Publicado en
agosto 29, 2010
TÍTULO ORIGINAL INGLÉS: THE NOTARY. TRADUCCIÓN: MONTSERRAT GURGUÍ Y HERNÁN SABATÉ ISBN: 84—96284—68—9 BARCELONA-ESPAÑA PRIMERA EDICIÓN: MAYO DE 2005 SEGUNDA EDICIÓN: JULIO DE 2005 DIGITALIZADO POR NIPPUR DE ALBERDI
IN MEMORIAM Beryl Jean Dickings 1918—1999
PRIMERA PARTE
Canción del pene amputado
Canto I
Mis damas, yo os pregunto: ¿qué hace hombre a un hombre? El Señor, me diréis, y con razón, pues varón y mujer Él los creó, pero ¿en qué se distingue el hombre de los peces del mar y de las aves del cielo, del ganado y de las demás criaturas? ¿Qué lo caracteriza como tal? Su fuerza, podríais decir, si no fuese más fuerte el buey. Su ingenio, podríais apuntar, si no fuera el vuestro (mis dulces compañeras) infinitamente más agudo. Su belleza, en fin, si la de los ángeles no fuese superior en todo punto.
Amigas mías, yo os diré qué es lo que hace especial a un hombre. ¡Se trata, ni más ni menos, de ese cuerno con el que proclamamos nuestras pasiones más profanas! ¡De ese rabel que emite tan dulces melodías al contacto con vuestros dedos, bellas damas! Perder este preciado instrumento (más precioso para mí, os lo aseguro, que la viela que canta tan armoniosamente bajo mi arco), perder este tesoro es perder toda hombría. Por eso os digo que Guillaume Monier estaba mejor muerto.
Lo encontraron en su lecho, pero le faltaban sus partes viriles. Se las habían quitado, junto con la vida (este último robo, os alegrará saberlo, fue el primero en producirse: la asfixia precedió a la castración). Lo encontraron en su lecho, en su casa, en la ciudad de Aviñón, cuando yo mismo residía allí y vivía a la propia sombra del palacio del Santo Padre. ¿Cómo, diréis, Raymond Maillot, ciudadano de la corte de Roma? ¿Que se le permitía mancillar ese inmaculado santuario, jugar con las llaves de San Pedro? ¿Que era tolerada su borrachina figura? Sí, lo era, pero como la presencia de los gusanos en un montón de estiércol, inoportuna e inevitable, pues, os sorprenderá saberlo, soy natural de Aviñón. Nací allí, no me llevaron, como a tantos que llegaron en el equipaje papal. Conocía el Rocher des Doms, el gran acantilado que se alza en el centro de la ciudad, desde mucho antes de que se convirtiera en la nueva piedra sobre la que el Señor edificaría Su Iglesia. Fui testigo presencial de la primera entrada del difunto papa Clemente, un hombrecillo enfermo montado en un asno gris, y escuché en mi infancia las habladurías sobre sus deposiciones, que, se decía, eran de un amarillo brillante y objeto de inspección minuciosa por parte de médicos que llegaban de todos los rincones del mundo.
Oh, sí, fueron muchos los que vinieron a la ciudad. Acudían al pontífice de Roma como las moscas a un cadáver: panaderos y carniceros, orfebres y peleteros, juristas y pintores, religiosos sin cuento. A oleadas llenaron las calles y, como los invitados a una boda, había que acomodarlos. ¿Sabéis, mis queridísimos amigos y amigas, que en la casa de mi padre se aloja un cardenal? Una casa grande, muy bonita, con el alero de tejas, patio, tres alcobas, un salón y cocina, cuadra, corral y almacén, y toda ella perfumada de especias (pues mi padre, Dios le dé descanso, comerciaba con ellas). ¡Tan acogedora, tan placentera! Y en este mismo momento la tiene alquilada el cardenal por cinco florines mensuales, aunque poca compensación es ésta para mi familia. ¿Qué provecho significan unos ingresos extra cuando se debe soportar la ocupación de habitaciones y cocina? Los actuales aposentos de mi familia fueron antaño el taller de un guantero, pero hoy se consideran aceptables para quienes no están bendecidos con una capa magna y una mitra, es decir, para quienes no tienen entrada en el Sacro Colegio Cardenalicio. No existe, ay, apelación posible frente a ese tribunal conocido como los taxatores domorum, que distribuye a su albedrío alojamiento en Aviñón —desahuciando como si fuera el propietario, asignando como si fuera el rey— y no admite reclamaciones. Al fin y al cabo, un cardenal no debe vivir igual que un humilde cerero.
¡Evitad Aviñón, amigos míos! Aunque llenarais de oro una alcoba, vuestro dinero no os alcanzaría para alquilar esa misma estancia más allá de una semana.
Ved, si no, las penurias que yo mismo tuve que sufrir: un escribano público viviendo en un armario, una auténtica caja de madera, os lo aseguro. Una dependencia anexa a la cocina de mi madre, en absoluto espaciosa. Aunque debo confesar que el alquiler no se abonaba con la puntualidad más escrupulosa.
Claro que todo yo era una penosa decepción. Deslustrado mi brillo prometedor, dilapidadas mis dotes (o así lo declaraba mi hermano), corrompido, libidinoso y convertido en deshonra de la familia, había desperdiciado mis estudios gramaticales, tres años de instrucción completamente estériles. Esto último, este esfuerzo infructuoso como un huerto arrasado por un incendio, bastaba para hacer llorar a un santo.
Debéis imaginarme, pues, sumido en un sopor embotado de alcohol, a medio vestir y maloliente. Imaginad mis cabellos revueltos, mi aliento pestilente, mi mal color (pues así como se hace verdín sobre el cobre si se vierten posos de vino, echar repetidos y generosos tragos por el gaznate provoca un tinte verdoso en la piel). En este estado despertaba cuatro días de cada cinco, y a menudo me sacaba de la cama por la fuerza mi desconsiderado hermano, que se llama, por cierto, Arnaud.
Y así, la mañana del descubrimiento del cadáver de Guillaume Monier, me encontraba en un estado especialmente lamentable, emponzoñado por una juerga etílica que sólo puede clasificarse de titánica. Sin embargo, ¿qué queréis? Si un hombre no es capaz de beber lo que le echen, ¿puede llamarse tal, realmente? La noche anterior me había juntado con un caballero, un tal Etienne Nosecuántos, un noble rural dotado de una capacidad para el vino que resultaba dionisíaca, por decir poco. Habíamos conversado sobre los derechos inmobiliarios de los eclesiásticos (¡sí, os lo juro!) hasta que el caballero, cuyo carácter —que al parecer no atemperaba el menor asomo de caridad, compasión o comedimiento— tenía la pacífica benevolencia de un temblor de tierra, se sintió compelido a prometer que, si alguna vez lo desafiaba un clérigo, le metería una espada llameante por el recto.
En tales circunstancias, no es de extrañar que me sintiera obligado a demostrar mi propia hombría recia engullendo tanto vino como fui capaz de ingerir sin reventar. Como consecuencia, estaba en unas condiciones atroces cuando, a la mañana
siguiente, me despertó mi joven sobrino, un chiquillo que era la viva estampa de su padre.
—¡Raymond! —me gritó, a una cuarta de la oreja.
Habréis notado la omisión de tratamiento; mi hermano había imbuido en su retoño una actitud de desprecio hacia su tío.
—¡Raymond, despierta!
—¿Qué...? —murmuré. Mi cabeza era un saco de tormento.
—¡Levanta, Raymond! ¡Ha venido un clérigo!
«¿Un clérigo? ¿Qué clérigo?» Me di la vuelta.
—¡Raymond! ¡Quiere hablar contigo!
Os ahorraré la angustia, el horror y la infelicidad del momento. No haré mención del dolor y la náusea, del regusto en la boca ni de los demás presentes infernales con los que un despertar semejante regala a la carne mortal. ¡Ah, qué débil receptáculo es el cuerpo!
Me arreglé lo mejor que pude y salí de la habitación casi a ciegas, arrastrando los pies y usando las paredes para sostener mi armazón tambaleante. En la cocina esperaba el clérigo. Vestía un hábito gris, corto y muy sencillo, cuyo origen me resultaba oscuro; no alcanzaba a reconocer a qué orden pertenecía.
—Éste es el padre Barthélemy —anunció mi madre, apoyada en la escoba, pero el visitante replicó:
—No. No soy padre, señora. No he hecho los votos.
—¿Sois hermano lego? —inquirí yo, con cierta dificultad.
—Sí, lo soy. Pertenezco a la tercera regla de san Francisco.
—¡Ah! —Un terciario, pues. A los terciarios aviñonenses, que se dedican a cualquier oficio y con frecuencia engendran familias numerosas, rara vez se los distingue por una indumentaria especial. Éste, sin embargo, a duras penas hablaba el provenzal y tenía aspecto de llegar de un viaje—. ¿De dónde procedéis?
—De Lazet.
—¿Sí? —Cada palabra que decía me causaba una punzada de dolor en el cráneo. Me froté la frente y reparé en la expresión indecisa de Barthélemy. Sin duda, mi aspecto resultaba: un espectáculo deprimente.
—Lazet es una bella ciudad.
—Sí.
—Nunca la he visitado, pero dicen que es muy bonita.
¿Un comentario estúpido? Sin duda. Recordad, sin embargo, que no estaba muy lúcido. Y en un intento, tal vez, de anticiparse a más cortesías desangeladas, mi visitante decidió abordar el asunto que lo había llevado allí.
—Un guardia de palacio os recomendó —me dijo, y pestañeé. Mal dotado en cuanto a bienes mundanos, a muy pocos porteros pontificios podía untar. Por una feliz casualidad, aquel terciario parecía haber topado con uno de ellos.
—El guardia me dijo que si deseo apelar al Santo Padre, debo presentar una petición —continuó Barthélemy.
—Entiendo.
—Me habló de que las peticiones deben presentarse escritas con la caligrafía adecuada, por mano de un escribano, y me dio vuestro nombre.
—¡Ah!
—¿Podéis ayudarme?
—Desde luego. Por favor, entrad ahí.
Aunque mi cámara era apenas habitable, resultaba más adecuada para hablar de temas importantes que la cocina, atestada de jamones colgados, perros que hurgaban en los desperdicios, niños ruidosos y adultos entrometidos. Con sensación de alivio, di con la puerta en las narices a mi madre, a mi cuñada, a su primo y al ama de cría.
Acto seguido, busqué un asiento en medio del desorden. ¿Cómo describir a aquel peticionario que venía del sur? ¿Cómo traéroslo a la vida? Su aspecto era tan insulso que, más que con una canción, una fiera o un héroe, debería comparado con algún utensilio doméstico corriente, como una banqueta o una mantequera. Era alto, de hombros robustos, casi calvo y con un rostro largo, cetrino y melancólico, marcado de viruelas. Sus gestos eran discretos y sinceros, y su discurso, vacilante; llevaba las uñas bien cortadas y unas ropas remendadas con esmero. Los montones de ropa sucia de mi estancia, los archivos polvorientos y los rollos de pergamino desordenados le causaron la más profunda incomodidad y observé su agitación, escrita claramente en su rostro.
No obstante, aunque molesto, no se apartó de la cuestión que lo había conducido hasta allí. Después de su largo trayecto desde los pies de los Pirineos, no estaba dispuesto a permitir que la confusión reinante en mi aposento lo distrajera.
—Vengo a veros en nombre de otra persona —empezó por exponer, y a continuación procedió a resumir la triste historia de su primo, Isoard Calverie. Éste, al parecer, estaba viejo y enfermo. La muerte sería piadosa con él, quizás, y no tardaría en llevárselo. Pero, si lo hacía, Isoard no completaría las peregrinaciones a las que lo habían sentenciado los inquisidores de la depravación herética.
—Lo condenaron a nueve peregrinaciones —explicó Barthélemy mientras yo me sentaba a su lado en la cama, intentando concentrarme—. Hasta este momento ha realizado siete, pero si se ve obligado a viajar de nuevo, morirá, no cabe duda de ello. He apelado al inquisidor de Lazet, le he solicitado que le conmutara la sentencia, pero se ha negado a mostrar misericordia. No me queda, pues, sino recurrir al Santo Padre.
Pobre hombre. ¡Vaya tarea! Frotándome los ojos (que me dolían como muelas del juicio), lo interrumpí:
—No.
—¿No?
—No debéis recurrir al Santo Padre. Debéis presentar la apelación al Gran Penitenciario.
—¿Al Gran Penitenciario?
—Si deseáis que se levante una sentencia, debéis acudir a la oficina de la Penitenciaría Apostólica, a cuyo cargo está un cardenal obispo, el mencionado Gran Penitenciario, que tiene el poder para conceder dispensas, incluso a los heréticos.
—¡Oh!
—Yo os puedo redactar una petición e indicaras adónde ir, pero, si estuviera en vuestro lugar, contrataría a un abogado. —No había en la estancia más líquidos que el contenido de cierto receptáculo escatológico, guardado bajo la cama, que llevaba algún tiempo sin vaciarse. Para ofrecer a mi visitante algún refrigerio, tendría que volver primero a la cocina—. Por lo que respecta a la Inquisición, Santo Oficio o como queráis llamarlo, cuando se trata de cuestiones de herejía, uno siempre necesita toda la ayuda que pueda reunir —le aconsejé—. Ahora, disculpadme un momento, ¿queréis? Volveré en un instante.
Mi ausencia fue más larga de lo que preveía, pues encontré resistencia a mi petición (perfectamente razonable) de un poco de vino caliente. Aunque insistí en que lo pedía para mi invitado, recibí una larga invectiva respecto a mis hábitos bebedores, mi estado de indigencia y mi aspecto desaliñado. Si quería vino, debía pagarlo como cualquier buen hijo.
Así pues, volví a Barthélemy con las manos vacías.
—Los abogados son caros de contratar —me dijo, sin dar tiempo a que abriera la boca—. Demasiado caros para mi bolsillo. Tengo poco dinero.
—Entonces, deberíais dar media vuelta y regresar a vuestra casa. —Sin duda, fui demasiado brusco en las palabras que empleé, pero la verdad es la verdad, al fin y al cabo—. El Santo Oficio jamás muestra clemencia, a menos que medie dinero. Dinero en abundancia —insistí—. Y este dinero debe ir al Papa, no a los inquisidores. A una de las capillas papales, por ejemplo, o a las guerras pontificias. Luego, el Papa tendrá unas palabras con el Gran Peticionario, y éste, con los inquisidores. Es así como se debe apelar a la misericordia del Santo Oficio.
Bien, ya he dicho que Barthélemy era hombre de ademanes pausados. La impresión que producía, no infrecuente entre los iletrados que aspiran a una vida sagrada, era la de alguien más dispuesto a poner la otra mejilla que a dejarse dominar por la cólera. ¡Imaginad, pues, mi sorpresa ante la explosión que ocasionó mi inocente comentario! Agotado por sus viajes, frustrado en sus intentos de presentar su caso al Pontífice, irritado y escandalizado por las tasas, peajes y cánones que se le exigían en Aviñón (donde uno tiene que pagar hasta por una noche en el muladar, ahora que tiene al papa Juan XXII por vecino), Barthélemy empezó a despotricar de «esos comerciantes que se llaman a sí mismos clérigos». Farfullando y escupiendo, los acusó de tener por Dios al lucro y de vender absoluciones para llenar la bolsa. Me recordó que Cristo había expulsado a los mercaderes del templo y comentó, con frases a medias y voz áspera, que el aire de Aviñón, en lugar de cantos de salmos, estaba lleno del tintineo de la plata. «Aviñón es una morada del pecado», me dijo.
Todo lo cual es cierto y seré el primero en reconocerlo. Mucho puede el dinero, capaz de crear obispos y abades, de conferir dignidad al ignorante, de hacer caballero al campesino, de salvar almas y condenarlas, de dar órdenes a reyes y comprar la libertad, de edificar grandes muros y derribarlos a continuación. Hay quien dice que se puede comprar el propio Paraíso, hoy día, igual que la salvación. Y no cabe duda que Aviñón es un sumidero de avaricia y que, allí, más distinción se otorga al oro que al ingenio, al saber o a la nobleza de sangre. ¡Pero, ay, qué harto estaba de oírlo!
Todo visitante de Aviñón, todo pretendiente esperanzado y todo demandante irritado, condenará sin paliativos la codicia de quienes le ponen trabas. Hombres que acuden allí en busca de riqueza y posición se enfurecen porque otros, a base de sacarles dinero, pretenden alcanzar el mismo premio. ¿Cuántas veces me he visto obligado a recordarle a alguien que todos, incluso los escribanos, debemos comer para vivir? Es verdad que algunos parecen excesivamente amantes del dulce, en lugar de conformarse con el pan, sencillo y sabroso, pero ¿quién no lo preferiría, si se le diera a escoger?
Con un suspiro, me abstuve de comentarlo mientras Barthélemy continuaba su diatriba:
—¡Mi primo es pobre, igual que yo! —se lamentó—. He tenido que venir hasta aquí andando y he dormido en cunetas del camino, pues, ¿quién puede permitirse el coste de una cama y comida en una posada? ¿Y qué será de mi primo? Está demasiado enfermo para viajar, y mucho más para dormir en una zanja. ¡Morirá en el camino, sin completar la sentencia, y habrá que vender la casa de mi hermano para pagar su última peregrinación y mi familia se verá en la calle...!
—Esperad. —Del légamo fermentado que era mi cerebro acababa de surgir una idea nítida y brillante—. ¿Hay una casa?
—La de mi hermano. Cuando sentenciaron por hereje a Isoard, sus propiedades fueron confiscadas y sus hijos, desheredados; entonces, mi hermano los acogió...
—Si existe una casa, creo que podré ayudaros.
Me ofrecí a redactar, por una pequeña suma, un escrito de apelación al Gran Penitenciario. También propuse a Barthélemy alquilarle mi propia cama por una noche. Cualquier hospicio le cobraría el doble por un simple jergón de paja en el patio, le dije. Sí, los hermanos llamarían donativo o limosna para los pobres a este estipendio, pero, de un modo u otro, conseguirían echar mano de algunas monedas, aunque tuvieran que robarlas. Y, en este caso, no dudarían en acusar del hurto a los demás huéspedes.
—No encontraréis nada mejor en ninguna parte —le aseguré—. Mis servicios son los más económicos.
El terciario reflexionó unos momentos, mientras se mordía el labio inferior.
—Me habéis dicho que necesitaría dinero —dijo por fin—. Mucho dinero.
—Tal vez no. Si podemos prometerle la finca de un difunto, quizá no haga falta.
—¿A qué os referís?
Bien, observad mi perspicacia: me pareció que, en lugar de asistir a cómo la rapacidad de posaderos y recaudadores de impuestos daba cuenta de una casa en perfectas condiciones, el papa Juan tal vez prefiriese verla adjudicada a la Iglesia. Naturalmente, esto último no podría producirse si Isoard era obligado a completar su sentencia. Para entonces, la casa ya habría sido vendida para afrontar los gastos de una peregrinación cuyo lento progreso se comería rápidamente los fondos.
—¿Qué edad tiene vuestro hermano, el propietario de la casa? —pregunté a mi visitante.
—Oh, tiene dos años más que yo.
—¿Es un hombre fuerte? ¿Está sano?
—Sí, bastante...
—¿Le quedan muchos años de vida, Dios mediante?
—Ruego que así sea.
—¡Bien, entonces tenemos una solución! —exclamé, antes de que una punzada de dolor en las sienes me obligara a bajar la voz de nuevo—. Decidle a vuestro hermano que debe legar la casa en testamento a los canónigos del lugar. O al propio Santo Padre, tal vez —añadí en un susurro—. Y yo me ocuparé de lo demás.
Se produjo un largo silencio. Barthélemy parecía dubitativo y confuso. Por fin, murmuró:
—Pero los niños, los hijos de mi hermano y de mi primo... Si pierden la casa, ¿dónde vivirán?
—La casa tendrán que perderla, amigo mío. Vos mismo lo habéis dicho. Pero pensad en esto: ¿preferís que sea ahora, o dentro de diez años?
La fuerza del argumento lo convenció. Barthélemy era lento, pero no tonto, y comprendió que no había otra salida para sus dificultades.
Así pues, con un gesto de asentimiento y un suspiro, aceptó. Después volvió la vista al tintero vacío, las plumas gastadas, la cera y la cuchilla y la piedra pómez.
—¿Escribiréis todo eso? —inquirió—. ¿Con la caligrafía adecuada?
—Lo redactaré de tal manera que hará llorar a los funcionarios —fue mi respuesta, un tanto jactanciosa—. Les romperé el corazón y ablandaré su ánimo.
—Pero...
—Tened fe. Dadme tiempo. No lamentaréis haber acudido a mí, Barthélemy.
Canto II
A estas alturas, sin duda os estaréis preguntando: pero ¿dónde está el cadáver? Como cuervos, tratáis de reponer las fuerzas con el sabor de la sangre y, sin embargo, yo insisto en presentaros el relato mundano de un hombre viejo y enfermo. ¡Tened paciencia, amigas y amigos míos! El meollo de una carta nunca se halla en el encabezamiento. Debéis tener paciencia y esperar, igual que hizo Barthélemy mientras yo escribía y rescribía su solicitud, que, como todas las buenas peticiones, seguía el modelo de las enseñanzas de un orador romano llamado Cicerón. Sabed que para mover a la clemencia el corazón de un hombre se precisa de un arte. Antes de hacer la petición, debéis aseguraros la benevolencia de su destinatario ordenando las palabras de tal modo que os hagan ganar su aprobación. (A esto se le llama captatio benevolentiae.) Después habéis de presentar el asunto que es objeto del escrito utilizando un estilo que conjugue la lógica más pura, la acumulación más donairosa de argumentos y un uso del lenguaje que no sólo evite solecismos en la construcción y barbarismos en el vocabulario, sino que despierte la mismísima alma con reflexiones morales, metáforas elegantes, cláusulas equilibradas y exclamaciones patéticas. Una vez hayáis completado esta narratio, debéis pasar a la petición, la cual tiene que parecer que se deduce de lo expuesto anteriormente como una ley natural, como el movimiento de las esferas. Debe ser una solución convincente. No ha de conmocionar, sino satisfacer.
Debe, en efecto, convencer.
Así pues, en el caso de Isoard Calverie, había ciertos aspectos favorables. Para empezar, su delito original había sido menor. Unos veinte años atrás, a petición de un amigo, había conducido a un hereje de un lugar a otro sin conocer su identidad, aunque se había mostrado un tanto suspicaz en lo referente al discurso del desconocido. Creo que el hereje en cuestión era un clérigo de la secta cátara, uno de esos hombres que se llaman «buenos» o «perfectos» y que rondan por las montañas cometiendo perversidades. No me preguntéis más porque tengo poco conocimiento de la herejía: ¡Ante vosotras está un buen hijo de la Iglesia! No, no, ¡Os lo juro! Desde mi nacimiento, siempre he sido el católico más piadoso. Sólo bebo del mejor vino los domingos e invoco al dulce Jesús cada vez que alcanzo la culminación en la alcoba de mi dama (lo cual sucede con frecuencia, tanta como seis veces en una noche). ¿Qué? ¿Dudáis de mí? Por la barba de san José, soy tan fervoroso como cualquier sacerdote, sobre todo debajo de las mantas.
Pero volvamos a Isoard Calverie. Su delito no había sido una herejía, en el sentido más puro del término. Isoard había sido condenado por encubrir herejes. Así quedó patente a partir de los documentos que me presentó mi primo, que era analfabeto pero conocía el valor de la palabra. Barthélemy había llevado desde Lazet todas aquellas cartas con testimonios escritos por los sacerdotes de Sainte Marie de Roche-Amour, Saint Rufus d'Aliscampe, Saint Gilles de Vauverte, San Guillermo del Desierto, Santiago de Compostela y otras iglesias ya visitadas por Ispard. (Prueba, en otras palabras, de que se habían realizado muchos de los peregrinajes requeridos.) Barthélemy también había traído de Lazet una copia de un viejo inventario de las posesiones confiscadas a Isoard, redactado para el senescal local. Del inquisidor de Lazet, un tal Pierre-Julien Fauré, tenía una carta dirigida al sacerdote de la parroquia de Isoard, convocándolo a comparecer ante el tribunal del Santo Oficio para que respondiera de su fe. Había otra carta, más reciente, del mismo remitente y dirigida al mismo clérigo, en la que se negaba a escuchar ninguna apelación para una conmutación de la pena de Isoard. Barthélemy me mostró también una seca nota del propio sacerdote en la que confirmaba la asistencia regular de Isoard a la iglesia hasta el inicio de su enfermedad. Y había otra nota aún más seca de un médico, en la que testificaba que Isoard estaba aquejado de un mal incurable.
—Nadie quiso ayudarnos —comentó Barthélemy mientras me daba todos aquellos documentos—. Muchos saben que mi primo es un hombre bueno, pero les daba miedo, demasiado miedo, testimoniar por escrito. Y, aunque lo hubiesen hecho, ningún escribano de Lazet habría accedido a registrar sus palabras. ¡Todo el mundo teme tanto al inquisidor! Es más poderoso incluso que el obispo.
—En Lazet, tal vez —fue mi respuesta. Con la nota del sacerdote quedaba claro que Isoard era, y siempre había sido, un católico ferviente, salvo en una ocasión, en la que había obrado con negligencia al no denunciar a un hereje a las autoridades competentes. Su pasado, inmaculado en todo lo demás, tenía que jugar a su favor—. ¿Disponéis de algún documento que guarde relación con la casa de vuestro hermano? —quise saber—. ¿Algún testamento o contrato?
—No.
—Lástima.
Me interesé por los detalles de la enfermedad de Isoard y fui recompensado con toda suerte de descripciones horribles de bilis verdes, heridas abiertas, ojos llenos de pústulas, músculos extenuados y visos de delirio. Como recordaréis, yo mismo no me hallaba en un estado de vigor y buena salud, y me resultó muy difícil soportar tales detalles nauseabundos. No obstante, tuve buen cuidado en utilizarlos para explicar la desgracia de Isoard. Me concentré en sus frenéticas y gimientes plegarias. Me esforcé en describir su dificultoso avance, camino de la iglesia. Imaginé a una especie de Job, castigado por el dolor, desesperanzado, con el aliento corrompido, la carne plagada de gusanos, lleno de aflicción. Me permití sugerir, de una manera un tanto evasiva, que el castigo de Isoard tal vez procedía de Dios en forma de aquella terrible enfermedad y que realizar más peregrinajes resultaría, probablemente, superfluo.
Trabajé con ahínco, pese a lo mucho que me dolía la cabeza, y poco después de mediodía, mientras Barthélemy sesteaba, completé el manuscrito final de su petición.
—Aquí tenéis —le dije, despertándolo—. Ya está terminado.
—¿Qué...?
—¿Queréis oírlo? Como podéis ver, ocupa varias páginas.
—¿Habéis... habéis terminado?
—Sí.
—¿Y…? ¿Y…?
—Si deseáis, puedo leerlo en voz alta.
Barthélemy parpadeó. Miró a su alrededor, con el rostro picado de viruelas y los pocos pelos que le quedaban, de punta.
Con cierto aturdimiento, preguntó al fin:
—¿Tenéis un poco de agua?
Lo acompañé a buscarla. Yo tenía los labios secos y las tripas me gorgoriteaban. Como un perro, seguí el olor de la comida, y ¿qué descubrí? En la cocina, alrededor de la mesa, estaba sentada toda mi familia ante los restos de un abundante y sabroso ágape. Mientras yo estaba concentrado en mi trabajo, ajeno al aroma del pan caliente y del estofado de cerdo con cebolla, mis queridos parientes se habían dedicado a llenar sus voraces panzas. A nadie se le había ocurrido avisarme de que me estaba perdiendo la cena.
—Pensábamos que estabas muy ocupado —replicó mi madre cuando la culpé de aquella distracción.
—Y lo estaba, ciertamente, pero no tanto como para no comer.
—Cuando hueles la comida, siempre apareces —comentó mi hermano—. ¿O es que hemos tenido que llamarte alguna vez?
—Dios no permita que me caiga muerto ahí dentro, Arnaud. Tal vez algún día vengas a buscarme... cuando notes el olor.
—¿Os place tomar un poco de pan, maese Barthélemy? —preguntó mi madre, intentado cambiar de conversación—. También tenemos queso. Venid, sentaos.
—Bueno... —respondió Barthélemy, dubitativo, y me miró, esperando instrucciones. Mientras observaba los últimos trozos de cerdo guisado, mi aspecto tal vez se le antojó amenazador.
— Tomadlo mientras podáis, amigo mío —le dije—. En esta casa uno debe cuidar de sí mismo porque nadie lo hará por él. —Tengo mucha hambre... —confesó nuestro visitante—, pero maese Raymond
quiere leerme su carta...
—Os la leeré mientras reponéis fuerzas. Sentaos.
Regresé a mi alcoba y recogí la petición, decidido a que mi familia supiese con qué afán me aplicaba a la tarea de ganarme el sustento. Además, siendo muy deficiente el latín de mi hermano —a duras penas podía decirse que lo fuera—, me gustaba recordarle sus faltas cada vez que se presentaba la ocasión. (Arnaud había aprendido a leer y a escribir sólo por razones de provecho comercial, para poder llevar él mismo sus libros de contabilidad.) Así, mientras traducía en voz alta alguna cláusula elegante a petición de mi madre, muchas veces le consultaba: «¿Cómo dirías esto, Arnaud? ¿Dirías "así" o "de este modo"?». ¡Se enfadaba muchísimo!
—Esto no nos ayudará a digerir —murmuró Arnaud, pero, por respeto a mi visitante, no me llevó la contraria. Antes de seguir adelante, tal vez debería describiros a mi hermano y a toda mi familia, tal como Barthélemy los veía. Os cantaré, pues, acerca de una pequeña multitud en una cocina llena de humo, de caras enrojecidas relucientes de sebo. Os cantaré acerca de Arnaud, en la cabecera de la mesa, oscuro como una corneja y oliendo a jengibre. ¿Alcanzáis a verlo, amigos míos? Tiene las manos manchadas de azafrán porque es él quien lleva el negocio de mi padre; es un hombre muy embebido de su propia dignidad. A su lado se sienta mi madre, debilitada por la pérdida de un marido y muchos hijos. Pobrecita su alma, el peso de su dolor le reduce el ingenio y le mina las fuerzas; se arrastra por la vida con la voz pálida y dulce, la mirada aturdida (o irritable, a veces), el cabello que se le escapa de los pañuelos y redecillas que utiliza para contenerlo. Siempre da preferencia a su nuera Alazais porque Alazais es recia, fuerte y eficiente, una esposa sin tacha. Ya ha dado a Arnaud tres hijos saludables y está a punto de parir al cuarto. Su ama de cría amamanta al más pequeño, pero a los otros resulta difícil vedas ahora mismo, pues se revuelcan y muerden como perros debajo de la mesa.
Y aquí está Jeanne, prima de Alazais, una esposa estéril, amargada por la pena, atraída (sospecho) por los niños, una invitada frecuente a la casa de mi madre, poco amiga de manirrotos, holgazanes o borrachines. Jeanne es muy piadosa y tuerce el gesto cada vez que me ve. Años atrás, tal vez habría podido casarse con mi hermano mayor, si éste no hubiera hecho los votos. ¿Qué? ¡Oh, sí! Tengo dos hermanos. Uno de ellos está ausente de esta canción, de esta cocina y de este grupo familiar: nunca lo veréis, porque está encerrado en lo más hondo de un monasterio y, sin embargo, su presencia se siente, de todos modos. Una presencia reprobatoria. Sé que, si hubiera estado allí, en esa cocina aquel día, se habría dedicado a corregir constantemente mi gramática.
Jeanne no podía corregírmela, por lo que se dedicaba a cuestionar mi conducta.
—Este hombre, este Isoard Calverie... —comentó después de escuchar durante un rato—. Este hombre es un hereje, ¿no?
—No —repliqué. En el sentido más estricto, como ya he dicho, no era un hereje, aunque sólo según la definición que hizo de dicho término el concilio de Tarragona. De acuerdo con esa definición, Isoard Calverie no era más que un encubridor de herejes. Sin embargo, en la práctica, por supuesto, no existe tal distinción: según la creencia popular, era un hereje y merecía ser condenado como tal.
—¿No? —me había propuesto confundida y lo había logrado—. ¿Cómo puede ser eso? Pero si el Santo Oficio lo castigó...
—No por hereje, sino por encubridor de herejes. Hace muchos años, el concilio de Tarragona definió al encubridor de herejes como aquel que conoce a herejes pero no los denuncia.
Todos, incluida Jeanne, parecieron muy impresionados por aquel comentario mío, que venía a demostrar una gran profundidad de conocimiento. Debo confesar, por supuesto, que no se trataba de un conocimiento adquirido mediante el estudio exhaustivo de la ley canónica, sino a través de un breve examen de los documentos de Barthélemy, en los que el concilio de Tarragona (fuera eso lo que fuese), aparecía dos veces mencionado.
—Pero hubo herejía —dijo Jeanne por fin. Os juro que esa mujer nunca mantenía la boca cerrada mucho rato; no sabía estar en su sitio—. Isoard conocía a herejes.
—No demasiado bien —dijo Barthélemy—. Ese hombre era un desconocido. . .
—¿El hereje?
—Sí.
—¡Pero vuestro primo tenía que haberlo denunciado al Santo Oficio! —declaró Jeanne en tono triunfal—. ¡No hacerlo fue una herejía! Por lo tanto, Raymond, estás defendiendo a un hereje. Esto es mala cosa para la familia. Nunca deberías defender a los herejes.
—Mi primo es un buen católico —dijo Barthélemy, ruborizándose—. En una ocasión cometió un error, pero ¿cómo iba a saber que aquel hombre era un hereje? A veces, resulta muy difícil distinguidos.
—¿De veras? —intervino Arnaud, ocupado en cascar nueces—. Creía que era fácil. Alguien me ha dicho que todos visten de azul, que nunca comen carne y que se niegan a pasar bajo la sombra de una iglesia.
—Algunos visten de azul y no comen carne —replicó Barthélemy, frunciendo el entrecejo—, pero no todos. De muchos de ellos no se sabe que son herejes hasta que mueren. Entonces se presentan los hombres de azul y les dan su inicua bendición.
—Hay distintos tipos de herejes —señalé, hablando con cierta autoridad, toda vez que en una ocasión había trabajado en la corte de un cardenal en la que se había juzgado el caso de la donación ilegal de una huerta por parte del papa Gregorio XI a alguien que más tarde había sido condenado por hereje. Durante el juicio, hubo una gran discusión sobre los distintos tipos y grados de herejía—. Los hombres de azul son clérigos cátaros —expliqué— y sirven al diablo a su manera, pero hay otros herejes con otras creencias, como esos frailes que vinieron a Aviñón hace tres años y se negaron a hacer lo
que el Papa les había dicho que hicieran. ¿Os acordáis? Los quemaron a todos.
—¿Eran herejes? —quiso saber Arnaud.
—Por supuesto que lo eran.
—Pero eran monjes.
—Los monjes pueden ser herejes —insistí, ante lo que Barthélemy, sonrojándose otra vez, dijo algo acerca de que los clérigos también pueden ser herejes, así como los papas. Y, aunque su voz quedó ahogada, me pareció detectar en ella un cierto grado de enojo y, en consecuencia, decidí que tal vez deberíamos dejar el asunto de la herejía a aquéllos —como mi hermano enclaustrado— mejor cualificados para discutido.
—Ahora debemos marchamos —dije al tiempo que me ponía de pie—. Tenemos que presentar esta petición. —Pero los frailes visten de marrón —comentó mi madre muy perpleja, fingiendo no haberme oído.
—¿Qué?
—Los frailes visten de marrón o de blanco, no de azul.
—Da un respiro a tu cabeza —se burló Arnaud—. La herejía es un asunto demasiado elevado para ella. —De la herejía no habría que hablar —convino Jeanne—. Por lo menos, en casa. —Ni entre mujeres —intervino Barthélemy con énfasis. Cuando advertí que
Jeanne había conseguido alterar a mi ecuánime visitante, me apresuré a llevármelo de allí, no fueran a llegar a las manos, y lo conduje fuera de la cocina, agarrando un pedazo de pan antes de salir. Fuera, el sol brillaba: se colaba entre los voladizo s de los tejados que casi se juntaban sobre la calle y convertía los charcos en plata fundida. Muchas de las calles de Aviñón, debo contaros, están empedradas con cantos rodados del lecho del río y tienen canales tallados en el centro para que circule la suciedad cuando llueve, pero la calle a la que da la residencia de mi familia no puede alardear de tales refinamientos. Es apenas una zanja llena de barro que parece haber escapado a la atención de todos los inspectores de calles de la ciudad.
Por lo tanto, Barthélemy y yo nos vimos obligados a abrirnos camino a través de la suerte de boñigas que uno espera encontrar en un estercolero. —Jeanne no sabe estar en su sitio —comenté—. Hablaría en una estancia llena de clérigos, os lo juro. ¡Incluso lo haría en una estancia llena de obispos, vaya si lo haría!
—¿Es hermana vuestra?
—¡No, loado sea Dios! No tengo hermanas, sólo una cuñada.
—Pues yo tengo muchas hermanas —confesó Barthélemy—. Demasiadas. Hubo que pagar demasiadas dotes. El patrimonio de la familia se consumió. Antes éramos ricos. Mi padre hacía de panadero, pero tenía dos viñas. Hubo que sacrificarlas para que mis hermanas se casaran.
—¿Y la casa de vuestro hermano?
—Era la casa de mi padre.
—¡Ah!
Con respecto a las casas, debo comentaras que, si bien a su llegada a Aviñón durmió en el priorato de los dominicos, el Papa ocupaba en el tiempo del que os hablo toda la hilera de edificios que corona el Rocher des Doms: el antiguo palacio episcopal (junto con su limosnería, hospital y huerto), dos casas particulares y la iglesia parroquial de San Esteban. Su sobrino, el obispo Arnaud de Via, estaba construyéndose un palacio para él justo al norte del palacio del Papa. Y era en esta parte de la ciudad, donde residían los caballeros y funcionarios más altamente favorecidos y se ubicaban las oficinas de la Cancillería, la sala de la Audiencia, el cuartel de los oficiales del orden y toda suerte de tribunales y capillas y correos y personal de cocina; en esta parte de la ciudad, como digo, era donde se hallaba situada la sede de la Penitenciaría Apostólica.
Ocupaba dos casas, las cuales, por ser viejas, eran bajas y oscuras y húmedas como la frente de mi hermano. Uno tenía que agacharse para entrar en la primera de ellas y allí se unía a una multitud de peticionarios aburridos, que esperaban en los bancos de una habitación que olía a orines de gato. Algunos esperaban más que otros, por supuesto: sentado en esos bancos, uno nunca encontraba al letrado de un cardenal. A quienes sí solía encontrar era a sacerdotes de todo tipo, jóvenes y viejos, gordos y flacos, cultos e ignorantes, a los que se había prohibido canónicamente desempeñar sus deberes sacerdotales. Venían de todo el mundo a pedir que les fuera levantada la sentencia de irregularidad.
Entre la clerecía había algún que otro sacerdote indocto (la levadura en la masa, diríais) que buscaba dispensas de matrimonio o alguna otra suerte de reconciliación; pero, en general, uno tenía que esperar junto a hombres que murmuraban en latín, jugueteaban con sus rosarios y recitaban plegarias con gran facilidad y competencia, si bien distraídamente, como uno hace una genuflexión antes de cruzar un puente angosto. Todos aquellos hombres esperaban al Dispensador. Era éste, que se ocultaba detrás de su puerta amarilla, quien aceptaba tanto las peticiones como los honorarios que las acompañaban, unos honorarios que se recaudaban para pagar el salario del gran número de empleados en la sede de la Penitenciaría Apostólica. Por lo que yo sé, aparte de la Gran Penitenciaría propiamente dicha, la sede requería, y continúa requiriendo, los servicios de quince escribientes, un doctor en ley canónica, varios correctores (que pulen el trabajo de los escribientes), un sellador (que estampa el sello de la Gran Penitenciaría) y un hombre cuyo título ignoro pero cuya tarea consiste en examinar cada petición que llega a las manos del Dispensador.
Y como debéis imaginar, los honorarios eran con frecuencia exorbitantes.
—Si tengo que seguir pagando esas sumas, me moriré de hambre —dijo Barthélemy con un suspiro al concluir nuestro coloquio, muy breve, con el Dispensador. Íbamos de regreso a un barrio menos distinguido de la ciudad, después de recibir la seguridad de que nuestra petición sería estudiada el mismo día—. Aquí hay que pagar hasta por respirar.
—Animaos. Mi madre os dará de comer.
—¡Menuda Sodoma es esta ciudad! Vestida de púrpura y escarlata y adornada con oro, perlas y piedras preciosas, pero portando un cáliz dorado lleno de abominaciones...
—¿Os conformarías con un poco de vino, Barthélemy?
—… ................... como Babilonia la Grande, la madre de todas las rameras...
—Venid —dije, sin ganas de soportar otra perorata sobre la rapacidad de Aviñón—, vayamos a ahogar nuestras penas a El Gallo Negro. ¿Lleváis encima mis honorarios?
—¿Vuestros honorarios? Pues claro que sí, pero...
—Dádmelos, entonces, y os invitaré a una jarra del mejor borgoña. No merecéis menos, después de haber pasado la tarde sentado en una habitación llena de clérigos.
Barthélemy abrió la boca, pero antes de que pudiera replicar, otro hombre a lomos de un caballo, un heraldo, habló a cierta distancia de nosotros con una voz que se asemejaba al estruendo de una corneta. ¡Menudos pulmones tenía! El hombre se dirigió a toda la calle, residentes y visitantes por igual; mencionó a Arnaud de Trian, el condestable, dijo que éste ordenaba la proclama y, sin más preámbulo, anunció que se había producido un asesinato en la rue de Foubisseurs. Guillaume Monier, camarero del cardenal Gentile di Vico, había sido encontrado en su cama, aquella mañana, con los genitales cortados.
Se instaba a cualquiera que conociese la identidad del perpetrador de aquel execrable acto, o que tuviese información que pudiera servir para iluminar la oscuridad que lo rodeaba, a que se presentara de inmediato.
Canto III
—¡Guillaume Monier! —exclamé—. ¡El cardenal Di Vico!
—¿Qué? —exclamó Barthélemy, muy perturbado. A nuestro alrededor, la calle hervía—. ¿Lo conocéis? ¿Qué sucede?
—Tengo un amigo, uno de los escuderos del cardenal Di Vico... ¡Asesinado! ¡Y cercenado de raíz! —Casi no daba crédito—. Tal vez ese amigo mío nos cuente algo...
—¡Ciudad maldita! —farfulló mi acompañante, aturdido de espanto—. ¡Dios la ha de condenar, sin duda! ¡Ay! —exclamó al tropezar con un grupo de clérigos en animada charla—. Perdonad. Os pido excusas. Raymond, ¿adónde vamos?
—A El Gallo Negro, ya os lo dije. —Pero.. .
—Allí beben mis amigos, el escudero del cardenal entre ellos. Seguro que él lo sabe todo de Guillaume Monier. —En cuanto a mí, sólo conocía del muerto su nombre y su cargo; de haberme encontrado con él por la calle, no habría sabido quién era. Mi amigo, Gaillard, el escudero del cardenal, lo había llamado en una ocasión «ese piojo gordo», pero era conocida de todos la aversión de Gaillard hacia los clérigos bien alimentados—. ¡Lo encontraron castrado en la cama! Me pregunto si hallarían a alguien más con él.
—¡Oh, qué vergüenza! Éste no es asunto para tomárselo a broma.
—No, pero hay maneras más dignas de morir, Barthélemy. Si entráis en Aviñón por el este, pasaréis cerca de la encomienda de la Orden de San Juan de Jerusalén, una taberna en una casa de piedra de dos plantas. Se trata de un abrevadero de gran antigüedad y excelente reputación; no es un garito de barqueros y prostitutas a la orilla del río, sino un local limpio, espacioso y confortable que ofrece comida caliente todo el día. Su nombre, El Gallo Negro, ha sobrevivido a muchos propietarios y puede deberse a que en la casa de al lado vivieron generaciones de criadores de aves. El edificio se levanta sobre una antigua cripta, subterráneo o catacumba; un sótano, en cualquier caso, que sirve de bodega de vinos y despensa de leche y quesos. Además, goza de una ubicación excelente, sin duda. ¡Pero si incluso tiene una fuente municipal a menos de quince pasos de la entrada!
En la época a la que me refiero, regentaba el establecimiento una viuda: Beatrice Rascas. Ella, su hija y una doncella llamada Sybille ponían todo su empeño en mantener El Gallo Negro siempre impecable: los suelos se barrían y fregaban continuamente, las chimeneas estaban encendidas en todo momento y las copas se llenaban con generosidad. Las peleas eran infrecuentes, pues Na Beatrice tenía muchos y buenos amigos entre los parroquianos: siempre había hombres recios dispuestos a expulsar a los borrachos y rufianes a una orden suya. Lo hacían porque era generosa y justa, porque era una mujer acaudalada, porque tenía una hija guapa que jamás levantaba la vista del suelo si no era con el permiso de su madre y porque Na Beatrice era, en todos los aspectos, merecedora de respeto. ¿Cómo os lo puedo explicar? Por aquel entonces, tenía treinta y tres años y parecía mayor; cuando no estaba callada, hablaba muy alto; carecía de educación; tenía las manos ásperas, igual que la voz, y su padre era buhonero o un oficio igualmente bajo. Sin embargo, reía con facilidad y era tan viva de lengua como ingeniosa; y, aunque tenía la dentadura estropeada, su sonrisa era hermosa. Y puedo confiaros, por experiencia, que si bien parecía estricta y severa, por dentro era suave como el plumón.
Así pues, no os ha de extrañar que fuera asiduo de la taberna. En muchos aspectos, El Gallo Negro era mi auténtica casa. Allí encontraba un asiento caliente, buen vino y alegre compañía; allí se juntaban mis amigos y alababan mis canciones, que mi familia condenaba por irreverentes y vulgares. En ocasiones, incluso tenía cama allí y compañía con la que compartirla (y cuando tal cosa ocurría, mis queridas damas, ¡vaya si cantaba ese gallo negro al alba!). Pero estoy divagando: lo que sucediera arriba, en la alcoba de Beatrice, no es asunto de esta canción. Me concentraré, pues, en los sucesos que se desarrollaban abajo, entre los bebedores, que me recibieron con gran placer cuando aparecí.
—¡Vaya, mirad, Raymond Maillot!
—¡ Con un monje, por Dios!
—El Señor nos asista.
—¿Es un hermano tuyo, Raymond?
—No —repliqué—. Ni es mi hermano, ni es monje. Es un cliente y se llama Barthélemy. Y necesita un trago, igual que yo. Hemos pasado toda la tarde en una sala llena de clérigos.
—¡Dios nos salve! Pobres ánimas...
—¡Vino, deprisa! ¡Antes de que sufran un colapso!
—Haz sitio, Othon. Deja que se sienten.
¡Ah, pero qué bien olía el local! En general, lo impregnaba el aroma a asado, a uva fermentada y a velas de sebo, salvo las raras ocasiones en que se imponía el hedor a vómitos. El propio suelo estaba marinado en vino y las mesas, empapadas de él. Os juro que uno podía emborracharse con sólo respirar ese aire.
Sin embargo, con el estipendio de Barthélemy en el bolsillo, no tenía necesidad de lamer los bancos. Pedí una jarra grande del mejor vino de la casa, que la propia tabernera trajo a la mesa. Na Beatrice acogió a Barthélemy como a un invitado de honor, pues nunca descuidaba a los recién llegados. A este respecto (y en muchos otros), era una mujer muy lista, si bien a veces me parecía que se mostraba excesivamente obsequiosa — por lo cual la criticaba con frecuencia— con los nobles que entraban en el establecimiento.
—¿Y bien? —le pregunté en esta ocasión—, ¿no viene hoy el caballero Etienne?
—No —respondió ella—. Hoy no viene.
—Me sorprende. Pensé que tal vez le habías ofrecido tu lecho y todas tus propiedades, incluso a tu hija. ¿Adónde ha ido?
—Ha vuelto a su castillo, supongo.
—Está en las cercanías de Saint-Gilles, ¿no? Gaillard lo sabrá. Se conocían.
—Barthélemy viene de Lazet —terminé de presentar al terciario.
—¡Ah, Lazet!
—Pertenece a la regla terciaria de san Francisco.
—¿Ah, sí? —dijo Gaillard—. Entonces, debemos invitarlo a un jarro. Los terciarios franciscanos son más pobres que un leproso.
—¡Sí, sí, una ronda por el hombre santo! —asintieron a coro los demás, mientras Barthélemy se ruborizaba, visiblemente incómodo, y hubo algunos comentarios acerca de los monjes, de los buenos y de los malos, pues los había que eran pobres, píos y castos, y otros que eran todo lo contrario. La conversación, sin embargo, no tardó en centrarse de nuevo en lo sucedido a Guillaume Monier, porque nadie pudo resistirse mucho rato a la tentación. A decir verdad, la taberna entera había estado hablando del asunto, antes de mi llegada.
—Ya os lo he dicho —protestó Gaillard cuando, una vez más, le pidieron que contara lo que sabía—. De lo único que me he enterado es que lo encontró su escribano. Y de que le faltaban los genitales.
—¡Le faltaban! —exclamé.
—No estaban. Habían desaparecido.
—¿Los robó alguien?
—Una monja —apuntó Othon, provocando un torrente de carcajadas. Othon, debo explicaras, era (y es todavía) un hombre casado y con cuatro hijas, por lo que no era difícil encontrarlo en El Gallo Negro, escondiéndose de la familia. Alto, corpulento y revoltoso; trabajaba de correo papal y se encargaba de llevar mensajes de la Curia a ciudades de toda la Cristiandad. Por esta razón, tal vez, era el ser humano más libidinoso del que tengo noticia. En mi vida he conocido a nadie mejor informado de las costumbres, preferencias y apetitos carnales de las mujeres de otras tierras: en el curso de sus muchos viajes, había catado las bondades de incontables doncellas y matronas (o eso aseguraba) y siempre estaba dispuesto a ofrecer consejo. Por ejemplo, contaba que en Lombardía los hombres prefieren adoptar la postura que se ve en los campos durante la época de celo, cuando los sementales cubren a las yeguas. O decía que en Catalonia se puede tener a una doncella sin privarla de su flor, metiéndole la estaca no en el surco creado para ella, sino por el canal destinado, como los de las calles de Aviñón, a evacuar los desechos.
Os lo juro, hay pecados en el mundo que ni siquiera yo había imaginado. —Tiene que haber sido una monja —insistió Othon cuando las risas se apagaron—. ¿Quién, si no, podría tener necesidad del instrumento de un hombre?
—¿Otro hombre que no lo tuviera, quizá? —sugirió Gaillard, mientras su amigo Berenguer apuntaba que era notorio que los clérigos estaban bien dotados (como mulas, dijo), y que el ladrón tal vez no lo estuviera.
—Sin duda, quería impresionar a su recién desposada —añadió Berenguer—. Le cortó el pene y los testículos, se llevó el paquete a casa y lo utilizó en la noche de bodas. A oscuras, ¿cómo sabría ella de quién era el miembro?
—Pero, si estaba a oscuras, ¿por qué usar el de un religioso? —comenté con fingida gravedad—. ¿Por qué no el de una mula misma? ¿Por qué no un hueso de jamón?
—O la pata de una mesa...
—O una lanza de justas.
—Bueno... ¿Alguien sabe qué tamaño tenía el pene desaparecido, en realidad? — inquirió Berenguer. Como Gaillard, era escudero, pero estaba empleado en la oficina de los bullatores, dos hermanos legos cistercienses que actuaban como guardianes del sello papal. El pobre Berenguer pasaba la mayor parte del tiempo llevando cargas de plomo de un punto a otro de la ciudad—. Quizás era, realmente, como la lanza de un torneo — especuló—. Quizás era del tamaño de una torre de iglesia.
—En ese caso, debería ser fácil de encontrar —me burlé. Bernard, un candelero bajo y regordete que se gastaba en vino cuanto ingresaba en la tienda, declaró pomposamente que todo aquello eran necedades. Estaba claro, dijo, que el autor de tan terrible hecho era un marido celoso. Indudablemente, la causa era un adulterio.
—¡Bobadas! —replicó Gaillard.
—Pero Guillaume era clérigo —Berenguer parecía convencido a medias—, y todos sabemos a qué se dedican... —Éste, no, creedme —insistió Gaillard—. Lo sé. —Amigo mío, eres muy joven —le respondí mientras revolvía su pelo
ensortijado—. Enséñame un religioso casto y yo te mostraré un leproso feliz.
—¿He dicho yo que fuera casto? —protestó Gaillard, al tiempo que apartaba mi mano. (Como era tan joven, detestaba que se lo recordaran)—. Guillaume era un libertino, Raymond, pero no buscaba el placer con las mujeres.
—¡No!
—¿De veras?
—Bobadas.
—Si Gaillard lo dice, tiene que ser cierto —apunto Othon, mordaz—. Probablemente, lleve las marcas que lo demuestren.
Hubo que sujetar Gaillard para evitar que saltara del asiento. El infortunado escudero, bendecido (o todo lo contrario) con la tez clara, los labios carnosos y los ojos azules de un ángel de cuadro, solía ser objeto de aquellas bromas escarnecedoras.
—¡Lo mandé al cuerno, Othon! —replicó a gritos el muchacho—. ¡Le dije que si volvía a sacarla delante de mí, se la cortaba!
—¿Y lo has hecho?
—¿El qué?
—Cortársela.
—¡No, claro que no! —La cólera desapareció de su rostro cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir—. ¡Jamás haría algo así! Era una simple amenaza vacía. —Bien, pues te aconsejo que no vayas repitiendo eso por ahí, Gaillard, o la gente empezará a murmurar de ti.
—¡Ahora caigo! —dijo de improviso Berenguer, que había permanecido sumido en reflexiones durante el alboroto—. ¿No era Guillaume Monier ése del que me hablabas, Gaillard? ¿El que tenía un escribano faldero?
—Sí, el mismo. —Gaillard, todavía jadeante y con las mejillas algo sonrojadas, miró a los presentes—. Guillaume Monier siempre llevaba a ese lindo escribanillo pegado a los talones. Resultaba casi cómico y todos los asistentes nos burlábamos de ellos.
—¡Oh! ¿Y por qué lo hacíais? —Mi tono era solemne—. Al fin y al cabo, un clérigo tiene que tener a alguien que le afile la pluma.
—¡Sí, sí, tiene que mojarla en alguna parte!
—Trabajar, trabajar y trabajar...
—Inclinado sobre el escritorio...
—«¡Toma nota de esto, Ganímedes, y quiero dos copias!»
—¡Oh...! ¡Esperad, esperad...! —A Berenguer casi le saltaban las lágrimas de tanto reír—. ¡Ya sé qué sucedió! Guillaume estaba... ya me entendéis, estaba... —¿Metiendo al diablo en el infierno?
—Sí, y... y lo metió tan a fondo que aquello se le fue, se le fue...
—¡Como a ti la lengua, Berenguer!
—¡Hasta que se desgajó! —Berenguer descargó el puño sobre la mesa—. Y ese pobre escribano lo lleva ahora por ahí, guardado en la madriguera, por así decir.
Podéis imaginaras los alaridos de regodeo. Gaillard declaró que no había mejor lugar para esconder un pene y yo repliqué que estábamos hablando de clérigos, de curas y monjas: tratándose de ellos, tal tesoro no estaría muy seguro, allá dentro. Othon reiteró que siempre había mercado para un instrumento grande y gordo. Las monjas lo comprarían.
—¡Las monjas, las monjas! ¡Tú y las monjas, Othon! Habla de otra cosa, ¿quieres?
—No sé cómo. Sueño con ellas todas las noches.
—¡Dios nos ampare!
—En los sueños, las monjas representan la muerte.
—No si sueñas que las estás montando —repliqué—. ¿Con eso sueñas? ¿Con montar monjas?
—¡Una monja! —gimió, y levantó su copa—. ¡El sueño de mi vida es un revolcón con una monja! Si se cumpliera, moriría feliz.
—Morirías, ciertamente —apuntó Bernard—. Ya sabes lo que dicen los clérigos sobre violar a vírgenes.
—¡Ah, los clérigos! —se mofó Othon—. Dicen eso porque quieren a las monjas para ellos. Siempre andan pecando con ellas, ¿y por qué no habrían de hacerla? Las monjas son tan tiernas y jugosas, antes de ajarse...
—Una vez caté a una terciaria —intervino Berenguer— y no fue un jardín de placeres celestiales.
—Oh, pero las terciarias no son lo mismo. Cualquiera puede montarlas, pues sus puertas están siempre abiertas. Una monja, en cambio, es una fortaleza.
En este punto, recordé de nuevo la existencia de los terciarios y reparé en que Barthélemy había desaparecido. Se me ocurrió que la conversación no había sido de su agrado y supuse que sabría encontrar el camino de regreso a la casa sin mi ayuda, pues no tenía intención de marcharme. Todavía me quedaba algo que decir.
—Othon, para ti una monja no es más que un desafío —declaré—. Como nunca has probado la fruta del claustro, ansías hacerla.
—¡Eso es!
—¿Y cuando te hayas saciado de ella? ¿Qué harás entonces? No te quedará nada. Excepto santas.
—U hombres.
—O perros.
—¡O los tres a la vez!
—Othon quiere monjas porque éstas no ven nunca a otros hombres —proclamó Gaillard, achispado—. No tienen a nadie con quien compararlo. Las monjas lo considerarían atractivo. Alguna, incluso pensaría que tiene un instrumento extraordinario... ¡Oh!
Esta vez fue a Othon a quien hubo que sujetar. De haber saltado sobre Gaillard, el pobre muchacho habría quedado hecho cisco pues, como ya he dicho, Othon era un hombre muy corpulento. Fue preciso el concurso de cinco hombres para reducirlo, mientras yo obtenía de Gaillard una sorda disculpa.
Poco después, cuando, con la ayuda de unos tragos de vino, los ánimos se enfriaron, la compañía pidió una canción y me vi obligado a regresar a casa de mi madre, donde guardaba mi viela. Allí encontré a Barthélemy, que se desvestía para acostarse. Me recibió con evidente desgana y una desaprobación que se manifestaba en cada surco de su rostro, lo cual no me sorprendió. Le deseé cordialmente que pasara una buena noche, recuperé el instrumento y emprendí el regreso a El Gallo Negro a buen paso.
Al principio, entretuve al público con estrofas de lujuria y romance, arrancando una lágrima a veces, cuando mi arco dilataba la nota suavemente en la cuerda, otras moviendo a risa a la audiencia al hacer que el pelo de caballo chirriase o maullase como un gato en un saco. Después toqué un rabardel, una estampida y otras danzas, acompañado de silbidos, pataleos y batir de manos... y os aseguro que mis notas eran más brillantes que las cuentas de un collar y tenía la muñeca como de hierro.
No me detuve hasta que me dolieron las costillas a causa de la presión de la viela sobre ellas, hasta que el diapasón estuvo negro de grasa y hasta que me quedé ronco de tanto cantar.
Para entonces, yo ya estaba bebido y mis compañeros, más aún. Por ello, lo que viene a continuación debe entenderse como un producto de la intoxicación. Surgió del persistente deseo de Othon de yacer con una monja. Al dejar El Gallo Negro, íbamos camino de retiramos (Othon, Gaillard, Berenguer y yo) cuando pasamos casualmente junto al convento de la Orden de las Carmelitas Descalzas. Fue entonces cuando Othon, consumido por el deseo, se abrazó a los gruesos muros almenados que lo circundaban.
—¡Hermanitas! —prorrumpió—. ¡Abrid! ¡Abrid Y dejadme entrar!
—Othon, aparta de ahí.
—¡Mi caballo quiere beber de vuestra fuente!
—¡Othon! —Berenguer no podía contener la risa—. Aparta, no vaya a presentarse la guardia.
—¡Tengo que entrar! —gimió Othon, al tiempo que me agarraba por la camisa—. Raymond, tienes que hacerme entrar ahí. Tienes que discurrir algo.
—Suelta.
—¡Una monja! ¡Una monja! ¡He de tener una monja!
—¡Calla!
—Canta algo. Cántales, Raymond. Con eso las atraerás. Vamos.
—Othon...
—¡Canta, maldita sea!
Me sacudió hasta que me castañetearon los dientes. ¡Por Dios bendito, aquel hombre era un Goliat! Yo, en cambio... Bien os he oído llamarme piernas de cigarra, y en esa época estaba aún más delgado, sin asomo de vientre. Os aseguro que hubiera pasado por el ojo de la aguja con más facilidad que cualquier camello.
—Espera —articulé apenas—. Espera... Othon...
—¡Canta! ¡Canta!
—Tengo una idea mejor.
—¿Cuál?
—Suéltame... No me dejas respirar...
Me soltó. Beber con Othon era siempre un pasatiempo peligroso; se corría el riesgo de terminar arrojado al río, o con la cara partida. Con todo, por lo general lo pasaba bastante bien en su compañía, pues me consideraba un hombre listo, que merecía respeto, pese a ser un alfeñique. Sólo cuando sus pasiones se inflamaban violentamente olvidaba Othon que yo era un objeto muy frágil.
—Barthélemy duerme —dije, resoplando—. Se ha despojado de sus ropas. Del hábito o lo que sea que lleva...
—¿Y?
—Podríamos tomarlo prestado.
—¿Por qué?
—¡Porque parece la ropa de un monje!
A la luz vacilante de la tea que sostenía Gaillard, Othon me miró, pestañeando. Sólo cuando los otros dos escuderos se reían ya a carcajadas apareció por fin una chispa de entendimiento en sus ojos nublados e inyectados en sangre.
—¡Santo Cristo! —juró—. ¡Precisamente!
—Vamos. Por aquí.
—Eres listo como un zorro, amigo mío.
—Ya lo sé.
—¡Tres hurras por Raymond Maillot!
—¡Calla! ¿Quieres que nos oigan las monjas?
—Las monjas... ¡Ah, las monjas! ¡Tened paciencia, hermanitas! ¡Pronto saciaré vuestra sed! ¡Pronto beberéis de mi bota!
—Othon...
—¡El Paraíso está a vuestro alcance, vírgenes mías! ¡Os disciplinaré con mi vara de hierro!
—¡Othon...!
—¡Dulce Jesús, cuánto tañerán esta noche las campanas de esa torre!
Canto IV
La primera parte de mi plan se desarrolló con facilidad. Acceder a mi alcoba no resultó difícil. Entré en la casa a través de la cocina y desperté a la nodriza de mi cuñada, que dormía junto a la puerta principal. Barthélemy roncaba acurrucado en una envoltura de mantas y no se movió mientras yo quitaba furtivamente su ropa de los pies de mi cama. Abrir los postigos de la ventana fue tal vez el paso más arriesgado, porque las bisagras chirriaban, lo que hizo que Barthélemy se moviera y murmurara dormido, aunque no se despertó. Conseguí sacar su túnica por la ventana, y saltar yo después a la calle, sin despertar de nuevo a la nodriza.
Y todo esto, debo recordaros, lo hice con las tres cuartas partes de mi cuerpo y de mi mente ahogadas en alcohol. Un logro impresionante, he pensado siempre, por más que su finalidad fuera absolutamente innoble.
—¿Será de tu medida? —pregunté entre jadeos cuando me reuní con mis compañeros de borrachera en la parte trasera de los establos de no sé qué casa—. Supongo que sí. Barthélemy es un hombre bastante talludo.
—No tanto como Othon —señaló Berenguer—. Además, Othon no habla latín.
—Hemos decidido que debes hacerlo tú, Raymond —anunció Gaillard—. Hablas latín, y tienes unos brazos y piernas tan larguiruchos que eres el que más se parece a un monje.
—¿Yo? ¡Oh, no!
—Sí —replicó Othon—. Lo único que tienes que hacer es entrar y abrir esa puerta, la que da a la rue de la Carreterie.
—¡No! —protesté, con la voz ahogada tras los pliegues de la túnica de la que ellos ya habían comenzado a tirar—. ¡No saldrá bien!
—Sí, ya verás. Tú puedes abandonar el convento en cuanto yo entre. Y ahora... — Othon desenfundó el cuchillo con una floritura (como correo del Papa, le permitían llevar
un cuchillo para su protección )—, ahora te haremos una tonsura.
—¡No!
—Tenemos que hacerlo, Raymond —insistió Gaillard, agarrándome por espalda mientras Berenguer, sin dejar de reír, mantenía en alto nuestra antorcha—. Todos los monjes tienen tonsura.
—Espera... no... espera...
—Estate quieto. ¿O es que quieres perder una oreja?
—¡Espera, Othon! ¡Escucha! ¡Necesitas una navaja, no un cuchillo! Y tijeras... Necesitas unas tijeras... —Con un gran esfuerzo de voluntad, me solté de Gaillard y retrocedí, pero Othon me agarró de la muñeca—. ¡Ay, Othon!, esto nos llevará toda la noche. Tengo un pelo tan tupido y abundante... Espera, tengo una idea mejor.
—¿Qué? —preguntó Othon, frunciendo el entrecejo.
—Puedo fingir que soy un terciario. ¿Por qué no?
—Porque los terciarios no hacen votos —replicó Gaillard—. No son castos como los monjes.
—Sí. —Othon tiró de mí, me soltó la muñeca, me agarró por el cuello con un brazo y me obligó a agachar la cabeza—. Los monjes son más de fiar.
—¡Espera, estúpido! —Yo apenas podía respirar—. Si me tonsuras, todo el mundo lo sabrá. Mañana me mirarán y dirán: «¡ Éste es el hombre que se ha hecho pasar por monje! ¡ Es el hombre que se coló en el convento de las carmelitas para que su amigo pudiera dejar preñadas a todas las monjas!».
Othon aflojó el brazo y conseguí soltarme. Me erguí y me atusé los revueltos cabellos (que, como ya he dicho, formaban una abundante melena), mientras mis compañeros reflexionaban.
—Escuchad —dije—, vamos a hacer lo siguiente: tenemos que matar un perro o un pájaro y utilizar la sangre como disfraz. Me empaparé en ella y fingiré que estoy herido. ¡Puedo simular incluso que me han cortado el instrumento! Un convento de monjas no se negará a atender a un agonizante con túnica de terciario, sobre todo si le falta el pene.
Todo el mundo alabó el cambio de plan. Entre carcajadas, Othon acercó a mi entrepierna el cuchillo e hizo una oferta que nos habría librado de la necesidad de un perro muerto; pero yo rechacé su proposición, señalando que podrían inculparlo del asesinato de Guillaume Monier.
Entonces, nos fuimos a su casa y matamos uno de sus pollos.
¡Oh, qué vergüenza! ¡Oh, qué ignominia! Amigas mías, esta canción es una confesión de pecado. No me siento orgulloso de lo que hice aquella noche. Me llené de falsedades, como un mercader deshonesto; promoví la confusión y un reguero de perversidades. Y el más mortificante de todos mis recuerdos (que son incompletos y embrollados, habida cuenta de mi intemperancia), el más deshonroso de todos los actos por mí instigados fue nuestra visita a la casa de Othon. ¿Por qué? Porque no se puede matar un pollo en silencio, sobre todo si lo hacen cuatro borrachos, y sucedió que la mujer y las hijas de Othon despertaron. ¡Que Dios me perdone! Se apiñaron entre las sombras mientras Othon cortaba de un tajo el cuello del pollo elegido, dejando la marca del cuchillo en la mesa de la cocina. Cuando la sangre salpicó las paredes no dijeron nada, pero la más pequeña ocultó la cara en las faldas de su madre y la mayor se estremeció, como cada vez que alzábamos la voz.
El padre no les dio explicación alguna. Era el dueño y señor indiscutido de la casa. Sólo cuando me hubo pringado con la sangre pareció advertir la presencia de su mujer, y le arrojó el animal pidiéndole que lo pelase, lo destripase y lo cocinase para la cena de la noche siguiente.
Al cabo de poco nos marchamos y nunca más he vuelto por allí. ¿Cómo tendría la osadía de volver a mirar a la cara a esas niñas? ¿Sabéis que vacié mi vejiga contra el muro del corral? Soy un pecador, que Dios me perdone. Mi alma es un estercolero y mi moral es como broza al viento.
En aquel momento, sin embargo, no sentí vergüenza. El vino me daba una falsa valentía. Mientras me acercaba al convento de las carmelitas, no podía contener la risa, porque Othon me había dado el cuello y el buche del pollo pelados para que los agitara ante las monjas; parecía creer que aquellos restos ensangrentados podían pasar por unos genital es cortados. Tambaleándome por el peso de los largos faldones empapados en sangre y el efecto de tanta bebida, todavía me debilitaban más los espasmos de risa incontenible que me llenaban los ojos de lágrimas y me impulsaban a buscar el apoyo de cuanta pared encontraba. Entonces, ya cerca del pórtico del convento, me abandonaron mis amigos, que se llevaron la antorcha.
Así pues, me vi obligado a caminar a tientas como un ciego, sacudido por ataques de hilaridad.
—¡Auxilio! —grité al llegar al portón de madera—. ¡Socorro! ¡Un asesinato! ¡Acogedme, dejadme entrar!
¿Me preocupaba la gente que dormía en las casas vecinas? Ni un ápice. ¿Se me ocurrió pensar que los oficiales del orden podían aparecer en cualquier momento tras la esquina? En absoluto. Grité y aporreé la puerta sin miedo ni compunción. Si mi voz sonaba insegura, no se debía a la alarma, sino a la risa reprimida; pero cuando mis súplicas fueron escuchadas, se me quebró una carcajada en la garganta. El sonido de un ronco, «¿Qué sucede?», al otro lado de la puerta, me llenó de una intensa aprensión. «Esto es una locura», pensé y recuperé la sobriedad como si me hubieran caído encima grandes cantidades de agua fría desde una altura considerable.
Pero ya no había lugar para la retirada. Tenía que continuar.
—¡Auxilio! —dije con voz entrecortada—. ¡Por favor! ¡Criminales, asesinos! ¡Socorro!
Se abrió una cancela y por el hueco se coló luz. Yo me había arrodillado y sin lugar a dudas, mi rostro había palidecido debajo de las manchas de sangre que lo desfiguraban. Además, sudaba profusamente.
—¿Quién sois? —preguntó una mujer entrada en años—. ¿Qué queréis? —No veía bien sus rasgos, pero sí lo suficiente para advertir que era fea como un sapo muerto y más vieja que Matusalén. Las porteras de los conventos de monjas son siempre muy deslucidas y ha de ser de este modo, puesto que son las que deben conversar con los hombres.
—Por favor —supliqué con voz trémula—. Abrid la puerta. Soy un sirviente de Dios. Un hermano lego. ¡Me estoy muriendo! i Me han castrado!
—¿Qué? ¿Quién? —preguntó la mujer tartamudeando. Yo me dejé caer hacia delante y, ya tumbado, permanecí absolutamente inmóvil. Mejor fingirme inconsciente, pensé, que arriesgarme a despertar sospechas, ya que no confiaba en mi capacidad de hablar y comportarme como si estuviera agonizando. .
Que la sangre hable por sí misma, decidí.
Debo confesar que recé a Dios, mientras esperaba. Recé, no para que me admitieran en el convento, sino para todo lo contrario; recé para que me dejaran abandonado en la calle. Si Othon miraba, escondido en la oscuridad, vería que nuestro plan había fallado, pero no por culpa mía. Vería que yo no era un cobarde. Y, mientras pasaba el tiempo, incluso empecé a albergar esperanzas de que mis plegarias hubiesen sido escuchadas. La puerta permaneció cerrada y la portera se quedó callada. Estaba a punto de levantarme y marcharme a hurtadillas cuando oí pasos, sonidos metálicos y chirridos. Luego, oí voces de mujer.
—Ahí, está ahí.
—¡Oh, cielo santo!
—¿Podéis levantarlo? ¿Volverlo boca arriba?
—Creo que deberíamos llevado dentro.
Las olía y notaba sus manos suaves, pero no me atrevía a abrir los ojos. Eran tres en total, y una de ellas era la anciana portera. Las voces de las otras dos indicaban que eran más jóvenes. El susto las hacía torpes y la prisa, negligentes, por lo que me dejaron caer varias veces y, en uno de los tirones y sacudidas, se me soltó el cuello del pollo, que cayó al suelo.
Un penetrante chillido casi me ensordeció.
—¡Silencio, hermana!
—¡Mirad, mirad eso!
—¡Que el señor se apiade de nuestra alma!
—¿Es un... un...?
—Recogedlo, deprisa.
—Oh, no...
—¡Utilizad el pañuelo! ¿Dónde tenéis el pañuelo?
—Se ha quedado en... se ha quedado en...
—Bien, dejadme a mí.
Noté una carne suave en las plantas de los pies y en la coronilla. Unos dedos ahusados me agarraron por las axilas. Entre jadeos y gruñidos, las mujeres me llevaron al interior del convento, que olía a humo, a cloaca y a piedra húmeda. El recorrido fue breve y acabó cuando me dejaron caer sobre un banco bajo que crujió bajo mi peso.
—Id a buscar a la abadesa. Hay que decírselo.
—Id vos. Nosotras nos quedaremos con él. Ninguna de nosotras debe quedarse sola. —¿Está vivo? ¿Respira? —Por supuesto que sí. Y llevaos consigo esa... esa cosa. —¡Oh, no! —Sí. Lleváosla. No la quiero en mi habitación. Así que ésta era la habitación de la vieja, pensé. Debía de ocupar una pequeña
celda cerca de la entrada principal. A aquellas alturas, los latidos de mi corazón me ensordecían y quería marcharme de allí desesperadamente. Mi valentía había huido como los ciervos que no encuentran pastos. ¿Por qué había sido tan estúpido? ¿Qué me había poseído? Deseaba abrir al menos un ojo, un poco apenas, a fin de ver lo que me rodeaba (¿había. cerca alguna vía de escape n, pero temía llamar la atención porque creía que mi mejor esperanza, la única posibilidad de eludir la captura, sería recurrir al elemento sorpresa.
—¿Deberíamos intentar contenerle la hemorragia? —susurró una voz llena de ansiedad muy cerca de mi cabeza.
—No —reconocí la expresión arisca de la portera—. Dejadlo.
—Pero.. .
—Los padres sabrán lo que hay que hacer. No sería propio, con esa herida, en ese lugar...
—¿Se lo dirá la abadesa a los padres? —preguntó la joven y, en aquel momento, advertí que se referían a los monjes de la Orden de los Agustinos Descalzos, cuyo monasterio estaba en las inmediaciones del convento—. ¿Llamará al hermano enfermero?
—Quizá.
—Espero que sí. Espero que se lo lleven. ¿Creéis que morirá?
—Eso sólo Dios lo sabe.
—No debe de ser un monje, ¿verdad? No está tonsurado.
—Ha dicho que era un hermano lego.
—¿Un hermano lego? ¿De cuáles?
—No lo sé.
—Ahora tal vez se haga monje, como Abelardo.
—Callad, hermana. No deberíamos hablar, sino rezar por su alma inmortal.
El tiempo pasaba y yo ya no podía esperar más. Cuando la paz descendió sobre mí, tensé brazos y piernas, me moví imperceptiblemente y respiré hondo. Abrí los ojos y...
—¡¡¡Aaaug!!!
Estuve a punto de matar a aquellas pobres mujeres, os lo juro. Que Dios me perdone, casi se murieron del susto. Aullando como un dragón, me levanté de un salto y salí corriendo, y ellas se quedaron tan pasmadas que no pudieron evitar mi huida. Salí por la puerta, que estaba abierta, y me lancé a la carrera por el pasillo. Crucé a ciegas el jardín de un claustro y advertí que me había perdido en el interior del convento. Estaba absolutamente desorientado. ¿Adónde había ido la calle? ¿Dónde estaba la entrada? Parecía alejarse de mí cada vez más. En efecto, me estaba moviendo en dirección contraria.
Vi muchas puertas, pero no la que deseaba. Atisbé ventanas y lámparas de luz vacilante; vi columnas labradas, vi una cara asombrada y oí un grito. Di media vuelta y choqué con el pie de una lámpara que cayó al suelo de piedra con el estruendo de una campana. Mi propia respiración me silbaba en los oídos. Perseguido por voces airadas y pasos apresurados, huí más deprisa que un conejo acosado, pero no había armarios ni baúles en los que esconderme y las camas que vi estaban todas ocupadas. Las mujeres me chillaban desde las sombras. Las paredes retrocedían ante mí y las escaleras casi me hacían caer. La luz era tan escasa en algunos lugares, que me golpeé con frontones, esquinas y jambas de puertas.
Al final, como por milagro, llegué a la cocina. Allí había una arqueta lo suficientemente grande para mi cuerpo delgado, pero no tenía tapa. El hogar era enorme, construido en la pared en forma de chimenea, y me habría servido para ocultarme si no fuera porque contenía un buen montón de ascuas al rojo vivo. Había barriles y cestos y un horno de pan, pero también una criada, que dormía sobre la mesa y se movió cuando la rocé al pasar.
Al otro lado de la mesa, sin embargo, vi una puerta y más allá de ésta, una huerta de verduras. Distinguí formas vagas al claro de luna: hileras de matas oscuras y filamentosas de un par de palmos de altura, elevados muros de piedra y herramientas abandonadas. No era una huerta muy grande y los árboles frutales plantados en su contorno eran todavía demasiado jóvenes para poderme esconder en ellos, pero contenía también un estercolero, y aquello fue mi salvación. Me arrojé a él y me enterré en sus fétidas entrañas como un gusano.
Sí, amigos, tenéis ante vosotros un hombre que una vez pasó la noche en un muladar.
¿Es preciso que diga que fue la noche más larga de mi vida? ¿:Es preciso que diga que tal vez habría sido preferible la muerte? Yací acurrucado en un pestilente amasijo de gusanos, estiércol y restos de comida, mientras unas voces apremiantes y unos pasos apresurados me indicaban que la persecución proseguía. Oí hablar a unas mujeres, luego a unos hombres, y deduje que éstos debían de ser los agustinos descalzos. Allí tumbado, tapándome la nariz, recé para que, si empleaban perros, la pestilencia del estercolero les impidiera descubrir mi rastro. En una ocasión, los que me daban caza se acercaron tanto que los oí con toda claridad. Un hombre de voz profunda dijo:
—Debe de haber saltado por encima del muro. No es demasiado difícil.
—¿Cómo? —inquirió una voz de mujer, y su compañero le explicó que en el peral más alto había un punto de apoyo para el pie desde el cual uno podía agarrarse a una piedra que sobresalía en la esquina, lo cual permitiría a su vez impulsarse hacia arriba y saltar al otro lado de la tapia.
—Pero ¿así, tan oscuro? —dijo la mujer, dubitativa. —Hay luna —replicó la voz profunda, y se alejaron, por lo que no oí nada más, aunque tampoco me hizo falta.
Durante un buen rato, el huerto permaneció silencioso y empecé a albergar la esperanza de que las monjas hubieran desistido en su empeño. ¿Podía intentar una fuga? Cuando me llegaron los tañidos de las campanas y los cantos de los pájaros, comprendí que no me quedaba otra opción. El amanecer se acercaba: las hermanas despertarían y comenzaría la actividad. No podía aguardar más.
Por fortuna, había oído instrucciones minuciosas sobre cómo se podía conseguir una rápida retirada. Después de salir a rastras de mi refugio, me encaramé al peral más alto, encontré la piedra que sobresalía en el muro y casi me lisié cuando me dejé caer para dar con mis huesos en la rue de la Carreterie. (Fue, os lo aseguro, una caída muy larga.) Nadie presenció mi torpe ascenso, ni el descenso más torpe aún que lo siguió: tuve la suerte de pasar inadvertido. Clareaba ya y se oía un ruido metálico de cacerolas y llantos de niño detrás de los postigos cerrados de las ventanas. Mientras regresaba a casa renqueante, cubierto de una capa de porquería, adelanté en la calle a un hombre de ojos turbios que se afanaba con lo que parecía ser un saco de harina.
Me miró como si tuviera ante sí una visión milagrosa.
¿Y qué aconteció cuando llegué a la casa de mi madre? No más de lo que cabía esperar. Para empezar, me abrió la nodriza de mi cuñada, que ya se había levantado y estaba encendiendo el hogar. Alazais también estaba despierta, acunando a su hijo, y su asco ante mi apariencia... Bien, dejadme que os diga que lo expresó con intensidad, tanta que despertó a mi madre y también a Barthélemy.
Cuando me acerqué a él, lo encontré sentado en la cama, todavía medio dormido.
—¿Barthélemy? .
—¡Buf! —profirió con voz ronca—. Por el amor de Dios, ¿que... que...?
—¡Fuera! —gritó mi madre desde la cocina—. ¡Raymond, por favor, sal de aquí! ¡Esto huele como una curtiduría! ¡ Ve a lavarte! —¡Que los santos del Cielo nos protejan! —exclamó Barthélemy, tapándose la
nariz al tiempo que me miraba con unos ojos como platos—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué os ha sucedido? ¿De quién es esa sangre? ¿Estáis herido?
—Barthélemy —empecé a decir. Respiré hondo—. Disculpadme, pero yo... hum... Ya sé que es imperdonable pero...
—¿Qué?
—Barthélemy, si me observáis de cerca, veréis que... bueno, que tomé vuestra ropa prestada.
Canto V
Mi madre declaró irrecuperable el hábito de Barthélemy. Aunque lo tuviera a remojo con especias durante una semana, dijo, seguiría oliendo a estiércol y manchado como el suelo de una carnicería. Además, durante mi aventura nocturna (de la que mi madre no sabía nada, salvo que debía de haber hecho algo vergonzoso) había sufrido desgarrones en varias partes, que serían difíciles de remendar. Aquello, anunció mi madre, ya no era un hábito: era un harapo y había que deshacerse de él.
Por desgracia, también era lo único que tenía Barthélemy para cubrirse, además de la capa. Por lo tanto, me vi obligado a ofrecerle ropa mía, y, tal era mi mortificación por lo ocurrido, que escogí para él una de mis prendas más valiosas: no mi indumentaria de las festividades, he de reconocerlo, pero sí una túnica de fina lana flamenca, teñida de escarlata y forrada de seda. Aunque le quedaba un poco justa de hombros y algo corta de falda, lo favorecía enormemente. Con todo, Barthélemy puso reparos.
—Es demasiado rica —protestó—. No soy un caballero, ni un obispo. Soy un hombre humilde.
—Os aseguro, Barthélemy, que un noble o un obispo despreciarían una prenda como ésta. Esa seda es barata. Y eso es tafetán, no brocado.
—Yo jamás he llevado seda.
—Pues va siendo hora de que empecéis.
—Pero san Francisco no llevaba ropas ricas. Y Cristo, tampoco.
—¿Desde cuándo sois vos san Francisco?
—No puedo ponerme esto —insistió, terco—. ¿No tenéis otra cosa?
Derrotado, busqué otra prenda más a su gusto, un sayo pardo, deshilachado y muy sencillo. Cuando se lo hubo puesto, nos dirigimos a la oficina de la Penitenciaría Apostólica. Caminamos en silencio, pues temía que mi cliente estuviese desencantado conmigo (¿quién podría reprochárselo?). Sin duda, él también encontraba ofensivo mi olor, pues, a pesar de haberme bañado en caros aceites perfumados, seguía despidiendo un leve hedor a excrementos. De hecho, mientras esperaba a que me recibiera el Dispensador, pude disfrutar de todo un banco para mí solo. Ni siquiera el tufo a orines de gato que allí reinaba podía disimular la desgraciada consecuencia de una noche pasada en un muladar.
Con respecto a la apelación de Isoard Calverie, no esperaba un resultado favorable. Ganar al Santo Oficio... Eso era pedir un imposible, bien lo sabía. Desde luego, había hecho cuanto estaba en mi mano. Desafiaría a cualquiera a que escribiese una petición de forma más competente, dadas las circunstancias. Pero donde muchos hombres ricos e incluso la realeza habían fracasado, pocas esperanzas podía albergar yo de tener éxito. O eso creía.
Imaginad, pues, mi asombro, mi incredulidad, cuando allí mismo recibí del religioso una carta que concedía a Isoard Calverie la exoneración del resto de su sentencia. (Naturalmente, la medida iba acompañada de ciertas importantes provisiones relativas a la casa del primo.) Os aseguro que casi me desmayo. Apenas fui capaz de balbucir una palabra de gratitud.
Tal fue mi sorpresa, que no dirigí un comentario a Barthélemy hasta que el Dispensador nos puso en la calle. Sólo entonces miré a mi acompañante, con los ojos como platos.
—¡Lo hemos conseguido! —le dije.
—¿Estáis seguro?
—Creo que sí. Aquí dice...
Eché un breve vistazo al documento que tenía en las manos y leí en voz alta (en la lengua del vulgo) varias frases inequívocas: «Con piadosa intención...», «en reconocimiento de su acendrada piedad... », «por la presente absuelvo de las cadenas del ejercicio penitencial...».
—La carta va dirigida a Pierre-Julien Fauré —señalé—. Es una instancia para que se exonere a Isoard Calverie de nuevas peregrinaciones.
—Dejadme ver.
No se me ocurre por qué habría de querer verla, ya que Barthélemy era iletrado, pero dado que la carta era más suya que mía, se la entregué y lo vi estudiar con admiración y reverencia la firma del Gran Penitenciario. Alrededor de nosotros discurría el tráfico matinal de carretillas de mano y mulas de carga, clérigos y buhoneros, hombres y mujeres, que nos empujaban con impaciencia cuando nos resistíamos a apartamos. Para la atención que les prestábamos, aquellas multitudes apresuradas bien podrían haber sido hojas caídas que arrastraba el viento.
—¡Loado sea Dios! —exclamó Barthélemy finalmente, y levantó la mirada—. ¡ Es un milagro!
—Sí que lo es.
—Nunca pensé que... ¡Loado sea Dios! ¡Sois un agente del Señor!
—Bueno, no creo yo que...
—Es un milagro —repitió, tocando el documento con dedos reverentes—. Raymond, esto es prueba del amor de Dios. No debemos perder jamás la fe en Su misericordia.
—Pero, sobre todo, nunca debemos perderla en la codicia del Papa —repliqué. Sin embargo, a pesar de mi corrosivo comentario, sentía mi corazón triunfante. Dándole unas palmaditas en la espalda, sugerí que había llegado el momento de celebrarlo.
—¿Hace una copa en El Gallo Negro? Una jarra y un bocado, ¿qué os parece?
Cuando oyó la propuesta, me lanzó una mirada de reproche.
—¡Oh, Raymond! —me dijo—. ¿Dónde tenéis la conciencia? Deberíais estar encendiendo un cirio en la iglesia en vez de pensar en darle al vino en la taberna.
—Pero... .
—Dios nos ha concedido un milagro en este día. ¿Es así cómo se lo agradecéis, gastando vuestro dinero en vino barato?
—En absoluto. Si convidara a Dios a tomar una jarra, la pediría de la mejor añada. .
—¡Oh, Raymond!
—Además, amigo, en este milagro ha participado más gente. No ha sido Dios el único que lo ha obrado. Yo, por ejemplo, he tenido algo que ver, ¿recordáis? Y merezco una recompensa por mis cuitas.
Barthélemy movió la cabeza con un suspiro.
—Debéis procurar por vuestra salvación —dijo—. ¿Qué sacaréis de tanta francachela, sino infelicidad? i Infelicidad eterna!
—El sino del hombre es sufrir —fue mi réplica—. ¿Por qué no divertirse mientras uno puede?
—Porque es pecado. Porque os llevará a la condenación.
—¿Una jarra de vino y me condenaré?
—Por ahí se empieza.
—A esta hora tan temprana, no, amigo mío.
—Venid conmigo —me instó Barthélemy—. Venid y encended una vela.
—Sólo si antes venís vos a El Gallo Negro.
A regañadientes, aceptó. Tal vez pensó que me debía un pequeño trago, al menos. Pero cuando llegamos a nuestro destino, nos recibió Na Beatrice, que nos dijo con asombro contenido:
—¿Os habéis enterado?
—Enterado, ¿de qué? —inquirí, temiendo que fuera a embarcarse en un relato de mi propia y lamentable irreverencia en el convento de las carmelitas.
—Sybille acaba de contármelo. —Na Beatrice se secó las manos en la falda y señaló a su sirvienta, que andaba pasando la escoba—. Se lo ha contado su hermano esta mañana, en el mercado, y a él se lo ha dicho alguien que lo oyó de uno de los frailes agustinos...
—¿Qué? —exclamé con un nudo en la garganta—. ¿De qué te has enterado? ¿Qué sucede?
Na Beatrice arqueó una ceja y me miró con curiosidad.
—¡Pues que ha habido otra mutilación de genitales! —anunció—. Anoche.
Dios nos asiste, pensé.
—Aunque esta vez —continuó N a Beatrice—, el hombre no ha muerto. Todavía.
Peor que peor. .
—En este momento —terminó de explicar—, yace a las puertas de la muerte en su abadía, el pobre.
—¿Eh? —Me quedé algo perplejo—. ¿Qué significa eso?
¿Quién es?
—Un monje, dicen. —Na Beatrice debía de haberse percatado de mi agitación, porque me dirigió una mirada inquisitiva, cruzando los brazos—. Un novicio, apenas un muchacho. Lo han encontrado en su celda esta mañana. Naturalmente, puede que todo sean habladurías. Sólo te cuento lo que me han dicho.
Barthélemy perdió los estribos.
—¡Esta ciudad es la morada del pecado! —murmuró—. ¡Que Dios tenga misericordia de ella!
—¿Y te han contado algo más? —pregunté a nuestra mesonera, casi ebrio de alivio al observar que no parecía haber corrido una sola palabra de mi aventura—. ¿De lo sucedido, de anoche?
—No, nada. Muy extraño, ¿no es verdad?
—Mucho. —y muy oportuno, además, pues la aparición de un novicio castrado se consideraría, indiscutiblemente, más importante que la de un intruso castrado... cuya existencia, en cualquier caso, los frailes y monjas tendrían buen cuidado en ocultar, sabedores de que los intrusos siempre daban mala fama a los conventos.
—¡La ciudad está dejada de la mano de Nuestro Señor! —proclamó Barthélemy, y giró en redondo. Cuando le pregunté adónde iba, me respondió que a poner una vela. Ningún argumento logró convencerlo de que abandonara la idea.
Supongo que cada cual tiene su manera de afrontar los sucesos desagradables o las sorpresas repentinas. La de Barthélemy consistía en retirarse a rezar; la mía, en ahogar la sensación de incomodidad en entorno s sociables, entre buenos amigos.
En este aspecto, por lo menos, apenas he cambiado desde mis tiempos de Aviñón.
SEGUNDA PARTE
Canción del sodomita
Canto I
Amigos míos, mirad a vuestro alrededor. ¿Qué veis? ¿Un campo de ortigas y una mina de sal? ¿El vientre del infierno? ¿Las espinas estériles de la pasión? Todo esto y más, o eso dicen los clérigos. El vino es escarnecedor; la cerveza, alborotadora: esto es lo que nos cuentan. Nos castigan porque somos unos borrachos, unos jugadores, porque disfrutamos de la compañía de mujeres desconocidas... En resumidas cuentas, nos castigan por todo lo que ofrece una taberna. ¡Oh, pecadores, todos los presentes aquí, en este acogedor salón, estamos condenados! El fuego está condenado. El vino está condenado. La comida está condenada. Y tres veces condenado está el humilde servidor que se encuentra ante vosotros y canta canciones lascivas sobre las muchas y perversas maneras en que puede utilizarse la herramienta más preciada del hombre en las artes amatorias.
Ahora, mirad otra vez. ¿Veis entre nosotros a algún monje de hábito blanco? ¿Veis alguna cabeza tonsurada en vuestra mesa? Por supuesto que no. ¿Y por qué? Porque en una taberna como ésta mora el pecado. No es lugar para un monje ni cualquier otro sirviente de Dios. El mismo san Francisco, por más que besara a leprosos, nunca habría cruzado este umbral, me temo. Hay ciertas profundidades a las que ni siquiera un santo ha de descender.
Y sin embargo, una noche, poco después del atardecer, un fraile vino a oírme cantar en El Gallo Negro de Aviñón. Acababa de concluir una animada pastorela que había hecho danzar a las mismísimas mesas y cuya floritura final había sido acogida con una tormenta de aplausos. Pero mientras alargaba la mano en busca de una jarra de vino con la que apagar mi sed, vi en una esquina a un hombre que estaba sentado muy quieto, con las manos en reposo entre las rodillas. Su hábito blanco y negro me indicó que era un fraile dominico. «¿Qué estará haciendo aquí?», me pregunté. Y poco después descubrí la razón, pues Na Beatrice (que, como buena mesonera, había averiguado lo que quería) se me acercó con un mensaje del insólito visitante.
—El monje quiere hablar contigo —dijo.
—¿Conmigo?
Na Beatrice asintió.
—¿Estás segura? —Me volví hacia el dominico y nuestras miradas se encontraron—. ¿Y qué quiere de mí?
—Pregúntaselo tú.
Y así lo hice. Crucé la estancia, rehuyendo por el camino afectuosas palmadas en la espalda y saludos, y llegué al banco en el que el monje se había sentado. Era un hombre pequeño, pálido y tonsurado; vestido de otra manera no me habría llamado la atención, porque tenía el cabello deslustrado, el rostro absolutamente corriente (en casi todos los aspectos) y un aire ratonil; pero cuando me miró, vi que sus ojos eran muy extraños, grandes y rasgados, y tan oscuros que casi parecían mates. No alcancé a leer nada en ellos, ni en aquel momento ni en ningún otro.
—¿Sois Raymond Maillot? —me preguntó en voz baja y suave.
—Sí, lo soy.
—Mi nombre es Amiel de Semur y deseo hablar con vos.
—Hablad pues.
—En privado. —Miró alrededor, a la ruidosa parroquia—. Éste no es el lugar adecuado.
—¿Deseáis contratarme? —pregunté. Si no era para esto, no me apetecía volver a casa. Él asintió—. Entonces —le dije—, iremos a mi habitación.
El monje accedió y salimos de la taberna. Camino de la casa de mi madre nos cruzamos con varias personas a las que conocía (entre las que se contaba una dama de vida alegre), pero se abstuvieron de saludarme al reparar en la tonsura de mi acompañante. Éste guardó silencio en todo instante, a excepción de un par de comentarios, uno sobre la climatología y otro acerca del poco tiempo que llevaba en Aviñón. En los dos casos, habló respondiendo a una pregunta mía.
Cuando mi madre abrió la puerta y se lo encontró de frente, casi se postró ante él. Los demás miembros de la familia, al verle entrar, se levantaron todos a una. Se mostraron amables en grado sumo: «padre», esto, y «padre», lo otro. El hombrecito fue cortés pero lacónico y declinó un refrigerio con una sonrisa. Al final, pude llevármelo a mi alcoba, que estudió sin pestañear y con expresión inescrutable.
Le ofrecí asiento en mi silla del escritorio.
—Gracias —dijo. A continuación, sacó de una bolsa que llevaba a la cintura un pliego de pergamino doblado—. Antes de que comencemos, tal vez deberíais leer esto. Como veréis, vengo a vos en nombre de la más alta autoridad.
El documento era una bula papal. Con creciente asombro, leí que el hermano Amiel de Semur había sido designado para realizar una investigación sobre las acusaciones de brujería presentadas por Lothaire Lagarrigue contra Masseo di Vico.
—¿Di Vico? —pregunté—. ¿Está emparentado con...?
—¿Con el cardenal? Sí, son hermanos. Masseo di Vico es también el médico del cardenal. —Tras recuperar a suaves tirones el documento que yo tenía en las manos, el padre Amiel lo dobló cuidadosamente y volvió a introducirlo en la bolsa. Fue entonces cuando advertí que sus manos eran muy hermosas, de finos contornos y movimientos ágiles y precisos—. Habréis observado, maese Raymond, que se me ha ordenado proceder sumariamente: «summariae et de plano strepitu et figura judicii ac omni apellatione cesante». En otras palabras, se me ha ordenado que emplee el procedimiento legal de inquisitio, el cual requiere un cierto número de interrogatorios e investigaciones. Es preciso entrevistar a los testigos. Hay que interrogar a los sospechosos y transcribir sus confesiones. Por lo tanto, he recibido unos fondos para que contrate a un escribano, que debe dedicar todo su tiempo a este asunto. —El monje me traspasó con su mirada oscura e impenetrable—. ¿Podéis dedicar todo vuestro tiempo a este asunto, maese Raymond?
Como no tenía otro trabajo ni perspectivas de hallado, le respondí que sí, ante lo cual, el padre Amiel asintió.
—No espero menos —dijo—. Para ser franco con vos, no erais mi opción preferida, pero todos los demás escribanos eficientes que me habían recomendado estaban ocupados o no podían dedicarme todo su tiempo. El cardenal Orsini os calificó de experimentado pero poco fiable. Dijo que sabéis escribir con las dos manos. ¿Es eso cierto?
—Sí —respondí.
—¿Sin emborronar de tinta con la zurda?
—Si la mantengo en determinada postura, no.
—Admirable —el monje asintió de nuevo—. El cardenal Orsini también dijo que no siempre sois puntual y que, en ocasiones, os habéis presentado en su tribunal medio borracho. ¿Es eso cierto?
Por extraño que parezca, el dominico hablaba con cierto desapego, sin el más leve asomo de desaprobación. Sin embargo, me revolví en la banqueta porque siempre había dedicado mi vida a las juergas y a las borracheras, y la había culminado con un incidente tan poco edificante como el acaecido hacía poco más de dos semanas, el del cuello cortado de pollo y el convento de las carmelitas.
—Sí —murmuré.
—Lamentable. Sin embargo, trabajasteis para el cardenal Orsini hace un año y ahora sois algo mayor. ¿Cuántos años tenéis?
—Veintiséis.
—Entonces, debéis de haber abandonado las locuras juveniles hace ya tiempo. — Aunque el padre Amiel no dijo nada más sobre al asunto, en cierto modo noté que, si desde aquel momento en adelante exhibía cualquier debilidad, me quedaría sin empleo antes de que los vapores del vino desaparecieran de mi aliento—. Y ahora, en lo que a mi historia se refiere, fui prior de una casa en Pamiers...
—¿De veras?
—… antes de ser nombrado inquisidor de la depravación herética en Beziers. Abandoné ese cargo hace algún tiempo debido a problemas de salud y desde entonces me he dedicado a escribir la historia de la Orden de los Dominicos. Pero, al parecer, el Santo Padre necesita un servidor con mis aptitudes y conocimientos, por humildes que éstos sean. —Aquí, el monje hizo una pausa como si ordenase algunos datos en la mente y sus ojos recorrieron las columnas de registros que se apilaban en el suelo antes de volver a mirarme—. Tal vez debería explicar lo que piensa el Santo Padre de esto —prosiguió—. Como probablemente sepáis, los inquisidores de la depravación herética sólo están facultados para investigar, por medio de la inquisitio, casos de herejía o supuesta herejía. ¿Lo entendéis, verdad?
Al ver que esperaba algún tipo de respuesta, asentí.
—Las acusaciones de hechicería, por lo tanto, no son de su jurisdicción... a menos que el caso claramente huela a herejía manifiesta. No obstante, el Santo Padre cree que ha de definirse de forma más estricta la relación entre magia y herejía, y por ello ha convocado en Aviñón a cinco obispos, tres maestros de teología y unos cuantos clérigos eruditos a fin de discutir la cuestión. Hasta que este consistorio entregue su decisión sobre el papel del Santo Oficio, una acusación como la que se ha presentado contra Masseo di Vico deberá investigarse por medios distintos de los que ofrecen los inquisidores de la depravación herética.
Una vez más, el padre Amiel hizo una pausa, durante la cual me esforcé en parecer inteligente. Tal vez lo conseguí —a pesar de mi completa confusión—, porque prosiguió, con más confianza:
—Quizá recordéis que, dos años atrás, el papa Juan ordenó una investigación de los crímenes de un hombre llamado Tomás el Germano. Tomás fue acusado de adivinación, de invocar a los espíritus y de otras perversidades monstruosas. En este caso, se encargó de realizar las averiguaciones una comisión que formaban el obispo de Fréjus, un prior y un preboste. En la presente ocasión, sin embargo, el Papa cree que es necesaria cierta experiencia en el campo de la herética para que el caso sea estudiado adecuadamente.
—Y por eso os ha elegido a vos —me aventuré a decir.
—Por eso me ha elegido a mí, pero debéis comprender, maese Raymond, que no estoy dotado de facultades para actuar como un inquisidor de la depravación herética. Yo no tengo... ¿cómo decirlo?, la libertad sin cortapisas que posee el Santo Oficio. En lo referente al procedimiento, existen ciertas limitaciones. En casos de herejía, el acusado no puede acogerse a ciertos derechos que se permiten en el ordo juris usual. La brujería es otro asunto. De momento, la brujería ha de tratarse como casi todos los demás delitos.
Nervioso, me pregunté de qué estaba hablando.
—¿Y esto qué significa? —pregunté—. ¿Que no hay tortura?
Parpadeó y esbozó una plácida sonrisa. (Tenía los dientes muy estropeados.)
—Oh, hijo mío —dijo—, yo nunca he recurrido a nada por el estilo.
—¿En serio? —Me alegraba oído—. Bien.
—Me refiero simplemente a esos derechos relacionados con la difamación, la mención de testigos, la comunicación de las pruebas... Pero estas cosas no son de vuestro interés. —Hizo un ademán con la mano y yo me distraje con la delicadeza del movimiento. Cuando uno habla por primera vez con una mujer guapa de verdad, resulta difícil concentrarse en sus palabras porque el rostro absorbe todo el interés, y era esto lo que me sucedía cuando el padre Amiel movía las manos. Atraían la mirada como una torre en una viña—. Permitid que os explique los pormenores de este asunto —prosiguió—. Tal vez recordéis que hace dos semanas, aproximadamente, fue asesinado el camarero del cardenal Di Vico.
—¡Sí! —Sorprendido, di un respingo en el asiento—. Lo asfixiaron y le cortaron los genitales. Lo recuerdo muy bien. Y alguien me contó que el condestable había detenido a toda su casa.
—A sus sirvientes, sí —convino el dominico—. Se arrestó a todos los que dormían en la casa, pues la única puerta estaba cerrada por dentro, como siempre, y ninguna de las ventanas tiene el tamaño suficiente para que quepa por ellas ni siquiera un chiquillo. Por lo tanto, parecía que el culpable tenía que haber sido alguien de dentro.
»Bien, eran seis las personas que compartían la vivienda con el muerto, y una de ellas era su escribano personal. Los otros cinco estaban al servicio del cardenal: tres amanuenses, un portero y otro escribano. Al ser interrogado, este último, cuyo nombre es Lothaire Lagarrigue, acusó a Masseo de haber echado una maldición al muerto. Así, el condestable, sabedor de cuánto preocupaban al papa Juan los actos de presunta hechicería...
—… tuvo demasiado miedo para investigado por su parte —concluí la frase, lo cual hizo que mi acompañante me lanzara una intensa mirada de curiosidad.
—Más o menos —dijo al cabo.
—Y ahora, vos debéis descubrir si a Guillaume Monier lo mató la brujería.
—Exactamente —replicó.
—¿Ha sido arrestado el hermano del cardenal?
—Todavía no.
—El condestable estaba demasiado asustado como para hacerlo él mismo, supongo.
—Muy posiblemente.
—Pero ¿por qué ese tal Masseo iba a querer matar a Guillaume Monier? ¿Había mala sangre entre ellos?
—Sí, la había.
Y el padre Amiel, en tono reposado, explicó lo que había relatado Lothaire Lagarrigue sobre las desavenencias que habían surgido entre Monier, camarero del cardenal Di Vico, y Masseo —hermano y médico de éste—, por causa de la dote de Emilia, la hija de Masseo. El cardenal (un anciano enfermo que estaba a merced de sus asistentes) había prometido donar a su sobrina la parte principal de la dote requerida para un matrimonio distinguido; sin embargo, Guillaume Monier, que administraba las finanzas y el patrimonio del purpurado, había puesto objeciones a la cantidad ofrecida en un principio. En cualquier caso, Masseo di Vico y él eran unos implacables oponentes, porque Masseo estaba quejoso de la influencia que el camarero ejercía sobre su hermano. En la opinión del médico, la familia siempre ha de ser lo primero.
—Debéis comprender —dijo el dominico— que el cardenal Di Vico está muy debilitado, hasta el punto de que prácticamente carece de autoridad. El suyo es un caso que he presenciado numerosas veces, en muchos tribunales. Cuando un dirigente enferma, en su entorno siempre se da una lucha de poder, en este caso entre su familia y su principal consejero. La familia del cardenal Di Vico ha debido de tomarse muy mal la influencia de Guillaume Monier, cuyos poderes, que siempre fueron considerables, se han visto reforzados por la debilidad del anciano. La dote de Emilia no fue más que una batalla en la guerra, o eso he sabido a través de los rumores que circulan por palacio. No se enfrentaron por el dinero, sino por la mente del propio cardenal. Era una guerra, además, que Masseo parecía estar perdiendo.
—Y por eso decidió echar una maldición a Guillaume —comenté.
—Tal vez.
—¿Y hacer que lo matasen?
—Tal vez.
—Pero ¿por qué la mutilación? ¿Estaría relacionada con la brujería?
El padre Amiel extendió las manos.
—Los actos diabólicos de un nigromante —dijo— están más allá de la comprensión de los hombres píos. Tal vez los genitales cortados fuesen necesarios para otros ritos inicuos.
Sopesé sus opiniones con escepticismo. Todo aquello costaba de imaginar.
—Si me lo preguntáis, os diré que tal vez se los arrancara de un mordisco uno de sus sodomitas —comenté. Entonces, mientras el dominico arqueaba las cejas, lo puse al corriente de las habladurías que circulaban sobre Guillaume Monier.
Era obvio que no había oído nada acerca de las costumbres lascivas del camarero.
—¿Quién os ha contado eso? —preguntó cuando hube concluido mi relato.
—Oh, uno de los escuderos del cardenal Di Vico. Un joven llamado Gaillard.
—¿Y lo creéis?
—¿Por qué no?
—Es extraño que nadie se lo haya mencionado al condestable —dijo el padre Amiel, pensativo, dándose unos golpecitos en el mentón.
—Aparte de a Lagarrigue, ¿el condestable ha interrogado a alguien más?
—Sí.
—Bien... Si los amanuenses se han levantado los faldones para satisfacer a Guillaume Monier, no creo que vayan a reconocerlo. Y por lo que respecta a los demás, tal vez los hayan convencido de que hagan la vista gorda a cualquier cosa que se salga de lo corriente. O tal vez nunca hayan notado nada.
—Hum. —El monje se sumió en el silencio. Lo observé un buen rato y luego me dediqué a estudiar la bolsa de piel que había dejado a sus pies. Había cargado con ella desde la taberna y parecía contener documentos o tal vez un libro completo. Me pregunté si aquello tendría relevancia para mí.
—Creo que os reclaman —dijo el padre Amiel de repente.
—¿Qué?
Ladeó la cabeza y alzó un dedo. Sólo entonces advertí que el ruido procedente de fuera, del que hasta entonces había hecho caso omiso, lo ocasionaba alguna suerte de desacuerdo entre mi hermano y dos de mis amigos. Reconocí la voz de Othon, que pedía que me fueran a buscar.
—Mi hermano está con un cliente —gruñó Arnaud por toda respuesta.
—¿Y a mí qué me importa? —espetó Othon.
—Está ocupado.
—¡Y yo me estoy impacientando!
—Que Dios nos asista. Othon —murmuré con una maldición silenciosa. Ningún visitante habría sido menos bienvenido en aquel momento. Me puse en pie, me acerqué a la ventana de la alcoba y me asomé al exterior. Pese a la luz crepuscular, distinguí a Othon y a Gaillard delante de la puerta principal.
—¿Qué queréis? —les pregunté—. ¿Qué sucede?
Othon se volvió. Empezó a aproximarse a la ventana apoyándose en la pared de la casa. Estaba un poco bebido. —¡Raymond! —gritó—. ¡Te necesito! ¡Tenemos que hablar! —Mañana. —Ahora. —Tengo una visita. —¿No será ese monje de la taberna? —exclamó, incrédulo—. Échalo a la calle,
por el amor de Dios. —¡Othon! —Terriblemente avergonzado, me volví al padre Amiel, que observaba en silencio. Parecía impertérrito.
—Deberías mantenerte alejado de los monjes —prosiguió Othon, a voz en grito. Debo explicar que, si bien desdeñaba a toda la clerecía (a excepción del Papa), Othon despreciaba especialmente a los monjes y sólo acudía a la iglesia los días festivos. No obstante, solía ser capaz de contener sus sentimientos, a menos que el vino le hubiera aflojado la lengua—. Los monjes traen muerte y destrucción —afirmó—. Sal y escucha lo que tiene que decirte Gaillard. Necesitamos tu ayuda, Raymond.
—Mañana —espeté. ¡Imaginad mi desespero, queridas damas! ¡Tenía en mi alcoba a alguien que había sido inquisidor de la depravación herética y Othon insistía en denostar la vida monástica!
—Ya hablaremos mañana, cuando se te haya pasado la borrachera. —¿Qué? —rugió—. ¿Es antes un monje que tus amigos? ¿Qué estás haciendo ahí dentro? ¿Lo estás montando?
—¡Cierra la boca!
—Permíteme que diga unas palabras, Raymond —intervino Gaillard—. Sobre las monjas, ya sabes... —Hizo un gesto obsceno.
—Raymond, di a tus amigos que se marchen de aquí —intervino mi hermano—. No son bien recibidos.
—Es importante, Raymond. Gaillard tiene un plan estupendo...
—¡Ahora no! —grité—. ¡Ya me lo diréis mañana! ¡Y ahora, marchaos!
Tal vez lo mejor habría sido no hablar a Othon con aquella dureza. Tal vez habría tenido que pensármelo dos veces, porque se abalanzó sobre la ventana y me echó mano. Luchamos unos instantes y yo me resistí como pude a sus intentos de sacarme a la calle, pero mi fuerza no era como la suya y poco a poco me levantó del suelo.
Entonces, el padre Amiel me agarró por detrás. Fue un acto inesperado de valentía y se lo agradecí muchísimo. Aunque no sirvió de nada, porque, con una enorme contracción de sus poderosos músculos, Othon nos elevó a ambos por encima del alféizar.
De pronto, el monje y yo nos encontramos abrazados en el suelo.
Arnaud fue el primero en romper el horrorizado silencio que siguió.
—¡Que Dios nos asista! —exclamó con la voz entrecortada—. ¡Mira lo que has hecho! ¿Os habéis lastimado, padre?
—No —respondió el monje. Tras unos primeros instantes de aturdimiento, comenzaba a recuperarse. Se puso en pie y se sacudió el hábito con una actitud de absoluta calma.
Allí nadie más estaba tranquilo. —¡Eres un papanatas, Othon! —farfullé—. ¿Estás loco? ¿Quieres que te encierren?
—¡Sí, deberían encerrado! —gritó mi hermano. Llegado este punto, los demás miembros de la familia se habían congregado detrás de él, boquiabiertos—. ¡Deberían exiliarlo! ¡Es un peligro para todos nosotros!
—Ha sido un accidente, padre —intervino Gaillard, nervioso—. Está enfadado con Raymond, no con vos...
—¡Oh, malditos seáis todos! ¡Si el monje quiere llevarme a juicio, que lo haga! ¡Ved cuánto me importa! —seguía rugiendo Othon mientras se alejaba y desaparecía al doblar la esquina del primer callejón, a lo cual siguió una calma pasajera.
Los que nos quedamos allí nos dedicamos a carraspear y cruzar miradas avergonzadas, salvo el dominico, que no parecía estar molesto en absoluto. Antes bien, era como si ya le hubiese borrado del pensamiento todo el incidente, porque tocó en el hombro a Gaillard levemente y le dijo:
—¿Os llamáis Gaillard?
—Pues sí.
—¿Sois el escudero del cardenal Di Vico?
Gaillard asintió en silencio y un tanto asustado.
—Me lo imaginaba —dijo el padre Amiel y, aunque no volvió a dirigirle la palabra en toda la noche, capté que el escudero había sido registrado, examinado e insertado en una suerte de catálogo privado, y creo que Gaillard también se dio cuenta.
Cuando se escabulló furtivamente de la casa, parecía muy incómodo.
—Es un zoquete —dijo Arnaud al ver que se marchaba—, un patán. ¡Oh, padre! ¿Cómo podría pedirle disculpas? No son amigos míos... —No tiene ninguna importancia.
—Deberían excomulgarlos —comentó Jeanne—. Ningún buen cristiano sacaría a rastras a un monje por la ventana.
—No tiene importancia —repitió el padre Amiel con firmeza. Cuando entró de nuevo en la casa, todo el mundo se hizo a un lado. En la cocina, hasta los perros parecían avergonzados. Alicaído y arrepentido, lo seguí hasta mi alcoba, donde farfullé unas confusas palabras de disculpa, pero él se había puesto a hurgar en su bolsa y parecía no haberse dado cuenta de que le estaba hablando.
—Esto tal vez os ayude —dijo sin preámbulos, al tiempo que sacaba de la bolsa una especie de libro—. Es un manual para inquisidores de la depravación herética. Aunque, como ya he señalado, no estoy autorizado para seguir estas directrices, el apartado dedicado a la práctica y al procedimiento quizás os resulte útil. Como es natural, prefiero que mis auxiliares, mis familiares, comprendan la estructura de mis interrogatorios.
—¡Oh! —dije, agarrando el códice cuidadosamente. Aunque no tenía tapas, pesaba muchísimo. Las manos de pliegos de pergamino estaban mal cosidas—. Gracias.
—El condestable ha dispuesto para mi uso una habitación de la cárcel —prosiguió el padre Amiel, desentendiéndose del libro como si nunca hubiese existido—. Haré las entrevistas allí. Mañana por la mañana pasaré a buscaros temprano. De aquí iremos a la casa del camarero, y de allí, a la prisión. ¿Hay alguna otra cosa que deseéis saber?
—Sólo cuánto pensáis pagarme.
—¡Oh! Desde luego...
Acordamos la cantidad sin conflicto alguno. Mis honorarios, aunque no espléndidos, serían suficientes. Por último, después de prometerle que no comentaría con nadie lo que presenciara durante el transcurso de la inquisitio, salimos a: la cocina, donde le ofrecí al padre Amiel una lámpara y mi compañía, porque fuera ya estaba anocheciendo. Aceptó la lámpara, pero declinó mi oferta de que lo escoltara hasta el priorato. No quedaba lejos, dijo, y las calles del barrio eran bastante seguras.
Mi hermano protestó. Señaló que Othon podía andar todavía por las inmediaciones. Mi madre le ofreció pan, queso, sopa de ajo y una cama para pasar la noche. Jeanne le dijo, con brusquedad, que no fuera estúpida, que un monje no debía dormir en una casa llena de mujeres. Mientras discutían de todo aquello, el padre Amiel se escabulló en silencio, no sin antes cruzar una breve mirada conmigo.
—Ha habido un asesinato y un acto de hechicería, o eso se sospecha —comentó cuando los dos llegamos a la calle—. Tal vez las dos cosas no guarden ninguna relación, aparte de ser actos malévolos que glorifican al Enemigo inveterado de la humanidad. Sólo investigando la hechicería podremos saber si está relacionada con el asesinato.
—¿Y si no?
—Nuestro trabajo será arduo. No obstante, ya veremos adónde nos lleva el camino. —Levantó la lámpara—. Buenas noches, maese Raymond. Nos veremos por la mañana.
—Buenas noches, padre. Id con cuidado.
El monje asintió. Mientras observaba cómo se alejaba, deseé haber podido acompañarlo, aunque no porque temiera por su seguridad. A decir verdad, no me apetecía en absoluto reunirme de nuevo con mi familia. A veces, la actitud pendenciera de mi hermano era más de lo que yo podía soportar, pero pensé que, ahora que un fraile dominico me había contratado, tal vez se contendría un poco.
Así pues, cuando volví a entrar en la cocina de mi madre, lo hice con la esperanza en el corazón.
Canto II
Aquella noche, me llevé a la cama el manual del padre Amiel y no tardé en caer dormido ante sus densos capítulos en latín, que, encabezados por títulos como El método de la citación, Fórmula para el interrogatorio o Formulario de sentencia para entrega al brazo secular, trataban de éstos y otros asuntos igualmente faltos de interés para mí. Me despertó poco después la llegada de Othon, que llamó a golpes a mis postigos para pedirme disculpas. Como podéis imaginar, me apresuré a aceptarlas. También conseguí convencerlo de que se marchara antes de que despertase a Arnaud, y se retiró tambaleándose a buscar la cama después de una conversación que no se prolongó en exceso, sobre todo si se tiene en cuenta que la mantenía con un hombre que había alcanzado ese punto de la borrachera que suele acabar en llorera.
Cuando volví a despertar, lo hice a instancias del ama de cría de mi cuñada, que me informaba de que el padre Amiel me esperaba fuera.
—¿Qué… qué pasa? —murmuré. Me sorprendió que en la habitación aún reinara la penumbra—. ¿Está lloviendo?
—No.
—¿Es muy temprano, entonces?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Todavía no ha salido el sol.
—¡Uf...!
Os ahorraré detalles de mis torpes preparativos, de mi apresurada limpieza matinal y de mi aspecto desordenado cuando salí al encuentro del dominico. ¿Debo precisar que él, en cambio, iba impecable y estaba más fresco que la leche recién ordeñada? Pero, claro, los frailes están acostumbrados a iniciar la jornada muy temprano: al fin y al cabo, no tienen a nadie en la cama que los entretenga.
—¿Habéis cogido vuestro recado de escribir? —se interesó después de saludarme.
—¡Oh! Pues no. Lo he olvidado.
—No importa. Yo traigo suficiente equipo para los dos. ¿Leísteis el manual?
—Todo, no —reconocí.
—Pues ya habéis superado mis expectativas —dijo con una sonrisa—. Acabar el prólogo ya es todo un logro. ¿Sabéis cómo se llega a la iglesia de San Pedro desde este rincón?
—Sí.
—Entonces, tened la bondad de llevarme. La casa del camarero está en la misma calle.
La casa que buscaba era un edificio de una sola planta, pero, a diferencia de la vivienda de mi madre, que era toda de madera y argamasa como la choza de un pastor, ésta era de sólida piedra. Con sus ventanas pequeñas y estrechas y la puerta reforzada con clavos de hierro, parecía una fortaleza en miniatura, y me pregunté si no habría pertenecido a un acuñador antes de que la requisaran para uso de Guillaume Monier. Incluso lucía en la puerta un cerrojo, que sólo se rindió a la llave del padre Amiel después de considerables esfuerzos. De hecho, él fue incapaz de hacerla girar y tuve que encargarme yo.
—Desde la muerte del padre Guillaume, se ha permitido la entrada a muy poca gente —comentó el dominico mientras atravesábamos el umbral—. Había que recuperar ciertos documentos, bajo la más estricta supervisión. Hum... Sin duda, aquí es donde dormía el portero.
El padre señaló un jergón de paja cerca de la puerta, a la entrada de una dependencia que no era la cocina, sino una especie de antesala de ésta. Para llegar a la cocina había que pasar por allí.
Además del jergón, en la estancia había un banco y un baúl. El padre Amiel lo abrió y examinó el contenido.
—Ropa sucia —comentó.
—¿Qué buscáis? —le pregunté.
—La alcoba del camarero. ¡Oh! —Con los ojos entrecerrados, fijó la vista en algo situado por encima de mi cabeza—. Mirad allí... No, allá. ¿Podéis alcanzar eso?
Siguiendo sus indicaciones, llegué a un manojo de hierbas secas que alguien había clavado en el dintel de la puerta de la casa. Cuando lo recuperé, se deshizo entre mis dedos. —Ajenjo —declaró, después de inspeccionar el curioso residuo.
—¿Para las moscas? —aventuré.
—Una medida preventiva. Contra la brujería.
Con una exclamación, me apresuré a santiguarme. De pronto, la lúgubre casa parecía aún más tétrica.
—Interesante —continuó el dominico—. Buscaba indicios de algún hechizo o maldición, tal vez una aguja o una inscripción oculta bajo una cama. Esto es de lo más inesperado.
—¿Y qué significa?
—Significa que el padre Guillaume consultaba, probablemente, textos parecidos a los que yo he estado leyendo. Obras sacrílegas como La Tabla de Salomón y Tesoro de Nigromancia. Desde luego, yo lo he hecho con el espíritu adecuado.
Con cuidado, guardó los restos de ajenjo en su bolsa. Pasamos al primer dormitorio, donde encontramos tres camas estrechas, apretadas unas con otras, y unos sacos colgados de unos ganchos en las paredes.
La siguiente habitación estaba mejor amueblada: la cama, un baúl, la mesa, una silla y un aparador con libros competían por el reducido espacio. Cuando eché un vistazo a los registros del mueble, deduje que nos encontrábamos en la alcoba del escribano.
Continuamos, pues, la búsqueda.
—Tiempo atrás, Guillaume Monier fue arcediano de Saint-Gilles —me contó el padre Amiel—. No es de sangre noble, pero sé que tiene una prebenda en algún rincón de Provenza, así que... ¡Ah, tiene que ser aquí!
La alcoba del camarero era casi del mismo tamaño que la cocina. La cama tenía un dosel de tela púrpura y junto a ella estaba el altar portátil, de oro, marfil y madera de sándalo. En torno a él había dispuestos varios baúles, una silla labrada, un escritorio, un escabel y un crucifijo.
Sin embargo, fue el lecho lo que atrajo mi mirada.
—El condestable descerrajó estos baúles para cerciorarse de que no se ocultaba nadie dentro. —El padre Amiel abrió el mayor de ellos—. Me dijo que no necesitaría llaves.
—¿Qué le ha sucedido a la cama? —inquirí mientras observaba el cordaje de ésta, que mostraba varias ominosas manchas de color pardo rojizo. Las colgaduras también estaban algo manchadas, aunque no tenía modo de saber si de vino, sangre o tinta.
—Se quemó, sin duda —dijo mi acompañante—. Y todo lo que pudiera ocultar dentro se quemaría también. Hum... Vaya cantidad de ropa parece que necesitaba el padre Guillaume.
Debo confesar que no me sentía cómodo allí. En mi propia casa, entre objetos familiares, la brujería me había parecido un fenómeno remoto y nada amenazador, como los cíclopes o los infieles. En aquella estancia, en cambio, junto a una cama en la que se había producido una carnicería, me sentía demasiado cerca de algo inmundo e impío.
—Maese Raymond, ¿me haréis el favor de mirar debajo de la cama? —solicitó el padre Amiel mientras sacaba del baúl mayor unos libros encuadernados en piel—. Comprobad que no hay nada en el suelo, ni atado a las patas.
Perplejo, eché una ojeada a la zona en sombras que se divisaba a través del cordaje.
—¿Buscáis algo en particular? —inquirí.
—Semillas. Agujas. Hierbas. Signos extraños...
—Padre, ¿qué... qué sucede si toco alguna de esas cosas?
El dominico se incorporó y me miró mientras sostenía contra su pecho uno de los grandes libros. —Nada. ¿Por qué? —Bueno... Deben de ser peligrosas, seguramente... —Sólo para el padre Guillaume. ¿Tenéis miedo, hijo mío? —inquirió y, al ver que
titubeaba, citó—: «Nada temerás, si tienes fe en el Señor».
¿Qué podía yo decir a aquello? No me dejaba escapatoria. Con todo, me sentía reacio a continuar y debió de percatarse de ello. Dio unos pasos hasta mí y dijo con voz serena:
—Hay mucha gente que no tiene fe en el amor de Dios. Antes de acudir a veros, consulté a otros dos escribanos y se mostraron dispuestos a ayudarme... hasta que les hablé del caso. Entonces se pusieron a temblar y las rodillas apenas los sostenían. Temían a las legiones del demonio. Yo les dije: «No temáis, porque el Señor está con vosotros», pero no tenían fe.
»Entonces hablé con vos y ni pestañeasteis. Me pareció que, en palabras de la Biblia, «el hierro estimabais por paja, y el acero, por leño podrido», y pensé: «He aquí a un soldado de Cristo, que no se desmorona ante la amenaza de la brujería». ¿Me equivocaba, hijo mío?
—No... no. —Profundamente avergonzado de mi cobardía, intenté explicar por qué me ponía tan nervioso aquella estancia—. Es que me disgusta estar aquí, donde mataron al clérigo. Me repugna la idea de mancharme las manos con su sangre.
—La sangre está seca.
—Sí, pero... pero...
—Veréis, maese Raymond, ando mal de la vista. Aunque me sirve bastante a distancia, soy incapaz de distinguir las formas con nitidez cuando las tengo cerca del rostro. —Para demostrar sus dificultades, el padre Amiel miró hacia el lecho entrecerrando los ojos, como si lo hiciera directamente al sol—. Me metería ahí debajo yo mismo, si viera como es debido. Claro que podría palpar con las manos, pero un buen par de ojos será mucho más eficaz. .
Amigos míos, me convenció. Demorarme más me habría valido su reprobación, por pusilánime y mal cristiano. Así pues, me sacudí los malos presagios con un suspiro, consciente de que cuanto antes terminara el trabajo, antes se me permitiría retirarme.
—Quizá si rezáis un Padrenuestro mientras miráis, os sentiréis más seguro — sugirió mi acompañante al tiempo que me arrastraba bajo la cama.
El polvo que cubría el suelo me hizo estornudar. Entre las motas de polvo había restos de paja y varias plumas.
—De las almohadas, no lo dudo —apuntó el padre Amiel—. Y la paja tampoco nos interesa.
—Pues no hay nada más.
—¿Nada atado a las patas?
—No.
—Volved a mirar.
Volví a mirar. En la madera sin pulir había unas hebras sueltas. Una araña corría por el suelo. Sólo vi polvo y suciedad.
—Nada —repetí.
—Muy bien.
Con una gran sensación de alivio, salí rápidamente de aquel espacio deprimente, demasiado angosto para mi gusto. Mientras me sacudía el polvo de las rodillas y de la ropa, el padre Amiel volvió al baúl de los libros y empezó a vaciarlo con rapidez y eficacia.
—Necesito saber qué libros son ésos —dijo—. No puedo leer los títulos yo solo, de modo que deberéis ayudarme, maese Raymond. ¿Cuál es éste, por ejemplo?
Consulté la tapa.
—Los dísticos de Catón.
—Leedme un extracto, al azar.
—«Ya que la naturaleza te creó como un niño desnudo, acuérdate de soportar la pobreza con paciencia.»
—Leed otro, de otra parte del libro.
—«Ama a tus padres, respeta a los magistrados, habla poco en los banquetes...»
—Suficiente. —El padre Amiel me quitó el libro de las manos, suavemente, y me entregó otro—. A ver éste...
Era una obra titulada Por qué Dios se hizo hombre, de san Anselmo de Canterbury. De nuevo, me mandó leer en voz alta varios extractos, que me resultaron absolutamente incomprensibles, pese a estar escritos en un latín elegante. Cuando terminé, me cambió aquel códice por otro más. Así repasamos media docena de volúmenes, por lo menos, dos de los cuales contenían varios libros encuadernados juntos. El primero de estos códices era una compilación de tratados de san Agustín y de san Ambrosio, escritos con distintas caligrafías en pergaminos diferentes. El segundo contenía tres libros: el Ensayo sobre el Anticristo, de Adso de Moutier-en-Der; el primer libro del Policraticus, de Juan de Salisbury, y una obra sin título, escrita sin discreción ni arte en un frágil pergamino, en un latín execrable.
—Leed —dijo el dominico cuando confesé que no encontraba el título ni el índice.
—¿Desde el principio?
—Desde donde queráis.
Posé la mirada en el texto que tenía delante de mí:
—«El Verbo hecho carne te manda. Jesús de Nazaret, que te creó, te ordena que cumplas al momento todo lo que yo te mande, y que me proporciones todo lo que desee tener o saber. Pues cuanto más te retrases en hacer lo que te mando, mayor será tu castigo con cada día que pase. Yo te exorcizo, espíritu maldito y falso, por las palabras de la Verdad y...»
—Basta. —El padre Amiel me miraba con ojos desorbitados—. Id al principio — indicó con voz seca.
—No hay tal principio —respondí—. Es decir, ha desaparecido. El libro arranca en mitad de un párrafo, en la primera línea de una página...
—Entonces, leed desde ahí.
—Pero es que no se entiende... Las palabras no tienen sentido.
—¿Cómo que no? ¿A qué os referís?
—Pues... a que están escritas en el alfabeto latino, pero no es latín. —Para demostrarlo, empecé a recitarlas—: Beríth, Focalar, Glasya Labolas —recité—. Loraí, Malfaga, Pursón, Shax, Sítrí... .
—Basta. —De pronto, me arrancó el volumen de las manos—. Esto no es para vuestros ojos. Es maléfico.
La brusquedad del padre Amiel me sobresaltó.
—¿Maléfico?
—Es un libro de hechicería. Inadecuado para vos. Haré que lo lea uno de mis hermanos.
De nuevo, me persigné.
—Ya lo veis, oculto entre obras respetables para disimular su verdadera naturaleza... —continuó. Entrecerrando los ojos, colocó el libro todo lo lejos que le permitían los brazos, pero el esfuerzo fue claramente inútil. Era incapaz de distinguir las palabras o los caracteres. Así pues, lo cerró y examinó la encuadernación, deslizando los dedos con delicadeza por la tapa—. No lleva sello —apuntó—, aunque el color es inusual. Me gustaría saber quién confeccionó este libro, pues fue un acto impío. Tal vez algún encuadernador o iluminador de la ciudad pueda ayudamos a averiguarlo.
—En los márgenes había algunas anotaciones —le informé.
—¿Sí? ¿Dónde?
Para enseñárselo, me vi obligado a coger el libro otra vez, cosa que hice de mala gana. No lo habría tocado con más asco si las tapas hubieran sido de piel de serpiente y hubiese estado escrito con sangre. Y cuando, al pasar las páginas, apareció entre ellas una hoja suelta de vitela... En fin, os aseguro que di un respingo como si me hubiera picado una abeja.
—¡Oh! ¿Qué es esto? —dijo el padre Amiel, alarmado.
—Padre, tened cuidado...
—¡A fe que...! —murmuró—. ¿Puede ser un círculo mágico? Maese Raymond, decidme, ¿qué hay escrito ahí? —Padre, tal vez no debamos leerlo en voz alta... —Dejad que yo lo decida, hijo mío. —Pero... —Haced el favor de leer lo que pone. Lo dijo sin alzar la voz, pero con un tono muy firme, que no me dejaba
alternativa. Así pues, empecé a recitar despacio el texto que aparecía escrito por dentro y por fuera de una línea que trazaba una suerte de círculo o rueda.
—Adonaí —balbucí—. Ely, Sother, Eloy Sabaoth. Y en el centro, Tetragrammaton. Y... y luego AGLA...
—… que significa «Ata Giblor Leolam Adonai» —intervino el dominico, casi en susurros—. En hebreo quiere decir: «Poderoso eres por siempre, oh, Señor».
«Tetragammaton» es una referencia al nombre inefable de Dios y «Adonai» es otra
manera de llamar a Cristo. ...
—Entonces, ¿éste es un círculo sagrado?
—En absoluto. —Me lo arrebató de las manos—. Es otro documento malsano que se emplea en conjuros y en toda clase de artes impías. Bien, habladme de esas glosas al margen. ¿Las han escrito diferentes manos?
Así era, en efecto. Había cuatro anotaciones en total, escritas en tres páginas distintas. Junto a una fórmula para invocar a los demonios, aparecía dibujado un símbolo raro y una flecha que apuntaba a la palabra «Saturno». Al término de un capítulo, la misma mano había escrito una larga lista de términos como aeromancia, electromancia, antropomancia y oniromancia. Todos ellos se referían, según el padre Amiel, a diversos tipos de artes adivinatorias. Junto a instrucciones sobre cómo dejar impotente a un hombre haciendo un nudo en un hilo, alguien había anotado que «rociar una pared con sangre de perro la limpia de hechizos; la bilis de un perro negro previene de que los demonios causen daño».
Y al lado de un hechizo de amor, otra mano había garabateado: «Como el ciervo ansía la fuente, así Gaillard anhele mi amor; y como el cuervo ambiciona cadáveres, así me desee él; y como esta vela se derrite ante el fuego, así desee mi amor».
Cuando hube recitado esta última invocación, tan curiosa, levanté la vista.
—¡Gaillard! —exclamé—. ¿Es posible que esto lo escribiera el padre Guillaume?
—Sin duda. —El padre Amiel ya recorría la habitación con la mirada—. El escritorio. Puede que ahí encontremos algo escrito de su puño y letra... —Sí, alguna carta, o unas cuentas —asentí—. A menos que los amanuenses se ocuparan de todo.
—Espero que no.
Afortunadamente, no quedamos decepcionados. Como preveía el padre Amiel, el borrador de una carta que encontramos sobre la mesa estaba escrito con la misma caligrafía que la empleada para registrar aquel peculiar añadido al hechizo de amor. La letra era desmañada, llena de adornos vulgares y de contracciones ilógicas. Entendí muy bien por qué el camarero hacía que un amanuense puliera sus borradores finales.
—Sí —dije después de comparar las dos muestras—. Son muy parecidas.
—Pero ¿las ha escrito el mismo hombre?
—Yo diría que sí.
—¿Y el hechizo de amor? ¿Querréis leérmelo, maese Raymond?
Llegados a aquel punto, una especie de fascinación morbosa había sustituido mi anterior repugnancia a estudiar o tocar siquiera el libro. Así pues, me apresuré a poner al corriente de su contenido al padre Amiel. Leyendo, descubrimos que, para que el amado o amada obedezca todos nuestros deseos, es necesario hacer un anillo de plomo en el día y hora en que Venus está dominante. Después, se debe ayunar todo el día y salir por la noche a ofrecer un sacrificio de sangre de paloma. Con la sangre, hay que escribir en la piel de una liebre el nombre y el signo del ángel Abamixtra. Cumplidos estos actos, cuando nos acerquemos al ser querido, conseguiremos nuestro propósito.
—Hum... —murmuró el padre Amiel.
—A ver si me acuerdo de todo... —comenté yo. De inmediato, él levantó el rostro y me traspasó con una de sus miradas diamantinas—. Hablo en broma, padre —me apresuré a añadir.
—No es asunto para tomárselo a la ligera.
—Ya lo sé.
—Si os dejáis tentar por las legiones del demonio, hijo mío, os arrepentiréis eternamente.
—Ya lo sé, sí. Ha sido una estupidez por mi parte.
—No, no. El único estúpido soy yo. Vos teníais razón: no debería haber permitido que leyerais esas páginas. Es peligroso. —Tomó el libro y lo guardó en su bolsa—. Mis ansias de saber me han llevado una vez más por mal camino. Pero habrá más de esto, maese Raymond; más ritos demoníacos y más encantamientos. ¿Podéis asegurarme que no os contagiaréis de tan ponzoñosa impiedad?
—Padre —repliqué, tras humedecerme los labios—, tenéis ante vos a un hombre sencillo. Dadme un fuego, una cama y una copa de vino, y estaré en paz. Cuanto menos tenga que ver con la brujería, mejor. No sabéis cuánto me asusta.
Con un gesto de la cabeza, pareció que aceptaba mi declaración... y debo reconocer que me sentí halagado. Siempre complace que lo tomen a uno por un honrado vendimiador, pues eran demasiados los que me consideraban una fuente de impureza por el simple hecho de mi notoria debilidad por el vino, las mujeres y las canciones. (A las mujeres, al menos, he renunciado hace ya mucho. ¡No, no, os lo aseguro!)
—Entonces, volvamos a la prisión y leamos las declaraciones que ha tomado el condestable. Aquí no queda nada más de interés para mí.
«Ni para mí», pensé. Cuando nos marchábamos, al cerrar la recia puerta de la casa, seguí hablando conmigo mismo: «He aquí una casa de Aviñón —me dije— que no sería objeto de apasionadas disputas. ¿Quién querría habitar allí nunca más? ¿Quién sería tan estúpido de instalarse en un cubil de brujería manchado de sangre?».
A mí, desde luego, nada lograría convencerme de vivir allí. Pues si había un lugar olvidado de Dios, era sin duda aquél.
Canto III
¡Oh, amigas, amigos, la desdicha del encarcelamiento! La crueldad de una existencia que se mide en suciedad, en oscuridad, en frío riguroso, en una dieta de pan y agua, lejos de los que amamos y entre los que desean vernos desgraciados. Conozco a un hombre que estuvo confinado durante cuarenta días y nunca se ha recuperado. Aún lleva la cárcel en el corazón, que ahora tiene plagado de sombras y de desesperación. Dice que la prisión de Aviñón es un pozo inmundo. En todas partes, dice, no hay otra cosa que inmundicia. La gente muere en los charcos de sus propios excrementos y sus gemidos resuenan arriba y abajo por los largos y hediondos corredores.
En realidad, podría decirse que, cuando uno ingresa en la cárcel de Aviñón, es como si entrara en las tripas de la ciudad. Los presos son arrojados a las fauces de la prisión, desaparecen bajo los dientes del rastrillo de la puerta y salen expelidos por el otro orificio más íntimo y pequeño en forma de manojos informes, apestosos, embadurnados de heces. Entre esas dos aberturas son aplastados —rotos los huesos, la carne cortada a lonchas, los propios intestinos licuados— hasta que se transforman en unos desechos por completo inservibles. ¡Allí iba a ejercer mi profesión esta vez, entre los aullidos de los afligidos! Verdaderamente, mi vida ha seguido un itinerario de pantanos y tierras baldías.
Pero para gran alivio mío, no hube de trabajar en una celda de la prisión. La prisión, que no fue construida con tal fin sino como elemento de las defensas de la ciudad, está dotada de un en numero de extrañas estancias de reducidas dimensiones, en ángulos y rincones de formas irregulares, que sirven como almacenes, cuartos de guardia y oficinas de ciertos oficiales (el carcelero, el condestable, el magister carceris), así como de cuarto de trabajo de las personas asignadas con carácter temporal, como el padre Amiel. A esas estancias se llega siguiendo interminables terraplenes, subiendo empinadas escaleras de caracol y recorriendo estrechos pasillos de gruesas paredes de piedra. Unas paredes, comprobé aliviado, que servían para sofocar la mayor parte de los ruidos más siniestros de la prisión, por lo que mis oídos no se vieron permanentemente asaltados por los lloros y gemidos. Pero los olores eran inextirpables y, para mí, aquellos días de inquisitio siempre quedarán ligados al vago tufo a excrementos.
La estancia que nos habían asignado tenía forma de tajada de queso.. En ella había un ventanuco minúsculo (en una pared más gruesa que largo es mi brazo), una mesa y dos banquetas. Cuando el padre Amiel pidió otra banqueta, se la trajo —de mala gana y después de hacerse esperar largo rato— un sargento que estaba apostado a la puerta. El lúgubre mercenario se marchó a cumplir la petición de mi acompañante tan a regañadientes como si le hubieran ordenado traernos a su hermana para nuestro deleite.
Lo único que pude conjeturar fue que le ofendía trabajar para un monje, o que la vida se había convertido en un peso intolerable para él.
—Estas declaraciones no son muy extensas —dijo el padre Amiel mientras pasaba los folios sueltos que teníamos delante—. Sospecho que no están completas. Maese Raymond, ¿seríais tan amable de leerme la de Lothaire Lagarrigue? Luego continuaremos con las demás.
Nos hallábamos sentados uno al lado del otro ante la mesa, que se tambaleaba ligeramente sobre el suelo irregular. Cerca, humeaban unas velas de sebo en un candelabro. No nos habían traído ni agua ni vino para nuestro solaz, y de la pared que se alzaba detrás de nuestras cabezas sobresalían unos inquietantes ganchos de hierro.
—No son transcripciones —comenté, mientras examinaba los documentos—. Son resúmenes.
—Leedlos.
—La caligrafía es terrible.
Con cierta dificultad, sin embargo., fui capaz de descifrarla. Leí que Lothaire Lagarrigue, de Carpentras, se había declarado inocente del asesinato de Guillaume Monier. La noche del asesinato, dormía a pierna suelta cuando lo habían despertado los gritos de un tal Aimery de Sorgues, que había descubierto el cadáver mutilado. Lothaire Lagarrigue no sospechaba quién podía ser el culpable, pero sabía que Masseo di Vico había hecho brujería contra el camarero. Lo sabía porque la doncella de Masseo había visto a éste y a su hijo. Girolamo hacer un conjuro que consistía en escurrir sangre de un trapo en una taza. Lothaire había informado al camarero de aquel acto terrible, pero no había sabido nada más al respecto.
—Una doncella —dijo el padre Amiel en tono. meditativo cuando terminé de leer—. Tendremos que llamarla a testificar. ¿Consta su nombre?
—No.
—Qué ineficiencia —murmuró con un bufido de impaciencia.
—¿Queréis que os lea la siguiente, padre?
—Sí, por favor.
Aimery de Sorgues, joven acólito y escribano personal de Guillaume Monier, había dormido toda la noche de la muerte de su patrono. No había visto ni oído nada sospechoso. Cuando lo despertaron las campanas llamando a primas, se había levantado y había recitado las plegarias pertinentes. Luego, como era su costumbre, había salido de la alcoba (dormía solo.) y había ido a despertar al camarero. Pero el camarero, se leía en el resumen, estaba muerto. El cadáver tenía el rostro hinchado y descolorido y le habían cortado los virilia de raíz. Aimery no conocía a nadie que pudiera haber cometido un pecado tan atroz.
Los tres amanuenses habían ofrecido unos testimonios casi idénticos, que sólo se diferenciaban en el hecho de que ellos, como Lothaire Lagarrigue, se habían despertado con los gritos retumbantes de Aimery.
—Muy breves —comenté—. Y la declaración del portero lo es aún más.
—¿Qué dijo?
—«Preguntado si había matado a Guillaume Monier, Marty dijo que no. Preguntado si sabía quién podía haberlo hecho, negó saberlo. Preguntado si había oído o visto algo inusual, el susodicho Marty replicó que había dormido toda la noche. Preguntado si aquella noche o el día anterior había dejado entrar a algún desconocido, negó haberlo hecho. A la pregunta de quién podía haber cometido tal atrocidad, respondió que el diablo...»
Dejé de leer.
—¿Y no hay nada más? —inquirió el padre Amiel.
—Nada más.
—Hum. En absoluto esclarecedor.
Empezó a tamborilear en la mesa con los dedos, despacio, y yo me pregunté si consideraría un acto irrespetuoso que me arrancara las cutículas. Entonces me pidió que le volviera a leer el testimonio de Lagarrigue, y ya iba por la mitad cuando se abrió la puerta y entró nuestro desgarbado ayudante.
—La banqueta —murmuró. —Oh, gracias —dijo el padre Amiel—. Y ahora, ¿podríais decirle al carcelero que quiero interrogar a Lothaire Lagarrigue?
Con un prolongado suspiro de sufrimiento, el sargento salió con indolencia a realizar otra odiosa tarea. Lo observamos marchar en silencio. Cuando hubo desaparecido, comenté que para el próximo encargo deberíamos pedirle que se apoyara en la pared, a fin de evitar que se le cayera encima.
El dominico sonrió.
—Desearía interrogar a vuestro amigo Gaillard —dijo súbita y, para mí, inesperadamente—. Creo que su testimonio puede ser importante. Gruñí por lo bajo. Sabía que a Gaillard no le gustaría. —¿Ha mencionado Gaillard alguna vez que Guillaume Monier llevase un anillo de
plomo en su presencia? —prosiguió el padre Amiel, y yo sacudí la cabeza. Hubo una breve pausa, pero la cabeza del dominico seguía dándole vueltas a una amplia gama de cuestiones, pues, de repente, añadió—: Esta tarde examinaré el libro que hemos encontrado por la mañana. Lo haré en el priorato, con uno de mis hermanos, y será mejor que vos ocupéis vuestro tiempo con la trascripción del testimonio de Lothaire Lagarrigue. En su redactado final, la declaración ha de imitar el modelo que aparece en el manual que os he dado. ¿Habéis estudiado dicho modelo?
Sacudí la cabeza de nuevo. —Entonces, debéis dedicaros a ello cuanto antes. El autor de ese manual era un experimentado inquisidor cuya eficiencia no tenía parangón. —El dominico se agachó y
sacó de su bolsa de piel un pequeño códice que no reconocí. Me explicó que era un ejemplar del Nuevo Testamento y que lo utilizaría para que los testimonios jurasen sobre él.
—No es que dude de vuestras habilidades a la hora de redactar documentos legales —prosiguió, volviendo a la cuestión de las declaraciones—, pero a menudo las normas rígidas impiden que se cometan errores. Una caligrafía demasiado densa, por ejemplo, puede ser leída incorrectamente. Según el manual, es mejor emplear los códigos que rigen los estatutos de la ciudad de Marsella, en los que no hay más de veinte líneas por página con márgenes de buena anchura (para que las notas se lean bien), y se utiliza pergamino que no sea excesivamente grasoso y una tinta que sea razonablemente negra...
—No tendréis ningún motivo para no quedar satisfecho, padre —lo interrumpí, algo molesto. Parecía dar a entender que yo me pondría a escribir con un trozo de carbón en un camino polvoriento.
Mi expresión debió de delatar mis sentimientos, porque, después de una rápida mirada a mi rostro y con semblante contrito, el dominico dijo:
—Perdonadme, maese Raymond. Por supuesto que sabréis hacerlo.
Sus disculpas me sorprendieron porque me las presentaba un monje, y todos sabemos que los monjes son a menudo reacios a reconocer sus errores. En realidad, me quedé mudo; de mis labios no salió ningún comentario cortés. Por fortuna, enseguida llamó alguien a la puerta e interrumpió nuestro incómodo silencio. Sin esperar el permiso para entrar, aparecieron dos oficiales del orden que escoltaban a Lothaire Lagarrigue.
Era un hombre corpulento de piel aceitunada, con más vello en las manos y en el cuello que en la coronilla. Aunque era muy probable que lo hubiese visto alguna vez, no había en su apariencia nada lo bastante peculiar como para que mi memoria lo hubiese registrado. Sin embargo, noté que dos semanas de detención habían socavado la seguridad en sí mismo. Sus hermosos ropajes se veían desaliñados, abría y cerraba sus puños anchos y fuertes y llevaba la barba terriblemente descuidada.
—¿Quién sois? —espetó antes de que el padre Amiel tuviese tiempo de hablar—. ¿Dónde está el condestable?
—Soy el padre Amiel de Semur. Sentaos, por favor.
—¿Por qué? ¿Qué queréis?
—Sentaos —dijo uno de los oficiales, golpeando al prisionero en la cabeza, ante lo cual el padre Amiel frunció el ceño.
—Podéis retiraros, oficial—indicó.
—Lo siento, padre. Tenemos órdenes de quedamos en la habitación.
—Eso no será posible. Voy a realizar un interrogatorio.
—Son las órdenes, padre. Lo siento.
—Órdenes, ¿de quién?
—Del carcelero.
El padre Amiel observó a los dos centinelas, que le sostuvieron la mirada, sonriendo con presunción. Sin lugar a dudas, al ver que el dominico se concentraba en su bolsa y sacaba de ella la bula de su nombramiento, creyeron que habían ganado la partida.
—¿Queréis leer esto? —pidió, tendiendo el documento a Lothaire Lagarrigue—. Probablemente, estos dos hombres que os escoltan no pueden hacerlo.
—In nomine...
—Perdonad. Un momento, maese Lothaire. Si pudierais traducirlo a la lengua vulgar, os estaría sumamente agradecido.
Algo perplejo, el escribano obedeció. Mientras hablaba, su rostro empezó a adquirir una expresión de respeto y terror a la vez. Los oficiales intercambiaron miradas nerviosas.
—Por este documento —comentó el padre Amiel al concluir la lectura—, habréis deducido que estoy aquí en nombre de la más alta autoridad. La más alta. Si tuviera que informar de cualquier tipo de obstrucción o desacato...
—Pero, padre, ¿qué podemos hacer? —se lamentó el más locuaz de los centinelas—. ¡Tenemos que cumplir nuestras órdenes!
—Vuestras órdenes son asistirme. Si el carcelero quiere discutir este punto, que venga cuando quiera y hablaremos. Y ahora... si os apostaseis fuera, al otro lado de la puerta, dudo mucho de que el prisionero pudiera escapar. ¿Ha quedado claro? ¿Sí? Gracias.
A ver a los humillados mercenarios que se retiraban, estuve a punto de ponerme de pie y aplaudir. ¡Aquellos dos hombres corpulentos habían sido expulsados por un diminuto dominico desarmado! No me sorprendió, pues, en absoluto, que desbaratara con facilidad la resistencia desafiante que había presentado Lothaire al entrar en la estancia: el escribano era, en todos los aspectos, un oponente inferior.
—¿Pertenecéis al Santo Oficio? —preguntó al padre Amiel con el rostro perla do de sudor.
—No —respondió éste—. Si hubierais leído la bula con más atención...
—¡Quiero un abogado ahora mismo! ¡Exijo la presencia de un letrado!
—¿A qué viene eso? —la voz del dominico era suave y calmada—. No estáis acusado. Comparecéis en calidad de testigo. —¡Pero me encuentro bajo sospecha! ¡De haber asesinado a Guillaume Monier! —Tal vez, pero eso no me preocupa. Sólo estoy autorizado a investigar la
acusación de brujería. En este caso concreto, maese Lothaire, sois un testigo, y a los testigos no se les concede el derecho a nombrar un representante legal.
El escribano se quedó pasmado y yo, confundido. Separar el caso del asesinato de Guillaume Monier de la acusación de brujería contra Masseo di Vico era un razonamiento excelente, si bien tortuoso, pero Lothaire Lagarrigue aceptó el argumento, pues se sentó en la banqueta que habían dispuesto para él. La resignación le había minado las fuerzas.
—Y ahora —dijo el padre Amiel— si queréis jurar sobre las Sagradas Escrituras que es vuestra intención decir la verdad completa y precisa, podremos proceder.
—¿Las Sagradas Escrituras? —preguntó Lothaire, aturdido.
—Aquí las tenéis. —El padre Amiel le acercó el Nuevo Testamento por encima de la mesa—. Poned la mano sobre el libro y...
—¡No! —Movido por un espíritu de desesperado desafío, el escribano sacudió la cabeza, de la que cayeron gotas de sudor—. No juraré nada. Nada. No quiero hablar con vos. Quiero hablar con el condestable.
En los días que siguieron, me acostumbré a la actitud del padre Amiel durante aquellas entrevistas. Cuando hablaba, y no es que se prodigase, su lenguaje resultaba calmado y preciso, pero no era el uso de las palabras lo que lo hacía tan imponente. Era la utilización de los silencios. Poco a poco advertí que las largas pausas intercaladas entre sus preguntas estaban medidas con todo cuidado, que no significaban incertidumbre o cansancio o que tuviera la mente ausente, sino que estaban pensadas para resultar obsesivas, de modo que su interlocutor se sintiera a menudo obligado a romperlas con algo, lo que fuera, que provocara una respuesta en el monje, una reacción en su rostro de piedra. En ocasiones, el silencio parecía indicar incredulidad; en otras, simplemente transmitía cierto grado de compasión y aliento, y aun en otras estaba cargado de amenaza, como la calma que precede a la tormenta.
Esta vez, confundí su silencio con debilidad. Me pareció verlo ofuscado ante la obstinación de Lothaire. Sin embargo, tendría que haber llegado a otras conclusiones tras observar sus manos, una de las cuales reposaba apaciblemente en su regazo. La otra permanecía encima del Nuevo Testamento, por completo inmóvil y relajada: era una extremidad que no estaba imbuida de tensiones ocultas o malestar.
—Maese Lothaire —dijo al cabo, con toda premeditación—, es cierto que antaño fui inquisidor de la depravación herética...
—¡Yo no soy ningún hereje!
—Entonces, ¿por qué os negáis a jurar?
—¡Porque no tengo nada que ver con todo esto! ¡Soy un lego! ¡Quiero hablar con el condestable!
—¿Sabéis que la herejía cátara prohíbe los juramentos?—preguntó el padre Amiel—. ¿Sabéis que negarse a jurar es señal segura e indiscutible de herejía?
Lothaire farfulló algo y me miró como para pedirme ayuda, por lo que bajé la vista y mojé la pluma en el tintero.
Al ver que le negaba mi apoyo, el escribano abandonó toda esperanza de resistencia.
—¡Esto es una locura! —exclamé—. ¡Yo no soy un hereje! ¡Soy inocente de todo crimen! ¡Dadme, dadme las Sagradas Escrituras! ¡Juraré y os lo contaré todo, y entonces me dejaréis marchar! ¡Se me ha detenido por equivocación y se me ha tratado de una manera vergonzosa!
—¿Juráis, por Dios Todopoderoso y las Sagradas Escrituras, decir la pura, simple y completa verdad sobre vos mismo como testigo principal y sobre otros, vivos y muertos?
—¡Sí, sí lo juro!
—¿Lo juráis por Dios Todopoderoso...?
—… por Dios Todopoderoso y las Sagradas Escrituras, decir la pura, simple y completa verdad sobre mí mismo y sobre otros, vivos y muertos.
Escribí diligentemente todo aquello sin atreverme a alzar la mirada. Luego anoté el hosco relato que hizo Lothaire de los actos de brujería de Masseo di Vico. El padre Amiel lo interrogó a conciencia sobre el asunto, sin sacarle una palabra que contradijera lo declarado al condestable. Lothaire nos contó que la doncella del médico se había presentado ante él con el cuento de que había visto a Masseo y a su hijo hacer un conjuro en una alcoba del piso de arriba. Según la doncella, habían cantado palabras extrañas y habían escurrido un pañuelo manchado de sangre en una copa de plata. No se habían dado cuenta de su presencia porque los había espiado desde un lugar en el que no podían verla.
—Espiado —repitió el padre Amiel como si la palabra tuviera una multitud de significados a cual más siniestro—. Hum... ¿Y cómo se llama la criada?
—Bona Claret —respondió el escribano.
—¿Y vos la creéis?
—Desde luego.
—¿Por qué?
—Porque no hay motivo para no hacerlo. ¿Por qué iba a mentirme?
—Por razones de todo tipo —señaló el padre Amiel—. No obstante, por el momento, digamos que la mujer decía la verdad. Habéis declarado al condestable que contasteis todo esto al difunto camarero. ¿Cómo reaccionó éste?
Lothaire pareció quedarse pensativo unos instantes.
—Pues mirad —dijo al cabo—, cuando se lo dije no se alteró en absoluto. Fue como si ya lo sospechara.
—¿Y qué comentó?
—Poca cosa. Quiso que yo mantuviera la boca cerrada.
—¿Tomó alguna precaución?
El escribano parecía perplejo. Lo sé porque, en aquel preciso instante, levanté la cabeza descaradamente para ver su reacción.
—¿Qué queréis decir? —inquirió.
—Si colgó alguna cosa en la puerta delantera —explicó el padre Amiel—. ¿Roció las paredes con algo?
Os juro que nunca he visto una expresión tan desconcertada como la que tenía Lothaire Lagarrigue en aquel momento. Casi me reí en voz alta y tuve que hundir de nuevo el rostro en el pergamino para evitar convertirme en el objeto de la desaprobación de mi patrono.
—¿Qué... qué queréis decir? —tartamudeó el escribano—. ¿Qué tipo de cosas?
—Sangre. Hierbas.
—¿Sangre? ¡Por supuesto que no! ¿Por qué iba a hacerlo?
Por toda respuesta, el padre Amiel sacó de su bolsa de piel el libro de brujería de Guillaume Monier, se puso en pie y se lo tendió a Lothaire, diciendo:
—¿Habíais visto antes este libro?
Lothaire examinó el volumen, estoy seguro. Aunque no lo vi, pues estaba tan ocupado en transcribir la pregunta del padre Amiel que no pude alzar la vista, oí el susurro de las hojas al pasar y un hondo suspiro. Al cabo de un tiempo, el escribano, con voz apagada, comentó que era la primera vez que lo veía en su vida.
El padre Amiel, que estaba de pie junto a él, señaló una página.
—¿Reconocéis la escritura? —quiso saber.
—Parece la del camarero —respondió Lothaire, dubitativo.
—¿Y esta otra? ¿Conocéis esta caligrafía?
—No.
—¿Y ésta?
—No.
—Excusadme... ¿Maese Raymond?
Me llevé tal sorpresa que salté como un conejo. La pluma se me resbaló sobre la página.
—Maese Raymond, tened la bondad de alcanzarme una de vuestras plumas y un pergamino —me pidió el dominico—. Maese Lothaire, por favor, tomad nota de la siguiente provisión...
Enseguida comprendí lo que el padre Amiel trataba de hacer. Deseaba confirmar que el escribano no había escrito en el libro de Guillaume Monier. Movido por una suerte de admiración y nerviosismo, le tendí lo que me había solicitado y me concentré en transcribir el pasaje que iba a dictarle a Lothaire Lagarrigue. Cuando terminó, recogió el pergamino y volvió a su banqueta.
—Maese Lothaire —dijo entonces—, ¿creéis que a Guillaume Monier lo mató la brujería?
—Tal vez.
—¿Y cómo? ¿Tenéis alguna idea al respecto?
—¿Por qué me lo preguntáis? —El escribano soltó una especie de bufido—. Yo no soy un hechicero —espetó.
—Pero aquella noche estabais en la casa.
—No vi nada, ni oí nada.
—¿Pudo alguno de los residentes de la casa haber conspirado con Masseo di Vico?
—Escuchad. —La banqueta de Lothaire crujió. Levanté los ojos y vi que se había inclinado hacia delante—. Soy primo de Guillaume Monier —dijo—. Guillaume me contrató. Me pagaba bien. Me trataba bien. Yo no tenía ningún motivo para matarlo.
—¿Y había alguien que lo tuviera?
—Eso no puedo respondéroslo.
—Pero razonad, maese Lothaire, considerad los hechos.—Por el rabillo del ojo vi que el padre Amiel golpeaba la mesa con el índice de la mano izquierda al tiempo que, uno a uno, exponía los detalles del caso—. El camarero fue asesinado por agentes diabólicos o humanos. Si se trató de los segundos, al menos uno de ellos debía de estar esa noche en la casa. Si fue así, sus motivos podían ser la codicia o el resentimiento. Así pues, ¿quién estaba resentido con el camarero, en esa casa?
—Nadie —respondió el escribano.
—¿El camarero trataba bien a todo el mundo?
—Sí, muy bien.
—¿El camarero no cometió ningún delito contra ninguno de los que estaban a su servicio?
—No, ninguno.
—Así, para vos, ¿la sodomía no es un delito?
Canto IV
Pobre Lagarrigue. Pobre hombre. Creo que estuvo a punto de asfixiarse con su propia lengua, pues una andanada de tartajeos y graznidos asaltó mis oídos y, cuando levanté la cabeza, lo vi sofocado y jadeante, con la mano en el pecho.
—Según Aimery de Sorgues —dijo el padre Amiel, impertérrito, mientras fingía consultar las declaraciones que tenía ante sí—, Guillaume Monier requería a menudo de él que le agarrara o le frotara sus partes viriles, que aceptara la polución entre los muslos y, en una ocasión, que se dejara penetrar in terga, es decir, sodomizar. ¿Estabais al corriente de esto?
—¡No! ¡No! —Lothaire apenas encontraba aliento para responder—. ¡Yo nunca...! ¡Jamás! ¡No!
—¿Alguna vez cometió el camarero tales actos con vos?
—¿Conmigo?
Oh, qué crueldad. El padre Amiel había hecho la pregunta con mucha parsimonia, con indiferencia, pero fue como si aplicase un hierro candente. Lothaire se puso en pie de un salto, rabioso e incoherente, mientras yo tomaba nota de sus balbuceos con un extraño sentimiento de piedad en mi corazón, pues estaba tan conmocionado como el testigo. En la declaración que Aimery de Sorgues había realizado ante el condestable no aparecía ninguna de tales confesiones inmorales, y me parecía impropio que el padre Amiel mintiera de forma tan descarada, tan desenvuelta, en algo tan deshonroso. Me parecía mal. Y me sorprendía mucho, debo confesarlo. Me había convencido (con un exceso de credulidad, tal vez) de que el padre Amiel era un verdadero servidor de Dios.
—¿Cómo...? ¿Quién...? Yo no... Esto es... —farfulló el testigo.
—Sentaos, maese Lothaire —dijo el padre Amiel fríamente.
—¡Yo no soy eso que decís! ¡Yo, no!
—¡Sentaos! Por favor.
—¿Por qué vino a verme Bona, si no? ¡Porque soy su amante! ¡Porque soy un hombre!
—¡Ah!
El padre Amiel aceptó esto último, al parecer. Creo que llegó a asentir. En cualquier caso, su respuesta tuvo un efecto calmante sobre el escribano, cuya banqueta crujió bajo su peso cuando volvió a tomar asiento.
—Así pues ——continuó el monje—, decís que no toleraríais que se practicaran con vos tales actos monstruosos...
—¡No!
—¿Qué habríais hecho, entonces, si el camarero os hubiera abordado de manera lasciva e insinuante?
—Habría...
Lothaire se interrumpió. Levanté la vista y observé que torcía el gesto y entre cerraba los ojos, fijos en el padre Amiel. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz desafiante:
—Lo que no habría hecho es cortarle el pene. ¿Es eso lo que queríais saber? ¡En la vida haría una cosa así!
—Pero ¿qué haríais?
—Marcharme. Apartarme de él.
—Entonces, ¿por qué no actuó así Aimery de Sorgues?
—¿Soy acaso su custodio? —replicó el escribano—. ¿Cómo queréis que lo sepa? Tal vez le gustaba lo que le hacía el camarero.
—Pero, si le complacía, no tendría motivo para el resentimiento.
—Padre, esto no tiene nada que ver conmigo. —Lothaire había recuperado la ecuanimidad, hasta cierto punto; la cabeza empezaba a funcionarle—. No tiene que ver con la brujería. Si deseáis interrogarme acerca del asesinato de Guillaume, tengo derecho a una representación legal...
—Es cierto —lo interrumpió el padre Amiel—. Pero tened en cuenta que mutilar los virilia de un hombre es, con seguridad, un crimen pasional... y reflejo del más profundo resentimiento. Si este resentimiento lo hubieran provocado unos insultos, lo que le habrían cortado sería la lengua. Y si el portero, por ejemplo, lo hubiera hecho en venganza por las palizas que hubiese recibido, ¿no habría buscado venganza cortándole la mano? ¿Por qué razón, pues, cortarle el pene, a menos que constara que había cometido una grave ofensa con este órgano en concreto?
El silencio que siguió fue muy largo y Lothaire no hizo el menor intento de romperlo. Yo, concentrado en transcribir frenéticamente, sólo pude suponer que el escribano se negaba a seguir colaborando... o que tal vez estaba sopesando el argumento del padre Amiel. Éste, desde luego, le dio facilidades para hacerla antes de comentar, con aire reflexivo, que sólo se podía razonar tal cosa si Aimery de Sorgues decía la verdad sobre la conducta pervertida de Guillaume Monier.
—En cualquier caso, parece que vos le creéis —continuó el monje. Sus palabras provocaron un nuevo respingo en Lothaire, que se irguió en su banqueta.
—¿Yo? —exclamó.
—No habéis acusado de mentiroso a Aimery —puntualizó el padre Amiel—. Por lo tanto, debéis considerar que no miente. ¿Por qué?
—¡Porque vos lo pensáis!
—¿He dicho yo tal cosa? Me parece que no.
—Pero...
—Recordad que habláis bajo juramento, maese Lothaire. —En aquel punto, el padre Amiel habló con frialdad; cuando continuó, en cambio, su voz se volvió de repente más cálida—: Vamos, contad, ¿qué opináis en el fondo? No os causará ningún mal decírmelo. ¿Dais crédito a Aimery de Sorgues? ¿Creéis que el camarero podía ser afecto a la sodomía?
Hubo una pausa.
— Tal vez —prosiguió el dominico— albergabais ciertas... en fin, ciertas sospechas. Tal vez Monier tenía alguna costumbre que os extrañaba. Por ejemplo, esa tendencia suya a rodearse de jóvenes hermosos dio pábulo a especulaciones en ciertos círculos. ¿A vos nunca os llamó la atención?
Lothaire suspiró. En aquel instante, supe que estaba a punto de confesar, y me felicité de mi perspicacia cuando, con ademán de abatimiento, reconoció que «le había preocupado muchísimo».
—Sólo había que ver a ese muchacho —se refería a Aimery de Sorgues—. Hablé con Guillaume. «La gente murmurará», le dije, pero se limitó a reírse. A Guillaume le gustaban las cosas bellas. Sus libros, su ropa. Pensé que quizás apreciaba los rostros hermosos como se aprecia un anillo o un tapiz...
—Pero no estabais del todo seguro...
—No.
—¿Y nunca sospechasteis que pudiera andar metido en asuntos de hechicería?
—No. Nunca.
Lothaire se mostró muy firme al respecto. Por más que el padre Amiel o presionó, lo indujo y lo enredó con las palabras, el escribano se mantuvo inflexible. No sabía nada de brujería. Nada de nada. Sólo conocía lo que le había contado Bona Claret. No, no había llevado nunca a la chica a casa del camarero. Sólo se veía con ella cuando llevaba mensajes de Guillaume Monier a Masseo di Vico. No, no había conversado nunca con el médico. No tenía tiempo para los romanos, que eran gente arrogante y codiciosa.
—¿Erais el único miembro de la casa del camarero que visitaba la residencia del doctor? —inquirió el padre Amiel—. Me interesa saber si alguien más tuvo la oportunidad de hablar con Masseo de Vico.
—Ya os he dicho que nunca he hablado con él.
—Pero habéis tenido la oportunidad. ¿Alguien más?
—¡Pues claro! ¡No vivimos encadenados a la cama!
—Pero ¿os encontrasteis alguna vez a alguien de vuestra casa en la residencia de Di Vico? ¿Nunca contó Bona Claret que alguno de los amanuenses, por ejemplo, se hubiera
presentado allí de visita? —No. —¿Estáis seguro? Pensadlo bien: puede ser importante.
El escribano meditó, suspiró y movió la cabeza con impaciencia.
—No —respondió—. No, no y no. Me convendría mentir, pero me mantengo en que no.
—Está bien. Gracias, maese Lothaire. Hemos acabado.
—¿Qué?
—Podéis marcharos, gracias.
El escribano parecía tan sorprendido como yo. Abrió la boca, volvió a cerrarla, se puso en pie, se sentó de nuevo y volvió a levantarse.
—¿Estoy libre? —preguntó.
—Eso tendréis que preguntárselo al condestable.
—Tiene que hacerse algo. No me han condenado. Soy inocente...
—Gracias, maese Lothaire.
Y con esto, el padre Amiel despachó al desdichado testigo.
Sin el menor asomo de compunción, lo entregó a la custodia de sus indiferentes carceleros. Con todo, Lothaire tal vez se alegró de alejarse de él: quizá prefería las ratas y los grilletes de su mísera celda a las sutiles agresiones del dominico. Desde luego, su apariencia se había deteriorado aún más durante la entrevista.
La compasión que me inspiraba su situación se vio mitigada en parte por la que sentía por mí mismo, pues me dolían terriblemente los músculos de la mano. Con inmenso alivio, dejé la pluma y flexioné la muñeca, los dedos y el codo.
El padre Amiel me lanzó una mirada.
—¿Os duele? —preguntó mientras se cerraba la puerta tras el testigo que se retiraba.
—Mucho —respondí.
—Tenéis un aguante extraordinario, pero quedan aún dos autos de comparecencia por redactar. Luego nos ocuparemos de eso. Ahora, ¿querréis leerme la trascripción?
—Padre...
Me interrumpí y él esperó.
—¿Qué? —inquirió por último, con calma.
Me vi en el brete de ponerle reparos sin que se molestara:
—Padre, la declaración de Aimery de Sorgues... En fin, su testimonio no decía nada respecto a... hum... a actos impuros. Nada en absoluto.
No era una pregunta, exactamente, pero requería una respuesta. El padre Amiel se quedó pensativo unos instantes. —¿Habéis leído el De Diferentiís Topicis, de Boecio, maese Raymond? —No —respondí, con la esperanza de que mi ignorancia no significara un
demérito para mí. El fraile, sin embargo, no mostró el menor asomo de sorpresa.
—Es un tratado de lógica —explicó—. Habla de cómo construir un discurso para que produzca determinado resultado. En el texto, el autor nos dice que la verdad o falsedad de un argumento no importa, mientras éste mantenga una apariencia de verdad.
Me miró fijamente con sus ojos pardos y me quedé mudo. ¿A qué se refería? ¿Había en sus palabras una verdad que yo, en mi ignorancia, era incapaz de comprender? Pero antes de que pudiera preguntarle nada más, volvió a pedirme que leyera de nuevo la trascripción de lo que había declarado Lothaire Lagarrigue. Desconcertado todavía, obedecí.
Por lo menos, mis anotaciones eran claras como el agua. De hecho, era un trabajo muy encomiable que me valió una sonrisa del padre Amiel, cuando concluí.
—¡Excelente! —dijo——. Realmente, excelente.
—Me he dejado muy poco...
—No os habéis dejado nada, que yo recuerde. Desde luego, buena parte de esto será superfluo. Me interesará ver cómo lo resumís.
—¿Y las citaciones, padre? —dije, al tiempo que mis tripas soltaban un gemido quejumbroso. Sonrojado, alargué la mano para sacar otro pergamino en blanco, pero el monje me detuvo con un gesto.
—Mañana —indicó—. Se me ocurre que los autos deberían entregarse mañana por la mañana y señalar las comparecencias para la tarde. —Se puso en pie súbitamente y volvió a sonreír—. ¿Tenéis hambre, maese Raymond?
—Eh...
—Acompañadme a una refección. Los visitantes comen bien en el priorato, ¿sabéis? Hemos tenido a pontífices, incluso, sentados a nuestra mesa.
¿Cómo podía rechazar su sonriente ofrecimiento? Era una especie de honor y, por mi parte, estaba seguro de que en casa no me esperaría ningún plato caliente. Así pues, fui con él y me alegré mucho de que, de camino al priorato, el padre Amiel hablara de otros temas que no guardaban relación con Guillaume Monier. Habló de comida, de música, de libros y de poesía. Habló de París, de Bolonia y de Narbona, de carne de caballo y de viajes por mar, de sueños y de milagros, con tal elegancia de expresión y tal profundidad de conocimiento que lo escuché con admiración y respeto. Y, a pesar de su erudición, no me sentí abrumado en su compañía. Estaba cómodo con él, quizá porque hablaba con suavidad y prestaba mucha atención a lo que yo le decía, y porque sonreía a muchas de las cosas que le comentaba. Sonreía a menudo, pero jamás se reía abiertamente. La risa desenfrenada, me dijo, no estaba bien vista entre los hermanos y había perdido la costumbre hacía mucho. Con todo, tenía el ingenio y el humor necesarios para apreciar un buen chiste, si no era subido de tono.
De hecho, me contó una anécdota divertidísima sobre un obispo senil (al que se refirió en todo momento con gran respeto) y, al terminar, sonrió levemente, mientras que yo solté una carcajada. No sé qué pensaría la gente al vernos juntos. Debíamos de formar una pareja muy curiosa: el fraile, con su figura menuda, y el lego que, trastabillando a su lado, gesticulaba enérgicamente y se partía de risa. Debo reconocer que nunca he ejercido suficiente control sobre mis extremidades, que siempre han mostrado una acusada tendencia a agitarse como ramas en plena tormenta.
El padre Amiel, por el contrario, era sumamente comedido en sus gestos. Sus pasos eran cortos y rápidos, pisaba con firmeza y nunca tropezaba ni resbalaba ni se daba contra las paredes, como me sucedía a mí. Era como si calculase al detalle cada uno de sus ademanes, como si sólo gastara la cantidad de energía imprescindible para alcanzar un objetivo determinado, como si toda su actividad fuera regular como el ritmo de una canción.
Cuando llegamos, comprobé que el fraile estaba, en efecto, perfectamente adaptado a la vida en el priorato, mientras que yo tropezaba en los peldaños y topaba con los hermanos, caminaba demasiado deprisa y hablaba demasiado fuerte. Me di con la cabeza contra el dintel de la puerta del refectorio (que era demasiado baja, realmente), me senté cuando debería haberme quedado de pie, me atraganté con un pedazo de pastel de puerros y, en resumen, me sentí tan a gusto como una abeja en una botella. Sin duda, el padre Amiel no tardó en arrepentirse de haberme ofrecido un lugar en la mesa, aunque nada en él lo delató. Sus hermanos también fueron de lo más corteses. No es que me recibieran con palabras amistosas, pues en el refectorio se imponía un estricto silencio, pero me sirvieron antes que a nadie (no había más visitantes) y no hubo risas ni se intercambiaron miradas elocuentes cuando volqué accidentalmente una jarra de vino. En realidad, durante la colación, las miradas casi no se levantaron del plato y los únicos sonidos —además de la letanía del lector, que desgranaba páginas de una Vida de santo Domingo— que se percibían eran las toses y carraspeos, los ruidos al sorber y los gemidos medio amortiguados de un pobre hermano que tenía los dientes demasiado sensibles.
Creo que el padre Amiel también masticaba con cierta dificultad. Era evidente que sólo empleaba el lado derecho de la boca.
¿Qué más puedo contaros? Del refectorio, muy poco, pues demasiado ocupado estaba para fijarme en aquel gran salón de piedra, desolado y sombrío. Con todo, la comida estaba espléndidamente cocinada y aderezada, el vino era excelente y la escudilla estaba limpia. No llegaban malos olores de debajo de la mesa, donde se habían puesto esterillas de junco nuevas, ni había perros ni sabandijas que le quitaran a uno el apetito.
A pesar de todo, no puedo decir que disfrutara de mi comida en el priorato. Resultó una experiencia bastante dura y melancólica que me perjudicó la digestión y me afectó el ánimo. Casi me costaba respirar. Cuando salí del recinto sagrado y volví al sol, llené mis pulmones de aire como si estuviera perfumado.
¿Cómo es, me pregunto, que la compañía de hombres santos puede resultar tan opresiva, en ocasiones?
De allí, regresé a casa. Mi inclinación natural me encaminaba a El Gallo Negro, pero me dominé y fui a redactar una versión pulida de lo que el padre Amiel llamaba «el protocolo», es decir, la trascripción de la declaración de Lothaire Lagarrigue. Con el manual del inquisidor como guía, terminé el trabajo antes de la puesta de sol. Había hecho, me dije, otro esfuerzo encomiable. Merecedor de una gratificación.
Así pues, fui paseando hasta la taberna, donde me regalé con una botella de vino de los viñedos de Montauban.
Tened la seguridad de que habría disfrutado de alegre compañía, también, de no haber estado tan tranquilo el establecimiento de Na Beatrice aquella velada. A Othon lo habían enviado de viaje, Berenguer estaba enfermo (lo estaba con frecuencia) y ni siquiera Bernard, el candelero, había aparecido por allí. A quien sí encontré fue a Gaillard, quien, tan pronto como entré, se me acercó a preguntarme, con gesto malhumorado y tono acusador, por «ese monje con el que estabas anoche».
—¿El padre Amiel? —respondí, casi decidido a dar media vuelta y retirarme. Sabía lo que se avecinaba.
—Uno de los capellanes del cardenal te ha visto paseando con él esta mañana — continuó Gaillard—. ¿Quién es? ¿Qué quiere de ti?
—Mis servicios.
—¿Para qué? ¿Por qué preguntó por mí? ¿Qué quería del cardenal? —Al ver que yo titubeaba, buscando el mejor modo de abordar el asunto, Gaillard se exasperó aún más—. ¿Es un inquisidor? El capellán lo reconoció; dice que fue inquisidor de Beziers. ¿Lo es?
—Lo fue, pero ya no lo es.
Con un suspiro, intenté explicarle la situación sin causarle más alarma. N o lo conseguí.
—¿Le contaste lo que dije? ¿Lo de que el camarero de Su Eminencia me había ofendido? —exclamó—. i Oh, Raymond... !
—¿Era un secreto? No lo contaste como si lo fuera.
—¡Era un comentario entre amigos! ¡No para repetírselo a... a un entrometido inquisidor!
—Pero, Gaillard, comprende que era importante.
—¡Qué estupidez!
—Mira, el padre Amiel sólo quiere oírtelo decir de tus propios labios. Quiere que se registre en una declaración... —¿Le dijiste que soy un sodomita? Era una pregunta ridícula que me irritó. —¡Pues claro que no! ¡No desvaríes! —Pero debe de creer que lo soy. Y todos los demás lo pensarán también, cuando
se sepa. —¿Estás borracho, Gaillard? No sigas con estas tonterías. Te espantas de una sombra, de un soplo de aire. Ves problemas donde no los hay.
Sin embargo, no había modo de tranquilizado. De hecho, Gaillard continuó reprendiéndome con violencia, amenazándome con el puño, y por último escapó del local en un estado de gran agitación, lloroso y turbado.
Después de aquello, sentí el impulso de descargar el peso de mi corazón al oído de Beatrice.
—Era un chismorreo —insistí, disgustado—. Se me escapó sin darme cuenta.
—Claro —asintió ella en tono conciliador mientras recogía unos vasos sucios.
—Si me hubiera parado a pensar un momento, no se me habría ocurrido mencionarlo. Aun así, ¿qué significará para Gaillard? ¿Un juramento, un par de preguntas? No tiene por qué enterarse nadie. Y, aunque se difundiera la noticia, ¿qué hay de malo en lo que sucedió? Que te aborde un sodomita no es pecado. Si rechazas sus proposiciones, no lo es.
—Pobre Gaillard —murmuró Na Beatrice—. Es un chico tan guapo... La gente siempre anda atormentándolo. No me extraña que esté asustado.
—Sí, pero sin motivo.
—¿Eso crees? —Levantó la cabeza y se apartó los cabellos del rostro para mirarme—. ¿Y si se entera el cardenal Di Vico? ¿No empezará a dudar de la virtud de Gaillard? Es muy posible que lo haga, ¿no te parece?
—Oh, Beatrice —suspiré—, ¿no encontraré un poco de consuelo en ti?
—En este momento, no. —La mesonera estaba recogiendo una cuchara de debajo de una mesa. Cuando se incorporó, se le habían encendido las mejillas y le brillaban los ojos—. Tal vez te lo ofrezca más tarde —añadió en un susurro.
—¿De veras? —Ésta sí que era una buena noticia. Miré alrededor, pero los pocos clientes estaban enfrascados en ilegales partidas de dados, o murmuraban para sí, ajenos a nuestra conversación—. ¿Cuándo?
—Pronto.
—No puedo quedarme a dormir aquí. El padre Amiel pasará por mi casa a recogerme mañana por la mañana, camino de la cárcel.
—No estaba pensando en dormir, precisamente.
—¿No?
—Y, claro, cuanto antes quede limpio el local, antes podré acostarme...
Yo, señoras mías, en vuestras manos soy amoldable como una masa de pan. Nunca he sabido resistirme a vosotras, sobre todo en lo que se refiere a rituales nocturnos. Sí, he hecho los votos de caballería, estoy al servicio de mi reina... ¡y soy un enérgico jinete en la liza, permitidme que lo diga! Desde mi juventud, dotado de una buena y poderosa lanza, he montado a satisfacción e, incansable como soy sobre la silla, estoy siempre dispuesto a serviros noche y día, aun si este servicio incluye ciertas tareas bajas como barrer cáscaras y huesos, pues, ¿acaso el caballero ardoroso no ha tenido que afrontar siempre innumerables desafíos en su búsqueda del amor? Las canciones antiguas nos hablan de murallas y torres escaladas, de monstruosas bestias abatidas, de campeones derrotados y de toda clase de ardides femeninos superados. ¿Por qué, pues, habría de quejarme de manejar la escoba, si ésta es la llave de la alcoba de mi dama? Un hombre que se las dé de tal tiene que ganarse los placeres con esfuerzo.
Por eso me apliqué con todo el celo a la tarea que se me habían asignado, hasta hacer casi un agujero en el suelo. Y después fui recompensado con un lugar en la cama de Na Beatrice, el mueble más acogedor que he conocido nunca. Pero, me diréis, lo que cuento es pecaminoso. Arrepentíos, me diréis, pues quien comete fornicación peca contra su propio cuerpo. Y tenéis razón, soy un pecador. He fornicado fuera del lecho conyugal. Peor aún, he fornicado en domingo. He fornicado durante los cuarenta días que preceden a la Pascua, en Pentecostés, durante el Adviento, en días festivos y en los de ayuno, con una mujer menstruante, con casadas, en posturas prohibidas y empleando métodos que aseguraban que mi semilla no fuese fecunda. Tenéis ante vos, señoras, a un pecador incorregible. Tal vez la única ofensa de esta clase que no he cometido sea la fornicación con una embarazada o con una madre lactante... y no por falta de ganas, debo confesarlo. ¡Ah!, y tampoco he sentido el deseo de seducir a una monja. Profanar la virginidad consagrada a Dios no ha sido nunca uno de mis propósitos. De hecho, la mera idea me incomoda.
Debo reconocer, sin embargo, que poco más me turba. Cuando uno está condenado por el mero acto de fornicar, las pequeñas variantes en las vías que pueda emplear en aliviarse de su carga resultan... cómo diría... cuestiones de menor importancia. En otras palabras, existen muchas maneras de llevar el cántaro a la fuente, si uno es lo bastante ágil.
En esa época, yo era más joven y flexible: con una pareja dispuesta, era capaz de retozar como un perro o como una anguila, o como una de esas bestias extrañas —como el grifo o la manticora— de cuyos hábitos carnales tan a menudo abominan los clérigos en sus sermones.
No es que yo me distinga por unos apéndices o unas facultades fuera de lo común. No poseo la fuerza de un toro, ni estoy dotado como una mula. En cambio, soy esclavo de la cortesía y presto absoluta obediencia en el servicio de mi dama. Lo que quiera, eso tendrá de mí. Y mientras que muchos hombres, una vez han tomado posesión efectiva de los bienes que anhelaban, abandonan sus refinamientos galantes a la puerta de la alcoba, yo siempre tengo en consideración que, si uno da tanto como toma, será acogido sin reservas entre esas sábanas en futuras ocasiones.
Como prueba de ello, sólo tengo que mencionar el hecho de que era un visitante asiduo de la cama de Na Beatrice, que no era demasiado frecuentada, ya que pertenecía a una viuda respetable y temperada. Sin embargo, esta viuda era también vigorosa y saludable, y ya se sabe que las mujeres en edad fértil necesitan algo más que comida y ropa, aunque sean tan recatadas que no se atrevan a poner nombre a sus deseos. ¿O me equivoco, señoras mías? Dios, sin duda, os hizo para este acto, sin el cual no podrían concebirse los hijos. Como prueba de ello, sólo tengo que señalar cómo una mujer puede dejar exhaustos a diez hombres, mientras que no hay número de ellos que pueda agotar a una sola mujer.
Por ello, sucedía en ocasiones que Na Beatrice sentía la necesidad de exprimir un poco de jugo de mi prensa. Y yo siempre estaba atento a darle gusto, pues aquella mujer era el bocado más sabroso que he probado jamás. Como el buen vino, había mejorado con la edad y había ganado en profundidad y en riqueza con el paso del tiempo. ¿Qué tímida doncella, por ejemplo, montaría sobre un hombre y lo cabalgaría como un semental? ¿Qué recatada joven virgen mordisquearía como un ratón u ordeñaría a su amante como haría a una vaca? Con todo, también teníamos nuestros momentos de sosiego, en los que yo me perdía en su jardín y cataba sus granadas, bebía de su fuente y probaba la miel de sus labios, pues entre nosotros había verdadero afecto, por muy ásperos que hubieran sido nuestros modales.
Y a veces, os lo aseguro, Na Beatrice manejaba mi orgullo viril con la misma brusquedad con la que trataba mi otro aditamento masculino.
—Hoy me han contado una historia muy divertida —me dijo mientras, tendidos uno al lado del otro, reposábamos tras haber culminado el acto—. Trata de un pescador que encuentra el cadáver de un monje flotando en el río.
—Suena hilarante —comenté con un bostezo.
—No, no, espera. Verás, la mujer del pescador siempre le aseguraba a su marido que lo querría igual si estuviese castrado. Así pues, el hombre le rebana el órgano viril al monje, se lo lleva a casa y finge ante la mujer que es el suyo, que ha sufrido un accidente. ¡Y ella, inmediatamente, empieza a recoger sus cosas y hace el equipaje!
—Hasta que él le cuenta la verdad, supongo.
—Hasta que se la cuenta, sí —corroboró Na Beatrice, sonriente—. Es una bobada, pero me ha hecho reír. —¿Porque tú harías lo mismo, flor mía? —Sí, por supuesto. Sin tu pequeño instrumento, Raymond, no serías de ninguna utilidad para mí.
—¿Pequeño, mi instrumento? —protesté, y entonces ella se disculpó.
—Tu gran instrumento —rectificó.
—Gracias.
—Tu enorme instrumento. Tu tercera pierna.
—Ojalá todo el mundo dejara de hablar de genitales cortados —observé—. Desde que mataron a Guillaume Monier, es el tema de todas las conversaciones. No es extraño que me sienta tan alterado constantemente.
—Es cierto que la gente habla de eso —asintió Na Beatrice mientras cubría sus bellos pechos con la sábana—. Pero siempre puedes apartarte de quien hace esos comentarios.
—Ya no. Mi nuevo patrón se dedica a investigar la muerte de Guillaume Monier. Mal puedo, pues, cerrar mis oídos al asunto.
—¿Te refieres al monje?
—Al padre Amiel, sí.
—¿Cómo es?
Medio amodorrado, medité la respuesta.
—Es muy listo —dije por último—. Muy rápido. Y muy garboso. A mí, además, me trata con consideración, aunque a otros, no.
—¿Te cae bien?
Volví a pensar la contestación, pues era una pregunta que no me había hecho hasta aquel momento.
—Sí —decidí, con cierta sorpresa—. Me cae bien.
—¿Y te paga bien?
—Bastante bien —murmuré.
—Entonces, deberías quedarte con él todo lo que puedas —me aconsejó—. Pero si el trabajo te altera tanto que no puedes dedicarme tus atenciones, ángel mío, debes abandonarlo al momento. Como has oído, un castrado no me sirve de nada.
Asentí. Ya tenía los ojos cerrados y la lengua me pesaba. «Levanta, Raymond — me dije—. Levanta y vete a casa.»
Pero, ay, mi cuerpo se negaba a obedecer. Me quedé dormido allí, en la cama de Beatrice, reposando sin que me perturbaran hasta que salió el sol. ¡Pobre de mí!
Porque no iba a olvidar aquella mañana durante el resto de mi vida.
Aún llevo conmigo la vergüenza de lo que sucedió.
Canto V
—¡Raymond!
—Hum...
—¡Raymond! ¡Despierta!
Reconocí la voz de Beatrice y solté una maldición. Por un segundo me pregunté qué estaría haciendo en mi cama, pero enseguida advertí que aquél no era mi lecho.
—¡El monje está aquí, Raymond! —susurró—. ¡Levántate, de prisa!
—¿El mon... monje? —tartamudeé. ¡Oh, amigos, qué momento de horror! Al alzar la cabeza, vi a Beatrice, medio arropada con un chal, sus henchidos pechos apenas ocultos y el cabello todo alborotado y enredado. A su espalda, los postigos de las ventanas estaban abiertos.
—¡Dios me asista! —exclamé—. ¡Dios me asista! ¡El sol! ¿Ya es de día?
—Pregunta por ti, Raymond. Vístete. Levántate.
—¿Dónde está?
Na Beatrice señaló la ventana. Tiempo después me enteré de que, al despertarse con la llamada del padre Amiel, había abierto los postigos de par en par y se había asomado a la ventana a insultarlo, sin darse cuenta de que andaba desnuda, aunque las recriminaciones se habían borrado de sus labios tan pronto como tuvo conocimiento de la identidad del recién llegado.
Lo que el padre Amiel pensó de los pechos rebeldes de Na Beatrice no puedo decíroslo, porque nunca tuve la valentía de preguntarle por aquel asunto.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —me instó ella al tiempo que me empujaba hacia la ventana. Yo todavía me estaba poniendo los calzones y cuando asomé la cabeza (el monje estaba apostado ante la puerta principal), mi aspecto debía de ser de lo más vergonzoso.
—¿Pa... padre? —murmuré.
—Ah, maese Raymond —dijo el monje con voz completamente tranquila—. Vuestro hermano me ha dicho que tal vez estabais aquí.
—Perdonadme, es que... Si queréis...
—Esperaré aquí mientras os vestís —anunció, y Na Beatrice me pellizcó el codo.
—Dile que entre —susurró—. Dile que puedo darle fiambre y vino caliente.
—¿Os apetecería comer algo, padre? —inquirí, aunque estaba casi seguro de que declinaría el ofrecimiento. Y acerté, pues movió la cabeza y respondió:
—No, muchas gracias. No podemos entretenemos.
—Por supuesto que no. Claro. Un momento, por favor.
Me retiré de la ventana y acabé de vestirme con una prisa frenética, dando saltos por la habitación mientras me calzaba a tirones una bota y luego la otra. Na Beatrice insistió en ofrecerme pan y leche.
—No tengo tiempo —dije, jadeante.
—Pero puedes comerlo por el camino.
—¿Delante de él? No, me parece que no. —Bajé las escaleras a trompicones y, con el permiso de Beatrice, oriné junto a la puerta trasera. Cuando salí al encuentro del padre Amiel, todavía me ajustaba la ropa—. Lo siento, padre. Aquí estoy.
El dominico asintió. Tras esto, se volvió y comenzó a caminar, sin reparar casi en la presencia de Na Beatrice, quien, en cualquier caso, hacía todo lo posible por quitarse de en medio.
Tal vez sólo exista una acción digna para un monje que se ve sorprendido con la visión de una mujer medio desnuda. Quizás el padre Amiel estaba siguiendo las instrucciones contenidas en la Regla de Santo Domingo.
Lo seguí como un perro sin dueño y volví la cabeza un instante para dedicar una sonrisa a Beatrice. Ella me saludó con la mano. Cuando por fin alcancé al padre, éste se abría camino esquivando los charcos y me habló como si hubiésemos estado conversando toda la noche sin interrupción.
—Hoy tengo previsto interrogar a Aimery de Sorgues —anunció.
—Oh.
—Es posible que esto os extrañe —prosiguió, sin advertir, al parecer, que yo no estaba en condiciones de extrañarme de nada—. Por lo general, en el proceso de inquisitio, el sospechoso es arrestado y se le comunica la acusación. Entonces, si se niega a confesar, se llama a declarar a los testigos. Sin embargo, este caso ha comenzado con un solo acusador. Es uno de esos casos que tal vez sea mejor desarrollar mediante otras formas de acción: una accusatio, tal vez, o una denunciatio, en las que no es preciso que exista más de un acusador, pero como a mí se me ha instruido para que realice la inquisitio, no puedo acusar a Masseo di Vico hasta que haya sido denunciado al menos por dos personas. —El padre Amiel me miró, como si quisiera leer en mi rostro lo que pensaba de aquella explicación. Quizá sólo vio unos ojos turbados y una barba sin afeitar (eso, si distinguía algo con su disminuida visión), pues enseguida desvió la mirada—. Sin embargo, en muchos aspectos, las circunstancias nos son favorables. Esto me permitirá reunir más testimonios antes de abordar a Masseo di Vico. Antes de interrogar a un sospechoso, me gusta tenerlo todo absolutamente preparado, pues eso aporta eficiencia al interrogatorio.
Gruñí por lo bajo. Como todavía estaba medio dormido, sus palabras me parecieron un tanto incomprensibles y no pude intervenir en la conversación con ningún pensamiento racional. De hecho, tan sólo podía pensar en si me despediría por no haber pernoctado en casa. Sin embargo, dio la impresión de que pasaba por alto totalmente mi vergonzosa conducta, pues no hizo alusión alguna a ella, ni directa ni indirecta, ni me dedicó cortesías forzadas o miradas de reproche. No noté en su actitud más que la habitual contención.
Y me pregunté si no querría expresar su desaprobación en un ambiente más recogido.
Cuando llegamos a la prisión, sin embargo, continuó sin referirse a mis recientes fechorías. Por el contrario, inspeccionó las provisiones que se habían «requerido del condestable»: es decir, una medida de vino y una medida de agua, dispuestas en una mesa en sendas jarras de loza. También había tazas y cojines, pero nada de comer. Me explicó que aquellos pequeños lujos habían sido solicitados la tarde anterior.
—El agua es para nosotros —dijo—. El vino, no. Nuestras cabezas han de mantenerse claras.
—Entonces, ¿quién lo tomará? —quise saber.
—Nuestros testigos, si así lo desean. —Cuando se hubo sentado, después de sacar el documento de su bolsa de cuero, me pidió que le leyera el protocolo terminado que había encontrado en mi habitación—. Esta mañana, vuestro hermano me dejó pasar — explicó mientras yo lo miraba, sorprendido—. Se me antojó muy probable que hubieseis dejado vuestro trabajo en el escritorio, así que he traído lo que he encontrado allí. ¿Es vuestro trabajo, verdad?
—Sí, padre, por supuesto. Lo lamento tanto...
—No tiene importancia.
—Mi intención era...
—No tiene importancia. —Su tono daba a entender que no iba a permitir más discusión del asunto—. Leed esto y después redactaremos las citaciones.
Hice humildemente lo que me indicó. Al menos quedaría contento de mi trabajo, pensé. Y sin embargo, el corazón me latía con fuerza mientras leía el texto del protocolo, haciendo una pausa de vez en cuando para refrescarme con un sorbo de agua.
Cuando terminé, se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Bien hecho —dijo.
—Oh, gracias, padre.
—Tenéis una facilidad extraordinaria. Os expresáis de maravilla.
—¡Gracias!
—Ahora, redactaremos las citaciones. Quiero hablar con la doncella de Masseo di Vico esta tarde. Y luego... Mañana, no; mañana me aguardan ciertas obligaciones en el priorato. El viernes interrogaré a vuestro amigo Gaillard, pero esta mañana debemos expedir la citación. ¿Dónde vive?
Se lo dije. Le di el nombre de la calle y de la parroquia, e incluso el del sacerdote de dicha parroquia, pues sabía que la citación iría dirigida a él. Por lo general, los sacerdotes de las parroquias son los encargados de transmitir estas desagradables noticias.
El padre Amiel comentó que, corno ayudante, mi valor era inestimable. Después, empezó a componer las largas y sonoras frases en latín que traerían a Gaillard y a la doncella de Masseo a ocupar la banqueta que teníamos delante. (Su dominio de la más noble de las lenguas era envidiable.) Después de hacer un primer borrador de cada documento, los leí en voz alta y él sugirió varias correcciones. Sólo cuando quedó satisfecho con el texto me permitió redactar las copias terminadas, las cuales firmó, pero no selló. Por el contrario, las llevó al condestable para que las sellara y enviara, mientras yo me quedaba a solas en aquella sombría y diminuta habitación sin nada que leer, comer o hacer.
Como podéis imaginar, mientras esperaba miré varias veces la jarra de vino con ojos anhelantes. Pensé que nadie echaría en falta un par de tragos de aquel brebaje divino, pero entonces me pregunté si no la habrían dejado allí para poner a prueba mi fuerza de voluntad y, resueltamente, orienté mis pensamientos a otras cuestiones. ¿Me perdonaría algún día Gaillard? ¿Podría comer algo antes de mediodía? ¿Qué ocurriría si sobornaba a uno de los centinelas para que me proporcionara un trozo de pan o una pieza de fruta? Esta última pregunta quedó sin respuesta porque me vino a la mente en el preciso momento en que volvió el padre Amiel, seguido de Aimery de Sorgues y su escolta.
Si alguna vez habéis visto un polluelo o los primeros brotes verdes de un castaño en primavera, sabréis lo tierno que era aquel joven infeliz. Su piel, tersa corno los pétalos de rosa, se estropeaba de la misma manera que éstos; tenía unos ojos grandes y acuosos, unos labios trémulos y un cuello blanco y largo que a uno lo hacían pensar en los cisnes, las hachas y las tajaderas. Ciertamente, su expresión era la de un cordero camino de la inmolación mientras, sumiso y lánguido, ponía una mano temblorosa sobre los Evangelios del padre Amiel. Pronunció el juramento con una vocecilla insegura, atropellándose en las palabras, y no pidió la presencia de un representante legal. Que estaba aterrorizado lo habría visto hasta un ciego. Cuando se le indicó que tornara asiento, pareció no comprender, por lo que el monje se vio obligado a repetírselo. Era obvio que un pánico descomunal le había disipado las entendederas al pobre muchacho.
Tal vez por ello, el padre Amiel adoptó un tono suave y compasivo para dirigirse a éL Nada de provecho habría conseguido con una actitud ruidosa o intimidatoria; antes bien, eso habría dejado a Aimery mudo o, en el mejor de los casos, sus palabras habrían sido incoherentes. Pero mientras el padre Amiel preguntaba al testigo por sus años en Notre Dame des Doms, donde había tomado las órdenes menores, el joven empezó a recuperar el dominio de sus facultades. Tartamudeó menos y las frases se volvieron más largas. Con amabilidad, el padre Amiel le explicó que, por haber jurado sobre las Sagradas Escrituras, quedaba obligado por las leyes de Dios a decir la verdad. Si mentía, cometería un grave pecado. ¿Comprendía lo que aquello significaba?
—Oh, sí —respondió Aimery.
—Porque no hay secretos ante Dios, hijo —señaló el padre Amiel—. Dios lo ve todo. Si me mentís a mí, no escaparéis a su castigo.
—Sí, padre, lo sé.
—Así pues, ¿me diréis la precisa verdad, sin omisiones, como si os confesarais delante de Dios Nuestro Señor sentado en Su Trono del Juicio?
—Sí, padre.
—Bien. —El dominico se aclaró la garganta—. Decidme, entonces: ¿habéis permitido alguna vez a un hombre poner sus virilia entre vuestros muslos?
Llegado este punto, yo habría podido, sin lugar a dudas, alzar la cabeza y ser testigo de la consternación de Aimery, pues su silencio inicial me, había dado tiempo suficiente para hacerlo. Pero no me atreví: la palidez de su rostro, sus ojos llorosos y la expresión conmocionada deberían ser imaginados antes que descritos. Habría preferido asistir a la agonía de la muerte de un cachorro o a la desesperación de un niño abandonado. Sólo diré que escapó de sus labios una exclamación contenida y una suerte de sollozo.
Y luego oí una vocecilla que decía, «sí», y anoté esta confesión fingiendo toda la indiferencia del mundo, recordándome firmemente que la sodomía, al fin y al cabo, es un pecado.
—Decidme quién os hizo tal cosa —dijo el padre Amiel. Tras un breve silencio (durante el cual Aimery hubo de esforzarse para recuperar la compostura), el dominico fue informado de que habían sido tres, o, mejor dicho, dos hombres y un muchacho. El joven, de nombre Benedict, había sido diácono de Notre Dame des Doms. El primero había sido Guillaume Monier, y el segundo, Fulques Fuille, un compañero amanuense de la casa de Guillaume.
—¿Y nunca le hablasteis a nadie de estos incidentes? —inquirió el padre Amiel.
—Sólo a mi confesor —respondió Aimery.
—¿Y qué os dijo?
—Dijo que probablemente había sido yo quien había buscado la ocasión de pecar. —Sería una tarea ardua y tediosa reconstruir la manera en que Aimery contó su historia, porque se calló algunas palabras y confundió otras, y sollozó, se sorbió los mocos, murmuró y farfulló, y a menudo el monje tuvo que alentarlo a seguir. Sin embargo, despojándola de todas las florituras superfluas, su historia resultó comprensible, por más desconcertante que fuese—. Mi confesor me dijo que yo era un pecador —prosiguió— y tuve que ayunar dos días.
—¿Ésa fue la penitencia que os impuso?
—Sí.
—Pues se me antoja muy ligera.
La voz de Aimery perdió fuerza y empezó a temblar y a quebrarse.
—¡Mi confesor dijo que bastaba! —gritó—. ¡Yo hice lo que me ordenó, padre! Me dijo que había pecados mucho más graves, como el adulterio, el incesto y la violación de vírgenes. Me dijo que, para un acólito, era peor fornicar con una mujer que darse al onanismo o que ciertas otras cosas.
Noté que el padre Amiel se movía en su asiento y que su respiración se detenía un instante. Después, preguntó:
—¿Quién es vuestro confesor?
—Era el padre Guillaume.
—¿Guillaume Monier?
—Sí, padre.
Miré al dominico, vi que daba un respingo y volví a clavar los ojos en el pergamino. No me cupo ninguna duda de que se nos había cruzado por la cabeza el mismo pensamiento.
—¿Así que fuisteis a confesaros con Guillaume Monier para pedirle la absolución de los pecados que habíais cometido con Benedict? —le preguntó el padre Amiel al testigo.
—Sí, padre.
—¿Eso fue antes o después de que Guillaume Monier cometiese el mismo pecado con vos?
—Antes.
Aimery prosiguió su relato explicando el consejo que Guillaume Monier le había dado. Según el camarero del cardenal, el hombre estaba sujeto a innumerables pasiones pecadoras, a las que sólo un santo podía resistirse de forma permanente. Era inevitable que algunas veces la carne sucumbiera a la tentación.
Para un joven como Aimery, que apenas había recibido las órdenes menores, fornicar con una mujer sería un pecado mucho más grave que caer en la masturbación; pero, incluso en este último caso, el peso del pecado sería suyo. ¿Por qué no encontrar a alguien con quien compartir la carga? «Venid a mí cada vez que tengáis pensamientos impuros —le había dicho el camarero— y os curaré de ellos y cargaré yo con el pecado, porque yo soy más fuerte, más sabio y más virtuoso.»
Aliviado en grado sumo, Aimery había accedido a hacer lo que su confesor le había dicho. La vez siguiente que «se inflamo», acudió al confesor, que frotó amablemente las partes pudendas de Aimery hasta que el joven llegó a la culminación.
La lujuria de Aimery fue curada de este modo en dos o tres ocasiones más antes de que Guillaume le pidiera servicios a cambio. Al fin y al cabo, él había asumido una pesada carga con el pecado de Aimery. ¿No iba su amanuense a brindarle la misma cortesía?
—Así, ¿el padre Guillaume identificaba el pecado con la emisión? —preguntó el padre Amiel con cierta sequedad. Pero Aimery debía de estar confuso, pues no respondió nada y el monje se vio obligado a plantear la pregunta con otras palabras—: ¿El padre Guillaume os dijo que el portador del pecado, en esos casos, era el hombre que recibía la emisión de otro, ya fuera en las manos, en la boca o in tergo?
—Sí... Yo... Sí, supongo que sí.
—¿Os dais cuenta, hijo, de que ésta es una falsa doctrina? ¿De que es una depravación y una maldad? ¿De que es una herejía?
—¡Oh, padre! —exclamó Aimery—. En aquel momento, yo… Pero ahora ya lo sé... Sé que estuvo mal—dijo a trompicones.
—Pero, en aquel momento, ¿creísteis al padre Guillaume?
—¡Sí!
—Entonces, cuando recibíais sus emisiones, pensaríais que pecabais. ¿Cumplisteis penitencia por este pecado?
—Sí, padre.
Y resultó que la penitencia por satisfacer los deseos del padre Guillaume consistía en la realización de otros actos depravados que a Aimery no le resultasen placenteros y que no requerían que «recibiera la emisión». Para no profanaros los oídos con demasiados detalles malsanos, sólo diré que el desdichado amanuense era receptáculo de cierta variante de sodomía (que incluía todo tipo de objetos) y que, en una ocasión, se le pidió que aplicara la lengua a ciertas partes del cuerpo del padre Guillaume que será mejor dejar sin catalogar.
—¿Y, como esos actos no os daban placer, el camarero los consideraba penitencias? —inquirió el padre Amiel.
—Sí, padre.
—Lo cual parece implicar que sí disfrutabais con los otros actos que él realizaba en vos.
—Yo... yo...
—¿Y por ello os entregasteis a las atenciones de otro amanuense, de ese Fulques Fuille? ¿Porque os daban placer?
De repente, el testigo rompió a llorar.
—¡Soy un pecador! —gimió, atragantándose y tosiendo, mientras se balanceaba adelante y atrás sujetándose la tripa como si le doliera. En un arranque, alcé la cabeza y vi que el padre Amiel observaba al prisionero desapasionadamente.
—¿Por qué lloráis? —preguntó el dominico en su tono de voz más seco—. ¿Por vergüenza?
—¡Sí, sí! ¡Perdonadme!
—¿Matasteis al padre Guillaume?
—¡No!
—¿Sabéis quién lo hizo!
—¡No, no!
—Pero erais su sodomita. Os habéis revolcado en el fango del pecado. ¿Cómo voy a creeros?
El pobre Aimery se hallaba en un estado lamentable. Habló de forma incoherente durante un buen rato, gruñendo y moqueando, hasta que el padre Amiel se levantó, sirvió vino y se lo ofreció. Tal vez fue el efecto de este brebaje, o quizás el porte del dominico apostado a su lado, tranquilo y paciente, con las manos cruzadas sobre el pecho. Por el motivo que fuera, el muchacho se tranquilizó. Bebió, hipó y se limpió la nariz. Sorbió los mocos, bebió otra vez y, al devolverle la jarra vacía al monje, levantó los ojos y le dirigió una mirada lastimera.
Cuando por fin continuó hablando, sus palabras fueron tan confusas que resultaron casi ininteligibles.
—¿Qué? —dijo el padre Amiel, inclinándose hacia él—. ¿Qué habéis dicho?
—Fulques me lo hizo —susurró el chico.
—¿Qué te hizo?
—¡Dijo que se lo contaría a los demás!
Resultó que a Fulques Fuille, el amanuense compañero de Aimery, le gustaban las mismas perversiones que al padre Guillaume. Estaba al corriente de los vicios del camarero del cardenal y había amenazado con revelar a todos la conducta escandalosa de Aimery. Para evitar que eso ocurriera, Aimery había sucumbido a las demandas de su colega, que eran casi idénticas a las del padre Guillaume. Pero Fulques era más joven y más amable que el padre Guillaume y tenía un físico más atractivo.
—Entonces, disfrutabais —dijo el padre Amiel a modo de conclusión.
—A veces —confesó el testigo.
—Y desarrollasteis una pasión antinatural el uno por el otro. Y vuestro compañero os quería sólo para él. —¡Oh, no! —Y conspirasteis con él para matar al padre Guillaume. —¡No! ¡No! —Habláis bajo juramento, hijo. —¡No, no lo hice! ¡Debéis creerme, por favor! ¡Debéis creerme! —Se arrodilló
ante el monje y se agarró a él, llorando a lágrima viva. El padre Amiel frunció el ceño y se desasió. Hay que mencionar aquí que al dominico le desagradaba en grado sumo que lo tocasen y que rara vez tocaba a nadie. Sin lugar a dudas, el abrazo húmedo del amanuense debió de resultarle aborrecible.
—¿Por qué he de creeros? —preguntó, retrocediendo hasta detenerse detrás de la mesa—. Sois un sodomita.
—¡Pero no un asesino!
—Vuestra vida ha estado llena de engaño. Las mentiras son fruto de vuestra boca. Vuestra imagen fundida es la falsedad.
—Yo... Yo... —frenético, el muchacho buscaba palabras convincentes en su cabeza—. ¡No fui el primero! —exclamó al fin, todavía acurrucado en el suelo—. Hubo uno antes que yo, uno que fue el favorito del padre Guillaume, y Fulques lo conoció como me conoció a mí.
—¿Carnalmente, queréis decir? —inquirió el dominico.
—Sí. Se llamaba Simon.
—¿Y cómo sabéis esto?
—¡Porque Fulques me lo contó!
Al parecer, Fulques llevaba tiempo disfrutando de las migajas de la mesa del camarero. Según Aimery, el otro amanuense le había hablado del padre Guillaume con gran admiración, presentándolo como un hombre cuyo gusto exquisito por la carne joven había servido para alimentar la lujuria del propio Fulques, y cuya vida de indulgencia había avivado las ambiciones de éste. Fulques quería ser exactamente como el clérigo. El también quería una gran casa y elegantes ropajes y muchos jóvenes hermosos, así que siguió el ejemplo del camarero en todo. Incluso preguntó a Aimery por la conducta del padre Guillaume en el lecho.
—Veneraba al padre Guillaume —insistió Aimery—. Todos lo hacíamos.
—¿Después de lo que el camarero os había hecho? —dijo el padre Amiel con una incredulidad que se me antojó absolutamente fingida.
—Era... era muy amable conmigo. Me daba dulces... Me dedicaba palabras cariñosas.
—Y un vit fort —concluyó el padre Amiel rudamente. Había estado interrogando al testigo en latín y creo que con aquel paso repentino a la lengua vulgar pretendía que su comentario resultase aún más chocante. Y tengo que reconocer que me dejó asombrado: aunque se me había ocurrido que tal vez Aimery anhelase un cuerno más fuerte, por así decirlo, nunca hubiera esperado oírselo decir a un monje como el padre Amiel.
El testigo se puso como la grana y farfulló algo incomprensible.
—Así, me estáis diciendo que no habríais matado al padre Guillaume porque, con todo, sus atenciones os daban placer —sentenció el padre Amiel—. ¿Es eso cierto?
Aimery estaba aturdido y movía las manos incontroladamente. Abría y cerraba la boca, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Por fin, asintió, y yo registré ese asentimiento como un «sí».
—Y Fulques no habría matado al padre Guillaume porque lo admiraba mucho — prosiguió el dominico—. ¿Es éste vuestro testimonio?
El amanuense asintió de nuevo, ante lo cual el padre Amiel le indicó que se expresara claramente para que sus respuestas pudieran ser transcritas.
—Sí —dijo Aimery, sin convicción.
—¿Y qué sucede con los otros miembros de la casa? —El padre Amiel era implacable—. ¿Sospecháis de alguien que pudiera albergar alguna hostilidad especial hacia el padre Guillaume?
—No.
—¿Habéis visto a alguien comportarse de una manera sospechosa, antes o después de la muerte del camarero?
—No.
—¿Habéis visto este libro alguna vez, hijo?
El volumen en cuestión era, por supuesto, el libro de conjuros del padre Guillaume.
Al verlo, Aimery afirmó, un tanto aturdido, que no conocía el códice. No obstante, identificó uno de los escritos como del padre Guillaume y a continuación, cuando se le pidió que aportara una muestra de su propia escritura, empezó a temblarle la mano con tanta violencia que fue incapaz de ofrecer algo que resultase legible. Sin embargo, reveló que en una ocasión el padre Guillaume le pidió que saliera a buscar un perro que, confiado al cuidado del padre Guillaume, había desaparecido misteriosamente.
Aimery no sabía qué uso podía haberle dado al can. Negó cualquier complicidad en los ritos nefarios del camarero y yo le creí, porque, como dice el refrán, «en el vino está la verdad». Llegado este punto, quedaba claro que el muchacho estaba un poco intoxicado. Su postura vacilante, su expresión vacía y su dificultad para hablar me bastaban para diagnosticarle una ebrietas.
En un momento dado, se lanzó de repente a declamar acerca de sus «pecados de la carne», prometiendo solemnemente flagelar se todos los días hasta que muriera, como penitencia por deshonrar su propio cuerpo, ante lo cual el padre Amiel le preguntó cuál era la penitencia adecuada para alguien que mataba.
—¡No! —El joven sacudió la cabeza con tanta fuerza que perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer—. ¡No, no, no! ¡Yo no podría hacer tal cosa! ¡Yo lo encontré! ¡Fue terrible! ¡Me mareé y caí al suelo!
—¿Queréis decir que no tenéis estómago para hacer una cosa de ese tipo?
—¡No!
—Os creo. —El dominico habló con tanto desdén, con una repulsión tan fría, que hasta yo me estremecí—. No sois un hombre, sois un gusano. Sois una cosa débil y sin nervio, un receptáculo de la perversión de los demás. Nunca tendríais la valentía ni la fuerza necesarias para realizar cualquier acción, por más ruin que fuese. Estáis muerto en el pecado, profanado y maldito delante de Dios. Sois un instrumento del mal. Alejaos de mí. Contamináis el aire. No deseo poner los ojos nunca más sobre vuestra carne pestilente.
Y con esto, ordenó a los centinelas que se llevaran de allí a Aimery de Sorgues como si fuera un saco de comida.
Canto VI
Aquel día, el padre Amiel no me invitó a comer en el priorato. Quizá me consideraba demasiado innoble para compartir plato con él, manchado de pecado como estaba tras mi orgía nocturna, o tal vez sus hermanos habían vetado mi presencia en el recinto. Fuera cual fuese el motivo, lo cierto es que no me ofreció un lugar en su mesa, aunque condescendió en acompañarme cuando emprendí el regreso a casa de mi madre. No sé por qué vino, pues apenas intercambiamos palabra durante el trayecto. Cansado de los interrogatorios de la mañana (e incómodo sin duda con el recuerdo de los pechos desnudos de Na Beatrice), estuvo taciturno hasta el punto de la mudez. Y el hecho de que en nuestro camino tuviéramos que pasar por delante de El Gallo Negro no contribuyó a hacer más fácil la conversación, precisamente.
En cuanto a mí, todavía estaba afectado por lo que había presenciado en la prisión. No digo que la simpatía que me inspiraba Aimery de Sorgues fuese muy profunda
o que, por el contrario, sintiera hacia él la menor animadversión, pero debo reconocer que estaba bastante desconcertado. Los giros del interrogatorio del padre Amiel me habían dejado confuso y estupefacto. Su inesperada reprimenda final, sobre todo, había sido para mí como un mazazo. ¿De dónde había salido aquel estallido de desaprobación cargado de veneno? ¿Y dónde había ido a parar después? Tan pronto había terminado de pronunciarlo, el padre Amiel se había parapetado de nuevo tras su máscara habitual de desapasionada tranquilidad, Y no había hecho desde entonces el menor comentario sobre lo sucedido.
—¿Dais crédito a lo que os contó el amanuense? —le pregunté finalmente, cuando El Gallo Negro quedó atrás. Hacía un día luminoso y agradable, y el padre Amiel, pálido y cegato, parecía fuera de lugar allí, al sol. Cuando un grupo de sonrientes mujeres, cargadas con la colada, pasó rozándolo, se tambaleó como un cordero recién nacido. Sin
embargo, su réplica sonó clara y tajante:
—No tengo motivo para no creerle. De momento.
—¿Interrogaréis a Fulques?
—No hablemos de estas cosas aquí, maese Raymond, os lo ruego.
Intimidado, guardé silencio. Él, también, y tal vez habríamos seguido así el resto del camino si no hubiéramos encontrado a un grupito de gente vociferante a la puerta de la casa de mi madre. Desde lejos reconocí a Gaillard, pero no a los otros dos. Uno era un muchacho de tez manchada, pobremente vestido y de aspecto hosco; el otro era un hombre canoso, corpulento y vestido con prendas ricas, pero sombrías. De facciones grandes, tenía el semblante sonrojado y perlado de sudor.
Su manera de gesticular me alarmó. Reduje el paso y vi que miraba a Gaillard buscando su confirmación. En cuanto el escudero asintió con la cabeza, y sin darme tiempo a dirigir la palabra a ninguno de ellos, me vi asaltado por aquel gordo que, rojo de cólera, se plantó delante de mí, me agarró de la pechera de la túnica y vociferó algo acerca de su hija.
—¡Tú! —gritó—. ¿Eres Raymond Maillot?
—Sí, pero...
—¡Sabandija! ¡Te casarás con mi hija o te arranco la cabeza!
—¿Vuestra hija? —balbucí mientras me preguntaba (con gran desesperación y desconcierto) cuál de mis muchas conquistas tenía que sufrir la maldición de habérselas con un padre como aquél. Debéis saber que, por lo general, pongo mucho cuidado en evitar a las hijas vírgenes de familias acomodadas, aunque suelen ser piezas guardadas con tanto celo que, de hecho, son caras de ver incluso fugazmente—. ¿Quién es vuestra hija? — pregunte, pero él continuó zarandeándome hasta que casi perdí un lente.
Por fortuna, allí estaba Gaillard para defenderme.
—¡Basta! —intervino, quitándome de encima al individuo de un empujón—. ¿Qué os sucede, por el amor de Dios? —¡Mi hija está embarazada! —fue la tremenda respuesta—. ¡Y él es el culpable! Oh, amigos míos, ¿imagináis cómo se me encogió el corazón al oír aquello?
¿Podéis compartir mi desolación ante una noticia tan inoportuna? Aturdido, pregunté de nuevo cómo se llamaba la muchacha. —¿Tantas hay? —exclamó el airado padre—. Yo soy Jean Mignard y ella se llama Marie, como bien debes saber. ¿Marie Mignard? Con una inmensa sensación de alivio, constaté que nunca había oído tal nombre.
—Os equivocáis de hombre —protesté, retrocediendo unos pasos para evitar que maese Mignard me echara las manos al cuello. Por desgracia, al apartarme de él topé con el padre Amiel, quien, con su pequeño tamaño y su ligereza, fue a parar al suelo del empujón. La visión del monje caído distrajo, al parecer, a maese Mignard. Aún vacilaba cuando Gaillard lo agarró por el codo.
—¡Esperad! —exclamó el escudero—. Habéis dicho que sois de Valence, ¿no? — Gaillard se volvió hacia mí y me puso al corriente de que había intercambiado unas cuantas palabras con el desconocido antes de mi llegada—. Me ha dicho que estaba aquí por negocios —precisó—. Y me ha contado que venía de Valence.
—¿Ah,.sí? ¡Pues yo nunca he estado allí! —Como tenía la atención dividida entre maese Mignard y el padre Amiel, no me defendí con toda la energía que debería haber empleado—. Disculpadme, padre. ¿Os encontráis bien?
—Perfectamente, gracias.
—¡El hecho sucedió en La Sainte Baume! —aulló Mignard—. Mi hija estaba en peregrinación, visitando la cueva de santa María Magdalena...
—¡... que yo no he visto jamás! —lo interrumpí—. Repito, maese Mignard, que os equivocáis de hombre. ¿Quién os dio mi nombre?
—¡La propia Marie!
—Pues vuestra hija está mal informada.
De pronto, se me ocurrió que sólo conocía a una persona que hubiera pasado alguna vez por La Sainte Baume: Othon. Recordé su burlona descripción de la cueva, que olía «a orina y a incienso», según él. ¿Habría cometido Othon la tropelía imperdonable de utilizar mi nombre en su incansable búsqueda de vírgenes?
—¿Dónde la tenéis? —quise saber—. Permitid que me vea y os dirá que no nos hemos conocido nunca.
—¡Mi hija está encerrada en casa, como ha de ser! —respondió el terco progenitor—. ¿Creéis que la dejaría salir otra vez, después de esto?
—Entonces, decidme cuándo estuvo en La Sainte Baume.
Me lo dijo y, por una feliz coincidencia, yo estaba empleado por esas fechas en la corte del cardenal Orsini. Informé de ello a maese Mignard y señalé que, si acudía al cardenal para corroborarlo, Su Eminencia le mostraría documentos firmados y fechados por mí que demostrarían mi inocencia.
—¿Estáis seguro de lo que decís? —inquirió el hombre, suspicaz.
—Completamente.
—¿Pretendéis que crea que alguien anda por ahí utilizando vuestro nombre?
—Así parece.
—Pero ¿por qué?
—Lo ignoro. —Aunque sospechaba de Othon, no me atrevía a acusado sin pruebas—. Pero está claro que quien lo hizo quería ocultar su verdadera identidad.
—Pero ¿por qué usaría vuestro nombre? —refunfuñó maese Mignard—. Seguro que conocéis a ese hombre. Tenéis que saber quién es.
—Pues no.
—¡Seguro que sí! —insistió. Una vez más, maese Mignard empezaba a perder la calma—. ¡Decídmelo! ¡Decidme quién es!
—No lo sé.
—¡Pero él, a vos, os conoce sin duda!
—¡Maese Mignard, a mí todo el mundo me conoce! —Esto no era del todo cierto, pero no se me ocurrió otra salida de aquel embrollo. Mis débiles músculos no resistirían otra agresión de aquel padre enfurecido—. Soy un reputado libertino, que ha conseguido más mujeres que colaciones ha hecho. ¿No es verdad lo que digo, Gaillard?
Creo que el escudero entendió lo que me proponía, pues asintió enérgicamente.
—Pues sí —respondió—. Sí, Raymond es un conquistador.
—Si yo fuera un vecino de Aviñón que quisiera llevar al pecado a una doncella y deseara cargar a otro con la culpa, el primer nombre que me vendría a la boca sería, sin duda, el de Raymond Maillot. —Mientras así hablaba, percibí la presencia del padre Amiel detrás de mí y me pregunté qué pensaría el fraile. Nada elogioso, con seguridad—. Preguntad a los clientes de El Gallo Negro y os lo dirán. Deben de haber oído cientos de historias acerca de mí.
—Cierto —dijo Gaillard, sin dejar de asentir—. ¡Muy cierto! Todas las mujeres adoran a Raymond. Es un maestro en complacerlas.
—¡Entonces, habría que castrarlo! —declaró maese Mignard—. i Y si ha tenido relaciones con mi hija... !
—¡Que no, os lo juro! Preguntad al cardenal...
—¡Lo haré! —clamó el hombre—. Lo haré y, si habéis mentido, que Dios os ampare... porque no os lo perdonaré.
Tras esto, creí que se marchaba, pues dio media vuelta y avanzó un par de pasos, lo que me dio ocasión de observar brevemente al resto de los presentes. Sin embargo, Mignard debió de darse cuenta de que desconocía el paradero del cardenal Orsini y, volviéndose otra vez, me preguntó en un murmullo dónde podía encontrado. Le respondí con cortesía, pues no estaba especialmente irritado con él. Era contra Othon, naturalmente, contra quien iba dirigida mi cólera.
Al fin y al cabo, en un padre está justificado que busque venganza del hombre que ha deshonrado a su hija... siempre que acuse de ello al verdadero culpable.
—Pobre hombre —comenté mientras lo veía alejarse—. Pero si la chica tiene una buena dote, no ha de costarle encontrar marido.
No hubo respuesta, pues mis acompañantes se habían quedado sin habla: el pasmo, el disgusto o tal vez, simplemente, la necesidad de un momento de reflexión habían sellado sus labios. Cuando recorrí el grupo con la mirada, vi que Gaillard se observaba las botas, que el padre Amiel estudiaba a mi amigo y que el chico de las manchas en la cara me miraba fijamente.
—¿Y bien? ¿Qué quieres? —le pregunté—. ¿Te conozco?
El joven dijo que no con la cabeza.
—Me envía Na Rixende Levieux —dijo.
—¿Y?
—Me manda que os diga que su marido está fuera de la ciudad y que esta noche no lo encontraréis.
—Ah.
—Éste era el mensaje —añadió el chico y, habiendo cumplido el recado, cerró la boca, cruzó los brazos y esperó.
Bien, tal vez debería explicaros que yo no tenía tratos con el marido de Na Rixende. En cambio, era íntimo de la mujer, que se había criado cerca de la casa de mi madre y había crecido en belleza con cada año que pasaba. Aunque apenas tenía dote, se había casado con un rico armero, un hombre que tenía tres talleres, un par de viñedos, una granja, un molino y cuatro hijos ya adultos de un matrimonio anterior. El hombre era piadoso, temperado, frugal, adusto, áspero y amante de las conversaciones sobre religión. También era un absoluto fracaso en la cama. Según su esposa, «aunque lo escurrieses en una prensa, no le sacarías una gota de jugo». ¿Es de extrañar, entonces, que la pobre mujer, joven y sana, deseara mis servicios de vez en cuando?
—Gracias —le dije al criado (para entonces, había decidido que eso debía de ser el muchacho)—. Informa a tu señora de que he recibido el mensaje y... y de que lo he entendido perfectamente.
El joven me lanzó una mirada de reojo, agachó la cabeza y se retiró. No hicieron lo mismo Gaillard, ni el padre Amiel. El escudero, observé, miraba ahora al monje con cierta agitación, pero el padre Amiel no parecía darse cuenta de que era la causa de la incomodidad de mi amigo. Después de saludar por el nombre a Gaillard con toda placidez, me informó de que, cuando se hubiera refrescado un poco, volvería allí, a casa de mi madre, y nos dirigiríamos juntos a la prisión. No hizo la menor mención a maese Mignard ni al criado de Rixende. Incluso sonreía cuando le dije adiós con una reverencia. Ya a cierta distancia, levantó la mano en un gesto de despedida.
Gaillard y yo seguimos con la vista al fraile un buen rato, sin decir nada.
—¡Dios nos ampare! —murmuró Gaillard finalmente, con voz lúgubre—. ¿Cómo puedes soportarlo?
—¿El qué?
—¡Esos monjes! No son hombres normales, Raymond, son otra cosa.
—Tal vez —asentí—. ¿Llevas mucho rato esperando?
—No mucho. He pensado que quizá vendrías a casa a comer. —Tras esto, con un suspiro, sacó de la túnica una hoja de pergamino doblada—. He venido a preguntarte por esta carta —añadió—. Pero si hubiera sabido que ése se presentaría, ni me habría acercado.
—¿Eso que traes es la orden de comparecencia?
—Sí.
—Entra. Mi madre te pondrá algo de comer.
Ese día tuve suerte, pues, de toda mi familia, sólo ella había sido testigo del reciente revuelo ante su puerta. Arnaud no estaba y Alazais, sus hijos y la nodriza habían ido a casa de Jeanne. Así pues, tuve que soportar pocos reproches, al menos en aquel momento.
Mientras servía una sopa de col, nabos, puerros y tocino, mi madre me recriminó por causar la vergüenza de la familia con mis andanzas, pero estaba demasiado distraída con la torpeza de la criada (que se quemó al agarrar una cazuela y derramó todas las alubias por el suelo) para poner demasiado empeño en sus reproches. Así pues, Gaillard y yo pudimos tomar el potaje y el pan mientras charlábamos sin intromisiones, y empezamos por el asunto de maese Mignard y su hija.
—Tiene que haber sido Othon —asintió Gaillard—. ¿Quién, sino?
—¡Pero usar mi nombre...! ¡Mi nombre!
—Le parecería una buena broma. Tal vez use el mío, también. Y el de Berenguer.
—Pondré las cosas en claro con él.
—¿Por qué no se lo cuentas al padre de la chica? Quizá te ahorre el trabajo y se ocupe él de Othon.
—No. —Ya había tomado una decisión respecto al hombre de Valence—. ¿Quién sabe si el niño es de Othon, en realidad? Puede que su madre se aficionara al vit forto Aun así, tendré unas palabras con ese apestoso montón de estiércol. No volverá a jugarme otra pasada como ésta, te lo aseguro.
Repetí la amenaza en una amplia variedad de frases escogidas, sin dejar de preguntarme qué efecto tendrían en un hombre de la corpulencia de Othon. Gaillard, sin embargo, empezaba a perder interés. De lo que deseaba hablar era de su citación, así que lo llevé a mi habitación, donde nadie nos oyera, y allí le aseguré que se inquietaba en vano. Era un asunto sin importancia: el padre Amiel sólo quería de él una declaración firmada de todo cuanto sabía de Guillaume Monier.
—Pero ¿por qué he de ser yo? —se lamentó—. ¿Y los demás escuderos?
—¿Guillaume pidió a alguno más que le complaciera?
—Probablemente. —Gaillard se sonrojó—. Pero nunca lo he comentado con ellos.
—Si crees que sí, debes decírselo al padre Amiel. Puede que los cite a declarar, también.
—¿Qué más debo contarle, Raymond? —Gaillard se inclinó hacia delante y me miró fijamente, con el susto en los ojos—. ¿Qué pensará de mí? Ayúdame. Dime qué debo decirle.
—Debes contarle la verdad. Limítate a eso.
—¡Pero yo amenacé a Guillaume Monier con contarle el pene! —exclamó, quejumbroso—. ¿Cómo quieres que se lo cuente? ¡Creerá que soy el asesino!
Reflexioné y me di cuenta de que sus temores no eran infundados. Era posible, aunque no probable, que aquello hiciera recaer en él las sospechas. Por un instante, no supe si aconsejarle que omitiera en su testimonio cualquier referencia al miembro de Guillaume Monier. Sin embargo, recordé cómo conducía el padre Amiel sus interrogatorios, cómo obtenía confesiones de la gente a base de marear, presionar, engatusar, confundir, sobresaltar y engañar, y tuve la certeza casi absoluta de que si Gaillard intentaba esconder algo, el dominico lo descubriría.
—Amigo mío —declaré—, debes decir la verdad. Toda la verdad. Si no lo haces, sólo empeorarás tu situación.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Si me llevan a la cárcel, Raymond, tú tendrás la culpa.
—No te llevarán a ninguna parte.
Como yo mismo no estaba muy seguro de esto último, no conseguí convencerle. Sin embargo, aunque le habría gustado seguir dándome la tabarra, no se quedó mucho tiempo, no fuera a encontrarse otra vez con el fraile. Así pues, se marchó apresuradamente y me dejó a solas con mis reflexiones. Pero éstas no giraban en torno al embrollo en que había metido a mi amigo sino —con un sentimiento de culpabilidad— sobre mi propia posición respecto a Rixende Levieux.
Aquella mujer, debo decirlo, no era todo miel y plumón. A veces resultaba tonta y petulante, pueril y egoísta, vanidosa e irrazonable. Pero, ay, amigos míos, era una rosa, blanca como la leche nueva, fragante como una lila, rolliza como una paloma, con ojos como estrellas y labios de fresa. El disfrute de su cuerpo era un festín de nata y azúcar, olía a especias y se amoldaba a mí como un lienzo de seda hilada. Además, era una dádiva rara, pues el marido no solía alejarse de la casa. ¿Cómo podría un hombre resistirse a tales atractivos? Un santo, tal vez, habría sabido volverle la espalda, pero yo no soy ningún santo, ni quiero serlo.
Na Beatrice, por supuesto, no sabía nada de mis infrecuentes visitas a la casa de la rosa blanca, lo cual me producía algún remordimiento de conciencia cuando pensaba en ello, pero en aquella época era un redomado fornicador y me decía: «No es mi mujer. No he hecho ningún juramento a Beatrice. Además, a veces su alcoba está cerrada para mí. ¿Adónde voy a ir, entonces?». Aplacada de este modo mi conciencia, dirigí otra vez mis pensamientos a Rixende, a sus pechos firmes y redondos, como dos manzanas. En cuanto al ratón de su entrepierna, su pelaje era suave como la lana y chupaba como un recién nacido.
Los recuerdos de ese rinconcito cálido, húmedo y oscuro me tuvieron entretenido un buen rato. De hecho, fueron las notas de esta canción las que hicieron que mi «tercera pierna», como tan generosamente la había calificado Na Beatrice, se encabritara como un semental, dispuesta a bailar una vigorosa estampida. ¡Imaginaos, pues, mi consternación cuando oí la voz del padre Amiel, que me llamaba! Ya había empezado a marcar el ritmo con mi instrumento y tenía toda la ropa en desorden, así que me vi obligado a luchar con cordones y botones en mi intento de cubrir algo que, una vez tapado, parecía el poste de una tienda de campaña.
—¡Ya voy! —exclamé, mientras intentaba pisar la cabeza de la serpiente de la lujuria. A decir verdad, incluso pensé en apagar su fuego con agua fría. Sin embargo, la perspectiva de ser objeto de escrutinio bajo la gélida mirada del padre Amiel bastó para que mi lirio se marchitara. Así pues, cuando salí a la calle ya lo tenía fláccido como una babosa y guardado discretamente bajo los calzones.
El padre Amiel no dio la impresión de advertir nada extraño y me saludó con cordialidad. De hecho, parecía más animado de lo que estaba cuando nos habíamos separado y, camino de la prisión, me obsequió con un discurso sobre famosos banquetes celebrados en el priorato, como el que se preparó para el papa Juan XXII en ocasión de su llegada a Aviñón. Fue una conferencia interesante y entretenida, pero no conseguí disfrutarla enteramente, pues me distrajo una circunstancia de lo más desafortunada. Quizá fue la col, o tal vez el sobresalto de ser despertado por un monje de mis libidinosas ensoñaciones, pero desde aquel momento me acometió un ataque de gases.
En la mayoría de las casas, una ventosidad es objeto de chanzas, protestas o incluso felicitaciones (si es especialmente rotunda), o de alguna observación que no viene al caso acerca de los intestinos del ganado. Uno no ha de sentirse muy avergonzado de haber soltado una andanada de aire fétido. Sin embargo, en un monasterio la vida debe de ser distinta... o tal vez el padre Amiel era, simplemente, un hombre al que no afectaban los malos olores. (Desde luego, ni una sola vez había yo oído u olido nada que insinuara que él había soltado alguna.) Y resulta que, cuando él andaba cerca, yo era muy consciente del funcionamiento de mi vientre. Me descubría silenciando eructos y sonrojándome cuando me sonaban las tripas. Curioso, ¿no?
Él jamás hizo el menor comentario al respecto, ni delató en una sola mirada que se sintiera ofendido, pero yo a su lado me notaba torpe, sonoro y maloliente. Aunque, claro está, el dominico era un hombrecillo tan parco, cuidado y fino de palabra que, sin duda, cualquiera se habría sentido así.
Ya en la prisión, mientras trompeteaba y silbaba tras mi escritorio, mi estado de ánimo podía compararse con el de un hombre que se ha ensuciado los calzones en público. Sentía una desazón que no obedecía a la lógica, y la terquedad del padre Amiel en negarse a reconocer que estaba apestando el aire no hacía más que incrementar mi congoja. Creedme cuando os digo que habría preferido un carraspeo jocoso, un fruncir la nariz o incluso una muestra de interés por el estado de mis intestinos. Por lo menos, me habría tranquilizado saber que mi conducta no era tan terrible como para merecer tal disimulo.
Con todo, mi consternación ante tal giro de los acontecimientos duró muy poco. Pronto me vi enfrentado a una fuente de vergüenza que eclipsó por completo el acto de emitir un efluvio apestoso y sonoro, pues sucedió que la siguiente testigo que compareció ante nosotros fue Bona Claret, la doncella de Masseo di Vico.
Y, nada más verla, reconocí en ella a una mujer que, varios años antes, me había abierto una vez su flor junto a la tapia de un almacén, cerca del puente de Saint Benezet.
Canto VII
Permitidme que os explique: sabed que una vez me quedé prendado de la hija de cierto escribano con el que hice mi aprendizaje. Se trataba de un hombre viudo y su hija llevaba la casa, pues, al parecer, no albergaba deseos de casarse y convertirse en el ama del patrimonio de otro hombre. Era una mujer alta, imperiosa y capaz, diez años al menos mayor que yo, que se llamaba Dulcie Poisson. Me enamoré de su porte majestuoso y de su voz profunda y modulada. Como había recibido una educación harto más amplia que la mayor parte de sus congéneres, incluso sabía leer latín, y aquella habilidad suya también me atrajo.
Sin embargo, Dulcie no estaba interesada en un estudiante inexperto. Si bien le gustaba mantener conversaciones de altos vuelos conmigo mientras hacía las labores de la casa, desdeñaba mis discursitos y expresiones de devoción. En realidad, había rechazado a un número considerable de pretendientes y, cuando su padre murió, se recluyó en un convento, del cual, a buen seguro, fue nombrada abadesa al poco tiempo. Quizá debería yo haber previsto que algún día haría el voto de castidad porque, cuando hablaba de los hombres, apenas podía disimular su desprecio. A veces podía infligir profundas heridas con la lengua, y fue después de sufrir una de esas lesiones cuando abordé a su doncella, Bona, en busca de consuelo. Yo no sabía, a la sazón, el apellido de Bona ni intenté averiguado. Lo único que sabía era que se trataba de una muchacha predispuesta, pues una noche me siguió hasta el río, escondiéndose tras las tapias cada vez que yo volvía la mirarla.
Aunque nuestra cópula no fue de esas que dejan una huella imborrable en el corazón, habida cuenta de su breve duración y de su incomodidad, recuerdo claramente su rostro. Era ella quien siempre me abría la puerta de la casa de Dulcie, como san Pedro abre la puerta del Cielo, por lo que sus rasgos se han quedado grabados en mi recuerdo. Cuando la vi aparecer de repente entre las tinieblas de aquel cuarto carcelario, reconocí de inmediato su mentón largo y carnoso y sus ojillos redondos, más envejecidos que en nuestro último encuentro. Iba desacostumbradamente bien vestida y la acompañaba un letrado.
Me quedé mirándola unos instantes, paralizado. Luego, hundí la barbilla en el pecho y clavé la mirada en el pergamino que tenía delante, al tiempo que intentaba ocultar mi cara con la mano. Me pregunté qué había hecho yo para merecer aquel desgraciado destino. ¿Me despediría el padre Amiel si se enteraba de la verdad? Quería escapar, pero no me atrevía a alzar de nuevo los ojos. Era tal mi incomodidad que apenas fui consciente del intercambio de palabras entre el dominico y el letrado de Bona, que había sido contratado por Masseodi Vico para que defendiera a la joven. Mientras yo sudaba a mares y me inquietaba, el padre Amiel señalaba que no había nada que defender porque Bona era testigo y, por lo tanto, no tenía derecho a representación legal. Era el argumento que ya había utilizado contra Lothaire Lagarrigue y, una vez más, resultó efectivo en grado sumo.
Al cabo de muy poco tiempo, había conseguido despedir al letrado a pesar de su resistencia a marcharse. Y no sabría deciros si Bona lamentó que se fuera, porque me daba miedo mirarla; pero cuando pronunció el juramento, su voz sonó firme y recordé que era una muchacha más bien simple y de carácter alegre, y que siempre había exhibido una curiosa irreverencia en el trato con las personas de rango más elevado. En realidad, no parecía reconocer las diferencias sociales y hablaba con la misma animación y familiaridad a un caballero y a un jurista que a un buhonero o a un herrero. Yo siempre creí que era tan simple que no advertía que no eran iguales.
Y allí, en la lobreguez de la cárcel, no parecían impresionada mucho la amenazadora armadura de los centinelas ni la intimidatoria formalidad del proceso. Quizá lo único que notó fue la escasez de ventanas, el aire aburrido de los soldados y la voz suave de aquel monje menudo. O tal vez la animaba en cierto modo mi presencia allí, pues respondió a las preguntas del padre Amiel con más valentía de la que yo esperaba.
—Le dijiste a Lothaire Lagarrigue que viste a Masseo di Vico hacer un hechizo —comentó el monje en la lengua vulgar y hablando muy despacio, con mucha claridad, como si le preocupase que, de otro modo, Bona no lo comprendiese—. Cuéntame cómo fue.
Ella respiró hondo y luego expelió el aire en forma de un leve suspiro, que a mi oído sonó como una expresión de asombro.
—¡Ya lo sabéis! —exclamó la mujer.
—Contesta a mi pregunta, por favor.
—Lothaire ya os lo ha contado.
—Contesta a mi pregunta, Bona, te lo ruego.
—Sí, por supuesto, pero es muy extraño. —Sin decir qué era extraño ni por qué, empezó a repetir la historia que le había contado a Lothaire Lagarrigue—. Subí las escaleras hasta la alcoba —comenzó—, porque me gusta cuidar de la ropa de mi ama, y oí al amo y a su hijo cantando en una lengua extranjera...
—¿Masseo di Vico y su hijo Girolamo?
—Sí. Y entonces miré y vi que estaban juntos al lado de una mesa. Girolamo sostenía una taza y el señor escurría agua sanguinolenta de un paño blanco.
—¿Cómo sabes que era agua sanguinolenta? —inquirió el padre Amiel—. La coloración rojiza puede deberse a muchas causas.
Se produjo un largo silencio. Sin atreverme a levantar la cabeza, sólo pude imaginar que Bona estaba sopesando, con cierto esfuerzo, la pregunta del dominico.
—Lo que había en el paño parecía sangre. Tenía que ser sangre. No era vino ni tinte.
—¿Y comprendiste el significado de aquel acto? —quiso saber el padre Amiel—. ¿Te diste cuenta de que estaban recitando un conjuro?
—¡Oh, sí!
—¿Y no dijiste nada?
—No, porque yo no tenía por qué estar allí. Ellos creían que estaba en la cocina.
—Hija mía —dijo el dominico con paciencia—, ¿por qué no informaste de lo acontecido al sacerdote de tu parroquia? Él te habría dicho que la brujería es mala.
—¡Pues claro! —Por primera vez, Bona perdió la ecuanimidad. Su voz sonó un tanto ansiosa—. Si el amo hubiese estado echando una maldición a alguien, habría acudido al padre Hugues, pero creí que estaba haciendo un conjuro de amor. Y un conjuro de amor es bueno, no es malo.
—¿Por qué dices eso?
La testigo volvió a dudar. Cuando habló de nuevo, parecía confundida.
—Porque con él nadie se hace daño —respondió—. Porque el amor es una cosa buena.
—No es una cosa buena si es objeto de nigromancia —replicó el padre Amiel con menos fuerza de la que cabía esperar. No puedo deciros si Bona lo comprendió o no, porque yo seguía intentando taparme la cara y no vi su expresión. En cualquier caso, el dominico debió de considerar que corregir los errores de una mujer ignorante no era tarea a la que tuviera que dedicar su tiempo, pues pasó a la siguiente pregunta—. ¿Por qué creíste que tu amo estaba haciendo un hechizo de amor?
—Porque Emilia está prometida.
—¿Emilia? ¿Su hija?
—Sí. Ya sabéis, cuando la chica tiene su primer flujo menstrual, debe guardarlo y, si más adelante se lo da a beber en secreto al marido, éste la amará siempre. —Bona podía haberse referido a la preparación de una sopa o de una salchicha, tal era el pragmatismo con el que hablaba—. Yo creía que el amo estaba preparando una pócima para el prometido de Emilia —explicó.
Sin lugar a dudas, llegado este punto, seguro que querréis que os describa la expresión del padre Amiel. Sin lugar a dudas os preguntáis qué cara pone un dominico cuando se entera de que a algunos hombres se les da a beber sangre menstrual sin que lo sepan. Me temo, amigos, que no podré satisfacer vuestra curiosidad porque, no queriendo mostrar mi propia cara, no tuve la osadía de examinar la suya.
Si experimentó asco o conmoción, no había en su voz ni rastro de tales sentimientos cuando volvió a dirigirse a la testigo.
—¿Quién te contó que había que guardar el primer menstruo? —le preguntó con frialdad.
—Na Munda Giraud —respondió Bona.
—¿Y quién es Na Munda Giraud?
—Fue mi primera ama. Los fluidos corporales me llegaron por primera vez cuando estaba a su servicio, y me dijo que guardara el paño que los había empapado.
—Comprendo.
—Y funcionó —concluyó Bona—, porque en una ocasión puse el trapo en el vino de él y después me besó y su carne se mezcló con la mía.
¡Malditos sean los fornicadores! Al fin, mis peores temores se convertían en realidad. No tuve que ver el gesto de Bona para saber que al decir «de él» me estaba señalando a mí. El padre Amiel, sin embargo, parecía desconcertado. Cuando dejé caer la pluma y me tapé los ojos con las dos manos, le pidió que aclarase su respuesta.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó—. ¿Te refieres a este hombre aquí sentado?
—Sí.
—¿A Raymond Maillot?
—Sí.
—¿Le diste vino mezclado con tu primer menstruo?
—Sí.
Por unos instantes creí que iba a vomitar y me llevé las manos de los ojos a la boca mientras el dominico me miraba, presa de una intensa emoción inidentificable.
—Estaba enamorado de mi ama —prosiguió Bona—, pero yo lo deseaba y por eso utilicé el paño. —Tras una pausa en la que pareció reflexionar, añadió—: Tal vez tendría que haberlo dejado en su vino más tiempo, porque sólo estuvo conmigo una vez y después apenas volvió a hablarme.
¡Oh, amigos míos, qué vergüenza! ¡Qué mortificación! Si hubiese podido esfumarme, lo habría hecho, y os aseguro que habría acogido la muerte como una liberación, pero me complace informaros de que mi liberación, cuando llegó, no requirió de un trance tan espantoso.
Aconteció así: durante unos instantes, el padre Amiel hizo tamborilear los dedos, muy despacio, sobre la mesa. Acto seguido, carraspeó, me ordenó que agarrara la pluma y, dirigiéndose de nuevo a la testigo, le preguntó, para mi alivio, si Na Munda había hablado de algo relacionado con la brujería.
Antes de que os cuente la respuesta de Bona debo decir que, en aquel momento, creí que la joven estaba llena de malas intenciones. Pensé que había sacado a relucir el asunto de nuestra unión para castigarme por haberla abandonado. Ahora sé que me equivocaba. Su naturaleza era tal que aceptaba los golpes del destino sin sucumbir al remordimiento, el dolor o el enojo. Vivía siempre en el presente y dedicaba poco pensamiento al pasado.
Por ello, no se entretuvo en mi iniquidad, sino que procedió a recitar una lista de las enseñanzas perversas de Na Munda. No os haré un relato pormenorizado de ellas porque no son de gran interés: baste decir que en una ocasión, antes de visitar a una amiga enferma, le dijo a Bona que levantara una piedra cerca de la casa en cuya cama yacía la amiga. Si encontraba un gusano, una hormiga o cualquier cosa que se moviera, la amiga mejoraría, pero si debajo de la piedra no había nada, la amiga moriría.
En otra ocasión le ordenó que hiciera un hueco entre las brasas del hogar de la cocina y que pusiera granos de cebada en su interior. Como los granos no saltaron, Na Munda declaró que la casa se hallaba a salvo de un incendio devastador que estaba quemando varias propiedades vecinas.
El padre Amiel me hizo anotar con todo lujo de detalles cada uno de estos episodios. Debo confesar que me sorprendió, porque unas prácticas como las empleadas por Na Munda Giraud a duras penas son merecedoras de que se las clasifique de «brujería». Son cosas propias de las cocinas campesinas, junto con la camada de la marrana y los manojos de hierbas secas. Es tan difícil encontrar a una vieja que no tenga su colección de trucos y encantamientos como lo es encontrar una sin dolores en las articulaciones o a la que no le falten dientes.
No obstante, el padre Amiel insistió en pormenorizar una a una todas las cuerdas anudadas, todas las piedras escondidas y todos los espejos mánticos. Después, una vez hubo sonsacado aquellos tediosos testimonios, de repente y sin explicar por qué, decidió dejar a un lado aquel asunto para concentrarse en otras cuestiones de mayor importancia. Preguntó a Bona si alguna vez había presenciado otros actos de brujería realizados por Masseo di Vico. Cuando ella respondió que no, le preguntó por qué había hablado a Lothaire de los pecados secretos de su amo.
—A él se lo cuento todo —respondió.
—¿Porque es tu amante?
—Sí.
—¿Y cómo ha llegado a serlo?
A aquello siguió un relato largo y un tanto elíptico que el dominico escuchó con atención, aunque nada de lo que oí parecía justificar tal concentración. Cada encuentro, cada mirada, cada palabra, cada beso... Todo lo explicó Bona. Había sido una historia de lo más clandestina.
—¿Y tu amo no sabía nada al respecto? —preguntó el padre Amiel cuando Bona terminó. —Oh, no —respondió—. Me habría despedido. Una criada de la casa fue despedida por mantener una relación con un mozo de las cuadras.
—Entonces, corrías un gran riesgo para estar con tu amante...
—Supongo que sí. —Bona pareció reflexionar sobre cuánta verdad había en las palabras del padre Amiel—. Pero una mujer ha de amar —afirmó—. Vivir sin amor es como no tener comida. El dominico gruñó. No puedo sino imaginar qué opinaba de aquel comentario, ya que no expresó el menor desacuerdo y se limitó a decir:
—Declaraste que los mensajes que entregaba Lothaire eran siempre por escrito y que te los daba cuando le abrías la puerta de la casa. ¿Es eso cierto?
—Sí.
—Entonces, ¿nunca tuvo la oportunidad de consultar con Masseo o con ningún otro miembro de la familia? Bona debió de responder con un gesto, porque el monje la instó a hablar, a aclarar si su respuesta era afirmativa o negativa. —Nunca lo oí hablar con nadie más —dijo la muchacha—. Pero pudo haberlo hecho.
—¿Te pidió alguna vez que espiaras a tus amos?
—Oh, no.
—¿Te pidió alguna vez que recogieras un pelo de tu amo, un trozo de uña o un esputo, o que robaras pertenencias suyas? —No. —Bona estaba perpleja—. ¿Por qué iba a hacerlo? —¿Te pidió alguna vez que pusieras algo en la casa de tu señor? —prosiguió el
padre Amiel haciendo caso omiso de su pregunta—. ¿O en el umbral de la puerta o fuera, en el patio?
—No.
—Las cartas que te entregaba, ¿iban siempre metidas en un sobre o en una bolsa? —No. Estaban dobladas y selladas. —Entonces, si entre los folios hubiese habido algún objeto escondido, ¿habría caído al suelo?
—¿Qué queréis decir? —Bona estaba confundida—. ¿Objetos? ¿Qué objetos?
Tampoco esta vez prestó atención el monje a sus preguntas. De hecho, permaneció un rato callado. Levanté la vista y observé que el silencio no inquietaba a la testigo; cuando éste se prolongó, dejó de prestar atención y empezó a alisarse la falda, arreglando los pliegues de grueso lino con manos amorosas. De repente, me pregunté si aquellos hermosos ropajes no serían un regalo reciente que le había hecho Masseo di Vico para sobornarla y asegurarse de que no denunciaría a su familia. El padre Amiel quizá pensaba lo mismo, porque, de pronto, preguntó a Bona si su amo la trataba bien.
—Muy bien —respondió ella—. No me pega nunca.
—¿Te ha dado él este traje?
—¡Pues claro! —Bona se echó a reír—. ¿Cómo, si no, iba yo a comprármelo?
—¿Te lo dio en pago de un servicio especial?
—No. —La muchacha seguía alisándose la falda, con su forro de color escarlata— . Me lo dio porque... porque yo iba a repretensar... quiero decir reperse... —¿Representar? —Sí, representar a su familia. —¿Ante este tribunal? —Ante vos, padre. ¿Qué es un tribunal? El dominico no respondió. Levanté la mirada y vi que el monje observaba a Bona
con unos ojos colmados de emociones indescifrables. Al cabo, preguntó por los allegados de Masseo, y advertí que intentaba averiguar los sentimientos de la joven hacia ellos. Son muchos los sirvientes que, resentidos con sus amos, se alegrarían de poder acusarlos del delito de nigromancia. Sin embargo, Bona no parecía albergar odio contra el clan de los Di Vico, ya que habló de ellos sin malicia y con un obvio respeto hacia la esposa de Masseo, aunque sólo fuera por su bien provisto guardarropa.
—¿Y si pregunto al resto de los sirvientes de tu amo, me dirán lo mismo? —quiso saber el padre Amiel—. ¿Me dirán que eres feliz en tu trabajo, hija mía? Piénsalo bien, porque tengo intención de interrogarlos.
—¿Lo haréis? —replicó Bona—. Si es así, puede que el amo les reparta ropa nueva a todos.
La velada amenaza del monje no la había inquietado, por lo que éste la atacó desde un ángulo algo distinto.
—¿Te das cuenta de que, si lo que dices es cierto, tu amo será castigado por ello y tú perderás el empleo? —le señaló—. ¿Te das cuenta?
Se produjo un largo silencio.
—Supongo que sí —respondió Bona por fin. Su inseguridad era manifiesta: sin lugar a dudas, no se le habían pasado por la cabeza las posibles consecuencias de su testimonio. Ante la pregunta del dominico de si no le preocupaba ser la causante de la caída en desgracia de su amo, se rascó la cabeza, frunció el ceño y murmuró:
—Supongo que sí.
—¿Ha querido saber tu amo por qué te he hecho comparecer ante mí? — prosiguió el padre Amiel—. ¿Te ha preguntado si has divulgado habladurías sobre él?
—No, pero me ha dicho que si a su familia le ocurre algo malo, que si alguno de ellos tiene que marcharse de Aviñón, es encarcelado o algo así, yo perderé mi empleo.
—Y tú, ¿qué has dicho?
—Le he dicho que me apenaría tener que dejarlo.
—¿Sabes, Bona, por qué he querido que comparezcas?
—Bueno, supongo que por Lothaire. —Bona había creído que había sido citada porque era la amante de Lothaire y éste había sido arrestado, pero sabía que Lothaire no había matado al padre Guillaume. Nunca haría algo semejante, y por eso no la había preocupado demasiado la cuestión—. No recordé el asunto de la poción de mi amo hasta que vos lo mencionasteis —explicó—. ¿Por qué es tan importante?
Me maravilló su tenacidad. Seguía formulando preguntas cuando había quedado claro que el padre Amiel no tenía ninguna intención de contestarlas.
—¿Mentirías por tu amante? —replicó el monje.
—¡Por supuesto! —respondió Bona, alegremente.
—Entonces, ¿cómo puedo saber que estás diciendo la verdad?
—¡Porque lo he jurado sobre las Sagradas Escrituras! —De repente, su tono de voz se volvió solemne—. Si os mintiera, Dios me castigaría, padre.
—Sí, lo haría —convino el monje—. Y el castigo por levantar falsos testimonios es terrible. Te azotarían o te encarcelarían. ¿Es eso lo que quieres?
—No, padre.
—Porque si me has mentido, ése será tu sino. Tus pecados te delatarán, ¿comprendes?
—Sí, padre.
—¿Sabes quién mató al camarero del cardenal?
—No, padre.
—¿Ocultas algo acerca de Lothaire Lagarrigue?
—No, padre.
—Y ahora, mírame. —La voz del dominico era serena y, sin embargo, absolutamente imperiosa—. ¿Bona? Mírame.
Alcé la vista para ver si lo hacía. La muchacha tenía los ojos clavados en los del monje.
—Dime la verdad —decía éste—. Quiero la verdad, te lo ruego. Sé cuál es y deseo oírla.
Tal vez en otras circunstancias, con otro testigo, se habría producido una capitulación. Las palabras del padre Amiel me afectaron, desde luego. Carcomido como estaba por el sentimiento de culpa, me embargó un profundo deseo de confesar toda suerte de pecados sórdidos, pero Bona estaba hecha de materiales más fuertes o más inocentes.
—Ya os he dicho la verdad —se quejó con una actitud algo exasperada—. ¿Qué más queréis saber, padre? Lothaire es un buen hombre. Un hombre cariñoso, si no fuera porque le gusta morderme los pezones... ¿Queréis saber lo que hacemos cuando nos desnudamos? Lo mismo que todo el mundo, padre.
—Gracias, con esto basta. —El padre Amiel bajó la mirada y empezó a hojear los folio s que tenía en la mesa—. Ya puedes irte.
—¿Puedo irme?
—Sí.
—¿Ahora?
—Sí.
—¡Oh!
Como podéis imaginar, llegado este punto, a mí me habría gustado esconderme debajo de la banqueta, pero alcé los ojos con valentía y vi que Bona, vacilante, se había puesto en pie y me dedicaba una plácida sonrisa.
—Adiós, Raymond —dijo.
—Adiós.
—Ha sido un placer verte de nuevo.
Soy un hombre cortés, Dios lo sabe, pero, por más que lo intenté, fui incapaz de devolverle el cumplido.
Canto VIII
Cuando Bona se hubo retirado, el silencio se hizo terrible de veras. No tuve valor para romperlo. Como corresponde a un pecador, me quedé sentado con la cabeza gacha y la vista fija en el suelo. Finalmente, el padre Amiel carraspeó.
—¿Es cierto que habéis tenido intimidad con esa mujer? —inquirió.
Asentí.
—Entonces —continuó—, podréis hablarme de su carácter. —Al ver que yo levantaba la cara con una expresión de sorpresa, añadió—: Resulta evidente que no es un dechado de virtudes, pero vos tenéis que decirme si mentiría bajo juramento. ¿Os parece que cometería perjurio?
Me pareció un verdadero milagro que, sabiendo que trataba con un fornicador incorregible, el padre Amiel quisiera conocer mi opinión. Pronto me di cuenta de que el dominico tenía un don raro de encontrar en los frailes: el de saber distinguir entre pecado y pecador. El padre Amiel no era un hombre tan estricto en su piedad que estuviera dispuesto a condenar y rechazar por completo a un lego cuya evidente culpa en una faceta de la vida, si bien lo convertía en persona de poco fiar en ciertas circunstancias, necesariamente no lo descalificaba para desempeñarse bien en otras. Muchos monjes son incapaces de entender que uno pueda ser un fornicador sin que por ello haya de ser también ladrón, falsario, asesino y glotón, sin abominar de Dios ni pecar contra los demás mandamientos.
El padre Amiel me había empleado como escribano sabiendo que era inmoderado en ciertas cosas. Ahora, a pesar de conocer mi debilidad por las mujeres, seguía dispuesto a tener en cuenta mi opinión sobre la veracidad de una de ellas.
—No llegué a conocer bien a Bona —fue mi cautelosa respuesta—, y quizás haya cambiado desde entonces, pero me parece que no tiene en la cabeza la fantasía necesaria para mentir con tanta habilidad. No sé si me entendéis, padre.
El dominico me observaba con aquella mirada suya, curiosamente desconcertante, que tal vez fuera resultado de su vista deficiente, pero que siempre me producía la impresión de estar prestándome una atención absoluta, casi exagerada.
—¿Me estáis diciendo —comentó con gran deliberación— que la muchacha no tiene suficiente inteligencia para inventar una historia tan complicada?
—Eso es, padre. Sí. Cuando la conocí era una muchacha muy simple. Si hubiera mentido, no habría pasado de un «sí», o un «no».
—Pero tal vez el origen de la acusación fue Lothaire Lagarrigue. Quizás él le indicó lo que debía contar.
—¿Cuándo? ¿Lo ha visitado desde que lo llevaron preso?
—No. —Lo dijo con tono tan rotundo que se me ocurrió que tal vez había hecho indagaciones sobre la identidad y el número de miembros de la casa del camarero de Su Eminencia que habían visitado a Lothaire en la cárcel—. No —repitió—, la muchacha no ha aparecido por aquí. Pero si Lothaire es culpable del asesinato del padre Guillaume, tuvo que hablar con ella de la acusación antes de que lo detuvieran; antes incluso de que se cometiera el crimen. Sin duda, comprendería que semejante historia nos iba a distraer.
—Es posible. —En cualquier caso, no me convencía. Semejante plan no cuadraba con la Bona Claret que yo recordaba—. Debo confesar, sin embargo, que me ha parecido que decía la verdad, padre, a juzgar por lo que conozco de su manera de hablar. Aunque, claro, puedo estar equivocado...
Casi esperaba que me diría «lo estás, probablemente», u otra réplica igual de punzante, pero no hizo más que seguir mirándome con atención, como miraría uno un fresco maravilloso o una escritura ilegible. Por fin, mencionó el nombre de Munda Giraud y me preguntó si lo conocía.
Reconocí que sí, pero no dije que mi conocimiento era consecuencia de mi amistad con Beatrice Rascas. Beatrice había comprado El Gallo Negro a Na Munda. El último plazo de la deuda se había pagado poco antes de la defunción de la vieja. Beatrice me había contado que antes de la compra había pagado un alquiler por la taberna durante años y que, pese a que la anciana había intentado siempre exprimirla al máximo, había sido una casera justa, aunque un poco testaruda y porfiada. Salvo esto, nada más sabía de ella.
—Tenía propiedades —informé al padre Amiel—. No sé deciros más.
—¿No era la señora a la que cortejabais cuando Bona os conoció?
Al escucharlo, solté una carcajada de sorpresa.
—¡No! —exclamé—. ¡No, en absoluto!
Estuve a punto de decir que las viejas eran carne dura para un joven, pero recordé a tiempo que no estaba en El Gallo Negro. Me contuve y le aseguré que no había conocido nunca a Na Munda Giraud.
—Está bien —asintió y, frotándose los ojos, estiró los músculos de la espalda y llamó a declarar a Fulques Fuille.
¿Recordáis a Fulques? Ya he mencionado en algún momento que era el amanuense cuya admiración por el padre Guillaume lo había empujado a imitar incluso los vicios más secretos de éste. Por eso, tal vez, era de esperar que, cuando apareció, su aspecto resultara repelente. Lo miré y pensé: «Sí, éste no es trigo limpio». Calculé que le llevaba varios años de edad a Aimery de Sorgues y lo estudié con detalle. Era un hombre joven, desgarbado, hosco y huidizo, de huesos grandes y manos poderosas de herrero, pero al que las vigilias y ayunos de su vocación clerical habían dejado pálido y descarnado. Con todo, supuse que aún era bastante fuerte, físicamente; lo suficiente, al menos, para someter al pobre Aimery. A pesar de su tez áspera, tenía facciones regulares y aprecié que, como había declarado Aimery, era más atractivo que el padre Guillaume, aunque sólo fuera por su menor edad. Tenía los dientes extraordinariamente sanos y regulares.
Fulques prestó juramento y no cruzó su mirada con la del padre Amiel hasta que éste le ordenó que le mirase a la cara. Cuando el dominico le requirió que describiera las circunstancias de la muerte del padre Guillaume, el declarante explicó con brusquedad que había despertado al oír el grito de Aimery y que se había encontrado con el terrible espectáculo de la sangre derramada en las sábanas. Rechazó que algún miembro de la casa del camarero tuviera motivos de queja contra el asesinado, por lo menos que él supiera, y luego expuso, con gesto de fastidio, ciertos detalles de los demás amanuenses. Renaud Lizier, explicó, era arisco y pedante y tenía un brazo deforme. Aimery de Sorgues era endeble y Josserand de Ponte era bastante buena persona, aunque un poco presumido.
—¿Alguno de ellos podría haber matado al padre Guillaume? —preguntó el dominico.
—Claro que no.
—¿Por qué? ¿Porque era un buen amo?
Fulques emitió un bufido de impaciencia con el que parecía dar a entender que era de estúpidos esperar buen trato de alguien de posición y que la pregunta del padre Amiel era casi ridícula.
—El camarero de Su Eminencia nos alimentaba, nos vestía y siempre tenía encendido el fuego —fue su respuesta, acompañada de un gesto que era casi despectivo—. Le teníamos en bastante estima.
—¿Sabéis si el padre Guillaume tenía enemigos fuera del círculo de sus servidores?
—Pues sí —murmuró Fulques, pero no parecía dispuesto a ampliar el comentario sin que le instaran a hacerlo. Creo que oí un suspiro apagado del dominico antes de que éste le preguntara si sabía quién, en concreto.
—El médico del cardenal —explicó entonces, con toda la chabacanería de que era capaz—. El padre Guillaume y él siempre andaban a la greña.
—¿Los oísteis discutir?
—No. El doctor no visitaba nunca al padre Guillaume. Eran como gallos de pelea: no podían ocupar la misma estancia sin lanzarse el uno al cuello del otro. Pero conozco bien las cartas que se escribían: Masseo siempre andaba revocando las órdenes del padre Guillaume. Si éste especificaba velas de sebo, Masseo las pedía de cera. Entonces, el padre Guillaume insistía en que Masseo las pagara de su bolsillo y éste se negaba, y el padre Guillaume le retenía el salario y... ¡ah! —Soltó una breve carcajada melancólica—. ¡Cómo se odiaban mutuamente! ¡Como marido y mujer!
—¿Masseo di Vico amenazó alguna vez al camarero? —Amenazó con prescindir de sus servicios.
—Pero ¿no con matarlo?
—No, que yo recuerde.
—¿Cuánto tiempo habéis estado al servicio del padre Guillaume, hijo mío?
Siguió a esto un resumen bastante fragmentario de la vida de Fulques Fuille, del que se alcanzaba a deducir que era subdiácono, que sólo destacaba como copista y que había servido al padre Guillaume durante cinco años, mucho más que cualquiera de los demás amanuenses o que el propio escribano, Lothaire Lagarrigue. El padre Amiel, al conocer la duración de su servicio, le comentó que, por consiguiente, estaba en buena posición para hablarle de otros enemigos que pudiera haberse hecho el difunto a lo largo de aquellos cinco años. Fulques, sin embargo, se mostró muy poco colaborador.
—No —dijo, y yo me pregunté si era descortés a propósito o si tenía por costumbre mostrarse tan seco.
—¿No queréis decírmelo o no sabéis de nadie? —preguntó el monje con un comedimiento encomiable.
—No hubo ninguno.
—¿Estáis seguro?
—Por completo. Esperad... Excepto un litigio con cierto caballero. Pero eso fue antes de mi llegada.
Yo empezaba a familiarizarme con el lenguaje gestual del padre Amiel, y escuché un roce y noté una tensión en el cuerpo que tenía a mi lado que me indicaron que el litigio que acababa de mencionarse despertaba vivamente su curiosidad. Por lo demás, nada en él dejaba translucir tal interés. Su rostro, desde luego, permaneció del todo inexpresivo.
—¿Qué caballero es ése? —preguntó al testigo.
—Nadie que yo conozca —replicó Fulques.
—¿Recordáis su nombre?
—Nunca lo he sabido.
—Pero ¿sabéis dónde vive?
—No.
—¿Quién os habló de él?
—El padre Guillaume. Estaba vanagloriándose de las derrotas que había causado a sus enemigos. Él siempre se impuso a sus enemigos.
—¿Tenía muchos?
—Cuando mencionó al caballero, hablaba del doctor.
—Entiendo. —Una pausa—. ¿Y vos, hijo mío? ¿Tenéis muchos enemigos?
—¿Yo? —El testigo se sobresaltó—. No.
—¿No hay nadie que os desee mal?
—¿Por qué? —Sin esperar una respuesta (que no habría sido cordial, en cualquier caso), Fulques continuó, con cautela—: ¿Es que alguien me ha estado difamando? ¿Se trata de eso?
—Responded a la pregunta, os lo ruego.
—¡Yo no maté al padre Guillaume!
—Pero sodomizasteis a su amanuense personal.
Fulques exhaló un jadeo y boqueó en busca de aire. Lo sé porque levanté la vista un instante y lo vi hacer esfuerzos por respirar.
—¡Yo… yo no fui! —exclamó.
—Aquí tenemos testimonios de lo contrario —apuntó el padre Amiel.
—¡Pues miente!
—¿Quién?
—¡Aimery de Sorgues!
—¿He dicho yo que el testimonio lo diera Aimery? —Cuando el declarante volvió a boquear como un pez fuera del agua, el padre Amiel fingió consultar las páginas que tenía delante. Oí cómo las pasaba y las volvía a pasar. Finalmente, hizo un comentario—: Aquí se habla del anterior amanuense personal del camarero, un tal Simon...
—¿Simon está aquí?
—Tenemos muchos testimonios. —Reconozco que no pude sino admirar cómo maniobraba el padre Amiel para crear una determinada impresión sin llegar a mentir abiertamente. Lo hacía con una astucia increíble. En cuanto a si era una conducta apropiada en un monje, eso no os lo sabría decir—. ¿Sabía el difunto que sodomizabais a sus amanuenses? —continuó el dominico con toda tranquilidad, como si hablara de un hábito corriente, como escupir o rascarse.
—¡Yo, no! —exclamó Fulques a gritos.
—También descargasteis vuestra emisión en ellos inter femora, es decir, entre sus muslos, y les hicisteis satisfacer vuestros deseos con los labios. —Aparentando que leía los folios, el dominico citó de memoria a Aimery de Sorgues—: Según un testigo, una vez le preguntasteis «si el padre Guillaume le penetraba alguna vez el ano con el dedo, como vos».
—¡No es verdad! ¡Todo son mentiras! ¡Todo lo que decís es falso!
—¿Todo?
—¡Todo!
—Entonces, ¿no creéis que el padre Guillaume sodomizaba a Aimery de Sorgues?
Se produjo un breve silencio. Fulques, observé, estaba despeinado y congestionado, y el sudor hacía que su piel brillara. El padre Amiel parecía esculpido en piedra.
—No —respondió, por último—. No lo creo.
—Pues escuchad este testimonio. Es muy rotundo.
El dominico se incorporó y empezó a deambular por la estancia, dando vueltas en torno a Fulques como un perro alrededor de un venado herido. Llevaba consigo un pliego de folios y aparentaba leerlos de forma tan convincente que yo mismo me lo hubiera tragado de no haber sabido que no veía.
—Fijaos en esto —apuntó—. ¿Cómo va a ser mentira? Aimery nos dice que «el padre Guillaume me empujó la cara contra la cama. Después me levantó el faldón y me desató los calzones. Posando una mano en cada una de mis nalgas, las separó y... ».
Pero no ofenderé vuestros oídos con la repetición de cuanto dijo el padre Amiel a continuación. Sólo os confiaré que describió con el más brutal y prolongado detalle —y con una expresividad casi indecente— cada gemido, cada caricia, cada emisión y cada postura de un episodio de fornicación que incluso yo consideré un encuentro épico. Os preguntaréis cómo aquel hombre de Dios era capaz de imaginar tales actos. En aquellos momentos, yo me hice la misma pregunta y pensé, el Señor me perdone, si estaría hablando la voz de la experiencia. Pero luego se me ocurrió que era un fraile avezado que debía de haber escuchado muchas confesiones, y que los frailes son propensos a pecar contra natura, aunque sólo sea porque tienen prohibido hacerlo de la manera más habitual.
Yo iba tomando nota apresuradamente de toda la inmundicia que salía de su boca (preocupado, mientras lo hacía, de si no debería dejar de escribir, tal vez, o cambiar sus expresiones por otras más apropiadas), cuando me sobresaltó un alarido y, al levantar la cabeza, vi que el padre Amiel se había lanzado sobre Fulques Fuille y lo agarraba de la entrepierna.
—¡Ajá! —exclamó el monje—. ¡Lo imaginaba!
—¡Soltad! —La voz del testigo era un chillido—. Pero ¿qué hacéis?
—¡Tenéis una erección! ¡Todas estas perversidades os excitan!
—Yo... yo...
—¡No lo neguéis! ¡Tengo la prueba aquí, en mi mano!
Amigos míos, ¿no os habéis quedado mudos de asombro?
¿No os mueve a admiración este frailecillo y su brillante plan? Yo, queridos, me quedé paralizado de pasmo... aunque también tuve ganas de echarme a reír a carcajadas. Sin embargo, contuve el impulso de darme palmadas en las rodillas y se me pasaron rápidamente los deseos de lanzar bravos y vítores al padre Amiel, cuando éste añadió:
—¡Venid, Raymond! ¡Venid y tocad esto! ¡Habéis de ser mi testigo!
—¡Está bien! —bramó Fulques y, dando un salto, empujó al fraile para apartarlo— . ¡Está bien, sí! ¡Lo hice! Soy sodomita y vos, padre, deberíais saberlo... ¡porque también lo sois!
Creedme, amigos míos, si os digo que entonces intentó agarrar los virilia del monje. Mi asombro fue tal que me levanté demasiado tarde para impedírselo, pero al no encontrar nada tumescente entre los muslos del padre Amiel, retiró la mano (casi como si se quemara) y se apartó.
—¡Oh! —exclamó—. Pero...
—¡Puerco lujurioso! —Me sentía dividido entre la cólera y la diversión—. ¡Aparta esa mano del monje!
Fulques, sin embargo, no me prestó atención.
—¡Pero tenéis que serlo! —continuó, balbuciente, dirigiéndose al padre Amiel—. Del modo que estabais leyendo...
—Sodomizasteis a Aimery de Sorgues —lo interrumpió el dominico.
—Sí, pero...
—Sabíais que el padre Guillaume también lo hacía. Conspirasteis para matarlo porque estabais celoso.
—¿Celoso? —farfulló el declarante—. ¿Celoso? —De repente, desapareció su confusión y empezó a gritar y a agitar los brazos—. ¡Guillaume se me acercó y me dijo: «Tenéis que probar al neófito»! ¡Él quería que me acostara con ese tonto! ¡Insistía en que lo hiciera!
—¿Por qué?
—¡Porque estaba orgulloso de lo que tenía! ¡Le gustaba oír cómo alababa sus gustos! Y le gustaba que le contara lo que hacíamos juntos, Aimery y yo.
Sospecho que esta confesión quizá desconcertó un poco al padre Amiel. En cualquier caso, no replicó y volvió a su asiento bastante despacio. El testigo también se sentó. Yo afiné rápidamente la pluma y la cambié de mano mientras Fulques, hundido de hombros, me miraba con ojos inyectados en sangre.
—¿El padre Guillaume os sodomizó alguna vez a vos? —fue la siguiente pregunta del dominico, que tuvo por respuesta un bufido endeble y un breve «no».
—Entonces —continuó el padre Amiel—, ¿cómo os conocía tan bien que os «ofreció» al «neófito»?
—Porque éramos amigos. Cuando supo lo que andaba haciendo con Simon, empezó a hablar conmigo. Hablábamos de muchas cosas.
En la voz apagada de Fulques había una nota inconfundible de orgullo.
—De cosas pecaminosas.
—¡Todos somos pecadores! —ladró de pronto el amanuense—. ¡Vos, padre, tanto como yo!
—Tal vez. —El padre Amiel le concedió aquel punto—. ¿Decís, pues, que el padre Guillaume confiaba en vos? —Sí. —¿Como compañero pecador? —Sí. —Pero vos no erais su igual en el pecado, amigo mío —puntualizó el monje con un
leve, levísimo, desprecio—. No le igualabais en nada. ¿Por qué había de teneros tanta confianza?
Fulques emitió un bufido de disgusto.
—¡Bah! —exclamó, visiblemente más perturbado—. ¿Qué vais a saber vos, en cualquier caso? —Muchas cosas. Muchísimas cosas del padre Guillaume de las que no tenéis idea. —Bobadas. —Este códice, por ejemplo. ¿Lo conocéis, hijo mío? No tuve que levantar la cabeza para saber de cuál hablaba: era el que contenía el libro de conjuros del difunto camarero.
—¡Claro! —dijo Fulques, desafiante.
—Entonces, decidme qué es esto.
—El Ensayo sobre el Anticristo, de Adso de Moutier en Der; el Policraticus, de Juan de Salisbury, y... y... —titubeó. —y otro libro. —Sí. —Que estaba prohibido para vos. —¡En absoluto! —replicó Fulques, chasqueado—. ¡He visto el libro! ¡Sé lo que contiene!
—¿Escribisteis algo en él?
—No.
—¿Os contó el padre Guillaume quién lo hizo?
—No, no. —El amanuense lo dijo como si lo distrajeran mil preocupaciones—. Pero creo que tal vez... Supongo que él mismo pudo anotar algo. —Lo hizo —corroboró el padre Amiel—. Escribió una fórmula junto a un conjuro amoroso. ¿Ese hechizo era para él, hijo mío, o para vos?
—Para él.
—¿Para conseguir los favores de Gaillard, el escudero del cardenal?
Fulques puso cara de perplejidad. Durante la pausa que siguió, pude levantar la vista del texto para observar cómo miraba al padre Amiel. Por primera vez, en su rostro había una sombra de miedo.
—¿Cómo sabéis eso? —inquirió.
Pero el dominico, como ya os he dicho antes, no solía contestar a las preguntas.
—¿Alguna vez visteis al padre Guillaume hacer un anillo de plomo? —inquirió en respuesta—. ¿Os pidió alguna vez que le ayudarais a llevar a cabo sus actos de nigromancia?
El amanuense permaneció callado unos instantes. Recorrió la estancia con la mirada y se pasó la mano por la boca con gesto nervioso. Tal vez empezaba a lamentar su testimonio anterior, pues al fin, con voz trémula, declaró:
—No soy hechicero.
—Decid mejor que no os habéis iniciado en la brujería, amigo mío.
—Sólo hice lo que me mandaba. A veces, el padre Guillaume me decía que hiciera algo: despellejar una liebre, comprar plomo... Yo cumplía lo que me ordenaba.
—Pero conocíais el propósito de esos encargos. Habéis dicho que el camarero confiaba en vos.
—Yo... Él... Yo estaba a su servicio, ¿entendéis? Lo respetaba, y me dijo que ciertas personas podían hacer ciertas cosas. ¡Era un clérigo, padre! —De pronto, inesperadamente, Fulques empezó a darse furiosos golpes en los muslos, con el puño cerrado—. ¡Oh, Dios, Dios! —clamó—. ¿Qué he hecho? i Dios se apiade de mí!
—Dios os ayudará si contáis la verdad —le aconsejó el padre Amiel con voz más suave que el plumón—. Decidme todo lo que sabéis sobre las prácticas de hechicería del padre Guillaume. Decidme qué pecados os impulsó a cometer.
—¡Maldición! ¡Ah, maldición!
—Contad.
Y allí mismo, para mi infinita sorpresa, Fulques se lo contó. Confundido por la maraña de engaños en la que estaba atrapado, el amanuense quizá no vio otra manera de liberarse de ella que hacer una confesión completa y sincera. Tal vez pensó que diciendo la verdad convencería al padre Amiel de su inocencia en el asunto de la muerte del camarero del cardenal. Fuera cual fuese el motivo, resumió con voz entre cortada su complicidad en la realización del hechizo de amor y en la muerte del perro cuya sangre se empleó para proteger de todo mal la casa del padre Guillaume.
Me pareció que Fulques había jugado un papel muy pequeño y servil en el encantamiento, pues en ningún momento se le había pedido que entonara cánticos, que leyera fórmulas rituales o que hiciera nada que no fuera limpiar y recoger lo que quedaba en desorden y proveer lo necesario. Con todo, era tal su sentimiento de culpabilidad que le daba motivos para tener miedo y, como no era del todo tonto, su actitud desafiante del principio había dado paso a una inquietud que lo tenía tembloroso. Abatido bajo el peso de sus pecados, se puso cada vez más nervioso mientras explicaba que él había seguido el ejemplo del camarero, pues era un hombre débil y fácil de convencer, y que sólo necesitaba la guía y el consejo de un confesor puro y virtuoso.
—No lo dudo —asintió el dominico en tono can sino—. ¿Estáis seguro de que el padre Guillaume no confiaba en los demás amanuenses de la casa?
—Salvo en Aimery, creo que no. Pero, padre...
—¿Y ninguno de esos otros amanuenses compartía vuestras perversiones libidinosas, que vos sepáis? —No, padre. Yo... —Gracias, hijo mío. Ya hemos terminado. —Pero... —Podéis iros. Cuando el declarante se retiró, lo hizo tambaleándose, como si acabara de
recibir un golpe en la cabeza y aún estuviera aturdido. Con un bostezo, el padre Amiel empezó a recoger los papeles. Fulques todavía no había salido de la estancia y el dominico ya parecía haber olvidado la propia existencia del desventurado amanuense.
Canto IX
—Mañana —dijo el padre Amiel—, tendré que ocuparme de ciertos asuntos que reclaman mi atención en el priorato, por lo que vos podéis dedicar el día al redactado final de las declaraciones.
Caminábamos hacia la casa de mi madre, porque nuestra jornada de trabajo ya había terminado y empezaba a anochecer. Unas sombras alargadas descendían sobre las calles. Cargado con un grueso rollo de pergaminos, cansado y dolorido del arduo esfuerzo de la tarde, apenas me fijé en las personas con las que nos cruzábamos. Iba pendiente de la inmundicia que enfangaba el suelo, intentando evitarla.
—Tal vez tenga la oportunidad de hablar con algún librero acerca de este códice maligno —prosiguió el padre Amiel—. A ver si averiguo su origen, aunque quizá sea mejor que hable primero con el hermano bibliotecario... Es un hombre erudito, muy entendido en libros y encuadernaciones.
Sospecho que el monje estaba bastante orgulloso de sí mismo. Su paso vigoroso y su locuacidad jovial me llevaron a preguntarme si se sentiría satisfecho de sus logros de aquel día. A decir verdad, había recurrido a unos ardides muy ingeniosos y se había enterado de muchas cosas, pero me pregunté si aquella noche, acostado en su cama, pediría perdón por ciertos actos que, si bien no habían sido impíos ni deshonestos, tal vez no eran propios de alguien de su profesión.
Al fin y al cabo, pensé, ¿debía un fraile dominico agarrar la verga de otro hombre? ¿Debía recitar descripciones de actos obscenos? ¿Debía, ya puestos, fingir que leía, convirtiéndose por tanto en un agente de la falsedad? Seguramente, no, pero, por otro lado, ¿era el padre Amiel un mal monje? Me hice esta pregunta y la respuesta también fue negativa. No se trataba de un hombre profano, irreverente o lascivo. No era cruel ni violento, ni siquiera indolente. De hecho, había llegado a inspirarme un profundo respeto y me halagaba que hubiese decidido departir conmigo con tanta familiaridad, pese a ser yo un pecador probado.
Y, sin embargo, me asombraba. Era un buen monje, pero me intrigaba. No conseguía comprenderle.
—Maese Raymond —dijo—. Ahí está el hombre de Valence.
—¿Qué?
—Jean Mignard os espera. ¿No lo veis?
Levanté los ojos y me detuve, puesto que era cierto. El padre deshonrado se hallaba apostado a la puerta de la casa de mi madre, acompañado de un individuo de aspecto humilde que debía de ser su criado. Tuve un instante de duda, sin saber si retroceder o avanzar, pero en aquel preciso instante se volvieron, me vieron y Jean Mignard alzó la mano.
—El cardenal Orsini ha confirmado vuestra declaración —me dijo el padre Amiel en voz baja.
—¿Eso creéis?
—Si no fuese así, Jean Mignard os habría atacado; en cambio, os está saludando, ¿lo veis? —De pronto, el padre Amiel dejó de contemplar con indiferencia a aquel hombre y me miró a la cara—. Mañana por la mañana no pasaré por aquí —dijo con especial énfasis—, pero tal vez pueda haceros una visita por la tarde. ¿Estaréis en casa?
—Oh... Esto... sí. Sí, padre. —Estaba decidido a no fallarle por segunda vez—. Estaré en casa todo el día.
—Bien. Entonces, os dejo ya —dijo. Era evidente que no le apetecía conversar con Jean Mignard, que se acercaba apresuradamente—. La paz sea con vos, hijo. Hasta mañana.
—Gracias, padre.
El monje se alejó entre un revuelo de tela blanca y yo quedé a merced de un hombre tan frustrado en su intención que las venas de la frente le sobresalían. Pobre Jean Mignard: la fría razón y mi indiscutible inocencia le impedían zarandearme y, sin embargo, capté que le habría gustado sacudir a alguien. Si lo hubiera hecho, tal vez la cabeza se le habría despejado un poco.
—Sois inocente —proclamó con un evidente disgusto, mientras se plantaba ante mis narices—. He hablado con el camarero del cardenal Orsini. No sois el padre del hijo de mi hija.
—No, no lo soy.
—Pero tenéis que saber quién es.
—En absoluto.
—Debéis de tener, cuando menos, una sospecha.
—No tengo ni idea, maese Mignard. Como ya os dije antes, mi reputación es inmerecida.
—¡Entonces, traeré a mi hija! Mañana iré a buscarla. ¡Haré que examine a todos los hombres de Aviñón hasta que descubra al truhán que ha deshonrado a mi familia!
Comenté que aquél sería el mejor plan y suspiré por lo bajo cuando se marchó, con su criado siguiéndole los pasos. Había tenido un día difícil de veras y las perspectivas no indicaban que fuese a mejorar, pues, cuando entré en casa de mi madre, me vi obligado a soportar la andanada de preguntas que me formuló mi cuñada, quien se había olido que ocurría algo. Quiso saber la identidad de aquel rústico anciano que se había detenido a la puerta de casa, y si esperaba allí porque deseaba hablar conmigo. ¿Por qué se había negado a exponer qué quería? En vez de darle explicaciones (porque, cualesquiera que fuesen, ella ya había decidido que yo era, pese a todas las pruebas que indicaban lo contrario, el responsable de haber seducido a Marie Mignard), dejé los testimonios del día en mi alcoba y volví a salir a la calle.
Me dirigí, como es natural, a El Gallo Negro. Allí tendría tranquilidad y bebida aseguradas hasta que cayera la noche y Rixende Levieux me recibiese. En la taberna encontré a Othon y pude preguntarle acerca de Marie Mignard. Confesó que tal vez había utilizado mi nombre para engañarla, en la francachela que siguió a una borrachera, pero que no se acordaba de la muchacha. Rió sin cesar cuando le conté que el padre me había abordado a la puerta de casa, pero no pareció preocuparle que Marie pudiese identificarlo como el autor de su seducción.
—¿Cómo lo hará? ¿Recorriendo las calles de Aviñón? —preguntó—. No se acordará de mi cara. La nuestra fue una cópula rápida, porque la posada de La Sainte Baume está siempre muy concurrida.
—Entonces, ¿la recuerdas? —le pregunté.
—¿La posada? ¡Pues claro! Y te diré que nos conocimos en una mesa, rodeados de grandes jarras de vino, y que después me apropié de su flor, en la oscuridad, apoyados en una pared del establo. Siempre ocurre lo mismo, dondequiera que estés.
Y empezó a extenderse acerca de las peregrinas vírgenes, que tan fáciles eran de desflorar. Lejos de casa por primera vez, con unas damas de compañía viejas e inadecuadas que enferman por el camino, excitadas por las gentes y los lugares nuevos, bebiendo vino sin supervisión de nadie... En resumidas cuentas, que se lanzaban a los brazos de cualquier hombre que se tomase la molestia de pellizcarlas en las nalgas.
»Os lo aseguro —prosiguió Othon—, si pudiera, volvería a Compostela. Allí podría elegir entre las peregrinas más jóvenes y jugosas, porque hay abundancia de ellas, y la ciudad está tan llena de clérigos...
—¿Compostela? —murmuró Bernard—. ¿Quieres decir que ya has estado allí?
—¡Por supuesto! —respondió Othon—. Allí conocí a dos hermanas gemelas, tan iguales, ¿os lo podéis creer?, que nunca sabía a cuál me estaba beneficiando...
Como podéis imaginar, aquella conversación despertó mi lujuria por Rixende Levieux. En vez de reconvenir a Othon por su desconsideración para con mi buen nombre, permanecí allí sentado, entre chanzas procaces y soñando con los muslos sedosos de Rixende (y con lo que había entre ellos), hasta que Beatrice Rascas me despertó de mi ensueño. Se sentó a mi lado y, en voz baja, me cuchicheó si podía ayudarla en cierto asunto. Siendo analfabeta, no podía leer una carta que le había entregado aquella mañana un hermano lego de la abadía de Saint-Ruf y, como la abadía ostentaba el derecho de dominio eminente sobre su taberna, estaba impaciente por saber qué decía la carta.
—Mañana —la interrumpí—. Aquí no podemos discutir tus asuntos privados. Mañana hablaremos.
—¿Por qué no esta noche, más tarde? —preguntó ella con una mirada llena de suspicacia—. Arriba, en mi alcoba. No nos oirá nadie.
—Cierto. —Mientras asentía, sin embargo, mi conciencia batallaba con el deseo. Debéis comprender que Rixende no me gustaba, aunque la deseaba apasionadamente. En cambio, Beatrice Rascas me gustaba mucho. Corroído por la vergüenza, me dije que era un hombre libre, que Rixende necesitaba consuelo y que era probable que Beatrice hubiese catado el instrumento de otros hombres desde la muerte de su marido. (Aquella posibilidad había cruzado mi mente en más de una ocasión y no había dejado de inquietarme cada vez que me acosaba.)
—Es cierto —dije— que nadie nos molestará en tu alcoba, pero esta noche no puedo quedarme mucho tiempo. He de volver a casa a trabajar y estar preparado para cuando el padre Amiel venga a buscarme mañana. —Avergonzado de mis mentiras, sabedor de que la luna había salido, me puse en pie y me despedí de mi amiga—. Ven mañana por la tarde —le indiqué— y trae la carta. La leeré y te aconsejaré.
Después, la besé como un Judas y me escabullí en la noche.
¡Oh, amigas y amigos! ¡Qué rata fui! ¡Una rata de hocico largo de las que se arrastran por las alcantarillas! La luna, como he dicho, había salido ya —era noche de luna llena— y me guió hasta la casa de Rixende Levieux. Como casi todos los aviñonenses, su esposo se había visto obligado por los taxatores domorum a residir en una casa impropia de su rango; vivía en la planta superior de un almacén, en estancias que incluso habrían resultado aceptables, tal vez, si no las hubieran dividido entre su familia y las de un mercader de harina. Sin embargo, lo que para maese Levieux era un inconveniente, para mí representaba una ventaja. Las curiosas alteraciones requeridas para convertir una vivienda en dos permitían que Rixende pudiese salir de su alcoba y de la casa, incluso, sin pasar por la cocina, en la que dormían los criados. En resumen, que cuando se quedaba sola de noche, su libertad era absoluta.
Y con esto no quiero decir que, en tales ocasiones, se arriesgase a toda suerte de peligros vagando por las calles de Aviñón. No, Rixende no era tan tonta, pero a veces aprovechaba su buena fortuna y se escabullía al almacén de los bajos, que pertenecía a su marido (aunque éste lo tenía alquilado al mercader de harina) y que estaba abierto a todo el mundo que tuviera la llave. Allí me reunía yo con ella: allí la encontraba, recostada en unos sacos y desnuda como Dios la trajo al mundo, o cubierta parcialmente en ocasiones, si era durante los meses de invierno, y acariciando el vello de entre sus muslos como si fuera una piel de armiño. A veces llevaba consigo mantas; otras, incluso comida. Y, siempre, una candela a cuya luz vacilante nos entregábamos al placer entre las ratas y los ratones que correteaban por el suelo blanco de harina.
Era una amante dócil en grado sumo. Aunque de carácter petulante y quisquilloso, estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa que yo le sugiriese en la búsqueda de una culminación placentera. Podía hacerla rodar por el suelo y manosearla como si fuera una masa de harina. Al recordado, abrí la puerta del almacén con mano temblorosa y mi tercera pierna me precedió cuando entré en el edificio.
¡Imaginad mi decepción cuando vi que no estaba desnuda! En vez de esperarme recostada en los sacos, acariciando el tupido felpudo de entre sus muslos, se hallaba de pie, vestida con la camisa de dormir y la expresión tan asustada y afligida como la de Eva después de la Caída.
—¡Oh, Raymond! —gimió—. ¡Raymond!
—¿Qué?
—¡Chitón! ¡Que no te oiga! ¡Vas a despertarlo!
—¿A quién? —Me acerqué a ella y puse las manos en sus brazos—. ¿Sucede algo? ¿Estás enferma?
—Necesito dinero. ¿Tienes dinero?
—¿Dinero?
Y de pronto se echó a llorar. Como lloraba a menudo y por las decepciones más insignificantes, sus lágrimas no me alarmaron demasiado y empecé a acariciada hasta que me apartó de un empujón.
—¡Para! —susurró——. ¡Escúchame! ¡Necesito dinero! ¡Guiraud quiere dinero o se lo contará a mi marido!
—¿El... el qué? —farfullé—. ¿Qué quieres decir? ¿Quién es Guiraud?
—¡Ya lo conoces! ¡Nuestro portero! —Me dio una palmada en el brazo como solía hacer en momentos de profunda irritación—. Esta mañana te lo he enviado para que te diera mi mensaje.
—¡Oh! —El chico de la cara manchada, pensé, pero me distrajo el encaje de la camisa de Rixende, que era muy poco tupido y dejaba entrever su piel blanca y tersa—. ¿Dónde está, pues? El portero, quiero decir...
—Arriba. Duerme. El muy cobarde, tiene miedo de enfrentarse a ti.
—Entonces, ¿por qué te preocupas? Ven aquí y...
—¡Suéltame! —El receptor del segundo cachete, que resultó mucho más efectivo que el anterior, fue mi erecto instrumento—. ¿Quieres dejarte de estupideces? ¡Sabe lo nuestro, Raymond! ¡Ha cogido mi anillo! ¡Dice que quiere que le des dinero, ahora!
—¡Ay!
—¿Me estás escuchando?
Cuando el dolor remitió por fin, pude escucharla. Y me enteré de que Guiraud, después de oír de mis propios labios que yo era un «reputado libertino», había comprendido de repente (mientras escuchaba las acusaciones de Jean Mignard) por qué su ama informaba a un escribano muy joven y de dientes muy blancos de que su marido estaba ausente de casa. Y para colmo del infortunio, aquel mismo Guiraud, siendo mozo de la casa, era el responsable de entregar las citaciones y las convocatorias a maese Levieux y, a diferencia de la doncella de la familia —a quien Rixende habría confiado el mensaje si no hubiera estado enferma—, Guiraud sabía que su amo no tenía tratos con un tal Raymond Maillot y que éste jamás había hablado con él.
Por lo tanto, y aunque no era un joven de gran inteligencia, se había formado su propia opinión. Y, en este caso, su opinión era la correcta.
—¿Qué vamos a hacer? —gimió Rixende—. Me ha dicho: «Contadle a vuestro esposo que habéis perdido el anillo. Quizás os pegue, pero no os matará». ¡Oh, Raymond, mi marido regresa mañana! ¿Qué vamos a hacer?
—Dile que Guiraud ha robado el anillo —respondí malhumorado, porque un golpe en el instrumento no contribuye a mejorar el ánimo—. ¿Por qué va a creer a Guiraud? No existen pruebas de que tú hayas hecho algo malo.
—¡Sí, las hay, Raymond! ¡Guiraud te llevó mi mensaje y tú respondiste! ¡Hubo gente que te oyó! —Rixende lloraba de nuevo—. Guiraud me ha dicho: «Esta noche, cuando veáis al amor de vuestro corazón, decidle que debe pagar, porque sé quiénes son sus tres amigos, y ellos me proporcionarán las pruebas que necesito».
—¡Tonterías! —le espeté—. Si quiere testigos, no los encontrará. Jean Mignard ha abandonado la ciudad, Gaillard es un amigo que hará lo que yo le pida y el padre Amiel... Callé de golpe. ¿Qué haría el padre Amiel si alguien lo abordaba para que
confirmase un incidente que él mismo había presenciado? ¿Mentiría?
Me acongojé.
—¿Me estás diciendo que había un sacerdote contigo? —exclamó Rixende, y enseguida bajó la voz mientras retorcía las manos, desesperada—. ¡Dios Misericordioso, un sacerdote! —dijo entre sollozos—. ¡Mi marido me matará!
—Calla.
—Y cuando ya no me queden anillos, Guiraud querrá que le pague en la cama. ¡Eso me ha dicho, el monstruo!
—¡Calla! —Los pensamientos se arremolinaban en mi mente—. ¿Cuándo está previsto que regrese tu marido? ¿A primera hora de la mañana?
—No, un poco antes del mediodía.
—Entonces, hay esperanzas —dije, decidido a granjearme la condescendencia
del padre Amiel a cualquier coste—. Tengo que hablar con mis amigos. Lo negarán todo. —¿Estás seguro? —preguntó, mirándome con sus grandes ojos llorosos—. ¿Estás seguro de veras?
—Creo que sí. —Aunque el corazón se me encogía ante la perspectiva de tener que presentarme ante el padre Amiel con aquella petición, me esforcé en parecer convincente—. Pero tú deberás poner de tu parte. Cuando vuelva tu marido, habla con él antes de que lo haga Guiraud. Acusa a Guiraud de haber robado el anillo. Si ese canalla no tiene pruebas, lo que diga de ti sonará falso. Parecerá el ladrón que intenta defenderse.
—¡Oh! ¿Por qué ha tenido que sucedemos esto? —Rixende no me escuchaba—. ¿Cómo he podido ser tan majadera?
—¡Rixende! ¿Me escuchas?
—Sí, sí, pero el sacerdote...
—Es un monje, no es un sacerdote. Y es asunto mío.
Después reinó el silencio. Nos miramos, desesperados, afectados de una suerte de extraño cansancio. Se me antojó imposible que unos minutos antes la hubiese mirado con lascivia. Las noticias que acababa de recibir me habían dejado conmocionado y en un estado de fría templanza. Su piel me parecía mate y la languidez de su boca repelía el deseo.
Quizás el mero pensamiento del padre Amiel era un antídoto a todos los apetitos carnales.
—Debo irme —dije a continuación—, no vaya a ser que Guiraud nos descubra juntos.
—¿y qué hay del dinero?
—Dile que no tengo.
—Pero...
—Dile que espere. Dile que se fastidie. Dile lo que quieras. Nadie podrá hacerte ningún daño, Rixende, porque no hay pruebas en tu contra.
Y con esto concluyó nuestra cita. No hubo besos ni caricias ni miradas de esas que se prolongan. Nos despedimos con brusquedad, como si fuéramos unos conocidos distantes, y salí del almacén lo más silenciosamente que pude. En realidad, me escabullí arrastrándome como un roedor, deslizándome de una sombra a la siguiente, y no apresuré la marcha hasta que hube dejado la casa muy atrás. Por una feliz casualidad, mis pisadas no destacaron tanto como habría cabido esperar, porque, en una noche cálida y despejada como aquélla, bajo la luna plateada, las calles no estaban tan vacías como era habitual y me crucé con un buen número de ciudadanos en mi camino a la residencia de Gaillard. Algunos formaban grupos y portaban antorchas; otros caminaban solos, cada uno con su linterna. A mí, y a otros dos o tres, nos guió el claro de luna: nos miramos con cautela de un lado a otro de los relucientes canales de desagüe, siempre con nerviosismo, no fuera a ser que nos robaran la bolsa o nos destrozaran la cabeza.
En un cruce de calles encontré incluso a un clérigo y me pregunté por qué pasearía acompañado de un chiquillo, hasta que se me pasó por las mientes que tal vez lo habían llamado a algún lecho de muerte.
Cuando llegué a la casa del cardenal Di Vico, rodeé sus macizos muros de piedra hasta que, recorriendo a tientas un callejón, encontré una ventanita cerrada con postigos y el alféizar tallado. Detrás de aquella ventana, sabía que se alojaban los tres escuderos del cardenal. Dormían juntos en una gran cama adoselada de madera carcomida que otros de rango más elevado habían considerado inadecuada para ellos. Por ser el más joven y el de posición más baja, Gaillard se veía obligado a dormir entre sus dos compañeros; en consecuencia, se le recriminaba ruidosamente que volviera tarde a casa. Si por casualidad se quedaba demasiado tiempo en El Gallo Negro, había de afrontar golpes e insultos cuando intentaba pasar por encima de los cuerpos de sus compañeros de cama.
Por ello, rasqué los postigos con confianza, en la absoluta seguridad de que mi amigo pe encontraba allí dentro. —¡Gaillard! —dije en voz baja—. ¡Gaillard! —repetí antes de volver a rascar los postigos.
Un gruñido de descontento me informó de que alguien se había despertado en la cama adoselada. Entonces, sin previo aviso, los postigos se abrieron de par en par, tan deprisa que casi me decapitaron.
—¡Por los clavos de Cristo! —se quejó una voz—. ¿Quién sois? ¿Qué queréis?
—¿Gaillard?
—¿Raymond?
—Perdóname —dije—, pero tengo una petición urgente...
—¿Qué hace esa ventana abierta? —preguntó una voz apagada que emanó de la oscuridad sofocante al otro lado del alféizar—. ¿Gaillard? ¡A la cama, villano!
—Esta mañana —dije a toda prisa—, un muchacho vino a mi encuentro con un mensaje. ¿Te acuerdas? Estabas allí. Dijo que Rixende Levieux quería comunicarme que su marido estaba fuera de la ciudad.
—Raymond, ¿estás loco? —Los rizos desgreñados de Gaillard brillaron a la luz de la luna—. ¿Sabes lo tarde que es?
—¡Gaillard! —exclamó alguien entre una sarta de maldiciones guturales—. ¡Calla y acuéstate ahora mismo!
—¡Sí, sí, ya voy! Raymond…
—Escucha. —Le expliqué, lo más sucintamente que pude, lo apurado de mi situación, haciendo hincapié en la belleza de Rixende y en mi gratitud eterna si negaba haber visto, oído o encontrado al portero del marido. Aunque se lo rogué entre susurros, mi petición estaba imbuida de toda la fuerza de que disponía.
Tal vez por esta razón, aunque a regañadientes, capituló.
—Me pagarás a cambio, espero.
—Desde luego.
—¿Me invitarás a vino durante un mes, Raymond?
—Lo haré, y te prometo que tu contento será para mí de suma importancia.
—¡Gaillard! ¡Cierra esa ventana o perderás un ojo!
—Oh, deja ya de protestar —gruñó Gaillard y se retiró rápidamente, cerrando los postigos.
Nuestro coloquio finalizó allí. Me quedé solo en un oscuro y hediondo callejón, lejos de casa, cansado hasta lo indecible, con mi lujuria insatisfecha y mi honor en peligro. «Esto —pensé— es lo que ocurre por desparramar tu semilla aquí y allá como un perro. Esto es lo que sucede cuando permites que te domine la calentura.» ¿Qué diría el padre Amiel cuando se enterase de lo acontecido?
Pensándolo bien, me resultó imposible predecir la respuesta del monje a mi triste incidente. Siempre era muy difícil prever sus juicios pero, mientras caminaba con paso can sino de regreso a la casa de mi madre, advertí melancólicamente que si el dominico me hacía un favor, tendría que pagar un alto precio por su bondad, sin lugar a dudas.
Y, como veréis, mis suposiciones fueron ciertas.
Canto X
¿Alguna vez habéis probado a entrar en un claustro, amigos míos? Como tal vez sabréis, es tarea difícil. Los monasterios están invariablemente protegidos por altos muros de piedra. Las puertas están dotadas de cerrojos, barras y porteros, y las ventanas, de postigos y rejas. Cuando me presenté en el priorato de los dominicos, la mañana siguiente a mi discusión con Rixende, fui interrogado no por un portero, sino por dos, además de por el monje que me condujo a una pequeña celda donde había un banco corrido. Me indicó que esperase allí (como habían hecho tantos, sin duda, antes que yo) y que me abstuviera de orinar, escupir o proferir blasfemias mientras aguardaba. El padre Amiel me atendería enseguida.
Todavía era muy temprano. El tañido de las campanas, que hacía temblar el suelo, me alertó de que el padre, probablemente, se disponía a rezar los oficios. Casi me llegó el cántico. Casi me alcanzó el olor del incienso. De hecho, el propio aire de aquel lugar me acobardó, pues parecía cargado con el peso de largos ayunos, de profesiones solemnes y de penitencias a las que sólo un monje se sometería. Si ya estaba nervioso, me sumí en la desesperación. ¿Cómo había llegado a imaginar que el padre Amiel mentiría para ayudarme? Era un tonto por haber pensado siquiera en proponérselo. Mi desánimo era tal que me levanté del duro asiento, y habría abandonado el priorato de inmediato si no hubiera entrado en la estancia, en aquel mismo momento, el padre Amiel.
Faltaría a la verdad si dijera que se mostró sorprendido. Como ya he señalado, el padre no era hombre dado a expresar sus sentimientos, fuera en palabras o en la disposición de su rostro.
Sin embargo, su semblante parecía más despierto de lo habitual y no dijo nada cuando hubo cerrado la puerta tras él, muy suavemente. Se limitó a esperar con las manos ocultas en las mangas del hábito.
—¡Oh, padre! —musité—. ¿Podéis...? ¿Yo...? ¿Me oiríais en confesión?
Se me había ocurrido que, en calidad de confesor, no podría dar a conocer mi iniquidad... si tal era su deseo. En pocas palabras, lo que buscaba con ello era protegerme. Sin embargo, con sus ojos oscuros fijos en mi rostro, me respondió:
—Hijo mío, yo no soy sacerdote. No me corresponde oíros en confesión.
—¡Oh!
—Claro que, si queréis aliviar vuestra conciencia, os escucharé con mucho gusto. ¿Es eso lo que deseáis?
Titubeante, estudié sus facciones con la misma minuciosidad que él lo hacía con las mías. Me tranquilicé, pues no vi el menor asomo de amenaza en la mueca de sus labios, ni de desaprobación en su mirada. Estaba esperando, simplemente, con la divina paciencia de un monje. Tal vez, incluso, sentía cierta curiosidad.
Así pues, decidí arriesgarme a incomodarlo.
—Disculpad —empecé—, disculpad que me presente aquí, pero necesito vuestra ayuda. Estoy acosado por los problemas, padre. Me he metido en un embrollo.
—Sentaos —replicó él. Acto seguido, vino a sentarse a mi lado en el banco, de forma que quedamos hombro con hombro (mejor dicho, hombro con cuello, pues el monje no era hombre de gran estatura) y pude hablarle con más comodidad, sin mirarlo a la cara. Me alegré de ello y me satisfizo su manera de escucharme. Mientras le contaba mis cuitas, permaneció inmóvil, pero no le noté tenso ni desconcertado: su respiración era tranquila; su postura, relajada, y sus manos permanecieron ocultas en todo momento, por lo que no me distrajo su garbosa aparición.
En cuanto a mí, seguí sentado con la barbilla acunada entre los dedos entrelazados y los codos apoyados en las rodillas.
—He estado fornicando con una mujer casada —fue mi primera y descarnada declaración. No sé deciros cómo respondió el padre Amiel, aparte de que no dijo una palabra, pues en aquel momento tuve buen cuidado de evitar sus ojos y de clavar la vista en el suelo—. Lo hago a veces, cuando el marido no está en casa —continué—. Ayer, envió un portero a decirme que su esposo se había marchado, ¿lo recordáis? Estábamos a las puertas de la casa de mi madre, con Gaillard, y Jean Mignard acababa de irse...
—Me acuerdo —interrumpió el fraile. Su tono de voz no era severo, sino amable.
—Sí —suspiré—, claro que os acordáis. Pero ¿querréis venir en mi rescate, padre, y olvidarlo?
A continuación, con voz apagada por la vergüenza, describí todo aquel sórdido lance y terminé con una petición que casi me sofocó y la promesa de que nunca volvería a pecar con Rixende Levieux. Mi penitencia, dije al padre Amiel, estaba en sus manos. Naturalmente, que se supiera todo sería mi justo castigo —y merecía ser abochornado, envilecido y castrado—, pero Rixende sufriría grandemente por un pecado que era más mío que suyo y su marido quedaría en ridículo por algo que, con la colaboración del padre Amiel, se convertiría apenas en una mancha secreta en el corazón de Rixende, una lacra que sin duda podría compensar, con donaciones caritativas tal vez, puesto que su marido era un hombre rico...
Me di cuenta de que empezaba a desvariar y, con un titubeo, me detuve. De inmediato, ruborizado y con el corazón desbocado, me volví al dominico. Sin embargo, no me miraba. Yo, que temía más su expresión que una lluvia de golpes, respiré aliviado al observar que ninguna mueca ceñuda turbaba su rostro, aunque parecía un tanto retraído. Pensé si su aire preocupado sería mal presagio, pero, cuando por fin levantó la mirada y la volvió hacia mí, no vi reproche en ella. Tenía los párpados entrecerrados, pero no trasmitía disgusto, sino una pregunta.
—¿Por qué lo hacéis? —dijo.
—¿Hacer... qué? —respondí, confundido.
—Sois diestro, inteligente y educado. ¿Por qué os ponéis al borde del desastre manchando vuestro nombre en la cama de tantas mujeres?
Como daba la impresión de que su interés era auténtico, tuve arrestos para hacer caso omiso de las palabras que había escogido y le respondí sin cólera ni desaliento.
—Gozo con ello —confesé.
—¿Gozáis mintiendo?
—No.
—Porque debéis mentir, Raymond. Debéis mentir a las mujeres acerca de otras mujeres, ¿no? Y debéis mentir a sus maridos, a sus familias. —El padre hablaba con suavidad—. ¿Os produce eso alguna satisfacción?
—No, ninguna en absoluto.
—¿No os sentís culpable cuando mentís?
—Claro que sí.
—Entonces, ¿entendéis que tales mentiras son malas?
Empezaba a sentirme incómodo. Incómodo e impaciente a la vez.
—Padre, no soy ningún niño...
—Pero disfrutáis obrando mal.
—Yo disfruto del acto. —Francamente, me pregunté si él lo habría experimentado alguna vez—. ¿Qué puedo deciros? Mi pene gobierna mi vida. Soy esclavo de sus impulsos. Soy débil, padre. Tal vez si Dios hubiera hecho menos placentero el acto, nos iría mucho mejor a todos.
De repente, él sonrió.
—El acto —dijo—. ¿Echáis la culpa al acto?
—Sí, ¿cómo no? Padre, si Dios hubiera dispuesto que perdiéramos la punta de nuestra estaca cada vez que la hincamos en alguna parte... bueno, todos los hombres del mundo serían monjes.
El padre Amiel enarcó una ceja.
—¿Quiere decir eso que no podéis conteneros debido al placer que os produce eso que llamáis «hincar la estaca»?
—Me temo que sí.
—Entonces, debéis de haber pecado con toda clase de criaturas, hijo mío. Con hombres, con niños, con animales. Como no podéis conteneros...
Lo miré, alarmado. ¿De veras creía tal cosa?
—¡Oh, no! —respondí—. No, sólo con mujeres. De lo otro sé refrenarme. Todo lo otro... todo lo otro me parece repugnante.
—¿Más que la mujer de otro hombre?
—Escuchad... —Pese a mis más nobles intenciones, en lugar de someterme a la reprimenda del padre Amiel, me encontré defendiendo mi propia conducta—. No tengo por costumbre perseguir mujeres casadas, padre. Rix..., quiero decir, la dama es una amiga de antiguo. Su marido no sabe satisfacerla.
—Entonces, ¿es por el bien de esa mujer por lo que os deshonráis?
—Pues... sí. —Hasta yo advertí la ironía de la pregunta—. Supongo que sí. En cierto modo. —¿Porque la amáis? Si la amaba o no era una pregunta que a veces me hacía yo mismo, en momentos
de introspección. Sin embargo, desafiante, repliqué que sí.
—Pero sabéis que la estáis condenando a pecar. ¿Cómo podéis hacer tal cosa a quien amáis? —Estudió mi rostro como si esperara encontrar en él una solución a todos los males del mundo—. O tal vez... tal vez no la amáis de verdad.
El comentario resultaba muy perspicaz. Era un dardo dirigido a mi corazón y abrió un agujero por el que manaron toda clase de desasosiegos y de preocupaciones, cuya existencia solía esforzarme por ignorar.
Aturdido, me quedé mirándolo.
—Raymond, ¿amáis a alguna de esas mujeres? —me preguntó—. Les mentís, las traicionáis, mancilláis su honor y las condenáis a pecar. Eso no es amor. Es desdén. Es vanidad y egoísmo. Es la conducta de una bestia.
—Pero... ¡pero ellas disfrutan también! —protesté—. ¡Me acogen en su lecho con agrado!
—¿Sabiendo que venís de otra conquista?
El padre Amiel empleó un tono seco y noté que volvían a arderme las mejillas. Tenía razón, por supuesto. Ninguna de mis amantes me habría acogido con tanto gusto si le hubiera hablado con franqueza de las otras camas que frecuentaba. Pero, por otro lado, me dije, ¿qué mujer sería tan tonta de esperar fidelidad de un hombre sin compromiso?
—Me causó sorpresa, una gran sorpresa —dijo el monje—, enterarme de vuestras costumbres licenciosas. Parece tan... tan impropio de vos. Como he dicho, sois diestro, inteligente y educado, pero también me habéis impresionado como hombre poseído de un espíritu generoso. Un hombre caritativo, de corazón desprendido; descuidado, tal vez, pero no cruel. —Recitó estas características sin gran emoción, como si describiera las virtudes de un buen caballo, y concluyó—: Pero tal vez me equivoco. O quizá seáis finalmente como tantos hombres, que menosprecian a las mujeres. Conozco a un centenar de hombres buenos, piadosos y honorables que, sin embargo, están ciegos a este respecto. Tal vez los ciega su propia lujuria y consideran a las mujeres simples muebles carentes de alma. —Levantó una mano en un gesto admonitorio, sacudiendo la manga del hábito para que quedara a la vista—. Pero por baja, corrupta, ignorante y falsa, por lasciva que sea la mujer, aunque no sea merecedora de respeto y sus actos resulten oprobiosamente pecaminosos, sigue poseyendo un alma, y esta alma está al cuidado de
Dios.
—¡Ya lo sé! ¡Yo aprecio a las mujeres, padre!
—Las apreciáis como ocasiones de pecado, ¿me equivoco? Como objetos libidinosos. Como meros adornos.
—Yo... yo... —Tal vez tenía razón. Me revolví el pelo y miré a mi alrededor buscando apoyo—. Yo tengo amigas, buenas amigas, a las que no he tocado nunca.
—Pero querríais hacerlo, ¿no?
Pensé en la hija de Beatrice. Pensé en ciertas madres de familia. Pensé en la muchacha de la tahona.
—Sí —confesé, abrumado—. Pero vos, padre... Vos tenéis que entenderlo. Cuando veis sonreír a una chica, ¿cómo os sentís?
—Bien, lo que no se me ocurre es hacerle la corte, desde luego. —Aunque serio, el tono de voz del padre Amiel era relajado y afable a la vez—. Yo pienso en el alma, no en el cuerpo. Y, en éste, venero la creación divina.
—¡Pero vos sois un monje! —protesté—. ¡Para vos, aquí encerrado, debe de ser fácil! Si tuvierais que ver y tratar con muchachas todo el día...
—Tal vez sucumbiría, es posible —declaró el dominico—. Y si fuera joven como vos, Raymond, tendría fuego en la entrepierna. Y si fuese igual de atractivo, se me presentaría toda clase de estímulos lascivos, igual que os sucede a vos. Pero yo no he dicho que vuestro camino fuera sencillo; sólo he comentado que os creía más fuerte.
—Ojalá. —Malhumorado, me miré las piernas como palillos bajo los bastos calzones de lana. ¿Atractivo? Yo me veía como un antojo en el rostro de la humanidad—. Más feliz me sentiría si lo fuera, pues estaría a salvo de embrollos sórdidos y desesperados como el que ahora me acosa.
—Entonces, tal vez pueda ayudaros.
Os sonará extraño, pero, cuando dijo esto último, el padre Amiel parecía ligeramente divertido. Levanté la mirada y vi que esbozaba una media sonrisa que me hizo sentir muy joven. Tal vez por eso, con tono arisco, le recriminé que se riera de mí.
—Los monjes no se ríen, Raymond, ya os lo he dicho —replicó—. Ahora, decidme vos una cosa: si yo mintiera por vos, si negara haber visto a ese portero malvado cuyas amenazas os han descompuesto, ¿me juraríais absteneros de la cópula mientras trabajéis para mí? ¿Seríais capaz de eso, Raymond?
Creo que me quedé boquiabierto. Desde luego, parpadeé, lo miré con perplejidad, tragué saliva y me froté las sienes.
—¿Abstenerme de copular? —repetí—. ¿Queréis decir... una abstinencia completa?
—Sí, completa.
—¿Incluso si... en fin, quiero decir... incluso sin nadie más? —Per se ípsum fornícaverít —murmuró el monje con aire ausente—. Hijo mío, me sentiría muy complacido si desistierais también del pecado de Onán, pero no podemos pedir milagros...
—Entonces...
—¿Es una empresa demasiado ardua la que os pido? ¿Os falta la fuerza necesaria para intentarlo?
—¡No! —repliqué, sintiéndome desafiado—. Pero ¿qué seguridad tendréis de que mantengo mi promesa? Salvo que os propongáis dormir conmigo.
—Lo que me propongo es confiar en vos. —El padre Amiel me dedicó otra sonrisa taimada—. Si juráis por el Santo Nombre de Nuestro Señor que no quebrantaréis vuestra promesa, me fiaré de ello.
Así pues, di mi palabra. ¿Qué podía hacer, si no? Además, a decir verdad, me sentía profundamente arrepentido. En el fondo de mis confusos pensamientos, deseaba limpiar mi nombre ante él y ganarme su consideración. Sólo cuando hube abandonado el priorato, después de agradecer humildemente al padre Amiel su benevolente solicitud, se me ocurrió que había caído en una trampa. No porque me resistiera a pagar un precio por su silencio respecto a Rixende Levieux, pues renunciar a la coyunda me parecía un trato bastante justo. Pero el hecho de que hubiera renunciado a mi libertad con tanta tranquilidad, casi de buena gana, en un exceso de contrición... esto me desconcertaba y me reconcomía. Pues, al fin y al cabo, ¿qué había de malo en tener apetito carnal de mujeres? ¿Por qué, si no, las había creado Dios diferentes de los hombres? Aquel hábil dominico se las había ingeniado para inducirme a aceptar una penitencia incompatible con mis inclinaciones naturales.
Cuando salí al sol y al aire libre, me pregunté cómo lo había conseguido. El remordimiento ya empezaba a difuminarse, aunque mi determinación de permanecer célibe continuaba tan firme como lo estaba un rato antes, en la minúscula y húmeda celda. No quebrantaría mi promesa. Si lo hacía, el padre Amiel lo descubriría de algún modo. Estuve seguro de ello porque le había visto en acción. Además, en mi caso, quería demostrarme a mí mismo que era capaz de mantener una promesa. Lo hacía por mi propia satisfacción, me dije, por mi propia tranquilidad. ¿No sería más fácil mi existencia, sin duda, si permanecía casto? ¿El breve gozo de liberar mi semilla compensaba realmente la indignidad que envolvía tal acto?
Dentro de mi cabeza empezaron a agolparse unas evocaciones que me atenazaron las vísceras y me crisparon los dedos. Me vi suplicando favores al padre Amiel; me vi arrastrándome ante Bona Claret, escondiéndome de unas monjas en un muladar, dando saltos frenéticos medio desnudo en la alcoba de Na Beatrice y tocando el instrumento en un almacén. Todos aquellos actos, todas aquellas tristes situaciones, eran fruto de la lascivia. Si seguía dejando que me guiaran mis pasiones carnales, vería mi existencia salpicada de recriminaciones, y ridículos remordimientos.
¡Ah, Dios del cielo! Tal vez, pensé, debería cortarme aquel condenado instrumento y acabar de una vez.
Cuando llegué a casa de mi madre, me sentía por completo mortificado y dispuesto a dedicarme a mi trabajo y a renunciar a la búsqueda del placer. Durante el resto del día, me apliqué enérgicamente a la redacción definitiva de las declaraciones que me había encargado el padre Amiel. No hablé con nadie ni comí otra cosa que un poco de pan y hierbas en salmuera. Sin embargo, al caer la tarde, cuando hube terminado la tarea que tenía encomendada, me encontré sin saber qué hacer. En la cocina me esperaba compañía poco grata, no había que echar una mano en nada, ni tenía cartas que leer o que escribir. Me pregunté si sería buena idea hacer una visita a El Gallo Negro o si acudir allí a beber unas jarras me conduciría inevitablemente a cometer alguno de aquellos actos impuros a los que acababa de prometer que renunciaba.
Me hallaba contemplando el manual del inquisidor cuando la llegada del padre Amiel puso a toda mi familia en un estado de gran agitación.
Mi madre asomó la cabeza por la puerta de mi habitación.
—¡Raymond, deprisa! Ha llegado tu monje, Raymond.
—Ya lo sé. Acabo de oírlo.
—¡Y tu orinal lleno, Virgen Santa! ¡Dámelo, deprisa! Yo lo vaciaré. ¡Y péinate! ¡Lávate la cara!
—Es un monje, madre, no un obispo.
—¡Y yo, sin nada de comer en casa, sólo un poco de queso de cabra!
Sin embargo, como siempre, el padre Amiel rehusó todos los ofrecimientos de comida y bebida. También exhibió una visible resistencia a bendecir a la familia, pero estuvo un poco menos taciturno de lo habitual; incluso felicitó a mi cuñada por sus «hijos guapos y sanos» (que, en aquel momento, atormentaban a uno de los perros) e hizo una bromita acerca de los ajos colgados de las vigas. Deduje de todo ello que estaba satisfecho por algo... y pronto se vio que acertaba, pues, cuando por fin se instaló en mi habitación y hubo cerrado la puerta y los postigos de la ventana, sacó el libro de hechizos del camarero de entre los voluminosos pliegues de su hábito y me confió:
—He hecho indagaciones acerca del códice.
—¿Y?
—Se empastó en Marsella, aunque el libro en sí, el libro de nigromancia, es muy anterior a su encuadernación. Nuestro bibliotecario dice que el pergamino se fabricó en Catalonia, o tal vez más al oeste, pero lo que me interesa es la encuadernación. —El fraile tenía un semblante casi gallardo cuando me ofreció el libro para que lo inspeccionara—. Comenté que el color era poco corriente, ¿verdad? Por lo general, se emplea cuero de becerro pardo, o a veces piel de gamo rosa, y siempre estirado sobre tapas de madera. En cambio, estas cubiertas son de vitela sobre tapa de cuero de vaca. Un trabajo muy inhabitual.
—Y...
—Y nuestro hermano bibliotecario me ha dado un nombre. Y quiero que redactéis una citación, ahora mismo; deseo entrevistarme con el encuadernador. Quiero preguntarle si fue el padre Guillaume quien mandó empastarlo, o si intervino en ello otro hombre.
—¿Otro hombre que escribió en el libro, tal vez?
—Precisamente.
Halagado de que el padre Amiel hubiese considerado que podía confiar en mí hasta tal punto, preparé el oportuno pergamino con mano dispuesta. A continuación, transcribí la convocatoria al dictado, un poco nervioso de verle deambular por la estancia. Mi pluma titubeaba si lo hacían sus pasos y, cuando levantaba la vista, le encontraba examinando alguno de mis libros o tocando con delicadeza mi viela. Los libros, en particular, despertaban su interés.
—¿Qué es esto? —me preguntó en un momento dado—. ¿Un texto escolar?
—Sí, padre. El Ars Minor, de Donato.
—¿Y éste?
—La Historia Scholastica.
—¡Ah! Pierre Comester. Yo también poseo un ejemplar de este libro... o, mejor dicho, lo tengo a mano. Como todos los dominicos. Pero éste tiene un excelente repujado. Un volumen muy hermoso. La piel rosácea de gamo que os decía... ¡e iluminado, además! ¿Y cuál es éste?
Me sonrojé, pues tenía en la mano El arte del amor cortés, de Andreas Capellanus. Cuando le hube contado que el auténtico título era Libro del arte de amar con nobleza y de la reprobación del amor deshonroso, me apresuré a añadir que todos aquellos volúmenes eran regalos: mi padre me había proporcionado los de escuela, la Historia Scholastica me la había regalado el escribano con el que había hecho mi aprendizaje, la Biblia había sido de mi abuelo materno...
—¿Y éste? Presente de una dama, sin duda. —El monje parecía más divertido que censurador—. No estoy familiarizado con esta obra —añadió—, aunque me han dicho que está llena de una peculiar sabiduría. Sois afortunado, hijo mío, en el número de volúmenes que poseéis. Para muchos escolares pobres, vuestros libros representan una riqueza incalculable.
—Lo sé.
—¿Sí? Entonces, tal vez deberíais tratados con más cuidado —dijo con un atisbo de reprobación en la voz, al tiempo que levantaba un volumen del suelo y le quitaba el polvo con la manga, delicadamente. Por el modo en que sus dedos seguían los repujados, pasaban con cuidado las páginas y acariciaban el lomo, supe que profesaba un gran amor por los libros. De hecho, sus bellas manos no me habían parecido nunca tan hermosas como cuando se posaban en un códice.
Qué lástima, pensé, que ya no pudiera leer con claridad los libros que tanto admiraba.
—Tenéis un baúl, ¿verdad? —continuó—. Pues deberíais guardar vuestros libros en él, junto con ciertas hierbas que ayudan a repeler gusanos y polillas. Debéis envolverlos en tela y conservarlos lejos de la humedad del suelo.
Abrí la boca para señalar que el baúl contenía toda mi ropa, que también había que preservar de la humedad, pero el sonido de unos nudillos que llamaban a los postigos me interrumpió. Extrañado, fui a abrirlos y, más sorprendido aún, encontré a Beatrice Rascas al otro lado de la ventana, en la calle.
—¡Oh! —musité.
—Hola —respondió ella—. Me dijiste que...
—Sí, sí, la carta. —Volví la mirada al padre Amiel, que me observaba inexpresivo con las Sagradas Escrituras de mi abuelo todavía entre las manos. Era como si viese mi propia conciencia—. Padre, podríais... En fin, debo hablar un momento con Na Beatrice. Se trata de un asunto de derechos y títulos. ¿Me excusáis un instante?
El monje asintió. No vi reproche en su ademán, pero me noté muy sonrojado mientras atravesaba la cocina (rehuyendo las ansiosas preguntas de mi hermano) y salí a la calle. Allí me esperaba Beatrice, envuelta en una larga capa azul y cubierta con un respetabilísimo y señorial tocado de velos, redecillas y rellenos que ocultaba casi por completo su rostro. Debo reconocer que nunca me ha entusiasmado esta clase de peinado, con el que parece talmente que las mujeres lleven encima una silla de montar o una barcaza.
—¿Vas camino de la iglesia? —inquirí en un tono burlón que no conseguía enmascarar mi inquietud.
—No —replicó ella—. Esto es cuestión de negocios, Raymond. He venido a verte como propietaria, no como amiga. ¿Quién está contigo ahí dentro? ¿El monje?
—Sí, el padre Amiel. Beatrice, ahora no puedo hablar contigo. Mañana, ¿te parece bien? En la taberna. Disculpa, pero en este momento estoy muy ocupado.
—¿Lo estarás toda la noche? —preguntó ella, ladeando la cabeza, pero era tal mi preocupación por la figura invisible del padre Amiel (que debía de estar inspeccionando los objetos de mi escritorio), que tuvo que repetirlo empleando un lenguaje más claro—: Puedes venir más tarde, cuando hayas terminado la jornada —musitó en voz baja.
—¡Oh! —Por fin, entendí a qué se refería; pero no podía complacerla—. Esta noche, no —respondí, y ella me lanzó una mirada dubitativa con sus claros ojos verdes, que eran el único rasgo realmente hermoso que agradaba sus facciones.
—Si es que tienes otro lugar al que ir, Raymond —comentó sin alzar la voz—, deberías decírmelo y dejaré de ponerte en apuros con mis invitaciones.
—¿Qué? ¡Oh, no, no es eso...! —Moví la cabeza enérgicamente—. No hay nadie más.
Sin embargo, mi declaración no debió de resultar demasiado convincente, pues Beatrice torció e! gesto y entrecerró los ojos.
—¡De verdad! —insistí—. ¡Por mi vida! Verás, Beatrice, sucede que he hecho una promesa. He jurado no... no hacer uso de mi virilidad durante un tiempo. En concreto, mientras esté al servicio de! padre Amiel. ¿Entiendes lo que te digo? Ahora estoy. .. en fin, estaré célibe.
Beatrice me miró con los ojos como platos. Acto seguido, se echó a reír, aunque enseguida se cubrió la boca con la mano para no llamar la atención.
—¿Tú? —exclamó, con un brillo de burla en sus ojos.
—¡Chist!
—Pero, Raymond, ¿cómo...? ¿Quién...? —farfulló ella. Parecía no encontrar las palabras—. ¿El monje te ha obligado a esto? —dijo por último.
—Me lo ha pedido —repliqué, con firmeza—. Y yo he accedido.
—¿Por qué? ¿Por haber pasado una noche en El Gallo Negro?
—Por razones de todo tipo —dije y, esforzándome en no parecer pomposo pero fracasando lastimosamente en el intento, añadí—: ¿Sabes?, a veces me gustaría haber llevado una vida más honorable.
—Sí, claro. A todo e! mundo le gustaría —fue su respuesta—. Pero se precisa de un predicador muy bueno para que alguien cambie de costumbres. —Cruzó los brazos y me lanzó otra sonrisa burlona—. Ha de ser muy listo, ese monje...
—Sí que lo es —comenté con expresión lúgubre.
—Mi pobre flor.
—La abstinencia no es tan mala, Beatrice. A mí me hará bien.
—Pero a mí, no.
—Se lo hará a tu alma.
Su ligero temblor de labios parecía anunciar que iba a reírse otra vez, pero contuvo las ganas de hacerlo y se limitó a posar la mano en mi antebrazo con ademán comprensivo. —No temas —murmuró—, no te acosaré. Tienes que atenerte a tu promesa, por supuesto, pero no me dejes de lado por completo, Raymond. Sigo siendo amiga tuya.
—Sí, ya lo sé.
Con el ánimo de recuperar cierto grado de dignidad, me apresuré a comentar que, de no ser así, le cobraría por mis servicios. Tan pronto lo dije, los dos nos echamos a reír (un poco incómodos) y no tardamos en despedirnos. Leería su carta, le prometí, al día siguiente.
Así terminó nuestra conversación. Beatrice se marchó y yo volví a mi habitación, donde encontré al padre Amiel sentado en la cama apaciblemente. Tenía las manos vacías, pero mis libros estaban esparcidos a su alrededor.
—He decidido —anunció sin preámbulos— que estas comparecencias debería enviarlas el obispo de Marsella. Sin su ayuda, será difícil citar a ningún lego de su ciudad. Imposible, no; pero sí difícil. Las autoridades locales pueden poner muchas trabas. Así pues, cuando terminéis de escribirlas, os dictaré una carta al obispo y mañana por la mañana podemos mandar todos los documentos bajo el mismo sello.
No hizo la menor mención a la aparición de Beatrice Rascas. En aquel momento, pensé que el dominico demostraba una peculiar cortesía, pero más tarde se me ocurrió que tal vez era reacio a reconocer la mera existencia de alguien que le merecía tan poca consideración. Fuera cual fuese la razón, hizo caso omiso de ella... y yo me vi aliviado de la carga de tener que dar explicaciones.
—Bien _dijo él—, ¿dónde estábamos? Ah, sí. Supponitur quod intendimus...
Obediente, volví a ocupar mi asiento y tomé la pluma.
Canto XI
La comparecencia de Gaillard ante el padre Amiel no resultó la ordalía que yo había imaginado. Preocupado ante la posibilidad de que en ella el dominico repitiera el número de agarrar a su testigo por el pene y temeroso de que Gaillard quedase completamente humillado ante mis ojos, sentía probablemente más aprensión ante el inminente interrogatorio que el propio declarante; pero el padre Amiel se mostró muy contenido. Cuando oyó que el escudero había eludido las atenciones del padre Guillaume con la amenaza de castrarlo si no se abstenía de acosarlo, el monje se limitó a preguntar:
—¿Y lo hicisteis?
—¿El qué?
—Castrarlo, hijo.
—Oh, no. ¡No! —Gaillard a duras penas podía hablar. El miedo lo había dejado tieso—. Era una amenaza vacía. Se lo dije para que me dejase en paz.
—¿Y lo hizo?
—Sí.
—Entonces, ¿no tuvisteis necesidad de castrarlo?
—No.
—¿Qué estabais haciendo, pues, la noche del asesinato del padre Guillaume?
—Estaba en la cama, durmiendo.
—¿Puede alguien certificarlo?
—En mi cama duermen otros dos escuderos. Ellos os lo dirán.
El padre Amiel quiso saber el nombre de esos dos compañeros de Gaillard. También requirió el de todos aquellos a quienes el mozo había puesto al corriente de las perversidades del padre Guillaume. (Sólo nos las había contado a mí, a Othon, a Berenguer, a Bernard y a su hermano Ranulphe de Mas, que vivía en el castillo de la familia, cerca de Saint-Gilles.) Para terminar, el padre Amiel quiso saber si Gaillard había tenido algún trato con miembros de la casa del camarero, con Masseo di Vico o con la familia de éste.
Gaillard declaró que había visto un par de veces al escribano personal del camarero, pero que nunca había hablado con él; que había intercambiado unas breves palabras de condolencia con Lothaire Lagarrigue tras la muerte del clérigo, cuando se habían cruzado en un pasillo; que Masseo di Vico y su hijo visitaban con mucha frecuencia la casa del cardenal, pero que rara vez se dignaban a hablar con un humilde escudero, y que, en ciertos días festivos, las mujeres de la familia de Masseo desfilaban en procesión ante el cardenal, quien las obsequiaba con diversos regalos.
—¿Y nunca habéis hablado con esas personas largo y tendido?
—No, padre.
—¿Y reconoceríais a Fulques Fuille, Josserand de Ponte o Renaud Lizier si los vierais?
—No, padre. Por el nombre, no, aunque tal vez me suenen sus caras. Son muchas las personas que visitan la casa del cardenal.
—¿Habéis perdido recientemente alguna prenda de ropa, hijo? ¿O un peine, tal vez? ¿Algún efecto personal?
—No —respondió Gaillard, claramente perplejo.
—¿Habéis encontrado un anillo de plomo u os han regalado uno, recientemente?
—No.
—¿Sabéis si Guillaume Monier o algún otro conocido vuestro ha practicado actos ilícitos de brujería o nigromancia en contra vuestra? ¿Habéis visto a alguien recogiendo, comiendo o distribuyendo hierbas, frutas, sangre, pequeñas inscripciones, prendas de vestir, figuras de cera u objetos como agujas, semillas, piedras u órganos corporales, y acompañando la acción de cánticos o declamaciones?
Gaillard dudó. Cuando alcé la vista, vi que me miraba a los ojos y constaté que se había quedado absolutamente estupefacto.
—No... Creo que no, padre —farfulló—, salvo los cocineros del cardenal, que siempre cantan cuando hacen morcilla de sangre.
—Muy bien —dijo el dominico, e hizo un lánguido gesto con la mano—. Ahora, podéis marcharas.
Y eso fue todo. Cuando Gaillard salía de la estancia, cruzamos una expresiva mirada. El padre Amiel apoyó los codos en la mesa y, llevándose las manos a las mejillas, contrajo el rostro en una mueca de dolor.
Debo decir aquí que, desde la llegada a la prisión, había exhibido todos los síntomas de un hombre al que las muelas le dan problemas. Su palidez era notable, y en ocasiones se acariciaba las mandíbulas. Cuando cerraba los ojos y se presionaba la frente con una mano, su semblante reflejaba que sufría en grado sumo.
—¿Os duelen las muelas, padre? —me sentí impulsado a preguntar.
—Sí.
—Tal vez deberíamos hacer un alto.
—No.
Se mostró inflexible. Los interrogatorios tenían que continuar, por lo que mandó llamar a Renaud Lizier, que se presentó con una expresión casi tan descompuesta como la del padre Amiel. Aunque el responsable de crear aquella impresión tal vez fuese su brazo deforme, también noté que tenía los ojos inflamados y un color muy pálido y que, de vez en cuando, una tos terrible lo sacudía. Sin embargo, su voz sonó fuerte cuando recitó el juramento, declaró su nombre y contó sus recuerdos de lo ocurrido la noche del asesinato del padre Guillaume.
No fue un relato largo ni tortuoso. Cuando concluyó, el padre Amiel se echó hacia atrás y examinó al testigo con curiosidad.
—Es extraño que un tullido como vos sea amanuense —dijo, ante lo que Renaud se ruborizó.
—Puedo escribir perfectamente con una mano —replicó.
—¡Ah! —asintió el dominico—. ¿Y tomasteis las órdenes porque sois un tullido? ¿Porque vuestros padres sabían que nunca podríais mantener una familia? ¿Porque ninguna mujer nunca os iba a mirar?
—En realidad —respondió Renaud—, para vuestro conocimiento, padre, debo decir que en ese sentido no soy... no soy impoluto.
—¿Queréis decir que habéis fornicado con una mujer?
—Sí, padre, para vergüenza mía.
—¿Y habéis pecado con hombres del mismo modo?
Se produjo una breve pausa.
—¿Qué? —dijo Renaud.
—El difunto camarero tenía por costumbre sodomizar a sus amanuenses — respondió el padre Amiel con indiferencia—. Creo que no os habría dado empleo si no hubiese tenido la intención de haceros su sodomita.
Me pareció que Renaud se esforzaba en no perder la compostura.
—Os equivocáis —dijo con voz áspera y el ceño fruncido.
—¿En qué sentido?
—En todos los sentidos.
—Pero tened en cuenta los testimonios que hemos recogido. Existen pruebas irrefutables de sodomía y de otros pecados relacionados. —Después de indicarme que leyera en voz alta la declaración de Aimery de Sorgues en lo que se refería a las actividades más libidinosas del padre Guillaume, el padre Amiel adoptó una actitud atenta que también le permitió masajearse las doloridas mandíbulas. Andaba yo por la mitad del relato de Aimery acerca de las maneras en que el padre Guillaume derramara habitualmente su semilla, cuando Renaud me interrumpió.
—Eso es falso —declaró con manifiesta repugnancia—. Aimery miente. Ese muchacho en el fondo es un sodomita, una criatura vil. Sin lugar a dudas, esas descripciones no son sino sus sueños más anhelados y habla de ellos como si fueran reales.
—Pero tenemos el testimonio de Fulques Fuille de que también pecó contra natura —señaló el padre Amiel—. Tanto Fulques como Aimery testificaron el hecho. —De nuevo, me ordenó que buscara entre pilas de pergaminos hasta dar con la declaración correcta; cuando la encontré, me indicó que leyera a Renaud los fragmentos pertinentes al flurnen serninis, a las caricias prohibidas y demás. Renaud se quedó pasmado aunque no parecía del todo convencido.
—Dejadme ver esas declaraciones —pidió.
—Lamentablemente, hijo, en esta fase del proceso a los testigos no les está permitido ver las transcripciones —dijo el dominico—, pero os aseguro que son auténticas. —¿Y por qué debo creeros? ¿Cómo sé que lo que tenéis ahí es la verdad? —Porque, cuando redactemos los protocolos definitivos, los presentaremos a los
respectivos testigos para que los ratifiquen. Recogeremos firmas, o marcas. Entonces podréis leerlos.
—Y esos documentos, ¿todavía no están firmados?
—No.
—Entonces no constituyen ninguna prueba, padre.
El dominico suspiró mientras se frotaba un lado de la cara con un gesto casi furtivo.
—Hijo —comentó—, si deseáis preguntar a Aimery o a Fulques acerca de su conducta obscena, puedo hacerlos llamar ahora mismo; pero deberéis limitaras a preguntas relacionadas con la sodomía, el onanismo, las posturas prohibidas, etcétera. ¿Es eso lo que queréis?
Renaud reflexionó en la propuesta.. Parecía incómodo y enojado.
—No, no será necesario —dijo al cabo.
—Bien. Y ahora decidme, ¿os invitó el padre Guillaume alguna vez a realizar o a aceptar algún acto impuro?
—¡No!
—Ya lo imaginaba. Se me antoja extraño que hubiera utilizado a un joven tullido sin ningún atractivo especial, pero también cabía especular que lo hiciera pensando que podíais ser subyugado con facilidad.
—A mí no se me subyuga tan fácilmente, padre —le espetó el testigo.
Me pareció que el padre Amiel había identificado y atacado con extraordinaria precisión los sentimientos más tiernos y débiles de Renaud, porque el amanuense se mostraba especialmente sensible a los comentarios, despectivos o no, que se hacían sobre su brazo deforme. Por eso, sin lugar a dudas, el padre Amiel sacaba a colación el asunto una y otra vez. Cuando habló de la hechicería, apuntó la posibilidad de que Renaud supiera algo de las Artes Negras, pues, siendo como era un tullido, debía de sentirse inclinado a recuperar la salud de su brazo por cualquier medio. Cuando Renaud negó sentir interés por tales cosas, el padre Amiel insistió en que habría leído, cuando menos, un par o tres de tratados de nigromancia, porque se lo habían descrito como «aficionado a la lectura» y, al fin y al cabo, se había visto obligado a dedicar su vida al estudio de las letras, habida cuenta de que era incapaz de hacer nada más.
Pese a todo, Renaud no admitió que hubiera estudiado obras prohibidas. El padre Amiel pasó, por lo tanto, a recoger una muestra de su caligrafía y, mientras el manco escribía, comprobó que ésta era sorprendentemente firme y vigorosa, pero tal vez no tan bien formada como la de un hombre bendecido con dos brazos.
Como podéis imaginar, el objetivo de tales comentarios insultantes era avivar las llamas del genio de Renaud, que ya era, de natural, más cáustico de lo recomendado para vivir feliz. Vi que cerraba los puños y apretaba los dientes; le vi fruncir el ceño con enojo. Al ser interrogado sobre su relación con Masseo di Vico «pero seguro que le debéis conocer bien; seguro que le habéis pedido consejo sobre vuestra deformidad»), el testigo apenas pudo contener la rabia.
—Nunca he tenido trato alguno con el médico del cardenal —gruñó.—. ¿Por qué iba a hacerlo? El padre Guillaume era quien nos distribuía el trabajo.
—Comprendo —asintió el padre Amiel—. ¿Y había alguien al servicio del padre Guillaume que acostumbrase a visitar la casa de Masseo di Vico?
—Sólo maese Lagarrigue. Iba a entregar cartas.
—Por lo que vos sabéis, ¿albergaba algún resentimiento contra el camarero del cardenal?
—No.
—¿y conocéis a alguna otra persona que pudiera tenerlos?
—No.
—¿Y vos?
—No, padre.
—Y, sin embargo, sois un tullido —señaló el monje—. Sois pobre, deforme y no tenéis amigos. Me parece natural que albergarais resentimiento por un hombre de honor e influencia, sano y vigoroso.
—Aun en el caso de que así fuera —dijo Renaud con un control admirable—, ello no sería razón para matarlo.
—Para una persona normal, no —dijo el padre Amiel—, pero un tullido como vos, amargado y aislado... Tal vez hayáis reflexionado sobre el castigo que Dios os ha infligido y lo hayáis comparado, lleno de ira, con las bendiciones del padre Guillaume. Tal vez el desequilibrio evidente de vuestro cuerpo se refleje en un desequilibrio de los humores de vuestro cerebro.
—¡Yo no maté al padre Guillaume!
—Sí, se me antoja improbable —concedió el monje—. Dudo de que tuvierais fuerza para sujetarlo antes, a fin de cometer el acto.
¿No os parece curioso que el simple peso de un perro pequeño en un puente atestado de gente pueda hacer que caiga toda la estructura? ¿O que baste insuflar un pequeño soplo de aire más en una vejiga ya inflada para que ésta reviente? Este último comentario del padre Amiel, aunque no resultó especialmente descortés, fue la chispa que encendió la furia de Renaud. El amanuense se puso en pie de un salto, agarró al padre Amiel con la mano buena y, antes de que yo pudiera evitarlo, tiró del dominico y lo hizo caer al suelo, volcando la mesa a su paso.
—¡Mi único brazo es más fuerte que los dos vuestros, padre Pulga! —aulló.
Mientras sacudía al padre Amiel como si fuera un cedazo, me lancé hacia él y le di un potente empujón, pero el ruido ya había alertado a los centinelas, que entraron de repente. En un abrir y cerrar de ojos, redujeron a Renaud Lizier, lo tiraron al suelo y se disponían a seguir atizándole cuando el padre Amiel, tambaleante y jadeando, les ordenó que se detuvieran.
—¡No! —exclamó, frotándose el codo—. ¡Dejadle!
—Pero...
—¡Dejadle! Es un tullido. No puede defenderse.
—¡Puedo defenderme contra vos, padre! —espetó Renaud, todavía arrogante, desde el suelo.
—Oh, sí, pero ¿qué soy yo? Un monje menudo y débil. —Presa de un acceso de tos, el padre Amiel se vio obligado a callar un instante—. El camarero era un hombre grande, me han dicho —prosiguió al fin—, y muy fuerte debido a lo mucho que montaba a caballo. Si hubiera luchado por su vida, no habríais podido someterlo.
Quizás el padre Amiel quería incitar o azuzar a Renaud a fin de que confesara, pero si era así, no lo consiguió.
—Yo no maté al padre Guillaume —se limitó a decir el amanuense.
—¿Porque no tenéis la fuerza necesaria?
—Porque no tenía motivo ni ganas de hacerlo.
—¡Pues casi me habéis matado, Renaud, y sólo por haber insultado vuestra hombría! Me parece claro que, de todas las personas que estaban al servicio del camarero, vos sois la más violenta.
Renaud abrió la boca y la cerró otra vez.
—Deberíais saber —prosiguió el padre Amiel— que si el camarero intentó forzaros a recibir sus atenciones carnales, utilizando tal vez su propia violencia, vuestra respuesta asesina, si bien excesiva, sería comprensible. ¿O quizás intentabais proteger a uno de vuestros compañeros amanuenses, eliminando al agente de su tormento, como el padre de Eloísa hizo con Abelardo? Si en realidad no teníais intención de matar al camarero...
—¡Yo no lo maté! —exclamó Renaud—. ¡Yo no he tenido nada que ver en ello! ¡Yo sólo me ocupo de mis cosas! El padre Amiel, que seguía frotándose el codo, lo miró, inexpresivo. El testigo le devolvió una mirada sombría. Entonces, el dominico suspiró e hizo una seña a los
centinelas.
—Muy bien —dijo—. Podéis llevároslo.
—Sí, padre. ¡Levantaos!
—Tened presente, hijo, que nunca he sido vencido —le decía el monje a Renaud, que se ponía en pie torpemente—. Podría interrogar a todo el mundo, si fuese preciso, pero de momento sospecho de vos. Por ello, si existen circunstancias que expliquen por qué el padre Guillaume merecía morir, por así decirlo, sería conveniente que me informarais de ellas.
—Sois un estúpido —dijo Renaud en tono hastiado—. Nadie merece morir sin confesión.
—Muy cierto. Por tanto, si supierais quién cometió ese crimen, me lo diríais, ¿verdad?
—Sí, se lo diría a alguien —replicó el testigo—, pero tened por seguro, padre, que vos seríais el último en saberlo.
Tras soltar aquel comentario venenoso, Renaud fue escoltado fuera de la habitación, dejando tras de sí una escena en desorden. La mesa estaba volcada y había folios caídos en medio de un charco de tinta. Nuestra jarra de agua yacía rota en pedazos en el suelo de piedra. Chasqueé la lengua y volví a colocar las banquetas en su sitio mientras el padre Amiel contemplaba el caos sin alterarse.
—Lo primero es recoger las declaraciones —anunció, agarrando un folio del suelo y sacudiéndolo. Volaron gotas de tinta minúsculas en todas direcciones.
—Recemos para que no hayan quedado indescifrables.
—Tanto trabajo... —dije, apesadumbrado—. Pero sentaos, padre. Os habéis hecho daño.
—No, no.
—¡Tenéis el brazo herido!
—No, no es nada. Una contusión, una. menudencia. Y el trabajo es el mejor remedio para el dolor.
—Padre.. .
—Llamaré para pedir ayuda. Antes de interrogar al próximo testigo, hemos de poner orden en esta habitación.
Era infatigable. Aunque resultaba evidente su malestar, se negó a rendirse al dolor. En cambio, se dedicó a recoger folios con manos temblorosas y a poner en su lugar cada pliego de pergaminos. Con mi ayuda, fue capaz de comprobar que sólo un folio había quedado irreparablemente dañado y que se trataba de la trascripción original de una declaración que ya existía en su forma final. Nos felicitamos por esta afortunada circunstancia, señal segura, para el padre Amiel, de que Dios velaba por nosotros.
—Como Renaud ha dicho, que un hombre muera sin confesión es una cosa terrible —comentó—. Quienquiera que sea el culpable deberá responder ante Dios de un pecado de tamaña gravedad.
—¿Queréis decir que no estáis convencidos de que Renaud sea el asesino? — pregunté, ante lo que el monje hizo un ambiguo gesto con la mano.
—Tiene el genio... y la fuerza —fue la respuesta del dominico—. Quizá también tenga algún motivo, del cual nada sabemos, pero no existe ninguna prueba que lo sugiera. En realidad, no existe prueba de ningún tipo que implique a nadie. —Tal vez me equivoque, pero me pareció captar un deje de melancolía en la voz del padre Amiel—. Sin embargo, Renaud Lizier es un posible sospechoso y no voy a borrarlo de mi lista.
—¿Y... y Gaillard? —pregunté tras alguna vacilación—. No es sospechoso, ¿verdad?
El padre Amiel, que estaba recogiendo pedazos de la jarra que habían quedado esparcidos por el suelo, se detuvo y me miró un instante, bizqueando ligeramente, antes de reanudar su tarea.
—Eso tendrá que demostrarse —respondió—, pero hasta ahora, creo que no está involucrado en modo alguno.
—Bien —dije—. ¿Puedo comunicárselo?
—No, no podéis —replicó el monje con frialdad—. No podéis contar a nadie nada relacionado con esta investigación, maese Raymond. Si os acordáis, fue una de las condiciones que os impuse cuando os contraté.
El siguiente testigo llamado a declarar fue Jean Marty, el portero del padre Guillaume. Por lo que he visto, es habitual que los edificios religiosos, ya sean conventos, palacios, capillas o residencias privadas, estén plagados de tullidos y deficientes mentales, debido tal vez a los dictados de la caridad. En el caso de la casa del padre Guillaume, Jean Marty era el tonto del lugar, como descubrí a primera vista. Aquella pobre alma tenía una amorfa y deformada cara de idiota. El padre Amiel debió de reconocer el hecho al instante, porque, al ver al testigo y antes de interrogarlo, pidió a los guardias que le suministraran un brasero, carbón, unas pinzas de hierro y algunos otros objetos que, de haberlos encontrado en el taller de un herrero, no habrían despertado curiosidad ni levantado sospechas. En este contexto, sin embargo, el mero pensamiento de ellos me alarmó. Era corno si fuesen a proyectar una sombra sobre los interrogatorios, y esperé su llegada con pánico y aprensión.
No os aburriré con el relato de las dificultades del padre Amiel en su empeño por conseguir que Jean Marty jurase sobre los Evangelios. No se trataba de que el portero se mostrase reacio, sino que era un simplón. Cuando le leí en voz alta su anterior testimonio y el dominico le preguntó si era correcto, miró al monje con cara de no comprender nada.
El padre Amiel, por lo tanto, volvió a preguntárselo con otras palabras.
—¿Es esto lo que le dijiste al condestable?
—Sí —respondió Jean, sin transmitir la mínima indicación de que sabía lo que decía. Me pregunté si sólo respondía lo que se esperaba de él o lo que creía que complacería. Muy a menudo se da el caso de que los imbéciles mienten por ignorancia.
—¿Y cuánto te pagaron por decirle esas cosas al condestable? —prosiguió el padre Amiel, que intentaba tender una trampa a Jean Marty con preguntas cuidadosamente enunciadas. Sus esfuerzos, sin embargo, fueron en vano.
—El condestable nunca me ha pagado —respondió Jean, espacio, después de pensar unos instantes.
—¿Te ha pagado otra persona?
—El camarero a veces me pagaba.
—¿A cambio de qué?
—De limpiar. Y de vigilar la puerta. Y de llevarle comida.
—¿Te pidió el camarero otras cosas, alguna vez, corno matar animales, fundir plomo y recoger uñas o pelos de alguien?
—No.
—¿Y en alguna ocasión le viste hacer esas cosas?
—No.
—Recuerda, Jean, que has jurado decir la verdad sobre las Sagradas Escrituras. Dios te castigará si me mientes y lo hará aquí mismo, en esta habitación. ¿Me entiendes, verdad?
—Sí, padre.
—Bien. Entonces, veamos. —El dominico respiró hondo—. Dime qué le sucedió al padre Guillaume.
—Que lo mataron —declaró Jean.
—Pero ¿puedes decirme quién lo mató?
—Sí, padre.
—Pues dímelo —le pidió el padre Amiel con una gran paciencia—. ¿Quién mató al padre Guillaume?
—Satanás, padre.
Estuve a punto de echarme a reír, aunque debo deciros que no confiaba demasiado en que su respuesta sirviera de algo. En realidad, desde el principio consideraba muy poco probable que Jean fuese la persona adecuada para proporcionamos la información que buscábamos. El padre Amiel empezó a masajearse de nuevo el carrillo.
—¿Satanás? —inquirió—. ¿Por qué culpas a Satanás, hijo?
—Porque Satanás es el culpable de todo lo malo.
—¿Y esto? ¿Te lo ha dicho alguien?
—Sí.
—¿Quién?
—Mi madre.
—Comprendo. —Quizás el padre Amiel había previsto una respuesta distinta; el caso es que pareció un tanto decepcionado, o tal vez aquélla era sólo la impresión que intentaba transmitir—. ¿Y has visto alguna vez a Satanás? —inquirió.
—¡No! —La voz plana de Jean sonó por primera vez animada—. ¡Y no quiero verle nunca!
—Pero, ¿Satanás te ha hablado alguna vez? ¿Te ha ordena do hacer alguna cosa?
—¡No, padre, no! ¡Oh, no!
—¿Por qué crees tú que Satanás mató al camarero en vez de matarte a ti? ¿O a Lothaire Lagarrigue, o a uno de los amanuenses? ¿Fue porque el padre Guillaume era un mal hombre?
—Oh, no, padre. Era un sacerdote.
—Pero ¿nunca le viste hacer cosas malas? ¿Alguna vez le viste recitando conjuros o tocando los genitales a alguien?
—Oh, no, padre. Era un sacerdote.
El padre Amiel soltó un bufido.
Al principio, tomé este sonido como una manifestación de su impaciencia con Jean Marty y me sorprendió, pero cuando alcé la mirada vi que tenía los ojos cerrados y que se sujetaba la cara con las dos manos. Era evidente que las muelas lo estaban atormentando.
—Eres un idiota, Jean —dijo al fin, vacilante—. ¿Lo has comprendido?
—Sí, padre.
—¿Te ha llamado idiota más gente?
—Sí, padre. Mucha gente.
—¿Quién? ¿El camarero?
—Sí.
—¿Y estabas resentido con él porque te llamaba idiota?
—No, padre.
—¿Por qué no?
—Porque es verdad.
—¿Le tenías aprecio, hijo? ¿Te trataba bien?
—Sí, padre.
—¿Te entristeció saber que lo habían matado?
Jean asintió, con tanta solemnidad y lentitud que tuve tiempo de alzar la cabeza y observarle mientras lo hacía.
—Oh, sí, sentí mucha tristeza. Y también me dio miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
—De Satanás, padre.
En aquellos momentos, los centinelas pidieron permiso para entrar y lo hicieron trayendo consigo todos los objetos que había solicitado el padre Amiel. Mientras cargaban y encendían el brasero (que empezó a emitir nubes sofocantes de humo), el dominico continuó el interrogatorio como si no existieran.
—Jean —dijo—, después de que encontraran al padre Guillaume muerto en su habitación, ¿Lothaire Lagarrigue o alguno de los amanuenses te dijeron que escondieses algo?
—¿Que escondiese algo? —repitió el testigo estúpidamente.
—¿Te dijeron que escondieses un hatillo o una bolsa? ¿Te dijeron que guardaras en secreto que habías dejado entrar a alguien en la casa la noche anterior?
—¿Cuándo? —preguntó Jean todavía más desconcertado.
—Mírame, Jean. ¿Entró alguien en la casa del camarero la noche de su asesinato?
—No, padre.
—¿No me estás mintiendo, Jean?
—No, padre.
A continuación se produjo un breve silencio durante el cual el padre Amiel se tapó la cara con las manos. Respiraba con dificultad y el sudor le empapaba la frente. Y, pese a la inquietud que me inspiraba la cercana presencia del brasero encendido, el fraile me inspiró compasión porque un dolor de muelas, bien lo sabía, podía ser más terrible que las torturas eternas del infierno.
—Jean —dijo el dominico con voz apagada—, ¿sabes que antaño la gente demostraba su inocencia sometiéndose a una ordalía?
Presa del horror, me erguí en la banqueta.
—Padre... —empecé a decir, pero él me dio un puntapié por debajo de la mesa. El golpe, aunque me dolió, en cierto modo me tranquilizó y volví a concentrarme en el folio que tenía delante.
—¿Una ordalía? —inquirió el testigo, aturdido.
—En ocasiones, cuando un hombre era acusado de un crimen, lo lanzaban al río — explicó el padre Amiel, descubriéndose la cara—. Y si era inocente de dicho crimen, flotaba en vez de ahogarse. A veces le ponían un hierro al rojo encima de la piel y, si era inocente, no se quemaba. Como los santos, hijo mío. —Entonces, al ver que Jean se limitaba a observado sin reaccionar, se sintió impulsado a aclarar—: Como san Francisco. ¿Conoces a san Francisco? Bien, pues un día, una mujer le pidió a san Francisco que pecara con ella, y él la llevó a una gran hoguera que ardía en la casa de la mujer, se desnudó y se tumbó en el fuego. «Desvístete y ven, corre, disfruta de este maravilloso lecho de flores.» Yació allí un largo rato, hijo mío, pero las llamas no le quemaron. Y a ti tampoco te quemarán si me dices la verdad.
Jean Marty miró el brasero y empezó a comprender.
—¿Esas llamas? —dijo—. ¿No me quemarán?
—Si me dices la verdad sobre el padre Guillaume, no.
—Ya os he dicho la verdad, padre.
—Entonces, déjame que te muestre el milagro, porque el fuego no te quemará la piel, hijo mío.
Debéis de estar preguntándoos: ¿cómo pudo Raymond ser testigo de tal acto barbárico? ¿Cómo pudo quedarse allí sentado, en silencio, mientras un monje torturaba a un idiota delante de sus ojos? Yo sabía, amigos, que el padre Amiel no tenía ninguna intención de hacer daño al portero. Sabía que, mientras las tenazas se calentaban lentamente, el fraile esperaba que Jean hiciese gala de alguna señal de protesta. Es verdad, hubo que tranquilizar al pobre simplón («¿No me hará daño, padre, de veras? ¿Ni siquiera una pizca?»), pero incluso cuando el padre Amiel le acercó el hierro al rojo, demostró más asombro que miedo.
Por tanto, el monje soltó su arma de repente, que cayó al suelo con estrépito.
—Lleváoslo ——dijo a los centinelas, que observaban con avidez y parecían decepcionados de que Jean se hubiera librado de la prueba sin chamuscarse un solo pelo— . Lleváoslo, digo.
—Pero, padre —protestó el testigo—, ¿Y si...?
—¡Fuera, fuera! Y llevaos todos estos repugnantes objetos.
Canto XII
Una vez completado el trabajo matinal, el padre Amiel regresó al priorato para la que, según predijo, sería «una dolorosa refección». Como era incapaz de masticar, habrían de servirle un poco de sopa, un caldo o, tal vez, leche con miel. Por mi parte, yo tomé una colación de mediodía a base de pescado y nabos con mantequilla, seguida de queso y hojuelas. Ahíto, fui a mi cámara a echar una siesta con la idea, mientras cerraba los ojos, de que el padre Amiel no tardaría en llamar a la puerta requiriendo mi presencia.
Sin embargo, cuando apareció ya estaba avanzada la tarde. Yo había llegado a la conclusión de que el dolor de muelas le impedía venir y me hallaba concentrado en la redacción de los protocolos, por lo que su llegada me tomó completamente por sorpresa. Aunque se le veía enfermo, no hubo forma de disuadirlo de regresar una vez más a la prisión, donde pidió que compareciera ante él Josserand de Ponte, el último amanuense.
Josserand era un hombre de fina estampa. Alto y erguido, de hombros anchos, tenía una presencia digna pero vigorosa y un talante franco y abierto. Si no fuera por la tonsura, lo habría tomado por un caballero; resultaba sorprendente que, con tal apariencia y tal porte, no hubiera sido ordenado todavía. Sin embargo, enseguida recordé que no se permitía acceder al sacerdocio hasta haber cumplido los veinticinco años. Además, la ordenación requiere algo más que encanto y hermosura: precisa de cierto grado de instrucción y de un patrocinador influyente. Y, si es posible, de alguna clase de prebenda.
Me pregunté, por tanto, si Josserand sería tal vez un poco lento o lerdo, a pesar de la mirada despierta con la que inspeccionó la estancia. Sin embargo, su comportamiento posterior me movió a desechar todas las dudas que pudiera albergar respecto a su inteligencia. Muy tranquilo, declaró que su familia había contratado a un abogado para que lo asistiese, pero aceptó sin aspavientos el argumento del padre Amiel de que, como no estaba acusado de brujería, no tenía derecho a representación legal. Al escuchar la palabra «brujería», sin embargo, arrugó el entrecejo con expresión de sorpresa.
—¿Vuestro encargo no era descubrir al asesino del camarero de Su Eminencia? —inquirió. Cuando el padre Amiel le comunicó que éstas eran sus instrucciones, por si aquella muerte guardaba alguna relación con el uso de las Artes Negras, Josserand movió la cabeza en gesto de negativa.
—Me parece que no tiene nada que ver —declaró—. Aunque no soy culpable de la muerte el padre Guillaume, padre, creo saber quién fue. Y no se trata de ningún brujo.
—¿De veras? —murmuró el padre Amiel, inexpresivo. Observé sus manos, completamente inmóviles—. ¿Quién, pues?
—Aimery de Sorgues —respondió Josserand.
—¿Y cómo lo sabéis?
—Por el proceso de ratiocínatio. Tengo cierta instrucción en lógica y dialéctica, padre, y la he aplicado a lo sucedido. El asesino tiene que haber sido...
—Un momento —lo interrumpió el padre Amiel, y, con indiferencia y una lentitud casi exasperante, sacó su Nuevo Testamento—. Si tenéis la bondad de jurar que diréis la verdad, hijo mío, podremos proceder como es debido. ¿Juráis por Dios Todopoderoso y las Sagradas Escrituras decir la verdad y nada más que la verdad sobre vos y los demás, vivos
o muertos?
—Lo juro —asintió Josserand, impaciente por continuar, pero el dominico le hizo recitar el juramento de cabo a rabo antes de proseguir. Josserand lo pronunció con vehemencia, inclinado hacia delante en el asiento, con un brillo en los ojos y el ceño fruncido. Pese a las privaciones que conllevaba estar encarcelado, conservaba la dignidad y la fuerza de voluntad hasta cierto punto.
—Padre, el asesino tiene que haber sido un miembro de la casa del padre Guillaume —apuntó—. Las ventanas del edificio son tan estrechas que no permiten pasar a nadie capaz de matar y por la puerta no pudo entrar un alma sin que Jean Marty lo supiera, puesto que duerme junto al umbral. Y si hubiera dejado pasar a alguien, Jean sería incapaz de mantenerlo en secreto porque es demasiado simple para mentir. Por esta misma razón, no pudo ser él quien matara al padre Guillaume. Lothaire Lagarrigue, por su parte, no tenía ningún motivo para quitarle la vida, pues era primo del fallecido y éste le proporcionaba el empleo y el dinero que no encontraría en ninguna parte. (Esto lo sé porque él mismo me lo contó en cierta ocasión.) Sin el padre Guillaume, Lothaire se quedaba sin amigos o influencias. En cuanto a Fulques y Renaud, dormían en mi habitación. Si aquella noche hubieran tenido un sueño agitado, me habrían despertado. Nunca consigo pegar ojo cuando murmuran en sueños, roncan o se levantan a hacer sus necesidades.
»Así pues, el culpable tuvo que ser Aimery de Sorgues. Duerme solo y pudo levantarse de la cama sin molestar a nadie. Además, tenía... Tal vez tenía... —Josserand vaciló ante la mirada atenta del padre Amiel, pero cobró ánimos y continuó, con un leve sonrojo como única señal visible de su desasosiego—: Creo que Aimery podría tener una razón para sentirse agraviado por el padre Guillaume. Una razón para cortarle los...los órganos viriles.
—¿Y cuál sería esa razón? —inquirió el padre Amiel con mucha suavidad, mientras el amanuense carraspeaba.
—Veréis, padre, una noche estaba en la cama despierto, algo indispuesto, y oí que alguien (era el camarero, estoy convencido) dejaba su alcoba y entraba en la de Aimery. Estuvo allí mucho rato, padre. —Bajo la mirada del dominico, Josserand se puso rojo como la grana—. No puedo estar seguro, pero... Habréis notado que Aimery de Sorgues tiene una... una apariencia bastante femenina —continuó—. También tiene un carácter muy sumiso y creo que es un muchacho fácil de corromper. Si así fuese, su desesperación podría ser tal que... En fin, que podría verse impulsado a cometer un acto desesperado.
En el silencio posterior, observé la expresión imperturbable del padre Amiel y temblé un poco por Josserand. Se me había ocurrido (no sabría deciros por qué) que el porte confiado del amanuense irritaba al dominico. De hecho, era indudable que la larga pausa que sucedió a la exposición de Josserand tenía el propósito de amilanarlo, de intimidarlo, casi. Aquel monje, pese a su poca presencia física, estaba dotado de una personalidad sorprendentemente imperiosa.
—Sé que parece improbable —dijo Josserand por último, para llenar el resonante vacío—, pero es la explicación más razonable, padre.
—¿Razonable? —repitió el monje—. ¿Consideráis razonable que Aimery de Sorgues se colara en la alcoba del padre Guillaume, lo matara y mutilara, escondiera los miembros cortados, se limpiara de algún modo (que no se ha aclarado, ya que nadie recuerda haber visto agua coloreada de sangre en la jofaina del difunto) y regresara a su cama, todo ello sin despertaros, a pesar de que en esa ocasión anterior oísteis al camarero abandonar la habitación y, más tarde, volver a ella?
Josserand quitó hierro al asunto:
—Padre, esa vez que oí salir al padre Guillaume, me hallaba despierto. De haber estado dormido, el ruido que hacía no me habría despertado. —¿Y dormíais cuando lo mataron? —Sí. —¿Y la mañana siguiente no visteis rastros de sangre en la ropa o en las sábanas
de nadie? ¿No encontrasteis ningún indicio que apuntara a quién podía haber cometido el crimen?
—No, padre.
El dominico refunfuñó y se puso a hojear los documentos que tenía delante, como si pudiera descifrar las palabras escritas en ellos. —Según las declaraciones anteriores —dijo—, tras el descubrimiento del cadáver, vos y Lothaire Lagarrigue fuisteis a buscar al condestable. ¿Es eso cierto?
—Sí, padre.
—¿Y Lothaire no podría haber aprovechado la ocasión para desprenderse de algún objeto manchado en sangre sin que vos lo advirtierais? —No, padre. —¿Y, que vos sepáis, ninguno de los residentes estuvo a solas fuera de la casa,
aquel día?
—Ninguno. —Josserand fue tajante—. Por lo tanto, hay que dar por hecho que Aimery arrojó por la ventana de la alcoba del padre Guillaume, durante la noche, tanto el agua ensangrentada como el... ejem... los órganos cortados. Sin duda, pensaría que cualquier perro o gato que pasara se llevaría los pudenda y que el agua se filtraría en el suelo. y así debió de suceder, padre, pues el condestable inspeccionó las inmediaciones de la casa y no encontró nada.
Me quedé sobrecogidísimo con la exposición de Josserand. Me dio la impresión de que había ofrecido una explicación muy clara y razonable de los hechos que rodeaban la muerte del padre Guillaume. El padre Amiel, en cambio, no se rindió a la lógica del discurso del amanuense, y, en lugar de referirse a sus palabras, cambió de tema.
—Decís que el camarero sodomizaba a Aimery de Sorgues —comentó, y el amanuense, incómodo, se revolvió al oírlo.
—He dicho que lo sospechaba —replicó—. Pero no puedo tener la certeza.
—¿En alguna ocasión comentasteis el asunto con Aimery, con el padre Guillaume
o con algún otro amanuense? —No, padre. —¿Por qué no? —Porque no podía saberlo con seguridad. —De nuevo, Josserand se puso a hablar
muy deprisa, como parecía hacer cada vez que algo lo incomodaba—. Yo no... no quería perder mi posición y carecía de pruebas. De todos modos, me preocupaba.
Sí que me preocupaba.
—Pero ¿os conformabais con quedaras? ¿Aceptabais vivir entre personas que sospechabais que eran sodomitas? —¿Cómo podía estar seguro, padre? No cesaba de preguntarme si no estaría dejándome llevar por unos pensamientos ruines y pecaminosos. Rezaba muchísimo.
—¿Y vuestros rezos no se vieron recompensados con ninguna prueba? —preguntó el dominico, pronunciando despacio—. ¿No os abordó nunca el padre Guillaume con insinuaciones de carácter lascivo y antinatural?
—¡Oh, no, padre! Si lo hubiera hecho, yo...
Una pausa.
—¿Qué habríais hecho vos? —inquirió el padre Amiel—. ¿Le habríais cortado su
vit?
Josserand soltó una risilla apesadumbrada.
—No, padre —respondió—. Se lo habría contado al cardenal Di Vicco.
—¿Y el cardenal os habría ayudado?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué Aimery de Sorgues no acudió a él? ¿Por qué guardó silencio?
Josserand titubeó. Levanté la vista y observé sus mejillas encendidas. Trasmitía el aire irritado y un tanto preocupado de quien se ve obligado a tratar cuestiones que le desagradan pro fundamente.
—Quizás Aimery no quería ayuda —dijo con un hilo de voz.
—¿Porque le agradaban las atenciones del padre Guillaume?
—Tal vez...
—Entonces, ¿por qué matar al hombre que satisfacía sus deseos?
—Yo... yo... —Como siempre, el fraile había conseguido sorprender y humillar al testigo. Sin embargo, a diferencia de sus colegas amanuenses de la casa, Josserand se defendió.
—Quizá lo hizo por vergüenza —replicó con tono desafiante—. Tal vez Aimery callaba por vergüenza y mató al padre Guillaume por ello.
—O tal vez existe otra explicación —dijo el dominico. Su voz sonó bastante aburrida—. ¿No se os ha ocurrido, por ejemplo, que el difunto pudiera ser víctima de la brujería?
—No —confesó Josserand—. Pero ¿existe alguna prueba real de tal cosa? Parece muy improbable.
—Eso explicaría por qué el asesino no necesitó abrir puertas para entrar en la casa... ni para salir por las mismas. —Con gesto indolente, el padre Amiel tomó en sus manos el códice de nigromancia del camarero—. ¿Habéis visto alguna vez este libro? — preguntó mientras se ponía en pie con un considerable esfuerzo y se acercaba al declarante—. Estudiadlo con atención, por favor. No debéis confundiros.
Noté que retenía el volumen, dándole vueltas ante la mirada de Josserand hasta que éste, pensativo, preguntó si pertenecía al padre Guillaume. «Tal vez lo haya visto en alguna ocasión», dijo. «Ese color tan notable...») Sólo entonces le permitió el fraile examinar su contenido. Cuando Josserand posó la vista en los folios que trataban de nigromancia, los estudió un breve instante como si no entendiera nada y, de pronto, palideció y se apresuró a devolver el volumen al fraile.
—No lo conozco —balbuceó—. Tal vez lo viera, pero no lo he leído jamás.
—¿Lo visteis en posesión del padre Guillaume?
—Vi... vi un libro muy parecido.
—¿Reconocéis alguna de estas caligrafías, hijo mío? Fijaos bien.
Josserand reconoció enseguida la letra del padre Guillaume y así lo declaró con voz apagada. Las demás glosas estaban escritas por manos que no le resultaban familiares.
—¿Sabíais que el camarero se interesaba por la brujería? —preguntó el padre Amiel.
—No. Yo... no.
—¿Estabais al corriente de que Aimery y Fulques le ayudaban en sus empeños y han testificado al respecto?
—No —respondió Josserand con voz ronca.
—¿Conocíais que Fulques Fuelle sodomizaba con frecuencia a Aimery de Sorgues y conversaba abiertamente de su obscena lujuria con el padre Guillaume, y que los dos obtenían placer concupiscente de estas conversaciones?
Mudo de estupor, Josserand lo negó con la cabeza. Al ver el gesto, lo anoté como un «no» y me di cuenta de que el amanuense había perdido casi por completo su porte confiado del principio. Estaba sentado con los hombros algo caídos y la mirada fija en el suelo, con el padre Amiel de pie delante de él.
—¿Conocéis a Masseo di Vicco, hijo mío? —inquirió el monje.
—No.
—¿No lo habéis visto nunca?
—No, nunca.
—¿Sabéis quién es?
—Es el médico de Su Eminencia, el cardenal.
—¿Estáis al corriente de que las relaciones entre éste y el camarero eran tan malas que el padre Guillaume se sentía obligado a protegerse de la hechicería del médico con manojos de hierbas, sangre de perro y otros medios impíos?
—No —murmuró el declarante.
—Pero vos sois inteligente —apuntó el padre Amiel en tono de befa—. Sin duda sospecharíais...
—No.
—Josserand, me habéis expuesto que tenéis un sueño ligero, que habéis recibido una buena educación y que habéis evaluado a vuestros colegas de oficio en la casa y que los encontráis deficientes. ¿Ahora queréis convencerme de que, viviendo en tal antro de iniquidad, estabais ciego a las abominaciones que os rodeaban?
Se produjo un largo silencio. Cuando Josserand respondió por fin, lo hizo con un hilillo de voz.
—No sé nada de tales cosas —dijo.
—¿Cómo es posible? Un hombre listo como vos, instruido en lógica y en dialéctica, tiene que haber observado las pruebas. Tiene que haber sacado conclusiones...
—¡De ser así —lo interrumpió el amanuense—, habría informado al cardenal!
—Siempre que vos mismo no estuvierais involucrado. —Bruscamente, el padre Amiel volvió a su asiento. Su rostro mostraba una palidez mortal, pero sus movimientos fueron firmes y confiados—. Veréis, hijo mío, se me ocurre que vos podríais ser responsable de la muerte del camarero —anunció.
—¿Qué? ¡Oh, no...!
—Habéis descrito con todo detalle cómo podría el asesino haberse desembarazado de los órganos extirpados y del agua ensangrentada. Habéis indicado que nadie más abandonó esa noche la habitación en la que dormíais. Sois un joven fuerte y corpulento, mucho más que Aimery de Sorgues, quien, según vos, debió de inmovilizar al camarero y asfixiado con su propia almohada. Además, sois más inteligente que Aimery: poseéis el ingenio y el valor necesarios para llevar a cabo una acción tan arriesgada.
—Pero...
—Preguntaos, además, quién está dotado de superior belleza. Vuestro rostro es como el sol, frente a la luna de Aimery, pero queréis que crea que el padre Guillaume no os abordó nunca con insinuaciones carnales. ¿Me tomáis por estúpido?
—Padre, yo...
—Vos lo matasteis, Josserand. Por indignación, por celos, por impiedad o por accidente en alguna caricia libidinosa...
—¡No! —exclamó el amanuense—. ¡Soy inocente!
—Demostradlo, pues. ¡Demostrádmelo! —El padre Amiel empleó una voz grave, pero áspera—. Estáis versado en el proceso de la ratiocinatio. Exponedme pues, con argumentos lógicos, por qué sois inocente. Convencedme, Josserand. Dejadme oír vuestra retórica.
¿Os cuento qué me vino a la mente, en aquel instante? Aprovechando que disponía de un momento para reflexionar, pues el testigo se refugió en otro largo silencio, pensé que, de encontrarme en su lugar, habría puesto en duda la legitimidad del procedimiento. Habría señalado que, como se me había negado la representación legal por cuanto no estaba acusado, no podía esperarse que respondiera a ninguna acusación.
Josserand, sin embargo, parecía tan turbado que era incapaz de responder. Por fin, con la voz quebrada, reconoció que no podía argumentar su inocencia. Que, sencillamente, sólo podía dar su palabra.
—He jurado por Dios que diría la verdad y es lo que hago —farfulló—. Sólo puedo depositar mi confianza en Dios. Él sabe que soy inocente. Dios es bueno y velará por mí en su infinita justicia.
No era una capitulación, en absoluto. Me pregunté si sería, en efecto, inocente y dirigí una mirada al padre Amiel, esperando una respuesta incisiva y humillante por parte de éste. Sin embargo, lo que vi me asustó, pues no era el rostro tranquilo al que me había acostumbrado; en su lugar, descubrí el látigo de la enfermedad. Pocas veces, os lo juro, he visto a un hombre con tal cara de enfermo. El dominico tenía los párpados cerrados y mostraba unas marcadas ojeras grisáceas, los labios se veían resecos y anémicos y la carne parecía haberse disuelto. De repente, emitió un jadeo y bajó la cabeza, apoyándola en las manos.
—¿Padre? —dije, sobresaltado—. ¿Son... son las muelas?
—El interrogatorio ha terminado —dijo él. Apenas podía articular las palabras—. Lo reanudaremos más adelante, cuando considere conveniente. Que se vaya el declarante.
Mientras yo llamaba a la guardia y veía cómo se llevaban escoltado de la estancia a un perplejo Josserand, mi desdichado compañero apoyó la frente en la mesa. Era evidente que ardían en su mandíbula todos los fuegos del infierno. Estaba casi desmayado de dolor.
—Pasará —siseó, cuando intenté prestarle ayuda—. Esperad, esperad un poco, por favor.
Esperé, pues. Ya había anochecido y la ventana enmarcaba las estrellas. Me dolía la mano y me la froté sin reparar en que lo hacía. La respiración jadeante del padre Amiel se hizo más regular, más tranquila, y por fin, con cautela, levantó la cabeza de la mesa. Observé que tenía los ojos llorosos.
—Escucha, mi Dios, la voz de mi lamento, pues a ti suplico —dijo con un suspiro.
—¿Son las muelas? —pregunté de nuevo, y asintió—. Entonces, deberíais ir a que os las quiten —le aconsejé—. Las que os molestan. Deberíais libraras de ellas. —Sí, debería. —¿Podéis sosteneros en pie? Es tarde, padre. Os llevaré al priorato. —No. Debe escoltarnos la guardia. —Pero... —Es tarde, como decís. Bastará con un oficial del orden. Cuando vuelva a pasar
la ronda, hacedla entrar.
Así lo hice y a continuación se produjo una discusión un tanto acalorada con los guardias. Con todo, la cuestión se zanjó a nuestro favor: incluso en su delicado estado, el padre Amiel seguía conservando la firmeza necesaria para imponer su voluntad a unos hombres rudos e ignorantes. Así pues, se convino que en nuestro trayecto a casa nos acompañaría un mercenario, de rostro huraño, cuyo armamento y coraza le hacían tintinear como una bolsa de monedas a cada paso que daba. En la oscuridad de la calle, su cota de malla brillaba a la luz de la antorcha que portaba. Era un hombretón alto y corpulento, con un mentón afilado como un hacha, pero la protección que nos prestó no fue mucha. Como la mayoría de los oficiales del orden, parecía tomarse a mal un deber que lo apartaba del vino, los chismorreas y las partidas de dados (que son lo que ocupa la mayor parte del tiempo de los inquilinos de un cuerpo de guardia) y demostró su insatisfacción avanzándose a nosotros con impaciencia, como si quisiera permanecer ajeno al penoso espectáculo que ofrecían un monje enfermo escoltado por un funcionario manchado de tinta. ¡Pobre padre Amiel! Realmente, ofrecía un aspecto lamentable. Caminaba arrastrando los pies como un anciano enfermo, asaltado de vez en cuando por unos dolores lacerantes que le obligaban a detenerse y agarrarse las rodillas. Sin embargo, cuando le ofrecí mi brazo para que se apoyara, se negó a aceptarlo. También rechazó de plano la propuesta de sentarse a descansar un momento. Y cuando llegamos a la encrucijada en la que nuestros caminos se separaban, insistió en que el guardia y él me acompañarían hasta la puerta de la casa de mi madre.
—No —respondí.
—Raymond...
—¡Que no! —Debíamos de estar a cien pasos de la casa, apenas—. Estáis sin fuerzas, padre, y deberíais volver al priorato sin perder un minuto.
—Pero con esta oscuridad...
—Hay suficiente claridad para ver por donde voy. Y conozco tan bien el camino que podría orientarme incluso a ciegas.
Por una vez, impuse mi voluntad. El padre Amiel estaba demasiado débil para ejercer su mando y autoridad con la energía habitual. Sin más protestas, me permitió llamar al guardia, a quien insté a aflojar el paso. Después, cuando le pedí instrucciones sobre el programa del día siguiente, el fraile murmuró que debía esperado en casa. Si se sentía con ánimos suficientes para trabajar, se reuniría conmigo allí por la mañana.
—Y, entretanto, pasaré a limpio las declaraciones —fue mi respuesta.
—Si sois tan amable...
—¿Deseáis que resuma el testimonio de Josserand, padre, o lo dejo de momento? Comentasteis algo respecto a hacer un resumen del interrogatorio...
—Encargaos de ello —asintió él débilmente.
—Está bien. Y vos, cuando lleguéis al priorato, deberíais probar a poneros una cataplasma. Algo por dentro del carrillo. ¿No podría tratarse de un absceso? Si fuera así, alguien podría abríroslo con una lanceta.
El dominico dio un respingo de dolor. Después, con un gesto de asentimiento, sonrió y me deseó buenas noches en un susurro. Me separé de él casi a regañadientes, pero también aliviado, pues, aunque me preocupaba su bienestar, el espectáculo de su agónico dolor me había producido una gran incomodidad, de la cual me alegraba de escapar. De hecho, me alejé como un gamo, como una liebre: con alas en los pies. Y fue una suerte que así lo hiciera, pues mi rápido avance, junto con el paso lento del padre Amiel, hicieron que su acompañante y él no anduvieran muy lejos cuando topé con mi destino al doblar una esquina especialmente oscura y poco transitada.
No recuerdo nada de cuanto sucedió a continuación. Sólo sé que fui atacado, y de manera feroz: debí de perder el conocimiento al segundo o tercer golpe. Mis asaltantes eran dos, quizá tres, y probablemente iban armados con algo más que los puños, pero no emplearon armas blancas de ningún tipo, de lo cual doy gracias. Diría que me golpearon con un garrote o con alguna herramienta. En definitiva, con algo lo bastante contundente como para derribarme, pero no como para romperme el cráneo. Después, se dedicaron a intentar partirme los huesos a base de patadas bien dirigidas y con la ayuda, tal vez, de la misma tranca, o lo que fuese. Por fortuna, no tuvieron tiempo de terminar su trabajo. Como no me habían dejado inconsciente al primer golpe, tuve tiempo de lanzar un grito y el padre Amiel, al oído, se apresuró a acudir en mi ayuda.
Por supuesto, fue el oficial del orden quien me salvó. El retumbar de sus pisadas, el chirriar de la armadura y el rugido poderoso y amenazador de su voz bastaron para hacer escapar a mis atacantes (quienes, bien pensado, debían de ser poco duchos en el arte del derramamiento de sangre). Ante su presencia, se dispersaron y se desvanecieron en la noche. El guardia, con el impedimento del peso del equipo y con el conocimiento de que estaba solo, no los persiguió. Por lo general, un soldado profesional no se arriesga a menos que se le ordene y, desde luego, no lo hace sin el apoyo de sus camaradas. Un soldado profesional, por naturaleza, o es prudente o está muerto.
Así pues, una vez despejada la calle, mi noble salvador empezó a llamar a las puertas en busca de ayuda. En cuanto al padre Amiel, llegó por fin a mi lado e hincó la rodilla en el barro como un penitente.
Sin embargo, yo no llegué a enterarme de todo aquello. No vi escapar a mis agresores, no oí al dominico pronunciar mi nombre ni invocar la piedad y el socorro divinos, ni noté cómo sus dedos trazaban una cruz en mi frente mientras los vecinos, horrorizados, se congregaban a nuestro alrededor.
Yacía en el suelo, como muerto, y mi sangre empapaba la tierra debajo de mí.
Canto XIII
Si no me hallara entre vosotros, amigas y amigos, llegados a este punto estaríais a buen seguro temerosos y preocupados. Os estaríais preguntando: «Pero, ¿lo dejaron lisiado? ¿Sobrevivió?. Como podéis ver, aquí estoy, entero del todo. Ninguna fractura de nariz ha destruido mi belleza inimitable. ¿Qué? ¿Cómo decís? Bien, quizá tengáis razón. Quizá la nariz rota habría mejorado mi aspecto. Sin embargo, el resultado final fue que salí del trance con un corte solamente justo encima de la ceja) y contusiones de todos los tamaños y colores repartidas por costillas, brazos, espalda y cara. ¡Oh, la cara! Tenía el ojo izquierdo tumefacto, con el aspecto de una fruta excesivamente madura, y los labios, partidos y llenos de costras; apenas podía mover la mandíbula y la cabeza me dolía terriblemente, pero no me habían roto ningún hueso, y en esto, habréis de convenir, sí que fui afortunado.
Aunque recobré la conciencia antes de que me llevaran a la cama, los recuerdos que guardo de esa primera noche son confusos e incompletos. Recuerdo haber oído conversaciones y gritos, recuerdo que me aplicaron algo frío en la cara y que vomité, y recuerdo el consuelo de la voz de mi madre. El dolor me perturbó el sueño y desperté en varias ocasiones, presa de agitadas pesadillas. Al romper el alba, sin embargo, me despejé por completo y a mediodía ya comí, bebí y conversé con la familia.
Como era de esperar, al principio reaccionaron con alarma ante lo sucedido y con preocupación ante mi lamentable estado. Mi madre, en particular, estaba afectada en grado sumo. Sin embargo, enseguida me quedó claro que, a los ojos de todos ellos, yo era en cierto modo culpable de lo ocurrido. Me miraban como si el ataque lo hubiese provocado yo. Y el hecho de que tal vez fuera así, en realidad (ya que, como sabéis, mi naturaleza no me inclina a la santidad), me ayudó muy poco a reducir mi sensación de ultraje. Quizás estuviera un poco susceptible, pero en mi defensa he de decir que Arnaud no es un genio del tacto. Me abordó y me formuló preguntas, y el tono de su interrogatorio fue tal que, como sucede siempre bajo el techo de mi madre, un diálogo apacible enseguida degeneró en un furioso altercado. Intercambiamos insultos y palabras acaloradas hasta que me volví en la cama y, negándome a seguir discutiendo, hundí la cabeza, que me iba a estallar de dolor, debajo de la almohada. Me pareció que era imposible hablar con mis familiares incluso del tema más inofensivo, ya que se sentían impulsados a reprobarme por mis hábitos y maneras cada vez que se presentaba la ocasión. Ni siquiera esta vez, mientras yacía magullado en la cama, pude escapar a sus censuras: la casa hervía de desacuerdos y todos se gritaban de una habitación a otra. Me temo que siempre ha sido así, pues jamás, ni siquiera en vida de mi padre, hubo paz entre los Maillot. Los mismísimos perros andaban siempre a la greña. No es de extrañar, pues, que mi hermano Aldhemar se marchara a un monasterio, o que mi difunta hermana Mateuz se hubiera casado a la edad de quince años.
Si aquello seguía así, pensé mientras yacía atrapado entre las sábanas, tal vez yo mismo me vería obligado a enclaustrarme.
Aquel día sufrí dolores muy intensos. Había perdido el apetito y mi estómago no aceptaba los exquisitos bocados que mis compasivos amigos y vecinos habían regalado a la familia. Aquella variopinta fraternidad se apiñó en la cocina y proclamó en voz alta opiniones diversas sobre la identidad de mis atacantes. Después, entraron todos a la vez en mi alcoba como una avalancha, interrumpiendo mi descanso, desbaratando mis pertenencias e irritando todavía más mi estado de ánimo ya inflamado. Ninguno de ellos era, desde luego, un buen amigo. y sucedió que Arnaud (como yo iba pronto a descubrir) había prohibido la entrada en casa a Othon, Gaillard, Beatrice y a muchos otros de mis compañeros de bebida, por lo que, al final de aquel día, empecé a preguntarme qué habría sido de ellos. ¿No les alarmaba mi estado? ¿Tan poca importancia tenía para ellos mi salud? Por fortuna, y antes de que la penumbra del atardecer abatiera aún más mi ánimo, el padre Amiel apareció de repente y mi melancolía se desvaneció como la niebla con la llegada de la mañana.
Allí tenía, por fin, a un verdadero amigo.
Mi madre me alertó de su llegada entrando en mi alcoba antes que él a fin de arreglar la colcha, distribuir manojos de hierbas aromáticas, despejar una silla para que la utilizase y hacerse a toda prisa con el orinal, aquel sórdido testigo de las funciones corporales. Acababa apenas de vaciar aquel vil recipiente por la ventana cuando entró el padre Amiel, con un rostro tan hinchado y amoratado que era como si llevase una ciruela en el carrillo.
—¿Qué os ha sucedido? —fue mi descortés saludo, mientras mi madre se escabullía como un ratón. Cuando el monje explicó, con sonidos confusos, que le habían arrancado una muela, no pude contener la risa. Entre mis balbuceos y sus ceceos, menuda pareja hacíamos.
—¡Oh, padre, qué aspecto más patético ha de ser el nuestro! —dije—. Pero ¿os encontráis mejor, padre?
—Hasta cierto punto. —Ensayó una mueca y dio un respingo de dolor. Estaba sonrojado, tal vez febril, y hablaba sin mover apenas los labios. Quedaba claro, no obstante, que el dolor era soportable: me lo indicó su manera de cerrar la puerta.
—¿Y vos? —preguntó—. ¿Cómo estáis, hijo?
—Vivo —respondí—, gracias a vuestra intervención. —Algo avergonzado, adopté un tono fanfarrón y animado muy poco acorde con el momento, el lugar y mi estado de salud—. Si no hubiera sido por vos, padre, ahora tal vez yacería en la tumba. Sois un ángel del Señor.
—Ni mucho menos —murmuró él—. En cualquier caso, debéis dar las gracias al oficial del orden que nos acompañaba. Fue él quien ahuyentó a vuestros agresores. —El monje se sentó y dejó un pequeño frasco de loza encima de mi escritorio. —Es un cordial que elabora el enfermero del priorato —explicó—. Yo también lo he utilizado. Mata el dolor.
—¡Oh! —exclamé. Su gesto me había conmovido—. Gracias, padre.
—¿Sabéis quiénes eran vuestros asaltantes? —preguntó, sin apartar la vista del frasco—. ¿Los reconocisteis?
—Por desgracia, no.
—¿Y sospecháis de alguien?
—Oh, padre. —Me sentía muy cansado—. Hay varias personas a las que les gustaría aplastarme la cabeza. Maridos, sobre todo.
Aún no habían salido de mi boca aquellas palabras y ya me arrepentía de haberlas pronunciado. Cualquier investigación del ataque, reflexioné, descubriría sin duda
actos indecorosos de mi pasado.
El padre Amiel, sin embargo, me traspasó con una intensa mirada y dijo:
—Pues hoy mismo me ha abordado cierto marido, en concreto, y no debéis temer nada al respecto. He guardado la promesa que os hice. He negado haber visto a su criado.
Tal vez fue porque me sentía débil y sensible, pero al oír aquel acto de bondad se me llenaron los ojos de lágrimas, no sé si de vergüenza o de gratitud. Y, pese al nudo que tenía en la garganta, le di las gracias como pude.
Sin embargo, él estaba sumido en sus cavilaciones.
—Si los asaltantes no os robaron —prosiguió, siempre metido en su papel de inquisidor—, fue quizá porque se vieron interrumpidos antes de tener la oportunidad de hacerla, pero no creo que se trate de ladrones comunes. Un ladrón puede dejaras lisiado, pero nada más que para robaras, y sólo le interesaría patearos hasta la muerte después de haberse hecho con la bolsa.
—Padre, como ya he dicho, puede haber sido cualquiera, incluso aquel hombre de Valence, ¿os acordáis? Tal vez decidió que yo necesitaba una buena tunda. Mucha gente lo piensa. —Con un suspiro, levanté una mano dolorida y me toqué el labio inferior—. Y, en mi opinión, incluso pudo ser Arnaud. Esta tarde casi hemos llegado a las manos...
Mirándome por encima del bulto de su hinchado carrillo, el padre Amiel entornó los ojos.
—¿Y no deseáis que esos individuos sean arrestados, hijo? —murmuró—. Os noto..., ¿cómo decirlo? Os noto indiferente.
—A decir verdad, padre, ya me había ocurrido una vez.
—Comprendo. —Su mirada me incomodó—. ¿Y quién fue el culpable, en esa ocasión?
—Oh, el hermano de alguien, supongo, pero resultó imposible probarlo. —Intenté quitarle importancia al asunto riéndome un poco y sufrí las consecuencias de ello—. No os preocupéis, padre. Soy un truhán irremediable, ya lo sabéis. Es lógico que, de vez en cuando, me caiga una somanta.
—Pero también sois mi escribano —protestó el dominico—. No puedo permitir que os apaleen como a un perro. ¿Y si vuelve a suceder?
—Bien, sí, desde luego. Procuraré no rondar por la calle de noche —fue mi respuesta, un tanto impertinente. Entonces, se me ocurrió pensar que tal vez dudaba de mi capacidad para trabajar y le pregunté, con voz insegura, si preferiría prescindir de mis servicios.
—No —respondió—, en absoluto. ¿Por qué? ¿Creéis que os veréis obligado a guardar cama muchos días más?
—Supongo que no. Espero que no, vaya, pero no puedo decíroslo. Todavía me duele mucho la cabeza, ¿sabéis?
—Mañana es domingo. Si el martes aún no estáis en condiciones de trabajar, deberé contratar a otro hasta que os restablezcáis. —El padre Amiel hizo una pausa y sus ojos vagaron por la habitación. Era evidente que la fatiga y el malestar le impedían hablar mucho rato seguido. De repente, me pregunté cuántos años tendría. ¿Cuarenta, quizás? A veces parecía bastante joven, a veces muy viejo. En aquel momento, podría haber tenido sesenta años—. El lunes quiero enviar más citaciones —prosiguió—, pero puedo hacer que las redacte un escribano del priorato, bajo mi dirección. Opino que ha llegado la hora de interrogar a los sirvientes de Masseo di Vico.
—¡Ah! —dije.
—De momento, no existe ninguna indicación de que él o su hijo conspirasen con algún miembro de la casa del camarero, pero no puedo descartar tal teoría hasta que interrogue a los sirvientes del médico. —Hablaba distraídamente, con la mirada clavada en la pared de enfrente. Luego, parpadeó, frunció el entrecejo y se volvió hacia mí—. Creo que el portero del camarero es inocente —dijo—. Jean Marty no estuvo involucrado en ese pérfido acto. Estoy casi seguro de que no dejó entrar a nadie en la casa esa noche y de que no participó en la conspiración.
—Entonces, ¿de quién sospecháis? —inquirí—. Si el asesino es alguno de los que estaban al servicio del camarero...
—No necesariamente. —El dominico se restregó los ojos con la mano y suspiró—. Tal vez intervinieron fuerzas extrañas. Tal vez la casa fue invadida mediante la brujería.
—Pero ¿y qué hay de los sodomitas, padre? Creía que... Bueno, por la forma en que hablasteis con Josserand... y el mal genio de Renaud...
—Tal vez todos sean culpables —dijo, quitando importancia a la cuestión con un gesto de la mano—. No existe ninguna prueba en firme que demuestre lo contrario, pero tampoco hay ninguna por la que pueda condenarlos. Quién sabe. En cualquier caso, tendré que repasar otra vez las declaraciones para cerciorarme de que constituyen un relato lógico y unificado. Si encuentro alguna discrepancia, a partir de ella podré construir mi acusación.
El dominico cayó en un largo y reflexivo silencio. La alcoba ya estaba a oscuras y, de haberme hallado solo, habría llamado a la criada para que encendiera una vela. Sin embargo, en vista de la situación, me quedé tumbado en la penumbra hasta que mi compañero salió por fin de su ensueño.
—Debe de ser tarde —dijo el monje, al tiempo que se ponía en pie—. He de marcharme y dejar que durmáis. y debo rezar por vos, por supuesto. En realidad, Raymond, vos también deberíais elevar vuestras plegarias, porque Dios ha acudido en vuestro auxilio en este trance.
—Lo sé.
—Vuestro hermano dice que esos golpes son un castigo justo por vuestros pecados —prosiguió el monje con una débil sonrisa—, pero yo no sacaría tal conclusión. De hecho... —La sonrisa se convirtió en una mueca de inquietud—. Se me ha ocurrido pensar si no habrá sido Masseo di Vico quien ha enviado a los asaltantes. ¿Puede haber ordenado él este ataque, a modo de advertencia? —Se quedó pensativo de nuevo, acariciándose el mentón con un dedo—. Pero, si así fuera, ¿por qué no me atacaron a mí? ¿Por qué fuisteis vos el objetivo de tal violencia? No, no. La solución no puede ser ésa. Ha de haber otra.
—Tal vez —dije—. Pero, por favor, no os angustiéis por ello. Tal como están las cosas, ya tenéis mucho por hacer.
—Cierto.
—Y ahora debéis marcharos, antes de que oscurezca. Si las calles son peligrosas, si esos hombres rondan por ahí a la caza de otra víctima... conmigo lo tendrían fácil. Tenéis razón, debo irme. —Avanzó hacia la puerta, pero, al llegar a ella, se detuvo y se volvió hacia mí para dedicarme otra torcida sonrisa—. ¿Os ha pasado por la cabeza, hijo mío, que, si un hermano o un marido fueran los responsables de este acto de barbarie, habéis tenido mucha suerte de escapar con los genitales enteros? La castración — añadió— siempre ha sido el castigo más común para los delitos carnales, ¿sabéis?
Se despidió con un gesto de la mano y salió a encarar el bullicio y el gentío de la cocina. Le oí defenderse de mi familia mientras se encaminaba a la seguridad de la calle, y voces que lo perseguían cuando pasó por delante de la ventana de mi alcoba. ¡Pobre ánima! La aspiración máxima de la vida de mi madre era persuadirle de que aceptara compartir mesa con ella. ¡Con cuánto orgullo habría alardeado delante de todas las piadosas matronas que conocía! ¡Con qué solemnidad habría lavado los platos a continuación! Porque un dominico cautivo, como seguro que sabréis, es una presa muy rara.
Más tarde, al recoger el cordial del monje, recordé su broma acerca de mis partes masculinas y me estremecí. ¿Y si hubiese perdido el instrumento de mis pasiones viriles? ¿Y si hubiera sufrido el mismo destino que Pierre Abélard? ¡Oh, amigos míos, ¿habría merecido la pena seguir viviendo?
Si permites que el caballo vague sin rumbo fijo, Raymond, lo perderás, me dije. Ten cuidado y cumple la promesa que le hiciste al padre Amiel. San Pablo dijo que el cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor; si te dejas guiar por su sabiduría, al menos durante este tiempo, tal vez descubras que tu carne pecadora permanece intacta.
Y así fue, mis damas, como llevé una vida de castidad durante mi vigesimosexto año de vida.
TERCERA PARTE
Canción del súcubo
Canto I
¿Cuántos sabios han escrito sobre el amor? ¿Cuántas formas ha tomado éste en las páginas de incontables tomos venerados o en las canciones de innumerables trovadores? Al amor se le ha llamado dueño y señor, valiente y decidido caballero, un gran negocio, un tormento, un siervo de Dios, una maldición diabólica, una llama, una rosa, una tentación, un poder, un cumplimiento de la Ley. Se le ha llamado caridad y concupiscencia, sagrado y profano. Pero cuando Andreas Capellanus, en su obra incomparable, dice que el amor es sufrimiento, declara una verdad mayor que cualquiera de aquellas a las que dan testimonio los Padres de la Iglesia. Porque os aseguro que, si bien mi hermano Arnaud me quería —y me quiere todavía—, su amor era una cadena y una corona de espinas. Me ataba y me torturaba y pesaba sobre mí como una gran nube negra. Las altas expectativas le hacían riguroso y la decepción lo contaminaba. Estaba, en efecto, casi disfrazado de odio y disimulado con tal habilidad que me tenía completamente engañado.
Hay hombres que, cuando temen algo, se encolerizan. Arnaud es uno de ellos. Ahora sé que temía por mí. Entonces, mientras me recuperaba de mis magulladuras, pensé que deseaba mi muerte, pues no hacía sino recriminarme mis amistades y mi temperamento, mi moral, mi talento, mis costumbres y mi ingenio natural. Obligado por la celebración del día del Señor a abstenerse de trabajar y recluido en el recinto doméstico por la vigorosa piedad de su mujer, dedicó casi todo el domingo a reconvenirme mis pecados y faltas. Nos peleamos como fieras. Me dijo que no había dejado pasar de la puerta a mis amigos y, cuando lo acusé de ser injusto, replicó que me estaban destruyendo. La causa de mis males físicos era, según él, las malas compañías. Le llamé sabandija y él, a mí, gusano. Le arrojé un cuenco a la cabeza y él me tiró del pelo. Moisés nos dijo que conmemorásemos el día del Señor, pero me temo que, en aquella ocasión, Arnaud y yo descuidamos el precepto de santificar las fiestas.
El lunes resultó más pacífico, debido a la ausencia de Arnaud. Ya pude levantarme y leer. Tomé la sopa en la mesa de la cocina y, después de la colación de mediodía, incluso me quedé solo en casa, pues mi madre estaba satisfecha de mis progresos, y aproveché la ocasión para estudiar mi rostro ante el espejo. ¡Pobre de mí, qué visión! Magullado y amoratado como una manzana podrida, mi mera presencia habría cortado la leche. Una capa de estiércol no habría sino mejorado mi aspecto. Como el profeta Jeremías, yo era un hombre que había visto la aflicción por la vara de Su ira. De mal talante, ya me preguntaba si quedaría permanentemente inválido, cuando se presentó el padre Amiel. Su llegada me levantó el ánimo.
—Bien —comentó mientras estudiaba mis arruinadas facciones—, parece que os habéis recuperado mucho.
—Sí, padre. Mucho.
—¿Creéis que mañana estaréis en condiciones de trabajar?
—Tal vez. Creo que sí. Ruego a Dios que lo esté.
—Yo también pediré por ello.
El fraile se sentó a la mesa, rechazó con su habitual murmullo condescendiente el vino que le ofrecía y sonrió cuando le felicité por su aspecto, pues ya no tenía hinchada la mejilla y volvía a presentar buen color.
—Me encuentro bien —asintió—. Muy bien. Dios en su bondad me ha concedido su gracia.
—¿Ya no os molestan las muelas?
—Apenas.
—La poción que me disteis era fortísima, padre, muchas gracias. Nada me habría sentado mejor.
Él inclinó la cabeza y reflexioné para mí: «Henos aquí, hablando de nuestros dolores y achaques como un par de viejas». Lo mismo debió de pensar él, pues, de repente, cambió de tema y pasó a hablar de su inquisitio con voz firme y enérgica.
—Esta mañana —declaró—, me ha abordado un monje al que conocí poco después de que me encomendaran esta investigación. Es un tal hermano Guibert de Fontfroide, uno de los fratres de bulla, cuya tarea consiste en poner el sello a las bulas papales.
—He oído hablar de él—fue mi respuesta. Recordaréis que mi amigo Berenguer era escudero de la oficina de los bullatores; pues bien, siempre andaba quejándose de aquel hermano Guibert, quien, por lo visto, era un hombre exigente, entrometido y criticón.
—Parece que el hermano Guibert ha sabido, por algún medio, que Guillaume Monier era sodomita —reveló el padre Amiel, y me pregunté si el informador habría sido Berenguer—. Con este conocimiento —continuó—, ha elaborado la teoría de que el camarero fue asesinado por alguien de las huestes de Satanás. Es decir, por un demonio de los que se conocen como incubus en los textos que versan del tema.
—¿Un íncubo? —repetí, y debí de hacerlo con tono de desconcierto, pues el dominico sonrió.
—Yo —reconoció— tampoco estaba suficientemente informado acerca de tales manifestaciones diabólicas, pero después de hablar con el hermano Guibert, he consultado diversos textos y me he documentado más. Sabemos que san Antonio de Egipto fue atormentado por unos demonios que adoptaron la forma de hermosas mujeres. Además, san Agustín nos informa de que son frecuentes los casos de mujeres mancilladas por demonios, que las desean y obran carnalmente con ellas. Por lo tanto, parece evidente que estas legiones satánicas pueden presentarse en forma de varón o de mujer. En el libro segundo de su Sententiarium, san Buenaventura lo corrobora y apunta que demonios en forma de mujer, conocidos como súcubos, se entregan al varón y reciben su semilla viril. Luego, con astuta destreza, preservan la potencia de esa simiente para, más adelante, convertirse en íncubos y depositarla en el útero femenino.
Mi rostro, en aquel punto, debía de ofrecer una expresión bastante perpleja o aturdida, incluso escéptica, pues el fraile hizo una pausa y añadió:
—Os aseguro, Raymond, que estas cópulas impías están documentadas por varias autoridades. El propio Doctor Angélico, santo Tomás de Aquino, dice que el demonio puede robar las emisiones nocturnas de un joven inocente para dejar preñada a una mujer, que puede entonces tener descendencia.
Yo me había quedado sin habla. ¿Cópulas impías? ¿La semilla del diablo? Todo aquello quedaba fuera de mi comprensión.
—El hermano Guibert está bien informado acerca de las actividades de tales demonios —continuó diciendo el padre Amiel—. Tiene la teoría de que el camarero de Su Eminencia, siendo sodomita, puede haber fornicado con un íncubo, y que éste, al no haber tenido la oportunidad de recoger la semilla en sus entrañas, puede haberla obtenido por otra vía.
—¿Cortándole los genitales? —inquirí, a lo que el dominico asintió. De nuevo, mi expresión debía de reflejar las dudas que me inspiraba tal explicación.
—¿Os parece improbable? —quiso saber, pero no esperó a que respondiera y se apresuró a añadir—: El hermano Guibert señaló que se produjo un incidente parecido, no hace mucho, en el monasterio de los Agustinos Descalzos. Un novicio fue atacado por un demonio que le cortó el pene. Según el hermano, ese joven podría ayudarme en la inquisitio.
—¿Un novicio? —murmuré, al tiempo que un vago recuerdo se agitaba en mi cabeza—. Creo que me contaron algo del incidente. Sí. Sucedió hace un mes, semana más o menos, ¿verdad?
—En efecto —asintió el padre Amiel—. Y he citado al joven para que comparezca ante mí mañana por la tarde. Seguro que no tendrá gran cosa que decirnos, pero el hermano Guibert me ha contado muchas historias de agresiones diabólicas y sería negligente por mi parte no investigar el asunto.
En aquel momento, nos interrumpió el ruido de unos nudillos que llamaban a la puerta y me levanté a abrir. Esperaba encontrar a algún miembro de mi familia —a mi madre, para ser preciso— y os podéis imaginar mi asombro cuando me vi saludando a Na Beatrice Rascas. Traía una cesta tapada con un paño, y su rostro, que por un instante había mostrado una expresión ceñuda y testaruda, se iluminó como el cielo del amanecer cuando me vio.
—¡Raymond! —exclamó—. ¡Te has levantado!
—Sí.
—¡Te encuentras mejor!
—Bastante mejor, sí.
—Pero tu cara, ¡ay! —se lamentó—. ¡Tu pobre cara!
—Beatrice... —empecé a decir, turbado ante su presencia y pensando en el padre Amiel, que lo oía todo desde el interior. La viuda, sin embargo, no callaba.
—Raymond, tu hermano no me dejaba entrar. No quiso aceptar lo que traía ni escuchó lo que le decía. Me cerró la puerta en las narices, Raymond.
—Sí, lo sé, pero...
—¿Está aquí? ¿No? Entonces, deja que te dé mi sopa. Es un caldo de hierbas, querido. Te ayudará a restablecerte. —Mientras hablaba, pasó ante mí rozándome y entró en la casa apresuradamente, con aire casi furtivo—. Me enseñó a preparado Na Munda, que era una mujer muy sabia. Yo se lo doy siempre a mi hija cuando tiene los dolores menstruales...
De repente, Beatrice reparó en el padre Amiel y se interrumpió. El dominico era un hombre tan menudo y estaba tan quieto en su asiento que, de momento, ella no se había dado cuenta de su presencia: como muchos monjes, el padre Amiel tenía la capacidad de permanecer inmóvil durante larguísimos ratos. De hecho, su figura exudaba todo el color y la vitalidad de un monumento de piedra, sobre todo si uno comparaba sus facciones en blanco y negro con los vivaces ojos verdes de Na Beatrice, sus cabellos despeinados y su ropa de colores chillones.
Recuperándose rápidamente, ella fue la primera en romper el silencio.
—Bien ——dijo con cierta jactancia—, supongo que sois el padre Amiel...
El dominico inclinó la cabeza.
—Esto... ¿Beatrice? —Con un balbuceo, procedí a cortar en seco aquella conjunción desfavorable, que no debía de ser del agrado de ninguna de las partes—. Quizá sea mejor que dejes aquí la sopa. Más tarde, cuando vuelva, mi madre la calentará. Me alegro mucho de verte, desde luego, pero el padre Amiel y yo estamos tratando unos asuntos de gran importancia y...
—… y el padre quiere hablar contigo a solas —terminó la frase Beatrice. Observé en sus ojos una mirada peligrosa que ya había visto en otras ocasiones, durante algún altercado en El Gallo Negro, y temblé sólo de verla—. De la salvación de tu alma, supongo. Y de la elección de los amigos. ¡Qué bien protegido estás, Raymond! Primero, tu hermano; ahora, el cura.
—No soy sacerdote —puntualizó el padre Amiel, tras lo cual Na Beatrice se volvió y lo miró cara a cara. —Pero sois el buen pastor de Raymond, ¿no? —le espetó—. Tenéis su alma a vuestro cuidado. Le habéis obligado a que hiciera voto de castidad.
—Yo no le he obligado a nada —replicó el monje, sin resentimiento—. Raymond ha tomado una decisión y ahora debe cumplir lo que considera correcto. Si tiene la fuerza necesaria, mantendrá ese voto. —Me dirigió una mirada y, con sus pensamientos absolutamente inescrutables tras la expresión serena y medida, añadió un comentario—: Naturalmente, le resultará más fácil si evita la tentación.
Na Beatrice entre cerró los ojos, cruzó los brazos y ladeó la cabeza.
—¿Estáis pidiendo que me vaya, padre? —preguntó.
—Beatrice...
—La casa no es mía —fue la respuesta del dominico—. No puedo pedíroslo.
—Pero pensáis que debería marcharme, ¿verdad?
El padre Amiel esbozó una leve sonrisa mientras yo, sofocado, los miraba alternativamente y agitaba las manos.
—Pienso —respondió— que vuestra presencia no es conveniente para la tranquilidad de Raymond.
—Pero yo soy su amiga, padre. No he venido a seducirlo.
Vengo como una buena amiga.
—En el espíritu de la castidad. Por supuesto. —Era la primera vez que detectaba en el tono del padre Amiel esa untuosidad especial, cargada de falsa benevolencia, que caracteriza a tantos clérigos seculares de rango elevado—. Pues si sois tan buena amiga — añadió, casi en una salmodia—, debéis entender que servís mejor a sus intereses si vuestra visita es breve. Como dijo Cristo a san Pedro: «Velad y orad para que no caigáis en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil».
Na Beatrice frunció el ceño y pareció reflexionar unos instantes. A continuación, sin que la invitaran a hacerlo, tomó asiento a la mesa, se inclinó hacia el dominico y, con toda franqueza y cortesía, como si deseara embarcarse en una seria conversación, preguntó:
—¿Creéis imposible que Raymond me vea sólo como una amiga, padre?
Solté un gemido para mis adentros. Na Beatrice tenía una manera de razonar con borrachos revoltosos y con pendencieros que se había demostrado muy efectiva en El Gallo Negro. Discutía como una madre y hacía brotar las lágrimas en hombres armados. Sin embargo, si se proponía imponerse al dominico por tales medios, yo sabía que sus esperanzas eran en vano.
—¿Que si creo imposible que Raymond os vea como una amiga, nada más? — murmuró el padre Amiel, cambiando apenas la pregunta e invistiendo cada palabra de una especie de sutil jocosidad, más propia de un trovador que de un monje de santo Domingo. A continuación, con una nueva sonrisa, extendió sus elocuentes manos—: Es que sois tan hermosa, hija mía —añadió—. ¿Cómo podría ningún hombre veros como una amiga, solamente?
La viuda pestañeó y, por un instante, pareció desconcertada; después, se dibujó en sus facciones una expresión de fastidio. Me apresuré a posar una mano sobre su hombro.
—En cualquier caso, debes irte sin tardanza —le dije—. Mi familia volverá enseguida y ya sabes qué harán si te ven aquí. ¿Me escuchas, Beatrice? —Lo pregunté porque se había quedado absolutamente inmóvil, con la mirada clavada en el padre Amiel—. Si Arnaud descubre que te he dejado entrar, se hará una faja con mis tripas. Me colgará como un jamón, Beatrice. ¿Me oyes?
Bruscamente, ella se levantó de la mesa.
—Te oigo —asintió con un hilillo de voz y recogió la cesta—. ¿Me llevo la sopa, pues? No vaya a averiguar tu hermano quién la ha preparado… —¡Oh, Beatrice, perdóname, pero ya sabes como son...! —No sé nada, Raymond. ¿Cómo quieres que sepa, si nunca has permitido que
conociera a tu familia? —Con la cesta bajo el brazo y la capa ceñida en torno al cuerpo, Beatrice dirigió una mirada furiosa al padre Amiel—. De modo que me considera hermosa, ¿eh? —le reclamó.
Hubo una pausa. —No creo que nadie pueda decir otra cosa de vos —respondió él por fin, con prudencia. —¿Y qué me dice de Raymond, padre? —dijo ella—. ¿A él también lo encuentra guapo?
—Lo veo desfigurado —replicó el monje, sin darme tiempo a protestar.
—Beatrice —exclame.
—No está en su mejor momento, es cierto —concedió ella, al tiempo que se sacudía de encima mi mano—, pero en condiciones normales es muy guapo, ¿verdad? Mucho más que yo.
—¡Beatrice!
—Si así opináis —asintió el padre Amiel, complaciente—, me inclino ante vuestro superior entendimiento en tales cuestiones.
—¡Vaya si entiendo, padre! Soy una auténtica experta, os lo aseguro. En lo que hace a cuestiones del corazón, no me equivoco nunca.
Y acto seguido, después de acusar prácticamente al dominico de abrigar deseos antinaturales (o así me lo parecía), Na Beatrice se. volvió en redondo y abandonó la estancia sin concederle la cortesía de una reverencia, de una inclinación de cabeza o tan siquiera de una breve despedida.
Naturalmente, corrí en pos de ella. Cuando la alcancé, ya en la calle, la agarré por el codo.
—Pero ¿qué haces? —le susurré—. ¿Estás loca? ¿Quieres llevamos a la ruina a los dos?
—¡Ah, esos monjes! —exclamó ella—. ¡Son estacas sin savia! ¡Cuánto me irritan, a veces!
—¿Y por eso has de injuriar a mi invitado e insultar mi inteligencia? —¡Qué furioso estaba! Furioso y perturbadísimo—. ¿Le estabas llamando bardaja, mujer?
Beatrice tuvo la discreción de mostrarse avergonzada, aunque sus emociones más laudables sucumbieron enseguida a la fuerza de sus peores sentimientos.
—¿Y por qué no? —profirió con cólera—. Muchos de ellos lo son.
—No puedes decirlo en serio... No puedes ser tan estúpida para... —La agitación me volvía incoherente—. ¿Pretendes ponerme difíciles las cosas, con esa bocaza?
Beatrice chasqueó la lengua. Ya empezaba a pasársele la furia. La viuda me había tratado siempre con un afecto tal vez inmerecido y no soportaba mucho rato percibir la menor señal de zozobra en mí sin intentar consolarme.
—¡Oh, Raymond! —murmuró—. Debes tener cuidado. Ese monje es igual que tu hermano.
—¿Cómo, ahora llamas bardaja a mi hermano?
Ella soltó una risilla, de puro sonrojo.
—No, no. Sólo era un insulto —confesó—. Aunque a veces estos monjes dan que pensar. Del modo que hablan de las bodas, o del hecho de yacer...
—¡El padre es un siervo de Dios, Beatrice!
—Ya lo sé, ya lo sé —asintió en tono conciliador—. Pero tú, no. Puede que los monjes deban evitar a las mujeres, querido, pero tú eres libre de actuar como desees.
—¡No, cuando mis amigas insultan a mi patrón! —musité, sin dejarme aplacar—. ¡Ahora tengo que volver ahí dentro y pedir disculpas! ¡ Y fingir que no has dicho nunca lo que has dicho! i Si consigo conservar el empleo, será un milagro!
—Bobadas.
—¡Un milagro!
—Raymond, ese patrón que tienes te ha arrancado de mi cama, te ha salvado de los golpes de tus asaltantes y te visita en tu lecho de enfermo. ¿Cómo te va a despedir ahora? —De nuevo, frunció el ceño, pensativa—. Le gustas, está muy claro. Tal vez no como me gustas a mí, flor mía, pero te quiere para algo.
—Para que le haga de escribano —apunté. De pronto, me sentía muy cansado—. Quiere un escribano que no rehuya siempre los problemas y que cumpla los mandamientos del Señor. Vete a casa, Beatrice. Agradezco tus cuidados, pero no estoy para discusiones como ésta. Vete a casa ahora mismo. Por favor.
Avergonzada, Beatrice se disculpó y me besó en el que debía de ser el único rincón sin marcas de mi rostro. Acto seguido, se marchó, y yo contemplé cómo se alejaba sin moverme de donde estaba, pues, la verdad sea dicha, me daba miedo volver sobre mis pasos. ¿Qué le diría al monje? ¿« ¡Qué celosas son las mujeres, padre!»? ¿«Sé que esas acusaciones son falsas, padre»? ¿«Olvidémonos de que Beatrice ha estado aquí, padre»? Ninguno de tales comentarios me parecía en absoluto adecuado.
Sin embargo, al final no tuve ocasión de formular una observación más oportuna, ya que, cuando volvía a entrar en casa de mi madre, encontré al padre Amiel absolutamente compungido.
—Perdonad —me dijo—. He estado fuera de tono.
— ¿Qué? —respondí, al borde de la descortesía de puro perplejo.
—Estoy en vuestra casa y no soy vuestro maestro de noviciado —expuso con un suspiro—. Aquí tienen prioridad vuestros deseos. Permitidme decir en mi defensa, solamente, que los monjes no estamos acostumbrados a la presencia de mujeres. A veces, cuando se nos obliga a estar en su compañía, caemos en el error de cometer actos estúpidos y extremos. En ocasiones, nos mostramos descorteses y arrogantes.
—Padre...
—Vos mismo debéis escoger vuestras amistades. Es vuestra prerrogativa, como hombre de mundo. Dios os ha proporcionado tal libertad para que la utilicéis con sabiduría. —Sin darme ocasión a responder, dio el asunto por terminado y pasó a interesarse por mi salud. ¿Estaría en condiciones de ayudarle, al día siguiente? ¿Me habría recuperado hasta el punto de poder llevar a cabo mis tareas habituales?—. Mañana por la mañana libraré una petición de comparecencia de ese desdichado novicio de los Agustinos Descalzos — declaró—. Solicitaré que el mencionado joven se presente ante mí mañana por la tarde. De momento, he contratado a otro escribano para que redacte las citaciones, pues en el priorato nadie puede dedicar mucho tiempo a atender mis necesidades. Pero si lo deseáis, Raymond, podéis transcribir el testimonio del declarante. Siempre, claro está, que os sintáis en condiciones de llevar a cabo el trabajo.
Debo confesar que me sentía dividido. Por una parte, no me apetecía escuchar, de labios de la desdichada víctima, el relato de un hecho tan doloroso y tan obsceno que se me encogía el corazón con sólo pensarlo. Por otra, me halagaba que el padre Amiel hubiera sido tan sincero en su deseo de que me reincorporase a mi puesto.
Así pues, fruncí el entrecejo, apreté los dientes y por fin, cautamente, pregunté:
—¿Quién es mi sustituto? ¿Es que no puede él transcribir ese testimonio?
—Se llama Pierre— Bernard Aubert.
—¡Ah! —Conocía a Pierre—Bernard. Cargado de años, fastidioso y sin talento, era un viudo maldecido con quince hijos, algo sordo de un oído e incapaz de distinguir nada a más de dos pasos de su nariz. En otras palabras, era exactamente la clase de escribano que uno se veía obligado a emplear en Aviñón, por un breve período, cuando no se disponía de tiempo para buscar otro mejor. Pese a todo, no se me ocurrió criticado—. Un tipo honrado y bastante agradable. —Fueron mis únicas observaciones.
La astuta sonrisa del dominico fue más elocuente que un salmo.
—Sí, bastante —dijo—, pero no muy habilidoso. Y cuando lee en voz alta, resulta insoportable. Vuestro talento como cantor, hijo mío, os proporciona un peculiar dominio del arte del recitado.
¿Os sorprende que me sintiera un poco pagado de mí mismo? Quizá suene jactancioso, pero satisface mucho recibir elogios de un hombre docto. Pavoneándome como un gallo, sucumbí a mi debilidad por los halagos y aseguré al padre Amiel que me dedicaría con todas mis fuerzas a servirle al día siguiente. Si me había recuperado lo suficiente, lo acompañaría de nuevo a la prisión cuando hubiera terminado su colación del mediodía. Si no estaba en condiciones, le mandaría un aviso por la mañana.
—Pero me encontraré bastante bien —insistí—. No estoy tan mal como parece. Mañana por la mañana estaré más activo que una pulga en temporada.
—No os exijáis demasiado —me recomendó el dominico—. Ya sabéis lo fatigoso que es el trabajo. No me gustaría que nos viéramos obligados a abandonar un interrogatorio debido a una indisposición vuestra.
—No os fallaré, padre. —Tal vez un día más de descanso...
—Padre, en esta casa es imposible descansar. —Al percatarme de su mirada penetrante, me reconvine para mis adentros por haber tocado el tema de mis tribulaciones domésticas y me apresuré a tranquilizarle—. Ya he estado leyendo, padre, y lo he soportado bien. No tengo dañadas las manos, ¿lo veis? Y la cabeza, la tengo más despejada que un cielo de verano.
—Muy bien, me habéis convencido. —Levantándose ceremoniosamente, el padre Amiel se sacudió el hábito, al que, para vergüenza de quienes allí vivíamos, se habían adherido numerosas migajas (resto de pasadas comidas a la mesa)—. Saludad de mi parte a vuestra familia. No me quedaré hasta que regresen.
—No, claro —repliqué con cierto tonillo irónico—. Lo comprendo.
Una vez más, me miró fijamente, casi traspasándome, con los ojos entornados como para protegerse de la luz. Sin embargo, se limitó a musitar «el Señor quede con vos», y a levantar la mano en una bendición cuando salía.
Casi deseé que se hubiera quedado, pues estaba seguro de que, si mi madre lo hubiera encontrado todavía en la cocina, no habría vuelto a hablar de mis «deshonrosas amistades» durante el resto de la velada. Incluso Arnaud habría tenido que reconocer que andaba en buenas compañías, pues, ¿puede haber alguna mejor que la de un fraile dominico de noble linaje?
Pero no sucedió así y tuve que pasar el resto del día en disputas. Esa noche, cuando me retiré por fin bajo las sábanas, me dije a mí mismo: «¿Realmente, una copa con un amigo merece tanto sufrimiento?».
Canto II
A la mañana siguiente, llegó de Lazet mi viejo amigo Barthélemy.
Aunque había decidido no abandonar mi habitación hasta que Arnaud saliera de casa, me levanté de la cama para recibirle. Pensé que mi hermano, pese a todos sus defectos, evitaría descargar su mal humor sobre mí en presencia de un posible cliente y que, si aprovechaba la llegada de mi amigo para salir, no correría ningún peligro. Y acerté, pues, cuando aparecí en la cocina, Arnaud se limitó a gruñir y concentró su atención en los rizos lustrosos de su hijo. Siempre que tenía la oportunidad, mi hermano se entretenía en despiojar al niño.
—¡Maese Raymond! —exclamó Barthélemy—. ¿Qué os ha sucedido?
—¿Qué? Oh, nada, un pequeño desacuerdo con Arnaud.
—No es cierto, maese Barthélemy —mi hermano me fulminó con la mirada—. A Raymond lo atacó una pandilla de tunantes.
—¡Que Dios nos asista! —dijo el terciario, santiguándose—. ¡Qué cosa tan terrible!
—Sí, lo fue —.convine—, pero ahora ya estoy bien. ¿Y qué ha sido de vos, amigo mío? Tampoco parecéis encontraras en el mejor de los momentos, diría.
Barthélemy, un hombre cuyo semblante nunca había transmitido mucha alegría, presentaba ahora un aspecto patético: demacrado, lívido y desacostumbradamente desaliñado.
—¿Qué os ha traído a Aviñón? —le pregunté—. ¿Necesitáis de nuevo mis servicios?
—Sí, maese Raymond —asintió—. Debéis ayudarme.
—Por supuesto. —Como había captado una nota de desesperación en su voz y creí ver el pánico en sus ojos, le hice pasar a la alcoba y le indiqué que se sentara. Rehusó mis ofrecimientos de comida o bebida y apenas esperó a que cerrase la puerta para poner en mis manos un documento sellado y muy manoseado.
Al estudiar el escrito, descubrí que se trataba de una citación de Pierre-Julien Fauré, inquisidor de la depravación herética de Lazet, por la que se convocaba a Barthélemy para que respondiera de ciertos actos contrarios a la fe que habría cometido.
—¡Oh! —dije con gravedad.
—¿Qué he de hacer, maese Raymond? Sois un hombre sabio. Con vuestra ayuda, a mi primo le revocaron la sentencia y ahora puede morir en su propia cama. ¿Cómo debo enfrentarme al inquisidor para salvar mi propia vida?
¿Cómo? ¡Ya me habría gustado saberlo! Con el ceño fruncido, estudié de nuevo el documento, pero no encontré ninguna indicación sobre la naturaleza del delito que Barthélemy, presuntamente, había cometido. No es que esperara encontrarla. A aquellas alturas, ya había aprendido que los inquisidores preferían ocultar a los acusados de pecado todos los datos que podían.
—¿Sabéis por qué habéis sido citado? —pregunté—. ¿Habéis hecho algo lamentable de lo que yo deba estar informado?
Barthélemy me miraba, pasmado.
—¿Yo? —preguntó—. Pero ¿cómo podéis imaginar siquiera tal cosa? ¡Soy un buen hijo de la Iglesia! ¡Soy devoto de san Francisco!
—Entonces, ¿por qué ha llegado vuestro nombre hasta ese inquisidor? —dije, señalando el documento con el dedo—. ¿Quién os habrá difamado?
—¡Nadie!
En términos confusos, Barthélemy intentó explicar que creía que había despertado la ira del padre Pierre-Julien al haber logrado que se revocara la decisión del monje acerca de Isoard Calverie. En efecto, un humilde terciario había vencido al poderoso inquisidor de Lazet.
—Eso le resulta intolerable —señaló para concluir—. Y, en consecuencia, como se ha visto obligado a exculpar a mi primo, ahora se dedica a perseguirme a mí.
—¿Estáis seguro?
—¡Lo sé!
—Entonces, os pueden acusar de cualquier cosa —murmuré pensando en voz alta. Con movimientos un tanto tensos, saqué el manual del procedimiento inquisitorial del padre Amiel. Sabía que en él se describían todos los medios de defensa al alcance de un hombre acusado de herejía, pero, oh, Señor, qué pocos había... A primera vista, supe que las perspectivas de Barthélemy no eran muy halagadoras.
—Cuando se trata de perseguir actividades heréticas —le dije—, no es preciso que uno tenga mala fama en su comunidad para verse acusado. Si bien, en circunstancias normales, son necesarios dos testigos para condenar a un hombre de buena reputación, en los casos que se presentan ante el tribunal del Santo Oficio sólo se requiere uno, siempre que el informador pueda dar testimonio de dos incidentes heréticos distintos.
—¿Qué debo hacer, maese Raymond?
Al levantar los ojos (pues había estado leyendo el manual), advertí que Barthélemy sudaba profusamente, no se movía en absoluto y tenía la mirada extraviada. Pensé que no estaba en condiciones de recibir o comprender mis consejos, por lo que me acerqué a él, lo tomé de las manos y las estreché sin dejar de mirarlo a la cara.
—Tranquilizaos, amigo mío —le dije—. Habéis de escucharme con toda la atención, ¿me oís? No os puedo escribir todo esto, pues no sabéis leer; por lo tanto, prestad mucha atención y confiad mis palabras a la memoria. Debéis estar pendiente de lo que os voy a decir.
—Sí, sí, os estoy escuchando.
—Para empezar, es posible que exista un testigo que os haya difamado. Debéis poner de manifiesto que ese hombre es enemigo vuestro. De este modo, quedará en evidencia que es un falso testigo y que vos sois inocente. —Insté a Barthélemy a que recordara sus relaciones con cada amigo, conocido, pariente o persona anónima con la que hubiera tenido alguna rivalidad a lo largo de toda su vida—. No omitáis a nadie —le recomendé—. Si una vez orinasteis en la tapia de la casa de alguien, dad el nombre de esa persona. Cuanto más larga sea la lista, más posibilidades tendréis. Decidle al inquisidor que tenéis muchos enemigos. Y mencionadle a él entre ellos. No os olvidéis de eso.
—¿Estáis seguro?
—Por completo. ¿Qué podéis perder? Os escribiré esa lista, si así lo deseáis. En realidad, os aconsejaría que presentaseis los nombres antes de la audiencia, no fuera a ser que, con el miedo, os olvidarais de un par o tres. Presentad la lista al padre Pierre-Julien. Que la lea en voz alta a fin de que conste en el registro oportuno. Guardad una copia para vos, y cuando os pidan que confirméis el protocolo, haced que alguien la compare con los nombres que aparecen en vuestro testimonio.
—¿El protocolo? —El hombre parecía absolutamente perdido.
Le repetí todo el proceso inquisitorial con palabras más sencillas y le dije que pidiera que le informasen de la naturaleza exacta de la acusación por la que lo citaban: «ciertos actos heréticos» no bastaba. Si el padre Pierre-Julien no le daba detalles del presunto delito, Barthélemy podía acogerse al silencio y apelar. En cambio, si se presentaban pruebas de la infamia, Barthélemy tendría más posibilidades de combatir la acusación.
—A mucha gente la condenan por su propia ignorancia —proseguí—. El papa Bonifacio VIII, que en paz descanse, aprobó un estatuto por el que se permite a todo juez inquisitorial proceder sin demostrar la infamia de un acusado de herejía si el acusado no protesta primero. Por lo tanto, habéis de protestar al principio de todo. No debéis permitir que el inquisidor os haga adivinar por qué se os ha citado.
—Muy bien —dijo Barthélemy, tembloroso. Lo recordaré.
—Si, como sospecháis, es el propio inquisidor quien testifica contra vos, entonces debéis exigir vuestros apostoli, que son cartas que devuelven el caso a la Santa Sede, en los que argumentaréis que estáis siendo juzgado por un juez predispuesto contra vos.
—Apostoli —murmuró mi compañero——. Debo exigir apostoli.
—Aseguraos de que dos personas imparciales presencien el interrogatorio. Si no hubiera tales testigos, tenéis argumento para apelar. Aseguraos de que se os da la oportunidad de revisar vuestras palabras, ya que alguien os ha de leer vuestro testimonio un día a más tardar después de haberlo ofrecido. Y si podéis, Barthélemy, buscad a unos cuantos hombres honorables, cuantos más mejor, que atestigüen vuestra fe, vuestra devoción y vuestro honor. A los hombres que desempeñan esa función se les llama «compurgadores». Pueden servir para convencer al tribunal de vuestra inocencia, siempre y cuando pidáis que sean oídos...
—Pero maese Raymond, ¿quién va a apoyarme delante del padre Pierre-Julien? —me interrumpió Barthélemy—. ¡No hay nadie! ¡Nadie tendrá el coraje de hacerla!
—¡Oh! —exclamé. El tono de desesperación de su voz resultaba desconcertante—. Bien, haced lo que podáis. y acordaos de llamarlos «compurgadores». Compurgadores. Es muy importante que impresionéis al padre Pierre-Julien con vuestros conocimientos y experiencia, y que sepa que sois un adversario formidable. Si os manifestáis confiado y elocuente y demostráis dominio del procedimiento, tal vez le resulte más difícil condenaros tan despreocupadamente como lo haría a un campesino iletrado. De este modo, no le será tan sencillo pasar por alto vuestros derechos.
Así arengué al pobre terciario, martilleándole ciertas palabras en la cabeza, y le pedí que repitiera mis instrucciones hasta que quedé convencido de que las comprendía. Para terminar, le rogué que no mencionara mi nombre cuando apareciera ante el inquisidor de Lazet, pues si llegaba a saberse que me había pedido ayuda, yo también correría el peligro de que me acusaran de hereje.
—Por ley, a los abogados y a los escribanos no nos está permitido ayudar a los acusados de herética —expliqué—. En mi situación actual, desde luego, es muy improbable que me acusen —pensaba en mi amistad con el padre Amiel cuando hice tal declaración—; pero, aun así, preferiría que mi participación en este asunto fuese un secreto.
Barthélemy me prometió calurosamente que nunca lamentaría haberle ayudado. Alabó con vehemencia mi inteligencia, mi amabilidad y mi noble corazón, y llegó a posar sus labios en mi mano. Cuando le dije, después de desasirme, que no me debía nada por el consejo, estalló en sollozos.
—¡Oh! i Dios os ha puesto en mi camino! —gimió—. ¡Sois mi ángel de la guarda, mi único amigo!
—Barthélemy, por favor...
—¿Qué habría hecho sin vos? ¡Vos andáis en los caminos del Señor!
—Y vos, amigo mío, debéis de estar cansado —dije con firmeza, tragándome el nudo que tenía en la garganta—. Sin duda, el viaje os habrá fatigado. Venid, bebed algo de vino y comed un trozo de pan. Podéis incluso descansar aquí, si lo deseáis, porque yo ya no tengo que guardar cama. Quedaos aquí, esta noche, y regresad mañana.
Sin embargo, el terciario insistió en marcharse enseguida. Al cabo de pocos días tenía que comparecer ante el padre Pierre-Julien. Apenas le quedaba tiempo para regresar a Lazet, por no hablar de los compurgadores que debía buscar para su defensa. A menos que partiera de inmediato, la suya era una causa perdida.
No logré retenerle con ningún argumento.
—¿Y vuestra lista de enemigos? —pregunté, mientras lo acompañaba a la puerta—. ¿Queréis que os escriba los nombres?
—No puedo esperar —respondió, balbuciente—. Tengo que pensar, intentar recordar... No puedo perder tiempo. —Haciendo una pausa en el umbral de la puerta de la casa de mi madre, me echó los brazos al cuello y me besó con tanta fuerza en la amoratada mejilla que di un respingo de dolor—. Que el señor os bendiga y proteja — gimió, con la voz amortiguada por la carne de mi hombro—. Estoy a vuestra disposición, maese Raymond. Mi vida queda a vuestro servicio.
—Tonterías —dije, temeroso de que Arnaud pensara mal de aquella demostración—. Ojalá pudiese hacer más por vos, Barthélemy... —Llegado este punto, titubeé. No sabía cómo formular mi siguiente consejo sin incurrir en la desaprobación de mi hermano—. Hay que decir que vuestras posibilidades no son buenas —informé al terciario en voz baja—. Yo, en vuestro lugar, amigo mío, buscaría otro hogar donde refugiarme, en otra parte, y haría caso omiso de esta... invitación. Aunque, por supuesto, no es fácil que a uno lo acojan calurosamente lejos de casa.
Si Barthélemy me comprendió o no, no puedo saberlo. Lo que sí os diré es que no hizo comentario alguno. Se limitó a estrecharme de nuevo en sus brazos y, cuando me soltó, se marchó calle abajo con pasos pesados. Las suelas de las sandalias, que le iban algo grandes, arrancaban un repiqueteo al golpear las plantas de sus pies. Suspiré y me pregunté si volvería a verle alguna vez. Era una posibilidad muy remota, pensé, y cuando ya volvía a casa con el corazón encogido de pena, me fijé en un joven delgado de cabello rubio que se cruzaba con el terciario momentos antes de que éste desapareciera de mi vista.
¡Dios mío, era Gaillard!
Como podéis imaginar, estuve encantado de ver a mi joven amigo, pero sabía que Arnaud se pondría furioso si el escudero aparecía por la casa de mi madre, ya que, en su opinión, Gaillard era una mala compañía. Así pues, volví a salir con el sigilo de un zorro que anda de cacería y me apresuré a interceptar a Gaillard antes de que me alcanzara en el umbral.
—¡Bienvenido! —exclamé, aunque no demasiado fuerte, sonriendo como un perro—. ¡Qué feliz me siento de encontrarte de nuevo! ¿Venías a visitarme?
—Sí —respondió el escudero, y la sonrisa se esfumó de mis labios porque era evidente que no se alegraba de verme: su semblante era sombrío y tenía los labios prietos y el ceño fruncido. Agarrándome de la túnica, tiró de mí y me llevó hacia el fondo de un callejón—. ¡Eres un canalla! —dijo con los ojos brillantes, lloroso de furia—. ¡Un truhán!
—¿Qué? ¿Qué he…?
—¡Miserable! ¡Ojalá te hubieran matado, gusano mentiroso!
—Pero, Gaillard, ¿qué he hecho?
¡Oh, de la gente tramposa y depravada líbrame, Señor! Al parecer, alguien, en alguna parte, había estado contando mentiras de Gaillard. Corrían habladurías por la ciudad según las cuales había sucumbido a ciertos encantamientos urdidos por el camarero, quien habría doblegado su voluntad y conseguido de él toda suerte de caricias lascivas. Al anillo que llevaba Gaillard (un presente, como yo bien sabía, de su padre) se le atribuían propiedades mágicas. Se rumoreaba que se lo había regalado el padre Guillaume y que, con la fuerza de una cadena, le servía para mantener atado al escudero, que no podía, así, rechazar sus peticiones.
—¡Y tienes que haberlo contado tú! —rugió Gaillard—. Porque, ¿quién más sabe de hechiceros y anillos mágicos?
—Gaillard, te juro que...
—¡Deja de mentir! ¡Sé que lo has contado tú! ¿O pretendes decirme que ha sido el monje quien ha ido divulgando todos esos bulos?
—No —dije, intentando soltarme de la mano que me agarraba por el cuello—. No, pero estaban aquellos centinelas...
—¿Qué centinelas?
Distraído, aflojó la presión a la que me sometía y conseguí quitármelo de encima con un empujón.
—Fuera, apostados a la puerta —dije, entre toses—. Tal vez oyeron el interrogatorio.
—¡Ah!
—Gaillard, ¿cómo iba yo a divulgar una historia así? —le pregunté, intentando que razonara—. Desde que compareciste ante el padre Amiel, he estado guardando cama con la cara hinchada como la de un ahogado. Apenas podía hablar hasta esta mañana, y Arnaud me ha velado. Saldrá ahora mismo, espera. Los únicos visitantes a los que permite entrar en mi alcoba son monjes y matronas piadosas. Así que, dime, ¿a quién podría yo haber contado esas patrañas, si hubiesen salido de mis labios? ¿Quién iba a preguntarme por el díscolo instrumento de Guillaume Monier en presencia de mi hermano? ¿Quién? ¡Dime quién!
—Yo... yo...
—Nadie —proseguí, airado y avergonzado a un tiempo porque sabía que, al llamar la atención del padre Amiel acerca de Gaillard, había condenado al infeliz muchacho al tormento del deshonor—. Y ahora será mejor que te marches antes de que Arnaud nos encuentre. Si ha oído esas historias sobre ti y ve que me estás empujando contra una pared...
—¡Oh! —Me abofeteó el rostro.
—¡Ay!
—Tú no eres amigo mío.
—Hablaré con el padre Amiel, Gaillard. Los centinelas serán castigados.
—¡No, no digas nada! ¡Ya has hablado bastante!
—Pero...
—¡Déjame en paz, traidor!
Aquello me partió el corazón, porque lo vi tan joven... Era, en realidad, como un niño angustiado. Al fin y al cabo, eso era, un niño, todavía no un adulto hecho y derecho. Lo agarré por el brazo.
—Gaillard, perdóname, todo es culpa mía, pero yo no te he calumniado. Lo juro.
Si me creyó, no dio muestras de ello. Se desasió y, dando media vuelta, se lanzó de nuevo hacia la calle con un rumbo un tanto errático. Vi que se restregaba los ojos y me embargó un terrible sentimiento de culpa; pero la pestilencia del mugriento callejón era todavía más abrumadora y Arnaud, sabía yo, ya debía de estar venteando el aire con ánimo belicoso. Por ello, regresé a casa y fui recibido con una andanada de preguntas suspicaces.
Debo confesaros que no fui del todo sincero. Le conté que Barthélemy me había entretenido en la calle. Sí, el pobre hombre estaba de lo más angustiado. No, ni un solo sueldo había cambiado de manos, ojalá... Arnaud murmuró algo desagradable sobre el precio de los ungüentos del boticario, pero no tuve que buscar refugio de sus reprobaciones, porque lo llamaron del almacén para que supervisara un envío y a partir de ese momento reinó una frágil paz, al menos durante un tiempo.
Así, pude reflexionar sin interrupciones sobre las vicisitudes de mis amigos. Respecto a Barthélemy, para empezar, no podía decirse que fuera mucho más que un conocido. En realidad, sólo era un cliente. Sin embargo, su situación apurada me inquietaba y me pregunté, con un ligero estremecimiento, si no llegaría a empañar mi buen nombre. ¡Y Gaillard! Aquél sí que era un buen nombre tristemente manchado. ¿Qué debía hacer yo? ¿Cómo podía ayudarlo? ¿Había perdido su confianza y aprecio para siempre? Se me ocurrió pensar que si el ambiente se emponzoñaba con el resentimiento de Gaillard, El Gallo Negro dejaría de ser un agradable refugio. Mi joven amigo tal vez no se atrevería a presentarse allí nunca más. Quizá no le apetecería soportar que Othon lo pusiera en ridículo.
Precisamente, estaba pensando en Othon y en lo mordaces que podían ser sus bromas, cuando se presentó en casa, aporreando la puerta y llamándome.
—¡Raymond! —gritó—. ¿Dónde estás? ¡Sal ahora mismo, rata cobarde! ¡Sé que ya puedes andar, me lo ha dicho la viuda!
Mi madre parecía asustada. Mi cuñada, muy enojada. Los perros empezaron a ladrar ruidosamente y a mí me ordenaron que no me levantara de mi asiento.
—Tu hermano no quiere ver a ese hombre en casa —declaró Alazais—. No le dejes entrar, Raymond.
—¡Eso! —intervino mi madre con la voz a punto de quebrársele—. ¡Arnaud ha dicho que no!
—¡ Eres un desgraciado, Raymond! ¡ Entraré a buscarte y te sacaré a rastras!
—¡Siéntate, Raymond! —gritó mi cuñada, en un tono absolutamente inadecuado a las circunstancias. A fin de cuentas, era una mujer y todavía no era la dueña de la casa.
Por lo tanto, hice caso omiso de las órdenes y salí a saludar a Othon.
—¡Si tu hermano estuviese aquí, te lo impediría! —exclamó Alazais mientras yo abría la puerta—. ¡Traes la vergüenza a esta familia!
—¡Oh, calla esa boca ponzoñosa! —le dije, harto hasta lo indecible de sus sermones—. Si mi hermano estuviera aquí, Othon bailaría una estampida encima de su cabeza.
—¡Claro que lo haría! —dijo Othon, que había oído el final del diálogo—. y también tocaría El ruiseñor con su cuerno. ¡Vaya, Raymond! ¿A esto llamas tú recibir una paliza, pétalo de rosa? Yo quedé mucho peor después de pasar la noche con una virgen.
—Ahora sí que estás peor —repliqué, cerrando la puerta a mi espalda, pese a las sonoras protestas de Alazais—. Si te hubiesen llevado a rastras por un campo de tiestos rotos, nadie notaría la diferencia.
—¡Ja! —Me dio un puñetazo en las costillas y me doblé de dolor. A continuación, me llevó a empujones al mismo callejón infecto que Gaillard había elegido para atacarme. Me pregunté por qué una calleja tan hedionda ejercía aquel irresistible atractivo. ¿Mis amigos se sentían más a gusto en un muladar?
—Dime quiénes te atacaron —preguntó Othon con cierta jovialidad—. ¡Dame sus nombres y los mataré a golpes, desechos miserables! Tu hermano no ha querido decírmelos. ¡No me ha dejado entrar en la casa!
—Eso me han contado —repliqué, y he de confesar que sus palabras me conmovieron—. Pero Arnaud no podía dártelos, Othon, porque no reconocí a ninguno de los agresores.
—¿A ninguno?
—No.
—¡Qué pena! —dijo alegremente—. Pero si alguna vez lo descubres, Raymond, no te olvides de tu amigo. Ya sabes que partir cabezas es uno de mis pasatiempos favoritos. —¿De veras? Yo creía que tu pasatiempo favorito era fornicar.
—¡Oh! —Excitado, al parecer, por el hecho de que sacara a relucir el tema, me agarró el brazo con tanta fuerza que tuve que pedirle que me soltara. Nos hallábamos en un rincón escondido, cerca del muro contra el que Gaillard me había inmovilizado. El barro nos llegaba a los tobillos y el ambiente era húmedo a pesar del ardiente sol.
El hedor me mareó.
—¡Sí, fornicar! —dijo con una sonrisa—. Raymond, estoy loco de lascivia. Hay una muchacha... ¡Oh, menuda muchacha! Nunca has visto un bocado tan sabroso. Es la fruta más dulce, y además es doncella, con unas tetas hasta aquí. .. ¡Y la han encerrado en un convento, Raymond!
—¿Quiénes?
—¡Esos banqueros florentinos! ¡Los Frescobaldi! ¡Te juro que habría que destripados! Les preocupa más su honor que la pobre Isabella. La han encerrado porque la pobre muchacha anhela el amor... Iría con cualquiera que se lo pidiese. ¡Pero si se le nota en los ojos! Apenas ha dejado los pañales y ya tiene ojos de cortesana. No hay hombre que pueda satisfacerla, se nota. Y por eso la han encerrado en un convento, donde sus jugos se agriarán y...
—Othon, no vaya allanar otro convento —aunque las rodillas me temblaban, estaba decidido a resistirme—. No, otra vez no. Con una, ya basta.
—¡Oh, amigo mío! ¿Crees que iba a pedirte algo así?
—Sí, ya lo has hecho.
—Pero no lo repetiré, en vista de lo que ocurrió la otra vez. No, tengo otra idea, una idea mucho mejor.
Y Othon explicó que, si yo podía falsificar una bula —una orden papal por la que se requiriera la presencia de sor Isabella, ella sola, en un determinado jardín, una noche concreta—, pediría a Berenguer que falsificara el sello y lo estampara en el documento. ¿Quién se atrevería a desafiar dicha orden? Estaba seguro de que después la muchacha no revelaría su vergüenza. Era probable incluso que volviera por más, una vez despertado su apetito. Y como era una desenfrenada capaz de acomodar a más de un hombre a la vez, si yo quería sacar agua del pozo...
—No —dije.
—¿Qué?
—Que no. —Me molestó que fuera tan idiota como para proponerme una cosa así—. ¿Estás loco? ¿Sabes cuál sería el castigo por; una imbecilidad como ésa? —¿Y quién lo iba a descubrir, Raymond? —¡Todo el mundo! ¡Los bullatores, la abadesa, el Papa, el condestable, todo el
mundo! ¿Quién entregaría la bula? ¿Lo harías tú, en persona? ¿A la portera del convento? ¡Esto es un sueño de borrachín y deberías olvidarlo!
Othon se ruborizó y frunció el ceño. Aunque fuera idiota, no lo era tanto como para lisiar a un hombre cuya ayuda necesitaba tan desesperadamente. Así pues, con un enorme esfuerzo, se contuvo de partirme en dos y dijo:
—Aunque me pescaran a mí, Raymond, nadie sabría que tú habías colaborado en esto.
—¿De veras? ¿Nadie reconocería mi escritura? ¿Nadie recordaría que, de todos tus amigos, soy el único que no es analfabeto? —Para demostrarle con qué rotundidad desaprobaba su plan (y para volver a la relativa seguridad de una calle bien transitada), empecé a alejarme de él—. Othon, he presenciado los procedimientos de un tribunal y sé cómo piensan los juristas. Esta idea tuya está condenada al fracaso, amigo mío, y terminarás dándome las gracias por haberte disuadido de ella.
—¡Pero otras veces me has ayudado! —protestó, agarrándome la muñeca—. ¿Por qué ahora no?
—Porque ahora no estoy borracho.
—Entonces, ven conmigo a El Gallo Negro. Si lo que buscas es coraje, un trago de vino te pondrá un poco de hierro en las entrañas.
—No.
—Raymond...
—No.
—Pero ¿qué te ocurre, Dios bendito? —Casi me desencajó el brazo del hombro—. Ese monje debe de estar chupándote la sangre. ¡Cualquiera diría que tú también te has hecho fraile!
—Suéltame.
—¿Por qué no lo dejas, Raymond? ¿Por qué no olvidas todas estas tonterías? — En su afán por ser convincente, Othon sonaba más peligroso que nunca—. Gaillard dice que has contado sus secretos a esa asquerosa rata de sacristía. Te juro que si alguna noche sorprendo a ese fraile mientras va de regreso al priorato, le daré algo por lo que rezar.
—¡No!
—Le diré que deje de molestarte con todas esas estupideces sagradas o...
—Si te atreves... —lo interrumpí, casi atragantándome de la rabia—, si te atreves, te haré despedazar. —No las tenía todas conmigo, creedme, porque cuando Othon iba bebido, era capaz de cualquier acto blasfemo, por vil e ilógico que fuera—. ¡Te lo digo en serio, Othon! Si lo tocas, si tan siquiera te acercas a él...
—O tal vez deba contarle cómo te colaste en el convento de monjas —prosiguió mi amigo, provocándome—. Si se entera de lo que hiciste, quizá no querrá que trabajes más para él.
—¿Y si se entera de lo que has hecho tú? ¿Y si le cuento lo que hiciste con aquella mujer en el camino de Pamiers? Tus pecados son mayores que los míos, Othon. ¡No lo olvides!
Tal vez fue una suerte que me hubiera abordado en un lugar oscuro y apartado. De otro modo, todo el mundo se habría enterado de nuestros vergonzosos secretos, porque, con los ánimos encendidos, nos olvidamos de hablar bajo. Aunque, por otro lado, si hubiéramos estado hablando en la calle, a la vista de nuestros conciudadanos, tal vez no se habría sentido lo bastante confiado para pegarme un puñetazo en el vientre.
Pero allí, en el callejón, no había nada que lo contuviera. Me pegó y fue un golpe como el de un ariete, que me administró después de cierta reflexión. De hecho, permaneció quieto unos instantes, mirándome, con el rostro ruborizado y la respiración jadeante, antes de decidir que era inútil seguir discutiendo. ¿Por qué malgastar palabras? Un puñetazo era más efectivo que cualquier insulto, y con él me dijo lo que pensaba y me dejó incapacitado para replicar.
Cuando se alejó, yo seguía de rodillas, tratando de recuperar el aliento. El dolor me llegó transcurridos unos instantes, cuando la conmoción disminuyó un poco. Advertí que estaba agachado en un charco de porquería y se me ocurrió que Alazais consideraría las manchas como una prueba más de mi iniquidad. Había desafiado las órdenes de mi hermano, ¿y a cambio de qué? A cambio de un golpe en la tripa que a punto estuvo de dejarme incontinente. Tenía los calzones empapados de mugre, las manos sucias y la muñeca dolorida, y podía pronosticar, como si ya hubiese acontecido, lo que diría Arnaud cuando se enterara de la visita de Othon.
¿Es de extrañar, pues, que mientras me retorcía como un perro hambriento, pensase en el silencio y el orden de la prisión con algo similar a la añoranza?
Canto III
El novicio de los agustinos se llamaba Gilles Arasse y era jovencísimo. Apenas empezaba un fino vello a ensombrecer sus mejillas, aún no había terminado de cambiarle la voz y todavía tenía una piel muy suave. Venía acompañado por su maestro de novicios, un tal Cornelius, un fraile tan viejo como nuevo era Gilles. Con todo, el muchacho caminaba arrastrando los pies como un anciano, mientras que el monje, aunque canoso y encorvado bajo el peso de los años, rebosaba vigor en sus movimientos; incluso la mirada de sus ojillos castaños y brillantes iba de un lado a otro como la lanzadera de un telar.
Cuando el padre Amiel le pidió que esperase fuera de la celda, Cornelius protestó con vehemencia. Gilles había sido encomendado a su cuidado. El muchacho estaba enfermo y requería asistencia. ¿Con qué propósito se obligaba al muchacho a levantarse del lecho del dolor para dar testimonio, si todas las preguntas acerca del suceso que le tenía postrado podían ser contestadas por el abad o por el propio instructor del novicio?
—¡Ah!, también desearé interrogaros a vos, hermano —replicó con calma el dominico, y sus palabras me hicieron reflexionar sobre la animosidad que a veces se daba entre monjes de diferentes órdenes. Era evidente que existía un desprecio mutuo, aunque en el padre Amiel sólo podía deducirse de la languidez con la que articuló aquellas palabras, de su manera de inclinar la cabeza y de cómo entornó los párpados. Como veréis, empezaba a conocerlo bastante bien.
—¿No debería quedarme, entonces? —repuso el maestro de novicios—. Puedo responder lo que hayáis de preguntarle a Gilles. Me lo ha contado todo.
El padre Amiel, sin embargo, se mantuvo firme. Insistió en que Cornelius siguiera a los centinelas y ordenó a éstos que montaran guardia al fondo del pasillo, lejos de la celda. Al ver que ellos también remoloneaban, el padre Amiel anunció, con voz cortante como el filo de un cuchillo, que todavía tenía que informar al condestable de ciertos actos ilícitos cometidos por miembros del cuerpo de prisiones mientras estaban a su servicio.
—Aunque tal vez —añadió—, si quedo satisfecho de su conducta de ahora en adelante, me abstendré de informar de estas violaciones de la seguridad.
Nerviosos, los centinelas emprendieron una rápida retirada, llevándose a rastras a Cornelius. Dirigí una mirada al dominico y éste, al advertida, me dedicó un gesto de frío asentimiento. Como habréis colegido de lo anterior, en el trayecto de la casa de mi madre a la prisión lo había puesto al corriente de mi temor a que alguien nos hubiera espiado durante uno o varios de los interrogatorios. Al enterarse, el padre Amiel había encajado las mandíbulas, había entrecerrado los ojos y había hablado a gritos al centinela de la puerta de la prisión, como lo haría un oficial del orden.
Si mis sospechas resultaban ciertas, era evidente que alguien saldría malparado.
—Veamos, Gilles —dijo el dominico cuando el testigo hubo prestado juramento y tomó asiento. (Depositó su trasero en la banqueta con tales remilgos y titubeos que aparté la mirada para no verlo )—. Me han dicho que hace poco recibiste la visita de un demonio, un súcubo, y que como consecuencia de ello quedasteis privado de vuestros virilia. ¿Es así?
Con su dicción enérgica, el dominico logró levantar en parte el velo de lobreguez y vergüenza que envolvía la estancia. Habló como si la citada mutilación no tuviera más de vergonzosa que un acceso de fiebre o que una discusión a gritos. Con todo, Gilles parecía incapaz de responder. Allí sentado, boqueaba como un pez fuera del agua.
—¿Es cierto —continuó el padre Amiel con un asomo de impaciencia— que te atacó un demonio lascivo y te arrancó los genitales?
—No —susurró el muchacho.
—¿Ah, no? —Juraría que esta vez la sorpresa del padre Amiel era auténtica. Sin embargo, se recuperó enseguida—. Entonces, ¿qué fue lo que sucedió?
—Yo... yo... —De nuevo, Gilles se quedó sin habla. El fraile tuvo que apremiado a responder.
—Pero fuiste mutilado, ¿no?
—Sí.
—¿Y quién cometió tan bárbaro acto?
—Yo... yo... Fui yo.
—¿Tú mismo lo hiciste?
—Sí.
Como imaginaréis, me quedé paralizado de asombro, con la pluma suspendida en el aire.
Y dado que el padre Amiel, inquisidor experimentado, continuó el interrogatorio sin apenas una pausa, enseguida me vi obligado a retomar el hilo y me puse a escribir de nuevo como un poseso.
—¿Y por qué hiciste tal cosa? —quiso saber el dominico.
—Para detenerlo.
—¿Detener a quién?
—Al demonio.
—Dime, ¿era un demonio con forma femenina?
—Sí. —Gilles exhaló la respuesta con un jadeo, como si fuera incapaz de hablar con voz más firme, de puro agotamiento. Aventuré una mirada y lo vi derrengado en la banqueta. Tenía el rostro blanco como la leche.
—Háblame de ese demonio —le instó el padre Amiel. Y cuando sus palabras no obtuvieron respuesta, añadió—: ¿Qué aspecto tenía?
—El de una mujer —gimió el declarante.
—Descríbela.
Gilles no dijo nada.
—¡Descríbela! —repitió el fraile—. ¿Era una bruja? ¿Era vieja y repulsiva? ¿Era hermosa? ¡Dime!
Inseguro, el muchacho describió lo que había visto. Una mujer hermosa. Desnuda. Con los cabellos negros. No disimularé que yo estaba impaciente por saber más de la sublime aparición, pero quedé decepcionado. El joven Gilles se quedó atascado en lo de los cabellos negros.
—¿Tenía rabo? —inquirió el padre Amiel.
—No, padre.
—¿Tenía cuernos?
—No, padre.
—¿Tenía alguna peculiaridad en cuanto a forma o color?
—No, padre.
—Entonces, ¿cómo averiguaste que no era una mujer de verdad?
Casi me reí al oír la pregunta. En cuanto al muchacho, arrugó el ceño y, con un temblor en los labios, miró al padre Amiel como si le pidiera ayuda.
—Tal vez flotaba como una nube —le sugirió el dominico con un tono casi burlón. Gilles, no obstante, respondió con gravedad. Debió de hacerlo con un gesto, pues el inquisidor le instó a que contestase en voz alta.
—Sí, padre.
—¿Y en qué momento vino a ti ese demonio?
—Cuando estaba acostado. Desperté y... y allí estaba.
—¿Duermes solo o con otros?
—Duermo en un dormitorio común.
—Pero ¿no se despertó nadie más?
—No, padre.
—Bien. Despertaste, dices. ¿Qué sucedió después?
De nuevo, se produjo una larga pausa. Con cierta curiosidad, dirigí una mirada a la figura hundida y temblorosa del muchacho y me pregunté qué habría visto un demonio en aquella piltrafa descarnada. Debo reconocer mi escepticismo. Si a mí, apenas alcanzada la edad de las poluciones nocturnas, se me hubiera acercado una mujer hermosa, desnuda y de negros cabellos, habría recordado —y descrito con vehemencia cada curva, cada pestaña y cada hoyuelo.
—Me tomó por la fuerza —dijo Gilles con voz sorda.
—¿Qué?
—Me... me hizo pecar.
—¿De qué modo? ¿Por qué medios? —De nuevo, el padre Amiel habló en tono impaciente—. ¿Te amenazó? ¿Cómo impidió que gritaras, que te resistieras o que alertaras a los demás novicios?
—Fue brujería.
—¿Brujería?
—No podía hablar. Ni moverme.
—Entonces, ¿cómo pudiste pecar? —preguntó el dominico con sequedad—. Gilles, una parte de tu cuerpo tuvo que moverse, cabe pensar...
—¡Oh! Hum... Sí.
—¿Y fue en esa parte, supongo, donde ese demonio se empaló?
—Sí, padre. —El novicio estaba al borde de las lágrimas.
Las percibí en su voz.
—¿De modo que fuiste obligado a realizar el coito contra tu voluntad, por así decirlo? —inquirió el padre Amiel con más suavidad—. Qué perturbador te resultaría. ¿Y hubo algo en ese demonio que te resultara especialmente excitante, amigo mío?
Silencio.
—Vamos, no te avergüences. Dices que tu miembro viril se puso tumescente. ¿Por qué? ¿Admiraste sus pechos generosos, su piel suave, el aroma embriagador de su con?
Me quedé asombrado y, al mismo tiempo, lo encontré gracioso. ¡Que un monje conociese siquiera tales palabras! A Gilles, desde luego, no le sonaba el término: continuó poniendo cara de tonto, boquiabierto y con la mirada ausente. El padre Amiel lo estudió un rato, pensativo. Luego, con una sonrisa (como si la pregunta sobre la tumescencia hubiera quedado contestada a su entera satisfacción), continuó.
—¿Hubo emisión, Gilles? —inquirió.
El testigo murmuró algo incomprensible.
—Habla un poco más alto, hijo, no te oigo.
—No, padre.
—¿No? ¿No hubo emisión?
—No la hubo, padre.
—Vaya. Una proeza que debió de requerir un buen dominio de ti mismo, si se me permite decirlo. —El padre Amiel me oyó contener una risa burlona y me dio una patada por debajo de la mesa. Tras fulminarme con una mirada ceñuda y penetrante, volvió a centrarse en el declarante—. Así pues, el demonio se lanzó sobre tu pene erecto, probó en vano a extraer la simiente de tu vara y... ¿qué hizo a continuación?
—Se marchó.
—¿Cómo?
—Se desvaneció.
—¿Como el humo?
—Sí, padre.
—¿Dejándote paralizado e incapaz de hablar?
—No, padre. —Parecía que a Gilles se le atascaban las palabras en la garganta—. El... el hechizo se deshizo.
—¿Y pudiste entonces alertar a tus compañeros? ¿Pudiste despertar a los demás novicios?
Silencio.
—¿Gilles? Respóndeme. ¿Despertaste al resto del dormitorio?
—No... —un mero susurro—. Me dio mucha vergüenza.
—¿Me estás diciendo que te sedujo una aparición diabólica, en terreno sagrado, y no se lo contaste a nadie?
—Yo... yo...
—¿Asististe a los rezos diarios con semejante mancha en tu alma? ¿Te mezclaste libremente con tus hermanos, sabiendo que estabas tan gravemente corrompido? ¡Cómo pudiste mancillar la pureza de tu casa y profanar la santidad de la Iglesia... !
—Se lo conté a mi confesor —interrumpió Gilles—. Al padre Cornelius.
—¡Ah! —El padre Amiel dejó que el silencio se prolongara hasta hacerse incómodo, pero Gilles no estaba en absoluto para sutilezas, por lo que el dominico continuó—: ¿Y qué recomendó el hermano Cornelius?
—Penitencias.
—¿De qué naturaleza?
—Ayunos. Flagelaciones. Sobre todo, flagelaciones.
—¿De forma que te azotaba para librarte del espíritu? Debía de considerarte culpable, en alguna medida.
El muchacho titubeó:
—Soy un pecador ante los ojos de Dios —murmuró finalmente.
—¿Y, por tanto, eres como una herida supurante, que atrae a las moscas? —dijo el monje—. Pero supongo que es verdad que algunas heridas deben cauterizarse. Como dice san Agustín: «En todas partes, la máxima alegría va precedida del mayor dolor». — Exhaló un profundo suspiro—. ¿Fue así en tu caso, hijo mío? ¿Los remedios de tu confesor consiguieron desterrar al demonio?
—No, padre.
—¿Regresó?
—Sí, padre.
—Cuéntame qué sucedió.
Con una voz desprovista de emoción, Gilles describió su segundo encuentro con el súcubo de cabellos negros, que en esta ocasión no tuvo más éxito que en la anterior en cuanto a extraer del novicio su líquido seminal. De hecho, los dos episodios resultaban casi imposibles de distinguir; casi hasta el último detalle, uno era idéntico al otro. De nuevo, Gilles se vio reducido a quedarse quieto en la cama como una estatua mientras el demonio lo violaba. Tampoco esta vez osó despertar a nadie ni contar nada hasta consultar con su confesor, a la mañana siguiente. Entonces, Cornelius le reprendió, le golpeó y le ordenó que pasara la noche siguiente de rodillas, en oración.
—Un momento. —El padre Amiel detuvo el testimonio con una brusca exclamación—. ¿Dices que el hermano Cornelius en persona te pegó? ¿Después de confesarte con él?
—Sí. —¿No fue durante el capítulo de faltas? ¿No fue delante del abad, como se hace habitualmente?
—No, padre. —Tras una breve pausa, Gilles se sintió impulsado a añadir—: El padre Cornelius prefiere ahorrarnos la vergüenza pública. Sus disciplinas son más duras que las del capítulo, pero no tenemos que humillarnos ni que realizar trabajos serviles.
—¿Pretendes decirme que el padre Cornelius no informó a su superior de lo que sucedía?
En el silencio que se produjo, cambié la pluma de mano y miré al padre. Con la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados, éste observaba desde su silla al testigo, que parecía haberse quedado sin palabras. Cuando el dominico continuó finalmente, por las mejillas imberbes de Gilles corrían unos gruesos lagrimones.
—¿Tal vez le pediste que no revelara tu situación, bajo secreto de confesión? — apuntó.
—No —sollozó el muchacho—. Es decir... sí. No me acuerdo. Oh, padre, yo hice lo que me mandaba...
—Entonces, tenemos que considerar que el hermano Cornelius decidió encargarse del asunto personalmente —dedujo el padre Amiel—. Se considera el guardián de tu alma y, por lo tanto, estoy seguro de que debió de disciplinarte con más severidad todavía en esta segunda ocasión. ¿Me equivoco, hijo?
No hubo respuesta.
—¿Te golpea a menudo, Gilles?
—Sí, padre —dijo el muchacho en un susurro casi inaudible.
—¿Y a los demás novicios?
—También, padre.
—¿Qué utiliza? ¿Una vara?
—Sí, padre, una vara de abedul. Y un flagelo. Y a veces un libro, u otras cosas.
—¿Qué empleó esta vez?
—Azotes, padre.
—¿No sugirió otros medios de ayudarte? ¿Un exorcismo, por ejemplo?
—No, padre.
—¿Regresó el súcubo, después de la segunda tanda de azotes?
—Sí, padre —gimoteó el muchacho—. Volvió y yo... Perdí toda esperanza y... y me amputé. Con un hacha de cocina, de un golpe, extirpé... —No terminó la frase.
—Te arrancaste el miembro que te ofendía, ¿no? —la completó el padre Amiel—. Naturalmente. ¿Y eso ha disuadido al demonio?
—Sí —susurró Gilles.
—¿No ha vuelto?
—No.
—Enséñame la espalda, hijo.
Sin entender a qué se refería, el muchacho se levantó de la banqueta y se colocó de cara a la pared.
—No, no. —El padre Amiel corrigió la indicación—. Me refiero a que te despojes del hábito, la capa y el escapulario.
—¡No, la herida no...! —Gilles se estremeció—. Por favor, padre, llevo las vendas... ¡Por favor...!
—No quiero ver la herida, hijo mío —lo tranquilizó el fraile—. No me interesan tus partes pudendas.
Gracias a Dios, pensé, y estuve a punto de santiguarme.
—Deseo ver las marcas de los azotes —continuó el dominico—. Quiero apreciar la severidad de la penitencia. Enséñame la espalda.
Obediente, Gilles se la mostró. Lentamente, con dedos torpes, el novicio se quitó la ropa y desnudó su frágil figura, que estaba casi tan llena de magulladuras como la mía. Ronchas y costras adornaban sus costillas y en sus brazos abundaban las marcas. En voz muy baja, pregunté al padre Amiel si debía relacionar las heridas para dejar constancia y me respondió, en voz igualmente queda, que sólo debía registrar la existencia de «contusiones excesivas».
Luego, con repentina energía, ordenó al muchacho que se vistiera y fuera a buscar a su maestro. También ordenó a Gilles que esperara con los centinelas mientras él hablaba con el padre Cornelius. Bajo ningún concepto debía marcharse, pues tal vez debería seguir declarando. En efecto, el interrogatorio no había concluido todavía.
Aturdido y sin habla, el testigo se retiró, arrastrando los pies y bamboleándose como si transportara una bolsa entre las piernas, y aproveché la oportunidad para frotarme la dolorida muñeca y estirar los hombros.
—¿Os encontráis bien? —preguntó el dominico, con visible preocupación.
—Sí, padre.
—¿Queréis que nos tomemos un descanso?
—No, no. Pero si pudiera mojar la garganta...
—Por supuesto —asintió, y me llenó el vaso de agua. Debo confesar que aquel acto me emocionó, pues, como sabéis, un monje rara vez se digna servir a nadie, si está en compañía de un lego. En realidad, lo pertinente habría sido que yo le sirviera a él, pero esta vez fue el dominico quien, con pulcritud y gesto grave, ofició de escanciador mientras el padre Cornelius irrumpía en la sala como un vendaval y, plantándose delante de la mesa con los brazos en jarras, dirigía la palabra al padre Amiel con osada y tempestuosa descortesía.
—¿Habéis examinado la herida del pobre muchacho? —exigió saber.
El padre Amiel lo miró fijamente, pero no dijo nada.
—¡Le he visto anudándose el cordón! —protestó el benedictino—. ¡Estaba al borde del desmayo! ¿Le habéis forzado a enseñar sus vergüenzas para vuestra satisfacción?
El dominico se volvió hacia mí, arqueó una ceja y puso una cara de pena que decía: «¡Qué lamentable, insinuar siquiera que yo sea capaz de tal cosa! ». A continuación, con voz gélida, pidió al padre Cornelius que hiciera juramento, por Dios Todopoderoso y por sus Sagradas Escrituras, de decir toda la verdad y nada más que la verdad en relación a sí mismo, como testigo principal, y a otros, vivos o muertos.
Para mi gran sorpresa, el anciano monje accedió a la sugerencia sin reparos. (Tal vez era de esos hombres que, antes de lanzarse a cualquier clase de conversación, tienen que pavonearse un poco para producir en sus oponentes la impresión de que están ante un valioso contrincante.)
—Yo no miento —añadió ostentosamente, una vez efectuado el juramento—. Tanto si doy mi palabra como si no, yo siempre digo la verdad. Por eso no teníais necesidad de estudiar la aflicción del infortunado muchacho. Yo he podido ver la herida y puedo aseguraros que ahora es un eunuco. ¿Por qué torturar, pues, su alma atormentada?
Si el padre Cornelius esperaba una respuesta, quedó decepcionado. El padre Amiel se limitó a decir:
—¿Cuándo os habló Gilles por primera vez de la existencia del súcubo? ¿Fue antes o después de castrarse?
—Después —respondió el benedictino.
—Pero él dice que os lo contó antes. Dice que se emasculó por desesperación, para repeler al espíritu maligno, después de que fracasaran las penitencias que le impusisteis.
La respiración del padre Cornelius se hizo más pesada.
—¡Es una falsedad! —protestó con voz ronca—. Yo no le impuse penitencias en relación con el súcubo. No supe nada del asunto hasta que ese acto sanguinario se hubo consumado.
—Pero sois su confesor, ¿no?
—Lo soy.
—¿Y nunca os confió sus cuitas?
—Respecto al súcubo, no.
—Porque, si el muchacho os reveló su existencia bajo el secreto de confesión, estaría justificado que no dierais aviso al abad. Bajo el secreto de confesión, os veríais en la obligación de afrontar el problema vos mismo, sin ayuda. Y vuestras penitencias habrían sido el remedio para él.
—Yo no le impuse penitencias —repitió el benedictino con impaciencia, casi con irritación—. Ya os he dicho que no supe nada del súcubo hasta que Gilles me explicó la causa de su mutilación.
—Pues él dice que le pegáis.
—Le pego, sí. Lo hago con todos los novicios. Soy su maestro. —La banqueta en la que estaba sentado crujió bajo su peso—. ¿Es que los dominicos no reciben castigo por sus pecados?
—Tenedlo por seguro —replicó el padre Amiel—. Pero a nosotros sólo se nos disciplina delante de la comunidad. En el capítulo de faltas.
El padre Cornelius pareció reflexionar unos momentos.
—Así debería ser —respondió al fin, ásperamente—. Pero me siento un padre para con mis novicios y quizá los trato con demasiada ternura. Todos ellos prefieren, sin duda, no verse humillados ante el abad y condenados por sus hermanos. Por eso son castigados en privado, salvo cuando su pecado es demasiado atroz.
El silencio que se produjo a continuación estuvo muy calculado. Aunque se prolongó lo suficiente como para que el padre Cornelius notara que el dominico lo estaba acusando, éste le sorprendió con otra pregunta sin darle tiempo a expresar su cólera.
—¿Cuántas veces habéis pegado a Gilles Arasse?
—¿Pegarle? ¡Muchas!
—¿Cuántas?
El benedictino emitió un ruido, una especie de bufido, que expresaba su absoluta incapacidad para recordar un detalle tan nimio.
—¿Quién sabe? —soltó—. Todos los jóvenes son profanos y disolutos por naturaleza.
—A juzgar por las marcas que lleva en el cuerpo, hermano, el joven Gilles debe de ser un pecador empedernido.
El padre Cornelius puso cara de desconcierto. Miró al interrogador con perplejidad manifiesta, juntando sus pobladas cejas.
Después se cuadró de hombros, llenó los pulmones y anunció, con tono paciente y tedioso, que era maestro de novicios desde hacía veinte años y que sabía perfectamente cuándo era necesario actuar con mano firme para guiar a un muchacho durante su época de noviciado.
—¿Y en el caso de Gilles era necesaria esa mano firme? —quiso saber el padre Amiel.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque tenía pensamientos impuros —replicó el padre Cornelius, sin concretar—. Sueños y visiones concupiscentes.
—¿De qué naturaleza?
—Eso no os lo puedo decir —el benedictino adoptó un tono altivo—. Se me reveló bajo el secreto de confesión.
—Pero Gilles nos lo ha contado —protestó el padre Amiel, mintiendo fría y descaradamente. El otro fraile, sin embargo, no cayó en la trampa.
—Gilles puede difundirlo, si quiere. Yo lo tengo prohibido.
—¿Así pues, esperabais quitarle la lujuria a golpes al muchacha?
—Esperaba demostrar que la carne es débil. Que el cuerpo es un simple receptáculo, que no está hecho para la fornicación, sino para el Señor, como nos dice san Pablo.
—¿Creéis firmemente en ello?
—Con toda firmeza.
—Entonces, ¿qué haríais, por ejemplo, si uno de vuestros novicios cayera en... en dar satisfacción a sus deseos carnales con ayuda de sus propias manos?
—Castigaría esas manos —declaró sin vacilar el padre Cornelius—. Haría que las pusiera sobre una mesa y las disciplinaría con la vara.
—¿Le hicisteis esto a Gilles? He observado que tenía los nudillos hinchados.
—Padre, lamento decir que he tenido que hacérselo a muchos novicios, en numerosas ocasiones. —De nuevo, el viejo fraile empleó un tono condescendiente, como si se dirigiera a alguien inexperto y algo corto de entendederas—. Todos llevamos dentro a Satán, y un muchacho no es más que un foco infeccioso de concupiscencia. Su cuerpo lo domina: es glotón y perezoso y fornicador impúdico. He corregido a muchos jóvenes con severidad, los he castigado con la vara hasta que se me ha cansado la mano... y ¿con qué resultados? Al cabo de pocos días, ya andan otra vez en pos de la ramera de Babilonia, mancillando su propia pureza y revolcándose en la putrefacción de los pecaminosos humores de la carne...
—Entonces, tal vez deberíais probar otro método para llevarlos al buen camino —le interrumpió el padre Amiel—. Gracias, hermano. De momento, esto será todo.
—¿Qué?
—Haced el favor de informar a Gilles Arasse de que deseo hablar con él otra vez. Y, por favor, quedaos con los centinelas hasta que os dé permiso para marcharas.
Sorprendido, el padre Cornelius se levantó con gesto ceñudo.
—¿Por qué queréis volver a interrogar a Gilles? —inquirió.
—Porque ha mentido bajo juramento —respondió el padre Amiel, con una franqueza inaudita en él—. Quiero dar a vuestro pupilo la oportunidad de retractarse de sus falsedades antes de que le causen más perjuicios. Podéis informarle de esta decisión, si lo deseáis. Sin duda, vuestras instrucciones tendrán más peso en él que las mías.
A mi modo de ver, con tal argumentación, el padre Amiel hizo gala de una suprema astucia, pues convenció al padre Cornelius de que se marchara sin más protestas. Cuando hubo salido, el padre Amiel se inclinó hacia mí y, en otro sorprendente acceso de sinceridad, murmuró:
—Voy a acabar con ese hombre.
¿Qué?
—Es un bruto estúpido. No debería ser monje, y mucho menos maestro de novicios. Cuando termine con él, andará lavando pies.
Asombrado, le habría pedido que se explicara mejor si la entrada de Gilles no hubiera cortado en seco nuestro coloquio. El pobre muchacho parecía el santo Job, hecho pedazos y absolutamente abatido. Después de pedirle que cerrara la puerta, el padre Amiel le explicó que, en su calidad de testigo, seguía obligado por el juramento y que no debía considerar aquello como un nuevo interrogatorio, sino como una continuación del anterior. Acto seguido, lo acusó de haber mentido y le advirtió que aún tenía la oportunidad de salvar su alma respondiendo sinceramente o, de lo contrario, quedaría condenado al fuego eterno del infierno.
—El padre Cornelius dice que no le hablaste de ese demonio hasta después de mutilarte —declaró el dominico—. ¿Por qué, entonces, has declarado otra cosa?
El muchacho se derrumbó y rompió en sollozos.
—Tu maestro afirma que sólo le hablaste de tus sueños lujuriosos y censurables, de tus abominables apetencias y de tus actos pecaminosos...
—¡No! —exclamó el novicio, frenético—. ¡Me prometió no contar eso! ¡Me lo prometió!
—Hijo mío, ¿cómo puedes deshonrarte con tamaña obscenidad? Pecados como el tuyo no tienen perdón. ¡Pero si Dios mismo te volvería la espalda! —El padre Amiel hablaba con tono apesadumbrado, como si estuviera plenamente al corriente de las fechorías del novicio, hasta el último detalle—. Deberías haber abandonado la senda del vicio. Deberías haberte apartado de la iniquidad.
—¡Pero si lo intenté! —sollozó Gilles—. ¡Lo intenté con todas mis fuerzas!
—Pero ¿el ayuno no surtió efecto? ¿Las oraciones no sirvieron?
—¡No!
—¿Tampoco los golpes?
—No. Sucedía una y otra vez. —El novicio lloraba como un niño—. Todos los días... Me dolía tanto que no podía dormir, ni sentarme apenas, pero seguía teniendo esos sueños... y manchando las sábanas...
—De manera que te cortaste los virilia —concluyó el padre Amiel con calma.
Gilles, entre hipidos, permaneció en silencio.
—No existía ningún súcubo, ¿verdad? —El dominico hablaba ahora con tono comprensivo—. Lo inventaste para disimular la vergüenza que sentías, porque es menos vergonzoso ser la víctima inocente de una visitación diabólica que ser un muchacho a quien sus deseos obscenos conducen a la desesperación.
El declarante continuó callado.
—¿Cómo ibas a llegar a monje, atormentado incesantemente por tales deseos ardientes? —continuó el padre Amiel—. ¿Y cómo ibas a dormir un minuto, si el padre Cornelius continuaba sometiéndote a un trato tan cruel por tus pecados? ¡La solución era terrible, pero tus padecimientos lo eran aún más!
Creedme si os digo que incluso a mí se me saltaron las lágrimas mientras oía sollozar al pobre novicio. Gilles lloraba de pura desesperación, como si ya se considerase condenado al fuego eterno, mientras desnudaba su alma ante la bondad del padre Amiel. Con disimulo, intenté enjugar mi propio llanto, restregándome los ojos, antes de aplicarme de nuevo a la trascripción. Sin embargo, el padre Amiel debió de captar el gesto, puesto que se volvió y me miró, arqueando una ceja.
Puede que me equivoque, pero vi en su rostro una ligera, ligerísima expresión de divertida sorpresa.
—Perdonad —gimió Gilles—. Perdonadme, os he mentido. Fue como decís.
—¿No hubo demonio?
—No lo hubo.
—¿Mentiste al padre Cornelius?
—Le mentí.
—Entonces, hijo, me interesa saber el origen de esa idea del súcubo —dijo el dominico—. ¿Cómo se te ocurrió semejante invención?
Gilles no habría respondido de manera más estupefacta si acabara de recuperar el sentido después de un poderoso golpe de hacha. Su mirada continuó perdida en el vacío durante un rato hasta que, finalmente, se posó en el rostro del padre Amiel. Mientras se mecía en un ligero vaivén, acompañado de un agitado pestañeo, dio la impresión de examinar la pregunta como un borracho examinaría una zanja antes de decidirse a cruzada.
—San Hipólito —murmuró—. En una ocasión, a san Hipólito lo visitó una mujer desnuda, y cuándo él le arrojó una casulla por encima, la mujer se convirtió en un cadáver.
—¡Ah, sí!
—El padre Cornelius solía contamos esa historia —concluyó el novicio con voz cansada—. Nos decía que toda la carne es corrupta y que los deseos carnales son los perros de la muerte. Nos insistía en que debíamos evitar la concupiscencia, al precio que fuese.
¿Al precio que fuese? Mirando al novicio, me dije que el de perder el miembro viril era un precio muy superior al que yo estaría dispuesto a pagar.
Canto IV
Tras haber extraído la verdad a Gilles Arasse, el padre Amiel decidió que había que presentar dicha verdad al abad de los agustinos descalzos sin más dilación. A mí, sin embargo, me dio asueto y pude encaminarme a casa, pues mi patrono quería acompañar a Gilles y a su maestro de noviciado en su regreso al monasterio. Estoy seguro de que lo animaba, sobre todo, la perspectiva de humillar al padre Cornelius, cuyo carácter y principios estaban (a juzgar por el brillo de los ojos del padre Amiel) a punto de recibir una seria derrota. Por fortuna, se me libró de la necesidad de asistir a aquella pelea de gallos monástica. Dispensado de mis tareas, me arrastré hasta la casa de mi madre, exhausto, preguntándome con aprensión si tendría las fuerzas necesarias para soportar las comparecencias del día siguiente. Al parecer, mi recuperación no había sido tan completa como yo esperaba.
Pero, ay de mí, ¿y la paz de espíritu? Cuando llegué a la casa de mi madre, una desavenencia ocasionada por dos de los visitantes más indeseados me impidió retirarme a mi alcoba. En el umbral había estallado una feroz discusión: mi cuñada se enfrentaba verbalmente a tres personas, la menos encendida de las cuales parecía ser Bona Claret. Las otras dos —Jean Mignard y una joven cuya prominente barriga indicaba que podía tratarse de su hija— gritaban de tal manera que di media vuelta y me escabullí lo más deprisa que pude.
Sin embargo, Alazais fue más rápida que yo.
—¡Raymond! —gritó—. ¡Ven aquí, Raymond! ¡Raymond! Yo no me hallaba en condiciones de resistirme. Suspirando, obligué a mi reticente cuerpo a dar media vuelta y dirigirse hacia el altercado, que había hecho salir a las ventanas a todo el vecindario. Os juro que, sin los Maillot, en aquella calle nunca habría habido nada de lo que hablar.
—¡Ahí! —exclamó Jean Mignard—. ¡Ahí está!
El hombre me señalaba al tiempo que llamaba la atención de su hija, que me miró mientras me acercaba. Atisbé una cara redonda y pálida debajo de un grueso velo y vi que sacudía la cabeza en gesto de negativa.
—No —dijo entre suspiros—. No es él.
—¡Ya os lo había dicho! —espetó Alazais—. y ahora, marchaos, por favor. ¡Aquí no sois bienvenidos!
—¿Estás segura? —preguntó el de Valence a su hija, haciendo caso omiso de mi cuñada—. Éste es Raymond Maillot, de Aviñón. No hay otro. ¿Cómo es que dudas, Marie?
Mientras Marie Mignard rompía a llorar, Alazais reconvino a su padre por haber insultado a la familia Maillot y por exponer a su hija a la condena pública.
—¡Debería estar en casa! —gritó mi cuñada—. ¡Y ahí la tenéis! ¡ Paseando por las calles con la vergüenza por delante como una ramera!
—¡Callad esa boca! —aulló Jean, y si yo no le hubiese agarrado el brazo, quizás habría golpeado a Alazais. Por haberle negado la satisfacción de pegar a la mujer de mi hermano (¿y quién puede culparle por albergar esos deseos?), el ultrajado padre me dio un empujón. Me tambaleé, pero no caí, y Jean Mignard cogió a su hija por la muñeca y se alejaron deprisa bajo la atenta mirada de los espectadores, que sumaban casi una veintena.
—Y en cuanto a ti —declaró Alazais con aire de triunfo volviéndose hacia Bona Claret—, tú tampoco eres bienvenida. ¡Largo! ¡Márchate!
—Pero necesito trabajo.
—Aquí no hay trabajo.
—Raymond —Bona apeló a mí, con aire aturdido—. Me han despedido. Nadie me dará trabajo. No sé dónde vaya dormir esta noche.
—¿No tienes familia? —le pregunté.
—Ni familia, ni dinero. Todos mis amigos son criados, no viven en casa propia.
—¡ Raymond! —rugió Alazais—. ¡Éste no es lugar para tus mujerzuelas! ¡Dile que se marche!
—A su debido tiempo —repliqué—. Hay hostales, o casas de beneficencia donde te darán comida y alojamiento.
—Pero soy joven y fuerte. Necesito trabajar. ¿Me encerrarán en la cárcel, Raymond? Desde que hablé con ese monje, la gente no se atreve a acercárseme. Creen que soy una bruja o una hereje.
—Raymond... —intervino mi cuñada.
—Déjame en paz, ¿quieres? —le dije a Alazais—. ¡Esta mujer es cliente mía! Y ahora, entra y cuídate de tus hijos.
—¿Cliente tuya? —espetó Alazais—. Pero si no tiene dinero, ella misma lo ha dicho. Es tu ramera. ¡Y tú eres una desgracia para esta familia!
¿Qué puede uno decirle a una mujer así? Nada es bastante. Así que le di un empujón para que entrara en la casa y cerré la puerta; tenía demasiado aprecio a su dignidad para enzarzarse en una pelea física. Entonces le pregunté a Bona por qué la habían despedido y supe que Masseo di Vico, al enterarse de lo que la muchacha había revelado al padre Amiel, la había puesto de patitas en la calle.
—¡Qué estúpido! —comenté—. ¿Y qué va a impedir que quieras vengarte? Un hombre en su situación no debería crearse enemigos. —¿Qué voy a hacer, Raymond? Ya sabes que no soy mala. ¿No habrá nadie que me dé trabajo?
Me maravilló que hubiese acudido a mí con sus desgracias porque, al fin y al cabo, yo era poco más que un desconocido para ella, pero quizás, al verme con el padre Amiel, me había considerado una persona dotada de autoridad y bien dispuesta. y en realidad, me sentí tan débil que no pude rechazarla.
Por ello, la envié a Beatrice Rascas, quien tal vez, pensé, necesitaría una ayudante de cocina. Le di permiso para utilizar mi nombre y para que le contase con toda sinceridad de qué nos conocíamos. Se me ocurrió, incluso, que debía acompañarla a El Gallo Negro.
Como podéis imaginar, no me apetecía en absoluto enfrentarme a mis acalorados familiares, que aguardaban mi entrada al otro lado de la puerta que tenía a la espalda. Sólo de pensarlo, me dolían los huesos. Sin embargo, enseguida advertí que cuanto más retrasara el encuentro, más cansado estaría cuando, por fin, me viera obligado a encarar la ira de mi familia. Tras despedir a Bona, erguí los hombros, respiré hondo y entré en la casa, donde fui atacado como un cordero en la guarida de un león. ¡Qué tumulto! y yo estaba demasiado agotado para defenderme, aparte de fingir que tenía trabajo pendiente. Le dije a Alazais que me habían confiado la redacción de varios documentos. ¿Quería mi cuñada que el padre Amiel no tuviera listos los escritos? Aquello sirvió, de momento, para quitármela de encima. Utilizando el nombre del padre Amiel como escudo, pude retirarme a mi alcoba, dejando que las mujeres de mi familia discutieran y chismorrearan sobre mis flaquezas como lobos alrededor de un animal muerto. El alboroto de sus voces me llegaba de vez en cuando como transportado por un viento caprichoso: «vergonzoso... mujeres... alcahuete... ayuda... paliza...». Mientras resumía los testimonios del día, pugné por no escucharlas.
Prodigué un cuidado extremo en aquella tarea, pero fue insuficiente para mantenerme ocupado el resto de la velada. Por ello, cuando Arnaud volvió a casa e irrumpió en mi habitación, me sorprendió cortándome las uñas de los pies, una circunstancia que pareció encenderle el ánimo. Me llevó a rastras a la cocina y me lanzó contra una pared. Luego me gritó en la cara hasta que me vi obligado a darle una patada en la rodilla y, después de una breve escaramuza (que concluyó cuando mi madre nos separó), convocó un consejo de familia. En este consejo se discutió con todo lujo de detalles mi conducta disoluta. Arnaud reconoció que me habían acusado erróneamente de seducir a Marie Mignard. A cambio, yo me vi obligado a admitir que, si mi reputación no hubiese sido tan negra, no me habrían acusado de ello para empezar. Todos convinieron, unánimemente, en que mi debilidad por las mujeres era lamentable. ¿Qué iban a hacer conmigo? La solución parecía ser el matrimonio: si estuviese casado, no tendría motivos para frecuentar la mitad de las camas de Aviñón. Ésta era, al menos, la opinión de mi hermano.
Y, si os he de ser sincero, yo ya estaba harto de oponerme a la familia. Que hagan sus planes, me dije. Cuando llegue el día, no podrán obligarme a consumar un matrimonio. Y mientras tanto, tal vez me dejen en paz. Tal vez me permitan dormir una noche, antes de que me hagan desfilar por las calles como un toro en una feria.
Así pues, dije que me casaría y permitieron que me retirase a mi alcoba. ¿Qué habríais hecho, de estar en mi lugar? Un hombre tiene que dormir, si ha de trabajar como un hombre. A fin de cuentas, incluso Dios descansó al séptimo día.
A la mañana siguiente, como podéis suponer, recibí al padre Amiel como a mi salvador, porque, en su compañía, podía escapar de mis familiares sin tener que afrontar sus críticas. Consideraban al fraile una suerte de guardián que cuidaba de que pasara los días realizando acciones virtuosas y que me protegía de las añagazas de las mujeres lascivas. En realidad, me daba miedo que quisieran involucrarlo en nuestras disputas familiares: temía que le pidieran que me «convenciese» de las ventajas que se derivaban de un matrimonio bien meditado. Por ello, lo intercepté en el umbral y lo alejé de la casa antes de que mi madre lo invitara.
Mi sufrimiento, que llevaba escrito en unas oscuras líneas de la cara, me había robado también la fuerza de la voz. O tal vez mi porte dejaba translucir pensamientos sombríos y falta de descanso nocturno. En cualquier caso, la situación familiar debía de haber afectado a mi actitud, porque el dominico —que, como debéis recordar, no veía bien— me saludó con estas palabras:
—¿Estáis bien, maese Raymond?
—Oh, sí, padre. Bastante bien.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Porque si no os sentís fuerte...
—Por favor, padre. No os fallaré. Lo que ocurre es que estoy un poco cansado.
El monje agachó la cabeza. Se me ocurrió pensar que quizá mi tono lo había ofendido, pues, cuando nos pusimos de camino hacia la prisión, no habló, lo que permitió que el silencio entre los dos se volviera más denso. Al final, en un intento de disipar mi propia incomodidad, le pregunté si el abad de los agustinos descalzos lo había recibido de manera favorable el día anterior.
—Pues sí —fue la cortés respuesta del dominico.
—¿Y qué le dijisteis?
—La verdad, desde luego.
—¿Sobre Gilles Arasse?
—Sobre Cornelius —esbozó una leve sonrisa—. El padre Cornelius ya no es el maestro de novicios del monasterio de los Agustinos Descalzos.
—¡Oh! —Debo confesar que no me sorprendió. De hecho, en aquel momento, ni siquiera me interesaba la historia—. Así, no había ningún súcubo.
—No, ninguno.
—Entonces, Gilles Arasse no os ha ayudado en absoluto.
—En lo que respecta a la muerte de Guillaume Monier, no —dijo el monje al tiempo que entrecerraba los ojos para otear algo a lo lejos—. O estoy confundido o ésa es la mujer de cuyos favores disfrutasteis de joven...
Debo situaros: al doblar una esquina, nos habíamos encontrado de repente con el alto muro oriental de la prisión, que se extiende un buen tramo a lo largo de una de las calles más angostas de Aviñón. Atestada de puestos de distintas mercancías, oscurecida por los tejados en voladizo de las casas, esta calleja no es más que un pasaje, un túnel, y no una calle. Uno casi tiene que caminar de lado, con los hombros por delante, para llegar a las grandes fauces de la entrada de la cárcel unas fauces que, absorbiendo unos vapores pestilentes como un basilisco, parecen a punto de devorar la pequeña tahona que hay enfrente. La congestión empeora aún más debido a los peticionarios de todas las edades que llevan consigo comida, dinero, misivas, criaturas y cartas de amor, y que se han habituado a arracimarse alrededor de los centinelas de la prisión, esperando que los admitan. El humo queda suspendido como una niebla en el aire oscurecido y al pisar la harina y la broza se levantan formando remolinos que anegan los ojos y la garganta.
Sin embargo, pese a todos aquellos estorbos, distinguí a Bona entre los suplicantes que se congregaban en el portal de la prisión.
Y tuve que contener la maldición que se formaba en mis labios.
—¿La veis? —preguntó el padre Amiel—. Es la criada del médico, ¿verdad?
—No —respondí—. Ya no lo es. Quiero decir que la ha despedido y la mujer ha acudido a mí... ¡Oh, por las barbas de san José!
—¡Raymond! —Al vemos, Bona abandonó su puesto y salió a nuestro encuentro—. Raymond, la viuda no tiene trabajo para mí.
—Bona...
—Me ha ofrecido una cama, pero sólo por una noche. ¿Adónde debo ir, Raymond? Oh, padre, ¿qué será de mí?
—Masseo di Vico la ha despedido —le expliqué al monje—. Cuando supo lo que ella os había contado, se enfureció y la echó.
—¡Tenéis que ayudarme! —insistió la mujer—. No soy una hereje, soy una buena cristiana y una buena trabajadora.
—No tiene familia —proseguí—, ni amigos que puedan ofrecerle un techo.
—Pues que vaya al hospital de San Juan de Jerusalén —dijo el padre Amiel hablando con indiferencia, como si Bona no estuviera presente. El monje empezó a caminar para dejarla atrás, una tarea difícil en aquel espacio tan limitado—. Allí, los hermanos dan de comer a los pobres y ofrecen techo a los indigentes —añadió—. Puede decir que va de mi parte.
—¡Pero si yo quiero trabajar! —gritó Bona—. ¡No estoy enferma, padre! ¡Puedo cocinar o lavar ropa! ¡Y sé coser!
—Padre, tal vez sepáis de algún convento de monjas donde necesiten una lavandera...
—¿Yo? —El dominico me miraba casi divertido—. ¿Cómo iba a saber yo tal cosa? Decidle que vaya al hospital.
Acto seguido, desapareció entre la multitud, esperando que yo lo siguiera y, como es natural, lo hice no sin antes despedirme de Bona con unas palabras de aliento.
—Espérame —murmuré—. Esta noche iré a verte.
—¿Y me ayudarás?
—Te ayudaré. Conozco otras casas... Tal vez en alguna de ellas... Pero, de momento, ve al hospital, Bona.
Y así fue como me comprometí a ayudarla. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez porque estaba acostumbrado a ayudar a todo el mundo: al fin y al cabo, un escribano público tiene por costumbre ofrecer consejo y asistencia a quien se los pide. Además, debéis saber que nunca puedo rechazar a una mujer. En lo que a mis amigos se refiere, os dirán que soy constante y leal y que haré cualquier cosa que se me pida (al menos dentro de los límites de lo razonable...)
Oh, ¿por qué fingir? Soy débil, ésa es la verdad. Cedo a los deseos de mi familia, de mis amigos y de mi propia carne pecadora. Mi espíritu es como el junco. Por intentar complacer a todo el mundo, no complazco a nadie. Ansío obtener aprobación.
Por lo tanto, cuando el padre Amiel y yo llegamos a la estancia que nos habían asignado y me aconsejó que me distanciara de Bona, lo halagué dándole la razón. Estaba en lo cierto. Aunque su situación de apuro era muy lamentable, no era responsabilidad mía. Además, como escribano suyo, debía distanciarme de los testigos del caso. Debía recordar que, aunque el amor es sufrido y es benigno, no ha de convertirse en la oportunidad de pecar, porque si me relacionaba con Bona, sería presa de la tentación. El padre Amiel, aunque no trató minuciosamente el asunto, dejó clara su opinión, hablándome en todo instante en un tono paternal, tan dulce como áspero resulta siempre el de Arnaud.
Así, aunque estaba preocupado porque se me antojaba cruel abandonar a Bona de aquella manera, me mostré sumiso. Le recordé al dominico que su declaración todavía tenía que ser confirmada y me aseguró que no lo había olvidado (¿cuándo olvidaba él algo?), pero que aquel detalle tenía muy poca importancia y que ya nos ocuparíamos de ello en el momento oportuno.
—Me resultará muy fácil encontrarla —dijo—. Por lo que a mí se refiere, no os preocupéis. Olvidadla. Y además, saldrá adelante sin vuestro socorro.
Me maravillé, una vez más, ante los extraños afectos del padre Amiel. Podía ser más frío que el hielo, más impenetrable que una roca, en situaciones en las que los demás obrarían dejándose llevar por la piedad o la compunción y, sin embargo, guiaba mis pasos con la ternura de una madre y me reprobaba con una condescendencia que ciertamente no merecía. ¿Por qué me tenía en tanta estima? ¿Qué me distinguía de otros más dignos de su comprensión? Aunque su benevolencia me intrigaba, sentía hacia él una gratitud auténtica y profunda, que quizás influyese en mi opinión acerca de su conducta.
No quiero decir que se mostrara violento, profano o vengativo durante los interrogatorios del día, pero mintió, como era su costumbre, y aquellas mentiras habían dejado de preocuparme. Creía que estaban justificadas. Creía que eran perdonables. Me descubrí tolerante con las estratagemas que urdió, con la confusión que causó mientras interrogaba a los dos compañeros de cama de Gaillard ya otra criada de Masseo di Vico. Esta última testigo, de nombre Fabrissa, no reveló nada de interés. Afirmó que Bona no había hecho gala de animadversión hacia la familia Di Vico antes de que la despidieran. No recordaba que en su presencia se hubiera llevado a cabo en la casa ningún acto impío, aunque no se enteraba mucho de lo que se decía porque la familia no hablaba en provenzal. Por lo que ella sabía, entre los visitantes asiduos que recibía Masseo di Vico se contaban el padre Antonio, capellán del cardenal; el boticario de Su Eminencia, llamado Rinaldo Costa, y otro médico, maese Vezia. Nunca había visto a ningún miembro de la casa del camarero en la residencia de los Di Vico, a excepción de Lothaire Lagarrigue, que siempre manoseaba a Bona Claret por debajo de la falda. Bona, dijo la testigo, era una ramera. Ella, Fabrissa, en cambio, rezaba cada mañana y cada noche a la Virgen María y se negaba a aceptar las proposiciones de los hombres lascivos.
Se me ocurrió pensar que Fabrissa no debía de recibir tales proposiciones con demasiada frecuencia, ya que no se trataba precisamente de la más hermosa de las mujeres. Era grande y lenta, y tenía el cabello canoso, los hombros de un buey y la nariz como el hocico de un cerdo. Sin embargo, cuando se le acusó de mentir para proteger a su amo, por miedo de que la despidieran como a Bona, Fabrissa respondió que, en cualquier caso, pronto dejaría de servir en casa de Masseo. Al cabo de un mes, se casaría con su primo, cuya mujer había fallecido hacía poco, y así, con las bendiciones de la Iglesia se consumaría una vieja historia de amor. Después de la boda, Fabrissa se marcharía a vivir a una casa fuera de las murallas de Aviñón. Se había ganado la dote con sus propias manos y, a partir de entonces, disfrutaría de los frutos de su trabajo. No tenía ninguna razón para mentir y proteger a Masseo di Vico.
—Además —añadió—, yo no os mentiría, padre. He jurado sobre las Sagradas Escrituras. Soy una buena cristiana y no romperé el juramento, porque, si lo hiciera, iría al infierno con los herejes y los fornicadores.
Los dos amigos de Gaillard tampoco relataron nada útil. Confirmaron que Gaillard había dormido a su lado la noche del asesinato del padre Guillaume. Negaron que el muchacho les hubiera contado una palabra acerca de las proposiciones lascivas del camarero. y en lo que se refería al trato de Gaillard con Masseo di Vico, éste había sido tan superficial y poco frecuente como él mismo había sostenido.
Al terminar los interrogatorios, el padre Amiel se volvió hacia mí y dijo:
—Parece que vuestro amigo Gaillard ha dicho la verdad.
—Sí, claro —respondí—. Él no habría matado al padre Guillaume.
—Nada parece indicado. Me siento aliviado. —El monje suspiró y se frotó la cara con las manos. De repente, lo noté muy cansado—. Hasta ahora, los interrogatorio s a las personas que están al servicio de Masseo di Vico han servido de tan poco como los realizados a los empleados del camarero. Si pudiera encontrar otro testigo en su contra... Se precisan dos testigos.
Yo apunté que, si el médico confesara, entonces los testigos no serían necesarios. ¿No sería mejor que citase a maese Di Vico? Un experto inquisidor como él podría, a buen seguro, extraerle la verdad.
—No, no, no —replicó el dominico en tono impaciente, al tiempo que sacudía la cabeza—. No puedo interrogarlo hasta que obre en mi poder una justificación para ello, hasta que dos testigos declaren que es el autor de la infamia. Como ya os he dicho, esto es una inquisitio, no una accusatio. Además, el cardenal lo protege. Ya ha habido objeciones y se han enviado cartas. A mí, al Santo Padre...
—¿Al Santo Padre? —Sí, las ha firmado el cardenal Di Vico, pero no me sorprendería que las hubiese escrito su hermano —dijo el padre Amiel como si pensase en voz alta—. Se me acusa de
persecución, de procedimientos ilegales y de abuso de autoridad. Tal como están las cosas en este momento, si decidiera interrogar a algún miembro de la corte del cardenal sólo encontraría obstáculos en el camino. Quizá llegase incluso a predisponer al Papa contra mí. Tal vez me vería delante de un tribunal o asesinado en la calle.
Pasmado, lo miré boquiabierto. Nunca me habría pasado por la imaginación que el dominico tuviera que enfrentarse a unas fuerzas tan poderosas.
—Y ya me están poniendo trabas —prosiguió el monje—. He citado a Tibaldo, el otro criado del médico. El escribano que os sustituyó redactó las citaciones para que comparezca ante mí esta tarde y ayer al atardecer me informaron de que, como ciudadano de Roma, no está obligado a responder ante un tribunal francés. Esto es absurdo, desde luego. Así lo hice constar, pero esta mañana me han comunicado que está muy enfermo y no puede presentarse. Mañana tendré que enviar al condestable con unos oficiales del orden para que lo traigan. —Habiendo hecho aquellos comentarios a la pared vacía, de la forma distante en que habla alguien que no está pendiente de si le escuchan, el dominico se volvió hacia mí con los ojos entrecerrados y dijo—: Pero soy optimista. Los presagios son buenos. No se empecinarían tanto en impedirme hablar con un mero criado si éste no tuviera algo que revelar. Quizás este Tibaldo sea mi segundo testigo.
Convine en que tal vez fuera así.
—Lo único que necesito es una mínima evidencia —prosiguió el monje, pellizcando el aire con el índice y el pulgar—, una excusa para arrestar a Masseo di Vico, para registrar su casa, para obligarlo a sentarse en esa banqueta e interrogarlo. Entonces sabré la verdad.
—¿Sobre la muerte del padre Guillaume? —inquirí, ante lo cual extendió sus manos.
—Tal vez no —admitió—, pero debo deciros, hijo, que este Tibaldo sólo habla el dialecto romano, y ocurre que tengo conocimientos amplios de esa lengua, pero necesitaré un escribano que también esté familiarizado con ella. Ya he encontrado uno y he contratado sus servicios para mañana por la mañana.
—Entonces, ¿no me necesitaréis?
—No, mañana por la mañana no os necesitaré. En cuanto a la tarde... Bueno, veamos primero si el testigo se presenta. De repente bostezó y se desperezó como un gato. —Mientras tanto... —añadió. —Mientras tanto, deberé escribir los protocolos —lo interrumpí. —Exactamente —dijo con una sonrisa—. El trabajo de Dios es una carga muy pesada, hijo.
—Ya lo sé, padre. Lo veo sólo con miraros.
—¿Porque se me ve muy cansado?
—Porque sois muy menudo.
Aquél era un comentario atrevido y podía haberse ofendido en grado sumo, pero, en vez de fruncir el entrecejo, sonrió hasta mostrar los dientes y emitió un extraño sonido semejante a la tos que, a menos que me equivoque, tenía todos los visos de ser una carcajada reprimida.
—Una proposición interesante —dijo—. Y de ella, supongo, podemos extraer deducciones sobre vuestra elevada estatura. La suya podía ser una compañía de lo más agradable, os lo juro. En ocasiones, podríamos haber estado hablando en una taberna, tomando una jarra de vino. Sin
embargo, era un monje, y a menudo su jovialidad era la de un trozo de madera. No es de extrañar, pues, que me resultara difícil comprenderle.
Canto V
El sol todavía estaba alto cuando, liberado de mis obligaciones, salí a encontrar a Bona Claret. Aunque había prometido al padre Amiel que no me expondría más a su compañía, sabía que, si no lo hacía, ella volvería a buscarme. Tal vez se presentaría en casa de mi madre, o me esperaría en las inmediaciones de la prisión. Era mejor, me dije, resolver aquel asunto cuanto antes. Me mostraría frío y distante y me aseguraría de que Bona, en adelante, se abstuviera de seguir mis pasos.
Mis intenciones eran buenas, ya veis. ¡Ojalá hubiera sido capaz de llevarlas a cabo! No obstante, debo decir en mi defensa que siempre he sido un hombre caritativo, y que la caridad, como nos dice san Pablo, es superior incluso a la fe y a la esperanza.
A quienes no conozcáis Aviñón, permitid que os explique que el hospital de San Juan de Jerusalén está anexo a la encomienda de dicha orden. Varias casas, una pequeña capilla y una suerte de galería cubierta, construida con los restos de un viejo claustro que en otro tiempo ocupaba el solar, han sido acondicionadas para uso del hospital. Con todo, el espacio resulta insuficiente y los peregrinos febriles yacen en las escaleras y obstruyen el paso en las puertas. Abundan allí los mendigos agonizantes, y los hermanos legos, que deambulan con jofainas y vendas y reparten rebanadas de pan, parecen aturdidos ante las incesantes peticiones de los pacientes. He oído que, desde el establecimiento de la Santa Sede en Aviñón, las instituciones de beneficencia como este hospital han visto multiplicarse por diez el número de personas que demandan comida, cama, dinero y asistencia médica. (Naturalmente, también han tenido diez veces más legados y donativos, pero todos sabemos que buena parte de tales donaciones parece desvanecerse en los bolsillos y los estómagos de los tonsurados.)
Cuando la encontré, Bona Claret jugaba con el hijo de una enferma a la sombra de la galería. La mujer reaccionó a mi presencia con sentida alegría. Mientras nos alejábamos del hospital, me contó que la acogida que había tenido en éste podía calificarse, siendo generosa, de apenas tibia. Había hablado con una muchacha a cuyo marido habían matado unos bandidos y con un mendicante que parecía completamente trastornado, y en el dormitorio había tenido que aguantar los gemidos de una parturienta.
—No soporto la idea de volver ahí esta noche —declaró Bona—. Prefiero dormir a orillas del río. Prefiero la compañía de las barcazas y de las ratas.
—Bien, ya veremos qué encontramos.
—Antes dormiré en un muladar. Mira, Raymond. ¿No es ésa la mujer que se presentó en tu casa?
Cuando Bona efectuó esta observación, estábamos rodeando la plaza del mercado, por la que uno puede ver pasar a todo Aviñón en el curso de un solo día. Así pues, quizá no fuera muy sorprendente que Marie Mignard apareciese cerca de nosotros, en el lugar donde los puestos de fruta daban paso a los rediles de ovejas. Con toda seguridad, la muchacha y su padre estaban explorando la ciudad en busca del hombre que la había deshonrado. En cuanto me vio, Marie me señaló y alertó a su padre de mi presencia.
—Sí —respondí a Bona—. Larguémonos.
—Alguien la deshonró, ¿verdad?
—Sí.
—Pero no fuiste tú.
—No.
—Pobre chica —murmuró Bona—. Debería llevar un talismán, como yo. Es una hierba colgada de un cordón. Me lo dio Munda, y mientras lo lleve al cuello no me quedaré nunca embarazada.
La muchacha continuó su parloteo, pero yo apenas le presté atención, pues estaba concentrado en recordar las palabras con las que en cierta ocasión había tratado de influir en mi viejo amigo Lambert Galand. Éste, debo contaros, era un conocido del padre de Dulcie Poisson. Durante mi período de aprendizaje, visitaba a menudo la casa de mi maestro y habíamos conversado sobre ciertos aspectos de la ley civil e incluso de la canónica, pues Lambert era un abogado secular, rico, erudito y muy respetado. Aunque ahora se movía siempre entre gente de alto rango, cuando nos encontrábamos en la calle seguía deteniéndose a saludarme y a interesarse educadamente por mi salud y mi trabajo. Por eso, aunque no éramos compañeros constantes, tenía la esperanza de que pudiera echarme una mano. Al fin y al cabo, Lambert era el cabeza de una extensa familia. Además, mediante alguna artimaña, se había asegurado el uso y disfrute de una casa entera, donde vivía como un noble, rodeado de riquezas y comodidades.
Seguramente, pensé, un hombre como él necesitaría de una nueva sirvienta. O, en último caso, sabría de alguien, entre los ricos propietarios que conocía, que buscara criada.
Así se lo expuse a Bona, advirtiéndole que mantuviera la boca cerrada.
—Los hombres distinguidos se impacientan con las mujeres charlatanas —le dije—. Están demasiado ocupados para perder el tiempo en la cháchara ociosa de una mujer. Así pues, contén la lengua y déjame hablar a mí.
—Sí, Raymond.
—Y haz el favor de llamarme maese Raymond. No soy tu hermano.
—Sí, maese Raymond.
—Le contaré la verdad. No puedo hacer otra cosa. Si no le cuento lo que sucede, estaré faltando a nuestra amistad.
Naturalmente, se me había pasado por la cabeza que tal vez no encontraríamos a Lambert en su casa, que quizá se habría marchado a alguna parte a defender un caso delante de algún tribunal civil. Sin embargo, la fortuna me favoreció: cuando le di mi nombre, la hija de Lambert me anunció que en aquel momento su padre se encontraba en su scriptorium con un cliente y que no tardaría en salir. Mientras tanto, podía esperar en la cocina, que (según aprecié al primer vistazo) sólo era frecuentada por criados, peticionarios y parientes lejanos. Era evidente que el clan Galand estaba tan dotado de dinero e influencias como para disponer de otras estancias más agradables en las que reunirse. Lambert tal vez poseía incluso su propio salón reservado, como el chatelain de un castillo. Y las mujeres debían de pasar el tiempo en alcobas espaciosas y aireadas, cascando almendras y haciendo bordados de fina seda.
Desde luego, no fue su hija, sino una criada de aspecto rústico, quien me sirvió vino y ofreció queso a Bona. Lo hizo con una suerte de cortesía ausente, al tiempo que iniciaba una larga y apasionada discusión con un hombre, dos jóvenes y una chica jovencísima. La discusión parecía versar en torno a una capa que había desaparecido y sobre una persona que, evidentemente, no se hallaba allí y que atendía por el nombre de Ricaud. Éste había ofendido de una manera u otra a la mitad de los presentes, quienes hicieron repaso, criticaron y condenaron lo que el tal Ricaud había hecho durante la semana anterior. Advertí que uno de los jóvenes, un hombre bastante pomposo, había adoptado el modo de hablar de Lambert, un tanto circunspecto, y soltaba algún latinajo aquí y allá si quería impresionar a sus interlocutores.
Cuando Lambert abandonó por fin el despacho, fue este joven estirado quien me presentó, de modo que debo considerar que el empleo del latín denotaba alguna superioridad de rango.
—¡Raymond Maillot! —exclamó Lambert tras despachar educadamente a su anterior visitante—. ¿Qué os trae por aquí, amigo mío? Esto... ¿Esta mujer viene con vos?
—Sí. Se llama Bona y vengo en su nombre.
—Bien, venid por aquí. Éste es mi despacho...
—Vuestro scriptorium.
—¡Mi sancta sanctorum, sí! Es todo lo que un hombre puede desear. y la culminación de mi vida, os lo aseguro. Una visión del paraíso.
Era, verdaderamente, una estancia maravillosa. Las estanterías llenas de libros cubrían las paredes. En las sillas de madera labrada había cojines de terciopelo púrpura y todo el mobiliario estaba laca do y brillaba como las piedras preciosas.
—Digno de un papa —declaré, asombrado.
—Produce una sensación de confianza, ¿verdad? Si uno quiere trabajar para grandes hombres, debe ofrecer un aire de prosperidad. —Con una sonrisa, Lambert me invitó a sentarme; incluso ofreció un asiento a Bona, que dio la impresión de resistirse a ensuciar el cojín púrpura con la marca de sus posaderas—. ¿Qué os ha ocurrido en la cara, muchacho? —continuó el abogado—. ¿O debería abstenerme de preguntar?
—Me atacaron.
—¿De veras?
—Si hubo un motivo, todavía he de descubrirlo. Tal vez fui víctima de un robo frustrado, quién sabe...
Lambert sacudió la cabeza y exhaló un suspiro. Debo comentaros que todos sus movimientos estaban investidos de una especie de grandilocuencia que nada tenía que ver con su corpulencia y con sus flácidas mejillas. Sencillamente, era un hombre de gran autoridad cuyo porte magistral estaba destinado a hacerse más imperioso con el paso del tiempo. Su manera de hablar algo condescendiente, aunque no forzada, empezaba ya a sonar un poco tediosa.
—¡Que Dios nos proteja a todos! —exclamó—. Vivimos tiempos agitados, me temo.
—Desde luego. Si no lo fueran, no viviríais tan bien, maese Lambert.
El abogado se rió de mi ocurrencia.
—Sí, yo vivo de las disensiones —reconoció—. Es mi cruz. Pero ¿cómo os va el trabajo, amigo mío? He oído comentar que os han dado empleo los dominicos. —Así es. Por lo menos, uno de ellos. El padre Amiel de Semur. —¿Qué? —El abogado se mostró sorprendido—. ¡Pero si el padre Amiel ha recibido el encargo de investigar la muerte de Guillaume Monier!
—Bien... Así es, en cierto modo.
—¿Y vos le ayudáis?
—Sí.
—Os felicito, entonces. —Debo decir en favor de Lambert que parecía alegrarse de verdad—. Esta clase de trabajo os servirá de recomendación ante un sinfín de dignatarios de buena posición. Curiosamente, yo también iba a... Esto... —Dirigió una mirada a Bona, volvió a fijarla en mí y dio la impresión de reformular el comentario mentalmente, antes de seguir hablando—: ¿Puedo preguntaros qué deseáis de mí, maese Raymond? Porque tengo cierta información que tal vez querríais llevar a vuestro empleador.
Así, invitado a explicar las penalidades de Bona, procedí a hacerlo. Lambert me escuchó en silencio. Cuando terminé, se volvió hacia Bona, abrió las manos y contestó:
—Ojalá pudiera ayudarte, Bona Claret, pero ya tengo muchas personas a mi cargo y no hay espacio para más. Lo siento.
—¿Y no sabéis de nadie que pudiera necesitar una criada doméstica? —inquirí. Antes de responder, el abogado se acarició el mentón.
—Perdonad que sea tan brusco, amigo mío, pero os aseguro que nadie la tomará a su servicio por recomendación vuestra —declaró.
—¡Oh!
—Tal vez si Masseo di Vico librara un documento en el que declarase que es una mujer honrada y leal...
—No hará tal cosa. No se lo puede permitir.
—¿Y la persona a la que sirvió anteriormente?
—Ha muerto.
—¡Ah!
No había nada que hacer: una mirada al rostro de Lambert me bastó para saberlo. Así pues, pedí a Bona que saliera del despacho y, cuando se hubo marchado, pregunté cuál era la información que Lambert tenía tanto interés en trasmitir al padre Amiel. El abogado respondió que estaba cargado de años y, por tanto, conocía ciertas disputas y rivalidades que el resto del mundo ignoraba o había olvidado. Mencionó el nombre de un caballero, Etienne de Puy, y preguntó si me resultaba conocido. Le respondí que no.
—Hace bastantes años, Etienne de Puy y Guillaume Monier tuvieron un litigio — me informó Lambert—. Dicho litigio guardaba relación con un estanque situado en unas tierras que formaban parte de una prebenda bastante sustancial de Guillaume Monier. Naturalmente, sabréis que Monier fue durante un tiempo arcediano de Saint-Gilles...
—Sí.
—Pues bien, parece que construyó un molino nuevo en su terreno y, para el servicio del molino, elevó tanto la orilla del estanque que éste inundó las tierras próximas de Etienne de Puy. Pastizales y huertas, tierras buenas. El asunto terminó en los tribunales, por supuesto, pero allí no dieron satisfacción al caballero.
—¿No? ¿Cómo es eso? Ciertamente, parece que la responsabilidad era de Guillaume, ¿no? —comenté.
—Pues no, porque a Etienne le había vendido las tierras el anterior titular de la prebenda de Guillaume. Pero ese titular había sido nombrado por una autoridad local, un obispo o conde, no recuerdo, de forma ilícita. Tradicionalmente, le correspondía a esta autoridad conceder la prebenda a quien eligiese. Sin embargo, el titular que precedió al precursor de Guillaume murió mientras se dirigía a Roma. Y, en este caso, la vacante debería haberse cubierto según el deseo de la Santa Sede.
—¿De veras? ¿Es así por ley?
—Sí, desde hace unos años.
—Entonces, el predecesor de Guillaume...
—No tenía derecho a vender la tierra, aunque lo hiciera por consejo del obispo.
En consecuencia, el título de Etienne de Puy estaba en disputa. Perdió el caso, perdió la
tierra y también perdió a su hijo.
—¿A su hijo?
Lambert explicó que el hijo menor del caballero se había ahogado en un salto de agua que descendía del estanque de Guillaume. Fue esta circunstancia la que endureció la determinación de Etienne de derrotar —de destruir, mejor— a Guillaume Monier.
—Llevó la disputa legal con Guillaume hasta los tribunales más altos —prosiguió Lambert—. Lo amenazó en presencia de un abogado al que conozco. Lo que os digo, amigo mío, es que Guillaume Monier tenía un enemigo acérrimo, por lo menos. Un enemigo que lo habría matado sin escrúpulos.
—Ya veo. —La confidencia que acababa de hacerme Lambert resultaba, en verdad, muy reveladora. Sin duda, el padre Amiel se alegraría de conocerla—. Pero ¿cómo pudo entrar en la habitación del camarero? ¿Y por qué hubo de extirparle las... las partes viriles?
Pero el abogado no podía ilustrarme más. Lo que me había contado era sólo una sugerencia, declaró. El padre Amiel podía disponer de ella como creyera conveniente.
—Y ahora, si me perdonáis —continuó Lambert—, me esperan en otra parte. Un asunto de suma importancia...
—¡Oh! —Me puse en pie de inmediato—. Sí, claro. Ahora mismo...
—Ojalá pudiera haberos ayudado... en lo de esa mujer, me refiero. Parece bastante inocente.
—Vos habéis sido muy amable al escucharme —fue mi respuesta. Y ésta, aparte de unas cuantas galanterías corteses, fue la sustancia de nuestra conversación. No hubo en ella nada más de importancia. Lambert Galand me acompañó en persona hasta la puerta y tuvo la amabilidad de desearle suerte a Bona en su búsqueda de colocación.
Cuando nos marchábamos, oí una fuerte discusión procedente de la cocina y me pregunté si habría regresado el infame Ricaud.
—Vaya —comenté—, la entrevista ha sido una pérdida de tiempo, lamentablemente.
—¿Y ahora, qué, Raymond? —la voz de Bona estaba cargada de llanto contenido—. No me abandones.
—No, no. Pero debo pensar...
Por desgracia, mi círculo de conocidos era tristemente menguado en cuanto a matronas respetables y cabezas de familia con posibles. Además, los pocos que conocía rechazarían con desdén la propuesta de contratar a una amiga mía, ya que, como sabéis, gozaba yo de una reputación que dejaba bastante que desear. Así pues, mientras deambulábamos sin rumbo por la rue Saint-Michel, le di vueltas y vueltas al asunto hasta que, de pronto, se me ocurrió un nombre: ¡Othon!
¿Por qué no? Othon tenía una casa (la mitad de ella, por lo menos, pues la compartía con otro correo). Tenía esposa y familia. Y, además, estaba en deuda conmigo. Nuestro último encuentro no había sido muy cordial, precisamente, pero nuestra amistad ya había capeado desacuerdos como aquél en otras ocasiones: Othon no era, debo reconocerlo, un hombre rencoroso. En cuanto a su esposa, haría lo que él dijera. Aunque, cuando pensé en ella, aflojé el paso. Demasiado bien recordaba nuestro último encuentro. La perspectiva de acercarme otra vez a la casa me resultaba tan aborrecible como sin duda lo sería también para ella.
—Debemos volver a El Gallo Negro —anuncié—. Quizá pueda ayudamos un amigo mío que suele parar allí a beber.
—Pero la dueña de la taberna...
—No se quejará de tu presencia, Bona, te lo aseguro.
Lo dije con más confianza de la que sentía, pues, por el tono de voz de mi acompañante, me daba la impresión de que Beatrice no había aceptado de buen grado la existencia de Bona. Sin duda, la consideraba una especie de afrenta, aunque debo decir que hacía mucho tiempo que Bona había dejado de inspirarme el menor sentimiento libidinoso; antes bien, sus andares descoyuntados casi me causaban repulsión, igual que su gruesa piel, que imaginaba (de forma totalmente irracional, ya lo sé) impregnada del olor del flujo menstrual.
Sin embargo, Beatrice no tenía modo de asegurarse de que mi cambio de opinión respecto a la criada fuese auténtico, y por ello, cuando entré en El Gallo Negro, adopté una actitud suplicante y hablé en tono de disculpa a mi anfitriona, que estaba de espaldas a la puerta.
—¿Beatrice? —murmuré, y ella se volvió—. Perdona, pero vengo a pedirte que extiendas tu hospitalidad, una vez más...
—¡Raymond! —No me dejó continuar el parlamento, que había preparado con tanto cuidado—. ¿Qué haces aquí?
Parecía más asustada que irritada, pero no se me escapó la hostilidad que se respiraba en el aire. Nadie me saludó, ni hubo comentarios sobre mi prolongada ausencia. Nadie requirió una canción, y el propio Gaillard, allí presente, me dio la espalda mientras se hacía el silencio en el local.
—Busco a Othon —contesté a su pregunta, a continuación de la cual alguien soltó un bufido y Beatrice contuvo el aliento.
—¡Y él te busca a ti! —exclamó—. ¡Si te encuentra, te matará, Raymond!
—¿Por qué? ¿A qué viene eso?
Beatrice descubrió en aquel momento la presencia de Bona y torció el gesto. Dejó en el mostrador la jarra de vino que llevaba en la mano, me agarró del brazo y me condujo a la trastienda. Cuando llegamos a la puerta de atrás del local, en voz baja, me puso al corriente de los hechos.
Al parecer, cuando había llegado a su casa para la colación de mediodía, Othon había encontrado a su esposa de conversación con Jean Mignard, Marie Mignard y el párroco de Othon. A continuación, se había desencadenado una pelea terrible, con intercambio de golpes. La mujer de Othon había huido a casa de su padre y mi amigo, borracho y belicoso, andaba buscándome ahora.
—Dice que lo has traicionado —murmuró Beatrice—. Que has revelado su nombre a la muchacha embarazada.
—¡Qué ridiculez! —repliqué, perplejo—. ¿Le dijo ella tal cosa? ¡Es absolutamente falso!
—Pero es lo que cree tu amigo, Raymond, y está muy enfadado. Debes marcharte de aquí antes de que vuelva. ¡Nunca he visto a nadie en un estado tan alterado, querido!
—Pero ¿adónde iré? En casa de mi madre, me buscará.
—Sí, desde luego. Pero aquí, también.
—Y está Bona... —Señalé a la muchacha con un gesto. A cierta distancia de nosotros, esperaba de pie con un aire de absoluto desamparo—. Todavía no le he encontrado colocación. Esperaba que Othon pudiera echarme una mano...
—Déjala aquí —propuso la tabernera. No estaba muy contenta, era evidente, pero la preocupación que sentía por mí superaba su incomodidad—. Puede quedarse esta noche. Mañana decidiremos qué hacemos con ella. O qué hago yo, por lo menos. En cuanto a ti, deberías marcharte de la ciudad.
—¿Qué? Oh, no.
—¡Pero Othon te matará!
—Si está sobrio, no lo hará.
—¿Y lo estará alguna vez?
—Cuando sea convocado a Palacio. —De repente, se me ocurrió que en el priorato tal vez me ofrecerían un lecho—. El padre Amiel me echará una mano. No me dejará en la estacada.
—Entonces, ve a su encuentro. Acude a él ahora mismo, Raymond. Deprisa.
—Pero...
—¡Deprisa!
Tanto temor por su parte me paralizó, socavó el arrojo del que normalmente hacía gala y me empujó a abandonar la taberna. De repente, me encontré de nuevo en el exterior, avanzando cautelosamente por la orilla de la calle y lanzando miradas furtivas a un lado y a otro. La luz del día ya menguaba y las madres empezaban a llamar a las criaturas para que entraran en casa. Decidí dar un rodeo para llegar al priorato y me desvié hacia el río en un intento de evitar el barrio de la casa de mi madre. También era mejor mantenerse a distancia de la casa de Othon, por lo que, al final, me vi obligado a utilizar la calle más frecuentada por las mujeres de vida alegre de Aviñón y pasé apuros para desembrollarme de una serie de breves diálogos con ellas.
Debo reconocer que en esa calle yo era muy conocido... y lo mismo cabía decir de Othon.
—¡Vaya, pues podéis esconderos aquí! —apuntó una de las mujeres, particularmente amistosa, cuando hube explicado mis apuros—. ¡Toda la noche, si queréis!
—Pero por un precio —apuntó otra, y se echó a reír.
—¡Oh, no! Si se queda aquí, no escapará de su perseguidor —razonó una tercera, conocida como «la Abadesa», con la frialdad de un abogado—. ¿Dónde creéis que irá Othon, si busca consuelo? No, no, maese Raymond, debéis encontrar otro escondite.
—Eso haré —fue mi respuesta, pues tenía muy presente el voto que había hecho ante el padre Amiel, y aquella calle, sin duda, era una manifiesta ocasión de pecar—. Si veis a Othon, decidle que iba hacia el río. Que me proponía tomar una barca en dirección a la costa.
—¡Que Dios os proteja, maese Raymond! Me temo que tendréis que decírselo vos en persona —musitó la Abadesa. Y, entre una terrible algarabía de gritos, las mujeres se dispersaron.
Por la calzada, avanzando con pesadas zancadas, venía Othon.
Canto VI
—¡Othon! —exclamé—. ¡Othon, espera...! ¡No he sido yo! ¡Othon, que yo no soy el responsable!
Resoplando como un toro bravo, Othon aceleró el paso. Yo empecé a retroceder.
—¡Es posible que ella te haya visto en el mercado! —farfullé—. ¡La culpa no es mía, Othon!
Se abalanzó contra mí, pero me volví y escapé, evitándolo por los pelos. ¡Oh, amigos míos, cómo corrí! Raudo como el viento, os lo aseguro. Calle arriba, doblé una esquina y tomé un callejón, pero él no dejó ni un instante de pisarme los talones como un podenco. Tuve la suerte, sin embargo, de que resbalara en el cieno. Gracias a ello, conseguí distanciarme un poco y aproveché las retorcidas y angostas callejas del lado sur de la iglesia de San Pedro para confundirlo. A la derecha, a la izquierda, de nuevo a la derecha. La gente se ponía en pie para abrirme paso, pero choqué con más de un transeúnte como un proyectil impulsado por una catapulta. Las mujeres se apartaban asustadas.
—¡Apartaos! ¡Apartaos! —gritaba yo.
—¡Socorro! ¡Auxilio! ——exclamaban ellas mientras los hombres me maldecían y me insultaban.
Me perdí durante un rato en el cementerio de San Pedro.
En él aún había muchos chamizos de madera, construidos para albergar a quienes los taxatores domorum habían desahuciado de viviendas más dignas. (El papa Juan ordenó tiempo después demoler las chabolas.) Meterme entre ellas significaba poder ocultarme, y lo hice durante un tiempo, caminando con la cabeza gacha entre una y la siguiente. Si el lugar no hubiese estado habitado, tal vez habría conseguido cruzarlo y salir de él sin problemas, pero estaba lleno de niños, de mujeres en los umbrales y de canes que husmeaban en los montones de basura. Mi presencia sorprendió a todos y los perros gruñeron y los críos me hicieron preguntas. ¿Qué estaba haciendo? ¿Era idiota o estaba loco? Un pequeño canalla intentó subírseme a la espalda, otro me pegó en el hombro con un bastón y aulló cuando le pagué el golpe con una bofetada.
Entretanto, Othon me buscaba y hacía preguntas, intimidando con su corpulencia y su cuchillo a todos los que le salían al paso. Era un par de palmos más alto que los chamizos que poblaban el cementerio y nadie osó plantarle cara. Sí, decían las mujeres, un hombre ha pasado por aquí. Era un tipo joven, con una túnica verde, delgado y con abundante pelo negro. Se fue por ahí. Caminaba arrastrándose.
Othon era tan alto que yo podía divisar su avance si miraba por encima de las paredes, y descubrí que me estaba obligando a volver sobre mis pasos, lo cual me alejaba cada vez más del priorato de los dominicos. Entonces, los niños empezaron a perseguirme y Othon oyó sus burlas y gritó:
—¡No conseguirás escapar, gusano!
Al verle acelerar el paso, intenté pensar. Los ojos me escocían debido al humo. ¡Humo! ¡Por supuesto! A la puerta de uno de los chamizos ardía una fogata, reducida casi por completo a cenizas y ascuas, pero bastaba para mi propósito. Me acerqué a la mujer que la atendía, enseñé los dientes (ante lo cual no opuso ninguna resistencia), me envolví la mano en la capa y agarré uno de los troncos humeantes.
A continuación, me puse en pie de un salto.
—¡Argh! —gritó Othon. Estaba bien situado para interceptarme, pero lo esquivé y eché a correr en dirección al priorato. Y cuando alargó el brazo para agarrarme por el cuello, yo le arrojé el tronco ardiendo y, entre alaridos, cayó al suelo.
—¡Maldito seas! —bramó. A mí no me quedaba aliento para hablar y, aprovechando la ventaja de seis o siete pasos que le había sacado, intenté aumentar la distancia que nos separaba, saltando por encima de la tapia del cementerio. Fui a parar a un callejón tan estrecho que pensé que el mismísimo Dios lo había puesto allí para mí. Othon, con sus anchas espaldas, se veía obligado a avanzar de costado entre los agobiantes muros. Mi constitución más delgada me permitió ganar terreno sin demasiadas dificultades y, al doblar una esquina, desaparecí de su vista. Y ya me diréis qué os parece lo que hice después, porque a mí se me antoja muy astuto.
Había una casa baja con un tejado plano de ripias y una ventana que se abría bajo el alero. Utilizando el alféizar como estribo, me encaramé al tejado y, tendido entre las gavillas de trigo que se guardaban sobre las planchas de madera, recuperé el resuello. Recé para que nadie me oyera en el interior de la casa. Recé para que Othon pasara sin darse cuenta. Recé a todos los santos del cielo sin atreverme a levantar la cabeza.
Y mis plegarias fueron escuchadas. Nadie advirtió mi presencia. Sólo las moscas notaron que estaba allí y se arremolinaron en torno a mi cuerpo sudoroso, tumbado al sol, hasta que temí que aquella aglomeración de insectos delatara mi presencia, pero en aquel tejado estaba seguro. En mi nido de trigo seco, me sentía protegido como el huevo de un gorrión, fuera de la vista y fuera del alcance de todos.
Esperé mucho tiempo. Aguardé hasta que las sombras se volvieron alargadas y entonces, por fin, deseoso de volver a la calle antes de que cayera la noche y me impidiese ver por dónde bajar del tejado, pasé las dos piernas con cuidado sobre el borde de éste y me dejé caer. Aterricé en un charco de lodo.
No me recibió ninguna voz airada. Ningún puño del tamaño de un jamón me golpeó la cara. La calle estaba tranquila. Era esa hora de la tarde en la que, en el campo, los labriegos se detienen en el umbral a disfrutar de los postreros rayos rojos del sol. Las calles de Aviñón son demasiado estrechas y las casas, demasiado altas para tales placeres, regalo de Dios, por lo que muchas puertas ante las que pasé se hallaban envueltas en una densa penumbra que presagiaba el anochecer. No obstante, las torres y las almenas estaban bañadas en oro. Los pájaros llamaban a su progenie a los nidos y la gente de la calle caminaba despacio, sabedora de que el trabajo de la jornada ya estaba hecho.
Yo también me movía despacio, pero mi razón era otra. Tenía que mirar antes de doblar las esquinas y deslizarme de un umbral al siguiente. Tenía que caminar en silencio y estudiar con atención todas las figuras que se acercaban. Cuando me saludaban (porque yo no era una persona desconocida), salía huyendo como un ratón asustado, con el corazón desbocado. De esta manera avancé paso a paso en dirección al priorato, preguntándome por el camino qué haría si se negaban a acogerme.
«Asilo —pensé—. Debo pedir asilo. Tienen el deber sagrado de dármelo.»
Debo comentaros que es muy difícil orientarse dentro de las murallas de Aviñón. No existen las vistas panorámicas, sólo desde las propias murallas. No hay espacios abiertos de ningún tipo y uno casi se da de bruces con los edificios antes de verlos, y fue de ese modo cómo, al doblar una esquina, descubrí que había llegado a mi destino. Es probable que, conforme me acercaba a la seguridad del claustro, me hubiese confiado un poco. Tal vez se me antojó imposible que Othon me buscara en aquel lugar concreto. Sea cual fuere la razón, cuando corrí hacia las puertas del priorato sin, como tendría que haber hecho, husmear el aire primero, sufrí las consecuencias inevitables de mi falta de cautela.
Othon me estaba esperando.
Me aguardaba en la boca de un callejón, a poca distancia de la puerta del recinto. No puedo deciros qué rayos de iluminación lo habían llevado hasta aquel lugar. Quizás, a su torpe manera, había deducido que yo sería lo bastante listo para evitar la casa de mi madre y El Gallo Negro. Quizás había pensado en el priorato, o en el padre Amiel.
En cualquier caso, salió del callejón aullando como un perro rabioso. Yo ya había llegado a la puerta y el susto casi me tumbó. De puro desespero, empecé a aporrear las puertas que se elevaban ante mí como un farallón. Grité pidiendo ayuda, supliqué que me dejaran entrar. Entonces, Othon me agarró por la capa y me tiró con todas sus fuerzas contra los duros cantos rodados que empedraban la calle.
—¡Traidor! —rugió.
Intenté escabullirme a rastras, pero me lo impidió. Volvió a agarrarme y me dio puñetazos en la oreja, en la cara y en el cuello. Me pateó el estómago y me golpeó la cabeza contra la piedra. El impacto fue tan fuerte que apenas sentí dolor. Recuerdo que intenté que se me ocurriera algo, unas simples palabras con las que suplicarle que se detuviera. Recuerdo que la mente se me emborronó. Entonces, me pisó la mano y aquello sí que me dolió. Grité, a buen seguro, aunque no recuerdo el sonido de mi voz. Experimentaba una extraña sensación: todo me daba vueltas como si hubiera quedado atrapado en la rueda de un molino.
Quizá quería matarme, como había dicho Na Beatrice, y, si no hubiese intervenido el portero del priorato, tal vez lo habría hecho. De repente, la paliza cesó y oí voces, débiles gritos que atravesaban el zumbido de mis oídos. Y luego, el silencio.
Alguien me tocó el hombro con suavidad. Alguien preguntó si podía ponerme en pie.
—El padre Amiel—gruñí—. El padre Amiel de Semur.
—¿Qué?
—Por favor. Él me conoce. Dejadme entrar.
El portero era un tipo prudente y sabía que no podía dejarme en la calle, porque, si bien mi asaltante se había marchado corriendo, era indudable que acechaba en las proximidades con la esperanza de que no me admitieran en el priorato. Gracias a la misericordia de Dios, sin embargo, me franquearon la entrada. Doblado por la cintura y arrastrando una pierna, crucé la puerta apoyado en el brazo de mi nuevo amigo, que se tambaleó un poco bajo mi peso. Cuando oí el retumbar de las puertas al cerrarse, supe que en ningún otro lugar de la ciudad de Aviñón estaría más seguro que allí. Sabía que había llegado a mi asilo.
Como la ocasión anterior, me llevaron a una pequeña celda de piedra con un banco corrido. Esta vez, sin embargo, no me advirtieron de que no orinase, escupiera o blasfemase. Por el contrario, me instaron a tumbarme en el banco y me dijeron que no tendría que esperar mucho rato, ya que enseguida llamarían al padre Amiel.
—¿Vuestro nombre? —preguntó el portero antes de retirarse—. ¿Cómo os llamáis?
—Raymond Maillot.
—Bienvenido seáis, Raymond Maillot. Voy a transmitir vuestro mensaje. Poneos cómodo.
Pero, ¡ah, la comodidad! ¡Era imposible encontrarla! Me dolía todo el cuerpo, temblaba y me sangraba la nariz. Intenté sentarme, pero me mareé y tuve que tumbarme de nuevo. Entonces cerré los ojos y me invadió un sopor extraño. Se me movía un diente y notaba un sabor metálico en la garganta. Mi mente divagó y divagó...
—¡Raymond! Era la voz de padre Amiel. Con cierto esfuerzo, abrí los párpados de nuevo, pero no podía volver la cabeza. —¿Padre? —pregunté en un susurro.
Su túnica blanca parecía flotar ante mis ojos. Entonces, se agachó y le vi la cara. Recorrió mi cuerpo con la mirada y me examinó las heridas.
—Tendréis que ir a la enfermería —dijo.
Yo no respondí.
—¿Podéis moveros? ¿Podéis caminar?
—Sí —susurré.
—¿Me conocéis? ¿Sabéis mi nombre?
—Sí.
—¡Hermano Nicolás! —dijo levantando la voz de repente—. Venid a ayudarme.
No puedo deciros qué camino tomamos para llegar a la enfermería. Estaba tan preocupado por mis pies, por dónde los ponía, que me pasaron inadvertidos los maravillosos frescos de las paredes y las magníficas columnas talladas. Poco a poco, sin embargo, la cabeza se me fue despejando y el dolor se hizo menos difuso, concentrándose en ciertas zonas del cuerpo (la mano izquierda, la nariz, la articulación de la cadera derecha), mientras que otras zonas funcionaban con normalidad. Cuando entramos en el amplio recinto de la enfermería, una construcción de techo bajo, ya casi estaba en condiciones de hablar.
—Mi nariz —murmuré—. ¿Me ha roto la nariz?
—Quizá —respondió el padre Amiel.
—Que Dios nos asista. Conozco a un hombre que murió debido a una rotura de nariz. Le provocó una fiebre.
—Chitón. Callad ahora. No habléis.
La enfermería olía a hierbas y a humo. Había esterillas de junco en el suelo y unas telas tensadas en las ventanas para impedir que entrara la lluvia. Sólo estaban ocupadas unas cuantas camas. Me llevaron a una de ellas y el padre Amiel mantuvo un diálogo con otro monje, mucho más alto que él y de aspecto fatigado. Hablaron con las manos en vez de hacerla con la lengua, dibujando señas en el aire. Las manos del padre Amiel, en concreto, parecían peces que comieran.
Por último, asintió y se volvió hacia mí.
—Éste es el hermano Gabriel—dijo—. El hermano Gabriel os curará las heridas y a vuestra familia se le comunicará que hoy pernoctaréis aquí.
—i Esperad! —Lo agarré por el hábito porque ya comenzaba a marcharse—. ¿Os marcháis?
—Volveré, Raymond, pero ahora tengo que hablar de vos con el prior.
—¿Y luego regresaréis?
—Y luego regresaré. Tened paciencia.
De modo que lo solté y se marchó. Se marchó y no volvió en mucho rato. Durante su ausencia, el hermano Gabriel me restañó la hemorragia y me examinó de la cabeza a los pies: no parecía haber ningún hueso roto, aseguró. Tal vez me resultase doloroso mover la mano, dijo, pero el solo hecho de que pudiera moverla ya era para congratularse. Después de haberme untado con un ungüento de olor muy peculiar («extraerá el veneno de las contusiones»), me dio una suerte de poción y me aconsejó que descansara. Yo era joven y fuerte, indicó. Mis heridas, si bien dolorosas, eran superficiales. Enseguida sanarían, y debía dar gracias al Señor por haber salido bien parado del incidente.
Expresó sus opiniones de modo cansino y monótono, con lo cual transmitía perfectamente su falta de interés por mí. (Tal vez estoy siendo injusto y el fraile sólo estaba cansado, pues las bolsas que tenía bajo los ojos eran grandes como alforjas, pero estoy seguro de que, si en aquel momento yo hubiera muerto a sus pies, habría pasado por encima de mi cadáver.) Entonces, sin ofrecerme ni una sola palabra de aliento, volvió a la cabecera de la cama de un hermano que sufría unas fiebres y cuyos delirios y movimientos eran una fuente de incomodidad que se sumaba a mi malestar.
Me dejaron solo. Abandonado, si queréis. ¿Os sorprende, pues, que el trance me afectara en gran manera? Asustado y exhausto, cedí a la debilidad enterrada en lo más profundo de mi corazón y empecé a derramar unas lágrimas cálidas y agónicas. Sollocé. Me atraganté. Me senté con la cabeza apoyada en una mano (la buena), mientras la otra colgaba, amoratada y dolorida, entre las rodillas. ¿Por qué me habían abandonado? ¿Qué había hecho yo para merecer tal desprecio?
En aquel instante, alguien pronunció mi nombre y reconocí la voz del padre Amiel antes de levantar la cabeza.
—Ha sido Othon —farfullé, anticipándome a sus preguntas—. Ha sido Othon quien me ha hecho esto.
—¿Por qué?
—Porque cree que lo he traicionado, pero no ha sido así. Siempre he sido un buen amigo, un amigo leal. He callado su nombre ante esa chica y mirad cómo me paga, el muy truhán. ¡Es un animal!
—Callad.
—¡No me escuchó, me atacó sin dejarme hablar! ¡Como si yo no fuera nadie! Y los demás, son todos iguales... Gaillard es igual. ¡Siempre piensa lo peor de mí! Soy el mejor amigo que tienen, siempre a su servicio, ¿y para qué? ¿Para qué? ¡Palizas! ¡Insultos! ¡Miradas perversas! —Entendí la injusticia de la situación y fui presa del llanto. Lloré como un niño. (Pero debéis recordar que estaba herido)—. ¡Todos somos mortales! ¡Todos cometemos errores! Los míos carecen de malicia, no hay malicia en mí. ¿Por qué me torturan así? ¿Por qué?
Las palabras fluían de mi boca como un torrente, pero el padre Amiel detuvo su curso. Me puso una mano en la frente y su tacto me hizo entrar en calor como si se tratara de una infusión. Me sentí confortado. Me tranquilicé. Se me cerraron los párpados y mis quejas delirantes dieron paso a unas palabras confusas antes de detenerse por completo.
Permanecimos en silencio unos minutos. Cuando por fin habló, lo hizo con una voz que no le había oído nunca, consoladora en grado sumo.
—Hijo, sólo el amor de Dios es perfecto —dijo—. No debéis buscar el amor perfecto entre vuestros amigos.
—¡Amigos! —farfullé—. ¡Miradme! ¡Sí, miradme! ¿Un amigo os haría eso?
—No, un verdadero amigo, no.
—¡No son mis amigos!
—¡Chist!
—¡Todo el mundo me pega! ¡Mi hermano me pega! ¡Mi padre me odiaba! ¡Todo el mundo me detesta y me rechaza!
—No.
—¿Es por mis pecados? ¿Estoy siendo castigado, padre? ¿Es eso lo que sucede?
—Quizá —se limitó a decir.
—Entonces, incluso Dios es enemigo mío. —Suspirando, me cubrí el rostro con la mano una vez más. Estaba absolutamente exhausto y ya no podía ni llorar—. Me siento desamparado —murmuré—. No es de extrañar que me lluevan golpes de todos lados.
—No todo el que se muestra condescendiente es un amigo, como tampoco es un enemigo todo el que castiga —citó el padre Amiel—. San Agustín nos dice que es mejor amar con severidad que engañar con dulzura, Raymond. Dios no es vuestro enemigo. Es vuestro único amigo verdadero.
—Vos, padre, sois mi único amigo verdadero —repliqué, y en aquel momento lo sentía así, aunque, desde luego, no pensaba con demasiada claridad. Lo dije, sin embargo. Me salió de dentro y el monje se sentó a mi lado y me retiró la mano de la frente.
—Estáis afligido, os duele todo el cuerpo y tenéis miedo —señaló con voz apacible—. Vuestra capacidad de raciocinio está disminuida. Soy vuestro amigo, sí, Raymond, un amigo verdadero, pero no puedo amaros como os ama Dios.
Sollocé y me enjugué las lágrimas.
—Pensad en los dones que Él os ha otorgado —prosiguió el padre Amiel—. Os ha concedido inteligencia, hermosura, una buena educación. Os ha dado una lengua rápida y una buena mano. Os ha dado salud y vigor, oído para la música y una voz poderosa, y también os ha concedido una dentadura perfecta, Raymond.
No pude por menos que sonreír.
—Debe de amaras mucho —continuó el monje—. Y si reflexionarais un poco, tal vez lo comprenderíais. Veríais que, comparadas con el amor de Dios, todas vuestras tribulaciones, las desavenencias, los sentimientos heridos, los golpes y las traiciones no significan nada. Nada. Es paja al viento.
—¿Paja al viento? —exclamé—. Padre, ¿la paja al viento me haría esto? ¿No veis cómo estoy?
—Sí, sí, lo sé. Cuesta perdonar, Raymond, pero... —Levantó los ojos al techo como si buscara inspiración entre las vigas—. San Pablo escribió: «Dios eligió lo necio del mundo para confundir a los sabios» —dijo al cabo, mirándome de nuevo a los ojos—. San Agustín escribió: «Porque el alma, cuando está atada al amor de las cosas terrenas, es como si tuviera ajonje en las alas y no pudiera volar». Raymond, vuestra alma está atada a la tierra. Está empantanada en el ajonje del desenfreno, la ebriedad, el conflicto y la envidia. Y el conflicto engendra conflicto y en ello no hay final. Es una semilla amarga que produce un fruto emponzoñado. Y es la muerte, el exilio. —Su forma de hablar era un bálsamo: flotaba en el aire con infinita suavidad; acunaba como el zumbido de las abejas en un día de verano—. No es mi intención sermonearos, maese Raymond, porque yo también soy un pecador, pero me entristece veros tan perdido, cuando lo único que debéis hacer es sacudiros ese ajonje de las alas. Sí, lo único que necesitáis hacer es levantar la cabeza por encima del ruido y de las multitudes y de todas las distracciones de la vida carnal, y buscar la paz en el amor de Dios. Es un amor tan infinito que todos esos problemas que os acosan ya no os desgarrarán el corazón. Se os desprenderán de los hombros como si fueran una prenda de vestir hecha jirones.
Aturdido, reflexioné sobre sus palabras. Pintaban una imagen sumamente atractiva. Paz, amor, Dios... Pero ¿podían obtenerse esas cosas en la casa de un fabricante de guantes aviñonés llena de miembros de la familia Maillot siempre a la greña?
—Hijo mío, cada día voy a la prisión —concluyó el padre Amiel—. Me veo expuesto al pecado y a la desgracia, al dolor y a la desesperación. Tengo que habérmelas con mentirosos y mis oídos se manchan con relatos de concupiscencia, maldad y engaño. ¿Creéis que eso no me afecta? Ojalá... Y, sin embargo, vuelvo a este lugar, me postro ante Dios y él me limpia y me purifica. Me llena como si yo fuera una vasija hasta que no queda espacio para nada más. En cambio, ¿qué hacéis vos con la misma carga? ¿Cómo purificáis vuestro corazón? Pienso en ello a menudo, creedme, y me pregunto: «¿Lleva encima Raymond toda esa inmundicia de forma que se suma al peso de los pecados que ya ha de cargar?».
—Padre, yo... yo... —No sabía qué decir. El dominico tenía razón, desde luego, pero él vivía en un monasterio—. Padre, ¿cómo puedo levantar la cabeza si estoy metido en el ajonje hasta las orejas? —fue la réplica que le formulé—. ¡Pero si apenas puedo moverme!
—Raymond, la cruz que lleváis os la habéis hecho vos mismo.
—¡No! ¡No es verdad!
—Pensad en vuestros amigos. Habláis de palizas, de insultos, de malas miradas, pero fuisteis vos quien intimó con ellos, quien los acogió en vuestra vida. Sois por tanto vos quien tiene que renunciar a su compañía.
Lo miré atónito, ante lo cual el dominico sonrió.
—Es posible hacerla —comentó—. Es incluso aconsejable que lo hagáis. ¿Por qué recurrís a vuestros amigos en busca de ayuda si lo único que hacen es perjudicaros? O, al menos, así lo veo yo. Pero la decisión es vuestra, desde luego.
Permaneció callado, mirándose las manos, que tenía abiertas en el regazo, con las palmas vueltas hacia arriba. Yo también se las miré, del mismo modo que estudié su perfil. No me revelaron nada.
—¿Así que consideráis que mis amigos son ajonje? —murmuré de una manera torpe y estúpida; pero el monje sonrió de nuevo.
—Tal vez no sea una metáfora afortunada —admitió—. Sin embargo, os encadenan, ¿no es cierto? Os atan y os confunden. Os torturan y os distraen.
—¿Y si es así? —creo que repliqué malhumorado—. ¿Qué puedo hacer yo para impedirlo?
—Prescindir de ellos. —El monje extendió las manos—. Rehuirlos. Evitarlos durante un par o tres de semanas. Abandonad esos antros del pecado y subid a las murallas. Respirad aire puro, contemplad la creación de Dios, meditad sobre vuestra vida y dejad que Dios os hable en el silencio. —Hizo una pausa y luego añadió—: ¿Tocáis la viela a menudo, hijo?
Por extraño que os parezca, yo había estado pensando en mi viela, porque si Dios me había hablado alguna vez, lo había hecho a través del instrumento.
—Desde que vos me contratasteis, no mucho —respondí.
—Entonces, id a buscarla tan pronto podáis —dijo el monje—. La música siempre ayuda a la meditación.
¡Qué bien parecía comprender! Cuando se puso en pie, lo miré con admiración, asombrado de su agudeza mental. Todos mis dolores quedaron olvidados unos instantes. Todos mis amigos me parecieron criaturas informes, espectros hambrientos que me perseguían como cuervos. ¿Debía, tal vez, seguir su consejo? ¿Debía abandonar a mis compañeros de pecado?
Entonces advertí que el dominico se marchaba.
—Deberíais dormir aquí esta noche —dijo—. Descansad y recuperaos. Tiempo habrá mañana para hacer planes y pensar.
—¿Que duerma aquí? ¿En esta cama?
—A menos que prefiráis dormir en los aposentos para las visitas. Sin embargo, quizá sería mejor que os quedaseis aquí, al cuidado del hermano Gabriel. Tal vez necesitéis medicamentos.
—¡No! ¡No! —dije, poniéndome en pie—. No necesito pociones, sólo una noche tranquila. Padre, ese monje de ahí hace unos ruidos terribles —añadí entre susurros—. Como el mismísimo Maligno. Nadie podría dormir con sus gritos y gruñidos.
El padre miró al objeto de mis quejas y arqueó las cejas. Luego asintió y, con un gesto, me indicó que lo siguiera.
—Muy bien —dijo—. Os buscaré una habitación y algo para que repongáis las fuerzas, pero estaréis solo, hijo. Si durante la noche os sentís enfermo, sólo Dios oirá vuestra voz.
—¿De veras? Pues eso os complacerá, ¿verdad, padre? —comenté—. Acabáis de decirme que necesito estar solo con Dios.
El dominico se sonrió de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, mostró los dientes.
—Bromearíais incluso en vuestro lecho de muerte —observó—. Venid, apoyaos en mí.
Y así fue como escapé de la enfermería, sosteniéndome en el menudo hombro huesudo del padre Amiel, que cargaba conmigo como sin duda habría cargado una cruz: con paciencia, con resignación y en silencio. Puedo imaginarme lo que le costó. Sé que, con toda probabilidad, habría preferido el peso de una cruz de madera al de un hombre herido.
Porque, como ya he mencionado en algún otro momento, no soportaba el contacto físico.
Parte 2