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agosto 29, 2010
Parte 1CUARTA PARTE
Canción del celibato
Canto I
Qué extraño resulta estar a solas con uno mismo. Qué peligroso y qué inhumano es. Ya las Sagradas Escrituras nos advierten contra ello: «Pero, ¡ay del que está solo!, porque cuando caiga no habrá otro que lo levante». Sin embargo, san Antonio de Egipto vivió veinte años en soledad, recuerdo, y san Jerónimo fue anacoreta durante cinco. El mismo Jesucristo estuvo solo en el desierto durante cuarenta días. Una vida tan solitaria ha de tener, en algunos aspectos, algo de santa, y así lo atestigua san Bernard de Clairvaux (o eso me contó una vez el padre Amiel): «Bendito el que puede decir: "Ved, he escapado muy lejos y vivo en soledad"». Pero, claro, lo dice un santo. Tal vez la existencia de eremita sea demasiado sagrada para el común de los mortales y sólo esté hecha para los santos que habitan entre nosotros.
Yo, por ejemplo, no puedo vivir solo. Nací en una estancia abarrotada de gente (como la mayoría de nosotros) y desde entonces no he parado de luchar por hacerme sitio. A veces he pensado que ojalá pudiera estar solo, pero ahora sé que Dios ha sido misericordioso conmigo al negarme tal deseo. Porque mi primera noche en el priorato fue una dura prueba y todo un desafío.
Me adjudicaron una celda y me dieron una vela y un poco de agua para beber. En la cama había dos estrechas camas con sendos jergones de paja, almohada y mantas. Cuando pregunté al padre Amiel dónde había dormido el papa Clemente a su llegada a Aviñón, me confió que la hospedería del prior era más lujosa en su mobiliario. Allí, al parecer, encontraría tapices y cueros, oro y cristal. La parte del priorato en la que me hallaba estaba reservada a visitantes de condición más humilde.
—¿ Clérigos? —inquirí.
—Sí, clérigos.
—¿Y peregrinos?
—A veces.
—¿Mujeres?
—En alguna ocasión. —El padre Amiel inspeccionó la pequeña estancia de muros de piedra y preguntó si tenía todo lo necesario.
—Si necesitáis un salterio para ayudaros en los rezos, puedo mandar por él, pero creo que no deberíais leer.
Lo mismo me parecía a mí. Los ojos todavía me lagrimeaban del golpe en la nariz.
—No os preocupéis, padre —le dije—. Con esto bastará.
—Si es así, os dejo.
Antes de despedirse, y para mi asombro, el monje entonó unas cuantas frases en latín y trazó la señal de la Cruz en el aire sobre mi cabeza. Tal vez adivinó, con una perspicacia fuera de lo común, que me esperaba una noche larga y difícil. Tal vez se dio cuenta de que la soledad en un lugar desconocido era contraria a mi carácter.
Acertaba, por supuesto. Poco descanso encontré en aquel lecho angosto y entre aquellos fríos muros de piedra. En el pasillo exterior, largo y recto, resonaban toda suerte de ruidos portentosos, causados por corrientes de aire en su mayor parte, pero que semejaban voces lejanas, de timbre fantasmal, que expresaban dolor y pena. Un par de veces creí oír unos pasos, pero no corrí a abrir la puerta y saludar al que pasaba porque percibí que cualquier intento de relacionarme sería considerado una intrusión en aquel lugar sombrío. Sin duda, allí debía de haber otros visitantes que, como yo, buscaban refugio. No obstante, si era así, no llegué a vedas o a conversar con ellos. Era como si me hallara en un edificio habitado por espíritus.
Dormí con un sueño ligero, casi febril, perturbado por ensoñaciones aterradoras, por el dolor de las magulladuras y por el tañido de las campanas. Creo que en cierto momento lancé un gemido, con el que añadí mi voz a la música sobrenatural de silbidos, chirridos y quejidos que envolvía la hospedería del priorato. Y aunque sabía que bajo las campanas que me despertaban vivía un gran número de monjes, por extraño que resulte cuando lo pienso, jamás me he sentido más solo. Y es que, naturalmente, mi sensación de aislamiento se debía tanto al lugar donde estaba como a mi manera de ser. Un hombre como yo, por penitente y sumiso que se vuelva, siempre se sentirá fuera de lugar en un monasterio.
Por la mañana, ya estaba despierto cuando el padre Amiel me mandó llamar, con la salida del sol. La noche anterior habíamos acordado que me acompañaría a casa camino de la prisión, donde lo esperaría mi sustituto romano. Cuando, al encontrarnos, me propuso contratar al nuevo escribano para toda la jornada, me opuse vehementemente y le aseveré que ya estaba en condiciones de trabajar.
—¿Estáis seguro? —El padre estudió con preocupación mi figura decaída—. A mí me parece que estáis muy enfermo.
—Es la falta de sueño —respondí con una voz apagada y gangosa a causa de la hinchazón de la nariz—. Le pondré remedio esta mañana: me acostaré y, a mediodía, la cura ya habrá surtido efecto.
—¿Y qué hay de vuestro antiguo amigo, de Othon? ¿Qué haréis al respecto? El padre Amiel me hizo esta pregunta cuando aún estábamos bajo el techo del priorato y, naturalmente, di por sentado que temía por su propia seguridad, si Othon daba
con nosotros. Así pues, me apresuré a tranquilizado.
—¡Oh, padre! Othon no me andará buscando, tan temprano. Seguro que está padeciendo terriblemente los efectos de las últimas jarras de vino de anoche.
—¡Ah!
—Jamás lo veréis activo a estas horas de la mañana. A menos que tenga que partir a alguna ciudad distante.
—Me tranquiliza saberlo —comentó el fraile—. Pero no habéis respondido a mi pregunta, Raymond. ¿Vais a acusarlo de agresión? Si es así, hablaré con el condestable. Os aseguro que le caerá una condena. Las pruebas en su contra son abrumadoras.
—¡Oh! —No pude contener una carcajada—. ¡Padre, si lo llevo a juicio, entonces sí que me matará!
—Sandeces. —Su tono de voz era gélido—. Si lo deseáis, lo haré arrestar. Esta misma mañana. El condestable no se negará si se lo pido.
Alarmado, lo miré fijamente. Estábamos en el umbral de mi minúscula celda y reinaba tal oscuridad que el padre Amiel había traído una humeante lámpara de sebo. A la luz de ésta, ofrecía un aspecto cadavérico y unas facciones duras como el pedernal. Sus ojos eran dos pozos insondables.
—Padre, yo... yo... —¿Cómo explicarle? Me pareció como si, desde la distancia que nos separaba, la mujer y los hijos de Othon me lanzaran reproches—. No puedo hacer que detengan a Othon, ni que lo acusen.
—¿Por qué no?
—Por su familia. ¿Qué sería de sus hijos?
—Si lo sancionan con una multa, no les sucederá nada.
—Pero podría perder su cargo. Es un simple correo papal y no tiene amigos poderosos. Muchos verían en este incidente una oportunidad para hacerse con su puesto. Además... —Me pasé una mano por los cabellos y di un respingo cuando me toqué una zona dolorida—. ¡Oh, padre, no puedo! Obraría mal. Si lo conozco bien, hoy mismo vendrá a pedirme perdón. Ya lo ha hecho otras veces.
El padre Amiel no dijo nada.
—Además, estará en deuda conmigo ——continué—. Me agradecerá tanto que lo haya librado del castigo que hará lo que le pida! Le aseguro, padre, que la mejor política es siempre poner la otra mejilla. Por lo menos, en lo que a Othon se refiere. Cualquier otra cosa sólo conducirá a más problemas.
El fraile continuó mudo. Sin embargo, deduje de su silencio que estaba disgustado. Tal vez lo leí en la mueca de sus labios, o en cómo dio media vuelta y me condujo al exterior. O quizá me lo advirtió la duración misma de su mutismo, que continuó hasta que, desesperado por ganarme su aprobación (que tan ostensiblemente me había retirado), mencioné el asunto de la disputa legal de Guillaume Monier con el caballero Etienne de Puy.
El padre Amiel me escuchó con atención mientras avanzábamos por la calle. La mañana era muy fría para la estación en la que estábamos, y el aire se hallaba tan encalmado que el humo de las chimeneas recién encendidas se extendía como un manto sobre los tejados. Como aún tenía molestias en la cadera, arrastraba un poco la pierna, lo que hacía más lento nuestro paso. Yo llevaba las manos, sin guantes, abrigadas bajo las axilas.
—Pero ¿cómo podría un caballero de...? ¿De dónde habéis dicho? ¿De no sé dónde, cerca de Saint-Gilles? ¿Cómo podría acceder al dormitorio de Guillaume Monier? — rompió por fin su silencio, cuando hube terminado—. Salvo que empleara algún medio
diabólico...
—Parece improbable. Así se lo dije a Lambert.
—… o que sobornara a alguien de la casa del camarero para que le hiciera el trabajo. —El padre Amiel me sobresaltó con un suspiro, y continuó—: Puede que no haya hecho las preguntas adecuadas. Tal vez debería volver a interrogar a los escribanos. Aunque, ¿adónde me conduciría eso? Mi inquisitio se centra en la brujería. Si investigara a Etienne de Puy, ¿no estaría apartándome demasiado de la tarea que me ha sido encomendada?
Como no estaba suficientemente informado para responder, contuve la lengua. En cuanto al dominico, se sumió en profundos pensamientos y no cambió su expresión preocupada hasta que llegamos a casa de mi madre. Sin embargo, una vez allí me alegró comprobar que mi táctica de distracción había surtido efecto, puesto que, en lugar de despedirse con un seco monosílabo, el padre Amiel quiso demostrarme su aprecio por el regalo que acababa de hacerle y, con este propósito, salió en mi defensa.
Fue Alazais quien me abrió la puerta, y reconocí muy bien la expresión ceñuda con la que me recibió. De no estar presente el padre Amiel, me habría soltado toda la mordacidad de su lengua viperina. Sin embargo, cuando vio al monje, se quedó sin habla y retrocedió un poco. Su reacción me causó un placer infinito, aunque debo confesar que también estaba preocupado. Me extrañaba que el padre Amiel se expusiera voluntariamente a las atenciones de mi familia, pues casi siempre evitaba estar mucho rato en su compañía.
—Buenos días, hija —dijo a Alazais—. Deseo hablar con vuestro marido. ¿Está en casa?
—¡Oh…! Sí. Sí que está… ¡Arnaud! ¡Arnaud!
¿Qué se proponía el fraile? Temí que fuese a revelar a Arnaud la causa de mis lesiones y a instarle a denunciar a Othon. Sin embargo, cuando por fin apareció mi hermano, legañoso y despeinado, el padre Amiel se limitó a anunciar que me habían agredido y que era digno de conmiseración.
—Tengo la certeza de que vuestro hermano es una víctima inocente —declaró—. Como sabéis, ha pasado la noche en el priorato y ya se ha recobrado bastante de su terrible trance. No obstante, todavía necesita tranquilidad y buenas atenciones. Confío en que si lo dejo en vuestras manos fraternales, tendrá ambas cosas.
La expresión de Arnaud era absolutamente cómica: la de un hombre que acaba de descubrir una vaca en su cama. Su rostro denotó asombro, alarma y perplejidad, en rápida sucesión.
—Volveré hacia el mediodía —continuó el padre Amiel— con la esperanza de que, bien descansado y recuperado, Raymond ya esté en condiciones de reemprender el trabajo. Es un ayudante muy valioso, maese Arnaud. Lamentaría que vos no supieseis reconocerlo.
¡Pobre Arnaud! Casi me dio lástima. Farfullando murmullos incomprensibles, se frotó los ojos para despejarse y buscó ayuda con la mirada. Sin embargo, el fraile ya había cesado su ataque. Con una sonrisa y un gesto de cabeza, se marchó repentinamente, y allí quedó el clan Maillot, mirándose unos a otros con incomodidad y consternación.
—Bien... —dijo Alazais, finalmente.
—Hum —añadió su marido.
Yo no abrí la boca. Al cabo de un momento, me dejaron pasar y pude cruzar la puerta. En la cocina me recibió mi madre, recién levantada también, y me ofreció pan y queso. Nadie me dirigió la palabra mientras me disponía a comer, con precaución. (Aliviado, comprobé que el diente que me bailaba había recuperado la firmeza y se mantenía perfectamente clavado en la encía.) Alazais avivó el fuego, mi madre dijo a la criada que sacara los desperdicios y trajera leña, y Arnaud se mondó los dientes.
—¿Quién te ha hecho eso? —me preguntó, por último, y señaló mi nariz hinchada.
Sonrojado, le dije que no conseguía acordarme.
—Pues si sucede por tercera vez —gruñó—, puedes buscarte otro sitio para dormir. Porque si alguien intenta matarte, Raymond, no quiero que vierta tu sangre cerca de esta casa.
Y ésta fue toda la simpatía que recibí de mi hermano. ¡Eso entendía él por tranquilidad y buenas atenciones! Con todo, tuve que agradecerle al padre Amiel que Arnaud, por lo menos, se abstuviera de ponerme la mano encima.
Por último, me levanté de la mesa y me retiré a mi habitación sin que nadie protestara. Pese al desorden reinante en mi estancia, después de haber pasado por la hospedería del priorato ningún otro lugar podía resultarme más acogedor. Contemplé con enorme satisfacción el tintero de piedra de mi padre, mi desordenada colección de libros, la ropa desordenada de la cama, mis botas de los festivos y el escritorio. Cada uno de los objetos me tranquilizó infinitamente. Y detrás de la puerta cerrada estaba mi familia, que no hacía ruidos fantasmagóricos por la noche y que, cuando asomaba la cabeza, siempre me decía algo, aunque sólo fuera para maldecir mi irresponsabilidad.
Con un suspiro de contento, me dispuse a dormir.
Sin embargo, no se me iba a permitir tal satisfacción. Apenas había cerrado los ojos cuando alguien llamó con los nudillos a los postigos de la ventana. Era un sonido subrepticio que presagiaba problemas. Por un instante, estuve tentado de no responder, pero se me ocurrió que el intruso, fuera quien fuese, tal vez decidiera llamar a la puerta si no abría la ventana, y que sería mejor que Arnaud no se percatara de su presencia.
Así pues, me levanté y fui a atender la llamada.
—¡Raymond! —Era Bona Claret—. ¡Estaba esperándote!
—¿Bona? Pero ¿qué diablos...?
La ventana enmarcaba su cabeza y le resaltaba los mofletes y la punta de la nariz, enrojecidos por efecto del frío. Con los dedos cortos y rechonchos de sus manos regordetas, se agarraba del alféizar como si temiese que fuera a arrastrarla la fuerza de un poderoso torrente.
—Te esperaba —repitió en un susurro—. Me envió Na Beatrice. Quería saber si anoche regresaste sano y salvo. Pero has vuelto esta mañana.
—Sí.
—He llamado a la ventana hace un rato, pero no ha respondido nadie. Entonces, he decidido esperar. —¿Has pasado aquí toda la noche? —No, no. He vuelto un poco antes de que lo hicieras tú. Me he escondido cerca
de aquí, al doblar la esquina.
—Oh. —Pensé, inquieto, qué sucedería si Arnaud la oía. Nada bueno, sin duda—. Bien —me apresuré a murmurar—, puedes informar a Na Beatrice de que sigo vivo, y de que he pasado la noche en el priorato. Pero ahora debes marcharte, Bona, o conseguirás que mi hermano termine lo que empezó mi amigo.
—Así pues, ¿tu amigo te encontró? —dijo ella, mirándome la nariz—. Na Beatrice temía que fuera a matarte.
—Por poco lo hace.
—Estaba muy inquieta. Siempre anda preocupada por ti.
—Oh.
—Y creo que tiene celos de mí. No quiere que me quede. ¿Adónde iré ahora, Raymond? ¿N o sabes de nadie más que pueda ayudarme?
¡Ay, amigos míos, qué abrumadora puede ser la carga incluso de un peso liviano cuando uno está cansado y enfermo! En aquel momento, la llorosa petición de Bona caía sobre mis hombros como el peso de una catedral. Con un suspiro, estuve a punto de llevarme una mano a la cara, pero recordé a tiempo que mi pobre rostro estaba demasiado delicado para tal tratamiento.
—Bona —murmuré, con voz casi inaudible—, estás pidiéndome mucho. Mi círculo de conocidos no es muy amplio. No se me ocurre nadie en la ciudad que...
—¿Y fuera? —Las yemas de los dedos se le habían puesto blancas de la fuerza con la que se agarraba al alféizar—. ¿Conoces a alguien que pueda necesitarme más allá de las murallas? ¿En los alrededores o... donde sea?
Curiosamente, se me ocurrió que sí. Aún no había terminado de hablar Bona, cuando me vino a la cabeza una idea: ¿y Bernard y Marguerite de Pasquieres? Bernard, caballero y chatelain de la corte provenzal, vivía en un pequeño castillo que dominaba la villa de Saint-Martin-les-Bains. Amigo íntimo de Lambert Galand, quien cierta vez le había conseguido una importante victoria legal, siempre me había acogido calurosamente cuando le llevaba una carta o un presente de mi maestro. En total, mis visitas a Saint-Martin-les-Bains habían ascendido a tres, cada una de ellas distinguida con cacerías, música y opíparos banquetes.
Sin duda, me dije, en aquella casa tan grande y rica habría espacio para una lavandera más.
—Bona —susurré, tras echar una cauta mirada a mi espalda—, conozco a alguien, pero vive en Saint-Martin-les-Bains. ¿Sabes dónde está?
Me miró desconcertada.
—Tienes que ir hasta el puente de Saint-Benezet, pasada-Villeneuve-les-Avignons, y allí tomar la carretera que lleva a las montañas. Pero al cabo de poco... Espera. —Se me ocurrió que la dirección tenía que ser el último paso, no el primero—. Escúchame, Bona. Voy a escribir una carta que entregarás a mi amigo. Luego te explicaré cómo llegar hasta él. Pero debes saber que tendrás que caminar dos días enteros, tal vez, para llegar a tu destino. ¿Estás dispuesta a ir tan lejos?
—Sí. Si tengo que comer...
—Te daré dinero. —Era un pequeño precio a pagar, pensé, a-cambio de librarme de un lastre indeseado—. Ahora, regresa a tu escondite y, cuando termine la carta, volveré a abrir los postigos. ¿Has entendido?
Bona dijo que sí. Y así fue cómo, cuando la hube despachado, tuve que sentarme ante el escritorio, con los ojos llorosos y un zumbido en la cabeza, a redactar una petición a un hombre con el que no había tenido relación desde hacía casi tres años. No fue, os lo aseguro, una tarea sencilla. Sabía que debía halagar y lisonjear, con frases elegantes, y tratar siempre de agradar, pero un cerebro perezoso y unos ánimos alicaídos me hacían absolutamente reacio a aplicarme en tal esfuerzo. Pero lo hice, ayudado por el hecho de que estaba obligado a escribir en la lengua vulgar. La finura en el uso del latín habría estado fuera de mi alcance en aquel momento, por lo que fue una suerte que Bernard de Pasquieres sólo alcanzara a leer el provenzal.
Redacté un borrador de la misiva y, a continuación, la copia definitiva. Para sellarla, tuve que salir a la cocina a calentar la cera, y lo hice con la inquietud de que me preguntaran por qué estaba trabajando, si el padre Amiel me había ordenado descansar. Sin embargo, nadie hizo comentarios. Era como si existiese un pacto por el que debía dejárseme en paz, fuera cual fuese mi comportamiento, hasta que el padre Amiel viniera a buscarme. O tal vez se había llegado al acuerdo de que no merecía que me dirigieran la palabra.
No importa la razón: el caso es que pude sellar mi carta y guardarla en una bolsa de piel sin ninguna interferencia. Un registro a fondo de mi habitación tuvo como recompensa el hallazgo de una libra tornesa; dos monedas Nemausenses, acuñadas en Nimes, y una antigua moneda de cobre conocida como «pougeoise», que es rara de ver hoy en día y que es de tan escaso valor que apenas se puede comprar nada con ella. Guardé las piezas en la bolsa de la carta: bastarían, pensé, para proveer de comida y agua a Bona durante el trayecto.
A continuación, abrí los postigos y esperé. En un abrir y cerrar de ojos, Bona apareció ante mí y procedí a darle la bolsa y a facilitarle el nombre y el cargo de Bernard de Pasquieres, además de indicarle de nuevo la manera de llegar al castillo. Llevé a cabo la operación de un modo un tanto frenético, pues no olvidaba lo cerca que estaba mi hermano. Después de repetirle una vez más el camino, le insistí en que, si olvidaba todo lo demás, debía recordar el nombre de Saint-Martin-les-Bains. Con aquel nombre, le susurré que podría encontrar el camino preguntando.
—Ahora, vete —le dije—. Vete antes de que a mi hermano se le ocurra salir, o me arrancará la cabeza.
—Te devolveré el dinero —me aseguró Bona, pero yo rechacé la oferta.
—Te lo regalo —susurré—. Pero vete de una vez.
—Pero...
—¡Vamos! Vete, ¿quieres?
Bona se marchó. Y sólo un rato después, cuando ya me había retirado una vez más a la cama, me acordé de su declaración. Por lo que yo recordaba, no se le había leído y la sirvienta no había estampado su marca en ella para confirmar la veracidad de cuanto se había trascrito.
El padre Amiel no estaría demasiado contento, pensé, cuando se enterara de que había despachado a una importante testigo a Saint-Martin-les-Bains.
Aunque el pueblo sólo estaba a una jornada a caballo y en aquella época del año era fácil llegar a él. Y, en cualquier caso, todo llevaba a pensar que Bona estaría de regreso antes de que acabara la semana. Como hasta aquel momento había fracasado en mis esfuerzos por encontrarle empleo, no me hacía muchas ilusiones de sus perspectivas en Saint-Martin-les-Bains. Mientras me dormía, pensé medio en sueños que aquella mujer era una especie de sombra, pegada a mis talones. O como la lepra: inextirpable, una vez contraída.
Pero, al menos durante unos días, disfrutaría de cierto alivio.
Canto II
Cuando el padre Amiel pasó a buscarme después de su colación del mediodía, enseguida advertí que estaba de un humor excelente. Me dio la bienvenida casi antes de que llegara a su altura, pero no con un saludo, sino con las palabras siguientes: «¡Dios ha bendecido nuestra perseverancia, hijo!». Por fuera parecía sereno, por supuesto, pero en su forma de inclinar la cabeza había cierto vigor contenido, le brillaban los ojos y la tensión de su mandíbula denotaba triunfo.
—¿De veras? —pregunté—. Así que los interrogatorios de esta mañana...
—Me han dado exactamente lo que necesito. —Mientras nos alejábamos de la casa a buen paso, habló en voz tan baja que me vi obligado a acelerar la marcha para mantenerme a su altura, aunque la cadera aún me dolía—. Tibaldo Canigiano presenció dos actos de hechicería perpetrados por Masseo di Vico, su hijo Girolamo y el padre Antonio, capellán del cardenal —explicó—. Ahora tengo dos testigos que han acusado al doctor. Por lo tanto, puedo proceder contra él.
—¿Y este Tibaldo? ¿Es el criado que mencionasteis?
—Es el criado de Masseo, sí. Estuvo presente durante los actos descritos por Bona Claret, los cuales, dice, se llevaron a cabo con el objetivo de dañar a Guillaume Monier. Tibaldo también vio a Masseo, Girolamo y al padre Antonio con una imagen de plata que representaba al camarero. Los oyó pronunciar palabras extrañas y maldecir el nombre de Guillaume Monier.
—¿Y cómo persuadisteis a Tibaldo para que confesara? —quise saber—. ¿Se trata de un sirviente desleal? ¿Albergaba algún resentimiento? ¿O es un hombre devoto que no miente bajo juramento?
—¿Devoto? No, en absoluto. —El padre Amiel emitió un breve bufido de desdén—. Tibaldo está contagiado de toda suerte de enseñanzas perversas. Lleva un amuleto, regalo de un sarraceno, que lo protege del mal de ojo. Recita el Padrenuestro del revés cuando pasa ante la puerta de una viuda para que ésta no lo deje impotente con una atadura.
—¿Una atadura?
—Es un acto de brujería que se practica haciendo nudos en hilos o en madejas.
—Sí, sé lo que es. —Respecto a esta suerte de hechizos corrían muchas bromas, debo contaros, en las mesas de El Gallo Negro—. Pero ¿por qué iba una viuda a querer echarle tal maleficio?
—Tibaldo cree que todas las viudas son brujas —respondió el padre Amiel—. Es un hombre de inclinaciones blasfemas, empapado de una sabiduría popular errónea. ¿Por qué habría de importarle a un hombre así levantar falsos testimonios bajo juramento? No me cabe ninguna duda de que habrá escupido tres veces en una invocación escrita para protegerse de las consecuencias. —El monje sonrió de nuevo, pero en esta ocasión lo hizo con una mueca maliciosa, casi diabólica. Parecía reflexionar sobre un incidente que le había proporcionado cierto grado de satisfacción no del todo loable—. He fingido que yo mismo hacía un conjuro —admitió—. He amenazado a Tibaldo con invocar al demonio Berith si no me decía la verdad.
Me detuve en seco, pasmado, y miré a mi compañero.
—Oh, mi penitencia será muy dura —se apresuró a asegurarme—. He cometido un pecado, desde luego, y debo confesarme con mi superior, pero también ha sido una artimaña provechosa en grado sumo. —Sin dejar de sonreír, el dominico daba toda la impresión de no estar en absoluto contrito—. «Hagamos males para que vengan bienes» — murmuró—. Todos debemos sacrificamos sirviendo al Señor.
Mientras caminábamos hacia la prisión, me pregunté hasta qué punto la artimaña del padre Amiel había resultado «provechosa en grado sumo». Se me ocurrió pensar que estaba bien informado acerca de los procedimientos requeridos para invocar a un espíritu diabólico. ¿Había utilizado los cantos y los signos correctos? ¿Hasta dónde había llegado en aquel camino terrible? Se me antojó que lo que había llevado a cabo era muy impropio y peligroso.
—Nuestro primer trabajo consistirá en escribir las citaciones para que comparezcan Masseo di Vico y su familia —declaró el padre Amiel cuando llegamos a la cavernosa entrada de la prisión—. Se les comunicará que han de comparecer ante mí mañana por la mañana. Esta tarde interrogaré al encuadernador de libros. Su nombre es Sanché Cervel.
—¿El encuadernador? —repetí un tanto perplejo y todavía absorto en mis especulaciones sobre los métodos de interrogatorio del dominico.
—El encuadernador de Marsella. ¿No recordáis haber transcripto su citación? Fue él quien encuadernó el códice que contenía el libro de nigromancia de Guillaume Monier.
—¡Oh, sí, desde luego! —recordé al fin—. ¿El encuadernador está aquí, ahora?
—Ha llegado esta mañana.
—Qué rápido.
—Sí, encomiablemente veloz. —El padre Amiel se detuvo, a la espera de que se abriera una de las puertas interiores—. Quizá, por esa razón, debería mostrarme misericordioso. «¿Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que de ti el Señor reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la misericordia y caminar humildemente con tu Dios?»
Supuse que no formulaba aquella pregunta con la esperanza de que yo la respondiera, por lo que permanecí callado y lo seguí escaleras arriba hacia el cuarto que nos habían asignado. Una vez allí, empecé a copiar las citaciones. Masseo y Girolamo di Vico eran acusados de brujería, mientras que Emilia y Costanza di Vico (esta última, la mujer de Masseo) eran citadas como testigos. Luego, el padre Amiel llevó aquellos documentos al alguacil para que los entregara y, al cabo de un rato, regresó con Sanché Cervel, el encuadernador, escoltado por los centinelas.
Saché Cervel era un individuo pequeño y de movimientos ágiles, con los ojillos negros y brillantes como los de un roedor. Tenía las manos manchadas y con pecas, y hablaba el provenzal con un marcado acento. Estaba infectado de sarna y parecía cargar a la espalda la mitad de sus pertenencias. Cuando se le pidió que jurara sobre las Sagradas Escrituras, dejó el bulto en el suelo y sonó un tintineo de cacharros de hierro. Por su manera de estudiar la habitación y sus contenidos, saltando con la mirada de un objeto a otro como una pulga, advertí que se trataba de un hombre de discernimiento y criterio. Aunque no parecía tener gran instrucción, tampoco se le veía desesperado de miedo, y admiré el semblante impertérrito con que se rascó mientras esperaba que le dieran alguna explicación con respecto a su presencia en Aviñón.
Todavía llevaba el polvo del camino pegado al cuerpo.
—Sanché Cervel —dijo el dominico, una vez completadas todas las formalidades—. ¿Reconocéis este códice y sabéis quién lo ha encuadernado?
Como debéis suponer, el códice que le mostraba el padre Amiel era el que contenía el libro de nigromancia de Guillaume Monier. Al ver cómo el encuadernador se lo arrancaba de las manos de un tirón, me vino a la cabeza la imagen de una gallina picoteando grano. Los movimientos de Saché eran bruscos y rápidos. Examinó el códice con gran atención, echando hacia atrás las tapas y tirando de las páginas de una manera que debía de causar un profundo dolor en su interrogador. Era evidente que el individuo no prestaba ninguna atención al contenido del volumen y llegué a la conclusión de que era analfabeto.
—Sí —dijo al cabo, sopesando el códice, casi descuidadamente, con una mano—. Sí, conozco este trabajo. Es mío.
—¿Fuisteis vos quien encuadernó este volumen?
—Sí.
—¿Os acordáis?
—Sí, me acuerdo muy bien, porque me pusieron sobre aviso respecto a su contenido.
—¿Os pusieron sobre aviso?
—Me dijeron que no lo leyera, que era un libro peligroso —el testigo se echó a reír—; pero como no sé leer, no corrí ningún peligro.
—¿Quién os dijo tal cosa? —inquirió el padre Amiel. Noté que el cuerpo del dominico se tensaba a mi lado—. ¿La persona que os encargó que lo encuadernarais?
—Sí —respondió Sanché—. Le pregunté por qué no lo quemaba, si era tan nefasto, y me dijo que solamente lo era para la gente ignorante que no advertía su peligro y que podía utilizado de manera incorrecta.
—¿Recordáis el nombre de ese hombre?
—Desde luego. ¿Cómo no voy a recordado? Era bien conocido en Marsella. Importante y muy respetado. Como vos, padre. —¿Era un monje? —Un inquisidor de la depravación herética. El padre Pierre-Julien Fauré. Casi me desplomé al suelo, os lo juro. Y creo que el padre Amiel también se sorprendió mucho, porque, cuando lo miré, boquiabierto, me pareció una estatua de piedra.
—El padre Pierre-Julien Fauré —repitió el religioso con voz átona.
—Sí, padre. Así se llamaba.
—Comprendo.
Con un carraspeo, el dominico se puso a estudiar los documentos que tenía delante y los ordenó en tres pilas. Estoy convencido de que aquella acción carecía de propósito, como no fuera el de ocultar su asombro y perplejidad. Después de una breve pausa, dijo:
—¿Cuándo encuadernasteis el códice para el padre Pierre-Julien Fauré?
—Oh... —El testigo se quedó pensativo—. Hace mucho. Antes de que dejara Marsella; y eso fue, dejadme pensar, eso fue..., ¿hace dos veranos? Lo encuaderné hace mucho tiempo, sí.
—¿Habéis encuadernado otros libros para él?
—Sí, muchos, pero los otros están todos fileteados. En este no quiso fileteado ni dorados. —¿Os previno acerca de algún otro libro? —No, padre. Sólo de éste. —Muy bien. —El dominico respiró hondo—. Sanché Carvel, habéis cometido un
grave pecado por haber puesto las manos sobre este códice. No obstante, estoy dispuesto a creer que lo hicisteis por ignorancia. Estoy dispuesto a creer que obedecisteis al padre Pierre-Julien de buena fe, confiando en su sabiduría y en su piedad.
—En efecto, padre.
—Pero si mentís, hijo, sufriréis un castigo terrible. Dios os encontrará, y también lo hará el Papa. Me propongo comprobar mediante una sutil y tenaz investigación si es verdad lo que me habéis dicho, por lo que si no fue el padre Pierre-Julien quien os dio este libro...
—Fue él, os lo juro.
......................... Y si no fue él, seréis juzgado por levantar falso testimonio.
Y, con esto, concluyó el interrogatorio. El padre Amiel despidió al encuadernador, ordenándole que se quedara en Aviñón hasta nuevo aviso. Cuando Sanché puso objeciones, le dijo que era necesario transcribir su testimonio y confirmar que era cierto. Entonces se le permitiría abandonar la ciudad. Por el momento, lo que podía abandonar era la habitación.
Cuando así lo hizo, el padre Amiel se volvió hacia mí y me dijo:
—Es de suma importancia, maese Raymond, que no comentéis con nadie lo que se ha dicho en esta entrevista. Con nadie.
Sorprendido, señalé que nunca había hablado de mi trabajo en la prisión, que ya me había pedido que no lo hiciera.
—Por supuesto —asintió—, pero debéis comprender que, respecto al padre Pierre-Julien Fauré, todas las precauciones son pocas.
—¡Ah! —Al observado, vi que tenía el entrecejo algo fruncido—. ¿Porque es un inquisidor de la depravación herética?
—Porque es probable que necesitase este libro para su trabajo. Pero ¿cómo obró con tanto descuido y permitió que cayera en manos de otro? Eso sí que no lo comprendo. —El padre Amiel empezó a hojear el volumen con gesto impaciente—. Acaso una de estas caligrafías sea la suya...
Al ver a mi compañero sumido en sus pensamientos, empecé a reflexionar yo también en aquella extraordinaria coincidencia. Qué maravilloso sería que el padre Pierre-Julien Fauré fuese acusado de brujería... De este modo, mi amigo Barthélemy quedaría a salvo de persecución y mi participación en su defensa no sería ya motivo de peligro. Pero ¿tendría el padre Amiel la fortaleza de investigar a otro dominico, a uno tan importante y respetado? Quizá sus superiores se lo impedirían.
—¿Hijo? —Su voz interrumpió mis cavilaciones.
—¿Sí, padre?
—Sonaos la nariz, por favor —dijo el monje con irritación contenida—. El ruido que hacéis me distrae.
Sorprendido, le obedecí, limpiándome después los dedos en la manga. Pensé que mis laceradas fosas nasales venían emitiendo una cantidad considerable de mucosidades sanguinolentas desde mi encuentro con Othon. Sin lugar a dudas, llevaba toda la tarde sorbiéndome los mocos.
—Lo siento, padre.
—¿No tenéis un pañuelo?
—No, padre.
—Tomad. —Sacó su pañuelo de la faja y me lo tendió—. No soporto pisar un esputo o cualquier otra sustancia mucilaginosa. —Lo siento —volví a decir. A partir de aquel momento, me limpié la nariz cada vez que me la notaba llena de
mocos y me esforcé por no aspirarlos. Debo señalar que no me encontraba demasiado bien. Había comenzado a dolerme la cabeza y, debido al malestar que me causaban ciertos golpes, me veía obligado a revolverme a menudo en el asiento, como un hombre infestado de pulgas. Además, no podía utilizar la mano izquierda, aunque, por fortuna, aquella tarde no la necesité: cuando el padre Amiel llamó a todos los miembros de la casa del camarero a comparecer de nuevo ante él, no fue más que para confirmar la veracidad de sus declaraciones previas, a fin de que esos documentos pudieran utilizarse legalmente para emitir una condena, y para preguntarles si reconocían el nombre del caballero Etienne de Puy. ¿Lo había mencionado alguien, en su presencia? Durante los días que precedieron a la muerte de Guillaume Monier, ¿algún miembro de la casa se había entrevistado con alguna persona de la región de Saint-Gilles o con algún hombre con aires de caballero?
La respuesta fue negativa en todos los casos. A pesar de todos los esfuerzos del padre Amiel, nada indujo a Aimery de Sorgues, Lothaire Lagarrigue, Josserand de Ponte, Fulques Fuille, Renaud Lizier o Jean Marty a involucrarse o a involucrar a los demás. Ninguno de ellos recordaba haber oído nunca el nombre de Etienne de Puy. Ni tan siquiera Fulques Fuille, que en su interrogatorio nos había hablado de «un litigio con un caballero», pudo identificar al susodicho caballero por su nombre.
No obstante, estaban todos dispuestos a estampar sus nombres en sus respectivas declaraciones. Tras leer cada uno de ellos por completo el testimonio reflejado en mis notas —excepto en el caso del portero, a quien se lo leí yo en voz alta—, no presentaron objeciones a su contenido. Se me ocurrió pensar que, si hubiesen deseado crear dificultades, podrían haber intentado poner reparos al procedimiento, ya que sus interrogatorios no habían contado con la presencia de un testigo imparcial. En teoría, dicho testigo no era necesario en este caso, porque no se hallaban ante un tribunal secreto como los que procesaban casos de herejía; sin embargo, no se me escapaba que tal vez el padre Amiel estaba forzando un poco las reglas para ajustarlas a sus objetivos. Y es que no había nada que distase más de una audiencia pública que aquella serie de interrogatorios casi secretos, llevados a cabo, como lo habían sido, ante dos personas en un pequeño cuarto de algún rincón recóndito de las entrañas de la prisión curia!.
Debo asimismo señalar que ninguno de los testigos encarcelados tenía buen aspecto. El de Josserand, en particular, se había deteriorado de manera considerable, mientras que era evidente que Renaud Lizier estaba enfermo. No podía caminar sin ayuda y estaba pálido como la muerte. Advertí, con desazón, que quizá falleciera antes de que la inquisitio llegara a su fin, y así se lo dije al padre Amiel no bien hubimos completado el trabajo del día.
—Si es culpable —comentó el monje—, el castigo de Dios será justo. Si es inocente, nosotros contamos ya con su testimonio. No tiene ninguna importancia.
—Pero si la prisión lo mata y es inocente... —dije, dubitativo—. Eso estaría mal, ¿no, padre?
—«Hay un tiempo para todo y un momento para cada cosa bajo el Cielo» — replicó—. «Un tiempo para nacer y un tiempo para morir». Se hará la voluntad de Dios, maese Raymond. —Bajábamos un tramo de escaleras y, como él iba delante, no vi su rostro, pero su tono de voz sonaba un tanto indiferente—. A saber qué pecados ha cometido Renaud Lizier... Sin lugar a dudas, son legión.
—Pero...
—Además, mañana interrogaré al médico del cardenal. Tal vez, cuando acabe el día, haya encontrado la solución a este gran misterio. Y tan pronto lo haga, los inocentes serán puestos en libertad.
«Si todavía están vivos», pensé, pero no llegué a reprobar al dominico en mi fuero interno, pues había llegado a respetar sus opiniones. Cada vez que parecía demasiado desapasionado, me decía a mí mismo que era juicioso. Cada vez que se mostraba frío, me recordaba que yo era impetuoso, susceptible y que me dejaba llevar en exceso por las emociones. Además, me dije, Renaud Lizier no era ningún santo. Quizá merecía sufrir. Al fin y al cabo, tal vez era culpable.
Me estaba preguntando si su incapacidad de distinguir con claridad el rostro de los interrogados podía ser la causa de la actitud distante del padre Amiel hacia ellos (porque, a fin de cuentas, ¿cómo iba a considerarlos seres humanos completos si para él no eran más que compilaciones indistintas de luz y sombra?) cuando llegamos a la calle y nos topamos con la corpulenta figura de Othon.
—¡Raymond! —exclamó mi amigo al verme, ante lo cual el padre Amiel se interpuso entre los dos. No puedo recordar aquel acto de valentía sin experimentar una sensación de profundísima gratitud. Fue un acto de valor extremo, ya que Othon era una montaña humana, mientras que el dominico era pequeño y frágil. En aquel momento, sin embargo, mi miedo era tal que no comprendí del todo el arrojo del que hacía gala mi compañero.
—Marchaos —dijo el padre Amiel con voz firme—. Dejadnos en paz.
—No os haré daño, padre —farfulló Othon. Parecía muy aplacado—. He venido a pedirle perdón, os lo juro por mi honor.
—Lárgate ahora mismo.
—Me equivoqué, Raymond. Tú no me traicionaste. ¡No sabes cuánto lo siento! No tendría que haber bebido tanto.
El padre Amiel se volvió hacia mí con una mirada inquisitiva. Yo no tenía muy claro qué responder. Sabía que el monje me reconvendría si hablaba con Othon, pero no me apetecía alejarme de mi viejo amigo sin pronunciar una palabra de perdón. Su arrepentimiento era auténtico, de eso no me cupo la menor duda; no se trataba de una treta con la que engañarme y llevarme a un callejón oscuro. Además, era evidente que me tenía en gran estima, dado que estaba dispuesto a tragarse el orgullo y acudir a mí, suplicante, aunque tuviera la fuerza de diez hombres.
Recordando la recomendación de Cristo a san Pedro, le dije:
—Mira qué nariz tengo, Othon.
—¡Oh, Raymond! ¿Qué puedo hacer para resarcirte? Dímelo.
—No has de pegarme nunca más.
—¡Nunca! ¡No volveré a hacerla nunca! Y desde hoy hasta la fiesta de Todos los Santos, cada gota de vino que bebas en El Gallo Negro la pagaré yo. Cada gota, Raymond. Te lo juro.
El padre Amiel guardó silencio. No era necesario que dijese nada. Supe lo que debía de estar pensando, aunque su rostro fuera completamente inexpresivo.
—Bien... esto... Yo... Muchas gracias —dije.
—Vayamos, pues. Vayamos a celebrar nuestra amistad a El Gallo Negro —me suplicó Othon—, y así me dirás qué puedo hacer con esa maldita mujer. Necesito tu ayuda, amigo mío. Su padre no me castigará si pago cierta suma y le encuentro un marido a la hija. No quiere que su deshonra se haga pública, ¿sabes? Tendrás que ayudarme a encontrarle un marido, Raymond. Debes hacerlo.
—No... no —respondí, mirando, incómodo, al padre Amiel.
—¡No te ocurrirá nada, te lo juro! —exclamó Othon—. ¡Dios de los cielos, Raymond, estaba borracho! Cometí una estupidez, pero ahora estoy sobrio.
—Y yo me siento indispuesto —fue mi réplica—. No tengo la cabeza para beber.
Intenté seguir caminando y dejado atrás, pero me agarró por la muñeca. Mi mala fortuna quiso que fuera la izquierda, y aullé de dolor.
—¡Soltadlo! —intervino el dominico, gritando—. ¡O llamaré a los oficiales del orden! —Apenas había terminado de decirlo y Othon ya me había liberado.
—Lo siento —murmuró—. Lo siento.
—Déjame en paz, Othon. Me duele todo.
—Pero el vino te aliviará el dolor.
—No.
—Y Na Beatrice quiere hablar contigo, Raymond. Eso me ha dicho.
—Dile que estoy recuperándome. Dile que no corro ningún peligro y dale las gracias. —Reemprendí la marcha y el padre Amiel me siguió, situándose entre Othon y yo—. Dile que no debe preocuparse —concluí—. Como ves, estoy todo lo bien que se puede esperar.
—¡Pero ella te necesita, Raymond! ¡Precisa que le leas una carta! ¡Una carta de unos monjes o algo así!
Me detuve en seco. ¡La carta! ¿Cuántos días habían pasado desde que Beatrice recibió esa carta de la abadía de Saint-Ruf? ¿Cuántos días hacía que le había prometido leérsela?
No podía dejarla en la estacada, tratándose como se trataba de un asunto relacionado con la propiedad de la taberna.
—Esto... Padre —le dije al dominico con voz vacilante—. Padre, esa mujer necesita mi ayuda en un cuestión relacionada con su negocio. Me comprometí a leer una carta antes de que me atacaran, antes de que esos salteadores me pegaran la paliza...
El padre Amiel inclinó la cabeza y, con el corazón en un puño, observé su semblante impasible. —Es cliente mía —añadí, desesperado—. De veras, padre. Terminaré enseguida. No caeré en la tentación de quedarme más tiempo del indispensable.
—Sois libre, hijo —replicó él sin el menor asomo de censura—. Sois vos quien debéis gobernar vuestra conducta. Id con Dios. Ya os mandaré llamar mañana por la mañana.
¡Qué terrible era el padre Amiel, en su condena! Y sin embargo, de sus labios no salió una sola palabra de reprobación. Su actitud era serena; su expresión, tranquila. Y cuando se alejó, lo hizo con paso apacible.
Sin embargo, las piernas apenas me sostenían y las rodillas chocaban una contra la otra.
—¡Puaj! —exclamó Othon—. ¡Menudo gusano venenoso! Venga, amigo mío, vayamos a mojar el gaznate para quitarnos el sabor a incienso. Esos monjes, siempre con la cara tan larga, lo amargan todo.
Canto III
Nunca entré en El Gallo Negro de tan mala gana. Nunca eché una ojeada al amplio interior del local con tanto temor. No tenía el menor deseo de beber con Othon bajo la mirada colérica de Gaillard. No deseaba sufrir los escarnios y reproches de unos hombres que antes me recibían con alegría y que ahora estaban convencidos de que había traicionado su amistad para intimar con un fraile de siniestra reputación. La atmósfera estaba cargada de amenaza y las jarras golpeaban las mesas con una fuerza innecesaria.
Othon, sin embargo, estaba decidido a beber conmigo. Sin duda, me habría encontrado asiento por el medio que fuese (echando a alguien de un banco a empujones, si hubiese sido necesario) y habría tomado la iniciativa de la conversación para obligar a sus compañeros a acogerme en su seno. Posando su recio brazo sobre mis hombros, desafió a los presentes con su fiera sonrisa. Sin embargo, antes de que pudiera imponer mi presencia a quienes la despreciaban, Na Beatrice acudió en mi rescate.
—¡Raymond! —exclamó, saliendo apresuradamente a nuestro encuentro—. Tenía la esperanza de que vendrías.
—Por consideración hacia ti, solamente —le aseguré. Para mi pesar, vi que su rostro estaba surcado de arrugas de inquietud. Con el pelo revuelto, la voz ronca y los ojos enrojecidos del humo y de la tensión, casi parecía una anciana—. Perdona, debería haber venido mucho antes. ¿Dónde está la carta?
—Arriba. Pero...
—La leeré ahora. Dile a Sybille que se encargue de servir. ¿Tienes pluma, tinta y pergamino? Voy a necesitarlos.
—¡Todavía no! —intervino Othon—. ¡Primero, un trago de vino! ¡Y después, una canción y un relato!
—No —repliqué.
—¿Por qué no? Por los clavos de Cristo, ¿qué te ocurre?
—Ya te he dicho antes que estoy dolorido. No he venido aquí para beber hasta caer en el estupor. —Escabulléndome de su lazo, tomé del brazo a Beatrice y, con un suave codazo, la encaminé hacia la estrecha escalera desvencijada—. Disculpa, Othon, pero necesito tener la cabeza despejada. He de tratar unos asuntos con Na Beatrice.
—¿Más tarde, pues? —apuntó él, frunciendo el entrecejo—. ¿Cuando termines esos asuntos?
—Tal vez.
Os aseguro que me batí en rápida retirada. Demasiado rápida, tal vez. Cuando llegué a la alcoba de Beatrice, estaba sudoroso y jadeante y debía de tener el rostro encendido, pues Beatrice, cuando lo vio, se apresuró a preguntar:
—¿Te encuentras bien, querido? Parece que estés ardiendo.
—¿Y crees que debería quitarme ropa? ¿Es eso lo que insinúas? —Apenas le presté atención—. No hay tiempo para coqueteos, Beatrice. ¿Dónde está la carta? Como no recibí contestación, la miré y vi que ahora era ella quien enrojecía. —¡Yo no decía eso! —exclamó abruptamente—. ¡Ya hablas como ese fraile! —¡Oh! Bueno... —Se te ve acalorado, Raymond, en serio. Vienes sofocado y tienes la frente empapada de sudor. Pareces febril. ¿Estás enfermo?
—No.
—Bien. —Beatrice se acercó a la cama y sacó un fajo de documentos de debajo del colchón—. Aquí está la carta —dijo mientras me tendía uno de ellos—. Iré a pedir pluma y tinta a mi vecino, el boticario. ¿Puedes esperar?
—Desde luego.
—Espérame, pues. Volveré enseguida.
Beatrice se marchó, y mientras estuvo ausente estudié la carta. Iba firmada por el camarero de la abadía de Saint-Ruf, la cual, como he mencionado antes, gozaba del derecho de retracto sobre la propiedad de Na Beatrice. Me informé de que, en virtud de esta prerrogativa, la abadía podía hacer valer ciertos privilegios con respecto a El Gallo Negro. Por la presente, comunicaban a la viuda que la abadía había decidido vender su derecho de retracto de la taberna. El comprador era un cambista de Nimes.
Cuando regresó, expliqué a Beatrice que, si alguna vez quería vender su propiedad, el cambista estaría autorizado a intervenir en la transacción y adquirir la taberna.
—¿Por qué?
—Porque ostenta el derecho de retracto.
—¿Lo ha comprado?
—Y puede venderlo.
Tuve que explicarle con mucho detalle lo que significaba todo aquello. Después le pregunté qué escribano había redactado la escritura y el reconocimiento de deuda cuando había comprado la taberna. Sería conveniente, dije, pedirle que consultara sus registros para tener completa seguridad de que la abadía de Saint-Ruf estaba, efectivamente, en posesión de lo que había decidido vender.
—A veces se producen irregularidades —apunté—. El escribano puede cometer un error cuando redacta los títulos, y cosas así. —¡Oh, Raymond! Ojalá hubiera podido recurrir a ti, pero entonces todavía no eras escribano público.
—Errores los cometemos todos, pero no tengo ningún motivo para pensar que quien te tramitó la escritura sea menos eficiente de lo que pueda serlo yo. De todos modos, querría cerciorarme de que todo está como debe ser.
—¿Ahora?
—¿ Por qué no? Todavía falta para que anochezca.
Y así, Beatrice y yo fuimos a consultar los registros notariales de un hombre cuyo nombre no recuerdo bien (¿ Gui... ? ¿Guibert?) y que nos recibió sin protestas. No os cansaré con la descripción del escribano, de sus costumbres o de su modo de hablar: no es, al fin y al cabo, de vital importancia para mi relato. Sólo os comentaré que su competencia era incontestable. Sus registros estaban archivados con orden, titulados y guardados en armarios cerrados. En ninguno de los textos que examiné vi erratas. La redacción era impecable. Aparecían todas las firmas de los signatarios y todas las salvedades estaban debidamente anotadas. Cuando abandonamos la casa (una vivienda humilde pero que, por su impecable limpieza, daba testimonio del talante preciso y cuidadoso de la familia que la habitaba), comenté a Na Beatrice que no habría podido escoger un profesional mejor.
—Un hombre muy capaz —añadí—. Deberías volver a tratar con él, más adelante.
—Pero ¿y tú, Raymond? —protestó ella—. ¿No deseas ayudarme?
—Desde luego, si tú quieres. Y tendrás que pagar mucho menos. Nada, de hecho. Pero yo no tengo los registros archivados como es debido: se apilan en el suelo, desordenados. Y me veo obligado a emplear tinta de baja calidad y pergamino áspero, a menos que el cliente pague un material mejor. Soy desaseado y olvidadizo y no tengo la menor capacidad de organización.
—Aun así, me vales. —Beatrice se colgó de mi brazo—. ¿Debo responder a la carta de la abadía? ¿Los monjes necesitan mi permiso para la transacción?
—No —respondí—. Pero deberías demostrarles que estás atenta a lo que sucede, para que no te minusvaloren por ser mujer y lega. Tendrías que pedir más información acerca de ese cambista: debemos saber dónde encontrarlo y quién es su escribano. No te
inquietes. Redactaré un escrito y nadie conculcará tus derechos.
—Gracias, queridísimo —dijo ella y, poniéndose de puntillas, depositó un beso en mi mejilla—. Eres un amigo sin par. —¿Qué haces, Beatrice? ¡En la calle, no! —¿Por qué? ¿Te preocupa que nos vaya a ver ese monje tuyo? —No lo llames mío. Creo que deberías tener en más estima tu propia reputación. —Raymond —respondió ella, mientras me miraba con una expresión de absoluto
desconcierto—, te tengo en más estima a ti que a mi propia reputación.
Creedme si os digo que estas palabras me llegaron al corazón. Beatrice no era dada a declaraciones elegantes y hermosas como la que acababa de pronunciar; era evidente que intentaba complacerme. Y lo había conseguido, sin duda. Siempre me había complacido de innumerables maneras (algunas de ellas, inenarrables). Sin embargo, yo sabía que si me ablandaba y le respondía del mismo modo, pronto nos encontraríamos juntos en la cama, haciendo cosas de las que luego me lamentaría.
Así pues, mostré frialdad y desinterés y, mientras subíamos la escalera hacia la alcoba —haciendo caso omiso de los gritos incoherentes de Othon, que insistía en que me uniera a él—, repetí a Beatrice que necesitaría estar un rato a solas para redactar la carta. Ella, algo abatida, respondió que me facilitaría todo lo que necesitara. ¿Un refrigerio, tal vez? ¿Vino? ¿Carne?
—Agua —dije, apartando con decisión la mirada de sus tentadores pechos—. Y algo sobre lo que poder escribir. Una superficie lisa.
Con aire humilde, Na Beatrice me suministró lo que pedía. Después, volvió con los parroquianos mientras yo luchaba con una tinta viscosa y una pluma torpe. Omitiré aquí un discurso largo y prolijo sobre el contenido de la misiva, redactado en términos bastante directos, aunque serviría bastante bien a nuestros propósitos. Baste decir que el primer borrador fue también el texto definitivo: lo leí cuatro veces, corregí un error gramatical, sequé la tinta aireando el pergamino y volví a llamar a Na Beatrice para que escuchara el contenido y estampara su marca especial en el espacio al final de la conclusio.
Apenas había tomado la pluma cuando el estrépito procedente del piso inferior, donde siempre reinaba el bullicio, aumentó hasta convertirse en un clamor ensordecedor. Llegaron a nuestros oídos gritos y protestas.
Na Beatrice garabateó la firma al lado de su nombre con un profundo suspiro.
—Más problemas —murmuró—. Siempre igual.
—Las bebidas fuertes traen violencia —comenté y recibí en respuesta una mirada impaciente. Sin una palabra más, Beatrice se encaminó con gesto resuelto a enfrentarse a los problemas que la aguardaban abajo, y yo salí tras ella, dejando la carta en la habitación. Debería haberla sellado, eso sí, pero caí en la cuenta de que tenía el sello en casa de mi madre.
Quien no estaba en casa era mi hermano, Arnaud. Imaginaos mi sorpresa cuando lo vi en la taberna.
—¡Arnaud! —exclamé mientras bajaba por la escalera. Mi hermano estaba plantado a un palmo de las narices de Othon, que profería unas voces estruendosas, por decirlo de un modo suave. Cuando oyó pronunciar su nombre, se volvió y, al verme, su rostro se contrajo en una mueca terrible.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Sorprendido bajo sus mismas faldas!
—¿Qué? —balbucí.
—¡Aquí, con tu ramera! ¡Mientras toda la familia espera en casa con tu futura esposa!
—¿Mi qué?
—¿Quieres que lo eche a patadas, Raymond? —intervino Othon, con la lengua gruesa y pastosa—. Dame una señal y...
—¡Ya lo sabías! —gritó Arnaud, lanzándose sobre mí como un gran halcón negro que cayera sobre un ratón de campo—. ¡Alazais te lo dijo!
—¿Me dijo qué?
—¡Que volvieras directamente a casa! —Me agarró por el cuello de la túnica con ambas manos y me agitó—. ¡Miserable montón de estiércol!
—¡Alazais no me dijo nada! —protesté.
—¡Claro que sí! ¡Antes de marcharte!
—¡Pero no me dijo nada de ninguna futura esposa! ¿Qué esposa?
Hurgando en la memoria, sólo alcancé a recordar las habituales admoniciones de Alazais a mi espalda, cuando abandonaba la casa aquel mismo día: «Esta noche no bebas... Vuelve a casa directamente... Deberías seguir el ejemplo de tu hermano... Ocuparte de tu propia familia...».
Hacía tiempo que había dejado de escuchar la tediosa retahíla de instrucciones que me llovía encima cada vez que pasaba cerca de mi cuñada.
—¡Te hemos encontrado un buen partido! —exclamó Arnaud—. Una prima tercera de tu madre. Acordamos con la familia que la chica nos visitaría con su padre y con su tío...
—¡Pero yo no sabía nada!
—… y mientras todos te esperamos, ¡tú apareces aquí! ¡Eres la vergüenza de la casa! Aquí, revolcándote con tu furcia en esta casa de mala nota...
—¡No es ninguna furcia! —Lo aparté de mí de un empujón—. ¡Es mi cliente!
—¡Tu furcia!
—¡Cierra el pico!
—¡Y tú, un chulo!
—¡Y tú, Arnaud, un hipócrita! ¿O crees que no sé qué mujeres de vida alegre son tus favoritas? ¡Si ellas mismas me lo han contado!
Como imaginaréis, tras este intercambio de insultos empezaron los golpes. Arnaud intentó darme manotazos en las orejas, mientras yo me protegía el rostro y le atizaba un puntapié. Al momento, Othon agarró a mi hermano y, sin dame tiempo a impedirlo, lo lanzó al otro extremo de la estancia.
—¡No! —exclamé—. ¡Othon!
—¿Lo echo a la calle?
—¡No!
—¡Ingrato! —clamó Arnaud, casi lloroso de dolor y de rabia, mientras se incorporaba con esfuerzo, tropezando con los bancos volcados y las jarras esparcidas por el suelo—. ¡Bastardo despreciable! ¡Vete al infierno!
—¡Oh, cierra el pico! —volví a decir, consciente de que teníamos público—. ¡Y deja de insultar a nuestra madre!
—¡El insulto eres tú! ¡Tú eres la lacra para nuestra familia! ¡Eres una deshonra y una vergüenza para todos!
—¿Yo? ¿Y qué me dices de ti? ¡Aquí el espectáculo lo estás dando tú!
—¡Ya no eres mi hermano! ¡Te repudio!
—¡Bien!
—¡Ya puedes largarte de casa! ¡No seguirás manchándola! Vete a vivir con tu furcia...
—¡Que no es ninguna furcia!
—… y date a la bebida hasta que te mate. ¡A mí me da lo mismo! ¿Me oyes bien? ¡No quiero volver a verte nunca más!
No bien hubo dado rienda suelta a aquella bilis, mi hermano dio media vuelta y se marchó, esquivando por poco el puño levantado de Othon.
Sé que mi amigo siempre ha albergado intensos deseos de sacudir a Arnaud, y sin duda los habría satisfecho allí, en aquel momento, si mi hermano no hubiese tenido la prudencia de esfumarse. Finalmente, aunque frustrada su intención de lanzarse sobre su presa, Othon se volvió a mirarme con una sonrisa taimada bajo los ojos vidriosos y murmuró, arrastrando las palabras:
—Siempre he tenido ganas de atizarle. Le convendría una buena patada en el culo...
Se produjo un largo silencio. Nadie miraba a Na Beatrice.
—¿Vas a casarte, Raymond? —preguntó Berenguer finalmente, con sincera curiosidad.
—No. Es decir... No. —Noté que me flaqueaban las rodillas y me apresuré a tomar asiento.
—Eso de echarte de casa, ¿lo hace a menudo? —Fue Gaillard quien lo preguntó—. Tu hermano, me refiero. ¿Lo ha hecho otras veces?
—No.
—¿Qué mujeres de vida alegre prefiere? —quiso saber Bernard, y unas risas contenidas se extendieron por el local. Othon se acercó a mí, ensayó una profunda reverencia y estuvo a punto de caer de costado.
—¿Quieres que sacuda a ese hermano tuyo? —se ofreció otra vez.
—No.
—Cuando tú ordenes, Raymond.
—¡Que no!
—Puedes quedarte a dormir aquí, esta noche —me ofreció Na Beatrice con voz clara y firme. Cuando levanté la cabeza, observé que recorría con la mirada a sus acobardados clientes, casi desafiándolos a hacer algún comentario. Plantada en mitad del local, con los brazos en jarras y el mentón en alto, añadió—: Mi hija dormirá conmigo.
—Gracias —respondí, y noté que la sangre se me agolpaba en las mejillas—. Eres... eres muy amable.
Se oyó una risilla entre dientes. Conocedor de los pensamientos libidinosos que debían de ocupar a los parroquianos que nos observaban, tuve ganas de coger la puerta y salir corriendo, pero ¿adónde? Al priorato, no. No me habían invitado y, además, no me entusiasmaba la idea de volver por aquella hospedería.
Así pues, me puse en pie:
—Si me indicas dónde puedo lavarme la cara, Na Beatrice...
—Sí, claro. Ven por aquí.
—Me duele la cabeza, ¿sabes?
—No me extraña.
—Una noche entera de descanso y me repondré.
—Sin duda.
—Espero que tu hija no se moleste...
Beatrice me condujo a la habitación de ésta, un cuchitril pequeño y oscuro junto a la cocina que contenía una cama y un arcón y que olía a la tierna Madeleine, que nos espiaba incómoda junto al fuego de la cocina.
Confuso, avergonzado y absolutamente agotado, me dejé caer en la camita de la chiquilla.
—Discúlpame —murmuré.
—¿Por qué? —preguntó Beatrice.
—Por mi hermano.
—No eres su guardián.
—Hablas como el padre Amiel.
—¡Espero que no! —Beatrice posó la mano en mi hombro—. Mi pobre Raymond, pareces muy enfermo...
—Tienes que despertarme temprano —fue mi respuesta—. Muy temprano.
—¿Para que el monje no sepa dónde has pasado la noche?
—Por favor... —Estaba cansado de defenderlos, el uno ante el otro—. El padre Amiel es un buen hombre y tú, una buena mujer. ¿Por qué te molesta tanto mi amistad con él?
—Porque yo le molesto a él —dijo Beatrice—. Pero no hablemos más de ese fraile. ¿Puedo traerte algo, querido mío? ¿Un poco de leche, tal vez? ¿Leche caliente?
—No, nada.
—¿Quieres col aliñada con aceite?
—Un poco de agua, nada más. Para lavarme la cara.
—Raymond, ¿es cierto que te has comprometido para casarte?
La miré a los ojos. Aunque no pude leer su expresión, perdida en las sombras, su tono de voz era sospechosamente neutro.
—Tenía que suceder algún día —dije con cierto embarazo. —Ya...
—Es decisión de mi familia.
—¿Aunque tu hermano te haya puesto de patitas en la calle? —Se inclinó sobre
mí y, casi rozándome, continuó—: ¿Y si ya no tienes familia? Asustado, empleé ambas manos para apartar de mí la tentación. —No, no —repliqué—. Arnaud reflexionará. Mi madre no me volvería la espalda, nunca lo haría. No; sigo teniendo familia.
—Y si no es así, siempre puedes formar un hogar con nosotras. —Na Beatrice pronunció aquellas palabras de forma bastante atropellada y confusa—. No somos de tu sangre, lo sé muy bien, pero aquí estarías cómodo, en esta habitación o... o donde fuese. Donde tú quisieras.
Aun bajo la escasa luz de la estancia, la vi sonrojarse. Yo también me había ruborizado. Su oferta era generosa, pero también temeraria: sin duda, significaría el deshonor para los dos. Por muy castos que nos mantuviéramos, la gente siempre murmuraría acerca de una cohabitación irregular como sería la nuestra.
—Gracias, pero no —dije. No había otra respuesta posible.
—¿No hay nada que...? ¿No...?
—No, Beatrice.
—Podrías pagarme el alojamiento...
—Eres muy buena y amable, pero sólo abusaré de tu hospitalidad una noche. Por lo general, Arnaud se arrepiente de sus arrebatos al cabo de un par de días. Eso, al menos, fue lo que me dije. Me negaba a aceptar la posibilidad de que
fuese a cumplir su amenaza. Es evidente que no conocía su corazón ni su cólera tan bien como suponía.
Canto IV
Aquella noche dormí muy mal por culpa del dolor y de unas terribles pesadillas. Me desperté sobresaltado poco después del amanecer y, mientras tropezaba con todo intentando vestirme a la exigua luz de las ascuas encendidas, desperté a Sybille (que dormía en la cocina) con mis maldiciones. Cuando la muchacha terminó de encender otro fuego con las brasas calientes del hogar, utilizando ramitas crujientes y un par de fuelles enormes, yo ya estaba listo para salir. Bebí el vino que me ofreció, pero me guardé el pan en la bolsa.
Aquella mañana, deseaba fervientemente interceptar al padre Amiel antes de que llegara a casa de mi madre.
Pero, ¡ay de mí! Me había demorado demasiado tiempo en la cama. El cielo tenía un tono lechoso, teñido por el humo de las hogueras nuevas; la gente vaciaba los orinales por las ventanas y pasé junto a un pozo en torno al cual ya se apiñaban las mujeres, entre bostezos, con los cubos en la mano. Un hombre que cargaba leña a la espalda me adelantó y entró en el patio de una herrería.
Cerca ya de la encomienda de San Juan de Jerusalén me encontré con el padre Amiel. Era evidente que se dirigía a El Gallo Negro. —Pa... padre —tartamudeé antes de que pudiera hablar—. ¡Arnaud me ha echado de casa!
—Eso me ha dicho.
—He tenido que dormir en El Gallo Negro, padre, pero no ha sucedido nada. ¡OS lo juro! ¡He dormido solo! ¡No la he tocado! —Pues claro que no —respondió en tono apacible—. Tranquilizaos. —¡No me quedó más remedio! Había una carta de la abadía de Saint-Ruf, y fui a
consultar con cierto escribano y, al regresar, Arnaud estaba allí... —Mis explicaciones fueron confusas, pero debió de entender parte de ellas. En cualquier caso, asintió y levantó la mano para detener mi torrente de palabras.
—Imagino que vuestro hermano se ha equivocado —dijo con dulzura—. Sé que no habéis hecho nada que merezca un reproche.
—¿Cuándo habéis hablado con él?
—Esta mañana. Me dijo dónde encontraras.
—Entonces, ¿todavía está enojado conmigo?
El padre Amiel me tocó el hombro con muchísima suavidad. Era una acción tan desacostumbrada en él que me llenó de espanto. —Debéis venir al priorato y quedaras allí —declaró. —Pero... —En Aviñón no encontraréis habitación enseguida. Y mientras no la tengáis, para vos siempre habrá una cama bajo techo en el priorato.
Estaba tan asustado que le agarré del brazo y no me di cuenta de que lo había hecho hasta que él, infructuosamente, intentó soltarse. —¿Qué ha dicho mi hermano? —le pregunté. —Maese Raymond, si tuvierais la bondad de... —¡Oh, cuánto lo siento, padre! —Solté su brazo como si fuera un carbón
ardiendo—. Pero ¿qué os ha dicho?
—Nada que merezca la pena repetir —respondió el dominico con firmeza—. Se mostró muy intransigente y excesivo en su condena, pero no debéis permitir que eso os agobie.
—Pero ¿y mis cosas? ¿Y mis libros? ¿Y la viela?
—Lo mandaré a buscar.
—¿Qué? —se me quebró la voz y creo que incluso me tambaleé, porque mi compañero alzó la mano como si quisiera frenarme—. ¡Pero ésa es mi habitación! ¡Vivo allí! No tiene ningún derecho a hacerme esto. ¡Soy su hermano!
—Escuchadme. ¿Raymond? Escuchad. —De repente, su voz sonaba cortante. Callé—. No es necesario que perdáis los nervios por un asunto tan insignificante. Sin lugar a dudas, vuestro hermano cambiará de opinión y, hasta que lo haga, podéis quedaras en el priorato...
—¡Pero detesto ese lugar! —Demasiado enojado y alterado para andarme con cortesías, dejé que el comentario escapara de mis labios antes de darme cuenta de lo que decía. Al ver que el padre Amiel me miraba con los ojos muy abiertos, intenté retractarme de aquella insultante declaración—. La hospedería, quiero decir... La hospedería no me gusta nada. Estuve muy incómodo allí. Es tan lóbrega, padre. Nadie habla y toda la noche se oyen ruidos extraños, como gemidos de almas en pena.
—Comprendo —dijo el monje con sequedad—. Bien, tal vez podamos disponer otro acomodo. Hablaré con el prior.
Comenzó a caminar de nuevo y yo lo seguí casi llorando de vergüenza, pasmo y decepción. Después de haber ofendido a todos mis conocidos, no soportaba la idea de haber ofendido también al padre Amiel.
—Perdonadme —supliqué.
—No tiene importancia —respondió acompañando sus palabras con un gesto de la mano.
—Os estoy muy agradecido, realmente agradecido.
—Y yo lamento profundamente lo ocurrido.
Me explicó en voz baja e inexpresiva que la noche anterior, Arnaud se había presentado en el priorato preguntando por mi paradero e hizo llegar un mensaje al padre Amiel, que estaba en su celda, por medio del portero. La respuesta que le dio el fraile fue que lo último que sabía de mí era que había acudido a la taberna de Na Beatrice.
—Si hubiese visto con mis propios ojos lo alterado que estaba —concluyó el dominico—, tal vez me habría abstenido de decirle dónde encontraras. Pero el daño ya está hecho.
—En casa de mi madre había gente esperando —le conté sin entusiasmo—. Mi futura esposa. Por eso Arnaud no puede perdonarme. —¿Vuestra futura esposa? —El monje se detuvo sobre sus pasos—. ¿Vais a contraer matrimonio, maese Raymond?
—No, si puedo evitarlo.
Mientras seguíamos caminando, declaré que no estaba preparado para el matrimonio. Algún día tendría una esposa, de eso no me cabía la menor duda, pero, de momento, me creía incapaz de mantenerla.
—Por lo tanto, lo haría mi familia y me cargaría con alguien como Alazais —me lamenté—. Una sermoneadora impenitente y una arpía. Una carcelera. Y entre Alazais, Jeanne y ella formarían una barrera impenetrable para evitar que me descarriara. ¡Puaj!
Sólo de pensarlo...
El padre Amiel no dijo nada.
—Pero acaso vos opinéis que el matrimonio me sentaría bien —proseguí, acongojado—. Tal vez creáis que me salvaría del pecado.
—En absoluto —replicó el monje—. San Pablo nos dice que es mejor casarse que andar fornicando. Sin embargo, también nos añade: «Digo, pues, a los solteros y las viudas que bueno les fuera quedarse como yo». Y san Ambrosio nos da el mismo consejo. El matrimonio, hijo, sólo es un medio para contener los deseos carnales.
—Pero pueden contenerse sin el matrimonio.
—Eso parece.
—Mi familia, sin embargo, jamás me creerá capaz de tal control—comenté, abatido—. No me tienen ninguna confianza y siempre piensan lo peor de mí.
—Entonces, tal vez sea mejor que abandonéis su compañía —replicó el padre Amiel—. Un hombre no puede alcanzar la virtud si los que le rodean no paran de decirle que es un pecador irredento. Si moráis en la oscuridad, ¿cómo aprenderéis a reflejar la luz? Pues «toda alma que está enferma en esta vida busca un lugar donde reposar». Entre altercados y tribulaciones no hay sitio en el que hallar ese respiro. En esas circunstancias, uno no puede encontrar a Dios, porque sin reposo no puede haber paz, y Dios no obra la confusión, sino la paz, como nos dicen las Sagradas Escrituras.
Mientras reflexionaba sobre aquello, llegamos a la prisión.
—Es cierto —dije al cabo—. Mi familia me considera un pecador, y por ello peco. Sin embargo, parece que vos, padre, esperáis mucho de mí. Confiáis en que haré las cosas bien y por eso me esfuerzo en complaceros, porque me estimáis. —Al mirarlo, vi que sonreía—. O al menos, así me lo parece.
—Por supuesto que os estimo —fue su comentario—. No juzguéis y no seréis juzgados.
—He mantenido mi voto, padre.
—No esperaba menos de vos.
—Si me quedo a vivir en el priorato, ¿tendré que aprender a hablar con las manos, como vos?
El dominico sonrió de nuevo.
—Hijo —respondió—, siempre seréis nuestro invitado y honramos a todos nuestros huéspedes. No se os pedirá nunca nada que no estéis dispuestos a dar de buen grado.
Con esta promesa tuve que darme por satisfecho, porque, después de cruzar las puertas de la prisión, uno de los centinelas reclamó enseguida la atención del monje. Al parecer, poco antes que nosotros había llegado una carta dirigida al padre Amiel. El monje me la entregó enseguida, habida cuenta de que su vista no le permitía leerla, y advertí que el sello era grande y magnífico, tanto, que lamenté tener que romperlo. Leyendo el texto escrito en su interior, anuncié que el cardenal Di Vico quería hablar con el padre Amiel aquella misma mañana en la residencia de Su Eminencia.
Cuando le informé de esta petición, el dominico entrecerré los ojos. Preguntó al centinela si se había presentado Masseo di Vico, y el hombre le contestó que nadie con tal nombre había acudido a la prisión. Con los labios apretados, el monje me hizo una seña para que lo siguiera y subimos las escaleras hasta la celda que nos habían asignado. Una vez allí, seleccionó unas cuantas transcripciones.
Su actitud mientras llevaba a cabo la operación fue fría y ominosa.
—Vos llevaréis estos —dijo, pasándome unos pliegos—. Necesito más de los que puedo cargar cómodamente.
—Pero, padre, por favor, ¿adónde los llevamos?
—A la casa del cardenal Di Vico.
—¿Ahora?
—Sí, ahora, ya que parece que Masseo se ha refugiado en su domicilio. —Cargado con las transcripciones, el padre Amiel se vio obligado a cerrar la puerta a nuestra espalda de un puntapié. Y aunque lo hizo, diría yo, con una fuerza innecesaria, su expresión siguió siendo insondable y su voz, calmada—. Quizás el volumen de testimonios que hemos recogido haga que el cardenal cambie de parecer —dijo—. A pesar de su senilidad, creo que es un hombre sincero, si bien un tanto influenciable.
—¿Sabéis dónde vive?
—Sí, lo sé.
En realidad, vivía muy cerca del antiguo palacio episcopal, una casa que antaño perteneció al deán de Notre-Dame-des-Doms. Como podéis imaginar, era una casa hermosa, con la planta inferior de piedra labrada y decorada con esculturas. A la planta superior se llegaba por una escalera interna cuyo pasamanos se sostenía en unos balaustres de madera, cada uno de ellos en forma de una bestia horripilante. Observé que alguien se había ocupado de adornar con pintura roja los ojos, los dientes y las garras de las mencionadas bestias, y se lo hice notar al padre Amiel mientras subíamos.
—Id con cuidado —le dije, dirigiéndome a él en voz baja al tiempo que señalaba los dientes rojos de los monstruos—. Han probado la sangre. ¿Veis?
El monje se sonrió, pero guardó silencio. Nos acompañaba a la planta superior ni más ni menos que mi viejo amigo Gaillard, quien, como tal vez recordaréis, dormía en la casa del cardenal, aunque no era él quien nos había franqueado el paso. La puerta principal la había abierto un portero que, como no sabía leer, había hecho llegar nuestra carta de invitación al capellán, el cual había mandado llamar a Gaillard. Mentiría si dijese que el escudero se alegraba de vernos. En realidad, parecía bastante asustado hasta que se le explicó que nos encontrábamos allí a instancias del cardenal. Sin lugar a dudas, había temido por un instante que hubiéramos ido a arrestarle o, al menos, que quisiéramos poner en conocimiento de Su Eminencia las acusaciones que había vertido en contra de Guillaume Monier.
Debo señalar aquí que el capellán que nos recibió respondía por el nombre de padre Rinaldo. No era, pues, el padre Antonio acusado por Tibaldo Canigiano de cometer actos de brujería. Por ello, no despertó el interés del padre Amiel y, enseguida que Gaillard compareció y nos invitó a seguirle, el dominico se alejó del capellán sin decirle una palabra.
Nadie se ofreció a ayudarnos a llevar nuestros pesados pliegos de pergamino.
Gaillard caminaba tan deprisa que me apenas pude hacerme una vaga impresión de la planta baja, que olía a comida suculenta y a especias. El trazado del primer piso era elegante, con un pasillo que discurría por la parte delantera de la casa, y estancias, muchas estancias, que se abrían al corredor. Entre las puertas de las habitaciones había bancos, pensados para que uno pudiera sentarse y mirar por las ventanas que tenía enfrente. Diversas lámparas colgaban de soportes en las paredes, y un tapiz reproducía la entrada de Jesús en Jerusalén.
Quedé impresionadísimo, os lo aseguro.
—Decidme —murmuró el padre Amiel al tiempo que detenía a Gaillard tocándole
suavemente el brazo—, el padre Antonio, ¿ocupa una de estas habitaciones?
—¿El padre Antonio? —Gaillard parecía asombrado—. Sí, ése es su dormitorio, pero en este momento no se halla en la casa. —Comprendo. Gracias. —El cardenal espera. Está allí, en su alcoba. —Sí, lo sé. Proceded. Debo reconocer que estaba anhelante por ver cómo amuebla y decora sus
aposentos privados un cardenal. Imaginé orinales de oro y colchas de armiño, pero, ¡ay de mí!, no se me concedió permiso para ver las posesiones más íntimas de Su Eminencia. Al llegar a la puerta de su alcoba, el padre Amiel hizo una pausa y me descargó de los documentos que acarreaba.
—Aguardad aquí —dijo.
—Oh.
—El cardenal sólo me espera a mí, maese Raymond. No puedo imponerle vuestra presencia sin su permiso. —No, por supuesto. —Pero no os vayáis muy lejos, por favor. Tal vez os necesite enseguida. Con una señal, el monje indicó a Gaillard que ya estaba listo, y éste abrió la
puerta del dormitorio y anunció al padre Amiel. Vislumbré unos cuantos tapices y un cojín con bordados de oro, pero la puerta se cerró de inmediato tras la espalda menuda y erguida del dominico, y Gaillard y yo nos quedamos a solas.
Mi amigo me miró con el ceño fruncido.
—¿Para qué ha venido el monje? —preguntó entre dientes.
—¿Quién lo sabe? —respondí, extendiendo las manos—. El padre Amiel no confía en nadie. —¿Le hablará de mí al cardenal? ¿Le contará lo que le dije? ¡Si lo hace, me despedirán! —¿Por decir la verdad? Gaillard, ¿cómo va a ser culpa tuya que el padre Guillaume anduviera tras los novicios jovencitos?
—Uf. —Impaciente ante la falta de comprensión que denotaba mi comentario, el escudero me dio un empujón y se marchó a toda prisa, así que me quedé sin otra cosa que hacer que volver a la contemplación de la entrada de Jesús en Jerusalén. Sentado en uno de los bancos que, sin lugar a dudas, habría acomodado posaderas ilustres de todo tipo, estudié el tapiz con cierto interés, ya que era la primera vez que veía uno. Representaba a Cristo montado en su asno, rodeado de una multitud que lo adoraba. Perros y gallinas habían acudido también a darle la bienvenida, y había un niño con una gorra verde. Vi a un panadero con una bandeja de panes y a un viejo jorobado, y a una dama de pechos exuberantes. Vi las murallas de Jerusalén, las nubes teñidas de oro, lirios blancos, brazos extendidos, túnicas vaporosas y armaduras exóticas. Al mirarlo más de cerca, descubrí que los colores estaban entretejidos, de forma que producían unos efectos milagrosos. Luego conté las personas representadas (sumaban veintisiete) y reflexioné sobre la vestimenta de Cristo, cuyas cenefas de oro habrían indignado a mi amigo Barthélemy.
Me entretuve lo mejor que pude y durante todo el tiempo que pude, pero al final el tapiz dejó de interesarme. En el pasillo no había otras distracciones: las voces que retumbaban detrás de la puerta del dormitorio del cardenal sonaban confusas, debido al grosor de la madera. Me puse en pie y estiré las piernas y los brazos. Crucé el corredor para acercarme a una de las ventanas y, asomándome, contemplé los tejados de las casas de enfrente y me pregunté quién debía vivir bajo sus techos. Alargué el cuello y vislumbré Notre-Dame-des-Doms. Oí campanas y el llanto de una criatura. Vi palomas fornicando. Entonces, alguien entró en el pasillo y me retiré bruscamente de la ventana como si me hubiesen sorprendido haciendo algo indebido.
De una de las puertas que tenía delante salió un hombrecito con un hábito canónico blanco. Llevaba un códice encuadernado y observó mi vestimenta de seglar con clara suspicacia. El hombre desapareció escaleras abajo: oí el sonido de sus suelas de cuero mientras las bajaba. Para tratarse de una casa ocupada por tantas personas, resultaba extrañamente silenciosa, pero es que los muros de piedra contribuyen al silencio mucho más que los de adobe o de madera.
Entre bostezos, empecé a medir la longitud del corredor con mis pasos. El tiempo transcurría con una lentitud exasperante. Me pregunté si el padre Amiel habría procedido ya contra Pierre-Julien Fauré. Me pregunté si tendría la fuerza necesaria para vivir en el priorato y qué sería de mí cuando el monje concluyera la inquisitio.
Había empezado a tocar una melodía en mi viela imaginaria, pese a que la mano izquierda aún me dolía, cuando un chillido repentino me asustó tanto que el corazón casi se me detuvo. El chillido procedía la habitación del cardenal y tras él llegó a mis oídos un barboteo de palabras asustadas que culminó con un grito, una petición de auxilio. Entonces, la puerta se abrió de golpe y varias personas salieron apresuradamente al pasillo. Una de ellas, un escudero, pasó a la carrera ante mí, seguido de alguien con una fuerte voz que le decía: «¡Trae dos! ¡Dos palanganas!». Otro, un clérigo, casi tropezó con el hábito en su prisa por entrar en la estancia contigua a la del cardenal y reapareció después con una estola, un frasco y otros objetos de malos auspicios que me hicieron pensar que alguien se estaba muriendo.
En medio del desconcierto, pude asomar la cabeza un momento en el dormitorio del cardenal y vi a un grupo de hombres, unos de pie, otros agachados, alrededor de un cuerpo tendido en el suelo. Enseguida, el clérigo al que había visto poco antes me apartó de la puerta con brusquedad y, mientras entraba en la estancia, me ordenó que me marchara.
—El padre Amiel... —dije con el corazón desbocado. Nadie me escuchaba.
Oí ruido de pasos que subían por la escalera. Al cabo de un momento, el pasillo se llenó de escuderos, clérigos y hombres de humilde condición —criados, mozos, cocineros—, todos temblando de agitación y peleando por un sitio en la puerta del dormitorio de Su Eminencia. Por sus preguntas apremiantes deduje que el cardenal estaba enfermo. Muy enfermo. Su médico había pedido las palanganas.
Aquello, pensé, indicaba vómito o hemorragia.
Con la tranquilidad de saber que al padre Amiel no le había ocurrido nada, renuncié a aquel lugar privilegiado y me retiré a una zona menos concurrida del pasillo. Allí esperé, junto a los miembros de la casa del cardenal. Algunos rezaban, otros hablaban entre susurros. Aunque en la calle el sol estaba alto y brillaba con fuerza, una profunda oscuridad parecía haberse posado sobre la casa. Me descubrí conteniendo la respiración. El corazón se me había desbocado de nuevo y noté los labios resecos.
Entonces, de repente, llegó a mis oídos un grito contraído, un grito que ya había oído antes y que me heló el corazón. Era el estertor que casi siempre acompaña a la muerte.
—¡Oh, oh! ¡Piedad, Señor! ¡Piedad!
—¡El cardenal ha muerto!
—¡El cardenal Di Vico ha muerto!
Enseguida, uno de los escuderos comenzó a proclamar a gritos la noticia desde la ventana a la gente que se congregaba en la calle. Una hermosa voz se elevó en una afligida canción de duelo. El hombre que tenía a mi lado rompió a llorar. Era un monje, un cisterciense, y me pregunté qué haría allí.
De pronto, oí la voz del padre Amiel.
—Maese Raymond...
Bajé la mirada y vi al fraile a mi lado. Tenía los brazos llenos de documentos. Más tarde, llegaría a maravillarme de aquel hecho: en presencia de un acto de Dios tan terrible y que causaba tanta conmoción, había encontrado la serenidad de ánimo necesaria para recoger todas las transcripciones que había llevado consigo a la casa.
En aquel momento, sin embargo, lo único que pensé fue que me alegraba de verlo.
—El cardenal ha muerto —anunció, y yo me santigüé.
—Que descanse en el amor de Cristo —dije—. Pero ¿cómo.... ¿Qué...?
Los ojos del padre Amiel se veían muy grandes y oscuros. Flexionando un dedo, me indicó que me agachara para poder hablarme al oído.
—Me parece —susurró— que lo he matado yo.
Retrocedí sobresaltado.
—¿Qué?
—Venid —murmuró—, deprisa.
Se abrió paso a codazos entre la multitud y entró en el dormitorio del padre Antonio. Yo como es natural, lo seguí.
Para mi sorpresa, la alcoba estaba escasamente amueblada. Aunque era amplia, en ella sólo había una cama sencilla, dos arquetas y un escritorio. Los postigos de las ventanas estaban entornados y tras cerrar la puerta a su espalda, el padre Amiel los abrió, de modo que todos los rincones quedaran inundados de luz.
—Padre —dije—, ¿qué estáis haciendo?
—¡Chist! —Se acercó a la primera arqueta, que no estaba cerrada con llave. Contenía libros y prendas de vestir—. Venid, echad un vistazo a estos volúmenes. Quiero saber si alguno de ellos es de nigromancia.
Absolutamente pasmado, hice lo que me ordenó mientras él, tras haberse desembarazado de los documentos que cargaba, se arrodilló junto a la cama y miró debajo.
—Éste es Las Etimologías, de Isidoro —le indiqué—; éste, el Decretum, de Graciano, y este otro el Liber introductorius, de Miguel Escoto...
—¿El qué?
—El Liber introductorius —farfullé—. El autor es Miguel Escoto.
—¡Excelente! —Nunca había notado tanto énfasis en la voz del padre Amiel. Me arrancó el libro de las manos y lo abrazó contra el pecho como si fuese su amor reencontrado—. Deprisa, cerrad la arqueta y coged las transcripciones.
—Pero ¿y éstos? —pregunté, señalando las Etimologías y el Decretum, que ya llevaba bajo el brazo—. ¿y los demás? Me habéis pedido que...
—Olvidadlos —dijo, despreciándolos con un gesto—. Lo único que necesito es esto. Venid, marchémonos antes de que nos descubran.
Cuando salimos, la multitud del pasillo había aumentado aún más y nadie reparó en nosotros. Yo iba tan cargado que apenas podía ver por encima de los documentos y al bajar las escaleras, faltó poco para que me cayera de cabeza. Cuando llegamos a la calle, me sorprendió una ráfaga de viento que hizo volar tres o cuatro hojas antes de que pudiera agarradas. El padre Amiel se hizo con ellas; luego, me desembarazó de varios documentos y nos pusimos en camino hacia la prisión.
Nos seguían gritos de horror y de pena, y hasta que no disminuyeron y parecieron voces distantes de aves, no me atrevía preguntarle a mi compañero qué había querido decir.
—Padre —pregunté en voz baja—, ¿cómo... cómo pudisteis matar al cardenal?
El dominico me miró de hito en hito.
—Presentándole los hechos —respondió—. Informándole del testimonio de Tibaldo, demostrándole que el padre Guillaume era un sodomita y Masseo di Vico, un hechicero. —El monje se quedó pensativo unos instantes—. Creo que el cardenal murió de un exceso de conmoción y repulsión —concluyó—. Y acaso también de pena. Su salud era muy delicada.
—Oh.
Aunque comprendí el razonamiento del padre Amiel, su carencia de emociones se me escapaba. Si yo hubiera presenciado la muerte de un hombre al que hubiesen matado mis revelaciones creo que me habría alterado o al menos conmovido. El padre Amiel, en cambio, parecía impertérrito.
—Masseo di Vico acaba de perder a su protector —prosiguió el monje— y voy a ordenar su arresto de inmediato.
—¿Arresto?
—Por supuesto. Ahora que el cardenal ha muerto, ¿cuánto tiempo creéis que Masseo se quedará en Aviñón, si lo dejo en libertad? Su hijo también tiene que ser arrestado... Y la mujer y la hija. —Cambiándose los bultos en los brazos, el padre Amiel consiguió liberar una mano, con la que extrajo del montón el Liber introductorius de Miguel Escota—. Y en cuanto al padre Antonio —dijo en tono sosegado mientras daba vueltas al volumen y lo estudiaba con su mirada impenetrable—, ya me encargaré de él cuando llegue el momento oportuno. Y lamentará haber despertado mi atención.
Sin lugar a dudas, pensé. Que Dios no permita que yo no sea nunca objeto de la desaprobación de ese hombre. Es capaz de matar con la lengua.
Canto V
El condestable de Aviñón era, cosa bastante curiosa, un hombre menudo con la vocecilla seca de un funcionario de la curia y una tripa que pendía de su magra figura como una bolsa cargada en exceso. Lucía unas tremendas marcas, no de heridas de guerra sino de alguna enfermedad de la piel, y tenía las facciones colgantes de un perdiguero y los ojos cautos del hombre que no se sorprende de nada. Aunque lo había visto muchas veces por la calle, no había conversado nunca con él ni había tenido ocasión de buscar su auxilio. Apenas lo conocía remotamente, y lo que había visto de él no me había impresionado.
En consecuencia, cuando el padre Amiel acudió a pedirle ayuda a nuestro regreso de la casa del cardenal, me sorprendió descubrir que Arnaud de Trian se mostraba tan dócil como cualquier criado o buhonero. Nos recibió con cortesía y escuchó sin interrumpir mientras el padre Amiel describía los recientes acontecimientos. Tras reflexionar brevemente sobre lo que contaba el fraile, accedió a ordenar la detención de Masseo y Girolamo di Vico. También dio permiso al padre Amiel para que registrara la casa del médico en busca de objetos sospechosos y ordenó al carcelero que formara una pequeña escolta de oficiales del orden que nos acompañase.
Lo llevó todo a cabo con diligencia y con tan escasas protestas o discusiones que yo no salía de mi asombro. Mi experiencia previa con los prebostes de la Iglesia era que resultaba difícil abordarlos e imposible convencerlos, y que eran reacios a actuar. Siempre había un superior, un consejo o una autoridad al que debían consultar, y cualquier decisión requería copiosas cantidades de escritos. Por no hablar del tráfico de dinero bajo mano.
Por ello me pregunté si la actitud colaboradora del condestable se debía al hecho de que no era clérigo, o si una disposición tan cordial también resultaba extraña entre los funcionarios laicos. Luego pensé si sería el propio carácter del padre Amiel, su credibilidad e inteligencia, lo que le había llevado a conseguir la respuesta adecuada por parte de Arnaud de Trian. En efecto, los dos hombres parecían mostrar un profundo, aunque algo cauteloso, respeto mutuo. Aunque solía mostrarse cortés en sus tratos, el padre Amiel no me parecía un hombre humilde. Había llegado a pensar que el fraile no tenía a nadie en alta estima. Con todo, su opinión de Arnaud de Trian debía de ser favorable, pues no habló con él con cáustica impaciencia ni con ligero desprecio, sino con una urgencia, una franqueza y un característico humor seco que me recordó las ocasiones, contadas, en las que yo mismo había logrado que me tuviera en buen concepto.
El condestable, claramente, le parecía un hombre de confianza, y yo entendía por qué. De hecho, se lo comenté en voz baja mientras nos dirigíamos a la casa de Masseo di Vico entre los chirridos y repiqueteos de metal de la escolta que nos pisaba los talones. Aquellos hombres tenían orden de arrestar a Girolamo di Vico si lo encontraban en la casa. En cuanto a Masseo, en aquel momento lo esperaba el capitán de la guardia junto al lecho de muerte de su hermano, el cardenal.
—Maese Arnaud parece un hombre inteligente —comenté con una mirada al fraile, que enarcó una ceja.
—¿Inteligente? Tal vez. Eficiente, sin duda.
—Y servicial.
—Sí.
—Y merecedor de vuestra confianza.
—Tanto como pueda serlo un hombre de su posición, sí —respondió mi acompañante, y me pregunté si, como tantos clérigos, era reacio a depositar su fe en un lego. Pero si era así, me dije, ¿por qué me invitaba a registrar con él la casa del médico?
Entonces se me ocurrió que yo era el único del grupo capaz de leer un texto.
—Maese Raymond —dijo de pronto el padre Amiel, como si me hubiera adivinado el pensamiento—, quiero que vos consultéis los libros de Masseo. Y respecto a los oficiales que nos acompañan —se volvió hacia ellos para que lo oyeran—, deberán buscar todos los frascos, ganchos, hoces, navajas pequeñas y agujas que haya en la casa, y todos los libros y pergaminos que no estén a la vista, y las manchas de sangre, los pelos, las garras de animales, los cueros y pieles...
El catálogo era interminable; todavía estaba enumerando cosas cuando llegamos a la residencia de Masseo di Vico. Se trataba de una buena casa situada en un mal barrio, pues en aquella calle se sucedían los puestos de carnicero, y por ello abundaban las moscas, el aire estaba cargado de vapores malsanos y los propios adoquines estaban teñidos de rojo y negro. No os entretendré con la descripción de lo que podía pisar allí un paseante incauto si no vigilaba dónde ponía el pie. Sólo os diré que por aquella estrecha travesía solían trasladarse las ovejas y los cerdos, que dejaban tras ellos grandes charcos de excrementos.
En efecto, la calle era una enorme letrina. Siempre recordaré la estampa del padre Amiel, con los faldones blancos de su hábito levantados a la altura de las rodillas y observando el charco que, compuesto de las sustancias más hediondas y pútridas que se puedan encontrar, abarcaba la calzada en toda su anchura hasta lamer las fachadas de las casas que sobresalían. La zancada del fraile era tan corta que no le permitía cruzado sin ensuciarse las sandalias y las medias.
Por un instante, me produjo una sensación de desvalimiento casi cómica. Sin embargo, mientras los guardias discutían cómo solventar el apuro, sugiriendo que dos de ellos, uno a cada lado del religioso, lo levantaran en vilo y lo trasladaran como a un niño pequeño, mientras discutían sobre la mejor táctica a emplear, el padre Amiel levantó del suelo una gran piedra, la arrojó al centro del charco y la empleó para cruzar tranquilamente el lago de podredumbre con dos zancadas, en lugar de una.
No recuerdo una sola ocasión en la que el padre Amiel se quedara, realmente, sin recursos. Creo que tal cosa no estaba en su naturaleza.
Poco después, llegamos a la residencia de Masseo di Vico. El padre Amiel hizo que uno de los escoltas llamara a la puerta con atronadores golpes del asta de su lanza y anunciara con voz estentórea que veníamos en nombre del condestable de la ciudad. Alarmados y agitados, los habitantes de la vivienda tuvieron muy poco tiempo para ocultar los objetos ilícitos que pudiera haber en ella. Yo me asomé a la cocina por una ventana y observé a varias personas que se arremolinaban consternadas, agitando las manos y tropezando con los bancos.
No fue la dueña de la casa, sino su hija, quien nos franqueó finalmente el paso. Me bastó un vistazo para apreciar que la muchacha, Emilia, era tan impulsiva y obstinada como tímida y obediente era su madre. Nos pidió explicaciones de nuestra presencia allí, mientras la madre se acurrucaba detrás de ella, y nos insultó abiertamente mientras su progenitora se echaba a llorar. Aunque en circunstancias normales habría encontrado a Emilia demasiado bulliciosa y cáustica, no pude dejar de admirarla en aquel trance. Tal vez estaba tan malcriada que había perdido el temor a los clérigos, puesto que reconvino al padre Amiel como si fuera una matrona, cuando apenas había dejado atrás la infancia. (Debo confesar, no obstante, que tenía la figura de una mujer más madura, con unos pechos generosos que atraían la mirada de todos los presentes... excepto del padre Amiel.) No es preciso decir que el monje no le prestó la menor atención y dirigió todas sus preguntas a la madre, como dictaban las normas de urbanidad, para lo cual alzó la voz hasta que se hizo claramente audible, incluso por encima de los abominables chillidos de Emilia.
En cuanto a mí, fui incapaz de sostener la mirada acusadora de la muchacha. Y ella tal vez se percató de mi incomodidad, puesto que dirigió a mí sus protestas, empujándome con los pechos a la altura de las costillas mientras me acusaba de obrar injustamente. Llevaba los negros cabellos intensamente perfumados y tenía los labios gruesos y suaves, y unos ojos saltones de color castaño. A Othon, pensé, le habría parecido un bocado apetitoso.
—Maese Raymond —dijo el monje, interrumpiendo el discurso de Emilia—, parece que Masseo guarda sus libros en la habitación de arriba. ¿Me hará el favor de empezar por ahí? Yo buscaré aquí...
—¡No! —Emilia se arrojó sobre él—. ¡Esa habitación es la mía! ¡Dejad en paz mis cosas!
Tras esto, exasperada, dirigió a su madre un atropellado torrente de frases en un idioma extranjero y deduje, por el modo en que movía las manos, que la mayor parte de su sarta de vituperios iba dirigida contra el padre Amiel.
Mis sospechas se vieron confirmadas cuando el fraile se volvió bruscamente hacia ella y, con voz cortante como el filo de una espada, le habló en su propia lengua. Su visible dominio del idioma me dejó perplejo, pues lo habló con absoluta fluidez y sin vacilaciones durante un rato considerable. Sus palabras consiguieron que Emilia se callara; a la muchacha se le llenaron los ojos de lágrimas y, con un temblor en los labios, buscó refugio en los brazos de su madre.
—¿Y bien? —De repente, el fraile se había vuelto a mirarme—. ¿A qué esperáis? Vamos, daos prisa. No podemos quedarnos mucho rato.
Con la sensación de haber recibido una reprimenda, me apresuré a hacer lo que me decía. Debo comentar aquí que la mayor parte de la casa era de una sola planta, con dormitorios que daban a la cocina, pero encima se había añadido un desván al que sólo se podía acceder por una escalera. Cuando subí por ella, me encontré en una estancia larga y de techo bajo, con una cama en un extremo. También había varios baúles, una librería, una mesa y dos sillas. Allí donde mirara había montones de objetos tirados por el suelo: piezas de vestir, ropa de cama, cacharros de loza, zapatos, hilos y agujas, libros, bolsos, cartas, peines, piezas de ajedrez, un espejo de mano y un pequeño relicario lacado. Más que volúmenes escritos, la librería contenía frascos de ungüentos, vasos de aplicar ventosas, pinzas y bisturís. Uno de los baúles parecía lleno de ropa; el otro estaba cerrado.
Pedí las llaves y al poco apareció el padre Amiel con un puñado de ellas.
—Me pregunto si Masseo tendría tanto desorden en la cabeza como el que hay en su alcoba... —comentó el fraile mientras echaba un vistazo a la estancia.
—Este baúl está cerrado con llave, padre —le informé.
—Yo lo abriré. Vos recoged todos los libros de la estancia y decidme si hay alguno de naturaleza dudosa.
Una vez hubo abierto el cerrojo y levantado la tapa, el padre Amiel soltó una exclamación cuando se derramó a sus pies un puñado de documentos. El baúl estaba lleno a reventar de rollos y folios y fajas de pergaminos atados.
—Quizá también debáis echar una ojeada a esto —añadió.
—¿A todo esto? ¡Pero, padre, estaremos aquí todo el día!
—Si es preciso, lo haremos. Yo, de momento, empezaré por estos anaqueles.
Sin embargo, impedido como estaba por su mala visión, le resultó muy difícil llevar a cabo lo que se proponía. Se acercó a los estantes con cierto titubeo y tuvo que sostener tan lejos de sí como le permitía el brazo cada objeto que sacó de ellos. Con los ojos entrecerrados, palpaba y hacía girar una jeringa, un gancho o un hierro de cauterizar hasta que lograba identificarlo a su satisfacción. Entonces, dejaba el objeto a un lado y procedía metódicamente con el siguiente.
Mientras tanto, yo hurgué bajo las ropas de cama y busqué en cajas de amuletos sencillos hasta que hube reunido todos los libros de la estancia. Sumaban la espléndida cantidad de una decena, y en su mayor parte trataban de las artes médicas: la Practica oculorum, de Benvenuto de Salema; la Cirugía, de Rogerio de Salema; la Glosa sobre el arte de la Medicina de Galeno, de Cardinali, y varias obras del propio Galeno, entre ellas La nocividad del temperamento fluctuante y Simples medicinales. También había una Biblia y un pequeño códice sin título lleno de notas sueltas escritas por dos manos.
Abrí al azar este último volumen y leí que para la melancolía, la ciática y la parálisis, hay que recolectar betónica y ranúnculo el día de la Ascensión, a la hora de tercias, mientras se reza el Padrenuestro, para luego extraer el jugo de estas sustancias y mezclado con aceite o grasa de cerdo y cera a fin de elaborar un ungüento.
También leí que para aliviar la hemorragia menstrual excesiva es necesario escribir las letras a p o o n a sobre una tablilla de plomo y ceñírsela al vientre.
—Padre... —musité.
—¿Sí?
—Aquí tengo un libro raro, pero no sé si trata o no de hechicería.
El monje levantó la mirada de las jarras de loza selladas que estaba contemplando.
—Leed —me ordenó, y empecé a leer en voz alta fragmentos del texto; por ejemplo, el que describía que las mujeres de Salema comían estiércol de asno en forma de pequeños ovillas y que también se lo daban a sus maridos, para que pudieran retener mejor el semen.
Seguí citando del libro que tenía en la mano:
—«Para la curación de las fiebres escribe lo siguiente en un pergamino virgen y colócala en el altar, debajo del cáliz, hasta que se hayan rezado tres misas sobre él: hON LONA ONU ONI ONE ONU ONUS ONI ONE ONU. Después, ata el pergamino al cuello del paciente.
»Para saber si un paciente va a morir, escribe estas letras en una hoja de laurel y coló cala a sus pies, y si el paciente habla, vivirá: G b o p o o S D.
»Un remedio para la fiebre es recoger verbena mientras se pronuncia la jaculatoria" In nomine Patris et Filii et Spiritu Sancti Amen" y un Padrenuestro. Después, muélela y dásela a beber al enfermo en agua bendita...»
—Muy bien, ya veo —me interrumpió el padre Amiel—. Ponedlo aparte y nos lo llevaremos. —A continuación, tomó en sus manos uno de los tarros de loza y me preguntó— : ¿Qué hay escrito aquí? ¿Alcanzáis a verlo?
Estudié las letras, iluminadas, y vi que ponía amaracus.
—Mejorana —dije.
—¿Y aquí?
—Almáciga.
—¿Y aquí?
—Carne de serpiente.
El padre Amiel soltó un gruñido. Agitando este último tarro, me pregunté cómo era que la carne de serpiente que decía contener sonaba como un puñado de piedrecillas. Sin embargo, cuando lo abrí, descubrí en su interior fragmentos de plomo que parecían limaduras y salpicaduras recogidas del suelo de una herrería.
—Bien —dijo el fraile y, cuando hubo guardado la extraña colección de tarros en su morral, procedió a desenrollar una venda de tela, como si esperase encontrar algo escrito o dibujado en ella.
Por mi parte, me concentré en el baúl de documentos, que contenía principalmente viejas cartas, instrucciones para mezclar bebedizos y ungüentos, copias de contratos notariales y fragmentos de vitela o de pergamino en los que había garabateadas cuentas, citas o listas de ingredientes. Una colección de cartas llevaba el sello de Guillaume Monier, y el padre Amiel las seleccionó para estudiarlas mejor más tarde. Mientras yo examinaba textos ilegibles por las manchas de humedad, él sacudió una por una las prendas de vestir, miró en cada rincón y vació todos los frascos y jarrones de la estancia. Palpó paredes y patas de mesa, miró debajo de la cama y, con mi ayuda, volcó los cajones de los muebles. De vez en cuando chasqueaba la lengua con expresión de disgusto, hasta que tuve el impulso de preguntarle si buscaba algo en concreto.
—La imagen de plata —respondió—. La que Tibaldo vio en manos de Masseo.
—¡Ah!
—Según Tibaldo —el fraile introdujo el dedo en un tarro de hierbas secas—, el médico habló de quemar hierbas bajo la figura durante nueve noches, después de lo cual debían efectuarse ciertos encantamientos durante setenta y dos noches. Con esto, la salud de Guillaume Monier se debilitaría irremediablemente.
—Entiendo.
—Debían de guardarla en otra parte —comentó el monje con visible frustración—. En algún sitio de fácil acceso, pero que pase prácticamente inadvertido...
—¿En el muladar, tal vez? —apunté, evocando mi inolvidable paso por el de las Carmelitas Descalzas. Y, aunque había hecho el comentario con ánimo burlón, el padre Amiel levantó la mirada de lo que estaba haciendo y, con un brillo en los ojos, exclamó: — ¡Pues claro! ¿Dónde, sino? El escondite perfecto.
Le correspondió, pues, a nuestra infortunada escolta la tarea de buscar en el estercolero de Masseo di Viro. Yo, por tener la fortuna de saber leer, me vi liberado de tal destino y seguí con los libros y documentos mientras llegaban a mis oídos las exclamaciones de disgusto procedentes del patio. Estoy seguro de que Emilia debía de asistir con profunda satisfacción a la visión de sus perseguidores chapoteando en los excrementos. Y más complacida aún debió de sentirse cuando, a pesar de nuestro empeño, nos dimos por vencidos sin encontrar nada de valor. No apareció figura alguna en el muladar, ni en la cocina, en las alcobas o en la bodega. Tampoco descubrimos círculos ni signos mágicos en hornacinas ni cajones.
Cuando concluyó el registro, el único botín de relevancia del padre Amiel se reducía a las cartas del camarero, una selección de instrumentos médicos y un libro de contenido un tanto equívoco.
Podía apreciarse su decepción en el tono monocorde de su voz cuando preguntó por Girolamo di Vico. Le informaron de que Girolamo estaba estudiando con su lector. Según parecía, el hijo de Masseo quería seguir los pasos de su padre y aspiraba a titularse como médico en uno de los centros de enseñanza de las artes médicas más renombrados. Así pues, nuestra escolta fue enviada allí para apresarlo mientras el padre y yo trasladábamos al priorato nuestro botín de artículos confiscados. Una vez allí, fui conducido directamente a la celda del fraile, donde éste me invitó a depositar mi carga.
—Si esperáis aquí —me indicó el padre Amiel—, iré a buscar dónde alojaras. Sé que hay varias celdas vacías; tal vez el prior os permita ocupar una de ellas.
—¿Celdas vacías? ¿Cómo la vuestra?
—Exactamente iguales, salvo que no están tan desordenadas. —Abarcó la estancia con un gesto e hizo una mueca de desagrado—. Aunque, después de haber visto vuestra habitación, no voy a pediros que disculpéis el desbarajuste que reina aquí: «No juzguéis y no seréis juzgados». Si me apresuro, tal vez lleguemos a tiempo de la colación.
Y, con estas palabras, se marchó y me dejó solo y en la duda de si atreverme a tomar asiento en su lecho. La cama era estrecha y corta, como correspondía al lugar de descanso de un monje dominico, y junto a ella había un sencillo escritorio y un baúl o arcón maltrecho, lleno de marcas y manchas de numerosos viajes. Sobre el arcón se disponía una colección de frascos de cristal que contenían medicamentos, junto con un montón de pergaminos sueltos, en cada uno de los cuales podían verse cuatro o cinco muestras de escritura. Cuando me percaté de que las numerosas caligrafías repetían las mismas dos líneas de texto, llegué a la conclusión de que el padre Amiel había recogido muestras caligráficas de otras fuentes, aparte de los testigos que habían declarado en mi presencia.
Me pregunté si corresponderían a otros monjes y si el padre sospechaba de alguno. Era posible que Pierre-Julien Fauré hubiera pasado una temporada en Aviñón. ¿Tal vez había trabado alguna amistad en el priorato durante su estancia? Decidí preguntárselo al padre Amiel en cuanto encontrara el valor para hacerlo.
Entre otros documentos dispuestos en montones por toda la celda había declaraciones escritas de mi propio puño y cartas que llevaban sellos de gran esplendor. El escritorio estaba provisto de tinta, plumas, navajas, tierra de batán, piedra pómez, pergamino virgen y una regla: en resumen, todo lo necesario para escribir. Sobre la mesa, protegidos de la humedad del suelo, había también varios libros, y otros más en una banqueta. Entre ellos vi una obra titulada Summa de Catharis et Pauperis de Lugduno, de un tal Rainerius Sacconi; la Historia Scholastica, de Pierre Comester; una Biblia; un Salterio; las Sentencias, de Pierre Lombard; algo llamado Summa iuris canonici in haeresi, de Raimundo de Peñafort, y las Confesiones de san Agustín.
Tomé este último volumen, lo abrí al azar y leí el siguiente fragmento: «A ninguno nos atraía especialmente lo que da su belleza al matrimonio, que es la tarea de formar un hogar y criar hijos. La principal preocupación era que estaba acostumbrado a satisfacer mi insaciable apetito sexual, que me tenía cautivo y me atormentaba violentamente».
Como podéis imaginar, seguía leyendo cuando el padre Amiel reapareció un rato después. —¿Qué libro es ése? —inquirió, y tan absorto estaba en la lectura que, al oírlo, di un respingo como si me hubiera alcanzado un dardo.
—Son las Confesiones —respondí.
—¡Ah!, san Agustín —asintió él—. Una noble obra.
—Disculpad, padre, sólo estaba... Se me han ido los ojos...
—¡No, no! Leedla. Quedáosla. Os hará bien, estoy seguro. —Me entregó una carta sellada, llena de manchas y arrugada, y añadió—: Esto ha llegado al priorato esta mañana. El mensajero, un tal Thibault, tuvo a bien informarme de que reside en la posada que está frente a la Porte du Rocher. Según parece, os buscó en vano en casa de vuestra madre, en la prisión y en el priorato. Sin duda, espera una respuesta. —El monje se apartó de la puerta y me hizo un gesto de invitación para que saliera—. Nuestro prior ha tenido la generosidad de concederos permiso para que ocupéis una de las celdas vacías —concluyó— . Si me acompañáis, os enseñaré dónde está.
Debo comentar, llegado este punto, que no todos los monjes dormían en celdas. La mayoría se retiraba en un dormitorio común, y sólo a quienes ostentaban cargos importantes, como el lector o el bibliotecario, les estaba permitido dormir solos. Por lo tanto, varias de las pequeñas y austeras habitaciones estaban desocupadas, y me alegró comprobar que la mía se hallaba a escasa distancia de la del padre Amiel. No diré que el espacio que se me había adjudicado fuera muy acogedor: lo impregnaba un extraño olor y sólo contenía un estrecho jergón. Sin embargo, el fraile me informó de que mandaría llevar allí mis pertenencias y de que él mismo se encargaría de conseguirme un escritorio para que pudiese trabajar.
—Os enseñaré dónde están las letrinas, el refectorio y la biblioteca —se ofreció—. Y, naturalmente, siempre seréis bien recibido en la iglesia para las completas. ¿Queréis visitar las letrinas antes de la colación?
—Hum... No, gracias.
—Entonces, vamos. Antes, debemos lavarnos las manos. Y, por favor, conteneos de hablar a menos que os dirijan la palabra.
—Sí, padre.
Dejé la carta y las Confesiones sobre la cama y lo seguí al pasillo.
Canto VI
Durante los tres días siguientes, mientras Masseo di Vico buscaba en vano un abogado que quisiera hacerse cargo de su defensa, yo llevé una vida de reflexión y mutismo en el priorato.
Entre los dominicos, la existencia se rige por las campanas. Los monjes se levantan para maitines cuando la luna todavía está alta (por más que hundiera la cabeza bajo la almohada, me llegaba el sonido de sus pasos al pasar ante mi puerta y, cuando regresaban a la cama, por lo general se oía al celador del dormitorio, que hacía sonar las llaves para que se diesen prisa, y las toses ahogadas de unos hombres que no deberían ir de acá para allá a altas horas de la noche). Luego, al amanecer, los monjes despiertan de nuevo y se ponen las sandalias, las capuchas y los escapularios mientras tañen las campanas. A continuación, y durante un rato, reina una suerte de calma: los frailes están lejos, recitando los oficios de primas, celebrando la misa, soportando el capítulo de faltas y, finalmente, cantando las tercias, aunque algún tañido ocasional todavía turba el sueño de visitantes como yo, que prefieren no despertarse con el gallo. En verano, la colación, que se compone de dos platos bien sazonados, no se sirve hasta después de las sextas, y a ella sigue un breve período de descanso. La siguiente hora de oración es la de nonas, que, en verano, precede a otra colación, ésta más frugal. El día termina con las completas, a las que deben asistir todos los frailes. Ni siquiera un monje tan atareado como el padre Amiel puede dejar de acudir.
Debo confesaros, sin embargo, que el padre Amiel no estuvo ocupado en exceso durante los primeros días en que fui su huésped en el priorato. Aunque el viernes por la tarde volvimos a la prisión, fue sólo para que el encuadernador confirmara su testimonio, puesto que Masseo di Vico ya había sido arrestado e intentaba, frenético, que alguno de sus amigos abogados se aviniera a defenderlo. Informados de este hecho, volvimos al priorato y, al llegar a mi celda, descubrí que allí estaban mi viela, mi ropa, el baúl, libros y registros y hasta el material del escritorio. Al parecer, el padre Amiel había mandado recuperar dichos objetos de casa de mi madre.
Le di las gracias, pero estaba muy triste. De hecho, cuando se hubo marchado a las nonas, incluso lloré un poco y me sentí absolutamente abandonado. ¿Cómo podía mi madre echarme de casa? ¿Por qué se había desembarazado tan deprisa de todas las pertenencias del menor de sus hijos? Me pareció muy impropio de ella, una mujer tan implacable y resuelta... Me costaba imaginar que ni siquiera a instancias de Arnaud hubiese accedido a autorizar que se las llevaran.
Me dije, entre sollozos, que las desavenencias siempre pueden enmendarse, con un poco de tiempo y dedicación. Tal vez sería mejor que pasáramos unos días separados para que se enfriaran los ánimos. Quizás Arnaud se daría cuenta de que, por más que no fuesen gran cosa, mis contribuciones a la casa llegarían a echarse en falta. ¿Y cómo no? ¿En quién desfogaría su mal humor si yo no estaba?
Me dije que así sería y traté de creérmelo. Me tumbé en la cama e intenté distraerme abriendo la carta que, arrugada y manchada del viaje, había dejado junto a las Confesiones de san Agustín. Para mi sorpresa, descubrí que la había escrito Marguerite de Pasquieres. Su marido, Bernard, había muerto. Su hijo, Bernard, era ahora el señor de Saint-Martin-les-Bains. Sin embargo, Marguerite seguía ejerciendo influencia en la casa del chatelain y estaba por tanto en condiciones de dar empleo a Bona Claret.
«Espero no ser uno de vuestros amores rechazados», se quejaba en una torpe caligrafía llena de faltas ortográficas que parecía de su puño y letra, lo cual me sorprendió e incrementó el respeto que le tenía: siempre he sentido una especial debilidad por las mujeres cultas, por imperfecta que sea su educación. A fin de cuentas, son tan poco comunes como los diamantes, ¿no creéis?
Pero estoy perdiendo el hilo...
«Raymond —escribía— siempre habéis tendido al descarrío. Mi esposo sacudía la cabeza ante vuestras aventuras amorosas. «Ese muchacho cabalga directo al infierno», decía. Bien, ahora él ya no está, y yo soy una viuda que añora a los viejos amigos. Mi hija está felizmente casada en Arles y mi hijo es escudero de la casa del conde de Nimes. Me encantaría acogeros, si...pudierais dedicarme unos días. Siempre os ha gustado mucho la comida de aquí.»
Con creciente asombro, leí que Marguerite recordaba muy bien mi «animada conversación», mi «ingenio educado» y mi «vigor juvenil». ¿Recordaba yo que ella era mucho más joven que su difunto esposo? Y mis chanzas le habían gustado mucho más a ella que a él. Todavía estaba fuerte y sana, y sentía necesidad de diversiones ocasionales, pero la vida de una viuda era monótona y recluida. No iba a ningún sitio, no veía a nadie. ¿Me compadecería de ella y pasaría unos días en el viejo castillo que, ahora que la juventud lo había abandonado, se había convertido en un lugar lóbrego y triste?
Me quedé perplejo, amigas mías. ¿Qué os parece? En mi opinión, por la calidez que exudaba, se trataba de una misiva desconcertante. No era en absoluto impúdica, ni impropia, ni carente de delicadeza, sino cálida, desacostumbradamente cálida. Tal vez me engañé con respecto a su verdadero significado, tal vez me hice ilusiones vanas. Sin embargo, me pareció que, si bien no había en ella insinuaciones lascivas, hacía énfasis en ciertos hechos: Marguerite conservaba el vigor, la familia la había dejado sola y recordaba con «cariño» mis «dientes brillantes y perfectos».
Debo reconocer, sin embargo, que a la vez se mostraba cautelosa. En la misiva no había nada que la obligase a confesarse con un sacerdote. De hecho, yo no estaba muy seguro de si la estaba interpretando bien y, por consiguiente, mi respuesta fue casta y contenida. Le di las gracias y alabé su caridad por haber dado trabajo a Bona Claret. Afirmé recordar muy bien su compañía y acariciar esos recuerdos. ¿Cómo podía haber olvidado su risa alegre, sus ojos brillantes y su atenta hospitalidad? Pero en aquellos momentos me hallaba ocupado en un asunto de suma importancia: el asesinato de Guillaume Monier, camarero del cardenal di Vico. ¿Había oído hablar del caso? Lo habían encontrado castrado en su dormitorio y la persona para la que yo trabajaba era la encargada de descubrir la identidad del atacante. Hasta que ello ocurriera, no podría alejarme de Aviñón.
Esto fue lo que le escribí a Marguerite de Pasquieres. Como podéis ver, rehusé su invitación con firmeza, aunque compensé la negativa con abundantes florituras corteses. Pero mientras concluía la misiva, me asaltaron imágenes de sus redondeadas caderas y de sus ojos rasgados. Por más que la dama no estuviera en la flor de la vida, todavía poseía una amplia gama de atractivos. Y antes de poder evitarlo, mi cetro de lascivia saludó estas evocaciones y me encontré sentado en una celda monacal con una vergonzosa protuberancia que me levantaba los faldones de la túnica.
Turbado, casi volqué el tintero. ¿Y si entraba el padre Amiel y veía la prueba de mi lujuria? Como siempre, sin embargo, el mero pensamiento del padre Amiel vació de savia mi avieso instrumento: cuando me puse en pie, ya no tenía la entrepierna inflamada y la túnica cayó lisamente sobre mis rodillas, por lo que, cuando el padre Amiel vino a buscarme, pude saludarle con toda tranquilidad. Sin embargo, me sentía incómodo e impuro. Noté que mi presencia profanaba aquella comunidad solemne y silenciosa de hombres castos. Por ello, pedí permiso al padre Amiel para salir del priorato y entregar mi carta al enviado de Marguerite. Le aseguré que regresaría enseguida.
El dominico replicó, en voz baja, que uno de los hermanos legos podía encargarse de aquel recado, ya que él me necesitaba para que le leyera varios libros. No podía negarme, por supuesto, así que nos encerramos en su celda hasta las completas y le leí en voz alta el Liber introductorius de Miguel Escoto. Por fortuna, el espeluznante contenido de esta obra fue el antídoto perfecto para mis deseos carnales, pues no encuentro ningún atractivo en la sangre y en la carne amputada. «Ofrecen sacrificios de carne de un ser humano vivo, como un pedazo de su propio cuerpo, o de un cadáver, sabedores de que la consagración de un espíritu en un anillo o en una botella sólo se logra mediante la ejecución de esos sacrificios.» ¡Que Dios nos proteja! En tal catálogo de perversidades no había nada que excitara mis sentidos.
Como podéis imaginar, sin embargo, los pasajes de este tipo complacían en grado sumo a mi compañero e incluso yo advertí que sugerían hipótesis sobre por qué podían haberle cortado los virilia a Guillaume Monier. Cada vez que llegaba a uno de tales fragmentos, el padre Amiel lo repetía dos veces en voz baja antes de indicarme que continuara. De esa manera, empleando su prodigiosa capacidad de retentiva, confió a la memoria una gran porción del libro.
El primer día leí la mitad, quizá, de este desconcertante volumen. Entonces, cuando las campanas llamaron a completas, el padre Amiel me indicó que lo dejara y me acercara con él a la iglesia a purificarme.
—Venid —dijo—. Uníos a la comunidad. No os retiréis a dormir con la suciedad de Miguel Escoto adherida a vuestra mente. Sumergíos en el amor purificante del Señor. Libraos de reflexiones pecaminosas. Si lo hacéis, mi corazón se sentirá más liviano.
Con peticiones de este tipo, cuidadosamente expresadas y pronunciadas con suavidad, me persuadió el fraile de que asistiera a las completas. Junto a una veintena más de ciudadanos de Aviñón, fui conducido a la capilla del priorato, que sólo estaba abierta a los legos al finalizar el día. Tal vez os preguntéis qué hacía Raymond Maillot en aquel lugar sagrado, entre aquellas gentes piadosas, como un zorro entre corderos. ¿Cómo se le permitió hollar un espacio tan santificado? Amigas y amigos, dejad que os asegure que me acerqué al Señor con humildad y agitación a la vez. Apenas osaba levantar la vista del suelo y tenía el corazón colmado de inquietud. En efecto, me sentía como un gusano en una manzana.
Si he de ser sincero, os diré que siempre me he sentido así en la iglesia. Cuando entro en la casa del Señor, el peso de mis pecados es la medida de mi vergüenza. Nunca me ha parecido que éste fuera mi sitio y, ciertamente, hasta que trabé amistad con el padre Amiel, nunca me había sentido bienvenido allí. Sin embargo, desde que le conocí, el fraile venía diciéndome que eso sólo era culpa mía, que si de veras quisiera que Dios me prestase atención, Él y sus sirvientes me acogerían con todo el cariño.
Según el dominico, albergo el secreto deseo de pasar inadvertido ante el Señor para poder entregarme así a mis impulsos licenciosos y concupiscentes.
Y acaso sea verdad. De lo que no cabe duda es que, durante mi primera visita a la capilla del priorato, me quedé al fondo de la nave, por detrás de toda la congregación. Delante de mí, conté un par de docenas de legos de todas las procedencias sociales. Durante casi toda la ceremonia permanecimos separados de la comunidad de frailes, cuyos cantos solemnes se elevaban detrás de la reja del coro. Pero cuando comenzaron a entonar el Salve Regina, las puertas de la reja se abrieron y los dominicos entraron en la nave en procesión, sin dejar de cantar. Su número era tal que me costó reconocer al padre Amiel: había demasiados monjes pequeños, delgados y de aspecto insignificante con el hábito blanco y negro y, de lejos, una cabeza tonsurada es exactamente igual a otra. Sin embargo, me consolé pensando que estaba presente, mientras uno de los frailes bendecía a los legos arrodillados, entonando «Eia ego advocata nostra» y rociándolos con agua bendita.
Luego, la comunidad volvió a retirarse al coro. Se recitaron las plegarias finales del oficio y tañeron las campanas. Acto seguido, todos salieron y me quedé solo en la nave. Permanecí como un estúpido en aquel amplio espacio de suelo enlosado, mirando incómodamente a la Virgen María, a mi derecha, y a santo Domingo, a mi izquierda. Estaban pintados de colores brillantes y aparecían de tamaño natural. Las sombras del anochecer empezaban a envolver la bóveda cavernosa del techo y oí los ecos de pasos de los monjes que salían por una puerta que yo no divisaba.
En aquel momento, el padre Amiel apareció desde el otro lado de la reja del coro. Se me acercó sonriendo y me preguntó si había sentido que Dios purificaba mi espíritu.
—Bien... Mi espíritu está más sucio que el de la mayoría —respondí con cautela, ante lo cual su sonrisa se ensanchó, dejando a la vista sus dientes ennegrecidos y deteriorados.
—Tonterías —dijo—. Todos somos pecadores, hijo y, sin embargo, el amor de Dios nunca nos faltará. ¿Habéis notado su presencia? Espero que sí. Espero que Él os haya podido consolar en vuestra desolación. —De repente, el padre Amiel frunció el entrecejo y alzando los ojos para mirarme, dijo suavemente—: Imagino que aquí os debéis de sentir perdido. Sé que os duele el tratamiento que habéis recibido de vuestra familia, pero tened valor, Raymond. Pronto encontraréis el camino. El Señor os guiará.
Para mi eterna vergüenza, los ojos se me inundaron de lágrimas ante sus palabras. Por fortuna, sin embargo, el monje decidió pasar por alto aquella muestra de debilidad (si es que llegó a verla); se volvió y me acompañó a la celda, donde me dejó con una bendición silenciosa, trazándome una cruz en la frente. Y así concluyó mi primer día como residente oficial del priorato. Los tres días siguientes no fueron distintos.
Pasé casi todo el tiempo bajo techo. El padre Amiel y yo no fuimos a la prisión porque Masseo di Vico seguía sin encontrar un abogado que se aviniese a defenderlo. Supuse que el cargo que había desempeñado el dominico como inquisidor de la depravación herética causaba nerviosismo entre los letrados de Aviñón. Sin lugar a dudas, no estaban seguros de si todavía ejercía como tal. En cualquier caso, uno tras otro, todos se negaron a defender a Masseo di Vico. Entretanto, en el tranquilo entorno del claustro, el padre Amiel y yo nos ocupábamos de asuntos menores. Le leí la parte del Liber introductoribus de Miguel Escota que todavía no habíamos examinado; le leí el libro sin título de Masseo di Vico sobre conocimientos médicos, y las declaraciones de varios testigos, en especial la de Tibaldo Canigiano. Normalmente, aquella tarea tendría que haberla desempeñado un joven monje llamado Armand, pero el padre Amiel aseguraba que la voz de Armand era delgada, átona y débil, mientras que la mía era fuerte y briosa. Decía que mi voz era tan expresiva como la música; que pintaba vivas imágenes en su mente y que hacía que le fuera más fácil retener las palabras que pronunciaba. Con tales cumplidos, me persuadió de que le leyera hasta que quedé ronco. Me gustaba mucho que me escuchara con tanta atención.
Cuando no le leía, a menudo repasaba para mí, en silencio, las Confesiones de san Agustín. Aquella obra bendita, aquel relato magnífico y terrible, me tenía cautivado. Leí de un joven cuya alma estaba «corrompida por la lujuria de los sentidos». Leí sus anhelos y luchas. Leí sus deseos y su desesperación. «Lo que más placer me daba era amar y ser amado —leí—. No obstante, del lodo de la atracción física y de la fuente de los instintos de la juventud se alzaron vapores brumosos que dejaron mi corazón en la oscuridad y la niebla, de modo que no podía distinguir entre el amor puro y la concupiscencia impura. Ambos sentimientos se precipitaban en mi interior en una mezcla confusa y me arrastraban, joven inmaduro, hacia un abismo de pasiones, tirando de mí hacia un torbellino de vicios.»
Sentado en mi diminuta celda, leí aquellas palabras, y fue como si san Agustín me hablara directamente. Estaba claro que sabía qué se sentía cuando a uno lo gobernaba el pene, un miembro que a veces parece tener vida propia. Y, sin embargo, lo había dominado. Había encontrado la redención. Había alcanzado a distinguir entre el amor puro y el impuro, tan perfecto el primero como imperfecto era el segundo. Considerad mis sentimientos cuando, después de todas mis desventuras y tribulaciones, leí las palabras siguientes: «y no obstante eso, amo una cierta luz, una cierta armonía, una cierta fragancia, un cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es luz, melodía, fragancia, alimento y deleite de mi espíritu. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no la esparce el aire; se recibe gusto de un manjar que no se consume comiéndose, y se posee tan estrechamente un bien tan delicioso que, por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse por hartazgo. Pues todo esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.»
Al leer estas palabras, me pregunté si sería ése el amor del que el padre Amiel disfrutaba. ¿Era aquél el cimiento sobre el que construía su confianza, su sabiduría y su tranquilidad? ¿Extraía la fuerza de un amor que, perfecto como era, nunca le faltaba?
Temeroso, consideré las frágiles ataduras que me unían a mi familia, a mis amigos, a mis numerosas amantes. Las había tensas y a punto de romperse; otras estaban tan enmarañadas que se me enredaban en los pies y me hacían caer. Parecía que el padre Amiel había cortado aquella clase de ataduras y, por lo tanto, había podido elevarse hacia Dios.
Pero entonces pensé: «Él está hecho de una sustancia mucho más noble que la que me conforma a mí. Su mente es aguda, clara y precisa. Sus manos están exquisitamente labradas. Habla muchas lenguas, nunca farfulla, nunca tropieza con las palabras, ni expele ventosidades, y tiene el coraje de un hombre tres veces mayor. Él pertenece a este lugar, pero yo no. Yo nunca podré aspirar a las alturas a las que él ha llegado. Nunca conoceré el amor de Dios como él lo conoce».
Eso fue lo que pensé a la sazón. Y llegué a pensado a causa de un incidente que ocurrió el sábado, mientras yo leía para el padre Amiel. Por lo general, cuando leía, no se me escapaba la impresión que le producía lo que oía. En cambio, en la ocasión de la que os hablo, tuve la gradual sensación de que leía al vacío. Ningún gruñido o susurro interrumpió mi lectura, ningún punto brillante u oscuro se movió en las esquinas de mi percepción visual. Al levantar los ojos, vi que se había vuelto de espaldas a mí y que se apretaba la mandíbula con la mano, el rostro contraído en una mueca de dolor.
—¿Os molestan de nuevo las muelas? —inquirí.
El dominico asintió, cerrando los ojos unos instantes.
—Tal vez deberíais ir a que os viera el hermano enfermero —sugerí, pero él sacudió la cabeza.
—No.
—Uno de esos elixires...
—No.
Esperé mientras el fraile batallaba con el dolor. Era casi tan penoso verlo como debía de ser sufrido. Doblado por la cintura, con la cabeza encima de las rodillas, el padre Amiel presentaba un aspecto lamentable, aunque permanecía callado como una tumba.
Al final se incorporó, con la cara, de un tono grisáceo, empapada de sudor y la respiración jadeante. Comenté, en tono compasivo, que era un mártir de sus muelas. Dios, dije, lo había castigado cruelmente.
—No —replicó—. No digáis esas cosas. No he de considerar este dolor un castigo, sino una bendición.
—¿ Una bendición?
—Una bendición que puedo utilizar, una herramienta a través de la cual puedo entrar en el gozo del Señor. San Agustín nos dice que es necesario que purguemos la mente a fin de ver inefablemente lo que es inefable. Los Padres de la Iglesia nos dicen que estar presente en Dios es no ser nada en uno mismo, abandonarse uno mismo, rechazar todo lo que es temporal y mutable. —El padre Amiel hablaba muy despacio y con toda claridad, como si, con manos temblorosas, dispusiera cada palabra en el espacio que quedaba entre los dos en la cama—. El dolor es como un fuego purificador —prosiguió—. El dolor intenso nos desposee de toda memoria, de toda identidad, de todos los deseos salvo uno. Nos quema la coraza externa y revela el núcleo. Nuestros pensamientos no pueden vagar; nuestros deseos carnales no pueden gobernamos. El dolor es puro. Nos dirige hacia un objetivo, hacia uno solo: el alivio de ese dolor.
»Por lo tanto, intento utilizar el dolor como puente, como baño purificador. Despojado de todos los deseos excepto uno, ¿cómo no voy a superarlo y trascenderlo? ¿Cómo no voy a entrar en el reino de la luz eterna, donde no hay conciencia de nada que no sea Dios? —Entrelazó las manos y, con voz ronca, añadió—: Y si no alcanza a ser nada más, mi dolor es mi corona. Ofrezco mi sufrimiento al Señor, porque, ¿qué otro regalo podría hacerle? El apóstol dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios ?». Porque en los demás dones de Dios no podemos glorificamos, ya que no son nuestros, sino de Él. Pero en la cruz de la tribulación y la aflicción sí que podemos hacerlo; en nuestra capacidad de superamos, de aceptar de buen grado, por el amor de Cristo, todo el sufrimiento, las heridas y el malestar que nos hayan embargado, en eso sí que podemos glorificarnos. «No me quiero glorificar sino en la cruz de Cristo.» Por lo tanto, le doy gracias a Dios por mi dolor. Honro mi dolor y me someto a él, porque sin sufrimiento no puede haber redención.
Lo miré atónito. Lo que había dicho me parecía sublime, virtuoso, sobrenatural.
—Entonces, ¿acogéis el dolor de muelas de buen grado? —pregunté, ante lo cual su rostro se torció en una extraña sonrisa.
—Ya me gustaría —confesó—. Lo intento, pero soy débil, soy un hombre débil.
—¡No, padre! —exclamé—. ¡Sois muy fuerte! ¡Fuerte y santo!
—No.
—Sí.
—Raymond, perdonad que os lo diga, pero tal vez no tengáis; la preparación necesaria para juzgarme —dijo. Luego, se secó la frente con la manga y me pidió que continuara leyendo. Y partir de aquel momento, mi opinión sobre él cambió. Por siempre más miré al padre Amiel, entre la duda y el asombro, preguntándome si estaría muy cerca de Dios, si estaría más cerca de Él que sus compañeros de congregación. ¿Era un elemento poco común y bendito, como un santo?
En la prisión se mostraba como un hombre corriente, pero en el priorato era distinto. Si hasta entonces lo había respetado y admirado, a partir de aquel momento lo veneré. Me descubrí retrocediendo cuando se acercaba, perdiendo el coraje de hablar en su presencia. Tal vez el ambiente del priorato me estuviera afectando, porque sus ocupantes apenas hablaban. Se movían despacio y apaciblemente, nunca corrían, ni reían, ni haraganeaban. En ocasiones, los oía suspirar, roncar o eructar. En ocasiones, los veía rascarse, tropezar o hacer muecas en las letrinas. A veces oía lloros y gritos ahogados en la noche. Y una vez vi manchas de sangre en el hábito de un monje al que, si no me equivoco, habían azotado con una vara o un bastón. Pese a todo, por lo general, pasaba los días entre voces acalladas, pasos renqueantes y miradas gachas.
Tal vez por eso mi voz se fue silenciando gradualmente y quizá también por eso, cuando al final salí a la calle, el ruido, el movimiento y los colores brillantes me aturdieron y confundieron un buen rato.
Ocurrió el lunes, después de haber pasado dos días completos (sábado y domingo) y tres noches bajo el techo del priorato. El domingo apenas había visto al padre Amiel, que pasó todo el día ocupado en sus obligaciones religiosas. El lunes por la mañana me pidió que comparara las notas del libro de hechizos de Guillaume Monier con los distintos ejemplos de caligrafía que había recogido entre sus hermanos de congregación. En total, se había procurado muestras de escritura de los cincuenta y dos monjes del priorato, ninguno de los cuales parecía haber hecho anotación alguna en el libro de Guillaume Monier. Varios de ellos, sin embargo, habían conocido bastante bien a Pierre-Julien Fauré durante la estancia de este último en Aviñón y le habían proporcionado una breve lista de las personas con las que el inquisidor se había relacionado en esa época.
El nombre de Guillaume Monier se hallaba en la mencionada lista.
—Así, podemos suponer que el padre Pierre-Julien le dio el libro de nigromancia al padre Guillaume —dije, cuando el padre Amiel me reveló aquella información—. Como vos sospechabais.
—Sí.
—Tal vez, cuando descubrió que Masseo di Vico le estaba echando maldiciones, el padre Guillaume acudió al padre Pierre- Julien para que le ayudase.
—Tal vez. —El monje entornó los ojos—. Pero ¿qué clase de ayuda es ese libro de brujería? A menos que uno crea que es la solución más eficaz... —Se dio unos golpecitos en la barbilla con un dedo y añadió—: Sería una triste ironía que a Guillaume Monier lo hubiesen matado sus propias aficiones ocultas. ¿Quién puede decir que, después de haber invocado a un espíritu diabólico para que le protegiese, no fue ese mismo demonio quien lo mató?
No dije nada. Antes, quizá me habría burlado de una posibilidad como ésa, pero mi corazón ya no podía dudar de un hombre al que veneraba. Además, en el priorato, las visitaciones diabólicas ya no se me antojaban improbables. Tal vez debido a lo cerca de nosotros que sentía a Dios, era posible que también se sintiese la presencia del diablo. Lo único que puedo suponer es que, siendo como era un receptáculo de virtud, el priorato padecía continuos ataques de las fuerzas infernales, pues día y noche los monjes se enfrentaban a los emisarios de Satanás. Mientras yacía en la cama, oía los gritos de los torturados hombres de Dios. Los veía postrarse en el suelo de la iglesia y beber sólo agua en las mesas del refectorio, como penitencia. A veces aceptaba que se libraban grandes batallas entre las fuerzas del bien y del mal en lugares ocultos, sin que los ojos lo vieran y sin que los oídos lo escuchasen.
—Ha surgido otro nombre en relación con Pierre-Julien Fauré —prosiguió el padre Amiel—, el de un funcionario de la Oficina de las Preces. Un tal Durand Rouiard. ¿Lo conocéis?
—¡Pues sí! —Asombrado, me erguí en el asiento—. Lo conozco. Como he llevado asuntos de peticiones, lo he visto alguna vez.
—¿Y no tendríais por casualidad entre vuestros registros alguna muestra de su escritura?
Reflexioné unos instantes. Parecía improbable.
—Cuando se concede una petición, el vicecanciller o el Santo Padre añaden una nota al documento original para dejar constancia —expliqué—. Luego, después de que el datarius adjunte la fecha del consentimiento del Papa, la petición llega a las manos de Durand Rouiard, que registra cierta información sobre el documento en un libro llamado Liber de vacantibus. Cuando uno va a recoger una petición, ha de consultar el mencionado libro para averiguar si la petición ha llegado y se ha registrado. Si es así, un empleado de la oficina la buscará y se la presentará al interesado. Si no es así, hay que ir a hablar con Durand y preguntarle si aún la tiene en su escritorio. —Extendí las manos—. Durand no marca los documentos él mismo. Lo único que hace es registrarlos en el Liber de vacantibus.
—Comprendo —con el ceño fruncido, el dominico sopesó lo que acababa de contarle—. Entonces, para ver su caligrafía, basta con consultar ese libro —dijo al fin.
—Sí.
—¿Y podríais hacer tal cosa sin llamar la atención? ¿El libro está guardado bajo llave o muy vigilado?
—A veces. No siempre.
—Entonces, quiero que vayáis. Id ahora. —El padre Amiel se puso en pie—. Llevaos el libro de nigromancia de Guilllaume Monier y comparad sus glosas con el texto del Liber de vacantibus. Luego me diréis si la caligrafía es similar.
—Pero...
—¿Seguro que nadie os podrá impedimentos? ¿Nadie se cuestionará vuestra presencia?
—No, padre.
—Id, entonces. Quiero saber si Durand Rouiard escribió en el libro de Guillaume. Quiero saber si también está involucrado en la hechicería.
Así fue como salí del priorato y, como ya os he comentado en alguna ocasión, las calles me afectaron en grado sumo. Me encontré chocando con la gente, puesto que había perdido la habilidad de apretar o reducir el paso. Como los dominicos no corren de un lado para otro, ni cruzan los umbrales a toda prisa, ni tienen que abrirse paso a codazos, no necesitan aprender a esquivar ni a sortear, destrezas que sí son necesarias en la calle. Además, los dominicos no gritan, no silban, no dan portazos, no gruñen ni rebuznan como mulas, de modo que el hombre que vive entre ellos se desacostumbra a los ruidos fuertes y repentinos. Cuando me puse en camino hacia la Oficina de las Preces, hasta la luz del ocaso me pareció extraordinariamente brillante. Era como un pollo recién salido del cascarón o como alguien que acabase de emerger de una celda carcelaria. Me sentía un forastero en mi propia ciudad.
La Oficina de las Preces está en el mismo edificio que alberga la oficina del abreviador, la del calígrafo, la del corrector y el registro. El lugar parece una colmena, pero produce documentos en vez de miel. Lo conozco muy bien, demasiado, por lo que caminé sin preguntar hacia mi destino, una sofocante habitación en la que uno encuentra pliegos doblados de pergamino que cuelgan de cuerdas atadas en el techo, pergaminos que responden a la presencia del visitante moviéndose y aleteando en el aire como alas de paloma. Esos documentos suspendidos son las preces, clasificadas de una manera que todavía hoy sigue siendo para mí un misterio: el funcionario agarrará una u otra del gancho que las mantiene colgadas y se la presentará a quien haya ido a recogerla, no sin antes registrar la entrega en el Liber distributionum.
Al otro lado de la estancia, Durand Rouiard se afanaba en el Liber de vacantibus. Casi todo el tiempo que pasaba allí lo dedicaba a leer y a escribir, pero en la ocasión de la que os hablo le encontré conversando con un hombre que al parecer no había hallado ni rastro de su petición en el libro de Durand. Éste, por tanto, buscaba entre los documentos de su escritorio para ver si le había llegado, y, al verlo tan ocupado, aproveché para consultar el Liber de vacantibus sin que él reparara en mis actividades.
Abrí despacio el gran registro y, sosteniendo el libro de brujería; de Guillaume Monier debajo de la superficie del escritorio, comparé sus glosas con la caligrafía pulcra, clara y apretada que llenaba, página tras página, el volumen. Para mi honda satisfacción, vi que Durand era el responsable de una de ellas. Sin lugar a dudas, era su mano la que había trascrito en el códice de Guillaume Monier las palabras siguientes: «Rociar una pared con sangre de perro la limpia de hechizos; la bilis de un perro negro previene de que los demonios causen daño».
¡Un triunfo, amigos! Me sentí muy satisfecho de mí mismo, pero no me entretuve, puesto que no deseaba llamar la atención de Durand. Sin levantar la mirada, cerré los dos volúmenes, me metí el más pequeño debajo del brazo y salí de la sala a toda prisa.
Qué extraño, pensé, cuando emergí de nuevo a la luz del sol. Qué extraño que un clérigo como Durand Rouiard, que hablaba con tanta propiedad, que era tan cuidadoso y peculiar en sus costumbres, tan inofensivo en apariencia, siguiera a Satán como un hereje. ¿Qué podía impulsar a un hombre a hacer algo así? ¿Tan abandonado por Dios se sentía que recurría a la nigromancia?
No hallé respuesta a esas preguntas, pero, en cualquier caso, tampoco me preocupó demasiado. Tal vez el padre Amiel podría explicármelo, si se lo pedía. Como hombre de Dios, tal vez conocía los vericuetos por los que se adentraban las almas de la clerecía cuando sus ambiciones se veían frustradas, sus deseos quedaban insatisfechos y sus esperanzas, malogradas. Pero decidí no pedírselo porque mi interés por los problemas de la clerecía no pasaba de tibio. Me preocupaban más mis propias dificultades. Como san Agustín, comenzaba a sentirme terriblemente cansado de la vida. Caminaba arrastrando los pies, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo. El pensamiento de una comida suculenta, de una música dulce o de mujeres hermosas no tenía ningún aliciente para mí. Me sentía extrañamente ligero y vacío, como un cesto de mimbre.
No es necesario que diga que, cuando al final llegué al priorato, el padre Amiel recibió mis noticias con cariñosas palabras de alabanza y satisfacción. Me llamó «perla preciada». Dijo que mi valor era incalculable y sonrió y me hizo sentir de maravilla en todos los sentidos, como un sirviente bueno y leal.
Y tanto fue así que, cuando me dejó para acudir a vísperas y me encontré de nuevo solo en mi diminuta y oscura celda, me consolé recordando su beneplácito. En realidad, era el único consuelo en el que pensar, porque, si bien mi vida parecía un embrollo, una indumentaria hecha harapos que se me caía del cuerpo, las atenciones del padre Amiel, como un buen cinturón de cuero, eran el elemento de fuerza y constancia que mantenía unidas todas las piezas.
Me gustaría que recordaseis esto mientras prosigo con mi relato. Me gustaría que recordaseis que yo no estaba como ahora, rodeado de toda suerte de amigos afectuosos. A la sazón, me sentía abandonado, rechazado y por completo desgraciado.
No es de extrañar, pues, que me volviera hacia la Iglesia en busca de comprensión.
Canto VII
—Raymond…
La voz disipó mis sueños. Con un respingo, me incorporé en el lecho. El padre Amiel estaba de pie junto a la cama, inclinado sobre mí.
—¿Eh? —murmuré mientras él se retiraba unos pasos.
—Raymond, levantaos. Ya es media mañana.
—Hum... —Me aparté los cabellos de la cara y se me ocurrió que debía de presentar un aspecto desaseado y espantoso, puesto que el monje ya había retrocedido hasta el mismo quicio de la puerta—. ¿Padre Amiel?
—Masseo di Vico ha encontrado representante legal y me propongo interrogar directamente a su hijo. Venid a mi celda cuando os hayáis vestido y saldremos hacia la prisión. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Raymond ?
—¿Sí?
—Daos prisa, por favor.
Todavía adormilado, busqué a tientas la ropa, me levanté de la cama y me dirigí a las letrinas dando tumbos. Una vez aliviado de un apuro especialmente apremiante, me encaminé a la celda del padre Amiel, donde humedecí la lengua con unas gotas de agua. Debo deciros que me sentía algo taciturno, aunque la noche anterior no había probado el vino. El padre Amiel, por el contrario, estaba más activo que una ardilla. Antes de echarse al hombro una bolsa de objetos que denominó «pruebas materiales», me entregó unos documentos para que los llevara.
—He estado pensando en Durand Rouiard —comentó tan pronto nos pusimos en camino—. Me preguntaba cómo debería proceder contra él.
Mi respuesta fue un gruñido.
—Podría emitir una citación —continuó el fraile, ajeno, al parecer, a mi paso cansino, a mi gesto agrio y a mi semblante desconsolado—, pero se me ocurre que entre los dos podríamos tenderle una trampa y, de este modo, ponerlo en tal compromiso que se vea obligado a decir la verdad.
Animadamente, resumió su plan, que dependía de mi voluntad de participar. Quería que me reuniera con Rouiard y le dijera que había reconocido su escritura en el libro de nigromancia de Guillaume Monier. También tenía que decirle que no había informado del hecho al padre Amiel, pero que lo haría si no obedecía mis deseos.
—Debéis decirle que queréis hacer un hechizo —explicó el fraile sin alzar la voz—. Pedidle que se reúna con vos en cierto lugar, a una hora fijada, para hablar de lo que deseáis. Si Rouiard teme las consecuencias de lo que habéis averiguado, aceptará colaborar en lo que le pedís.
—Pero ¿para qué habría de querer yo un hechizo? —La cabeza todavía me funcionaba despacio—. ¿Por qué razón?
—Oh, existen muchas. Tal vez una de vuestras amigas está preñada y queréis librarla del feto...
—¡Padre, no!
—De acuerdo, tal vez no. —Al padre Amiel se le escapó una leve, levísima manifestación de sorpresa, una vibración apenas perceptible de los párpados, ante la rotundidad de mi protesta—. Raymond, no insinúo que seáis de verdad capaz de abrigar intenciones tan abominables, pero para los propósitos de la celada que prepararemos...
—¡No!
—Está bien. —Hizo un breve alto, como si reflexionara, y añadió—: Entonces, decidle que queréis hacer un conjuro contra vuestro hermano. Contadle que os ha echado de casa y que deseáis vengaras de él.
—Vengarme, ¿cómo?
El monje hizo un gesto de impaciencia.
—Hay muchos tipos de venganza —respondió—: La muerte, la enfermedad...
—¡Oh, no!
—Raymond, no os pido que formuléis de verdad una maldición a vuestro hermano —insistió él con una sonrisa, como si mi respuesta le divirtiera por algún misterioso motivo—. Sólo os sugiero que inventéis una excusa convincente.
—¡Pero yo jamás querría causar la muerte de mi propio hermano! —protesté, airado.
—Entonces, ¡qué le haríais, si tuvierais la ocasión?
—Yo... yo...
—¿Arruinarle el negocio?
—¡Oh, no! —repetí, escandalizado—. ¿Qué sería de mi madre, entonces? ¿Y de mis sobrinos?
El padre Amiel seguía sonriendo, pero su expresión tenía algo de taimada. Murmuró algo acerca de mis principios cristianos y de mi corazón tierno y comentó que, con mi reacción, le acababa de dar una lección de caridad y de humildad. «Al que te abofetea en la mejilla derecha, muéstrale también la otra», concluyó.
—Padre...
—No, no. Te comprendo. Tienes que sentirte cómodo en tu papel.
Después de darle más vueltas al asunto, el dominico sugirió que me presentara como víctima de un amor no correspondido. Debía pedir a Rouiard que preparara un hechizo para conseguir los favores de una dama a la que deseaba apasionadamente. En este punto, me traicionó mi agudeza de borrachín: antes de que el padre Amiel pudiera añadir nada más, sin detenerme un instante a reflexionar, repliqué que para tales cuestiones no tenía necesidad de conjuros.
Cuando me oyó, el fraile se volvió y me traspasó con una mirada que me produjo un escalofrío de pies a cabeza.
—Lo siento, padre —musité y levanté el brazo como para protegerme de un golpe—. Lo siento.
—Disculpad si parece que denigro vuestros irresistibles encantos —dijo él con voz tan dulce que casi me causó dolor de muelas—. Sin embargo, como todo el mundo parece conocer vuestro gusto por las mujeres...
—Sí, claro. Quedaría muy apropiado. Resultaría convincente.
—En efecto. —Con cierta aspereza, el padre Amiel planteó que debía de haber en Aviñón una mujer, por lo menos, de cuyos favores no hubiera disfrutado y que pareciese fuera de mi alcance—. Contadle a Rouiard que la deseáis —añadió—. Decidle que os morís por ella.
—Pero el libro del camarero contiene muchos hechizos de amor —apunté—. ¿Por qué habría de necesitar la ayuda de Rouiard, si tengo el libro? —Porque no lo tenéis vos, sino yo. Está bajo mi custodia y no os permito que lo veáis. Por eso necesitáis su ayuda.
El fraile procedió a describir cómo debía conseguir que Rouiard me asegurara su colaboración, así como todas las instrucciones acerca de anillos mágicos, figurillas, elixires y encantamientos que pudiera proporcionarme. En este encuentro, yo no correría ningún riesgo de salir malparado, ya que el propio padre Amiel lo estaría presenciando desde algún lugar discreto. Una vez Rouiard se hubiera implicado de pleno, el dominico aparecería y le acusaría de sus pecados.
—Le prometeré apiadarme de él si me ofrece un testimonio completo y veraz de la participación de Pierre-Julien Fauré en esta curiosa conspiración. Y, por supuesto, del papel que en ella jugaba Guillaume Monier. No tendrá motivo para callarse nada.
—Padre... —Debemos pensar un buen lugar para el encuentro. Un rincón donde los dos podáis estar a solas y donde yo pueda esconderme.
Tras esto, el padre se sumió en sus pensamientos, mientras yo, con un vuelco del corazón, comprendía cuál iba a ser mi destino. No tenía el menor deseo de llevar a cabo aquella pantomima. No me imaginaba fingiéndome el amante desconsolado con un nudo de miedo en el estómago. Tal vez sea una exageración por mi parte decir que no sé mentir, pero juro por las Sagradas Escrituras que no me siento cómodo con los engaños. Cuando miento se me acelera el pulso y me sudan las manos, sobre todo si cualquier desliz por mi parte puede tener graves consecuencias.
Por supuesto, a mi hermano le había contado más de una falsedad, pero sólo porque no me quedaba otra salida. Me vino a la cabeza esta reflexión mientras pasábamos por la calle de la casa de mi familia, y, sin darme cuenta de que lo hacía, aflojé el paso. Me descubrí contemplando la calle embarrada y diciéndome que tal vez Arnaud habría salido de casa para atender sus asuntos. Si mi madre estaba sola, quizá me escucharía y estaría dispuesta a perdonarme como en tantas otras ocasiones...
—¡Raymond!
Con un sobresalto, advertí que me había detenido y que el padre Amiel me había sacado varios pasos de ventaja. A regañadientes, reemprendí la marcha hasta llegar a su altura.
—Pobre Raymond —comentó—. Qué fácil resulta lastimar un corazón sensible.
Respondí, con un murmullo, que me gustaría hablar con mi madre. Ella no me detestaba; todo era cosa de mi hermano.
—En ese caso, si vuestra madre le permite que la indisponga de esta manera contra vos, debe de sentir predilección por él. —Al ver que me dejaba cortado con esta observación, que se fundamentaba en una creencia que yo siempre había compartido, el padre Amiel añadió—: Raymond, yo tuve una bendición en mi familia. A mi padre le ofendía el mero hecho de que yo existiera, pues era un niño débil y enfermizo, lleno de miedos. Me hacía dormir con los perros y me daba tales palizas que me rompió más de un hueso. Mis hermanos también se burlaban de mí y mi madrastra me despreciaba. Tuve una hermana que me quería, pero fue a reunirse con Dios cuando era muy joven. Pues bien, de todo esto doy gracias.
—¿Dais gracias? —me sentía entre la conmiseración y la cólera—. ¿Cómo podéis sentiros agradecido?
—Porque al privarme del amor de mis parientes, Dios me mostró dónde es taba mi verdadera familia. Encontré incontables hermanos en la orden de Predicadores. Encontré un padre en Dios; un padre que me ama más de lo que podría hacerlo ningún progenitor mortal. y como mi corazón no estaba atado por vínculos de amor a los de mi propia sangre, pude entrar libremente en el amor de Dios. Pues Jesús dice: «Quien ame más a su padre y a su madre que a mí, no es digno de mí».
—¡Hum...!
Decaído y malhumorado como me sentía, quise gritarle que, como él era perfecto, no podía imaginar lo que representaba la vida para quienes estábamos maldecidos con un alma humana corriente. Sin embargo, logré contenerme y me limité a comentar, con encomiable moderación, que como no me proponía hacerme monje, no encontraba un gran consuelo en el rechazo de mi familia.
—Todos necesitamos amor —concluí.
—Y Dios nos ama a todos —replicó el padre.
—¡Oh! —me impacienté—. ¡A vos, padre, seguro que sí! ¿Cómo no iba a hacerla? Pero mi caso es muy distinto. ¡Yo no soy una oveja, sino una cabra!
—Tal vez seáis un hijo pródigo.
—¡Bobadas!
—Una oveja descarriada, no una oveja negra.
—Padre, he llevado una vida licenciosa, una existencia libidinosa... ¡No soy como vos!
—No, pero tal vez seáis como san Agustín.
Al oír aquello, no pude reprimir una carcajada. ¡San Agustín! La comparación era ridícula.
—Padre —respondí—, ¿intentáis hacer de mí un monje? Lo dije en broma, pero el dominico me lanzó una mirada penetrante y, con tono pausado pero solemne, comentó que quizás estaba más cerca de Dios de lo que pensaba.
—¿Yo? ¡Que va!
—Sí. Tenéis un corazón afectuoso, Raymond, y las Escrituras nos dicen: «Quien no ama, no conoce a Dios, pues Dios es amor». Habéis estado leyendo las Confesiones de san Agustín, ¿verdad? ¿Sabéis qué dice san Agustín del amor? Dice: «El amor al prójimo purifica los ojos del hombre para la visión de Dios».
—Pero...
—Sin duda, ha de haber una razón para que Dios os haya dado un corazón tan tierno y bondadoso. Reflexionad sobre ello, hijo mío. Reflexionad. No diré más.
Y, cumpliendo su palabra, no volvió a hablar; por lo menos, durante un buen rato. El resto del recorrido transcurrió en silencio: mientras yo me debatía entre emociones contradictorias, el padre Amiel, con expresión ceñuda, parecía reconcentrado en sus pensamientos. Cuando llegamos a la prisión, pidió que compareciera, ante él Girolamo di Vico, y siguió a su solicitud una larga espera mientras se iba a buscar al abogado del declarante. Durante este retraso, el padre Amiel me preguntó por El Gallo Negro. Creía recordar que había una estancia en el piso de arriba. ¿Era una alcoba privada? ¿Contenía alguna cama grande, con patas?
—Sí —respondí.
—¿Y podría esconderse debajo de ella un hombre de talla menuda, como "ya?
—¡Oh, padre! —La idea me llenó de zozobra—. ¡El Gallo Negro, no! Padre, no puedo reunirme con Durand Rouiard en la alcoba de Na Beatrice.
—¿Por qué no?
—Porque... ¡Porque debería pedirle permiso!
—¿Y ella os lo daría?
—Tal vez. Pero quizá querría algo a cambio.
Así lo dije, pero no lo pensaba, pues estaba seguro de que Beatrice no me exigiría pago alguno a cambio de su hospitalidad. Sable todo, me frenaba la vergüenza que sabía que pasaría al hacerle tal petición. Sería aprovecharme del afecto que me tenía.
—Entonces, se lo pediré yo —anunció el fraile.
—¡Oh, no!
—¿Porqué no?
¿Que por qué no? Porque se me encogía el alma sólo de pensarlo.
—Bien... Na Beatrice no hará lo que sea por vos, padre. No os tiene mucho
aprecio, me temo.
Si esperaba desanimar al padre Amiel con aquella información, andaba errado. La valoró fríamente durante unos instantes y la desechó.
—Le ofreceré dinero —dijo.
—¡No! Padre...
—¿Qué? —Me miró y frunció el entrecejo—. ¿Qué objeciones tenéis, maese Raymond? ¿Esa taberna es terreno sagrado para vos porque habéis derramado vuestra semilla en ella?
—No... no... —balbucí, sonrojándome.
—Entonces, ¿qué os sucede?
—Nada —capitulé—. Yo hablaré con ella. Se lo pediré.
—Como mucho, cabe que se niegue.
—Sí.
—Y podría salir beneficiada de su buena obra.
Así lo esperaba. Por lo menos, esperaba que si Na Beatrice accedía a nuestra propuesta, el padre Amiel la mirase en adelante con más consideración. Pero era un monje, pensé, y los monjes recelan tanto de las mujeres...
Sumido en estos pensamientos, estaba afilando las plumas cuando llegó por fin Girolamo, acompañado de un abogado eclesiástico que era pura grasa. Jamás he visto un hombre tan orondo, os lo aseguro. Su cintura era asombrosa; el padre Amiel y yo volvimos la mirada a la vez hacia las banquetas que nos habían proporcionado los carceleros, preguntándonos si dos de ellas, juntas, bastarían para sostener su peso.
Aunque grueso, el hombre no era en absoluto lento. Tras presentarse como Aribert de Saint-Fénix, exigió de inmediato conocer las acusaciones que se hacían a su cliente. Cuando el padre Amiel le informó de ellas, pidió el nombre de los acusadores de Girolamo. Al conocerlos, dijo que Bona Claret no era una testigo fiable porque había sido despedida de su trabajo y, por tanto, tenía motivos para perjudicar a Masseo di Vico y a su familia.
—¡Ah! —le interrumpió el fraile—, pero la mujer presentó estas acusaciones contra vuestro cliente antes de que la despidieran.
—¿Quién lo dice?
—Lo dijo yo. Aquí tengo las transcripciones.
—Aun así, era hostil a la familia.
—Tendréis que demostrar eso, hermano.
—Lo haré, lo haré. Y también demostraré que Tibaldo Canigiano no os entendía cuando lo interrogabais. Ese hombre, padre, no comprende el provenzal, ni el latín. Sólo habla la lengua de la Romagna.
—Yo también la conozco —replicó el padre Amiel sin alzar la voz—. Lo interrogué en su idioma.
—Pero ¿habláis bien su dialecto? —quiso saber Aribert—. Argüiré que Tibaldo os entendió mal, padre, y que vos lo malinterpretasteis a él.
El padre Amiel miró con ira al abogado.
—Mi escribano, ese día, era un natural de Roma —replicó en un tono tan melifluo que me causó escalofríos—. Si tenéis alguna duda sobre mi dominio de la lengua romana, deberíais preguntarle a él.
—Lo haré. Le llamaré para que deponga como testigo. También llamaré a los demás sirvientes de Masseo di Vico, que testificarán que Bona Claret estaba dispuesta a destruir a su amo.
—Como deseéis. —Desde su asiento, el padre Amiel exudaba un aire manso y complaciente capaz de engañar a cualquiera que no le conociese bien—. Pero antes de que lo hagáis —continuó—, tengo aquí varios objetos que he traído de la casa de vuestro diente y que éste debería examinar, quizás, antes de que llaméis a ningún testigo, puesto que constituyen pruebas materiales contra él y contra su padre.
De evidente mala gana, el abogado asintió. Desearía, creo, familiarizarse con todas las pruebas reunidas por el padre Amiel, para poder refutarlas mejor. Así pues, bajo la desconfiada mirada de Aribert, el dominico procedió a vaciar la bolsa de las pruebas lentamente, objeto a objeto.
—Esto —declaró— es un juego de pequeños cuchillos que estaban en la alcoba de Masseo. Los cuchillos pequeños, anzuelos y copas son utensilios de magia.
—También son instrumentos quirúrgicos —protestó Girolamo. Hasta aquel momento, el joven Di Vico había permanecido casi oculto tras la sombra de Aribért; cuando lo observé más detenidamente, me fijé en su parecido con Emilia. Los dos eran morenos y de baja estatura, con los labios carnosos y grandes ojos castaños, y tenían una manera de hablar muy expresiva. Calculé que tenía mi edad; tal vez era un poco más joven.
—¿Afirmáis, pues, que se trata de instrumental médico? —inquirió el padre Amiel.
—¡Claro que sí! ¡Preguntad a cualquiera!
—¿Y esto? Esto es plomo. Muchos hechiceros emplean plomo para confeccionar anillos mágicos.
—Y muchos médicos lo usan para hacer tablillas —replicó Girolamo—. Amuletos para la curación de enfermedades. ¿Es que no sabéis nada?
—Entonces, ¿también tiene finalidades médicas?
—¡Por supuesto!
El padre Amiel asintió. Sacó entonces unas hierbas y preguntó por el uso que se les daba y un fragmento de papel con la leyenda h ON LONA ONU ONI ONE ONU ONUS ONI ONE ONU. Girolamo explicó que las hierbas eran eficaces para el tratamiento de dolencias de los ojos e informó al padre Amiel de que la extraña inscripción se utilizaba con frecuencia para curar fiebres. El tono del joven Di Vico iba haciéndose cada vez más desenvuelto y condescendiente; percibí que su confianza iba creciendo conforme destruía una por una las deficientes pruebas materiales del dominico.
Pero cuando, finalmente, el padre Amiel le mostró una pequeña imagen de plata con forma humana, Girolamo palideció y perdió su aire presuntuoso.
—Esto fue encontrado en la casa de vuestro padre —le informó el monje. Lo que decía era una falsedad, como yo bien sabía. Una vez más, lo veía mentir con descaro. Bajé la mirada y me contemplé las manos para que mi expresión no revelara nada.
—No he visto nunca esa figurilla —declaró Girolamo con una displicencia nada convincente.
—¿Estáis seguro?
—Por completo.
—Tibaldo os vio sostener algo muy parecido.
—Os repito que no la había visto hasta hoy.
—Observadla con más detenimiento. —El padre Amiel hizo girar la figurilla ante los ojos del joven Di Vico—. Tomadla. Examinadla.
—No.
—Ved lo que hay escrito en su frente.
Os sorprenderéis. Una exclamación ahogada me hizo levantar la cabeza. Girolamo miraba fijamente la imagen que sostenía el padre. De repente, dio un salto y se la arrebató de las manos, diciendo:
—¡Ésta no es...!
—No es, qué? —dijo el padre Amiel—. ¿No es la figurilla que fabricó vuestro padre?
—¡Mi padre no ha fabricado jamás algo parecido!
—Os creo.
Todos miramos con sorpresa al dominico. Éste continuó:
—Mirad la inscripción. Leedla. La figurilla lleva el nombre de vuestro padre.
—¿Qué? —Girolamo se quedó de piedra, paralizado, y miró al fraile con consternación. Así pues, fue Aribert, después de levantarse de su asiento con cierto esfuerzo, quien tomó la figurilla de los dedos crispados de su cliente y estudió el rostro toscamente modelado en el metal.
—MAS D. VICO —leyó—. AMAYMON.
—Amaymon es el nombre de un demonio —apuntó el padre Amiel—.EI signo del pecho es el símbolo de Saturno. Maese Girolamo, me parece que alguien intentaba matar a vuestro padre.
El joven, boquiabierto ante lo que oía, asistió a la protesta de su ceñudo abogado:
—¿Con esto? ¿Cómo?
—Es un artilugio de brujería. De magia infernal.
—¿Cómo podéis conocer tal cosa?
—Porque he descubierto ciertos libros que describen procedimientos en los que se emplean imágenes y encantamientos. —El padre Amiel sacó de su bolsa el códice de Guillaume Monier—. Este tomo pertenecía al difunto camarero del cardenal Di Vico — continuó—. Es un libro de nigromancia. Como podéis ver, Monier escribió en él.
—¡El camarero! —la voz de Girolamo era un chillido estridente—. ¿Monier lanzó una maldición sobre mi padre?
—Eso es —respondió el dominico con un descarado desprecio por la verdad—. Incluso adquirió un veneno letal, zuccum de mapelo, creo que lo llaman, pero la muerte le alcanzó antes de que pudiera administrarlo. Para gran fortuna de vuestro padre — entrelazando las manos bajo el mentón, el monje dedicó una mirada compasiva al joven aunque no para vos.
—¿A qué os referís?
—¿No os habéis sentido enfermo, Girolamo? ¿O incapacitado en algún aspecto?
—¿A qué os referís?
Pero Aribert ya había recuperado la compostura.
—Esto ya ha llegado demasiado lejos —declaró repentinamente—. Todo esto es contrario al adecuado ordo iuris...
—¿El camarero hizo un hechizo contra mí? —preguntó Girolamo al dominico, haciendo caso omiso de su abogado—. ¿Una maldición? ¿De qué clase? ¿Qué hizo?
—Eso, hijo mío, no estoy obligado a revelarlo.
—¡Decídmelo!
El padre Amiel le dedicó una mirada desapasionada.
—Os lo diré —respondió al fin— si, en correspondencia, vos me contáis la verdad de vuestros actos pecaminosos.
—¡Girolamo! —El abogado agarró del brazo a su cliente—. ¡No digáis nada!
—Pero...
—No tenéis que hablar. Estas acusaciones son infundadas. Puedo llamar a los testigos. Refutaré las acusaciones y saldréis libre. —A tirones, Aribert empezó a sacar a Girolamo de la estancia—. Vamos. Aquí no podemos conseguir nada más. Vámonos.
—Pero...
—¡Vámonos, Girolamo!
Observé al padre Amiel, cuya expresión era inescrutable.
—¡Os aconsejo que hagáis las paces con Dios, Di Vico! —exclamó mientras, al otro lado de la puerta, los carceleros arrancaban al desdichado joven de las manos del obeso letrado y se lo llevaban a una mazmorra húmeda y maloliente. Aribert levantó la voz en una protesta, pero el sonido se hizo más y más débil hasta que, por último, quedó engullido por la distancia.
Sólo cuando se hubo hecho un completo silencio se permitió el dominico una amplia y maliciosa sonrisa.
—Si no fuera fraile —me confió—, apostaría cincuenta libras tornesas a que volveremos a hablar con Girolamo antes de que termine el día. —Se puso en pie y empezó a recoger sus «pruebas materiales», devolviéndolas a la consabida bolsa—. Sin embargo, mi condición me impone que evite tentaros al pecado del juego, maese Raymond. Así pues, no es preciso que deseéis que me equivoque.
—No temáis por ello, padre —respondí.
—¡Ah! Entonces, ¿os merece confianza mi predicción?
—Claro, padre. Pero lo más importante es que no tendría con qué igualar vuestra apuesta.
El dominico soltó un bufido. Con el ánimo casi exaltado, se echó la bolsa al hombro y me indicó que dejara todos mis documentos donde estaban. Después de la colación, volveríamos allí para escuchar el testimonio de Girolamo.
De esto, no le cabía la más mínima duda.
—Padre, ¿dónde encontrasteis esa figurilla? —le pregunté—. ¿La encargasteis hacer vos?
—En efecto.
—¿Cuándo?
—El sábado,
—¿Con el propósito para el que ha servido hoy?
—¡Pues claro! —se quedó mirándome—. ¿Para qué, si no, iba a encargar hacerla, maese Raymond?
Estaba burlándose de mí. De un modo un tanto remilgado y monástico, pera lo estaba haciendo. Me desafiaba a reconocer que sospechaba que él mismo era un hechicero. En otro momento tal vez habría respondido de manera distinta, pero el respeto que me producía el menudo fraile me impidió tomar aquella pequeña melodía suya e improvisar sobre ella una serie de adornos fantásticos. Me impidió especular jovialmente sobre la identidad del hombre cuya vida deseaba ver truncada el dominico. En lugar de contestar, me limité a sonreír y a colgar los pulgares de mi cinto.
Ni siquiera puse en duda la moralidad de arrancar confesiones a base de pruebas falsas, pues ya había perdido la costumbre de dudar del padre Amiel en ningún aspecto.
Canto VIII
Que el padre Amiel de Semur era un hombre de gran perspicacia está fuera de toda duda. Tal como había predicho, aquel mismo día Girolamo di Vico volvió a hablar con él. Sin embargo, antes de que tuviera lugar este nuevo diálogo, acontecieron tres incidentes más, merecedores de ser aquí contados.
Para empezar, cuando nos marchábamos de la prisión, fuimos informados de que el amanuense del brazo deforme, Renaud Lizier, había fallecido. La vida carcelaria había resultado demasiado dura para él. Cuando tuvo noticia del hecho, el padre Amiel frunció el entrecejo, pero no dijo nada. En realidad, guardó silencio durante todo el camino de regreso al priorato y supuse que era presa del remordimiento. Desde luego, la desagradable novedad había ensombrecido aún más mi estado de ánimo, ya melancólico. En palabras de Job, «antes que mi pan, llega mi suspiro».
No obstante, cuando llegamos al priorato, el padre Amiel comentó en tono exasperado que la muerte de Renaud Lizier era un gran inconveniente, y de ello deduje que el corazón de mi compañero no sentía pena ni estaba contrito.
El segundo incidente aconteció poco después de las palabras del fraile, cuando el portero del priorato, al abrimos la puerta, me entregó otra carta de Marguerite de Pasquieres. Todos convendréis conmigo, creo, en que un pene tumescente habría resultado de lo más maleducado en un lugar donde los monjes dominicos se sientan a comer; fue una suerte, pues, que no pudiera leer la carta en el refectorio, ya que de ese modo me libré de un tremendo azoramiento. En resumidas cuentas, la carta era (no encuentro otra palabra para describirla) libidinosa. Francamente lasciva. Sentado en mi celda, su contenido me produjo una gran turbación, aunque no podía por menos que admirar a la vez; el ingenio de la dama y sus juegos de palabras. Hablaba de terminar un ágape con vi fort que, si bien puede significar «vino fuerte», también se traduce como «pene robusto». Marguerite escribía que «la vera nobleza ven a hom de ear franc, gentil et debonaire», y aunque podía estar expresando su opinión acerca de que la verdadera nobleza de un hombre reside en que tenga un corazón generoso, gentil y alegre, hay que recordar asimismo que un cor franc, además de significar «corazón generoso», quiere decir también «cuerno suelto»,
La carta glosaba mi belleza, hablaba con anhelo de mis atributos ocultos me presentaba la tentadora perspectiva de una «noche de amor:». «Venid y refugiaos en mi castillo, Raymond —escribía—. Es muy cálido por dentro.»
La mujer concluía la misiva con las palabras siguientes: «Creo que poseéis un hermoso gallo que os despierta con su canto cada mañana, mi sensual amigo. Me gustaría admirar su cresta roja, su cola negra y su ojo como el cristal. ¿No lo traeréis a SaintMartin-les-Bains? Yo lo mimaría muchísimo y lo dejaría dormir cada noche en mi habitación.
»Si os complace saber cómo me encuentro, no me siento bien ni de cuerpo ni de corazón, y así seguirá siendo hasta que sepa de vos. M.P. Agosto de 1320».
Os confiaré, amigas y amigos, que si bien estaba asombrado por aquella apasionada declaración, mis sentidos también se hallaban inflamados. ¿Y a quién no le ocurriría lo mismo? Marguerite no me habría dejado más claras sus intenciones si se hubiera colado en mi habitación y me hubiera lamido de cabo a rabo la tercera pierna. Por lo que a mí respecta, era un hombre joven, atormentado por toda suerte de deseos carnales. Además, no me había entregado a la cópula desde hacía... Oh, desde hacía mucho tiempo.
No es de extrañar, pues, que me sintiera impulsado a extraer un poco de semilla de mi cetro. A decir verdad, apenas tuve que tocarlo, :pues el pobre estaba a punto de reventar, como una vaca a la que se ha dejado sin ordeñar demasiado tiempo. Para mi horror, de repente me encontré sentado en la celda con las manos ocupadas y los calzones bajados hasta las rodillas.
El olor que llenó mis fosas nasales me resultó tan familiar como inconfundible.
—¡Oh, maldita sea! —exclamé, porque estaba en un apuro. Considerad mi situación. No tenía nada con que secarme las manos salvo mi ropa o las mantas, y manchadas era inconcebible. Pero ¿dónde podía deshacerme de la prueba? En el claustro había una pileta para uso de los monjes, pero el mero pensamiento de ensuciarla con mis lascivas emisiones me provocó una efusión de sudor. Además, ¿y si me encontraba con alguien por el camino? ¿Qué iba a hacer yo si ocurría tal cosa? ¿Tendría que quedarme allí plantado con las manos a la espalda, mientras el olor de mi vergüenza se convertía en objeto de aguda suspicacia?
Entonces reparé en que debería limpiarme las manos para no mancharme la ropa cuando me la pusiera. Así pues, me vi obligado a borrar la prueba de mi pecado con mi segundo mejor sayo, que oculté después en el fondo del baúl que contenía mis prendas de vestir. Por desgracia, el olor todavía flotaba en el aire. Incluso después de escribir mi respuesta a Marguerite de Pasquieres (en la que rehusaba su invitación con la mayor elegancia posible), un tufo inconfundible me marcaba todavía como sirviente del pecado.
Tuve que lavarme las manos con un aceite esencial, un acto que me trajo vergüenza e ignominia, porque, cuando me acerqué a la celda del padre Amiel para preguntarle si alguien podía entregar mi carta al mensajero de Marguerite, el monje frunció la nariz y dijo:
—¿Qué es este olor? Huele a lavanda. —Entonces husmeó la correspondencia sellada que acababa de darle y decidió—: Es lavanda. ¿Ahora os dedicáis a perfumar vuestras canas, Raymond?
—No, padre.
—¿No?
—Son mis manos.
—¿Vuestras manos?
—Sí, me he puesto aceite esencial.
El padre Amiel arqueó una ceja y alzó la cabeza para mirarme de frente.
—¿Guarda esto alguna relación con el hecho de que os he pedido que esta tarde vayáis a visitar a vuestra amiga Beatrice Rascas? —inquirió en tono seco.
—No, padre. Ninguna.
—¿De veras? Bien, pues me alegro de que así sea.
Tal vez me creyera, pues no dio ninguna muestra de lo contrario, pero la idea de que pudiera haber albergado una sospecha, por fugaz que fuera, se me antojó terrible. En aquel momento, sentí que debía preservar su confianza en mi honor a toda costa. Tenia que hacerle creer que no era mi intención cortejar a Beatrice con olores fragantes ni con palabras melosas. Así pues, cuando se disponía a dejar la celda para ir a depositar mi carta en las manos (impolutas) de un hermano lego, lo detuve con una tartamudeante confesión.
—Padre, he pecado —le dije.
—¿Qué?
—He utilizado el aceite para disimular otro olor.
El dominico me miró con perplejidad, ante lo cual le expliqué que la misiva que me había entregado el portero la había escrito una mujer. Una viuda hambrienta de amor.
—Ha relatado sus pasiones con tanta claridad que yo...
—¿Que habéis derramado vuestra semilla? —terminó por mí el padre Amiel.
—Sí.
—En la celda.
—Perdonadme.
—Lleváis el pecado en la cabeza —dijo, y quitó relevancia a su afirmación con un gesto de la mano. Al parecer, no lo consideraba importante. Le pregunté qué debía hacer y me respondió que, de haber sido yo monje, me habría impuesto algunas penitencias. Quise saber cuáles. Respondió que si un monje cometía el pecado de Onán, debía rezar varias oraciones, someterse a una disciplina de azotes y pasar diez días a pan yagua.
—¡Oh! —dije.
—Como no soy sacerdote seglar —prosiguió—, no puedo deciros cuál es la penitencia para un lego.
—Pero debe de ser severa —dije con humildad—, porque mancillar un claustro casto y sagrado...
—Posiblemente.
—Padre, ¿qué debo hacer? Imponedme una penitencia. No deseo llevar este pecado en el alma. Quiero que me tengáis en buena consideración.
El monje me miró un momento, con la cabeza inclinada hacia un lado. Su expresión era insondable.
—Cincuenta Padrenuestros —dijo al fin, y yo me sobresalté.
—¿Eso es todo? —le pregunté.
—¿No os parece suficiente? Entonces, decidid vos el número que creáis oportuno. No pondré ninguna objeción.
—Pero ¿Dios quedará satisfecho?
Con una peculiar y leve sonrisa, el padre Amiel me preguntó si había terminado de leer las Confesiones de san Agustín. Le respondí que todavía no.
—¿Habéis llegado al libro décimo?
—No, padre.
—Entonces permitidme que lo cite. San Agustín escribe: «Pero aún viven en mi memoria (de la cual he hablado tan largamente) las imágenes de aquellas cosas torpes que mi mala costumbre dejó estampadas en ella, las cuales se me presentan, ya cuando estoy despierto, ya cuando dormido; cuando despierto, se me ofrecen como flacas y sin fuerzas, pero entre sueños llegan no sólo a causar deleite, sino también una especie de consentimiento y obra, que son muy semejantes a la obra y consentimiento verdaderos. Puede tanto en mi alma y en mi cuerpo aquella ilusión y engaño causado por las dichas imágenes, que me persuaden e inducen dormido aquellas visiones falsas a lo que no me indujeran ni persuadieran despierto los mismos objetos reales y verdaderos. ¿Por ventura, Dios y Señor, no soy yo el mismo entonces que cuando estoy despierto?».
En la pausa que siguió, se me ocurrió pensar que san Agustín estaba hablando de las poluciones nocturnas. Me quedé pasmado.
—¿Veis? —concluyó el padre Amiel—. Si el propio san Agustín, entrado ya en años, se veía turbado por incitaciones lascivas, ¿cómo podéis esperar vos escapar a sus tormentos y no sucumbir cuando atacan? Sería esperar demasiado de vos, Raymond. Dios nunca lo esperaría, estoy seguro de ello.
Éste fue entonces, el razonamiento del padre Amiel, y, aunque me confortó también me sentí un tanto agraviado por su suposición de que no estaba demasiado dotado con la bendición del control de mí mismo. Tal vez el diablo me azuzaba con sus espuelas, porque aunque incliné la cabeza y le aseguré al dominico que me había resistido a las concupiscentes sugerencias de Marguerite, una chispa pequeña y ardiente me instó a preguntarle si él había profanado alguna vez la santidad del claustro o había sido turbado como san Agustín.
Él dominico me traspasó con una mirada fría e inflexible.
—Os dejare que saquéis vuestras propias conclusiones al respecto —fue su respuesta. Después, me mandó a El Gallo Negro con la petición de que solicitara permiso a Beatrice para utilizar su dormitorio a fin de tender una trampa a un sospechoso.
Y éste, como ya habréis imaginado, fue el tercer incidente del que antes os he hablado.
Abordé a Beatrice en un estado de melancolía y desazón considerables, oliendo intensamente a lavanda y con pensamientos casi incoherentes debido a la mortificación que sentía. Ella, no obstante, me recibió con una sonrisa. Era una sonrisa preocupada: quizás, al no haberme peinado aquella mañana ni afeitado en varios días, mi aspecto era de lo más descuidado y abatido. Fuera lo que fuese, la noté preocupada. Cuando la saludé entre murmullos, posó la mano en mi brazo y dijo:
—Raymond, ¿estás bien?
Le respondí que me encontraba bastante bien. Sin embargo, había ido a pedirle un favor y no me sentía cómodo en el papel que me tocaba representar.
—¿Necesitas una cama? —preguntó en voz baja—. Aquí siempre hay una para ti, amigo mío.
—No —respondí—. Una cama, no. Un dormitorio —murmuré—. ¿Puedo hablar contigo a solas?
Nos habían os detenido en la sala principal de la taberna, que estaba atestada de clientes, pero Sybille y Madeleine se ocupaban de ellos, entrando y saliendo. Así pues, Beatrice me tomó de la mano y me llevó al piso de arriba, donde me rogó que tomara asiento. Su hospitalidad nerviosa me llenó de azoramiento, pues creía que no merecía tanta solicitud. Sentí, de una manera extraña y totalmente infundada (porque, al fin y al cabo, no nos unía ninguna promesa ni vínculo de parentesco), que la había abandonado.
—Beatrice —le expuse—, he de reunirme con un hombre en un lugar privado, donde no nos vea ni nos oiga nadie. No será por mucho rato. ¿Me dejarías citarle aquí, en esta habitación?
Advertí, de repente, que ella tampoco estaba en su mejor momento. Como ya os he dicho, no se trataba de una mujer hermosa: la edad, las penurias y las largas jornadas de trabajo habían ajado sus rasgos. Además, no era de las que dedicaban mucho tiempo a componerse, y llevaba los cabellos algo alborotados, la ropa un poco descuidada y la piel algo manchada, pero siempre me había parecido tan saludable y vigorosa que no notaba esos defectos. Sólo veía sus bellos ojos, su sonrisa encantadora y su esbelta figura.
La figura no había cambiado, pero una cierta pátina grisácea y una expresión de cansancio realzaban las arrugas del cuello y los hoyuelos de la cara. Los hermosos ojos estaban enrojecidos de fatiga y su sonrisa era vacilante.
—¿Quién es ese hombre con el que quieres citarte, Raymond? —quiso saber—. ¿No te hará daño, verdad?
—Oh, no. No tiene nada que ver conmigo. —Le expliqué que todo el asunto lo había preparado el padre Amiel, el cual también estaría presente, aunque escondido debajo de la cama—. Es un encuentro muy secreto —suspiré—. Una parte del trabajo difícil y delicada, pero tú no sufrirás por ello, te lo juro.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—¿ Sufrirás tú? Estás tan callado, tan serio...
—Bueno... Un priorato no es el sitio más alegre para vivir, ¿sabes? —dije con una sonrisa—. No es como las tabernas. Tal vez soy como un paño, como un trozo de tela que adquiere el color del tinte en el que se lo sumerge.
—Pero si no tienes nada de color —protestó Beatrice—. Estás palidísimo.
—¿Me ayudarás, Beatrice? ¿Me darás permiso para utilizar tu dormitorio?
Al final, aunque llena de aprensión, aceptó. Era evidente que no confiaba en el padre Amiel, pese a la bondad con que la que él me trataba... o tal vez debido a ello. —¿Y cuándo la necesitaréis? —inquirió. —Esta noche, quizás. O mañana. Ya te informaré. —Me levanté de la cama, la
besé en la mejilla y me recompensó con un prolongado abrazo. Beatrice olía a ajo y a
romero. Me pregunté qué andaría cocinando.
—Raymond —susurró—, si necesitas ayuda, siempre estoy aquí.
—Lo sé.
—Echo de menos tus canciones.
—Yo también.
—¿Qué? —exclamó, soltándome—. ¿No te permiten cantar en el priorato?
—Por lo que yo sé, no.
—Pues ése no es lugar para ti, querido mío —dijo, inquieta—. Deberías venir aquí.
—No puedo.
—Pero...
—Beatrice, ya sabes que eso estaría fuera de lugar. —La aparté de mí con suavidad—. Perdóname. He de regresar. Quizá me necesiten.
Y éste ha sitio el relato completo de mi encuentro con Beatrice. Un encuentro no demasiado desgarrador, diréis acaso, que no debería haberme hundido en la aflicción y en la confusión; sin embargo, así sucedió, y regresé al priorato preguntándome qué le había sucedido a mi vida. Me sentía tan acongojado, tan fatigado... Habían pasado cinco días desde mi última conversación con Artaud. ¿Cuánto más tendría que transcurrir para que cediese?
Había comenzado a llover y mi celda, cuando llegué a ella, me pareció descorazonadoramente fría. Las demás celdas estaban vacías. Al advertir que los monjes habían acudido al oficio de nonas, salí al claustro y me senté a ver cómo crecían los charcos. Nadie me molestó. Me llegaba el calmado y melodioso sonido de las voces de los frailes, ora cantando, ora haciendo una pausa, ora cantando de nuevo a lo largo de toda la ceremonia. Sus voces podían haber sido una sola, y los ascensos y descensos de sus cánticos eran perfectos. A un salmo le seguía un himno, y a éste, otros dos salmos con antífonas; luego un versículo, otro salmo, un responso, una letanía. La música era apacible como un estanque quieto, perfecta como la senda divina, suave como la caída de un pétalo de rosa y, poco a poco, me atrajo hacia la iglesia.
Una de las puertas, la que daba al coro, estaba abierta. Entré a hurtadillas, me escondí detrás de una columna y dejé que el eco de aquel sonido admirable se tragara mis miedos y mis recelos. Apoyé la cabeza en la fría piedra y escuché la serena cascada de notas hasta perderme en ellas. Domine labia mea aperies, et os meum annuntiabit laudem tuam... Las plegarias del cierre del oficio se me echaron encima antes de que me diera cuenta de dónde estaba; saliendo de mi trance, me encaminé hacia el claustro justo antes de que lo hicieran los monjes.
Resulta casi innecesario decir que el padre Amiel notó mi presencia. No era hombre al que se le pasaran cosas por alto, pese a lo mal que veía, y no bien hube cerrado la puerta de mi celda cuando unos golpes suaves en ella me hicieron volver a abrirla. Allí estaba el padre Amiel saludándome con una de sus más cálidas y cautivadoras sonrisas.
—¿Queréis hablar conmigo? —preguntó—. Os he visto en la iglesia.
—Yo... Estaba escuchando la música. —Me rasqué la barba, sintiéndome estúpido—. Me hace sentir mejor.
—En ese caso, tendríais que venir más a menudo. Sois nuestro invitado y nadie se opondrá a vuestra presencia, estoy seguro de ello. —El padre Amiel se volvió de repente y agarró por la manga a un monje que pasaba a su lado. Los dos conversaron en silencio, moviendo las manos. Entonces, el padre Amiel me presentó a «nuestro solista, el padre Damien». El padre Damien, me contó, era el responsable de la música con la que tanto había disfrutado. También dirigía los cánticos y había compilado una hermosa colección de música escrita que se conservaba en la biblioteca.
—Raymond también es músico —comentó el padre Amiel—. Toca la viela y tiene muy buena voz.
—¡Ah! —asintió el padre Damien. Se trababa de un hombre viejo, con el pelo blanco y la piel frágil como un pergamino mojado—. La viela, un instrumento encantador. Muy libre.
—Sí.
—Mañana celebramos la festividad de santo Domingo —siguió el solista—. Por lo general, este día nos deleitamos con unas cuantas danzas sagradas, cantinelas a dos voces y demás. ¿Os gustaría quizás acompañar al salterio y a la vihuela?
—Tal vez —murmuré, sintiéndome algo incómodo ante la mirada benevolente de aquellos dos pálidos frailes—. Sin embargo, como últimamente no he podido practicar mi arte, tal vez mis habilidades no estén a la altura de las circunstancias.
—¡Seguro que sí! —exclamó el padre Damien.
—Aquí podéis tocar libremente vuestro instrumento, hijo, cuando el cabildo está en la iglesia —intervino el padre Amiel.
—Yo mismo practico el salterio en el jardín —explicó el padre Damien—. Podéis uniros a mí cuando queráis. «Cantad alabanzas al Señor con el timbal y con el arpa.» Adorar a Dios de esta manera es una de nuestras mayores bendiciones.
—Por supuesto —convino el padre Amiel—. «Cantadle, entonad salmos a Él; load todas sus obras maravillosas.»
«Amén», pensé. Poned dos monjes juntos y tendréis una letanía. Me preguntaba cómo responder, intentando recordar otra cita de las Sagradas Escrituras relacionada con la música, cuando llegó jadeante un hermano lego en busca del padre Amiel.
Al parecer, Girolamo había solicitado hablar con él de nuevo.
Canto IX
Cuando Girolamo se presentó ante el padre Amiel, no lo acompañaba el abogado. Al parecer, había tomado una decisión y estaba impaciente por llevarla a cabo sin la intromisión de Aribert. Recientemente, explicó, había experimentado unos agudos retortijones de estómago cuya causa era incapaz de determinar, a pesar de la dedicación de su médico. Desde su última conversación con el dominico, estaba muy preocupado ante la posibilidad de que tales dolores fueran manifestaciones de un acto subrepticio y malévolo.
—¿Podría ser que...? —balbució, sudando profusamente—. Es decir, si se hubiera formulado una maldición... —Contadme vuestra historia —respondió el padre Amiel—, y yo os contaré la mía. —Si supiera qué se ha hecho contra mí, tal vez podría combatir sus efectos. Consultando a las autoridades oportunas...
—Cierto.
—¡Soy demasiado joven para perder la salud, padre!
El pobre hombre estaba aterrorizado, y el dominico, como siempre, se apresuró a sacar provecho de ello, ordenándole que jurase sobre las Sagradas Escrituras antes de hacerle una relación completa y sincera de sus transgresiones. Girolamo, como Tibaldo, confesó que estuvo presente durante el incidente que Bona Claret había presenciado. El agua ensangrentada de la jofaina, aseguró, estaba teñida con la sangre del propio camarero y procedía de un pañuelo del cardenal con el que Guillaume Monier había contenido una copiosa hemorragia nasal. Girolamo contó que él y su padre habían consumido aquella agua mientras recitaban ciertas invocaciones para que el camarero, por aquel acto, también cayera en la consunción. Asimismo, confesó que habían ayunado y se habían afeitado y lavado antes de llevar a cabo este ritual, que se habían vestido de blanco para la ocasión y que se habían abstenido de relaciones carnales durante los nueve días anteriores.
—Pero debimos de olvidar algo —concluyó—, porque el padre Guillaume no perdió la salud. Por lo menos, no la perdió a causa de nuestro ritual.
—¿La invocación no era para castrarlo?
—¡No! Tenía que parecer un... un acto divino. Un hecho natural.
—¿Invocasteis a Satán, durante el ritual?
—¡Oh, no, padre! Pedimos la intercesión divina, no la del demonio.
—¿Estuvo presente el padre Antonio?
—No, padre.
—Pero ¡lo estaba en la ocasión en que vos tocasteis la imagen de plata que describió Tibaldo? —Sí, estaba allí. —Habladme de la imagen. Según Girolamo, la estatuilla media un palmo de altura y era de plata maciza,
excepto la cabeza, que estaba hueca. En la frente llevaba grabado el nombre de Guillaume Monier y no tenía más inscripciones.
—¿Y estaba bajo la custodia del padre Antonio? —inquirió el padre Amiel.
—Sí, padre. Él la llevó a casa de mi padre. La había fumigado durante nueve noches y deseaba que mi padre le proporcionara cierta hierba venenosa para rellenar con ella la cabeza. Al rato, volvió a llevársela para realizar ciertos encantamientos...
—¿Durante setenta y dos noches?
—Sí. Y, transcurrido ese plazo, se la devolvió a mi padre, quien tenía que ponerla al fuego, noche tras noche, hasta que el camarero cayese enfermo. —Cuando hubo recitado estos hechos con voz temblorosa, Girolamo exclamó de repente—: ¡Pero que muriese castrado...! ¡No era eso lo que pedíamos! ¡Algo debió de hacerse mal! Padre, ¿qué maldición me echó el camarero? ¿Voy a perder la salud?
—Tal vez. En la cárcel, suele suceder. Decidme, ¿de quién fue la idea de atacar a Monier con encantamientos? ¿De vuestro padre? ¿De vos mismo?
—¡Yo no tuve nada que ver! —gimió el acusado—. ¡Fue decisión de mi padre! ¡Ah, mi padre sabe hacerle la vida imposible a cualquiera! ¡Preguntadle a mi madre! ¿Qué podía hacer yo? ¿Desafiarle? ¡Ay, no deberíamos haber venido nunca a esta ciudad!
—¿Vuestro padre pidió consejo al padre Antonio acerca de las imágenes, después del fracaso de vuestro primer intento contra el camarero?
—Sí.
—¿El padre Antonio empleó alguna vez agua bendita, hostias consagradas o cualquier otro objeto santificado, cuando realizaba sus ritos diabólicos? —No. Es decir, no sé... Padre, ¿qué maldición me han echado? Por favor, tengo que saberlo... El tono de voz del padre Amiel cambió. Tras una breve pausa, apoyó el mentón en sus manos, entrecerró los párpados y dijo: —Hijo mío, sólo sé una cosa: que Guillaume Monier, al maldeciros, os quería ver en prisión. Y parece que su sortilegio ha dado resultado, ¿verdad? ¡El muy zorro, qué desvergonzado!, pensé al oír aquello. Girolamo se quedó
sentado con la boca abierta, como si acabara de recibir un mazazo. Cuando vinieron los guardias a llevárselo, salió de la estancia tambaleándose como un borracho.
—¡Oh...! ¿Girolamo? —lo llamó el padre Amiel en el último momento; y el joven Di Vico se detuvo en el umbral y se volvió—. ¿No conoceréis a un caballero de Saint-Gilles que se llama Etienne de Puy? ¿Un hombre que tuvo una disputa legal con Guillaume Monier?
Tras una breve reflexión vacilante, el acusado dijo que no con la cabeza. La respuesta pareció satisfacer al padre Amiel, quien ordenó a los carceleros que trajeran a nuestra presencia a Masseo di Vico. Tras esto, los despidió con un gesto.
Mientras llegaba el abogado del médico, me hizo redactar una citación para el capellán del cardenal, el padre Antonio de Lazzari.
—Quiero que sea arrestado esta noche —dijo como si pensara en voz alta—, aunque ya está haciéndose tarde y dudo de que pueda interrogarlo antes de mañana... No; mañana, no. Es la festividad de santo Domingo y no podré ocuparme de ello. Pasado mañana, quizás. En cualquier caso, un día en prisión tal vez le afloje la lengua. —Se volvió hacia mí y continuó—: Cuando haya hablado con Masseo di Vico, tengo que acudir al rezo de completas, pero no es preciso que me acompañéis. Si tenéis tiempo, deberíais poneros en contacto con Durand Rouiard y concertar una cita con él. A menos que tengáis alguna objeción, claro...
El corazón me dio un vuelco, pero fui incapaz de formular una excusa convincente.
—Ninguna, padre —murmuré.
—Bien. Y si no hay tiempo hoy, podéis abordarlo mañana temprano. Supongo que no pasaréis todo el día en oración, como yo…
—No, padre.
—No, ya me parecía. Aunque debéis honramos con vuestra presencia en la Santa Misa, hijo, pues será una ceremonia muy gozosa y hermosa. Llena de color y de música.
—¿Con danzas sagradas?
—Danzas sagradas, procesiones. Una gran celebración. Vendrán muchos visitantes ilustres. No quedaréis decepcionado, os lo aseguro.
Intenté imaginar al padre Amiel dando unos pasos, aunque fuesen solemnes, pero no lo logre. —¿Vos bailaréis, padre? —inquirí. —¡No! —respondió, moviendo la cabeza—. Eso queda para nuestros hermanos
más jóvenes. Pero vamos; dejémonos de charlas ociosas: «En las muchas palabras no falta pecado.» Terminemos de redactar esta requisitoria de comparecencia antes de que se presente Masseo di Vico.
El médico no tardó en llegar, acompañado de su voluminoso abogado, Aribert de Saint-Felix. Aunque no muy alto, Masseo era un hombre robusto. Recio y con las piernas torcidas, tenía unos hombros anchos y una mandíbula enérgica que se difuminaba poco a poco en una papada de viejo. Aunque lucía una calva en la coronilla, el resto de su cuerpo era tan hirsuto como podáis imaginar; incluso era más velludo que yo. Estaba claro por qué su mujer y su hijo le tenían miedo. Nunca he conocido a nadie tan manifiestamente inadecuado para la profesión de curar.
Antes de que el padre Amiel dijera una palabra, Di Vico bramó en un provenzal con mucho acento: —¡Sois estúpido si creéis que encerrándome quebraréis mi espíritu! Tengo
amigos importantes que me suministran cuanto necesito. Acabarán con vos, padre.
—Esto... Maese Masseo...
El abogado cuchicheó unas palabras al oído de su cliente (previniéndolo, sin duda, de la inconveniencia de tales explosiones de genio) y el compareciente frunció el entrecejo con una expresión terrible. Tenía un aspecto tan amenazador que casi temí por el padre Amiel. Sin embargo, el monje conservó una apariencia tranquila mientras enumeraba los delitos de los que se acusaba a Masseo. No había terminado de hacerla cuando el médico ya farfullaba sus protestas.
—¡Falso! —exclamaba—. ¡Todo eso son falsedades!
—Por favor, dejad que hable por vos —intervino Aribert.
—Pero...
—¡Maese Masseo! Me habéis contratado para este trabajo. ¿Queréis malgastar vuestro dinero?
Convencido con tal argumento, el médico se tranquilizó y el padre Amiel pudo reanudar su discurso donde se había interrumpido. Sin embargo, cuando mencionó las alegaciones de Girolamo, Masseo y Aribert prorrumpieron al unísono en exclamaciones de incredulidad.
—¡Mentís! —protestó el abogado.
—No, señor —dijo el padre Amiel.
—¡Girolamo no ha declarado nada de eso!
—Claro que sí. Pero vos no estabais presente cuando lo hizo.
—¿Lo habéis interrogado sin mí?
—Fue deseo suyo.
—¡Imposible!
Sin pronunciar palabra, el dominico tomó de la mesa mi trascripción de la declaración de Girolamo y se la entregó. Mientras Masseo, congestionado, farfullaba protestas ahogadas, el abogado examino el documento por encima y lo volvió a dejar en la mesa con gesto despectivo.
—Esto no significa nada —dijo.
—Al contrario.
—Girolamo no lo ha firmado.
—Pero lo hará.
—No, no lo hará. Porque yo hablaré con él, primero.
—¡Y yo también! —rugió Masseo—. ¡Esa pequeña víbora...!
—Antes de hacerlo, tal vez debáis tener en cuenta una cosa, maese Masseo. Aun sin el testimonio de Girolamo, tengo suficientes pruebas contra vos para llevar adelante el proceso. Y sé que, cuando lo haga, vuestro representante legal llamará en vuestra defensa a muchos testigos. Tal vez incluso me acuse a mí. Será un procedimiento muy largo. Pero conforme pasen los días, deberéis recordar que, en estos momentos, un consistorio nombrado por el propio Santo Padre está deliberando sobre si los casos de brujería, en su totalidad, deberían pasar a la jurisdicción de la. Inquisición de la Depravación Herética.
—¿Que? —exclamó Masseo, ceñudo, con cierta impaciencia—. ¿De qué estáis hablando?
—Os está amenazando —intervino Aribert—. No le hagáis caso.
—¿Amenazándome a mí?
—En este momento —continuó el padre Amiel, con una serenidad que me llenó de admiración—, estáis siendo encausado según el ardo iuris común. Ello se debe a que en las acusaciones contra ves no hay indicios de manifiesta herejía: no parece que consultarais demonios, que ofrecierais sacrificios, que adorarais al ídolos o que emplearais el cuerpo o la sangre de Cristo en rituales inicuos. Si hubierais cometido alguno de tales actos, ahora estaríais sometido a investigación por parte de un inquisidor de la depravación herética.
El dominico prosiguió su parlamento señalando que, de momento, Masseo disfrutaba del derecho a representación legal. Tenía derecho a conocer el nombre de los testigos y acusadores. Y, si bien el castigo por sus actos podía ser severo, si bien podía significar la muerte, el encarcelamiento o la confiscación de las propiedades (lo cual no era seguro en absoluto, subrayó el padre Amiel), la esposa y la hija de Masseo no sufrirían menoscabo. El linaje Di Vico no quedaría manchado.
—En cambio, pensad qué sucedería si el Santo Padre decide que todos los hechiceros han de ser juzgados como herejes —continuó—. Dejaréis de tener derecho a abogado. Además, vuestros hijos y nietos serán acosados por el Santo Oficio. Y si morís en prisión sin haber llegado a completar la sentencia a la que os han condenado, vuestros descendientes serán multados y sus propiedades, confiscadas para dar por extinguida la pena.
»Reflexionad sobre ello, maese Masseo —concluyó el monje—. Meditadlo bien, antes de tomar más decisiones. Os ruego que dediquéis un pensamiento a vuestra familia. Os insto a que seáis razonable.
Observé al doctor y advertí que las palabras del padre Amiel lo habían conmovido. Ceñudo, pestañeaba aceleradamente con expresión perpleja e inquieta. Aribert intentó tranquilizarle.
—Sois inocente —dijo el abogado—. Por eso no sufriréis ningún castigo.
—Cada día se cuelga en la horca a más de un inocente —replicó Masseo. Dando la espalda a Aribert, el médico preguntó al padre Amiel cuál era el castigo por actos de brujería.
—Depende —respondió el dominico—. Hace dos años, el fraile Bernard Délicieux, del Languedoc, fue sentenciado a prisión de por vida por posesión de libros de magia. Hace tres, el obispo Hugues Geraud fue acusado de intentar asesinar al Santo Padre con ciertas pócimas e imágenes de cera, y condenado. Lo desnudaron, lo ataron por los talones a la cola de un caballo y lo condujeron a rastras por las calles de Aviñón hasta el lugar donde lo ejecutarían. Y, una vez allí, fue desollado y quemado. Tal vez recordéis el incidente...
Masseo tragó saliva; el ruido fue perfectamente audible.
—Por otra parte —concluyó el padre Amiel—, los dos hombres que acabo de mencionar eran gente importante que tenía enemigos importantes de reputación intachable. El padre Guillaume Monier, en cambio, era un hombre de carácter poco claro. Tengo en mi posesión un libro de nigromancia que le perteneció. Tengo pruebas de que practicaba la brujería y la sodomía. Creo que podría demostrarse que vos, maese Masseo, sólo os estabais defendiendo de su magia... con la ayuda del padre Antonio, quien tal vez era vuestra autoridad y vuestro guía en todo esto. Y debo hacerme esta pregunta: si os ayudaba a llevar acabo los encantamientos un sacerdote, ¿por qué, como hijo obediente de la Iglesia, teníais que poner en duda sus decisiones?
Tras estos comentarios se produjo un silencio pensativo. Masseo se tiraba del labio inferior y Aribert se rascaba el inmenso vientre. —No podéis saber a ciencia cierta cuál será la recomendación de ese consistorio —dijo el abogado, finalmente.
—Es verdad —asintió el padre Amiel—, no puedo.
—Es posible que no encomiende la persecución de la brujería a la Inquisición de la Depravación Herética.
—Cierto. —El padre Amiel inclinó la cabeza—. Pero estoy seguro de que se presta una especial atención al uso de imágenes, pues, al parecer, el Santo Padre considera que las imágenes son, en sí mismas, una prueba de actividad diabólica y herética.
—¡No soy ningún hereje! —exclamó el médico—. ¡Soy un buen católico!
—Eso lo decidirá el consistorio —dijo el dominico.
—¡Pero vos mismo habéis dicho que en nada de cuanto hice hay indicios de manifiesta herejía! ¡Vos mismo acabáis de decirlo!
—Esto... Con lo cual, naturalmente, mi cliente —Aribert fulminó con una mirada al médico— se refiere a que nada de cuanto se le acusa de haber hecho presenta tales indicios. Ahora, padre, si deseáis escuchar a mis testigos, habría que citarlos cuanto antes.
El abogado procedió a leer una relación de dichos testigos, compuesta en su mayor parte por amigos y vecinos del acusado, todos los cuales atestiguarían que Bona Claret había mostrado animosidad contra Masseo di Vico durante su estancia en la casa, Otro testigo era un poeta y doctor en ley canónica, natural de la Romagna, que examinaría el registro del testimonio de Tibaldo para observar si el criado de confianza del médico había malinterpretado en algún extremo las preguntas del padre Amiel.
Finalmente, Aribert se proponía llamar a otros médicos, uno de los cuales era un maestro de renombre, quienes explicarían por qué la medicina, a ojos de los ignorantes y legos en la materia, puede confundirse con la hechicería.
—Con frecuencia —declaró Aribert—, a quien no tiene conocimientos del tema le cuesta distinguir entre un embrujo y un acto legítimo de medicina. ¿Cómo catalogar, por ejemplo, la costumbre de las mujeres de Salemo de colgarse ciertas piedras porosas al cuello para prevenir el aborto? Unos podrían llamarlo hechicería, pero en realidad es una medida médica, como demostrarán mis testigos. —Hizo una pausa para respirar hondo y continuo—. Mediante estos testimonios, demostraré que los actos de mi cliente han sido malinterpretados, como suele suceder cuando unos procedimientos eruditos y complicados son observados por unos ojos simples e ignorantes.
Debe reconocerse que Aribert era valiente, elocuente y lógico. Además, su gran envergadura contribuía a dar empaque a sus palabras. Mientras las pronunciaba, plantado ante el padre Amiel, me produjo la impresión de estar en presencia de un abogado combativo y convincente.
El fraile lo escuchó con la mirada gacha, inmóvil. Cuando Aribert terminó, se limitó a decir:
—¿Cuántos testigos os proponéis llamar?
—Nueve, en total.
—Muy bien, nueve. Y tal vez sea necesario llamar a otros para impugnar ciertas pruebas... —El dominico alzó por fin la mirada y la fijó en Masseo—. Mañana es la festividad de santo Domingo y, por tanto, no podré ocuparme del caso hasta el jueves. Con casi una docena de testigos pendiente de declarar y con el domingo por medio, la toma de declaraciones se prolongará sin duda hasta avanzada la semana que viene. —El fraile ladeó la cabeza y añadió—: Por supuesto, si entretanto el consistorio hace pública su decisión, maese Masseo, puede que seáis entregado de inmediato al Santo Oficio. Y ya os he comentado qué significaría tal cosa.
El médico frunció el ceño.
—¡Soy inocente de todo! —proclamó—. ¿Me pedís que confiese algo que no he hecho, con tal de escapar del Santo Oficio?
—Os pido que toméis en consideración a vuestra hija —expuso el padre Amiel—. Que no tenga la menor esperanza de conservar su dote, si interviene el Santo Oficio, porque éste es voraz, como seguramente sabréis. Y, en cualquier caso, ¿quién querría casarse con la hija de un hereje? La herejía no sólo es un delito terrible; también tiene la característica única de que contagia a toda la descendencia. Es una mancha que se hereda. Los hijos de vuestros hijos, si los tuvieran, no podrían desempeñar nunca cargos públicos. —El fraile se incorporó bruscamente—. Os pido que reflexionéis sobre el futuro de vuestros hijos y nietos y que, al hacerlo, recordéis que considero que, en cierto modo, habéis sido inducido a actuar inadecuadamente. Esto es algo que debo tomar en cuenta, a la hora de juzgar el caso.
—Cuando hayáis escuchado todos los testimonios —lo interrumpió Aribert, desafiante—, le consideraréis inocente, y no engañado.
—Si es inocente, como decís, así lo juzgaré —replicó el padre Amiel y, dirigiéndose a la puerta, la abrió y llamó a los guardias—. Debo acudir enseguida a las completas —añadió, volviéndose a Aribert—, de modo que reanudaremos la sesión el martes por la mañana... si el consistorio no ha tomado una decisión para entonces. Tened preparados a vuestros testigos, maese Aribert.
—Así lo haré. Y hablaré con maese Girolamo, con vuestro permiso.
—Desde luego. —El dominico inclinó la cabeza—. Os asiste ese derecho.
La inmensa mole de grasa que era Aribert se alejó bamboleándose por el pasadizo, en el que casi no cabía, pero no lo hizo sin antes detenerse frente al padre Amiel con una pregunta:
—¿Quiénes… quiénes constituyen ese consistorio?
El padre Amiel citó el nombre de cinco obispos, dos generales de órdenes monásticas y tres doctores en filosofía. Al escucharlas, Masseo di Vico se sobresaltó y abandonó la estancia arrastrando los pies y mordiéndose la uña del dedo pulgar.
—¿Padre? —dije al monje cuando la puerta se cerró de nuevo.
—¿Sí?
—¿Cuándo se espera que el consistorio tome su decisión?
El monje soltó uno de sus bostezos, cortos y gatunos.
—Cualquier día de éstos —respondió—. Si Masseo es sensato, se entregará a mi compasión... porque el Santo Oficio no tiene ninguna y, por lo que sabemos, mañana al despertar podría encontrarse bajo su custodia. Os aseguro que nada sería más probable.
Así pues, en aquello, al menos, no mentía.
Canto X
Finalmente, no fui a ver a Durand Rouiard aquella tarde, sino que lo hice al día siguiente.
Debo confesar que pasé buena parte de la noche dando vueltas en la cama sin poder dormir del pánico que me daba la tarea que tenia por delante. Tal vez os preguntaréis por qué a un hombre tan hundido en la depravación, tan aferrado al vicio, le molestaba tanto tener que decir unas cuantas mentiras. En realidad, no me inquietaban tanto las mentiras en sí mismas como mi habilidad para expresarlas con un estilo creíble y convincente. Además, pensé, ¿Y si Rouiard me desafiaba, me miraba a los ojos y me decía que estaba equivocado y que hiciera lo que me pareciese? ¿Que haría yo entonces?
Por la mañana, me levanté un poco antes de lo que solía para asistir a misa. Ésta constituyó, como el padre Amiel había prometido, un espectáculo glorioso y emocionante. La iglesia estaba adornada con tapices de seda y rebosaba de grandes velas de cera encendidas, tantas y tan perfumadas que casi mareaban. El oro y la plata del altar resplandecían. La música fue para mí motivo de felicidad. Cada conductus, o himno procesionario, era interpretado con gran entusiasmo por el tambor, el salterio, la vihuela y el rabel, con el acompañamiento ocasional del tamboril. Me puse a seguir el compás con el pie mientras un nutrido grupo de monjes, con sus mangas blancas flotando como alas de paloma, se movían con rítmicos pasos de un lado al otro de la iglesia. Incluso danzaron en corro; durante unos momentos muy breves y de forma contenida, pero fue una danza circular.
Por las mejillas ruborizadas y los ojos brillantes de los que bailaban supe que aquélla era una ocasión de profunda felicidad. Pero si esta felicidad derivaba de una satisfacción espiritual o del movimiento libre de sus extremidades normalmente quietas, no sabría decirlo.
Como es natural, me abstuve de tomar la Comunión. Si me hubiesen invitado a hacerla, habría rehusado porque no me sentía debidamente purificado. En cambio, amparado en las sombras, nadie pareció percatarse de mi presencia hasta que, terminada aquella parte de las celebraciones, el padre Amiel me abordó en el claustro.
—Estáis muy elegante —me dijo, acariciando la cinta de seda de mi túnica púrpura de los días festivos. Los monjes hablaban entre ellos animadamente. Aquel día, al parecer, la comunidad había dejado de lado su voto de silencio—. Santo Domingo debe de sentirse muy gratificado con esta exhibición de riqueza.
Sin saber muy bien qué quería decir, ya que su tono de voz me sonó un tanto seco, repliqué:
—Ha sido hermosísimo, padre.
—Sí, muy hermoso. Emociona, ¿verdad? Pero deberíais quitaras esas prendas antes de hablar con Durand Rouiard, hijo. La ropa festiva no es adecuada para un hombre que sufre de amores no correspondidos.
—Padre... —dije, dubitativo, y él levantó la cabeza para mirarme.
—¿Qué?
—Padre, ¿podría pediros un antojo? Resulta que no me siento cómodo en la tarea que me habéis encomendado y... —Pues debéis llevarla a cabo, Raymond. —¡Oh sí, desde luego! Ya lo sé... Pero un poco de vino me levantaría el ánimo. —¡Ah! —Sólo un poco, padre. Unas gotas. —Bien. Id a la cocina y decidle al hermano Pierre que vais de mi parte. Él os dará un poco de vino.
—Gracias, muchas gracias, padre.
Mientras me alejaba, el dominico me recordó:
—¡No olvidéis quitaras esa ropa, hijo!
Me pregunté con un fugaz asomo de hilaridad qué habrían pensado los otros frailes de tal recomendación, pues tenía, debo admitirlo, cierto cariz indecente.
Armado con el nombre del padre Amiel, conseguí una jarra de vino con facilidad. El hermano lego que me la ofreció estaba distraído con lo ayudantes de cocina que llegaban de todos lados y lo acosaban a preguntas acerca de los pollos, los pasteles o las hierbas. Aprovechando la lógica confusión que causaba el hecho de que pronto dos obispos, un cardenal y cuatro caballeros se sentarían a la mesa en el refectorio del priorato, sustraje un puñado de almendras con miel de un plato y las escondí enseguida en la tripa.
Luego, me cambié de ropa y fui al encuentro de Durand Rouiard.
Como albergaba la esperanza de que Rouiard hubiese santificado la festividad de santo Domingo, me decepcionó encontrármelo en su despacho de la Oficina de Preces. Creo recordar que os he descripto en algún otro momento al escribano como un hombre meticuloso, peculiar e inofensivo. En concordancia con estas características, su aspecto resultaba casi tan pulcro y tan normal como el del padre Amiel, aunque era más alto y corpulento, con unas facciones más duras, los ojos más pequeños y el color de la tez aceitunado, en vez de pálido. Tenía las manos muy grandes y los hombros caídos. Como era previsible, dominaba por completo ese gesto, que denota un tedio abrumador y un absoluto desinterés, que todo funcionario papal exhibe cuando trata con los peticionarios legos. Y, como yo no era otra cosa, no dudó en dedicármelo cuando hube esperado en silencio cerca de él el tiempo suficiente como para irritarlo.
—¿Sí?—dijo.
—¿Sois el padre Durand Rouiard?
—Sí.
—Padre, tengo un problema que debéis resolver.
Un suspiro de cansancio, una ceja enarcada.
—Si habéis venido a buscar una petición —dijo con la voz átona de quien recita un consejo gastado de tanto repetirlo—, debéis mirar primero en el Liber de vacantibus... —No, padre, no se trata de una petición. Se trata de un libro... un libro muy
peligroso que obró en poder del padre Guillaume Monier.
Rouiard frunció el entrecejo. Luego palideció y murmuró:
—¿Qué estáis diciendo?
Incliné la cabeza para hablarle al oído y le expliqué en voz baja que el libro estaba ahora en manos del padre Amiel. Le conté que el dominico (que había ejercido de inquisidor de la depravación herética) se dedicaba a descubrir la identidad de los responsables de ciertas glosas que había en el texto. Él aún no había reconocido la caligrafía de Durand, dije, pero yo sí. Y a menos que él, Durand, me ayudara, pondría lo que sabía en conocimiento del padre Amiel.
Mientras hablaba, temí que oyera los latidos desenfrenados de mi corazón y viera el sudor que empezaba a empaparme la raíz de los cabellos.
—Vos... vos... —tartamudeó.
Era evidente que el asombro le impedía expresarse con coherencia. Aprovechándome de este hecho, le pedí que se reuniera conmigo aquella noche en El Gallo Negro. Entonces, antes de que recobrara el aplomo —y antes de que mi credibilidad se viera comprometida por alguna palabra que delatara mi falsedad—, me despedí de él. A decir verdad, huí de la habitación, del edificio y del barrio en el que se hallaba ubicado. Me metí en un callejón y me confundí con los transeúntes. Hasta que estuve muy lejos de su alcance, no se me ocurrió pensar en qué sucedería si aquella noche el padre Amiel no podía acudir a la cita.
Perplejo, me detuve en seco. No sabía si la celebración de la fiesta de santo Domingo se prolongaría hasta las completas y más allá. ¿Las obligaciones religiosas impedirían al padre Amiel esconderse bajo la cama de Na Beatrice? Me recriminé por mi estupidez, mi atolondramiento y mi incapacidad para prever aquella posibilidad antes de abrir la boca. Me habría dado de bofetadas. De hecho, me di palmadas en la sien, para consternación de los transeúntes. Durante un instante, acaricié la idea de volver en busca de Durand Rouiard y retrasar la fecha de mi invitación, pero enseguida la descarté. Hacerla significaría darle la oportunidad de protestar, de desafiarme, de hacerme más preguntas. No podía arriesgarme a hablar de nuevo con él sin antes haberle pedido permiso al padre Amiel, cuando menos. No podía arriesgarme a otro fracaso miserable.
No. Tendría que regresar al priorato con el rabo entre las piernas. Tendría que presentarme ante el padre Amiel con el relato completo de mi incompetencia y esperar su decisión.
Os aseguro que habría matado por una jarra de vino. Mi mismísima alma anhelaba una visita a El Gallo Negro, pero resistí la tentación de esconderme bajo las faldas de Na Beatrice, pues una acción así habría corroborado que era un estúpido y un cobarde. En cambio (y ésta sí que fue una acción valerosa, no os llevéis a engaño ), regresé al priorato, donde puede hablar con el padre Amiel mientras esperábamos para lavarnos las manos antes de la gran colación.
—Padre —le dije, situándome a su lado.
—¡Raymond! —exclamó, volviéndose hacia mí con una sonrisa. A nuestro alrededor, el claustro era una efervescencia de comentarios en voz baja porque un obispo de elegantes ropajes —el sobrino del papa Juan, obispo de Aviñón— entraba con paso majestuoso en el refectorio.
—¿Cómo ha ido?
—Esto... Bien, bastante bien.
—Excelente.
—Salvo que...
—¿Qué?
—Es que... —Tuve que tragar saliva antes de terminar—. Es que le he pedido a Rouiard que nos encontremos esta noche.
—¿Esta noche"? —repitió.
—¿Hay algún… algún inconveniente?
El monje apartó la mirada, respiró hondo y se mordió el labio superior. Luego, con una voz que casi se quebraba de rabia e incredulidad contenidas, declaró:
—Tal vez os haya pasado por alto, Raymond, que hoy es la festividad de santo Domingo.
—Pero esta noche...
—Esta noche habrá ciertas plegarias, unas vigilias.
—Perdonadme, padre.
—Callad. Dejadme pensar.
—Si volviera y...
—Chitón.
Se llevó la mano a la frente, pensativo. Yo, muerto de vergüenza, clavé la vista en el suelo. Nadie más me habló ni me miró; estaba convencido de que a los frailes les habían ordenado que no conversaran conmigo, o que sólo me hablaran en respuesta a una pregunta o si se lo pedía un superior.
—No puedo marcharme del priorato —anunció por fin el padre Amiel—. No puedo: sería inaceptable. —Para mi asombro, dio un fuerte pisotón en el suelo, expresando su frustración de una manera muy infantil y vulgar, para tratarse de un monje dominico—. Pero tenemos que hacerlo de todos modos —añadió—. Los hermanos legos no están obligados a asistir a las completas, por lo que puedo enviar a uno de ellos en mi lugar, para que presencie lo que ocurra en la taberna; luego, lo haré testificar y, con su testimonio y el vuestro, podré obligar a Durand Rouiard a confesar. —El monje me miró de nuevo a los ojos y habló con un tono de voz en el que no había ni un ápice de calidez—. Esperad mis instrucciones. Deberéis salir de aquí temprano, no fuera a suceder que Rouiard os sorprendiera antes de que vuestro acompañante estuviese adecuadamente escondido. Si os quedáis en la celda, sabré que os puedo encontrar allí. ¿Habéis comprendido?
—Sí, padre.
—Muy bien.
—Padre...
Pero él ya se había alejado y entraba en el refectorio detrás de los monjes de su congregación. Lo seguí, terriblemente mortificado, con un pequeño grupo de invitados más humildes: varios escuderos, un sacerdote, otro escribano y un comerciante local muy estimado por sus generosas donaciones a las arcas del priorato.
Aunque nos sentamos muy lejos de los obispos y de los caballeros, la etiqueta dictaba que nos sirvieran inmediatamente después que a ellos y estoy convencido de que ninguno se sintió desairado. ¿Por qué iban a molestarse? La comida fue digna de un rey. Normalmente, en el refectorio se comía en silencio mientras un monje leía las Sagradas Escrituras u otro texto piadoso. Aquel día, sin embargo, sonaban melodías interpretadas al arpa y los invitados más ilustres intercambiaban plácidos comentarios con el prior, el subprior y otros miembros distinguidos de la congregación, incluido el padre Amiel.
Y, en lo referente a la comida, fue un banquete espléndido: perdices, patos y pichones asados, arenques salados y un pescado de carne muy roja, ganso relleno de castañas, salchichas de ajo, alubias blancas, col en salsa de mantequilla, fresas, quesos tiernos, tarta de puerros, tartas de especias, pan, nueces y vino suficiente para anegar todo Aviñón. Y, sin embargo, yo no podía tragar nada que no fuera el vino. Me sentía terriblemente desgraciado. Con mi zarrapastroso sayo marrón, rodeado de hermosas sedas, mi aspecto debía de ser de lo más patético, pues en varias ocasiones el escudero que estaba sentado delante de mí, un alegre joven de cabellos castaños, me ofreció con muchas sonrisas y movimientos de cabeza algunos platos suculentos (el ganso, por ejemplo) que en circunstancias normales habrían hecho sonreír de placer a cualquier hombre.
Sin embargo, no había, ¡ay de mí!, nada que me alegrase, ni siquiera el ganso. Llevaba días turbado por una vaga sensación de desaliento que finalmente se había convertido en un nubarrón denso y negro. Probé un bocado de salchicha, desmenucé el ganso sin comerlo y, al terminar, después de que el cardenal y los dos obispos hubiesen dado gracias a Dios por aquella opípara comida corrí a mi celda entre una multitud de frailes con la cara manchada de grasa y allí esperé al padre Amiel.
Éste apareció después de las vísperas, acompañado de un hermano lego llamado Enguerrand. Cuando llamó, yo me había dormido y, al despertarme de repente, me caí de la cama. Cuando ambos entraron en la celda, yo me agarraba una dolorida rodilla. El hermano Enguerrand debió pensar que yo era un individuo de lo más raro, con la ropa desarreglada, los ojos turbios, los gruñidos de dolor y las contorsiones faciales, aunque el padre Amiel quizá ya lo había puesto al corriente de mis peculiaridades. Fuera lo que fuese, me contempló como un búho. Se trataba de un viejo huesudo, seco y arrugado, con la cara picada de viruelas, la piel muy oscura y las manos encallecidas. De mediana estatura, vestía un hábito demasiado grande y una capa que, forrada de seda y de un color escarlata intenso, no era en absoluto apropiada para aquella estación del año. De repente, comprendí que aquellas prendas de vestir debían de ser un disfraz, puesto que los hermanos legos llevan normalmente unas túnicas sencillas de corte vagamente monástico. Era evidente que se había vestido con la primera ropa vieja que habían encontrado en la limosnería.
—El padre Enguerrand tiene una memoria excelente —declaró el padre Amiel—. Os acompañará a la taberna, maese Raymond, y se esconderá en la habitación donde os entrevistaréis con Durand Rouiard. No alertéis a Rouiard de su presencia; limitaos a exponerle vuestras cuitas, pedidle que describa los ritos que él haría para ayudaros y, a continuación, dejad que se marche. Cuando llegue el momento oportuno, yo lo interrogaré.
—Sí, padre.
—Será mejor que os vayáis. Mañana por la mañana hablaremos. Recordad, por favor, que tenéis que presionar a Rouiard para que exponga los detalles del sortilegio que pretende llevar a cabo. Cuantos más detalles aporte, más satisfecho quedaré. —Tras esto, volviéndose al hermano Enguerrand, añadió—: Gracias hermano, os estoy de lo más agradecido.
—Padre. .. —empecé a decir.
—¿Qué?
El monje me petrificó con una mirada carente de emoción.
No tuve el valor de continuar.
—Nada —musité, y él se volvió y salió de la habitación. No podría describir lo abrumado que me sentía. Ni hundiendo el rostro en el cieno y lamiendo el polvo como una serpiente habría podido expresar la sensación de inutilidad que me atenazaba. Quería lanzarme a los pies del padre Amiel, presentarle mis tartamudeantes excusas y arrancarle una sonrisa de afecto.
Sin embargo, con el hermano Enguerrand allí mirándome, fui incapaz de hacer ninguna de aquellas cosas. A lo único que acerté fue a arreglarme la ropa, pasarme la mano por el cabello y dirigirme a buen paso hacia El Gallo Negro, como si la compañía de Enguerrand, su presencia muda y sombría, no me desazonara lo más mínimo.
Y lo que viene a continuación es el desgraciado relato de mi incompresible ignominia.
¡Oh, amigas, amigos! No soy un hombre, soy un gusano. Sacudiré la cabeza y os alejaréis. Me consideraréis, y con toda la razón, un majadero, un borracho, un débil de espíritu y un libertino, ¿y como voy a defenderme? Fui todas esas cosas, porque fijaos en lo que hice cuando llegué a El Gallo Negro.
El local estaba abarrotado de borrachines felices que llenaban la sala principal de un alboroto ensordecedor, y entre ellos se contaba Othon..., ya bien encurtido en su vinagre favorito. Al verme, me saludó con un grito de alegría y, tambaleante, se puso en pie.
Na Beatrice, sin embargo, me alcanzó primero.
—¿Raymond? —dijo—. ¿Quién es éste?
—Es Enguerrand. El hermano Enguerrand —añadí bajando la voz.
—¡Oh! —Su expresión cambió al tiempo que miraba al hermano lego, que la observaba a su vez con un semblante pétreo.
—La cita es esta noche —murmuré—. El hermano Enguerrand necesitará vuestra cama.
—¡Ah, sí! Sí, venid. —Nos condujo escaleras arriba y nos hizo pasar a su alcoba, que estaba llena de cubas de vino y sacos de harina. Le indiqué al hermano Enguerrand que se metiera debajo de la cama, y he de reconocer que, cuando desapareció de mi vista su frente oscura como el cuero y siempre arrugada, sentí un gran alivio. Entonces, Na Beatrice preguntó si me quedaría en la alcoba o bajaría al establecimiento, y yo dudé.
En realidad, no deseaba imponer mi compañía a personas que la consideraban ofensiva; pero, por otro lado, quedarme en aquel silencioso dormitorio, soportando la presencia ominosa del hermano Enguerrand por más invisible que ésta fuera, tampoco era una perspectiva demasiado apetecible.
—Tal vez —farfullé—, tal vez sería mejor que bajase a la taberna por si a mi visitante le asusta todo ese ruido.
—Sí —dijo Beatrice—. Baja y siéntate en la cocina.
—La cocina. Sí, por supuesto. Puedo esperar en la cocina.
—Ven.
Como podéis ver, mis intenciones eran buenas, pero, cuando llegué al pie de la escalera, Othon se lanzó sobre mí e insistió en que bebiera con él, recordándome que todo lo que tomase corría de su cuenta. Comentó que mi nariz se veía casi curada y que los amigos me echaban de menos. No sé a qué amigos se refería (como no estuviera hablando sólo de él), pero en mi lamentable y apesadumbrado estado, sus palabras fueron un bálsamo para mi alma. Lo miré sin saber qué hacer.
—Ven —gritó—. Esta pelea ha emponzoñado el aire demasiado tiempo. ¡Gaillard, Raymond! ¡Daos el beso de la paz!
Llegado este punto, un desafortunado espectador hizo una broma de mal gusto sobre los besos de Gaillard, ante lo que Othon se lanzó sobre él, de modo que me quedé solo frente a mi amigo. Esbocé una incómoda sonrisa y él me la devolvió. A continuación, con una hostilidad tan contenida que casi resultaba indetectable, me preguntó dónde vivía.
—Me han contado que tu hermano ya ha alquilado tu habitación —añadió antes de que yo pudiera responder—. ¿Es eso cierto, Raymond?
—¿Qué? —pregunté como un estúpido—. ¿Qué quieres decir?
—Sí, yo también lo he oído —terció Bernard—. Me han dicho que salió y encontró a un estudiante, un estudiante de medicina...
—¿Y lo han alojado en mi cuarto?
—Eso dicen.
—Pero... pero...
—Olvídate de tu hermano, vamos. —Tras haber dado una buena tunda al hombre cuya boca lo había ofendido, Othon se volvió hacia mí, revigorizado y jovial—. No es más que un olor pestilente. Olvida a tu hermano. Y olvida a ese monje; tu lugar es éste y nosotros somos tu gente. Siéntate, Raymond, y disfruta. ¿Por qué preocuparse? Al final, la muerte nos llegará a todos.
Aturullado y conmovido, miré a mi alrededor. La taberna era un mar de caras boquiabiertas y empapadas de sudor. El olor del vino era irresistible y el local estaba cargado de humo.
—¿ Ya te has hecho monje? —preguntó entonces Gaillard, y todos rieron ruidosamente, me dieron palmadas y sacudidas y me hicieron sitio en su banco. Alguien me puso una jarra de vino en las manos. Othon comenzó a señalar todas las cicatrices que me había dejado en la cara, asegurando que me daban un aire «más fuerte y valiente», y al escuchar el relato pormenorizado de mis heridas, Gaillard susurró que él también había sufrido. Pero añadió que, como yo seguía siendo leal a Othon después de cuanto había soportado, él también se adheriría a la fraternidad de las jarras y continuaría siendo fiel a nuestra amistad.
—¡Bebe, Raymond! ¡Apura hasta el fondo! —dijo Othon. Obediente, vacié la jarra de un solo trago, me sequé la boca y en medio de los gritos jocosos de mis compañeros, pedí otra.
Al cabo de poco, estaba borracho como una cuba y me había sumado ruidosamente al bullicio general.
Había que decir en mi defensa que llevaba todo el día empinando el codo. Primero, la jarra de vino de la cocina del priorato; después, las abundantes cantidades de vino fuerte durante el almuerzo de celebración, en el que, como recordaréis, apenas había probado bocado. Así que, cuando volví a mojar el gaznate con aquella bendita bebida en la taberna de Beatrice, el efecto fue potente e inmediato. Empecé a sentirme feliz. Empecé a sentirme amado. Bebí más vino y canté unas canciones y recité varios poemas lascivos sobre frailes y monjas y la Lanza Sagrada, que mis compañeros recibieron con grandes risotadas. Luego, Othon nos obsequió con un relato de sus intentos de encontrarle un marido respetable a Marie Mignard y que también provocó incontenibles carcajadas. Incluso Na Beatrice se sumó a la juerga. (Ahora, cuando lo pienso, creo que estaba de lo más contenta al verme desempeñando mi viejo papel.) Nos regañó con severidad maternal y después hizo un truco de magia con una alubia. La velada se animaba por momentos. Dos hombres se bajaron los pantalones y se entregaron a una obscena «pelea de espadas». Y en aquel momento, mientras yo entretenía al grupo con una canción de lo más vulgar en la que, jugando con la palabra «conveniente: —es decir, transformando «covinen» en «con vit nen»1, uno provoca grititos de protesta entre las damas, Durand Rouiard entró en la taberna.
—Bien adentro, bien adentro —canté—, un marido es lo conveniente... —Al descubrir al canónico, que llevaba una gruesa capa con capucha, me enfurecí: no me apetecía nada interrumpir la canción—. ¡Largo! —grité—. ¡Beatriz, dile que se marche!
—¿Estás seguro?
—¡Sí, sí!
—Pero...
—Que se vaya. ¡No quiero nada con ninguno de ellos!
¡Oh, cómo se revolcó mi alma en el lodo! ¿Podéis creer tal cosa? Sin un pensamiento, sin una vacilación, sin el menor asomo de duda, despedí a la mismísima razón de mi presencia en El Gallo Negro. Y, fijaos bien, aún seguí agravando mi pecado cuando, después de despachar a Rouiard, pasé a esa esfera de la ebriedad en la que reina la oscuridad y el tiempo no cuenta.
En efecto, de aquella noche no recuerdo nada más.
Me han contado que critiqué a los monjes, de los que dije que eran una raza de eunucos sin savia. Me han contado que me volví de lo más afectuoso en mi trato con Na Beatrice, la cual, llegado cierto punto, me recordó que el representante del priorato todavía estaba oculto debajo de la cama. En mi estado de confusión, decidí representar el
1 «Coño bien adentro.» (N. de los T.)
papel del amante ultrajado y tambaleándome por las escaleras, saqué a rastras de su escondite al hermano Enguerrand. En mi ebriedad, lo acusé de haber intentado mancillar el honor de una dama. ¿Qué? ¿Tenía la intención de atacar a Na Beatrice con su marchito miembro mientras ella dormía indefensa? Eso no era propio de hombres.
Cuando lo hube pateado escaleras abajo, me volví hacia Beatrice, que estaba a mi lado. Me lancé encima de ella y caímos en su cama. Pero recordad, por favor, las consecuencias inevitables de un exceso de vino. Recordad que cada hombre tiene dos cabezas y que la que en ocasiones asoma del pantalón es tan sensible a los efectos aletargantes del vino como la que lleva el sombrero.
Por decirlo con contundencia: no alcancé la satisfacción. En realidad, me dormí enseguida y se me permitió amablemente quedarme en la cama hasta la mañana siguiente. Mi único consuelo es que no manché de vómitos la ropa de cama de mi anfitriona, aunque de la reflexión sobre mi control a ese respecto no extraigo placer alguno.
Fui una carga y un borracho. Ronqué toda la noche y, no me cabe la menor duda, emití muchos estallidos tormentosos de aire pestilente. Sudé a discreción. Babeé y gemí y, mucho después: de que Na Beatrice se levantara para dar comienzo a su jornada de trabajo, me desperté sabiendo que, con una sola orgía, había destruido mi vida completa y efectivamente.
Canto XI
Sabía que el hermano Enguerrand habría hecho un informe completo y detallado de mis transgresiones para el padre Amiel. Además, era evidente que la noticia debía de haber ofendido terriblemente al dominico. Cuando finalmente recuperé el sentido, la mañana ya estaba avanzada, y comprendí que, si el padre Amiel hubiese querido dar conmigo, haría ya horas que me habría localizado.
«Te ha abandonado, Raymond —me dije—. Esta vez te has pasado de la raya.»
Me quedé un rato en la cama, mareado y dolorido e incapaz de encontrarle un lado bueno a mi desgracia. No será preciso que os diga que la cabeza me estallaba, que tenía la boca más seca que la camisa de una serpiente, que me escocían los ojos y que notaba el estómago revuelto. Fue precisamente esto último lo que hizo que me levantara por fin y corriese al piso de abajo a paso más rápido del que hubiese querido, pues estaba decidido a no vomitar hasta que llegase al muladar de Na Beatrice.
Una vez allí, vacié toda clase de sustancias malsanas antes de caer derrengado al suelo, como un trapo mojado. En tales ocasiones, uno deja de lado su dignidad. Me quedé tendido en el barro como un cerdo hasta que por fin recobré las fuerzas necesarias para moverme; luego, me dirigí hacia la cocina a gatas y sólo me puse en pie cuando llegué a la puerta. Apoyado en ella, conseguí mantenerme en posición vertical hasta que Na Beatrice me vio y me urgió a entrar.
Se portó muy bien. Me ayudó a llegar a una silla instalada junto a la lumbre, me preparó una infusión especial y me aplicó una compresa mojada en la frente. No me hizo recriminaciones y se limitó a un único comentario a modo de reproche: «Si fueras más feliz, Raymond, no te comportarías tan alocadamente». Pero incluso esto lo dijo con más pena que impaciencia.
Le pedí perdón no una vez, sino muchas. Me reconvine a mí mismo y me llamó sabandija, libertino, borrachín y patán inmundo. Al final, Beatrice se echó a reír.
—Hablas como un monje —dijo, y añadió que cualquier hombre con sangre en las venas se emborracha, de vez en cuando—. Estoy acostumbrada a tener que limpiar la suciedad que dejan los bebedores;, y tú no eres de los peores, ni mucho menos. Después, comentó que le había divertido mucho cómo había echado al hermano Enguerrand de su alcoba. Recordaría muchos años la caca que había puesto el fraile.
—¡Le dijiste que, como sodomita que era, no vería nada de interés para él si se quedaba! —explicó con una nueva carcajada... y yo hundí el rostro entre las manos.
—¡Que Dios me ampare! —gemí—. ¡Que Dios me ampare! ¡No tengo redención posible!
—¡ Bobadas!
—El padre Amiel se enterará. Sabrá lo que ha pasado.
—¿Y qué?
—Me despreciará.
—¡Bien! —dijo Beatrice—. Así serás como los demás, porque me parece que ese fraile desprecia a todo el mundo.
—¿Y mi empleo, Beatrice? ¿Qué voy a hacer?
—Te quedarás aquí. Encontrarás otro empleo. —Beatrice hablaba animadamente—. Te reirás con tus amigos y beberás sin vergüenza y agradecerás tener un ingenio agudo, un rostro atractivo y una mujer que desea tu compañía. No hay motivo para ser infeliz, Raymond. ¿Por qué te preocupas tanto? —Me dio unos cachetes en las mejillas—. Querido, todavía eres joven. Yo no lo soy tanto y te conozco bien. Sé qué es lo mejor para ti.
Impaciente, sacudí la cabeza en gesto de negativa.
—¿Beber hasta perder el sentido? —me lamenté—. ¿Es eso lo que debería hacer?
—No. Claro que no.
—¿Y qué otra cosa haría, si viviera aquí?
—Raymond...
—¡Oh, qué débil estoy! —Me levanté y di unos pasos tambaleándome, chocando con banquetas, fuelles y cestos de leña—. ¿Cómo voy a quedarme aquí? ¿Quién contratará a un escribano que vive en una taberna? ¿Qué debe de pensar el padre Amiel? ¡Maldita sea mi estampa! ¿Por qué no nacería muerto? Tengo que... No puedo... ¡Oh, ya debe de saberlo todo!
Finalmente, llegué a la conclusión de que tendría que enfrentarme a él. Tendría que presentarme en el priorato y esperar su juicio. Si no lo hacía, sería peor que un cobarde; además, él quizás esperaba que me presentase. Tal vez precisara de mis servicios, aunque sólo fuera hasta que pudiese conseguir los de otro. Pero dejar de comparecer ante él, muerto de vergüenza, para rogar que me perdonara, me condenaría a no ser merecedor siquiera de su desaprobación.
Me repetí esta última reflexión una y otra vez, hasta que conseguí reunir algunas dosis de un valor balbuciente y poco fiable. Entonces, tras depositar en la mano de Beatrice la única moneda que llevaba, me enjugué la cara, me peiné y salí hacia el priorato.
Sin embargo, cuando llegué, me dijeron que el padre Amiel no estaba.
Al ser informado de ello, comprendí que debía de haber contratado a otro escribano y sentí tal abatimiento que, por un instante, estuve tentado de abandonar mi empresa. Sólo el recuerdo de que ya me habían sustituido dos veces durante breves periodos (una de ellas, debido a la ignorancia, y la otra, por enfermedad) me dio fuerzas para perseverar. Aunque improbable, era posible —sólo posible— que el padre Amiel, sabiendo lo mal que me sentiría tras una noche desenfrenada, hubiera contratado a alguien por unas horas, solamente. Al fin y al cabo, había elogiado mi capacidad en numerosas ocasiones. Muchas veces había dicho pestes de los fallos de otros escribientes, comparándolos desfavorablemente conmigo. ¿Sería capaz, por el bien de la inquisitio y para que la investigación continuara avanzando a buen ritmo, de dejar a un lado su disgusto y el sentimiento de haber sido traicionado?
Sin embargo, al expulsar de El Gallo Negro a Durand Rouiard había causado un perjuicio irreparable a dicha investigación. Al recordar lo que había hecho, se me cayó el alma a los pies. El monje nunca me lo perdonaría, me dije. Nunca.
A pesar de todo, me dirigí a la prisión y pedí que me franquearan la entrada, pues me habían informado de que el padre Amiel estaba allí en aquel momento, interrogando a Masseo di Vico. Subí la escalinata de acceso con paso tambaleante y esperé humildemente en la puerta de la celda, junto a los dos carceleros que montaban guardia allí. Los dos hombres me observaron con suspicacia y se fijaron en mi aspecto agitado.
—Tenéis los ojos como uvas —comentó uno—. Como uvas negras.
—Sin duda —fue mi respuesta.
—¿Una noche de juerga?
—Sí.
—¿Queréis que llamemos y os anunciemos?
—No.—Interrumpir el interrogatorio sería un desliz imperdonable—. Esperaré aquí.
—Como gustéis.
Esperé, pues. Esperé largo rato. Aunque me dolía la cabeza y las tripas me rugían terriblemente, aguardé a que el padre Amiel termina su entrevista con Masseo di Vico. Cuando el médico salió por fin, con el rostro congestionado y bañado en lágrimas, hice un gesto a uno de los guardias, que asomó la cabeza por el hueco de la puerta y anunció:
—Está aquí Raymond Maillot, padre. ¿Queréis hablar con él?
Hubo un silencio y noté un nudo en la garganta.
—Que pase —llegó la respuesta, finalmente. Obedecí y me encontré de pie junto a Pierre-Bernard Aubert, el viejo notario sordo de los quince hijos sin madre. Su presencia tal vez me habría despertado esperanzas (pues, fueran cuales fuesen mis pecados, siempre se me debería considerar mejor opción que aquel hombre) , si la mirada inexpresiva del padre Amiel no me hubiese llenado de vergüenza y de aflicción hasta tal punto que en mi corazón no quedaba espacio para nada más.
—Padre, sólo he venido a disculparme —balbucí—. No pido nada, no tengo derecho; lo que he hecho es imperdonable...
—Maese Pierre-Bernard —me interrumpió el dominico—, muchas gracias por dedicarme vuestro tiempo. Aprecio mucho vuestros servicios, pero ya nos los necesito más. Tened —añadió y sacó de su bolsa un puñado de monedas—. Creo que esto será suficiente compensación.
Ante mi incrédula mirada, el notario Aubert recibió un generoso estipendio y fue despedido. Cuando se hubo marchado, el padre Amiel me comentó que Masseo di Vico había confirmado el testimonio de su hijo, movido sin duda por un profundo temor al Santo Oficio. El médico había confesado la comisión de varios actos de brujería, pero rechazaba haber hecho castrar a Guillaume Monier. También negó haber tenido tratos con ningún miembro de la casa del camarero, ni con el caballero Etienne de Puy.
Concluido el interrogatorio de Masseo, sólo faltaba la declaración del capellán del cardenal, el padre Antonio.
—El padre Antonio se vanagloria de sus logros intelectuales y de su conocimiento de la ley canónica —explicó el padre Amiel—. Por ello, ha renunciado a consultar con un abogado y prefiere defenderse a sí mismo. Estoy seguro de que habrá despachado peticiones de ayuda a diestro y siniestro, con la ayuda de sus amigos de la casa del cardenal. Sin embargo, hasta este momento no he recibido ninguna carta de protesta que pudiera retrasar mis progresos en la investigación. —El fraile levantó la mirada (pues había estado recogiendo y ordenando los folios sueltos de la torpe trascripción del notario Aubert) y, fijándola en mí, añadió—: Tomad asiento, maese Raymond. El acusado no tardará en comparecer.
—Padre...
—Desde luego, espero que me proporcionaréis una versión en limpio del protocolo de maese Pierre-Bernard. Sólo espero que podáis entender sus contracciones.
El dominico hablaba con calma y frialdad, como si se dirigiera a un desconocido. No evitó mi mirada, pero la suya carecía de calor y de brillo. En sus facciones no se leía la menor expresión, como no fuera tal vez un leve ensimismamiento. Desconcertado, me pregunté si pretendía fingir que no había sucedido nada y, al mismo tiempo, castigarme con su indiferencia, retirándome cualquier manifestación de afecto o de interés. ¿Tendría que trabajar junto a un témpano de hielo, en adelante?
—Padre —farfullé—, os he fallado en todo y lo lamento. Estoy... estoy desesperado. Haría cualquier cosa, lo que fuera...
—Basta —replicó él, con aspereza—. De momento, podéis quedaros en el priorato. Sin embargo, os urjo a que busquéis otro alojamiento lo antes posible. No parece que estéis hecho para una existencia enclaustrada.
—Si lo deseáis, padre, me marcharé hoy mismo, esta noche...
—Haced lo que consideréis más conveniente.
—¡Padre Amiel, por favor, perdonadme! ¡OS lo suplico!
—Estáis perdonado, maese Raymond. De lo contrario, no os conservaría a mi servicio. Ahora decidme si esa trascripción es legible. Leédmela. Sospecho que, con su lentitud, maese Pierre-Bernard puede haber dejado de registrar varias observaciones decisivas.
¿Qué alternativa me quedaba? Ninguna en absoluto. Aunque dolorosamente contrito y atribulado, me veía obligado a obedecer la orden del dominico. No me parecía que me hubiera perdonado, porque, entonces, ¿a qué venía aquel trato gélido? ¿Era posible que tal perdón excluyera las sonrisas, las palabras amables e incluso las miradas amistosas?
Mi conducta no merecía simples reconvenciones amigables ni reproches paternales, desde luego, y lo único que debería haber esperado o deseado del padre Amiel era conservar el empleo. Con todo, seguía anhelando una palabra de consuelo, de paciente indulgencia, de tierna y afectuosa clemencia. Seguía buscando el beneplácito del monje.
Sin embargo, mis anhelos de recibir tan espléndido regalo del corazón fueron vanos. El padre Amiel mantuvo su actitud distante y formal hasta la llegada del padre Antonio, en cuyo momento dejó de prestar la menor atención a mi presencia, como si fuera un mueble más. El declarante, por su parte, también decidió ignorarme y no me dedicó una sola mirada. Tal vez por eso, me desagradó nada más verlo. Era un hombre alto y esbelto de aire orgulloso, cuyas facciones, suaves y refinadas, le proporcionaban una apariencia juvenil que, tras una inspección más detallada, resultaba ser falsa. Tenía la nariz larga, la boca pequeña y los ojos pálidos bajo unos párpados gruesos. Cuando habló, su voz sonó aguda y sibilante, pero firme. Pronunció su juramento como un verdadero hombre de Iglesia —es decir, melodiosamente, como si entonara una plegaria— y tomó asiento en su banqueta con garbo y confianza.
Producía, no sé deciros por qué, una impresión formidable. Recordaba una serpiente: no muy fuerte, quizá, pero peligroso. Al lado de su figura refinada e imponente, el padre Amiel parecía más pequeño e insignificante que nunca; sin embargo, también él mantuvo la compostura mientras anunciaba las acusaciones que pesaban sobre el padre Antonio.
—Todas estas imputaciones son falsas —declaró el acusado cuando el dominico hubo concluido—. Masseo di Vico y su hijo me han acusado por resentimiento. Los dos tienen una especial ojeriza a todos los clérigos que ejercían alguna influencia sobre el cardenal, antes de su lamentable muerte. Me detestan tanto como aborrecían a Guillaume Monier, y encontraréis entre los miembros de la casa del cardenal más de un testigo que confirmará lo que digo.
—¿De veras? —El padre Amiel se mostró impertérrito—. Entonces, ¿insistís en que sois inocente?
—Sí, lo mantengo.
—¿A pesar de que Tibaldo Canigiano, el criado del médico, os identificó también como participante en un acto de brujería?
—Si investigáis la historia de dicho criado, hermano, descubriréis que su familia ha servido tradicionalmente en tierras de una familia rival de la mía. —Con un sutil matiz en su entonación, el padre Antonio parecía insinuar que, al fin y al cabo, no cabía esperar un conocimiento profundo de la política de la Romagna por parte de un humilde fraile francés—. Si lo deseáis, puedo hacer que mi tío os explique el asunto. Me temo que la enemistad viene de antiguo y que su causa es trivial. Y, aunque yo, personalmente, no la he fomentado nunca, en ambos bandos son muchos los que todavía la mantienen viva.
El padre Amiel frunció el entrecejo y se sumió en reflexiones. Después, pidió al declarante un relato completo y detallado del citado conflicto ancestral. También requirió una lista de nombres, fechas y lugares. Sin embargo, una vez satisfechas sus demandas, restó importancia a la información con la misma actitud indiferente que había mostrado el padre Antonio.
—Si fuese una mera cuestión de testimonio —comentó—, tal vez me convenceríais, hermano. Pero tengo pruebas, evidencias materiales, de que sois un nigromante.
—¡Oh! —El padre Antonio enarcó una ceja y, con voz serena, preguntó—: ¿Y qué pruebas podrían ser ésas?
—Las que contiene un libro. Un texto de brujería que fue encontrado en vuestro poder. —El padre Amiel sacó de su bolsa un códice que me resultaba conocido—. Es éste, hermano. ¿Lo reconocéis?
El padre Antonio extendió la mano.
—Si no me lo dejáis ver de cerca, no. Lleva las cubiertas características de los libros del cardenal; pero, aunque me correspondía a mí la responsabilidad de encuadernarlos, no estoy familiarizado con todos sus volúmenes. —Después de estudiar el libro detenidamente, asintió y se lo devolvió al padre Amiel—. ¡Ah, sí! Creo que recuerdo esta obra. La mandé encuadernar poco antes de la muerte del cardenal y aún no se la había devuelto.
—¿Estáis diciendo que el libro era del cardenal?
—Sí, eso digo.
—¿Aunque se encontrara en vuestras estanterías?
—Observad el timbre, hermano. Observad la inscripción de la página de respeto. Este libro es, o era, propiedad del cardenal Di Vico, como muchos otros de los que tengo en mis anaqueles. Suelo guardarlos allí provisionalmente, cuando van o vuelven del taller del encuadernador.
En la pausa que siguió, no pude resistirme a dirigir una mirada al padre Amiel. Su expresión era pétrea. Cuando se volvió y me pidió que examinara el libro en cuestión, vi que su mirada era tan dura como negros sus ojos. Podéis imaginar qué poco me gustó confirmarle que el padre Antonio decía la verdad.
El libro llevaba estampado el timbre personal del cardenal y en la página de respeto había otra prueba de quién era su dueño. (¿ Me echaría la culpa el padre Amiel por no habérselo indicado antes?)
—Así pues, declaráis que el libro no os pertenece... —murmuró el dominico por último, dirigiéndose al acusado en tono seco y cortante.
—No es mío —corroboró el padre Antonio.
—¿Tenéis alguna prueba de que perteneciera al cardenal?
—Hermano, ya os he señalado que lleva el timbre...
—Eso no significa nada. Vos mismo habéis dicho que os encargabais de llevar sus libros a encuadernar. Podríais haber incluido alguno vuestro entre ellos. ¿Quién se enteraría? El cardenal, desde luego, no.
—¿Por qué habría de hacer tal cosa?
—Para ocultar el hecho de que os dedicabais a la brujería.
—Tonterías.
—En absoluto. ¿Por qué había de querer el cardenal un ejemplar del Liber introductorius de Miguel Escota.
—¿Por qué había de quererlo yo?
—Porque sois un hechicero.
—Demostradlo.
Los dos frailes se miraron fijamente. Por último, el padre Amiel cruzó los brazos y comentó:
—He visto el Decretum, de Graciano, entre vuestra colección. Es evidente que habéis estudiado en profundidad el derecho canónico.
—Así es.
—¿Conocéis, pues, la Causa vigésimo sexta de Graciano?
—Naturalmente.
—¿En la cual, en la conclusión del duodécimo capitulum de la quinta quaestio, establece que «quienes participan en el culto a los ídolos deben ser apartados de la comunión de los fieles»?
—Recuerdo esa Causa.
—¿Estáis de acuerdo con sus conclusiones?
El padre Antonio titubeó.
—No las recuerdo bien —dijo por fin.
—Se refieren a un sacerdote excomulgado por su obispo por ser un mago y adivino contumaz. Se cita a san Pablo: «Si un hermano tiene fama de fornicador, avaro o idólatra, no comáis con él». Graciano equipara a los magos, es decir, a los adoradores de ídolos, con los fornicadores. ¿Estaríais de acuerdo con eso?
De nuevo, el padre Antonio hizo ademán de reflexionar antes de responder.
—Deberéis precisar más vuestra pregunta —dijo al cabo—. Los idólatras son herejes, según la definición de san Isidoro, puesto que haeresis deriva del término que significa preferencia, y un hereje se aparta por su propia voluntad de la Iglesia para adorar a los ídolos, cuando las Sagradas Escrituras prohíben hacerlo. No obstante, en la actualidad se debate si toda magia o hechicería puede clasificarse de herética. El papa Alejandro IV, en su decreto Quod super nonullis...
—Conozco ese documento del papa Alejandro —intervino el padre Amiel en tono, me pareció, muy cortante. El capellán carraspeó. —Entonces, debéis reconocer que la cuestión de si todos los magos son idólatras resulta espinosa —apuntó.
—¿Y cuál es vuestra opinión?
—Mi opinión es la que acuerden las autoridades de la Santa Madre Iglesia.
—Pero ¿qué autoridades? —El padre Amiel se inclinó hacia delante; percibí su movimiento por el rabillo del ojo—. Como decís, el papa Alejandro distinguió entre ciertos casos de adivinación o de encantamiento que saben claramente a manifiesta herejía, y otros que no. En cambio, Juan de Salisbury, en su Policratus, enumeró doce tipos de mago y los catalogó a todos, incluso a los intérpretes de sueños, como reos de infidelidad a la verdadera fe, según las leyes de Moisés, quien dijo: «y tampoco haréis uso de encantamientos».
—Es incuestionable que muchos actos de hechicería, como los que incluyen invocaciones a demonios, son manifiestamente heréticos —replicó el padre Antonio—. Pero cuando los poderes naturales se emplean para el bien y sin recurrir a la adoración de los ídolos, y se llevan a cabo con espíritu humilde y confiado en Dios, cabe dudar de que tales actos sean contrarios a la fe.
—¿Poderes naturales? —En la pregunta del padre Amiel había cierto tonillo burlón—. ¿Qué poderes naturales? Santo Tomás de Aquino ha establecido que la efectividad de los magos no procede de los cuerpos celestes, ni de palabras o actos significativos, ni de sus propias capacidades, sino de una sustancia intelectual que, según la lógica o la razón, no es buena ni loable.
—Cierto —asintió el padre Antonio—. San Agustín, en cambio, apuntó que existen ciertos poderes naturales, ciertas «semillas» que se dan en el mundo natural, las cuales, empleadas por demonios o no, producen la transformación de cierta materia. Por ejemplo, la transformación de algunas cosas en serpientes o en ranas, que puede producirse mediante la putrefacción. Aunque exceden al poder y a la experiencia humanos, transformaciones de esta suerte pueden ser realizadas por el hombre sin la colaboración de demonios.
—¿Pero cómo podría ser cierta tal cosa? ¿Cómo se realizará tal transformación a requerimiento del mago, si no es mediante el uso de fórmulas habladas? Para que se produzca un efecto sobrenatural, debe llevarse a cabo un hechizo y, como declara el doctor Angélico, las palabras no tienen más poder que el procedente del intelecto que las pronuncia, o del intelecto al que van dirigidas. Y si existen hombres dotados del poder de transformar la materia mediante palabras que expresan sus pensamientos, no se trata de seres humanos, sino que pertenecen a otra especie.
—Algunos hechizos se realizan sin palabras —protestó el padre Antonio.
—Sí —replicó el dominico—. Los hay que se llevan a cabo por signos, que son otra forma de palabra y van dirigidos a otro intelecto, o mediante actos, que equivalen a signos. ¿No habéis consultado al doctor Angélico, amigo mío?
—Por supuesto —respondió el padre Antonio con aire ofendido—. Pero cabe argumentar que su tesis contra la «sustancia intelectual» es incompleta. Puede que, como él dice, toda la magia esté dirigida a un intelecto. Tal vez, incluso cuando emplea poderes naturales, el mago debe apelar a una sustancia intelectual superior para llevar a efecto la transformación que desea. Sin embargo, ¿debe ser maligna tal sustancia, necesariamente? Si quien realiza la magia no es un hombre de vida malvada, si no está movido por la malicia, si no comete crímenes (como el sacrificio de niños), si no fomenta la fornicación lujuriosa; si, por el contrario, se propone combatir la iniquidad y promover el bien, ¿cómo podemos decir que la sustancia intelectual que lo ayuda no es un ángel de luz?
Al padre Amiel se le escapó un leve suspiro de incredulidad, no sé decir si fingido o genuino. Cuando habló, su voz estaba cargada de conmiseración y de condescendencia.
—Hermano —dijo—, san Agustín nos dice que «cuando los magos obran como los hombres santos, lo hacen con diferente fin y mediante un derecho distinto».
—¿Y si el mago y el hombre santo son uno y el mismo?
—Tal cosa es imposible.
—¿Por qué? ¿En qué es diferente un acto mágico de un milagro?
—El milagro lo realiza Dios.
—Exacto. Lo realiza una sustancia intelectual que está bien dispuesta a la virtud.
—Hermano, ¿creéis tal vez que un hombre puede gobernar las acciones de Dios? —El manifiesto asombro del padre Amiel resultó un poco excesivo, a mi modo de ver—. ¡Tal creencia es una herejía!
—¡Lo es, sin duda! —replicó enfáticamente su interlocutor—. ¡No me refería a nada parecido! La voluntad de Dios es todopoderosa: ni hombre ni espíritu alguno pueden gobernarla. Así pues, si un mago intenta obrar el bien, lo hará mediante la voluntad de Dios, movido por Él para corregir el mal mediante el empleo, tal vez, de encantamiento s que no gobiernan la Voluntad Divina, sino que son como una plegaria o una súplica que atestiguan su fe en el poder de Dios.
Se produjo un largo silencio, durante el cual pude relajar un poco la mano. A decir verdad, estaba sin aliento: el diálogo había sido demasiado profundo para mi entendimiento, lleno de palabras difíciles y de conceptos complejos.
Finalmente, el padre Amiel sacudió la cabeza y comentó que los razonamientos del acusado eran tortuosos, poco convincentes y, en definitiva, deficientes. —Una plegaria es una plegaria y no un encantamiento —declaró—. No se pronuncia para producir un efecto mágico. —Pero la gente reza para pedir milagros —repuso el padre Antonio—. Y Dios a veces escucha sus súplicas, ¿no es así?
—Hermano, estáis pisando un terreno resbaladizo y peligroso...
—Estoy presentando a debate una proposición, simplemente.
—Pues tal vez deberíais dejar tales proposiciones a quienes son más competentes para debatirlas.
—¿Como los obispos nombrados para el consistorio del Santo Padre? —replicó el padre Antonio. La opinión que le merecían dichos obispos quedaba clara en el tono de su voz—. Como estudioso que soy, me creo en el mismo derecho que ellos a debatir.
—¿Sí? ¿Según qué autoridad?
—Según la autoridad de Graciano, el cual, en la vigésima distinctio, declara: «Es evidente que si los comentaristas de las Divinas Escrituras sobrepasan en conocimiento a los obispos, han de preceder a éstos en las exposiciones de las Escrituras».
—¡Pero Graciano se refería a comentaristas como Jerónimo o como Agustín!
—Nada de eso. Hablaba en términos generales; no sólo de los obispos de su época, sino de todos los demás. Por lo tanto, no se refería tampoco a los estudiosos y comentaristas del pasado, únicamente...
Amigos míos, me falla la memoria cuando intento reproducir al pie de la letra el desarrollo de este diálogo. Tan extenso fue, y trató de tantos temas, que no puedo hacer otra cosa que resumirlo. Los dos religiosos discutieron sobre obediencia eclesiástica, citando fuentes tan diversas como san Bernardo de Clairvaux, Gil de Roma y los decretos del concilio Lateranense IV. De esto, pasaron sin solución de continuidad al tema de la herejía, representada por ciertos franciscanos a los que denominaron «minoristas»; también debatieron sobre qué se entendía por santa pobreza (respecto a lo cual manifestaron un total acuerdo) y sobre los poderes del Papa, punto en el que parecieron discrepar ligeramente, aunque cada uno se apoyó en distintas autoridades reconocidas: san Mateo, san Lucas, san Pedro y muchos otros nombres más modernos, tanto de eruditos como de prelados. El padre Amiel comentó que el padre Antonio parecía un tanto altivo, con el espinazo más tieso que el de una hiena; debía tener cuidado, le reprendió, pues san Pablo nos instaba a que «nadie que hable de lo que no ha visto e hinchado de vanidad por su propia mente carnal os prive de vuestro premio haciendo alarde de falsa humildad». El padre Antonio replicó que todos los hombres están llenos de pecado y que, en su calidad de dominico, el padre Amiel debía de estar familiarizado con el pecado de la vanidad intelectual. Discutieron luego sobre la virtud de la obediencia y sobre si ésta abundaba más, en general, entre los frailes que entre los sacerdotes. El padre Amiel acusó al capellán de regirse únicamente por sus propios deseos y prejuicios, y el padre Antonio acusó al monje de dar pábulo a conjeturas falsas. El dominico apuntó que, si tan sincera y absoluta obediencia prestaba a su superior, sin duda habría seguido las indicaciones del cardenal cuando éste realizaba un acto de brujería. ¿Había sido así, en efecto? ¿Era la voluntad del cardenal (quien, una vez fallecido, ya no tenía ningún poder ni podía ser llevado a declarar) lo que había dictado los actos del capellán? Si era así, el padre Antonio merecía clemencia por su obediencia.
Sin embargo, el capellán no era hombre al que pudiera arrancársele una confesión con semejante añagaza. —Jamás he cometido un acto de brujería, bajo ningún concepto —replicó—. Con
o sin el conocimiento del cardenal Di Vico.
—Tal vez el cardenal temía a Guillaume Monier. Tal vez había descubierto que el camarero se entregaba a la nigromancia y, temeroso de enfrentarse a él abiertamente y movido por el miedo, decidió derrotarlo por medios subrepticios e impíos.
—Tal vez —contestó el padre Antonio—. Pero, de ser así, yo no estaba al
corriente. —¿No sabíais que Guillaume Monier practicaba la brujería? —No.
—De haberlo sabido, ¿qué habríais hecho?
El capellán sonrió:
—Lo habría confiado a mi superior —dijo y, socarrón, añadió—: y habría esperado sus instrucciones.
Se produjo una pausa. Creo que el padre Amiel estaba replanteándose su ataque; desde luego, no estaba abrumado de cansancio, pues, cuando aproveché el silencio para señalar que el día ya estaba muy avanzado, que me dolía la mano y que estaba desmayado de hambre, él torció el gesto con impaciencia.
—No he terminado —dijo.
—Pero, padre, apenas puedo seguir escribiendo...
—Descansad un rato, entonces. Pediré que traigan algo de comer y daremos cuenta de ello aquí.
—¿Aquí? —Mi mirada se cruzó con la del acusado y la aparté enseguida—. ¿En esta habitación, queréis decir?
—¿Tenéis algún reparo? —inquirió el monje fríamente.
—No, no.
—Esperad, pues. Volveré en un instante. —El padre Amiel se puso en pie y se encaminó a la puerta. Antes de llegar, no obstante, se detuvo y se volvió—. No converséis con el detenido —me ordenó—. Si lo hacéis, os oiré.
El padre Antonio sonrió mientras yo asentía humildemente, y allí quedamos los dos, en completo silencio, enfrentados y con un verdadero océano de aversión entre los dos, como dos jugadores de ajedrez con el tablero de por medio.
Era el principio de una larga, una interminable tribulación para ambos.
Canto XII
Discutiréis, lo sé, que sea cierto lo que voy a contar, pero os aseguro que lo afirmo sinceramente, como testigo, y que no es mi intención confundiros acerca de un acto de voluntad que no fue mío y que no me ensalza en modo alguno. Lo que ocurrió fue que el padre Antonio fue interrogado sin pausa durante dos días y dos noches. Y os juro sobre las Sagradas Escrituras que yo asistí y lo vi.
El primer día, después de una larga jornada de trabajo y de una colación de pan y agua, el interrogatorio se reanudó con una conversación sobre la naturaleza de los demonios. Cuando se le preguntó si podía explicar la muerte del Guillaume Monier, respondió que no. Cuando se le requirió si estaba informado de las teorías con las que se especulaba en torno al asesinato, habló precisamente de la relativa a los íncubos y los súcubos que el hermano Guibert, el frater de bulla, ya le había confiado al padre Amiel. (Estaba claro que el padre Guibert era tan locuaz como entrometido.) Cuando se le preguntó si aquella explicación le parecía lógica, el padre Antonio extendió las manos.
—¿Quién puede saberlo? —respondió—. No estoy muy bien informado sobre la cuestión de los demonios.
Sin embargo, recurriendo a diversas maniobras, el padre Amiel consiguió que el capellán participara en una plática acerca de la esencia, el objetivo, el carácter y los poderes de «Oriens, Mammon, Payrnon y las veinticinco legiones de espíritus inferiores». Creo que el padre Antonio, si bien comprendía que por interés propio le convenía negar cualquier conocimiento en materia tan dudosa, era al mismo tiempo demasiado orgulloso como para exhibir ignorancia ante el dominico. En efecto, se debatía entre la necesidad de discreción y la vanidad intelectual. Adoptando un aire de superioridad y aleccionándolo como si fuera un novicio, el padre Amiel consiguió por fin hacer declarar al acusado que conocía perfectamente las opiniones del doctor Angélico acerca de las visitaciones demoníacas, la brujería y la naturaleza del mal. Incitado por un comentario del dominico, llegó a rebatir la afirmación del de Aquino respecto a que los exorcismos no siempre eran eficaces para expulsar a los demonios.
—A ese argumento habría que añadirle una precisión —dijo—. Los exorcismos no siempre son eficaces... si no se siguen las fórmulas y los preceptos al pie de la letra. Muchos clérigos no están adecuadamente preparados para dicha tarea ni poseen experiencia suficiente. He participado en unos cuantos exorcismos y todos ellos han resultado efectivos en grado sumo.
—Así pues, tenéis abundante información sobre el asunto de los demonios, ¿ no? —dijo el padre Amiel, ante lo cual el padre Antonio frunció el ceño.
—Tengo abundante información sobre la cuestión de los exorcismos —replicó—. Cuando uno exorciza a un demonio, ha de estar familiarizado no ya con la naturaleza del mencionado espíritu, sino también con los ritos completos y exactos que se requieren para expulsarlo de un cuerpo. Uno ha de dominar el manejo de la sal, del incienso, de los sagrados óleos y del agua bendita. Uno ha de saber recitar las plegarias e invocaciones prescritas. Siempre y cuando no se cometan errores, el espíritu impuro abandonará el cuerpo.
—Pero ¿y si el juicio divino demanda que el castigo continúe? —objetó el padre Amiel—. Aquino afirma que el asalto de los demonios es un castigo para el hombre y que es Dios, por lo tanto, quien los envía. ¿No será, entonces, que son expulsados por orden del Altísimo y no mediante el uso correcto de ritos y encantamientos?
—Estos ritos y encantamientos son los que prescribe la Santa y Apostólica Madre Iglesia, hermano. Si uno no los cumple, ¿qué esperanza puede tener de ganar el favor de Dios?
El padre Amiel pareció reflexionar unos instantes sobre aquel comentario. Luego, dijo:
—Así, ¿opináis que las acciones de Dios están gobernadas, hasta cierto punto, por la experiencia del sacerdote que realiza el ritual?
—En absoluto —respondió el padre Antonio—. Si se dice una misa incompleta, o se lleva a cabo con cualquier otra incorrección, el Espíritu Santo no desempeñará ningún papel en ella. ¿Diríais, a partir de esto, que Dios está regido por la experiencia del sacerdote implicado en el acto? Yo creo que no.
—Entonces estáis de acuerdo con Aquino cuando dice que los demonios están gobernados por Dios en vez de por el hombre, pero argumentáis que, en ciertos casos, un demonio sólo será gobernado por Dios si un hombre utiliza los ritos y encantamientos adecuados?
—Es una manera de decirlo, lo cual no significa que esté de acuerdo con la proposición herética de que el carácter del sacerdote afecta ala validez de los ritos que realiza.
—Y sin embargo, hermano, no puede decirse que la vuestra sea una posición de humildad. Además, parecéis tener una fe excesiva, si me permitís decirlo, en el cumplimiento estricto del procedimiento.
Y así prosiguió la conversación. Discutieron acerca de la posesión demoníaca, el poder de los ángeles y la interpretación de los sueños. Hablaron de la querencia de Guillaume Monier por los muchachos y del lugar que ocupa la sodomía en la jerarquía de los pecados. El padre Antonio negó haber tenido conocimiento de que el camarero fuera un sodomita hasta después de su muerte, e insistió en que, aun en el caso de haberlo sabido, no habría considerado al padre Guillaume un candidato idóneo a morir por obra de la nigromancia. Al final, durante un largo y más bien tedioso diálogo sobre la penitencia, dejé la pluma sobre la mesa y dije:
—Padre...
Los dos me miraron.
—Es tarde, padre —comenté al dominico——. Muy tarde. Las campanas llaman a completas.
—Ya lo sé —replicó con frialdad.
—¿Queréis continuar?
—Hasta que esté satisfecho.
—Pero, padre, ya no puedo escribir más. ¡Me duele la mano!
—Entonces, os relevaré —replicó el padre Amiel—. Decid a los centinelas que manden llamar a Pierre-Bernard Aubert. Él os sustituirá mientras descansáis.
—¿Mientras descanso? —Como podéis imaginar, me quedé pasmado—. Pero, padre, ¿cuánto tiempo creéis que...?
—Toda la noche, si es necesario.
—¡Ah! —exclamó el padre Antonio—. ¿De veras pensáis que podréis cansarme para que confiese falsedades, hermano? De ser así, permitidme que os advierta de que no seré el primero en sucumbir a la fatiga. He dedicado mi vida a la plegaria y a la vigilia.
El padre Amiel sonrió despectivamente. Yo no albergaba ninguna duda de que, como monje dominico, consideraba que los clérigos seculares eran unos meros aprendices en el arte de permanecer despiertos mientras todo el mundo dormía.
—Entonces, rezaremos juntos para que el Señor nos ilumine —murmuró—. Gracias, maese Raymond. A menos que recibáis otras instrucciones, os espero mañana por la mañana, a la hora habitual.
—¿Y esta noche? ¿Puedo volver a... a mi habitación en el priorato?
—Sigue siendo vuestra. Gracias. Buenas noches.
Relevado en el trabajo, regresé a mi estrecha cama del priorato, no sin antes detenerme en la cocina a tomar un bocado de pan y queso. Me sentía como mareado: mis pensamientos daban tumbos como las hojas al viento, turbulentos e inquietantes. No deseaba sino huir de ellos, pues no soportaba más su tortura. Pero aun en sueños, me debatí con la desesperación y la perplejidad entre extrañas visiones de mi difunto padre, que parecía haber resucitado y adoptado la forma de un demonio tonsurado de ojos amarillos.
Desperté en un estado de postración espiritual y, a pesar de ello, me arrastré hasta la prisión. Y cuando ya me acercaba a la estancia habilitada para que el padre Amiel llevara a cabo la inquisitio, percibí con algo semejante al horror el sonido de unas risas.
Cuando abrí la puerta, nadie levantó la cabeza. El padre Antonio estaba doblado por la cintura, sujetándose el estómago. El padre Amiel se columpiaba en su asiento, enjugándose los ojos. Ambos eran presa de unas incontenibles carcajadas.
Sí, carcajadas. Yo no daba crédito a mis oídos.
—¡Oh, oh, esto es una sandez! —decía el dominico con el aliento entrecortado—. Decidlo, por favor. Y entonces podremos irnos a dormir.
—¡Como el cardenal Orsini dijo a la monja! —replicó el padre Antonio, tras lo cual ambos hombres sufrieron otro ataque de risa.
Miré al escribano suplente, que no era Pierre-Bernard Aubert sino un hombre al que no reconocí y que observaba al monje y al sacerdote con perplejidad. Cuando me vio, alzó los ojos al cielo y se encogió de hombros como diciendo «a mí no me pidáis explicaciones.»
Entonces el padre Amiel me vio y su sonrisa se desvaneció.
—Ah —dijo—. Aquí estáis. Podéis marcharos, maese Gentile. Maese Raymond, podéis empezar en un nuevo pliego de pergamino. Como veis, el interrogatorio continúa.
—Continúa en vano —intervino el padre Antonio en un curioso tono de voz que podría describirse como jovial si no hubiese sido a la vez tan pomposo—. Nunca conseguiréis quebrarme, hermano.
—No, nunca os quebraré. Aborrezco la fuerza física. Y ahora, si recuerdo correctamente, estábamos discutiendo la cuestión de si la perversidad en el deseo carnal lleva inevitablemente a la perversidad de pensamiento. Tal vez no sepáis que los herejes que se suelen conocer como cátaros o albigenses sostienen que la cópula es un pecado porque engendra criaturas. Esta creencia errónea se basa en el argumento de que nuestro mundo es el reino de Satanás y que, por tanto, concebir un hijo es condenar a otra alma al tormento del encarcelamiento terrenal.
—¿No convenís conmigo en que tales enseñanzas alientan otra forma de coito carnal, es decir, la sodomía, mediante la cual no se engendran hijos?
Suspirando, me dispuse a desempeñar mi trabajo. Aquel segundo día no fue como el primero. Estuvo lleno de tensión, de réplicas cortantes, estallidos nerviosos y risas inapropiadas. El curso del interrogatorio derivó en diversas ocasiones hacia caminos extraños e inútiles; hubo discusiones sobre la memoria, la enfermedad, el lugar del humilde pene en la creación de Dios... El padre Antonio contó su historia personal y fue acusado de despreciar a los hombres a quienes había servido. Luego, se produjo un acalorado debate sobre la obediencia y la humildad, que se serenó con la llegada de la comida del mediodía, que consistió de nuevo en pan y agua. Debo deciros que, alcanzado este punto, el padre Amiel estaba pálido como la muerte. Sin embargo, salvo una ligera tendencia a hablar con brusquedad en los momentos de extrema irritación, no mostraba ningún otro síntoma de fatiga.
El padre Antonio estaba cada vez más afónico y bebió grandes cantidades de agua. En una ocasión, salió escoltado de la habitación a aliviarse. Mientras estaba ausente, me volví hacia el padre Amiel.
—Padre, ¿necesitamos todo este material? —le dije—. ¿No me permitiríais resumir, a mi discreción...?
—No.
—Pero...
—N9oquiero que se pierda nada. Nada. Su arrogancia es prodigiosa... Le ha pervertido la mente. Con cada palabra que pronuncia se condena.
—¿De veras? —Mirando al monje con expresión de duda, me pregunté si no sería su propia mente la que había empezado a desencaminarse. Las noches en vela pueden acabar con los poderes del raciocinio—. Padre, tenéis que estar muy cansado...
—No es asunto vuestro, Raymond.
Tal vez su actitud parecía más cáustica debido a la fatiga, pero os aseguro que, sea cual fuere la causa, su tono de voz me despellejó, literalmente. Me encogí ante sus palabras, enojado y mortificado, y me dije que aunque quizá me mereciera aquella respuesta, aquel tratamiento era impropio de un hombre de Dios. Por consiguiente, a partir de aquel momento trabajé enfurruñado, albergando una suerte de resentimiento avergonzado contra el padre Amiel. Pensé: «¿Por qué tengo que transcribir todas estas sandeces? No guardan relación alguna con el caso». Me lamenté de mi desgraciada situación y anhelé tomar un poco de vino.
Entonces, de repente, advertí que había estallado otra disputa.
Los dos hombres llevaban un rato conversando acerca de santo Domingo y sus primeros seguidores. Al parecer, estos dominicos habían sufrido los asaltos de los demonios. Los primeros frailes de Saint Jacques, en París, habían sido atormentados por toda suerte de visiones sensuales, lo cual los obligaba a velar los unos por los otros durante la noche. Muchos fueron poseídos por el demonio y algunos se volvieron locos. Comentando este historial de persecución, el padre Antonio apuntó astutamente que los dominicos estaban tan familiarizados con las visitaciones diabólicas como todo el mundo; de hecho, los asaltos demoníacos se habían cebado en ellos, especialmente. El padre Amiel replicó que, por tratarse de hombres de una santidad extraordinaria, habían atraído la ira de Satán de una manera especialmente virulenta, y afirmó que habían sido mártires y no pecadores.
—Pero algunos estaban siendo castigados por sus pecados, ¿no es cierto! — objetó el sacerdote—. Creo recordar que, en una ocasión, el diablo le presentó a santo Domingo un papel en el que estaban escritos todos los pecados de su comunidad...
—Que eran muy pocos —lo interrumpió el padre Amiel, enojado—. Satanás luchaba contra santo Domingo con todas las armas de que disponía. Fue un intento de desazonar al santo... Y fracasó.
—¿Queréis decir entonces que la comunidad atrajo la persecución por su piedad y no por su maldad?
—Exacto.
—Lo cual explicaría el hecho de que los dominicos, hoy en día, no sean objeto de asaltos demoníacos.
Era un golpe inteligente y efectivo. No pude por menos que admirar el ingenio del padre Antonio. Conteniendo una sonrisa, miré al padre Amiel y vi que entornaba los ojos y tensaba la mandíbula. S in lugar a dudas, si no hubiese estado tan fatigado, el insulto no habría perforado su gruesa coraza de imperturbabilidad. Sin embargo, en aquellas condiciones, la ofensa que le causó pudo medirse en la maldad de su ataque siguiente contra la moral de los clérigos seculares, con especial mención a la sodomía, la brujería, la simonía, el nepotismo y las perversas inclinaciones carnales de los italianos.
Por algún medio (y sé que os resultará difícil de creer), el dominico había recibido la misma información sobre los hábitos de apareamiento de la Lombardía que Othon me había confiado hacía pocos meses. Tal vez recordéis que Othon había comparado a los lombardos con los sementales que cubren a las yeguas. El padre Amiel fue aún más allá: de esta preferencia extrajo la conclusión de que o bien los lombardos eran terriblemente feos —y por tanto les daba miedo que sus mujeres los vieran de frente—, o bien tenían una inclinación natural a montar a perros o a otros hombres.
A continuación, procedió a demostrar, mediante la exégesis bíblica, que, tradicionalmente, los romanos habían sido sodomitas y citó el comentario de san Pablo, en su Epístola a los Romanos, acerca de hombres que «se encendieron en sus concupiscencias los unos con los otros». Lo hizo con especial astucia, utilizando con frecuencia la frase «porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree, del judío primeramente y también del griego». Además, citó a un gran número de autores clásicos, mientras que el padre Antonio lo atacaba con toda suerte de alusiones clásicas contradictorias, enfrentando a Ganímedes con Venus, a Narciso con Apolo y a Tiresias con Rómulo.
Al final, el debate se encendió tanto que el padre Antonio, en un ataque de ira, agarró su banqueta y la lanzó contra el padre Amiel. El dominico recibió un golpe en la cabeza y, cuando lo vi caer, grité pidiendo ayuda. Si bien me sentía cada vez más nervioso por el tono del debate, os aseguro que no esperaba en absoluto que se produjera un acto violento, por lo que mi desconcierto y confusión fueron tales que no supe si atacar al padre Antonio antes de ocuparme del padre Amiel o si el fraile requería mi atención inmediata.
Por fortuna, el padre Antonio quedó satisfecho con un solo golpe y, cuando los centinelas irrumpieron en la habitación, lo encontraron despotricando contra el monje que yacía en el suelo. Tartamudeando, les di instrucciones, y el capellán se debatió para defenderse del trato severo que le dedicaron los centinelas. E] padre Amiel se incorporó, nervioso y aturdido, con una herida sangrante en la sien.
Presioné la brecha con el mismo pañuelo que él me había entregado no hacía muchos días.
—¿Padre? —dije—. ¿Me oís?
—Sí.
—¿Me veis? ¿Estáis mareado?
—¡Pues claro que os veo! —Trató de ponerse en pie con un esfuerzo—. No ha sido más que un arañazo en la cabeza —dijo entre susurros y jadeos, pero de una forma absolutamente coherente—. Ayudadme a levantarme. ¡Guardias! —gritó—. ¡Soltad al prisionero!
—Padre—dije—, deberíais permanecer tumbado.
—No digáis sandeces.
—Estáis perdiendo sangre.
—No será por mucho tiempo.
—¡Padre, no podéis continuar!
—¡Puedo y debo! —Tembloroso de pies a cabeza y con dificultades para mantener la estabilidad, se agachó a recoger su banqueta volcado. Tuve que sostenerlo, pues, de otro modo, se habría caído. Tenia huesos de pollo, frágiles y sin carne, y noté su pulso acelerado bajo mi mano.
Entonces me dio un empujón y se lavó la cara con el agua de una jarra.
—Podéis marcharos —dijo a los centinelas.
—Pero, padre...
—¡Marchaos! Y vos, maese Raymond, devolved al hermano Antonio su banqueta. Hermano, ¿cuál era vuestra relación con Guillaume Monier? ¿Conocíais a alguna de las personas que estaban a su servicio?
Aquel hombre era indomable, os lo juro. Restañándose la herida con la mano, continuó el interrogatorio del acusado como si no hubiera sucedido nada, adoptando de nuevo su tono de voz seco y monótono. A medida que transcurrían las horas y seguía sin dar muestras de fatiga, me embargó una suerte de temor reverente hacia él. Recordé los débiles huesos que sostenían su magro cuerpo y me maravillé de su fuerza. Vi que el color de su tez cambiaba de blanco a gris y sentí respeto. Pensé que su espíritu era invencible y su voluntad, inquebrantable. Era un gran hombre y yo no era nada. ¿Qué iba a conseguir albergando resentimientos contra una persona como aquélla? Él siempre prevalecería y yo debía someterme a sus juicios. Tal vez mi sumisión haría que volviese a ganarme su aprecio.
Esto fue lo que pensé o, mejor dicho, lo que el corazón me dictó. Mi ira se había extinguido y volvía a imperar mi estima por el monje. Una vez más, anhelé su beneplácito y escribí afanosamente hasta que me dolieron las muñecas, temiendo que si pedía un breve descanso, el padre Amiel me consideraría un débil y un inútil.
Cuando las campanas llamaron a completas, sin embargo, ya no pude seguir más. Escribía despacio, me dolía la espalda y tenía los dedos tan agarrotados que, cuando solté la pluma, no se enderezaron por sí solos, sino que tuve que utilizar los de la otra mano para extenderlos. Vencido, iba a pedirle que me relevara cuando, en aquel preciso momento, entró Pierre-Bernard Aubert dispuesto a hacerlo.
El padre Amiel no pronunció palabra alguna de despedida. Cuando me fui, estaba enfrascado en un profundo diálogo acerca del Espíritu Santo y no pareció notar mi marcha. Debo deciros que aquello me descorazonó en grado sumo porque me había vuelto como un niño, siempre deseoso de atención.
Como hiciese David, rogué a mi señor que volviera sus ojos hacia mí. Como Asaf, mi espíritu estaba abrumado.
Mientras salía de la prisión, me abordaron diversos centinelas que querían saber si el interrogatorio continuaba. ¿Aguantaba el clérigo el ayuno? ¿El padre Amiel no daba muestras de un inminente desmayo? Poco a poco, me resultó evidente que el personal de la prisión se dedicaba a apostar sobre el resultado del enfrentamiento entre el padre Antonio y el padre Amiel. De hecho, reinaba en el lugar un aire de expectación inconfundible.
Imaginad mi sorpresa cuando, al llegar al priorato, capté una atmósfera de agitación contenida similar a la de la cárcel.
—¿El padre Amiel todavía continúa? —me preguntó el portero cuando me franqueó el paso. Le confesé que sí y me dirigí a la sala capitular, donde me dijeron que esperase. Al cabo de poco aparecieron dos frailes y uno de ellos se presentó como el prior Hubert. Yo le dediqué una profunda reverencia. El prior Hubert sonrió con afecto y me preguntó si me encontraba a gusto en mi diminuta celda. Era un hombre corpulento, de tez rojiza y aire sereno, con una voz hermosa y unos ojos como botones negros.
—Oh, sí, padre —farfullé—. Muy a gusto.
—El padre Amiel me ha hablado de vos y os profesa una gran admiración. Dice que domináis el arte de escribir con las dos manos. ¿Es eso cierto? —Sí, padre. —De todas formas, a pesar de esa ventaja, debéis de estar muy cansado —
comentó el prior. De repente, advertí que me estaba frotando las muñecas, primero una y luego la otra. Me ruboricé y asentí.
—Ha sido un día muy largo.
—¿Y la noche lo será también?
—Para el padre Amiel, tal vez sí.
—¿Prosigue el interrogatorio?
—Sí, padre,
—¿Y pensáis que concluirá antes de que amanezca?
—No sé, padre. No podría decirlo.
El prior asintió. Después, me preguntó si el padre Amiel hacía pausas abundantes en el trabajo y con qué frecuencia comía, bebía, vaciaba la vejiga y salía de la habitación que le habían asignado. ¿Rezaba de vez en cuando? ¿Se retiraba en algún momento a un rincón para comunicarse con Dios?
Preocupado por el dolor de espalda y de manos, respondí lo mejor que supe. Al final, el padre Hubert pareció quedar satisfecho y me dijo que las plegarias de la congregación estarían aquella noche con el padre Amiel. Acto seguido, me indicó que fuera a la cocina a pedir comida.
—¿Y cuál es la actitud del hermano Amiel? —preguntó el prior volviéndose hacia mí antes de marcharse—. ¿Conduce los interrogatorios de una manera calmada o son éstos violentos y tempestuosos?
—Oh, el padre Amiel siempre está calmado, padre. Siempre. Es su carácter, creo.
—¿Sí? —El prior me observó unos momentos, asintió y se marchó, ante lo cual seguí su consejo y fui a la cocina a buscar algo con que alimentarme.
Canto XIII
Aquella noche me visitó un sueño muy extraño. Soñé que el dolor que sentía en las manos (del cual fui consciente incluso mientras dormía) no era consecuencia del excesivo trabajo, sino que me lo enviaba el propio Dios. En efecto, soñé que tenía en ellas la señal de los estigmas. Cuando me despertó el tañido de la campana, reinaba la oscuridad; aún era noche cerrada y deduje que el campaneo llamaba a los monjes al oficio de maitines.
Tendido en la cama, los oí pasar ante mi puerta arrastrando los pies. Capté el tintineo de las llaves y unos carraspeos. Los ruidos no tardaron en cesar, pero seguí despierto. Me sentía abrumado de miedo, aunque no sabía por qué, e impaciente por hablar con el padre Amiel. Sólo él podía iluminarme, pensé. Sólo él podía explicar aquel sueño y ofrecerme palabras de consuelo que vertieran aceite sobre las aguas revueltas de mi alma. ¿Seguiría aún en la prisión o habría regresado ya?
De repente, sentí la necesidad imperiosa de averiguarlo.
Retiré las mantas, salté de la cama, crucé la celda y salí al pasadizo. Por fortuna, había luna llena. Su luz entraba por el ventanuco de la celda del padre Amiel e iluminaba la puerta abierta, el lecho vacío y las mantas intactas. ¿Tal vez había hecho la cama antes de dirigirse al rezo de maitines? Ninguno de los demás hermanos lo había hecho, pero, como yo bien sabía, el padre Amiel era excepcional.
Así pues, me dirigí a la iglesia para averiguar por mí mismo si estaba presente.
Con frecuencia se me ha ocurrido que, cuando Dios habla, debe de hacerlo con música. Quizá sea ésta una opinión herética, no lo sé; sin duda, doctos teólogos habrá que sepan contrastar tal opinión con extractos de las Sagradas Escrituras. En cualquier caso, cada vez que oigo una misa cantada, cada vez que oigo entonar los salmos, cada vez que mis oídos, por un afortunado azar, son cautivados por el sonido maravilloso de unas voces conjuntadas, no en una nota, sino en muchas (produciendo así una divina armonía polifónica), cada vez, en fin, que escucho tales sanes, me siento inundado de un profundísimo reconocimiento de la gracia de Dios y de la percepción de su amor infinito; pues la música sacra, en su belleza, su pureza y su perfección espiritual, ha de ser cuando menos un regalo divino. Y, sin duda, si uno tuviese la dicha de oír la voz de Dios, su alma rebosaría de gozo como lo hace, en cierto grado, cuando se siente arrebatada por una melodía inspirada por Polimnia, la musa del Canto Sacro.
Hago este comentario para que tengáis una idea aproximada de lo que sentía cuando llegué a la iglesia y oí el cántico. Fuera, el mundo quedaba como muerto: oscuro, silencioso, frío, inmóvil, todos los ojos cerrados y todas las voces, mudas. Dentro, rimeros de velas iluminaban vidrio y metal, piedra caliente y rica seda, mientras los frailes, en apretadas filas, cantaban como un coro de ángeles. Amigos míos, ¿cómo podría yo imitar con esta humilde viela la perfección de esa música? Cada nota era un paso en una danza etérea en la que dos hileras de danzantes se cruzaban, giraban y volvían a cruzarse, trazando vívidos y hermosos dibujos en el aire. Cada nota era una gota cristalina de una cascada efervescente, un hilo que llevaba mi espíritu al éter, donde parecía unirse a otros espíritus brillantes en un coro de alegría, prodigio y loa.
Del pozo de la aflicción, me vi transportado en un suspiro a un estado de arrobamiento. Por un instante, mi corazón fue uno con el de los monjes allí congregados: entendí qué hacían allí, en plena noche, mientras el resto del mundo yacía en un sueño embrutecido, ajeno a las obras de Dios. «Despertaos, salterio y arpa; yo despertaré al alba. Te alabaré, Señor, entre los pueblos; a ti cantaré salmos entre las naciones.» Vi que el oficio de maitines no era una obligación, sino un privilegio. Vi que no era una ocasión de sufrimiento, sino un don, un placer, una alegría. Vi que nada puede ser más placentero que dar alabanza a Dios con la música, que une y libera, que llena y vacía e impregna el alma de una luz dorada. Quizás esa luz dorada es el amor de Dios, no lo sé; lo único que puedo decir es que, por un brevísimo instante, dejé de sentirme a la deriva. Me sentí una piedra de las que sostenía la pared que tenía a mi espalda. Me sentí un miembro más del coro y un hijo amado de la Madre Iglesia.
Terminó el motete y empezó otro cántico, y yo me encontré de nuevo en un rincón en sombras, solo, contemplando a distancia a la comunidad de elegidos de Dios.
El padre Amiel no estaba entre ellos. Llegué a esta conclusión después de una minuciosa observación y volví a la cama antes de que terminara el oficio. No dormí más. Me quedé allí tendido mientras la luna cruzaba el cielo, las estrellas se desvanecían y los pájaros saludaban al alba con sus trinos, hasta que su coro quedó apagado por el sonido de las campanas.
Me levanté con el sol. Me vestí, me aseé, bebí unos tragos de agua, me sumé a los monjes en su rasurado semanal y dejé el priorato camino de la prisión. Me notaba en un estado mental muy raro. Si tuviera que describirlo para edificación vuestra, diría que no me sentaba en absoluto yo mismo. Era como si no ocupase mi cuerpo. A mi alrededor, las calles sombrías adquirían un cariz ominoso, cada puerta era la amenaza de un destino incierto y cada figura apenas entrevista adquiría un aspecto curiosamente extraño. La prisión, cuando llegué, resultaba una visión terrible. Los centinelas parecían mirar de soslayo, con las facciones contraídas. Y arriba, en la estancia habilitada para la inquisitio del padre Amiel... Bien, permitid que os cuente lo que vi cuando entré.
El padre Amiel, debajo del reducidísimo ventanuco, observaba el retazo de cielo rosado que se distinguía mientras canturreaba quedamente. Su voz fina y pura sonaba algo cascada por el exceso de uso. Su cántico, un salmo conocido como el Miserere, sonaba aún más patético con su afonía en los registros altos. «Ten piedad de mí, oh Dios, en tu bondad», cantaba. «Por la grandeza de tu compasión, borra mi ofensa.» Cuando hice mi entrada, no se volvió: estaba ajeno a todo, salvo a la canción y a aquel lejano retazo de cielo.
En el otro extremo de la estancia, el padre Antonio se hallaba acurrucado con los codos apoyados en las rodillas y el rostro oculto entre las manos. Hundido en la más profunda desesperación, él tampoco parecía haber reparado en mi presencia.
—¡Oh, Dios! —decía—. ¡Ayúdame, Dios mío!
Sólo el notario, maese Gentile, levantó la mirada. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y ante él se disponían descuidadamente sus plumas y pergaminos. Nada más verme, su expresión furtiva, asustada y algo hostil se transformó en otra de alivio. Se levantó de la banqueta de un salto e intentó escabullirse de la celda cuando yo apenas había cruzado el umbral.
—¡Esperad! —le susurré—. ¿Adónde vais?
—Lejos de aquí.
—Pero...
—Soltad.
Se desasió y desapareció por el pasillo a toda prisa. Entretanto, el padre Amiel continuó cantando: «En maldad he sido formado y en pecado me concibió mi madre», mientras el padre Antonio se mecía hacia delante y hacia atrás entre sollozos.
—¿Es esto el amor de Dios? —graznó el capellán—. ¿Estar maldito de esta manera? ¿Estar condenado desde el nacimiento, sin remedio?
—«Purifícame con hisopo y seré limpio; lávame y seré más blanco que la nieve.»
—¡Vos no podéis comprender! ¡No podéis saber...! —gimió el sacerdote.
El padre Amiel se interrumpió bruscamente y replicó:
—Lo sé.
—¡Imposible!
—Lo sé —repitió. A continuación, dio media vuelta, reparó en mí y señaló la mesa con un gesto de la cabeza. Tenía los ojos inmensos, circundados por unas grandes ojeras violáceas que parecían contusiones. Cuando dio unos pasos, pareció que se ladeaba un poco.
Me deslicé en mi asiento sin decir palabra. La atmósfera de la celda se notaba viciada. El padre Antonio estaba sudoroso y maloliente, y el padre Amiel, algo menos. Y si el agotamiento del capellán quedaba de manifiesto en sus secreciones corporales, en la rigidez de sus articulaciones, en sus cabellos erizados, en la voz espesa y en los movimientos pesados, el monje parecía estar casi reseco, a punto de marchitarse. Con aquel aspecto titubeante, casi a la deriva, y la ronquera, los labios cuarteados, las mejillas hundidas y un color que evocaba los días más deprimentes de noviembre, tenía el aspecto de una hoja muerta que arrastraba el viento.
Más que un cadáver momificado, parecía el recuerdo de éste. Un recuerdo difuso y vacilante.
—Vos no tuvisteis padre —declaró por fin, dirigiéndose al padre Antonio—, pero el que yo tuve no llegó a serlo. Un padre que era débil cuando debería haber sido fuerte, cruel cuando debería mostrarse amable, desdeñoso cuando debería haber mostrado complacencia...
—¡Por lo menos, vos tenéis un apellido! —exclamó el capellán. —Un apellido que me ha traicionado. Un apellido manchado de sangre, dolor, miedo y odio. ¡Un apellido al que con gusto renunciaría!
—¡Sólo decís eso porque es vuestro para siempre! ¡Lo lleváis grabado en vos! ¡Yo soy fruto del adulterio y esto no puede cambiarse! ¡Es una mancha que llevo en el corazón! Una mancha en el corazón...
La voz del padre Antonio se hizo ininteligible entre sollozos; mis esfuerzos por distinguir sus palabras fueron absolutamente inútiles, En cuanto al padre Amiel, se acercó al acusado y posó una m1ano sobre su cabeza hundida.
No pude evitar el recuerdo de la ocasión en que me había tocado a mí de un modo parecido. Reviví con gran claridad la sensación de consuelo que me había producido el contacto. El padre Antonio, en cambio, continuó abatido. De hecho, sollozó más intensamente que nunca.
—Amigo mío —dijo el dominico con la más suave de las voces—, Dios lava incluso tales manchas.
—No. No...
—«¿Qué pensáis vosotros, los que en la tierra de Israel usáis este refrán que dice: "Los padres comieron las uvas agrias, y a los hijos les dio dentera"? Vivo yo, dice Jehová, el Señor, que nunca más tendréis por qué usar este refrán en Israel.»
—¡Vos no sabéis nada! ¡Nada!
—Sé que Dios nos ama a todos.
—A mí, no.
—Sí.
—… mancha secreta...
—«El hijo no llevará el pecado del padre» —murmuró el padre Amiel—. «Por eso os juzgaré, casa de Israel, a cada uno según su conducta, dijo Jehová, el Señor.» No os corresponde cargar con los pecados de vuestro padre, hermano Antonio. Son los vuestros los únicos que pueden manchar vuestro corazón... y el perdón de Dios también los lavará.
—¡Oh...! ¡Oh...!
—«¡Crea en mí, Señor, un corazón limpio!» —El tono del padre Amiel tenía la ternura de una caricia maternal—. Vuestro corazón tiene una herida, hijo mío, y esa herida supura, se corrompe por la corrupción del pecado. Vos la tratáis, os esforzáis por ocultarla, pero ¿qué se puede ocultar al Señor? Él todo lo ve y todo lo sabe. «Pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón.» Hermano, el peso de vuestra carga es inmenso. ¿Por qué no encontráis placer en las cosas sencillas? ¿Por qué estáis exiliado de la comunidad de esperanza, alegría y gratitud?
—¡Por causa de mi padre!
—No, hermano Antonio. Miradme. ¡Es por causa de vuestros pecados! —El monje tomó en su mano la barbilla del capellán y, con suave insistencia, tiró de ella hasta obligarlo a levantar el rostro—. Si los pecados de vuestro padre os ataran, hijo mío, ¿por qué medios podríais liberaros? No habría solución para vos, ni esperanza. Pues, ¿qué podríais hacer? ¡Nada!
»Pero os digo que las esperanzas existen, pues los pecados son vuestros. Aunque sean del color de la grana, con un simple acto de contrición se harán blancos como la nieve. ¿Recordáis las palabras de Juan el Apóstol? «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad.» Liberad el peso de vuestro corazón, hijo mío, pues yo sé que os condena. Sé que la vergüenza que hay en él no deja entrar el amor de Dios. «Amados, si muestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios» Pensad... ¡Pensad solamente en el beatífico alivio! ¡Confiar en Dios! ¡Abrirse a su presencia! A pesar de vuestros esfuerzos por desoírlas, vuestras dudas, vuestros tormentos, vuestra culpa os han seguido corroyendo el alma como una gangrena. Lo sé. Lo noto. Y me compadezco de vos. ¡Cómo me compadezco! Reboso de pena por veras vagar en esa espesura...
—¡Ahhh! —clamó el capellán. Se hincó de rodillas y rodeó con sus brazos la cintura del padre Amiel—. ¡Que Dios me perdone! ¡Que Dios me perdone!
—Lo hará.
—¡He pecado! ¡Soy un pecador!
—Todos lo somos...
Tan sólo podía ver al dominico de perfil, y le observé cuando bajó la mirada al padre Antonio. Con las manos ligeramente apoyadas en la cabeza y el hombro derecho de éste, parecía que hacía un esfuerzo por mantenerse en pie ante la fuerza del abrazo del sacerdote. Su expresión era inescrutable.
—¡Estaba tan furioso...! —gimió el acusado con la voz amortiguada por los pliegues del hábito del fraile—. Mi ponzoñoso orgullo... lo envenena todo, como una serpiente que me envuelve...
—Pobre Antonio...
—Pensé: «¿Cómo puedo tolerar que este campesino, este rústico fanfarrón a medio educar, tenga tal influencia sobre el cardenal, sobre mi cardenal? ¡Tal vez sea un bastardo, pero llevo sangre noble!». Guillaume Monier era hijo de un zapatero remendón...
De repente, me di cuenta de que estaba asistiendo a la confesión. Esto era lo que el padre Amiel llevaba buscando desde hacía dos días y dos noches. Levanté la vista y encontré sus ojos clavados en mí, y en ellos brillaba una mirada grave e intensa.
Obediente, me incliné una vez más sobre mi trabajo y seguí escribiendo como si la pluma todavía estuviera investida de la capacidad de volar.
—Ese hombre era una mala influencia —balbució el padre Antonio—. Sólo le importaban las cosas vulgares y mundanas: las joyas, los perros, los caballos... ¡y los muchachos! ¡Los muchachos! Siempre me pregunté si tal cosa era verdad... Tenía la esperanza... El temor... ¡Y ahora me decís que era un sodomita! ¡Y un hechicero! No es extraño que muriese como lo hizo, la maldi...
No os relataré todo lo que contó el padre Antonio. En esencia, no difirió en absoluto de los testimonios de Masseo y Girolamo di Vico. El sacerdote se había propuesto que Guillaume Monier languideciera gradualmente, de un modo que no levantara comentarios. Con este fin, había estudiado libros y dominado ciertos ritos. Él mismo, con gran dificultad, había tallado una imagen de madera, que había empleado para crear un molde, que le había servido a su vez para modelar una imagen de plata. Reveló que se había hecho con el metal mediante el robo. Masseo lo había fundido y el padre Antonio había grabado un nombre en la estatuilla con sus propias manos. Nadie más le había ayudado en la realización del encantamiento, que no se había completado todavía cuando el camarero apareció sin vida y sin sus atributos.
—Si murió, no fue por mis acciones —murmuró el capellán—. Mi hechizo estaba incompleto. Lo mató, sin duda, alguno de los espíritus diabólicos que utilizaría para alcanzar sus rastreras ambiciones. ¡Debería haber adivinado que era un brujo! ¿Por qué otro medio habría podido ganarse la confianza del cardenal como lo hizo?
—¿Sabéis de alguien, quien sea, que pudiera asesinado? —inquirió el padre Amiel—. ¿Alguien que pudiese acceder por algún medio a su alcoba?
—No.
—¿O que pudiera pagar a uno de su casa para... ?
—¡No! ¡Ya os lo dije!
—Muy bien. Proseguid.
El padre Antonio continuó divagando largo rato: recitó un relato pormenorizado de las ofensas del camarero, suplicó perdón por sus pecados y prestó testimonio de la absoluta fatiga de su alma, de su desdichada existencia y de sus desesperanzadas perspectivas. El padre Amiel respondió en tono grave y sereno, con palabras dulces y apenadas que estimularon al capellán a continuar adelante, paso a paso. Cuando, finalmente, hubo exprimido la última gota de jugo del padre Antonio, el fraile murmuró una armoniosa plegaria sobre su cabeza. A continuación, con visible alivio, se liberó del abrazo desesperado del acusado, le ordenó levantarse y le instó a alegrar el ánimo.
—Estáis en paz con el Señor —le dijo—. Os habéis purificado del pecado.
—No me abandonéis...
—El Señor no os abandonará.
—¡Estoy muy solo!
—No lo estáis, si moráis en el Señor.
—Pero ¿dónde está Él? —preguntó el padre Antonio—. ¡Aquí, no!
—Claro que está aquí. Está presente en nuestro amor. —El padre Amiel hundió el dedo índice en el pecho del sacerdote—. «Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama es nacido de Dios y conoce a Dios.» Ahora, id y rezad. Rogad por la bendición del amor divino. Sé que os será concedido.
—¿De... de verdad?
—Desde luego.
Apartándose del padre Antonio con paso algo vacilante, el dominico llamó a los guardias y les dio instrucciones de que se llevaran al prisionero con suavidad y de que lo trataran en adelante con caridad y afecto. Como imaginaréis, los dos carceleros se miraron con una mueca de perplejidad y le respondieron con voz ruda y sardónica.
—Sí, padre.
—Si vos lo decís, padre.
—¡Rezad por mí! —suplicó el capellán, tomando la mano del padre Amiel cuando se lo llevaban—. ¡No me olvidéis!
—No lo haré.
—¡Venid a verme! ¡Ayudadme en este trance! ¡Necesito vuestras oraciones!
—Las tendréis.
Calmosamente, el dominico despidió a los tres hombres y esperó a que desaparecieran. Sólo entonces dio media vuelta y regresó renqueando a su asiento, en el que se derrumbó como si las rodillas ya no le sostuvieran más.
—Dios se apiade de él —murmuró con un suspiro. Cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó la frente en ellos—. ¿Os habéis perdido algo?
—Ni una palabra, padre.
—Bien.
Se produjo un silencio. Quise recomendarle que comiera, que bebiera, que descansara, pero algo en su ademán hizo que me contuviera. Quise felicitarlo por su triunfo, pero no encontraba las palabras adecuadas; así pues, seguí sentado allí como un tonto hasta que el largo silencio y la profundidad de la respiración del padre Amiel me dijeron que se había quedado dormido.
No quise despertarlo. Habría sido una crueldad. Así pues, tomé la pluma una vez más y, después de ordenar los pergaminos esparcidos a mi alrededor, empecé a pasar a limpio la interminable declaración. Alargué contracciones, realicé las adecuadas omisiones y escamoteé alguna frase, trabajando en el mayor silencio posible. Mi pluma danzaba al son de los ronquidos del dominico; unos ronquidos que me divirtieron, debo decir, pues era tranquilizador comprobar que el fraile tenía una debilidad humana, por lo menos, aunque fuese insignificante.
Apenas había trascrito una cuarta parte de la declaración revisada del capellán cuando los resoplidos se entre cortaron y el padre Amiel despertó con un sobresalto.
—¿Qué? —exclamó, pestañeando, y añadió—: ¿Me he dormido?
—Sí, padre.
—¿Y cómo no me habéis despertado?
—No he visto motivo para hacerla.
—¿Qué andáis haciendo?
—Reviso las anotaciones.
—¡Ah!
Con un bostezo, el fraile se pasó la mano por las arrugas del rostro y guardó silencio, como si estuviera poniendo en orden sus pensamientos.
Reanudé mi trabajo, pensando que él lo preferiría, y durante un rato no hubo más sonido que el garabateo de la pluma sobre el pergamino. Finalmente, lo oí murmurar:
—La inquisitio ha concluido.
—Se ha demostrado que las acusaciones de brujería contra Masseo di Vico y su hijo eran fundadas —continuó, rotundo——, aunque resulta imposible saber si sus prácticas fueron la causa de la muerte de Guillaume Monier. No me corresponde a mí perseguir al escurridizo caballero Etienne de Puy. Si Guillaume atrajo la muerte sobre sí mediante el empleo de nigromancia, no estoy autorizado a investigar sus acciones. Se diría que lo sucedido fue un castigo enviado por Dios.
—Pero…. pero ¿qué me decís de Durand Rouiard? —protesté, con el corazón desbocado—. ¿Y de Pierre-Julien Fauré? ¿Y si ellos también son nigromantes?
El padre Amiel meditó un instante su respuesta.
—Hablaré de ellos al Santo Padre —dijo por último—. Puede que Su Santidad amplíe mis atribuciones, o que decida limitarse a aguardar con la esperanza de que se faculte al Santo Oficio para examinar a uno de los suyos. —El dominico se puso en pie ceremoniosamente y me miró, impasible—. Cuando hayáis terminado esta declaración y las que queden por acabar, habrá que leérselas a los respectivos testigos. Después, sois libre de marcharos. Creo que os debo cierta cantidad; se os pagará tan pronto haya calculado la suma exacta. Naturalmente, os deseo buena suerte. Me habéis proporcionado una ayuda eficaz e inteligente y os lo agradezco. Os lo agradezco mucho.
Se dispuso a marcharse y, antes de que lo hiciera, alargué la mano y lo agarré por una manga.
—¡Padre! ¡Esperad! —exclamé—. Yo... yo...
—Naturalmente, el priorato sigue abierto para vos, de momento. —Mostrando cierto enojo, el fraile intentó desasirse, sin conseguirlo—. Pero os pediría que buscarais otro alojamiento en cuanto os sea posible. Maese Raymond, por favor: me romperéis el hábito.
—¡Esperad! i Esperad! Yo...Yo quería...
¿Qué quería! Amigos míos, lo que deseaba era seguir a su cargo. Me aterrorizaba la perspectiva de ser arrojado al mundo prácticamente sin amigos, sin familia, sin propiedades y, por encima de todo, sin su guía benevolente, que se había hecho fundamental para mí. Me parecía que era el único salvavidas que me preservaba de un mar tumultuoso de libertinaje, desavenencias, soledad y desespero.
Pero ¿qué podía reclamarle? Nada en absoluto. No había ningún motivo para que me regalara su tiempo y su atención, una vez dejaba de estar a su servicio; ni siquiera su benevolencia, puesto que le había fallado. Aunque me llamaba hijo suyo, no lo era. Aunque dormía en el priorato, no era su hermano. Lo único que nos vinculaba era mi necesidad.
«Él es la puerta de mi salvación», pensé. Entonces recordé mi momento de iluminación en maitines, aquella mañana. Y, al tiempo que el borde de su manga se me escurría entre los dedos, me así frenéticamente a la única idea, a la única solución que, por terrible e intimidante y tal vez ridícula que fuese, parecía proporcionarme una salida. O, mejor dicho, una entrada.
—Padre, yo... yo...
—¿Qué? —Parecía muy cansado—. ¿Qué queréis?
—Padre, ¿querréis...? Esto... —¡Ah, cuánto temía pronunciar las palabras! Sólo el aire de impaciencia del dominico las hizo salir por mi boca—. Padre, deseo hacerme hermano lego.
Lo vi pestañear. Esperé. Tembloroso y jadeante, me retrepé en mi asiento.
—¿Queréis haceros hermano lego? —repitió por último, tan despacio que malinterpreté el tono en que lo decía.
—¿No es posible? —inquirí con un hilillo de voz.
—Claro que sí. Si es de veras que lo queréis hacer.
—¡Lo es! ¡De verdad! —y lo era. En aquel momento, no veía alternativa.
—Muy bien. —Me lanzó una mirada penetrante y añadió—: Entiendo que deseáis convertiros en hermano lego domínico, ¿no es eso?
—Sí. ¡Oh, sí! Si vos me ayudáis, padre. ¿Lo haréis? Por favor...
—Desde luego. —De pronto, una gran sonrisa iluminó su rostro como si el sol asomara entre las nubes con todo su brillo—. Me sentiré muy honrado. Encantado. Raymond, éste es un regalo que aprecio en grado sumo. Es, en verdad, un día gozoso. —Se inclinó posó las manos en mis hombros y me besó en ambas mejillas—. Venid —continuó—. Comed conmigo y luego hablaremos. Porque ahora tenemos mucho de que hablar, ¿verdad? «Te haré entender y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos.» ¡Qué bendición! La oveja descarriada es devuelta al rebaño. Alaba al Señor, espíritu mío, porque un hijo amado ha sido liberado del poder de las tinieblas.
Si esto último era cierto o no, no sabría decido. Pero cuando el padre Amiel me tomó de la mano, con una calidez desusada, y me escoltó fuera de la estancia, sentí que, sin ningún género de duda, me había liberado de algo.
Sólo había un pero: ojalá la perspectiva de lo que me esperaba no me hubiera producido tanto miedo.
QUINTA PARTE
Canción de la seducción
Canto I
Amigos, amigas, contemplad el cuerpo de este pecador. ¿Qué veis? Pelo, sin lugar a dudas, suficiente para llenar el colchón de un rey. Una nariz de proporciones monstruosas. ¿Qué más? Una boca hecha para besar, una voz modulada por la risa, unos ojos para las damas. Unos oídos que ahora están sordos al clamor de las campanas de la iglesia, unas manos manchadas de vino y miel, unos pies rebeldes siempre dispuestos a bailar una estampida. Y, entre estas piernas, un poderoso e insaciable deseo, tan fuerte que puede derribar una pared.
Y ahora, ¿está moldeado este cuerpo para cumplir los designios divinos? ¿Son éstos los labios que renunciarán a la carne dulce de los senos de una dama? Con su apetito voraz, ¿quedará esta entrepierna satisfecha con un par de pequeñas excursiones al año, realizadas de manera apresurada y vergonzosa, pues sabe que, si bien no se han hecho votos, ciertos actos se consideran impropios de la vida religiosa de un terciario dominico?
Tal vez penséis que no. Y, sin embargo, en mi vigésimo sexto año de vida, busqué refugio, por así decirlo, en la orden de los predicadores. Agaché la cabeza, encogí mi porte, bajé la voz e hice cuanto pude por embridar el caballo revoltoso de mi entrepierna. Con toda formalidad, me esforcé en imitar a un frailecito sin más savia que las viejas estatuas de madera que adornaban su iglesia. ¿Podéis imaginarlo? Probablemente, no. Y sin embargo, os juro que mi intención era la de convertirme en un Raymond por completo diferente. «El Raymond de Dios», en palabras del padre Amiel.
—Debéis entender —me dijo— que los ayunos, las plegarias, las vigilias y las penitencias son los medios, no el fin. Muchos terciarios creen que basta con el cumplimiento de las normas prescriptas. Creen que, si se flagelan, se les abrirán las puertas del cielo. Pero estos actos, por importantes que sean, no son más que herramientas. Son los instrumentos que debéis utilizar para encontrar a Dios. Y os ayudarán a hacerla levantando todas las capas de concupiscencia que tenéis incrustadas en el alma. Debajo de estas capas de codicia, falsedad, lujuria, envidia, pereza — cualquiera que sea el pecado que os aflija—, existe otro Raymond, un Raymond mejor. Y es este Raymond el que descansará en la gracia de Dios.
De este modo me aleccionaba mientras regresábamos al priorato desde la prisión. Las pocas horas que había dormido (o mi piadosa pregunta) lo habían revitalizado inesperadamente: aunque su tez seguía pálida como la muerte, le brillaban los ojos y habló con gran animación hasta que llegamos a la mesa del refectorio. Allí, el silencio obligado y el peso de una buena comida parecieron adormilarlo de nuevo. Una vez en su celda, durmió toda la tarde hasta que se hizo de noche, mientras yo me distraía lo mejor que podía con el trabajo de revisar los protocolos.
Al quedarme solo, volví a sentirme inquieto. Por un lado, dudaba de mi capacidad de servir a Dios tal y como había prometido. Por otro, la fe del padre Amiel en mí parecía confirmarme que sí tenía fuerzas para hacerla, puesto que el monje era un hombre sabio y me conocía muy bien. Al fin y al cabo, si él me hubiera considerado incapaz o indigno de la vida religiosa, me habría desalentado en mis intenciones. En cambio, había sonreído con tanto cariño! ¡Con cuánta felicidad había recibido mi anuncio! Sólo un hombre absolutamente seguro de sí mismo me habría acogido en su rebaño con tan poca vacilación.
Mientras hacía mi trabajo, intenté imaginarme rezando un Padrenuestro tras otro, pero fracasé rotundamente, por lo que ofrecí una plegaria a Dios. Apiadaos de mí, Señor, supliqué. Estoy hundido en el pecado y necesito más ayuda que otros.
¿Allanaréis el sendero que tengo ante mí y me apartaréis del camino de la tel1tación? Si me lo ponéis muy difícil, Señor, temo fallaros.
Ésta, en esencia, fue mi plegaria. Pero soy un patán indigno, desvergonzado y pecador; lo que está claro es que si mi oración llegó al Cielo, no fue atendida en absoluto, porque, a la mañana siguiente, recibí dos mensajes. Uno de ellos era pródigo en una clase de tentaciones en las que al mismísimo san Antonio le habría costado no caer.
Los mensajes me los trajo el padre Amiel, que llegó a mi habitación mientras yo estaba aún en la cama, y, desde luego, fue una suerte que mi descanso no se hubiera visto turbado por sueños de naturaleza libidinosa. ¡Imaginad lo que ha de ser despertarse con la jabalina de uno erguida, dispuesta para la liza, y encontrarse con un monje en la alcoba! Una perspectiva horrible, por supuesto.
Sin embargo, yo dormía con la misma inocencia que un niño recién nacido. Y el padre Amiel no se vio obligado a gritarme al oído, porque en cuanto entró, me incorporé en la cama bruscamente.
—¿Padre? —pregunté—. ¿Es tarde?
—No, no —se detuvo a cierta distancia de la cama—, pero tengo aquí dos cartas y las dos fueron entregadas ayer. Una está dirigida a vos y la otra, al sacerdote de vuestra parroquia. Esta última es... —Hizo una pausa—. Es un tanto preocupante.
—¿Por qué? ¿Quién la ha escrito?
El dominico avanzó un par de pasos en dirección a mí, dejó una carta sellada encima de la cama y desdobló un pliego de pergamino.
—La ha escrito el padre Pierre-Julien Fauré —dijo—. En ella da instrucciones al obispo de Aviñón de transmitir esta misiva al sacerdote de vuestra parroquia a fin de que el susodicho sacerdote pueda asegurar vuestra comparecencia ante el tribunal del padre Pierre-Julien.
—¿Qué?
—Yo no la he leído, por supuesto, pero el sacerdote de vuestra parroquia ha informado del contenido a nuestro emisario. ¿Querríais leerla en voz alta e indicarme en qué términos está escrita?
Había muy poca luz, por lo que tuve que levantarme y apostarme junto a la ventana para ver lo que decía el pergamino que el dominico acababa de entregarme. «Por la presente, disponemos que expidáis una orden de citación perentoria a Raymond Maillot —leí—, hijo de Pierre-Arnaud Maillot, de Aviñón para que el día siguiente de la festividad de la Santa Cruz comparezca en persona ante nos en Lazet, con referencia a ciertos asuntos relativos a la fe católica sobre los cuales deseamos conocer la verdad, y para que esté dispuesto a responder y analizar cualquier otra cosa que tal cuestión requiera.
»Entregado en la sede mencionada, el jueves anterior a la festividad de Santo Domingo, en el año del Señor de 1320. Enviad cartas selladas como confirmación de que se ha dado cumplimiento a estas instrucciones.»
Había ocurrido lo que cabía esperar, me dije.
—Ésta es una misiva muy curiosa —comentó el padre Amiel observándose los pies—. Para empezar, no estoy muy seguro de que el inquisidor de Lazet esté autorizado a citar a un ciudadano de Aviñón de esta manera. Creo que sería más propio y cortés citarlo a través del inquisidor de Marsella. Dejando esto de lado, sin embargo, me parece de lo más extraordinario que, para empezar, hayáis llamado la atención del padre Pierre-Julien. ¿Qué ha sucedido, Raymond?
Se lo conté. Le expliqué toda la historia de Barthélemy, su primo y su posterior persecución. Le hablé del consejo que le había ofrecido a Barthélemy con respecto a su defensa y de cómo le había pedido que mantuviera en el anonimato mi intervención. Mientras hablaba, me invadieron unos presagios fríos y funestos. Sabía lo que significaba una citación como aquélla, ¿comprendéis? Sabía que habían interrogado a Barthélemy, y que lo habían hecho con mano tan dura que había revelado mi nombre.
Temblando, me pregunté si habrían utilizado carbones ardiendo.
—¡Hum! —murmuró el padre Amiel cuando terminé, al tiempo que se sentaba en la cama—. Ésta es una circunstancia imprevista, Raymond. Os habéis comportado de una
manera muy estúpida.
—Lo sé.
—Si yo fuera inquisidor de la depravación herética, os habría acusado y condenado por un acto así.
—Padre, este tal Fauré...
—Su carácter es cuestionable, lo sé. Sin embargo, nos habéis puesto a vos y a mí en una situación difícil en grado sumo.
El dominico se quedó pensativo, con la vista clavada en el suelo mientras yo lo miraba, suplicante. De pronto, se me ocurrió pensar que había cometido una enorme estupidez. Ayudar a Barthélemy había sido una acción propia de un loco. ¿Por qué lo había hecho? Tal vez la amenaza se me había antojado insignificante mientras me hallaba entre rostros familiares y objetos domésticos, pero allí, rodeado de oscuros pasadizos de piedra, el Santo Oficio me pareció implacable, ineludible y terriblemente cercano.
—Dejadme pensar —dijo el padre Amiel, poniéndose en pie de improviso—. Volveré enseguida. Mientras tanto, os sugiero que recéis.
—Padre...
—Estad tranquilo, Raymond. Si puedo ayudaros, lo haré. —Aunque no sonrió, el tono de su voz me reconfortó—. Oh —añadió, deteniéndose a unos pasos de la puerta—, debo deciros que, en circunstancias ordinarias, se espera que los ocupantes del priorato lleven alguna prenda de ropa recatada para dormir. Incluso en las noches más calurosas.
—Oh —exclamé, alcanzando la manta.
—No tiene mucha importancia —asintió, antes de salir de la habitación. Naturalmente, como él era perfecto, la noche de bochorno no lo había turbado. Pensé con amargura que debía de ser como san Francisco, capaz de tumbarse en un lecho de llamas sin sufrir daño alguno.
—Que Dios me ayude —suspiré, tumbándome de nuevo—, ¿cómo un individuo sudoroso como yo va a encontrar un lugar en el Cielo?
Entonces, como los pensamientos de prisiones y torturas amenazaban con vencer mi coraje, busqué distracción en las páginas de la otra carta que el padre Amiel había traído a mi habitación.
Como ya habréis imaginado, su autora era Marguerite de Pasquieres. Una vez más, la dama me rogaba que la visitara en Saint-Martin-les-Bains. Una vez más, no ocultaba sus deseos; pero, como aliciente añadido, había introducido un par de comentarios que me hicieron contener una exclamación y sentarme erguido en la cama.
Para ilustraros al respecto, citaré la misiva completa:
«Queridísimo escribano —rezaba—. ¡Con qué crueldad manejáis la pluma negándome un atisbo siquiera de vuestros ojos centelleantes! ¡Cómo se os ha debido de endurecer el corazón trabajando para un monje de cara de piedra! ¿Es tan serio su asunto que necesita teneros encadenado al escritorio? Entonces, escuchad bien, mi dulce ruiseñor, porque yo también tengo una canción que cantar. Sé del hombre cuyo asesino buscáis, y sé cómo perdió la virilidad. Si venís a verme y mojáis vuestra pluma en mi tintero, os daré algo acerca de lo que escribir.
»Me encomiendo a vos con todo mi corazón y os insto a considerar con más amabilidad a una dama que os quiere de veras y cuyos pechos son tan perlados como su nombre.»
A continuación, había una fecha y unos pajaritos suspendidos pico con pico sobre una flor. No estoy del todo seguro de lo que pretendía transmitir.
Todavía le daba vueltas al dibujo cuando el padre Amiel llamó a la puerta y preguntó si podía hablar conmigo.
—¡Oh, esperad, esperad un momento!
Crucé corriendo la habitación y me puse los calzones y la túnica, y mientras empezaba a debatirme con las medias le di permiso para entrar. Lo hizo con vacilación, asomando primero la cara, luego la mano y por último el resto del cuerpo. Satisfecho al ver que, por lo menos, estaba parcialmente vestido, cerró la puerta a su espalda con un movimiento rápido, nítido y, en cierto modo, sigiloso, y acortó la distancia que nos separaba hasta que pudo bajar la voz.
—Raymond —dijo—, creo que esta citación tal vez nos favorezca. Creo que nos permitirá investigar a Pierre-Julien Fauré a través de su conocido, Durand Rouiard. Si puede demostrarse que el padre Pierre-Julien se ha dedicado a la brujería, será destituido de su cargo y vuestro nombre, hijo, se perderá probablemente en el tumulto consiguiente. Como mínimo, habrá sólidos argumentos para oponerse a vuestra condena.
—Pero...
—Esperad. Escuchad. Dejad que os explique.
El dominico se sentó en mi cama e, instándome a hacer lo mismo a su lado, pasó a exponer los rasgos esenciales de su plan. Me recomendó que escribiera a Durand Rouiard, adjuntando la citación del padre Pierre-Julien. Esto, dijo, serviría de prueba de que mi historia era cierta y de que no lo trataría con descortesía, como la vez anterior.
—Tenéis que decirle a Durand que teméis por vuestra vida —murmuró—. Tenéis que decirle que ha de hacer un sortilegio contra el inquisidor que os proteja de él. Y si no accede, le diréis que estáis dispuesto a revelarme que su caligrafía adorna el libro de nigromancia de Guillaume Monier. Recalcad que lo ha de hacer para salvarse a sí mismo. No le digáis que sabemos que el libro había pertenecido a Pierre-Julien.
—Y entonces...
—Entonces lo citaréis y le pediréis que os hable del hechizo en cuestión, y yo lo oiré todo. Y cuando se haya involucrado en el asunto, saldré de mi escondite y le obligaré a que me hable del inquisidor. —El dominico sonrió con crueldad—. Y con esa información —concluyó—, me presentaré ante el papa Juan.
—¿A pedirle que el inquisidor sea investigado?
—Por supuesto.
—Y si es investigado...
—Entonces, la acusación contra vos será... Bueno, será puesta en duda.
Me quedé pensativo unos instantes. A decir verdad, la lógica del monje era aplastante. Sin embargo, se me encogió el corazón ante la perspectiva de tener que pedir a Beatrice otro favor relacionado con su alcoba.
—¿Y dónde nos encontraremos Durand y yo? ¿En El Gallo Negro?
—Eso depende de vos. —El monje me miró con expresión irónica—. ¿Seréis capaz de conteneros?
—Oh, sí.
—¿Estáis seguro ?
—Con vos presente, padre, incluso estornudar me dará miedo.
Debo confesar que utilicé un tono de voz un tanto cáustico para hacer este comentario, que provocó en el padre Amiel una suerte de extraña sonrisa. Se echó hacia atrás y me miró.
—¿Tan intimidante soy, Raymond?
—No, no.
—No soportaría pensar que es el miedo lo que os guía.
—Ha sido una manera de hablar. Una broma ciertamente estúpida. —Sonrojado, intenté cambiar de conversación mientras me ponía las botas—. ¿Y cuándo proponéis que me reúna con Durand?
—Hoy, no. Los domingos no hay que emprender nada —el padre Amiel permaneció sentado mientras yo iba en busca de mi cinturón—, pero mañana por la noche sería adecuado, si vuestra amiga de El Gallo Negro no pone objeción.
—¿Después de lo que ocurrió la última vez? —farfullé—. Le sobran motivos para ponerme de patitas en la calle.
—Siempre podemos encontrar otro lugar, Raymond. ¿No podéis disponer de una casa o un establo?
—No.
—Tal vez alguno de vuestros amigos.
—No. —¿Amigos? Yo no tenía amigos, salvo el padre Amiel. Tras echarme la capa por los hombros, me la abroché sin mirar a mi compañero—. Tendrá que ser en El Gallo Negro. A menos que vos conozcáis un buen lugar, padre.
—Yo sólo conozco rincones de claustros y capillas, y a Durand no hay que darle indicaciones de que estáis en buenos términos con la clerecía. —En tono humorístico, el dominico añadió—: Después de haberos presentado ante él como un depravado, un borracho y un malhablado incorregible, tenéis que mantener vuestro aire disoluto, de forma que ningún hombre de la laya de Durand pueda pensar que sentís simpatía por un dominico como yo.
—Padre... —empecé a decir, pero me interrumpí. Sentía su mirada en mi espalda mientras me pasaba el peine. Por fin, rompió el silencio.
—¿Sí? —inquirió.
—Padre, con respecto a los depravados incorregibles... —vacilé de nuevo.
—Vos no os contáis entre ellos, hijo.
—No. Quiero decir, tal vez no. Pero la carta que he recibido... La otra carta que vos me habéis dado... Quiero decir que llegó... Está escrita por...
—La viuda libidinosa.
—¡Sí! —Lo miré asombrado—. ¿Cómo lo habéis sabido?
—No lo he sabido. Ha sido pura especulación. Os noto un poco turbado. ¿Ha vuelto a describir gráficamente sus pasiones?
—Sí; quiero decir, no. Padre, creo que debo leeros la carta. Esta mujer tiene algo importante que decirnos.
—¿De veras? —El padre Amiel arqueó una ceja—. Muy bien, si creéis conveniente mancillar la atmósfera de un domingo.
—Está relacionado con Guillaume Monier, padre. Está relacionado con este caso. —Tras explicarle que le había hablado a Marguerite de mi empleo, leí la carta en voz alta, y concluí la exposición con las palabras siguientes—: Esto ha sido para mí una absoluta sorpresa. La mujer vive en Saint-Martin-les-Bains y, por lo que sé, se crió en Saint-Gilles. Y si alguna vez ha visitado Aviñón, nunca lo ha mencionado. —De repente, se me ocurrió una idea, y el padre Amiel, irguiéndose, dio muestras de estar barruntando algo similar—. Claro, que Guillaume Monier —me apresuré a decir— estuvo un tiempo en Saint-Gilles. ¿Creéis que...?
—Tal vez.
—Quizá no sea más que una artimaña.
—¿Para asegurarse vuestra presencia? Posiblemente.
Permanecimos en silencio unos instantes. Aunque el monje seguía mirándome, era evidente que su atención se había vuelto hacia dentro, hacia sus propios pensamientos. Sin embargo, yo me sentía cada vez más incómodo.
—Yo no la animé en modo alguno, padre. Rechacé su invitación con toda firmeza.
—¿Qué? Oh, sí, desde luego.
—Si hubiera dado muestras de interés, ella no habría hecho este llamamiento desesperado.
—No, posiblemente, no. —De repente, el padre Amiel pareció serenarse—. Y ahora que ha hecho ese llamamiento —dijo con energía—, debemos aprovechamos de él. Debéis ir a Saint-Martin-les-Bains, Raymond, y averiguar qué sabe.
—¿Qué?
—Hablaré con el prior acerca del viaje. Tenemos caballos de sobra y siempre hay grupos de clérigos que parten de Aviñón hacia el oeste. Sin lugar a dudas; podré buscaras compañía para el camino. No es recomendable que viajéis solo.
—Pero... pero.. —Me había quedado pasmado. ¿No comprendía que un viaje a Saint-Martin-les-Bains me llevaría directo al lecho de Marguerite?—. Padre, ¿por qué no la hacemos venir? ¿Por qué no os encargáis vos de interrogarla?
—Porque tal vez pueda argüirse que, si lo hago, estaré abusando de mi autoridad —replicó el monje—. Además, es evidente que confía en vos. Estoy seguro de que podréis extraerle la verdad más fácilmente que yo. Y si la información resulta valiosa, la comunicaré al condestable. O al Santo Padre, o a quien más interese.
—Pero...Pero, padre, he hecho un voto... —Me asombraba su tardanza en entender—. He hecho un juramente, padre. ¡Y ella quiere que lo rompa!
—Tal vez no se os pida que lo rompáis.
—¿Y si lo rompo? ¿Y si se niega a contarme nada a menos que... a menos que... hum... que...?
—¿Qué deis satisfacción a sus deseos? —El padre Amiel extendió las manos y sonrió con serenidad—: Es la obra de Dios, hijo. Él os perdonará. Y yo también, por supuesto.
Y ésta fue la suma de sus comentarios sobre el tema. Entonces pasó a proponerme que saliera de Aviñón el martes. Al día siguiente, dijo se ocuparía de la cuestión del caballo, de la escolta y del dinero que pudiera necesitar para el viaje. ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a mi destino? ¿Un día? ¿Dos?
—A caballo, un día. —Yo me había quedado un tanto aturdido por aquel giro inesperado de los acontecimientos—. No necesitaré dinero.
—Sin embargo, debéis llevar un poco, por si sufrís un revés de la fortuna. Supongo que sabéis montar, ¿verdad, hijo?
Antes, quizás habría respondido a esta pregunta con un comentario obsceno y le habría dicho que yo era un jinete vencedor en la liza amorosa y que había montado a más mujeres que él rezado Padrenuestros, pero hacía tiempo que había renunciado a tales chanzas.
—Si el paso no es demasiado rápido, me sostengo bien en la silla —fue mi nada satisfactoria respuesta—, pero si Marguerite espera de mí que cumpla con ella después de un día a lomos del caballo... Bueno, creo que quedará dolorosamente decepcionada.
—Esperemos y confiemos en que así quede —dijo el monje con dulzura—. No debéis abordar esta tarea con la expectativa de romper vuestro voto, sino con la de mantenerlo. ¿No es así?
—Oh, sí. Desde luego, desde luego.
—Y ahora debo irme. Me esperan en la iglesia. —Con suavidad, el padre Amiel me arrancó la carta de Marguerite de la mano—. En estas circunstancias, quizá lo mejor será que os prive de esto —dijo, escondiendo la misiva bajo su túnica—, no sea que en adelante ejerza un efecto inflamatorio en vuestra imaginación. ¿Habéis terminado la declaración del padre Antonio?
—Todavía no.
—Pues hacedlo mañana. Debéis absteneros de trabajar en domingo. «Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová, tu Dios.» ¿Habéis terminado de leer las Confesiones de san Agustín?
—No, padre.
—Pues hacedlo. Os servirá de sostén en vuestras tribulaciones. Hablaremos después, hijo. Si necesitáis consuelo, la iglesia está siempre abierta para vos. — Sonriendo, el dominico trazó una bondadosa cruz en el aire sobre mi frente—. Sois nuestro estimado huésped, Raymond. Estad tranquilo, porque yo soy como Lot. No debéis temer ningún daño, ahora que os halláis a la sombra de mi tejado.
Dicho lo cual, se marchó, llevándose consigo la carta de Marguerite.
Canto II
Pasé el día siguiente muy ocupado. Lo primero que hice fue escribir una nota a Marguerite en le que la advertía de mi inminente llegada. La despaché a través de su emisario con órdenes de que la entregara de inmediato. (Se me ocurrió que aquel hombre debía de estar muy bien pagado: sólo la moneda del reino —o una noche de amor— habría convencido incluso al sirviente más predispuesto para que mantuviera la boca cerrada en relación con expediciones tan equívocas como las solicitadas por Marguerite.) Mi segunda tarea fue la carta a Durand Rouiard, que redactó el padre Amiel. Le dio muchas vueltas a la confección de cada frase, corrigiéndose una y otra vez. Por fin, sin embargo, estuvo terminada a su satisfacción, pero me hizo escribir la versión definitiva descuidadamente, como si se hubiera hecho a toda prisa, y me indicó que incluyera varias tachaduras y errores ortográficos.
Después, me envió a El Gallo Negro con órdenes de solicitar a Na Beatrice su alcoba para la tarde.
Abordé esta obligación con espíritu de desfallecido acatamiento. Después de tantos días atormentado por emociones febriles, me volvía ahora hacia el futuro con ojos turbios. En mi imaginación ya no actuaban los temores: mientras esperaba (como hace uno en un priorato), no me cebé en las mortificaciones de mi vida pasada ni en las pruebas que me esperaban, sino que dejé que mi mente reposara en las aguas tranquilas de las reflexiones menores. Pensé en el calor, en las moscas y en la incomodidad de los jergones del priorato. Pensé en las muelas del padre Amiel, en el pescado salado y en un chico que conocía de niño (había muerto hacía mucho tiempo) que me había informado de que si un hombre copula con una oveja o con una cabra, como algunos son dados a hacer, el animal parirá un monstruo.
Intenté no darle vueltas a los numerosos problemas que me afligían, ni a ningún asunto relacionado con ellos. Por consiguiente, no pensé en Na Beatrice hasta que me encontré en las inmediaciones de la taberna. Entonces, el corazón se me aceleró y empecé a sudar. ¿Qué me diría? ¿Qué haría?
Abatido, pensé: «Sin duda, me pedirá que vuelva a vivir con ella. Esta mujer está loca. Yo, en su lugar, cerraría la puerta a hombres como yo. ¿Qué les traemos nosotros, sino oprobio y zozobra?».
Y algún esporádico instante de placer sensual, tal vez.
Cuando llegué estaba en la puerta, de conversación con una amiga. Su actitud hacia mí fue reservada, cautelosa incluso. Le dije que esperaría y me refugié en la taberna. Allí encontré a dos hombres que bebían codo con codo; no conocía a ninguno de los dos. También vi a Sybille y decliné el refrigerio que me ofreció. Un dolor en la nuca, ligero pero persistente, me molestaba.
Por fin, entró Na Beatrice. Se acercó a mi mesa y cruzó los brazos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó.
—Beatrice... Perdóname, necesito tu habitación otra vez.
—¿Con qué objeto?
—Pues... con el mismo. Ya sabes. —Volví la mirada a los dos desconocidos, pero estaban abstraídos en su calmosa conversación—. Esta vez vendrá el padre Amiel —le informé, bajando la voz—. Y prometo que no volveré a comportarme tan vergonzosamente.
—¿De veras? —Me repasó de arriba abajo con una mirada penetrante y temible—. ¿Antes o después de que te marches?
No entendí a qué se refería y fruncí el ceño.
—¿Qué? —dije.
—La otra vez, antes de marcharte, me dijiste que darías señales de vida. En cambio, te esfumaste durante días. No me dijiste nada. No sabía si habías tenido un mal encuentro con unos asesinos, si habías abandonado la ciudad o si te habías arrojado al río. Estaba muy preocupada por ti, Raymond. ¡Te vi tan perturbado cuando te fuiste!
—¡Oh! —Con aire de cordero degollado, me puse a dibujar unas marcas en la mesa con la uña.
—Eres joven, amigo mío, pero ya no tanto. —De improviso, la voz Beatrice sonó fatigada—. El mundo tolera que actúe así un joven despreocupado, pero tú eres un hombre hecho y derecho. Deberías haber tenido un pensamiento para mí. Deberías haberme hecho saber que estabas sano y salvo.
—Sí —Hundí la cabeza con gesto sumiso—. Sí, debería haberte mandado noticia de mi situación.
Con un suspiro, Beatrice tomó asiento en un banco, enfrente de mí. Observé sus manos, de piel áspera y uñas rotas y llenas de roña.
—Así pues, ¿ese monje tuyo te perdonó?
—Sí, así fue.
—¿Y todavía vives en el priorato?
—Sí.
—¿Y quieres utilizar mi dormitorio otra vez?
—Si no tienes inconveniente.
—No me agrada en absoluto —replicó ella con un bufido—, pero no quiero contrariar a tu monje, Raymond. Por temor a lo que pudiera hacerme.
—El padre Amiel es un hombre bueno, Beatrice.
—Si tú lo dices...
—Es un hombre excepcional. Yo he visto la grandeza que hay en él. Está muy cerca de Dios, en mi opinión.
—¡Ja!
—¡De veras! —Empezaba a irritarme, pero intenté contener mis sentimientos—. Tú no puedes entenderlo como yo. Me ha aconsejado tan sabiamente...
—¿Aconsejado, qué? ¿Que abandones a tus amigos, que dejes a tu familia? ¡Sabios consejos, sí, señor!
—Yo no he dejado a mi familia. ¡Ha sido ella la que me ha dejado a mí! i Y en cuanto a mis amigos, todavía llevo las cicatrices de su amistad! —Acerqué mi rostro al suyo y me señalé la nariz—. ¿Qué me han dado esos amigos, sino noches de parranda y mañanas de agonía? El padre Amiel califica a esas amistades de trampas para pájaros. Dice que son como el ajonje que se pega a las patas y a las alas y los atrapa.
—¿Alas? ¿Qué alas? —se burló Beatrice, palidísima—. ¿Te crees un ángel, ahora? No te hagas ilusiones.
—Tal vez me las haga. —Me puse en pie—. Sin embargo, me propongo llevar una vida mejor. No la de un ángel, pero... pero sí, tal vez, la de un terciario.
—¿Qué?
—Deseo hacerme hermano lego. Y el padre Amiel cree que puedo.
Na Beatrice, en cambio, creía que no. Su expresión de perplejidad, con la boca
abierta, así lo decía. En el otro extremo del local, los dos clientes escuchaban con avidez y me sonrojé, consciente de que mi tono debía de haber sonado casi risiblemente pomposo. —Será difícil —continué, algo más dubitativo—, pero por lo menos mejoraré mi
suerte intentándolo.
—Raymond, ¿te has vuelto loco? —preguntó ella.
—¡No!
—Querido, tú no tienes nada de terciario.
—Puede que todavía no...
—¡No lo tendrás nunca! Te conozco bien, Raymond. Ese monje no está moldeado de la misma arcilla que tú. —Beatrice se levantó y me tomó de la mano, con fuerza. Ya no se la veía rencorosa, sino profundamente preocupada—. Reconsidéralo, por favor. No estás hecho para la vida religiosa.
Ofendido, retiré la mano.
—No eres quien para decir tal cosa —solté—. El padre Amiel es fraile y asegura que sí. —Pues se equivoca —replicó ella sin alzar la voz. —¿Porque no sirvo más que para la bebida y la fornicación? ¡Muchas gracias!
Tanta confianza resulta muy alentadora.
—Raymond, no pongas en mi boca tus propias palabras. —Beatrice estaba cada vez más sonrojada—. No quería faltarte al respeto. Pero tú eres un hombre con todas las letras. Dios te hizo así. Ríes, cantas y... y amas lo que el mundo te ofrece. ¿Por qué quieres hacerte desgraciado? El Señor no querría algo así para ti, estoy segura.
—Beatrice—respondí, y en esta ocasión hablé con más calma, pues veía que la movían una preocupación y un interés genuinos—, no me digas lo que quiere Dios, ni me aconsejes sobre mi estado de ánimo. ¿Cómo puede hacer nadie tal cosa? Si soy desdichado, es sólo porque busco a Dios y todavía no lo he encontrado. Todos deberíamos buscarlo. Cuanto mayor pecador es uno, mayor es su necesidad de Dios. Yo le necesito. Preciso entrar en la alegría del Señor. ¿Me negarías que lo hiciera?
Mis palabras apelaban a su sentido de la compasión, pero lo que desperté fue su repugnancia. En su rostro se dibujó el horror.
—¡Hablas como el monje! —soltó—. ¡Dices las mismas cosas que él!
—Pues… magnífico. ¿Por qué no?
—¡Pero de todos estamos hechos para ser monjes, Raymond! ¡Existen otras maneras de venerar a Dios!
—No deseo ser monje —la corregí—. ¿He dicho yo tal cosa? Ahora, tengo que volver al priorato. Espérame aquí antes de que se ponga el sol... a menos que te hayas echado atrás en tu decisión de ayudarme. ¿Es así, Beatrice?
Ella dijo que no con la cabeza.
—Entonces, despidámonos en buenos términos. No deseo pelearme contigo. Perdóname, vamos; siempre lo has hecho, hasta ahora. —Intenté besarla en la mejilla, pero ella se apartó con una expresión sombría y los ojos al borde de las lágrimas. Debo confesar que veda así me dolió mucho. Yo había depositado mi fe, digamos, en su permanente afecto—. Lamento decepcionarte —añadí—. Se ve que lo tengo por costumbre, esto de decepcionar a la gente. Y respecto a vosotros... —Me volví en redondo a nuestro indeseado público, y los dos parroquianos se pusieron de inmediato a estudiar con gran interés las jarras vacías que tenían ante ellos—, no os privéis de comentar cuanto queráis acerca de todo lo que escuchabais con tanta atención. Lamentaría mucho que las normas de la cortesía os privaran de hacerlo.
Decir que me fui dando un portazo sería exagerar, pero es verdad que me despedí con prisas. Me sentía acongojado y despejado una vez más de aquel estado de apatía en el que había caído. Deseaba gritar, blasfemar y romper algo. Sin embargo, en lugar de ello, tenía que presentarme ante el padre Amiel y ponerlo al corriente, sumisamente, de que los planes se desarrollaban según lo previsto.
El monje me lo agradeció con muchas sonrisas cálidas y estimulantes. Después me urgió a completar la copia en limpio de la declaración del padre Antonio, para que éste la confirmara lo antes posible. Me puse a trabajar al momento, claro, y aunque conseguí terminar aquel mismo día, ya no quedaba tiempo para presentársela al prisionero, puesto que el padre Amiel deseaba llegar a El Gallo Negro mucho antes de la hora en que me citaría con Durand Rouiard. De hecho, insistió en entrar en la taberna sin que lo viera nadie, no fuese a ser que Durand, suspicaz, interrogara a los parroquianos antes de continuar escaleras arriba.
Le comenté que un fraile difícilmente pasaría inadvertido en el local.
—La taberna está frecuentada todo el día y al dormitorio sólo puede accederse a través de ella. Si queréis evitar que reparen en vos, deberéis llegar cuando esté lleno a rebosar y la algazara sea máxima.
—¿Cuando el sol se ponga, entonces?
—Más o menos. O quizás antes, en esta época del año.
—No —dijo él—. Debemos llegar antes que Rouiard.
—Estoy de acuerdo.
—Quizá llamaría menos la atención si entrara por la puerta trasera.
—Tal vez.
—Y esta indumentaria es un disfraz adecuado —añadió, observando su figura enclenque—. Debo cultivar un aire sumiso, embrutecido e ignorante. ¿Quién se fijaría en mí con semejante atuendo? Acerté al escogerlo, creo.
Ante la gran oposición de sus hermanos en Cristo, el padre Amiel había decidido renunciar a su hábito por unas horas y lo había cambiado por una selección de prendas del ropero de los pobres: una túnica corta y una capa larga, ambas pardas, y un sombrero marrón informe. Sus piernas como palillos tenían un aspecto innoble, casi cómico, bajo las medias de lana grises. Su palidez, que ya era notable cuando llevaba su hábito blanco de fraile, resultaba decididamente espectral bajo los tonos lúgubres de su indumentaria de aquel día.
—Parecéis enfermo —comenté, estudiándolo—. Esas ropas os dan aspecto de tísico.
—¿Pero no de monje?
—Tal vez. Sólo un poco...
—¿Debo calarme más el sombrero? ¿Para que destaquen las orejas?
—¡Oh! —No pude por menos que reírme—. ¡Padre, parecéis el tonto del pueblo!
—¿ Llamo demasiado la atención?
—Sin duda.
—¡Maldición! —Se colocó el sombrero de nuevo como era debido y añadió—: Quiero que mi aspecto sea insignificante. Que pase inadvertido.
—Padre, siempre ha sido así.
Fue la curiosa transformación que había obrado en él aquel cambio de indumentaria lo que me envalentonó para decir tal cosa. Despojado de su hábito de costumbre, parecía también desposeído de su dignidad. Al contemplar aquellas patéticas espinillas, me fue imposible seguir sintiendo el temor reverencial que me inspiraba; en su lugar, brotó en mí una especie de afectuosa conmiseración. Pensé si se habría hecho fraile para esconder aquellas piernas.
—No se nos ha puesto en este mundo para decorar sus paisajes, maese Raymond, como descubriréis cuando se desvanezca vuestra belleza. Así pues, creéis improbable que despierte el interés de nadie, ¿no es eso? Excelente. Me parece excelente. Ésa era mi intención.
—Si bajáis la vista, escondéis las manos y arrastráis los pies, iréis bien disfrazado —declaré con confianza—. Quizá deberíais mascar algo. Nueces, tal vez. Los monjes no mastican nunca mientras van de un lugar a otro.
Así, con las nueces en el bolsillo, el padre Amiel partió hacia El Gallo Negro. Había considerado conveniente que llegáramos por separado para no despertar sospechas, si alguien vigilaba la entrada de la taberna (algo improbable, apuntó, pero no imposible). Más tarde supe que Na Beatrice no le había reconocido, al principio. El sombrero, las nueces, el semblante hosco y desgarbado y el hecho de que carraspeara y escupiera ruidosamente antes de cruzar la puerta del local llevaron a la posadera a tomarlo por un cliente cualquiera, de estampa más que corriente. El fraile sólo había revelado quién era realmente cuando, alzando los ojos, le había confiado su petición en un murmullo.
De inmediato, ella lo condujo a su alcoba y le enseñó la cama. Cruzaron muy pocos comentarios. Más adelante, Beatrice me confió que la presencia silenciosa del dominico la había puesto sumamente nerviosa, aunque al principio se mofaba de aquellas piernas ridículas. «Tiene ojos de pájaro o de lagarto», me dijo. «Te observan, pero nunca te dicen nada.» Y añadió que, cuando el fraile se coló bajo la cama, sus movimientos le recordaron a los de una serpiente. «Una vez vi una», explicó Na Beatrice. «Sonreía sin sonreír, igual que tu monje.» Por último, me señaló que éste la había felicitado por lo limpio que estaba el suelo, como si le sorprendiera encontrarlo así.
No mucho después, cuando llegué a El Gallo Negro, me encaminé directamente al dormitorio. Aunque Othon no estaba, tuve miedo de verme empujado a beber vino en exceso si me quedaba abajo. «Esta vez, Ourand debe convencerse de que habláis en serio», había dicho el padre Amiel. «Os será más fácil producir esta impresión si no os encuentra de juerga con vuestros amigos.»
Así pues, me reuní con el fraile en la alcoba de Beatrice y tomé asiento en aquel colchón, que llevaba estampado el sello de tantas noches felices. Me sentía, permitid que os lo diga, muy inquieto. ¿Podéis imaginaras mi nerviosismo, sentado en aquella cama mientras el dominico acechaba debajo de ella? Por un lado, me turbaban unos recuerdos vagos y libidinosos, como vaharadas de perfume; por otro, me preocupaba que, si mi miembro más díscolo se excitaba con aquellas imágenes voluptuosas, el padre Amiel se percatara de ello, de algún modo. Como si me leyera el pensamiento, el fraile comentó de pronto, en voz muy baja:
—Qué curiosa conjunción, ¿no os parece?
—¿Qué...? No os entiendo —balbucí.
—Que tengamos que emplear esta cama, precisamente. —Su voz tenía un deje divertido—. En el futuro, si alguna vez os sentís tentado de acostaros en otra parecida, tal vez debáis imaginarme a mi debajo. Eso os disuadirá, estoy seguro, de dar cumplimiento a vuestros deseos lujuriosos.
La perspectiva, si bien era espantosa, me hizo reír, aunque la mía fue una risilla nerviosa.
—Los hermanos legos no guardan el celibato, padre —respondí.
—Cierto. Se casan, es verdad. ¿Tenéis vos intención de hacerlo?
—Todavía no.
—Entonces tal vez debáis tener en cuenta mi consejo —sentenció. Luego, carraspeó y cambió de tema—: Deberíais apostaros en la ventana. Si Durand se acerca y nos sorprende hablando, adiós a nuestro plan.
—¿Padre?
—¿Sí?
—¿Y si se os escapa una tos, un estornudo? ¿Sí…?
—No sucederá —respondió él con rotundidad—. Un monje aprende a controlarse. No temáis: si algo he aprendido en todos mis años de votos solemnes, ha sido a contener una tos y a silenciar un estornudo.
Y con esta seguridad tuve que darme por satisfecho. Debo reconocer que ya empezaba a invadirme el temor; el corazón me latía con fuerza y tenía la frente sudorosa. Me levanté y me asomé a la ventana. Hacía una noche de bochorno estival y el cielo estaba encapotado de nubes bajas. En la quietud, se oía cada palabra que se pronunciaba en el local de abajo.
—Deberíamos guardar silencio hasta que crezca el alboroto en la taberna —dije. —No habléis desde la ventana —replicó el padre Amiel—. Podría haber alguien vigilando.
Callamos, pues, y esperamos. Esperamos largo rato. Gaillard llegó a la taberna e interpretó una canción; también llegó Berenguer y, después de vomitar la primera jarra de vino que tomó, fue obligado a marcharse al poco.
Mientras lo veía alejarse calle abajo, tambaleándose, advertí que se cruzaba con una figura vestida con hábitos canónicos y me retiré de la ventana.
—Ya está aquí —susurré.
—¿Estáis seguro?
—No —confesé—. Del todo, no.
—Entonces, sentaos y esperad.
Me senté pero, ¡ay!, qué asustado estaba... Me mordí los nudillos y mi respiración debió de hacerse entrecortada, o jadeante, porque el dominico sacó una mano de debajo de la cama y me agarró del tobillo.
Salté como una liebre.
—¡Chist! —siseó—. ¡Calma! Raymond, estáis preparado para salir con bien de ésta. Sois fuerte, listo y animoso. Que Dios os ilumine, hijo. Tengo plena confianza en vos.
Por desgracia, yo no tenía tanta. Los peldaños de la escalera crujieron y contuve el aliento. Cuando Beatrice asomó la cabeza, compuse las manos y enseguida las coloqué de otra manera, sin saber qué hacer con ellas.
—Aquí está vuestro amigo, maese Raymond —dijo Na Beatrice con tono neutro, tras lo cual apareció Durand Rouiard, y todos mis temores se desvanecieron.
Y es que, si uno ha de actuar y afrontar los retos del momento, se olvida de tener miedo.
—¿Qué significa esto? —dijo Durand cuando Beatrice se retiró. Agitaba en la mano mi carta y venía desmelenado. Me miraba fijamente, le temblaban los labios y sus manos grandes y fuertes gesticulaban débilmente—. ¿Por qué me atormentáis así?
—Ya os dije por qué. Y haced el favor de bajar la voz, padre. No querréis que la gente nos oiga, ¿verdad?
Cuando vi que me obedecía, me invadió un repentino e impetuoso placer, pues sabía que, al imponer mi voluntad en aquel punto, me había hecho con la iniciativa en aquel encuentra.
—Os habéis equivocado de hombre —murmuró él—. No sé nada de brujería ni de libros de magia.
—Entonces, deberíais haberme denunciado al padre Amiel de Semur.
—¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo, decidme, cuando existe una anotación, según decís...? Una anotación que no hice yo, os lo aseguro, pero que parece mía, explicáis.
—Sí, claro —lo interrumpí con cierto sarcasmo. Me irritaban profundamente sus intentos de convencerme de su inocencia. ¿Me tomaba por tonto ?—. Aunque tuvierais una estrecha relación con Guillaume Monier, no podríais haber escrito en su libro, no. Pero ¿pensáis que el padre Amiel os creerá? Tanto si lo hicisteis como si no, os hará confesar. Ha sido inquisidor de la depravación herética, ¿recordáis? Y yo lo he visto...actuar.
—¡Que Dios me ayude! —gimió el canónigo.
—No tendréis ninguna ayuda de Dios —susurré—. Sólo de mí. —De repente, me sentí muy poderoso; era como si el espíritu del padre Amiel hablara por mi boca—. Haced lo que pido. Ayudadme a matar al padre Pierre-Julien Fauré. Maldecidlo con un hechizo; hacedlo morir. Vos debéis de saber cómo hacerla.
—No...
—¡Claro que sabéis! ¡Vos escribisteis: «Rociar una pared con sangre de perro la limpia de hechizos; la bilis de un perro negro previene de que los demonios hagan el mal»! Vos sabéis de estas cosas. ¡Sacasteis información de un texto y la trascribisteis a otro!
—No fui yo quien lo hizo. No sé nada de hechicerías.
—¡Pues será mejor que os instruyáis en sus secretos —le susurré—, porque de lo contrario el padre Amiel os destruirá!
Con las manos juntas, apretadas sobre su boca, Durand pareció reflexionar. Su mirada fue de un lado a otro, nerviosa.
—Si no me dais satisfacción —le advertí—, os ajustaré las cuentas.
El canónigo titubeó todavía.
—No seáis estúpido —insistí—. ¿Qué tengo que perder?
—Me acerqué a la escalera e hice ademán de bajar—. Si fuerais inocente de verdad, habríais acudido al padre Amiel con mi carta, estoy seguro. Completamente seguro. ¿Y en qué podría perjudicarme a mí contarle al padre Amiel vuestro pequeño secreto?
Mi interlocutor guardó silencio. Sin embargo, cuando puse el pie en el primer peldaño, extendió la mano.
—Esperad —dijo—. Esperad.
—¿Qué queréis?
—Yo no... no puedo ayudaros. ¡Esperad! ¡Quedaos y escuchadme! No tengo los libros.
Poco a poco, retiré el pie y me aparté de la escalera.
—¿A qué os referís? —le pregunté.
—A eso: a que no tengo los libros. Sin ellos, no puedo ayudaros. No puedo ayudarme a mí mismo. —Emitió una breve carcajada melancólica, entre cruzó las manos detrás de la coronilla e hizo unas muecas agónicas—. No soy hechicero —continuó con voz quebrada y apagada—. Hace años, una vez, me dejé encandilar... Conozco bien el griego, ¿sabéis? Es una habilidad poco frecuente...
—¿Y?
—Y los otros no lo dominaban. Vinieron a verme, me halagaron, me pidieron ayuda y todo aquello me... —Extendió las manos—. Todo aquello despertó mi interés. Mi interés, nada más. No he hecho jamás un conjuro, ni he adquirido ningún libro sobre el tema, y lo que cuento sucedió hace tanto tiempo que apenas me acuerdo...
—Entonces, ¿quién se acuerda? —inquirí—. ¿Quién puede ayudarme, si vos no? ¿Quiénes son esos «otros»? ¡Abordadlos! ¡Pedidles esos libros! ¿Por qué os reís?
—Porque uno de ellos ha muerto, ¡y el otro es vuestro enemigo! —graznó el canónigo. El timbre alocado y desesperado de la carcajada que siguió era, sospeché, una manifestación del miedo que lo embargaba—. ¿Queréis que acuda al inquisidor de Lazet para pedirle su colaboración? ¿Creéis que colaboraría en su propia destrucción?
Parpadeé, como si esta referencia al padre Pierre-Julien me sorprendiera.
—¡Oh! —dije, y deambulé por la estancia como si reflexionara. En efecto, intentaba fingir cierta confusión, y os aseguro que fue más difícil de lo que podáis suponer—. Pero aunque el padre Amiel supiera lo del inquisidor —dije por fin—, eso no me daría a mí más garantías. No; es mejor que el inquisidor muera. Mejor para todos. —Volví junto al canónigo y añadí—: No tenéis por qué decirle que el hechizo se hará precisamente contra él. Mentidle. Pedidle consejo. Decidle... ¡Sí!, decidle que queréis matarme a mí. Decidle que amenazo con descubriros.., ¿Qué os sucede? —Durand se reía entre dientes, exánime y con los ojos en blanco—. ¿Qué malos aqueja? ¿Os habéis vuelto loco?
—Esto es... —agitó las manos y, tembloroso, continuó—: Esto es una locura. Es imposible.
—¿El qué?
—Esto. ¡Esto! —Alzó los brazos al cielo y dejó de lado todo disimulo—. ¡Sí, maese Raymond, ya lo he hecho! ¡He hecho lo que acabáis de pedirme!
—¿Qué?
—¡He escrito al inquisidor! ¡Le he pedido consejo! Le he contado que vos me amenazabais y que quería mataros con un hechizo. ¡Pero si incluso le he amenazado!
¡Porque si quedan expuestos mis pecados, lo mismo sucederá con los suyos, sin duda!
Fruncí el entrecejo.
—¿A qué os referís? ¿Cuándo lo hicisteis?
—¡La primera vez que me abordasteis! ¡Me aterrorizasteis, loco de vos! Todavía no me ha respondido, es cierto, pero lo hará. ¡Claro que lo hará! Me aleccionará sobre cuanto necesito saber. —Con una nueva carcajada, el padre Durand levantó el índice extendido a la altura de mi rostro y me apuntó con él—. ¡Quizás incluso obre el hechizo él mismo! ¡Quizá seáis vos el condenado a morir, amigo mío! ¿No habéis pensado en ello? ¿Hum? ¡Tal vez os quedan apenas unos días! Porque recibirá mi carta muy pronto. Mañana. O el miércoles. ¿Qué haréis entonces?
Me cuesta trasmitir hasta qué punto me sobresaltó la temeridad de cuanto contaba. Sus palabras me impulsaron a apartarme de él. Me hicieron titubear y, con ello, perder mi posición de ventaja. Me quedé callado cuando debería haber hablado; retrocedí cuando debería haber atacado. Con todo, mi falta de coraje no fue todo lo dañina que habría podido resultar, porque Durand ya se había condenado suficientemente a sí mismo.
En cualquier caso, así se lo pareció al padre Amiel, que salió de pronto de debajo de la cama, arrancando al hacerla una exclamación aterrorizada del canónigo.
—¿Hermano Durand Rouiard? Soy Amiel de Semur y maese Raymond está a mi servicio. Como veréis —el dominico se despojó del sombrero—, soy en realidad un fraile.
Durand lo contempló, boquiabierto y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas,
—También soy un hombre piadoso —continuó el padre Amiel sin alzar el tono y acercándose a él—. Parece que habéis estado coqueteando con la nigromancia. Dos testigos os han oído aseverar tal cosa. Todavía se ha de decidir si éste es asunto para los tribunales eclesiásticos o para el Santo Oficio y... ¡ay!
Apartando al dominico de un empujón, Durand trató de ganar la escalera en un intento de fuga, pero no llevaba una buena indumentaria para semejante actividad. Casi sin pensar, lo atrapé antes de que pudiera escapar; lo agarré de la capa y tiré de ella con tal fuerza que tuvo que dar unos pasos tambaleándose y tropezó con el padre Amiel, que había quedado sentado en el suelo. El pobre dominico recibió de pleno el impacto con la mole de Durand y quedó tendido, mientras el canónigo pasaba sobre él trastabillando y rodaba también por el suelo.
Antes de que pudiera ponerse a gatas, sin embargo, le salté a la espalda.
Aunque no sé luchar, por entonces era joven y vigoroso. Durand, que no era ninguna de las dos cosas, se hundió debajo de mí con un sollozo y un gemido. Le dije que cerrara el pico. —Como decía —continuó el padre Amiel entre jadeos mientras se incorporaba—,
sois un brujo confeso, hermano Durand, pero creo que os habéis dejado embaucar; en concreto, por un hombre al que me avergüenza llamar mi hermano en Cristo. Quizá, si estáis lo bastante contrito, yo pueda manipular los hechos para beneficiaros. Podría dejar constancia de que vos acudisteis a mí por propia iniciativa, buscando el perdón de antiguos pecados, y que me ofrecisteis el nombre de quienes también han practicado vicios secretos. Tal vez le cuente al Santo Padre que escribisteis la carta al padre Pierre-Julien con mi conocimiento y siguiendo mis instrucciones.
El padre Durand se quedó muy quieto debajo de mí, mientras que yo parpadeé y miré al padre Amiel, boquiabierto. ¿Mentirle al Santo Padre?
—Tal vez —terminó el dominico—, cuando tenga en mis manos la respuesta del padre Pierre-Julien, recomiende que el Papa os conceda clemencia y os permita cumplir vuestra penitencia fuera de la prisión, en algún claustro tranquilo, lejos de Aviñón. Quizás haga todas estas cosas, si vos me lo agradecéis.
Durand levantó la cabeza cuanto pudo.
—¿Como? —jadeó.
—Diciéndome la verdad y haciendo lo que os diga. ¿De acuerdo?
Durand, entre pesados jadeos, no se dignó responder.
—¿De acuerdo? —repitió el fraile y, dándome un toque en el hombro, me indicó sin palabras que debía liberar a mi cautivo. Así lo hice y permití al canónigo sentarse, frotarse el hombro y hacer una mueca.
—Hermano, vuestras alternativas están claras —dijo el padre Amiel con suavidad, empleando su tono de voz más convincente y razonable—. Si os resistís, pediré una escolta a la guarnición, os encerraré en la prisión y le diré al Papa que sois un hechicero impenitente. Si colaboráis, podréis volver a vuestro propio lecho y esperar allí hasta que el Santo Padre decida vuestro destino. ¿Qué será, pues?
El padre Durand pestañeó.
—¿Me permitiréis salir de aquí? —dijo con voz incrédula—. ¿Lo haréis si accedo a ayudaros?
—Sí, lo haré —replicó el monje con frialdad—. Pero no alberguéis ilusiones de escapar. Tengo varios medios, con la colaboración del condestable, de impedir que llevéis a cabo tales planes. Y si os atrevierais a intentado, haré caer sobre vos toda la fuerza de mi desaprobación.
A pesar de sus piernas enclenques, a pesar de sus andrajos y de su palidez enfermiza, el monje resultaba absolutamente convincente. Rezumaba amenaza. Durand tragó saliva.
—¿ Qué... qué queréis que haga? —preguntó.
—Decidme la verdad.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de vos. Acerca de Pierre-Julien Fauré. Acerca de Guillaume Monier. A acerca de vuestro mutuo interés en la brujería. —Al ver que Durand titubeaba, el padre Amiel se apresuró a añadir—: Vamos, no temáis. No estamos en un interrogatorio formal. Aquí no queda registrado nada. Si queréis, podréis negar que este encuentro se haya producido nunca. Aunque no os recomiendo que hagáis tal cosa.
Durand se mordió el labio. Me lanzó una mirada, se puso en pie, se sacudió el polvo del hábito y carraspeó. A continuación, con voz temblorosa y apagada, habló.
Canto III
A la mañana siguiente, me puse en camino hacia Saint-Martin-les-Bains.
El Padre Amiel se había ocupado de que me dieran por montura el animal más plácido de las cuadras del priorato, una yegua vieja de color gris llamada Segnitia. Había dispuesto que me encontrara con cierto grupo de clérigos en el puente de Saint-Benezet cuando abrieran las puertas de la ciudad y que viajase con esos hombres hasta mi destino. De hecho, el día anterior, mientras yo terminaba de copiar la declaración del padre Antonio, el domínico había urdido varios planes, inteligentes y acertados, el más astuto de los cuales fue su petición al condestable de que arrestara a Durand Rouiard el martes por la mañana, cuando las campanas llamaran a maitines.
Dicho arresto debería producirse en el propio domicilio de Durand. Cuando inquirí al padre Amiel por qué no había ordenado detenerlo en El Gallo Negro, él me preguntó cómo podría haber propiciado allí tal acto. ¿Tenía yo que haber reducido a Durand por la fuerza, mientras Na Beatrice alertaba a los oficiales del orden? ¿Y si hubiese escapado antes de que llegara el condestable? Lo consideraba que deberíamos haber tenido preparada una escolta armada mientras se producía la entrevista?
—Recordad, por favor, sin embargo —explicó el dominico—, que no sabíamos con seguridad a qué hora llegaría Durand. Habríamos corrido el riesgo de que, camino de la taberna, topara con los oficiales, se asustara y huyera. No es fácil camuflar a los soldados, maese Raymond. No; es mejor que le hayamos permitido regresar a su cama.
—Pero ¿lo hará? —me pregunté. Caminábamos de regreso al priorato desde El Gallo Negro al término de aquella larga velada estival. Reinaba una luz mortecina y lóbrega y las sombras empezaban a adueñarse de las calles. Si no nos dábamos prisa, nos perderíamos en una oscuridad nocturna que sólo las antorchas podrían atravesar, puesto que la cálida brisa que en aquel momento comenzaba a dispersar las nubes habría apagado enseguida lámparas y candelas.
En algún lugar delante de nosotros, Durand también se escabullía entre las sombras.
—Creo que regresará a su cama —dijo el padre Amiel—. Tal vez vaya a otra parte e intente ocultarse, pero ¿dónde puede hacerlo, en Aviñón? Aquí no hallará un sitio donde librarse de extraños. No, aquí se le encontrará. Y si intenta huir de la ciudad... Aunque ahora las puertas están cerradas, cuando abran, al amanecer, toda la guarnición le estará buscando. Si tiene algo de sentido común, confiará en mi buena voluntad y regresará a su casa. —El padre Amiel hablaba entre jadeos, puesto que habíamos apresurado el paso—. Además, ya es casi de noche. En esta ciudad, si ronda por las calles a estas horas, se expone a tener un mal encuentro.
—Como nosotros, ahora.
—Sí. ¡Vamos! Quiero que estéis bien descansado para el viaje de mañana.
Por extraño que parezca y a pesar de mis muchas preocupaciones (debo confesar que la petición del canónigo Durand al padre Pierre-Julien respecto a mi salud futura me producía cierta intranquilidad), aquella noche dormí, y lo hice a pierna suelta. Me levanté de mala gana, con una extraña sensación de rigidez y flojera, como si estuviera recuperándome de un acceso de fiebre. De no ser por el padre Amiel, que me instó a ponerme en camino, sin duda habría llegado al puente de Saint-Benezet mucho después de que partiera mi escolta. finalmente, llegué a la hora prevista y me uní al grupo que me brindaría protección.
El grupo estaba formado por diez personas, entre las que se contaban el tesorero de la catedral de Albi, que viajaba con un criado y un subdiácono, dos predicadores dominicos que se dirigían a Uzes, el párroco de una aldea remota de la Montaña Negra, un correo papal que iba a Toulouse (gracias a Dios, no se trataba de Othon) y tres canónigos regulares, naturales de la misma ciudad, cuya ineptitud a lomos del caballo era aún mayor que la mía. El padre Amiel conocía a los dos dominicos. En realidad, ambos me acompañaron desde el priorato hasta el puente y me fueron presentados como el padre Blaise y el padre Thibault.
—Son predicadores generales —me dijo el padre Amiel—. Los he puesto al corriente sobre vos. Se lo he contado todo.
—¡Oh!
—Os he recomendado a ellos. Os he puesto por las nubes, Raymond.
Solté un gruñido. Esperábamos junto a los caballos mientras mis dos compañeros de viaje y un tercero, un fraile de aire soñoliento a quien reconocí, pero cuyo nombre ignoraba, realizaban con elegancia ciertos ritos de despedida. Hubo intercambio de besos, se ofreció y se aceptó comida y el padre Amiel me dedicó una radiante sonrisa.
—No os desaniméis —dijo en voz baja—. Este viaje no será arduo. En SaintMartin-les-Bains recibiréis una cálida acogida. Y mañana tal vez sepáis ya quién mató a Guillaume Monier.
Hice una mueca y bostecé.
—Tal vez —repliqué con una falta evidente de entusiasmo, ante lo cual el padre Amiel me presionó la muñeca.
—Raymond —murmuró—. Debéis tener confianza. Anoche os oí y estuvisteis admirable. Vuestra habilidad fue insuperable y no mostrasteis vacilación ni debilidad alguna. Conseguisteis dominar del todo a vuestro interlocutor. Confío por completo en vuestra habilidad para sonsacar la verdad a esa viuda libidinosa. —Me soltó y me sugirió que llevara el caballo hasta el puente—. Estas calles se recorren mejor a pie —sentenció.
—Lo sé.
—¿Tenéis el dinero?
—Sí.
—Entonces, id con Dios. Esperaré vuestro regreso dentro de dos o tres días, y tal vez para entonces yo también tenga mi propia información que contaras.
¿Su propia información? Mientras contemplaba embobado al monje que se alejaba, me pregunté qué habría querido decir con aquello. Yo sabía que aquel mismo día se le pediría al padre Antonio que confirmase su testimonio. Probablemente, Durand Rouiard, ya preso, sería interrogado de nuevo y se tomaría nota de sus respuestas. ¿Acudiría el padre Amiel al Papa durante mi ausencia, o esperaría a que regresase?
Pensé sobre el hecho de acudir al Papa. ¿Cómo acudía uno al Papa? ¿Había que entregar la petición en voz baja, en una gran sala, doblado en una reverencia ante una figura inmóvil sentada en un trono elevado? ¿Había que esperar en un pasillo y arrojarse a los pies del Santo Padre a fin de llamar la atención mientras iba de un concilio a otro, acompañado de hordas de clérigos ajetreados y balbucientes? ¿Había que llamar tímidamente a la puerta de una pequeña estancia a media luz, para ser admitido por la irritable voz de un viejo encorvado tras su escritorio, con la pluma en la mano y rodeado de montones de documentos apilados en el suelo?
Al Santo Padre no le complacerían los descubrimientos del padre Amiel. No le agradaría saber que el padre Pierre-Julien Fauré, un hombre cuya férrea defensa de la fe católica le había valido el reconocimiento de Su Santidad, era acusado ahora de tratar de conjurar a un demonio. Según el padre Amiel, el padre Pierre-Julien compartía con el papa Juan un profundo temor por la brujería; a ambos se los había visto conversar animadamente en distintas ocasiones durante la estancia del inquisidor en Aviñón. Parecía, sin embargo, que mientras el Santo Padre se enfrentaba a las artes de Satanás con consistorios, la ley canónica y las pieles mágicas de serpiente; el padre Pierre-Julien, a quien tales artes fascinaban tanto como repugnaban al Sumo Pontífice, había optado por abordar la propia fuente de la malignidad.
Fauré se había esforzado en demostrar que, mediante el uso de objetos sagrados, palabras sagradas y de un espíritu sereno, se podía conquistar y controlar a un demonio por el bien de la humanidad. Esto era, al menos, lo que le había dicho a Durand Rouiard. Después de hacerse con cierto texto, escrito en griego y del que se decía que contenía los secretos a través de los cuales se podía poner a un demonio al servicio de uno, había abordado a Durand para pedirle una traducción. El canónigo, por su parte, había quedado convencido de la sinceridad del monje y se había obsesionado con ese texto, que le había parecido muy antiguo, muy misterioso y muy poderoso. Se había reunido con el padre Pierre-Julien y con el padre Guillaume Monier mientras ambos, noche tras noche, se dedicaban a la brujería, para la que utilizaban piel de gato, sangre de perro, círculos mágicos, encantamientos y agua bendita. Habían pasado tres meses intentando invocar a un demonio.
Sin embargo, no lo habían logrado.
—Con lo cual se demuestra —había comentado el padre Amiel—, que los demonios no pueden ser controlados por el hombre. Si es que había que volver a demostrarlo, claro, porque, en mi opinión, Aquino ya lo estableció perfectamente.
Pensé en todo aquello mientras seguía al padre Blaise y al padre Thibault desde el priorato. Eran unos hombres agradables, aunque no charlatanes, y agradecí enormemente su monacal reserva porque no me apetecía hablar. Cuando llegamos al puente, fueron ellos los que intercambiaron unas palabras corteses con el sacerdote, los canónigos y el correo, y me presentaron como «maese Raymond, un escribano oficial al servicio del Santo Padre». No me vi obligado a hacer otra cosa que asentir, inclinar la cabeza y sonreír, hasta que llegó el momento en que todos montamos en nuestros corceles.
Entonces el correo papal me advirtió de que debía ajustar los estribos si no quería colgar de la silla como un saco. Yo repliqué que preferiría ir tumbado, ante lo que se echó a reír y me los arregló. Enseguida nos pusimos en camino y de inmediato me quedó claro que los tres canónigos de Toulouse eran jinetes inexpertos que montaban unos caballos muy mal domados. Además, eran muy parlanchines y se entretenían discutiendo el caso que los había llevado a Aviñón. De vez en cuando, el tesorero intervenía con un comentario excelso, que era recibido con una pausa reverente seguida de halagadoras palabras de acuerdo. Sin embargo, permaneció callado casi todo el tiempo, lo mismo que sus ayudantes. Los dominicos conversaban entre sí en voz tan baja que los demás no oíamos lo que decían. El correo, de nombre Germain, habló poco, pero cuando lo hizo, se dirigió exclusivamente a mí.
—Mirad esos viñedos —dijo—. Todos pertenecen a la abadía de Saint-André, que está allí arriba, en lo alto del monte Andaon. Una vez estuve allí. Esos monjes viven mejor que ninguno de nosotros, ¡por las barbas de San José! Me gusta marcharme de Aviñón. En la ciudad hay demasiadas tonsuras. —Igual que Othon, aquel correo papal sentía un evidente desprecio por la clerecía.
Pese a la impericia de los canónigos como jinetes, avanzamos a buen paso, ya que el camino estaba seco y era casi llano. Como no lo había transitado durante los últimos tres años, me fijé con interés en los cambios más visibles: un nuevo campo cultivado, un árbol viejo caído, un sendero que se adentraba más en una loma polvorienta... La fruta maduraba por doquier; la avena, la alubia y la cebada ya estaban recolectadas. A lo largo del camino, los campesinos se hacían a un lado para dejar paso a nuestra comitiva clerical: un viejo bajo un cesto de madera, un chico que caminaba trabajosamente conduciendo un puerco, una joven cuyo balanceo de caderas atrajo mi atención... «A las mujeres les gustan los religiosos —comentó Germain en voz baja—, porque los religiosos siempre están muy bien dotados. Y porque saben utilizar la herramienta sin hacerles niños.») Nos detuvimos sólo una vez a vaciar la vejiga. Y comimos la colación del mediodía sin desmontar, sacándola de las alforjas.
Por fin, cuando el sol ya estaba bajo, llegamos a una encrucijada conocida. Allí me separé del grupo, que apretaría un poco el paso para llegar a Uzes, donde pernoctaría. Yo me dirigí hacia el norte, en dirección a las montañas, y al cabo de un rato divisé SaintMartin-les-Bains, bañado en el fulgor rojizo del atardecer. Fue una visión placentera, os lo aseguro. Después de pasar casi todo el día en la silla, habría acogido con la misma alegría delirante la visión de un establo o la cabaña de un leproso.
Como podéis imaginar, estaba mucho más acostumbrado a montar mujeres que caballos.
Saint-Martin-les-Bains es un valle fértil y amplio coronado por un pequeño castillo. Los tejados de madera de sus casas se arraciman formando una serie de calles que, discurriendo colina abajo, confluyen en una única calzada. A sus pies se extienden muchos viñedos y campos de cereales, terrenos donde pacen numerosos animales, mulas, vacas y asnos, gran número de plantaciones de árboles de madera buena (aunque no tantas como yo recordaba) e incontables porquerizas y huertas de verduras. Rico y con una población abundante, posee una iglesia grande y hermosa, con todos los muros interiores pintados, una capilla en el cementerio, dos pozos, dos sacerdotes, un zapatero, un tejedor, un herrero, un enladrillador y una pequeña guarnición de soldados campesinos bien alimentados y armados con lanzas.
Cuando llegué, casi todos sus habitantes salieron de sus respectivas moradas a observarme. Aunque hubo pocas palabras, el vicario del sacerdote me brindó una elegante acogida, y un enjambre de sus fieles nos siguió montaña arriba en dirección al castillo. No os cansaré con una descripción exhaustiva de esta construcción, cuyo tamaño es relativamente modesto. Contiene una plaza y un alcázar de cuatro plantas rodeado por una muralla simple tachonada de torres semicirculares. Las defensas no son espectaculares, pero las instalaciones son cómodas, gracias, sobre todo, al trabajo del difunto marido de Marguerite. Hay letrinas construidas de piedra, bancos para los centinelas, un hogar con una chimenea y todo tipo de ornamentos lujosos labrados en los muros de la capilla y de la sala. En ésta, unos trovadores de piedra adornan las ménsulas de cul-de-lamp que sostienen los ocho nervios en abanico de las bóvedas, y la dovela esculpida representa al rey David tocando el arpa. En la capilla, unos ángeles sonríen, beatíficos, desde el techo. Hay lámparas colgadas en todas partes, vasijas vidriadas, ricas pieles, frescos en las paredes y abundancia de sebo.
Es una fortaleza de una excepcional belleza y me deleitó en gran manera verla de nuevo. Los colores del condado de Provenza flamean con orgullo sobre ella y tiene el escudo de armas cincelado en la puerta, donde fui recibido por el mayordomo del castellano. El hombre era nuevo en el puesto y no lo reconocí. Me miró de arriba abajo, pero no de manera hostil.
—Traigo un mensaje para la dama Marguerite —le dije—. De... de parte de Lambert Galand, de Aviñón.
—¿El abogado?
—Sí.
—Muy bien. —Aunque frunció el ceño, el mayordomo se mostró cordial. Sin pedir más explicaciones, me indicó que lo acompañara y cruzamos la muralla, entramos en el alcázar y subimos una escalera de caracol. Recordé el olor del lugar y la colocación de los peldaños, dispuestos aquí y allá para hacer tropezar a los invitados indeseados.
En la sala, Marguerite estaba hablando con otras dos mujeres, una de las cuales era su nuera. También estaba presente un bebé que gimoteaba y unos cuantos canes jadeantes. Los perros empezaron a ladrar cuando entré, pero fueron silenciados con diversas patadas y palabras mordaces.
Marguerite, que se hallaba en pie, alzó las manos al cielo cuando me vio.
—¡Vaya! —exclamó—. Sois Raymond Maillot, ¿verdad?
—Sí, lo soy —respondí al tiempo que le hacía una reverencia.
—¿Y venís de Aviñón?
—Sí, con una carta de Lambert Calando
—¡Oh! Entonces debo leerla. Pero primero debéis sentaros, beber algo de vino y hablarnos un poco de vos mismo. Blanche, ¿te acuerdas de maese Raymond? Solía venir por aquí cuando vivía en casa de Lambert Calando Blanche, la nuera de Marguerite, asintió. Era una joven magra y avejentada, aunque inteligente, y yo recordaba vagamente su cara. La otra mujer era una viuda del pueblo que había ido «a buscar un poco de vinagre». Menuda, arrugada e in conteniblemente jovial, no se sentía intimidada por la presencia de un hombre educado, sino que bromeó acerca de mi extraño porte cuando, con una mueca de dolor, conseguí sentarme.
—No estoy acostumbrado a montar —fue mi explicación.
—Claro que no —dijo Marguerite de forma compasiva, pero descubrí un brillo divertido en sus ojos. Aunque había engordado un poco, seguía siendo una mujer atractiva. Tenía el abundante cabello de una tonalidad rojiza, y se adivinaba rebelde incluso cuando lo llevaba confinado bajo una redecilla de seda. Su piel se conservaba tersa, tenía las manos suaves y sus ojos rasgados brindaban cierta belleza erótica a la nariz más bien grande que surgía entre ellos.
Desvié la mirada, incómodo, pues temía traicionarme a mí mismo.
—Blanche ha dado a luz dos veces, desde la última vez que estuvisteis aquí — dijo, animada, sirviéndome el vino con sus propias manos—. Este hombrecito es su tercer hijo, y todos están vivos.
—Demos gracias a Dios —murmuró Blanche.
—Sí, y gracias también a un grano de olíbano —dijo la vieja—. El olíbano siempre cura enfermedades de la cabeza, mezclado con otras hierbas.
—Guillemette es una experta en el uso de las hierbas —explicó Marguerite—. Ha salvado a los niños de la muerte en diversas ocasiones.
—Con la ardua de Dios —dijo Guillemette—. Sólo con la ayuda de Dios,
—Por supuesto.
La conversación, plácida y doméstica en su tono, prosiguió durante un tiempo mientras Blanche acunaba a su hijo, Marguerite atizaba el fuego y Guillemette me aconsejaba acerca de los mejores trae amientos para las llagas de la silla. La situación se me antojó de lo más relajada y, de no haber sido por las molestias que me; daban mis cuartos traseros, me habría adormilado. Entonces aparecieron el mayordomo, su mujer y los hijos de ambos, los hijos de Blanche y la nodriza de ésta, por lo que la paz se desvaneció y reinó el desorden. Entraron varios sirvientes con vino, pan y un mantel, que se dispuso en mi honor, y se sirvió una modesta cena a base de pescado, compuesta de un solo plato. La conversación durante la velada derivó hacia la caza, los molinos de grano, los derechos de pesca, las disputas por la tierra y otros asuntos serios de interés puramente local. Me pidieron que les contara las últimas novedades de Aviñón, pero, considerando que la historia de los genital es mutilados ensombrecería el tono de la velada, no encontré mucho que explicar.
Marguerite, que se hallaba sentada a mi lado, me habló sólo una vez y fue para decirme que Bona Claret servía para la familia más rica del pueblo, la cual parecía muy satisfecha con ella. Mientras estuviera en Saint-Martin-les-Bains tal vez podría ir a visitarla.
—Tal vez —respondí, aunque no me apetecía en absoluto encontrarme con Bona.
—Si lo hacéis —prosiguió la dama con frivolidad—, debéis deteneros en mi casa. Está junto a las puertas del castillo. Habéis pasado por delante al venir.
—¡Oh! —exclamé—. Entonces, ¿ya no vivís en el castillo?
—No. Ahora, Blanche es aquí la señora y así es como debe ser. Soy viuda y prefiero tener mi propia casa, lejos del ruido y del bullicio.
«No es necesario que me digas por qué», pensé, mientras ella me traspasaba con una mirada de soslayo. Me pregunté cuántos hombres habrían accedido a aquella casita suya.
—Os habría ofrecido una cama bajo mi propio techo —prosiguió, con una risa alegre—, pero dicha hospitalidad resultaría impropia, siendo una viuda.
—Por supuesto.
—Por más casta que fuera nuestra amistad, la gente nos calumniaría.
—Desde luego.
—Por lo tanto, Blanche os ofrece amablemente la habitación del conde. Ya habéis dormido allí alguna vez, ¿verdad?
Sí, lo había hecho. La habitación del conde era la estancia en la que el conde de Provenza, en sus viajes, había dormido un par de veces. Se hallaba en el piso superior del alcázar, junto a la capilla. Contenía una cama adoselada, un arcón profusamente pintado y un crucifijo tallado, junto con otros objetos (rollos de telas, cristales estropeados, cunas vacías, botas que precisaban un arreglo) que hubiera que almacenar por breve tiempo. Los huéspedes más honorables del castillo solían alojarse en aquella habitación.
—Os estoy muy agradecido —fue mi respuesta.
—¿Os acordáis del camino para llegar a ella? —inquirió Marguerite—. ¿Y para ir a las letrinas, a la cocina, a los establos?
—Sí, sí.
—Bien; entonces, allí os sentiréis cómodo.
—No lo creo. —La miré por primera vez a los ojos y añadí—: No me sentiré cómodo. Me duelen terriblemente los cuartos traseros. Esta noche me torturarán los músculos fatigados y las ampollas en la piel. El dolor y el cansancio se apoderarán de mi cuerpo. Mañana, tal vez sirva para algo, pero esta noche seré una calamidad. Siempre ha sido así.
Marguerite asintió. ¿Me había comprendido? ¿ Le había dejado claro que no tenía ninguna intención de arrastrarme aquella noche hasta su cama?
—Pobre maese Raymond —dijo—. Todo este sufrimiento sólo para hacerme el favor de traerme una carta. Por cierto, ¿dónde está esa carta, si puedo preguntarlo? ¿En vuestro equipaje?
—Esto... sí.
—Entonces iré a buscarla. No, no, quedaos aquí. Terminad la comida. Laurent, ¿está el equipaje de maese Raymond en la habitación del conde? ¿Sí? En ese caso, iré a recogerla. —Marguerite se puso en pie y se despidió de los reunidos. Besó a unos cuantos niños, cumplimentó al mayordomo, pateó a un perro y me instó a dormir bien aquella noche—. Quedaos unos días —me recomendó—. Sé que siempre habéis necesitado un tiempo para recuperaros después de un largo viaje a caballo, maese Raymond. En cualquier caso, mañana debéis visitar mi casa. Quiero enseñaros el corral, el henal y la era.
«El henal —pensé—. Quiere hacerlo en el henal.»
¿A mediodía, tal vez?
—Laurent, ¿traerás mañana a mi casa a maese Raymond? Será mejor que alguien lo acompañe o se perderá. Naturalmente, tendrás una jarra de vino por la molestia.
«No —decidí—. No quiere hacerlo en el henal. ¿Dónde, entonces? ¿Y cuándo?»
—Buenas noches. Buenas noches, Blanche. Buenas noches, Laurent. —Marguerite revoloteó alrededor de la mesa, besando mejillas y dando palmaditas en las cabezas—. ¡Buenas noches, maese Raymond! ¡Buenas noches!
Cuando se marchó, me quedé sentado, un tanto confuso. ¿Había tratado de decirme algo? Pondría una droga en el vino del mayordomo para que se durmiera mientras nosotros fornicábamos? ¿O intentaba demostrar que no sentía ningún interés por mi cuerpo a los que tal vez sospechaban algo?
Sólo lo comprendí después de retirarme a mi habitación, pues allí, escondido en mi alforja, había un mensaje escrito con carbón en un trozo roto de pergamino.
«Espérame mañana por la noche», rezaba.
Canto IV
Pero ¿qué tormento es éste?, diréis. ¿Tendremos que esperar todavía para tener una noche de amor? Perdonadme, amigos y amigas. Sé cuánto anheláis el relato de mis actos lúbricos, pero ¿qué os hace pensar que os lo ofreceré? ¿No me había instado el padre Amiel a emplear medios alternativos cuando se tratara de obtener una confesión? Mi conciencia, desde luego, se rebelaba ante la idea de abusar de la hospitalidad del castellano con un acto tan grosero como el que proponía su madre. No sentía, ciertamente, el menor deseo de vender mi semilla —y mi honor— por una información.
Sin embargo, os pregunto: ¿qué opción me quedaba? ¿Cómo podría hallar a solas con Marguerite si no accedía a su petición? ¿Y que otra cosa podía ofrecer para convencerla de que revelara sus secretos? Atormentado por éstas y otras preguntas de la misma suerte, así como por mis muchos dolores y rozaduras, apenas pegué ojo en toda la noche, aunque la cama era blanda y la almohada estaba perfumada.
Por la mañana, estaba agarrotado. Apenas fui capaz de bajar la escalera para gran diversión de quienes se cruzaron conmigo. No obstante, mis articulaciones se engrasaron un poco con el paso de las horas, y a media mañana estuve en condiciones de dejar el castillo y visitar la casa de Marguerite en compañía de Phillippe, el hijo de Laurent. Allí admiré el henar, el corral y la era, así como ciertos objetos que sacaron para que los contemplara: un mantel de altar que Marguerite estaba bordando, el anillo de oro de su difunto esposo, un juego de finas ollas de hierro, un espejo de marfil y una jofaina vidriada. La única criada de la casa, una vieja callada que se llamaba Raymonde, nos sirvió buen vino e higos secos. Me fijé en que la criada iba muy bien vestida y pensé: «Es cómplice de Marguerite».
Poco después de apurar la copa, regresé con Phillippe al castillo, donde tomamos la comida de mediodía. Marguerite no quiso acompañarnos. Dijo que visitaría a su nuera por la tarde, cuando terminase sus tareas. La impresión que producía mientras hablaba con conocimiento de la gallinaza, del cardado del cáñamo y del almacenaje de sus quesos y tocinos, era la de una animosa, activa y eficiente hija de la Iglesia, la de una de esas mujeres virtuosas que son una corona para sus maridos. En todo momento se dirigió a mí con el máximo recato, bajando los ojos y refiriéndose con frecuencia a cosas como el estiércol, los impuestos y los sacerdotes, nunca a camas o a sementales. Llevaba los cabellos tapados y vestía ropas sencillas de tonos apagados.
Cuando la dejamos, Marguerite ordenaba a Raymonde que fuera a buscar agua mientras ella, con una pala, recogía las cenizas de la chimenea en un cubo de madera. Nada podía resultar más inocente o más respetable; nada, dar menos pábulo a rumores. Me alejé de la casa preguntándome si me habría confundido. ¿Era ella quién había dejado el mensaje en mi alforja? ¿O era otra persona quién se había encaprichado de mi dolorido trasero?
Quizá la viuda se había echado atrás. Tal vez había visto, como yo, que sería casi imposible que tuviéramos una unión carnal. ¿Cómo pensaba entrar en el castillo en plena noche, sin que la descubrieran? Sólo un súcubo sería capaz de tal cosa.
Éstos eran los pensamientos que me ocupaban aquella tarde mientras daba un paseo, primero por la calzada del parapeto, luego alrededor de la muralla y, finalmente, por las calles del pueblo. Hacía calor, pero no me veía con ánimo de cruzar unos campos interminables, bañados por el sol, para alcanzar las umbrías arboledas que se extendían más allá. Así pues, me quedé en Saint-Martin-les-Bains y me detuve primero en los establos del castillo, donde admiré debidamente diversos caballos, lo que me ganó la aprobación del jefe de palafreneros, quien ignoraba que yo apenas era capaz de distinguir un corvejón de una pezuña. Después, visité la iglesia e intercambié un par de gentilezas con el párroco, a quien doné una de las monedas del priorato. También hablé con Bona Claret. La encontré junto al pozo grande y la ayudé a sacar agua bajo la ávida mirada de una veintena de vecinos, hasta el último de los cuales debía de estar al corriente de mi participación en su traslado al pueblo.
Sin duda, todos esperaban alguna demostración de afecto por mi parte. Sin embargo, si era así, se llevaron un chasco. Tuve buen cuidado de mostrarme muy formal y calmoso, sin la menor calidez en mis palabras, diciéndome a mí mismo (ante la mueca de decepción de Bona) que lo hacía por el bien de su reputación. No hablamos mucho. Cuando me hube informado de que no la tenían excesivamente cargada de trabajo y de que no pasaba hambre, le deseé buena fortuna, me despedí y regresé enseguida al castillo.
No he vuelto a verla desde entonces. Pobrecilla, ojalá me haya perdonado, dondequiera que esté. Espero que no esté muerta, ni en prisión, sino casada con un buen marido que no le pegue y que no la haga trabajar como una mula. No es probable que así sea, desde luego, pues ¿quién querría casarse con una mujer como ella? Pastores y buhoneros no pueden mantener a una mujer, pero si se ha juntado con un campesino, espero que haya sacado provecho de ello. Deseo que sea guapo y tierno y que la haga feliz.
O que, por lo menos, la alimente bien.
Respecto a comer, esa noche cené col en vinagre y tocino mientras comentaba con Laurent el oficio de mi padre, tratante de azafrán, jengibre, pimienta, azúcar y clavo. También hablamos del comercio de la sal y de la importación de lana fina flamenca. Esto último condujo espontáneamente a una conversación sobre paños y tintes, y hubo acuerdo general en que demasiados tintoreros eran de ascendencia judía. En realidad, había demasiados judíos en todos los oficios.
Comparamos el paño verde de Aviñón con el pardo de Carbona. Hablamos de ovejas, de lino, de hilaturas y de tejedores. Marguerite se sentó a mi lado, como la vez anterior; en un momento de la conversación, intervino para preguntar si era cierto que el tinte escarlata se hacía con insectos machacados, pero pasó la mayor parte de la cena charlando con Blanche. Cuando se levantó de la mesa, quiso saber si me marchaba al día siguiente. Le dije que sí y expresó su pesar con gran dulzura.
—Me agrada haber vuelto a veras —suspiró—. Ojalá regreséis pronto por aquí. Cuando esté mi hijo.
—Será un placer.
—Adiós, pues. Que Dios os acompañe. Buenas noches, Blanche. Buenas noches, Lament. Buenas noches a todos...
Os juro que esa mujer era una maestra del engaño. Viéndola abandonar la estancia con paso vivo y semblante despreocupado, nadie habría dicho que rondaba por su cabeza la expectativa de una noche de pecado, ¿O sí? Una vez más, no supe qué pensar. Con todo, me retiré temprano para tener tiempo de establecer una estrategia, por si Marguerite se presentaba. Tal vez si le ofreciera dinero...
Aún hacía mucho calor. A pesar del grosor de las paredes de piedra y de sus estrechas aspilleras, por las que entraba la corriente, la habitación del conde era un horno. Así pues, cuando hube cerrado y atrancado la puerta y hube dejado la lamparilla, me despojé de toda la ropa y me dejé caer en la cama con los brazos y las piernas abiertos.
La cama gimió.
—¡Uf! —dijo.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Quién... quién anda ahí? —balbucí.
—¿Raymond ?
—¿Marguerite?
—Sí.
Entre nuevos gemidos y algún chasquido de articulaciones, Marguerite de Pasquieres salió a gatas de debajo de la cama. Aunque algo descompuesta, le brillaban los ojos bajo la luz mortecina. —Yo creía... Dijisteis... ¡pensaba que habíais vuelto a vuestra casa! —susurré, rodando sobre el vientre y mirándola desde el borde del jergón de paja. —¡Qué tonto eres! —replicó ella—. ¿Cómo querías que volviera, si me hubiese marchado?
—¿Y no os ha visto nadie? ¿Nadie reparará en que no os habéis ido?
—Me quedo a dormir aquí con frecuencia. Cuando hay algún niño enfermo, o cuando no me siento bien. ¿Qué centinela se extrañará de que no cruce las puertas, esta noche? ¿Quién me dedicará un pensamiento? —Con un dedo, trazó una línea a lo largo de mi flanco desnudo—. Sólo a ti te importan las andanzas de una pobre viuda abandonada — continuó, haciendo pucheros—. Por lo menos, he encontrado un lugar en tu corazón, Raymond.
—Sí —dije con incomodidad—. Claro que sí. Pero no habría acudido aquí, mi dama, si no me hubierais hecho una promesa.
—¿La promesa de una calurosa acogida? —coqueteó ella. Para entonces ya se había puesto de rodillas, de forma que sus pechos quedaban casi a la altura de mi rostro. Llevaba una sobreveste de color oscuro atado con lazos a la espalda; debajo, un vestido verde intenso con botones de coral rojo en los puños. Me mostró los botones, subiendo el brazo, y me pidió que los desabrochara.
—Señora —murmuré—, antes de que comencemos, una pregunta: ¿me dijisteis la verdad?
—¿Sobre qué?
—Sobre el clérigo asesinado. Lo mencionabais en la carta.
—¿Ah, sí?
—Sí. También decíais que me revelaríais cómo perdió su virilidad.
—Y te lo diré.
Se puso de pie y me pidió que desatara los lazos. Esperé a que me diera la espalda para ponerme de rodillas, dejando al descubierto con ello la maleza de mi entrepierna... y el poderoso roble que crecía en ella. La sobreveste se deslizó de sus hombros al suelo; el vestido, por el contrario, se lo quitó por la cabeza y, cuando emergió de sus voluminosos pliegues, lucía sólo una enagua, a través de la cual se podía contar cada pelo de su rizado vello íntimo.
La visión, debo confesar, era muy atractiva. Sin embargo, detuve su mano cuando ya buscaba mis partes.
—Esperad —dije.
—Oh, Raymond. Si supieras cuánto ha pasado desde la última vez que vi un ofrecimiento tan admirable...
—Esperad. N o, hasta que me contéis.
—Te cuente, ¿qué?
—¡Marguerite! —Me sentía sofocado; por momentos, la cabeza casi me daba vueltas. Recordad que llevaba semanas sin posar los ojos en una mujer desnuda—. ¡Basta de tonterías! Con gusto satisfaré todos vuestros deseos, si primero satisfacéis vos mi curiosidad.
—Pero, Raymond, mira a este pobre amiguito tuyo. Está despabilado y suplicante. Está impaciente, Raymond. ¿Con qué frecuencia lo alimentas, últimamente?
—Ni una caricia —dije con un jadeo, retrocediendo—. No tocaréis nada hasta que me contéis.
En respuesta, Marguerite se quitó la enagua. Su cuerpo tenía una blancura ebúrnea, con trazos rosados y rojo encendido, y era de una plenitud arrolladora. Cuando se despojó de las cintas de seda, los alfileres y las peinetas que los refrenaban, los cabellos formaron una cascada en torno a sus hombros. Me llenó un deseo casi irresistible de estrujar, manosear y chupar su piel suave y salpicada de hoyuelos.
Cuando se me acercó gateando sobre la cama, sus pechos generosos rozaban deliciosamente sus brazos.
—¿Tendré que perseguirte? —susurró con visible excitación.
—Antes, contadme.
—Ven aquí.
—No.
—¡Pero fíjate en esa erección! ¡Eso sí que es un cumplido! —Alargó la mano otra vez para agarrar mi verga erecta, pero la puse fuera de su alcance oportunamente.
Me retiré debajo de la cama, donde mis partes más delicadas estaban a salvo de aquella mano descarada. El padre Amiel habría estado orgulloso de mí.
—¿Eres un hombre o un monje? —refunfuñó ella—. ¿Cómo puedes hacerme esto?
—Contadme la verdad.
—¡No te importo nada!
—Marguerite, la prueba de que sí es... en fin, es visible a dos leguas de distancia. Pero no soy esclavo de mis deseos, como algunos hombres. Yo soy fuerte. Mucho. Puedo ofrecer satisfacción toda la noche, si es preciso. Siempre que mi curiosidad quede satisfecha, primero.
Hube una larga pausa, que ella rompió al fin:
—¿Te complace lo que has visto cuando me he quitado la enagua, maese Raymond?
—Claro que sí.
—¿No están poco maduro para vuestro gusto?
—¡Oh, no!—Me preocupó que pensara tal cosa; de nuevo, me traicionaba la conciencia—. Es blanco como el queso fresco, e igual de delicioso. Se me hace la boca agua.
—¡Come, pues! ¡Devora!
—Lo haré tan pronto me contéis.
Marguerite suspiró y la cama crujió.
—Te contaré una cosa ahora —dijo por fin—, y otra antes de que me vaya ¿Te parece justo?
—¿Por qué no las dos ahora?
—Porque si lo hago, quizá me niegues toda satisfacción.
—¡Oh, Marguerite! —Me escandalizó que pensara tal cosa de mí—, ¡Yo nunca haría una cosa así!
—Eso dices, pero no te importo nada, ya lo veo.
Me llegó un sollozo apagado, la oí levantarse de la cama y vi sus pies cuando dio unos pasos hasta la enagua caída en el suelo. Cuando la recogió, el remordimiento me venció.
—¡Oh, no!—exclamé mientras salía a rastras de mi escondite—. No, por favor. ¡Claro que os quiero! ¡Claro que m importáis!
—No. Has venido por mi secreto. ¿Por qué habías de venir, si no? Estoy vieja y fea. Ya ha pasado mi tiempo —añadió con la voz quebrada.
—Bobadas—protesté. Marguerite se había quedado plantada delante de mí con la cabeza gacha y los hombros hundidos, y me dolió ver toda aquella carne orgullosa y voluptuosa sumida en una postura que transmitía vergüenza y pesadumbre. Así pues, me acerqué a ella y le rodeé los hombros con mis brazos.
Al contacto con su vientre desnudo, mi semental se encabritó de nuevo.
—¿Lo ves? —murmuré en un susurro—. Decidme ahora que no os deseo.
Ella levantó el rostro.
—Entonces, ¿ has venido porque querías verme? —musitó. —Por supuesto.
—Pues bésame.
Amigos, amigas, besé sus suaves labios... Y podéis imaginar lo que sucedió a continuación. Después de los labios, besé su cuello, su nariz, su pelo y su escote; besé su vientre y recorrí sus nalgas con las manos y pasé la lengua por sus pezones mientras ella tiraba de mi pene como si ordeñara una vaca. En un abrir y cerrar de ojos rodábamos sobre el lecho y ella aplicaba sus ágiles dedos a la bolsa que colgaba entre mis piernas. Pero antes de perder por completo los sentidos, la aparté de mí bruscamente.
—¡Contadme! —exigí, jadeante.
—No puedo.
—¡Hablad!
—¡Raymond —ella también jadeaba—, no tengo nada que contar!
—¿Qué?
—¡Te mentí! ¡No sé nada de ese clérigo! ¡Nada! Lo que escribí fue pura invención para hacer te venir...
No me convenció: en su tono de voz y en su mirada había algo que despertó mis sospechas. Sin embargo, yo me moría de lujuria, desfallecía de deseo, y ella debió de darse cuenta. No encontré fuerzas para replicar y, tendido en el lecho, dejé que me mordisqueara y me besara desde las rodillas al ombligo hasta que, de pronto, se empaló en mi miembro erecto.
Siguió a esto una buena y vigorosa cabalgada —un auténtico galope— que nos llevó a los dos a una culminación muy satisfactoria. ¿Qué? ¡Ah!, sí, duró bastante. Tengo que decir, sin embargo, que a pesar de todos sus ardides y estratagemas, de todos sus perfumes y sus agudezas, a Marguerite le faltaba un punto de sutileza. Aporreaba como un herrero el yunque; arremetía como un hombre. Con Na Beatrice, mis cabalgadas solían ser suaves y fluidas, más parecidas a ríos salpicados de exquisitos remansos y remolinos. Con la viuda, la unión carnal era una batalla llena de cachetes y pellizcas, mordiscos y arañazos, ataques y retiradas. Además, Marguerite era voraz. Apenas acababa de verter mi semilla, ya estaba pidiéndome más.
—No, esperad —le dije entre jadeos.
—¡Más! —exigió ella, tirándome del pelo—. ¡Me has dicho que eras fuerte!
—Y lo soy. Pero dadme un momento...
Ni siquiera esto me concedió. De nuevo, empezó a acariciar mi flácida instrumento, sacándolo de su sopor a besos y despertándolo a lametones. Y luego, cuando lo hubo devuelto a un estado tumescente, lo empleó vigorosamente, machacando como si ella fuera la mano y yo el mortero. ¡Virgen Santa, vaya yegua salvaje era aquella mujer! Me retorció los pezones (¡sí, me retorció los pezones!) hasta provocar queme revolviera. La derribé sobre la cama y me encaramé sobre ella, y se agarró a mí como una enredadera.
—¡Fuerte! —resopló—. ¡Más fuerte! ¡Más! y siguió pidiéndolo, aunque os juro que, si hubiera empleado más fuerza, le habría abierto un agujero en el espinazo.
Mis esfuerzos, por fortuna, tuvieron recompensa de nuevo. Alcancé la culminación, aunque mucho después que ella. Lo cual es muy extraño, porque ya sabéis cómo son las cosas entre hombres y mujeres... ¿O no? Permitid que lo aclare, por si alguno no lo ha descubierto todavía. Para ello ampararé la fusión de los cuerpos con una cabalgada (¡cómo no!), una carrera bajo el sol abrasador por alcanzar una poza de agua. Tanto el hombre como la mujer tienen mucha sed, pero el hombre cabalga a galope tendido y se lanza al agua sin pensárselo, con espada, botas y todo el equipo, entre un gran chapoteo... a menos que, conteniéndose por cortesía, acople su paso al de la mujer.
Ésta, por su parte, avanza con tranquilidad y sólo se apresura un poco cuando se acerca a la poza. Y al llegar a ésta, se despoja de toda la ropa y se sumerge en el agua deslizándose, fundiéndose con el líquido.
Así había sido siempre, según mi práctica. En cambio, allí estaba esta vez, rezagándome, mientras Marguerite retozaba en el agua entre incesantes gemidos y gruñidos de felicidad. La experiencia no me resultó del todo placentera.
—Otra vez —me urgió ella.
—¡Oh, no!
—¡Otra vez!
—No. No puedo. De verdad.
—Sí.
—No.
—Vamos.
—¡No!
—¡Oh! Está bien...
De repente, Marguerite saltó de la cama y, agachándose junto a ella, buscó algo debajo.
Lo que sacó fue un objeto como yo jamás había visto o imaginado.
Desde el día del que os hablo, he consultado a varios legos versados en estas cuestiones respecto a dicho objeto y he descubierto que no era una invención de Marguerite. San Agustín, en La ciudad de Dios, menciona que ese mismo instrumento lo utilizaban los sacerdotes de la Cibeles Berecintia. En la obra de otro clásico, llamado Aristófanes, dos mujeres visitan a un guarnicionero que ha fabricado una pieza única parecida para uso de las féminas.
La que poseía Marguerite era de madera, no de cuero, pero estaba tan perfectamente pulida y encerada que tenía el lustre del mármol bruñido. Con una longitud de tres veces el ancho de la mano, aquella pequeña porra tenía un extremo redondeado como la yema de un dedo.
La contemplé, perplejo.
—Usa esto —dijo Marguerite, moviéndola debajo de mi nariz.
—¿Qué?
—Usa esto —repitió. Se echó de nuevo en la cama y abrió las piernas—. Vamos, date prisa. Aún sin entender qué quería, la miré a ella y, a continuación, al objeto. —¡Dios bendito! —blasfemé. —¡Hazlo, Raymond! —¡Oh, no! —¡Sí! —¿Cómo... cómo... De dónde habéis sacado esto? —Me faltaban las palabras—. ¿Cómo habéis podido... ? Esto es un instrumento diabólico, Marguerite. No está bien que...
—¿Por qué no? —replicó ella en voz baja—. ¿Qué puede hacer, si no, una viuda como yo? —Pero... —¿Es que te da miedo? ¡No se volverá hacia ti, Raymond! —No puedo. —Por favor. Por favor... Vacilante, cumplí su exigencia e introduje el objeto demoníaco. Ella gimió, se estremeció y murmuró entre jadeos:
—¡Mete y saca! ¡Mete y saca!
Pero a mí todo aquello me resultó repulsivo. No soporté seguir empuñando aquel instrumento y lo retiré del surco que partía su pradera. —¡No! —exclamó ella. —¡Chist! —¡Oh, Raymond, por favor! ¡Por favor! —No puedo. —¡Raymond, hazme esto y... y hablaré! ¡Te diré la verdad! —Me miró con una
mueca desencajada—. ¡Sé qué le pasó a ese clérigo, lo juro! —¡Oh, Marguerite! —dije, temblando——. ¿Cómo voy a creeros, si hace un momento decíais que os lo habías inventado? —¡No! Por favor, compláceme en esto. Hazlo y te diré todo lo que sé.
Y, amigos míos, accedí. Tomé aquel objeto, aquel instrumento de lujuria, y volví a aporrear con él como si me propusiera derribar una pared. Tengo que confesar, además, que empezaba a gustarme hacerla, pues el disfrute de Marguerite resultaba gratificante. A veces me detenía y jugaba con ella; otras veces introducía el objeto despacio, disfrutando del poder que tenía a mi disposición, pues me hallaba, os lo aseguro, en una posición de gran dominio. Mientras Marguerite se estremecía y jadeaba con abandono, yo mantuve la cabeza muy clara y seguí estimulándola, dirigiéndola por el camino hacia la culminación.
Pero un momento antes de que alcanzara ese dorado objetivo, me detuve.
—Contadme —dije.
—¿Que....?
—Decidme la verdad. .
—¡Oh, no! ¡Ahora, no. —gimió.
—Ahora, sí.
—¡Oh, por favor...!
—La verdad, Marguerite, y terminaré lo que he empezado.
Ella se cubrió la cabeza con la almohada, abrazándola mientras farfullaba unas apagadas protestas.
—Hay una piedra suelta —dijo por fin.
—¿Qué?
—Conozco la casa que ocupaba tu clérigo asesinado —suspiró, con la voz sofocada por la almohada—. En la pared del dormitorio principal hay una piedra suelta. ¿El difunto dormía en esa alcoba?
—Creo... creo que sí.
—Pues ya tienes la solución al misterio.
Perplejo, me senté sobre los talones.
—¿A qué os referís? ¿Y cómo conocéis vos ese detalle? —Viví un tiempo en esa casa. Con mi primer marido.
—¿ Vuestro primer marido?
—Siempre he evitado mencionarlo en presencia de Bernard. Bernard me quería tanto que la mera idea de que hubiese habido otro hombre en mi cama lo ponía furioso. — Marguerite descubrió su rostro y, mirándome con expresión afligida, gimoteó—: ¡Oh, Raymond, necesito otro marido! ¡Necesito a alguien en mi cama todas las noches!
Si aquello era o no una propuesta de matrimonio, no sabría decíroslo, porque no le presté la menor atención. Sólo me interesaba saber algo más del primer marido de Marguerite.
—¿Decís que vivisteis con vuestro primer marido en la casa de Guillaume Monier?
—Sí.
—¿Y que una de las piedras de la pared del dormitorio estaba suelta y podía retirarse, de modo que un intruso podría entrar en la casa?
—Sí.
—¿Y no se ha reparado?
Marguerite sonrió. Luego, frunció el entrecejo. Por fin, dijo:
—He cumplido mi promesa, Raymond. Haz el favor, ahora, de terminar lo que habías empezado.
Frustrado, arrojé lejos de mí el falo de madera.
—No —repliqué—. No, hasta que terminéis vos lo que habéis empezado. ¿Quién conoce la existencia de esa piedra suelta? ¿Cómo se empleó? Debéis decírmelo.
—Acaba, primero.
—No.
—¡Hazlo!
—¡No!
Estábamos en tablas, como dicen los practicantes del noble juego del ajedrez. Nos miramos, a cual más ceñudo, y sentí el impulso casi irrefrenable de atizarle una colleja. Se me ocurrió que Marguerite había empleado toda suerte de subterfugios, evasivas y astutos ardides para llevarme a la cama, como las mujeres de los fabliaux. (Recordaréis, por ejemplo, el cuento de la recién casada que, queriendo fornicar con su amante, dice a su lerdo marido que se ha dejado la vagina en casa de su madre. ¡O el de la casada de Orleáns que salva a su amante y preserva su reputación de mujer casta haciendo que su marido —quien se ha hecho. pasar por el amante— reciba una paliza!) En aquel momento, al reflexionar sobre la ignominiosa posición en que me hallaba, se me ocurrió que las mujeres venían engañando a los hombres desde los tiempos de Eva. Al fin y al cabo, ni el mismo Argos, el gigante de cien ojos, pudo evitar que Io, la concubina de Júpiter, escapara del encarcelamiento al que la sometía la celosa Juno.
De repente, Marguerite sacó las piernas de la cama y se puso en pie.
—¿Adónde vais? —pregunté.
—A casa —respondió.
—¡No! —La agarré por el brazo—. ¡No os iréis hasta que me contéis el resto!
—¿ Por qué habría de hacerla? Lo has estropeado todo.
—Si quisiera estropearlo todo, como decís, llamaría ahora mismo a vuestra nuera —fue mi cruel réplica—. Si quisiera estropearlo todo, le contaría lo que hemos hecho aquí y lo que me dijisteis para aseguraros mi colaboración. ¡Eso sí que lo estropearía todo!
Marguerite palideció.
—¡No serías capaz! —dijo, alarmada.
—¡Ahora mismo!
—¿Y arriesgarte a recibir una paliza?
—Tal vez. Pero cuento con la protección de personas importantes. ¿Quién os protegerá a vos?
Marguerite rompió a llorar. De repente, me habría gustado encontrarme a veinte leguas de allí. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo me había visto enredado en aquel sórdido asunto? De pronto, cruzó por mi cabeza la imagen de Beatrice Rascas y sentí vergüenza.
—Amiga mía —dije cansinamente, al tiempo que la soltaba—, cometisteis un terrible error al escribir esa carta. Si os negáis a confesarlo todo, mi patrón os llamará a declarar a Aviñón y tendréis que testificar en la prisión. ¿Qué preferís?
Ella murmuró algo. Me incliné para oírla mejor.
—¿Cómo? ¿Qué decís?
—A las adulteras las azotan —gimió—. Las hacen correr desnudas por las calles mientras la gente las apedrea...
Un nuevo torrente de lágrimas le impidió continuar.
—Así pues, ¿cometisteis adulterio? Esa piedra suelta..., ¿tenía por objetivo permitir la entrada de vuestro amante sin alertar al resto de la casa?
Marguerite asintió.
—¿Cuándo vuestro marido no estaba?
—¡No estaba nunca! —se lamentó——. ¡Yo sólo tenía dieciséis años! Él era mayor y amaba a otra mujer, la esposa de no sé quién. ¡Me decía que pasaba la noche en la casa de campo para supervisar los trabajos de la cosecha, o para consultar con el notario local,
o para asistir a una boda, pero yo sabía muy bien dónde estaba, en realidad! —Su tono de voz se hizo más agudo e inestable—. ¡Me encerraba igual que hacía con su maldito dinero! ¡Me tenía encerrada en mis aposentos durante días enteros y me hacía llevar la comida allí, como si fuese una presa! ¡Decía que una esposa no era de fiar, cuando el marido se ausentaba!
Empecé a temer que sus exclamaciones fueran audibles desde el piso de abajo.
—Escuchadme, Marguerite. La piedra. ¿Quién conoce su existencia?
—Nadie. —Se sorbió las lágrimas—. Lo hice yo sola, durante esos numerosos días en que me dejaban a solas en la habitación. Fui sacando el mortero con un cuchillo.
—Pero vuestro amante tuvo que conocerla. Bien se lo diríais, ¿no?
—Sí. Una noche, solté la piedra y pudo entrar por el hueco. Desde entonces, ponía una jarra en el alféizar de la ventana cada vez que se iba mi esposo. Cuando mi amante estaba en la ciudad, pasaba cerca de la casa cada noche y observaba la ventana. Si veía la jarra, se detenía a cuchichear algo. Más tarde, volvía y entraba por ese acceso secreto. Eso hizo hasta que... hasta que se enamoró de la sobrina de cierto obispo, nieta de un carnicero...
—¿Quién era?
—Cierto caballero de Saint-Gilles. Lo conocía desde muy jovencita, antes de dejar la casa de mi padre. Pero él ya estaba prometido en matrimonio. —¿Cómo se llamaba, Marguerite? —Etienne —dijo con una mirada ceñuda y cierta irritación en la voz—. Etienne de
Puy.
Canto V
¡Etienne de Puy! No me cupo duda: él era responsable del asesinato de Guillaume Monier. Odiaba al camarero a causa de la disputa sobre las tierras inundadas y conocía la existencia de aquella piedra suelta en la casa que Guillaume ocupaba. Todo quedaba explicado... salvo la mutilación de los genitales del camarero.
Además, cuando la presioné, Marguerite confirmó que el caballero era fuerte y vehemente; estaba segura de que si Guillaume de Monier lo había hecho enfurecer, Etienne habría reaccionado con una violencia excesiva. Marguerite no mostró remordimientos de conciencia por hacer aquella afirmación. Era evidente que la idea de involucrar a un antiguo amante no la perturbaba en absoluto.
Al contrario, sólo le preocupaba su propia situación.
—Yo... yo no pensaba decírtelo —sollozó—. ¡Oh! ¿Qué voy a hacer? Debes ayudarme, Raymond. Si tengo que prestar declaración, todo se descubrirá... Todo el mundo sabrá... ¡Me tacharán de adúltera!
—No necesariamente. —Me sentía cansado y lleno de compunción—. Tal vez baste mi testimonio. Si yo me callara vuestro nombre, ¿cómo lo descubrirían?
—¡A través de Etienne, por supuesto!
—Oh, por supuesto. —Me mesé los cabellos—. Entonces, debemos decir que lo entretuvisteis a instancias de vuestro marido —propuse—. Una esposa no puede desobedecer a su esposo.
Marguerite alzó los ojos y me miró:
—¿ Qué? —preguntó.
—Quizá vuestro esposo tenía gustos perversos. Tal vez prefería esconderse y ver cómo fornicabais con otro hombre. A lo mejor, como era impotente, no podía encontrar otra satisfacción en el lecho conyugal y...
—¡Mi marido no era impotente! —Encendida de ira, Marguerite me miró con consternación—. ¡Qué tontería!
—Tal vez os dio este objeto y os miraba cuando lo utilizabais —proseguí, señalando el falo de madera—. Quizá, para no perder la dignidad y la reputación, hacía entrar al caballero por el agujero y luego se escondía para que el mencionado caballero pudiera copular con vos sin estorbos.
—¡Esto es obsceno, Raymond! ¡Nadie creería tal cosa!
—¿Por qué no? Hay hombres que se aparean con ovejas. ¿Es esto más vil?
—¿Pretendes que jure, sobre las Sagradas Escrituras, que he sido tan libertina? —inquirió Marguerite, llorosa—. ¡Dios me castigará!
Pensé que si Él no la había castigado ya por sus múltiples pecados, era improbable que actuase ante aquel último acto deshonroso.
—Marguerite —suspiré—, o mentís, u os hacéis monja. Si os hacéis monja, cumpliréis la penitencia adecuada. Nadie os hará correr desnuda por las calles de Aviñón.
—¡Monja! —exclamó, horrorizada—. ¡Oh, no!
—¿Preferís que os flagelen en público? Si entráis en un convento y es un convento poderoso, estaréis protegida. La orden no querrá veros denostada y protegerá vuestro nombre a cualquier precio.
Os reís, amigos. Os parece divertido que una mujer como ella pudiera plantearse hacer el voto de castidad, sobre todo por un motivo tan miserable. Tal vez sospechéis que yo bromeaba, pero os aseguro que no podía hablar más en serio ¿Qué otra cosa, si no? Preocupado por el papel que yo había desempeñado en su caída, le ofrecía un buen consejo. No se me ocurría otra manera de brindarle protección.
Como es natural, ella se mostraba reacia, pero dispuse de toda la noche para convencerla, ya que Marguerite no tenía forma de marcharse. Había planeado ocultarse en mi habitación (donde había escondido una muda de ropa) hasta que amaneciera. Entonces, a una hora adecuada, pensaba aparecer en el vestíbulo con la nueva indumentaria, diciendo que acababa de llegar al castillo desde su propia casa. Era un plan inteligente y me proporcionó el tiempo suficiente para abordar sus miedos y sus resistencias. Todavía quedaban esperanzas de que no la llamaran a declarar, declaró; ¿debía abandonar aquella esperanza dando un paso irreversible? Le respondí que las esperanzas eran insignificantes, que conocía al padre Amiel y que, aun cuando el dominico satisficiera mis deseos con respecto a Marguerite, probablemente mandaría su caso al condestable, sobre el que yo no ejercía ninguna influencia. Le dije que, si entraba en un convento, su penitencia parecería verdadera. Le dije que tal vez le convendría adoptar otro nombre, un nombre religioso, de modo que si el suyo propio quedaba manchado, nadie sabría que se trataba de ella.
—¡Pero un convento! —sollozó—. ¿Cómo voy a vivir sin un hombre?
Dudé unos instantes.
—Incluso en los conventos ocurren cosas vergonzosas —dije al cabo y, tras aclararme la garganta, añadí—: Mi amigo Othon siempre ha querido yacer con una monja.
—¿De veras? —preguntó ella, enjugándose las lágrimas.
—Sois una mujer lista, Marguerite —me apresuré a decir—. Ya habéis demostrado que ni los centinelas ni las altas murallas pueden impedir que satisfagáis vuestros deseos. Claro que yo no os lo aconsejaría, puesto que el castigo sería terrible y, además, estaríais rompiendo los votos...
—Por supuesto —dijo con solemnidad.
—Tenéis que tomar una decisión. Yo no puedo hacerlo por vos, pero recordad esto: si mañana regreso a Aviñón, vuestra historia será conocida por el condestable, y quizá también por el Santo Padre, antes de que transcurra una semana. En estas circunstancias, deberíais pensar en procuraros una protección. Tal vez sea vuestra única oportunidad.
Con argumentos de este tipo, con gráficas descripciones de la prisión en la que había trabajado y de la infalible perspicacia del padre Amiel, la convencí. Tumbados juntos y susurrando en la oscuridad, urdimos un plan. Yo me quedaría en Saint-Martindes-Bains un día más, alegando que todavía estaba aquejado de cierta rigidez. Marguerite, mientras tanto, acudiría al sacerdote del pueblo con una maravillosa revelación. Le diría que la Sagrada Virgen se le había aparecido en un sueño y que le había indicado que entrara en un convento. Le diría que su intención era acudir al convento de las Carmelitas Descalzas, de Aviñón, para pedir que la admitieran.
Como tenía tantas propiedades a su disposición, era muy improbable que la rechazasen.
—Podemos viajar juntos —dije—, pero escoltados, para demostrar que no escapamos. Y aunque vayan a buscaros apenas llegada al convento, las carmelitas no os abandonarán, sabiendo que pueden perder vuestra casa, vuestro ganado y todas vuestras hermosas cosas.
—¡Oh! —gimoteó Marguerite—. ¡Mi hermosa casa! ¡Mis preciosos vestidos!
—Si no podéis dejarlos, Marguerite, tendréis que someteros a la ignominia, por no hablar de un severo y prolongado castigo.
—¡Oh! ¡Oh!
Presa de la desesperación, inspiraba compasión. Convendréis en que una decisión como ésta es muy difícil de tomar. Sólo una mujer muy piadosa renunciaría a su familia, a sus bienes terrenos y a sus noches de lujuria sin protestar; pero, finalmente, mi sabio consejo prevaleció y estuvo de acuerdo en buscar la protección de la Iglesia.
Al romper el día, ya se había resignado a la perspectiva de una nueva vida. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas y se había convencido de que era la única opción que le quedaba. Se vistió con aire sumiso y se escondió de nuevo bajo la cama. Yo, por mi parte, esperé a que los habitantes del castillo se hubieran despertado, y entonces me arrastré como un tullido escaleras abajo.
No habiendo pegado ojo en toda la noche, pude decir sin faltar a la verdad que no había descansado nada y, cuando pedí que me ofrecieran un día más de hospitalidad, nadie se opuso; antes bien, mi solicitud fue acogida con unas expresiones de satisfacción tan corteses que me sentí avergonzado. Casi me atraganté con la tarta de miel que me sirvieron, y cuando me ofrecieron otra, insistí en que se la repartieran los niños. Esto no contribuyó, sin embargo, a aliviar mi sentimiento de culpa, que se vio agravado con la repentina aparición de Marguerite, que hizo su entrada en la sala tan espléndidamente vestida como una novia el día de su boda. No obstante, su expresión parecía un tanto aturdida y, tras haber conversado con Blanche en voz baja, salió con ella para dirigirse a una estancia del piso de arriba.
Desde aquel momento y hasta la caída de la tarde, el castillo vivió unas horas de gran agitación.
Como corresponde a un huésped poco vinculado con la familia, permanecí solo tras el alboroto que siguió a las noticias inesperadas que dio Marguerite. El sacerdote del pueblo no puso objeciones, ya que su deber lo obligaba a alentar a cualquier mujer que quisiera consagrar su vida a Dios, pero Guillemette calificó de loca a su amiga; el mayordomo estaba desconcertado, y Blanche pedía contención y más reflexión. ¿Qué dirían el hijo y la hija de Marguerite? Los niños lloraron cuando supieron que su abuela iba a dejarlos pronto.
En cuanto a ella, hizo gala (como siempre) de una gran sagacidad. Ni siquiera fingió que eran impulsos piadosos los que la movían a tomar aquella decisión, sino que gimió y lloró junto al resto de la familia. Su argumento fue éste: que la Virgen se lo había encomendado y ella, por tanto, tenía que obedecer. Se presentó como una suerte de Jonás, reacia pero obligada. ¿Qué sería de ella si se negaba a hacer lo que la Madre de Dios deseaba? Algo terrible le ocurriría, sin lugar a dudas.
Con este tipo de lógica, preparó su camino a Aviñón. Accedió a llevar consigo al vicario, una escolta de guardias y, oh, también a Raymond Maillot. A medida que avanzaba el día, hizo entrega de muchas de sus posesiones a Blanche, a sus nietos, a su doncella y a sus amigas. Todo el pueblo lamentó su decisión, y se congregó en las calles para discutir sobre ella mientras Marguerite iba de casa en casa a despedirse. Cuando le preguntaron por la Santísima Virgen, dio respuestas vagas. Una luz intensa y una voz dulce eran todo lo que recordaba de la visitación que había transformado su vida. En lo que sí se esmeró, sin embargo, fue en pasar un rato largo en la iglesia, rezando oraciones y ofreciendo presentes.
No es preciso decir que todas estas actividades le llevaron mucho tiempo. Aunque habíamos previsto salir hacia Aviñón el viernes, los preparativos del viaje no se completaron hasta el sábado por la tarde. La noche del viernes, la anterior a su partida, Marguerite durmió en la alcoba de Blanche, compartiendo cama con los tres niños de ésta. Mientras tanto, en el piso de arriba, yo dormí a pierna suelta, a pesar de la tormenta que se desencadenó en el cielo. Nada turbó mi sueño letárgico, aunque cuando desperté lo hice con una sensación de profunda infelicidad.
Tumbado en la cama, pensé que había arruinado la vida de la dama.
Luego me regañé. Era ella quien se había arruinado la vida atrayéndome a su cama con promesas peligrosas. Además, Guillaume Monier había muerto asesinado. ¿Era justo que ese crimen quedase impune? El padre Amiel pensaría que no, y él estaba mejor preparado para emitir tales juicios.
Éstos fueron los argumentos con los que intenté tranquilizar mi conciencia. No obstante, por la mañana, cuando Marguerite se despidió de los suyos, fui presa del remordimiento. Permanecí sentado, con la cabeza gacha, mudo de culpa, mientras la lluvia (porque caía una pertinaz llovizna) se me colaba por el cuello de la túnica. Ver todos aquellos rostros bañados por la lluvia y contraídos de dolor fue más de lo que podía soportar. Los gritos de los niños me destrozaban el corazón, y nuestro paso por SaintMartin-les-Bains fue como una procesión funeraria. Ya fuera del pueblo, y mientras coronábamos la colina que pronto lo ocultaría, aún se oía un débil y lastimoso canto fúnebre.
¡Pobre Marguerite! Se pasó todo el día llorando debajo de un manto con capucha mientras los guardias se quejaban del tiempo y el vicario del sacerdote me hablaba sin parar de los impuestos papales. Como podéis imaginar, fue un viaje terriblemente triste. Los caminos enfangados y los aguaceros ocasionales todavía nos descorazonaron más. El polvo estival se había convertido en una sopa; si hubiéramos esperado un día más, nuestra ruta habría quedado intransitable. Era como si la propia naturaleza estuviera abatida de tristeza ante la perspectiva de la inminente reclusión de Marguerite.
Sin embargo, es una feliz constatación de la vida el que ni siquiera el más desdichado de los viajes dura para siempre y, en el momento en que empezaba a pensar que deberíamos acampar debajo de un árbol hasta el amanecer, llegamos a Villeneuve-les-Aviñón, donde buscamos refugio en la abadía de Saint-André. Allí pasamos la noche, justo al otro lado del río de nuestro destino final. Fuimos (como el correo papal, Germain, había prometido) muy bien acogidos: los monjes de la abadía nos prestaron ropa seca con la que dormir mientras la que llevábamos se libraba de la lluvia ante las llamas de la chimenea de su cocina. Nos sirvieron una buena cena regada con un vino excelente y quedaron encantados cuando Marguerite les contó su visión. Como es natural, no hablaron directamente con ella: le dieron una habitación en la hospedería y llamaron a una mujer del pueblo —un pueblo casi del tamaño de una ciudad— para que la atendiera. Pero mientras acompañaba amablemente a los miembros masculinos de nuestro grupo al dormitorio que íbamos a compartir, el fraile nos preguntó por el motivo de nuestro viaje y recibió nuestra respuesta con numerosas exclamaciones de júbilo y de asombro.
Aquel benedictino parecía un hombre sencillo. No se asemejaba en nada a los dominicos. Debo confesar que me avergonzó su calidez y su fervor. Mentir a un hombre como él se me antojó de lo más censurable. De hecho, la propia mentira era prácticamente una blasfemia y, de inmediato, me di cuenta de que al padre Amiel debería decirle la verdad. Fueran cuales fuesen las consecuencias, nunca podría mirarle a los ojos y mentirle sobre algo relacionado con la Virgen María. Era imposible.
Pasé la noche en vela, dando vueltas en la cama y pensando en el padre Amiel. No es necesario que diga que a mi tormento contribuyeron mis músculos doloridos y los ronquidos de mis compañeros. Por la mañana, volvía a estar rígido como una vara. Por ser domingo, sin embargo, me vi exonerado de la tarea de montar a caballo. El día del Señor no se viaja, si uno se ha acogido a la hospitalidad de una fundación monástica. En cambio, acudimos a la iglesia, hablamos sobre la elaboración de quesos, matamos cucarachas y oímos caer la lluvia sobre el tejado. Fue un día monótono e improductivo.
En una ocasión, entre dos aguaceros, bajé con Marguerite y el vicario al pie de la colina, desde donde contemplamos las murallas y las agujas de Aviñón que se alzaban al otro lado del río. «Yo me ordené en esa ciudad», explicó el vicario. «Cuantísimas barcazas», comentó Marguerite. Yo no dije nada. La ropa se me pegaba a la piel y mis rodillas no se comportaban como tales. A nuestro alrededor, los árboles, los tejados y los baupreses de las barcazas goteaban. Me entraba agua en las botas.
A la mañana siguiente, monté a caballo con una mueca de dolor y me acomodé en la silla con un gemido. Marguerite sufría las mismas molestias. El vicario, que viajaba a menudo a una aldea que se hallaba a cierta distancia de Saint-Martin-les-Bains, aún se sentía razonablemente bien y trató de animamos con exhortaciones acerca de las pruebas soportadas por los santos y benditos mártires de la Iglesia católica. Durante su perorata, Marguerite y yo intercambiamos una expresiva mirada de profundo sufrimiento. Fue la única comunicación sincera que hubo entre nosotros a lo largo del viaje.
Por fortuna para la salud del vicario, Aviñón se encontraba ya cerca. Poco después de dejar la abadía, pasamos ante la torre de Philippe le Bel y cruzamos el puente de Saint-Benezet mientras las campanas de Aviñón llamaban a tercias. Ya no llovía, el cielo se había despejado y un sol desteñido doraba las murallas de la ciudad. La pobre Marguerite miraba aquellas recias paredes con aprensión. Tenía la tez arrugada y pálida, descolorida por las copiosas lágrimas que había derramado. Aunque la compadecía, también me alegraba de su transformación. Con su expresión triste, los ojos cansados y las mejillas tirantes y desencajadas, parecía presa de un gran sufrimiento espiritual.
Si se hubiese presentado con su rostro habitual, risueño y alegre, a la abadesa de las carmelitas descalzas, habría suscitado dudas sobre la veracidad de su deseo de hacerse monja.
—Ahora —dije una vez hubimos entrado por la Porte du Rocher—, ¿sabéis cómo llegar al convento, señora? De ser así, os dejaré, ya que debo presentarme en el priorato.
—Oh, pero... pero... —Su consternación parecía excesiva, y tal vez habría despertado las sospechas del vicario si éste no la hubiese malinterpretado.
—No temáis —le dijo con una sonrisa—. Fui ordenado en esta ciudad y sé dónde se encuentra el convento de la orden.
—Bien, entonces nos separaremos aquí —dije lo más animadamente que pude—. Adiós, padre. Señora, espero que encontréis lo que buscáis. Y si alguna vez necesitáis ayuda, recordad que soy vuestro leal servidor.
—Sí, sí, lo haré —farfulló ella—. Pero ¿dónde estaréis?
¿Dónde podré encontraros?
—Preguntad en el priorato. Los frailes lo sabrán.
En mi afán de acallar cualquier sospecha que pudiese existir sobre mi relación con la viuda, tal vez me excedí en mi brusquedad, porque, mientras me despedía de ella con una reverencia, sus ojos se llenaron de lágrimas. Tras saludar con la cabeza a los dos guardias del castillo, sonreí, me volví y dirigí el caballo hacia una calle lateral, deseoso de perder de vista la cara de desespero y abandono de Marguerite. Me temblaban las extremidades y tenía ganas de vomitar. La fatiga del viaje, la vergüenza que me producía mi conducta en Saint-Martin-les-Bains y el sentimiento de culpa que experimentaba por dejar a Marguerite se fundieron, provocándome una terrible sensación de desesperanza. De hecho, cuando por fin llegué al priorato, no fui a preguntar por el paradero del padre Amiel, sino que me dirigí directamente a mi celda y me dejé caer en la cama.
Allí me encontró él más tarde, después de haber terminado con sus obligaciones religiosas.
—Raymond —dijo al entrar—, bienvenido de nuevo a casa. Empezaba a preocuparme por vos.
Resulta difícil de explicar, pero, durante unos breves instantes, me sorprendió su diminuta estatura. Mi recuerdo de él debía de haberse distorsionado un poco durante mi ausencia del priorato, y su figura, probablemente, había llegado a ocupar más espacio en mi mente del que ocupaba en carne y hueso.
Pero enseguida esta emoción se vio avasallada por otra, por una sensación compuesta de enojo y alivio.
—Nunca más —dije con brusquedad.
El dominico parpadeó.
—Fue una tarea terrible —proseguí—. Fue una acción vergonzosa. Nunca, nunca más volveré a hacer algo así. No teníais que habérmelo pedido.
El padre Amiel me miró con intensidad durante unos instantes.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber al cabo.
—¡Oh, no temáis! ¡He conseguido lo que queríais! ¡He averiguado la verdad! El hombre que buscáis es Etienne de Puy. En el dormitorio de Guillaume Monier hay una piedra suelta en la pared, p ero ¿qué precio hay que pagar por una información así? Me he comportado como una ramera, padre. Y yo no soy una ramera. ¡No lo soy!
—Contadme qué ha ocurrido —insistió en voz baja.
Y lo hice. Le conté que Marguerite había estado casada con un ciudadano de Aviñón, que había vivido en la casa del camarero y que allí había recibido a su amante. Le dije que ese amante era Etienne de Puy. También le dije que Marguerite se había librado a la compasión de las carmelitas descalzas, que se había arrepentido y que su intención era hacerse monja.
—Así pues —proseguí—, si queréis interrogarla, o el condestable desea hacerlo, deberéis hablar primero con la abadesa.
Pese a que anuncié aquel hecho en un tono de cierto desafío, no me atreví a mirarlo a la cara y permanecí sentado, con los brazos doblados y la vista clavada en el baúl que contenía mi ropa.
—¿Y lo ha hecho a sugerencia vuestra? —preguntó el dominico tras una pausa.
—¿El qué?
—Ingresar en un convento.
—¿Y qué, si así fuera? —En esta ocasión, levanté la mirada, aunque todo yo temblaba. Debo confesar que, pese a mi enojo, también buscaba consuelo, ayuda, alguien que me descargara del peso de la culpa. Y, como siempre, temía la desaprobación del dominico.
Sin embargo, lo que vi en su rostro no fue una expresión censuradora.
—Si fue a sugerencia vuestra —replicó en voz baja—, me siento impresionado en grado sumo por vuestra sagacidad, Raymond. Con la protección de las carmelitas descalzas, es muy improbable que tenga que sufrir un severo castigo por su conducta adúltera. —El dominico ladeó la cabeza—. ¿Fue por eso, en realidad, por lo que se avino a confesar? —inquirió.
Yo me ruboricé.
—Se avino a confesar —repetí, casi atragantándome con las palabras—, ¡porque soy una ramera! He sido un mentiroso, un malvado y un ruin.
—No creo.
—¡Sí! Padre, ¿tenéis reparos en mancharos los oídos con mi confesión? ¡Mis actos fueron... fueron despreciables! ¡Fueron obscenos! —No pude soportar su mirada mucho rato y aparté los ojos—. Yo no poseo vuestros recursos, padre. Tengo que rebajarme mucho para lograr el éxito en esta suerte de tareas. Y ahora debo hacer penitencia por mis pecados. Es muy... —se me quebró la voz—. Es muy difícil—concluí con tristeza. Se produjo un largo silencio y oí el sonido de la respiración del padre Amiel.
—Perdonadme —dijo al fin. Sobresaltado, alcé de nuevo la mirada.
—Perdonadme —repitió con el ceño fruncido y la expresión melancólica—. ¿Tengo que entender que os visteis obligado a mantener relaciones carnales con Marguerite de Pasquieres?
—Unas relaciones carnales muy... muy desdorosas. —El rostro me ardía de nuevo.
—Entonces, me equivoqué. —El padre Amiel sonaba sincero y contrito—. Me equivoqué al enviaros a esa misión. Me equivoqué al creer que, mediante el ejercicio de vuestra considerable inteligencia, podríais reunir la información suficiente sin poner en peligro vuestra alma. Perdonadme, ha sido un error mío. Un pecado mío.
Con el corazón encogido de dolor, comprendí lo que estaba diciendo. Decía, efectivamente, que sus grandes expectativas habían quedado decepcionadas. —Bien... Parece que soy de veras indigno —dije estremeciéndome, al tiempo que me secaba la nariz—. La próxima vez deberíais enviar a un monje.
—Raymond...
—O deberíais ir vos mismo, quizá.
—¡Oh, Raymond! —Se acercó, me puso la mano izquierda en la cabeza y se inclinó para hablarme—. No deseo culparte. Como acabáis de decir, no sois un monje. El mismísimo san Antonio lo hubiera tenido muy difícil para no pecar, de haberse encontrado en vuestra situación. La culpa es mía. Esperaba más de vos de lo que habría esperado de la mitad de la clerecía de Aviñón, porque os tengo en muy alta estima. No sois indigno, hijo. —Se llevó la mano derecha al corazón—. Soy yo quien se avergüenza. He traicionado vuestra confianza. He permitido que mi oveja se descarriara en compañía de los lobos. No lo haré nunca más.
Estas palabras me resultaron tan tranquilizadoras como la música sacra. Fue como si el padre Amiel hubiera levantado una gran losa de mi espalda y la hubiera cargado sobre la suya. Sin embargo, yo seguía turbado por una duda vaga y esquiva.
—Margarita no es un lobo —fue mi débil protesta.
—¿No? Entonces tal vez sea un leopardo. O una cabra. —Yo sabía que esos dos animales son símbolos de lujuria—. Raymond, el pecado de la mujer es mucho más grave que el vuestro. Ella es una adúltera, una libertina. Ha pecado libremente, mientras que vos lo hicisteis a desgana y por respeto a mí. ¿No es así?
—Esto... Tal vez.
Aunque yo estaba sentado, no tuvo que inclinarse mucho para mirarme a los ojos; no sé qué distinguiría en ellos. Incluso desde un punto de observación tan cercano, debía de verme absolutamente borroso. Sus ojos, en cambio, parecían muy vivos, brillantes y penetrantes.
—Os encontraré un sacerdote —dijo con suavidad—. Podréis descargaras del peso del pecado y pedir la absolución. Si pudiera concedérosla yo mismo, os aseguro que lo haría. Si pudiera aliviaras el sufrimiento, lo haría. Pero no desesperéis, hijo. Todo se solucionará, os lo prometo. —Retiró la mano de mi cabeza y me dio una palmada en el brazo—. ¿Me perdonaréis? —dijo con una voz lo más desconsolada y engatusadora posible—. ¿Volveréis a depositar vuestra confianza en mí?
Amigos, amigas, ¿cómo iba a negarme? La súplica no sólo me halagó la vanidad, sino que también me conmovió el corazón. Me alegró lo indecible ser acogido de aquella manera, como si fuera el hijo pródigo. Además, el padre Amiel se culpaba más a sí mismo de lo que me culpaba a mí. Sentí que, si él se consideraba el principal responsable de mi conducta, Dios quizá se mostraría generoso conmigo. Porque debéis comprender que, en mi mente, Dios y el padre Amiel habían empezado a adquirir un parecido muy marcado.
—Por supuesto —murmuré—. Por supuesto. No... no tengo nada que perdonaros.
—¡Ojalá fuese cierto! Pero, venid. Habéis tenido un viaje muy duro. ¿Queréis comer? ¿Beber vino? ¿Descansar? ¿Os gustaría lavaros?
—¿Con agua caliente?
—Sí, creo que podremos procuramos agua caliente. Venid a las cocinas. Allí encontraremos comida, vino, agua caliente y cuanto podáis necesitar. ¡Venid!
Y así fue cómo se ocupó de mi bienestar, de una manera tranquila pero insistente, haciéndome salir de la cama y, tras cruzar el jardín del claustro, ayudándome a encontrar agua caliente y un paño con el que secarme. Luego, me llevó a la enfermería, donde consiguió del padre Gabriel una cataplasma para mis doloridos cuartos traseros. Y, mientras hacía esas cosas, me distrajo con comentarios sobre sus reflexiones acerca de nuestra situación en aquel momento. El testimonio de Durand Rouiard había sido confirmado. La carta que esperaba de Pierre-Julien Fauré todavía no había llegado. Lothaire Lagarrigue debía ser puesto en libertad. Jean Marty y Josserand de Ponte también tenían que ser liberados. Aimery de Sorgues y Fulques Fuille eran culpables de sodomía, y eso no era de la incumbencia del padre Amiel. La persecución de Etienne de Puy era, sin lugar a dudas, incumbencia del condestable, pero antes de notificar a éste la necesidad de llevarla a cabo, el padre Amiel tendría que comunicar sus descubrimientos al Papa.
—¿Y dónde está Bona Claret? —inquirió—. Es como si se hubiera esfumado.
—Esto... Bona Claret está en Saint-Martin-les-Bains —respondí—. Le encontré trabajo allí. Podemos localizada fácilmente, padre, cuando la necesitéis otra vez.
—Por supuesto —sonrió el dominico—. Hijo, sois como el buen samaritano. ¡Tenéis un corazón tan caritativo!
Y así fue como, entre alabanzas como ésas, inferencias, especulaciones, habladurías y una atareada búsqueda de mi bienestar personal, transcurrió el resto de mi jornada. Sólo después de haberme retirado a la cama esa noche, cuando me encontré a solas, yaciendo en la oscuridad y dolorido todavía desde la rodilla hasta el ombligo, se me ocurrió pensar: ¿y Marguerite de Pasquieres? ¿Qué ocurría con su sufrimiento?
Con una leve sensación de intranquilidad, descubrí que, en las valoraciones del padre Amiel, el sufrimiento de Marguerite Pasquieres no contaba para nada.
Canto VI
El día siguiente, el padre Amiel acudió a pedir audiencia al Papa mientras yo subía a las murallas de Aviñón a tocar la viela.
En los atardeceres de verano, en épocas de paz, se suele ver a los ciudadanos de Aviñón paseando por lo alto de las defensas. En la actualidad, para poco más sirven dichas defensas: poderosas en otro tiempo, hoy empiezan a desmoronarse y ofrecen escasa protección, ni siquiera contra el viento. Algún día, tal vez la Santa Sede se decida a apuntalarlas con fondos salidos de sus arcas. Hasta entonces, sin embargo, el hombre que desee contemplar el valle del Ródano desde una atalaya elevada deberá abrirse paso con cuidado entre las piedras sueltas, los hoyos traicioneros y las pendientes cubiertas de musgo. Si consigue alcanzar uno de los escasos tramos intactos del baluarte, tendrá que soportar probablemente las miradas suspicaces y las profusas expectoraciones de los soldados de la guardia, los cuales, cuando se convenzan de que ni miradas ni esputos arredran al intruso, procederán a conversar entre ellos, a grandes voces y en términos crueles, de asuntos como el flujo menstrual, las costumbres fornicadoras de los judíos o el estado de los cadáveres colgados a secar en las murallas de poniente.
Alguien más débil tal vez se dejaría amilanar por tantos factores en contra. Yo, sin embargo, tengo un estómago fuerte. He estado muchas veces entre hombres tan borrachos que se olvidaban de bajarse los calzones antes de vaciar la vejiga. He visto colgar a criminales y ahuyentar a los leprosos de las puertas de la ciudad con tal energía que se dejaban atrás dedos y orejas en su afán por escapar. En consecuencia, no permití que me arredrasen los obstáculos que se ponían en mi camino. Hice caso omiso de ellos o los evité, o me situé a favor del viento cuando se trataba de un olor ofensivo (pues hay ciertos puntos a lo largo de los contrafuertes donde la gente suele arrojar las aguas de albañal). Como Satanás cuando le mostró a Cristo todos los reinos de este mundo y sus fastos, me encontré en un mirador que ofrecía una amplia vista del puente de Saint-Benezet, la torre de Philippe le Bel y Villeneuve-les-Avignons, y allí me senté con la viela, el arco y una hogaza de pan.
Si alguna vez visitáis Aviñón, os recomiendo que busquéis este admirable lugar. Desde allí, el río aparece azul y reluciente, y no turbio de excrementos y otros desperdicios. Desde allí, el puente parece firme y frágil y no se aprecia cómo ha desgastado el agua sus cimientos de piedra. Desde allí, todo —árboles, barcas, viñedos, tejados y montañas— conforma un conjunto armonioso, que la mañana de mi visita estaba recién lavado por la lluvia y brillando al sol.
En cuanto a la gente, eran como hormigas: apenas visibles, indistinguibles, sus actividades tenían muy poca importancia. Contemplando aquello, me pregunté si sería así como Dios veía el mundo. Tal vez el padre Amiel tenía razón en lo que decía: quizá mis problemas eran barcia al viento. Más feliz viviría uno, pensé —o, al menos, más sereno—, si pudiera aprender a contemplar su existencia (más aún, a contemplar a la humanidad entera) como se apreciaba el valle del Ródano desde las murallas de Aviñón.
Allí arriba, el aire era muy fresco y el ruido de las calles sonaba muy amortiguado. De vez en cuando, llegaba hasta mí un grito o un golpe o el chapoteo del agua, pero los sonidos carecían de fuerza, quedaban ahogados rápidamente por el silencio que se cernía desde lo alto. El cielo estaba casi limpio de nubes y tenía un azul como no se encuentra en ninguna otra parte, pues ningún mortal puede imitarlo. Los ojos de Dios, pensé, debían de tener aquel color.
Toqué unas melodías, un puñado de canciones dulces con la esperanza de elevar mi ánimo y despejarme la cabeza. Esperaba que el consejo que me había dado el padre Amiel—que subiera a la muralla, contemplara la creación divina y reflexionara sobre mi vida— me iluminase de algún modo. Sin embargo, la música me pareció carente de sentido: débil y disonante, se perdía rápidamente en el viento. «Dejad que Dios os hable en el silencio», había dicho el fraile, pero yo no oía nada que se pareciese a Dios, a menos que el propio silencio fuera su voz. Poderoso, sí resultaba. Enmudecía mi instrumento y también mi canto. Me sentí como si hubiera dejado de existir. Durante un instante, durante un brevísimo momento, contemplé el mundo como lo hacen el cielo, el viento y el sol. Lo vi todo y no vi nada. Apartado de la tierra, me vi fugazmente aislado de todas las pasiones, posesiones y asociaciones que me definían.
¿Y qué iluminación saqué de aquel momento de trance? Ninguna. Ninguna en absoluto. Cegado por la luz, ensordecido por el silencio, fui incapaz de reflexionar sobre el curso de mi vida porque lo sentía demasiado lejos. Sólo cuando hube vuelto a las calles, a los olores y a los gritos —sólo cuando volví a sentirme otra vez Raymond Maillot—, pude concentrar mis pensamientos en el futuro. Y tal vez lo hice entonces con la cabeza más clara; tal vez la visita a las murallas me había revitalizado hasta aquel punto, por lo menos.
Sabía que mi empleo con el padre Amiel estaba tocando a su fin. También veía que, ahora que no andaría cargado de trabajo, debería buscar de inmediato otro lugar para vivir. Con la suma que me debía el monje, por lo menos podría procurarme un techo. Y con la recomendación del dominico, tendría ocasión de encontrar más trabajo. Trabajo en serio, no esporádicas redacciones de contratos, sino un empleo permanente de alguna clase. ¿Me ofrecería un puesto el priorato? Tal vez no. Al fin y al cabo, en el priorato sobraban escribanos. Pero seguro que... seguro que no me abandonarían por completo, ¿verdad? Si había de convertirme en hermano lego, seguro que el padre Amiel seguiría favoreciéndome con sus atenciones paternales, aconsejándome y guiándome, aunque ya no viviera ni trabajara con él, ¿verdad?
Necesitaba al padre Amiel. Privado de mi familia, rechazado por mis amigos, perjudicado en mi profesión por una fama un tanto deslustrada, estaba ahora completamente fiado a la voluntad del monje. Ya veis que nunca he sido lo bastante fuerte para sostenerme solo. ¿Quién lo es? Salvo, naturalmente, los santos que habitan entre nosotros... y yo, ya lo he señalado en algún momento, no soy ningún santo. Soy un hombre como el Buen Dios me hizo, un hombre como Adán. ¿Pues no le dijo Dios a Adán: «No es bueno que el hombre esté solo»?
Ocupado en estos pensamientos, regresé al priorato. Allí me enteré de que el padre Amiel no había vuelto todavía del palacio papal. No lo vi en el refectorio ni asistió a las vísperas. Sin embargo, poco antes de la hora de completas, mientras yo recogía con aflicción plumas y cuchillas, llamó a la puerta pidiendo permiso para entrar.
—¡Vaya! —dijo en cuanto cruzó el umbral—. ¿Qué hacéis, Raymond? ¿Nos dejáis?
Me volví y le dirigí una sonrisa sesgada.
—Pronto —fue mi respuesta—. Mañana empezaré a buscar otro alojamiento. Si... Es decir, si ya no necesitáis de mis servicios, padre —añadí con una pregunta en la mirada—. La inquisitio está completada, ¿no es así?
—Sí, sí, ya está terminada. Por lo menos, en lo que a vos concierne. Pero no os apresuréis, Raymond. Tengo una propuesta que tal vez queráis tomar en consideración.
Para mi sorpresa, se sentó en mi lecho. Nunca hasta entonces había hecho algo parecido. Aunque tenía aspecto de cansancio, noté bajo aquella fatiga un vigor exultante, inmenso, que quizás estimulaba la proximidad de tanto poder apostólico.
—Como sabréis —dijo a continuación—, hoy he consultado al Santo Padre. Naturalmente, he tenido que esperar muchísimo hasta que me han conducido a su presencia. Y mientras esperaba, me he enterado de que ayer se produjo cierto acontecimiento que se esperaba desde hace mucho tiempo. Se trata de la entrega de la decisión del consistorio que nombró el Santo Padre para...
—¿... para examinar la hechicería? —terminé la frase.
—¡Eso mismo!
—¿Y cuál ha sido la decisión?
El dominico titubeó y se rascó la frente.
—La decisión resulta... interesante —reconoció por fin—. Según lo entiendo yo, el consejo que da el Papa, después de mucho conversar con él, no contradice en absoluto el precepto del papa Alejandro. Simplemente, amplía las definiciones que se encuentran en él.
—¿Cómo? —pregunté.
—Bien, he estado tratando la cuestión con uno de los maestros de teología que aconsejaron al papa Juan. Tal como preveía, un tema de gran importancia ha sido el de las imágenes y su uso: el bautismo de imágenes, su confección, la manera en que vinculan a un hechicero o a una bruja (se empleó repetidas veces la palabra striga) con un demonio. Ahora, las imágenes de cera o de cualquier otro material parecen estar investidas de una gran carga ominosa. El papa Alejandro no se refirió nunca a imágenes, sino a la adoración de ídolos.
—Entonces, Masseo di Vico...
—Fue afortunado. Si la decisión del consistorio hubiera llegado antes, yo habría trasladado su caso al Santo Oficio tan pronto hubiese tenido noticia de la existencia de esa imagen de plata. —Hizo una breve pausa y, con una sonrisa, añadió suavemente—: El hermano Pierre-Julien Fauré no tendrá tanta suerte.
—¿Ah? —Me senté en la cama—. ¿Cómo es eso?
—Hoy ha llegado su carta.
—¡Su carta!
—Naturalmente, el padre Durand no estaba en su casa para recibida. Así pues, siguiendo mis instrucciones, me ha sido entregada a mí. —¿Y qué dice? La sonrisa del padre Amiel se hizo decididamente feroz. —Oh, estaba llena de buenos consejos. Sobre todo, acerca del uso de las
imágenes. El inquisidor, debo deciros, estaba muy asustado. Mucho. No de vos, amigo mío, sino de mí. Le aterrorizaba que descubriera algo que ya había averiguado: que fue él quien entregó el libro de brujería a Guillaume Monier. Proponía que Durand nos matara a los dos, utilizando un hechizo. Y es una verdadera suerte que éste requiriera fragmentos de nuestras uñas y pelos de nuestro cuerpo, pues dudo de que, de otro modo, mi querido hermano en Cristo se arriesgara a poner sus pensamientos en pergamino. Habría llevado a cabo sus invocaciones en Lazet, sin necesidad de la colaboración de Durand. —Con un suspiro de satisfacción, el monje cruzó las manos como quien da por terminado un trabajo—. Cuando le he mostrado la carta al Papa, se ha quedado mudo de espanto. Y el testimonio de Durand ha borrado cualquier duda.
—¿Entonces... ?
—Se notificará al Inquisidor de Francia. Y la Santa Sede ejercerá su influencia. Y no me sorprendería que el hermano Pierre-Julien Fauré fuera pronto relevado de su cargo. Desde luego, el Papa está impaciente por ver cómo tal cosa se produce… —Clavando sus oscuros ojos en mí, entre cerró los párpados y ladeó la cabeza—. De hecho —añadió—, el Santo Padre propone que yo mismo reemplace al hermano Pierre-Julien, aunque esta decisión no descansa únicamente en Su Santidad Apostólica. Debe consultarse a otros, primero.
—Así pues, ¿iréis vos a Lazet? —pregunté con una sensación de creciente trepidación.
—En efecto, deberé establecer residencia allí —respondió el monje—. Yo argüí que mi salud es, digamos, incierta, y el Papa declaró que, en el caso de enfermar, sería libre de abandonar el cargo al momento. Insistió mucho en que aceptara.
—¿E iréis? —inquirí estúpidamente.
—Sería difícil negarse. Si declinara sus deseos, la desaprobación del Santo Padre podría condenarme a una existencia de trabajos aún más indeseables. —Me tomó por la muñeca y añadió—: En el caso de que vaya, Raymond, ¿vendréis conmigo?
—¿Yo? —No tenéis necesidad de hacerla y ésta es vuestra ciudad, pero creo que trabajamos muy bien juntos y hay pocas cosas que os retengan aquí.
Desconcertado, me limité a mirarlo fijamente.
—El trabajo del Santo Oficio difiere muy poco, en lo esencial, del que habéis desempeñado conmigo —continuó el fraile—, aunque tendríais que aprender más del ordenamiento y archivo de los registros. Muchos de los delitos serán los mismos pues, como he dicho, la definición de herejía se ha ampliado en cierto grado. En adelante, veremos más hechiceros marcados con la cruz amarilla. El teólogo al que consulté condenó rotundamente «las imágenes y demás objetos que vinculan al hechicero con el demonio». Esto significa que anillos, espejos y frascos se convertirán en objeto de sospecha, pues son utilizados a menudo para «encerrar» diablos. En muchos aspectos, toda esta cuestión está abierta a interpretación.
—Padre, yo... —No sabía qué responder. ¿Dejar Aviñón? ¿Abandonar mi ciudad natal?— Me honráis —murmuré por fin—. Pero no se me había pasado por la cabeza... Está tan lejos…
—¿Lejos? Tonterías. Lejos está Roma, amigo mío; lejos está Londres —sonrió y se levantó—. Pero comprendo vuestros reparos. La decisión os corresponde por completo a vos, desde luego. Quizá deberíais pensarlo un poco. Dejad que os diga solamente que me alegraría contar con vuestra colaboración... y, debo confesarlo, con vuestra compañía. Me temo que no soy un buen fraile, en este sentido. —Su sonrisa se ensanchó—. Contra todas las recomendaciones, parece que prefiero la compañía de ciertos legos a la de mis hermanos en Cristo. Mea culpa. ¿Asistiréis al rezo de completas, Raymond?
—¿Qué? ¡Oh! Sí, padre.
—Vamos, pues. Pongámonos en marcha.
El padre Amiel estaba sumamente animado. En cuanto a mí, me sentía más bien como si me hubieran dado un mazazo: estaba aturdido y tardé en recuperar, poco a poco, mi capacidad de razonar. Al principio, mis pensamientos eran deshilachados e inconexos y no formaban ningún patrón coherente. Después, lentamente, esos retazos sueltos de reflexiones empezaron a hilvanarse. Cuando me retiré a la cama, ya estaba enfrascado en reflexiones, tratando de valorar las ventajas y desventajas de la propuesta del padre Amiel. ¿Debía ir con él? ¿Debía quedarme? Si me marchaba, por un lado abandonaría casi todo lo que apreciaba y conocía; por el otro, conseguiría contar con la guía constante del monje, por no hablar de un empleo lucrativo. Por desgracia, el cansancio me venció antes de que tomara una decisión y, extrañamente, no tuve que lidiar con el dilema en mis sueños. En ellos, en cambio, aparecía Bona Claret.
Cuando desperté, al amanecer, escuché su voz, recitando en mi cabeza con claridad ciertas frases: «Na Munda descubrió un espejo —le oí decir—, y murmuró tres palabras y lo miró. Me dijo que el peine me lo habían robado y que estaba en una bolsa no lejos de su casa». Os juro que fue como si Bona estuviera en la celda, a mi lado, y repitiera aquellas palabras, que habían formado parte de su declaración sobre las prácticas mágicas de Na Munda. Recordé cada sílaba, cada pausa y cada entonación. Eran como un estribillo que no podía quitarme de la cabeza y debo confesar que aquella tonada, en concreto, me llenó de una vaga inquietud.
Apartando las mantas, fui a consultar el montón de declaraciones que se apilaban en mi escritorio. Sin embargo, no había suficiente luz para leer; si quería confirmar que mi recuerdo de la declaración de Bona se ajustaba a la realidad, necesitaría una lámpara. Así pues, me vestí y fui a las cocinas, donde me hice con un tizón del fuego, así como con un pedazo de queso y una jarrita de leche de cabra. Del queso y la leche di cuenta inmediatamente. El tizón lo llevé de nuevo a la celda, protegiéndolo con cuidado de las corrientes de aire, y lo utilicé para avivar la lámpara. Después, cuando hube apagado el tizón sumergiéndolo en el contenido de mi bacinilla, me puse manos a la obra y repasé las páginas escritas con prisas del primer protocolo de Bona Claret, hasta llegar a su testimonio en relación con Na Munda Giraud.
Como esperaba, las palabras que buscaba estaban detalladas allí. «Na Munda desenvolvió un espejo, murmuró tres palabras y lo miró.» Un espejo. Un espejo mágico. Reflexioné sobre las repercusiones de aquella declaración. El padre Amiel había citado los espejos, con los anillos y los frascos, como objetos utilizados para «encerrar» demonios. Na Munda no había encerrado ningún demonio, de eso estaba seguro; tenía la certeza de que, como el resto de sus trucos, el espejo había sido utilizado sin ninguna invocación a Dios ni al diablo. Cabía, no obstante, la posibilidad de que Na Munda fuese investigada por el Santo Oficio, por cuanto —como yo bien sabía—la muerte no era protección frente a los inquisidores de la depravación herética. Con frecuencia, se desenterraba a herejes difuntos, se quemaban sus huesos y sus casas y se desheredaba a sus hijos. Había leído en el manual del inquisidor del padre Amiel un catálogo de sentencias recomendadas, entre ellas las que se podían imponer a los herejes ya muertos. Este catálogo también estaba marcado con observaciones referentes a la confiscación de propiedades. Afligido por un súbito escalofrío de temor, me abalancé sobre el manual y hojeé sus recias páginas.
Allí. Leí en el pergamino amarillento la siguiente anotación, escrita con una letra tan menuda e intrincada que resultaba casi ilegible: «En obediencia de la ley romana de majestad se producirá la pérdida de la propiedad ipso facto, tan pronto como se cometa el crimen de herejía. Por lo tanto, ningún hereje puede disponer de títulos legales de propiedad, y cualquier disposición que haya hecho de ellos será nula, no importa dónde se haya otorgado».
«No importa dónde se haya otorgado la propiedad.» Allí sentado, inclinado sobre el escritorio, caí en la cuenta de un hecho terrible. Se me ocurrió que si Na Munda terminaba condenada por hereje, Bona Claret quedaría involucrada.
Y Na Beatrice perdería El Gallo Negro.
«Por lo tanto, ningún hereje puede disponer de títulos legales de propiedad, y cualquier disposición que haya hecho de ellos será nula.» Releí las palabras e intenté determinar si Na Munda había empleado su espejo mágico antes o después de vender la taberna a Beatrice. Era posible que Bona hubiese presenciado el incidente del espejo después del traspaso de El Gallo Negro. No obstante, ¿era esto garantía de que el citado espejo no se hubiera empleado en muchas ocasiones anteriores? Yo sabía cómo actuaba el Santo Oficio. Buscaría testigos que conocieran la historia de Na Munda. Intentaría localizar a cualquier persona que hubiera buscado la ayuda y el consejo de aquella anciana y de sus artes de campesina vieja.
Contemplando la terrible anotación del pergamino, pensé para mí que el Santo Oficio jamás debía ver aquello. No debería llegar nunca a su atención. Sin embargo, me dije, dentro de poco el propio padre Amiel sería el Santo Oficio, o parte de él. ¿Estaría obligado a perseguir un asunto tan insignificante?
Tal vez lo había olvidado por completo. Sí, era posible... pero poco probable. Yo sabía que el padre Amiel tenía una memoria prodigiosa. Además, recordé cómo había sonsacado a Bona todas aquellas historias de espejos, piedras y granos de cebada, y la meticulosidad con que me había hecho anotar cada una de ellas. ¿Por qué molestarse en hacer tal cosa, a menos que lo considerase de cierta importancia? Tal vez las había registrado con la intención de perseguirlas más adelante, si la decisión del consistorio era exigir que se investigaran.
Cerré el manual y me pregunté qué debía hacer. Tal vez desistir de plantear el asunto. Si lo llevaba a la atención del padre Amiel, quizá no haría sino empeorar las cosas. Pero ¿y si se acordaba de Na Munda Giraud? ¿Y si ya había dado su nombre al Santo Oficio? En este caso, todo estaba perdido. Pero si no lo había hecho, si él y yo éramos los únicos que compartíamos aquel conocimiento, entonces tal vez, apelando a su sentido de la piedad y de la compasión...
Me levanté y empecé a deambular por la celda. El padre Amiel todavía no era inquisidor de la depravación herética, me dije. Si esperaba a que el dominico asumiera el cargo y sólo entonces descubría que se proponía llevar a juicio a Na Munda Giraud, ¿qué posibilidades tendría de disuadirlo de tal cosa? Se vería en el deber de investigar el asunto.
En cambio, si lo abordaba ahora, quizá se compadecería. Tal vez se dejaría influir por la esperanza de que así lo acompañaría a Lazet. Al fin y al cabo, ya había mentido por mí en otra ocasión, por lo menos. Y Na Beatrice lo había ayudado varias veces. Además, ¿qué se sacaría de juzgar a Na Munda? Ya estaba muerta y su castigo quedaba en manos de Dios.
Éstos eran mis pensamientos mientras deambulaba por la estrecha celda, comido por los nervios y entre suspiros y mordiéndome a cada momento la uña del pulgar. Si consultaba con él, el padre Amiel quizá se limitara a decir que, no habiendo más pruebas que relacionaran a Na Munda con la invocación de demonios, el uso del espejo no era fundamento suficiente para una acusación de herejía. Quizá se limitaría a sonreír y a alabarme de nuevo por parecerme tanto al buen samaritano. Cuando el ánimo lo movía a ello, el fraile era sumamente comprensivo.
Pero ¿y si no se mostraba indulgente? ¿Y si recordar la trasgresión de Na Munda no hacía sino impulsado a decidir que merecía ser condenada? No sabía, ay de mí, cómo actuar. No hacía más que dudar entre depositar mi confianza en la buena voluntad del dominico, o guardar silencio y arriesgarme a que informara del asunto al Santo Oficio sin mi conocimiento.
Por último, después de darle muchas vueltas, decidí plantear la cuestión al fraile. Se me había ocurrido que cierto número de personas —el condestable, el Papa e incluso el Inquisidor de Francia— debían de contar con transcripciones de la inquisitio del padre Amiel para su estudio. ¿Y si éstos, al examinarlas, sacaban sus propias conclusiones acerca de Na Munda? La única manera de evitarlo sería eliminar de la declaración de Bona todas las referencias al espejo adivinatorio, y no podía hacer tal cosa —no podía rescribir ni acortar en modo alguno el protocolo definitivo— sin el permiso del padre Amiel.
Así pues, con el corazón acelerado, fui a su celda y esperé.
Canto VII
La espera se prolongó largo rato. Al ver que el monje no regresaba a su habitación después de las tercias, fui a buscarlo, aunque no me gustaba caminar solo por el priorato. Los otros frailes solían mirarme frunciendo el entrecejo y notaba que no era bien acogido en ciertos rincones de ciertos edificios. Finalmente, pregunté a uno de los hermanos legos y averigüé que el padre Amiel había salido del priorato tras conversar mucho rato con el prior, a puerta cerrada y en presencia de otro monje. El portero no sabía si regresaría antes de la colación. Al parecer, los movimientos del padre Amiel provocaban cierto descontento entre sus hermanos en Cristo.
Me retiré, por lo tanto, a mi celda, diciéndome que, ocurriera lo que ocurriese, nunca volvería a vivir en un priorato. (Los prioratos, como las abadías, están hechos para los monjes, no para los legos. Las piedras parece que lo miran a uno mal y cada bocanada de aire que inspiras es corno una imposición.) No tenía nada en qué ocuparme salvo pensar en el asunto de si debía quedarme en Aviñón, y sabía que la respuesta dependía de la decisión que tomara el padre Amiel con respecto a Na Munda Giraud. Así pues, me dediqué a tañer la viela, intenté calcular los honorarios que me adeudaba el dominico, me mordí las uñas y perdí el tiempo hasta que, por fin, durante el período de descanso que seguía a las sextas, el padre Amiel volvió al priorato.
Sentado en mi celda, oí sus pasos y los reconocí. Me puse en pie de un salto y abrí la puerta de par en par. Pareció sorprenderle la prontitud de mi reacción (tan fuera de lugar en una comunidad monástica), pero al verme se sonrió y en voz baja me dijo que tenía trabajo para mí.
—El Papa quiere una copia del testimonio de Durand —anunció— para que sea enviada al Inquisidor de Francia.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Habéis ido a ver al Papa esta mañana?
—No, he ido a ver al condestable. El Santo Padre envió un mensaje. —El fraile entró en su celda y revolvió uno de los montones de documentos que se apilaban en los anaqueles—. ¿Podéis buscarme la declaración de Durand, Raymond? Creo que la he dejado ahí.
—Padre...
—Estos ojos míos son una maldición.
—Padre —dije—, ¿el Inquisidor de Francia acusará de herejía a Durand?
—Quizá.
—Y... ¿qué será de los otros?
El padre Amiel se incorporó.
—¿Qué otros? —preguntó, mirándome fijamente.
—Pues... —comencé a decir, nervioso ante la intensidad de su expresión—, los otros a los que habéis interrogado. ¿Será enviado alguno al tribunal del Santo Oficio como sospechoso de herejía?
—Es muy posible.
—¿Quién?
Hubo una pausa. El monje me miró a la cara corno si esperase encontrar algo escrito en ella.
—¿Quién de ellos os preocupa, Raymond? —preguntó al cabo con astucia. Al ver que yo no respondía, añadió—: Vuestro amigo Gaillard está a salvo.
—Oh. Muy bien.
—¿O quizás es Bona Claret quien despierta vuestro interés?
Me pasé la lengua por los labios secos y dije que Bona Claret no era una hereje, ante lo cual el dominico afirmó que la mujer había consultado ciertos asuntos con una hechicera y que ésta había utilizado un espejo mágico.
—Recodaréis que la hechicera pronunció varias palabras mientras buscaba instrucciones en la superficie del espejo —dijo—. Podríamos preguntarnos a quién iban dirigidas esas palabras. Se dice, por ejemplo, que el demonio Berith, o Bolfry, responderá con la verdad a preguntas sobre el pasado, el presente y el futuro. ¿Quién sabe... ? Tal vez lo invocaba.
—¡Pero si era una vieja! —exclamé al tiempo que pensaba: «Qué estúpido he sido pensando que lo habría olvidado». Desde luego que se acordaba. Se acordaba de todas y cada una de las palabras—. Padre, ya sabéis cómo son las viejas de campo y sus consejos. En absoluto pretenden invocar a ningún demonio.
—¿Cómo podéis estar tan seguro de ello?
—Padre... —Me pasé los dedos por los cabellos y observé su expresión vigilante. No fui capaz de descifrarla. No sabía cómo presentarle mi petición—. Padre, ¿querríais reconsiderar esta decisión? —le pregunté—. La hechicera, Na Munda, está muerta. Bona Claret es una ignorante y no tiene ningún poder. ¿Qué daño pueden hacer?
—¿Qué daño pueden hacer? Raymond, ¿habéis olvidado que bebisteis el flujo menstrual de Bona Claret? —El padre Amiel parecía un tanto divertido—. Este tipo de conductas no deben alentarse.
—No, por supuesto que no. Pero podríais hablar con ella, padre. Cuando queréis, sois de lo más temible, y si la amenazáis, no volverá a hacerlo. Os lo juro. —Pero, Raymond, ¿qué me estáis pidiendo? ¿Que me convierta en un encubridor de herejes?
—¡Pero si Na Munda no fue hereje hasta el lunes! —Al percatarme de que mi voz estaba adquiriendo un tono frenético, respiré hondo y proseguí de una manera más tranquila y razonada—. Padre, si no fuera por el espejo, esa mujer sólo tendría que responder ante un tribunal civil o episcopal y, habiendo muerto, eso no es posible, pues el del Santo Oficio es el único tribunal que persigue asuntos como éste más allá de la tumba.
—Raymond...
—Y no hizo daño a nadie, esa vieja. Al menos, por lo que sabemos. Y si confirmáis el testimonio de Bona, porque todavía ha de confirmarse, tal vez descubráis que la palabra «espejo» fue un lapsus linguae. —¿Entendería lo que le estaba diciendo? Extendí las manos, suplicante—. Tal vez descubráis que sus recuerdos son confusos —añadí en voz baja—. Quizá contradiga sus declaraciones anteriores. ¿No es eso posible, padre?
El dominico parpadeó y luego suspiró.
—Raymond —dijo—, me complacería ayudaros, pero no puedo arriesgarme a una acción tan peligrosa.
—No es peligrosa. Nadie sabe nada de Na Munda a excepción de vos y de mí. Y de Bona Claret.
—Y de Dios.
—¿Dios? —Aquél era un argumento impropio del padre Amiel y lo pasé por alto—. Padre, Dios ya ha castigado a Na Munda. Está muerta.
—Bona Claret, sin embargo, no.
—¡Bona Claret es una ignorante! —Pese a mis buenas intenciones, cada vez me sentía más agitado—. ¡Era una niña cuando Na Munda la instruyó!
—Y por eso, su castigo será, sin lugar a dudas, leve —dijo el padre Amiel sonriendo con dulzura—. Raymond, sé que deseáis ahorrarle este trance a vuestra amiga. Como he dicho muchas veces, tenéis un corazón muy tierno, pero ese corazón os puede llevar por mal camino, hijo. San Agustín nos dijo: «Amad, pero cuidado con lo que amáis». Y nos preguntó: «¿Deseas saber de qué clase es el amor? Mira adónde te lleva». El amor de vuestra amiga, Raymond, os llevará a la desgracia y al peligro. Depositad, por tanto, la confianza en Dios y se hará su voluntad. Y ahora —añadió, volviendo a los documentos—, ¿dónde habré puesto esa declaración?
Me tragué el deseo de gritar «¡maldita declaración! », y empecé a revolver los montones de pergaminos hasta que encontré el documento que buscaba. Cuando me pidió que lo copiara, no me lo llevé enseguida a mi celda, sino que lo apreté contra el pecho y dije:
—Padre, Beatrice compró la taberna a Munda Giraud.
—¿Y?
—Y si Munda es condenada por hereje, todas las propiedades que le habían pertenecido serán confiscadas por el Santo Oficio, probablemente.
—¡Ah! —El dominico arqueó una ceja—. Entonces, ¿es el destino de Beatrice lo que os preocupa?
—Padre, ella os ayudó a detener a Durand. Es una buena mujer que ha trabajado toda la vida para tener esa propiedad. Si la pierde, ¿qué le quedará?
—¿Qué le quedará, decís? —El padre Amiel sonrió de nuevo—. Le quedará la salud, su hija, su Dios y vuestra amistad, Raymond. ¿Qué existencia es esta de hacer de tabernera? Es una ocupación innoble para una mujer. Seguro que os gustaría que tuviera algún otro medio de ganarse el sustento. Incluso como sirvienta, su vida sería mejor.
—Para ella, no. No lo ve de ese modo.
—Entonces, es que la ciega su propia concupiscencia.
—Padre... —Vi que aquella súplica iba a resultar inútil. La falta de compasión del monje por Beatrice y su apurada situación era consecuencia de su opinión general sobre las mujeres, y sobre Beatrice en particular. Siempre se había mostrado tan frío con ella como condescendiente conmigo—. Padre, sois un buen hombre. Estáis muy cerca de Dios. ¿No podéis mostraros compasivo? Lo habéis sido conmigo, padre. Me habéis perdonado una y otra vez mis pecados, como el propio Jesucristo cuando Pedro le preguntó: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Y Jesús le dijo: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Habéis sido tan bueno conmigo, padre... ¿No podríais serlo también con Beatrice? Por favor. Hacedlo por mí.
—Por vos, Raymond —dijo el padre Amiel sacudiendo la cabeza—, haría muchas cosas, pero no ésta. Es demasiado difícil.
—¡No lo es!
—Sí.
—¡Pero ya habéis mentido antes! Cuando os pedí que engañarais al marido de Rixende acerca de su sirviente, lo hicisteis.
—En esa ocasión lo hice por la salvación de vuestra alma. —El tono del padre Amiel sonó más frío—. Me prometisteis que evitaríais la fornicación y mentí para que cumplierais vuestra promesa. Decir la verdad no habría beneficiado a nadie.
—¡Tampoco en este caso se beneficiará nadie!
—Nos beneficiaremos nosotros dos, Raymond. ¿Qué creéis que ocurrirá si se descubre que hemos encubierto a una hereje? —¡No se descubrirá! —Perdonadme, pero no puedo estar seguro de ello. Y ahora, por favor, ¿seríais
tan amable de copiar la declaración? El Santo Padre la necesita lo antes posible. —Me había quedado allí plantado, ruborizado y sin saber qué decir, y él se acercó y me tocó la mano—. Vamos, no os enojéis conmigo. Me preocupa vuestra seguridad, Raymond. Tolerar y encubrir la herejía es un delito terrible.
—Entonces, ¿por qué me protegéis a mí? —inquirí—. El padre Pierre-Julien ha pedido mi comparecencia por el mismo pecado y, sin embargo, decís que con vuestra ayuda me veré libre de toda persecución. Aconsejé a un hereje, padre. ¿Es eso mejor que
consultar a una hechicera?
El monje entornó los ojos y su rostro pareció tensarse.
—¿Qué os proponéis? —preguntó—. Como ya he dicho, me preocupa vuestra seguridad, Raymond.
—Padre, estoy dispuesto a correr cualquier riesgo que se pueda presentar.
—¿Lo estáis? Bien; pues yo, no. —El dominico frunció el entrecejo—. Puede que tengáis en cuenta mi situación, pero también es posible que me sacrifiquéis alegremente por el bien de vuestra amiga Bona. Es indudable que la tenéis en gran estima.
—¿Qué? Oh, no. —En un parloteo frenético, le aseguré que lo veneraba, que era su fiel sirviente, que él era mucho más importante para mí que Bona Claret—. Pero, padre, debéis ver que si hacemos esto, no correremos ningún riesgo. Si yo corrigiera su testimonio, ¿quién lo sabría? ¿Quién?
—Perdonadme, no puedo.
—Pero ¿por qué no? ¿Por qué?
—Porque mi conciencia no me lo permite.
—¡Vuestra conciencia! —Estuve a punto de echarme a llorar de frustración y desengaño—. ¡Antes habéis mentido, innumerables veces! ¡Os he oído mentir durante los interrogatorios!
—Por el bien mayor.
—Padre, por favor. ¿No he sido un buen sirviente? ¡He trabajado con mucho afán para vos! ¡He mentido por vos! i Me he entregado a los vicios a petición vuestra, padre!
—Y como muestra de gratitud, Raymond, es mi intención protegeros del Santo Oficio —replicó el padre Amiel—, porque sabiendo que el razonamiento del padre Pierre-Julien es erróneo, creo que el hombre que buscó vuestro consejo probablemente no era un hereje. —Dio unos golpecitos al documento que yo presionaba contra el pecho—. Y ahora, ¿seréis tan amable de completar esta tarea? El Santo Padre no es un hombre paciente.
Incapaz de moverme, solté otra frenética andanada de súplicas. No podía creer que el padre Amiel se mostrase tan impermeable a mis intentos de persuasión. ¡Había sido siempre tan amable e indulgente!
—Padre —dije, temblando de pies a cabeza—, si Na Beatrice va a ser desahuciada de su taberna, no podré ir con vos a Lazet. No puedo dejarla aquí y que afronte ella sola semejante destino.
Cuando me miró, me acobardé, porque no sabía qué esperar. ¿Insultos? ¿Reproches? Sin embargo, en su expresión había un asomo de melancolía. Agachó la cabeza y murmuró:
—Como queráis... —Me miró de nuevo y añadió—: Os echaré de menos.
Contuve una exclamación y volví a enmudecer, sin saber qué decir.
—Tenéis que encontrar vuestro camino en la vida —prosiguió—. No soy vuestro padre para deciros lo que debéis hacer. Sin embargo, Raymond, tenéis un futuro muy prometedor. Vuestros dones refulgen como la plata al sol. No permitáis que se deslustren. No echéis vuestras perlas a los cerdos. Buscad una existencia más provechosa. Depositad vuestra confianza en Dios. —De repente, alzó la mano y me dio unas palmaditas en la mejilla como si fuera un niño—. Rezaré por vos —dijo con dulzura—. Pensaré en vos a menudo. No temáis al Santo Oficio... Me aseguraré de que no os hostigue. —Dejó caer la mano y sus dedos se cerraron en torno a la declaración de Durand—. Si deseáis, encontraré a otra persona que haga esta copia. Acaso... Bueno, acaso prefiráis no trabajar más para mí.
Carbones al rojo vivo, amigas y amigos, carbones al rojo vivo. Cada palabra era una gota de plomo hirviendo que caía en mi corazón. A pesar de mis intentos de amenazarlo, él no me guardaba ningún rencor, o eso parecía; antes bien, me halagaba y me brindaba protección. Antes bien, me hacía una promesa de buena voluntad duradera. ¡Y, sin embargo, me despedía de tan buen grado, sin la menor protesta...!
Si en aquel momento hubiese podido retractarme de mi declaración, me habría comido la lengua para conseguirlo.
—Claro que trabajaré para vos —repliqué, farfullando, sin saber bien lo que decía—, pero quizá prefiráis los servicios de un monje... de otro escribano...
—En absoluto.
—Tal vez os alegréis de que me marche.
—En absoluto —dijo en voz baja—. Como ya he dicho, me gustaría reteneros.
—Entonces, ¿por qué no hacéis un esfuerzo para lograrlo? ¿Por qué no me concedéis este deseo? Sois vos, padre, el que me impulsa a marchar. A mí me complacería quedarme, pero, ¿cómo voy a hacerlo?
—Oh, Raymond. —Arrancándome la declaración de las manos, la depositó encima de la cama y no sé cómo, sin ejercer ninguna fuerza, me obligó a sentarme en el lecho. Entonces tomó mis manos entre las suyas y se agachó un poco para mirarme a los ojos—. Escuchad: quiero ayudaras, de veras, pero éste es un asunto que se escapa a mi control. El Santo Padre ha tomado una decisión y yo he hecho un voto de obediencia. Bona Claret ha declarado sobre ciertos hechos y vos, Raymond, ¿no sois un hijo de la Iglesia? ¿No buscáis activamente el amor de Dios? Pensad, pensad un poco. Reflexionad sobre lo que me estáis pidiendo. Al hacerme una petición de este tipo, existen muchas posibilidades de que no sólo estéis poniendo en peligro la vida de los dos, sino también vuestra alma —me apretó los dedos—. No quiero perderos, Raymond, y mucho menos que seáis arrastrado al pecado, la destrucción y la ignominia. Reconsiderad vuestra decisión, por favor. Si no lo hacéis por vos, hacedla por mí. No puedo deciros el dolor que me produciría que volvierais al lodazal del que os rescaté y desaparecierais en él. Sois mi tizón arrebatado del incendio, mi oveja que se había extraviado, mi hijo pródigo. ¡Cómo me he glorificado en vos, Raymond! ¿Y ahora queréis marcharas? ¿Queréis herirme hiriéndoos vos mismo? Preferiría arder que presenciar algo semejante. Sería una gran pérdida. Una grandísima pérdida.
¡Qué elocuencia! ¡Qué súplica más conmovedora! No es preciso que os diga que me doblé como una espiga al viento ante esta retórica, que me debilitó las fuerzas y me ablandó el temple. Con lágrimas en los ojos, le aseguré al padre Amiel que no lo decepcionaría, que anhelaba de veras encontrar a Dios, que haría lo que él me pidiera, por supuesto, y que nunca pensaría en herirlo.
—Entonces, ¿copiaréis la declaración?
—Sí, padre.
—¿Y vendréis conmigo a Lazet?
—Sí, padre.
—Bien..—El dominico me soltó y dejó caer la declaración en mi regazo antes de recordarme que el Santo Padre no podía esperar—. Copiadla lo más deprisa que podáis, hijo, y traédmela tan pronto como terminéis. Quiero que transcribáis una carta introductoria.
Asentí con un gesto de cabeza, pues no me atrevía a hablar. Salí de la habitación tambaleándome porque me sentía embargado por la emoción. La naturaleza afectuosa de su petición actuó sobre mí como si de vino se tratara. Si bien me consoló el corazón, me confundió los pensamientos y no fue hasta después de volver a mi celda, de haber preparado los instrumentos de escritura y de desenrollar un pliego nuevo de pergamino cuando empezó a disiparse la calidez embotadora de sus lisonjas y volví a sumirme en un estado de inquietud y ansiedad.
El padre Amiel era, sin lugar a dudas, mi guía benevolente y bondadoso. Y, por supuesto, tenía razón al preocuparse por nuestra seguridad, por los deseos del Papa y por su propia conciencia, pero Na Beatrice era una amiga tan leal como él. Si perdía su taberna, nunca me perdonaría a mí mismo. Nunca.
Mientras escudriñaba la desmañada caligrafía del escribano al que se le había confiado la trascripción de la declaración de Durand Rouiard (tenía todas las muestras de incompetencia características del trabajo de Pierre-Bernard Aubert), me distraje con ensoñaciones que de vez en cuando hacían que me detuviera, dejara la pluma en la mesa y apartara la vista del documento. Pensé en Bona. Pensé en Beatrice. Pensé en la afortunada circunstancia de que todavía no hubiera confirmado su testimonio.
De repente, después de copiar unas tres páginas de la declaración de Durand, contemplé una posibilidad que me hizo contener una exclamación. Dudé unos instantes y, acto seguido, me puse en pie de un salto, dejando mi trabajo sobre la mesa, y corrí por el pasillo hasta la celda del padre Amiel.
El dominico respondió enseguida a mi llamada, pero de forma bastante áspera.
—¿Sí? —dijo tras percatarse, con una rápida mirada, de que no llevaba conmigo el pergamino.
—Padre, si pudiera haceros una sugerencia...
—¿Con respecto a vuestro trabajo? —Su tono de voz era malhumorado.
—No —respondí—. Con respecto a Bona Claret. —Como no quería hablar del asunto en un lugar público, utilicé mi mayor estatura y corpulencia para imponer mi voluntad y, en cierto modo, obligar al padre Amiel a retroceder mientras yo entraba en su habitación—. Padre —murmuré—, el testimonio de Bona todavía no está firmado. Si ella negase haber utilizado la palabra «espejo», entonces no tendríais que referir su nombre al Santo Oficio. En realidad, no cometeríais ningún desliz...
—Raymond...
—Como es natural, no podéis hacer nada al respecto hasta que se corrobore el testimonio, y para llevar a cabo este trámite tendréis que citar a Bona para que comparezca en Aviñón. ¿Por qué no me enviáis a entregar la citación? ¿Qué mal puede haber en ello? Y si ella retirase entonces la palabra «espejo», quedaríais libre de toda culpa...
—No.
—Pero...
—No. —Aunque su rostro permaneció inexpresivo, su voz sonó cortante—. Es inútil que sigáis insistiendo, Raymond. Y os he pedido que terminéis un encargo urgente.
—Padre...
—Terminad el trabajo. Por favor. Escucharé vuestra propuesta cuando hayáis hecho la copia, pero no antes. ¿Queda claro?
Como siempre, cual si de una espada desenvainada se tratase, la amenaza de su desaprobación sirvió para amedrentarme.
Y, sin embargo, yo estaba de lo más enojado. Al regresar a mi tarea, pensé en las palabras con las que me había despedido, tan distintas de las que había utilizado antes para lisonjearme. Si me tenía en tanta estima, ¿por qué no me escuchaba? Sin lugar a dudas, el Papa podía esperar un poco más. Era el padre Amiel quien parecía incapaz de hacerla.
Deseoso de demostrarle mis habilidades y mi perfeccionismo, me apliqué con gran esmero en realizar una copia de la declaración de Durand que mejorase el original. Mi disposición del texto fue infinitamente superior; corregí errores, enmendé construcciones gramaticales torpes y utilicé tintas de distintos colores para resaltar ciertos nombres. Cuando terminé, me dolían los dedos, los ojos me escocían y el padre Amiel estaba en la iglesia, recitando las completas.
Podía haberlo esperado en mi celda, desde luego, o en la suya, pero me sentía incapaz de quedarme quieto. Así pues, me dirigí al claustro y empecé a dar vueltas a él hasta que los frailes salieron del culto. No bien terminaron los cánticos, me acerqué a la puerta de la iglesia y me aposté allí, abrazado a la declaración de Durand. Allí me encontró el padre Amiel cuando, por fin, salió a la luz cada vez más tenue del atardecer.
Se sorprendió, creo, porque se detuvo de repente, lo cual causó no pocos inconvenientes a los monjes que lo seguían. Como siempre, sin embargo, se recuperó enseguida. Sus manos blancas aletearon unos instantes como mariposas nocturnas, tal vez disculpándose por su torpeza o para ofrecer una explicación a sus hermanos en Cristo. Luego, se separó de la hilera de monjes que avanzaba, ninguno de los cuales redujo el paso ni nos dedicó una mirada mientras seguían camino de la cama.
Sabedor de que el lenguaje hablado los ofendería, señalé el documento que llevaba bajo el brazo. El padre Amiel asintió y alargó la mano para que se lo entregara. Yo, sin embargo, retrocedí mientras sacudía la cabeza y, con un gesto de la mano, le indiqué que deseaba conversar con él. Bajo la luz mortecina, todavía me resultó más difícil descifrar su expresión: sus ojos se veían negros y su boca se perdía en las sombras. Pareció quedarse pensativo unos instantes. Luego, asintió otra vez y me llevó al scriptorium, donde todavía ardían diversas lámparas.
En el scriptorium, una gran estancia contigua a la sala capitular, encontraréis la envidiable colección de libros del priorato, contenidos en anaqueles, arquetas y prensas. Las ventanas son amplias y acristaladas y el aire está impregnado del olor a manuscritos viejos y deteriorados. Las lámparas están siempre llenas de aceite, y en los escritorios no faltan nunca las plumas, los tinteros, las reglas, la cera, el carbón, la cuchilla y la piedra pómez. Durante las inclemencias del tiempo, suele encontrarse allí al lector del priorato, llamado hermano Aldhemar, discutiendo con una decena de estudiantes de teología o aleccionándolos. Por la noche, según el padre Amiel, el scriptorium es frecuentado por esos mismos estudiantes o por otros frailes (quizá los que redactan sermones, cartas o discursos), dispuestos a prescindir del sueño a fin de poder estudiar ciertos textos.
En el momento del que os hablo, sin embargo, la sala estaba vacía. Incluso el bibliotecario la había abandonado. Por lo tanto, entramos sin que nadie nos preguntase nada. El padre Amiel, en quien nunca había visto unos movimientos tan enérgicos, se detuvo ante uno de los escritorios y puso las manos sobre aquella superficie manchada de tinta.
—Esto nos bastará —dijo—. Si transcribís aquí mi carta de introducción, Raymond, no molestaremos a los otros hermanos. N o será más que una breve misiva. —Padre...
—Después, entregaré los dos documentos al portero y él los hará enviar con las primeras luces.
—Padre, ¿me escucharéis, ahora?
Estaba observando los tinteros, algunos de los cuales parecían secos.
—Si queréis hablar de vuestra sugerencia —respondió—, debo deciros que lo he pensado y la respuesta es no. Que vayáis a entregar la citación de Bona, hijo, podría despertar suspicacias más tarde.
—Pero si dijera que he ido a Saint-Martin-les-Bains por un asunto relacionado con Marguerite de Pasquieres...
—No.
—Entonces, cuando Bona regrese a Aviñón —me apresuré a comentar—, podríais llevarla escoltada a una estancia de la prisión donde yo esperaría su llegada y...
—No.
—Padre, ¿quién lo descubriría?
Tomó en la mano un tintero, lo sopesó, lo ladeó y volvió a dejarlo en la mesa con un gruñido.
—Raymond —dijo—, ¿mentiríais bajo juramento?
—Yo... yo...
—Si lo hicierais, pondríais en peligro vuestra alma. Si no lo hicierais, entonces alguien lo descubriría. En este tintero queda tinta. Sentaos. Os procuraré pergamino.
Mientras se alejaba luché contra el deseo —que con tanta frecuencia me asalta cuando un niño tozudo o un crío pequeño me sacan de quicio— de levantarlo en vilo, darle una sacudida y obligarlo a capitular. La gente menuda y frágil, cuando está dotada de una obstinación desproporcionada, siempre me afecta de la misma manera. Por eso entiendo que Othon ande pegando a la gente cuando está irascible. Al ser tan grandullón, todos los habitantes de Aviñón deben de parecerle niños tozudos.
Sin embargo, yo sabía que no bastaban una sacudida o un par de golpes en la cabeza para coaccionar al padre Amiel y por ello, respirando con dificultad, apreté los puños e intenté sopesar mis opciones.
—Aquí tenéis —dijo él, volviendo a mi lado, no con pergamino sino con un rollo de vitela—. Ya está reglado. Mañana le explicaré nuestras dificultades al bibliotecario; no se ofenderá.
—Esperad, padre. Antes de que hagamos esto...
—¿Qué? —espetó—. ¿Qué sucede, ahora?
—Padre, antes habéis dicho que mentisteis por mí a fin de que evitara la fornicación.
—Sí, y no me apetece volver a discutir sobre ello.
—Pero...
—Raymond, es muy tarde. Quiero tener esta carta escrita antes de que nos retiremos. ¡Antes de que las campanas llamen a maitines!
—Sí, por supuesto —la voz me temblaba de miedo, ira y congoja—. Pero antes, dejad que os pregunte una cosa.
—No. Este asunto está concluido, Raymond. No hay nada más que decir.
—Sí.
—Por mi parte, no.
—Padre, habéis dicho que me escucharíais cuando acabase de copiar la declaración...
—Y lo he hecho.
—¡No, no lo habéis hecho! ¡Os negáis a escuchar!
—Porque vos, amigo mío, estáis obsesionado con esas mujeres vuestras. ¡Pensáis con los virilia, Raymond! Pensad con la cabeza y veréis que me estáis pidiendo algo imposible.
Si esas palabras las hubiese pronunciado otra persona, tamaño insulto me habría hecho perder el control y replicarle de la forma más grosera y miserable, pero como se trataba de él sentí que la sangre se me agolpaba en las mejillas y respondí lo primero que me vino a la cabeza.
—¡Estáis cegado por los prejuicios! —grité—. Detestáis a Beatrice y por eso sois tan injusto con ella.
—¿Terminaréis esta carta, Raymond?
—¡No! ¡No lo haré hasta que me escuchéis!
El monje me traspasó con una mirada dura y vehemente.
Tenía los labios apretados y la cara pálida como el pedernal.
—Entonces, tendré que pedir ayuda a otra persona —dijo.
—Esperad. —Lo agarré por el brazo para impedir que saliera del scriptorium.
—Soltadme.
—Padre, no pienso con mis genitales, os lo juro.
—Soltadme. —La orden me dolió como el chasquido de un látigo; me quemó como el hielo. El dominico sacudió el brazo, pero no tuvo fuerza suficiente para soltarse. Ahora, cuando lo pienso, me doy cuenta de que debía de estar enojadísimo. Un hombre tan menudo y débil siempre se tomará muy a mal que lo inmovilicen por la fuerza. Sin lugar a dudas, al padre Amiel lo habían humillado innumerables veces de esta manera. Tenía que haberlo sabido cuando noté que tensaba el brazo, cuando vi que encajaba los músculos de la mandíbula y que el color regresaba a sus pálidas mejillas, pero como el dominico no solía perder los estribos en mi presencia, fui incapaz de reconocer la intensidad de su furia.
Por el contrario, continué suplicándole al hombre cuyos favores yo estaba acostumbrado a solicitar: al hombre tranquilo, reservado, listo, ingenioso, imperturbable, a veces malévolo, a menudo heroico, casi siempre condescendiente y del todo digno de estima que (a la sazón yo aún no lo comprendía) había asumido el control total de mi vida. No sabría decir si este hombre existió alguna vez o no, realmente; sin embargo, convencido de que todavía estaba presente detrás de la rencorosa fachada con la que se enfrentaba a mí, le supliqué con unas palabras que, si bien pronuncié con cierta inseguridad, estaban pensadas para persuadir, no para obligar.
—Padre —dije—, una vez mentisteis por mí a cambio de un voto de castidad. ¿Qué puedo ofreceros ahora que os mueva a mentir de nuevo?
—¿Qué podéis darme? —espetó el padre Amiel. Y entonces en un arrebato de excepcional aspereza, sacudiendo el brazo que yo agarraba y con una expresión de profundo desdén en el rostro, dijo—: ¡No podéis darme nada que no haya tomado ya!
No bien hubo pronunciado la frase, el dominico debió de darse cuenta de que había cometido un error. Me miró con los ojos desorbitados, se quedó inmóvil unos instantes e incluso contuvo el aliento. Casi de inmediato, renunció a más apelaciones a mi lealtad y a mi estima. Emitió un bufido, se encogió de hombros, entornó los ojos y en sus labios se dibujó una media sonrisa, torcida y melancólica. Su mirada de soslayo parecía decir: «Es una lástima, pero no importa. He cometido un desliz y lo único que debo hacer es limitar los daños».
En cuanto a mí, me quedé estupefacto, no tanto por sus palabras como por la expresión de desdén con que las acompañó. En ellas no encontré el menor asomo de respeto o cariño, ninguna señal de que me considerase un amigo, ni siquiera un oponente digno. Era la clase de mirada que yo había dedicado a menudo a una mosca en la sopa o a los excrementos de animales que encontraba en mi camino. Era una mirada carente de cualquier sentimiento de compañerismo.
—¿Qué... qué queréis decir? —pregunté tartamudeando, al tiempo que le soltaba el brazo.
—Oh, esto es inútil —dijo y aprovechando que me había relajado, me arrebató la declaración de las manos bruscamente—. Ya habéis tomado una decisión.
—¿Qué habéis hecho? —inquirí, presa del horror. «No podéis darme nada que no haya tomado ya.» De repente, me iluminó la luz de la verdad. Me di cuenta de que me había visto privado de amigos, amantes, familia, una casa, de la confianza incluso en mis propias creencias y pasatiempos, de mi propio yo y que si tal cosa había ocurrido, no era porque el padre Amiel se preocupara de mi alma, sino porque lo motivaba un extraño, perverso e injustificable deseo de verme vacío. Perdido. Aislado.
Debo reconocer, sin embargo, que en aquel momento de revelación no comprendí todo esto perfectamente. Confundido, capté malicia o, al menos, ausencia de buena voluntad. Detecté irritabilidad, impaciencia, y un leve asomo de escarnio. El dominico todavía estaba enojado, eso también lo notaba. Sin embargo, también mi furia se había encendido y se apoderó de mí con la fuerza y la velocidad de un alud.
—¿Qué estáis diciendo? —inquirí.
—Que ya habéis tomado una decisión. Haced lo que os venga en gana.
—Venid aquí.
—Si intentáis agarrarme de nuevo —dijo, volviéndose—, haré que os flagelen.
—Explicaos.
—Oh, ¿por qué tengo que daros una explicación? ¿Por qué tengo que perder el tiempo con vos? Sois irredimible. Intratable. Aunque he prodigado con vos mis cuidados inestimables, seguís siendo como un can jadeante tras una perra en celo. Nunca alcanzaréis la sensatez. —Movió la mano, que ya no parecía hermosa ni elegante, sino quebradiza y semejante a una garra—. Marchaos. Abandonad mi presencia. Id con vuestra tabernera, pero recordad esto, maese Raymond: por más que creáis que vais a regresar a vuestra antigua vida y que destacaréis como un rey entre vuestros vulgares compañeros exhibiendo con orgullo vuestro ingenio, vuestra belleza y vuestras habilidades musicales mientras os complacéis en sus adulaciones, tales tiempos se han terminado, amigo. Todos vuestros dones proceden de Dios; no son vuestros para que dispongáis de ellos como os venga en gana. Si os negáis a dedicados a su servicio, sufriréis. Yo me encargaré de que así sea.
Éstas fueron las últimas palabras que me dirigió. Incapaz de replicar, lo vi desaparecer por el umbral de la puerta. Debió de marcharse may deprisa (o acaso mis movimientos eran muy lentos debido a la conmoción), pues apenas había llegado yo a mi cuarto cuando apareció el portero con dos hermanos legos corpulentos. Juntos, me echaron del priorato, haciendo caso omiso de mis protestas, al tiempo que me prometían que todas mis pertenencias estarían «a mi disposición» cuando pasara a recogerlas.
Me enorgullece decir, sin embargo, que fui muchísimo más rápido que ellos en un aspecto. Aunque el padre Amiel había actuado raudo como una centella, no lo había hecho lo bastante deprisa como para impedir que escondiera debajo de la túnica una página de la declaración de Bona Claret, que me estaba esperando en el escritorio.
Cuando llegué a El Gallo Negro, lo primero que hice, una vez cruzado el umbral, fue quemar la página. Luego, con un atizador, batí las cenizas hasta que todas las palabras escritas en ella quedaron ilegibles.
SEXTA PARTE
Canción de la satisfacción
Canto I
Amigos y amigas, tenéis ante vosotros a un hombre feliz. ¿Qué? ¿Protestáis? A fe que hablo sin ironía: mi mesa gime bajo el peso de la comida, disfruto de amorosa compañía en la cama, bebo sin restricciones y por cuenta de mi esposa y, aunque sano, mi hijo no se parece a mí en nada más. ¿Qué más podría pedir un hombre?
Es cierto que me han despojado del derecho a actuar como escribano público, pero ¿por qué lamentar el robo de semejante carga? Los escribanos viven encorvados sobre su mesa, malgastando su vida en un interminable garabateo mientras sus esposas se distraen con hombres que poseen vigor, valor y libertad, cuyos músculos no se desperdician, cuyos ojos no se entrecierran a la luz del sol, y que no están encadenados a un montón interminable de anotaciones y registros. En otro tiempo, malgastaba mis días revisando contratos, declaraciones, peticiones e incluso textos que tenía que copiar para estudiantes (trabajo aburrido donde los haya); ahora, me gano el sustento cantando, sirviendo vino y asegurando con mi ingenio alegre y mi aspecto atractivo que vosotros, amigos y amigas, sigáis honrando con vuestra presencia este ilustre establecimiento.
¿Qué decís? Sí, tal vez tengáis razón. Tal vez mi aspecto repele, más que atrae. Todo el mundo envejece, pero creedme si os digo que hubo un tiempo en que mi aspecto causaba admiración; o, por lo menos, eso es lo que comentaban las damas. Entonces tenía la cabellera tupida y negra como la noche; entonces, la tripa no me sobresalía y lucía una dentadura incomparable. Sin embargo, ¿por qué lamentar la pérdida de un poco de pelo o de unos cuantos dientes? ¿Por qué angustiarse por unas cicatrices? En la gloria de mi juventud, me persiguió un buen número de mujeres a las que mi apostura atraía como una llama a las polillas. Por esta razón, me porté como un salvaje, sin consideración alguna por la santidad del matrimonio ni por las enseñanzas del Señor, esparciendo mi semilla a los cuatro vientos y pagando un precio por mi lascivia. Ahora que ya no soy tan atractivo, no siento la tentación de descarriarme. Estoy contento con mi suerte: contento de que mi querida esposa tolere aún la visión de mis carnes flácidas, de mis canas, de mis espinillas magulladas y del dedo que me falta.
¿Y no te amarga, preguntaréis, haber padecido tanto durante nueve largos años? Queridos míos, doy gracias de que todos esos años de encierro no me destruyeran. Muchos murieron en prisión, Barthélemy entre ellos. Otros perdieron el alma aunque su cuerpo sobreviviera. Yo fui afortunado. Conservé la vida y conseguí la libertad. Ciertamente, el Señor me concedió su bendición. Sí, quizá fui perseguido injustamente por cierto fraile que, tras convertirse en inquisidor de la depravación herética de Lazet, parecía dispuesto a borrarme de la faz de la creación. No me cabe duda de que, si bien delegó mi caso en su vicario, fue su influencia lo que, finalmente, me llevó a la cárcel. Sin embargo, para entonces ya me había prometido en matrimonio con la mujer que nunca me ha abandonado; una mujer que, privada de su taberna, trabajó sin tregua para proporcionarme comida y ropa mientras estaba encerrado, que me siguió a Lazet para poder visitarme y consolarme y que me mandaba huevos frescos y pan recién hecho y, en ciertas fechas señaladas, incluso pasteles horneados con azúcar de verdad. ¿No cabe considerar todo ello una gran bendición? ¿Y no lo fue también que el carcelero resultase un hombre infinitamente corrupto, dispuesto, por una cantidad adecuada, a liberarme de mis grilletes, a trasladarme del murus strictus y a permitirme la libertad de un confinamiento menos rígido en la sección de la prisión en la que los internos se mezclaban libremente?
Gracias a Beatrice, soporté la agonía del encarcelamiento sin perder la vida ni la razón. Mi salud se resintió un poco, desde luego, pero ¿no es la pérdida de la salud la maldición de la edad avanzada? A pesar de todas mis pesadumbres, aún conservo el vigor suficiente para hacer feliz a mi querida esposa. En cambio, el padre Amiel de Semur, que no conoció más tormentos que los de su propia conciencia (si es que la tenía), sucumbió hace mucho ya a una de las numerosas dolencias que lo habían aquejado toda su vida. Murió, tengo entendido, no mucho después de renunciar a su cargo. Como inquisidor, tan activo se mostró en la persecución de herejes que su legado a Lazet fue una prisión del Santo Oficio llena a rebosar. Por fortuna, su sucesor fue un hombre jovial de naturaleza codiciosa y dotado de un ápice de sensatez que, cuando constató que la prisión estaba superpoblada en exceso, decidió reducir el número de presos conmutando buen número de sentencias. Esta política, inteligente y piadosa, me salvó de una muerte en vida; con el pago de cincuenta livres tournois y la promesa de realizar tres penosas peregrinaciones, conseguí finalmente la libertad al cabo de nueve largos años... ¿O debería decir, mejor, que me la consiguió Beatrice? Suyo fue el dinero que untó la mano del inquisidor. Fue ella quien hizo sabio uso de las propiedades que le quedaron, quien dedicó las noches a cardar lana y los días a transformar un local alquilado en una taberna de renombre. Fue ella quien encontró para su hermosa hija un marido acaudalado, un hombre afectuoso en extremo que poseía caballo, casa y una bolsa generosa. Fue ella quien se aseguró de que yo fuese un peregrino pudiente y nunca me preguntó qué trastadas había cometido mientras realizaba mis obligados trayectos. Y fue ella quien en cada ocasión me acogió de vuelta con una ancha sonrisa y una cama caliente.
Yo la recompensé por todo ello con mi apellido. Pobre pago éste, lo sé, pero ¿qué más podía ofrecerle? Excepto, tal vez, mi devoción perpetua. ¡Qué maravilloso regalo ha sido Beatrice para mí! ¡Con qué generosidad ha olvidado mi conducta desconsiderada y mezquina, mi estupidez, mi debilidad y mi deshonra! ¡Qué sabiduría ha demostrado en cada giro de los acontecimientos, sin pedirme nada a cambio salvo que fuese leal a mí mismo, a ella y a nuestro hijo! ¿Quién sino ella habría enviado un emisario a Saint-Martin-les-Bains para poner a Bona Claret sobre aviso de las intenciones del padre Amiel? (En vano, sin embargo. Aunque Bona huyó, el padre Amiel la localizó y la obligó a confirmar su testimonio original.) ¿Quién sino ella habría abordado a Arnaud y se habría enterado de que, apenas dos días después de nuestro desacuerdo familiar en la taberna, mi hermano se había presentado en el priorato a buscarme para hacer las paces, pero había sido rechazado con la indicación de que yo no deseaba vedo ni hablar con él?
El padre Amiel, al parecer, estaba decidido a apartarme de todos mis vínculos mundanos.
Os complacerá saber que, a pesar de sus malignas estratagemas, pude reconciliarme con mi familia antes de que la sentencia que me llevó a prisión nos separara otra vez. Por fortuna, no poseía ninguna herencia ni propiedad que el Santo Oficio me pudiera confiscar y el hecho de que me juzgaran en Lazet contribuyó a limitar la vergüenza que significaba mi condena.
No obstante, mi destino ha deshonrado al clan Maillot y poca comunicación ha habido entre nosotros desde mi encarcelamiento. Mi madre ha muerto ya (que Dios dé descanso a su alma), y Alazais y sus hijos nunca me han apreciado. Sé que es motivo de tranquilidad para ellos que me haya establecido en Lazet. Si algún día volviera por Aviñón, mi aparición les produciría un gran desconcierto.
Arnaud, tal vez, se alegraría más de verme. Aunque rara vez escribe y, cuando lo hace, es sólo para recriminarme, sé que en lo más hondo de su corazón alimenta el recuerdo de su hermano. Lo sé porque, el día de mi partida de Aviñón, cuando las perspectivas eran tan sombrías y los lamentos de mi madre, tan sentidos, Arnaud me llevó aparte y me dio dinero. «Es todo el que tengo», me dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Después me maldijo y me reprendió y me abrazó con tal fuerza que pensé que iba a romperme las costillas. Yo quiero a Arnaud. Aunque es mejor que estemos separados, lo quiero de todos modos.
Nuestro hermano Adhemar, por el contrario, no tiene ningún lugar entre mis afectos. Todos estos años, ha guardado silencio. Ni siquiera el hecho de mi encarcelamiento lo impulsó a moverse en mi favor. Que se pudra en el monasterio y que no encuentre la paz en el amor de Dios, pues es peor aún que el padre Amiel.
En cuanto al dominico, a menudo pienso en él y me preguntó por qué pondría tanto empeño en distanciarme de mi familia. ¿Qué lo movía a hacerla? ¿Por qué me escogió a mí? Beatrice tiene su propia opinión al respecto. Después de oírme relatar cada palabra y describir cada gesto que hubo entre el monje y yo, cree que lo movía la envidia. Según ella, la primera vez que el padre Amiel entró en El Gallo Negro y me vio subido a una mesa y rodeado de un público embelesado, provocando lágrimas en sus ojos y arrancando risas de sus gargantas, lo invadió un resentimiento impulsado por los celos. Dice Beatrice que, siendo yo joven, atractivo y lleno de vida, le resultaba doblemente ofensivo al monje, tan enclenque, mezquino, débil y mal parecido.
Sin embargo, no puedo estar seguro de que ésta sea toda la verdad. Para Beatrice, esos intentos de cambiarme la vida sólo tenían por objeto destruirme. ¿Cómo puede ser así? Sin duda, el fraile era un hombre acostumbrado a esconder sus emociones; no obstante, si tanto me odiaba, ¿por qué había de castigarse a sufrir mi constante compañía durante semanas seguidas?
Tal vez sea un monstruo de vanidad, tal vez mi orgullo sea mayor que el firmamento, pero tengo la impresión de que el padre Amiel me apreciaba y quería salvarme de lo que consideraba un camino de perdición. Diréis que se equivocaba en este punto y, en efecto, alguno de sus actos estuvo mal medido. No obstante, ¿andaba totalmente errado? Gracias a su intervención, ya no busco fornicar con cada mujer que mueve el trasero delante de mí. Ya no frecuento compañías bulliciosas, ni invado conventos, ni me veo asaltado en cada esquina. Tal vez no sea lo que se dice un hombre respetable, pero durante mis largas noches en prisión descubrí quién soy y lo que quiero de verdad en la vida. Sin duda, el padre Amiel pretendía que no malgastara mis «dotes» (cómo él lo llamaba) en vosotros, mis queridos amigos y amigas; era contrario a frecuentar tabernas y detestaba las canciones libertinas. Sin duda, había imaginado un Raymond sobrio, de conducta piadosa y espíritu sumiso; por eso, cuando mi vínculo con Beatrice demostró ser indestructible, cuando permanecí sordo incluso a sus lisonjas más persuasivas, su decepción resultó desproporcionada respecto de la ofensa. El fraile nunca fue un hombre que aceptara de buen grado la derrota. Tenía un concepto tan alto de sí mismo que se había sentido profundamente insultado por el hecho de que alguien a quien había favorecido tanto con sus atenciones se planteara siquiera negarse a sus deseos.
Por eso, procuró aplastarme como a una cucaracha. ¡Y cuánto lo odié por ello, no tengáis la menor duda! Muchas noches, mientras yacía en mi camastro de la prisión, abrigaba pensamientos de venganza e imaginaba mis manos en torno a su cuello, sus frágiles huesos astillándose bajo la presión inexorable de mis dedos, la blanca lana del hábito empapada de su propia sangre... Me veía entrando clandestinamente en su celda y sofocándolo con su propia almohada, igual que había hecho Etienne de Puy con Guillaume Monier. Sin duda, las noches de ese caballero debían de haber estado llenas de visiones de venganza parecidas. Tal vez, al descubrir que Guillaume, casi con certeza, era un sodomita (una información que debió de llegarle por medio del hermano de Gaillard, quien, como recordaréis, vivía en un castillo cerca de Saint-Gilles, igual que Etienne), el caballero De Puy debía de haberse sumido en paroxismos de rabia aún más intensos y en fantasías de venganza aún más detalladas. Según tengo entendido, durante el juicio al que le sometieron, Etienne confesó haberse llevado los genitales del camarero y habérselos dado a comer a su perro como último gesto de desprecio. No me sorprende que hiciera tal cosa, pues muchas veces he pensado que este Etienne de Puy pudo ser el mismo caballero Etienne con el que estuve bebiendo en El Gallo Negro la noche del asesinato de Guillaume Monier. Como recordaréis, el que conocí era un hombre que empleaba expresiones de excepcional brutalidad. Tal vez sus actos eran igualmente brutales.
No es preciso señalar que yo no llegaría tan lejos como Etienne. Yo no le habría cortado los testículos al padre Amiel, ni poseo un perro al que dárselos. Sin embargo, os juro que, en el punto álgido de mi cólera, con gusto le habría arrancado los ojos y se los habría metido en la boca.
Ahora, sin embargo, ya le he perdonado. ¿Por qué no? Él ha muerto y yo sigo vivo. Él era enfermizo y enclenque; yo sigo sano y bien plantado. Él no tenía mujer, ni hijos, ni madre, ni amigos. Mucho hablaba de su «verdadera familia» —refiriéndose a los hermanos que comían, cantaban y rezaban con él—, pero estoy convencido de que era un hombre solitario. Parece inevitable que lo fuera, si se tiene en cuenta el desprecio que mostraba por el resto del mundo.
No sé si en este momento descansará en el amor de Cristo. Tal vez sí, pues el amor de Dios es infinito y no creo que ni siquiera el padre Amiel considerase a su Creador un ser inferior. También cabe la posibilidad de que se halle en el Purgatorio, haciendo penitencia por sus pecados. Lo imagino lavando los pies de sodomitas, criadas y taberneras. Sin duda, un día también lavará los míos mientras un demonio tortura mi cetro de virilidad con agujas y tenazas al rojo, pues estoy seguro de que mi paso por el Purgatorio se prolongará en proporción al número de ocasiones en que he dejado suelto ese voraz perro mío.
Pero éste es ya un perro viejo, que se contenta con un rincón junto al fuego y en el lecho conyugal. Puede que levante la cabeza de vez en cuando, husmee un aroma y menee el rabo, pero en conjunto es muy obediente. ¿Y yo? Como ya he contado, he descubierto quién soy y qué quiero de la vida, realmente.
Soy Raymond Maillot, un hombre bendecido por Dios, trovador envejecido, marido dócil, terciario fallido, pecador piadoso, objeto de admiración y de desprecio, exiliado, ciudadano, bebedor moderado y holgazán amistoso, mejor padre que hijo fui. Y lo que quiero de verdad de la vida es esto: este vino, esta viela, este fuego del hogar, este banco, esta esposa, esta larga velada estival y esta compañía: la compañía inteligente, atenta, complaciente, generosa, gozosa sin alborotos y absolutamente satisfactoria que me ofrecéis vosotros, amigas y amigos míos.
Y, ¡ah!, me gustaría que esa joven dama, la del vestido rojo, me esperase más tarde detrás del muladar, pues tengo algo de proporciones descomunales que enseñarle...
FIN