Publicado en
julio 11, 2010
—¡Coronel Clapperton! —dijo el general Forbes, en un tono que sonó como un ronquido o un resoplido.
La señorita Ellie Henderson se inclinó hacia delante, con un mechón de su suave cabello gris meciéndosele por la cara. Sus ojos oscuros y vivos brillaban de satisfacción maligna.
—¡Un hombre con un aspecto tan militar! —dijo, con malicia, y se echó hacia atrás el mechón de pelo, esperando el resultado de su frase.
—¡Militar! —estalló el general Forbes. Se tiró de su bigote guerrero, con el rostro de un rojo subido.
—Estaba en la guardia, ¿no? —murmuró la señorita Henderson, rematando su obra.
—¿En la guardia? ¿En la guardia? ¡Qué sarta de estupideces! ¡Ese individuo era un artista de variedades! ¡Palabra! Se alistó y estuvo en Francia, contando las latas de ciruelas y de manzana. A los teutones se les cayó una bomba perdida y le mandaron a Inglaterra con una herida sin importancia en el brazo. No sé cómo fue a parar al hospital de lady Carrington.
—¡Conque fue así como se conocieron!
—¡Exacto! El tipo interpretó el papel de héroe. Lady Carrington no tenía cabeza, pero sí tenía montones de dinero. El viejo Carrington había negociado con municiones. Llevaba sólo seis meses de viuda. Ese tipo se hizo con ella en un momento. Luego ella le enchufó en el Ministerio de la Guerra. ¡Coronel Clapperton! ¡Bah! —terminó, con un bufido.
—Y antes de la guerra era artista de variedades —murmuró la señorita Henderson, tratando de imaginar al distinguido coronel Clapperton, con sus cabellos grises, como un cómico de nariz colorada, entonando canciones bufas.
—¡Exacto! —dijo el general Forbes—. Se lo oí decir al viejo Bassington Ffrench. Y él se lo oyó al viejo Barger Corterill, que lo supo por Snooks Parker.
La señorita Henderson asintió vivamente.
—Bueno, entonces no hay más que hablar —dijo.
Una sonrisa fugaz asomó al rostro de un hombre bajito, sentado cerca de ellos. La señorita Henderson observó la sonrisa. Era muy observadora. La sonrisa mostraba que aquel hombre había apreciado la ironía envuelta en su última observación..., ironía que el general ni por un momento sospechó.
El general tampoco veía las sonrisas. Echó una ojeada a su reloj, se puso en pie y observó:
—Ejercicio. Hay que mantenerse en forma cuando se está en un barco.
Y se marchó a cubierta.
La señorita Henderson miró al hombre que se había sonreído. Era una mirada de persona educada, con la que indicaba que estaba dispuesta a entablar conversación con su compañero de viaje.
—Es activo, ¿verdad? —dijo el hombre bajito.
—Da la vuelta a cubierta cuarenta y ocho veces exactamente —dijo la señorita Henderson—. ¡Qué cotilla es! ¡Y luego dicen que es a las mujeres a las que nos gusta el escándalo!
—¡Qué descortesía!
—Los franceses son muy corteses —dijo la señorita Henderson, con un matiz de interrogación en la voz.
El hombre bajito reaccionó prontamente a la insinuación.
—Belga, mademoiselle —dijo.
—¡Ah! Belga.
—Hércules Poirot, a su disposición.
El nombre despertó en ella algún recuerdo. ¿Dónde lo habría oído antes?
—¿Lo pasa usted bien en el barco, monsieur Poirot?
—Francamente, no. Ha sido una estupidez el haberme dejado convencer para venir. Detesto la mer. Nunca está tranquila, nunca, ni un minuto.
—Bueno, reconocerá usted que ahora está tranquila.
Monsieur Poirot lo admitió, a regañadientes.
—A ce moment, sí. Por eso revivo. Por eso vuelvo a interesarme por lo que sucede a mi alrededor..., por ejemplo, ha despertado mi interés su tacto en manejar al general Forbes.
—¿Se refiere usted a...?
La señorita Henderson se calló.
Hércules Poirot inclinó la cabeza.
—A su manera de sacarle aquel escándalo. ¡Admirable!
La señorita Henderson se rió, sin dar muestras de sentir el menor embarazo.
—¿Aquel quite sobre la guardia? Yo sabía que eso le haría quedarse sin habla —Se echó hacia delante, en actitud confidencial—. Confieso que me gusta el escándalo..., icuanto peor intencionado sea, mejor!
Poirot la miró, pensativo. Era una mujer de cuarenta y cinco años, satisfecha de representarlos, esbelta, de figura bien conservada, de agudos ojos oscuros y cabello gris.
Ellie dijo, de pronto:
—¡Ya sé! ¿No es usted el famosísimo gran detective?
Poirot hizo una inclinación de cabeza.
—Es usted muy amable, mademoiselle.
Pero no rechazó el cumplido.
—¡Qué emocionante! —dijo la señorita Henderson—. ¿Está usted tras una pista, como dicen en los libros? ¿Tenemos entre nosotros un criminal de incógnito? ¿Soy indiscreta?
—Nada de eso. Me duele desilusionarla, pero estoy aquí, como los demás, sencillamente para divertirme.
Lo dijo con voz tan lúgubre que la señorita Henderson se rió.
—Bueno, mañana podrá bajar a tierra en Alejandría. ¿Ha estado usted antes en Egipto?
—Nunca, mademoiselle.
La señorita Henderson se levantó un tanto bruscamente.
—Voy a reunirme con el general en su paseíto —anunció, con sequedad.
Poirot se puso en pie, cortésmente.
Ella le hizo un saludo ligero y salió a cubierta.
A los ojos de Poirot asomó por un momento una expresión un poco perpleja, luego se levantó, los labios fruncidos por una sonrisita, asomó la cabeza por la puerta y miró a cubierta. La señorita Henderson se inclinaba contra la barandilla, hablando con un hombre alto, de aspecto militar.
La sonrisa de Poirot se acentuó. Volvió al salón de fumar con las mismas precauciones con que la tortuga se mete en su concha. Por el momento, el salón de fumar era sólo suyo, pero supuso certeramente que aquella situación no podía durar mucho.
Y no duró. La señora Clapperton entró por la puerta del bar con el aire resuelto de la mujer que siempre ha podido pagar el precio más alto por todo lo que necesitaba. Llevaba el cabello rubio platino cuidadosamente ondulado y protegido por una redecilla, y la figura, sometida a masajes y dietas, cubierta con un elegante conjunto deportivo.
—¡John! —dijo—. ¡Ah, buenos días, monsieur Poirot! ¿Ha visto usted a John?
—Está en la cubierta de estribor, madame. ¿Voy...?
Ella le detuvo con un gesto.
—Me sentaré aquí un minuto.
Se sentó con aires de reina en la butaca frente a la suya. Desde lejos podían echársele veintiocho años. De cerca, a pesar del maquillaje perfecto, y de las cejas, muy bien depiladas, no representaba los cuarenta y nueve que tenía, sino posiblemente cincuenta y cinco. Sus ojos duros, de pupilas diminutas, eran de una tonalidad azul pálido.
—Sentí no verle anoche en el comedor —dijo—. Desde luego, el mar estaba un poco picado.
—Précisément... —dijo Poirot con calor.
—Afortunadamente, yo no me mareo nunca —dijo la señora Clapperton—. Digo afortunadamente porque, como padezco del corazón, probablemente el marearme significaría la muerte para mí.
—¿Padece usted del corazón, madame?
—Sí, tengo que tener muchísimo cuidado. No debo fatigarme. ¡Todos los médicos lo dicen!
La señora Clapperton había cogido el tema, para ella fascinante, de su salud.
—iJohn, pobrecito mío —prosiguió—, se desvive por evitarme que haga demasiadas cosas. ¡Vivo tan intensamente, mi querido monsieur Poirot!
—Sí, sí.
—Siempre me dice: «Trata de vegetar un poco, Adeline.» Pero no puedo. Yo creo que la vida ha sido hecha para vivirla. A decir verdad, me agoté siendo muy joven, durante la guerra. Mi hospital..., ¿ha oído usted hablar de mi hospital? Claro que tenía enfermeras y todo eso, pero era yo quien lo llevaba realmente.
Suspiró.
—Su vitalidad es maravillosa, querida señora —dijo Poirot, con el tono un poco mecánico de la persona que dice lo que esperan que diga.
La señora Clapperton soltó una risita juvenil.
—¡Todo el mundo me dice lo joven que estoy! ¡Es absurdo! Nunca niego que tenga cuarenta y tres años —continuó con franqueza un tanto falsa—, pero a mucha gente le cuesta trabajo creerlo. «¡Tienes tanta vitalidad, Adeline!», me dicen. Pero la verdad, monsieur Poirot, ¿qué sería de uno si no tuviera vitalidad?
—Se moriría —dijo Poirot.
La señora Clapperton frunció el ceño. No le gustó la respuesta. Aquel hombre, pensó, quería hacerse el gracioso. Se levantó y dijo fríamente:
—Voy a buscar a John.
Al cruzar la puerta, se le cayó el bolso. Éste se abrió y su contenido se desparramó por el suelo. Poirot corrió galantemente a ayudarla. Tardó varios minutos en recoger las barras de labios, las polveras, las pitilleras, el encendedor y otras cosas diversas. La señora Clapperton le dio las gracias cortésmente, salió luego a cubierta y dijo:
—¡John!
El coronel Clapperton continuaba enfrascado en su conversación con la señorita Henderson. Se volvió y se acercó apresuradamente a su esposa, inclinándose hacia ella en actitud protectora. ¿Estaba su silla en el sitio apropiado? ¿No era mejor...? Su actitud era muy cortés y solícita. Evidentemente, una esposa mimada por su amante esposo. La señorita Henderson miró al horizonte, como si la escena le desagradara profundamente.
De pie en la puerta del salón de fumar, Poirot observaba.
Una voz áspera y temblona dijo a su espalda: .
—Si yo fuera su marido, le daría con una hacha.
El viejo caballero, a quien la gente joven del barco, sin ningún respeto, conocía por el Patriarca de los Plantadores de Té, acababa de entrar, arrastrando los pies.
—¡Chico! —llamó—. ¡Tráeme un whisky!
Poirot se agachó para recoger un trozo de papel caído del bolso de la señora Clapperton y que le había pasado inadvertido. Observó que era parte de una receta para un preparado de digitalina. Lo guardó en el bolsillo, con la intención de devolvérselo más tarde a la señora Clapperton.
—Sí —continuó el anciano pasajero—. Es una mujer venenosa. En Poona conocí a una como ella. En el año 87.
—¿Y le dio alguien con una hacha? —preguntó Poirot.
El anciano meneó tristemente la cabeza.
—Mató a su marido a disgustos antes de un año. Clapperton debía ponerse en su puesto. Consiente demasiado a su mujer.
—Ella tiene la bolsa —dijo Poirot gravemente.
—¡Ja, ja! —rió entre dientes el anciano—. Lo ha expresado muy bien, en pocas palabras. Ella tiene la bolsa. ¡Ja, ja!
Dos chicas entraron atropelladamente en el salón de fumar. Una de ellas tenía la cara redonda y pecosa, y su cabellera oscura flotaba en desorden; la otra tenía pecas y el cabello rizado y castaño.
—¡Al rescate, al rescate! —exclamó Kitty Mooney—. Pam y yo vamos a rescatar al coronel, pobre Clapperton.
—A rescatarlo de su mujer —dijo Pamela Cregan, jadeante.
—Es una monada de hombre...
—Y ella es horrorosa, no le deja hacer nada —exclamaron las dos chicas.
—Y cuando no está con ella, lo atrapa la Henderson...
—Que es muy agradable. Pero viejísima...
Salieron corriendo, diciendo entrecortadamente, entre risa y risa:
—¡Al rescate, al rescate!
Que el rescatar al coronel Clapperton no era un arranque pasajero sino un proyecto arraigado en ellas, quedó demostrado aquella misma noche, cuando Cregan se acercó a Hércules Poirot y murmuró:
—Obsérvenos, monsieur Poirot. Vamos a raptarlo delante de las narices de su mujer y a llevarlo a pasear a la luz de la luna en el puente superior.
En aquel preciso instante, el coronel Clapperton estaba diciendo:
—Le concedo que el «Rolls Royce» es caro. Pero tiene uno coche para toda la vida. Mi coche...
—Mi coche, querrás decir, John —dijo la señora Clapperton con voz chillona.
Él no demostró que su grosería le molestaba. O ya estaba acostumbrado o si no...
«O si no...», pensó Poirot, y se puso a meditar.
—Claro, querida, tu coche.
Clapperton hizo una pequeña inclinación a su esposa y terminó lo que estaba diciendo, imperturbable.
«Voilá ce qu'on appelle de pukka sahib —pensó Poirot—. Pero el general Forbes dice que Clapperton no es un caballero. No sé qué pensar.»
Alguien propuso una partida de bridge. La señora Clapperton, el general Forbes y una pareja de mirada aguda se sentaron a la mesa de juego. La señorita Henderson se había disculpado, saliendo a cubierta.
—¿Y su marido no juega? —preguntó el general Forbes, indeciso.
—John no jugará —dijo la señora Clapperton—. Es un fastidio.
Los cuatro jugadores empezaron a barajar las cartas.
Pam y Kitty avanzaron sobre el coronel Clapperton, cogiéndole cada una por un brazo.
—¿Se viene usted con nosotras? —dijo Pam—. Arriba, al puente. Hay luna.
—No seas tonto, John —dijo la señora Clapperton—. Vas a enfriarte.
—Con nosotras no, desde luego —dijo Kitty—. ¡Ya nos encargaremos de que no se enfríe!
Clapperton se marchó con ellas, riendo.
Poirot salió a la cubierta de paseo. La señorita Henderson estaba de pie junto a la barandilla y volvió la cabeza, esperanzada. Al ver a Poirot que se acercaba a ella, la desilusión asomó a sus ojos.
Charlaron un rato. Luego, como él permaneciera silencioso, preguntó la señorita Henderson:
—¿En qué piensa?
Poirot respondió:
—Estoy pensando en mis conocimientos del idioma inglés. La señora Clapperton dijo: «John no jugará al bridge...» ¿No se suele decir, «no puede» jugar al bridge?
—Me figuro que ella tomará como una ofensa personal el que su marido no juegue al bridge1 —dijo Ellie secamente—. Ese hombre ha sido un idiota casándose con ella.
Poirot sonrió, amparado en la oscuridad.
—¿No cree usted en la posibilidad de que sean felices? —preguntó Poirot tímidamente.
—¿Con una mujer como ésa?
Poirot se encogió de hombros.
—Muchas mujeres odiosas son adoradas por sus maridos. Un enigma de la Naturaleza. Reconocerá usted que no parece afectarle nada de lo que ella diga o haga.
La señorita Henderson estaba pensando su respuesta cuando, a través de la ventana del salón de fumar, llegó hasta ellos la voz de la señora Clapperton.
—No, creo que no voy a jugar otra partida. ¡Está tan viciado el aire! Voy a subir al puente a tomar un poco el fresco.
—Buenas noches —dijo la señorita Henderson—. Me voy a la cama.
Y desapareció bruscamente.
Poirot se encaminó al salón, desierto, salvo por la presencia del coronel Clapperton y las dos chicas. Clapperton estaba haciendo trucos con las cartas y, al observar la destreza con que manejaba la baraja, Poirot recordó lo que el general había contado sobre su profesión de artista de espectáculos de variedades.
—Ya veo que le gustan las cartas, aunque no juegue al bridge —observó Poirot.
—Tengo mis razones para no jugar al bridge —le dijo Clapperton, mostrando su encantadora sonrisa—. Se lo voy a demostrar. Vamos a jugar una mano —Repartió las cartas con rapidez—. Cojan sus cartas. Bueno, ¿qué hay? —Se rió al ver la expresión de desconcierto de Kitty. Mostró sus cartas y todos hicieron lo mismo. Kitty tenía todos los tréboles, monsieur Poirot los corazones, Pam los diamantes y el coronel Clapperton los picos.
—¿Ve usted? —dijo—. El hombre que puede dar a sus compañeros y a sus adversarios las cartas que quiera, vale más que se mantenga alejado de una partida amistosa. Si la suerte se vuelve de su lado, podrían decirle cosas desagradables.
—¡Oh! —dijo Kitty, sin aliento—. ¿Cómo pudo hacerlo...? Parecía que daba las cartas como todo el mundo.
—La rapidez de la mano engaña la vista —dijo Poirot en tono sentencioso, y observó el repentino cambio de expresión del coronel.
Fue como si se hubiera dado cuenta de que se había descuidado por un momento.
Poirot sonrió. El ilusionista se había dejado ver, tras la máscara del perfecto caballero.
El barco llegó a Alejandría al amanecer de la mañana siguiente.
Cuando Poirot subió a desayunarse, encontró a las dos chicas listas para bajar a tierra. Estaban hablando con el coronel Clapperton.
—Tenemos que bajar en seguida —instó Kitty—. Los de los pasaportes se marcharán de un momento a otro. Viene usted con nosotras, ¿verdad? ¡No nos va a dejar ir solas a tierra! Nos podrían ocurrir cosas horribles.
—Desde luego, no creo que debáis ir solas —dijo Clapperton sonriendo—. Pero no sé si mi mujer se sentirá con ánimos de ir.
—¡Qué lástima! —dijo Pam—. Pero puede quedarse descansando.
El coronel Clapperton parecía un poco indeciso. Se veía claramente que la tentación de hacer novillos era muy fuerte. En eso, advirtió la presencia de Poirot.
—¿Qué hay, monsieur Poirot, baja usted?
—No, creo que no —contesto Poirot.
—Voy... voy a hablar con Adeline —decidió el coronel Clapperton.
—Vamos con usted —dijo Pam. Le hizo un guiño a Poirot—. A lo mejor podemos convencerla para que venga también —añadió en tono grave.
Al coronel Clapperton pareció agradarle la idea, como si le quitaran un peso de encima.
—Venid entonces las dos —dijo alegremente.
Se marcharon los tres juntos por la cubierta B.
Poirot, cuyo camarote estaba frente por frente del de los Clapperton, los siguió con curiosidad.
El coronel Clapperton, un poco nervioso, golpeó con los nudillos en la puerta del camarote.
—¿Adeline, querida, estás levantada?
La voz adormilada de la señora Clapperton contestó desde dentro:
—¡Jesús! ¿Quién es?
—Soy yo, John. ¿Quieres bajar a tierra?
—Desde luego que no —Habló con voz chillona y terminante—. He pasado muy mala noche y me voy a quedar en cama casi todo el día.
Pam intervino, vivamente:
—Oh, señora Clapperton, lo siento, ¡Nos gustaría tanto que viniera con nosotros! ¿Seguro que no quiere venir?
—Completamente segura —La voz de la señora Clapperton sonó aún más aguda.
El coronel intentaba, sin éxito, hacer girar el picaporte.
—¿Qué pasa, John? La puerta está cerrada. No quiero que me molesten los camareros.
—Lo siento, querida, perdona. Sólo quería mi guía Baedeker.
—Bueno, pues te quedarás sin ella —saltó la señora Clapperton—. No voy a salir de la cama. Vete ya, John, y déjame un poco tranquila.
—Desde luego, querida, desde luego.
El coronel se retiró de la puerta. Pam y Kitty le rodearon.
—Vamos en seguida. Menos mal que tiene el sombrero en la cabeza. ¡Ay, Dios mío! No se habrá dejado el pasaporte en el camarote, ¿verdad?
—Lo tengo en el bolsillo... —empezó el coronel.
Kitty le apretó el brazo.
Inclinado sobre la barandilla, Poirot les estuvo viendo salir del barco. Oyó que alguien a su lado respiraba profundamente y, al volver la cabeza, vio a la señorita Henderson, que tenía la vista fija en las tres figuras que se alejaban.
—Conque se han ido a tierra —dijo, desanimada.
—Sí. ¿Va a bajar usted?
Poirot observó que llevaba puesto un sombrero de ala y un bolso y unos zapatos muy elegantes. Tenía el aspecto de haberse arreglado para desembarcar. Sin embargo, tras una pausa brevísima, la señorita Henderson pareció que había desistido de hacerlo y dijo:
—No. Me voy a quedar a bordo. Tengo que escribir muchas cartas.
Se volvió y dejó a Poirot.
Jadeando, tras sus cuarenta y ocho vueltas a la cubierta de paseo, el general Forbes ocupó el lugar de la señorita Henderson.
—¡Aja! —exclamó al ver al coronel y a las dos chicas que se alejaban—. ¡Conque ésas tenemos! ¿Dónde está madame?
Poirot explicó que la señora Clapperton se quedaba en cama, descansando.
—¡Increíble! —exclamó el general—. Ella estará levantada para la comida, y si resulta que el pobre desgraciado, sin tener permiso, no se presenta, habrá jaleo.
Pero los pronósticos del general no se cumplieron, y cuando el coronel y las dos damiselas que le acompañaban regresaron al barco, a las cuatro de la tarde, no había hecho todavía acto de presencia.
Poirot estaba en su camarote y oyó al marido llamando a la puerta del suyo, de un modo un poco culpable. Oyó que la llamada se repetía, que el coronel trataba de abrir la puerta y que, por último, llamaba a un camarero.
—Oiga, no me contestan. ¿Tiene usted una llave?
Poirot saltó de su litera y salió al pasillo.
La noticia corrió por todo el barco como reguero de pólvora. Horrorizados, los pasajeros se enteraron de que la señora Clapperton había sido hallada muerta en su litera, con una daga egipcia hundida hasta el corazón. En el suelo de su camarote apareció un collar de ámbar.
A un rumor siguió otro, a cuál más contradictorio. ¡Se estaba reuniendo e interrogando a todos los vendedores de collares que habían sido autorizados para subir a bordo aquel día! ¡Una elevada suma de dinero había desaparecido de un cajón del camarote! ¡Se había seguido la pista a los billetes y habían sido recuperados! ¡No habían sido recuperados! ¡Habían desaparecido una fortuna en joyas! ¡No había desaparecido ninguna joya! ¡Un camarero había sido arrestado, confesándose culpable del asesinato!
—¿Qué hay de verdad en todo ello? —preguntó la señorita Henderson.
Era ya tarde. La mayoría de los pasajeros se habían retirado a sus camarotes. La señorita Henderson condujo a Poirot a un par de sillas, en el lado más protegido del barco.
—Ahora, dígame —ordenó.
Poirot la observó, pensativo.
—Es un caso interesante —dijo.
—¿Es cierto que le han robado joyas de mucho valor?
Poirot negó con la cabeza.
—No. No han robado ninguna joya. Sin embargo, ha desaparecido una pequeña cantidad de dinero suelto que había en un cajón.
—Nunca volveré a sentirme segura en un barco —dijo la señorita Henderson, estremeciéndose—. ¿De cual de esos brutos indígenas se sospecha? ¿Hay alguna pista?
—No —dijo Hércules Poirot—. Todo es muy... extraño.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Ellie vivamente.
Poirot extendió las manos.
—Eh bien, considere usted los hechos. La señora Clapperton llevaba muerta por lo menos cinco horas cuando la encontraron. Había desaparecido algún dinero. En el suelo, junto a la cama, había un collar. La puerta estaba cerrada con llave y la llave había desaparecido. La ventana, ventana, no ojo de buey, da a la cubierta y estaba abierta.
—Siga —dijo la mujer, impaciente.
—¿No le parece a usted extraño que se cometa un asesinato en esas circunstancias? Tenga en cuenta que todos los nativos autorizados a subir a bordo, los que cambian dinero y los vendedores de postales y collares, son conocidos de la policía.
—De todos modos, los camareros cierran con llave los camarotes —indicó Ellie.
—Sí, para evitar cualquier ratería sin importancia. Pero esto... esto es un asesinato.
—¿Qué es lo que está usted pensando exactamente, monsieur Poirot? —Habló con voz un poco jadeante.
—Estoy pensando en la puerta cerrada con llave.
La señorita Henderson consideró este extremo.
—No veo dificultad en eso. El asesino salió por la puerta, la cerró y se llevó la llave, para impedir que el asesinato fuera descubierto demasiado pronto. Fue una idea muy inteligente, porque no fue descubierto hasta las cuatro de la tarde.
—No, no, mademoiselle, no ha comprendido usted lo que quiero decir. No me preocupa cómo salió, sino cómo entró.
—Por la ventana, naturalmente.
—C'est possible. Pero le costaría trabajo poder pasar por ella y, además, no olvide que todo el tiempo hay gente paseándose por cubierta.
—Entonces, por la puerta —dijo la señorita Henderson, impaciente.
—Pero olvida usted, mademoiselle, que la señora Clapperton había cerrado la puerta con llave por dentro. La había cerrado antes de que el coronel Clapperton bajara a tierra esta mañana. El coronel intentó incluso abrirla... de modo que sabemos que estaba cerrada.
—Tonterías. Seguramente se atrancó y no movería el picaporte como es debido.
—Pero no se trata solamente de que lo diga él. Oímos a la señora Clapperton decir que había cerrado la puerta.
—¿Quiénes la oyeron?
—La señorita Mooney, la señorita Cregan, el coronel Clapperton y yo.
Ellie Henderson dio unas pataditas en el suelo con su bien calzado pie, permaneciendo en silencio durante unos segundos. Luego dijo en tono un poco irritado:
—Bueno, ¿y qué deduce usted de eso? Si la señora Clapperton pudo cerrar la puerta, supongo que también podría abrirla.
—Precisamente, precisamente. —Poirot volvió hacia ella su cara sonriente—. Y ya ve usted a dónde nos conduce este pensamiento. La señora Clapperton abrió la puerta y dejó entrar al asesino. Ahora bien, ¿es probable que abriera la puerta a un vendedor de collares cualquiera?
Ellie objetó:
—Puede que no supiera quién era. Puede que el asesino llamara a la puerta, ella se levantó y abrió; él, entonces, entró por la fuerza y la mató.
Poirot negó con un gesto.
—Au contraire. Estaba descansando tranquilamente en la cama cuando la apuñalaron.
La señorita Henderson clavó en él su mirada.
—¿Cuál es su teoría? —preguntó bruscamente.
Poirot sonrió.
—Bueno, parece como si ella conociera a la persona a quien dejó entrar, ¿verdad?
—¿Quiere usted decir —dijo la señorita Henderson, con voz un poco áspera— que el asesino es uno de los pasajeros?
Poirot asintió.
—Eso parece.
—¿Y el collar que apareció en el suelo, era una pista falsa?
—Precisamente.
—¿Y lo mismo el dinero robado?
—Exacto.
Permanecieron un momento en silencio. Luego, la señorita Henderson dijo lentamente:
—La señora Clapperton me resultaba de lo más desagradable y no creo que nadie en el barco le tuviera simpatía, pero nadie tenía un motivo real para matarla.
—Excepto, tal vez, su marido —dijo Poirot.
—¿No creerá usted...? —Se detuvo.
—Todo el mundo en este barco opina que el coronel estaría plenamente justificado si «le diera con una hacha». Creo que esa expresión emplearon.
Ellie Henderson le miró... expectante.
—Pero tengo que decir —continuó Poirot— que yo por mi parte, no he visto ninguna señal de exasperación en el bueno del coronel. Además, y esto es más importante, tiene una coartada. Estuvo durante todo el día con esas dos chicas y no volvió al barco hasta las cuatro. Entonces, la señora Clapperton llevaba muerta ya bastantes horas.
Permanecieron en silencio unos momentos. Ellie Henderson dijo en voz baja:
—¿Pero sigue usted pensando que... un pasajero del barco...?
Poirot inclinó la cabeza afirmativamente.
Ellie Henderson se rió de pronto, con una risa atolondrada y retadora.
—Le va a costar trabajo probar su teoría, monsieur Poirot. Hay muchos pasajeros en este barco.
Poirot se inclinó ante ella.
—Emplearé una frase de uno de sus escritores de novelas policíacas: «Tengo mis métodos, Watson»2.
Al día siguiente, a la hora de la cena, cada pasajero encontró junto a su plato una hojita mecanografiada, en la que se solicitaba su presencia en el salón principal, a las ocho y media. Cuando todos se hallaron reunidos, el capitán subió al estrado donde solía tocar la orquesta y les dirigió la palabra.
—Señoras y caballeros, todos ustedes conocen la tragedia que ocurrió ayer en este barco. Estoy seguro de que todos desean colaborar para entregar a la justicia al autor de tan cobarde crimen. —Hizo una pausa y se aclaró la garganta—. Tenemos entre nosotros a monsieur Hércules Poirot, probablemente conocido de todos ustedes como persona con amplia experiencia en... en asuntos de esta índole. Espero que escuchen con atención lo que tiene que decirles.
En ese momento, el coronel Clapperton, que no se había presentado en el comedor, entró en el salón y se sentó junto al general Forbes. Parecía aturdido por el dolor y no daba en absoluto la sensación de sentirse liberado de un peso. O era un gran actor o había querido sinceramente a su desagradable esposa.
—Monsieur Hércules Poirot —dijo el capitán, bajando del estrado. Poirot ocupó su lugar. Tenía un aspecto muy cómico, dándose importancia y sonriendo ampliamente a su auditorio.
—Messieurs, mesdames —empezó—. Son ustedes muy amables al tener la benevolencia de escucharme. Monsieur le capitaine les ha dicho que tengo cierta experiencia en estos asuntos. Tengo, es cierto, una pequeña idea propia para llegar al fondo de este caso concreto.
Hizo una seña a un camarero y éste empujó, subiéndolo luego al estrado, un objeto voluminoso, sin forma definida y envuelto en una sábana.
—Lo que voy a hacer puede que les sorprenda un poco —les advirtió Poirot—. Puede que piensen que soy un tipo raro, o un loco. Sin embargo, les aseguro que tras mi locura, como dicen ustedes los ingleses, hay método.
Su mirada se cruzó por un instante con la de la señorita Henderson. Empezó a desenvolver el voluminoso objeto.
—Tengo aquí, messieurs y mesdames, un testigo importante que nos ayudará a saber quién mató a la señora Clapperton.
Con manos hábiles, apartó el trozo final de la tela y apareció el objeto envuelto: una muñeca de madera, casi del tamaño de una persona, vestida con un traje de terciopelo y un cuello de encaje.
—Vamos, Arthur —dijo Poirot con la voz ligeramente cambiada; ya no parecía extranjero, sino que hablaba inglés con seguridad y con ligero acento de los barrios bajos londinenses—. ¿Puedes decirme —repitió—, puedes decirme algo sobre la muerte de la señora Clapperton?
El cuello de la muñeca osciló un poquito, su mandíbula inferior descendió y empezó a moverse, y una voz de mujer, muy aguda y chillona, dijo:
—¿Qué pasa, John? La puerta está cerrada. No quiero que me molesten los camareros.
Se oyó un grito, el ruido de una silla al caerse y un hombre se tambaleó, con la mano en la garganta, tratando de hablar, tratando... De pronto, su cuerpo pareció encogerse y cayó de cabeza.
Era el coronel Clapperton.
Poirot y el médico del barco se levantaron, tras examinar la postrada figura.
—Me temo que se acabó. Corazón —dijo el médico escuetamente.
Poirot asintió.
—La impresión de haber visto su truco descubierto —dijo.
Se volvió hacia el general Forbes.
—Fue usted, general, quien me dio una pista muy valiosa al mencionar el teatro de variedades. Estoy desorientado, me pongo a pensar y por fin se me ocurre. Supongamos que antes de la guerra Clapperton fuera ventrílocuo. En ese caso, tres personas pudieron oír perfectamente la voz de la señora Clapperton hablando desde el camarote cuando ya estaba muerta...
Ellie Henderson estaba a su lado. Tenía una mirada sombría y triste.
—¿Sabía usted que padecía del corazón? —preguntó.
—Lo suponía... La señora Clapperton hablaba de su padecimiento del corazón, pero me parecía una de esas mujeres a quienes gusta que las crean enfermas. Entonces recogí del suelo un trozo de una receta de un preparado con una fuerte dosis de digitalina. La digitalina es una medicina para el corazón, pero no podía ser de la señora Clapperton, porque la digitalina dilata la pupila. Yo no noté en ella ese fenómeno..., pero cuando vi los ojos de él, en seguida observé que presentaba esa dilatación.
Ellie murmuró:
—¿Entonces pensó usted que... que su experimento podría... terminar así?
—Fue el mejor medio, ¿no le parece, mademoiselle? —dijo Poirot suavemente.
Vio que a sus ojos asomaban las lágrimas.
—Usted lo sabía —dijo Ellie—. Lo ha sabido... todo el tiempo... Que le quería... Pero no lo hizo por mi... Fueron esas chicas, la juventud... hizo que se sintiera atado. Quería ser libre, antes de que fuera demasiado tarde... Sí, estoy segura de que fue por eso... ¿Cuándo sospechó usted... que era él?
—Su dominio de sí mismo era demasiado perfecto —dijo Poirot sencillamente—. Por irritante que fuera la conducta de su mujer, no parecía afectarle. Eso significaba, o que ya se había acostumbrado y no le hacía mella, o... eh bien, me decidí por la segunda posibilidad. Y acerté. También me llamó la atención su insistencia, la víspera del crimen, en mostrar su habilidad en los juegos de manos. Fingía estar traicionándose a sí mismo, involuntariamente. Pero un hombre como Clapperton no se traiciona. Tenía que haber una razón. Si la gente le creía ilusionista, no era probable que creyeran que había sido ventrílocuo.
—¿Y la voz que oímos, la voz de la señora Clapperton?
—Una de las camareras tiene una voz no muy distinta de la suya. La induje a que se escondiera tras el escenario y le enseñé las palabras que tenía que decir.
—Fue una trampa... una trampa muy cruel —exclamó Ellie.
—Los asesinatos no merecen mi aprobación —dijo Hércules Poirot.
1 Esta conversación tiene que parecer un poco oscura al lector desconocedor del idioma inglés. Efectivamente: en inglés suele decirse «no puede jugar» cuando nosotros decimos «no sabe jugar»; y al decir «no jugará» en futuro, puede implicar desagrado por parte del que habla, como en este caso. (N. del T.)
2 Alusión a Conan Doyle y sus novelas de Sherlock Holmes. (N. del T.)
FIN