa has dejado de ser una «señorita» —añadió—. Puede que por unos días sigas siendo virgen, pero desde hace un rato todo el que quiera te puede tratar como a una puta. Y cuanto antes te acostumbres a ello, mejor.
Durante largos minutos se limitaron a devorar en silencio los gruesos chuletones con patatas fritas que les acababan de servir, como si fuera aquel un «tiempo muerto» que se concedieran para reflexionar sobre cuanto se había dicho hasta ese instante.
Erika Simon, alias Herman, necesitaba asimilar que lo que su compañero de mesa acababa de expresar con tanta crudeza se ceñía a la verdad, y el canario entendía a su vez que la muchacha se mostrara hasta cierto punto herida y confusa.
Por último, y cuando ya habían sido retirados los platos vacíos y se disponían a tomar el café, la muchacha inquirió con cierta amargura:
—¿De verdad crees que me van a tratar como a una vulgar prostituta?
—Me temo que sí...—admitió con dolorosa honradez el interrogado—. No puedo saber qué es lo que ocurre allí, ni cuáles son las normas, pero la situación no parece la más propicia para andarse con miramientos. Sospecho que se abusa del alcohol, y de todos es sabido que el alcohol nunca ha hecho buenas migas con la educación o el comedimiento. Pocas cosas existen en la vida más zafias y repugnantes que un marinero borracho.
—Ese a quien llamas Barbarroja me dio a entender que no tendré que alternar con simples marineros.
—No, desde luego. No se trata de simples marineros, pero te puedo asegurar que cuando tiene unas cuantas copas de más, hasta un almirante se puede comportar como un cerdo.
—¿Estás pretendiendo que me dé por vencida antes de empezar? —se lamentó ella evidentemente molesta.
Su interlocutor hizo una pausa, encendió una minúscula cachimba de cazoleta cubierta, lanzó una primera bocanada de humo, colocó con cuidado la cerilla en el cenicero, y tras todo ello negó agitando repetidas veces la cabeza.
—¡En absoluto! —dijo, Nada más lejos de mi ánimo. Pero de la misma forma que un sargento enseña a los soldados a arrastrarse entre las alambradas o a manejar un arma para defenderse, mi obligación es advertirte de los peligros que corres y de los problemas a los que vas a enfrentarte... —Lanzó un chorro de humo que sobrevoló la mesa para formar curiosos dibujos sobre el haz de luz que penetraba por la ventana del fondo, y concluyó—: No sé s¡ te has detenido a meditar en ello, pero lo que te estás jugando es la vida.
—Lo sé. La mía y tal vez la de muchos.
—Me alegra que lo entiendas. Si realmente Fuerteventura es lo que sospechamos, no puedo arriesgarme a enviarte allí a no ser que esté plenamente seguro de que te comportarás como se espera de ti. Un fracaso significaría una catástrofe irreparable, puesto que pondríamos sobre aviso al enemigo que no nos concedería una segunda oportunidad.
—No fallaré.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—¡De acuerdo...! En ese caso ¿qué me responderías si ahora te pidiera que te metieras debajo de la mesa y me hicieras una mamada?
Ella le observó perpleja.
—¿Una qué? —inquirió con voz quebrada.
—Una mamada.
—¿Y eso qué es?
El autodenominado Capitán Akab lanzó un ronco reniego que pretendía hacer patente la magnitud de su frustración antes de puntualizar con fingida delicadeza:
—Una mamada quiere decir una «mamada». Una «felac¡ón» en lenguaje sofisticado. Un «pompino» para los italianos. ¿No me digas que nunca has oído hablar de mamadas?
—Como de Fuerteventura... ¡Ni la más remota idea!
—¡La leche...! —suspiró el otro sin poder evitar una burlona sonrisa—. Debo admitir que la cruda realidad es bastante peor de lo que sospechaba. Tienes veintitrés años, eres muy atractiva y lo serás mucho más en cuanto te hayamos puesto en forma, pero te conservas virgen y ni siquiera has oído hablar de algo que suelen practicar la mayoría de las chicas. ¿Qué clase de educación te dieron?
—La mejor.
—Eso resulta evidente, querida. Muy evidente. Aunque en este caso particular la mejor educación se convierte, por desgracia, en la peor. ¿Estudiaste en un colegio de monjas?
—¿Qué tontería! —le hizo notar ella en un tono casi de burla—. ¿Acaso no has leído mi expediente?
—¡Sí, claro que lo he leído! Y claro que es una tontería! Pero es que todo esto resulta tan absurdo y tan... ¿incómodo?
Erika Simon se tomó un cierto tiempo para responder, y cuando al fin lo hizo fue para abrir los brazos e indicar con un amplio ademán la lujosa estancia en que se encontraban, y la mesa cubierta con un blanco mantel bordado.
—¿Incómodo? —repitió—. Millones de personas darían lo que fuera por sentirse igual de incómodos. Están mandando a miles de chicos a que los maten pasando hambre, frío, miedo y calamidades, y a ti te resulta «incómodo» hablar de algo que carece por completo de importancia. —Hizo un gesto con la mano hacia la entrepierna de su interlocutor inclinándose apenas hacia adelante—. Supongo que me he hecho una idea de lo que significa eso de la «mamada». Resulta harto expresivo, y para que te convenzas de que puedo hacer bien mi trabajo estoy dispuesta a meterme debajo de la mesa y empezar a practicar desde este mismo instante.
—¡Oh, vamos, por favor! —Se alarmó él—. Tan sólo era una forma de hablar. Estoy preocupado por ti, eso es todo. Creo sinceramente que eres lo mejor que podíamos encontrar para esta misión, pero no puedo olvidar que debemos reforzar tu punto débil.
—Mi «punto débil»... —señaló ella sonriendo con ironía— suele ser el punto débil de la mayoría de las mujeres, lo que ocurre es que unas lo tienen por exceso, y otra por defecto. Lo reforzaremos y en paz.
—¡Resultas increíble!
—¿Verdad que sí?
—Verdad... —admitió su interlocutor—. Y ahora vamos a conocer al resto del grupo.
Eran cuatro hombres y dos mujeres que aguardaban pacientemente en una severa y espaciosa biblioteca, y que se limitaron a tenderle la mano en silencio sin dejar por ello de analizar con minuciosa atención cada uno de sus gestos.
Podría creerse que por la mente de todos rondaban los mismos pensamientos, ya que debían estarse preguntando si aquella en apariencia apocada jovencita que vestía ropas adquiridas en un mercadillo callejero, podría llegar a convertirse en una atractiva y experimentada prostituta de lujo.
—Magdala está aquí para enseñarte todos los trucos del oficio —puntualizó Bruno Alvarado, colocando la mano sobre el hombro de una malencarada y provocativa pelirroja, que parecía sentirse orgullosa por el hecho de practicar el que había dado en llamarse «oficio más viejo del mundo»—. Tiene fama de ser la profesional más cara de Londres, y si tuviéramos que pagarle por horas nos costaría lo que tres tanques. Ha accedido a revelarte sus secretos por puro patriotismo.
—Intentaré‚ comportarme como una alumna aventajada...
—Eso esperamos todos. —Bruno se volvió a cuantos habían tomado asiento nuevamente—. Como ya sabéis, su nombre en clave es «Herman», y es el único que se debe emplear a partir de este momento.
—Es bastante mejor que el «Queequeg» con que me han bautizado a mí —señaló con agria intención un hombretón de enormes mostachos y aspecto de boxeador—. Melville lo describe como una especie de monstruo salvaje, tatuado de los pies a la cabeza.
—Sin embargo acaba convirtiéndose en uno de los personajes claves de la novela, y en el mejor amigo del protagonista.
—Sí —admitió el otro de mala gana—. Pero ¿cuándo nos dejamos de tonterías y empezamos a trabajar en serio? No nos queda mucho tiempo.
—Ya hemos empezado... —El medio canario se volvió a Erika para inquirir— ¿Cómo van las cosas?...
—¡Perdón!
—Te he preguntado que cómo van las cosas... —recalcó el otro en un extraño tono de voz.
La muchacha pareció momentáneamente desconcertada, pero casi de inmediato pareció caer en la cuenta de qué era lo que se esperaba de ella, por lo que comenzó a bostezar sonoramente al tiempo que se estiraba alzando el brazo izquierdo colocando el derecho muy recto.
—¿Mal...? —Se sorprendió su interlocutor—. ¿Por qué mal?
Por toda respuesta Erika Simon se acuclilló, permaneció unos instantes muy quieta, y por último sonrió cerrando los ojos con gesto de profundo alivio o satisfacción.
—¿Necesitas ir al baño?
Ella se irguió al tiempo que asentía.
—Supongo que eso es algo que cualquiera entendería aunque se encontrara a kilómetros de distancia... —inquirió—. ¿O no?
—¡Naturalmente...! Segunda puerta a la izquierda. Al regresar, la muchacha se encontró un ambiente un tanto enrarecido, evidentemente más tenso y sin las abiertas sonrisas de los primeros momentos.
La mayoría de los presentes habían buscado acomodo en tomo a la amplia mesa central, y se diría en cierto modo expectantes.
—¿Ocurre algo? —inquirió volviéndose a Bruno.
—Supongo que nada que no pueda solucionarse —fue la tranquilizadora respuesta—. Nadie duda de que tu inglés es perfecto, pero resulta evidente que conservas un ligero acento, y eso despierta algunos recelos y alienta ciertas dudas.
—Lo comprendo.
Su interlocutor barrió con un gesto de la mano la sala señalando de pasada a cada uno de cuantos permanecían en silencio.
—La mayor parte de cuantos están aquí van a poner su vida en tus manos —dijo—. Bastará una palabra tuya allá en la isla para que los fusilen, y ahora, al oírte, no pueden evitar tomar conciencia de que al fin y al cabo has nacido en un país enemigo.
—El enemigo es común —puntualizó la muchacha—. Y probablemente mucho más mío que suyo, pero me parece lógico que abriguen tales recelos. ¿Qué‚ puedo hacer para disiparlos?
—Les gustaría que les contaras personalmente tu historia. No quieren tener que leerla en un informe oficial, sino escucharla de tus propios labios con el fin de poder...
—¿... convencerse de que no soy una espía ... ? —le interrumpió la muchacha con una levísima sonrisa amarga—. ¡No te preocupes! No debes tener miedo a pronunciar esa palabra. Es algo que me viene ocurriendo a diario incluso con gente que no conoce mi verdadero origen... —Recorrió con la vista los rostros de los presentes tomó asiento en la butaca giratoria que evidentemente había sido colocada allí con esa intención e inquirió con absoluta tranquilidad—: De acuerdo ¿Qué es lo que quieren saber sobre m¡?
—Todo cuanto se refiere a los motivos por los que estás aquí, aunque sin dar nombres ni especificar lugares concretos, ya que por razones de seguridad es bueno que nos conozcamos bien, pero también es bueno que ignoremos todo sobre la auténtica filiación de nuestros compañeros de operación... ¿Está claro?
—Muy claro. —Adelante entonces...
Erika Simon se tomó unos momentos para reflexionar, buscó en su bolso un cigarrillo, lo encendió rechazando con un ligero asentimiento de cabeza la intención de uno de los presentes de levantarse para ofrecerle fuego, y tras observarles uno tras otro, comenzó con voz pausada:
—Nací en Alemania, eso lo saben ya, y provengo de una... digamos «acomodada» dinastía de banqueros de una pequeña ciudad próxima a Berlín. Formo parte de una numerosa familia constituida por padres, hermanos, abuelos, tíos e infinidad de primos con los que compartí una infancia y una juventud tranquila y feliz. Vivíamos en una enorme casa en el campo en cierto modo parecida a ésta, y admito que hasta hace, unos cuatro años tenía todo lo que una muchacha pudiera desear. Todo, excepto aquello que en Alemania parece ser hoy por hoy más importante que la bondad, la juventud, la riqueza, la inteligencia o la honradez... una partida de bautismo.
Lanzó un hondo suspiro y permitió que transcurrieran unos instantes antes de dar una profunda calada a su cigarrillo, exhalar el humo y añadir:
—Soy judía. Mis padres son judíos, mis abuelos judíos, mis bisabuelos judíos, y la mayor parte de la gente con la que me relacionaba judía, por lo que llegó un momento en que ese único «defecto» a los ojos de los gentiles anuló cualquier otra virtud. Era como si una simple lenteja hubiera ocultado la luz de mi universo por el simple procedimiento de pegármela en la córnea. Nada de cuanto pudiera hacer o decir servía de nada. ¡Era judía!
—Y rebelde.
Erika Simon dirigió una severa mirada a Bruno Alvarado, el autodenominado Capitán Akab, que era quien había aventurado tal observación.
—Sí, en efecto —admitió a duras penas—. Era judía y rebelde. Mis padres, mis hermanos, mi familia y la práctica totalidad de mis amigos opinaban que lo más prudente era quedamos quietos hasta que la fiebre antisemita pasara de largo, tal como había pasado tantas veces a través de la historia, pero yo era por aquel entonces joven e impulsiva, por lo que adopté‚ la estúpida actitud de enorgullecerme de mi origen enfrentándome abiertamente a cuantos hijos de puta de brazo en alto me insultaban.
—Una actitud muy peligrosa, no cabe duda.
—Muy peligrosa, en efecto, ahora lo tengo claro. Pero por aquel entonces yo era una irresponsable...—Carraspeó ligeramente optó por apagar la colilla del cigarrillo en el momento de insistir—: Tan peligrosa, que los padres de mi prometido advirtieron a los míos que como continuase con semejante actitud pondría la boda en peligro, y el viejo sueño de unir a dos poderosas familias de banqueros quedaría roto para siempre.
—¿Eso quiere decir que tienes novio? —inquirió una elegante mujer que escuchaba atenta desde el rincón más alejado de la mesa.
—No. No es exactamente «un novio» tal como aquí se estila. En mi ambiente familiar las cosas no se hacen de ese modo. Casi desde el día en que nací, mis padres acordaron que acabaría casándome con un primo lejano al que en realidad no he visto más que en un par de ocasiones, y de eso hace ya muchos años. En estos momentos no tengo la más mínima idea de dónde se encuentra, y desde luego tampoco tengo la más mínima intención de casarme con él.
—Siempre he creído que ese tipo de uniones tan sólo se practicaban entre pueblos bárbaros... —comentó una voz anónima.
—A menudo, las sociedades más avanzadas mantienen bárbaras tradiciones —fue la calmosa respuesta—. La prueba está en que los reyes casi siempre se casan entre sí. En esas creencias me educaron, y desde que tengo uso de razón me hice a la idea de que m¡ principal obligación era mantenerme intacta hasta el día en que tuviera que formar un hogar que contribuyera a hacer más fuerte a mi pueblo. Me habían enseñado que tan sólo conservando la pureza de nuestra raza y nuestras milenarias tradiciones, sobreviviríamos a las asechanzas de los gentiles.
—Ésa viene a ser algo semejante a la teoría de pureza de sangre que predica Hitler: la supremacía de la raza aria sobre todas las demás.
—Tal vez, pero la diferencia, es que los judíos la practicamos pacíficamente y por medio de la unión familiar, mientras que los argumentos de Hitler son los tanques y los cañones. Lo único que pretendemos es que nos permitan ser nosotros mismos, pero sin rechazar o despreciar a nadie. Y ésa no es, que yo sepa, la forma de actuar de los nazis.
—¡No, desde luego! —puntualizó Bruno Alvarado—. Eso resulta evidente, y debido a ello nos encontramos aquí. Continúa...
—¿Por dónde iba...? ¡Ah, sí! Quedamos en que no me dejaba pisotear, con lo que, según algunos, estaba poniendo en peligro al resto de la comunidad, por lo que mi padre decidió que lo mejor que podía hacer era enviarme a Inglaterra hasta que las cosas se normalizasen. —Exhaló un nuevo suspiro—. Año y medio más tarde, un nueve de noviembre, lo recordaré viva, estalló la terrible Noche de los Cristales Rotos. Ese día H¡tler había pronunciado un discurso ferozmente antisemita y a continuación sus fuerzas de choque se ensañaron de una forma brutal con mi gente. Cuando a los pocos días tomé conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo me presenté en la sede del Ministerio de la Guerra me ofrecí para luchar, no contra mi país, eso quiero que quede muy claro, sino contra quienes lo han convertido en lo que ahora es.
—¿Dónde se encuentra en estos momentos tu familia?
—Desde que los deportaron no tengo noticias de ella.
—¿Has acudido a la Cruz Roja? —He acudido a todas las instituciones que podrían proporcionarme algún tipo de información, pero ha resultado inútil. Lo único que sé es que un buen día los obligaron a abandonar nuestra casa, los subieron a un tren y desaparecieron. Mi hermano tiene ahora catorce años, y es muy posible que le estén obligando a cavar trincheras en cualquier frente de guerra.
—¿Y pretendes vengarte por ello?
Herman dedicó una larga y severa mirada al jovencito que había hecho semejante pregunta, pareció a punto de responder agriamente, pero se lo pensó mejor, se observó las uñas con profunda atención, y sin alzar la vista puntualizó—
—Mi madre me enseñó que la venganza es la más inútil de las tareas, puesto que llega siempre cuando el mal ya está hecho. Y mi padre me acostumbró a no perder el tiempo inútilmente...—Ahora sí que alzó la cabeza para mirar de frente—. En estos momentos no sé exactamente de quién debería vengarme, pero lo que sí sé es que hay que evitar que las cosas que están ocurriendo en Alemania se extiendan al resto del mundo. A mi modo de ver es mucho más importante detener a los nazis, que vengarse de ellos.
—¿Te sientes capaz de conservar la sangre fría cuando te tengas que ir a la cama con un nazi? —quiso saber la descarada prostituta a quien Bruno Alvarado había llamado Magdala.
—Tu misión consiste en entrenarme para eso —fue la tranquila respuesta.
—¡No te confundas! —le contradijo la experimentada profesional—. Mi misión consiste en enseñarte a fingir que amas a un hombre, no a fingir que no le odias. Son cosas muy distintas. Yo me he ido a la cama con cientos de hombres que me resultaban indiferentes, pero sería incapaz de acostarme con uno del que sospechara que había contribuido a destruir a mi familia.
—Tendré‚ que aprender a vivir con eso.
—No te va a resultar fácil.
—Nada resulta fácil en los tiempos que nos ha tocado vivir —intervino el Capitán Akab dando pruebas de que deseaba dar por zanjada la discusión—. Cada uno de nosotros tendrá que intentar ahogar sus odios y ocultar sus sentimientos. Y os aseguro, lo sé por experiencia, que mucho más difícil resulta no tirar el fusil y echar a correr cuando un tanque se te viene encima, que fingir que sientes lo que no sientes. Si miles de chicos están aprendiendo a enfrentarse a los Panzers sin miedo a la muerte, estoy seguro de que Erika será capaz de vencer su repugnancia cuando tenga que acostarse con un nazi... —Se volvió a ella para inquirir con firmeza—: ¿O me equivoco?
Tendida en la cama, y observando a la luz del mortecino farol del jardín las gotas de fina lluvia que se deslizaban por el cristal de la ventana, Erika Simon se repitió la pregunta que tantas veces se había hecho desde el momento mismo en que decidió aceptar aquella compleja misión.
¿Sería capaz de fingir el asco que sentía cuando alguno de los causantes de la desaparición de su familia intentara ponerle la mano encima?
¿Tendría el valor suficiente como para devolver sus caricias y permitir que penetrara en lo más íntimo de su ser?
Recordaba a los muchachos que la acosaban escupiéndole a la cara que no era más que una «perra judía», y se preguntó cuál sería su reacción en el momento de tener que desnudarse delante de uno de ellos para ofrecerle algo que siempre había creído reservado a un solo hombre.
Y le acudió a la mente la sucia expresión de aquel cerdo de boca babeante que una tarde en el parque intentó manosearle los pechos sin cesar por ello de gritar vivas a Hitler.
¿Se encontraría en Fuerteventura con semejante clase de indeseables? ¿Sería a ellos a los que se vería obligada a satisfacer de todas las formas a su alcance?
¿No bastaba con el mal que le habían causado o el insoportable dolor que sentía por su causa, para que ahora tuviera que convertirse en mero objeto de placer a su servicio?
Necesitaba meditar sobre ello.
Necesitaba llegar al fondo de su propio corazón, pese a que significara pasarse las noches en vela, puesto que sabía a ciencia cierta que, en caso de fracasar, pondría en grave peligro las vidas de cuantos la acompañaran en aquella arriesgada misión.
Cada hora se arrepentía por haber aceptado formar parte de ella, y a la hora siguiente se arrepentía de haberse arrepentido.
Sopesaba sus fuerzas y le aterrorizaba descubrir lo escasas que llegaban a ser.
Medía sus temores y no encontraba un metro lo suficientemente largo.
Contaba sus bazas y le sobraban los dedos de una mano.
¿Qué podría hacer contra lo que constituía lo más sofisticado de la implacable maquinaria de guerra hitleriana?
Las tropas del Führer habían arrasado Europa en lo que sin lugar a dudas constituía poco menos que un auténtico paseo militar, y por lo que se preveía muy pronto cruzarían el Canal con la intención de aplastar definitivamente el molesto foco de terca y desesperada resistencia británica.
Y ella, la pequeña e indefensa Erika Simon, una despreciable «perra judía», había sido elegida para intentar infringir una severa derrota al gran caudillo en el lugar en que menos se lo esperaba.
¡Fuerteventura!
Significativo nombre, a buen seguro.
La isla de la gran aventura, o quizá la isla en que existió tiempo atrás un viejo fortín que debió llamarse «suerte» o «ventura»
No podía saberlo.
En realidad lo único que sabía era lo que el Capitán Akab le había dicho: que se trataba de un lugar inhóspito y casi deshabitado, muy próximo al desierto del Sáhara.
¿Cómo es que había llegado hasta allí la guerra?
¿Que se le había perdido al ejército alemán en aquel remoto lugar del universo?
—Al ejército alemán nada... —había puntualizado el circunspecto Barbarroja—. Pero a la marina alemana, mucho. Tenemos informes dignos de crédito que aseguran que la isla de Fuerteventura es un punto de referencia esencial para los submarinos de la flota del Atlántico. Y esos malditos submarinos nos están causando un daño irreparable. Al Primer ministro le preocupan más que todos los ataques aéreos sobre Londres puesto que los ingleses sabemos reponemos del destrozo físico y moral que causan los bombardeos pero no estamos en condiciones de reponer los barcos que nos hunden. Sobreviviríamos sin Londres, Pero sin barcos estaríamos perdidos.
¡El primer ministro! El propio Winston Churchill; el hombre que había admitido que prefería ver Gran Bretaña en ruinas que deshonrada por la presencia enemiga, consideraba que existía algo aún peor que esas ruinas, y algo aún más peligroso que los aviones y que quizá la respuesta se encontraba en la lejana isla de Fuerteventura.
Erika S¡mon sabía que la habían elegido para encontrar esa respuesta, y estaba decidida a encontrarla costara lo que costara.
Al fin y al cabo la prostitución era una actividad tan remota como el ser humano, y millones de mujeres obligadas a practicarla por motivos mucho menos importantes. Si tantas otras habían aprendido a tragarse su repugnancia, ella también aprendido a hacerlo.
Amanecía cuando había tomado ya su decisión, y con la primera claridad del día golpeaba suavemente la puerta de la tan acertadamente apodada Magdala, quien a los pocos instantes abrió con los ojos enrojecidos por el sueño, Y la voz ronca y cascada.
—¿Qué mosca te ha picado? —gruñó
—Tenemos mucho que hacer, y es hora de empezar —replicó intentando esbozar una sonrisa.
La otra inclinó la cabeza para observarla como si se tratara de un bicho llegado de otro planeta, y lo primero que hizo fue abrir de par en par la puerta para indicar con un gesto la cama en la que se distinguía el desnudo cuerpo de un hombre.
—¡Escucha, bonita! —masculló con la boca pastosa—. Yo soy una magnífica profesional a media tarde, de noche cerrada, e incluso casi d amanecida... Pero a quien me toque los cojones por las mañanas le arranco los huevos a mordiscos.
Le cerró la puerta en las narices lanzando un profundo reniego y dejándola clavada en la mitad del pasillo, pálida y desconcertada, hasta el punto de no advertir que otra puerta se había abierto a sus espaldas y la elegante dama a la que llamaban Chanel Número Cinco la observaba.
—No te preocupes querida... —le dijo obligándola a dar un respingo—Por la mañanas suele ser de lo más vulgar, pero tras el almuerzo ni siquiera se acordará de que la has despertado. ¡Ven! Aprovecharemos el tiempo en elegir tu vestuario. Hay que tener muy presente que tienes que convertirte en una señorita amable, sofisticada y muy elegante.
La tomo afectuosamente por la cintura y la condujo hasta un espacioso salón que se encontraba abarrotado de perchas de las que colgaban toda clase de vestidos apropiados para cualquier hora del día o de la noche.
—Todo continental... —señaló puntillosa Chanel Número Cinco haciendo un amplio gesto que dejaba entrever un innegable orgullo—. París, algo de Berlín y un poco de Viena, puesto que no puedes llevar contigo ni una sola prenda, ni un solo objeto personal, adquirido en Inglaterra.
—Ya me lo han aclarado. «Oficialmente» nunca he salido de Alemania.
—¡Exacto! Nunca has salido de Alemania y esta ropa francesa la compraste en Berlín. —Le apuntó con el dedo—. Y recuerda otra cosa: no hablas inglés; apenas chapurreas las cuatro palabras que te enseñaron en el colegio.
—Lo tendré en cuenta.
—No debes olvidarlo. Si a nosotros nos incomodó tu acento, obligándonos a abrigar ciertos recelos, de igual modo a un alemán podría inducirle a sospechas una prostituta, por muy de lujo que sea, que hablase un inglés demasiado correcto... —Extendió la mano, se apoderó de un vaporoso vestido azul turquesa y lo colocó ante su acompañante deteniéndose a observar el efecto que hacía—. ¡Bien! —dijo—. Empecemos con éste... Te hace juego con los ojos, y es de tu talla... ¿Te importaría probártelo?
Una hora más tarde el profesor de gimnasia, el atlético bigotudo que responda al curioso apodo de Queequeg, y que era en realidad el nombre del arponero polinesio de Moby Dick, acudió a rescatarla de entre un auténtico océano de sedas, brocados y lencería.
—Es hora de empezar a trabajar en serio —dijo—. Todos esos trapajos no van a servirte de nada si no aprendes lo que en verdad tienes que aprender.
La práctica totalidad de la pared central del improvisado gimnasio que había montado en el salón principal del caserón aparecía cubierta por grandes dibujos que a primera vista podrían confundirse con simples ejercicios destinado a excelentes atletas, aunque en realidad cada uno de ellos había sido diseñado pensando en un fin muy concreto.
—Son dieciséis figuras, que corresponden a las letras básicas del alfabeto, puesto que hemos prescindido de aquellas que no nos son absolutamente esenciales —puntualizó Queequeg— ¿Lo vas entendiendo?
—Más o menos.
—Con esas dieciséis figuras tendrás que componer cada palabra aunque se encuentre llena de faltas de ortografía. Nosotros sabremos interpretarlas.
—Espero que así sea.
—No te preocupes —le tranquilizó su instructor—. Intentaremos que nuestro vocabulario común sea lo más limitado posible y lo mismo nos dará que digas «barco» que «varco». Lo que importa es la idea, y que sepas pasar de una letra a la siguiente con total naturalidad. Tú procura transmitimos el mensaje con rapidez, que ya nosotros le dedicaremos el tiempo que sea necesario a la hora de interpretarlo.
Herman no respondió, atenta como estaba a analizar cada uno de los movimientos que se vería obligada a realizar, y al cabo de un rato agitó la cabeza con gesto pesimista.
—Creo que me voy a armar un lío de todos los demonios —admitió. —Pero aún en el caso de que fuera capaz de conseguirlo, que se me antoja algo así como imposible, lo que no entiendo es cómo voy a saber si habéis recibido o no el mensaje. Éste es un sistema que tan sólo funciona en una dirección.
—¡Naturalmente! —fue la respuesta—. Eres tú quien transmite la información. Nosotros no tendremos nada que contarte. Cada mensaje lo repetirás dos veces, y malo será que en cualquiera de ellas no captemos su significado. Luego ya no tendrás que preocuparte de nada porque si nos equivocamos habrá sido culpa nuestra.
—¿Quiere eso decir que siempre estaré a ciegas?
—Como un topo.
—Pues me recuerda lo que le dijo aquel mariquita al que le abordó una buscona en la calle: «Hija, además de puta, ciega.»
—Me alegra que conserves el sentido del humor —le hizo notar Queequeg dándole una palmada en la espalda que casi la tumba de bruces—. Nos esperan tiempos muy duros, y amargándonos la vida no llegaremos a parte alguna. —Señaló una esquina de la sala—. Detrás de ese biombo tienes ropa apropiada. ¡Cámbiate y empecemos con los ejercicios!
Era duro.
Muy duro.
Pasar de sedentaria traductora subalimentada a superactiva gimnasta obligada a comer cuatro veces al día con el fin no sólo de reponer energías, sino de intentar un sustancial aumento de peso, exigía un esfuerzo, una dedicación y una fuerza de voluntad francamente encomiables.
—Me siento orgulloso de ti —le hizo notar Bruno Alvarado una noche en que la observaba cenar con envidiable apetito—. Otra semana más así y habremos conseguido la primera parte de nuestro objetivo. —Se manoseó la punta de la nariz con un gesto que solía repetir tanto más cuanto más incómodo se sentía—. Pero aún tenemos pendiente un tema prioritario —añadió al fin—. ¿Cómo te va con Magdala?
—¡Muy bien! —fue la alegre respuesta—. De momento he aprobado el teórico. —Le guiñó un ojo—. Ya he aprendido lo que es «un francés», «un griego» y un «sesenta y nueve». Incluso he comenzado a practicar modalidades de felación con un pene de plástico...
—¡Por favor!
—¡Te has ruborizado! —exclamó la muchacha divertida—. ¡Oh Señor! El gran jefe se ha ruborizado. Esto tengo que contarlo.
—¡Ni se te ocurra! —El Capitán Akab carraspeó una y otra vez como si se le hubiera atravesado una lenteja en la garganta—. Hablemos en serio —suplicó—¿Qué piensas hacer al respecto?
—Voy a pasar el próximo fin de semana en un prostíbulo.
Su interlocutor tardó en reaccionar, mudo de asombro.
—¿Cómo has dicho? —balbuceó al fin.
—Que Magdala y yo nos vamos a encerrar todo el fin de semana en el prost¡bulo del Soho, por lo que el próximo lunes espero tener la asignatura aprobada, e incluso con suerte aspirar a nota alta.
—¡No puedo creerte!
—¿Y qué otra cosa esperabas? ¿Que perdiera «mi inocencia» a manos de alguien que en verdad me apeteciera?
—¡Pues qué quieres que te diga...! —replicó el otro, cada vez más confuso—¡Realmente sí! Siempre supuse que tendrías algún amigo con quien hubieras mantenido algún tipo de relación por mínima que fuera.
—¿Y qué habría conseguido con eso? —inquirió Herman con sorprendente frialdad—. ¿Demostrar que puedo acostarme con un hombre? Eso ya lo sé, no soy estúpida. Lo que tengo que demostrar es que soy capaz de acostarme con veinte aunque me repugnen. ¡Eso significará que puedo ejercer de auténtica prostituta! Lo demás son tonterías.
—¡Joder ...!
—De eso se trata... ¿O no?
—Sí, pero...
—¡No hay peros...! —le interrumpió ella con una cierta agresividad en la voz—. Lo que te ocurre es que una cosa es planificar un operativo en el que la pieza clave es una prostituta alemana que está dispuesta a traicionar a su país, y otra encontrarla. Lo lógico es que no sea alemana, no sea prostituta o no esté dispuesta a traicionar a su país. —Le señaló acusadoramente con el dedo—. Lo habéis calculado todo muy bien, pero cuando al fin ese personaje imaginario toma cuerpo y se convierte en un ser real, lo único que se te ocurre es exclamar: «¡Joder!»
—¿Y qué otra cosa quieres que diga?
—Que de los tres supuestos, el mío es el más sencillo. Os resultaría mucho más difícil hacer pasar por alemana a alguien que no lo fuera, o conseguir que una auténtica prostituta alemana de pura raza traicionara a los suyos.
—Tienes una mente retorcida.
—¡En absoluto! —le contradijo ella—. Tengo una mente simple, objetiva y analítica: estamos en guerra, nos jugamos mucho, y si tengo que hacer de puta tengo que ser la más puta de todas, o marcharme a mi casa sin poner en peligro vuestras vidas. El resto, que un amigo me desvirgue con delicadeza, o darte una mamada bajo la mesa no son más que chapuzas.
El llamado Capitán Akab, que en aquellos momentos parecía estar capeando un temporal sobre la cubierta de su viejo Pequod, lanzó un bufido, se puso en pie, dio unos pasos sin saber exactamente hacia dónde, y por último exclamó indignado:
—¡Por Dios que jamás he conocido a nadie tan absolutamente radical! Eres capaz de pasar de la nada al todo en un abrir y cerrar de ojos,
—¿Es que acaso cuando Hitler lanza sus tanques al ataque lo hace con moderación? ¿Y la Gestapo no asesina, sino que se limita a dar patadas en las espinillas? ¡Oh, vamos, Bruno! Parece mentira que sea yo quien tenga que recordarte qué es lo que se espera de nosotros.
—¿Y estás segura de que eso es lo que se espera de ti?
—Estoy segura de que tiene que ser el primer paso.
Erika Simon dio, en efecto, ese primer paso durante el fin de semana siguiente, y no pasó desapercibido el hecho de que al regresar era una persona en ciertos aspectos muy distinta.
Nadie, y el Capitán Akab menos que nadie, se atrevió a inquirir qué era lo que había ocurrido durante aquellas agitadas y amargas cuarenta y ocho horas, pero resultó evidente que la habían marcado de forma indeleble.
Tampoco Magdala aceptó hacer comentario alguno, pero sus compañeros advirtieron de inmediato que su actitud para con su pupila había cambiado, y la trataba ahora con un especial afecto y respeto desacostumbrados en alguien que tenía a gala comportarse con todo el mundo de una forma en exceso vulgar y desgarrada.
Su respuesta cuando Queequeg quiso saber si en su opinión corrían algún peligro de que Herman pudiera fracasar en su misión, fue escueta y cortante.
—No, en lo que a ese tema se refiere.
Superado el difícil escollo, la labor del equipo se centró en los mil detalles que aún quedaban por resolver, hasta que al fin una lluviosa tarde Bruno regresó de un rápido viaje a Londres para depositar sobre la mesa un grueso dossier que contenga media docena de fotografías.
—Aquí tienes! —dijo—. Procura aprenderte cuanto se refiere a la vida y milagros de la señorita Greta Köhler, porque dentro de doce días tendrás que suplantarla.
Erika Simon estudió con detenimiento las fotografías y al fin asintió con un leve ademán de cabeza:
—No cabe duda de que existe un ligero parecido, pero dudo de que pudieran confundimos.
—No tienen por qué confundiros —le hizo notar su interlocutor—. Estamos seguros de que en Fuerteventura nadie la conoce y para tus futuros clientes tan sólo serás una berlinesa del montón que escogió lo que se ha dado en llamar «el camino fácil».
—¿Y qué será de ella? —Eso no tiene por qué preocuparte.
—¿Piensas matarla? —Ya te he dicho que ése no es tu problema.
—Pues yo insisto en que sí lo es. —Volvió a la carga la muchacha—. Y no porque me preocupe mi seguridad, que ya imagino que es algo que tendréis resuelto, sino porque creo que tengo derecho a estar al corriente de todo cuanto se refiere a la Operación Moby Dick.
—De acuerdo! —admitió el medio canario encogiéndose de hombros como si con ello intentara liberarse de todas sus responsabilidades—. Este operativo exige algunos sacrificios, y ése será uno de ellos.
—Lo siento por ella.
—También yo, pero cuando cada viernes leo la lista de los barcos torpedeados por submarinos alemanes y el número de hombres, mujeres y niños que se han ahogado, no puedo más que preguntarme qué ocurriría si fracasáramos. Es muy posible que esas listas se multiplicaran por diez... O por cien.
—¿Estás convencido de ello?
—Barbarroja lo está y eso me basta. El hecho de que esta operación haya pasado a convertirse en prioritaria cuando existen tantos fuegos que apagar en tantos puntos, demuestra a todas luces que el peligro es cierto, y que es muy posible que el destino de esta guerra no esté en los campos de batalla europeos o en los cielos londinenses, sino en los océanos. Al fin y al cabo Inglaterra es una isla, y ésa ha sido desde el comienzo de los siglos su mayor ventaja, y su peor inconveniente.
—Siempre tuve entendido que la superioridad de la flota británica no admitía ningún tipo de discusión.
—Y así es —admitió él—. La Gran Flota supera en proporción de diez a uno al poderío de la Flota de Alta Mar alemana que jamás osaría enfrentarse a la nuestra abiertamente. Se demostró durante la Primera Guerra Mundial donde la aniquilamos, y se está demostrando cada vez que se nos ha presentado la oportunidad de un choque directo. Por eso, el almirante Raeder rara vez asoma la oreja, para que no le vuelva a ocurrir como con el acorazado Graf Spee en la batalla de Montevideo. Debido a ello, ha confiado al almirante Doenitz el mando de la flota de submarinos.— Lanzó un hondo suspiro—. Y el almirantazgo está convencido de que Doenitz es el hombre más inteligente y el marino más astuto con que cuenta es estos momentos el Alto mando alemán. Si como sospechamos ha sido capaz de construir ese fantástico submarino al que llaman Barracuda y convence a H¡tler de que lo produzca en serie, en menos de seis meses nuestra gloriosa Gran Flota acabaría en el fondo del océano, con lo que quedaríamos a merced de nuestros enemigos.
—¿Tan peligroso es?
—Aún no sabemos cuánto, pero si confiamos en los informes de los servicios secretos, debe tratarse de un arma terrorífica. Sospechamos que lo ha diseñado un tal Profesor Walter, una especie de genio del que no hemos conseguido averiguar gran cosa, y si aseguran que es capaz de navegar en absoluto silencio al doble de velocidad que cualquier submarino convencional por medio de unos motores sobre cuyo combustible lo ignoramos todo... —Bruno Alvarado lanzó un corto reniego como si lo que decía le indignase—. Por lo visto su autonomía es de más de siete mil millas, y puede sumergirse a casi doscientos metros de profundidad. Si a ello se le une un sofisticado armamento del que también lo ignoramos todo, comprenderás que una veintena de Barracudas en libertad por el Atlántico nos cortarían la yugular definitivamente.
—Entiendo. —Confío en que lo entiendas, puesto que en el hipotético caso de que el día de mañana los americanos decidieran intervenir realmente en el conflicto, nada podrían hacer con una jauría de esos monstruos apostados frente a sus costas. Irían hundiendo sus naves una tras otra como si jugaran al tiro al blanco. Un submarino tan rápido, silencioso y profundo resulta totalmente indetectable y por lo tanto indestructible.
—¿Y por qué no los están construyendo en serie?
—Porque Doenitz no debe querer arriesgarse a dejar de producir submarinos convencionales hasta estar convencido de que el prototipo es absolutamente seguro. Si por cualquier razón fracasase se quedaría, como se suele decir, «con el culo al aire», y eso no es algo que se perdone en la Alemania nazi. Emplear un acero de primerísima calidad que les hace falta para tanques y cañones, en unos submarinos que a la hora de la verdad no diesen el resultado apetecido, pondría en peligro su maquinaria de guerra y provocaría un peligroso enfrentamiento entre ejército y marina.
—Suena lógico —admitió la muchacha.
—Es que es lógico —fue la convencida respuesta—. H¡tler no tenía previsto enfrascarse en una guerra tan compleja hasta dentro de cuatro años. Para entonces esperaba estar muy bien equipado, y sobre todo haber conseguido una gran flota siguiendo el famoso plan Z del almirante Raeder. No obstante, se equivocó imaginando que no reaccionaríamos ante la invasión de Polonia, al igual que no habíamos reaccionado cuando se anexionó Austria y Checoslovaquia. Confiamos en que ese error le cueste muy caro, pero para conseguirlo tenemos que impedir que pueda desarrollar nuevas tecnologías a las que no sabríamos cómo hacer frente.
—¿Y ahí es donde entro yo?
El otro asintió con un decidido ademán de cabeza.
—Ahí es donde entramos todos —dijo—. La Operación Moby Dick ha sido diseñada con el único fin de evitar que esa peligrosa ballena blanca demuestre de lo que es capaz y pueda llegar un día en que nuestras costas se vean infestadas de Barracudas.
—Pero ¿por qué Fuerteventura?
—Porque es el único lugar del mundo en que tenemos una oportunidad de ponerle la mano encima.
—¿Y eso?
—Como sabes, las Canarias pertenecen a España que está en poder de los fascistas. El general Franco no se decide a entrar en guerra, pero pese a que «oficialmente» se mantiene neutral, lo cierto es que simpatiza con los nazis, por lo que hace la vista gorda a sus actividades en una isla a la que periódicamente acuden las tripulaciones de los submarinos que se encuentran por los alrededores con el fin de «tomarse un descanso».
—¿E imaginas que el Barracuda recalará por allí?
—Es muy probable. Desde que lo botaron abandonó las costas alemanas consciente de que en sus proximidades acabaríamos por localizarle, y según nuestras noticias merodea por el Atlántico central. De hecho varios barcos han sido hundidos en circunstancias que nos obligan a pensar que ha sido obra suya. Lo lógico es, a mi modo de ver, que cuando decida repostar, hacer una revisión a fondo, dar el parte de cómo reacciona, o simplemente «tomarse unas merecidas vacaciones», lo haga en Fuerteventura en lugar de arriesgarse a regresar a Alemania.
—¿Tenemos barcos cerca de las Canarias?
—Ni barcos ni aviones —fue la desalentadora respuesta del Capitán Akab—. Hoy por hoy tan sólo contamos en el archipiélago con media docena de colaboradores y un indeterminado número de simpatizantes.
—¿Y sólo con eso confías en destruir a un submarino que es capaz de descender a doscientos metros de profundidad?
Su interlocutor no pudo por menos que guiñarle un ojo con picardía.
—Con eso y con tu inestimable ayuda —dijo.
—¡Me sobreestimas! —fue la inmediata respuesta—. No te niego que tu confianza me enorgullece, pero también me abruma. De momento me habéis enseñado a diferenciar un acorazado de un crucero, pero en lo que se refiere a submarinos se me antojan todos iguales.
—Y por fuera lo son —admitió él—. O al menos lo parecen, y según tengo entendido exteriormente al Barracuda se le podría confundir con el tristemente famoso U—37 que suele actuar por los alrededores de las islas, y que tantas bajas ha causado. —Lanzó un sonoro resoplido que parecía indicar la magnitud de la tarea que se les presentaba—. El principal objetivo de nuestra misión será determinar si quien acude a Fuerteventura es un submarino más de la clase U, o el que en verdad nos interesa.
—¿Y cómo piensas conseguirlo?
—Te lo diré cuando lo sepa.
—¡Esperanzadora respuesta, vive Dios! Cuando acepté este trabajo imaginé que lo tendríais ya todo previsto.
—¡Querida mía...! —puntualizó el Capitán Akab con una enigmática sonrisa que más parecía pretender ocultar mucho que aclarar nada—. En la guerra, como en la política, los planteamientos se hacen confiando más en los errores ajenos que en los propios aciertos. Nadie hace planes a largo plazo, puesto que sabe de antemano que raramente se cumplen. Lo que en verdad importa es reaccionar con rapidez, poniendo parches aquí y allá y confiando en que el tinglado no se te venga encima cuando menos lo esperas.
—¿Y en este caso particular confías en que yo sea capaz de diferenciar un submarino común y corriente, de uno muy especial?
—¡En absoluto! —le contradijo su interlocutor convencido de lo que decía—. Estoy seguro de que probablemente ni siquiera llegarás a vislumbrar un submarino ni de lejos...
—¿Entonces...?
—En lo que sí confió es en que sepas apreciar cuál es la diferencia entre la tripulación de un submarino común y corriente, y la de un prototipo en el que nuestro querido enemigo Adolf Hitler ha puesto todas sus esperanzas.
—¡Difícil me lo pones! —Difícil es, lo sabes de sobra.
Difícil resultaba, en efecto, hacerse pasar por una, baqueteada prostituta cuando toda su experiencia sexual se limitaba a un cursillo acelerado de cuarenta y ocho horas.
Difícil resultaba transformarse en ágil gimnasta capaz de transmitir a largas distancias complejos mensajes sin más ayuda que las contorsiones de su cuerpo.
Y más difícil aún resultaba tener la capacidad de discemimiento necesaria para dilucidar si un determinado oficial se limitaba a hundir barcos indefensos o formaba parte de una tripulación superespecializada.
De nuevo a solas, Erika Simon intentó concentrarse en la tarea de aprenderse de memoria cada detalle de la poco edificante vida de una golfilla llamada Greta Köhler, sin querer detenerse a meditar en que muy pronto estaría muerta, ni mucho menos aún en la evidencia de que sería aquélla una de tantas muertes inútiles, puesto que la misión que se le estaba encomendando resultaba poco menos que imposible.
Le agobiaba la responsabilidad que estaban depositando sobre sus espaldas, y más aún le agobiaba comprender que era ella quien había insistido en que fuera así aún a sabiendas de que no estaba preparada para hacer frente a semejante tarea.
Siempre había imaginado que los espías eran gente muy especial que debían llevar años preparándose para llevar a cabo su difícil trabajo con absoluta eficiencia, y de improviso descubría en carne propia que en el fondo no se trataba más que una de las tantas chapuzas que se realizaban a diario.
¡Odiaba las chapuzas!
Metódica y detallista hasta casi la exasperación, Erika Simon había heredado de su padre, último eslabón de una larga estirpe de banqueros judíos, una desorbitada afición por las cosas bien hechas, los trabajos perfectamente rematados y los planes seguidos paso a paso con germánica puntualidad y precisión.
Y he aquí que cuando al fin se enfrentaba a un problema de cuya solución dependía mucho más que su propia vida, tenía que encararlo confiando más en el azar y la intuición que en el estudio y el razonamiento objetivos.
¿En qué podrían diferenciarse un oficial de submarino con otro oficial de submarino por muy sofisticado que este último fuese?
¿Acaso llevaban el nombre de su nave en la gorra como los tripulantes de los barcos mercantes?
¿Confiaba el Capitán Akab en que se fueran de la lengua haciendo alarde de su «especialización» mientras retozaban desnudos sobre una cama?
¡Diantres!
«Los borrachos y los niños suelen decir la verdad», rezaba el dicho, y como estaba claro que no iba a Fuerteventura a acostarse con niños, tendría que irse a la cama con más de un borracho si es que pretendía sonsacarles alguna información sobre la auténtica naturaleza de su nave.
Tres de los hombres con los que se vio obligada a mantener relaciones durante su interminable fin de semana en Londres habían bebido más de la cuenta, uno de ellos se quedó dormido sin llegar tan siquiera a tocarla, pero al recordar lo degradante de la amarga experiencia con los dos restantes, se planteó por enésima vez si se sentía capaz de llevar a feliz término su desagradable misión.
El hedor de aquellos cuerpos sudorosos y la pestilencia de un aliento que se clavaba en el cerebro como una aguja al rojo vivo le perseguía día y noche por más que se bañara restregándose con una esponja, y el solo hecho de imaginar que tendría que volver a pasar por lo mismo infinidad de veces le revolvía el estómago y la mantenía durante horas con los ojos clavados en el techo.
Jamás se había planteado anteriormente qué podía experimentar una mujer en el momento de tener que entregarse a un hombre que le repugnara, ya que ésa era una cuestión que hasta la semana anterior no tenía por qué estar en la mente de una muchacha joven y bonita para quien el sexo y el amor constituían aún una hermosa ilusión limpia y sin sombras.
Ahora, sin embargo, lo sabía
Y el hecho de saberlo le obliga a reflexionar sobre cuántos millones de mujeres se verían obligadas a pasar a diario por idéntico calvario.
No hacía falta ser puta
Bastaba con tener que compartir la cama cada noche con alguien a quien no se desease, y eso por desgracia solía ocurrir con demasiada frecuencia.
A menudo se sorprendía a sí misma pensando en su madre.
Pocas ocasiones habían tenido para hablar de un tema que ambas parecían empecinadas en soslayar hasta que se aproximara en verdad el día de su boda.
Entre los suyos quedaba sobreentendido que su destino era casarse con el hombre que le había sido designado y limitarse a traer al mundo niños sanos, fuertes e inteligentes que el día de mañana fueran capaces de preservar la vieja estirpe de quienes ya habían financiado las aventuras guerreras del emperador Carlos.
El sexo era otra cosa.
El sexo era algo que los hombres practicaban fuera de casa y a lo que una buena esposa no tenía por que hacer mención salvo en muy contadas ocasiones.
Así se había actuado desde muy antiguo en su familia, y as¡ la habían educado.
Y ahora era puta.
O al menos tenía que aprender a comportarse como una auténtica puta.
¿Acaso era mucho peor que malvivir, hambrientos y hacinados, en los barracones del frío campo de concentración de la frontera polaca en el que probablemente habían sido internados sus padres?
Trató de imaginarse a su madre, tan distinguida y severa compartiendo una sucia letrina con cientos de desgraciados, o a su antaño todopoderoso padre, que jamás aceptaba conceder dos entrevistas en la misma semana, haciendo cola con el fin de recibir un chusco de pan duro.
Si el mundo había comenzado a girar en dirección contraria, ¿qué tenía de extraño que ella se viera obligada a convertirse en prostituta?
Incluso el papel de lesbiana se le antojaba aceptable si con ello contribuía a mitigar los sufrimientos de los suyos.
No cabía preguntarse si su sacrificio contribuiría de una forma esencial a acortar la guerra, o a devolverle definitivamente a los nazis al infierno del que al parecer habían salido. No aspiraba a tanto. Su única aspiración era el hecho de aportar un simple grano de arena, y saber, sobre todo, que no se cruzaba de brazos cuando su patria la llamaba.
¡Su patria! Poco tenía en común el hermoso país en el que había nacido con aquella horda de fanáticos que ahora se dedicaban a invadir naciones antaño amigas y a asesinar o encarcelar su propia gente con la simple disculpa de que profesaban un credo diferente.
Nada tenía en común, y por lo tanto no debía experimentar remordimientos a la hora de traicionar a quien previamente había traicionado a millones de seres inocentes.
No obstante, y pese a la firmeza de sus convicciones, le hubiera gustado disponer de un solo minuto con el fin de entrar en el enorme despacho de su padre, plantarse frente a él y preguntarle si realmente estaba haciendo lo correcto.
Viajó sola a Lisboa para hospedarse en un discreto hotel de las afueras, donde aguardó, impaciente, noticias e Bruno Alvarado.
Cuando al fin el medio canario le telefoneó, fue para ordenarle, escuetamente, que obedeciera en todo a un tal Joao Pinto.
El tal Joao Pinto hizo su aparición a la tarde siguiente y se presentó como un «hombre de negocios» de Oporto que acudía con frecuencia a las corridas de toros de Sevilla en compañía de alguna atractiva profesional, lo cual hacía que su presencia en el país vecino jamás despertara sospechas.
—Tendremos que compartir, eso sí, la misma habitación y la misma cama —aclaró—. La policía española no desconfía de mí, pero tampoco es tonta.
—No hay problema —fue la tranquila respuesta de la muchacha—. A eso he venido.
—Me alegra saberlo —admitió el portugués—. El último bonzo al que introduje en España haciéndole pasar por m¡ chofer, me causó un sinfín de problemas.
—¿«Bonzo»? —Se sorprendió Erika Simon—. ¿Qué es un «bonzo»?
El interrogado, un hombre de enormes mostachos, notable papada y un diente de oro que brillaba como un faro en mitad de la noche, la observó de medio lado para acabar por inquirir con ironía:
—¿De verdad no sabes lo que es un «bonzo»...? —Ante la muda negativa añadió burlón—: Tradicionalmente «bonzo» es una especie de monje oriental que a veces se inmola en defensa de sus creencias... —Abrió las manos como si con ello quisiera aclararlo todo—. Pero para la Ejecutiva de Operaciones Especiales, «bonzo» es todo alemán que está dispuesto a morir por liberar a su país de los nazis.
—Nadie me había hablado de ello —reconoció la muchacha.
—Curioso...! —fue la respuesta—. ¿Cuánto hace que perteneces al SOE?
—¿Al qué?
—A la Ejecutiva de Operaciones Especiales
—¿Los servicios secretos? Muy poco...Trabajé como traductora para el almirantazgo, pero sólo hace tres semanas que me reclutaron como agente.
—Pues jodidas deben estar las cosas si el amigo Gubbins tiene que recurrir a novatos —sentenció el portugués—. Pero imagino que no deben andar sobrados de mujeres guapas dispuestas a sacrificarse.
—¿Quién es Gubbins?
—¿Realmente no lo sabes? —El bigotudo se encogió de hombros—. Supongo que intentan ocultarlo, pero entre los del oficio es un secreto a voces. Se trata del general Colin Gubbins, jefe supremo y cabeza pensante del SOE. —Le guiñó un ojo—. Y el hombre al que más ganas tienen de cargarse los nazis... Después de Churchill, naturalmente... —Hizo un ademán hacia el pesado armario de vieja madera—. Y ahora es mejor que hagas las maletas. Me gustaría dormir cerca ya de la frontera.
Esa misma noche el tal Joao Pinto demostró ser un amante aceptable, respetuoso, y en cierto modo galante a su manera un tanto brusca, y lo peor que se le podía echar en cara era que le apestaban los pies desde el momento mismo en que se quitaba los zapatos.
Ya durante el largo viaje por polvorientas carreteras que eran más bien un puro bache, traqueteando en el interior de un viejo Ford de techo de lona que debió conocer tiempos de gloria cuando avanzaba impulsado por gasolina, pero que ahora renqueaba y tosía cargando a la espalda un pesado gasógeno, Erika Simon había creído percibir ligeros ramalazos de aquel hedor denso y penetrante que llegaba de pronto desde no sabía dónde.
En un principio pensó que se trataba de los olores propios de la campiña que atravesaban, tal vez el estiércol de las cuadras o aguas estancadas en los márgenes de las carreteras, pero poco a poco llegó a la conclusión de que provenían de su compañero de viaje, y no le cupo ya duda alguna en cuanto penetraron en la oscura estancia de recargados muebles y pesados cortinajes del vetusto hostal fronterizo.
Y es que eran tiempos aquellos de malos olores.
Tiempos de mugre y de miseria incluso para quienes se mantenían al margen de la contienda que arrasaba la mayor parte del continente, puesto que la guerra afectaba también a cuantos la vivían de lejos al herir de muerte el normal intercambio de materias primas que constituían la espina dorsal del comercio y el bienestar común.
Una simple pastilla de jabón o un trozo de papel higiénico se convertían a menudo en un preciado tesoro, y acostumbrada desde niña a la ropa muy blanca y con un suave olor a manzana o a jazmines Erika Simon experimentaba ahora una profunda angustia al observar cómo ni su propia ropa interior conseguía estar nunca blanca y perfumada.
Malos tiempos son aquellos en los que el ser humano se ve obligado a tomar conciencia de las miserias de su propio cuerpo.
El hecho de verse obligada a pasar la noche en aquel deprimente lugar sin más posibilidad de aseo personal que una descascarillada palangana, una jarra de agua de color impreciso y una áspera toalla que apestaba a humedad, le llevó a la conclusión de que el horror de las guerras iba mucho más allá de la violencia y la muerte, y eran situaciones como la que estaba viviendo las que mejor reflejaban la estúpida sinrazón de semejantes enfrentamientos.
Hacer el amor sobre un colchón que sin duda se encontraba plagado de chinches, con un extraño al que le hedían los pies, sin haberse conseguido desprender siquiera del polvo del camino, constituía a decir verdad un pequeño suplicio para alguien que, desde que tenía memoria, se había ido a la cama cada noche tras un relajante baño de espuma.
Y para colmo de males, Joao Pinto roncaba a destiempo.
A largos silencios que invitaban a conciliar el sueño sucedían sin preaviso agónicos graznidos que parecían surgir de la tumba a la que ya hubiera sido arrojado el durmiente, y por un instante obligaba a los testigos a mantener el alma en vilo abrigando el absoluto convencimiento de que su compañero de cama acababa de caer fulminado por un infarto.
Pero volvían de inmediato la calma y el silencio; la suave respiración casi inaudible; la paz que de un modo indefectible se quebraba uno, dos, diez, o veinte minutos más tarde,
Larga noche para el olvido, aunque suelen ser ésas las noches que permanecen para siempre en el recuerdo.
Noche de puta barata y sin experiencia.
Noche en la que ni siquiera una lágrima sirve de consuelo.
Y con la llegada del nuevo día, la irónica invitación a «desayunar bajo las sábanas» teniendo que soportar un hedor añadido al de los pies sudados.
A la hora de enjuagarse la boca y vencer las arcadas Erika Simon se planteó una vez más si tal vez no había sobreestimado sus fuerzas al aceptar convertirse en Herman.
—Cuando te asalten las dudas trata de pensar en los miles de muchachos de la edad de tu hermano que se ven obligados a matar a sangre fría —le había recomendado Magdala durante sus largas charlas nocturnas—. Permitir que un cerdo te obligue a mamársela o te ponga «a cuatro patas y mirando a La Meca», es siempre mucho mejor que degollar a un chico al que jamás has visto, hundir un barco cargado de gente inocente, o bombardear una ciudad dormida.
—¿Y cómo es posible que hayamos llegado a esto? Magdala no tenía, evidentemente, respuesta a esa pregunta, pero el Capitán Akab s¡ la tenía:
—A mi modo de ver, la culpa la tiene el Tratado de Versalles. Si las compensaciones económicas que se le impusieron a Alemania al final de la Gran Guerra no hubieran sido tan increíblemente escandalosas, no se hubieran dado las condiciones idóneas para que, años más tarde, se creara el caldo de cultivo en el que pudo crecer y proliferar el nazismo. Existe un momento justo para machacar al enemigo, pero existe otro en el que conviene darle un respiro si no queremos que en su desesperación se revuelva con más bríos que antes. Nuestros padres no lo comprendieron así, y ahora nos toca pagar las consecuencias.
Extraño mundo aquel en el que los errores de unos políticos ingleses ya desaparecidos obligaban a la heredera de una dinastía de banqueros judíos a tener que «desayunar bajo las sábanas» de un portugués bigotudo y maloliente.
Extraño mundo en verdad.
Meditó sobre ello mientras avanzaban a trompicones por entre olivos y encinas, y aún continuaba meditando sobre ello cuando alcanzaron la frontera española en la que sus aduaneros dedicaron muchísimo más tiempo a revisar el automóvil y el equipaje que en reparar en la filiación de los viajeros.
—Es por el estraperlo... —se limitó a señalar su acompañante—. Para esta gente resulta muchísimo más rentable confiscar un kilo de harina o una docena de huevos, que atrapar a un posible espía inglés.. ¡El hambre!
El hambre era como una gruesa y sucia manta que cubría a un desgraciado país recién salido de la más cruel guerra civil que hubieran contemplado los siglos, y era esa hambre el único motor que parecía mover a la mayor parte de sus famélicos habitantes.
Hambre y rencor en los vencidos; prepotencia y derroche en los vencedores, y una palpable e inquietante sensación de nación irreconciliablemente dividida por una contienda que no parecía haber concluido con el último disparo de mortero.
Por fortuna, Joao Pinto se desenvolvía en aquel enrarecido ambiente como pez en el agua.
Sabía adoptar la actitud adecuada y pronunciar la palabra justa en cada caso, y pese a que en privado jamás fumaba, tenía siempre a punto un paquete de cigarrillos que se apresuraba a compartir con cuantos le rodeaban.
El difícil arte de hacer amigos tenía en el portugués su más señera figura, y adondequiera que llegara era recibido con espectaculares abrazos y cariñosas palmadas en la espalda.
Jamás hablaba más que de fútbol o de toros, y en cuanto algún contertulio hacía la más mínima alusión a la política o a la cruel guerra que se estaba librando en el resto de Europa, torcía el gesto y amenazaba con marcharse si se insistía en el tema.
—Religión, dinero y política suelen ser las tres cosas por las que se destruyen familias y amistades —decía—. y yo ya he enterrado a dos hermanos Tengamos la fiesta en paz y dejemos que los que se quieren matar se maten sin comentarios.
—Pero ¿quién crees que ganará la guerra?
—Desde luego los portugueses no, y como no la vamos a ganar nosotros, ¿qué más da quien lo haga...?
De ahí nunca lograban sacarle y por lo tanto la conversación solía regresar de inmediato a la última faena del único santo que él veneraba: Manolete.
—¿Quién es Manolete?
En mala hora se le ocurrió a Erika Simon abordar semejante tema, puesto que durante las interminables horas que duró el viaje entre Badajoz y Sevilla, Joao Pinto no hizo otra cosa que alabar la singular grandeza del más valiente matador que jamás hubiera pisado el albero de una plaza.
¡Sevilla!
Er¡ka Simon ansiaba dar largos paseos por una mítica ciudad de la que había oído hablar maravillas, pero ni tan siquiera le permitieron vislumbrarla más que a lo lejos, ya que se encontraban a menos de cinco kilómetros de sus primeras casas en el momento en que se desviaron por un diminuto caminillo de tierra, para ir a detenerse en el luminoso patio central de un blanco cortijo de altos muros.
Bruno Alvarado la aguardaba sentado en el brocal de un viejo pozo.
Sonreía.
—¿Qué tal el viaje? —quiso saber tras besarla con especial afecto.
—Soportable. —¿Y nuestro común amigo? —Soportable también, aunque lo sería más si fuera cojo.
—Le apestarían los muñones.
—¿O sea qué lo sabías?
—Los pies de Joao Pinto son tan famosos que se está pensando seriamente utilizarlos como arma secreta, aunque tememos que la Convención de Ginebra ponga objeciones.
—Podrías haberme advertido.
—¿Para qué? ¿Para perderte antes de tiempo? Ahora podemos estar tranquilos. Si has conseguido sobrevivir a un viaje de dos días con Joao Pinto, el resto es pan comido.
—Lo que no entiendo es por qué diablos no hicimos el viaje juntos —se lamentó Herman—. Si también tenías que venir, no veo la necesidad de hacerlo por caminos distintos.
—Toda precaución es poca —le hizo notar Bruno Alvarado mientras la tomaba por el brazo y la conducía suavemente hacia el frondoso jardín que se abría al otro lado de un amplio arco—. Yo ahora viajo con pasaporte español, porque de hecho he nacido en Tenerife, y la policía podría preguntarse qué diablos hago en compañía de una alemana y sabiendo como saben que la mayor parte de mi familia es inglesa. De hecho el régimen franquista no me ve con buenos ojos, puesto que durante la guerra civil elegí no tomar partido.
—¿Y cómo lo conseguiste? —se sorprendió ella—. Tenía entendido que todos los españoles en edad de empuñar un arma tuvieron que ir al frente. De un bando, o del otro.
—Cuestión de suerte —fue la respuesta—. Cuando estalló el «Glorioso Movimiento Nacional» encabezado por el general Franco, me encontraba estudiando en Inglaterra con vistas a convertirme en ingeniero naval siguiendo nuestra vieja tradición familiar. Mi bisabuelo era ingeniero naval, y mi abuelo se instaló a principios de siglo en Tenerife con intención de montar unos modernos astilleros que sustituyeran a los viejos «carpinteros de ribera» que únicamente construían los pequeños barcos de madera que por aquel entonces se utilizaban en las islas. Habían llegado los tiempos del vapor y los cascos de hierro, y en ese campo los ingleses estaban considerados los mejores especialistas del mundo. —Se encogió de hombros como si lo que fuera a decir a continuación se le antojara lo más natural del mundo—. Lógicamente a los pocos meses mi abuelo ya se había enamorado de una chicharrera con la que se casó al año siguiente.
—¿Y qué es una «chicharrera»?
—A los nacidos en Tenerife nos suelen llamar «chicharreros» porque nos encantan los chicharros, que son una especie de sardinas.
—Entiendo. Continúa...
—Tuvieron cuatro hijas, una de ellas, mi madre, que desde los catorce años comenzó a coquetear con el canario más canario que haya nacido nunca; un Alvarado de la Orotava. Pero parece ser que mi abuelo, hombre astuto y severo, puso una única condición para acceder a semejante relación: el novio debía estudiar ingeniería naval con el fin de que el día de mañana pudiera hacerse cargo de sus astilleros... —El Capitán Akab pareció sonreír para sí mismo—. Yo creo que lo que en verdad pretendía era distanciar una temporada a la pareja para que no tuviese lugar lo inevitable, o para cerciorarse de que un amor tan tempranero acabarla por consolidarse.
—Y supongo que así fue.
—En efecto. Mi padre era un canario cabezota que adoraba a mi madre. Se fue a Inglaterra, obtuvo el título a base de mucho sudor y muchas lágrimas, se casó, se puso al frente de los astilleros y tuvo tres hijos. Yo soy el único varón, y en cuanto cumplí los catorce años me enviaron a estudiar a Londres. Por eso mi apellido es español, tengo aspecto de español y en muchos aspectos me comporto como un auténtico español, pero mis raíces y mi educación son típicamente británicas, lo cual no es óbice para que los fascistas crean que mi obligación hubiera sido regresar a Tenerife a fusilar a mis amigos de la infancia.
—¿Y qué te va a pasar ahora?
—Supongo que nada. Simplemente quedaré como un cerdo que aprovechó su mitad inglesa para no participar en una guerra civil, y que ahora aprovecha su mitad española para no participar en una guerra mundial.
—¿Y no te importa lo que piensen de ti?
—¿A mí? —pareció asombrarse su interlocutor—. ¡Ni lo más mínimo! Personalmente sé que hice todo cuanto estuvo en mi mano en favor de la causa republicana, y gracias a ello mantengo muy buenas relaciones con gente que nos puede ayudar.
—Sin embargo —argumentó Erika Simon—, tal como veo por aquí las cosas, te arriesgas a que te amarguen la vida en cuanto regreses a casa.
—Lo sé —admitió el Capitán Akab seguro de lo que decía—. Y por ello, y con muy buen criterio, mi familia ha decidido «desterrarme» a la isla de Lanzarote, donde tendré que hacerme cargo de unos pequeños astilleros para barcos de pesca que montamos allí hace años. —Le guiñó un ojo con picardía—. Y al mismo tiempo tendré que ocuparme de un taller de reparaciones de motores marinos que acabamos de inaugurar en la vecina isla de Fuerteventura...
—¡Muy astuto! —comentó la muchacha con una significativa sonrisa—. La cobertura perfecta.
—¡Cuasi perfecta! —puntualizó su interlocutor—. Fuerteventura y Lanzarote están consideradas el confín de España; un lugar al que no se envía más que a los que tienen que purgar sus culpas, o en el que se ocultan quienes están intentando desertar. Y por lo visto ambos casos se dan en mi persona.
—Lo cual obliga a suponer que a nadie se le ocurrirá la absurda idea de que en realidad eres un valiente espía que se está jugando la vida por una causa justa.
—¡Exactamente! —fue la sincera respuesta—. En apariencia dividir‚ mi tiempo entre el astillero, el taller de motores, y largas estancias en los caladeros de pesca de la costa africana... —Le golpeó con afecto el antebrazo como si buscara tranquilizarla—. Pero lo que en realidad estaré haciendo es protegerte.
—Nunca lo he dudado.
—Pese a ello, eres tú misma quien mejor debe protegerse —puntualizó Bruno Alvarado apuntándole con el dedo—. ¡Recuerda! Ni una palabra en inglés, desprecio hacia los judíos y fidelidad hasta la muerte al Führer.
—¡Lo sé, lo sé... ! —admitió ella de mala gana—. ¡Me lo has repetido mil veces!
—Pocas se me antojan, porque de un minúsculo error tuyo depende toda la operación. —Le indicó el banco de piedra que se alzaba frente a una diminuta fuente rodeada de macetas de geranios invitándole con un gesto a que tomara asiento al tiempo que añadía—: Hay algo más que en el último momento me han ordenado que te pida: procura averiguar cuanto puedas sobre «buques corsarios».
—¿Y eso qué es? —Un nuevo truco de esos cerdos. Barcos mercantes de apariencia inofensiva que navegan bajo bandera de países neutrales, con lo qué consiguen aproximarse a sus víctimas sin levantar sospechas. De pronto, y cuando nadie se lo espera, salen a relucir los cañones y los torpedos y en cuestión de minutos mandan a un barco al fondo.
—¡No puedo creerlo!
—Tampoco lo creíamos nosotros, pero hay testigos y ya no tenemos duda. Sabemos por lo menos de cuatro: el Komet, el Thor, el Pingu¡n y el Atlantis, que es el que más daño nos está causando. Constantemente cambian de aspecto, de nombre y de nacionalidad, pero si averiguas algo respecto a ellos no dejes de comunicárnoslo en el acto.
—¿Hemos armado nosotros alguno de esos «buques corsarios»?
—No que yo sepa, y tampoco los necesitamos. Aparentemente dominamos el mar, por lo que no tenemos que recurrir a ese tipo de trucos, lo cual no excluye que algún día acabemos utilizándolos. Los alemanes son muy listos —añadió—. Continuamente nos sorprenden con nuevas armas o con sucias artimañas que les permiten sacar un mayor provecho a las que poseen, y debemos aprender a actuar como ellos. —Guardó silencio unos instantes, observó el chorro de agua que se elevaba para caer de nuevo en una graciosa curva, y lanzando una especie de resoplido añadió—: Ésta no es una guerra de trincheras y bayonetas como la del catorce. Es una guerra cada vez más adelantada técnicamente, y nuestros servicios secretos sospechan que los científicos alemanes están trabajando sobre algo verdaderamente terrible.
—¿El Barracuda?
—Desde luego. Pero también acabamos de descubrir que sus pilotos más inexpertos son capaces de volar en plena noche sin desviarse un metro, para dejar caer sus bombas con precisión matemática sobre sus objetivos. Cómo cojones consiguen acertar con tanta facilidad cuando nuestros mejores pilotos fallan una de cada tres veces, es algo que nadie se explica.—Lanzó un sonoro escupitajo que parecía querer mostrar la magnitud de su frustración—. Ya no basta con ser valientes estar bien armados —concluyó—. Ahora resulta prescindible usar la imaginación, y eso es algo que también te concierne.
—¿A mí? —se asombró Herman—. ¿Qué tengo que ver con todo eso?
—Que vas a convivir con los mejores hombres del enemigo; con los tripulantes de los submarinos que están machacando nuestras líneas de aprovisionamiento o hundiendo impunemente nuestros acorazados. Una palabra aquí y una frase suelta allí te pueden dar pistas sobre algo que ignoramos Y que tal vez sea de vital importancia.
—¡Jodido esto de ser espía! —exclamó Erika Simon sin poder evitar una burlona sonrisa—No basta con ser puta Y gimnasta; además hay que ser imaginativa. ¿Cómo voy a arreglármelas para discernir si lo que descubro tiene importancia o es una estupidez? No sé nada de barcos, tanques, o aviones. Y mucho menos de submarinos
—¿Y de qué te sirve la tan traída y llevada «intuición femenina»? —quiso saber él en idéntico tono humorístico— Utilízala, y utiliza al único aliado que tendrás allí dentro...
—¿El sexo?
—No —le corrigió Bruno Alvarado—. El alcohol. Es falso que los hombres desvelen sus secretos en las camas; los suelen dejar en el fondo de las copas, sobre todo cuando creen que quien les acompaña no se entera de nada. Un borracho casi siempre confía en otro borracho.
—¿Quieres decir con eso que debo fingir que estoy borracha?
—Sólo cuando descubras que a tu acompañante no le importa. A los borrachos les encanta que sus acompañantes también beban, pero a los abstemios les horrorizan las borrachas.
—Lección aprendida.
—¡Hay tantas que deberíamos haberte enseñado con más tiempo!
—Tiempo es lo que siempre falta en estos tiempos...—Rió ella—. Todo esto se parece mucho a uno de esos cursillos que anuncian en las revistas: «Cómo hacerse espía por correspondencia.» Y en mi caso, con la primera lección tendrían que haberme regalado una caja de preservativos.
Bruno Alvarado la observó con una cierta tristeza:
—¿Cómo lo llevas? —quiso saber.
—Intento superarlo —fue la honrada respuesta—. Pero la verdad es que no resulta fácil. A menudo la voluntad no basta.
No bastaba, en efecto, pero cada día que pasaba las cosas se iban complicando en los frentes de batalla, y por aquellos días los periódicos españoles, tan descaradamente partidistas, continuaban destacando con enormes titulares la gran victoria que había significado para las fuerzas alemanas la r pida y brillante invasión de Noruega.
Y lo peor no era que un país tan estratégicamente situado hubiese sido invadido con rapidez, eficacia y casi absoluta falta de bajas humanas, sino que con semejante victoria la supuesta supremacía de la hasta entonces invencible armada británica había quedado en entredicho.
El hecho de que la poderosísima Gran Flota hubiera permitido que los buques enemigos desembarcaran por sorpresa sus tropas en cinco puertos noruegos, incluidos Oslo y el estratégico Narvik, constituía sobre todo duro revés moral.
Si los aviones de Hitler podían reducir a las ciudades inglesas con matemática precisión, y barcos apoderarse de Noruega y regresar a sus bases sin daños dignos de ser tenidos en cuenta, el cariz de los acontecimientos venideros no hacía presagiar nada bueno.
Joao Pinto no acertaba a contener su ira blandía los periódicos como si en verdad fueran aquellos simples pedazos de papel los que tuvieran la culpa de todas las desgracias acaecidas.
—¡Mentiras y más mentiras! —rugía cada mañana a la hora del desayuno—. Esta maldita prensa fascista no sabe más que contar mentiras. Me juego la cabeza a que en realidad les dimos una buena tunda allá en Noruega.
—Conserva tu cabeza donde está, que falta nos hace —le reconvino el Capitán Akab—. Por más que la prensa y la BBC intenten enmascarar lo ocurrido, la realidad no puede ser más pesimista. Esos hijos de puta se están comiendo Europa, y como no seamos capaces de pararles los pies, se comerán el mundo.
—Antes de un año habremos acabado con ellos... —solía responder el portugués deseando creerse sus propias palabras.
Starbuck, el guardaespaldas personal de Bruno Alvarado, un escocés altísimo, escuálido y malencarado, que tenía más aspecto de navajero de taberna que de agente de la Ejecutiva de Operaciones Especiales, y que apenas solía intervenir en las discusiones del grupo, pronunció una de aquellas mañanas la frase más larga que probablemente había hilvanado nunca.
—Pasaremos dos años recibiendo patadas en los cojones, otro tomando aliento, y dos más machacándoles los sesos... ¡Hazte a la idea!
—¡Cinco años ... ! —se horrorizó el de los pies sudorosos—. ¿Es qué te has vuelto loco? Una guerra como ésta no puede durar cinco años.
—Eso con suerte...
—¡Bobadas! Su interlocutor ni siquiera se dignó responder, como si el hecho de haberse esforzado tanto hubiese agotado su reserva de ideas, para volver a enfrascarse en la lectura de Las aventuras de Gulliver, que era un libro del que jamás se desprendía y que al parecer había leído más de veinte veces puesto que prácticamente se lo sabía de memoria.
Cuando en cierta ocasión Erika Simon le preguntó razón de semejante monomanía a la hora de la lectura, se limitó a responder:
—Me gustan los enanos.
Debían gustarle mucho, en efecto, puesto que según decían estaba casado con una boliviana que apenas le llegaba al esternón, y cada vez que desaparecía se le podía localizar en el circo más cercano.
Era en verdad un espía más bien peculiar pero terriblemente eficaz a la hora de llevar a cabo su trabajo, puesto que en cuanto le avisaron de que la señorita Greta Köhler había subido al tren en Madrid, se puso en movimiento.
Al día siguiente reapareció para arrojar un pasaporte alemán sobre la mesa.
—Ahora tú eres Greta Köhler —dijo.
Herman abrió el documento, observó la pequeña fotografía de aquella infeliz que había pasado a mejor vida sin saber exactamente por qué, y pareció que había llegado al temido «punto sin retomo» que tanto le inquietaba.
La compleja Operación Moby Dick se había cobrado ya su primera víctima.
Renunciar ahora significaba tanto como cargar sobre su conciencia una muerte que en ese caso carecería de sentido.
—Millones de inocentes están muriendo con mucha menos culpa —le hizo notar Bruno Alvarado cuando la descubrió sentada en silencio frente al aún abierto pasaporte—. Al fin y al cabo era una colaboradora de los nazis, ya que había aceptado viajar a Fuerteventura.
—Tal vez la obligaron.
—Tal vez... Pero pasado mañana pensaba embarcar en Cádiz y seguir hacia su destino. Si estuviera obligada podría haber optado por quedarse en Madrid o refugiarse en cualquier país de Sudamérica.
—Eso no me sirve de consuelo —le hizo notar ella—. Lo único que sé es que en esta fotografía aparece sonriente y llena de vida. —Alzó el rostro y miró a su acompañante como si en verdad creyera que estaba en disposición de proporcionarle todas las respuestas que estaba necesitando—. ¿Por qué? —inquirió—. ¿Por qué ha tenido que morir una muchacha de poco más de veinte años, y por qué están muriendo tantos millones de chicos a los que probablemente les esperaba un hermoso futuro?
—Pregúntaselo a tu buen amigo Adolf Hitler —señaló Akab—. Él es el único que puede saberlo, pero de paso pregúntale también por qué ha deportado a tu familia y dónde se encuentra en estos momentos. —Tomó asiento frente a ella y le aferró las manos como si con ello quisiera infundirle su fuerza—. Nosotros no quisimos que esto ocurriera y bien sabe Dios que cedimos una y otra vez intentando evitar la sangría, pero nos han llevado a un punto en el que no nos queda más que emplear sus mismas armas o perecer. ¿Te imaginas un mundo gobernado por quienes te escupían en la calle? ¿Imaginas lo que significaría vivir eternamente bajo el terror que tratan de imponer allí por donde pasan?
Erika Simon respondió las preguntas con otra pregunta.
—¿Y realmente estás convencido de que lo que vamos a intentar servir de algo?
—No del todo, pero de lo que sí estoy convencido es de que por lo menos lucharemos hasta el final.
¡Luchar!
¿Qué otra cosa se podía hacer más que luchar?
Esa misma noche Erika Simon, Herman para sus amigos, pero que se hacía llamar ahora Greta Kóhler, abordó un tren con destino a Cádiz donde embarcó en un viejo vapor que zarpó a media tarde del día siguiente rumbo a las islas Canarias.
Su profesor de gimnasia, conocido por el sobrenombre de Queequeg, iba también a bordo, pero siguiendo instrucciones muy estrictas del Capitán Akab fingieron no conocerse.
No obstante, a la mañana siguiente se dedicaron a «hablar» mientras hacían gimnasia uno en la cubierta hablar mientras posterior y otro en proa
Era una divertida forma de practicar los ejercicios que tantas veces habían repetido en Inglaterra, y a la muchacha le servía además para liberarse de una tensión que en ocasiones amenazaba con hacer que le estallara la cabeza.
Tenía miedo.
Pese a que se esforzaba por mostrar entereza dando la impresión de que se encontraba a la altura de las circunstancias, le aterrorizaba la idea de convertirse en juguete de una pandilla de salvajes que en cuanto llegara a su destino se abalanzarían sobre ella como una jauría de perros sobre un pedazo de carne.
—Los submarinos alemanes suelen pasar de dos a tres meses en alta mar, una parte del tiempo buscando barcos que hundir, y otra buena parte huyendo de quienes pretenden hundirles a su vez —había señalado no Alvarado días atrás—. Transcurrido ese tiempo las tripulaciones se encuentran en buena lógica al borde del agotamiento, por lo que necesitan pasar una temporada de descanso en tierra firme, tomando el sol y respirando aire puro. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. También necesitan verduras, carne fresca y otro tipo de «expansiones», y es de esperar que tras vivir como sardinas en lata, a la hora de desembarcar lo hagan con el entusiasmo de fieras a las que se les ha abierto la jaula. —Agitó la cabeza negativamente—. No esperes ningún tipo de consideración, puesto que está claro que no se trata de apuestos y educados cadetes en un baile de gala de la academia.
Temblaba tan sólo de pensarlo.
Le estremecía imaginar que se vería obligada a pasar durante meses por el infernal calvario que había padecido aquel horrendo fin de semana en Londres, y cuanto más pensaba en ello más inconcebible se le antojaba que pudieran existir mujeres que ejercieran, durante gran parte de su vida, tan espantoso oficio.
¿Cómo se despertarían cada mañana?
¿Cómo podrían cerrar los ojos y dormir junto a un hediondo borracho sabiendo que al amanecer le exigiría «que desayunara bajo las sábanas»?
¡Qué error!
¡Qué error, Señor! ¡Qué error tan grande había cometido!
En las noches, apoyada durante horas en la borda y contemplando unas oscuras olas desde las que tal vez les estuviera acechando uno de aquellos temidos submarinos, no podía por menos que plantearse que la solución más sensata sería la de arrojarse a unas frías aguas de color tinta china para poner fin a sus problemas venideros, pagando al propio tiempo con su vida por la muerte de una infeliz criatura que nada tenía que ver con todo aquello.
Un instante de decisión bastaría para librarse de tanta hediondez, tanta piel repelente, tantas voces altisonantes y tanto asco.
Pero no fue capaz de decidirse.
En la mañana del tercer día, y mientras contemplaba el ondulante horizonte permitiendo que un tibio sol y una suave brisa le colorearan las mejillas, una elegantísima señora de poco más de cincuenta años tomó asiento a su lado al tiempo que le dedicaba una amable sonrisa:
—Perdone...! —se excusó—. Pero acabo de enterarme de que somos compatriotas. —Ante la levemente interrogativa mirada, añadió—: Mi nombre es Marissa Siemens, y soy la esposa del agregado naval en el archipiélago...
—¡Tanto gusto! Greta Köhler. Me sorprende no haberla Visto con anterioridad.
—Es que apenas he salido del camarote. Los primeros días suelo marearme... ¿Usted no?
—No podría decírselo —replicó Herman con un casi imperceptible encogimiento de hombros—. Ésta es mi primera travesía en barco y hasta el momento me siento muy bien.
—Pues no sabe la suerte que tiene —le hizo notar la recién llegada lanzando —un profundo suspiro—. Hay veces en que todo me da vueltas, el mundo se me viene encima, vomito hasta el alma, me siento morir, y juro por mis hijos que jamás volveré a embarcarme a ningún precio.—Sonrió de nuevo—. Siempre me pregunto por qué dichosa razón Tenerife tiene que ser una isla, con lo fantástico que sería todo si se pudiese llegar por carretera... ¿Conoce Tenerife? —De inmediato pareció caer en la cuenta de su propia estupidez e hizo un gracioso ademán con la mano—. ¡Oh, no! ¡Naturalmente que no! Si ésta es su primera travesía en barco no puede haber estado nunca en una isla... —La observó con curiosidad—. A no ser que haya ido en avión. ¿Ha volado alguna vez?
—Nunca... Y ahí sí que creo que me marearía...
—¡No puede imaginarse hasta qué punto...! —replicó de inmediato la parlanchina señora que al parecer deseaba resarcirse por los días que se había visto obligada a permanecer encerrada en su camarote devolviendo y lamentándose—. Eso de los aviones es cosa de locos... ¡Y tan ruidosos! Durante su última visita, el almirante nos envió su avión para que fuéramos a cenar con él a Gran Canaria... ¡Dios mío lo que fue aquello! Creo que no llegó a la media hora de vuelo, pero llegué tan mareada, que ni siquiera pude asistir a la cena. Y fue una pena porque el almirante es un hombre encantador... ¿Le conoce?
—¿A quién ... ? —se sorprendió Erika Simon en verdad confusa.
—¡Al almirante, naturalmente...! Le estoy hablando de él, querida.
—Sí, pero ¿de cuál? Creo que tenemos un montón de almirantes, pero que yo recuerde tan sólo he oído hablar de Raeder y creo que de un tal Doenitz... —Sonrió con cierta timidez, como disculpándose—. Admito que la política no es mi fuerte.
Podría creerse que de improviso Marissa Siemens caía en la cuenta de que se había comportado de un modo un tanto indiscreto, por lo que se apresuró a «recoger velas» haciendo significativos gestos que pretendían dejar clara evidencia de que todo aquello carecía de importancia.
—¡Tiene usted razón! Lo que sobran son almirantes... Y dígame, querida, ¿piensa quedarse mucho tiempo en Tenerife? Me encantaría enseñarle la isla. Es realmente preciosa.
—Se lo agradezco... —fue la sincera respuesta—. Pero únicamente haré una escala de cuatro o cinco horas. Continúo viaje hacia Fuerteventura.
—¡Fuerteventura...! —exclamó la buena mujer estupefacta—. Pero ¿qué demonios se le ha perdido a una muchacha tan linda en un lugar como Fuerteventura...? —De pronto cerró la boca como si acabara de tragarse una mosca, observó a su interlocutora como si fuera la primera vez que la veía, se tomó unos instantes para reflexionar intentando no volver a meter la pata, y por último inquirió casi con un hilo de voz—. ¿No ira a decirme que es usted una de esas enfermeras que envían a cuidar de nuestros muchachos?
Herman asintió con una burlona sonrisa.
—La palabra «enfermera» no es exactamente la adecuada —replicó consciente de la incómoda situación en que se encontraba la buena señora y disfrutando con ello—. Pero lo cierto es que mi tarea se centra en conseguir que «nuestros muchachos» recuperen fuerzas y vuelvan a la lucha con más moral y más ánimos.
—Lo de más ánimos lo admito... —reconoció la esposa del agregado naval—. Lo de más moral es hasta cierto punto discutible, según cómo se entienda en este caso el término «moral».— Alargó la mano como pidiendo calma—. ¡No me malinterprete! —Suplicó—. Mi hijo mayor es tercer oficial de un destructor, y si quiere que le diga la verdad me sentiría muy feliz si en el momento de llegar a puerto una muchacha tan bonita y encantadora como usted le ayudase a olvidar por un tiempo el horror de la guerra.
—¡Siempre es un consuelo saber que alguien lo aprueba!
—¿Aprobarlo? —se sorprendió su interlocutora— Estoy convencida de que la mayor parte de las madres alemanas lo aprobarían. Al fin y al cabo no está haciendo más que lo que el deber le exige. El Führer nos indica a cada uno lo que debemos hacer, y nuestra obligación es obedecer sin rechistar porque él sabe como llevamos a la victoria. Le garantizo que mucho. Le garantizo que mucho más duro le resulta a una madre enviar a su hijo al que a usted acostarse con él, pero lo hacemos con corazón contento porque sabemos que estamos ofreciendo nuestra sangre por una causa justa.
—¿Puede tener el corazón contento aun a sabiendas de que tal vez su hijo nunca vuelva?
Marissa Siemens asintió con un leve ademán de cabeza.
—Encogido por el terror, no se lo niego, pero contento, puesto que aún recuerdo lo feliz que se sentía en el momento de zarpar a bordo de su barco. Estaba radiante y tan guapo que las muchachas suspiraban al verle pasar con su uniforme impecable.
—El problema de las guerras, como de las fiestas, estriba en que en sus principios todo se nos antoja limpio, bonito y esperanzador, pero a la mañana siguiente nos duele la cabeza y la casa se encuentra hecha un desastre.
—Esas palabras suenan a derrotista, querida —le hizo notar su acompañante.
—Tal vez, y si es así le ruego que me disculpe, pero me gustaría que intentara comprender mi estado de ánimo. —La muchacha lanzó un hondo suspiro—. Es como si me estuviera dirigiendo al frente de batalla, puesto que dentro de unos días me estaré enfrentando a pecho descubierto, y nunca mejor dicho, a toda una aguerrida tripulación de submarinos que sin duda hace meses que no le pone la mano encima a una mujer.
La otra la observó largamente, dudó unos instantes y por último casi con cierta timidez señaló:
—Pero es de suponer que usted ya debe tener una cierta experiencia en este tipo de lides.
—Aproximadamente la que podría tener un aficionado al tiro al plato en el momento de tener que contener por s¡ solo el ataque de un escuadrón de caballería...
Esa misma noche Erika Simon se las ingenió para encontrarse en un solitario rincón de cubierta con Queequeg, al que puso al corriente de la larga y curiosa conversación que había mantenido con Marissa Siemens, recalcando el sorprendente hecho de que, además del agregado naval con que lógicamente contaba la embajada alemana en Madrid, existiese otro afincado en las islas y dedicado en exclusiva a los problemas náuticos del archipiélago.
Ello constituía una muestra evidente de la importancia que se confería a las islas, dada su estratégica posición geográfica, y el hecho de que todo un almirante las hubiese visitado en más de una ocasión en plena guerra, venía a corroborar dicha impresión.
—Pero lo que no he conseguido averiguar es de qué almirante se trata —se disculpó Herman— Se referiría a Raeder, Karls o tal vez a Doenitz?
—No tengo ni idea —admitió su profesor de gimnasia—. Pero tampoco es indispensable que se trate de ninguno relacionado directamente con operaciones navales. Nos han llegado rumores de que en cierta ocasión se creyó ver al almirante Canaris en Las Palmas, lo cual significaría que tales visitas tienen más que ver con los servicios secretos que con los propios barcos.
—¿Canaris...? —se sorprendió su interlocutora—. ¿No resultaría demasiado arriesgado para el jefe de contraespionaje alemán alejarse tanto de Berlín?
—No, si lo que busca es de importancia. Y recuerda que para los nazis todo lo que sea territorio español es, hoy por hoy, tan seguro como su propio suelo. —Le golpeó con afecto la mano—. ¡Empiezas bien!—añadió—. Intenta confirmar que se trata de Canaris, puesto que imagino que el SOE estaría interesado en preparar un operativo con el fin de echarle el guante en el caso de que volviese por las islas. ¡joder! —No pudo evitar exclamar en claro de entusiasmo—. ¡Cazar al viejo zorro! Eso s¡ sería un bombazo bajo la línea de flotación del Tercer Reich!
De nuevo en cubierta; de nuevo contemplando el oscuro mar en el que en cualquier momento cabía lo posibilidad de que surgiera la blanca estela de un torpedo que viniese a impactar justo bajo sus pies impulsándola a volar por los aires para precipitarse luego a lo más profundo del océano, Erika Simon meditó largamente sobre aquella sorprendente noticia.
Si un hombre como Canaris, que por lo que sabía llevaba ya más de cinco años al frente de la inteligencia militar alemana, se había desplazado en más de una ocasión al archipiélago, resultaba evidente que aquel grupo de islas del que tan escasas noticias había tenido siempre, poseían un tremendo valor estratégico o escondían algún secreto de suma importancia.
Colocadas como un gigantesco portaaviones en mitad del Atlántico, dominando las rutas que se veían obligados a seguir los buques que llegaban del sur o del Extremo Oriente cargados de cuanto Inglaterra necesitaba para subsistir, una plataforma semejante en manos amigas constituía sin duda para los alemanes un punto de referencia inigualable.
Canarias, Madeira y las Azores se encontraban enclavadas en el llamado Vacío Aéreo del Atlántico, una inmensa extensión de agua a la que ni los aviones ingleses de mayor radio de acción podían acudir a patrullar, por lo que los submarinos y los buques corsarios alemanes podían actuar a sus anchas, torpedeando impunemente a los desasistidos convoyes de abastecimiento.
En buena lógica resultaba perfectamente viable que si los nazis habían conseguido botar un nuevo prototipo de submarino de muy especiales características, Y tuvieran intención de probarlo con escasas posibilidades de ser localizado, hubiesen elegido aquella privilegiada zona del planeta, y fuera a la más perdida y desolada de sus islas donde el sofisticado Barracuda acudiera a repostar o hacer reparaciones bajo la cómplice protección de un país oficialmente neutral, aunque a todas luces comprometido con los intereses de Adolf Hitler.
El Führer había ayudado abiertamente al general Franco a vencer en una injusta y sanguinaria lucha fratricida imponiendo una feroz tiranía en su país, y ahora el general le devolvía el favor a su manera.
Demasiado ladino, o cobarde, como para embarcarse directamente en una contienda de cuyo final no debía estar absolutamente seguro, el dictador español había elegido el astuto procedimiento de «nadar y guardar la ropa», a la espera de que el horizonte se despejara y tuviera una idea mucho más clara de a quién debería conceder a la larga sus favores.
Resultaba a todas luces evidente que al general Franco lo único que le interesaba era perpetuarse en el poder, y bajo tal punto de mira lo mejor que podía hacer era jugar a dos barajas aun a sabiendas de que todos sabían que estaba haciendo trampas.
Por desgracia el tiempo acabaría por darle la razón. A los treinta años de la terrible derrota y el suicidio de su mentor, cómplice y amigo, él aún continuaría gobernando su país con idéntica mano de hierro.
Pasó unas horas en la isla de Tenerife, que se le antojó encantadora pese a que le sorprendió comprobar que, tal como le advirtiera Bruno Alvarado, resultaba muy difícil tropezarse con negros, semidesnudas nativas bailando cadenciosamente bajo las palmeras de las playas, o cualquier otro tipo de exotismo que cabía esperar de un lugar geográficamente tan remoto en apariencia.
Desde cubierta se despidió de la esposa del agregado naval, a la que aguardaba un verdoso automóvil en el puerto, y también le hizo un leve gesto de despedida a Queequeg, quien a partir de aquel punto la dejaba completamente desasistida.
Saberse sola en un país extraño de cuyo idioma apenas entendía media docena de palabras, consciente de que le aguardaba un incierto y denigrante futuro, le producía un angustioso desasosiego, y el hecho de recorrer como un zombi aquellas calles, aquellas plazas y aquellos parques en verdad acogedores no le tranquilizó en lo más mínimo, ni contribuyó a despejar los negros nubarrones que parecían haberse aposentado tiempo atrás sobre su cabeza.
Observaba a la gente, gente hambrienta sin duda, y que no parecía en absoluto feliz con la mala pasada que les había deparado el destino obligándoles a vivir bajo el yugo de un régimen ferozmente autoritario, pero pese a comprender lo que sentían no podía por menos que envidiar a todos y cada uno de ellos, puesto que por mal que lo estuvieran pasando, lo sufrían en su propia tierra, en compañía de sus familiares y amigos, y con la secreta esperanza de que algún día habrían de llegar tiempos mejores.
Pero ella se encontraba tan lejos de su patria que ya ni siquiera tenía la certeza de poseer una, más lejos de su familia, aunque tampoco podía estar segura de seguir teniendo familia, y abandonada a su suerte por sus escasos amigos, si es que podía considerarse amigos a quienes a decir verdad tan sólo la estaban utilizando.
Creía por tanto estar en su derecho a la hora de envidiar a la fornida lechera que se cruzaba en su camino cargando con dos pesadas cántaras, e incluso al mendigo que solicitaba unas monedas a la puerta de unas monedas a la puerta de una vieja iglesia de arquitectura típicamente colonial.
Como el enfermo incurable que observando desde la ventana de su habitación a cuantos atraviesan la calle, se confiesa a sí mismo que se cambiaría por cualquiera de ellos con tal de saberse sano, así Herman observaba los tinerfeños que iban y venían por la ancha plaza de Candelaria que se abría al puerto, o por la empinada calle del Castillo flanqueada de todo tipo de comercios.
A la caída de la tarde regresó al barco que dio el viaje hacia Gran Canaria, a la que llegó al amanecer y donde se vio obligada a transbordar a un minúsculo barquichuelo, herrumbroso y maloliente, que partió de inmediato rumbo a su destino final.
Cuando pasado ya el mediodía, las cumbres Fuerteventura hicieron su aparición en el horizonte, y milla a milla comenzaron a aproximarse a su costa de poniente batida por el mar y el viento, se le antojó que jamás había visto un lugar tan desolado, y el Capitán Akab tenía razón al afirmar que aquella áspera isla era más que un pedazo del desierto del Sáhara que se había desgajado de un continente africano que se encontraba a menos de cien kilómetros de distancia.
Ni un árbol, ni un campo cultivado, y se diría que casi ni una triste casa, y cuando al fin puso el pie en el diminuto espigón de Puerto Cabras llegó a la conclusión de que aquél era el nombre más apropiado que pudiera existir para la capital de una isla en la que sin duda alguna las cabras eran los únicos seres que tenían alguna remota posibilidad de supervivencia.
Hombres curtidos y silenciosos, de oscuros sombreros y ojos profundos parecieron desnudarla con la mirada como si supieran muy bien quién era y a qué había llegado, mientras que la media docena de mujeres que se cubrían la cabeza con negros pañolones dejaron por un instante su trabajo para observarla de arriba abajo con evidente desprecio.
Se sintió puta.
Puta desde la punta del cabello a las uñas de los pies. Puta extranjera cuyo vaporoso vestido rosa destacaba como un castillo de fuegos artificiales frente a los pesados y severos ropajes de las lugareñas.
Puta pintarrajeada cuya delicada piel contrastaba con los resecos rostros cuarteados por un sol inclemente, y cuyo suave perfume no bastaba para alejar el agrio olor a sudor y pescado de quienes llevaban horas limpiando y «jareando» cuanto habían capturado sus hombres tras toda una larga noche de dura faena en mar abierto.
Dos marineros del barcucho depositaron sus pesadas maletas sobre el muelle, y se quedó muy quieta, desconcertada y aturdida por el brillo de un inclemente sol que le golpeaba con fuerza en los ojos.
Por unas décimas de segundo le invadió la curiosa sensación de que nada de aquello era verdad y estaba viviendo un caprichoso sueño en el que en cualquier momento echaría a volar sin ayuda de nadie.
Aquella desgarradora luz, aquel descarnado paisaje y aquellos pétreos seres humanos no tenían por qué ser reales, sino tan sólo producto de una de esas cortas pesadillas que invaden a quien se encuentra muy cansado y se queda dormido por unos instantes con la cabeza apoyada en el respaldo de la butaca.
Pero por desgracia no se trataba en absoluto de una mala jugada de su imaginación.
En absoluto.
Ella, Erika Simon, hija de una vieja estirpe de banqueros culta, sensible y sin lugar a dudas inteligente, se encontraba allí, rodeada de las cinco maletas que ocultaban un provocativo y costoso ajuar de barragana, sintiendo sobre sus espaldas todo el asco y el desprecio que, en silencio, eran capaces de expresar dos docenas de palurdos analfabetos.
Pasaron apenas unos minutos que se le antojaron horas, hasta que un enorme Mercedes Benz que más parecía carroza mortuoria ya en desuso que vehículo destinado al transporte de pasajeros, se detuvo ante ella y un manco que para colmo cojeaba de la pierna izquierda se cuadró militarmente alzando su único brazo en un apenas esbozado saludo nazi, lo que dejaba en evidencia que se trataba de un ex militar alemán.
—¡Buenos días! —exclamó—. Mi nombre es Müller. Sargento Müller. Perdone el retraso, pero es que se me pincharon dos neumáticos, y comprenderá que con una sola mano no pude solucionar el problema con la rapidez que hubiera sido de desear.
—¡Dos neumáticos! —se sorprendió ella—. Sí que es mala suerte.
—¡Oh, no, señorita! En absoluto! —fue la convencida respuesta—. Lo normal es que por estos endiablados caminos se me pinchen hasta cuatro y cinco en cada viaje.
Semejante aseveración podía parecer a simple vista una rebuscada disculpa o una simple exageración, pero muy pronto la recién llegada tuvo ocasión de comprobar que respondía a la más cruda realidad, puesto que en cuanto se alejaron media docena de kilómetros de las últimas casas de la minúscula capital, cualquier rastro de carretera asfaltada desapareció, con lo que comenzaron a dar saltos sobre lo que no eran en realidad más que angostas pistas de tierra y piedras que giraban y regiraban de una forma en apariencia totalmente caprichosa a través de un agresivo paisaje que parecía estar conformado sobre todo por peladas montañas y amenazantes barrancos.
Por tres veces escucharon el violento estampido de un neumático al reventar, y por tres veces tuvieron que sudar y cubrirse de grasa cambiando la rueda.
—¿Falta mucho? —Mucho, señorita.
—¡Pero esta isla no puede ser tan grande! —se lamentó Erika Simon—. Y llevamos horas de camino.
—No es grande, no... —admitió el llamado Müller—. Pero es la más diabólicamente intrincada que he conocido. —Señaló al frente—. ¿Ve aquellas montañas a lo lejos? —Ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: ¡Pues justo detrás está nuestro destino!
—¡No, por Dios!
—Lo lamento, pero le aseguro que así es.
En realidad Herman no necesitaba que se lo asegurase, puesto que aunque no hubiera pisado jamás la isla conocía de memoria cada detalle de su topografía, ya que había estudiado durante semanas cuantos mapas y cuantos informes le habían facilitado los servicios de documentación del SOE, hasta el punto de que podría recitar de carrerilla los nombres y la configuración de cada valle o cada villorrio que atravesaban.
Llegaron, ya muy entrada la noche, a un caserón que permanecía en silencio y en tinieblas, por lo que el sargento Müller la condujo escaleras arriba hasta un lujoso dormitorio de gigantesco lecho y cómodo cuarto de baño, permitieron que se dejara caer sobre la mullida cama para quedar profundamente dormida sin pronunciar una sola palabra.
Jamás, a todo lo largo de su vida, se había sentido tan agotada, y si en ese momento le hubieran dicho que un camión iba a pasarle por encima ni tan siquiera hubiera hecho el menor gesto por apartarse.
Despertó pasado el mediodía y al abrir el balcón se encontró frente a una ancha terraza que se abría por medio de amplios arcos al paisaje de la playa más larga, hermosa, bravía y solitaria que hubiese visto nunca.
Tendría por lo menos siete kilómetros de largo por uno de ancho, y justo a partir del punto en que concluía la arena comenzaba a ascender cada vez más abruptamente hasta alcanzar cimas de casi ochocientos metros de altitud que conformaban una especie de impresionante anfiteatro.
Era sin lugar a dudas un lugar agreste, salvaje y abandonado de la mano de Dios, que parecía conservarse como el día mismo de la Creación, excepto por la presencia de la solitaria casa que se alzaba, maciza e incongruente, casi en su mismo centro.
Una suave brisa del norte arrojaba espumosas olas contra la arena, y pese a que se encontraba a casi trescientos metros de la orilla, el rumor del mar le llegaba en brazos de ese mismo viento.
Excepto algunas bandadas de gaviotas que revoloteaban sobre la orilla o se mecían sobre las aguas, no consiguió distinguir ni un solo ser viviente en todo cuanto alcanzaba la vista, ya que el horizonte no era más que una imperceptible línea que apenas marcaba la diferencia entre cielo y mar.
Aquél era, sin lugar a dudas, el fin del mundo.
O al menos, el fin de Europa y del mundo que ella siempre había conocido.
Al poco advirtió que golpeaban suavemente a la puerta y al abrir se encontró frente a una sonriente mucama que empujaba una mesita rodante sobre la que descansaba un abundante y muy bien servido desayuno.
La dejó junto al balcón sin pronunciar palabra, se despidió con un leve ademán de cabeza y se encaminó de nuevo a la puerta en la que se cruzó con una regordeta y elegante dama de amplia sonrisa y rostro amable que le tendió la mano al tiempo que exclamaba en un alemán absolutamente impecable:
—¡Buenos días, querida! Permíteme que me presente. Soy la baronesa Hildegard von Hipper, y me siento muy feliz de tenerte entre nosotros. ¿Has descansado bien? Sé por experiencia que ese viaje resulta demoledor.
—Realmente horripilante —admitió la recién llegada—. Y lo que no comprendo es cómo no nos despeñamos diez veces por esos increíbles precipicios.
—¡La suerte, querida mía! ¡La suerte! Te garantizo que hace meses que prefiero no salir de casa con tal de no enfrentarme a esos odiosos caminos. ¡Pero desayuna, por favor! Estarás hambrienta y tienes que reponer fuerzas. ¿Te importa que fume?
—En absoluto. Se acomodaron una a cada lado de la pequeña mesa, y se diría que la baronesa se tomaba un cierto tiempo con el fin de estudiar con mayor detenimiento a la recién llegada.
—¡Muy bonita! —musitó al fin—. Realmente eres mucho más hermosa de lo que esperaba.
—¡Gracias!
—Es de justicia. Y te lo dice alguien que está acostumbrada a tratar con mujeres hermosas. Hoy mismo conocerás a varias... —Aguardó a que su interlocutora concluyera de servirse una tostada con mantequilla y mermelada, y con una extraña sonrisa inquirió al fin—: ¿Tienes idea sobre lo que vas a encontrar aquí
—No demasiado exacta... —fue la honrada respuesta—. Algo me han contado, pero a decir verdad aún no tengo muy claro en qué consiste exactamente «mi trabajo».
—¡Nada de trabajo, querida! —pareció escandalizarse la baronesa—. ¡Nada de trabajo! ¡Qué palabra tan horrenda y malsonante! Aquí no has venido en absoluto a «trabajar», sino a disfrutar de unas hermosas vacaciones en las que nuestro deseo es que lo pases lo mejor posible dentro de nuestras limitadas posibilidades.
—¿Vacaciones? —repitió una desconcertada Erika Simon tras sorber un largo sorbo de café—. ¿A qué clase de vacaciones se refiere?
—A vacaciones en el más amplio sentido de la palabra, pequeña... —insistió su acompañante sin cambiar un ápice el tono suave y amable—. No sé qué es lo que te habrán contado, pero me lo imagino. Para muchos, esto no es más que una casa de lenocinio a la que traemos a chicas como tú con el fin de dar satisfacción a los más bajos instintos de nuestra marinería... —Hizo un leve gesto despectivo con la mano que sostenía el cigarrillo—. Pero nada hay más lejos de la realidad! —concluyó.
—¿Ah, no...?
—¡Naturalmente que no, querida...! Éste es un lugar de reposo al que vienen a descansar oficiales que han pasado por largos períodos de tensión en alta mar. Hombres que no han podido comer bien, dormir sin miedo, tomar el sol o respirar aire puro desde hace meses, siempre bajo la amenaza de una muerte inminente y terrible. Vienen aquí, y durante un par de semanas, comen carne y verduras frescas, duermen sin miedo, disfrutan del sol y respiran todo el aire puro que necesitan. También pueden beber hasta caer redondos, deporte, jugar a lo que se les antoje, y disfrutar En siempre gratificante compañía de unas señoritas, que han sido invitadas con ese fin, pero no, desde luego, con la intención de que sean utilizadas sexualmente si ése no es su deseo.
Herman observó a su interlocutora como si estuviera viendo a un ser de otro planeta. Tardó unos minutos en asimilar lo que acababa de decirle, y por último inquirió como si temiese no haber entendido bien:
—¿Quiere decir con eso que si no lo deseo...?
—Si no lo deseas, querida mía, no tienes la menor obligación de acostarte con nadie. Cierto es que esperamos de nuestras invitadas «la mayor colaboración posible», pero se trata naturalmente de una esperanza, no de una exigencia. Pretendemos que seas amable, simpática, buena conversadora y capaz de escuchar con paciencia los problemas de unos hombres que viven sometidos a increíbles tensiones, y que lo que en verdad desearían es volver junto a sus esposas y sus novias, pero eso es todo. Si personalmente te apetece concederle a alguno de ellos «una atención más íntima» y personal, mejor que mejor, pero eso queda siempre a tu libre albedrío.
—¡Caray!
—¿Cómo has dicho?
—He dicho «caray», puesto que si quiere que le sea sincera lo que me está aclarando poco o nada tiene que ver con lo que esperaba.
—¿Y qué es lo que esperabas? ¿Una casa de putas? ¿Realmente imaginas que los oficiales de la marina alemana, muchachos de buena familia que han estudiado en las mejores universidades, anhelan abandonar la lucha por su patria para empantanarse en un burdel frecuentado por borrachos y macarras? —La rubicunda matrona negó una y otra vez con un suave ademán de la cabeza—. ¡No, querida! Ni ellos lo desean, ni nosotros seríamos capaces de cometer el error de menospreciarlos de ese modo... —Aspiró profundamente, como si se le llenara el pecho de orgullo al añadir—: Nuestros, oficiales se merecen una vida sana, buena comida y mucho deporte, cariño y comprensión... —Alzó significativamente el dedo para concluir—. Y un poco de aquello que más pueda parecerse al amor.
—Entiendo... —admitió su interlocutora al tiempo que endulzaba su segunda taza de café—. Lo entiendo y lo apruebo puesto que se trata evidentemente de un punto de vista muy acertado.
—¿Quiere eso decir que puedo esperar la mayor colaboración por tu parte?
—¡Naturalmente!
—En ese caso, y antes de presentarte a tus amigas, tan sólo me queda pedirte una cosa mas...
—Lo que usted diga.
—Debes ser cariñosa, amable, simpática, apasionada... ¡Lo que prefieras!, pero procura, y eso te lo suplico muy encarecidamente, que nunca se enamoren de ti.
—¿Cómo ha dicho? —quiso saber Herman un tanto perpleja.
—Que procures que se diviertan y se olviden por un tiempo del mar y de la guerra, pero que te esfuerces por evitar que regresen a ese mar y esa guerra imaginando que dejan atrás algo importante. Por la difícil situación que atraviesan, no resulta extraño, y de hecho ya ha ocurrido, que alguno crea haber encontrado el amor de su vida en una hermosa muchacha con la que ha pasado unos días maravillosos en una romántica playa de una exótica isla.
—Resulta comprensible... —le hizo notar Erika Simon—. Si les están proporcionando el marco y medios adecuados, nadie debe sorprenderse de que así llegue a ocurrir...
—Y no nos sorprendemos, querida. Por desgracia sucede y lo aceptamos como un riesgo, pero nos consta que luego, cuando vuelven a la soledad de sus literas de un atestado y maloliente submarino y comienzan a pensar en que esa maravillosa mujer de la que creen estar enamorados se encuentra ahora en una enorme y perfumada cama en compañía de un camarada, acaban por darse cabezazos contra los mamparos.
—¿Contra qué?
—Contra los mamparos.
—¿Y eso qué es?
—¡Las paredes, querida! ¡Las paredes...! Pero en los barcos y los submarinos no se llaman paredes; se llaman «mamparos».
—¡Bueno es saberlo! ¡Mamparos! —La muchacha sonrió de oreja a oreja—. Pero puede estar tranquila; por mi culpa nadie se dará de cabezazos contra los mamparos.
—Más vale que as¡ sea, porque recuerda algo esencial: nunca, bajo ninguna circunstancia, la armada aceptará que uno de sus oficiales mantenga una relación seria y duradera con cualquiera de vosotras... Ésa es la única condición que nos han impuesto... —Se puso en pie al tiempo que le dirigía la más encantadora de sus sonrisas—. Y ahora tómate tu tiempo, prepárate un buen baño, relájate y ponte, guapa porque a la hora de la cena conocerás al resto de nuestros invitados.
Eran seis muchachas preciosas, elegantes, discretas y en cierto modo distinguidas, que poco o nada tenían que ver con la idea de un prost¡bulo, y que la acogieron con especial afecto y muestras de simpatía.
Había también dos hombres: el Coronel, un oscuro personaje serio y taciturno que al parecer vivía amargado porque su frágil salud le impedía vestir uniforme y luchar en el frente, viéndose relegado a realizar las labores de administrador general en un lugar que consideraba poco menos que indigno, y el encantador Capitán de corbeta Günther Spee, al que una violenta explosión le había dejado tuerto y con el rostro convertido en una especie de espantoso mapa en relieve, pero que pese a ello mantenía, al contrario que el Coronel, una actitud vitalista, positiva y entusiasta.
De las chicas, dos, Elsa y Ulrike, solían mantener el peso de la conversación, y ello se debía probablemente a que eran universitarias, y pese a que la segunda mostraba una cultura general muchísimo más Profunda la primera poseía un agudo ingenio, una gracia natural y un punto de picardía que la convertía en una criatura absolutamente deliciosa.
Dando muestras de una encomiable discreción, ninguno de los comensales, incluida la Baronesa, aventuró el más mínimo comentario sobre la auténtica personalidad de la recién llegada, ni sobre las razones que la habían impulsado a unirse al grupo, como si existiese un acuerdo tácito que limitara su relación al lugar y el tiempo en que se encontraban; lugar y tiempo frutos de una situación excepcional y que constituía un paréntesis que nada tenía que ver con lo que había quedado atrás, ni con lo que podría acontecer el día de mañana.
En el inmenso caserón de estilo colonial de aquella perdida playa en la más remota de las islas, ella no era más que Greta, al igual que el resto de las «invitadas» no eran más que Elsa, Ulrike, Ada, Ute, Ursula o Alexandra.
La velada resultó por lo tanto realmente encantadora y la cena, a base de pescados recién capturados en el cercano mar, verduras frescas, excelentes quesos del lugar, un prodigioso vino blanco procedente de la isla de Lanzarote y café colombiano de primera absolutamente exquisita.
Más tarde, acomodados en la amplia terraza que abría al océano y disfrutando de una agradable brisa que llegaba del norte, se sirvieron toda clase de licores, y la mayor parte de las muchachas encendieron largos y oscuros cigarros que les conferían un aspecto y un aire en cierto modo sensual.
—¡Te los recomiendo! —le indicó Elsa ofreciéndole uno—. Los fabrican en Tenerife, son muy suaves, y hacen menos daño que un cigarrillo, ya que no están envueltos en papel. Lo que verdaderamente destroza los pulmones es el humo del papel, no el del tabaco.
Erika Simon aceptó con cierto recelo el ofrecimiento, y aunque en un principio tuvo la sensación de que se abrasaba la garganta, pronto le tomó el gusto, por lo que se recostó en la ancha butaca de blanco mimbre lanzando al aire una densa columna de humo.
—¡Voluptuoso! —admitió.
—Te sienta muy bien —admitió Alexandra, que era una muchacha por lo general reservada, pero que no parecía perder detalle de cuanto ocurría a su alrededor como si estuviera intentando asimilarlo todo con el fin de llegar a convertirse algún día en una criatura tan irresistible como Elsa—. El primer hombre que te vea en esa actitud, se prendará de ti.
—Cualquier hombre se prendaría de cualquiera de vosotras —intervino con un curioso tono de voz la Baronesa, que casi de inmediato se volvió a la recién llegada para puntualizar—: Hay algo que aún no te he dicho, y que debo aclararte delante de tus compañeras para que nunca existan malentendidos al respecto: en esta casa no se admiten las rivalidades ni los celos. Todas sois iguales, y todas debéis aceptar las reglas a rajatabla. Son los hombres los que deben expresar siempre sus prioridades y elegir libremente a su pareja. Cada uno de ellos suele tener unas determinadas preferencias sin que podamos saber cuál es la razón, y lo que importa es respetarlas. ¿Entiendes lo que te estoy queriendo decir?
—Supongo que está muy claro... —reconoció Herman.
—Me alegro por ti, ya que eso significa que, por mucho que te guste alguien que se encuentre acompañado no debes hacer nada, ¡absolutamente nada!, por atraer su atención, a no ser que su pareja te o pida expresamente.
—¡Una norma muy sensata!
—E imprescindible a la hora de mantener la armonía...—intervino Ulrike en tono conciliador—. Debes tener muy presente que hemos aceptado de buen grado venir aquí con el único fin de hacer la vida agradable a unos hombres que quizá muy pronto acaben a miles de metros en el fondo del mar. Todos nuestros sentimientos y todos nuestros problemas personales deben quedar por tanto relegados a un segundo término.
—¿Y se consigue?
—¡Naturalmente! —puntualizó la baronesa Hildegard Von Hipper—. Quien no anteponga el deber a otra consideración, regresa de inmediato a Alemania. —Lanzó un profundo suspiro de disgusto—. De hecho ya hemos tenido que prescindir de dos compañeras pese a que eran muchachas realmente valiosas, pero que no supieron tragarse a tiempo su orgullo. Todas sois hermosas, todas agradables y todas muy atractivas y por lo tanto resulta estúpido empantanarse en una absurda competición por demostrar algo que a nadie le importa.
—Pero en algún caso pueden intervenir los sentimientos —aventuró Erika S¡mon con cierta timidez—. Si un hombre te atrae de un modo muy especial...
Elsa apagó su cigarro en un cenicero de cristal tallado a la vez que le colocaba la mano sobre el antebrazo apretándoselo con suavidad al tiempo que le hacía notar:
—Recuerda que no hemos venido aquí a satisfacer nuestros deseos, ni a dar rienda suelta a nuestros sentimientos. Estamos al servicio de una única causa: llevar una bocanada de aire fresco al ardor de la guerra, y eso es lo que cuenta, puesto que de lo contrario sería como si los soldados decidieran disparar o no sobre un determinado enemigo según les resultara más o menos simpático.
No podía negarse que había una cierta lógica en sus palabras, y durante los días que siguieron Erika Simon dispuso de infinidad de ocasiones para meditar a solas sobre cuanto se había dicho esa noche y sobre cuanto conseguía ir averiguando sobre la extraña comunidad que habitaba en el cómodo caserón de una perdida playa de las islas Canarias.
La Baronesa, hija de comandante de submarinos, viuda de comandante de submarinos y madre de comandante de submarinos, había creado aquel original operativo partiendo de una dilatada experiencia personal y un más que encomiable sentido común.
Largas y sinceras conversaciones con los hombres de su entorno familiar le habían llevado a saber, mejor que nadie, qué era lo que sentían cuando se encontraban a casi cien metros de profundidad y rodeados de buques enemigos que los buscaban como los perros que olfatean el rastro de una presa.
Tenía por lo tanto muy claro cuáles eran los sueños y los más íntimos deseos de quienes se veían obligados a sufrir tales tormentos, y le constaba que no era lo mismo el miedo natural que experimentaba un soldado que luchaba bajo el sol o bajo las estrellas, que el pánico visceral y la angustiosa sensación de claustrofobia que se apoderaba de un hombre encerrado en un cilindro de metal que estaba a punto de convertirse en su definitivo ataúd.
Nadie más que el tripulante de un submarino, o el pocero atrapado en el fondo de una mina, sabía lo que significaba estar dispuesto a dar años de vida por el simple placer de respirar una bocanada de aire puro o advertir cómo los rayos del sol le calentaban la piel.
Nadie más que el tripulante de un submarino sabía cuán larga podía llegar a ser una noche en la que el casco crujía y se lamentaba amenazando con destriparse por cualquier juntura inundando de agua salada el camarote y enviándole al fondo del mar para siempre.
Nadie más que el tripulante de un submarino tenía conciencia de cuán helado es el rayo que recorría la espina dorsal cuando en el pesado silencio resonaba el ping que significaba que el asdic de un destructor les había localizado y en cuestión de segundos comenzarían a estallar a su alrededor las temidas cargas de profundidad.
Hildegard von Hipper había llegado por tanto a la conclusión de que durante sus escasos períodos de descanso no se podía tratar de igual modo a un soldado de infantería, a un piloto o un marino de la flota de alta mar, que a un tripulante de submarino.
Estos últimos no necesitaban alcohol, mujeres, bullicio y aturdimiento durante largas juergas nocturnas, sino más bien aire puro, sol, paz, silencio y una infinita capacidad de afecto.
Por todo ello, se esforzaba en hacer comprender a «sus chicas» que no sería únicamente sexo lo que aquellos desgraciados vendrían a buscar en su compañía, sino más bien una auténtica cura de reposo a través de la cual conseguir que unos nervios excesivamente tensos dejaran de comportarse como cuerdas de guitarra y regresaran, poco a poco, a su estado natural.
—No obstante, debo advertiros que no puede aplicarse una fórmula común, puesto que cada ser humano reacciona de diferente modo cuando se ve sometido a presiones extremas —repetía con frecuencia—. Por lo tanto, lo que importa es tratar de analizar a cada «paciente» con el fin de aplicarle el tratamiento idóneo. Aunque os sorprenda lo que digo, en este caso, más que como amantes debéis comportaros casi como enfermeras.
Recostada en un cómodo butacón de su ancha terraza, contemplando la noche y escuchando cómo las olas reventaban contra las rocas y la arena, Erika Simon dejaba pasar las horas esforzándose por asimilar esta nueva e inesperada faceta de su difícil misión.
Había llegado a la isla convencida de que no era más que un pedazo de carne de cama condenada a que un sinfín de marinos borrachos la utilizaran a su antojo, para descubrir que pretendían convertirla en una aprendiz de siquiatra de tres al cuarto, o una especie de paño de lágrimas sobre cuyo hombro vendrían a llorar sus penas quienes tal vez un día antes habían hundido un mercante repleto de inocentes pasajeros.
Cuanto la Baronesa proponía resultaba lógico y aceptable desde el punto de vista estrictamente alemán, pero absurdo y rechazable desde el punto de vista de cuantos sufrían en sus carnes las asechanzas de la cruel y alevosa «manada de lobos». que era como le gustaba calificar al almirante Doenitz a la temible fuerza submarina que había creado.
Aclamados héroes para unos, fríos asesinos para otros, resultaba hasta cierto punto aberrante tener que aceptar que tras haber surgido, como monstruos abisales, de lo más profundo de las aguas, y haber masacrado a un centenar de desprevenidos e indefensos pasajeros, aquellos hombres recibieran como premio las caricias de media docena de preciosas muchachas que intentarían consolarles por los malos ratos que hubieran podido pasar durante el transcurso de sus criminales acciones.
¡La guerra!
¡Santo Dios, la guerra!
La guerra poseía una deleznable capacidad de distorsionar las mentes más preclaras, impidiéndoles percibir colores y matices, ya que lo transformaba todo en negro o blanco según fuese la bandera que ondease en el mástil.
Para la dulce y encantadora Hildegard von H¡pper, su padre, su marido y sus dos hijos, eran a todas luces seres maravillosos puesto que habían aceptado de buen grado las incomodidades y los inimaginables sacrificios que suponía la vida a bordo de un claustrofóbico submarino por amor a su patria, mientras que para miles de hijas, esposas y madres de marinos aliados, aquélla era una sucia estirpe de sádicos tiburones.
Herman se esforzaba por determinar cuál debería ser su actitud personal ante semejante situación, y no tardó en llegar a la conclusión de que lo único que podía hacer era no adoptar ninguna.
Tenía la ineludible obligación de mantener el corazón frío y la mente equilibrada, puesto que a decir verdad lo que se le estaba exigiendo no era juzgar unas determinadas acciones por terribles que fueran, sino intentar impedir por todos los medios a su alcance que la imparable sangría de vidas humanas y barcos hundidos fuese a más con la aparición de un nuevo submarino cuya capacidad de destrucción parecía superar cuanto existía en aquellos momentos a lo largo y ancho de los océanos.
¿Cómo conseguirlo?
De momento no había nadie en Fuerteventura que pareciese capaz de proporcionarle la más mínima información al respecto, ya que las muchachas poco debían saber sobre el tema, el Coronel era un hombre retraído y taciturno del que resultaba tarea titánica extraer una sola palabra, y al maltrecho Capitán de corbeta Günther Spee no parecían interesarle más que la pesca, la lectura y pasarse las horas pegado a la radio escuchan do lejanas noticias de una guerra que vista desde allí resultaba muchísimo más lejana.
La Baronesa era la única persona de la casa de la se podría obtener algún tipo de información, Erika Simon no le pasaba desapercibido que se trataba de una mujer muy inteligente, y que la más leve alusión al respecto levantaría sospechas.
Decidió por tanto armarse de paciencia y aguardar la llegada de aquellos a quienes tenía la obligación de consolar.
La guerra iba sin duda para largo.
Disfrutó de toda una semana de tranquilidad, buenas comidas, agradables charlas, baños en un mar limpio y fresco y largos paseos por la playa en los atardeceres, contemplando cómo el sol se enrojecía en su camino hacia las costas americanas.
Acompañó al amable Capitán Spee a pescar en una tranquila ensenada rodeada de altas rocas, y se entusiasmó al luchar durante casi media hora contra su primer mero de más de seis kilos y que al final quedó coleteando sobre un pequeño charco de la orilla.
Pidió al cocinero que lo preparara al homo, y jamás nada se le antojó tan apetitoso como aquel exquisito fruto de su esfuerzo.
Descubrió el profundo placer de colocar la camada en el anzuelo y observar luego cómo la roja boya se hundía ante la voracidad de los peces, y descubrió de igual modo el placer de las largas charlas con un hombre que no mucho tiempo atrás debió ser en verdad atractivo, y al que el hecho de haber perdido un ojo o saberse horriblemente desfigurado para siempre había conseguido derrotar.
—Toda mi tripulación murió... —comentó cierto día en que los peces se mostraban más renuentes que de costumbre a abalanzarse sobre el cebo—. Y gracias debo dar por poder estar ahora en tan buena compañía y tan lejos de nuevas explosiones. No puedo negar que he renunciado a mirarme en un espejo, pero al meno sé que si quiero puedo hacerlo y ellos no. La guerra es así y debemos aceptarla.
—¿Y por qué te enviaron a Fuerteventura? ¿No estarías mejor con tu familia?
El alemán negó con un casi imperceptible ademán de la cabeza, aunque sin apartar por ello la vista de la boya.
—Mi familia ignora lo ocurrido, y cree que continuó en alta mar. De tanto en tanto les escribo, les aseguro que me encuentro bien, y eso les mantiene felices. Mi padre podría soportarlo, pero si mi madre me viera se llevaría un disgusto terrible, y ya es de mayor para eso.
—¿Y hasta cuándo piensas mantener el secreto?
—Hasta que pueda. Al final de la guerra serán tantos los que hayan desaparecido, que el simple hecho de regresar con vida, aunque sea desfigurado, les hará felices. ¡Éste es un buen destino! —concluyó convencido.
—Pero ¿qué es lo que haces exactamente aquí, aparte de pescar y escuchar música? —quiso saber la muchacha.
—Esperar... —fue la curiosa respuesta.
—¿Esperar qué?
—Un barco
—¿Un barco?
—Exactamente!
—¿Y adónde va a llevarte?
—A ninguna parte.
Erika Simon dejó a un lado la caña, cambio de posición y observó con el ceño cómicamente fruncido a su interlocutor.
—¿Me quieres explicar de una maldita vez a que demonios te refieres? —protesto fingiendo enfandarse— ¿Esperas a un barco que no te llevará a ninguna parte?
—Eso he dicho... —replicó el otro en tono divertido.
—¡Pues no lo entiendo!
—La respuesta es sencilla. El día menos pensado aparecerá uno de nuestros submarinos, que necesitará una buena reparación mientras la tripulación descansa. Desde el momento en que su Capitán salte a tierra, asumiré el mando, y con ayuda de unos cuantos hombres, la mayoría tan «averiados» o más que el sargento Müller y yo mismo, nos dedicaremos a repararlo, así como a rearmarlo y acondicionarlo con vistas a la próxima campaña. —Su tono sonó levemente amargo al añadir—: En m¡ estado ya no sirvo más que como «Capitán correturnos», que no está en condiciones de navegar, pero sí de quedarse muy quieto en el fondo de una tranquila ensenada.
—Entiendo... —admitió ella al tiempo que asentía una y otra vez con la cabeza, pero tras una larga pausa en que clavó la vista en el mar observando el vuelo de las gaviotas inquirió—: ¿Echas de menos la emoción de hundir barcos?
—¿Cómo puedo echar de menos algo que nunca hice? —inquirió su interlocutor al tiempo que giraba su dedo índice en torno a su abrasado rostro—. Esto me sobrevino al cuarto día de empezar la guerra. ¿Te imaginas? Al cuarto día ya me había convertido en un ser monstruoso y en un inútil total.
—Yo no te encuentro en absoluto monstruoso —replicó Erika Simon con naturalidad—. Y está claro que no eres un inútil, puesto que llevas a cabo una importante labor, Alguien tiene que hacer ese trabajo.
—¿Realmente crees que es un trabajo digno de quien se pasó tres años preparándose para salir a alta mar a destruir acorazados de quince mil toneladas con una nave de menos de quinientas? ¿De qué me ha servido tanta preparación técnica y sicológica? ¡Cuatro días! —repitió—. ¡He participado en la guerra durante cuatro míseros días!
—Imagino que alguien caería el primer día. O el segundo. O el tercero. Y probablemente eran hombres que también se habían preparado a fondo y que sin embargo ahora están muertos, Tú al menos vives, pescas, lees, escuchas la radio y trabajas. No todo el mundo puede aspirar a ser el comandante Prier, y hundir un acorazado en pleno corazón de la bahía de Scapa Flow.
—Estudiamos juntos y dormíamos en el mismo pabellón —puntualizó su interlocutor con un leve tono nostalgia en la voz—. Y nos llamamos igual: Muchas noches charlábamos hasta casi la madrugada sobre lo que haríamos cuando estallara la guerra, soñando en que se nos concediera el mando de una nave. Ahora él luce al cuello una Cruz de Hierro, y yo este parche en el ojo.
—Quiero suponer que la preparación y los méritos serían muy semejantes, pero que la suerte influyó de forma decisiva, y eso es algo que escapa a cualquier control, del mismo modo que escapa el hecho de haber nacido en el seno de una familia alemana de clase media, o de familia de pigmeos del corazón de la selva africana..
—Veo que sueles tener respuesta para todo.
—Al menos lo intento. —La muchacha recuperó su caña, cebó el anzuelo y lo arrojó de nuevo al agua al tiempo que hacía un amplio gesto a su alrededor—. Llegué aquí con la idea de convertirme en carne de cañón al servicio de medio centenar de marineros hambrientos y me encuentro disfrutando de un estupendo día de pesca, con buena temperatura, un mar que invita al baño y una agradable compañía... ¿Qué más se puede pedir?
No cabía exigir mucho más en unos tiempos en los que medio mundo se dedicaba a destrozar al otro medio, y se nadaba en la abundancia de todo tipo de cosas materiales cuando la mayor parte de los europeos carecían de lo más imprescindible.
La mañana anterior un viejo carguero había hecho su aparición fondeando en una cala que se abría a un par de kilómetros al sur, y aprovechando un día de mar sorprendentemente en calma había desembarcado toneladas de víveres que abarrotaban los almacenes del enorme caserón.
Otro cochambroso carguero de matricula alemana, el Kersten Miles, permanecía atracado en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria desde el comienzo de las hostilidades, y la única ocupación de sus tripulantes se centraba en adquirir a buen precio las mejores carnes, frutas y verduras que se pudieran conseguir en esos momentos en una isla que aún sufría las penalidades propias de una difícil posguerra.
Cada vez que se anunciaba buen tiempo en la costa de poniente de Fuerteventura, transbordaba a una nave española cuanto había adquirido, para que lo transportara en menos de ocho horas hasta la resguardada cala.
Como los proveedores canarios sabían muy bien que nadie pagaba mejores precios que los marinos alemanes, se libraban muy mucho de preguntar sobre el destino final de sus productos.
Los años de hambre y de estraperlo nunca fueron tiempos propicios para remilgos ideológicos, y por lo tanto, en la mesa de la baronesa Hildegard von Hipper nunca faltaba lo mejor de lo mejor que pudiera obtenerse en los mercados del archipiélago.
Como además el cocinero era en verdad excelente, Erika Simon empezó a temer que muy pronto su abundante y cuidadosamente elegido vestuario se le quedaría estrecho, con lo que tuvo una magnífica excusa para subir cada mañana a la azotea, a practicar largas y duras sesiones de gimnasia destinadas a quemar el exceso de grasa.
Sabía, no obstante, que, de momento, nadie la estaría observando desde la cima de las cercanas montañas.
—Tardaremos dos semanas en alcanzar nuestra posición — le había advertido en su día el Capitán Akab—. Nos consta que tanto los españoles como los alemanes de tienen la zona vigilada, y necesitaremos armarnos de paciencia para llegar a la cima sin ser vistos. Así que tómatelo con calma.
¡Calma!
Nada invitaba mas a la calma, el sosiego y el olvido que un lugar que parecía encontrarse a trasmano del resto del mundo, y en el que las veladas se prolongaban hasta altas horas de la madrugada entre charlas, risas y partidas de naipes.
Levantarse al mediodía, pasear, pescar, nadar, leer y relajarse eran lujos vetados a millones de seres humanos, pero a los que el ser humano se acostumbraba con harta rapidez.
En alguna parte existía una guerra, pero en Fuerteventura reinaba la paz.
Luego, por fin, una noche el siempre puntual capitán de corbeta Günther Spee no se presentó a la hora de la cena, ni tomó asiento en su butaca predilecta, por lo que Elsa se volvió al Coronel para inquirir en un tono levemente irónico:
—Imagino que hoy tendremos que retiramos pronto puesto que es de suponer que mañana tendremos visita...
El áspero militar no pudo evitar dirigirle una torva mirada.
—¿Y eso te alegra o te entristece? —quiso saber
—Depende de quién se trate —replicó Elsa con la más amplia de las sonrisas—. ¿Los conocemos?
—Lo sabrás a su tiempo, querida —fue la seca respuesta—. Todo lleva su tiempo.
En efecto esa noche la velada se acortó mucho más que de costumbre, como si el grupo de hermosas muchachas fuera en verdad una bien adiestrada tropa consciente de que al día siguiente debería entrar en combate.
No obstante, cuando una hora más tarde Erika Simon se levantó a cerrar las cortinas, se sorprendió al descubrir a su vecina más próxima, Ada, observando con mirada perdida la media luna que comenzaba a descender sobre el horizonte.
—¿Te ocurre algo? —quiso saber.
La otra tardó en responder, y cuando lo hizo resultaba evidente que fingía una indiferencia que no sentía.
—Oh, no...! —replicó casi con un susurro—. Simplemente contemplaba la luna.
—¿Te preocupa lo que pueda ocurrir mañana? La interrogada, una muchacha bellísima, alta, de firmes pechos y piernas esculturales; sin lugar a dudas la más perfecta de cuantas componían un escogido ramillete de mujeres físicamente perfectas, dudó unos instantes, pero concluyó por encogerse de hombros.
—¡En absoluto! Sé muy bien lo que ocurrirá. —Sonrió casi con resignación—. Si los que llegan son conocidos, no me harán el menor caso. Si son nuevos, harán todo lo posible por acostarse conmigo, pero al tercer día me olvidarán para concentrarse en Elsa o en Ulrike. —Abrió las manos en un gesto que pretendía dejar evidencia de la magnitud de su impotencia—. Siempre ocurre lo mismo: atraigo a los hombres con la misma intensidad con que los repelo aunque nunca he conseguido averiguar la razón. Ni en la cama ni fuera de ella consigo retenerles.
Resultó evidente que semejante revelación había dejado a su interlocutora algo más que perpleja y sin capacidad de reacción, ya que el hecho de que una criatura tan extraordinaria admitiera de forma tan honesta su absoluto fracaso personal bloqueaba momentáneamente las ideas.
—¿Y a qué lo atribuyes? —fue lo único que acertó a balbucear al cabo de unos instantes.
— Supongo a que en el fondo soy muy tímida y cuando estoy con alguien a quien no conozco no se me ocurre nada. Sin embargo, Ursula lo achaca a que jamás he tenido un orgasmo, y eso es algo que decepciona a los hombres, a los que por lo visto les gusta que las mujeres se apasionen, giman y griten.
—Pues gime y grita.
—No sé hacerlo, y cuando advierten que estoy fing¡endo se enfurecen. Alguien me dijo una noche que tenía demasiada carrocería para tan poco motor, y creo que tenia razón
—¿Y nunca has sentido nada con nadie?
—Nunca.
—¿Ni siquiera estando enamorada?
—Una vez, hace ya tiempo, Creí estarlo, pero ni por esas. Me ponía nerviosa al saber que iba a verle, me encantaba salir con él, pero en cuanto me tocaba me quedaba de piedra. Hay quien opina que es que me deben gustar las mujeres, pero yo sé que no es así...
Bruscamente dio media vuelta para desaparecer en su habitación cerrando tras sí las puertas, lo que dejo a su vecina aún más perpleja de lo que ya estaba.
Herman durmió inquieta, despertó ya muy entrada la mañana, y le sorprendió advertir que la casa se encontraba sumida en un silencio sepulcral.
Los sirvientes se movían casi de puntillas, e incluso el enorme reloj del salón principal que solía marcar las horas con graves campanadas, había sido detenido y péndulos colgaban inmóviles a la espera de tiempos más propicios.
—¿Qué ocurre? —quiso saber.
—Los invitados descansan —fue la casi susurrante respuesta de Alexandra.
—¿Los conoces?
—Aún no lo sé.
Desayunó a solas en el comedor pequeño, por lo que tomó la decisión de dar un solitario paseo por la playa en un día particularmente tranquilo, y en el que el por lo general bravío mar semejaba un espejo de un azul turquesa de indescriptible transparencia.
Tomó asiento sobre una roca a poco más de dos kilómetros de la casa y desde allí se volvió a contemplar las altas montañas en un vano intento por averiguar si el Capitán Akab y su gente se encontraban ya en condiciones de observar todos y cada uno de sus movimientos.
Por si era así fingió desperezarse con el brazo derecho hacia arriba y el izquierdo recto hacia un lado, lo cual indicaría a un posible observador que de momento se encontraba bien, y tras desnudarse y zambullirse en las quietas aguas se tumbó sobre la arena a observar a las gaviotas.
Sabía que había llegado el momento.
El tan esperado día.
Los oficiales de una tripulación de submarinos dormían en la casa mientras su barco era revisado y cargado en el fondo de alguna ensenada próxima.
La guerra se encontraba ahora mucho más cerca, y al fin tenía que enfrentarse a ella.
Comió un poco de fruta, regresó mediada la tarde, y se disponía a tomar un baño caliente cuando golpearon a la puerta.
Al abrir se enfrentó a la siempre agradable sonrisa de Elsa, que se coló de rondón para ir a tomar asiento sobre la cama y señalar de inmediato.
—Te ha tocado el verde.
—¿Cómo has dicho? —Inquirió desconcertada.
—Que como eres la más novata y la veteranía es un grado que hay que respetar, esta noche te tienes que vestir de verde.
—¿Y eso?
—La primera noche siempre nos vestimos de colores diferentes para que los invitados puedan identificamos. Les resulta mucho más cómodo y menos embarazoso comentar que le gusta la de negro, o la de rojo, o que les apetecería invitar a bailar a la señorita del vestido blanco. Sabemos por experiencia que suelen tardar un par de días en aprenderse nuestros nombres, y lo que importa es facilitarles las cosas.
—¿Tenemos que facilitarles todas las cosas?
La otra la observó ladeando cómicamente la cabeza para acabar por sacudir alegremente su hermosa cabellera rojiza.
—¡En absoluto! Supongo que la Baronesa te lo habrá dejado muy claro y así es. No tienes que hacer nada que no desees hacer.
—Aún me cuesta aceptarlo.
—Es como un juego, querida. Un juego que a la mayoría de nuestros invitados les encanta. No quieren putas baratas; eso queda para los marineros. Quieren realizar una conquista y ganar una pequeña batalla a sabiendas que no van a encontrar una excesiva resistencia. Esta noche cenarán como hace meses que no han cenado, beberán, reirán, bailarán y se acostarán haciéndose ilusiones sobre a cuál de nosotras conseguirán llevarse a la cama con un poco de suerte.
—¿Y si no tienen suerte?
La otra dejó escapar una corta carcajada.
—Siempre acaban teniendo suerte, cielo. Como comprenderás, no estamos aquí para hacer que regresen al mar frustrados, y pronto o tarde acaban consiguiendo lo que quieren. Quizá no «exactamente a la que quiere» pero sí a alguna que le haga pasar momentos inolvidables.
—¿Y quién se encarga de que al fin siempre tengan suerte?
—La que esté más libre en esos momentos. Suelen ser cinco oficiales, y nosotras siete, lo cual significa que quedan algunas disponibles para lo que se pueda considerar un caso de emergencia. Y no tienes por qué preocuparte; Ada tarda menos en desnudarse que tú en pensar en hacerlo.
—Anoche estuvimos hablando. Parece ser que tiene problemas.
—Lo sé. Demasiado abierta de aquí abajo y cerrada de aquí arriba. Vive con el temor a ser rechazada, y eso hace que al final la rechacen. Es aburrida en la cama, aburrida en la mesa y baila como un camello.
—Siento pena por ella.
—También yo —admitió la otra—. Todas sentimos pena por ella, pero por más que lo intentamos no conseguimos hacerla cambiar. Como suele decir el Coronel «está más buena que el pan, pero a la larga resulta igual de insípida. Incluso el mejor de los panes necesita un poco de queso, salsa, chorizo... algo que ayude a tragarlo.
—Lo que a ti te sobra. La preciosa muchacha se puso en pie y se encaminó a la puerta desde la que se volvió para guiñarle un ojo con picardía.
—A las mujeres como nosotras nunca nos sobra nada, cielo. Todo lo que consigamos resultar siempre poco para salir adelante. La vida es muy dura y me temo que esta guerra la complicará aún más. —Le apuntó con el dedo—. ¡No lo olvides! —Insistió—. Tienes que vestirte de verde.
Entre los muchos vestidos que Chanel Número Cinco había incluido en su lujoso guardarropa, se encontraba, por suerte, uno de color verde esmeralda, discreto y elegante, pero que resaltaba su estrecha cintura Y su bien modelado pecho, por lo que cuando al oscurecer hizo su aparición en el salón principal, en nada desmerecía al resto de bellezas que se encontraban reunidas, exceptuando quizá la fastuosa hermosura de Ada, que constituía en sí misina un espectáculo digno de admiración incluso para los miembros de su propio sexo.
Enfundada en un sencillo traje negro que contribuía;, y con la a remarcar cada una de sus prodigiosas curvas larga cabellera de color oro viejo cayéndole hasta media espalda semejaba una auténtica walkiria surgida de un mítico bosque medieval, y no resultó nada extraño, por tanto, que cuando minutos más tarde hicieran su aparición cinco hombres barbudos pero impecablemente uniformados, permanecieran unos instantes como golpeados por el innegable impacto de semejante derroche de sexualidad.
La baronesa Hildegard von Hipper se apresuró a hacer las presentaciones y tras una breve charla intrascendente y una copa de champán, se pasó al lujoso comedor, en el que los recién llegados se mostraron de lo más corteses al ayudar a tomar asiento a las damas.
Se les advertía nerviosos.
El Capitán, un hombre que había pasado ya de la treintena, delgado hasta parecer casi esquelético, y que de inmediato pidió que le tutearan y se dejaran a un lado los rangos, presidía la mesa, cargaba con el peso de la conversación, y demostraba ser verdaderamente culto en cuanto se refería a historia, música y literatura.
Sus respetuosos oficiales, mucho más jóvenes que él aunque las enmarañadas barbas, la palidez e la piel las pronunciadas ojeras les hacían aparentar más edad de la que en realidad tenían, se esforzaban sin duda por tratarle como a un igual, pero resultaba evidente que el solo hecho de tutearle les exigía un tremendo esfuerzo.
Las conversaciones discurrieron por cauces intrascendentes, hasta que Ulrike se interesó por el tiempo que llevaban en el mar, momento en que el Capitán replicó con una leve sonrisa:
—Cinco meses, señorita. Cinco largos meses sin ver más que agua, cielo y a la vaca lechera.
—¿Una vaca lechera? —No pudo por menos que asombrarse Erika Simon—. ¿Llevan a bordo una vaca lechera?
La carcajada fue tan espontánea y unánime qué la pobre muchacha no pudo por menos que enrojecer avergonzada.
—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿He dicho alguna tontería?
—Disculpa, querida... —intervino la Baronesa esforzándose por contener la risa—. No has dicho nada malo, pero es que en verdad ha tenido gracia. En un submarino no queda espacio ni para un loro, o sea que mucho menos para una vaca. «Vaca lechera» es el nombre que recibe el barco nodriza que abastece a una nave en alta mar. Es un sencillo término de argot marinero, pero entiendo perfectamente que no lo conocieras.
—Y por si quieres saber algo más... —intervino a su vez el Capitán— es en ese momento, cuando nos encontramos cargando combustible enganchados por largas tuberías a las ubres de la vaca, cuando más miedo pasamos.
—¿Por qué?
—Porque con harta frecuencia los agentes del servicio secreto enemigo, que pululan por todos los puertos, han sido capaces de determinar que ese barco, en apariencia inofensivo, es en realidad una «vaca lechera», por lo que sus aviones y submarinos lo vigilan a la espera de sorprenderlo en el punto y el momento adecuados. Es entonces cuando aprovechan para caer sobre nosotros como un halcón sobre su presa. Nos ocurrió frente a la península de la Florida, y a punto estuvo de ocurrimos cerca de las Azores. En la Florida nos atacaron tres aviones, mientras que en Azores detectamos a tiempo a un submarino inglés que andaba al acecho, por lo que tuvimos que abortar el encuentro. El resultado es que hasta aquí poco menos que a remo.
—¿Y qué habría ocurrido si en verdad os hubierais quedado sin combustible en mitad del océano? —quiso saber una impresionada Alexandra.
—Que hubiéramos tenido que pedir ayuda a cualquier otro submarino que contara con reservas, aunque por lo general también suelen encontrarse en precario. En mitad del océano y tan lejos de nuestras bases, la mayoría andamos siempre escasos de todo, y por ello la dependencia de esas benditas vacas lecheras se convierte en vital.
—No creo que sea prudente ni oportuno que estemos hablando en público de los problemas de avituallamiento de nuestras naves.
La baronesa H¡ldegard von Hipper se volvió de inmediato a su vecino de la izquierda que era quien había aventurado el comentario con su áspero tono de siempre
—¡Oh, vamos, Coronel! —le reprendió en un tono falsamente amistoso—. Ni estamos hablando en público, ni para nadie, y para nuestros enemigos menos que nadie, constituye a estas alturas un secreto el hecho de que, a mas de cinco mil millas de sus bases, el principal problema de nuestras naves es siempre el abastecimiento.
—Pero no tenemos por qué airearlo.
—¡Se equivoca! —fue la casi agresiva respuesta de la regordeta matrona—. Conviene airearlo lo más posible con el fin de que el almirante Raeder escuche a Doenitz tomando conciencia de que deben existir muchos refugios al que nuestros submarinos puedan acudir, tanto a descansar, como en momentos de verdadero apuro.
—En eso estoy totalmente de acuerdo... —intervino el primer oficial, un tipo gigantesco que hasta ese momento apenas había pronunciado media docena de palabras—. Deberíamos contar con puntos de apoyo semejantes en el Caribe, el Atlántico Sur, el Índico y el Pacifico.
—Apruebo la moción... —puntualizó a su vez el Capitán con un leve tono humorístico—. Admito que resultaría muy difícil encontrar un centenar de mujeres tan bellas, pero desde un punto de vista exclusivamente táctico me tranquilizaría muchísimo saber que en un momento dado puedo poner rumbo a una isla en la que seré bien recibido. —Se volvió directamente al Coronel—. Usted debe ser un hombre de experiencia en la lucha en campo abierto siguiendo unos manuales que se estudian en las academias militares, por lo que no debe tener mucha idea de lo que significa encontrarse flotando como un corcho durante toda una semana, preguntándote si tu «vaca lechera» acudirá a la cita, o la habrán hundido por el camino. Sabes que no te queda combustible para los motores, lo cual significa que no estás en condiciones de generar energía para los acumuladores, lo cual significa a su vez que no podrás sumergirte en caso de peligro. —Agitó la cabeza con gesto pesimista—. En esos momentos no conseguirías evitar ni que una simple gaviota se te cagara en la gorra. Es duro, se lo aseguro —concluyó convencido—. Muy, muy duro.
—Todo en la guerra es duro —fue la seca respuesta.
—Evidentemente —admitió su interlocutor—. Pero de la misma manera que la Wehrmacht exige unos tanques cada vez mejor blindados, y la Luftwaffe pistas de aterrizaje para casos de emergencia o aparatos más rápidos, la Marina debe exigir mayor seguridad para una flota de submarinos que se encuentra desasistida en un territorio, el océano, que ha sido considerado desde siempre el feudo de nuestros enemigos. ¿Y de qué nos servirá conquistar Europa s¡ nos vemos obligados a encerramos en ella?
—¿En cuanto desembarquemos en Inglaterra los océanos también serán nuestros?
—¿Y cómo nos las arreglaremos para cruzar el Canal, si cada uno de nuestros buques tiene que enfrentarse a cinco enemigos? ¿Ha calculado alguien la escabechina que puede producir un solo crucero pesado inglés en un convoy de tropas de desembarco? Millones de bravos soldados se ahogarían antes de que uno solo consiguiera poner el pie en las costas de Dover.
—Eso resulta evidente —admitió de mala gana el Coronel—. Y por ello me consta que la Operación León Marino ha sido postergada.
—Pero tal retraso trae aparejado que Inglaterra se refuerce con la ayuda de americanos, australianos y canadienses. La única forma de evitarlo es cercenando sus rutas de abastecimiento, y eso tan sólo podemos hacerlo nosotros. Por lo tanto, alguien en Berlín debería tomar clara conciencia de la importancia de nuestra misión e intentar facilitárnosla.
—Precisamente el mes pasado envié‚ un informe en el que...
—¡Informes! —le interrumpió el otro con brusquedad—. ¡No me hable de informes! Sé muy bien lo que suelen hacer en Berlín con los informes, pero no lo digo por respeto a las señoritas. —Abrió las manos como si semejante conversación se le antojase una pérdida de tiempo—. ¡Pero dejemos a un lado el tema! —suplicó—. No debemos aburrir a tanta belleza con problemas que en nada les atañen. Preferiría hablar de cosas mucho más agradables... —Se volvió a Ada que se encontraba sentada a su izquierda, y que había estado escuchando con el aire de no haber entendido ni una sola palabra de cuanto allí se había dicho—. ¿De dónde eres? —quiso saber.
Bruno Alvarado encontró muchísimas más dificultades de las que esperaba a la hora de colocar a su gente en un punto desde el que pudiera dominar el caserón, observar a sus habitantes, y enterarse de qué era lo que tenía que comunicarle Erika Simon por medio de sus ejercicios de gimnasia.
Y los problemas no llegaron, contra lo que cabía imaginar, por la hostil actitud de las autoridades españolas, que ni siquiera parecieron prestar una particular atención al hecho de que hubiera venido para hacerse cargo del semiabandonado astillero lanzaroteño, ni aun de las docenas de alemanes que pululaba por la isla de Fuerteventura haciéndose pasar por honrados empresarios o sencillos jubilados que habían optado por alejarse del escenario de la guerra, sino más bien por la aridez de una isla que pocas o ninguna posibilidad ofrecía de alcanzar su destino con unas mínimas garantías de no ser descubiertos durante la primera media hora.
Las laderas de la empinada cadena montañosa que defendía la larga playa en que se alzaba el macizo caserón colonial, aparecían tan faltas de vegetación como un huevo de paloma y barridas por miles de años de continuos vientos se había ido erosionando hasta el punto de que un mísero conejo que hubiese intentado aventurarse hacia sus cumbres habría sido detectado desde abajo antes de que alcanzara tan siquiera la cuarta parte de su camino.
La huella de un pie humano quedaba marcada de forma indeleble durante días y semanas, y cuando una roca suelta se desprendía rodaba pendiente abajo con el estruendo propio de un alud de nieve en las cumbres de los Alpes.
Con ayuda de sus fieles Queequeg y Starbuck, Bruno Alvarado estudió una y otra vez, tanto desde tierra como desde el mar, los diferentes caminos que deberían verse obligados a seguir si pretendían alcanzar el pico de más de setecientos metros de altitud que habían elegido como base de operaciones, pero una y otra vez se vio obligado a reconocer que ni tan siquiera un macho cabrío tendría la más mínima oportunidad de llegar arriba sin ser descubierto o despeñarse.
Atacarlo llegando desde el interior de la isla cargados con el pesado material necesario para mantenerse en la cima durante semanas significaba tanto como poner de inmediato sobre aviso a los vigilantes alemanes, e intentar desembarcar durante el día en la abierta playa era tanto como gritar a los cuatro vientos que venían a espiar todo lo espiadle.
A bordo de una vieja goleta a la que «oficialmente» estaban sometiendo a todo tipo de pruebas, cruzaron una y otra vez frente a la casa, dos millas mar adentro y tras estudiar detenidamente la costa con ayuda de unos Potentes prismáticos, llegaron a la conclusión de que sólo existía un punto, muy al norte y al pie de un acantilado casi cortado a cuchillo sobre el agua, en que podía intentarse desembarcar en plena oscuridad, mantenerse ocultos bajo un leve saliente, e intentar el asalto la abrupta pared a la siguiente noche.
La principal dificultad se centraba en que había que esperar a una de las escasas ocasiones en que no soplara el viento del nordeste con lo que el océano se mantendría en una relativa calma, y rogar a Dios para que siguiese así durante las veinticuatro horas siguientes, puesto que si el mar se embravecía las gigantescas olas que solían romper contra aquel lugar los destrozarían irremisiblemente.
—Es una trampa excesivamente peligrosa —se lamentó el chicharrero—. Nadie garantiza que aquí, en barlovento, la calma se mantenga por más de una marea.
—La solución está en aguardar a que sople el siroco —comentó con su vozarrón de ultratumba Justo Barrero, patrón de la goleta, y uno de los antifascistas isleños que se habían unido a última hora al grupo—. Es el único que puede garantizamos dos o tres días de mar llana.
—¿Qué es el siroco? —quiso saber Queequeg.
—El viento que de tanto en tanto sopla desde el desierto; es decir, desde el otro lado de la isla, lo que permite que esta costa quede a sotavento. Son esas mismas montañas las que le cortan el paso, y aquí el mar suele tumbarse hasta convertirse en una auténtica balsa de aceite. El problema estriba en que durante esos días los pescadores acuden como las moscas a la miel, ya que es una zona muy rica en pesca, pero harto peligrosa. En un día de siroco aquí se puede sacar más pescado que en todo un mes en una costa de levante que se encuentra ya muy castigada.
—¡Lindo panorama! —se lamentó el por lo general frío e inquietante Starbuck—. Sin siroco corremos el riesgo de dejamos los sesos contra las rocas, y con siroco corremos el riesgo de que todos los pescadores de la isla nos vean desembarcar. —Se sorbió sonoramente los mocos—. ¿Es eso lo que he venido a entender, o me equivoco?
—Es eso exactamente —admitió de mala gana su jefe de filas.
—Pues es lo que yo llamaría «estar entre la espada y la pared», o para ser mas exactos, «entre las olas y la pared».
—Más o menos... —Bruno Alvarado señaló con el brazo extendido hacia la solitaria casa que destacaba a unos tres kilómetros de distancia hacia el sur—. La situación no es buena, estoy de acuerdo, pero recuerda que allí, y rodeada de enemigos a una pobre, se encuentra una pobre infeliz a la que metimos en esto, y que no nos tiene más que a nosotros. ¿Qué ocurrirá si descubren que es judía, o que trabaja para los ingleses?
—Supongo que su cadáver aparecerá flotando en el mar.
—Tú lo has dicho. Pasaría a la historia como una imprudente bañista que no tuvo en cuenta que en estas aguas las corrientes son muy traicioneras... —El Capitán Akab señaló ahora a la cima de la más alta de las peladas montañas —. Tenemos que buscar el modo de llegar allí arriba sin que nos vean, o dar por concluida la operación.
Llegaremos arriba... —sentenció Queequeg convencido de lo que decía—. Al fin y al cabo esas jodidas montañas no tienen más que ochocientos metros de altura.
—Ni siquiera eso —admitió Starbuck—. Pero sus paredes parecen tan lisas como el culo de un niño. ¿Dónde coño nos vamos a esconder mientras ascendemos?
—Tengo entendido que en la parte llana de las cumbres suele encontrarse algo de vegetación... —puntualizó Justo Marrero—. Llaurisilva corta e inclinada por efecto del viento, pero que tal vez baste para ocultarse. El problema se limita por tanto en llegar a la cima sin llamar la atención.
—Pero ¿cómo? —insistió un tanto impaciente Capitán Akab.
—Tal vez con la ayuda de los presos... —fue la reveladora respuesta—. En Tefía existe un campo de concentración en el que los fascistas han internado a los republicanos, y se los ceden como mano de obra esclava a los alemanes para que arreglen los caminos que llevan a la casa y abran una pista de aterrizaje en el extremo sur de la isla. Esos cerdos les obligan a trabajar de sol a sol por un mendrugo de pan y un sorbo de agua.
—¿Y crees que estarían dispuestos a colaborar con nosotros?
—Es más que probable —replicó seguro de sí mismo el lanzaroteño—. Son antifascistas, han perdido la guerra y los están matando de hambre, ¿qué otra cosa pueden hacer más que colaborar con los enemigos de sus enemigos?
—Suena lógico —reconoció Bruno Alvarado—. Bastante lógico... ¿Cómo podríamos ponemos en contacto con ellos?
—A través de doña Leonor Arriaga, supongo... Su marido, que fue director del hospital y diputado republicano hasta que estalló la guerra, está muy bien considerado entre los presos. Si él nos apoya, el resto nos apoyará.
—¿Puedes conseguir que me entreviste con doña Leonor sin que nadie se entere?
—¡Naturalmente!
La reunión tuvo lugar en uno de los viejos molinos de viento que aún se mantenían en pie, y que tradicionalmente se utilizaban para triturar el maíz o el trigo previamente tostados con el fin de producir una harina de color pardo que constituía, durante aquellos dificilísimos tiempos de carestía, la principal fuente de alimentación de los isleños.
El gofio se amasaba con leche, caldos, plátanos triturados o simplemente con un poco de agua y aceite, hasta el punto de que conformase una masa espesa y compacta que solía caer en el estómago como una auténtica piedra, pero que poseía un innegable valor nutritivo imprescindible para la subsistencia de un pueblo hambriento y maltratado.
Allí, con el rumor de las aspas girando lentamente, y aspirando el denso olor que desprendía el maíz tostado, el Capitán Akab, se enfrentó a una elegante dama de la más rancia aristocracia local, a la que el sufrimiento de los últimos años no había conseguido arrebatar, ni su
delicada belleza, ni su natural altivez.
—Conocí a tu padre cuando estuvo por aquí montando los astilleros de Lanzarote —fue lo primero que dijo al tomar asiento frente a Bruno Alvarado—. De hecho creo que somos primos lejanos por la rama de mi abuelo Pocaterra. ¿Cómo se encuentra?
—Murió el año pasado.
—Lo siento de verdad. Era un hombre muy agradable y mi marido le tenía en gran aprecio. —Le miró directamente a los ojos puesto que ésta parecía ser una característica muy acusada de su personalidad al añadir—: ¿Qué puedo hacer por ti?
—Pedirle al doctor que nos ayude. Los presos son los únicos que tienen la oportunidad de internarse por los barrancos y las montañas de la isla sin levantar sospechas, puesto que su misión es reparar caminos vecinales. Necesito que mis hombres se mezclen entre ellos con el fin de alcanzar atalayas desde las que vigilar los movimientos del enemigo.
—Te va a resultar muy difícil... ¡Y peligroso! —fue la desalentadora respuesta—. Los fascistas están dejando gran parte de la isla en manos de los alemanes, que controlan casi al ochenta por ciento de los presos y rara vez descuidan la vigilancia.
—Lo sabemos, pero también sabemos que cuando esa pista de aterrizaje se haya concluido, Fuerteventura se convertirá en un enclave estratégico de primera magnitud. Si, como se rumorea, construyen también un refugio seguro para sus submarinos, toda esta zona, desde Cabo Verde hasta Gibraltar, se encontrará bajo su radio de acción, y ni un solo barco que provenga del sur llegará nunca a Inglaterra.
Doña Leonor Arriaga meditó sin prisas sus palabras, puesto que era una mujer nacida y criada en una lejana y casi desértica isla en la que los acontecimientos solían desarrollarse a un ritmo muchísimo más pausado que en la mayor parte de los lugares del mundo, pero por último señaló con voz firme y pausada:
—Casi la mitad de los presos de Tefía, incluido mi marido, están condenados a muerte, y su única esperanza de salvación estriba en que pase el tiempo, se calmen los ánimos y se olviden de ellos. —Jugueteó unos instantes con un puñado de maíz—. Sin embargo tú ahora les pides que se involucren en una guerra que no es la suya, y que puede conducirles directamente ante ese pelotón de ejecución que están intentando evitar... —Negó una y otra vez con la cabeza—. No se me antoja justo —susurró con desgana—. Nada justo.
—Estoy de acuerdo con casi todo lo que ha dicho, excepto en la aseveración de «que esta guerra no es la suya». Creo sinceramente que se equivoca. Ésta es una guerra que nos concierne a todos, y muy en especial a esos presos, puesto que si Hitler gana, seguirán siendo considerados mano de obra esclava hasta el fin de sus días. Y tenga muy presente también que no se salvarán del pelotón de ejecución por el olvido, puesto que cuando se apoderan del poder los fascistas jamás perdonan. Únicamente se salvarán si las cosas comienzan a cambiar y sus verdugos empiezan a sospechar que Alemania puede perder la guerra. Será el miedo, y no la compasión, lo que obligue a reaccionar a esos canallas, y usted lo sabe.
Doña Leonor Arriaga, reflexionó de nuevo largamente puesto que ello parecía ser innato e inseparable de su parsimoniosa personalidad, y por último afirmó con un leve ademán de cabeza.
—¡Bien! —dijo— Tal vez tengas razón, y al fin y al cabo no soy yo quién debe tomar esa decisión... —Se puso en pie como dando por concluida la reunión—. El domingo es día de visita en Tefía. Hablaré con mi marido, y esa noche, a las diez en punto, te espero en el corral de camellos de la finca de mi abuelo, en Antigua. —Hizo un gesto hacia el exterior—. Justo Marrero se las ingeniará para hacerte llegar allí sin levantar sospechas.
—¡Gracias!
—No me las des... —fue la seca respuesta—. Aún no sé si hago bien en exponer tantas vidas.
Justo Marrero se preocupó de organizar una sonora parranda en la que corrió generosamente el vino y se escuchó buena música en la mayor de las tabernas de Antigua, la hermosa y señorial villa del interior de la isla, y a las diez en punto, cuando más alegres se encontraban la mayor parte de los presentes, condujo a Bruno Alvarado a través de los desiertos campos hasta el destartalado corral de camellos que se alzaba a unos quinientos metros de la altiva y un tanto ruinosa mansión de la familia Pocaterra.
Doña Leonor se encontraba ya en el interior, sentada justo en el borde de uno de los pesebres, y teniendo a su lado un viejo candil de aceite que proyectaba sobre la pared las confusas sombras de los inquietos animales.
—¿Y bien...? —quiso saber en cuanto le dio las buenas noches el Capitán Akab—. ¿Qué han dicho?
—Han dicho que sí, lo cual me asusta —fue la desabrida respuesta—, A mi modo de ver es tiempo de cicatrizar viejas heridas, pero parece ser que los hombres sois partidarios de continuar la lucha incluso más allá de la derrota.
—La derrota en España no ha sido más que una pequeña batalla que nos ha servido de escarmiento y de lección sobre lo que no se debe hacer cuando nos enfrentamos a fascistas —sentenció Akab convencido de lo que decía—. No son más que fanáticos asesinos, y por ello debemos unirnos convencidos de que al final venceremos.
—Vengo oyendo esa misma cantinela desde hace cinco años —replicó la mujer con gesto de hastío—. Cinco años en los que lo he perdido absolutamente todo, pero aun así sigo estando de acuerdo en que no es mi opinión la que cuenta. —Lanzó un sonoro resoplido—. ¡Bien! —añadió—. Me han pedido que te comunique que lo que tienes que conseguir es azúcar, café, aceite, tabaco, chocolate y mantequilla para sobornar a los soldados. A los alemanes no se les puede sobornar, pero se les puede engañar puesto que no conocen personalmente a los presos.
—Tendrán todo lo que pidan.
—Pues envíamelo y me ocuparé de que llegue a su destino.
Cuarenta y ocho horas más tarde se entregaron tres enormes cajones conteniendo cuanto el doctor Arriaga había solicitado, por lo que al amanecer del día siguiente una vieja camioneta con veinte presos a bordo abandonó el campo de concentración de Tefía, para dirigirse al sur con el aparente fin de contribuir a la reparación de los polvorientos y deteriorados caminos que conducían a las montañas.
El sargento al mando ordenó un alto ante una vieja fonda, los aún adormilados guardianes entraron en ella a tomarse un café, y cuando a los quince minutos regresaron, no parecieron querer darse cuenta de que contaban con cuatro nuevos presos a los que jamás habían visto anteriormente.
Poco antes del mediodía tres mutilados de guerra alemanes se hicieron cargo de un grupo de hombres que se comprometieron a devolver en perfecto estado y en el mismo lugar tres días más tarde.
De inmediato los obreros se diseminaron por la zona sin que nadie pareciese preocuparse mucho de ellos, pues era cosa sabida que a ningún lado podrían ir, ya que no tenían la más mínima posibilidad de escapar de una isla a la que no solía llegar más que un barco a la semana.
De regreso al astillero de la vecina Lanzarote, el Capitán Akab se pegó al receptor de radio hasta que al atardecer del día siguiente le llegó, nítida, una sola frase:
«¡Moby Dick!»
Lanzó un hondo suspiro de alivio puesto que eso significaba que dos de sus hombres, Queequeg y Bachelor, se encontraban en una posición desde la que podían distinguir con total nitidez cuanto ocurriera en la casa de la playa y sus alrededores.
Los otros dos debían haber emprendido ya el regreso tras ayudarles a transportar hasta la cima la radio, las armas, el agua y los víveres que necesitaban para una larga estancia en las montañas.
Al poco hizo llamar a Justo Marrero para inquirir:
—¿Cómo anda la mar por barlovento?
—Brava como siempre. Viento de fuerza seis, pero tendente a amainar.
—En ese caso, que salga el barco. Que dé una sola pasada, pero que sea a las cuatro en punto de la tarde.
A las cuatro en punto de esa misma tarde, un pesquero verde que lucía un enorme parche marrón en su vela mayor llegó desde el norte, cruzó a todo lo largo de la playa a poco más de dos millas de la costa, y se perdió de vista en la distancia.
No era más que un barco; un cochambroso e inofensivo pesquero que parecía andar a la búsqueda de un banco de atunes, pero su simple presencia sirvió para indicarle a Erika Simon que en la cima de la montaña que encontraba a sus espaldas los hombres de la Operación Moby Dick permanecían ya atentos a cada uno de sus gestos.
A la mañana siguiente subió a la azotea, tendió una gran toalla en el suelo y comenzó a efectuar complejos ejercicios de gimnasia.
Tumbados cuan largos eran sobre el borde del precipicio y ocultos entre un grupo de matojos Queequeg y Bachelor mantenían el ojo pegado a dos potentes catalejos, para ir apuntando letras en sendos cuadernos de tapas de hule.
Al concluir cotejaron sus notas para llegar a idéntica solución:
«Cinco oficiales área Caribe.» «Submarino sumergido en las proximidades bajo mando Capitán de la reserva. »
Cuando no les cupo la más mínima duda de que ése era efectivamente el mensaje, se observaron.
—¡Cinco oficiales...! —No pudo por menos que exclamar un sorprendido Queequeg—. Todos los que componen la dotación, incluido el jefe de máquinas... Eso s¡ que no me lo esperaba, y significa que no sólo tienen un Capitán de reserva en la isla, sino también oficiales.
—¿Incluida toda una tripulación? —replicó su escéptico compañero—. Me extraña mucho.
—Tal vez a la tripulación no le concedan descanso...
—¡Ni hablar! —sentenció Bachelor, que era en realidad un bonzo austriaco al servicio de la armada británica—. Conozco bien a los oficiales de la marina alemana, y me consta que no aceptarían un permiso que no fuera extensible a toda la tripulación. Saben que si ellos están agotados sus hombres también, y que a la hora de reemprender la lucha no les responderían como debieran. Si se encuentran en la casa es porque tienen la absoluta seguridad de que la gente bajo su mando también descansa.
—Sí, pero ¿dónde? —quiso saber el otro—. Cuarenta alemanes recién salidos del fondo del mar no pueden pasar desapercibidos en una isla como ésta. Ni hay lugar, ni hay putas para tantos.
—Pues en algún sitio tienen que ocultarse... —insistió Bachelor—. Lo que no me cabe en la cabeza es que los dejen durante quince días respirando aire viciado en el fondo de cualquier ensenada de la isla mientras sus oficiales toman el sol y disfrutan de una vida de príncipes. Durante la campaña siguiente estallaría un motín.
—¡Bien! —reconoció Queequeg—. Admito que suena sensato, pero al fin y al cabo no somos nosotros los que debemos resolver el misterio. Lo mejor es que lo pongamos en clave, se lo enviemos a Bruno, y que él decida.
Al concluir de descifrar el mensaje el Capitán Akab no pudo por menos que demostrar idéntico desconcierto.
—¡Sólo oficiales! —Se sorprendió—. ¡Qué extraño! Me alegro por Herman, pero ahora lo que importa es averiguar dónde se oculta el resto de la tripulación. —Alzó el rostro hacia justo Marrero que parecía tan confundido como él mismo para inquirir—: ¿Existe algún lugar en Fuerteventura que pueda albergar a un grupo tan numeroso de marineros sin que nadie lo advierta?
—¡No, que yo sepa! —fue la firme respuesta—. Es más, estoy convencido de que no existe, ni allí, ni aquí en Lanzarote. Necesitarían mucha agua, comida, bebida y mujeres, y eso es algo que no pasa desapercibido en lugares tan pequeños.
—¿Crees que se los habrán llevado a Las Palmas? —Es más que probable. Es una ciudad grande y en la que se suelen hacer pocas preguntas. Un marinero en una taberna de puerto no es más que un marinero en una taberna de puerto, y resulta muy difícil determinar si está enrolado en un inocente carguero o un peligroso submarino.
—Suena lógico... Los oficiales en un aislado albergue de lujo y la tripulación confundida con otras tripulaciones. Me pondré en contacto con nuestra gente de Las Palmas, y tal vez alguna de sus chicas sea capaz de determinar si un simple marinero alemán no es más que lo que aparenta, o esconde a un submarinista. Sonrió divertido—. Y en estos casos, una buena botella de ron suele ser de mucha ayuda.
—¿Y qué hacemos mientras tanto? —quiso saber Starbuck que se había limitado a escuchar tan en silencio como solía tener por costumbre.
—Intentar localizar el submarino.
—¿Tienes intención de atacarlo?
—¡Dios me libre! —se escandalizó el Capitán Akab—. Destruirlo sería tanto como anunciarles que estamos aquí, con lo que espantaríamos la presa que en verdad nos interesa. —Extendió sobre la mesa una enorme carta marina de las dos islas, y en la que aparecían perfectamente determinados todos los fondos con sus correspondientes cotas—. Lo que necesitamos es saber en qué ensenada suelen sumergirse, porque probablemente sea la misma que utilice el Barracuda si es que aparece por aquí.
—Tiene que estar a sotavento —puntualizó Justo Marrero marcando con el dedo las costas de levante de ambas islas—. Si tienen que emerger cada noche con el fin de recargar las baterías y renovar el aire, no pueden arriesgarse a hacerlo donde las olas tengan demasiada fuerza.
—Siempre pueden alejarse mar adentro.
—No creo que lo hagan con una tripulación de circunstancias. Y de día tienen que irse al fondo a menos de una milla de la costa, puesto que por suerte para nosotros, a partir de esa distancia, ese fondo cae bruscamente hasta casi trescientos metros. —Indicó las cotas claramente marcadas en la carta—. ¡Mira esto! Cuatrocientos, quinientos metros... Si me obligaran a pasarme horas bajo el agua, creo que me sumergiría en el canal de la Bocayna, lo más cerca posible de Lanzarote y protegido del poniente por la punta de Pechiguera.
—¿Frente a la playa de Papagayo?
—Exactamente. El fondo es de arena con no más de treinta metros por término medio —insistió el pescador—. Y además es una zona prácticamente desierta.
—¡Bien! —admitió Bruno Alvarado—. Nos concentraremos en ella, aunque sin olvidar el estrecho de la isla de la Graciosa.
—Ahí no hace falta que te molestes en mirar —le recomendó con absoluta seguridad el isleño.
—¿Por qué?
—Porque son aguas muy claras y poco profundas. Si desde las cumbres de Famara se distinguen incluso, a los bancos de atunes, tanto más un submarino.
—¡De acuerdo! Empecemos por el canal de la Bocayna. ¿Con cuántos pescadores contamos?
—Tres de playa Blanca, dos de playa Quemada y cuatro o cinco de Arrecife.
—¿Todos de confianza?
—Veteranos de guerra en su mayoría. Gente decidida y que odia a muerte a los fascistas.
—¡Bien! —puntualizó Akab—. Que salgan a pescar como de costumbre. De noche a oscuras y en silencio, atentos a cualquier objeto extraño que sobresalga del agua, y de día prestando especial atención a las de aceite o de petróleo.
—¿Y eso? —se sorprendió Starbuck—. ¿Aceite y petróleo?
—Casi todos los submarinos que llevan algún tiempo en altar mar pierden aceite por la juntura de hélices o los tubos de torpedos, y algunos de los de la serie U tienen los depósitos de combustible abiertos al exterior por lo que a menudo se escapa un poco.
—¿Cómo es posible que tengan los depósitos de combustible abiertos al exterior? —se sorprendió el otro—. ¡Eso es absurdo!
—No tiene nada de absurdo —fue la respuesta del canario, que no en vano era ingeniero naval—. El espacio en el interior es tan reducido que no tienen dónde almacenar las más de cien toneladas que necesitan para las largas singladuras. Y si los depósitos estuvieran colocados en el exterior pero herméticamente cerrados, a medida que se fuera utilizando el combustible se crearía un espacio vacío, por lo que tendrían que estar fabricados con un acero muy grueso para que al sumergirse la presión no los hundiese. Ello acarrearía un peso adicional que los motores de un submarino de la clase U no se puede permitir.
—Todo eso lo comprendo —admitió el desconcertado pescador—. Pero sigo sin entender cómo diablos se puede utilizar un depósito de combustible abierto al mar.
—Dejando un pequeño orificio por la parte inferior y colocando la válvula de toma de combustible en lo más alto. A medida que el fuel se va consumiendo, por el fondo penetra agua de mar, pero como es más densa, se queda abajo. De ese modo, hasta que no se haya gastado hasta la última gota de combustible, el agua jamás llegará a la válvula de entrada.
—iCarajo! —no pudo evitar exclamar Justo Marrero—. S¡ que es un sistema jodidamente ingenioso.
—¡Mucho! —admitió el otro—. Y sospechamos que ésa es una de las brillantes ideas de ese hijo de la gran puta de Profesor Walter, que por lo visto es el mismo que ha diseñado el Barracuda. —El Capitán Akab lanzó un sonoro resoplido—. Si el almirante Doenitz le ha dado carta blanca para poner en práctica todo lo que se le ocurre, podéis estar seguros de que esa maldita Ballena Blanca es mil veces más peligrosa que todos los barcos que se hayan construido hasta el presente. No quiero ser pesimista, pero debe estar más cerca del famoso Nautilus que imaginara Julio Veme, que de un submarino convencional.
—¿Y nuestra misión es destruirlo?
El otro negó con un brusco ademán de la cabeza.
—Destruyéndolo no conseguiríamos nada, puesto que en Berlín se conservan los planos originales —dijo—. Nuestra misión es capturarlo, estudiarlo y copiarlo.
—¿Copiarlo? —exclamó divertido Justo Marrero—. ¡Muchacho...! ¡La marina inglesa robando y copiando a la marina alemana! ¡Quita pa’ya! Eso sí que nunca me lo hubiera imaginado.
—La marina inglesa es muy poderosa —reconoció el Capitán Akab—. Pero precisamente lo es porque ha sabido aceptar las ideas foráneas cuando son buenas. De nuestros astilleros han salido los mejores barcos con los últimos adelantos técnicos, tuvieran éstos la nacionalidad que tuvieran, y lo que lamentamos es no contar en estos momentos con un hombre tan imaginativo y valioso como ese misterioso Profesor Walter.
—¿Y por qué en lugar de robarles el barco no les robamos al profesor? —aventuró sonriente Starbuck—. Probablemente resultaría mucho más sencillo.
—No creas que no lo hemos pensado —fue la honrada respuesta—. El problema está en que sabemos que existe, pero no sabemos quién es, cuál es su verdadero nombre, qué aspecto tiene, ni dónde diablos se encuentra, Doenitz lo tiene muy bien escondido porque sabe lo mucho que vale.
—¡En ese caso, lo mejor será que nos concentremos en intentar cazar a ese barco! —sentenció con buen criterio Justo Marrero.
El tercer oficial Joachim Woms acababa de cumplir los veintiún años el día en que su Capitán le permitió observar a través del periscopio cómo un carguero se hundía lentamente en las aguas del Caribe lanzando al cielo columnas de humo.
Pudo distinguir los cuerpos de los aterrorizados tripulantes arrojándose a unas aguas las que sabían plagadas de tiburones, y era aquél un horrendo espectáculo que no conseguía apartar de su mente hasta el punto de que en cuantas ocasiones le habían vuelto a invitar a contemplar el resultado de sus ataques, se había limitado a cerrar un ojo, aplicarlo al visor y asentir con un leve ademán de cabeza.
Era un soldado; un submarinista convencido de que participaba en una lucha justa, pero no experimentaba ninguna satisfacción en el momento de asistir al hundimiento de una nave.
—Con excesiva frecuencia los torpedos fallan su objetivo... —le confesó a su nueva amiga Erika Simon una tarde en que paseaban por la orilla de la playa—. Resulta en verdad desesperante arriesgamos a atacar un convoy, calcular una y otra vez el ángulo de tiro y jugamos el pellejo a la hora de metemos casi bajo la quilla de los destructores, para acabar descubriendo que los malditos torpedos se vuelven locos y comienzan a girar en círculo amenazando con destrozarnos, o alcanzan su objetivo sin estallar. Pero no puedo negarte que cuando ese objetivo es un carguero, en ocasiones me alegro.
—¿Y cuándo se trata de un buque de guerra?
—Entonces no. Entonces pienso que se trata de una lucha equilibrada en la que lo mismo pueden ganar ellos que nosotros, y que la dotación de esa nave sabe muy bien a lo que se expone. Pero con los buques de pasajeros o los cargueros es muy distinto: es como disparar sobre una multitud indefensa.
—Lo comprendo —señaló la muchacha con un leve ademán de cabeza—.Y de igual modo entiendo que te sientas mal al ver morir a esa gente. Pero lo que me sorprende es eso que me dices de que los torpedos suelen fallar con excesiva frecuencia. Siempre imaginé que una vez que salían del tubo el daño estaba hecho.
—¡Qué más quisiéramos nosotros! —replicó el otro con un tono de voz casi inaudible, puesto que era un hombre que tenía la costumbre de hablar muy bajo y casi sin articular, lo cual hacía que con frecuencia no se entendiera lo que trataba de decir—. He llegado a la conclusión de que casi el sesenta por ciento de los torpedos que lanzamos fallan su objetivo, y no por culpa nuestra.
—¡El sesenta por ciento! —se asombró su interlocutora—. ¡Pero eso es absurdo! Tanto esfuerzo y tanto riesgo para nada...
—Es lo que yo digo. Nunca podremos ganar la guerra del mar si cada vez que nos lanzamos al ataque lo hacemos convencidos de que nuestro esfuerzo ser prácticamente inútil. Es en Berlín donde deben resolverse esos problemas, pero se limitan a insistir en que nos aproximemos aún más, a riesgo de volar también por los aires. Una pandilla de insensatos nos manda directamente a la muerte, y cuando algún Capitán protesta semejante ineptitud, se limitan a acusarle de cobardía.
—No es ésa la idea que tenía de nuestro ejército —reconoció ella—. Siempre imaginé que éramos valientes, eficientes e invencibles.
—Tal vez en tierra... —admitió Joachini Worris bajando la voz aún más que de costumbre—. Tal vez nuestros éxitos en Europa y una hábil propaganda nos ha convencido de que somos una máquina perfectamente engrasada, pero lo cierto es que en la marina «hacemos agua» por muchas partes, y que cuando el enemigo lo descubra acabar por aniquilarnos. Por lo general cargamos catorce torpedos por viaje. Si ocho fallan, nos quedan seis con los que tenemos que hacer frente a docenas de barcos que día tras día zarpan desde todos los puertos del mundo con destino a Inglaterra. Y esos jodidos americanos han empezado a producir los malditos cargueros Liberty a tal velocidad, que por cada uno que conseguimos hundir lanzan al agua diez. Por lo tanto, todo se reduce a una simple cuestión matemática, ya que llegar un momento que el daño que les causemos resultar ínfimo en relación con su capacidad de producción.
Habían tomado asiento sobre una roca, permitiendo que las olas vinieran a lamerles los pies descalzos, y durante unos instantes permanecieron muy quietos y en silencio, limitándose a disfrutar de la hermosa puesta de sol y la belleza del paisaje.
Herman sabía muy bien, ya que era una de las primeras cosas que el Capitán Akab le había recomendado, que no debía insistir en un tema de índole militar o político a no ser que su interlocutor lo hiciera, limitándose a jugar su papel de muchachita despreocupada y amable, dispuesta siempre a escuchar con paciencia, pero no excesivamente interesada en tales problemas.
Imaginaba que el SOE tendría sobrados conocimientos sobre aquella aparente ineficacia de los torpedos alemanes, pero en caso de que no fuera así, tal vez valdría la pena hacérselo saber con el fin de que sacaran sus propias conclusiones.
Ella no era quién, ni estaba capacitada para determinar en qué forma el hecho de saberlo perjudicaría a los nazis, pero, probablemente había sido el propio Joachim Woms el que lo había dejado muy claro al puntualizar que si las posibilidades de abastecimiento de los submarinos lejos de sus bases eran bastante precarias, y además el armamento que se les proporcionaba resultaba escaso e ineficaz, la solución del enemigo pasaba por minimizar el porcentaje de pérdidas a base de aumentar el número de barcos en ruta al tiempo que se multiplicaban dichas rutas.
Existía un significativo detalle que empezaba a ser evidente: los astilleros alemanes no estaban en condiciones de producir complejos submarinos al mismo ritmo que los astilleros americanos de producir sencillos barcos de transporte.
Tampoco era el mismo ritmo de entrenamiento de las tripulaciones, y si a ello se unía que los torpedos no daban el rendimiento deseado, el resultado se limitaba a una simple cuestión de tiempo.
Si Inglaterra conseguía resistir y la cabeza de puente que significaban sus islas se mantenía firme, los nazis acabarían perdiendo la guerra.
Pero según el Capitán Akab ese mismo argumento podía volverse en contra.
Si los nazis conseguían prolongar la guerra hasta que sus científicos pusieran a punto las nuevas y terroríficas armas en las que al parecer llevaban años trabajando, el resultado sería muy diferente.
Ahí era donde entraba en juego el Barracuda.
Si, como se aseguraba, se trataba de un submarino capaz de sustituir con mucho mayor índice de eficacia a una docena de los U—Boot actuales, y además provisto de un revolucionario armamento, la guerra en el océano podía prolongarse indefinidamente, la cabeza de puente de las islas británicas resultaría inútil, y el ejército alemán se asentaría con tal fuerza en Europa que ya nadie sería capaz de desplazarle.
Erika Simon meditaba sobre ello mientras continuaba contemplando el mar, en el momento en que advirtió cómo su acompañante colocaba con cierta timidez la mano sobre uno de sus muslos.
Se volvió a mirarle y lo que vio en sus ojos le obligó a sonreír.
—¿Tienes novia? —quiso saber, y ante el mudo gesto de asentimiento añadió con estudiada suavidad—: ¿Cuánto tiempo hace que no la ves?
—Siete meses. El tiempo que llevo en el mar.
—Siete meses, son muchos meses —admitió ella—. ¡Demasiados!
—¡Dímelo a m¡!
Erika Simon, alias Greta, alias Herman, meditó unos instantes y al fin optó por tomar con suavidad aquella temblorosa mano para conducir a su propietario a un punto de la playa que se encontraba protegido de miradas indiscretas.
Hicieron el amor, allí, sobre la arena y bajo el tibio sol de última hora de la tarde.
O al menos lo intentaron.
Y es que no consiguieron llegar demasiado lejos, puesto que en cuanto Joachini Woms se enfrentó a aquel precioso cuerpo desnudo y comenzó a acariciarlo, los siete meses de abstinencia y soledad hicieron rápido acto de presencia, puesto que no pasaron ni siquiera dos minutos antes de que lanzara un sonoro lamento de frustración y rabia.
—¡Oh, no, por Dios! —exclamó.
Su acompañante se mostró todo lo afectuosa y comprensiva que exigía la situación, quitándole importancia al molesto incidente.
—No te preocupes —le musitó al oído—. ¡Tómatelo con calma!
—¿Calma? —fue la quejumbrosa respuesta—. Llevo siete meses de «calma». —Agitó la cabeza avergonzado al añadir—: Hacía años que no me ocurría algo así. Parezco un quinceañero.
Ella se limitó a acariciar con ternura un miembro triste, fláccido y vencido que unos instantes antes parecía capaz de destrozar al mundo.
—Tenemos tiempo —musitó de nuevo—. Mucho tiempo. Y si quieres que te diga la verdad, me ha encantado porque eso significa que te gusto.
—¿Qué si me gustas? —se asombró el pobre muchacho—. ¿Cómo no vas a gustarme? Eres la mujer más hermosa que he visto en m¡ vida.
—¡No mientas...! —le recriminó Erika con una leve sonrisa—. Ada es muchísimo más guapa. Y Ursula también.
—¿Ursula? —se sorprendió el tercer oficial—. ¡Ni por lo más remoto! Admito que Ada tiene un cuerpo increíble, pero es como un florero. Puedes admirarlo, olerlo y tocarlo, pero tienes la impresión de que en cuanto apartas las primeras flores te vas a encontrar con un pedazo de porcelana.
—¡Triste definición! —reconoció la muchacha—. ¿Y qué crees que se podría hacer para cambiarla?
—¡No tengo ni la más mínima idea! —fue la sincera respuesta—. El primer oficial asegura que hacerle el amor es como lanzar uno de esos torpedos que sabemos que no van a dar nunca en el blanco. Y él sabe mucho sobre mujeres y torpedos.
Compartieron un cigarrillo, se bañaron en el mar cuando ya las primeras sombras se extendían sobre la isla, lo intentaron de nuevo con casi idéntico resultado, pese a que en esta ocasión él lograra empezar a penetrarla, y regresaron luego muy despacio hacia la iluminada casa que contrastaba, casi incongruente, con las impenetrables tinieblas del resto del paisaje.
La Baronesa se sintió feliz al verles llegar cogidos de la mano y besó a la muchacha con especial afecto.
—¡Ponte muy guapa! —pidió—. Esta noche celebraremos una gran fiesta. Es el cumpleaños del Führer.
Fue, en efecto, una gran fiesta en la que corrió el champán y se bailó hasta casi el amanecer, hora en que cada pareja se retiró a sus respectivas habitaciones.
Tras hacer el amor, en esta ocasión con resultados bastante aceptables, y en cuanto su compañero de juegos se quedó dormido, Herman salió a la terraza donde tomó asiento a observar cómo el alba teñía de grises el paisaje.
No tenía sueño y necesitaba estar a solas, pensar, y permitir que el fresco aire de la mañana se llevara consigo la sensación de asco que le invadía por haber tenido que alzar su copa una y otra vez brindando por la salud y la larga vida del hombre que más daño le había hecho y al que más aborrecía.
Uniformes, banderas con la cruz gamada, brazos en alto, música wagneriana y juramentos de fidelidad a quien estaba masacrando a su pueblo, constituían sin duda tragos amargos para quien no podía dejar de pensar en los suyos y en lo mucho que estarían padeciendo dondequiera que se encontraran.
No derramó una sola lágrima porque se había jurado a sí misma que no lo haría, pero necesitó largo tiempo hasta conseguir superar la angustia que se había apoderado de su alma por el hecho de haberse visto obligada a compartir todo aquello que odiaba.
Volvió en una ocasión el rostro hacía el hombre que dormía sobre su ancha cama, y no pudo por menos que preguntarse las razones por las que un muchacho tímido y en apariencia sensible, pudiera haberse transformado en un fanático capaz de asesinar inocentes por una ideología tan errónea y enfermiza.
¿Cómo era posible que admitiera que por el simple hecho de pertenecer a una determinada etnia su vida valía infinitamente más que cualquier otra?
¿Cómo era posible?
Erika Simon llevaba años intentando descubrir las razones por las que el mundo en que había nacido y se había criado, y del que tan orgullosa se había sentido años atrás, hubiera podido llegar a descomponerse de una forma rápida y carente de sentido. Personas antaño inteligentes, amables y encantadoras se habían ido transformando ante sus propios ojos en individuos obtusos, desagradables y hostiles, como si un extraño virus contra el que no existía antídoto alguno se hubiera apoderado de sus cuerpos —y lo que era aún peor— de sus almas, por el simple hecho de que un hombrecillo de apariencia insignificante y hasta cierto punto ridícula, les gritara a voz en cuello consignas y soflamas que no admitían el más elemental análisis.
Que un obrero de la construcción ebrio de cerveza o un campesino semianalfabeto se considerase superior a alguien como su padre por el simple hecho de que supuestamente por sus venas no corría más que pura sangre aria, se le antojaba tan absurdo e incongruente, que pese a los años transcurridos aún no conseguía asimilarlo.
¿Por qué experimentaban los seres humanos aquella invencible necesidad de sentirse diferentes al resto de sus congéneres?
¿Por qué se aferraban tan desesperadamente a una remota posibilidad de ser mejores que sus vecinos?
Le venían a la mente aquellas ridículas discusiones de colegio, en las que con cinco o seis años se enzarzaban en interminables polémicas sobre si el coche de su padre era mayor que el de su compañera de pupitre, o su uniforme estaba más blanco y mejor planchado.
—«Mi papá es más alto.»
—«Pero el mío es más rico.»
—«Mi muñeca es más guapa.»
—«Pero la mía es más grande.»
El bigotito se agitaba como el hocico de un conejo, vomitando ante los micrófonos infantiles aseveraciones individuos a los que se suponía maduros y sensatos acababan por aceptar tan burdos argumentos haciendo bueno aquel maquiavélico principio de que «la mentira mil veces repetida puede llegar a convertirse en verdad.»
Pero ella sabía muy bien que aquello nada tenía que ver con la verdad.
La mentira seguiría siendo mentira pese a que Adolf Hitler dispusiera de sus baterías de micrófonos durante los próximos mil años.
El obtuso obrero y el campesino analfabeto no verían crecer su coeficiente mental por mucho que el Füher se lo propusiera, ni el filósofo judío dejaría de ser un brillante intelectual a pesar de que le enviaran por el resto de sus días a un helado campo de concentración.
De igual modo, el catedrático de origen ario seguiría siendo un hombre fuera de serie independientemente de en qué ciudad hubiera nacido o cuál fuera el color de sus cabellos, mientras que el usurero judío de cualquier nacionalidad seguiría siendo un miserable por mucho que asumiera el papel de mártir del racismo o invocara a Jehová.
La condición humana dependía únicamente de cada individuo, perteneciera a la raza, nación o religión a la que perteneciera, e intentar clasificarlos según parámetros que no fueran totalmente individuales constituía la más monstruosa de las equivocaciones.
Eso era algo que Er¡ka Simon había aprendido de su padre, un hombre justo que se había negado a favorecer a los de su raza cuando no ofrecieran más méritos que el de ser judíos.
—Lo que importa es la confianza que me inspire un hombre; su sentido de la ética o su capacidad de trabajo, no al dios que adore o la sangre que corra por sus venas. La línea tradicional de nuestra empresa ha sido la de prestar dinero a las personas, no a las ideologías, y una fórmula que se aplica al dinero, se puede aplicar de igual modo a la amistad o la fidelidad.
«Fe en el individuo, nunca en la masa» había sido una especie de constante en el comportamiento del clan Simon, pero he aquí que habían llegado unos tiempos en lo que lo único que parecía importar era una masa histórica, agresiva y vociferante.
Todo un país, su país, se estaba dejando conducir por un peligroso atajo que finalizaría en el más negro de los abismos por el simple hecho de que una masa humana carente de ideas había acabado por delegar en un loco carismático la misión de rellenar su insondable vacío mental.
Siempre había sido mucho más sencillo gritar consignas que imaginar soluciones, y repetir frases hechas que inventar otras nuevas, y tras tantos años de sistemático embrutecimiento colectivo se desembocaba indefectiblemente en el negro pozo de la irracionalidad y la violencia.
Cuando regresó al interior del dormitorio y observó el atlético cuerpo que dormía plácidamente despatarrado sobre la ancha cama llegó a la conclusión de que aquel pobre muchacho no era en verdad su enemigo, sino tan sólo una víctima más de tan adversas circunstancias.
En lugar de estar en su Munich natal, disfrutando de la compañía de su novia y sus padres, Joachim Worms se había visto arrastrado —probablemente sin él mismo saber por qué— al interior de un minúsculo submarino en el que se veía obligado a vivir peor que los cerdos en una cochiquera, respirando un aire contaminado y maloliente, e intentando vencer a todas horas el miedo a una muerte espantosa.
Su cerebro, ni demasiado oscuro ni demasiado brillante, se había visto sometido a un implacable bombardeo propagandístico casi desde que tenía uso de razón y a nadie debería sorprender por tanto que sin otros puntos de referencia a los que acudir, a la larga hubiese llegado a la errónea conclusión de que aquello que tan machaconamente le imbuían era lo justo.
Nadie, y ella menos que nadie, tenía derecho a pedirle cuentas por lo que hacía, puesto que a decir verdad no le habían dado muchas opciones entre las que elegir.
Erika Simon decidió, por tanto, que dado que casi con toda seguridad aquel pobre muchacho jamás regresaría de la gran trampa que significaba el océano, lo mejor que podía hacer era intentar que los días que permaneciera en la isla fueran en verdad deliciosos, con el fin de que cuando por fin una carga de profundidad le enviara al más negro y profundo de los abismos, tuviera al menos un buen recuerdo de su corto paso por este mundo.
Las dos semanas que siguieron fueron por tanto placenteras y casi se podría decir que apasionadas, puesto que al fin y al cabo Herman seguía siendo una mujer joven y sin ningún tipo de ataduras que no cometía delito alguno ni ofendía a nadie si aprovechaba tan magnífica ocasión para disfrutar un poco de la vida, visto sobre todo que tampoco tenía muy claro que esa vida pudiera prolongarse en exceso.
La guerra continuaba desarrollándose muy lejos, pero aun as¡ la rozaba con sus largos tentáculos, por lo que no quería correr el riesgo de llamarse a engaño. Si por cualquier razón los nazis descubrían que ella no era en realidad una vulgar prostituta, sino una impostora judía al servicio del SOE, jamás conseguiría salir con vida de aquella isla.
Fueron por tanto tan perfectas las cortas vacaciones, que cuando al fin llegó, inexorable, el amargo momento de la despedida, Joachim Worris parecía un naufrago abrazado a la única tabla que flotara sobre las tormentosas aguas.
—¿Cuándo volveré a verte? —quiso saber.
¿Qué podía responderle?
—¿Me echarás de menos?
¿Qué podía responderle?
—¿Te comportarás de igual modo con cualquiera que llegue?
¿Qué podía responderle?
Había cumplido su misión y lo había hecho con evidente agrado, pero en cuanto el U—214 se adentrara en la inmensidad del Atlántico, el recuerdo de su tercer oficial comenzaría a desaparecer de la memoria de alguien que ya no podría pensar más que en la aparición de cualquier otro oficial de cualquier otro submarino.
—Ha sido muy bonito —dijo al fin—. Pero los dos sabemos que ahora lo mejor que podemos hacer es olvidarlo. Vuelve a pensar en esa otra chica que está esperándote en Munich, porque lo más probable es que nunca regreses a Fuerteventura, y si regresas tal vez yo ya me haya ido.
—¿Y dónde podría encontrarte?
—En ninguna otra parte. Nunca.
Eso fue todo. Dos enormes automóviles acudieron muy de mañana, puesto que por lo que Erika Simon pudo averiguar, los cinco oficiales necesitarían de casi todo un día para atravesar de sur a norte la isla y llegar, al anochecer, al punto en la costa de sotavento en cuyas proximidades se encontraba el submarino.
En cuanto los vehículos se perdieron de vista levantando a sus espaldas nubes de polvo, Herman se apresuró a subir a la azotea, donde comenzó a realizar sus diarios ejercicios de gimnasia.
En la cima de la montaña Queequeg y Bachelor apartaron los ojos de los largos catalejos, descifraron sin problemas el mensaje, y de inmediato se lo retrasmitieron al Capitán Akab que alzó el rostro hacia Starbuck.
—Que Justo Marrero recorra con la goleta la costa de sotavento de Fuerteventura atento al paso de esos coches. Si efectivamente se dirigen al norte de la isla, significa que, tal como sospechábamos, el submarino se encuentra sumergido en el canal de la Bocayna. Esta noche quiero a todas nuestras lanchas faenando en aquellas aguas.
El comandante Vicente Arencibia atravesó sin prisas el amplio patio central del cuartel devolviendo marciales saludos a diestro y siniestro, penetró en su despacho, y no pudo evitar abrir los ojos con un exagerado gesto de terror al observar la actitud de su asistente.
—Pero ¿qué haces, insensato? —aulló.
El pobre recluta se quedó de piedra y casi comenzó a temblar a resultas de la brusca impresión.
—¡Ya lo ve, mi comandante! Limpiando sus medallas. Están todas rumbrientas.
—Pero ¿cómo se te ocurre? —inquirió el militar quitándoselas de las manos—. ¿Es qué te has vuelto loco? ¡Deja esas medallas donde estaban!
—¿Tan sucias?
El recién llegado asintió convencido:
—Sucias y herrumbrosas. Así deben estar siempre las medallas, puesto que cuanto más mugrientas se vean, más lejos quedarán los días en que se concedieron. La guerra acabó, y a las condecoraciones como a los muertos, hay que dejarlas en paz no sea que despierten y se les antoje tener compañía. —Sacudió la mano con un significativo ademán—. ¡Anda, lárgate y que no se te vuelva a ocurrir tocarlas!
El atribulado mozo de reemplazo abandonó el despacho blanco y desencajado, y el comandante Arencibia se limitó a tomar asiento, colocar los pies sobre la mesa y desplegar el periódico que traía bajo el brazo.
Apenas dedicó una distraída ojeada a las noticias de primera plana que hablaban del desarrollo de la contienda europea, y se disponía a enfrascarse en las páginas deportivas, cuando se escucharon repetidos golpes en la puerta y una inconfundible voz de bajo profundo resonó al otro lado:
—¿Da usted su permiso, mi comandante?
—¡Pase, Fonseca, pase! —señaló—. ¿Qué diablos ocurre ahora?
El teniente Fonseca hizo su entrada, se cuadró rígidamente, y en posición de firmes, señaló:
—Malas noticias, mi comandante... Los ingleses han desembarcado en la isla.
Su superior le observó perplejo, cerró el diario, bajó los pies de la mesa y por unos instantes pareció absolutamente estupefacto.
—¿Qué los ingleses han desembarcado en la isla? —repitió—. ¿Cuándo?
—Eso aún no lo sé, señor.
—¿Cómo que no lo sabe? ¿Por dónde han desembarcado?
—¡Tampoco lo sé, señor!
—¿Tampoco? ¡Pues sí que estamos buenos! —se asombró el militar—. ¿Y cuántos son?
—No tengo ni idea, señor.
El comandante Vicente Arencibia sacudió repetidas veces la cabeza como si le costara admitir lo que estaba oyendo, lanzó una mirada al soleado patio en el que la tropa hacía instrucción, y por último lanzó un sonoro bufido antes de tronar:
—Pero ¿qué coño me está contando, Fonseca? Me da un susto de muerte asegurando que los ingleses han desembarcado en Fuerteventura, y resulta que no tiene ni puñetera idea de cuándo, ni dónde, ni cómo, ni cuántos... ¡Pues s¡ que tiene usted un buen servicio de información! ¿Está seguro que no hay ningún inglés debajo de la mesa?
—Lo siento, mi comandante, pero he pensado que lo mejor era comunicárselo cuanto antes. He recibido la información por parte de un prisionero del campo de concentración. Por lo visto un grupo de infiltrados ingleses se están dedicando a espiar a los alemanes.
—¿Y eso es todo?
—¿Le parece poco? —se asombró el otro.
—¡Me parece nada ... ! —fue la respuesta—. ¿Qué esperaba? La isla está llena de alemanes a los que nuestros superiores nos han ordenado no molestar. Acato las órdenes, pero considero lógico que los ingleses, que por si no lo sabía andan enfrascados con los alemanes en una guerra de tres pares de cojones, intenten averiguar qué coño están haciendo... ¿O no?
Se podría asegurar que al siempre estirado y marcial teniente Miguel Ángel Fonseca se le hubieran escapado volando todas las palabras y todas las ideas puesto que se quedó muy quieto, observando como si no lo viera a su superior, y al cabo de un rato que pareció infinitamente largo, balbuceó apenas:
—¿Y no vamos a hacer nada?
—¿Como qué?
—Como investigar a esos ingleses. Al fin y al cabo, se supone que somos un servicio de información y contraespionaje. Al menos yo.
—De acuerdo... —fue la paciente respuesta—. Pero confiéseme una cosa, Fonseca... ¿Habla usted inglés?
—Sabe muy bien que no, mi comandante. Si acaso, cuatro o cinco palabras.
—¿Y alemán?
—Menos aún.
—¿Y cómo piensa dedicarse al contraespionaje en un conflicto entre ingleses y alemanes sin saber sus idiomas? Cuando crea que tiene delante la fórmula de un nuevo explosivo, quizá lo que le hayan dado sea la receta de esa porquería de col agria, que les gusta comer... —El cazurro militar observó de arriba abajo al mohíno subordinado y por último inquirió con manifiesta intención—: ¿De qué va usted vestido, Fonseca?
—De uniforme, mi comandante.
—¡Exactamente! Usted y yo somos militares; hombres de uniforme. Eso quiere decir que en cuanto vea a un inglés un alemán o un chino correteando por la isla vestido de uniforme, me avisa y le echamos a tiros. En ese momento estaremos en guerra. Pero mientras tanto, mientras anden por ahí de paisano y jugando a espías, el problema no es nuestro, sino de la policía.
—En ese caso ¿Cree que es mejor que ponga sobre aviso al comisario?
—Ése es su problema. No el mío.
El tono en que lo dijo, más que las palabras en sí, obligaron al teniente a observar con detenimiento a alguien a quien creía conocer bien, pero que casi siempre acababa desconcertándole.
—¿Qué ha querido decir con eso?
—Lo que he dicho.
—Pero hay algo más. A mí no me engaña.
—Nunca he tratado de engañarle, Fonseca. Como su comandante, le he dicho lo que tenía que decir. Ahora si quiere que le hable como amigo, la cosa es muy diferente.
—Me gustaría que lo hiciera.
—Eso ya está mejor. Como amigo le diré que me parece injusto que en Tefía continúe habiendo prisioneros políticos y condenados a muerte. Nuestra guerra acabó, y esos forzados trabajando para los alemanes no hacen más que mantener vivo el episodio más doloroso y triste de nuestra historia. Lo que debíamos hacer es olvidar y reconciliamos, no permitir que nuestros compatriotas construyan pistas de aterrizaje para los nazis. Unos ganamos y otros perdieron, y se acabó. ¡Borrón y cuenta nueva! —Lanzó un hondo suspiro de resignación—. Pero no ha sido as¡, y ahora asistimos a otra guerra de la que deberíamos mantenemos al margen. —Se puso en pie y se volvió a observar por la ventana para añadir sin ni siquiera mirar a su interlocutor—: Usted es un militar que cumplió con su deber cuando tuvo que hacerlo. Ahora, el tema debe quedar en manos de los políticos.
—¿Pretende decir con eso que debo hacer como s¡ no me hubiera enterado de nada?
—Pretendo decir que, a mi modo de ver, si por la isla pululan manadas de espías, debe ser la policía la que tome cartas en el asunto. Para eso le pagan, y desde luego, mucho mejor que a nosotros. —Ahora sí que se volvió a mirarle—. Yo siempre he respetado aquel dicho de «zapatero a tus zapatos.»
El teniente Fonseca meditó largo rato en cuanto acababa de oír, frunció el ceño y por último hizo un leve gesto de asentimiento para señalar con su grave voz de siempre:
—Es usted el militar más raro con que me he tropezado a todo lo largo de mi carrera, pero lo cierto es que le admiro y le respeto. Creo que una vez más tiene razón y nadie nos ha dado vela en este entierro. ¿Qué hacemos con ese prisionero?
—Limítese a comentarle que como sus compañeros se enteren de que se ha ido de la lengua, lo puede pasar muy mal. Los traidores a cualquier causa, sea ésta la que sea, nunca merecen respeto ni consideración.
Cuando su subordinado hubo abandonado el despacho, el comandante Vicente Arencibia se limitó a tomar de nuevo asiento, colocar los pies sobre la mesa y enfrascarse una vez más en la lectura de las páginas deportivas del diario, Pero pese a que intentó concentrarse en lo que en él se decía, su mente no pudo por menos que regresar a la extraña conversación que acababa de mantener.
No necesitaba que el siempre activo teniente Fonseca viniera a advertírselo para saber a ciencia cierta que desde hacía ya demasiado tiempo la isla se había convertido en un auténtico criadero de agentes enemigos, pero siempre había tenido muy claro que se trataba de enemigos entre sí, no enemigos de su país.
—Él era militar de carrera y el Glorioso Alzamiento encabezado por el general Franco le había sorprendido en territorio nacional, por lo que nunca supo hasta qué punto la sublevación militar era justa o injusta, ni tenía plena conciencia sobre cuáles eran sus auténticas simpatías hacia una u otra ideología. Hubiera dado un brazo por ahorrarse el mal trago de tener que disparar contra su propia gente pero lo cierto es que no se sintió con fuerzas como para pasarse al bando contrario, donde, de igual modo, tendría que haber disparado contra otros españoles.
Como desertar huyendo al extranjero hubiera significado el deshonor y la ruina para su numerosísima familla, aceptó de mala gana desempeñar el papel que le había tocado interpretar en tan triste drama, limitándose a cumplirlo de la forma más eficaz y aséptica posible.
El resultado había sido que, mientras sus más fanáticos compañeros de promoción ascendían con rapidez alcanzando el generalato gracias a sus derroches de entusiasmo por la causa fascista, él se había visto relegado al mando de un regimiento de tercera categoría en el más lejano rincón del territorio nacional.
Pero no lo lamentaba.
Se sentía a gusto en Fuerteventura por el mero hecho de que se sentía a gusto consigo mismo, y sabía muy bien que no hubiera vivido de igual modo a gusto en un lujoso despacho del Ministerio del Ejército, puesto que eso significaría que no se encontraba a gusto consigo mismo.
Su mujer, ¡santa mujer!, entendía su forma de pensar y la aceptaba.
Al fin y al cabo, en los difíciles años de hambre canina de la posguerra, más valía ser cabeza de ratón en Fuerteventura, que cola de león en Madrid.
Cada mañana aparecía un sargento con un hermoso mero o una corvina, y como los lugareños habían acabado por aceptar que el comandante militar era un hombre justo y comprensivo, jamás le faltaba leche de cabra para los niños, cerdos, gallinas y sacos de tomates y cebollas.
¿Qué más se podía desear cuando aún se encontraban tan abiertas las heridas de una guerra fratricida, que el respeto y el afecto de amigos y antiguos enemigos?
¿Qué estrellas brillaban con más fulgor en una bocamanga que las de la sencillez y la comprensión?
Sentarse cada tarde a jugar al dominó en la terraza del bar del pueblo consciente de que nadie abrigaba recelos ni deseos de venganza contra él, se le antojaba mucho más reconfortante que el hecho de mandar una división, sobre todo cuando tenía la absoluta certeza de que su mujer, ¡bendita mujer!, compartía sus sentimientos.
No le agradaba en absoluto la idea de que una gran parte de la isla hubiera sido dejada en manos de una odiosa pandilla de racistas de brazo en alto que soñaban con adueñarse del mundo, pero como había recibido órdenes muy concretas de no intervenir en sus actividades mientras no comenzasen a disparar contra la gente, optó por la comodísima posición de encogerse de hombros y hacerse el loco.
Si querían importar putas, que importaran putas. Si querían esconder submarinos en las aguas próximas, que los escondieran con el visto bueno del comandante de marina, que era a quien le concernía el tema de costas.
S¡ se empeñaban en construir una pista de aterrizaje en el extremo sur de la isla, que se las entendieran con el comandante de aviación.
Como diría un compañero de dominó que había pasado años en Caracas y solía emplear los más sorprendentes modismos venezolanos, «a mí patarrolo», lo que venía a significar que todo le importaba un carajo.
Esa misma tarde, y mientras andaba concentrado en intentar ahorcarle el seis doble «al pendejo del venezolano» vio llegar dos enormes automóviles que cruzaron a menos de diez metros de donde se encontraba.
Permaneció con la ficha en el aire, sosteniendo la mirada de un hombre de cuidada barba entrecana y ojos muy azules, que se sentaba junto al conductor del primero de los vehículos.
Sabía muy bien quiénes eran y adónde los llevaban. Sabía muy bien que se trataba de la dotación de un submarino, que probablemente esa misma noche embarcaría en cualquier punto del canal de la Bocayna, para zarpar hacia un destino incierto, y tal vez debido a su larga experiencia le asaltó la sensación de que se trataba de reses a las que conducían mansamente al matadero.
«Con suerte» hundirían barcos cargados de gente inocente.
«Sin suerte» acabarían en el fondo del océano.
Caía la tarde y tal vez el último recuerdo de paz y tierra firme de aquel hombre de ojos tan azules, sería el de cuatro despreocupados lugareños que jugaban al dominó en la terraza de una minúscula taberna de la más lejana y desolada de las islas.
Sin duda no era gran cosa para alguien tal vez acostumbrado a los lujosos restaurantes Berlineses, o las elegantes galas de la ópera de Viena, pero si de algo estaba seguro, era de que en aquellos momentos el oficial alemán lo hubiera cambiado todo por quedarse a jugar al dominó en la tibieza de una tranquila tarde canaria.
—¡Pobre gente! —musitó.
—¿Por qué pobre gente? —quiso saber el farmacéutico que jugaba a su derecha—. Son nazis y les gusta la guerra.
—En ese caso, y con más razón, «pobre gente».
—Extrañas palabras viniendo de un militar.
—No tan extrañas cuando provienen de un militar que ya ha vivido una guerra —replicó el aludido con sorprendente calma—. Supongo que a usted le gustó estudiar la carrera, pero me consta que se pasa el día renegando porque no le apetece pasarse horas despachando aspirinas detrás de un mostrador.
—Es que no es lo mismo la teoría que la práctica.
—Pues a la mayor parte de los militares nos ocurre algo parecido: nos gusta estudiar la carrera y aprender todo lo que se pueda saber sobre viejas batallas, armamento y tácticas, pero a la hora de la verdad no nos apetece ejercer nuestra profesión disparando cañones y acorralando al enemigo, a no ser que se trate, como en este caso, de ¡ahorcarle el seis doble a un cabeza hueca que me lleva jodiendo toda la tarde! —Golpeó con fuerza la mesa al depositar la ficha y exclamar triunfante—. ¡Cerrado, y me juego una ronda a que ganamos por ocho tantos de diferencia!
Ganó, en efecto, pues no en vano llevaba más de veinte años jugando al dominó casi a diario, por lo que sabía calcular con casi absoluta perfección las fichas que le quedaban a cada cual, pero en esta ocasión no se sintió tan feliz como de costumbre, puesto que el paso de aquellos automóviles le había dejado un sabor de boca, semejante al que experimentara en los amargos días en que se veía obligado a conducir a gente inocente ante el pelotón de ejecución.
La guerra civil se encontraba aún demasiado latente en su recuerdo como para que la visión de aquella mirada perdida no consiguiera afectarle.
Lo que no había podido evitar expresar en voz alta, respondía por completo a la realidad: sentía una profunda lástima por unos hombres que esa misma noche se encerrarían en una especie de lata de conservas para salir al mar a jugarse la vida defendiendo unos ideales que él sabía muy bien que eran erróneos.
Nada ni nadie, ideología o líder político, era merecedor de tamaño sacrificio.
Ninguna supuesta «patria en peligro» tenía derecho a exigir que se canjearan jóvenes vidas por toneladas de mercantes hundidos.
Ninguna bandera, fuera del color que fuera, debería aceptar que por su causa cuarenta seres humanos tuvieran como ataúd un cilindro metálico en el fondo del océano.
Hombre de tierra adentro, al comandante Vicente Arencibia se le abrían las carnes al imaginar lo que significaría emerger en mitad de una oscura noche tormentosa a bordo de semejante cáscara de nuez con el fin de buscar más allá de las espumeantes olas otra cáscara de nuez a la que hacer volar por los aires.
—¡Eso no es guerra! —solía argumentar—. ¡Eso no es más que una tremenda cabronada! La verdadera guerra es la nuestra: la de la infantería, cuerpo a cuerpo y mirando de frente al enemigo. Eso de los bombardeos y los submarinos es cosa de salvajes.
—Los tiempos cambian.
—Pues malditos sean esos tiempos. Observando la irregular silueta del islote de Lobos, que se abría en pleno canal de la Bocayna, casi a mitad de camino entre las islas de Fuerteventura y Lanzarote, el tercer oficial del U—214, Joachim Worris, maldecía de igual modo unos tiempos que le obligaban a permanecer sentado sobre la arena a la espera de que cerrara la noche una barca acudiera a recogerles con el fin de conducirles a bordo del submarino.
Aún sentía sobre su piel el suave perfume de la fastuosa mujer con la que había pasado las más inolvidables noches de su vida; aún le parecía sentir en las yemas de los dedos el firme contacto de sus pechos, y aún le resonaban en los oídos sus apasionados susurros en el momento, de entregarse.
Evocó la magnificencia de aquella enorme cama sobre la que se revolcaban entre risas, y se le antojó que no era posible que esa misma noche se viera obligado a dormir encajonado en su minúscula litera.
Hasta aquel mismo día, cada amanecer el sol solía entrar a raudales hasta el fondo del dormitorio puesto que él deseaba aprovechar cada minuto de ese sol, pero ahora tenía la absoluta seguridad de que tal vez pasarían semanas antes de que pudiera entrever uno de sus rayos penetrando vertical por la entreabierta trampilla de la torre.
Más de un año en campaña le había obligado a odiar las luces mortecinas, el aire viciado y el frío contacto metálico de los mamparos de una nave, que más que nave parecía en verdad un arma en la que sus tripulantes no fueran más que piezas de su complejo engranaje.
Los marinos de superficie solían amar a sus barcos, Con el tiempo acababan por considerarlos su verdadero hogar, el único en el que se sentían verdaderamente a gusto, pero él, al igual que la mayor parte de sus compañeros, jamás conseguiría amar al U—214, que llegaba a convertirse en una especie de mazmorra en la que sabían que acabarían por perecer.
¿Por qué razón eligió semejante destino?
¿En qué estaba pensando el día que aceptó ingresar en el cuerpo?
Aún era demasiado joven, su corazón ansiaba luchar por su patria, y sin duda se precipitó al suponer que cualquier esfuerzo que se le exigiera sería pequeño si con ello contribuía a la mayor gloria de Alemania.
Ahora, sentado sobre la tibia arena de una perdida playa, observaba cómo las sombras de la noche se iban apoderando lentamente del mundo, y le invadía la angustiosa sensación de que, de igual modo, se estaban apoderando de su alma.
Nada, ni tan siquiera la victoria final, le devolvería al paraíso de aquellas dos últimas semanas, y tenía plena conciencia de que la victoria final se encontraba muy lejos, si es que en verdad se encontraba en alguna parte.
—Probablemente nunca vuelvas —le había advertido Greta—. Y si algún día regresas, probablemente yo ya no estaré aquí.
¿Dónde estaría?
En cualquier otro perdido rincón del universo, y probablemente temblando de placer en brazos de cualquier otro hombre.
No pudo evitar lanzar un hondo suspiro antes de alzar el rostro hacia la figura del hombre que se acababa de colocar entre el horizonte y él.
—¿Piensas en ella? —Inquirió con voz tranquila al recién llegado.
—¿Le sorprende?
—¡No! No me sorprende. Pero te ordeno que a partir del momento en que pongas el pie sobre cubierta, dejes de hacerlo.
—Siempre he obedecido sus órdenes, Capitán. Lo sabe muy bien. Pero creo que en esta ocasión no voy a poder hacerlo.
El otro no respondió de momento. Se limitó a tomar asiento a su lado, juguetear con un puñado de arena, y comentar por último sin dejar por ello de mirar al mar:
—A veces me pregunto si fue una buena idea venir a Fuerteventura. Cierto que nos merecíamos un descanso y al barco le hacía falta una revisión a fondo, pero una cosa es tomar el sol, emborracharse hasta caer redondos y acostarse con putas, y otra muy distinta vivir una experiencia como la que hemos vivido. ¡No! —señaló convencido—. Empiezo a creer que fue un error.
—¡No diga eso! —protestó en su bajo tono de siempre su subordinado—. Usted sabe muy bien que ahí fuera las cosas se van a poner cada vez más difíciles, y cada día nos exigirán más y más hasta que al fin reventemos. Y cuando esté bajando a los infiernos me gustará saber que al menos por quince días fui capaz de subir al paraíso.
—Un paraíso ficticio, Joachim, ten eso muy presente.
—Ficticio o no, es lo más parecido que pueda existir, si es que en verdad existe el paraíso.
No obtuvo respuesta, por lo que permanecieron sentados allí, muy quietos, en silencio, y sumidos ambos en sus dulces recuerdos y amargos presentimientos, hasta que, muy avanzada la noche, un bote se aproximó a la orilla y de él descendió un tuerto de rostro desfigurado por el fuego que se cuadró militarmente.
—Su barco le espera, Capitán —dijo.
—Gracias, Spee... ¿Todo en orden?
—El motor de estribor sigue dando problemas, pero confío en que aguante hasta el final de la campaña. De momento, y con los medios de que disponemos, no podemos hacer más.
—Entiendo... ¿Combustible?
—Ciento diez toneladas. Armamento y víveres al completo.
—¡Bien! En ese caso no me queda más que agradecerle lo que ha hecho por nosotros.
—Es mi obligación, y lo que en verdad siento es no estar autorizado a acompañarles. Le garantizo que resulta muy duro quedarse varado cuando lo que pide el cuerpo es salir a enfrentarse al enemigo. Con todos mis respetos, permítame que le confiese que le envidio.
—Y yo a usted, querido amigo.. —fue la sincera respuesta—. Y yo a usted. Saber que mañana estar cenando en tan encantadora compañía, me obliga a envidiarle tanto como usted pueda envidiarme a mí.
Pareció como si a su interlocutor le costara un gran esfuerzo averiguar a qué se estaba refiriendo, pero por último replicó con sorprendente frialdad:
—Como comprenderá para mí tal compañía carece de valor, puesto que para esas muchachas no soy más que un pobre mutilado digno de compasión. —Hizo una corta pausa—. Puede creerme si le aseguro que prefiero las noches que he pasado en su pequeño camarote, que las que suelo pasar en mi cómodo dormitorio. Tan sólo quien se sabe inútil tiene conciencia de cuán amargo resulta saberse inútil. ¡Buena suerte!
Se cuadró de nuevo y se alejó hacia el automóvil que le aguardaba a un centenar de metros de distancia.
Se encontraba a punto de cerrar la portezuela cuando sintió sobre su antebrazo la mano del tercer oficial que había sido mudo testigo de su conversación, y que balbuceó tímidamente:
—¡Perdone mi atrevimiento, señor! ¿Podría pedirle un pequeño favor?
—¡Naturalmente, hijo¡ —fue su amable respuesta—. ¿En qué puedo ayudarle?
—¿Le importaría decirle a Greta que la quiero y que algún día volveré?
El Capitán de corbeta Günther Spee observó con su único ojo a aquel jovenzuelo de aspecto aturdido, dudó un segundo y por último replicó con sorprendente calma:
—Sí que me importaría, muchacho. Sí que me importaría, y no pienso decírselo.
—¿Por qué? —quiso saber su desconcertado interlocutor.
—Porque la conozco bien y me consta que le dolería saber que te ha hecho daño.
—¡Pero es que no me ha hecho daño! —protestó Joachin Worns.
El tuerto asintió una y otra vez con la cabeza.
—¡Te lo ha hecho! —insistió—. Si has sido capaz de pedirle algo así a un desconocido, tiene que ser porque, aun sin desearlo, te ha hecho mucho daño.
—Se limitó a quererme. Y a permitir que la quisiera. ¿Acaso es tan grave?
—¡Mucho! Nunca, bajo ningún concepto, debió permitir que alguien que va donde tú vas abrigara ilusiones...
—Y s¡ nos quitan las ilusiones, ¿qué nos queda?
—Nos queda la realidad, hijo... —Alzó el rostro para que sus cicatrices quedaran bien a la vista—. Nos queda la realidad, y te lo dice alguien que fue de los primeros en perder las ilusiones... —Le golpeó cariñosamente la mano al concluir—: ¡Olvídate de Greta, muchacho! ¡Olvídate de ella!
Cerró de un golpe la puerta e hizo un gesto al sargento Müller para que emprendiera cuanto antes la marcha de regreso al caserón de la playa.
Fue un viaje largo, cansado y penoso, puesto que el amanecer les sorprendió una vez más reparando neumáticos al borde de un polvoriento camino en mitad de la nada.
La desolación del pedregoso paisaje barrido por el viento en un grisáceo amanecer parecía querer clavarse como hierros candentes en la boca del estómago de alguien que había crecido imaginando que su vida sería un sinfín de azules amaneceres contemplados desde el puente de mando de un navío.
Desde el día en que ingresó en la marina Günther Spee había deseado que siempre le correspondiera el turno de la última guardia de la noche, para poder asistir cada mañana al mil veces renovado espectáculo del alba sobre el océano.
Su vida había girado continuamente en tomo al mar y su infinita inmensidad y confiaba en que fuera así hasta el fin de sus días, pero he aquí que cuando aún no había cumplido los treinta años se encontraba clavado en mitad de un desierto de volcanes y rocas, respirando polvo, y observando cómo un triste rebaño de escuálidas cabras se aproximaba sin prisas descendiendo a todo lo largo de una angosta quebrada.
Las precedía un saco de pulgas que se aproximó a olerle los zapatos, y las seguía un mugriento rapaz, casi tan esquelético como su perro, que se limitó a hacer un leve ademán con la cabeza y tomar asiento sobre una piedra a observar cómo se las ingeniaba el manco Müller para pegar los parches y hacer funcionar la bomba neumática.
Al poco hizo su aparición una mujeruca de oscuros ropajes y sombrero de paja que tiraba del ronzal de un camello que cargaba con dos enormes cestos repletos de negra ceniza volcánica, y tal como solía sucederle cada vez que se veía obligado a recorrer aquella sorprendente isla, tuvo la sensación de que vivía un mundo de irrealidades.
Muy a lo lejos un blanco molino giraba sus aspas, y sobre una pelada colina una inclinada palmera agitaba sus hojas como si se tratara de un gigantesco plumero siempre en movimiento.
El perro orinaba sobre una rueda del vehículo y el camello se alejaba balanceando el rabo, mientras su dueña ni siquiera había murmurado un saludo o dedicado una mirada, como si aquel par de extranjeros más que seres humanos fueran en realidad meros accidentes del paisaje.
El impasible chicuelo masticaba una masa pringosa que iba extrayendo de un zurrón de piel, y un enorme macho cabrío que despedía un olor tan nauseabundo que le obligó a colocarse el dorso de la mano sobre la nariz comenzó a asediar a una cabra a menos de tres metros de distancia.
¡El mar!
¡Qué lejos quedaba el mar!
Con la marcha de los oficiales del U—214 y el regreso del Capitán Spee, la vida en el caserón volvió a la normalidad, o más bien a la monotonía de largos paseos por la playa, baños en el mar, pacientes jornadas de pesca, e interminables veladas en las que no podía evitarse hacer mención a los terribles acontecimientos que se estaban sucediendo allá en Europa.
La guerra seguía su curso y la Baronesa había colocado en el salón una enorme pizarra en la que iba anotando casi día por día las victorias que según radio Berlín se apuntaba la activa y valiente flota de submarinos alemanes.
La «campaña» de 1942 no estaba resultando tan fabulosamente rentable como la del año anterior en la que «las manadas de lobos grises» del almirante Doenitz habían causado auténticos estragos entre las naves enemigas, pero aun así las cifras debían considerarse ciertamente satisfactorias, y se podría asegurar que casi impresionantes.
En julio se habían hundido 96 barcos, en agosto 108, en septiembre 98 y en octubre 94, por lo que la suma total del año se cerraría con 1.160 barcos «fuera de servicio», lo que significaba que más de seis millones de toneladas habían ido a parar al fondo del mar, con un costo en vidas humanas difícilmente calculable.
Abandonada ya de forma definitiva la Operación León Marino que contemplaba la posible invasión de las islas británicas por parte del ejército alemán, en Berlín comenzaban a replantearse seriamente el papel que estaban jugando los submarinos en el escenario global de la guerra, y a ello contribuía en gran medida el hecho de que las simpatías personales del Führer se iban distanciando cada vez más del antaño todopoderoso almirante Raeder, para aproximarse de forma evidente a las arriesgadas teorías y la decidida personalidad del almirante Doenitz.
Naves más grandes y mejor equipadas comenzaron a construirse en los astilleros de Bremen o Hamburgo, y nuevas y entusiastas tripulaciones se entrenaban a conciencia deseosas de emular en el mar las portentosas hazañas que los tanques y la infantería estaban logrando en tierra.
No obstante, y cuando más esperanzador parecía presentarse el futuro para la revitalizada flota de los U—Boot, comenzaron las terribles tempestades de otoño, que aquel nefasto año de triste memoria para los hombres de la mar se prolongaron hasta mucho mas allá de las Navidades.
Nunca, que se tuviera memoria, el océano Atlántico había sufrido tal cúmulo de feroces e interminables galernas, cada una de ellas más furibunda y destructiva que la anterior.
Vientos huracanados alzaban gigantescas olas que destrozaban cuanto encontraban en su camino, por lo que cuando los frágiles submarinos emergían con el fin de renovar el aire y recargar baterías, a través de la angosta escotilla en lugar de aire fresco penetraban trombas de espuma y agua, al tiempo que los serviolas de la torreta se veían obligados a amarrarse a la cubierta para no ir a parar al mar en cuestión de minutos.
Como hojas secas en mitad de la corriente de un raudal, las naves —todas las naves y cualquiera que fuera su tonelaje— bailaban y se estremecían de punta a punta, de tal forma que fueron los elementos los que se encargaron de obligar a los contendientes a declarar un momentáneo armisticio, visto que los marinos bastante tenían con intentar preservar sus vidas sin soñar con atacar a un supuesto enemigo por más que lo tuvieran a tiro de piedra.
El «¡Sálvese quien pueda! » derrotó de forma evidente cualquier otra ideología, puesto que resultaba harto evidente que frente a las desatadas fuerzas de la naturaleza nada podría haber hecho ni el más osado comandante.
Uno tras otro, los «tiburones de acero» comenzaron a abandonar un campo de batalla del que las galernas se habían adueñado, y cada Capitán buscó refugio donde buenamente pudo y le alcanzaron las fuerzas, tras llegar a la conclusión de que con semejante estado del mar ninguna vaca lechera estaba en disposición de acudir a reabastecerle.
Las más recónditas ensenadas del Caribe, las desembocaduras del río Congo o el Orinoco, la protección de las costas patagónicas, el abrigo de las Azores o los desolados fiordos nórdicos, cualquier lugar que ofreciera la más mínima oportunidad de protegerse a la espera de que amainara el temporal, se vio invadida por submarinos alemanes.
Y entre tantos lugares tan dispares, el archipiélago canario fue inmediatamente elegido en buena lógica, ya que en él se encontraba enclavado el cómodo y placentero refugio de Fuerteventura, donde podría decirse que todo se encontraba siempre dispuesto a la hora de recibir con los brazos abiertos a unos hombres que llegaban físicamente agotados y moralmente hundidos.
Debido a ello, al poco tiempo se amontonó el trabajo hasta el punto de que Erika Simon perdió la cuenta del número de oficiales que pasaron por el caserón, e incluso del número que pasaron por su cama.
En más de una ocasión incluso coincidieron las tripulaciones de dos submarinos, lo cual venía a complicar terriblemente las cosas, ya que no existían habitaciones individuales disponibles para acomodar a tanto invitado, no había mujeres disponibles para satisfacer a tanto hombre sexualmente necesitado, y casi no quedaban alimentos para saciar a tanta boca hambrienta.
Los efectos de unos vientos huracanados que parecían querer poner al mundo patas arriba repercutía en cada detalle de la convivencia cotidiana, puesto que los pescadores no podían salir a faenar, el barco que normalmente les abastecía de verduras y carne fresca desde Gran Canaria había sufrido un golpe de mar que le había abierto una vía de agua, por lo que se encontraba en dique seco, y en la cercana playa las olas batían con tal furia que resultaba un auténtico suicidio intentar aproximarse a la orilla con la intención de capturar un triste sargo.
Con las altas mareas de septiembre el oleaje amenazó los mismísimos cimientos de la casa mientras el viento arrojaba la arena con tal violencia contra su fachada, que se hizo necesario cerrar a cal y canto puertas y ventanas, sellando las junturas con masilla para que no se filtrara en el interior de las habitaciones.
La elegante y placentera mansión pasó por tanto a convertirse en una especie de agobiante cárcel masificada de la que muy pronto se adueñó la irritabilidad y el nerviosismo.
Los alisios, que cada otoño comenzaban a soplar desde el nordeste, dulces y constantes, y que eran los que transportaban en volandas a los veleros hasta las costas caribeñas, hicieron esta vez su aparición desmelenados y sus aullidos y lamentos —sin tan sólo un minuto de pausa— tenían la virtud de crispar los ánimos y enervar incluso a individuos que por lo general podían considerarse perfectamente equilibrados.
«Viento y luna enloquecen» aseguraba un dicho popular isleño, pero en esta particular ocasión incluso la luna parecía sobrar, puesto que a los impenitentes alisios bastaba con su sola presencia para llevar casi hasta las puertas del manicomio a quienes no encontraban forma alguna de enfrentarse a su fuerza.
A mediados de noviembre Queequeg y Bachelor se vieron literalmente barridos de la cima de una montaña en la que su presencia se había convertido en una pérdida de tiempo, puesto que a su contacto, Herman, le hubiera resultado del todo imposible intentar hacer gimnasia en una azotea en la que a duras penas hubiera conseguido mantenerse en pie.
Días antes, y visto que la pertinaz galerna no presentaba síntomas de tener la más mínima intención de amainar, el Capitán Akab había recomendado una discreta y momentánea retirada del comprometido puesto de observación, pero a decir verdad, y a la vista del inquietante aspecto que ofrecía la ruta de descenso, sus ocupantes se habían planteado muy seriamente que el camino de regreso ofrecía muchísimo más peligro que la permanencia en la cumbre a la espera de un corto período de calma que les permitiese iniciar la andadura.
Por desgracia, el tan ansiado intervalo nunca llegó, sino que, por el contrario, los fuertes vientos rolaron al sudoeste, lo cual venía a significar amenaza de graves inundaciones en una isla en la que el agua siempre había sido considerada el más escaso de los bienes.
Y tal como suele ocurrir cuando las cosas se tuercen, lo que llegó no fue una ansiada y reconfortante lluvia reparadora, sino más bien un auténtico diluvio que se abatió sobre Fuerteventura como un jaguar sobre un conejo abriéndola en canal al primer zarpazo, puesto que no había transcurrido una hora desde que se desencadenó la brutal tromba de agua cuando los siempre secos barrancos comenzaron a rebosar arrastrando piedras y fango, los caminos se volvieron impracticables, y un lodo resbaladizo y traidor se extendió como una capa de grasa sobre las rocas y los caminos.
Sin un solo árbol que protegiera sus laderas, y sin apenas matojos que afirmaran la tierra al suelo, volcanes y montañas se convirtieron en auténticos toboganes, y a la erosión provocada por años de continuos vientos se sumó la erosión provocada por horas y horas de torrenciales aguaceros.
Y eran, por desgracia, aguas sin freno, valiosísimas aguas que no obstante muy pronto acabarían en el cercano océano, puesto que las infraestructuras de una isla tan abandonada de la mano de Dios y de la administración jamás habían contado con medios suficientes como para retenerlas.
Aquel rosario de desmesuradas desgracias quedaría en la memoria de los impresionados lugareños como la más terrorífica experiencia de todo un siglo.
Agua y viento, viento y agua.
Estruendo.
Un cielo negro, un mar embravecido, los diques del puerto hechos añicos, las embarcaciones destrozadas contra las rocas, y un gran número de viviendas inundadas casi hasta los techos.
¡La debacle!
Y allá arriba, a menos de cinco metros del comienzo de un precipicio de setecientos metros de altitud, Queequeg y Bachelor observaban, pálidos y casi paralizados por el terror, cómo el suelo iba cediendo y deslizándose como si la cima de la montaña fuera de cera y se derritiera por efecto de un violento calor interno.
—¿Qué hacemos? —quiso saber el austriaco consideraba al otro su superior en rango—. Esto se viene abajo.
—Largamos antes de nos arrastre.
Iniciaron la marcha, en un principio cargando con la radio y los delicados y costosos catalejos, pero muy pronto llegaron a la conclusión de que necesitaban, no dos, sino ocho manos, si no querían precipitarse por la ladera rebozados en fango.
La lluvia les cegaba.
El viento les empujaba.
El abismo les atraía.
Y el barro parecía volverse cada vez más blando y viscoso hasta el punto de que se veían obligados a introducir en él las manos gasta casi las muñecas si pretendían no resbalar definitivamente.
Allá a lo lejos, bajo las negras nubes y la cortina de agua el océano rugía alzando chorros de espuma contra la costa y amenazando con arrastrar a las profundidades a la inmensa mansión de la lejana playa que semejaba ahora una frágil e insegura casa de muñecas.
Ninguno de los dos hombres hubiera imaginado que la naturaleza pudiera llegar a rebelarse en proporciones tan apocalípticas, ya que jamás, ni en las más famosas tempestades del furibundo mar del Norte, habían oído mencionar siquiera un derroche semejante de energía.
Necesitaron casi dos horas para descender los primeros cien metros, otro tanto para los segundos, y de improviso, cuando creían estar a punto de alcanzar un seguro repecho, el terreno cedió sobre sus cabezas y un alud de fango, agua y piedras se precipitó sobre ellos para arrastrarles hasta el fondo de una angosta barranca.
Bachelor debió llegar ya muerto, aunque si aún no lo estaba la furiosa corriente se encargó de rematarle para llevárselo en volandas para acabar por arrojarle de cabeza al embravecido mar, mientras que por su parte Queequeg conservó las fuerzas suficientes como para aferrarse a una roca, y pese a que se había roto una pierna y dos costillas, consiguió sobrevivir gracias a que se trataba de un auténtico atleta dotado de una increíble fuerza de voluntad y una casi inhumana capacidad de resistencia.
Dos días más tarde, una patrulla del ejército que intentaba evaluar los daños que el inimaginable desastre había causado, tropezó con una especie de estatua de barro que a duras penas podía moverse, y que se limitaba a emitir cortos lamentos.
—Y éste ¿de dónde diablos ha salido?
—Debe ser uno de esos jodidos alemanes de la casa de la playa que se perdió por el camino.
—Alemán, no... —musitó casi imperceptiblemente el herido—. Alemán, no. ¡Inglés!
—¿Qué coño está diciendo?
—Que es inglés.
—¿Inglés ... ? —se asombró un agotado sargento que estaba más que harto de recorrer durante horas un fangoso terreno en el que las botas se le hundían hasta los tobillos—. ¿Y qué hacemos con él?
—Los alemanes tienen un puesto de vigilancia a un par de kilómetros de aquí... Que se ocupen ellos.
—Alemanes, no... —insistió de nuevo el herido con evidente angustia—. Alemanes, no.
—¡Anda, carallo...! —exclamó soltando una carcajada el hastiado sargento, que era de Vigo—. Éste debe ser uno de esos espías que andan correteando por la isla, y por lo visto imagina que si lo entregamos a los nazis lo van a convertir en salchichas... ¿Qué hacemos?
—Es usted quien manda, mi sargento.
—Sí, pero a m¡ este problema me queda grande. Corre al pueblo, llama al cuartel y que los mandos decidan.
Cuando el teniente Fonseca penetró en el despacho del comandante Arencibia con el fin de ponerle al corriente de lo que había descubierto la patrulla, su superior dedicó largos minutos a reflexionar con una apagada colilla de cigarrillo entre los labios, y por último señaló con imperturbable calma:
—¡Entendido! Envíe una ambulancia y que traigan cuanto antes a ese pobre náufrago. Avisaré al cónsul inglés en Las Palmas para que se hagan cargo de él.
—¿Náufrago? —se asombro el teniente—¿De qué náufrago habla? Ese tipo no puede ser un náufrago, puesto que se lo han encontrado en mitad de la isla.
—¿Y dónde quería que lo encontraran? —fue la un tanto humorística y más bien descarada respuesta—. ¿Bañándose en la playa? Si yo hubiera naufragado por culpa de esa jodida tormenta no hubiera parado de correr tierra adentro hasta caerme de bruces a un barranco. —Hizo una corta pausa y chasqueó la lengua al tiempo que asentía con la cabeza al añadir—: Estoy convencido de que eso fue lo que le debió ocurrir a ese infeliz: su barco se estrelló contra la costa en mitad de la noche, corrió sin rumbo huyendo de las olas y se perdió.
—¡Pero, mi comandante...!
—¡Pero, Fonseca...!
—¿Quiere decir que...?
—Que aprenda a no meterse donde no le llaman. —Buscó una cerilla para prenderle fuego a su cigarrillo antes de puntualizar—: Se supone que «oficialmente» ningún ciudadano inglés vive hoy por hoy en la isla, y por lo tanto, si uno aparece de repente, tiene que ser porque llegó a nuestras costas de forma inesperada y contra su voluntad. ¿Ha quedado claro?
—Como el agua.
—Pues no le busque tres pies al gato y tráigame a ese tipo.
Cuando el herido se encontró en la enfermería del cuartel, el comandante Arencibia acudió a visitarle, le observó un largo rato y al fin señaló:
—La verdad es que está hecho una mierda... ¿Habla usted mi idioma?
—Un poco.
—Bien... ¿Cómo se llamaba su barco?
—¿Mi barco? —se sorprendió el otro.
—Sí, hombre... ¡No me haga perder tiempo! El mercante que naufragó y de cuya tripulación formaba parte... —Hizo una significativa pausa para añadir con marcada intención— Porque supongo que no existe ninguna otra razón para que se encuentre indocumentado en Fuerteventura... ¿O me equivoco?
Queequeg meditó unos instantes, observó a su interlocutor como si tratara de averiguar sus verdaderas intenciones, y por último musito:
—Mi barco se llamaba Pequod.
—¿Pequod? —repitió el comandante Arencibia un tanto perplejo—. ¿Seguro que se llamaba Pequod?
—Seguro.
—¡Diablos! ¿Y a mí que me suena ese nombre? ¡Pequod...! ¡Pequod! —musitó como para sí mismo un tanto perplejo—. ¡A ver si va a resultar que la historia es cierta! ¿Necesita algo?
—Que avise a mi cónsul. Dígale que Jack Taylor, más conocido por Queequeg, está a salvo, pero que el resto de la tripulación del Pequod se ha perdido.
—¡Queequeg! También me suena ese nombre pero no sé de qué. ¡Maldita memoria! Me debo estar haciendo viejo. ¡Bien! En cuanto se restablezcan las líneas telefónicas con Gran Canaria me pondré en contacto con el cónsul.
Hizo ademán de encaminarse a la puerta, pero el herido le interrumpió con un gesto.
—Gracias por lo que hace por mí.
—No hay de qué. Es mi obligación.
—Mi gobierno se lo tendrá muy en cuenta.
El comandante Arencibia le dirigió una furibunda mirada con la que parecía pretender fulminarle.
—A mí su gobierno me toca los cojones —replicó—.
Así que quédese calladito que está usted mucho más guapo.
Regresó a su despacho rumiando aquellas dos palabras, «Pequod» y «Queequeg», que le daban vueltas en la cabeza, y aunque pronto llegó a la conclusión de que constituían sin lugar a dudas parte de algún tipo de clave con la que el herido pretendía transmitir un mensaje, hizo todo lo posible por localizar al cónsul inglés, cosa que no consiguió hasta tres días más tarde.
Bruno Alvarado tardó por tanto casi una semana en tener conocimiento de que había perdido a uno de sus hombres y el puesto de observación, lo cual no le sorprendió gran cosa, ya que tenía muy claro que nadie hubiera conseguido resistir mucho tiempo en la cima de aquella desolada montaña.
El temporal continuaba azotando a las islas y en realidad a la totalidad del océano Atlántico, y las amargas noticias que le llegaban a través de la radio y que no hablaban de los horrores de la guerra en Europa, no hacían referencia más que a inundaciones y naufragios, puesto que al parecer la naturaleza había decidido sumarse de buen grado y con auténtico entusiasmo a la mayor de las contiendas que habían conocido los siglos.
Prácticamente incomunicado por mar y por aire, abatido y desmoralizado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos y consciente de que ya no podía enviar a más gente a vigilar una casa a la que por otro lado resultaba estúpido vigilar en semejantes circunstancias, a punto estuvo de dar por definitivamente cancelada la Operación Moby Dick, puesto que había perdido toda posibilidad de ponerse en contacto con Er¡ka Simon que era el eje sobre el que giraba todo su plan de acción y sus esperanzas de éxito.
—¡Tómatelo con calma! —fue el sesudo consejo de Justo Marrero—. Este puto viento amainará, lucirá el sol y encontraremos la manera de que esa chica nos cuente lo que ha conseguido averiguar. La jodida guerra va para largo.
—¡Pero es que todo mi plan se ha venido abajo, y nunca mejor dicho! —protestó el otro visiblemente desalentado—. Hemos perdido los catalejos, la radio y a los dos únicos hombres que pueden descifrar lo que Herman nos quisiera decir, porque de lo que estoy convencido es de que a Queequeg no le van a permitir quedarse en la isla.
—¡De acuerdo! —admitió paciente el lanzaroteño—. La cosa está chunga, pero jamás se ha ganado una partida rompiendo la baraja antes de tiempo. Pensemos y tal vez se nos ocurra algo, porque lo que resulta evidente, es que hasta que cambie el tiempo nadie va a mover el culo del asiento.
Razón tenía, puesto que aunque el viento había rolado de nuevo al nordeste con lo que las torrenciales lluvias comenzaron a remitir y la isla dejó de constituir un fangal intransitable, los alisios no parecían haber perdido un ápice de su fuerza, y bastaba con asomarse a cualquier ventana que no estuviera a sotavento para arriesgarse a que le arrancaran hasta las cejas.
La obligada estancia en la mansión de la playa se volvía por lo tanto cada vez más insufrible, puesto que a pesar de tratarse de una construcción sólida y edificada a conciencia, evidentemente no había sido pensada para soportar durante tanto tiempo semejante diluvio, por lo que el agua que había penetrado por todos los resquicios había dejado como recuerdo una irritante humedad que cubría de moho verdoso suelos, techos y paredes.
Las maderas se habían hinchado, motivo por el que la mayoría de las puertas y ventanas no encajaban, al punto de que se hacía necesario clavarlas o apuntalarlas con el fin de evitar que de pronto se abrieran de par en par permitiendo que un viento aullador se adueñara de las estancias.
Y llegaron las gripes.
Agobiantes gripes o molestos resfriados que obligaban a toser y moquear con los ojos llorosos y la cabeza cargada, se apoderaron de hombres y mujeres, sin respetar edad ni rango, y hacinados como se encontraban dentro de un recinto en exceso limitado, cada enfermo contagiaba al vecino, que contagiaba a otro para que éste a su vez le devolviera el «regalo» al primero, en una especie de interminable y desesperante cadena de la que no parecía existir forma humana de librarse.
En plena posguerra española, aislada del resto del mundo y poco habituada a semejantes epidemias, Fuerteventura pareció caer en manos de un virus maligno contra el que no existían, en las dos únicas, viejas y destartaladas farmacias de la isla, suficientes reservas de medicamentos.
Tantos eran los enfermos, que las autoridades decidieron poner en momentánea libertad al doctor Arriaga con el fin de que echara una mano allí donde hiciera falta.
Resultaba evidente que los cañones no retumbaban sobre la isla, ni los tanques avanzaban por sus caminos, pero no obstante el panorama resultaba en cierto modo tan desolador como pudiera encontrarse tras la más terrible de las batallas.
Erika Simon sufría en propia carne los estragos de la enfermedad y las incomodidades, y a ello se unía el hecho de abrigar la absoluta seguridad de que tales sacrificios constituían un empeño inútil, puesto que había sido testigo de los peligrosos corrimientos de tierra allá en lo alto, por lo que abrigaba la absoluta certeza de que no había quedado nadie en las montañas que pudiera interpretar sus mensajes.
El malestar y el desánimo se hicieron tan habituales, que tanto Ursula como la Baronesa se sumieron en un profundo estado de depresión, la primera por el hecho de haber quedado embarazada, y la segunda por la simple razón de comprender que su muy bien pensada y realizada labor se venía abajo por culpa de una ininterrumpida serie de galernas que amenazaban con no terminar nunca.
Tantas fueron, tan violentas, extensas y generalizadas, que algunos de los submarinos de menor tonelaje que se habían visto obligados a buscar refugio en los puntos más insospechados de la geografía de una docena larga de países se encontraron al cabo de unos meses ante el hecho evidente de que empezaban a carecer de agua potable, alimentos frescos con los que combatir el escorbuto, y sobre todo de un combustible que les permitiera hacer funcionar los motores con los que recargar unas baterías que resultaban imprescindibles a la hora de permanecer en inmersión.
Sin combustible nada funcionaba a bordo de un U—Boot que tenía que acabar por emerger y quedar expuesto a la vista de todos, blanco perfecto e indefenso a plena luz del día, y en el que —tal como comentara alguien— una estúpida gaviota podría incluso cagarles en la gorra cuando se encontrarán sobre el puente de mando.
Las pesadas vacas lecheras eran reclamadas aquí y allá, pero bajo semejantes condiciones atmosféricas ni siquiera los buques de superficie podían aventurarse en semejante océano.
El almirante Doenitz ordenó acelerar la terminación de dos enormes submarinos—cisterna con el fin de que sirvieran de «madres lobas» alimentando a sus cachorros desperdigados por los cuatro puntos cardinales, pero resultaron ser tan farragosos, y en especial tan lentos, que de escasa ayuda sirvieron en semejantes circunstancias.
Con una velocidad máxima de dieciocho nudos y doce en inmersión, se movían como perezosas marsopas preñadas, y en cuanto ascendían a la superficie resultaban fácilmente localizables por los cada vez más perfeccionados radares enemigos.
Una barriguda ballena metálica alimentando a un tiburón igualmente metálico en mitad de una tormenta, constituían en verdad un blanco demasiado cómodo para los aviones aliados, por lo que muy pronto se llegó a la conclusión de que los costosos submarinos—cisterna deberían reservarse para cuando mejorara el tiempo.
El resultado fue que los capitanes que se encontraban en situación más apurada optaron por la que parecía ser la solución menos dolorosa: abandonar momentáneamente sus naves, sumergiéndolas en aguas tranquilas y poco profundas de donde tal vez conseguirían recuperarlas más adelante.
Muchos años después, concluida ya la contienda, aún se encontraron algunos de esos submarinos —el mayor de ellos al sur de Gran Canaria— allí donde sus tripulaciones tan cuidadosamente los habían depositado.
De tan apocalíptico desastre tan sólo se obtuvieron dos consecuencias positivas: la primera, el hecho evidente de que durante aquel agitado invierno los U—Boot alemanes hundieron muchísimos menos barcos de transporte, con lo que se salvaron infinidad de vidas humanas, y la segunda, la valiosísima información que Erika Simon consiguió ir acumulando.
Por lógica, dos tripulaciones diferentes que se veían obligadas a pasar semanas encerradas en un caserón en el que ni siquiera tenían oportunidad de poner el pie en el umbral de la puerta solían dejar pasar las horas comentando temas referidos a su profesión, compartiendo experiencias, y planteándose pequeños problemas que por sí solos no habían conseguido resolver satisfactoriamente.
Fue así cómo Herman tuvo conocimiento de que el U—133 había experimentado con un nuevo tipo de torpedo acústico —el Zaunkoenig o Reyezuelo— que alcanzaba su blanco con notable precisión guiándose por el ruido que emitían las hélices de las naves enemigas.
Ésta era la primera respuesta de la marina alemana, y en especial de su misterioso Profesor Walter, a los graves problemas que presentaba el armamento básico de sus naves.
Se hacía referencia de igual modo a un barco capaz de navegar siempre sumergido y sin problemas de aire, a nuevos combustibles, y a motores absolutamente silenciosos, pero todo ello parecía envuelto en una especie de nebulosa, ya que ni tan siquiera los más experimentados comandantes tenían una idea muy clara de qué era lo que se ajustaba a la realidad de adelantos técnicos tangibles, y qué era lo que continuaba perteneciendo al fantástico mundo de los rumores.
Y fue por aquellos días, cuando Erika Simon oyó hablar por primera vez a un alemán del Barracuda, aunque, curiosamente, tal palabra no surgió de los labios de un Capitán o un primer oficial, sino de los de un veterano jefe de máquinas que admitía no haber visto nunca el mítico navío pero s¡ los potentísimos y extraños motores que se estaban montando en un astillero de Hamburgo.
Durante una de sus últimas estancias en tierra, casi un año atrás, le habían pedido consejo sobre la conveniencia de utilizar o no un determinado tipo de válvula de regulación de combustible en la que al parecer estaba considerado como la máxima autoridad en la materia.
—Si esos motores llegan a funcionar, cosa de la que no estoy muy seguro, y si no están destinados a un buque de superficie, el submarino que los utilice desplazará por lo menos cuatro mil toneladas, y alcanzará unas velocidades comparables a las de un destructor a toda marcha.
—¡Absurdo...! —comentó de inmediato uno de los comensales—. Todos sabemos que la resistencia que una nave de semejante tamaño encontraría bajo el agua no es en absoluto equiparable a la que encuentra una nave similar en superficie. Esos motores tendrían que ser...
—Incomparablemente más potentes... —le interrumpió su interlocutor al tiempo que hacía un leve gesto de asentimiento—. ¡Lo son! A primera vista, y de motores es de lo único que entiendo, lo son.
—Pero ¿tienes una idea de qué cantidad de gasóleo consumirían unos motores de ese tamaño? ¿Dónde esperan almacenarlo?
—Por lo que pude entender utilizan un nuevo tipo de combustible de extraordinario rendimiento, y que ocupa muy poco espacio.
—¡Fantasías!
—Fantasías o no, lo cierto es que me consta que ese barco ya ha sido botado —intervino un capitán que tenía justa fama de discreto y comedido—. Su segundo oficial estudió conmigo, y he de admitir que es un hombre extraordinariamente brillante. Fue el número uno de nuestra promoción.
—¿Número uno de promoción y tan sólo es segundo oficial a bordo del Barracuda? —se sorprendió otro de los contertulios—. En ese caso ¿quién manda ese barco?
—No tengo ni la más remota idea.
—Es de suponer que sea alguno de los capitanes más veteranos.
—Los capitanes veteranos de auténtica valía tienen mandos que todos conocemos —fue la firme respuesta—. Nombradme a cualquiera de ellos y os diré de memoria el número de su barco.
—En ese caso, tal vez lo mande el mismísimo Profesor Walter —aventuró alguien.
—¡Oh, vamos! ¡Qué tontería dices! Ese tal Walter es científico, no marino, y desde luego el Alto Mando no se arriesgaría a perderlo. Ese navío, si existe, debería estar al mando de Prier o Schepke, pero por desgracia ambos han muerto, mientras que Kretschmer continúa preso en Inglaterra.
—¡Lo mande quien lo mande, el barco existe!
—¿Y dónde está?
—Donde el enemigo no pueda localizarlo. Un prototipo así debe necesitar meses, e incluso años de prueba, y eso es mucho tiempo para mantener un barco oculto.
—Si yo fuera Doenitz lo habría mandado al Pacífico Sur. Allí hay miles de islas entre las que jamás le encontrarían.
—Demasiado lejos. ¿Cómo hacerles llegar ese combustible especial, o una simple pieza de repuesto? ¿O cómo embarcar a los ingenieros que sin duda tendrán que revisarlo a menudo? Yo me inclino por el Báltico, o todo lo más, el Caribe.
—El Báltico se me antoja demasiado peligroso, y en el Caribe te aseguro que no está. Yo lo sabría.
La discusión continuó durante largo rato, puesto que parecía evidente que la existencia o no y el destino final del Barracuda resultaba de suma importancia para aquellos hombres.
La posibilidad de que en un futuro tal vez no muy lejano se encontraran al mando de naves modernas, rápidas, amplias, aireadas y silenciosas constituía una especie de sueño para quienes se veían obligados a enfrentarse día tras día a la muerte apretujados en lo que todos sabían que no eran más que incómodos y malolientes ataúdes metálicos.
Roto el hielo, se volvió en días sucesivos sobre el tema, y Erika Simon se esforzaba por almacenar en su memoria toda la información que obtenía, aun a sabiendas de que, por el momento, de nada le servía puesto que no tenía forma humana de transmitirla.
No quería arriesgarse a tomar notas, consciente de que corría el peligro de ser descubierta, por lo que a menudo se pasaba largas horas sentada en su habitación memorizando aquellos datos técnicos que pudieran serle de utilidad el día de mañana.
Nuevas palabras y confusos términos se agolpaban en su mente, y entre todos ellos sobresalía uno que al parecer debía ser de suma importancia ya que tardó mucho tiempo en conseguir hacerse una clara idea de lo que significaba:
«Schnorchel» era una palabra que iba y venía de los labios de los marinos como si en verdad se tratara de una voz divina o de un bálsamo capaz de curar todas sus heridas y solucionar todos sus problemas.
«Schnorchel.»
¿Qué demonios era y para qué diantres servía?
Los oficiales hablaban de él con una mezcla de admiración y escepticismo, pero como ninguna de las muchachas parecía excesivamente interesada en el tema, Herman decidió que debía adoptar idéntica actitud y aguardar a que un comentario aquí y una leve alusión allá, le permitiera hacerse una idea sobre la utilidad de semejante instrumento.
Fueron precisas dos semanas para conseguir acoplar todas las piezas.
Por lo visto el tan traído y llevado Schnorchel, no era en realidad un invento alemán, sino algo que los nazis habían encontrado en un submarino holandés capturado durante los primeros días de la guerra.
Al parecer nadie había prestado especial atención a un extraño aparato que se encontraba aún en fase de experimentación, pero el día que el omnipresente Profesor Walter oyó hablar de él sintió la curiosidad propia de los genios, y tras detenidos análisis llegó a la conclusión de que, perfeccionándolo, se convertiría en la solución que estaba buscando para un gran número de los principales problemas de los U—Boot.
Efectivamente, el Schnorchel era un ingenioso aparato que consistía en un grueso tubo que surgía de la parte superior del submarino y permitía captar a todas horas aire fresco sin necesidad de emerger.
Un conjunto de válvulas inteligentemente diseñadas impedía que se inundase con el oleaje exterior, y de ese modo se conseguía que en el interior de la nave se originase una corriente de aire de la superficie, lo que permitía que la tripulación pudiera respirar a pleno pulmón.
Al propio tiempo, y como la parte emergente era muchísimo más pequeña que una torreta normal, las dificultades para la localización del submarino, tanto a simple vista como por los radares enemigos, aumentaban de forma harto notable, lo cual contribuía a su seguridad.
El radar, que en los primeros días de la guerra estaba considerado como un instrumento de localización inglés harto engorroso y poco fiable, se había ido perfeccionando de modo notable a medida que disminuía la longitud de onda de sus emisiones y el tamaño de las parábolas receptoras, lo cual traía aparejado que, en los últimos tiempos muchos aviones británicos de lucha antisubmarina contaran con ellos, lo cual les permitía localizar las altas torretas de los U—Boot para poder hundirlos con desconcertante facilidad.
No obstante, la señal que devolvía un Schnorchel solía confundirse con la de un pequeño objeto a la deriva, lo cual hacía que con excesiva frecuencia los aviones ingleses desperdiciaran sus cargas de profundidad arrojándolas sobre objetivos carentes de todo valor estratégico.
Las esperanzas de los submarinistas alemanes se centraban por tanto en el hecho de que su tan admirado Profesor Walter fuera capaz de perfeccionar lo más rápidamente posible el dichoso aparat¡to para que fuese adaptado a la práctica totalidad de la flota.
No obstante, nada podría hacerse hasta que los temporales amainasen y las naves estuvieran en condiciones de iniciar el regreso a sus lugares de origen.
Entretanto, lo único que quedaba por hacer era seguir soñando con aquel fantástico y casi mítico barco, el Barracuda que acabaría por convertirles en auténticos dueños de un océano que se mostraba tan sorprendentemente hostil y despiadado.
El Capitán Akab se encontraba tan hundido y frustrado como pudiera estarlo su homónimo literario durante aquellos largos meses en que recorría los mares sin la menor noticia de la odiada Ballena Blanca.
La sensación de impotencia y pérdida de tiempo suele ser la más agobiante para todo hombre de acción, y aquel ver transcurrir los días iguales a sí mismos sin encontrar la forma de ponerse en contacto con Erika Simon estaba a punto de destrozarle los nervios.
Queequeg había sido devuelto a Inglaterra sin opción de regreso, y por contento podía darse de que el incidente no hubiera ido más allá, visto que las autoridades españolas habían optado por la cómoda decisión de «hacerse los locos» y dar por buena la teoría del supuesto naufragio.
El cadáver de Bachelor, casi irreconocible y semidevorado por los peces, había hecho su aparición en una perdida playa del sur de la isla, lo cual venía a significar que los ya de por s¡ escasos efectivos del grupo habían quedado visiblemente mermados.
Por suerte, Justo Marrero había reclutado a otra media docena de lugareños dispuestos a arriesgar la vida si ello contribuía a la derrota nazi y el consiguiente fin de la dictadura franquista, y el doctor Arriaga, ahora en momentánea libertad, había telefoneado ofreciendo su ayuda y la de los republicanos que continuaban en el campo de concentración de Tefía.
Bruno Alvarado se reunió con él el sábado siguiente en el viejo corral de camellos de Antigua, y aunque jamás se habían visto anteriormente se abrazaron como dos viejos camaradas de armas.
—Le agradezco en el alma su ofrecimiento —fue lo primero que le dijo—. Pero me preocupan las consecuencias. Por lo que sé «oficialmente» continúa condenado a muerte.
—Si ya no me han ejecutado, dudo que lo hagan, sobre todo teniendo en cuenta que en la isla escasean los médicos —fue la tranquila respuesta—. Nuestra guerra empieza a quedar atrás, y por lo visto hay gente sensata que intenta olvidarla lo más pronto posible.
—¿Se refiere al comandante Arencibia?
—Es un buen ejemplo.
—Nos ha hecho un gran favor no entregando a mi hombre a la policía.
—En la Península, e incluso en Gran Canaria, aún queda mucho fascista sediento de sangre, pero en las islas menores las cosas se ven de un modo muy distinto. Aquí todo el mundo se conoce, y la mayor parte de la gente es consciente de que lo más conveniente es intentar cicatrizar las heridas, sobre todo teniendo en cuenta que ya no está tan claro como en un principio que los alemanes vayan a ganar la guerra.
—¿Usted también cree que podemos derrotarles?
—No me gusta jugar a estratega de salón —fue la sincera respuesta—. Ya hay demasiados. Hasta ahora los éxitos nazis resultan indiscutibles, pero se han buscado demasiados enemigos y no se puede luchar en tantos frentes a la vez.
—¡Dios le oiga!
—Dios nunca me va a oír, muchacho —sentenció el doctor al que se advertía cansado y escéptico—. Si no me escuchó durante nuestra guerra, en la que tantas atrocidades se cometieron entre gente de la misma sangre, dudo que preste más atención en este caso. —Se despojó de los lentes y mientras los limpiaba meticulosamente inquirió—: ¿En qué puedo ayudarte?
—Necesito ponerme en contacto con alguien que está en la casa de la playa.
—¡Diantre! —fue la espontánea exclamación— Eso sí que suena peliagudo. En esa casa no hay más que alemanes, y desde que se construyó no se sabe de ningún español al que se le haya permitido aproximarse a menos de un kilómetro de distancia. Ni por tierra, ni por mar.
—Lo sé, pero a las cumbres no podemos volver porque ahora patrullan con perros. Encontraron la radio y los catalejos, aunque por suerte debieron suponer que tan sólo estábamos intentando espiar sus movimientos.
—¿Y no era eso lo que hacíais?
—No exactamente...
—¡No me digas más! Cuanto menos sepa sobre el tema, mejor para todos. Lo único que importa es que debo buscar la forma de ponerte en contacto alguien que vive en la casa. Cuando tenga una idea de cómo hacerlo, te avisaré.
El Capitán Akab abandonó esa noche la cuadra sin tener muy claro qué era lo que el bienintencionado doctor podría hacer por él, puesto que lo cierto era que todos sus informes evidenciaban que los alemanes habían aumentado su vigilancia sobre el extremo sur de la isla, en el que se había concluido ya una pequeña pista de aterrizaje.
Tampoco le había pasado desapercibido el hecho de que un grupo de supuestos topógrafos habían acampado en la minúscula isla de Lobos, situada en pleno canal de la Bocayna, entre las islas de Fuerteventura y Lanzarote, casi a tiro de piedra del punto en el que sospechaba que descansaban los submarinos alemanes.
Manchas de aceite hacían de tanto en tanto su aparición frente al faro de esa misma isla de Lobos, y en el punto del sur de Lanzarote en el que confluían las corrientes de levante y poniente, los pescadores localizaban continuamente basuras que no tenían la menor traza de haber sido desechadas por los hambrientos habitantes de una isla que aún sufría las penurias de una durísima posguerra.
Por desgracia, el estado del mar desaconsejaba arriesgarse a faenar de noche, por lo que aún no se tenían noticias de ningún pescador que hubiese avistado directamente a un submarino en el momento de «salir a respirar». pese a lo cual Bruno Alvarado estaba convencido de que se encontraban allí, casi al alcance de su mano.
Ello no significaba que hubiese cambiado de idea y abrigase la intención de molestarlos, puesto que lo que en verdad le interesaba no era el paradero de un U—Boot más o menos, sino el de aquel misterioso y casi mítico Barracuda.
Pero ¿dónde podía encontrarse el maldito barco?
¿Dónde se habría refugiado a la hora de eludir los durísimos temporales de tan desmelenado invierno?
¿Se encontraba de nuevo en su base alemana, o tal vez descansaba para siempre a miles de metros de profundidad?
La sospecha de que entraba dentro de lo posible que Herman hubiera encontrado respuestas a tales preguntas sin que él tuviera forma de saberlo le sacaba de quicio, por lo que se pasaba las noches buscando la forma de llegar a un lugar que cada día se le antojaba más inaccesible.
Sin embargo, la situación en el caserón se parecía mucho al de una plaza fuerte sitiada: los de fuera querían entrar, y los de dentro pretendían salir, sin que ni unos ni otros consiguiesen su objetivo.
La convivencia entre los gruesos y húmedos muros azotados por el viento resultaba ya insoportable, y aunque pudiera parecer increíble, el último automóvil que intentó cruzar el paso entre las montañas volcó y se precipitó rodando ladera abajo como si se tratara de una simple hoja seca despedida de un soplo.
El sargento Müller salvó la vida gracias a sus reflejos y que al parecer imaginaba que algo así iba a ocurrir, pero el resultado final fue que la casa se convirtió en una especie de isla dentro de otra isla.
Una noche especialmente agitada la antena de la radio desapareció arrancada de cuajo pese a que se encontraba firmemente sujeta con cables de acero, con lo que al carecer de noticias, los escasos ánimos que perduraban desaparecieron como por arte de magia.
El fantasma del hambre extendió sus alas sobre un oasis en el que había reinado durante demasiado tiempo la abundancia, escaseaba el jabón, y lo que aún era peor, muy pronto comenzaría a escasear el agua al tiempo que el papel higiénico era sustituido por viejos periódicos.
La Baronesa aparecía cada vez más inmersa en su invencible depresión puesto que se podría asegurar que el desmoronamiento del ficticio mundo que había sabido crear constituía para ella una especie de inquietante premonición sobre lo que sucedería en un futuro en unos frentes de batalla que cada día se complicaban más.
¡Viento!
¡Maldito viento!
¡Eterno viento!
Sin agua, las hermosas cabelleras, rubias y sedosas, se convirtieron en pastosas greñas y los cuerpos apestaban a sudor, y pese a que a menos de trescientos metros comenzaba a la inmensidad de un océano en el que sumergirse con el fin de librarse de tanta mugre, era tal la violencia de las olas, y la fuerza de la resaca, que aproximarse a la orilla era casi tan peligroso como aproximarse al fuego.
En un par de ocasiones Erika Simon y algunas de las muchachas bajaron a la playa con el fin de empapar toallas y lavarse como buenamente pudieran, pero era tanta la fuerza con que el viento les arrojaba arena, que solían regresar a la casa más sucias y desanimadas de lo que habían salido.
Resultaba frustrante y la sensación de desespero obligaba a gritarle al viento que se callara de una vez por todas.
Pero el viento jamás escuchaba.
Habían perdido ya toda esperanza de escapar a tan diabólica maldición, cuando al fin un húmedo amanecer de enero les despertó el silencio.
Al cesar de improviso el eterno ulular y el golpear de puertas y ventanas, el caserón se sumió en una calma tan sepulcral que pocos fueron los que no dieron un salto en la cama, tan aterrorizados como si una bomba les hubiese explotado bajo el colchón.
Corrieron a las terrazas y les costó dar crédito a lo que estaban viendo: una luz imprecisa y glauca se anunciaba tras las montañas, y aunque las olas continuaban batiendo con fuerza contra las rocas y la arena, resultaba evidente que ahora era tan sólo la inercia lo que las movía, ya sin el poderoso motor que las había impulsado durante meses, muy pronto acabarían por abatir la testuz para quedar adormecidas.
Se abrazaron.
La Baronesa, Ursula y Ada incluso lloraron. Tal vez por primera vez, en algún lugar del mundo la quietud y el silencio no fueron síntomas de tristeza y muerte, sino por el contrario de vida y alegría.
A la mañana siguiente pudieron bañarse en la minúscula ensenada, disfrutar del sol, e incluso pescar cuatro hermosos meros.
Dos días más tarde llegó el primer camión cisterna que durante toda la semana no cesó de hacer viajes hasta llenar a tope los enormes aljibes.
Un pequeño avión tomó tierra en el aeródromo de la punta sur trayendo de Gran Canaria lo más imprescindible.
La vida volvía a la normalidad retomando su pulso.
Los oficiales se marcharon ansiosos por reencontrarse con sus barcos y con los barcos enemigos.
El Capitán de corbeta Günther Spee regresó pálido y demacrado, pero Erika Simon se sintió feliz por reencontrarse con un viejo y querido compañero de pesca con el que solía mantener largas conversaciones.
El embarazo de Ursula seguía adelante
Al parecer la muchacha no abrigaba la menor duda sobre quién era el padre del niño, por lo que una noche, durante la cena, surgió el tema de si convenía o no hacer saber a un joven oficial que estaba luchando en algún perdido rincón del Atlántico, que iba a tener un hijo.
—¿Está casado? —fue lo primero que quiso saber la Baronesa.
—Por lo que me contó ni siquiera está comprometido...
—Supongo que todo el mundo tiene derecho a saber que va a tener descendencia... —puntualizó Elsa.
—¿Y qué obtiene con saberlo?
—Tal vez se alegre.
—O tal vez se entristezca.
—¿Por qué?
—Porque vivirá convencido de que lo más probable es que nunca llegue a conocer a su hijo.
—Ni tendrá muy claro cuál va a ser su futuro...
—Ni con quién se criará...
—Ni quién es en realidad su madre, a la que conoció en un prost¡bulo...
—¡Elsa!
—Perdone, baronesa, pero en un caso como éste no debemos engañamos. Somos putas de lujo un tanto atípicas, pero putas al fin y al cabo.
—Ninguna de vosotras cobra por lo que hace.
—¿Usted cree? —inquirió con ironía la muchacha—. Estar aquí, comiendo a diario y viviendo cómodamente cuando no sopla ese maldito viento, en lugar de tener que trabajar en una fábrica de Hamburgo y pasar hambre, es a mi modo de ver una forma de cobrar por lo que hacemos.
—Yo prefiero considerarlo una muestra de patriotismo.
—¡Bobadas! Con todos los respetos, baronesa, y le consta que se lo tengo, mamársela a un borracho hediondo, por muy oficial de nuestra gloriosa armada que sea, no es cuestión de patriotismo sino de estómago. —La inteligente muchacha hizo un simpático gesto como si con ello pretendiese quitarle hierro al asunto—. Pero ahora no estamos discutiendo lo que somos, que cada una de nosotras lo debe tener más o menos claro en su fuero íntimo, sino del derecho de un hombre a tener conciencia sobre su paternidad.
—Sinceramente opino que vivirá, y morirá, mucho más tranquilo, si continúa en la ignorancia... —puntualizó Alexandra.
—¿Acaso tú también preferirías ignorarlo? —quiso saber Elsa.
—Ésa es una pregunta estúpida, querida... —fue la calmosa respuesta—. Ninguna mujer puede ignorar durante mucho tiempo que va a tener un hijo. Pero los hombres no suelen enterarse hasta que alguien se lo cuenta, y sé de muchos casos en que ni siquiera lo agradecen.
—No obstante supongo que a un oficial de submarinos que cuenta con muy pocas esperanzas de sobrevivir, tal vez le apetecería la idea de tener la certeza de que algo de él va a quedar cuando desaparezca.
—Nadie, ni siquiera un oficial de submarinos en plena guerra, imagina que va a morir. Todos sabemos que la muerte está ahí, acechándonos, pero que en lo más profundo de nuestra alma abrigamos la esperanza de que pase de largo.
—Tal vez lo mejor sería someterlo a votación —aventuró de improviso Ulrike—. Que levanten el brazo los que opinen que debería contárselo.
La baronesa Hildegard von Hipper se apresuró a hacer un imperioso gesto con el que ponía de manifiesto su frontal rechazo a tal idea.
—Ninguna votación debe influir sobre una decisión que debe ser tomada únicamente por Ursula —dijo—. Debemos aconsejarla y confiar en que nos escuche, aunque debe ser ella quien decida. —Se volvió a la aludida para añadir en un tono seco y cortante—: Pero ten muy presente que el hecho de que estés esperando un hijo no significa que la marina te vaya a permitir. mantener una relación permanente con el padre.
—¿Por qué?
—Son las reglas y se os notificaron en el momento de llegar.
—Sin embargo, si un coronel le pidiera a cualquiera de nosotras que se casara con él, al ejército ni tan siquiera se le ocurriría opinar.
—¡Es muy posible!
—¿Quiere eso decir que la marina es más clasista?
—Ésa es una pregunta a la que prefiero no responder.
Ulrlke se volvió al Capitán de corbeta Günther Spee que se limitaba a escuchar en silencio.
—¿Tú qué opinas?
—¿Sobre qué?
—Sobre si la marina es más clasista que el ejército.
—Lo es. a
—¡Vaya! Por lo menos no tienes la más mínima duda a la hora de admitirlo. ¿Y a qué lo atribuyes?
—A que resulta más limpio vivir en el mar que vivir en tierra firme. Por lo general los hombres del mar se respetan, se ayudan, y casi siempre están dispuestos arriesgarse por salvar una vida aunque se trate de la vida de un desconocido, e incluso la de un enemigo.
—¿Es cierto eso?
—¡Desde luego! Al igual que nos alegramos por haber hundido un barco, nos entristecernos por haber causado víctimas, ya que no nos gusta que nadie se ahogue. Luchamos para vencer no para matar, eso es lo que marca la diferencia, y tal vez sea el motivo por el que a la larga nos hayamos convertido en clasistas.
—¿Quieres decir con eso que en verdad os consideráis superiores?
—De hecho lo somos.
—¡Modestia aparte!
—Y sin modestia —fue la seca y severa respuesta—. Cuando escucho a alguien alardear de haber bombardeado una ciudad o haber aniquilado una división enemiga, me asalta la sensación de que no consideran a sus víctimas como auténticos seres humanos. Sin embargo para un marino todo barco que se hunde significa compañeros que se pierden pese a que luchen bajo otra bandera.
—¿Pretendes decir con eso que os sentís más marinos que patriotas? —quiso saber Erika Simon, a quien el tema parecía interesar de forma muy particular.
—No. Lo que sucede es que tenemos dos patrias: una es el lugar en el que nacimos, y la otra el mar. Y el mar es común para todos los marinos, cualquiera sea su idioma o nacionalidad.
—¡Curioso!
—Pero cierto... Para muchos de nosotros la patria es como la madre, y el mar como la novia, ya que se puede amar a ambas de muy distinta manera.
—Y tú, como marino y como único oficial de submarino que se sienta en esta mesa, ¿qué opinas? ¿Preferirías saber que vas a ser padre, o ignorarlo?
—¿Y de qué serviría mi opinión? Será siempre demasiado personal. —Hizo una larga pausa que dedicó a recorrer con la vista los rostros de la mayoría de los presentes antes de añadir—: Ésta es la típica situación de la pescadilla que se muerde la cola, puesto que la única opinión que en verdad cuenta es la del interesado, y por lógica no se puede conocer dicha opinión sin haberle comunicado con anterioridad de qué se trata. A mi modo de ver resultaría estúpido que alguien fuera a preguntarle a ese oficial si le gustaría o no saber si va a tener un hijo.
—¡Bien! —puntualizó el Coronel con su habitual sequedad—. S¡ algún día vuelve por aquí nos replantearemos el tema. De momento las cosas se quedarán como están.
Así quedaron por tanto, y la vida del caserón fue recuperando poco a poco su ritmo, hasta que al cabo de dos semanas, voces extrañas obligaron a Erika Simon a asomarse a la terraza a primeras horas de la mañana.
Tres viejos camiones se habían detenido junto a la playa, y de ellos descendían una veintena de hombres de aspecto zarrapastroso que se afanaban en descargar herramientas, maderas y bidones.
—¿Quiénes son? —quiso saber a la hora del desayuno.
—Comunistas españoles —le aclaró la Baronesa—. Se ocuparán de las reparaciones. Debéis tratarlos con respeto, pero procurad mantener el menor contacto posible. La mayoría llevan años sin ver una mujer.
Dos horas más tarde el caserón se llenaba de ruidos.
A media tarde golpearon a la puerta del dormitorio de Erika Simon, y cuando ésta acudió a abrir fue para enfrentarse a un famélico hombrecillo que se limitó a indicar con gestos inequívocos que necesitaba observar el estado del techo y las paredes.
Le franqueó la entrada, el recién llegado lo estudió todo a su alrededor con especial detenimiento, y al poco desapareció para regresar seguido de un compañero que cargaba un pesado saco.
El hombrecillo cerró la puerta a sus espaldas, y el momento en que la muchacha abrió la boca con intención de protestar, el segundo hombre depositó el saco en el suelo y alzó el rostro para musitar en voz baja.
—¡Tranquila! Soy yo.
—¡Bruno! —se asombró—. ¿Qué haces aquí?
—¡Ya lo ves...! Chapuzas.
—Pero ¿es que te has vuelto loco? ¿Qué‚ pasará si te descubren?
—Que no saldré‚ vivo, pero no te preocupes. En apariencia no soy más que un prisionero político. —La tomó del brazo y la condujo hasta el rincón más apartado de la estancia—. Escucha con atención —pidió— He hecho colocar un andamio justo delante de tu terraza. A medianoche, en cuanto corten la luz, baja por él y espérame entre los camiones que han quedado aparcados allá abajo. Aquí no podemos hablar tranquilos.
Cuando no había invitados especiales en la casa, a medianoche se paraban los generadores de electricidad y debido a ello los alrededores tan sólo quedaban iluminados por media docena de tristes farolas de petróleo por lo que a la muchacha no le costó un excesivo esfuerzo pasar desapercibida a la hora de descender por un improvisado andamio que había sido levantado con la aparente intención de reparar los muros exteriores.
El hombrecillo escuchimizado le salió al paso con el fin de conducirla sigilosamente hasta la cerrada cabina del mayor de los camiones, en la que le aguarda un sonriente Capitán Akab que se apresuró a besarle en la mejilla al tiempo que le retenía las manos con afecto.
—¿Cómo te encuentras? —fue lo primero que quiso saber.
—Ahora bien, pero han sido cuatro meses horribles.
—¡Lo imagino! Para nosotros también ha sido muy duro. Bachelor ha muerto.
—¡Lo siento! Era un buen hombre y un auténtico patriota.
—Pero por si con ello no bastara, Queequeg ha sido deportado y ya no podemos volver a las montañas.
—Me lo imaginé en cuanto vi cómo se deslizaba la tierra allá arriba... ¡Dios! —exclamó—. Hubo un momento en que llegué a pensar que el viento y el mar se llevarían la casa. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Buscar la manera de estar en contacto de forma periódica. Te he traído una radio, pero tan sólo podrás utilizarla en casos extremos. ¿Has conseguido averiguar algo sobre el Barracuda?
—No demasiado —fue la sincera respuesta—. Evidentemente existe, pero por aquí aún no ha aparecido ni tengo muy claro que algún día aparezca. Cuentan maravillas de él, pero no conozco a nadie que lo haya visto.
—Nuestra gente lo ha visto —puntualizó Bruno Alvarado—. Hace dos semanas un hidroavión catapultado desde un crucero lo localizó a setenta millas al norte de las Azores cuando navegaba justo bajo la superficie. En principio dudó de que fuera un submarino, dado el tamaño y la velocidad a la que se desplazaba, pero al poco se sumergió por completo y ya no le cupo duda. Tenía unos ciento treinta metros de eslora por más de veinte de manga, y con semejantes dimensiones no puede ser más que nuestra famosa Ballena Blanca.
—Pues si lo es puedo decirte que cuenta con unos motores gigantescos que se fabrican en Hamburgo. Según dicen su combustible es revolucionario, aunque aún no he podido averiguar de qué se trata.
—¡Buen trabajo! ¿Algo más?
—O mucho me equivoco, o le han dotado de un dispositivo que impide que se le detecte por medio del asdic.
—¡No es posible!
—Es lo que he oído.
—¿Estás segura?
—Todo lo que se puede estar en estos casos.
—¿Y en qué principios se basa ese dispositivo?
—No tengo ni la menor idea. Ningún oficial que yo conozca, la tiene.
—¡Mierda! ¿Te das cuenta de lo que significa algo así?
—¡Naturalmente! Un submarino al que no se le puede detectar constituye un peligro incluso para los más poderosos buques de la flota.
—¡Tú lo has dicho! Ni los acorazados estarán a salvo de sus ataques. Ahora empiezo a entender ciertas cosas... —Se diría que el Capitán Akab se detenía a reflexionar sobre algo que había acudido de improviso a su mente, y tras lanzar un nuevo reniego, añadió —La noche del viernes pasado un convoy fue bombardeado desde el aire en un punto al sur de Terranova al que de ninguna manera podían llegar los aviones enemigos. Tampoco había buques de superficie cerca, y los destructores barrieron exhaustivamente la zona hasta cerciorarse de que no se enfrentaban a algún tipo de submarino que pudiera lanzar bombas voladoras.
—¿Bombas voladoras? —se sorprendió Erika Simon—. Nunca he oído hablar de bombas voladoras.
—Tampoco nosotros, pero un reciente informe de los servicios secretos señala que en Peenemunde se están realizando experimentos con enormes cohetes que de momento no tienen demasiado alcance pero que si se perfeccionan podrían llegar hasta las costas de Inglaterra.
—¡Dios bendito!
—¿Te lo imaginas? Inglaterra bombardeada por aviones sin piloto. ¡Sería una auténtica catástrofe!
—¿Y temes que el Barracuda pueda estar armado con ese tipo de bombas voladoras?
—Prefiero no creerlo, pero si en verdad lo han provisto de los más modernos adelantos de la tecnología, tal vez cuente con ellas. Su alcance aún debe ser limitado, pero lo suficientemente amplio como para hundir barcos a diez o doce millas de distancia.
—Según eso, estaría en disposición de aproximarse de noche a las ciudades costeras con el fin de bombardearlas en la más absoluta impunidad.
—Me temo que sí, pero no creo que sea el momento de disparar la alarma.... ¡Dios! ¡Lo que daría por echarle un vistazo a ese barco!
—Pues a mí lo que más me gustaría es saber quién lo manda —puntualizó la muchacha—. Es algo que nadie tiene muy claro.
—¿Y eso? —Por lo visto los mejores comandantes han muerto o están presos en Inglaterra, y como conozco bien a mis compatriotas dudo que se hayan saltado el escalafón otorgándole a un novato el mando de una nave de semejantes características. Convendría repasar la lista de submarinos supuestamente en activo y comprobar cuál de ellos no está operativo. Quien figure como comandante debe ser quien en realidad esté al frente del Barracuda.
—Veo que empiezas a tener mentalidad de espía... —comentó su interlocutor con una leve sonrisa.
—Es un oficio que o se aprende con rapidez o no te queda tiempo para aprenderlo.
—Pondremos a nuestra gente a trabajar en ello, aunque no va a resultar tarea fácil porque a decir verdad ni siquiera sabemos cuántos de esos malditos U—Boot se encuentran actualmente en servicio.
—Hay algo que no consigo explicarme... —puntualizó la muchacha tras un corto silencio—. ¿Cómo es posible que si el Tratado de Versalles prohibía expresamente a Alemania poseer submarinos, al mes de que Hitler denunciara el Tratado disponía ya de tres de ellos y de centenares de tripulantes perfectamente entrenados?
—Porque el Tratado impedía a la marina alemana poseer submarinos, pero no prohibía a sus astilleros fabricarlos con destino a otras naciones. Sobornaron a políticos con el fin de conseguir un contrato para construir dos barcos; uno con destino a Finlandia y otro a Turquía, pero tardaron años en entregarlos utilizándolos para entrenar tripulaciones. Luego comenzaron a trabajar en secreto y el día que Hitler denunció el Tratado, tenían ya esos tres a punto de ser botados.
—¿Y vuestro gobierno no hizo nada?
—El idiota. Por desgracia nuestro gobierno estuvo haciendo el idiota durante años. De lo contrario no nos encontraríamos ahora en esta situación. —Le apretó con más fuerza la mano—. Y ahora es mejor que regreses. —Le aconsejó—. Vuelve dentro de una semana a esta misma hora, y tal vez se me haya ocurrido una forma de que podamos estar en contacto sin ponerte en peligro.
Los días que siguieron fueron de continua agitación en la casa, con idas y venidas de improvisados obreros que se esforzaban cuanto podían a la hora de reparar los desperfectos que habían causado el largo temporal, por lo que Erika Simon aprovechaba el tiempo para pescar o dar largos paseos por la playa, lo más lejos posible del ruido y el polvo, disfrutando de un tiempo casi veraniego que parecía querer compensar por los fríos, las lluvias y las barrabasadas de los meses anteriores.
En algunas de tales salidas rumbo a la lejana ensenada solía distinguir a lo lejos a Bruno Alvarado al tiempo que se veía obligada a aceptar resignadamente los silbidos de admiración y los piropos que de tanto en tanto le lanzaban unos «hambrientos» prisioneros para los que aquel ramillete de bellezas constituía una continua fuente de comentarios y excitación.
A la semana siguiente volvió al camión a la misma hora, y el Capitán Akab la recibió más sonriente que nunca.
—Creo que he encontrado una solución para estar en contacto sin problemas —fue lo primero que dijo.
—¿Y es?
—La caña que habla.
—¿La qué? —se sorprendió ella.
—La caña que habla —insistió el otro.
—Y eso ¿qué diablos significa?
—Es una expresión que empleaban los indígenas americanos durante los años de la conquista. Cuando los españoles tenían que enviar un mensaje de un lugar a otro, lo encerraban en el interior de una caña que taponaban con lacre por ambos extremos para que el pergamino no se mojara al cruzar los ríos o a causa de la lluvia. Por ese motivo, los mensajeros indígenas se asombraban al descubrir cómo el destinatario extraía el pergamino, lo leía y podía saber exactamente qué era lo que había querido decirle el remitente. De ahí que acabaran llamando a esa forma de transmitir información la caña que habla.
—Y eso ¿qué tiene que ver con nosotros?
—Que me he dado cuenta que algunos días, cuando vas a pescar a la ensenada del norte, llevas una caña, mientras que otras veces la dejas allí.
—Únicamente la dejo cuando he pescado mucho, por lo que regreso demasiado cargada.
—Exacto, y por eso mismo nadie sospechará. Lo que tienes que hacer es abrir por abajo la caña, introducir el mensaje, cerrar el hueco con cera y dejar la caña allí los días en que el mar esté en calma. Por la noche enviaré una barca que recogerá la información y te dejará instrucciones.
—Parece una buena idea.
—Es una buena idea —recalcó su interlocutor con una amplia sonrisa—. Y además es mía.
—Modestamente.
—Modestamente —aceptó el otro—. Pero lo que tienes que tener muy presente es que no hay que correr riesgos, y por lo tanto no debes dejar la caña hasta estar segura de que has descubierto algo verdaderamente, importante sobre el Barracuda.
—¿Y si descubro alguna otra cosa que considere que pueda serte de utilidad?
—¡Olvídalo! —insistió el Capitán Akab—. En la situación actual debemos limitamos a la operación que nos encomendaron. El resto no depende en absoluto de nosotros.
El Relojero hizo su aparición en una luminosa mañana de marzo, pero contra lo que cabía esperar por su curioso apelativo, su equipaje no se encontraba ocupado por infinidad de cronómetros, sino por una auténtica montaña de planos y mapas que se apresuró a encerrar en una gigantesca caja fuerte.
El Relojero, que hablaba correctamente siete idiomas y poseía una docena de pasaportes de las más variadas nacionalidades, era ya casi un anciano, dulce y silencioso, amable a ratos y a ratos taciturno, pero por el respeto casi reverencial con que se le recibió, resultaba más que evidente que se trataba de un personaje de enorme prestigio y por el que el mismísimo almirante Canaris experimentaba una especialísima debilidad.
Y es que ya durante la Primera Guerra Mundial el camaleónico Capitán de navío Alfred Vehring había demostrado ser uno de los miembros más valiosos de los Servicios Secretos alemanes, cuyos archivos lo catalogaban como «agente especial sumamente inteligente, agudo, imaginativo, valiente y observador».
Ahora, a los veintitrés años de haberse firmado el armisticio que puso fin a aquella cruel guerra, el veterano espía se limitaba a tumbarse en una hamaca del porche Para permitir que el sol le bronceara hasta casi achicharrarle, puesto que cabría asegurar que su único deseo era el de permitir que ese sol, a menudo inclemente, le calentara los entumecidos huesos.
—¡Han sido demasiados años de frío y humedad, de niebla y lluvia! —replicaba cuando le advertían del peligro de insolación que estaba corriendo—. ¡Tantos que dudo que ningún sol del mundo consiga secarme!
Lo que nunca aclaraba era a qué clase de frío, lluvia, humedad y niebla se estaba refiriendo, ni de dónde venía, que tan necesitado se encontraba de hacerle la competencia a los lagartos.
Una semana más tarde hicieron su aparición tres preciosas pupilas «de refresco».
Ursula había sido enviada a Gran Canaria con el fin de que culminara cómodamente su embarazo, y el hecho de que fuera sustituida, no por una, sino por tres muchachas, inducía a suponer que con la llegada del verano se avecinaba una época de intenso «trabajo».
Pero lo que resultaba evidente, era que el Relojero no estaba en edad ni en disposición de contribuir con su esfuerzo personal, puesto que su relación con el sexo opuesto solía limitarse a una amable cortesía y algún que otro requiebro carente de doble intención.
A nadie le cupo duda alguna de que el calor que siempre parecía estar necesitando nunca se lo proporcionaría un ser humano, y que era un hombre que se encontraba ya probablemente en la última vuelta camino.
Pese a ello, una noche y durante la cena, ocurrió algo que por un momento estuvo a punto desconcertar a Erika Simon, ya que de improviso el anciano tomó el brazo de la muchacha y observó con profundo detenimiento el pequeño reloj adornado con seis diamantes que lucía en la muñeca, para inquirir en tono de fingida intrascendencia:
—¿De dónde lo has sacado?
Fue un instante, apenas una centésima de segundo, pero la fachada de unos famosos almacenes londinenses cruzó como un relámpago por la mente de la muchacha, que por la naturalidad de su rápida respuesta demostró que había aprendido las lecciones que le diera el Capitán Akab.
—Lo compré en Tenerife —replicó con naturalidad—. En los bazares de los hindúes se puede encontrar de todo.
—Ahora lo entiendo —admitió el otro—. Es una marca que no se suele vender en Alemania.
—¿Y es bueno?
—Es bonito.
—Pero ¿es bueno? —insistió ella.
—Eso depende de lo que te haya costado —fue la enigmática respuesta.
Por unos instantes Herman temió que fuera a preguntarle el precio, con lo que muy posiblemente la hubiera dejado en evidencia, pero afortunadamente el anciano pareció dar por zanjado el tema por lo que el incidente careció de importancia.
No obstante durante varios días la muchacha se estuvo maldiciendo a sí misma por no haber seguido al pie de la letra las indicaciones de los agentes del SOE, puesto que había quedado muy claro que conservar algo adquirido en Inglaterra, aunque se tratara de un vulgar reloj barato, constituía una estúpida imprudencia que a punto había estado de poner en peligro el buen fin a una compleja misión tan meticulosamente planificada.
Erika Simon llegó por tanto a la conclusión de que a partir de aquel momento se veía en la obligación de extremar la prudencia, ya que se encontraba compartiendo casa y mesa con un auténtico espía profesional, que sin duda se encontraba en la isla no para tomar el sol, sino porque algo ciertamente importante se debería estar fraguando entre los gruesos muros del enorme caserón.
Por su parte, el Capitán de corbeta Günther Spee demostraba sentir una desaforada admiración por el anciano taciturno que se achicharraba en la hamaca del porche, ya que cuando hablaba de él las palabras se le agolpaban pugnando por salir a un tiempo, y gracias a ello a Herman no le costó un excesivo esfuerzo obtener la información que deseaba sin demostrar un excesivo interés.
—!Veinte años¡ —había exclamado en cierta ocasión su compañero de pesca demostrando una vez más la magnitud de su fascinación por la figura del recién llegado —¡Dedicó veinte años a un objetivo que todos consideraban inalcanzable! Jamás ser humano alguno ha demostrado tanta paciencia y tanta constancia.
Erika Simon no hizo preguntas.
Se limitaba a vigilar la roja boya.
Atrapar un sargo, un mero o una vieja le permitía desviar la conversación de tal forma que su interlocutor tuviera la falsa impresión de que en realidad le tenían sin cuidado las razones por las que el ya decrépito Wehring se hubiera hecho merecedor de lucir sobre el pecho la tan ansiada Cruz de Hierro.
Al fin, un caluroso mediodía en que habían buscado la protección de unas rocas con el fin de almorzar a la sombra tras haber disfrutado de un relajante baño, el alemán no pudo contenerse, por lo que acabó por relatar con todo lujo de detalles las prodigiosas hazañas de su admirado héroe.
—Ya durante la Gran Guerra se jugó la vida en infinidad de ocasiones —comenzó—. Pero lo que al parecer marcó su destino fue la Gran Humillación por la que tuvo que pasar su mentor y maestro, el almirante Von Reuter, al que adoraba.
—¿Te estás refiriendo a la Vergüenza de Scapa Flow?
—Exactamente.
—Nunca he sabido muy bien qué fue lo que ocurrió en Scapa Flow —adm¡tió la muchacha con absoluta sinceridad—. Los libros de historia ofrecen versiones contradictorias.
—La Gran Humillación fue la Derrota tras la Gran Derrota —le aclaró el otro—. Al acabar la guerra, los ingleses exigieron que todo cuanto quedaba de la armada alemana pusiera rumbo a Scapa Flow con su comandante supremo, el almirante Von Reuter, a bordo del acorazado Friedrich der Grosse a la cabeza. Fue algo en verdad sucio y doloroso; una afrenta que se clavó en el corazón de todos cuantos habían combatido por su patria.
—¿El Relojero entre ellos?
—Más que nadie. Aquel desfile de barcos gloriosos y valientes marinos cruzando cabizbajos ante los altivos navíos ingleses le marcó para siempre, y hay quien asegura que de él provino la idea del suicidio colectivo de la escuadra alemana.
—¿Por qué allí exactamente?
—Porque allí está situada la gran base naval inglesa, Scapa Flow está considerado como el inaccesible santuario en el que los buques de la armada británica han permanecido siempre a salvo de cualquier ataque. Para los ingleses el hecho de conducir a nuestra flota al corazón de su cuartel general con el fin de que, una vez firmado el Tratado de Versalles, todos esos barcos pasaran a engrosar su escuadra, constituía el perfecto colofón a su victoria, pero Von Reuter lo impidió.
—¿Hundiendo la flota?
El Capitán Günther Spee asintió al tiempo que alzaba su vaso lleno de vino de Lanzarote como si con ello pretendiera brindar por quienes habían llevado a cabo tan recordada acción.
—A medianoche del 21 de junio de 1919 los quince acorazados y cruceros alemanes que habían sobrevivido a la Gran Guerra abrieron sus válvulas de fondo y desaparecieron, en menos de veinte minutos bajo las aguas de la bahía de Scapa Flow, donde aún permanecen.
—Triste.
—Terrible más bien. Sus tripulantes sabían no podían continuar combatiendo, pero sabían que de ese modo el enemigo utilizaría sus propios barcos para combatirles el día de mañana, puesto que desde ese mismo instante en el espíritu de la marina alemana se había empezado a gestar la ineludible necesidad de la revancha.
—¿Pretendes decir con eso que esta guerra hubiera resultado ineludible aun sin la existencia de Adolf Hitler?
—Supongo que sí —admitió al cabo de una breve reflexión su interlocutor—. A mi modo de ver el Führer no ha sido más que el aglutinante de un sentimiento nacional que estaba latente en el alma de los auténticos patriotas y que tenía que salir a flote pronto o tarde. Tal vez hubieran pasado diez años más o quizá quince, pero lo que está claro es que un pueblo como el nuestro nunca podría seguir respetándose a sí mismo a no ser que lavara su honor manchado por lo que fue a todas luces una derrota injusta.
—Nunca se me había ocurrido contemplarlo desde ese punto de vista —admitió Erika Simon— A mi entender, habían sido los nacionalsocialistas los que reavivaron unos rescoldos que parecían definitivamente enterrados.
—Por enterrados que estén, los rescoldos son siempre rescoldos y basta un soplo para convertirlos en llama. El Führer sopló y un sentimiento que estaba reseco y reconcomido ardió.
—¿También prendió en ti?
—También —fue la respuesta—. Y probablemente fui de los primeros, aunque el tiempo y las circunstancias me han obligado a reaccionar reflexionando sobre demasiadas cosas que no acaban de agradarme.
—¿Como qué?
—No viene al caso, ni resulta relevante. Lo que importa es que aquel acto de suicidio colectivo nos conmovió a muchos, y debió ser ése el día en que el taciturno anciano que apenas abre la boca más que para alabar tu trasero o los pechos de Ada, se prometió a sí mismo que algún día se vengaría de la armada inglesa golpeándola allí donde más podía dolerle: en el mismísimo corazón de Scapa Flow, y sobre la tumba de los acorazados alemanes.
—¿Pretendes insinuar que a él se debe ... ?
Su interlocutor no le permitió concluir la frase, ya que asintió con repetidos y firmes gestos de cabeza al tiempo que exclamaba:
—Únicamente a él.
—¡No puedo creerlo!
—¡Pues créetelo! Juró dedicarse en cuerpo y alma a lo que consideraba su deber, aun a costa de no casarse ni intentar formar una familia.
—Demasiado sacrificio, ¿no te parece?
—Depende de lo que tú consideres demasiado, y depende de lo que él considerara su deber. Para muchos hombres la patria está por encima de su propia familia, y por lo visto para él estaba por encima de la familia que aún no tenía. Quizá por eso: porque todavía no la había formado, no le importó sacrificarla, puesto que lo único que deseaba era regresar al servicio activo, o más bien pasivo, cuanto antes.
—¿Qué quieres decir con eso de «servicio pasivo»?
—Que el Relojero es quizá el único combatiente de la historia que ha ganado una fabulosa batalla más por su pasividad que por capacidad de acción.
—Empiezas a intrigarme.
—Es lo que buscaba, porque tenía la sospecha de que era un tema que no te interesaba en lo más mínimo.
—La guerra siempre me ha parecido un juego de hombres que por desgracia sufrimos principalmente las mujeres.
—No es ningún juego. Es una parte de la evolución de la especie. El ser humano ha progresado gracias a las guerras. Desde el homínido que descubrió que una estaca servía para machacarle el cráneo a un rival, lo cual significó el nacimiento de la primera herramienta, a los nuevos combustibles que acaba de crear el Profesor Walter y que cuando llegue la paz impulsará a los barcos mercantes, cada paso adelante del ser humano suele venir acompañado de sangre enemiga.
—¿Y se te antoja justo?
— Justo o no justo, es la verdad. —Le guiñó su ojo sano lo cual solía costarle un gran esfuerzo puesto que tenía los párpados surcados de cicatrices—. Pero lo que me gustaría es saber si te interesa que te cuente la historia del Relojero, o prefieres que nos enzarcemos en discusiones filosóficas.
—Continúa con la historia.
—¡De acuerdo! —El Capitán Spee carraspeó con el fin de aclararse la garganta antes de señalar—: Al poco de concluir la Gran Guerra, nuestro hombre se trasladó a Francia donde estuvo dos años practicando el idioma al tiempo que se ponía al corriente de los y progresos de la armada francesa. Desde ah¡, con nombre supuesto y apoyado por el que más tarde sería almirante Canaris, que ya empezaba a ser una de piezas claves de nuestros futuros servicios de espionaje, se trasladó a Suiza, donde durante tres años se dedicó a estudiar el oficio hasta convertirse en un magnífico relojero.
—¡Caray! Eso s¡ que exige paciencia.
—La paciencia y el trabajo metódico eran su estilo.
—Muy germánico.
—Eso es lo que nos hace superiores a otros pueblos —admitió su interlocutor—. Sabemos que las cosas hechas cuestan tiempo y esfuerzo. Ya con pasaporte suizo se trasladó a Londres, donde montó una relojería y a los dos años pidió la nacionalidad inglesa. —Sonrió con lo que era casi una mueca—. Naturalmente nadie puso en duda las honradas intenciones de un pobre hombre que apenas salía de su taller, por lo que de inmediato se la concedieron.
—¿Es lo que en el argot de los espías se llama un «topo»?
—No. «Topo» es un infiltrado en los servicios secretos enemigos. Esto es lo que podría considerarse un «durmiente», aunque en realidad jamás estuvo dormido. muy por el contrario. En 1933, cuando ya Canaris había sido nombrado jefe absoluto de la Abwehr,1 Albert Oertel, que así se hacía llamar Wehring por aquel entonces, vendió cuanto tenía y decidió que, «por motivos de salud», se trasladaba a vivir a Kirkwall, que es la única ciudad que se alza en las proximidades de Scapa Flow, y en cuyos alrededores se había construido una gran base aeronaval.
—¿Y nadie sospechó de él ?
—Quién iba a sospechar de un anciano relojero inglés que se veía obligado a utilizar unas gafas con cristales como culos de vaso.
—Pero yo jamás le he visto usar gafas... —le hizo notar ella.
—Porque no las necesita —fue la rápida respuesta—. El muy jodido tiene una vista de lince, y solamente se las ponía en público aunque admite que le producían terribles dolores de cabeza. Como se dedicaba a dar largos paseos por los alrededores, necesitaba pagar a un muchacho que le sirviera de lazarillo, pues de lo contrario se hubiera precipitado por los acantilados. ¿Crees que alguien habría imaginado que aquella especie de desecho humano, que a duras penas se ganaba la vida vendiendo relojes y tropezaba con todo cuanto encontraba a su paso, era el hombre llamado a romper el cerrojo de la base naval más segura del mundo?
—¡Qué tipo!
—Tú lo has dicho... ¡Qué tipo! Empleó trece años en fabricarse un disfraz perfecto y seis más en descubrir el único punto, ¡uno solo!, por el que se podía introducir un cuchillo en la coraza del enemigo.
—Está claro que con hombres así no podemos perder la guerra.
—Perdimos la otra, pero ahora estamos mejor preparados. Contamos con gente como Wehring capaz de salir día tras día a pasear por los alrededores de una base naval, o pasarse horas sentado en las tabernas de los pescadores escuchando pacientemente cuanto se comentaba sobre mareas, accesos a las ensenadas, obstáculos en los que se enredaban las redes, o formas de burlar la vigilancia de unas patrulleras que nos les permitían faenar en determinados caladeros.
—¿Y empleó seis años más en eso?
—¡Exactamente! Y por lo visto fueron seis años de soledad, de no poder confiar en nadie, de soportar frío, lluvia y niebla en uno de los lugares más desolados del planeta, pero donde, cuando las fuerzas le flaqueaban, se rehacía contemplando los restos del acorazado Hindenburg cuyas chimeneas aún se distinguían a ras del agua porque aquél era el símbolo de una humillación que continuaba clamando venganza.
Erika Simon quedó en silencio, contemplando la espuma de las olas que iban ganando en fuerza a medida que subía la marea, tratando de hacerse una idea de qué cantidad de rencor debía esconder un corazón humano para obligar a su dueño a dedicar toda una vida a buscar un paso entre los arrecifes de un conjunto de islotes perdidos en los confines del Atlántico.
Quien escogió aquel lugar, en el extremo norte de Escocia, allí donde el océano suele golpear con inusitada furia, llueve la mayor parte del año y cuando no diluvia la bruma lo cubre todo con un melancólico manto de tristeza, sabía muy bien que aquélla era la mejor caja fuerte que pudiera sonarse para mantener fuera del alcance enemigo a la más poderosa flota que hubieran conocido los mares.
La grandiosa ensenada se encontraba circundada por islas, islotes, bajíos y arrecifes en lo que constituía un intrincado laberinto que únicamente los más experimentados prácticos de la armada conocían al dedillo, y a tanta dificultad natural se habían añadido campos de minas, viejos barcos hundidos, redes antisubmarinas, enormes pontones y pesadas compuertas de acero que tan sólo se abrían o cerraban en el momento en que un buque inglés anunciaba su paso.
Prácticamente fuera del radio de acción de la aviación enemiga, protegida por una base aérea cuyos aparatos siempre estaban listos para repeler cualquier ataque, erizada de pantallas de radar que detectaban el movimiento de una simple bandada de gaviotas y prohibido el acceso por tierra a quien no fuera de absoluta confianza, Scapa Flow se había convertido en la auténtica joya de la corona británica, y en el último bastión de un país que estaba convencido de que su invicta armada seguía constituyendo su mayor esperanza de salvación en aquellos momentos de terrible incertidumbre.
No importaba que los ejércitos alemanes se adueñaran de Europa; no importaba que sus aviones machacaran Londres; no importaba que en el norte de África se estuvieran librando crueles batallas de incierto futuro. Mientras la escuadra permaneciera intacta, el canal de la Mancha continuaría constituyendo un brazo de mar infranqueable cualquiera que fuera el enemigo.
Abofetear a Inglaterra en el corazón de Scapa Flow habría significado por tanto desmoralizar a un pueblo que demostraba saber encajar todo tipo de golpes y castigos, pero no bofetadas.
Eso era lo que al parecer el viejo relojero se había propuesto: herir allí donde más dolía, en el orgullo de una orgullosa nación tradicionalmente marinera.
Tarde tras tarde, con viento o con lluvia, con niebla o con frío, Alfred Wehring cerraba su pequeño negocio, tomaba el brazo de un inocente muchacho que le servía de guía y que no tenía ni la más mínima idea del daño que estaba causando a los suyos, e iniciaba, tambaleante, la andadura que le habría de conducir a las playas, las praderas o los acantilados que rodeaban Kirkwall.
De tanto en tanto se detenía, se despojaba de las gruesas gafas y entrecerraba los ojos fingiendo que era incapaz de distinguir una vaca a tres metros, pero lo que en realidad estaba haciendo era tomar buena nota cuanto se extendía a su alrededor.
Jamás cargó consigo una cámara, ni jamás tomó una sola fotografía que pudiera alertar sobre sus auténticas intenciones.
Todo lo confiaba a su prodigiosa memoria.
Luego, a la caída de la tarde, el paseo solía concluir en una taberna del puerto en la que se atiborraba whisky hasta casi perder el sentido, para regresar dando tumbos a su humilde vivienda con la evidente intención de dormir la borrachera.
Pero lo cierto es que jamás dormía tales borracheras. Lo cierto es que se despejaba a base de una de agua helada, se encerraba en el sótano, y a reproducir a plumilla y con meticulosa exactitud cada accidente del paisaje que había estado tiempo recorriendo al tiempo que anotaba en gruesos cuadernos hasta la última palabra que le había llegado a los oídos.
Su inconcebible paciencia, su constancia, su prudencia, y su frío valor a toda prueba, dieron como justo fruto que un buen día abrigara el absoluto convencimiento de que tan inaccesible fortaleza tenía, como casi todo en este mundo, un minúsculo talón de Aquiles.
Tras infinitas horas de estudio y dedicación estableció sin la menor sombra de duda, que existía un punto, rozando casi las paredes de la isla Pomona, en el canal que llamaban Lamb Holin, apenas a unos quince metros de los arrecifes que rodeaban el islote de Burray, en el que los viejos barcos hundidos años atrás como barreras de protección se habían deteriorado de forma harto notable a causa del óxido y el continuo batir del oleaje.
El viejo carguero que se encontraba más pegado a tierra había perdido con el transcurso de los años la mayor parte de su obra muerta, dejando con ello un hueco lo suficientemente espacioso como para que, aprovechando la marea alta, semisumergido en una noche sin luna y con la mar en calma, un submarino de mediano tamaño pudiera intentar la aventura de forzar la entrada a la bahía para abatirse como un halcón sobre una escuadra dormida.
El 12 de septiembre de 1939, a los veinte años y tres meses de la Gran Humillación, el Relojero envió por fin un mensaje cifrado a una empresa de joyería de La Haya para que le fuera retransmitido de inmediato al almirante Canaris:
«Ha llegado el paquete.»
«Ha llegado el paquete.» En Berlín casi no podían creérselo.
«Ha llegado el paquete.» La larga, la casi interminable espera, había concluido.
Canaris convocó a Doenitz y juntos llegaron a la conclusión de que demostrarle a los británicos que podían «meterles el dedo en el ojo», allí donde menos se lo esperaban, se convertiría en una apoteósica victoria moral difícilmente cuantificable.
A partir de esos momentos se puso oficialmente en marcha la Operación Baldur para lo cual se enviaron submarinos y aviones de reconocimiento que fotografiaron desde el aire y desde el mar, el lugar exacto que el Capitán Wehring ya había descrito minuciosamente por medio de una larga carta cifrada.
Tan sólo faltaba seleccionar a los hombres que habrían de llevar a cabo una dificilísima misión que cabía considerar casi suicida.
No cabía duda alguna de que, tal como el Relojero aseguraba, con el mar en calma, noche sin luna y a la hora de máxima subida de la marca, un submarino tripulado por locos podía intentar la aventura de penetrar en la inmensa bahía, pero resultaba evidente que, a poco que se entretuviera localizando a sus blancos entre los incontables vericuetos de los arrecifes, esa marea comenzaría a retirarse, con lo que quedarían definitivamente atrapados en el interior de una ratonera en la que el asdic de los destructores enemigos no tendría la más mínima dificultad a la hora de localizarlos.
Una sola carga de profundidad bastaría para conseguir que se quedaran a hacer eterna compañía a los ya carcomidos restos de la flota del almirante Von Reuter.
—¿A Quién enviaremos?
—Lógicamente al mejor.
—¿Y Quién es el mejor?
—El más valiente, el más frío, el más capacitado, y aquel a quienes sus hombres seguirían hasta el mismísimo infierno, si les ordenase sumergirse en las calderas del diablo.
—¿Existe?
—Existe.
—¿Y se llama?
—Günther Prier. Treinta y un años, seis de ellos en la marina, y comandante del U—47.
—Que venga.
A finales de septiembre el almirante Doenitz comunicó al joven comandante Prier los pormenores de la misión, concediéndole cuarenta y ocho horas de tiempo para aceptarla o para ceder al capitán de corbeta Schultze, comandante del U—48 y el primer submarinista condecorado por haber hundido cien mil toneladas de buques enemigos, el dudoso honor de pasar a engrosar la lista de los barcos alemanes que dormían el sueño eterno en los lodosos fondos de una ensenada del norte de Escocia.
Günther Prier estudió durante toda una noche los mapas, sopesó los pros y los contras y a primera hora del día siguiente telefoneó a Doenitz.
—Creo que las condiciones idóneas deben darse entre el trece y el catorce de octubre. Estoy listo para zarpar.
—Así solía hacer las cosas mi tocayo —exclamó el Capitán de corbeta Günther Spee sirviéndose una copa de coñac de la petaca de plata que siempre llevaba en el bolsillo posterior del pantalón, mientras recostaba la cabeza en una roca y observaba el mar con la mirada perdida en los recuerdos del pasado—. Siempre dispuesto a todo, pero siempre escrupuloso con los detalles y matemáticamente calculador hasta la exasperación.
—¿Le apreciabas mucho? —Le apreciaba, le envidiaba y le admiraba. Incluso le envidié cuando su barco desapareció definitivamente, puesto que al menos tuvo el final que siempre había deseado.
—¿Qué ocurrió exactamente en Scapa Flow?
—Que Günther se presentó en el lugar exacto poco antes de la medianoche de aquel trece de octubre e inició la maniobra de aproximación, pero cuando estaba ya a punto de penetrar en la bahía unos cables sueltos de los barcos que tenía bajo la quilla, lo atraparon. En esos momentos, un inglés montado en bicicleta pasó a menos de treinta metros de donde se encontraban casi totalmente emergidos. Fueron momentos de angustia porque en aquella situación les resultaba imposible avanzar o retroceder...
El Capitán Spee hizo una pausa puesto que era un hábil contador de historias que sabía cómo captar la atención de su interlocutora con el fin de mantener la tensión de un relato que sin duda le apasionaba, pero al poco continuó:
—Por suerte... —dijo—. El ciclista pasó de largo y Günther maniobró con su habilidad de siempre librándose de los cables y consiguiendo penetrar por primera vez en la historia en el santuario de la todopoderosa armada inglesa, donde lo primero que hizo fue arrojar su gorra al agua en homenaje a la escuadra alemana que descansaba en el fondo.
—No me lo imaginaba romántico.
—Pues lo era, y mucho. La verdadera acción nunca ha estado reñida con el sentimentalismo. Más bien suelen ser los hombres incapaces de arriesgar la vida por nadie los que no lloran en el cine ni se conmueven por las risas sencillas. Günther era un hombre apasionado, pero capaz de convertirse en un tímpano de hielo en cuestión de segundos. —El marino del rostro destrozado por las cicatrices aventuró una de aquellas sonrisas que más bien parecían muecas—. Esa noche debió mostrarse de ambas formas puesto que unos minutos más tarde apareció ante sus ojos el Royal Oak, un impresionante acorazado que contaba con una tripulación de casi ochocientos hombres. Por desgracia, el grueso de la flota enemiga, incluido un portaaviones, había zarpado esa misma mañana pero Günther no dudó un segundo y se aproximó a poco menos de una milla de distancia y le largó una andanada de cuatro torpedos.
Nuevo silencio hasta que la impaciente Erika inquirió en tono apremiante:
—¿Y ... ?
—Uno de ellos ni siquiera salió del tubo, dos no explotaron, Y el tercero lo hizo con tan Poca potencia que apenas abolló el casco.
—¡No puedo creerlo!
—Nuestros torpedos fallan demasiado.
—¡Pero que fallen todos en un momento como ése!
—Indignante pero cierto. Günther viró en redondo buscando escapar a toda prisa convencido de que en cuestión de minutos la bahía se convertiría en un infierno en el que docenas de barcos andarían tras su rastro, pero cuando se encontraba a punto de salir por donde había entrado advirtió, estupefacto, que los ingleses ni siquiera habían dado la voz de a arma.
—¿Y eso?
—El oficial de guardia a bordo del acorazado llegó a la conclusión de que probablemente se había tratado de una pequeña explosión de una caldera, por lo que tomó la decisión de no molestar al contralmirante Biagrove que dormía plácidamente en su camarote.
—Chapuza tras chapuza por lo que veo.
—Así es la guerra —fue la casi divertida respuesta—. Günther calculó que le quedaba el tiempo justo para intentarlo de nuevo, recargó a toda prisa, volvió a virar en redondo y lanzó los tres únicos torpedos de que disponía.
—¿Y estallaron?
—¡Los tres! A los pocos instantes pedazos del Royal Oak llovían sobre el submarino, el cielo se iluminaba, y el acorazado giraba sobre sí mismo yéndose al fondo con setecientos ochenta hombres, incluido un contralmirante que no tuvo tiempo ni de calzarse las zapatillas.
—¿Y Günther Prier?
—Escapó ileso, a tres millas mar adentro recogió al Relojero que le esperaba en una balsa neumática, y juntos emprendieron el regreso a Alemania donde el Führer les impuso personalmente la Cruz de Hierro.
—O sea que ese adorable ancianito al que lo único que parece importarle es tomar el sol, es en realidad un auténtico héroe.
El otro asintió convencido.
—El héroe más héroe que haya existido
—¿Quién lo diría al verle?
—Eso es lo peor que tiene el hecho de envejecer, pequeña. Las arrugas impiden captar la grandeza del alma, como si ésta tan sólo pudiera mostrarse a la luz cuando existen una piel tersa y unos ojos brillantes.
Con la primavera hicieron su aparición nuevos huéspedes, pero en esta ocasión no se trataba de fatigadas tripulaciones necesitadas de aire puro, buena comida y grata compañía.
Dos de los recién llegados no podían negar que eran ingenieros, puesto que se pasaban largas horas discutiendo sobre motores, tornillos y resistencia de materiales, mientras que el tercero, marino de muy alta graduación al parecer, se encerró de inmediato con el Relojero en un amplio despacho de la segunda planta en el que permanecieron en aislado conciliábulo durante más de cinco horas.
Tras la agradable cena, uno de los ingenieros, de apellido Kals, se mostró especialmente vulgar y prepotente hasta el punto de inclinarse en un momento determinado sobre Elsa y murmurarle al oído algún tipo de grosería.
Evidentemente tuvo mal ojo a la hora de elegir a su víctima, puesto que por toda respuesta obtuvo que la avispada muchacha le abriera la parte posterior del cuello de la camisa, con el fin dejar caer en su interior el cigarrillo que se encontraba fumando.
Los gritos y aspavientos de un pobre desgraciado que intentaba despojarse de la ropa al tiempo que se retorcía, puesto que se le estaba abrasando la espalda, provocaron una cierta alarma que no hubiera pasado a mayores a no ser por el hecho de que, cuando consiguió que al fin el cigarrillo cayera al suelo, se abalanzara sobre la impasible Elsa con evidente intención de golpearle.
El Capitán Spee se cruzo en su camino, y su voz restalló como un trueno al señalar:
—Si la toca es hombre muerto.
El otro observó aquel rostro desfigurado por el fuego y aquel ojo de un azul transparente que le confería en cierto modo un aspecto demoníaco, y se calmó en el acto aunque pese a ello no pudo por menos que balbucear:
—Pero es que esa puta...
—¿De qué puta me habla? —inquirió con helada calma su interlocutor—. No se confunda; no se encuentra en su casa, con su madre, su esposa o sus hermanas... Se encuentra en una residencia oficial de la Marina, y si se atreve a insultar a uno de sus miembros estará insultando a toda la armada, por lo que tendrá que atenerse a las consecuencias.
—Le advierto que...
—¡Retírese, Kalsl ¡Es una orden!
La autoridad del oficial de alta graduación, quien quiera que fuese, parecía estar fuera de toda discusión, puesto que el aludido se limitó a dar media y desaparecer cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas.
Al día siguiente, y mientras se encaminaban con sus cañas al hombro hacia su puesto de pesca predilecto Erika Simon comentó sin mirar a su amigo,
—No sabía que estuvieras enamorado de Elsa.
—¿Lo dices por lo de anoche? —replicó el otro sin volverse—. Lo mismo hubiera hecho por ti, o por cualquiera de las chicas.
—Tal vez —admitió ella—. O más bien, probablemente. Pero estoy convencida de que no lo hubieras dicho en el mismo tono: «Si la toca es hombre muerto.» Tuve la impresión de que no defendías simplemente a una amiga. Defendías algo que te pertenecía.
—Jamás me ha pertenecido... —le hizo notar él —. Ni siquiera le he puesto la mano encima.
—Lo sé. Ni a ella, ni a ninguna de nosotras. ¿Por qué?
Ahora s¡ que el Capitán Günther Spee se detuvo para volverse y hacer un gesto que solía repetir a menudo girando el dedo en tomo a su rostro.
—¿No se te antoja suficiente razón?
—¡En absoluto! —señaló su acompañante con evidente sinceridad—. Cualquiera de nosotras se sentiría feliz a la hora de acostarse contigo.
—¿A oscuras?
—O a plena luz del día. Demuestras conocer muy poco a las mujeres. ¿Acaso crees que bastan unas cicatrices para hacerte menos atractivo que cualquiera de los tipos con los que nos vemos obligadas a acostamos? Tú eres dulce, tierno, inteligente, limpio y educado... Puede que una explosión te haya desfigurado exteriormente, pero estoy convencida de que en tu interior siempre has sido un hombre maravilloso.
Él se detuvo, la observó mientras se alejaba hasta que a los pocos metros se detuvo a su vez para volverse, y agitando una y otra vez negativamente la cabeza, puntualizó:
—Te equivocas. Antes de quedarme así yo era altivo, ególatra y presuntuoso. Estaba convencido de que por el hecho de haber conseguido el mando de un submarino antes de cumplir los treinta años el mundo estaba a mis pies y conseguiría convertirme en el almirante más joven de la historia. Incluso admito que me comportaba despóticamente con mis subordinados porque me habían hecho creer que formaba parte del grupo de los elegidos. Fue el accidente lo que me obligó a convertirme en un hombre cuerdo y comprensivo. De otro modo no sería más que un monstruo dentro de otro monstruo.
—¿Y por qué no le dices a Elsa que la quieres?
—¿Y qué seguiría con ello? —quiso saber el marino—. ¡Imagínate que por cualquier absurda razón me aceptara y comenzáramos una relación íntima! ¡Cómo crees que me sentiría cuando tuviera que pasarme quince días encerrado en un submarino sabiendo que ella se está acostando con otros?
—¿Es que ahora no lo piensas?
—¡Naturalmente que lo pienso! De noche, cuando emergemos a respirar, me paso las horas contando los destellos de los faros de Pechiguera o isla de Lobos e imaginándomela desnuda en brazos de algún baboso.—Agitó de nuevo la cabeza—. Pero hasta el momento me limito a imaginármela desnuda. No sé cómo es realidad y creo que prefiero no saberlo.
A Erika Simon —Herman dentro de la Operación Moby Dick—le asaltaron serias dudas sobre su derecho moral a transmitir a su gente el dato de que desde el punto en que el Capitán Spee emergía de noche se podían contar los destellos de los faros Pechiguera e isla de Lobos, información que permitiría al Capitán Akab reducir de forma considerable el radio de búsqueda de los submarinos enemigos.
Experimentaba la amarga sensación de que aquélla no era una información obtenida honradamente. No era un secreto que hubiera conseguido desvelar a base de arriesgar la vida o demostrar astucia. Era más bien la inocente declaración de un hombre profundamente desgraciado a una mujer a la que consideraba amiga, y a su modo de ver eso no podía considerarse juego limpio.
«¡Juego limpio!»
Necesitó pasar varias noches en vela imaginando qué clase de «Juego limpio» estarían empleando los nazis con su familia, para llegar a la convicción de que aquélla era una guerra demasiado cruel como para experimentar escrúpulos en cuanto a los métodos que se utilizaban.
Si un minúsculo detalle, por pequeño que fuese, podía contribuir a acabar un minuto antes con tan abominable imperio de terror, su obligación era comunicarlo pese a que en su fuero íntimo le estuviese martirizando la idea de traicionar a un amigo.
Y es que llegó al convencimiento de que, por mucha simpatía o compasión que experimentara por él , no tenía derecho a considerar al Capitán de corbeta Günther Spee un auténtico amigo, de la misma forma que no debía considerar amantes a aquéllos con quienes hizo el amor por más que en algunas ocasiones la obligaran a gemir de placer.
Había desembarcado en Fuerteventura con el único fin de llevar a cabo una misión, por lo que todo aquello que no estuviera directamente relacionado con la consecución de su objetivo debía quedar a un lado.
Por suerte no había submarinos por los alrededores, lo que le permitía retrasar su informe, pero por desgracia tres días más tarde su compañero de pesca se había marchado en compañía de los dos ingenieros y del sargento Müller, signo inequívoco de que muy pronto una nueva tripulación se establecería en la casa.
Las muchachas se mostraban nerviosas preguntándose una vez más qué clase de nuevos «amigos» les tocarían en suerte, y qué clase de caprichos se verían obligadas a satisfacer.
La Baronesa no cesaba de dar órdenes al servicio acondicionándolo todo.
El Relojero y el oficial de alta graduación al que las chicas habían dado en bautizar «Carapalo», se pasaban las horas encerrados en el despacho del segundo piso, o intrigando en voz muy baja mientras daban largos paseos por la playa.
Alguna acción importante preparaban.
Algo importante iba a ocurrir.
Alguien muy importante estaba a punto de llegar.
Al amanecer del día siguiente se escuchó ruido de Motores, ahogadas voces, y por último se extendió sobre el caserón aquel ominoso silencio que solía corresponder a la presencia de un nuevo grupo de agotados oficiales.
Esa noche Erika Simon optó por el blanco.
Ya era veterana, estaba considerada como una de las líderes del grupo, y le correspondía por turno ser la primera en elegir el color de su vestido.
Apareció deslumbrante.
Inquieta y deslumbrante.
Una voz en su interior parecía estarle gritando que aquél la era una noche «muy especial» en la que algo también «muy especial» iba a ocurrir.
Una hora más tarde, la puerta se abrió para que hombres hicieran su aparición.
Vestían el uniforme de gala de la marina alemana exhibían infinidad de condecoraciones, y quien se encontraba al frente lucía bajo el cuello el distintivo de la Cruz de Hierro.
Se presentó asimismo como Comandante Oskar y a continuación fue nombrando, uno por uno, y tan sólo por sus nombres de pila, a la totalidad de sus subordinados.
¿Fue amor a primera vista?
Erika Simon no había creído en semejante estupidez ni cuando contaba quince años y se encontraba lo suficientemente inmadura como para soñar con que algún día haría su aparición un príncipe azul que poco o nada tendría que ver con aquel primo lejano con el que estaba destinada a contraer matrimonio.
Si ya de adolescente rechazó de plano la idea de que un hombre pudiera atraerla hasta el punto de hacerle olvidar cuanto era y cuanto le rodeaba, mucho menos cabía aceptarlo siendo una mujer que se había visto obligada a abrirse de piernas ante demasiados desconocidos, pero lo creyera o no, lo cierto fue que a la hora del café tenía la sensación de que en el mundo no existía más que el Comandante Oskar, al igual que cabría asegurar que para el barbudo y elegante Comandante Oskar todo lo que no fueran los ojos y la sonrisa de aquella increíble mujer de vaporoso vestido blanco carecía de importancia.
Se aislaron.
Se aislaron de la música, las voces y el resto de la gente.
Se aislaron de lo que no fuera ellos dos contemplando la luna que rielaba sobre un mar en calma, y se aislaron de todo cuanto no fuera sus propias voces, sus propias risas y sus propias miradas.
¿Se conocían de antes?
No, no se conocían, pero cabría imaginar que ambos sabían que algún día llegarían a conocerse.
¿Habían hablado en alguna ocasión?
No, pero se habían dicho el uno al otro infinidad de secretos.
Se estaban esperando.
Sin conocer su existencia se estaban esperando con la absoluta seguridad de que alguien así tenía que existir en alguna parte.
El amor ha sido siempre el más caprichoso e imprevisible de los sentimientos humanos.
También, con excesiva frecuencia, el más inoportuno.
Violento o solapado, paciente o impaciente, lógico o absurdo, el amor no admite obstáculos, ni acepta más reglas que las que él mismo impone a su capricho.
El amor entre un hombre y una mujer se engendra a sí mismo como una monstruosa bestia hermafrodita cuyo tiempo de gestión varía de un segundo a cien años.
Nace a su antojo, crece a su capricho, y muere cuando quiere.
En ocasiones, se suicida.
Jamás, ninguna fuerza, ni divina ni humana, ha conseguido controlarlo.
El amor puede ser una bendición del cielo o un castigo del infierno, sin que quien lo experimenta consiga entender las razones que le han hecho merecedor de volar al paraíso o descender a los avernos.
Si existía alguien en este mundo al que no hubiera deseado amar una prostituta de lujo, era a un rígido oficial de la marina alemana.
Si existía alguien en este mundo que no hubiera deseado amar un oficial de la marina alemana, era a un hermosa prostituta judía de un burdel de lujo.
Habían sido prevenidos el uno contra el otro, se estremecían ante la sola idea de cogerse de la mano y mirarse a los ojos.
Se miraban a los ojos, pero ni siquiera se atrevían a cogerse de la mano.
Bajaron a pasear por la orilla de un mar que acariciaba dulcemente una y mil veces la arena de una playa a la que amaba desde el principio de los tiempos, y a la que con frecuencia violaba con furia, pero a la que ahora murmuraba tiernas palabras en un lenguaje incomprensible, y ambos eran conscientes que serían capaces de ofrecer años de vida por tumbarse en el punto en que agua y tierra se unían, para entregarse también el uno al otro hasta el fin de los tiempos.
Pero ni siquiera lo intentaron, puesto que se deseaban, deseaban continuar deseándose sin apenas rozarse.
Fue una noche mágica.
Lejos de la guerra.
Lejos de la muerte.
Lejos de los odios.
Allí, en el más perdido rincón de la más perdida isla del Atlántico nada existía más que su mutua compañía, su voz, su olor, sus risas, y aquel efluvio impalpable que parecía aislarles de cuanto no fuera ellos mismos.
Con el primer anuncio del alba regresaron.
Él la despidió en la puerta de su habitación besándole la mano, y tras cerrar la puerta a sus espaldas Erika Simon permaneció muy quieta como si necesitara tiempo para aceptar que aún se encontraba despierta.
En el transcurso de una noche, en apenas unas horas, el mundo había cambiado.
Ella había cambiado.
Se dejó caer en la cama, clavó la vista en el techo y se esforzó vanamente por recuperar la cordura y transformarse nuevamente en Herman.
¿Quién era Herman?
¿Quién era cualquier mujer que no advirtiera que el corazón le saltaba en el pecho al mirar a los ojos al hombre que a buen seguro el destino le tenía reservado?
El sol penetraba a raudales por la abierta ventana cuando llegó a la conclusión de que lo que estaba viviendo no era un sueño, sino más bien una auténtica pesadilla.
La edad del romanticismo había quedado atrás hacía ya muchos años.
El tiempo de enamorarse como una colegiala se acabó el día en que abandonó el colegio.
Los días de humedecer las bragas debían haberse olvidado.
¿En qué demonios estaba pensando?
Le ardía la entrepierna y su ropa interior se encontraba empapada.
¿En qué demonios estaba pensando?
Habían bastado una voz cálida, unos ojos profundos, y un aroma muy suave para que las rodillas le temblaran.
¿En qué demonios estaba pensando?
Pensaba en volver a mirarle a los ojos, escuchar su voz y aspirar su olor.
Lo demás no importaba.
¡Nada importaba!
Cerró los ojos, sufrió pesadillas y cuando despertó, horas más tarde, Elsa la observaba sentada a los pies de la cama.
—¿Qué te ocurre? —quiso saber—. ¿Desde cuándo duermes vestida?
—No lo sé—fue la sincera respuesta—. Nunca me había ocurrido. Debía estar agotada.
—No. No es cansancio —puntualizó la otra segura sí misma—. Te observé anoche. Parecías como alelada.
—Lo estaba.
—¿Aún lo estás?
—Más que anoche.
—Juraría que te ha dado fuerte. ¿Estás enamorada?
—Supongo que hasta el tuétano.
—¡Qué estupidez! Esas cosas no ocurren.
—¿Tú crees?
—Por lo menos no deberían ocurrir... ¿Tienes de lo que significa perder la cabeza por un oficial de la armada? Nada menos que todo un comandante de marinos.
—La tengo. La Baronesa me lo advirtió el primer día. —Erika Simon sonrió como burlándose de sí misma—. Pero no me advirtió que un día Oskar aparecería en escena.
—Siempre, pronto o tarde, algún Oskar aparece en escena, querida. Las chicas como nosotras estamos hechas para que en cualquier momento el Oskar de turno nos destroce la vida.
—¿Lo dices por experiencia?
—¡Naturalmente! ¿O es que crees que un buen día me levanté con acidez de estómago, me dije a mí misma, «quiero ser puta», y acabé aquí? No. Las cosas no ocurren de ese modo; son hombres como ese comandante los que nos meten en esto.
—O los que nos sacan.
—Él no lo hará, pequeña —le advirtió su amiga en un tono que demostraba la sinceridad de su afecto—. Por unos días te hará la mujer más feliz del mundo y te elevará a las nubes, pero una mañana se alejará para siempre, y tú te hundirás en un abismo al que jamás podría llegar su maldito submarino.
—¿Y qué puedo hacer para evitarlo?
—Nada, querida. Me temo que, a no ser que, con un poco de suerte, tu Oskar resulte un auténtico desastre en la cama, no puedes hacer nada.
Pero no hubo suerte, ya que Oskar no resultó ser un auténtico desastre en la cama, sino más bien todo lo contrario.
Tierno y dulce, experto y apasionado, posesivo, mimoso e incansable tras largos meses de obligada abstinencia, supo transportar a la mujer que amaba a la cima de un monte aún más alto que aquellos que protegían la ensenada, para permitir que se deslizara luego, contenido el aliento, hasta las cálidas aguas que bañaban la isla.
Tal vez los tambores de guerra que nunca cesaban, y la certeza de que la muerte se mantenía al acecho bajo las quietas aguas, les obligaba a tomar conciencia de que cada abrazo podía ser el último y cada beso no tener un hermano, alimentando con leña cada vez más reseca aquella absurda pasión desenfrenada.
—¿Qué nos ocurre?
—Prefiero no saberlo.
—Tenemos que calmamos.
—¿Cómo?
—Creerán que estamos locos.
—¿Acaso no lo estamos?
La Baronesa se mostraba de igual modo realmente preocupada, por lo que a los pocos días no dudó en suplicar a su pupila que frenara sus ímpetus.
—Estás aquí para hacerle la vida agradable a nuestros huéspedes, no para acabar con ellos —dijo—. ¡Tómatelo con calma!
—No puedo. Ninguno de los dos puede. Lo intentamos, pero nos resulta imposible.
—Pues por ese camino acabaréis tísicos. Una cosa es hacer el amor y otra muy diferente este... —dudó buscando la palabra exacta para concluir enfáticamente—: «desmadre». ¿Qué harás cuando se vaya?
—Supongo que morirme.
—Estás en tu derecho, querida, pero el comandante es un hombre muy especial y la marina lo necesita. Me consta que está destinado a rendir grandes servicios a la patria.
—Lo imagino, pero no consigo evitarlo. En cuanto me toca, me corro.
—¡Dios bendito! ¿Qué forma de hablar es ésa?
—La más grosera, pero también la más expresiva que conozco. Lamento comportarme de una forma vulgar, pero es que a veces tengo la impresión de que ni siquiera soy yo misma. Me siento confundida y lo veo todo como si le estuviera ocurriendo a otra ¿Nunca ha experimentado una sensación parecida?
La Baronesa meditó con la vista clavada en la hermosa muchacha que estaba consiguiendo desconcertarla, y por último hizo un levísimo ademán negativo.
—Nunca. Por lo menos en lo que se refiere al sexo. Amaba a mi marido y tuvimos tres hijos, pero imaginé que ese tipo de relaciones basadas en impulsos incontrolables pertenecían al reino de la fantasía.
—Pero ¿experimentaba orgasmos?
—¡Naturalmente...! —fue la incómoda respuesta—. ¡Y bastante a menudo!
—¿Aunque no por el simple hecho de que le rozaran la mano?
—¡Desde luego que no!
—Pues a mí me sucede. Y cuando hacemos el amor los orgasmos llegan uno tras otro, como en cadena, o como un rosario interminable.
—¿Me tomas el pelo?
—En absoluto.
—¡Pero eso es absurdo! ¡Físicamente imposible!
—¡Qué más quisiera yo! Es más que posible y me ocurre a diario. Hasta ahora siempre fui una mujer que necesitaba un tiempo prudencial para excitarse sin conseguirlo siempre, por lo que en estos momentos no sé si dar gracias a Dios por cuanto me está ocurriendo, o maldecir mi suerte.
—¡Me dejas de piedra!
—¿Y qué me aconseja?
La buena mujer la observaba con los ojos abiertos como platos y aspecto de encontrarse un tanto alelada.
—¿Yo? —inquirió—. ¿Y qué quieres que te aconseje? Presumo de ser una mujer de una cierta experiencia y que no se asusta por nada, pero admito que esta situación me sobrepasa. —Se pellizcó la nariz una y otra vez nerviosamente—. No cabe duda de que estás viviendo una experiencia maravillosa —añadió—. Pero la próxima semana, la siguiente a lo sumo, ese hombre regresará al mar y yo me veré obligada a curar tus heridas si es que tienen remedio. ¡Señor, Señor! —No pudo por menos que exclamar en tono compungido—. ¡Esto es exactamente lo que nunca quise que ocurriera!
—¿Y qué esperaba? —quiso saber su interlocutora en un tono levemente agresivo—. ¿Jugar con fuego sin quemarse? Se tomó mucho trabajo a la hora de unir a hombres que saben que les acecha una muerte espantosa con mujeres asqueadas por lo que son y a las que les aterroriza su futuro. Un sencillo cálculo de posibilidades demuestra que, alguna vez, algo así tenía que suceder.
—Pero no hasta este punto. ¿A quién se le ocurre que exista alguien que pueda llegar a experimentar orgasmos como si fueran churros?
—Olvídese de los orgasmos! Eso no es lo que importa puesto que también podría pasarme la vida con Oskar sin necesidad de que me tocara.
La baronesa Hildegard von Hipper no replicó. Bajó la cabeza, reflexionó sobre cuanto acababa de oír, se puso en pie aproximándose a la puerta de la terraza donde permaneció un largo rato observando el mar, y por último lanzó un suspiró que parecía surgirle de las mismísimas entrañas.
—Eso es aún peor —musitó al fin como si hablara consigo misma—. ¡Muchísimo peor! Comprendo al resto de las chicas, aunque sean tan inteligentes Elsa o tan obtusas como Ada, pero en ti hay algo que me escapa, obligándome a verte de un modo diferente. Por eso eres quizá la última de la que hubiera esperado un comportamiento semejante. —Se volvió para quedar apoyada en el quicio y mirarla a los ojos antes de añadir—: Toda mi vida he oído hablar del amor como grandioso. He leído cientos de poesías, novelas y ensayos sobre el amor. He visto películas y obras de teatro. He escuchado canciones, óperas y sinfonías inspiradas en el amor, y creo en él. —Lanzó un bufido—. admito que en cierto modo ese tipo de pasión desenfrenada siempre se me antojó parecido a la idea de la muerte: sabes que está ahí, pero que de alguna manera imaginas que nunca te afectará ni a ti, ni a los que tienes cerca.
—Pues resulta evidente que pronto o tarde la gente se muere.
—Y pronto o tarde a alguien de tu entorno le cae un rayo que le funde los plomos.
—A mí me los ha fundido.
—Ya lo veo. ¿En qué puedo ayudarte? —quiso saber.
—En nada, puesto que no está en su mano acabar con esta maldita guerra, ni cambiar las normas para permitir que una pobre prostituta pase el resto de su vida junto a un comandante de la marina que luce sobre el pecho la Cruz de Hierro.
—No, desde luego. Nada de eso está en mi mano.
—¿Supongo que tampoco dispone de una pócima mágica capaz de hacerme recuperar el juicio?
—Si la tuviera ¿la tomarías?
La muchacha negó con una amplia sonrisa.
—Hoy no, pero el día en que Oskar tenga que marcharse daría años de vida por conseguirla.
—Olvidar a un hombre no se consigue a base de brebajes, sino de fuerza de voluntad.
—¿Y Quién me la puede proporcionar?
—El tiempo. Ése es un mal que tan sólo se consigue curar con el tiempo.
—¿Está segura? La baronesa Hildegard von Hipper se aproximó, acarició con afecto la mejilla de su interlocutora y se encaminó a la puerta al tiempo que musitaba:
—No, querida. No estoy en absoluto segura, y a decir verdad, tampoco estoy segura de si en estos momentos te envidio o te compadezco.
El comandante Vicente Arencibia avanzó sin prisas por el ancho malecón para ir a tomar asiento junto al alférez de navío Norberto Fraile, quien de inmediato hizo ademán de ponerse en pie para cuadrarse, cosa que el recién llegado le impidió colocándole la mano sobre el hombro.
—¡Tranquilo! —pidió para volverse luego hacia el interior del local y pedir a voz en cuello—: ¡Faustino..., dos cervezas!
Aguardó a que se las sirvieran, bebió con ansia puesto que la mañana había amanecido especialmente calurosa, y por último hizo un leve ademán con la cabeza hacia el enorme carguero de un blanco sucio que se encontraba atracado en el extremo del único espigón del pequeño puerto.
—¿Qué sabes de él ? —inquirió.
—Que es argentino.
—Eso ya lo veo. Por la bandera y la matrícula. Pero ¿qué más sabes?
—Que tengo órdenes de no subir a bordo —fue la calmada respuesta del comandante de marina de Puerto Cabras—. Por lo visto se quedará aquí un par de semanas porque su Capitán asegura que necesita una reparación a fondo en su sala de máquinas.
—¿Y tú te lo crees?
—¿Por qué no había de creerlo?
—Porque por la noche se dedica a descargar pesados bultos en enormes lanchones que al poco desaparecen mar afuera.
—¿Y ... ?
—¿Adónde se dirigen?
—No tengo ni la menor idea.
—¿Y no es tu obligación saberlo?
—No cuando mis superiores me ordenan que no meta las narices donde no me llaman.
—Pero tú, a título personal, ¿qué opinas?
El alférez de navío Norberto Fraile se volvió a su acompañante para inquirir con un extraño tono de voz:
—¿Me lo preguntas a título de amigo o a título comandante militar?
—A título de amigo.
—¡Bien! En ese caso te diré que opino que está abasteciendo a submarinos alemanes.
—¿Y aun así no piensas hacer nada?
—Lo mismo que hiciste tú con aquel «náufrago» inglés.
—¡Ya!
—La única diferencia está en que a mí me han ordenado estarme quietecito, mientras que tú decidiste actuar de motu propio.
—No es lo mismo.
—¿Dónde está la diferencia?
—Aquel «náufrago» apareció desarmado, mientras que sospecho que las bodegas de ese barco se encuentran atiborradas de minas y torpedos.
—En el roll consta que tan sólo carga maquinaria agrícola con destino a Montevideo.
—Pero ¿no lo has comprobado?
—¡Dios me libre!
—¿Y si en realidad está a tope de explosivos?
—No existe constancia.
—Lo sé... pero imagina, por un momento, que alguien decide sabotear esa carga y el barco vuela por los aires. ¿Qué ocurriría con todos esos barcos, aquella hilera de casas, y la gente que las habita?
—Que también volarían por los aires. Pero ¿a quién se le ocurriría algo así? la"
—A algún que otro «náufrago» inglés. Siempre tuve la impresión de que el que encontramos no estaba solo.
—No creas que no he pensado en semejante posibilidad —admitió el joven oficial de marina encendiendo una curvada cachimba con la que sin duda tenía la secreta intención de parecer un curtido lobo de mar—. Esta jodida isla se está convirtiendo en un nido de espías, y entra dentro de lo posible que a alguno de ellos se le ocurra la estúpida idea de hacer una gracia. —Lanzó una espesa columna de humo para concluir—: Pero no creo que deba ser yo quien tome decisiones al respecto.
—Eres el último responsable en todo a lo que respecta a la seguridad del puerto.
—Por eso he puesto a todos mis hombres a vigilar día y noche.
—¿Y crees que basta?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¡Mira a tu alrededor! Si alguien estuviera realmente decidido a sabotear ese barco podría entrar por mar y pegarle una mina al casco, o por tierra y prenderle fuego— ¡No me pidas milagros!.
El comandante Vicente Arencibia recorrió con la vista el pequeño puerto, detuvo su atención en las mujeres que remendaban redes, los niños que se bañaban lanzándose desde el espigón, y los hombres de afilados rostros curtidos por el sol que repintaban sus frágiles barquichuelos, para concluir por lanzar un sonoro bufido con el que pretendía mostrar la magnitud de su descontento.
—Llamaré al gobernador que saque de aquí esa bomba. No puede poner en peligro a toda una ciudad por culpa de una guerra ajena.
—Pierdes el tiempo lo he intentado una docena de veces y ni siquiera se pone al teléfono.
—Aun así lo intentaré.
—Estás en tu derecho.
—Y mientras tanto te mandaré unos cuantos hombres de refresco.
—Gracias. Falta me hacen.
—No hay de que —El militar hizo una corta pausa y al poco inquirió como si no pretendiera dar gran importancia a sus palabras—. Por cierto... ¿qué sabes de ese tal Alvarado?
—¿El armador de Lanzarote?
—Sí. El dueño del taller de motores del fondeadero.
—¿Me lo preguntas o me lo cuentas?
—Te lo pregunto.
—Pues sé lo mismo que tú: que apesta a espía.
— ¡Ay, Señor, Señor! —Se lamentó casi cómicamente su acompañante—. ¡Qué tiempos éstos! Vivimos en isla del culo del mundo rodeados de cabreros y pescadores que lo único que pretenden es que los dejen en paz, pero unos y otros se empeñan en traernos su mierda y enterramos en ella hasta el cuello.
—Es que hay mucho, hijo de puta suelto.
—Pero ¿por qué no se van al carajo con guerra? Nosotros cargamos con la nuestra sin darle la lata a nadie.
—Es que la nuestra era una guerra civil.
—¿Y ésta que es? ¿«Guerra militar»? ¿Y dónde están los militares, porque yo, por más que busco aún no me he echado a la cara ni un puto uniforme?
Norberto Fraile señaló con la cabeza hacia el norte donde a lo lejos se distinguían las costas de Lobos y más allá las montañas de Lanzarote.
—¿Quieres que te diga dónde están los uniformes? ¡Justo allí! En pleno canal de la Bocayna y a treinta metros de profundidad. Los tengo muy bien localizados. —Ahora hizo un ademán con la mano señalando con el dedo pulgar en dirección al sur—. Y tengo entendido que también se visten de uniforme allá abajo, en la casa de la playa.
—Eso dicen.
—¿Y por qué no vas a comprobarlo?
—Porque dentro de su casa cada cual se puede vestir de lo que le salga de los cojones. Y porque mis superiores me han prohibido bajar hasta allí.
—¡Pues ya ves que estamos igual de jodidos!
—La verdad es que no entiendo qué carajo pintamos aquí. Se supone que somos la autoridad militar de la isla, pero el primer alemán que llega se nos mea en la gorra.
—Y en las botas... Ahora ya tienen hasta su propia pista de aterrizaje, y el Capitán de aviación asegura que ni siquiera se molestan en comunicarle cuándo piensan utilizarla.
—¿Y si hiciéramos algo al respecto?
—¿Como qué?
—¡No sé! Algo...
El otro alzó la mano pidiendo por gestos a Faustino que les sirviera otras dos cervezas y tras aguardar a que las colocaran sobre la mesa y les dejaran de nuevo a solas, señaló con voz pausada:
—¡Escucha, Vicente...! Al mes de llegar a la isla te elegí como ejemplo a seguir. Eres un oficial justo, estricto y eficaz, pero que vive y deja vivir. —Extendió la mano y la colocó sobre el antebrazo de su amigo—. ¡No cambies! —suplicó—. No me decepciones metiéndote en camisas de once varas por algo que sabes que no puedes arreglar.
—¡Es que me siento frustrado! —protestó el otro—. Jodido y frustrado. Esto continúa siendo España —añadió—. El último rincón, estoy de acuerdo, pero España al fin y al cabo, y no me gusta ver cómo lo ponen en peligro con un puto barco cargado de explosivos. Hasta ahora hacía la vista gorda y casi me divertía el juego porque cuanto estaba ocurriendo carecía de importancia... —Señaló hacia el sucio carguero—. ¡Pero eso ... ! Eso ya es demasiado.
—¡Veré lo que puedo hacer! —le tranquilizó el otro—. Hablaré con el Capitán y le recomendaré, amistosamente, que fondee a un par de millas de la costa, puesto que nos han llegado rumores de un posible sabotaje.
—¿Crees que con eso bastará?
—Al menos le meteré el miedo en el cuerpo y si realmente está cargado de explosivos me hará caso. Es argentino, y por lo tanto la guerra tampoco es cosa suya. Lo que en verdad le importa es su barco.
—Confío en ti.
—Ten presente que no te prometo nada. Es muy posible que le tenga más miedo a un submarino inglés que a los saboteadores.
—Por lo menos inténtalo.
—¡Descuida! A mí lo único que me importa es que no te metas en líos y acabemos con un nuevo comandante militar de colmillo retorcido que nos amargue la vida. —Hizo un amplio gesto a su alrededor indicando el mar, el sol y la áspera belleza del paisaje—. Al fin y al cabo, aquí se vive de puta madre —concluyó.
—¡De puta madre...! —admitió el militar al tiempo que se ponía en pie para dejar unas monedas sobre la mesa y alejarse con su eterna parsimonia de hombre cachazudo y de vuelta de todo—. ¡Cuídate! —pidió alzando el brazo sin volverse.
Diez minutos después el siempre impasible comandante Arencibia penetraba en una pequeña nave industrial en la que media docena de hombres cubiertos de grasa se afanaban levantando con ayuda de poleas un viejo y oxidado motor marino.
—¿Don Bruno Alvarado? —inquirió.
Le indicaron con un gesto una pequeña puerta del rincón, se aproximó ella y golpeó por tres veces para abrirla a continuación y quedarse observando al hombre que le miraba, un tanto desconcertado, desde el otro lado de una desvencijada mesa.
—¿Bruno Alvarado. ..?—repitió, y ante el mudo gesto de asentimiento señaló al tiempo que penetraba en el diminuto cubículo cerrando la puerta a sus espaldas—: Soy Vicente Arencibia, comandante militar de Fuerteventura.
—¡Siéntese, por favor! —le rogó de inmediato el Capitán Akab, que no había conseguido evitar palidecer ligeramente—. ¿En qué puedo ayudarle?
El recién llegado aceptó la invitación acomodándose en un inestable sillón que parecía siempre a punto de hacer rodar a su ocupante por los suelos, y tras lanzar una distraída ojeada a su alrededor, inquirió:
—¿Desde cuándo es usted espía?
—¡Perdón! —fue la balbuceante respuesta.
—¡Vamos! ¡No se haga el loco! No estoy aquí para perder el tiempo. Sé que es usted el jefe de los agentes ingleses en las islas, pero no pienso hacer que le detengan a no ser que me dé motivos para ello. ¿Nos entendemos?
—Lo intento.
—Pues preste mucha atención. A mí su guerra me importa un carajo y no tengo la menor intención de apostar ni por unos, ni por otros. Mi deseo sería que se librara los más lejos posible de Fuerteventura, pero por circunstancias ajenas a mí y que todos conocemos, no es así. ¿Me explico?
—¡Nítidamente!
—Eso quiere decir que mientras se limiten a jugar sin hacer ruido miraré hacia otro lado, pero a la menor señal de violencia le encierro a usted y a toda su gente de por vida.
—No creo que a nadie se le haya pasado por la cabeza emplear la violencia —fue la tímida respuesta—. Resultaría estúpido en un lugar tan pequeño y en el que todo el mundo se conoce.
—¡Exacto! Todo el mundo se conoce y todo el mundo sabe, en todo momento, dónde está cada cual, incluso cuando pretende hacerse pasar por preso político para meter las narices en una casa ajena... ¿Me capta?
—Le capto.
—Bien. Siga por ese camino y no tendrá problemas pero si a usted o cualquiera de los suyos se le ha pasado por la cabeza la idea de acercarse a menos de un kilómetro del barco que está en el puerto, le garantizo es hombre muerto.
—Tiene mi palabra.
—Más le vale.
—¿Algo más?
—Sí. Comuníquele a sus superiores que si ese barco, o cualquier otro, es atacado por submarinos aliados dentro de las aguas jurisdiccionales de Fuerteventura o Lanzarote, le haré a usted directamente responsable.
—¡Pero yo...!
—No me cuente su vida —le atajó con acritud—. Mueva el culo y consiga que el almirantazgo acepte las reglas del juego.
—¡Lo intentaré!
—Con eso no me basta. No sé qué es lo que hacen ustedes aquí, pero empiezo a sospechar, por el do movimiento que observo últimamente entre los alemanes, que algo gordo se traen entre manos. Por ello quiero suponer que para sus superiores resultará mucho más interesante mantener intacta su organización en la isla que hundir un barco.
—Suena lógico.
—Yo suelo ser muy lógico, y por ello prefiero siempre no meterme en donde no me llaman. —Sonrió mefistofélicamente—. Sólo una cosa más —añadió al poco—. Búsquese unos cuantos amigos, pescadores principalmente, que se echen a la calle con pancartas, siempre en un tono pacífico, exigiendo a las autoridades que alejen del puerto un barco que por lo que dicen se encuentra cargado de explosivos.
—Pero es que las manifestaciones están prohibidas.
—Lo sé. Soy yo quien las prohíbe.
—¿Entonces?
—Si la manifestación discurre con tranquilidad y al mismo tiempo tan sólo pretende evitar riesgos, comunicaré a mis superiores que me parecería un error no aceptar unas demandas que se me antojan justas.
—Es usted un tipo extraño.
—No. Soy un militar al que le gusta cumplir con su trabajo de la forma más sencilla posible, y le aseguro que no es empresa fácil cuando se vive en una isla cuya tercera parte se ha dejado en manos de una potencia extranjera que está empeñada en una guerra. —Se puso en pie y abrió la puerta dispuesto a marcharse, pero antes de salir sonrió en tono burlón al tiempo que saludaba militarmente—. ¡Que usted lo espíe bien! —dijo—. Pero eso sí: discretamente.
El Capitán Akab se quedó a solas y a todas luces perplejo.
Aquélla era una visita que jamás hubiera esperado recibir y aquélla una conversación que ni en sueños se le hubiera ocurrido mantener.
Le habían hablado a menudo del estrafalario comportamiento del comandante militar de la isla, pero ni remotamente se le pasó por la cabeza la idea de que se atreviera a plantarse en su despacho y hablarle con la meridiana claridad con que acababa de hacerlo.
Durante unos minutos no supo qué actitud adoptar. Se limitó a mover papeles de un lado a otro, alzar el teléfono, volver a colocarlo en su sitio y rascarse la frente pensativo.
Se sentía ridículo. Con el culo al aire y en ridículo, ya que por lo visto era un espía en una isla casi deshabitada donde estaba claro que todo el mundo sabía que era espía.
Incluso las autoridades militares.
¡Mierda!
¡Mierda, mierda, mierda...!
Se veía en la obligación de enviar un mensaje cifrado a sus superiores comunicándoles que tenía permiso «para espiar un poco» a cambio de no atacar objetivos enemigos.
No quería ni imaginar la expresión de Barbarroja cuando cayera en sus manos el comunicado y comprobara en qué lastimosa situación se encontraba una costosísima y altisonante Operación Moby D¡ck en la que se había implicado a docenas de personas y había diseñada con tantísimo cuidado.
Bruno, como hijo de padre español y criado en Canarias, podía admitir aquella peculiar forma de ver la vida a base de «pasar de todo» eludiendo cualquier tipo de responsabilidad, pero dudaba que —pese a la tradicional flema británica— en la estricta y rígida mentalidad de un almirante inglés tuviesen cabida los peculiares métodos que acostumbraba utilizar el siempre imprevisible comandante Arencibia.
Especialmente si se tenía en cuenta que miles seres humanos estaban muriendo a diario en un incontable número de frentes de batalla.
La desconcertante y hasta cierto punto frívola actitud del cachazudo militar transformaba la más brutal y sangrienta de las guerras en un estúpido e incruento juego de salón, sin aceptar la evidencia de que las minas y los torpedos que atestaban las bodegas de un sucio barco argentino estaban destinados a segar la vida de centenares de marinos ingleses.
Aquel carguero era un nodriza, de eso no cabía la más mínima duda; una de las tantas vacas lecheras destinadas a proporcionar armas, víveres y combustible a submarinos alemanes que muy pronto se harían a la mar dispuestos a hundir naves inglesas.
¿Qué podía hacer?
¿Qué debía hacer?
¿Intentar volarlo con el fin de impedir que abasteciera al enemigo, o dejarlo en paz para continuar con aquella compleja y casi pintoresca misión que a nada concreto estaba conduciendo?
Pero ¿de qué servía destruirlo?
Acabar con un buque nodriza significaba salvar las vidas de algunos compatriotas, o al menos retrasar su muerte hasta que fuera sustituido por otro, puesto que resultaba evidente que tan sólo una sucesión de furiosos temporales como los que se habían abatido sobre la región meses atrás afectaba de forma efectiva el meticuloso operativo enemigo.
Durante más de una hora el Capitán Akab permaneció con los pies sobre la mesa, observando a través del ventanal el trajín de las barcas de pesca, y sopesando pros y contras en torno a la conveniencia de mantener con vida la Operación Moby Dick, o aceptar que si escasos eran los resultados que habían obtenido hasta el presente, más débiles aún parecían ser las esperanzas que se le ofrecían de localizar al mítico y escurridizo Barracuda.
Justo Marrero aseguraba que últimamente su gente estaba detectando una inusual actividad en el entorno de los innumerables «residentes» alemanes de la isla, con sospechosas idas y venidas desde el lejano caserón del sur a las blancas playas de Corralejo, al tiempo que se multiplicaban las entradas y salidas de pequeñas avionetas en la recién acondicionada pista de aterrizaje.
Como de igual modo resultaba evidente que nunca antes una vaca lechera de considerable tonelaje había permanecido tanto tiempo atracada en Puerto Cabras, cabía suponer que efectivamente pudiera ser un submarino de características muy especiales el que por aquellos días se encontrara oculto en las proximidades de la isla.
No obstante, y pese a tan innegable acumulación de pequeños indicios, Bruno Alvarado evitaba hacerse demasiadas ilusiones al respecto, ya que la única persona que podría confirmarle con un cierto grado de fiabilidad tal teoría llevaba casi dos semanas sin dar señales vida.
A ratos le aterrorizaba la posibilidad de equivocado con respecto a Herman.
Le cruzaba por la mente la idea de que Erika Simon no fuera en realidad una pobre muchacha judía que aborrecía a los nazis, sino por el contrario una eficaz agente alemana infiltrada tiempo atrás en Inglaterra por el almirante Canaris, y no podía evitar que una de sudor helado le recorriera la espalda.
¡Madre de Dios, qué ridículo!
Por lo que había conseguido averiguar, los secretos alemanes habían dedicado largos años a la delicada tarea de fundar empresas y establecer familias alemanas en Fuerteventura con el fin de convertir en un eficaz punto de apoyo a una flota de submarinos que por aquel entonces ni siquiera existía, y a la vista de tan inconcebible grado de eficiencia y resultaba del todo descabellado sospechar que Herman pudiera ser de igual modo un agente nazi implantado por Londres años atrás.
¿En qué lugar del cuerpo llevaba impresa la palabra «judía»?
¿De qué color era la sangre de los judíos o cómo comprobar en plena guerra que una familia internada en cualquier perdido e inaccesible campo de concentración polaco era en verdad la suya?
Una casi asfixiante sensación de angustia se fue apoderando poco a poco de un cada vez más deprimido Capitán Akab, que comenzaba a ver lo que siempre había descrito como una astuta e inteligente misión, como un desastroso conjunto de despropósitos.
Caía la tarde en el momento en que telefoneó a Justo Marrero, y cuando lo tuvo sentado en la misma destartalada butaca que había ocupado el comandante Arencibia, le transmitió con todo lujo de detalles la curiosa conversación que había mantenido con el militar para pasar a ponerle de igual modo al corriente con absoluta sinceridad sobre la naturaleza de sus más recientes temores.
El curtido y reflexivo pescador se limitó a escucharle en silencio para acabar por aventurar con un casi imperceptible encogimiento de hombros.
—No conozco a esa chica... —masculló entre dientes—. Y por lo tanto no puedo opinar sobre ella, pero siempre he creído que en estos casos lo mejor es agarrar el toro por los cuernos. Ve a verla, y a la menor sospecha de que te está engañando, pégale un tiro.
—Le prometí a Arencibia que no emplearía la violencia.
—Tú mandas, pero no me agrada la idea de haber implicado a un montón de amigos en un asunto tan peligroso para tener que acabar explicándoles que nos han tomado el pelo. Lo queramos o no éste es un país fascista en el que te fusilan por colaborar con el enemigo, sobre todo si ese enemigo no es otro que la pérfida Albión.
—Arencibia no es de ésos.
—Los Arencibia no abundan. —se lamentó el otro.
—Aún es pronto para sentirlo —fue la tranquila res puesta—. Aún no sabemos de qué parte está esa chica, y sospecho que te precipitas al plantearte tantas dudas. Si no ha transmitido ninguna información, tal vez sea porque no tiene nada importante que decir.
—¿Nada importante que decir cuando sabemos qué la casa rebosa de gente? —se escandalizó Bruno Alvarado—. ¿Cómo se entiende? Por lo menos podría haber dejado un mensaje aclarando quiénes son y a qué diablos han venido.
—Tal vez la tengan demasiado «ocupada»,y no le quede tiempo para ir a pescar.
—¿No ha dispuesto ni de un par de horas en quince días?
—Depende de lo que follen esos tíos.
—¡No seas vulgar!
—No es vulgaridad. Han venido a follar... ¿O no?
—Probablemente, pero...
—Pero te molesta que hable así a causa de ella, ¿no es cierto? —le interrumpió el pescador—. Eso significa que, en el fondo, no puedes creer que te haya engañado.
—Sí —admitió su interlocutor—. Me cuesta admitirlo.
—En ese caso, lo mejor que podemos hacer es aclarar las cosas cuanto antes... Dale un toque de atención con el barco.
—¿Cómo está el mar por barlovento?
—Regular... Una marejad¡lla que no le impide pescar donde acostumbra, pero aun así sigo creyendo que no debes precipitarte al sacar conclusiones. Si no dejado ningún mensaje, sus razones tendrá.
—¡De acuerdo! Mañana manda el barco; que cruce dos veces frente a la casa con tres remiendos en la vela mayor y uno en el foque.
—¿Y eso qué significa?
—Que necesito verla y estaré esperándole dos días más tarde, a medianoche, en la ensenada.
—¡Hay que ver cómo os encanta enredar las cosas a los espías!
—¿Y qué quieres que haga...? ¿Enviarle una telegrama, o pasar agitando la mano y gritando que necesito hablar con ella?
—¡Bien! —admitió de mala gana el pescador—. Tú sabrás lo que haces, pero si por casualidad tuvieras razón y trabaja para los alemanes no creo que te dejen salir con vida de esa playa.
El Capitán Akab optó por asentir con gesto de resignación.
—Si hubieran querido matarme lo habrían hecho mientras me encontraba reparando los techos allá abajo. —Negó convencido—. No se trata de eso; se trata de que algo extraño le ocurre y necesito averiguarlo...
La súbita, aunque no por ello inesperada, presencia de un sucio pesquero con tres remiendos en la vela mayor y uno en el foque, obligó a Erika S¡mon a regresar de golpe a la amarga realidad de que llevaba doce días inmersa en un maravilloso y personal cuento de hadas que poco o nada tenía en común con el áspero mundo y los sangrantes tiempos en que le había correspondido vivir.
Aunque intentara olvidarla, una feroz guerra continuaba desarrollándose a los mismos pies de una enorme cama en la que todo parecía haberse reducido a abrazos, suspiros, sudores y gritos de pasión, ya que incluso durante las escasas ocasiones en que su incansable amante acudía a reunirse con el Relojero y el Carapalo en el despacho del segundo piso, la muchacha continuaba sin querer poner los pies en tierra, limitándose a permanecer tumbada sobre aquel mullido campo de batalla, evocando una y mil veces los inolvidables momentos pasados,
«Éxtasis» era quizá la palabra idónea para describir el estado de ánimo de alguien para quien en poco más de una semana los vientos del destino parecían haber girado ciento ochenta grados, y que se contemplaba ahora a sí misma desde un ángulo muy distinto.
Ya no era un improvisado agente secreto en busca de un mítico submarino que tal vez no fuera más que pura fantasía.
Ya no se veía obligada a ejercer el denigrante oficio de prostituta ocasional que se entregaba a desconocidos a cambio de una confusa información que la mayor parte de las veces carecía de utilidad práctica.
Ya no le asqueaba sentir sobre su cuerpo unas manos extrañas.
Muy por el contrario, adoraba su cuerpo por el simple hecho de que hacía feliz al hombre al que amaba, hasta el punto de contar impaciente los minutos que faltaban para sentir de nuevo sus fuertes manos sobre su piel y su abrasador calor en las entrañas.
Todo era en efecto diferente.
Fastuosamente diferente.
Erika Simon había dejado de ser cuanto había sido o soñado ser en otros tiempos, para pasar a convertirse en la esclava de un hombre que también pretendía ser su esclavo, puesto que aquélla era la unión de dos seres que se ensamblaban a la perfección sin que la voluntad ninguno de ellos pretendiera prevalecer sobre la del otro.
Quizá fueran las circunstancias las que contribuyeran en gran medida a conseguirlo.
Quizá, el extraño lugar perdido junto a un mar demasiado rugiente.
Quizá, una contienda que obligaba a aflorar lo mejor y lo peor de cada cual.
Quizá, la certeza de que el tiempo de que disponían era a todas luces demasiado corto, o el miedo a un amargo futuro de soledad sin esperanzas de reencuentro.
Fuera lo que fuera, provocó una reacción devastadora en la que podría creerse que cada cual se esforzaba por devorar al otro al tiempo que se convertía en parte de él, como si en verdad ambos estuvieran convencidos que por el hecho de entregarse con tan inconcebible ardor, el día en que al fin les obligaran a separarse ya no volverían a ser tan sólo un hombre y una mujer ¡ndependientes entre sí, sino más bien dos mitades de un solo ser constituido por la fusión de ambos.
Llevado a tales extremos, a veces el amor va más allá de la simple entrega física, para pasar a convertirse en la imperiosa necesidad de compensar las propias carencias recibiendo de la parte amada aquello que nunca se ha tenido.
En el fondo se encuentra directamente ligado a la eterna búsqueda por parte de todo ser viviente del punto de perfección que le fue negado al nacer.
Para Erika Simon el hombre al que amaba derrochaba energía, valor, generosidad, inteligencia, espontaneidad, elegancia y un irresistible encanto personal, lo que conforma un conjunto de méritos que tradicionalmente se negaba a s¡ misma.
En lo personal siempre se había considerado demasiado débil, cobarde e introvertida.
La brillantísima inteligencia de su padre la había obligado, por simple contraste, a verse a sí misma como poco menos que estúpida, y una adolescencia desgarbada y granujienta habían marcado a fuego en su ánimo la errónea idea de que carecía de elegancia innata o un apreciable encanto natural.
El Comandante Oskar había irrumpido por tanto como un juguetón elefante en su particular cacharrería, destruyéndolo todo y provocando al propio tiempo un alegre caos en el que la muchacha se sentía plenamente feliz.
Aquellos doce días valían lo que los doce años anteriores, o lo que pudieran valer los doce siguientes si es que la separaban del hombre que amaba.
Aún no comprendía qué era lo que le había llevado a semejante convencimiento y empezaba a creer que nunca lo sabría ni nunca desearía saberlo.
Así era y con eso bastaba.
Habitaba en el séptimo cielo.
Un cielo del que nunca hubiera deseado descender.
Pero, de repente, aquel odioso pesquero con falsos remiendos en las velas surgía del horizonte con el único fin de recordarle que no había acudido a tan lejano paraíso con el fin de disfrutar de un ininterrumpido rosario de orgasmos, sino para espiar en favor de los enemigos de su patria.
¡Su patria!
Al fin y al cabo, judía o no, continuaba siendo alemana.
Y nunca deseó ser otra cosa.
Sin la presencia de los nazis jamás se le hubiera ocurrido alzar un dedo contra el país que la vio nacer.
El mismo país en que había nacido el hombre al que tan desesperadamente amaba.
Acodada en el muro de la terraza observó cómo el pesquero se alejaba convencida de que desde el puente de mando el Capitán le estaría observando a su vez ayuda de potentes prismáticos.
Ahora carecía de excusas. A partir de aquel momento no le quedaba otro remedio que buscar la forma de acudir a la cita para contarle a los enemigos de Alemania todo cuanto querían saber sobre lo que estaba sucediendo en la casa.
Y se veía obligada a admitir que en aquella casa estaban sucediendo infinidad de cosas.
Puede que, tal como se aseguraba, el amor fuera ciego, e incluso sordo, pero ni el más ciego de los ciegos, ni el más sordo de los sordos hubiera conseguido ignorar los hechos o mantenerse al margen de los acontecimientos.
El Barracuda estaba allí.
Descansaba en algún punto del canal de la Bocayna desde el que, según Günther Spee, se divisaban los destellos de los faros de isla de Lobos y Pechiguera, durmiendo de día en un fondo de arena mientras un ejército de ingenieros y técnicos lo revisaban en cada uno de sus puntos, y emergiendo de noche con el fin de abastecerse de armas, combustible y provisiones.
Y sus oficiales estaban en Fuerteventura.
Con su comandante a la cabeza.
Y no estaban solamente «de paso».
No habían acudido a la isla con el único objetivo de descansar.
De eso estaba absolutamente segura.
Le constaba que dedicaban la mayor parte de su tiempo a diseñar un plan de acción que al parecer consideraban casi una obra de arte, y a meditar sobre las nefastas consecuencias de lo que al parecer llamaban «Operación Ratonera». Erika Simon no podía evitar experimentar un leve escalofrío de terror.
Contemplaba demasiada destrucción, demasiadas muertes, demasiado dolor, y de tener éxito, probablemente significara el broche final a una guerra demasiado cruel.
Y todo ello se estaba ultimando en un lugar que, paradójicamente, se encontraba especialmente alejado de los tradicionales centros de poder.
Quizá por eso mismo eligieron Fuerteventura.
A ningún agente enemigo se le pasaría por la mente la idea de que allí, en la punta del rabo de una nación oficialmente neutral, se estuvieran ultimando los detalles de un muy bien meditado plan destinado a apuntillarles.
Probablemente el origen de semejante elección se centraba en la existencia de «El Enigma».
Por lo que Herman había conseguido averiguar, la razón por la que el Comandante Oskar, el Relojero y el misterioso personaje al que las muchachas apodaban Carapalo y que al parecer tenía el grado de almirante, se encontraran en la isla, se debía a que ciertos sectores de la armada alemana empezaban a estar convencidos de que, la que había sido hasta esos momentos su más eficaz arma de combate, había dejado se constituir un auténtico peligro para sus enemigos.
Y es que El Enigma no era, contra lo que se pudiese imaginar, una potentísima bomba, un sofisticado tanque, un gigantesco acorazado, ni aun tan siquiera un poderoso submarino llamado Barracuda.
El Enigma no era más que una sencilla caja de madera.
Una caja de madera de pino barato que al abrirse mostraba veintiséis teclas idénticas a las de cualquier máquina de escribir, pero que ofrecían la particularidad de encontrarse conectadas a tres discos de diferentes metros que se podían engranar entre sí en seis posiciones distintas.
Cada uno de dichos discos contaba con un desordenado juego de letras, de tal forma que, cuando se golpeaba la tecla de un mensaje escrito normalmente, la caja cifradora hacía girar uno tras otro esos discos, por lo que al final la letra que resultaba impresa nada tenía en común con la originalmente golpeada.
De ese modo, el auténtico mensaje pasaba a convertirse en un galimatías que a continuación se emitía sistema morse, y que únicamente quien dispusiera de una máquina semejante y supiera en qué posición debían ser colocados los tres discos, conseguiría descodificar.
Como cada disco disponía de más de cuatro mil elevado a la veinticuatro potencia de conexiones distintas, y las ruedas podían intercambiarse de seis formas diferentes, el número de combinaciones posibles se elevaba a una cifra astronómica, lo cual impedía que nadie soñara siquiera con averiguar la naturaleza de los mensajes.
La Escuela de Códigos del gobierno inglés llevaba años intentando descifrar las claves de El Enigma y para ello había reclutado a los mejores cerebros de las universidades, así como a los más renombrados matemáticos, lingüistas e incluso jugadores de ajedrez del país, pero todos sus esfuerzos habían concluido en estrepitosos y humillantes fracasos.
El alto mando alemán tenía muy claro por tanto que mientras sus códigos de comunicación continuaran siendo un misterio para el enemigo, sus ejércitos, sus barcos, sus aviones, y sobre todo, su numerosa flota de submarinos podrían seguir dando y recibiendo información sin el más mínimo riesgo.
Aburrido y decepcionado, el Servicio de Inteligencia Naval Británico, que asistía impotente al hecho de que en cuanto sus convoyes se hacían a la mar los submarinos alemanes los detectaban y comenzaban a transmitir un aluvión de órdenes secretas con objeto de agruparse en un punto determinado y atacar en manada según la táctica diseñada por el almirante Doenitz, llegó a la conclusión de que su única esperanza de salvación estribaba en conseguir capturar intacta una de aquellas malditas máquinas.
Debido a ello, los capitanes de todas sus naves de combate recibieron la orden prioritaria de no hundir ningún buque alemán sin haber intentado previamente apresarle.
Por su parte los responsables de las naves de combate alemanas tenían orden expresa, bajo pena de muerte, de que lo primero que tenían qué hacer en cuanto se vieran en el más mínimo peligro, era destruir su sofisticado codificador.
En tres ocasiones los ingleses estuvieron a punto de lograr su objetivo de ponerle la mano encima a El Enigma, pero por desgracia tan sólo obtuvieron partes sueltas, lo cual había servido al Servicio de Códigos para entender su funcionamiento, pero no para descifrar sus claves.
Sin embargo, el 9 de mayo de 1941, el U-110, al mando del Capitán Julius Lemp, que casualmente había sido el comandante que había disparado el primer torpedo de la guerra, hundiendo el buque de pasajeros Athenia, se encontró, en aguas de Groenland¡a, con un grupo de destructores ingleses que lo atacaron obligándole a sumergirse a noventa metros de profundidad. Sabiéndose perdido el Capitán Lemp ordenó colocar cargas de dinamita con el fin de volar el barco, vaciar los tanques de lastre, y abandonar la nave en cuanto emergiera.
Así se hizo, la tripulación saltó a las gélidas aguas del Atlántico Norte y allí aguardó el instante de la explosión mientras confiaban en que un buque de los que les habían atacado acudiera a salvarlos de una muerte segura.
El destructor Bufidog se lanzó a toda máquina la idea de «pasar por el ojo» al submarino que flotaba inerme, pero en el último momento su comandante cambió de idea, se detuvo en seco y envió una lancha con diez hombres en un desesperado intento por apoderarse de El Enigma.
Desde el agua, el capitán Lemp asistió horrorizado al hecho de que las cargas que había dejado preparadas no explotaban Y su barco continuaba a flote mientras los ingleses se aproximaban remando con fuerza. Intentó nadar para subir a bordo y volarse junto con su nave, pero agarrotado por el frío no consiguió su objetivo.
Algunos testigos aseguran que los ingleses lo abatieron a balazos; otros insisten en que al ver que no le quedaban fuerzas para llegar a tiempo se limitó a alzar los brazos y dejarse ir al fondo. Fuese como fuese, la realidad es que en una acción desesperada y heroica diez marineros ingleses penetraron en el U-110 y tras más de cuatro horas de esfuerzo, siempre a punto de irse a pique, consiguieron desmontar El Enigma y todo el equipo de transmisión incluidos los libros de códigos de mensajes de los próximos meses.
Días más tarde, el Bulldog fondeaba en la bahía de Scapa Flow con su tesoro a bordo, así como con los escasos supervivientes del submarino, que fueron internados y completamente aislados hasta el fin de la guerra con objeto de que no pudiesen contar nunca a nadie lo ocurrido.
Los héroes del Bulldog fueron condecorados en secreto al tiempo que se exigía a toda su tripulación el sagrado juramento de guardar el más estricto silencio sobre la acción que había tenido lugar en aguas de Groenlandia, puesto que si importante era descifrar los mensajes del enemigo, más importante aún era evitar que ese enemigo tuviera conocimiento de que a partir de aquel momento su sofisticado sistema de comunicación se encontraba al descubierto.
Un mes después, los submarinos alemanes comenzaron a ser cazados como conejos, ya que en cuanto emergían para acudir a una cita con las naves nodrizas o con los submarinos—cisternas, del cielo surgía, como por arte de magia, un rapidísimo avión que los bombardeaba y hundía con matemática precisión.
Pese a ello, un sector muy significativo del alto mando alemán se negaba a aceptar que sus códigos hubieran sido descifrados, prefiriendo achacar semejante debacle a mejoras significativas en los sistemas de radar enemigos, o a algún tipo de arma desconocida que al parecer los ingenieros aliados habían sido capaces de desarrollar en el más estricto secreto.
No obstante, los almirantes Doenitz y Canar¡s, mucho más dispuestos a aceptar sus propios errores, y convencidos de que un cierto número de militares de muy alta graduación comenzaban a mostrar su desacuerdo con las teorías y la personalidad de Adolf Hltler, habían decidido que los preparativos finales de la letal Operación Ratonera se llevaran a cabo lo más lejos posible de Berlín y sus posibles filtraciones.
Y a nadie le cabía duda alguna de que las playas de Fuerteventura se encontraban muy, muy lejos de Berlín.
El pesquero había desaparecido tras la Punta del Mal Rayo y el sol comenzaba a coquetear con el horizonte, pero pese a las tres horas transcurridas, Erika Simon continuaba en la terraza, hundida ahora en un ancho sillón de mimbre, intentando decidir a quién debía traicionar.
De un lado se encontraban «su país» y el hombre por quien se sabía dispuesta a dar la vida.
Del otro sus propias creencias, su familia, y una nación extranjera empeñada en librar una agónica batalla contra quienes parecían decididos a convertir —y más tarde el mundo— en una sucursal del averno.
¿A Quién pedir consejo?
¿A Quién conocía que no estuviera directamente relacionado con uno u otro bando?
¿Quedaba acaso alguien de cualquier nacionalidad raza o religión que no se encontrara implicado en tan patética locura colectiva?
Empezaba a dudarlo.
Lo que tuviera que decidir, tendría que decidirlo a solas.
Y eso era algo que en verdad le asustaba.
Su primera opción, aquella que en su fuero hubiera deseado adoptar, era sin lugar a dudas la más simple de todas: no hacer nada.
Limitarse a disfrutar de los días de felicidad que el destino quisiera concederle, para desaparecer luego rumbo a cualquier remoto lugar en el que iniciar nueva vida dejando definitivamente atrás su pasado, se le antojaba la solución más cómoda y más apetecible.
Tenía veinticuatro años, se sabía sana y fuerte, y confiaba en que aún quedara algún rincón del mundo al que el odio, el racismo y la violencia no hubiera contaminado.
Algún rincón, en alguna parte, por muy lejos que fuera.
Una hermosa, elegante y desinhibida muchacha que hablaba perfectamente dos idiomas y se sentía con ánimos como para trabajar en cualquier cosa, no debía, por lógica, enfrentarse a demasiados problemas a la hora de abrirse camino en esta vida.
De secretaria, de modelo, de esposa, de mantenida, de puta... de cualquier cosa, menos de agente secreto.
Ésa era, a todas luces, la más humana, la más egoísta y la más sensata de las soluciones.
Erika Simon no había empezado aquella estúpida guerra y ya había sufrido suficientemente por su causa.
iAdiós, y que os jodan!
Sonrió a tan gratificante idea.
No más nazis, no más Barracudas, no más tener que acostarse con desconocidos; no más Herman, no más Capitán Akab, no más estúpidas Operación Moby o crueles Operación Ratonera.
No más nada.
¡Libertad!
Libertad para ser ella misma, para labrarse su propio futuro, y para dejar atrás un amargo pasado que le había sido impuesto, y por el que no se sentía en absoluto culpable.
¡Libertad!
Arriesgada palabra cuyo auténtico, sentido parecía haber dejado de tener significado tiempo atrás.
La segunda opción se concretaba en otra palabra que de igual modo parecía haber perdido su auténtico significado: «sinceridad».
Sinceridad a la hora de enfrentarse al hombre que amaba y confesarle la verdadera razón por la que se encontraba en la isla, advirtiéndole del serio peligro que corrían, tanto él , como su barco y su tripulación.
Sinceridad a la hora de admitir que era judía, que trabajaba para el enemigo, y que tan sólo el amor que había sabido despertar en ella le impedía continuar traicionando a su patria.
Sinceridad y esperanza a la hora de pedir perdón. Pero ¿podía un hombre como Oskar, que se la vida en defensa de sus ideales, pasar por alto el de que llevaba años colaborando con los enemigos de Alemania?
¿Y pasaría por alto el hecho de que fuera judía, por muy intenso que alcanzara a ser el amor que le profesara?
El tema judío jamás había salido a la luz durante largas conversaciones, tal vez porque él prefería evitarlo o tal vez porque la propia Erika Simon comprendía que era aquél un resbaladizo terreno en el que no sabría desenvolverse tal como se esperaba de una fiel seguidora de las enseñanzas del Führer.
No tenía, por tanto, ni la más mínima idea de qué era lo que el Comandante Oskar opinaba sobre la Noche de los Cristales Rotos, la supuesta supremacía raza aria, o la deportación en masa de un pueblo hacia unos tétricos campos de concentración de los que se ignoraba casi todo.
Cuando se encontraban a solas tan sólo habían tenido tiempo de hablar de amor.
Únicamente los poetas y los amantes son capaces de estirar de tal modo y en tantas direcciones una palabra tan concreta y un concepto tan simple, como si el amor, además de una reacción física provocada por dos cuerpos que se atraen, fuese una masa de arcilla moldeable a la que los susurros, las miradas y los gestos obligaran a crecer y crecer hasta convertirse en una especie de genio de lámpara encantada que todo lo llena.
No bastaba con besarse, no bastaba con acariciarse, y no bastaba con extasiarse ante la contemplación de un cuerpo desnudo. El amor eran gritos, susurros y cientos, miles de palabras que al fin y a la postre poco aclaraban, puesto que podría creerse que los auténticos amantes no deseaban que nada les distrajera, y a la larga era el hecho de observarse en silencio Y cogidos de la mano lo que con más intensidad les satisfacía.
Nada de cuanto Oskar dijera valía tanto como el brillo de sus ojos cuando admiraba a Erika.
Nada de cuanto Erika pudiera decir llegaba a Oskar con tanta nitidez como el sencillo gesto con que le acariciaba la barbilla.
Así había sido desde los tiempos de Adán y Eva.
Y así seguiría siendo pese a todas las guerras y todas las religiones o ideologías.
Romper ese hechizo significaba tanto como romper con la magia de una relación física y espiritual inimitables.
«Soy judía y trabajo para los ingleses.»
¡Mierda!
¿De dónde se podía sacar el valor necesario como para espetarle en la cara algo así a un oficial de marina de la Alemania nazi?
Su primera reacción podía ser la de sacar una pistola y pegarle un tiro.
La segunda, ponerla en manos del sombrío Coronel con el fin de que se deshiciera de ella lo más discretamente posible.
La tercera...
¿Quién sabe?
¿Quién se atrevería a pronosticar sin miedo a equivocarse, qué es lo que puede pasar por la mente de un hombre ferozmente enamorado en el momento de descubrir que ha estado siendo engañado?
Nadie.
Y Erika Simon menos que nadie.
Aún quedaba, no obstante, una tercera opción: acudir a la cita en la playa y contarle con todo lujo de detalles al Capitán Akab en qué consistía exactamente la sangrienta Operación Ratonera confiando en que dispusiera de medios para hacerla abortar.
Ello traería sin duda aparejado, con independencia a cualquier otro tipo de consideración, el hundimiento del Barracuda y la eliminación física de cuantos habían intervenido en el diseño de tan demoníaco plan.
Para ser más exactos, la muerte del Comandante Oskar y de cuantos le secundaban, lo cual equivalía decir su propia muerte, puesto que se sabía incapaz sobrevivir a una traición semejante.
Caía la noche y aún continuaba clavada en la butaca de mimbre tratando de hacerse una idea de cómo transcurrirían los años teniendo sobre su conciencia la destrucción del hombre al que tan desesperadamente amaba, pero por más que lo intentara le resultaba del todo imposible aceptar un futuro tan negro y miserable.
De igual modo tampoco aceptaba esperar a que se marchara para permitir que sus heridas se abrieran vez que otro hombre la tocara.
Erika Simon sabía, y eso era algo que, sabía a ciencia cierta, que ya se había convertido, hasta el fin días, en mujer de un solo hombre; de «su hombre», y que pasara lo que pasara en los próximos días volvería a compartir su cama con un extraño.
Tal vez, aún no podía asegurarlo, traicionaría a su amado, pero nunca, nunca, bajo ningún concepto le sería infiel.
Eran sin duda conceptos difíciles de entender, pero ella los entendía.
Noche oscura.
La línea de la costa más que verse, se escuchaba.
Las olas rompían con violencia contra los acantilados, pero en las playas rebotaban para caer de nuevo y lanzarse tierra adentro, ascender unos veinte metros, y regresar más tarde arrastrando en confuso revoltijo de arena, piedras, conchas y algún que otro viejo madero con el que el agua jugueteaba sin decidirse a dejarlo en seco o devolverlo para siempre al océano.
De tanto en tanto la espuma al golpear contra una roca provocaba una leve fosforescencia, pero las mortecinas luces del exterior del caserón y el intermitente parpadeo del lejano faro de la punta de la Ballena, era cuanto permitía al intruso hacerse una idea de que se encontraban en un mundo m¡nimamente habitado.
En el cielo estrellas.
Millones de estrellas.
Y en el mar el viejo pesquero de velas remendadas que cabeceaba a no más de doscientos metros de la costa.
Bruno Alvarado concluyó de ajustarse el chaleco salvavidas que previamente había sujetado a una liña capaz de soportar los violentos tirones de un pez espada de doscientos kilos, y alzando una pierna tomó asiento a horcajadas sobre la barandilla decidido a lanzarse al agua.
—No me gusta —comentó pesimista Justo Marrero que se aferraba con una mano al palo de mesana mientras que con la otra le sujetaba por el brazo—. No me gusta nada. El mar está muy bravo.
—Tiene que ser ésta la noche —fue la respuesta—. Ella me espera.
—¿Y si no acude?
—Volveré mañana.
—Mañana arreciará el viento y será aún peor.
—Razón de más para intentarlo ahora —le hizo notar el Capitán Akab—. No quiero pasarme la vida haciendo cábalas sobre lo que está ocurriendo en esa maldita casa.
—¿Y si te ha traicionado y te están esperando para pegarte un tiro?
—¡Oh, vamos, Justo...! —protestó el otro—. ¡No me jodas! Ya tengo bastante con la posibilidad de ahogarme, estrellarme contra una roca o que un tiburón me arranque una pierna... ¿Quieres que encima piense que me pueden pegar un tiro?
—¡Tienes razón! —admitió el resignado conejero— Inténtalo, pero a la más mínima señal de peligro te traeré de regreso... ¡Suerte!
Bruno Alvarado aguardó un instante, se persigno y por fin se dejó caer al agua para comenzar a bracear muy despacio, en dirección a la costa.
Desde el barco Justo Marrero iba soltando liña a medida que la necesitaba, aunque manteniendo siempre una leve tensión como si en realidad estuviera luchando con un gran pez que aún no se encontrara lo suficientemente fatigado como para ser izado a bordo.
Sin prisas, consciente de que debía conservar fuerzas para el momento en que se enfrentara a la fuerte te resaca, el nadador avanzó en las tinieblas atento siempre a las casi imperceptibles luces de la casa que titilaban a poco más de un kilómetro de distancia.
El rumor de las olas ganó en intensidad al tiempo que comenzaban a empujarle suavemente hacia tierra.
Al cabo de unos cinco minutos, una ola mucho mayor que las que le habían precedido le tomó en volandas para subirle a su cresta y lanzarle velozmente hacia adelante a riesgo de estrellarle contra la costa.
Se dejó llevar protegiéndose la cabeza con los brazos, esperó el golpe, pero desde el barco la experiencia y la intuición de Justo Marrero le impulsó a tensar levemente la liña de tal manera que, sin riesgo de romperla, fuera frenando la marcha de su amigo con objeto de conseguir que la ola pasara por debajo, siguiera su curso, rompiera contra la costa y ascendiera una vez más playa arriba.
Nuevas brazadas, esta vez más impetuosas para vencer el empuje del agua que volvía en forma de confusa resaca, y tres minutos más tarde el Capitán Akab encontró al fin terreno firme bajo sus pies para avanzar casi a rastras hasta dejarse caer, agotado, tierra adentro.
Descansó unos instantes, recuperó el aliento, extrajo de un bolsillo de su chaleco una diminuta linterna que dirigió directamente hacia el pesquero, y colocando su cuerpo de tal forma que el haz de luz no pudiera ser visto desde la casa la encendió y apagó por tres veces.
A bordo, Justo Marrero lanzó un profundo suspiro de alivio, largó liña sujetando el extremo a la cornamusa más cercana, y cebando un par de anzuelos se dedicó a intentar capturar algún mero mientras esperaba.
A los pocos minutos el Capitán Akab se despojó del salvavidas, lo depositó junto a una pequeña roca sujetándolo con dos pesados pedruscos, e inicio sin prisas un cuidadoso avance en dirección sur para ir a detenerse al fin entre las rocas que protegían la diminuta ensenada en la que Erika Simon y el Capitán Spee solían pasar largas horas pescando.
Tomó asiento y aguardó.
Desde donde se encontraba acurrucado, directamente, cara al mar no se distinguía luz alguna.
Pasó el tiempo.
Se diría que ese tiempo corría en aquel desolado y oscuro lugar mucho más despacio que en cualquier otra parte del planeta, ya que todo era quietud y tan sólo se escuchaba el estruendo del mar al reventar contra la costa.
Recostando la cabeza en una roca, Bruno Alvarado se dedicó a contar las estrellas mientras meditaba sobre cuanto había acontecido desde el día en que su jefe, el almirante al que todos llamaban Barbarroja, le puso mando de la Operación Moby Dick, y sobre cuáles deberían ser las pautas a seguir si, tal como empezaba a sospechar, la elección de Herman no había sido la más acertada.
La escasa información que Erika Simon le había proporcionado hasta el presente tan sólo confirmaba algo que ya sabían: el Barracuda realmente existía y al parecer estaba dotado de impresionantes adelantos técnicos, pero dejando a un lado tan nimio detalle, nada de cuanto la muchacha había conseguido averiguar ameritaba el tremendo esfuerzo realizado.
Y desde luego no valía lo que la vida de Bachelor
O la de aquella desgraciada prostituta que se habían visto obligados a arrojar de un tren en marcha.
Destinar tantos hombres, tanta imaginación tanto dinero a la constatación de que en Fuerteventura se abastecía a submarinos alemanes, abundaban las putas y se follaba mucho, no podía considerarse a todas luces una hazaña digna de ser tenida en cuenta.
Nada que sirviese para engrandecer una hoja de servicios.
Ni una extraordinaria aventura que contar a los nietos.
Transcurrió más de una hora.
Luego otra.
Lanzó un reniego.
Los fracasos siempre dejan un amargo sabor de boca, pero cuando esos fracasos tienen lugar en plena guerra y han costado vidas humanas, la amargura se transforma en hiel, y en el caso de Bruno Alvarado en una sorda ira que se le aferraba al estómago.
Inglés por parte de madre y educación, pero canario por parte de padre y de forma de ser, había tenido que aprender a fingir una flema que estaba muy lejos de sentir, luchando por comportarse como un auténtico gentleman cuando lo que en realidad deseaba era descargar un puñetazo sobre la mesa y renegar hasta que no quedara un solo santo en los altares.
Ahora necesitaba gritar.
Sentado allí, en mitad de la noche y de la nada, lo único que le apetecía era desahogarse dando alaridos y maldiciendo a aquella estúpida que ni siquiera era capaz de acudir a una cita.
—¡Akab!
El corazón le dio un vuelco.
—¿Herman?
—¿Dónde estás?
—¡Aquí! ¡Justo frente a ti!
La hermosa figura de la muchacha se interpuso, entre las estrellas y él , para ir a tomar asiento a su lado.
—¡Gracias a Dios! Creí que no llegaba. ¿Llevas mucho esperando?
—Bastante, pero eso ya no importa. ¿Tienes algo interesante que contar?
—Mucho.
La recién llegada pareció necesitar tomarse un tiempo, demasiado tiempo, hasta el punto de que consiguió impacientarle.
—¿Y bien? —quiso saber
Erika Simon lanzó un largo suspiro y aguardó de nuevo unos instantes, y por último señaló:
—Antes que nada quiero que sepas que estoy enamorada. Profunda y terriblemente enamorada.
Ahora fue su acompañante el que guardó silencio se encontraba absolutamente perplejo.
—¿Enamorada? —repitió al cabo de unos instantes —¿Qué diablos quieres decir con eso?
—Quiero decir lo que has oído.
—¿Y a mí qué me importa? ¿Qué tiene eso que ver con la operación?
—Mucho, puesto que hasta que no prometas respetar la vida de Oskar, no te contaré nada de lo que sé.
—¿Es que te has vuelto loca? —fue la agria respuesta—. Estamos en guerra y no puedo hacer promesas que no sé si estaré en condiciones de cumplir.
—En ese caso no tenemos de qué hablar.
Bruno Alvarado pareció a punto de estallar o de lanzarse al cuello de su interlocutora con intención de estrangularla.
—Pero ¡bueno! —exclamó al fin—. ¡Llevo años preparando esta maldita operación y ahora me sales con ésas...! ¡No puedo creerlo!
—Pues créelo puesto que durante todo el día he estado dudando entre confesarle a Oskar quién soy, no acudir a la cita, o venir con el fin de contarte algo que te pondrá los pelos de punta.
—¡No fastidies!
—Eso es lo que hay. Lo tomas o lo dejas.
—¿Tan importante es ese tal Oskar?
—Para mí sí. —La voz sonaba firme y sincera—. Tanto, que he llegado a la conclusión de que lo mejor que puedo hacer es entregártelo y que lo encierren hasta que esta maldita guerra acabe. De lo contrario acabarán matándolo y estoy convencida de que no lo soportaría.
—¿O sea que lo que deseas es tenerlo seguro en un campo de concentración?
—Admito que es una actitud egoísta, pero creo que ha llegado el momento de pensar en mí antes que en una guerra que no deseo que ganen los nazis, pero en la que tampoco me gustaría que mi país fuera machacado. Acabe como acabe, me perjudica, y por ello prefiero pensar en la seguridad del hombre que amo. Pero para ello lo primero que necesito es tu promesa de que respetarás su vida.
—¿Y quién es, que tanto te importa?
—Me importa por él, no por lo que es, pero si te sirve de algo te diré que es el comandante del Barracuda.
—¡Dios bendito! ¿Estás segura?
—Completamente. Te lo puedo entregar, a él y a su barco, pero ya sabes las condiciones.
—Es una decisión que supera mis atribuciones.
—No lo creo. Tú procura que llegue sano y salvo a Londres y no te arrepentirás. Te convertirás en un héroe puesto que la información que puedo darte a cambio vale miles de vidas.
—¿ Bromeas?
—¿Crees que se puede bromear con miles de vidas? ¿O con la vida de aquel que lo significa todo para ti? —La muchacha hizo una larguísima pausa, y su voz resultaba casi irreconocible cuando se decidió a hablar nuevamente—. La situación en que me han colocado supera cuanto de malo pudiera imaginar —dijo—. Verse obligado a elegir entre traición, odio, amor, fidelidad o patriotismo, sin tener la más mínima idea de dónde empieza un sentimiento y acaba otro, o sin ser capaz de discernir qué es lo correcto o lo incorrecto, debe ser probablemente el peor dilema que se le haya ofrecido jamás a un ser humano, y me veo como una de esas protagonistas de tragedias griegas a la que los dioses acosan desde todos los puntos por el simple placer de regocijarse ante la impotencia de su propia pequeñez... —Hizo una nueva pausa—. ¿Qué harías tú en mi lugar? —quiso saber.
—No tengo ni la más puñetera idea —respondió su interlocutor con absoluta sinceridad—. Aparte de que mi consejo de nada serviría, puesto que soy parte implicada en el tema. Lo único que está en mi mano es prometerte que haré lo humanamente posible por respetar la vida de ese hombre, ya que al fin y al cabo soy el primer interesado en que su barco y toda su tripulación lleguen intactos a Inglaterra.
—Supongo que no me queda más remedio que conformarme con eso.
—Supongo.
Nuevo silencio, roto tan sólo por el retumbar de las olas y el chirriante lamento de las piedras al ser eternamente arrastradas de un lado a otro, y cuando ya la paciencia comenzaba a agotarse, Erika Simon inquirió:
—¿Has oído hablar de la Operación Ratonera
—Nunca.
—¿Y de un viejo agente secreto al que apodan el Relojero?
—Sí. Por desgracia, de ése sí que he oído hablar
—¡Bien...! Pues siento decirte que el Relojero está en estos momentos en la isla.,
—¡No me jodas!
—Nada más lejos de mi intención. Ese tal Relojero, que por lo visto conoce Scapa Flow como la palma de la mano, es el cerebro al que han encargado la misión de diseñar la llamada Operación Ratonera, destinada a aniquilar de una vez por todas al grueso de la flota inglesa.
—¿Y tienes idea de cuál es el plan?
—La tengo... y te aseguro que es increíblemente brillante.
Se escuchó un resuello, una especie de suspiro puesto que se diría que al Capitán Akab le había impresionado lo que acababa de oír y se esforzaba por asimilarlo.
—Según el Relojero —continuó al poco ella—, la gran virtud de la base de Scapa Flow se centra en su casi absoluta inviolabilidad.
—En eso estamos de acuerdo.
—Es posible —admitió la muchacha—. Pero cur¡osamente es esa misma inviolabilidad la que la hace vulnerable.
—Por más que lo intento no sigo tu razonamiento —se lamentó él.
—Es muy simple..., la base de Scapa Flow está pensada para que ningún barco enemigo pueda entrar, ¿cierto?
—Cierto.
—Pues tanta dificultad trae aparejado que, si se la conoce tal como el Relojero la conoce, se puede conseguir que ningún barco amigo pueda salir.
—Ahora empiezo a entenderte.
—Me alegra, porque en un despacho del segundo piso de la casa han montado una enorme maqueta de la bahía de Scapa Flow y sus alrededores. No la he podido ver más que una vez, pero que me ha bastado para comprender que tienen perfectamente señalizados todos los accesos Tantos obstáculos habéis puesto para impedir la entrada, que con unos cuantos más, se impedirá la salida.
—Lo que dices tiene una cierta lógica.
—Toda la del mundo. El plan contempla enviar un numeroso grupo de viejos submarinos cargados de sacos de cemento con la intención de hundirlos justamenente los pasos de entrada y salida. En cuanto el agua penetre en los submarinos el cemento, fraguará convirtiéndolos en auténticas rocas. Al mismo tiempo se minarán los alrededores, y si todo ello se hace en una época en que la mayor parte de la flota se encuentre en su interior, se habrá conseguido inmovilizarla durante una larga temporada.
—¡Diantres!
—¿A nadie se le había pasado por la cabeza que existía un peligro tan evidente?
—Me temo que no, pero ahora que lo dices lo veo claro. Es de sentido común que lo que resulta complicado para entrar, puede serlo también para salir.
—De ahí el nombre: «Operación Ratonera». El objetivo se limita a intentar encerrar a la víctima en su propia guarida y acabar luego con ella sin la más mínima prisa.
—¿Cómo?
—Ahí es donde entra en acción el Barracuda.
—¿Un único submarino alemán contra toda la flota inglesa?
—Por lo que he podido averiguar el Barracuda está dotado de rampas que le permiten lanzar esas famosas bombas voladoras que en distancias cortas resultan bastante precisas. La idea es que el submarino aflore por las noches para bombardear uno por uno a los barcos atrapados en el interior de la base y acabar con ellos. Una nueva versión, más sofisticada, de lo que fue el ataque por sorpresa a Pearl Harbor.
—Quiero suponer que nuestra armada enviaría una flotilla de destructores con el fin de impedirlo.
—El Barracuda, los destrozaría puesto que está provisto de torpedos que se guían por el ruido de las hélices. Oskar asegura que le basta con sumergirse, lanzarlos y quedarse muy quieto y en silencio. Cualquier buque que navegue por los alrededores acaba volando por los aires más pronto más tarde.
—¡No puedo creerlo!
—Pues así es. Tenías razón cuando asegurabas que ese barco era el arma más temible que se había inventado hasta el presente. Su poder es casi ilimitado, puesto que, además, resulta indetectable.
—Eso último ya lo sospechábamos... ¿Tienes alguna idea de sobre cómo lo consigue?
—No mucha, y ésta es una información que debes poner en cuarentena, puesto que tan sólo la he obtenido de frases sueltas aquí y allá . Mi impresión es la de que, en lugar de intentar pasar desapercibido, lo que en realidad hace es todo lo contrario.
—No te entiendo.
—¡A ver cómo te lo explico! —suspiró ella———. Tampoco yo lo tengo claro, pero quiero suponer que cuando el casco del Barracuda recibe la onda sonora enviada por el asdic de un destructor, en lugar de evitarla, la devuelve multiplicada con tremenda intensidad, esparciéndola en todas direcciones. Eso hace que reboten contra unas pequeñas boyas metálicas que ha soltado previamente, e incluso contra el propio casco de las naves enemigas, provocando tal galimatías de ondas entrecruzadas que el destructor jamás logra localizar a su presa, puesto que lo mismo puede encontrarse a doscientos metros bajo su quilla que a ras de agua a diez kilómetros de distancia.
—Hijos de la gran puta... Por lo que veo su política es «darle la vuelta a la tortilla», haciendo siempre todo lo contrario de lo que se espera que hagan.
—Exactamente.
—¿Está el Profesor Walter detrás de todo esto?
—Lo ignoro.
—Ese hombre es capaz de ganar la guerra solo. Por lo menos en lo que se refiere a la guerra en el mar. ¡Lo que daría por ponerle la mano encima!
—Según Oskar ha revolucionado el concepto que se tenía de los submarinos, ya que hasta ahora estaban considerados poco menos que naves de superficie susceptibles de sumergirse en el momento de atacar. Sin embargo, para el Profesor Walter los submarinos son naves que siempre deben permanecer bajo el agua, excepto cuando, muy de tarde en tarde, afloren con el fin de que la tripulación pueda estirar las piernas. Por eso los diseña espaciosos, rápidos, indetectables y dotados de una gran autonomía.
—Pero no debe resultarle empresa fácil puesto que los motores grandes necesitan mucho aire.
—Te equivocas. Utiliza un nuevo combustible, el peróxido de hidrógeno, de alta potencia, y capta el aire por medio de un aparato que llaman Schnorchel sin necesidad de emerger.
Su acompañante emitió un nuevo resoplido antes de inquirir con voz ronca:
—¿Te das cuenta de la importancia de lo que estás contando?
—¡Naturalmente! Y a cambio de ello tan sólo pido que respetes la vida de Oskar. No creo que sea exigir demasiado.
—No. Realmente no lo es —admitió Bruno Alvarado convencido—. Este tipo de información vale eso y mucho más.
—Me alegra oírtelo decir.
—Lo que es justo, es justo. ¿Tienes idea de cuándo piensan atacar Scapa Flow?
—Cualquier día a partir del momento en que empiecen los temporales. Reducirán el número de incursiones de los U—Boot con el fin de hacer creer que el mal tiempo les obliga a retirarse, y en cuanto la armada inglesa envíe a sus barcos a sus cuarteles de irán a buscarlos.
—¡Bien! ¿Dónde está ahora ese tal Comandante Oskar?
—Durmiendo en mi cama.
—¿Y no te echará de menos? —se alarmo él.
—He procurado dejarle muy cansado, pero por si acaso le he dado un somnífero.
—Veo que estás hecha una auténtica Mata-Hari.
—No por mi gusto.
—En tiempos de guerra pocos son los que hacen las cosas por su gusto —fue la áspera respuesta—. A casi nadie le agrada matar, o tirar bombas, o hundir barcos cargados de gente inocente. ¿Sabías que durante la Primera Guerra Mundial más de quince mil civiles ingleses murieron a causa de los ataques de los submarinos alemanes?
—No. No lo sabía.
—Pues ésa es la cifra oficial. Y ahora llevamos camino de superarla. Demasiados infelices se ahogan porque en mitad de la noche un capitán no está en condiciones de discernir a través de un periscopio empañado si las luces que divisa a lo lejos pertenecen a un crucero enemigo o a un barco de pasajeros neutral. Dispara sus torpedos, huye, el objetivo se va al fondo, y a menudo ni siquiera tiene la menor posibilidad de averiguar si lo que consiguió fue una brillante victoria o una sangrienta derrota.
—Tampoco un piloto está completamente seguro de dónde han caído sus bombas.
—Tampoco. Pero no me han enviado aquí para luchar contra bombarderos, sino contra submarinos. ¿Cómo se llama realmente ese tal Comandante Oskar?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —se sorprendió él—. ¿Estás locamente enamorada de un hombre y ni siquiera sabes cómo se llama?
—No me lo ha dicho y nadie lo menciona. Lo que importa es el hombre, no el nombre. Se hizo un silencio que el Capitán Akab parecía destinar a hacer memoria repasando mentalmente una larga lista que debía conocerse al dedillo.
Por último, masculló:
—Que yo recuerde, no existe ningún comandante de submarinos alemán de primera fila que se llame Oskar. Y es de suponer que para su mejor barco elegirían a su mejor hombre.
—Eso mismo pienso yo —admitió la muchacha—. Y de hecho todos le tratan como a un líder cuyo criterio está fuera de toda duda.
—¿Entonces...? ¿De dónde ha salido?
—Tengo una ligera sospecha, pero no es más eso: una simple sospecha.
—¿Y es?
—Que puede tratarse de Otto Kretschmer, Joachim Schepke incluso del mismísimo Günther Prier.
—Pero ¿qué bobadas dices? Schepke y Prier están muertos. Y Kretschmer preso en una cárcel de Londres.
—¿Y quién ha visto esos cadáveres? —fue la insidiosa pregunta—. La propaganda alemana pudo hacer correr la voz de que se habían hundido para que nadie sospechase que en realidad estaban comandando un prototipo que debía permanecer en absoluto secreto. Y también es muy posible que el Kretschmer que tenéis en Londres no sea el auténtico, sino un simple oficial de segundo rango que se dejó atrapar con el mismo fin.
—¡No jodas!
—Continúa sin ser mi intención. Me limito a expresar una teoría. Si los servicios secretos imaginasen que Günther Prier continúa vivo pero no se encuentra al mando del U—47 ni lo localizan por parte alguna, ¿qué crees que pensarían?
—Que le han dado un barco mejor.
—¿Cuál?
—¡Curiosa pregunta! ¿Cuál ... ? Imagino que uno del que se supone que no debemos tener
conocimiento.
—¡Exactamente! El Barracuda, un barco experimental que «oficialmente» no existe, y por lo tanto «oficialmente» su tripulación tampoco existe.
—¿Tan retorcidos son?
—¿Aún lo dudas? Los agentes alemanes que construyeron esa enorme casa se establecieron en Fuerteventura hace once años, compraron terrenos a nombre de testaferros españoles, y lo organizaron todo para cuando comenzaran las hostilidades. —Erika Simon hizo una larga y muy significativa pausa antes de añadir—: Del mismo modo se puede programar con tiempo la muerte de un Capitán de submarinos, o hacer que alguien se deje atrapar bajo una falsa identidad. Aquí vale todo, incluso que una honrada muchacha judía de clase media se haga pasar por prostituta barriobajera y nazi.
—Puede que te hagas pasar por prostituta y nazi, pero veo difícil que alguien te pueda considerar barriobajera.
—Se agradece el cumplido, pero no es hora de alabanzas. Es hora de tomar decisiones porque debo estar de regreso antes del alba. ¿Alguna idea sobre lo que piensas hacer?
—Tengo veinte hombres aguardando órdenes a bordo de un submarino. Puede llegar aquí en un par de días.
—Si un submarino se aproxima al Barracuda lo detectar en el acto.
—Lo imagino. Desembarcarán en la costa norte de Lanzarote y se aproximarán en barcas de pesca. Mi impresión es que esos cabrones están ocultos en el fondo del canal de la Bocayna.
—En un lugar desde el que se pueden ver los faros de Pechiguera e isla de Lobos —corroboró ella convencida de lo que decía—. Lo sé de buena tinta.
—Eso facilita el trabajo porque reduce el área de búsqueda. Aun así, localizarlos en plena noche y caer sobre ellos sin darles tiempo a reaccionar no va a resultar empresa fácil.
—Hay algo que puede ayudarte —le hizo notar la muchacha—. Como ya te dije, el Barracuda está dotado de un moderno sistema que permite la entrada de aire. No tengo la menor idea de cómo es un Schnorchel pero lógicamente debe emerger de la superficie por lo menos un metro. Eso, en alta mar, no significa nada, pero s¡ se encuentra, como creemos, a poco más de una milla de la costa y en aguas tranquilas tiene que resultar relativamente fácil localizarle.
—De noche no.
—No —admitió ella—. De noche no, en efecto, pero las grandes ventajas del Barracuda presentan, por el contrario, inconvenientes. El principal es que carece de espacio para almacenar el aire que necesitan sus motores durante varias horas. Eso quiere decir que en algún momento del día se ve obligado a levantar el Schnorchel.
—¡Vaya por Dios! —exclamó feliz el Capitán Akab—. ¡Por fin una buena noticia! ¿De modo que en un momento dado nuestro querido amigo no le queda más remedio que asomar el hocico?
—Así parece.
—Eso significa que si avistamos un extraño objeto metálico en un área determinada del canal, debajo estará el Barracuda.
Erika Simon negó una y otra vez con firmeza, a sabiendas de que su acompañante apenas podía distinguir su rostro.
—¡Tan tontos no son! —dijo.
—¿Cómo que no?
—¡Como que no! —insistió ella—. Tienen muy claro que en alta mar un Schnorchel resulta prácticamente indetectable incluso para los radares de última generación, pero que cerca de la costa hasta un pastor de cabras se extrañaría al ver un objeto metálico surgiendo del fondo del mar. Por eso usan lo que llaman «un sombrero».
—¿«Un sombrero»? ¿Y eso qué coño es?
—Una pequeña barca que finge estar pescando y que en realidad lo único que hace es protegerle de miradas indiscretas.
—¡Astutos!
—Mucho, ya te lo dije. —Herman dejó transcurrir un cortísimo espacio de tiempo antes de señalar—: Ésta es una guerra en la que los nazis saben que, a la larga, el poderío militar de sus muchos enemigos acabará por aplastarlos a no ser que demuestren ser más imaginativos e inteligentes a la hora de utilizar sus limitados recursos, e inventar otros nuevos. He oído rumores de que están trabajando en un arma terrible que resultará definitiva.
—También nosotros, pero no hemos conseguido averiguar nada en concreto.
—Tampoco yo. Lo siento.
—No te preocupes! —le tranquilizó él extendiendo la mano y golpeándole con afecto el antebrazo—. Hasta el presente has cumplido sobradamente con la misión que se te encomendó. La información que me has proporcionado con respecto a Scapa Flow va mucho más allá de todas nuestras expectativas, ya que hará que se tomen medidas para evitar que el grueso de la flota quede atrapada en esa jodida ratonera. Y resulta evidente que eso es algo que te lo deberemos únicamente a ti.
—¿A nadie se le había pasado por la cabeza que algo así pudiera ocurrir?
—Supongo que no. —La respuesta sonaba a disculpa—. Con frecuencia las cosas más obvias pueden pasar desapercibidas incluso para quienes las tienen ante los ojos. También hay que tener en cuenta que Scapa Flow existe desde mucho antes de que se inventara el primer submarino o el primer avión. Es de imaginar que en aquellos tiempos a ningún almirante enemigo se le cruzaría por la mente la idea de enviar allí una escuadra de galeones.
—Pero los tiempos cambian.
—Resulta evidente, y también resulta evidente que rara vez somos capaces de adaptar nuestra mentalidad a dichos cambios. Cuando hemos asumido que algo responde a unos patrones inalterables es necesario que venga alguien de fuera a hacemos comprender que ya no son en absoluto inalterables.
—¡Bien! —Señaló ella al tiempo que se ponía en pie—. Creo que ya te he contado cuanto sé y es hora volver s¡ no quiero llevarme una sorpresa. El resto depende de t¡.
—Lo sé —admitió Bruno Alvarado—. Lo único que necesito a partir de ahora es que, el día en que tu comandante Oskar se disponga a partir, me lo comuniques por radio. Emplea una sola palabra: «Jonás».
—¿«Jonás»?
—¡Exactamente! ¡«Jonás»! El personaje bíblico—que se tragó una ballena. Y repítelo hasta que te contesten «Cetus».
—¿Y eso. qué significa?
—Ballena en latín.
—«Jonás» y «Cetus». ¿Por qué os gustan tanto ese tipo de palabras y frases tontas a los espías?
—Deformación profesional... Y recuérdalo: debes transmitir siempre en horas pares y a las veinticinco en punto.
—A las horas pares y a las veinticinco en punto repitió ella asintiendo—. Entendido.
—Nunca más de cuatro minutos.
—Nunca más de cuatro minutos.
—suerte!
—¡Suerte!
La noche de San Lorenzo, y mientras el firmamento parecía haberse vestido de fiesta gracias a la infinidad de estrellas fugaces que continuamente lo cruzaban, dieciséis hombres emergieron de las escotillas de un submarino inglés para saltar a bordo de una pareja de arrastreros que fingían estar tirando de una gigantesca red a unas cinco millas al norte de la isla de Lanzarote.
Los encabezaba el teniente Edmund Taylor, antiguo Capitán de la selección galesa de rugby, un hombre que más bien parecía un armario, y cuya nariz torcida y pobladas cejas partidas por tres puntos recordaban a cuantos le miraban a la cara que el hecho de ganarse a pulso en los estadios el agresivo sobrenombre de Cromañón le había costado un alto precio.
Más de la mitad de la gente a su mando parecía haber sido reclutada de igual modo entre adictos al balón ovalado y las mêlées, por lo que a menudo se tenía la impresión de que más que como mando de elite de la armada británica actuaban como una feroz apisonadora capaz de pasar por encima de una docena de cuerpos en cuanto el árbitro hiciera sonar su silbato.
No obstante, y pese a su amazacotado aspecto y sus peludas manazas de gorila, el teniente Taylor era un notable violonchelista que había estudiado en París, Berlín y Viena, llegando a convertirse en uno de los alumnos predilectos de Pau Casals, por el que sentía una especial adoración hasta el punto de que chamullaba pasablemente el catalán.
Culto, inteligente y educado, ningún contraste más acusado podía darse en este mundo comparable al de su exquisita sensibilidad y su terrorífico aspecto, puesto que resultaba evidente que la bestia que al parecer todo ser humano lleva en su interior, a él se la habían puesto únicamente por fuera.
Ejercía, eso sí, una indiscutible autoridad sobre sus hombres a los que había entrenado de tal forma que sabían siempre lo que tenían que hacer casi sin necesidad de que pronunciara una sola palabra.
Fusiles, botes neumáticos y equipos de buceo fueron cuidadosamente colocados en el interior de las bodegas de los dos barquichuelos, bien ocultas bajo toneladas de sardinas, y vestidos ahora con los gruesos monos azules y los típicos sombreritos de paja e pescadores lanzaroteños, los dieciséis miembros del comando arribaron al día siguiente al puerto de Arrecife, donde, pasada la medianoche, fueron conducidos hasta una fábrica de conservas abandonada.
Allí acudió a visitarlos el Capitán Akab, quien no pudo por menos que impresionarse ante el brutal aspecto de semejante pandilla de gorilas.
—Parecen Panzers con botas en lugar de cadenas —fue su significativo comentario.
—Pero son mucho más mortíferos, puesto que pueden llegar adonde un tanque nunca llegaría —replicó sonriente el jefe del grupo—. Y además son ágiles y silenciosos.
—¿De dónde los ha sacado?
—Casi todos son antiguos compañeros de equipo, o rivales de las selecciones de Escocia, Inglaterra e Irlanda —puntualizó Edmund Taylor—. Cuando Barbarroja me pidió que preparara un comando «muy, muy especial» llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era elegir a aquellos que ya estaban superentrenados y habían demostrado ser fuertes, veloces y agresivos.
—Pues me temo que nuestro mayor problema será alimentarlos. Deben comer como fieras y en estos momentos la comida escasea en la isla.
—No se preocupe; traemos provisiones para una semana y por lo que he podido ver, el pescado abunda. Con eso nos basta.
—¡Bien! Ahora lo que importa es que permanezcan ocultos y en silencio. Si las autoridades españolas les descubren todo estará perdido.
—¿Tiene idea de dónde se encuentra ese famoso submarino?
—Aún no hemos localizado el emplazamiento exacto, pero puede apostarse la paga de un año que el día en que sus tripulantes regresen les estaremos esperando. Capturarlo ahora, sin su auténtico capitán y sus oficiales a bordo, no nos serviría de nada, puesto que deben ser los únicos que saben cómo hacer navegar una nave tan sofisticada.
—¿Es tan buena como se dice?
—Me temo que mejor aún, y por eso necesitamos contar con aquellos que puedan revelamos todos sus secretos. —Bruno Alvarado cambió levemente el tono de voz al añadir—: Eso es algo de suma importancia que sus hombres deben tener muy presente: no quiero ni una sola muerte a no ser que resulte inevitable. Cada Miembro de ese barco es un especialista en utilizar unas tecnologías de las que nosotros ni siquiera tenemos noticias. Necesitamos aprender de ellos, puesto que en este caso particular máquina y servidor son casi la misma cosa.
—Entiendo... Dejar fuera de combate a medio centenar de marinos sin cortar ningún gaznate dificulta mucho la labor, pero pondré a mi gente a trabajar diseñando un plan que nos permita actuar de la manera más aséptica posible. ¿Algo más?
—Si consiguen apoderarse de la nave, lo primero que tienen que hacer es registrarla de la quilla a la cofa buscando cualquier tipo de mecanismo de autodestrucción, puesto que imagino que preferirán volarla a permitir que caiga en nuestras manos.
—¿Y si no conseguimos apoderamos de ella?
—En ese caso hay que hundirla a cualquier precio. El tono de voz del teniente Taylor resultó claramente significativo al repetir:
—¿A cualquier precio?
—Eso he dicho: «A cualquier precio», por parte nuestra o por parte del enemigo. Si permitimos que el Barracuda demuestre que es capaz de hacer todo lo que se asegura que es capaz de hacer, el alto mando volcará toda su capacidad de producción en lanzar docenas de Barracudas al mar, y en ese caso más vale que el buen Dios nos coja confesados. Acabarían con nuestra flota dondequiera que se ocultase, incluido Scapa Flow.
—Desde el ataque del U—47 nuestra gente ha —rol vertido Scapa Flow en un bastión inexpugnable.
—Eso creía yo, amigo mío... ¡Eso creía yo!
A su regreso al astillero en que había establecido cuartel general, el Capitán Akab se enfrentó a un sonriente Justo Marrero que fumaba su curvada cachimba de madera de cerezo con aire de profunda satisfacción.
—¡Lo tenemos! —fue lo primero que dijo.
—¿Al Barracuda?
—¿A quién si no?
—¿Estás completamente seguro?
—Me juego una bola y parte de la otra.
—¿Y eso?
—Una barca desconocida se ha pasado cinco horas «dice que pescando» en un fondo de arena en el que no picaría ni un mísero lenguado. La gente de Playa Blanca se conoce por tradición de generaciones cada metro de ese litoral y sabe perfectamente que donde fondea esa barca no se puede sacar ni una bota vieja a no ser que pertenezca al tripulante de un submarino alemán. Además, cada vez que un barquichuelo se aproxima, los supuestos pescadores maniobran girando sobre sí mismos, señal inequívoca de que están ocultando algo por la banda contraria.
—¡Buen trabajo!
—Tomamos las marcas guiándonos por el faro de isla de Lobos, Montaña Roja y la Punta de Papagallo... —Guiñó un ojo con picardía al concluir—: No hay duda; les podemos mear en el periscopio.
—¡Bien! —admitió su interlocutor—. Ahora no nos queda más que vigilar de lejos para que no sospechen que les hemos localizado, y aguardar a que Erika nos confirme el día en que la tripulación regresa a bordo.
—¿Ya no desconfías de ella?
—¡En absoluto!
—Si está tan enamorada como asegura, entra dentro de lo posible que cambie de opinión y prefiera no poner a su hombre en peligro.
—Demasiado tarde... —sentenció el otro convencido de sus palabras—. Erika tiene muy claro que sabiendo lo que ahora sabemos sobre ese barco, no nos queda más remedio que capturarlo o acabar con él . Si lo capturamos, su comandante vivirá y pronto o tarde volverán a encontrarse. Si no lo capturamos, su comandante acabará en el fondo del mar.
—Pero si el Barracuda es tan poderoso como cree tal vez confíe en que pueda salir con bien de la aventura y...
Bruno Alvarado le interrumpió con un gesto y una leve sonrisa que pretendía infundir confianza.
—Erika sabe que el Bismarck era el acorazado más poderoso que se hubiera construido nunca, y que pese a ello conseguimos hundirlo en la primera ocasión en que pretendió hacemos frente... —dijo—. Al igual que le ocurre a la mayor parte de los alemanes, está íntimamente convencida de que la escuadra inglesa siempre será invencible y eso es lo que le hace temer por la vida de su amado. Y para nosotros, la esencia del problema no estriba en destruir al Barracuda —sentenció—. Eso podemos hacerlo. El auténtico problema se presentar el día en que haya cien Barracudas pululando por los océanos. En ese mismo momento habremos perdido la guerra.
—¿Y por qué los alemanes no los han construido en serie?
—Quiero suponer que porque aún no están absolutamente convencidos de que sea tan fabuloso, y prefieren emplear su mejor acero en esos tanques y cañones que les están proporcionando una indiscutible supremacía en tierra firme. Mientras los Panzers continúen avanzando sobre Francia, Rusia o el Norte de África, el Fúhrer no volverá los ojos al mar, y lo que debemos procurar es que cuando quiera hacerlo resulte ya demasiado tarde...
—¡Demasiado tarde! —sentenciaba casi en esos mismos momentos, y como si hubiera estado escuchándole, el almirante al que todos llamaban Carapalo mientras recorría de punta a punta el luminoso despacho cuya mesa central se encontraba ocupada por la minuciosa y casi puntillosa maqueta de la bahía de Scapa Flow—. Demasiado tarde a mi entender. ¡Deberíamos dar la orden ahora!
—Yo soy partidario de esperar.
—¿Esperar qué?
—Al resultado de la Operación Ratonera —replico con absoluta calma el Comandante Oskar que se encontraba acomodado en un mullido butacón de cuero verde, observando de medio lado el mar que se abría frente al ventanal—. Hasta ahora hemos hecho toda clase de pruebas, satisfactorias en su inmensa mayoría, pero a mi modo de ver nos falta la más importante.
—¿Y es?
—Comprobar el comportamiento de la nave a la hora de la verdad: en el momento de entrar en combate.
—Pero usted mismo reconoce que ya ha hundido media docena de barcos.
—En efecto —admitió el otro—. Admito que he hundido media docena de mercantes indefensos, a los que enviamos al fondo del mar con alevosía y nocturnidad por la sencilla razón de que necesitábamos comprobar la eficacia de los nuevos torpedos. —El adusto marino negó una y otra vez con la cabeza—. Nada de lo que ni mis hombres ni yo podemos sentimos orgullosos. No es nuestro estilo, ni tiene que ser el estilo de esa nave.
—¡Naturalmente que no! En eso estoy completamente de acuerdo. El Barracuda está diseñado para convertirse en el rey del mar.
—Pero para llegar a convertirse en rey tiene que haber demostrado previamente su valía, y a mi modo de ver aún no lo ha hecho. Lanzar torpedos y quedarse en silencio, agazapados, no es una forma honrosa de ganar un trono. —El Comandante Oskar se puso en pie, se aproximó aún más a la ventana y mientras observaba las gaviotas que revoloteaban en la playa añadió sin volverse—: Si yo le pidiera a Doenitz que dejara de construir otro tipo de barcos para dedicar todo nuestro a producir Barracudas me estaría comportando como un irresponsable, e incluso tal vez como un traidor.
—¡Por favor!
—Lo digo como lo siento. —Ahora sí que se volvió a su interlocutor—. Nos hemos lanzado antes de tiempo a una guerra total, en la que cada proyectil, cada hora de trabajo o cada plancha de acero tiene un valor incalculable. De nuestra eficacia dependen la victoria o la derrota, y por lo tanto, aceptar la responsabilidad de que se dediquen ingentes esfuerzos materiales y humanos a algo en lo que aún no tengo una fe ciega, sería tanto como traicionar a mi patria, ya que estaría traicionando mis propias convicciones,
—¿Y cree que tras la batalla de Scapa Flow estará en condiciones de tomar esa decisión?
—¡Naturalmente! —fue la convencida respuesta—. Si resulta tal como la estamos planeando, el Barracuda tendrá que pasar por una prueba de fuego como jamás se haya conocido. Docenas de destructores intentarán hundirnos, y si logramos evitarlo habremos demostrado que en realidad ese barco es el auténtico rey del mar.
—Pero puede darse el caso de que el barco sea verdaderamente excepcional pero excesivas las fuerzas a las que tenga que enfrentarse.
—No crea que no lo he pensado —replicó el Comandante Oskar que ahora se había aproximado a la gran mesa estudiando distraídamente la maqueta—. No descarto que puedan hundirme, pero en ese momento ya estaré en condiciones de dar un dictamen y emitir un último mensaje que haga comprender al almirante que aunque el Barracuda haya caído ante un enemigo superior en número, debe dar la orden de empezar a producirlo en serie.
—Una gran responsabilidad, ¿no le parece?
—La acepté en el momento en que acepté el mando, del mismo modo que acepté renunciar a mi familia y mi pasado.
—¿Qué siente al saber que los suyos le dan por muerto?
—Dolor —musitó en tono muy quedo el interrogado—. Dolor por el dolor que ellos sienten, aunque me consuela pensar que si en verdad muero ya no volverán a sufrir, mientras que si consigo sobrevivir, su alegría compensará por lo que ahora están pasando.
—¡Extraña guerra esta que nos lleva a situaciones tan absurdas! A veces nos vemos obligados a ocultar que un general ha muerto, y en ocasiones hacemos creer que hemos enterrado a quien aún sigue con vida.
—¿Qué otro sentido tiene el juego de la guerra más que el engaño? De igual modo hacemos creer al enemigo que nos encontramos mucho mejor armados de lo que en realidad lo estamos, como en ocasiones nos interesa atraerle a una trampa fingiendo una engañosa debilidad. Es como una gigantesca partida de póquer, en la que en lugar de fichas se apuesta con vidas humanas.
—¿Y le gusta el juego?
—No.
—¿Está seguro?
—Completamente. Lo que ocurre es que una vez que te has sentado a la mesa y se reparten las cartas, ya no te queda otro remedio que participar de la mejor manera posible.
—Sin embargo sabía a lo que se arriesgaba puesto que eligió esta carrera.
—Sí. En efecto: la elegí, y le puedo asegurar que no me arrepiento... Y ahora, s¡ me da su permiso, desearía retirarme...
—¡Naturalmente! —se apresuró a replicar el almirante Carapalo quien por unos segundos pareció cambiar su adusta expresión de siempre—. Aunque, con todos los respetos, y sin pretender inmiscuirme en su vida privada, me agradaría que no se tomara a mal si le digo...
—No es necesario que se moleste... —le interrumpió su interlocutor con una ligera sonrisa amarga—. Lo sé... Va a decirme que estoy cometiendo un grave error al involucrarme tanto en mis relaciones personales y teme que ello me afecte cuando tenga que hacerme a la mar. —Negó convencido—. ¡No se inquiete! En cuanto zarpe todos mis sentimientos, ¡todos!, se quedarán en tierra. Bajo el agua desconecto del resto del mundo y únicamente me comporto como Capitán de submarinos.
—¿En verdad puede hacerlo?
—No es que pueda. Es que debo. Si cuando nos encontramos encerrados en un ataúd metálico en las tinieblas de los cien metros de profundidad, permitiéramos que nuestra mente ascendiese a un mundo de luz, sol, aire puro, risas, amor, sexo y belleza, comenzaríamos a aullar suplicando que nos sacaran de allí a cualquier precio.
—Entiendo.
—Con todos los respetos, señor, no creo que lo entienda. únicamente quien ha escuchado el escalofriante eco del asdic cuando resuena contra el casco, lo que indica que los destructores te han localizado y muy pronto comenzarán a llover a tu alrededor cargas profundidad que pretenden enviarte al más negro de los abismos, puede entender lo que siente un submarinista... El resto no es más que imaginación. ¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes!
Quince minutos después, Erika Simon distinguió desde su habitación la figura del hombre al que amaba sentado justo al borde del agua, por lo que acudió de inmediato a su lado para quedar desagradablemente sorprendida por lo sombrío de su expresión.
—¿Qué te ocurre? —se apresuró a preguntar tiempo que se dejaba caer frente a él —. ¿Te encuentras mal?
—No, pequeña, en absoluto —la tranquilizó el Comandante Oskar—. Simplemente pensaba.
—Pues no me gustan tus pensamientos.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Por tu rostro. Se diría que estás muy lejos de aquí, y eso me duele.
El Comandante Oskar le acarició dulcemente la mejilla al tiempo que ensayaba una sonrisa.
—Aunque mi pensamientos esté lejos, mi corazón sigue aquí —Musitó—. Eso es algo que debes tener siempre presente. Estén donde estén mi mente o mi cuerpo, incluso en lo más recóndito del océano, mis sentimientos permanecerán contigo, y lo único que te ruego es que cuides de ellos como cuidarías de un hijo que tuviéramos.
—Así lo haré, porque de ese modo conseguiré que cuides de igual modo de los míos.
Guardó unos instantes de silencio, observó las idas y venidas de un diminuto cangrejo que correteaba dentro de un charco, y por último inquirió:
—¿Qué delito hemos cometido para que nos castiguen de este modo?
—¿A qué te refieres?
—A que nos obliguen a sobrellevar como una carga un amor tan desesperado y a destiempo. Cuanto más disfruto de él, cuanto más feliz me siento, más angustia me invade al pensar que pronto tendrás que abandonarme. En otro lugar y en otro tiempo, no me cambiaría por nadie ni anhelaría más paraíso que el que me proporcionan tus caricias, sin embargo ahora, al pensar en tu marcha, envidio a la más miserable de las criaturas, puesto que nada tiene y por lo tanto nada puede perder.
—«Tener o no tener...» —musitó él engolando la voz como si estuviera recitando en lo alto de un escenario—. «¿Qué es preferible, ignorar durante toda una vida lo que significa la dicha de amar y ser amado, o sufrir los avatares del destino arriesgándote a morir o resucitar a cada instante ante la ausencia o la presencia de aquel que tanto dolor y tanta alegría te causan?»
—No sabía que fueras tan buen actor —rió ella divertida por su cómica actitud.
—¡Naturalmente que lo soy! —fue la respuesta carente de toda modestia—. Lo fui en el colegio y en la academia, y tal vez si no hubiese estallado la guerra me habría dedicado al teatro.
—Extraño.
—¿Por qué?
—Porque siempre he oído decir que los buenos actores son aquellos que carecen de personalidad propia, por lo que son capaces de asimilar otras que no les pertenecen. Sin embargo, los hombres de auténtico carácter, y tú lo eres, raramente aceptan cambiar su forma de ser.
—Pero es que lo que tú consideras «mi auténtico carácter» no es tan auténtico —le hizo notar su interlocutor—. Yo antes no era tal como los demás me ven ahora. En el fondo sigo sin serlo, pero la guerra y las obligaciones del mando me han empujado a asumir una actitud que no me cuadra. Disparar un torpedo que va a causar cientos de víctimas, u ordenar a tus hombres que hagan algo que tal vez les cueste la vida, acaba por cubrirte de un barniz que no te pertenece. Mi abuelo que llegó a general, aseguraba que las guerras curten a los hombres, pero yo más bien creo que a base de curtirlos acaban por cuartearlos. En apariencia siguen siendo duros y correosos, pero si te aproximas hendiduras que les llegan al alma.
—Yo nunca he dicho que seas un hombre duro... —puntualizó la muchacha guiñando un ojo con picardía—. Bueno, en ciertas partes y en ciertos momentos lo eres y mucho. He dicho que tienes auténtico carácter y eso es algo que se advierte en cuanto entras en una habitación. Intimidas a la gente.
—La intimido porque soy un comandante de submarinos; un ser todopoderoso que tiene licencia matar en mitad de la noche sin que nadie se atreva a exigir responsabilidades. Me basta con asegurar que estaba oscuro para quitarme de encima quinientos muertos como quien se sacude la caspa, ya que mis superiores prefieren no juzgar mis actos. —Abrió las manos con las palmas hacia arriba como si de ese modo pretendiera explicarlo todo—. Inconscientemente ello me lleva a considerarme intocable, y por lo tanto diferente, y los demás lo notan.
—Nunca hubiera imaginado que te autosicoanal¡zaras... —le dijo Erika Simon a todas luces desconcertada.
—Y no me «autosicoanalizo»... —replicó él recalcando mucho las palabras aunque sin aparente acritud—. Pero durante las largas horas que paso tendido en una litera, tengo tiempo de reflexionar sobre infinidad de temas, y uno de ellos suele centrarse en los efectos que provoca el mando. Nadie se atreve a cuestionar mis órdenes, pero si me equivoco una sola vez nos vamos al fondo. Lo quiera o no, saberlo me afecta y a la larga determina mi actitud ante los demás.
—En ese caso ¿por qué elegiste ser Capitán de submarinos?
—Porque cuando me decidí a serlo aún no sabía lo que significa realmente, y sobre todo no tenía ni la más remota idea de que acabaría mandando una nave diabólica.
—¿Es así como la calificas? —se sorprendió la muchacha—. ¿De diabólica?
Él la tomó de la mano ayudándola a ponerse en pie, y juntos echaron a andar por una playa en la que la marea baja había dejado al descubierto infinidad de charcos y musgosas rocas entre las que se paseaban pequeños pulpos como si aquella hora de la tarde fuese la idónea para abandonar sus cuevas y respirar un poco de aire puro.
No corría ni una gota de viento, no se vislumbraba ni la más ridícula nube, y todo era calma y belleza junto a un mar que olía a yodo y algas frescas.
—¿Qué otra palabra existe para designar a una máquina que te obliga a tener la impresión de que posee vida propia y en cualquier momento actuará a su capricho? —quiso saber el Comandante Oskar al cabo de unos instantes—. Su corazón late casi como el de un ser humano, respira con la cadencia de una persona, y «piensa» por sí misma para indicarte lo que tienes que hacer si deseas continuar en este mundo.
—¿«Piensa»? repitió su acompañante en tono de auténtico desconcierto—. ¿Qué quieres decir con eso de que «piensa»?
—Que con frecuencia te «ordena» realizar una determinada maniobra y Dios te libre de no obedecer. Se enfurece, ruge y te amenaza con irse al fondo, aunque ese fondo se encuentre a tres mil metros de profundidad.
—¡No puedo creerte!
—Pues te juro que es cierto. Su «cerebro» en realidad es el más gigantesco de los Enigmas. ¿Tienes idea de lo que es El Enigma?
—Creo que se trata de una especie de máquina de códigos que funciona a base de ruedas y signos, pero si te digo la verdad nunca me ha interesado el tema.
—¡Bien! Con eso basta. El Enigma es, en efecto, una máquina de códigos indescifrable, y en su mecanismo se ha basado el alto mando a la hora de diseñar el nacimiento del Barracuda. Cada día tengo que cambiar la posición de las ruedas según una estricta relación establecida de antemano, y si me equivoco a la hora de interpretar las órdenes no me obedece y nos hundimos.
—¿Y a qué viene tanta complicación) —se escandalizó ella—. ¿No corréis ya suficientes riesgos como para que un simple error pueda acabar con todo?
—No es más que una sofisticada forma de autodefensa, ya que a los ojos del alto mando es preferible que el Barracuda desaparezca, a que caiga en manos del enemigo.
—¿Y tú estás de acuerdo?
—¡Naturalmente!
—¿Aunque te vaya en ello la vida y la de tus hombres?
—¿Qué importan nuestras vidas frente a las de todos los que perecerían s¡ permitiéramos que semejante nave se utilizara en contra nuestra? Su capacidad de destrucción no tiene comparación con nada de cuanto se ha construido hasta el presente. —Hizo una corta pausa para acabar agitando la cabeza negativamente—. No cabe duda de que quienes la idearon tenían la mente enferma.
—Eso suena muy duro... —le hizo notar ella con suavidad—. Al fin y al cabo son nuestros compatriotas.
—¿Y realmente no crees que algunos de nuestros compatriotas tienen la mente enferma?
—Prefiero no hablar de ello.
Él se detuvo, se colocó ante la muchacha y tomándole con suavidad de las manos la miró a los ojos aguardando a que le devolviera la mirada y, por último, señaló en voz muy baja:
—Ya me he dado cuenta. Nunca hablas de cuanto está ocurriendo a nuestro alrededor, y aún no he conseguido averiguar cuáles son tus auténticos sentimientos al respecto.
—En estos momentos mis auténticos sentimientos se limitan a nosotros —replicó ella en el mismo tono confidencial—. Nada fuera de ti y de mí me importa ni me afecta, y nada que no esté relacionado contigo merece que le dedique ni tan siquiera un pensamiento.
—Pero ¿y antes de m¡? —insistió él— ¿Qué pensabas de toda esta situación antes de que yo irrumpiera en tu vida?
—Ni lo s‚é ni me importa. Nada ha habido antes de conocerte, ni nada habrá en cuanto te separes de m¡. A veces tengo la impresión de que nací en el momento en que te vi.
—¡Vamos, no seas niña! —se impacientó el Comandante Oskar—. Como respuesta es bonita y muy romántica, pero me gustaría saber de quién me he enamorado.
—Te has enamorado de quien has querido enamorarte, y por lo tanto soy y seré siempre como tú quieras que sea. El resto pertenece al pasado, y te repito que el pasado no existe.
—Lo queramos o no, existe.
—Yo no quiero que exista.
—¡Pero existe!
Erika Simon negó una y otra vez con desconcertante firmeza:
—El verdadero pasado de un ser humano, el que en realidad cuenta más allá de los hechos y las anécdotas tan sólo se conserva en la memoria de cada por lo tanto si esa persona consigue borrarlo de su memoria, deja de existir.
—¡Desconcertante teoría, vive Dios! —exclamó el marino—. ¿De dónde la has sacado?
—De mi padre, que siempre me preguntaba si conocía a Leon Polsky.
—¿Y quién es Leon Polsky?
—Alguien a quien yo no nunca había visto y que por lo tanto no podía conservar en mi memoria. Mi padre aseguraba que si yo no recordaba haber visto a Leon Polsky, era porque para mí no existía.
—¿Y realmente existía?
—No lo sé. Mi padre nunca me lo aclaró. ¿Existe para ti?
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Adonde quería ir a parar mi padre, son sentidos los que construyen nuestra memoria, que reconstruye a su vez nuestro pasado. Por lo tanto si alguien tiene la fuerza de voluntad suficiente como para anular su memoria, destruye su pasado.
—¿Qué hacía tu padre?
—Pensar.
—Eso ya lo veo. ¿Y qué más?
—No lo recuerdo.
—¿Cómo que no recuerdas lo que hacia tu padre? ¡Eso es absurdo!
—No, cuando has conseguido borrar de la mente tu pasado.
—¿Tan malo es?
—Todo lo que pertenezca al día antes de haberte conocido, es malo.
—¡Déjate ya de evasivas y cuéntame algo más de ti! —suplicó él —. Quiero saberlo todo.
—Lo único que tienes que saber es que, si en verdad lo deseas, seguiré caminando a tu lado hasta llegar a aquel acantilado —fue la firme y serena respuesta—. Luego atravesaremos las montañas, y seguiremos juntos, cogidos de la mano, hasta algún lugar remoto en el que nadie hable nunca de ideologías, creencias, guerras o muertes. Te entregaré mi vida sin pedir nada a cambio, pasaré hambre y sed, trabajaré para ti, te daré hermosos hijos, y moriré feliz bendiciendo cada minuto que haya pasado junto a ti. —Se detuvo y le miró a los ojos con extraña determinación para concluir con absoluta sinceridad—: Si te atreves a dejar atrás el presente y cambiar nuestro futuro, tal como yo me atrevo, algún día te hablaré de mi pasado. Si no es así, no me preguntes nada.
—¡Jonás! ¡Jonás! Jonás!
Las ondas repitieron una y otra vez, machaconamente, aquella única palabra durante cuatro largos minutos.
No hubo respuesta.
Dos horas más tarde, las ondas insistieron:
—¡Jonás! ¡Jonás! Jonás!
Por fin se escuchó, lejana, casi inaudible, una corta respuesta:
—¡Cetus!... ¡Cetus!... ¡Cetus!...
La traición se había consumado. Erika Simon desmontó cuidadosamente la radio tal como le habían enseñado con el fin de poder ocultar sus diferentes elementos con más facilidad, y se sentó luego en el borde de la cama a contemplar la amarillenta pared que volvía a mostrar marcas de humedad, como si la desolación del inhóspito muro tuviera la virtud de responder al cúmulo de preguntas que cruzaban por su mente.
¿Qué iba a ocurrir a partir de aquel momento?
¿Qué destino aguardaba al hombre por quien hubiera dado la vida, a partir del momento en que cayera en manos de sus enemigos?
¿Cómo se le desgarraría el corazón si alguna vez averiguaba hasta qué punto le había engañado?
Envejeció diez años en menos de una hora.
Diez años o mil, poco importaba, pues estaba consciente de que la existencia había dejado de tener significado para ella.
Una larga vida de soledad cargando con tan pesada culpa no merecía la pena ser vivida.
Una mañana en la que al despertarse no le embriagase el olor del cuerpo que tanto había amado horas antes, nunca sería una hermosa mañana.
Un luminoso día sin escuchar la voz de Oskar se transformaría de inmediato en una jornada gris y aborrecible.
Una noche en la que tuviese que acostarse segura de que no iba a poseerle y ser poseída por él se le antojaría siempre demasiado larga y angustiosa.
¡Y es que se iba!
¡Dios misericordioso!
¡Se iba!
Los equipajes aguardaban junto a la entrada, y en cualquier momento tres desvencijados automóviles harían su aparición envueltos en polvo allá a lo lejos, bordeando el abismo, a punto a cada instante de despeñarse, avanzando impasibles como chirriantes monstruos sin alma que se aproximaran paso a paso con la intención de arrebatarle cuanto de maravilloso le había sido otorgado.
Nunca quiso enamorarse, pero se había enamorado.
Nada estuvo nunca tan lejos de su intención y de su mente como la posibilidad de entregarse a un hombre que estaba dispuesto a morir por defender las locas ideas de quien pregonaba que existía una raza maldita a la se había propuesto aniquilar, pero se había entregado a él en cuerpo y alma.
¡Dios misericordioso!
En Londres había oído hablar del holocausto del pueblo judío como de una realidad que comenzaba a tomar cuerpo, y aunque en un principio se negó a aceptar una aberración que iba más allá de cuanto la bestialidad humana hubiera sido capaz de protagonizar a lo largo de miles de años, en su fuero interno presentía que su propia familia estaba siendo víctima de tan demoníaco ritual.
Probablemente ya estarían muertos.
Ése era un pensamiento que siempre trataba de apartar de su mente.
Cuando cerraba los ojos veía a sus hermanos alborotando en tomo a la mesa del jardín, a punto de sentarse a almorzar bajo el tibio sol de primavera, o recordaba a su padre recostado en su amado sillón del austero despacho, observándola sonriente mientras dejaba escapar anchos círculos de un humo blanco, denso y con olor a miel.
No podía ser que estuvieran muertos.
No era justo.
Pero mucho menos justo era, sin lugar a dudas, que ella, hija y hermana de aquellos seres maravillosos, ensuciara su recuerdo revolcándose feliz con uno de sus verdugos.
Traición sobre traición, puesto que acababa de traicionar a aquel por el que había traicionado a los suyos.
¡Qué sucia se sentía!
¡Qué sucia y qué confusa!
Por unos instantes trató de hacerse una idea de qué habría dicho su padre en caso de tener conocimiento de cuál había sido su modo de comportarse mientras ellos padecían todas las penas del infierno en un helado campo de concentración.
Él, tan recto, tan honesto, tan consciente de cuál era el lugar que cada ser humano debía ocupar en este mundo, se derrumbaría al descubrir que su adorada niña se había convertido por voluntad propia en la esclava de uno de aquellos salvajes que les torturaban y asesinaban por el simple hecho de creer en un dios diferente.
Ahora sabía que jamás podría volver a mirar a los suyos a la cara.
¡Jamás, pese a que por algún increíble milagro el buen Dios les hubiese conservado la vida!
Golpearon levemente a la puerta, al instante se abrió y en el umbral se recortó la silueta de un hombre derrotado, que acudió a su lado y se arrodilló a sus pies para esconder la cabeza en su regazo.
Durante largo rato, ¡siglos tal vez!, permanecieron inmóviles, como si vivieran tan sólo del contacto mutuo, y el simple hecho de hablar o aventurar el más ligero gesto pudiera precipitar de un modo irremediable la separación que tanto temían.
Ella tenía una mano apoyada sobre la amada cabeza, con los dedos entrelazados con los lacios cabellos y la otra caída sobre la falda, con los ojos aún el clavados en la húmeda mancha de la pared, tan ausente y al propio tiempo tan presente que llegaría a creerse que eran dos los seres que habitaban en aquellos momentos en su cuerpo.
Uno devoraba el presente.
El otro, contemplaba el amargo futuro.
Al fin el hombre alzó un rostro que aparecía desencajado y ceniciento, para musitar en un fatigado tono de voz que no recordaba en absoluto el enérgico y casi indiscutible, que tenía por costumbre emplear:
—Si tengo que morir, ¿por qué no en este instante? ¿Qué hay más allá del umbral de esta habitación por lo que valga la pena continuar respirando?
—Tu barco... —replicó con suavidad Erika Simon—. Tu gente.. Tu deber.
—Mi barco no es más que un barco; mi gente puede encontrar otro capitán, mi único deber eres tú. —Lanzó un casi inaudible lamento—. Tenías razón la otra tarde debíamos continuar playa adelante y atravesar las montañas para perdemos juntos en algún lugar muy remoto.
—Hubieras acabado odiándome por obligarte a desertar.
—¿Más de lo que me odio a mi mismo por no haberte escuchado? —quiso saber él —. No lo creo, porque aborrezco la idea de volver a la guerra y aborrezco la idea de tener que surgir una vez más de las aguas en mitad de la noche para arrebatarles toda esperanza de futuro a los que duermen. ¿Qué locura es ésta? —añadió—. ¿Por qué absurda sinrazón nos estamos destrozando los unos a los otros?
—Porque la patria nos lo pide.
—¿La patria ... ? —Se asombró él —. ¿De qué patria me hablas? No creo que sea la Alemania de mis antepasados la que me pida que haga estallar un navío sin intentar averiguar a quién estoy abrasando. —Negó una y otra vez con la cabeza como si a él mismo le costara admitir lo que estaba diciendo—. Hace cuatro meses hundí por error un barco de inmigrantes dominicanos frente a las costas de Florida. ¿Te das cuenta? Un barco de una isla caribeña que nada tiene que ver con nuestra guerra, y en la que por lo visto la gente no piensa más que en cantar, bailar, hacer el amor o emigrar a Norteamérica en busca de un destino mejor. ¿Qué derecho tenía yo a acabar con todas aquellas vidas?
—Tú lo has dicho: fue un error.
—¿Y qué derecho tengo a salir al mar, navegar miles de millas y colocarme en disposición de cometer semejante error? No eran ellos los que estaban en aguas alemanas; era yo quien estaba en aguas americanas.
—Supongo que obedecías órdenes... —aventuró Erika Simon desconcertada por el extraño cariz que estaba tomando una conversación que parecía condenada a ser la de su despedida—. ¿O no?
—Sí —admitió su interlocutor tomando ahora asiento en la alfombra, con la espalda apoyada en la pared para mirarse durante unos instantes las manos como si las descubriera en ese instante—. Había recibido órdenes de hundir buques de transporte enemigos, pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿Quién demonios tenía derecho a enviarme al Caribe sabiendo que corría el riesgo de cometer un error?
—Nadie, desde luego, pero siempre imaginé que los militares no os planteabais ese tipo de preguntas. Os dan una orden y la tenéis que obedecer sin cuestionarla.
—Pues yo empiezo a cuestionármelas —fue la respuesta—. Y no tan sólo por el hecho de que desde que te conozco la guerra se me antoja más terrible que nunca, sino porque ya el día en que me condecoraron llegué a la conclusión de que un triste pedazo de metal no merecía un lago de sangre.
—No es el pedazo de metal: es lo que simboliza.
—Simboliza que he matado a mucha gente, y me lo recuerda cada vez que me miro al espejo. Y que soy un canalla por obedecer las órdenes de un sádico que tan sólo parece disfrutar viendo sufrir a gente.
Erika Simon se apresuró a dejarse caer a su lado cubriéndole la boca con la palma de la mano.
—Pero ¿Qué dices? —exclamó horrorizada— ¿Cómo se te ocurre? ¡Pueden oírte! Aquí hay mucho nazi, y si lo que has dicho llegase a oídos del capitán estarías perdido.
—¡Ya estoy perdido, pequeña! —sentenció con absoluta convicción el marino—. Cuando llegué a la isla empezaba a sospecharlo, pero el conocerte y sentirme tan feliz a tu lado, alejó de momento mis dudas. —Emitió un largo suspiro con el que pretendía expresar la profundidad de su frustración antes de añadir—: Sin embargo, ahora, al recordar que existe un mundo en el que a la gente le basta con amarse sin hacer daño a nadie, y al comprender que una vez más voy a perderlo todo por continuar haciendo algo que cada día considero, más injusto, esas dudas me asaltan con tanta fuerza, que empiezo a creer que acabarán por destrozarme.
—Nunca se me hubiera pasado por la mente que pudieras pensar de ese modo —le hizo notar ella—. Te comportas con tanta serenidad y tanta confianza en t¡ mismo, que llegué a imaginar que fuera de esta habitación y de esta cama, no eras más que uno de esos a los que suelen llamar «capitanes de hierro», que tan sólo aspiran a que les concedan una cruz que colocarse en el cuello.
—¿Y aun así has llegado a quererme? —se asombró el otro—. ¿En verdad te has enamorado de lo que creías un insensible «capitán de hierro» capaz de hundir barcos y ahogar gente sin experimentar la más mínima compasión?
—Me enamoré del ser humano, no del oficial.
—Pero ese ser humano llevaba puesta la máscara del oficial —puntualizó el Comandante Oskar—. Mandar un submarino y conseguir que más de medio centenar de hombres estén dispuestos a morir porque tú así lo has decidido, exige vivir eternamente disfrazado de algo que no eres y probablemente nunca quisiste ser. De lo contrario tus hombres no tardarían en descubrir tus inseguridades y tus miedos, y jamás te seguirían allí donde la presión o las cargas de profundidad pueden aplastar la nave como si se tratara de una nuez.
—Pese a cuanto digas, estoy convencida —de que nunca has experimentado miedo.
—¡Qué poco sabes sobre el miedo, pequeña! —le recriminó—. ¡Qué poco! Aquí vives aislada del mundo y no puedes ni imaginar el terror que me invade cuando al mirar a través del periscopio veo venir a tres destructores que únicamente buscan hacernos pedazos. En esos momentos se me seca la garganta y me tiemblan las manos, pero estoy obligado a mantenerme firme, tragarme el pánico, y dar órdenes con tanta serenidad como si me encontrara en un despacho. Si no lo hago, todo a mi alrededor se derrumbaría, puesto que nadie más que yo ha visto lo que está sucediendo allá arriba.
Se puso en pie como si pesara una tonelada y las piernas se negaran a sostenerle, y aproximándose a la mesa que ocupaba el centro de la estancia, se sirvió una generosa ración de coñac que contempló al trasluz unos instantes.
—¡La última copa! —exclamó—. La última oportunidad de aturdirme para evitar sentirme prisionero de esos terrores. —La alzó en dirección a la muchacha—. Por ti, que sin pretenderlo has conseguido que esos miedos aumenten, puesto que estará incluido el miedo a no volver a verte.
—¡Por Dios, no digas eso! —suplicó ella—. No me obligues a sentirme culpable.
—¿Culpable de qué? Tú no tienes más culpa que la de ser una criatura maravillosa junto a la que cualquier hombre desearía pasar en paz el resto de su vida. Tú única culpa es ser dulce, inteligente, hermosa y apasionada. Tu única culpa estriba en que sueño con envejecer a tu lado viendo crecer a unos niños que tuvieran tus cabellos, tus ojos y tu sonrisa. Tu única culpa estriba en que frente a todo eso tengo que optar por encerrarme en un enorme ataúd en compañía de unos hediondos muchachos más asustados aún que yo, y que aunque creen que me adoran en el fondo me odian como odiamos siempre todo aquello de lo que dependemos.
—¡No seas tan cruel!
—No soy cruel. Únicamente estoy tratando de ser sincero. —Dejó la vacía copa en la mesa y abrió las manos en una especie de gesto de impotencia—. ¿Qué otra oportunidad tengo de serlo? —añadió— ¿Ante quién, más que ante la mujer a la que amo, me puedo mostrar tal como en realidad soy?
—Te estás torturando.
—Hace meses que me torturo —fue la sincera respuesta—. ¿Y sabes por qué? Porque los asesinos no suelen sentir remordimientos, y cuando los experimentan tan sólo lo hacen sobre los muertos que han causado. Pero quienes no deseamos matar y nos vemos obligados a hacerlo, sentimos remordimientos, no sólo sobre los muertos reales, sino por las generaciones de seres humanos que hemos malogrado con nuestros actos.
—Se me antoja ir demasiado lejos.
—¿Demasiado lejos? —se escandalizó el Comandante Oskar—. ¿Quién puede garantizar que el descendiente de uno de aquellos pobres inmigrantes dominicanos no hubiera acabado siendo un científico que descubriera la forma de curar la leucemia? ¿O un auténtico líder amante de su pueblo? A veces siento que cada una de las muertes que llevo sobre mi conciencia se multiplica por mil, o incluso por millones.
—¡Déjalo todo entonces! —exclamó Erika Simon acudiendo a su lado y aferrándole con fuerza por los brazos—. ¡Olvídate de la guerra! La playa sigue ahí, y allí el acantilado y las montañas. Nuestro lugar remoto continúa igualmente perdido en alguna parte.
—¡Demasiado tarde! —fue la respuesta—. Los coches ya han llegado.
—¡No es posible!
—Lo es. S¡ en estos momentos intentara huir me pegarían un tiro por la espalda, y ésa no es forma de morir para quien luce una Cruz de Hierro.
—¡Señor, Señor...! —sollozó la muchacha—. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto?
—Aceptando que los demonios se hayan ido adueñando paso a paso del futuro. Si Dios nos puso el destino en las manos pero hicimos dejadez de nuestras obligaciones permitiendo que fueran los locos fanáticos quienes decidieran lo que teníamos que hacer, no tenemos derecho a quejamos.
—¿Y qué podemos hacer ahora?
—Recuperar nuestro futuro... —replicó el Comandante Oskar con sorprendente seguridad al tiempo que extraía del bolsillo superior de la camisa un sobre doblado que dejó sobre la mesa—. Aquí tienes dinero y la dirección de un pequeño hotel cerca de Montevideo —dijo—. Yo tengo que librar una última batalla que no puedo eludir, puesto que no tengo derecho a traicionar a mis hombres cuando más me necesitan. Pero si salgo con vida, consideraré que he cumplido sobradamente con mi país, y en Navidades estaré en Uruguay. Si también tú estás allí encontraremos juntos ese lugar remoto.
Abandonó la estancia sin besarla, como si le asaltara el temor que ese simple contacto le impediría, por lo que Erika Simon permaneció unos instantes confusa, inmóvil y en silencio, para ir al fin a tomar asiento a los pies de la cama y volver a contemplar, ausente, la mancha de humedad de la pared amarillenta.
Ni siquiera intentó llorar puesto que le costaba nunca tendría lágrimas suficientes como para acallar su angustia.
Los hombres del teniente Edmund Taylor conformaban realmente un equipo que se movía con la agilidad, la gracia y la potencia con que antaño lo hicieran en los estadios, consciente cada uno de ellos de cuál era su misión, y cómo tenían que llevarla a cabo.
Desde el instante en que el Capitán Akab se presentó en la vieja fábrica para indicarles que la misión tendría lugar aquella misma noche, se pusieron en marcha, y en cuanto las primeras sombras se apoderaron por completo de la isla de Lanzarote treparon a dos vetustos camiones que aún apestaban a sardina, y que media hora más tarde los depositaron en una minúscula y recóndita playa, oscura y solitaria.
Mientras tanto, en la cercana Fuerteventura, cuyas luces apenas se distinguían en la distancia, el siempre eficaz Starbuck permanecía al acecho al borde de la carretera que conducía al punto en el que sabía que aguardaban las lanchas que habrían de transbordar a los oficiales alemanes a bordo del Barracuda.
Tres coches, avanzando juntos de noche por las pedregosas carreteras de una isla que no contaba en aquellos momentos con más de medio centenar de vehículos capaces de recorrer cuarenta kilómetros sin hacer estallar el motor, no permitían abrigar ningún tipo de dudas acerca de que algo fuera de lo normal estaba aconteciendo.
Al cabo de una hora, Starbuck lanzó por fin y a través de la radio su escueto mensaje:
—«¡Por allá resopla!»
El ancestral grito de los serviolas al avistar a una ballena, tenía la virtud de alzar de sus literas a los ansiosos pescadores, incitándoles a lanzar de inmediato sus ágiles falúas al agua con el fin de dar comienzo la caza, y de igual modo provocó una frenética actividad entre los hombres que aguardaban en la playa lanzaroteño, y que se apresuran a arrastrar hasta la orilla los frágiles botes neumáticos, a los que fueron trepando con la elegante sencillez que tan sólo conceden los años de práctica.
Pero en el instante en que el teniente Taylor se disponía a embarcar, Bruno Alvarado le retuvo unos instantes obligándole a que se volviera a mirarle:
—¡Recuerde...! —le advirtió—. Sin su tripulación ese barco no nos sirve de nada. Evite las muertes.
—Se hará lo que se pueda.
—¡Y algo más...!
El otro mostró los blancos dientes bajo su mostacho en algo que en apariencia pretendía ser una ancha sonrisa.
—¡Y algo más! —admitió—. Dadas las circunstancias, se hará lo que se pueda, y algo más.
—¡Suerte!
—¡Gracias!
Se perdió en las tinieblas, tragado por la noche la que parecía haberse fundido al igual que el resto sus compañeros, puesto que con negras lanchas, remos, negros trajes de goma y pensamientos negros nada podría conseguir que destacaran sobre la impenetrable negrura de un océano que parecía haberse convertido en tinta.
El Capitán Akab hubiera dado dos dedos de una mano por acompañarle, pero las órdenes transmitidas por el almirante Barbarroja habían sido tajantes sin dar cabida a la más mínima posibilidad de réplica:
—«Su misión será la de coordinar la operación, dejando que sean los profesionales los que asalten el submarino. Admito que está usted llevando a cabo una magnífica labor, pero carece de experiencia como buceador, por lo que nos arriesgaríamos a poner en serio peligro el éxito de la operación.»
No le quedaba por lo tanto más remedio que permanecer a la espera, mordiéndose las uñas de aquellos dos y el resto de sus dedos, pendiente de las noticias que pudieran llegarle a través de la radio y consciente de que de la eficacia del comando dependían ahora años de esfuerzo y tal vez el futuro de la guerra en el mar.
Evidentemente, la eventualidad de un ataque a Scapa Flow por medio de aquella endemoniadamente astuta Operación Ratonera, había dejado de constituir una amenaza desde el momento mismo en que puso en conocimiento de sus superiores las intenciones enemigas. El grueso de la flota ya nunca se concentraría en un solo punto y los accesos a la gigantesca base se estaban modificando de modo que no existiese forma humana de bloquearlos todos, por lo que cualquiera que fuese el rumbo que tomase la guerra la supremacía naval británica siempre resultaría indiscutible.
Las islas podrían ser por tanto bombardeadas e incluso machacadas sistemáticamente, pero nadie estaría en condiciones de invadirlas a través de las aguas del Canal, por lo que continuaría siendo la cabeza de puente por la que los aliados acabarían asaltando el bastión alemán.
Pero ser dueños de la superficie de los océanos de nada serviría si el enemigo se convertía en el amo de sus profundidades, y por lo tanto capturar y aprender a combatir a aquella nave infernal, o intentar imitarla, se convertían a todas luces en objetivos primordiales de cara al futuro.
Sentado en la playa, con el oído pegado a la pequeña radio, y con Justo Marrero vigilando entre las rocas, Bruno Alvarado se esforzó por tanto en imaginar cómo los hombres del teniente Taylor se irían lanzando uno tras otro al agua una vez hubieran sobrepasado la punta del Papagayo, cómo se sumergirían con intención de aproximarse solapadamente a aquel punto, perfectamente señalizado, en el que una barca extraña a las islas dejaba pasar las horas pescando allí donde nada se conseguía pescar, y cómo asomarían de tanto en tanto la cabeza a la búsqueda de la inmensa mole metálica, que se recortaría contra un cielo tachonado de estrellas.
Una hora más tarde abrigó el absoluto convencimiento que ya se habrían concentrado en torno al casco del submarino, y que sin duda tres de ellos habían reptado por la cubierta con el fin de neutralizar silenciosamente a los vigías de la torreta.
Una vez conseguido ese primer objetivo, el trabajo se simplificaría notablemente puesto que tendrían al alcance de la mano la entrada de aire del Schnorchel a la que podrían aplicar una bombona de gas que haría perder el conocimiento en cuestión de minutos a cuantos se encontraran en su interior.
Dominando la escotilla de entrada, lo que impediría que se intentase sumergir la nave, penetrar con máscaras antigás y adueñarse de la situación sería ya casi un juego de niños. A partir de ese momento, lo único que tenían que hacer era esperar la llegada de los que se aproximaban desde Fuerteventura.
Ése era el plan, de ese modo tenía que ser seguido paso a paso por unos hombres que lo habían ensayado un centenar de veces, y lo único que a él le quedaba hacer era permanecer allí, pegado a la radio, y rezando cuanto sabía para que ningún imprevisto lo hiciera abortar.
En ese caso, si algo fallaba, lo sabría de inmediato, puesto que una gigantesca explosión iluminaría la tranquila noche lanzaroteña, señal inequívoca de que las minas que se habían fijado al casco del Barracuda antes de iniciar cualquier maniobra de asalto, no habían sido desactivadas antes de que transcurrieran veinte minutos.
¡Veinte minutos!
Ése era el tiempo exacto de que disponía aquel puñado de valientes para coronar con éxito su misión o tirarse de cabeza al agua y alejarse a toda prisa si no deseaban saltar por los aires.
Veinte minutos para dar la orden de desconectar unas potentísimas cargas que tan sólo tres de ellos sabían en qué punto del casco habían sido colocadas.
Veinte minutos, y tan sólo uno más para sumergirse, tantear con sumo cuidado y hacer girar una corta palanca, lo que serviría para impedir que una obra maestra de la ingeniería naval y más de medio centenar de seres humanos fuesen a parar al fondo de arena del hermoso y pacífico canal de la Bocayna.
¿Cuánto faltaba para que se cumplieran aquellos fatídicos veinte minutos?
¿Cómo saberlo si ni siquiera sabía en qué momento exacto había comenzado la terrorífica cuenta atrás?
Con los ojos fijos en la intermitente luz del faro de Isla de Lobos, puesto que sabía que justo en aquella dirección se debía encontrar en aquellos momentos el submarino, el Capitán Akab continuaba rezando para que una columna de fuego no se alzase en mitad de la noche.
De tanto en tanto no conseguía evitar dedicarle un pensamiento a quien probablemente se encontraría también rezando a su dios para que todo transcurriese tal como se había imaginado.
¡Extraña criatura!
Extraña y sorprendente.
Hermosa, inteligente, dulce, y ahora, al parecer, enamorada.
La admiraba. La admiraba como mujer, como soldado y como ser humano que había sabido demostrar un valor y una entereza a toda prueba.
Él, por su parte, estaba decidido a cumplir su palabra. Haría cuanto estuviera en su mano por conservar la vida de aquel a quien Erika tanto amaba, y se esforzaría más tarde por conseguir que una vez acabada la guerra pudieran volver a reunirse.
Era una deuda que tenía la obligación de pagar, puesto que infinitamente mayor era la deuda que toda una nación había contraído con la valiente muchacha.
¡Veinte minutos!
¡Qué largo puede llegar a hacerse el tiempo!
¡Qué angustiosa la espera!
El tímido destello del faro volvía y se marchaba. De aquella luz que mostraba los caminos y señalizaba los peligros dependía muchas vidas.
Alguien pasaba la noche en vela cuidando de esas vidas.
Allí en la cima de una colina de un islote deshabitado, un hombre leía atento a que el haz de luz cruzase una y otra vez, con monótona regularidad, ante su ventana.
Un millón de veces cada noche.
Y noche tras noche, mes tras mes, año tras año.
Quizá durante la pasada guerra civil aquel torrero habría matado a algún compatriota.
Ahora, sin embargo, sería capaz de arriesgar su vida por salvar la de cualquier desconocido que cruzara ante su faro.
¿Cuánto duran veinte minutos cuando no se sabe qué momento se ha empezado a contar?
Un tiempo infinito.
Comenzó a desear que el cielo se iluminara con el restallar de una monstruosa deflagración.
Al menos así descubriría que algo había salido mal.
La certeza del fracaso puede llegar a ser preferible a la incertidumbre del triunfo.
Lo peor es siempre la espera.
¿Dónde se encontrarían en aquel inismo instante los hombres del teniente Taylor?
¿Dónde, por los clavos de Cristo?
¡Moby Dick! ¡Moby Dick! ¡Moby Dick!
¡Victoria!
—¡Moby Dick! ¡Moby Dick! ¡Moby Dick! —repitió una y otra vez una anónima voz excitada y temblorosa.
¡Victoria!
—¡Victoria, Justo, lo han conseguido!
—¡Bendito sea Dios! —fue la corta respuesta del consejero.
Una hora más tarde, el Capitán Akab penetraba en el interior del complejo y en cierto modo apabullante puente de mando del submarino, para enfrentarse a cuatro lívidos oficiales de la marina alemana, cuyos demudados rostros denotaban la magnitud de su rabia, frustración y dolor.
—Nombre y graduación... —fue lo primero que dijo.
No obtuvo respuesta, por lo que intercambió una corta mirada de sorpresa con el teniente Taylor, quien se limitó a encogerse de hombros al tiempo que comentaba:
—Hasta ahora no han dicho una palabra, pero aunque no lleven uniforme parece evidente que ése de ahí es quien manda.
Bruno Alvarado clavó la vista en un hombre de mediana estatura, cabello castaño claro, cuidada barba entrecana y ojos de un gris acerado, para inquirir al poco:
—¿Habla inglés...? —Ante el levísimo gesto de asentimiento añadió—: ¿Es cierto eso? ¿Es usted el capitán?
Nuevo gesto de conformidad, y ante la evidencia de que persistía en su actitud de no abrir la boca, su interlocutor tomó asiento frente a él para inquirir en un tono helado y casi amenazante:
—¿Se da cuenta de que al haber sido sorprendidos sin uniforme en una nave armada que no luce ningún tipo de distintivos en aguas de un país neutral pueden ser considerados saboteadores? Ello me autoriza a fusilarlos sin contravenir los acuerdos internacionales referentes al trato que debe concederse a los prisioneros de guerra.
—También ustedes se encuentran armados y en aguas de un país neutral —replicó calmosamente el alemán, decidiéndose a abrir por primera vez los labios—. Por lo tanto, lo que está obligado a hacer es entregamos a las autoridades españolas.
—Ése es un punto de vista discutible... —admitió el hispanoinglés— ¡Muy discutible! Pero ahora no me siento dispuesto a discutir. Los hemos cazado y punto. ¿Nombre y graduación?
—Comandante Oskar.
—¿Oskar qué?
—Oskar nada.... —fue la agria respuesta—. Comandante Oskar, eso es todo.
—De acuerdo, —admitió el otro—. Comandante Oskar. No es éste ni el lugar ni el momento para un absurdo interrogatorio. Tiempo habrá para establecer su verdadera identidad. —Le colocó ante los ojos dos dedos ligeramente abiertos—. Le ofrezco dos alternativas —puntualizó—. Una, admitir que ha sido capturado y poner rumbo a Inglaterra sin causamos problemas. La otra, permanecer aquí encerrados hasta que las minas que hemos colocado bajo el casco hagan explosión.
—Eso le convertiría en criminal de guerra —le hizo notar el alemán.
—¡Es posible! —fue la cruda respuesta—. Pero ¿Quién más lo sabría? Oficialmente esta nave no existe, y por lo tanto ustedes tampoco. Sospecho que su alto mando se ha preocupado de que todos y cada uno de sus hombres figuren como desaparecidos o fallecidos en acciones de guerra, y en ese caso no se me ocurre quién podría acusarme de asesinar a unos muertos.
—Su conciencia.
—Suponiendo que la tenga, que es mucho suponer en los tiempos que corren... —El Capitán Akab extrajo del bolsillo superior de su camisa un cigarrillo que encendió con estudiada parsimonia—. Admito que soy un espía —añadió al poco—. Lo admito, sé a lo que me expongo, e imagino que usted también lo sabía cuando aceptó esta misión, o sea que dejémonos de estúpidas argumentaciones que a nada conducen. —Le observó torciendo ligeramente el cuello al inquirir—: ¿Nos lleva a Inglaterra o le recomienda a sus hombres que empiecen a rezar?
Se hizo un largo silencio en el que el Comandante Oskar pareció estar sopesando los pros y los contras de las escasas opciones que se le ofrecían, y por último quiso saber:
—¿Qué tratamiento recibiríamos?
—El de prisioneros de guerra, naturalmente.
—¿Aunque nos negáramos a revelar nuestra verdadera identidad?
—¡Aun así! Una vez— en Londres ya no tendrá importancia puesto que nuestros servicios de información no tardarán en descubrir quiénes son en realidad. —Bruno Alvarado se encogió de hombros como dando a entender que el problema carecía de importancia al puntualizar—: Alemania no cuenta con demasiados capitanes de submarinos capaces de mandar una nave como ésta, por lo que imagino que usted debe de ser Otto Kretschmer, Joachim Schepke o más probablemente Günther Prier, que ya nos jugó una muy mala pasada en Scapa Flow
De nuevo se hizo un silencio en el que de nuevo el Comandante Oskar pareció sumirse en profundas meditaciones.
Por último replicó casi con un susurro:
—¡De acuerdo! Pondremos rumbo a Inglaterra.
—Me alegro que haya tomado la decisión más sensata, pero procure no hacer tonterías. No tenemos interés en causar el menor daño a no ser que nos obliguen a ello.
El otro se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
—Cuando se gana, se gana.. . —musito—. Pero hay que estar preparado para cuando toca perder. ¿A qué hora quiere zarpar?
—Cuanto antes...
—En ese caso tendrá que poner en libertad a mis hombres. Esta nave es muy modema, pero no funciona sola.
—¡De acuerdo! Pero tenga muy presente que cada grupo estará encerrado en su propia sección y con las compuertas de seguridad soldadas. Se les proporcionará mantas, hamacas, comida y agua suficientes para sobrevivir el tiempo que dure la travesía, pero no podrán abandonar sus zonas de trabajo. Impartirá las órdenes desde aquí y por medio de los intercomunicadores.
—Entiendo.
—¿Está seguro?
—Completamente. Ya se lo he dicho: cuando se pierde, se pierde, y quien no sabe aceptarlo es un imbécil.
Los hombres del teniente Taylor tardaron casi dos horas en encerrar a los diferentes grupos de tripulantes en cada sección de la nave a la que pertenecían, por lo que cuando se concluyeron de soldar las gruesas compuertas de seguridad, la primera claridad del día había hecho su aparición en el horizonte.
El Capitán Akab que había trepado a la torreta con el fin de comprobar que se desconectaban definitivamente las minas del casco, se recreó unos instantes en el color rojizo de las lejanas montañas cuando se reflejaron sobre ellas los primeros rayos de sol, y aspirando casi con ansiedad un aire limpio y fresco que sabía que tardaría en volver a sentir, descendió en último lugar por la empinada escalerilla cerrando sobre su cabeza la pesada escotilla.
—¡Cuando quiera! —dijo.
—¿En inmersión? —fue la pregunta.
—Naturalmente! Prefiero no tropezarme con amigos, enemigos, o falsos neutrales. ¡Y ahora veamos si este barco es tan excepcional como aseguran!
Era en verdad un barco excepcional, de eso no cabía la más mínima duda.
Amplio, rápido, silencioso, bien ventilado y que respondía a los mandos con tanta suavidad, que a menudo se experimentaba la curiosa impresión de que, más que navegar, volaban entre dos aguas.
Sentado en un sillón giratorio desde el que dominaba cada rincón de la sala de mandos, el Comandante Oskar se limitaba a transmitir por medio de un micrófono concisas órdenes que sus hombres se apresuraban a obedecer sin la menor vacilación, al extremo de que todo parecía transcurrir como entre sueños, o como si aquélla fuese una máquina dotada de vida propia, y a la que lo único que parecía importarle eran el ritmo y la armonía.
Muy lejano se percibía apenas el monótono retumbar de unos motores que recordaban más bien el latido de un inmenso corazón, y de tanto en tanto una bocanada de aire fresco se adueñaba de las distintas secciones del buque como si el gran monstruo de acero aspirase con la cadencia de un ser vivo.
—¿A qué profundidad nos encontramos
—A poco más de sesenta metros.
—¿Y ese aire?
—Comprimido.
—¿Cuánto dura?
El Comandante Oskar observó de reojo al Capitán Akab que era quien le había hecho la pregunta, dudo unos segundos, pero pareció llegar a la conclusión de que resultaba estúpido negarse a dar explicaciones sobre el funcionamiento de una nave que ya había dejado de pertenecerle.
—Seis horas replicó al fin.
—¿Tendremos que emerger para reabastecemos?
—No, necesariamente. Bastará con que naveguemos a unos ocho metros de profundidad para que la toma de aire haga su trabajo.
—¿Y si hay oleaje?
—Nuestro Schnorchel sabe diferenciar entre agua y aire —fue la respuesta no exenta de un cierto orgullo—. Si la mar está muy agitada bailaremos un poco, pero eso será todo.
—¿Cuánto tiempo se necesita para recargar de aire comprimido los tanques?
—Depende... Con mar en calma y los motores al máximo unas cuatro horas, pero con dos suele bastar para no tener problemas hasta que caiga la noche.
—¿A qué velocidad vamos en estos momentos?
—A unos catorce nudos. No conviene forzar unas máquinas que acaban de ser puestas a punto y necesitan un cierto período de adaptación, pero mañana podrán trabajar a plena potencia.
—Cuesta reconocer los méritos del enemigo admitió al poco Bruno Alvarado—. Pero no cabe duda que este bicho impresiona...
—¡Gracias! Como imagino que sabrá su verdadero padre es el Profesor Walter, pero también es cierto que todos los que estamos aquí hemos contribuido desde el primer momento a que se haya convertido en una realidad... —El Comandante Oskar agitó una y otra vez la cabeza en un ademán evidentemente pesimista, al concluir—: Es una pena que tanto esfuerzo acabe por resultar inútil...
—Ningún avance técnico resulta inútil —le hizo notar el otro—. En la paz, o en la guerra, alguien acaba por beneficiarse.
—De nada sirve un submarino en tiempo de paz. —El alemán hizo un leve ademán hacia el enorme reloj que presidía el mamparo frontal—. Y pronto serán las doce en Berlín...
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Mucho... —Como su interlocutor le observaba un tanto confuso, añadió—: ¿Tiene idea de lo que es El Enigma?
El hispano¡nglés agitó la mano con gesto de duda.
—Más o menos... Tengo entendido que es una especie de máquina descodificadora bastante compleja.
—Exactamente —admitió el Capitán del submarino—. Una máquina a la que cada día, a las doce en punto, hora de Berlín, hay que cambiarle el código para que de ese modo el enemigo nunca pueda descifrar nuestros mensajes.
—Algo de eso he oído.
—Siendo así no le sorprenderá que le diga que uno de ellos ha sido adaptado al cuadro de mandos de esta nave, por lo que cada día, a las doce en punto, hora de Berlín, resulta imprescindible variar la colocación de las ruedas del código.
El Capitán Akab advirtió cómo un inquietante sudor frío comenzaba a descenderle por la espalda, por lo que a duras penas acertó a balbucear:
—¿Y si no se hace?
—El barco comienza a hundirse irremediablemente.
—¡No es posible!
—Lo es.
—¡No puedo creerlo!
—Pues debería creérselo... ¿Qué ganaría con mentirle?
Bruno Alvarado observó con profundo detenimiento el impasible rostro y los fríos ojos del hombre que continuaba sentado, inmutable, en el sillón giratorio, abrigó el firme convencimiento de que decía la verdad, y al fin, casi sin fuerzas, inquirió:
—¿Quién conoce ese código?
—Únicamente el Capitán de la nave. Únicamente yo.
—¿Y piensa cambiar la colocación de esas ruedas?
—No.
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
El otro tardó en responder. Meditaba, tal vez dudaba sobre la respuesta que deseaba dar, pero por último alzó los ojos hacia el reloj, comprobó que tan sólo faltaba un minuto para que marcara las doce en punto, y con un tono de voz sereno y firme, señaló:
—Durante estos últimos meses he estado dudando sobre la conveniencia o no de recomendar que se comiencen a construir en serie naves como ésta. —Lanzó un resoplido—. Sé, mejor que nadie, que puede llegar a ser terriblemente destructiva, y estoy convencido de que con dos docenas de ellas los canallas que se han adueñado de Alemania, se adueñarían también del mundo... —Negó convencido—. Y no me apetecía en absoluto. No deseaba contribuir de un modo tan significativo al triunfo de unas ideologías que cada día me producen más repugnancia ...
—Entonces... ! —le interrumpió Bruno Alvarado atisbando un resquicio de esperanza—. Si no quiere que triunfen, ¿por qué no nos ayuda a erradicarlas? ¿Por qué no permite que el barco llegue a Inglaterra?
—Porque una cosa es que no quiera ayudar a los nazis, y otra muy diferente que ayude a los enemigos de mi patria. Ante todo sigo siendo alemán y no soportaría ver cómo aniquilan a mi país a sabiendas de que he colaborado a que así sea. No he nacido traidor... —puntualizó—, pero el destino me ha llevado a un punto en que considero que tan traidor sería inclinándome del lado de Hitler, como del de los aliados.
—¡Pero morir arrastrando a tantos inocentes no es una solución! ¿Qué va a obtener con ello?
—Que el alto mando se olvide para siempre del Barracuda y abandone el proyecto. Un prototipo que sin razón aparente desaparece de improviso en mitad de un océano en calma para ir a parar a cuatro mil metros de profundidad, pierde toda opción de futuro. Ni alemanes ni ingleses volverán a pensar en él, y le garantizo que eso es algo que la humanidad agradecerá eternamente.
—Pero ¿y nosotros? —se escandalizó el Capitán Akab—. ¿Y sus hombres? ¿Cree que tiene derecho a condenamos a morir porque usted no haya conseguido determinar cuáles son sus auténticas prioridades?
—Todos somos soldados —fue la helada respuesta—. Todos sabíamos que nuestras opciones de sobrevivir a esta guerra eran escasas, y como usted mismo ha dicho, la mayoría ya estamos «oficialmente» muertos. —Hizo una larga, larguísima pausa y al fin sentenció no sin cierta amargura—: Quedar en el olvido, y que la historia no nos dedique ni siquiera una línea, será el mayor favor que podamos hacerle a las generaciones futuras...
Aguardó de nuevo unos instantes con la vista clavada en el reloj, y en cuanto el segundero dio un nuevo salto, abrió el interruptor del micrófono y señaló en voz alta y clara:
—¡Habla el Capitán... ! Siento tener que comunicar que la nave ha comenzado a ganar profundidad sin que exista posibilidad alguna de que regrese a la superficie... Preparaos por tanto a morir con el valor y la serenidad que siempre habéis demostrado.
Se interrumpió con el fin de humedecerse ligeramente los labios, pero casi de inmediato se inclinó hacia adelante para añadir alzando la voz:
—¡Que el Señor nos acoja en su seno! ¡Muera Adolf Hitler! Viva Alemania!
Se hizo el silencio.
Un silencio angustioso.
Un silencio cada vez más azul.
Cada vez más frío.
Cada vez más profundo.
Instantes después todo pasó al olvido.
FIN
Lanzarote, enero de 1999