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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    ----------------- GENERAL -------------------


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    EL CLAN DEL OSO CAVERNARIO (Jean M. Auel) - Parte 2

    Publicado en julio 04, 2010
    Parte 1


    17

    — ¿Ayla? ¿Es realmente Ayla, Creb? ¿No es su espíritu? —gesticuló Iza mientras el viejo llevaba a la muchacha cubierta de nieve hasta su hogar. Temía creérselo, temía que la muchacha que tan real parecía resultara ser un espejismo.
    —Es Ayla —indicó Creb—. Ha transcurrido el plazo. Ha superado a los malos espíritus; ha vuelto con nosotros.
    — ¡Ayla! —y la mujer corrió hacia ella con los brazos abiertos y envolvió a la muchacha en un abrazo ferozmente amoroso, a pesar de la nieve húmeda. No sólo la nieve las mojaba: Ayla derramaba lágrimas de gozo suficientes para todos ellos. Uba tiraba de la muchacha mientras los brazos de Iza la tenían apresada.
    —Ayla. Ayla ha vuelto. Uba sabe que Ayla no muerta —afirmaba la niña con el convencimiento de quien sabe haber tenido razón todo el tiempo. Ayla la levantó en brazos y la apretó tan fuertemente que Uba se revolvió para soltarse y poder respirar.
    — ¡Tú mojada! —señaló Uba en cuanto tuvo los brazos libres.
    —Ayla, quítate esas ropas mojadas —dijo Iza, mientras se afanaba echando leña al fuego y buscando algo que pudiera ponerse la joven, tanto para disimular la intensidad de sus emociones como para demostrar su preocupación maternal—. Te vas a morir de frío.
    Iza miró a la joven, llena de confusión, comprendiendo de repente lo que acababa de decir. Ayla sonrió.
    —Tienes razón, madre. Me voy a resfriar —señaló, y se quitó el manto y la capucha. Se sentó y empezó a tratar de quitarse los protectores empapados sujetos con correas hinchadas.
    —Tengo un hambre atroz. ¿Hay algo que comer? No he probado nada en todo el día —dijo, después de ponerse uno de los mantos viejos de Iza; le quedaba pequeño y algo corto, pero por lo menos estaba seco—. Habría llegado más temprano, pero me vi atrapada en una avalancha al bajar del monte. He tenido suerte de no quedar enterrada bajo demasiada nieve, pero me llevó mucho tiempo abrirme una salida.
    El pasmo de Iza sólo duró un instante. Ayla podría haber dicho que tuvo que caminar sobre fuego para volver, e Iza lo habría creído. Su regreso mismo era suficiente prueba de que la muchacha era invencible. ¿Qué era una pequeña avalancha para ella? La mujer cogió las pieles de Ayla para colgarlas, pero retiró súbitamente la mano, mirando la piel de venado, que no conocía, con mucha suspicacia.
    — ¿De dónde has sacado ese manto, Ayla? —preguntó.
    —Lo he hecho yo.
    — ¿Es... es de este mundo? —interrogó la mujer con aprensión.
    Ayla sonrió de nuevo.
    —Sí, madre, muy de este mundo. ¿Ya te has olvidado? Sé cazar.
    —No digas eso, Ayla —dijo Iza muy nerviosa. Volvióse de espaldas para que el clan, que bien sabía ella estaba observando, no viera, y gesticuló discretamente—: ¿No tendrás una honda, verdad?
    —No, la dejé allá. Pero eso no cambia nada. Todo el mundo lo sabe, Iza. Algo tenía que hacer después de que Creb me lo quemó todo. La única manera de conseguir un manto era cazando. La piel no crece en los sauces ni tampoco en los pinos.
    Creb había estado observando silenciosamente, sin atreverse a creer que había vuelto de veras. Contaban historias de personas que habían regresado después de una maldición de muerte, pero él seguía sin creer que fuera posible. «Además, hay algo diferente en ella; ha cambiado. Tiene más confianza en sí, es más adulta. No me extraña, después de lo que ha pasado. Y también recuerda; sabe que he quemado sus cosas. Me pregunto qué más recordará. ¿Cómo será el mundo de los espíritus?»
    — ¡Espíritus! —gesticuló, recordando de repente: «Los huesos están colocados todavía. Tengo que quebrantar la maldición».
    Creb se apresuró a ir a deshacer el dibujo de los huesos de oso cavernario que todavía estaban dispuestos en forma de una maldición de muerte. Tomó la antorcha que ardía incrustada en una grieta de la pared, siguió adelante y se quedó boquiabierto de asombro al llegar al pequeño espacio detrás del breve corredor. La calavera del oso cavernario se había movido, el hueso largo no salía ya por el orificio ocular; el dibujo estaba ya trastocado.
    Un gran número de pequeños roedores compartían la cueva del clan, atraídos por los alimentos almacenados y el calor. Uno de ellos habría pasado cerca o habría saltado sobre la calavera, derribándola. Creb se estremeció ligeramente, hizo una señal de protección y llevó nuevamente los huesos al montón del fondo. Al salir, vio que Brun le estaba esperando.
    —Brun —dijo Mog-ur por medio de gestos al verle—. No lo puedo creer. Ya sabes que no he vuelto aquí desde que pronuncié la maldición. Nadie lo ha hecho. Acabo de entrar para deshacerla, pero ya estaba deshecha. —En su rostro se dibujaba una expresión de asombro y pavor.
    — ¿Qué crees tú que haya sucedido?
    —Tiene que haber sido su tótem. Una vez vencido el plazo, tal vez lo haya deshecho para que pudiera regresar —contestó el mago.
    —Sin duda tienes razón. —y el jefe inició otro movimiento, pero vaciló.
    — ¿Querías hablarme, Brun?
    —Quiero hablarte a ti solo. —Vaciló nuevamente—. Perdona mi intervención. He estado mirando tu hogar. El retorno de la muchacha ha sido una sorpresa.
    Todos los miembros del clan habían roto la costumbre de apartar los ojos para no mirar el hogar ajeno. No pudieron remediarlo. Nunca habían visto a nadie volver de entre los muertos.
    —Se comprende, dadas las circunstancias. No tienes por qué preocuparte —respondió Mog-ur, empezando a alejarse.
    —No es para eso para lo que quería verte —dijo Brun, tendiendo la mano para retener al viejo mago—. Quiero preguntarte sobre ceremonias. —Mog-ur se quedó a la expectativa, observando cómo Brun buscaba sus palabras—. Una ceremonia ahora que ella ha regresado.
    —No es necesaria ceremonia alguna, el peligro ha pasado. Los malos se han ido, no hace falta protección.
    —No hablo de esa clase de ceremonia.
    — ¿De qué hablas entonces?
    Brun vaciló nuevamente y siguió en otra dirección:
    —He visto que hablaba con Iza y contigo. ¿Has notado alguna diferencia en ella, Mog-ur?
    — ¿Qué quieres dar a entender con «una diferencia»? —preguntó Mog-ur, cautelosamente, sin entender bien lo que insinuaba Brun.
    —Tiene un tótem fuerte. Droog ha dicho siempre que era afortunada. Cree que el tótem de ella también nos trae suerte a nosotros. Puede tener razón. Nunca habría podido regresar sin suerte y una fuerte protección. Creo que ahora ya lo sabe. Eso es lo que quiero significar por «diferente».
    —Sí, creo haber observado una diferencia así. Pero sigo sin comprender lo que tiene que ver con ceremonias.
    — ¿Recuerdas la reunión que tuvimos después de la cacería del mamut?
    — ¿Quieres decir cuando la interrogamos?
    —No, la otra posterior, sin ella. He estado pensando en esa reunión desde que se fue. No creía que pudiera regresar, pero sabía que si volvía, significaría que su tótem es muy fuerte, más poderoso aún de lo que creíamos. He estado pensando en lo que deberíamos hacer si volviera.
    — ¿Lo que deberíamos hacer? No hay nada que hacer. Los espíritus malos se han ido, Brun. Ella está de vuelta pero no es diferente de la que era anteriormente. Es sólo una muchacha, nada ha cambiado.
    —Pero, ¿y si yo quisiera cambiar algo? ¿Hay alguna ceremonia para eso?
    Mog-ur estaba intrigado.
    —Una ceremonia, ¿para qué? No necesitas ceremonia para cambiar la manera en que obraste con ella. ¿Qué clase de cambio? No te puedo hablar de ceremonias si no sé para qué las quieres.
    —Su tótem es también un tótem del clan, ¿o no? ¿No deberíamos intentar que todos los tótems estuvieran contentos? Quiero que celebres una ceremonia así.
    —Brun, no tiene sentido lo que dices.
    Brun alzó las manos, abandonando el intento de comunicación. Mientras Ayla estuvo lejos, había tenido tiempo para rumiar las muchas ideas nuevas que habían expresado los hombres. Pero el resultado desconcertante de sus reflexiones se introducía incómodamente en la mente del jefe del clan.
    —Nada de eso tiene sentido. ¿Cómo puedo explicarlo, pues? De todos modos: ¿Quién esperaba verla regresar? No comprendo a los espíritus ni los he comprendido nunca. No sé lo que quieren, para eso estás tú aquí. ¡Pero no me estás ayudando mucho! Sea como sea, la idea misma es ridícula. Será mejor que vuelva a pensarlo todo.
    Brun giró sobre sus talones y se alejó, dejando tras de sí a un mago absolutamente confuso. Después de dar unos cuantos pasos, se volvió:
    —Dile a la muchacha que quiero verla —señaló, y se alejó hacia su hogar.
    Creb meneaba la cabeza mientras volvía a su hogar.
    —Brun quiere ver a Ayla —anunció al regresar.
    — ¿Dijo que quería verla ahora mismo? —preguntó Iza, sirviéndole más comida—. No le importará que termine de cenar, ¿no crees?
    —Madre, ya he terminado; no me cabe ni un bocado más. Iré ahora.
    Ayla avanzó hacia el hogar vecino y se sentó a los pies del jefe del clan con la cabeza agachada. Él llevaba los mismos protectores de pies gastados y rajados en los mismos lugares. La última vez que vio aquellos pies estaba aterrada. Ahora ya no estaba aterrada. Con gran sorpresa suya, no temía a Brun, pero le respetaba más. Esperó y le pareció que se tomaba demasiado tiempo en reconocer su presencia. Finalmente sintió un golpe en el hombro y alzó la mirada.
    —Veo que has vuelto, Ayla —comenzó titubeante. No sabía qué decir.
    —Sí, Brun.
    —Me ha sorprendido verte, no te esperaba.
    —Esta muchacha tampoco esperaba volver.
    Brun estaba desconcertado. Quería hablarle, pero no sabía qué decir, y tampoco sabía cómo poner fin a la audiencia que él mismo había solicitado. Ayla esperaba, y después hizo un gesto pidiendo hablar.
    —Esta muchacha quisiera hablar, Brun.
    —Puedes hablar.
    Ayla vaciló, tratando de hallar la expresión correcta para decir lo que quería decir.
    —Esta muchacha se alegra de estar de vuelta, Brun. Más de una vez tuve miedo, más de una vez estuve segura de que no regresaría jamás.
    Brun gruñó. «Estoy seguro de ello», pensó.
    —Fue difícil, pero creo que mi tótem me protegía. Al principio había tanto que hacer que no me quedaba mucho tiempo para pensar. Pero después, cuando quedé atrapada, no pude hacer otra cosa.
    « ¿Tanto que hacer? ¿Atrapada? ¿Qué clase de mundo es ese mundo de los espíritus?» Estuvo a punto de preguntárselo, pero cambió de opinión. Realmente, no deseaba saberlo.
    —Creo que entonces empecé a comprender algo.
    Ayla se detuvo, buscando la forma de expresarse. Deseaba transmitir un sentimiento parecido a la gratitud, pero no de la manera en que ésta se siente normalmente, ni la que implicaba cierta obligación o la que una mujer solía expresar al hombre. Quería decirle algo como a una persona, quería decirle que comprendía. Quería decir «gracias, gracias por haberme dado una oportunidad», pero no sabía muy bien cómo hacerlo.
    —Brun, esta muchacha está... te está agradecida. Eso es lo que tú me dijiste. Me dijiste que me estabas agradecido por la vida de Brac. Yo te agradezco la mía.
    Brun se echó hacia atrás y estudió a la muchacha: alta, de cara plana y ojos azules. Lo que menos habría esperado de ella era gratitud. Le había impuesto una maldición. «Pero no dijo que agradeciera la maldición de muerte —pensó—, dijo que me agradecía su vida.» ¿Comprendería que no le había quedado otro remedio? ¿Comprendería que le había brindado la única oportunidad a su alcance? ¿Lo comprendería esta extraña muchacha mejor que sus cazadores, mejor aún que Mog-ur? «Sí —decidió—, lo comprende.» Por un instante experimentó Brun un sentimiento hacia Ayla que nunca había experimentado hacia una mujer. En ese instante deseó que fuera hombre. No tenía que pensar más en lo que deseaba pedir a Mog-ur. Ya lo sabía.
    —No sé qué es lo que están planeando, y no creo que los demás cazadores lo sepan —decía Ebra—. Lo único que sé es que nunca he visto a Brun tan nervioso.
    Las mujeres estaban reunidas preparando los manjares para un banquete. No sabían cuál era la razón para ello —Brun sólo les había dicho que prepararan un festín para esa noche— y abrumaban a preguntas a Iza y Ebra, tratando de que éstas les insinuaran algo.
    —Mog-ur se ha pasado la mitad del día y toda la noche en la cámara de los espíritus. Tiene que ser alguna ceremonia. Mientras Ayla estuvo ausente, ni siquiera se acercó; ahora, casi no sale de ahí —comentó Iza—. Cuando está así, se le ve tan distraído que no se acuerda de comer. A veces se le olvida comer mientras está comiendo.
    —Pero si va a ser una ceremonia, ¿por qué ha estado Brun la mitad del día limpiando un espacio en el fondo de la cueva? —interrogó Ebra con gestos—. Cuando me he brindado a hacerlo yo, me ha despachado. Disponen de un lugar para las ceremonias, ¿por qué tenía él que trabajar como una mujer limpiando el fondo?
    — ¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó Iza—. Me da la impresión de que cada vez que les miro, Brun y Mog-ur están con sus cabezas juntas. Y si advierten mi presencia, dejan de hablar y sus rostros adoptan expresiones culpables. ¿Qué más podrán estar tramando esos dos? ¿Y por qué vamos a celebrar un festín esta noche? Mog-ur se ha pasado el día entero en el espacio que ha limpiado Brun. A veces entra en la cámara de los espíritus, pero sale inmediatamente después. Parece como si llevara algo consigo, pero está tan oscuro allá atrás que no podría asegurarlo.
    Ayla se limitaba a disfrutar con la compañía. Al cabo de cinco días, todavía le costaba creer que estaba de vuelta en la caverna del clan, sentada con las mujeres y preparando comida como si nunca hubiera estado ausente. No era exactamente lo mismo. Las mujeres no se sentían del todo cómodas junto a ella. Creían que había estado muerta y su retorno a la vida era un verdadero milagro. No sabían de qué hablar con una persona que había ido al mundo de los espíritus y había vuelto. A Ayla no le importaba; estaba contenta de haber vuelto. Observaba cómo Brac gateaba hasta su madre para mamar.
    —Oga, ¿cómo está el brazo de Brac? —preguntó a la joven madre sentada a su lado.
    —Míralo tú misma, Ayla. —La madre descubrió al niño para mostrar su hombro y su brazo—. Iza le quitó el molde el día antes de tu regreso. El brazo está bien, sólo un poco más delgado que el otro. Iza dice que en cuanto comience a usarlo, se fortalecerá.
    Ayla miró las heridas ya curadas y tocó suavemente el hueso mientras el niño serio, de grandes ojazos, la contemplaba. Las mujeres habían tenido buen cuidado de evitar los temas que se relacionaran, aunque fuera de lejos, con la maldición de Ayla. A menudo comenzaba una de ellas una conversación, y dejaba caer sus manos a media frase al ver hacia dónde iba a parar. Eso hacía que a la cálida comunicación que solía establecerse cuando las mujeres se reunían para trabajar le faltara fluidez.
    —Las cicatrices siguen estando rojas, pero con el tiempo palidecerán —dijo Ayla, y miró al niño—. ¿Eres fuerte, Brac? Demuéstrame lo fuerte que eres. ¿Puedes bajarme el brazo? —y le tendió el antebrazo—. No, con esa mano no, con la otra —le corrigió, al ver que el niño tendía hacia ella el brazo sano. Brac cambió de mano y tiró del brazo de Ayla, que resistió justo lo necesario para verificar la fuerza que hacía; después dejó que le bajara el brazo—. Eres un muchacho fuerte, Brac, algún día serás un valeroso cazador como Broud.
    Tendió los brazos para ver si se acercaba a ella. Al principio el niño se volvió, después lo pensó mejor y permitió que Ayla le cogiera en brazos. La muchacha le sostuvo en el aire y después le abrazó, sentándolo en su regazo.
    —Brac es un chico grande; muy pesado y muy robusto.
    El niño se quedó allí cómodamente sentado unos momentos, pero, al ver que ella no tenía nada con qué alimentarle, se escabulló para regresar con su madre, alcanzó uno de sus senos y empezó a mamar sin quitar la vista de encima a Ayla con sus grandes ojos redondos.
    — ¡Qué suerte tienes, Oga! Es un niño maravilloso.
    —No tendría tanta suerte de no haber sido por ti, Ayla. —Oga había acabado por tocar el tema que todas habían estado evitando con tanto esfuerzo—. Nunca te he dicho cuán agradecida te estoy. Al principio estaba demasiado preocupada por él y no sabía qué decir. No parecía tampoco que tú quisieras hablar mucho, y después te fuiste. Todavía no sé qué decir. Nunca esperaba volver a verte; es difícil creer que estés de vuelta. Hiciste mal usando un arma y no puedo comprender por qué se te antojó cazar, pero me alegro de que lo hicieras. No puedo decirte cuánto. Me sentí tan mal cuando tú... cuando tuviste que irte, pero me siento muy feliz de que hayas vuelto.
    —Yo también —dijo Ebra. Las demás mujeres expresaron su asentimiento meneando la cabeza de arriba abajo.
    Ayla se sentía abrumada por la incondicional aceptación que le expresaban, y luchaba por contener las lágrimas que se le saltaban con demasiada facilidad. Temía que las mujeres se sintiesen incómodas si veían que los ojos se le llenaban de agua.
    —Me alegro de estar de vuelta —señaló, y las lágrimas se escaparon de su control. Ahora Iza ya sabía que sus ojos se hacían agua cuando sentía fuertemente alguna cosa, no porque estuviera enferma. También las mujeres se habían acostumbrado a esa peculiaridad suya y habían llegado a comprender el significado de sus lágrimas; se limitaron a asentir con expresión comprensiva.
    — ¿Cómo fue, Ayla? —preguntó Oga, con la mirada llena de una turbación compasiva. Ayla lo pensó antes de contestar.
    —Solitario —respondió—. Muy solitario. ¡Echaba tanto de menos a todos! —Las miradas de las mujeres reflejaban tanta lástima, que Ayla tuvo que decir algo para distender los ánimos—: ¡Llegué incluso a echar de menos a Broud! —agregó.
    —Ejem, ejem, ejem —carraspeó Aga—. Sí debiste sentirte sola. —y echó una mirada a Oga, que se sentía algo confusa.
    —No, Oga, no necesitas disculparle —dijo amablemente Ayla—. Todos sabemos que Broud te tiene afecto. Deberías estar orgullosa de ser su compañera. Va a ser jefe y es un valeroso cazador, incluso fue el primero en herir al mamut. No tienes tú la culpa de que no me quiera. En parte la culpa es mía; no siempre me he portado con él como debía. No sé cómo empezó todo ni sé cómo ponerle fin; si pudiera lo haría, pero no es nada por lo que debas preocuparte.
    —Siempre ha tenido un genio fuerte —comentó Ebra—. No es como Brun. Yo sabía que Mog-ur tuvo razón al decir que el tótem de Broud era el Rinoceronte Lanudo. Creo que, en cierto modo, tú le has ayudado a dominar su genio, Ayla. Eso hará de él un mejor jefe.
    —Yo no sé —dijo Ayla moviendo la cabeza—. Si no estuviera yo cerca, no creo que se descontrolara tanto. Creo que yo provoco lo peor que lleva dentro.
    Siguió un silencio tenso. Por lo general, las mujeres no hablaban tan abiertamente de los defectos de sus hombres, pero la discusión había servido para despejar la atmósfera de tensión que rodeaba a la muchacha. Juiciosamente, Iza consideró que era el momento de cambiar de tema.
    — ¿Alguna sabe dónde están los ñames? —preguntó.
    —Creo que estaban en el sitio que Brun ha limpiado —contestó Ebra—. Tal vez no volvamos a encontrarlos antes del próximo verano.
    Broud había visto que Ayla estaba sentada con las mujeres, y había fruncido el ceño al verla examinar a Brac y tenerlo sobre su regazo. Eso le hizo recordar que ella había salvado la vida del muchacho, lo que, a su vez, le recordó que había sido testigo de su humillación. Broud se había sentido tan confundido por su retorno como todos los demás. El primer día la contempló con pavor, con cierta aprensión. Pero el cambio que Creb había interpretado como una madurez creciente, y Brun como la percepción de su propia suerte, Broud la veía como una flagrante insolencia. Durante su prueba por medio de la nieve, Ayla no sólo había adquirido la confianza de que podría sobrevivir, sino también una serena aceptación de las malsanas trivialidades de la vida. Después de su ordalía, con sus luchas de vida a muerte, nada tan insignificante como una reprimenda, cuya eficacia se había ido perdiendo por desgaste, podía afectar a su serena compostura.
    Ayla había echado de menos a Broud. En su aislamiento total, aunque no hubiera sido más que el agobio a que él la sometía le habría parecido mejor que el vacío total de no ver a la gente que la quería. Los primeros días disfrutó literalmente de su estrecha aunque abusiva atención. Él no sólo la veía, sino que veía cada uno de los movimientos que hacía.
    Al tercer día de su regreso, los viejos patrones de vida se restablecieron por sí solos, pero con una diferencia. Ayla no tenía ya que luchar consigo misma para doblegarse a su voluntad, su respuesta no tenía siquiera la corriente oculta de una condescendencia sutil. Ayla se sentía auténticamente inconmovible. Él no podría hacer nada que la perturbara; podría pegarle y maldecirla y llegar incluso al límite de la violencia explosiva; pero eso no causaba ningún efecto. La muchacha accedía a sus demandas más irracionales. Aunque lo hacía sin intención, estaba dando a Broud una pequeña medida del ostracismo que ella había sufrido tan abundantemente. Le dejaba al margen de sus reacciones. Su furor más iracundo, controlado sólo mediante un esfuerzo supremo, no obtenía más reacción que la picadura de una pulga; menos, porque cuando a uno le pica una pulga, al menos puede rascarse. Era lo peor que ella podía hacer; eso le enfurecía.
    Broud se perecía por recibir atención, se regodeaba en ella; para él constituía una necesidad. Nada podía provocar en él una frustración mayor que ver a alguien que no reaccionaba ante él. Poco importaba, en el fondo, que la reacción fuera positiva o negativa: lo esencial era que la hubiera. Estaba seguro de que la muchacha le demostraba indiferencia porque le había visto humillado, había presenciado su vergüenza y no respetaba su autoridad. En parte, tenía razón. Ayla conocía los límites exteriores del control que ejercía sobre ella, había puesto a prueba el valor de su fuerza interior y había descubierto que todo ello era insuficiente para merecer su respeto. Pero no era sólo que no le respetara ni reaccionara ante él: era que usurpaba la atención que él necesitaba.
    Con su sola presencia atraía la atención sobre sí, y todo lo que había en ella llamaba la atención: su poderoso tótem, el compartir el hogar, y el amor, del formidable mago; su adiestramiento para convertirse en curandera; haber salvado la vida de Ona; su habilidad con la honda; haber matado la hiena, con lo que salvó la vida de Brac; y ahora, volver del mundo de los espíritus. Cada vez que Broud había demostrado gran valor y se había hecho justamente digno de admiración, respeto y atención por parte del clan, ella le había robado la atención que le correspondía.
    Broud miraba airadamente a Ayla, desde lejos. « ¿Por qué tenía que haber vuelto? Todo el mundo habla de ella; siempre están hablando de ella. Cuando maté el bisonte y me hice hombre, todos hablaban del estúpido tótem que tiene. ¿Se enfrentó acaso a un mamut lanzado a la carga? ¿Estuvo apunto de verse aplastada por cortarle los tendones? No. Lo único que hizo fue lanzar un par de guijarros con una honda, y lo único en que todos podían pensar era en ella. Brun y sus reuniones: todo por ella. Y además, ni siquiera pudo hacerlo a derechas: y ahora está de vuelta y todos siguen hablando de ella. ¿Por qué tiene que echarlo siempre todo a perder?»
    —Creb, ¿por qué estás tan agitado? No recuerdo haberte visto nunca tan nervioso. Actúas como un muchacho a punto de escoger su primera compañera. ¿No quieres que te prepare una taza de té para calmarte los nervios? —preguntó Iza después de ver que el mago se levantaba por tercera vez, echaba a andar para irse del hogar, cambiaba de opinión y volvía sobre sus pasos para sentarse de nuevo.
    — ¿Qué te hace pensar que estoy nervioso? Lo único que pasa es que estoy tratando de recordarlo todo y meditar un poco —contestó Mog-ur, algo avergonzado.
    — ¿Qué necesitas recordar? Llevas años de Mog-ur, Creb. No puede existir una sola ceremonia que no seas capaz de llevar acabo hasta dormido. Y nunca te he visto meditar poniéndote en pie y sentándote otra vez. ¿Por qué no me dejas que te prepare un poco de té?
    —No. No. No necesito té. ¿Dónde está Ayla?
    —Está por ahí, más allá del último hogar, buscando ñames. ¿Por qué?
    —Sólo quería saber —respondió Creb, sentándose de nuevo. Poco después se acercó por allí Brun, haciendo señas a Mog-ur. El mago se puso nuevamente en pie y ambos se dirigieron al fondo de la cueva.
    « ¿Qué pasará con esos dos?», se preguntaba Iza meneando la cabeza, llena de asombro.
    — ¿No es ya casi la hora? —preguntó el jefe tan pronto como llegaron al lugar que él había despejado—. ¿Está todo listo?
    —Todos los preparativos están hechos, pero el sol debería estar más bajo, creo yo.
    — ¿Crees tú? ¿Acaso no sabes? Creí que habías dicho que sabías qué hacer. Creí que habías dicho que meditaste y encontraste una ceremonia. Todo tiene que estar absolutamente correcto. ¿Cómo puedes decir que «crees»? —dijo secamente Brun.
    —He meditado —respondió Mog-ur, a la defensiva—. Pero hace mucho tiempo y el lugar era diferente. No había nieve. No creo que hubiera nieve, ni siquiera en invierno. No es fácil saber el momento exacto. Lo único que sé es que el sol estaba bajo.
    — ¡No me lo habías dicho! ¿Cómo puedes estar seguro de que así es como debe ser? Quizá sea mejor olvidarlo. De todos modos, ha sido una idea ridícula.
    —Ya he hablado a los espíritus, las piedras están colocadas en su lugar. Ellos nos esperan.
    —Tampoco me gusta la idea de mover las piedras. Quizá deberíamos haber decidido hacerlo en la cámara de los espíritus. ¿Estás seguro de que no se molestarán porque los hayamos sacado de la cámara pequeña, Mog-ur?
    —Ya hemos hablado de eso, Brun. Hemos decidido que era mejor mover las piedras que traer a los Antiguos al lugar de los tótems de los espíritus. Los Antiguos pueden no desear quedarse una vez que la vean.
    — ¿Cómo sabes que regresarán una vez que los hayamos despertado? Es demasiado peligroso, Mog-ur. Será mejor cancelarlo todo.
    —Pueden quedarse algún tiempo —reconoció Mog-ur—. Pero después de que todo haya vuelto a su lugar y vean que no hay sitio para ellos, se irán. Sus tótems les dirán que se vayan. Pero haz lo que te parezca. Si quieres cambiar de idea, yo trataré de aplacar a los espíritus. Sólo porque estén esperando una ceremonia no significa que haya que celebrarla.
    —No. Tienes razón. Lo mejor será seguir adelante. Están esperando algo. Los hombres, sin embargo, pueden no sentirse muy felices con eso.
    —Brun, ¿quién es el jefe? Además, ya se acostumbrarán una vez que comprendan que es lo correcto.
    — ¿Lo es, Mog-ur? ¿Lo es realmente? Ha transcurrido tanto tiempo... No estoy pensando ahora en los hombres. ¿Lo aceptarán nuestros tótems? Hemos tenido mucha suerte, casi demasiada suerte. Sigo pensando que algo terrible va a suceder. No quiero hacer nada que los irrite. Quiero hacer lo que ellos desean. Quiero que se sientan felices.
    —Eso es lo que estamos haciendo, Brun —dijo dulcemente Mog-ur—, tratando de hacer lo que ellos quieren. Todos ellos.
    —Pero, ¿estás seguro de que los demás comprenderán? Si complacemos a uno, ¿no se sentirán desairados los demás?
    —No, Brun, no estoy seguro de que comprendan. —El mago podía percibir la tensión y la preocupación del jefe. Sabía cuán difícil le resultaba—. Nadie puede estar absolutamente seguro: sólo somos humanos; incluso un Mog-ur es sólo humano. Lo único que podemos hacer es intentarlo. Pero tú mismo lo has dicho: hemos tenido suerte. Eso tiene que significar que los espíritus de todos los tótems se sienten felices. Si estuvieron peleando unos con otros, ¿crees que habríamos tenido tanta suerte? ¿Cuántas veces logra un clan matar un mamut sin que nadie resulte lastimado? Cualquier cosa podría haber salido mal. Podría haber recorrido toda esa distancia sin encontrar una manada y parte del mejor tiempo para cazar se habría desperdiciado. Corriste un riesgo, pero todo salió bien. Incluso Brac sigue con vida, Brun.
    El jefe miró el rostro serio del mago. Entonces se enderezó un poco más y una firme resolución sustituyó la indecisión en los ojos de Brun.
    —Voy a buscar a los hombres —señaló.
    Se había dicho a las mujeres que se mantuvieran alejadas del fondo de la cueva, que ni siquiera miraran en aquella dirección. Iza se dio cuenta de que Brun se llevaba a los hombres, pero hizo como que no lo veía. Lo que hicieran era cosa suya. No estaba segura de lo que le impulsó a alzar la mirada en el momento en que dos hombres, con los rostros pintados de ocre rojo, se abalanzaron hacia Ayla. Iza se dio cuenta de que se echaba a temblar. ¿Para qué podían necesitar a Ayla?
    La muchacha no se había percatado siquiera de que los hombres se iban con Brun. Estaba revolviendo entre canastos y recipientes de cuero tieso amontonados en una confusión total detrás del hogar que más lejos se encontraba de la salida de la cueva, buscando ñames. Al ver el rostro pintado de rojo del jefe que aparecía súbitamente frente a ella, dio un respingo de asombro.
    —No te resistas. No emitas ningún sonido— le indicó Brun.
    No se asustó hasta que le pusieron una venda sobre los ojos, pero se quedó petrificada al sentir que casi iba en volandas mientras la llevaban.
    Los hombres se asustaron al ver que Brun y Goov se llevaban a la muchacha. No estaban más enterados que las mujeres de la razón por la cual se celebraba una ceremonia, pero a diferencia de ellas, los hombres sabían que su curiosidad se vería finalmente satisfecha. Mog-ur sólo había advertido que nadie hiciera un solo ademán ni emitiera un sonido una vez que todos estuvieran sentados en círculo detrás de las piedras que habían traído de la cámara, pero la advertencia cobró fuerza una vez que entregó dos largos huesos de oso cavernario a cada uno de los hombres, para que los cruzaran como una X ante sí. El peligro tenía que ser realmente grande para que necesitaran una protección tan extremada. Y empezaron a intuir cuál era el peligro al ver a Ayla.
    Brun obligó a la hembra a sentarse en el espacio abierto del círculo, directamente frente a Mog-ur, y se sentó detrás de ella. A una seña del mago, Brun le retiró la venda. Ayla parpadeó para aclararse la vista. A la luz de las antorchas podía ver a Mog-ur sentado detrás de una calavera de oso cavernario y a los hombres sosteniendo los huesos cruzados, y se encogió de temor, como si quisiera hundirse en el suelo.
    « ¿Qué he hecho yo? No he tocado una honda», pensaba, tratando de recordar si había cometido algún terrible delito que fuera la razón de su presencia allí. No se le ocurría qué podría haber hecho mal.
    —No te muevas. No emitas ningún sonido —advirtió nuevamente Mog-ur.
    No creía poder hacerlo aunque quisiera. Con los ojos muy abiertos, observaba al mago mientras éste se incorporaba, dejaba su cayado y comenzaba los movimientos formales que instaban a Ursus y los espíritus totémicos a velar sobre ellos. Muchos de los gestos le resultaban desconocidos, pero estaba contemplando con atención extasiada, no tanto por el significado de los símbolos que estaba trazando Mog-ur como por el propio viejo mago.
    Conocía a Creb, lo conocía bien: un viejo baldado que cojeaba torpemente al andar, inclinándose mucho sobre su cayado. Era la caricatura torcida de un hombre, con un lado de su cuerpo atrofiado, los músculos subdesarrollados por falta de uso, y el otro lado excesivamente desarrollado para compensar la parálisis que obligaba a depender tan pesadamente de este lado. Ya había observado anteriormente sus graciosos ademanes cuando empleaba el lenguaje formal en ceremonias públicas, movimientos abreviados por la falta de un brazo y, sin embargo, de cierta manera sutil, cargados de delicadezas y complejidades y de un significado más pleno. Pero los movimientos del hombre que estaba en pie detrás de la calavera mostraban una faceta del mago que ella nunca supo que existiera.
    Había desaparecido la torpeza. En su lugar surgían ritmos hipnóticamente poderosos de un movimiento que fluía suavemente, obligando los ojos a mirar. El movimiento de la mano y las posturas sutiles no constituían una danza graciosa, aunque pareciera serlo; Mog-ur era un orador que hablaba con fuerza persuasiva que Ayla nunca había visto; y el gran hombre santo nunca era tan expresivo como cuando se dirigía al auditorio que, aunque invisible, le resultaba a veces más real que los humanos sentados frente a él. El Mog-ur del clan del Oso Cavernario hizo gala de mayores esfuerzos aún cuando comenzó a dirigir su atención hacia los increíblemente venerables espíritus a los que deseaba convocar a esta ceremonia única.
    — ¡Oh Espíritus los más Antiguos, Espíritus a los que no hemos invocado desde las primeras brumas de nuestros comienzos, prestadnos atención ahora! Os invocamos, os rendimos pleitesía y pedimos vuestra ayuda y vuestra protección. Grandes Espíritus de nombres tan venerables que son sólo un susurro de la memoria: despertad de vuestro profundo sueño y dejad que os honremos. Tenemos una ofrenda, un sacrificio para aplacar vuestros corazones antiguos; necesitamos vuestra sanción. Escuchad mientras pronunciamos vuestros nombres.
    »Espíritu del Viento. ¡Oooha! —Ayla sintió un escalofrío a lo largo de su espina dorsal cuando Mog-ur dijo el nombre en voz alta—. ¡Espíritu de la Lluvia! ¡Zheena! ¡Espíritu de las Nieblas! ¡Eeesha! Atended nuestra súplica. ¡Miradnos benévolamente! Tenemos con vosotros a uno de los vuestros, a uno que ha caminado con vuestras sombras y ha regresado, regresado por la voluntad del Gran León Cavernario.»
    «Está hablando de mí —comprendió súbitamente Ayla—. Esto es una ceremonia. ¿Qué estoy haciendo yo en una ceremonia? ¿Quiénes son esos espíritus? Nunca los he oído mencionar anteriormente. Los nombres son femeninos; yo creía que todos los espíritus protectores eran masculinos.» Ayla tiritaba de miedo, pero se sentía intrigada. Los hombres, sentados como las piedras que tenían por delante, tampoco habían oído hablar nunca de los espíritus antiguos hasta que Mog-ur pronunció sus nombres, y sin embargo, éstos no les eran totalmente desconocidos. Al oír los nombres antiguos se despertaba una memoria igualmente antigua que tenían escondida en lo más profundo de la mente.
    — ¡Oh vosotros los más venerados en los Tiempos Antiguos! Los caminos de los Espíritus nos son desconocidos, sólo somos humanos, no sabemos por qué esta hembra ha sido escogida por uno tan poderoso, no sabemos por qué la ha conducido a vuestros antiguos caminos, pero no podemos repudiarla. Él ha luchado por ella en el país de las sombras, ha derrotado a los malignos y nos la ha devuelto para hacer claros sus deseos, para que se sepa que no la vamos a repudiar. ¡Oh poderosos Espíritus del Pasado!, vuestros caminos han dejado de ser los caminos del clan, y sin embargo, lo fueron otrora y deben serlo de nuevo para ésta que está sentada con nosotros. Aceptadla. Protegedla y otorgad a su clan vuestra protección. —Mog-ur se volvió hacia Ayla—: Que avance la hembra —ordenó.
    Ayla sintió que los fuertes brazos de Brun la levantaban del suelo y la llevaban hacia adelante hasta que se encontró frente al gran mago. Contuvo el aliento al sentir que Brun cogía un mechón de sus largos cabellos rubios y le echaba la cabeza hacia atrás. Miró hacia abajo y vio que Mog-ur sacaba un cuchillo afilado de su bolsa y lo alzaba muy por encima de su cabeza. Aterrada, observó el rostro del tuerto que se acercaba, con el cuchillo en alto, y casi perdió el conocimiento al ver cómo bajaba rápidamente la punta afilada hacia su cuello descubierto.
    Sintió un dolor agudo, pero estaba demasiado asustada para gritar. Mog-ur se limitó a hacer un pequeñísimo corte en la base de su garganta. El chorrito de sangre caliente fue rápidamente absorbido por un pedacito de suave piel de conejo. El mago esperó hasta que el trozo de piel quedó empapado en su sangre y limpió el corte con un líquido ardiente de un tazón que Goov sostenía en la mano. Entonces Brun la soltó.
    Fascinada, observó cómo Mog-ur colocaba el trocito de piel empapado en sangre en un cuenco de piedra, poco profundo, parcialmente lleno de aceite. El acólito entregó al mago una pequeña antorcha; con ella prendió el aceite del cuenco y observó silenciosamente mientras la piel quemada se convertía en un tizón quebradizo con un olor fuerte y picante. Una vez que terminó de arder, Brun apartó el manto de la muchacha y dejó al descubierto su muslo izquierdo. Mog-ur metió el dedo en el residuo que había quedado en el cuenco y trazó una línea negra sobre cada una de las cuatro largas cicatrices que tenía en la pierna. Ella se quedó mirando, pasmada: parecía una marca de tótem, cortada y pintada de negro durante la ceremonia que señalaba el paso de una muchacha a la edad adulta. Sintió que la llevaban hacia atrás y vio que Mog-ur se dirigía nuevamente a los espíritus.
    —Aceptad este sacrificio de sangre, Venerabilísimos Espíritus, y sabed que su tótem, el Espíritu del León Cavernario, es el que la ha escogido para seguir vuestros antiguos caminos. Sabed que os hemos honrado, sabed que os hemos rendido homenaje. Otorgadnos vuestro valimiento y regresad a vuestro sueño profundo, seguros de que vuestros caminos no han sido olvidados.
    «Todo ha terminado», pensó Ayla, respirando hondamente de alivio al ver que Mog-ur se sentaba de nuevo. Todavía no comprendía por qué la habían hecho participar en la insólita ceremonia. Pero no habían terminado aún con ella. Brun se puso delante de ella y le hizo señas de que se incorporara. Rápidamente se puso en pie. Él, entonces, metió la mano en un pliegue de su manto y sacó un óvalo pequeño de marfil pintado de rojo, serrado de la proximidad de la punta de un colmillo de mamut.
    —Ayla, por esta sola vez, mientras estamos bajo la protección de los Antiquísimos Espíritus, estás en condiciones de igualdad con los hombres. —Ella no estaba muy segura de comprender correctamente al jefe—. Una vez que abandones este lugar, no volverás a pensar nunca más en ti como una igual; eres hembra y siempre lo serás.
    Ayla expresaba su acuerdo con movimientos de la cabeza. Por supuesto que sabía que era hembra, pero estaba intrigada.
    —El marfil procede del colmillo del mamut que matamos. Fue una cacería muy afortunada; ningún hombre fue lastimado y, sin embargo, derribamos la enorme bestia. Este trozo ha sido santificado por Ursus, pintado con el rojo sagrado por Mog-ur, y es un potente talismán de caza. Todos los cazadores del clan llevan uno semejante en su amuleto, y todo cazador debe tener uno.
    «Ayla: ningún muchacho se convierte en adulto antes de haber matado su primer animal, pero una vez que lo hace, no puede ser niño. Hace mucho tiempo, durante la época de los Espíritus que todavía rondan por aquí cerca, las mujeres del clan cazaban. No sabemos por qué tu tótem te ha conducido para que sigas esa senda antigua, pero no podemos repudiar al Espíritu del León Cavernario; hay que permitirlo. Ayla, has matado tu primer animal, ahora debes asumir las responsabilidades de un adulto. Pero eres mujer, no hombre, y siempre serás mujer en todos los aspectos menos en uno: puedes usar tan sólo la honda, Ayla, pero ahora serás la Mujer—Que—Caza».
    Ayla sintió súbitamente que una oleada de calor le subía al rostro. ¿Sería verdad? ¿Había comprendido bien a Brun? Por usar la honda había tenido que sufrir una ordalía a la que no creyó poder sobrevivir, ¿y ahora iban a permitirle usarla? ¿Permitirle cazar? ¿Abiertamente? Apenas podía creerlo.
    —Este talismán es para ti. Guárdalo en tu amuleto.
    Ayla cogió la bolsa que colgaba de su cuello y a duras penas consiguió soltar los nudos. Tomó el óvalo de marfil pintado de rojo de manos de Brun y lo metió junto al trozo de ocre rojo y el molde fósil, cerrando después la bolsita de cuero y pasándose por la cabeza nuevamente la correa que lo sostenía.
    —No se lo digas todavía a nadie. Lo anunciaré esta noche, antes del banquete. Es en tu honor, Ayla, en honor de tu primera matanza —dijo Brun—. Espero que la próxima sea algo más sabroso que una hiena —agregó con un destello de humor en la mirada—. Ahora, date la vuelta.
    Hizo lo que le decían y sintió que le vendaban nuevamente los ojos; los dos hombres se la llevaron de nuevo y le quitaron la venda. Vio que Brun y Goov regresaban al círculo de los hombres. ¿Estaría soñando? Se tocó la garganta y sintió que ardía la herida donde Mog-ur la había cortado; entonces bajó la mano y notó tres objetos dentro de su amuleto. Apartó su manto y se quedó mirando las rayas negras algo borrosas que cubrían sus cicatrices. « ¡Una cazadora! ¡Soy una cazadora! Una cazadora del clan. Han dicho que mi tótem lo deseaba y que no podían soslayarlo.» Cerró la mano sobre su amuleto, bajó los párpados y entonces comenzó a ejecutar los gestos formales.
    «Gran León Cavernario, ¿por qué he dudado de ti? La maldición de muerte fue una dura prueba, la peor hasta ahora, pero tenía que ser así para obtener un don tan grande. Te estoy muy agradecida por haberme considerado digna. Sé que tenía razón Creb: mi vida nunca será fácil teniéndote a ti por tótem, pero siempre valdrá la pena.»
    La ceremonia había sido suficientemente eficaz para convencer a los hombres de que a Ayla debía permitírsele cazar... a todos menos a uno. Broud estaba furioso. De no haber estado tan asustado por la advertencia de Mog-ur, habría abandonado la ceremonia. No quería tomar parte en nada que otorgara privilegios especiales a aquella hembra. Miró sombríamente a Mog-ur, pero su rencor estaba especialmente dirigido contra Brun, y no podía aguantar la bilis.
    «Es obra suya —pensaba Broud—. Siempre la ha protegido, la ha favorecido. Me amenazó con la maldición de muerte sólo por haber castigado la insolencia de esa muchacha, y eso que se lo merecía. Debería haberla maldecido como es debido, para siempre. Ahora va a permitir que cace, que cace como un hombre. ¿Cómo ha podido hacerlo? Bueno, Brun está envejecido. No será siempre jefe. Algún día yo seré jefe, y entonces ya lo veremos. Entonces no le tendrá para protegerla. Entonces ya verá cuáles van a ser sus privilegios; que trate simplemente de comportarse con insolencia.»

    18

    La Mujer—Que—Caza ganó su título completo durante el invierno en que se iniciaba el décimo año de su vida. Iza sintió una satisfacción interior así como cierta sensación de alivio al observar los cambios que se estaban produciendo en la muchacha y que anunciaban el comienzo de la menarquía. Las caderas de Ayla y las dos protuberancias que hinchaban su pecho, cambiando los contornos de su cuerpo recto, infantil, aseguraron a la mujer que su extraña hija no estaba, en modo alguno, condenada a seguir siendo una niña para siempre. A la hinchazón de los pezones y un ligero plumón en el pubis y las axilas siguió el primer flujo menstrual de Ayla; la primera vez que el espíritu de su tótem batalló con otro.
    Ayla comprendía ahora que era poco probable que llegara a dar a luz; su tótem era demasiado fuerte. Deseaba un bebé —lo había deseado desde que nació Uba, un bebé propio para cuidarle y amarle—, pero aceptaba las pruebas y restricciones impuestas por el poderoso León Cavernario. Siempre disfrutaba cuidando a los bebés ya los niños del clan, que se hacía poco a poco más numeroso, cuando las madres estaban ocupadas, y sentía una punzada de contrariedad cuando se iban con otra para mamar. Pero por lo menos ahora ya era mujer, no ya una niña más alta que una mujer.
    Ayla experimentaba una sensación de identidad empática hacia Ovra, que había abortado unas cuantas veces, aunque siempre al comienzo del embarazo y sin muchas dificultades. El tótem de Ovra, el castor, también era un poco feroz; la mujer parecía destinada a no tener hijos. Desde la cacería del mamut y especialmente después de que Ayla alcanzara la calidad de adulta, las dos jóvenes solían hacerse compañía mutuamente. La mujer tranquila no hablaba mucho —era de naturaleza retraída en contraste con la disposición abierta y amistosa de Ika—, pero entre Ayla y Ovra se desarrolló un entendimiento que fue madurando en una amistad estrecha y que se amplió para incluir a Goov. La amistad entre el joven acólito y su compañera era evidente para todos; eso hacía a Ovra objeto de una mayor conmiseración. Y como su compañero era tan bondadoso y comprensivo respecto a su incapacidad de darle un hijo, comprendía que ella anhelaba aún más tenerlo.
    Oga estaba nuevamente encinta, para gran deleite de Broud. Había quedado embarazada poco después de destetar a Brac, al cumplir éste los tres años. Parecía que iba a ser tan prolífica como Ika y Aga. Droog estuvo seguro de que el hijo de Aga, que tenía ya dos años, iba a ser el tallador que él anhelaba cuando encontró al niño golpeando dos piedras, una contra otra. Encontró una piedra—martillo que se ajustaba a la manecita regordeta de Grood, y le permitió jugar cerca de él mientras trabajaba y que golpeara trozos rotos de sílex imitando al tallador. Igra, hija de Ika, tenía ya también dos años y prometía ser tan extrovertida como su madre: era una niña alegre, regordeta y sociable que encantaba a todos. El clan de Brun estaba aumentando.
    Ayla pasó unos días, a principios de la primavera, lejos del clan cumpliendo la maldición obligatoria de la mujer en la pequeña cueva que le servía de retiro. Después de la maldición de muerte, mucho más traumática, resultaban casi unas vacaciones. Aprovechó el tiempo para hacer lo que se le antojaba y para perfeccionar su lanzamiento después del largo invierno, aunque tenía que recordar a cada momento que ya no había por qué mantenerlo secreto. Aunque le costaba poco conseguir alimentos, esperaba con ansia las citas cotidianas con Iza en un lugar previamente establecido, cerca de la cueva del clan. Iza le llevaba más comida de la que podía comer, pero más que nada, le llevaba compañía. Todavía le resultaba difícil pasar las noches sola, aunque el saber que el ostracismo iba a ser limitado, de corta duración, se lo facilitaba un poco.
    A menudo se quedaban juntas hasta que oscurecía y Ayla tenía que emplear una antorcha para regresar. Iza nunca pudo superar el nerviosismo que provocaba en ella la piel de venado que Ayla se había hecho mientras estaba «muerta», de modo que la joven decidió dejarla en la cueva. Ayla se enteró por su madre de las cosas que necesitaba saber una mujer, como todas las demás. Iza le proporcionó las tiras de piel suave y absorbente que se llevaban sujetas por una correa alrededor de la cintura y le explicó los símbolos que debía una hacer al enterrar muy profundamente en la tierra las tiras manchadas de sangre. Le explicó la posición que convenía adoptar si un hombre decidía aliviar sus necesidades con ella, los movimientos que debía hacer y cómo limpiarse después. Ahora Ayla era una mujer; podía verse llamada a cumplir todas las funciones de una hembra adulta miembro del clan. Hablaban de muchas cosas que interesan a las mujeres, aunque algunas ya le eran conocidas debido a su adiestramiento médico. Hablaron del parto, la lactancia y la medicina para aliviar los calambres. Iza le explicó las posiciones y los movimientos que se consideraban seductores entre los hombres del clan, las maneras en que una mujer puede alentar aun hombre para que éste desee aliviar sus necesidades con ella. Hablaron de las responsabilidades de la mujer apareada. Iza dijo a Ayla todo lo que su madre le había dicho a ella, pero en su fuero interno se preguntaba si una muchacha tan fea necesitaría algún día saber tantas cosas.
    Había un tema en el cual nunca abundó Iza. La mayoría de las jóvenes, al convertirse en mujeres, solían haberle echado el ojo a un joven en particular. Aunque ni una muchacha ni su madre tenían derecho a opinar en la materia directamente, si una madre se llevaba bien con su compañero, podía hablarle de los deseos de su hija. El compañero, si quería, podía hacérselos saber al jefe, que era quien tenía la última palabra. De no haber nada más que tomar en cuenta, y especialmente si el joven en cuestión había mostrado interés por la muchacha, el jefe podía permitir que prevalecieran los deseos de la joven.
    No siempre, y desde luego no en el caso de Iza, pero el tema de los compañeros nunca surgió entre Iza y Ayla, aunque solía ser un asunto que tenía muchísimo interés para una joven núbil y para su madre. No había ningún hombre solo en el clan, sin contar que Iza estaba segura de que, de haber habido alguno, no habría querido a Ayla, así como que ningún hombre del clan la querría como segunda mujer. Y la propia Ayla no estaba interesada en ninguno de ellos. Ni siquiera había pensado en un compañero hasta que Iza habló de las responsabilidades de la mujer apareada. Pero pensó en ello más adelante.
    Una soleada mañana de primavera, poco después de su regreso, Ayla fue a llenar una bolsa de agua al estanque alimentado por el manantial próximo a la cueva. Todavía no había salido nadie; se arrodilló y se inclinó dispuesta a meter la bolsa, pero se detuvo súbitamente. El sol matutino incidía a través del agua quieta y convertía su superficie en un espejo. Ayla se quedó mirando el curioso rostro que la miraba desde el estanque; nunca anteriormente se había visto reflejada. La mayor parte del agua que había cerca de la cueva consistía en torrenteros o riachuelos y, por lo general, sólo solía mirar a la poza después de haber introducido el recipiente que deseaba llenar, perturbando así la superficie tranquila.
    La joven estudió su propio rostro. Era un tanto cuadrado, con una mandíbula bien marcada, modificada por unas mejillas todavía redondeadas debido a su corta edad, unos pómulos altos y un cuello largo y suave. Su barbilla tenía un asomo de hendidura, sus labios eran carnosos y su nariz recta y finamente cincelada. Los ojos claros, de un gris azulado, estaban perfilados por largas pestañas un poco más oscuras que el cabello dorado que caía en ondas suaves y abundantes muy por debajo de los hombros, brillantes con los reflejos del sol; las cejas, del mismo matiz que las pestañas, se arqueaban por encima de sus ojos en una frente suave, recta y alta, sin el menor indicio de arcos ciliares protuberantes. Ayla se echó hacia atrás y corrió a la cueva.
    —Ayla, ¿qué sucede? —preguntó Iza por señas; era evidente que algo perturbaba a su hija.
    — ¡Madre! Acabo de verme en el estanque. ¡Soy tan fea! ¡Oh, madre!, ¿por qué soy tan fea? —fue la respuesta. Y rompió en llanto en brazos de la mujer.
    Desde donde comenzaban sus recuerdos, Ayla no había visto nunca a nadie que no perteneciera al clan. No tenía otro punto de referencia. Ellos se habían acostumbrado a ella, pero ahora ella se veía diferente de todos, anormalmente diferente.
    — ¡Ayla, Ayla! —Iza trataba de calmarla, abrazándola.
    —Madre, yo no sabía que era tan fea. No lo sabía. ¿Qué hombre me va a querer? Nunca tendré compañero. Y nunca tendré un bebé... nunca lo voy a tener. ¿Por qué tengo que ser tan fea?
    —No sé yo si eres realmente tan fea, Ayla: eres diferente.
    — ¡Soy fea! ¡Soy fea! —y Ayla meneaba la cabeza, negándose a ser consolada—. ¡Mírame! Soy demasiado alta, soy más alta que Broud y Goov. ¡Casi soy tan alta como Brun! Y soy fea. Soy alta y fea y nunca tendré compañero —gesticuló, sollozando de nuevo.
    — ¡Ayla! ¡Déjalo ya! —ordenó Iza, sacudiéndola por los hombros—. No puedes hacer nada por cambiar tu aspecto. No naciste en el clan, Ayla, naciste en los otros, y te pareces a ellos. No puedes cambiarlo, tienes que aceptarlo. Es cierto que tal vez nunca tengas compañero; eso tampoco tiene remedio y también debes aceptarlo. Pero no es seguro, no hay que desesperar. Pronto serás curandera, una curandera de mi linaje. Aunque no tengas compañero, no serás una mujer sin posición, sin valor.
    »El verano que viene se celebrará la reunión del clan. Habrá muchos clanes allí; el nuestro no es el único clan, ya sabes. Puedes encontrar un compañero en uno de los otros clanes. Quizá no uno joven o que tenga posición elevada, pero un compañero, al fin y al cabo. Zoug te aprecia mucho; es una suerte que tenga tan buena opinión de ti. Ya ha hecho llegar a Creb un mensaje para que lo transmita. Zoug tiene parientes en otro clan; ha dicho a Creb que les diga cuánto te estima; cree que puedes ser una buena compañera para alguno; incluso ha dicho que, de haber sido más joven, él mismo te habría tomado. Recuérdalo: éste no es el único clan, y éstos no son los únicos hombres que hay en el mundo.»
    — ¿Zoug ha dicho eso? ¿A pesar de que soy tan fea? —señaló Ayla, con una expresión esperanzada en los ojos.
    —Sí, eso ha dicho Zoug. Con su recomendación y la posición de mi estirpe, estoy segura de que habrá algún hombre que te acepte, aunque tu aspecto sea distinto.
    La sonrisa trémula de Ayla se borró.
    —Pero, ¿no significa eso que tendría que alejarme? ¿Vivir en otro lugar? No quiero separarme de ti ni de Creb ni de Uba.
    —Ayla, yo soy vieja. Creb tampoco es joven, y dentro de unos años Uba será una mujer y estará apareada. Y entonces, ¿qué vas a hacer? —Iza siguió expresándose por medio de gestos—. Algún día Brun transmitirá el mando a Broud. No creo que debas seguir viviendo con este clan cuando Broud sea el jefe. Creo que sería mejor que te alejaras, y la reunión del clan pudiera ser tu oportunidad.
    —Supongo que tienes razón, madre. No creo que me guste vivir aquí cuando Broud sea jefe, pero odio la idea de abandonarte —dijo, frunciendo el ceño, pero de repente se le iluminó el rostro—: Pero para el verano que viene falta todo un año. No tengo que preocuparme hasta entonces.
    «Todo un año —pensó Iza—. Mi Ayla, mi niña. Quizá tendrías que tener mi edad para saber lo rápidamente que transcurre un año. ¿No quieres dejarme? No sabes cuánto te echaré de menos. ¡Si por lo menos hubiera un hombre en este clan que te aceptara! ¡Si Broud no fuera a convertirse en el siguiente jefe!»
    Pero la mujer no dejó que Ayla adivinara sus pensamientos mientras se secaba los ojos y regresaba a buscar agua. Esta vez no se miró en el estanque.
    Aquella misma tarde, Ayla estaba sentada a la orilla del bosque mirando hacia la cueva a través de la maleza. Había varias personas fuera, trabajando o charlando. Ajustó los dos conejos que llevaba colgados al hombro, miró la honda prendida en la correa de su cintura, la metió en un pliegue de su manto y después la sacó y volvió a colgarla de su cinturón a la vista de todos. Miró nuevamente hacia la cueva y echó a andar nerviosamente.
    «Brun dijo que podía —pensó—. Hubo una ceremonia para que yo pudiera. Soy cazadora, soy la Mujer—Que—Caza.» Ayla alzó la barbilla y salió de detrás de la pantalla de follaje que la ocultaba.
    Durante un largo y gélido momento, todos los que estaban fuera de la cueva se detuvieron y se quedaron mirando a la joven que avanzaba hacia ellos con dos conejos al hombro. En cuanto superaron la sorpresa y se dieron cuenta de que estaban demostrando malos modales, desviaron la mirada. El rostro de Ayla ardía, pero siguió caminando hacia delante con una determinación tesonera, ignorando las miradas de soslayo. Se sintió aliviada al alcanzar la cueva después de haber superado el desafío de unos rostros escandalizados, y agradeció el interior fresco y oscuro. Era más fácil ignorar las expresiones de la gente que estaba dentro.
    También los ojos de Iza se abrieron cuan grandes eran cuando Ayla llegó al hogar de Creb, pero se recuperó rápidamente y miró hacia otro lado como si no hubiera visto los conejos. No sabía qué decir. Creb estaba sentado en su piel de oso, en aparente meditación, y no pareció fijarse en ella. La había visto llegar a la cueva, pero cuando la joven se acercó al hogar, se las había arreglado para poner cara de palo. Nadie dijo nada cuando dejó los animales en el suelo junto a la lumbre. Poco después llegó Uba a todo correr y no tuvo empacho en reaccionar abiertamente.
    — ¿De veras los has cazado tú sola, Ayla? —preguntó.
    —Sí —contestó Ayla asintiendo con la cabeza.
    —Parecen dos bonitos y gordos conejos. ¿Los vamos a cenar, madre?
    —Sí, bueno, supongo que sí —respondió Iza, aún confusa e insegura.
    —Voy a despellejarlos —dijo rápidamente A la, sacando el cuchillo. Iza observó un instante, después avanzó y le quitó el cuchillo de la mano.
    —No, Ayla, tú los has cazado, yo los desollaré.
    Ayla retrocedió mientras Iza despellejaba los conejos, los ensartaba rápidamente y los ponía a asar; la joven estaba tan incómoda como su madre.
    —Ha sido una buena cena, Iza —declaró más tarde Creb, evitando aún comentar la caza de Ayla, pero Uba no puso tantos reparos.
    —Han sido unos buenos conejos, Ayla, pero otro día, ¿por qué no tratas de conseguirnos perdiz blanca? —le dijo. Uba compartía la predilección de Creb por las gruesas aves de patas emplumadas.
    La vez siguiente que Ayla trajo su caza a la cueva no causó tanta sensación, y al cabo de poco tiempo se hizo costumbre que saliera a cazar. Con un cazador en su hogar, Creb redujo la parte que tomaba de los demás cazadores, excepto cuando se trataba de los animales grandes sólo cazados por los hombres.
    Fue una primavera muy ajetreada para Ayla. Su parte del trabajo de las mujeres era el mismo aunque tenía que cazar, además de su tarea de recoger hierbas para Iza. Pero a Ayla le gustaba, estaba llena de energías y se sentía más feliz que nunca. Le alegraba poder cazar sin ocultarse, estar otra vez con el clan y ser por fin una mujer, además de la satisfacción que le proporcionaban las reacciones más estrechas que estaba trabando con las otras mujeres.
    Uka y Ebra la aceptaban, aunque las dos mujeres mayores nunca pudieron olvidar que era diferente; Ika siempre se había mostrado amigable; en cuanto a las actitudes de Aga y su madre, se habían invertido del todo desde que salvó a Ona de ahogarse. Ovra se había convertido en su confidente y Oga simpatizaba con ella a pesar de Broud. El ardor adolescente que sintió Oga por el hombre se había templado; era ya un hábito indiferente, enfriado por los años de convivir con los impredecibles arranques de su compañero. Pero el odio vengativo de Broud hacia Ayla aumentó cuando ésta fue aceptada como cazadora. Seguía buscando la manera de exasperarla, tratando de hacerla reaccionar. Su acoso se había convertido en una manera de vivir a la que la joven se había acostumbrado y que la dejaba imperturbable. Había empezado a creer que aquel hombre no volvería a incordiarla más.
    La primavera estaba en plena floración el día en que Ayla decidió salir a cazar perdiz blanca para preparar el manjar predilecto de Creb.
    Pensó que, ya que andaba por allí, podía echar un vistazo a lo que estaba creciendo para reabastecer la farmacopea de Iza. Pasó la mañana recorriendo la campiña próxima y después se dirigió a una ancha pradera cerca de la estepa. Levantó un par de aves que volaban bajo y las derribó con rápidas pedradas antes de ponerse a buscar entre las altas hierbas con la esperanza de encontrar un nido y tal vez algunos huevos. A Creb le gustaban las aves rellenas con sus propios huevos en un nido de verduras y hierbas comestibles. Exclamó gozosamente al descubrirlo, y envolvió cuidadosamente los huevos en musgo suave, antes de guardarlos en un profundo pliegue de su manto. Estaba satisfecha de sí misma. Por pura necesidad de desfogarse, corrió rápidamente a través de la pradera y se detuvo, sin aliento, en lo alto de una loma cubierta de nueva hierba verde.
    Arrojándose al suelo, comprobó que los huevos estuvieran intactos y se puso a comer un trozo de carne seca. Observó una alondra de la pradera de pechuga amarilla que lanzaba su trino gloriosamente desde un punto elevado y levantaba el vuelo sin dejar de cantar. Un par de gorriones de corona dorada, gorjeando su tonada sombría de notas descendentes, revoloteaban entre las zarzamoras a la orilla del campo. Otro par de pajarillos de cabeza negra y manto gris que cantaban «chicadidí», llamados currucas, volaban rápidamente entrando y saliendo, pues tenían su nido en un agujero del tronco de un abeto cerca de un arroyuelo que serpenteaba entre la densa vegetación al pie de la loma. Reyezuelos pardos, pequeñitos y vivaces, regañaban a los demás pájaros mientras llevaban ramitas y musgo seco a una cavidad, donde estaban haciendo su nido, dentro de un viejo manzano retorcido que hacía gala de su juvenil fecundidad con una floración sonrosada.
    A Ayla le encantaban aquellos momentos de soledad. Tendida al sol, sintiéndose descansada y contenta, no pensaba en nada en particular como no fuera en la belleza del día y en lo dichosa que se sentía. Ni siquiera sospechaba que alguien más estuviera cerca, hasta que vio una sombra dibujada en el suelo delante de ella. Sobresaltada, alzó la mirada hasta encontrarse con el rostro malévolo de Broud.
    No se había programado salir de caza aquel día y Broud decidió cazar solo. No había puesto demasiado interés; su salida a cazar había sido más bien un pretexto para dar un paseo en un cálido día de primavera que buscar una carne que no necesitaba realmente. Había visto desde lejos a Ayla descansando en la loma y no podía dejar pasar la oportunidad de echarle en cara su pereza al sorprenderla sentada sin hacer nada.
    Ayla dio un brinco al verle, pero eso le fastidió: era más alta que él y no le gustaba levantar la vista para mirar a una mujer. Le hizo señas de que se sentara y se dispuso a reprenderla enérgicamente. Pero al sentarse de nuevo, la mirada indiferente, sumisa, que volvía vidriosos los ojos de la joven, le irritó aún más. Le gustaría encontrar una forma de que reaccionara de alguna manera. En la cueva, por lo menos podía ordenarle que hiciera algo para él y verla brincar para cumplir sus órdenes.
    Miró a su alrededor, después a la mujer sentada a sus pies, que, sin alterar su compostura, esperaba le echara una reprimenda y se fuera. «Es peor que nunca desde que se ha convertido en mujer —pensó el hombre—. La Mujer—Que—Caza... ¿Cómo pudo hacer Brun semejante cosa?» Observó las perdices blancas que tenía y recordó sus propias manos vacías. «Hasta la mirada de su feo rostro es insolente; está orgullosa porque ha cazado y yo no. ¿Qué podría obligarla a hacer? Aquí no hay nada que pueda mandarle traer. Espera... ahora es mujer, ¿no? Pues hay algo que puedo obligarla a hacer.»
    Broud le hizo una seña, y los ojos de Ayla se abrieron muy grandes. Era algo inesperado. Iza le había dicho que los hombres sólo deseaban eso de las mujeres a las que consideraban atrayentes; ella sabía que Broud la consideraba fea. Broud no había pasado por alto la sorpresa horrorizada de Ayla; su reacción le animó. Volvió a hacerle la seña, imperiosamente, para que adoptara la posición de modo que él pudiera aliviar sus necesidades, la posición del intercambio sexual. Ayla sabía lo que se esperaba de ella; no sólo se lo había explicado Iza: ella misma había visto a miembros adultos del clan entregados a esa actividad; todos los niños lo veían; no había restricciones artificiales en el clan. Los niños aprendían el comportamiento de los adultos imitando a sus padres, y el comportamiento sexual era sólo una de las muchas actividades que copiaban. Eso siempre intrigaba a Ayla, se preguntaba por qué lo hacían, pero no le perturbaba ver que un muchachito saltase inocentemente sobre una niña, en una imitación consciente de los adultos.
    A veces no era una simple imitación. Muchas muchachitas del clan eran desfloradas por muchachos púberes que estaban todavía en el límite de ser—casi—hombres, en vísperas de su primera matanza; y a veces, un hombre seducido por una joven coqueta, se satisfacía con una hembra todavía—no—mujer. La mayoría de las jóvenes, sin embargo, consideraban que jugar con sus antiguos compañeros estaba por debajo de su dignidad.
    Pero Ayla no había tenido más compañero de juegos que Vorn, más o menos de su misma edad, y desde los primeros tiempos en que Aga se opuso activamente a su asociación, nunca se había desarrollado un contacto estrecho entre ambos. Ayla no simpatizaba mucho con Vorn, quien imitaba el comportamiento de Broud hacia ella. A pesar del incidente en el campo de prácticas, el muchacho seguía idolatrando a Broud, y Vorn no iba a jugar a «compañeros» con Ayla. No había nadie más que pudiera hacerlo, de modo que nunca se había dedicado a imitar el acto. Dentro de una sociedad que practicaba el sexo con la misma naturalidad que la respiración, Ayla seguía siendo virgen. La joven se sintió incómoda; sabía que debía someterse, pero se sentía turbada y Broud disfrutaba con ello. Se alegró de que se le hubiera ocurrido; finalmente, había derribado sus defensas. Le excitaba verla tan confusa y desconcertada, y eso intensificó el deseo. Se acercó mientras ella se ponía en pie antes de arrodillarse. Ayla no estaba acostumbrada a que los hombres del clan se acercaran tanto a ella. La fuerte respiración de Broud la asustó; la joven vaciló.
    Broud se impacientó, la empujó y apartó su propio manto exponiendo su órgano, grueso y oscilante. « ¿Qué es lo que está esperando? Es tan fea que debería sentirse halagada; ningún otro hombre la querría», pensó Broud con enojo, arrebatando el manto de ella para quitárselo de delante a medida que aumentaba su necesidad.
    Pero cuando Broud se aproximó a ella, algo se rompió: Ayla no podía hacerlo. ¡No podía! La razón la abandonó; no importaba que tuviera la obligación de obedecerle; se puso en pie y echó a correr, pero Broud fue más rápido que ella. La agarró, la arrojó al suelo y le golpeó la cara, cortándole el labio con su rudo puño. Empezaba a disfrutar. Demasiadas veces se había dominado cuando deseaba golpearla, pero ahora no había allí nadie para detenerle. Y tenía justificada razón: le estaba desobedeciendo, desobedeciendo activamente.
    Ayla estaba frenética; trató de levantarse y él volvió a golpearla. Estaba consiguiendo de ella una reacción tal como nunca lo hubiera esperado, y eso despertaba en él una lujuria mayor. Iba a doblegar a aquella hembra insolente. La golpeó una y otra vez, y sintió una enorme satisfacción al sentir que la joven se encogía cuando iba a golpearla de nuevo.
    La cabeza de Ayla zumbaba, la sangre le corría por la nariz y la comisura de la boca. Trató de incorporarse, pero él la retuvo tendido. Luchó contra él, golpeándole el pecho con los puños, sin hacer mella en su cuerpo musculoso, pero aquella resistencia provocó en él una lujuria mayor aún. Nunca se había sentido tan estimulado... la violencia incrementaba su pasión y la lujuria daba mayor fuerza a sus golpes. Se deleitaba en su resistencia y la volvió a abofetear.
    Ella estaba semiinconsciente cuando la tumbó boca abajo, hizo a un lado febrilmente su manto y le apartó las piernas. Con una embestida violenta, la penetró profundamente. Ella gritó de dolor; eso le causó más placer aún. Se lanzó de nuevo, arrancándole otro grito de dolor, y una vez más, y otra. La intensidad de su excitación le impelía, elevándole rápidamente a cimas insoportables. Con un último impulso que provocó un alarido final de agonía, vació su calor acumulado.
    Broud quedó tendido un instante sobre ella, privado de energías. Entonces, respirando aún fuertemente, se retiró. Ayla sollozaba incoherentemente. La sal de sus lágrimas quemaba las heridas de su rostro cubierto de sangre. Tenía un ojo hinchado, casi cerrado y amoratándose. Sus muslos estaban manchados de sangre y por dentro le dolía muchísimo. Broud se incorporó y se quedó mirándola; se sentía a gusto, nunca había gozado tanto penetrando a una mujer. Recogió sus armas y tomó nuevamente el camino de la cueva.
    Ayla se quedó tendida con la cara sobre la tierra hasta mucho después de haber dejado de sollozar. Finalmente, se enderezó. Se tocó la boca, la sintió hinchada y vio la sangre que manchaba sus dedos. Todo su cuerpo le dolía, por dentro y por fuera. Vio que había sangre entre sus muslos y sobre la hierba. « ¿Estará luchando nuevamente mi tótem? —se preguntó—. No, no lo creo, no es el momento. Será que Broud me ha herido. No sabía que también podía golpearme por dentro. Pero a las demás mujeres no les hace daño. ¿Por qué tiene que herirme el órgano de Broud? ¿Tendrá mi cuerpo algo que no está bien?».
    Lentamente se puso en pie y caminó hasta el arroyo; cada paso le producía dolor. Se lavó, pero eso no sirvió para mitigar el dolor palpitante ni el torbellino que tenía en la cabeza. « ¿Por qué ha querido Broud que yo haga eso? Iza dice que los hombres quieren aliviar sus necesidades con mujeres atractivas. Yo soy fea. ¿Por qué iba un hombre a querer lastimar a una mujer que le gusta? Pero también a las mujeres les gusta; si no, ¿por qué habían de hacer gestos para alentar a los hombres? ¿Cómo puede gustarles a ellas? A Oga no le importa cuando se lo hace Broud, y lo hace diariamente y en ocasiones varias veces al día.»
    De repente, Ayla se sintió horrorizada. « ¡Oh, no! ¿Y si Broud quiere que lo vuelva a hacer? No regresaré. No puedo regresar. ¿Adónde podría ir? ¿A mi cueva? No, está muy cerca y allí no puedo pasar el invierno. Tengo que regresar, no puedo vivir sola. ¿Adónde podría ir? Y no puedo dejar a Iza, a Creb y a Uba. ¿Qué voy a hacer? Si Broud lo quiere, no puedo negárselo. Ninguna de las demás mujeres lo intentaría siquiera. ¿Qué tengo de malo? Nunca lo quiso hacer cuando todavía era una muchacha. ¿Por qué tuve que convertirme en mujer? ¡Y yo que me sentía tan feliz! Ahora no me importaría seguir siendo niña toda la vida. ¿De qué sirve ser mujer si no se puede tener un bebé? ¿Especialmente si un hombre te puede obligar a hacer semejante cosa? ¿Qué hay de bueno en ello? ¿Para qué sirve?»
    El sol estaba ya en el ocaso cuando bajó penosamente de la loma en busca de sus perdices. Los huevos, tan cuidadosamente guardados, estaban rotos y habían manchado la delantera de su manto. Miró de nuevo el arroyo y recordó lo feliz que se había sentido observando a los pajarillos. Le parecía que habían transcurrido eras, que había sucedido en otros tiempos, en otro lugar. Se arrastró de vuelta a la cueva, temiendo el dolor que le causaba cada paso.
    A medida que Iza veía cómo el sol se ponía detrás de los árboles al oeste, su preocupación iba en aumento. Recorrió en parte todos los senderos del bosque cercano y caminó hacia el reborde, para ver la pendiente que bajaba a la estepa. «Una mujer no debería salir sola; nunca me gusta cuando sale Ayla a cazar —pensaba Iza—. ¿Y si la hubiera atacado algún animal? ¿Tal vez esté herida?» También Creb estaba preocupado, aunque trataba de no exteriorizarlo. El propio Brun comenzó a preocuparse a medida que se hacía de noche. Iza fue la primera en verla acercarse a la cueva desde el reborde. Iba a regañarla por haberle ocasionado tanta preocupación, pero se detuvo antes de hacer el primer gesto.
    — ¡Ayla! ¡Estás herida! ¿Qué ha pasado?
    —Broud me ha golpeado —señaló, con expresión sombría.
    —Pero, ¿por qué?
    —Porque le he desobedecido —indicó por gestos la joven mientras entraba en la cueva y se dirigía directamente al hogar.
    « ¿Qué puede haber sucedido? —se preguntaba Iza—. Ayla no ha desobedecido a Broud durante años. ¿Por qué había de rebelarse ahora contra él? ¿Y por qué no me dijo él que la había visto? Él sabía que estaba preocupada. Regresó al mediodía. ¿Por qué llega Ayla tan tarde?» Iza echó una mirada en dirección del hogar de Broud y vio que miraba a Ayla por encima de los límites de piedras, contra la que dictaban los buenos modales, con una sonrisa llena de vanidad y deleite en el rostro.
    Creb había captado toda la escena: el rostro magullado e hinchado de Ayla y su aspecto de desolación total, la vigilancia a que la tenía sometida Broud desde el momento en que llegó, mirándola con una sorna arrogante. Sabía que el odio de Broud había crecido con los años —la obediencia plácida de Ayla parecía afectarle más que su rebeldía infantil—, pero algo había sucedido que daba a Broud la sensación de dominar a la joven. Por muy perspicaz que fuera Creb, no podía haber adivinado cuál era la causa.
    A la mañana siguiente, Ayla temía abandonar el hogar y se quedó entretenida con el desayuno mientras pudo. Broud la estaba esperando. De sólo pensar en su intensa excitación de la víspera, había vuelto a excitarse y estaba preparado. Al hacerle éste la señal, la joven sintió el deseo de volverse corriendo, pero se obligó a sí misma a adoptar la posición. Trató de contener sus gritos, pero el dolor hizo que se le escapasen de sus labios, atrayendo las miradas sorprendidas de los que se encontraban cerca. No comprendían por qué gritaba de dolor, como tampoco podían comprender el interés súbito que había despertado en Broud.
    Broud se deleitaba en su recién descubierto dominio sobre Ayla y la utilizaba frecuentemente, aunque muchas personas no comprendían por qué prefería a la mujer fea a la que aborrecía en lugar de su guapa compañera. Al cabo de cierto tiempo aquello dejó de ser doloroso, pero a Ayla le resultaba odioso; y precisamente su odio era lo que Broud disfrutaba. La había puesto en su lugar, había logrado superarla y, finalmente, había hallado la manera de obligarla a reaccionar ante él. No importaba que la respuesta fuera negativa; lo prefería así. Quería verla asustada, ver su temor, ver cómo se obligaba a sí misma a someterse. De sólo pensarlo se sentía estimulado. Siempre había tenido un fuerte impulso sexual; ahora era más sexualmente activo que nunca. Todas las mañanas, cuando no iba de cacería, se quedaba esperándola, y por lo general volvía a forzarla por la noche, y en ocasiones también a mediodía. Incluso se sentía excitado de noche y usaba a su compañera para aliviarse. Era joven y saludable, estaba en la cima de sus hazañas sexuales, y cuanto más intensamente le aborrecía Ayla, mayor placer sentía.
    Ayla perdió su vivacidad. Estaba desanimada, desmadejada, indiferente. La única emoción que experimentaba era un odio devorador hacia Broud y su penetración cotidiana. Como un enorme glaciar que se apodera de toda la humedad de la tierra que lo rodea, su odio y amarga frustración drenaban todos lo demás sentimientos.
    Siempre había sido aseada, lavándose y lavando sus cabellos en el río para no tener piojos. Incluso llevaba grandes tazones de nieve que colocaba junto al fuego siempre encendido, para que se derritiera y le proporcionara agua fresca en invierno. Ahora sus cabellos colgaban sin vida en marañas grasientas y llevaba el mismo vestido día tras día, sin tomarse la molestia de limpiar las manchas ni de ventilarlo. Se rezagaba en sus tareas, hasta el punto de que hombres que nunca antes la habían regañado, empezaron a reprenderla. Perdió todo interés en las medicinas de Iza, dejó de hablar, como no fuera para responder a preguntas directas, salía pocas veces de cacería, y cuando lo hacía solía volver con las manos vacías. Su abatimiento tenía desalentados a todos los que compartían el hogar de Creb.
    Iza no podía más de tanta preocupación; no entendía el cambio drástico que se había operado en Ayla. Sabía que era consecuencia del interés inexplicable de Broud hacia ella, pero por qué tenía semejante efecto era algo que no podía explicarse. Daba vueltas alrededor de Ayla, vigilándola sin cesar, y cuando la joven empezó a sentirse mal por las mañanas, tuvo miedo de que algún espíritu maligno que se le hubiera metido dentro estuviera ganando terreno.
    Pero Iza era una curandera experimentada; fue la primera en fijarse en que Ayla no se mantenía en el aislamiento impuesto a las mujeres cuando sus tótems combatían y observó más de cerca a su hija adoptiva. Apenas podía creer lo que venía sospechando, pero cuando pasó otra luna y el verano había alcanzado el máximo de su tremendo calor, Iza se convenció. Una tarde, mientras Creb estaba fuera del hogar, hizo señas a Ayla.
    —Quiero hablarte.
    —Sí, Iza —fue la respuesta de Ayla, que se levantó de sus pieles con esfuerzo y se dejó caer en el suelo junto a la mujer.
    — ¿Cuándo fue la última vez que batalló tu tótem, Ayla?
    —No sé.
    —Ayla quiero que reflexiones sobre esto. ¿Han combatido los espíritus dentro de ti desde que cayeron las flores?
    La joven trató de recordar.
    —No estoy segura, quizá una vez.
    —Es lo que yo pensaba —dijo Iza—. Tienes náuseas por la mañana, ¿no es cierto?
    —Así es —respondió la joven con una inclinación de la cabeza. Ayla pensaba que su indisposición se debía a que cuando Broud no salía de caza por la mañana, la estaba esperando, y le odiaba tanto que no podía retener el desayuno, y a veces tampoco la cena.
    — ¿Has sentido los pechos endurecidos?
    —Un poco.
    — ¿Y han crecido también, verdad que sí?
    —Creo que sí. ¿Por qué me preguntas? ¿Por qué este interrogatorio?
    La mujer se quedó mirándola con expresión grave.
    —Ayla, no sé cómo habrá sucedido, apenas puedo creerlo, pero estoy segura de que es verdad.
    — ¿Qué es lo que es verdad?
    —Tu tótem ha sido derrotado; vas a tener un bebé.
    — ¿Un bebé? ¿Yo? No puedo tener un bebé —protestó Ayla—, mi tótem es demasiado fuerte.
    —Ya lo sé, Ayla. No consigo entenderlo, pero vas a tener un bebé —repitió Iza.
    Una expresión de sorpresa maravillada llenó los ojos mortecinos de Ayla.
    — ¡Será posible! ¿Puede ser realmente posible? ¿Yo, tener un bebé? ¡Oh, madre, qué maravilla!
    —Ayla, no estás apareada, no creo que haya un hombre del clan que te quiera aceptar, ni siquiera como segunda mujer. No puedes tener un hijo sin compañero, podría traer mala suerte —gesticuló seriamente Iza—. Será mejor que tomes algo para perderlo; creo que lo mejor sería el muérdago. Ya sabes, esa planta de pequeñas bayas blancas que crece muy alto en el roble. Es muy eficaz y, si se maneja debidamente, no resulta demasiado peligroso. Te haré una infusión con las hojas y unas poquitas bayas. Ayudará a tu tótem a expulsar la nueva vida. Te sentirás un poco enferma, pero...
    — ¡No! ¡No! —Ayla meneaba negativamente la cabeza con gran vigor—. No, Iza: no quiero tomar muérdago. No quiero tomar nada para perderlo. Madre, quiero un bebé. Lo he deseado desde que nació Uba. Nunca creí que fuera posible.
    —Pero, Ayla, ¿y si el bebé fuera desgraciado? Incluso podría nacer deforme.
    —No será desgraciado, no lo permitiré. Lo prometo. Me voy a cuidar mucho para que sea saludable. ¿No decías que un tótem fuerte ayuda, una vez que ha sucumbido, a tener un bebé saludable? Y lo cuidaré mucho después de nacido. No permitiré que le pase nada. Iza, debo tener ese bebé. ¿No lo comprendes? Es posible que mi tótem nunca vuelva a ser derrotado. Ésta puede ser mi única oportunidad.
    Iza miró los ojos suplicantes de la joven; era la primera chispa de vida que había podido vislumbrar en ellos desde el día en que Broud la golpeó mientras estaba fuera, cazando. Sabía que debería insistir en que Ayla tomara la medicina; no estaba bien que una mujer sin compañero diera a luz, cuando podía evitarse. Pero Ayla deseaba tan desesperadamente al bebé, que podría caer en una depresión más profunda aún si la obligaban a renunciar a él. Y tal vez tuviera razón: podría ser su única oportunidad.
    —Está bien, Ayla —concedió—. Si tanto lo quieres... Pero será mejor no decírselo a nadie todavía; todos se enterarán muy pronto.
    — ¡Oh Iza! —dijo, abrazando a la mujer. Mientras el milagro de su imposible embarazo iba penetrando en ella, una sonrisa le cruzó el rostro. Dio un brinco, llena de energías; no podía quedarse quieta, tenía que hacer algo.
    —Madre, ¿qué estás cocinando hoy? Déjame ayudarte.
    —Estofado de uro —respondió la mujer, pasmada ante la transformación tan repentina de la joven—. Si quieres, puedes cortar la carne.
    Mientras trabajaban ambas mujeres, Iza se percató de que casi se había olvidado de la dicha que podía irradiar Ayla. Sus manos volaban, charlando y trabajando, y de repente volvió a surgir el interés de Ayla por la medicina.
    —Yo no sabía lo del muérdago, madre —observó Ayla—. Sé del cornezuelo y del ácoro, pero no sabía que el muérdago pudiera hacer que una mujer pierda su bebé.
    —Siempre habrá algunas cosas de las que no te he hablado, Ayla, pero sabrás lo suficiente. Y sabes cómo hacer pruebas; siempre podrás seguir aprendiendo. El tanaceto también servirá, pero puede ser más peligroso que el muérdago. Empleas toda la planta, flores, hojas y raíces, y la pones a hervir. Si llenas de agua hasta aquí —Iza señalaba una marca en el lateral de una de sus tazones medicinales— y dejas que se reduzca hasta caber en esta taza —mostrando un taza de hueso—, será más o menos lo correcto; suele bastar con una taza. Las flores de crisantemo sirven a veces; no son tan peligrosas como el muérdago o el tanaceto, pero tampoco resultan eficaces siempre.
    —Sería mejor para las mujeres que tienden a perder sus niños con facilidad. Sería mejor emplear, algo más suave, si sirve... que sea menos peligroso.
    —Así es. Y, Ayla, otra cosa que deberías saber —y se volvió para comprobar que Creb no había regresado aún—. Ningún hombre debe enterarse nunca de esto; es un secreto que sólo conocen las curanderas, y no todas. Es mejor no decírselo nunca a una mujer, porque, si su compañero preguntara, tendría que decírselo. Nadie le preguntará a una curandera. Si algún hombre lo descubriera, lo prohibiría. ¿Comprendes?
    —Sí, madre —respondió Ayla, sorprendida ante el sigilo de Iza y muy intrigada.
    —Nunca pensé que necesitara saber de estas cosas para ti, pero deberás conocerlo de todas maneras por ser curandera. A veces, cuando una mujer tiene un parto difícil, suele ser mejor que no vuelva a tener hijos. La curandera puede darle la medicina sin explicarle lo que es. Hay otras razones por las que una mujer puede no querer tener hijos. Algunas plantas encierran una magia especial, Ayla. Fortalecen tanto al tótem de la mujer, que éste puede impedir que comience siquiera a iniciarse una nueva vida.
    — ¿Conoces la magia para impedir el embarazo, Iza? ¿El débil tótem de una mujer puede volverse tan fuerte? ¿Cualquier tótem? ¿Aunque un Mog-ur lleve a cabo un encantamiento para fortalecer el tótem del hombre?
    —Sí, Ayla. Por eso nunca debe enterarse de esto hombre alguno. Yo misma lo utilicé cuando me aparearon. No me gustaba mi compañero; deseaba que me cediera a otro hombre. Pensé que si nunca tenía hijos, no querría quedarse conmigo —confesó Iza.
    —Pero has tenido un bebé: has tenido a Uba.
    —Tal vez, al cabo de mucho tiempo, la magia se debilite. Tal vez mi tótem no quiso seguir combatiendo, tal vez quería que tuviera un bebé. No lo sé. No hay nada que sirva todo el tiempo. Hay fuerzas más grandes que cualquier magia, pero me sirvió durante muchos años. Nadie comprende del todo a los espíritus, ni siquiera Mog-ur. ¿Quién iba a creer que tu tótem pudiera ser derrotado, Ayla? —La curandera echó una rápida mirada a su alrededor—. Ahora, antes de que vuelva Creb, ¿conoces esa enredadera pequeña, amarilla, con hojas y flores diminutas?
    — ¿El hilo de oro?
    —Sí, esa misma. A veces la llaman estrangulador porque mata a la planta en la que se desarrolla. Déjala secar, aplástala, más o menos esta cantidad, en la palma de tu mano, hiérbela en agua suficiente para llenar esta taza de hueso hasta que el extracto adquiera el color del heno maduro. Tómate dos sorbos cada día en que el espíritu de tu tótem no esté combatiendo.
    — ¿No es también una buena cataplasma para picaduras y mordeduras?
    —Sí, y eso te da un buen pretexto para tenerla a mano, pero la cataplasma se emplea sobre la piel, fuera del cuerpo. Para que tu tótem tenga fuerza, te lo bebes. Hay otra cosa más que debes tomar mientras tu tótem está combatiendo: raíz de artemisa, seca o fresca. Hiérbela y bebe el agua, un tazón cada uno de los días en que estés aislada —prosiguió Iza.
    — ¿No es la planta de hoja dentada que sirve contra la artritis de Creb?
    —Esa misma. Sé de otra, pero nunca la he empleado. Es la magia de otra curandera: intercambiamos conocimientos. Hay cierto ñame que no crece por aquí, pero te enseñaré en qué difiere de los que tenemos. Lo cortas en trozos y lo hierves y haces con él un puré espeso; la dejas secar y la reduces a polvo fino. Hace falta mucho, medio tazón mezclado con agua, para formar nuevamente una pasta, que has de tomar cada día que no estés aislada, cuando los espíritus no estén combatiendo.
    Creb entró en la cueva y vio que ambas mujeres estaban muy absortas en su conversación. Al instante percibió el cambio en Ayla. Estaba animada, atenta, pensativa y sonriente. «Tiene que haberse sacudido lo que fuera», pensó, mientras llegaba cojeando a su hogar.
    —Iza —dijo en voz alta para llamarles la atención—. ¿Tiene uno que morirse de hambre aquí?
    La mujer dio un salto con expresión culpable, pero Creb no se fijó en ello. Estaba tan contento de ver a Ayla tan ocupada, trabajando y charlando, que no vio a Iza.
    —En seguida estará preparado, Creb —señaló Ayla y, corriendo, fue a abrazarle; hacía tiempo que Creb no se sentía tan contento. Se encontraba sentado en su estera cuando llegó Uba corriendo a la cueva.
    — ¡Tengo hambre! —gesticuló la niña.
    —Siempre tienes hambre, Uba —dijo Ayla riendo y alzando a la niña para darle vueltas en el aire. Uba estaba encantada: era la primera vez, en todo el verano que Ayla tenía ganas de jugar con ella.
    Más tarde, después de cenar, Uba trepó hasta el regazo de Creb. Ayla tarareaba en voz baja mientras ayudaba a Iza a limpiar. Creb suspiró, satisfecho; así daba gusto estar en el hogar. «Los muchachos son muy importantes —pensó— pero creo que las niñas son mejores. No tienen que ser fuertes y valientes todo el tiempo y no les importa acurrucarse en el regazo de uno para dormir. Casi desearía que Ayla siguiera siendo una niña.»
    Ayla despertó a la mañana siguiente envuelta en un resplandor de dicha anticipada. «Voy a tener un bebé», se dijo. Se abrazó a sí misma estando aún tendida entre sus pieles. De repente le entraron ganas de levantarse. «Creo que bajaré al río esta mañana: tengo que lavarme la cabeza. —Brincó fuera del lecho, pero una náusea se apoderó de ella—. Tal vez sea mejor comer algo sólido y ver si no lo devuelvo. Tengo que comer para que mi bebé sea saludable.» No pudo conservar el desayuno, pero al cabo de un rato de estar levantada, volvió a comer y se sintió mejor. Todavía estaba pensando en el milagro de su embarazo cuando salió de la cueva para dirigirse al río.
    — ¡Ayla! —llamó Broud despectivamente, contoneándose con jactancia y haciendo la señal.
    Ayla se sintió sobresaltada: se había olvidado de Broud. Tenía cosas más importantes en qué pensar, como bebés que amamantar y tener, al calor de sus brazos, su propio bebé. «Bueno, más vale terminar con esto ahora —pensó, y pacientemente adoptó la postura adecuada para que Broud aliviara sus necesidades —.Ojalá lo haga de prisa, quiero bajar al río a lavarme la cabeza.»
    Broud se sintió frustrado; algo faltaba. No encontró la menor respuesta en ella. Echó de menos la excitación que le producía obligarla contra su voluntad. El odio desbordante y la amarga frustración que ella nunca había conseguido disimular anteriormente, se había esfumado: había dejado de luchar contra él. Actuaba como si él no estuviera allí, como si no sintiera nada. Y no lo sentía. Su mente estaba en otra parte, no percibió su penetración como tampoco sus reproches ni sus golpes. Era una cosa más que tenía que aceptar y se resignaba a ello. Su serenidad tranquila y su aplomo habían vuelto.
    El gozo de Broud no se debía al placer de la experiencia sexual sino al dominio que ejercía sobre Ayla. Descubrió que ya no se sentía estimulado; le costó conservar su erección. Al cabo de varios intentos sin poder lograr el clímax, retrocedió y pronto desistió. Era demasiado humillante. «Podía ser una mujer de piedra, dada su respuesta —pensó—. De todos modos, es fea y he perdido suficiente tiempo con ella. Ni siquiera sabe apreciar el honor que representa el interés del futuro jefe.»
    Oga se alegró de verle regresar, aliviada al ver que había superado su incomprensible predilección por Ayla. No había tenido celos; no había motivo alguno para estar celosa. Broud era su compañero y no había dado la menor señal de que se dispusiera a renunciar a ella.
    Cualquier hombre podía aliviar sus necesidades con cualquier mujer que se le antojara, eso no tenía nada de extraordinario. Lo que no podía comprender era que dedicara tanta atención a Ayla cuando, por alguna extraña razón, estaba claro que ella no disfrutaba.
    Por mucho que quisiera convencerse de que no le importaba, a Broud le exasperaba la indiferencia súbita de Ayla. Creía haber hallado finalmente el modo de dominarla, de derribar de una vez por todas su muralla de indiferencia, y había descubierto el placer que eso le proporcionaba. Por eso se fortaleció más su determinación para encontrar la manera de atacarla otra vez.

    19

    El embarazo de Ayla asombró a todo el clan. Parecía imposible que una mujer con un tótem tan poderoso como el suyo pudiera concebir vida. Inmediatamente se dio rienda suelta a las especulaciones sobre qué espíritu del tótem de un hombre habría conseguido subyugar al León Cavernario, ya todos los hombres del clan les habría gustado adjudicarse ese honor y el incremento de prestigio que entrañaba. Algunos consideraban que tuvo que ser la combinación de varias esencias totémicas, tal vez de toda la población masculina, pero la mayoría de las opiniones se dividían en dos campos, coincidiendo más o menos exactamente con los límites de edad.
    El factor determinante era la proximidad de la mujer, y por eso la mayoría de los hombres consideraban que los hijos de sus compañeras eran resultado del espíritu de su tótem. Una mujer pasaba, inevitablemente, mucho más tiempo con el hombre cuyo hogar compartía; la oportunidad de tragarse el espíritu de su tótem era, por tanto, mayor. Aunque el tótem de un hombre pudiera pedir ayuda al tótem de otro hombre durante la posterior batalla, o de cualquier otro espíritu que estuviera casualmente cerca, la fuerza vital del primer tótem era la que mayor derecho tenía a reivindicarlo. Un espíritu auxiliador podía tener el honor de iniciar la nueva vida, pero eso dependía del arbitrio del tótem que había solicitado ayuda. Los dos hombres que más cerca habían estado de Ayla desde que se hizo mujer eran Mog-ur y Broud.
    —Yo digo que es Mog-ur —afirmaba Zoug—. Es el único cuyo tótem es más fuerte que el León Cavernario. ¿Y de quién es el hogar que ella comparte?
    —Ursus nunca permite que una mujer trague su esencia— repuso Crug—. El Oso Cavernario escoge a los que quiere proteger, como hizo con Mog-ur. ¿Crees que un Venado iba a derrotar a un León Cavernario?
    —Con ayuda del Oso Cavernario. Mog-ur tiene dos tótems: el Venado no tendría que buscar ayuda muy lejos. Nadie dice que el Oso Cavernario dejara su espíritu, lo único que estoy diciendo es que ayudó —replicó acaloradamente Zoug.
    —Entonces, ¿por qué no quedó embarazada el invierno pasado? Vivía entonces en su hogar. Sólo después de que Broud se encaprichó con ella, aunque no me preguntéis lo que vería en ella. Fue después de haber pasado tanto tiempo junto a ella cuando la nueva vida comenzó. Un Rinoceronte Lanudo también es poderoso. Con ayuda, puede haber superado al León Cavernario —arguyó Crug.
    —Creo que fue el tótem de todos —apostilló Dorv—. La pregunta es: ¿quién quiere tomarla por compañera? Todos desean apuntarse el tanto, pero, ¿quién quiere a la mujer? Brun ha preguntado si alguno la quiere. Si no está apareada, el niño tendrá mala suerte. Yo soy demasiado viejo, aunque no puedo decir que lo siento.
    —Bueno, yo la tomaría si tuviera aún mi propio hogar —señaló Zoug—. Es fea, pero trabajadora y respetuosa. Sabe cómo cuidar a un hombre. Eso, a la larga, resulta más importante que una cara bonita.
    —Yo, no —expresó Crug meneando la cabeza—. No quiero tener en mi hogar a la Mujer—Que—Caza. Está muy bien eso para Mog-ur; de todos modos, no puede cazar ni le importa. Pero me imagino regresando de la caza con las manos vacías y comiendo la carne que mi compañera hubiera traído. Además, tengo mi hogar suficientemente lleno con Ika, Borg y la pequeña, Igra. Me alegro de que Dorv pueda colaborar aún. Y mi compañera Ika todavía es joven y puede tener más. ¿Quién sabe?
    —He pensado en ella —dijo Droog—, pero mi hogar está demasiado lleno. Aga y Aba, Vorn y Ona y Groob. ¿Qué haría yo con una mujer y un niño más? ¿Qué dices tú, Grod?
    —No. A menos que Brun me obligue —respondió brevemente Grod. El segundo—al—mando nunca había podido superar cierta incomodidad en cuanto a la mujer que no había nacido en el clan. Le inquietaba.
    — ¿Y el propio Brun? —preguntó Crug—. Él fue quien aceptó que ingresara en el clan.
    —A veces es aconsejable considerar a la primera mujer antes de tomar la segunda –comentó Goov—. Ya sabemos lo que piensa Ebra respecto a la posición de la curandera. Iza ha estado adiestrando a Ayla. Si ésta se convierte en curandera de la estirpe de Iza, ¿os hacéis una idea de cómo se sentiría Ebra compartiendo el hogar con una mujer más joven, una segunda compañera, de posición superior a la suya? Yo tomaría a Ayla. Cuando sea Mog-ur no cazaré tanto; a mí no me importaría entonces que trajera al hogar un conejo o una marmota; de todos modos, sólo son animales pequeños. No creo que a Ovra le importara una segunda mujer con posición más elevada, se llevan bien las dos. Pero Ovra quiere tener un hijo propio. Le costaría compartir el hogar con una mujer y un bebé. Especialmente porque nadie esperaba que Ayla tuviera uno. Creo que fue el espíritu del tótem de Broud el que lo inició todo: lástima que se comporte así con ella, porque él debería ser quien la tomara.
    —Yo no estoy seguro de que fuera el de Broud —dijo Droog—. ¿Tú qué opinas, Mog-ur? Podrías tomarla por compañera.
    El viejo mago había estado observando tranquilamente la discusión de los hombres, cosa que hacía con frecuencia.
    —Lo he estado considerando. No creo que haya sido Ursus ni el Venado quienes iniciaron el bebé de Ayla. Tampoco estoy seguro de que haya sido el tótem de Broud. El tótem de ella ha sido siempre un enigma; nadie sabe lo que puede haber ocurrido. Pero necesita un compañero. No es sólo que el bebé pueda tener mala suerte, es que un hombre tendrá que responsabilizarse de él, proveer por él. Yo soy demasiado viejo, y si resultara niño, no podría adiestrarlo para cazar. Y ella no puede hacerlo porque sólo caza con honda. De todas formas, no puedo aparearme con ella. Sería como si Grod se apareara con Ovra, sobre todo teniendo aún a Ika como primera compañera. Para mí, es como la hija de la compañera, hija del hogar, no una mujer con quien aparearse.
    —Ya ha sucedido en otras ocasiones —dijo Dorv—. La única mujer con quien un hombre no puede aparearse es con su hermana.
    —No está prohibido, pero no está bien visto. Y la mayoría de los hombres no lo desean. Además, nunca he tenido compañera, y soy demasiado viejo para comenzar ahora. Iza me cuida, con eso me basta. Me siento a gusto con ella. Es normal que los hombres alivien sus necesidades con sus compañeras de vez en cuando. Hace mucho que no he experimentado esas necesidades; aprendí a controlarlas hace mucho tiempo. No sería un gran compañero para una mujer joven. Pero tal vez no necesite uno. Dice Iza que tendrá un embarazo difícil, ya está empezando a tener problemas y es posible que no llegue a término. Sé que Ayla desea tenerlo, pero sería mejor para todos si lo perdiera.
    Como se había informado a los hombres, el embarazo de Ayla no marchaba bien. La curandera temía que la criatura tuviera algo malo. Muchos abortos se debían a fetos mal conformados, y a Iza le parecía mejor perderlos que dar a luz y tener que deshacerse de un bebé malformado. Los mareos matutinos de Ayla se prolongaron mucho más allá del primer trimestre; aun a finales del otoño, cuando su abultada criatura había crecido sobremanera, tenía dificultades para no devolver los alimentos. Cuando Ayla comenzó a sangrar y a soltar coágulos, Iza pidió a Brun que exoneraran a la joven de las actividades normales y la obligó aguardar cama.
    Los temores de Iza respecto al bebé de Ayla aumentaron con las dificultades del embarazo. Estaba convencida de que Ayla debería renunciar al bebé y segura de que no costaría mucho expulsarlo, a pesar de que el vientre abultado atestiguaba el crecimiento del feto. Temía más por Ayla. El bebé estaba exigiendo mucho de ella. Sus brazos y piernas adelgazaron en contraste con su corpulencia. No tenía apetito y comía, por pura fuerza de voluntad, los alimentos especiales que Iza preparaba para ella. Alrededor de los ojos se le formaron unos círculos negros y su abundante cabellera lustrosa perdió vida. Siempre tenía frío, carecía de reservas suficientes para conservar el calor y se pasaba la mayor parte del tiempo acurrucada junto al fuego, envuelta en pieles. Pero cuando Iza sugirió que Ayla tomara la medicina que pusiera final al embarazo, la joven se negó.
    —Iza, quiero tener mi bebé. Ayúdame —suplicó Ayla—. Tú puedes ayudarme, sé que puedes. Haré todo lo que digas, pero ayúdame a tener a mi bebé.
    Iza no podía negarse. Durante algún tiempo había dependido de Ayla para recolectar las hierbas que necesitaba: ella salía muy pocas veces. El ejercicio fuerte provocaba en ella accesos de tos. Iza se había estado administrando mucha medicación para ocultar la enfermedad pulmonar destructiva, que empeoraba a cada invierno. Pero, por Ayla, saldría en busca de cierta raíz que ayudaba a impedir el aborto.
    La curandera salió de la cueva una mañana temprano, para buscar, en los bosques de las tierras altas y en los yermos húmedos, aquella raíz especial. El sol brillaba en un cielo claro cuando se puso en camino. Iza creía que iba a ser uno de esos días calurosos de fines de otoño y no quiso cargarse con ropas de abrigo. Además, contaba estar de vuelta antes de mediodía. Siguió un camino que conducía al bosque desde la cueva; a continuación giró para seguir un arroyo y comenzó a escalar las empinadas cuestas. Estaba más débil de lo que creía, le faltaba aliento y tenía que detenerse a menudo a esperar a que se pasase un torturador acceso de tos. A media mañana cambió el tiempo. Fueron apareciendo nubes por el este, empujadas por un viento frío y que, al llegar a los contrafuertes, soltaron su pesada carga de lluvia en forma de aguanieve. En unos instantes Iza quedó empapada.
    La lluvia había amainado cuando encontró la clase de bosque de coníferas y de plantas que andaba buscando. Tiritando bajo la fría llovizna, arrancó las raíces del suelo lodoso. Su tos había empeorado cuando tomó el camino de vuelta y convulsionaba su cuerpo a cada instante haciendo fluir una espuma sanguinolenta entre sus labios. No estaba tan familiarizada, con los alrededores de esta cueva como lo había estado con el entorno del anterior hogar del clan. Se desorientó, siguió el arroyo equivocado cuesta abajo y tuvo que volver sobre sus pasos en busca del verdadero. Casi había oscurecido cuando la curandera, totalmente empapada y muerta de frío, encontró el camino hacia la cueva.
    — ¡Madre! ¿Dónde has estado? —preguntó por señas Ayla—. Estás empapada y tiritando. Acércate al fuego. Voy atraerte ropa seca.
    —He encontrado raíz de amaya para ti, Ayla. Lávala y mastica... —Iza tuvo que detenerse para ceder a otro espasmo. Tenía los ojos calenturientos, el rostro enrojecido—... mastícala cruda. Eso te ayudará a conservar el bebé.
    — ¿No habrás salido con esa lluvia sólo para buscarme una raíz, verdad que no? ¿Acaso no sabes que preferiría perder el bebé a perderte a ti? Estás demasiado enferma para salir así, y tú lo sabes muy bien.
    Ayla sabía que Iza no se encontraba bien desde hacía años, pero hasta entonces no se había dado cuenta de la enferma que estaba la mujer. La joven se olvidó de su embarazo, lo ignoró cuando sangraba ocasionalmente, se olvidó de comer la mitad del tiempo y se negó a separarse del lado de Iza. Cuando dormía, lo hacía sobre unas pieles junto a la cama de la mujer. También Uba velaba constantemente.
    Era la primera experiencia de la pequeña en cuanto a una enfermedad grave en alguien a quien amaba, y el efecto fue traumático. Observaba todo lo que hacía Ayla, la ayudaba, yeso le hizo comprender su propia herencia y su destino. Uba no era la única que observaba a Ayla: todo el clan estaba preocupado por la curandera y no muy seguro de la habilidad de la joven. Ella se mantenía indiferente frente a aquellas apreciaciones. Su atención estaba totalmente centrada en la mujer a la que llamaba madre.
    Ayla rebuscó en su memoria todos los remedios que Iza le había enseñado, interrogó a Uba para que apelara a los recuerdos que sabía estaban almacenados en la memoria de la niña y aplicó cierta lógica que le era propia. El talento especial que Iza había detectado, la capacidad de descubrir y tratar el verdadero problema, era el punto fuerte de Ayla: sabía diagnosticar. Partiendo de pequeños indicios, podía reconstituir un cuadro como las piezas de un rompecabezas y llenar los vacíos con razonamientos e intuición. Era una habilidad para la que sólo su cerebro, entre todos los que compartían la cueva, estaba capacitado en exclusividad. La crisis de la enfermedad de Iza fue el estímulo que agudizó su talento.
    Ayla aplicaba todos los remedios que había aprendido a usar con la curandera. Probaba, además, nuevas técnicas que le venían sugeridas por otros usos, a veces diferentes. Sea como fuere, la medicación, o los cuidados amorosos, o la voluntad de vivir de la curandera —más probablemente todo ello a la vez— lograron que, cuando los vientos helados del invierno amontonaron la nieve contra las barreras que había a la entrada de la cueva, Iza estuviera suficientemente restablecida como para volver a ocuparse del embarazo de Ayla. Era justamente el momento.
    El esfuerzo por devolver la salud a Iza tuvo sus efectos: Ayla perdió constantemente sangre durante el resto del invierno y sufrió un dolor incesante en la espalda. Despertaba a media noche con calambres en las piernas y seguía vomitando a menudo. Iza esperaba que perdiera el bebé en cualquier momento. No sabía cómo podía retenerlo Ayla, ni cómo podía seguir desarrollándose el bebé estando ella tan débil. Pero se desarrollaba. El vientre de la joven se hinchó hasta proporciones increíbles y el bebé pateaba con tanto vigor que apenas si la futura madre podía conciliar el sueño. Iza nunca había visto que una mujer padeciera un embarazo tan difícil.
    Ayla no se quejaba nunca. Temía que Iza pensara que estaba dispuesta a renunciar al bebé, aunque el embarazo estaba ya demasiado avanzado para que la curandera pensara en ello. Y tampoco Ayla lo pensaba. Su sufrimiento la convencía más aún de que si perdía ese bebé, nunca volvería a tener otro.
    Desde su cama, Ayla veía cómo las lluvias primaverales barrían la nieve, y la primera flor de azafrán que vio fue una que Uba le trajo. Iza no le permitía salir de la cueva. Los sauces se habían deshecho de su pelusa y habían reverdecido, y los primeros brotes anunciaban un follaje verde el día triste y lluvioso de primavera, a principios de su undécimo año, cuando se inició el parto de Ayla.
    Las primeras contracciones fueron fáciles. Ayla tomó una infusión de corteza de sauce, mientras conversaba con Iza y Uba, excitada y complacida de que por fin hubiera llegado la hora. Estaba segura de que al día siguiente estaría con su bebé en brazos. Iza abrigaba sus reservas, pero se esforzaba por no manifestarlo. La conversación derivó, como sucedía tantas veces últimamente entre Iza y sus dos hijas, hacia la medicina.
    —Madre, ¿qué raíz fue la que me trajiste el día en que saliste y caíste enferma? —señaló Ayla.
    —Se llama amaya. No se suele usar mucho porque debería mascarse mientras está fresca y debe recogerse a finales del otoño. Es muy buena para impedir el aborto, pero, ¿cuántas mujeres corren el peligro de abortar a fines de otoño? En cuanto se seca, pierde su eficacia.
    — ¿Cómo se la reconoce? —preguntó Uba.
    La enfermedad de Iza había despertado en Uba un mayor interés hacia las plantas curativas que habría de administrar más adelante, y tanto Iza como Ayla la estaban adiestrando al mismo tiempo. Pero adiestrar a Uba no era lo mismo que adiestrar a Ayla: para conseguir todo lo que su cerebro podía dar de sí, Uba sólo tenía que recordar con un poco de ayuda lo que sabía y ver cómo se aplicaba.
    —En realidad se trata de dos plantas, hembra y macho, con un tallo largo que surge de un racimo de hojas junto al suelo, y flores pequeñas que brotan cerca de la parte superior y bajan hasta la mitad del tallo. Las flores macho son blancas. La raíz proviene de la planta hembra; sus flores son más pequeñas y verdes.
    — ¿Has dicho que crece en bosques de coníferas? —interrogó Ayla.
    —Sólo en los que son húmedos. Le gusta la humedad, el pantano, los lugares húmedos de las praderas y a menudo crece en los bosques altos.
    —No deberías haber salido aquel día, Iza. Me tuviste tan preocupada... Oh, espera. ¡Ahí viene otra!
    La curandera examinó a Ayla. Estaba tratando de calcular la duración de los dolores. «Todavía falta mucho», pensó.
    —No llovía cuando salí —explicó Iza— Creí que sería un día caluroso. Estaba equivocada. El tiempo otoñal siempre es impredecible. Quería preguntarte algo, Ayla. Parte del tiempo estuve delirando, con fiebre, pero creo que hiciste una cataplasma para el pecho con las hierbas que empleamos para aliviar el reuma de Creb.
    —Sí, la hice.
    —Yo no te había enseñado eso.
    —Ya lo sé. Pero tosías tanto y escupías sangre, que quise darte algo que calmara los espasmos, pero también pensaba que deberías expulsar las flemas con menos esfuerzos. Esa medicina para el reuma de Creb penetra muy adentro con el calor y estimula la sangre. Pensé que podría aflojar las flemas de modo que no tuvieras que toser tan fuerte para sacarlas, y de todos modos podía seguir dándote el cocimiento para calmar los espasmos. Parece que sirvió.
    —Sí, creo que sí.
    Cuando Ayla expuso su razonamiento, parecía lógico, pero Iza se preguntaba si se le habría ocurrido a ella. «Yo tenía razón —pensaba Iza—, es una buena curandera y va a mejorar. Merece la posición de mi estirpe. Tendré que hablar con Creb. Puede no quedar mucho tiempo antes de que yo abandone este mundo. Ahora Ayla es una mujer, tiene que ser curandera... si sobrevive a este parto.»
    Después del desayuno, Oga se acercó con Grev, su segundo hijo, y mientras le daba de mamar, se sentó junto a Ayla. Ovra se reunió con ellas poco después. Las tres jóvenes charlaron amigablemente entre las contracciones de Ayla, aunque no se habló de su inminente alumbramiento. Toda aquella mañana, mientras Ayla se encontró en la primera etapa de sus dolores, las mujeres del clan visitaron el hogar de Creb. Algunas sólo se quedaban unos instantes para brindar con su presencia un apoyo moral, otras se quedaban casi todo el tiempo junto a ella. Siempre había unas cuantas mujeres sentadas alrededor de su lecho, pero Creb se mantenía alejado. Entraba y salía, muy nervioso, deteniéndose para intercambiar algunos gestos con los hombres reunidos en el hogar de Brun, pero no podía quedarse mucho rato en el mismo sitio. La cacería que se había proyectado para aquel día se aplazó. El pretexto de Brun fue que todavía estaba todo demasiado mojado, pero todos sabían la verdadera razón.
    Al final de la tarde, los dolores de Ayla se hicieron más fuertes. Iza le dio un cocimiento de cierto ñame que tenía cualidades especiales para aliviar los dolores de parto. A medida que avanzaba la tarde, las contracciones se fueron haciendo cada vez más fuertes y frecuentes. Ayla estaba tendida en su cama, empapada en sudor, aferrada a la mano de Iza. Trataba de ahogar sus gritos, pero cuando el sol se ocultó tras el horizonte, Ayla estaba retorciéndose de dolor, gritando cada vez que una convulsión le sacudía el cuerpo. La mayor parte de las mujeres no pudieron soportar quedarse cerca; todas, menos Ebra, regresaron a sus respectivos hogares. Encontraron algo que hacer, levantando la vista cada vez que Ayla daba otro grito agónico. La conversación había cesado también alrededor del hogar de Brun. Los hombres estaban sentados, desalentados, mirando al suelo. Cualquier intento de charla insulsa era interrumpido por los gritos de dolor de Ayla.
    —Ebra, tiene las caderas demasiado estrechas —señaló Iza—. No van a permitir que se abra suficientemente el canal del nacimiento.
    — ¿No serviría de algo romper la bolsa de aguas? A veces da resultado —sugirió Ebra.
    —Lo he estado pensando. No quería hacerlo demasiado pronto; no podría soportar un parto seco. Esperaba que se rompiera por sí sola, pero se está debilitando mucho y no hay progreso. Tal vez sea mejor hacerlo ahora. ¿Me quieres dar ese palo de olmo? Ahora empieza otra contracción. Lo haré tan pronto termine.
    Ayla arqueó la espalda y agarró las manos de las dos mujeres mientras un grito de agonía se escapaba en crescendo de entre sus labios.
    —Ayla, voy a tratar de ayudarte —señaló Iza una vez terminada la contracción—. ¿Me entiendes?
    Ayla asintió silenciosamente.
    —Voy a romper la bolsa de aguas, y entonces te pediré que te pongas en cuclillas. Empujar al bebé hacia abajo sirve de ayuda. ¿Podrás hacerlo?
    —Lo intentaré —señaló débilmente Ayla.
    Iza insertó el palo de olmo, y las aguas del parto de Ayla surgieron, provocando otra contracción.
    —Ahora enderézate, Ayla —expresó la curandera con un gesto. Entre Ebra y ella tiraron de la joven y la sostuvieron mientras se encuclillaba sobre el pellejo de cuero, semejante al que se ponía debajo de todas las mujeres a punto de dar a luz.
    —Ahora empuja, Ayla, empuja fuerte.
    Ésta hizo un esfuerzo al sobrevenir el próximo dolor.
    —Está demasiado débil —indicó Ebra—. N o puede empujar con suficiente fuerza.
    —Ayla, tienes que empujar más fuerte —ordenó Iza.
    —No puedo —respondió Ayla con un ademán.
    —Debes hacerlo, Ayla. Debes hacerlo, porque si no, tu bebé morirá —dijo Iza.
    No agregó que también Ayla moriría. Iza pudo ver cómo se le tensaban los músculos con la siguiente contracción.
    — ¡Ahora, Ayla! ¡Ahora! ¡Empuja! Empuja con todas tus fuerzas —la instó Iza.
    «No puedo dejar que muera mi bebé —pensaba Ayla—. No puedo. Si éste muere, no podré tener otro.» Desde alguna reserva desconocida, Ayla sacó un último esfuerzo. A medida que el dolor aumentaba, aspiró fuerte y se aferró a la mano de Iza en busca de ayuda. Empujó con un esfuerzo que hizo brotar gotas de sudor de su frente. Se le iba la cabeza; le pareció que los huesos se le estaban partiendo, como si se esforzara por echar fuera sus entrañas.
    —Bien, Ayla, bien —la alentó Iza—. Ya se le ve la cabeza; otra vez. Ayla aspiró otra bocanada de aire y volvió a hacer un esfuerzo. Sintió que la piel y los músculos se le desgarraban, pero siguió empujando. Con un chorro de sangre roja y espesa, la cabeza del bebé salió a la fuerza del estrecho canal. Iza la cogió en sus manos y tiró de ella, pero lo peor había pasado.
    —Un poco más, Ayla, justo lo necesario para expulsar la placenta. —Ayla hizo un nuevo esfuerzo, sintió que perdía el conocimiento y que todo se oscurecía, y se desvaneció.
    Iza ató un trozo de fibra teñida de rojo alrededor del cordón umbilical del recién nacido y cortó lo demás con los dientes. Le golpeó los pies hasta que un grito semejante a un maullido se convirtió en un fuerte berrido. «El niño vive —se dijo Iza, tranquilizada, mientras comenzaba a limpiarlo; y después sintió que se le partía el corazón—. Después de todo lo que ha soportado, después de tantos sufrimientos... esto. ¿Por qué? Deseaba tanto tener su bebé.»
    Iza envolvió al recién nacido en la suave piel de conejo que Ayla tenía preparada; después hizo una compresa de raíces masticadas para ponérsela a Ayla, sujetándola en su lugar con una tira de piel absorbente. Ayla profirió un gemido y abrió los ojos.
    —Mi bebé, Iza, ¿es niño o niña? —preguntó.
    —Es niño, Ayla —dijo la mujer, y prosiguió rápidamente para no dejarle abrigar falsas esperanzas—, pero es deforme.
    La sonrisa que se iniciaba en los labios de Ayla se convirtió en una expresión horrorizada.
    — ¡No! ¡No puede ser! ¡Enséñamelo!
    Iza le llevó al recién nacido.
    —Me lo temía. Sucede a menudo cuando el embarazo de una mujer es difícil. Lo siento, Ayla.
    La joven retiró la cobija y miró a su diminuto hijo. Sus brazos y piernas eran más delgados de lo que habían sido los de Uba al nacer, y más largos, pero tenía el número de dedos correcto en los lugares debidos. Sus testículos y pene diminutos evidenciaban silenciosamente su sexo. Pero su cabeza, decididamente, no era natural. Era anormalmente grande, lo que causó la dificultad del parto de Ayla, y algo deformado debido a su desgarradora entrada en el mundo, pero eso no era motivo suficiente de alarma: Iza sabía que sólo era el resultado de las apreturas que sufrió al nacer y que pronto se corregiría. Pero lo deforme era la conformación de la cabeza, la forma básica, que nunca cambiaría, y el cuello flaco y larguirucho incapaz de soportar la enorme cabeza del bebé.
    El bebé de Ayla tenía unos considerables arcos superciliares, como la gente del clan, pero su frente, en vez de huir hacia atrás, se alzaba alta y recta por encima de las cejas y se abombaba formando, en opinión de Iza, una alta corona que terminaba configurándose como una voluminosa formación oblonga. Pero la parte posterior de su cabeza no era todo lo larga que debería haber sido; parecía que el cráneo del niño fuera empujado hacia delante, hacia la frente abombada y la corona, acortando y redondeando la parte posterior. Sólo tenía un occipital simbólico detrás y sus rasgos estaban extrañamente alterados. Tenía unos ojos grandes y redondos, pero su nariz era mucho más pequeña de lo normal; su boca era grande, sus maxilares no tan grandes como los del clan, pero debajo de su boca había una proyección ósea que desfiguraba su rostro, una barbilla bien desarrollada, ligeramente huidiza, de la que carecía por completo la gente del clan. La cabecita del bebé cayó hacia atrás cuando Iza lo cogió por vez primera y automáticamente tendió su mano para sostenerla, meneando su propia cabeza sobre su cuello grueso y corto. Dudaba de que el niño lograra alguna vez mantener la cabeza levantada.
    El bebé movió su hocico buscando el calor de su madre mientras se encontraba en brazos de Ayla, tratando de mamar como si no le hubiera alimentado lo suficiente antes de venir al mundo. Ella le ayudó a colgarse de su seno.
    —No deberías hacerlo, Ayla —dijo dulcemente Iza—. No debes darle más vida puesto que pronto habrá de serle quitada. Eso te dificultará más aún el deshacerte de él.
    — ¿Deshacerme de él? —Ayla mostró su desazón—. Pero, ¿cómo me voy a deshacer de él? Es mi bebé, mi hijo.
    —No te queda más remedio, Ayla. Es la regla. Una madre debe deshacerse siempre de un hijo deforme que haya traído al mundo. Es mejor hacerlo cuanto antes y no esperar a que lo ordene Brun.
    —Pero Creb era deforme... y le permitieron vivir —repuso Ayla.
    —El compañero de su madre era jefe del clan; él lo permitió. Tú no tienes compañero, Ayla, ningún hombre que hable en favor de tu hijo. Ya te dije al principio que tu hijo podría tener mala suerte si dieras a luz antes de aparearte. ¿No queda demostrado por su deformidad, Ayla? ¿Por qué dejar vivir a un niño que durante toda su vida sólo tendrá mala suerte? Es mejor resolverlo ahora, Ayla —razonó Iza.
    Renuentemente, Ayla apartó a su hijito del pecho, con las lágrimas desbordando sus ojos.
    — ¡Oh Iza! —dijo llorando—. Yo quería tanto tener un bebé, un bebé que fuera mío, como lo tenían las demás. Nunca creí poder tener uno. Y me sentía tan dichosa; no me importó estar enferma, sólo quería mi bebé. Fue tan duro que no creí que llegaría nunca, pero cuando dijiste que iba a morir, empujé. Si tenía que morir de todos modos, ¿por qué fue tan duro? Madre, quiero tener a mi bebé, no me obligues a deshacerme de él.
    —Ya sé que no es fácil, Ayla, pero debe hacerse. —El corazón de Iza sentía mucha pena por ella. El bebé buscaba el pecho que le habían retirado tan bruscamente, buscaba la seguridad y la satisfacción de su necesidad de mamar. Ella no tenía leche aún, tardaría un día más o menos; sólo tenía ese líquido lechoso y espeso que proporcionaría al niño la inmunidad propia contra las enfermedades durante los primeros meses de su vida. Se puso a llorar y pronto lanzó un enérgico chillido, agitando los brazos y pateando la cobija. Su grito llenó la cueva con la insistencia exigente de un bebé furioso y sofocado. Ayla no pudo resistir y se lo pegó nuevamente al pecho.
    —No lo puedo hacer —señaló—. No lo haré. Mi hijo vive, está respirando. Puede que sea deforme, pero es fuerte. ¿Le has oído gritar? ¿Has oído gritar a algún bebé de ese modo? ¿Le has visto patear? ¡Mira cómo mama! Lo quiero Iza, lo quiero y me voy a quedar con él. Preferiría marcharme a matarle. Puedo cazar. Puedo encontrar alimento. Yo misma puedo cuidarme de él.
    — ¡Ayla, no puedes decir eso! —indicó Iza, palideciendo—. ¿Adónde irías? Estás demasiado débil, has perdido muchísima sangre.
    —No lo sé, madre. A cualquier parte... a alguna parte. Pero no renunciaré a él. —Ayla estaba decidida y se mostraba inflexible. Iza no puso en duda que la joven madre pensara lo que decía, pero estaba demasiado débil para ir a ninguna parte; se moriría si trataba de salvar al bebé. Iza se sentía aterrorizada ante la idea de que Ayla no respetara las costumbres del clan, pero también estaba segura de que lo haría.
    —Ayla, no hables así —rogó Iza—. Dámelo. Si tú no puedes, lo haré por ti. Le diré a Brun que estás demasiado débil, es una razón suficiente. —La mujer tendió las manos para coger al niño—. Deja que me lo lleve. Una vez que se haya ido, resultará más fácil olvidarle.
    — ¡No, no, Iza! –Y Ayla meneó enérgicamente la cabeza, apretando más el paquetito que tenía en sus brazos. Se inclinó sobre él, protegiéndole con su cuerpo, moviendo sólo una mano para hablar, con los símbolos abreviados de Creb—. Voy a quedarme con él. De alguna manera, como sea, aunque tenga que marcharme, me quedaré con mi bebé.
    Uba estaba mirando a las dos mujeres, ignorada por ambas. Había presenciado el horripilante alumbramiento de Ayla, como había visto a otras mujeres dar a luz antes que ella. Ningún secreto de la vida ni de la muerte les era ocultado a los niños; compartían el sino del clan al igual que sus mayores. Uba amaba a la muchacha de cabellos de oro que era para ella amiga y compañera de juegos, hermana y madre. El nacimiento difícil y doloroso había asustado a la niña, pero cuando Ayla habló de marcharse, se asustó más aún. Le recordó el tiempo en que había estado ausente, cuando todos decían que nunca más regresaría. Uba estaba segura de que si Ayla se marchaba ahora, nunca más volvería a verla.
    —No te vayas. —y la muchacha se puso en pie haciendo gestos frenéticos—. Madre, no puedes dejar que Ayla se vaya. No vuelvas a irte.
    —No quiero marcharme, Uba, pero no puedo dejar que muera mi bebé —dijo Ayla.
    — ¿No puedes ponerlo en lo alto de un árbol como la madre en la historia de Aba? Si sobrevive siete días, Brun tendrá que permitir que te quedes con él —suplicó Uba.
    —La historia de Aba es una leyenda, Uba —explicó Iza—. Ningún bebé puede vivir fuera, al frío, sin alimento.
    Ayla no estaba prestando atención a la explicación de Iza; la sugerencia infantil de Uba le había dado una idea.
    —Madre, parte de esa leyenda es cierta.
    — ¿Qué quieres decir?
    —Que si mi bebé vive al cabo de siete días, Brun tendrá que aceptarle. ¿No es así? —preguntó muy en serio.
    — ¿En qué estás pensando, Ayla? No puedes dejarle fuera con la esperanza de que siga con vida al cabo de siete días. Sabes que es imposible.
    —No dejarlo, llevármelo. Conozco un lugar donde puedo ocultarlo, Iza. Puedo irme allí y llevármelo y regresar el día en que se le tenga que poner nombre. Brun tendrá entonces que permitir que me quede con él. Hay una pequeña caverna...
    — ¡No! Ayla, no me digas esas cosas. Estaría mal. Sería desobedecer. No puedo aprobarlo; no es la regla del clan. Brun se enojaría mucho; iría en tu busca, te encontraría y te traería de vuelta. No está bien, Ayla —reprendió Iza. Se puso en pie y fue hacia el fuego, pero volvió sobre sus pasos—: y si te marcharas, me preguntaría dónde estás.
    Nunca en su vida había hecho nada Iza que fuera contrario a las leyes del clan ni a los deseos de Brun. Sólo pensarlo la aterraba. Incluso la medicina anticonceptiva secreta tenía la sanción de las generaciones pasadas de curanderas, era parte de su herencia. Mantener el secreto no era desobedecer, no había tradición ni costumbre que prohibiera su uso: lo único que hacía era no mencionarlo. El plan de Ayla era nada menos que una rebelión, una rebelión que jamás habría podido imaginar Iza. No podía aprobarlo.
    Pero sabía cuánto deseaba Ayla al bebé; su corazón se rompía al pensar en todo lo que había sufrido durante el prolongado y doloroso embarazo, y cómo sólo el temor de que muriera el bebé le había dado la fuerza necesaria para salvar su propia vida. «Ayla tiene razón —pensaba Iza mirando al bebé recién nacido—. Es deforme, pero, por lo demás, fuerte y saludable. Creb era deforme... y ahora es Mog-ur. Además de que es su primer hijo. Si tuviera un compañero, éste quizá permitiera que viviera el niño. No, no lo permitiría», se dijo de nuevo. No podía engañarse a sí misma como no podía engañar a nadie. Pero podía callarse.
    Pensó en hablar a Creb o a Brun; sabía que debería hacerlo, pero no era capaz de decidirse. Iza no podía aprobar el plan de Ayla, pero podía guardárselo para sus adentros. Era la peor cosa que hubiera cometido en toda su vida intencionadamente.
    Echó unas cuantas piedras calientes en un tazón de agua para preparar a Ayla una infusión de cornezuelo. La joven estaba durmiendo Con el bebé en brazos cuando Iza le llevó la medicina y la sacudió suavemente.
    —Bebe esto, Ayla —dijo—. He envuelto la placenta y está en ese rincón. Puedes descansar esta noche, pero mañana habrá que enterrarla. Brun ya lo sabe, se lo ha dicho Ebra. Preferiría no tener que examinar al bebé y dar la orden oficialmente. Espera que tú te ocupes de todo cuando hayas ocultado las evidencias del nacimiento. —Iza estaba indicando a su hija de cuánto tiempo disponía para trazar sus planes.
    Ayla se quedó despierta cuando Iza la dejó sola, pensando en lo que debería llevarse. «Necesitaré mis pieles para dormir, pieles de conejo para el bebé y plumón y también un par de cobijas más para mudarle. Tiras de piel para mí, mi honda y cuchillos. Oh, y comida, será mejor que lleve de comer y una bolsa de agua. Si espero hasta que el sol esté alto, antes de salir, puedo tenerlo todo preparado por la mañana.»
    A la mañana siguiente, Iza cocinó mucho más de lo que hacía falta para desayunar cuatro personas. Creb había regresado tarde a su hogar para dormir; quería evitar cualquier comunicación con Ayla. No sabía qué podría decirle. «Su tótem es demasiado fuerte —se decía—. Nunca ha sido superado del todo; por eso ha sangrado tanto durante su embarazo. A eso se debe que el niño sea deforme. Mala suerte; lo deseaba tanto.»
    —Iza, has hecho de comer para todo el clan —observó Creb—. ¿Cómo es posible que comamos tanto?
    —Es para Ayla —respondió Iza y agachó rápidamente la cabeza.
    «Iza debería haber tenido muchos hijos —pensaba el viejo—, está chocheando con los pocos que tiene. Pero Ayla necesita reponer sus fuerzas. Le va a llevar mucho tiempo superar esto. Me sorprendería que algún día llegara a tener un hijo normal.»
    Ayla sintió que se le iba la cabeza en cuanto se puso en pie y sintió también un golpe de sangre caliente. Le dolía dar siquiera unos cuantos pasos, y tratar de inclinarse era un tormento. Estaba más débil de lo que había creído y se sintió invadida por el pánico: « ¿Cómo voy a poder trepar hasta la cueva? Pero no queda más remedio. Si no lo hago, Iza me quitará mi bebé y se deshará de él. ¿Qué voy a hacer si pierdo a mi bebé?».
    «No lo perderé —decidió con firme determinación, desterrando de su mente el pánico— Llegaré arriba de algún modo aunque tenga que ir gateando todo el camino.»
    Estaba lloviznando cuando Ayla salió de la cueva. Metió unas cuantas cosas en el fondo de su canasta y las cubrió con el apestoso paquete de los residuos del parto; lo demás lo escondió bajo su manto exterior de pieles. El bebé estaba firmemente sujeto contra su cuerpo mediante una faja especial para transportar niños. La primera oleada de aturdimiento pasó mientras echaba a andar bosque adentro, pero siguió sintiendo náuseas. Se apartó del sendero y se adentró en la selva antes de detenerse. Era difícil abrir el hoyo con su palo de cavar, de tan débil como se sentía. Enterró profundamente el bulto, como le había dicho Iza, y ejecutó los símbolos apropiados. Después miró a su hijo que dormía profundamente, bien abrigado y confortablemente seguro. «Nadie te meterá en un hoyo así», le decía la joven madre. Entonces comenzó a escalar los abruptos contrafuertes, sin darse cuenta de que alguien la seguía con la mirada.
    Poco después de que abandonara Ayla la cueva, Uba echó a andar tras ella. El invierno de entrenamiento, después de la enfermedad de su madre, había hecho a la muchachita mucho más consciente del peligro que corría Ayla. Sabía lo débil que estaba la joven madre, y temía que fuera a desmayarse y se convirtiera en fácil presa de algún animal carnívoro atraído por el olor a sangre. Uba estuvo a punto de volver corriendo a la cueva para contárselo a Iza, pero no quería que Ayla se marchara sola y empezó a seguirla. La muchacha la perdió de vista cuando abandonó el sendero, pero volvió a verla cuando escalaba una pendiente descubierta.
    Ayla se apoyaba pesadamente en su palo de cavar mientras ascendía, empleándolo como bastón. Se detenía a menudo, tragando con fuerza para superar las náuseas y luchando para no abandonarse al vértigo que podía convertirse en desmayo; sintió que la sangre le chorreaba por las piernas, pero no se detuvo para cambiar su tira absorbente. Recordó cuando podía subir aquella cuesta a todo correr, sin jadear. Ahora no terminaba de convencerse de lo lejos que estaba la alta pradera. La distancia entre puntos de referencia conocidos era bastante larga; Ayla se esforzó hasta que estuvo a punto de desvanecerse y luchó por seguir consciente hasta haber descansado lo suficiente para poder seguir su camino.
    Al caer la tarde, cuando el bebé empezó a llorar, le oyó apenas a través de una neblina. No se detuvo por eso, sino que siguió ascendiendo con empeño. Su mente sólo se aferraba a una idea: «Tengo que llegar a la pradera, tengo que llegar a la cueva». Ni siquiera estaba ya muy segura de por qué.
    Uba la seguía acierta distancia, pues no quería que Ayla la viera. No sabía que Ayla apenas podía ver más allá del siguiente paso. La cabeza de la joven madre flotaba en una niebla roja cuando alcanzó finalmente el pastizal montañoso. «Un poco más, se decía, sólo un poco más.» Cruzó pesadamente el campo y apenas tuvo fuerzas suficientes para apartar las ramas cuando llegó trastabillando a la pequeña cueva y se dejó caer en lo que había sido tantas veces su santuario. Cayó sobre la piel de venado, sin preocuparse de que su manto estuviera mojado, y se olvidó de que no había dado de mamar al bebé que lloraba antes de permitirse sucumbir al agotamiento.
    Fue una suerte que Uba alcanzara la pradera justo cuando Ayla desaparecía en la cueva, pues, de lo contrario, habría pensado que la mujer se había desvanecido en el aire. La gruesa y vieja maleza de avellanos, con su maraña de ramas disimulaba por completo el orificio de la muralla montañosa, incluso sin el follaje veraniego. Uba corrió de vuelta a la cueva. Había tardado más de lo que pensaba; Ayla había tardado muchísimo más de lo que ella esperaba en llegar a su cueva. Temía que Iza estuviera preocupada y la reprendiera; pero Iza no se enteró del retraso de su hija. Había visto a su hija deslizarse detrás de Ayla y adivinó sus intenciones, pero no quería saber nada con seguridad.

    20

    — ¿No debería estar ya de vuelta, Iza? —preguntó Creb.
    Había estado yendo y viniendo ansiosamente de la puerta de la cueva a su hogar, toda la tarde. Iza asintió, nerviosa, sin alzar la vista del cuarto de venado frío y cocido que estaba troceando.
    — ¡Ay! —exclamó de repente cuando el afilado cuchillo que estaba usando le cortó en un dedo.
    Creb alzó la mirada, tan sorprendido por el hecho de que se cortara como por su grito espontáneo. Iza era tan hábil con el cuchillo de piedra que no recordaba cuándo fue la última vez que se cortó.
    «Pobre Iza —pensó Creb—. He estado tan absorto en mi propia preocupación que me he olvidado de cómo debe de sentirse —se reprendió—. No es de extrañar que esté nerviosa; también ella está preocupada.»
    —He hablado con Brun hace un rato, Iza —señaló Creb—. Todavía no quiere ponerse a buscarla. Nadie debería saber dónde una mujer se deshace... dónde se encuentra en momentos como éstos. Ya sabes que sería mala suerte para un hombre llegar a verla. Pero está tan débil que podría estar tirada en cualquier lugar, bajo la lluvia. Tú podrías ir a buscarla, Iza, tú eres curandera. No puede haber ido muy lejos. No te preocupes por la cena; puedo esperar. ¿Por qué no sales, ya? Pronto será de noche.
    —No puedo —señaló Iza, y se metió en la boca el dedo herido.
    — ¿Qué quieres decir con eso de que no puedes?
    —No puedo encontrarla.
    — ¿Cómo sabes que no puedes encontrarla si no la buscas?
    El viejo mago estaba completamente confundido. « ¿Por qué no querrá Iza salir en su busca? Ahora que lo pienso, ¿por qué no ha ido ya a buscarla? Me parecería normal que anduviera recorriendo el bosque, levantando las piedras para encontrar a Ayla a estas horas. Está tan nerviosa... algo anda mal.»
    —Iza, ¿por qué no quieres ir en busca de Ayla? —preguntó.
    —De nada serviría. No podría hallarla.
    — ¿Por qué? —insistió el mago.
    Los ojos de la mujer estaban llenos de una ansiedad temerosa.
    —Se está escondiendo —confesó la mujer.
    — ¡Escondiéndose! ¿De qué se está escondiendo?
    —De todos. De Brun, de ti, de mí, de todo el clan —contestó.
    Creb no sabía qué pensar, y las respuestas enigmáticas de Iza le confundían más aún.
    —Iza, es mejor que te expliques. ¿Por qué se está escondiendo Ayla del clan o de mí o de ti? Especialmente de ti. Ahora te necesita.
    —Creb, quiere quedarse con el bebé —señaló Iza, y después explicó muy rápidamente, suplicando con los ojos que la comprendiera—. Le dije que era deber de la madre deshacerse de un bebé deforme, pero se negó. Tú sabes cuánto lo ha deseado. Ha dicho que se lo llevaría y se escondería con él hasta el día de ponerle nombre, así Brun tendría que aceptarlo.
    Creb se quedó mirando duramente a la mujer, sopesando rápidamente las consecuencias del empecinamiento de Ayla.
    —Sí, Iza, Brun se verá obligado a aceptar a su hijo pero entonces la maldecirá por haber desobedecido deliberadamente, y esta vez será para siempre. ¿No sabes que cuando una mujer obliga a un hombre contra su voluntad, éste se desprestigia? Brun no puede permitírselo, los hombres le perderían el respeto. Aunque la maldiga, se desprestigiará, y la reunión del clan es este verano. ¿Crees que podrá enfrentarse ahora con los otros clanes? —señaló airadamente el mago—. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa?
    —Es una de las historias de Aba respecto a la madre que puso a su bebé deforme en un árbol —contestó Iza. Perturbada, la mujer estaba fuera de sí. ¿Por qué no habría pensado más en eso?
    — ¡Cuentos de viejas! —señaló Creb con disgusto—. Aba no debería llenar la cabeza de una joven con tales insensateces.
    —No es sólo Aba, Creb... también tú.
    — ¡Yo! ¿Cuándo le he contado semejantes cuentos?
    —No necesitabas contarle cuentos. Has nacido deforme, pero se te permitió vivir. Ahora eres Mog-ur.
    La declaración de Iza sobresaltó al contrahecho y manco mago. Sabía muy bien qué serie de sucesos fortuitos habían provocado su aceptación. Sólo la suerte había conservado al más alto hombre santo del clan. La madre de su madre le dijo una vez que fue casi un milagro. ¿Estaría Ayla intentando hacer que se produjera para su hijo un milagro por causa de él? No funcionaría. Nunca podría obligar a Brun a aceptar a su hijo y seguir viviendo. Tendría que ser deseo de él, decisión de él, exclusivamente de él.
    —Y tú, Iza, ¿no le has dicho que eso estaba mal?
    —Le supliqué que no se fuera. Le dije que yo me desharía del bebé si ella no podía. Pero después de eso no me dejó ni acercarme a él. ¡Oh Creb, ha sufrido tanto para tenerlo!
    —De manera que dejaste que se fuera, con la esperanza de que el plan saliera bien. ¿Por qué no me lo has dicho a mí o a Brun?
    Iza meneó la cabeza. «Creb tiene razón, debería habérselo dicho. Ahora también Ayla morirá y no sólo su bebé», pensó.
    — ¿Adónde ha ido, Iza? —El único ojo de Creb se había vuelto de piedra.
    —No lo sé. Habló de una cueva pequeña —respondió la mujer, con el alma en los pies. El mago se volvió bruscamente y llegó cojeando al hogar del jefe.
    Los gritos del bebé acabaron por despertar a Ayla de su sueño; estaba oscuro y la cueva estaba húmeda y fría a falta de fuego. Se fue al fondo para aliviarse y dio un respingo cuando el fluido caliente y amoniacal quemó su carne desgarrada, despellejada. Tanteó a oscuras en su canasta para ponerse una tira limpia y sacar un manto seco para el niño mojado y sucio; bebió un poco de agua. Entonces, envolviendo a ambos con sus pieles, se tendió de espaldas para amamantar a su hijo. Cuando despertó de nuevo, el muro de la cueva estaba bañado por los rayos del sol que se filtraban a través de las ramas enredadas del avellano que ocultaba la entrada. Comió sus fríos alimentos mientras el niño mamaba.
    La comida y el reposo la revivieron y se sentó sosteniendo al niño y reflexionando. «Tengo que conseguir leña —pensaba— y no tengo comida para mucho tiempo, tendré que buscar más. La alfalfa debe estar ya brotando; eso fortalecerá mi sangre. El trébol nuevo y los brotes de algarrobo también deben de estar en su punto. La savia sube, la corteza interior debe estar dulce, especialmente la de arce. No, el arce no crece tan arriba, pero hay abedul y abetos. Vamos a ver, bardana y fárfara y hojas nuevas de diente de león, y helecho, la mayor parte todavía cerrado. No me olvidé de mi honda... hay muchísimas ardillas por aquí, y castores, y conejos.»
    Ayla soñaba con los placeres de la temporada cálida, pero, al ponerse en pie, sintió que sangraba nuevamente y que la cabeza le daba vueltas. Tenía las piernas cubiertas de sangre seca que ensuciaba los protectores de sus pies y su manto, lo que le hizo tener una conciencia más realista de lo desesperado de su situación.
    Cuando le pasó el vértigo, decidió limpiarse y recoger algo de leña, pero no sabía qué hacer con el niño. Estaba indecisa entre el deseo de llevárselo consigo o dejarlo dormido donde estaba. Las mujeres del clan nunca dejaban a los bebés solos, siempre estaban a la vista de alguna de las mujeres, y a Ayla no le gustaba la idea de dejarlo solo. Pero tenía que limpiarse y conseguir más agua y podría cargar con más leña si no lo llevaba.
    Miró entre las ramas de maleza sin hojas para asegurarse de que no había nadie cerca, y entonces hizo las ramas a un lado y abandonó la cueva. El suelo estaba empapado; cerca del arroyo había un lodazal resbaladizo. Manchas de nieve cubrían aún los rincones sombreados. Tiritando en el viento frío que soplaba desde el este empujando más nubes de lluvia, Ayla se desnudó, se metió en el arroyo frío para limpiarse, y después lavó sus prendas; el cuero frío y pegajoso no la ayudó mucho a entrar en calor cuando volvió a ponérselas.
    Fue hasta los bosques que rodeaban el alto pastizal y sacudió algunas de las ramas bajas y secas de un abeto. Un vértigo se apoderó de ella, se le doblaron las rodillas y tendió la mano para agarrarse a un árbol. La cabeza le latía fuertemente, tragó ruidosamente para no devolver y la debilidad se adueñó de ella. Olvidó toda idea de cazar o recoger alimentos. El embarazo agotador, el terrible parto y la durísima escalada habían contribuido a dejarla exhausta... le quedaban muy pocas fuerzas.
    El bebé estaba llorando cuando volvió a la cueva; tenía frío, estaba mojado y echaba de menos el calor de su madre. Le cogió en sus brazos y le acurrucó; después recordó que había dejado la bolsa de agua junto al arroyo; necesitaba agua. Dejó al niño en el suelo y se arrastró fuera de la cueva; había empezado a llover nuevamente. Cuando estuvo de vuelta, se dejó caer hecha un ovillo, agotada, y tendió las pieles húmedas sobre ambos. Estaba demasiado cansada para darse cuenta de las agudas aristas de miedo que la punzaban en los rincones de su mente, cuando el sueño la venció.
    — ¿No decía yo que era insolente y testaruda? —señalaba Broud en una actitud de dignidad mojigata—. ¿Alguien me creyó? No. Todos se pusieron de su lado, encontraron excusas, la dejaron obrar a su antojo e incluso cazar. No me importa lo fuerte que pueda ser su tótem; nada hace suponer que las mujeres puedan cazar. El León Cavernario no la incitaba a ello: era simplemente un desafío. ¿Veis lo que pasa cuando se deja demasiada libertad a la mujer? ¿Cuando se muestra uno demasiado indulgente? Ahora cree que puede obligar al clan a aceptar a su hijo deforme. Esta vez nadie puede encontrarle excusas. Ha desobedecido deliberadamente las costumbres del clan. Es imperdonable.
    Por fin, Broud había sido rehabilitado y se vanagloriaba al tener la oportunidad de decirles: «yo bien que os avisé». E insistía vengativamente hasta el punto de que el jefe se molestó. A Brun no le agradaba perder prestigio y el hijo de su compañera no le facilitaba nada las cosas.
    —Bueno, ya has expuesto tu punto de vista, Broud —indicó—. No es necesario seguir con lo mismo. Ya me ocuparé yo de ella cuando regrese. Ninguna mujer me ha obligado nunca a hacer algo contra mi voluntad y se ha salido con la suya después; y ninguna mujer va a lograrlo ahora. Cuando reanudemos la búsqueda mañana por la mañana —prosiguió Brun, para explicar la razón de su convocatoria— creo que deberíamos buscar en lugares que frecuentamos poco. Iza ha dicho que Ayla sabía dónde había una cueva pequeña. ¿Ha visto alguien una cueva pequeña por aquí cerca? No puede estar muy lejos, estaba demasiado débil para ir muy lejos. Olvidémonos de la estepa o la selva y busquemos por donde pueda haber probabilidad de cuevas. Con esta lluvia, su pista se ha borrado, pero puede haber quedado alguna pisada. No importa lo que cueste, quiero que la encontremos.
    Iza esperaba ansiosamente que la reunión de Brun concluyera. Había estado tratando de hacer acopio de valor para hablarle y consideró llegado el momento. Al ver que los hombres se separaban, fue hasta el hogar del jefe con la cabeza baja y se sentó a sus pies.
    — ¿Qué quieres, Iza? —preguntó el jefe después de tocarle el hombro.
    —Esta mujer indigna querría hablar al jefe —comenzó Iza.
    —Puedes hablar.
    —Esta mujer hizo mal al no acudir al jefe cuando se enteró de lo que proyectaba la mujer joven. —Iza olvidó la fórmula oficial de dirigirse al jefe y prosiguió, dominada por sus emociones—: Pero, Brun, deseaba tanto ese bebé. Nadie creía que lograría dar vida, y ella menos que nadie. ¿Cómo pudo ser superado el espíritu del León Cavernario? Se sintió tan feliz al enterarse. Aunque sufría, nunca se quejó, y estuvo a punto de morir al dar a luz, Brun. Sólo la idea de que su bebé pudiera morir le dio fuerzas al final. No podía renunciar a él, aunque fuera deforme. Estaba segura de que era el único bebé que iba a tener. Se le trastornó la cabeza de dolor y sobresalto, había perdido el juicio. Sé que no tengo derecho a pedirlo, pero, Brun, te suplico que la dejes vivir.
    — ¿Por qué no acudiste antes a mí, Iza? Si piensas que rogar por su vida puede servir de algo ahora, ¿por qué no viniste entonces? ¿He sido tan malo con ella? No era ciego a sus sufrimientos. Uno puede apartar la vista para no mirar el hogar de otro hombre, pero no puede cerrar los oídos. No hay una sola persona de este clan que no sepa cuánto dolor sufrió Ayla para dar a luz. ¿Crees que tengo el corazón tan duro, Iza? Si hubieras venido a mí para decirme cómo se sentía y lo que pensaba hacer, ¿no crees que habría ponderado yo la posibilidad de dejar vivir al niño? Podría haber pasado por alto su amenaza de huir y esconderse, tomándola como desvaríos de una mujer trastornada. Habría examinado al niño. Incluso sin compañero, si su deformidad no fuese demasiada podría haberlo permitido. Pero no me dejaste opción, Iza. Diste por sentado lo que yo haría. Tú no sueles ser así, Iza.
    »Sé muy bien que nunca has faltado a tu deber. Siempre has sido un ejemplo para las demás mujeres. Sólo puedo achacar tu comportamiento a tu enfermedad. Sé lo enferma que estás, aunque tratas de disimularlo. He respetado tus deseos y no he hablado de ello, pero estaba seguro de que pasarías al mundo de los espíritus el otoño pasado. Ya sabía yo que Ayla consideraba ésta como su única oportunidad de ser madre; y creo que tiene razón. Es más, también vi que se olvidó de sí misma cuando enfermaste, Iza, y te sacó adelante. No sé cómo lo hizo; tal vez fuera porque Mog-ur aplacó a los espíritus que deseaban verte con ellos y les convenció de que te permitiera quedarte, pero no fue sólo Mog-ur.
    »Estaba dispuesto a consentir lo que me pidiera y permitirle ser curandera. Había llegado a respetarla tanto como te respeté a ti en el pasado. Ha sido una mujer admirable, un modelo de obediencia sumisa, a pesar del hijo de mi compañera. Sí, Iza, sé perfectamente el mal trato a que Broud la ha sometido. Incluso su único fallo el verano pasado fue provocado por él, aunque no comprendo muy bien cómo. Es indigno de él ponerse en contra de una mujer de esa manera; Broud es un cazador muy fuerte y valeroso, y no tiene razón alguna para considerar que su virilidad esté amenazada por hembra alguna. Pero tal vez haya visto algo que a mí se me pasó por alto o tal vez tenga razón y yo haya sido tolerante con ella. Iza, de haber venido antes a pedírmelo, podría haber ponderado tu ruego, podría haber dejado vivir al niño. Ahora es demasiado tarde. Cuando regrese el día en que debe darse nombre a su hijo, los dos, Ayla y su hijo, morirán.
    Al día siguiente Ayla trató de encender un fuego. Quedaban todavía algunas astillas de leña seca de la temporada anterior. Hizo girar un palillo entre sus manos contra otra madera, pero no tuvo aguante suficiente para seguir esforzándose hasta lograr la chispa, y fue una suerte que no lo lograra. Droog y Crug encontraron su camino hasta la pradera de la montaña donde dormían ella y el niño: habrían olido el fuego o los restos de un fuego y descubierto su refugio. En realidad estuvieron tan cerca de la cueva, que si el bebé hubiera gemido entre sueños, lo habrían oído. Pero la entrada del orificio que se abría en la pared rocosa estaba tan bien oculto por la espesa maraña de avellano, que no la vieron.
    La suerte le sonrió más aún. Las lluvias de primavera que se vertían sombríamente desde un cielo de plomo convirtiendo la orilla del arroyuelo en una poza de lodo y la tierra de la pradera en una superficie pantanosa, borraron todas sus huellas. Los cazadores eran tan expertos en seguir pistas que podían identificar las huellas de pisadas de cada uno de los miembros del clan individualmente y su vista era tan aguda, que habrían reconocido ramitas rotas o tierra removida al arrancar bulbos o raíces, si ella hubiera salido a buscar comida, cosa que precisamente su debilidad no le había permitido hacer, evitándole así ser descubierta.
    Cuando Ayla salió más tarde y vio las huellas de las pisadas de los hombres en el lodo junto al nacimiento que constituía el manantial del río, precisamente donde se habían detenido para beber, el corazón le dio un vuelco. Salir de nuevo le daba miedo; se sobresaltaba cada vez que una ráfaga de viento sacudía el matorral que cerraba la entrada de su cueva, y estaba tensa escuchando sonidos imaginarios.
    El alimento que había llevado consigo estaba casi agotado. Buscó entre las canastas donde había almacenado alimentos durante los días en que estuvo aislada purgando su maldición de muerte temporal. Lo único que halló fue unas cuantas nueces secas, podridas, y excrementos de pequeños roedores, lo cual evidenciaba que sus reservas habían sido descubiertas y consumidas hacía mucho. Encontró también los restos echados a perder del suplemento de comida que Iza le había dado cuando utilizó la cueva como refugio durante su maldición femenina: estaban incomibles.
    Entonces recordó que había escondido en la pequeña excavación cubierta de piedras, en el fondo de la cueva, carne seca del venado que había matado para cubrirse con su piel. Ayla encontró el montoncito de piedras y las retiró; la carne conservada estaba intacta, pero el alivio de sus tensiones fue breve: las ramas de la entrada se agitaron y el corazón de Ayla dio un brinco.
    — ¡Uba! —señaló con asombro al ver a la muchacha entrar en la cueva—. ¿Cómo me has encontrado?
    —Te seguí el día en que huiste. ¡Estaba tan asustada ante la idea de que te pasara algo malo! Te he traído algo de comer y un poco de té para que te fluya la leche. Madre lo hizo.
    — ¿Sabe Iza dónde estoy?
    —No. Pero sí sabe que yo lo sé. No creo que desee saberlo, porque entonces tendría que decírselo a Brun. ¡Oh Ayla! Brun está furioso contra ti. Los hombres han estado buscándote todos los días.
    —He observado sus huellas junto al arroyo, pero no han visto la cueva.
    —Broud está presumiendo de que siempre supo lo mala que eres. Apenas he visto a Creb desde que te fuiste. Se pasa todo el día en la cámara de los espíritus; madre está muy preocupada. Quiere que te diga que no vuelvas —dijo Uba; en sus ojos se reflejaba el temor que sentía por la joven.
    —Si no te ha hablado de mí, ¿cómo ha podido Iza darte un mensaje? —preguntó Ayla.
    —Cocinó de más anoche y también esta mañana. No demasiado... supongo que tenía miedo de que Creb se diera cuenta de que era para ti. Pero no ha comido su porción. Más tarde ha hecho el té y después se ha puesto a gemir y a hablar sola como si estuviera lamentándose por ti; se ha estado lamentando desde que te fuiste, pero esta vez me miraba a los ojos. Y no paraba de decir: «Mi pobre niña, mi pobre niña, no tiene comida, está débil. Necesita leche para su bebé»... y cosas por el estilo. Y después se ha alejado del hogar. La bolsa de agua con el té estaba junto al fuego y la comida envuelta.
    »Sin duda me vio seguirte —prosiguió Uba—. Yo me preguntaba por qué no me habría regañado por haber tardado tanto. Brun y Creb están furiosos con ella por no haberles dicho que ibas a esconderte. Si supieran que ella intuye dónde te encuentras y no se lo dice, no sé lo que le harían. Pero a mí, nadie me ha preguntado: de todos modos, nadie presta mucha atención a los niños, y menos a las niñas. Ayla, yo sé que debería decirle a Creb dónde estás, pero no quiero que Brun te maldiga, no quiero que te mueras.
    Ayla sentía palpitaciones en los oídos. « ¿Qué he hecho?» No se había percatado de lo débil que estaba ni de lo difícil que le sería sobrevivir sola, con un bebé, cuando amenazó con abandonar el clan. «Y ahora, ¿qué voy a hacer?» Tomó en brazos a su bebé y le abrazó. «Pero no podía dejarte morir, ¿verdad que no?»
    Uba miraba compasivamente a la joven madre que parecía haber olvidado su presencia.
    —Ayla —dijo tímidamente—. ¿Podría verlo? Nunca he tenido la oportunidad de ver a tu bebé.
    — ¡Oh Uba! Claro que puedes verle —señaló, llena de remordimientos por haber ignorado a la niña que había recorrido tan largo camino para llevarle el mensaje de Iza. También ella podría tener disgustos; si se descubría que Uba sabía dónde encontrar a Ayla y no lo decía, el castigo podría ser tremendo... podría arruinarle la vida.
    — ¿Quieres tenerlo un poco?
    — ¿Puedo?
    Ayla le puso el bebé en el regazo. Uba iba a apartar sus ropas, pero antes alzó la vista para pedir permiso a Ayla; la madre asintió.
    —Ayla, no parece tan mal. No está tullido como Creb. Está flacucho, pero lo que más diferente parece es su cabecita. Pero no tan diferente como la tuya. Tú no te pareces a nadie del clan.
    —Es porque no nací en el clan. Iza me encontró cuando era muy pequeña; dice que nací de los otros. Pero ahora soy del clan —dijo orgullosamente Ayla, y de repente su expresión cambió—. Pero no por mucho tiempo.
    — ¿Echas alguna vez de menos a tu madre? Quiero decir a tu verdadera madre, no a Iza —preguntó la niña.
    —No recuerdo más madre que Iza. No recuerdo nada antes de haber venido a vivir con el clan. —De pronto, palideció—: Uba, ¿adónde puedo ir si no regreso? ¿Con quién voy a vivir? No volveré a ver a Iza, ni a Creb. Y ésta será la última vez que te vea a ti. Pero no sabía qué hacer. No podía dejar morir a mi niño.
    —Yo qué sé, Ayla. Madre dice que Brun se desprestigiará si le obligas a aceptar a tu hijo, por eso está tan furioso. Dice que si una mujer obliga a un hombre a hacer algo, los demás hombres dejarán de respetarle. Aunque te maldiga después, se desprestigiará porque le obligaste a hacer algo contra su voluntad. No quiero que te vayas, Ayla, pero si regresas, morirás.
    La joven miró el rostro descompuesto de la niña, sin darse cuenta de que su propio rostro, cubierto de lágrimas, tenía la misma expresión. Las dos se arrojaron simultáneamente una en brazos de la otra.
    —Será mejor que te vayas, Uba, antes de que tengas un disgusto —dijo Ayla. La niña devolvió el bebé a su madre y se puso en pie para marcharse—. Uba —llamó Ayla mientras la niña empezaba a apartar las ramas—, me alegro de que hayas venido a verme, porque así he podido hablar contigo una vez más. Y dile a Iza... dile a mi madre que la quiero. —Las lágrimas volvían a correr por sus mejillas—. Díselo también a Creb.
    —Lo haré, Ayla. —La muchacha se quedó un momento más—. Ahora me voy —dijo, y abandonó rápidamente la cueva.
    Cuando Uba se hubo alejado, Ayla deshizo el bulto de comida que le había llevado. No había mucho, pero, con el venado seco, tendría para unos cuantos días. ¿Y después? No podía pensar, su mente era un verdadero torbellino de confusión que la sumía en un negro agujero de desesperanza.
    Su plan le había estallado en la cara. No sólo estaba en peligro la vida de su hijito sino también la suya propia. Comió, sin saborear nada, y bebió un poco de té antes de tenderse de nuevo con su hijo; se deslizó hasta el olvido que proporcionaba el sueño. Su cuerpo tenía sus propias necesidades y exigía descanso.
    Era de noche cuando despertó; bebió lo que le quedaba de té frío. Decidió buscar más agua mientras fuera todavía de noche, pues no había posibilidad de que la vieran los que andaban buscándola. Tanteó en la oscuridad en busca de la bolsa de agua y se apoderó de ella el pánico al notar que había perdido el sentido de la orientación en la negrura absoluta de la caverna. Las ramas que disimulaban la entrada, destacándose fantásticamente sobre una oscuridad menos negra, le devolvieron la noción de dónde estaba; salió rápidamente.
    Una luna en cuarto creciente, jugando al escondite con nubes que corrían rápidamente, arrojaba una luz difusa, pero sus ojos, muy dilatados por la oscuridad de la cueva, podían ver árboles fantasmales que recortaban su silueta en el leve resplandor. El susurro del agua del arroyo, salpicando sobre diminutas rocas que formaban una cascada de juguete, reflejaba su brillante plateado con un matiz iridiscente. Ayla estaba débil aún, pero no se sentía mareada al ponerse en pie y le resultaba menos doloroso andar.
    Ningún hombre del clan la vio mientras se inclinaba junto al arroyo bajo el manto protector de la oscuridad, pero otros ojos, más acostumbrados a ver la luz de la luna, la vigilaban. Los depredadores nocturnos y sus presas, que buscaban su alimento de noche, bebían de aquel mismo arroyo. Ayla no había sido nunca tan vulnerable desde que vagó sola —criatura de cinco años de edad—, y no tanto por su debilidad sino porque no estaba pensando en términos de supervivencia. No estaba en guardia; sus pensamientos estaban vueltos hacia dentro. Habría sido presa fácil para cualquier depredador en acecho, atraída por los ricos olores. Pero Ayla hacía sentir su presencia antes de ahora; piedras rápidas, aun cuando no siempre letales pero sí dolorosas, habían dejado su impronta. Los carnívoros en cuyo territorio estaba comprendida la cueva, tendían a apartarse de ella. Eso le daba a la joven una ligera ventaja, un factor de seguridad, una reserva de protección, de la que se estaba beneficiando ahora que tanto lo necesitaba.
    —Tiene que haber alguna señal de ella —señaló Brun con enojo—. Si ha llevado alimentos, no le van a durar para siempre; tiene que salir pronto de su escondite. Quiero que se vuelva a buscar por todos los lugares donde se ha buscado ya. Si ha muerto, quiero saberlo. Algún animal carnívoro la habrá encontrado y tiene que quedar evidencia de ella. Quiero que se la encuentre antes del día del nombre. No iré a una reunión del clan si no aparece.
    — ¡Ahora nos va a privar de ir a la reunión del clan! —resopló Broud con ira—. Y para empezar, ¿por qué fue aceptada en el clan? Ni siquiera pertenece al clan. Si yo fuera jefe, no la habría admitido. Si fuera jefe, no habría dejado que Iza se quedara con ella, ni siquiera le habría permitido recogerla. ¿Por qué nadie puede verla como lo que es? No es la primera vez que desobedece; siempre ha mostrado falta de respeto por las costumbres del clan y se ha salido con la suya. ¿Alguien ha impedido que traiga animales a la cueva? ¿Ha impedido alguien que vaya por ahí sola, cosa que ninguna mujer decente del clan pensaría siquiera hacer? No es extraño que nos espiara mientras practicábamos. ¿Y qué sucedió cuando se la sorprendió usando una honda? Una maldición de muerte temporal, y cuando regresó ¡se le permitió cazar! Imagínate: una mujer del clan cazando. ¿Sabéis lo que pensarían de eso los demás clanes? No tiene nada de sorprendente que no vayamos a la reunión del clan. ¿Tiene algo de extraño que pretenda obligarnos a aceptar a su hijo?
    —Broud, ya hemos oído todo eso antes —señaló cansadamente Brun—. Su desobediencia no quedará sin castigo, te lo prometo.
    La constante insistencia de Broud en el mismo tema no sólo estaba atacándole los nervios a Brun, sino que también estaba dejando huella. El jefe empezaba a cuestionar su propio juicio, un juicio que debía basarse en la aceptación de unas tradiciones y costumbres muy antiguas que dejaba muy poco espacio para las desviaciones. Y sin embargo, como Broud no paraba de recordarle, Ayla se había hecho culpable de una serie de infracciones que empeoraba progresivamente y parecía conducir a aquel acto imperdonable de rebelión. Había sido demasiado generoso con la intrusa que no había nacido con el inherente sentido de virtud del clan, demasiado indulgente con ella; Ayla se había aprovechado de él. Tenía razón Broud, debería haber sido más severo, debería haberla obligado a someterse, tal vez nunca debería haber permitido que la curandera la recogiera. Pero, ¿tenía que estar machacándolo todo el tiempo el hijo de su compañera?
    El constante sermoneo de Broud estaba dejando huella también en el resto de los cazadores. Casi todos empezaban a convencerse de que Ayla les había obnubilado en cierto modo con engaños y que sólo Broud había sido lo suficientemente perspicaz para reconocerlo. Cuando Brun no estaba cerca, el joven hablaba mal del jefe, insinuando que estaba demasiado viejo para seguir encabezándolos eficazmente. La pérdida de prestigio de Brun estaba siendo un golpe devastador contra su confianza; podía percibir cómo el respeto de los hombres se le retiraba poco a poco, y no podía soportar la idea de enfrentarse a una reunión de los clanes en tales circunstancias.
    Ayla siguió en la cueva, de la que salía únicamente para buscar agua. Envuelta en pieles, tenía calor suficiente incluso sin fuego. La comida que le llevó Uba y la reserva olvidada de carne de venado, tan seco como el cuero y dura de masticar, pero altamente nutritiva, sazonada por el hambre, hacía que no fuera necesario recolectar o cazar. Eso le permitía descansar todo lo que necesitaba. Como no le acuciaba la necesidad de alimentar a un feto no—del—todo—correcto, su cuerpo joven y saludable, fortalecido por años de un ejercicio físico agotador, comenzaba a restablecerse. No necesitaba dormir tanto, pero en cierto modo esto resultaba ser un inconveniente. Sus pensamientos perturbadores la acosaban constantemente. Por lo menos, mientras dormía no experimentaba ansiedad.
    Ayla estaba sentada junto a la entrada de la cueva sosteniendo en sus brazos al niño dormido. Un fluido blanco y acuoso se escurría por las comisuras de sus labios y goteaba del otro pecho estimulado por su chupeteo, lo que significaba que la leche había empezado a afluir. El sol del atardecer, oculto de vez en cuando por nubes rápidas, calentaba la tierra junto a la entrada con sus manchas de luz. Ayla miraba a su hijito, observando su respiración regular interrumpida por rápidos parpadeos y leves sobresaltos que le impulsaban a realizar determinados movimientos de los labios como si succionara antes de volver a calmarse. Le miró de cerca, volviéndole la cabeza para verle de perfil.
    «Uba ha dicho que no pareces tan mal —pensaba Ayla—; eso mismo me parece a mí, si acaso un poco diferente. Eso también lo dijo Uba. Pareces diferente, pero no tanto como yo. —Ayla recordó súbitamente el reflejo de su rostro en el estanque tranquilo—. ¡No tan diferente como yo!»
    Ayla volvió a examinar a su hijo, tratando de recordar su propio reflejo. «Mi frente se abomba como la suya —pensó, tocándose con la mano—. Y ese hueso bajo su boca, también yo lo tengo. Pero tiene arcos ciliares pronunciados, y yo no. La gente del clan los tiene. Si yo soy diferente, ¿por qué no iba a ser diferente mi bebé? Debería parecerse a mí, ¿no es cierto? Se me parece un poco, sí, pero también se parece a los bebés del clan. Se parece a los dos. Yo no nací del clan, pero mi bebé sí, sólo que se parece a mí y a ellos, como si estuviéramos mezclados.
    »No creo yo que seas deforme, hijito mío. Si has nacido de mí y del clan, tienes que parecerte a ambos. Si los espíritus se mezclaron, ¿no tendrías que parecer una mezcla tú también? Ése es tu aspecto, así debes parecer. Pero, ¿qué tótem te inició? No importa el que fuera, sin duda ha tenido ayuda. Ninguno de los hombres tiene un tótem más fuerte que el mío, sólo Creb. ¿Inició tu vida el Oso Cavernario, bebé mío? Vivo en el hogar de Creb. No, no puede ser. Creb dice que Ursus no permite nunca que una mujer trague su espíritu, Ursus escoge siempre. Y si no fue Creb, ¿de quién más he estado cerca?»
    Ayla vio súbitamente la imagen de Broud cerniéndose sobre ella. ¡No! Meneó la cabeza, rechazando ese pensamiento. Broud no. No inició él a mi bebé. Se estremeció de repugnancia pensando en el futuro jefe y en la manera en que la había forzado a someterse a sus deseos. « ¡Le odio! Le he odiado cada vez que se ha acercado a mí. ¡Me alegro tanto de que no haya vuelto a molestarme! Espero que nunca, nunca quiera aliviar sus deseos conmigo de nuevo. ¿Cómo puede aguantarle Oga? ¿Cómo pueden aguantar eso las mujeres? ¿Por qué tiene que meter un hombre su órgano en el lugar por donde salen los bebés? Ese sitio debería ser sólo para los bebés, no para que los órganos de los hombres lo pongan todo pringoso. Los órganos de los hombres no tienen nada que ver con los bebés», pensó, llena de indignación.
    La incongruencia de aquel acto sin sentido quedó incrustada en su mente; después comenzó a insinuársele un pensamiento extraño: « ¿O tal vez sí? ¿Puede tener algo que ver con los bebés el órgano del hombre? Sólo las mujeres pueden tener bebés, pero tienen bebés niños y bebés niñas —se dijo reflexivamente—. Me pregunto si cuando un hombre mete su órgano en el sitio por donde salen los bebés está iniciándolo. ¿Y si no fuera el espíritu del tótem de un hombre lo que inicia un bebé; si fuera su órgano? ¿No significaría eso que también a él le pertenece el bebé? Quizá por eso tengan esa necesidad los hombres, porque quieren iniciar un bebé. Quizá por eso también les gusta a las mujeres. Nunca he visto que una mujer se tragara un espíritu, pero he visto a menudo que los hombres metían su órgano en las mujeres. Nadie había pensado nunca que podría tener yo un bebé, porque mi tótem es demasiado fuerte, pero el caso es que lo he tenido, y comenzó más o menos cuando Broud aliviaba sus necesidades conmigo.
    »No, no es verdad. Eso significaría que mi bebé es también el bebé de Broud —pensó Ayla, horrorizada—. Tiene razón Creb, siempre tiene razón. Me tragué un espíritu que combatió contra mi tótem y le venció, y tal vez más de uno, quizá todos ellos.» Abrazó fuertemente a su hijito como tratando de acapararlo para sí sola. «Tú eres mi bebé, no de Broud. Ni siquiera fue el espíritu del tótem de Broud.»
    El bebé se asustó por el efecto del brusco movimiento y empezó a llorar. Ayla le meció amorosamente hasta que se calmó.
    «Quizá mi tótem supiera cuánto deseaba yo tener un bebé y se dejó derrotar. Pero, ¿por qué iba a dejarme mi tótem tener un bebé si sabía que tendría que morir? Un bebé que es en parte mío y en parte del clan siempre parecerá diferente; y siempre dirán que mis bebés son deformes. Aunque tuviera un compañero, mis bebés no parecerían normales. Nunca me dejarían quedarme con ellos; tendrían que morir todos. Qué importa, si de todos modos voy a morir. Ambos vamos a morir, hijo mío.»
    Ayla tenía su bebé pegado al cuerpo, le mecía y le canturreaba mientras las lágrimas corrían por sus mejillas sin que se diera cuenta.
    « ¿Qué voy a hacer ahora, hijito mío? ¿Qué voy a hacer? Si regreso el día de darte nombre, Brun me maldecirá. Iza ha dicho que no vuelva, pero, ¿adónde podría ir? Todavía no tengo suficientes fuerzas para cazar, y si las tuviera, ¿qué iba a hacer contigo? No podría llevarte conmigo; no se puede cazar con un bebé. Podrías llorar y espantar a los animales, pero tampoco podría dejarte solo. Quizá no necesitaría cazar, podría encontrar comida. Pero necesitamos también otras cosas... mantas y pieles y capas y protectores para los pies.
    » ¿Y dónde encontraría una cueva para vivir? No puedo seguir aquí, hay demasiada nieve en invierno y está demasiado cerca; tarde o temprano acabarían por encontrarme. Podría marcharme, pero tal vez no encontrara una cueva y los hombres me seguirían la pista y me traerían otra vez. Aunque me alejara y encontrara una cueva y almacenara suficientes alimentos para todo el invierno venidero, y aunque cazara un poco, seguiríamos estando solos. Necesitas más gente, no sólo a mí. ¿Con quién jugarías? ¿Quién te enseñaría a cazar? ¿Y si algo me sucediera? ¿Quién te cuidaría? Estarías completamente solo, como yo cuando Iza me encontró.
    »No quiero que estés solo; no quiero estar sola yo tampoco. Quiero volver a casa.» Y Ayla sollozaba, escondiendo el rostro entre las ropas del niño. «Quiero ver de nuevo a Uba y a Creb, quiero a mi madre. Pero no puedo volver al hogar: Brun está furioso conmigo. Soy la causa de su desprestigio y me echará la maldición. Yo no sabía que le haría perder su prestigio, pero no quería que murieras. Brun no es tan malo; me permitió cazar. ¿Y si no tratara de obligarle a aceptarte? ¿Y si sólo le suplicara que te deje vivir? Si regresara ahora, no se desprestigiaría porque todavía queda tiempo; quedan dos dedos antes del día de darte nombre. Quizá entonces no esté tan furioso.
    » ¿Y si lo está? ¿Y si dice que no? ¿Y si te aparta de mí? Si te arrebatan ahora no quiero seguir viviendo. Si tienes que morir, también yo quiero morir. Si regreso y dice Brun que tienes que morir, le suplicaré que me maldiga. Moriré también. No dejaré que vayas solo al mundo de los espíritus, hijito mío; te prometo que si tienes que ir, iré yo contigo. Ahora mismo voy a ir y suplicar a Brun que me deje tenerte. ¿Qué otra cosa puedo hacer?»
    Ayla se puso a meter cosas en su canasta. Envolvió al niño en la faja que tenía para transportarle, y a ambos en su manto de pieles, y apartó las ramas que tapaban la entrada de la cueva. Mientras gateaba para salir, su mirada se fijó sobre algo que brillaba al sol. A sus pies había una piedra brillante; la recogió. No era una piedra sino tres nódulos pequeños de pirita ferrosa pegados. La volvió entre sus dedos y vio cómo brillaba el «oro de los tontos». Tantas veces como había entrado y salido entre las ramas del avellano, a lo largo de los años, y nunca anteriormente había visto aquella insólita piedra.
    Ayla la apretó en su mano y cerró los ojos. « ¿Será quizá una señal?, ¿una señal de mi tótem? Gran León Cavernario —expresó con ademanes—. ¿He tomado la decisión correcta? ¿Me estás diciendo que debo regresar ahora? ¡Oh León Cavernario! Que sea una señal. Que sea la señal de que me has encontrado digna, de que ha sido una prueba más. Que sea una señal de que mi bebé vivirá.»
    Le temblaban los dedos al desatar los nudos de la bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello. Agregó la piedra brillante de forma curiosa al óvalo de colmillo de mamut pintado de rojo, al molde fósil de un gasterópodo y al trocito de ocre rojo. Con el corazón palpitante de miedo y una esperanza desesperada, Ayla salió de la cueva y se dirigió a la caverna del clan.

    21

    Uba llegó corriendo a la cueva gesticulando desatinadamente:
    — ¡Madre! ¡Madre! ¡Ayla ha vuelto!
    El rostro de Iza se quedó sin una gota de sangre.
    — ¡No! ¡No puede ser! ¿Tiene el bebé consigo? Uba, ¿fuiste a verla? ¿Se lo dijiste?
    —Sí, madre, la vi. Le dije lo furioso que estaba Brun. Le dije que no regresara —respondió la niña con gestos.
    Iza corrió a la entrada y vio que Ayla avanzaba lentamente hacia Brun. Se dejó caer como un ovillo a sus pies, inclinada sobre su hijito para protegerlo con su cuerpo.
    —Ha llegado antes, sin duda calculó mal el tiempo —señaló Brun al mago que salía de la cueva cojeando a toda prisa.
    —No ha calculado mal, Brun. Sabe que no es el día, ha regresado a propósito —señaló Mog-ur.
    El jefe miró al viejo, preguntándose cómo podía estar tan seguro. Entonces echó una mirada a la joven y de nuevo hacia Mog-ur, con cierta aprensión.
    — ¿Estás seguro de que los encantamientos que preparaste para protegernos servirán? Debería estar aislada, su maldición de hembra no puede haber transcurrido ya, siempre es mucho más prolongada después de haber dado a luz.
    —Los encantamientos son fuertes, Brun, hechos con los huesos de Ursus. Estás protegido. Puedes «verla» —replicó el mago.
    Brun se volvió y miró a la joven mujer hecha un ovillo alrededor de su hijo y temblando convulsivamente de miedo. «Debería maldecirla ahora mismo —pensó furiosamente—. Pero no es el día de nombrar al niño. Si Mog-ur tiene razón, ¿por qué ha regresado antes? ¿Y con el niño? Sin duda está con vida, pues de lo contrario no lo traería. Su desobediencia es imperdonable, pero, ¿por qué ha regresado antes?» Su curiosidad era demasiado grande; tocó el hombro de la joven.
    —Esta mujer indigna ha sido desobediente —comenzó a expresar Ayla mediante los movimientos silenciosos y formales, sin mirarle directamente y sin saber siquiera si respondería. Sabía que no debía intentar hablar a un hombre, debería estar aislada, pero él le había dado un golpecito en el hombro—. Esta mujer querría hablar al jefe si se le permite.
    —No mereces hablar, mujer, pero Mog-ur ha invocado protección en tu caso. Si yo quiero que hables, los espíritus lo permitirán. Tienes razón, has sido muy desobediente. ¿Qué puedes alegar en tu favor?
    —Esta mujer está agradecida. Esta mujer conoce las costumbres del clan, debería haberse deshecho del niño como le dijo la curandera; en cambio, huyó. Iba a regresar el día de ponerle nombre a su hijo para que el jefe tuviera que aceptarle en el clan.
    —Has vuelto demasiado pronto —gesticuló Brun, triunfante—. No es todavía el día de darle nombre. Puedo mandar a la curandera que te lo quite.
    La tensión que había crispado la espalda de Brun desde que se fue Ayla se aflojó mientras hacía los ademanes; y entonces lo comprendió plenamente: sólo si el niño viviera siete días la tradición le obligaría a aceptarlo; no se había desprestigiado, estaba nuevamente al mando.
    Los brazos de Ayla apretaron involuntariamente al niño que tenía pegado al pecho bajo el manto. Entonces, la joven madre prosiguió:
    —Esta mujer sabe que no es todavía el día de darle nombre. Esta mujer comprendió que había hecho mal al intentar obligar al jefe a aceptar a su hijo. No le corresponde a una mujer decidir si su hijo debe vivir o morir; sólo el jefe puede tomar esa decisión. Por eso ha regresado esta mujer.
    «Brun miró el rostro serio de Ayla; por lo menos había recobrado el buen sentido a tiempo», pensó.
    —Puesto que conocías las costumbres del clan, ¿por qué has regresado con un niño deforme? Iza dijo que fuiste incapaz de llevar a cabo tu deber de madre. ¿Estás dispuesta a hacerlo ahora? ¿Quieres que la curandera lo haga en tu lugar?
    Ayla vaciló, cubriendo a su hijito con su propio cuerpo.
    —Esta mujer lo entregará si el jefe lo ordena. —Hacía las señas lenta, dolorosamente, forzándose a sí misma, sintiendo como si le revolvieran un puñal en el corazón—. Pero esta mujer ha prometido a su hijo que no le dejará ir solo al mundo de los espíritus. Si el jefe decide que el bebé no puede vivir, esta mujer te ruega que la maldigas. —y dejó de expresarse en lenguaje formal para rogar—: Te lo suplico, Brun, te suplico que dejes vivir a mi hijo. Si ha de morir, no quiero seguir viviendo.
    La ferviente súplica de Ayla sorprendió al jefe. Bien sabía que algunas mujeres deseaban conservar a sus bebés a pesar de malformaciones y deformidades, pero casi todas se sentían aliviadas al deshacerse de ellos cuanto antes y lo más discretamente posible. Un niño deforme estigmatizaba a la madre. Dejaba traslucir cierta falta de adecuación, cierta incapacidad de producir un bebé perfecto. La hacía menos deseable. Aunque la deformidad no fuera suficiente para representar un impedimento grave, había que tomar en cuenta la posición y los futuros compañeros. Los últimos años de una madre podrían resultar difíciles si sus hijos o los compañeros de sus hijas no pudieran atenderla. Aunque nunca moriría de hambre, su vida podría ser muy desdichada. La petición de Ayla no tenía precedente. El amor maternal era fuerte, pero, ¿lo suficiente como para seguir al hijo al otro mundo?
    — ¿Quieres morir con un niño deforme? ¿Por qué? —preguntó Brun.
    —Mi hijo no es deforme —señaló Ayla con un ligero tono de desafío—. Es diferente, nada más. Yo soy diferente, no me parezco a la gente del clan; mi hijo también. Cualquier bebé que yo tenga será igual que él, si mi tótem vuelve a ser derrotado. Nunca tendré un bebé que sea autorizado a vivir. Si todos mis bebés tienen que morir, tampoco yo quiero vivir.
    Brun miró a Mog-ur.
    —Si una mujer traga el espíritu del tótem de un hombre, ¿no debería parecerse el bebé a ese hombre?
    —Sí, debería. Pero no olvides que el suyo es también un tótem varonil. Quizá por ello luchó tanto. El León Cavernario ha querido tal vez ser parte de la nueva vida. Podría haber algo de razón en lo que ella dice. Tendré que meditar al respecto.
    —Pero, ¿y si el niño sigue siendo deforme?
    —Eso ocurre a menudo cuando el tótem de una mujer se niega a someterse del todo. Eso hace que el embarazo sea difícil y deforme al bebé —replicó Mog-ur—. Me sorprende más que el niño sea varón. Si el tótem de una mujer libra una fuerte batalla, por lo general el niño será hembra. Pero no le hemos visto, Brun; quizá convenga que lo examinemos.
    « ¿Por qué tomarse esa molestia? —se preguntaba Brun —. ¿Por qué no maldecirla ahora mismo y deshacerse del bebé?» El regreso prematuro de Ayla y su humillación arrepentida habían mitigado el orgullo herido de Brun, pero todavía estaba lejos de sentirse calmado. Había estado muy cerca de perder su prestigio por culpa de ella y no era el primer problema que le causaba. Había vuelto, pero, ¿qué haría después? Y, además, estaba aproximándose la reunión del clan, como se lo había recordado tantas veces Broud.
    Una cosa era permitir que Iza recogiera a una niña extraña y se la llevara al clan. Pero Brun se había visto obligado a reflexionar a menudo, en los últimos tiempos, sobre la impresión que habría de causar en los demás clanes verle llegar con una mujer nacida de los otros. Se preguntaba, mirando hacia atrás, cómo había podido tomar tantas decisiones heterodoxas; cada una de ellas, en su momento, no parecía irracional. Incluso permitir que la mujer cazara fue lógico entonces. Pero todo ello junto, mirándolo desde el punto de vista de un extraño, producía el efecto de un quebrantamiento abrumador de las costumbres. Ayla había desobedecido, merecía un castigo; maldiciéndola, eliminaría todas sus preocupaciones.
    Pero una maldición de muerte era una grave amenaza contra el clan, y ya lo había expuesto una vez a los malos espíritus por causa de ella. Su retorno voluntario había impedido que se desprestigiara; Iza tenía razón, sin duda: Ayla había perdido temporalmente la cabeza por la confusión y el dolor. ¿No le dijo a Iza que habría tomado en cuenta una solicitud en cuanto a dejar vivir al niño si se lo hubieran pedido? Bueno, ella lo pidió; regresó sabiendo muy bien hasta qué grado había delinquido, sabiéndolo y dispuesta a cargar con las consecuencias, implorando por la vida de su hijito. Por lo menos, podía examinarlo. A Brun no le agradaba tomar decisiones precipitadas. Hizo una señal brusca a Ayla señalando el hogar de Creb, y se alejó a toda prisa.
    Ayla corrió a los brazos de Iza que la esperaba. Aunque no fuera más, por lo menos había vuelto a ver, por última vez, a la mujer que era la única madre que conocía.
    —Todos habéis tenido la oportunidad de examinarlo —dijo Brun—. En circunstancias normales, no os molestaría; sería una decisión sencilla. Pero quiero saber cuál es vuestra opinión; una maldición de muerte es una perspectiva fuerte, y no me gustaría exponer al clan una vez más a los espíritus malignos. Si consideráis que el niño es aceptable, me será difícil maldecir a la madre. Sin ella, otra mujer debería encargarse del niño, tendría que vivir con uno de vosotros cuya esposa esté amamantando. Si se permite vivir al niño, el castigo de Ayla tendrá que ser menos severo. Mañana es el día para ponerle nombre; tengo que tomar pronto la decisión, y Mog-ur necesitará tiempo para preparar una maldición, si tal va a ser su castigo. Tiene que hacerse antes de que salga el sol mañana.
    —No es sólo su cabeza, Brun —comenzó a explicar Crug. Ika estaba todavía criando a su hijo más pequeño y Crug no deseaba que el niño de Ayla se sumara a su hogar, por lejana que fuera la posibilidad—. Eso de por sí ya es bastante malo, pero es que ni siquiera puede levantarla. Hay que sostenérsela. ¿Cómo será cuando crezca? ¿Cómo cazará? Nunca podrá proveer para sí mismo; no será más que una carga para todo el clan.
    — ¿No creéis que haya alguna posibilidad de que se le fortalezca el cuello? —preguntó Droog—. Si Ayla muere, se llevará parte del espíritu de Ona consigo. Aga se encargaría de su hijo, cree que se lo debe, aunque no creo que desee realmente tener un bebé deforme. Si ella está dispuesta, supongo que yo también lo estaré, pero no si va a ser una carga para todo el clan.
    —Tiene el cuello tan largo y flaco, y tan grande la cabeza, que no creo que llegue a fortalecérsele nunca —comentó Crug.
    —Yo no querría tenerle en mi hogar por nada del mundo, ni siquiera me tomaría la molestia de preguntárselo a Oga. No es digno de ser hermano de los hijos de ella: se convertiría en hermano de Brac y Grev, y no voy a permitirlo. Brac sobrevivirá aunque ella se lleve una pequeña parte de su espíritu. No sé por qué estás dándole vueltas, Brun. Estabas dispuesto a maldecirla. Sólo porque ha vuelto corriendo antes de tiempo ya piensas en aceptarla, y además hablas de aceptar también a su hijo deforme. —Y los ademanes con que Broud se expresaba revelaban su amargura—. Te ha desafiado al huir; el que haya vuelto no disminuye en nada su desobediencia. ¿Qué hay que discutir? El niño es deforme y ella debe ser maldita. Y se acabó. ¿Por qué estás siempre haciéndonos perder el tiempo con estas reuniones para tratar de ella? Si yo fuera jefe, ya le habría echado la maldición. Es desobediente, es insolente y ejerce una mala influencia en las demás mujeres. De lo contrario, ¿cómo puedes explicar el mal comportamiento de Iza? —Broud se estaba enfureciendo más y más, y sus gestos eran cada vez más excitados—. Merece la maldición, Brun. ¿Cómo se te puede ocurrir otra cosa? ¿Por qué no lo comprendes? ¿Estás ciego? Nunca ha hecho nada bien. Si yo fuera jefe, nunca habría sido aceptada, eso para empezar. Si yo fuera jefe...
    —Pero todavía no eres jefe, Broud —replicó fríamente Brun— y es poco probable que llegues a serlo si no eres capaz de controlarte mejor. Ella es tan sólo una mujer, Broud. ¿Por qué te sientes tan amenazado por ella? ¿Qué te podría hacer? Te tiene que obedecer, no le queda más remedio. Si tú fueras jefe, si tú fueras jefe, ¿es lo único que sabes decir? ¿Qué clase de jefe es el que se muestra ansioso por matar a una mujer aun a riesgo de poner en peligro a todo el clan? —El propio Brun estaba a punto de descontrolarse; había aguantado todo lo que había podido al hijo de su compañera.
    Los hombres estaban incómodos y escandalizados. Una batalla abierta entre el jefe presente y el futuro resultaba inquietante. Desde luego, Broud se había salido de los límites, pero estaban acostumbrados a sus estallidos. Era Brun el que les preocupaba; nunca habían visto al jefe tan a punto de perder el control. Y nunca anteriormente había cuestionado las cualidades del hijo de su compañera para ser jefe después de él.
    Durante un momento lleno de tensión, los dos hombres se miraron fijamente, voluntad contra voluntad; Broud fue el primero en bajar la mirada. Al no sentirse ya en peligro de perder su prestigio, Brun había recobrado firmemente el control. Era jefe y no estaba todavía dispuesto a retirarse. Eso puso al joven en guardia: su terreno no era tan firme como creía. Broud trató de dominar su sensación de impotencia y frustración amarga que amenazaba avasallarle. «Sigue favoreciéndola —se decía Broud—. ¿Cómo es posible? Yo soy hijo de su compañera y ella es sólo una mujer fea.» Broud luchó por conservar la calma, tragándose la amargura que le emponzoñaba el alma.
    —Este hombre lamenta ser causa de que el jefe le malinterpretara —señaló formalmente Broud—. Este hombre se preocupa por los cazadores a los que habrá de encabezar algún día, si el jefe actual considera que este hombre es capaz de dirigir cazadores. ¿Cómo puede cazar un hombre si su cabeza oscila?
    Brun se quedó mirando dura y airadamente al joven. Había una contradicción entre el significado de los gestos formales y las señales inconscientes de su expresión y su actitud. La respuesta abiertamente cortés de Broud era sarcástica, lo que enojó al jefe más que un desacuerdo directo. Broud estaba tratando de disimular sus sentimientos y Brun lo sabía. Pero Brun estaba avergonzado por su propio estallido; sabía que lo habían provocado las observaciones de Broud, cada vez más despectivas, que ponían en tela de juicio su sentido común. Habían atacado un punto sensible de su orgullo; pero no era excusa suficiente para que él perdiera hasta ese punto el control de sí mismo y desacreditara tan abiertamente al hijo de su compañera.
    —Has expuesto tu punto de vista —indicó rígidamente Brun—. Me doy cuenta de que el niño, al crecer, será una carga mayor para el jefe que venga después de mí y para el siguiente, pero la decisión sigue siendo mía. Haré lo que considere mejor. No he dicho que el niño será aceptado, Broud, ni que la mujer no será maldita. Mi preocupación es por el clan, no por ella ni el niño. Una maldición de muerte puede ponernos en peligro a todos; espíritus malignos que se rezaguen pueden traer mala suerte, especialmente porque ya han sido convocados antes. Creo que el niño es demasiado deforme para vivir, pero Ayla es ciega a la deformidad de su hijo; no la ve. Tal vez el deseo tan grande de tener un hijo le haya trastornado la mente. Cuando volvió, me suplicó que la maldijera si su hijo no era aceptable. He pedido las opiniones de todos porque quería saber si alguien más veía una cosa que yo no hubiera visto en el niño. Una maldición de muerte para castigarla a aceptar su solicitud sigue siendo una decisión que no puede tomarse a la ligera.
    La frustración de Broud se redujo algo. «Después de todo, tal vez Brun no la favorezca», pensó.
    —Tienes razón, Brun —contestó con pesar—. Un jefe debe pensar en los peligros para su clan. Este joven agradece tener un jefe tan prudente para instruirle.
    Brun sintió que su tensión se aliviaba; nunca había considerado seriamente sustituir a Broud. Seguía siendo el hijo de su compañera, el hijo de su corazón. «No siempre es fácil controlarse —pensó Brun, recordando su propia irritación—. Lo que pasa es que a Broud le cuesta más que a los demás, pero está mejorando.»
    —Me alegro de que lo hayas comprendido, Broud. Cuando seas jefe, serás responsable de la seguridad y el bienestar del clan. —El comentario de Brun no sólo daba a entender a Broud que seguía siendo el heredero, sino que alivió a los demás cazadores. Querían tener la seguridad de que se conservaría la tradicional legitimidad en la jerarquía del clan y el lugar que cada uno ocupaba en ella. Nada les trastornaba tanto como la falta de seguridad respecto al porvenir.
    —En el bienestar del clan estaba pensando —señaló Broud—. No quiero tener en mi clan un hombre que no pueda cazar. ¿Para qué servirá el hijo de Ayla? La desobediencia de ella merece un grave castigo, y si desea la maldición, también será satisfecha. Estaremos mejor sin ellos. Ayla ha desafiado deliberadamente las tradiciones del clan. No merece vivir. Su hijo es tan deforme que no merece vivir.
    Hubo un asentimiento general; Brun advirtió cierto elemento de insinceridad en el razonamiento de Broud, pero lo dejó pasar. La animosidad entre ambos había desaparecido y no deseaba volver a despertarla. Una pelea abierta con el hijo de su compañera incomodaba tanto a Brun como a los demás.
    El jefe sintió que debería otorgar su acuerdo, pero algo le hacía vacilar. «Es lo correcto —pensaba—: ha sido un problema desde el principio. Claro que Iza se sentirá contrariada, pero no he prometido perdonar a ninguno de ellos; sólo he dicho que lo consideraría. Ni siquiera dije que miraría al niño si regresaba; de todos modos, ¿quién esperaba que volviera? Ése es precisamente el problema: nunca sé lo que debo esperar de ella. Si la pena debilita a Iza, bueno, nos queda Uba. Al fin y al cabo, es la única que ha nacido de su estirpe y puede adquirir más adiestramiento de las curanderas durante la reunión del clan.
    »Si parte del espíritu de Brac que lleva consigo muere con Ayla, ¿se perderá mucho de él? A Broud no le preocupa, ¿por qué habría yo de preocuparme? Tiene razón: ella merece el castigo más severo, ¿no es así? Un amor tan fuerte por un bebé no es tampoco normal. ¿Qué demuestran los cuentos de viejas? Ni siquiera puede darse cuenta de que su hijo es deforme; sin duda ha perdido la razón. ¿Puede causar tanto padecimiento dar a luz? Los hombres han sufrido mucho más, ¿verdad que sí? Algunos han vuelto todo el camino a pie después de una dolorosa herida de caza. Naturalmente, sólo es una mujer y no puede esperarse que soporte tanto dolor. Me pregunto hasta dónde habrá llegado. La cueva que mencionó no puede estar muy lejos. Por poco se muere al dar a luz, estaba demasiado débil para viajar muy lejos, pero, ¿por qué no pudimos encontrarla?
    »Por otra parte, si se le permite vivir, tendré que llevarla a la reunión del clan. ¿Qué pensarán los demás clanes? Sería peor si permitiera vivir a su hijo deforme. Es lo correcto, todos lo piensan así. Quizá no habría tantos problemas Con Broud, tal vez se controlaría mejor si ella no estuviera aquí. Es un cazador sin miedo; sería un buen jefe si tuviera un poco más sentido de la responsabilidad, sólo un poco más de control de sí mismo. Tal vez debería hacerlo, por el bien de Broud. Para el hijo de mi compañera podría ser mejor que ella desapareciera. Es lo correcto, sí, realmente lo es; es lo correcto, ¿no es así?»
    —He tomado mi decisión —señaló Brun—. Mañana es el día de ponerle nombre. Al alba, antes de que despunte el día...
    — ¡Brun! —interrumpió Mog-ur. Se había mantenido fuera de la discusión; nadie le había visto mucho desde el nacimiento del hijo de Ayla. Se había pasado la mayor parte del tiempo en su pequeño recinto, examinando su alma en busca de una explicación de las acciones de Ayla. Sabía cuán duramente había luchado por aceptar las costumbres del clan y creía que lo había logrado; estaba convencido de que había algo más, algo que él no sabía qué era y que la había impelido a llegar hasta aquel extremo—. Antes de que te comprometas, Mog-ur desearía hablar.
    Brun se quedó mirando al mago; su expresión era enigmática, como de costumbre. Brun nunca había podido leer en el rostro de Mog-ur. « ¿Qué podrá decir que no haya tenido yo en cuenta? He decidido maldecirla y él lo sabe.»
    —Mog-ur puede hablar —señaló.
    —Ayla no tiene compañero, pero siempre he atendido a sus necesidades. Soy responsable de ella. Si me lo permitís, hablaré como si fuera su compañero.
    —Habla si quieres, Mog-ur, pero, ¿qué puedes agregar? Ya he tomado en consideración el gran amor que siente hacia el niño y el dolor y los sufrimientos que soportó para tenerlo. Comprendo lo difícil que puede ser para Iza; sé que puede debilitarla enormemente. He pensado en todas las razones posibles para excusar sus acciones, pero los hechos siguen estando ahí. Ha desafiado las costumbres del clan. Su bebé no es aceptado por los hombres. Broud ha demostrado claramente que ninguno de los dos merece vivir.
    Mog-ur se puso en pie; después se deshizo de su cayado. Envuelto en su pesado manto de piel de oso, el mago era una figura imponente. Sólo los viejos y Brun le habían conocido cuando no era Mog-ur, el más santo de todos los hombres que intercedían ante el mundo de los espíritus, el mago más poderoso del clan. Cuando se abandonaba a la elocuencia durante una ceremonia, era un protector carismático que imponía pasmo. Él era quien desafiaba a las fuerzas invisibles mucho más temibles que cualquier animal lanzado a la carga, fuerzas que podían convertir al cazador más valeroso en un cobarde amilanado. No había un solo hombre presente que no se sintiera más seguro sabiendo que él era el mago de su clan, no había quien no hubiera temblado ante su poder y su magia en algún momento de su vida, y sólo uno, Goov, se atrevía a pensar en ocupar su lugar.
    Mog-ur, solo, estaba en pie entre los hombres del clan y lo pavoroso desconocido, de la que se convertía en parte por asociación. Ello le impregnaba de un aura sutil que le acompañaba en su vida seglar. Ni siquiera cuando estaba sentado dentro de los límites de su hogar, rodeado por sus mujeres se le consideraba realmente como un hombre. Era algo más, algo distinto: era Mog-ur.
    Mientras el pavoroso hombre santo fijaba un ojo siniestro en cada uno de los hombres, ninguno de ellos, incluyendo a Broud, dejó de estremecerse en las profundidades de su alma al comprender súbitamente que la mujer a la que acababan de condenar a muerte vivía en su hogar. Pocas veces hacía pesar Mog-ur su presencia fuera de sus funciones, pero esta vez la hizo. Se volvió finalmente hacia Brun.
    —El compañero de una mujer tiene derecho a abogar por la vida de un niño deforme. Estoy pidiendo que se perdone la vida al hijo de Ayla y, por el bien de éste, también pido que se le perdone la vida a ella.
    Todas las razones que Brun había estimado tan recientemente como justificativas para salvarle la vida parecían cobrar ahora mayor peso, y los argumentos en pro de su muerte, se volvían insignificantes. Casi llegó a convencerse sólo por la fuerza de la solicitud de Mog-ur, y prueba de su fuerte carácter es que no lo hizo. Pero era el jefe. No podía capitular tan fácilmente delante de sus hombres, y a pesar del deseo de ceder a la fuerza del poderoso hombre de la magia, se mantuvo firme.
    Cuando Mog-ur vio la expresión de firme resolución que reemplazaba la indecisión anterior, el mago pareció cambiar a los ojos de Brun. El carácter ultraterrenal le abandonó; se convirtió en un viejo tullido con manto de piel de oso, que se mantenía todo lo derecho que su pierna buena le permitía sin ayuda del cayado. Al hablar, lo hizo con los ademanes corrientes subrayados por palabras rudas del habla cotidiana. Su rostro tenía una expresión decidida aunque extrañamente vulnerable.
    —Brun, desde que fue hallada, Ayla ha vivido en mi hogar. Creo que todos convendrán conmigo en que las mujeres y los niños miran al hombre del hogar como prototipo del hombre del clan. Es su modelo, el ejemplo, para ellos, de lo que el hombre debe ser. Yo he sido el ejemplo de Ayla, yo soy el prototipo a los ojos de ella.
    »Soy deforme, Brun. ¿Tiene algo de extraño que la mujer que ha crecido con un hombre deforme como modelo encuentre difícil reconocer una deformidad en su hijo? Carezco de un brazo y un ojo, la mitad de mi cuerpo está seca y consumida. Soy medio hombre, y sin embargo, desde el primer momento, Ayla me ha visto como si estuviera entero. El cuerpo de su hijo es completo; tiene dos ojos, dos buenos brazos y dos buenas piernas. ¿Cómo puede esperarse que reconozca en él alguna deformidad?
    »Tuve la responsabilidad de su educación; a mí hay que achacarme sus defectos. Fui yo quien pasó por alto sus pequeñas desviaciones de las costumbres del clan. Incluso te convencí de que la aceptaras, Brun. Soy Mog-ur. Tú confías en mí para interpretar los deseos de los espíritus y has llegado a confiar en mí en otros aspectos. No creo que hayamos estado tan equivocados. A veces le resultó difícil a Ayla, pero creí que se había convertido en una buena mujer del clan. Ahora creo que he sido demasiado tolerante con ella. No le mostré claramente sus responsabilidades. Pocas veces la he regañado y nunca la he abofeteado. A menudo la dejaba seguir sus impulsos. Ahora tiene ella que pagar por mis errores. Pero, Brun, no pude mostrarme más rudo con ella.
    »Nunca he tenido compañera. Podía haber escogido una mujer y ella tendría que haber vivido conmigo, pero no lo hice. ¿Sabes por qué, Brun? ¿Sabes cómo me miran las mujeres? ¿Sabes cómo me evitan las mujeres? He sentido la misma necesidad de aliviarme que cualquier otro hombre cuando era joven, pero aprendí a controlarla cuando veía que las mujeres me daban la espalda para no tener que ver la señal que yo hacía. No quise imponer mi cuerpo tullido y deforme a una mujer que me rehuía, que se volvía con repugnancia al verme.
    »Pero Ayla nunca se apartó de mí. Desde el principio me tendió las manos para tocarme. No me tuvo miedo ni sintió asco. Me dio libremente su afecto, me abrazó. Brun, ¿cómo podía yo regañarla?
    »He vivido con este clan desde que nací, pero nunca he aprendido a cazar. ¿Cómo puede cazar un manco tullido? Era una carga, se burlaban de mí y me llamaban mujer. Ahora soy Mog-ur y nadie me pone en ridículo, pero no se celebró ceremonia de la virilidad en mi honor. Brun, no soy medio hombre, ni siquiera soy hombre. Sólo Ayla me ha respetado, me ha querido... no como mago sino como hombre, como todo un hombre. Y la quiero como si fuera hija de esa compañera que nunca he tenido.»
    Creb se despojó del manto que llevaba para tapar su cuerpo torcido, deformado y marchito, y alzó el muñón de un brazo que siempre escondía.
    —Brun, éste es el hombre a quien Ayla ha visto como un hombre completo. Éste es el hombre al que ella ha escogido como norma. Éste es el hombre al que ama y compara con su hijo. ¡Mírame, hermano mío! ¿Merezco yo vivir? ¿Merece menos vivir el hijo de Ayla?
    El clan empezó a reunirse fuera de la cueva en la vaga media luz que antecede al alba. Una llovizna tan fina como la niebla cubría de un brillo lustroso las rocas y los árboles y se condensaba en diminutas gotezuelas en la barba y los cabellos de la gente. Delgados zarcillos brumosos se desprendían de los montes envueltos en neblina y se pegaban a las depresiones, y masas más densas de vapor etéreo lo difuminaban todo menos los objetos más próximos. La sierra del este se alzaba imprecisa de entre un mar nebuloso de bruma en la oscuridad menguante, ondeando vagamente justo en los confines de la visibilidad.
    Ayla estaba tendida en sus pieles dentro de la cueva oscura, observando cómo Iza y Uba se movían silenciosamente alrededor del fuego, echando carbones a la hoguera y vertiendo agua para ponerla a hervir y preparar el té de la mañana. Su bebé estaba junto a ella, fingiendo mamar en sueños. No había pegado el ojo en toda la noche; su inicial alegría al ver a Iza había dejado rápidamente paso a una ansiedad desolada. Tan pronto como iniciaban una conversación, volvían a callarse las tres mujeres del hogar de Creb, que pasaron todo el largo día después del retorno de Ayla dentro de las piedras que lo delimitaban, comunicándose su desesperanza por medio de miradas angustiadas.
    Creb no había puesto el pie en sus dominios, pero Ayla cruzó con él la mirada cuando salía de la cámara para reunirse con los hombres a quienes Brun había convocado. Apartó rápidamente la mirada de su callada súplica, pero no antes de que ella pudiera reconocer el amor y la lástima que anegaban su ojo, dulce y líquido. Iza y ella intercambiaron una mirada trémula y cómplice al ver a Creb dirigirse apresuradamente a la cámara de los espíritus después de conversar con Brun, con gestos disimulados, en una parte remota de la cueva. Brun había tomado su decisión y Creb fue a prepararse para su participación en ella. No volvieron a ver al mago.
    Iza llevó a la joven madre el té dentro de la taza de hueso que había sido suya durante varios años y después se sentó silenciosamente a su lado, esperando que bebiera. Uba se reunió con ellas, pero tampoco podía brindar mucho más consuelo que su presencia.
    —Casi todos están fuera. Será mejor que salgamos —señaló Iza, tomando la taza de manos de la joven. Ayla asintió. Se puso en pie y envolvió a su hijo en sus mantillas; después cogió su manto de piel del lecho y se la echó por los hombros. Con los ojos brillantes de lágrimas que amenazaban saltársele, Ayla miró a Iza, después a Uba, y con un grito de dolor las abrazó. Las tres se quedaron apretadas en un fuerte abrazo. Entonces, con el corazón destrozado y a pasos lentos, Ayla salió de la cueva.
    Con la mirada fija en el suelo, viendo de vez en cuando una señal de talón, la huella de dedos, el contorno borroso de un pie metido en un protector flojo, Ayla tuvo la sensación extraña de que era dos años antes y de que seguía a Creb fuera de la cueva para enfrentarse a su sino. «Debería haberme echado la maldición para siempre aquella vez —pensó—. Sin duda he nacido para que me maldigan; si no, ¿por qué habría de volver a pasar por todo esto? Esta vez iré al mundo de los espíritus. Conozco una planta que nos hará dormir; acabará todo muy pronto y llegaremos juntos al otro mundo.»
    Llegó a donde estaba Brun, se dejó caer en el suelo y miró aquellos pies tan familiares envueltos en sucios protectores. Aumentaba la claridad; pronto saldría el sol. «Brun tendría que darse prisa», se dijo, justo antes de sentir un golpe en su hombro. Lentamente alzó la vista hacia el rostro barbudo de Brun; éste comenzó sin más preliminares.
    —Mujer, has desafiado tercamente las costumbres del clan y debes ser castigada –señaló severamente. Ayla asintió; era cierto—. Ayla, mujer del clan, estás maldita. Nadie te verá ni te hablará. Sufrirás el aislamiento total de la maldición femenina. No podrás salir de los límites del hogar del que provee por ti hasta que la siguiente luna se encuentre en la misma fase que ésta.
    Ayla se quedó mirando al jefe de rostro severo con una incredulidad hecha de asombro. ¡La maldición femenina! ¡No la maldición de muerte! No el ostracismo total y completo sino un aislamiento nominal, confinada en el hogar de Creb. ¡Qué importaba que nadie del clan reconociera su existencia durante toda una luna! Le quedarían Iza, Uba y Creb. Y después, podría reunirse con el clan como cualquier otra mujer. Pero Brun no había concluido.
    —Y como castigo adicional, se te prohíbe cazar e incluso hablar de cazar hasta que el clan regrese de la reunión del clan. Hasta cuando las hojas no hayan caído de los árboles, no tendrás libertad para salir a donde no sea esencial. Cuando busques plantas de magia curativa, me dirás adónde vas y regresarás rápidamente. Siempre me pedirás permiso antes de salir del área de la cueva. Y me mostrarás dónde está la cueva que te ha servido de escondite.
    —Sí, sí, claro, todo —asentía Ayla moviendo la cabeza de arriba abajo. Se encontraba flotando en una cálida nube de euforia, pero las siguientes palabras del jefe traspasaron su estado de ánimo como un carámbano de rayo frío, sumiendo su gozo en un diluvio de desesperación.
    —Queda el problema de tu hijo deforme, que fue causa de tu desobediencia. Nunca más debes tratar de obligar a un hombre, menos a un jefe, contra su voluntad. Ninguna mujer debe intentar nunca obligar a un hombre —dijo Brun, y entonces hizo una seña.
    Ayla abrazó desesperadamente a su hijo y miró en la misma dirección que Brun. No podía permitir que se lo quitaran, no podía. Vio que Mog-ur salía cojeando de la cueva. Al verle despojarse de su piel de oso, dejando al descubierto un tazón de mimbre manchado de rojo y sostenido firmemente entre el muñón de su brazo y su cintura, una felicidad incrédula le inundó la cara; se volvió vacilante hacia Brun, no muy segura de que lo que estaba pensando pudiera ser verdad.
    —Pero una mujer puede rogar —concluyó Brun—. Mog-ur está esperando, Ayla. Tu hijo necesita tener un nombre para ser del clan.
    Ayla se puso en pie de un salto y corrió hacia el mago, sacando al bebé de su manto y dejándose caer a sus pies mientras le tendía el niño. Su primer grito al sentirse fuera del seno caliente de su madre y expuesto al frío húmedo fue saludado por el primer rayo del sol que apareció por encima de la sierra, perforando el velo de niebla.
    ¡Un nombre! Ni siquiera había pensado en un nombre. Ni siquiera se había preguntado qué nombre escogería Creb para su hijo. Con gestos formales, Mog-ur invocó a los espíritus de los tótems del clan para que acudieran; después metió el dedo en el tazón y sacó una pizca de pasta roja.
    —Durc —dijo en voz alta, más fuerte que los gritos que pegaba el bebé, aterido y enojado—. El nombre del niño es Durc. —Entonces trazó una línea roja desde el punto en que se unían los dos arcos ciliares del bebé hasta el extremo de su naricilla.
    —Durc —repitió Ayla acercando al niño a su cuerpo para darle calor.
    «Durc —se decía—, como el Durc de la leyenda. Creb sabe que ha sido siempre mi predilecto.» No era un nombre común en el clan y muchos se mostraron sorprendidos. Pero tal vez el nombre, sacado de lo más profundo de la antigüedad y cargado de connotaciones dudosas, era apropiado para un muchacho cuya vida había colgado en la balanza de tan inciertos comienzos.
    —Durc —dijo Brun.
    Fue el primero en desfilar. Ayla creyó vislumbrar una mirada de ternura en el severo y orgulloso jefe, cuando ella le miró con expresión de agradecimiento. La mayoría de los rostros eran una mancha vista a través de unos ojos llenos de lágrimas. Por mucho que se esforzara, no podía contenerlas y mantenía la cabeza baja para disimular que tenía los ojos llenos de agua. «No lo puedo creer, no lo puedo creer —se decía—. ¿Es realmente cierto? ¿Tienes un nombre, hijito mío? ¿Te ha aceptado Brun, hijo mío? ¿No estoy soñando?» Recordó los nódulos brillantes de pirita ferrosa que había hallado y metido en su amuleto. «Había sido una señal. Gran León Cavernario, fue realmente una señal.» Entre todos los objetos que contenía su amuleto, éste fue al que más valor atribuía.
    —Durc —oyó decir a Iza, y levantó la cabeza. La dicha en el rostro de la mujer no era menor que la de Ayla, aunque tenía los ojos secos.
    —Durc —dijo Uba, y agregó con un gesto rápido—: Me alegro mucho.
    —Durc —dijo alguien en tono de burla.
    Ayla levantó la cabeza a tiempo para ver que Broud se alejaba. Repentinamente recordó la peregrina idea que se le ocurrió mientras se escondía en la cueva en cuanto a la manera en que los hombres iniciaban a los bebés, y se estremeció al pensar que Broud era en cierto modo responsable de la concepción de su hijo. Había estado demasiado ocupada para observar la batalla entre las voluntades de Brun y de Broud. El joven iba a negarse a reconocer al miembro más nuevo del clan, y sólo una orden directa del jefe le obligó a hacerlo. Ayla le vio alejarse del grupo con los puños cerrados y la espalda tensa.
    « ¿Cómo ha podido? —Broud caminaba bosque adentro para alejarse de la odiosa escena—. ¿Cómo ha podido? —Dio una patada aun tronco con la esperanza de desahogar su frustración, y lo mandó rodando cuesta abajo—. ¿Cómo ha podido? —Cogió una rama fuerte y golpeó un árbol con ella—. ¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido? —La mente de Broud seguía repitiendo la frase mientras golpeaba con el puño, una y otra vez, un ribazo cubierto de musgo—. ¿Cómo ha podido dejarla vivir y aceptar a su hijo? ¿Cómo ha podido hacerlo?».


    22

    — ¡Iza! ¡Iza! ¡Pronto! ¡Ven a ver a Durc! —Ayla cogió el brazo de la curandera y la arrastró hacia la entrada de la cueva.
    — ¿Qué le ocurre? —preguntó la mujer, gesticulando, mientras se apresuraba para seguir el paso de la joven—. ¿Se está ahogando otra vez? ¿Se ha lastimado?
    —No, no está lastimado. ¡Míralo! —Ayla se lo mostró orgullosamente tan pronto como llegaron al hogar de Creb—. ¡Está sosteniendo la cabeza levantada!
    El niño estaba tendido boca abajo y levantaba la cabeza mirando a las dos mujeres con sus ojos grandes y solemnes que comenzaban a perder el color oscuro e indefinido de los recién nacidos para adquirir el matiz castaño de los miembros del clan. La cabeza le oscilaba a causa del esfuerzo, y de repente volvió a caer sobre la cobija de pieles. Metió el puño en la boca y comenzó a chupar ruidosamente, indiferente a la agitación que habían provocado sus esfuerzos.
    —Si lo puede hacer siendo tan pequeño, podrá sostenerla cuando sea mayor, ¿no crees? —arguyó Ayla.
    —No te hagas muchas ilusiones aún —replicó Iza—, pero es una buena señal.
    Creb llegó arrastrando los pies, mirando al vacío con la vista desenfocada que le caracterizaba cuando estaba sumido en sus reflexiones.
    — ¡Creb! —llamó Ayla, corriendo hacia él. Devuelto a la realidad, el mago alzó la vista— Durc ha levantado la cabeza, ¿verdad que sí, Iza? —y la curandera asintió con la cabeza.
    —Hhummmf —gruñó Mog-ur—. Si se está fortaleciendo tanto, creo que ya es hora.
    — ¿Hora de qué?
    —He estado pensando que debería celebrar una ceremonia para asignarle un tótem. Es un poco joven, pero he recibido ciertas impresiones fuertes. Su tótem se me está manifestando. No hay razón para esperar. Más adelante, todo el mundo estará ocupado con los preparativos para el viaje y tengo que hacerlo antes de la reunión del clan. Podría traerle mala suerte viajar si su tótem no tiene hogar. —Al ver a la curandera, recordó otra cosa—. Iza, ¿tienes suficientes raíces para la ceremonia? No sé cuántos clanes estarán presentes. La última vez, uno de los clanes que se mudaron a una cueva más al este estaba pensando en ir a una reunión del clan al sur de las montañas. Será un poco más lejos para ellos, pero el camino es mejor. Su viejo Mog-ur estaba en contra, pero su acólito deseaba ir. Asegúrate de llevar muchas.
    —Creb, yo no iré a la reunión del clan. —Su expresión evidenciaba la frustración que eso le producía—. No puedo viajar tan lejos; tendré que quedarme aquí.
    «Claro está —pensó, mirando a la frágil y casi totalmente canosa curandera—, ¿en qué estaría pensando? Iza no puede ir. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Está demasiado enferma. Yo creía que nos abandonaba el otoño pasado; no sé cómo ha podido sostenerla tan bien Ayla. Pero, ¿y la ceremonia? Sólo las mujeres de la estirpe de Iza conocen el secreto de la bebida especial. Uba es demasiado joven; tiene que ser una mujer. ¡Ayla! ¿Ayla? Iza podría enseñarle antes de que partamos. De todos modos, ya es hora de que se convierta en curandera.»
    Creb observó a la joven mientras se inclinaba para tomar en brazos a su hijo y, de repente, la vio con ojos más críticos que hasta entonces. Pero, ¿la aceptarían? Trató de verla tal y como la verían los miembros de los otros clanes. Su cabello dorado colgaba suelto alrededor de su rostro plano, sujeto detrás de las orejas y partido por una raya más o menos al medio, dejando al descubierto su frente abombada. Tenía definitivamente cuerpo de mujer, pero era delgada, excepto por el estómago, ligeramente fláccido. Sus piernas eran largas y rectas, y cuando se puso en pie, resultó ser mucho más alta que él.
    «No parece una mujer del clan —pensó—. Va a llamar mucho la atención y mucho me temo que no siempre favorablemente. Tal vez tengamos que olvidarnos de la ceremonia: es posible que los demás Mog-ur no acepten la bebida si la hace Ayla. Pero se puede intentar. ¡Si Uba fuera un poco mayor! Tal vez Iza pueda adiestrar a ambas, aunque no creo que acepten a una muchacha con preferencia a una mujer nacida de los otros. Creo que hablaré con Brun. Ya que voy a llamar a los espíritus para la ceremonia del tótem de Durc, podríamos aprovechar el momento para convertir a Ayla en curandera.
    —Tengo que ver a Brun —señaló bruscamente Creb, y echó a andar hacia el hogar del jefe. Se volvió hacia Iza—: Creo que tendrás que enseñar a preparar la bebida a Uba y a Ayla, aunque no creo que sirva de mucho.
    —Iza, no consigo encontrar el tazón que me diste para la curandera del clan anfitrión —señaló con gestos frenéticos Ayla, después de haber rebuscado entre montones de pieles, alimentos y objetos acumulados sobre el piso junto al lugar donde solía dormir—. He buscado por todas partes.
    —Ya lo has guardado, Ayla. Cálmate, chiquilla. Todavía hay tiempo. Brun no estará preparado para salir hasta que termine de comer. Será mejor que te sientes y comas tú también, se te están enfriando las gachas. Tú también, Uba. —Iza meneó la cabeza—. En mi vida he visto tanto alboroto. La noche pasada lo revisamos todo, ya está todo dispuesto.
    Creb estaba sentado en una estera, con Durc en su regazo, y observaba, divertido, el nerviosismo de última hora.
    —Son iguales que tú, Iza. ¿Por qué no te sientas y comes?
    —Me quedará tiempo de sobra cuando os hayáis marchado —replicó. Creb apoyó al bebé contra su hombro y Durc miró a su alrededor desde aquella nueva atalaya—. Mira qué fuerte está ya el cuello del niño —expresó Iza—. Es increíble. Desde la ceremonia de su tótem se ha ido fortaleciendo de día en día. Déjame tenerle un poco; no le voy a tener en todo el verano.
    —Tal vez por eso el Lobo Gris me apremiaba para que la hiciera tan pronto —señaló Creb; quería ayudar al niño.
    Creb volvió asentarse y miró a la pequeña nidada de la que era patriarca. Aunque nunca la había expresado, a menudo había anhelado tener familia, como los demás. Ahora, en su vejez, tenía dos mujeres chochas que hacían lo imposible para que gozara de comodidades, una niña que estaba siguiendo sus pasos y un saludable bebé para mimarle como había hecho con las dos niñas. Había hablado con Brun acerca del entrenamiento del niño. El jefe no podía permitir que un varón de su clan se criara sin adquirir las habilidades necesarias. Brun había aceptado al niño a sabiendas de que compartiría hogar con Creb y se sentía responsable de él. Ayla se sintió agradecida cuando Brun anunció, en la ceremonia del tótem de Durc, que él se encargaría personalmente de la educación del niño si se fortalecía lo suficiente para cazar. No podía pensar en un hombre mejor para educar a su hijo.
    «El Lobo Gris es un buen tótem para el muchacho —cavilaba Creb— pero me da que pensar. Algunos lobos corren con la manada y otros son solitarios. ¿Cuál de ellos será el tótem de Durc?»
    Una vez que todo estuvo recogido, asegurado en envoltorios y cargado a las espaldas de la mujer joven y la niña, todos salieron juntos en tropel. Iza abrazó, por última vez al niño mientras éste frotaba su naricilla contra su cuello, ayudó a envolverle en el manto que servía para cargarle y entonces sacó algo de un doblez de su manto.
    —Esto es para que lo lleves ahora, Ayla. Eres curandera del clan —dijo Iza, y le entregó la bolsita teñida de rojo que contenía las raíces especiales—. ¿Recuerdas cada uno de los pasos? No debes olvidarte de nada. Me hubiera gustado haber podido hacerte una demostración pero la magia no se puede hacer sólo para practicar; es demasiado sagrada para desperdiciarla y no se puede usar para cualquier ceremonia, sólo para las importantes. Recuerda: no son sólo las raíces las que constituyen la magia; todos tenéis que prepararos tan cuidadosamente como se preparan las bebidas.
    Uba y Ayla asintieron mientras la joven tomaba la valiosa reliquia y la metía en su bolsa de medicinas. Iza le había dado la bolsa de piel de nutria el día en que la hicieron curandera y todavía le recordaba la que Creb había quemado. Ayla tocó su amuleto y sintió el quinto objeto que ahora contenía: un trozo de dióxido de manganeso metido en la bolsita junto con los tres nódulos de pirita ferrosa unidos, un óvalo pintado rojo de marfil de mamut, el molde fósil de un gasterópodo y una pizca de ocre rojo.
    El cuerpo de Ayla había sido marcado con el ungüento negro obtenido pulverizando y calentando la piedra negra y mezclándola con grasa, en cuanto ella se convirtió en depositaria de una parte de los espíritus de cada miembro del clan y, a través de Ursus, de todo el clan. Sólo para los ritos más solemnes y más santos se pintaba el cuerpo de una curandera con marcas negras, y sólo las curanderas podían llevar en sus amuletos la piedra negra.
    A Ayla le hubiera gustado que Iza fuera con ellos, y le preocupaba la idea de dejarla atrás. Fuertes ataques de tos sacudían a menudo a la frágil mujer.
    —Iza, ¿estás segura de que te sentirás bien? —preguntó Ayla por señas, después de haberla abrazado con fuerza—. Tu tos empeora.
    —Siempre empeora en invierno. Ya sabes que en verano estoy mejor. Además. Uba y tú habéis recogido tantas raíces de helenio que no creo que haya quedado una sola planta por los alrededores, y seguramente no tendremos muchas frambuesas negras esta temporada con todas las raíces que habéis arrancado para mezclar flores en mi té. Estaré bien, no te preocupes por mí —aseguró Iza.
    Pero Ayla sabía que el alivio que las medicinas proporcionaban era pasajero, en el mejor de los casos. La anciana había estado medicándose sola con plantas durante años; la tisis había avanzado demasiado para que le sirvieran ya de algo.
    —No dejes de salir cuando haga sol y descansa mucho —instó Ayla—. No habrá mucho trabajo que hacer por aquí; hay muchísima leña y abundante comida. Zoug y Dorv podrán tener encendido el fuego para alejar a los animales y los espíritus malignos, y Aba puede cocinar.
    —Sí, sí —asintió Iza—. Ahora, a correr, que Brun está apunto de ponerse en marcha.
    Ayla ocupó su lugar habitual detrás, mientras todas la miraban y se quedaban esperando.
    —Ayla —señaló Iza—. Nadie puede ponerse en marcha mientras no ocupes el lugar que te corresponde.
    Avergonzada, Ayla pasó delante del grupo de mujeres; había olvidado su nueva posición. Se ruborizó de confusión al ponerse en la fila delante de Ebra. Se sentía incómoda; no le parecía correcto ser la primera. Hizo una señal de excusa a la compañera del jefe, pero Ebra estaba acostumbrada a ser la segunda; aun así, le parecía extraño ver a Ayla delante y no a Iza; eso le llevó a preguntarse si acudiría ella a la siguiente reunión del clan.
    Iza y las tres personas demasiado viejas para hacer el viaje acompañaron al clan hasta la sierra y se quedaron mirando hasta que lo vieron reducido a una serie de puntitos en la llanura. Después regresaron a la cueva vacía. Aba y Dorv habían faltado ya a la anterior reunión del clan y casi estaban sorprendidos al ver que todavía estaban vivos para faltar a otra, pero para Iza y Zoug era la primera vez. A pesar de que de cuando en cuando salía Zoug con la honda, era más frecuente que regresara con las manos vacías, y Dorv no veía ya lo suficiente para salir.
    Los cuatro se reunieron alrededor de la hoguera de la entrada de la cueva, aunque era un día cálido, pero no se sentían con ánimos para conversar. De repente, Iza fue presa de un ataque de tos que la hizo expulsar una gran masa sanguinolenta de flemas. Se fue a su hogar para descansar, y poco después los demás también entraron y se sentaron sin hacer nada en sus respectivos hogares. No se habían sentido contagiados por la excitación del largo viaje ni el ansia de ver amigos o parientes de los otros clanes. Sabían que su verano sería de una soledad insoportable.
    El frescor de comienzos del verano en la zona templada cerca de la cueva modificaba las planicies abiertas de las estepas continentales del este. Había desaparecido el abundante follaje verde que cubría la maleza y los árboles deciduos y que atestiguaba todavía el renacer de las coníferas, con agujas algo más claras en la punta de ramas y espiras. En cambio, herbajes y pastos de crecimiento rápido, alcanzaban ya la altura del pecho y su verdor juvenil, difuminado en un matiz parduzco, indeterminado, entre verde y oro, se extendía hasta el horizonte. La vegetación densa y enmarañada de la estación anterior amortiguaba los pasos del clan según seguía su camino a través de la pradera sin límites, dejando un rastro pasajero que delataba el lugar por donde habían pasado. Pocas veces sombreaban las nubes la extensión inmensa del cielo, como no fuera a causa de una tormenta eventual que casi siempre se desataba a lo lejos. Escaseaba el agua; se detenían para llenar sus recipientes en todos los ríos, pues no estaban seguros de encontrar otro suficientemente cerca cuando acamparan de noche.
    Brun marcó el paso a seguir, teniendo en cuenta a los miembros más lentos de la partida de viajeros, pero sin dejar de avanzar rápidamente. Tenían que recorrer una larga distancia para llegar ala cueva del clan anfitrión en los altos montes del territorio continental al este. Era un paso difícil de seguir, en particular para Creb, pero, al pensar en la gran reunión y en las ceremonias solemnes que habría de presidir, se le levantaban los ánimos. Aunque su cuerpo estaba atrofiado y tullido, además de deformado por la artrosis, no disminuía el poder mental del gran mago. El sol caliente y las plantas de Ayla anestesiaban el dolor de sus articulaciones doloridas y, al cabo de algún tiempo, el ejercicio fue fortaleciendo sus músculos, incluidos los de la pierna que tan poco servicio le prestaba.
    Los viajeros se acomodaron a una rutina monótona; un día era igual que el siguiente, con una abrumadora regularidad. La estación que avanzaba cambiaba tan levemente que apenas se dieron cuenta de cuándo el sol se había convertido en una bola de fuego, abrasadora, que agostaba la estepa y convertía la planicie en un amarillento mar de tierra parda, hierba azafranada y rocas doradas contra un cielo cubierto de polvo, de un amarillo parduzco. Durante tres días les ardieron los ojos a causa del polvo y de las cenizas que los vientos dominantes transportaban desde un inmenso incendio en la pradera. Pasaron junto a enormes manadas de bisontes y gigantescos ciervos con enormes cornamentas palmeadas, caballos, onagros y asnos; con menos frecuencia, saigas provistos de cuernos que crecían muy rectos en la parte superior de la cabeza y se encorvaban ligeramente en la punta; decenas y decenas de miles de animales herbívoros, bien alimentados por la inmensa tierra de pastizales.
    Mucho antes de aproximarse al istmo pantanoso que unía la península al continente y servía de desagüe al mar salado y poco profundo del noroeste, apareció ante sus ojos el macizo montañoso cuya altura sólo era superada por otro en la Tierra. Incluso los picos más bajos estaban cubiertos de hielos perpetuos hasta la mitad de sus pendientes, fríamente impasibles a pesar del calor abrasador de la planicie. En cuanto la llana pradera comenzó a ascender por los contrafuertes moteados de cañuela y espolín, rojos por la riqueza del mineral de hierro que encerraban —el ocre rojo los convertía en terreno santo—, Brun comprendió que la marisma no estaba lejos; era un nexo secundario y de poca importancia, pues la principal conexión de la península con el territorio continental estaba más al norte y formaba parte del límite occidental del mar interior, más pequeño.
    Durante dos días bregaron por entre pantanos pútridos, infestados de mosquitos y formados por aguas estancadas, a veces atravesados por canales, hasta llegar al territorio continental. Robles y ojaranzos achaparrados les condujeron rápidamente hasta la sombra fresca y acogedora de los robledales de las zonas arboladas. Atravesaron un bosquecillo compuesto casi exclusivamente de hayas, animadas por unos cuantos nogales, y un bosque variado en que el roble era la especie predominante, aunque también había boj y tejo: tenían el tronco revestido de hiedra y clemátides. Las lianas desaparecían progresivamente, aunque trepaban aún por los árboles cuando el clan llegó a una franja de abetos y piceas mezclados con ojaranzos, arces y hayas. La parte occidental era la más húmeda de la sierra y estaba densamente cubierta de selva, además de tener la línea más baja de nieves.
    Advirtieron la presencia de bisontes forestales y ciervos, corzos y alces de los paisajes boscosos; también vieron jabalíes, zorros, hurones, linces, lobos, leopardos, gatos monteses y muchos animales más pequeños, pero ni una sola ardilla. Ayla sentía que faltaba algo en la fauna de aquellos montes, hasta que se percató de la ausencia del animalito familiar, la cual fue ampliamente compensada por la oportunidad de contemplar por primera vez un oso cavernario.
    Brun alzó la mano para interrumpir la marcha, y después señaló hacia el monstruoso y velludo úrsido que se estaba frotando la espalda contra un árbol. Incluso los niños se dieron cuenta del pavor con que el clan contemplaba el enorme vegetariano. Su presencia física era harto impresionante; los osos pardos de las montañas del clan, y también de éstas, pesaban como promedio unos ochocientos kilos; el peso de un oso cavernario macho, durante el verano, cuando estaba relativamente esbelto, alcanzaba los dos mil kilos. A fines del otoño, cuando había engordado en previsión del invierno, su volumen era mucho mayor. Su estatura era más o menos tres veces la de los hombres del clan, y con su enorme cabeza y manto velludo, parecía más grande aún. Se estaba rascando perezosamente la espalda contra la áspera corteza del viejo tronco y parecía no fijarse en la gente paralizada que tenía tan cerca. Pero no tenía gran cosa que temer de criatura alguna y se limitaba a ignorarlas. Los osos pardos más pequeños que habitaban en la zona de la cueva eran capaces de romper de un zarpazo el cuello de un ciervo; ¿qué no podría hacer este enorme animal? Sólo otro macho durante la época de la brama o la hembra de la especie protegiendo a sus cachorros se atrevería a hacerle frente. Esta última siempre salía vencedora.
    Pero era algo más que las enormes dimensiones del animal lo que tenía fascinado al clan. Era Ursus, la personificación del clan mismo. Era de su linaje y algo más, pues encarnaba su esencia misma. Sus huesos eran tan sagrados que podían alejar cualquier peligro. La afinidad que sentían con él era un nexo espiritual mucho más significativo que uno físico. A través de su Espíritu todos los clanes estaban unidos en uno solo, y la reunión del clan a la que iban a asistir después de un viaje tan largo, tenía significación gracias a él. Su esencia era lo que les hacía ser un clan, el clan del Oso Cavernario.
    El oso se cansó de lo que estaba haciendo —o la picazón ya se le había calmado— y se irguió cuan alto era, anduvo unos cuantos pasos sobre sus patas traseras y finalmente se dejó caer sobre las cuatro. Con el hocico a ras del suelo, se alejó pesadamente a galope lento. A pesar de su enorme tamaño, el oso cavernario era fundamentalmente una criatura pacífica que pocas veces atacaba amenos que le molestaran.
    — ¿Era Ursus? —señaló Uba, ansiosa y maravillada.
    —Era Ursus —afirmó Creb—. Y verás otro oso cavernario cuando lleguemos allá.
    — ¿Es verdad que el clan anfitrión tiene un oso cavernario vivo en su cueva? —preguntó Ayla—. ¡Es tan grande!
    Sabía que era costumbre que el clan anfitrión de la reunión del clan capturara un cachorro de oso y lo criara en la cueva.
    —Probablemente se encuentre ahora en una jaula fuera de la cueva, pero cuando era pequeño vivía en la cueva con ellos y se crió como un niño, y cada hogar le alimentaba siempre que deseaba comer. La mayoría de los clanes afirman que sus osos cavernarios llegan hasta a hablar un poco, pero yo era joven cuando organizamos la reunión del clan y no lo recuerdo muy bien, de modo que no puedo decir si es cierto o no. Cuando el oso ha crecido, le meten en una jaula para que no lastime a nadie, pero todos siguen dándole cositas para comer y le acarician para que sepa que le quieren. Será honrado en la Ceremonia del Oso y llevará nuestros mensajes al mundo de los espíritus —explicó Creb.
    Ya había oído hablar de ello, pero después de ver un oso cavernario, la historia adquiría un nuevo significado para aquellos que eran demasiado jóvenes para que se acordaran o que nunca habían asistido a una reunión del clan.
    — ¿Cuándo podremos ser anfitriones de una reunión del clan y tener un oso cavernario viviendo con nosotros? —preguntó Uba.
    —Cuando nos toque el turno, a menos que el clan cuyo turno haya llegado no pueda hacerlo; entonces podemos ofrecernos a hacerlo nosotros. Pero los clanes no dejan pasar la oportunidad de ser anfitriones, aunque los cazadores tengan que viajar mucho para encontrar un cachorro de oso cavernario, aparte de que el peligro que representa la madre osa es muy grande. El clan que nos recibe esta vez ha tenido suerte; todavía hay osos cavernarios viviendo cerca de su cueva. Han ayudado a otros clanes a conseguir osos cavernarios, pero ahora es su turno. No queda ninguno alrededor de nuestra cueva, pero en otros tiempos los hubo sin duda, puesto que los huesos de Ursus estaban dentro cuando la descubrimos —respondió Creb.
    — ¿Y si algo le sucede al clan al que le corresponde ser anfitrión de la reunión? Nuestro clan ni siquiera vive ya en la misma cueva que antes —preguntó Ayla—. Si fuera nuestro turno, ¿cómo iban a saber los demás dónde encontrarnos?
    —Enviaríamos mensajeros al clan más próximo para difundir la noticia, ya fuese para indicar a los clanes dónde está la nueva caverna o para darle la oportunidad a otro clan.
    Brun hizo una seña y todos se pusieron nuevamente en marcha. Cuando pasaron junto al árbol que el oso cavernario había aprovechado para rascarse, Creb lo examinó detenidamente y recuperó unos cuantos pelos atrapados entre la áspera corteza; los envolvió cuidadosamente en una hoja sujeta entre sus dientes antes de guardarlos en un pliegue de su manto. El pelo de un oso cavernario salvaje vivo podría hacer encantamientos poderosísimos.
    A medida que ascendían, las gigantescas coníferas de los contrafuertes más bajos fueron dejando paso a las variedades más chaparras y robustas de las tierras altas, abriendo impresionantes panoramas de las cimas deslumbrantes de los montes que habían visto de lejos al atravesar las planicies. Aparecieron bosquecillos de abedul y enebros rastreros y azaleas rosadas, cuyas muchas flores comenzaban a abrirse salpicando de brillantes colores el verde primario de la naturaleza. Una multitud de flores silvestres venían a incorporar muchos más matices a la paleta de tonos vibrantes, lilas atigradas manchadas de naranja, aguileñas malvas y rosadas, arvejas azules y púrpuras, lirios de color espliego claro, gencianas azules, violetas y prímulas en toda la gama de formas. La cadena montañosa meridional, lo mismo que la del extremo más bajo de la península que se plegó durante el mismo movimiento orogénico servía de refugio para la fauna y flora del continente durante la Era Glaciar.
    A veces aparecía un gamo o algún muflón de pesada cornamenta. Ya estaban llegando a los árboles enanos y rodeados de matorrales de la taiga montañosa, a orillas de las altas praderas de hierbas y juncias bajas, a punto de coger una senda muy frecuentada que atravesaba una pendiente empinada. Los hombres del clan anfitrión tenían que andar mucho antes de llegar a las planicies abiertas al norte de los montes para cazar, pero la proximidad de los osos cavernarios hacía el lugar tan afortunado que aceptaban de buen grado ese inconveniente. Eso les hacía también más aficionados a cazar a los huidizos animales selváticos.
    La gente que corrió al encuentro del nuevo clan que se aproximaba tan pronto como vio a Brun y Grod aparecer por un recodo del camino, se quedó inmóvil al divisar a Ayla. El adiestramiento de toda la vida no pudo impedir las miradas escandalizadas; la posición de Ayla al frente de las mujeres, mientras el cansado clan desfilaba silenciosamente hacia el espacio abierto delante de la cueva, provocó una agitación llena de curiosidad. Creb ya se lo había advertido, pero Ayla no estaba preparada para causar tan grande sensación, como tampoco para semejante multitud. Más de doscientos individuos asombrados se agolparon alrededor de la extraña mujer. Ayla nunca había visto tanta gente en su vida, y menos aún en un mismo lugar.
    Se detuvieron frente a una enorme jaula hecha de postes fuertes profundamente clavados en la tierra y firmemente amarrados entre ellos por medio de correas. En el interior había otro ejemplar de los enormes osos que habían visto por el camino, pero éste era mayor aún. Alimentado de la mano a la boca durante tres años con una superabundancia que le había vuelto plácido y manso, el gigantesco oso cavernario estaba tumbado perezosamente dentro del recinto cerrado, casi demasiado gordo para ponerse en pie. Para el pequeño clan había sido un esfuerzo de devoción y veneración mantener durante tanto tiempo el enorme oso, y ni siquiera los muchos obsequios de alimentos, objetos y pieles que los clanes visitantes traían compensaban aquel esfuerzo. Pero no había una sola persona que no envidiara a los miembros del clan anfitrión; cada uno de los clanes esperaba con anhelo que llegara su turno para llevar a cabo esa misma tarea y cosechar los beneficios espirituales y la posición derivados de tan grande honor.
    El oso cavernario se movió para observar lo que causaba tanta conmoción, esperando que le dieran más de comer, y Uba se pegó más a Ayla, tan asustada por el tropel de gente como por el oso. El jefe y el mago del clan anfitrión se acercaron a ellos y procedieron a saludarles por medio de gestos antes de dirigir una pregunta airada:
    — ¿Por qué has traído a una de los otros a una reunión del clan, Brun? —indicó el jefe del clan anfitrión.
    —Es una mujer del clan, Norg, una curandera de la estirpe de Iza —replicó Brun aparentando más tranquilidad de la que sentía en realidad. Un murmullo surgió de entre la gente que miraba y una oleada de agitadas señales con las manos.
    — ¡Eso es imposible! —gesticuló el Mog-ur—. ¿Cómo puede ser una mujer del clan? Ha nacido de los otros.
    —Es una mujer del clan —repitió el Mog-ur, tan inflexiblemente como Brun. Miró al jefe del clan anfitrión con una expresión airada—. ¿Dudas de mí, Norg?
    Norg miró, incómodo, a su Mog-ur, pero no recibió alientos de la expresión confusa del mago.
    —Norg, hemos viajado mucho y estamos cansados —dijo Brun—. No es el momento de hablar de esto. ¿Nos niegas la hospitalidad de tu cueva?
    Fue un momento cargado de tensión; si Norg se negaba, no les quedaría más remedio que recorrer de nuevo la larga distancia que les separaba de su cueva. Sería un grave quebrantamiento de las convenciones sociales, pero permitir la entrada de Ayla equivaldría a aceptarla como mujer del clan; por lo menos, así sabría Brun a qué atenerse. Norg volvió a mirar a su Mog-ur, después al poderoso hombre de un solo ojo, que era el Mog-ur, y otra vez al hombre que era jefe del clan que ocupaba el primer puesto entre todos los clanes. Si el Mog-ur lo decía, ¿qué podía hacer él?
    Norg indicó a su compañera que mostrara al clan de Brun el lugar que le había sido asignado, pero él caminó junto a Brun y al Mog-ur. Tan pronto como estuvieran instalados, estaba decidido a enterarse de cómo una mujer, obviamente nacida de los otros, se había convertido en mujer del clan.
    La entrada a la cueva del clan anfitrión era más pequeña que la de la cueva del clan de Brun, y la cueva misma parecía más pequeña cuando entraron por primera vez en ella. Pero en lugar de una amplia sala con una cámara anexa para las ceremonias, esta cueva estaba constituida por una serie de alojamientos y túneles perforados muy profundamente en la montaña y en su mayor parte inexplorados. Había más espacio del necesario para dar cabida a todos los clanes visitantes, aunque no iban a tener la ventaja de recibir luz por la entrada. El clan de Brun fue conducido a la segunda sala empezando por la entrada y la ocupó por completo. Era una posición favorable que correspondía a su elevada posición. Aunque ya había varios clanes instalados más atrás, aquel lugar les había sido reservado hasta que comenzara el Festival del Oso. Sólo entonces, cuando fuera seguro que no llegarían, se lo habrían asignado al segundo clan por orden de importancia.
    El clan, en su conjunto, no tenía jefe, pero existía una jerarquía de clanes así como había una jerarquía de miembros dentro de un mismo clan, y el jefe de más elevada posición se convertía, de hecho, en el jefe del clan simplemente porque era el miembro de más alta categoría. Pero no se trataba de una posición de autoridad absoluta; los clanes eran demasiado autónomos para eso. Todos estaban encabezados por hombres independientes y dictatoriales, que acostumbraban a ser la ley de por sí y que sólo se reunían una vez cada siete años. No se doblegaban fácilmente a una autoridad mayor, como no fuera por tradición y en el mundo de los espíritus. La manera de que cada clan se ajustaba dentro de la jerarquía, y por lo tanto el hombre reconocido como jefe del clan, era cosa que se decidía en la reunión del clan.
    Muchos elementos contribuían a la posición de un clan; las ceremonias no eran la única actividad en una reunión del clan, las competiciones tenían una importancia similar o tal vez mayor. La necesidad de cooperación entre los clanes para sobrevivir, que imponía un estricto autocontrol, encontraba un desahogo aceptable en las competiciones con otros clanes. Y era necesario para sobrevivir en otro aspecto. La competición controlada les evitaba pelear entre sí. Casi todo se convertía en competición tan pronto como los clanes estaban reunidos. Los hombres rivalizaban en lucha, tiro con honda, lanzamiento de boleadoras, fuerza del brazo con mazas, carreras, carreras más complicadas con lanzamiento de venablos, talla de herramientas, danza, narraciones y la combinación de estas últimas en representaciones teatrales de escenas de cacerías.
    Aunque a las suyas no se les daba tanta importancia como a las competiciones de los hombres, también las mujeres prestaban su colaboración. El gran banquete era una oportunidad para desplegar sus habilidades culinarias. Los regalos que se llevaban al clan anfitrión eran expuestos al principio para que todos los contemplaran, eran examinados críticamente y juzgados por consenso de las demás mujeres. Los objetos de artesanía comprendían cueros suaves y flexibles, pieles de lujo, objetos de delicado diseño y textura, recipientes de corteza o cuero rígido, fuertes cuerdas de tripa o plantas fibrosas o pelos de animal, largas correas de ancho regular sin puntos débiles, tazones de madera acabados con una fina suavidad, fuentes de servir hechas de hueso o con las partes más finas de troncos, tazas, tazones y cucharones, capuchas, sombreros, protectores para pies y para manos y demás bolsas; incluso se comparaba a los bebés. Entre las mujeres no se reconocían los méritos con demasiada facilidad. Se daba en ellas una gama más sutil de matices en la expresión, en los gestos o en las posturas que diferenciaban con sensibilidad, pero que no por eso era menos ecuánime a la hora de percibir la diferencia entre lo mediocre y lo bueno y al dar su aprobación a lo que era realmente bello.
    La posición relativa de la curandera de cada clan y de cada Mog-ur era un elemento básico para determinar su respectiva posición. Tanto Iza como Creb habían contribuido a que el clan de Brun ocupara el primer lugar, así como el hecho de que el clan había sido el primero durante varias generaciones antes que él, lo cual, sin embargo, sólo supuso a Brun una ligera ventaja cuando se convirtió en jefe. Por importante que fueran todos los factores concurrentes, la capacidad de liderazgo del jefe del clan era lo decisivo. Y si la competición entre las mujeres era sutil, la determinación de qué jefe era más capaz lo era muchísimo más.
    En parte, esa determinación dependía de lo bien que los hombres de cada clan se comportaran en las competiciones, demostrando lo bien que un jefe los entrenaba y motivaba; dependía también, en parte, de lo duro que trabajaran las mujeres y de lo bien que se portaran, demostrando así que el jefe tenía mano firme para dirigir. Por otro lado, se basaba en la fidelidad a la tradición del clan, pero, sobre todo, la posición de un jefe, y por consiguiente de su clan, se basaba en la fuerza de su propio carácter. Brun sabía que esta vez le iban a acorralar hasta el límite; ya había perdido terreno al llevar consigo a Ayla.
    Las reuniones del clan eran también una oportunidad para reanudar viejas relaciones, ver a parientes de otros clanes e intercambiar chismes y cuentos que animarían más de una velada fría de invierno durante los años siguientes. Los jóvenes que no podían encontrar pareja en su propio clan, rivalizaban para llamar la atención, aunque los apareamientos sólo podían verificarse cuando la mujer fuera aceptable para el jefe del clan del joven. Se consideraba un honor para una joven ser escogida, especialmente por un clan de posición más elevada, aunque trasladarse lejos sería traumático para ellas y los seres queridos que dejaba atrás. A pesar de la recomendación de Zoug y del prestigio de la estirpe de Iza, ésta dudaba mucho de que Ayla consiguiera su compañero. Tener un hijo habría ayudado si éste fuera normal, pero su bebé deforme cerraba cualquier esperanza.
    Los pensamientos de Ayla iban muy lejos de la busca de un compañero. Bastante preocupación tenía con hacer acopio de valor para enfrentarse a la congregación de gente curiosa y suspicaz que había fuera de la cueva. Ella y Uba habían desempacado y establecido el hogar que sería su morada mientras durara su visita. La compañera de Norg había cuidado de que las piedras para el fuego y para señalar los límites estuvieran amontonadas muy a mano y había pellejos de agua a disposición de los clanes invitados. Ayla se había apresurado a exponer los regalos que traía para el clan anfitrión de la manera que Iza le explicara, y la calidad de su trabajo ya había llamado la atención. Se lavó para quitarse la suciedad del camino, se puso un manto limpio y después dio de mamar a su hijito mientras Uba esperaba con impaciencia. La muchacha ansiaba explorar el área que rodeaba la cueva y ver a toda la gente, pero no se atrevía a hacerlo sola.
    — ¡Date prisa, Ayla! —gesticuló—. Todos están fuera. ¿No puedes dar de mamar a Durc más tarde? Preferiría estar sentada al sol que en esta vieja cueva oscura. ¿Tú no?
    —No quiero que se ponga a chillar desde el principio. Ya sabes lo fuerte que grita. La gente creería que no soy buena madre —explicó Ayla—. No quiero hacer nada que les lleve a pensar de mí peor que ahora. Creb me dijo que la gente se sorprendería al verme, pero no creí que pudiera impedirnos permanecer aquí. Y tampoco creía que mirarían tan fijamente.
    —Bueno, nos han dejado entrar, y después de que Creb y Brun terminen de hablar con ellos, sabrán que eres una mujer del clan. Vamos, Ayla. No te puedes quedar siempre metida en la cueva, tendrás que dar la cara más tarde o más temprano. Dentro de poco se habrán acostumbrado a verte, lo mismo que nosotros. Yo no veo que seas tan diferente; realmente tengo que pensarlo.
    —Yo estaba con ellos antes de que tú nacieras, Uba, pero éstos no me habían visto nunca. Oh, está bien, tendré que superar esta situación. Vamos. No olvides llevar algo para darle de comer al oso cavernario.
    Ayla se levantó, apoyó a Durc contra su hombro y le dio golpecitos en la espalda mientras salían. Hicieron un ademán de respeto hacia la compañera de Norg al pasar por delante de su hogar. La mujer devolvió el saludo y regresó rápidamente a su tarea, cobrando súbitamente conciencia de que había estado mirándolas. Ayla respiró muy hondo al aproximarse a la entrada y alzó un poco más la cabeza. Estaba decidida a ignorar la curiosidad que la rodeaba; era una mujer del clan y tenía derecho a salir como cualquier otra.
    Su decisión fue sometida a prueba al máximo mientras salía a la brillante luz del sol. Todos los miembros de todos los clanes habían encontrado un pretexto para encontrarse cerca de la cueva esperando a que saliera la extraña mujer del clan. Muchos de ellos trataban de mostrarse discretos, pero otros muchos olvidaban o pasaban por alto la cortesía más elemental y se quedaban mirándola con la boca abierta de asombro. Ayla podía sentir cómo se ruborizaba. Cambió la postura de Durc como excusa para mirarle a él y no a la multitud de rostros vueltos hacia ella.
    Fue una suerte que mirara a su hijo. Su acción centró la atención en Durc, que había sido pasado por alto ante el primer impacto de la aparición de la joven madre. Expresiones y gestos —no todos ellos muy discretos— evidenciaban lo que pensaban de su hijo. Ojalá no se pareciera a sus propios hijos; si se pareciera a ella, podrían haberlo aceptado mejor. A pesar de lo que dijeron Brun y el Mog-ur, Ayla era de los otros; su bebé podía haberse ajustado al mismo molde. Pero Durc tenía suficientes características del clan para que sus diferencias parecieran deformaciones. Era un bebé toscamente deformado al que no debería habérsele dejado sobrevivir. No sólo se devaluó la apreciación de Ayla sino que Brun perdió todavía más terreno.
    Ayla volvió la espalda a las miradas suspicaces y a las bocas abiertas y se fue con Uba a mirar al oso cavernario en su jaula. Cuando las vio aproximarse, el enorme úrsido se movió pesadamente y tendió a través de los barrotes su enorme zarpa en espera de algo que comer. Las dos retrocedieron al ver la monstruosa zarpa con sus garras, más adaptadas para arrancar raíces y tubérculos que constituían gran parte de su dieta normal, que para trepar por los árboles sosteniendo su enorme volumen. A diferencia de los osos pardos, sólo los cachorros de los osos cavernarios eran suficientemente ágiles y pequeños para trepar. Ayla y Uba dejaron las manzanas en el suelo justo al lado de los fuertes postes de madera que otrora fueron árboles de buen tamaño.
    El animal, criado como un niño mimado que nunca había padecido hambre, era totalmente manso y se sentía a gusto entre la gente. La inteligente criatura había aprendido que ciertas acciones van acompañadas invariablemente de un complemento de golosinas: se sentó y pidió. Ayla habría sonreído ante sus payasadas de no haber recordado a tiempo que debía controlarse.
    —Ahora ya sé por qué dicen los clanes que sus osos cavernarios hablan —indicó Ayla por gestos a Uba—. Está pidiendo más. ¿Tienes otra manzana?
    Uba le entregó una de las pequeñas, duras y redondas frutas, y esta vez Ayla avanzó hasta la jaula y se la dio. Él se la metió en la boca, después se acercó a los barrotes y frotó su enorme cabeza melenuda contra un saliente de uno de los troncos de árbol.
    —Creo que lo que quieres es que te rasquen, viejo aficionado a la miel, ¿eh? —señaló Ayla.
    Le habían advertido que nunca utilizara la expresión significativa de oso, de oso cavernario o de Ursus en presencia de él; si se le llamaba por sus verdaderos nombres, recordaría quién era y caería en la cuenta de que no era precisamente un miembro del clan que le crió; eso le convertiría de nuevo en un oso salvaje, invalidaría la Ceremonia del Oso y echaría a perder la verdadera razón del festival. Ayla le rascó detrás de las orejas.
    —Eso te gusta, ¿verdad, dormilón de invierno? —señaló Ayla, y se puso a rascarle detrás de la otra oreja, que el oso había vuelto hacia ella—. Podrías rascarte las orejas si quisieras, pero eres perezoso. ¿O quieres que te hagan caso? Eres un bebé grandote y peludo.
    Ayla frotó y rascó la enorme cabezota, pero cuando Durc tendió la mano para agarrar los pelos del animal, retrocedió. Había acariciado y rascado a los animalitos heridos que llevaba a la cueva y consideraba que éste era un ejemplar más grandote y manso de la misma especie. Protegida por la pesada jaula, no tardó en perderle miedo al oso, pero su bebé era otra cosa. Cuando Durc tendió sus diminutas manos para cogerle de los pelos, de repente la enorme boca y las largas garras le parecieron peligrosas.
    — ¿Cómo has podido acercarte tanto? —gesticuló Uba, empavorecida—. A mí me daría miedo acercarme tanto a la jaula.
    —Es solamente un bebé muy grandote, pero me olvidé de Durc. Ese animal podría lastimarle si le hiciera una caricia. Puede parecer un bebé cuando pide comida o quiere que le atiendan, pero no quisiera pensar siquiera en lo que sucedería si se enfureciera —dijo Ayla mientras se alejaba de la jaula.
    No fue Uba la única que se sorprendió de la osadía de Ayla: todo el clan había estado observando. La mayoría de los visitantes se mantenían alejados, especialmente al principio. Los muchachitos jugaban acercándose a la carrera, llegando hasta la jaula y tocando al oso para presumir de valentía, y los hombres eran demasiado orgullosos para mostrar miedo, lo sintieran o no. Pero pocas veces las mujeres, fuera de las del clan anfitrión, se acercaban mucho, y meter las manos entre los barrotes para rascarlo ya de entrada era algo que no cabía esperar de una mujer. No les hizo cambiar la opinión que tenían de Ayla, pero sí les asombró.
    Ahora que todos habían visto bien a Ayla, empezaba la gente a alejarse, pero ella seguía sintiendo que la miraban subrepticiamente. Las miradas directas de los niños no la molestaban; la suya era la curiosidad de los pequeños hacia todo lo que fuera insólito, y no implicaba connotaciones de suspicacia ni desaprobación.
    Ayla y Uba se dirigieron a un lugar sombreado bajo una roca saliente en los límites exteriores de la amplia y pendiente área que había frente a la entrada de la cueva. Desde aquella discreta distancia podían observar las actividades sin faltar a la cortesía.
    Siempre había existido una intimidad de calidad especial entre Ayla y Uba. Ayla había sido hermana, madre y compañera de juegos para la niña, pero desde que Uba había comenzado seriamente su educación, y especialmente después de haber seguido a Ayla hasta la pequeña cueva, su amistad había adquirido un carácter de relación mutua más de igual a igual. Eran amigas íntimas. Uba tenía ya casi seis años y había llegado a la edad en que comenzaba a mostrar interés por el sexo opuesto.
    Estaban sentadas bajo la sombra fresca, Durc echado boca abajo sobre el manto tendido entre ambas, pataleando, agitando los brazos y alzando la cabeza para mirar a su alrededor. Durante el viaje había empezado a balbucear y a hacer ruidos con la boca, cosa que ningún niño del clan hacía nunca. Eso preocupaba a Ayla, al mismo tiempo que, inexplicablemente, le agradaba. Uba hacía comentarios sobre los muchachos mayores y sobre los jóvenes y Ayla bromeaba al respecto amistosamente. Por acuerdo tácito no se habló de los posibles compañeros para Ayla, aunque tenía una edad mucho más adecuada para aparearse. Las dos estaban contentas de que hubiera terminado el largo viaje y especulaban acerca de la Ceremonia del Oso, puesto que ninguna de las dos había asistido nunca a una reunión del clan. Mientras hablaban, una joven se acercó y, con un lenguaje silencioso, oficial y universalmente conocido, preguntó tímidamente si podía hacerles compañía.
    Le dieron la bienvenida: era el primer gesto amistoso que habían recibido. Pudieron ver que llevaba un bebé en su manto, pero estaba dormido y la mujer no mostró intenciones de despertarle.
    —Esta mujer se llama Oda —señaló con gestos formales después de haberse sentado, e hizo un gesto para indicar que quería saber los nombres de ellas. Uba respondió:
    —Esta muchacha se llama Uba, y la mujer es Ayla.
    —A ay... ¿Aayghha? Palabra—nombre no conozco. —El dialecto común de Oda y sus gestos eran algo diferentes, pero comprendieron la esencia de su comentario.
    —El nombre no es del clan —dijo la mujer rubia. Comprendía la dificultad que todos tenían con su nombre; incluso en su propio clan, había algunos que no podían decirlo bien del todo.
    Oda asintió con un gesto, alzó las manos como si fuera a decir algo y cambió de idea. Parecía nerviosa e incómoda. Finalmente señaló a Durc.
    —Esta mujer puede ver que tienes un bebé —dijo vacilando mucho—. ¿Es niño o niña?
    —El bebé es varón. El bebé se llama Durc, como el Durc de la leyenda. ¿Conoce la leyenda esta mujer?
    Los ojos de Oda reflejaron una curiosa expresión de alivio.
    —Esta mujer conoce la leyenda. El nombre no es común en el clan de esta mujer.
    —Tampoco es un nombre común en el clan de esta mujer. La verdad es que el bebé no es común. Durc es especial; el nombre le conviene —señaló Ayla con un matiz de orgulloso desafío.
    —Esta mujer tiene un bebé; es una niña. El nombre es Ura —dijo Oda; todavía parecía nerviosa y vacilante.
    Tras un incómodo silencio, Ayla preguntó, sin saber qué más decirle a aquella mujer cuya cordialidad iba acompañada de tanta vacilación:
    — ¿Está dormida la niña? Esta mujer querría ver a Ura si la madre lo permite.
    Oda pareció considerar la solicitud durante un rato y finalmente, como si tomara una decisión, sacó al bebé de su manto y lo puso en brazos de Ayla.
    Los ojos de Ayla se abrieron con una sorpresa que la dejó pasmada. Ura era joven —no podía haber nacido mucho antes de una luna pero no era su condición de recién nacida lo que asombraba a la mujer alta. ¡Ura tenía el mismo aspecto que Durc! Se parecía tanto a Durc como si fuera hermana suya. ¡La hijita de Oda podría haber sido suya!
    La mente de Ayla sufrió un fuerte impacto. ¿Cómo era posible que una mujer del clan tuviera un bebé parecido al suyo? Ella creía que Durc era diferente porque era parte del clan y parte de ella, pero sin duda Creb y Brun estaban en lo cierto desde el principio: Durc no era diferente, era deforme, lo mismo que era deforme el bebé de Oda. Ayla no sabía qué pensar, estaba tan desconcertada que no sabía qué decir. Finalmente, Uba rompió el prolongado silencio.
    —Tu bebé se parece a Durc, Oda. —Uba se olvidó de emplear el lenguaje formal, pero Oda comprendió.
    —Sí —asintió la mujer—. Esta mujer se sorprendió al ver al bebé de Aayghha. Por eso yo esta mujer quería hablar contigo. No sabía si el tuyo era niño o niña, pero esperaba que fuera varón.
    — ¿Por qué? —quiso saber Ayla.
    Oda miró a la niña que tenía en el regazo.
    —Mi hijita es deforme —señaló sin mirar directamente a Ayla—; tenía miedo de que nunca encontrara compañero cuando creciera. ¿Qué hombre iba a querer a una mujer tan deforme? —Los ojos de Oda suplicaban al mirar a Ayla—. Cuando yo... cuando esta mujer vio a tu bebé, yo esperaba que fuera varón porque... tampoco será fácil que tu hijo encuentre compañera, ¿sabes?
    A Ayla no se le había ocurrido aún pensar en una compañera para Durc. Oda tenía razón: podía costarle trabajo encontrar una mujer para aparearse. Ahora comprendía por qué se les había acercado Oda.
    — ¿Es saludable tu hija? —preguntó—. ¿Fuerte?
    Oda se miró las manos antes de responder:
    —La niña es delgada pero tiene buena salud. La nena tiene débil el cuello, pero se está fortaleciendo —expresó con fervor.
    Ayla miró más de cerca a la pequeña, pidiendo permiso con la mirada antes de quitarle las mantillas. Era más rechoncha que Durc, su estructura se parecía más a la de los bebés del clan, pero sus huesos eran más delgados. Tenía la misma frente alta y la misma forma general de la cabeza, sólo que los arcos ciliares eran mucho más pequeños. Su nariz era casi diminuta, pero se veía a las claras que tendría la mandíbula prognata, sin barbilla, de la gente del clan. El cuello de la niña era más corto que el de Durc, pero decididamente mucho más largo que lo normal en los del clan. Ayla levantó a la niña, sosteniéndole automáticamente la cabeza, y comprobó los esfuerzos iniciales de la niña por sostener su cabeza, que tan familiares le eran.
    —Su cuello se fortalecerá, Oda. El de Durc era todavía más débil cuando nació, y ahora, míralo.
    — ¿Lo crees así? —preguntó anhelantemente Oda—. Esta mujer quiere preguntar a la curandera del primer clan que tome en cuenta a esta criatura como compañera para su hijito —propuso formalmente Oda.
    —Creo que Ura sería una buena compañera para Durc, Oda.
    —Entonces, ¿preguntarás a tu compañero si estará conforme?
    —Yo no tengo compañero —respondió Ayla.
    — ¡Oh! Entonces tu hijo es desafortunado —gesticuló Oda con desilusión—. ¿Quién le entrenará si no estás apareada?
    —Durc no es desafortunado —insistió Ayla—. No todos los bebés nacidos de mujeres sin aparear son desafortunados. Vivo en el hogar del Mog-ur; él no caza, pero el propio Brun ha prometido entrenar a mi hijo. Será un buen cazador y un buen proveedor. También tiene un tótem de cazador. El Mog-ur ha dicho que es el Lobo Gris.
    —No importa —expresó rápidamente Oda—; un compañero desafortunado es mejor que ninguno. Ojalá tengas razón. Nuestro Mog-ur no nos ha comunicado aún cuál es el tótem de Ura, pero un Lobo Gris es lo suficientemente fuerte para el tótem de cualquier mujer.
    —Excepto el de Ayla —interpuso Uba—. Su tótem es el León Cavernario; ella fue elegida.
    — ¿Cómo has podido tener un bebé? —preguntó Oda, atónita—. El mío es el Hámster, pero esta vez sí que combatió denodadamente. Mi primera hija no me costó tanto.
    —También mi embarazo fue difícil. ¿Tienes otra hija? ¿Es normal?
    —Lo era. Ahora está en el otro mundo —señaló Oda tristemente.
    — ¿Por eso han permitido que viva Ura? Me sorprende que te hayan permitido conservarla —observó Ayla.
    —Yo no quería quedarme con ella, pero mi compañero me obligó. Es mi castigo —confesó Oda.
    — ¿Tu castigo?
    —Sí —expresó Oda con un gesto—. Yo deseaba una niña y mi compañero, un niño. Es sólo porque quise tanto a mi primer bebé. Cuando fue muerta, quise otra nenita como ella. Mi compañero dice que Ura es deforme porque tuve malos pensamientos durante mi embarazo. Él dice que si hubiera querido un niño, habría nacido normal. Me ha obligado a conservarla para que todos sepan que no soy buena mujer. Pero no se ha deshecho de mí, tal vez porque nadie más me ha querido.
    —Yo no creo que seas tan mala mujer, Oda —señaló compasivamente Ayla—. Iza quería una niña cuando esperaba tener a Uba. Me dijo que todos los días le pedía a su tótem que fuera niña. ¿Cómo murió tu primera niña?
    —Fue muerta por un hombre. —Oda enrojeció de confusión—. Un hombre parecido a ti, Aayghha, un hombre de los otros.
    « ¿Un hombre de los otros? —se dijo Ayla—. Un hombre parecido a mí.» Sintió que un escalofrío la recorría la espalda y que las raíces de sus cabellos se estremecían. Se dio cuenta del desconcierto de Oda.
    —Iza dice que nací de los otros, Oda, pero no recuerdo nada de ellos. Ahora soy del clan —dijo, alentadoramente—. ¿Cómo sucedió todo?
    —Íbamos de cacería otras dos mujeres y yo, acompañando a los hombres. Nuestro clan vive al norte de aquí, pero esa vez llegamos más al norte que nunca. Los hombres se fueron temprano del campamento y nosotras nos quedamos para recoger leña y hierba seca. Había muchísimas moscas azules y sabíamos que deberíamos tener una hoguera encendida para secar la carne. De repente esos hombres irrumpieron en nuestro campamento. Querían aliviar sus necesidades con nosotras, pero no hicieron la señal; de haberla hecho, yo habría adoptado la posición, pero no me dieron oportunidad. Nos cogieron y nos arrojaron al suelo. Fueron muy bruscos. Ni siquiera me dejaron colocar a un lado a mi bebé. El que se apoderó de mí rompió mi manto y mi capa; mi bebé cayó, pero él no se dio cuenta.
    »Cuando hubo terminado —prosiguió Oda—, otro hombre iba a tomarme, pero un tercero vio a mi bebé; levantó a la niña y me la dio, pero estaba muerta, se había golpeado la cabeza con una piedra al caer. Entonces el hombre que la había levantado del suelo pronunció unas palabras en voz muy fuerte y todos se alejaron. Cuando regresaron los cazadores, se lo contamos, y nos llevaron a casa inmediatamente. Mi compañero fue muy bueno conmigo entonces; se entristeció mucho por lo de mi niña. ¡Me alegré tanto al descubrir que mi tótem había sido derrotado nuevamente tan pronto después de haberla perdido! Ni siquiera tuve una sola vez la maldición femenina; pensé que mi tótem se había entristecido que yo perdiera a mi bebé y había decidido que yo tuviera otro bebé para consolarme. Por eso creí que podría tener otra niña, pero no debería haber deseado que fuera niña».
    —Lo siento —dijo Ayla—. No sé lo que sería de mí si perdiera a Durc. Estuve a punto de perderlo. Hablaré al Mog-ur acerca de Ura; estoy segura de que hablará con Brun; quiere mucho a mi hijo. Y pienso que Brun también estará de acuerdo. Resultaría más fácil así que buscar a una mujer de nuestro clan para aparearla con un hombre deforme.
    —Esta mujer quedará muy agradecida a la curandera, y prometo educarla bien, Aayghgha. Será una buena mujer, no como su madre. El clan de Brun tiene la posición más alta; creo que mi compañero estará conforme. Si sabe que hay un lugar para Ura en el clan de Brun, tal vez no esté tan enojado conmigo. Siempre me está diciendo que mi hija no será más que una carga y nunca tendrá posición. Y cuando Ura sea mayor, le podré decir que no tendrá que preocuparse por encontrar un compañero. Puede resultar penoso para una mujer que ningún hombre la quiera —dijo Oda.
    —Lo sé —apostilló la mujer alta y rubia—. Hablaré con el Mog-ur tan pronto como pueda.
    Cuando Oda se fue, Ayla se quedó pensativa y preocupada. Uba se dio cuenta de que necesitaba silencio y no la distrajo. «Pobre Oda, era feliz, tenía un buen compañero y una hija normal. Entonces tuvieron que presentarse aquellos hombres y echarlo todo a perder. ¿Por qué no hicieron la señal? ¿No podían ver que Oda tenía un bebé? Esos hombres de los otros son tan malos como Broud. Peores. Por lo menos Broud le hubiera permitido apartar primero a su hijita. ¡Los hombres y sus necesidades! Los hombres del clan, los hombres de los otros: son todos iguales».
    Mientras reflexionaba, su mente volvía atrás para pensar en los otros. «Hombres de los otros, hombres que se parecen a mí, ¿quienes son los otros? Iza dice que yo había nacido de ellos. ¿Por qué no recuerdo nada de los otros? Ni siquiera recuerdo el aspecto que tienen. ¿Dónde viven? Me pregunto qué aspecto tendrá un hombre de los otros». Ayla recordó su reflejo en la poza quieta junto a la cueva y trató de imaginar a un hombre con su rostro. Pero cuando pensaba en un hombre, lo que le venía a la mente era la imagen de Broud, y tras un destello de clarividencia, el torbellino de ideas confusas que se arremolinaban en su mente empezó a ordenarse.
    « ¡Los hombres de los otros! ¡Naturalmente! Oda ha dicho que uno de ellos alivió sus necesidades con ella y que después no tuvo la maldición ni una sola vez. Entonces dio a luz a Ura, igual que Durc nació después de que Broud alivió conmigo sus necesidades. Ese hombre era de los otros y yo nací de ellos, pero tanto Oda como Broud son del clan. Ura no es más deforme que mi Durc. Éste es en parte como yo y en parte como el clan, y lo mismo sucede con Ura. O mejor dicho, es parte de Oda y parte de aquel hombre que mató a su bebé. De modo que Broud inició a Durc... con su órgano, no con el espíritu de su tótem.
    »Pero las demás mujeres, las que estaban con Oda no tuvieron bebés deformes. Y si cada vez que lo hacen los hombres y las mujeres siempre se iniciara un bebé, pues sólo habría bebés. Tal vez también Creb tenga razón. El tótem de una mujer tiene que ser derrotado; pero ella no se traga la esencia del tótem sino que el hombre lo mete dentro de ella con su órgano. Y entonces se mezcla con la esencia del tótem de la mujer. No son sólo los hombres, también las mujeres.
    » ¿Por qué tuvo que ser Broud? Yo quería un bebé, mi León cavernario sabía cuánto deseaba tener un bebé, pero Broud me odia. También odia a Durc. Pero, ¿quién otro podría haber sido? Ninguno de los demás hombres se ha interesado por mí, soy demasiado fea. ¡Broud sólo lo hizo porque sabía lo mucho que me disgustaba! ¿Sabría mi León Cavernario que el tótem de Broud ganaría finalmente? Su esencia debe de ser poderosa; Oga tiene ya dos hijos. Brac y Grev tienen que haber sido iniciados también por el órgano de Broud, lo mismo que Durc.
    » ¿Significa eso que son hermanos? ¿Hermanos? ¿Como Brun y Creb? También Brun tiene que haber iniciado a Broud dentro de Ebra. A menos que haya sido algún otro hombre. Pero no es probable. Por lo general, los hombres no hacen la señal a la mujer del jefe; es una falta de cortesía. Y a Broud no le gusta compartir a Oga. Durante la cacería del mamut, Crug siempre usó a Ovra. Todos podían ver su necesidad y Goov era más considerado. Incluso Droog lo hizo una o dos veces.
    »Si Brun inició a Broud y Broud inicio a Durc, ¿significa eso que también Durc es parte de Brun? ¿Y Brac y Grev? Brun y Creb son hermanos; nacieron de la misma madre y probablemente fueron iniciados por el mismo hombre. También éste era jefe. ¿Significa eso que Durc es parte también de Creb? ¿Y qué pasa con Iza? Ella es hermana.» Ayla meneó la cabeza. «Todo esto es demasiado desconcertante», se dijo.
    «Pero el caso es que Broud inició a Durc. Me pregunto si mi tótem incitó a Broud a hacerme la señal la primera vez. Fue horrible, pero tal vez haya sido otra prueba, y quizá no hubiera otro medio. Mi tótem tenía que saberlo, tuvo que haberlo planeado. Sabía cuánto deseaba tener un bebé, y me dio la señal para indicarme que Durc viviría. ¿No se pondría furioso Broud si lo supiera? Me aborreció tanto que me dio lo que yo más había deseado.»
    —Ayla —dijo Uba interrumpiendo sus reflexiones—, acabo de ver a Creb y a Brun entrar en la cueva. Se está haciendo tarde, deberíamos empezar a preparar algo de comer; Creb tendrá hambre.
    Durc se había quedado dormido. Despertó al cogerlo Ayla en brazos, pero pronto volvió a quedarse dormido, bien envuelto en el manto junto al seno de su madre.
    «Estoy segura de que Brun permitirá que venga Ura y sea la compañera de Durc –pensaba mientras regresaban ambas a la cueva del clan anfitrión—. Están más hechos el uno para el otro de lo que Oda cree. Pero, ¿qué pasará conmigo? ¿Encontraré algún día un compañero apropiado para mí?».

    23

    Cuando llegaron los dos últimos clanes, Ayla pasó por el mismo penoso examen, en menor escala, que a su llegada. La mujer alta y rubia era algo extraña entre los casi doscientos cincuenta miembros del clan que se habían reunido allí. Llamaba la atención por donde pasara y todas sus acciones eran observadas con atención. Por anormal que pareciera, nadie podía descubrir en su comportamiento la menor desviación; Ayla mostraba un cuidado extremo en que nadie la descubriera.
    No dejaba traslucir ninguna de las características peculiares que de vez en cuando todavía se le escapaban en el ambiente menos tenso de su propia cueva. No reía, ni sonreía siquiera; no había lágrimas en sus ojos; no daba pasos largos ni movía airosamente los brazos de modo que se pudieran percibir sus tendencias poco femeninas. Era un dechado de virtud según los cánones del clan, una joven matrona ejemplar... y eso no chocaba a nadie. Nadie, fuera de su clan, había conocido a mujer alguna que obrara de otra manera. La verdad es que ese proceder hizo que su conducta fuera aceptable y, como había vaticinado Uba, todos se fueron acostumbrando a ella. Había demasiadas actividades en una reunión de los clanes como para que la novedad que representaba una mujer extraña acaparara por mucho tiempo su atención.
    No era fácil retener a tanta gente junta dentro de los estrechos límites del entorno de la cueva durante un prolongado período. Hacía falta cooperación, coordinación y una gran dosis de cortesía. Los jefes de los diez clanes estaban mucho más ocupados de lo que estaban cuando sólo tenían que preocuparse por sus propios miembros; el número de personas reunidas multiplicaba los problemas.
    Alimentar a la horda exigía la organización de partidas de caza. Aunque las normas y rangos establecidos dentro de un solo clan facilitaban la distribución de los cazadores, tan pronto como cazaban juntos dos o más clanes, surgían problemas. La posición del clan determinaba quién sería el jefe del grupo combinado, pero, ¿cuál de los hombres que ocupaban el tercer lugar era el más competente? Al principio probaron distintas soluciones, ordenando las posiciones con cierta diversidad para que nadie se ofendiera. Una vez iniciadas las competiciones, resultaría más fácil, pero ninguna partida de caza se ponía en marcha antes de haber decidido cuál sería la posición de cada uno de los hombres.
    Las expediciones de las mujeres para recolectar plantas también presentaban sus problemas. El caso era que demasiadas mujeres trataban de escoger los vegetales de mejor calidad. Un área podía verse agotada rápidamente sin que nadie hubiera obtenido todo lo necesario. Los alimentos conservados que habían traído consigo completaban la dieta de cada clan, pero los alimentos frescos siempre resultaban más deseables. El clan anfitrión solía recolectar muy lejos de su cueva antes de una reunión, pero incluso esa deferencia resultaba insuficiente para satisfacer las necesidades de todos. Aunque su tiempo no estuviera limitado por un largo viaje para el almacenamiento de alimentos en previsión del invierno, el clan anfitrión tenía que almacenar algo más de lo acostumbrado. Para cuando hubiera terminado la reunión, las plantas comestibles de los alrededores habrían desaparecido.
    El abastecimiento de agua procedente del río que, alimentado por un glaciar, corría allí cerca, era suficiente, pero la leña escaseaba. Se cocinaba fuera de la cueva a menos que lloviera, y los clanes preparaban sus comidas colectivamente en lugar de hacerlo en hogares separados. Aun así, la mayor parte de la leña seca caída y muchos árboles vivos, que tardarían más de una o dos estaciones en reponerse, se agotaban. Después de la reunión del clan, el entorno de la cueva nunca volvería a ser el de antes.
    El abastecimiento no era el único problema; el orden y concierto eran igualmente una cuestión importante. Los desechos humanos y demás basuras tenían que ser depositados en lugares adecuados. Y había que tener espacio. No sólo espacio para vivir y guarecerse dentro de la cueva, sino espacio para cocinar, espacio para reunirse, espacio para las competiciones, las danzas y los banquetes, y para circular.
    Organizar las actividades no era, de por sí, un trabajo insignificante. Todo ello implicaba interminables discusiones y compromisos dentro de una atmósfera cargada de una intensa confrontación. La costumbre y la tradición desempeñaban un gran papel para suavizar muchas tensiones, pero precisamente en este campo era donde más destacaba el talento administrativo de Brun.
    Creb no era el único que se deleitaba con la reunión del clan porque le permitía reunirse con sus pares. Brun disfrutaba del reto que representaba rivalizar con hombres cuya autoridad era igual a la suya. Éste era su reto: competir para dominar a los demás jefes. La interpretación de los procedimientos antiguos exigía a veces hilar muy fino, capacidad para tomar una decisión y la fuerza de carácter para hacerla cumplir, sabiendo, por otro lado, cuándo convenía ceder. Por algo era Brun el primer jefe. Sabía cuándo tenía que mostrarse enérgico, cuándo conciliador, cuándo solicitar el consenso y cuándo defender solo su posición. Siempre que se reunían los clanes solía surgir un hombre fuerte que pudiera fundir a los jefes autoritarios en una entidad coherente y operativa, al menos mientras durara la reunión. Ese hombre era Brun. Lo había sido desde que se convirtió en jefe de su propio clan.
    De haber perdido prestigio, el mero hecho de dudar de sí mismo le habría hecho perder esa ventaja. Sin la base que representaba la seguridad de su propio juicio, su desconfianza habría arrojado la sombra de la duda sobre sus decisiones. No podría enfrentarse a una reunión ni a los demás jefes en tales circunstancias. Pero precisamente esa combinación de fuerza y compromiso, dentro de la estructura inflexible de la tradición del clan, era lo que le había permitido hacer las concesiones que había hecho en el caso de Ayla. Y una vez pasada la amenaza contra él, comenzó a considerarla de manera distinta.
    Ayla había tratado de forzar una decisión, pero fue dentro de la estructura de las costumbres del clan, tal como ella las interpretaba, y no por una razón inaceptable. Ciertamente era una mujer, y como tal debía comprender cuál era su lugar, pero había recobrado el sentido viendo a tiempo lo equivocada que estaba. Cuando ella le mostró la ubicación de su cuevecita, se sintió pasmado ante la idea de que pudiera haber llegado hasta allá en un estado de debilidad tan grande. Se preguntó si un hombre lo hubiera logrado, y eso que la virilidad se medía de acuerdo con la resistencia estoica. Brun admiraba el valor, la determinación y la resistencia; demostraban fuerza de carácter. A pesar del hecho de que Ayla era una mujer, Brun admiraba su valor.
    —Si estuviera Zoug aquí, habríamos ganado la competición de tiro con honda —señaló Crug—. Nadie podría haberle derrotado.
    —Sólo Ayla —comentó Goov con gestos discretos—. Lástima que no haya podido competir.
    —No necesitamos de una mujer para ganar —gesticuló Broud— El concurso de tiro con honda no cuenta tanto, al fin y al cabo. Brun ganará con el lanzamiento de boleadoras, como siempre. Y todavía queda el lanzamiento de jabalina a la carrera.
    —Pero Voord, que ya ha ganado la carrera a pie, tiene también una buena oportunidad de ganar en lanzamiento y puntería con jabalina a la carrera —dijo Droog—, y Gorn se portó muy bien con la maza.
    —Espera hasta que les hagamos una representación de nuestra cacería del mamut. Nuestro clan está destinado a ganar —replicó Broud.
    La dramatización de cacerías formaba parte de muchas ceremonias; en ocasiones se producía espontáneamente después de una cacería especialmente excitante. A Broud le encantaba representarla. Sabía que era excelente cuando se trataba de evocar la sensación de excitación y drama de la cacería y le gustaba ser el centro de la atención.
    Pero la escenificación de la cacería cumplía un fin mucho más importante que una mera exhibición. Con la pantomima expresiva y unos cuantos elementos de utilería, mostraban técnicas y tácticas de caza a los jóvenes o a los demás clanes. Era una manera de desarrollar y compartir la experiencia. Si se les preguntara, todos convendrían en que el premio a otorgar al clan que mejor actuara en la complicada competencia era la posición: el hecho de ser reconocido como el mejor entre sus pares. Pero también había otro premio que se otorgaba aunque no se reconocía: las competiciones desarrollaban las habilidades necesarias para sobrevivir.
    —Ganaremos si tú diriges la danza de la cacería, Broud —dijo Vorn.
    El muchacho, de diez años de edad, que veía acercarse el momento de su virilidad, seguía idolatrando al futuro jefe. Broud alentaba su adoración permitiendo que tomara parte en las discusiones de los hombres si podía.
    —Lástima que tu velocidad no cuente, Vorn. Estuve mirando; ni siquiera te seguían de cerca; ibas muy por delante. Pero es un buen entrenamiento para la próxima vez —dijo Broud. A Vorn se le subieron los colores por afecto de este elogio.
    —Pero nos queda aún una buena oportunidad —señaló Droog—. Aunque podría fallar. Gorn es fuerte, ha peleado muy bien contra ti en la competición de lucha, Broud. No estaba muy seguro de que pudieras vencerle. El segundo de Norg debe de estar orgulloso del hijo de su compañera; ha crecido desde la última reunión. Creo que es el hombre más desarrollado que hay aquí.
    —Tiene fuerza, es cierto —dijo Goov—. Se vio cuando ganó con la maza, pero Broud es más rápido y casi igual de fuerte. Gorn llegó segundo, pero con muy poca diferencia.
    —Y Nouz tira bien con honda. Creo que ha debido de ver a Zoug desde la última vez y decidió entrenarse; no quiso que un viejo volviera a derrotarle —agregó Crug—. Si ha practicado lo mismo con las boleadoras, puede ser un fuerte rival para Brun. Voord corre muy aprisa, pero creí que le darías alcance, Broud. También fue muy reñida la carrera: sólo estabas un paso detrás de él.
    —Droog hace las mejores herramientas —señaló Grod. Pocas veces se decidía a comentar algo; era muy lacónico.
    —Seleccionar las mejores y traerlas aquí es una cosa, Grod, pero hace falta suerte para hacerlas bien cuando todos están mirándole a uno. Ese joven del clan de Norg tiene pericia —replicó Droog.
    —Es un concurso en que tú tienes la ventaja precisamente porque él es más joven, Droog. Estará más nervioso y tú tienes más experiencia en cuanto a competir. Podrás concentrarte mejor —le alentó Goov.
    —Pero, aun así, hace falta suerte.
    —Para todo hace falta suerte —dijo Crug—. Sigo creyendo que el viejo Dorv cuenta una historia mejor que nadie.
    —Porque estás acostumbrado a él, Crug —indicó Goov—. Es una competición muy difícil de juzgar. Incluso algunas de las mujeres cuentan bien las historias.
    —Pero no son tan excitantes como las danzas de caza. Creo que los del clan de Norg estaban hablando de cómo cazaron un rinoceronte, pero se callaron al verme —dijo Crug— Quizá representen esa cacería.
    Oga se acercó a los hombres con timidez y les informó por señas que la cena estaba servida. Le hicieron señas de que se retirara. Ella esperaba que no tardaran demasiado en decidirse a cenar; cuanto más se retrasaran, más tardarían las mujeres en juntarse con las demás que se estaban reuniendo para contar cuentos, y Oga no quería perderse ninguno. Por lo general eran las viejas quienes representaban las leyendas e historias del clan con pantomimas teatrales. A menudo esas historias pretendían educar a los jóvenes, pero todas eran entretenidas: historias tristes que partían el corazón, cuentos felices que proporcionaban deleite o inspiración, y relatos humorísticos que ayudaban a que las propias situaciones de apuro resultaran menos ridículas.
    Oga regresó al fuego cerca de la cueva.
    —Creo que todavía no tienen hambre —dijo.
    —Pues parece que han decidido venir —señaló Ovra—. Ojalá no cenen demasiado despacio.
    —También Brun viene; sin duda ha concluido la reunión de los jefes, pero no sé dónde está Mog-ur —agregó Ebra.
    —Entró antes en la cueva con los Mog-ures. Sin duda están en la cámara de los espíritus de este clan. Imposible saber cuándo saldrán. ¿Tendremos que esperarle? –preguntó Uka.
    —Dejaré algo preparado para él —dijo Ayla—. Siempre se olvida de comer cuando se prepara para alguna ceremonia. Está tan acostumbrado a comer frío que a veces me parece que lo prefiere así. No creo que le importe que no le esperemos.
    —Mira, ya empiezan. Vamos a perdernos los primeros cuentos —indicó Oga, decepcionada.
    —No queda más remedio, Ona —dijo Aga—. No podemos ir mientras no hayan terminado los hombres.
    —No vamos a perdernos muchos, Ona —fue el consuelo que Ika le brindó—. Las historias durarán toda la noche, y mañana los hombres mostrarán sus mejores cacerías y podremos presenciarlas. ¿No creéis que será excitante?
    —Yo preferiría ver las historias de las mujeres —dijo Ona.
    —Broud dice que nuestro clan va a representar la caza del mamut. Cree que es seguro que ganaremos; Brun le dará permiso para encabezarla —señaló Oga con los ojos brillantes de orgullo.
    —Será excitante, Ona. Recuerdo cuando Broud se hizo hombre y dirigió la danza de la caza. Todavía no sabía yo hablar, ni comprendía a nadie, pero era excitante —señaló Ayla.
    Una vez servida la cena, las mujeres se quedaron esperando anhelantes, lanzando miradas ansiosas hacia la concentración.
    —Ebra, puedes irte a ver vuestras historias; nosotros tenemos que discutir algunos asuntos —expresó Brun.
    Las mujeres recogieron a sus bebés y empujaron a los niños hacia el grupo que estaba sentado en círculo alrededor de una vieja que acababa de comenzar una nueva historia.
    «... y la madre de la Gran Montaña de Hielo...»
    —Date prisa —indicó Ayla—. Está contando la leyenda de Durc. No quiero perderme nada. Es mi predilecta.
    —Todo el mundo la sabe, Ayla —dijo Ebra. Las mujeres del clan de Brun hallaron donde sentarse y muy pronto se sintieron cautivadas por el cuento.
    —Lo cuenta algo distinto —dijo Ayla al cabo de un rato.
    —La versión de cada clan es algo distinta, y cada narrador tiene su estilo, pero es la misma historia. Lo que pasa es que estamos acostumbradas a Dorv. Es hombre y comprende mejor las cosas que se refieren a los hombres. Una mujer cuenta más de las madres, no sólo de la madre de la Gran Montaña del Hielo, sino de lo tristes que se sentían las madres de Durc y de los otros jóvenes cuando éstos abandonaron el clan —respondió Uka.
    Ayla recordó que Uka había perdido a su hijo en el terremoto. La mujer podía comprender la tristeza de una madre al perder a su hijo. La versión modificada daba a la leyenda un nuevo significado también para Ayla. Durante un rato, su frente se vio surcada de arrugas reveladoras de su preocupación. «Mi hijo se llama Durc; espero que eso no signifique que habré de perderlo algún día. —pensó Ayla abrazando a su bebé—. No, no puede ser. Estuve a punto de perderlo una vez, el peligro ha pasado ya, ¿no es así?»
    Una brisa errante agitó unos cuantos mechones sueltos del cabello de Brun, refrescando por un instante su frente cubierta de sudor, mientras calculaba cuidadosamente la distancia hasta el tocón de un árbol junto a la orilla del espacio abierto frente a la cueva. El resto del árbol, despojado de sus ramas, formaba parte de la empalizada que rodeaba al oso cavernario. El soplo de aire era más bien un inconveniente; no aliviaba en nada el calor sofocante del sol vespertino que caía pesadamente sobre el campo polvoriento. Pero el céfiro etéreo tenía más movimiento que la multitud que, formando círculo, observaba presa de una tremenda tensión.
    Brun estaba igualmente inmóvil, erecto, con los pies separados, el brazo derecho colgando y sosteniendo con la mano el cabo de sus boleadoras. Las tres pesadas bolas de piedra, envueltas en cuero moldeado y sujetas a correas trenzadas, de longitud desigual, estaban en el suelo. Brun deseaba ganar ese concurso, no sólo por el placer de competir —aunque eso también tenía su importancia— sino porque necesitaba mostrar a los demás jefes que no había perdido sus facultades competitivas.
    Llevar a Ayla a la reunión del clan le había salido caro; comprendía ahora que él y su clan se habían acostumbrado demasiado a ella. Era una anomalía demasiado grande para que los demás la aceptaran en tan corto tiempo. Incluso el Mog-ur estaba luchando por conservar su lugar y no había conseguido convencer a los demás Mog-ures de que era una curandera de la estirpe de Iza. Estaban dispuestos a prescindir de la bebida especial sacada de las raíces antes que permitir que ella lo elaborara. La pérdida de la posición de Iza era un apoyo más que se derrumbaba bajo la posición bamboleante de Brun.
    Si su clan no quedaba primero en las competiciones, estaba seguro de que perdería importancia, y aunque todavía estaban compitiendo, el resultado distaba mucho de estar asegurado. Y aunque ganar en la competición no garantizaría que su clan ocupara el primer lugar, por lo menos le situaría en igualdad de oportunidades. Había otras muchas variables. El clan que recibía a los demás siempre tenía ventaja, y el clan de Norg era precisamente el que le estaba ofreciendo más oposición. Si quedaban segundos con poca diferencia, podría obtener Norg suficiente apoyo para lograr el primer lugar. Norg lo sabía, y por eso era su rival más implacable. Brun estaba defendiendo su posición merced a su fuerza de voluntad.
    Brun entre cerró los ojos mirando al tocón. El movimiento, apenas perceptible, fue suficiente para que la mitad de los espectadores contuvieran la respiración. Al instante siguiente, la figura inmóvil se convirtió en un movimiento fulminante, y las tres bolas de piedra, girando alrededor de su centro, volaron hacia el tronco. Brun supo, en el momento en que las boleadoras abandonaban su mano, que había errado el tiro: las piedras dieron en el blanco y después rebotaron, sin lograr envolverlo. Brun avanzó para recoger su arma mientras Nouz ocupaba su lugar. Si Nouz fallaba por completo Brun ganaría. Si golpeaba el tocón, ambos tendrían derecho a probar de nuevo. Pero si Nouz envolvía el tocón con sus boleadoras, habría ganado la partida.
    Brun se quedó a un lado con el rostro impasible, conteniendo el ansia de agarrar su amuleto y limitándose a dirigir una súplica mental a su tótem. Nouz no puso tantos reparos: tentó la bolsita de cuero que llevaba colgada al cuello, cerró los ojos y miró al tocón. Con un impulso súbito de movimiento rápido, dejó volar sus boleadoras. Sólo largos años de control de sus emociones permitieron que Brun disimulara su frustración al ver que las correas se enredaban alrededor del tocón y se quedaban allí. Nouz había ganado y Brun sintió que su posición se le escapaba más aún.
    Brun se quedó en su sitio mientras se llevaban al campo tres pieles curtidas. Una fue atada al tocón podrido de un viejo tronco, enorme, cuya cima desigual era un poco más alta que los hombres. Otra fue tendida sobre un tronco caído y cubierto de musgo, de respetables proporciones, junto a la orilla del bosque, y sujeta al suelo con piedras. La tercera fue extendida sobre el suelo e igualmente sujeta con piedras. Las tres formaban un triángulo de lados más o menos iguales. Cada uno de los clanes escogió a un hombre para competir en este concurso, y los elegidos se pusieron en fila, por orden de importancia del clan, junto a la piel tendida sobre el suelo. Otros hombres, portadores de agudas lanzas, hechas casi todas con madera de tejo, algunas también con madera de abedul, álamo y sauce, se dirigieron a los otros blancos.
    Dos jóvenes de los clanes de menor categoría formaron la primera pareja. Cada uno de ellos, lanza en mano, esperaba tensamente, uno junto al otro, con los ojos fijos en Norg. Tan pronto como éste dio la señal, ambos se abalanzaron hacia el tronco erguido y arrojaron sus lanzas contra él a través del cuero, apuntando al lugar donde habría estado el corazón del animal si la piel lo cubriera aún; después cogieron otra lanza que les tendían sus compañeros del clan apostados junto al blanco. Corrieron hacia el tronco caído y le asestaron la segunda lanza. Para cuando se apoderaron de la tercera lanza, uno de los hombres llevaba una clara ventaja. Corrió hacia la piel del suelo, enterró la lanza lo más profundamente y lo más cerca del centro que pudo, y alzó los brazos con gesto de triunfo.
    Después de la primera carrera, quedaron cinco hombres. Tres de ellos se alinearon para la segunda carrera, esta vez de los clanes de más alta categoría. Al que quedaba el último se le daba otra oportunidad contra los dos restantes. Entonces, los dos hombres que quedaran segundos formaban pareja, quedando tres seleccionados para la carrera final: los dos ganadores de la primera carrera y el ganador de la última. Los finalistas fueron Broud, Voord y el representante del clan de Norg, Gorn.
    De los tres, Gorn era el que había participado en cuatro carreras para llegar a las finales, mientras que los otros dos estaban bastante descansados después de dos carreras. Gorn había ganado la primera por parejas, pero llegó tercero cuando corrieron los tres clanes de primera categoría. Volvió a correr con los dos últimos hombres y quedó segundo, después formó pareja con el hombre que había llegado segundo en la carrera cuando él fue tercero, y esta vez le derrotó. Gorn había quedado finalista por agallas y aguante, y se había hecho acreedor de la admiración de todos.
    Cuando los tres hombres estuvieron en línea para la última carrera, Brun avanzó hacia el campo.
    —Norg —dijo—, creo que sería más equitativa la última carrera si la pospusiéramos para darle a Gorn la posibilidad de descansar. Creo que el hijo de la compañera de tu segundo—al—mando se lo merece.
    Hubo asentimiento general, y la posición de Brun subió un poco, aunque Broud puso mala cara. La sugerencia situaba a su clan en una posición menos ventajosa: se perdía la ventaja que pudiera haber tenido Broud al correr contra un hombre cansado, pero demostraba la rectitud de Brun, y Norg no podía negarse. Brun había ponderado rápidamente las alternativas: si perdía Broud, su clan se expondría a perder su posición, pero si Broud ganaba, la evidente honradez de Brun incrementaría su prestigio y daría la impresión de una confianza que estaba lejos de experimentar. Sería un triunfo limpio —no podrían pensar que Gorn habría podido ganar de haber estado menos cansado— si ganaba Broud. Y era más justo. Ya estaba la tarde avanzada cuando todos se reunieron de nuevo alrededor del campo. Las tensiones contenidas habían renacido con más fuerza. Los tres jóvenes, ahora ya descansados, saltaban calentando los músculos y blandiendo las lanzas para encontrar el equilibrio deseado. Goov se acercó al tronco con dos hombres de los otros clanes, y Crub se fue al tronco caído, con otros dos. Broud, Gorn y Voord se alinearon, los tres enfrentados, fijaron la mirada en Norg y esperaron su señal. El jefe del clan anfitrión alzó el brazo, lo dejó caer bruscamente y los hombres partieron.
    Voord saltó el primero con Broud sobre sus talones y Gorn corriendo esforzadamente detrás. Voord estaba cogiendo ya su segunda lanza cuando Broud lanzó la suya contra el tronco podrido. Gorn renovó su punta de velocidad, lo cual incitó a Broud a correr tras él mientras se dirigían al tronco caído, pero Voord seguía a la cabeza. Picó su lanza en el tronco cubierto de cuero justo cuando Broud alzaba su lanza, pero dio en un nudo oculto y la lanza cayó al suelo. Para cuando la recogió y volvió a lanzarla, tanto Broud como Gorn le habían dejado atrás. Cogió su tercera lanza y les siguió, pero para Voord la carrera estaba perdida.
    Broud y Gorn se dirigían a todo correr hacia el último blanco, con las piernas golpeando rítmica y fuertemente el suelo, el corazón palpitando con fuerza. Gorn empezó a adelantarse a Broud, pero al ver que el gigante de anchos hombros iba a hacerle morder el polvo, Broud se enfureció: creyó que sus pulmones iban a estallar al lanzarse hacia delante, forzando cada uno de sus músculos y tendones. Gorn llegó a la piel tendida en el suelo un instante antes que Broud, pero mientras alzaba el brazo, Broud se abalanzó y clavó su lanza en el suelo a través del rudo cuero al pasar corriendo por encima de él. La lanza de Gorn se enterró una fracción de segundo después, pero ya era demasiado tarde.
    Cuando Broud dejó de correr, los cazadores del clan de Brun le rodearon; Brun les miraba con los ojos brillantes de orgullo. Su corazón latía casi tan aprisa como el de Broud, había sufrido una agonía a cada paso del recorrido realizado por el hijo de su compañera. Ganó por muy poco, y durante unos cuantos momentos de tensión, Brun creyó que perdería, pero se lo había jugado todo y había ganado. Era una carrera decisiva, pero, al ganarla, sus posibilidades eran mayores. «Debo estar haciéndome viejo —se dijo—. He perdido el partido de boleadoras, pero Broud no, Broud ha ganado. Tal vez sea hora de entregarle el clan. Podría hacerle jefe y anunciarlo aquí mismo. Lucharé por el primer puesto y dejaré que vuelva a casa con el honor. Después de esta carrera, se lo merece. ¡Lo haré! ¡Se lo voy a decir ahora mismo!»
    Brun esperó hasta que los hombres terminaron de felicitarle y se acercó entonces al joven, esperando ver la dicha que revelarían los ojos de Broud al enterarse del gran honor que estaba a punto de recibir. Sería una buena recompensa por la magnífica carrera que había realizado. Era el mejor regalo que podía hacer al hijo de su compañera.
    — ¡Brun! —Broud vio al jefe y habló primero—. ¿Por qué tuviste que aplazar esta carrera? Estuve a punto de perderla. Podría haberle derrotado fácilmente si no le hubieras dado tiempo para descansar. ¿No te importa que tu clan sea el primero? —señaló con petulancia—. ¿O es que sabes que serás demasiado viejo para encabezar la siguiente reunión? Si voy a ser el próximo jefe, lo menos que podías hacer es dejarme empezar como el primero, como empezaste tú.
    Brun se quedó de una pieza, asombrado ante el ataque injurioso de Broud. Luchó por dominar sus emociones en conflicto. «No entiendes —se decía Brun —, me pregunto si llegarás a entender algún día. Este clan es el primero y, si puedo, seguirá siéndolo. Pero, ¿qué pasará cuando tú seas el jefe, Broud? ¿Por cuánto tiempo será este clan el primero?» El orgullo abandonó sus ojos y un gran pesar se apoderó de él, pero también supo controlarlo. «Quizá sea demasiado joven —reflexionó—, quizá sólo necesite un poco más de tiempo, un poco más de experiencia. ¿Se lo he explicado realmente alguna vez?»
    Brun trataba de olvidar que a él nadie había tenido que explicárselo.
    —Broud, si Gorn hubiera estado cansado, ¿habría sido tan brillante tu victoria? ¿Y si los demás clanes hubieran dudado de que fueras capaz de derrotarle cuando estuviera descansado? Ahora saben de cierto que has ganado, y tú también lo sabes. Te has portado bien, hijo de mi compañera —señaló amablemente Brun—. Has hecho una excelente carrera.
    A pesar de su amargura, Broud seguía respetando a aquel hombre más que a ninguno, y no pudo dejar de responder. En aquel momento sintió Broud, como lo había sentido el día de la cacería de su virilidad, que daría cualquier cosa por recibir un halago de Brun.
    —No se me había ocurrido, Brun. Tienes razón, así todos saben que gané, saben que soy mejor que Gorn.
    —Con esta carrera y si Droog gana la competición de talla de herramientas, si nuestra cacería del mamut gana esta noche, estamos seguros de ser los primeros —dijo Crug, lleno de entusiasmo—. Y tú serás uno de los elegidos para la Ceremonia del Oso, Broud.
    Otros hombres se agolparon alrededor de Broud para felicitarle mientras regresaba a la cueva. Brun le vio alejarse y también vio que Gorn regresaba rodeado por el clan de Norg. Un viejo le dio golpecitos en la espalda como para infundirle ánimos.
    «El segundo de Norg tiene razones para enorgullecerse del hijo de su compañera —pensaba Brun—. Broud puede haber ganado la carrera, pero no estoy seguro de que sea el mejor.» Brun había logrado controlar su pesar, pero no lo había eliminado, y aunque luchaba por enterrarlo más profundamente, el dolor no desaparecía. Broud seguía siendo el hijo de su compañera, el preferido de su corazón.
    —Los hombres del clan de Norg son cazadores valientes —admitió Droog—. Ha sido un buen plan ese de cavar un hoyo por el camino que sigue el rinoceronte para ir a beber y cubrirlo con hojarasca para ocultarlo. Tal vez convendrá que lo empleemos alguna vez. Hace falta mucho valor para obligarle a retroceder cuando echa a correr; el rinoceronte puede ser más feroz que el mamut y mucho más imprevisible. Además, los cazadores de Norg lo han relatado bien.
    —Pero, de todos modos, no ha sido tan buena como nuestra cacería del mamut. Todos lo han reconocido —dijo Crug—. Gorn ha merecido ser uno de los escogidos. Casi todos los torneos han sido entre Broud y Gorn. Durante un buen rato he temido que este año no ganáramos las competiciones. El clan de Norg es segundo, pero nos sigue de cerca. ¿Qué té parece el tercero seleccionado, Grod?
    —Voord se ha portado bien, pero yo habría escogido a Nouz —respondió Grod—. Creo que también Brun prefería a Nouz.
    —Ha sido una difícil decisión, pero creo que Voord se lo merecía —comentó Droog.
    —No vamos a ver ya mucho a Goov hasta después del festival —dijo Crug—. Ahora que las competiciones han concluido, los acólitos se van a pasar todo el tiempo con los Mog-urs. Espero que las mujeres no crean que porque Broud y Goov no cenen esta noche con nosotros tendrán que preparar menos comida. Yo voy a comer mucho; después ya no probaremos bocado hasta el festín de mañana.
    —Si yo fuera Broud, no tendría hambre —dijo Droog—. Es un gran honor ser escogido para la Ceremonia del Oso, pero si alguna vez le ha hecho falta valor, Broud lo necesitará mañana.
    Los primeros albores del día encontraron vacía la cueva. Las mujeres estaban ya levantadas trabajando a la luz del fuego y los demás no podían dormir. Los preparativos preliminares para el festín habían llevado días, pero ese trabajo no era nada comparado con lo que tenían por delante. Ya era pleno día mucho antes de que el disco deslumbrante surgiera tras las cimas de los montes, bañando el emplazamiento de la cueva con los rayos ardientes de un sol alto ya.
    La excitación se podía palpar, la tensión era insoportable. Una vez terminadas las competiciones, los hombres no tenían nada que hacer hasta las ceremonias y estaban inquietos. Su agitación nerviosa se contagiaba a los muchachos mayores, quienes, a su vez, excitaban a los más jóvenes y distraían a las mujeres: los hombres vagando a su alrededor y los niños corriendo por todos lados tropezaban constantemente con ellas.
    La agitación se calmó un rato cuando las mujeres repartieron pastelillos de mijo molido, mezclado con agua y cocido sobre piedras calientes. El desayuno con galletas blandas se consumió en un silencio solemne; este alimento estaba reservado para aquella única ocasión cada siete años, y salvo los niños de pecho, iba a ser la única comida que iban a ingerir antes del banquete. Los pastelillos de mijo eran un símbolo y sólo servían para abrir el apetito. A media mañana, el hambre, estimulada por deliciosos aromas procedentes de diversos fuegos, intensificó el bullicio, que se fue elevando hasta el nivel de fiebre a medida que se aproximaba la hora de la Ceremonia del Oso.
    Creb no se había acercado a Uba ni a Ayla con instrucciones para que se prepararan para el rito que habría de celebrarse más tarde, y ambas estaban seguras de que los Mog-ures no habían considerado aceptable a ninguna de las dos. No eran las únicas que habrían deseado que Iza se hubiera sentido suficientemente bien para hacer el viaje. Creb había apelado a todo su poder de persuasión para convencer a los demás magos de que permitieran a una de las dos preparar la bebida, pero, por mucho que anhelaran celebrar el rito y la experiencia poco frecuente de la bebida hecha con raíces, Ayla era demasiado extraña y Uba demasiado joven. Los Mog-ures se habían negado a aceptar a Ayla como mujer del clan y menos aún como curandera de la estirpe de Iza. La celebración de Ursus afectaba a algo más que a los clanes asistentes; las consecuencias, buenas o malas, de cualesquiera ritos que se celebraran en una reunión del clan, recaían sobre todo el clan. Los Mog-ures no querían arriesgarse a la posibilidad de invocar una mala suerte que causara desdicha a todos los miembros del clan allí donde se encontraran. Había demasiadas cosas en juego.
    Eliminar ese rito tradicional de la ceremonia contribuía a devaluar a Brun y su clan. A pesar de todos los esfuerzos de sus hombres en las competiciones, el hecho de que Brun hubiera aceptado a Ayla representaba una mayor amenaza para la posición del clan que cualquier otra cosa que hubiera ocurrido anteriormente. Estaba muy en contra de los convencionalismos. Sólo la posición inflexible de Brun frente a la oposición creciente mantenía la cuestión sin zanjar y no estaba seguro de que, al final, saldría triunfante.
    Poco después de que fueran servidos los pastelillos de mijo, los jefes se situaron cerca de la entrada de la cueva. Esperaron en silencio que los clanes reunidos les dedicaran su atención. El silencio se extendió como las ondas que una piedra provoca al caer en una poza, tan pronto como se reconoció la presencia de los jefes. Los hombres ocuparon prontamente los lugares que definían su clan y su situación en él. Las mujeres abandonaron su trabajo, hicieron señas a los niños de que se portaran bien y silenciosamente se sumaron a aquel trasiego. La Ceremonia del Oso estaba apunto de iniciarse.
    El primer redoble del palo duro y liso sobre el tambor de madera ahuecada en forma de tazón resonó como un súbito trueno en el silencio expectante que reinaba. Al ritmo lento y majestuoso siguió el golpeteo de lanzas de madera contra el suelo, lo cual agregaba una profundidad de sordina. Un ritmo en contrapunto de palos golpeando un tubo largo y hueco de madera se entrelazaba con el redoble majestuoso y fuerte, como un tema sonoro aparentemente independiente del primero; sin embargo, en los ritmos entrecortados que sonaban siguiendo distintos compases surgía un redoble más intenso que coincidía con cada quinto golpe del ritmo básico, como por casualidad. Se combinaban todos para producir una sensación creciente de expectativa, casi de ansiedad, hasta que tocaban al mismo tiempo. Cada respiro iniciaba otro aumento de la tensión en una oleada hipnótica tras otra oleada de sonido y sensación.
    Todos los sonidos se fundieron de repente en un redoble final, satisfactorio. Como si hubieran surgido de la nada, los Mog-ures, revestidos de piel de oso, se encontraban, en una hilera de nueve, frente a la jaula del oso cavernario con el Mog-ur solo delante de todos. La sensación del ritmo repercutía aún en la cabeza de los presentes en un silencio opresivo. El Mog-ur sostenía un óvalo plano y largo de madera con un extremo sujeto por una cuerda. Mientras lo hacía girar, un zumbido apenas audible fue aumentando hasta convertirse en un fuerte mugido que llenó el silencio. La resonancia profunda y obsesionante del mugido ponía la carne de gallina, tanto por su significado como por la sonoridad de su timbre. Era la voz del Espíritu del Oso Cavernario advirtiendo a los demás espíritus que se apartaran de aquella ceremonia dedicada únicamente a Ursus. Ningún espíritu totémico acudiría en su ayuda; se habían puesto totalmente bajo la protección del Gran Espíritu del clan.
    Un trino agudo penetró en el bajo profundo; su tenue ulular provocó escalofríos en el espinazo de los más audaces mientras el mugido se iba apagando. El trino fantasmagórico, sobrenatural, como un espíritu incorpóreo, perforaba el brillante aire matutino.
    Ayla, de pie en la primera fila, podía ver que el sonido procedía de algo que sostenía en la boca uno de los Mog-ures. La flauta, hecha del hueso hueco de la pata de un ave grande, no tenía orificios para los dedos. Su tono era controlado tapando y destapando el extremo abierto. En manos de un músico hábil, de aquel instrumento sencillo se podía sacar toda una escala pentatónica. Para la joven, como para los demás, era la magia lo que creaba aquella música extraña; sonaba como algo jamás escuchado en la tierra. Había venido del mundo de los espíritus llamado por el hombre santo y para esta ceremonia única. Así como el instrumento anterior simbolizaba, imitándolo, el bramido del oso cavernario en forma física, la flauta era el sonido de la voz espiritual de Ursus.
    Hasta el propio mago que tocaba el instrumento palpaba la santidad del sonido que brotaba del primitivo caramillo, aunque él mismo lo producía. Hacer y tocar la flauta mágica era el secreto esotérico de los magos de su clan, un secreto que, por lo general, les valía el primer lugar a esos magos. Sólo la capacidad única de Creb había desplazado al Mog-ur que tocaba la flauta a un segundo lugar, pero era un segundo poderoso. Y él era quien más se oponía a que Ayla fuera aceptada.
    El enorme oso cavernario iba y venía en su jaula. No le habían dado de comer y no estaba acostumbrado a prescindir de la comida; nunca había pasado hambre en toda su vida. También le habían quitado el agua y tenía sed. La multitud que rezumaba tensión y excitación, los insólitos sonidos de los tambores de madera, del mugidor y de la flauta, todo ello se combinaba para poner nervioso al animal.
    Al ver al Mog-ur que se acercaba cojeando a su jaula, elevó su enorme y pesado volumen sobre sus patas y rugió su queja. Creb se sobresaltó pero se repuso rápidamente y disimuló el susto con un paso sesgado aparentemente normal. Su rostro, cubierto como el de los demás magos con una pasta de di óxido de manganeso, no reflejaba la menor señal de lo rápidamente que palpitaba su corazón cuando inclinó la cabeza hacia atrás para mirar al infeliz gigante. Llevaba en sus manos un pequeño tazón de agua, cuya forma y color marfil grisáceo evidenciaban que había sido una calavera humana. Puso el recipiente macabro con agua en la jaula y dio un paso atrás mientras el peludo úrsido se bajaba para beber.
    Mientras el animal lamía el líquido, veintiún jóvenes cazadores rodearon su jaula llevando cada uno una lanza nueva. Los jefes de los siete clanes que no habían tenido la suerte de que uno de sus hombres fuera seleccionado para los honores especiales, habían escogido a tres de sus mejores cazadores para la ceremonia. Entonces Broud, Gorn y Voord salieron corriendo de la cueva y se alinearon delante de la puerta de la jaula, firmemente sujeta con correas. Estaban desnudos, excepto la parte cubierta con un taparrabos, y sus cuerpos ostentaban marcas rojas y negras.
    La pequeña cantidad de agua no había aplacado la sed del gran oso, pero los hombres que estaban cerca de su jaula le daban esperanzas de que iban a traerle más. Se sentó y pidió con un gesto que pocas veces había sido desatendido hasta entonces. Cuando vio que sus esfuerzos no servían de nada, avanzó lentamente hacia el hombre más próximo y metió el hocico entre los fuertes barrotes.
    La música de la flauta terminó en una desagradable nota inconclusa, incrementando la expectativa en el silencio ansioso. Creb recuperó la calavera y volvió cojeando a su lugar al frente de los magos alineados a la entrada de la cueva. A una señal invisible, los Mog-ures comenzaron los movimientos del lenguaje formal al unísono.
    —Acepta tu agua como prueba de nuestro agradecimiento, Oh Poderoso Protector. Tu clan no ha olvidado las lecciones aprendidas de ti. La cueva es nuestro hogar, que nos protege de la nieve y el frío del invierno. También nosotros reposamos tranquilamente nutridos, con los alimentos del verano y calentados con las pieles. Has sido uno de nosotros, has vivido con nosotros y sabes que seguimos tus preceptos.
    Con los rostros ennegrecidos y vestidos con copas idénticas de peluda piel de oso, los magos parecían una compañía de danza bien ensayada, moviéndose como uno solo mientras hablaban con gestos majestuosos y fluidos. Los símbolos elocuentes que con su única mano trazaba el Mog-ur, y que se unían a los de los demás aunque modificándolos, realzaban los movimientos elegantes y los enfatizaban.
    —Te veneramos a ti, el primero entre todos los espíritus. Te rogamos que hables en nuestro favor en el mundo de los espíritus, que cuentes la valentía de nuestros hombres, la obediencia de nuestras mujeres, que hagas sitio para nosotros cuando retornemos al otro mundo. Imploramos tu protección contra los malignos. Somos tu pueblo, Gran Ursus, somos el clan del Oso Cavernario. Ve con honor, tú, el más grande de todos los espíritus.
    Cuando los Mog-ures hicieron los símbolos que representaban los nombres del gran animal en su presencia por vez primera, los veintiún jóvenes introdujeron las lanzas por entre los robustos árboles de la jaula y perforaron el tremendo y peludo cuerpo de la venerada criatura. No todas hicieron brotar sangre, pues la jaula era demasiado grande para que todas las lanzas penetraran profundamente, pero el dolor enfureció al oso cavernario que era ya casi un animal adulto. Su airado rugido quebrantó el silencio y la gente se echó hacia atrás, espantada. Al mismo tiempo, Broud, Gorn y Voord comenzaron a cortar las correas que cerraban la puerta de la jaula, encaramándose a los árboles hasta que llegaron a la parte más alta de la empalizada. Broud llegó arriba el primero, pero Gorn se las arregló para coger el fuerte palo corto que se había depositado allí previamente. El oso cavernario, medio loco de dolor, retrocedió sobre sus patas traseras, emitió un rugido furioso y avanzó hacia los tres jóvenes. Su maciza cabeza abombada alcanzaba casi los troncos más altos del recinto. Se acercó hasta la entrada, empujó la puerta y la lanzó al suelo hecha pedazos. ¡La jaula estaba abierta! ¡El monstruoso e iracundo oso estaba suelto!
    Los cazadores, con sus lanzas, acudieron para formar una falange protectora entre el enfurecido animal y el público angustiado. Las mujeres, dominado el impulso de echar a correr, apretaban más fuerte a sus bebés mientras los niños mayores se aferraban a ellas con los ojos desorbitados de terror. Los hombres empuñaron sus lanzas preparados para acudir en defensa de las mujeres vulnerables y de los niños aterrorizados. Pero la gente del clan siguió en su sitio.
    Mientras el oso herido salía pesadamente por al orificio abierto en la empalizada de troncos, Broud, Gorn y Voord, encaramados en todo lo alto, saltaron sobre el sorprendido úrsido. Broud se puso sobre sus hombros, tendió la mano y agarró la piel de su cara, de la que tiró hacia atrás. Mientras tanto, Voord había caído sobre su lomo, agarró la melena y tiró hacia abajo con todas sus fuerzas, poniendo tirante la piel floja que le rodeaba el cuello. Sus esfuerzos combinados obligaron al enorme animal que forcejeaba a abrir la cavernosa boca, y Gorn, a caballo sobre uno de sus hombros, se apresuró a meterle la parte más ancha del palo en la boca. El oso mordió en cuanto Broud le soltó, apretando fuertemente el palo entre sus mandíbulas, lo cual le impidió respirar y anuló una de las armas de que disponía el oso cavernario.
    Pero la táctica no desarmó del todo al oso. El enfurecido úrsido trató de sacudirse violentamente a las criaturas que se colgaban de él. Sus agudas garras se clavaron en el muslo del hombre que cabalgaba sobre su hombro y se llevaron al joven cazador, que gritaba, entre sus poderosas patas delanteras. El grito de agonía de Gorn quedó interrumpido bruscamente cuando el poderoso abrazo del oso le quebró la espina dorsal. Un largo gemido surgió de la boca de una de las mujeres espectadoras cuando el oso cavernario dejó caer el cuerpo sin vida del valeroso joven.
    El oso atacó al escuadrón de hombres que blandían sus lanzas y se acercaban a él. Un zarpazo de la potente pata delantera del animal abrió una brecha, derribando a tres hombres y agarrando al cuarto con una zarpa que le desgarró los músculos de la pierna hasta el hueso. El hombre se encogió de dolor, demasiado aterrorizado para gritar. Los demás pasaron por encima y alrededor de él mientras forcejeaban para acercarse lo suficiente y poder acribillar con sus lanzas a la belicosa bestia.
    Ayla se abrazó a Durc con un pavor horrorizado, petrificada ante la posibilidad de que el oso llegara hasta ellos. Pero cuando el hombre cayó, con la sangre salpicando el suelo, no pensó: se limitó a actuar. Poniendo a su bebé en los brazos de Uba, se abalanzó hacia el combate. Abriéndose paso entre los hombres que luchaban hombro con hombro, medio arrastró medio llevó cargado al hombre herido, apartándolo de los pies que pateaban y pisoteaban. Apretando fuerte en el punto afectado de la ingle con una mano, cogió el extremo de la correa de su mano entre los dientes y arrancó un trozo con la otra mano.
    El torniquete ya estaba colocado en su sitio y había comenzado a restañar la herida con la faja de transportar a su bebé antes de que otras dos curanderas siguieran su ejemplo. Evitando llenas de susto la peligrosa contienda, corrieron a ayudarla. Entre las tres llevaron al herido a su cueva, y en sus frenéticos esfuerzos por salvarle la vida, ni siquiera se enteraron de cuándo el enorme oso acabó por sucumbir bajo las lanzas de los cazadores del clan.
    En cuanto el oso cavernario quedó derribado, la compañera de Gorn se desprendió de los brazos de quienes trataban de consolarla y corrió hacia su cuerpo tendido en posición antinatural sobre el suelo. Se arrojó sobre él, hundiendo su cabeza en el pecho peludo; después, arrodillada, le rogó con ademanes frenéticos que se pusiera en pie. Su madre y la compañera de Norg trataron de apartarla de allí mientras los Mog-ures se acercaban. El mago más santo de todos se inclinó hacia ella y suavemente le levantó la cabeza para poder mirarla.
    —No sientas tristeza por él —indicó por medio de gestos el Mog-ur con una tierna mirada de compasión en su ojo moreno y profundo—. Gorn ha tenido el honor más grande. Ha sido escogido por Ursus para acompañarle al mundo de los espíritus. Ayudará al Gran Espíritu a interceder en nuestro favor. El Espíritu del Gran Oso Cavernario sólo escoge al mejor, al más valiente, para hacer el viaje con él. El festín de Ursus será también el de Gorn. Su valor, su voluntad de ganar serán inscritos en la leyenda y relatados en todas las reuniones del clan. Así como retorna Ursus, así retornará el espíritu de Gorn. Te esperará para que ambos podáis regresar juntos y aparearos de nuevo, pero debes ser tan valerosa como él. Aleja tu dolor y comparte el gozo de tu compañero en su viaje al otro mundo. Esta noche los Mog-ures le otorgarán un honor especial, para que su valentía sea compartida por todos, para que se transmita al clan.
    La joven se esforzaba visiblemente por dominar su angustia, por ser todo lo valiente que decía el pavoroso hombre santo debía ser. No quería deshonrar al espíritu de su compañero. El mago ladeado, desfigurado y tuerto al que todos temían, no le parecía ya tan espantoso ahora. Con una mirada de agradecimiento, se puso en pie y regresó muy tiesa, a su lugar. Tenía que ser valiente: ¿no había dicho el Mog-ur que su Gorn la esperaría? ¿Que algún día regresarían juntos y volverían a aparearse? Su mente se aferraba a esa promesa y trató de olvidar el vacío desolado del resto de su vida sin él.
    Cuando la compañera de Gorn volvió a su lugar, las compañeras de los jefes y de sus segundos comenzaron a desollar hábilmente al oso cavernario. Se recogió la sangre en tazones, y después de que los Mog-ures hicieran gestos simbólicos sobre ellos, los acólitos pasaron entre la multitud acercando los recipientes a la boca de cada uno de los miembros de su clan. Hombres, mujeres y niños, todos probaron la sangre caliente, el fluido vital de Ursus. Las propias madres abrieron las bocas de sus hijos y depositaron un dedito de sangre fresca en sus lenguas. Ayla y las dos curanderas salieron de la cueva para beber su parte; el hombre herido, que había perdido tanta, bebió un trago de la sangre del oso. Todos participaron en aquel rito de comunión con el gran oso que los unía en un solo pueblo.
    Las mujeres trabajaban rápidamente mientras el clan miraba. La gruesa capa subcutánea del animal expresamente engordado fue cuidadosamente separada de la piel. La grasa fundida tenía propiedades mágicas y sería repartida entre los Mog-ures de cada clan. La cabeza quedó sujeta al pellejo, y mientras la carne era depositada en pozos forrados con piedras donde se asaría durante un día entero, los acólitos colgaron el enorme pellejo de unos postes delante de la cueva, desde donde sus ojos ciegos podían contemplar los festejos. El Oso Cavernario sería un huésped de honor en su propio festín. Cuando quedó armada la piel de oso, los Mog-ures levantaron el cadáver de Gorn y, con solemne dignidad, se lo llevaron a la profundidad de la cueva. Una vez que desaparecieron, Brun hizo una seña y la multitud se dispersó. El Espíritu de Ursus había sido puesto en camino con una ceremonia completa y correcta.

    24

    —Entonces, ¿cómo lo hizo? Nadie se atrevió a ir por él, pero ella no tuvo miedo. —El que estaba hablando era el Mog-ur del clan al que pertenecía el hombre herido—. Era casi como si supiera que Ursus no le haría daño, igual que el primer día. Yo creo que el Mog-ur tiene razón, Ursus la ha aceptado. Es una mujer del clan. Nuestra curandera ha dicho que le salvó la vida, que no sólo está bien adiestrada sino que tiene una aptitud natural, como si hubiera nacido para ello. Yo creo que debe de ser de la estirpe de Iza.
    Los Mog-ures estaban en una cámara pequeña, muy adentro en la montaña. Unas lámparas de piedra, cuencos poco hondos llenos de grasa de oso absorbida por una mecha de musgo seco, formaban círculos de luz que rasgaban la negrura absoluta que les rodeaba. Las débiles llamas hacían brillar facetas ocultas de la matriz cristalina de las rocas y se reflejaban en la superficie lustrosa de las estalactitas húmedas que colgaban del techo como eternos carámbanos, anhelando alcanzar a sus complementos invertidos que ascendían desde el suelo. Algunas habían logrado soldarse. Filtradas a través de la piedra a lo largo de los tiempos, las gotas calcáreas habían logrado culminar en majestuosas columnas que partían desde el suelo hasta el techo abovedado, más delgadas en el centro. Una estalactita estaba separada del beso gratificante de una estalagmita por el grosor de un cabello: tendrían que transcurrir unas cuantas eras más para que la alcanzara.
    —Sorprendió a todos cuando no mostró temor a Ursus aquel primer día —dijo otro mago—. Pero, si se llegara a un acuerdo, ¿quedará tiempo para que lo prepare?
    —Queda tiempo —respondió el Mog-ur—, si nos damos prisa.
    —Nació de los otros, ¿cómo puede ser una mujer del clan? —preguntó el Mog-ur de la flauta—. Los otros no son clan ni lo serán nunca. Dices que llegó marcada ya con las cicatrices de un tótem del clan, pero no son las marcas de un tótem femenino. ¿Cómo puedes estar seguro de que son marcas del clan? Las mujeres del clan no tienen por tótem al León Cavernario.
    —Nunca he dicho que naciera con ellas —dijo en tono razonable el Mog-ur—. ¿Estás diciendo que un León Cavernario no puede escoger a una mujer? Un León Cavernario puede escoger a quien quiera. Estaba casi muerta cuando la encontramos; Iza le devolvió la vida. ¿Crees que una niña puede salvarse de un León Cavernario a menos de estar bajo la protección de su espíritu? Él la marcó con su señal para que no cupiera la menor duda. Nadie puede negar que lleva en su pierna las marcas de un tótem del clan. ¿Por qué iba a estar marcada con cicatrices de un tótem del clan sino para que se convirtiera en mujer del clan? Yo no sé por qué, no pretendo comprender por qué hacen las cosas los espíritus. Con ayuda de Ursus puedo a veces interpretar lo que hacen. ¿Puede hacer algo más uno de vosotros? Yo sólo diré que conoce el rito; Iza le ha dicho el secreto de las raíces que hay en la bolsa roja, y no se lo habría dicho de no ser hija suya. No tenemos por qué renunciar al ritual. Ya he presentado todos mis argumentos anteriormente. La decisión es vuestra, pero que sea pronto.
    —Has dicho que tu clan cree que tiene suerte —indicó el Mog-ur de Norg.
    —No tanto que tenga suerte como que parece traer suerte. Hemos tenido mucha suerte desde que la encontramos. Droog piensa en ella como en la señal de un tótem, algo único e insólito. Tal vez, a su manera, también ella tenga suerte.
    —Bueno, desde luego es bastante insólito que una mujer de los otros sea mujer del clan —comentó uno de ellos.
    —Hoy nos ha traído suerte, nuestro joven cazador vivirá —dijo el Mog-ur del herido—. Yo opino que sí; sería una vergüenza que nos priváramos de la bebida de Iza sin necesidad—. Hubo unos cuantos que asintieron con la cabeza. .
    — ¿Y tú? —dijo el Mog-ur señalando al mago que era segundo—. ¿Sigues creyendo que Ursus se disgustará si Ayla elabora la bebida ritual?
    Todas las cabezas se volvieron hacia él. Si el poderoso mago seguía oponiéndose, podía hacer cambiar de opinión a un número suficiente de los demás Mog-ures para impedirlo. Si se limitaba inflexiblemente a negarse a participar, aunque los demás accedieran, sería suficiente; el acuerdo debía ser unánime; no podía haber cisma entre sus filas. Miró hacia el suelo, ponderando la pregunta, y luego a cada uno de los demás, uno por uno.
    —Puede disgustar a Ursus o tal vez no. No estoy convencido. Hay algo en ella que me molesta. Pero es evidente que nadie más quiere eliminar el ritual y parece que es la única que está disponible. Yo casi preferiría a la verdadera hija de Iza, a pesar de sus cortos años. Si todos los demás están de acuerdo, retiraré mi objeción. No me gusta, pero no lo impediré.
    El Mog-ur miró a todos y cada uno de ellos y obtuvo una inclinación de cabeza como señal de mudo asentimiento. Con un suspiro de alivio, disimulado tras sus esfuerzos para incorporarse, el hombre tullido salió rápidamente. Atravesó cojeando varios corredores que desembocaban en salas que volvían a estrecharse formando pasillos, orientado por las lámparas de piedra, que iban dando paso a antorchas colocadas a intervalos más cortos, a medida que se acercaba al lugar donde se alojaban los clanes.
    Ayla estaba sentada junto al herido en la cueva de la fachada. Tenía a Durc en sus brazos y Uba estaba al otro lado. También la compañera del hombre estaba allí, cuidando su sueño y alzando de vez en cuando la vista hacia Ayla con agradecimiento.
    —Pronto, Ayla, tienes que prepararte. No queda mucho tiempo —gesticuló el Mog-ur—. Tendrás que apresurarte pero no olvides ni un solo paso. Ven a mí cuando estés preparada. Uba, lleva a Durc a Oga para que lo alimente; Ayla no tendrá tiempo.
    Las dos se quedaron mirando al mago, asombradas ante el súbito cambio de planes. Tardaron un momento en comprender; entonces Ayla asintió. Corrió rápidamente hasta el hogar de la segunda cueva para recoger un manto limpio. Mog-ur se volvió hacia la joven que vigilaba el sueño de su compañero.
    —El Mog-ur quisiera saber cómo está el joven.
    —Arrghha dice que vivirá y podrá volver a andar. Pero su pierna nunca volverá a ser la misma. —La mujer hablaba en un dialecto diferente y los gestos cotidianos estaban tan cambiados que a Uba y a Ayla les costaba comunicarse con ella como no fuera en lenguaje formal. Sin embargo, el mago tenía más práctica en el habla común de los demás clanes, pero utilizaba el lenguaje formal para que su significado fuera más preciso.
    —El Mog-ur quiere saber cuál es el tótem de este hombre.
    —El Íbice.
    — ¿Y tiene este hombre el pie tan firme como la cabra montés? —preguntó el mago.
    —Se ha dicho que este hombre lo tiene —comenzó a decir la mujer—. Este hombre no ha sido tan ágil este día, y ahora no sé lo que hará. ¿Y si nunca más vuelve a caminar? ¿Cómo cazará? ¿Cómo proveerá para mí? ¿Qué puede hacer un hombre si no puede cazar? —La joven pasó al lenguaje común de su clan, mientras sus nervios la ponían al borde de la histeria.
    —El hombre vive. ¿No es eso lo más importante? —preguntó el Mog-ur para calmarla.
    —Pero es orgulloso. Si no puede cazar, tal vez prefiera no estar vivo. Era un buen cazador, podría haber llegado algún día a ser el segundo del jefe. Ahora nunca podrá alcanzar una posición, perderá la que tenía. ¿Y qué hará si pierde posición? —preguntó la mujer suplicante.
    — ¡Mujer! —señaló el Mog-ur con severidad fingida—. Ningún hombre pierde posición si ha sido elegido por Ursus. Ya ha probado su virilidad; casi ha sido escogido para acompañar a Ursus al otro mundo. El Espíritu de Ursus no escoge con ligereza. El Gran Oso Cavernario ha decidido dejar que permanezca aquí, pero le ha marcado. Este hombre tiene el honor de proclamar a Ursus como su tótem; sus cicatrices serán las marcas de su nuevo tótem y puede mostrarlas con orgullo. Siempre podrá proveer para ti. El Mog-ur hablará con tu jefe; tu compañero tiene el derecho de reclamar parte de cada cacería. Y puede caminar de nuevo, y hasta puede que cace otra vez. Quizá no sea tan ágil como el Íbice, que camine más bien como un oso, pero eso no significa que no volverá a cazar. Enorgullécete de él, mujer, muéstrate orgullosa de tu compañero, que ha sido elegido por Ursus.
    — ¿Ha sido elegido por Ursus? —preguntó la mujer con expresión de pavor—. ¿El Oso Cavernario es su tótem?
    —Y también el Íbice. Puede reivindicar a ambos —dijo el Mog-ur. Observó que el manto de la mujer revelaba un abultamiento. «Con razón está asustada», pensó—. ¿Tiene hijos esta mujer?
    —No, pero la vida se ha iniciado. Espero que sea un hijo.
    —Eres una buena mujer, una buena compañera. Quédate con él y cuando despierte cuéntale lo que ha dicho el Mog-ur.
    La joven asintió y después alzó la mirada al ver que Ayla pasaba por allí a toda prisa. El pequeño río que había cerca de la cueva del clan anfitrión se convertía en un torrente de aguas furiosas en primavera, algo menos violento en otoño, arrancando los árboles de raíz, desprendiendo enormes rocas de la pared pétrea y arrojándolas cuesta abajo desde lo alto de la montaña. Incluso en los momentos de mayor tranquilidad, la corriente impetuosa, levantando espuma en medio de un gran río de la planicie sembrado de rocas y mucho más ancho que ella, tenía el matiz verdoso, nebuloso, del desagüe glacial. Ayla y Uba habían explorado la región aledaña a la cueva poco después de llegar, en busca de plantas purificadoras que habrían de necesitar en el caso de que una de ellas fuera llamada a participar en la ceremonia.
    Ayla estaba nerviosa mientras corría en busca de la raíz de la planta jabonera, de helecho, cola de caballo y de quenopodio de raíz roja, y tenía el estómago hecho un ovillo mientras esperaba que hirviera el agua de uno de los fuegos donde se cocinaba para sacar el elemento insecticida del helecho. La noticia de que se le permitiría llevar acabo el ritual se difundió rápidamente por el clan. Que los Mog-ures la aceptaran hacía que cada uno reconsiderase la opinión que tenía de la mujer del clan procedente de los otros y su prestigio se incrementó proporcionalmente. Confirmaba que era en verdad la hija de Iza y la elevaba a la categoría de curandera de más alto rango. El jefe del clan que tenía parientes de Zoug entre sus miembros volvió a considerar su negativa contundente a recibirla; al final, la recomendación de Zoug bien podría tener algún valor; quizá alguno de los hombres estuviera dispuesto a tomarla, aunque fuera como segunda mujer. Quizá supusiera una aportación valiosa.
    Pero Ayla estaba demasiado preocupada para observar los comentarios que se hacían por medio de gestos y ademanes a su alrededor. Estaba más que preocupada: estaba aterrada. «No lo puedo hacer —le gritaba su mente mientras se dirigía corriendo hacia el pequeño río—. No hay tiempo suficiente para prepararlo. ¿Y si se me olvidara algo? ¿Y si cometo un error? Deshonraría a Creb, deshonraría a Brun y deshonraría a todo el clan.»
    El río, alimentado por glaciares, estaba helado, pero el agua fría le calmó los nervios en tensión. Se sintió más calmada cuando se sentó en una roca, desenredando sus largos cabellos rubios que se secaban con la brisa ligera y observando cómo la cima de la montaña, brillante y rosada, que reflejaba el sol poniente, viraba hacia el espléndido púrpura azulado. Todavía tenía el cabello húmedo cuando se pasó nuevamente por la cabeza el cordel que sostenía su amuleto y se cubrió con el manto limpio. Metiendo sus instrumentos en los pliegues, recogió el otro manto y regresó corriendo a la cueva. Pasó junto a Uba, que tenía a Durc en brazos, y le hizo una señal rápida.
    Las mujeres estaban trabajando frenéticamente, sin la menor ayuda, sino todo lo contrario, de la chiquillería, totalmente desenfrenada. El sangriento rito de la matanza del oso cavernario les había vuelto excitables; no acostumbrados a pasar hambre, los aromas de la cocina estimulaban unos apetitos ya muy despiertos y los volvían irritables; y la preocupación atareada de sus respectivas madres les proporcionaba una oportunidad, muy poco frecuente entre los niños del clan, de portarse mal. Algunos de los muchachos habían recogido las ataduras cortadas de la jaula del oso y se las habían puesto alrededor del brazo como insignias de honor. Otros muchachos, menos rápidos, trataban de quitárselas, y todos ellos corrían alrededor de los fuegos donde se estaba cocinando. Cuando se cansaban del juego, molestaban a las niñas, que deberían estar atendiendo a sus hermanos pequeños, y empezaban a correr tras ellos o se acercaban a sus madres para quejarse. Era una verdadera casa de locos, tumultuosa y desorganizada. Ni siquiera la eventual y severa reprimenda del compañero de alguna de las mujeres servía de nada para sosegar a aquella chiquillería inusitadamente alborotada.
    Los niños no eran los únicos que tenían hambre. Los alimentos, preparados en cantidades enormes, atormentaban las papilas gustativas de todos, y la perspectiva del gran festín y de la ceremonia nocturna incrementaba la excitación frenética. Montones de ñames silvestres, de blancas y feculentas raíces amiláceas y de tubérculos semejantes a las patatas, hervían suavemente en ollas de cuero colgadas encima de las hogueras. Espárragos trigueros, raíces de lirio, cebollas silvestres, legumbres, calabacitas y setas se cocinaban en diversas combinaciones con diferentes aliños. Una montaña de hojas de lechuga silvestre, bardana, cenizo y amargón, recién lavadas, esperaban para ser servidas crudas con una salsa de grasa de oso caliente, especias y sal, añadida a última hora.
    La especialidad de un clan consistía en una combinación de cebollas, setas y las legumbres verdes y redondas del astrágalo, aderezadas con una combinación secreta y espesada con liquen de los renos desecado. La del otro, una variedad especial de piñas, procedentes de un árbol exclusivo de la zona de su cueva, que producía gruesos y sabrosos piñones, que se desprendieran al calor del fuego.
    El clan de Norg asaba castañas, que recogía en las pendientes bajas, y hacía una salsa de gachas con sabor a nuez a base de hayucos, granos secos y rebanadas de manzanas pequeñas, duras y amargas, cocidas a fuego lento durante mucho rato. El área circundante próxima a la cueva había sido despojada de moras, arándanos y, en las elevaciones menos abruptas, de frambuesas y zarzamoras.
    Las mujeres del clan de Brun habían pasado días enteros rompiendo y moliendo las bellotas secas que habían traído consigo. La núcula triturada se metía en hoyos poco profundos de la arena junto al río y sobre la mezcla pulposa se vertían cantidades de agua para quitarle el amargor. La masa resultante se cocía para formar unos pastelitos planos, empapados en jarabe de arce hasta que quedaban saturados por completo; después se dejaban secar al sol. El clan anfitrión, que también solía sangrar sus arces a principios de la primavera y hervir la savia acuosa durante largos días, se mostró interesado al ver los recipientes usuales de corteza de abedul que se empleaban para guardar azúcar y jarabe de arce. Los pastelillos de bellotas, pegajosos y edulcorados con jarabe de arce, eran una golosina inusitada que las mujeres del clan de Norg decidieron confeccionar más adelante.
    Uba, sin quitarle la vista a Durc mientras ayudaba a las mujeres, miraba la cantidad y variedad, aparentemente infinita, de alimentos y se preguntaba cómo conseguirían comérsela toda.
    El humo, que ascendía lentamente, desaparecía en la noche tranquila y oscura llena de estrellas tan enormes que parecía que un velo de gasa velara la bóveda de los cielos. La luna era nueva y no insinuaba para nada su presencia, volviéndole la espalda al planeta a cuyo alrededor giraba y reflejando su luz hacia las frías profundidades del espacio. El brillo de los fuegos encendidos para cocinar iluminaba el área próxima a la cueva, contrastando con la oscuridad de los bosques circundantes. Los alimentos habían sido apartados de la acción directa del calor, pero seguían suficientemente cerca para mantenerse calientes, y la mayoría de las mujeres se habían retirado a la cueva. Estaban poniéndose mantos secos y descansando unos momentos antes de que se iniciaran los festejos.
    Pero incluso las fatigadas mujeres estaban demasiado excitadas para permanecer mucho rato dentro de la cueva. El espacio que había frente a la entrada empezó a llenarse de una multitud en movimiento, que esperaba el festín y el principio de la ceremonia. Cuando los diez magos y sus diez acólitos comenzaron a salir del interior, se cernió sobre el ambiente un contenido silencio que se convirtió en una algarabía a la busca de un lugar para colocarse. Parecía una reunión desordenada que hacía frente a los hombres santos. Las posiciones de los asistentes no estaban definidas por un orden prefijado sino más bien por las relaciones con los demás. No importaba que las filas no fueran ordenadas, sino que cada individuo estuviera delante, detrás o en el sitio correcto al lado de determinadas personas. Siempre había movimientos de última hora cuando la gente intentaba ocupar un lugar más ventajoso dentro de su círculo de relaciones.
    Con un ceremonial lleno de nobleza, se encendió una gran hoguera delante del oscuro orificio de la montaña. Entonces se retiraron las piedras que cubrían las hoyas donde se había estado cociendo la carne del oso. Las compañeras de los jefes del clan principal y del clan anfitrión tuvieron el insigne honor de levantar los enormes cuartos traseros de carne tierna, y el pecho de Brun se ensanchó de satisfacción al ver que Ebra daba un paso adelante.
    La aceptación de Ayla por los Mog-ures había zanjado finalmente el problema. Brun y su clan eran los primeros con más autoridad que nunca. Por poco probable que pareciera al principio, la hembra alta y rubia era una mujer del clan y una curandera de la prestigiosa estirpe de Iza. La insistencia empecinada de Brun de que así era se había impuesto como la correcta, tal era la voluntad de Ursus. Si hubiera vacilado tan sólo un instante, su prestigio no habría sido tan grande ni su triunfo tan satisfactorio.
    Nubes de vapor suculento hicieron que gruñeran los estómagos vacíos mientras la carne de oso era removida con palos bifurcados. Era la señal para que las demás mujeres comenzaran a amontonar fuentes de madera y hueso y a llenar amplios tazones con los alimentos que se habían pasado tanto tiempo preparando. Broud y Voord avanzaron llevando amplias bandejas planas y se detuvieron delante del Mog-ur.
    —Esta Fiesta de Ursus honra también a Gorn, escogido por el Gran Oso Cavernario para acompañarle. Mientras vivió con el clan de Norg, Ursus comprobó que su pueblo no había olvidado sus lecciones. Llegó a conocer bien a Gorn y le juzgó como un digno compañero. Broud y Voord, por vuestro valor, vuestra fuerza y vuestra resistencia, habéis sido escogidos para demostrar al Gran Espíritu la valentía de los hombres de su clan. Os puso a prueba con su gran fortaleza y está complacido. Os habéis portado bien y tenéis el privilegio de llevarle la última comida que compartirá con su clan hasta que regrese del Mundo de los Espíritus. Que el Espíritu de Ursus os acompañe siempre.
    Los dos jóvenes pasaron por delante de cada una de las mujeres que se encontraban de pie junto a fuentes llenas de comida, y seleccionaron de cada una de éstas los mejores bocados, con excepción de la carne. El cautivo oso cavernario nunca había comido carne, aunque, cuando vivía en los bosques, a veces lo hacía si estaba a su alcance. Las fuentes fueron colocadas delante de la piel del oso montada sobre postes.
    Después prosiguió el Mog-ur:
    —Habéis bebido de su sangre; comed ahora de su cuerpo y comulgad con el Espíritu de Ursus.
    La bendición señalaba el comienzo del festín. Broud y Voord recibieron los primeros trozos de carne de oso, y a continuación llenaron sendas fuentes, seguidos por el resto del clan. Suspiros y gruñidos de deleite surgieron en cuanto se sentaron para disfrutar de su comida. La carne del oso vegetariano alimentado de la mano a la boca estaba tierna y veteada de grasa. Verduras, frutas y cereales, preparados con meticulosa atención, fueron saboreados plenamente, y ese aperitivo que es el hambre contribuía a que todo tuviera mejor sabor aún. Era un festín que bien merecía la espera.
    —Ayla, no estás comiendo. Ya sabes que hay que comer toda la carne esta noche.
    —Ya lo sé, Ebra, pero no tengo apetito.
    —Ayla está nerviosa —señaló Uba entre bocado y bocado—. Me alegro de que no me hayan escogido. Está tan rico todo, que no me gustaría estar demasiado nerviosa para comer.
    —De todos modos, come algo de carne; tienes que hacerlo. ¿Tienes un poco de caldo para Durc? Habría que darle un poco, eso le haría comulgar con el clan.
    —Le he dado un poco, pero no ha querido más. Oga acaba de darle de mamar. Oga, ¿tiene todavía hambre Grev? Tengo los pechos tan llenos que empiezan a dolerme.
    —Habría esperado, pero los dos estaban hambrientos, Ayla. Podrás alimentarle mañana.
    —Para entonces tendré leche suficiente para ellos dos y otros dos más. No querrán nada esta noche, estarán dormidos. El sedante de datura está preparado. Cuando vuelvan a tener hambre, dales esto primero para que duerman. Uba te dirá cuánto; tengo que ver a Creb justo después de cenar y no estaré de vuelta hasta después de la ceremonia.
    —No tardes demasiado; nuestra danza comenzará en cuanto los hombres entren en la cueva. Algunas de las curanderas son buenas de verdad tocando los ritmos. En las reuniones del clan la danza de las mujeres siempre es algo especial —señaló Ebra.
    —Todavía no he aprendido a tocar muy bien, Iza me ha enseñado un poco y también la curandera del clan de Norg me ha estado enseñando, pero no he adquirido mucha práctica —explicó Ayla.
    —No llevas mucho tiempo de curandera y además Iza ha dedicado más tiempo a enseñarte la magia curativa que los ritmos, aunque éstos también son mágicos —gesticuló Ovra—. Las curanderas tienen que saber muchas cosas.
    —Ojalá estuviera Iza aquí —señaló Ebra—. Me alegro de que te hayan aceptado finalmente, Ayla, pero echo de menos a Iza. Parece tan extraño que no esté con nosotros.
    —Yo también desearía que estuviera aquí —dijo Ayla—. Odio haber tenido que dejarla atrás. Está más enferma de lo que quiere reconocer. Espero que esté mucho al sol y descansando.
    —Cuando llegue su momento de ir al otro mundo, irá. Cuando los espíritus la llamen, nadie podrá detenerla —dijo Ebra.
    Ayla se estremeció aunque la noche era calurosa, y la súbita sensación de un presentimiento se apoderó de ella... una sensación vaga, incómoda, como esos vientos fríos que anuncian el final del calor del verano. El Mog-ur hizo una señal y ella se puso en pie rápidamente, aunque no pudo sacudirse aquella sensación mientras se dirigía a la cueva.
    El tazón de Iza, patinado de blanco por el uso de muchas generaciones, estaba sobre las pieles de dormir donde Ayla lo había dejado. Sacó la bolsita teñida de rojo de su bolsa de medicinas y la vació de su contenido; a la luz de la antorcha comenzó a examinar las raíces. Aunque Iza le había explicado muchas veces cómo calcular la cantidad correcta, Ayla no estaba todavía muy segura de cuánto habría que emplear para los diez Mog-ures. La fuerza de la poción dependía, no sólo del número sino del tamaño de las raíces y del tiempo que llevaban madurando.
    Nunca se lo había visto hacer a Iza. La mujer le había explicado muchas veces que la bebida era demasiado venerable, demasiado sagrada para elaborarla sólo por practicar. Las hijas solían aprender observando a sus madres, por las repetidas explicaciones que les daban y más aún por el conocimiento innato que tenían; pero Ayla no había nacido en el clan. Tomó varias raíces y después añadió una más para estar segura de que la magia sería efectiva. Entonces se acercó a un lugar próximo a la entrada, junto a una fuente de agua fresca, donde Creb le había dicho que esperara, y desde allí observó el comienzo de los ritos.
    El sonido de los tambores de madera fue seguido por el golpeteo de las astas de las lanzas y después por el staccato del tubo largo y hueco. Los acólitos pasaron por entre los hombres con tazones de infusión de datura y pronto todos oscilaron al compás del redoble. Las mujeres estaban en segundo plano; su momento llegaría después. Ayla esperaba ansiosamente, con su manto suelto cubriéndola. La danza de los hombres se iba haciendo más frenética y la joven se preguntaba cuánto más había de esperar.
    Ayla dio un respingo cuando sintió un golpecito en el hombro; no había oído acercarse a los Mog-ures procedentes del fondo de la cueva; pero se calmó al reconocer a Creb. Los magos salieron silenciosamente de la cueva y se situaron alrededor de la piel del oso. El Mog-ur se puso al frente. Desde el sitio ventajoso en que se encontraba, Ayla tuvo fugazmente la impresión de que el oso cavernario, armado, en posición erguida y con la boca abierta, estaba apunto de atacar al hombre tullido. Pero el animal monstruoso que dominaba al Mog-ur se mantenía en movimiento suspendido, era una mera ilusión de fuerza y ferocidad.
    Vio que el gran mago hacía señas a los acólitos que estaban tocando los instrumentos de madera. Se interrumpieron con el siguiente redoble fuerte y todos alzaron la mirada, un tanto asombrados al ver a los Mog-ures allí donde un momento antes no había ninguno o eso parecía. Pero la aparición súbita de los magos era también una ilusión, y ahora la joven sabía cómo se llevaba a cabo.
    El Mog-ur esperó, dejando que el suspense fuera imponiéndose, hasta que estuvo seguro de que la atención de todos se encontraba fija en la gigantesca figura del oso cavernario iluminada por el fuego ceremonial y flanqueada por los hombres santos. Su señal fue prácticamente invisible y él mismo se esforzó por mirar a otro lado, pero era la señal que Ayla esperaba. Se desprendió de su manto, llenó de agua su tazón y, sujetando las raíces con las manos, respiró hondo y echó a andar hacia el mago tuerto.
    Hubo un jadeo de sorpresa cuando Ayla avanzó por el círculo iluminado. Mientras estuvo envuelta en su manto, atado con una larga correa, que disimulaba sus formas con sus pliegues sueltos y sus bolsos, actuando como cualquier otra hembra, había comenzado a parecer una de ellas. Pero sin los bultos que la desdibujaban, su verdadera forma se destacaba en marcado contraste con las mujeres del clan. En vez del cuerpo redondo, casi en forma de barril, cuya estructura caracterizaba a hombres y mujeres, Ayla era esbelta. Vista de perfil, parecía delgada, excepto sus senos hinchados de leche. Su cintura se estrechaba primero y se ensanchaba después formando unas caderas redondas; sus brazos y piernas eran largos y rectos. Ni siquiera los círculos rojos y negros y las líneas pintadas en su cuerpo desnudo podían disimularlo.
    Su rostro carecía de la mandíbula saliente y, con su nariz pequeña y su frente alta, parecía más plano de lo que recordaban. Su espesa cabellera rubia, que enmarcaba su rostro en ondas sueltas y llegaba hasta la mitad de su espalda, reflejaba las luces del fuego y brillaba como el oro; una corona extrañamente bella para la fea joven, evidentemente extraña.
    Pero lo más sorprendente era su estatura. En realidad, cuando caminaba deprisa, encorvada y arrastrando los pies, o cuando se sentaba al pie de un hombre, no se habían dado tanta cuenta de ello anteriormente, pero en pie frente a los magos, era evidente.
    Cuando inclinaba la cabeza veía abajo la coronilla del Mog-ur. Ayla era mucho más alta que el hombre más alto del clan.
    El Mog-ur ejecutó una serie de gestos formalizados, invocando la protección del Espíritu que todavía se cernía sobre ellos. Entonces Ayla se metió las raíces duras y secas en la boca. Le resultaba difícil masticarlas: no tenía los dientes grandes ni las pesadas mandíbulas de los miembros del clan. Por mucho que la hubiera advertido Iza en contra de tragarse algo del jugo que se formaba en su boca, no podía evitarlo. No sabía realmente cuánto tardaría en ablandar las raíces, pero le parecía estar mascando y mascando y mascando. Cuando escupió lo que quedaba de pulpa masticada, se sentía mareada. La revolvió hasta que el líquido del antiguo tazón sagrado se volvió de un blanco acuoso, y entonces se lo entregó a Goov.
    Los acólitos habían estado esperando mientras ella trabajaba con las raíces, y cada uno de ellos sostenía un tazón de infusión de datura largamente macerada. Goov tendió el tazón con el líquido blanco que le había dado Ayla al Mog-ur; después cogió su tazón y se lo entregó a Ayla, al mismo tiempo que los aprendices de mago entregaban los suyos a las curanderas de sus clanes. Un intercambio del mismo género y valor. El Mog-ur tomó un sorbo del líquido.
    —Es fuerte —señaló el hombre santo a Goov, con gestos discretos—. Sírveles menos.
    Goov asintió y tomó el tazón y después se acercó al Mog-ur que era el segundo en jerarquía.
    Ayla y las curanderas llevaron los tazones a las mujeres que estaban esperando y administraron cantidades mayores del líquido a ellas y a las muchachas mayores. Ayla bebió las últimas gotas de su tazón, pero ya comenzaba a experimentar una extraña sensación de distancia, como si una parte de ella misma se hubiera desprendido y estuviera observando desde un lugar apartado. Varias de las más viejas curanderas cogieron los tambores de madera y comenzaron a tocar los ritmos de la danza de las mujeres. Ayla miraba los palillos en movimiento con una extraña fascinación; cada redoble resonaba preciso y claro. La curandera del clan de Norg le ofreció un tambor de madera. Ayla escuchó el ritmo golpeando ligeramente, y se encontró tocando con las demás.
    El tiempo perdió todo significado. Al alzar la mirada comprobó que los hombres habían desaparecido y que las mujeres giraban con un frenesí salvaje y erótico. Sintió el impulso de unirse a ellas; dejó el tambor y vio cómo caía y giraba un poco antes de detenerse. Su atención fue atraída por la forma del instrumento: era como un tazón, y eso le recordó el tazón de Iza, la valiosa reliquia antigua que le había sido confiada. Recordó haber mirado el líquido blancuzco y acuoso, haberlo revuelto con el dedo. « ¿Dónde está el tazón de Iza? —se preguntó—. ¿Qué ha sido de él?» Pensó en el tazón, se preocupó por él y se sintió obsesionada.
    Se representó a Iza y los ojos se le llenaron de lágrimas. «El tazón de Iza. He perdido el tazón de Iza. Su bello y antiguo tazón. Su madre se lo había transmitido y la madre de su madre, y la madre de la madre de su madre.» Con los ojos de la mente vio a Iza y a otra Iza tras ella y otra y otra; curandera tras curandera alineadas detrás de Iza en un pasado antiguo y nebuloso, cada una de ellas con un tazón venerable y patinado de blanco. Las mujeres desaparecieron y los ojos de su mente se fijaron en el tazón. Entonces, de repente, el tazón se rompió, cayó en dos pedazos, partido por el medio. « ¡No! ¡No!» El grito recalaba en su mente; estaba presa de frenesí. «El tazón de Iza, tengo que encontrar el tazón de Iza.»
    A trompicones se apartó de las mujeres y llegó vacilando a la boca de la cueva. Tardó una eternidad. Se puso a rebuscar entre las fuentes de hueso y los tazones de madera que contenían los restos cuajados del festín, en busca del valiosísimo recipiente. La entrada de la cueva, apenas delineada por las antorchas del interior, la atrajo, y llegó hasta ella dando tumbos. De repente se le cerró el paso. Estaba atrapada, encerrada en la malla de alguna criatura peluda y áspera. Alzó la mirada y abrió mucho la boca: un rostro monstruoso con una boca enorme, abierta, la miraba. Ayla retrocedió y después echó a correr hacia el cobijo de la cueva.
    Al cruzar la entrada, su vista se sintió atraída hacia algo blanco junto al lugar donde había estado esperando la señal de Mog-ur. Cayó de rodillas y recogió cuidadosamente el tazón de Iza, estrechándolo entre sus brazos. Todavía quedaba un líquido lechoso bañando la pulpa de las raíces del fondo. «No se lo bebieron todo —se dijo—. Hice demasiado, sin duda. ¿Qué voy a hacer con esto? No puedo tirarlo, Iza me dijo que no se podía tirar. Por eso no me pudo enseñar, por eso hice demasiado, porque no me pudo enseñar. Lo hice mal. ¿Y si alguien se da cuenta? Podrían pensar que no soy una verdadera curandera. Ni una mujer del clan. Podrían obligarnos a marchar. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
    » ¡Me lo beberé! Eso es lo que voy a hacer. Si me lo bebo nadie lo sabrá.» Ayla alzó el tazón hasta sus labios y lo vació. La misteriosa bebida era fuerte, pero las raíces a remojo en el poco líquido que había en el fondo, le añadían más fuerza aún. Pasó a la segunda cueva con la vaga idea de guardar el tazón en un lugar seguro, pero, antes de llegar a su hogar, comenzó a sentir los efectos.
    Ayla estaba tan desorientada que no se dio cuenta de que había dejado caer el tazón dentro de las piedras que delimitaban su hogar. En la boca tenía un sabor a selva antigua, primitiva; arcilla rica y húmeda, madera mohosa y podrida, árboles enormes de hojas grandes empapados en lluvia, hongos carnosos de grandes dimensiones. Los muros de la cueva se ensancharon, retrocediendo más y más. Se sentía como un insecto arrastrándose por el suelo. Detalles mínimos cobraban un nítido relieve. Sus ojos trazaban el contorno de una pisada, veían todos los pequeños guijarros, cada grano de polvo. Percibió un movimiento con el rabillo del ojo y vio que una araña trepaba por un cable de seda brillante que relucía bajo la luz de una antorcha.
    La llama la hipnotizaba. Se quedó mirando la luz parpadeante, danzante, y observó cómo el humo oscuro se elevaba en volutas hacia el oscuro techo. Se acercó a la antorcha y entonces vio otra. Siguió la invitadora llama, pero, al llegar hasta ella, otra antorcha la invitaba y después otra, haciéndola penetrar más profundamente en la cueva. No se percató del momento en que el fuego de las antorchas fue sustituido por los fuegos de las lamparillas de piedra más espaciadas, y tampoco se percató de que estaba pasando por una amplia cámara más pequeña repleta de muchachos adolescentes, liderados por acólitos de más edad, en una ceremonia que les hacía probar la experiencia del varón adulto.
    Con un solo propósito fijo en su mente avanzaba hacia cada una de las diminutas llamas únicamente para ser atraída hacia la siguiente. Las luces la condujeron por corredores angostos, que se ensanchaban en salas más amplias y volvían a estrecharse. Tropezaba en el suelo desigual y se sostenía apoyando las manos en la muralla húmeda y rocosa que giraba a su alrededor. Dobló una esquina y penetró en un pasillo; al fondo percibió un resplandor extenso y rosado. Era de una longitud increíble y se prolongaba interminablemente. A menudo le parecía verse a sí misma desde una gran distancia tambaleándose a lo largo del túnel tenuemente iluminado. Sentía que su mente se alejaba cada vez más, dentro de un gran vacío negro, pero se estremecía ante la inmensidad de la nada y trató de luchar para apartarse de ella.
    Finalmente se aproximó a la luz que había al final del túnel y vio varias figuras sentadas en círculo. Gracias a alguna reserva de cautela profundamente inscrita en su mente narcotizada, se detuvo antes de llegar a las últimas llamas hipnóticas y se ocultó detrás de una columna de piedra. En su cámara iluminada, los diez Mog-ures estaban profundamente entregados a un ritual; habían comenzado la ceremonia que incluía a todos los hombres del clan, pero dejaron que sus acólitos la terminaran y después se retiraron a su sanctasanctórum ellos solos para llevar a cabo ritos demasiado secretos incluso para sus acólitos.
    Cada uno de ellos, envuelto en su piel de oso, estaba sentado detrás de la calavera de un oso cavernario. Otras calaveras adornaban los nichos del muro. En medio de su círculo se encontraba un objeto peludo que al principio Ayla no pudo identificar; pero cuando lo hizo, sólo su estupor letárgico inducido por la droga la impidió que gritara: era la cabeza cortada de Gorn.
    Observó, presa de un horror fascinado, cómo el Mog-ur del clan de Norg cogía la cabeza, le daba vuelta y, con una piedra, ensanchaba el foramen mágnum, la gran abertura de la espina dorsal: la masa cerebral de Gorn, una gelatina de un gris rosado, quedó al descubierto. El mago ejecutó unos signos silenciosos por encima de la cabeza, después metió la mano en la abertura y arrancó un trozo del tejido blando; sostuvo la masa temblorosa en su mano mientras el siguiente Mog-ur hacía lo propio con la cabeza. Aunque sumida en su estupor, Ayla sintió una profunda repugnancia, pero se quedó como hechizada viendo cómo cada uno de los magos metía la mano en la espeluznante cabeza y sacaba una porción de la sesera del hombre que había sido muerto por el oso cavernario.
    Un mareo vertiginoso, arrollador, puso a Ayla al borde del profundo vacío; tragó saliva para contener el vómito. Desesperadamente se aferró al borde del vacío, pero cuando vio que los grandes hombres santos del clan se llevaban la mano a la boca y comían el cerebro de Gorn, no pudo más; el acto de canibalismo la sumió en un abismo de espacio negro.
    Gritó silenciosamente, incapaz de oírse a sí misma. Era incapaz de ver, incapaz de sentir, privada de toda sensación, pero lo sabía. No se había refugiado en un sueño que bloquea la mente, el vacío tenía otra cualidad, una cualidad aterradora, vacua. El temor, un temor envolvente la atenazó. Luchó por regresar, pidió ayuda a gritos silenciosos, pero sólo para sentirse arrastrada más profundamente. Sintió un movimiento que dejó de sentir a medida que, cada vez más rápidamente, fue cayendo en la profunda infinitud negra, en el infinito vacío negro.
    De repente, su movimiento inmóvil se fue lentificando; experimentaba una sensación como de cosquilleo dentro de su cerebro, dentro de su mente, y un tirón en retroceso que le fue sacando poco a poco hacia el borde del orificio infinito. Experimentó sensaciones ajenas a ella, emociones que no eran suyas. La más fuerte era el amor, pero mezclada con una ira profunda y un gran temor, y, después, una chispa de curiosidad. Se percató con sobresalto de que Mog-ur estaba dentro de su cabeza. En su mente sintió los pensamientos de él, y junto a sus emociones, los sentimientos de él. Había en ello una entidad claramente física, una sensación de estar invadida pero no de manera desagradable, más bien como un contacto más estrecho que el contacto físico.
    Las raíces perturbadoras de la mente, procedentes de la bolsa roja de Iza, acentuaban la tendencia natural del clan; el instinto había evolucionado, en la gente del clan, para convertirse en memoria. Pero la memoria, si se retrocedía lo suficiente, se volvía idéntica, se volvía memoria racial. Los recuerdos raciales del clan eran los mismos, y una vez sensibilizadas las percepciones, podían compartir unos recuerdos que eran idénticos en todos ellos. Los adiestrados Mog-ures habían desarrollado su tendencia natural mediante un esfuerzo consciente. Todos eran capaces de controlar en cierto modo los recuerdos compartidos, pero el Mog-ur había nacido con una capacidad única.
    No sólo podía compartir los recuerdos y controlarlos, sino que podía también mantener el vínculo intacto mientras los pensamientos de ellos avanzaban a través del tiempo desde el pasado hasta el presente. Los hombres de su clan disfrutaban de una interrelación ceremonial más rica y plena que los de cualquier otro clan. Pero con las mentes adiestradas de los Mog-ures, él podía establecer un vínculo telepático desde el principio. A través de él, todos los Mog-ures compartían una unión mucho más estrecha y satisfactoria que cualquier unión física: era un contacto entre espíritus. El líquido blanco del tazón de Iza, que había potenciado las percepciones y abierto las mentes de los magos al Mog-ur, había permitido que la habilidad especial de éste creara también una simbiosis especial con la mente de Ayla.
    El nacimiento traumático que dañó el cerebro del hombre desfigurado, tan sólo había deteriorado una parte de sus facultades físicas, no el superdesarrollo psíquico sensible que sustentaba su gran poder. Pero el hombre tullido era el último producto final de su especie; sólo en él había orientado la naturaleza el rumbo establecido para el clan hasta su máximo potencial. No podría haber más desarrollo sin un cambio radical, y las características de aquellos hombres habían dejado de ser adaptables. Como la enorme criatura a la que veneraban, y como otras muchas que compartían su entorno, eran incapaces de sobrevivir a un cambio radical.
    La raza de hombres con suficiente conciencia social para cuidar de sus débiles y sus heridos, con suficiente sensibilidad espiritual para enterrar a sus muertos y venerar a su gran tótem, la raza de hombres con cerebro grande pero sin lóbulos frontales, que no daba grandes pasos hacia adelante, que casi no progresó en aproximadamente cien mil años, estaba condenada a seguir el camino del mamut lanudo y del gran oso cavernario. No lo sabían, pero sus días en la tierra estaban contados: estaban condenados a extinguirse. En Creb habían llegado al final de su linaje.
    Ayla experimentó una sensación parecida al profundo latido de una corriente sanguínea ajena superimpuesta a la suya propia. La poderosa mente del gran mago estaba explorando sus extrañas circunvoluciones tratando de encontrar una forma de armonizarlas. El ajuste era imperfecto, pero encontró canales de similitud, y allí donde no existía ninguno, buscó alternativas, y estableció conexiones allí donde sólo había tendencias. Con una claridad pasmosa, Ayla captó súbitamente que era él quien la había sacado del vacío; más aún, estaba impidiendo que los demás Mog-ures, vinculados también con él, supieran que ella estaba allí. Apenas podía percibir la conexión de él con ellos, pero no los podía sentir a ellos. También ellos sentían que el Mog-ur había establecido una conexión con alguien —o con algo— pero nunca se les hubiera ocurrido que fuera con Ayla.
    Y justo al comprender que Mog-ur la había salvado y seguía protegiéndola, comprendió también el profundo sentimiento de veneración con que los magos habían procedido al acto de canibalismo que tanto le había repugnado. No había comprendido, no disponía de medios para comprender que se trataba de una comunión. La razón que inspiraba la reunión de los clanes era unirlos a todos ellos, hacerlos un clan. Pero el clan era algo más que los diez clanes allí reunidos; todos ellos sabían de clanes que vivían demasiado lejos para poder acudir a esta reunión; iban a reuniones del clan que estaban más cerca de sus propias cuevas. Pero no por eso dejaban de formar parte del clan. Todos los miembros del clan compartían una herencia común, y la recordaban, y cualquier rito celebrado en cualquiera de las reuniones tenía el mismo significado para todos. Los magos creían estar contribuyendo benéficamente al clan; estaban absorbiendo el valor del joven que viajaba con el Espíritu de Ursus. Y puesto que eran Mog-ures dotados de unos cerebros que tenían facultades especiales, eran ellos quienes tenían la capacidad de distribuir el valor entre todos los demás.
    Tal era la razón de la ira de Mog-ur y de su temor. Era una tradición muy antigua que sólo los hombres podían tomar parte en las ceremonias del clan. Las consecuencias de que una mujer presenciara aunque no fuera más que una ceremonia ordinaria celebrada por cualquier clan, serían que ese clan estaba condenado. Y ésta no era una ceremonia ordinaria. Era una ceremonia de gran significado para todo el clan. Ayla era mujer; su presencia sólo podía significar una cosa: una desdicha y un infortunio irreversibles, inevitables para todos ellos.
    Y ni siquiera era una mujer del clan. Mog-ur se percataba ahora de ello con una seguridad que no le era posible seguir negando. Desde el momento en que se percató de su presencia, supo que no era del clan. Comprendió con la misma rapidez las consecuencias de su presencia, pero ya era demasiado tarde. Eran implacables, y él también lo sabía. Pero el crimen de Ayla era tan grande que no estaba muy seguro de lo que debería hacer con ella, ni siquiera una maldición de muerte sería suficiente. Antes de tomar una decisión, quiso saber más acerca de ella y, a través de ella, acerca de los otros.
    Se sorprendió al oírla pedir ayuda. Los otros eran diferentes, pero también tenía que haber similitudes. Sintió que necesitaba saber por el bien del clan, y sentía una curiosidad superior a lo normal respecto a su especie. Ayla le había intrigado siempre y quería saber en qué radicaba su diferencia. Decidió ensayar un experimento.
    Abriéndose paso en cavidades más recónditas, el poderoso hombre santo —controlando las nueve mentes que se ajustaban a la suya y asentían voluntariamente, además de otra, por separado, que era similar aunque distinta— les hizo volver a todos hasta sus comienzos.
    Ayla volvió a sentir el sabor de la selva primitiva, y sintió que se convertía en sal caliente. Sus impresiones no eran tan claras como lo demás, todo era nuevo para ella, esa sensación de ser y recordar el amanecer de la vida, y sus recuerdos de todo aquello eran subconscientes y vagos. Pero sus niveles más interiores, más primitivos, eran los mismos. «Los principios fueron los mismos», pensó Mog-ur. Ella sintió la individualidad de sus propias células y supo cuándo se dividían y diferenciaban en las aguas cálidas y nutricias que todavía llevaba dentro de sí. Crecieron y se dividieron y se apartaron, y el movimiento tuvo un propósito. Nuevamente una divergencia, y las suaves pulsaciones de la vida se endurecieron y adquirieron cuerpo y forma.
    Otra divergencia, y conoció el dolor de la primera explosión del aire respirado por las criaturas en un elemento nuevo. Divergencia, y rica tierra arcillosa y el verde de una joven vegetación, y a esconderse para huir de monstruos aplastantes. Divergencia, y la seguridad al cruzar un abismo sobre el vacío, y de repente calor y sequía, y aridez tan grande que la llevó de nuevo a la orilla del mar. Divergencia, y huellas de un eslabón perdido en el mar, que ensanchó su forma y arrancó su piel y cambió los contornos y dejó a los primos atrás para regresar hacia una forma anterior, más aerodinámica, pero ya respirando aire y alimentándose con leche.
    Y ahora caminaba erguida sobre dos piernas traseras, dejando las delanteras libres para manipular, y ojos para ver un horizonte más lejano, y el principio de un prosencéfalo. Estaba alejándose de Mog-ur, siguiendo una senda diferente, pero no tan alejada que él no pudiera seguirla desde la suya, casi paralela. Cortó el contacto con los demás, pero ellos estaban suficientemente lejos para seguir su propio camino. De todos modos, casi había llegado el momento de separarse.
    Sólo ellos dos seguían unidos, el hombre viejo del clan y la mujer joven de los otros. Él había dejado de guiar y no sólo seguía el rumbo de ella, sino que ella seguía el de él. Ayla vio que la tierra cambiaba del calor al hielo, más profundo y más congelante que el hielo de los tiempos actuales. Era una tierra más alejada en el espacio así como en el tiempo, lejos al oeste, percibía ella, no lejos de un gran mar muchísimo más extenso que el mar que rodeaba su península.
    Vio una caverna, hogar de algún antepasado del gran mago, un antepasado muy parecido a él. Era un cuadro nebuloso, visto a través del abismo que separaba sus razas. La cueva se encontraba en una muralla abrupta que se abría sobre un río y una planicie. En la parte superior del risco destacaba una enorme roca; era una columna de piedra, larga y ligeramente aplanada, que se inclinaba sobre el borde, como si se hubiera detenido al caer y congelado en aquel lugar. La piedra provenía de un lugar distinto, era de material diferente, un bloque errático transportado por aguas turbulentas y tierra movediza hasta alojarse en el borde del risco en que se abría la cueva. El cuadro osciló pero su recuerdo se quedó en ella.
    Por un instante sintió un pesar abrumador. Y de repente se encontró sola. Mog-ur no podía ya seguirla. Ella encontró su propio camino que retornaba hacia sí misma y después un poco más allá. Tuvo de nuevo una visión fugaz de la cueva, seguida de un calidoscopio confuso de paisajes que no estaban hechos al azar por la naturaleza, sino formando diseños regulares. Estructuras como cajas surgían de la tierra y largas cintas de piedras se esparcían junto con grandes animales que corrían a grandes velocidades; enormes aves surcaban el aire sin agitar las alas. Después, más escenas, tan extrañas que ella no las captaba. Todo sucedió en un instante. En su prisa por volver al presente traspasó ligeramente el límite, se adelantó un poco sobre su tiempo justo hasta donde podría haber encontrado una nueva divergencia. Entonces su mente se aclaró y miró, desde detrás de la columna, a los diez hombres sentados en círculo.
    El Mog-ur la estaba mirando; vio en el ojo profundo y moreno el pesar que ella misma había sentido. Él había abierto nuevas sendas indelebles en la mente de ella, sendas que permitían ver hacia delante pero no podía abrir sendas nuevas en su propia mente. Mientras ella miraba hacia delante, él vislumbraba no el futuro, sino cierto sentido de futuro. Un futuro que era de ella pero no de él. Captó imperfectamente el concepto, pero no comprendió el potencial que encerraba y se descorazonó al comprenderlo.
    Creb era casi incapaz de hacer abstracciones; podía contar, no sin gran esfuerzo, hasta poco más de veinte. No podía sumar grandes cantidades ni tener golpes geniales de intuición. Su mente, bien lo sabía él, era mucho más potente que la de ella; más inteligente tal vez. Pero su genio era de índole distinta; él podía identificarse con sus comienzos y con los de ella; podía recordar más y mejor que cualquiera de su antiguo clan. Incluso podía obligar a Ayla a recordar; pero en ella percibía la juventud y vitalidad de una forma más nueva. Ella había vuelto a desviarse, y él no.
    — ¡Márchate!
    Ayla dio un brinco al oír la orden severa, sorprendida de que el Mog-ur hubiera hablado tan fuerte. Entonces se percató de que no había hablado: ella le había sentido, no le había oído.
    — ¡Sal de la cueva! ¡Pronto! ¡Márchate ahora!
    Salió corriendo de su escondite y corrió por el pasillo. Algunas de las lamparillas de piedra se habían consumido, otras estaban chisporroteando y a punto de apagarse. Pero había suficiente luz para guiarla hacia fuera. Ningún sonido salía de las cámaras interiores en que todos los hombres y muchachos dormían ahora sin soñar. Llegó a las antorchas, algunas de las cuales también empezaban a extinguirse, y finalmente salió de la cueva. Todavía era de noche, pero los leves destellos de un nuevo día ya comenzaban a insinuarse. La mente de Ayla estaba clara, no quedaba ni huella de la poderosa droga, pero se sentía exhausta. Vio a las mujeres tendidas sobre el suelo, purgadas y vacías, y se tendió junto a Uba. Seguía desnuda, pero no sintió el frío del amanecer más que las otras mujeres, que también dormían desnudas.
    Cuando Mog-ur llegó a la salida de la cueva, después de haber seguido a la joven a pasos más lentos, ella estaba profundamente dormida sin soñar. Pasó cojeando por encima de ella y contempló sus cabellos rubios enmarañados, tan claramente diferentes de los cabellos de las demás mujeres como la propia Ayla, y una gran pesadumbre se apoderó de su alma. No debería haberla dejado marchar. Debería haberla llevado ante los hombres para matarla allí mismo por su delito. Pero, ¿de qué habría servido? Eso no impediría la catástrofe que su presencia había provocado, no eliminaría la calamidad que el clan habría de sufrir. ¿De qué serviría matarla? Ayla era sólo una de su especie, y era una a la que él quería.

    25

    Goov salió de la cueva, cegado por la luz del sol mañanero, se frotó los ojos y se estiró. Vio que Mog-ur estaba sentado, encorvado, sobre un tronco, mirando al suelo. «Se han apagado tantas lámparas y antorchas —pensó— que cualquiera podría perderse ahí dentro. Preguntaré a Mog-ur si tengo que rellenar las lámparas y colocar otras antorchas.» El acólito se dirigió hacia el mago, pero se detuvo al ver la cara demacrada del viejo y la curva desmadejada de sus hombros. «Será mejor que no le moleste. Voy a hacerlo y nada más.»
    «Mog-ur está envejeciendo —pensaba Goov, al entrar de nuevo en la cueva con una vejiga llena de grasa de oso, nuevas mechas y antorchas de repuesto—. Siempre se me olvida lo viejo que es. El viaje hasta aquí le ha cansado mucho, y las ceremonias están acabando con sus fuerzas. Además, todavía nos queda el viaje de regreso. Es curioso —se decía el joven acólito— pero nunca había pensado en él como en un viejo hasta ahora.»
    Unos cuantos hombres más salieron de la cueva frotándose los adormilados ojos y se quedaron mirando a las mujeres desnudas tendidas en el suelo, preguntándose, como siempre, qué las agotaría tanto. Las primeras mujeres que despertaron corrieron en busca de sus mantos y empezaron a despertar a las demás antes de que salieran de la cueva muchos más hombres.
    —Ayla— llamó Uba, sacudiéndola—. Ayla, despierta.
    —Mmmmmmmm —murmuró Ayla, y se volvió del otro lado.
    — ¡Ayla! ¡Ayla! —dijo nuevamente Uba, y la sacudió más fuerte—. Ebra, no consigo despertarla.
    —Ayla —dijo la mujer en voz más alta y sacudiéndola fuertemente. Ayla abrió los ojos y trató de expresar una respuesta, pero volvió a cerrarlos y se hizo un ovillo.
    — ¡Ayla! ¡Ayla! —repitió Ebra. La joven volvió a abrir los ojos. —Vete a la cueva y duerme un rato más, Ayla. No puedes quedarte aquí, los hombres están levantándose —ordenó Ebra. La joven se fue dando tumbos hacia el interior de la cueva. Un momento después estaba de vuelta, totalmente despierta pero pálida como una muerta.
    — ¿Qué ocurre? —preguntó Uba—. Estás blanca. Parece como si hubieras visto un espíritu.
    —Uba, oh Uba. El tazón. —Ayla cayó al suelo cubriéndose la cara con las manos.
    — ¿El tazón? ¿Qué tazón, Ayla? No te entiendo.
    —Está roto —consiguió expresar Ayla.
    — ¿Roto? ¿Por qué te preocupa tanto un tazón roto? Puedes hacer otro.
    —No, no puedo, no uno como ése. Es el tazón de Iza, el que le dejó su madre.
    — ¿El tazón de su madre? ¿El tazón ceremonial de su madre? —preguntó Uba, desencajada.
    La madera seca y quebradiza de la antigua reliquia había perdido su resistencia al cabo de tantas generaciones de ser usado. Se había ido formando una grieta finísima pero había pasado inadvertida bajo la capa de pátina blanca. El golpe, al caer de la mano de Ayla sobre el duro piso de piedra de la cueva, fue más de lo que podía resistir: se había partido en dos.
    Ayla no vio que Creb levantaba la vista cuando salió de la cueva. Saber que el venerable tazón se había quebrado venía a añadir un matiz final más sombrío a sus pensamientos. «Es lo suyo. Nunca más se usará la magia de esas raíces. Nunca más celebraré ceremonia alguna con ellas ni le enseñaré a Goov cómo fueron usadas antes. El clan las olvidará.» El viejo tullido se apoyó pesadamente en su cayado y se incorporó, sintiendo punzadas dolorosas en sus artríticas articulaciones. «Ya he permanecido lo suficiente dentro de cuevas frías; es hora de que Goov se encargue de todo. Es demasiado joven aún para ello, pero yo soy demasiado viejo. Si le apremio, puede estar preparado en uno o dos años. Quizá tenga que estarlo. ¿Quién sabe cuánto más voy a durar?»
    Brun advirtió un cambio notorio en el viejo mago. Atribuyó la depresión de Mog-ur al cansancio natural después de tanta excitación, especialmente porque ésta sería su última reunión del clan. Brun estaba preocupado además pensando en cómo podría resistir el viaje de regreso y estaba seguro de que les retrasaría en el viaje de vuelta a casa. Brun decidió llevarse a sus cazadores para una última cacería e intercambiar después la carne fresca por algunas de las provisiones almacenadas por el clan anfitrión con el fin de complementar su abastecimiento para el viaje de regreso.
    Después de una provechosa cacería, Brun tenía prisa por partir. Algunos clanes se habían despedido ya. Una vez terminados los festejos, sus pensamientos se volvieron a la cueva y a la gente que había quedado en ella, pero estaba de buen ánimo. El desafío a su posición nunca había sido tan grande; esto hizo que la victoria le resultara tanto más satisfactoria. Estaba contento de sí mismo, contento de su clan y contento con Ayla. Era una buena curandera; ya lo había comprobado anteriormente. Cuando la vida de alguno estaba amenazada, se le olvidaba todo lo demás, lo mismo que a Iza. Brun sabía que Mog-ur había contribuido a convencer a los demás magos, pero fue la propia Ayla quien lo demostró al salvar la vida del joven cazador. Éste y su compañera permanecerían con el clan anfitrión hasta que se sintiera suficientemente bien para viajar y era probable que pasaran el invierno con sus huéspedes.
    Mog-ur nunca habló de la visita clandestina que había hecho Ayla a la pequeña cámara en la profundidad de la montaña, salvo una vez. Ella estaba recogiendo sus cosas, preparándose para marchar a la mañana siguiente, cuando Creb llegó cojeando a la segunda cueva. La había estado evitando, y eso a la joven que le quería le dolía mucho. Al verla, se detuvo y dio media vuelta para alejarse, pero ella le cortó el paso corriendo y sentándose a sus pies. Él miró la cabeza inclinada, soltó un suspiro y le golpeó el hombro.
    Ayla levantó la mirada y se sorprendió al ver cuánto había envejecido en tan pocos días. La cicatriz que le desfiguraba y el pliegue cutáneo que cubría su cavidad ocular vacía se habían encogido, sumiéndose más profundamente bajo la sombra de su arco ciliar. Su barba gris colgaba macilenta de su mandíbula prognata, y su frente baja y huidiza estaba acentuada por una cabellera que retrocedía; pero lo que la abrumó fue la pesadumbre que nublaba su único ojo, sombrío y licuescente. ¿Qué le había hecho? Deseó fervientemente poder anular su visita a la cueva aquella noche. El dolor que sentía cuando veía a Creb sufrir físicamente no era nada comparado con la angustia que experimentaba cuando veía sufrir el alma de Mog-ur.
    — ¿Qué pasa, Ayla? —preguntó.
    —Mog-ur, yo... yo... —tartamudeó, y de repente lo dijo todo de corrido—: ¡Oh Creb! No puedo soportar verte así. ¿Qué puedo hacer? Si quieres iré a ver a Brun, haré lo que digas. Dime qué debo hacer.
    « ¿Qué puedes hacer, Ayla? —pensó—. ¿Puedes cambiar lo que eres? ¿Puedes deshacer el daño que has causado? El clan morirá, sólo quedarás tú y tu especie. Somos un pueblo antiguo. Hemos conservado nuestras tradiciones, honrado a los espíritus y al Gran Ursus, pero eso ha terminado para nosotros: se acabó. Tal vez tenía que ser así. Tal vez no seas tú, Ayla, sino tu especie. ¿Será por eso por lo que te enviaron a nosotros? ¿Para decírmelo? La tierra que dejamos es bella y rica; nos ha dado todo lo que necesitábamos durante todas las generaciones que hemos vivido. ¿Cómo la dejaréis cuando os llegue la hora? ¿Qué puedes hacer tú?»
    —Hay una cosa que puedes hacer, Ayla —señaló lentamente el Mog-ur, subrayando cada movimiento. Su ojo se volvió frío—. Puedes no volver a mencionarlo nunca más.
    Siguió en pie, todo lo erguido que su pierna buena le permitía y tratando de no apoyarse mucho en el cayado. Después, con todo el orgullo de sí mismo y de su Pueblo que pudo reunir, se volvió con rígida dignidad y salió de la cueva.
    — ¡Broud!
    El joven se dirigió dando grandes trancos hacia el hombre que le había llamado. Las mujeres del clan de Brun se afanaban en preparar la comida de la mañana, pues proyectaban marcharse en cuanto acabaran de comer, y los hombres estaban aprovechando la última oportunidad de hablar con gente a la que no volverían a ver en siete años; a algunos no volverían a verlos. Estaban comentando tranquilamente los detalles de la palpitante reunión tratando de hacerla durar un poco más.
    —Te portaste bien esta vez, Broud, y para la próxima reunión tú serás el jefe.
    —La próxima vez puedo hacerlo igual de bien —gesticuló Broud, henchido de orgullo—. Hemos tenido suerte.
    —Estáis de suerte. Vuestro clan es primero, vuestro Mog-ur es primero e incluso vuestra curandera es primera. Sabes, Broud, tenéis suerte en contar con Ayla. No muchas curanderas serían capaces de desafiar a un oso cavernario para salvar a un cazador.
    Broud arrugó el ceño, pero entonces vio a Voord y se acercó a él.
    — ¡Voord! —llamó, esbozando un saludo—. Te has portado bien esta vez. Me alegré de que te escogieran a ti y no a Nouz. Él es muy bueno, pero decididamente tú has sido mejor.
    —Pero tú merecías ser el primero, Broud. También tú hiciste una buena carrera. Todo tu clan se merece ese lugar; inclusive vuestra curandera es la mejor, aunque al principio tuve mis dudas. Será una buena curandera cuando ocupes tú la jefatura del clan. Sólo espero que no siga creciendo. Aquí, entre tú y yo, me siento raro cuando levanto la mirada hacia una mujer.
    —Sí, la mujer es demasiado alta —respondió Broud con gestos rígidos.
    —Pero, ¡qué importa con tal de que sea una buena curandera!, ¿verdad?
    Broud asintió sin convicción, cortando la discusión, y se alejó. «Ayla, Ayla, me estoy hartando de Ayla», pensó, mientras caminaba por el espacio abierto.
    —Broud, quería verte antes de que te marcharas —dijo un hombre que venía a su encuentro—. Sabes que en mi clan hay una mujer que tiene una hija deforme como el hijo de tu curandera. He hablado con Brun y ha accedido a aceptarla, pero me ha dicho que te consultara a ti. Para entonces es probable que tú seas jefe. La madre ha prometido criar a su hija para que sea una buena mujer, digna del primer clan y del hijo de la primera curandera. No te opones, ¿verdad, Broud? Es un apareamiento lógico.
    —No —señaló secamente Broud y giró sobre sus talones. De no haber estado tan furioso, tal vez hubiera puesto objeciones, pero no tenía ganas de entrar en una discusión acerca de Ayla.
    —A todo esto, fue una buena carrera, Broud.
    El joven no vio el comentario pues ya había vuelto la espalda. Mientras caminaba hacia la cueva vio que dos mujeres estaban conversando animadamente. Sabía que debería volver el rostro para evitar ver lo que decían, pero se limitó a mirar hacia delante simulando no fijarse en ellas.
    —No podía creer que fuera una mujer del clan, y después, cuando vi a su bebé... Pero por la manera en que fue directamente a Ursus, lo mismo que si fuera del clan anfitrión, sin temerlo ni nada... Yo no me habría atrevido.
    —He hablado un poco con ella. Es realmente agradable y actúa de manera perfectamente normal. Sin embargo, no puedo dejar de hacerme algunas preguntas: ¿Crees que conseguirá compañero? Es tan alta... ¿Qué hombre va a querer a una mujer más alta que él? Aunque sea la primera curandera.
    —Alguien me ha dicho que un clan está interesado por ella, pero no ha habido tiempo para entrar en detalles, y creo que desean hablar del asunto. Dicen que enviarán un mensajero si deciden aceptarla.
    —Pero, ¿no tienen ahora una caverna nueva? Dicen que fue ella quien la encontró, y que es muy grande y que además, trae suerte.
    —Se supone que está cerca del mar y que los caminos están muy trillados. Creo que un buen mensajero podría encontrarlos.
    Broud pasó junto a las dos mujeres y tuvo que aguantarse las ganas de dar un par de bofetadas a aquellas dos ociosas y entrometidas chismosas. Pero no eran de su clan, y aunque era prerrogativa suya imponer la disciplina a cualquier mujer, no era buena política abofetear a una de otro clan sin permiso de sus compañeros o de sus jefes, a menos que la infracción fuera evidente. Para él era más que evidente, pero pudiera no serlo para otro.
    —Nuestra curandera dice que es hábil —estaba diciendo Norg cuando Broud entró en la cueva.
    —Es hija de Iza —señaló Brun—, y ha sido bien adiestrada por ella.
    —Es una pena que Iza no haya podido venir. Tengo entendido que está enferma.
    —Sí, y ésa es una razón para apresurarnos. Tenemos un largo camino por delante. Vuestra hospitalidad ha sido excelente, Norg, pero la propia cueva es el hogar. Ésta ha sido una de las mejores reuniones del clan; será recordada por mucho tiempo —dijo Brun.
    Broud volvió la espalda, apretando los puños, lo cual le impidió ver el cumplido que Norg dedicaba al hijo de la compañera de Broud. «Ayla, Ayla, Ayla. Todos hablan de Ayla. Cualquiera diría que nadie más que ella ha hecho algo en esta reunión del clan. ¿Ha sido escogida la primera? ¿Quién estaba en la cabeza del oso mientras ella se encontraba a salvo en el suelo? De modo que aunque haya salvado la vida de ese cazador, es probable que éste no pueda volver a caminar. Es fea y demasiado alta y su hijo es deforme; deberían saber, además, lo insolente que es cuando está en casa.»
    En ese preciso instante, Ayla pasó corriendo, llevando varios bultos. La mirada de odio que le dirigió Broud estaba tan cargada de malignidad, que la joven vaciló. «Y ahora, ¿qué he hecho? —pensó—. Apenas si he visto a Broud desde que estamos aquí.»
    Broud era un hombre adulto y fuertemente constituido del clan, pero la amenaza que representaba iba mucho más allá del simple daño físico. Era el hijo de la compañera del jefe y su destino era ser jefe algún día. En eso estaba pensando mientras observaba cómo Ayla colocaba sus bultos en el suelo, fuera de la cueva.
    Una vez que terminaron de comer, las mujeres recogieron rápidamente los pocos utensilios que habían empleado para preparar la primera comida del día. Brun estaba impaciente por marchar, y ellas también. Ayla intercambió unos cuantos ademanes con algunas de las curanderas, la compañera de Norg y algunas más; después envolvió a su hijito en el manto de viaje y se situó al frente de las mujeres del clan de Brun. Éste hizo una señal y todos echaron a andar a través del área despejada delante de la cueva. Antes de doblar un recodo del camino, Brun se detuvo y todos se volvieron para mirar hacia atrás por última vez. Norg y todo su clan estaban en pie frente a la entrada de la cueva.
    —Que Ursus te acompañe —señaló Norg. Brun hizo un ademán con la cabeza y echó nuevamente a andar. Transcurrirían siete años antes de que volvieran a ver a Norg... o tal vez nunca. Sólo el Espíritu del Gran Oso Cavernario lo sabía.
    Como había previsto Brun, el viaje de regreso fue penoso para Creb. Como ya no sentía el aliento de los preparativos y como estaba además deprimido por los conocimientos que mantenía en secreto, el cuerpo del viejo le traicionaba una y otra vez. La preocupación de Brun aumentó; nunca había visto tan desalentado al gran mago. Se rezagaba; muchas veces tuvo Brun que enviar a un cazador en su busca mientras todos esperaban. El jefe acortó el paso esperando que así sería más fácil para él, pero a Creb no parecía importarle. Las pocas ceremonias vespertinas celebradas ante la insistencia de Brun, carecían de fuerza. Mog-ur parecía reacio, sus gestos rígidos, como si no pusiera el alma en ello. Brun observó que Ayla y Creb se mantenían alejados uno de otro, y aunque a ella no le costaba seguir la marcha, el paso de Ayla había perdido su elasticidad. «Está pasando algo entre esos dos», se dijo.
    Habían estado caminando por entre las altas hierbas marchitas desde media mañana. Brun miró hacia atrás: no se veía a Creb por ninguna parte; estuvo a punto de enviar en su busca a uno de los hombres cuando lo pensó mejor y volvió sobre sus pasos hasta donde se encontraba Ayla.
    —Anda, vete a buscar a Mog-ur —le dijo.
    La joven pareció sorprendida pero asintió con la cabeza. Puso a Durc en brazos de Uba y salió presurosa por la senda de hierba inclinada y pisoteada. Le encontró muy atrás, caminando lentamente y apoyado en su cayado. Parecía sufrir. Ayla se había asombrado tanto ante la respuesta que le dio a su amoroso remordimiento, que no había sabido qué decirle después. Estaba segura de que sufría en sus dolorosas y artríticas articulaciones, pero se había negado a aceptar que le diera nada para mitigar el dolor. Después de varios desaires, no volvió a proponérselo aunque le dolía el corazón a causa de él. Al ver a la joven, Creb se detuvo.
    — ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó por señas.
    —Me ha enviado Brun a buscarte.
    Creb gruñó y se puso nuevamente en marcha. Ayla echó a andar tras él, observando sus movimientos lentos y dolorosos hasta que no pudo soportarlo más. Avanzó hasta ponerse frente a él y se dejó caer sobre el suelo a sus pies, obligándole a detenerse. Creb miró a la joven largo rato antes de tocarle el hombro.
    —Esta mujer quisiera saber por qué está enojado el Mog-ur.
    —No estoy enojado, Ayla.
    —Entonces, ¿por qué no me dejas ayudarte? —suplicó—. Antes no te habías negado nunca. —Ayla luchaba por recuperar la compostura—. Esta mujer es curandera; está adiestrada para aliviar a los que sufren. Es su puesto, su función. A esta mujer le duele ver sufrir al Mog-ur, no lo puede remediar. —Ayla no pudo seguir manteniendo la actitud formal—. ¡Oh Creb, déjame ayudarte! ¿No sabes que te quiero? Para mí eres como el compañero de mi madre. Has provisto para mí, has hablado en mi favor y te debo la vida. No sé por qué has dejado de quererme, pero yo no he dejado de quererte a ti. —Las lágrimas corrían por su cara en una desesperación sin fin.
    « ¿Por qué se le llenan los ojos de agua cuando cree que no la quiero? ¿Y por qué sus débiles ojos siempre me hacen desear hacer algo por ella? ¿Tendrán ese mismo problema todos los otros? Tiene razón, nunca anteriormente había rechazado su ayuda. ¿Por qué ahora? No es una mujer del clan. No importa lo que piensen los demás: nació de los otros y siempre será uno de ellos. Ni siquiera ella lo sabe. Cree ser una mujer del clan, cree ser curandera. Es curandera.
    »Puede no ser de la estirpe de Iza, pero es curandera y se ha esforzado por ser una mujer del clan, por mucho que le haya costado a veces. Me gustaría saber lo duro que eso es para ella. No es la primera vez que se le llenan los ojos de agua, pero, ¿cuántas veces habrá luchado para evitarlo? Cuando no puede evitarlo es cuando piensa que yo no la quiero. ¿Puede dolerle tanto? ¿Cuánto me dolería a mí si creyera que no me quiere? Más de lo que quiero reconocer. Si ama de la misma manera, ¿puede ser tan diferente?» Creb trataba de verla como una extraña, como una mujer de los otros. Pero seguía siendo Ayla, la hija de la compañera que él nunca tuvo.
    —Será mejor que nos apresuremos, Ayla. Brun está esperándonos. Sécate los ojos y, cuando nos detengamos, podrás hacerme una infusión de sauce, curandera.
    Una sonrisa brilló entre sus lágrimas. Se puso en pie y volvió a caminar detrás de él. Al cabo de unos cuantos pasos, avanzó hasta el lado débil del hombre. Él se detuvo un momento, después asintió con un gesto y se apoyó en ella.
    Brun advirtió al instante una mejoría y pronto impuso el mismo paso que antes, aunque, de todos modos, no viajaban todo lo rápidamente que a él le habría gustado. Un hálito de melancolía aureolaba al viejo, pero ya parecía esforzarse algo más. «Sé que ha habido algún problema entre esos dos —se dijo Brun—, pero parece que lo han resuelto ya.» Se alegraba por haber tenido la idea de mandarla en su busca.
    Creb permitió que Ayla le ayudara, pero seguía habiendo cierta distancia entre ambos, una brecha demasiado grande para que él la cerrara. No podía olvidar la diferencia entre sus destinos, lo que creaba una tensión que enfriaba el calor sincero de otros tiempos.
    Si bien los días eran calurosos cuando el clan de Brun se abría paso hacia su cueva, las noches se estaban volviendo frías. La primera visión de los montes cubiertos de nieve hacia el oeste, a lo lejos, animó al clan, pero como la distancia apenas se reducía con el paso de los días, la sierra del extremo inferior de la península se convirtió en parte del paisaje y nada más. Sin embargo, la distancia disminuía, aunque imperceptiblemente. Mientras proseguían día tras día hacia el oeste, las azules profundidades de las grietas empezaban a caracterizar a los glaciares, y la púrpura desdibujada al pie de la corona helada fue matizándose de salientes y crestas.
    Antes de acampar la última noche en la estepa, caminaron hasta que oscureció, y todos despertaron al primer albor de la mañana siguiente. Las planicies se fundían en un valle compuesto de pradera abierta y árboles altos, y la vista de un rinoceronte de zona templada paciendo produjo una sensación de familiaridad una vez que se alejó sin dignarse tomarlos en cuenta. Apretaron el paso al llegar aun camino que rodeaba los contrafuertes montañosos; entonces doblaron una cresta que les era familiar, vieron su cueva y todos los corazones palpitaron más fuerte: habían vuelto a su hogar.
    Aba y Zoug corrieron a su encuentro. Aba recibió a su hija y a Droog con gozo, abrazó a los niños mayores y tomó en sus brazos a Groob. Zoug saludó a Ayla con un movimiento de la cabeza mientras corría hacia Grod y Uka, después hacia Ovra y Goov.
    — ¿Dónde está Dorv? —preguntó Ika con un ademán.
    —Ahora camina por el mundo de los espíritus —respondió Zoug—. Su vista estaba muy mala, no podía ver lo que decíamos. Creo que renunció y no quiso esperar vuestro regreso. Cuando los espíritus le llamaron, se fue con ellos. Le enterramos y señalamos el lugar para que Mog-ur pueda encontrarlo y celebrar los ritos mortuorios.
    Ayla miró a su alrededor, súbitamente ansiosa:
    — ¿Dónde está Iza?
    —Está muy enferma —dijo Aba—. No ha abandonado el lecho desde la última luna nueva.
    — ¡Iza! ¡Iza, no! ¡No! ¡No! —gritó Ayla echando a correr hacia la cueva.
    Arrojó sus bultos al suelo tan pronto como estuvo en el hogar de Creb, y se abalanzó hacia la mujer que estaba acostada entre sus pieles.
    — ¡Iza! ¡Iza! —gritó la joven. La vieja curandera abrió los ojos.
    — ¡Ayla! —dijo; su voz ronca se oía apenas—. Los espíritus han cumplido mi deseo —señaló débilmente—. Estás de vuelta. —Iza tendió los brazos. Ayla la abrazó y sintió su cuerpo delgado y frágil, apenas algo más que huesos cubiertos de una piel arrugada. Su cabello era de un blanco de nieve; su rostro, un pergamino seco tendido sobre los huesos, con unas mejillas hundidas y unos ojos profundamente sumidos. Parecía tener mil años. Acababa de cumplir los veintiséis.
    Ayla casi no podía distinguir nada por las lágrimas que le bañaban el rostro.
    — ¿Por qué tuve que ir a la reunión del clan? Debería haberme quedado aquí cuidándote. Sabía que estabas enferma. ¿Por qué me fui y te dejé?
    —No, no, Ayla —gesticuló Iza—, no te eches la culpa. No puedes cambiar lo que tiene que ser. Ya sabía yo que estaba muriéndome cuando te fuiste. No habrías podido ayudarme, nadie habría podido. Lo único que deseaba era verte una vez más antes de reunirme con los espíritus.
    — ¡No puedes morir! ¡No dejaré que te mueras! Te voy a cuidar. Voy a hacer que te pongas bien —gesticuló Ayla enloquecidamente.
    —Ayla, Ayla. Hay cosas que ni la mejor curandera puede hacer.
    La excitación provocó un acceso de tos. Ayla la sostuvo hasta que terminó de toser. Colocó sus pieles detrás de la mujer para incorporarla un poco y facilitarle la respiración, y empezó a revolver entre las medicinas depositadas junto al lecho de Iza.
    — ¿Dónde está el helenio? No encuentro helenio.
    —Creo que ya no queda nada —señaló débilmente Iza. El acceso de tos la había agotado—. He tomado muchísimo y no pude salir a buscar más. Aba trató de encontrarlo, pero me trajo girasol.
    —No debería haberme marchado —decía Ayla, y de repente salió corriendo de la cueva. Se encontró con Uba, que llevaba a Durc, y con Creb en la entrada.
    —Iza está enferma —expresó agitadamente Ayla—, y no tiene siquiera helenio. Voy a buscar un poco. No hay fuego en el hogar, Uba. Pero, ¿por qué tuve que ir yo ala reunión del clan? Debí haberme quedado con ella. ¿Por qué me fui? —El rostro desolado de Ayla, sucio del viaje, estaba surcado de lágrimas, pero ni se daba cuenta ni le importaba. Corrió cuesta abajo mientras Uba y Creb entraban a toda prisa en la cueva.
    Ayla chapoteó por el río, corrió hacia la pradera donde crecían las plantas y excavó las raíces con las manos desnudas, sacándolas de la tierra. Deteniéndose en el río lo justo para lavarlas, volvió corriendo a la cueva.
    Uba había encendido un fuego, pero el agua que había puesto a calentar apenas estaba tibia. Creb se encontraba en pie junto a Iza ejecutando los movimientos rituales con mayor fervor que en muchos días, invocando a todos los espíritus que conocía para que fortalecieran la esencia de la vida de su hermana y no se la llevaran aún. Uba dejó a Durc en una estera. Empezaba a gatear y se impulsaba así mismo con pies y manos. Se dirigió hacia su madre, que estaba atareada cortando la raíz en trocitos, pero ella le apartó cuando quiso mamar. Ayla no tenía tiempo para su hijo. El niño se puso a chillar mientras ella echaba la raíz en el agua y agregaba más piedras calientes para que hirviera más aprisa.
    —Déjame ver a Durc —señaló Iza—. Cuánto ha crecido. Uba le cogió en brazos y se lo llevó a su madre. Ayla dejó al niño en el regazo de Iza, pero éste no estaba de humor para que le acariciara una vieja a la que no recordaba, y pataleó para que le dejaran otra vez en el suelo.
    —Está fuerte y sano —dijo Iza— y no tiene problemas para mantener la cabeza erguida.
    —Y ya tiene compañera —agregó Uba— o por lo menos una nena que le han prometido.
    — ¿Una compañera? ¿Qué clan iría a prometerle una niña? Tan joven y con su deformidad...
    —En la reunión del clan había una mujer con una hija deforme. Se nos acercó para hablarnos el primer día —explicó Uba—. La nena se parece un poco a Durc, por lo menos su cabeza. Sus rasgos son algo distintos. La madre preguntó si podrían aparearlos. Oda estaba muy preocupada ante la idea de que su hija nunca encontrara compañero. Brun y el jefe de su clan se han puesto de acuerdo. Creo que ella vendrá a vivir aquí después de la próxima reunión, aunque no sea mujer aún. Ebra ha dicho que podría vivir con ellos hasta que ambos estén en edad de aparearse. Oda estaba muy contenta, sobre todo después de que Ayla preparó la bebida para la ceremonia.
    —De modo que aceptaron a Ayla como curandera de mi estirpe. Me preguntaba si la aceptarían —señaló Iza y después se detuvo. Hablar la cansaba, pero, al ver a sus seres amados nuevamente a su alrededor, se sentía rejuvenecida en su mente ya que no en su cuerpo—. ¿Cómo se llama la niña?
    —Ura —contestó la hija de Iza.
    —Me gusta el nombre, suena bien. —Iza volvió a descansar y después hizo otra pregunta—. ¿Y Ayla? ¿Ha encontrado compañero en la reunión del clan?
    —El clan de los parientes de Zoug lo está considerando. Al principio se negaron, pero una vez que fue aceptada como curandera, decidieron pensarlo. No hubo tiempo para arreglar nada antes de nuestra partida. Puede que tomen a Ayla, pero no creo que quieran a Durc.
    Iza se limitó a mover la cabeza y después cerró los ojos.
    Ayla estaba moliendo carne para hacerle un caldo a Iza y atendía con impaciencia el agua hirviendo con las raíces para asegurarse del color y del sabor. Durc gateó hasta ella gimoteando, pero lo volvió a rechazar.
    —Dámelo a mí, Uba —señaló Creb.
    Esto calmó un ratito al niño, sentado en el regazo de Creb e intrigado con la barba del hombre. Pero también de eso se cansó pronto. Se frotó los ojos y luchó para liberarse del brazo que le retenía; una vez libre, gateó de nuevo hasta su madre. Estaba cansado y tenía hambre. Ayla, en pie junto al fuego, pareció no darse por aludida cuando la malhumorada criatura trató de tirarle de la pierna. Creb se enderezó, dejó caer su cayado y, por señas, pidió a Uba que le pusiera al niño en el brazo. Cojeando pesadamente sin su apoyo, llegó al hogar de Broud y puso a Durc sobre el regazo de Oga.
    —Durc tiene hambre y Ayla está atareada preparando medicinas para Iza. ¿Quieres darle tú de mamar, Oga?
    Oga asintió, cogió al bebé en sus brazos y le dio el pecho. Broud arrugó el ceño, pero una sombría mirada de Mog-ur le hizo disimular rápidamente su ira. Su odio hacia Ayla no alcanzaba hasta el hombre que la protegía y proveía para ella. Broud temía demasiado a Mog-ur para odiarle. Sin embargo, desde temprana edad había descubierto que el gran hombre santo no solía interferir en la vida seglar del clan, limitando sus actividades al mundo de los espíritus. Mog-ur nunca había tratado de impedir que Broud ejerciera su control sobre la joven que compartía su hogar, pero Broud no deseaba enfrentarse directamente al mago.
    El hombre regresó a su hogar y empezó a buscar, en los bultos que habían quedado tirados, la vejiga con la grasa de oso de las cavernas que le correspondió de la grasa derretida del animal ceremonial. Uba le vio y acudió en su ayuda. Creb se la llevó consigo a su cámara de los espíritus. Aunque estaba seguro de que no quedaba esperanza, iba a utilizar toda la magia de que era capaz para ayudar a Ayla a mantener a Iza con vida.
    Las raíces habían hervido la suficiente, por fin, y Ayla sacó una taza de líquido, impaciente ahora por que se enfriara. El caldo caliente que le había dado antes, en sorbitos, sosteniéndole la cabeza la mismo que había hecho Iza con ella cuando era una niña de cinco años medio muerta, había reanimado algo a la vieja curandera. Había comido poco desde que se quedó en cama, y no mucho más antes. Los alimentos que le daban permanecían intactos. Había sido un verano desolado y solitario para Iza. Sin nadie que la vigilara y se asegurara de que comía, a menudo se le olvidaba o simplemente no le importaba. Los otros tres habían intentado ayudarla al ver que se debilitaba, pero no sabían cómo hacerlo.
    Iza se había incorporado al acercarse el fin de Dorv, pero el miembro más viejo del clan se fue rápidamente y no había podido hacer mucho por él como no fuera tratar de que se sintiera cómodo. Su muerte había deprimido a los demás. La cueva parecía mucho más vacía sin él y eso les recordaba la cerca que estaban del otro mundo. Su muerte había sido la primera desde el terremoto.
    Ayla estaba sentada junto a Iza, soplando sobre el líquido de la taza de hueso y probándolo de vez en cuando para ver si se había enfriado la suficiente. Su concentración en Iza era tan absoluta que no se dio cuenta de que Creb se había llevado a Durc ni de que se había alejado después hacia la cámara de los espíritus, y tampoco se percató de que Brun la estaba observando. Escuchaba los débiles ruidos de la respiración de Iza y comprendía que estaba muriéndose, pero no se resignaba a creerlo. Buscó otros tratamientos en su memoria.
    «Una compresa con la corteza interna de la balsamina —pensó—. Sí, y una infusión de milenrama; respirar el vapor también sirve. Moras y culantrillo... no, eso sólo sirve para un catarro. ¿Raíces de bardana? Tal vez. ¿Hierba de almidón? Naturalmente, y la raíz fresca es mejor en otoño.» Ayla estaba decidida a atascar a Iza con infusiones, cubrirla de cataplasmas y ahogarla en vapor, si fuera necesario. Cualquier cosa, lo que fuera, con tal de prolongar la vida de su madre, de la única madre que había conocido. No podía soportar la idea de que se muriera Iza.
    Aunque Uba tenía perfectamente conciencia de la gravedad de la enfermedad de su madre, no dejó de percatarse de la presencia de Brun. No era habitual que los hombres visitaran el hogar de otro hombre en ausencia de éste, y Brun estaba poniendo nerviosa a Uba. Comenzó a recoger los bultos dispersos por el hogar para dejarlo en orden, mirando alternativamente a Brun, a Ayla y a su madre. Sin nadie para guiarla ni darle órdenes, no sabía cómo manejar la visita de Brun. Nadie le saludaba ni le daba la bienvenida, ¿qué debía hacer ella?
    Brun observaba al trío de mujeres: la vieja curandera, la solícita joven curandera, que no se parecía en nada al resto del clan y que, sin embargo, era considerada como la de más alta jerarquía en el arte de curar, y Uba, destinada también a ser curandera. Siempre había querido a su hermana. Fue el bebé al que se acariciaba y mimaba, bienvenida después de que había nacido un niño saludable para hacerse cargo de la jefatura. Siempre se había sentido protector hacia ella. Nunca habría escogido para ella al hombre que fue su compañero; nunca le había gustado a Brun, un fanfarrón que ridiculizaba a su hermano tullido. Iza no tuvo más remedio que someterse, pero manejó bien la situación. Y, sin embargo, había sido más feliz después de la muerte de su compañero que anteriormente. Era una buena mujer y una buena curandera. El clan la echaría de menos.
    «La hija de Iza está creciendo —pensaba, observándola—. Uba será pronto una mujer. Debería empezar a pensar en un compañero para ella. Deberá ser un buen compañero, uno que sea compatible. También es mejor para un cazador que su compañera le sea adicta. Pero, ¿quién hay fuera de Vorn? Hay que pensar también en Ona, que no puede aparearse con Vorn, puesto que son hermanos. Tendrá que esperar a que Borg se haga hombre. Si se convierte pronto en mujer, puede tener un hijo antes de que Borg esté preparado para aparearse. Tal vez debería yo empujarle un poco; es mayor que Ona. Una vez que sea suficientemente grande para aliviar sus necesidades, será suficientemente grande para hacerse hombre. ¿Será Vorn un buen compañero para Uba? Droog ha tenido una buena influencia sobre él y le gusta presumir cuando está Uba delante. Tal vez haya alguna atracción entre ellos.» Brun archivó sus pensamientos en su bien organizado cerebro para otra oportunidad.
    La infusión de raíz de helenio se había enfriado y Ayla despertó a la anciana, que se había quedado adormilada, levantándole la cabeza mientras le hacía ingerir la medicina.
    «No creo que puedas salvarla esta vez, Ayla —se decía Brun observando a la frágil mujer—. ¿Cómo ha envejecido tan pronto? Era la más joven, y ahora parece más vieja que Creb. Recuerdo cuando redujo la fractura de mi brazo. No era mucho mayor que Ayla cuando ésta redujo la fractura de Brac, pero era una mujer y estaba apareada. Y lo hizo bien. Nunca me ha molestado lo más mínimo, salvo algunas punzadas últimamente. También yo estoy envejecido. Mis días de caza pronto habrán terminado y tendré que traspasar a Broud la jefatura.
    » ¿Estará ya preparado? Se portó tan bien en la reunión del clan que estuve apunto de entregársela entonces. Es valiente; todos me dicen que soy muy afortunado. Soy afortunado; temí que fuera elegido para acompañar a Ursus. Habría sido un honor, pero es un honor al que renuncio de buena gana. Gorn era un buen hombre; ha sido duro para el clan de Norg. Siempre lo es cuando Ursus escoge. A veces es una suerte no recibir ese honor; el hijo de mi compañera sigue caminando por este mundo. Y no le teme a nada; tal vez sea demasiado temerario. Un poco de osadía y temeridad está bien en un joven, pero un jefe debe ser más juicioso. Debe tomar en cuenta a sus hombres. Debe pensar y disponer de manera que la cacería sea fructuosa, pero sin arriesgar inútilmente a sus hombres. Quizá debería permitirle que dirija unas cuantas cacerías, para que adquiera experiencia. Debe comprender que en la jefatura hay algo más que osadía. Hay responsabilidad y control de sí mismo.
    » ¿Qué le pasa con Ayla que saca a relucir lo peor que hay en él? ¿Por qué se rebaja compitiendo con ella? Puede parecer diferente, pero no deja de ser una mujer. Aunque valerosa, para ser mujer, decidida. Me pregunto si los parientes de Zoug la recibirán. Me resultaría extraño no tenerla, ahora que me he acostumbrado a ella. Y es una buena curandera, un buen partido para cualquier clan. Haré lo que pueda para asegurarme de que aprecian su valor. Mírala, ni si quiera su hijo, el hijo al que estaba dispuesta a seguir al otro mundo, puede apartar su mente de Iza. No muchas desafiarían a un oso cavernario para salvar la vida de un hombre. También es temeraria, y ha aprendido a controlarse. Se ha portado bien en la reunión, en todo punto ha sido una mujer como es debido, no como cuando era más joven. Nadie ha tenido más que alabanzas para ella, al final.»
    —Brun —llamó Iza con voz débil—. Uba, sírvele un poco de té al jefe —indicó, tratando de incorporarse. Seguía siendo la dueña del hogar de Creb—. Ayla, trae unas pieles para que se siente Brun. Esta mujer lamenta no poder servir personalmente al jefe.
    —Iza, no te preocupes. No he venido a tomar té, he venido a verte —indicó Brun, sentándose junto a ella.
    — ¿Cuánto tiempo llevas ahí de pie? —preguntó Iza.
    —No mucho. Ayla estaba atareada; no he querido molestarla a ella y tampoco a ti, esperando que terminara. Te han echado de menos en la reunión del clan.
    — ¿Todo fue bien?
    —Este clan sigue siendo el primero. Los cazadores se portaron bien; Broud fue escogido el primero para la Ceremonia del Oso. También Ayla se portó bien. Recibió muchas felicitaciones.
    — ¡Felicitaciones! ¿Quién necesita felicitaciones? Demasiadas sirven para provocar envidia entre los espíritus. Si se portó bien, si trajo honor al clan, debe ser suficiente.
    —Se portó bien. Fue aceptada; se portó como una mujer correcta. Es hija tuya, Iza. ¿Quién iba a esperar menos?
    —Sí, es hija mía, lo mismo que Uba es hija mía. He sido afortunada, los espíritus decidieron favorecerme con dos hijas, y las dos serán buenas curanderas. Ayla puede terminar de adiestrar a Uba.
    — ¡No! —interrumpió Ayla—. Tú terminarás el adiestramiento de Uba. Te vas a poner bien. Ahora ya estamos de vuelta y vamos a cuidarte. Te pondrás bien, espera y verás —señaló con una desesperación profunda—. Tienes que ponerte bien, madre.
    —Ayla. Niña. Los espíritus están esperándome y pronto tendré que irme con ellos. Me han concedido mi último deseo: ver a mis seres queridos antes de marchar, pero no puedo dejarlos esperando mucho tiempo más.
    El caldo y la medicina habían estimulado las últimas reservas de la enferma. Su temperatura subía junto con el esfuerzo valeroso de su cuerpo para luchar contra la enfermedad que la había derribado. La chispa prendida en sus ojos velados por la fiebre y el calor que prestaba a sus mejillas le daban un falso aspecto de salud. Pero había un brillo traslúcido en el rostro de Iza, como si estuviera iluminado por dentro. No era el ardor de la vida; esa calidad fantasmal se llamaba destello espiritual, y Brun la había visto anteriormente: era el surgir de la fuerza vital que se preparaba para partir.
    Oga se quedó con Durc en el hogar de Broud hasta muy tarde, y devolvió al niño dormido mucho después de que se pusiera el sol. Uba le acostó en las pieles de Ayla que ella misma había tendido. La muchacha estaba asustada y perdida; no tenía hacia quién volverse. Temía interrumpir a Ayla en sus esfuerzos por salvar a Iza, y temía molestar a su madre. Creb sólo había vuelto el tiempo suficiente para pintar símbolos en el cuerpo de Iza con una pasta de ocre rojo y grasa de oso, mientras hacía gestos por encima de ella.
    Regresó inmediatamente después a la cámara pequeña y no volvió. Uba había sacado todas las cosas de los paquetes y puesto en orden el hogar, preparado una cena que nadie comió y recogido todo. Entonces, se sentó calladamente junto al bebé dormido, pensando en algo que hacer, algo que la tuviera ocupada. Aunque eso no ahuyentara el terror que le atenazaba el corazón, por lo menos la actividad la tenía ocupada. Era mejor que estar allí sentada viendo cómo se moría su madre. Finalmente se tendió en el lecho de Ayla, rodeando al bebé con su cuerpo, apretándose a él en un vano intento por sacar de alguien calor y seguridad.
    Ayla trabajaba constantemente con Iza, probando todas las medicinas y los tratamientos que se le ocurrían. Se inclinaba sobre ella, temerosa de apartarse de su lado, temerosa de que la mujer se fuera mientras ella estuviera ausente. No fue la única que se mantuvo en vela aquella noche; sólo durmieron los niños pequeños. En cada hogar de la cueva oscura, hombres y mujeres contemplaban las brasas aún encendidas de los fuegos casi apagados o estaban tendidos en sus pieles con los ojos abiertos.
    El cielo allá afuera estaba encapotado, no se veía una estrella. La oscuridad interior de la cueva se volvía de un negro más profundo en la abertura, disimulando cualquier indicio de vida más allá de las brasas mortecinas del fuego de la cueva. En la tranquilidad del naciente día, cuando la noche estaba más profundamente sumida en la oscuridad, Ayla se sobresaltó despertando de un sueño ligero.
    —Ayla —dijo Iza en un ronco susurro.
    — ¿Qué ocurre, Iza? —señaló la joven.
    Los ojos de la curandera reflejaban la oscura luz del carbón del hogar.
    —Quiero decir algo antes de irme —indicó Iza, y entonces dejó caer las manos; levantarlas suponía para ella un esfuerzo grande.
    —No trates de hablar, madre. Descansa. Te sentirás más fuerte por la mañana.
    —No, niña, tengo que decirlo ahora. No duraré hasta la mañana.
    —Sí, sí, madre. Tienes que durar. No puedes irte —indicó Ayla.
    —Ayla, me marcho y debes aceptarlo. Déjame terminar, no me queda ya mucho. —Iza se detuvo nuevamente, mientras Ayla esperaba sumida en muda desesperanza.
    —Ayla, siempre te he querido más. No sé por qué, pero es cierto. Quise que te quedaras conmigo, quise que te quedaras con el clan. Pero pronto me habré ido. Creb encontrará su camino hacia el mundo de los espíritus dentro de poco, y también Brun está envejeciendo. Entonces el jefe será Broud. Ayla, no puedes quedarte aquí cuando Broud sea el jefe. Encontrará la manera de lastimarte. —Iza descansó nuevamente, cerrando los ojos y luchando por respirar y encontrar fuerzas para seguir.
    —Ayla, hija mía, mi extraña y obstinada niña que siempre se ha esforzado tanto. Te he adiestrado para hacer de ti una curandera, de manera que tuvieras posición suficiente para quedarte con el clan aunque nunca encontraras compañero. Pero eres mujer y necesitas compañero, un hombre que sea tuyo. Tú no eres del clan, Ayla. Naciste de los otros, debes estar con ellos. Tendrás que irte, niña, encontrar a los tuyos.
    — ¿Irme? —señaló confusa—. ¿Adónde podría ir, Iza? No conozco a los otros, no sabría siquiera dónde buscarlos.
    —Hay muchos al norte de aquí, Ayla, en la tierra continental más allá de la península. Mi madre me dijo que el hombre a quien su madre curó venía del norte. —Iza se interrumpió de nuevo, y después sacó fuerzas de flaqueza para continuar—. No puedes seguir aquí, Ayla. Vete y encuéntralos, hija mía. Encuentra a tu propia gente, encuentra a tu propio compañero.
    Las manos de Iza recayeron súbitamente y se le cerraron los ojos. Su respiración se hizo imperceptible. Se esforzó por respirar hondo y abrió nuevamente los ojos.
    —Dile a Uba que la amo, Ayla. Pero tú fuiste mi primera hija, la hija de mi corazón. Siempre te he amado... te he amado más...
    La respiración de Iza se quebró en un suspiro burbujeante. Eso fue todo.
    — ¡Iza! ¡Iza! —gritó Ayla—. ¡Madre, no te vayas! ¡No me dejes! ¡Oh madre, no te vayas!
    Uba despertó al gritó de Ayla y corrió hacia ellas.
    — ¡Madre! ¡Oh, no! ¡Mi madre se ha ido! ¡Mi madre se ha ido!
    La muchacha y la mujer se miraron.
    —Me ha dicho que te diga que te amaba, Uba —dijo Ayla.
    Tenía secos los ojos, el impacto no había llegado aún a su cerebro. Creb se acercó arrastrando los pies. Ya estaba fuera de su cámara cuando Ayla gritó. Con un sollozo profundo, Ayla se abrazó a los dos y los tres se fundieron en un abrazo doloroso de mutua desesperación. Las lágrimas de Ayla los mojaron a todos; Uba y Creb no tenían lágrimas, pero su dolor no era menos grande.

    26

    —Oga, ¿quieres dar de mamar otra vez a Durc?
    El gesto del hombre manco estaba claro para la joven, a pesar del pataleante bebé que llevaba consigo. «Ayla debería alimentarlo —pensó—. No es bueno para ella pasar tanto tiempo sin darle el pecho.» La tragedia de la muerte de Iza y su confusión ante la reacción de Ayla se reflejaban en la expresión de Mog-ur. No podía negarse al mago suplicante.
    —Por supuesto que sí —dijo Oga, y tomó a Durc en sus brazos.
    Creb regresó cojeando a su hogar. Vio que Ayla seguía sin cambiar de postura, aunque Ebra y Uka se habían llevado el cadáver de Iza para prepararlo para el entierro. La joven tenía el cabello desordenado y el rostro todavía embadurnado con la suciedad del camino y las lágrimas. Llevaba el mismo manto manchado y sucio que había tenido puesto durante el largo trayecto de regreso de la reunión del clan. Creb le había puesto al hijo sobre el regazo cuando lloró pidiendo de mamar, pero se mostró ciega y sorda a sus necesidades. Otra mujer habría comprendido que incluso un dolor profundo podía, llegado el caso, dejar pasar los gritos de un niño. Pero Creb tenía poca experiencia con madres y bebés. Sabía que las mujeres solían amamantar a los hijos de las otras, y no podía dejar que el niño pasara hambre mientras hubiera otras mujeres que le pudieran alimentar. Había llevado a Durc a Ika y Aga, pero sus más pequeños estaban destetándose y las mujeres tenían ya muy poca leche. Grev tenía poco más de un año y parecía que Oga siempre disponía de mucha leche, de modo que Creb había llevado a Durc con ella varias veces. Ayla no sentía el dolor de sus pechos duros, repletos de leche; el dolor de su corazón era mucho más grande.
    Mog-ur cogió su cayado y se fue hacia el fondo de la cueva. Habían traído piedras, que ahora estaban amontonadas en un rincón libre de la amplia caverna, y se había excavado una zanja poco profunda en la tierra del piso. Iza había sido una curandera de primera categoría. No sólo su posición en la jerarquía del clan sino también su intimidad con los espíritus exigían que fuera enterrada en la cueva. Eso garantizaba que los espíritus protectores que la cuidaban se quedarían cerca de su clan, y ella misma podría vigilarlo desde su hogar en el otro mundo. Además, de esa forma quedaba garantizado que ningún animal dispersaría sus huesos.
    El mago espolvoreó con ocre rojo el óvalo de la zanja y después hizo unos gestos con su único brazo. Una vez que hubo consagrado la tierra en que sería sepultada Iza, se acercó cojeando hasta una forma indefinida más o menos envuelta en una piel de cuero suave; retiró ésta y dejó al descubierto el cuerpo desnudo y gris de la curandera. Sus brazos y piernas habían sido flexionados en posición fetal por medio de tendones teñidos de rojo. El mago hizo un gesto protector, se agachó y comenzó a frotar la carne fría con un ungüento compuesto de ocre rojo y grasa de oso cavernario. Doblada en posición fetal y cubierta con el color rojo que recordaba la sangre natal, Iza sería entregada al otro mundo de la misma manera en que había llegado a éste.
    Nunca le había resultado tan difícil llevar a cabo su tarea; Iza había sido más que una hermana para Creb. Le conocía mejor que nadie; sabía el padecimiento que había sufrido sin quejarse, la vergüenza que le había causado su achaque; comprendía su bondad, su sensibilidad, y se alegraba de su grandeza, su poder y su voluntad de superarse. Había cocinado para él, le había atendido y había aliviado sus dolores. Con ella había conocido la dicha de la vida familiar casi como un hombre normal. Aunque nunca la había tocado tan íntimamente como lo estaba haciendo ahora, al embadurnar su cuerpo frío con ungüento, había sido más «compañera» para él de lo que muchos hombres habían tenido. Su fallecimiento le anonadaba.
    Cuando regresó a su hogar, el rostro de Creb estaba tan gris como lo había estado el cadáver. Ayla seguía sentada junto al lecho de Iza, mirando al vacío sin ver, pero reaccionó cuando Creb comenzó a revolver las pertenencias de Iza.
    — ¿Qué estás haciendo? —preguntó, defendiendo todo lo que había sido de Iza.
    —Estoy buscando los tazones y las cosas de Iza. Los objetos que ha empleado en su vida deben ser sepultados con ella, de modo que tenga el espíritu de esos objetos en el otro mundo —explicó Creb.
    —Voy a buscarlos —dijo Ayla, apartando a Creb. Juntó los tazones de madera y las tazas de hueso que había empleado Iza para preparar sus medicinas y medir las dosis, la piedra redonda de mano y la base de piedra plana que utilizaba para aplastar y moler, sus platos personales para comer, unos cuantos objetos más y su bolsa de medicinas, y lo puso todo sobre el lecho de Iza. Entonces se quedó mirando el humilde montón que representaba la vida y el trabajo de Iza.
    — ¡Ésos no son los instrumentos de Iza! —gesticuló Ayla con ira, y de un brinco se puso en pie y echó a correr fuera de la cueva. Creb la vio marcharse, meneó la cabeza y recogió las cosas de Iza.
    Ayla atravesó el río y corrió hacia una pradera donde Iza y ella habían estado anteriormente. Se detuvo ante un corro de malvarrosas de vivos colores sobre graciosos tallos, y arrancó una brazada de distintos matices. Entonces recogió una milenrama parecida a la margarita que se empleaba para cataplasmas y contra los dolores. Corrió por bosques y prados recogiendo más plantas de las que Iza utilizaba en su magia curativa: cardos de hojas blancas con flores amarillas redondas y pálidas y pinchos amarillos; grandes hierbacanas amarillas y brillantes; jacintos tan azules que parecían negros.
    Cada una de las plantas que iba recogiendo había encontrado en alguna ocasión el camino de la farmacopea de Iza, pero Ayla sólo escogía las que eran, además, bellas, de flores vistosas y olorosas. Ayla había vuelto a llorar al detenerse a la orilla de una pradera, con las flores en los brazos, recordando las veces que Iza y ella habían caminado juntas recogiendo plantas. Tenía los brazos tan llenos que le costaba trabajo llevarlas, pues no había traído consigo su canasta de recolectora. Algunas flores se le cayeron y se arrodilló para recogerlas; entonces vio las ramas enmarañadas de una centinodia, con sus florecillas, y casi sonrió ante la idea que acababa de ocurrírsele.
    Metió la mano en su manto, sacó un cuchillo y cortó una rama de la planta. Bajo el cálido sol de principios del otoño, Ayla se sentó a la orilla de la pradera trenzando los tallos de las bellas plantas floridas entre y en torno a la red de tallos que servía de base, hasta que la rama entera fue un derroche de color.
    Todo el clan se quedó atónito al ver a Ayla avanzar por la cueva con su florida guirnalda. Fue directamente al fondo de la cueva y la dejó caer junto al cadáver de la curandera, que estaba tendido de costado en la poco profunda zanja dentro de un óvalo de piedras.
    — ¡Éstos eran los instrumentos de Iza! —señaló Ayla retadoramente con gestos, como si desafiara a que le llevaran la contraria.
    El viejo mago asintió. «Tiene razón —pensó—. Éstos fueron los instrumentos de Iza, los que conocía, con los que trabajó toda su vida. Puede sentirse feliz de tenerlos en el mundo de los espíritus. Yo me pregunto, ¿se criarán flores allí?»
    Los utensilios de Iza, los demás objetos y las flores fueron colocados en la tumba con la mujer, y el clan comenzó a amontonar las piedras alrededor y por encima de su cuerpo mientras Mog-ur hacía gestos invocando al Espíritu del Gran Ursus y al tótem de la mujer, la Saiga, para que guiaran el espíritu de Iza a salvo al otro mundo.
    — ¡Esperad! —interrumpió repentinamente Ayla—, se me ha olvidado algo. — Regresó al hogar y buscó su bolsa de medicinas, de donde sacó cuidadosamente las dos mitades del antiguo tazón de la curandera. Volvió a toda prisa y colocó las piezas en la tumba junto al cuerpo de Iza—. He pensado que puede querer llevárselo, ahora que ya no sirve.
    Mog-ur aprobó con un gesto. Era lo correcto, mucho más correcto de lo que nadie pudiera saber; entonces reanudó sus gestos. Una vez que quedó colocada la última piedra, las mujeres del clan comenzaron a poner leña alrededor y encima del montón de piedras. Se empleó una brasa del fuego de la cueva para encender el fuego donde preparar el festín funerario de Iza. Los alimentos se cocinaron encima de su tumba y el fuego seguiría ardiendo varios días. El calor del fuego eliminaría toda la humedad del cuerpo, disecándolo, momificándolo y quitándole el olor.
    Cuando prendieron las llamas, Mog-ur inició un último y elocuente lamento mediante movimientos que conmovieron el alma de todos los miembros del clan. Habló al mundo de los espíritus del amor que sentían por la curandera que les había atendido, cuidado y ayudado en la enfermedad y el dolor, tan misteriosos para ellos como la muerte. Eran gestos rituales, repetidos esencialmente de la misma manera en cada funeral; algunos de los movimientos se empleaban fundamentalmente durante las ceremonias masculinas y eran desconocidos para las mujeres, pero su significado se transmitía claramente. Aunque la forma externa era convencional, el fervor, la convicción y la pena inefable del gran hombre santo impregnaban los gestos oficializados de un significado que iba mucho más allá de la forma pura y simple.
    Con los ojos secos, Ayla miraba, por encima del fuego que danzaba, los graciosos movimientos del hombre manco y tullido, y sentía las emociones de él como si fueran las suyas propias. Mog-ur estaba expresando su pesar y ella se identificaba totalmente con él como si el mago hubiera penetrado en ella y hablara con su cerebro, sintiera con su corazón. Pero no era ella la única que sentía como propia la pena manifestada por Creb. Ebra comenzó a lamentar su dolor y las demás mujeres también. Uba, con Durc en brazos, sintió que un agudo gemido sin palabras se formaba en su garganta, y con un estallido de alivio, se unió al lamento compasivo. Ayla miraba sin ver, demasiado sumida en la profundidad de su pesadumbre para expresarlo. Ni siquiera podía encontrar el alivio de las lágrimas.
    No sabía cuánto tiempo llevaba contemplando el resplandor hipnótico de las llamas con ojos ciegos. Ebra tuvo que sacudirla para que reaccionara; entonces dirigió una mirada vacía hacia la compañera del jefe.
    —Ayla, come algo. Es el último festín que hemos de compartir con Iza.
    Ayla aceptó el plato de madera con alimentos, metió automáticamente un trozo de carne en la boca y estuvo a punto de ahogarse al intentar tragarlo. De repente, se puso en pie y salió corriendo de la cueva. Enceguecida, tropezó con piedras y maleza. Al principio sus pies iban a llevarla por el camino familiar hasta una alta pradera montañosa y una pequeña cueva que le habían brindado refugio y seguridad en otros tiempos. Pero se apartó; desde que le había mostrado el lugar a Brun, ya no le parecía suyo, y su última visita encerraba recuerdos demasiado tristes. En cambio, trepó por el risco que protegía la cueva contra los vientos del norte que aullaban montaña abajo en invierno y desviaba los fuertes vientos del otoño.
    Sacudida por ráfagas, Ayla cayó de rodillas al llegar arriba y allí, sola con su dolor insoportable, se abandonó a la angustia en forma de un gemido quejoso y modulado mientras se balanceaba al ritmo de su corazón dolorido. Creb salió de la cueva cojeando tras ella, la vio recortarse contra las nubes que el crepúsculo matizaba y oyó el gemido lejano y débil. Por muy grande que fuera su propio dolor, no podía comprender que la joven rechazara el alivio de la compañía en su pena, su encierro dentro de sí misma. Su discernimiento habitual estaba embotado por su propia pena; no comprendía que ella sufría de algo más que de pena.
    La culpabilidad embargaba su alma: se echaba la culpa de la muerte de Iza. Había abandonado a una enferma para ir a una reunión del clan; era una curandera que había abandonado a alguien que la necesitaba, a alguien a quien amaba. Se echaba la culpa de que Iza hubiera ido a la montaña a buscar una raíz que le ayudara a ella a conservar el bebé que tan desesperadamente deseaba, lo que había desatado la enfermedad casi mortal que debilitó a la mujer. Se sintió culpable por el dolor que había ocasionado inconscientemente a Creb cuando siguió las luces hasta la pequeña cámara de la montaña allá en el este. Más que por el pesar y la culpabilidad, estaba débil por la falta de alimento y a causa de la fiebre producida por la leche acumulada en sus pechos hinchados y doloridos. Pero, por encima de todo, sufría una depresión que Iza podría haberla ayudado a superar de haber estado allí. Ayla era una curandera dedicada a aliviar el dolor y a salvar la vida, e Iza era la primera paciente que se le había muerto.
    Lo que más necesitaba Ayla era su bebé. No sólo necesitaba alimentarlo, necesitaba las exigencias de sus cuidados para devolverla a la realidad, para hacerle comprender que la vida sigue. Pero cuando regresó a la cueva, Durc estaba dormido junto a Uba. Creb se lo había llevado a Oga de nuevo para que le alimentara. Ayla se revolvía en su lecho, sin poder dormir, sin darse cuenta siquiera de que lo que la mantenía despierta era la fiebre y el dolor físico. Su mente estaba demasiado introvertida, concentrada en su pena y su sentimiento de culpa.
    Cuando Creb se despertó, Ayla se había marchado ya. Había salido de la cueva y escalado de nuevo el risco. Creb podía verla de lejos y la observaba ansiosamente, pero no podía ver su debilidad ni su fiebre.
    — ¿Voy a buscarla? —preguntó Brun, tan desconcertado como Creb por la reacción de Ayla.
    —Parece que prefiere estar sola. Tal vez haya que dejarla —respondió Creb.
    Se quedó preocupado por ella cuando la perdió de vista y, por la noche, como no regresaba, pidió a Brun que fuera a buscarla. Cuando vio que el jefe la traía en brazos al regresar a la cueva, Creb lamentó no haber dejado que Brun hubiera ido a buscarla antes. La pena y la depresión se habían cobrado su tributo, la debilidad y la fiebre habían completado la obra. Ebra y Uba cuidaron a la curandera del clan. Deliraba, alternativamente tiritaba de frío y ardía de calentura. Gritaba en cuanto le rozaban los senos, por muy levemente que fuera.
    —Va a quedarse sin leche —dijo Ebra a la muchacha—. Es demasiado tarde para que Durc pueda conseguir algo ahora; la leche está cuajada y el bebé no podrá chuparla.
    —Pero Durc es demasiado pequeño para destetarle. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué va a ser de ella?
    Tal vez no hubiera sido demasiado tarde de haber vivido Iza o si Ayla hubiera estado lúcida. La propia Uba conocía las compresas que habrían ayudado, medicinas que podían servir, pero era joven y no estaba segura de sí misma, y Ebra se mostraba tan positiva...
    Para cuando bajó la fiebre, la leche de Ayla se había secado: ya no podía alimentar a su propio hijo.
    —No quiero tener a ese mocoso deforme en mi hogar, Oga. ¡No lo quiero por hermano de tus hijos!
    Broud estaba furioso, movía los puños y Oga estaba a sus pies, atemorizada.
    —Pero Broud, si sólo es un bebé; necesita mamar. Aga e Ika no tienen suficiente leche, no sería bueno para ellas que se quedaran con él. Yo tengo suficiente, siempre he tenido leche abundante. Si no se alimenta, morirá de hambre, Broud, morirá.
    —Poco me importa que muera. Para empezar, nunca se le debería haber permitido vivir. No vivirá en este hogar.
    Oga dejó de temblar y miró al hombre que era su compañero. No creía realmente que se negaría a dejarle tener consigo al bebé de Ayla. Sabía que gritaría, disparataría y bramaría, pero estaba segura de que al final se lo permitiría. No podía ser tan cruel, no podía permitir que un bebé muriera de hambre por mucho que aborreciera a la madre de Durc.
    —Broud, Ayla salvó la vida de Brac, ¿cómo puedes dejar morir a su hijo?
    — ¿No ha sido recompensada lo suficiente por haber salvado la vida a Brac? Se le ha permitido vivir, se le ha permitido incluso cazar. Nada le debo.
    —No le fue permitido vivir; fue maldecida de muerte. Volvió del mundo de los espíritus porque su tótem lo quiso, porque la protegió —protestó Oga.
    —Si hubiera sido debidamente maldecida no habría vuelto y nunca habría dado a luz a ese mocoso. Si su tótem es tan fuerte, ¿por qué ha perdido la leche? Todos decían que su bebé sería infortunado. ¿Qué puede ser más infortunado que perder la leche de su madre? Y ahora quieres traer su mala suerte a este hogar. No lo permitiré, Oga. ¡Es definitivo!
    —No, Broud —señaló—. No es definitivo. —Ya no tenía miedo. La expresión de Broud cambió a una sorpresa escandalizada—. Puedes impedir que Durc viva en tu hogar; es tu derecho y nada puedo hacer contra eso. Pero no puedes impedir que yo le amamante; es el derecho de toda mujer. Una mujer puede amamantar al bebé que quiera y ningún hombre se lo puede impedir. Ayla salvó la vida de mi hijo y yo no dejaré que muera el suyo. Durc será el hermano de mis hijos, tanto si te gusta como si no.
    Broud se quedó pasmado; la negativa de su compañera a someterse a sus deseos era también inesperada. Oga nunca se había mostrado insolente, nunca había sido irrespetuosa, nunca había dado muestras de desobediencia. Apenas podía creerlo; su asombro se convirtió en furor.
    — ¡Cómo te atreves a desafiar a tu compañero, mujer! ¡Haré que abandones este hogar! —atronó.
    —Entonces cogeré a mis hijos y me marcharé, Broud. Suplicaré a otro hombre que me acepte. Tal vez Mog-ur me permita vivir con él si ningún otro hombre me quiere. Pero estoy decidida a amamantar al bebé de Ayla.
    La única respuesta de Broud fue un fuerte puñetazo que la tumbó. Estaba demasiado cargado de ira para dar otra respuesta. Iba a seguir golpeándola, pero giró sobre sus talones. «Voy a ocuparme de esta falta flagrante de respeto», pensó, dirigiéndose al hogar de Brun.
    —Primero contamina a Iza, ahora su obstinación se ha transmitido a mi compañera —gesticuló Broud en el momento en que pasó las piedras limítrofes—. He dicho a Oga que no quiero tener con nosotros al hijo de Ayla, le he dicho que no quiero a ese muchacho deforme como hermano de sus hijos. ¿Sabes lo que me ha dicho? ¡Que de todos modos la criará! Ha dicho que no puedo impedírselo. Ha dicho que será hermano de sus hijos, me guste o no me guste. ¿Puedes creerlo?, ¿de Oga?, ¿de mi compañera?
    —Tiene razón, Broud —dijo Brun con una calma controlada—. No le puedes impedir que le alimente. Qué bebé amamanta una mujer no es asunto del hombre, nunca la ha sido. Tiene cosas más importantes en que pensar.
    Brun no estaba muy satisfecho con la violenta objeción de Broud. Era deshonroso para Broud reaccionar tan emocionalmente sobre cuestiones que atañían sólo a las mujeres. ¿Y quién más podría hacerlo? Durc era del clan, especialmente después del Festival del Oso. Y los del clan siempre atendían a los suyos. Ni siquiera la mujer que venía de otro clan y nunca tuvo un solo hijo quedó abocada a morirse de hambre cuando su compañero falleció. Podía carecer de valor, podía ser una carga, pero mientras hubo alimentos en el clan, tuvo comida suficiente.
    Broud podía negarse a aceptar a Durc en su hogar; eso imponía la responsabilidad de proveer para él y adiestrarle junto con los hijos de Oga. Eso no hacía muy feliz a Brun, pero no tenía nada de anormal. Todos sabían cuáles eran sus sentimientos respecto a Ayla y su hijo. Pero, ¿por qué había de oponerse a que su compañera amamantara al niño, si todos eran de un mismo clan?
    — ¿Quieres decir con eso que Oga puede ser tercamente desobediente y salirse con la suya? —preguntó Broud, furioso.
    — ¿Y eso a ti qué te importa, Broud? ¿Quieres que muera el niño? —preguntó Brun. Broud se puso colorado ante aquella pregunta tan directa—. Es del clan, Broud. A pesar de su cabeza deforme, no parece retrasado. Crecerá y será un cazador. Éste es su clan. Incluso ya tiene prometida una compañera, y tú estuviste de acuerdo. ¿Por qué te muestras tan exaltado ante la idea de que tu compañera amamante al bebé de otra mujer? ¿Todavía te sientes beligerante respecto a Ayla? Eres un hombre, Broud; la que le ordenes tiene que ejecutarlo. Y ella te obedece. ¿Por qué compites con una mujer? Te menosprecias a ti mismo. ¿O estoy equivocado? ¿Eres un hombre, Broud? ¿Eres lo suficientemente hombre para liderar este clan?
    —Es que no quiero que un niño deforme sea hermano de los hijos de mi compañera —señaló Broud con un gesto poco convincente. Era una menguada excusa, pero no dejaba de encerrar una amenaza.
    —Broud, ¿qué cazador no ha salvado la vida de otro? ¿Qué hombre no lleva una parte del espíritu de todos los demás? ¿Qué hombre no es hermano de los demás? ¿Importa que Durc sea hermano de los hijos de tu compañera ahora o después de que crezcan? ¿Por qué te opones?
    Broud no tenía respuesta, ninguna respuesta que fuera aceptable para el jefe. No podía admitir su devastadora animadversión contra Ayla; sería admitir que no era suficientemente hombre para ser jefe. Lamentaba haber ido a ver a Brun: «Debería haber recordado —pensó—. Siempre se pone de su parte. Estaba tan orgulloso de mí en la reunión del clan... y ahora, por culpa de ella, vuelve a dudar».
    —Bueno, no me importa que Oga le amamante —indicó Broud—, pero no le quiero en mi hogar. —Sabía que sobre ese punto estaba en su derecho y no iba a ceder—. Puedes pensar que no es retrasado pero yo no estoy tan seguro. No quiero tener la responsabilidad de su educación. Dudo mucho de que llegue a ser un cazador.
    —Como tú quieras, Broud. Yo asumí la responsabilidad de su educación, y tomé esa responsabilidad antes de aceptarle. Pero le acepté. Durc es miembro de este clan y será cazador. Yo me encargo de eso.
    Broud regresó a su hogar, pero vio que Creb llevaba nuevamente a Durc a Oga y volvió a salir de la cueva. No desahogó su ira hasta que estuvo seguro de encontrarse suficientemente lejos de la vista de Brun. «Todo es culpa de ese viejo inútil», se dijo, y trató de apartar ese pensamiento de su mente por miedo a que el mago pudiera de alguna forma saber lo que estaba pensando.
    Broud temía a los espíritus, tal vez más que cualquiera de los hombres del clan, y su temor se extendía a aquel que los trataba tan íntimamente. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer un cazador contra toda la formación de seres incorpóreos capaces de causar mala suerte o enfermedad o muerte, y qué podía hacer contra el hombre que tenía el poder de llamarlos a su voluntad? Broud acababa de volver de una reunión del clan en la que pasó muchas noches con jóvenes de otros clanes que trataban de asustarse unos a otros con historias de desdichas causadas por Mog-ures a quienes se había incomodado. Lanzas que se volvían en el último instante impidiendo cobrar la pieza, terribles enfermedades que causaban dolor y sufrimiento, puñaladas, palizas, todo tipo de calamidades aterradoras que eran atribuidas a magos iracundos. Las historias de terror no eran tan comunes en su propio clan, pero de todos modos, el Mog-ur era el mago más poderoso de todos.
    Aunque hubo veces en que el joven lo consideró más digno de burla que de respeto, el cuerpo del Mog-ur y su rostro tuerto y horriblemente cubierto de cicatrices le hacían más imponente. A quienes no le conocían, se les antojaba inhumano, tal vez parcialmente demoníaco. Broud había capitalizado el temor de los demás jóvenes, disfrutando de su expresión de incrédulo pavor cuando presumía que no temía al Gran Mog-ur. Pero a pesar de su jactancia, las historias le habían impresionado. La veneración del clan por el viejo tambaleante que no podía cazar incitaba a Broud a mostrarse más cauteloso respecto a su poder.
    Siempre que soñaba con el momento en que sería jefe, pensaba en Goov como su Mog-ur. Goov tenía casi su edad y era un compañero de cacería demasiado íntimo como para que Broud considerara al futuro mago de la misma manera. Estaba seguro de poder convencer o coaccionar al acólito para que aceptara sus decisiones, pero ni siquiera se le ocurría enfrentarse al Mog-ur.
    Mientras Broud iba caminando por los bosques próximos a la cueva, tomó una decisión firme: nunca más permitiría que el jefe pudiera dudar de él; nunca más volvería a poner en peligro el destino que estaba a punto de ver realizarse. «Pero cuando sea jefe —pensó— yo tomaré las decisiones. Ella ha puesto a Brun en mi contra, incluso a Oga, mi propia compañera. Pero, cuando yo sea jefe, poco importará que Brun se ponga de su parte, ya no podrá seguir protegiéndola.» Broud recordaba cada perjuicio que le había causado, cada vez que había eclipsado su gloria, cada desaire contra su ego. Se recreaba sobre todo ello, saboreando anticipadamente la idea de hacérselo pagar. Podía esperar. «Algún día —se decía a sí mismo—, algún día, y muy pronto, lamentará haber venido a vivir a este clan.»
    Broud no era el único que echaba la culpa al viejo tullido; también Creb se echaba la culpa de que Ayla hubiera perdido la leche. Poco importaba que fuera suya la culpa de tan desastrosos resultados. Lo que pasaba era que no había comprendido cómo funcionaba el cuerpo de la mujer; había tenido muy poca experiencia con mujeres. Sólo a edad avanzada había llegado a establecer un contacto estrecho con una madre y un bebé. No se había percatado de que cuando una madre amamantaba al bebé de otra, el favor era compensado más por consideración hacia ella que para descargarla de una obligación. Nadie se lo había dicho; nadie tuvo que decírselo hasta que ya fue demasiado tarde.
    Se preguntaba por qué le habría caído aquella terrible calamidad. ¿Sería solamente porque su hijo tenía mala suerte? Creb buscaba razones y en su introspección cargada de culpabilidad, comenzó a poner en duda sus propios motivos. ¿Sería la suya una preocupación sincera o deseaba hacerle daño como ella se lo había hecho inadvertidamente a él? ¿Era digno de su gran tótem? ¿Se habría rebajado el Mog-ur a una venganza tan mezquina? Si él era un ejemplo de su más elevado hombre santo, tal vez su pueblo mereciera perecer. El convencimiento de que su raza estaba condenada, la muerte de Iza y su culpa por la pena que había causado a Ayla, le sumían en una desalentadora melancolía. La prueba más difícil en toda la vida de Mog-ur estaba llegando a su fin.
    Ayla no le echaba la culpa a Creb, se echaba la culpa a sí misma, pero ver que otra mujer amamantaba a su hijo era más de lo que podía soportar. Oga, Aga e Ika habían ido a verla y a decirle que alimentarían a Durc, y les estaba agradecida, pero casi siempre era Uba quien se lo llevaba a una de ellas y permanecía allí hasta que el niño quedaba satisfecho. Al perder su leche, Ayla perdió una parte importante de la vida de su hijo. Seguía llorando la muerte de Iza y se echaba la culpa de que hubiera muerto, y Creb se había retirado tan dentro de sí mismo que no podía llegar a él y temía intentarlo. Pero todas las noches, cuando se llevaba a Durc a su lecho, se sentía agradecida a Broud: su negativa a aceptarlo en su hogar significaba que ella no lo había perdido del todo.
    Al comenzar a reducirse los días del otoño, Ayla volvió a tomar su honda como excusa para salir sola. Había cazado tan poco el año anterior que su habilidad estaba algo menguada, pero, con la práctica, recuperó la precisión y la rapidez. La mayor parte del tiempo salía temprano por la mañana y volvía tarde, dejando a Durc al cuidado de Uba; sólo lamentaba que el invierno se abatiera tan pronto sobre ellos. El ejercicio le venía muy bien, pero tuvo que superar un problema: no había cazado mucho después de desarrollarse plenamente como mujer, y sus pesados senos, que oscilaban a cada paso, la fastidiaban cuando corría o brincaba. Observó que los hombres llevaban taparrabos para proteger sus desnudos y delicados órganos. Para sostener su pecho en su sitio se hizo una banda atada a la espalda. Era más cómodo para ella y le traían sin cuidado las miradas curiosas que le echaban cuando la llevaba puesta.
    Aunque la caza fortalecía su cuerpo y ocupaba su mente mientras estaba fuera, seguía soportando su carga de duelo y pena. Para Uba era como si la dicha hubiera abandonado el hogar de Creb. Echaba de menos a su madre, y tanto Creb como Ayla estaban rodeados de un aura de tristeza perpetua. Sólo Durc, con sus ademanes infantiles y espontáneos, le recordaba algo de la felicidad que anteriormente había tenido como cosa natural. Había ocasiones en que hasta a Creb le sacaba de su letargo.
    Ayla había salido temprano y Uba se había alejado del hogar en busca de algo que había en el fondo de la cueva. Oga acababa de traer a Durc y Creb tenía su ojo puesto en el niño. Éste se sentía lleno y satisfecho pero no tenía sueño; gateó hasta donde estaba el viejo y se puso en pie sobre sus piernas inseguras y tambaleantes, agarrándose a Creb para sostenerse.
    —De modo que pronto echarás a andar —señaló Creb—. Antes de que termine el invierno estarás corriendo por la cueva, jovencito.
    Creb le rascó la barriguita para dar énfasis a sus gestos; las comisuras de la boca de Durc se elevaron y el niño produjo un sonido que Creb sólo había oído a otra persona en el clan: reía. Creb volvió a rascarle y el niño repitió con más intensidad su risa entrecortada de bebé, perdió el equilibrio y cayó sentado sobre su firme traserito. Creb le ayudó a ponerse en pie de nuevo y miró al niño como nunca antes le había mirado.
    Las piernecitas de Durc estaban arqueadas, pero no tanto como las de los demás bebés del clan; y aunque las tenía regordetas, Creb podía ver que los huesos eran más largos y delgados. «Creo que las piernas de Durc van a ser rectas cuando crezca, como las de Ayla, y también será alto. Y su cuello, tan delgado y larguirucho al nacer que no podía sostener su cabeza, es igual que el cuello de Ayla. Pero su cabeza no es como la de ella, ¿o sí? Esa frente alta es la de Ayla. —Creb hizo girar la cabeza de Durc para verla de perfil—. Sí, decididamente su frente sí lo es, pero las cejas y los ojos son del clan, y también su nuca es más como la del clan.
    »Ayla tenía razón: no es deforme, es una mezcla de ella y el clan. Me pregunto si siempre será así. ¿Se mezclan los espíritus? Tal vez sea eso lo que hace a las muchachas, no un débil tótem masculino. ¿Se iniciará la vida con una mezcla de espíritus totémicos masculino y femenino?» Creb sacudió la cabeza; no lo sabía, pero eso dio que pensar al viejo mago. Pensó a menudo en Durc durante aquel frío invierno. Tenía la sensación de que Durc era importante, pero el porqué se le escapaba.

    27

    —Pero Ayla, yo no soy como tú. Yo no sé cazar. ¿Adónde iré cuando oscurezca? —imploraba Uba—. Ayla, tengo miedo.
    La cara asustada de la joven inspiraba a Ayla el deseo de ir con ella. Uba no tenía aún ocho años y la idea de pasarse los días sola lejos de la seguridad de la cueva la aterraba, pero el espíritu de su tótem había librado batalla por vez primera y así debía ser; no quedaba más remedio.
    — ¿Recuerdas la pequeña cueva en que me escondía cuando nació Durc? Ve allí, Uba. Será más seguro que quedarte al descubierto. Iré a verte todas las tardes y te llevaré de comer; sólo son unos pocos días, Uba. Asegúrate de llevar contigo una piel para dormir y una brasa para prender fuego; hay agua cerca. Será solitario, especialmente de noche, pero estarás bien. y piénsalo: ahora eres una mujer. Pronto te aparearás y quizá tengas un bebé propio antes de mucho —fue el consuelo que Ayla le proporcionó.
    — ¿A quién crees que escogerá Brun para mí?
    — ¿A quién te gustaría que escogiera, Uba?
    —Vorn es el único hombre sin aparear, aunque estoy segura de que Borg también lo será pronto. Naturalmente, puede decidir darme por segunda mujer a uno de los demás. Creo que me gustaría Borg. Solíamos jugar juntos a que estábamos apareados, hasta que una vez trató de aliviar realmente sus necesidades conmigo. No funcionó del todo bien, ahora se muestra tímido y, como está a punto de convertirse en hombre, no quiere seguir jugando con las muchachas. Pero Ona es una mujer también y no se puede aparear con Vorn. Como Brun no decida dársela a un hombre que tenga ya compañera, no queda nadie más que Borg para ella. Supongo que eso significa que mi compañero será Vorn.
    —Vorn es hombre desde hace algún tiempo ya y probablemente a estas alturas estará deseando aparearse —dijo Ayla. Ella también había llegado a esa conclusión—. ¿Crees que te gustaría Vorn por compañero?
    —Trata de actuar como si no me viera, pero a veces me mira. Tal vez no sea tan malo.
    —A Broud le gusta; probablemente sea algún día segundo—al—mando. No necesitas preocuparte por la posición, pero sería bueno para tus hijos. Cuando era más joven no me gustaba Vorn, pero creo que tienes razón; incluso es amable con Durc cuando Broud no anda cerca.
    —Todo el mundo es amable con Durc, menos Broud —dijo Uba—. Todos le quieren.
    —Bueno, la verdad es que se encuentra como en su casa en todos los hogares. Está tan acostumbrado a que lo lleven a mamar de un lado a otro, que incluso llama «madre» a todas las mujeres —indicó Ayla con una fugaz contracción de la frente. Una sonrisa rápida sustituyó su expresión de infelicidad—. ¿Recuerdas aquella vez que fue al hogar de Grod, como si viviera allí?
    —Lo recuerdo; traté de no mirar, pero no pude remediarlo —recordó Uba—. Pasó por delante de Ovra, la saludó y la llamó «madre», se fue derecho a Grod y se subió a su regazo.
    —Ya sé —dijo Ayla—. Nunca he visto a Grod tan sorprendido en mi vida. Entonces se bajó y fue por las lanzas de Grod. Estaba segura de que Grod se enfadaría, pero no pudo resistir aun chiquillo tan descarado cuando comenzó a tirar de la lanza más grande que tenía. Y cuando Grod se la quitó de las manos dijo: «Durc caza como Grod».
    —Creo que Durc era muy capaz de llevarse a rastras aquella pesada lanza hasta fuera de la cueva, si Grod le hubiera dejado.
    —Se lleva a la cama la lanza pequeña que le ha hecho Grod —señaló Ayla, sin dejar de sonreír—. Ya sabes que Grod no habla mucho, pero me sorprendió al verle llegar el otro día. Apenas me saludó: sin más se fue derecho hacia Durc y le puso la lanza en las manos, e incluso le enseñó a sostenerla. Al marcharse, lo único que dijo fue: «Si el niño desea tanto cazar, debe tener su propia lanza».
    —Es una lástima que Ovra no haya tenido hijos. Creo que a Grod le gustaría que la hija de su compañera tuviera un bebé —dijo Uba—. Tal vez por eso Grod quiere a Durc, porque no depende de hombre alguno. También Brun le quiere, estoy segura; y Zoug ya le está enseñando a usar la honda. No creo que vaya a tener problemas para aprender a cazar, aunque no hay hombre en el hogar que pueda educarle. Por la manera en que los hombres actúan, cualquiera diría que cada uno de ellos es el compañero de su madre, menos Broud. —Se detuvo—. Tal vez así sea, Ayla. Dorv dijo siempre que se combinaron los tótems de cada uno de los hombres para derrotar a tu León Cavernario.
    —Creo que será mejor que te vayas, Uba —dijo Ayla cambiando de tema—. Te acompañaré parte del camino. Ha dejado de llover y creo que las fresas están maduras. Hay una buena mancha de ellas en el camino. Iré a verte más tarde.
    Goov pintó el símbolo del tótem de Vorn sobre el símbolo del tótem de Uba con pasta ocre amarillo, emborronando la señal de ella y mostrando el predominio de él.
    — ¿Aceptas a esta mujer por compañera? —señaló Creb.
    Vorn tocó el hombro de Uba y ésta le siguió cueva adentro. Entonces Creb y Goov llevaron a cabo el mismo ritual para Ona y Borg, quienes se fueron a su nuevo hogar para comenzar el período de aislamiento. Los árboles vestidos de verano, de un tono más claro de lo que sería más adelante, se agitaban bajo la suave brisa cuando se deshizo el grupo. Ayla cogió a Durc para llevárselo a la cueva, pero él se revolvió para que lo dejara en el suelo.
    —Está bien, Durc —le indicó por señas—, puedes andar, pero ven a tomar un poco de caldo y de papilla.
    Mientras preparaba el desayuno, su hijo dejó el hogar y se dirigió al nuevo hogar ocupado ahora por Uba y Vorn, pero Ayla corrió tras él y se lo trajo.
    —Durc quiere ver a Uba —insistió el niño.
    —No puedes, Durc. Nadie puede visitarla por algún tiempo. Pero si te portas bien y comes tu papilla, te llevaré de cacería.
    —Durc se porta bien. ¿Por qué no puede ver Uba? —preguntó el niño, calmado ante la promesa de acompañar a su madre—. ¿Por qué Uba no viene a comer con nosotros?
    —Ya no vive aquí, Durc. Está apareada con Vorn —explicó Ayla. Durc no era el único que echaba de menos a Uba. Los demás también. El hogar parecía vacío con sólo Creb, Ayla y el niño, y la tensión entre el viejo y la joven era más palpable. No habían encontrado la manera de superar sus remordimientos mutuos por el daño que se habían causado uno a otro. Muchas veces, cuando veía Ayla al viejo mago sumido en su profunda melancolía, sentía deseos de acercársele, rodear su cabeza blanca y melenuda con sus brazos, y abrazarlo como cuando era pequeña. Pero se contenía, renuente a obligarle a aceptarla.
    Creb echaba de menos el afecto, aunque no se percataba de que su carencia contribuía a su depresión. Y muchas veces, cuando Creb veía la pena que Ayla sentía al observar cómo otra mujer amamantaba a su hijito, habría querido acercarse a ella. De haber vivido Iza, habría encontrado la manera de reunirlos de nuevo, pero sin aquel catalizador, se iban distanciando uno de otro, deseosos de mostrar el amor que sentían y sin saber cómo cerrar la brecha que los separaba. Los dos se sintieron incómodos durante el primer desayuno sin Uba.
    — ¿Quieres más, Creb? —preguntó Ayla.
    —No. No. No te preocupes, ha sido suficiente —respondió.
    Se quedó mirando cómo lavaba los platos mientras Durc se servía de nuevo con ambas manecitas y una cuchara de concha. Aunque sólo tenía poco más de dos años, ya estaba prácticamente destetado. Todavía se acercaba a Oga –y a Ika, ahora que ésta tenía otro bebé— para mamar un poco y sentir mimo y cariño, y porque se lo permitían. Por lo general, cuando nacía un nuevo bebé, los niños mayores que todavía mamaban eran apartados, pero Ika hizo una excepción con Durc. El niño parecía comprender que no debía abusar de su privilegio; nunca la agotaba, nunca privaba de leche a su nuevo bebé; tan sólo se quedaba en brazos unos momentos como para demostrar que tenía derecho.
    También Oga se mostraba indulgente con él, y aunque Grev había superado técnicamente su año de lactante, se aprovechaba de la tolerancia de su madre. A menudo se les veía a los dos en el regazo de ella, cada uno mamando de un pecho, hasta que su interés mutuo superaba a su deseo de mimos, y entonces se ponían a jugar. Durc era tan alto como Grev aunque no tan corpulento; y aunque Grev solía ganar a Durc en sus peleas amistosas, Durc dejaba atrás al muchacho mayor cuando se trataba de correr. Ambos eran inseparables; se juntaban tan pronto como se presentaba la oportunidad.
    — ¿Vas a llevarte al niño? —preguntó Creb después de un silencio incómodo.
    —Sí —asintió la joven, limpiando la cara y las manos del niño—. He prometido llevármelo de caza. No creo que pueda cazar mucho con él, pero también necesito recoger hierbas y el día es hermoso.
    Creb dio un gruñido.
    —También tú deberías salir un poco, Creb —agregó—. El sol te vendrá muy bien.
    —Sí, sí, saldré, Ayla, más tarde.
    Durante un instante pensó en obligarle a salir de la cueva ofreciéndole dar un paseo junto al río como solían hacer antes, pero ya parecía que el viejo se hubiera encerrado en sí mismo. Le dejó sentado donde estaba, cogió a Durc y salió rápidamente. Creb no alzó la vista hasta que estuvo seguro de que se había ido; tendió la mano hacia su bastón, pero decidió que el esfuerzo de levantarse era demasiado grande y lo dejó donde estaba.
    Ayla estaba preocupada por él mientras echaba a andar con Durc apoyado en su cadera y su canasto de recolectora sujeto a la espalda. Se daba cuenta de que el poder mental del Mog-ur estaba decreciendo, parecía más distraído que nunca y repetía preguntas a las que ella ya le había contestado. Apenas se movía para salir de la cueva, ni siquiera cuando hacía sol y calor. Y cuando permanecía sentado durante largas horas sumido en lo que él llamaba meditación, a veces se quedaba dormido.
    Ayla aceleró el paso una vez que perdió de vista la cueva. La libertad de movimientos y la belleza del día estival alejaron sus preocupaciones a una parte más recóndita de su mente. Dejó que Durc caminara cuando llegaron a un calvero y se agachó para recoger algunas plantas. El niño la observó y después cogió un puñado de hierba y alfalfa de flores púrpura y lo arrancó de raíz. Después se lo llevó bien apretado en su minúsculo puño.
    —Eres una gran ayuda, Durc —le indicó, tomándolo de su mano y depositándolo en la canasta que tenía al lado.
    —Durc trae más —indicó, y volvió a alejarse.
    Ayla se sentó sobre los talones a mirar cómo su hijo tiraba de un puñado más grande; de repente éste cedió y el niño cayó sentado. Empezó a hacer pucheros como si fuese a llorar, más sorprendido que dolorido, pero Ayla corrió hacia él, le alzó y le lanzó por el aire, recibiéndole de nuevo en sus brazos. Durc reía alborozado. Ayla le dejó en el suelo y fingió correr tras él para atraparle.
    —A que te alcanzo —señaló. Durc corrió con sus piernecitas de bebé, riendo. Le dejó tomar la delantera y corrió tras él gateando, agarrándole y poniéndole encima de ella, mientras ambos reían. Le hizo cosquillas sólo para oírle reír de nuevo.
    Ayla nunca reía con su hijo a menos que ambos estuvieran solos, y Durc no tardó en comprender que nadie más apreciaba ni aprobaba sus sonrisas y sus risas. Aunque Durc hacía el gesto de «madre» a todas las mujeres del clan, dentro de su corazoncito bien sabía que Ayla era especial. Siempre se sentía más feliz con ella que con nadie, y le gustaba que le llevara cuando iba sola, sin las demás mujeres. Y también le gustaba el juego que sólo su madre y él sabían.
    —Ba-ba-na-ni-ni —decía Durc.
    —Ba-ba-na-ni-ni —repetía Ayla en voz alta las sílabas sin sentido.
    —No-na-ni-ga-gu-Ia —vocalizaba Durc otra serie de sonidos.
    Ayla volvía a imitarle y le hacía cosquillas. Le encantaba oírle reír. Siempre reía ella también. Entonces ella emitía una serie de sonidos, unos sonidos que le agradaba oírle más que ningún otro; no sabía por qué, sólo que despertaban en ella una sensación de ternura tan grande que casi se le llenaban los ojos de lágrimas.
    —Ma-ma-ma-ma —decía Ayla.
    —Ma-ma-ma-ma —repetía Durc. Ayla rodeó a su hijito con sus brazos y le estrechó contra su cuerpo—. Ma—ma —repitió Durc.
    Se agitó para liberarse; sólo le gustaba estar abrazado a ella a la hora de dormir. Ayla secó una lágrima; las lágrimas eran una peculiaridad que su hijo no compartía con ella. Los ojos grandes y oscuros de Durc, profundamente hundidos bajo unos pesados arcos ciliares, eran del clan.
    —Ma-ma —dijo Durc. A menudo la llamaba con estas sílabas cuando estaban solos, especialmente si se las había recordado ella—. ¿Ahora cazas? —preguntó por señas.
    Las últimas veces que salió con Durc había estado enseñándole a sostener la honda. Iba a hacerle una, pero Zoug se le adelantó; el viejo había dejado de salir, pero el placer que mostraba al tratar de enseñar al niño complacía también a Ayla. Aunque Durc era pequeño aún, Ayla podía ver que tendría la misma aptitud que ella con el arma, y él se enorgullecía tanto de su diminuta honda como de su pequeña lanza.
    Le gustaba la atención que despertaba al caminar con una honda, colgada de la correa que le rodeaba la cintura —lo único que llevaba puesto en verano además de su amuleto— y la lanza en la mano. También a Grev hubo que hacerle sus pequeñas armas. La pareja de niños arrancaba expresiones complacidas en los ojos del clan y comentarios acerca de lo apuestos que eran aquellos dos hombrecitos. Su papel futuro empezaba a definirse ya. Cuando Durc descubrió que una actitud autoritaria hacia las niñas era bien vista, e incluso aceptada benévolamente cuando se ejercía con las mujeres de más edad, nunca vaciló en pasarse de los límites, excepto con su madre.
    Durc sabía que su madre era diferente. Era la única que se reía con él, la única que jugaba con él a los sonidos, sólo ella tenía aquella suave cabellera que le gustaba tocar. No podía recordar que le hubiera dado de mamar, pero no quería dormir más que con ella. Sabía que era mujer porque respondía a los mismos gestos que las demás mujeres, pero era mucho más alta que los hombres, y cazaba. No estaba muy seguro de lo que era cazar, sólo que los hombres lo hacían, y su madre. No encajaba en ninguna categoría; era mujer y no lo era, hombre y no lo era. Era única. El nombre que había comenzado a darle, el nombre hecho de sonidos, parecía ser el más adecuado. Era Mamá; y Mamá, la diosa de los cabellos de oro a la que adoraba, no asentía con aprobación si intentaba darle órdenes.
    Ayla acomodó la pequeña honda de Durc en sus manecitas y, poniéndole las suyas encima, trató de mostrarle cómo usarla. Zoug había hecho lo mismo, y el niño empezaba a entender la idea. Entonces Ayla tomó la honda de su cinturón, buscó unos guijarros y los lanzó contra objetos cercanos. Cuando colocó piedras pequeñas sobre las rocas y procedió a derribarlas una y otra vez, Durc empezó a divertirse; fue tambaleándose en busca de más piedras para que lo repitiera. Al cabo de un rato dejó de interesarse y Ayla volvió a recoger plantas mientras Durc la seguía. Encontraron algunas frambuesas y se detuvieron para comerlas.
    —Estás todo sucio, hijo mío —señaló Ayla al verle todo cubierto de jugo rojo: la cara, las manos y la barriguita redonda. Le levantó, se lo puso bajo el brazo y lo llevó a un arroyo para lavarle. Después encontró una hoja grande, le dio forma de cono y la llenó de agua para beber ella y el niño. Durc bostezó y se frotó los ojos. La madre tendió su manto en el suelo, a la sombra de un gran roble, y se acostó junto a él hasta que se quedó dormido.
    En la quietud de la tarde de verano, Ayla estaba sentada con la espalda pegada al árbol mirando cómo revoloteaban las mariposas y se detenían con las alas a la espalda y cómo zumbaban los insectos en perpetuo movimiento, y escuchando una sinfonía de gorjeos de alegres pajarillos. Su mente regresó a los sucesos de la mañana. «Espero que Uba sea dichosa con Vorn —pensó—. Espero que sea bueno con ella. Todo ha quedado tan vacío desde que se fue, aunque no está lejos. Pero ya no es lo mismo. Ahora cocinará para su compañero y dormirá con él después del aislamiento. Ojalá tenga pronto un bebé; eso la hará feliz.
    »Pero ¡y yo! Nadie ha venido nunca desde aquel clan para preguntar por mí. Tal vez no consigan encontrar nuestra cueva. De todos modos, no creo que estuvieran muy interesados. Me alegro. No tengo ganas de aparearme con un hombre desconocido. Ni siquiera deseo a los que conozco, y ninguno de ellos me quiere. Soy demasiado alta; el mismo Droog apenas me llega a la barbilla. Iza se preguntaba si dejaría de crecer algún día. Empiezo a preguntármelo yo también. A Broud eso le irrita; no aguanta que haya a su lado una mujer más alta que él. Pero no me ha molestado para nada desde que volvimos de la reunión del clan. ¿Por qué me estremezco cada vez que me mira?
    »Brun se está haciendo viejo; Ebra me ha estado pidiendo medicamentos para sus músculos doloridos y sus articulaciones agarrotadas; pronto traspasará la jefatura a Broud, lo sé. Y Goov será Mog-ur. Cada vez se encarga de más ceremonias. No creo que Creb desee seguir siendo Mog-ur, no desde aquella vez que les vi.
    » ¿Por qué iría yo a la cámara aquella noche? Ni siquiera recuerdo cómo llegué hasta allí. Ojalá nunca hubiera ido a la reunión del clan. De no haber ido, habría mantenido con vida a Iza unos cuantos años más. La echo tanto de menos... y no encontré compañero; pero Durc sí.
    »Es curioso que le fuera permitido vivir a Ura, casi como si estuviera destinada a ser la compañera de Durc. Hombres de los otros, dijo Oda. ¿Quiénes serán? Iza dijo que nací de ellos, ¿por qué no recuerdo? ¿Qué le pasaría a mi verdadera madre? ¿A su compañero? ¿Tuve hermanos?» Ayla sentía cierta incomodidad en la boca del estómago; no era exactamente una náusea sino una sensación de incomodidad. Entonces, de repente, sintió que le hormigueaba el cuero cabelludo al recordar algo que Iza le había dicho la noche en que murió. Ayla lo había apartado de su mente, era demasiado doloroso para ella recordar la muerte de Iza.
    « ¡Iza me dijo que me marchara! Dijo que yo no era del clan, dijo que había nacido de los otros. Me dijo que tenía que hallar a mi gente y encontrarme un compañero. Dijo que Broud encontraría la manera de lastimarme si me quedo. Al norte, dijo que viven al norte, más allá de la península, en el territorio continental.
    » ¿Cómo podría marcharme? Éste es mi hogar. No puedo abandonar a Creb y Durc me necesita. ¿Y si no puedo encontrar a los otros? Y si los encuentro tal vez no me acepten. Nadie quiere a una mujer fea. ¿Cómo sé que encontraré a un compañero aunque halle a algunos de los otros?
    »Pero Creb se está haciendo viejo. ¿Qué será de mí cuando ya no esté? ¿Quién proveerá entonces para mí? No puedo vivir sólo con Durc, algún hombre tendrá que hacerse cargo de mí. ¿Pero quién? ¡Broud! Va a ser el jefe; si ninguno otro me quiere, tendrá que ser él. ¿Y si tuviera que vivir con Broud? Tampoco me querría, pero sabe que a mí no me gustaría. Lo haría precisamente porque no me gustaría. Yo no podría vivir con Broud, preferiría vivir con algún otro hombre que no conozco. De algún otro clan, pero ellos tampoco me quieren.
    »Quizá debería marcharme. Podría coger a Durc e irnos los dos. Pero, ¿y si no encuentro a ninguno de los otros? ¿Y si algo llega a sucederme? ¿Quién se ocuparía de él? Se quedaría solo, lo mismo que yo; tuve suerte de que Iza me encontrara; tal vez Durc no fuera tan afortunado. No puedo llevármelo, ha nacido aquí, es del clan aunque también es una parte de mí. Tiene ya prometida su compañera. ¿Qué sería de Ura si yo me llevara a Durc? Oda la está adiestrando para que sea la compañera de Durc; le está diciendo que hay un hombre para ella aunque es deforme y feo. Durc necesitará de Ura también. Necesitará una compañera cuando sea mayor, y Ura es la que le conviene.
    »Pero yo no podría vivir sin Durc. Preferiría vivir con Broud a tener que dejar a Durc. Tendré que quedarme, no hay más remedio. Me quedaré y viviré con Broud si no hay otra solución.» Ayla miró a su hijito dormido y trató de poner sus ideas en orden, de ser una buena mujer del clan y aceptar su sino. Una mosca se paró en la naricilla de Durc. Hizo muecas, se frotó la nariz en sueños y siguió durmiendo.
    «De todos modos, no sabría adónde ir. ¿Al norte? ¿Qué significa eso? Todo está al norte de aquí, menos el mar, que está al sur. Podría pasarme el resto de mi vida vagando sin encontrarme con nadie. Y ellos pueden ser tan malos como Broud. Oda dijo que aquellos hombres la obligaron, que ni siquiera le dejaron poner a su hijita a un lado. Sería mejor quedarme aquí con un Broud al que conozco que con otro hombre que pudiera ser peor.
    »Se hace tarde; será mejor que regrese». Ayla despertó a su hijito y, mientras volvía sobre sus pasos hacia la cueva, trató de apartar de su mente la idea de los otros, pero interrogantes fugaces seguían insinuándosele. Una vez que los hubo recordado, no pudo ya olvidarse totalmente de los otros.
    — ¿Estás ocupada, Ayla? —preguntó Uba. Tenía una expresión a la vez complacida y tímida, y Ayla adivinó por qué, pero decidió dejar que Uba se lo contara.
    —No, no estoy muy ocupada. Acabo de mezclar algo de menta con alfalfa y quería probar a qué sabe. Puedo poner a calentar agua para hacer una infusión.
    — ¿Dónde está Durc? —preguntó Uba mientras Ayla atizaba el fuego y agregaba más leña y unas piedras más.
    —Está fuera con Grev; Oga los cuida. Esos dos siempre andan juntos —señaló Ayla.
    —Será porque han mamado juntos. Son más íntimos que si fueran hermanos. Son casi como gemelos.
    —Pero los gemelos suelen parecerse uno al otro, y éstos desde luego no. ¿Recuerdas aquella mujer, en la reunión del clan, que tenía dos gemelos? Yo no podía ver diferencia alguna entre ellos.
    —A veces trae mala suerte tener dos gemelos, y cuando nacen tres a un tiempo no se les permite vivir. ¿Cómo podría amamantar una mujer tres al mismo tiempo si sólo tiene dos senos? —preguntó Uba.
    —Con ayuda de muchas. Ya es bastante pesado para una mujer tener dos. Agradezco que Oga haya tenido siempre leche en abundancia, por el bien de Durc.
    —Espero tener leche abundante —señaló Uba—. Ayla, creo que voy a tener un bebé.
    —Eso pensé, Uba. No has tenido la maldición femenina desde que te apareaste, ¿no es cierto?
    —No. Creo que el tótem de Vorn ha estado esperando mucho tiempo. Tiene que haber sido muy fuerte.
    — ¿Se lo has dicho ya?
    —Iba a esperar a estar segura, pero él lo adivinó. Habrá observado que no estuve aislada. Está muy contento —señaló orgullosamente Uba.
    — ¿Es un buen compañero, Uba? ¿Eres feliz?
    — ¡Oh, sí, es un buen compañero, Ayla! Cuando descubrió que iba a tener un bebé, me dijo que había esperado mucho y que estaba contento de que no hubiera perdido tiempo comenzando uno. Dijo que me había pedido incluso antes de que fuera mujer.
    —Es maravilloso, Uba —dijo Ayla. No agregó que no había nadie más en el clan con quien pudiera haberse apareado, excepto con ella, Ayla. «Pero, ¿por qué había de quererme? ¿Por qué iba a querer a una mujer alta y fea cuando podía tener una tan guapa como Uba, y además de la estirpe de Iza? ¿Qué me está pasando? Nunca he querido a Vorn por compañero. Supongo que debo estar pensando en lo que será de mí cuando se haya ido Creb. Tendré que cuidarlo mucho para que viva largo tiempo. Pero más bien parece que no tiene ganas de vivir. Casi no sale de la cueva. Si no hace un poco de ejercicio, no será capaz de salir de la cueva.»
    —Ayla, ¿en qué estás pensando? ¡Has estado tan callada últimamente!
    —Estaba pensando en Creb; me preocupa.
    —Está envejeciendo. Es mucho mayor que madre, y ella se ha ido. Sigo echándola de menos, Ayla. No quiero pensar en cuando Creb se vaya al otro mundo.
    —Lo mismo me pasa a mí, Uba —indicó Ayla con mucho sentimiento.
    Ayla estaba inquieta. Cazaba con frecuencia y, cuando no cazaba, trabajaba con una energía incansable. No podía quedarse sin hacer nada. Escogió y ordenó sus plantas medicinales, corrió por la campiña para sustituir medicinas viejas o agotadas, después reorganizó el hogar. Tejió nuevas esteras y canastas, hizo tazones y fuentes de madera, recipientes de cuero rígido y de corteza de abedul, confeccionó nuevos mantos, curó y curtió pieles nuevas, hizo polainas, sombreros, protectores para pies y manos en previsión del próximo invierno. Impermeabilizó vejigas y estómagos para que sirvieran de recipientes de agua y demás líquidos, construyó una nueva armazón firmemente asegurada con tendones y correas para sostener las pieles en que se guisaba por encima del fuego. Ahondó piedras planas para hacer lámparas de grasa con ellas, y secó nuevas mechas de musgo, talló una nueva serie de cuchillos, rascadores, sierras, punzones y hachas, recorrió la playa en busca de conchas para hacer cucharas, cucharones y platos pequeños. Cuando fue su turno viajó con los cazadores para secar la carne, recogió frutas, semillas, bayas y verduras con las mujeres, aventó, tostó y molió granos hasta lograr una textura ultrafina de manera que resultara más fácil de masticar para Creb y Durc. Aun así, no conseguía aplacar sus ansias de actividad.
    Creb se convirtió en el objeto de su intenso interés. Ayla le mimaba, se ocupaba de él como nunca anteriormente. Guisaba platos especiales para abrirle el apetito, hacía brebajes y cataplasmas medicinales, le obligaba a descansar al sol y a dar largas caminatas como ejercicio. Él parecía disfrutar de su atención y de su compañía y recobrar algo de su fuerza y su ánimo. Pero faltaba algo. La intimidad estrecha, el calor amigable, las largas charlas de los años pasados no se habían reanudado. Por lo general caminaban en silencio. La conversación que tenían era forzada y no había demostraciones espontáneas de afecto.
    Creb no era el único que envejecía. El día en que Brun vio desde la loma cómo se alejaban los cazadores en la estepa hasta convertirse en diminutos puntos negros allí abajo, Ayla cobró súbitamente conciencia de cuánto había cambiado. Su barba no estaba entrecana, estaba gris, lo mismo que su cabello. Profundas arrugas surcaban su rostro, agrietando las comisuras de sus ojos. Su cuerpo fuerte y musculoso había perdido tonicidad, su piel estaba más fláccida aunque el hombre seguía siendo fuerte. Volvió lentamente a la cueva y pasó el resto del día dentro de los límites de su hogar. En la siguiente cacería acompañó a los cazadores, pero la segunda vez que Brun se quedó atrás, Grod también se quedó: era un segundo muy leal.
    Un día, casi al terminar el verano, Durc llegó corriendo a la cueva.
    — ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Un hombre! ¡Viene un hombre!
    Ayla corrió a la entrada de la cueva, con todos los demás, para observar al extraño que subía por el sendero de la costa.
    —Ayla, ¿crees que venga a buscarte? —señaló Uba, muy excitada.
    —No lo sé. Sé tanto como tú, Uba.
    Los nervios de Ayla estaban de punta, y sus emociones eran complejas. Esperaba que el visitante procediera del clan de los parientes de Zoug, y temía que así fuera. El hombre se detuvo para hablar con Brun y acompañó al jefe hasta el hogar de éste. Poco después Ayla vio que Ebra se retiraba dirigiéndose directamente a ella.
    —Brun te llama, Ayla —indicó. El corazón de Ayla palpitó locamente; sentía que las rodillas se le doblaban y creía que no iban a sostenerla hasta el hogar de Brun. Se dejó caer a los pies de Brun; éste tocó su hombro.
    —Éste es Vond, Ayla —dijo el jefe, señalando al visitante—. Ha viajado desde muy lejos para verte, desde el clan de Norg. Su madre está enferma y su curandera no ha podido ayudarla. Ha pensado que tal vez tú conozcas la magia que la alivie.
    Ayla se había hecho una reputación de curandera hábil y con muchos conocimientos en la reunión del clan. El hombre había venido en busca de su magia, no de ella. El alivio que Ayla sintió fue mayor que su pesar. Vond se quedó tan sólo unos pocos días, pero traía noticias de su clan. El joven que había sido herido por el oso cavernario había pasado el invierno con ellos; se fue a principios de la primavera siguiente caminando con sus dos piernas, y su cojera apenas se notaba. Su compañera había dado a luz un hijo saludable que fue llamado Creb. Ayla hizo algunas preguntas al hombre y preparó un paquete para que se lo llevara Vond, junto con las explicaciones para su curandera. No sabía si sus remedios resultarían más eficaces, pero había venido desde tan lejos que había que intentarlo.
    Brun pensó en Ayla cuando Vond se fue. Había pospuesto cualquier decisión en lo concerniente a la joven mientras hubiera esperanzas de que algún otro clan pudiera considerarla aceptable. Pero si un mensajero había podido encontrar su cueva, también otros podrían hacerlo, si querían. Al cabo de tanto tiempo no era ya posible hacerse ilusiones; habría que buscar una solución para ella en su mismo clan.
    Pero Broud sería pronto jefe, y le correspondería a él encargarse de ella. Era preferible que la decisión partiera del mismo Broud, y mientras viviera Mog-ur no había por qué apresurarse. Brun decidió dejarle el problema al hijo de su compañera. «Parece haber superado sus violentas reacciones contra ella —pensó Brun—. No ha vuelto a molestarla. Tal vez esté ya preparado, tal vez esté finalmente preparado.» Pero aún abrigaba el germen de una duda.
    El verano llegó a su fin lleno de colores y el clan se acomodó al discurrir más lento de la estación fría. El embarazo de Uba progresó normalmente hasta pasado el segundo trimestre. Entonces se detuvieron los impulsos de la vida. La joven trató de ignorar el dolor creciente de su espalda y los tremendos calambres, pero cuando empezó a ver sangre, acudió a Ayla.
    — ¿Cuánto hace que no sientes movimientos, Uba? —preguntó Ayla, con el rostro hondamente preocupado.
    —No hace muchos días, Ayla. ¿Qué voy a hacer? Vorn se puso tan contento de que la vida comenzara tan pronto después de nuestro apareamiento... No quiero perder a mi bebé. ¿Qué habrá pasado? Falta tan poco. Pronto estaremos en primavera.
    —Yo no sé, Uba. ¿Recuerdas haberte caído? ¿Te has esforzado por levantar algo pesado?
    —No creo, Ayla.
    —Vuelve a tu hogar, Uba, y acuéstate. Coceré algo de corteza negra de abedul y te llevaré una infusión. Ojalá estuviéramos en otoño... buscaría esa raíz que Iza encontró para mí. Pero la nieve está demasiado alta para poder llegar muy lejos ya. Trataré de pensar en otra cosa; tú también, piensa en ello, Uba. Sabes casi todo lo que Iza sabía.
    —He estado pensando, Ayla, pero no puedo recordar nada que haga patalear a un bebé una vez que se ha detenido.
    Ayla no supo contestar; dentro de su corazón sabía tan bien como Uba que no había esperanza y compartía la angustia de la joven.
    Durante los siguientes días, Uba permaneció acostada esperando contra toda esperanza que algo viniera en su ayuda y sabiendo que no podía esperarlo. El dolor de su espalda se volvió casi insoportable y las únicas medicinas que lo aliviaban eran las que le hacían dormir con un sueño narcotizante que no la descansaba. Pero los calambres no se convertían en contracciones ni se desencadenaban los dolores del parto.
    Ovra estaba casi viviendo en el hogar de Vorn, brindando su apoyo comprensivo. Había pasado tantas veces por la misma prueba, que ella mejor que nadie podía comprender el dolor y el pesar de Uba. La compañera de Goov nunca había conseguido llevar un bebé a término, y se había vuelto más callada y retraída aún a medida que pasaban los años y seguía sin tener hijos. Ayla se alegraba de que Goov fuera tan bueno con ella. Muchos hombres la habrían repudiado o tomado una segunda mujer; pero Goov estaba muy encariñado con su compañera; no incrementaría su pesar tomando otra mujer que tuviera hijos para él. Ayla había comenzado a administrar a Ovra la medicina secreta que Iza le había recomendado para que su tótem no fuera derrotado. Era demasiado duro para la pobre mujer seguir teniendo embarazos que no terminaban en bebés. Ayla no le dijo para qué era la medicina, pero al cabo de algún tiempo, cuando Ovra dejó de concebir, lo adivinó; era mejor así.
    En una fría y triste mañana de fines del invierno, Ayla examinó a la hija de Iza y tomó una decisión.
    —Uba —dijo dulcemente. La joven abrió los ojos aureolados por unas ojeras oscuras que los hacían parecer más sumidos aún bajo sus arcos ciliares—. Ha llegado el momento del cornezuelo. Tenemos que iniciar las contracciones. Ya nada puede salvar a tu bebé, Uba. Si no sale, también tú vas a morir. Eres joven y podrás tener otro bebé —señaló Ayla.
    —Está bien —asintió—. Tienes razón; ya no hay esperanzas. Mi bebé ha muerto.
    El parto de Uba fue difícil. Era difícil conseguir que comenzaran las contracciones, y Ayla se mostraba reacia a suministrar algo demasiado fuerte contra el dolor, por miedo a que se detuvieran del todo. Aunque las demás mujeres del clan hacían breves visitas para brindar su aliento y su apoyo, ninguna quiso quedarse mucho rato. Todas sabían que el dolor y el esfuerzo serían vanos. Sólo Ovra permaneció para ayudar a Ayla.
    Cuando nació el niño muerto, Ayla lo envolvió rápidamente con el tejido placentario en la cobija de cuero preparada para el alumbramiento.
    —Era niño —dijo a Uba.
    — ¿Puedo verlo? —preguntó la joven, agotada.
    —Será mejor que no lo veas, Uba; sólo te hará sentirte peor. Tú, descansa. Yo me desharé de todo en tu lugar; estás demasiado débil para levantarte.
    Ayla dijo a Brun que Uba estaba demasiado débil y que ella misma se desharía del bebé, pero no dijo nada más. No era un hijo lo que Uba había parido sino dos hijos que nunca habían logrado separarse debidamente. Sólo Ovra había visto aquella cosa, lamentable y repugnante, que apenas podía reconocerse como humana, con demasiados brazos y piernas y rasgos grotescos en una cabeza demasiado grande. Ovra tuvo que luchar para no devolver el contenido de su estómago y la propia Ayla tragó con dificultad.
    No se trataba de las variaciones que ostentaba Durc en relación con las características del clan, parecidas a las de ella; esto era una deformidad. Ayla se alegraba de que la cosa toscamente informe no hubiera sobrevivido lo suficiente para que Uba lo pariera con vida. Sabía que Ovra nunca se lo diría a nadie. Era mejor que el clan creyera que Uba había dado a luz un niño normal, muerto, por el bien de Uba.
    Ayla se puso su ropa abrigada y echó a andar dificultosamente entre la nieve profunda hasta llegar muy lejos de la cueva. Abrió las envolturas y dejó todo expuesto. «Es mejor asegurarse de que toda evidencia quede destruida», pensó Ayla; y cuando volvía la espalda, pudo divisar con el rabillo del ojo un movimiento furtivo: el olor de la sangre había proporcionado ya los medios.

    28

    — ¿Quieres dormir esta noche con Uba, Durc? —preguntó Ayla.
    — ¡No! —y el niño meneó la cabeza enfáticamente—. Durc duerme con Mamá.
    —Está bien, Ayla. Ya sabía yo que no iba a querer. Ha pasado todo el día conmigo —dijo Uba—. ¿De dónde ha sacado el nombre que te da, Ayla?
    —Es un nombre que usa para mí —contestó Ayla, volviendo la cabeza. La censura del clan contra palabras o sonidos innecesarios había arraigado tan profundamente en Ayla desde su llegada, que se sentía culpable por el juego de palabras que practicaba con su hijo. Uba no insistió aunque comprendía que Ayla estaba callando algo—. A veces, cuando salgo sola con Durc, hacemos sonidos juntos —admitió Ayla—. Ha aprendido de mí esos sonidos. Puede emitir muchos sonidos.
    —Tú también puedes emitir sonidos. Madre decía que solías hacer toda clase de sonidos y palabras cuando eras pequeña, sobre todo antes de que aprendieras a hablar —señaló—. Todavía recuerdo que cuando yo era muy pequeña me gustaba ese sonido que hacías al mecerme.
    —Supongo que lo hacía cuando era pequeña, en realidad no lo recuerdo muy bien —indicó Ayla—. Durc y yo jugamos a eso y nada más.
    —No creo que tenga nada de malo —dijo Uba—. No es como si no supiera hablar. Ojalá estas raíces no estuvieran tan podridas —agregó, al tiempo que desechaba una grande—. No va a ser un gran festín el de mañana, con sólo carne seca y pescado y verduras medio echadas a perder. Sólo con que Brun esperara un poco más, habría por lo menos algunas verduras y brotes.
    —No es sólo Brun —dijo Ayla—, Creb dice que el mejor momento es la primera luna llena después de comenzar la primavera.
    —Lo que me pregunto es cómo sabe él que empieza la primavera —observó Uba—. A mí un día lluvioso me parece igual que otro día lluvioso.
    —Creo que tiene algo que ver con su observación de la puesta de sol. Ha estado observándolo durante días. Incluso cuando llueve, a menudo se puede ver dónde se duerme el sol, y ha habido bastantes noches claras para ver la luna. Creb sabe.
    —No me gustaría que Creb hiciera Mog-ur a Goov —añadió Uba.
    —Tampoco a mí —señaló Ayla—. Se pasa demasiado tiempo sentado sin hacer nada todos estos días. ¿Qué va a hacer cuando ni siquiera tenga ceremonias que celebrar? Ya sabía yo que algún día llegaría, pero es una fiesta de la que no voy a disfrutar.
    —Va a parecer muy raro. Estoy acostumbrada a que Brun sea el jefe y Creb el Mog-ur, pero Vorn dice que ya es hora de que los jóvenes se hagan cargo. Dice que Broud ha esperado lo suficiente.
    —Supongo que tiene razón —indicó Ayla—. Vorn ha admirado siempre a Broud.
    —Es bueno conmigo, Ayla. Ni siquiera se enojó cuando perdí al bebé. Sólo dijo que le pediría a Mog-ur un encantamiento para que dé nuevamente fuerzas a su tótem y que pueda iniciar otro. Creo que también te quiere a ti, Ayla; incluso me ha dicho que te pida que Durc duerma con nosotros. Creo que sabe cuánto me agrada tenerle cerca —expresó confidencialmente Uba—. El mismo Broud no ha sido tan malo para ti últimamente.
    —No, no me ha fastidiado mucho —reconoció Ayla. No sabía cómo explicar el temor que experimentaba cada vez que el hombre la miraba. Incluso podía sentir cómo se le ponían de punta los pelos del cogote si la miraba cuando ella no le veía.
    Creb se quedó hasta tarde aquella noche con Goov en la cámara de los espíritus. Ayla preparó una cena ligera para Durc y para ella y apartó algo para cuando volviera Creb, aunque dudaba de que se tomara la molestia de cenar. Se había despertado aquella mañana con una sensación de ansiedad que fue aumentando a medida que avanzaba el día. La cueva parecía estrecharse sobre ella y tenía la boca tan seca como el polvo. Consiguió tragar unos bocaditos, y de repente dio un brinco y corrió hacia la entrada de la cueva, miró el cielo plomizo y la lluvia pesada, cerrada, que abría cráteres diminutos en el barro saturado. Durc se metió en su cama y estaba ya dormido cuando ella regresó al hogar. Tan pronto como la sintió acostada junto a él, se apretó más y produjo un gesto medio consciente terminado con la palabra «mamá».
    Ayla rodeó con su brazo al niño, sintiendo latir su corazón mientras lo abrazaba, pero tardó mucho en dormirse. Se quedó tendida despierta, mirando los contornos borrosos de la áspera muralla rocosa a la luz tenue del fuego mortecino. Estaba despierta cuando, por fin, volvió Creb, pero se quedó quieta, escuchando mientras él daba vueltas, y acabó por dormirse después de que el mago se acostara.
    Despertó gritando.
    — ¡Ayla! ¡Ayla! —gritó Creb, sacudiéndola para despertarla del todo—. ¿Qué te pasa, niña? —señaló con una mirada preocupada.
    — ¡Oh Creb! —sollozó, y le echó los brazos al cuello—. He tenido ese sueño. Hacía años que no lo tenía. —Creb la rodeó con su brazo y sintió cómo temblaba.
    — ¿Qué le pasa a Mamá? —preguntó Durc, sentado y con los ojos muy abiertos y llenos de miedo. Nunca había oído gritar a su madre. Ayla le sujetó con un brazo.
    — ¿Qué sueño, Ayla? ¿El del león cavernario? —preguntó Creb.
    —No, el otro, el que nunca puedo recordar bien. —y volvió a temblar espasmódicamente—. Creb, ¿por qué he soñado eso ahora? Creí que ya había terminado con las pesadillas.
    Creb la rodeó con el brazo para consolarla. Ayla le abrazó también. Ambos se percataron de cuánto tiempo había pasado y se fundieron en un abrazo con Durc entre ellos.
    —Oh Creb, no puedo decirte cuántas veces he ansiado abrazarte. Creí que no me querías; temía que me apartaras como lo hiciste cuando era una niña insolente. Hay algo más que quería decirte: te quiero, Creb.
    —Ayla, tuve que obligarme a apartarte aquella vez, pero algo tenía que hacer, pues, de lo contrario, lo habría hecho Brun. Nunca he podido enojarme contigo. Te quería demasiado. Te sigo queriendo demasiado. Creía que estabas perturbada porque habías perdido la leche por culpa mía.
    — ¡Pero no tenías tú la culpa, Creb! La culpa era mía, nunca te lo eché en cara.
    —Yo me lo eché en cara. Debería haber comprendido que un bebé tiene que seguir mamando para que la leche no se detenga, pero tú parecías querer estar a solas con tu pena.
    — ¿Cómo podías saberlo? Ningún hombre sabe mucho acerca de los bebés. Les gusta tenerlos en brazos y jugar con ellos cuando están saciados y contentos, pero tan pronto como empiezan a molestar, todos los hombres se los devuelven a las madres. Por lo demás, no le hizo daño. Está iniciando el año de destete y es grande y saludable aunque haya sido destetado hace tiempo.
    —Pero te hizo daño a ti, Ayla.
    —Mamá, ¿tú daño? —interrumpió Durc, todavía preocupado por el grito.
    —No, Durc, Mamá no tiene daño, ya no.
    — ¿Dónde aprendió a llamarte así, Ayla?
    La joven se ruborizó.
    —Durc y yo jugamos a veces a emitir sonidos. Él ha decidido llamarme con ese nombre.
    Creb asintió.
    —A todas las mujeres les dice «madre»; supongo que necesitaba encontrar una palabra para ti. Probablemente significa madre para él.
    —Para mí también.
    —Emitías muchos sonidos y palabras cuando llegaste. Creo que tu gente debe de hablar con sonidos.
    —Mi gente es la del clan. Yo soy una mujer del clan.
    —No, Ayla —señaló Creb con lentos ademanes—, tú no eres del clan, eres una mujer de los otros.
    —Eso es lo que me dijo Iza la noche en que murió. Dijo que yo no era del clan, dijo que era una mujer de los otros.
    Creb se mostró sorprendido.
    —No creí que lo supiera. Iza era una mujer sabia, Ayla. Yo no lo descubrí hasta que nos seguiste dentro de la cueva.
    —No era mi intención entrar en la cueva, Creb. Ni siquiera sé cómo llegué hasta allí. No sabía lo que te disgustaba tanto, pero pensé que habías dejado de quererme porque entré en aquella cueva.
    —No, Ayla, no dejé de quererte, te quería demasiado.
    —Durc tiene hambre —interrumpió el niño. Todavía estaba trastornado por el grito de su madre, y la intensa conversación entre Creb y ella le aburría.
    — ¿Tienes hambre? A ver si encuentro algo que darte.
    Creb la observó mientras se levantaba y se acercaba al fuego. «Me pregunto por qué fue traída a vivir con nosotros —pensaba Creb—. Nació de los otros, y el León Cavernario siempre la ha protegido. ¿Por qué la traería aquí? ¿Por qué no la llevó con ellos? ¿Y por qué se dejó derrotar, permitió que tuviera un bebé y después que perdiera su leche? Todos creen que es porque el niño tiene mala suerte, pero mírale: es saludable, es feliz y todos le quieren. Tal vez tuviera razón Dorv, tal vez el espíritu del tótem de cada uno de los hombres esté mezclado con su León Cavernario. Tenía razón en eso: no es deforme, es una mezcla. Incluso puede emitir sonidos como ella. Es en parte Ayla y en parte clan.»
    De repente, Creb sintió que la sangre se retiraba de su rostro y que se le ponía la carne de gallina. « ¡En parte Ayla y en parte clan! ¿Por eso la trajeron con nosotros? ¿Por Durc? ¿Por su hijo? El clan está condenado, desaparecerá, sólo la especie de ella seguirá viviendo. Lo sé, lo sentí. Pero, ¿y Durc? Es parte de los otros y sobrevivirá, pero también es clan. Y Ura se parece a Durc, y nació poco después del incidente con los hombres de los otros. ¿Son tan potentes sus tótems como para superar al tótem de una mujer en tan corto tiempo? Puede ser; si sus mujeres pueden tener por tótem al León Cavernario, así tiene que ser. ¿También Ura será una mezcla? Y si hay un Durc y una Ura, también puede haber otros más. Niños de espíritus mezclados, niños que seguirán adelante, niños que llevarán adelante el clan. No muchos, tal vez, pero los suficientes.
    »Tal vez el clan estuviera condenado antes de que Ayla viera la ceremonia sacra, y fue conducida hasta allí sólo para mostrármelo. Dejaremos de existir, pero mientras haya Durcs y Uras, no habremos muerto. Me pregunto si Durc tendrá los recuerdos. Si fuera lo suficientemente grande para una ceremonia... No importa; Durc tiene más que los recuerdos, tiene el clan. Ayla, hija mía, hija de mi corazón, traes suerte y nos la has traído a nosotros. Ahora sé por qué viniste: no para traernos muerte sino para darnos la oportunidad de vivir. Nunca será lo mismo, pero es algo.»
    Ayla llevó a su hijo un trozo de carne fría. Creb parecía perdido en sus pensamientos, pero la observó mientras se sentaba.
    — ¿Sabes, Creb? —dijo reflexivamente—. A veces me parece que Durc no es simplemente mi hijo. Desde que perdí la leche y se acostumbró a ir de un hogar a otro para mamar, come en todos los hogares, todos le dan de comer. Me recuerda a un cachorro de oso cavernario, es como si fuera hijo de todo el clan.
    Ayla experimentó una gran tristeza bajo el impacto de la mirada del único ojo de Creb, oscuro y líquido.
    —Durc es el hijo de todo el clan. Es el único hijo del clan.
    La primera luz que anunciaba el alba traspasó la abertura de la cueva inundando su espacio triangular. Ayla estaba acostada, despierta, mirando a su hijo que dormía a su lado bajo la luz creciente. Podía ver a Creb cubierto con sus pieles y, por su respiración regular, comprendió que también él dormía. «Me alegro de que hayamos hablado por fin, Creb y yo», pensó, sintiéndose como si le hubieran quitado un terrible peso de encima, pero la náusea que había experimentado en el estómago el día anterior y toda la noche había ido en aumento. Tenía la garganta seca y pensó que, si permanecía un instante más en la cueva, se ahogaría. Se deslizó de entre sus pieles, se echó un manto encima y, poniéndose protectores en los pies, se fue silenciosamente hacia la salida.
    Respiró profundamente en cuanto salió de la boca de la cueva. Su alivio fue tan grande que no le importó que la lluvia helada la empapara a través del manto de cuero. Fue avanzando pesadamente por el lodazal que había delante de la cueva y se dirigió al río, estremeciéndose súbitamente de frío. Manchas de nieve, ennegrecidas por el hollín procedente de muchas hogueras, daban origen a regatos de agua fangosa a la largo de la pendiente, sumando su pequeño caudal al aguacero que hacía crecer el canal encerrado entre los hielos.
    Los protectores de cuero que llevaba en los pies no tenían buen agarre en el barro de un rojo moreno, y resbaló y cayó a poca distancia de la corriente. Sus cabellos colgantes, pegados a la cabeza, caían como cuerdas terminadas en chorritos que abrían surcos en el barro pegado a su manto antes de que la lluvia la lavara. Se quedó largo rato en la orilla del río, que luchaba por liberarse de su helada prisión, y vio cómo el agua oscura rodeaba trozos de hielo, los desprendía finalmente y los lanzaba girando hacia un destino incógnito.
    Le castañeteaban los dientes cuando pudo trepar por la pendiente resbaladiza, observando cómo el cielo encapotado se aclaraba imperceptiblemente más allá de la sierra del este. Tuvo que hacer un esfuerzo para penetrar a través de la barrera invisible que bloqueaba la boca de la cueva, y volvió a sentirse incómoda tan pronto como traspasó el umbral.
    —Ayla, estás empapada —le señaló Creb—. ¿Por qué has salido bajo esa lluvia? —Cogió un leño y lo echó al fuego—. Sal de ese manto y acércate al fuego. Vas a coger un resfriado. Se cambió y fue a sentarse junto a Creb, cerca del fuego, contenta de que el silencio entre ambos hubiera dejado de ser tenso.
    —Creb, ¡qué contenta estoy de que habláramos anoche! He ido al río; el hielo está desprendiéndose. Ya viene el verano y podremos volver a dar largos paseos.
    —Sí, Ayla, ya viene el verano. Si quieres, daremos nuevamente largos paseos. En verano.
    Ayla sintió un escalofrío. Tuvo el horrible presentimiento de que nunca volvería a dar un largo paseo con él, y le parecía que también Creb lo sabía. Se acercó a él y ambos se abrazaron como si fuera la última vez.
    A media mañana la lluvia se convirtió en llovizna y por la tarde dejó de caer del todo. Un sol débil y cansado perforó la sólida capa de nubes, pero no hizo mucho por calentar ni secar la tierra empapada. A pesar del mal tiempo y la comida escasa, el clan estaba excitado por tan notable ocasión para una fiesta. Un cambio de jefe era un acontecimiento harto raro, pero un nuevo Mog-ur al mismo tiempo resultaba una ocasión excepcional. Oga y Ebra tendrían que desempeñar un papel en la ceremonia, y también Brac. El niño de siete años sería el siguiente heredero.
    Oga era un manojo de nervios; saltaba de un sitio a otro para comprobar los fuegos donde había algo cocinándose. Ebra trataba de calmarla, pero tampoco estaba muy serena. Tratando de parecer mayor, Brac daba órdenes a los niños pequeños y a las mujeres atareadas. Finalmente Brun se puso en pie y le llamó para que ensayara una vez más su papel. Uba se llevó a los niños al hogar de Vorn para quitarlos de en medio, y cuando la mayor parte de los preparativos quedaron terminados, Ayla se reunió con ella. Además de cocinar, el único papel de Ayla consistiría en preparar datura para los hombres, puesto que Creb le había dicho que no hiciera la bebida de raíces.
    Por la noche, sólo quedaban unos cuantos jirones de nubes para correr por delante de la luna llena que iluminaba el paisaje yermo y sin vida. Dentro de la cueva, una gran hoguera ardía en un espacio detrás del último hogar, definido por un círculo de antorchas.
    Ayla estaba sentada, sola, en sus pieles, contemplando el pequeño fuego del hogar, que chisporroteaba y crepitaba junto a ella. Todavía no había podido deshacerse de su desasosiego. Decidió ir hasta la entrada de la cueva para mirar la luna hasta que comenzaran las festividades pero, precisamente cuando se ponía en pie, vio la señal de Brun y volvió sobre sus pasos en dirección contraria. Cuando todos ocuparon los lugares que les correspondían, Mog-ur salió de la cámara de los espíritus seguido por Goov, ambos envueltos en pieles de oso.
    Cuando el gran hombre santo llamó por última vez a los espíritus, los años parecieron quitársele de encima. Hizo los ademanes elocuentes y familiares con más fuerza y potencia de la que el clan había presenciado durante años. Fue una actuación magistral. Estimuló las emociones de su auditorio con la habilidad de un virtuoso, provocando su respuesta con una sincronía perfecta después de una cima llena de suspenso, de emoción evocadora, hasta un clímax que apuró hasta la última gota y los dejó exhaustos. A su lado, Goov era una copia borrosa; el joven era un Mog-ur digno, incluso bueno, pero no de la talla del Mog-ur. El mago más poderoso que hubiera conocido nunca el clan había celebrado su última y más bella ceremonia. Cuando hizo la entrega a Goov, Ayla no era la única que lloraba. El clan de los ojos secos lloraba con el corazón.
    La mente de Ayla vagabundeó mientras Goov efectuaba los gestos que relevaban a Brun y elevaban a Broud al rango de jefe. Estaba observando a Creb y recordando la primera vez que, al ver aquel rostro tuerto y cubierto de cicatrices, había tendido la mano para tocarlo. Recordó la paciencia con que estaba tratando de enseñarle a comunicarse, y cómo comprendió de repente. Tocó su amuleto y sintió en su garganta una diminuta cicatriz, donde él había pinchado con pericia para sacarle la sangre como sacrificio a los espíritus antiguos que le permitieron cazar. Y se encogió al recordar la visita clandestina a una pequeña cueva en la montaña; y entonces recordó también su mirada de tristeza amorosa y su enigmática declaración de la noche anterior.
    Apenas probó la comida del festín que celebraba el acceso de la nueva generación al imperio de la autoridad. Los hombres desfilaron hacia la pequeña cámara sagrada para completar en secreto su ceremonia, y Ayla repartió la datura que le había entregado Goov, ahora Mog-ur. Pero no tenía ánimos para la danza de las mujeres, sus ritmos carecían de ímpetu, y bebió tan poco té ceremonial que los efectos pasaron rápidamente. Regresó al hogar de Creb tan pronto como pudo hacerlo sin faltar a las reglas, y se quedó dormida antes del regreso de Creb, pero durmió profundamente. Él se quedó en pie junto a su cama, contemplándolos, a ella y a su hijo, antes de irse cojeando hasta su propio lecho.
    — ¿Mamá va cazar? ¿Durc va cazar con Mamá? —preguntó el niño saliendo de un brinco de las pieles en que dormía y echando a andar hacia la boca de la cueva. Pocas personas se movían aún, pero Durc estaba muy despierto.
    —De todos modos, no será antes del desayuno, Durc. Ven acá —señaló Ayla, y se puso en pie para traerle—. Probablemente no en todo el día; ha llegado la primavera pero todavía no hace calor.
    Después de comer, Durc estuvo vigilando a Grev y se olvidó de la caza mientras echaba a correr hacia el hogar de Broud. Ayla le vio alejarse con un sentimiento de ternura que le levantaba las comisuras de los labios. La sonrisa se apagó al ver la manera en que Broud le miraba: le hormigueó el cuero cabelludo. Los dos muchachitos echaron a correr juntos. De repente, una sensación de claustrofobia se apoderó de ella con tanta fuerza que creyó que vomitaría si no salía de la cueva. Se volvió rápidamente hacia la entrada, sintiendo que el corazón le latía fuertemente, y respiró varias veces profundamente.
    — ¡Ayla!
    Dio un respingo al oír su nombre pronunciado por Broud, y entonces dio media vuelta, inclinó la cabeza y bajó la mirada para cruzarla con la del nuevo jefe.
    —Esta mujer saluda al jefe —señaló con ademanes formales. Pocas veces estaba Broud de pie frente a ella; era mucho más alta que el más alto del clan, y Broud no era de los más altos: apenas le llegaba al hombro. Ella sabía que no le agradaba levantar la vista hacia ella.
    —No te vayas corriendo a ninguna parte. Voy a celebrar una reunión ahí fuera enseguida.
    Ayla asintió sumisamente. El clan se reunió lentamente. El sol brillaba y todos estaban contentos de que Broud hubiera decidido reunirlos fuera a pesar del suelo embarrado. Esperaron un poco, y entonces Broud llegó pavoneándose al lugar que anteriormente ocupaba Brun, sumamente consciente de su nueva posición.
    —Como bien sabéis, soy vuestro nuevo jefe —comenzó diciendo. Su nerviosismo al hablar a todo el clan en su nueva condición se revelaba en una declaración inicial tan patentemente obvia—. Puesto que el clan tiene un nuevo jefe y un nuevo Mog-ur, es el momento oportuno para anunciar algunos cambios más —prosiguió—. Quiero que todos sepan que ahora mi segundo—al—mando es Vorn.
    Hubo señales de asentimiento; todos lo esperaban. Brun pensó que Broud debería haber esperado a que Vorn fuera mayor antes de elevar su posición por encima de cazadores más experimentados, pero todos sabían que sería así. «Probablemente es igual que lo haya hecho ahora», se dijo Brun.
    —Hay otros cambios —señaló Broud—. En este clan hay una mujer que no está apareada. —Ayla sintió que se ponía colorada—. Alguien debe proveer para ella y no quiero agobiar con ella a mis cazadores. Ahora soy jefe y debo responsabilizarme de ella. Tomaré a Ayla como segunda mujer en mi hogar.
    Ayla se lo había esperado, pero no se sintió más feliz porque así se confirmara. «Puede que a ella no le agrade —pensó Brun mientras miraba con orgullo al hijo de su compañera—. Broud está haciendo lo correcto. Broud está preparado para ser jefe.»
    —Tiene un hijo deforme —prosiguió Broud—. Quiero que se sepa ahora: no se aceptarán en este clan más niños deformes. No quiero que nadie piense que eso tiene algo que ver con mis sentimientos personales cuando sea rechazado el siguiente. Si ella tiene un hijo normal, lo aceptaré.
    Creb estaba en pie a la entrada de la cueva y meneó la cabeza al ver que Ayla palidecía y bajaba más la cabeza para ocultar su rostro. «Pues bien, puedes estar seguro de que no tendré más hijos, Broud, no si la magia de Iza sirve para mí —se dijo Ayla—. No me importa que los bebés sean iniciados por los tótems de los hombres o por sus órganos, no iniciarás ninguno dentro de mí. No voy a dar a luz bebés que tengan que morir porque tú creas que son deformes.»
    —Lo he dejado claro anteriormente —siguió diciendo Broud—, de modo que esto no sorprenda a nadie. No quiero ningún niño deforme en mi hogar.
    Ayla alzó bruscamente la cabeza. « ¿Qué quiere decir con eso? Si tengo que ir a su hogar, mi hijo viene conmigo.»
    —Vorn ha aceptado a Durc en su hogar; su compañera quiere al niño a pesar de su deformidad. Ellos le atenderán.
    Hubo un murmullo desconcertado y un revoloteo de manos haciendo señales en todo el clan. Los niños pertenecían a sus madres hasta que eran adultos. ¿Por qué había Broud de tomar a Ayla pero rechazar a su hijo? Ayla se salió de su lugar y se arrojó a los pies de Broud; éste le tocó el hombro.
    —Todavía no he terminado, mujer; es una falta de respeto interrumpir al jefe, pero por esta vez, pase. Puedes hablar.
    —Broud, no puedes quitarme a Durc. Es mi hijo. Allí donde vaya una mujer, sus hijos van con ella —señaló olvidando emplear cualquier forma de saludo cortés o frasear su declaración en forma de ruego, de tan ansiosa como estaba.
    Brun miraba ceñudo; el orgullo que le inspiró antes el nuevo jefe se había esfumado.
    —Mujer, ¿acaso estás diciéndole a este jefe lo que puede o no puede hacer? —señaló Broud con una expresión despectiva en el rostro. Estaba contento de sí mismo: lo había estado planeando durante mucho tiempo y había conseguido precisamente la reacción que esperaba de ella—. No eres madre. Oga es más madre de Durc que tú. ¿Quién lo amamantó? Tú no. Ni siquiera sabe quién es su madre: todas las mujeres del clan son madre para él. ¿Qué diferencia hay en que esté en un hogar o en otro? Es obvio que a él no le importa: come en todos los hogares —dijo Broud.
    —Ya sé que no pude amamantarle pero sabes que es mi hijo, Broud. Duerme todas las noches conmigo.
    —Bueno, pues contigo no va a dormir todas las noches. ¿Puedes negar que la compañera de Vorn es «madre» para él? Ya se lo he dicho a Goov... al Mog-ur, que la ceremonia de apareamiento se celebrará después de esta reunión; de nada sirve esperar. Esta noche pasarás a mi hogar, y Durc al de Vorn. Ahora, vuelve a tu lugar —ordenó. Broud miró a su alrededor, al clan entero, y observó que Creb estaba apoyado en su cayado junto a la cueva; el viejo parecía furioso.
    Pero no tan furioso como Brun. Su rostro era una máscara de furor negro mientras veía que Ayla regresaba a su lugar. Luchaba por controlarse, por no interferir. Había algo más que ira en sus ojos, también el dolor de su corazón se revelaba. «El hijo de mi compañera —pensaba—, al que crié y adiestré y acabo de hacer jefe de este clan, está aprovechando su posición para vengarse. Para vengarse de una mujer por daños imaginarios. ¿Por qué no me di cuenta antes? ¿Por qué he sido tan ciego con él? Ahora comprendo por qué elevó tan pronto la posición de Vorn; Broud lo arregló todo con él, proyectó desde siempre hacerle esto a Ayla. Broud, Broud, ¿acaso es esto lo primero que hace un nuevo jefe? ¿Poner en peligro a sus cazadores con un segundo joven e inexperto para vengarse de una mujer? ¿Qué placer puede causarle el separar a una madre de su hijo, cuando ella ha sufrido tanto ya? ¿No tienes corazón, hijo de mi compañera? Lo único que tiene de su hijo es que comparte con él el lecho por la noche.»
    —No he terminado, tengo más que decir —señaló Broud tratando de llamar la atención del clan escandalizado e incómodo. Finalmente todos se aquietaron—. Este hombre no ha sido el único ascendido a una nueva posición. Tenemos un nuevo Mog-ur. Hay ciertos privilegios que acompañan una posición más elevada. He decidido que Goov... el Mog-ur, pase al hogar que corresponde por derecho al mago del clan. Creb pasará al fondo de la cueva.
    Brun echó una mirada a Goov: ¿también estaría él en la combinación? Pero Goov estaba meneando la cabeza con expresión intrigada.
    —Yo no quiero mudarme al hogar del Mog-ur —dijo—. Ha sido su casa desde que nos asentamos en esta cueva.
    El clan estaba sintiéndose más que incómodo respecto al nuevo jefe.
    — ¡He decidido que te cambiarás! —gesticuló imperiosamente Broud, enojado ante la negativa de Goov. Al ver al viejo tullido apoyado en su bastón y mirándole con ira, se había percatado súbitamente de que el gran Mog-ur había dejado de ser mago. ¿Qué había de temer él de un viejo tullido y deforme? Había hecho el ofrecimiento obedeciendo a un impulso, esperando que Goov saltara de gusto al obtener un lugar de elección en la cueva, del mismo modo que Vorn había saltado ante la oportunidad de una posición más elevada. Pensaba que con eso cimentaría la lealtad del nuevo Mog-ur, que le haría sentirse obligado hacia él; pero no había contado con la lealtad y el amor que Goov sentía hacia su maestro. Brun no pudo contenerse más y estaba a punto de tomar la palabra, pero Ayla se le adelantó.
    — ¡Broud! —gritó Ayla desde su lugar; el nuevo jefe alzó la cabeza bruscamente—. ¡No puedes hacer eso! ¡No puedes obligar a Creb a marcharse de su hogar! —y avanzaba a grandes trancos hacia él presa de un ira justiciera—. Necesita estar en un lugar abrigado; los vientos son demasiado fuertes atrás; tú sabes cuánto sufre en invierno. —Ayla se había olvidado de sí misma como una mujer del clan; ahora era la curandera que protegía a su paciente—. Lo estás haciendo por lastimarme a mí. Estás tratando de desquitarte de Creb porque me cuidó a mí. No me importa lo que me hagas a mí, Broud, pero deja en paz a Creb. —Estaba frente a él, dominándolo con su estatura, gesticulando furiosamente en su cara.
    — ¡Quién te ha dado permiso para hablar, mujer! —atronó Broud. Se volvió hacia ella con el puño cerrado, pero al verle venir, ella se agachó. Broud se quedó desconcertado al no dar más que con aire.
    La ira sustituyó al asombro cuando echó a correr tras ella.
    — ¡Broud! —El grito de Brun le hizo detenerse; estaba demasiado acostumbrado a obedecer aquella voz, especialmente cuando se alzaba furiosa.
    —Es el hogar de Mog-ur, Broud, y será su hogar mientras viva; demasiado pronto lo abandonará sin que tú le obligues a mudarse. Ha servido a este clan bien y por largo tiempo; es merecedor de ese lugar. ¿Qué clase de jefe eres? ¿Qué clase de hombre eres? ¿Aprovechas tu situación para vengarte de una mujer? Una mujer que nunca te ha hecho nada, Broud, que nunca podría hacértelo aunque quisiera. ¡No eres un jefe!
    —No, eres tú el que no es jefe, Brun, ya se acabó. —Broud había recuperado la noción de su posición y la de Brun, después de su impulso inicial de obedecer—. ¡Ahora soy jefe! ¡Ahora tomo yo las decisiones! Siempre te has puesto de su parte en contra de mí, siempre la has protegido. Pues bien: ya no puedes seguir protegiéndola. —Broud estaba perdiendo el control, gesticulando alocadamente, con el rostro púrpura de ira—. Hará lo que yo digo y, si no, ¡la maldeciré! ¡Y no temporalmente! Acabas de presenciar su insolencia, ¡y todavía la defiendes! ¡No lo toleraré! Ya nunca más. Merece ser maldita por eso. ¡Y lo haré! ¿Qué te parece eso, Brun? ¡Goov! ¡Échale la maldición! ¡La maldición! ¡Ahora mismo! Quiero que sea maldita ahora mismo. Nadie va a decirle a este jefe lo que debe hacer, y menos que nadie esa mujer fea. ¿Me entiendes? Goov, échale la maldición.
    Creb había tratado de llamar la atención de Ayla desde el momento en que se desató contra Broud, para advertirla. No le importaba vivir delante o detrás en la cueva, le era totalmente indiferente. Sus sospechas habían comenzado desde el momento en que Broud dijo que tomaría a Ayla como segunda mujer; era una maniobra demasiado llena de responsabilidad para que Broud la tomara sin alguna razón. Pero sus sospechas no le habían preparado para la fea escena que siguió. Al ver que Broud ordenaba a Goov la maldición, todo deseo de lucha desapareció para él. Ya no quería ver nada más y se volvió para entrar lentamente en la cueva. Ayla alzó la mirada justo en el momento en que Creb desaparecía por el orificio de la montaña.
    No era Creb el único que se desconcertó al presenciar el altercado, todo el clan estaba alborotado haciendo gestos, gritando, arremolinándose en plena confusión. Algunos no podían ni mirar, mientras otros contemplaban fijamente, sin creerlo, el espectáculo que ninguno de ellos había creído tener que presenciar en toda su vida. Sus vidas eran demasiado ordenadas, demasiado seguras, demasiado apegadas a las tradiciones y a las costumbres.
    Les asombraron los anuncios irracionales e irregulares de Broud, en cuanto a separar a Ayla de su hijo; les escandalizó el enfrentamiento de Ayla con el nuevo jefe así como la decisión de Broud de desalojar a Creb; también les asombró la denuncia iracunda de Brun contra el hombre al que acababa de hacer jefe, al igual que el berrinche desaforado de Broud exigiendo la maldición contra Ayla. Y todavía les quedaba un trauma por experimentar.
    Ayla temblaba con tanta fuerza que no sintió el temblor bajo sus pies hasta que vio que la gente caía al suelo, incapaz de mantener el equilibrio. Su propio rostro reflejó las expresiones pasmadas de los demás cuando se volvieron espantadas y después aterrorizadas. Entonces fue cuando oyó el profundo y aterrador retumbar de las entrañas de la tierra.
    — ¡Duurrc! —gritó, y vio que Uba cogía al niño y caía encima de él como tratando de proteger su cuerpecito con el suyo propio. Ayla se dirigía a ellos cuando de repente recordó algo que la horrorizó.
    — ¡Creb! ¡Está dentro de la cueva!
    Gateó por la pendiente movediza tratando de alcanzar la amplia entrada triangular. Una enorme roca rodó desde lo alto de la empinada muralla en la que se abría la caverna y, desviada por un árbol que se astilló bajo el impacto, se estrelló contra el suelo junto a ella. Ayla no se enteró. Estaba entumecida, conmocionada. Los recuerdos encerrados en su vieja pesadilla andaban sueltos pero revueltos y confusos por el pánico. En el rugido del terremoto ni siquiera ella oyó la palabra de un lenguaje olvidado desde hacía mucho, cuando salió de sus labios:
    — ¡Madrrre!
    Bajo sus pies, el suelo se hundió varios centímetros y después volvió a elevarse; cayó y luchó por ponerse en pie, y entonces vio que el techo abovedado de la cueva se derrumbaba. Trozos de piedra desmenuzados, arrancados del alto techo, se estrellaron deshaciéndose aún más por el efecto del impacto. Después cayeron otros más. A su alrededor, las rocas brincaban y rodaban por la fachada rocosa, bajaban la pendiente más suave y se sumergían en el río helado. La sierra del este se partió y la mitad se desprendió.
    Dentro de la cueva llovían piedras y guijarros y tierra, mezclados con el retumbar intermitente de amplias secciones de los muros y de la bóveda. Allá fuera, las coníferas bailaban como torpes gigantes, y los deshojados árboles deciduos sacudían sus ramas desnudas en una desmayada convulsión, moviéndose al ritmo agitado del ruidoso canto fúnebre. Una grieta en la muralla, cerca del lado este de la abertura, opuesta a la poza llena del agua primaveral, se ensanchó con un estallido que desprendió piedras y gravas. Abrió otro canal subterráneo que depositó su carga de desechos en el amplio porche de la cueva antes de seguir viaje hasta el río. El rugido de la tierra y el estruendo de las rocas ahogaban los gritos de la gente aterrorizada. El ruido era ensordecedor.
    Finalmente, el temblor se calmó. Unas cuantas piedras cayeron todavía desde la montaña, rebotaron y rodaron antes de detenerse.
    Atontados y asustados, los miembros del clan comenzaron a ponerse en pie y caminar sin rumbo tratando de recobrar el dominio de sí mismos. Empezaron a reunirse alrededor de Brun. Siempre había sido para ellos una roca de firmeza, la estabilidad en persona. Gravitaban hacia la seguridad que siempre había representado.
    Pero Brun no hizo nada. Creía que en todos sus años de jefe la mayor insensatez la había cometido al convertir a Broud en jefe. Ahora se daba cuenta de lo ciego que había estado ante los defectos del hijo de su compañera. Incluso sus virtudes —su osadía temeraria y su valor precipitado— las veía ahora Brun como manifestaciones del mismo ego despreocupado y temperamentalmente impulsivo.
    Pero no era ésa la razón por la que Brun se negaba a actuar. Ahora Broud era jefe, para bien o para mal. Era demasiado tarde para que Brun volviera sobre lo hecho y adiestrara a otro hombre, aunque sabía que el clan se lo admitiría. La única manera en que Broud podía abrigar la esperanza de llegar a dirigir, la única esperanza para el clan, era que asumiera ahora la jefatura. Broud dijo que él era el jefe, y lo dijo desafiante, totalmente descontrolado. «Pues bien, Broud, sé jefe —pensó Brun—. Haz algo». Cualesquiera fueran las decisiones que tomara Broud de ahora en adelante, o que dejara de tomar, Brun no interferiría.
    Cuando el clan se convenció de que Brun no iba a asumir el mando, se volvió finalmente hacia Broud. Estaban todos acostumbrados a sus tradiciones, a su jerarquía, y Brun había sido un jefe demasiado bueno, demasiado fuerte y demasiado responsable. Estaban acostumbrados a que tomara el mando en los momentos de crisis, acostumbrados a contar con su juicio sereno y razonado. No sabían cómo actuar librados a sí mismos, a tomar decisiones propias sin un jefe. Incluso Broud esperó que Brun se hiciera cargo; también él necesitaba alguien en quien apoyarse. Cuando, finalmente, Broud se percató de que la carga le correspondía ahora a él, intentó asumirla. Lo intentó.
    — ¿Quién falta? ¿Quién está herido? —señaló Broud.
    Hubo un suspiro colectivo de alivio: finalmente, alguien estaba haciendo algo. Los grupos familiares comenzaron a reunirse, y a medida que el clan se fue juntando en medio de expresiones de asombro al ver a un ser amado al que se creía perdido, milagrosamente parecía no faltar nadie. A pesar de todas las rocas caídas y de la tierra removida, ninguno estaba malherido. Golpes, cortaduras y arañazos, pero ningún hueso roto. Bueno, eso no era realmente cierto.
    — ¿Dónde está Ayla? —gritó Uba con un apunte de pánico.
    —Aquí —contestó Ayla, bajando la pendiente y olvidando por un instante por qué se encontraba allí.
    — ¡Mamá! —gritó Durc, soltándose del abrazo protector de Uba y corriendo hacia ella. Ayla echó a correr. Le cogió en brazos, le abrazó fuerte y se lo llevó.
    —Uba, ¿te encuentras bien? —preguntó.
    —Sí, nada grave.
    — ¿Dónde esta Creb? —y entonces Ayla recordó; puso a Durc en brazos de Uba y corrió cuesta arriba.
    — ¡Ayla! ¿Adónde vas? ¡No entres en la cueva! Puede haber más sacudidas.
    Ayla no vio la advertencia gesticulada, ni le habría prestado atención de haberla visto. Corrió cueva adentro y derecha hacia el hogar de Creb. Piedras y gravas caían espasmódicamente, amontonándose en el suelo. Excepto unas cuantas rocas y una capa de tierra, su lugar en la cueva estaba intacto, pero Creb no estaba allí. Ayla visitó cada hogar; algunos estaban totalmente destrozados, pero la mayoría tenían aún cosas que se podían recuperar. Creb no estaba en ninguno de los hogares. Ayla vaciló ante la pequeña abertura que conducía a la cámara de los espíritus y finalmente entró, pero estaba demasiado oscuro; necesitaría una antorcha. Decidió registrar primero el resto de la cueva.
    Un chorro de grava cayó sobre su cabeza, haciéndola saltar de costado. Una roca dentada se estrelló en el piso, rozando el brazo de la joven. Ayla examinó las paredes y después atravesó varias veces la sala, hurgando en profundas sombras detrás de los recipientes donde almacenaban comida y grandes rocas en la cueva sin luz. Estaba apunto de tomar una antorcha cuando decidió visitar un lugar más.
    Encontró a Creb junto al montón de piedras bajo el que estaba enterrada Iza; se encontraba tendido sobre su lado deforme, con las piernas encogidas, casi como si le hubieran atado en posición fetal. El cráneo grande, magnífico, que había protegido su potente cerebro, había dejado de protegerlo: la pesada roca que lo aplastó había rodado unos cuantos pies más allá. La muerte había sido instantánea. Ayla se arrodilló junto al cadáver y empezaron a correrle las lágrimas.
    — ¡Creb, oh Creb! ¿Por qué entraste en la cueva? —indicó por medio de gestos. Se mecía de atrás adelante sobre las rodillas, llamándole por su nombre. Entonces, por alguna razón inexplicable, se puso en pie y comenzó a hacer los movimientos que le había visto hacer a él por encima del cadáver de Iza: el ritual funerario. Lágrimas silenciosas empañaban su visión mientras que la mujer alta y rubia, sola en la cueva cubierta de piedras, efectuaba los movimientos antiguos, simbólicos, con una gracia y una sutileza tan consumadas como las del propio hombre santo. Muchos de los movimientos que hacía no los comprendía siquiera; nunca los comprendería. Era su último tributo al único padre que conoció.
    —Ha muerto —señaló Ayla a los rostros que la miraban mientras salía de la cueva.
    Broud se quedó mirándola como los demás y de repente un gran temor se apoderó de él; ella era quien había encontrado la cueva, ella a quien favorecían los espíritus. Y después de que él la maldijo, sacudieron la tierra y destruyeron la cueva que ella había encontrado. ¿Estarían furiosos contra él por la maldición? ¿Habrían destruido la cueva que ella encontrara porque estaban furiosos contra él? ¿Y si los del clan creyeran que él había provocado esta calamidad? En lo más recóndito de su alma supersticiosa, se estremeció ante el funesto augurio y temió la ira de los espíritus a los que estaba seguro de haber desatado. Entonces, en un destello impulsivo de razonamiento siniestro, pensó que si le echaba a ella la culpa antes de que alguien se la pudiera echar a él, nadie podría decir que él lo había causado, y los espíritus se volverían contra ella.
    — ¡Ella lo ha hecho! ¡Es culpa suya! —señaló repentinamente Broud—. Ella ha sido quien ha enojado a los espíritus, ha desafiado las tradiciones. Todos la habéis visto. Ha sido insolente e irrespetuosa con el jefe. Debe ser maldita. Entonces los espíritus estarán felices de nuevo; entonces sabrán cuánto les honramos. Entonces nos llevarán a otra cueva, mejor que ésta y más afortunada. Lo harán. Sé que lo harán. ¡Maldícela, Goov! ¡Ahora, hazlo ahora! ¡Maldícela! ¡Maldícela!
    Todas las cabezas se volvieron hacia Brun. Éste permanecía mirando frente a sí, con las mandíbulas apretadas, los puños cerrados, los músculos de la espalda temblando de tensión. Se negaba a moverse, se negaba a interferir aunque tenía que apelar a todas sus reservas de fuerza de voluntad. Los miembros del clan, molestos, se miraron unos a otros, después a Goov, después a Broud. Goov se quedó mirando a Broud sin dar crédito a lo que estaba viendo. ¡Cómo puede echar la culpa a Ayla! Si alguien era el culpable, ése era Broud. De repente, Goov comprendió.
    — ¡Yo soy el jefe, Goov, y tú eres el Mog-ur! Te ordeno que la maldigas... ¡La maldición de muerte!
    Goov se volvió de repente, tomó una ramita encendida, resinosa, del fuego que había prendido mientras Ayla estaba dentro de la cueva, subió la pendiente y desapareció dentro de la oscura boca triangular. Buscó cuidadosamente su camino entre los escombros que cubrían el piso, apartándose prudentemente de la caída de las piedras y gravas que se desprendían de vez en cuando, seguro de que una sacudida posterior podría desprender sobre su cabeza toneladas de roca y deseando que así fuera para no tener que hacer la que le habían ordenado. Llegó a la cámara de los espíritus y alineó los huesos sagrados de oso cavernario en hileras paralelas, efectuando gestos rituales con cada uno de ellos. El último hueso lo colocó en la base y saliendo de la cuenca del ojo izquierdo de una calavera de oso cavernario. Entonces dijo en voz alta las palabras que sólo los Mog-ures conocían, los terribles nombres de los espíritus malignos. El reconocimiento que les daba el poder.
    Ayla seguía en pie delante de la cueva cuando Goov pasó junto a ella sin verla.
    —Yo soy el Mog-ur. Tú eres el jefe. Has ordenado que Ayla sea maldita de muerte. Está hecho —señaló Goov, y entonces dio la espalda al jefe del clan.
    Al principio nadie podía creerlo; había sido demasiado rápido; no debía hacerse de esa manera. Brun lo habría discutido, lo habría razonado y habría preparado previamente al clan. Pero, para empezar, no la habría mandado maldecir. ¿Qué había hecho? Fue insolente con el jefe y eso estaba mal, pero, ¿era causa suficiente de muerte? Se había limitado a defender a Creb. ¿Y qué le había hecho Broud a ella? Le había quitado a su hijo y había despachado al viejo mago de su hogar para vengarse de ella. Ahora nadie tenía hogar. ¿Por qué lo hizo Broud? ¿Por qué la maldijo? Los espíritus la habían favorecido siempre, ella traía buena suerte hasta que dijo Broud que quería maldecirla, hasta que mandó al Mog-ur que la maldijera. Broud les trajo la mala suerte a todos. Ahora, ¿qué sería de ellos? Broud había hecho enojar a los espíritus protectores y, después, había desatado a los espíritus malignos. Y el viejo mago había muerto. El Mog-ur no podía ayudarles ya.
    Ayla estaba tan sumida en su pesar que no se percataba de los rápidos acontecimientos que se desarrollaban a su alrededor. Vio cómo Broud mandaba que la maldijeran, y vio que Goov decía que ya estaba, pero su mente apesadumbrada no entendió. Lentamente, el significado de todo aquello fue golpeando en su conciencia. Cuando penetró, con todas sus ramificaciones, el impacto fue devastador.
    « ¿Maldita? ¿Maldita de muerte? ¿Por qué? ¿Qué he hecho yo que sea tan malo? ¿Cómo ha sucedido todo tan aprisa?» El clan tardaba tanto en entenderlo como ella; no se había repuesto aún del terremoto. Ayla los observaba a todos con un extraño desprendimiento mientras, uno tras otro, los ojos se volvían vidriosos y dejaban de verla. «Ahí va Crug... ¿Quién viene detrás? Uka. Ahora Droog, pero Aga todavía no. Ahí va, sin duda ha visto que la miraba.»
    Ayla no reaccionó hasta que los ojos de Uba dejaron de verla y comenzó a lamentarse por la madre del niño que tenía en brazos.
    « ¡Durc! ¡Mi bebé, mi hijo! Estoy maldita, nunca volveré a verle. ¿Qué va a ser de él? Sólo le queda Uba. Ella le cuidará pero, ¿qué puede hacer contra Broud? Broud le odia porque es hijo mío.» Ayla miró alocadamente a su alrededor y vio a Brun. « ¡Brun! Brun puede proteger a Durc; sólo Brun puede protegerle.»
    Ayla corrió hacia el hombre estoico, fuerte y sensible que, hasta el día anterior, había dirigido el clan. Se dejó caer al suelo a sus pies inclinando la cabeza. Tardó un poco en comprender que nunca le tocaría el hombro. Cuando alzó la mirada vio que él tenía los ojos fijos en el fuego que había detrás. Si quisiera, sus ojos podrían verla. «Me puede ver —pensó Ayla—. Yo sé que puede verme. Creb recordaba todo lo que le había dicho, Iza también.»
    —Brun, sé que me crees muerta, que soy un espíritu. No apartes la mirada. ¡Te suplico que no apartes la mirada! ¡Todo ha sucedido con demasiada rapidez! Me iré, prometo que me iré, pero temo por Durc. Broud le odia, sabes que le odia. ¿Qué será de él con Broud por jefe? Durc es del clan, Brun. Tú le aceptaste. Te suplico, Brun, que protejas a Durc. Sólo puedes hacerlo tú. ¡No permitas que Broud le haga daño!
    Brun volvió lentamente la espalda a la mujer suplicante, apartando la mirada como si cambiara de postura, no como si intentara evitar mirarla. Pero ella vio una chispa de reconocimiento en sus ojos, un indicio de asentimiento. Fue suficiente. Protegería a Durc, se lo había prometido al espíritu de la madre del muchachito. Era cierto que había sido demasiado rápido, que no había tenido tiempo de pedírselo antes. Él faltaría sólo en eso a su decisión de no interferir en las decisiones de Broud, no permitiría que el hijo de su compañera hiciera daño al hijo de Ayla.
    Ayla se puso en pie y caminó deliberadamente hacia la cueva. No había decidido marcharse hasta que le dijo a Brun lo que deseaba, pero, una vez que se lo dijo, se decidió. Su dolor por la muerte de Creb lo aparcó en un rincón de su mente para volver sobre ello más adelante, cuando su supervivencia no estuviera en juego. Se iría, tal vez al mundo de los espíritus, tal vez no, pero no se iría desprovista.
    No había tenido conciencia de la destrucción del interior de la cueva la primera vez que entró; se quedó mirando el lugar desconocido, agradecida de que todo el clan se hallara fuera durante el cataclismo. Respirando profundamente, corrió hacia el hogar de Creb sin tomar en cuenta el estado peligroso de la cueva. Si no se llevaba lo necesario para sobrevivir, de seguro moriría.
    Apartó una roca de su lecho, sacudió su manto de piel y comenzó a amontonar cosas en él: su bolsa de medicinas, su honda, dos pares de protectores para los pies, polainas, protectores para las manos, un manto forrado de piel, una capucha. Su taza y su cuenco, bolsas de agua, herramientas. Se dirigió al fondo de la cueva y encontró la provisión de pastelillos concentrados, que proporcionaban gran energía durante los viajes, hechos con carne seca, fruta y grasa. Buscó entre la grava y encontró paquetes de corteza de abedul llenos de azúcar de arce, nueces, fruta seca, y unas cuantas legumbres. No era una variedad muy grande, pues la temporada ya estaba avanzada, pero sería suficiente. Quitó tierra y guijarros de su canasta y empezó a llenarla.
    Recogió el manto de Durc y lo acercó a su rostro, sintiendo cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. No lo necesitaría, pues no se llevaba a Durc. Lo empacó. Por lo menos, podía llevarse algo que había estado cerca de él. Se vistió con ropa de abrigo. La estación acababa de comenzar y en la estepa haría frío. En el norte tal vez fuera todavía invierno. No había adoptado una decisión consciente en cuanto a la dirección que tomaría; sabía que iba hacia el territorio continental que se extendía al norte de la península.
    En el último momento decidió coger el cuero protector que empleaba cuando iba de cacería con los hombres, aunque técnicamente no le pertenecía; podía llevarse lo que quisiera de sus pertenencias: lo que quedara atrás sería quemado. Y consideró que parte de los alimentos también le correspondían, pero el cuero protector era de Creb, para uso de los miembros de su hogar. Creb se había ido y nunca lo había usado; no creía que le importara.
    Lo puso encima del todo en su canasta, se echó a las espaldas la pesada carga y ató las correas que lo aseguraban. Nuevamente se llenaron su ojos de lágrimas mientras estaba en pie en medio del espacio que había sido su hogar desde pocos días después de que Iza la recogiera. Nunca lo volvería a ver. Un calidoscopio de recuerdos desfiló por su mente, deteniéndose ésta por un instante en escenas importantes. Por último, pensó en Creb. «Me gustaría saber qué es lo que te ocasionó tanto dolor. Quizá lo comprenda yo algún día, pero me alegro tanto de que habláramos la otra noche, antes de que te fueras al mundo de los espíritus. Nunca te olvidaré a ti ni a Iza ni al clan.» Entonces Ayla salió de la cueva.
    Nadie la miró, pero todos se dieron cuenta cuando apareció. Se detuvo ante la poza tranquila que había fuera de la cueva, para llenar de agua sus bolsas, y recordó una cosa más. Antes de sacar agua y turbar el espejo líquido, se inclinó para mirarse; estudió cuidadosamente sus rasgos; no le pareció ser tan fea esta vez, pero no era su rostro lo que le interesaba. Quería ver el rostro de los otros.
    Cuando se levantó, Durc estaba luchando por liberarse de los brazos de Uba. Estaba pasando algo que concernía a su madre; no estaba seguro de lo que era, pero no le gustaba. De un fuerte impulso, se soltó y corrió hacia Ayla.
    —Te marchas —le dijo con tono de acusación, empezando a comprender y enfadado porque no se lo habían dicho—. Estás vestida del todo y te marchas.
    Ayla vaciló sólo una fracción de segundo; entonces abrió los brazos y el niño se arrojó en ellos. Le alzó y le abrazó muy fuerte, luchando contra las lágrimas. Le dejó en el suelo y se agachó para estar a su nivel, mirando directamente a sus grandes ojos oscuros.
    —Sí, Durc, me marcho. Tengo que irme.
    —Llévame contigo, mamá. Llévame contigo. ¡No me dejes!
    —No puedo llevarte conmigo, Durc. Tienes que quedarte aquí con Uba. Ella te cuidará. También Brun.
    — ¡No quiero quedarme aquí! —gesticuló fieramente Durc—. Quiero ir contigo. ¡No te vayas y me dejes!
    Uba se acercaba a ellos; tenía que sacar a Durc de los brazos del espíritu. Ayla abrazó nuevamente a su hijo.
    —Te quiero, Durc. Nunca lo olvides: te quiero. —Le alzó y le puso en brazos de Uba—. Cuida a mi hijo en mi lugar, Uba —señaló, mirando a los tristes ojos que devolvieron su mirada y la vieron—. Cuídalo... hermana mía.
    Broud las observaba, enfureciéndose cada vez más. La mujer estaba muerta, era un espíritu. ¿Por qué no actuaba como tal? Y algunos de su clan no la estaban tratando como si lo fuera.
    —Es un espíritu —gesticuló con ira—. Ha muerto. ¿No sabes que está muerta?
    Ayla avanzó directamente hacia Broud y lo dominó con toda su estatura. También a él le costaba no verla. Trató de ignorarla, pero le miraba desde arriba, no a sus pies como debían hacer las mujeres.
    —No estoy muerta, Broud —gesticuló desafiante—. No voy a morir. Tú no puedes obligarme a morir; puedes obligarme a que me vaya, puedes quitarme a mi hijo; pero no puedes hacerme morir.
    Dos emociones lucharon en Broud: la ira y el temor. Alzó el puño con un deseo irreprimible de golpearla, y así se quedó, asustado ante la idea de tocarla. «Es un truco —se dijo—. Es un truco de su espíritu. Ella está muerta, ha sido maldita.»
    —Pégame, Broud, anda, reconoce a este espíritu. Pégame y verás cómo no estoy muerta.
    Broud se volvió hacia Brun para apartar la vista del espíritu. Bajó el brazo, incómodo al ver que no podía conseguir que pareciera un movimiento natural. No la había tocado, pero temía que con sólo alzar el puño la hubiera reconocido y trató de transmitir la mala suerte a Brun.
    —No creas que no te he visto, Brun. Le has contestado cuando te hablaba, antes de entrar en la cueva. Es un espíritu y vas a traer mala suerte —expresó, delatándole.
    —Sólo para mí, Broud, ¿y qué peor suerte podría tener? Pero, dime, ¿cuándo la has visto hablarme? ¿Cuándo la has visto entrar en la cueva? ¿Por qué has estado a punto de golpear a un espíritu? Todavía no lo comprendes, ¿no es cierto? La has reconocido, Broud, ella te ha derrotado. Le has hecho todo el mal que has podido, incluso la has mandado maldecir. Está muerta, y sin embargo, ha ganado. Era una mujer y mostró más valor que tú, Broud, más determinación, más control de sí misma. Era más hombre que tú. Ayla debería haber sido el hijo de mi compañera.
    Ayla se sorprendió ante el panegírico inesperado que le dedicaba Brun. Durc estaba luchando de nuevo por escapar, la llamaba. No pudo soportarlo y echó a correr. Al pasar delante de Brun, inclinó la cabeza con un gesto de agradecimiento. Cuando llegó al saliente del farallón, se volvió para mirar atrás una vez más. Vio que Brun alzaba la mano como para rascarse la nariz, pero parecía que hacía un gesto, el mismo gesto que había hecho Norg cuando se alejaron de la reunión del clan. Parecía como si Brun hubiera dicho: «Que Ursus te acompañe».
    Lo último que oyó Ayla al desaparecer detrás del saliente quebrado fue el gemido de Durc:
    — ¡Maamá, maaamá, maamaaá!

    FIN

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