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agosto 08, 2010
Título Original: The valor Capen Varra © 1957
El viento llegaba del norte arrastrando aguanieve. Sus fuertes y cortantes ráfagas azotaban el mar cada vez con más violencia, hasta que la nave se estremeció y los hombres notaron el rostro humedecido por las salpicaduras. Más allá de la borda estaba la noche de invierno, una negrura móvil en la que las olas se agitaban y rugían; abriéndose paso a través de la gran oscuridad, los hombres solo notaban el amargor de las gotas de agua marina llevadas por el viento, aguijonazos de agua-nieve y el azote del huracán.
Cappen perdió pie cuando la nave se inclinó bajo él, le resbalaron las manos de la gélida borda y cayó pesadamente sobre cubierta. El agua que ya iba entrando en la nave fue una nueva sensación de frío en sus ropas empapadas. Luchó por volver a ponerse en pie, apoyándose en uno de los bancos de remeros y deseando, con aire miserable, tener algo más que expulsar de su estremecido estómago. Pero ya había vomitado su ración de bacalao seco y galleta de munición, entre las carcajadas de los hombres de Svearek, al comenzar la galerna.
Sus entumecidos dedos tantearon ansiosamente el arpa que llevaba a su espalda.
Aún parecía estar intacta dentro de su funda de cuero. No le importaban los empapados calzones enguatados y la túnica que colgaban pegados a su piel. Cuanto antes cayeran podridos, mejor. El pensar en las sedas y linos de Croy le hacía suspirar.
¿Por qué había ido a Norren?
Una gigantesca silueta, vaga en la siseante oscuridad, se alzó junto a él y lo sostuvo con una mano. Apenas si podía oír los bramidos de toro del gigante rubio:
-Ja, cuidado, mozo. Me parece que los caminos del mar son demasiado duros para tus pies.
-Gulp - gimió Cappen. Con su delgado cuerpo acurrucado en el banco, se sentía demasiado mísero para que nada le importase. El aguanieve caía sobre sus hombros y las gotitas de agua de mar se congelaban en su cabello rojizo.
Torbek de Norren forzó la vista, tratando de perforar la noche. Esto hizo que su rostro curtido se convirtiese en un amasijo de arrugas.
-Es una amarga fiesta ésta que celebramos. Fue una locura por parte del rey querer ir a visitar a su hermano, al otro lado del mar. Ahora la tormenta nos ha separado de las otras naves, el fuego se ha apagado y nos hallamos solos en la Garganta del Lobo.
El viento siseaba por entre la cordamenta. Cappen podía ver cómo el único mástil de la nave trazaba figuras en el cielo. El hielo que había en la vela recogida lo convertía en una pálida pirámide. Hielo por todas partes, una gruesa capa en la borda y los bancos, y cubriendo también la cabeza de dragón y la terminación de popa, mientras la nave se balanceaba y cabeceaba bajo el continuo embate de las olas y los hombres achicaban y achicaban el agua medio helada que hacía la nave, para mantenerla a flote, en tanto que el viento era demasiado fuerte para navegar a vela o para remar. ¡Sí... era una helada fiesta!
-Pero el caso es que Svearek se ha comportado de un modo muy extraño desde que la troll raptó a su hija, hace tres años prosiguió Torbek. Se estremeció en una forma que no era ocasionada por el invierno. Nunca sonríe, y su mano, que en otro tiempo estuvo muy abierta, ahora se cierra alrededor de la plata y sus hombres tienen una mísera recompensa y ni siquiera reciben las gracias. Sí, es muy extraño...
Sus pequeños ojos color azul hielo se clavaron en Cappen Varra y éste comprendió las palabras no pronunciadas: más extraño aún que la gente como tú, el bardo vagabundo llegado del sur. Y también es extraño que te mantenga en su casa cuando no puedes cantar como les gustaría a sus hombres.
A Cappen no le quedaban fuerzas para defenderse. Había ido hasta las tierras de los bárbaros del norte con la idea de que serían generosos con un juglar que pudiera ofrecerles algo más que sus propios burdos cantos. Había sido un error: no les importaban los rondeles y las sextinas, y bostezaban ante la evocación de las rosas blancas y rojas bajo la luna de Caronne, una luna menos brillante que los ojos de mi dama. Ni tampoco tenía un hombre de Croy el tamaño y fuerza para imponerles respeto; la ligera hoja de la espada de Cappen se movía con la suficiente rapidez como para que ninguno de ellos tuviese demasiadas ganas de luchar con él, pero le faltaba la fuerza que da la pura masa. Solo Svearek había disfrutado oyéndole cantar, pero era un mezquino, y su villorrio hediondo era de un aburrimiento sin límites para un hombre acostumbrado a las cortes de los príncipes del sur.
¡Si hubiera tenido el valor de irse...! Pero había ido retrasando la partida, con la esperanza de que los cofres de Svearek se abriesen algo más; y ahora lo habían arrastrado hasta la Garganta del Lobo, en ruta a un festival del solsticio de invierno que tendría que ser celebrado en plena mar.
-Si tuviéramos fuego... - Torbek metió las manos dentro de su capa, tratando de calentarlas un poco. La nave se balanceó de tal forma que casi quedó totalmente de costado; Torbek se equilibró sobre sus piernas con la práctica que dan los años, pero Cappen volvió a rodar por cubierta.
Se quedó allí de bruces durante un rato, pues su cuerpo magullado se negaba a moverse. Un marino cansado que llevaba un cubo le miró hoscamente por entre sus goteantes cabellos. Su grito apenas si se oía bajo el aullar y gemir del viento:
-¡Si te gusta tanto estar aquí, podrías ayudarnos a achicar!
-Aún no es mi turno - gruñó Cappen y, lentamente, se puso en pie.
La ola que casi los había hundido había apagado el fuego de la nave y empapado de tal modo la madera que ya no había esperanzas de volver a encenderlo. Así que les tocaba comer pescado frío y galleta ablandada por el agua de mar hasta que volvieran a ver tierra... si es que alguna vez lo lograban.
Mientras Cappen se alzaba lentamente por el costado de sotavento, creyó ver brillar algo, muy lejos, allá en las profundidades de la horrible noche. Una temblorosa chispa roja... Se pasó una mano rígida por el frío sobre los ojos, preguntándose si la locura del viento y el agua había logrado abrirse camino hasta el interior de su cerebro. Un soplo de aguanieve lo volvió a ocultar. Pero...
Se tambaleó camino de la popa, por entre los bancos. Las figuras acurrucadas lo maldecían con aire cansino cuando las pisaba. La nave se estremeció, corrió a lo largo del borde de una gigantesca ola espumosa y se deslizó por la pendiente de la misma; por un instante los blancos dientes del mar sonrieron por encima de la borda, y Cappen esperó que aquello fuera el fin de todo. Luego, la nave volvió a subir ola arriba, de algún modo, y se deslizó hacia un nuevo valle.
El rey Svearek aferraba el remo timón y estaba tratando de mantener la nave en el viento. Había permanecido en aquel lugar desde la puesta del sol, enorme e infatigable, con sus piernas apuntaladas y el móvil madero aferrado entre sus brazos. Parecía más que humano, allí bajo el poste de popa, cubierto de carámbanos, con su cabello y barba grises rígidos por el hielo. Bajo el casco cornudo, el fuerte y hosco rostro se volvía hacia la izquierda y hacia la derecha, atisbando en la oscuridad. Cappen se sintió más pequeño de lo habitual cuando se aproximó al timonel.
Se inclinó cerca del rey, gritando contra el soplo del viento:
-Mi señor, ¿será posible que haya visto la luz de una llama?
-Sí. La descubrí hace más de una hora - gruñó el rey -. He estado tratando de llevar la nave más cerca de ella.
Cappen asintió con la cabeza, demasiado mareado y cansado para sentirse desengañado.
-¿Qué es?
-Alguna isla... hay muchas en estas aguas. ¡Pero, cállate!
Cappen se acurrucó bajo la borda y esperó.
Cuando volvió a mirar, el solitario brillo rojizo parecía más cercano.
La voz de Svearek se alzaba en un rugido que lograba vencer el ruido de la galerna y era oído de proa a popa de la nave.
-¡Acá! ¡Venid acá todos los que no estéis trabajando!
Se acercaron a él con lentitud, grandes formas oscuras cubiertas de lana y cuero, dominando en estatura a Cappen como si fueran dioses de la tormenta. Svearek hizo un gesto con la cabeza en dirección al brillo parpadeante.
-Es una de las islas y debe de haber alguien que viva en ella. No puedo acercar más la nave por miedo a las rompientes, pero uno de vosotros debería poder llevar el bote hasta allí y traernos fuego y madera seca. ¿Quién irá?
Atisbaron sobre la borda, y el inquieto estremecimiento que los recorrió no fue ocasionado por los cabeceos y bandazos de la cubierta, bajo sus pies.
Beorna el Atrevido habló al fin, y apenas si se le pudo oír en la ruidosa oscuridad.
-Nunca supe que viviera ningún hombre por aquí. Debe ser un cubil de trolls.
-Así es, y por tanto... por tanto se comerían al hombre que enviásemos... saquemos los remos y huyamos de aquí, aunque nos cueste la vida... - el asustado murmullo apenas si se oía bajo el resonante viento.
El rostro de Svearek se contrajo en una mueca de ira.
-¿Sois hombres o niños de teta? ¡Si son trolls, os abrís paso entre ellos con las armas, pero traedme fuego!
-Incluso una troll es más fuerte que cincuenta hombres, mi rey - gritó Torbek -. Bien lo sabemos desde que aquella mujer monstruo se abrió paso entre nuestros centinelas, hace tres años, y se llevó a Hildigund.
-¡Ya basta! - surgió un alarido de la garganta de Svearek -. ¡Os costará vuestras huecas cabezas a todos, si no vais a la isla!
Los hombretones de Norren se miraron unos a otros, y sus hombros se alzaron como los de los osos. Fue Beorna quien habló por ellos:
-No, no lo haremos. Somos caballeros libres que lucharemos por un líder, pero no por un loco.
Cappen se aplastó contra la borda, tratando de hacerse lo más pequeño posible.
-¡Que todos los dioses os den la espalda! - en los ojos de Svearek había algo mas que cansancio y desesperación, algo que recordaba a la muerte -. ¡Entonces, iré yo!
-No, mi rey. Eso es algo que no permitiremos.
-Soy el rey.
-Y nosotros tus caballeros, y hemos jurado defenderte... incluso contra ti mismo. No irás.
La nave se estremeció de nuevo, con tal violencia que todos fueron lanzados contra estribor. Cappen cayó sobre Torbek, que tendió la mano para apartarlo a un lado, pero que luego lo agarró con su enorme puño por la túnica.
-¡Aquí está nuestro hombre!
-¡Huy! - aulló Cappen.
Torbek lo puso en pie de un fuerte tirón.
-No puedes remar o achicar la parte que te correspondería - gruño -. Ni sabes tender la vela o hacer ninguna de las funciones de un marinero... ¡Ya es hora de que te muestres útil!
-Sí, sí... que vaya el pequeño Cappen. Quizá pueda dormir a los trolls con sus cantos - las risas eran duras, casi como ladridos, aunque tenían un tono de miedo, y todos las compartieron.
-¡Mi señor! - gimió el bardo -. Soy vuestro invitado...
Svearek se echó a reír de una forma nada agradable, como lo hacen los locos.
-Cántales una de tus canciones - aulló -. Hazles un buen ron... como lo llames; dedícalo a la belleza de la mujer del troll. ¡Y tráenos algo de fuego, hombrecillo! ¡Tráenos una llama menos ardiente que el fuego que alberga tu pecho por su dama!
Los dientes aparecieron entre las desgreñadas barbas, al abrirse las bocas en sonrisas. Alguien tiró de la cuerda de remolque del bote de la nave, acercándolo a ésta.
-¡Vamos, so rabicorto! - una callosa mano lanzó a Cappen contra la borda.
Gritó una vez más. Un hacha se alzó sobre su cabeza. Alguien le entregó su delgada espada, y, por un loco momento, pensó en luchar. Era inútil... eran demasiados. Envainó su espada y escupió a los hombres. El viento le lanzó el esputo contra su propia cara y todos se partieron de risa.
¡Sobre la borda! El bote se alzó hacia él, y cayó hecho un lío sobre las empapadas planchas, tras lo que alzó la vista hacia los desdibujados rostros de los nórdicos. Luchaba contra un sollozo que trataba de surgir de su garganta mientras se sentaba y sacaba los remos.
Un golpe de remo mal dado lo apartó, dando vueltas, de la nave, y enseguida la noche se la hubo tragado y se encontró solo. Envarado, se dedicó a la tarea. A menos que desease ahogarse, no había otro lugar al que ir sino la isla.
Estaba demasiado cansado y mareado para sentir miedo, y su único temor era causado por el mar. Podía alzarse sobre él, tragarlo, y los peces pasarían sobre él y las largas algas se enredarían en su cadáver cuando estuviese muerto en el fondo. Los suaves valles de Caronne y las rosas de los jardines de Croy le parecían un sueño. Solo era real el rugido y el bramido del mar del Norte, el siseo del aguanieve y las gotas arrancadas de las olas, el loco aullar del viento; estaba tan solo como jamás lo hubiera estado hombre alguno, e igual de solo se lo tragarían los tiburones.
El bote se estremecía, pero seguía las olas con más facilidad que la nave. Poco a poco, se dio cuenta de que la tormenta lo estaba empujando hacia la isla. Esta se estaba tornando visible: era una sombra más negra que se recortaba sobre la noche.
No podía remar demasiado bien con aquella mar tan agitada; recogió los remos y esperó que la galerna le volcase el bote y le llenase la boca de mar. Y, cuando gorgotease en su garganta, ¿cuál sería su último pensamiento? ¿Debería recordar la encantadora imagen de Ydris de Seilles, la dama del largo cabello brillante y la voz cantarina? Pero también había disfrutado con la risa atrevida de la oscura Falkny, por lo que no podía olvidarla. Y también tenía recuerdos de Elvanna en su castillo junto al lago, y Sirann la de los Cien Anillos, y la hermosa Vardry, y Lona, orgullosa como un halcón, y... no, no podía hacer justicia a ninguna de ellas en el poco tiempo que le quedaba. ¡Qué pena tan grande!
No, un momento, había aquella noche inolvidable en Nienne, con aquella belleza que le había susurrado en el oído, y acercándosele, había hecho que su cabello cayese como una tienda sedosa sobre sus mejillas... ¡Ah, aquél había sido el punto culminante de su vida... bajaría a la oscuridad con el nombre de ella en sus labios!... ¡Pero, infiernos! ¿Cuál era el nombre de ella?
Cappen Varra, bardo de Croy, se aferró al banco y suspiró. La gran voz hueca de las rompientes fue aumentando de tono a su alrededor, las olas saltaron sobre la borda y el bote danzó alocadamente. Cappen gruñó, acurrucándose en el abrazo de sus propios miembros y estremecido de frío. Ya se acercaba con gran rapidez el final de la luz y las risas, era el camino oscuro y solitario que todos los hombres debían recorrer. ¡Oh, Ilwarra de Syr, Aedra de Tholis... si os pudiera besar una vez más!
Chirriaron piedras bajo la quilla. Fue un sobresalto que lo atravesó como una espada. Cappen alzó la vista, incrédulo. ¡El bote había llegado de una sola pieza a tierra... Estaba vivo!
Era como si de nuevo notase el sol. Desapareció su cansancio y saltó sobre la borda, sin notar ya ni el helor de las olas. Con un gruñido, tiró del bote hasta la estrecha playa rocosa y anudó la cuerda a un promontorio que surgía como un colmillo de los arrecifes.
Luego, miró a su alrededor. La isla era pequeña y absolutamente desnuda, apenas un desolado peñasco que se alzaba del mar que rugía a sus pies y saltaba sobre sus hombros. Había llegado a una pequeña cala rodeada de farallones, que de algún modo quedaba protegida del viento. ¡Estaba a salvo!
Se quedó de pie por un momento, recordando todo lo que había aprendido acerca de los trolls que infestaban aquellas tierras del norte. Repugnantes e inhumanos habitantes de las entrañas de la tierra, no sabían lo que era envejecer; una espada podía hacerlos pedazos, pero antes de poder alcanzarlos en algún punto vital, su fuerza inhumana acostumbraba a acabar con su atacante. Luego, se lo comían...
No era extraño que los hombres del norte les temiesen. Cappen echó hacia atrás su cabeza y lanzó una carcajada. En una ocasión le había hecho un favor a un poderoso brujo del sur, y la recompensa de éste colgaba de su cuello: un pequeño amuleto de plata. El brujo le había dicho que ningún ser supranatural podía hacer daño a nadie que llevase un trozo de plata. Los nórdicos decían que el troll no tenía ningún poder sobre el hombre que no le tenía miedo; pero, naturalmente, con solo ver a uno al más valiente se le volvía hielo el corazón. Según parecía, aquellas gentes no conocían el valor de la plata... Resultaba extraño, pero así era. Sin embargo, dado que Cappen Varra silo conocía, no tenía razón alguna de sentir miedo; por consiguiente, estaba doblemente seguro, y solo era cuestión de convencer al troll para que le diera un poco de fuego. Si es que había algún troll allí, y no un inofensivo pescador.
Silbó alegremente, se sacudió algo del agua que empapaba su capa y su cabello rojizo y comenzó a caminar a lo largo de la playa. En la gélida oscuridad, podía entrever un sendero trazado por las pisadas que lo habían recorrido y que subía hasta uno de los farallones, por lo que decidió tomarlo.
Al llegar a la parte más alta del camino, el viento le arrancó el silbido de los labios. Alzó los hombros para resistirlo mejor y caminó más deprisa, lanzando juramentos cuando tropezaba con alguna piedra que no había visto. Las rocas, cubiertas de hielo, estaban muy resbaladizas bajo sus pies, y el frío era cortante como un cuchillo.
Doblando un promontorio, vio un brillo rojizo que se reflejaba en una pared vertical. Era la boca de una caverna en cuyo interior ardía un fuego. Apresuró los pasos, ansioso de notar algún calor, hasta que estuvo en la entrada.
-¿Quién viene?
Era un ronco y profundo grito que resonaba y creaba ecos en las paredes de roca; había hielo y horror en él y, por un instante, el corazón de Cappen dio un vuelco. Luego, recordó el amuleto y entró audaz en la caverna.
-Buenas noches, abuela - dijo con tono alegre.
La caverna se ensanchaba hasta una grandiosidad pétrea en la que se abrían túneles que llevaban aún más hacia las profundidades. Las burdas paredes, ennegrecidas por el hollín, estaban cubiertas por sedas y tejidos de hilos de oro robados, que ya se hallaban deshilachados por el tiempo y la humedad; el suelo estaba lleno de charcos malolientes, y por todas partes se veían huesos, amontonados en desorden. Cappen vio cráneos humanos entre ellos. En el centro de la sala saltaba y centelleaba una gran fogata, lanzándole oleadas de calor; parte del humo de la misma se escapaba en lo alto por un agujero que había en el techo; el resto le hacía llorar los ojos y tuvo que estornudar.
La troll estaba en cuclillas en el suelo, lanzando resoplidos. Era casi lo más horroroso que Cappen hubiera visto nunca: prácticamente tan alta como él, era dos veces más robusta y ancha de hombros, y sus musculosos brazos caían más allá de sus arqueadas rodillas, de modo que las largas uñas de sus dedos rozaban el suelo. Su cabeza era bestial, casi partida en dos por una boca colmilluda; sus ojos eran pozos de oscuridad y tenía nariz de un ana de largo; su piel lampiña era verde y fría. Un camisón hecho jirones cubría algo de su monstruosidad, pero seguía siendo una visión de pesadilla.
-¡Jojo, jojo! - rugió su risa, tan hambrienta y hueca como las rompientes que rodeaban la isla. Con lentitud, se le acercó -. ¡Así que mi cena entra por su propio pie y me saluda, jo, jo, jo! Bienvenida, dulce carne, bienvenidos, huesos rellenos de tuétano, entrad y calentaos!
-Bueno, pues muchas gracias, amable abuela - Cappen se quitó la capa y le sonrió por entre el humo. Notó que de sus ropas se elevaban nubes de vapor-. Yo también siento mucho aprecio por ti.
De repente, vio a la joven por encima del hombro de la monstruosidad.
Estaba acurrucada en un rincón, envuelta en miedo, pero los ojos que le miraban eran tan azules como los cielos que se veían sobre Caronne. Su destrozado vestido no ocultaba las suaves curvas de su cuerpo, y el hollín cruzado por los surcos de las lágrimas no le hacía perder ni un ápice de su belleza.
-¡Vaya, aquí dentro veo que es primavera! - gritó Cappen -. Y la misma primavera está esparciendo sus flores de amor.
-¿De qué estás hablando, hombre loco? - retumbó la troll. Se volvió hacia la muchacha -. ¡Remueve el fuego, Hildigund, y prepara el asador. ¡Esta noche tengo festín!
-Ciertamente estoy viendo ante mí el paraíso en forma humana – dijo Cappen.
-Desde luego, debes de venir de muy lejos, hombre hechizado por la luna - le dijo.
-Ay, vengo errando desde la dorada Croy, empujado sobre los horribles mares y las áridas tierras por la fama de la belleza que me esperaba aquí; y ahora que te he visto, mi corazón arde.
Cappen miraba a la joven mientras hablaba, pero esperaba que la troll creyese que le hablaba a ella.
-Aún arderá más - sonrió la monstruosidad -, cuando te rellene con carbones al rojo mientras aún estés con vida.
Miró hacia atrás, a la muchacha.
-¿Cómo, aún no estás trabajando, so vaga, montón de grasa? ¡Te he dicho que prepares el asador!
La muchacha se estremeció, apoyando la espalda contra un montón de leña.
-No - susurró -. No puedo... no... no para un hombre.
-Puedes y lo harás, niña mía - dijo la troll, tomando un hueso para lanzárselo. La muchacha emitió un pequeño grito.
-No, no, dulce abuela. No voy a ser tan poco galante como para dejar que la belleza trabaje por mí - Cappen tiró de la sucia vestimenta de la troll -. No vale la pena, por dos razones. Una es que solo vine a pedir un poco de fuego, y la otra es que, de cualquier forma, me llevaré un fuego más grande dentro de mi corazón.
-¡Fuego en las tripas, querrás decir! Ningún hombre sale de aquí excepto bajo la forma de huesos roídos.
Cappen creyó oír una nota de preocupación en aquel gruñido animal.
-¿Y si tuviéramos algo de música para la fiesta? -preguntó con voz tranquila. Descolgó la funda de su arpa y la sacó.
La troll agitó los puños en el aire y danzó de ira.
-¿Estás loco? ¡Te estoy diciendo que voy a comerte!
El bardo dio un pellizco a una cuerda de su arpa.
-Este aire tan húmedo ha alterado completamente su tono - murmuró con tristeza.
La troll rugió en silencio y se abalanzó sobre él. Hildigund se cubrió los ojos. Cappen afinó su arpa. A unos treinta centímetros de su cuello, las garras se detuvieron.
-Te ruego que no te excites, abuela - le dijo el juglar -. ¿Sabes?, llevo plata.
-¿Y a mí que me importa? Si crees tener un amuleto que pueda alejarme, debes saber que no existe tal cosa. ¡No tengo ningún miedo a tu metal! Cappen echó hacia atrás su cabeza y cantó:
Encantadora dama, llena de ardides...
Miente la luz que brilla en sus ojos,
Miente y miente sin cesar.
Su frialdad puede destemplar
los turbados corazones que ansían
el premio
que es ella misma, ángel engañoso...
-¡Aaargh! - era como un trueno que restallase a su alrededor. La troll se dio la vuelta, cayó a gatas y removió el fuego con la nariz.
Cappen pasó en silencio a su lado y tocó a la muchacha. Esta alzó la vista con un débil gemido.
-Sois la hija única de Svearek, ¿no es así? -susurró.
-Sí, ay de mí... - bajó la cabeza, como si una desesperación sin límites le aplastase la espalda -. La troll me raptó hace tres inviernos. Le hace gracia tener a una princesa por esclava... pero pronto me pondrá en su asador, tal como a ti, bravo caballero...
-Ridículo. ¡Una dama tan hermosa está destinada a otro tipo de... hum, dejémoslo correr! ¿Os ha tratado muy mal?
-Me da una paliza de vez en cuando... y me he sentido muy sola, pues no hay nadie aquí excepto esa troll y yo...
Sus pequeñas manos, llenas de callos por el trabajo, le aferraron desesperadamente la cintura, y hundió su rostro en el pecho del hombre.
-¿Podéis salvarnos? - jadeó - ¡Temo que sea por nada que hayáis arriesgado vuestra vida, oh bravo entre los bravos! ¡Me temo que pronto estaremos los dos sobre las brasas!
Cappen no dijo nada. Si deseaba creer que había venido exclusivamente por rescatarla, no iba a ser tan poco galante como para decirle lo contrario.
La boca de la troll se abrió en una mueca parecida a una sonrisa mientras caminaba a través del fuego, hacia ellos.
-Hay un precio -dijo -. Si no puedes decirme tres cosas acerca de mí que sean totalmente ciertas, sin que puedan ser refutadas, ni tu valor ni tu amuleto ni los mismos dioses podrán mantener esa cabeza roja sobre tus hombros.
Cappen golpeó el puño de su espada con la mano.
-Vaya, acepto de buena gana - dijo; aquélla era una regla de magia que había aprendido hacia mucho: eran necesarias tres verdades para lograr que cualquier encantamiento protector surtiese efecto. Primus, la tuya es la nariz más fea que jamás haya visto remover un fuego. Secundus, jamás me he encontrado en una casa en la que tuviera menos deseos de ser huésped. Tertius, incluso entre los trolls cuentas con poco afecto, pues eres una de las peores.
Hildigund gimió de terror mientras el monstruo se hinchaba de ira. Pero no hubo movimiento alguno. Solo el de las llamas que saltaban y el humo que subía.
La voz de Cappen resonó, muy fría:
-Y ahora, el rey está en el mar, helado calado, y he venido a buscar un tizón para su fuego. Y será mejor que me ocupe de llevar a su hija a casa.
De repente, la troll agitó la cabeza, echándose a reír.
- No. Podrías llevarte el tizón, solo para que no siguieses molestándome, so estúpido; pero la mujer será mi esclava hasta que un hombre duerma con ella... aquí... durante toda una noche. ¡Y si lo hace, me lo comeré de desayuno por la mañana!
Cappen bostezó aparatosamente.
-Gracias, abuela. Estos cansados huesos agradecen mucho tu ofrecimiento de una cama, por lo que la acepto muy complacido.
-¡Morirás mañana! - babeó. El terreno temblaba bajo su enorme peso, mientras daba saltos, irritada -. A causa de las tres verdades, debo dejarte con vida esta noche... ¡pero mañana haré lo que quiera!
-No te olvides de mi amiguito, abuela - dijo Cappen, y tocó la cuerda de su amuleto.
-Ya te he dicho que la plata de nada sirve contra mi...
Cappen se sentó en el suelo y pasó sus dedos por el arpa:
-Encantadora dama llena de ardides...
La troll se apartó de él presa de la ira. Hildigund le llevó algo de caldo, sin decir nada, y Cappen se lo tomó complacido, aunque le hubiera gustado que estuviera algo más sazonado.
Tras eso, le dedicó un soneto a la princesa, que lo contemplaba con los ojos desorbitados. La troll regresó de un túnel, cuando hubo terminado, y le dijo concisamente:
-Por aquí.
Cappen tomó la mano de la muchacha y siguió a la troll a una oscuridad absoluta y hedionda.
Apartó un tapiz para mostrar una sala que lo sorprendió pues estaba cubierta de colgaduras, iluminada con velas y amueblada con una excelente y amplia cama de plumas.
-Duerme aquí esta noche, si te atreves - rezongó -. ¡Y mañana te comeré... y a ti, inútil holgazana, te arrancaré la piel a tiras!
Ladró una risa y los abandonó.
Hildigund cayó sollozante sobre el colchón. Cappen la dejó que llorase hasta que no le quedaron más lágrimas mientras se desnudaba y se metía entre las mantas. Desenvainando su espada, la colocó cuidadosamente en medio de la cama.
La muchacha lo miró por entre sus enmarañados rizos dorados.
-¿Cómo podéis atreveros a tanto? - susurró -. Un solo aliento de temor, un momento de duda, y la troll quedará libre, para descuartizaros.
-Exactamente - bostezó Cappen -. Es indudable que espera encontrarme insomne esta noche. Por consiguiente, solo es cuestión de dormirse tranquilamente. ¡Oh, Svearek, Torbek y Beorna... si pudierais ver como descanso ahora!
-Pero... las tres verdades que le disteis... ¿cómo las conocíais?
-Oh, eso. Bueno, mirad, dulce dama. Primus y secundos eran mis propios pensamientos, así que, ¿quién iba a desmentirlos? Y el tertius también quedaba claro, dado que me dijisteis que no había habido nadie aquí en tres años... y sin embargo hay muchos trolls en estas tierras, ergo ni siquiera ellos pueden aguantar a nuestra gentil anfitriona.
Cappen la contempló entre unos párpados que le pesaban como el plomo.
Ella enrojeció hasta la raíz de los cabellos, apagó las velas a soplidos y la oyó despojarse de su vestimenta y entrar en la cama con él. Hubo un largo silencio.
Y luego:
-¿No vais...?
-¿Sí, mi hermosa dama? - murmuró, ya medio dormido.
-¿No vais. ? Bueno, aquí estoy yo y aquí estáis vos, y...
-No temáis - dijo -. He colocado mi espada entre ambos. Dormid en paz.
-A mí... me alegraría... habéis venido a liberarme...
-No, bella dama. Ningún caballero de buena cuna podría abusar de este modo de la situación. Buenas noches.
Se inclinó hacia ella, le rozó los labios suavemente con los suyos y se tendió de nuevo.
-Sois... jamás pensé que ningún hombre pudiera ser tan noble! -susurró ella.
Cappen murmuró algo. Mientras su espíritu se hundía en los sueños, lanzó una débil risa. Aquellos días y noches sin descanso en la mar le habían dejado en un estado muy poco adecuado para aquel tipo de ejercicio.
Pero, naturalmente, si ella prefería pensar que era pura cortesía, aquello siempre podría ser útil más tarde...
Se despertó con un sobresalto y vio el centelleo chisporroteante de una antorcha. Su luz se entretejía en las protuberancias del rostro de la troll y arrancaba húmedos destellos de los grandes colmillos de su boca.
-Buenos días, abuela - dijo Cappen, muy educado.
Hildigund se tragó un alarido.
-Ven a que te coma - dijo la troll.
-No, gracias - dijo Cappen, con pesar pero con firmeza -. No sería nada bueno para mi salud. No, solo te quitaré un tizón encendido y a la princesa, y te dejaré tranquila.
-Si crees que ese estúpido trocito de plata va a protegerte, será mejor que empieces a pensar en otra cosa - estalló ella -. Tus tres verdades fueron lo único que te salvó anoche. Ahora, tengo hambre.
-La plata - dijo Cappen con aire didáctico, es un escudo bien probado contra toda la magia negra. Eso es lo que me dijo aquel brujo, y era un anciano con unas barbas tan blancas y tan amable, que estoy seguro de que ni siquiera sus demonios ayudantes mentían. Ahora hazme el favor de irte, abuela, porque la modestia me prohíbe vestirme ante tus ojos.
El horrible rostro se acercó al suyo. El sonrió soñador, y le retorció la nariz... con todas sus fuerzas.
Ella aulló y le tiró la antorcha. Cappen la atrapó en el aire y se la metió en la enorme boca. La troll se atragantó y salió corriendo de la estancia.
-Es una nueva diversión... tomarles el pelo a los trolls - dijo alegremente el bardo en la repentina oscuridad -. Venid, ¿no creéis que sería mejor que saliésemos?
La muchacha temblaba demasiado para poder moverse. La reconfortó, con aire ausente, y se vistió en la oscuridad, maldiciendo las incómodas polainas. Cuando salió, Hildigund se puso su vestimenta y se apresuró a correr tras él.
La troll estaba acurrucada junto al fuego y los miró con odio mientras pasaban. Cappen desenvainó su espada y la miró.
-No siento ningún afecto por ti - dijo con voz desabrida, y la pinchó.
Ella se echó hacia atrás, lanzando un grito mientras él le daba mandoble tras mandoble. Al fin, se quedó en cuclillas a la boca de un túnel, lanzando espumarajos de ira. Cappen la pinchó con la punta de la espada.
-No vale la pena perder el tiempo siguiéndote hacia las profundidades - dijo -, pero si alguna vez vuelves a molestar a los hombres, me enteraré de ello, vendré aquí y te daré de alimento a mis perros. Trocito a trocito... y los trocitos serán muy pequeños... ¿ lo has comprendido?
Ella resopló.
-Trocitos enormemente pequeños - dijo Cappen con tono amable -. ¿Me has oído?
Algo se rompió en el interior de la troll.
-Sí - gimió. La dejó ir, y se hundió en las profundidades como una rata.
Recordó la leña para el fuego y tomó una brazada; camino al exterior, tomó pensativamente algunos anillos cubiertos de joyas que no creía que la troll fuera a necesitar y se los metió en su bolsa. Luego, guió a la muchacha al exterior.
El viento había cesado; una clara pero gélida mañana centelleaba sobre el mar y la nave era una distante mota que se recortaba en la lejanía azul. El trovador lanzó un gemido.
-¡La distancia que he de remar! Oh, bueno...
Estuvieron en el mar antes de que Hildigund le hablase. Sus ojos mostraban su asombro mientras lo contemplaba.
-Ningún hombre podría ser tan bravo - murmuró -. ¿ Sois un dios?
-No tanto - dijo Cappen -. No, oh hermosa entre las hermosas. La modestia acalla mi lengua. Solo fue que tenía la plata y, por consiguiente, estaba a salvo de sus brujerías.
-¡Pero la plata no servía de nada! - gritó ella.
Cappen perdió el ritmo de remada.
-¿Cómo? - aulló.
-¡No... no... pero si os lo dijo ella misma...!
-Pensaba que mentía. Sé que la plata protege de toda...
-¡Pero si no usaba magia alguna! ¡Los trolls no tienen otra cosa mas que su tremenda fuerza!
Cappen se tambaleó en el banco. Por un instante creyó que iba a desmayarse. Así que solo le había protegido su carencia de miedo; y, si hubiera sabido la verdad, aquello no hubiera durado ni un minuto.
Se echó a reír, estremecido. ¡Otro tanto a su favor en sus dudas acerca del valor absoluto de la verdad!
Los remos de la nave mordieron el agua, acercándose. Las voces indignadas que preguntaban por qué había tardado tanto en regresar se desvanecieron cuando fue vista su pasajera. Y Svearek, el rey, lloró mientras estrechaba a su hija entre sus brazos.
El duro y curtido rostro estaba aún cubierto de lágrimas cuando miró al bardo, pero también se veía en él el regreso a su anterior personalidad.
-Lo que has hecho, Cappen Varra de Croy, es algo que ningún otro hombre en el mundo podría haber hecho.
-¡Sí... sí...! - las rudas voces nórdicas tenían un tono de adoración mientras los guerreros se arremolinaban alrededor de la delgada figura de cabellos rojos.
-Te casarás con mi hija, pues al salvarla te has ganado su mano - exclamó Svearek -. Y cuando muera, tú reinarás sobre todo Norren.
Cappen se tambaleó y se agarró a la borda.
Tres noches más tarde salió reptando de su campamento en la costa y emprendió el camino hacia el sur.
FIN