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julio 04, 2010
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Sinopsis
Existen algunas ideas que parecen ser buenas, pero que resultan ser muy malas. Como la de irse de excursión a las montañas que tuvieron los O’Toole y los Gordon.
Porque en ellas habitaban unos extravagantes ermitaños: Ettie, una bruja nada encantadora, y su hijo Merle, que tenía el feo vicio de asesinar excursionestas; y violarlos previamente, si eran mujeres. Hasta que topó con los O´Toole y los Gordon: cuando Merle atacó —no podía evitarlo— ellos tuvieron la fortuna (para ellos) de liquidarlo.
Y Ettie, brula sumamente maliciosa, pero también madre desconsolada, lanzó una maldición sobre las dos familias...
A mi hermano Bob, que recorrió conmigo las sendas de la juventud
Ten cuidado en tu camino,
Anda con mucha cautela.
Ten cuidado con la bruja
Del monte en su oscura cueva.
Siempre has de hablar en susurros,
Nunca has de marchar a solas.
Y por si allí la arpía acecha,
No quites ojo a las sombras...
La bruja quiere atraparte.
Está espiando tu estela.
Nunca has de marchar a solas.
Anda con mucha cautela.
1
Cheryl volvió a oírlo: el tenue y seco crujido de un pie que aplasta las hojas caídas. Esa vez, sonó muy cerca.
Permaneció rígida dentro del saco de dormir, casi sin atreverse a respirar, con la vista levantada perpendicularmente hacia la oblicua pared de tela de la tienda, mientras se decía que era cuestión de conservar la calma.
Lo más probable es que sólo se tratara de un animal. Tal vez un ciervo. Unos días antes, cuando estaban acampados en la pradera de la parte inferior del paso, les despertó en plena noche un ciervo que deambulaba por las proximidades de la tienda. Sus pezuñas armaron bastante estrépito al abrirse paso a través del follaje, quebrar ramas y batir el suelo. Bambi el Elefante, lo bautizó Danny.
Esto era distinto.
Esto era furtivo.
Lo oyó una vez más, se encogió y se clavó las uñas en los desnudos muslos.
¿Quizás algo que caía de un árbol? ¿Piñas? Supuso que podían producir ruidos como aquél. El viento soplaba con suficiente fuerza y continuidad como para arrancadas de las ramas.
«Eso es. Eso tiene que ser. De otro modo, alguien ha de encontrarse a la entrada de la tienda, y eso sí que no es posible.»
No habían visto un alma en los dos últimos días.
Habían llegado al lago Mezquite Inferior a primera hora de aquella tarde. Con la excepción de aquel racimo de árboles, el gélido lago se encontraba totalmente circundado por estériles rocas. Habían dado la vuelta completa al mismo. Habían explorado el bosquecillo. No vieron a nadie.
Ni siquiera cuando franquearon la cresta que daba paso al Mezquite Superior.
A nadie.
Cheryl respiró hondo y se esforzó en tranquilizarse. «A dormir, cobardica.»
Concienzudamente, Cheryl relajó las piernas, las nalgas y la espalda, se arrebujó en el calorcillo del saco de dormir y volvió la cabeza para estirar los tensos músculos del cuello. Le entraron ganas de darse media vuelta. Deseaba ponerse boca abajo y ahondar una madriguera, pero no se atrevió a ir tan lejos.
Un monstruo debajo de la cama. Como cuando era niña y sabía que un monstruo terrible estaba agazapado bajo el lecho. Si ella se mantenía absolutamente inmóvil, el monstruo no le haría nada.
«Tengo dieciocho años. Soy demasiado crecida para eso.»
Poco a poco, procedió a volverse. Su espalda desnuda produjo roces y ruidos susurrantes sobre el nailon del saco de dormir, casi lo bastante altos como para enmascarar el que resonó en aquel momento. Se quedó rígida. Estaba de costado, cara a Danny. El otro ruido llegó por detrás de ella: un suspiro siseante, muy parecido al que originarían unas uñas que arañasen el tejido de las paredes de la tienda.
Cheryl se precipitó sobre Danny y le sacudió por los hombros. Al tiempo que emitía un gemido, el muchacho levantó la cabeza.
—¿Eh? ¿Qué pa...?
—Alguien está ahí fuera —jadeó Cheryl.
Danny se incorporó, sobresaltado, sobre los codos.
—¿Cómo?
—Ahí fuera. Le oí.
—¿A quién?
—Chisst.
Ninguno de los dos se movió.
—Yo no oigo nada —dijo Danny en tono adormilado.
—Yo sí. Santo Dios, está ahí mismo. ¿No lo oyes?
Arañó la tienda.
—Probablemente sólo sería una rama.
—Danny.
—Está bien, está bien, saldré a echar un vistazo.
—Iré contigo.
—Maldita la falta que hace que se nos quede helado el culo a los dos. Iré solo.
Se puso a gatas, todavía en el saco de dormir de dos plazas, en el que irrumpió entonces el fresco aire de la noche, mientras el muchacho rebuscaba entre la ropa y el equipo depositado en la cabecera de la tienda. Sacó la linterna de su funda.
—Es cuestión de un momento —dijo.
Cheryl se apartó. Danny salió del saco de dormir y anduvo a cuatro patas hasta la entrada de la tienda. De rodillas, desnudo, tiró allí del cursor de la cremallera del mosquitero.
Cheryl se sentó. La envolvió el frío nocturno. Empezó a tiritar y se oprimió los senos.
—Quizá sea mejor que lo dejes —susurró—. Vuelve aquí.
—No, está bien.
—Por favor...
—De todas formas, tengo que orinar —manifestó, y se dispuso a pasar entre las solapas de la entrada de la tienda. Estaba medio fuera cuando se detuvo. Profirió un gruñido en tono bajo. Uno de sus pies trató de retroceder.
Cheryl oyó un sordo chapoteo. Sobre las solapas de la tienda llovió una rociada de salpicaduras.
Las piernas de Danny salieron disparadas de debajo del cuerpo. El chico rebotó hacia arriba, las rodillas golpearon el suelo de la tienda cuando Danny cayó y se agitó en demenciales espasmos que parecía iban a prolongarse eternamente. Por último, el muchacho quedó inmóvil.
Los ojos de Cheryl vieron horrorizados que el cuerpo de Danny empezaba a deslizarse a través de las solapas de la entrada. Desaparecieron las nalgas del muchacho. Y las piernas siguieron el mismo camino, como si unas fauces tenebrosas las engulleran despacio. Cheryl se quedó sola en la tienda.
Pero no por mucho tiempo.
2
Meg entró tambaleándose en la sala de estar, con el cinturón del salto de cama colgado del brazo.
—¡Por todos los santos, corazón! ¿Qué hora es?
—De noche —repuso Karen.
—Dime una cosa. Por Cristo, dímela. ¿Llamas a eso vacaciones?
—Desde luego.
—Sí, supongo que eres muy capaz. —Se dejó caer en una butaca, enganchó una pierna sobre el mullido brazo tapizado y alargó la mano hacia un paquete de cigarrillos—. ¿A qué hora pasará a recogerte?
—A las cinco y media.
—Ufff. ¿Preparo un poco de café?
—No, no quiero tener que aguantarme luego las ganas de hacer pis.
—Mierda. Con el coche lleno de críos, tendréis que parar cada cinco minutos.
Meg encendió un pitillo.
—No son exactamente críos —especificó Karen—. Julie tiene dieciséis años. Benny, trece o catorce.
—Peor me lo pones. Por Cristo, muchacha, no sabes dónde te metes.
—Son buenos chicos.
Karen apuntaló la mochila contra el sofá y metió en ella el saco de dormir tipo momia.
—¿Cuál es la otra familia?
—Los Gordon. No los conozco.
—¿También tienen hijos?
—Tres.
—Ah, te lo vas a pasar de muerte. Espero que no tengas intención de tirarte a tu amigo.
—Ya veremos.
Karen abrochó las correas de cuero de la tapa, cogió la mochila y la llevó hacia la puerta de la calle. La dejó allí apoyada contra la pared.
—Parece que va a ser tope divertido. Me gustaría ir.
—Estás invitada.
—Te lo agradezco en el alma —ironizó Meg—. Me hace tanta falta una acampada de ésas como una tercera teta.
Karen se dejó caer en el sofá y empezó a calzarse las botas de excursionista. Eran unas Pivettas, bastante rayadas y deterioradas. Habían permanecido en el fondo del armario, sin que se las hubiera puesto para nada, desde el verano en que se licenció en Literatura, cuatro años atrás, pero le resultaban cómodas y familiares, como unos buenos amigos de los viejos tiempos: amigos que evocaban polvorientos caminos serpenteantes, el frío viento de los pasos de montaña, lagos perdidos, ríos helados y humo de fogatas. Terminó de atarse los cordones y se palmeó las desnudas rodillas.
—Esto va a ser formidable.
—Masoquista —calificó Meg, y aplastó el cigarrillo.
—No sabes lo que te pierdes.
—Seguro que sí. Bueno, es hora de volver a meterse en el sobre. —Se levantó de la butaca, bostezó y se estiró—. En fin, diviértete si puedes.
—No faltaría más. Nos veremos el domingo que viene.
—Dales recuerdos a las ardillas.
Meg dijo adiós agitando los dedos, dio media vuelta y salió de la estancia.
Karen echó una ojeada a su reloj de pulsera. Las cinco y veintiocho minutos. Se echó hacia atrás y estiró las piernas. La camisa de cuadros escoceses que llevaba se le abría hasta el vientre. La abotonó, para comprobar acto seguido la bragueta de sus pantalones cortos de pana. Todo en orden. Bostezó. Tal vez debería haber aceptado el café que le ofreció Meg. Aspiró, una profunda bocanada de aire que pareció inundar todo su cuerpo con una agradable sensación de lasitud. Mientras dejaba escapar despacio el aire, cerró los ojos.
Una semana entera con Scott en las montañas. Con niños o sin niños, sería fabuloso. Encontrarían tiempo para pasarlo a solas, aunque no fuera más que por la noche. Haría fresco y se acurrucarían el uno contra el otro mientras el viento azotaba las paredes de la tienda de campaña...
La despertó el repiqueteo del timbre. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. La abrió.
Desde el otro lado de la rejilla del cancel, bajo la luz del porche, Scott le sonreía.
—Coge tu Atalaya y encájala —dijo Karen, y cerró la puerta. Cuando la abrió de nuevo, el semblante de Scott se aplastaba contra la tela metálica.
—Quiero tu cuerpo —susurró el hombre.
Durante unos segundos, el rostro de Scott apareció deformado, como si fuera el de un extraño. Karen sintió un fugaz estremecimiento de temor. Pero, en seguida, el hombre dio un paso atrás y volvió a ser Scott, apuesto y sonriente.
—¿Lista para entrar en acción? —preguntó.
—Sí. —Al abrir el cancel, Karen alargó el cuello y echó un vistazo al automóvil detenido en el paseo de acceso. Los faros estaban encendidos. El interior del vehículo, a oscuras.
—¿Están ahí dentro los chicos?
—Ha costado, pero sí. Fue tarea de titanes arrancar a Julie de la cama. En cambio, Benny se moría de ganas de venir. No estoy seguro de que haya pegado ojo en toda la noche. Luego decidió que no podía vivir sin sus prismáticos y no había forma de dar con ese maldito trasto.
—¿Lo encontraste?
—Lo encontramos. Pero buscarlo retrasó la hora de partida.
—Se te perdona.
—Gracias —dijo Scott.
Abrazó a Karen. El hombre olía a café y a loción para después del afeitado. Cuando los labios de Scott se oprimieron suavemente contra los suyos, Karen se sintió tan a gusto que tuvo la impresión de que se adormilaba. Hasta que tuvo las manos de Scott debajo de la camisa. Y estaba completamente despierta cuando las manos le ascendieron por la espalda, retrocedieron para pasar por debajo de las axilas y se cerraron sobre los pechos. Se deslizaron en círculo. Acariciaron. Bajo su contacto, los pezones se irguieron, erectos.
—Creo que mandaré los chicos a casa —murmuró Scott.
—Hummm. Te he echado de menos.
Scott la besó de nuevo, apretándola contra sí.
—Vale más que nos pongamos en movimiento. ¿Has hecho el equipaje y todo está dispuesto?
—Todo a punto.
Karen se inclinó para coger la mochila.
—Permíteme —se ofreció Scott.
Mientras él se hacía cargo de la mochila, Karen se acercó rápidamente a la mesita de café. Tomó el bolso y el sombrero de fieltro y siguió a Scott a través de la puerta.
El aire de la mañana envolvió sus desnudos brazos y piernas y se le filtró como agua helada a través de la camisa. La sacudió un escalofrío en cuanto agitó la mano a guisa de saludo dirigido a la cara borrosa que miraba por la ventanilla del asiento trasero del coche. A la claridad gris-azul del amanecer le fue imposible determinar si el rostro pertenecía a Julie o a Benny.
—Ya puedes subir —dijo Scott.
Karen se encogió de hombros, puesto que prefería esperar. No deseaba subir al vehículo antes que él. Se llegaron al portaequipajes. Karen se detuvo allí, encorvados los hombros, cruzados los brazos sobre el pecho, muy juntas las piernas, apretadas con fuerza las mandíbulas para evitar que le castañetearan los dientes.
Scott le sonrió mientras abría el maletero.
—La calefacción está en marcha.
—El aire fresco es estupendo.
Scott se echó a reír. Puso la mochila de Karen encima de las otras. Luego bajó la tapa.
—¿Te dejas olvidado algo?
—Seguramente.
Scott se apoyó de espaldas en el maletero: su aspecto era tranquilo y cordial. Naturalmente, vestía pantalones largos y camisa de franela.
—¿Gafas de sol? —preguntó.
—Las tengo.
—¿Chaquetón?
—En la mochila. No me importaría llevarlo puesto.
Karen anduvo, despacio, hacia la portezuela del lado contrario al del conductor y, antes de abrirla, aguardó hasta que Scott estuvo al volante. Entonces, se inclinó hacia el interior del vehículo y sonrió por encima del respaldo del asiento.
—Buenos días —saludó.
—¡Hola! ¡Hola! —Benny acompañó sus palabras con un guiño. Se llevó una mano, cerrada como si se tratase de un micrófono, a la boca—. Un saludo matinal para ti y gracias por sintonizarnos. ¡Nos hemos duchado en tu honor!
—¡Cállate, payaso! —ordenó Julie. Dirigió a Karen una tensa sonrisa, apretados los labios, y volvió la cara hacia la ventanilla.
Karen ocupó su sitio. Cerró la portezuela. Notó en las piernas el soplo de la calefacción. Suspiró, se arrellanó en el asiento y disfrutó de aquel calorcillo mientras Scott conducía en marcha atrás hacia la calle.
—¿Hay algún inconveniente en que conduzca yo? —preguntó Nick.
El padre cerró la puerta posterior de la furgoneta.
—¿Eres capaz de ir a menos de noventa y cinco?
—Si a ti no te importa la hora de llegada...
—Bueno, según el horario establecido, hemos de estar allí a las dos y media. Creo que podemos cumplirlo sin batir marcas de velocidad. De todas formas, si te cansas, dímelo.
—Vale.
Todos subieron al automóvil. Nick puso en marcha el motor.
El padre se dio media vuelta en el asiento.
—¿Alguna necesidad fisiológica de última hora?
—Grosero —dijo Heather desde el asiento de atrás.
—Asqueroso —añadió Rose.
—Me parece que todos estamos listos —manifestó la madre.
—¿Gafas de sol? ¿Gorros? ¿Tampax?
—¡Papá! —exclamaron las gemelas al unísono.
—¡Arnold!
—Vamos a volar alto —repuso el hombre, sin que su expresión dejase la seriedad—. A veces se producen hemorragias.
—Nasales —remató Rose.
Heather dejó oír una risita tonta.
—De cualquier clase —dijo el padre—. Las precauciones nunca sobran. «Se ha de ir preparado», ¿verdad, Nick?
—Yo llevo lo mío.
Su padre soltó una estruendosa carcajada y le palmeó la rodilla.
—Confío en que abandonéis vuestras plebeyas costumbres antes de que nos reunamos con los O'Toole.
—Scott no es ningún estrecho. —Miró a Nick—. Autopista de San Diego. Desemboca derecho en la 99 en cuanto estemos al otro lado de la Grapevine.
Nick se apartó del bordillo.
—¿Todo el mundo se ha abrochado el cinturón?
Antes de llegar a la esquina, Nick sacó el brazo por la ventanilla y lo agitó para efectuar la debida indicación, pese a que no había automóvil alguno a la vista. Con su padre al lado, el muchacho estaba dispuesto a conducir ciñéndose estrictamente al código. Aminoró la velocidad hasta casi detenerse, antes de realizar el giro.
—¿Cómo se llama su amiga? —preguntó la madre.
—¿Sharon? Karen. Karen Nosequé. La conoció en un súper.
—¿Una cajera?
—No, no, está a su mismo nivel. Creo que dijo que era profesora.
—¡Oh! ¡Puaff!
—¿Qué aspecto tiene?
—Un auténtico adefesio. Orejas de soplillo, greñas sobre la cara, nariz goteante. Aunque el culo no está mal.
—¿Qué sabes de ella? —preguntó la madre.
—No gran cosa. Ya conoces a Scott. Siempre mantiene las cartas pegadas al chaleco.
—Espero que sepa jugar al bridge. June era tan fantástica...
—No empecemos.
—Bueno, pero lo era.
—No creo que sea oportuno sacar a relucir a esa individua y debatir sus virtudes delante de las chicas.
—No sé por qué te soliviantas de esa manera. No fue a ti a quien abandonó.
—Fue a mi mejor amigo. Para el caso, es lo mismo. Creo que sería de lo más sensato dejar el tema. La flecha está en verde —indicó a Nick.
Nick torció a la izquierda y avanzó hacia la rampa de salida a la autopista, un poco avergonzado por haberse distraído de la conducción. Ya había oído antes algunas alusiones a la ruptura de los O'Toole, pero nunca la cosa estuvo tan cerca de una discusión. Se sintió intrigado. Aunque maldito lo que le importaba. Conducir sí que le importaba y tendría que concentrarse en ello o su padre tomaría los mandos.
A Nick le gustaba llevar el volante. Hubiera preferido coger el Mustang, en vez de aquella cafetera, pero entonces habrían ido apretados como sardinas en lata, los cinco y, encima, las correspondientes mochilas. Además, su padre por nada del mundo hubiera permitido que el Mustang permaneciese aparcado, como abandonado, en medio de la nada durante una semana entera. El año anterior, en Yosemite, alguien había roto el cristal de una ventanilla de la furgoneta y en el interior de la misma se celebró después una fiesta. A su regreso, encontraron latas vacías de cerveza y un roto par de bragas de color rosa en el piso del vehículo.
Aquel allanamiento había aterrado a Nick e incluso ahora, al recordarlo, se sintió intranquilo. Ya era bastante mal asunto el que unos gamberros hicieran de las suyas en el automóvil, pero ¿y si uno se los tropezaba en algún camino solitario? ¿Y si irrumpiesen de pronto en tu campamento?
Nada semejante les había ocurrido nunca a ellos, pero podía ocurrirles. Nick se alegraba de que aquel año les acompañasen los O'Toole. Al igual que su padre, Scott era un hombre corpulento. Si surgía algún problema, podrían dominar la situación.
Experimentó una sensación de alivio, al tiempo que echaba un vistazo al retrovisor lateral, efectuaba la indicación oportuna y se desviaba para entrar en el carril de la derecha. Aumentó la velocidad rumbo al paso elevado. Poco antes de llegar a la curva que conducía a la autopista de Santa Mónica, levantó, despacio, el pie del acelerador. Volvió a incrementar la marcha en el descenso, indicó su inminente giro a la izquierda y se lanzó a través de los tres desiertos carriles de la autopista de San Diego.
Su padre se inclinó desde el asiento para comprobar el cuentakilómetros. La aguja oscilaba entre los noventa y los noventa y cinco kilómetros por hora. Tras asentir aprobadoramente, el hombre se arrellanó en el asiento.
—Cuando te canses, avísame.
Benny se inclinó hacia adelante.
—Oye, Karen... —dijo, casi en la nuca de la muchacha.
Karen se dio media vuelta en el asiento y le miró. Al ver el rostro de la mujer tan cerca del suyo, el chico tuvo una sensación extraña: una mezcla de excitación, cálida ternura y cierto bochorno. Se quedó mirándola, olvidado de lo que pensaba decirle.
Nunca la había visto tan de cerca. Los ojos de Karen tenían el tono azul claro del agua de la piscina. Observó por primera vez el leve vello dorado apenas visible sobre el labio superior. Tanya, la prima de Benny, con su pelo moreno, tenía allí todo un bigote. Era un poco cerrado e hirsuto, pero el vello de Karen, en cambio, parecía tan suave que el muchacho deseó poder tocarlo. Tal vez ni siquiera había suficiente como para que el tacto lo notase, al menos encima del labio, aunque daba la impresión de ser un poco más denso en las tersas y atezadas mejillas.
—Si un elefante se cayera a un pozo, ¿cómo lo sacarías? —preguntó Benny.
—¿Con una grúa? —fingió picar Karen.
—No. ¡Mojado como un pato!
Karen sonrió a la vez que sacudía la cabeza.
Volvió a mirar hacia adelante. El chico ya no pudo verle la cara. Se echó hacia atrás en el asiento y continuó mirándola. El borde de una oreja asomaba entre el pelo. Quería que la mujer volviese de nuevo el rostro, pero antes tendría él que recordar o imaginar otro chiste.
Antes de aquella mañana, sólo había visto a Karen una vez. Normalmente, cuando su padre salía con ella, iba solo. Pero, el sábado anterior, Karen asistió a la merendola de costillas asadas que se celebró en casa. Vestía pantalones cortos de color blanco y suelta camisa rojo brillante con flores verdes y blancas. Tenía un aspecto precioso. Cuando su padre se la presentó, Karen le estrechó la mano y dijo:
—Me alegro infinito de conocerte, Benny.
Tenía en el antebrazo una pálida cicatriz, curvada en forma de herradura. A Benny le entraron unos intensos deseos de preguntarle cómo se la hizo, pero le faltó valor.
El día estaba nublado, de modo que nadie se decidió a acercarse a la piscina, por lo que Benny se quedó con las ganas de ver a Karen en traje de baño. La mujer se sentó a la mesa frente a él. Aún no había oscurecido, pero su padre encendió velas. La luz de las llamas hizo que la cabellera de Karen brillase como el oro. Benny pensó que era una chica estupenda. Sin embargo, Julie se portó de un modo antipatiquísimo. Después de la cena, Tanya los llevó al cine: a él y a Julie. Cuando volvieron, Karen ya se había marchado. Papá dijo que los acompañaría en la excursión de acampada y Julie se puso hecha una furia.
—¿Para qué la necesitamos? ¡A mí ni siquiera me cae medio bien! ¡Si va ella, yo no quiero ir! —A papá pareció dolerle mucho aquella actitud y le preguntó por qué no le caía bien Karen. Julie saltó—: ¡Oh, no importa!
—A mí me parece muy maja —opinó Benny.
—Y a mí también —dijo el padre.
A veces, Julie puede ser una auténtica malasombra.
—¿Alguien tiene hambre? —preguntó Scott.
—¡Yo! —dijo Benny.
Julie se encogió de hombros y siguió enfrascada en su libro.
—¿Julie?
—Me da igual.
—Yo no le haría ascos a un bocado —aceptó Karen, al tiempo que dirigía una rápida mirada a Scott.
Benny vio fugazmente un lado del rostro de la mujer, un momento antes de que Karen volviese la vista al frente. El chico suspiró: ¡Cielos, qué guapa era!
—Bueno —dijo el padre—. Llegaremos a Gorman dentro de unos minutos. Haremos allí un alto y desayunaremos un poco.
—Cuidado con ése —advirtió Flash.
Mantuvo tranquila la voz, pero la mano se apretó con fuerza sobre el salpicadero cuando, por delante de ellos, un gigantesco camión de tractor con remolque invadió el carril por el que circulaban. Subía la empinada pendiente que llevaba al paso del Tejón e iba a bastante menos velocidad que ellos. Se precipitaban sobre él.
Nick se desvió al carril de la izquierda y adelantó al camión articulado.
—Estúpido hijo de mala madre —murmuró Flash. Quitó la mano de encima del salpicadero. Nick parecía nervioso—. ¿Te encuentras bien?
El muchacho asintió con la cabeza y se humedeció los labios.
—Ese tipo... No tenía por qué meterse en nuestro carril.
Flash respiró hondo unas cuantas veces y se sacó del bolsillo de la camisa un White Owl. Le temblaban los dedos mientras rasgaba el celofán del envoltorio. Se puso el cigarro en la boca, lo encendió y luego bajó el cristal de la ventanilla para que saliera por allí el humo.
—Te diré una cosa, Nick: Vietnam era más seguro que estas autopistas. Malditos camioneros. Apenas te han visto y ya se te han echado encima. Lo mejor que se puede hacer es apartarse de su camino.
Nick le miró. El muchacho parecía aún asustado.
—Mala suerte que esto no sea un F-18 —dijo—. Podríamos lanzarlo fuera de la carretera.
—Así se habla, chico. Te aseguro que Scott y yo cumplimos nuestra cuota de ese trabajo. En la Ruta de Ho Chi Minh nos cargamos unos cuantos convoyes enteritos. Los convertimos en mierda machacada.
—Arnold —se quejó Alice en el asiento trasero.
Había oído aquella batallita. El hombre volvió la cabeza. Las gemelas estaban dormidas, Rose derrumbada contra la portezuela y Heather recostada sobre ella.
—Hablaré bajo —dijo Flash en tono sosegado.
—Y sin palabrotas.
Sacudió la ceniza y le dio al puro una profunda bocanada. El humo onduló alrededor de su rostro. El humo llena la carlinga. «Jefe Azul, aquí, Flash. Las cosas se han puesto al rojo vivo.»
Sacudió la cabeza vigorosamente, tratando de expulsar de su mente aquel recuerdo, mientras el corazón aceleraba ruidosamente sus latidos y el estómago se contraía para formar un nudo gélido. ¡Oh, por los clavos de Cristo!
La furgoneta se lanzó cuesta abajo, aumentando la velocidad.
—Tómatelo con calma —aconsejó el hombre. Nick le lanzó una ojeada, fruncido el entrecejo.
—¿Estás bien, papá?
—Desde luego. Estupendamente. —Se secó el sudor de la frente. Los recuerdos volvieron—. Bueno, bueno, bueno —se apresuró a articular, a fin de impedir el paso a los recuerdos—. Ya hemos coronado el puerto. El viejo armatoste ha pasado el Grapevine una vez más. En el valle va a hacer un calor de mil pares de infiernos. Menos mal que contamos con aire acondicionado.
3
—Los ofrecí en sacrificio, Ettie.
La mujer contempló los cuerpos desnudos del joven y de la muchacha que yacían uno al lado del otro delante de la tienda. El hombre estaba boca abajo y una espantosa herida cruzaba la parte posterior de su cuello. La mujer, tendida de espaldas, aparecía magullada y desgarrada. Ettie vio señales de mordiscos en la boca y la barbilla, en el hombro y en los senos. El pezón izquierdo había desaparecido por completo.
—A él lo sacrifiqué con un hacha —explicó Merle, al tiempo que se frotaba las manos en las perneras de los pantalones vaqueros y se esforzaba en sonreír—. A la moza, simplemente la estrangulé.
—Según parece, hiciste algo más que eso —murmuró Ettie.
—Era muy bonita.
—Merle, tienes menos sesos que un mosquito.
El hijo tiró hacia abajo la visera de su descolorida gorra de los Dodger, para ocultar los ojos.
—Lo siento —silabeó.
—¿Qué vamos a hacer contigo?
Merle se encogió de hombros. Aplicó a una piña la puntera de sus zapatillas de tenis.
—Tú también lo haces —argumentó.
—Sólo cuando Él me habla.
—Él me habló a mí, Ettie. De verdad. Sinceramente, yo jamás lo hubiera hecho, pero Él me pidió que lo hiciera.
—¿Seguro que no se trataba de que estabas caliente y nada más?
—No, señora. Él me dirigió la palabra.
—Te vi ayer espiar a esta pareja. Se me pasó por la cabeza el temor de que llevases a cabo una faena como ésta, pero soy tan tonta que confié en ti. Debí tener mejor juicio. —Fulminó a Merle con la mirada. La visera se levantó momentáneamente para mirar a la mujer. Luego volvió a bajar—. ¿Qué me prometiste?
—Ya lo sé —musitó Merle—. Ya te he dicho que lo siento.
—¿Qué me prometiste? —repitió Ettie.
—No volver a hacerlo sin pedirte permiso.
—Pero, a pesar de ello, lo hiciste.
—Sí, señora.
—Por culpa de ello, las cosas se nos van a poner muy difíciles, Merle.
Ettie captó una tenue sonrisa bajo la sombra de la visera.
—De todas formas, no puedes liquidarme.
—Borra de tu cara esa sonrisa imbécil.
—No es tan grave, Ettie. Ya he registrado sus cosas. No tenían permiso de fuego.
—¿Y qué?
Merle se echó hacia atrás la gorra. Ya no le asustaba la mirada de Ettie.
—Si se hubiesen encontrado con un guardabosques, tendrían ese permiso y habrían dicho a dónde iban. Pero no vieron a ningún guardabosques. De modo que éstos ni siquiera saben que la pareja anduviese por aquí.
—Bueno, ya es algo.
—Incluso aunque alguien sepa que salieron de excursión, nadie tiene idea de por dónde hay que buscarlos. Así que nos limitaremos a enterrarlos, nos llevaremos sus cosas a la cueva y no nos pasará absolutamente nada.
Ettie suspiró, se cruzó de brazos y contempló los cadáveres.
—Por si acaso, prepararé un sortilegio para mantener alejadas a las posibles partidas de búsqueda.
Merle pareció dubitativo.
—Quizá sea mejor que me encargue yo.
—Aún puedo conjurar círculos a tu alrededor, muchacho, no lo olvides. Si escapamos sanos y salvos de Fresno, no fue gracias a ti. Si hubieras tenido el suficiente sentido común para traerme lo que necesitaba...
—Me vieron.
—No te habría costado ni medio minuto —dijo Ettie. Merle se mantuvo silencioso mientras ella se arrodillaba junto al cadáver del muchacho. Se desató la bolsa de cuero que llevaba al cinto y la abrió—. Nunca debí enseñarte las Fórmulas.
—No digas eso, Ettie.
—Para nosotros es una fuente inagotable de dificultades continuas.
Envolvió entre sus dedos un mechón de pelo y lo arrancó del cuero cabelludo del hombre. Lo apretó contra el áspero desfiladero que formaba el cuello del cadáver debajo de la nuca. Una sangre espesa recubrió las hebras de pelo. Ettie las retorció para formar un bramante, le hizo un nudo en el centro y lo echó dentro de la bolsa. Después alzó una de las manos del muchacho. Tenía las uñas comidas hasta la yema de los dedos. Ettie desenvainó su cuchillo, apoyó la hoja en la cutícula del dedo índice del muerto y le arrancó toda la uña. La dejó caer dentro de la bolsa y se acercó a la chica.
En cuclillas junto al cadáver, le arrancó un rizo de pelo. Oprimió el seno de la joven para que aflorase más sangre y mojó el pelo en ella. Hizo un nudo en el pegajoso rizo. Lo soltó dentro de la bolsa y luego cogió una mano. El esmalte de uñas estaba cuarteado. Una de las uñas aparecía rota, pero las demás eran largas y estaban bien manicuradas. Cortó las puntas de cuatro, se las puso en la palma de la mano y, finalmente, las impulsó al interior de la bolsa.
—Ya ves, esto es todo lo que hace falta —dijo, y levantó la cabeza para mirar a Merle—. En treinta segundos lo hubieras podido coger, lo que nos habría permitido preparar un excelente encantamiento y aún estaríamos en Fresno. Ni siquiera hubiese sido preciso que tomaras sangre. Habría bastado con que tuvieses el suficiente buen sentido como para llevarme uñas y pelo. Y yo habría contado con la esencia necesaria para cubrimos.
—Yo, aquí, estoy muy a gusto —murmuró Merle.
—Pues yo no. —A Ettie le crujieron las rodillas al ponerse en pie—. Me encantan las comodidades materiales, Merle. Una buena comida, una cerveza fresca, los vestidos bonitos y la cama blanda.
—Y los hombres —añadió Merle, con un conato de sonrisa.
—Eso es verdad. —La mujer guardó el cuchillo en su funda de la parte lateral del vestido y procedió a atarse la bolsa al cinto—. Me privaste de todo eso a causa de tu negligencia y lascivia.
—Ya te lo dije, Ettie. Él me habló.
La mujer no le creía.
—Deja ya de quitarte de encima la culpa, Merle. Encárgate de enterrarlos y de llevar luego sus cosas a la cueva. Antes de que anochezca, volveré para cerciorarme de que lo has hecho y de que este sitio tiene todo el aspecto de que nadie ha estado jamás en él. ¿Entendido?
—Sí, señora.
—Y si alguna vez se te ocurre ofrendar otro sacrificio, sin informarme previamente, serás el jovencito más triste y desdichado que jamás caminase sobre dos piernas.
Merle clavó la vista en sus pies.
—Sí, señora.
Ettie lo dejó allí y se alejó a lo largo de la rocosa orilla. En el estrecho regatón del extremo sur del lago, donde caía chapoteando la corriente del Mezquite Superior que lo alimentaba, Ettie se agachó, tomó agua en el hueco de las manos y se la llevó a la boca. Llevaba un mes allí y aun no podía resistir la tentación de saborear aquel agua tan fresca y agradable. Costaba trabajo creer que hubiese un agua tan estupenda. Se daba cuenta de que la echaría de menos cuando, en septiembre tuvieran que marcharse. Aunque no echaría en falta ninguna otra cosa: ni el tórrido vapor que desprendían las piedras, ni los mosquitos, ni el viento que se pasaba toda la noche soplando, a veces tan ruidosamente que no había forma de conciliar el sueño, ni el frío que se abatía sobre el lugar tras ponerse el sol, ni la dureza del suelo donde se echaba a dormir. Se alegraría de dejar todo eso a su espalda. Pero no el agua.
Abrió la bolsa de lona de la cantimplora y sacó el recipiente de aluminio. Desenroscó el tapón de la cantimplora y la puso boca abajo. El agua que contenía borboteó al caer. Sostuvo la vacía cantimplora debajo del borde de una roca cubierta de musgo y la aguantó con firmeza mientras el líquido entraba en la vasija y se derramaba sobre la mano. Cuando la cantimplora empezó a rebosar, Ettie le puso de nuevo el tapón y la guardó en la bolsa de lona. Mientras se levantaba, notó contra la cadera aquel peso agradable.
Sin apartarse de la corriente, ascendió por las grisáceas losas de granito que llevaban a la cumbre que separaba ambos lagos. Se volvió lentamente, para explorar las laderas que se elevaban por encima de ella. Dirigió luego la escudriñadora mirada hacia el sendero que descendía desde el puerto del Escultor, más allá del extremo septentrional del Mezquite Inferior. De vez en cuando, cada cuatro o cinco días, algún que otro grupo de excursionistas transitaba por allí. No solían quedarse. Hasta ayer, cuando aquellos dos decidieron acampar. Y Merle hizo su gracia.
Condenado Merle. ¡Mierda, maldito sea!
El camino estaba ahora desierto. Lo más probable era que, si alguien apareciese por allí, no lo haría hasta la tarde. El paso representaba tres horas de penoso ascenso, desde el lago próximo, en dirección este, por lo que Merle dispondría de tiempo de sobra para arreglar el desaguisado cometido. Además, estaba el conjuro...
Ettie subió a la superficie horizontal de un peñasco y se soltó el cinto con todo el equipo. Tras depositarlo a sus pies, se desabotonó el ajado y deforme vestido. Se lo quitó, pasándoselo por encima de la cabeza. Con excepción de los calcetines y las botas, se quedó completamente desnuda. Notó sobre la piel el beso de los rayos del sol, la caricia suave de la brisa. El aire olía a calor. A agujas de pino abrasadas, a piedra recocida.
Se inclinó hacia adelante y extendió el vestido sobre la piedra berroqueña. Después, se sentó encima. A través de las delgadas capas del tejido, la roca era dura y áspera. El calor atravesaba la tela, le mordió las nalgas mientras se quitaba las botas y los húmedos calcetines.
Cuando se hubo descalzado del todo, soltó la bolsa de cuero atada al cinturón. Cruzó las piernas y continuó sentada allí, arqueada la espalda y la vista al frente. Cogida con ambas manos, levantó la bolsa y se la acercó al esternón.
—Al fondo de las tinieblas —musitó— envío y encomiendo el espíritu de mis enemigos. Que su naturaleza esencial se sumerja en la oscuridad, de forma que todo rastro de su presencia quede desterrado de esta cañada para que quienes los busquen no tengan motivo alguno que les induzca a entrar aquí.
Inclinó la cabeza y desató los lazos de la bolsa. Extrajo el ensangrentado rizo y se lo puso en la boca. Lo masticó despacio, hasta convertirlo en un terrón pastoso, y se lo tragó. Hizo lo mismo con el otro mechón de pelo. Tomó un trago de agua de la cantimplora para ayudarlas a bajar hasta el estómago. Después reunió en la palma de una mano los trozos de uña que había cortado, se los llevó a los labios y se los comió. Bebió un poco más de agua.
La aspereza y el calor de la roca atravesaban la tela del vestido. Los extremos de la cabellera se le pegaban al estómago, densos, recios, amazacotados.
Pero ya estaba hecho.
Sonrió. Levantó la cantimplora y empezó a derramar el agua fresca sobre su cabeza. Se le deslizó por la cara y por los hombros. Corrió espalda abajo. Se derramó encima de los senos, goteó desde la punta de los pezones, resbaló por su vientre y por los costados. Desplazó la cantimplora para que el agua cayese encima de sus piernas cruzadas, sobre la ingle. Suspiró al sentir el contacto helado del líquido.
La cantimplora se vació mucho antes de lo que Ettie hubiera deseado.
Contempló la resplandeciente superficie azul del Mezquite Superior. ¿Por qué no? Se merecía aquel placer. Dejó sus cosas donde estaban y avanzó hacia la orilla, dando saltos sobre las candentes peñas. Se metió en el agua, entre jadeos y estremecimientos, y vaciló apenas unos segundos antes de zambullirse de cabeza.
4
Se detuvieron en una estación de servicio de Fresno.
El padre de Julie bajó el cristal de la ventanilla y pidió al adolescente empleado que «llenase el depósito de súper sin plomo y echase un vistazo debajo de la capota».
En cuanto se abrió la ventanilla, el calor irrumpió en el automóvil. Julie se abanicó con el libro.
—Me parece que aprovecharé para ir al servicio —dijo Karen.
—Yo también —se sumó Benny.
Ambos se apearon.
—¿Y tú, Julie? —preguntó el padre.
—Esperaré a que vuelvan.
La chica los observó mientras caminaban bajo el resplandeciente sol hacia la parte lateral del edificio. Benny sonreía, hablaba y le hacía gestos a la mujer.
—Parece que a Benny le cae simpática de verdad —comentó Scott.
—Ya lo he notado.
La pareja desapareció al doblar la esquina del garaje.
—Creo que a ti también te gustará..., si le das media oportunidad.
—¿Qué he hecho? —protestó Julie.
—Es tu actitud.
—No puedo evitarlo, si no me vuelve loca de entusiasmo. ¿Qué se espera que haga, besar el suelo que pisa?
—No tienes por qué recurrir al sarcasmo.
—Yo no la invité a venir con nosotros.
—Bueno, la invité yo, y me alegraría mucho que os llevaseis bien. Te has portado fatal toda la mañana.
—Me siento fatal.
Se le formó un nudo en la garganta. Tuvo la repentina impresión de que podía estallar en lloriqueos de un momento a otro.
El padre volvió la cabeza.
—¿Qué te pasa, tesoro? —preguntó en tono cariñoso.
—Nada.
—Vamos, ¿de qué se trata?
—No sé siquiera por qué tenía que venir. —Las lágrimas llenaron sus ojos. Miró por la ventanilla a los surtidores de gasolina—. Debí quedarme en casa con Tanya. No quieres que vaya con vosotros.
—Claro que quiero que vengas con nosotros.
—No. Ya tienes a Karen. No nos necesitas ni a Benny ni a mí.
—Mira, si quisiera estar a solas con Karen, ¿habría insistido tanto en que nos acompañaseis? No me hubiera costado nada dejaros en casa, pero quería que Benny y tú vinieseis. Rayos, sin vosotros dos, la excursión no sería ni la mitad de divertida. Venga, venga, levanta ese ánimo, muchachota. Una sonrisita para papá.
Julie se secó los ojos, pero ni siquiera intentó sonreír.
—Vamos.
El chirrido de un rodillo hizo que los ojos de la chica se proyectasen sobre el joven empleado de la gasolinera. El muchacho le sonrió a través de la ventanilla mientras eliminaba el agua sucia del cristal.
—Ahí vienen —anunció el padre—. ¿Por qué no vas tú ahora?
Tras asentir con la cabeza, Julie abrió la portezuela.
Se apeó y anduvo hacia la parte posterior del automóvil.
—Está detrás del edificio —informó Karen cuando se cruzaron.
—Gracias.
Mientras se alejaba, Julie volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Sus ojos tropezaron con los del muchacho, que en aquel momento limpiaba el parabrisas. Le sonrió y continuó su camino.
El calor puso gotas de sudor en su frente. Se preguntó si el chico estaría contemplándola, admirando su figura y el aspecto que ofrecía vestida con la camiseta de manga corta y los ceñidos pantalones cortos de color blanco.
El retrete era sombrío y sofocante. Hizo sus necesidades rápidamente. En el lavabo, se mojó la cara con el agua tibia que salía del grifo y se miró en el espejo. Un círculo rojizo, consecuencia de las lágrimas, rodeaba sus ojos. Llevaba el pelo un poco desordenado. Le hubiera gustado tener un peine a mano. Se arregló la cabellera pasándose los dedos y atusándosela por los lados. La camiseta de manga corta parecía estarle grande, como un saco. Se desabrochó el pantalón e introdujo los faldones de la camiseta bajo la cinturilla. Volvió a contemplarse. La camiseta, más ceñida ahora, se tensaba sobre los pechos y los hacía resaltar. El encaje blanco del sujetador resultaba claramente visible a través de la tela de la camiseta.
Sonrió a la imagen que reflejaba el espejo. Se dedicó un guiño. Luego salió de los aseos a la rutilante claridad solar.
El coche continuaba ante los surtidores, pero el empleado se había retirado. Lo vislumbró al otro lado de la cristalera del despacho. Al llegar al automóvil, apoyó las manos en el borde de la abierta ventanilla de Karen y miró adentro.
—¿No podríamos tomarnos unos refrescos, Coca o algo así, papá?
—¡Sí! —se animó Benny.
—Eso es cosa mía —se brindó Karen—. Yo invito.
—No —dijo el padre—. Eso es...
—Insisto. —Karen sacó el billetero de su bolso de mano. Tras un momento de búsqueda, concluyó—: Me parece que no tengo suelto —y le dio a Julie un billete de cinco dólares—. ¿Por qué no coges unas bolsas de patatas fritas o cualquier cosa por el estilo que tengan por ahí?
—Voy contigo —dijo Benny, y saltó fuera del automóvil.
—¿Tú qué quieres, papá?
—Soda de raíces o Coca.
—¿Karen?
La mujer le sonrió.
—Mountain Dew o Dr. Pepper. Si no tienen ninguna de ellas, cualquier refresco de cola.
Benny se adelantó a su hermana rumbo al edificio y se plantó delante de la máquina expendedora de refrescos. Con un hormigueo de excitación, disfrutando por anticipado de su iniciativa, Julie respiró hondo y entró en el despacho.
—¡Hola! —saludó al joven empleado, que estaba detrás del mostrador.
El muchacho se puso en pie y se apartó de la frente un mechón de pelo castaño.
—¡Hola! ¿En qué puedo servirte?
Julie le tendió el billete.
—¿Podrías cambiármelo en monedas para la máquina?
—Faltaría más —sonrió el chico. Se apoyó en el mostrador. Al tiempo que alargaba el brazo, sus ojos descendieron del rostro a los senos de Julie, para terminar el trayecto en el brazo extendido de la chica. Tomó el billete. Dijo—: Necesitarás monedas de veinticinco centavos. —Abrió un paquete nuevo y volcó las monedas en un cajetín de la caja registradora. El parche cosido encima del bolsillo de la camisa rezaba: TIM. Preguntó—: ¿Eres de por aquí?
—De Los Ángeles. Vamos camino de las montañas.
—¿Sí? ¿De acampada?
—Una excursión por los alrededores del cerro Negro.
—¿En serio? He estado allí. Es una zona verdaderamente preciosa. —Contó las monedas de cuarto de dólar y las fue depositando de cuatro en cuatro en la palma de Julie. Los dedos del joven rozaron la mano de la chica en dos o tres ocasiones...
—Gracias, Tim.
El muchacho inclinó la cabeza, radiante su expresión.
Julie dio media vuelta y entregó, a su vez, las monedas a Benny.
—Toma, encárgate de sacar las cosas. ¿Sabes lo que quiere cada uno?
—Claro.
Con las monedas bien cogidas, Benny se acercó a la máquina de refrescos. Julie se puso de nuevo cara a Tim.
—¿Trabajas aquí continuamente? —preguntó.
—Siempre que puedo. Mi padre es el dueño.
—Debes de pasar un calor horrible.
—Ah, uno se acostumbra.
—Creo que yo no podría acostumbrarme.
—Tampoco es tan duro. —El joven dio la vuelta al mostrador y se sentó en el borde. Observó las piernas de Julie y comentó—: Tienes un bronceado muy bonito.
—Gracias.
—Apuesto a que, como vives en Los Ángeles, vas mucho a la playa y eso.
—Sí. —Julie consideró la conveniencia de explicarle que en el patio de su casa tenían una piscina. Pero pensó que posiblemente Tim creyera que fanfarroneaba. Así que dijo—: La verdad es que me gusta mucho el mar.
—Aquí tenemos el río —dijo Tim—, y unos cuantos lagos. Suelo ir a Millerton o al Llano del Pino. No están lejos. Cogemos una barca cuando... —Un doble timbrazo le interrumpió. Miró por la ventana. Una camioneta se detenía junto a los surtidores. El chico dejó escapar un suspiro de decepción, que complació bastante a Julie, y se apartó del mostrador—. Bueno, he de ir a atender a ése. Que tengas buen viaje. Si la ocasión se te presenta, haz un alto aquí cuando volváis.
—De acuerdo. Adiós, Tim.
El muchacho salió del despacho. Antes de llegar a la camioneta, miró por encima del hombro y agitó la mano. Julie correspondió a la despedida de igual modo.
Benny había dejado en el suelo las cuatro latas de refresco, a fin de tener las manos libres. Pulsó un número en la máquina de chucherías comestibles. Al otro lado del cristal, se levantó una abrazadera y dejó caer en la bandejita exterior una bolsa de patatas asadas a la parrilla.
Julie recogió las frescas y húmedas latas de bebida. Benny se hizo cargo de las cuatro bolsas de patatas y Fritos. Abandonaron el local.
Ante la portezuela del coche, Julie miró a Tim, que alzaba la capota de la camioneta.
—Hasta pronto —dijo.
—Paraos aquí otra vez —respondió el joven.
Julie subió entonces al automóvil. Distribuyó los refrescos, depositó las monedas sobrantes en la mano de Karen y le dio las gracias.
Cuando se alejaban, la chica miró por el espejo retrovisor. Tim secaba con un trapo rojo la varilla de un indicador de nivel.
—Parece un joven simpático —comentó Scott.
—Su padre es el dueño de la estación de servicio —informó Julie.
—¿Ah, sí? Le sometiste a un tercer grado, ¿eh?
—No le sometí a ningún tercer grado. Charlamos un poco, nada más.
—Chorradas y camelos —dijo Benny.
—Parece ser de la misma edad que Nick —continuó Scott dirigiéndose a Julie.
—¿Nick?
—El hijo de Flash. ¿No te acuerdas de él? El que nos acompañó en aquella merendola campestre.
—Ejem...
—Bueno, eso fue hace cinco o seis años. Creo que fue tu compañero de equipo en la carrera de las tres patas.
—¡Ah, ése! —Julie sonrió—. Ganamos. ¿Es hijo del señor Gordon?
—Sí. Ahora tiene diecisiete años.
—¿Ah, sí?
Quizá no iban a ser unas vacaciones tan infectas, después de todo.
—¡Ay! —gritó Heather, y se agarró el dorso de la mano.
—Rase, no seas bruta y juega limpio.
—Tampoco le di tan fuerte.
Alice Gordon dirigió a su hija una mirada de reproche, fruncido el ceño. Pensó en la conveniencia de poner fin al juego, pero Heather ya había escondido la mano a la espalda, lista para continuar.
—Uno, dos, tres —contó Rose. Su mano abierta salió disparada.
Simultáneamente, Heather sacó la suya a la vista, con dos dedos extendidos.
—¡Ajá! ¡Las tijeras cortan papel!
Rase presentó la mano. Heather la sacudió con todas sus fuerzas y quedaron en paz.
—No me has hecho daño —provocó Rose.
Se aprestaron a otra vuelta.
—Uno, dos, tres —recitó Rose.
Heather sacó otra vez la mano con los dos dedos figurando ser unas tijeras. Cuando la de Rose surgía abierta hacia adelante, la niña la cerró, convirtiéndola en un puño.
—La piedra rompe las tijeras —declaró.
—¡Eso es trampa! —protestó Heather—. ¿Verdad que ha hecho trampa, mamá? ¿Verdad que lo has visto? ¡Era papel!
Nick volvió la cabeza para mirar por encima del asiento.
—¿Ya ha vuelto Rose a pegártela?
—¡Sí! —estalló Heather.
—Creo que ya está bien de ese juego —decretó Alice—. ¿Por qué no buscáis otro mejor? Las veinte preguntas o el verdugo.
—¡Tengo que darle una palmada! —protestó Heather—. ¡Era papel!
—Se acabaron los manotazos.
—¡Pero yo gané!
—¡Niñas! —saltó Amold. Iba conduciendo y no volvió la cabeza—. Obedeced a vuestra madre.
—¡Pero, paaaaapá!
—Ya me has oído.
Heather concentró en un suspiro su creencia de que el mundo era injusto. Miró a Rose con los ojos entornados.
—¡Tramposa!
Con una sonrisa que pretendía expresar la enormidad de su sufrimiento, Rose le ofreció la mano.
—Anda, sacúdeme esa palmada.
—¿Puedo, mamá?
—¿Y a mí qué me importa? Hazlo. Luego, quiero que encontréis algo mejor que hacer.
Heather bajó la mano como un látigo. Pero Rose apartó la suya con celeridad, no sólo eludiendo el golpe, sino también propinando otro al dorso de la diestra de Heather, cuando descendía.
—¡Eh!
Rase soltó la carcajada. Nick hizo lo propio. Heather pellizcó a su hermana en la rodilla.
—¡Basta! —gritó Alice—. ¡Ya está bien!
—Me parece que estáis haciendo méritos para que detenga el coche y os zurre la badana —amenazó Amold.
—¡No! —gimió Heather.
—Seremos buenas —añadió Rase—. Prometido.
—Está bien. Ahora, haced lo que os dice vuestra madre y jugad a algo tranquilo.
—Mejor todavía —intervino Nick—, echad una cabezadita.
Rose elevó los ojos al techo.
—¿Falta mucho para llegar?
—Un par de horas, aproximadamente —le informó Arnold.
La idea de descabezar un sueñecito sedujo realmente a Alice. Tomó el cojín situado en el espacio entre ella y Heather, lo mulló y se lo colocó detrás de la cabeza.
Se puso cómoda apoyada contra él y cerró los párpados. Las gemelas empezaron a discutir en voz baja si jugaban o no al verdugo. Alice percibió un rumor de papel. Bueno. Eso las mantendría alejadas de las diabluras durante un cuarto de hora.
Se preguntó si se le habría olvidado a Arnold, antes de salir, graduar el dispositivo del reloj automático de la lámpara. Claro que preocuparse de ello era inútil. Si se le había olvidado, ya era demasiado tarde para que tuviese remedio.
Su pensamiento derivó hacia la última vez que vio a Scott O'Toole. Habían salido a cenar y a jugar al bridge. Scott la piropeó, haciéndose lenguas de lo guapa que estaba con su permanente. Eso debió de ser hacía más de un año, casi dos. ¿Cómo pudo separarse June de un hombre como aquél? Sin duda hubo algo más de lo que aparecía a simple vista. Tal vez Scott tenía sus ligues secretos. Desde luego, oportunidades no le faltarían, ya que estaba ausente la mitad del tiempo. Y algunas auxiliares de vuelo... Todo el mundo sabe cómo son. June no es de las que se quedan atrás, competente en todos los aspectos, ya nos entendemos, pero un tipo como Scout constituye todo un regalo del cielo para cualquier corazón solitario femenino. Las tentaciones se sucederían ante él. Y es preciso ser un hombre de voluntad fuerte para resistirlas.
Gracias a Dios, Arnold dejó de volar. Puede que tuviese que trabajar por la noche, cuando no podía eludir el compromiso de algún turno, pero al menos volvía a casa y dormía en su propia cama, y no sólo en hoteles de todos los puntos del país. Para él sería estupendo contar con el prestigio y el salario de piloto, pero ella prefería tener disponible a su marido. Congeniaban, se llevaban muy bien, a Dios gracias, y ella no tenía que estar siempre preocupada.
A la pobre June, la preocupación debía de estar matándola, siempre con el temor de que Scott hubiese caído o cohabitara con alguna otra muchacha. ¿Cómo se llamaba aquél..., Jack? No, Jake, Jake Peterson. Mantenía otra familia en Pittsburgh. Debió de ser una conmoción de espanto para su esposa... para ambas esposas.
Y ni siquiera era mormón. No es que eso hubiera justificado el engaño, pero... Las reflexiones de Alice se fueron difuminando, para desaparecer cuando el sueño se apoderó de ella.
En alguna época remota, aquella carretera tuvo un piso bien asfaltado, pero las nieves del invierno, el deshielo de la primavera y el sol del verano habían quebrantado el asfalto, hasta dejarlo convertido en una ruina polvorienta. El coche traqueteaba sobre rodadas, baches y socavones mientras Scott lo conducía despacio cuesta arriba. Por delante de ellos, tras doblar una curva, apareció un Volkswagen.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Karen.
—Es pequeño —Scott desvió el automóvil a la derecha hasta que las ramas de los árboles arañaron la parte lateral de la carrocería. Se detuvo.
—Espero que tenga cuidado —articuló Karen. Su mano se aferraba al brazo del asiento.
—Si no lo tiene —comentó Scott—, va a disfrutar durante unos segundos de un emocionante paseo por el filo del precipicio.
La muchacha que ocupaba el asiento contiguo al del conductor del Volkswagen asomó la cabeza por la ventanilla. Bajó la vista y, al parecer, se dedicó a observar el avance del vehículo. Scott imaginó que, desde la perspectiva de la joven, el descenso a pico sin duda le parecería un abismo sin fondo. Al cabo de un momento, la muchacha retiró la cabeza al interior del coche y le dijo algo al conductor.
El Volkswagen se fue acercando poco a poco. El joven barbudo que iba al volante sonrió a Scott cuando pasaba despacio junto a él.
—Un día estupendo —comentó.
—Sí —convino Scott—. ¿Falta mucho para el cerro Negro?
—Tardará una hora en llegar.
—¿Mejora la carretera por ahí arriba?
—No. Además, le advierto que, a cosa de kilómetro y medio, por detrás de mí, viene un autocaravana.
—Gracias por el aviso.
—Que lo pase bien, amigo.
—Igualmente.
El Volkswagen terminó de cruzarse con el coche de Scott, se fue hacia el centro de la calzada y aceleró la marcha, provocando una nube de polvo.
—¿Una casa rodante? —preguntó Karen. Parecía sentirse mal.
—¿Y qué vamos a hacer? —inquirió Julie desde la parte posterior.
—Supongo que tendremos que encontrar algún punto donde se ensanche la carretera, antes de que ese vehículo aparezca.
—No hay problema. ¿Verdad, papá? —dijo Benny.
—No pasa nada —confirmó Scott, y puso en marcha el automóvil. Condujo lentamente, mientras buscaba un lugar donde apartarse. Por delante, la carretera se doblaba en una curva cerradísima. La tomó bien. Al otro lado, se vieron con el precipicio a su derecha: un despeñadero cuya ladera descendía poco menos que a plomo.
—Tal vez sí que tengamos que sudar un poco —reconoció Scott.
Apretó el acelerador. El automóvil traqueteó y pareció transmitir sus quejas mediante sacudidas. «Quizá debí actuar sobre seguro», pensó Scott. «Es posible que hubiera sido mejor parar antes de la curva.»
Pero ahora ya estaba hecho. La extensión de carretera que veía ante sí no daba pie al optimismo. Por la izquierda, la falda de la montaña se alzaba en pendiente casi vertical, sin ofrecer espacio alguno para salirse de la calzada. A la derecha, apenas había un metro entre el asfalto y el borde del precipicio. Incluso aunque aparcase en la misma orilla del barranco, Scott dudaba de que quedase espacio para que un vehículo de recreo pudiera pasar.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Karen.
—Si lo peor aún tiene que venir, siempre nos queda el recurso de dar marcha atrás.
—Oh, maravilloso.
El pie de Scott se levantó del pedal del acelerador cuando el autocaravana surgió en el centro de la carretera, descendiendo directamente hacia ellos. Con movimiento reflejo, Scott giró el volante como si se aprestara a dispararse sobre el vehículo que se les acercaba. Su coche se mantuvo sobre la calzada. Scott pisó el freno y empezó a detenerse.
La casa rodante se desvió hacia la pared de la montaña y se inmovilizó allí, dejando bloqueados dos tercios de la carretera. Por la ventanilla de la parte del conductor apareció un brazo. La mano se agitó, indicando a Scott que avanzase.
—¿Podrás pasar? —preguntó Karen.
—Desde luego —aseguró Scott—. Aunque, para mayor seguridad, quiero que os apeéis. —Miró por encima del hombro—. Todo el mundo abajo.
—Yo no tengo miedo —dijo Benny.
—Sin discutir.
A la vez que soltaba un suspiro, Benny abrió la portezuela. Cuando el chico, Julie y Karen estuvieron fuera del vehículo, Scott se soltó el cinturón de seguridad. El trío caminó por delante de él. Karen inclinó la cabeza y dijo algo al hombre que iba al volante del vehículo de recreo. Al llegar a la parte posterior de éste, se pararon y dieron media vuelta para contemplar la maniobra. Karen apoyó un pie fuera de la calzada y clavó la mirada en el neumático del lado derecho de su coche. Tenía los labios apretados en tensa mueca. Se secó las manos en la parte lateral de las perneras de su pantalón de pana.
Mientras avanzaba centímetro a centímetro, Scott se dijo que aquella escena debía de resultarle a Karen realmente terrible. Sabe que nadie está exento de sufrir un accidente. Tres años antes, se libró por puro milagro de morir en un choque de automóviles en el que falleció su novio.
Con los dedos de la mano izquierda cerrados sobre la palanca del cierre de la portezuela, Scott continuó deslizándose a lo largo de la casa rodante, despacio, muy despacio. Aunque comprendía que, si el coche empezara a caer por el precipicio, él no tendría tiempo de abrir la portezuela y saltar.
En principio, no, de todas formas. Pero quizá dispusiera de un segundo antes de que el automóvil se precipitase barranco abajo.
Lanzó una ojeada a Karen. La mujer se cubría la boca con una mano. Benny parecía tranquilo. Julie estaba agachada, con las manos en las rodillas y la vista en la rueda delantera derecha.
De chico, Scott había ido muchas veces con su padre a practicar la pesca en las aguas heladas del río San Lorenzo. En ocasiones, el hielo crujía y chirriaba bajo el peso de la camioneta que conducían. Siempre llevaban abiertas las puertas, por si acaso había que saltar a toda prisa. Todo el mundo lo hacía, cuando conducían por el río. Todo el mundo, salvo los imbéciles.
Deseó en aquel momento llevar la portezuela abierta. Una precaución insignificante, pero que podía salvarle la vida a uno.
El morro de su automóvil ya había llegado al extremo del autocaravana. Resistió la apremiante urgencia de aumentar la velocidad y mantuvo su lento avance hasta que rebasó al otro vehículo. De inmediato, giró el volante hacia la izquierda y se detuvo en el centro de la carretera.
Benny fue el primero en subir.
—¡Vaya, papá, fue por un pelo!
—Pan comido —faroleó Scott, y, con el dorso de la mano, se secó el sudor del labio superior.
—Espero que no tengamos que pasar otra vez por esta prueba —deseó Julie.
Karen se derrumbó en el asiento y apoyó las rodillas en el tablero. Se quedó mirando al frente con fijeza. Sus labios formaban una delgada línea recta.
Scott levantó la mano y le acarició la parte lateral del cuello.
—¿Te encuentras bien?
—Creo que sí —murmuró Karen.
Al final de otro sinuoso puerto, la carretera rodeó la falda de una montaña para desembocar en un valle alto y cubierto de arbolado. El sol iluminaba un letrero, bastante deteriorado por los elementos atmosféricos, que informaba: AL PUESTO DEL GUARDABOSQUES, NUEVE KILÓMETROS.
5
El bosque se extendía allí en todas direcciones, con los árboles llegando casi hasta las mismas orillas de la carretera, por ambos lados. Karen vio dos automóviles aparcados bajo las enramadas. Uno de ellos, un Mazda cubierto de polvo, permanecía en ángulo inclinado, con una piedra en la base de cada una de las dos ruedas traseras para evitar que rodase cuesta abajo.
—Me da en la nariz que hemos llegado antes que ellos —dijo Scott.
—¿Qué coche llevan? —preguntó Karen.
—Probablemente la furgoneta Plymouth.
A Karen se le formó un nudo en la boca del estómago al imaginarse a la furgoneta intentando cruzarse con la casa rodante en aquel estrecho tramo de empinada carretera de montaña.
Scott se desvió a la izquierda. Avanzó despacio, mientras los neumáticos arrancaban chasquidos a las ramas y piñas caídas. Aparcó cuando el parachoques se pegaba a tronco de un álamo y cortó el encendido.
—Dejémoslo todo aquí, de momento, y vayamos a arreglar las cosas al puesto del guardabosques. Mientras esperamos a los demás, podemos tramitar el permiso de fogata.
Se apearon del automóvil. Tras la agradable temperatura que procuraba el aire acondicionado, el calor exterior sofocó a Karen.
Pero el aire tenía un perfume de lo más agradable y una brisa suave agitaba la foresta. Se estiró, arqueó la rígida espalda y suspiró placenteramente al tensar los músculos. Luego siguió a Benny hacia la parte trasera del coche, caminando sobre la densa y esponjosa alfombra de hojas y agujas de pino que se hundía bajo sus botas.
—Esto es una auténtica maravilla —comentó, al llegar junto a Scott y Julie.
—Hace calor —dijo Scott. Se quitó la camisa de franela, la enrolló y la puso en el maletero. El tejido de su camiseta de manga corta se tensaba sobre el pecho. La costura del hombro estaba ligeramente descosida—. Bueno, vamos a ver si localizamos por ahí a algún guardabosques.
Avanzaron siguiendo las huellas de neumáticos, hacia una pequeña cabaña de troncos levantada en un claro. Había un jeep estacionado junto a una de las paredes de la cabaña. El resoplido de un caballo atrajo la mirada de los ojos de Karen hacia un corral situado a la izquierda, en el que un hombre uniformado cepillaba a un garañón castaño.
—Seguramente es el guardabosques —dijo la mujer. Se dirigieron al corral. Al verlos, el hombre agitó la mano. Dio un cachete en la grupa al caballo, tiró a un lado la almohaza y pasó por encima de la valla.
—¡Hola! —saludó con cierta inquietud—. Confío en que no les haya hecho esperar. Estuve haciendo una ronda, acabo de volver.
—No —le tranquilizó Scott—, nosotros también acabamos de llegar.
—Bueno, eso es estupendo. —Sonrió a Karen y a Julie, le dedicó un guiño a Benny. Apenas debía contar veinte años, llevaba muy corta la rubia cabellera y la alegría brillaba en sus ojos azules. Pese a la insignia que decoraba la camisa del uniforme, iba sin armas y su actitud despreocupada hizo que Karen se sintiese a gusto. El hombre dijo—: Vamos al despacho. Les extenderé el permiso de excursionismo y les daré las indicaciones.
Le acompañaron a la cabaña.
—¿De dónde son ustedes?
—De Los Ángeles —informó Scott.
—Papá es piloto —dijo Benny, con aire de sentirse orgulloso.
—¡Vaya! ¿En qué vuela?
—Principalmente en aviones L1011.
—¡No me diga! Son pájaros enormes. Mi padre es fumigador. Vuela en una réplica de Fokker DR-1. El triplano, ¿no?
—Exacto. Von Richthofen. El Circo Volador.
—Sí. Mi viejo se ha puesto el sobrenombre de Barón Verde. Trabaja por la parte de Bakersfield.
—A veces, hubiera deseado tener tres alas —dijo Scott, al tiempo que subía al porche con el guardabosques.
—Con toda esa superficie sustentadora, puede planear durante kilómetros y kilómetros. Hay ocasiones en que tiene que hacerlo.
Entraron en la cabaña, sumida en la penumbra. El joven pasó al otro lado del mostrador situado cerca de la puerta. Cubría la pared un enorme mapa topográfico de la región. Sobre un receptor-transmisor había un cartel del Oso Smokey. Benny dio un golpecito a Karen en el brazo y señaló los rifles del armero colocado en la pared que quedaba frente a ellos.
—¿A dónde se dirigen? —preguntó el guardabosques.
—Esperamos llegar a la zona de los lagos del Triángulo.
—Hay buena pesca por allí. Aquí tengo una Guía para pescadores. —El muchacho desplegó un folleto encima del mostrador—. Este mapa es un poco impreciso.
—Nos reuniremos con unos amigos. Ellos llevan mapas topográficos de la región.
—Estupendo. Este les proporcionará una panorámica general, pero no es precisamente muy detallado. Aquí por ejemplo, hay un altozano bastante antipático. —Señaló con la punta del bolígrafo un sector del mapa en el que no había indicación alguna—. Parece un trayecto cómodo entre el Wilson y el Round, pero no se dejen engañar. Se trata de una subida bastante dura, que les llevará por lo menos una hora. Creo que los mapas topográficos les aclararán todos esos puntos.
Golpeó el mostrador a unos ocho centímetros por debajo del borde inferior del mapa.
—Bien. Ustedes están ahora aquí, más o menos. Querrán coger el camino del lago del Enebro. Hay tres kilómetros hasta ese lago. —Mientras garabateaba las indicaciones en el margen del mapa, dijo—: Será un sitio soberbio para pasar la noche. Por allí hay lugares de acampada formidables. Cuando reanuden la marcha, desde allí, no tendrán más que continuar por el mismo camino. Se bifurca en la cabecera del lago, donde verán un letrero que indica la ruta hacia los lagos del Triángulo. Sigan por ella. Aquí es donde entra en el mapa. —Trazó una línea a lo largo de la ruta. Rodeó el lago—. Ésta es Tully. Una preciosidad, una auténtica cascada en el extremo occidental. Cosa de tres kilómetros más allá, llegarán al lago de Parker. Un buen día de marcha, desde el Enebro. Yo de ustedes me quedaría en uno o en otro. Cuando hayan dejado atrás el Parker, afrontarán el puerto del Escultor. Tendrán que estar descansados a la hora de atacarlo. Es una ascensión de tres o cuatro horas: se sube hasta una altura de tres mil trescientos metros. Verdaderamente agotadora
—¡Ufff! —exclamó Julie. El guarda forestal le sonrió.
—A mitad de la escalada, si eres como la mayoría de la gente, desearás estar en casa viendo un partido de béisbol. —Trazó varias líneas en zigzag en el mapa—. Encontrarás aquí una infinidad de vueltas y revueltas. Creerás que no se acaban nunca.
—Ya casi estoy agotada —dijo Karen—, sólo de oírlo.
—En lo alto se disfruta de una vista impresionante —le dijo el muchacho—. Y el aire es deliciosamente fresco. —Bajó la mirada de nuevo sobre el mapa—. Aquí, al bajar por la otra vertiente, encontrarán los lagos Mezquite. Les aconsejo que se los pasen por alto. Comprenderán lo que quiero decir cuando los vean.
—¿Las hoyas? —preguntó Julie.
—Eso es exactamente lo que son. —La línea de su bolígrafo señaló el camino—. El Wilson está a unos cinco kilómetros de los Mezquites, un paseo agradable, y es algo de fábula. Arboledas y sitios preciosos para acampar. —Trazó un círculo alrededor del lago Wilson—. Desde aquí, llegar a los Triángulos es coser y cantar. Si salen temprano del Wilson, llegarán allí hacia el mediodía.
—Parece formidable —dijo Scott.
—¿Se lo preparo para una ruta que comprenda el Enebro, el Parker, el Wilson y los Triángulos?
—Por mí, estupendo.
Cogió un impreso y empezó a rellenarlo con la información pertinente.
—Así que los sitúo en los lagos del Triángulo la noche número cuatro. ¿Cuánto tiempo permanecerán allí?
—Pretendemos estar por la región hasta el domingo próximo, con excursiones a base de marchas cómodas. Tal vez pernoctemos la noche del sábado en el Enebro.
El guardabosques lo señaló.
—Si quieren ver algún otro paisaje nuevo, pueden dar una vuelta siguiendo el camino del Postpile, por el sur de los lagos del Triángulo.
Marcó el recorrido, indicó los lagos que se encontraban a lo largo del mismo y explicó que el camino de regreso era más corto y, en su mayor parte, cuesta abajo.
—De modo que vamos a poner dos noches en los Triángulos, luego una en el Orejas del Conejo, otra más en el lago Tobash y, por último, vuelta al Enebro. —El guarda forestal puso del revés el impreso del permiso y lo empujó hacia Scott—. Por favor, ¿quiere leerlo y rellenar lo que falta?
Scott examinó el formulario. Puso su nombre y dirección, así como el número de integrantes de su partida. Firmó el impreso y pagó los derechos correspondientes al permiso. El guardabosques separó una parte del impreso y se la entregó.
—Muy bien, todo arreglado. —Señaló el cancel—. A cosa de cien metros, en esa dirección, encontrarán el camino
—Gracias por su ayuda —dijo Scott.
—Para eso estamos. Buena excursión.
Todos manifestaron su agradecimiento y salieron de la cabaña.
—Bueno —dijo Karen—. Eso fue como la seda.
—Lo pesado empezará cuando nos carguemos las mochilas.
—Es un tío ordenado —manifestó Benny con entusiasmo—. ¿Visteis aquellos bonitos rifles?
—Tenía en ese armero un Winchester magnífico —comentó Scott.
—¿Crees que vive aquí todo el año? —preguntó curiosa Julie.
—Tendría que habérselo preguntado.
La chica se encogió de hombros.
—Supongo que bajará antes de que la nieve bloquee la carretera.
—Seguramente, el invierno será aquí arriba una hermosura —dijo Karen.
—Sí, en Navidad —añadió Benny. Se adelantó a los demás y luego dio media vuelta y regresó hacia ellos. Levantó las manos como un director de coro. Empezó a cantar, al tiempo que agitaba los brazos—: «¡Lánzate a través de la nieveeeee!».
—Olvídalo, Mitch —murmuró Julie.
Benny no le hizo caso y continuó con su canción hasta que ella le arrojó una piña. El proyectil rebotó contra la camisa del chico. Benny se echó a reír, dio media vuelta y cubrió a la carrera la distancia que faltaba para llegar al coche.
—¡Es tan infantil! —comentó Julie, como para sí.
Scott sonrió.
—Debe de ser cosa de familia. —Palmeó a Karen en la espalda—. ¿Crees que podrás soportarlo durante una semana?
—No será para tanto —repuso la mujer.
Cuando llegaron al automóvil, Scott abrió el maletero y sacó una mochila. Se le levantó el borde inferior de la camiseta al agacharse para dejar la mochila en el suelo. Karen vio la franja de piel desnuda y la cinta elástica de sus pantalones cortos. Recordó el comentario de Meg: «Espero que no tengas intención de tirarte a tu amigo». «Ya veremos —pensó—. Ya veremos.»
Scott sacó las restantes mochilas, que fue apoyando contra el parachoques trasero. Tendió a Karen su sombrero de fieltro. Ella se lo puso y levantó la parte frontal del ala.
—Gabby Hayes —dijo Scott.
—Vaya, muchas gracias.
Cuando abría la bolsa Kelty para guardar la camisa, Karen oyó el ruido del motor de un coche. Alzó la vista hacia la sombreada carretera. Apareció una furgoneta, traqueteando sobre las rodadas y baches.
—¿Son ellos? —preguntó Benny.
—Sí —dijo Scott—. Parece que lo consiguieron.
El conductor, un hombre de coloradota cara de luna y calva coronilla, con una orla de pelo rojizo sobre las orejas, detuvo el vehículo junto al de Scott.
—¿Cómo es posible que hayáis llegado antes que nosotros? —preguntó al apearse.
—Hábil que es uno —contestó Scott.
Se estrecharon la mano.
—Karen, te presento a Arnold Gordon.
—Llámame Flash —dijo el hombre.
—Celebro conocerte —manifestó Karen, al tiempo que estrechaba la manaza de Arnold.
Fueron bajando los otros ocupantes de la furgoneta: un enjuto adolescente, de espesa cabellera pelirroja y rostro tan cubierto de pecas como el de su padre; una señora bajita y regordeta, con un corte de pelo estilo paje; dos niñas espigadas, que tendrían cosa de diez años. Aunque eran gemelas, vestían de modo distinto: una llevaba el pelo recogido en trenzas y la otra en cola de caballo. «Lo cual me permitirá diferenciarlas», pensó Karen.
Scott y Flash presentaron a todos. Karen repitió los nombres para sí y recurrió a la asociación de ideas para ayudar a la memoria. Flash Gordon era fácil. Nick fue Nick Adams, protagonista de Algo que tú nunca serás, un relato breve de Hemingway que Karen había dado en clase el curso pasado. Alice resultaba más difícil. Alicia, malicia, falicia... no, no. Bueno, tendría que trabajarlo más. Rose y Heather, flores. Cuidado, no se te ocurra llamarlas Tulipán y Diente de León. «Mi silvestre rosa irlandesa», brezo escocés. Recuerda que Rose lleva cola de caballo. Rosy, pony. El pony rojo. Con eso vale.
—… la carrera de las tres patas de la merienda campestre —decía Julie a Nick.
—Ah, ya me acuerdo —repuso el chico y se sonrojó—. Y el lanzamiento del huevo.
—Claro. Se rompió encima de ti.
Con una inclinación de cabeza, Nick pidió disculpas y fue a ayudar a su padre en la descarga de la furgoneta. Toda la familia llevaba mochilas Kelty de color rojo: dos enormes, como la de Scott, una ligeramente más pequeña para Alice, y un par de ellas de tamaño infantil para las niñas.
—Arnold me ha dicho que eres profesora —dijo Alice.
—Sí, cierto. De instituto.
—Nuestro Nick es un estudiante de primera. Saca sobresalientes en matemáticas y ciencias.
—Eso es estupendo.
—Yo también era de las primeras de la clase en matemáticas, cuando iba al instituto. Claro que de eso hace mucho tiempo. También proyectaba dedicarme a la enseñanza, pero entonces se presentó Arnold y no llegué a ingresar en la universidad.
La expresión desafiante de sus ojos hizo que Karen se sintiera incómoda. ¿Esperaba aquella señora una reprimenda por no haber acabado el bachillerato?
—A juzgar por el aspecto que tienen sus hijos —manifestó Karen—, acertó usted en la elección.
La dureza abandonó las pupilas de Alice, que, a su pesar, sonrió.
—Bueno, muchas gracias.
—Ya hemos sacado el permiso de excursión —comunicó Scott a Flash.
—¿Tienen algún retrete por aquí?
Scott indicó un cobertizo anidado entre las sombras de los árboles, a poca distancia de donde se encontraban.
—Muy bien, pandilla, a la letrina. Disfrutad de los servicios, señoras. Será la última vez, en una semana, que veáis el asiento de una taza de evacuatorio.
Alice le dedicó una mueca.
—Ordinario —dijo Rose, la de la cola de caballo.
Los ojos de Benny y Karen se encontraron. El chico parecía divertido.
Todo el grupo echó a andar hacia el edificio de piedra.
—¿Podemos dejar aquí tranquilamente todo el equipo? —preguntó Nick a su padre.
—¿Quién va a toquetearlo en este sitio?
—¿Qué tal la subida hasta aquí? —preguntó Scott.
—Ese camino de cabras de un solo carril es toda una puñeta. Faltó poco para que a la pobre Alice le diera un telele.
—¿Tropezasteis con un autocaravana del tamaño de un autobús?
—Tropezamos. Tuve que bajar en marcha atrás media montaña para que pudiera pasar. Una auténtica perrería.
—No fue muy divertido —convino Scott.
Nick observó a Julie, mientras la chica aguardaba fuera del cobertizo. Las gemelas no tardaron en salir y, entonces, Julie entró. Al cerrarse la puerta, Nick se dio media vuelta. Miró hacia los dos vehículos, para asegurarse de que nadie metía mano a las mochilas.
No se veía a nadie. Que supiesen, el valle estaba completamente desierto, con excepción de ellos mismos y el guarda forestal. Pero aquellos otros dos coches debían tener dueño, de modo que no estaba de más vigilar el equipo.
La última vez que había visto a Julie, sólo era una chica escuchimizada, un marimacho. Ahora tenía pechos y todo. Era tan guapa como una animadora de Sama, y acamparía con él durante toda una semana.
La idea puso a Nick muy nervioso. Si fuese poco atractiva, gorda o incluso fea, él se sentiría tranquilo junto a ella y lo pasaría bien. ¿Pero cómo iba a arreglárselas para comportarse con naturalidad teniendo cerca a Julie?
«Probablemente, ella se pasará la semana actuando como si yo no existiera. Seguramente será novia de algún jugador de fútbol americano. Enredará bastante, claro. Las chicas como ella siempre lo hacen. No les gustan los tipos como yo.»
¿Y quién la necesita?
Sonó un portazo a espaldas de Nick. Giró en redondo. Julie se dirigía hacia su padre con grandes zancadas, esbeltas y bronceadas sus largas piernas, hundidas las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones cortos, visible el sostén blanco a través de la camiseta de manga corta. Miró a Nick, pero en seguida apartó la vista. Se le agitaba y ondeaba la melena al ritmo de sus pasos.
—A ver si se te van a salir los ojos de las órbitas —dijo a Nick su padre, que se le acercó por detrás.
El rostro de Nick se tornó rojo como la grana.
—No creo —balbuceó.
Se dirigieron a la furgoneta, caminando a bastante distancia de los otros.
—Desde luego, da gloria mirarla.
—Sí, no está mal.
—Conque no está mal, ¿eh? Es un bombón, y tú no eres ciego. Ahora, si yo fuese tú, me apresuraría a pegar la hebra con ella y tratar de ligármela.
—Sí, bueno...
—No querrás que esa chica piense que eres un estirado fardón de tres al cuarto.
—No lo soy.
Mientras se acercaba al coche, Nick vio a Julie levantar la mochila. Cogida por las hombreras, la depositó encima del maletero del Olds Cutlass de su padre. Sin soltarla, se dio media vuelta. Sus ojos fueron a encontrarse fugazmente con los de Nick, como si la chica quisiera estar segura de que él la observaba. Luego se inclinó hacia atrás, pasó un brazo por la correa de la hombrera, se contorsionó y repitió la operación con el otro brazo. Se echó hacia adelante. La mochila cayó sobre su espalda. Julie se enderezó y tiró de las correas, al tiempo que echaba atrás los hombros. Nick se sorprendió a sí mismo contemplando los pechos de la muchacha, que en aquel momento parecían más prominentes que antes.
Dio media vuelta y se dispuso a cargarse su mochila. Cuando volvió a mirar a Julie, la chica llevaba unas gafas de sol de aviador y una boina roja, con la que parecía una especie de miembro de comando.
Vaya gorra chillona, podía decirle. ¿Chillona? Pensará que soy un panoli. Es una gorra alucinante. Eso está mejor. Pero no dijo nada. Se limitó a coger su bastón de marcha.
—¡Eh! —exclamó Julie—. ¿Es un auténtico bastón de madera de endrino? —se interesó Julie, al tiempo que se acercaba a Nick.
El muchacho asintió, ruborizado ya.
—¿Puedo verlo? Vaya, es un primor.
Julie deslizó la mano por la pulimentada y nudosa vara.
—Lo traje de Irlanda.
—¿De veras? Nosotros hemos estado allí. ¿Dónde lo compraste?
—En una tienda de regalos que hay junto al castillo de Blarney.
—¿En serio? Estuvimos allí. En ese sitio, Benny compró una porra. ¿Artesanías de Blarney?
—Sí, es esa tienda.
Julie le devolvió el bastón.
—¿Besaste la piedra de Blarney? —preguntó.
—Claro.
—¿Qué te parecieron las escaleras para subir hasta ella?
—Tienen la tira de años.
Julie soltó una carcajada.
—Besar la piedra era cosa hecha, después de tanta escalera. ¿Conseguiste el don de la elocuencia, del pico de oro?
—No estoy seguro de que eso funcionara conmigo.
—Pongámonos en marcha de una vez —apremió su padre.
Julie se mantuvo al lado de Nick mientras caminaban para unirse al resto del grupo. Con Flash y el señor O'Toole a la cabeza, atravesaron una pradera. Nick vio por delante un letrero de tablas.
—¿Estuviste alguna vez por esta región? —le preguntó Julie.
—No, por aquí, no. Hemos estado en Mineral King, en Yosemite, en un montón de sitios. Y en algunas partes de la ruta de John Muir. ¿Por qué?
Julie sacudió la cabeza y su rubia melena ondeó al aire.
—Creo que es realmente estupendo ir a sitios en los que uno no ha estado nunca.
—Sí, es como explorar.
—Y uno nunca sabe lo que va a encontrarse allí.
Llegaron al camino, un sendero amplio y polvoriento que se adentraba en el bosque. El rótulo que tenía al lado informaba: AL LAGO DEL ENEBRO, TRES KILÓMETROS.
—Si a todo el mundo le parece bien —dijo el señor O'Toole—, pernoctaremos allí.
—Por mí, estupendo —dijo el padre de Nick.
La flecha señalaba hacia la izquierda. Emprendieron la marcha. Nick notó las correas satisfactoriamente ajustadas a los hombros. La mochila, aunque pesaba lo suyo, se adaptaba cómodamente a la espalda. El muchacho respiró hondo. El cálido aire olía a polvo, a flores, a pino... e incluso percibió un efluvio del perfume de Julie. La chica continuaba caminando junto a él.
No parecía eso tan desagradable, después de todo. Aquello podía resultar estupendo.
6
Los músculos de las piernas de Ettie vibraban a causa de la tensión de permanecer tanto tiempo en cuclillas. Al final, se puso en pie. Miró lo que había defecado. Con ambas manos ahuecadas, cogió tierra del suelo y la espolvoreó sobre el montón de heces.
—Al polvo —pronunció— envío y encomiendo el espíritu de mis enemigos. Que su naturaleza esencial quede sumergida en la oscuridad, de forma que todo rastro de su presencia quede desterrado de esta cañada para que quienes los busquen no tengan motivo alguno que los induzca a entrar aquí.
Se frotó las manos en el vestido.
—Eso los detendrá —murmuró.
Retrocedió hasta salir de la hendidura y se sentó en el bloque de granito. Aún brillaba el sol en la parte alta de la ladera. La sombra no estaba muy lejos, por la parte inferior, pero se deslizaba poco a poco falda arriba al aproximarse el sol a la cumbre del monte del otro lado.
Soplaba ya una brisa deliciosa. Ponía frescor debajo del sudoroso vestido. Ettie levantó los brazos para que aquel placentero airecillo le llegara hasta los húmedos sobacos.
Merle apareció a lo lejos, por la derecha, en la cima de la loma que separaba los lagos. Llevaba dos mochilas, una azul a la espalda y otra en los brazos. Mientras Ettie le observaba, empezó a subir por la ladera en sombras. No recorrió mucha distancia antes de soltar la mochila que llevaba en los brazos. Con la otra todavía al hombro, continuó subiendo y dejó atrás la zona sombreada. Trepó a gatas por unos peñascos, se escurrió entre unos empinados bloques de granito y, por último, desapareció de la vista. Desde el punto donde observaba Ettie, dio la impresión de que se había filtrado a través de la roca sólida. La mujer no veía la fisura que llevaba al interior de la cueva.
Merle reapareció al cabo de un momento. Saltó ladera abajo, en busca de la mochila que había dejado caer.
Aunque aún estaba enfadada con él, Ettie tuvo que confesarse que se moría de ganas de echarle un vistazo al botín. Si la tienda de aquella pareja servía de indicación, los mozos iban bien equipados. Lo más probable es que, por lo menos, llevasen hornillo de campaña y un par de buenos sacos de dormir. El hornillo les resultaría verdaderamente útil. No produciría tanto humo como las fogatas que a veces tenían que encender en la cueva. Y sus asquerosos y viejos sacos de dormir no les servían de mucho contra el frío de la noche. También habría provisiones de boca. Seguramente, bastante comida para aguantar unos días, al menos. Merle y ella habían debatido ya la conveniencia de llevar a cabo una incursión sobre los campistas del lago de Wilson, para procurarse algo que llevar a la boca, pero con operaciones de ese tipo siempre existía el peligro de que los localizaran, por lo que no resultaba aconsejable organizarlas con demasiada frecuencia.
A pesar de las ventajas de las irreflexiones de Merle, Ettie deseaba que aprendiera a dominarse. En ese sentido, el chico era como su padre. Un pobre hombre al que le gustaba el sabor del poder y que no podía refrenarse. Hizo falta la bala de un policía para detenerlo. Ella debió tomar buena nota de aquella lección y haber mantenido a Merle en la ignorancia. Parece que el hombre no tiene el mismo control de sí que la mujer. Es la verga, claro. En cuanto la verga se calienta, se pierde la noción de todo lo demás.
«Los ofrecí en sacrificio.»
Menuda desfachatez la del chico, cargar la culpa sobre el Maestro. La única voz que oyó era la que procedía directamente de entre sus piernas.
Debió habérselo impedido. Cuando observaron a la pareja, que nadaba en el lago, Ettie comprendió que Merle iría por la chica. Le advirtió que no lo hiciera y Merle prometió que la dejaría en paz. Pero Ettie no ignoraba lo débil que era Merle. Tuvo que reconocer que medio había esperado que el muchacho rompiera su promesa. Pero cuando se quedó dormido, tras oscurecer, Ettie supuso que todo iba bien. Sin duda fingió estar como un tronco, sólo para que ella se confiase y se durmiera. Luego se marchó subrepticiamente.
Bueno, no repetiría más ese truco. La próxima vez —si es que había próxima vez—, ella iba a mantenerse despierta toda la noche.
Al desaparecer de nuevo Merle dentro de la cueva, Ettie se puso en pie. Tenía las posaderas ateridas después del rato que estuvo sentada encima de la peña. Se frotó las nalgas y, con un hormigueo dolorido, la carne recuperó la sensibilidad. Ettie echó a andar ladera abajo.
Anhelaba con toda su alma llegar a la cueva y disponer de lo que Merle acababa de llevar. Pero lo primero es lo primero, se dijo. Tendría que echar una mirada de cerca al campamento de la pareja, a fin de comprobar que allí no quedaba rastro del paso de los dos excursionistas.
Hacia la mitad de la falda del monte, el sol dejó de darle en la espalda. En la sombra, el vientecillo era más fresco. Ettie confió en que los muchachos hubieran incluido unas buenas parkas en su equipo. El chándal que tenía en la cueva no le calentaba lo suficiente, una vez se ocultaba el sol.
No descendió hasta el lago; eso hubiera significado más subida.
Así que, cuando estuvo al nivel de la loma del extremo norte, recorrió la ladera en horizontal. Llegó al altozano, cruzó de un salto la grieta por donde pasaba la corriente que desaguaba más abajo en el Mezquite Inferior y luego emprendió el descenso.
No encontró nada en el claro de la arboleda donde habían acampado los excursionistas. Incluso estaban diseminadas las piedras del círculo que anteriores visitantes habían dispuesto para encender su fogata. La tierra tapaba las cenizas que dejó aquella lumbre. En el sitio donde estuvo montada la tienda, agujas de pino, piñas, trozos de rama y unas cuantas piedras ennegrecidas por la fogata cubrían el suelo. El trabajo de Merle era perfecto. ¿Pero qué había hecho con los cadáveres?
Ettie efectuó un recorrido de exploración entre los árboles, no vio nada sospechoso y regresó al campamento. Posó la mirada en el punto donde estuvo la tienda de campaña. Se llegó allí. Con el canto de la suela de la bota, abrió una hendidura entre los detritos. Se puso en cuclillas y metió los dedos a través de la tierra suelta y granulosa. Tras arrodillarse, empezó a cavar rápidamente con las manos. El agujero aumentó rápidamente en hondura a medida que Ettie sacaba puñados y puñados de tierra.
«Al menos, si están aquí —pensó—, Merle los ha plantado a bastante profundidad.»
Las uñas de la mujer rascaron algo blando. Limpió una pequeña zona del fondo del hoyo y puso al descubierto un islote de piel. Sus uñas trazaron allí varios surcos. Al ampliarse el agujero, descubrió un ombligo. La piel circundante carecía de vello, lo que le hizo suponer que se trataba de la chica. Se desplazó hacia adelante, excavó un poco y encontró la cadera del muchacho. Tranquilizada al cerciorarse de que Merle había enterrado los cadáveres, Ettie volvió a colmar los hoyos. Pisoteó el suelo a conciencia. Sembró encima profusión de agujas de pino, hasta que el terreno ofreció toda la apariencia de no haber sido alterado en absoluto.
No le preocupaba lo más mínimo la circunstancia de que Merle los hubiera sepultado en mitad de la única zona de acampada existente en el lago. Al fin y al cabo, estaban a más de treinta centímetros por debajo de la superficie. Supuso que todo iría bien.
7
Al principio, frente al letrero situado junto al camino, Benny pensó que tres kilómetros serían un paseo agradable. Después de todo, tres kilómetros era la distancia existente entre el colegio y su casa, y la había recorrido unas cuantas veces. Pero no recordaba que fuese tan dura. Claro que entonces no iba cargado con ninguna mochila. Y que en aquel trayecto tampoco se encontraba uno con una cuesta arriba que parecía no acabar nunca.
Al principio, pudo aguantar el ritmo de marcha de su padre y el señor O'Toole. Pero cuando el camino se hizo subida, la mochila empezó a resultar cada vez más pesada. Las correas eran como manos aferradas a sus hombros, que pretendían tirarle al suelo. A causa del sudor, las gafas se le resbalaban de la nariz. Acabó por salirse del camino y hacer alto. Buscó en el bolsillo del pantalón la cinta elástica que utilizaba en la clase de gimnasia para evitar que se le cayesen las gafas. Mientras se afanaba en ajustarla, llegaron Karen y la señora Gordon.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó Karen. En absoluto parecía cansada.
—No, que se me caen las gafas —dijo Benny—. En seguida las alcanzo.
—No hay prisa.
Karen agitó el brazo y continuó camino arriba, despacio, pero con larga zancada. Benny se puso las gafas.
Contempló por detrás las esbeltas y bien torneadas piernas de la mujer.
Seguía mirándolas cuando las gemelas se acercaron por el camino.
Las saludó con una inclinación de cabeza y la de la cola de caballo le lanzó una mirada como si le considerase un palurdo. Benny pensó: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?» Cuando pasaron por delante de él, la niña le susurró algo a su hermana y ambas emitieron una risita tonta.
Benny se puso colorado, mientras se apresuraba a comprobar si tenía subida la cremallera de la bragueta. La tenía.
Debían de reírse de él porque estaba descansando. O tal vez porque llevaba gafas. El cuatro ojos no puede con su alma.
Les demostraría quién no puede con su alma.
Rápidamente, pasó el lazo de la goma por la otra patilla. Miró senda abajo. Julie y Nick avanzaban hacia él. No le daría a aquella niña la oportunidad de hacer burla a costa de él. Se colgó de los hombros las correas, se inclinó bajo el peso de la mochila y apretó el paso camino adelante.
Anduvo con largas y firmes zancadas, como Karen.
Alcanzó a las gemelas.
—¡Bip, bip, bip!
Volvieron la cabeza, le miraron sorprendidas y Cola de Caballo se quedó un poco atrás respecto a su hermana, para dejarle sitio. Las adelantó.
—Fantasma —musitó una de ellas, cuando quedaron a su espalda. Ni se molestó en mirar por encima del hombro.
Al doblar una curva, Karen apareció a la vista. Benny continuó a su ritmo acelerado hasta encontrarse a un par de metros de ella. Entonces redujo la marcha para ajustar el paso al de las dos mujeres.
Karen volvió la cabeza y le sonrió. Incluso con aquel extraño sombrero, era preciosa.
—¿Quieres pasar delante? —le preguntó.
—No, gracias. Así voy bien.
Era realmente estupendo. Se mantuvo detrás de ella, observó sus andares, escuchó su voz cuando hablaba a la señora Gordon. No distinguía la mayor parte de las palabras, pero eso no importaba.
Le dolían los hombros. También le dolía justo encima de la rabadilla, en el punto de la espalda donde descansaba la mochila. Le temblaban los músculos de las piernas. El sudor le goteaba del rostro. Tenía la camisa y la camiseta pegadas a la piel. Le costaba trabajo respirar. Pero no acortó el paso. Se mantuvo inmediatamente detrás de Karen, a bastante distancia de las despreciables mocosas gemelas, de Julie y de Nick.
Por muy espantosamente mal que se sintiera, no iba a rezagarse. No iba a permitírselo.
Por fin, el camino se hizo llano.
Luego inició una leve cuesta abajo. Benny oteó el valle, a la izquierda, pero sólo vio una densa masa forestal.
«El lago tiene que estar aquí, en alguna parte», pensó.
Tres kilómetros, ponía el letrero. Ya debían de haber recorrido ocho. Así, pues, ¿dónde está? Tal vez aquel rótulo era engañoso. Quizá tenía un uno delante del tres, el polvo o algo lo había tapado y la distancia hasta el lago del Enebro era de trece kilómetros. Pero, no, el guardabosques dijo que...
—Estamos aquí —llegó la voz del señor Gordon. Se encontraba, junto al padre de Benny, justo delante.
—¿Qué tal la caminata? —le preguntó O'Toole a Karen.
—¡Ufff! —exclamó ella. Se quitó el sombrero. Le había aplastado el pelo. Los mechones que le cruzaban la frente estaban húmedos y oscuros.
—Fue algo sensacional—dijo Benny.
La mujer le sonrió, al tiempo que se secaba la frente con el dorso de la mano.
—Te has portado como un hombre —elogió su padre—. Era una subida dura de veras.
El chico se encogió de hombros y se las arregló para no esbozar una mueca cuando el dolor surcó su espalda.
—Tampoco lo era tanto —dijo.
Mientras esperaban a que llegasen los demás, el señor Gordon mostró el letrero del camino. Decía LAGO DEL ENEBRO, pero no indicaba la distancia. La flecha señalaba hacia la izquierda, donde un estrecho sendero se fundía con el camino principal. El sendero se alejaba por la ladera. Benny escudriñó a través de la arboleda. No vio el menor asomo de lago alguno.
—¿Dónde está el lago? —preguntó la niña de la cola de caballo. Miraba a su madre con el ceño fruncido.
—Allá abajo —respondió la señora Gordon.
—No lo veo.
—Yo tampoco —se sumó su hermana.
—Pues está ahí —terció Benny. Señaló a lo largo de la senda, hacia la espesura de la arboleda. Preguntó—: ¿No lo veis?
—No. ¿Dónde está?
—Tenéis que verlo. ¿No lo veis por allí?
Las dos niñas arrugaron la cara y entornaron los párpados para escrutar a través de la foresta.
—Tal vez necesitáis gafas —sugirió Benny.
—No.
Al cabo de un buen rato, tras haber llegado al pie de la colina, Benny vislumbró entre los árboles un espacio azul pálido. La superficie del lago. Ya era hora.
—¡Ahí está! —exclamó una de las gemelas. Benny sonrió para sí y continuó camino adelante.
—Muy bien. —Flash emitió un suspiro al descargar la mochila y dejarla en el suelo.
Scott también se la quitó de encima. El claro, junto al sendero, estaba cerca de la orilla. Evidentemente, se usaba a menudo como centro de acampada. Había troncos, que se utilizaban a guisa de bancos, en torno al punto donde se encendía la fogata. Incluso se disponía allí de una pila de leña. Gran cantidad de terreno llano sobre el que acostarse.
Al aguzar el oído y escuchar con atención, Scott percibió el rumor de las hojas agitadas por la brisa, así como el sosegado chapoteo de las olas. Pero no oyó ruido de agua corriente indicador de la existencia de un arroyo por las proximidades.
—¿Por qué no descansáis un poco —propuso—, mientras echo una mirada de reconocimiento por ahí? Es posible que haya un sitio mejor más adelante.
—A mí, este lugar me parece bien —dijo Flash.
—Bueno, yo preferiría tener un regato cerca. Agua corriente.
—Buena idea —alabó Flash.
—Iré contigo. —Karen se quitó la mochila de encima de los hombros, la dejó en el suelo y se acercó a Scott.
Benny, sentado sobre la hierba y apoyado en su mochila, hizo intención de levantarse.
—Aguarda aquí —le dijo su padre—. Estaremos de vuelta dentro de unos minutos.
El chico puso cara de decepción y volvió a acomodarse.
Karen acompañó a Scott por una senda que bordeaba el lago. Sin la mochila, Scott se sentía ligero casi como una pluma. Andaba con paso elástico. Notaba la frescura de la brisa contra la empapada camiseta de manga corta. Y estaba a solas con Karen, al menos momentáneamente. Se volvió hacia ella.
—¡Qué tal, forastera?
La mujer se precipitó sobre el brazo extendido de Scott y se reclinó contra el hombre. Scott le rodeó el hombro. Caminaron a lo largo del sendero, agarrados el uno al otro.
—Vaya, esto sí que es estupendo —comentó Karen.
—¿Te crees capaz de aguantar a los chicos y sobrevivir?
—Desde luego. Son majísimos. Benny es todo un muchacho.
—Creo que lo tienes en el bote. Y no se lo reprocho.
—A mí también me ha robado el corazón. —Palmeó el costado de Scott—. Buena cosa para ti que sólo sea un chiquillo.
—Me gustaría que Julie se comportara como es debido. Quizá se reforme, ahora que Nick anda por aquí.
—Parece que se llevan bien.
—Sí —suspiró Scott.
—¿Ocurre algo malo?
—Bueno, he estado pensando en la cuestión de cómo pernoctar. La verdad es que no sé cómo nos las vamos a arreglar a la hora de acostarnos...
—Lo sé. También yo he pensado en eso. Supongo que Julie y yo compartiremos tienda, ¿no?
—No se me ocurre ningún otro acomodo, teniendo en cuenta le presencia de los chicos y de los Gordon.
—No pasa nada. Tal vez podamos despistarnos y darles esquinazo en algún momento.
—Te juego algo a que sí.
La mano de Karen descendió y se introdujo en el bolsillo trasero de los pantalones de Scott. Permaneció allí, ahuecada sobre la nalga, acariciándola, mientras seguían su paseo por la senda.
—Si Julie trata de molestarte —pidió Scott—, dímelo.
—Estoy segura de que congeniaremos. Danos una oportunidad para conocemos mutuamente.
—En realidad, no es mala chica. He intentado comprenderla. Fue un golpe muy duro para ella que su madre nos abandonara. Pero nunca se planteó el «¿Cómo pudo hacerme una cosa así?». Lo que la afectó, al parecer, fue el que me dejase a mí. Es una ofensa que no perdona a June, con la que ni siquiera quiere hablar por teléfono. Los dos chicos están muy molestos por lo que hizo su madre, pero Julie parece volcar su rencor sobre ti. Bueno, personalmente sobre ti, no. Sentiría lo mismo hacia cualquier mujer con la que yo saliera en plan formal. De eso estoy seguro. Parece considerarse obligada a protegerme.
—Quizá lo supere cuando nos conozcamos mejor la una a la otra.
—Te aseguro que confío en que sea así. Pero me duele que tengas que pasar por esta clase de situación.
Karen le sonrió.
—Diablo, tú mereces la pena.
—¿De verdad?
—De verdad.
Rodearon una curva de la orilla y Scott oyó el ruido de una corriente de agua.
—¡Eureka! —exclamó Karen. Pellizcó la nalga de Scott, retiró la mano del bolsillo y se adelantó para recorrer un estrecho pasaje entre los árboles. Scott la vio apresurarse por allí. Subió de un salto a una peña, miró hacia abajo y giró en redondo. Gritó, exultante—: Voilà!
Scott se reunió con ella en lo alto del peñasco. Unos palmos por debajo, las aguas de un arroyo se deslizaban, saltaban y se revolvían, rumbo al lago.
Descendieron hasta el arroyo. Karen se arrodilló y hundió una mano en el agua. Tomó un poco en el hueco de la mano, se la llevó a los labios y bebió.
—Exquisita —dijo.
Cuando Scott se disponía a probarla, Karen le salpicó la cara. Luego, con gran asombro por parte del hombre, se desabotonó la blusa. La abrió, cogió agua con ambas manos y la proyectó sobre sí. Scott vio cómo salpicaba sobre la piel. Se deslizó por los pechos, goteó desde la punta de los pezones, resbaló vientre abajo. Karen se inclinó de nuevo sobre el arroyo, tomó más agua en el hueco de las manos y bebió de nuevo.
Scott pasó el brazo por la espalda de la mujer. Levantó el faldón de la blusa, lo apartó y rodeó con los dedos el seno de Karen. La piel estaba húmeda y fresca, el pezón se enderezó contra la palma de su mano. La muchacha se volvió para quedar de cara a él y se besaron.
—Es mejor... que no lo hagamos ahora.
Scott la besó otra vez y luego retiró la mano. Mientras Karen se abotonaba la blusa, le acarició la espalda por debajo de la tela. Después se levantaron. Scott se llenó los pulmones de aquel aire tan espléndido.
—Bueno, echemos una ojeada, a ver si hay algún sitio decente en el que montar el campamento.
Atravesaron el arroyo de un salto, subieron por una baja pendiente granítica y vieron un claro a sus pies.
—¡Estupendo! —dijo Karen.
Descendieron hasta el claro. Tenía en el centro una especie de hogar, levantado a base de piedras y coronado por una parrilla. A su alrededor, grandes rocas de superficie lisa y troncos serrados apropiadamente para servir de taburetes. Alguien se había tomado la molestia, incluso, de atar un conjunto de ramas para formar con ellas algo muy parecido a una mesa. Y, lo mejor de todo, Scott vio gran cantidad de terreno llano apto para montar tiendas de campaña.
—A mí me parece ideal—opinó Karen.
—Y a mí también.
Regresaron para comunicárselo a los otros.
—Organicemos aquí las cosas —tomó Flash la palabra, mientras se frotaba las manos—. Nick, ayúdame con las tiendas. Alice, ¿por qué no te vas con las chicas a buscar un poco de leña? Nosotros pondremos esto en marcha.
—Benny —propuso Scott—, ¿quieres irte con ellas?
El chico denegó con la cabeza.
—Prefiero ayudar a montar las tiendas.
Mientras Alice se adentraba por el bosque delante de las gemelas, Flash se volvió a Scott.
—¿Dónde quieres levantar la tuya? Puesto que tú descubriste el sitio, te corresponde ser el primero en elegir.
—Me da lo mismo —repuso Scott—. Este punto está bien para uno. Tal vez allí pueda establecerse el otro.
Indicó con un movimiento de cabeza una zona nivelada más cerca del lago.
—¿Quieres el sitio que queda más lejos?
—Claro. ¿Por qué no? Hay que conceder espacio vital a todo el mundo.
—Espacio vital, ¿eh?
Le guiñó un ojo.
Scott parecía divertido mientras sacaba de la mochila una bolsa tubular de plástico.
—¿Dónde nos ponemos nosotros? —preguntó Benny.
—Deberíamos dejar que las damas eligiesen primero.
—¿Qué opinas? —preguntó Karen a Julie.
La chica se encogió de hombros.
—¿Sobre el lago?
—Me da igual.
—Yo quiero estar cerca de la fogata —dijo Benny.
—Estarás —sonrió Karen—. Julie y yo nos quedaremos con la tienda de la panorámica.
Durante una fracción de segundo, sus ojos tropezaron con los de Flash. En los del hombre había una expresión pícara. Te equivocas, parecían decir.
Pero era Flash el equivocado. De haber estado en la piel de Scott, por nada del mundo se hubiera dejado escapar la ocasión de meterse en una tienda de campaña con una mujer como Karen. Claro que se había librado muy mucho de expresarlo así cuando Alice y él discutieron el tema la noche anterior. Simplemente apostó una cena en el Estación Victoria contra una cena en Casa Escobar a que la pareja compartiría la misma tienda de campaña.
—No conozco a la chica —dijo Alice—, pero Scott no es esa clase de hombre.
Al oír aquello, Flash sonrió a su mujer. Logró contenerse y no contarle lo de aquella vez, en Saigón, cuando Scott y él, en cueros vivos y hombro con hombro, se cepillaron cada uno a su correspondiente flor de alcoba, elevándola al éxtasis..., y luego procedieron al cambio de pareja. Pero no era cosa de empañar la imagen de Scott. Rayos, Scott era casi el único amigo que contaba con la aprobación de Alice.
—Aparte de que es muy correcto —había proseguido Alice—, de ninguna manera albergaría solos en una tienda a Julie y Benny. Son demasiado mayores para dormir juntos.
Ese detalle estuvo a punto de convencer a Flash, de inducirle a cambiar de opinión. No obstante, mantuvo la apuesta. Tal vez se presentaran con tres tiendas de campaña, una para cada chico y...
—¿Ahí? —preguntó Nick.
Flash dio media vuelta. Su hijo se encontraba en el centro de un espacio de metro ochenta o así, entre dos píceas, con una tienda enrollada entre los brazos.
—Muy bien. Pero espera un momento, hasta que limpiemos un poco el piso.
Entre los dos quitaron las ramitas y piñas esparcidas por la zona. Después desplegaron la tienda, de color rojo, dejándola extendida sobre el suelo. Juntaron las varillas de fibra de vidrio, las colocaron en las cuatro esquinas, insertaron los extremos en los ojetes del techo y del suelo, y levantaron el techo. En menos de cinco minutos, la tienda estuvo montada. Lo único que faltaba era sujetar los tensores y vientos, y fijar los piquetes.
—Iré a buscar el hacha —dijo Flash.
Se encaminó hacia su mochila. Scott, Karen y Benny casi habían terminado de montar una tienda para dos personas, de color azul, semejante a la de Flash. Julie estaba en cuclillas junto al hogar. Echaba combustible de una botella de aluminio en el depósito de una cocina de acampada Primus.
Flash rebuscó en su mochila. Mientras intentaba dar con el hacha, el estómago rezongó. Se esforzó en recordar qué menú había convenido con Scott, pero no consiguió que su memoria le informase de lo que tenían previsto para cenar aquella noche. Seguramente, alguno de esos estofados Dri-Lite. Con budín de postre: budín de vainilla o de chocolate. Confió en que fuera de vainilla. Nada comparable al budín de vainilla, en especial cuando no se ha mezclado bien y aún le quedan grumos y terrones en la masa.
Encontró el hacha. Cuando volvía hacia la tienda, vio que Nick tenía la vista fija en el espacio. No, en el espacio no. Miraba a Julie. La chica había alzado la cocina y desplazaba la llama de una cerilla por debajo del depósito, a fin de calentar y preparar el combustible.
«¿No sería apoteósico —pensó Flash—, que Nick y Julia se emparejasen?» Se preguntó si lo aprobaría Scott. No había razón para que no lo hiciese. «Nick es un chaval estupendo, tiene la máxima jerarquía de muchacho explorador, Eagle Scout, es un buen estudiante y es mi hijo.» Seguro que a la moza podría irle peor. Y a Nick también. Mucho peor. Que Flash supiese, el chico no había salido nunca con ninguna muchacha la mitad de atractiva que Julie.
La joven apagó la cerilla, accionó la espita metálica para que el quemador dejase salir combustible y frunció el entrecejo.
—Me encargaré de los postes, Nick. Ve a ver si Julie necesita que le eches una mano con el hornillo.
El chico se encogió de hombros.
—Vamos. Tal vez tiene taponada la boquilla.
—Bueno... vale. Ahora vuelvo. —Se dirigió hacia la joven. Julie sonrió al verle acercarse. Nick preguntó—: ¿Algún problema?
—Este cacharro no quiere colaborar.
—Veamos, déjame echar una mirada.
«Al asunto, muchacho», pensó Flash, y cogió un poste.
8
Agachada junto al arroyo, Karen se estremeció y apretó los dientes para que no castañetearan. Un par de horas antes, se había estado rociando agua para refrescarse. Entonces, esa agua parecía hielo al entrar en contacto con la piel. Ahora, con el sol oculto y una brisa gélida soplando, la misma agua parecía casi caliente.
A excepción de Benny, todos habían concluido de fregar sus cacharros de cocina y regresado al campamento. El chico se encontraba en la orilla opuesta, dedicado a sacudir y agitar su plato de aluminio, para secarlo al aire, mientras Karen frotaba la cacerola. Era listo. Se había puesto una cazadora antes de ir al arroyo. Karen aún llevaba la delgada blusa y los pantalones cortos. La blusa no le servía de nada. El sutil airecillo atravesaba la tela como si no existiese.
Benny se sentó encima de una piedra, frente a la mujer. Se pasó el plato por una pernera de los vaqueros.
—¿No tienes un frío de mil demonios? —preguntó a Karen.
—Soy un montón gigantesco de carne de gallina.
—¿Te presto la cazadora?
—Me encuentro bien, ya casi he terminado. De todas formas, muchas gracias.
—Es extraño cómo puede hacer tanto frío de golpe.
—La altitud, supongo. Te asas durante el día y te congelas durante la noche.
—Sí. Es sobrenatural. Seguro que no es como en casa.
—No, y ésa es una de las mejores cosas que tiene la acampada —dijo la mujer—. Después de pasar cierto tiempo por aquí, la casa le parece a uno algo fantástico. Empieza a soñar con un baño caliente, con una cama blanda...
—¡Sí! —Benny se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas—. El año pasado estuvimos fuera una semana y yo sentí eso por un batido de leche y chocolate. Fueron unas ganas tan tremendas que no podía soportarlo. Entonces papá hizo un alto en un Burger King que encontramos por el camino y... ¡caray!, creo que fue el mejor batido de leche y chocolate que haya tomado en la vida. Sólo de recordarlo se me vuelve a hacer la boca agua.
—A mí, sólo de pensar en ello me entra frío. —Karen enjuagó la cacerola, se puso en pie y sacudió el agua que quedaba en el recipiente—. Ahora podría ir a tomar un poco de café.
—Y también de cacao —dijo Benny. Tras ponerse en pie, se sacudió el fondillo de los vaqueros—. Y de melcocha.
—Tal vez pondré un poco de melcocha en mi café.
El chico soltó una carcajada. Cruzó el arroyo de un salto.
—Gracias por hacerme compañía —le dijo Karen, mientras subían por el bloque de piedra berroqueña.
—Ah, me encantó.
Las llamas de la fogata iluminaban el claro. La mayoría de los demás estaban sentados alrededor de la lumbre.
—Pensábamos que os habíamos perdido —gritó Scott.
—Nos ha salvado el café —repuso Karen. Tendió la cacerola a Benny y, con su propio cubierto de acampada, descendió por el suave declive hasta la tienda. Dijo a Benny, por encima del hombro—: A mí también me encantó tu compañía.
Tenía la mochila apoyada en una roca cerca de la puerta de la tienda de campana. Levantó la solapa, soltó los cacharros en la oscuridad y rebuscó entre el equipo, intentando encontrar los vaqueros y la parka. Naturalmente, estaban casi en el fondo. Cuando se necesita algo siempre está debajo de todo.
Sostuvo los vaqueros apretados entre las piernas, mientras se ponía rápidamente la parka. Suspiró aliviada al recibir el calor de la prenda.
Luego entró arrastrándose en la tienda de campaña. El interior estaba muy oscuro, pero no necesitaba luz para hacer lo que iba a hacer. Se sentó en el blando y preparado saco de dormir, se quitó las botas y se cambió los pantalones cortos por los vaqueros de larga pernera. Volvió a calzarse las botas y salió de la tienda. Apretó el paso hacia la fogata, mientras confiaba en no dar un traspié con los cordones de las botas, que no se había atado.
Su pote continuaba encima del tocón donde lo había dejado después de cenar.
—Todo listo —dijo.
—¿Café? —ofreció Scott.
—¡A que sí!
Karen levantó el pote. Scott tomó unas cucharadas de café instantáneo de una bolsa de plástico, las echó en el pote, vertió agua y lo removió con la cucharilla. El vapor se elevó contra el rostro de Karen cuando tomó un sorbo.
—¡Ah, es estupendo!
Se sentó en el tocón y bebió un poco más.
Vio que Benny tenía ya su cacao, con un par de melcochas flotando en su superficie.
—¿Qué os parece si entonamos algunas canciones? —sugirió Alice.
Empezaron con Michael, Row the Boat Ashore. Siguieron con Shenandoah. Después, Flash los metió de lleno en Danny Boy, cuya letra se sabía completa y que interpretó con tal sentimiento que parecía a punto de llorar cuando cantaba el regreso del muchacho a la tumba de su padre.
—Lancémonos a algo más animado —dijo Scott, al acabarse Danny Boy.
Con vigorosa voz de barítono atacó The Marine Corp Hymn. Todos le acompañaron con estruendoso entusiasmo.
—¡The Caisson Song! —propuso Nick.
Luego, The Battle Hymn al the Republic y, a continuación, Dixie. Al terminar ésta, los Gordon cantaron una protagonizada por un leñador que le daba vueltas al café con el dedo pulgar.
—Eso me recuerda a Robert Service —comentó Scott, y recitó—: Bajo el sol de medianoche, hacen cosas muy raras...
—Los hombres que en busca de oro se afanan —le acompañó Karen, sonriente por el hecho de que ambos conociesen el poema.
Siguieron declamándolo a coro, verso tras verso, recordando uno lo que se le olvidaba al otro, hasta concluir con la incineración de Sam McGee en la margen del lago LaBarge.
La interpretación arrancó un aplauso general y un silbido encomiástico por parte de Julie.
Alice instó a las gemelas a recitar Un alto junto al bosque en el atardecer nevado.
—Valiente cursilada —calificó Flash cuando las niñas acabaron—. ¿Qué os parece ésta? Puedes hablar de cerveza y ginebra / Cuando estás a salvo en el cuartel / y te envían a la batalla y Aldershot...
Karen también se sabía Gunga Din de memoria, pero guardó silencio mientras el hombre seguía destrozándolo. Flash se armó un lío enorme cuando iba por la mitad. Pero nadie pareció darse cuenta.
—¡Bravo! —exclamó Scott, al tiempo que batía palmas—. ¿Por qué no nos recitas una, Benny?
El chico se encogió de hombros. Miró tímidamente a Karen.
—Adelante —le animó la mujer.
—Bueno. El cuervo, ¿vale?
—Estupendo. Adoro a Poe.
En la piedra donde estaba sentado, Benny se inclinó hacia adelante para dejar en el suelo, entre ambos pies, el pote vacío de cacao.
—Bueno, allá va...
Empezó a recitar el poema en voz baja y tono siniestro. Cuando hablaba el cuervo, chirriaba su «Nunca más» como un loro psicópata.
Rose rió entre dientes. Heather la hizo callar con un codazo.
Benny no les hizo caso. Articulaba las palabras despacio, con expresión tétricamente obsesionada en su rostro, iluminado por el resplandor de las llamas, como si él fuera el hombre solitario y atormentado del poema. Se tornó frenético primero y después furioso.
—¡Quita el busto de encima de mi puerta! —vociferó—. ¡Aparta tu pico de mi corazón y lleva tu cuerpo fuera de mi casa!
Reinó el silencio durante unos segundos, cuando concluyó. Todo el mundo parecía un tanto sorprendido. Hasta que Benny se levantó, sonriente, e hizo una reverencia. Todos aplaudieron. Hasta Rose. Hasta Julie.
—¡Impresionante! —elogió Karen—. ¡Ha sido formidable!
—¿Sabes alguna más? —le preguntó Rose.
—Puede —repuso Benny—. Tal vez mañana por la noche...
—Contemos cuentos —propuso Julie—. ¿Alguien sabe alguno que realmente ponga la carne de gallina?
—¿Qué me dices de El garfio? —sugirió Nick. Rose arrugó la nariz.
—Ese es muy viejo.
—Puedo contar algo —dijo Karen— que le sucedió a una amiga mía. Ocurrió hace unos años, cuando acampaba con algunas compañeras... no lejos de aquí.
Heather abrió unos ojos como platos. Antes de que empezara el relato, ya parecía asustada. Flash se agachó para tomar de la fogata una rama encendida, con la que encendió su cigarro. Benny volvió la cabeza para mirar a Karen.
—No queremos que los niños tengan pesadillas esta noche —sonrió Scott a la mujer.
—Vale más que no lo cuentes.
—Venga —pidió Nick.
—Sí —se sumó Julie—. Ahora no puedes echarte atrás.
—Está bien... Como dije antes, habían acampado en las montañas, no muy lejos de donde estamos nosotros ahora. Era una noche fresca y el viento no dejaba de gemir y ulular entre los árboles. Sandy —así se llama mi amiga— estaba sentada ante la fogata con sus dos compañeras, Audrey y Doreen. Yo debía haber ido con ellas, pero me torcí un tobillo varios días antes y tuve que quedarme en casa. Por suerte para mí, a la vista de lo que sucedió.
—¿Es realmente una historia verídica? —preguntó Benny.
—Deja que la cuente —se molestó Julie.
Karen se inclinó sobre la lumbre. Notó su calor en el rostro y el frío en la espalda.
—Mis tres amigas se acurrucaban alrededor de la lumbre para combatir el frío. Cantaron y explicaron cuentos de fantasmas, ya que ninguna deseaba abandonar la compañía y el alegre calor del fuego. Poco a poco, las llamas fueron apagándose. Sandy puso la última brazada de leña. En seguida estuvo consumida casi del todo. «Bueno —propuso entonces Sandy—, ¿por qué no nos vamos a acostar?» Pero las otras no se mostraron dispuestas a ello. Las historias de fantasmas les habían metido tal miedo en el cuerpo que la tienda de campaña, a cierta distancia en la oscuridad, les parecía una sombra espeluznante.
»—¿Y si hay alguien escondido dentro? —se temió Doreen.
»—Oh, vamos, eso es ridículo —replicó Sandy.
Karen lanzó un vistazo a Benny. El chico observaba, desorbitados los ojos, la tienda de campaña montada en el extremo del claro.
—Bueno, decidieron quedarse un poco más. Pero la fogata estaba en las últimas, apenas alguna que otra llama insignificante parpadeaba sobre los arbolados restos de leña. Si pretendían continuar allí hasta que se les pasara el miedo, no les quedaba más remedio que echar más combustible a la agonizante lumbre. Pero a ninguna le hacía gracia aventurarse sola por entre los oscuros árboles circundantes, de modo que decidieron ir todas juntas, en grupo.
»Pero no tenían la linterna. La linterna estaba en la tienda de campaña.
»—Yo no pienso ir a buscarla —afirmó Doreen.
»—Pues yo tampoco —dijo Audrey.
»Por entonces, Sandy también estaba asustada, pero se dijo que tener miedo era una tontería. De modo que se brindó para ir a buscar la linterna. Dejó a Audrey y a Doreen sentadas junto a la fogata y atravesó el claro en dirección a la tienda. Se agachó ante la entrada. Le latía el corazón arrebatadamente, pero estaba decidida a no dejarse dominar por el pánico. Sonrió al ocurrírsele una idea. Casi se echó a reír, pero guardó silencio mientras levantaba la solapa de la tienda. El interior estaba negro como una cueva. Casi perdió toda su intrepidez, pero respiró hondo y entró a gatas en la tienda.
»De súbito, soltó un chillido. Volvió a gritar, un penetrante clamor aterrorizado, de tal volumen que hasta la ensordeció. "¡No! ¡Por piedad! ¡NO!". Y lo subrayó con otro alarido agónico que provocó en su piel un hormigueo de auténtico pavor.
—¿Qué fue? —susurró Benny—. ¿Qué le ocurrió?
—No le pasaba nada —repuso Karen—. Era la idea que tenía Sandy de una broma divertida. Pero, como la mayor parte de esa clase de bromas, le salió el tiro por la culata. Después de lanzar al aire los aullidos, encontró la linterna. Salió reptando de la tienda, todo asquerosamente preparado para disfrutar de la bonita guasa que se traía con sus amigas. Pero Audrey y Doreen habían desaparecido.
—Les dio un susto de muerte —dijo Nick.
—Eso fue lo que Sandy pensó. Recorrió el claro y las llamó a gritos: «¡Eh, chicas! ¡Era una broma! ¡Volved!». Pero no volvieron.
»Sandy fue a sentarse junto a la fogata. Sólo quedaban unas brasas y ella tenía frío. "Vamos", volvió a llamarlas, al cabo de un rato. "Ya está bien." Pero Audrey y Doreen siguieron sin regresar.
»Por último, abandonó el campamento y empezó a recorrer el bosque, en la oscuridad, sin dejar de llamar a sus compañeras. A cada paso, medio esperaba que las chicas se precipitasen gritando sobre ella, para vengarse del susto que les había dado. Pero no lo hicieron. Continuó buscándolas por la arboleda, alejándose cada vez más del campamento.
»Por fin, las localizó en un claro iluminado por la luna. Permanecieron inmóviles mientras Sandy corría hacia ellas. "¿Qué estáis haciendo aquí?", les preguntó. No le contestaron. No pronunciaron palabra. Al extender la mano para tocarlas, se le petrificaron los ojos. Prorrumpió en gemidos.
»Las dos figuras llevaban las prendas de Doreen y Audrey, pero los brazos y las piernas eran palos de madera. Se trataba de espantapájaros, con cabezas de piel ensangrentada.
—¡Vaya trago! —musitó Rose.
—Sin saber cómo, Sandy logró volver al campamento. Se sentó junto a la apagada fogata. El viento gemía a su alrededor. Mantuvo la vista clavada en la oscuridad. Esperó y esperó. Audrey y Doreen no volvieron.
—¿No volvieron nunca? —preguntó Benny.
—Nunca. Unos excursionistas pasaron por el campamento un par de días después y encontraron allí a Sandy, con los ojos muy abiertos, fijos en la foresta como si continuase esperando la aparición de sus perdidas compañeras.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Nick—. ¿Qué fue de Audrey y Doreen?
—Expediciones de rescate las buscaron por todo el bosque. No las encontraron. Nadie sabe qué fue de ellas después de que se adentraran por el bosque aquella noche. Tal vez sea mejor así.
Se produjo un silencio. Heather escudriñó las tinieblas por encima del hombro. Rose inclinó el cuerpo para acercarse más al fuego.
—Y con este toque de alegría —dijo Flash—, creo que ha sonado la hora de tocar retreta.
9
—Mira —dijo Nick—. Esta noche voy a dormir al raso. ¿Te apetece?
—De fábula. Pediré primero permiso a papá. —Al dar media vuelta, Julie le vio con Karen y Benny. Los tres se alejaban del campamento, al parecer camino del arroyo—. ¡Esperad un momento! —llamó la chica, y corrió hacia ellos. Se llegó en seguida a su padre. Le preguntó—: ¿Puedo dormir fuera esta noche?
—¿Lo has decidido?
—Quiero decir junto a la fogata. En lugar de en la tienda. Nick también va a acostarse bajo las estrellas.
—¿Vosotros dos solos?
—No sé. —Julie suspiró—. ¡Por Dios, papá, no vamos a hacer nada! Apenas conozco a ese chico.
—No pensaba en eso. Pero ahora que lo dices...
—¡Papá!
Scott rió en tono bajo.
—No, si por mí...
—¡Formidable! —Julie giró en redondo y fue a darle la grata nueva a Nick. Le encontró agachado junto a su mochila. Sacaba de ella el saco de dormir. Le dijo—: No hay inconveniente.
—Fantástico.
—Luego me reuniré contigo junto a la fogata.
A cierta distancia del campamento, entre los árboles que crecían más allá de la tienda, se cepilló los dientes y se lavó la cara con agua de la botella de plástico. Cuando la cerraba, captó un leve crujido. Bastante cerca. ¿El ruido de una pisada? Contuvo la respiración y miró a través de la espesura. Sólo vio negros troncos de árboles, matorrales, unos cuantos montones borrosos de piedras.
«Por ahí no hay nadie», se dijo.
A pesar de todo, se sintió expuesta allí de pie, bajo el resplandor de la luna. Se apartó lateralmente, para entrar en la zona oscura. Aguzó el oído. No percibió más que el rumor de la brisa al agitar las copas de los árboles el sosegado chapoteo de las aguas del lago y unas voces imprecisas que llegaban del campamento.
—Maldita historia —murmuró. El relato de Karen, y nada más, tenía la culpa de su canguelis. Dijo en voz alta—: y ni siquiera se trataba de un cuento de miedo.
Pero mientras se bajaba los pantalones y se ponía en cuclillas exploró la oscuridad. Ridículo. Una historia idiota. Era una tonta al dejarse impresionar por ella.
Aquí estoy, convertida en una imbécil. Mirando estúpidamente a los árboles, medio esperando que surjan de ellos Audrey y Doreen. Valiente majadera estoy hecha.
Se estremeció, sin dejar de mirar fijamente. A ver si iba a tardar toda la vida en hacer sus necesidades. ¿Por qué diablos tuvo que tomar tanto café?
Terminó, por fin. Regresó al campamento a toda prisa. Nick, junto al fuego, en su saco de dormir, la saludó agitando la mano.
—En seguida estoy contigo —dijo Julie.
En la lobreguez de la tienda se quitó la ropa y se embutió en el pijama de punto, cálido y con capucha, que había llevado para dormir. Se puso unos calcetines de lana limpios y se calzó las zapatillas de lona. Enrolló el saco de dormir tipo momia, cogió la estera de gomaespuma y salió a gatas de la tienda.
Nick la observó, mientras la muchacha se le acercaba. Sin nada debajo del cálido conjunto que se había puesto para dormir, Julia se sentía un tanto cohibida.
Pensó, no obstante, que Nick ignoraba tal desnudez. Además, ella llevaba por delante el voluminoso saco de dormir, que ocultaba su cuerpo.
—Deberías poner debajo, en el suelo, algún paño o algo así —sugirió el muchacho.
—Sí. Iré a buscar el poncho.
Tendió la estera de gomaespuma, colocó encima el saco de dormir y cruzó de regreso el claro. «Que mire —pensó—. No hay nada que ver.» Que él supiera, Julie lo mismo podía llevar unos pantalones largos debajo del pijama. Su desasosiego, no obstante, se mezclaba con un cosquilleo excitado ante la idea de que el muchacho estuviera contemplándola y dando alas a su imaginación.
Julie se agachó ante la mochila. Los pantalones del pijama se le ciñeron sobre las nalgas y la cintura descendió unos centímetros. Notó frío en la piel, por encima de la cinta de goma elástica. Nick no podía ver nada. Estaba muy oscuro.
Cogió el poncho, la botella de agua y la linterna y cerró la mochila.
De pie, se levantó y ajustó los pantalones. Luego emprendió el regreso hacia la fogata.
—¿Te echo una mano? —se ofreció Nick.
—No, gracias. Todo está bajo control. Es cuestión de un momento.
Extendió el poncho sobre un espacio de terreno llano, a unos palmos del saco de dormir de Nick. El chico llevaba una camiseta de manga corta.
—¿No tienes frío? —le preguntó Julie.
—Ya lo ves. Estoy asadito como una tostada.
—¿Asadito como una tostada?
—Caliente y cómodo igual que una chinche en la manta.
—¡Por Dios!
Nick soltó una carcajada.
De rodillas sobre el poncho, Julie estiró la almohadillada estera. Tenía la anchura de sus hombros y era lo bastante larga como para que pudiera acomodarse desde la cabeza hasta el trasero. Extendió encima el saco de dormir. Sentada en la esponjosa superficie, Julie se deslizó. Puso las zapatillas cerca de la cabecera del saco de dormir, apoyó la botella de agua entre ambas y deslizó la linterna dentro de una de ellas. Luego bajó la cremallera hasta la mitad de su recorrido. Abrió el saco de dormir lo suficiente como para introducirse en el. Se puso boca arriba y tuvo que levantar las rodillas hasta casi tocarse con ellas el mentón antes de que los pies pudieran pasar por el borde.
—Airosa agilidad, ¿eh?
—Sí.
Utilizó el cursor interior para subir la cremallera. Después, acurrucada dentro de aquel cálido nidal, emitió un suspiro.
—De acuerdo. —Era la voz de su padre, a escasa distancia—. Hasta mañana.
—Con el alba —respondió Karen.
—Buenas noches —dijo Benny.
—Ve delante, en seguida me reúno contigo.
Julie alzó la cabeza y vio a Benny alejarse de los adultos. Éstos se encaminaron hacia la tienda de Karen, la que Julie debería compartir con la mujer. En la oscuridad, cerca de la entrada, se abrazaron. Se besaron. Julie apartó la mirada.
—Buenas noches —dijo Benny al pasar cerca de su hermana y el muchacho.
—Igualmente —respondió Julie.
—Buenas noches —correspondió Nick.
Scott llegó unos instantes después. Al menos no se había metido en la tienda con Karen.
—Que durmáis como troncos —dijo, y siguió su camino.
—Buenas noches, papá.
—Buenas noches, señor O'Toole.
—A partir de ahora, Scott, ¿vale?
—Claro. Buenas noches.
El padre no tardó en llegar a la tienda. Julie oyó su voz y la de Benny, pero no pudo distinguir las palabras.
También percibía un tranquilo rumor de voces procedente de la tienda donde se encontraban las gemelas. Tenían una linterna encendida y el foco de su rayo formaba un círculo cuya claridad traspasaba la roja tela. Julie sonrió.
—¿Se te ha ocurrido algo gracioso? —le preguntó Nick.
—Creo que, con la anécdota de Karen, a las gemelas no les llega la camisa al cuerpo.
—Sí. Les cuesta poco asustarse. —Se hundió en el saco de dormir hasta que sólo le quedó visible la cabeza—. ¿Sabes lo que sería divertidísimo? Levantarnos e ir a la parte de atrás de su tienda.
—¿Bromeas?
—Menudo susto podríamos darles.
—Lo malo es que hace fresco —objetó Julie, que se sentía cómoda y abrigada dentro del saco de dormir, pero la idea de correr entre los árboles con Nick hizo que un estremecimiento de excitación surcase su ánimo y su cuerpo.
—Sería cosa de un minuto —le animó el muchacho.
Al resplandor de la fogata, su semblante tenía una expresión entusiasta.
Julie le sonrió.
—Nos meteríamos en un lío.
—A mí no me importa.
—A mí, tampoco. Merecería la pena. Pero debemos contar también con Benny.
—¿Y si fuéramos a la tienda de Karen?
—¿Por qué molestarse?
—Las dos tiendas, pues.
—Conforme. Vamos.
Despacio, como si alguien estuviera observándolos, bajaron la cremallera de los sacos de dormir. A Julie se le formó un nudo en la garganta. Apretó los dientes para evitar que le temblara la barbilla. Se sentó. Mientras alargaba la mano para coger las zapatillas deportivas, vio que Nick sacaba las piernas desnudas. Llevaba unos pantalones cortos de color azul. ¿Ropa interior de boxeador? No, decidió la chica, debían de ser pantalones de gimnasia. No se atrevería a andar por ahí en paños menores.
—Te vas a quedar helado —avisó en estremecido susurro.
—No me digas.
Nick se volvió hacia ella y empezó a calzarse. Con una mezcla de alivio y desilusión, Julie observó que los pantalones no tenían bragueta. Se sorprendió a sí misma tratando de que su mirada ascendiese por el hueco de las perneras y en seguida se apresuró a bajar los ojos. No levantó la mirada de las zapatillas mientras se las ponía.
—¿Lista? —preguntó Nick.
Julie asintió. Al ponerse en pie notó el frío que se colaba entre las prendas. Tiró hacia abajo de la camisa y vio la protuberancia de los pezones resaltando a través del tejido color castaño. Nick también lo observó. Tenía la vista clavada allí.
—Toma una foto —murmuró Julie—. Durará más.
Los ojos de Nick se encontraron brevemente con los de Julie, desconcertados y dolidos, para desviarse en seguida. El muchacho sacudió la cabeza.
—¡Eh! —susurró Julie.
—Es igual, olvidémoslo.
Nick se arrodilló junto a su saco de dormir.
—Vamos, no te me acobardes ahora.
—Era una idea tonta.
Se aprestó a descalzarse. Julie le oprimió el hombro.
—Venga. Lo siento. No fue culpa tuya. Dije una tontería.
—No, no fue una tontería.
—Ea, vamos, puedes mirarme todo lo que te plazca. También yo te estuve mirando a ti.
—¿Sí?
—Claro. Venga, vamos a poner los pelos de punta a todo el mundo.
El foco de la linterna ya no brillaba a través de la tela de la tienda de las gemelas, Julie no oía rumor alguno de voces.
—Espero que no se hayan dormido —bisbiseó.
Nick fue delante. Cruzó el claro con largas zancadas.
Se detuvieron junto a la tienda. Nick empezó a patear el suelo. Julie hizo lo propio. Hombro con hombro, corrieron por allí. Sus zapatillas provocaron chasquidos de secas agujas de pino, ramitas y piñas. Por encima de aquella zarabanda, Julie oyó el frenético runrún de murmullos que se despertó en el interior de la tienda.
En tono alto y gorjeante, chilló:
—Socorrooooo. Ayúuuuuudenmeeee, por favor. Por favoooor.
Un clamor de alaridos brotó de la tienda.
Nick se llevó la mano a la boca, al parecer para sofocar una risita, y se precipitó hacia los árboles situados detrás de la tienda. Se desvió hacia la izquierda, con Julie pisándole los talones. Mientras atravesaba la oscuridad, lanzada a la carrera, y mientras las niñas seguían llenando de gritos la noche, Julie sintió un temblor vibrante en el pecho, como si ella también experimentara la imperiosa necesidad de chillar. Dejaron atrás la tienda de los padres de Nick y corrieron hacia la parte trasera de la de Scott.
—¡Socoooorroooo! —voceó Julie en tono agudo—. ¡Ayúuuudenmeeee!
Sus pies armaron bastante ruido al pisar la maleza.
—Pooor favoooor, ayúuudenmeeee...
—Ya está bien —resonó la voz de su padre, gritando—: ¡Julie! ¡No tiene gracia!
—Soy Doreeeen —gritó Julie, y emprendió veloz retirada.
Corrían hacia sus sacos de dormir cuando el señor Gordon se deslizó fuera de su tienda.
—¡Qué puñetas está pasando! —bramó.
Julie se lanzó de cabeza sobre su saco de dormir.
Nick entre risas, cayó encima del suyo y se metió en él a toda velocidad.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamaba el señor Gordon—. Basta, Nick, o te la vas a cargar. —Murmuró—: Es como un crío.
Desde su saco de dormir, Julie vio al señor Gordon agacharse en la entrada de la tienda de las gemelas.
—Todo va bien, pequeñas —las tranquilizó en voz alta—. Sólo eran un par de subnormales.
—¡Me ha llamado subnormal! —susurró Julie. Oyó la risa de Nick.
Scott escuchaba la lenta y profunda respiración de Benny. Al final, el chico acabó por quedarse dormido. Ya era hora. La trastada de Julie le había puesto bastante nervioso y le impidió conciliar el sueño durante un buen rato.
La buena de Karen. Desde luego, con aquella historia suya había destapado una lata de gusanos.
La buena de Karen.
Abrió la parte lateral del saco de dormir, deslizando la cremallera tan despacio que se abrió en un silencio casi total. Sólo produjo leves chasquidos individuales. Luego, sin hacer el menor ruido, Scott salió del saco de dormir.
En el caso de que Benny se despertara, pensó, le diría que tuvo que salir a atender una llamada de la naturaleza. Lo cual no sería ninguna mentira; la naturaleza le llamaba.
Desnudo, a excepción de los pantalones de jockey, se estremeció al arrastrarse hacia los pies del saco de dormir. Relajó los músculos y cesaron los escalofríos. Eso es. Calma. Manténte tranquilo. Levantó la mosquitera y salió al claro. Apoyado en las manos y las rodillas, exploró el campamento. La fogata se había apagado. Lo único que alteraba la oscuridad de la zona eran los pálidos jirones de resplandor que remitía la Luna. Los sacos de dormir de los muchachos eran dos bultos negros en las proximidades del bajo círculo de piedras de la extinta lumbre.
Se puso en pie y se sacudió las rodilleras. Luego se acercó con paso vivo a la tienda de Karen. Bajó la cremallera frontal y se deslizó dentro. El saco de dormir de la mujer se extendía a lo largo del lado derecho. El rostro de Karen no era más que una empañada mancha borrosa en el otro extremo. La mujer respiraba lenta, uniforme y sosegadamente.
Yacía de costado sobre el frío suelo de la tienda y Scott la besó en uno de los cerrados ojos. Karen gimió.
—Soy yo —cuchicheó Scott.
—Hummmm.
Karen se puso boca arriba.
Scott encontró la cremallera lateral del saco de dormir, la descorrió e introdujo el brazo en el calor interno. Tocó a Karen. La mujer llevaba una prenda holgada, de tela suave y gruesa. ¿Un chándal? La mano de Scott se movió sobre la prenda, notando el calor de la carne a través del tejido, mientras palpaba las curvas del vientre, las costillas y los pechos.
Sin previo aviso, una mano le aferró la muñeca.
—¿Contraseña? —le llegó un susurro.
—¿«Abrete sésamo»?
—¡Huy! Por qué poquito. Es «Pan integral de centeno». —Karen levantó la cabeza—. ¿Llevas ropa?
—Poca cosa.
—Ya me lo parecía. Ay, Dios, anda, entra aquí. —Karen levantó la cubierta del saco y Scott entró. La mujer se acurrucó contra él. Los labios de Karen rozaron los del hombre mientras decía—: Un bonito detalle éste de venir a reunirte conmigo.
—El detalle ha sido de Julie, al dormir al raso.
—Sí.
Se besaron. Karen dio un respingo cuando él deslizó su mano fría por debajo del chándal. La lengua se abrió paso al interior de la boca de Scott. Tocó la cinta elástica de los pantalones, introdujo la mano y acarició las nalgas.
Suspiró cuando él le tentó un pecho. Scott acarició su piel lisa, ahuecó la mano sobre él y apretó suavemente. Karen aspiró una temblorosa bocanada de aire cuando el pulgar de Scott presionó el pezón. Luego, la mujer se quitó el chándal. Se quedó desnuda hasta el talle, cálida y tersa la piel. Se retorció, frotando su cuerpo contra el de Scott.
El erecto pene se sintió atrapado dentro de los pantalones. Karen lo liberó. Sus dedos se cerraron alrededor de la verga para recorrerla una y otra vez, subiendo y bajando. Scott emitió un gemido ante aquella sensación que amenazaba con hacerle perder el dominio de sí. Se hundió dentro del saco de dormir y apartó la mano de Karen. Los labios del hombre buscaron el seno. Besaron el rígido pezón y la boca paladeó el leve saborcillo a sal que desprendía la piel de Karen.
La mujer se volvió un poco y la lengua de Scott lamió el otro pecho, mientras la mano descendía, vagabunda, por la aterciopelada piel del vientre. Los dedos tiraron de la cinta que ligaba los pantalones por la cintura y desataron el lazo. La mano se deslizó hacia la entrepierna. Los dedos acariciaron el tacto suave de los rizos. Karen separó los muslos para hacerle sitio. Caliente y lúbrica allí la carne. Karen empezó a respirar entrecortadamente. Le agarró del pelo y obligó a la boca de Scott a oprimirse con más fuerza contra el pecho, a la vez que ella alzaba las rodillas y se retorcía debajo de los deslizantes y activos dedos masculinos.
—¡Oh, Dios! —jadeó Karen—. ¡Oh, Dios mío!
Scott retiró la mano. Ella le soltó el pelo y dio media vuelta. Mientras se quitaba los pantalones, Scott tiró de los suyos hacia abajo y se los quitó por los pies. Estuvo inmediatamente encima de Karen, empotrándole la lengua en la boca, apretándole una teta, irrumpiendo dentro de la mujer. Karen le acogió, tensa y lábil. Gimoteó cuando Scott profundizó más dentro de ella.
—¿Te hago daño? —susurró Scott.
—¡Oh, Jesús!
—¿Eso es que sí?
—No —jadeó Karen. Le hundió los dedos en las nalgas, apretó y su cuerpo empezó a trepidar cuando Scott llegó hasta el fondo.
Unos interminables instantes de empuje apasionado, sepultándose en la cálida oscuridad de aquel orificio, sintiéndose al mismo tiempo ceñido por ella y formando parte de ella, mientras Karen se oprimía contra él para que llegara a un punto más recóndito, un lugar secreto, imposible de alcanzar. Scott pretendía llegar a ese punto. Se lanzó en su busca. Arremetió con fuerza para alcanzarlo. Se encontraba un poco más allá, muy cerca, y él no podía abandonar ni detenerse. Eyaculó, proyectó el chorro dentro de Karen y comprendió que aquel fluido encontraba el lugar secreto y efectuaba la conexión que los fundía. Karen tembló debajo de él.
Luego le retuvo, rígida e inmóvil.
10
—Seguid adelante —murmuró Ettie—. No os paréis ahí.
Se dejó caer sobre el trasero y resbaló por la empinada superficie del peñasco en el que había estado erguida. Como si fuera papel de lija, el granito le rascó la piel, a través del vestido. Se impulsó, cubrió la escasa distancia que le separaba de un resquicio oculto entre las rocas y se tendió sobre la inclinada piedra berroqueña. Observó desde allí a los excursionistas, que avanzaban por un sendero, a lo lejos.
Se dirigían al puerto del Escultor. Y eran tres. A aquella distancia, sólo se los veía como formas minúsculas. Pero algo en sus andares indujo a Ettie a suponer que eran chicas, aunque no podía tener la certeza absoluta; era evidente, sin embargo, en la figura de una de ellas.
La persona que iba delante, tocada con un sombrero de vaquero, hizo un alto y se volvió, a la espera de que las otras dos le alcanzasen.
—No —susurró Ettie, cuando la que marchaba en cabeza señaló el lago.
Las tres permanecieron juntas en el camino, gesticulando y asintiendo con la cabeza, al parecer discutiendo lo que procedía hacer. Por último, la del sombrero del Oeste emprendió el descenso por la empinada senda que conducía al lago. Las otras dos la siguieron.
—Maldición —murmuró Ettie.
Retorciendo el cuerpo, se desplazó hacia adelante sobre el granito abrasado por el sol. Localizó a Merle. Se encontraba muy abajo. Pescaba, sentado en su roca favorita. Un alto peñasco que se alzaba a su derecha le ocultaba a la vista de las intrusas, al menos de momento. Tendrían que ascender hasta la mitad de la subida de la orilla opuesta para reparar en la presencia de Merle, acomodado en su nicho. Para entonces, seguro que él ya habría oído las voces y se habría puesto a cubierto.
—Será mejor que te portes bien, muchacho —dijo Ettie—. Vale más que no te metas con ellas, si no quieres acabar despellejado vivo.
Hasta dos días antes, Merle no le había dado motivo alguno de preocupación. De vez en cuando, alguna que otra persona llegaba al lago para descansar, explorarlo, bañarse o pescar un poco, pero Merle se mantuvo oculto y los dejó en paz. Incluso se comportó como es debido durante las dos o tres ocasiones en que pernoctaron allí excursionistas. Claro que ninguna de las personas que pasaron la noche en la zona era una chica joven y guapa... hasta la última vez. Resultaba bastante fácil comportarse decentemente cuando la tentación no existía. Pero se presenta la primera moza atractiva y entonces la viola, la mata y carga la culpa sobre el Maestro.
«Los ofrecí en sacrificio.» Mierda.
Ettie volvió la mirada hacia las excursionistas. Ya habían llegado al pie de la pendiente y caminaban en fila india a lo largo de la orilla del lago. Se dirigían a la zona donde Merle enterró los cadáveres. Gracias a los árboles y la sombra de su enramada, aquel espacio parecía un oasis en medio de la depresión estéril.
«Un sitio estupendo para plantar aquellos cuerpos —pensó Ettie—. Tendremos que exhumarlos y volverlos a enterrar en algún lugar apartado.»
Naturalmente, las tres excursionistas se detuvieron a la sombra y descargaron sus mochilas. Una, de color rojo, quedó en el suelo a un metro de las tumbas.
Ettie oyó a las chicas charlar y reír mientras abrían las mochilas. El sonido de sus voces le confirmó que se trataba de tres muchachas.
Merle también debía de oírlas. Ettie dirigió la mirada hacia la piedra en la que estuvo sentado. Merle se había levantado y se inclinaba para asomarse por el borde del peñasco y ver lo que sucedía al otro lado. Permaneció inmóvil durante unos segundos, franqueo luego de un salto la estrecha línea del agua, tiró al suelo la caña de pescar y trepó por la ladera. Cerca de la cumbre, se agachó y luego levantó la cabeza lo suficiente para ver lo que sucedía abajo.
Sólo la anchura del lago le separaba de las chicas. Ettie calculó que no serían más de treinta metros. Merle podría cubrir a nado esa distancia en medio minuto, si le entraban ganas de hacerlo.
—Déjalas tranquilas —musitó Ettie.
Miró a las chicas. Se habían sentado cerca de las rocas y se pasaban unas a otras pequeñas bolsas, de cuyo contenido comían.
«Un alto para almorzar», pensó Ettie. Confió en que así fuera, en que acabaran en seguida y reanudasen la marcha.
La del sombrero de vaquero, que estaba sentada de espaldas a Ettie, se quitó la blusa a cuadros que vestía. La blancura de los tirantes del sujetador resaltó sobre la bronceada piel. Se puso en pie y se estiró, como si le encantara la caricia de la brisa. Se agachó para dejar el sombrero encima de una piedra. Se frotó la corta cabellera castaña y, apartándose de las otras dos muchachas, anduvo hacia la orilla. Se arrodilló allí y agitó el agua con una mano.
Ettie buscó a Merle con la mirada. Había desaparecido.
La muchacha volvió junto a sus amigas. Cogió el sombrero de encima de la piedra, se sentó otra vez y empezó a desatarse una bota.
—Oh, insensata —murmuró Ettie.
Examinó la orilla opuesta, pero siguió sin poder ver a Merle.
Una de las otras chicas, una criatura espigada, con pantalones vaqueros y descolorida camisa azul, se puso en pie y metió una bolsa en la mochila. Luego se quitó la camisa. Sus pechos eran pequeños montículos, blancos salvo por el punto oscuro de los pezones.
—Oh, Merle, Merle.
La tentación sería demasiado fuerte para él.
Consideró la conveniencia de correr hacia las jóvenes, gritar e intentar asustarlas para que se fueran. Pero eso podía estropearlo todo. Seguramente contaría a alguien —tal vez a un guarda forestal— que una energúmena furiosa arremetió contra ellas y las echó del lago.
Un sortilegio podía encargarse de eso, pero ¿por qué arriesgarse? Conjurar un buen encantamiento resulta muy laborioso, y una tampoco puede siempre contar con que surtirá efecto.
«Será mejor que encuentre a Merle y le pare los pies antes de que cometa una barbaridad», pensó.
Miró a las muchachas. La que había probado el agua se encontraba de pie y se bajaba los pantaloncitos cortos. La rolliza se había quitado la camiseta de manga corta y, con las manos a la espalda, trataba de desabrocharse los corchetes del sostén. La flacucha permanecía sentada justo encima del sitio donde Merle plantó los cadáveres. Procedía a quitarse las botas.
Ettie continuaba sin localizar a Merle. Supuso que se encontraría en la orilla contraria del lago, dedicado a espiar a las mujeres. Probablemente para entonces ya se le habría puesto tan dura como una estaca y estaría loco de excitación.
La anciana se desplazó a través de la ladera, agachado el cuerpo. Se coló por grietas, resbaló sobre las posaderas por inclinadas losas graníticas, se ocultó detrás de todos los peñascos que le ofrecían abrigo y, poco a poco, fue atravesando el extremo del lago. Hizo una pausa para recobrar el aliento y vio a las tres muchachas completamente desnudas. La que iba delante se había metido en el lago, el agua le llegaba a las rodillas, andaba hacia atrás y exhortaba a sus compañeras a bañarse con ella. La cenceña introdujo un pie en el agua y lo retiró rápidamente. La otra se puso en cuclillas, los voluminosos pechos se le apoyaron en los muslos, y tanteó el agua con una mano.
Ettie abandonó los peñascos protectores. Aquella parte era toda un bloque de granito liso que descendía en ligero ángulo. No brindaba el menor resguardo. Si las muchachas dirigían la vista hacia el extremo del lago, la verían cruzar por allí. Se arrastró sobre el vientre, sin apartar los ojos de ellas.
La joven del lago había empezado a nadar. La que estaba agachada en la orilla cogía agua en el hueco de la mano, se la echaba encima y se frotaba con ella los pechos y los hombros, como si pretendiera acostumbrarse a la frialdad del líquido. La esquelética, contraída y encogida, vadeaba despacio. Ninguna de ellas parecía tener interés en mirar hacia donde estaba Ettie.
La anciana atravesó el espacio abierto sin que la viesen y se acurrucó detrás de una peña. Atisbó por encima del borde. La pequeña cala en la que Merle había estado pescando se encontraba a menos de diez metros. Abundaban allí los escondrijos. Con toda la rapidez que pudo, Ettie fue descendiendo. Desde el hueco de la orilla, las mujeres quedaban fuera de la vista. Ettie oyó voces y chapoteos. De súbito, hubo un grito que le puso un nudo en la boca del estómago, hasta que comprendió que era el chillido de una carcajada.
Se lo están pasando de maravilla, las zorras estúpidas. Si supiesen...
Fue saltando sobre las piedras que sobresalían del agua y se agazapó en la base de un alto peñasco. La abandonada caña de pescar de Merle estaba caída entre las rocas, frente a ella, con un arrugado trocito de tasajo en el anzuelo.
Ettie trepó por la ladera y miró por encima del borde superior, primero a las nadadoras y después a las piedras que se multiplicaban a lo largo de la orilla del lago. Desde lo alto de aquella atalaya, esperaba localizar a Merle, que sin duda se encontraría agazapado detrás de alguna roca.
No lo vio. Pero sí vio sus ropas, esparcidas por allí. Captó un movimiento. A la izquierda. En el agua. Inmediatamente debajo de un macizo de peñas que se proyectaba sobre el lago. Lo único que divisó, al principio, fue una sucesión de círculos que ondulaban como si alguien hubiera arrojado una piedra. Después columbró la pálida borrosidad de un cuerpo que se deslizaba por debajo de la superficie.
La indignación se apoderó de Ettie. Quiso gritar y obligar a Merle a salir del agua. ¡El imbécil! ¡El muy imbécil!
Trepó a lo alto del peñasco y se puso en pie, erguida en toda su estatura. La primera muchacha flotaba de espaldas, con los brazos a los costados, brillantes los húmedos senos bajo los rayos solares, reluciente el enmarañado vello púbico, mientras accionaba las piernas y se iba acercando a la deslizante figura alargada de Merle. El muchacho estaría a escasos centímetros por debajo del nivel de las aguas, pero aún no había emergido para tomar aire y ninguna de las mujeres sabía que estaba allí.
—¡Eh, vosotras! —gritó Ettie—. ¡Chicas!
Tres rostros mojados y atónitos se volvieron de golpe hacia ella.
—¡Salid de ahí! ¡Hay serpientes! Serpientes venenosas. Mocasines de agua.
Dos de las bañistas chillaron y se apresuraron a manotear, a nadar hacia la orilla, incluso antes de que Ettie dejara de gritar. La tercera, la que había inducido a sus amigas a meterse en el lago, siguió pedaleando en el agua y miró a su alrededor.
—No veo ninguna serpiente —dijo.
—¡Allí! —Ettie se agachó, cogió una piedra y la arrojó. La muchacha volvió la cabeza hacia la derecha cuando la piedra cayó en el lago. Cerca, por la izquierda la cabeza de Merle emergió a la superficie—. ¡Está ahí mismo! ¿La ves?
Merle volvió la cabeza hacia Ettie y luego se sumergió apresuradamente.
«Sabe que le han descubierto», pensó Ettie. Naturalmente, la pálida borrosidad de su figura dio media vuelta bajo el agua y emprendió la retirada.
—¡Tracy! —llamó una de las chicas.
—Vamos, Tracy —voceó la otra—. ¡Larguémonos de aquí!
Ambas chicas se encontraban en la orilla opuesta, encogidas y cubriéndose como podían, tratando de ocultar su desnudez a los ojos del intruso, mientras llamaban a su amiga.
Fruncido el ceño, Tracy miró a Ettie.
—Usted es alguna especie de chiflada —dijo. Luego nadó tranquilamente a través del lago.
Aún sumergido, Merle llegó al grupo de rocas del que partiera. Asomó la cabeza.
—¡Sigue ahí abajo! —saltó Ettie.
La muchacha salió del agua por la orilla opuesta.
Antes de echar a correr para reunirse con sus compañeras, agitó el dedo corazón hacia Ettie.
—¿Mamá? —el tono de Merle era patético.
—Sigue ahí abajo. Ya te diré cuándo tienes que salir.
El chico aguardó, con sólo la cabeza fuera del agua, mientras Ettie observaba a las mujeres, que se vistieron, se cargaron al hombro las mochilas y echaron a andar en dirección al extremo del lago.
—¿Ya? —preguntó Merle.
—No. Quédate donde estás.
El trío, que no dejaba de lanzar frecuentes miradas a su espalda, llegó al sendero y avanzó hacia el camino principal. Ettie dio media vuelta. Descendió entre las rocas, quitó el sedal con anzuelo de la vara flexible que Merle utilizaba a guisa de caña de pescar y cogió ésta con firmeza.
La llevó consigo, ladera arriba. Cuando las chicas se perdieron de vista, Ettie bajó y anduvo a lo largo de la orilla hasta el punto donde Merle esperaba.
—Muy bien —dijo—. Ahora ya puedes salir. Mira a otro lado. ¡Sal!
—Sí, señora.
Merle suspiró. Se irguió y, con el agua hasta la cintura y la entrepierna cubierta por las manos, vadeó hasta el borde del lago.
—No tienes ni una brizna de sentido común, muchacho.
—El Maestro, Él...
—¡No pongas al Maestro como excusa! Lo único que deseaba a esas chicas era tu cimbel. Inclínate hacia adelante.
—Ettie, por favor.
—Haz lo que te digo. —Merle se dobló por la cintura y Ettie descargó con fuerza la vara de pescar sobre las posaderas del chico. Merle soltó un grito y se llevó las manos a los glúteos—. ¡Aparta las manos! —Merle sollozaba. Cuando retiró las manos, Ettie vio una raya roja que le surcaba la piel. Se le contrajo la garganta y las lágrimas que afloraron a sus ojos hicieron que viera a Merle como una forma borrosa. Alzó el palo para golpear por segunda vez pero, en lugar de hacerlo, arrojó la vara al suelo. Con voz entrecortada, dijo—: Ve a vestirte, anda. Y no vuelvas a intentar de nuevo una tontería como ésa o serás el fulano más triste y desdichado que jamás anduviera sobre dos piernas.
—Sí, señora.
Ettie se alejó.
11
—¡Eh, mira eso! —Julie levanto los brazos y señaló. La vista de Nick ascendió por el sombreado camino. Vio a un lado un pequeño espacio abierto, entre dos árboles. Se elevaba allí un montón de tierra, más o menos rectangular, rodeado por un cerco de pequeñas piedras. En la cabecera del montículo, inclinada por encima del suelo en el que parecía estar clavada, había una plancha de madera batida por los elementos atmosféricos.
—Una tumba —susurró Julie.
—No.
—Pues lo parece.
Con las correas de la pesada mochila clavándosele en los hombros, Nick apresuró el paso hacia el túmulo. Julie se mantuvo muy cerca de él. El joven estaba nervioso y excitado, como si ellos fuesen los primeros en descubrir aquel lugar prohibido. Se detuvo al pie del rectángulo. Aquella giba del terreno apenas tenía la longitud de la estatura de un hombre bajito. Había unas palabras cinceladas en la madera. Los ojos de Nick fueron recorriéndolas al mismo tiempo que Julie las leía en voz alta y tono apagado.
—«Bajo esta tierra yace Digby Bolles. Un pobre hombre al que se le acabó el doctor Scholl.»
Nick experimentó una mezcla de alivio y decepción.
—Es una broma —dijo.
—Eso creo.
—Alguien se ha tomado un mogollón de trabajo para gastar una broma.
—Hay gente así —dijo Julie, y le miró con expresión burlona—. Doreeeen —articuló en voz baja—. Audreeeey.
Nick asintió. Recordó su breve y alocada incursión por detrás de las tiendas, los chillidos de las gemelas, lo audaz que se había sentido durante toda la experiencia. Correr por allí llevando puestos sólo la camiseta de manga corta y los pantalones cortos, con Julie junto a él en la oscuridad. Pensó en los deseos que le entraron de coger a la chica, abrazarla, apretarla fuerte y besarla.
—Tendremos que repetirlo alguna otra vez —dijo Julie.
—Nos ganaríamos un buen rapapolvo —respondió Nick—. Aunque tampoco me importaría.
—¿Qué estáis mirando ahí? —sonó a sus espaldas la voz del padre de Nick. Ascendía fatigosamente por el camino, con su esposa al lado. Las niñas los seguían a escasa distancia.
—Una tumba —informó Julie.
—¿En serio? No será una tumba auténtica, ¿eh?
—Echad un vistazo —dijo Nick. Julie y él se apartaron para dejarles sitio.
—¡Por todos los santos! —exclamó el padre.
—¿Quién es? —preguntó Rose, al tiempo que se abría paso.
—Un pobre individuo llamado Digby Bolles.
La madre leyó el epitafio en voz alta.
Heather arrugó la nariz.
—¿Quién es el doctor Scholl?
—No es ninguna persona. Es una marca de polvos para los pies.
—¿Y el hombre murió cuando se le acabaron? —se desconcertó la niña.
—No, tesoro. Sólo es una broma. Aquí no hay nadie enterrado.
—Tenemos que tomar una foto de esto —dijo el padre. Se descargó la mochila. Mientras abría un compartimento lateral, Rose y Heather contemplaron la parcela de terreno.
—Alguien está ahí, seguro —dijo Rose.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé y basta.
—¡Una sepultura! —jadeó Benny, que llegaba sin resuello.
—Mi madre dice que en realidad no lo es —le informó Heather.
Benny frunció el entrecejo mientras leía la inscripción. Después sonrió.
—¡Vaya, es alucinante!
—Será mejor que utilice el flash —dijo el señor Gordon—. Hay muchas sombras. Quiero asegurarme de que se vean bien las letras.
Todos se quitaron de en medio. El hombre se puso en cuclillas al pie del montículo. El cubo del flash produjo un momentáneo estallido de luz plateada.
—¿A qué se debe toda esta agitación? —preguntó Scott. Avanzaba a grandes zancadas por el camino, acompañado de Karen.
—Es la tumba de Digby —explicó Benny.
Se acercaron. Karen leyó en voz alta el ripio y dejó escapar una risita.
—Es vergonzoso.
—Debió tener más cuidado —comentó Scott. Benny alzó la mirada hacia él.
—¿Qué crees que hay ahí debajo?
—Digby Bolles.
—Quiero decir qué hay de verdad.
Julie miró a Nick. Subieron y bajaron las cejas de la muchacha. Se volvió hacia su padre.
—¿Y si excavamos y lo averiguamos?
—¿Y si no hacemos tal cosa?
—Vamos, ¿no sientes curiosidad?
Con una sonrisa en los labios, Scott repuso:
—Noooo.
—¿Qué dices tú, Karen?
—Opino que debemos dejarle descansar en paz.
—Bueno, basta ya de tonterías —intervino la señora Gordon—. Esa clase de charla asusta a las niñas. Todos sabemos que no hay nadie enterrado ahí.
—Sí, lo hay —le contradijo Rose.
—Veamos, ¿qué quieres decir? No es más que la putrefacta idea que alguien tiene de una broma.
—Aún nos queda mucho camino por recorrer—dijo el señor Gordon—. Voto por menear las tabas.
—¡Arnold!
—¿Por qué no seguís vosotros adelante? —sugirió Julie—. Os cogeré luego.
—Julie...
—¿Por qué no? ¿Qué hay de malo? Lo volveré a dejar todo tal como está.
—¿Qué esperas encontrar? —preguntó Scott.
La muchacha sonrió con aire enigmático:
—Respuestas.
—¡Oh, por el amor del Cielo! —murmuró la señora Gordon—. Ahí no hay nada.
Su marido sonreía, evidentemente dispuesto a alentar a Julie.
—Tampoco nos perjudicará estar seguros de ello.
—¡Arnold!
—Me quedaré a ayudar a Julie —dijo Nick.
—Esto es absurdo —susurró su madre.
—Rayos, deja que satisfagan su curiosidad, Alice. Tú misma dices que no encontrarán nada...
—Exacto —convino la mujer—. No encontrarán nada. Pero, si quieren desperdiciar su tiempo y sus energías, no seré yo quien se oponga.
—Buena chica.
La mujer le dirigió una fugaz sonrisa, carente de humor.
—No os retraséis demasiado, chicos —aconsejó el padre.
—Os alcanzaremos cuanto antes.
Heather miró a Nick con ojos muy abiertos y repletos de miedo.
—¿Vais a excavar hasta el fondo?
—Lo más probable es que no haya más que un zapato viejo —respondió el muchacho.
Rose entornó los párpados.
—Lo lamentarás —canturreó en tono de sonsonete. Las dos niñas dieron media vuelta y corrieron para alcanzar a sus padres.
—¿Quieres quedarte? —le preguntó Scott a Benny. El chico esbozó una mueca como si le invitasen a probar una lombriz de tierra.
—Malditas las ganas que tengo de ver fiambres —proclamó.
—No te lo reprocho —dijo Karen.
Scott miró a la mujer.
—¿Nos vamos y que Burke y Hare realicen su macabra tarea?
—Estoy contigo.
Los tres echaron a andar por el camino, dejando a Nick y Julie ante la tumba.
—Misión cumplida —manifestó Julie. Nick sostuvo la mochila de la muchacha mientras ella sacaba los brazos de entre las correas—. Gracias, caballero —dijo, y luego se hizo cargo de la mochila. Nick depositó la suya en el suelo—. En alguna parte debo de llevar una pala pequeña —declaró Julie, al tiempo que apoyaba su mochila contra la de Nick. Se agachó, deslizó una abrazadera de plástico cordón abajo y levantó la solapa de la mochila.
Nick fue a situarse detrás de Julie mientras ella rebuscaba dentro. El sudor mantenía pegada a la espalda su camiseta de manga corta. El bronceado de la piel resultaba visible a través del tejido. También se traslucía la estrecha tira blanca horizontal y los tirantes del sujetador. Distinguió igualmente las articulaciones de la columna vertebral que resaltaban bajo la tela y se acordó del modo en que despuntaban los pezones la noche anterior. «Ea, vamos, puedes mirarme todo lo que te plazca. También yo estuve mirándote a ti.»
—Allá vamos.
Julie se levantó, con una pala de plástico verde en la mano.
—Perfecto —dijo Nick.
Se acercaron al túmulo.
—¿Por dónde empezamos?
—¿Por el centro?
—Es un punto tan bueno como otro.
Julie sonrió; parecía un poco nerviosa mientras se arrodillaba al borde de las piedras. Nick pasó junto a ella y también se puso de rodillas. El hombro de Julie rozó el suyo cuando la chica alargó el brazo con la pala de mano. Con el filo de la herramienta, quitó la capa de agujas de pino y puso al descubierto un espacio de tierra. Trazó en el piso un par de líneas cruzadas.
—La X indica el punto —musitó. Tras clavar la pala en el suelo, titubeó—. No creerás... no creerás que de verdad hay alguien ahí debajo, ¿eh?
—No.
—Yo tampoco. —Sacó una palada de tierra y la echó al lado del hoyo—. Quiero decir, ¿quién iba a enterrar a alguien aquí?
—No sé.
Nick tenía la boca seca. El corazón le latía aceleradamente. Ignoraba si la culpa de que estuviese tan tenso la tenía aquella sepultura o el hecho de que Julie se encontrara tan cerca de él.
—¿Y si descubrimos un cadáver? —le preguntó la chica, fruncido el entrecejo y con la vista fija en el pequeño agujero.
—Es poco probable.
—Pero es posible. —Volvió la cara hacia Nick. Las pupilas de la chica eran tan azules que hasta el blanco de los ojos tenían un tono opalino. Había una mancha de polvo en su mejilla. Por una comisura de la boca le asomaba la punta de la lengua y una gotita de sudor fue parar sobre ella. Repitió—: Es posible.
Nick se quedó sin aliento.
—Sí —logró articular.
—Oh, qué diablos. —Julie apartó la cara y estiró el brazo con la pala en la mano. La punta de la hoja planeó sobre el hoyo, con una leve sacudida. Julie suspiró—: ¿Sabes una cosa? No estoy muy segura de que haya sido una buena idea, después de todo.
—No tenemos por qué hacerlo —dijo Nick.
—Pero hemos dicho que lo haríamos.
—¿Y qué más da?
—Dirán que nos acobardamos. No es que me importe un pimiento lo que digan, pero... No sé, si resulta que ahí debajo hay un auténtico cadáver vivo...
—¿Un cadáver vivo?
—Vale, un cadáver muerto. Sería un verdadero sacrilegio andar enredando con él.
—Por no decir repugnante.
Julie rió en tono bajo.
—Sí, eso también. —Miró de nuevo a Nick. Alzó las cejas—. ¿Qué opinas?
—Olvidémoslo.
Julie sacudió levemente la cabeza.
—Esto es realmente extraño. Quiero decir que los dos sabemos que no hay nadie ahí debajo. Entonces, ¿de qué tenemos miedo?
—No lo sé.
Con el borde de la pala, Julie volvió a echar en el hoyo la tierra que había sacado. La aplastó.
—Ahí te quedas, Digby. Descansa en paz.
Se pusieron en pie. Julie se sacudió el polvo y las agujas de pino de las rodillas.
—Supongo que eso es todo —dijo.
—Yo también.
Regresaron al punto donde estaban las mochilas.
Nick contempló a Julia mientras se ponía en cuclillas y guardaba la pala de mano dentro de la bolsa. Como hiciera antes, observó el modo en que la camiseta se le adhería a la espalda.
«Soy un gallina, desde luego —pensó—. Si no fuese un maldito cobarde, la habría besado.»
«Hazlo ahora.»
«No. No puedo. Simplemente, no puedo.»
—Vaya cicatriz que tienes ahí —dijo Flash, al coger una galleta de la bolsa que Karen sostenía en la mano. La cicatriz era una pálida herradura en el antebrazo—. ¿Cómo te la hiciste?
—Un accidente de coche —dijo Karen. Apartó la mirada rápidamente y ofreció una galleta a Benny, que estaba sentado en el otro extremo del caído tronco de un árbol—. ¿Quieres pasarlas?
Benny tomó la bolsa.
—¿Fue un accidente grave?
—Muy grave.
Benny se levantó del tronco y fue a entregar las galletas a los que estaban sentados en el suelo, contra las mochilas. Se produjo un incómodo silencio. Flash mordió su galleta y empezó a masticarla. Era evidente que no debió mencionar la cicatriz de Karen.
—Yo también tengo un par de costurones —declaró. Procedió a tirar de los faldones de la camisa, para sacarlos de debajo del pantalón.
—¡Arnold! —gritó Alice.
Sin hacerle caso, Flash acabó de sacarse la camisa. Se levantó y se dio media vuelta para que Karen y Benny vieran el pequeño cráter tumefacto que aparecía en la carne justo encima de la cadera. Karen arrugó la nariz. Benny pareció impresionarse.
—Es de un proyectil AK-47 que me alcanzó en Vietnam. —Se dio otra media vuelta—. ¿Veis ahí? Es la herida que dejó al salir.
—¿Cómo fue? —preguntó Benny.
—Bueno, tu padre y yo estábamos en misión de bombardeo cuando me cogió de lleno un SAM. Un misil tierra aire. Me expulsó del cielo. Le di a la seda, el asiento eyectable, ya sabes, y me encontré detrás de las líneas enemigas. —De pronto, empezó a írsele la cabeza. Soltó los faldones de la camisa y respiró hondo varias veces, a fin de superar el mareo—. De todas formas, pasé nueve días solo en la selva... en marcha hacia el sur, tratando de...
Parpadeó. Veía la silueta de Benny rodeada de un brillante halo azul-plateado. «Mierda —pensó—, voy a...» Retrocedió unos pasos, tambaleándose, se sentó pesadamente encima del tronco y hundió la cabeza entre las rodillas.
—¿Te encuentras bien, cariño? —oyó a través del resonante tintineo de sus oídos. Alice—. Ya sabía yo que no debías empezar con eso. Se esfuerza en contarlo como si fuera una gran aventura, pero...
—Cállate —murmuró el hombre.
Notó que una mano se le apoyaba en el hombro.
—Toma —dijo Scott—. Bebe un poco de agua.
Flash asintió. Cesaron los timbrazos. Levantó la cabeza y parpadeó. La visión parecía habérsele aclarado. Las niñas, junto a Alice, le contemplaban con los ojos muy abiertos.
—No ha sido más que un vértigo pasajero —dijo—. La altura, probablemente.
Tomó la cantimplora de manos de Scott, le dio las gracias con una inclinación de cabeza y bebió unos sorbos de agua fresca.
—Será mejor que te estires un poco —le aconsejó Alice.
——Estoy bien. Creo que sólo...
Devolvió la cantimplora a Scott y se puso en pie. Aún se sentía un poco inseguro, pero la sensación de mareo había desaparecido. Con cautelosos andares, se llevó a la orilla del lago. De pie encima de una roca lisa y baja, se agachó, hundió las manos en las frías aguas y se salpicó la cara.
Maldición, acababa de hacer el ridículo. Debería tener más sentido común. Oyó un crujido de pasos a su espalda. Scott se colocó encima de otra peña, a su izquierda
—¿Estás bien?
—Mierda.
—¿Fue a causa de aquello?
—Sí. Me ocurre de vez en cuando. Mierda, cualquiera diría que, al cabo de quince malditos años, tendría que haberlo superado. Ese maldito follón me ha jodido la vida.
Scott arrojó al agua un guijarro. Produjo un suave plip al chocar con la superficie.
—Me parece que ninguno salió indemne. Yo también paso algunos malos ratos, y ni siquiera me derribaron.
—Dios, a mí me encantaba volar.
—Fuiste uno de los mejores.
—Seguramente, ahora sería ya capitán, como tú, si... ¿Sabes lo que realmente acabó conmigo? Está todo dentro de mi cabeza. Todo lo tengo en esta puta cabeza, y no puedo hacer nada para sacarlo. Hay aquí dentro algún maldito extranjero. —Se golpeó repetidamente las sienes con la punta de los dedos—. Está escondido aquí, cagado de miedo, y, de vez en cuando, decide dar señales de vida y transmitirme que aún está a los mandos. —Flash esbozó una sonrisa forzada—. Podría haber sido peor. Si hubiera hecho la guerra en infantería, a lo peor me asustaría andar.
Scott sonrió.
—Siempre hay un lado bueno.
Se enderezaron y se apartaron de la orilla del rutilante lago. Cuando regresaban junto a los demás, Flash vio a Nick y a Julie que se acercaban por el camino.
—¿Lo desenterrasteis? —voceó.
—Faltaría más —respondió Nick.
—¡Uf, qué zafarrancho! —añadió Julie.
Flash se sentó encima del tronco y observó a los muchachos mientras se aproximaban.
—Estaba descuartizado —dijo Nick.
—¿Cómo? —preguntó Karen. Parecía asombrada.
—Cortado a trocitos.
—Eso no tiene gracia —reprochó Alice.
Nick y Julie sonrieron como si la tuviera. Nick avanzó hasta situarse delante de las gemelas, que descansaban con la espalda apoyada en la mochila y las piernas estiradas.
—Os he traído un recuerdo, chicas —anunció—. Uno de los dedos de Digby.
—¡Nick! —saltó Alice.
—Cógelo, Rose.
Efectuó un lanzamiento de sobaquillo. Su hermana emitió un agudo chillido cuando un objeto con la forma de un dedo cayó en su regazo. Julie estalló en carcajadas.
—¡Nick!
—¡Malasombra! —gritó Rose, y le devolvió, arrojándoselo violentamente, el trozo de madera.
Heather se echó a reír. Todo el mundo hizo lo propio, salvo Rose y Alice.
—Eso es infantil —calificó Alice, fruncido el ceño.
—Entonces —preguntó Flash—, ¿qué encontrasteis en realidad?
—Nada —confesó Nick—. Decidimos dejado como estaba.
—El pobre Digby ya debió de sufrir bastante —explicó Julie.
—¿No descubristeis qué era lo que había enterrado allí?
—Me parece que jamás lo sabremos —dijo Nick.
Julie asintió.
—Uno más de los misterios de la vida que quedan sin resolver.
Flash miró a Scott y meneó la cabeza.
—Me temo que nuestros chicos son una pareja de cobardicas.
Scott le sonrió.
—Como mi papi solía decir, «vale más ser cobarde que profanador».
12
—¿Debemos? —se quejó Alice—. En vez de eso ¿por qué no jugamos a las cartas? ¿Sabes jugar al bridge, Karen?
—No muy bien, me temo.
—Yo quiero un cuento —protestó Rose.
—Yo también —Heather no quiso ser menos.
—Pues anoche os llevasteis un susto de muerte, niñas.
—Fue estupendo.
—Demasiado viento para jugar a las cartas —dijo Arnold. Partió sobre su rodilla una rama seca y echó los dos trozos a la fogata—. Voto por el cuento.
Alice suspiró. No deseaba ser aguafiestas. Pero, por otra parte, tampoco le hacía gracia que se repitiese la bulla de la noche anterior. El relato de Karen le había impresionado. No gran cosa, de todas formas. Pero su idea de la diversión no incluía tener que escuchar medio dormida los gritos histéricos de sus hijas.
—Por mí, vale —accedió. Por encima de la lumbre, miró a Nick—. Nada de tonterías esta noche. ¿Lo prometes?
—Con la mano en el corazón —dijo el muchacho.
—¿Quién tiene una historia que contar? —preguntó Scott.
—Y que sea de mucho miedo —añadió Benny.
—¿Karen? —inquirió Arnold.
—Ahora le toca a otro. Yo ya causé mi dosis de malestar.
Al menos tenía el buen sentido de reconocer que había originado toda aquella tribulación.
Scott se inclinó hacia el fuego, sonriente.
—Tenemos, naturalmente, la verdadera historia de Digby Bolles.
—Vamos, papá —Julie le dirigió una sonrisa afectada.
—Adelante —instó Alice. Aquel relato sería bastante inofensivo.
—¿Es de terror? —quiso saber Benny.
—Escucha y lo averiguarás. Digby vino a las montañas, loco de dolor, en busca de su hermana, que se había extraviado: Doreen.
—¿La misma Doreen? —preguntó Karen.
—La misma Doreen que tan misteriosamente desapareció, con Audrey, el verano anterior. Bueno, Digby recorrió los caminos y bosques, cruzó los puertos yermos, buscó por todas partes. No tardaron en acabársele las provisiones. Pero no abandonó. Siguió buscando. Se alimentaba a base de ardillas, que comía crudas.
—Qué asco —manifestó Rose.
—Filete tártaro de ardilla —dijo Karen.
—Llegó el mes de octubre y se desencadenó una ventisca terrible. Pero Digby no interrumpió su búsqueda. Aunque ya no podía cazar ardillas. Se moría de hambre. Y entonces, una noche, vio a lo lejos la luz de un campamento. Con nieve hasta las rodillas, caminó trabajosamente hasta el lugar donde acampaba un excursionista solitario. Dando tumbos, se acercó al hombre, que fue lo bastante hospitalario como para ofrecerle un cuenco de estofado. Pero Digby había perdido el gusto por el estofado. El excursionista, un cirujano que andaba de pesca por las montañas, le pareció a Digby extraordinariamente apetitoso. Y su sabor resultó tan exquisito como prometía.
Scott se echó hacia atrás, cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió.
—¿Eso es todo? —preguntó Benny.
—Un cuento formidable, papá —murmuró Julie, al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Qué pasó después? —inquirió Rose.
—Bueno, el pobre Digby acabó muriéndose de hambre. Se le acabó el doctor Scholl.
—Buuuuu —articuló Julie.
—Eso es terrible —dijo Karen entre risas y jadeos.
—Ni siquiera ha sido un cuento de miedo —se lamentó Benny.
—No se me ha dado tiempo para imaginar otro mejor.
Enarcadas las cejas, Heather miró a Alice.
—No lo entiendo.
—Está bien, cariño. Da lo mismo.
—Se comió al cirujano, tonta —explicó Rose.
—Eso ya lo sé. Lo que quiero decir es que, si se comió al doctor Scholl y luego murió, ¿quién lo enterró a él?
—Jamás lo sabremos —dijo Scott—. Es uno de esos grandes misterios de la vida que quedan sin resolver.
—No es más que un cuento —tranquilizó Alice a las niñas—. Nada de eso ha ocurrido en la vida real.
—Pero hemos visto la sepultura —dijo Heather.
—No seas gilipuertas.
Alice fulminó a Rose con la mirada.
—Cuida tu lenguaje, jovencita.
—Yo quiero una historia de verdad —reclamó Benny—. Ese cuento no me asustó nada. Estuvo bien, pero es sólo un chiste. Quiero un cuento de miedo.
Súbitamente, Nick irguió el busto y se palmeó las rodillas.
—¡Ya lo tengo! ¡Empuñemos nuestras linternas y aventurémonos entre los árboles a la búsqueda de Doreen y Audrey!
—¡Alucinante! —se entusiasmó Benny.
Julie pareció encantada y plena de ansiedad.
—Tienen que estar en alguna parte de por aquí.
—¿Podemos ir nosotras, mamá? —preguntó Rose.
—Yo no. Me encuentro perfectamente bien donde estoy.
Arnold se volvió a Scott.
—¿Qué te parece?
—Me inclino por dejar que los chicos vayan, si es eso lo que les apetece.
—Puede que alguno se haga daño —dijo Alice. Deseaba protestar con más energía, pero, puesto que Scout creía que todo estaba bien...
—Tendremos mucho cuidado —le aseguró Nick.
—Nada de gamberradas. No quiero que asustes a las niñas.
Nick levantó tres dedos.
—Palabra de honor de explorador.
—No os alejéis demasiado —recomendó Arnold—. No quiero que os perdáis.
—Sólo rodearemos el lago.
—Tal vez debería ir con ellos uno de nosotros —sugirió Alice.
—Por si acaso...
—Jesús, mamá, no va a pasar nada.
—Nick es lo suficiente mayorcito como para responsabilizarse de las cosas —dijo Arnold.
La mujer suspiró.
—Bueno, pero tened mucho cuidado. Alguien podría caerse y romperse una pierna.
—Tendremos cuidado —le aseguró Nick.
El foco de una linterna brilló ante los ojos de Benny cuando se adentraba presuroso en la oscuridad.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Julie.
—No encontraba mi linterna.
El chico protegió los ojos del rayo luminoso.
—¿La tienes ya?
—Sí.
Julie bajó el foco. Dibujó un círculo de pálida claridad en el suelo, a los pies de la muchacha.
—Vale —dijo Nick—. Mantengámonos juntos.
Benny detectó un leve temblor en la voz del chico mayor.
Él estaba temblando. En parte por el frío, pero también notaba sacudidas y estremecimientos dentro de sí. «No estoy asustado —pensó—. Sólo nervioso.»
—Ahora mirad bien dónde ponéis los pies —recomendó Nick—. Nos armarán una buena trapatiesta si alguno de nosotros se hace daño, y no volverán a dejarnos montar excursiones como ésta.
—Tal vez podamos hacerlo todas las noches —dijo Benny, emocionado por la idea.
Caminaron en fila india por una senda que bordeaba el lago. Nick iba en cabeza, con Julie pisándole los talones. Las gemelas seguían a Julie. Como las niñas llevaban puesta la capucha y no se les veía el pelo, a Benny le era imposible saber cuál era cuál.
Miró por encima del hombro hacia el claro y vio el resplandor de la fogata. Le hubiera gustado que Karen fuese con ellos, incluso aunque era una adulta.
Se sacó la linterna del bolsillo de la parka y la encendió. El foco iluminó los vaqueros rojos y las zapatillas deportivas de la chica que marchaba delante de él. Proyectó la luz sobre los árboles de su izquierda. Las móviles y sobrenaturales sombras le pusieron nervioso. Dirigió el foco de la linterna a través del sendero, a las blancuzcas piedras y al agua. El viento hacía ondular la superficie del lago. Llevó el rayo de luz de un lado a otro, por encima de las ondas acuáticas. Trazó floreos y ringorrangos. Al principio fue divertido. Pensó: «¿Y si sale una mano de agua y no la ve nadie más que yo? Eso es una estupidez», se dijo. Pero la imagen de la lívida mano de un muerto emergiendo del tenebroso lago no se apartaba de su imaginación y empezó a tener la certeza de que la vería si continuaba mirando. Entonces se le puso la carne de gallina. Apagó la linterna.
—Doreeeeen —llamó Julie con voz de ultratumba—. ¡Audreeeey! Vamos, todos a la vez.
Nick le hizo coro. Después se les unieron las voces de las gemelas. Benny se encogió de hombros y también empezó a llamar a las desaparecidas. Las voces se elevaron en el aire y se mezclaron con el ruido del viento. «Alguien nos oirá», pensó Benny. Pero siguió gritando, nada deseoso de ser el único del grupo que se mantuviera en silencio. «Por otra parte —se dijo—, por estos pagos no hay nadie. Que sepamos.» Volvió la cabeza y miró por encima del hombro, pero a su espalda sólo vio oscuridad.
Empezó a lamentar ser el último de la hilera. Sería el primero al que agarrasen. Nadie se daría cuenta. Aunque chillase, como todos los demás no paraban de vociferar a pleno pulmón los nombres de Doreen y Audrey, no le oirían. Se lo llevarían a rastras y...
Benny trató de retirar el pie, pero ya era demasiado tarde. La niña soltó un gañido y dio un tropezón hacia adelante, dejando la zapatilla tras de sí. Chocó con su hermana gemela y ambas fueron a parar al suelo.
—¡Ay, Dios! ¡Lo siento! —se excusó Benny.
—¡Quítate de encima de mí! —saltó la niña que había quedado debajo, y dio un empujón a su hermana.
Benny recogió la zapatilla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nick—. ¿Estáis bien?
Julie y él ayudaron a las niñas a levantarse.
—Tropecé —dijo la chica a la que Benny había pisado. Tenía que ser Heather.
—Yo la pisé —reconoció Benny.
—¡Cuatro ojos! —insultó Rose.
—¡Cernícalo! —denostó Julie—. ¡Maldita sea!
—Lo siento.
—Jesús, ¿por qué no miras dónde pisas?
A Benny se le formó un nudo en la garganta. Hizo un tremendo esfuerzo para contener las lágrimas mientras tendía a Heather la zapatilla.
—Lo lamento terriblemente.
—Está bien —respondió la niña—. No duele demasiado.
—Estúpido pasmarote.
—Ya basta, Rose —cortó Nick—. Sólo fue un accidente. ¿Estáis las dos bien?
Las niñas asintieron. Heather se puso la zapatilla.
—Vale, reanudemos la marcha.
—No te acerques tanto —advirtió Julie a Benny.
—Quizá sea mejor que me vuelva al campamento.
—Buena idea. ¿Por qué no lo haces?
Benny dio media vuelta y emprendió el regreso por el oscuro camino. Se encontraban casi en la otra punta del lago. No se veía señal ninguna del campamento.
Alguien le tiró de la manga de la parka.
—Venga —dijo una infantil voz femenina—. Está bien, anda.
Benny volvió la cabeza y vio tras él a una de las gemelas.
—Siento mucho haber tropezado contigo —murmuró.
La niña le sonrió.
—Vale. No vuelvas al campamento, ¿de acuerdo?
—No, no volveré —dijo Benny—. Gracias.
Reanudaron la marcha hacia adelante. Benny hizo una mueca al observar que Heather cojeaba. Tuvo buen cuidado en mantenerse a distancia prudencial, detrás de la niña, hasta que el angosto sendero acentuó la pendiente de su ascenso para desvanecerse en las rocas del extremo del lago. Entonces se adelantó y se puso junto a la niña. Heather le miró, sonriente. Uno junto al otro, caminaron sobre los bajos bloques de granito próximos a la orilla.
Al no haber allí árboles que proyectasen densas sombras, la noche parecía clara. El lago presentaba una superficie poco menos que negra, pero las rocas tenían un tono pálido, como pintadas con leche. A Benny le maravilló distinguir las cosas tan bien. Vio el pelo de Julie agitado por el viento, la forma del chaquetón a cuadros de Nick e incluso las tres franjas laterales de la zapatilla izquierda de Rose. Aunque no se discernían los colores. Incluso los de los vaqueros de Heather, que sabía eran de un rojo brillante, parecían tener un difuminado tono gris oscuro. Aquello le extrañó. Uno puede distinguir los colores a la luz de una linterna, pero no a la de la Luna. Qué raro.
Nick se detuvo y cogió a Julie por un brazo.
—Mira —dijo, al tiempo que señalaba con el dedo hacia las alturas.
—¿Qué? —preguntó Julie.
—Allá arriba. Cerca de la cumbre.
Benny exploró la amarillenta ladera. Vio trechos oscuros y unos cuantos árboles desmedrados que se alzaban aquí y allá como solitarios hombres vigilantes.
—¡Ah, sí! —dijo Julie.
—Yo no veo nada —bisbiseó Heather.
—Yo sí —declaró Rase—. ¿Son perros?
—Coyotes —aclaró Nick.
Benny localizó entonces un par de figuras grises y flacas que cruzaban con paso rígido y fachendoso una cornisa que sobresalía en las alturas. Tenían el hocico largo y la cola tan espesa como la de las ardillas.
—Aún no... —empezó Heather.
Benny se agachó hasta ponerse a su nivel y señaló con el índice.
—Oh, Dios —exclamó la niña.
—No te preocupes —la tranquilizó Benny—. No hacen daño a nadie.
—¿De veras? —terció Julie—. El año pasado, un coyote mató a una niña de cuatro años que estaba en el patio de su propia casa.
—¿Dónde fue eso? —preguntó Nick.
—Allá, en Los Ángeles. En una de esas zonas de cañones. Bajó de las montañas, entró en el patio por la parte trasera y zamarreó a la criatura hasta matarla.
—Larguémonos de aquí —susurró Heather.
—No pasa nada —dijo Nick—. Están allá arriba. Además, no se les ocurrirá meterse con nosotros, que somos cinco.
—A menos que estén hambrientos —añadió Julie. Nick emitió una risita nerviosa y echó a andar de nuevo. Benny no tardó en divisar el resplandor del campamento al otro lado del lago. Cuando estuvieron justo enfrente de él, pudo distinguir las tiendas de campaña y las figuras de los adultos sentados en torno al fuego.
—¡Hola! —gritó Julie.
No obtuvo respuesta. Benny pensó que el viento debía de soplar con demasiada fuerza.
Continuaron adelante. Benny se mantenía cerca de Heather. La niña aún cojeaba ligeramente. A veces, cuando tenía que subir por algún macizo de rocas, Benny se adelantaba y luego le tendía la mano. Le encantaba ayudarla. Heather no era como su hermana. Y aún parecía nerviosa por culpa de los coyotes. De vez en cuando, volvía la cabeza.
—No me gusta este sitio —confesó al cabo de un rato.
—No hay nada de qué tener miedo —le tranquilizó Benny.
Heather miró a su espalda.
—¿Qué es eso?
Benny giró en redondo, con el corazón a ciento.
—¿Eso? No es más que un matorral.
—¿Seguro?
—Seguro que estoy seguro —dijo Benny, pero siguió mirando la oscura forma achaparrada. Apenas era visible bajo la sombra de un peñasco erguido a cosa de dos metros. Era un matorral, ¿no? Una sensación de miedo helado reptó por la espalda de Benny—. Vamos —dijo. Cogió a Heather de la mano y tiró de ella. La niña, detrás de él, continuaba mirando a su espalda. Apretaron el paso para alcanzar a los otros.
A Benny le alegró comprobar que casi habían llegado al extremo del lago. Justo más allá de los peñascos que se alzaban delante, empezaba otra vez e bosque. Allí, no tendrían más que coger de nuevo el camino, seguir hasta la curva que bordeaba la orilla del agua y marchar después derechitos de regreso al campamento.
Nick, que iba en cabeza, desapareció de la vista al franquear la cima de los peñascos. Le siguió Julie. Rose aguardó a Benny y a Heather, y los tres emprendieron el descenso.
Benny volvió la cabeza. Nada se les acercaba por la retaguardia. Dejó que Heather fuese delante de él. La niña bajaba por la pendiente cuando, al pie de la afloración de peñascos, Nick dio de pronto un salto hacia atrás y alzó el brazo frente a Julie. Al tiempo que soltaba un alarido, Rose dio media vuelta y empezó a trepar peñas arriba.
—¡Son ellas! —chilló—. ¡Doreen y Audrey!
Heather giró sobre sus talones. Benny vio terror en el semblante de la niña iluminado por la Luna. El chico se inclinó hacia adelante, agarró la extendida mano de Heather y tiró de ella hacia arriba.
Julie apretó la mano contra el pecho para aplacar la violencia de los latidos de su corazón.
—¡Cristo bendito! Nos habéis dado un susto de muerte.
—Nos estábamos... ejem... nos estábamos poniendo un poco nerviosas —confesó la muchacha rolliza del chándal.
—Os oímos llegar... —informó la del sombrero del Oeste. Su voz era un poco ronca, fuerte y segura. Dio una calada al cigarrillo y el resplandor de la lumbre iluminó su rostro—. ¿Sois de ese campamento?
—Sí —dijo Nick. Regresó sobre sus pasos y llamó a las gemelas y a Benny—. Todo va bien. Bajad.
—Ignorábamos que hubiera alguien por los alrededores —explicó Julie—. ¿Acampáis aquí?
—Ahí, en la arboleda —respondió la del sombrero.
—¿No tenéis fogata? —preguntó Nick.
—Yo quería encenderla —dijo la otra muchacha.
—La lumbre sólo hace que tengas más frío. Y elimina tu visión nocturna. Y anuncia a todo el mundo, en quince kilómetros a la redonda, que estás ahí. No es precisamente saludable cuando se trata de tres chicas que acampan solas.
—¿Sois tres? —preguntó Nick.
—Barb volvió a campamento.
—No sois Doreen y Audrey, eso ya lo sé —afirmó Julie.
—¿Quiénes?
—Ni por un segundo lo he pensado. —Al oír ruido de pasos a su espalda, Julie dio media vuelta. Benny y las gemelas se acercaban despacio. La chica dijo—: No son Doreen y Audrey.
La muchacha de sombrero de vaquero sacudió la ceniza de su cigarrillo.
—¿Esas Doreen y Audrey son amigas? ¿Acaso las estáis buscando?
Julie se explicó. En pocas palabras, contó la historia de Karen y cómo aquella noche les sirvió de excusa para que les permitieran explorar solos las orillas del lago.
—Algo así como una caza de agachadizas —dijo la del sombrero.
—Más bien como una caza de fantasmas —repuso la otra.
—De haberlo sabido, no hubiéramos chillado al veros.
—A mí me faltó un pelo para gritar también. Aún tengo los nervios de punta, por culpa de aquella loca.
—¿De qué hablas? —preguntó Nick.
La chica cruzó los brazos sobre el chándal y miró a su amiga.
—Valdría más que los avisáramos.
—¿Hacia dónde os dirigís?
—A la zona de los lagos del Triángulo —dijo Nick.
—En ese caso, mañana pasaréis por el puerto del Escultor. ¿Conocéis la región?
—Sólo en los mapas.
—Bueno, hay un par de lagos en la otra cara del puerto. Los Mezquites. Nosotras nos detuvimos hoy a almorzar en uno de ellos, y nos tropezamos con una especie de bruja majareta.
—Un verdadero engendro.
—Estábamos nadando y surgió de pronto, como por arte de birlibirloque, y empezó a desvariar acerca de serpientes de agua.
—Nos dio un susto de pánico.
—Habla por ti. De cualquier modo, no vimos ninguna serpiente. Creo que no era más que una lunática que trataba de ahuyentarnos y desembarazarse de nosotras. Yo no me preocuparía mucho, si fuese vosotros. Hasta es posible que a estas horas se haya ido de la zona.
—Puede que no —repuso su compañera.
—Si os detenéis por allí, no os extrañéis demasiado si os dais de manos a boca con ella, eso es todo.
—Parece que es un buen sitio para evitarlo —dijo Julie. Recordó que el guardabosques ya les había aconsejado que eludieran los Mezquites. ¿Conocía la existencia de la loca? No parecía probable.
—Bueno, la verdad es que no pretendemos asustaros —dijo la joven del chándal—. A nosotras no nos hizo nada. Se limitó a chillarnos. Pero era una individua espeluznante a todo meter. Menuda mirada tenía en los ojos. Y ni siquiera vestía como una excursionista. Quiero decir que, ¿podréis creerlo?, ¡llevaba vestido!
—Una especie de bata —añadió la otra chica, mientras aplastaba la colilla del cigarrillo con la suela de la bota—. Un ropón viejo y descolorido.
—Eso sí, llevaba botas de excursionismo.
—¿Viste su cuchillo?
—¿Cuchillo?
—Al cinto. Parecía un cuchillo de monte. Un quitapenas enorme.
—Encantador —murmuró Julie—. Una loca con un cuchillo de monte. Creo que, desde luego, no nos vamos a acercar a ese lago.
13
Karen colgaba boca abajo dentro del automóvil volcado. Sus manos buscaban desesperadamente, sin encontrarla, la hebilla del cinturón de seguridad. «Abrócheselo para viajar seguro, abrócheselo», parecía burlarse la vieja cantinela.
—Te voy a hacer entrar en calor —dijo una voz por la ventanilla.
No ignoraba lo que vería, en el caso de volver la cabeza, y la idea la espantó. No quería verlo. Pero tampoco podía evitarlo. Su cabeza giró despacio hacia la abierta ventanilla. «¡Fuera! —pensó—. Cerraré los ojos y se irá». Los cerró, pero sus párpados eran transparentes y contempló el rostro carbonizado. Espirales de humo se elevaban desde las cuencas vacías de los ojos, del agujero donde debería estar la nariz, de la boca.
—La vuelta completa es juego limpio —dijo el rostro abrasado, y proyectó humo sobre los ojos de Karen. La boca se retorció en una mueca sembrada de ampollas, cuarteando la carne ennegrecida de las mejillas.
_¡No! —protestó Karen—. ¡No fue culpa mía!
Él le arrojó un chorro de gasolina sobre la cara. El acre y fétido carburante le llenó las fosas nasales, le provocó un escozor tremendo en los ojos. Abrió la boca para respirar y se le llenó de gasolina, asfixiándola. Él la agarró de un hombro. Karen trató de soltarse de aquellos dedos. Estaban resecos, eran quebradizos y ella tuvo la seguridad de que se romperían si ella tiraba con la fuerza suficiente.
—¡Karen!
Se despertó, jadeante. Scott estaba arrodillado junto a ella, con la mano en su hombro.
—¿Estás bien? —susurró Scott.
—Gracias a Dios que me despertaste.
—Debía de ser una pesadilla infernal.
—Lo era.
Con dedos temblorosos, Karen tomó el cursor de la cremallera interior del saco de dormir y la abrió. Se corrió a un lado para dejar sitio a Scott. Este se metió dentro del saco de dormir, subió de nuevo la cremallera y estrechó a Karen en sus brazos. Lo mismo que la noche anterior, sólo llevaba unos pantalones cortos. Su tersa espalda tenía un tacto frío bajo las manos de Karen.
—Estás tiritando —observó Scott.
—Igual que tú.
—Es que me quedé helado.
—Yo sólo estaba asustada.
Se apretó contra él.
—¿Te perseguía el hombre del saco?
—Algo por el estilo. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Llevaba mucho tiempo sin tener una pesadilla como la de esta noche.
—Será consecuencia de dormir sobre suelo duro. También yo he tenido unos sueños tremendos. Principalmente, cuando soñaba contigo.
—Espero que no fuesen pesadillas.
—No, no eran precisamente pesadillas. —Tiró de la parte superior del chándal para quitárselo por la cabeza de forma que quedase desnuda contra su pecho y su vientre. Le acarició suavemente la espalda—. Yo te contaré mis sueños si tú me cuentas tu pesadilla.
—No quieras oírla.
—Hablar de ello puede que te ayude. Tal vez podamos interpretarla, averiguar qué significa.
—Sé qué significa. Y también lo que la ha provocado... ese asunto de las cicatrices que salió a relucir esta tarde.
Las manos de Scott interrumpieron sus movimientos. Apretó a Karen con más fuerza.
—¿Tu accidente? —susurró.
—Sí. Sólo que no era Frank el que estaba atrapado dentro del coche, sino yo. Él estaba junto a la ventanilla... carbonizado. Me arrojaba gasolina y...
—Santo Cristo.
—Me despertaste antes de que tuviera tiempo de encenderla.
—Ha tenido que ser horrible.
—Las he tenido peores, a veces. Por regla general, me despierto antes de que prenda la cerilla, pero en un par de ocasiones... Empiezo a arder y él pasa por la ventanilla y... —Se quedó muda de súbito.
Scott le acarició la nuca.
—Está bien —dijo—. Chisst.
—Lo siento.
—Vale. Te contaré mis sueños.
—Los tuyos son bonitos, ¿no?
—Muy bonitos. Esta mañana, ¿o ayer por la mañana?, soñé que estaba lloviendo y tú salías de tu tienda cubierta con un poncho de plástico transparente... y nada más.
—Te lo estás inventando, ¿verdad?
—No. Sinceramente. Llovía a mares. Tenías la cabellera enmarañada y empapada. Por tu cara resbalaba y goteaba el agua. También corría por la parte exterior de tu poncho y observé que, debajo, tenías la carne de gallina. Y tus pezones estaban erectos.
—¿Como ahora?
Una mano de Scott subió hasta el pecho de Karen.
—Como ahora.
Ella suspiró mientras los dedos de Scott actuaban.
—Aunque había una cosa extraña.
—¿Qué?
—Ya sabes cómo son los sueños.
—Extraños.
—Exacto. Bueno, no tenías vello púbico. Te lo habías afeitado...
—Ese sueño tuyo me esta excitando.
—Y a mí. —La mano de Scott se deslizó hacia abajo, acariciando el vientre de Karen. Se introdujo por debajo de los pantalones del chándal. Siguió descendiendo, despacio. Dijo—: Sólo es un sueño.
—Podría afeitármelo.
—Así está precioso.
—Eh, si en tu sueño está afeitado, eso es la expresión de un deseo frustrado, ¿verdad? Me lo afeitaré. Un día de éstos. Será una... —el deslizante dedo de Scott la dejó sin aliento—, una sorpresa.
—¿Quieres oír el resto del sueño?
—¿Hay más?
—Claro —la mano se apartó y trazó una línea húmeda sobre la piel de Karen. Procedió a tirar de la cinta que sujetaba la cintura de los pantalones del chándal—. Te dije: «Debes de tener frío. ¿Qué ha sido de tus ropas?». Y me contestaste que Julie las había robado.
—Significativo, eso.
—Te había dicho que las escondió para que no tuvieras más remedio que quedarte en la tienda.
—Separada de ti.
—Es posible. —Suelta la cinta, tiró hacia abajo de los pantalones. Karen le ayudó por el procedimiento de agitar las piernas. Al desembarazarse de los pantalones, la mujer notó sobre la piel desnuda la frialdad interior del saco de dormir. Scott le acarició la parte posterior de las pantorrillas. La mano ascendió después hasta las nalgas, que apretó suavemente—. De todas formas, dije que no quería que te congelaras. Entramos en mi tienda para que pudieras ponerte algunas prendas secas, pero la única ropa que querías era la que yo llevaba encima.
—Tienes unos sueños muy peculiares.
—¿Verdad que sí? De modo que me obligaste a tenderme encima del saco de dormir. Te quitaste el poncho, te arrodillaste junto a mí y empezaste a quitarme la ropa.
—¿Te desnudé?
—Muy despacio.
Karen curvó los dedos por debajo de la cinta elástica de la cintura de los pantalones de Scott, la separó del cuerpo y tiró hacia abajo. Notó que él se arqueaba para que la prenda bajase. Con el dorso de la mano, la mujer acarició el pene, ya rígido. Bajó los pantalones aún más. Después cerró los dedos alrededor del cimbel y sintió su dureza y su calor. Bisbiseó:
—¿Hice esto?
La respuesta de Scott fue un gemido.
—¿Y empleé la boca?
—Sí.
Los envolventes dedos se deslizaron a lo largo del cipote.
—¿Y tú utilizaste también la boca?
—Sí.
—¿Dónde?
Las manos de Scott indicaron el lugar, frotaron e introdujeron los dedos. Karen se estremeció al recorrer su cuerpo, de arriba abajo, una oleada de calor.
—Baja la cremallera.
—Nos quedaremos helados.
—¿Te quedaste helado en el sueño?
—No, pero...
—¿No te gustaría que tu sueño se hiciera realidad? Mejor el tuyo que los míos, ¿no?
—No sabes todo lo que hicimos.
—Demuéstramelo.
Scott se lo demostró.
—Y en ese momento me desperté —jadeó por último.
—¡Ah! ¡Ah, Cristo bendito! ¡Venga, sigue, no te detengas ahora!
—Pero... es que ahí fue cuando...
—¡Improvisa!
Cuando concluyeron, Scott subió la cubierta del saco de dormir y se taparon. Siguieron abrazados, jadeantes y sudorosos.
—¡Todo un sueño! —musitó Karen, y le besó. Posteriormente, Scott se quedó dormido. Karen se acurrucó contra él, abrazada al suave calor de su cuerpo, mientras recibía en el rostro la caricia de su respiración y notaba el acompasado subir y bajar de su pecho. Lánguida y feliz, Karen deseaba quedarse dormida también y despertarse por la mañana con él al lado, pero eso no era posible.
Siempre había ocurrido lo mismo. Durante los meses que llevaban juntos, Karen anhelaba constantemente que él se quedara toda la noche. Por la mañana, ella le prepararía el desayuno. Sería tan maravilloso, tan redondo... Sin embargo, Scott siempre abandonaba la cama de Karen y volvía a casa precipitadamente. Por los chicos. Ciertamente, ella no se lo reprochaba, aunque hubiera deseado que fuese de otro modo. Algún día, quizá.
Le besó en los párpados, en la boca. Scott se removió junto a ella. Subió la mano por el costado de Karen. Se ahuecó suavemente sobre el seno.
—Será mejor que te vayas —murmuró Karen. Scott emitió un gruñido.
—Preferiría quedarme —murmuró.
—Lo sé.
La retuvo durante largo rato. La besó. Por fin, se apartó y salió del saco de dormir.
—Brrrrr, qué frííío —jadeó, mientras se ponía el pantaloncito.
—¿Quieres mi chándal?
—No, eso es...
—Por favor. No quiero que te quedes helado ahí fuera. —Tiró de la prenda, sacándola de debajo del hombro, y se la tendió—. Puedes devolvérmela mañana por la noche.
—Es un trato.
Mientras Scott se la pasaba por la cabeza, Karen se sentó. El frío envolvió hasta la cintura su desnuda piel.
—Me sienta como un guante —dijo Scott. Se inclinó sobre Karen y la abrazó. Ella notó al calor a través de la finura del chándal—. Que duermas bien —deseó él. Volvió a besarla, se soltó y pasó a gatas por debajo de la solapa de la tienda de campaña.
Karen se acurrucó dentro del saco de dormir. Oyó las rápidas pisadas de Scott sobre las hojas y se lo imaginó lanzado a la carrera rumbo a su tienda. Se alegraba de que hubiera aceptado el chándal. Era como si parte de ella se hubiese ido con él. Se preguntó si lo conservaría una vez dentro del saco de dormir. ¿Seguiría con el chándal puesto y pensaría en ella?
Se hizo un ovillo, llevó la mano por debajo de las piernas y encontró los pantalones. Los sacó. Pero, en vez de ponérselos, oprimió las perneras entre los muslos. Restregó la tela por el vientre y los pechos. Era suave y cálida. Se quedó dormida con los pantalones apretados contra su cuerpo.
14
Scott se despertó con una apremiante necesidad de orinar. Tendido, completamente inmóvil, se obligó a abrir un ojo. En los albores de la mañana, la tienda estaba oscura. Benny aún dormía, profunda la respiración y con su gorro de color rojo asomando por la cabecera del saco de dormir.
Al volver de la tienda de Karen, Scott no se había preocupado de encasquetarse el suyo. Debió hacerlo. Ahora tenía la cabeza fría y los vaqueros enrollados que le servían de almohada eran un apoyo muy duro.
Se hundió dentro del saco hasta cubrirse la cabeza, debajo de la cual puso un brazo. Una manga gruesa y suave se oprimía contra un lado de su rostro. El chándal de Karen. Lo olfateó. El tenue aroma que emanaba le hizo recordar el momento en que se introdujo en el saco de dormir de la mujer, para en seguida acurrucarse contra su calor y levantar el chándal por encima de los senos. Karen estaba ahora sin él. Imaginó el aspecto que tendría su cuerpo, sólo con los grises pantalones. Eso le produjo una erección. «Bárbaro», pensó.
Se concentró en el modo de ocultar el chándal. Si los chicos lo vieran... Pero Benny aún estaba dormido y él no había percibido ni la más leve agitación en el campamento. Si se levantase ahora, podría guardarlo en su mochila, que estaba a la misma entrada de la tienda. Podría envolver aquella sudadera con algo, sólo para mayor seguridad. No podía saber si Julie dormía aún.
Rayos, si Julie aún estaba dormida, podría llevar el chándal a la tienda de Karen y... No, demasiado peligroso.
Tampoco deseaba abandonar aquel cálido abrigo. Podía seguir allí. Quitarse el chándal y dejarlo escondido en el fondo del saco hasta después. Aguardar allí a que el sol se elevara por encima de las montañas y lo inundase todo de calor agradable. Pero podía tardar una hora en ocurrir tal cosa. ¡Y ya no podía aguantar más!
Se quitó rápidamente la sudadera. La empujo hacia el fondo del saco, abrió la cremallera lateral y saltó fuera. Apretó los dientes con tal fuerza que le dolieron las mandíbulas. «Es extraño —pensó—, cuando salía furtivamente por la noche, el frío no le afectaba tanto. Todo es cuestión cerebral», se dijo. Claro. En los huesos se nota más. Sentado en la lisa cubierta del saco de dormir, desenrolló los vaqueros. Al meter las piernas, se echó ligeramente hacia atrás. Sofocó un grito cuando la espalda tocó la pared fría y húmeda de la tienda. Se inclinó hacia adelante, cogió la camisa de algodón y se la puso.
Agarró las botas de excursionismo. Dentro de ellas tenía unos calcetines limpios. Deseó que las manos dejaran de temblarle, pero no le obedecieron. Por último, consiguió ponerse los calcetines. Metió los pies dentro de las botas. El frío de éstas, húmedas aún del sudor del día anterior, se filtró a través de los calcetines.
«¿Por qué diablos tiene uno que salir de acampada? —se preguntó—. Somos un hatajo de malditos masoquistas.»
Introdujo los cordones bajo la lengüeta de las botas. Aunque quería atarlos, las manos le temblaban con demasiada violencia.
Empezó a gatear hacia la solapa de la tienda y entonces recordó el chándal de Karen. Lanzó una ojeada a Benny. Seguía dormido. Scott introdujo la mano en el caliente interior del saco de dormir y sacó la prenda. Se la guardó debajo de la camisa y salió de la tienda.
Echó un vistazo a los dos sacos de dormir tendidos uno al lado del otro a cosa de seis metros de distancia, junto al círculo de piedras que rodeaba la apagada fogata. No parecían estar tan distantes entre sí como la primera noche. Interesante. La capucha castaña del chándal de Julie era lo único visible de ella. Con presurosos movimientos, Scott abrió su mochila, hundió dentro la sudadera de Karen y se metió rápidamente entre los árboles que crecían detrás de las tiendas.
Al volver, se sentía mucho mejor. Comprendió que, si pudiera encender el fuego, se encontraría fenomenal. Pero, si empezaba a hacerlo, seguro que Julie y Nick se despertarían.
Sus sacos de dormir estaban separados menos de un metro. Muy interesante, eso. Le alegraba que, al parecer, el chico le cayese simpático a Julie. Tal como empezó la excursión, se había temido todo un desastre. Desde que trabó contacto con Nick, sin embargo, Julie se comportaba correctamente. El resentimiento que le inspiraba la presencia de Karen parecía haberse diluido hasta resultar apenas apreciable. Supuso que debía agradecérselo a Nick.
Eso y el hecho de que Julie mostrase un ánimo y una moral mucho más altos. Después de haberse visto desdeñada por aquel majadero, Clemens, le hacía falta un amigo.
O'Toole, el casamentero.
Cogió de la mochila un estuche y una toalla, dejó atrás silenciosamente la tienda de campaña y se encaminó al arroyo. Sonreía mientras caminaba.
Julie se hubiera enfurecido de enterarse de que él había planeado todo aquello. Cuando Flash dijo por primera vez que iba a llevar a su familia de excursión durante una semana, Scott imaginó lo que sería pasar ese tiempo en la alta montaña a solas con Karen. Claro que sería una vergüenza dejar a los chicos en casa. Y tal vez una salida así sacaría a Julie de su depresión... Luego pensó en el hijo de Flash, un muchacho atractivo, apuesto y de confianza, de carácter tirando a tranquilo, pero sólo un año mayor que Julie. Si se hacían tilín mutuamente, era muy posible que Julie olvidase a aquella rata de Clemens y empezara otra vez a verle color a la vida. De modo que sugirió a Flash que podían reunir sus efectivos para efectuar aquel viaje. Y a Flash le entusiasmó la idea.
Al parecer, su pequeña componenda había dado resultado.
Los dos chicos se llevaban estupendamente... incluso mejor de lo que Scott había esperado. No sólo no se mostraban hostiles, sino que era evidente que disfrutaban estando juntos... y quién sabe lo que se estaría incubando en sus mentes. Mejor, quizá, no saberlo. Bastaba con alegrarse de que Julie hubiese vuelto a la normalidad.
En el arroyo, localizó un lugar donde los rayos de sol descendían a través de un claro en la enramada. El haz de brillante luminosidad, preñado de ínfimas motas de polvo, caía sobre un grupo de rocas cercanas. Anduvo entre los matorrales y llegó a los peñascos. Permaneció inmóvil un buen rato, dejando que el calor del sol se infiltrase en su cuerpo.
Cuando se sintió lo suficientemente deshelado, se quitó la camisa. Se agachó, cogió agua en el hueco de las manos y se la llevó a la boca. Luego se limpió los dientes. Logró formar en su cara una delgada capa de espuma, con jabón biodegradable, y procedió a afeitarse con una navaja barbera.
—Me has decepcionado terriblemente.
Scott miró arroyo abajo. Vestida con los pantalones del chándal y una parka, Karen se encontraba en un puentecillo de troncos, con los brazos cruzados y la vista clavada en él.
—Ven a donde está el calor —invitó Scott. Continuó afeitándose mientras ella se acercaba a toda prisa. Saltó encima de una piedra plana, a su lado.
—Ah, esto es mejor.
—¿Por qué te he decepcionado tanto? ¿O no he de querer saberlo?
—Por utilizar navaja barbera —dijo Karen en tono burlón—. Esperaba que un tío macho como tú se afeitara con un cuchillo de filo embotado.
—Lo probé una vez. Con la barba se me fue la mitad de la cara. Esto es infinitamente mejor. Te proporciona la agradable posibilidad de afeitarte apurado sin el inconveniente de caer en el baño de sangre. —Sonrió a Karen, al tiempo que preguntaba—. ¿Vienes a afeitarte?
El rubor oscureció el rostro de Karen.
—¿Las piernas, quieres decir?
—Las piernas también, si te place.
—Hombre obsceno.
—¿Eso significa que no?
—Aquí hay gente por todas partes.
—¡Maldición! —Scott agitó la hoja dentro del agua, la secó pasándola por una pernera de los vaqueros y cerró la navaja de golpe. Se enjuagó la cara y cogió la toalla—. ¿Has dormido bien? —preguntó, mientras se secaba el rostro.
—Como un tronco.
—¿Sin más sueños?
—Malos, ninguno. ¿Y tú?
—Te contaré los míos esta noche.
—¡Oh, jo-jo!
—Cuando te devuelva el chándal.
Scott se levantó y descorrió la cremallera de la parka. Karen no llevaba nada debajo. Scott deslizó la mano alrededor de la espalda de la mujer, y la atrajo hacia sí. La carne era suave y cálida.
—Buenos días —dijo Karen.
Él la besó.
Sonaron voces a lo lejos. De mala gana, Scott se apartó de Karen.
—Todavía no hay nadie por las cercanías —incitó ella, y alzó hasta sus pechos las manos de Scott. Él las mantuvo allí. Los pezones estaban firmes bajo las palmas. Karen suspiró, echada la cabeza hacia atrás y cerrados los párpados para proteger los ojos del sol.
—Mujer lasciva —susurró Scott.
—Que te desea —dijo. Apretó firmemente las manos de Scott contra sí misma y luego las soltó.
Scott las dejó resbalar por debajo de los pechos, por los costados, por la aterciopelada piel de la parte inferior del vientre. Después, unió las esquinas de los faldones de la parka y encajó el cursar de la cremallera. Lo subió unos ocho centímetros.
—Vale.
—Oh, encantador.
Se oyeron las pisadas de alguien que se acercaba por entre los matorrales. Con una exagerada expresión de alarma, Karen se subió la cremallera hasta la garganta. El ruido de pasos aumentó de volumen.
Scott tuvo el tiempo justo de apartarse, ponerse en cuclillas y dejar la navaja barbera dentro del estuche antes de que Flash apareciese arroyo abajo, cerca del puente de troncos. Ya estaba vestido: camisa de punto, pantalones cortos a cuadros escoceses y botas. Su desgreñada franja de pelo rojizo era el único indicio de que acababa de gatear fuera del saco de dormir. Se agachó junto a la corriente y hundió en el agua un pote de aluminio.
—¡Buenos días! —saludó Karen.
Flash volvió la cabeza hacia ella y agitó el brazo.
—¡Hola, camaradas oficiales!
Scott sonrió a Karen.
—¿Camaradas oficiales? —se extrañó.
—Oficiales mercantes. Jerga náutica —aclaró ella sosegadamente.
—Oh, bien. Temí que se las estuviera dando de listo. —Scott se enderezó y voceó—: ¡Ah del barco! ¿Piensa levar anclas?
—Aún no he tomado café —respondió Flash.
—Entonces nosotros zarpamos rumbo a Java. —Se dirigió a Karen—. ¿Partimos?
—Sí, camarada.
—Te veremos en la cocina —gritó Scott.
Regresaron al campamento. Aún con su equipo de calentamiento puesto, Julie echaba leña al fuego. El saco de dormir de Nick estaba vacío, pero al muchacho no se le veía por allí. Una de las gemelas entraba en el bosque con un rollo de papel higiénico en la mano. Envuelta en su chaquetón, Alice rasgaba con los dientes la boca de una bolsa de plástico que contenía huevos en polvo.
—Vuelvo en un segundo —dijo Karen, y se encaminó a su tienda.
Dentro de la suya, Scott comprobó que Benny seguía dormido.
—¡Sus y a ellos! —le llamó. Tanteó la parte inferior de la acolchada cubierta del saco hasta encontrar el pie del chico y le aplicó una pequeña sacudida. Benny alzó la cabeza, oculto un ojo por el encarnado gorro de dormir—. ¿Descansaste bien?
—Sí. —Benny llevó la mano al compartimento de encima de su cabeza y sacó las gafas. Los cristales estaban empañados. De todas formas, se quitó el gorro y, tras limpiarlos con él, se lo pasó luego por la cara como si eso le ayudase a ver mejor—. ¿A dónde fuiste?
—¿Cómo?
—Me desperté y no estabas.
—He estado un rato fuera —le dijo Scott.
—No, me refiero a durante la noche.
«Oh, Cristo bendito», pensó. No podía mentirle a su hijo, pero ¿cómo iba a explicarle la verdad?
—Salí a dar un pequeño paseo —dijo.
—¿Viste algún coyote?
—Ni uno. Será mejor que te arrastres fuera de ahí y te vistas. El desayuno estará a punto antes de que te des cuenta.
Scott se apresuró a salir de la tienda, a fin de no dar ocasión al chico de formular más preguntas.
—¡Ah del barco! —declamó Flash, que llegaba con un pote de agua.
—¡Alto! —respondió Scott—. La cocina ya está en marcha. —Sacó de la mochila el hornillo Primus y se acercó a la fogata con él.
Julie estaba allí, estirada sobre el saco de dormir, del que pretendía expulsar el aire antes de enrollado y encajado en su bolsa.
—¿Qué tal pasaste la noche? —se interesó Scott.
—Se me helaron los pies, pero aparte de eso...
—Tal vez se pueda solucionar con un par de calcetines extra. —Cogido por la cadena, Scott suspendió el hornillo encima de las llamas de la fogata, al objeto de calentar el combustible. Gracias a Dios, Julie, por lo menos ella, ignoraba sus andanzas nocturnas. Probablemente, la verdad no desazonaría a Benny, pero Julie... En el caso de que a Benny se le ocurriera mencionar la ausencia de su padre durante la noche, Julie supondría de inmediato lo ocurrido. Puede que no le diera un ataque, pero su resentimiento saldría a la superficie y se esforzaría cuanto pudiese para amargarles la vida a todos. Lo más seguro era que volviese a dormir en la tienda para evitar que el asunto se repitiera.
Debió de haber empezado por compartir desde el principio la tienda con Karen. Bueno, con los Gordon en la expedición, eso, de todas formas, tampoco hubiera sido posible. Apartó el hornillo de encima de las llamas y lo puso dentro de su soporte de aluminio.
—¿Todavía no tienes ese trasto en funciones? —preguntó Flash, que se acercaba por la espalda.
—Quédate atrás y prepárate para la zambullida.
Flash rebañó los vestigios de huevos revueltos y de tocino que quedaban en el fondo de su plato.
—Ah, vaya rancho de rechupete. ¿Quieres que le saque brillo a tu plato por ti? —preguntó a Rose.
—No.
—Vamos, venga. Eso sólo va hacer que te pese más el estómago.
—¡Papá!
—Deja que se lo acabe ella —terció Alice—. Si todavía tienes hambre, cómete unas nueces de viña.
—Bah.
—Tienen muchos componentes no digeribles.
—También los tiene la corteza de árbol. Lo que no significa que yo desee comer árboles. —Miró a las gemelas—. ¿Habéis sacado todas vuestras cosas de la tienda? —Las niñas asintieron, mientras seguían llevándose a la boca el tenedor cargado de huevos revueltos—. Pongamos manos a la obra, Nick.
Al otro lado de la fogata, Nick tomó un sorbo de café, inclinó la cabeza y se puso en pie. Flash y él se llegaron a la tienda de campaña y procedieron a desmontarla. Trabajaron en silencio. Soltaron los tensores y vientos. Flash sostuvo la parte frontal, mientras Nick doblaba hacia adelante la posterior, para después echar hacia atrás la delantera. Cuando la tienda estuvo plana, retiraron las varillas plegables, arrancaron los postes laterales y plegaron la tienda en tres partes. Flash la enrolló, con las varillas dentro. Nick mantuvo abierta la boca de la bolsa de plástico en tanto Flash embutía allí la tienda. Se acercaron a la otra tienda y se dispusieron a repetir el proceso.
—¡Eh, muchachos, hasta la próxima! —gritó una voz.
Flash levantó la cabeza y vio a tres adolescentes que pasaban entre los árboles. Estaban en el camino principal y marchaban en fila india.
—¡Adiós! —voceó Nick—. ¡Buen viaje de vuelta!
—Cuidado con la loca —advirtió la muchacha que iba delante. Luego se desvanecieron en la arboleda.
Nick dejó ir hacia adelante la parte de atrás de la tienda.
—¿Ésas son las chavalas con las que os tropezasteis anoche? —preguntó Flash.
—Sí.
—¿Qué es eso de la loca?
—No gran cosa —repuso Nick. Y se encogió de hombros como si careciese de importancia, pero sus ojos parecían preocupados—. Nos dijeron que ayer, en la otra vertiente del puerto, se encontraron con una vieja estrambótica. Me parece que les chilló o algo así.
—¿Con qué objeto?
—No tengo idea. Sólo dijeron que la dama estaba majareta.
—Tiene que haber de todo, supongo.
—Espero que no nos la encontremos.
—No te preocupes. Si cualquier viejo estafermo se mete con nosotros, lo aplastamos y en paz. ¿Vale?
Nick emitió una risita nerviosa.
—Desde luego.
Al calzarse la bota del pie izquierdo, Heather hizo una mueca, curvados los labios hacia arriba y apretados los dientes.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Alice.
—Nada.
—Déjame ver. —Se puso en cuclillas junto a la niña—. Quítate la bota.
—De verdad, mamá, todo está bien.
—Seré yo quien juzgue eso.
Con un suspiro, a regañadientes, Heather se quitó la bota. Se bajó el calcetín de lana hasta dejar al descubierto el tobillo. Por encima del talón, la piel presentaba un tono gris, como manchada de polvo. Heather dio un respingo cuando su madre apretó allí.
—¿Quieres acercarte, Arnold?
El hombre estaba inclinado sobre su mochila. Abrochaba la solapa. Miró por encima del hombro.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos una lesionada.
—Oh, mierda —murmuró Arnold. Se acercó rápidamente.
—Un tendón de Aquiles magullado —dijo Alice.
Arnold giró con cuidado el pie. El rostro de Heather se contrajo en una mueca de dolor.
—Está bien —insistió.
—¿Cómo te lo hiciste? —preguntó Alice.
Heather se encogió de hombros.
Rose, que contemplaba la escena, sentada en una piedra próxima, dijo:
—Te lo diré. Fue ese zopenco de Benny. Anoche le dio una patada.
—No me dio ninguna patada, me pisó.
—Mierda.
—¡Arnold!
—¿Te duele mucho?
—No. La verdad.
—Me pareció observar que cojeaba —explicó Alice—. Ciento santo, Heather, ¿por qué no nos lo dijiste?
La niña se encogió de hombros y volvió a subirse el calcetín.
—Me apuesto algo —dijo Rose— a que no quería que Benny se viese en apuros. Se ha encariñado con él.
—¡No es cierto!
—Y él con ella, también.
—Basta ya —murmuró Arnold. Miró a Heather, enarcadas las cejas—. Pero puedes andar, ¿no?
—Sí. Muy bien.
—Bueno, nos lo tomaremos con tranquilidad hoy. Si te molesta mucho, ya pensaremos cómo arreglar la cosa.
—Dejémosla rezagada —sugirió Rose—. Para que se la coman los coyotes.
—Ya está bien de tonterías, jovencita.
—Bueno, bueno —dijo conciliador Arnold—. Vamos a dejarlo. Tengo la sensación de que hoy va a ser un día muy largo.
15
Nick se detuvo frente al letrero del camino. Informaba: AL PUERTO DEL ESCULTOR, TRES KILÓMETROS.
Se apoyó contra la roca para aliviar el peso de la mochila y contempló el valle que se extendía a sus pies. El lago de Parker se divisaba a lo lejos, tan azul como el cielo, oculta entre los árboles su orilla norte. La del sur la constituían principalmente rocas peladas. Localizó el afloramiento de peñascos por el que había trepado la noche anterior y evocó la leve vibración de miedo que le paralizó cuando inopinadamente se dio de manos a boca con aquellas dos chicas. Después sonrió al recordar el chillido de Rose y el modo en que su hermana se escabulló peñas arriba. Había sido toda una pequeña aventura.
«Maldita sea —pensó—. Pobre Heather. Deberían haberse quedado en el campamento, después de todo.»
—¿Me sacas la botella de agua? —preguntó Julie.
—Claro.
La muchacha se dio media vuelta. Nick corrió la cremallera del compartimento lateral de la mochila de Julie y sacó el recipiente de plástico verde. Observó a la muchacha mientras se llevaba la botella a los labios y bebía. La acción de los rayos solares había bruñido el rostro de la joven, cuya nariz aparecía un poco pelada. La cinta de cuero de su gorra estaba oscurecida por el sudor. Cuando acabó de beber ofreció la botella a Nick. El muchacho tomó unos sorbos y volvió a dejar el recipiente dentro de la mochila.
—Esto va a ser una prueba.
—Sí. Sobre todo para Heather.
—Ese idiota hermano mío.
—Parece que, de aquí a la cima, no faltarán vueltas y revueltas.
—¿No te gustan las vueltas y revueltas?
—En la ladera del sol, todo será cuesta abajo hasta el lago Wilson.
—Si logramos llegar a la cima.
En al camino, bastante abajo, aparecieron Scott y Karen, que caminaban uno al lado del otro, a través de las sombras.
—Aguardad un poco —voceó Scott—. Esperemos a los demás.
—¿Qué tal se las arregla Heather? —preguntó Julie.
—No ha necesitado ayuda.
Aguardaron. Nick no tardó en ver subir por el camino a Rose. Sus padres iban detrás de la niña, a escasa distancia. El hombre llevaba en brazos la mochila roja de Heather, como si fuera una voluminosa bolsa de comestibles. Nick bajó corriendo a ayudarle. Cuando libró a Arnold de la carga de la mochila, vio a Benny y Heather. Estaban a bastante distancia. Heather avanzaba cojeando y ayudándose con el bastón de endrino de Nick. Se reían de algo que acababa de decir Benny. Un buen síntoma. Al menos no gemía de dolor.
Nick se volvió. Echó a andar camino arriba, delante de sus padres.
—¿Pesa mucho? —preguntó Julie.
—No tanto como las nuestras.
Se le acercó Karen.
—Deja que la sopese. —Tomó la mochila de Heather de los brazos de Nick—. ¿Por qué no repartimos lo que lleva? Cada uno puede llevar una parte y así nadie tendrá que cargar todo el día con el peso de una mochila llena.
—No sólo es acertado, sino brillante —dijo el padre—. ¿Alguna objeción?
Rose arrugó la nariz, pero inclinó la cabeza con aire de derrota. Todos se comportaron como si fuese una gran idea. Heather observó la escena, con expresión de sentirse un tanto violenta, mientras se abrían las mochilas para hacer sitio en ellas a las pertenencias de la niña. Cuando su padre se disponía a atar a la suya la mochila vacía de Heather, la niña finalmente protestó:
—Puedo llevarla.
—No hay inconveniente —dijo el hombre.
—Yo la llevaré —se brindó Benny. Su voz tenía un tono ligeramente lloroso—. Todo esto es culpa mía.
—Eh, son cosas que pasan —le consoló su padre—. No tienes por qué reprochártelo.
Benny miró en torno como si buscara un agujero donde meterse. Al no verlo, dejó escapar un largo suspiro.
—Lo siento por todo el mundo.
—No te preocupes —le dijo Scott.
—Claro —ironizó Julie—. Será divertido llevar un poco de carga adicional.
Scott la miró con el ceño fruncido.
—Ya sabía yo que anoche no debimos dejarles zascandilear por ahí —dijo la señora Arnold—. Pero nadie me escucha. La próxima vez...
—Pongámonos en movimiento —la interrumpió su marido—. Tenemos una montaña que subir.
Se echaron de nuevo la mochila al hombro y reanudaron la marcha camino arriba. Los árboles se fueron haciendo cada vez más escasos. Y los trechos de sombra fueron disminuyendo poco a poco, hasta desaparecer del todo.
Nick y Julie, que iban en cabeza, hacían frecuentes pausas para que los demás los alcanzasen. Por último, casi al mediodía, se detuvieron en uno de los rellanos del monte, donde el camino giraba sobre sí mismo en su zigzag por la ladera. Descargaron las mochilas y se sentaron en una peña. Por el camino, aún a cierta distancia, Scott y Karen se acercaban con paso cansino y lento.
—¿Quién dijo que el excursionismo de montaña es divertido? —preguntó Julie.
—Yo, no.
—¡Mierda! —Julie se levantó la parte delantera del faldón de la camiseta y se secó el sudor de la cara. Nick se quedó mirando el ombligo de la joven. Julie bajó la camiseta de nuevo. El tejido se quedó pegado a la piel—. Me siento como si fuera a morir.
—Al menos sopla un poco de aire.
—¿Qué tal te sentaría ahora una zambullida en una piscina?
—Me tiraría de cabeza a cualquier cosa que estuviese fresca —dijo Nick.
—¡Toma, y yo! ¡Hombre, estamos en lo peor! ¿Cómo nos hemos metido en esto? Ahora mismo podríamos encontrarnos en casa, saboreando un té helado junto a la piscina.
—Una hamburguesa y un batido de chocolate en el Burger King.
—Por otra parte...
—¿Qué?
—Bueno... —Julie le miró y, luego, se encogió de hombros—. Si no estuviéramos aquí arriba, en este rincón desértico y dejado de la mano de Dios, no nos... No te habría conocido. Quiero decir que, de todas formas, me alegro de que todo haya ido como ha ido.
Las palabras de la chica lanzaron el corazón de Nick al galope.
—Quizá cuando volvamos, podríamos... no sé... ir al cine o salir a algún sitio.
Julie le miró a los ojos. Esbozó una tenue sonrisa.
—Para entonces, estarás harto de mí.
—Puede —apuntó el chico.
Julie soltó una carcajada.
—Aunque lo dudo —apostilló Nick.
—¿Dónde está la cima? —gritó Karen.
—Allá arriba, en alguna parte —respondió Julie.
—Eso se rumorea —añadió Nick.
—Muchachos, le sacáis chispas a la ruta —comentó Scott. Julie asintió—. Correcaminos de pro.
Scott y Karen se descargaron las mochilas. Aquella agotadora marcha no parecía haber afectado gran cosa a Scott. Ni siquiera dejaba entrever el menor síntoma de respiración alterada.
Lo mismo ocurría con Karen. Agitó la parte delantera de la camisa escocesa y se desabrochó los tres botones inferiores. Tomó las puntas de los faldones e hizo un nudo, recogiéndolos inmediatamente debajo de los pechos.
—¡Qué brisa más estupenda! —dijo.
Se echó en el suelo, se recostó contra la mochila y se abanicó el rostro con el sombrero de anchas alas.
—Pensamos —indicó Julie— que éste sería un sitio tan bueno como cualquier otro para almorzar.
—Parece que sí —aprobó Scott.
Reanudaron la marcha tras un almuerzo a base de barritas energéticas, orejones, mantecadas y chocolate Tropical. Al principio, a Nick le resultaba insoportable el peso de su mochila. El dolor le laceraba los hombros y la espalda, y las piernas parecían incapaces de sostenerle. Tuvo la impresión de que iba a derrumbarse, pero se obligó a seguir adelante, un paso a continuación de otro. Poco a poco, la tormenta amainó, como si su cuerpo fuese cediendo en su actitud de rebeldía y aceptando el papel de bestia de carga.
En pos de Julie, ajustó su zancada a la de ella. El polvo del camino cubría las botas de la muchacha. Uno de los calcetines estaba ligeramente más bajo que el otro. El fondillo de sus blancos pantalones cortos presentaba dos medias lunas de tono amarillo oscuro en la zona donde la chica se sentaba y, a través del delgado tejido, Nick distinguió el perfil de las bragas. Eran unas braguitas minúsculas. Como el fondillo de un bikini.
—¿Llevas bañador?
—Claro. ¿Y tú?
—Sí.
—Pero el agua estará muy fría. Nos íbamos a quedar como carámbanos.
—Esas chicas se bañaron.
—Deben de ser osas polares.
—Probablemente no sea tan duro, una vez estás dentro.
—Depende. Algunos lagos no son tan malos como todo eso.
—El agua está cada vez más caliente, a medida que uno se adentra —dijo Nick.
—También depende de las arrojadas.
—Mi sensación es que nadaríamos sobre cubitos de hielo.
—Si llegásemos al Wilson con tiempo, yo lo intentaría.
Avanzaron en silencio. Al levantar la vista, Nick divisó en lo alto el punto donde concluía la cuesta arriba de la montaña. No parecía quedar excesivamente lejos, pero comprendió que la vista podía ser engañosa. Aquella zona alta muy bien pudiera resultar un escalón, con el resto de la montaña elevándose luego más allá, invisible desde donde se encontraban. El muchacho se esforzó en no hacerse demasiadas ilusiones.
Julie y él, sin embargo, se hallaban a cierta distancia de la aparente cumbre cuando vieron que el camino, en vez de doblarse en otro zigzag, continuaba hacia adelante, curvándose alrededor de la ladera. Nick recibió el soplo de un ventarrón frío y violento. Julie se detuvo. Nick avanzó hasta colocársele al lado. La chica le sonrió.
—¿Qué te parece?
—No creí que lo consiguiéramos.
Frente a ellos, el camino, se desenroscaba a lo largo de una zona llana y árida, entre dos escarpados farallones. Luego se perdía de vista. A lo lejos, Nick vio altos picachos encelados por las nubes. Unos minutos de marcha y ya habían cruzado aquel espacio de terreno liso. Se descargaron de las mochilas y tomaron asiento en un bloque de granito. Desde allí, el camino emprendía un descenso gradual por una cresta más bien angosta. A la derecha de la estrecha cima, un profundo barranco. A la izquierda, un valle poco profundo, con dos lagos. El que quedaba en la parte de abajo, que no estaría a más de treinta metros del punto en que ellos se encontraban, era mayor que el otro y rocosas laderas lo rodeaban en su totalidad, salvo en un pequeño trozo de su orilla occidental, en el que crecían unos cuantos pinos pequeños. El lago de la parte de arriba, situado justo encima del extremo suroeste, parecía carecer por completo de árboles y su aspecto era incluso más desolado.
—Deben de ser los Mezquites —sugirió Nick.
—El guarda forestal tenía razón. Son lo peor de la geografía.
—No veo a nadie allá abajo.
—¿Te refieres a la loca de los Mezquites? —preguntó Julie.
—Lo más probable es que se haya trasladado. Es decir, ¿a quién le puede apetecer acampar ahí?
—Espero que el lago Wilson sea mejor que éstos.
—El guardabosques dijo que era estupendo. Además, se encuentra a cosa de trescientos metros más abajo.
—¿Y eso qué representa, cinco o seis kilómetros de caminata?
—Más o menos.
Los ojos de Nick recorrieron el camino. Pasaba por encima del Mezquite Inferior y desaparecía detrás de un muro de granito cortado a pico.
—Al menos, será cuesta abajo —animó.
—A veces, eso es peor.
—Sí. Te hace polvo los dedos de los pies.
—La puntera y todo lo demás.
Scott y Karen los alcanzaron. Se quitaron de encima las mochilas y se acomodaron en un peñasco próximo. Karen se levantó la camisa y se ató los faldones por delante, tal como había hecho cuando se detuvieron a almorzar.
—Ah —exclamó—. Este viento es tremendo.
—No me gusta la cara de esas nubes —dijo Scott.
Eran unos nubarrones compactos y plomizos, que se ceñían envolventes sobre las distantes cimas. Nick calculó que debían encontrarse por lo menos a dieciséis kilómetros.
—No creo que me importara nada un poco de lluvia —comentó Karen.
—Nos aguaría la cena.
—Puede que esas nubes no descarguen sobre nosotros —dijo Julie.
Scott meneó la cabeza.
—Parece que vienen en nuestra dirección. Claro que las tormentas de la montaña son imprevisibles. Igual pasan por encima de nuestras cabezas sin soltar una gota. Aunque lo mismo les da por volcarse sobre nosotros. El tiempo lo dirá.
—El tiempo es el causante de todas las heridas —dijo Karen.
—El tiempo es como el excursionismo, pues —comentó Scott.
—Y como Benny —añadió Julie—. El mayor causante de heridas en el talón de todos los tiempos.
Scott pareció dolido.
—¿Por qué no dejáis eso de una vez? Benny ya se siente bastante mal sin vuestra colaboración.
—No está presente.
Scott hizo como que no había oído el comentario y contempló la panorámica del valle. Karen se recostó en la mochila. Entrelazó las manos por encima de la cabeza, aplastando la copa del sombrero.
—Me pregunto —dijo— si Heather podrá aguantar hasta el Wilson.
16
Con la desesperación colmándole el ánimo, Ettie observaba a través de un resquicio entre las rocas. Era indudable que la suerte se había vuelto en contra de Merle y ella. Quizás el Maestro los estaba castigando, les obligaba a pagar por lo que Merle hizo a aquellos otros dos excursionistas y por haber dicho que los sacrificó en ofrenda, cuando no era cierto, puesto que los inmoló para satisfacer sus propias necesidades y luego cargó el crimen sobre el Maestro.
Pero, como le ocurría a menudo, acaso Ettie no estuviese juzgando el asunto adecuadamente. Puede que se tratara de una prueba. Quizá de una oferta, incluso. Debía averiguarlo, asegurarse, a fin de saber a qué atenerse.
Una cosa era cierta: aquellos excursionistas aprestaban las cosas con ánimo de quedarse. Abajo, en el claro, cerca de los árboles, montaban cuatro tiendas de campaña y un chico con gafas reunía piedras para disponer una fogata.
Ettie se apartó de la grieta y cruzó la falda del monte en dirección a la entrada de la cueva. Se puso de costado para pasar por la estrecha abertura. La penumbra interior parecía más bien tenebrosa, después de la luminosidad exterior, pero pudo distinguir la confusa forma de Merle, echada encima de uno de los dos sacos de dormir. Ettie se sentó en el otro. El rayo de sol que se filtraba por una hendidura, sobre su cabeza, trazaba una línea recta teñida de colores a lo largo de sus cruzadas piernas. Se echó ligeramente hacia atrás y se apoyó en la fresca pared de granito.
—¿Estás despierto, Merle?
—Sólo estoy tendido aquí. Te garantizo que me encanta este saco de dormir. Es de lo más blando.
—Tenemos un grupo de gente allá abajo, cerca del lago.
Se sentó con tal celeridad que asombró a Ettie.
—¡Quieto! —avisó la mujer.
Casi se había puesto en pie, pero volvió a dejarse caer, como si de repente las piernas se le hubiesen vuelto de algodón.
—¿No puedo echarles un vistazo, Ettie?
—Sigue ahí sentado.
—¿Quiénes son? —preguntó Merle.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—¿Están husmeando?
—Montan un campamento. Una chica se remojaba un pie en el lago. Cojea de mala manera. Supongo que se hizo daño en el puerto. Se me figura que es muy posible que sea ésa la razón por la que se han detenido.
—¿Una chica?
—No te acalores. En la partida van tres hombres.
—¿No puedo echar una mirada?
—Yate diré cuándo puedes mirar. Vamos a seguir quietecitos, hasta que me entere de cómo va el asunto.
—Bueno, ¿cuántos son?
—Nueve.
—¿Nueve y de ellos sólo tres hombres?
—Hay algunos niños; no parece que tengan más de doce años. Y tres mujeres.
—¿De qué edad?
—No te importa.
—¿Son guapas?
—Pásame la piel de coyote.
Obediente, Merle se arrastró hasta rebasar la cabecera del saco de dormir. Rebuscó en un oscuro montón de cosas situado en el extremo de la caverna y regresó con el pellejo del coyote que había cazado con una trampa quince días atrás.
—¿Qué pretendes hacer? —preguntó.
—Leer los signos. Tal vez esas personas han venido por casualidad o acaso las ha enviado el Maestro.
—¿Crees que desea que se le sacrifiquen?
—No sé qué pensar. Puede que hayamos perdido su favor y los haya enviado aquí para castigamos.
—¿Por qué iba Él a hacer eso, Ettie?
—No he dicho que lo hiciera. Estoy diciendo que cabe la posibilidad. Y ahora, cállate y deja que yo lo averigue.
Se puso de rodillas y extendió la piel del coyote encima del saco de dormir. Luego desenvainó el cuchillo.
—¡Oh, gran Maestro! —salmodió—. Sombra de las Tinieblas, bríndanos una señal para que nosotros, tus servidores, conozcamos tu Voluntad. —Con la punta del cuchillo se dibujó en el antebrazo una media luna. Brotó la sangre, cuyas gotas repicaron sobre la piel del coyote—. Otórganos tu sabiduría, Maestro, para que podamos atenemos a tus órdenes. —Despacio, Ettie agitó de un lado a otro, por encima de la piel, el brazo en el que se había hecho el corte, brazo que luego inmovilizó mientras envainaba el cuchillo—. Cuenta hacia atrás, desde trece —ordenó a Merle. Recitaron juntos la cuenta atrás. Cuando llegaron al uno, Ettie encogió el brazo y vendó la herida con un pañuelo.
Contempló fijamente la piel. La franja de luz solar trazaba una línea brillante y mostraba sobre la claridad de la piel minúsculas corrientes y pozos de sangre. Salvo la zona iluminada por los rayos solares, el resto estaba sumido en profunda oscuridad.
—¿Qué dice el Maestro? —quiso saber Merle.
—Dame cerillas.
Merle se sacó una carterita de fósforos de un bolsillo de sus vaqueros y se la pasó a Ettie. La anciana separó una cerilla, la encendió y se inclinó sobre la piel. A la luz de la oscilante llama, estudió las formas de la sangre derramada: las salpicaduras de las gotitas, las curvas y lazos, el modo en que los finos hilos de los regatos conectaban las manchas mayores, la configuración de los ínfimos charquitos. Una gélida y enfermiza sensación fue extendiéndose a traves de Ettle a medida que iba comprendiendo el significado de los signos.
Gimió.
—¿Qué va mal?
—Chissst.
Ettie apagó la cerilla, encendió otra y de nuevo examinó el maya de sangre. No, no se había equivocado. Dejó caer el fósforo. Uno de los charquitos de sangre apagó la llama con un siseo.
—¿Es malo, Ettie?
La mujer se quedó mirando a su hijo. Arrodillado, Merle contemplaba la piel. Su rostro era una mancha confusa entre las sombras. Ettie alargó la mano y palmeó al muchacho en la mejilla.
—De esto no va a salir nada, cariño. Nada que pueda inquietarnos. Permaneceremos ocultos aquí hasta que se vayan.
Cuando Merle se disponía a coger la piel, Ettie dio un manotazo a través de su superficie y emborronó la sangre.
—¡Mierda! —protestó el hombre.
—No se ha hecho para tus ojos.
—Tampoco puede estropear nada —dijo Merle en tono agraviado.
Ettie plegó la piel. Parte exterior contra parte exterior. Utilizó ambas manos para apretarla y luego la frotó con fuerza.
—Lo menos que puedes hacer —se quejó Merle— es explicarme qué dijo. Sin duda, no se limitó a decir que permanezcamos mano sobre mano en la cueva.
—La piel no dijo que nos quedásemos en la cueva. Lo dije yo.
—Bueno, ¿qué dijo la sangre?
—Dijo que es mejor que no nos metamos con las personas de ahí abajo. Traen muerte.
Merle guardó silencio. Contempló el pellejo durante un rato. Luego lo cogió, lo desplegó, lo puso de forma que cayese sobre él la cinta de rayos solares y entornó los párpados para escudriñar las chafarrinadas rojas.
—¿De verdad dice eso? —preguntó, saturada de dudas la voz.
—¿Me estás llamando embustera, hijo?
—Pues, no. Pero tal vez no leíste bien.
—Leo perfectamente. Y ahora, si se te ha ocurrido alguna idea extraña respecto a esas mujeres de ahí abajo, vale más que te la quites de la cabeza, si no quieres que tú y yo nos ganemos la muerte. ¿Entendido?
—Supongo.
—Eso no es una respuesta, Merle.
La anciana se arrastró por encima del saco de dormir hacia la tenue claridad que el hueco de la entrada de la cueva permitía pasar. Se sentó allí, con las piernas cruzadas, y bloqueó la única salida.
—No puedes hacer eso —gimió Merle.
—De todas formas, lo haré.
17
Con una piedra ennegrecida por el humo en cada mano, Julie se acercó al hogar de la fogata.
—Aquí tienes un par más —le dijo a Benny, y las dejó caer al suelo, junto al chico.
—Gracias —murmuró Benny. No alzó la vista. Cogió una de las piedras y la incorporó al pequeño muro circular que estaba formando.
—No pongas esa cara de carnero a medio degollar —dijo Julie.
—Todo fue culpa mía.
—Conforme, pirado. Pero míralo por el lado bueno. Al menos, no le cascaste el pie.
—Gracias. Eres realmente delicada.
—No lo soy, ¿eh? —Al tiempo que trataba de eliminar el hollín que ennegrecía sus manos, Julie se alejó en dirección a la orilla del lago. Allí estaba Nick, sentado en una peña, junto a su hermana, que hundía el pie izquierdo en el agua para remojárselo. Julie se interesó—: ¿Cómo te encuentras?
—Estupendamente —repuso Heather.
—No hemos visto ninguna culebra de agua —informó Nick.
—Vaya, eso es un alivio. ¿Y alguna vieja loca?
—Ni por asomo.
—Tremendo. —Julie se colocó encima de una piedra lisa que sobresalía del agua, se puso en cuclillas y se lavó las manos. El agua estaba fría, pero no lo bastante como para que una se congelara. Preguntó—: ¿Sigues dispuesto a nadar un poco?
—Claro.
—¿Puedo yo también darme un chapuzón? —preguntó Heather.
—Pide permiso a mamá.
Julie se sacudió el agua de las manos y saltó a tierra firme.
—En dos minutos estoy aquí —aseguró, hablando por encima del hombro.
Todavía agachado junto a la fogata, Benny levantó la cabeza al acercarse Julie. Arrugó la nariz y enseñó los dientes como un perro que gruñe. Era su modo de evitar que las gafas se le cayeran de la nariz cuando estaban a punto de hacerlo. Las empujó hacia arriba con el índice y dejó de enseñar los dientes.
—Vamos a nadar un poco —le informó Julie—. ¿Quieres venir?
Benny ladeó la cabeza. Parecía confundido.
—¿Te vas a bañar ahí?
—Esa es la idea.
—¿Y los mocasines de agua?
—Si tienes miedo, quédate ahí.
Delante de la tienda de campaña, Julie rebuscó en el interior de la mochila y extrajo la toalla. Aún estaba húmeda del aseo de por la mañana. Se la echó al hombro y continuó buscando hasta dar con el bikini que, naturalmente, estaba en el mismísimo fondo.
Se dejó caer de rodillas y entró en la tienda. Sólo llevaba montada unos minutos, pero el aire atrapado en su interior ya era sofocante. El saco de dormir de Karen estaba desenrollado en el suelo. Parecía blando y grueso. De haber pertenecido a otra persona que no fuese Karen, Julie se habría sentado encima de él para cambiarse. Pero, en vez de proceder así, la muchacha se sentó en el piso de la tienda. La joven notó debajo de sí la dureza del suelo mientras se quitaba la ropa.
Estaba de espaldas en el suelo, desnuda, con las piernas levantadas en el aire, pasándose el bañador por los pies, cuando se abrió la solapa de entrada a la tienda. Una riada de sol cayó sobre Julie.
—Lo siento —se excusó Karen. La solapa cayó, cortando el paso a los rayos solares.
—Mierda —murmuró Julie. Levantó las posaderas, para tirar hacia arriba de los pantalones y colocarlos en su sitio. Se sentó. El corazón le latía sordamente. Con dedos temblorosos, se ató detrás del cuello las cintas de la parte superior del bikini, estiró la figura de los triángulos de tela sobre los pechos y se echó las manos a la espalda para atar las correspondientes cintas. Avisó entonces—: Vale. Ya puedes pasar.
Entró la agachada figura de Karen. Llevaba en la mano un traje de baño de una pieza.
—Lamento lo de antes —se disculpó de nuevo—. No me di cuenta de que estabas aquí dentro.
—Podías haber preguntado —murmuró Julie, aún esforzándose con las cintas de la espalda.
Karen se sentó en el saco de dormir y empezó a desatarse los cordones de las botas.
—Vaya calor que hace aquí dentro —comentó.
—¿Vas a meterte en el lago?
—Sí. Benny y tu padre ya se han puesto el bañador. —Se quitó las botas y emitió un suspiro de placer—. Esa agua va a ser una formidable bendición.
Julie había conseguido atarse la lazada, pero no se movió. Observó a la mujer, que se quitó el primer calcetín y se examinó el pie a la escasa luz azulada del interior.
—Bueno, ni una ampolla en éste. ¿Qué tal resisten tus pies?
—Eso es asunto mío —respondió Julie.
Karen se la quedó mirando. La escasa claridad no permitía discernir si el rostro de Julie expresaba enojo o congoja.
—Perdona —dijo Karen al final—. Sólo quería ser amable.
—No te molestes.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó Karen con voz sosegada.
—De ti, no, puedes estar segura.
—Creo que tienes miedo de que te caiga bien.
—Vaya, ¿eres tan irresistiblemente encantadora que demostraré estar como una cabra si no beso el maldito suelo que pisas? Olvídalo. Lo único que ocurre es que me caes fatal. Desearía que mi padre no te hubiese conocido nunca.
—Tu padre y yo... estamos enamorados.
—No es tan bonito como todo eso —replicó Julie, a través del nudo que se le había formado en la garganta.
—Lo sabías, ¿verdad?
—No estoy ciega.
—Nos queremos, Julie, pero ni por un segundo has de pensar que por eso él os va a querer menos a Benny o a ti. Tú eres su hija. Ha estado contigo toda tu vida y te querrá mientras viva, pase lo que pase. Siempre serás parte de él, de una forma que a mí me será siempre imposible. No voy a apartado de ti. No podría, ni aunque lo deseara.
Julie mantuvo la vista sobre sus manos entrelazadas.
—¿Serías más feliz si dejara de ver a tu padre?
—No lo sé —musitó Julie—. Supongo que no.
—¿Qué es lo que te haría feliz?
—No lo sé. —La muchacha se mordisqueó el labio inferior mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. No quiero que le hagan daño, eso es todo.
—¿Crees que yo le haría daño?
Julie se encogió de hombros y se secó las lágrimas.
—Todo iba de maravilla hasta que te presentaste.
—Tu padre no se sentía muy a gusto. Estaba demasiado solo.
—Nos tenía a nosotros.
—Y tenía una esposa que le abandonó. Que le dejó un inmenso boquete en su interior. Tal vez no os enseñó la herida porque no deseaba que las cosas fuesen peores para ti y para Benny, pero la herida estaba allí. Y ha dejado de ser grave ahora.
—Gracias a ti, ¿no?
—Gracias al amor que sentimos el uno por el otro.
Julie aspiró una profunda y temblorosa bocana da de aire. Cogió la toalla y se limpió las lágrimas del rostro.
—Nick me está esperando —murmuró.
—Va a creer que hoy es su gran día cuando te vea con ese bikini.
—¿Tratas de hacerme la pelota?
—Sí. Pero también es la verdad. Mira, Julie, voy a ser amiga tuya, tanto si te gusta como si no. Porque quiero a tu padre y porque me pareces una chica estupenda.
—De modo que te caigo bien, ¿eh?
—Pues, sí. Y yo acabaré cayéndote bien a ti, tarde o temprano. Antes de que te des cuenta, tú y yo seremos compañeras. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque soy irresistiblemente encantadora.
Julie no pudo impedir la sonrisa.
—¡De eso, nada! —exclamó.
Salió de la tienda arrastrándose. La deslumbrante luminosidad del sol hizo que le dolieran los ojos. De pie, se sacudió el polvo y las agujas de pino adheridos a sus rodillas. Tenía una sensación extraña: confuso el cerebro, débiles los músculos, temblorosas las piernas. Mientras se encaminaba al lago, trató de encontrade sentido a su encuentro con Karen. Pero la mente no podía concentrarse en ello. Quizá todo había cambiado. O acaso la conversación que acababan de mantener la había confundido.
De pie junto a la orilla, Nick observaba el vadeo de las gemelas. Llevaba una toalla alrededor del cuello y unos pantalones cortos de color azul que parecían los mismos con los que dormía. Al aproximársele Julie, se dio media vuelta como si hubiera adivinado que la muchacha se acercaba. La miró. Julie se sonrojó a causa de la incómoda conciencia de su casi desnudez y del modo en que se le agitaban los pechos al ritmo de los pasos.
—¿Listo? —preguntó Julie.
Nick dibujó una tenue sonrisa, asintió y se alejó rápidamente.
Julie se dio cuenta de que le encantaba lo que había sentido cuando Nick la contempló de la forma en que lo hizo. Bajo la inquietud temerosa, hubo una especie de escalofrío. Casi sin darse cuenta, adelantó a Nick y notó la frialdad del agua salpicándole piernas arriba. Cuando ya le cubría hasta las rodillas, se dio media vuelta, cogió agua en el hueco de ambas manos y se la arrojó a Nick.
—¡No! —protestó el chico. Levantó los brazos a guisa de protección contra la ducha fría y encogió el cuerpo cuando el agua chocó contra él.
Julie se enderezó y enarcó las cejas con fingida preocupación.
—¡Oh, cuánto lo siento! ¿Te he mojado?
Durante un momento, Nick pareció desorientado.
Luego soltó una carcajada, se inclinó hacia adelante, hundió ambos brazos en el agua y desencadenó una barrera de hielo líquido cuyo diluvio alcanzó de lleno a Julie, empapándola desde la cara hasta las rodillas. Al tratar de esquivarlo, Julie se tambaleó y perdió pie. Dejó escapar un grito, cayó hacia atrás y agitó los brazos hasta que la espalda chocó con la superficie del lago. Un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando el agua gélida lo envolvió. Tras la primera impresión, sin embargo, no le pareció tan fría. Se impulsó en el fondo rocoso hasta quedar sentada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Nick. No parecía tenerlas todas consigo. Julie se limpió los ojos y parpadeó para aclararse la vista.
—¿Fue una inmersión llena de gracia?
Rose y Heather reían entre dientes.
—Preciosa.
—No sabéis lo que me alegro.
El bikini se le había torcido ligeramente. Se aseguró de que los pechos continuaban bajo los triángulos de tela, ajustó éstos un poco y se puso en pie. Nick miraba fijamente mientras se escurría el agua del cuerpo de Julie.
—¿Qué tal está? —preguntó Scott a espaldas de Nick.
—Fría —contestó Julie.
Karen caminaba junto al padre de la muchacha e iban cogidos de la mano. El bañador de Karen, negro y de una pieza, se le pegaba al cuerpo como una piel reluciente. Se abría por delante en amplio y profundo escote en forma de uve, que descendía hasta el vientre. La parte inferior del traje aún resultaba más reveladora: por los lados, dejaba al descubierto las caderas y luego formaba un alargado y sutil triángulo en dirección a la entrepierna.
A un lado y a cierta distancia de Karen, por detrás de la mujer, Benny la contemplaba con ojos como platos y la boca abierta de par en par.
Alguien silbó admirativamente. Julie localizó a Flash, que se encontraba cerca de una de las tiendas con una carga de leña en los brazos. El silbido captó la atención de Nick. El muchacho miró por encima del hombro en el preciso instante en que Karen daba media vuelta para decide algo a Flash. Julie suspiró. El bañador no tenía espalda y casi carecía también de fondillos, tan estrechos que dejaban los laterales de los glúteos completamente a la vista. Las nalgas eran cenceñas y tersas.
—Vamos, Nick.
El joven siguió con la vista clavada en el panorama llamado Karen.
—Olvídalo. Ya está comprometida.
Nick se encaró con Julie, enarcadas las cejas con el aire inocente del alumno que está pensando en las musarañas, soñando despierto, y el profesor le sorprende de súbito.
—Además —remachó Julie—, ¿no es un poco mayorcita para ti?
Las cejas de Nick descendieron a su nivel normal y las comisuras de la boca se curvaron hacia arriba.
—Sí —reconoció—. Pero es lo que se dice un espectáculo.
—Dímelo a mí —musitó Julie, que empezó a sentirse ligeramente fastidiada.
—Es una preciosidad, desde luego.
—Aparte de ser también irresistiblemente encantadora.
Nick abrió la boca para decir algo, pero Julie giró en redondo y se zambulló, tocó el agua de plano y se alejó buceando enérgicamente. «Desgraciado —pensó—. Que se vaya todo a la mierda. La muy lagartona es irresistible. Tiene sorbido el seso a papá y Benny está a un pelo del desmayo. Hasta Nick se ha puesto cachondo al verla. Mira que hacer esa exhibición casi desnuda... Flash no pudo evitar su silbido de admiración. A mí no me silbó. ¿Qué soy, comida para perros? ¡Maldita sea! y quiere ser mi amiga. Claro, faltaría más.»
Julie se dio cuenta de que estaba llorando, de que sollozaba en el agua. Se asfixiaba y ascendió en busca de aire.
Maravilloso. Ahógate.
Mantuvo la cabeza por encima de la superficie, pero continuó nadando con todas sus fuerzas. No miró hacia atrás. Estaba casi en el centro del lago, de modo que torció a la derecha y nadó en paralelo a la orilla.
Vio una pequeña cala, donde un bloque de granito se erguía inclinado, tras emerger del agua. Se desvió hacia él. Al llegar a la roca, trepó hasta la superficie y se tendió en ella. Cruzó un brazo por encima de la cara. Notó contra la piel la caliente aspereza de la piedra. Resultaba agradable sentir el sol sobre la espalda. Jadeó, tratando de inhalar oxígeno y se esforzó en interrumpir los sollozos.
Luego oyó chapoteos. Alguien nadaba a escasa distancia de allí. Se aproximaba.
«Lárgate —pensó—. Quienquiera que seas, vete y déjame en paz.»
Muy cerca, a sus pies, el chapoteo cesó. Julie no se molestó en volver la cabeza.
—Eres bastante rápida —dijo Nick.
—Un diablo de alta velocidad de crucero —murmuró Julie.
—¿Te importa si te hago compañía?
—Me tiene sin cuidado.
Oyó un chasquido acuático y después el ruido de las gotas al caer, lo que le indicó que Nick había subido al peñasco. El chico se sentó junto a ella y se inclinó hacia atrás, apoyado en sus rígidos brazos. Su vientre liso y delgado, del que aún caía agua, subía y bajaba a impulsos de la acelerada respiración.
—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó.
—¿Por qué iba a estarlo? —bisbiseó Julie, y volvió la cabeza lateralmente para evitar mirarlo.
—No lo sé. ¿Porque te hice caer?
—No fue por eso.
—Entonces estás enfadada conmigo. ¿Qué es lo que hice?
—Nada —murmuró la chica.
—No lo capto.
—Está bien. No tienes por qué captarlo.
—¿Es porque te estuve comiendo con los ojos? Como la otra noche, cuando me llamaste a capítulo.
—No te llamé a capítulo —protestó Julie.
—Dijiste: «Toma una foto. Durará más». Si es así, lo siento. De verdad. Pero cuesta trabajo no mirarte. Eres tan... —Vaciló.
—¿Qué?
—Bueno, ya sabes... hermosa. Me esfuerzo en que los ojos no se me vayan detrás de ti, pero, cuando te presentas con algo tan..., bueno, como lo que llevas ahora, pues...
Julie alzó la cabeza y miró a Nick. Fruncido el entrecejo, el muchacho tenía la vista clavada en el lago.
—¿Crees que estaba enfadada porque te habías quedado mirándome?
—Pues, sí.
—A mí eso no me importa.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. —Julie se dio media vuelta. Cruzó los brazos debajo de la cabeza, a guisa de almohada. El corazón le palpitaba muy deprisa y tenía la boca seca. Se pasó la lengua por los labios. Nick seguía mirando al frente—. Estaba molesta, si realmente te interesa tanto saberlo, porque mirabas a Karen en vez de mirarme a mí.
Nick sacudió la cabeza como si rechazase tal idea. Luego se volvió y miró a Julie a los ojos. Parecía sonreír y fruncir el ceño al mismo tiempo. Su expresión era de desconcierto absoluto.
—¿Hablas en serio?
—Sé que no debería reprochártelo. Quiero decir que eres un hombre y... como dijiste, ella es preciosa. Y su bañador...
—No vas a... —Nick hizo una pausa, y volvió a menear la cabeza.
—¿No voy a qué?
—No importa —musitó Nick, y desvió la mirada.
—Venga, dímelo.
—Es demasiado embarazoso.
—¿Embarazoso para quién? —sonrió Julie.
—Para mí, supongo. Y quizá también para ti.
Julie se incorporó, apoyada en los codos.
—Adelante.
—Bueno... respecto al bañador de Karen. Cuando la estaba mirando. No vas a creerlo, pero imaginaba cómo estarías tú con ese traje de baño.
—Bromeas —dijo Julie. Su voz se convirtió en un susurro. El corazón se le desbocó, estruendoso, y se quedó sin aliento. Enderezó el cuerpo para respirar mejor.
—No es ninguna roma —dijo Nick—. Quiero decir que no tengo nada en contra de tu bikini. Bueno, sólo es que, ejem, trataba de imaginarme qué aspecto tendrías con... Ya te advertí que sería embarazoso.
—Un poco, sí —reconoció Julie.
Nick se inclinó hacia adelante, apoyó las manos en las rodillas y dejó colgando la cabeza.
—Sospecho que soy un tipo lascivo.
—Supongo que algo hay de eso —dijo Julie.
Reparó por primera vez en el distante alboroto de risas y chapoteos. Sin embargo, un peñón se interponía y bloqueaba la vista de los que se encontraban en el lago. Puso una mano en la espalda de Nick. El chico dio un leve respingo, sorprendido por el contacto, y la miró a los ojos. Durante un buen rato, mientras la mano de Julie subía y bajaba, se contemplaron mutuamente. Los ojos de Nick se demoraron sobre la joven, se deslizaron por la curva de su cuello, observaron los pechos y regresaron velozmente a los ojos, como si pidieran permiso. En los labios de Julie tremoló una leve sonrisa. Se revolvió lateralmente, alargó la mano y la posó en el hombro contrario de Nick. Al tiempo que se daba media vuelta, se inclinó hacia él. Le retuvo, inmóvil, y Nick bajó la vista y la llevó lentamente de un seno a otro de Julie. Después la miró de nuevo a los ojos. Por debajo del brazo extendido de la joven, alargó la mano, la apoyó en la espalda femenina y atrajo hacia sí a Julie. Su otro brazo la envolvió. La obligó a volverse un poco más. Julie notó que empezaba a caer. Los ojos de Nick se desorbitaron un poco, alarmados. Luego quedó tendido boca arriba, de espaldas, todavía sosteniendo a Julie. La muchacha quedó cruzada sobre su pecho.
—¡Uuuufff! —exclamó Julie.
Durante un momento, Nick dio la impresión de que iba a echarse a reír. Pero su rostro se tornó serio en seguida.
—Julie —susurró.
Ella le besó en la boca, suave, fugazmente.
—Será mejor que volvamos al lago —murmuró.
—Sí —articuló Nick. Pero, cuando Julie trató de incorporarse, la retuvo—. ¿Otro?
—Uno más.
Esa vez, la mano del muchacho estaba en la nuca de Julie. Los dedos entrelazaron el pelo, obligaron a la cabeza a acercársele más y Nick besó a Julie repetidamente, firmes, cálidos y apremiantes los labios, como si llevara mucho tiempo acuciado por la necesidad de besarla y, por otro lado, temiese que no volviera a presentársele la ocasión de volver a hacerlo.
Julie oprimió sus labios contra los de Nick. Deseaba que aquello no terminase nunca, pero comprendió que los que estaban en el lago podían verlos. Así que volvió la cara. Nick la besó en la mejilla, en la oreja.
—Hemos de cortarlo —jadeó la chica.
—Vale.
La mano de Nick abandonó la cabellera de Julie. Ella levantó la cabeza. El sudor perlaba el rostro de Nick, y en sus ojos había una mirada incierta, como si estuviesen deslumbrados.
—Bueno —silabeó Julie.
—Sí.
Las manos de Nick cayeron de encima de la chica.
Julie impulsó el cuerpo y se incorporó. Nick siguió tendido a sus rodillas, extendidos los brazos, brillante de agua y sudor la piel, agitado el pecho, que bajaba y subía, jadeante. Los húmedos y ceñidos pantalones cortos le abultaban de modo ostensible, como si hubiese introducido un tubo debajo de la bragueta. Un tubo grueso. Un tubo largo. «Si ese tubo fuese un poco mayor —pensó Julie—, asomaría por debajo de la cinturilla elástica y...»
—Toma una foto —comentó Nick, con ironía—. Durará más…
Julie le sonrió. Nick le devolvió la sonrisa.
—Vamos —animó la chica—. Nademos un poco más, ¿de acuerdo?
18
—Tengo que orinar, Ettie. Déjame salir. No haré nada.
La anciana denegó con la cabeza.
—Lo que tengas que hacer, hazlo aquí. No puedes salir hasta que se hayan marchado.
—¿Cómo sabes que todavía están ahí?
—La gente no se toma el trabajo de montar tiendas de campaña para luego marcharse al cabo de una hora. Permanecerán en el claro toda la noche. Y tú vas a quedarte donde estás.
—Tengo que mear —lloriqueó Merle.
—Hazlo en un pote.
—Estás delante.
—Cariño, no tienes nada que no te haya visto ya. Soy la chica que te cambiaba los pañales.
—Déjame salir. Por favor.
Ettie se apartó del hueco del muro que constituía la entrada a la cueva, se arrastró hacia la vela encendida entre los dos sacos de dormir y apagó de un soplo la llama. Las negruras llenaron la caverna.
—Ya está. Ahora no tienes por qué andar con timideces. —Ettie retrocedió rápidamente para obstruir de nuevo la abertura—. Adelante, Merle.
Aunque tenía abiertos los ojos, no lograba ver nada. Le oyó suspirar, y después percibió el suave siseo de la tela mientras el hombre se deslizaba por encima del saco de dormir. Chasqueó y se encendió una cerilla.
Arrodillado en el fondo de la cámara, Merle lanzaba a su alrededor prendas de ropa y paquetes de alimentos envueltos en plástico, dispuesto a llegar a los utensilios de cocina. Tras un chirrido y un tintineo metálico, levantó y agitó en el aire un pequeño cazo.
—¿Vale esto?
—A la perfección —dijo Ettie.
Merle apagó el fósforo.
—Cuando hayas acabado, lo tiraré.
—Dijiste que tenemos que permanecer aquí.
—Yo puedo salir. Eres tú el que va por ahí sacrificando gente y haciendo ofrendas sin ninguna buena razón.
—Él me dijo que lo hiciera.
—Paparruchas. —Oyó el susurro de la cremallera de Merle al abrirse la bragueta. Advirtió—: Ten cuidado y no te mees fuera. Mantén el «orinal» alto y cerca del caño.
—No sé por qué no puedo salir —murmuró Merle, mientras el chorro de orines empezaba a caer sobre el fondo del cazo de aluminio—. No haría nada. Lo único que pasa es que no confías en mí. No me metería con ellos. —Hablaba deprisa y alto, como si tratara de cubrir el otro ruido—. Sólo quiero verlos, nada más. ¿Acaso puedo intentar algo frente a los tres hombres que hay allá abajo? ¿Tan imbécil me crees? Y tampoco comprendo por qué no podemos salir los dos y, si crees que estoy tan loco, tú me vigilas. Sólo quiero verlos, eso es todo.
Cesó el ruido de salpicaduras. Ettie aguardó hasta oír el deslizamiento de la cremallera. Entonces se arrastró hacia adelante y encendió una cerilla. Merle la observó con el ceño fruncido, mientras la anciana se hacía cargo del cazo.
—Voy a salir a tirarlo ahora mismo —dijo Ettie—. Tú te quedas aquí, ¿me has oído?
—Sí, señora —musitó Merle.
Ettie retrocedió andando de rodillas. Luego se puso en pie y pasó por la angosta grieta. La espalda de la gruesa parka emitió un susurro al rozarse con la roca.
Una vez en el exterior, la anciana se agachó todo lo que pudo y vació el cazo. Lo dejó en el suelo, se puso ella en pie y estiró los entumecidos músculos.
A pesar del frío viento que atravesaba la tela del vestido, Ettie se alegró de estar fuera de la cueva. Hundió las manos en los bolsillos de la parka y se inclinó hacia atrás para bloquear la estrecha entrada.
La noche era una pura tiniebla, como si alguien hubiese extendido una gruesa manta a través del cielo para ocultar la Luna y las estrellas. La única claridad que llegaba era la producida por la fogata del campamento establecido junto al lago. Aleteaba aquella luz amarillo anaranjada, que despedía un aura cuyo resplandor rielaba sobre los excursionistas sentados en el extremo del fuego. Los que se encontraban en el lado de la fogata más próximo no eran más que negras siluetas.
Mientras las contemplaba, Ettie sintió un apretado nudo en su interior. Gruñó, al tiempo que se oprimía el vientre con los puños. Si los signos de la sangre estuviesen en lo cierto... Tal vez los interpretó erróneamente. Podía haberse perdido algo, puesto que los leyó a la escasa luz de una cerilla. Los signos anunciaban la muerte de Merle. Y a ella también la presentaban muerta. Los había matado una de las personas que en aquel momento estaban pacíficamente sentadas allá abajo, en torno a la fogata.
Claro que esas cosas nunca eran seguras. Incluso aunque hubiese interpretado las señales correctamente, siempre quedaba un ligero margen para la duda, de modo que una ha de tomar precauciones y no renunciar a la esperanza. Si no fuera por eso, no merecería la pena ocultarse.
Siempre existía una posibilidad por lo menos de que los acontecimientos no se desarrollasen del modo en que los signos de la sangre anunciaron. Una posibilidad remota.
Podía tirar adelante e intentar un conjuro que los protegiese a Merle y a ella. Durante todo el rato que permaneció en la cueva había reflexionado larga y profundamente en ello, pero decidió que no parecía demasiado práctico. Estaba convencida de que el Maestro envió a aquella gente como castigo, de modo que Él no iba permitir que la magia de Ettie funcionase. Pero, ¿y si no los había enviado el Maestro? Le transmitió una advertencia mediante las señales de la sangre. ¿Por qué iba a avisarla si albergaba la intención de que los excursionistas los mataran? ¿Sólo para torturarla?
Acaso no hubiesen perdido el favor del Maestro, a pesar de todo, y un sortilegio fuera la solución. Desde luego, merecía la pena intentarlo.
Ettie recogió el cazo. Lo puso boca abajo y lo agitó con energía. Luego, tras lanzar una última mirada a las figuras encorvadas frente a las llamas, se coló por la grieta. Entró de lado, apretándose para poder pasar por la estrecha entrada.
—Merle —dijo—, vamos a lanzar sobre nosotros un Conjuro de Oscuridad.
Merle no respondió.
La anciana se encontraba ya cerca de lo que constituía el aposento y esperaba ver el resplandor ondulante de la vela. Pero, frente a Ettie, la zona estaba sumida en las tinieblas.
—¿Qué ha pasado con la vela, Merle?
El hombre continuó guardando silencio. A Ettie, el corazón empezó a retumbarle en el pecho.
—Contéstame, Merle. Déjate de estupideces.
Las paredes de piedra ya no le oprimían. Ettie lanzó el cazo hacia adelante. Con un suave zzzump, aterrizó encima de uno de los sacos de dormir. Libres las manos, introdujo una de ellas en un bolsillo y sacó una carterita de fósforos. Al notar que le agarraban por un tobillo, dio una sacudida lateral. Cayó de cara, a través de la oscuridad. Su parka y el saco de dormir amortiguaron el impacto. Cuando empezaba a levantarse, un cuerpo le cayó encima de la espalda y la obligó a hundirse contra el suelo.
—¡Merle! —Unos dedos fríos se le clavaron en ambos lados del cuello y empezaron a apretar. Ettie chilló—: ¡No!
Alzó las manos, aferró las muñecas y forcejeó para arrancar de su garganta aquellos dedos asesinos. Merle era demasiado fuerte. En los oídos de Ettie resonaba un timbre. La oscuridad que tenía frente a los ojos adoptó un color rojo brillante.
Se despertó al cabo de cierto tiempo.
La cabeza recibía mil alfilerazos de dolor. Estaba tendida de costado. Cuando trató de moverse, se dio cuenta de que la habían atado con una cuerda: las muñecas a la espalda, las piernas dobladas por las rodillas, los tobillos bien sujetos. Intentó estirar las piernas, pero las muñecas recibieron un tirón cuando los pies se movieron.
—¿Merle? —llamó.
Sólo pudo oír el rumor de su propia respiración, los latidos de su propio corazón y el gemir del viento fuera.
—¿Estás ahí, Merle?
«Una pregunta idiota —pensó—. Claro que no está aquí. Se ha ido en busca de las mujeres.»
19
Flash sopló para dispersar el vapor y tomó un sorbo de café. Al otro lado de la fogata, Benny se inclinaba al frente, con una expresión de rapsoda loco, mientras recitaba su poema:
—Y grité: «Desde luego, era octubre / la madrugada aquella del pasado año / en la que viajé... en la que hasta aquí viajé. / En la que aquella siniestra carga hasta aquí trasladé. / Precisamente aquella noche, entre todas las noches del año». —El resplandor de las llamas se reflejó, danzarín, en los cristales de sus gafas—. «Bien conozco ahora este lóbrego lago de Auber... / Esta brumosa región media de Weir... / Bien conozco ahora esa tenebrosa laguna de Auber. / Ese macabro bosque encantado de Weir...»
Se echó hacia atrás, respiró hondo y sonrió. Heather, que había estado escuchándole embobada, rompió a aplaudir. Los demás la imitaron.
—Alucinante —dijo Karen.
Flash sostuvo el pote cogido entre las rodillas y batió palmas.
—¿Lo aprendiste de memoria para el cole? —preguntó Karen.
—No, fue iniciativa propia.
La mujer meneó la cabeza, como asombrada, y Benny se esponjó de orgullo.
—No cabe duda de que fue un poema espeluznante —dijo Nick.
Julie se volvió hacia Nick, encorvó la espalda y contorsionó el rostro. Con voz gemebunda y cavernosa articuló:
—«Ese macabro bosque encantado de Weir...»
Nick puso cara de terror.
—¡Sííííííí! —chilló, al tiempo que se cubría el rostro.
—¿A qué viene —intervino Alice— tanto insistir en asustarnos? ¿Por qué no recita alguien una poesía agradable?
Flash sonrió.
—«La ninfómana de Jill usaba dinamita para el temblor conseguir...»
—¡No te atrevas!
—Impresionante —dijo Rose.
Sorprendido, Flash escudriñó a su hija.
—¿Por qué no empiezo a contar una historia —sugirió Alice— y cada uno de los que estamos sentados alrededor de la hoguera la va continuando y añadiendo párrafos?
—Bah —dijo Rose.
Nick inclinó la cabeza.
—Eso es un rollo, mamá.
—¿Por qué no probamos? —dijo Karen—. Puede resultar divertido.
—Claro —asintió Scott—. Adelante, Alice.
Alice pareció agradecerle la aprobación.
—Muy bien —dijo—. Érase una vez una hermosa doncella que vivía en el bosque, completamente sola a excepción de...
Hizo un alto y volvió la cabeza para mirar a Rose.
—Mick Jagger —prosiguió Rose.
Un coro de risas celebró su salida. Alice fue la única a quien no le hizo gracia.
—Seamos serios.
—Vale —suspiró Rose—. A excepción de una madre mezquina.
Alice elevó los ojos al cielo y Flash tomó un sorbo de café para disimular la sonrisa.
—Un día, la doncella se hartó hasta tal punto de que su sórdida madre siempre le estuviese aguando la fiesta, que se echó a correr por entre los árboles y se encontró...
Se volvió hacia Heather.
La mirada de la niña pasó por encima de las llamas en dirección a Benny, como si buscara su ayuda. Tras encogerse de hombros, dilo:
—Y se encontró con... Rayos, no lo sé.
—El rayosnolosé —prosiguió Nick— era una especie de bicharraco feo y peludo que tenía un ojo en el sitio donde debería estar la nariz.
—Y dos narices —tomó Julie el relevo— en el sitio donde debían estar los ojos. Las narices estaban del revés, con los agujeros hacia arriba, así que el bicharraco llevaba un enorme sombrero del Oeste para no ahogarse durante los temporales de lluvia. Y cada vez que estornudaba, el sombrero salía despedido.
Miró a Benny, que la contemplaba como si se hubiera vuelto loca.
—Cuando la doncella encontró al rayosnolosé —se hizo cargo Benny del relato—, el bicharraco rastreaba el suelo en busca de su lente de contacto. La muchacha le ayudó y, al final, encontraron la lentilla.
Se encogió de hombros y miró a Karen.
—Cuando se puso la lente de contacto de nuevo en el ojo, el rayosnolosé se quedó mirando a la doncella. Era la criatura más preciosa que había visto jamás. «Rayos, qué guapa eres», dijo.
Karen volvió la cara hacia Scott.
—La doncella se ruborizó —continuó éste—. «Pues tú no eres demasiado desagradable», repuso la joven. «Y apuesto a que, con esas dos narices, hueles las cosas mejor que yo.»
Scott alzó las cejas en dirección a Flash.
—De modo que el rayosnolosé tomó a la hermosa doncella y se la llevó a las profundidades del bosque. Llegaron a la choza del rayosnolosé, donde la temperatura les empezó a subir...
—Papá —murmuró Rose.
—Para que lo sepas —continuó Flash—, la choza estaba rebosante de pequeños rayosnolosés, de modo que hicieron el equipaje, se trasladaron a Palm Springs compraron allí un piso y, a partir de entonces, vivieron felices a todo meter.
—Qué cuento más tonto —musitó Rose.
—Pues a mí me ha parecido muy cuco —opinó Karen.
—¿Por qué no nos cuentas tú uno? —le pidió Benny—. ¿Conoces alguno de miedo, por el estilo a la historia de «Doreen y Audrey»?
—Me temo que no. Ése constituía todo mi repertorio.
—¿Y tú, papá? —preguntó Julie.
—Mi última aportación no salió demasiado bien.
Julie arrugó la nariz.
—Sí, eso es verdad. Olvida mi petición.
—Yo tengo uno —dijo Flash.
Alice levantó una ceja.
—¿Decente?
—La duda ofende.
—Adelante —incitó Nick—. Escuchémoslo.
Flash apuró su café y dejó el pote de aluminio en el suelo, entre sus botas.
—Quizá será mejor que no lo cuente —dudó el hombre—. Tu madre cataloga esta historia entre las verdaderamente horribles.
—No me conviertas en la mala de la película —protestó Alice—. Si crees que es apropiada, sigue y cuéntala.
—Bueno, si te empeñas... —sonrió Flash. Introdujo la mano dentro del chaquetón y sacó un cigarro de los que llevaba en el bolsillo de la camisa. Rasgó el envoltorio de celofán, hizo una bola con él y lo arrojó a la lumbre—. Esto ocurrió hace mucho tiempo, allá por la época en que estudiaba el bachillerato.
—La Oscura Edad Antigua —dijo Nick.
—Exacto. —Flash se encajó el puro entre los dientes y tomó del fuego una ramita. Con una mano, protegió del viento la pequeña llama mientras encendía el cigarrillo—. Mi padre, mi hermano Cliff y yo habíamos ido a pescar a la Tierra de los Lagos, en Wisconsin. Nos dijeron que por la zona se estaban cometiendo una serie de asesinatos a hachazos. Al parecer, andaba suelto por allí un lunático que se entretenía cargándose a la gente que veía por el bosque. Le llamaban El Hacha. Tal vez era un cirujano forestal frustrado. —Flash sonrió su propia ocurrencia y contempló la brasa del puro—. Habían encontrado en el bosque cuatro o cinco cadáveres. Todos ellos desmembrados. Algunos tenían cortado un brazo. A otros les faltaba una pierna. Dos aparecieron decapitados.
—¡Arnold! —advirtió la voz de Alice.
—Me diste permiso para contarlo.
—Imaginé que serías más discreto.
—¿Quieres que lo deje?
—Sigue —instó Nick—. Está bien.
Alice suspiró.
—Baja un poco el tono, ¿de acuerdo? Hay niños presentes.
—En tono más bajo, bueno. En fin, ¿por dónde iba? —Aspiró un poco de humo, que expelió por la nariz. El aire se lo llevó—. Ah, sí. De modo que El Hacha campaba por sus respetos y encontraron en la arboleda algunas de sus chapuzas, pero también existían algunos casos de personas desaparecidas, por lo que se calculaba que el número de víctimas era mayor. La verdad es que se nos metió en el cuerpo un poco de canguelo, no nos hacía demasiado felices acampar por allí. Claro que mi padre llevaba un revólver del 22, por lo que supusimos que podríamos apiolar al carnicero si se dejaba ver.
»Confieso, sin embargo, que no dormimos gran cosa la primera noche. Éramos los únicos excursionistas acampados junto al lago. La oscuridad y el silencio resultaban impresionantes. De vez en cuando oíamos crujidos en la maleza. Cliff y yo estábamos seguros de que El Hacha se acercaba subrepticiamente. Os diré que aquélla fue una de las noches más largas de mi vida. Por lo menos, antes de la guerra —corrigió, al tiempo que en su pecho se formaba un tenso nudo mientras se veía a sí mismo acongojado en la selva.
—¿Se os presentó? —inquirió Scott.
—¿Eh? No, la noche transcurrió sin incidencias. —Flash respiró hondo—. El día siguiente nos lo pasamos en el lago. Remando y pescando. Una jornada cálida y llena de sol. Estupenda de veras. Las libélulas zumbaban y los somorgujos no paraban de cacarear. Lo que se dice agradable. Y pescamos una barbaridad. Toda una ristra de peces luna y un par de siluros. Los freímos para cenar y nos dimos un auténtico festín. Luego subimos de nuevo al bote de remos y disfrutamos de una buena sesión de pesca nocturna.
»Supongo que todos estábamos contentísimos de encontrarnos en el lago después de oscurecido. Allí no teníamos que preocuparnos de El Hacha. Santo Dios, qué bien se estaba en la barca. La temperatura era tibia y soplaba una leve brisa. Sobre el agua, la luz de la Luna parecía auténtica plata. Brillaban luciérnagas. Nos habíamos aplicado una generosa mano de repelente para mantener a raya a los mosquitos y apestábamos lo nuestro. —Suspiró—. De todas formas, habíamos ido un poco a la deriva y nos encontrábamos a unos cincuenta metros de la orilla norte del lago, cuando noté un súbito tirón del sedal. ¡Hombre, estaba nervioso!
»Empecé a rebobinar el hilo, con la idea de que había pescado algo enorme. Pesaba, ¿sabéis? La caña se había doblado casi por la mitad. Pero entonces empecé a extrañarme, porque no se producía resistencia ni brega alguna. Ya sabéis que, normalmente, los peces se agitan como fieras allá abajo. Bueno, pues aquél no parecía moverse lo más mínimo. Era sólo peso muerto.
»Cliff encendió la linterna y proyectó el foco sobre el lago, en el punto donde se hundía mi sedal. El rayo de luz penetraba muy poco bajo la superficie. Recuerdo que el agua me pareció extraordinariamente sucia. Como si estuviese saturada de tierra o algo así. Y entonces, cuando le daba al carrete, recogiendo sedal, una mano lívida asomó por la superficie, como si alguien alzara el brazo hacia la luz. Os aseguro que le faltó muy poco para que me pusiera a graznar. Pero seguí enrollando el sedal y Cliff mantuvo fijo el foco de la linterna. Al cabo de unos segundos, me encontré con que del extremo del hilo colgaba y se balanceaba un brazo amputado. Cercenado a la altura del codo. El anzuelo se le había clavado en la muñeca. Me quedé mirando fijamente aquello. Suspendido del anzuelo, goteaba y se movía levemente como un péndulo, de un lado a otro.
—¡Santo Dios! —murmuró Julie.
—Creí que habías prometido bajar el tono —reprochó Alice.
—Sólo cuento lo que sucedió —dijo Flash.
—Eso no puede haber ocurrido.
—¿Ah, no? Pregunta a Cliff la próxima vez que venga a vernos.
—¿Y cómo es que nunca lo mencionaste? —inquirió Alice.
—Ya sabes cómo eres en lo que concierne a estas cosas.
—Entonces, ¿por qué lo has sacado a relucir ahora?
—Los chicos querían oír una historia.
—¡Madre de Dios!
—¿Puedo seguir?
—¿Es que hay más?
—Aún no he llegado a lo bueno.
—¡Oh, por todos los santos del Cielo!
—Sigue —animó Nick. Estaba inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas—. ¿Qué hicisteis con la cosa?
—Por mi gusto, hubiera cortado el sedal y así me habría librado de aquello, pero papá dijo que teníamos que conservarlo para las autoridades. Me pidió que se lo pasara. Iba sentado en popa. Tiré de lo que acababa de pescar, lo dejé colgando dentro de la barca, cogí el sedal fui bajando aquel despojo y, por último, corté el hilo. Después, Cliff le dio a los remos y volvimos al campamento.
»Cuando llegamos, casi se nos había pasado el susto del todo. Estábamos bastante emocionados, como si hubiésemos hecho una captura de plusmarca mundial o algo por el estilo. Imaginábamos, ¿sabéis?, que debía de tratarse del brazo de alguna de las víctimas de El Hacha. Papá lo puso dentro de una bolsa de esas de comestibles. Quería llevarlo inmediatamente a la policía. La población más próxima se encontraba a cosa de una hora, en automóvil, y teníamos un montón de equipo de excursionismo que no deseábamos dejar allí mientras estábamos ausentes del campamento.
»Cliff se brindó para quedarse de guardia, pero papá no se mostró dispuesto a permitirlo. Finalmente, decidimos levantar el campamento y llevárnoslo todo con nosotros. Supusimos, ¿sabéis?, que, de todas formas, tampoco nos iba a volver locos la idea de pasamos otro día en aquellos parajes.
»Ni siquiera nos tomamos la molestia de prender una fogata. Encendí el farol Coleman y lo dejamos junto a la tienda de campaña mientras recogíamos las cosas. Trabajamos a velocidad de vértigo, pero teníamos la sensación de que aquello iba a durar una eternidad. El coche estaba estacionado a unos cien metros. Papá nos dejó a Cliff y a mí un par de veces para llevar equipo al vehículo. Cuando se alejaba, no hacíamos gran cosa. No cesábamos de lanzar miradas por encima del hombro hacia la bolsa en la que estaba el brazo.
»Sea como fuere, cuando papá trasladaba la nevera y la caja de los aparejos al coche y Cliff y yo nos afanábamos doblando la tienda de campaña, de espaldas al lago, oímos de pronto un chapoteo. Como si alguien saliera del agua, vadeando despacio. Nos enderezamos y giramos en redondo como impulsados por un resorte. Y, Jesús, ¡un hombre se acercaba a nosotros!
Heather se cubrió los ojos, horrorizada.
—Avanzaba dando tumbos, como si estuviese borracho. Al principio no fue más que una figura borrosa en la oscuridad. Pero, al pasar por las proximidades del farol pudimos verle bien..., demasiado bien. Era un tipo esquelético, de unos cuarenta años. Vestía vaqueros y camisa de cuadros. Sus zapatillas de lona chirriaban húmedamente con cada uno de sus pasos. Empapado de pies a cabeza, todo su cuerpo goteaba. Tenía la cabeza abierta como una sandía quebrada y le faltaba el brazo izquierdo.
»Justo a la altura del farol, se detuvo y nos contempló con una mirada vacía. Después abrió la boca. Intentó decir algo y unos tres litros de agua salieron de allí, como si vomitara. Cuando dejó de salir agua, el individuo articuló con voz asfixiada y gorgoteante: "Mi brazo. Quiero mi brazo".
»Cliff y yo huimos a todo correr, tan asustados que ni siquiera gritamos. Cuando volvimos al campamento, con papá, el tipo había desaparecido. —Tras exhalar un suspiro, Flash sacudió la ceniza del puro—. Seguimos el rastro de las pisadas hasta el borde del lago. Pasamos largo rato contemplando el agua. No veíamos al individuo, pero sabíamos que estaba allí. Sumergido bajo la superficie, en alguna parte. En el fondo de aquellas aguas tenebrosas. Con su brazo.
20
El forcejeo había despellejado las muñecas y los tobillos de Ettie, pero la cuerda continuaba tan firme como cuando la anciana empezó a bregar con ella. La sangre la puso resbaladiza, pero Ettie continuaba sin poder liberarse.
Su única posibilidad residía en cortar las ataduras. Eso o aguardar a que Merle volviera y la soltara. Pero tal vez Merle no volviera. Si los signos de la sangre fueran correctos... Acaso ya fuese demasiado tarde para salvarle. O para que ella sobreviviera. Puede que todo acabara así: Merle encontrando su destino de muerte a manos de los excursionistas y Ettie muriendo de inanición, impotente en la cueva.
—No —dijo, en medio de la oscuridad. Se soltaría. ¡Tenía que hacerlo!
Al ponerse de costado, comprobó que el cuchillo envainado no estaba en su cintura. Merle debió de llevárselo. ¿Pero y aquella navaja múltiple suiza que habían encontrado en el equipo de los excursionistas que Merle sacrificó? Si a Merle se le había olvidado, aquella navaja estaría en algún lugar entre el montón de cosas que había en el fondo de la cueva.
Lentamente, con la presión de sus rígidos músculos arrancándole gemidos, Ettie fue serpenteando hacia adelante. Aquel trayecto parecía interminable, pero acabó por encontrarse encima de un revoltijo de botas, bolsas de plástico, mochilas y equipos de cocina portátiles. Notó el contacto de tela contra su mejilla, lo apartó a un lado y tropezó con metal frío.
¿La bombona de butano? Se preguntó si le sería posible quemar las ligaduras, pero enseguida desechó la idea; con su limitada movilidad, sería excesivamente arriesgado. Tal vez como último recurso.
Le constaba que las mochilas estaban vacías. Merle volcó su contenido el día en que las llevó. De modo que la navaja debía de estar tirada en el suelo, por allí. Continuó la búsqueda, apartando con la cara los invisibles objetos, explorando algunos con la lengua. Mordió y apartó una prenda de tela suave, con un botón entre los dientes. Bajó el rostro y sus labios tropezaron con un tubo metálico. Pasó la lengua por la acanalada superficie. El tubo se ensanchaba .en el extremo. ¿Una linterna? Lo hizo rodar y notó el interruptor contra la piel de la mejilla. Sí, una linterna.
La habían utilizado una sola vez, para probarla después de que cayera de la mochila, dos días antes. El rayo de luz que proyectó tenía un tono amarillento sucio, las pilas estaban muy gastadas, y le dijo a Merle que debían guardarla para un caso de emergencia. Después, se olvidó por completo de ella.
Con la barbilla, Ettie accionó el interruptor. El tenue rayo de claridad iluminó un par de vaqueros arrugados. La anciana cogió la linterna entre los dientes y se puso trabajosamente de rodillas. Fue volviendo la cabeza despacio, y el foco lanzó su luz sobre las mochilas, una sudadera, unas zapatillas de tenis, un cubo plegable de plástico, paquetes de alimentos envueltos en celofán y papel de estaño, un hornillo Primus, una cartera de mano y un botiquín de primeros auxilios. La boca, abierta al máximo para sostener la linterna, le dolía de mala manera. Apenas podía respirar por la nariz. Se ahogaba y tenía los ojos llenos de lágrimas, pero continuó mordiendo el metal.
Las cachas de plástico rojo de la navaja no se veían por ninguna parte.
Centímetro a centímetro, se arrastró hasta el centro de la pila de cosas. Su rodilla izquierda tropezó con un objeto duro oculto bajo una camisa de franela. Apartó ésta y bajó el mentón para que la luz se proyectase hacia las rodillas. El foco amarillento sucio cayó sobre un hacha.
A Ettie la inundó una oleada de alivio. Hizo un esfuerzo para abrir las mandíbulas un poco más y dejó caer la linterna. El impacto contra el granito de suelo produjo un ruido sordo. La cueva se quedó a oscuras.
Ettie se retorció y contorsionó hasta que los dedos encontraron el hacha. La cogió por la parte roma de atrás, puso el filo entre las muñecas y empezó a desplazar la cuerda sobre el filo en un sentido y en otro para cortar las ligaduras.
21
Nick empujó a un lado la roca y el tocón serrado que servían de banquetas en el campamento. Luego extendió en el suelo la tela protectora. Soltó las trabas que mantenían enrollada su colchoneta de goma.
—¿Vamos a dormir al raso? —preguntó Julie.
El muchacho miró por encima del hombro. Julie acababa de aparecer entre dos tiendas e iba hacia él. Llevaba en la mano un cepillo y un tubo de pasta dentífrica y sostenía bajo el brazo la botella de agua.
—¿No te apetece? —preguntó Nick.
—¿Y la lluvia?
Nick mantuvo las manos abiertas.
—¿Qué lluvia?
Julie sonrió. Al recibir los fulgores ondulantes de las llamas, su rostro atezado por el sol relucía como el cobre.
—Bueno, me la jugaré, si tú te la juegas —dijo la chica. Sonrió, dio media vuelta y se alejó. Nick la vio dirigirse a la tienda de campaña más lejana, donde se agachó ante la mochila. Cuando Julie desapareció dentro de la tienda, Nick terminó de preparar su saco de dormir.
Sus padres se encaminaron a la orilla, con las gemelas, y se lavaron y cepillaron los dientes. El muchacho se llegó a su mochila, sacó los pantalones cortos y una camiseta de manga corta y entró con ellos en la tienda. Notó los pantalones fríos, como si aún se encontraran húmedos por el baño en el lago. Pero estaba seguro de que el sol los había secado. La camiseta de manga corta también tenía el mismo tacto mojado sobre su piel. Estremecido, salió apresuradamente, metió las prendas dentro de la mochila y corrió hacia el saco de dormir.
Le castañeteaban los dientes mientras se desataba los cordones de las botas, se arrancaba éstas de los pies y luego hacía lo propio con los calcetines. Lo colocó todo a la cabecera del saco de dormir y se metió bajo el cobertor. Al principio, el escurridizo tejido estaba frío. Poco a poco, sin embargo, lo llenó de calor. Para cuando Julie salió de la tienda, Nick había dejado de tiritar.
—Pareces estar a gusto —comentó.
—Sí, cómodo. Más o menos.
La muchacha extendió su poncho en el suelo, junto a él, desenrolló la colchoneta y soltó las cintas de la bolsa. El saco de dormir saltó como si lo hubieran inflado de golpe. De rodillas, frente a Nick, Julie se inclinó para extenderlo bien. Nick observó el modo en que los cabellos de la muchacha le caían desde debajo de los bordes de la capucha y le acariciaban las mejillas como mechones de hilo de oro a los que la lumbre arrancase reflejos.
—¿Vais a dormir al aire libre? —preguntó Scott. Apareció por detrás de una de las tiendas, flanqueado por Karen y Benny.
—Desde luego —respondió Julie—. No va a llover.
—Espero que tengas razón.
Cuando se retiraron, Julie bajó la cremallera del saco de dormir, se deslizó dentro y volvió a subir el cursor hasta la altura del hombro. Se puso de costado.
Dobló el brazo por debajo de la cabeza, para utilizarlo como almohada, y sonrió a Nick.
—Aguardaremos hasta que todos estén en sus tiendas —susurró el muchacho—. Y entonces empezaremos a corretear por ahí y a gritar: «¡Mi brazo! ¿Dónde está mi brazo?».
Julie soltó una risita suave.
—Olvídalo. No pienso mover un músculo hasta que salga el sol.
—¿A menos que llueva?
—Si llueve, creo que te asesinaré.
—Confío en que llevéis puesto el chaleco salvavidas —les dijo Scott, que regresaba de la orilla del lago.
—Os vais a ahogar —pronosticó Rose.
—Gente de poca fe... —repuso Nick.
—Yo me quedaré con las niñas —dijo Alice—. Si empieza a llover, jovencito, te refugias corriendo en la tienda de tu padre.
—Muy bien —accedió Nick.
Por fin, todo el mundo desapareció dentro de las tiendas. Nick, tendido de lado, contempló el rostro de Julie, a cosa de un metro del suyo. La chica tambien lo miraba. Nick deseó que hubiese más luz.
—Debes ponerte gorro para dormir —aconsejó Julie.
—Me tapo la cabeza.
—Ahora no la tienes tapada.
—Es que, si me la tapo ahora, no puedo mirarte.
Apenas podía creer que estuviera diciendo tales cosas. Pero se alegraba de ello. Al prolongarse el silencio, el corazón de Nick aceleró sus latidos. Se le agitaron los intestinos.
Julie acercó un poco más su saco de dormir.
—¿Qué tal? —bisbiseó.
A Nick se le formó un nudo en la garganta. Asintió con la cabeza.
—¡Fantástico! —logró articular. La cara de Julie resultaba un poco imprecisa al tenue resplandor de la fogata, pero sus ojos relucían. A través de aire fresco de la noche, Nick sintió el calor del aliento de la muchacha—. ¿Sabes una cosa? —murmuró. Temió que el retumbante corazón pudiera estallarle en el pecho.
—¿Qué? —se interesó Julie.
—Yo... —Se echó atrás. No se atrevía a decirlo.
—¿Qué? —insistió ella.
—Nunca conocí a una chica como tú.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. No estoy muy... Me gustas una barbaridad, Julie.
—También tú me gustas una barbaridad.
—¿De verdad?
Nick notó que una temblorosa y cálida corriente surcaba toda su humanidad.
—Sí, me gustas. Creo... rayos...
—¿Qué? —preguntó Nick.
Julie impulsó hacia arriba su labio inferior. Lo apretó entre los dientes. Luego lo soltó y exhaló un suspiro.
—Creo —murmuró— que quizá me he enamorado de ti.
Las palabras dejaron atónito a Nick. Se quedó aturdido, sin aliento. Le entraron ganas de gritar de alegría, de llorar.
—Jesús —dijo.
—Me llamo Julie.
—Dios, Julie. ¿De verdad...?
—De verdad.
—Oh, Julie —susurró el chico—. Julie, te quiero.
Su boca se oprimió suavemente contra los entreabiertos labios de la joven.
Scott contempló la pared de tela de la tienda, inclinada sobre su cabeza, mientras escuchaba el rumor de la respiración de Benny. Le parecía que aún no estaba dormido. Al tiempo que esperaba, palmeó la sudadera extendida sobre su pecho y abdomen. Imaginó a Karen vestida sólo con los pantalones del chándal.
—¿Papá? —llamó Benny.
—¿Sí?
—¿Crees que era verdad? —El niño parecía nervioso—. Lo del hombre y su brazo, quiero decir.
—No, claro que no.
—Dijo que había ocurrido realmente.
—Pues no ocurrió. Los muertos no se levantan y andan zanganeando por ahí.
—¿Has oído hablar de los zombies?
—Creo que sí —dijo Scott, y sonrió en la oscuridad.
—Son muertos a los que el vudú devuelve la vida. Se supone que existen de verdad. Ya sabes, como en Haití. He leído cosas sobre ellos.
—Deberías leer The Hardy Boys en vez de toda esa basura sobrenatural.
—¿No crees que haya zombies?
—Sinceramente, lo dudo mucho.
—¿Y qué me dices de brujas, vampiros, hombres lobo y fantasmas?
Scott se envolvió los brazos en la sudadera.
—Ya es terriblemente tarde, Benny. ¿No podemos aplazar esta conversación hasta mañana por la mañana?
—Si ése es tu deseo... —se avino Benny. Parecía desilusionado.
—A mí me parece —Scott suspiró— que todo eso es fruto de la imaginación de la gente. Cuentos que se inventan para asustar al prójimo, como la historia de Karen acerca de Doreen y Audrey o la de Flash relativa al individuo y su brazo. Nada más que fábulas de miedo.
—No sé, no sé —dijo Benny.
—Bueno, ésa es sólo mi opinión. No he leído cientos de libros sobre el tema, como has hecho tú. Pero tengo treinta y ocho años y mi vida se ha visto relativamente libre de cosas y seres que van dando porrazos por la noche. Si hay espíritus y fantasmas por ahí, sin duda se limitan a preocuparse de sus propios asuntos. A mí no me han quitado el sueño... hasta ahora.
—Sospecho que eso es una indirecta para que me quede calladito.
—Mañana tenemos que arrearnos una buena caminata.
—Es que no tengo mucho sueño.
Terrible.
—Prueba a pensar en algo agradable —aconsejó Scott.
—Vale. Lo intentaré. Buenas noches.
—Buenas noches, Benny.
Oyó que el niño suspiraba y se daba media vuelta.
Scott se puso de costado y se llevó la camisa del chándal a la cara. Se preguntó si Karen no tendría frío sin ella. No, el saco de dormir la mantendría caliente. Y pronto lo tendría a él al lado. Si Benny se dormía de una vez.
Karen se preguntaba si Scott se presentaría aquella noche. Tal vez no. Puede que estuviera preocupado por la meteorología. Si se presentaba en la tienda de Karen y al tiempo le daba por llover, Julie los sorprendería. Lo que iba a resultar muy violento para todos.
Pero, cuando le dio el beso de buenas noches, Scott susurró: «Hasta luego». Evidentemente, tenía intención de correr el riesgo. Claro que también pudo cambiar de idea.
Aún era temprano. Él no podía abandonar la tienda hasta que Benny se hubiese dormido. Y también debía pensar en Julie y Nick. Darles tiempo a todos para quedarse como troncos.
Podía ser una larga espera.
Un hombro se le había quedado frío. Se hundió más en el saco de dormir y el resbaladizo tejido produjo susurros al rozar su piel. Cruzó los tobillos, entrelazó las manos encima del vientre, clavó la vista en la oscuridad y sonrió. Scott se llevaría una grata sorpresa cuando descubriese que ella estaba ya desnuda.
Si viene.
Vendrá, se dijo. Ah, sí.
Le hubiese gustado poder conciliar el sueño. Aunque le dolían todos los músculos a causa de ir cargada todo el día con la mochila por aquella maldita ruta, no se sentía en absoluto cansada. Estaba despierta, anhelante, ligeramente temblorosa.
Por último, captó un tenue chasquido detrás de la tienda. Resultó claramente audible por encima del rumor del viento. Pudo tratarse nada mas que de una piña que hubiera caído al suelo, pero también pudo ser el ruido de una pisada. Dejó escapar el estremecido aliento y escuchó. Durante unos segundos no percibió más que el murmullo del viento a través de la floresta y las quebradas de la montaña. Luego le llegó otro crujido sordo. Esa vez tuvo la certeza de que era una pisada.
«Actúa con toda la cautela del mundo —pensó—. Tal vez no esté seguro de que Julie se haya dormido.»
Con mano temblequeante, Karen bajó la cremallera lateral del saco de dormir.
Los pasos se detuvieron ante la entrada de la tienda.
Karen oyó el rumor de la solapa cuando alguien la levantaba. Apretó los párpados y esperó. El corazón le palpitaba con fuerza. Permaneció inmóvil, mientras respiraba profundamente y fingía estar dormida.
Él ya estaba dentro. Le oyó arrastrarse por el suelo de la tienda. Se le acercaba despacio. Se paró junto a ella.
Olía mal. Como a sudor y a orina.
Karen abrió los ojos. La cara que tenía sobre la suya era una sonriente mancha borrosa en la oscuridad..., pero no pertenecía a Scott. Abrió la boca para chillar. Una mano se la tapó sin contemplaciones. La otra mano descendió en arco. Algo se estrelló contra un lado de su cabeza.
Scott se incorporó apoyado en un codo y miró el bulto oscuro que constituía el saco de dormir de Benny. Aguzó el oído. El chico respiraba despacio, con ritmo uniforme.
Por fin.
Scott abrió su propio saco de dormir y notó el frío que le resbalaba sobre la piel. Dobló el chándal de Karen y se lo puso bajo el brazo. Se disponía a levantarse cuando oyó un golpe tenue en la tensa tela de la tienda.
Luego, otro. De súbito, el repiqueteo de miles de gotas de lluvia tamborileó sobre la tienda de campaña.
—¡Mierda! —murmuró. Volvió a acostarse y subió la cremallera del saco de dormir.
—¡Oh, maldita sea! —gimió Julie.
Los párpados de Nick se abrieron de golpe. Arrugó la cara mientras la lluvia caía sobre ella. Julie le dio un beso rápido en los labios.
—Vale más que hinches tu chaleco salvavidas —dijo.
Ambos se apresuraron a deslizarse fuera de los sacos de dormir. Julie metió los pies en las botas. La lluvia empapó y atravesó la espalda de su chaqueta mientras recogía el saco.
—¡Oh, maldición, maldición, maldición y maldición! —protestó.
Nick le sonrió.
Julie agarró con brusco movimiento el acolchado poncho y corrió hacia su tienda. Las solapas no tenían cerrada la cremallera. Se lanzó de cabeza al interior, se dejó caer hacia adelante y aterrizó encima del blando bulto de su saco del dormir.
Se produjo un gruñido asombrado.
—Lo siento —jadeó Julie, y levantó la cabeza. Junto a ella, lo bastante cerca como para que alcanzase a tocarlas, había unas nalgas desnudas. Las piernas se encajaban entre otro par de piernas.
¡Se está tirando a Karen! La idea le golpeó como un puñetazo en la boca del estómago. La dejó sin resuello. Empujó el saco de dormir y culebreó hacia atrás. El individuo alargó la mano y la agarró por una muñeca.
—Suel...
Entonces vio su cara. Soltó un alarido, retorció el brazo y se liberó la mano. Dio un salto y pasó a través de las solapas de la entrada. La lluvia le salpicó la cara.
Las solapas de la tienda se levantaron violentamente y un hombre desnudo, con un enorme cuchillo en la mano pasó lanzado entre ellas. Cayó encima de Julie y la aplastó contra el suelo. La agarró por la garganta y la inmovilizó mientras se impulsaba hacia deante y se ponía a horcajadas sobre las caderas de Julie. Clavó el cuchillo en la tierra, junto al rostro de la muchacha. Dio un tirón al cuello de la chaqueta, encontró la cremallera y la abrió. Julie pataleó, se retorció de dolor y volvió a lanzar un alarido cuando una mano áspera le apretó un pecho. La mano se apartó de allí. Le rasgó los pantalones. Julie notó en los glúteos la humedad del suelo. A continuación, las dos manos del hombre inmovilizaron contra el piso los brazos de Julie, mientras el individuo introducía las rodillas entre las piernas de la muchacha, para separarlas a la fuerza, y la boca del agresor se aplastaba en los labios de Julie. Pero entonces la chica oyó un grito y la cabeza del hombre salió despedida hacia atrás, mientras un pie descalzo pasaba raudo por encima de los ojos de Julie.
Su padre estaba allí, había agarrado al hombre por los pelos y le tenía con la cabeza inclinada hacia la espalda, mientras el puño de la otra mano se estrellaba en el puente de la nariz del asaltante. Brotó sangre, que, mezclada con la lluvia, salpicó a Julie. El individuo rodó sobre ella. Emprendió la retirada a gatas.
Julie se dio media vuelta. Mientras se subía los pantalones, vio a su padre precipitarse sobre el agresor. El hombre estaba ya en pie y trataba de huir a la carrera, pero el padre de Julie le estaba alcanzando.
Surgió entonces por un lado del campamento una figura que se acercaba corriendo. ¡Nick! Enarbolaba un hacha.
Scott resbaló en el húmedo suelo. Agitó los brazos en un intento de conservar el equilibrio, pero acabó cayendo de bruces. Durante su deslizamiento por el piso, trató de agarrar al hombre por un pie. No lo consiguió. El asaltante volvió la cabeza. Al verie caído, se agachó, cogió una piedra y se dirigió a Scott, pero vio a Nick y, vacilante, intentó retroceder. Nick descargó el golpe. El hacha alcanzó al desconocido en la parte superior del pecho. Nick liberó la herramienta y se dispuso a asestar otro hachazo. El hombre retrocedió unos pasos tambaleantes y se desplomó.
Nick se dejó caer al suelo y vomitó.
Flash corría hacia el chico, al tiempo que gritaba por encima del hombro, dirigiéndose a Alice:
—¡Quédate con las niñas! —Se detuvo junto al cuerpo—. ¡Oh, Dios santo! —jadeó.
Julie se incorporó y se puso de rodillas. Trató de subirse la cremallera, pero las manos le temblaban violentamente, por lo que acabó por aguantar la chaqueta cerrada con las manos.
Benny avanzaba despacio, inseguro, con los brazos extendidos como si se valiera de ellos para mantener el equilibrio.
Scott se puso en pie. Observó un momento el cadáver y luego corrió hacia Julie.
—¿Estás bien?
La muchacha dijo que sí con la cabeza.
—Agredió..., hirió a Karen.
22
Scott se dejó caer de rodillas. Karen yacía inmóvil encima del abierto saco de dormir, con los brazos extendidos y las piernas separadas. Apoyó una mano inmediatamente debajo de la caja torácica. Notó el subir y bajar de la respiración y no pudo impedir las lágrimas.
—¿Karen? —susurró. La mujer no se movió lo mas mínimo.
Dentro de una bota situada junto a la cabeza de la mujer, Scott encontró una linterna. La encendió y proyectó el rayo de luz sobre el rostro de Karen. Los párpados temblaron, pero Karen no abrió los ojos. El pómulo izquierdo estaba hinchado. Había puntos brillantes de humedad en el rostro. Señales de mordiscos en la mejilla, en la boca. Scott lo veía todo borroso a través de las lágrimas. Sollozó en silencio y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—¿Papá? —Era la voz de Julie—. ¿Cómo está?
—Viva.
—¿Puedo pasar?
—Sí.
Julie se arrastró por debajo de la solapa y se puso de rodillas junto a Scott.
—¿Está inconsciente?
—Sí. —Scott deslizó el rayo de luz cuerpo abajo. Julie dejó escapar un gemido al ver los puntos brillantes y las marcas de dientes retorcidos en el hombro y en el seno izquierdo de Karen.
—¡Santo Dios! —susurró.
Los dedos habían dejado arañazos e improntas rojas en la piel, pero Scott no vio sangre ni cuchilladas,
—¿Estáis todos bien? —preguntó Benny desde fuera.
—Sí —contestó Scott—. No entres.
Las magulladuras terminaban en la caja torácica de Karen. Scott dio un codazo a Julie. La muchacha se quitó de en medio y su padre se inclinó sobre el cuerpo y llevó el foco de la linterna a la vagina. No había sangre ni semen allí. Las piernas de Karen parecían no haber sufrido daños.
—Papá —musitó Julie—. La ha violado.
Scott asintió.
—¿Crees que se recuperará?
—No... —Se le quebró la voz—. No lo sé. Toma. —Pasó la linterna a Julie—. Ve a mi tienda. Coge su sudadera. Está en mi saco de dormir.
Sin pronunciar palabra, Julie salió presurosa. Scott encontró los pantalones en el espacio que quedaba entre el saco y las botas de la mujer. Estaban doblados cuidadosamente.
Dios, sin duda estaba acostada allí, desnuda, esperándole. Sólo con que Benny se hubiese dormido unos minutos antes... Si no hubiese empezado a llover... Si él no se hubiera preocupado tan condenadamente de lo que dijesen los demás y simplemente se hubiese alojado desde el principio con ella, en la misma tienda...
Acarició la estirada pierna de Karen, deslizó la mano por debajo de la pantorrilla y la levantó. Pasó una pernera de los pantalones por un pie y luego hizo lo propio con el otro. Cuando Julie regresó, los pantalones ya estaban en su sitio. Entre ambos, levantaron a la mujer hasta ponerla en posición sedente y le pasaron el chándal por la cabeza. Scott metió en las mangas los brazos inertes. Bajó suavemente el tronco de Karen y alisó sobre la mujer el cobertor del saco de dormir. Julie estaba arrodillada junto a Scott, con la mirada fija en el oscuro bulto. El hombre pasó un brazo alrededor de su hija.
—¿Qué tal se te da hacer el tigre?
—Estupendamente.
—Jesús.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Te estás quedando helado.
Se percató, de un modo vago, de que iba desnudo, a excepción de los pantalones cortos de jockey. Estaba empapado y temblando.
—Me encuentro bien —dijo.
—Supongo que ese tipo está muerto.
—Sí. Lamento que fuese Nick. No tenía que hacerlo él. Es... un mal asunto.
—Iré a ver cómo reacciona. Bueno, si no me necesitas...
Scott asintió.
Julie se retiró. Volvió a acercarse con su saco de dormir y se lo echó a Scott sobre los hombros, envolviéndole en él.
—Benny y yo... estaremos en la otra tienda.
Dio un leve beso en la mejilla a su padre y se marchó.
Benny cogió el brazo de Julie cuando la muchacha se detuvo fuera de la tienda. El chico se la quedó mirando, mientras la lluvia rociaba los cristales de sus gafas.
—¿Cómo está Karen? —preguntó.
—Sin sentido.
—¿Qué le hizo?
—La dejó inconsciente a golpes.
—Ya lo sé, pero...
—¿Por qué no vuelves a la tienda? Estás hecho una sopa.
La barbilla de Benny empezó a temblar.
—¡Tengo que saber cómo está!
—Se recuperará.
—¡Maldito repugnante apestoso hijo de mala madre!
Julie llevó la mano a la goteante y helada mejilla de su hermano.
—Se pondrá bien. Ya lo verás.
—¡Él no! ¡Él está muerto! ¡Me gustaría haber sido yo el que lo matara!
Repentinamente, Benny se lanzó y se apretó contra Julie. Ella le envolvió con sus brazos. El chico sollozaba, perdido el dominio de sí. Su gorro, sucio y frío, rozaba la mejilla de la muchacha.
Por encima de la cabeza de Benny, Julie vio a Nick sentado en una piedra, junto a la apagada fogata. Llevaba un poncho con capucha. Permanecía encorvado, con la vista fija en sus pies.
El poncho de Julie, que había dejado en el suelo cuando la tormenta empezó a descargar, estaba ahora extendido sobre el cadáver. La joven recordó lo que había debajo y apartó la mirada de allí.
Protegido por un impermeable de plástico de color claro, Flash estaba en cuclillas delante de la tienda del extremo del campamento. Al parecer, conversaba con Alice y las niñas.
No debería haber dejado a Nick solo.
—Vamos, Benny —dijo Julie—. Papá se queda con Karen. Si vas a seguir aquí fuera, ¿por qué no vas y te pones el poncho? Y mira a ver si encuentras también el de papá y me lo traes. Me vendrá muy bien. ¿Vale?
Tras una inclinación de cabeza, Benny se apartó de Julie y se encaminó a la otra tienda. Julie se dirigió a donde estaba Nick. El muchacho alzó la cabeza cuando Julie se detuvo ante él.
—¿Qué tal estás? —preguntó ella.
—Un poco mareado, aún. ¿Y tú? ¿Te hizo daño?
—Sólo unas magulladuras sin importancia. Pero con Karen sí que se ensañó. La violó.
—¡Dios! ¿Cómo se encuentra?
—Está inconsciente. La golpeó con algo. Quizá con la empuñadura del cuchillo.
—¿Se recobrará?
Julie se encogió de hombros.
—Te portaste fenomenal, al perseguir al individuo ese como lo hiciste.
—Te oí chillar —dijo Nick. Su voz sonó plana, como si la mente del muchacho estuviera muy lejos—. Te vi en el suelo. Vi que tu padre le arreaba un puñetazo. No sabía qué estaba pasando. Sólo comprendí que tenía que pararle los pies. No tuve intención de... matarlo. —Levantó la cabeza y contempló a Julie con ojos desorbitados, incapaces de parpadear—. No sé. Supongo que quizá sí quería matarle. Lo único que pensaba es que te había hecho daño y entonces agarré el hacha. Ahora tengo una sensación muy extraña.
Julie se colocó entre las rodillas de Nick y oprimió su rostro contra el cuerpo del chico.
—No tienes por qué sentirte mal. Si no lo hubieras hecho tú, creo que lo hubiera hecho mi padre.
—Eso es lo que ha dicho el mío. Que ese tipo era «carne muerta».
—Aquí lo tienes —anunció Benny.
Julie retrocedió. Agitó la arrugada lámina de plástico e introdujo la cabeza por el hueco de la capucha. Mientras se echaba sobre los brazos los faldones impermeables, se acercó Flash. Le dio un apretón en el hombro.
—¿Cómo te encuentras, jovencita?
—Muy bien, me parece.
—¿Y Karen?
—Recibió unos cuantos golpes. Se encuentra sin sentido. —Al estar Benny presente, Julie no se atrevió a mencionar la agresión sexual—. La sacudió a modo.
—Bueno, Nick también le dio lo suyo. Karen se pondrá bien, ¿no?
—Creo que sí.
—Esa es una buena noticia. ¿Cómo te las arreglas, Nick?
—Bastante bien —murmuró el muchacho.
—Sé que no es fácil de superar. En mis tiempos también liquidé a un par de fulanos. Nunca es fácil. Pero tampoco tienes por qué preocuparte. Es un caso evidente de defensa propia. Lo que sí me parece que tenemos que hacer es sacar un par de instantáneas del cadáver. No podemos llevarnos el fiambre con nosotros. Lo empaquetaremos bien y lo enterraremos aquí mismo. Y que las autoridades vengan a recogerlo.
Julie lo observó mientras el hombre buscaba debajo de su impermeable de color claro. Sacó del bolsillo de la chaqueta una cámara Instamatic.
—Vosotros podéis esperar aquí, chicos. No hace falta que lo veáis.
Anduvo hasta la parte frontal de la tienda donde el agresor había forcejeado con Julie. El cuchillo aún estaba hundido en el suelo embarrado. Lo arrancó de allí y se dirigió al oscuro bulto. Utilizó la punta del cuchillo para apartar el poncho.
Julie estaba dispuesta a desviar la mirada, pero el suelo donde debía estar tendido el cadáver aparecía vacío.
Benny gimió.
Julie sintió que el latigazo de un escalofrío ascendía por su columna vertebral y se le enroscaba en la nuca.
—¡Mierda! —murmuró Nick, y se puso en pie de un salto. Corrió hacia su padre. Julie y Benny le siguieron, pisándole los talones.
Flash caminaba despacio en dirección a la orilla. Se detuvo al borde del lago. Cuando los muchachos le alcanzaron, el hombre estaba inmóvil, con los brazos colgando a los costados y los ojos fijos en la negra y encrespada superficie de las aguas.
—¿Papá?
Flash meneó la cabeza. Su voz fue un susurro apenas audible a través de los silbidos del viento y los rumores de la lluvia.
—Estaba muerto. Sé que estaba muerto.
23
Al tiempo que inhalaba una súbita bocanada de aire, Karen se incorporó. Scott apoyó una mano en el hombro de la mujer. Karen dio un respingo y le miró con ojos claros y muy abiertos.
—Todo va bien —tranquilizó Scott.
Karen se llevó una mano a la cara y gimió. Después se impulsó hacia adelante, se escurrió fuera del saco de dormir, asomó la cabeza por la solapa de la tienda y vomitó.
Scott encontró la botella de agua apoyada entre las botas de la mujer. Se la llevó. Karen estaba a gatas, medio fuera de la tienda de campaña. Había terminado de devolver y tenía levantada la cabeza. Miraba a través de la lluvia. Scott distinguió cuatro figuras sombrías, con linternas que parecían batir el terreno, entre las rocas y los árboles, a la derecha.
—¿Quiénes son...? —murmuró Karen.
—No lo sé. —Le entregó la botella. Mientras ella se enjuagaba la boca y bebía un largo trago, Scott miró hacia el lugar donde había caído el cuerpo. En el suelo había un bulto arrugado. Habían cubierto el cadáver. Palmeó la húmeda espalda del chándal de Karen.
—Entra a donde no llueve.
La mujer retrocedió, andando sobre las manos y las rodillas, y se sentó encima del saco de dormir. Se quitó el chándal y se secó el pelo con la prenda. Luego se tendio y Scott se apresuró a taparla.
—¿No entras aquí conmigo? —invitó Karen. Su voz era sosegada, pero con una nota aguda, como la de una niña a punto de llorar.
Scott se acostó a su lado, dentro del saco de dormir. Subió la cremallera. Acurrucado contra ella, la abrazó con delicadeza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Karen, en el mismo tono agudo.
Scott le acarició la espalda. Tenía la piel húmeda y fría en la zona de los hombros. Pero más abajo, donde la lluvia no había llegado, estaba tersa y cálida.
—¿No lo recuerdas? —repuso Scott.
—Recuerdo que te estaba esperando. No sabía si ibas a presentarte. ¿Quién me hizo esto, Scott?
—No lo sé. Un desconocido.
Karen se apretó fuertemente contra él. Hundió el rostro en la parte lateral del cuello de Scott.
—¿No te acuerdas de nada?
—No —murmuró la mujer—. Aunque sé lo que hizo. Adivino... —Rompió a llorar. Las lágrimas humedecieron la nuca de Scott—. Adivino... lo que hizo.
—Lo siento —susurró Scott, contraída la garganta. Las lágrimas también le abrasaban los ojos—. Lo siento con toda mi alma, Karen.
—¿Lo están... buscando? ¿Por ahí fuera?
—No. Ignoro qué están haciendo. El agresor no escapó.
Karen se puso rígida.
—¿Dónde está?
—Ha muerto.
Se apretó todavía más contra Scott.
—También atacó a Julie.
—¡Oh, no! ¡Oh, no!
—Julie se encuentra bien. Vino aquí cuando empezaba a llover y le encontró contigo. Se puso a gritar. Acudí corriendo, lo mismo que Nick. Y Nick le mató con un hacha.
—¡Santo Dios! —murmuró Karen.
—Sí. También es un trago para mí. Nick sólo es un chico. Me duele que haya sido él quien se llevara por delante a ese individuo. Debí haber sido yo. Debí haber sido yo. Nick se me adelantó, eso es todo.
—¿Se verá en dificultades?
—Supongo que tendrá algunas. Habrá una investigación, creo. Pero no arrestarán a nadie, en un caso como este, no.
—Supongo que se trata de defensa propia.
—Algo así. Lo que me desasosiega es que Nick tenga que vivir con el remordimiento de haber matado a un hombre.
Permanecieron largo rato tendidos inmóviles allí, abrazados y sin pronunciar palabra. Scott escuchaba el tamborileo de las gotas de lluvia sobre la tela de la tienda y el tranquilo murmullo de la respiración de Karen. Sentía sobre la piel el aliento cálido de la mujer. A veces, cuando Karen parpadeaba, las pestañas le rozaban el cuello. Deseó que ella se durmiera y olvidara lo que le había ocurrido, al menos durante un tiempo. Pero el corazón de la mujer latía aceleradamente. Scott notaba contra su pecho las palpitaciones. Y entonces, Karen susurró:
—No me penetró. Quiero decir que hubiera podido ser peor.
—Sí.
—Me siento tan sucia... Es como si aún notase el punto donde él... —Le falló la voz. Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Aún me desearás?
—Naturalmente. Te quiero.
—Pero... ¿cambiará algo?
—Supongo que algo ha cambiado ya. Ahora sé que pude haberte perdido. Ese individuo iba armado con un cuchillo. Pensé que podía encontrarte... No sé qué hubiera hecho.
—¿Quieres hacerme el amor?
Scott le acarició el cabello. No contestó.
—Por favor. Por favor, te necesito. Aún le siento. Y es a ti a quien quiero sentir.
—Puedo lastimarte.
—No me importa. Me deseas, ¿no?
—Claro que sí.
Scott introdujo una mano por debajo de los pantalones del chándal y acarició la cálida y lisa piel de las nalgas de Karen. Deslizó luego la mano hacia la curva de las caderas y la bajó después por el terso muslo. Karen se envaró cuando los dedos tocaron el vello púbico.
—No te quedes ahí —incitó la mujer.
Scott bajó la mano un poco más, la ahuecó sobre el monte de Venus y curvó los dedos para acariciarlo. Karen levantó la pierna ligeramente, abriéndose para él.
Tiró hacia abajo la cinturilla de los pantalones de Scott y liberó el pene, erecto ya. El hombre gimió cuando la mano de Karen se cerró sobre él.
Los dos estaban ya desnudos. Scott se colocó encima de Karen, apoyado en los codos y las rodillas, y la rozó sólo con los labios mientras las manos de ella le recorrían la espalda y le acariciaban los glúteos.
—¿Algo va mal? —preguntó Karen.
—No quiero hacerte daño —respondió Scott.
Una mano se apartó de las posaderas. Los dedos cogieron el pene y lo guiaron hacia abajo, hasta dejarlo a punto para que Scott empujara a través de los suaves pliegues de la entrepierna. Se deslizó lentamente dentro de Karen, hundiéndose en aquella vaina que lo comprimía. Karen suspiró. Scott pasó los brazos alrededor de la espalda de la mujer y se apretó firmemente contra ella.
Después de explorar toda la zona que circundaba el campamento, siguieron a Flash hasta el sitio donde estaba la fogata. El hombre se sentó en un tocón, dejó el cuchillo de monte cruzado sobre su regazo y se guardó la linterna en un bolsillo del impermeable.
—Podéis iros a dormir, chicos —dijo—. Yo montaré guardia.
—¿Crees que volverá? —preguntó Nick.
—¿Quién diablos lo sabe? Creí que había muerto. Tal vez no era así, pero de lo que estoy seguro es de que con el hachazo que llevaba encima, no es posible que se levantara y se fuera tan tranquilo. Puede que se haya arrastrado unos metros, quizá hasta el lago. O acaso estaba muerto y alguien cargó con él y se lo llevó aprovechando un momento en que no mirásemos.
Benny musitó algo.
—¿Qué?
—Digo que a lo mejor es un zombie.
—Déjate de pamemas —le dijo Julie.
—Como ese tipo de tu historia que salió del lago para recuperar su brazo.
—Eso no era más que un cuento —dijo Flash—. No ocurrió de verdad.
—¿Y la mujer?
—¿Qué mujer? —preguntó Julie.
—Sí —terció Nick—. Exacto. —Miró a Flash—. ¿Te acuerdas de lo que te dije esta mañana acerca de una vieja loca que gritó a aquellas chicas? Esas jóvenes estaban aquí ayer.
—Las chicas dijeron que tenía un cuchillo como ése —Julie señaló el arma que descansaba sobre las rodillas de Flash.
Nick frunció el entrecejo.
—No mencionaron para nada a ningún individuo.
—Es posible que estuviese escondido cuando las chicas andaban por aquí.
—¡Ya lo tengo! —estalló Benny—. ¡Ese fulano y la vieja son la misma persona! Como el tipo de Psicosis. Se vestía de...
—En tal caso, ¿quién se llevó el cuerpo? —preguntó Julie.
—Se lo llevó la mujer —afirmó Nick. Parecía muy seguro de sí mismo—. Era amiga suya, tal vez su esposa. Vio lo que le ocurría. Así que esperó su oportunidad, se acercó a escondidas y cargó con él.
—Tendría que ser una mujer endiabladamente robusta —dijo Flash—, para coger el peso muerto del individuo y llevárselo.
—No tuvo por qué cargárselo. Pudo arrastrarlo al lago y remolcarlo por el agua.
—Supongo que eso es posible —reconoció Flash.
El rostro de Julie se contorsionó repentinamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Nick.
—Se me acaba de ocurrir una cosa. —Los grandes ojos de Julie fueron de Nick a Flash—. Aquellas chicas... vieron sólo a una mujer. Y nosotros sólo hemos visto a un hombre.
—¿Y qué? —preguntó Flash.
—Lo que quiero decir es que... —continuó Julie—, ¿cómo sabemos que no hay más personas por aquí? Quizás otro hombre. Tal vez toda una pandilla.
Flash se la quedó mirando.
—Maldita sea, quisiera que no hubieras dicho eso.
—Es posible —declaró Nick.
Benny empezó a mirar en círculo, escudriñando la oscuridad a través de las gotas de agua que impregnaban los cristales de sus gafas.
—Razón de más para que no descuidemos la vigilancia. Incluso aunque se trate de una sola mujer, no sabemos qué puede intentar para desquitarse. Meteos todos en las tiendas y yo...
—Me quedaré contigo —se ofreció Nick.
Flash pensó en insistir en que el chico se fuera a acostar, pero le gustaba la idea de estar acompañado.
—De todas formas, no podría dormir, y si sucede algo —Nick se encogió de hombros—, las cosas pueden irnos mejor si somos dos.
—Supongo que tienes razón. De acuerdo.
Con el hacha balanceando a su costado, Nick escoltó a Julie y al chico hasta su tienda. Benny se arrastró al interior. Julie se volvió de cara a Nick, le echó los brazos al cuello y le besó. No fue un beso breve. Flash comprendió que no era cosa de quedarse mirando la escena, así que optó por encaminarse hacia el poncho que había cubierto el cadáver. Sobre el arrugado plástico se habían formado minúsculos charquitos. Cogió el poncho y lo agitó, sacudiendo toda el agua que pudo. Cuando se volvió, Julie ya no estaba y Nick se dirigía hacia él.
—Esto nos mantendrá secos. Nos sentaremos espalda contra espalda, para disponer de un campo visual de trescientos sesenta grados.
Juntaron dos tocones, se sentaron y se echaron el poncho por encima, cubriéndose incluso la cabeza. La lluvia producía ruidos huecos y resonantes al batir el plástico. A traves de aquel diluvio, la mirada de Flash recorrió lentamente la negrura del lago, la borrosidad pálida de los peñascos que lo bordeaban, el punto donde había caído el asaltante, las rocas y los árboles situados más allá de los límites del claro, la tienda de Karen, los pinos que casi llegaban hasta ella, el espacio entre dicha tienda y la siguiente. Alrededor del campamento, las tinieblas eran tremendamente densas. Una masa de arbolado. Un pequeño altozano rocoso a cierta distancia. Gran cantidad de protección para que cualquiera pudiera acercarse subrepticiamente. Alguien con un cuchillo...
—Iré a echar un vistazo —dijo Flash.
Dejó el abrigo del poncho. Con el cuchillo en una mano y la linterna en la otra, se encaminó a la tienda de Karen. Pasó por detrás, extremando el cuidado para no tropezar con el viento posterior. Proyectó el foco de la linterna sobre la tela azul el tiempo suficiente como para comprobar que la tienda no era de alquiler. Después dirigió la luz hacia los pinos, los arbustos y matorrales, el macizo de peñascos de granito que se alzaba hasta la altura de su cabeza. El foco promovió una serie de sombras culebreantes que sembraron de escalofríos la espalda de Flash, pero no vio a nadie. Siguió adelante. Estaba detrás de la tienda siguiente cuando una voz le sobresaltó.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Julie.
—Soy yo.
—¿Ocurre algo?
—No. Sólo estoy haciendo una ronda.
La tienda de campaña que venía a continuación era la suya. Sabía que estaba desierta, pero proyectó la luz de la linterna a través de la parte posterior, por si acaso.
Parecía en orden. Llegó a la última tienda.
—Soy yo —anunció en voz baja, por si Alice o las niñas se encontraran inquietas. No hubo respuesta.
Pensó que debían de estar dormidas, pero le asaltó un ramalazo de temor. Aplicó el foco a la tienda. La tela roja, brillante a causa del agua, aparecía intacta.
Efectuó una última revisión de los árboles y las rocas situados detrás de la tienda y luego se dirigió con paso rápido a la parte delantera. Las solapas tenían las cremalleras cerradas. Las abrió. Se asomó al interior y desplazó la luz de la linterna por las tres inmóviles figuras acurrucadas allí. Todo parecía ir bien. Subió de nuevo la cremallera y marchó hacia donde estaba Nick.
—¿Sin novedad?
—Hasta ahora, sí. Aunque lo mejor que podemos hacer es ir a echar un vistazo de vez en cuando. Esa parte de ahí atrás es un punto terriblemente vulnerable.
Se sentó en el tocón, de espaldas a Nick, y tiró del poncho hacia adelante para protegerse de la lluvia. Permaneció mucho tiempo con la vista clavada en la oscuridad. Le pesaban los párpados. Su cerebro empezó a ir a la deriva. Imaginó que conducía bajo el aguacero, mientras se esforzaba en mantenerse despierto.
Alice gritó: «¡No le atropelles!», y vio a un hombre manco que marchaba dando tumbos por la carretera, blanco a la luz de los faros, con un hacha hundida en el pecho. Flash disparó el pie hacia el pedal del freno. El tacón de la bota resbaló sobre el suelo húmedo y empezó a caer hacia adelante. Se recobró. Y se preguntó cuánto tiempo había estado traspuesto.
Al revolverse, comprobó que el tocón situado a su espalda estaba vacío. Localizó a Nick detrás de las tiendas con el rayo de luz de la linterna desplazándose sobre las peñas y los árboles.
—¿Todo en orden? —preguntó Flash, cuando Nick estuvo de vuelta.
—Sin novedad. —Nick se sentó y se cubrió la cabeza—. Quizás esa mujer no intente nada.
—Te garantizo que espero que no lo haga. Pero tenemos que estar ojo avizor.
Dedicaba la advertencia más a sí mismo que a su hijo. Le avergonzaba haberse quedado dormido. No iba a permitir que se repitiera.
Cuando se dio cuenta de que empezaba a adormilarse fue a la tienda de campaña a buscar cigarros. Volvió a su asiento, desenvolvió un puro y se lo puso entre los dientes. Tiró del poncho hacia adelante lo suficiente como para que la lluvia no alcanzase el cigarro. Para no alterar su visión nocturna, cerró los párpados al prender la cerilla. Después, sólo brilló en la oscuridad el tenue resplandor rojo de la punta del puro. Flash fumó despacio. Cuando sólo quedaba una colilla caliente y amarga, la arrojó al suelo y la aplastó con la suela de la bota.
—¿Sigues con nosotros? —preguntó a Nick.
—Bien despierto.
—Haré la ronda.
Se puso en pie y se estiró para desentumecerse la rígida espalda. La luz de la linterna horadó la oscuridad por delante del hombre. Se agitó una sombra detrás de uno de los pinos y a Flash le dio un vuelco el corazón. Pero no era más que una sombra. Satisfecho con el convencimiento de que nadie acechaba entre los árboles o agazapado en el revoltijo de peñas, proyectó el foco de la linterna sobre la parte posterior de la tienda.
Durante un segundo pensó que el corte vertical de sesenta centímetros que presentaba la tela era otro efecto de luz... nada más que una sombra. Se agachó, dejó el cuchillo junto al pie y tocó la hendidura. La tela se abrió y los dedos se deslizaron hacia dentro.
—Jesús —murmuró Flash.
Pasó la linterna por el hueco y apartó la tela. El boquete se ensanchó. Flash se puso de rodillas y miró el interior de la tienda.
Scott alzó la cabeza y entornó los párpados. Su expresión era de alarma. Tenía la frente ensangrentada.
—Soy yo —anunció Flash.
—¿Qué diablos haces aquí?
Karen, junto a Scott en el saco de dormir, levantó la cabeza. Cerró los ojos, apretados los párpados, cuando el foco de la linterna la deslumbró. El lado izquierdo de su rostro aparecía hinchado y macilento. Lo mismo que la boca y la barbilla. Una mota de sangre fresca relucía sobre una de sus cejas.
—¿Flash? —articuló Scott.
—Aquí ha estado alguien. He... —Flash se apartó de la tienda bruscamente, dio unos pasos vacilantes hacia atrás y recuperó el equilibrio. Voceó—: ¡Nick! ¡Ve a ver si Julie está bien!
Al pasar corriendo por delante de la tienda de Julie, vislumbró el rasgón de la tela. A su propia tienda le pasaba lo mismo. Cayó de rodillas en la parte posterior de esta última, pasó el foco de la linterna por el corte y tiró de los bordes para ensancharlo. Alice se incorporó de un salto.
—Soy yo.
La frente de Alice sangraba.
—¿Qué ocurre....?
—Mira si están bien las niñas.
Rose levantaba ya la cabeza. Parpadeó ante la luz. Había sangre en su pómulo derecho. Alice sacudió a Heather para despertarla. La niña estaba hundida, arrebujada en su saco de dormir. Cuando se arrastró hacia fuera, Flash vio una mancha de sangre en la parte superior de su cabeza. Alice tocó la ensangrentada cabellera de su hija y después se miró el dedo.
—¿Qué está pasando? —preguntó en voz baja y aterrada.
—No lo sé —repuso Flash—. Alguien...
—¡Se encuentran bien! —advirtió Nick—. Aunque a los dos les han hecho un corte.
—Vestíos —dijo Flash, ya dentro de la tienda—. Nos vamos de aquí.
—¿Esta noche?
—Ahora mismo. En cuanto levantemos el campamento.
24
Sentado encima de su saco de dormir, Benny se calzó una bota, en tanto Julie se pasaba el poncho por la cabeza. La joven echó a andar a gatas hacia la entrada de la tienda, cuya solapa Nick tenía levantada.
—¡No me dejéis aquí solo! —gritó Benny.
—De acuerdo. Pero date prisa. —Julie se detuvo y le preguntó a Nick—: ¿Sabes qué es lo que está ocurriendo?
—Ni idea.
Benny se calzó la otra bota.
—Listo —dijo.
Cogió el poncho y siguió a Julie al exterior. Erguido, se puso el poncho introduciendo la cabeza por el hueco de la capucha.
El señor Gordon apareció por detrás de la última tienda.
—¿Todo el mundo se encuentra bien? —preguntó Nick.
—Sólo con cortes. Nada grave. ¡Cristo bendito!
—¿Todos tienen cortes? —quiso saber Nick.
—Todos.
—No lo entiendo.
—Ni yo tampoco.
Se hinchó la parte delantera de la tienda de Karen y Scott salió a rastras, envuelto en un saco de dormir. Le siguió Karen. Vestía unos pantalones de chándal grises y una parka acolchada que le llegaba sólo hasta la cintura. Se cubría la cabeza con el sombrero de ala caída. Iba descalza.
Benny la contempló, mientras un dolor hueco se aposentaba en su pecho.
—¿Estás malherida? —preguntó a la mujer.
—Nada grave —respondió Karen. Se saco una mano del bolsilIo y se la tendió al chico. Benny la apretó afectuosamente.
—Creo que debemos salir zumbando de aquí —dijo el señor Gordon—. ¿Qué opináis?
—¿Todo el mundo está bien? —preguntó Scott.
—Hasta ahora. Pero quién sabe contra qué tendremos que enfrentamos. Aquí somos muy vulnerables. Voto por largarnos. Una vez en marcha, veremos qué nos espera. De todas formas, el camino está ahí, ¿no ?
—Yo diría que sí —murmuró Karen.
—¿Vamos a dejar el cadáver ahí? —preguntó Scott.
—Ha desaparecido —informó Julie.
Benny notó que los dedos de Karen le apretaban la mano.
—O el tipo no estaba muerto —explicó Gordon—, o alguien llegó furtivamente y se fue con él.
—Tuvo que ser esa mujer —dijo Nick.
—¿Qué mujer? —quiso saber Scott.
Nick repitió la historia de las tres chicas que estuvieron nadando allí el día anterior, hasta que una mujer estrafalaria se puso a chillarles y las espantó.
—Sin duda es la misma mujer que ha acuchillado las tiendas —añadió el muchacho.
—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa? —preguntó Karen—. Tendría cierta lógica si hubiese intentado degollarnos, pero...
—Una mujer sola —manifestó el señor Gordon—, no hubiera podido matarnos a todos. No, si tenemos en cuenta que en cada tienda había dos o tres personas y, además, Nick y yo montábamos guardia. Podría llevarse por delante a un par de nosotros, pero los demás habríamos acabado con ella.
—Pero, ¿por qué se ha conformado con arañarnos? ¿Qué ha conseguido con eso?
—No será que... —Los labios de Karen se curvaron y la mujer meneó la cabeza.
—¿Qué? —inquirió Nick.
—Es una locura.
—¿Qué es una locura? —preguntó Scott.
—Bueno... quizá la hoja del cuchillo estaba impregnada de veneno.
A Benny se le hizo un nudo en la boca del estómago.
—Curare —musitó.
—Aquí nadie tiene curare en el cuerpo —dijo su padre—. Si fuera así, no estaríamos de pie hablando tranquilamente de ello.
—Puede que sea otra cosa —dijo Karen—. Alguna especie de ponzoña o de gérmenes. —Con la mano libre tocó el corte que tenía Benny en la cara—. No se nota ninguna hinchazón. Si se tratase de algún veneno de serpiente, habría hinchazón. Aparte de que se necesita una buena cantidad para que resulte dañino.
—¿Rabia? —sugirió Nick.
Julie gimió.
—No quiero asustar a nadie —continuó Nick—, pero sólo con un poco de saliva o de sangre de un animal rabioso...
—Yo diría que eso es altamente improbable —le interrumpió Scott—. Esto debe de tratarse de un simple arrebato momentáneo. ¿Quién tiene a mano un animal rabioso?
—Una anciana loca —dijo Julie.
—Probabilidad muy remota.
—Aunque posible —dijo Gordon—. ¿Admites que es posible?
—Todo es posible —la voz de Scott rezumaba fastidio.
—Parece un poco rebuscado —dijo Karen—, pero una cosa así explicaría por qué nos hizo los cortes. De otro modo, ¿cuál es su finalidad?
—Lo ignoro —reconoció Scott—. Sólo creo que... lo mejor es ir a lo seguro.
—Emprenderemos la marcha de inmediato —decidió Gordon—. Apuesto a que llegamos a la carretera en una jornada, si movemos las tabas a ritmo acelerado.
—Casi todo es cuesta abajo —animó Julie.
—Muy bien —dijo Scott—. Aligeraremos las mochilas. Podemos abandonar aquí la mayor parte de los víveres.
—¿Y las tiendas? —preguntó Nick.
—Olvídalas —respondió Gordon—. Pesan cuatro kilos y medio cada una y están jodidas. Iremos más deprisa sin ellas.
—Estoy de acuerdo contigo —se le sumó Scott—. Dejemos las cosas. Hagamos el equipaje en seguida y...
—¡¡Asesinos!!
El estridente chillido hizo dar un salto a Benny. Karen levantó la mano y giró en redondo. Benny retrocedió un paso. A través de la cortina de agua vio una mujer en lo alto de un peñón próximo a la orilla. El chico notó el húmedo calor de la orina descendiéndole piernas abajo, a pesar de sus esfuerzos por contenerla.
Todos permanecieron petrificados, con la mirada fija en la mujer. Ésta se erguía encima de la piedra, con los pies separados, la falda del vestido adherida a las piernas, transformado el rostro en una pálida máscara sobre la que caían los cordeles de unos pelos oscuros, y levantados los brazos por encima de la cabeza. La hoja de una navaja sobresalía por el canto de una mano. De la otra colgaba una bolsa del tamaño de una cabeza de recién nacido.
—¡Asesinos! —aulló de nuevo—. ¡Estáis condenados! —Agitó la bolsa—. Tengo aquí sangre y cabellos vuestros. ¡Habéis matado a mi hijo y moriréis! ¡Todos! ¡Malditos! ¡Mi maldición ha caído sobre vosotros!
Saltó de encima del peñasco y anduvo unos cuantos pasos hacia un lado, sin dejar de sacudir la bolsa. Luego dio media vuelta y echó a correr.
Gordon hizo intención de perseguida, pero Scott lo sujeto por un razo.
—¡Deja que se largue! ¡Yo la cogeré!
Benny vio a la mujer lanzarse detrás de una roca.
—Aguarda —Scott siguió hablando a Gordon—. ¿Y si no está sola? ¿Y si hay alguien escondido, esperando para eliminarte?
La esposa de Gordon salió precipitadamente de la tienda. Heather y Rose la siguieron de inmediato. Llevaban impermeables amarillos y sombreros para la lluvia. Benny no supo cuál de las dos era Heather hasta que una de las niñas le saludó agitando el brazo.
—¿Quién chilló? —quiso saber la señora Gordon.
—Una vieja loca —dijo su marido.
—Al parecer, la madre —explicó Scott—, la madre del individuo que atacó a Karen y a Julie.
—Una bruja —precisó Benny.
Los demás actuaron como si no le hubiesen oído.
—¿Qué quería? —preguntó la señora Gordon. Su marido se encogió de hombros.
—Sólo Dios lo sabe.
—¿Es la que se llevó el cadáver?
—No lo dijo.
—Nos ha lanzado una maldición —manifestó Benny en voz bastante alta—. Una maldición de muerte. Es una bruja.
—Pamplinas —dijo Gordon.
—Pamplinas o no pamplinas —repuso Karen—, lo cierto es que esa mujer nos ha lanzado una maldición. En cierto sentido, sin embargo, es un alivio. No creo que el corte nos infecte... sólo lo hizo con objeto de conseguir sangre para su maleficio o lo que sea.
—A juzgar por lo que dijo, eso parecía —reconoció Scott—. Desde luego, ese esperpento está como una regadera. A menos que todo el espectáculo no fuese más que un señuelo para que la persiguiésemos.
Benny respiró hondo. Se le deslizaron las gafas fuera del puente de la nariz. Las volvió a poner en su sitio y arrugó la nariz para que continuasen allí.
—¿Queréis saber lo que pienso? —preguntó.
—Lo que pienso yo es que obraríamos muy santamente largándonos de aquí en seguida —dijo Gordon—. Con rabia o sin ella, cuanto antes estemos en los coches tanto mejor. Si puedo evitado, no pasaré otra noche por aquí fuera. Cualquiera sabe lo que es capaz de hacer una chiflada del calibre de esa tía.
—En especial—añadió Julie—, si no está sola.
—¿Se me permite decir algo? —volvió a meter baza Benny.
—¿Qué es eso de la rabia? —se interesó la señora Gordon.
—Una falsa alarma, probablemente, pero...
—Benny tiene algo que decir —interrumpió Karen.
—Dispara —le dijo su padre.
—Ya sé que yo no soy más que un crío y todo eso, pero me parece que es mejor que no nos marchemos de aquí hasta haber recuperado nuestras cosas.
—¿Qué cosas? —inquirió su padre.
—Nuestra sangre y nuestro pelo. La bruja lo tiene en su bolsa, creo.
—Que le aproveche —dijo Scott.
—Lo utilizará. Ya sabes, así se hacen muñecos de vudú. Se necesita el pelo o ropa de una persona para que funcione. Si tiene sangre y pelos nuestros, puede utilizarlos así.
—¿Para hacer muñecos de vudú? —le preguntó Karen.
—O algo por el estilo. No lo sé. Lo que sí sé es que no podrá meterse con nosotros si le quitamos nuestras cosas.
—Nos vas a hacer llorar a lágrima viva, Benny.
—¿Y si tiene razón? —intervino Nick—. No pretendo decir que crea en esas cosas, pero...
—Desde luego, harías mejor en no creerlas —le reprendió la señora Gordon—. Es una blasfemia.
—Es una gilipollez.
—Por favor, Arnold.
—¿No podemos imos de aquí —terció Julie— antes de que ocurra alguna otra cosa?
—No se puede huir de una maldición —advirtió Benny—. Os digo que lo mejor que podríamos hacer es...
—Salvarnos, ¿vale?
—Mira, Benny —le explicó su padre—. Comprendo que estés preocupado por este asunto, pero una maldición se encuadra en la misma categoría que los zombies, los vampiros y los fantasmas. Todo es de mentirijillas. No existen en la realidad. Lo único que pueden hacer es asustarnos, no pueden causarnos daño alguno. Las armas de fuego, los cuchillos y las hachas pueden herirnos, pero una maldición no es más que palabras. ¿Conforme? Así que deja que intentemos olvidarnos del asunto y nos marchemos de aquí antes de que tengamos que enfrentarnos a algo real.
Benny se encogió de hombros. Se daba cuenta de que era inútil argumentar.
—Está bien —murmuró—. Pero lo lamentaremos.
Segunda Parte
25
—¡Santo Dios, querida, estás hecha una pena!
—A quién se lo dices —repuso Karen.
Dejó la mochila en el suelo, cruzó hasta el sofá, se sentó y procedió a desatarse los cordones de las botas.
—Un desastre, ¿eh? —Meg derrumbó su fornida humanidad en una butaca y enganchó una pierna sobre el acolchado brazo. Extrajo un cigarrillo del bolsillo lateral de la bata—. ¿Cómo conseguiste ese bonito ojo a la funerala? ¿Chocaste contra un árbol o Scott se entretuvo arreándote una buena castaña?
—Me agredió un tipo.
Karen se quitó las botas y se recostó en los mullidos cojines del sofá.
Meg emitió un gruñido al tiempo que encendía el cigarrillo. Aspiró una profunda bocanada de humo que luego expelió por la nariz.
—¿Qué significa eso de que te agredió?
—Me violó.
—¡Cristo bendito! ¿Bromeas? ¿Estás bien?
—Casi todo lo que tengo son hematomas.
—¡Dios mío! —murmuró Meg—. ¡Jesucristo todopoderoso, es...! —Sacudió la cabeza. Arrugó el gesto con desagrado—. ¿Cómo pudo ocurrir una cosa semejante? Ibas con todo un ejército.
—Estaba sola en la tienda.
—Debió de haber sido..., Karen, Karen.
—No recuerdo nada del asunto. Me golpeó y me dejó inconsciente. Cuando recuperé el conocimiento, Scott estaba conmigo.
Tembló el cigarrillo entre los dedos de Meg al levantarlo hacia los labios.
—¿Qué fue del hijo de Satanás que te atacó?
—Lo mataron.
—Dios. Espero que muriese lentamente. Yo le habría cortado la picha.
—En tal caso, me alegro de que no estuvieras allí —dijo Karen. Emitió un gemido al tiempo que alzaba los pies para apoyarlos en la mesita de café. Entrelazó las manos sobre el estómago—. Me duele todo el cuerpo —murmuró—. Estuvimos andando un día entero..., una noche y otro día. Después pasamos otra media jornada en el despacho del sheriff. Y luego unas cuantas horas en un maldito hospital, donde nos hicieron análisis por si habíamos cogido la rabia.
—¿Análisis de rabia? ¿Es que el cabrón ese estaba rabioso?
Karen sacudió la cabeza y dio un respingo al tensársele los músculos del cuello.
—Nos preocupaba el cuchillo de su madre.
—¿Su madre?
—Sí.
Explicó a Meg lo de las tiendas acuchilladas, los cortes en la cabeza que sufrieron todos, salvo Flash y Nick, y el espectáculo de la madre del agresor presentándose para maldecirlos.
—Como una puñetera película de terror —comentó Meg—. ¿Qué era esa fulana, una especie de bruja?
—Es lo que dice Benny. Este asunto le tiene bastante alucinado.
—¿Ya ti no?
—Yo no vaya perder el sueño por una maldición. Dormir, ¡ja! Me gustaría saber qué es eso. Tengo la sensación de que llevo una semana sin pegar ojo.
—Quizá sea mejor que te metas ahora en la cama.
—Resulta extraño, pero no tengo sueño. Sólo me siento como insegura, distanciada y con ganas de vomitar. Pero de todas formas, tomaré antes un baño. Seguro que voy a dejar el agua como el carbón.
—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Te preparo alguna cosilla de comer?
—No gracias. Comimos por el camino.
—¿Qué me dices de una copichuela? Es probable que algo fuerte te viniera de perlas.
—Sí. Un buen lingotazo de Alka-Seltzer. Me lo concederé. —Se impulsó hacia adelante, se puso en pie y avanzó cojeando rumbo a la cocina. Meg apretó el paso para adelantarla, encendió la luz y se llegó al aparador— ¿Algún problema con los polizontes?
—Enviaron un equipo en busca del cadáver. Supongo que no deseaban iniciar una investigación, a menos que encontrasen algo.
Meg abrió el grifo del agua fría y llenó el vaso.
—Nadie está realmente seguro de que el tipo haya muerto. Lo creemos así, pero el cuerpo ha desaparecido...
—Cristo bendito.
—Suponemos que se lo llevó la madre. De cualquier modo, están investigando el asunto. —Aceptó el vaso que le ofrecía Meg—. Dijeron que se mantendrían en contacto con nosotros.
—Vaya follón.
—Sí.
Meg volvió a la sala de estar. Con el vaso de agua en la mano, Karen recorrió el corto pasillo que conducía al cuarto de baño. Se apoyó en el lavabo y abrió la puerta del botiquín, donde encontró un sobre de Alka-Seltzer. Le temblaban las manos mientras intentaba rasgar el papel de estaño del envoltorio. Acabó por hacerlo con los dientes. Echó las dos tabletas en el vaso.
Mientras aguardaba a que se disolvieran, se contempló en el espejo. Se sentía tan mal como se veía. Su pelo rubio estaba sucio, oscuro y viscoso. Tenía el rostro hinchado y lleno de moretones. Sendas ojeras sombreaban sus ojos. Los propios ojos le parecieron los de una persona extraña, aturdida y macilenta. Se tocó el corte encima de la ceja derecha y palpó la arista de la costra. Al pasarse los dedos por la cabellera, a guisa de peine descendente, palpó un mechón que era demasiado corto.
«Tengo sangre y cabellos vuestros.».
La arpía no bromeaba.
Karen levantó el vaso. El burbujeo le cosquilleó las fosas nasales mientras bebía. Cuando terminó el contenido del vaso, se quitó las sucias prendas. Muchas de las magulladuras del cuello, de los hombros y de los pechos presentaban la forma de unas mandíbulas.
«Precioso.» Ese fue el comentario que formuló la agente femenina mientras examinaba las marcas. Karen se había ruborizado entonces, y volvió a ruborizarse al recordarlo ahora. El flujo de sangre hizo que se acrecentaran los dolorosos pinchazos de la cabeza.
—¿Precioso? —murmuró al oír a la agente.
—Ese tipo sería el sueño dorado de un odontólogo. Esas señales son casi tan útiles como las huellas digitales. —A continuación, la agente tomó una serie interminable de fotografías de cada una de las heridas, planos generales y primeros planos. y cuando hubo terminado, preguntó—: ¿Está segura de que no hubo eyaculación?
—¿Importa eso algo?
—Sí y no. Es violación insensible, en tanto la haya penetrado sin su consentimiento. Pero una muestra de semen puede clasificarse, si el hombre es segregador. Lo que quiero decir es que se puede determinar su grupo sanguíneo a partir de una muestra de semen. Sería una buena prueba en un tribunal.
—El asaltante no eyaculó.
Scott sí. Una muestra, si podía encontrarse rastro alguno, sólo serviría para complicar la situación.
La funcionaria se encogió de hombros.
—Bien, podemos pasarnos sin ella.
—Podemos pasamos sin ella —musitó Karen, dirigiéndose al contusionado rostro del espejo—. ¡Jesús!
Se apartó de allí. La cabeza era un rosario de punzadas de dolor mientras se inclinaba sobre la bañera y abría los grifos. En el momento en que el agua empezó a salir caliente, abrió la ducha. Pasó por encima del borde de la bañera, se colocó bajo la cálida rociada y corrió la cortina de plástico.
El agua se derramaba deliciosamente sobre la piel, le desenmarañaba el pelo y le salpicaba el rostro, para esparcir luego su tibieza húmeda cuerpo abajo. Se dio media vuelta, muy despacio, y dejó escapar un suspiro cuando la cascada chocó contra la parte posterior de la cabeza, el cuello y los resentidos hombros. El suave masaje del agua le alivió el dolor de cabeza y le produjo una languidez que hizo que la tarea de lavarse le pareciese demasiado penosa.
Por último, no sin un gran esfuerzo, se decidió a aplicarse champú. Mover los brazos constituía un enorme tormento mientras se frotaba el cuero cabelludo y conseguía que la espuma realizase su misión. Cuando terminó de aclararse el pelo, se quedó inmóvil, con los brazos colgando inertes a los costados, mientras dejaba que el rocío de la ducha se abatiera sobre ella y sentía el caliente deslizamiento del agua por el cuerpo. No quería moverse, salvo para echarse allí y que el calor húmedo la envolviese. Pero antes necesitaba lavarse bien, enjabonarse y eliminar la suciedad de los caminos, su propio sudor, la mugre del hombre que la había manchado con su contacto.
Se apartó ligeramente de debajo de la ducha, de forma que el agua le cayera sobre las pantorrillas, y empezó a frotarse con una pastilla de jabón. Con excepción de un pequeño espacio de piel situado en mitad de la espalda, al que sus manos no podían llegar, se enjabonó desde el cuello hasta los tobillos. Dejó la pastilla en la jabonera. Tuvo la sensación de que se había puesto un traje de espuma que se le adhería a la piel. Empezó a restregarse con una toallita de rizo. Lo hizo con cierta energía, pese a los ramalazos de dolor que surgían en las zonas magulladas. En cuclillas, con el agua de la ducha derramándosele sobre la espalda, se frotó la parte interior de los muslos y las piernas. «Mañana —pensó— me pasaré por Thrifty y compraré un enema.» Le hubiera gustado no tener que esperar tanto tiempo, pero los almacenes estarían cerrados en aquel instante, de modo que no le quedaba más remedio que aguardar.
Se levantó y se quitó de encima la espuma del jabón se aclaró el rostro y las orejas y dio por concluido el lavado.
Se agachó para poner el tapón del desagüe. El ruido de la ducha cambió de modo automático: se convirtió en un sonido hueco y repicante, no muy distinto del batir de la lluvia contra la tienda de campaña.
No llovía cuando el hombre irrumpió en la tienda. Pero estaba lloviendo cuando ella volvió en sí. Cuando Scott le hizo el amor, el repicar de la lluvia chocando contra la tela de la tienda los envolvía, era parte integrante de la escena, estaba tan cerca de ellos como el latir de sus corazones y el rumor de su respiración.
Era un recuerdo agradable.
Karen se sentó en el agua estancada en la bañera y se deslizó hacia atrás hasta que la aspersión le cubrió todo el cuerpo, salvo las estiradas piernas. Las encogió y pasó los brazos en torno a las rodillas. Permaneció sentada allí, acurrucada bajo la ducha caliente, en tanto subía el nivel del agua y el ruido que producía se asemejaba más al repiqueteo de la lluvia al caer sobre la tienda dos noches antes, cuando Scott estaba con ella y, de un modo vacilante, temeroso de lastimada, acabó por colmarla y lograr que buena parte de su dolor real desapareciese.
Le hubiera gustado estar con Scott. Él le pidió que le acompañase a su hogar, pero a Karen no le pareció oportuno.
—Creo que mi presencia sería de lo más inconveniente —había objetado ella—. Vale más que me lleves a mi casa.
Incluso mientras las palabras salían de su boca, notó que dejaban en su interior un hueco vacío y solitario.
Hubiera querido, más que cualquier otra cosa, acompañar a Scott a su casa. No deseaba separarse de él.
Tampoco quería dejar a Benny o Julie. Pero merecían disponer de cierto tiempo para estar juntos en plan de familia, cierto tiempo a distancia de ella. Con todo lo que desearan que ella les acompañara en su hogar, Karen sabía que se hubiera sentido allí como una intrusa.
El agua que rociaba a Karen parecía menos caliente que antes. Se deslizó hacia adelante y giró el conmutador baño-ducha. Cesó la lluvia que pasaba por la rejilla de alcachofa y por el grifo del baño salió un chorro de agua. Cortó el paso del agua fría y dejó que la bañera se fuese llenando, con una mano bajo el chorro hasta que el líquido que brotaba por allí empezó a enfriarse. Entonces cerró el grifo.
Continuó tendida allí, con la cabeza apoyada en el borde posterior de la bañera, sumergida casi totalmente, salvo la cara, en el agua cálida. El esmalte tenía un tacto resbaladizo contra su espalda, pero notó el rizo de la toallita bajo las posaderas. La retiró de allí, la escurrió y la extendió sobre su rostro.
Envuelta en aquella tibieza, se sintió tranquila e indolente. El dolor salió rezumando de sus músculos. Los inertes brazos parecían flotar en la superficie. Los obligó a hundirse e introdujo los dedos por debajo de las nalgas para impedir que emergieran.
Su mente empezó a dar vueltas sin rumbo. Estaba en cuclillas al borde de un arroyo de montaña, sentía las salpicaduras de un agua tan helada que parecían clavársele como alfileres. Vio los ojos de Scott, cargados de ansiedad, y notó las manos del hombre ahuecándose sobre sus pechos. Cuando le quitó la blusa, Karen recordó que Scott no había hecho tal cosa; se besaron, se pusieron en marcha y encontraron el sitio adecuado para establecer el campamento y pasar allí la primera noche. Pero ahora lo hizo. Le quitó la blusa y besó las señales de mordiscos que ella tenía en los pechos. No debería haber marcas de dientes, pero allí estaban y Scott las besó suavemente. Desató el lazo de la cinturilla de los pantalones del chándal. Aquella tarde, Karen llevaba pantalones cortos, pero eso no tenía importancia. Ahora ya no los llevaba, se veía completamente desnuda, tendida, con las piernas abiertas, sobre la lisa superficie del bloque de granito, junto al arroyo, mientras gélidas gotas de agua le salpicaban la piel y el sol despedía su calor. De pie entre los muslos separados de Karen, Scott sólo llevaba encima una sudadera gris. La del chándal de Karen. Demasiado estrecha para él. Forcejeó para quitársela y, al no conseguirlo, hizo un corte en la parte frontal con una navaja barbera. Se arrodilló.
—Tengo una sorpresa para ti —dijo.
Cogió un cuenco y sacó de su interior un puñado de espuma blanca. La extendió sobre la ingle de Karen.
—¿Es que vas a afeitarme? —preguntó la mujer.
Scott no dijo nada. La embadurnó con aquella crema pastosa y formó luego un montón sobre el vientre de Karen. Mientras se lo extendía sobre la piel, manifestó:
—No es lo que crees.
—¿De qué se trata? —quiso saber ella.
Scott le puso un poco en los senos, configuró unos pequeños picachos blancos encima de cada uno de los pezones y pasó la lengua por allí.
—Crema batida —dijo—. Voy a comerte.
Alzó la cara y sonrió, pero ya no era el semblante de Scott, sino el rostro flaco y cubierto de arrugas de una vieja de ojos acuosos y sucios dientes retorcidos. Tenía motas de crema batida en los labios y en la punta de la nariz.
—¡No! ¡Fuera! —jadeó Karen.
Aquel horrible rostro descendió bruscamente. Karen se retorció, tratando de esquivarlo, pero las mandíbulas se cerraron sobre uno de los pechos y los dientes se hundieron en la carne. La vieja sacudió la cabeza como un perro asilvestrado, se soltó y se irguió por encima del semblante de Karen, al tiempo que masticaba un trozo de su carne; gotas de sangre y de crema batida cayeron sobre los labios de Karen. Empezó a chillar. La boca se le llenó de agua.
La despertó de pronto el sobresalto de una asfixia inminente. Escupió una bocanada de agua y se incorporó de golpe. Apartó la toallita de rizo que le cubría la cara. Se dobló sobre sí misma, convertidos en brasas los músculos mientras la tos le sacudía todo el cuerpo.
Entre toses y jadeos, se impulsó fuera del agua. Movió el brazo en dirección a la cortina de la ducha y agarró un pliegue húmedo en el preciso instante en que el pie derecho resbalaba y perdía el equilibrio. La cortina se puso tensa y acabó por desprenderse de la barra que la sujetaba. Las piernas se dispararon hacia adelante y Karen cayó de espaldas. Oyó un ruidoso chapoteo segundos antes de que le estallara la cabeza. Se deslizó hacia atrás. El agua cubrió sus ojos y ya no vio nada más.
26
Nick se arrodilló en el suelo de su dormitorio, soltó las correas que sujetaban a la mochila el saco de dormir y desenrolló éste. Ahora estaría acostado, pensó, al lado de Julie, en lo alto de las montañas, de no ser por...
—Maldita sea —murmuró.
Abrió la mochila y empezó a vaciarla. Arrojó la ropa sucia en un montón, junto a la cesta de la colada, puso a un lado el hornillo y algunos utensilios que, con la botella de agua, trasladaría luego a la cocina, y formó un tercer conjunto de equipo —brújula, botiquín de primeros auxilios, cuerdas, artículos de aseo personal—, que no precisaría ninguna atención adicional y que sólo tendría que coger de nuevo la próxima vez que saliera de excursión.
¿La próxima vez?
Tras lo ocurrido en los Mezquites, dudaba mucho de que algún día volviese a desear cargarse la mochila. Claro que nunca se sabe. En el pasado, siempre que permanecía mucho tiempo sin marchar por la montaña le asaltaba el anhelo de volver a ella, una especie de dolorosa necesidad parecida a la nostalgia. Desde luego, era posible que no volviera a sentir nunca más esa añoranza.
Había matado a un hombre. Se le caía el alma a los pies cuando lo recordaba. Todo el mundo —incluido el comisario del sheriff, después de escuchar su versión de los hechos— dijo que había obrado correctamente, que aquel individuo se lo buscó, que Nick hizo un favor al mundo al desembarazarlo del sujeto en cuestión. El propio Nick se había repetido lo mismo una y otra vez, y una parte de él se alegraba de lo que realizó: vengar a Karen y a Julie, evitar que el hombre atacase al padre de Julie y le abriera la cabeza con la piedra, lograr que el agresor no volviera a hacer daño a nadie. Pero, en lo más profundo de su ser, el muchacho experimentaba una intensa y dolorosa amargura ante la idea de que había puesto fin a una vida. Aquel hombre estaba muerto.
Muerto. Nunca volvería .sentir el sol en su cara...
Ni a violar a otra mujer.
Si hubiese muerto una semana antes, no habría podido atacar a Karen ni a Julie. No se habría mezclado en sus vidas, ni en la suya.
Y si hubiera conseguido huir, es muy posible que esta noche, o la semana que viene, o el año próximo aterrorizaría, y acaso matara, a otros excursionistas.
«Hice lo que debía hacerse —se dijo Nick—. No debería sentirme como si fuese basura. No es justo.»
—¿Nick?
Miró por encima del hombro. Vestido con un batín, su padre estaba en el umbral de la puerta.
—Te llaman por teléfono.
Sintió un helado ramalazo de pánico. A juzgar por la expresión de su padre, sin embargo, comprendió que no había nada que temer.
—¿Quién es?
—Una tal señorita O'Toole.
Al ponerse en pie, el dolor que surcó sus músculos provocó en Nick un respingo. Cojeó por el pasillo, detrás de su padre.
—Puedes cogerlo en el estudio, pero, con los vaqueros que llevas, vale más que te mantengas a distancia del sofá, si no quieres que tu madre te ponga a caldo.
—Vale —dijo Nick.
El padre entró en la alcoba de matrimonio y Nick apretó el paso rumbo al estudio. Levantó el auricular de la horquilla y anunció:
—Ya lo tengo. —Se cortó la línea del supletorio de la alcoba—. ¡Dígame! —pronunció Nick por el micrófono del aparato.
—¡Hola! —La voz de Julie sonaba ligeramente distinta por teléfono, pero lo bastante familiar como para que una cálida oleada invadiese a Nick.
—¡Hola, Julie! ¿Cómo estás?
—Hace mucho tiempo que no nos vemos, ¿eh?
—Sí.
Una larga pausa. Nick se estrujó el cerebro, en busca de algo que decir. Se preguntó si Julie tendría el mismo problema. Incluso en aquel silencio, le encantaba sentir a la chica cerca de él.
—Se me ocurrió que podía llamarte —articuló Julie por último— y asegurarme de que llegaste a casa bien.
Nick sonrió.
—¿Temías que la maldición pudiera habernos alcanzado?
Nick oyó la sosegada risa de Julie.
—Perdóname mientras vomito —dijo la chica.
—¿Benny sigue en sus trece?
—Tuvimos dos horas de paz después de salir del hospital. Porque se quedó dormido. Mi padre hizo luego un alto en Denny's para tomar un piscolabis y Benny se pasó todo el rato tratando de catequizarnos. El chico es un obcecado.
—A nosotros no se nos permite hablar del asunto. Lo saqué a relucir una vez y mi madre se puso en los cuernos de la Luna. ¿Conoces el primer mandamiento?
—¿Cuál?
—Los de Dios. Ya sabes, los que transmitió a Moisés. Las tablas de la Ley.
—¡Ah, esos mandamientos! Sé que el undécimo es: «No te dejes pillar».
Nick dejó oír una risita entre dientes y empezó a sentarse en el sofá. Se dio cuenta a tiempo y acabó acomodando las posaderas encima de la alfombra.
—De todas maneras, el primer mandamiento dice:
«No tendrás otros dioses delante de mí»... o algo por el estilo. Según mi madre, eso significa que es pecado creer en ocultismos y cosas así.
—¿Como maldiciones?
—Como maldiciones, fantasmas, tablas con signos, quiromancia, astrología, brujas, duendes y trasgos.
—¿Qué diablos es un trasgo?
—No lo sé, algo como un gnomo.
—¿Algo que vive en San Francisco y cecea?
—Y come esos pasteles de tocino entreverado, queso y espinacas que se llaman quiches.
—Tendremos que ir a Letterman —dijo Julie.
—Ya me duele todo de tanto reír.
—A mí también. Tengo hechos polvo los músculos del estómago.
—Sí. Deja de reír, anda.
—Y tú también.
—Vale. Bueno, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Mi madre y la maldición.
Eso provocó un vendaval de carcajadas por el teléfono.
—¡Oh! —jadeó finalmente Julie—. Lo lamento. Creo... —emitió una risita tonta—, creo que estoy... un poco mareada. De no dormir. —Nick la oyó respirar hondo—. De acuerdo. Ya estoy bien. Continúa.
—Me parece que ya he terminado.
—Ah, estupendo. ¿Qué estabas haciendo?
—Sacaba las cosas de la mochila.
—Yo he dejado eso para mañana. No quiero mirar todos esos trastos. Lo primero que hice al llegar a casa fue meterme bajo la ducha. —Nick se la imaginó desnuda bajo la rociada de agua caliente, mientras se enjabonaba los pechos—. Hombre, te garantizo que es una sensación formidable volver a estar limpia. Me he puesto embrocación Ben-Gay por todas partes, de la cabeza a los pies.
—Debes de oler terriblemente.
—Los vapores han convertido mis ojos en agua. Y tengo el camisón pegado al cuerpo. —Nick se la imaginó con un camisón de franela. Naturalmente, era poco probable que fuese de franela. Al menos, en pleno verano Algo ligero y transparente, que se le pegaría a los pechos: Se preguntó si Julie se habría aplicado linimento Ben-Gay a los senos—. Una persona auténtica —decía la muchacha—. La Larga Marcha casi acabó conmigo.
—Casi acabó con todos nosotros.
—¿Cómo se las arregla Heather?
—No muy mal. El médico dice que se resentirá durante unos quince días, pero no es nada preocupante. Mi madre la tiene en la cocina, en remojo.
—Quizá debiera probar con un poco de Ben-Gay.
—Sí. No le hará daño.
—Puede que al principio le escueza, pero se acostumbrará.
—Quizá lo pruebe yo. Después de la ducha.
—Aún llevas encima la roña del camino, ¿eh?
—Sí. Me tocó el último turno de baño. Aún estoy esperando a que acabe Rose. Tarda una eternidad.
—No debe de ser la única. ¿y si te hubiese llamado mientras estabas en la ducha?
—Te habría telefoneado yo luego.
—Tal vez para entonces ya estaría en la cama.
—¿No habrías esperado mi llamada?
—Quizá sí, quizá no. Una chica se pone guapa a base de sueño.
—Menos mal, pues, que no me había metido bajo la ducha.
—Sí, menos mal.
Sucedió una prolongado silencio. Nick supuso que Julie se disponía a colgar. Apretó con fuerza el auricular.
—Bueno... —dijo la chica.
Nick tenía la boca reseca y el corazón la latía con un ruido sordo.
—Creo que es mejor dejarte...
—¿Julie?
—¿Qué? —preguntó la muchacha en tono apagado.
—Verás, quiero verte.
Vaya. Lo había soltado.
—Sería estupendo —dijo ella.
—¿Mañana? ¿Mañana por la noche? Podríamos ir al cine o algo así.
—Me gustaría de veras.
—Fenómeno. —Nick dejó oír una risa nerviosa—. Es tan fantástico...
—¿Qué es tan fantástico?
—Que te haya pedido que salgas conmigo. Quiero decir que somos casi como desconocidos o algo así.
—Somos los mismos que éramos en las montañas, Nick.
—Ya lo sé. Lo supongo.
—¿Lo supones? —Julie se echó a reír en tono bajo.
—Es precisamente eso, ¿sabes?, ahora hemos vuelto. Es extraño.
—No hemos cambiado. Yo siento lo mismo respecto a ti.
Tembló una sonrisa en los labios de Nick.
—Yo también siento lo mismo. Te echo de menos. ¿Te parece bien a las siete?
—Vale. Se lo consultaré a mi padre. Aguarda un momento.
Nick esperó. Respiró hondo, una estremecida bocanada de aire. Lo había hecho, se lo había pedido y ella pareció tan deseosa como él. «Yo siento lo mismo respecto a ti.» Era casi demasiado bonito para creerlo. Ya estaba nervioso sólo pensando en la salida.
—Conforme —dijo Julie—. Todo arreglado. Mañana por la noche, a las siete.
—Formidable. Nos veremos entonces.
—¿Conoces el camino para llegar a mi casa?
—No, pero mi padre... —No quería perderse el sonido de la voz de Julie—. Será mejor que me lo indiques.
Había una toalla azul, de rizo, bajo el rostro de Karen. Tenía los pulmones ardiendo y el dolor estalló a través de todo su organismo cuando un espasmo de tos la estremeció. La mano de alguien le frotaba la espalda. Cuando levantó la cabeza, sintió un acceso de náuseas. Se las arregló para ponerse de rodillas y darse media vuelta. Tropezó fugazmente con los preocupados ojos de Meg antes de dejar caer la toalla y ponerse a vomitar.
Cuando hubo terminado, se sentó en el asiento del inodoro, entre sollozos, toses y jadeos para introducir aire en los pulmones. A través de las lágrimas que llenaban sus ojos vio a Meg doblar la ensangrentada estera del baño. Tiró del rollo de papel higiénico, se secó los ojos y se limpió la boca y la barbilla.
—¿Qué tal esa cabeza? —preguntó Meg con su voz baja y ronca.
Karen gimió. Se pasó los dedos por la húmeda cabellera y notó el chichón que había surgido por encima de la oreja.
—Gracias a Dios que oí tu grito. Estaba a punto de encender el televisor.
Meg abrió el botiquín. Bajó una caja, extrajo un tampón y rasgó el envoltorio. Tendió el tampón a Karen.
Mientras Karen se lo insertaba, Meg tiró del obturador del desagüe de la bañera.
—Te lo aseguro, chica, me diste un susto de muerte. ¿Cómo te encuentras? ¿Debo llevarte a urgencias?
—Estoy bien —murmuró Karen.
—Iba a concederte unos diez segundos más y, en el caso de que no volvieras en ti, avisaría al personal sanitario.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Ni idea. —Meg meneó la cabeza—. Quizá tres o cuatro minutos, no lo sé. Sólo comprobé que tu corazón seguía latiendo y de que aún respirabas. Era mi única preocupación. Supuse que tarde o temprano te despertarías, pero ya empezaba a tener mis dudas.
—¡Vaya porquería! —La alfombra del baño esta para el cubo de la basura.
—Cuando te hayas acostado, limpiaré lo demás.
—No, yo...
—Tú no estás en condiciones de hacer nada, criatura.
Karen bajó la mirada sobre sí misma, arrugó la nariz y desenrolló más papel higiénico. Al tiempo que se limpiaba los churretones de sangre, declaró:
—Tendré que tomar otra ducha.
—Supongo que sí. Quédate un momento sentadita ahí. —Meg salió apresuradamente del cuarto de baño. Karen continuó limpiándose. Meg no tardó en regresar con un rollo de cinta adhesiva. Levantó los brazos y procedió a fijar la cortina de la ducha a su barra. Luego, preguntó—: ¿Crees que fue la maldición?
—Sé que fue la maldición.
Meg rió entre dientes.
—La tensión se encargará de eso. Si lo miramos por el lado bueno, resulta que al menos sabes que el hijo de mala madre no se te cepilló.
—Eso ya lo sabía antes —dijo Karen.
Cuando la cortina estuvo en su sitio, Meg dio el agua. Karen se aferró al brazo de Meg, apoyándose en él, y se acercó a la bañera con paso vacilante, temblorosas las piernas. Su amiga la aconsejó con insistencia que no tratara de permanecer de pie. Se sentó bajo la lluvia caliente de la ducha. Meg aguardó al otro lado de la cortina, mientras Karen se aplicaba champú, se enjabonaba y se aclaraba la espuma.
Meg alargó las manos para sostenerla cuando salía de la bañera y mientras se secaba.
—¿Te sientes ya sana y salva?
—Sí. Gracias.
—Acaba de secarte. Prepararé un poco de algo.
—¿Un poco de qué?
—Será una sorpresa.
Al quedarse sola, Karen se envolvió en la toalla de baño. Se tomó dos aspirinas con un vaso de agua fresca. Se cepilló los dientes. Despues se paso un pellle por la cabellera, haciendo muecas cada vez que las púas tropezaban con un enredo del pelo.
—En tu cuarto —avisó Meg desde el pasillo.
Karen fue a su dormitorio. En la misma entrada por dentro, Meg la recibió con un guiño. Echado hacia atrás el cobertor, las sábanas, azules y con estampado de flores, estaban a la vista. Habían corrido la silla hasta situarla junto a la cama y, en el asiento, descansaba una bandeja provista de galletas, una cuña de queso de Cheddar, una ruedecita de Gouda y un cuchillo para cortarlo. Encima de la mesita de noche había dos copas, al lado de las cuales se encontraba una botella de vino blanco, abierta y a punto.
Pese a sus dolores, Karen se las arregló para sonreír.
—Medicina —dijo Meg—. Queso y galletas para componerte el estómago. Y, además, Masson Sauvignon Blanc para ayudarte a conciliar el sueño.
—Eres realmente fantástica.
—Ya lo sé.
Karen se puso el camisón. Subió a la cama, tiró de la sábana de arriba y se acomodó, con la espalda apoyada en la cabecera. Meg escanció el vino. Puso la bandeja atravesada sobre el regazo de Karen y levantó las copas.
—Brindemos —dijo Meg.
—Por ti —dedicó Karen—. Me salvaste la vida.
Meg se puso colorada.
—¿Para qué están las compañeras de piso?
Entrechocaron las copas y bebieron.
27
—Es una pitanza decente —proclamó Arnold, al tiempo que acercaba su silla a la mesa del desayuno. Olfateó su plato de huevos fritos con tocino entreverado y emitió un ruidoso suspiro—. ¡Ah, las comodidades del hogar!
Muy sonriente, Alice colocó un plato delante de Heather.
—No te vi despreciar los otros desayunos.
—Hasta querías devorarte el mío —recordó Rose.
—En las montañas me lo como todo. Pero esto, bueno... esto es comida de verdad.
—No sé por qué Nick tarda tanto en bajar a desayunar —se extrañó Alice.
—Seguramente se estará acicalando para su gran cita.
—¿A las nueve de la mañana?
Arnold se echó a reír y empezó a cortar su tocino.
Alice llevó a la mesa los dos últimos platos, fue luego hasta la puerta de la cocina y llamó a Nick.
—¡En seguida voy! —voceó el muchacho.
—¡Los huevos del desayuno se te están enfriando! —avisó Alice.
Regresó a la mesa, ocupó su silla y suspiró, contenta de poder sentarse de una vez. No le hacía maldita la gracia el tener que ir a la compra, recorrer con sus piernas martirizadas por las agujetas y sus pies llenos de ampollas los pasillos del supermercado. Pero no tenía otra opción. No, si querían cenar aquella noche.
Oyó el roce de los mocasines de Nick sobre el suelo de la cocina. El chico se acercó por detrás y se sentó a la mesa. Dedicó a su madre una rápida sonrisa. Tenía en los ojos una expresión temerosa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Alice.
—Claro que sí. Lo único que pasa es que no he dormido muy bien.
—¿Nervioso por la gran cita?
Nick se encogió de hombros y cogió el tenedor. Se agitó en su mano temblorosa. Nick empezó a cortar los huevos con el canto de la horquilla del tenedor. Al observarle, la madre se sintió inquieta, como si la tensión del muchacho fuera contagiosa. Alice empezó a comer, pero apenas notaba el sabor de los alimentos. Era evidente que la preocupación del chico la producía algo más que la impaciencia que pudiera ocasionarle la perspectiva de salir con Julie. Sin duda, tuvo una pesadilla, y la mujer no era capaz de suponer lo profundamente que podía haberle afectado. Acaso Julie contribuyera a alejar de la mente de Nick lo que quedase de aquella preocupación.
—¿A dónde piensas llevarla? —preguntó Alice. El muchacho se encogió de hombros.
—No lo sé. Tendré que mirar la cartelera del periódico. En el Valle hay toda clase de cines.
—Y una barbaridad de autocines —añadió Arnold.
—No quiero llevarna a ningún autocine.
—¿Por qué no? —preguntó Rose—. Son un rato guais.
—Nick sabe por qué no.
—Nosotros, vamos —insistió Rose.
—Es distinto.
—¿Por qué?
—Eso no tiene que preocuparte, jovencita.
—Nosotros los llamábamos pozos de pasión.
—¡Arnold!
Rose echó la cabeza hacia atrás, sonrió y mostró una boca llena de tocino a medio masticar.
—¡Ah, ya lo entiendo!
—¿Qué? —quiso saber Heather.
—Mamá no quiere que se den la fiesta.
—Algunos de mis recuerdos más queridos... —empezó Arnold.
—Basta ya. —Alice se volvió hacia Nick. Concentrada su atención en el plato, como si estuviese al margen de la charla, Nick mojaba un trozo de tostada en el resto de yema de huevo que tenía allí—. No llevarás a Julie a ningún autocine. Estoy segura de que su padre tampoco lo aprobaría.
—No lo discuto —dijo Nick.
—Sobre todo cuando es la primera vez que salís...
—No lo discute —la interrumpió Arnold.
—Conforme. No soy quién para amargar la vida a nadie, Sólo quiero tener la certeza de que nos entendemos mutuamente.
—Yo te entiendo —dijo Nick.
—Así, pues —trató de concretar Arnold—, ¿cuál es el programa para hoy?
—Yo, por ejemplo, tengo que ir a comprar comestibles. —Alice se levantó de la mesa—. ¿Quién quiere acompañarme? —Cogió la cafetera.
—¡Yo! —exclamó Rose.
—Y yo —se sumó Heather.
—Vale más que tú te quedes en casa —decretó Arnold—, y procures no estar mucho tiempo de pie.
—Oh, papá...
—Tu padre tiene razón —dijo Alice, y rodeó la mesa para volver a llenar la taza de café del hombre—. Cuanto más tiempo descanse el pie, antes lo tendrás curado del todo.
—La rota peana el tiempo la sana —dijo Nick, y sonrió. Su primera sonrisa de la mañana.
Alice le sirvió más café, llenó luego su propia taza y volvió a dejar la cafetera encima del mostrador.
—¿Necesitáis algo especial de la tienda?
—Vodka y Dos Equis —pidió Arnold.
—Claro. —Alice se sentó y tomó un sorbo de café complacida de haber sabido llevar la conversación hacia derroteros menos conflictivos—. Creo que cogeré una nueva venda Ace. La vieja está hecha un desastre.
—Usé anoche Ben-Gay —informó Nick. Arnold soltó un bufido.
—Así que ésa era la peste que olí. Pensé que se trataba del aliento de Rose.
La niña hizo una mueca y Heather se echó a reír.
—Creo que he perdido el peine —dijo Nick.
—Será mejor que le compres dos o tres —aconsejó Flash—. Un joven coladito por una chica está perdido si no tiene peines.
Rose formó una O con los labios. Heather rió por lo bajo. El rostro de Nick se puso rojo como un tomate maduro.
—Jesús, papá —murmuró.
Arnold estaba radiante.
—¡Oh! ¿He dicho algo malo?
—¿Qué tal tu champú anticaspa? —preguntó Alice a su marido.
—Está bien —dijo el hombre—. Aunque un poco bajo en grasa.
—¿Me dispensáis? —preguntó Nick—. Quiero ventilar los sacos de dormir.
—Limítate a tenderlos en la cuerda —dijo Arnold.
Nick abandonó la cocina. Arnold sostuvo la mirada de Alice y se encogió de hombros.
—Has puesto al chico mortalmente violento —reprochó.
—¿De verdad está enamorado? —susurró Heather.
—Es la acostumbrada parte odiosa de la personalidad de tu padre.
Arnold rió entre dientes.
—Me juego algo a que sí—dijo Rose.
—Es igual —advirtió Alice—. No es una cuestión para hacer chistes. Enamorarse es un asunto muy serio.
—Sí, en especial cuando se tienen diecisiete años —añadió Arnold.
—Venga, Rose, ayúdame a quitar la mesa. Quiero estar en el supermercado antes de que se llene de gente.
Benny sostuvo el plato bajo el grifo de la cocina y observó cómo el humeante chorro del agua fundía los pequeños terrones de azúcar desprendidos de los bollos de canela. Cuando el plato parecía limpio, se lo alargó a Tanya. La muchacha lo puso en el lavavajillas y cogió otro plato.
—¿Crees que permitirán a un niño utilizar la biblioteca? —preguntó Benny.
—¿Qué biblioteca? —quiso saber su prima.
—La de la facultad.
—¿Qué buscas? Tal vez yo pueda encontrártelo.
—Sólo unos temas...
Tanya colocó en la máquina dos tazas de café, que puso boca arriba, y miró a Benny.
—¿Temas de ocultismo? —preguntó.
—Sí —reconoció el chico—. Brujas y esas cosas.
—¿Has probado en la tuya?
—Lo hice anoche. Pero no he conseguido gran cosa. Nada que trate la cosa con detalle y en profundidad. Además, la biblioteca pública apesta.
—Probablemente no quieren que la juventud se corrompa.
—De todas formas, se me ha ocurrido que tal vez pueda acompañarte y echar un vistazo por allí mientras tú estás en clase.
—¿Durante dos horas y media? ¿No temes aburrirte?
—Nunca me aburro. Papá dice que el aburrimiento es síntoma de debilidad mental.
Tanya sonrió, se apartó un mechón de pelo de la frente y cogió el plato que le tendía Benny.
—Bueno, tu compañía será un placer, si es eso lo que deseas. Pero vale más que se lo digas antes a tu padre. Quizá tenga algún encargo que hacerte. Hala. Yo acabaré con los platos.
—Gracias —dijo Benny, y se apresuró a salir de la cocina. Su padre, que llevaba puesto el descolorido traje de baño azul, estaba con una rodilla en tierra, junto a la piscina, comprobando el termómetro—. ¡Eh! ¿Hay inconveniente en que vaya a la facultad con Tanya? Ella está conforme si a ti te parece bien.
—Por mí, vale. ¿Qué te traes entre manos?
—Nada. Sólo quiero dar una vuelta por la biblioteca.
La boca del padre se curvó en una semisonrisa.
—Los únicos ejemplares del Necronomicón de que se tiene noticia están, según dicen, en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic y...
Benny soltó una carcajada.
—¿Sabes eso?
—Te sorprenderías mucho si te enterases de todo lo que tu viejo padre sabe. No soy un inculto integral, muchacho. De todas formas, ve con Tanya, si lo deseas. Aunque te advierto que Karen estará aquí dentro de una hora, más o menos.
Se disolvió la impaciencia de Benny. No quería perderse a Karen. Por otra parte, aquel asunto tenía demasiada importancia para retrasarlo. Quizá no encontrase en la biblioteca de la facultad datos y documentación que le sirviera de ayuda, pero tenía que intentarlo.
—Bueno —decidió—, será mejor que vaya, a pesar de todo. Estaremos de vuelta hacia la una.
—Karen aún seguirá aquí. Me imagino que va a quedarse a cenar. Buena caza.
28
Circulaban por una calle tranquila, sombreada por los árboles, a unas seis manzanas de su casa. Rose movía el dial de la radio, tratando de sintonizar una emisora que transmitiese rock, cuando un pastor alemán surgió de detrás de un automóvil aparcado. Alice jadeó, sobresaltada. Extendió un brazo a través del pecho de Rose y obligó a la niña a echarse hacia atrás al tiempo que pisaba el pedal del freno. Chirriaron los neumáticos. El perro volvió la cabeza y pareció fulminar a Alice con la mirada, pero no hizo movimiento alguno para quitarse de en medio. La capota lo ocultó a la vista un segundo antes de que el coche lo atropellara. El impacto hizo estremecer la furgoneta. Alice gimoteó cuando la rueda izquierda pasó por encima del perro.
—¡Oh, mamá! —exclamó Rose. En sus ojos había una expresión aterrada.
Alice echó un vistazo por el retrovisor. A su espalda, la sombreada calle aparecía desierta. No supo qué hacer. Deseó reanudar la marcha y alejarse de allí en seguida, pero no podía seguir adelante sin que la rueda posterior pasara por encima del perro. Aquella idea la puso enferma. La pierna derecha, aún extendida y pisando a fondo el pedal del freno, empezó a agitarse y a subir y bajar frenéticamente como si los músculos hubieran enloquecido.
Rose bregó con el cinturón de seguridad.
—Aguarda un...
—¡Hemos de conseguir ayuda, mamá!
La niña abrió la portezuela y se apeó de un salto.
—¡Rose! ¡Maldita sea!
Sin hacerle caso, la chiquilla corrió hacia la parte delantera del vehículo. Con mano temblorosa, Alice accionó la llave de contacto. Puso el freno de mano, se desembarazó del cinturón de seguridad y abrió la portezuela. Su nerviosa pierna izquierda empezó a derrumbársele cuando apoyó sobre ella todo el peso del cuerpo. Se agarró a la puerta de la furgoneta para no caer.
—¡Rose!
Ya era demasiado tarde. La niña estaba de pie, envarada, junto a la rueda delantera, con la vista fija debajo del neumático y sus bonitas facciones contraídas de un modo espantoso. Se apretaba los oídos con las manos, como si pretendiese bloquear un ruido horripilante.
Alice dirigió una mirada a los aplastados restos del perro. Se apresuró a levantar los ojos hacia Rose.
—¡Muy bien! —reprochó—. ¿Ya estás contenta? ¡Te dije que no mirases! —En realidad, no se lo había dicho, aunque sí trató de hacerlo—. ¡Me gustaría, maldita sea, que, aunque sólo fuese por una vez, me escuchases cuando te digo algo!
La niña continuó mirando al pastor alemán.
—¡Oh, mamá! —musitó, y dejó caer los brazos a los costados.
—¿Has oído algo de lo que te he dicho?
—Tenemos que conseguir ayuda —repitió Rose, y rompió a llorar.
—¡Oh, Rose, Rose! —Alice la abrazó con fuerza. También estalló en lágrimas—. Lo siento, cielo mío. Lamento haberte gritado. Es que no quería que lo vieses. Lo siento.
—Hemos de ayudarlo.
—Ya no hay forma de ayudarlo. Ahora está con Dios.
—No, por favor. No puede haber muerto.
—Lo siento, corazón.
—Tenemos que llevarlo a un veterinario.
—Está muerto. Ningún veterinario puede hacer nada por él.
—Por favor. Si no lo intentamos... ¡Hemos de intentarlo!
—¿Dificultades? —preguntó alguien.
Alice vio a un hombre joven, con barba, que se acercaba desde un paseo próximo. «Por favor —pensó—, que no sea el dueño del perro.»
—Surgió de pronto, corriendo —explicó—. No me dio tiempo a frenar. No hizo... más que salir y echárseme encima.
El hombre pasó por delante de la furgoneta y miró debajo de la carrocería.
—Desde luego, lo ha hecho puré. Vaya plasta.
Alice se secó las lágrimas.
—¿Sabe de quién es?
—Es la primera vez que lo veo. —Se agachó cerca de los despojos—. Parece que no lleva collar. Quizá sea un chucho callejero.
—Tenemos que llevarlo a un veterinario —dijo Rose.
El hombre alzó las cejas.
—¿Quiere cargar eso en su vehículo?
—No...
—¡Sí! Tenemos que hacerlo, mamá. Por favor.
—Cariño, está muerto.
—¡No, no está muerto!
—A mí me parece bastante difunto —opinó el hombre. Parecía un tanto divertido—. No soy ninguna autoridad en el asunto, pero, tal como están esparcidas las tripas por el suelo...
—¡Cállese! —saltó Alice.
—Lo siento. No quería... Le diré una cosa. Si de verdad quiere llevárselo, le echaré una mano. Aunque sería mejor que no manchara su coche. Espere un momento, tengo bolsas en el garaje. Vaya y abra la puerta trasera de la furgoneta. Estaré de vuelta en dos patadas.
Alice permaneció en silencio mientras el hombre se alejaba presuroso. Malditas las ganas que tenía de poner aquella cosa horrible en su vehículo. Pero se sentía atrapada. No podía marcharse de allí sin volver a pasar por encima del perro..., a menos que lo sacara de debajo de la furgoneta. Además, Rose no se lo perdonaría nunca.
Supuso que tenía cierta responsabilidad respecto al pobre animal. No era culpable de su muerte: iba conduciendo dentro de la velocidad límite, el perro se puso de pronto delante de la furgoneta y nadie hubiera podido frenar a tiempo. Pero era ella quien lo había matado, aunque no tuviera la culpa. Por mucho que le fastidiara la idea, no dejaba de comprender que sacar el cadáver y trasladarlo a una clínica veterinaria era lo correcto.
Que en la clínica arreglasen la cuestión apropiadamente.
Podían dejado donde estaba y que el departamento de Recogida de Animales lo recogiese. Pero otros coches podían... Quizás el hombre lo apartaría de la calzada.
Rayos, también podía llevárselo. Hacer feliz a Rose. Si no estaba equivocada, había una clínica veterinaria en Wilshire, a una manzana del consultorio de su dentista.
Vio que el hombre recorría de vuelta el paseo de acceso a su casa. Llevaba una bolsa de basura y una pala. Una pala.
—Sube al coche, cariño.
Mientras la niña obedecía, Alice cogió las llaves de la cerradura de contacto y se dirigió a la parte posterior de la furgoneta. Abrió la puerta. Al oír que se acercaba otro vehículo, corrió hacia la portezuela del conductor y la cerró. El otro coche se desvió por el carril contiguo.
Alice bajó la cabeza para no ver a los ocupantes del automóvil cuando pasaba. Le alivió el hecho de que no se detuvieran. En cuanto desapareció el coche, la calle quedó despejada.
—¿Seguro que quiere llevarse eso? —preguntó el hombre—. Puedo arrastrarlo hasta el bordillo y avisar a los de la perrera para que vengan a recogerlo.
—No, está bien. Mi hija...
—Sí. Los niños. Lo mejor que uno puede hacer es llevarse bien con ellos. Eh, de todas formas, suelen tener razón.
Tendió la bolsa de plástico en el piso de la calzada, con la boca a unos dos centímetros del charco de sangre. Enderezó el cuerpo y se puso un par de guantes de jardinena. Con las piernas separadas, cogió la bolsa y tiró del perro hacia sí, arrastrándolo por las patas delanteras. Horrorizada, Alice vio que una parte de las tripas del chucho quedaban detrás, como si estuviesen pegadas con cola al asfalto. Se tapó la boca y desvió la vista. Oyó el crepitar del plástico y luego el áspero chirrido de la pala.
—Ahí vas —dijo el hombre. ¿Se dirigía al perro?—. ¿Te quedarás ahí? Señora, ¿se encuentra bien?
Alice asintió con la cabeza.
—¿Puede echarme una mano? No me gustaría que se rompiera la bolsa.
—Naturalmente —murmuró Alice. Se puso de cara al hombre e intentó que la mirada no se le fuera hacia el perro—. ¿Qué tengo que hacer?
—Tire un poco hacia atrás. Si puede levantar ese extremo de la bolsa, se hará cargo de una parte del peso...
Alice pasó junto al hombre. Se agachó para coger el borde de plástico transparente. El hombre levantó su extremo y retrocedió, arrastrando la repulsiva carga. El perro pesaba mucho. Para no verlo, Alice mantuvo la vista fija en la cabeza del hombre. Aunque no aparentaba tener más de treinta años, le clareaba en la cabeza la morena cabellera. «Lo cual explicaba que llevase barba —pensó Alice—: los calvos suelen dejársela.»
Llegaron por fin a la parte trasera de la furgoneta.
—¿Arriba? —preguntó el hombre.
—Lo intentaré.
—¿Tiene la bolsa bien agarrada?
La mujer afirmó las manos sobre el plástico.
—Vale —dijo.
—¡Ahora!
Levantaron la bolsa. Alice notó que el plástico estiraba como si se fundiera bajo sus nudillos y la yema de sus dedos. Se dilató y se rasgó, pero el peso ya había dejado de recaer en las manos y el piso de la furgoneta sostenía al perro.
El hombre subió a la parte de atrás del vehículo. Tiró de la bolsa, desplazando el animal hacia sí. Se dio la vuelta, pasó por encima del respaldo del asiento trasero y se apeó por una portezuela del coche.
Alice cerró la puerta posterior.
—Vale —dijo el hombre. Se quitó los guantes de jardinería y recogió la pala—. Todo listo. Seguramente, en la clínica veterinaria encontrará usted a alguien que descargue al animal.
—Bien, no sabe usted lo que le agradezco su ayuda. —Alice se preguntó si debería ofrecerle dinero. Resultaría embarazoso, sobre todo si él lo rechazaba—. Se lo agradecemos de veras.
—A su disposición —se ofreció el hombre, con una sonrisa forzada—. Eh, si el chucho sale de ésta, infórmeme.
«¡Que horror!», pensó Alice.
—Descuide, lo haré —murmuró.
El hombre se alejó con paso vivo, con la pala al hombro. Alice medio esperó que se pusiera a silbar como uno de los siete enanitos.
—Deprisa, mamá —acució Rose.
Subió y se puso al volante. La niña estaba de rodillas en el asiento, mirando por encima del respaldo hacia el perro. Lloriqueaba y se secaba la nariz con una bola de Kleenex.
—Date la vuelta y abróchate el cinturón —le ordenó Alice. Mientras Rose ajustaba la hebilla, Alice hizo lo propio con la suya y puso en marcha el vehículo.
Condujo despacio hasta la esquina de la manzana. En la señal de «Alto», en el cruce, miró cuidadosamente en ambos sentidos, antes de continuar.
—Acelera, mamá. ¡Por favor!
—No hay prisa —repuso la mujer.
En el prado frontal de la casa situada delante, un muchacho vestido con mono retozaba con un cocker spaniel. Gracias a Dios, pensó Alice, había sido un perro y no un niño. Aquello resultaba demasiado espantoso incluso solo mirarlo. ¿Que pasaba con la inconsciente madre de aquel muchacho, que lo dejaba jugar en el jardín delantero, sin nadie que lo vigilara? El spaniel salió disparado repentinamente hacia la calzada. Alice pisó el pedal del freno, pero el perro de detuvo en la acera, giró en redondo y regresó dando saltos al jardín. Alice emitió un suspiro de alivio mientras pasaba de largo.
Bajo sus manos sudorosas, el volante tenía un tacto resbaladizo. Soltó primero una mano, y luego la otra, para secárselas en la falda.
Ni hablar ya de ir de compras, decidió. Después de aquella prueba, no se encontraba con ánimos de afrontar la visita al supermercado. Eso podía esperar, o que fuese Arnold. De cualquier modo, no tenía la menor intención de volver a salir de casa. Cuando llegara, se encerraría en su cuarto, con el nuevo libro de Sidney Sheldon, y no lo abandonaría hasta...
A espaldas de Alice se oyó un sordo gruñido en tono bajo. A la mujer se le erizaron los pelos de la nuca.
—¡Está vivo! —exclamó Rose jubilosamente, al tiempo que empezaba a volverse.
Por el espejo retrovisor, Alice vio al pastor alemán: las patas delanteras apoyadas en el respaldo del asiento, los colmillos al aire, la saliva suspendida en hilos sanguinolentos que caían desde las fauces. Tras un rugido furibundo, el perro saltó hacia adelante. Rose chilló. Alice pisó a fondo el pedal del freno. La furgoneta se detuvo bruscamente y su sacudida lanzó a los pasajeros contra la tensión de los cinturones de seguridad. La cabeza de Alice chocó contra el volante. El perro se desplomó sobre el cojín situado junto a Alice. Los intestinos cayeron al piso con ruido de chapoteo y los dientes se cerraron sobre la muñeca de Rose, mientras la niña gritaba y trataba precipitadamente de liberarse del cinturón de seguridad. El pastor alemán soltó la muñeca y se lanzó hacia la garganta de Rose.
Alice bregaba con la hebilla de su cinturón. Apartó las correas y se arrojó sobre la enorme bestia, pasándole un brazo alrededor del cuello, en tanto Rose se acurrucaba contra la portezuela, chillaba y trataba de esquivar las embestidas de las mandíbulas. En el hueco del codo, Alice apretó el peludo cuello con todas sus fuerzas. Metió la otra mano en la boca del perro y soltó un grito cuando los dientes se le hundieron en la carne, pero mantuvo agarrada la mandíbula del pastor alemán y tiró de la cabeza hacia ella, para apartarla de Rose. Cayó entonces hacia atrás, debajo del perro, que se contorsionaba sobre su pecho y seguía con los dientes clavados en su mano.
—¡Rose! —gritó Alice—. ¡Sal de la furgoneta!
El perro se retorció y agitó, en un intento para rodar sobre sí mismo, pero no pudo librarse del abrazo de Alice. La mujer sabía que, si lo soltaba, al perro le faltaría tiempo para saltar con los dientes por delante hacia su garganta. Alice tenía la mano hecha un ascua, los dedos se le debilitaban por segundos, pero continuó sujetando aquellas fauces.
Se abrió la portezuela situada detrás de su cabeza. De pie, erguida sobre Alice, Rose agarró una de las pataleantes zarpas delanteras del perro.
—¡Suéltalo! —gritó la niña.
—¡Rose!
—¡Suéltalo!
Alice abrió los dedos y notó que los dientes se separaban de su carne. El perro estiró la cabeza hacia arriba y lanzó una dentellada a Rose.
¡Rose estaba tratando de sacarlo del vehículo! ¿Es que no comprendía que...?
—¡No! —chilló Alice. La húmeda piel del lomo del perro sofocó su alarido.
El animal estaba ya medio fuera del coche y ¿acaso Rose no se daba cuenta de que se lanzaría sobre ella?
Alice pasó los brazos alrededor del desgarrado vientre, en un intento para impedir que la bestia se apeara.
De súbito, el cuerpo del perro tembló, a la vez que un ruido sordo y chasqueante llenaba los oídos de Alice. La furgoneta se bamboleó un poco. Se repitió el chasquido sordo. Resonó de nuevo. En cada ocasión, la furgoneta se balanceaba y el perro sufría una ráfaga de temblores y sacudidas.
Al final se quedó inmóvil sobre Alice.
—¿Mamá? ¿Estás bien?
Cuando el cuerpo dejó de estar encima de Alice, la mujer se dio cuenta de la causa de los ruidos sordos: su hija había estampado tres veces la portezuela del coche contra la cabeza del pastor alemán.
29
—¿Qué pinta ése ahí? —preguntó Benny, cuando el joven que estaba junto a una garita de guarda les indicó con el brazo que siguieran.
Tanya sonrió al hombre, al pasar despacio por su lado.
—Se supone que es para mantener a raya a los indeseables —explicó—. Personas que no tienen ningún pito que tocar por aquí. Si no anduviesen con cuidado, esto se llenaría de maníacos de todas clases. Exhibicionistas, violadores, ese tipo de individuos. Es que por aquí hay muchas mujeres. Todas las facultades tienen problemas semejantes.
—¿De veras?
—Lo que yo te digo. En Berkeley se produjeron cosa de una docena de violaciones mientras estuve allí. Ése es el motivo por el que mis padres decidieron que me trasladase aquí a vivir con vosotros.
—No lo sabía —reconoció Benny—. Creí que habías venido sólo para ayudar a papá.
—Ah, eso fue una parte, claro. —Giró para estacionar el coche en una plaza que había libre junto a una furgoneta Volkswagen—. Pero había razones de toda índole. —Alargó la mano hacia el cuaderno de espiral y el grueso volumen de obras de Shakespeare que llevaba en el asiento contiguo, pero Benny los cogió antes.
—Yo te los llevaré —dijo.
Tanya sonrió y Benny notó que el rubor se extendía por el rostro. Realmente era muy bonita. Aunque no tan guapa como Karen. Pensó que le habría gustado estar en casa cuando Karen llegara.
Se apeó del coche y marchó junto a Tanya por el camino que llevaba a la salida lateral de la zona de aparcamiento. Vio varios edificios, a no mucha distancia: algunos eran bajos y de aspecto moderno, estucados, con arquitectura típica de instituto de enseñanza media; otros eran antiguos, construcciones cuadradas y de rojo ladrillo visto. Amplios espacios de césped, con más árboles que un parque, separaban los edificios entre sí. Benny decidió que, en realidad, el campus tenía casi toda la apariencia de un parque. Incluso había bancos.
—Es estupendo —comentó.
—Me gusta —dijo Tanya.
—¿Más que Berkeley?
La joven se encogió de hombros.
—¿Menos? —insistió Benny.
—No lo sé —confesó Tanya—. Creo que me gusta más. Berkeley es tan inmenso que me sentía perdida. A cada una de las clases asistíamos un par de centenares de estudiantes. ¿Sabes cuántos somos en estas de Shakespeare? Catorce. Es formidable. —Consultó su reloj de pulsera y dejó escapar un gruñido—. Abreviemos —dijo. Pero, en vez de avivar el paso, se detuvo. Movió la cabeza para indicar hacia la derecha—. Mi clase está por allí. Será mejor que vayas a la biblioteca tú solo, si no, llegaré tarde. Nos encontraremos allí cuando salga de clase y entonces pediré los libros que desees como si fueran para mí. ¿Vale?
—Perfecto.
La muchacha señaló al frente.
—¿Ves el tercer edificio de ahí? Ése es la biblioteca.
Benny levantó los cristales ahumados de pinza que llevaba sujetos a las gafas y contó los inmuebles.
—¿El de las columnas?
—El mismo. Es un sitio insípido. Si te hartas de estar allí, tienes el centro social de estudiantes al otro lado de la explanada. Puedes tomarte una Coca o lo que te apetezca. Y ahora es mejor que me vaya. —Benny le entregó el cuaderno de notas y Tanya se alejó presurosa. Atajó por la hierba, a paso rápido, moviendo sugestivamente las cachas bajo los ajustados pantaloncitos azules. Al cabo de un momento, agitó la mano y llamó—: ¡Steve! —Un mozo que subía la escalinata de un distante edificio volvió la cabeza, agitó también el brazo y la esperó. Tanya fue hacia él a paso ligero.
Benny la estuvo mirando hasta que la joven desapareció al otro lado de una puerta cristalera. Se sintió abandonado mientras volvía a poner en su sitio los cristales ahumados y echaba a andar hacia la biblioteca. Los pocos estudiantes que circulaban por los paseos no parecían tener la menor prisa. Daban la sensación de encontrarse entre una clase y otra. Una pareja de jóvenes estaban sentados en un banco, dedicados con entusiasmo a charlar y hacer manitas. En un desnivel del terreno, una chica con pantalones cortos y blusa sin espalda permanecía echada encima de una toalla, tomando baños de sol y leyendo el periódico. Un disco volador aterrizó cerca de ella. La muchacha no hizo caso alguno del disco ni del muchacho desnudo de cintura para arriba que corrió hasta él y lo recogió del suelo. Lo lanzó volando por encima de la cabeza de Benny y atravesó corriendo el paseo para ir a reunirse con sus compañeros.
Benny se alegró de que nadie pareciese reparar en su presencia. Se sentía desplazado allí, entre estudiantes universitarios, un intruso en el mundo especial de aquellos muchachos. Medio se esperaba que alguien le llamase la atención y le expulsara del campus.
Una mujer esquelética, vestida con traje chaqueta, se le acercó y, a través del cristal tintado de sus gafas, le miró con el ceño fruncido.
—Perdón, jovencito... —dijo en tono agudo. A Benny se le desbocó el corazón.
—¿Es a mí?
—Sí, claro. ¿Cuál es el edificio de la administración?
—Cielos, no lo se.
—¿Que no lo sabes? —silabeó con disgusto—. El dificio de la administración —repitió, más alto esa vez, como si pretendiera traspasar la sordera o la estupidez de Benny—. Weller Hall.
—A él tampoco le conozco —dijo Benny. El sonido quejumbroso de la voz de la mujer le desconcertaba.
—No es él, joven. Weller Hall es el nombre del edificio de la administración.
—¡Ah!
Soltó un bufido nasal y Benny miró las ventanas de la nariz, casi convencido de que saldría volando por allí una vela de mocos.
—No sé dónde está nada —confesó—. Sólo la biblioteca y el aparcamiento.
—Si quisiera saber dónde están la biblioteca y el aparcamiento, habría preguntado eso. Lo que busco es...
—Weller Hall —la interrumpió Benny.
—¿Te las das de listo conmigo, jovencito?
—No, señora.
—Ya veo que no —farfulló la mujer, y se alejó con rápidos andares.
Un poco alterado por el encuentro, Benny apretó el paso. ¿Es que aquella individua estaba como una cabra? ¿Es que era incapaz de percatarse, con sólo mirarle, de que él no tenía nada que ver con aquel recinto universitario? Vieja loca.
Vieja loca. Alguien —¿Julie?— había designado con aquellas palabras a la mujer de la montaña. A la bruja.
Benny volvió la cabeza. ¡Había desaparecido! La mujer no estaba a la vista. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Benny. Seguramente habría entrado en aquel edificio de allá detrás.
«Pero, ¿y si era la bruja? ¿Y si ha venido detrás de nosotros desde las montañas? ¿Y si nos ha seguido hasta casa?»
Mientras subía la escalinata que llevaba a la entrada de la biblioteca, la mente del chico se representó a la bruja en la oscuridad, elevados los brazos al aire, lanzando a voz en grito su maldición por encima del ruido del viento y de la lluvia. Trató de imaginarse el aspecto que tendría vestida con traje chaqueta de color gris, gafas a la moda y bien peinada. Le inundó una sensación de lo más deprimente al comprender que se parecería mucho a la mujer que acababa de abordarle. Lamentó no haber mirado con más atención el rostro de la bruja.
—No seas tonto —se reprochó a sí mismo en voz alta.
Se quitó los cristales de sol y tiró de la puerta de la biblioteca. La alfombra sofocó el rumor de sus pasos cuando se dirigió al mostrador de préstamos, donde una joven estaba leyendo. Tenía un rotulador en la mano. Llevaba una blusa blanca, de cuello con volantes, y su pelo era dorado como el de Karen. Benny no vio en ella nada amenazador. Al acercarse Benny, la muchacha levantó la cabeza y le sonrió:
—¡Hola! —dijo.
—¡Hola! —susurró Benny—. ¿Algún inconveniente en que curiosee un poco por aquí? Espero a mi prima. Está en clase..
—Claro que no. Ningún problema. Si quieres ojear revistas, la hemeroteca está detrás de esas estanterías. —Señaló hacia la derecha.
—Gracias.
—Sírvete tú mismo. Si tienes alguna duda o pregunta que hacer aquí estaré.
Benny repitió las gracias y se acercó a los ficheros. En aquel momento, nadie los consultaba. Salvo unos cuantos estudiantes sentados ante unas largas mesas, donde leían o tomaban notas, la gran sala aparecía desierta.
Benny fue leyendo las tarjetas de los ficheros. Dio con el que rezaba BRUJ-BRUZ y lo abrió. Empezó a pasar las fichas, hacia atrás. No tardó en llegar a la de Brujería en el pueblo de Salem. Estaba detrás de Brujería a través de los tiempos, La y delante de Brujería, El doctor ingeniero en, novela. Aquellas obras no le interesaban. Retrocedió. Brujas y hechiceros. Eso parecía más adecuado. Pero la ficha siguiente lanzó los latidos de su corazón a toda velocidad: Brujas, Maleficios y pócimas de.
Buscó el número de referencia y frunció el ceño. En vez de las cifras del sistema decimal de Dewey, que entendía perfectamente, se encontró con un conjunto de letras.
Bueno, la bibliotecaria se había brindado a ayudarle... Cogió el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la camisa y empezó a copiar las letras en la palma de la mano. La punta del bolígrafo apenas dejaba señal en la piel.
Observó entonces que encima del fichero había una pequeña bandeja con hojitas de papel para notas. Tomó una y escribió las letras de la referencia, así como el nombre del autor y el título del libro.
Después regresó al mostrador de préstamos. La muchacha terminó de marcar un pasaje con su rotulador amarillo y sonrió a Benny.
—Lamento molestarla otra vez —dijo el chico—, pero, ¿sabe dónde puedo encontrar este libro?
La joven miró el papel.
—Ah, sí, en el piso de abajo. ¿Estás familiarizado con el sistema de la Biblioteca del Congreso?
—No, yo...
—Bueno, las estanterías están dispuestas por orden alfabético, no tienes más que ir mirando los letreros. Luego, cuando llegues a la que tiene todas las letras idénticas a tu referencia, sólo has de consultar el número que hay debajo. En realidad, es bastante sencillo.
—Estupendo. Gracias. Ah... ¿en el piso de abajo?
Al tiempo que asentía, la mujer dio media vuelta a su silla giratoria y señaló con el dedo.
—Al otro lado de esa puerta de doble hoja.
—Gracias —repitió Benny.
Recogió el trozo de papel, anduvo a lo largo del mostrador y tiró de una de las hojas de la puerta. Se cerró a su espalda. Escaseaba la luz en aquel rellano. Benny buscó con la mirada la fuente de claridad: un globo a través de cuyo cristal esmerilado se distinguían los restos de numerosos insectos difuntos. Arrugó la nariz y empezó a bajar la escalera. Los peldaños parecían ser de hormigón, pero al pisarlos sonaban como si tuviesen metal en su interior. El eco puso intranquilidad en el ánimo de Benny. Intentó bajar con menos ruido. Cuando se acercaba al siguiente descansillo pensó en descalzarse para que sus pasos fueran más silenciosos. Pero hacer eso resultaría una memez. ¿Y si le veía alguien? Además, ¿por qué iba a preocuparle hacer un poco de ruido?
Cuando llegó al descansillo, lanzó una mirada al tramo final de escalones y titubeó.
Estaba muy oscuro allá abajo.
El globo de la parte de arriba sólo iluminaba los primeros peldaños, y su claridad se iba desvaneciendo paulatinamente y acababa por dejar sumidos en una penumbra bastante tenebrosa los últimos escalones. En el rellano inferior no había más fuente de luz que una bombilla gris, que estaba apagada o fundida.
El verano pasado, Benny había visto una película en la que un monstruo acechaba debajo de una escalera. Se asomó por encima de la barandilla y miró abajo. La escalera no parecía tener hueco en su parte inferior.
No seas tonto, se dijo. Respiró hondo y se aventuró hacia la oscuridad; cada clamorosa zancada que avanzaba le hacía sentirse más seguro de lo que se había considerado en la escalera. El último peldaño le pilló por sorpresa. Creyó que aún quedaba otro, pero no era así. El pie derecho chocó violentamente con el piso y envió un ramalazo de dolor pierna arriba. Dio unos traspiés hacia adelante, abrió la puerta con el hombro y cayó de bruces mientras la hoja de la puerta se estrellaba contra la pared con inopinado estrépito.
Recogió las gafas y miró los cristales. No se habían roto. Se las puso e introdujo de nuevo en el bolsillo de la camisa los prendedores. A continuación, se puso en pie. Tras frotarse la dolorida rodilla, dirigió la vista a lo largo del interminable pasillo que se extendía frente a él. Miró a ambos lados: estrechas veredas entre anaqueles. No vio a nadie. Y lo que era más importante, nadie le había visto a él; se sintió como un idiota torpón.
Un zote.
Como la noche en que pisó a Heather.
Por suerte, Julie no estaba aquí con él para echárselo en cara.
Por otra parte, casi deseaba que estuviese. Si no fuera por el zumbido que emitían los tubos fluorescenres, el silencio más absoluto imperaría en la sala. Se recordó que, teóricamente, aquel lugar tenía que estar dominado por el silencio. Esto era una biblioteca.
Pero, por alguna razón, parecía demasiado silenciosa.
Tuvo la fuerte sospecha de que allí abajo no había nadie, salvo él.
Una mirada al letrero de la estantería situada a su izquierda le indicó que el libro sobre brujería estaba probablemente en algún punto de aquel pasaje. Dio con él, lo cogió y se dispuso a volver a la primera planta.
Pero recordar la escalera le provocó un escalofrío a través de su organismo.
Tendría que afrontarla, tarde o temprano. A menos que esperase allí abajo a que Tanya se presentara. La bibliotecaria sabía dónde estaba. Se lo diría a Tanya o acaso bajara ella misma al cabo de un rato. O quizás apareciesen algunos estudiantes y... Que Benny supiese, cabía la posibilidad de que algún alumno anduviera por allí, dedicado a buscar en los anaqueles determinada obra. Si viese a uno, podría seguirle.
Pensó que eso sí que era realmente imbécil y echó a andar despacio por el pasillo central. Cuando llegaba a los angostos espacios abiertos que quedaban entre las estanterías, lanzaba un rápido vistazo a cada lado.
«En la escalera no hay nada. Lo que ocurre es que soy un gallina.»
«Vale, soy un cobardica. Pero, si da la casualidad de que hay alguien aquí abajo y precisamente ahora se dispone a marchar, también puede dar la casualidad de que yo siga sus pasos. No hay nada de malo en ello. Nadie tiene por qué saber lo que estoy haciendo. Nadie lo sabrá nunca, si no se lo cuento.»
Había recorrido la mitad de aquella travesía sin haber localizado a nadie cuando percibió un rumor semejante al de una persona que jadease. Se quedó paralizado. El ruido parecía proceder de su derecha, a escasa distancia. Entre aquellos anaqueles. Si avanzase un paso largo, una zancada, probablemente descubriría su origen.
Se trataba del jadeo acelerado y áspero propio de una persona que marchase a todo correr. Se produjo entonces un gemido que puso a Benny la carne de gallina.
Comprendió que debía avanzar el paso que le faltaba. O, mejor aún, dar una zancada rápida y audaz y mirar fugazmente por encima del hombro mientras pasaba. Pero no pudo. Lo que hizo, en cambio, fue retroceder silenciosamente.
Unos cuantos pasos de retirada y se lanzó por el pasillo de estantes que se abría a su izquierda. Oculto por aquellos anaqueles cuya altura alcanzaba el techo, se dirigió rápidamente a la pared del fondo. Allí, torció a la izquierda y regresó por el camino por el que había ido. Dejó atrás las últimas estanterías. Se agachó en el extremo y oteó el pasillo central. No vio a nadie. Miró a su espalda, hacia la puerta que daba a la escalera, situada a cosa de un par de metros.
Tal vez debía salir disparado hacia ella. La escalera le aterraba, pero no le parecía peor que la propia sala. Era cuestión de salir de allí antes de... El libro. Necesitaba el libro. Si se iba sin él, todo lo que estaba pasando no le habría servido de nada.
Se echó hacia atrás. El trozo de papel era una bola sucia y húmeda en su mano. Abrió el puño, alisó la nota y comparó las letras de la referencia con las de un libro próximo a su hombro.
Debía de estar cerca. De pie, dio unos pasos, lateralmente, por el pasillo y examinó las etiquetas de los lomos. La búsqueda le adentró más entre las hileras de volúmenes, le alejaba cada vez más de la puerta. Al tiempo que sus ojos se deslizaban por los libros, mantenía el oído aguzado al máximo, listo para emprender veloz retirada. No oyó nada, aparte el zumbido de los fluorescentes.
De puntillas, levantada la cabeza hacia atrás, avizoró con los párpados entornados los libros de la ringlera superior. No conseguía distinguir claramente las letras. «Seguramente estará allí —pensó Benny—. Tendré que escalar la estantería para alcanzarlo.» Los anaqueles eran metálicos, aproximadamente de metro veinticinco de longitud, con fondo suficiente para albergar libros por ambos lados. Varillas verticales los sujetaban en los extremos. Parecían bastante sólidos. Benny cogió uno de los bordes frontales y dio un tirón. No se movió lo más mínimo. Pero no iba trepar por allí, a menos que estuviese seguro de que tenía que hacerlo.
Se desvió hacia la izquierda, se puso de rodillas y examinó la primera fila de libros. La línea inicial de letras coincidía, pero los números que estaban debajo... Volvió la cabeza y releyó los títulos: Magia negra, Guía práctica de brujería, Entra en las tinieblas, El tarot es fácil, Brujas y hechiceros, Maleficios y pócimas de brujas.
¡Estupendísimo!
El manual del tarot no le llamaba la atención y no tenía la menor idea acerca de lo que pudiese tratar Entra en las tinieblas. Un vistazo al índice... No, podía hacerlo una vez estuviese en el piso de arriba. Se lo llevaría, con los otros cuatro.
Cuando se disponía a cogerlos, los libros salieron despedidos hacia adelante y cayeron sobre sus rodillas. Una mano huesuda, de venas azuladas, le aferró la muñeca.
Se apagó la luz.
Benny soltó un alarido, adelantó la otra mano, tropezó en la oscuridad con los libros del estante de encima y oyó el ruido que hicieron los volúmenes al chocar contra el suelo por el otro lado. Volvió a intentarlo, encontró el canto del estante, se agarró a él e hizo fuerza impulsándose hacia atrás, mientras la firme presa de la muñeca tiraba de la mano.
«¡La mujer quiere hacerme pasar por la estantería!» Trasladó todas sus fuerzas al brazo izquierdo e intentó resistir.
—¡Suelte! —chilló—. ¡Socorro!
Aumentó la fuerza que tiraba de la muñeca, hasta el punto de que temió que pudiera arrancarle el brazo por la articulación. Su otro brazo cedió. Se vio impelido hacia adelante, la cabeza chocó contra el borde del estante inferior y cayó de espaldas.
—¡No! —gritó, mientras le arrastraban entre los anaqueles.
En un gran arrebato de pánico, adelantó la mano izquierda, encontró la seca rigidez de los dedos que aferraban su otra muñeca e hizo palanca para arrancarlos de allí. No hubo ningún grito de dolor. Sólo un agudo chasquido, un crac semejante al que produce una ramita al quebrarse, y el dedo se rompió, se desprendió. La presa se aflojó. De un tirón, Benny liberó su muñeca, bajó los brazos y agarró la tabla de la estantería por encima de su pecho. Con un rápido empujón, se impulsó afuera. El canto de metal le arañó la cabeza al sentarse.
Se puso en pie de un brinco y se volvió en dirección a la puerta. Confió en que ¿a la izquierda? ¡Sí! Estiró los brazos en la oscuridad y golpeó los libros con las manos, para no perder la orientación. Luego, se acabaron los libros. Se lanzó contra la pared, avanzó tanteándola y encontró la puerta. La abrió de golpe y se precipitó hacia la escalera.
Agitó la mano, a ciegas, y su brazo chocó violentamente contra la balaustrada. Se agarró a la barandilla. Fue adelantando las manos alternativamente, escaleras arriba. La oscuridad era allí absoluta. Cuando llegó al primer descansillo, se atrevió a mirar hacia atrás. Sólo negrura. Parpadeó para convencerse de que tenía los ojos abiertos. No oía nada, salvo su propio y áspero resuello y el batir sordo de su corazón, pero una capa de frío se extendió sobre su piel como si un pulverizador rociase hielo líquido en ella. «¡Ella está aquí, se acerca!»
Atacó el siguiente tramo de escalones, al tiempo que se esforzaba en no gritar, y distinguió una delgada línea de luz por debajo de la puerta. Abrió ésta empujándola violentamente con el hombro.
La bibliotecaria dio un respingo, se revolvió en la silla y abrió la boca. Pero no dijo nada, mientras Benny pasaba de largo por delante del mostrador en su loca carrera hacia la salida.
Empujó la puerta de cristal. Bajó volando la escalinata, se lanzó por el paseo y no paró de correr hasta llegar al automóvil.
30
Cuando por fin llegó Tanya, Benny yacía atravesado en el asiento posterior del coche. El automóvil estaba cerrado y el chico sudaba a mares. Tanya abrió la portezuela del conductor y miró a su primo.
—¿Te encuentras bien?
Al tiempo que se incorporaba, Benny asintió con la cabeza.
—Me preocupé un poco al no verte. Creí que te habías perdido.
—Lo siento —murmuró Benny.
Se apeó. Después del horno que era el coche, el aire exterior resultaba fresco y agradable. Se secó el sudor de la cara y se puso la camisa. Tanya se inclinó por encima del asiento contiguo al suyo y quitó el seguro de la portezuela. Benny la abrió y bajó el cristal de la ventanilla antes de subir al vehículo. La muchacha le tendió un libro negro, de pequeño formato. Benny se quedó mirando la cubierta. Maleficios y pociones de brujas.
—¿Lo conseguiste?
—Kristi se encargó de ello. De todas formas, ¿qué pasó?
—¿Cómo?
—En la biblioteca.
—Tuve ciertas dificultades —musitó Benny.
—Eso me han dicho. Cuando fui a buscarte, Kristi me dijo que saliste de allí corriendo como alma que lleva el diablo. ¿Qué estuviste haciendo allá abajo? Según Kristi, las luces estaban apagadas y tú habías esparcido los libros por el suelo. Parecía un poco mosqueada.
—No fui yo quien lo hizo.
Tanya le miró con expresión decepcionada. Alargó la mano y puso el motor en marcha.
—Kristi asegura que allí abajo no había nadie más.
—Pues sí que había alguien —afirmó Benny, con voz en la que el recuerdo de lo sucedido ponía temblores sin tasa. Enseñó a Tanya la mano derecha. En la muñeca se apreciaban tenues magulladuras, los surcos delgados que dejaron allí las uñas al rasgar la piel.
Tanya contempló los arañazos.
—¿Quién te hizo eso?
El chico se encogió de hombros.
—¡Dios mío, Benny! Deberías decírselo a alguien. ¿Quién te lo hizo? ¿Intentó ese hombre...?
—Esa mujer.
—Será mejor contárselo al servicio de seguridad del campus.
—No la encontrarán. Es una bruja.
—Eso es una locura, Benny, y lo sabes.
—Sí —murmuró Benny—. Imaginaba que ibas a decir eso.
—No podemos decir a los de seguridad que una bruja...
—No voy a decirles nada. Se limitarían a contestar que estoy como una jaula de grillos.
Con un suspiro, Tanya puso la marcha atrás y el automóvil retrocedió. Luego condujo hacia la salida del aparcamiento. El aire que entraba por las abiertas ventanillas era una grata caricia para Benny.
—Sé que no estás loco —le dijo Tanya—. Pero tienes a las brujas empotradas en el cerebro y en tu imaginación desbordante.
—¿Iba a imaginar una cosa así? —preguntó Benny, alzada la mano.
—Claro que no.
—¿Crees que estas señales me las hice yo mismo?
—¿Te las hiciste?
—No.
—Está bien, te creo. y ahora, ¿por qué no me cuentas lo que sucedió allá abajo?
—Vale.
—Y, entonces, aquel dedo se rompió y se desprendió —dijo Benny—. En mi mano.
—¿Se rompió? —preguntó Scott—. ¿Estás seguro?
—Sí.
—Pamemas —murmuró Julie.
Scott la miró con el ceño fruncido y luego dirigió la vista hacia Karen. Ésta contemplaba su Bloody Mary, con una expresión de disgusto en su contusionado rostro.
—Muy bien —dijo Scott—. ¿Y luego qué sucedió?
—Bueno, ella me soltó y pude escapar.
—¿No la viste?
—Estaba oscuro, todo negro como el carbón.
Scott se echó hacia atrás en la tumbona. Secó en sus pantalones cortos el húmedo culo de su vaso de combinado, lo que no impidió que goteara cuando el hombre tomó un sorbo. Sobre su pecho bronceado por el sol, la salpicadura del agua helada fue como el pinchazo de la punta de una navaja. Eliminó aquella sensación frotándose con la yema de los dedos.
—Parece que pasaste un mal rato, compañero.
Las palabras de simpatía parecieron impresionar mucho a Benny. Empezó a temblarle el mentón. Apretó los labios hasta formar una tensa línea recta.
—¿Estás seguro de que sucedió todo eso? —preguntó Julie—. ¿No lo habrás soñado o algo así?
—No fue ningún sueño —murmuró Benny.
De espaldas a la piscina, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, Tanya declaró:
—La bibliotecaria bajó a la sala del semisótano después de que Benny ahuecase el ala a toda velocidad. Me dijo que las luces estaban apagadas y que había libros desperdigados por el suelo. Pensó que era obra de Benny. Según ella, no había nadie más en la planta inferior.
—Me pregunto qué aspecto tendría —dijo Karen.
—¿Encontró algún dedo, por casualidad? —preguntó Julie.
—Normalmente, un dedo no suele romperse ni desprenderse así, por las buenas —manifestó Scott—. Incluso aunque se quiebre el hueso... hay músculos, tendones, carne.
—Y sangre —añadió Julie—. Todo el lugar debería estar salpicado de sangre.
Benny sacudió la cabeza y volvió las manos en un sentido y en otro, como si buscara manchas de sangre. No pronunció palabra.
Scott tomó un sorbo de Bloody Mary.
—Bueno —determinó—, pasara lo que pasara, fue de lo más extraño. No sé qué pensar. Pero, al menos, estás bien, Benny. Eso es lo que realmente importa.
—¿Y si se repite? —preguntó el chico con voz apagada.
—No creo... bueno...
—Lo normal es que no te ocurra nada más —declaró Karen— siempre y cuando alguien esté contigo. Lo que tienes que hacer es no ir solo a ninguna parte. Así, en el caso de que vuelva a suceder algo raro, no tendrás que afrontarlo solo.
—Tal vez necesite un guardaespaldas —sugirió Julie. Benny la miró, con un rápido parpadeo.
—No te parecerá tan raro cuando te ocurra a ti.
—Olvídame.
—Fue la maldición —estalló Benny— y en esa maldición también estás incluida. Todos estamos incluidos, salvo Tanya. Ella tratará de acabar con nosotros.
—¿Quién? ¿Tanya? —preguntó Julie, con una sonrisa afectada.
—¡La bruja! Se hizo con sangre nuestra y dijo que se vengaría de nosotros, pero nadie hizo caso. Yo no soy más que un chaval medio majareta y las brujas y las maldiciones no existen. Eso es todo, ella nos lanzó una maldición ¡y va a acabar con nosotros si no hacemos nada! —Benny se levantó de la silla y entró corriendo en la casa.
Julie sopló sosegadamente a través de los fruncidos labios.
—Debería verle un psiquiatra.
—¡Ya está bien! —la reprochó Scott—. Ese chico ha pasado por Dios sabe qué y lo que menos necesita son tus impertinencias.
Julie dio un respingo y la sonrisa se borró de sus labios.
—Perdonadme —bisbiseó, y echó a andar hacia la casa.
Con aire de sentirse incómoda, Tanya se puso en pie y se sacudió el fondillo de los pantalones cortos.
—Voy a ver cómo se encuentra Benny.
—Gracias. —Cuando la muchacha se hubo retirado, Scott se volvió hacia Karen—. No debí perder los nervios de esa forma.
—Eso le pasa a cualquiera. Dios sabe que eso fue algo realmente apacible comparado con alguna de las filípicas que suelo proferir en el colegio. Dicen que me pongo hecha una furia del Averno.
Scott se sintió mejor, mientras le daba la vuelta al asiento para quedar frente a Karen. Reclinada hacia atrás, la mujer tenía las piernas estiradas, cruzadas a la altura de los tobillos, con una mano en torno al vaso que descansaba sobre su vientre. La pechera de la holgada y descolorida blusa azul que llevaba encima del traje de baño tenía una mancha oscura producida por la humedad del vaso.
—Tú tratas a diario con adolescentes —dijo Scott—. ¿Qué opinas de mis dos retoños?
—Yo diría, para empezar, que Julie está asustada, probablemente muy inquieta e impresionada por lo que le ha sucedido a Benny.
—Tiene una manera un tanto original de demostrarlo.
—El sarcasmo no es más que un mecanismo de defensa. Parece recurrir a él siempre que tiene dificultades para afrontar algo. No creo que sea una chica dura o insensible. Lo que le pasa, más bien, es que se preocupa demasiado. El sarcasmo es como una válvula de seguridad.
—Está bien. Te daré un diez por ese dictamen. Julie siempre ha sido así, se oculta detrás de eso. A veces es duro aceptarlo.
—Míralo por la cara buena: al menos no se pone histérica.
—Supongo que eso no deja de ser una ventaja. Está bien. ¿Respecto a Benny?
—Diría que es extraordinariamente imaginativo y sensible. Y que ha plantado cara a la situación con una habilidad más que notable. Si yo hubiera tenido que pasar por lo que ha pasado él, estaría hecha polvo. Y no sólo yo, la mayoría de la gente igual. Se habrían venido abajo lastimosamente.
—¿Crees que sucedió de verdad lo que ha contado Benny?
—Sí.
—¿Todo?
—Sí.
—¿Cómo explicas?
—No puedo explicarlo. —Karen meneó la cabeza—. Por eso me habría quedado alucinada de sucederme a mí. Creo que, en cierto sentido, Benny tiene la suerte de poder achacarlo a la maldición. Eso le proporciona un marco de referencia que le permite superar el asunto. En lo que se refiere a magia y maldiciones, puede suceder cualquier cosa, nada es ilógico.
—¿Tú no crees en esas cosas?
—Lo importante es que Benny sí cree. Forma parte de su realidad. Por consiguiente, la experiencia sufrida en la biblioteca tiene sentido para él. De no ser así, Dios sabe cómo hubiese reaccionado.
—Mira, nosotros no creemos en esas pamplinas. Al menos, yo no creo. ¿Cómo se supone que he de considerar lo sucedido?
Karen esbozó una sonrisa pícara.
—Sólo te digo que tiene que existir una explicación lógica. Escríbelo cincuenta veces en el encerado.
—¿Qué crees?
—Que tiene que haber una explicación lógica.
—¿Por ejemplo?
—Maldito si lo sé.
Scott se echó a reír.
—¡Pues sí que me ayudas!
Karen apuró su Bloody Mary.
—¿Otro? —ofreció Scott.
—Claro. ¿Por qué no? Mientras vas a prepararlo, tal vez sueñe alguna teoría.
—Inténtalo —dijo Scott—. A fondo. Agradecería en el alma una buena explicación, sólida, razonable y realista.
—Muy bien. Trabajaré en ello.
Scott tomó el vaso de Karen. Se inclinó sobre ella y la besó suavemente en los labios. Después entró en la casa. En vez de dirigirse a la cocina, recorrió el pasillo hacia el cuarto de Julie. La puerta estaba de par en par. Tendida en la cama de espaldas, bajo un cartel de Bruce Springsteen, la muchacha tenía la vista fija en el techo y llevaba unos auriculares en los oídos. Se los quitó al verle entrar.
—¡Eh! —dijo Scott—. Siento mucho haberte levantado la voz.
Julie respondió con un encogimiento de hombros.
—Creo que todos tenemos los nervios un poco desquiciados.
—Está bien —murmuró la chica.
—¿Por qué no le das a Nick un telefonazo y le preguntas si no le gustaría dejarse caer temprano por aquí y cenar con nosotros? Pongamos hacia las cinco. Entonces ya tendré los filetes en la barbacoa.
—Vale —aceptó Julie, con una leve sonrisa—. Será estupendo. Lo arreglaré con él.
—Perfecto.
En la cocina, Scott sacó un filete más del congelador. Luego preparó los Bloody Mary. Salió a la terraza con ellos. Después del aire acondicionado del interior de la casa, el calor del sol resultaba agradable. Karen, de pie, se quitaba la blusa mientras él se le acercaba por detrás. La mujer llevaba el mismo reducidísimo traje de baño que había lucido durante la excursión. Las hombreras cruzadas eran lo único que impedía que la desnudez de su espalda fuese total.
—¿Lista para un chapuzón?
Karen le sonrió por encima del hombro.
—Lista para un latigazo —dijo. Colgó la blusa del respaldo de la silla.
—Me gusta tu bañador —dijo.
—¿Favorece mis contusiones?
Las magulladuras eran manchas amarillo-verdosas en la atezada piel de hombros, brazos y pechos. Las señales de los dientes tenían un tono más oscuro que la lívida epidermis circundante. Observarlas llevó a su mente el recuerdo de aquella noche horrible: la escena de Karen tendida inmóvil en la tienda, el pánico que le dominó durante el tiempo que transcurrió sin que supiera si estaba viva o muerta...
—¿Tienes que seguir mirando así?
—Perdona, no puedo evitarlo —dijo Scott, y se las arregló para sonreír—. Estás casi en cueros vivos...
—Mirabas las magulladuras.
—No, admiraba tus senos firmes y turgentes.
Karen dejó oír una carcajada y tomó un sorbo de su bebida. Entornó los párpados al levantar la cabeza hacia el sol.
—He hablado con Julie. Va a pedir a Nick que venga a cenar con nosotros.
—¡Ah, eso será estupendo!
—Más estupendo todavía será el que se larguen por la noche un rato. Si me las ingenio para que Tanya se lleve a Benny al cine o a algún sitio...
—¿Crees que eso sería una buena idea?
—Claro. Tendríamos la mansión para nosotros solos durante unas horas.
—Puede que Benny prefiera quedarse en casa.
—Ah, no quieres estar a solas conmigo.
—Hablo en serio, Scott. El chico ha vivido esta mañana una experiencia de todos los infiernos. Si yo fuese él, no querría salir esta noche. Me quedaría en casita a salvo con mi papá.
—Sí. Supongo que no debo forzarle. De todas formas, estando tú aquí, tampoco querría marcharse. La verdad es que, cuando se enteró de que ibas a venir estuvo a punto de suspender su visita a la biblioteca. —Scott levantó la mano y puso el pulgar y el índice con las yemas separadas poco más de medio centímetro—. Esto le faltó para decidir quedarse en casa a esperarte. Si le hubiera...
Karen sacudió la cabeza, interrumpiéndole.
—Siempre se recurre a esos «si» cuando algo se tuerce. No podemos echamos la culpa a nosotros mismos. Sólo se trata de un montón de pequeños detalles que no significan nada hasta que la mierda toca las aspas del ventilador y uno vuelve la cabeza y se da cuenta de cómo llegó allí. Y descubre entonces una completa cadena de «si» que retroceden interminablemente.
—Supongo. Pero si Benny se hubiese quedado en casa esta mañana...
—No habría necesitado ir en busca de un libro sobre brujería si jamás hubiésemos salido de excursión. Y esa excursión no se habría realizado si tú y yo no nos hubiésemos conocido.
—Un «si» que no me gustaría cambiar —dijo Scott.
—A mí, tampoco —le sonrió Karen—. Pero tienes que admitir que es uno de los eslabones de la cadena. Si no nos hubiésemos conocido, a Benny no le habrían atacado esta mañana.
«Y a ti no te habrían golpeado y violado», pensó Scott. La sombría expresión del rostro de Karen le indujo a preguntarse si la mujer estaría preguntándose lo mismo que el. «Si no nos hubiéramos conocido...»
Karen enarcó las cejas y tomó un trago. Scott vio que una gota se desprendía del vaso e iba a salpicar la tersa piel del pecho de la mujer, para deslizarse luego por el canalillo de los senos. Karen se la secó.
—De cualquier modo —dijo—, resulta un tanto ridículo cuando uno piensa demasiado en ello. Los «si» son infinitos.
—Eso creo —reconoció Scott—. En fin, ¿has concebido alguna teoría maravillosa acerca de lo que le ha pasado a Benny?
—He pensado un poco. Dijo que las luces se apagaron un segundo después de que la mano le agarrase. A menos que aceptemos la magia como explicación, debe de haber participado en la maniobra otra persona: alguien que apagara la luz mientras se atacaba al chico.
—Se me ocurre que es posible que se tratara de una broma —dijo Scott—. A un par de estudiantes se les pudo pasar por la imaginación la hazaña de pegarle un buen susto a Benny. Después de que éste saliera corriendo, se escondieron en alguna parte.
—Eso deja todavía sin explicar lo del dedo.
—Bueno, si en realidad no se rompió... A causa del miedo, es posible que Benny se desorientase. Pudo haberlo separado, incluso puede que lo rompiera, y sólo imaginar que se desprendió.
—Parecía estar muy seguro.
Scott suspiró.
—Yo no...
Oyó el deslizamiento de una puerta que se abría a su espalda. Al mirar por encima del hombro, vio a Julie salir de la casa. La chica dio unos pasos, fruncido el entrecejo y la vista clavada en el piso de hormigón. Había dejado la puerta abierta y parecía preocupada, sumida en sus pensamientos, por lo que Scott le dio una voz, indicándole que la cerrase. La muchacha colocó una tumbona frente a su padre y a Karen y se sentó sin pronunciar palabra.
—¿Qué pasa? —preguntó Scott.
—He llamado a Nick —explicó Julie con voz distraída, apenas audible. Estaba encorvada, con los codos apoyados en los brazos de la tumbona y los entrecerrados ojos hundidos en el suelo.
—¿No puede venir? —preguntó Scott.
—Tal vez sí. No lo sabe con certeza. Tiene... ha de quedarse en casa con Heather. Su padre está en el hospital.
—¿Flash? Dios mío, ¿qué le ha ocurrido?
—A él, nada. —Julie meneó la cabeza—. Recibieron un aviso y tuvo que salir rápidamente. Se trata de Alice y Rose. —Miró a Scott con ojos impregnados de confusión—. Las atacó un perro. Esta mañana. Creo que le dieron por muerto. Alice lo atropelló con el coche y lo llevaba a un veterinario para que... para que se hiciera cargo de él. Y entonces las atacó. Me parece que la emprendió a dentelladas con ellas.
—¡Jesús! —murmuró Karen.
—Las heridas que tienen, ¿son muy graves?
—Nick dice que están operando la mano a su madre. Lo suyo fue peor que lo de Rose. Ninguna de las dos..., bien, creo que se encuentran en bastante buena forma, salvo por los mordiscos de las manos y los brazos. Nick dice que probablemente vuelvan a casa esta misma tarde.
—¿Alice está en cirugía?
—Sólo por la mano. Han de restaurade algunos tendones, músculos o cosas así.
—Bueno... —Scott emitió un suspiro, mientras contemplaba la brillante superficie de su vaso—. Gracias a Dios que no fue peor.
Julie se frotó la cara con ambas manos y se echó hacia atrás en la tumbona, como si estuviera exhausta.
—Puede que Benny tenga razón —susurró.
—Pura casualidad, cariño.
—¿De veras?
—Naturalmente. Vamos, no me digas que crees que una maldición...
—No quiero creerlo —declaró Julie en tono cansino—. Pero Benny, y ahora esto...
—Reconozco que es un poco extraño, ambas cosas ocurriendo del mismo modo, pero no es más que una coincidencia caprichosa.
—Dos es una coincidencia —terció Karen, fruncido el ceño y clavados los ojos en su Bloody Mary—. Tres es..., anoche estuve a punto de matarme.
Scott se la quedó mirando, atónito.
—Comprendo que se producen accidentes de un modo continuo, personas que se caen en la bañera..., pero a mí no me había ocurrido jamás. Ah, es probable que haya resbalado un par de veces, pero lo de anoche fue una auténtica caída de cabeza. Si Meg no hubiera tirado de mí en el momento en que lo hizo... —Karen dibujó con los labios una sonrisa torcida. Agitó el combinado con el índice y los cubitos de hielo tintinearon contra el cristal del vaso—. Estaba inconsciente debajo del agua cuando Meg me encontró. Dos minutos más y... —Encogió los desnudos hombros—. Me pregunto si de verdad te atan una etiqueta en el dedo gordo del pie. Parece tan... ridículo, ¿verdad? Supongo que sí lo hacen. ¿Quién va a protestar?
—Por Dios, Karen.
—De todas maneras...
—¿Estás bien? —se interesó Julie.
—Bueno, vivo para contarlo. Sí, me encuentro perfectamente. —Alzó las cejas al mirar a Scott—. ¿Qué opinas?
El hombre se sentía aturdido. No se le ocurría nada que decir. Sacudió la cabeza.
—¿Se trata de una coincidencia o de la maldición? —instó Karen.
—Pues..., pues no lo sé.
—Ella dijo que acabaría con nosotros —murmuró Julie.
—El lado bueno de todo este asunto —dijo Karen— es que al menos nadie ha muerto ni ha resultado gravemente herido.
—Aún no.
—Mira —expuso Scott—, con maldición o sin ella a veces uno tiene mala suerte o sufre un accidente. Son cosas que pasan y punto. Sólo empeoraremos la situación si empezamos a pensar que esa individua es la causante de todo.
—Pero ¿y si lo es? —preguntó Julie—. ¿Y si esto no es más que el principio?
—No lo sé —reconoció Scott—. ¿Cuál es tu respuesta? Si estás tan segura de que se trata de la maldición, ¿qué sugieres que hagamos? ¿Escondemos? ¿Dejar de ducharnos? ¿Quedarnos encerrados en casa durante el resto de nuestra vida? Tal vez sea mejor que te olvides de ir esta noche al cine con Nick. La maldición puede liquidarte.
—No tienes por qué ser tan desagradable.
—Hablo en serio. ¿A dónde nos conduce esto? ¿He de renunciar a mi empleo? Dios sabe que, si esa fulana me ha echado mal de ojo, lo mejor que puedo hacer es abstenerme de tomar los mandos de ningún L1011 con trescientos pasajeros a bordo.
—¿Para cuándo tienes programado tu próximo vuelo? —preguntó Karen. Su expresión era grave.
—Vamos, sólo estaba...
—¿Cuándo es? ¿La semana que viene?
—El martes. Salgo a las ocho cuarenta para el Kennedy.
—Hoy es jueves. Si continúan sucediendo cosas...
—No ocurrirá nada más.
—Tanto si ocurren como si no —prosiguió Karen—, para entonces tendremos una idea bastante clara de dónde estamos.
—Tal como hablas, da la impresión de que ya estás convencida.
—Voy a ello rápidamente.
—¿Y tú qué dices, Julie?
—Yo voy a salir, pase lo que pase.
31
Benny acabó su emparedado de queso pasado por la parrilla, así como la Coca. Tras tomado en la cocina, acompañado de Tanya, se retiró. Se llevó el libro al estudio. A través de la encristalada puerta corredera vio a los demás en el jardín. Su padre y Karen se encontraban justo al otro lado de la puerta. El padre leía mientras Karen se limitaba a permanecer tendida en una tumbona.
La mujer tenía las manos entrelazadas por debajo de la cabeza. Los ojos estaban cerrados. Le brillaba la piel a causa del aceite bronceador. Benny contempló los pechos, cubiertos sólo a medias por la tensa tela del traje de baño, claramente visible la reluciente parte lateral de los senos. Eran preciosos, magulladuras aparte. Unas contusiones que produjeron a Benny una sensación deprimente. Deseó que las señales hubieran desaparecido ya.
El negro bañador se adhería como una segunda piel, de forma que se apreciaba el relieve curvo de las costillas, la meseta lisa del vientre e incluso la pequeña depresión del ombligo. Dejaba al descubierto los huesos de las caderas, para inclinarse luego en agudo descenso hacia la entrepierna. Los ojos de Benny observaron las finas hondonadas existentes en el punto donde las piernas se unían al cuerpo. En una de ellas se formó un surco cuando Karen levantó la rodilla.
Benny comprendió que, si seguía mirándola durante mucho tiempo, iba a acabar perdiendo el dominio de sí. De modo que se apartó de donde estaba. Trasladó una silla y la situó en un lugar desde el que se viera a Karen. Se sentó allí. La perspectiva no era muy buena. Espiar a la mujer le hacía sentirse culpable, sobre todo cuando notó que se le empinaba. Cruzó una pierna y esa alivió la presión que sentía contra el muslo. Abrió el libro.
La verdad es que fue una suerte que la bibliotecaria se acordara del título. Benny se dijo que, desde el primer momento, le pareció muy simpática, pero hacía falta ser una persona realmente especial para tomarse la molestia de bajar en busca del libro, pese al modo precipitado en que él abandonó la biblioteca, dejando todoaquel desorden tras de sí.
Su mente volvió al momento del ataque. El pene se le arrugó como si pretendiera ocultarse. Mientras la mano del miedo apretaba con más fuerza, Benny se obligó a leer el título del libro. Maleficios y pociones de brujas: Manual de hechicería, por Jean du Champes. Pasó a la tabla de materias y leyó los encabezamientos de los capítulos:
1. Orígenes de la magia negra
2. Inicio del viaje
3. Instrumental del oficio
4. Arte adivinatoria
5. Hechizos de amor
6. Conjuros agresivos
7. Antimagia
8. Organización de un aquelarre
Apéndice I — Fechas y horas planetarias
Apéndice II — Glosario
Índice
Le pareció que el capítulo 7, el que trataba de antimagia, podía ser el más interesante para él. Claro que acaso debiera empezar por el primero e ir avanzando hasta llegar al séptimo. Pasó rápidamente las páginas y fue vislumbrando cuadros y diagramas extraños, un singular dibujo que parecía representar una mujer árbol, listas que daban a impresión de ser recetas y poemas de todas clases.
Volvió a la página de la mujer árbol. Tenía un rótulo que rezaba: MANDRAGORA. De su cabeza parecía brotar un frondoso arbusto. El cuerpo, con brazos y piernas alargados, lo formaban las raíces: Benny observó los pechos y la vagina, toscamente delineados; Un segundo después, el chico miraba a Karen a través del cristal, y trataba de imaginársela sin el bañador. Accidentalmente, había visto un par de veces desnuda a Julie. Pero eso era distinto, puesto que se trataba de su hermana. Ver a Karen... Mediante un esfuerzo, apartó la mirada, dejó de contemplar a la mujer y pasó al final del libro. La última página llevaba el número doscientos sesenta y cuatro.
No leía muy aprisa. Calculando unas veinticinco páginas por hora, le llevaría un mínimo de diez horas el trayecto interpretativo del volumen completo. Sería mejor empezar por el capítulo importante. Posteriormente, si tenía tiempo, volvería al principio y lo leería todo: La parte relativa a los hechizos de amor. Quizá pudiera... ¡No! Eso era mal asunto. Meterse en semejante juego sucio resultaría un error. Y también frustración. Vale utilizar la magia para combatir la maldición, pero encantar a Karen... La idea le excitó, pero le producía una sensación desazonante, triste, pesarosa.
¡No lo haré! ¡Ni hablar! Leería el resto. Tendría que haber algo que pudiera ayudarle. Tenía que haberlo.
Pasó las páginas hasta el índice de materias, tomó nota mental del número correspondiente al capítulo de antimagia y fue rápidamente a él. Encontró el final del apartado. Tenía treinta páginas de longitud. Dejó escapar un suspiro y empezó a leer:
¡Cuidado! Tarde o temprano, cuando camines a través de los tenebrosos corredores de la magia, despertarás la enemiga de los profesionales hostiles a tu arte quienes emplearán sus poderes para hacerte fracasar. Si te pilla por sorpresa, te veras totalmente a merced de tu adversario, expuesto a feroces ataques que pueden resultar nefastos e incluso fatales. A fin de garantizar tu seguridad, debes tomar las precauciones precisas para tender una cortina que os ponga a salvo, no sólo a ti, sino también a tus seres queridos y a tu hogar.
El conjuro protector requería que se caminara alrededor de la casa durante la Luna nueva. El recorrido se debía hacer llevando un cáliz de agua purificada y entonando cánticos dedicados a una diosa de la tierra llamada Habondia. Para completar el círculo, tenía que rociar con agua purificada todas las habitaciones de la casa. En el capítulo 3 se daban las instrucciones pertinentes para purificar el agua. Pero tendría que haber alguna Luna aquella noche, así que no se molestó en comprobar eso. Siguió leyendo.
Podía colgarse sobre el corazón una piedra sagrada. Si contaba con ella. O podía protegerse con una magnetita o una cruz de Piedra. ¿Pero, dónde diablos iba a encontrar tales cosas? Cuanto mas leía, mayor era su frustración. Todo conjuro, todo amuleto, talismán o pócima exigía piedras. hierbas extrañas de las que nunca oyó hablar, o posiciones planetarias que carecían de sentido para él. Cerró el libro de golpe.
Luego volvió a abrirlo. Sólo había leído las páginas del capítulo de antimagia.
32
Al despertarse, Julie notó que la toalla que tenía debajo estaba empapada. Se secó la cara con una esquina y levantó la cabeza. Vio a Karen en el extremo de la piscina, estirada en una tumbona y aparentemente dormida. Scott leía un libro, sentado cerca de la mujer.
Julie tanteó con las manos a ambos costados, encontró las colgantes cintas de la pieza superior del bikini y las ató a la espalda. Al sentarse, el sudor se deslizó por la piel caliente de su espalda. El borde de cemento que orillaba la piscina le abrasó los pies. Se puso las sandalias y se encaminó hacia su padre. Le preguntó la hora, en voz baja para no despertar a Karen.
El hombre consultó su reloj de pulsera.
—Poco más de las tres. Nick telefoneó mientras dormías.
—¡Oh, no! ¡Dios! ¿Por qué no me despertaste?
—Se limitó a dejar un recado a Tanya. Dijo que estará aquí hacia las cinco.
—¿Cómo se encuentra su madre?
—No lo dijo. Pero las cosas deben de haber ido bien. En caso contrario, dudo mucho de que Nick viniera.
—Sí, supongo que sí. —Julie suspiró, un poco desilusionada por haberse perdido la llamada de Nick—. De todas formas, ¿vas a quedarte por aquí un rato?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada. Sólo es que he pensado que podía darrme un chapuzón para refrescarme. —Tras un indiferente encogimiento de hombros, añadió—: No dejes que me ahogue, ¿eh?
Su padre enarcó las cejas.
—Si tan preocupada estás, tal vez sea mejor que no te acerques a la piscina.
—¡Jesús! —Julie acusó, dolida, el comentario—. Sólo bromeaba, por el amor de Dios.
Mientras la muchacha se alejaba, Scott dijo:
—No te quitaré ojo.
—Gracias —murmuró Julie.
En el borde de la pileta, se sacudió las sandalias y descendió por la escalerilla de la parte que no cubría. El agua le fue envolviendo las piernas con su gratificante frescura. Julie avanzó poco a poco, aspiró una bocanada de aire cuando el agua le llegó a las ingles y se preguntó cómo se las habría arreglado para aguantar en aquel lago gélido de las montañas. Cuando el nivel del agua alcanzó su vientre, se dejó ir hacia adelante y sus pies dejaron el fondo de la piscina. El agua fría se cerró sobre su cuerpo. Le pareció estupenda, tras el primer sobresalto. Nadó sumergida hasta el otro extremo, sacó la cabeza para respirar, a la sombra del trampolín, y miró hacia su padre mientras giraba. Scott tenía el libro cerrado sobre las rodillas. La observaba.
Nadó lentamente de espaldas, con la vista en la parte lateral de la piscina, al tiempo que trataba de calcular la distancia para que su cabeza no chocara con la pared, cuando acabara de recorrer el largo. Se detuvo, miró por encima del hombro y comprobó que aún faltaban dos metros para llegar al extremo de la pileta. Suspiró, molesta consigo misma por haberse excedido en sus precauciones. Se zambulló de nuevo. Sus músculos, en los que aún persistían las agujetas del excursionismo, le dolían cada vez que los flexionaba y estiraba. Era una sensación agradable. Cuando llegó a la parte profunda de la piscina, se lanzó desde el muro con tal ímpetu que el agua tiró de la pieza inferior del bikini y la bajó cosa de cinco centímetros. La subió de nuevo y continuó nadando. Al llegar a la zona donde el agua no cubría moderó el ímpetu de su avance.
De no encontrarse nadie más por allí, se habría olvidado del bañador para, desnuda, surcar el agua a toda velocidad. Era una sensación formidable y selvática. En especial por la noche. Aunque, diablos, si estuviera sola, lo más probable es que el miedo le impidiera estar dentro de la piscina. Aquella condenada maldición. «Seguramente sería una paparrucha, pero ¿cómo se explica una lo que les ha ocurrido a Benny, a Alice y Rose, e incluso a Karen? Conforme, Karen resbaló en la bañera. Eso le puede ocurrir a cualquiera. pero ¿y lo de...?»
Tocó la pared del extremo profundo y se volteó. Sus pies encontraron las baldosas. Se impulsó, mientras sostenía la pieza del bikini con una mano. Se deslizó por el agua, aprovechó un momento la inercia y luego empezó a batir el agua con las extremidades. El primer movimiento le produjo un espasmo muscular que le paralizó la pierna derecha. Dejó escapar un grito silencioso bajo el agua y se agarró el muslo contraído por el calambre. Con energía, lo frotó, lo palmeó. Aunque el dolor era insoportable y los pulmones le ardían, Julie se sintió más bien complacida por el hecho de no experimentar pánico alguno. Ya había sufrido calambres anteriormente. Se encontraba a escasos metros de un lado de la piscina. Lo principal era hacer caso omiso del dolor, emplear los brazos y la pierna buena para remontarse hasta la superficie y, aunque le costara un infierno, llegar a un lado de la piscina. Se soltó el muslo, no sin un gran esfuerzo de voluntad, y batió el agua con los brazos y la pierna, para emerger. Una sacudida agónica y la pierna izquierda quedó inmóvil. Hundidas en el agua, ambas extremidades estaban como petrificadas. El peso del cuerpo la inclinó hacia atrás mientras las manos daban zarpazos hacia arriba. Los brazos rebasaron la superficie, la sacudieron con intensidad, pero sin la fuerza suficiente como para permitir que emergiese la cabeza. A través de los centímetros de agua espumosa que la separaban del aire, Julie vio el trampolín oscilando sobre ella. Aunque siguió agitando los brazos, la muchacha no dejaba de hundirse. La tabla del trampolín se convirtió en una mancha borrosa. Ya ni siquiera la punta de los dedos podía alcanzar la superficie.
«¡Esto es demencial!»
«Mierda, verdaderamente me estoy...»
Algo inmovilizó su brazo derecho. ¿Otro calambre? No, se trataba de algo distinto, como una ajustada esposa alrededor de la muñeca. Tiraba hacia arriba.
Unos segundos después, la cabeza de Julie asomó por la superficie. Abrió la boca, en busca de aire para sus pulmones, y, al volverse, vio a su padre dentro de la piscina. La agarraba con una mano, mientras pasaba la otra por encima del borde. Más allá, Karen estaba arrodillada en el suelo, contraído de miedo el semblante.
Scott tiró de Julie. La muchacha se aferró a la pestaña de cemento del reborde de la piscina, mientras su padre salía del agua. Entre Karen y él sacaron a Julie de la pileta. Tendida de costado, la muchacha se frotó los dolientes muslos.
—¿Calambres? —le preguntó su padre.
—Sí.
—¿En las dos piernas?
Julie asintió con la cabeza.
—¡Dios bendito! —murmuró Karen.
—Es de locura —dijo Julie.
—Te esforzaste demasiado, cariño —dijo el padre.
En cuclillas junto a ella, Scott procedió a dar masaje al muslo derecho. Karen hizo lo propio con el izquierdo. El dolor no tardó en disminuir. Los músculos se soltaron y Julie estiró las piernas.
—Creo que ya estoy bien.
—Sería mejor que estuvieses echada un rato —opinó su padre. Karen y él la ayudaron a ponerse en pie.
Sosteniéndola por los brazos, la llevaron a la tumbona.
Las piernas de Julie estaban débiles y temblorosas.
Una vez tendida en la colchoneta de la tumbona, su padre se inclinó sobre ella. Le acarició la frente y apartó unos mechones de pelo mojado.
—¿Seguro que estás bien?
Julie asintió.
—Creo que, después de todo, no debí meterme en la piscina.
—Lo que pasa es que te pasaste dándole a la natación.
—Supongo que sí. Eh, gracias por sacarme.
Scott apretó los labios con fuerza e inclinó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y húmedos. Dio unas palmaditas en la mejilla de Julie.
—Descabeza un sueñecito ahora. Te despertaré a tiempo para que recibas a Nick.
—Llámame a las cuatro, ¿vale?
—Faltaría más.
Karen le apretó suavemente el hombro y le sonrió. Luego, Scott y ella se dirigieron a las sillas reclinables, mientras hablaban sosegadamente.
Julie cerró los párpados contra el resplandor del sol. Flexionó los músculos de las piernas, y notó que le vibraban. Se relajó. Se había quedado sin energías. El calor era un como un manto confortable. Intentó pensar en lo que acababa de sucederle, pero su mente desvariaba. Se vio tendida sobre la caliente superficie de un bloque de granito, junto al lago, con el húmedo cuerpo de Nick pegado al suyo, mientras los labios del muchacho le acariciaban la boca.
La despertó una mano.
—Acaban de dar las cuatro —anunció su padre.
—Gracias —musitó Julie.
Continuó inmóvil en la tumbona hasta que Scott se retiró. Se sentía aturdida y abrumada por el calor del sol. Luego, la idea de que Nick no iba a tardar en presentarse ahuyentó su cansancio. Se sentó y el sudor descendió en hilillos por su cuerpo, derramándose desde los huecos de su garganta y del ombligo. Buscó las sandalias con la mirada. Seguían aún en el extremo de la piscina donde las dejó. Aferrada a la toalla, corrió por encima del ardiente cemento hacia la casa.
Benny, sentado en el estudio, alzó la cabeza del libro cuando se deslizó la puerta corredera y Julie entró. El chico arrugó la nariz para subirse las gafas.
—¿Estás bien? —se interesó.
—Claro. ¿Te lo ha contado papá?
—Sí. Yo estaba en el aseo cuando ocurrió. Hubiera querido verlo.
—Fue horrible. Todo un número: tu hermana en un tris de ahogarse. Te habrías puesto de puntillas para no perderte ni el más mínimo detalle del divertido espectáculo.
—Sólo quise decir que a lo mejor hubiera podido echar una mano.
—Desde luego. —Como el aire acondicionado la estaba dejando aterida, Julie se envolvió en la toalla—. ¿Dónde está Tanya?
—Creo que en su cuarto, estudiando.
Julie salió del gabinete y fue al dormitorio de Tanya. Encontró a la muchacha ante su mesa, inclinada sobre un grueso volumen de obras de Shakespeare.
—¿Qué tal te encuentras?
—No muy mal.
Tanya sacudió la cabeza.
—No puedo creerlo. ¿Las dos piernas paralizadas?
—Papá dice que me esforcé más de la cuenta.
—Benny opina que es cosa de la maldición.
—¿Alguna otra novedad?
—Está ahí, empollando en busca de remedios.
—¿Busca un antídoto que elimine los maleficios, un contrahechizo?
—Algo por el estilo.
—Eso no es más que un montón de majaderías.
—¿Sigues creyéndolo así? —preguntó Tanya.
—Diablos, no es el primer calambre que me da. Pero, como parece que ahora hay por aquí cierta tendencia a los accidentes, me preguntaba... —Suspiró, sin saber a ciencia cierta cómo continuar. Tanya aguardó enarcadas las cejas—. Nick va a llegar en seguida y tengo que ponerme un poco presentable. Necesito tomar una ducha rápida. ¿Sabes que Karen se cayó anoche en la bañera?
—Te estás quedando conmigo.
—No, casi se ahogó, pero su compañera de cuarto la sacó del agua en el último momento.
—Hay una epidemia.
—Lo suscribo. Sea como fuere, me preguntaba si no te importaría hacer un alto en tu estudio de Shakespeare y echar una miradita mientras me ducho.
Tanya la miró, fruncido el entrecejo.
—Estás realmente preocupada.
—Bueno, aún me tiemblan las piernas. Me parece que es un tanto ridículo... Quiero decir que no es que esté en plan aprensivo. Sólo que pienso que no está de más tomar alguna que otra precaución... —Dejó de forcejear con las palabras cuando Tanya depositó el bolígrafo en el abierto libro y echó hacia atrás la silla—. Será cuestión de un momento, te lo prometo.
—No, está bien. Tómate el tiempo que necesites. Ya estoy un poco cansada de Shakespeare.
—Te lo agradezco de veras. —y añadió, con una sonrisa—: Haré lo mismo por ti cuando surja la oportunidad.
—¡Venga ya! Olvídalo. Sobre mí no pesa ninguna maldición. —Frunció el ceño en gesto burlón—. No supondrás que es contagioso, ¿eh?
—Eso tendrías que preguntárselo a Benny.
En su dormitorio, Julie arrojó la húmeda toalla de baño encima de la cama. Cogió la bata y se apresuró pasillo adelante, rumbo al cuarto de baño. Tanya ya estaba allí, sentada en la tabla del inodoro.
—Puede que hayas agotado la ración de mala suerte que te corresponde por día.
—Desde luego, así lo espero —dijo Julie.
Se agachó para abrir el agua de la bañera. Cuando le pareció que estaba bien, le dio al grifo de la ducha y cerró la puerta corredera de cristal. Al quitarse el bikini, se sonrojó ligeramente bajo la mirada de Tanya.
—Creo que, por hoy, has tomado bastante sol.
—Demasiado, probablemente. Confío en que no se me pele el cuerpo.
—Ponte luego un poco de aceite.
Julie asintió. Abrió parcialmente la puerta, probó la temperatura del agua con una mano y, con toda la precaución del mundo, entró en la bañera. Le resbaló un pie. Se aferró a la puerta.
—¡Cristo, ten cuidado!
—No me ha pasado nada. —Julie ya estaba de pie dentro de la bañera, con la puerta cerrada y el caliente rocío de la ducha derramándose sobre su espalda. En la otra parte del cristal esmerilado, Tanya era una figura confusa y borrosa—. Espero que sepas hacer la respiración artificial —voceó Julie.
El ruido de la ducha le impidió entender bien la respuesta de Tanya.
—¿Sabes? Quizá sería mejor que me cayese, sólo para dar ambiente y veracidad al asunto. Me sentiré como una tonta si no me sucede nada.
Se volvió despacio, mientras disfrutaba de la sensación que le producía el agua al salpicarla y descender por su cuerpo. No le escocía en absoluto, por lo que comprendió que el sol no la había quemado en exceso. Su atezada piel, reluciente, tenía ahora un tono algo rojizo. Hasta los senos parecían más rosados, pero eso era a causa de la ducha, no del sol. Si hubiera dispuesto de más tiempo para tomar baños de sol desnuda... Aunque, en cierto sentido, más bien le gustaba el contraste, las zonas blancas rodeadas de piel color bronce.
Al recordar que había prometido darse prisa, metió la cabeza debajo de la alcachofa. Cuando tuvo el pelo remojado, aplicó el champú. Se aclaró la espuma y lue go empleó una toallita para secarse la cara y limpiarse las orejas.
—Hasta hora, sin novedad —informó.
Como no obtuvo contestación, atisbó por el cristal. El corazón le dio un vuelco. Se le formó un nudo en el estómago. Abrió la puerta de golpe. Parpadeó para secarse bien los ojos y se quedó mirando, a través del vapor, el vacío asiento del inodoro.
—¿Qué pasa? —preguntó Tanya.
Se aclaró un poco la neblina del vapor y vio a su prima junto a la puerta del cuarto de baño. Desnuda. En vertical, con la cabeza apoyada en el suelo y los pies en alto, ejecutando un pino.
—¿Qué rayos estás haciendo?
—Me relajo.
—¡Cristo bendito!
—Es muy gratificante. Deberías probarlo alguna vez.
Julie se echó a reír.
—Seguro —dijo, y cerró la puerta de la mampara. Se enjabonó, se aclaró y cerró el grifo del agua. Cuando ponía los pies en la alfombra del baño, las piernas de Tanya descendieron hacia adelante. Aterrizó con grácil volteo sobre la punta de los pies e irguió el cuerpo. Julie alargó la mano hacia la toalla—. ¡Vaya! Siempre supe que tenías la cabeza bien nivelada y asentada sobre los hombros. Supongo que ello se debe a que te aguantas en ella.
Tanya avanzó, al tiempo que se cogía la cabeza con ambas manos. Tenía una figura esbelta, como la de Julie, pero los pechos eran bastante mayores y se balancearon ligeramente al ritmo de sus andares.
—No es plana —dijo.
—Nivelada. En ti no hay nada plano.
—Déjame pasar, listilla.
Julie se apartó a un lado para dejarle sitio y Tanya se arrodilló ante la bañera. Abrió los grifos.
—¿Vas a tomar una ducha?
—Un baño.
—¡Vaya! Creí que te habías desnudado sólo para hacer ostentación de tetamen.
—Son unos melones magníficos, ¿eh?
—¿Quieres cambiarlos por los míos?
Tanya puso el tapón del desagüe y luego miró por encima del hombro. Sus ojos se detuvieron sobre los pechos de Julie. Esta resistió el impulso de cubrírselos con la toalla.
—Pues, no me importaría, la verdad. Podría tirar los sostenes.
—Vamos, mis tetas tampoco están tan mal.
—¿Qué quieres? —Tanya soltó una carcajada—. He dicho que te las cambiaría.
—Yo también llevo sujetador.
—Ah, pero es por decoro, no por necesidad.
—No sé de qué va la cosa.
—Si tuviese unos limones como los tuyos, una no las pasaría canutas con el sostén. Sobre todo en verano y cuando salgo con un chico. Te lo aseguro, no puedes imaginarte los apuros que paso cuando salgo con algún ligue. El asunto siempre se desarrolla igual. Los mozos acaban frustradísimos, hartos de contender con unos corchetes que no logran desabrochar. Se necesita ser una Houdini para liberarse de las hombreras del sujetador sin quitarse la blusa, y lo normal es que una no quiera quitársela si la fiesta se la está pegando en un autocine o lugar semejante. De modo que la mitad de las veces una acaba con las copas del sostén en la cara. Lo cual es un mal rollo de narices.
Sonriente, Julie dijo:
—Ni por asomo se me habría ocurrido eso.
—¿En serio? ¿Quieres decir que nunca...?
—Nunca. Estás contemplando unas tetas vírgenes. Salvo por...
De súbito, vio de nuevo a aquel hombre encima de ella, sintió la presión de su mano. El recuerdo puso un punto de hielo endurecido en su estómago. Comprendió, de un modo vago, que Tanya se estaba riendo de la ironía.
—Conque no las han tocado manos humanas, ¿eh? Bueno, un sujetador puede hacer eso por ti, si es lo que deseas.
—Es que todavía no he salido con ningún chico al que yo le importara lo bastante.
—Eso cambiará. Te lo digo yo.
—Supongo.
—Puedes apostar a que sí —dijo Tanya, y se metió en la bañera.
Aún desasosegada por el recuerdo de la agresión, Julie acabó rápidamente de secarse. Se enfundó la bata.
—Gracias por, ya sabes, quedarte aquí conmigo.
—Siempre a tu disposición. Fue un placer. Tetas vírgenes.
Julie salió del cálido cuarto de baño saturado de vapor. Hacía fresco en el pasillo. Entró en su cuarto y cerró la puerta. Se destapó la bata. Se detuvo ante el espejo de cuerpo entero y se contempló el seno izquierdo. La lívida piel aparecía punteada de pequeños gránulos; la carne más oscura estaba fruncida alrededor de la protuberancia del pezón. El pecho izquierdo parecía un poco distinto al derecho. Se acarició ambos. Al tacto de los dedos, los dos parecían idénticos. Recordó la ardiente herida. Podía haber sido incluso una contusión, aunque no lo había notado antes. El pecho ahora tenía buen aspecto.
Aunque difícilmente virginal.
Un poco manoseado.
Cerró la bata y lanzó una ojeada al despertador si tuado junto a la cabecera de la cama. Las cinco menos veinticinco.
—¡Caray! —musitó. Sentada encima de la alfombra, con las piernas cruzadas, se secó y cepilló el pelo. No le gustó la forma y longitud del flequillo, que le cubría unos dos centímetros y medio de frente—. ¡Puaf! —manifestó su disgusto y se puso en pie para ir en busca de unas tijeras. Las doloridas piernas le recordaron lo poco que le faltó para quedarse definitivamente en la piscina. «Tal vez hayas consumido ya tu cupo de malasuerte del día. Si sucede algo que eche a perder tu cita... » Al menos, la maldición no afectaría a Nick. La vieja bruja no consiguió pelo ni sangre del muchacho. «¿Pero qué diablos estoy pensando? ¡No hay maldición!»
Sentada de nuevo, con las tijeras en la mano, se esmeró en arreglar el flequillo. «Procura no clavártelas en un ojo», pensó.
Cuando terminó con el pelo, el reloj señalaba las cinco menos diez. Echó la bata encima de la cama, sacó de la cómoda un par de bragas limpias, de color rosa, y se las puso. Cogió un sujetador y empezó a ponérselo también. «Una no las pasaría canutas...» «Los mozos acaban frustradísimos...» «Es un mal rollo de narices.» El corazón le latía a gran velocidad cuando descartó el sostén y se acercó rápidamente al armario. Le temblaban las manos mientras quitaba la blusa de la percha. Se la puso, la abotonó y bajó la mirada sobre ella. A través de la tela brillante, de color luminosamente amarillo, los oscuros pezones resultaban claramente visibles.
—Ni hablar —dijo Julie en voz alta. Delante de todo el mundo, no. Incluso aunque sólo estuviese Nick, dudaba mucho de que se atreviera.
A las cinco, ya estaba lista. Se contempló por última vez en el espejo y aprobó el aspecto animado y juvenil que presentaba con su blusa amarilla, falda de tono verde forestal y sandalias. La fina cadena de oro que adornaba su cuello era un detalle encantador. El sostén constituía el toque adecuado: el encaje de las copas, en vez de la protuberancia de los pezones, se percibía claramente bajo la tela de la blusa ceñida.
—Decoro —pronunció Julie. Sonrió para sí y abandonó el cuarto.
Benny ya no estaba en el estudio. A través del cristal de la puerta corredera, le vio en el exterior, sentado a la mesa con Karen. Ambos miraban en la misma dirección, rígido el semblante.
Julie abrió la puerta y salió fuera. La envolvió el calor de la tarde. A unos metros, su padre echaba combustible en la barbacoa.
—Dios mío, ten cuidado —le aconsejó Karen.
—No tengas miedo. He hecho esto mil veces.
—Célebres últimas palabras.
Scott reparó en su hija y sonrió:
—Vaya, estás lo que se dice arrebatadora.
—Gracias.
El hombre sacó una carterita de fósforos del bolsillo de su camisa Aloha de color azul.
—Si las llamas prenden en ti —dijo Julie—, estropearás tu preciosa camisa.
—Siempre en plan sabihondo.
—Deja que la encienda yo —se brindó Karen. Empezó a levantarse, pero Benny le cogió la mano.
—No lo hagas.
—Esto es ridículo. —Scott arrancó una cerilla de la carterita.
Julie se le acercó rápidamente.
—Quédate atrás, cariño.
—¿Lo ves? Estás preocupado.
—Me volvéis loco. ¿Qué vamos a hacer, dejar de comer? Si no enciendo el fuego en seguida...
—Tengo una idea —manifestó Julie—. Esperemos a Nick.
—¡Sí! —saltó Benny—. Es la persona apropiada. Si lo enciende él, no pasará nada.
—¡Oh, por el amor de san Pedro!
—Esperémosle —dijo Karen.
Scott meneó la cabeza. De una forma o de otra, parecía simultáneamente desanimado y divertido.
—¿Queréis que nos quedemos sentados, como cuatro majaretas, a la espera de que llegue el Gran Exento de la Maldición y encienda la lumbre? ¿Ésa es la idea?
—Sí —declaró Julie.
Benny asintió con la cabeza.
—Tampoco tenemos que estar sentados como majaretas —expuso Karen—. Podemos estar sentados como personas sensatas.
—No estoy yo tan seguro —dijo Scott. Pero arrojó la cerilla sin encender sobre el carbón vegetal y regresó con Julie a la mesa.
33
—Será mejor que nos vayamos ya —dijo Julie—. Tenemos veinte minutos de camino hasta el cine y puede que haya cola.
Mientras la chica se disponía a levantarse, Nick echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Dio las gracias al padre de Julie por la cena.
—Siempre que te apetezca, aquí estamos —repuso Scott—. Me alegro de que hayas podido venir. Tal vez, si a tu madre le parece y se encuentra bien, mañana podáis venir todos.
—Sería fenómeno.
—Podéis traeros los bañadores. Pasaremos un día estupendo.
—Lo consultaré en cuanto llegue a casa.
—Muy bien. Telefonearé esta noche a tu padre.
Nick se despidió de los demás. Scott acompañó a la pareja hasta el portillo.
—¿Seguro que no preferiríais quedaros aquí?
—¡Papá!
—Tenemos trajes de baño de repuesto, Nick.
—Mañana nadaremos todo lo que queramos —manifestó Julie—. Esta noche nos mala ir al cine. Tú dijiste que podía.
—Ya lo sé. Y no quiero aguarte la fiesta. Era una sugerencia, simplemente.
—No me importaría quedarme —dijo Nick.
—Habíamos quedado en salir —le recordó Julie. Parecía dolida. Miró a su padre con el ceño fruncido—. Además, me gustaría saber qué tiene de seguro este lugar. Si estás preocupado por lo de la maldición, pese a que no paras de afirmar que no crees en ella, puede afectarme aquí tan fácilmente como en cualquier otro sitio. Sabes que aquí fue donde estuve a punto de ahogarme.
—Lo comprendo.
—Tendremos mucho cuidado —le aseguró Nick.
—Además —añadió Julie—, conduce Nick, estará continuamente a mi lado y es el Gran Exento de la Maldición, como tan sabiamente le bautizaste.
Scott sonrió, pera su expresión seguía siendo intranquila.
—No la perderé de vista un segundo, lo prometo —dijo Nick.
Scott le palmeó en la espalda.
—Vale. ¿A qué hora acaba la película?
—Es un programa doble —aclaró Julie—. Calculo que la segunda película terminará hacia las diez y media.
—Espero, pues, que estéis aquí alrededor de las once.
—¡Papá! —Julie parecía indignada—. ¿Y si nos da por ir luego a algún sitio?
—Creo que lo mejor es que volváis a casa inmediatamente.
—¡Por el amor de Dios!
—Hablo en serio, Julie. No sé qué está ocurriendo, si se trata de mala suerte o no, pero creo que es preciso que todos extrememos el cuidado de modo especial hasta que las cosas se asienten un poco. De forma que, aquí a las once, o quédate en casa. Es definitivo.
—Gracias —murmuró Julie.
—Estaré aquí con ella a las once —manifestó Nick.
—Estupendo. Bien, que os divirtáis, pareja.
—Desde luego —balbuceó Julie, mientras abría el portillo.
Nick la siguió por el paseo que bordeaba la casa.
—Nick, lamento toda esta escena —se excusó Julie.
—Vale, vale. Tu padre está preocupado. Me parece que todos lo estamos. Hombre, no tengo idea de lo que está ocurriendo ni en qué va a desembocar. Ya fue bastante malo lo que les ocurrió a mi madre y a Rose. Encima tenemos lo de Karen, luego lo de Benny y después tú…
—Sí, todo parece un tanto espeluznante, ¿verdad?
—Tal vez deberíamos quedarnos.
—¿Te asusta salir conmigo? —Julie le sonrió.
—No. —Nick se puso a su altura y cruzaron juntos el césped de la parte delantera de la casa. Julie, localizó el Mustang rojo detenido en el bordillo. Alzó las cejas.
Nick abrió la portezuela del pasajero para que subiese Julie y luego rodeó el vehículo y se puso al volante. Dentro del coche, cerrado hasta entonces, el calor era asfixiante. Accionó la llave de contacto. Cuando el motor empezo a gruñir gangosamente, Nick pulsó los interruptores correspondientes y bajaron los cristales de las ventanillas. No sirvió de gran cosa hasta que se apartaron de la acera. Una suave brisa irrumpió entonces en el automóvil y expulsó el aire caliente que lo llenaba. Nick miró a Julie. La chica se estaba ajustando el cinturón de seguridad, tenía la cabeza baja y su cabellera rubia se ahuecaba ligeramente. La hebilla encajó en su sitio. Julie levantó la cabeza del cinturón y sonrió.
El aspecto que Julie ofrecía con la falda no ayudaba en nada.
—Estás guapa de verdad —piropeó Nick. Por lo menos no tenía que preocuparse por tener que llevarla a algún sitio cuando salieran. Eso era un alivio. Una decepción. Si lo hubiera sabido la noche anterior, se habría ahorrado tanto agitarse y revolverse en la cama mientras su cerebro le daba vueltas
—Gracias. Tú tampoco estás mal. Formamos una buena pareja.
—Sí. —La camisa amarilla de punto que llevaba Nick no era ni mucho menos tan radiante como la blusa de Julie, y el verde de los pantalones no podía compararse con el de la falda. La mirada del chico se demoró sobre las rodillas de Julie
—Será mejor que mires a donde vas —advirtió ella mientras le miraba por encima del hombro.
—¿Y a dónde voy? Vale más que me indiques el camino.
—Tuerce a la izquierda en la próxima señal de alto.
Nick siguió las instrucciones que le daba Julie, pero no podía vencer la tentación de lanzar miradas de reojo mientras conducía.
Durante toda la cena no cesaba de asombrarse ante el aspecto de Julie. Incluso ahora le maravillaba lo diferente que, vestida con falda, parecía la muchacha. La había visto en pantalón corto y en bikini, pero, de alguna forma, la falda la transformaba, la hacía parecer más agradable, más misteriosa y excitante. El modo en que le cubría los muslos. El modo en que dejaba al descubierto las rodillas…
—A la derecha, aquí, en Ventura —guió Julie
Nick dobló la esquina.
Salvo cuando tenía que darle una indicación, Julie permanecía silenciosa. Tenía las manos abiertas e inmóviles encima del regazo. Daba la impresión de estar un poco tensa. Nick, por su parte, deseó no sentirse tan nervioso. Desde el momento en que concluyó la conversación telefónica mantenida con Julie la noche anterior, había esperado aquella cita con una mezcla de ansiedad y miedo.
Nuestra primera salida.
¿Y si algo se tuerce? ¿Y si nada se tuerce?
El aspecto que Julie ofrecía con la falda no ayudaba en nada.
Por lo menos no tenía que preocuparse por tener que llevarla a algún sitio cuando salieran del cine. Eso era un alivio. Una decepción. Si lo hubiera sabido la noche anterior se habría ahorrado tanto agitarse y revolverse en la cama mientras su cerebro le daba vueltas a las imágenes de Julie y él dentro del coche, aparcados en una carretera oscura, dedicados a la sugestiva tarea de besarse, abrazarse y tantear debajo de las ropas en busca de carne oculta. Después de todo, no habría nada de eso aquella noche.
De todas formas, quizá tampoco lo hubiera habido.
De cualquier modo, tendría que relajarse y disfrutar más de la velada, ahora que sabía que no le quedaba otra opción que llevar a Julie derechita a casa en cuanto se acabara la sesión cinematográfica.
—Ya llegamos. —anunció Julie—. Si tuerces a la izquierda en la próxima luz, verás el amplio aparcamiento que hay detrás del cine.
—De acuerdo.
Julie le miró, extrañada.
—¿Te encuentras bien?
—¿Qué quieres decir?
—¿Te ocurre algo?
—No, estoy perfectamente. ¿Y tú?
—No tengo tanto calor, si hace al caso.
Nick hizo la señal pertinente y torció.
—¿Qué pasa? ¿Debemos volver?
—Eso no serviría de nada.
—¿Estás enferma?
Julie no contestó. Nick entró en el aparcamiento, detuvo el coche en un espacio libre y miró a Julie con el entrecejo fruncido.
—¿Qué pasa?
—Yo lo pregunté primero.
—Estoy muy bien. Bueno, quizás un poquitín nervioso
—¿Por la maldición?
El muchacho denegó con la cabeza. Tenía un nudo en la garganta.
—No. Es que... salgo contigo. Me refiero a que ésta es la primera vez que estamos realmente a solas, ¿sabes? Resulta un poco extraño.
—¿Eso es todo lo que te preocupa?
—Creo que sí.
—Bueno. —Se desabrochó el cinturón de seguridad y puso a un lado las correas—. También yo estoy un poco nerviosa. Pero, ¿sabes lo que mejorará las cosas? —Estiró el brazo, pasó la mano por detrás de la cabeza de Nick y le atrajo hacia sí. Se besaron. Los labios de Julie, eentreabiertos y húmedos, se frotaron contra la boca del muchacho y luego la oprimieron con firmeza.
Con la otra mano, le restregó el pecho, fue descendiendo le acarició el vientre y acabó posándose en el muslo izquierdo de Nick. La rodilla de Julie se pegó a la pierna del muchacho, apretó y golpeó como si ignorase el modo en que la muñeca se comprimía contra la entrepierna del chico. Luego, la mano se retiró de aquellas partes nobles. Los labios se separaron. Julie miró al fondo de las pupilas de Nick. Preguntó—: ¿Te sientes mejor?
—¿Me tomas el pelo?
—¿Ya no estás tan nervioso?
—Me siento formidable.
—Yo también. Vamos a ver la película.
Fuera del coche, Nick cogió a Julie de la mano. Caminaron juntos bajo los últimos resplandores del sol vespertino. El beso había funcionado, tal como Julie dijo. Puso fin a los recelos y a la inseguridad y volvió a crear un auténtico acercamiento entre ellos. Nick se sentía relajado y cómodo. De mala gana, soltó la mano de Julie, para sacar las entradas. Aunque las películas tenían la clasificación de no aptas para menores de diecisiete años, la taquillera no les preguntó la edad que tenían.
—¿Quieres palomitas? —preguntó Nick, al entrar en el climatizado vestíbulo.
—Ahora, no. Tengo el estómago lleno.
—Yo también. Quizás en el descanso.
Julie esbozó una sonrisa peculiar, como si supiese algo que él ignoraba.
—Quizá —dijo.
La sala no estaba llena. Se acomodaron en unas butacas próximas al centro, sin nadie que les bloquease la visión. Cuando se apagaron las luces, Julie se arrimó a Nick. Le sonrió y le empujó el codo, echándoselo fuera del brazo de la butaca.
—Sin avasallar —susurró Nick.
—Soy yo.
El chico tenía la vista en la pantalla. Proyectaba un anuncio de Los Angeles Times. Presionado por el hombro de Julie, el brazo de Nick caía cruzado sobre la pierna. Torpón e inútil. El muchacho volvía a sentirse nervioso. Debía pasar el brazo por los hombros de Julie.
«Vamos, ¿a qué esperas?»
Estaba temblando y tenía la boca seca.
El título de la película, Meterla, apareció sobre la secuencia de un grupo de adolescentes femeninas que jugaban al baloncesto en el gimnasio de una escuela. Cuando acabaron los créditos, la entrenadora tocó su silbato y las chicas echaron a correr hacia el vestuario.
«¡Venga, el brazo! ¡Ahora!»
No era capaz de obligarse a levantarlo.
En la pantalla, las jóvenes entraban a paso ligero en el vestuario, entre resonantes gritos y risitas.
—Esto debería gustarte —susurró Julie.
La voz de Julie aventó toda la inquietud de Nick.
Pasó el brazo por encima de los hombros de la chica. Qué asombrosamente fácil era. Dejó escapar una temblorosa bocanada de aire cuando Julie se acurrucó contra él. ¿Por qué había vacilado tanto? Bueno, ya no importaba. Acarició el hombro de Julie, de modo que el tejido de la blusa se deslizase sobre la tersura de la piel y la estrecha cinta de la hombrera del sujetador.
Unas cuantas chicas se estaban duchando ya. La cámara ofrecía rápidas panorámicas de su desnudez. Luego, tres muchachos vociferantes y aulladores irrumpieron en el cuarto de las duchas. Sólo llevaban encima un suspensorio. Mientras la mayoría de las muchachas prorrumpían en chillidos, una rubia, tan esbelta como atractiva, se echó a reír y pasó al ataque. Agarró a un mozo rechoncho. Los compañeros de éste emprendieron la huida. Otras chicas se lanzaron también a la carga. Cuando el rollizo adolescente pudo escapar, la rubia que había tomado la iniciativa del ataque agitó en el aire el suspensorio, enarbolándolo como una bandera.
Cambió la escena. Con el suspensorio en la cabeza, la muchacha paseaba por un aula, en plan de alardeante desfile.
—¡Oh, no! —jadeó Julie, y el auditorio rugió.
La madura profesota ponía cara de espanto. La chica se llegó al pupitre del joven rollizo, se quitó el suspensorio de la cabeza y se lo embutió al chico cara abajo.
El muchacho se llamaba Ralph. La rubia, Cindy. Era la capitana del conjunto de animadoras, la rapaza más popular del colegio, y no quería tener nada que ver con Ralph. El sueño de Ralph, en cambio, era ligársela.
Mientras la película iba desarrollando su acción, payasada tras gamberrada, Nick continuó acariciando el hombro y el brazo de Julie. La blusa empezaba a estar húmeda bajo la mano. Y el brazo empezaba a entumecérsele. Por último, lo bajó. Dejó que la mano descansara sobre la pierna. Julie extendió el brazo, tomó la mano de Nick y la apretó.
En la penumbra exterior de la casa de Cindy, Ralph le daba una serenata, interpretando Dama de España al saxo. Cindy se acercó a la ventana de su dormitorio y contempló al chico con cierto arrobo.
Con la mano libre, Nick acarició el antebrazo de Julie, rozando la suavidad de su vello, la delicadeza de la piel.
Aunque Julie y él reían algunas de las obscenas situaciones y lascivas ocurrencias del filme, Nick empezó a sentirse hastiado. La película presentaba el sexo como un conjunto de patochadas de subido color verde, no como algo hermoso y enigmático, tal como debía ser, tal como él deseaba que fuera con Julie. Los muchachos de la película se «daban el lote», para luego pasar del «achuchón» a «meterla en caliente», «echar tres o cuatro polvos sin sacada» o «joder a calzoncillo desatado».
No había ternura ni cariño..., nada de hacer el amor.
Nick empezó a arrepentirse de no haber elegido otra película. Menos mal que aquélla parecía ya a punto de acabar. El otro filme del programa doble, un emocionante relato de espionaje, sin duda mejoraría sensiblemente la sesión.
Julie levantó las manos por encima del brazo de la butaca. Después las posó sobre sus piernas. Nick notó el calor de la carne a través de la tela de la falda.
Aunque Cindy dedicaba a Ralph un striptease bastante incitante, la vista de los desnudos senos y las libidinosas contorsiones del cuerpo ni por asomo le parecieron a Nick tan provocadoras como la pierna de Julie que tocaba. Si las entrelazadas manos descendiesen un poco más, podrían rebasar el dobladillo de la falda y llegar a la piel de la rodilla. Mientras intentaba hacer acopio de audacia, Julie llevó las manos al mismísimo lugar que Nick quería. Le soltó. Cuando los dedos de Nick se cerraron suavemente en la pierna de Julie, ésta le acarició el dorso de la mano. El chico tenía la boca reseca y el corazón lanzado como una moto.
Rematada su personal danza de los siete velos, sin velos, Cindy se dejó caer en la cama. Ralph se había ganado por fin su «oportunidad» con Cindy merced a la hazaña de descargar un camión de estiércol sobre el novio infiel de la chica, en el preciso instante en que el susodicho galán se «orgasmaba» con su nuevo ligue en el asiento trasero del flamante descapotable que el mozo poseía. Colorado el semblante, saltones los ojos, Ralph se quitó la ropa a puñados.
—¡Ven y métela! —le azuzaba Cindy.
Con un alarido de placer, Ralph se lanzó de cabeza sobre el cuerpo despatarrado. La imagen se congeló con el muchacho en el aire. La palabra «Fin» centelleó sobre los glúteos de Ralph.
Nick dio a la pierna de Julie un leve apretoncito en tanto iban pasando por la pantalla los créditos finales. Luego, apartó la mano. Cuando se encendieron las luces, Julie le sonrió.
—Bueno —dijo—, ¿qué te ha parecido?
—¿La película? Pues, bien.
—Mogollón cutre, ¿eh?
—Desde luego.
—En fin, me alegro de que el pobre Ralph acabara por cumplir sus deseos. Le costó lo suyo.
La conversación animó a Nick. Se secó las sudorosas manos en las perneras de los pantalones.
—¿Te apetecen ya unas palomitas o algo?
Julie decoraba su rostro con aquella misteriosa expresión suya.
—Eso depende.
—¿De qué?
—¿Tienes muchas ganas de ver la otra película?
La pregunta desconcertó a Nick. Se quedó mirando a Julie.
—No te entiendo.
—Mi padre dijo que tenemos que estar en casa a las once. Sólo son las ocho y media. Si salimos del cine ahora... —Levantó las cejas—. ¿Qué opinas?
—¿Hablas en serio?
—Si prefieres quedarte a ver la película...
—No, no tengo ningún interés. Yo... ejem... No creo que ganásemos muchos puntos con tu padre.
—No tiene por qué enterarse.
—¡Jolines, Julie!
—¿No te mola?
Nick dejó oír una risita nerviosa.
—Sí, naturalmente, creo que sí.
—Estupendo. Larguémonos.
Julie se echó al hombro la bandolera del bolso y se puso en pie.
Anduvieron de costado hacia el pasillo. El nerviosismo y la tensión oprimían el ánimo de Nick. Pensó que obraban mal, que no debían actuar así. Pero quería hacerlo. Estaba asustado, pero quería hacerlo.
«¿A dónde iremos? A aparcar en algún sitio. Oh, Dios mío.»
En el vestíbulo, Julie le dio un apretón en la mano
—Ahora vuelvo —dijo, y empujó la puerta de uno de los aseos.
Nick recordó su promesa de no perdeda de vista. Bueno, no podía seguida al interior de los lavabos de señoras. Ralph, sí, pero él, no.
Entró presuroso en los de hombres. Uno de los urinarios. estaba libre. Se. lleg? a él. Notó la humedad y viscosidad de la parte inferior del pene. O la película o Julie le habían puesto cachondo a base de bien. No creía que hubiera sido la película.
De nuevo en el vestíbulo, buscó a Julie con la mirada. No la vio. Al parecer, seguía en los lavabos. Esperó. Poco a poco, fue disminuyendo la cola ante el mostrador del ambigú. Un acomodador de chaqueta roja cerró las puertas de la sala, indicando así que iba a empezar la segunda película.
Nick paseó. Clavó la vista en la puerta de los lavabos.
Se abrió, al fin, pero la chica que salió por ella no era Julie.
¿Qué era lo que la retenía allí tanto tiempo?
¿Habría ocurrido algo malo?
La camarera del otro lado del mostrador del bar sazonaba con un toque de mantequilla el cubilete de palomitas de maíz del último cliente. Quizá, cuando concluyera, podría rogarle que fuese a ver qué le pasaba a Julie. Pero eso quizá resultara embarazoso.
Concedería a Julie un par de minutos más.
Miró el segundero del reloj de pared colgado detrás del mostrador. La saeta se movía con rapidez, dejando atrás los números. La vio dar tres vueltas completas a la esfera. Continuó sin decidirse.
La puerta del lavabo seguía cerrada. «¡Vamos, Julie! ¿Qué pasa contigo?»
34
—¿Puedo subirla? —preguntó Rose.
—¿No osh moleta chi la chubo? —le corrigió Alice, edificante, con la voz estropajosa que le imponía el mucho vino trasegado.
—Adelante —permitió Flash. Apenas pudo oír su propia voz, y mucho menos la televisión. El helicóptero pasaba otra vez sobre la casa, en vuelo rasante. llevaba diez minutos dando vueltas por la vecindad. El rimbombante estruendo de sus rotores los ensordecían en determinado momento, para reducirse luego y crecer después hasta el rugido, cuando el aparato volvía apasar por encima.
Flash observó a Rose, que se arrastró hasta el televisor, alzó el brazo vendado y aumentó el volumen. Retrocedió a gatas hasta el sitio de la alfombra donde se sentaba. Cruzó las piernas.
Alice miró el techo. Parecía a punto de estallar en lágrimas.
—¿Po qué no che lashga? —dijo.
—Debe de andar buscando a algún merodeador. Bueno, por lo menos, esta vez no son las tres de la madrugada.
Esa era la hora en que el helicóptero de la policía acostumbraba a presentarse —su periodicidad parecía ser la de una vez al mes—, para despertarlos y estar media hora dando vueltas, en ocasiones una hora, sobrevolando las casas a muy poca altura, con la luz de los reflectores barriendo prados, jardines y calles. Era un fastidio. Y también resultaba un poco aterrador. A Flash le recordaba Vietnam, y era algo que no se utilizaba en las patrullas de simple rutina. La presencia de los helicópteros quería decir que, por las inmediaciones rondaba algún sospechoso. Muy cerca, en algún sitio.
Uno siempre se preguntaba quién sería, qué habría hecho, dónde podría estar escondido.
Junto a su marido, en el sofá, Alice se inclinó hacia adelante y alargó la mano izquierda hacia el vaso. Las yema de sus dedos tropezaron con el vaso y lo volcaron. El chablis se desparramó por la mesa.
Desde la mecedora que ocupaba, en el otro extremo del cuarto, Heather levantó la mirada del libro que leía y frunció el entrecejo.
Alice vio la mirada de su hija.
—Una no eshtá acotumbrada a ushá la iquierda —estalló. Tenía el rostro contraído y escarlata.
Flash frotó la parte posterior del cuello de Alice.
Los tensos músculos parecían tiras de hierro.
—Está bien, querida. Nadie está libre de un pequeño descuido. Yo lo limpiaré.
La mujer inclinó la cabeza. Apretó los labios. Se contempló el brazo derecho, escarolado desde la punta de los dedos hasta el hombro y que sostenía contra el pecho merced a un cabestrillo. Empezaron a temblarle los labios.
—Traeré también un poco más de vino —le dijo Flash, al tiempo que se levantaba del sofá.
Heather dejó el libro. Le siguió a la cocina y se apoyó en el fogón mientras miraba a su padre, que extrajo del frigorífico una botella de vino y una lata de Budweiser. Las descoloridas cejas de la niña formaban una línea continua.
—No dejes que la cara se te bloquee así —le dijo Flash.
—Está como una cuba —declaró Heather.
—No digas eso.
—Bueno, pues lo está.
—¿Y qué? —saltó Flash, brusco.
Heather dio un respingo y parpadeó. Parecía a punto de estallar en chillidos.
—Lo siento —se excusó Flash—. La culpa la tiene todo este maldito ruido.
—No deberías dejarla beber tanto.
—Si quiere coger esta noche la castaña del siglo, por mí que no quede. Normalmente, te daría... —Comprendió que no necesitaba alzar tanto la voz; el rugido del helicóptero había bajado un poco—. Normalmente, te daría la razón, cariño. No es bueno beber más de la cuenta. Pero tu madre ha vivido esta mañana una experiencia espantosa. Ella y Rose.
—Rose no se está emborrachando.
—Puede hacerlo, si quiere.
Heather miró a su padre como si se hubiera vuelto loco.
—¿Por qué no limpias por mí la mesita de café?
Con un encogimiento de sus delicados hombros, Heather cojeó hasta el mostrador de la cocina. Arrancó del rollo una toalla de papel.
—¿Qué tal tu tobillo?
—Me duele un poco. —La niña sonrió—. ¿Puedo coger yo una trompa?
—¿Quieres?
—No —repuso Heather. Arqueó una ceja—. Prefiero conservar la lucidez, gracias. —Salió, renqueante, con la toalla ondulando a su espalda como una serpentina.
Flash descorchó la botella de vino. Quitó la pestaña de la lata de cerveza. Cuando llevaba las bebidas al salón, el teléfono añadió su repiqueteo al clamor del helicóptero que se acercaba de nuevo.
—El teléfono —advirtió Alice.
—Yo lo cogeré —dijo Flash. El aparato lanzó dos timbrazos más mientras el hombre llenaba el vaso de su esposa.
—Puede que sea Nick —aventuró Alice, con una expresión aterrada en los ojos.
Flash se llevó la cerveza consigo al volver apresuradamente a la cocina para coger el auricular.
—¡Dígame!
—¡Hola, Flash, soy Scott!
—¿Ocurre algo malo?
—Los chicos se han...
El estruendo del helicóptero ahogó su voz.
—¿Qué sucede? Uno de esos malditos helicópteros de la policía está armando aquí un zafarrancho de todos los infiernos.
—Sólo decía que los chicos se han ido al cine. ¿Cómo se encuentran Rose y Alice?
—Aaah. ¿Quién sabe? Se recuperan, supongo. ¿Te lo contó Nick?
—Sí. Dijo que la operación salió bien.
—Alice tendrá que llevar la escarola una temporadita. No creo que haya sufrido daños permanentes, pero no prometen nada. Ya conoces a los médicos.
—Seguro que todo saldrá bien. Mira, otro de los motivos de esta llamada es que me preguntaba si no te apetecería traerte aquí mañana a tu tribu. Nick opinó que era una idea bastante potable.
—Apuesto a que sí se lo parece —dijo Flash. Emitió una risita y tomó un sorbo de cerveza—. Seguro que esos dos hacen buenas migas, ¿no?
—Yo diría que sí.
—Bueno, me parece estupendo de veras. Lo plantearé en consejo de familia, pero, si no te llamo para avisarte, puedes esperar nuestra llegada. ¿A qué hora?
—Si queréis pasar aquí todo el día, dejaos caer hacia las diez o las once. Traed los bañadores.
—¿Hemos de llevar algo más?
—Sólo sed y hambre.
—Estupendo, Scott.
—¿Alguna noticia de la policía?
—Este jodido helicóptero. —Se dio cuenta de que el ruido descendía un poco.
—Me refiero a la situación...
—Sí, ya sé a qué te refieres. —Tomó otro trago de cerveza—. Me telefonearon hace cosa de un par de horas. Varios agentes y un guarda forestal recorrieron la zona a caballo. No encontraron el cadáver ni vieron a la mujer. Pero recogieron las tiendas. Dicen que podemos ir a buscarlas al puesto del guardabosques de Cerro Negro, si queremos.
—Malditas las ganas que tengo.
—Lo mismo digo. Al menos, por ahora. De todas formas, todo está en el aire, ya que no encontraron el cadáver. No habrá investigación ni nada.
—Nick parece llevarlo bastante bien.
—Supongo que eso tenemos que agradecérselo a tu hija. ¿Cómo lo soporta Karen?
—Está aquí. Lo aguanta bien. ¡Ah!, hay otra cosa de la que quería hablarte. Karen sufrió anoche un accidente.
Mientras escuchaba, la preocupación de Flash por Karen se convirtió en confusa alarma cuando Scott le contó lo del ataque sufrido por Benny en la biblioteca y los calambres que se cebaron en las piernas de Julie cuando estaba en la piscina.
—Suma a eso el ataque del perro a Alice y Rose —resumió Scott—, y tendremos cuatro incidentes en el transcurso de las últimas veinticuatro horas.
—¿Qué conclusión sacas de todo eso? —preguntó Flash.
—Sinceramente, no sé qué pensar. Si sólo se tratara del resbalón de Karen en la bañera y los problemas de Julie en la piscina, no me preocuparía. Diría que es simple mala suerte. Pero el ataque del perro...
—Alice insiste en que estaba muerto cuando se lanzó sobre ellas.
—Sí, Nick me lo comentó. Y tampoco puedo imaginar una explicación lógica que justifique lo que le ha sucedido a Benny. Esos dos casos sí que me inquietan. Uno no puede considerarlos mala suerte. Son verdaderas agresiones
Fruncido el entrecejo, Flash contempló la pared, Tomo un sorbo de cerveza. Flash hizo una mueca.
—Tanto uno como otro, esos incidentes pudiera resultar fatales. Me atrevo a decir que el asunto es algo más que condenada mala suerte.
—¿Crees que se trata del maleficio de la vieja arpía?
—Tal parece ser el consenso por aquí. Me resisto a estar de acuerdo, pero empiezo a preocuparme.
—¿Qué vamos a hacer?
—Una cosa es cierta: indudablemente, no estamos indefensos. En cada caso, la rápida reacción salvó el día. Todo lo que se me ocurre sugerir, por ahora, es que nos mantengamos de puntillas y ojo avizor
—Me parece que tu chico tenía razón, ¿eh? Benny. Debimos coger a la bruja cuando teníamos la posibilidad de hacerlo
—No se. Quizá. No estoy convencido de que tenga algo que ver con todo esto. Aunque, si está detrás del asunto, quiero decir, si realmente se trata de una maldición, parece que Nick y tú estáis libres del mal de ojo.
—¿Porque no nos hizo ningún corte?
—Exacto.
Volvía el helicóptero. Flash dejó en el suelo su lata de cerveza.
—La vieja parece creer que necesita sangre y pelo de sus víctimas para que la maldición funcione. Parece que no los consiguió de ti ni de Nick. Claro que...
—¿Dices, que parece? ¿Claro que, qué? —repitió Flash. Se tapo la oreja izquierda con el índice, para impedir el paso del ruido exterior.
—Bueno, he hablado con Benny acerca del particular. Cree que lo más probable es que vosotros estéis libres, a menos que la mujer sepa algo que nosotros ignoremos. Según parece, no se hizo con sangre ni pelo vuestros. Pero a lo mejor sirve una prenda de ropa. Pedazos de uñas cortadas. Benny se sintió un poco incómodo al mencionarlo, pero si la vieja excavó por allí, después de que abandonáramos el campamento, y encontró heces...
Flash hizo una mueca
—Es que ya ni siquiera va a poder uno cagar.
—¿Lo hiciste?
—No, la verdad es que no. Ni tampoco me corté las uñas. ¿Significa eso que estoy a salvo?
—Puede. Dando por supuesto que afrontamos una maldición. Pero en ningún caso podemos estar completamente seguros ¿Quién diablos lo sabe? Ninguno de nosotros es precisamente un experto en…
Pese a tener el dedo metido en la oreja, Flash no oía las palabras de Scott. El escándalo que armaba el helicóptero era tremendo.
—No te oigo —dijo Flash—. Es inútil. Gracias por llamar y por la invitación. Nos veremos mañana, ¿de acuerdo? —Colgó.
En torno suyo, el aire, la propia casa, pareció estremecerse. ¿Qué puñetas hace ese imbécil? ¿Pretende aterrizar en el dichoso tejado?
Se aparto de la pared y dio un puntapié a la lata de cerveza.
—¡Mierda!
—TÚ, EL QUE ESTÁ DETRÁS DEL ÁRBOL —retumbó una voz—. ARROJA EL ARMA AL SUELO, SAL DE Ahí y PONTE BAJO LA LUZ DEL REFLECTOR, CON LAS MANOS SOBRE LA CABEZA.
Flash irrumpió en la sala de estar. En aquel momento Alice se levantaba del sofá y extendía el brazo bueno hacia Rose, que corría ya rumbo a la puerta frontal.
—¡Quieta! —gritó Flash a la niña.
—REPITO, ARROJA EL ARMA AL SUELO Y...
Flash agarró a Rose por el hombro cuando la mano de la chica casi cogía el picaporte. Su padre tiro de la niña hacia atrás.
—Cuando digo que te quedes quieta...
La detonación de un arma de fuego atravesó la barahúnda de los demás ruidos.
Flash, con irritación, abrió la puerta de golpe.
—¡No! —chilló Alice.
Flash se precipitó al exterior y se detuvo en el césped. Tal como suponía, el helicóptero sobrevolaba la casa, poco menos que rozando el tejado. El rayo de luz blanca del reflector se proyectaba fijo sobre el tronco de un olmo próximo a la calle. El hombre agazapado detrás del árbol empuñaba un revólver. El arma apuntaba hacia arriba. Sufrió una sacudida, a causa del retroceso del segundo disparo dirigido al helicóptero.
Un coche patrulla, con la sirena a todo estruendo y la luz roja y azul girando en el techo, dobló la esquina del extremo de la manzana.
El hombre volvió a disparar. Flash oyó el impacto de la bala contra el metal.
—¡Eh, hijo de Satanás! —gritó, mientras corría hacia el hombre. Las palas del rotor enviaron sobre Flash un remolino de aire caliente.
Había sentido la misma caldeada ventolera en Vietnam, cuando un aparato del ejército descendía para recogerle. Entonces significaba seguridad. Supervivencia.
En unos segundos, si un proyectil del Vietcong no le alcanzaba, estaría a salvo en el aire, después de pasar seis días escondido en la selva, eludiendo patrullas enemigas.
Ninguna bala se clavó en su carne, aquella mañana, pero un cohete dio de lleno en el helicóptero de combate, cuando bajaba, el ingenio cayó envuelto en llamas y el suelo de la selva se estremeció con el impacto.
Si este cabrón se desploma sobre la casa...
Pero el revólver ya no apuntaba al helicóptero. El punto de mira había descendido para encañonar a Flash mientras corría hacia el hombre, al tiempo que el coche patrulla se detenía chirriante y el helicóptero remontaba el vuelo encima de él, sin amenazar ya la casa. Ahora todo está bien, pensó Flash. Y oyó una detonación.
35
Con cara de tener los nervios a punto de saltar, Nick paseaba de un lado a otro por el vestíbulo del cine. Cuando Julie se le acercó, el muchacho pareció derrumbarse, como si estuviese agotado. Los ojos de Nick se clavaron en el rostro de Julie y la muchacha no creyó que el chico hubiera adivinado, ya, lo que ella acababa de hacer.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Julie.
—Sólo estaba... Te pasaste una eternidad ahí dentro.
—Lo siento. —Le cogió la mano—. ¿Estabas preocupado?
—Empezaba a preguntarme si... —Nick se encogió de hombros.
—No ha ocurrido nada —dijo la joven. Atravesaron el vestíbulo y salieron del cine—. Lamento que te preocupases. Sólo había un excusado que tuviera puerta. Al parecer, todas esperaban para ocupar precisamente ése. Incluida yo.
—Ah. Bueno. Me alegro de que no haya sucedido nada malo.
A pesar del calor de la noche, Julie estaba temblando mientras avanzaba por la acera. Se sentía excitada y audaz.
—¿A dónde quieres ir? —preguntó Nick, cuando llegaron al coche. Se le notaba el nerviosismo en la voz—. ¿Te apetece un helado o algo?
—¿Por qué no nos limitamos a dar una vuelta?
—Claro. Muy bien.
El muchacho puso el motor en marcha y salió del aparcamiento. Julie deseó poder inclinarse y acurrucarse contra él, pero eran asientos hondos, de automóvil deportivo, y resultaba muy incómodo. Decidió esperar y se ciñó el cinturón de seguridad. La presión de la correa a través de sus senos desencadenó un agradable hormigueo en su interior.
—¿Algún sitio en especial? —inquirió Nick.
—No. Lo sabré cuando lo vea. ¿Por qué no tuerces a la izquierda?
Torció, dejando atrás el tránsito del bulevar Ventura. A excepción de alguna que otra farola, la calle estaba sumida en la oscuridad. En las ventanas de las casas brillaban luces, pero Julie no veía a ningún transeúnte. Sólo negrura y automóviles vacíos aparcados junto a los bordillos y en los caminos de acceso a las casas. Ante una bifurcación de la calzada, Julie sugirió que tomasen el ramal de la izquierda. La calzada fue estrechándose a medida que ascendían por las colinas. Cada vez había menos farolas y menos casas. Al ver asomar por una curva las luces largas de unos faros, Nick se situó detrás de uno aparcado para dejar espacio al vehículo que venía de frente. Cuando pasó por su lado un Mercedes, Nick reanudó la marcha. Reducía la velocidad al acercarse a las curvas.
Julie localizó un camino empinado que partía a la izquierda.
—¿Por qué no probamos a ir por ahí?
—No es ninguna calle —informó Nick.
Julie asintió al tiempo que leía el letrero.
—Nos vale.
—Espero que no nos perdamos por tu culpa.
—Lo único que tenemos que hacer es dirigir el coche monte abajo.
—Tú eres la navegante. —Nick tomó aquel camino y emprendió la subida. No había farolas. Pasaron por delante de unos cuantos paseos que partían hacia la dereecha y que al parecer llevaban a casas invisibles anidadas en las faldas cubiertas de arbolado que dominaban la carretera. A la izquierda, más allá del guardarraíl, la colina descendía casi a pico. Las luces de unas cuantas casas desperdigadas eran visibles al otro lado del barranco.
—Esto es precioso —comento Julie—. ¿Por qué no paras por aquí en algún sitio y disfrutamos del panorama?
—Muy bien —dijo Nick, en un susurro apenas audible. Al cabo de un momento, condujo el coche hacia la derecha. Los neumáticos de ese lado crujieron al aplastar la gravilla. Las ramas de un arbusto del ribazo arañaron la ventanilla de Julie. Nick apagó los faros. Cortó el encendido del motor y un denso silencio colmó el coche. Miró por la ventanilla. Susurró—: No se ve mucho desde aquí.
—Este lugar es perfecto —opinó Julie. Tenía la boca seca.
Nick se quitó el cinturón de seguridad. Miró por el espejo lateral y por el retrovisor de dentro.
—¿Viene alguien?
Nick dijo que no con la cabeza.
—Me pregunto si nos hemos alejado lo bastante de la carretera.
—Creo que esto está muy bien. —Julie se desabrochó el cinturón de seguridad y lo apartó de encima de sí—. Además, no hay lo que se dice mucho tráfico.
—Más bien es un lugar aislado, aquí arriba, ¿no?
—Sí. Y oscuro, también. —Luego preguntó, con una sonrisa—: ¿Asustado?
—No. ¿Y tú? Podemos ir a cualquier otro sitio, si quieres.
—Éste me parece bien —repuso Julie.
Nick se volvió en el asiento. Aunque los rayos de la media luna se colaban a través del parabrisas, las sombras ocultaban las facciones del muchacho. Sus ojos eran puntos oscuros, pero Julie sentía su mirada como una cálida caricia. Observó que Nick se humedecía los labios y que se secaba las manos en las perneras de los pantalones. Luego, el muchacho alargó un brazo y le acarició tiernamente la mejilla. Ella volvió la cabeza y le besó la palma. La mano permaneció quieta unos segundos y después se cerró sobre la nuca de Julie y la apremió a acercarse más a él.
La muchacha le abrazó. Le besó. Nick acarició la cara de Julie, el pelo, los hombros.
Estaba excesivamente separado de ella. Ambos se pusieron de lado en los hundidos asientos, se retorcieron desmañadamente y se inclinaron por encima del hueco que los mantenía apartados. Era incómodo y frustrante. Por último, Julie susurró:
—No estoy hecha para estas contorsiones.
—Oh. —Nick se apartó de ella—. Lo siento. ¿Te hice daño?
—No seas bobo. —Julie frotó el labio inferior contra la boca de Nick—. Vamos al asiento de atrás.
—¿Quieres? —Nick se incorporó para otear el camino en un sentido y en otro, como si pretendiera asegurarse de que no había nadie por allí. Luego abrió la portezuela—. Maldita sea —murmuró al encenderse la luz interior del vehículo. Julie se cubrió los ojos para protegerlos de la repentina y brillante claridad. Después pasó por encima del asiento del conductor y se apeó del coche detrás de Nick. Este tumbó hacia adelante el respaldo del asiento. Julie se introdujo en la parte posterior del automóvil. Nick imitó su ejemplo, se aposentó junto a ella y cerró la portezuela. Cuando echaba el seguro, Julie se apretó contra él, le acarició el pecho y le besó en la parte lateral del cuello.
—¡Eh, que me haces cosquillas! —y Nick se encogió.
—¿De veras? —Julie le mordisqueó el cuello, lo que le hizo retorcerse—. Anheeeelo tu sangre —entonó con su mejor acento a lo Bela Lugosi. Acto seguido, le obligó a echarse atravesado en el asiento. De rodillas encima del muchacho, le fue clavando el dedo en las costillas y en el vientre. Entre risitas, Nick se contorsionó tratando de protegerse y, fmalmente, hundió y retorció la punta de los dedos en las axilas de Julie. Con un chillido de protesta, ella le obligó a apartar las manos de allí. Le inmovilizó contra el asiento. Luego le besó. Le soltó las manos. Las cuales fueron directamente a la espalda de la chica y empezaron a acariciarla.
Julie estaba medio fuera del asiento, con la punta de los pies en el suelo y las rodillas apretadas contra el borde del almohadillado.
—Ahora subo —susurró. Pasó una pierna por encima de Nick, se impulsó con la otra, se retorció y, por fin, estuvo sobre él. Julie separó las piernas para dejar sitio a las levantadas rodillas de Nick.
—¿Te estoy aplastando? —preguntó Julie.
—No.
Se besaron durante largo rato. Julie se relajó un poco, mientras saboreaba la proximidad, el íntimo acoplamiento de sus bocas, la sensación de tenerlo debajo de su cuerpo, el contacto de sus manos. Unas manos que se deslizaban en todos los sentidos por los hombros y la espalda, frotándola a través de la tela de la blusa. Siempre se detenían al llegar a la cinturilla de la falda. Aunque la blusa estaba fuera, Nick no descendía más, no pasaba de allí.
Puesta a horcajadas sobre el muchacho, Julie apenas podía moverse. Deseaba retenerlo, sobarlo, no limitarse a estar allí arriba y besarle.
—Quizá si nos sentamos... —dijo por fin. Se quitó de encima de Nick.
Éste se sentó. De cara a él, Julie puso las rodillas encima de su regazo y bajó la cabeza. Nick se inclinó ligeramente hacia adelante. Se abrazaron.
—Esto es mucho mejor —bisbiseó Julie.
—Sí.
Ella le acarició la espalda. Él hizo lo propio con la de Julie. Con el corazón acelerando sus latidos, Nick llevó las manos por debajo de la falda. Julie deslizó la suyas por la tersa piel de Nick. El chico titubeó unos segundos y luego se dejó guiar. Sus manos pasaron por debajo de la espalda de la blusa y ascendieron por la piel desnuda. Se curvaron sobre los hombros, descendieron por ambos costados de un modo que a Julie le provocó estremecimientos y luego regresaron nuevamente hacia la columna vertebral.
Julie se apartó. Las manos de Nick cayeron sobre los muslos de la joven. Permanecieron allí, inmóviles mientras Julie le quitaba la camisa de punto. Frotó el pecho desnudo de Nick y oprimió los pezones contra él. Nick se removió un poco, como incómodo.
—¿Estás bien? —preguntó Julie.
Nick asintió.
—¿Sabes qué hice en los servicios?
—Tengo una idea.
—¿Qué?
—Creo... que te quitaste algo.
—¿Eso es lo que crees?
—Sí. —Nick levantó una de las manos que tenía apoyadas en el muslo. Estaba medio cerrada, casi formando un puño. La movió un poco hacia arriba. El corazón de Julie palpitaba como un mazo batiente cuando los doblados dedos de Nick se apretaron contra la blusa, inmediatamente debajo del seno izquierdo. El chico acarició la parte inferior del pecho y fue ascendiendo por la turgente esfera. Julie contuvo la respiración cuando Nick encontró el erecto pezón. La mano se abrió para posarse sobre él. Acto seguido, la otra mano ascendió también para cubrir el seno derecho. Nick susurró—: ¡Dios, Julie!
La muchacha se aferró a los hombros de Nick y arqueó la espalda. Se puso a temblar cuando él exploró su cuerpo a través de la blusa, desplazando la tela sobre la piel, pasando la palma de la mano por las protuberancias, oprimiendo suavemente la carne, recorriendo el contorno de los pezones con la yema de los dedos. Por último, desabotonó y desplegó la pechera de la blusa. Se quedó mirando.
—Toma una foto —dijo Julie—. Dura más.
Nick rió en tono bajo y tiró de Julie hacia sí. Los desnudos senos se apretaron contra su pecho. Cubrió de besos la cara de la muchacha. Las manos pasaron por debajo de la blusa, para subir y bajar frenéticamente, como si estuviesen hambrientas del tacto de la piel desnuda de Julie.
Se volvió a un lado, mientras retenía a Julie y la obligaba a bajarse. La chica quedó boca arriba. Con una pierna fuera del asiento y la otra entre las de Nick. El muslo del muchacho ejercía una pesada presión sobre la ingle de Julie. Ella se retorció, jadeante, para aliviada.
El pecho de Nick se cargaba en una teta. Una mano acarició el otro seno, lo estrujó, acarició el hinchado pezón. Gimiendo, retorciéndose de ansiedad, Julie separó la cara de Nick de la suya. Obligó al muchacho a bajar la cabeza. Él la besó en el pezón. Lo lamió. Al succionarlo, Julie emitió un gemido. Nick trató de levantar la cabeza, como si le preocupase, pero ella le obligó a bajarla de nuevo y la retuvo allí. Nick libó con entusiasmo. Dolía, pero disparaba sacudidas de goce a través del cuerpo de Julie.
Luego, el muslo de Nick dejó de apoyarse en la entrepierna de Julie. Lo sustituyó una mano. Por fuera de la falda, aunque frotaba a gusto.
—No —jadeó la muchacha—. No, Nick. —Pero la mano no se apartaba de allí. Julie intentó retirarla—. No. Basta.
Bajó su mano y aferró la muñeca de Nick, en un intento de separada de la ingle. Pero lo que consiguió, en cambio, fue que la apretase más.
El pene apoyaba su empalmada rigidez en el muslo de Julie. La muchacha dio un empujón a la cadera de Nick. Este se levantó un poco y ella lo tocó. Estaba duro y caliente bajo los pantalones. Y su tamaño era enorme. Julie se preguntó qué sensación experimentaría si lo tuviese dentro. Tal idea, la forma en que lo sentía en la mano, el modo en que Nick le chupaba los pezones y le daba masaje en la entrepierna... Todo aquello resultó demasiado. Soltó un grito, al tiempo que corcoveaba y se retorcía. Se aferró a Nick. El cipote palpitaba en su mano y el deseo agónico de Julie estalló en un torrente de arrebatado alivio.
Después, ambos siguieron tumbados uno junto a otro, jadeantes, mientras se besaban amorosamente.
—Te quiero mucho —musitó Nick.
—Yo te quiero más.
—No, no es posible.
—Sí —insistió ella—. Y deseo quedarme aquí para siempre.
—No quiero marcharme nunca de aquí.
—Tarde o temprano, tendremos que irnos.
—¿Qué hora es?
Nick consultó su reloj de pulsera.
—Las diez menos diez, o así.
—¿Ya? —Julie suspiró. Se apretó contra él. Se besaron. Se acariciaron el uno al otro—. Me siento tan en paz y tan estupendamente...
—Yo también —Nick bostezó.
—¿Te aburro?
Nick se echó a reír, con el calor del seno de Julie sobre su cara.
Julie bostezó también. Se acurrucó contra Nick.
—¿Y si nos quedáramos dormidos y no nos despertásemos hasta medianoche?
—O por la mañana.
—¿Qué hora es?
—Las diez y veinte.
—¡Oh, no!
—¡Oh, sí!
—No quiero irme.
—Pues vale más que nos vayamos. No quiero que tu padre se preocupe.
—Sí, ya lo sé.
Se sentaron. Mientras Nick se estiraba la camisa, Julie miró por la ventanilla. Con la salvedad de los rayos que enviaba la Luna, la oscuridad reinaba de modo absoluto en el lugar. La chica no vio a nadie.
Nick se apartó de ella. Se encendió la brillante luz del techo cuando abrió la portezuela. En tanto Nick se apeaba, Julie se quitó la blusa. La arrojó sobre el asiento delantero.
Nick se asomó al interior del coche y se la quedó mirando.
—¿Ocurre algo?
—¡Dios mío, Julie!
La chica se lanzó por encima del asiento y se apeó del coche. Una brisa cálida la envolvió.
—¿Estás majara? —preguntó Nick.
—Sí. —Julie levantó los brazos y Nick avanzó y se dejó atrapar en ellos. Sus manos subieron y bajaron por la espalda de Julie y la besó. Al cabo de un momento, ella le soltó. Dijo—: Vale más que nos pongamos en marcha.
—Eres tan bonita.
—¿Pero majara?
—También.
Julie esbozó una sonrisa y se volvió. Pasó a gatas por encima del asiento del conductor y se sentó en el contiguo. Nick se puso al volante. Dejó la portezuela entreabierta para que la luz se mantuviera encendida mientras Julie levantaba su bolso del suelo. Sacó de él su sujetador.
—Espera —dijo Nick.
Se inclinó hacia ella y deslizó la mano sobre uno de sus pechos. Los dedos se curvaron y sostuvieron el seno con firmeza. Luego lo soltaron.
La mirada de Nick continuó fija en Julie mientras la joven se ceñía el sostén, lo abrochaba y se ponía la blusa. Cuando se la hubo abotonado, Nick tiró de la portezuela y la cerró. Puso el motor en marcha. Encendió los faros. Metió la primera y soltó el freno de mano. El automóvil empezó a rodar hacia adelante. Su perezoso movimiento le resultó extraño a Julie. Nick bregó con el volante. Luego cortó el encendido del motor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Julie.
—No lo sé.
Bajó del coche. Se agachó junto a una rueda delantera, volvió a incorporarse y rodeó el vehículo. Se agachó de nuevo junto al neumático del otro lado. Luego enderezó el cuerpo y miró a Julie a través del parabrisas.
—¡Oh, no! —murmuró la muchacha. Una sensación gélida y desalentadora recorrió su organismo. Se deslizó por el asiento y echó pie a tierra.
El neumático delantero estaba aplastado, sin aire.
—El del otro lado también —informó Nick. Su voz tenía un tono lúgubre.
—¿Cómo ha podido ocurrir?
Nick anduvo despacio hacia ella y tendió la mano abierta.
—Mira.
Julie observó con los párpados entornados el pequeño objeto oscuro que descansaba en la palma de la mano de Nick.
—¿Qué es?
—Un trozo de la válvula de inflado.
—No lo entiendo —murmuró Julie.
—Las dos ruedas delanteras. Alguien arrancó las válvulas de los neumáticos.
—¡Oh, Jesús! Mientras estábamos...
Nick respondió asintiendo con la cabeza.
36
Julie notó que se le debilitaban las piernas. Se apoyó en la parte lateral del coche. Un miedo espeluznante le puso la carne de gallina. Mientras se frotaba los brazos, sus ojos escudriñaron la lobreguez nocturna. Bajo la Luna, la angosta carretera aparecía desierta. Ni farolas ni automóviles aparcados. Los arbustos que crecían paralelamente al guardarraíl daban la impresión de ser centinelas silenciosos y expectantes.
Nick le dio una palmada en el brazo.
—No te preocupes.
—¿Quién está preocupada?
Nick se inclinó hacia el interior del vehículo y apagó los faros. Se retiró, tras recoger las llaves, y cerró la portezuela. Julie le siguió hacia el maletero.
—¿Puedes cambiar los neumáticos? —preguntó con ansiedad Julie.
—Sólo llevo uno de repuesto.
Lo sacó del portaequipajes.
—¿De qué sirve, entonces?
—Por si acaso. —Nick cerró el maletero.
—¡Cielos, hombre! —murmuró Julie.
—Vamos.
—¿A dónde?
—En busca de un teléfono. Tenemos que llamar al automóvil club. —La cogió de la mano y echaron a andar camino abajo. De vez en cuando, al paso, miraban por encima del hombro.
—Creo que encontraremos ningún teléfono público —pronosticó Julie—, hasta el bulevar Ventura.
—Seguramente, no.
—Lamento de verdad haberte metido en este lío Nick.
—No es culpa tuya.
—¿Ah, no? Si nos hubiésemos quedado en el cine esto no habría ocurrido. Yo y mis grandes ideas.
Nick le apretó la mano.
—Fue una gran idea. Fue... Pase lo que pase, jamás lo lamentaré.
—Pase lo que pase. ¡Ah, maravilloso! ¿Qué esperas?
—No lo sé. Pero esto es parte del asunto, ¿o no?
—¿Te refieres a la maldición?
—Sí, supongo que a eso me refiero.
—¡Cielos, hombre!
Al doblar una curva se tropezaron con un camino estrecho y empinado. A un lado del mismo, medio oculto por la maleza, había un buzón de correspondencia. El número escrito en el buzón era el 21; el nombre, PESCADO. El sendero trepaba por la ladera, se torcía un poco más arriba y acababa desapareciendo en la oscuridad.
—Esto debe de ser el camino de acceso a alguna casa —dijo Julie—. ¿Lo probamos?
—¿Telefonear desde la casa de alguien?
—Si no, nos espera una caminata espantosa. ¿Qué hora es?
—Las once menos veinticinco.
—No podremos estar en el Ventura a las once. Mi padre empezará a ponerse frenético.
—Entonces, supongo que es mejor intentarlo aquí.
Tras un desolado vistazo al desierto camino que te nían a la espalda, se aventuraron por aquella entrada. Los árboles impedían el paso a los rayos de la Luna. La noche estaba saturada de ruidos familiares: el zumbido de un avión de línea, el bocinazo de un automóvil, el grito de un hombre, el estrépito de un portazo. Pero todos llegaban de muy lejos, como si perteneciesen a un mundo distinto. Sólo el chirrido de los grillos sonaba cerca de ellos. Y sus propios rumores: el roce de sus zapatos sobre el pavimento, su cansina respiración.
—Es un camino de entrada bastante largo —susurró Nick.
—Es casi como si volviésemos a estar en las montañas.
—Menos mal que sin mochilas.
Julie volvió la cabeza. Nadie a su espalda. El camino que habían dejado atrás estaba fuera de la vista, oculto al otro lado de un curva. Nick se rezagó para ponerse detrás de Julie. Le puso la mano en la espalda y la fue empujando.
—Ah, eso está mejor.
—Encantado de serte útil.
Doblaron una curva del camino de acceso y la mano de Nick cayó de golpe. Se puso junto a la muchacha. Permanecieron inmóviles, con la respiración alterada y los ojos clavados en la casa.
—La hora de Hansel y Gretel —musitó Nick. Julie le asestó un golpe en el brazo.
Salvo por la lámpara del paseo que llevaba a la puerta, no había luz alguna. Cerca del garaje estaba aparcado un monstruoso Cadillac antiguo.
—¿Qué opinas? —preguntó Nick.
—Ya que hemos llegado hasta aquí...
—No parece muy... hospitalario.
—Echemos una mirada, Hansel.
Se llegaron a la puerta. No parecía tener timbre, sólo una aldaba de bronce, en forma de puño. Nick la levantó y llamó tres veces. Luego apoyó rápidamente la llanta en el marco de la puerta. Julie se limpió las sudorosas manos en la falda.
—Seguro que tienen teléfono —susurró. Aguardaron. Del interior de la casa no llegó ningún sonido.
—¿Probamos otra vez? —sugirió Julie.
—Quizás estén dormidos.
Julie levantó la maciza aldaba y en aquel momento se abrió la puerta. Tiraron de ella hacia adentro. La chica retrocedió. La pieza de bronce cayó estruendosamente
Un hombre los miraba. No era viejo ni nudoso como Julie, sin saber por qué, había esperado. Aparentaba unos cuarenta años. Calvo y obeso. Su kimono azul, atado a la cintura, relucía al resplandor de la lámpara del recibidor. Aunque llevaba las pantorrillas al aire, oscuros calcetines cubrían sus pies. Se limitó a contemplar a los recién llegados, sin pronunciar palabra. Fruncía el ceño ligeramente, pero daba la impresión de sentir más curiosidad que enojo.
—Lamento molestarle —dijo Nick—. Nuestro coche ha sufrido una avería y quisiéramos utilizar su teléfono, si es posible.
Con un movimiento de cabeza, el hombre les indicó que entrasen. Julie siguió a Nick a través del umbral y cerró la puerta. El hombre los precedió. Cojeaba un poco. Entró en una habitación contigua al recibidor y encendió la luz. Les hizo una seña para que le siguieran.
Aquella estancia sombría le pareció a Julie un salón de cien años atrás. Sus ojos observaron la alfombra persa, el sofá de felpa, demasiado relleno y con los brazos adornados de tapetitos, las estanterías repletas de libros con encuadernación de cuero. No vio ningún teléfono.
Respiró por la nariz para evitar el olor a moho y humedad del cuarto.
El hombre hizo un gesto con el brazo, hacia el sofá, como si los invitara a sentarse. Julie miró a Nick. Este se encogió de hombros.
—Señor —dijo—, ¿podemos usar su teléfono, si tiene?
La calva cabeza asintió. El hombre les indicó que se sentaran.
«¿Qué pasa aquí?», pensó Julie. La extraña conducta de aquel caballero y el aspecto anticuado del salón la ponían nerviosa. «¿Por qué no dice nada?»
Siguió a Nick hasta el sofá. Se hundió en el asiento y mantuvo erguido el cuerpo, rígido, cogidas las rodillas con las manos.
El hombre sonrió e inclinó la cabeza. Se apartó para encender un televisor portátil. Se le levantó la parte posterior de su kimono de raso. Julie vislumbró sus posaderas desnudas. La chica miró a Nick, que sacudió la cabeza y elevó los ojos al techo.
El habitante de la casa retrocedió con la mirada puesta en el televisor. El aparato producía un zumbido bastante alto. Las voces inundaron la habitación y en la pantalla vibró una película en blanco y negro. El hombre se encaró a Julie. Sonrió.
—¿Puedo ofrecerles un poco de té? —preguntó. Su tono de voz era agudo.
«Así que puede hablar», pensó Julie.
—Preferiríamos utilizar su teléfono, si es posible —dijo Nick.
Osciló la cabeza del individuo.
—Será mejor que llame primero a mi padre —pronunció Julie—. Para avisarle de que llegaremos tarde.
El hombre se acomodó en una silla situada junto al extremo del sofá. Entrelazó las manos sobre el halda y contempló a Julie. Parecía muy complacido, casi entusiasmado por algo. Se removió un poco.
—¿Puedo usar su teléfono? —insistió Julie.
El calvo señaló la cortina que colgaba de un arco, al otro lado de la estancia, a la izquierda del televisor.
—¿Está ahí? —preguntó Julie.
El hombre asintió. Julie se levantó del sofá y anduvo hacia el arco. Apartó la cortina y echó un vistazo.
A la escasa luz del salón, vio un pequeño cuarto que, al parecer, cumplía también la función de antesala de otra estancia. Al fondo, colgaba otra cortina. Adosado a la pared había un escritorio de tapa corrediza. Julie localizó la negra forma de un aparato telefónico sobre su soporte. Había una lámpara de pie junto al escritorio.
Julie introdujo la mano por debajo de la pantalla encontró el interruptor y encendió la bombilla. Dejó caer la cortina que cubría la entrada, dio un paso hacia el escritorio y levantó el auricular. Mientras marcaba oyó las voces del televisor del salón.
«Pobre Nick —pensó—, allí solo con aquel tipo raro.»
El teléfono sonó tres veces antes de que lo descolgasen.
—¡Dígame!
—Hola, papá. Soy yo.
—¿Julie? ¿Dónde estás? ¿Qué sucede?
—Tuvimos una avería en el coche. Todo va bien, pero estamos atascados.
—¿Qué ocurrió?
—Un par de ruedas reventadas.
—¿Un par de ruedas reventadas? —su voz rezumaba estupefacción.
—Sí. Ahora vamos a avisar al automóvil club, pero pensé que era mejor llamarte primero para que sepas que llegaremos tarde.
—¿Dos ruedas reventadas? ¿Es que alguien os pinchó los neumáticos o qué?
—Rompieron las válvulas de inflado.
Scott permaneció en silencio unos segundos.
—Los del club automovilístico no arreglarán eso. Os remolcarán.
—Me lo temía.
—Mira, vale más que vaya yo a recogeros. El coche puede esperar hasta mañana. ¿Desde dónde llamas?
—Estamos en casa de un tal... —Recordó el buzón situado al pie del camino de acceso—. Un tal Pescado. Así se llama. La casa está en las colinas, justo al sur del bulevar Ventura.
—¿Qué diablos estáis haciendo allí?
—Pues...
—No importa. Hablaremos de ello después. Dame la dirección.
—Es el número veintiuno de algo como... Aguarda un momento, lo preguntaré.
Dejó el auricular, se apartó del escritorio y levantó la cortina.
El hombre sonreía por encima de la cabeza de Nick.
Estaba detrás del sofá, inclinado por encima del respaldo, tenía el brazo alrededor del cuello de Nick y apretaba con fuerza. El rostro del muchacho tenía un color rojo granate. Nick forcejeaba y pataleaba.
—¡No! —gritó Julie. Irrumpió dando bandazos en el salón, mientras su mirada iba de un lado a otro. Necesitaba un arma. No encontró ninguna que le pareciese apropiada. Al tiempo que soltaba un fuerte chillido, tiró el televisor de su apoyo. El aparato se estrelló contra el suelo.
El semblante del hombre se contrajo. Soltó a Nick.
Contempló los chisporroteantes restos del televisor y el humo que se elevaba de ellos, mientras Nick caía sobre el sofá, rodaba sobre sí mismo e iba a parar al piso. Se movieron los labios del hombre, pero ningún sonido salió por ellos. Los entrecerrados ojillos fueron a posarse en Julie. Emitió un rugido y saltó por encima del sofá. Julie giró sobre sus talones. Se lanzó a través de la cortina, cruzó la antecámara y se precipitó en la oscura habitación del fondo.
Sin dejar de rugir, el hombre la persiguió.
El hombre apartó la cortina de un manotazo y Julie, de pie junto a la pared, le descargó un silletazo cuando el individuo se lanzó a través del arco. El canto del asiento le alcanzó en la cabeza. Se le doblaron las piernas. Las rodillas chocaron contra el suelo. El hombre se agarró la cabeza con las manos al tiempo que caía de cara. Julie levantó la silla cuanto pudo y la bajó con todas sus fuerzas. Las patas de madera se abatieron sobre la espalda del hombre. Este emitió un alarido y se desplomó boca abajo. Rodó por el piso mientras Julie volvía a levantar la silla. El ocupante de la casa tenía las rodillas alzadas y el kimono abierto.
—¡Cerdo! —motejó Julie, y descargó otro silletazo.
El hombre agarró dos de las patas, dio un tirón y arrancó la silla de las manos de Julie. La muchacha saltó hacia la cortina. Cuando estaba a punto de franquear el arco, recibió una patada en el tobillo. Dio un traspié. Cayó de bruces en la antesala. Se deslizó por el suelo, logró incorporarse y entró tambaleándose en el salón. Nick yacía inmóvil delante del sofá.
Julie se inclinó, cogió el destrozado televisor y lo arrojó contra el bulto del hombre, cubierto por la cortina. Lo alcanzó a la altura de las rodillas. El individuo soltó un chillido. Rasgó la cortina y cayó dentro del salón. A la luz de la lámpara, Julie vio que la calva cabeza sangraba en abundancia. El rostro era una máscara roja y goteante. Cuando se ponía a gatas, con intención de levantarse, Julie le propinó un puntapié. La chica perdió una sandalia. Un ramalazo de dolor le ascendió por el pie, pero el hombre emitió un gañido de sufrimiento y se llevó las manos a la cara. Julie saltó. Dobló al máximo las rodillas, bajó las piernas de golpe y hundió los dos pies en el blando abdomen del hombre. El aire salió disparado de los pulmones. Julie agitó los brazos durante unos segundos, pero no logró mantener el equilibrio y fue a parar al suelo, de espaldas. Se quedó allí, esforzándose en recobrar el aliento, aturdida y aterrada por la idea de que aquel sujeto lograra recuperarse antes que ella.
Por fin, pudo incorporarse. El hombre aún estaba caído boca arriba. Levantadas las rodillas. Gemía y se apretaba el estómago.
Nick se daba ahora media vuelta.
Aún con el auricular pegado al oído, Scott abrió el cajón del mostrador. Sacó una guía telefónica.
—¿Qué ocurre? —preguntó Karen.
—No lo sé... Rápido, mira a ver si localizas «Pescado».
Arrojó la guía hacia Karen, que la puso encima del mostrador. A la mujer le temblaban las manos violentamente mientras pasaba las páginas a toda prisa.
—«Pescado» —repitió Scott—. Es un apellido.
Karen encontró la P y siguió pasando hojas hasta llegar a Peso. Recorrió las columnas con la punta del índice.
—Dios, hay un par de docenas de Pescado.
—Es el veintiuno de algo. La dirección.
La mitad de las entradas pertenecían al sector alimentario: Pescado, Platos de; Pescado, Cocina de: Pescado, Mercado del. ¡Aquí está! Pescado, Marvin. Terraza del Panorama, 21. Tarzana.
—Ése tiene que ser. Anótalo. ¡Tanya! —llamó.
Mientras Karen garabateaba las señas en un taco de notas, Tanya llegó corriendo de la cocina. Benny iba pisándole los talones. Ambos parecían alarmados.
—¡Julie! —gritó Scott por el teléfono. Luego colgó y sacó del cajón un ejemplar del plano callejero Thomas. Se dirigió a Tanya—: Julie está en un apuro. Quiero que llames a la policía. Envíalos a esta dirección.
Karen arrancó la nota del taco y la apretó en la palma de la mano de la muchacha.
—Diles que se trata de un caso urgente.
—¿Qué pasa? —preguntó Benny.
—Tú quédate con Tanya. —Scott miró a Karen—. ¿Vienes conmigo?
—Claro.
—Busca esa calle en el plano. —Le entregó la guía Thomas—. Reúnete conmigo en el coche —dijo, y se precipitó fuera de la cocina.
Karen salió a la calle. Tenía el coche estacionado junto al bordillo, pero supuso que Scott preferiría tomar su propio Cutlass. Estaba en el camino de acceso. Probó la portezuela derecha. Cerrada.
Scott salió corriendo de la casa, con una pistola en la mano.
—¡Está vivo!
Julie se puso en pie. Apartó la caída cortina y el receptor de televisión. Con paso vacilante se acercó al hombre y levantó el televisor. Le temblaron los brazos cuando lo sostenía por encima de la cabeza. Bajó la mirada sobre el habitante de la casa.
—¡No! —jadeó éste—. No lo hagas. Lo siento. No pude evitarlo.
El peso del televisor producía estremecimientos en los músculos de los brazos de Julie.
El hombre se apretó con las manos el rostro ensangrentado y prorrumpió en sollozos.
Julie hizo un quiebro con el cuerpo y soltó el televisor. Se estrelló contra el piso, casi rozando la cabeza del hombre.
—Déjenos en paz —murmuró Julie, y se acercó a Nick.
—Aquí está —dijo Karen—. Terraza del Panorama. Hay que seguir por el bulevar Ventura hasta la avenida del Sol. Luego se tuerce a la izquierda.
Scott pulsó un botón y la luz del techo se apagó.
—Estarán bien —dijo Karen.
—No debí dejarlos salir.
—¿Cómo ibas a saber lo que pasaría?
—¡Maldita sea!
—Nick está con ella. No les ocurrirá nada.
Karen vio por delante una señal de alto. Scott no aflojó la marcha. Se acercaban rápidamente al cruce cuando Karen vislumbró por la derecha las luces de unos faros.
—¡Cuidado!
Scott aceleró y el impulso brusco lanzó a Karen contra el asiento. El resplandor de los faros entró a raudales por la ventanilla. Una bocina dejó oír su protesta. A continuación, la cegadora luminosidad desapareció y el sonido de la bocina se perdió en la distancia, a su espalda.
—¡Scott!
No respondió. Inclinado sobre el volante, aceleraba por el centro de la desierta calzada.
Karen se esforzó en conservar tranquila la voz.
—Si nos matamos, no le serviremos a Julie de ninguna ayuda.
—Jodida maldición.
—¡También nos afecta a nosotros, Scott!
Julie abrió impetuosamente la puerta. Se agachó para coger la rueda. La llevó al salón y se la pasó a Nick. El vecino de la casa estaba ahora tendido boca abajo, se sostenía la cabeza y lloraba sosegadamente.
—Si intenta algo, le rompes la crisma.
Dejó a Nick arrodillado junto al hombre y volvió presurosa a la antesala interior. El teléfono emitía sonoros bip, bip, bip. Julie oprimió los pulsadores, cogió el auricular, que había dejado encima del escritorio, y consiguió tono. Marcó rápidamente.
Descolgaron en seguida.
—¡Al habla! —era la voz de Benny.
—Soy yo.
—¡Julie! ¿Te encuentras bien?
—¿Está papá?
—No. Ha ido a buscaros. La policía también está en camino.
—¿Saben dónde estamos?
—Sí.
—¿Cuánto hace que salió papá?
—No lo sé. Unos cinco minutos. ¿Qué ha pasado?
—Un psicópata intentó matarnos.
—Es la maldición.
—Brillante deducción, chalado.
Colgó.
Scott zigzagueó entre el tráfico, desplazándose a bastante velocidad por el bulevar Ventura, en dirección oeste. Pisó el acelerador para pasar un disco en ámbar, pero no tuvo mas remedio que detenerse en el cruce siguiente porque los automóviles que iban delante le bloqueaban el paso. Descargó un puñetazo sobre el volante.
Karen inclinó el plano para que lo iluminase la claridad de las farolas y deslizó un dedo a lo largo de la gruesa línea que representaba el bulevar Ventura.
—La avenida del Sol debe de estar a dos manzanas de aquí.
—Me desviaré a la izquierda.
—Sí. Luego avanzaremos unas cuantas manzanas. Llegaremos a una bifurcación. Sigue por el ramal de la izquierda. Nos llevará hacia la Terraza del Panorama.
—¿Por dónde hay que seguir después para llegar a ese Panorama?
—Otra vez a la izquierda. No hay otro camino.
El tránsito se reanudó. Scott se mantuvo en el carril de la izquierda, dejando escapar el aire a través de los dientes, con las mandíbulas apretadas, dando golpes al volante y rezongando en voz baja por la lentitud del coche que le precedía.
—Es probable que, a estas horas, la policía esté ya allí —dijo Karen.
—Por Dios, así lo espero.
El automóvil dio un salto, como si escapara de algo, y atravesó lanzado tres carriles de tráfico. La brusquedad del giro envió a Karen contra la portezuela. Un clamor de bocinas se elevó en el aire. De inmediato, se encontraron corriendo por la avenida del Sol. La carretera de la zona residencial estaba a oscuras, con excepción de algunas farolas dispersas. No se acercaba ningún vehículo. Scott condujo por el centro de la calzada.
—No dejes que vean el arma —advirtió Karen.
—¿Cómo?
—Los policías. Si te ven con la pistola, puede que disparen contra ti.
Julie dio un respingo al oír el estrépito que retumbó través de la puerta.
—Iré a ver —dijo.
Estaba de rodillas y se apoyó en el hombro de Nick para levantarse. Salió presurosa del salón.
En el recibidor, empuñó el picaporte. Vaciló:
—¿Quién es?
—Agentes de policía.
Abrió la puerta y exhaló un suspiro de alivio al ver a la pareja de policías uniformados.
—Ahí está la bifurcación —anunció Karen—. Tira por la izquierda. Ya casi hemos llegado.
Scott redujo la marcha ligeramente al estrecharse la calzada y, al cabo de un momento, por la derecha, a través de la densa maleza, Karen vislumbró las luces piloto de un automóvil. Scott pisó el freno y tocó la bocina antes de que la mujer gritara. Se desvió, pero el coche que descendía veloz por el camino lateral le alcanzó justo delante de donde estaba Karen y produjo un ensordecedor estruendo metálico. El impacto volvió a lanzar a la mujer contra la portezuela.
El rayo de luz de los faros se agitó por encima de un seto que bordeaba el camino. Después se encontraron dando saltos y tumbos entre matorrales, desplazándose ladera abajo. Karen mantuvo las manos apretadas contra el techo mientras el automóvil rodaba. El parabrisas se hizo añicos. El techo trepidó. Karen temió que se hundiera, pero aguantó en su sitio durante todo el traqueteante recorrido, hasta que el automóvil se detuvo.
Karen estaba boca abajo, con el cinturón de seguridad clavado en el hombro y en el regazo.
Lo mismo que la otra vez.
Sólo que en esta ocasión era Scott, y no Frank, quien estaba inconsciente a su lado mientras el humo empezaba a aflorar por debajo de la capota.
Tercera Parte
37
Eran cuatro.
Descendían al atardecer por la senda del puerto de Carver. Caminaban en fila india.
Agazapada detrás de un peñasco próximo a su cueva, Ettie sólo podía distinguir sus figuras, imprecisas en la distancia. Pero sabía quiénes eran. Y por qué habían ido allí.
Eran los supervivientes.
Llegaban dispuestos a matarla.
Se alegró de que no fueran más que cuatro.
38
Karen resbaló en la tierra suelta del camino, sus posaderas chocaron contra el suelo y resbaló unos metros. Clavó en el piso los tacones de las botas y logró detener su deslizamiento. El dolorido escozor de sus nalgas despellejadas le llenó de lágrimas los ojos. Se las enjugó.
Nick y Benny la cogieron por los brazos y la ayudaron a levantarse.
Los siguió hasta el final de la cuesta abajo, con Julie cerrando la marcha. Bordearon el lago hacia el bosquecillo de pinos donde acamparon aquel lunes por la noche, pero aún les faltaba un buen trecho por recorrer cuando Benny se sentó en el suelo.
Karen se detuvo junto al chico. Dejó caer la mochila y se arrodilló delante de ella. Un ramalazo de viento azotó con su frialdad la espalda de la sudada blusa mientras la mujer abría un compartimento lateral y sacaba la 45 automática de Scott. Introdujo un cartucho en la cámara, puso el seguro y tomó asiento. Reclinó la espalda contra la mochila y posó la pesada pistola en el regazo de sus vaqueros.
Benny estaba tendido boca arriba, con las rodillas levantadas. Julie se acomodó también contra la mochila. Todos sudaban y respiraban entrecortadamente. Nick se inclinó sobre su mochila y sacó un hacha. El hacha de Scott. El sheriff aún retenía la de Nick. Se sentó y retiró la funda de cuero.
Karen cerró los ojos. El corazón le latía vertiginosamente y sentía náuseas. El sudor resbalaba por su semblante. Se lo secó con el desnudo antebrazo y luego dejó que la extremidad cayera inerte sobre las rodillas. El hueso de la muñeca chocó con la pistola y Karen gimió.
—Continuemos la marcha —dijo Nick. El repentino sonido de su voz provocó un respingo en Karen.
—No puedo —dijo Julie—. Esperemos un poco.
—Un ratito.
Karen oyó un movimiento. A través del semicerrado visillo de las pestañas vio a Julie arrastrarse hasta Nick y agarrarlo. Le acarició el pelo. Durante un momento, pareció como si el muchacho estuviera a punto de llorar.
Ya había llorado antes un poco en la furgoneta...
¿Hoy? No, ayer. Todo estaba muy confuso en el cerebro de Karen, como si hubiese permanecido adormilada desde el momento en que sacó el cuerpo inconsciente de Scott de entre el amasijo de metales del coche.
Aquello ocurrió dos noches antes. La anterior, en el lago del Enebro, horribles pesadillas la mantuvieron despierta hasta que Benny se acercó a ella, se introdujo en su saco de dormir y se abrazaron hasta que al final se quedaron dormidos uno en brazos del otro.
Cuando Karen se despertó por la mañana, Benny roncaba, acurrucado contra ella. El saco de dormir de Julie se encontraba vacío. La muchacha estaba con Nick. Salió desnuda al helado aire de la mañana y Karen observó que en su muslo había una mancha de sangre seca. Al arrodillarse junto al saco de dormir, Julie se percató de que Karen la estaba mirando. La chica le dedicó una mirada fulminante, como retándola a que la llamase a capítulo.
—Vuelve con él—dijo Karen—. Quédate con él.
La mirada llena de dureza se desvió del rostro de Karen. La barbilla de Julie tembló. La muchacha inclinó la cabeza y volvió al saco de dormir de Nick.
Con posterioridad, ninguna de las dos aludió para nada al incidente. Pero Karen sorprendió a Julie en dos o tres ocasiones, mirándola con una curiosa expresión en el rostro.
—¿Cómo te las apañas, Benny? —preguntó Nick.
—Creo que voy a morirme —repuso el chico.
Karen hizo una mueca. ¿Por qué tenía que sacar la muerte a relucir?
—Todos nos vamos a morir —dijo Nick—. Pero no esta noche. Esta noche le toca el turno a otra persona.
—Eso es condenadamente cierto —subrayó Julie.
—¿Karen?
Esta dijo que sí con la cabeza y cogió la pistola de su regazo.
—Conforme —declaró Nick—. ¡A mover las tabas!
«Mover las tabas.» Una expresión propia de Flash.
A Karen se le formó un nudo en la garganta y las lágrimas afluyeron a sus ojos. Dios, apenas conoció a aquel hombre. Pero le parecía un buena persona. Era amigo de Scott y padre de Nick, lo que le hizo suponer a Karen que las lágrimas eran por ellos y por Alice, por Rose y por Heather.
Se levantó. Le temblaron las piernas bajo el peso del cuerpo y los pies le ardían a causa de las ampollas. Mientras los otros se incorporaban, hundió el vientre e introdujo el cañón de la pistola bajo la cintura de los vaqueros. El contacto de arma sobre la piel era duro y frío.
—Rodearemos el lago —dijo Nick—. Después daremos la vuelta al Mezquite Superior.
—Las linternas —recordó Karen.
—Sí. Habrá oscurecido en cuestión de minutos.
—Y hará frío —añadió Benny.
Buscaron en las mochilas. Benny se puso la parka.
Karen se estremecía, pero su parka parecía demasiado voluminosa. La dejó en la mochila, pero sacó la camisa del chándal gris. Se apartó de los demás y se quitó la blusa, húmeda y helada. Hizo un lío con ella. Lo utilizó para secarse el sudor de la cara, de la nuca y de los lados del cuello. Luego la metió en la mochila y se puso la sudadera. Era suave y cálida. Le hizo pensar en Scott, en la noche en que él se la había llevado a su tienda. Si estuviese ahora aquí...
Al volverse, Karen se percató de que Benny la miraba con la boca abierta. El chico bajó la vista rápidamente sobre su linterna, accionó el interruptor y dirigió el foca sobre su propio rostro para comprobar si se encendía.
Karen sacó su linterna y la probó.
Nick señaló hacia la izquierda con el hacha.
—Iremos por ahí, rodearemos la parte de atrás del lago hasta llegar a la cresta.
Emprendieron la marcha. Nick en cabeza, con Julie inmediatamente detrás de él. Karen dejó que Benny se le adelantara. No quería que fuese el último; era una posición demasiado vulnerable para el chico.
Siguieron la orilla del lago, regresando por donde habían ido. En la curva del extremo norte, ascendieron por los quebrados bloques de granito que cubrían la ladera hasta situarse a diez o doce metros por encima del agua. Para Karen, cada paso era una agonía... Supuso que para los otros también. Pero nadie protestó.
Probablemente, podían haberse quedado a esperar en el campamento. Pero habían debatido la cuestión muchas veces durante el camino, y acordaron aquello. Todo el mundo opinaba que lo mejor era aguardar a que la mujer efectuase el primero movimiento. También existía la posibilidad de descubrir su escondite y pillarla desprevenida. Era una probabilidad remota, puesto que los agentes de la ley no habían logrado dar con él, pero de todas formas merecía la pena intentarlo.
Estaban de acuerdo en que la mujer debía de tener un escondrijo en algún punto de las laderas que dominaban los lagos. Llevaban provisiones para cuatro días. De no encontrarla aquella noche, si la anciana se mantenía lejos de ellos, tendrían que seguir la búsqueda hasta que se les agotaran los alimentos.
Nadie pensaba que iban a llegar a eso.
Si la bruja seguía en el lago, intentaría liquidados.
—Quiere cogerme a mí —había dicho Nick—. Soy yo quien mató a su hijo. No estoy incluido en la maldición. No tiene mi sangre y eso.
—Acabó con tu padre —le recordó Julie, al tiempo que le cogía la mano.
—Aquello fue un accidente. Mi padre se interpuso para salvar a mi madre y a las niñas. Estaría bien, de no ser... Tiene que venir a por mí. Y entonces nos la cargaremos.
—¿Y si su muerte no pone fin a la maldición?
—Tiene que ponerlo —afirmó Benny, y explicó que, sin el poder psíquico de la bruja dirigiéndola, la maldición se disiparía.
—¿Qué te hace estar tan seguro?
—Lo dice el libro.
—Confiemos en que el libro tenga razón —deseó Karen.
—Confiemos en que la vieja esté aún en el lago —deseó Julie.
—Estará —aseguró Nick—. Estará. Quiere verme muerto.
Nick indicaba con el dedo un punto hacia lo alto de la falda, y eso apartó a Karen de sus pensamientos. El muchacho hablaba a Julie. La joven asintió. Sentada en una peña, se revolvió para verle subir por la cuesta.
Karen siguió a Benny a través de las piedras y se unió a Julie.
—¿A dónde va? —preguntó Karen.
Julie señaló. A cierta distancia, por encima de Nick, se veía una grieta entre las rocas.
—Quiere echar un vistazo. Dice que le esperemos aquí.
Observaron a Nick, que subía ladera arriba, saltando de roca en roca. Recorrió luego un sesgado bloque berroqueño y llegó a la hendidura sombría. Proyectó la luz de la linterna por su interior y luego dio media vuelta, meneó la cabeza negativamente y empezó a bajar.
Karen se sentó encima de una roca. La irregular frialdad de la pétrea superficie le atravesó el fondillo de los vaqueros y la pistola se le clavó en la carne hasta que se inclinó hacia atrás. Se apoyó en los codos.
El viento hacía ondular abajo las aguas del lago, grises a la menguante claridad del atardecer. Enfrente, en la orilla contraria, estaba el claro donde dejaron abandonadas las mochilas. La fogata, a cierta distancia a la izquierda, seguía intacta, rodeada por los tocones y piedras que emplearon a guisa de asientos. Incluso continuaba allí, tal como la dejaron, la pila de leña, la leña que recogieron después de bañarse. Recordó la agradable frescura del agua. El silbido que le dedicó Flash cuando ella se metía en el lago. ¿Estuvieron la loca y su hijo observándolos, espiándolos desde algún lugar en las alturas? Tal vez si no hubieran nadado, si el hombre no las hubiese visto a ella y a Julie en bañador... De nuevo los condicionales «si». Era inútil pensar en ello. Una no puede retroceder en el tiempo y cambiar lo que ya ha ocurrido, así que ¿por qué preocuparse?
Y si hubiesen hecho caso a Benny, aquella noche, cuando propuso perseguir a la vieja y quitarle la bolsa...
Nick dio el último salto y se reunió con ellos.
—No es más que un resquicio en la roca —informó—. No lleva a ninguna parte.
Reanudaron la andadura. No tardó en desaparecer el último resplandor de la tarde. Bajo la media luna, las rocas parecían grises y mustias, como un sucio campo nevado. Un campo cubierto de nieve, acuchillado por negras sombras. Esas sombras, que estaban por todas partes, intranquilizaban a Karen. Introdujo la mano por debajo del chándal y sacó la automática.
Benny volvió la cabeza hacia ella.
—¿Ocurre algo?
—No mucho.
—¿Viste algo?
—Lo que no veo es lo que me preocupa.
—Me gustaría que papá estuviese aquí.
—A mí también.
—¿Crees que se pondrá hecho una furia cuando lo descubra?
—No. Creo que se sentirá muy orgulloso. Sobre todo si cumplimos la misión que nos ha traído aquí.
Con una inclinación de cabeza, Benny volvió a mirar al frente. Encendió la linterna, iluminó la espalda de Julie y luego bajó el foco sobre las piedras que tenía a sus pIes.
Karen accionó a su vez el interruptor de la linterna, pero la brillantez de su luz no hizo más que aumentar la densidad de las negruras que la rodeaban. Mientras se mantenía pisándole los talones a Benny, proyectó el foco ladera arriba, barrió las peñas y trató de penetrar en las tenebrosas grietas. Se dio cuenta de que no tenía protegida la espalda. Se volvió, pero el rayo de luz sólo mostró por su retaguardia peñascos y sombras oscilantes. Nadie por ahí, pensó. Nadie se acerca subrepticiamente.
—¡Yiiiieeeh!
El discordante grito había salido de la garganta de Benny. Karen saltó hacia adelante mientras el chico se agachaba y se cubría la cabeza y un coyote caía desde lo alto y chocaba contra él. Benny se vio impulsado hacia el borde de un peñasco. Karen se lanzó a través del bloque de granito. El foco de su linterna iluminó las piernas de Benny, que se agitaban en el aire mientras el chico se desplomaba hacia atrás. La linterna y la pistola se desprendieron de las manos de Karen. Estiró los brazos. La punta de los dedos de la mujer rozaron la vuelta de los pantalones vaqueros de Benny, que cayó por el terraplén. Karen fue dando traspiés, llevada por su impulso hacia el filo del precipicio. Se balanceó en el mismo borde. El chándal se tensó sobre su pecho cuando alguien lo sujetó por detrás y frenó a la mujer.
Benny cayó sobre las rocas, tres metros más abajo. Emitió un grito al chocar contra las piedras. El coyote lanzó un gañido y huyó a la carrera.
Julie soltó el chándal de Karen y se puso a su lado.
—¡Benny!
El chico alzó la cabeza.
Una figura encogida sobre sí se desplazaba hacia él sobre los peñascos iluminados por la Luna. La figura empuñaba un hacha.
—¡Cuidado! —chilló Karen.
—Sólo es Nick —advirtió Julie.
Mientras descendían, Karen oyó los quejidos de Benny.
—¡El brazo, el brazo!
Karen se arrodilló junto a él. Benny jadeaba y se cogía el antebrazo derecho.
—Me parece que puede habérselo roto —dijo Nick.
Karen pasó la mano por la sudorosa frente del chico.
—¿Dónde te duele más? —preguntó.
—Me duele todo.
—Ha sido una caída de pronóstico.
—Intenté agacharme y esquivarlo, pero...
—¿Hay algo más roto o torcido? —quiso saber Julie.
—No lo sé —contestó Benny—. No creo.
Al sentarse, hizo una mueca de dolor y se le escapó un sollozo. Le quitaron la parka con gran cuidado. Julie pasó el foco de su linterna por el brazo, mientras Nick levantaba la manga derecha por encima del codo. El antebrazo aparecía hinchado y blanquecino, pero la piel no estaba desgarrada.
—Necesitamos algo para entablillarlo —dijo Nick.
—¿Cuchillos? —sugirió Karen.
—Intentémoslo.
Julie se abrió el cinturón y sacó su cuchillo con vaina de cuero. De la empuñadura a la punta, tenía casi treinta centímetros de largo.
—Servirá —determinó Nick.
Benny llevaba un cuchillo similar.
Karen los colocó en su sitio, uno a cada lado del brazo, en tanto Nick los sujetaba bien con el cinturón de Benny.
—Creo que tendrá que servir hasta que encontremos algo mejor.
—Espero que no necesitemos estas cosas —dijo Julie
Nick alborotó la cabellera de Benny..
—Ahora estás mejor armado que nosotros.
—Mi pistola —murmuró Karen.
Julie y ella treparon por las rocas para ir a buscarla. Con la linterna de Nick, examinaron la zona donde la había dejado caer. El rayo de luz se deslizó por superficies grises, penetró en rincones oscuros, se hundió en fisuras. Julie localizó la linterna perdida. Se había estropeado. Siguieron buscando.
—Ha de estar en alguna parte —comentó Julie.
—Cualquiera lo pensaría así.
Exploraron la misma zona una y otra vez.
—Tal vez cayó por ahí —dijo Julie, y se acercó al borde del tajo.
—¿Ha habido suerte? —le dio una voz Nick.
—No.
Descendieron y registraron la base del macizo rocoso.
Julie miró a su hermano.
—No estarás sentado encima, ¿verdad?
—No —replicó Benny.
—Déjame probar a mí —dijo Nick.
Julie le tendió su linterna. La muchacha se quedó abajo, mientras Karen y Nick escalaban por los abruptos peñascos hacia el lugar donde la mujer soltó el arma.
—Fue por aquí —dijo, de pie a un metro del borde.
—¿La arrojaste o sólo se te cayó?
—No hice más que abrir la mano para poder agarrar a Benny.
—Quizá le diste una patada.
—Puede. Si lo hice, no me di cuenta.
Le indicó el punto donde Julie había encontrado la linterna. Buscaron por allí. Peinaron el escarpado montículo de granito de un lado a otro, avanzando hombro con hombro.
—Es muy posible que haya caído por alguna de esas hendiduras —aventuró Nick finalmente.
—Sea como fuere —le respondió Karen—, no creo que la encontremos. Por lo menos, esta noche. ¿Por qué no volvemos mañana por la mañana, cuando haya luz de sobra?
—Mañana será tarde —repuso Nick. Descendieron y dedicaron un rato a examinar el terreno, alrededor de Benny y Julie.
—También podemos olvidarlo —propuso Julie.
Karen se quitó el cinturón y preparó con él un cabestrillo para el brazo de Benny. Ayudaron al chico a ponerse en pie.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Julie.
—Volveremos a recoger las mochilas —dijo Nick—. Hay aspirinas en mi botiquín de primeros auxilios. Tal vez alivien a Benny los dolores.
—Encenderemos una buena lumbre para calentarnos —añadió Julie.
—Y comeremos —dijo Benny—. Yo me muero de hambre.
Estaban cerca del extremo sur del lago. Con una de las linternas, Karen encabezó la comitiva. La seguía Nick, que sostenía a Benny. El chico podía andar, aunque cada paso cojeante le costaba un respingo. Con el hacha y la otra linterna que aún funcionaba, Julie cerraba la marcha.
Karen trataba de elegir la ruta más fácil. El foco de su linterna horadaba la oscuridad y barría la ladera a su izquierda. Sin la pistola, se sentía vulnerable.
Al perderla, había puesto a todos en un terrible peligro. Nadie le dirigió crítica alguna y ella trataba de no culparse, pero, maldición, había tirado su principal defensa, la única arma que podía alcanzar a alguien a distancia y dejado fuera de combate. La navaja que llevaba en el bolsillo de los vaqueros constituía escaso consuelo. Los dos cuchillos grandes estaban ceñidos al brazo de Benny. Nick aún tenía un cuchillo de monte y Julie llevaba un hacha. Un armamento bastante lamentable
«¡Cristo! ¿Por qué no me aferré a la pistola?»
Al rodear la punta del lago llegó al arroyo que alimentaba el Mezquite Superior. La luz de la linterna hizo cabrillear la superficie en movimiento, siguió contracorriente hasta la eminencia de piedra y luego descendió, saltando de una a otra de las rocosas orillas. Sobre la corriente vio sobresalir peñascos y sombras que parecían estar al acecho. Nada más. Se agachó. Cogió un poco de aquella agua fresca en el hueco de la mano y se la llevó a la boca. Después pasó al otro lado del arroyo y mantuvo la luz sobre la superficie.
Nick y Benny lo vadearon también, con el agua arremolinándose en torno a sus botas y empapándoles las perneras de los pantalones casi hasta la altura de las rodillas.
Julie saltó por encima del riachuelo.
—Vosotros dos vais a coger ahora una pulmonía cada uno.
Nick produjo un ruido semejante a una carcajada.
—Eso es mejor que una viejamonía.
Karen echó a andar por la ladera, descendiendo y acercándose al lago. Al cabo de un momento, sus botas pisaron tierra esponjosa en vez de piso de roca. Era como andar sobre un cojín. Una sensación maravillosa. La alfombra de agujas de pino dejaba escapar suaves crujidos al paso de la mujer.
Tomó un rumbo serpenteante para esquivar los árboles y montículos de peñascos. Luego divisó el claro, justo delante. Localizó el lugar de la fogata, los tocones y piedras que la circundaban como taburetes, el montón de leña. La inundó una oleada de placer y alivio, como la sensación que se experimenta al volver a casa tras un largo viaje.
Avanzó titubeante. Tomó asiento en la lisa superficie de un tocón, estiró las doloridas piernas y suspiró relajada.
—¿Qué mierdas...? —exclamó Nick—. ¿A dónde han ido a parar nuestras mochilas?
Karen atravesó la oscuridad con el foco de la linterna. Las mochilas habían desaparecido.
39
Benny se sentía un inútil. Permaneció sentado temblando en un peñasco, con el brazo palpitándole de dolor, mientras Nick y Julie buscaban las mochilas. Karen había tomado asiento en un tocón, cerca del chico. Sostenía en la mano una navaja abierta.
—Puedes ayudarlos a buscar, si quieres —le dijo Benny.
—Estoy bien aquí.
—No tienes que quedarte vigilando para que no me pase nada.
—Claro que sí —Karen esbozó una tenue sonrisa.
—Rayos, vaya zipizape que he armado.
—No, tú no. Podía haberle ocurrido a cualquiera de nosotros.
Karen se pasó los brazos alrededor del cuerpo.
—¿Tienes frío? —le preguntó Benny.
—Tengo un ataque gigante de carne de gallina.
—¿Quieres mi parka?
—No, muchas gracias. De todas formas, no me caería bien.
—Puedes echártela por la espalda.
—No. Sigue con ella puesta. De verdad. Te hace más falta que a mí. ¿No sabes que las mujeres tenemos una capa de grasa extra?
—Tú no.
Karen se echó a reír.
—Va a ser una nochecita de perros, si no encuentran las mochilas. Nos convertiremos en carámbanos humanos.
—Y no veas el hambre que vamos a pasar. Como la partida de Donner.
—Como la partida de Donner, ni hablar. Con un día de marcha estaremos fuera de aquí. Lo hemos hecho antes.
—No podemos marchamos sin... Antes hemos de matar a la bruja.
—Al menos, sabemos que está aquí —dijo Karen—. Tiene que ser ella la que ha arramblado con las mochilas. Saber eso, ya es algo..
—Yo sabía que iba estar. Ella nos trajo aquí.
—¿Cómo dices?
—Ella nos trajo aquí. Con su magia.
—Es una idea muy agradable. ¿Qué te hace pensar tal cosa?
—Estamos aquí, ¿no?
—Vinimos por propia voluntad.
—¿Por qué no sufrimos ningún accidente durante la ascensión? Ni siquiera un amago de percance del que nos librásemos por los pelos.
—Conducía Nick. Como dijo tu padre, es el Gran Exento de la Maldición.
—A ninguno de nosotros le ha sucedido nada malo desde el jueves. No ha pasado nada hasta que llegamos aquí. Porque aquí nos quería ella.
—¿Para acabar con Nick?
—Y con nosotros. Cuando nos haya quitado de enmedio, seguirá adelante y se cargará a mi padre, a Heather, a Rose y a la señora Gordon. Con la maldición, puede liquidarlos a todos.
—No se lo permitiremos. So pena de que muramos congelados.
—Quizá convendría que encendiésemos una fogata.
—¿Con qué?
—Tengo cerillas —dijo Benny.
—¿Que tienes cerillas?
—Claro.
Utilizando la mano izquierda, Benny se desabotonó la solapa del bolsillo de la camisa.
—¡Oh, nos has salvado la vida! Quisiera que hubieses dicho eso hace cinco minutos.
—Todo este barullo ha nublado nuestra visión nocturna —dijo Benny, al tiempo que sacaba una carterita de fósforos.
—¿A quién le importa? —Karen se levantó y tendió una mano temblorosa. Benny puso en ella las cerillas.
Karen se llegó con paso vivo a los árboles. Se agachó para recoger unos puñados de agujas de pino. A su regreso, Benny se dio media vuelta para ponerse de cara a la lumbre. Recordaba que la había encendido y que se encargó de reunir las piedras y formar una pequeña pared protectora circular. Fue la tarde en que llegaron al lago y todo el mundo estaba indignado con él porque tenían que quedarse a pernoctar allí por culpa suya.
Arrodillada, Karen levantó la cubierta de la carterita de cerillas. Puso un mantoncito de agujas de pino y fue colocando encima, con cuidado, astillas y pequeñas ramas.
—Es culpa mía —dijo Benny.
La mujer le miró por encima del hombro.
—¿Qué?
—Todo. Si no hubiera pisado a Heather, lesionándole el pie, habríamos ido a lago Wilson y nada de esto hubiera sucedido.
—Pamplinas.
—Es verdad.
—Hablas como tu padre, ¿sabes? Siempre echándose la culpa de todo. Debe de ser cosa de familia.
—Pero es cierto.
—Guarda todas las culpas para adjudicárselas a esa bruja y a su hijo. Nosotros no somos más que víctimas. El azar quiso que estuviéramos en el sitio inadecuado en el momento inoportuno. Un millón de cosas podían haber hecho cambiar eso. y todo habría ido bien para nosotros, acampados aquí, si aquel maníaco no hubiera decidido violarme.
—¿Te... te violó?
Karen vaciló. Luego dijo: —Sí.
Benny se sintió como si le hubieran asestado un fuerte puñetazo en el estómago. Se agachó, inclinado hacia adelante. El movimiento le disparó un ramalazo de dolor a lo largo del brazo. Empezó a llorar.
Karen se puso en pie. Se acercó al chico y le apretó la cabeza tiernamente contra sí. Benny frotó la cara contra el cuerpo de Karen. El chándal era suave. Olía bien. Era la misma prenda que llevaba puesta la noche anterior en el saco de dormir, cuando Karen le mantuvo abrazado, y él sintió el calor de su cuerpo, la dureza de los senos y el intenso temor de que ella se diese cuenta de que se había empalmado. Luego, Karen le susurró: «No te preocupes por eso», y Benny tuvo tal vergüenza que deseó morirse. Pero eso duró sólo un momento. De inmediato, se sintió bien y en paz.
—¿Vas a casarte con papá? —le preguntó.
—Tal vez.
—Espero que sí.
—¿Por qué?
—Porque te quiero.
—Yo también te quiero a ti, Benny.
Se acurrucó contra ella. En toda su vida se había sentido tan estupendamente. Pensar en eso le alivió el dolor.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Karen, y le acarició el pelo.
—Lamento... lamento el daño que te hizo.
—Está muerto.
—Quisiera haberlo matado yo.
—No, tú no.
—Oh, sí, me hubiera gustado.
Karen se echó hacia atrás, se agachó y le dio un leve beso en la boca.
—Encendamos el fuego antes de que nos congelemos.
Dio media vuelta, frotó una cerilla y encendió un trozo de cartón. Surgieron las llamas. Las agujas de pino humearon, chasquearon al prender y transmitir el fuego a las ramitas. Karen añadió leña más consistente del montón próximo. Las llamas cobraron altura, danzaron e irradiaron calor.
—Ahora estamos metidos en harina —comentó Karen.
Nick y Julie se acercaron por detrás. Se acuclillaron junto a la lumbre.
—¿No hubo suerte? —preguntó Karen.
—Creemos que es muy posible que las arrojase al lago —dijo Julie.
—Si es así —indicó Nick—, estarán cerca de la orilla. No nos costará mucho encontradas.
—Vamos a echar una mirada —añadió Julie. Se inclinaba sobre la fogata, cogida la linterna entre las rodillas, y se frotaba las manos como si estuviese lavándolas en las llamas.
—¿Dónde encontraste las cerillas? —le preguntó Nick.
—Las tenía Benny —dijo Karen.
—¡Buen trabajo, Ben!
—Sí —sonrió Julie a su hermano—. No eres una completa calamidad.
Benny le devolvió la sonrisa.
—Déjate de bromas.
Nick se apartó del fuego.
—Está bien, vamos a echar un vistazo al lago.
—¿Quieres tú ir con ellos? —le preguntó Karen a Benny.
—Sí.
—Vale más así —dijo la mujer a los otros dos—. Es mejor si nos mantenemos juntos.
Benny se levantó. Dio un respingo cuando el movimiento le produjo una punzada de dolor en el brazo. El resto del cuerpo estaba rígido y resentido, pero le alegró que le incluyesen en la expedición. Karen se mantuvo junto a él mientras se dirigían al lago.
Nick y Julie eran los únicos que llevaban linterna.
Anduvieron despacio por la orilla, barriendo el agua con los haces de luz. Los focos trazaban nuevos ángulos al atravesar la superficie. En las zonas poco profundas, de aguas turbias y saturadas de partículas en remolino, Benny podía ver el fondo cuando penetraba la luz de la linterna. Las rocas estaban allá abajo cubiertas de musgo. Las corrientes agitaban pequeñas colonias de algas. Aguas adentro, los focos de las linternas no llegaban al fondo. Se quedaban a cosa de medio metro por debajo de la superficie, como si fueran demasiado débiles para profundizar más en aquella lobreguez líquida.
—Bueno —dijo Nick—, creo que están ahí. Voy a entrar.
—No, es una barbaridad.
—Espera a mañana por la mañana —propuso Karen—. Aunque las encontraras ahora, los sacos de dormir estarían empapados.
—Casi toda la comida debe de estar en buenas condiciones —replicó Nick—. No sé vosotros, pero yo tengo un hambre de lobo.
—Te congelarás, Nick.
—Contamos con una buena fogata. —Le siguieron hasta el punto donde habían dejado las mochilas—. Si esa bruja las tiró al agua, lo más seguro es que fuera derecha a la orilla desde aquí.
Nick se sentó en el suelo, dejó el hacha y empezó a desatarse los cordones de las botas. Julie se sentó a su lado.
—Si te vas a meter en el agua, iré contigo.
—Es una tontería que nos mojemos los dos.
—Me importa un pito.
—Julie —la voz de Nick era firme—. Hablo en serio: Espera aquí.
La chica se le quedó mirando. Abrió la boca. Después la cerró. Se le hundieron un poco los hombros.
—Está bien —murmuró—. Si es que no me quieres contigo...
Tras quitarse las botas y los calcetines, Nick se puso en pie e hizo lo propio con la camisa de franela. Se bajó los vaqueros y retiró las perneras. En calzoncillos, se acercó con paso rígido a la orilla del lago. Se frotó los brazos.
—Bueno —dijo—, allá vamos.
Se lanzó hacia adelante y los pies chapotearon y salpicaron. Fue avanzando hasta que el agua le llegó al nivel de las rodillas. Entonces se zambulló, lanzándose de plano sobre la superficie. Karen y Julie mantuvieron las linternas enfocadas sobre él mientras Nick se deslizaba silenciosamente bajo las olas. Salió a la superficie al cabo de unos segundos. Dio media vuelta y se sacudió el agua de la cara.
—¿Tocas fondo? —le preguntó Julie.
—Sí.
Las olas le llegaban al pecho.
—¿Cómo está?
La respuesta de Nick fue un gruñido doliente. Echó a andar.
La luz de Julie siguió sobre él. Karen dirigió su foco al agua, inmediatamente delante del muchacho. Caminaron por la orilla, manteniéndose a la altura de Nick.
Se detuvo. Sus hombros se bambolearon ligeramente.
—¡Vaya, hombre! —exclamó. Luego se zambulló bajo la superficie. Su espalda fue visible durante un momento, blancuzca a la claridad ondulante y temblona de la linterna. Luego lo perdieron de vista. Benny contempló las tenebrosas aguas. Contó hasta diez y en aquel instante Nick reapareció en la superficie. Sostenía delante de sí un bulto grisáceo. Lo sacó del agua. Era la mochila de Karen. Nick anunció—: ¡Están aquí!
—¡Fantástico! —se animó Julie.
El muchacho levantó la mochila por encima de la cabeza, avanzó un paso y, justo a su espalda, el agua pareció estallar. Se le desorbitaron los ojos. Se le escapó la mochila de las manos. Al caerle sobre la cabeza, e impacto y el peso le hundieron bajo la superficie.
Las linternas se estrellaron ruidosamente contra las piedras. Karen y Julie, hombro con hombro, se precipitaron al lago. Una linterna se había apagado. Benny recogió la otra. Vio zambullirse a Karen. Con rápida brazada, se desvaneció bajo la superficie, para reaparecer en seguida tirando de Nick por un brazo. Chapoteando, Julie pasó al otro costado del muchacho y le agarró también del brazo. La cabeza de Nick emergió del agua. Lo elevaron entre las dos. Estaba consciente. Se atragantaba, medio asfixiado. Cuando llegaron a zona menos profunda, Benny observó que las piernas de Nick funcionaban.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Benny.
Nadie contestó. Llevando a Nick casi a peso, las dos mujeres llegaron a tierra firme y le fueron bajando hasta que las rodillas se apoyaron en el suelo. Después le tendieron boca abajo.
Las relucientes cachas rojas de una navaja sobresalían de su espalda.
40
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Julie—. ¡Oh, Dios mío!
Tiró de la navaja. Nick se puso tenso y soltó un grito, pero la hoja, hundida varios centímetros bajo el hombro derecho, no parecía dispuesta a salir. Julie tiró con más fuerza. El mango se le escurrió de la húmeda mano.
—Lo intentaré yo —dijo Karen.
—Debe de estar clavada en el hueso —comentó Julie—. Ha profundizado de un modo terrible.
—No le quites ojo al lago, Benny —Karen se pasó la mano derecha por el chándal y agarró las cachas de la navaja. Apoyó la izquierda en la ensangrentada espalda de Nick.
—¡Aaaayyyy!
Nick se estremeció y clavó los dedos en la tierra del suelo cuando Karen trató de arrancar el cuchillo. Removió la hoja, hasta que consiguió retirarla. Los músculos de Nick aflojaron su tensión. El muchacho bajó la cara hasta el suelo. Jadeaba y sollozaba.
—Acerquémoslo a la fogata —dijo Karen.
Nick se puso a gatas. Julie y Karen le agarraron por los brazos y le levantaron. Se tambaleó entre ellas, como si las piernas estuviesen demasiado debilitadas para aguantar su propio peso.
Al llegar ante la lumbre, le sentaron en un tocón, de espaldas al resplandor de las llamas. Julie se llevó la mano al nudo del pañuelo empapado que llevaba en el cuello. Lo desató, se quitó el pañuelo y lo retorció para exprimir el agua embebida en él. Lo pasó suavemente por la herida. La cuchillada apenas tenía dos centímetros y medio de ancho. Sangraba fluidamente, pero no a borbotones.
—No parece demasiado grave —diagnosticó Karen.
—No parece que me sienta demasiado bien —replicó Nick. Su voz sonó agarrotada y temblona a la vez.
Julie dobló el pañuelo, formó con él un grueso apósito y lo apretó firmemente contra la herida. Nick dio un respingo.
—Voy a buscar sus ropas —dijo Karen. Se alejó y Benny se fue con ella.
Mientras sostenía el improvisado apósito en su sitio, Julie se inclinó sobre Nick. Oprimió la cara sobre el cabello húmedo y besó a Nick en la cabeza. Alargó la mano libre y le frotó el pecho. Nick temblaba violentamente.
—Supongo que tuve suerte —comentó Nick.
—Mucha suerte —susurró Julie.
—La bruja no pudo sacar el cuchillo. La cagó.
—Claro.
—Esta vez —añadió el muchacho.
Regresó Karen, con las prendas de Nick hechas un fardo en los brazos. Benny llevaba el hacha.
—Tuviste suerte —dijo Julie—. Ahí está tu ropa, y está seca.
—Es cuestión de disponer algo para que el vendaje se mantenga apretado donde debe estar —dijo Karen—. No va a ser fácil. La herida se encuentra en un mal sitio. —Desabrochó la hebilla del cinturón de Nick—. Tendrás que mantener el brazo abajo. —Rodeó con la correa la parte superior del torso. Julie apretó el pañuelo mientras Karen pasaba una punta del cinturón por debajo de la axila izquierda. Pasó el otro por el brazo derecho, justo debajo del hombro, y abrochó la hebilla, bien apretada, en el pecho—. ¿Qué tal?
—Bien, si no levanto el brazo.
—Pues no lo levantes.
—Vale. Siempre y cuando no tenga que hacerlo.
—Le vestiré —dijo Julie.
—Estupendo.
Karen y Benny se alejaron.
Karen volvió los ojos hacia Benny. El chico la contemplaba con fijeza.
—Está feo espiar —advirtió, y entonces Benny apartó la vista.
Karen estaba sentada en un peñasco, tan cerca de la lumbre que ésta arrancaba nubecillas de vapor a las mojadas perneras de los vaqueros. El calor era estupendo, pero sólo surtía efecto por delante. La parte posterior del chándal y de los pantalones tenía un contacto gélido sobre la piel.
Desde el otro lado de la fogata, Benny la miraba fijamente a través de los centelleantes cristales de sus gafas.
—Bien, manténte ojo avizor —le aconsejó Karen—. Malditas las ganas que tenemos de que alguien se acerque furtivamente.
Con una inclinación de cabeza, Benny giró las piernas y dirigió la vista hacia el lago.
Karen se levantó. Se apartó un poco de la fogata y se quitó el chándal. Suspiró cuando el calor le acarició la espalda. Al tiempo que escudriñaba la oscuridad extendida más allá de la hoguera, escurrió el agua del chándal. Cuando terminó, miró por encima del hombro a Benny. El chico la estaba observando. Desvió la mirada apresuradamente y Karen se volvió. Sostuvo el chándal por encima de las llamas. El vapor se desprendió de la prenda como volutas de humo y la brisa se encargó de dispersarlo.
A la izquierda de la mujer, Nick tenía la camisa de franela echada por la espalda. Con un brazo dentro de la manga. Se puso en pie. En cuclillas frente a él, Julie le bajó los calzoncillos. Nick se apoyó en los hombros de la joven mientras ella le quitaba los calzoncillos y procedía a embutirle los vaqueros.
El chándal aún estaba húmedo cuando se lo puso, pero al menos le pareció cálido. De momento. Se sentó en la roca para quitarse las botas y los calcetines. Se desabotonó la cintura de los pantalones, bajó la cremallera y se los quitó junto con las bragas.
Julie ponía los calcetines a Nick.
La piedra estaba fría y granulosa bajo las nalgas de Karen, pero continuó sobre ella mientras escurría las bragas. Las acercó a la fogata mientras Benny seguía examinando la orilla del lago y Julie terminaba de poner a Nick los calcetines y las botas. Luego, Karen se puso en pie, se sacudió de las asentaderas la arena que se le había adherido y se puso las bragas. Estaban cálidas y secas.
Se volvió para que las llamas le calentasen la espalda y se esforzó en retorcer y escurrir los vaqueros. Era difícil domeñar aquella tela acartonada. Acabó por darse por vencida. Se puso de cara a la lumbre y sostuvo los pantalones sobre las llamas.
Nick se volvió hacia la hoguera. Tenía el brazo dentro de la camisa, lo que impidió a Julie abotonársela.
—¿Qué tal te encuentras?
—Un poco mejor. Pero bastante descompuesto.
Benny miró por encima del hombro. Karen le hizo una seña con la cabeza y el chico giró las piernas. Se inclinó hacia el fuego.
—Sospecho que trata de irnos eliminando uno tras otro —dijo Nick.
—Atinado comentario —repuso Karen.
—No me extrañaría que planeara matarnos por congelación —opinó Julie. Se aproximó a la hoguera. Karen vio que estaba tiritando. La muchacha añadió—: ¡Qué diablos! Ya que me estoy quedando como un témpano, lo mismo puedo lanzarme y recuperar las mochilas.
Nick, asombrado, la miró con la boca abierta.
—¿Por qué no? Ya estoy como una sopa.
—Dejémoslas allí hasta mañana —dijo Karen.
—Ni siquiera tenemos la certeza de que los sacos de dormir se hayan mojado. Están dentro de bolsas fuertes. Es posible que se conserven bastante secos. Además, en las mochilas llevamos comida y los botiquines de primeros auxilios. Sobre todo los botiquines. Antisépticos. Podremos ponerte una venda de verdad, Nick. Sería mejor que tenerte trabado con esa correa.
—No podrás conseguirlo —dijo Nick.
—Sabemos dónde se encuentran las mochilas.
—¿Y si ella está allí? —preguntó Benny.
—¿Crees que va a pasarse toda la noche en el lago, con la esperanza de que nosotros volvamos?
—Quizá lo sabe. Tal vez quiere acabar contigo.
—No seas tonta.
Karen suspiró.
—No es un idea inteligente, Julie. Puede estar allí al acecho.
—Aunque esté esperando, ahora ya no tiene cuchillo.
—Eso no lo sabes a ciencia cierta —dijo Nick.
—Si hubiese tenido otra navaja, la hubiera empleado contra ti.
—No se necesita un cuchillo para matar a alguien —sentenció Karen.
—Matar puede hacerlo cualquiera de las dos —dijo Julie. Se llegó a Nick y cogió el cuchillo de monte de su regazo. Él le agarró la muñeca.
—Tú no puedes... —dijo.
—Precisamos esas mochilas. No me digas que no, o tendría que ponerme en contra tuya.
—Julie.
La muchacha se inclinó un poco más y le besó en la boca. Luego le susurró algo. Nick también le bisbiseó unas palabras y le soltó la muñeca.
—Mantén el fuego bien atizado para mí. Lo necesitaré.
Se acercó a las llamas. Se quitó el cinturón y pasó por la correa la vaina del cuchillo de monte. Sentada en un peñasco, al lado de Benny, se descalzó las botas y los calcetines. A continuación se desnudó hasta quedar sólo con el sostén y las bragas.
—¿Quieres mantener esto caliente mientras vuelvo? —preguntó, al tiempo que tendía las prendas a Karen.
—Voy contigo.
—No tienes por qué.
—Ya lo creo que sí —le sonrió Karen.
—Iremos todos —decretó Nick.
—Benny y tú ya estáis secos.
—Podemos quedarnos en la orilla. Por lo menos, nos encontraremos a mano, caso de que suceda algo.
Julie asintió. Se puso el cinturón y deslizó el cuchillo de monte hasta situarlo en la cadera. Mientras Nick y Benny se levantaban, la muchacha tendió sus prendas sobre unas piedras, cerca de la lumbre.
Karen extendió los vaqueros en la roca sobre la que había estado sentada.
—¡Que empiece el espectáculo! —dijo Julie.
Julie se encogió al entrar en el agua. Antes, cuando se lanzó en pos de Nick, la necesidad de auxiliarlo era tan abrumadoramente apremiante, que apenas tuvo conciencia del frío. Ahora, todo su cuerpo tiritaba mientras iba adentrándose en el lago.
—Zambúllete de golpe —le sugirió Nick.
—Es fácil decirlo —respondió Julie.
Karen, que iba inmediatamente delante de ella, con el agua hasta los muslos, se levantó la parte inferior del chándal para evitar que se mojara. Dio media vuelta para quedar frente a Julie. Llevaba la navajita entre los dientes. La cogió con la mano.
—¿Vale para algo? —preguntó. Su voz era un poco más aguda de lo normal.
—Perfectamente.
—Tardaremos menos si bajamos buceando las dos a por ellas.
—Nos estorbaríamos una a la otra.
Julie adelantó a Karen. Respiró entrecortadamente cuando el agua helada le llegó a la entrepierna. Un paso más y el nivel le alcanzó la cintura. Hundió el vientre como si pretendiera librarlo de aquel toque doloroso.
—¡Dios! —jadeó. Se volvió—. Te pasaré las tres. La última la llevaré yo.
—De acuerdo —dijo Karen.
—Después nos sentaremos encima de la fogata.
—Cuenta con mi voto para eso.
—¡Allá voy! —gritó a los otros.
De pie en la orilla del lago, Nick agitó el hacha por encima de la cabeza. A su lado, Benny dirigió el foco de la linterna sobre los ojos de Julie. El resplandor la cegó dolorosamente. La joven se apartó con un brusco movimiento y murmuró:
—Un millón de gracias.
Luego se alejó un poco más, vadeando. El agua helada ascendió por el sujetador y le cubrió los hombros. Se desvió hacia la derecha e inició la búsqueda. El agua la mantenía a flote, de forma que sus pies apenas tocaban las resbaladizas rocas del fondo. Daba largas y lentas zancadas, golpeando el agua con los brazos, a guisa de paladas, para impulsarse hacia adelante.
Entonces, la punta de los pies tropezó con algo que no era roca. Tanteó con el pie. Era una mochila.
—Ya tengo una —anunció.
A un par de metros de distancia, con el agua a la cintura, Karen inclinó la cabeza y volvió a ponerse la navaja entre los dientes. Julie se llenó de aire los pulmones. Acto seguido, se zambulló. Mantenía los ojos abiertos, pero sólo vio oscuridad mientras sus manos agarraban los lados de la mochila, plantaba los pies en las resbaladizas piedras y se remontaba. La mochila parecía no pesar casi nada.
Emergió y volvió a llenarse los pulmones de aire. Con la mochila bien sujeta, avanzó unos lentos pasos hacia Karen. La mujer estiró los brazos, se hizo cargo de la mochila, dio media vuelta y anduvo hacia la orilla.
Julie giró en redondo. Nadó unas cuantas brazadas. Bajó luego las piernas, probando a tocar fondo. Mientras se deslizaba sobre las rocas, miró hacia un lado. Karen estaba en el borde del lago. Se inclinaba para depositar la mochila en el suelo.
La punta de los pies de Julie tocó una correa. Se zambulló y la cogió con la mano derecha. Parecía de cuero. Debía de ser la Bergen de Karen. Tiró de ella y notó que la mochila ascendía, en tanto ella bajaba las piernas hacia el fondo.
Alguien le propinó un puntapié. Unas uñas le rasgaron el muslo. ¡Uff! ¿Qué hace Karen debajo de mí?
«¡No es Karen!»
Una mano se le clavó en el hombro y la empujó hacia abajo. Otra se le hundió en la espalda. Ambas la comprimieron contra un cuerpo desnudo, que se contorsionó para enganchar las piernas alrededor de Julie. Unos dientes le desgarraron el hombro. Tras una sacudida impulsada por el dolor, Julie agarró los cordeles de una larga cabellera y tiró con fuerza. Los dientes conservaron la presa. El hombro le ardía agónicamente. Le entraron unos locos deseos de gritar, pero mantuvo los labios apretados. Los dientes la soltaron. Intentó mantener la cabeza echada hacia atrás, pero la asaltante se adelantó, el pelo se deslizó entre los dedos de Julie y los dientes se le clavaron en la clavícula.
Julie recordó la advertencia de Karen: «No se necesita un cuchillo para matar a alguien».
Sólo dientes. Hender la yugular.
El cuchillo.
Las mandíbulas se abrieron.
Los dientes buscaban ahora la garganta.
Julie inclinó la cabeza a un lado y levantó el hombro hacia la oreja. Los dientes le mordieron una mejilla y trataron de alcanzar el cuello, por debajo de la quijada. Un espasmo estremeció entonces a la mujer, cuando Julie le hundió en la espalda los quince centímetros de hoja del cuchillo de monte. Las uñas arañaron la piel de la muchacha. La mujer sacudió el cuerpo y se retorció. Julie sacó el cuchillo y lo trasladó a la parte delantera. Aplicó la palma de la mano al rostro de la mujer, empujó para separada un poco y le clavó la hoja del cuchillo en el vientre. Con los pies asentados en el fondo del lago, agarró el mango con ambas manos y tiró hacia arriba.
Benny mantuvo el foco de la linterna sobre el agua en el lugar donde Julie se había sumergido. La superficie parecía estar allí más turbulenta. Julie llevaba mucho tiempo bajo el agua. Más del que hubiera precisado para sacar una mochila.
Sin embargo, Nick continuaba mirando tan tranquilo. No parecía preocupado.
Karen vadeaba rápidamente, pero no tan aprisa como si creyera que algo iba mal.
Y entonces emergió una cabeza. El rayo de luz de Benny se proyectó sobre un rostro que sobresaltó al chico de pies a cabeza. Los ojos se elevaban tanto en las cuencas que sólo quedaba visible el blanco. La boca estaba abierta al máximo y los labios se habían curvado en una mueca. La sangre le resbalaba por la barbilla.
Un chillido anegó la garganta de Benny. La mujer ascendía como si se remontara desde el fondo del lago. Sus hombros atravesaron la superficie como un estallido. Aletearon frenéticamente los brazos. Se zarandeaban los pechos desnudos.
Aparecieron a continuación dos manos, aferradas al vientre. No, no era exactamente así. Pero tampoco la mujer iba a despegar y emprender el vuelo, sino que se veía levantada por aquellas manos. Una cabeza surgió entonces, debajo de la mujer.
Tenía que ser Julie.
Durante un momento, la mujer —la bruja— estuvo sobre la cabeza de Julie, fuera del agua por completo, con su cuerpo desnudo retorciéndose y batiendo el aire. Julie se dobló como si arrojase aquel cuerpo por encima de ella. El cuerpo cayó de cabeza contra el agua y proyectó hacia las alturas un surtidor de agua y espuma.
41
Petrificado por la amedrentadora sorpresa, Nick miró fijamente la escena del cuerpo que surgía del lago. El rostro contraído no era el de Julie. La figura culebreó en el aire, pataleó hacia el cielo y se desvaneció bajo el agua con un formidable chapoteo.
Karen se lanzó hacia adelante, enarbolando fieramente la navaja. Al tiempo que se precipitaba dentro del lago, Nick la vio hundir los brazos en el agua. Julie había desaparecido. ¿Dónde estaría? ¿Se ahogaba en el fondo, herida de gravedad? Con agua hasta la cintura, el muchacho vadeaba contra el empuje de las aguas cuando surgió la cabeza de Julie.
El brazo izquierdo de Karen emergió a un lado de Nick. Tenía la mano envuelta en largos cabellos negros. Levantó la cabeza de la mujer, cuya boca abierta arrojó agua y sangre. Cuando aparecieron los hombros, Karen alzó la navaja, dispuesta a descargar una cuchillada. Titubeó. Bajó el arma. Miró a Nick.
—¿Muerta?
—Así parece.
Julie se les acercó andando a través del agua.
—¿Está muerta?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nick a su vez.
—Se la cargó con el cuchillo.
A medida que Julie se aproximaba a la orilla, el nivel del agua iba bajando por su cuerpo. El rayo de luz de la linterna la enfocó. La muchacha entornó los párpados y volvió la cara. Nick emitió un gruñido al ver la mandíbula y el hombro desgarrados y cubiertos de sangre.
—Dios bendito, Julie.
—Estoy bien. Llevémosla a la orilla.
—Ya la aguanto yo —dijo Karen.
—Bueno, yo llevo una de las mochilas.
Nick esperó a que pasaran delante. Karen tiraba del cadáver, al que tenía agarrado por los pelos. Flotaba boca abajo, con la cara en el agua, grisáceas la espalda y las estiradas piernas a la pálida claridad lunar. Nick empuñaba el hacha en la mano izquierda, presto a utilizarla, pero no percibió el menor indicio de vida.
Julie fue la primera en llegar a tierra. Dejó la mochila y volvió sobre sus pasos. Karen y ella cogieron un brazo cada una. Arrastraron el cadáver hasta el suelo seco del borde del lago. Benny proyectó la luz de la linterna sobre él. Nick se arrodilló para examinar las heridas de la espalda, dos pulposas cuchilladas que lentamente se iban llenando de sangre.
—Desde luego, te la cargaste —murmuró Benny.
Julie dio la vuelta al cuerpo y Nick retrocedió, impresionado al ver aquello. Benny jadeó. Karen apartó la cara y se llevó las manos a la boca. Julie murmuró:
—¡Jesús!
El torso estaba abierto desde inmediatamente encima del monte de Venus hasta casi la caja torácica. Por la hendidura se derramaban las entrañas. Parecían un montón de serpientes muertas.
Julie se echó atrás, mientras meneaba la cabeza. Nick se le acercó. Dejó caer el hacha y la atrajo hacia sí. Ella le rodeó con los brazos. Estaba fría y empapada. Intensos estremecimientos la sacudían.
—Todo va bien —dijo Nick.
—Yo hice eso —musitó Julie.
—Te viste obligada a hacerlo.
—Lo cual no mejora la cuestión.
—Ya lo sé. También yo he pasado por lo mismo. ¿Te acuerdas?
—Sí.
Julie oprimió su rostro contra el cuello de Nick. Este notó el roce de las pestañas. La diestra del joven aún sujeta por la correa que la mantenía baja, acarició la helada piel del costado de Julie.
—Acerquémonos a la fogata —dijo Nick.
—Quiero sacar las mochilas que quedan en el agua.
—¿Estás majareta?
—Sí. Pero tú me quieres a pesar de todo, ¿no?
—Sí, seguro. —La besó en la boca. Ella le abrazó, apretando con fuerza, olvidando las heridas del muchacho, hasta que Nick dio un respingo de dolor.
—Lo siento.
—No tiene importancia. Anoche fui yo quien te hizo daño.
Julie le sonrió.
—Desde luego. Y no lo olvides.
—No lo olvidaré nunca.
—¿Aún me respetas?
—No.
Ella se echó a reír sosegadamente.
Nick le dio un pellizco en las nalgas, por encima de la mojada y sedosa tela de las bragas, y Julie se revolvió contra él. Nick experimentó una cálida oleada de placer.
—No me hagas sentirme demasiado bien —advirtió Julie—, no sea que se me quiten las ganas de volver al lago.
—No quiero que vayas.
—La llamada del deber es la llamada del deber.
Tras un último beso, Julie se alejó hacia el agua.
Karen estaba agachada cerca de la orilla. Benny le procuraba luz con la linterna mientras la mujer rebuscaba en el interior de una mochila. Sacó una caja de plástico.
—Botiquín de primeros auxilios —explicó. Lo levantó hacia Nick—. ¿Por qué no te llevas a Julie hasta la hoguera y la remiendas un poco?
—Estoy perfectamente —afirmó Julie.
—Te desangras por todas partes.
—Tengo que sacar las otras mochilas.
—Yo me encargaré de eso —dijo Karen—. Tú y Nick id a la lumbre y curaos mutuamente.
—¿Estás segura?
—Sí. Largaos.
—Gracias —dijo Nick.
Tomó a Julie de la mano y ambos echaron a andar uno al lado del otro hacia el resplandor de la fogata.
—Quizá sería mejor que no fueses —dijo Benny. Karen sacó de la mochila una goteante camiseta de manga corta y se enderezó.
—¿A qué viene eso? —preguntó.
—No me gusta.
—Esa mujer ha muerto, Benny. Todo se acabó.
El chico se volvió para proyectar el foco de la linterna sobre el cadáver. Seguía allí. No se había movido ni un milímetro.
Karen cogió la mano de Benny. Le presionó el pulgar, obligándolo a desplazarse hasta el interruptor y apagar la linterna.
—No la mires —dijo—. ¿Por qué no te vas a la fogata? Estaré de vuelta dentro de unos minutos.
—Quiero quedarme contigo.
—Está bien, pero mantén la luz apagada.
—No la miraré.
—Ni a mí tampoco.
—¿Cómo?
—No quiero que mi chándal se moje más de lo que está —dijo Karen.
Retorció la blanca camiseta de manga corta, para escurrir el agua que la empapaba. Benny tragó saliva. Se quedó casi sin aliento mientras contemplaba la espalda de Karen a la luz de la Luna. Las bragas parecían una tenue sombra que cruzaban los glúteos. Cuando la mujer alzó los brazos para ponerse la camiseta, el chico vislumbró el lado de un pecho. Se sintió culpable por su índole de mirón, pero no podía evitarlo. Del mismo modo que había sido incapaz de apartar la vista cuando Karen estaba junto a la lumbre.
La mujer se bajó la camiseta hasta la cintura y se volvió de cara a Benny. Tal como se le ceñía la prenda, al chico le entraron unos deseos tremendos de iluminarla con la linterna. Pero no lo hizo.
—Está bien —expresó Karen—. Me voy al agua.
—Date prisa.
La vio meterse andando en el lago. Una figura cuya claridad destacaba sobre las negras aguas. Parecía haberse quedado sin piernas, como si hubiera cortado su cuerpo justo debajo del nivel de la superficie. La imagen le hizo sentirse intranquilo. Lanzó una mirada al cadáver de la bruja, tendido a un par de metros de donde él se hallaba, y luego se apartó. Encendió la linterna y jugueteó con su foco sobre el suelo hasta que tropezó con el hacha, que seguía donde Nick la había dejado caer. Se llegó a ella. Se puso la linterna en un bolsillo de la parka y se inclinó. Un pinchazo relampagueante le recorrió el brazo, pero se convirtió en un dolor sordo al enderezar Benny el cuerpo, ya con el hacha en la mano izquierda.
Miró hacia Karen. La mujer avanzaba despacio, lateralmente, y sólo la cabeza y los amarillentos hombros eran visibles en la negrura.
Benny se acercó a la orilla y bajó la mirada sobre el chándal de Karen, que cubría una de las mochilas. Recordó el tacto suave de la prenda cuando, la noche anterior, se acurrucó contra la mujer. Luego, su imaginación se recreó con la escena de Karen vista al resplandor de la fogata, mientras se calentaba frente a las llamas, ignorante de que él la contemplaba a hurtadillas. «Está feo espiar», le había reconvenido.
La bruja está desnuda.
«Es fea y ha muerto. Mirarla sería una perversión.» Pero lo hizo. Los pechos del cadáver, a la luz de la Luna, aparecían grisáceos como las piedras. Los pezones, casi negros.
Lanzó una ojeada en dirección al campamento. Julie estaba sentada de cara a la fogata. A su espalda, Nick le vendaba el hombro.
Comprobó el lago. En aquel momento la cabeza de Karen se zambullía bajo la superficie y la mujer se perdió de vista.
Unos cuantos pasos rápidos y Benny estuvo de pie ante la bruja. Sostuvo el hacha apretada entre las rodillas. Se sacó la linterna del bolsillo. Proyectó el foco de luz sobre la vieja. A la tenue claridad nocturna, los pechos parecían tersos. Tenían un tono blanco sucio. Distinguió una red de venas azules bajo la piel. Los pezones eran muy grandes. La carne, pardo-rojiza, tenía un extraño toque azulado. El corazón de Benny le retumbaba en el pecho. Se sentía sucio, asqueroso. Pero incapaz de apartar la vista.
Nunca había tocado el pecho desnudo de una mujer. Se preguntó qué tacto tendría.
—¡No! ¡Está muerta!
«O quizá no esté muerta y pretenda liquidarme.» Apagó la linterna y retrocedió un paso.
El hacha cayó de entre sus rodillas.
Se agachó para recogerla y quedó inclinado muy cerca de la mujer, con la mirada fija en sus senos iluminados por la Luna. Alargó la temblorosa mano izquierda.
La bruja le agarró la muñeca.
Nick chocó violentamente contra la espalda de Julie, a la que despidió hacia adelante, fuera del tocón. La muchacha levantó un brazo para protegerse la cabeza. Esta tropezó con las piedras que rodeaban la fogata y se hundió entre ellas. El peso abandonó su espalda. Alzó la cabeza para ver a Nick desplomarse en medio de la hoguera y provocar una aparatosa lluvia de chispas. Un sucio hombre desnudo se aferraba a la espalda de Nick.
Ambos permanecieron apenas unos segundos entre las llamas, para luego rodar sobre las piedras de la pequeña línea que protegía la lumbre por el lado contrario. Julie se impulsó hacia arriba. Nick se puso a gatas, con el hombre a horcajadas encima de él. Trataba de ahogarle, con el brazo alrededor de la garganta, tal como el señor Pescado había intentado con él.
Julie cogió una roca. Le abrasó los dedos y la soltó. Nick rodó de costado. Julie lanzó un vistazo a la cara del hombre y se quedó boquiabierta al reconocerlo. Era el sujeto que había violado a Karen, que había intentado violarla. Era el hombre al que Nick había matado casi una semana antes.
A espaldas de Julie chasqueó una rama. Giró en redondo. Una adolescente avanzaba hacia ella dando bandazos. La revuelta cabellera de la moza estaba llena de polvo. Manchas de tierra ensuciaban su piel grisácea. Señales de mordiscos mancillaban sus hombros y pechos.
De un salto, Julie se apartó de las manos tendidas hacia ella. La chica se desvió, sin interrumpir su avance.
—¡Lárgate! —conminó Julie a voces.
Y entonces vio a un hombre que surgía tambaleante de la oscuridad, detrás de la muchacha. La cabeza, baja, colgaba suelta, oscilando y bamboleándose a cada paso del individuo.
Julie se oyó gemir mientras retrocedía. Su talón tropezó con una piedra y en un tris estuvo de ir a parar al suelo. Recobró el equilibrio, se agachó y cogió la roca. Estaba caliente por su cercanía a la fogata, pesaba bastante y tenía bordes dentados. Julie se la arrojó a la chica. Le alcanzó en la nariz y en mitad de la abierta boca.
El impacto despidió la cabeza hacia atrás, pero la adolescente no chilló, se encogió y ni parpadeó siquiera. El peñazo rebotó en su cara. Dejó la nariz partida, el labio superior aplastado y los dientes rotos. Pero no hubo hemorragia.
En silencio, se inclinó y recogió del suelo la piedra.
De improviso, el hombre estaba a su lado.
Julie dirigió la mano hacia la hoguera. Agarró un palo por su extremo no encendido y lo sacó de la lumbre. La otra punta llameaba como una antorcha. Lo movió de un lado a otro por delante de la pareja, pero ellos continuaron avanzando como si no los afectase. Julie retrocedió. Saltó lateralmente y asestó un golpe con la antorcha a la espalda del hombre que estaba encima de Nick. No surtió ningún efecto. Le clavó la punta encendida del palo en la cabeza. La enmarañada cabellera se prendió fuego. Llameó. Pero el agresor continuó sobre el contorsionante cuerpo de Nick, decidido a ahogarle.
Lanzó la rama encendida hacia los otros. No alcanzó al individuo de la cabeza colgante porque se agachó en aquel momento para coger una peña. Julie vislumbró la herida que tenía en la espalda... Era como si hubiesen descargado violentamente sobre aquellas costillas una cuña afilada.
Julie agarró un pie del hombre que cabalgaba sobre Nick. Cerró ambas manos alrededor del frío tobillo y tiró hacia atrás con todas sus fuerzas. Lo arrastró. Nick hizo palanca en el brazo y logró quitárselo de encima.
Julie soltó un grito de dolor cuando una piedra la alcanzó en el hombro vendado. Soltó el pie y giró en redondo. La adolescente atacaba de nuevo. La piedra golpeó un lado de la cara de Julie. Le estalló la cabeza. Tropezó en su retroceso, al pisar una pierna del hombre caído a su espalda, y se desplomó sobre él. Los brazos del individuo se ciñeron alrededor de su cintura. La dejaron sin resuello. Notó en la espalda el calor del carbonizado cuero cabelludo del hombre.
La adolescente se inclinó, con la piedra en las manos. Julie le propinó un puntapié. El hombre de la cabeza suspendida apartó a la chica y se abalanzó contra Julie. Ella adelantó las manos hacia el atacante, pero se le doblaron los brazos. El hombre chocó contra Julie y la frente golpeó la cara de la joven. A través de su aturdimiento, Julie oyó un alarido. Durante unos segundos sintió encima un peso abrumador. Que en seguida se desvaneció. Abrió los ojos. El hombre continuaba encima de ella, pero la cabeza había desaparecido. Nick lo había cogido por el pecho y tiró de él cuando rodó sobre sí mismo. Nick se incorporó sobre las manos y las rodillas. Sus aterrados ojos encontraron los de Julie. De inmediato, la adolescente saltó sobre la espalda de Nick y le arrojó contra el suelo.
—¡No! —chilló Julie cuando la chica lanzó su piedra contra la cabeza de Nick.
Éste se llevó las manos a la parte posterior de la cabeza y fueron ellas, las manos, las que recibieron el impacto.
Algo se estrelló contra el oído de Julie. Gritó y lo retuvo, al tiempo que el dolor reventaba en sus dedos y el hombre sin cabeza volvía a golpearla con la piedra. Los brazos que rodeaban su cintura aliviaron la presión. Con un arrebato de esperanza, Julie asestó un golpe a los hombros del individuo, lo que le impulsó hacia arriba ligeramente. Soltó el pedrusco. Apretó con ambas manos la garganta de Julie. La muchacha contempló el pulposo tocón que era ahora el cuello roto del hombre, mientras éste la empujaba hacia el suelo.
Julie notó un tirón a la altura del pecho. Oyó que se desgarraba la tela. Sintió el contacto de unas manos heladas.
El cadáver que estaba debajo de Julie la acarició y oprimió sus pechos, mientras el que se hallaba encima trataba de estrangularla.
La mano que aferraba la muñeca de Benny le hizo perder el equilibrio. Entumecido por el horror, intentó soltarse. Los dedos continuaron sujetándole con fuerza. Tiraron de él y Benny cayó encima de la bruja. Emitió un grito cuando el rostro se vio impulsado contra el pecho de la mujer. El brazo roto de Benny estalló de dolor.
Mientras yacía atravesado sobre ella, con las rodillas en el suelo, la bruja le retorció el brazo a la espalda. Le cogió la muñeca con la otra mano. Benny sufrió un repentino estirón, un trastazo violento contra el codo. Percibió un ruido chasqueante, de desgarro, cuando se desencajó la articulación que lo unía al hombro y el brazo quedó descoyuntado. Soltó un chillido y se desmayó.
En el lago, Karen retrocedía, con el agua llegándole a la altura del pecho. Tiraba de las dos mochilas, que sujetaba por las correas, cuando oyó un grito procedente de la orilla. Volvió la cabeza. Miró con atención. Las correas se le escaparon de entre los dedos, súbitamente paralizados.
No lo comprendía, no podía creer lo que estaba viendo.
Siluetas de cuerpos enredados que se retorcían por el suelo, cerca del caótico campamento, donde todo estaba disperso...
Una lucha a brazo partido a la luz de la Luna, junto a la orilla.
Se precipitó hacia adelante y nadó, dando al agua furiosos manotazos y frenéticas patadas. Se devanaba el cerebro mientras corría hacia la ribera. ¿Qué diablos estaba ocurriendo? ¿De dónde había salido toda aquella gente? ¿Y si no podía echar una mano a sus compañeros? ¿Y si llegaba allí para encontrarse muertos a los demás? ¡Oh, Dios, no! ¡Por piedad!
La mano que remató su última brazada arañó el fondo rocoso. Cobró impulso para ponerse en pie y avanzar a toda prisa, salpicando agua. Quería llegar cuanto antes a la fogata. ¿Qué está pasando? Concentró luego la mirada en las extrañas formas que tenía frente a sí. Notó bajo los pies la seca tierra firme.
Allí estaba la mujer —la bruja— tendida boca arriba. Unas piernas inmóviles asomaban por un costado de la figura. ¿Benny? Las manos estaban sobre la cabeza del chico, oprimían su cara contra el hendido vientre, trataban de asfixiarle.
Karen cogió a Benny por las caderas y tiró de él hacia atrás. Cuando le arrastraba fuera del cuerpo, la vieja se dio media vuelta, gruñó, empuñó el hacha y reptó hacia ellos. Karen saltó por encima de Benny. Pisó el hacha, con la hoja contra el suelo, y aplicó el otro pie violentamente al rostro de la mujer. La cabeza salió despedida hacia atrás. Karen cogió la barbilla y la base del cráneo. Retorció con todas sus energías. El cuerpo se desplomó de espaldas. Cuando la cabeza se levantaba, Karen bajó el talón con furia: la cabeza se estrelló contra el piso de roca y el tacón aplastó la nariz. El cuerpo quedó tendido, inmóvil.
Karen cogió el hacha y giró en redondo. Benny levantó la cabeza.
—Quieto ahí —jadeó Karen—. Voy con... los demás... todo este infierno...
Echó a correr hacia la hoguera.
—¡Karen! —gritó el chico.
La mujer volvió la cabeza, sin interrumpir su carrera. Benny se había dado media vuelta para ponerse boca arriba y estaba sentándose.
—¡Regresa! —gritó—. ¡Escúchame! ¡Sé lo que hay que hacer!
Karen retornó presurosamente hacia Benny.
—¡Mata a la bruja! —exclamó—. ¡Rápido!
—No puede...
—¡No está muerta! Si le hubiésemos hecho caso antes...
Karen corrió de regreso y, al llegar, se dejó caer de rodillas. La mujer tendida ante ella murmuraba algo, con la vista en el cielo.
—¡Rápido! —chilló Benny.
Nick había conseguido ponerse a gatas, pero la adolescente seguía montada en su espalda. La piedra le golpeó la cabeza. Se impulsó lateralmente y rodó sobre la muchacha. Las piernas le rodeaban las caderas, ceñidas a ellas. Un brazo le cruzaba la garganta. Se alzó una mano por encima de la cara de Nick. Sostenía la piedra de canto irregular y el muchacho comprendió que no iba a poder levantar el brazo a tiempo para bloquear el golpe.
Karen descargó el hachazo. El filo atravesó la frente de la mujer. El cuerpo sufrió una sacudida y se contorsionó. Karen levantó de nuevo el hacha y asestó otro golpe con ella.
La piedra cayó. Rebotó en la frente de Nick. El brazo curvado sobre su garganta quedó inerte. Las piernas se separaron de su costado.
Nick se desprendió de la adolescente. La chica yacía inmóvil en el suelo. Nick tomó impulso y se levantó. Mientras caminaba tambaleándose hacia ella, Julie, aprisionada entre los dos hombres desnudos, separó las manos del decapitado, hasta entonces aferradas a su garganta. Julie hipaba y sollozaba. Nick agarró por el hombro y la cadera al individuo y lo apartó, haciéndole dar media vuelta. Cuando el cuerpo se desprendió hacia un lado, un par de manos resbalaron fuera de los pechos de Julie.
Ella alzó los brazos hacia Nick.
El muchacho la cogió por las muñecas y tiró de Julie.
Se alejaron de los cadáveres. Nick apoyó contra sí a Julie. Durante un buen rato, se sostuvieron tiernamente el uno al otro y lloraron.
42
Scott oyó una llamada suave en la puerta de su habitación del hospital.
—¡Adelante! —indicó. Puso el libro a un lado y observó cómo se abría la puerta.
Entró Karen. Ladeó la cabeza y enarcó las cejas.
—¿Crees que puede venirte bien un poco de compañía?
—Acércate —dijo Scott, con un tono de voz que pretendía ser brusco.
Karen tenía un aspecto adorable. Mientras avanzaba, la suavidad rutilante de la cabellera le caía sobre los hombros desnudos, acariciándolos y enmarcándole sugestivamente el rostro. Llevaba un vestido con franjas de espagueti. La seda azul del tejido se ceñía en los pechos, se ajustaba en el talle mediante un cinturón en forma de cadena de oro y luego parecía flotar sobre los muslos.
Al llegar a la cabecera de la cama, dio unos golpecitos con el dedo en una de las levantadas escarolas.
—¿Cómo te ha ido?
—Me sentí muy solitario. ¿Dónde estuviste?
—De excursión.
Karen depositó el bolso en el suelo y se inclinó sobre Scott. Le acarició la mejillas.
—Parece que has tomado un poco el sol —comentó Scott. Tocó con el índice un pequeño zarcillo de piel pelada medio desprendido en un lado de la nariz.
—Te eché de menos —dijo Karen.
—Esperaba que aparecieseis por aquí durante las horas de visita.
—Lo siento.
—No sólo no viniste tú, sino que tampoco se dejaron ver Julie ni Benny. Tanya se presentó unas cuantas veces, pero no era lo mismo.
Karen le besó. La mujer tenía los labios agrietados, pero sabían estupendamente y Scott pasó los brazos alrededor de Karen y la acarició. Tuvo la impresión de que se hundía dentro de ella, de que se integraba en una parte de sí mismo que había perdido, que le dejó vacío y que ahora recuperaba.
Una parte que volvía de su excursión. La soltó.
Karen tomó asiento en el borde de la cama y se afianzó apoyando una mano en el pecho de Scott cuando éste deslizó una pierna por debajo de la mujer. El herido le acarició el muslo que quedaba al aire.
—Esa excursión... —dijo.
—No queríamos que te preocuparas.
—¿Volvisteis a las montañas?
Karen asintió con la cabeza.
—Julie, Benny, Nick y yo.
—¿Todos están bien?
—Todos sobrevivimos. Julie y Benny esperan en el pasillo. Julie creyó que debería verte yo primero.
—La moza tiene estilo.
—Eso sí que es verdad. Tienes un par de chicos formidables.
—A ratos. ¿Cómo está Nick?
—¿Sabes ya lo de Flash?
—Sí. Tanya me lo contó. —Suspiró. Dio un achuchoncito a la rodilla de Karen—. Era un buen muchacho.
—Nick se siente muy orgulloso de él. También se ha enamorado locamente de tu hija.
—Faltaría más —articuló Scott.
Karen entrelazó sus dedos con los del hombre.
—Los O'Toole somos del género encantador —añadió Scott.
—Eso no lo sé.
La miró a los ojos.
—Dios santo, me alegro de que estéis de vuelta.
—Yo también.
—No deberíais haber ido sin mí.
—No nos hubieras servido de gran cosa. Dos piernas rotas. Un viejo cojo.
—¿Cómo os fue por allí?
—Resultó de lo más peliagudo.
—Supongo que los buenos siempre ganan.
—Supones correctamente. Derrotamos a la bruja. La maldición desapareció con ella.
—¿Quieres hablarme del asunto?
—No. A Benny le ilusiona contártelo. Ha insistido mucho en ese punto. A no ser por él, las cosas habrían resultado... bastante más amargas.
—Salvó los muebles de todos, ¿eh?
—Yo diría que sí.
Karen se soltó la mano. Se inclinó hacia adelante y levantó el bolso del suelo. Mientras ella lo abría, Scott deslizó la mano por la tersura del muslo desnudo de Karen. La mujer sacó del bolso un rotulador. No hizo el menor intento de detener la mano acariciadora. Contuvo la respiración y arqueó la espalda.
—Pues, muy bien —dijo Scott.
—Toma el rotulador —murmuró Karen.
—¿Y qué tengo que hacer con él?
—Poner tu autógrafo en las escarolas de Benny.
—¿Escayolas?
—En plural.
—¡Oh, no!
—¡Oh, sí!
Cogió el rotulador de la mano de Karen.
—¿Alguna sorpresa más?
—De momento, no.
—Entonces dame otro beso.
—Los chicos están esperando.
—Será un beso breve.
—¿Pero no demasiado breve?
Scott la bajó sobre sí, la abrazó, besó los entreabiertos y húmedos labios de Karen y deseó que aquello no se interrumpiera nunca jamás.
—¡Por Cristo bendito, pareja! —exclamó Julie desde el umbral—. ¡Despegaos ya!
FIN