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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
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    B7
    B8
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    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL CLAN DEL OSO CAVERNARIO (Jean M. Auel)

    Publicado en julio 04, 2010
    Los Hijos de la Tierra®

    Para RAY BOL
    El peor de mis críticos
    ... mi mejor amigo.

    Agradecimientos

    Cuando se publica un libro, no es obra exclusiva del autor. Éste recibe ayuda de diversas fuentes de otras tantas maneras. Pero algunas contribuciones para mi obra han venido de gente a quien nunca he conocido y a la que probablemente nunca conoceré. A pesar de lo cual estoy agradecida a los habitantes de la ciudad de Portland y del condado de Multonomah, Oregón, cuyos impuestos sostienen la biblioteca del Multonomah County; sin los libros de consulta que encontré allí no hubiese podido escribir este libro.
    También agradezco a los arqueólogos, antropólogos y demás especialistas que escribieron los libros en los que he recogido la mayor parte de la información para usarla como telón de fondo y antecedentes de esta novela.
    Muchas personas me ayudaron más directamente; entre ellas, deseo agradecer especialmente a:
    Gin DeCamp, la primera en escuchar la idea de mi historia, una amiga cuando más falta me hacía, que leyó un enorme manuscrito con entusiasmo y sin dejar pasar un error, y quien esculpió un símbolo para la serie. John DeCamp, amigo y colega escritor, que sabía de la agonía y el éxtasis, y que tenía el sentido de la oportunidad para llamar exactamente cuando yo necesitaba hablar con alguien. Karen Auel, que alentó a su madre más de lo que imaginaba, porque reía y lloraba cuando se suponía que debía hacerlo, aunque sólo se trataba de un primer esbozo.
    Cathy Humble, a quien solicité el favor más grande que se le puede pedir a una amiga —una crítica sincera— porque valoraba su sentido de las palabras. Hizo lo imposible: su crítica fue a la vez amable y llena de discernimiento. Deanna Sterett, porque se encontró presa de la historia, y sabía lo suficiente de cacerías para señalar algunos descuidos. Lana Elmer, que escuchó con una atención incansable horas enteras de disertación, y que aun así gustó de la historia. Anna Bacus, que brindó sus percepciones, únicas en su género, y su dominio de la ortografía.
    No todas mis investigaciones se llevaron a cabo en bibliotecas. Mi esposo y yo hicimos muchas excursiones de campo para aprender directamente diversos aspectos de la vida junto a la naturaleza. En cuanto a la experiencia directa, hay que agradecer especialmente a Frank Heyl, experto de la supervivencia en el Ártico del Museo de Ciencia e Industria de Oregón, quien me enseñó a hacerme la cama en una choza de nieve y ¡se aseguró que me acostara en ella! Sobreviví a aquella fría noche de enero sobre las faldas del Monte Hood, y aprendí muchísimo más acerca de la supervivencia con el señor Heyl, junto a quien declaro estar dispuesta a pasar la próxima Era Glacial.
    Estoy en deuda con Andy Van’t Hul por haber compartido conmigo sus conocimientos especiales en cuanto a vivir en el entorno natural. Me mostró cómo encender un fuego sin cerillas, hacer hachas de piedra, lograr el torcido de cuerdas y el trenzado de canastas, fibras y cueros, y cómo tallar mi propia hacha de piedra capaz de cortar el cuero como si fuera mantequilla.
    Una gratitud inmensa siento por Jean Naggar, una agente literaria tan buena que convirtió mis fantasías increíbles en realidad, y las mejoró. Y por Carole Baron, mi aguda, sensible y astuta editora, que creyó en la realidad, se apoderó de mi mejor esfuerzo y lo perfeccionó.
    Finalmente, hay dos individuos que no tenían la menor idea de que me estaban ayudando y, sin embargo, su ayuda fue inestimable. He llegado a conocer a uno de ellos, pero la primera vez que oí hablar al escritor y maestro Don James, acerca de cómo se escribe una novela él no sabía que se estaba dirigiendo a mí directamente: creía estar hablando a todo un grupo. Las palabras que decía eran precisamente las que yo necesitaba oír. Don James no lo sabía, pero tal vez nunca se habría terminado este libro de no ser por él.
    El otro es un hombre al que sólo conozco por su libro: Ralph S. Solecki, autor de Shanidar. La historia de sus excavaciones en la cueva Shanidar y su descubrimiento de varios esqueletos del hombre de Neanderthal, me conmovió profundamente. Me dio una perspectiva del hombre prehistórico de las cavernas que de otra manera tal vez nunca hubiera tenido, así como una mejor comprensión del significado de «humanidad». Pero aquí hago algo más que dar las gracias al profesor Solecki: debo pedirle perdón por un ejemplo de licencia literaria que me he tomado respecto a los hechos, en beneficio de mi historia; en la vida real, fue un Neanderthal quien puso flores sobre la tumba.

    01

    La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la vista atrás. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro seguirían allí cuando regresara.
    Se echó al río chapoteando y, al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió cómo la arena y los guijarros se escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes que a andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un río era nadando.
    La niña jugó un buen rato, nadando de un lado para otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de colocar una en la cima de un montoncillo formado por algunas especialmente bonitas, cuando la tierra empezó a temblar.
    La niña vio, sorprendida, que la piedrecita rodaba como por voluntad propia, y observó con espanto cómo las que formaban la pequeña pirámide temblaban y volvían al suelo. Sólo entonces se dio cuenta de que también ella era sacudida, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Echó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse.
    El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo.
    Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se estremecían animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita. Más allá, las majestuosas coníferas del bosque por el que pasaba el río se inclinaban de manera grotesca. Un pino gigantesco próximo a la orilla, con sus raíces al aire y debilitado por la corriente del arroyo, se inclinó hacia la orilla opuesta; con un crujido se desplomó por encima de las aguas turbias y se quedó temblando sobre la tierra inestable.
    La niña dio un brinco al oír la caída del árbol; el estómago se le revolvió y se le hizo un nudo cuando el temor cruzó por su mente. Trató de ponerse en pie, pero cayó de espaldas al perder el equilibrio por efecto del horrible balanceo. Lo intentó nuevamente, consiguió enderezarse y se quedó en pie, insegura, sin atreverse a dar un paso.
    Al echar a andar hacia el cobertizo de cuero, un poco apartado del río, sintió un rumor sordo, que se convirtió en un estrepitoso rugido aterrador; un olor repugnante a humedad surgió de una grieta que se abría en el suelo, como si fuera el aliento fétido que exhala por la mañana la tierra al bostezar. La niña miró, sin comprender, la tierra, las piedras y los arbolillos que caían en la brecha, que seguía abriéndose mientras la corteza fría del planeta en fusión se resquebrajaba en sus convulsiones.
    El cobertizo, encaramado en la orilla más lejana del abismo, se inclinó al retirarse la mitad de la tierra firme que tenía debajo; el esbelto poste se balanceó como indeciso antes de desplomarse y desaparecer en el profundo orificio, llevándose su cubierta de cuero y todo su contenido. La niña tembló, horrorizada y con los ojos desorbitados, mientras las apestosas fauces abiertas se tragaban todo lo que había dado sentido y seguridad a los escasos años de su vida.
    — ¡Madre! ¡Madreee! —gritó cuando empezó a darse cuenta de lo que estaba sucediendo. No sabía si el grito que resonaba en sus oídos era el suyo en medio del rugido atronador de las rocas que se resquebrajaban. Se acercó gateando a la profunda grieta, pero la tierra se elevó y la derribó. Se aferró a la tierra, tratando de agarrarse a algo en aquel suelo oscilante y movedizo. Entonces la brecha se cerró, el rugido cesó y la tierra agitada se calmó. La que no se calmó fue la niña. Tendida boca abajo sobre la tierra floja y húmeda, dominada por el paroxismo que acababa de sacudirla, temblaba de miedo; tenía sobradas razones para estar asustada.
    La niña se encontraba sola en medio de un desierto de estepas herbosas y florestas dispersas. Al norte, los glaciares cubrían el continente, empujando su frío por delante. Un número incalculable de animales herbívoros, y los carnívoros que de ellos se sustentaban, recorrían las vastas praderas, pero había poca gente. No tenía adónde ir ni nadie que pudiera ocuparse de ella. Estaba sola.
    El suelo volvió a estremecerse, asentándose, y la niña oyó una especie de sordo rugido en las profundidades, como si la tierra estuviera haciendo la digestión de una comida engullida sin masticar. Dio un salto, presa del pánico, aterrada ante la idea de que pudiera abrirse de nuevo. Miró hacia el lugar en donde había estado el cobertizo: lo único que allí quedaba era tierra descarnada y arbustos desarraigados. Deshecha en llanto, la niña corrió otra vez hacia el riachuelo y se dejó caer hecha un ovillo sollozante junto a la fangosa corriente.
    Pero las húmedas orillas del riachuelo no brindaban refugio alguno contra el convulso planeta. Otra sacudida, esta vez más intensa, agitó el suelo. La niña se quedó mirando con asombro la salpicadura de agua fría sobre su cuerpecito desnudo. Nuevamente se apoderó de ella el pánico, haciéndola incorporarse. Tenía que apartarse de ese aterrador lugar de tierra sacudida, devoradora, pero, ¿adónde podría dirigirse?
    No había lugar en donde pudieran brotar semillas sobre la playa rocosa, y tampoco había otro tipo de vegetación; pero las riberas río arriba estaban cubiertas de maleza que comenzaba a retoñar hojas nuevas. Un instinto profundo le decía que debería permanecer cerca del agua, pero las enmarañadas zarzas parecían impenetrables. A través de sus ojos empañados por el llanto que le enturbiaba la visión, miró hacia el otro lado, hacia la selva de altas coníferas.
    Delgados haces de rayos de sol se filtraban por entre las ramas tupidas de densos árboles perennes que se apretujaban cerca del río. La selva umbrosa carecía casi por completo de maleza, pero muchos de aquellos árboles no se erguían ya. Unos cuantos habían caído sobre la tierra, otros más se inclinaban en ángulos estrambóticos, sostenidos por vecinos que todavía estaban firmemente anclados. Más allá del revoltijo de árboles, la selva boreal era oscura y no resultaba más atractiva que la maleza río arriba. No sabía hacia dónde ir; miró primero a un lado y después a otro, indecisa.
    Un temblor bajo sus pies mientras miraba río abajo la puso en movimiento. Dirigiendo una última mirada anhelante hacia el paisaje vacío, con la esperanza infantil de que el cobertizo siguiera allí, echó a correr hacia los bosques.
    Estimulada por algún que otro gruñido sordo mientras la tierra se asentaba, la niña siguió el curso de la corriente. En su prisa por alejarse, se detenía sólo para beber. Las coníferas que habían sucumbido a las sacudidas telúricas yacían postradas sobre el suelo; la niña evitaba los cráteres abiertos por el cepellón circular de raíces cortas que aún tenían tierra y grava pegadas a sus partes ocultas, ahora al descubierto.
    Al atardecer, comenzó a advertir menos evidencias de perturbación, menos árboles arrancados y menos rocas desplazadas, y el agua estaba más clara. Se detuvo cuando ya no pudo ver por dónde andaba, y se dejó caer, agotada, sobre la tierra del bosque. El ejercicio le había ayudado a conservar el calor mientras estuvo en movimiento, pero comenzó a tiritar bajo los efectos del aire frío de la noche, se sumió en la espesa alfombra de agujas caídas de los árboles, se hizo un ovillo y se cubrió a puñados con ellas.
    Pero por cansada que estuviera, no logró conciliar el sueño la asustada criaturita. Mientras había estado ocupada en rodear obstáculos para seguir el curso del río, había conseguido apartar de su mente el temor que ahora la abrumaba. Estaba tendida, perfectamente inmóvil, con los ojos muy abiertos, observando cómo la oscuridad se espesaba y congelaba a su alrededor. Temía moverse, casi temía respirar.
    Nunca anteriormente se había encontrado sola de noche; siempre había tenido cerca una hoguera para mantener a raya la oscuridad desconocida. Finalmente no pudo dominarse más y, con un sollozo convulsivo, desahogó su angustia. Su cuerpecito se sacudía al ritmo de sus sollozos y su hipo. Eso terminó por sosegarla y adormecerla. Un animalillo nocturno la olfateó con curiosidad amable sin que ella se diera cuenta.
    ¡Despertó gritando! El planeta seguía inquieto y lejanos rugidos que resonaban en las profundidades la devolvieron a su horror en una espantosa pesadilla. Se puso en pie, quiso echar a correr, pero sus ojos no podían ver más estando abiertos que con los párpados cerrados. Al principio no pudo recordar dónde se encontraba. Su corazón palpitaba fuertemente: ¿por qué no podía ver? ¿Dónde estaban los amorosos brazos que siempre habían estado allí para reconfortarla cuando despertaba de noche? Poco a poco el recuerdo consciente de su terrible situación se fue abriendo paso en su mente y, tiritando de frío y de miedo, volvió a hacerse un ovillo y a sumirse en el suelo cubierto de agujas. Los primeros pálidos rayos del alba la encontraron dormida.
    La luz del día llegó lentamente a la profundidad de la selva. Cuando despertó la niña, la mañana estaba ya muy avanzada, pero bajo aquella sombra espesa resultaba difícil advertirlo. Se había alejado del río la noche anterior cuando la luz empezó a menguar y un amago de pánico amenazó apoderarse de ella cuando miró en derredor y sólo vio árboles.
    La sed le ayudó a reconocer el sonido de agua borboteante. Siguió el sonido y sintió un gran alivio al ver de nuevo el riachuelo. No estaba menos perdida junto al río que dentro de la selva, pero se sentía mejor al tener algo que seguir; podría calmar su sed mientras estuviera cerca de él. El día anterior había sentido la satisfacción de tener agua corriente, pero no le servía de mucho para aplacar su hambre.
    Sabía que había raíces y vegetales que se podían comer, pero no sabía lo que era comestible. La primera hoja que probó era amarga y le lastimó la boca; la escupió y se enjuagó para quitar el mal sabor. Esa experiencia la hizo vacilar a la hora de probar otras. Bebió más agua, pues tenía la sensación pasajera de estar ahíta, y volvió a seguir la orilla río abajo. Los profundos bosques la aterrorizaban y se mantuvo cerca del río mientras brilló el sol. Al caer la noche, abrió un hoyo en las agujas que cubrían el suelo y se acurrucó nuevamente entre ellas para dormir.
    Su segunda noche de soledad no fue mejor que la primera. Juntamente con el hambre, un terror helado le contraía el estómago; nunca había sentido semejante terror, ni tanta hambre: nunca había estado tan sola. Su sensación de estar perdida era tan dolorosa que empezó a bloquear el recuerdo del terremoto y de su vida anterior a él; y como el pensar en el futuro la ponía igualmente al borde del pánico, luchó por apartar también esos temores de su mente. No quería pensar en lo que pudiera suceder ni en quién podría encargarse de ella.
    Vivía sólo para el momento presente, salvando el siguiente obstáculo, cruzando el siguiente afluente, trepando por encima del siguiente tronco caído. Seguir el río se convirtió en un fin en sí, no porque la fuera a llevar a parte alguna, sino porque era lo único que le proporcionaba alguna orientación, algún propósito, algún motivo de acción. Era mejor que no hacer nada.
    Al cabo de cierto tiempo, el vacío de su estómago se convirtió en un dolor sordo que le nublaba la mente. Lloraba de vez en cuando mientras seguía avanzando penosamente, y sus lágrimas pintaban chorretes blancos en su rostro sucio. Su cuerpecito desnudo estaba cubierto de tierra, y los cabellos, que habían sido anteriormente casi blancos y tan finos y suaves como la seda, estaban pegados a su cabeza en una maraña de agujas de pino, ramitas y barro.
    El viaje se complicó cuando la selva de árboles siempre verdes cambió por una vegetación menos espesa y cuando el suelo cubierto de agujas dejó el paso a matorrales, hierbas y pastos que cubren generalmente el suelo debajo de árboles deciduos de hoja más pequeña. Cuando llovía, se acurrucaba bajo un tronco caído o se cobijaba bajo una roca grande o bajo las ramas de un árbol o simplemente se dejaba lavar por la lluvia mientras seguía avanzando pesadamente por el barro. De noche, amontonaba hojas secas caídas la temporada anterior y se enterraba en ellas para dormir.
    El abundante consumo de agua potable impidió que la deshidratación originara una hipotermia, esa bajada de temperatura corporal que provoca la muerte por exposición, pero la niña se estaba debilitando. Estaba ya más allá del hambre; sólo sentía un dolor sordo y constante, y una ocasional sensación de mareo. Trataba de no pensar en ello ni en cosa alguna que no fuera el río, seguir el río.
    La luz del sol, al penetrar en su nido de hojas, la despertó. Salió del cómodo cobijo entibiado por el calor de su cuerpo y se dirigió al río para beber agua, con hojas secas todavía pegadas a su piel. El cielo azul y el sol brillante eran un consuelo después de la lluvia del día anterior. Poco después de que echara a andar, la orilla del río que ella seguía comenzó a subir gradualmente. Cuando decidió tomar otro trago, una pendiente abrupta la separaba del agua. Empezó a bajar cuidadosamente, pero perdió pie y cayó rodando hasta abajo.
    Se quedó tendida, llena de magulladuras, en el barro junto al agua, demasiado cansada, demasiado débil y demasiado infeliz para moverse. Gruesos lagrimones se formaban en sus ojos y corrían por su rostro, y tristes lamentos rasgaban el aire. Nadie la oyó. Sus gritos se convirtieron en plañidos pidiendo que alguien viniera a ayudarla. Nadie acudió. Los sollozos sacudían sus hombros mientras lloraba su desesperanza. No quería ponerse en pie, no quería seguir adelante, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Quedarse allí llorando en el barro?
    Cuando paró de llorar, se quedó tendida junto al agua. Al sentir que una raíz se le incrustaba en el costado y que su boca sabía a lodo, se sentó. Entonces se puso pesadamente en pie y fue a beber un poco de agua del río. Echó a andar de nuevo, retirando obstinadamente las ramas que obstruían su paso, trepando por troncos caídos y cubiertos de musgo, chapoteando a la orilla del río.
    La corriente, que ya estaba crecida debido a las inundaciones de principios de la primavera, había aumentado hasta más del doble de su volumen gracias a sus afluentes. La niña oyó un rugido lejano mucho antes de ver la cascada que caía desde la alta ribera en la confluencia de un río grande con el más pequeño, un río que iba a doblar nuevamente su volumen. Más allá de la cascada, las rápidas corrientes de los ríos unidos hervían sobre las piedras mientras corrían hacia las llanuras herbosas de la estepa.
    La rugiente catarata saltaba desde el borde de la alta orilla formando una amplia cortina de agua blanca. Venía a estrellarse contra una poza espumante que había sido horadada en la base de la roca, provocando una pulverización constante de rocío y remolinos de corrientes contrarias allí donde se unían los ríos. En algún momento de un pasado lejano, el río había labrado más profundamente el farallón de piedra dura detrás de la cascada. El saliente desde el que se precipitaba el agua sobresalía del muro que había detrás de la cascada, de modo que entre muro y cascada quedaba un paso.
    La niña se acercó, miró cuidadosamente el túnel húmedo y después echó a andar por detrás de la movediza cortina de agua. Se pegaba a la roca mojada para mantener el equilibrio, pues la continua caída del agua fluyente la aturdía. El rugido era ensordecedor, rebotando contra la pared de piedra detrás del tumultuoso caudal. Alzó con temor la vista, angustiosamente consciente de que el río quedaba más arriba de las rocas que chorreaban por encima de su cabeza, y avanzó cautelosa y lentamente.
    Estaba casi en el otro lado cuando se terminó el pasaje, que se había ido estrechando poco a poco hasta ser otra vez una muralla escarpada. El corte en el farallón no llegaba hasta el otro lado; la niña tuvo que dar media vuelta y volver sobre sus pasos. Cuando llegó a su punto de partida, miró al torrente que surgía por encima del borde y meneó la cabeza: no había otro camino.
    El agua estaba fría cuando empezó a vadear el río y las corrientes eran fuertes. Nadó hasta el medio, dejó que la fuerza del agua la llevara bordeando las cataratas y después se volvió hacia la orilla del ancho río que se había formado más abajo. Se cansó de nadar, pero ahora estaba más limpia que desde hacía algún tiempo, excepto su enredado y enmarañado cabello. Volvió a andar sintiéndose fresca pero no por mucho tiempo.
    El día era inusitadamente caluroso para fines de la primavera, y cuando los árboles y las malezas dejaron el paso a la pradera abierta, el cálido sol resultó agradable. Pero a medida que la ardiente bola ascendía, sus rayos calurosos se ensañaron en las pocas reservas que le quedaban a la niña. Por la tarde iba tambaleándose a lo largo de una estrecha faja de arena entre el río y un escarpado farallón. El agua chispeante reflejaba sobre ella el brillante sol, mientras la casi blanca arenisca devolvía luz y calor, sumándose al fulgor deslumbrante.
    Del otro lado del río y más allá, se extendían hasta el horizonte pequeñas flores herbáceas blancas, amarillas y púrpuras, que armonizaban con el brillante y fresco verdor de la hierba a medio crecer, con una vida nueva. Pero la niña no se fijaba en la efímera belleza primaveral de la estepa: la debilidad y el hambre la hacían delirar y empezó a tener alucinaciones.
    —Dije que tendría cuidado, madre. Sólo nadé un poco, pero ¿adónde te has ido? —murmuraba—. Madre, ¿cuándo vamos a comer? Tengo mucha hambre y hace mucho calor. ¿Por qué no viniste cuando te llamé? Llamé y llamé, pero tú no viniste. ¿Dónde has estado? ¿Madre? ¡Madre! ¡No te vayas de nuevo! ¡Quédate aquí! ¡Madre, espérame! ¡No me dejes!
    Corrió hacia donde había visto el espejismo cuando ya la visión se desvanecía, siguiendo la base del farallón, pero éste se alejaba de la orilla del agua, apartándose del río. La niña estaba alejándose de su fuente de agua. Corriendo ciegamente, se golpeó el dedo gordo del pie con una piedra y cayó pesadamente, lo que casi la devolvió a la realidad. Se sentó frotándose el dedo y tratando de ordenar sus pensamientos.
    La muralla dentada de piedra arenisca estaba perforada de oscuros accesos a cuevas y marcada por estrechas grietas y hendiduras. La dilatación y la contracción provocadas por cambios extremos en la temperatura, desde un calor agobiante hasta un frío por debajo de cero, habían quebrantado la roca blanda. La niña echó una ojeada a un orificio que había cerca del suelo, en el muro junto a ella, pero la insignificante gruta no le causó la menor impresión.
    Mucho más impresionante era la manada de uros que pastaba pacíficamente la jugosa hierba nueva que crecía entre el farallón y el río. En su ciega precipitación por perseguir un espejismo, la niña no se había fijado en los enormes animales salvajes, de un castaño rojizo y casi dos metros de altura en la cruz, con inmensos cuernos curvos. Cuando se dio cuenta, un temor repentino barrió las últimas telarañas de su cerebro. Retrocedió pegándose a la muralla rocosa, sin apartar la vista de un corpulento toro que había dejado de pacer para observarla; entonces se dio media vuelta y echó a correr.
    Miró hacia atrás por encima del hombro y contuvo la respiración al vislumbrar una súbita mancha en movimiento y se paró en seco. Una enorme leona, dos veces mayor que cualquier felino de los que poblarían las sabanas mucho más al sur en una era muy ulterior, había estado rondando la manada. La niña ahogó un grito al ver que la monstruosa gata se arrojaba sobre una vaca salvaje.
    En un remolino de colmillos descubiertos y zarpas salvajes, la gigantesca leona derribó al enorme uro. En medio de un crujido de potentes quijadas, el mugido aterrado del bovino dejó súbitamente de oírse cuando el imponente carnívoro le abrió la garganta. Un surtidor de sangre mojó el hocico de la cazadora cuadrúpeda y manchó de carmesí su piel castaño oscuro. Las patas del uro se agitaban espasmódicamente todavía cuando la leona le abría el estómago y le arrancaba un bocado de carne roja y caliente.
    Un terror absoluto se adueñó de la niña: echó a correr dominada por el pánico mientras otro de los grandes gatos la observaba atentamente. La niña había penetrado sin saberlo en el territorio de los leones cavernarios. Normalmente, los grandes felinos habrían desdeñado a una criatura tan pequeña como un humano de cinco años, pues escogían sus presas entre los robustos uros, los descomunales bisontes o los gigantescos ciervos para satisfacer las necesidades de la flor y nata de los hambrientos leones cavernarios. Pero la niña que huía se estaba acercando demasiado a la cueva que alojaba a un par de maullantes cachorros recién nacidos.
    El león de melena desgreñada, que había quedado al cuidado de las crías mientras la leona cazaba, lanzó un rugido de advertencia. La niña levantó la cabeza y se quedó sin resuello al avistar al gigantesco gato agazapado sobre un saliente, preparándose para saltar. Gritó, se detuvo, resbaló, se cayó, se arañó la pierna con la grava suelta que había junto a la pared y gateó para darse la vuelta. Aguijoneada por un temor todavía mayor, volvió corriendo por donde había venido.
    El león cavernario brincó con una gracia lánguida, confiando en su habilidad para atrapar a la pequeña intrusa que se atrevía a profanar la santidad de la cueva de sus cachorros. No tenía prisa —ella se movía despacio en relación con su fluida velocidad— y se sentía de humor para jugar al ratón y al gato.
    En su pánico, sólo su instinto guió a la niña hacia un pequeño orificio junto al suelo en la fachada del farallón. Le dolía el costado y apenas podía respirar, pero se escurrió por un agujero justo lo suficientemente capaz para ella. Era una cueva minúscula, poco profunda, apenas una hendidura. Se revolvió en el reducido espacio hasta encontrarse de rodillas con la espalda pegada a la pared, tratando de fundirse con la roca sólida que tenía detrás.
    El león cavernario rugió su frustración al llegar al agujero y ver que su presa se le escapaba. La niña tembló al oír el rugido y se quedó mirando con horror hipnótico cómo la fiera tendía la pata estirando sus garras curvas dentro del orificio. Incapaz de alejarse, vio cómo se le acercaba la garra y gritó de dolor al sentir que se le hundía en el muslo izquierdo rayándolo con cuatro profundos arañazos paralelos.
    La niña se revolvió para ponerse fuera de su alcance y encontró una ligera depresión en la oscura muralla a su izquierda. Recogió sus piernas, se aplastó como pudo y contuvo la respiración. La garra volvió a meterse lentamente en el pequeño orificio tapando casi por completo la escasa luz que penetraba en el nicho, pero esta vez no encontró nada. El león cavernario rugió y siguió rugiendo mientras iba y venía frente al orificio.
    La niña pasó el día entero en su estrecha cueva, también la noche y la mayor parte del día siguiente. La pierna se le hinchó y la herida infectada le producía un dolor constante, además de que el reducido espacio de la cueva de paredes ásperas no le permitía volverse ni estirarse. Estuvo delirando de hambre y dolor la mayor parte del tiempo, tuvo espantosas pesadillas de terremotos, garras agudas y un temor angustioso y solitario. Pero no fue ni su herida ni el hambre, ni siquiera su dolorosa insolación, lo que la sacó finalmente de su refugio: fue la sed.
    La niña miró temerosamente por el pequeño orificio. Dispersos bosquecillos de sauces y pinos castigados por el viento proyectaban largas sombras al principio de la tarde. La niña estuvo mirando un buen rato el trozo de tierra cubierto de hierba y el agua chispeante más allá, antes de hacer suficiente acopio de valor para salir; se lamió los agrietados labios con su lengua seca mientras examinaba el terreno. Sólo se movía la hierba agitada por el viento. El orgullo de los leones se había esfumado; la leona, preocupada por sus pequeños y molesta por el olor extraño de la criatura desconocida que tan cerca estaba de su cueva, decidió buscar otra guarida para sus hijos.
    La niña salió del agujero y se puso en pie. La cabeza le golpeteaba por dentro y veía manchas bailando vertiginosamente frente a sus ojos. Oleadas de dolor la envolvían a cada paso y sus heridas comenzaron a supurar un líquido verde amarillo que chorreaba a lo largo de su pierna hinchada. .
    No estaba segura de poder llegar hasta el agua, pero su sed era insoportable. Cayó de rodillas y se arrastró los últimos pasos, gateando; después se tendió boca abajo y bebió vorazmente grandes tragos de agua fría. Cuando calmó finalmente su sed, intentó incorporarse de nuevo, pero había llegado al límite de su resistencia. Por delante de sus ojos seguían pasando manchas, la cabeza le daba vueltas y todo se oscureció mientras se desplomaba sobre el suelo.
    Un ave de rapiña que hacía círculos perezosos allá arriba, localizó la forma inmóvil y fue descendiendo para verla más de cerca.

    02

    El grupo de viajeros atravesó el río un poco más allá de la cascada, donde la corriente se ensanchaba y levantaba espuma alrededor de las rocas que sobresalían del agua poco profunda. Eran veinte, jóvenes y viejos. El clan había contado veintiséis miembros antes del terremoto que destruyó su cueva. Dos hombres abrían el paso, muy por delante de un núcleo de mujeres y niños, flanqueados por un par de hombres mayores. Los varones jóvenes formaban la retaguardia. Seguían el ancho río, que iniciaba su rumbo sinuoso, lleno de meandros, a través de la estepa, y observaron las aves de rapiña volando en círculos. Si aún volaban, significaba que lo que había llamado su atención seguía con vida. Los hombres que iban delante apretaron el paso para investigar. Un animal herido era presa fácil para los cazadores, siempre que algún cuadrúpedo depredador no abrigara las mismas intenciones.
    Una mujer, más o menos a mediados de su primer embarazo, avanzaba delante de las demás mujeres. Vio a los dos guías mirar al suelo y seguir su camino. «Debe ser un carnívoro», pensó; el clan no solía comer animales carnívoros.
    Medía poco más de un metro y treinta y cinco centímetros de estatura; era de huesos fuertes, robusta y patizamba, pero caminaba erecta sobre unas fuertes piernas musculosas y unos pies planos descalzos. Sus brazos, largos en proporción con el resto del cuerpo, estaban encorvados como sus piernas. Tenía una ancha nariz en forma de pico, una mandíbula saliente, que se proyectaba como un hocico, y carecía de barbilla. Su frente baja era estrecha e inclinada, y su cabeza, larga y grande, descansaba sobre un cuello corto y grueso. En la nuca tenía un nudo huesudo, un promontorio occipital que acentuaba su perfil posterior.
    Un vello suave, corto y moreno, con tendencia a rizarse, cubría sus piernas y hombros y corría a lo largo de la parte superior de su espalda. Al llegar a la cabeza, se convertía en una cabellera pesada, larga y bastante tupida. La mujer estaba perdiendo ya su palidez invernal a cambio de un tostado veraniego. Sus ojos grandes, redondos y oscuros, profundamente sumidos bajo unas cejas prominentes, estaban llenos de curiosidad cuando aceleró el paso para ver lo que los hombres habían dejado atrás.
    Para ser aquél su primer embarazo, la mujer era ya mayor; tenía casi veinte años y el clan la había creído estéril, hasta que comenzó a notarse la vida que se iniciaba dentro de ella. La carga que transportaba no se había visto aligerada porque estuviera embarazada. Llevaba un gran canasto sujeto a sus espaldas como un cuévano, con bultos atados detrás, colgando y amontonados encima; varias bolsas cerradas con cuerdas colgaban de una correa atada alrededor de la piel flexible que llevaba como un manto a la altura de las caderas, de modo que formaba dobleces y bolsas para guardar objetos. Una bolsa se distinguía especialmente: estaba hecha con piel de nutria, lo que resultaba evidente, pues se había curtido dejando intactas las patas, la cola y la cabeza.
    En vez de abrir el vientre del animal, sólo se había hecho un corte en el cuello para poder sacar por ese orificio las vísceras, la carne y los huesos, dejando una bolsa entera. La cabeza, atada por una tira de piel a la espalda, era la tapadera; una cuerda de tendón teñido de rojo pasaba por los agujeros que rodeaban la abertura del cuello y estaba apretada y atada a la correa que la mujer llevaba alrededor de la cintura.
    Cuando la mujer vio a la criatura que los hombres habían dejado atrás, se quedó intrigada por lo que parecía un animal sin pelo. Pero al acercarse, se quedó boquiabierta y retrocedió un paso, echando mano a la pequeña bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello, en un gesto inconsciente para apartar a los espíritus desconocidos. Tocó los pequeños objetos que llevaba en su amuleto, invocando protección, y se inclinó para ver más de cerca, sin atreverse a dar un paso, pero sin conseguir convencerse de que estaba viendo lo que realmente creía ver.
    Sus ojos no la habían engañado. No era un animal lo que había atraído a las aves de rapiña, era una niña, ¡una niña flaca y de aspecto extraño!
    La mujer echó una mirada a su alrededor, preguntándose qué otros temibles enigmas podría encontrar por allí cerca, y empezó a rodear a la niña inconsciente, pero oyó un gemido. La mujer se detuvo y, olvidando sus temores, se arrodilló junto a la niña y la sacudió suavemente. La curandera comenzó a desatar la cuerda que mantenía cerrada la bolsa de nutria tan pronto como vio la infección de los arañazos y la pierna hinchada al rodar la niña sobre sí misma.
    El hombre que iba a la cabeza de la tribu miró hacia atrás y vio a la mujer arrodillada junto a la niña. Volvió sobre sus pasos.
    — ¡Iza! ¡Ven! —ordenó—. Huellas de león cavernario más adelante.
    — ¡Es una niña, Brun! Está herida pero no muerta —replicó.
    Brun miró a la niña flaca de frente alta, nariz pequeña y rostro curiosamente plano.
    —No es del clan —dijo el jefe con un ademán seco y cortante, y se volvió para reanudar su marcha.
    —Brun, es una niña y está herida. Morirá si la dejamos aquí. —Los ojos de Iza suplicaban mientras se expresaba con gestos de sus manos.
    El jefe del pequeño clan se quedó mirando a la mujer que imploraba. Era mucho más alto que ella, medía más de metro y medio, sus músculos eran pesados y potentes, su pecho abultado y sus piernas fuertes y arqueadas. Su estereotipo era similar aunque más pronunciado: nariz más grande y arco superciliar más abultado. Sus piernas, estómago y pecho, así como la parte superior de su espalda, estaban cubiertos de pelos morenos y ásperos que no constituían una pelambre, pero casi, casi. Una barba tupida ocultaba su mandíbula sin barbilla. Su manto también se parecía al de ella, pero no era tan completo: era más corto y estaba atado de distinta manera, con menos dobleces y bolsas para guardar cosas.
    No llevaba carga alguna, sólo su manto exterior de pieles, colgado de su espalda por una ancha banda de cuero enrollada a su frente inclinada, y sus armas. Sobre su muslo derecho había una cicatriz, ennegrecida como un tatuaje, más o menos en forma de U, con los rasgos superiores hacia fuera: era la marca del bisonte, su tótem. No necesitaba señal ni adorno alguno para poder ser identificado como líder. Su porte y la deferencia que los demás le mostraban evidenciaban suficientemente su posición.
    Retiró del hombro el garrote que llevaba —era una larga pata delantera de caballo— y lo apoyó en el suelo sosteniéndolo contra su muslo; Iza comprendió que estaba considerando seriamente la súplica que ella le había hecho. Esperó tranquilamente, disimulando su agitación, para dejarle pensar. Brun dejó en el suelo su pesada lanza de madera, apoyando el mango en su hombro, con la afilada punta, endurecida al fuego, hacia arriba, y ajustó las boleadoras que llevaba colgadas del cuello junto con su amuleto, para que las tres bolas de piedra se equilibraran mejor. Entonces, de la correa que rodeaba su cintura, sacó un pedazo de gamuza flexible unido en ambos extremos y abultado en el medio para guardar las piedras destinadas a la honda, y se puso a tirar de la suave piel con sus manos, reflexionando.
    A Brun no le gustaba tomar decisiones apresuradas respecto a nada insólito que pudiera afectar a su clan, especialmente ahora que estaban sin hogar, y resistió al impulso de negarse de buenas a primeras. «Debería haber supuesto que Iza querría ayudarla —pensó—; incluso ha hecho uso de magia curativa algunas veces con animales, sobre todo con crías. Se va a contrariar si no le permito ayudar a esta niña. Que sea del clan o de «los otros» es lo de menos: lo único que ve es una criatura herida. Bueno, quizá eso haga que sea una curandera tan buena.
    »Pero curandera o no, sólo es una mujer. ¿Qué importa que se moleste? Iza se cuidará mucho de exteriorizarlo, y ya tenemos suficientes problemas sin una extraña enferma. Pero lo sabrá su tótem y todos los espíritus también. ¿Estarán más enojados si ella se ve contrariada? Si encontramos una cueva... no, cuando encontremos otra cueva, Iza tendrá que elaborar la bebida para la ceremonia de la cueva. ¿Y si comete un error por estar preocupada? Los espíritus enojados pueden hacer que todo salga mal... y ya están suficientemente enojados. Nada debe salir mal en la ceremonia de la nueva cueva.
    »Pues que recoja a la niña —se dijo—. Pronto se cansará de llevar a cuestas esa carga adicional; la niña se encuentra tan mal que ni siquiera la magia de mi hermana será lo suficientemente fuerte para salvarla.» Brun volvió a meter la honda en la correa que le servía de cinturón, recogió sus armas y se encogió de hombros, sin comprometerse. A ella le correspondía tomar la decisión: Iza podría llevarse a la niña con ellos o no, como quisiera. Brun se dio media vuelta y siguió su camino a grandes zancadas.
    Iza metió la mano en su canasta y sacó un manto de cuero; cubrió con él a la niña, la envolvió bien, la levantó en vilo y la aseguró a su cadera con la piel flexible, sorprendida al sentir lo poco que pesaba para su estatura. La niña gimió al sentirse alzada; entonces Iza la acarició para tranquilizarla antes de echar a andar detrás de los dos hombres.
    Las demás mujeres se habían detenido, manteniéndose alejadas de la conversación entre Iza y Brun. Cuando vieron que la curandera recogía algo y lo llevaba, sus manos volaron en rápidos ademanes, apoyados de vez en cuando por algunos sonidos guturales, discutiendo el asunto con mucha curiosidad. Con excepción de la bolsa de nutria, el resto de su vestimenta era igual al de Iza, y transportaban tanta carga como ella. Entre todas llevaban a cuestas todas la posesiones terrenales del clan, lo que se había podido rescatar de entre los escombros después del terremoto.
    Dos de las siete mujeres llevaban niños de pecho en un repliegue de su manto y pegados a su piel, lo que facilitaba el darles de mamar. Mientras estaban esperando, una de ellas sintió una gota de humedad caliente; sacó a su hijito desnudo del pliegue y lo sostuvo mientras terminaba de orinar. Cuando no viajaban, los bebés solían estar envueltos en suaves mantillas de piel. Para absorber la humedad y las defecaciones lechosas, se acumulaban a su alrededor diversos materiales, como vellón de ovejas silvestres prendido en matorrales espinosos cuando los musmones estaban de muda, plumón del pecho de aves o borra de plantas fibrosas. Pero mientras viajaban, era más fácil y más sencillo llevar a los bebés desnudos y, sin dejar de andar, ponerles a que hicieran sus cosas sobre el suelo.
    Cuando reanudaron la marcha, una tercera mujer cogió a un niño, sujetándolo contra su cadera con un manto de cuero de los empleados para transportar carga; pero al poco rato el chiquillo empezó a agitarse para bajar al suelo y andar solo. La madre dejó que se fuera, pues bien sabía que regresaría con ella tan pronto como se sintiera cansado. Una muchacha mayor, que todavía no era mujer pero que llevaba la misma carga que las demás, caminaba detrás de la mujer que seguía a Iza; de vez en cuando volvía la mirada hacia atrás, hacia un mozo que casi era un hombre y que avanzaba detrás de las mujeres. Él se las arreglaba para dejar entre ellas y él la suficiente distancia para que pareciera que formaba parte del grupo de tres cazadores que constituían la retaguardia, y no del grupo de los niños. Se perecía por poder llevar también él alguna pieza de caza y envidiaba al viejo, uno de los que flanqueaban a las mujeres, que llevaba una; enorme liebre al hombro, derribada por una piedra de su honda.
    Los cazadores no eran la única fuente de alimentos para el clan. Con frecuencia las mujeres aportaban la mayor parte, y sus fuentes eran más seguras. A pesar de ir cargadas, recolectaban mientras viajaban, y lo hacían con tanta eficiencia que apenas retrasaban su marcha. Una mancha de lirios diurnos era prontamente despojada de capullos y flores, y las raíces nuevas y tiernas quedaban al punto desenterradas con unos cuantos golpes de los palos de cavar. Las raíces de espadaña, arraigadas bajo la superficie de aguas pantanosas, eran todavía más fáciles de arrancar.
    Si no hubieran estado de viaje, las mujeres habrían tenido buen cuidado de tomar nota de la ubicación de las altas plantas talludas para volver, cuando la estación estuviera más avanzada, a recoger los brotes tiernos de la parte superior, como verdura. Más adelante aún, el polen amarillo, mezclado con el almidón obtenido de las fibras de raíces viejas mojadas, se convertiría en unos bizcochos pastosos sin levadura. Una vez secas las partes de arriba, se recogería la borra; algunas de las canastas estaban hechas con tallos y hojas duras. Ahora sólo recogían lo que encontraban al pasar, pero no se les pasaba mucho por alto.
    Cortaban los brotes nuevos y las hojas tiernas del trébol, de la alfalfa, del diente de león; arrancaban las púas del cardo antes de cortarlo y recogían algunas bayas y frutas tempranas. Los agudos palos de cavar estaban constantemente ocupados, y nada quedaba a salvo de su punta en las hábiles manos femeninas. Los empleaban como palancas para dar vuelta a troncos caídos en busca de tritoncillos y deliciosos gusanos gordos; pescaban moluscos de agua dulce en los ríos y los acercaban a la ribera para facilitar su captura; extraían de la tierra diversidad de bulbos, tubérculos y raíces.
    Todo ello iba siendo depositado en los prácticos repliegues de los mantos de las mujeres o en algún rincón vacío de sus canastas. Las hojas verdes servían para envolver; algunas de ellas, como las de bardana, se cocían como verduras. También recogían la leña seca, las ramillas y la hierba, así como el excremento de los herbívoros. Aun cuando la selección sería más variada una vez que el verano avanzara, había alimentos abundantes... para quien sabía dónde buscar.
    Iza levantó la mirada cuando un anciano, de más de treinta años, llegó cojeando hasta ella una vez que hubieron reanudado la marcha. No llevaba arma ni carga, sólo un largo cayado para ayudarse a andar. Su pierna derecha estaba lisiada y era más corta que la izquierda, pero, aun así, se las arreglaba para moverse con una agilidad sorprendente.
    Tenía atrofiados el hombro y el brazo derechos, y el brazo seco había sido amputado más abajo del codo. El fuerte hombro, el brazo y la pierna de su lado izquierdo, musculosos y plenamente desarrollados, le daban el aspecto de estar torcido. Su enorme cráneo era todavía mayor que los del resto del clan. Las complicaciones de su nacimiento habían sido causa del defecto que le había dejado baldado de por vida.
    Era también hermano de Iza y Brun, el mayor, y habría sido jefe de no haber nacido tullido. Vestía un manto de cuero cortado al estilo masculino y llevaba sobre sus espaldas, como los demás hombres, su piel peluda por fuera, la cual usaba también para dormir. Pero de la correa que le rodeaba la cintura llevaba colgadas varias bolsas y un manto del mismo estilo del que empleaban las mujeres envolvía un gran bulto que cargaba a la espalda.
    El lado izquierdo de su rostro tenía horribles cicatrices y le faltaba un ojo, pero el derecho estaba bien y destellaba inteligencia junto con algo más. A pesar de su cojera, se movía con una gracia que provenía de su gran sabiduría y de la seguridad que le daba su puesto dentro del clan. Era Mog-ur, el mago más poderoso, el más imponente y más reverenciado hombre santo de todos los clanes. Estaba convencido de que su cuerpo arruinado le había sido dado para que pudiera ocupar su lugar de intermediario ante el mundo espiritual y no a la cabeza de su clan. En muchos aspectos su poder era mayor que el de cualquier jefe, y él lo sabía. Sólo sus parientes próximos recordaban el nombre que le fue dado al nacer y lo usaban al hablarle.
    —Creb —dijo Iza saludándole y reconociendo su llegada con un movimiento que significaba el placer que le proporcionaba su presencia.
    — ¿Iza? —preguntó él con un gesto dirigido hacia la criatura que llevaba. La mujer abrió su manto y Creb observó detenidamente el rostro menudo y encendido. Su mirada llegó hasta la pierna hinchada y la herida que supuraba antes de volverla hacia el rostro de la curandera y leer en sus ojos. La niña gimió y la expresión de Creb se ablandó. Afirmó con un gesto de la cabeza.
    —Bueno —dijo. El sonido era ronco y gutural. Entonces hizo una señal como para indicar: «Ya han muerto suficientes».
    Creb se quedó junto a Iza. No tenía que someterse a las reglas tácitas que definían la posición de cada persona y su situación; él podía caminar junto a cualquiera, incluyendo al jefe si así lo deseaba. Mog-ur estaba por encima y aparte de la estricta jerarquía del clan.
    Brun condujo a los suyos mucho más allá de las huellas de los leones cavernarios antes de detenerse para examinar el paisaje. Del otro lado del río, hasta donde alcanzaba la vista, la pradera se extendía en bajas colinas que ondulaban hasta perderse en un espacio plano y verde a lo lejos. Su vista no encontraba obstáculos. Los pocos árboles atrofiados, deformados por el viento incesante cual caricaturas en movimiento interrumpido, apenas prestaban perspectiva al campo abierto y subrayaban su vacuidad.
    Cerca del horizonte, una nube de polvo revelaba la presencia de una numerosa manada de animales ungulados: Brun intentó vanamente señalar su presencia a sus cazadores y correr tras ellos. A sus espaldas sólo podían verse las copas de las coníferas detrás de los árboles deciduos, más bajos, de la selva que ya se veía empequeñecida por la vastedad de la estepa.
    De este lado del río la pradera terminaba abruptamente, cortada por el farallón que estaba ya acierta distancia y se apartaba cada vez más río abajo. La cara rocosa de la abrupta muralla se fundía con los contrafuertes de majestuosas montañas coronadas de hielo que se erguían allí cerca; sus picos helados, vibrantes de vivos tonos rosa, púrpura, violáceo y rojo, reflejaban el sol poniente, cual gigantescas joyas rutilantes que coronaban las cimas soberanas. El propio jefe, sumido en sus prosaicas reflexiones, se sintió conmovido por el espectáculo.
    Se apartó del río y condujo a su clan hacia el farallón que brindaba la posibilidad de encontrar cuevas. Necesitaban un refugio; pero, lo que era casi más importante, sus espíritus totémicos protectores necesitaban un hogar, si es que no habían abandonado ya al clan. Estaban furiosos, el terremoto así lo demostraba, tan furiosos como para causar la muerte de seis de sus miembros y haber destruido su hogar. Si no se encontraba un lugar permanente para los espíritus totémicos, dejarían al clan a merced de los perversos, que causaban enfermedad y alejaban la caza. Nadie sabía por qué estaban enojados los espíritus, ni siquiera Mog-ur, aun cuando todas las noches celebraba ritos con el fin de calmar su ira y contribuir a aliviar la ansiedad del clan. Todos estaban preocupados pero ninguno de ellos lo estaba tanto como Brun.
    El clan era responsabilidad suya, y él sentía la tensión a que estaba sometido. Los espíritus, esas fuerzas invisibles cuyos deseos eran insondables, le desconcertaban. Se encontraba más a gusto en el mundo físico de la cacería y de la dirección de su clan. Ninguna de las cuevas que había visitado hasta entonces era apropiada; a cada una de ellas le faltaba alguna condición esencial, y empezaba a desesperar. Se estaban perdiendo en la búsqueda de un nuevo hogar preciosos días cálidos durante los cuales deberían haber estado almacenando alimentos para el invierno siguiente. Pronto se vería obligado a resguardar a su clan en una cueva que distaría mucho de ser la adecuada, y habría que reanudar la búsqueda al año siguiente. Eso sería perturbador, tanto emocional como físicamente, y Brun esperaba fervientemente no tener que verse en esa situación.
    Caminaron a lo largo de la base del farallón mientras se alargaban las sombras. Cuando llegaron cerca de una cascada que se precipitaba desde el risco y se pulverizaba formando un brillante arco iris a los rayos del sol, Brun mandó que se detuvieran. Cansadamente, las mujeres dejaron su carga en el suelo y se desplegaron por la orilla de la poza que estaba debajo y de su arroyo angosto, en busca de leña.
    Iza tendió su manto de piel y acostó a la niña encima, antes de dedicarse a ayudar a las demás mujeres. Estaba preocupada por la niña: su respiración era entrecortada y aún no se había movido; incluso su gemido era menos frecuente. Iza había estado pensando en la manera de ayudarla repasando las hierbas secas que llevaba en su bolsa de nutria, y mientras recogía leña examinaba las plantas que crecían por allí. Para ella, le fuera conocido o no, todo tenía algún valor, medicinal o alimenticio, aunque realmente era muy poco lo que no supiera identificar.
    Cuando vio largos tallos de lirio a punto de florecer en la orilla fangosa del arroyuelo, una de sus preguntas encontró respuesta; los arrancó de raíz. Las hojas trilobadas del lúpulo, que trepaba abrazando uno de los árboles, le dio otra idea, pero decidió utilizar el lúpulo seco en polvo que llevaba consigo, pues la fruta cónica no había madurado aún. Arrancó una suave corteza grisácea de un joven aliso que crecía junto a la poza y la olfateó: desprendía un fuerte aroma; la curandera aprobó con un gesto para sí misma mientras lo metía en un pliegue de su manto. Antes de volver a toda prisa junto a las demás, arrancó varios puñados de hojas nuevas de trébol.
    Cuando se reunió toda la leña y se preparó el sitio para encender el fuego, Grod, el hombre que caminaba delante al lado de Brun, descubrió un ascua encendida envuelta en musgo y conservada en el extremo vacío de un asta de uro. Podían prender fuego, pero cuando viajaban por territorio desconocido, era más fácil coger un carbón del fuego de un campamento y mantenerlo encendido para iniciar el siguiente que dedicarse cada noche a encender uno nuevo con materiales posiblemente inadecuados.
    Grod había alimentado el ascua ardiente con gran ansiedad mientras viajaban. El carbón encendido procedente del fuego de la noche anterior provenía, a su vez, de un carbón encendido en el fuego de la noche anterior a la víspera, y podía seguírsele la pista hasta el fuego que habían atizado en la boca de la vieja caverna. Para que los ritos hicieran que una nueva cueva fuera una residencia apropiada, tenían que iniciarse con el fuego de un carbón cuya lumbre original proviniera de su residencia anterior.
    El mantenimiento del fuego sólo podía confiarse a un varón de alta jerarquía. Si el carbón llegara a apagarse, sería una señal segura de que sus espíritus protectores les habían abandonado y Grod sería degradado de segundo—al—mando hasta la posición masculina más baja del clan; una humillación que no podía ni siquiera imaginarse. Gozaba de un honor muy grande que le imponía una pesada responsabilidad.
    Mientras Grod colocaba cuidadosamente el trozo de carbón ardiente en un lecho de yesca seca y soplaba hasta sacar llamas, las mujeres se dedicaban a otras tareas. Con técnicas que les habían sido transmitidas desde generaciones atrás, desollaron rápidamente las piezas cazadas. Poco después de que el fuego ardiera alegremente, ya estaba asándose la carne atravesada por varas verdes afiladas colocadas sobre ramas bifurcadas. El calor era tan fuerte que la tostaba rápidamente por fuera dejando el jugo dentro, de modo que cuando el fuego convirtió la leña en carbón, poco quedaba que pudieran consumir las llamas.
    Con los mismos afilados cuchillos de piedra que empleaban para despellejar y cortar la carne, las mujeres raspaban y rebanaban raíces y tubérculos. Llenaron de agua recipientes tejidos tupidamente a prueba de filtraciones y cuencos de madera e introdujeron en ellos piedras calientes; cuando éstos se enfriaban, volvían a ponerlas al fuego, al mismo tiempo que introducían otras ya calientes en el agua para que hirviera y se cocieran las verduras. Tostaron gordos gusanos hasta que se tornaron crujientes y asaron lagartijas hasta que su ruda piel se ennegreció y estalló, dejando a la vista jugosas porciones de carne bien cocida.
    Iza efectuó sus propios preparativos mientras ayudaba a hacer la comida. En un cuenco de madera que había vaciado en un trozo de tronco muchos años atrás, puso agua a hervir. Lavó las raíces de lirio y las masticó hasta hacer con ellas una pulpa que escupió dentro del agua hirviendo. En otro cuenco —una parte de quijada inferior de gamo, en forma de taza— aplastó hojas de trébol, midió cierta cantidad de lúpulo en polvo en su mano, hizo tiritas la corteza de aliso y vertió encima agua hirviendo. Entonces molió carne seca y dura de sus raciones de reserva para emergencias hasta formar una tosca papilla entre dos piedras, mezclando después la proteína concentrada con agua que había servido para cocer las verduras, en un tercer cuenco.
    La mujer que había caminado detrás de Iza echaba de vez en cuando una mirada hacia ésta, con la esperanza de que hiciera algún comentario. Todas las mujeres, y también los hombres, aun cuando no lo manifestaban, estaban consumidos por la curiosidad. Habían visto a Iza recoger a la niña y todos habían encontrado alguna buena razón para pasar al lado de la piel de Iza una vez establecido el campamento. Se especulaba mucho sobre la razón de que la niña estuviera allí, sobre dónde estaría el resto de su gente y, por encima de todo, por qué habría permitido Brun que Iza se trajera consigo una niña que, obviamente, era de «los otros».
    Ebra sabía mejor que nadie lo presionado que se sentía Brun. Era ella quien trataba de aliviar la tensión de su cuello y sus hombros a fuerza de masajes, y era ella quien soportaba el peso de su humor nervioso, tan raro en el hombre que era su compañero. Brun era conocido por su autodominio estoico, y ella sabía que lamentaba sus estallidos aun cuando no incrementaría su falta admitiéndolo. Pero Ebra misma se preguntaba por qué habría permitido que aquella criatura viniera con ellos, especialmente cuando cualquier desviación de la conducta normal podría exacerbar la ira de los espíritus.
    Por mucha curiosidad que sintiera, Ebra no hizo preguntas a Iza, y ninguna de las demás mujeres gozaba de posición suficientemente alta para considerar siquiera la posibilidad de hacerlo. Nadie molestaba a una curandera cuando ésta se encontraba tan visiblemente ocupada en su magia, e Iza, por su parte, no estaba de humor para charlar ociosamente. Su preocupación estaba centrada en la niña que necesitaba su ayuda. También Creb estaba interesado en la niña, pero Iza agradecía su presencia.
    Le observó con silenciosa gratitud cuando el mago se acercó a la niña inconsciente, la contempló reflexivamente un buen rato y después, apoyando su báculo contra una roca, se puso a hacer movimientos ondulantes por encima de ella, con su única mano: una invocación a los espíritus benévolos, para que la ayudaran a restablecerse. La enfermedad y los accidentes eran manifestaciones misteriosas de la guerra entre los espíritus. La magia de Iza procedía de espíritus protectores que actuaban por intermedio de ella, pero ninguna curación era completa sin el hombre santo. Una curandera era un simple agente de los espíritus; un mago intercedía directamente ante ellos.
    Iza no sabía por qué la preocupaba tanto una niña tan diferente del clan, pero deseaba que viviera. Una vez que Mog-ur hubo terminado, Iza cogió a la niña en sus brazos y la llevó hasta la poza que había al pie de la cascada. La sumergió toda, dejándole sólo la cabeza fuera, y lavó la tierra y el lodo seco que cubría el delgado cuerpecillo. El agua fría despertó a la niña, pero estaba delirando. Se agitaba, se retorcía, llamaba y emitía sonidos diferentes a todo la que la había oído anteriormente. Iza estrechó ala niña contra su cuerpo mientras regresaba, emitiendo agradables murmullos que sonaban a suaves gruñidos.
    Con suavidad a la vez que con experimentada eficacia, Iza lavó las heridas con un trozo de piel de conejo porosa, previamente empapada en el líquido caliente en que había hervido la raíz del lirio. Entonces quitó la pulpa roja, la puso directamente sobre las heridas, la cubrió con la piel de conejo y envolvió la pierna de la niña en tiras de suave gamuza para mantener la cataplasma en su sitio. Sacó del cuenco de hueso el trébol molido, las tiras de corteza de aliso y las piedras con una ramita en forma de horquilla, y lo puso a enfriar junto al tazón de caldo caliente.
    Creb hizo un ademán interrogativo hacia los tazones. No era una pregunta directa —ni siquiera Mog-ur preguntaría directamente a una curandera acerca de su magia—, sólo revelaba interés. A Iza no le importaba que su hermano mostrara interés; él, mejor que nadie, apreciaba su sabiduría. Empleaba algunas de las mismas hierbas que ella, pero para diferentes fines. Excepto en las reuniones de clanes, donde había otras curanderas, hablar con Creb era lo más parecido a una discusión con una colega profesional.
    —Esto destruye los malos espíritus que causan la infección —explicó Iza con gestos, señalando la solución antiséptica de raíz de lirio—. Una cataplasma de raíz extrae los venenos y ayuda a sanar la herida. —Cogió el cuenco de hueso y metió dentro un dedo para comprobar la temperatura—. El trébol fortalece el corazón para combatir contra los malos espíritus, lo estimula. —Iza articulaba pocas palabras cuando hablaba, y lo hacía sobre todo para dar énfasis a lo que decía. La gente del clan no podía articular suficientemente bien como para tener un lenguaje verbal completo; se comunicaba más bien mediante gestos y movimientos, pero su lenguaje mímico era plenamente comprensible y abundaba en matices.
    —El trébol es alimento. Anoche lo comimos —señaló Creb.
    —Sí —asintió Iza— y también esta noche. La magia consiste en la manera de prepararlo. De un manojo grande hervido en poca agua se extrae lo necesario, y se tiran las hojas. —Creb hizo señas de que comprendía y ella prosiguió—: La corteza de aliso limpia la sangre, la purifica, saca los espíritus que la envenenan.
    —También has empleado algo de tu bolsa de medicinas.
    —Lúpulo pulverizado, los conos maduros con pelillos, para calmarla y hacer que duerma. Mientras pelean los espíritus, ella necesita descansar.
    Creb asintió nuevamente con la cabeza; estaba familiarizado con las virtudes soporíficas del lúpulo, que producía un estado de euforia leve en otro uso distinto. Aunque siempre le interesaban los tratamientos de Iza, pocas veces revelaba nada respecto a las maneras en que él mismo utilizaba la magia vegetal. Esos conocimientos esotéricos eran para los mog-urs y sus acólitos, no para las mujeres, aunque fueran curanderas. Iza sabía mucho más sobre las propiedades de las plantas que él, y Mog-ur tenía miedo de que ella dedujera demasiado. Sería muy poco propicio que adivinara mucho acerca de su magia.
    — ¿Y el otro tazón? —preguntó.
    —Es sólo caldo. La pobre criatura estaba medio muerta de hambre. ¿Qué crees tú que haya podido sucederle? ¿De dónde vendrá? ¿Dónde estará su gente? Seguramente anduvo vagando por ahí días enteros.
    —Sólo los espíritus lo saben —replicó Mog-ur—. ¿Estás segura de que tu magia curativa obrará en ella? No es del clan.
    —Debería obrar; también los otros son humanos. ¿Recuerdas que nuestra madre nos contaba la historia de aquel hombre con un brazo roto, al que su madre ayudó? La magia del clan surtió efecto en él, aun cuando decía nuestra madre que tardó en recuperarse de la medicina para dormir más tiempo de lo que se esperaba.
    —Es una lástima que nunca hayas conocido a la madre de nuestra madre. Era una curandera tan buena que venía gente de los demás clanes para consultarla. Lástima que se fuera al mundo de los espíritus tan pronto después de tu nacimiento, Iza. Ella me contó lo del hombre, y también lo hizo el Mog-ur anterior a mí. El hombre se quedó algún tiempo después de restablecerse y cazó con el clan. Debe de haber sido buen cazador, pues se le permitió unirse a una ceremonia de caza. Es verdad, son humanos, pero también diferentes. —Mog-ur se interrumpió; Iza era demasiado sagaz, no se le podía decir mucho so pena de que comenzara a sacar algunas conclusiones respecto a los ritos secretos de los hombres.
    Iza volvió a examinar sus tazones, y entonces, colocando la cabeza de la niña sobre su regazo, se puso a alimentarla a pequeños sorbos con el contenido del tazón de hueso. Fue más fácil suministrarle el caldo. La niña murmuró algo incoherente y trató de apartar la medicina amarga, pero hasta en medio de su delirio su cuerpo hambriento anhelaba comer. Iza la sostuvo hasta que se sumió en un sueño tranquilo; luego comprobó los latidos de su corazón y su respiración. Había hecho todo lo que podía. Si la niña no había traspasado el límite de su resistencia tenía una oportunidad. Ahora les correspondía a los espíritus y a la fuerza interior de la niña hacer el resto.
    Iza vio que Brun se acercaba a ella y que la miraba con disgusto. Se levantó rápidamente y corrió para ayudar a servir la cena. El jefe había apartado de su mente a la niña extraña, una vez pasada su reflexión inicial, pero ahora abrigaba ciertas reservas. Aunque era costumbre apartar la mirada para evitar quedarse mirando a la gente que hablaba entre sí, no pudo dejar de observar lo que estaba comentando su clan. Al ver que estaban intrigados porque él había permitido que la niña viniera con ellos, también él comenzó a hacerse preguntas. Comenzó a temer que la ira de los espíritus fuera en aumento debido a la extraña criatura que había entre ellos. Se desvió para cruzarse con la curandera, pero Creb le vio y se lo llevó aparte.
    — ¿Pasa algo malo, Brun? Pareces preocupado.
    —Iza debe dejar aquí a la niña, Mog-ur: no es del clan; los espíritus se van a disgustar si sigue con nosotros mientras buscamos una caverna nueva. No debería haber permitido que Iza la trajera.
    —No, Brun —le contradijo Mog-ur—, los espíritus protectores no están enojados por la bondad. Ya conoces a Iza: no puede soportar ver que algo sufre sin prestar su ayuda. ¿No crees que también los espíritus la conocen? Si no quisieran que Iza la ayudara, la niña no habría sido puesta en su camino. Tiene que haber alguna razón para ello. De todos modos, la niña puede morir, Brun, pero si Ursus quiere llamarla al mundo de los espíritus, deja que él tome la decisión. Ahora no interfieras. Seguramente morirá si la dejamos aquí.
    A Brun no le gustaba aquello; había algo en la niña que le molestaba, pero, sometiéndose al superior conocimiento que Mog-ur tenía en lo referente al mundo de los espíritus, dio su aquiescencia.
    Creb se quedó sentado, sumido en un silencio contemplativo, después de la cena, esperando que todos terminaran de comer para poder iniciar la ceremonia vespertina mientras Iza le arreglaba su lecho y hacía los preparativos para la mañana siguiente. Mog-ur había prohibido que hombres y mujeres durmieran juntos antes de que se encontrara otra cueva, para que los hombres pudieran concentrar todas sus energías en los rituales y que cada cual tuviera la impresión de estar esforzándose por lograr un nuevo hogar.
    A Iza no le afectaba; su compañero había sido uno de los que habían muerto en el derrumbe. Había llevado su luto con el pesar debido en su funeral —habría sido mala suerte no hacerlo—, pero no se sentía desdichada por su pérdida. No era un secreto que había sido un hombre cruel y exigente. Nunca había existido afecto entre ellos. Ella no sabía lo que decidiría hacer Brun con ella, ahora que estaba sola. Alguien tendría que sustentarla, a ella y a la criatura que llevaba en su seno; lo único que esperaba era poder seguir cocinando para Creb.
    Él había compartido su fuego desde el principio. Iza comprendía que a él tampoco le agradaba su compañero aun cuando nunca se inmiscuyó en los problemas internos de sus relaciones. Siempre había considerado Iza que era un honor cocinar para Mog-ur; más aún, había desarrollado un vínculo de afecto hacia su hermano semejante al que muchas mujeres llegan a experimentar por su compañero.
    Iza sentía a veces lástima por Creb; podría haber tenido compañera propia si hubiera querido. Pero ella sabía que, a pesar de su gran magia y su situación privilegiada, ninguna mujer miraba jamás su cuerpo deforme y su rostro cubierto de cicatrices sin sentir asco, y estaba segura de que él lo sabía. Nunca tomó compañera y se mantuvo apartado. Eso incrementaba su categoría. Todos, incluyendo a los hombres, con excepción tal vez de Brun, temían a Mog-ur o le miraban con un temor reverente. Todos menos Iza, que había conocido su dulzura y su sensibilidad desde que nació; era una parte de su naturaleza que Mog-ur desvelaba muy pocas veces.
    Y esa parte de su propia naturaleza era lo que ocupaba en aquellos momentos los pensamientos del gran Mog-ur. En vez de meditar sobre la ceremonia de aquella noche, estaba pensando en la niña. A menudo había sentido curiosidad sobre su especie, pero la gente del clan evitaba a los otros en lo posible, y hasta entonces nunca había visto a uno de sus miembros jóvenes. Sospechaba que el terremoto tenía algo que ver con que anduviera sola, aun cuando le sorprendía que hubiera gente de aquélla tan cerca. Por lo general vivían mucho más al norte.
    Observó que algunos hombres abandonaban el campamento y entonces se levantó apoyándose en su báculo para vigilar los preparativos. El ritual era prerrogativa y deber masculino. En muy raras ocasiones se permitía que las mujeres tomaran parte en la vida religiosa del clan, y les estaba totalmente prohibido asistir a estas ceremonias. No podría haber desastre tan grande como que una mujer presenciara los ritos secretos de los hombres. No sólo traería mala suerte, sino que alejaría a los espíritus protectores. El clan entero moriría.
    Pero no había mucho peligro de que eso sucediera. Nunca se le ocurriría a una mujer aventurarse por las cercanías de un ritual tan importante. Ellas esperaban esos momentos para descansar, liberadas de las exigencias constantes de los hombres y de la necesidad de portarse con el decoro y respeto debido. Era muy duro para las mujeres tener a su vera a los hombres todo el tiempo, especialmente cuando éstos se mostraban tan nerviosos y se desahogaban con sus compañeras. En circunstancias normales, ellos se iban de cacería durante prolongados espacios de tiempo. Las mujeres sentían la misma ansia por encontrar un nuevo hogar, pero no podían hacer gran cosa. Brun fijaba la dirección que habían de seguir y a ellas no se les pedía consejo, ni podrían haberlo dado.
    Las mujeres dependían de sus hombres para dirigir, asumir responsabilidades y tomar decisiones importantes. El clan había cambiado tan poco en casi cien mil años que ahora todos se sentían incapaces de cambiar, y comportamientos que otrora fueron adaptaciones de conveniencia se habían quedado fijados genéticamente. Tanto hombres como mujeres aceptaban sus papeles sin discutir; eran inflexiblemente incapaces de asumir cualesquiera otros. Eran tan incapaces de tratar de cambiar sus relaciones como de intentar tener un tercer brazo o modificar la forma de su cerebro.
    Una vez que los hombres se alejaron, las mujeres se reunieron alrededor de Ebra con la esperanza de que Iza se les uniera, para poder satisfacer su curiosidad; pero Iza estaba agotada y no quería dejar sola a la niña. Se tendió a su lado tan pronto como Creb se alejó y envolvió su cuerpo y el de la niña con su capa de piel. Durante un rato se quedó observando a la niña a la luz mortecina del fuego que se apagaba.
    «Qué cosita tan peculiar —pensaba—; en cierto modo, más bien fea. Tiene la cara tan plana; con esa frente abombada y alta, y esa naricilla tan chiquita, y qué protuberancia ósea tan rara debajo de la boca. Me pregunto qué edad tendrá. Más joven de lo que pensé al principio; está tan alta que lleva a engaño. Y tan flaca que siento todos sus huesos. Pobre criatura. ¿Cuánto llevará sin comer, vagando sola por ahí?» Iza rodeó con su brazo protector a la criatura. La mujer, que había ayudado incluso a crías de animales, no podía hacer menos por la flacucha y desnutrida niña. El tierno corazón de la curandera se volcó sobre la vulnerable criatura.
    Mog-ur se mantuvo aparte mientras los hombres iban llegando y ocupaban su lugar detrás de las piedras que habían sido ordenadas en un pequeño círculo dentro de un círculo de antorchas más amplio. Estaban en la estepa abierta, lejos del campamento. El mago esperó a que todos los hombres hubieran tomado asiento y un poco más, y entonces avanzó al centro del círculo con una rama de madera aromática ardiendo. Puso la pequeña antorcha en el suelo delante del lugar vacío detrás del cual estaba su báculo.
    Se quedó muy erguido sobre su pierna buena en medio del círculo y miró por encima de las cabezas de los hombres sentados, a lo lejos, con una mirada soñadora y desenfocada, como si estuviera viendo con su único ojo un mundo que para los demás era invisible. Envuelto en su gruesa piel de oso cavernario, que disimulaba las formas irregulares de su cuerpo asimétrico, conformaba una presencia imponente aun cuando extrañamente irreal. Un hombre y, sin embargo, con su forma distorsionada, no del todo un hombre; ni más ni menos, sino diferente. Sus mismas deformidades le prestaban una cualidad sobrenatural que nunca era tan aterradora como cuando Mog-ur dirigía una ceremonia.
    De repente, con un gesto ceremonioso, presentó una calavera. La sostuvo muy por encima de su cabeza con su fuerte brazo izquierdo y la hizo girar lentamente formando un círculo completo, para que todos y cada uno de los hombres pudiera ver la forma grande, característica, abombada. Los hombres se quedaron mirando la calavera del oso cavernario que brillaba, en su blancura, a la luz vacilante de las antorchas. La puso enfrente de la pequeña antorcha que había en el suelo y se agachó detrás de ella, cerrando el círculo.
    Un joven que se encontraba a su lado se puso en pie y cogió un cuenco de madera. Tenía más de once años y la ceremonia de su virilidad se había verificado poco antes del terremoto. Goov había sido escogido como acólito cuando era pequeño, y a menudo había auxiliado a Mog-ur en los preparativos, pero los acólitos no podían tomar parte en una ceremonia real mientras no fueran hombres. La primera vez que Goov desempeñó su nuevo papel fue después de iniciada la búsqueda y todavía estaba nervioso.
    Encontrar una cueva tenía para Goov un significado especial. Era su oportunidad para aprender del propio gran Mog-ur los detalles de una ceremonia que se celebraba pocas veces y que era difícil de describir, mediante la cual una caverna se volvía aceptable como residencia. De niño temía al mago, aun cuando comprendía el honor que representaba haber sido elegido. Desde entonces, el joven había aprendido que el inválido no era solamente el más experto Mog-ur de todos los clanes, sino que, además, tenía un corazón dulce y amable debajo de su aspecto austero. Goov respetaba a su mentor y le amaba.
    El acólito había comenzado a preparar la bebida que había en el cuenco tan pronto como Brun dio órdenes de detenerse. Comenzó machacando entre dos piedras plantas enteras de datura. La parte difícil consistía en calcular la cantidad y proporción de hojas, tallos y flores que habrían de emplearse. Se echaba agua hirviendo sobre las plantas machacadas y la mezcla se quedaba en maceración hasta la ceremonia.
    Goov había vertido la fuerte infusión de datura en el cuenco especial de ceremonias, filtrándola entre sus dedos, justo antes de que Mog-ur ingresara en el círculo, y esperaba ansiosamente que el hombre santo diera su aprobación con un movimiento de la cabeza. Mientras Goov la sostenía, Mog-ur tomó un sorbo, aprobó con un gesto y después bebió; Goov exhaló un suspiro sordo de alivio. Entonces fue pasando el cuenco a cada uno de los hombres, por orden jerárquico, comenzando por Brun. Él lo sostenía mientras bebían, controlando la parte que cada uno tomaba, y él fue el último en beber.
    Mog-ur esperó a que Goov se sentara y entonces hizo una seña. Los hombres empezaron a golpear la tierra rítmicamente con el extremo romo de sus lanzas. El sordo golpeteo de las lanzas pareció intensificarse cada vez más hasta que no se oyó ningún otro sonido. Todos se sintieron contagiados por aquel redoble regular; después se pusieron en pie y comenzaron a moverse siguiendo el compás. El hombre santo contemplaba la calavera y su intensa mirada atrajo la atención de los hombres hacia la reliquia sagrada como si él les obligara. Determinar el momento oportuno era lo fundamental y él era maestro de la oportunidad. Esperó justo lo suficiente para que la tensión alcanzara su cima —un poco más y ese punto de máxima inflexión se habría disipado— y entonces miró a su hermano, el hombre que encabezaba al clan. Brun se puso de cuclillas delante de la calavera.
    —Espíritu del Bisonte, tótem de Brun —entonó Mog-ur. En realidad sólo pronunció una palabra: «Brun». Lo demás lo dijo con gestos de su única mano sin vocalizar ninguna palabra más. Todo lo que vino después fueron movimientos formales, el viejo lenguaje mudo empleado para comunicarse con los espíritus y con otros clanes, cuyas pocas palabras guturales y gestos de las manos eran distintos. Con símbolos silenciosos, Mog-ur imploró al Espíritu del Bisonte que les perdonara cualesquiera faltas que hubieran cometido y que le hubieran ofendido, y solicitaba su ayuda.
    —Este hombre ha honrado siempre a los espíritus, Gran Bisonte, siempre ha conservado las tradiciones del clan. Este hombre es un jefe fuerte, un jefe sabio, un jefe justo, un buen cazador, buen proveedor y hombre que se controla, digno del Poderoso Bisonte. No abandones a ese hombre; orienta al jefe hacia un nuevo hogar, un lugar en que el Espíritu del Bisonte se encuentre a gusto. Este clan implora la ayuda del tótem de este hombre —concluyó el hombre santo. Entonces miró al segundo—al—mando. Mientras retrocedía Brun, Grod se agachó delante de la calavera del oso cavernario.
    Ninguna mujer podía ser autorizada a presenciar la ceremonia, a enterarse de que sus hombres, que mandaban con fuerza tan estoica, rogaban y suplicaban a los espíritus invisibles de la misma manera que las mujeres rogaban y suplicaban a los hombres.
    —Espíritu del Oso Pardo, tótem de Grod —comenzó una vez más Mog-ur, y procedió a una súplica formal similar dirigida al tótem de Grod. A continuación hizo lo mismo con todos los demás hombres, uno por uno. Cuando terminó siguió contemplando la calavera mientras los hombres golpeaban la tierra con sus lanzas, dejando nuevamente que la tensión se acumulara.
    Todos sabían lo que vendría después, ya que la ceremonia no cambiaba nunca; era lo mismo, noche tras noche, pero aun así, estaban a la expectativa. Esperaban que Mog-ur apelara al espíritu de Ursus, el gran Oso Cavernario, su tótem personal y el más reverenciado entre los espíritus.
    Ursus era algo más que el tótem de Mog-ur; era el tótem de todos, y más que tótem. Era Ursus el que hacía de ellos clan. Era el espíritu supremo, el protector supremo. La veneración hacia el Oso Cavernario era el factor común que los unía, la fuerza que soldaba a todos los clanes autónomamente organizados en un solo pueblo: el clan del Oso Cavernario.
    Cuando el mago tuerto juzgó el momento oportuno, hizo una seña. Los hombres dejaron de golpear y se sentaron detrás de sus piedras, pero el obsesivo ritmo del golpeteo anterior corría por su sangre y seguía retumbando en sus cabezas.
    Mog-ur buscó en una pequeña bolsa y sacó un pellizco de esporas secas de licopodio. Manteniendo su mano por encima de la antorcha pequeña, se inclinó hacia delante y sopló al tiempo que las dejaba caer sobre la llama. Las esporas se encendieron y cayeron, espectacularmente brillantes, alrededor de la calavera en un fulgor de luz de magnesio, en agudo contraste con la oscuridad de la noche.
    La calavera brilló, pareció cobrar vida y en verdad lo hizo para aquellos hombres cuyas percepciones estaban agudizadas por los efectos de la datura. Una lechuza ululó en un árbol próximo como si alguien se lo hubiera ordenado, agregando su sonido inquietante al pavoroso esplendor.
    —Gran Ursus, protector del clan —dijo el mago con sus gestos formales—, muestra a este clan un nuevo hogar lo mismo que otrora el Oso Cavernario mostró al clan cómo vivir en cuevas y cubrirse con pieles. Protege a tu clan de la Montaña del Hielo, del Espíritu de la Nieve granulada que la creó y del Espíritu de las Ventiscas, su compañero. Este clan quiere suplicar al Gran Oso Cavernario que nada malo le suceda mientras esté sin hogar. A ti, el más venerado de todos los espíritus, tu clan, tu pueblo pide al Espíritu del Poderoso Ursus que se una a él mientras realiza su viaje hacia el principio.
    Y entonces Mog-ur utilizó el poder de su gran cerebro. Todos esos seres primitivos, carentes casi de lóbulos frontales, con un lenguaje limitado por unos órganos vocales subdesarrollados, pero con cerebros grandes —mayores que los de cualquier raza de hombres entonces existentes o de generaciones todavía por venir— eran únicos. Era la culminación de una rama de la humanidad cuyo cerebro estaba desarrollado en la parte posterior de la cabeza, en las regiones occipital y parietal, que controlan la visión y las sensaciones corporales y que almacenan memoria.
    Y su memoria les hacía extraordinarios. En ellos había evolucionado el conocimiento inconsciente del comportamiento ancestral, llamado instinto. Almacenados en la parte posterior de sus grandes cerebros se encontraban no sólo sus recuerdos sino los recuerdos de sus antepasados. Podían rememorar conocimientos aprendidos por sus antepasados y, en circunstancias especiales, podían dar un paso más allá. Podían recuperar su memoria racial, su propia evolución. Y cuando llegaban suficientemente lejos en el pasado, podían fusionar esa memoria, que era idéntica para todos, y unir telepáticamente sus mentes.
    Pero sólo en el tremendo cerebro del inválido cubierto de cicatrices y deforme estaba plenamente desarrollado ese don. Creb, el amable y tímido Creb, cuyo cerebro enorme provocaba su deformación, había aprendido, como Mog-ur, a utilizar el poder de ese cerebro para fundir en una sola mente las entidades individualizadas sentadas a su alrededor y orientarlas. Podía situarlos en cualquier parte de su herencia racial, para convertirse, en la mente de cualquiera de ellos, en alguno de sus progenitores. Era el Mog-ur. El suyo era un poder auténtico, no condicionado por trucos de iluminación ni por la euforia provocada por las drogas. Esto sólo servía para preparar el escenario y ponerlos en condiciones de aceptar su dirección.
    En aquella noche oscura y tranquila iluminada por antiguas estrellas, unos pocos hombres experimentaron visiones imposibles de describir. No las veían; ellos mismos eran las visiones. Experimentaban las sensaciones, veían con los ojos y recordaban los comienzos pavorosos. En las profundidades de sus mentes encontraban los cerebros sin desarrollar de criaturas del mar flotando en su ámbito salino y caliente. Sobrevivieron al dolor de su primera aspiración de aire y se volvieron anfibios, compartiendo ambos elementos.
    Porque reverenciaron al oso cavernario, Mog-ur evocó a un mamífero primordial, el antepasado que generó a ambas especies y a muchísimas más, y fusionó la unidad de sus mentes con el principio del oso. Entonces, recorriendo las eras, se convirtieron sucesivamente en cada uno de sus progenitores y vieron a los que divergían hacia otras formas. Eso les hizo conscientes de su relación con toda la vida que hay en la tierra, y la veneración que fomentaba, a su vez, incluso respecto a los animales que mataban y consumían, constituía la base del parentesco espiritual que los relacionaba con sus tótems.
    Todas sus mentes actuaban como una, y sólo la aproximación al presente hizo que se desdoblaran de sus inmediatos antepasados para, al fin, ser ellos mismos. Parecía que aquello había durado una eternidad. En cierto modo así había sido, pero, en realidad, había transcurrido muy poco tiempo actual. A medida que cada hombre recuperaba de nuevo su identidad, se levantaba silenciosamente y se iba en busca de un sitio donde dormir y de un sueño profundo sin visiones, pues ya había agotado sus visiones.
    Mog-ur fue el último. A solas, meditó acerca de la experiencia, y al cabo de un rato sintió una incomodidad habitual. Podían conocer el pasado con una profundidad y una grandeza que exaltaban el alma, pero Creb intuía una limitación que nunca se les ocurría a los demás. No podían ver hacia delante. Ni siquiera podían pensar hacia delante. Él era el único que vislumbraba esa posibilidad.
    El clan era incapaz de concebir un futuro distinto del pasado, no podía idear alternativas innovadoras para el mañana. Todo su saber, todo lo que hacían era una repetición de algo hecho anteriormente. Incluso almacenar alimentos para los cambios de estación era el resultado de una experiencia pasada.
    Hubo un tiempo, muchísimo antes, en que la innovación era más fácil, cuando una piedra rota, con aristas agudas, inspiró a alguien la idea de romper una piedra con el propósito de obtener una lámina afilada, cuando la punta caliente de un palo que giraba despertó en alguien la ocurrencia de hacerlo girar más tiempo y más fuerte para ver lo caliente que podía ponerse. Pero a medida que los recuerdos se acumulaban, atestando y ensanchando la capacidad de almacenamiento de su cerebro, los cambios se hicieron cada vez más difíciles. No quedaba espacio para nuevas ideas que pudieran añadirse a su banco de memoria, sus cabezas eran ya demasiado grandes. Las mujeres tenían dificultades para dar a luz; no podían permitirse otros conocimientos que ensancharan aún más sus cabezas.
    El clan vivía siguiendo una tradición inmutable. Cada faceta de su vida, desde el momento en que venían al mundo hasta que eran llamados al mundo de los espíritus, estaba circunscrita en el pasado. Era un intento de supervivencia, inconsciente y sin planificar, salvo por la naturaleza, en un último esfuerzo por salvar a la raza de la extinción, pero que estaba condenada al fracaso. No podían impedir el cambio y su resistencia a él era autodestructora, opuesta a la supervivencia.
    Tardaban en adaptarse. Los inventos eran accidentales y frecuentemente no se aprovechaban. Si algo nuevo les sucedía, podían agregarlo a su acumulación de información, pero el cambio sólo se conseguía a costa de un gran esfuerzo, y cuando se les imponía a la fuerza, se mostraban reacios a seguir el nuevo rumbo. Se les hacía demasiado cuesta arriba alterarlo de nuevo. Pero una raza sin espacio para aprender, sin espacio para desarrollarse, no estaba ya equipada para subsistir en un medio intrínsecamente cambiante, y ellos habían rebasado ya el punto crítico en que podrían haberse desarrollado de distinta manera. Eso quedaba para una forma nueva, un nuevo experimento de la naturaleza.
    Mientras Mog-ur estaba sentado, solitario, en la llanura abierta viendo cómo las últimas antorchas chisporroteaban antes de apagarse, pensó en la extraña niña que Iza había recogido y su incomodidad aumentó hasta convertirse en algo físico. Ya había visto anteriormente agente de su especie, pero hasta ahora no había pensado en sacar deducciones, además de que no muchos de los encuentros casuales habían sido agradables. De dónde provenían seguía siendo un misterio —aquellas gentes eran unas recién llegadas a aquellas tierras—, pero desde que habían llegado las cosas habían estado cambiando. Parecían traer el cambio consigo.
    Creb se encogió de hombros como para sacudirse la incomodidad que se había apoderado de él, envolvió cuidadosamente la calavera del oso cavernario en su manto, tendió la mano hacia su báculo y se dirigió cojeando a su cama.

    03

    La niña se volvió y empezó a agitarse.
    — ¡Madre! —gimió. Sacudiendo alocadamente sus bracitos, volvió a llamar, más fuerte esta vez—: ¡¡Madre!!
    Iza la cogió en sus brazos murmurando suavemente. La cercanía cálida del cuerpo de la mujer y sus sonidos apaciguadores penetraron en el cerebro calenturiento de la niña y la calmaron. Había dormido de un tirón toda la noche, despertando de vez en cuando a la mujer con sus movimientos, sus gemidos y sus murmullos delirantes. Los sonidos eran extraños, diferentes de las palabras que hablaba la gente del clan. Salían con facilidad, con fluidez, un sonido fundiéndose en el siguiente. Iza no podía siquiera empezar a reproducir muchos de ellos; su oído no estaba aún acondicionado para distinguir las variaciones más sutiles. Pero aquella serie particular de sonidos se repitió tantas veces que Iza calculó que se trataría de un nombre que designaba a alguien próximo a la niña, y cuando vio que su presencia la reconfortaba, intuyó quién podía ser ese alguien.
    «No puede ser muy mayor —pensaba Iza—, ni siquiera sabía cómo encontrar alimentos. Me pregunto cuánto tiempo habrá estado sola. ¿Qué le habrá pasado a su gente? ¿Habrá sido el terremoto? ¿Habrá vagado sola todo ese tiempo? ¿Y cómo consiguió salvarse de un león cavernario con tan sólo unos arañazos?». Iza había cuidado suficientes desgarraduras como para saber que las de la niña habían sido causadas por el enorme felino. «Debe de estar protegida por espíritus poderosos», pensó.
    Era todavía de noche, aunque ya se aproximaba el alba, cuando finalmente la calentura de la niña se resolvió en un sudor abundante. Iza la mecía contra su cuerpo, aportando su calor y asegurándose de que estuviera bien tapada. La niña despertó poco después y se preguntó dónde estaba, pero la oscuridad era demasiado profunda aún. Sintió el cuerpo tranquilizador de la mujer junto al suyo y cerró nuevamente los ojos, cayendo en un sueño más sosegado.
    Tan pronto como el cielo se aclaró, recortando la silueta de los árboles contra su pálido resplandor, Iza salió calladamente de debajo de su piel caliente. Atizó el fuego, agregó más leña y después se llegó hasta el arroyuelo para llenar su tazón y arrancar la corteza de un sauce. Se detuvo un momento, cogió su amuleto y dio gracias a los espíritus por el sauce. Siempre daba gracias a los espíritus por el sauce, por su presencia ubicua así como por su corteza que calmaba el dolor. No podía recordar cuántas veces habría arrancado corteza de sauce para hacer una infusión con la cual aliviar dolores y sufrimientos. Conocía calmantes más fuertes, pero que también embotaban los sentidos. Las propiedades analgésicas del sauce calmaban el dolor y rebajaban la fiebre.
    Algunas otras personas empezaban también a bullir mientras Iza se arrodillaba junto al fuego echando pequeñas piedras calientes al tazón de agua con corteza de sauce. Cuando todo estuvo listo, lo llevó hacia sus pieles de dormir, depositó cuidadosamente el tazón en un pequeño hoyo del suelo y se deslizó a continuación junto a la niña. Iza examinó a la pequeña, observando que su respiración era normal, pero intrigada por su rostro poco común. La insolación había cedido un poco, salvo algunas pieles levantadas a través del puente de su naricilla.
    Iza había visto una vez a gente de su especie, pero sólo de lejos. Las mujeres del clan siempre corrían y se escondían. En las reuniones del clan se había hecho referencia a encuentros desagradables entre el clan y los otros, y la gente del clan los evitaba. Se permitían escasos contactos, especialmente a las mujeres. Pero la experiencia de su clan no había sido mala. Iza recordaba haber hablado con Creb del hombre que vino a parar a su cueva mucho tiempo atrás, medio loco de dolor a causa de un brazo roto.
    Había aprendido algo de su lenguaje, pero sus modales eran extraños. Le gustaba hablar con las mujeres tanto como con los hombres, y trataba con mucho respeto a la curandera, casi con veneración, lo cual no había impedido que se hiciera acreedor al respeto de los hombres. Iza se preguntaba acerca de los otros mientras, despierta, observaba a la niña a medida que el cielo se iba clareando.
    Mientras Iza miraba, un rayo de sol incidió sobre el rostro de la niña desde la brillante bola de llamas que surgía tras el horizonte. Los párpados de la niña temblaron; abrió sus ojos y se quedó mirando un par de grandes ojos oscuros, muy hundidos bajo un arco superciliar protuberante en un rostro que avanzaba como un hocico.
    La niña gritó y cerró nuevamente los ojos. Iza la acercó a su cuerpo, sintiendo que su flaco cuerpecillo se sacudía de espanto, y murmuró unos sonidos apaciguadores. Los sonidos le resultaron algo familiares a la niña, pero más familiar aún era el cuerpo caliente y confortable. Poco a poco dejó de temblar convulsivamente. Abrió los ojos un poquito y volvió a mirar a Iza. Esta vez no gritó. Finalmente abrió completamente los ojos y se quedó mirando el rostro espantoso, totalmente desconocido de la mujer.
    Iza también la miraba, sorprendida. Nunca había visto unos ojos del color del cielo anteriormente; durante un instante se preguntó si la niña sería ciega. A veces los ojos de los ancianos del clan se cubrían con una especie de película y a medida que la película nublaba los ojos con una tonalidad más clara, la visión disminuía. Pero las pupilas de la niña se dilataban normalmente, y no cabía la menor duda de que había visto a Iza. «Ese color gris azulado debe de ser normal en ella», pensó Iza.
    La niña estaba tendida, absolutamente quieta, temerosa de mover un músculo, con los ojos muy abiertos. Cuando se incorporó con ayuda de Iza, hizo una mueca de dolor y sus recuerdos le volvieron de repente. Recordó al monstruoso león con un estremecimiento, visualizando la garra afilada que rasgaba su pierna. Recordó cómo se esforzó para llegar al río, pues la sed se había sobrepuesto a su temor y al dolor de su pierna, pero no podía recordar nada anterior a aquello. Su mente había bloqueado todo recuerdo de sus penalidades mientras vagó sola, hambrienta y asustada, el horrible terremoto y los seres amados que había perdido.
    Iza sostuvo el tazón del líquido junto a la boca de la niña; tenía sed y tomó un sorbo, acompañado de un gesto provocado por el sabor amargo. Pero cuando la mujer acercó nuevamente la taza a sus labios, volvió a beber, demasiado asustada para resistirse. Iza aprobó con un gesto de la cabeza y después se alejó para ayudar a las mujeres a preparar el desayuno. Los ojos de la niña siguieron a Iza, y los abrió más aún cuando vio por vez primera un campamento lleno de personas parecidas a la mujer.
    El olor de los alimentos que se cocían le provocó punzadas de hambre, y cuando la mujer regresó con una taza de caldo sustancioso, espesado con cereales para convertirlo en papilla, lo engulló con voracidad. La curandera no creía que estuviera aún preparada para ingerir alimentos sólidos. No hizo falta mucho para llenar su estómago contraído; entonces Iza puso lo que sobraba en un pellejo para que la niña bebiera durante el viaje. Cuando la niña hubo terminado, Iza la acostó y le quitó la cataplasma. Las heridas estaban drenando el pus y la hinchazón había disminuido.
    —Bien —dijo Iza en voz alta.
    La niña dio un brinco al oír el rudo sonido gutural de la palabra, la primera que oía pronunciar a la mujer. Para los oídos de la niña no sonaba como una palabra, sino más bien como un gruñido o un ronquido de algún animal. Pero las acciones de Iza no parecían bestiales sino muy humanas, muy humanitarias. La curandera tenía preparada otra raíz machacada y mientras aplicaba el nuevo vendaje, un hombre deforme, torcido, se acercó a ellas cojeando.
    Era el hombre más espantosamente repulsivo que hubiera visto la niña. Tenía un lado de la cara lleno de cicatrices y un trozo de piel cubría el lugar en que debería haber estado uno de sus ojos. Mas como todas aquellas personas le parecían tan extrañas y feas, la desfiguración horrenda de aquel hombre sólo era cuestión de grado. No sabía quiénes eran ni por qué se encontraba entre ellos, pero sabía que la mujer estaba cuidándola. Le había dado alimentos, el vendaje refrescaba y aliviaba su pierna y, sobre todo, desde lo más profundo de su inconsciente sentía un alivio a la ansiedad que la había inundado de miedos lacerantes. Por extraña que fuera aquella gente, por lo menos entre ellos había dejado de estar sola.
    El hombre tullido se sentó y observó a la niña. Ésta le devolvió la mirada con una curiosidad sincera que le sorprendió; los niños de su clan siempre le tenían algo de miedo. Aprendían muy pronto que incluso sus mayores le miraban con temor, y sus modales distantes no fomentaban la familiaridad. La brecha se ensanchaba cuando las madres amenazaban con llamar a Mog-ur si se portaban mal. Cuando los niños eran ya casi adultos, la mayoría, sobre todo las niñas, le temían de verdad. Sólo al alcanzar la madurez de la edad media los miembros del clan equilibraban el temor con el respeto hacia él. El ojo derecho de Creb centelleaba de interés ante la manera en que aquella niña le examinaba sin asomo de temor.
    —La niña está mejor, Iza —indicó.
    Su voz era más baja que la de la mujer, pero los sonidos que emitía le parecían a la niña más gruñidos que palabras. Ella no se había fijado en los gestos que acompañaban a los sonidos. Aquel lenguaje le era totalmente extraño; sólo sabía que el hombre había dicho algo a la mujer.
    —Todavía está débil por el hambre —dijo Iza—, pero la herida está mejor. Los cortes son profundos, pero no la suficiente para poner su pierna en peligro, y la infección empieza a ceder. Ha sido arañada por un león cavernario, Creb. ¿Has sabido de algún león cavernario que se conforme con dar unos cuantos arañazos una vez que decide atacar? La niña debe de tener un espíritu fuerte que la protege. Pero —agregó Iza— ¿qué sé yo de los espíritus?
    Desde luego, no correspondía a una mujer, ni siquiera a su hermana, hablarle a Mog-ur de espíritus. Ella hizo un gesto deprecativo que, al mismo tiempo, pedía perdón por su presunción. Él fingió no enterarse —algo con lo que ella ya contaba— pero miró a la niña con mayor interés después de oír el comentario sobre un fuerte espíritu protector. Había estado pensando él también lo mismo, y aun cuando nunca lo admitiría, la opinión de Iza tenía mucho peso para él y confirmaba sus propias ideas.
    Levantaron rápidamente el campamento. Iza, cargada con su cuévano y sus paquetes, se agachó para alzar a la niña hasta su cadera antes de echar a andar detrás de Brun y Grod. Cabalgando sobre la cadera de la mujer, la niña miraba a su alrededor con curiosidad mientras avanzaban, observando todo la que hacía Iza y las demás mujeres. Se mostraba particularmente interesada cuando se detenían para recoger alimentos. Iza solía darle un bocadito de capullo o un brote tierno, y eso le traía un vago recuerdo de otra mujer que había hecho lo mismo. Pero ahora la niña prestaba mayor atención a las plantas y comenzó a observar sus características identificativas. Sus días de hambre despertaban en la chiquilla un fuerte deseo de aprender a encontrar comida. Señaló una planta y se alegró al ver que la mujer se inclinaba y desenterraba su raíz. También Iza se sintió contenta: «La niña es rápida», pensó. No la conocía anteriormente, pues, en ese caso, habría tenido qué comer.
    Se detuvieron para descansar casi a mediodía, mientras Brun buscaba un lugar donde pudiera haber cuevas. Después de dar a la niña lo último que quedaba del caldo, Iza le dio una tira de carne dura, para que la masticara. La cueva no se adaptaba a sus necesidades. Más tarde, aquel mismo día, la pierna de la niña comenzó a palpitar en cuanto pasaron los efectos de la corteza de sauce, y empezó a agitarse. Iza la acarició y cambió a una postura más cómoda. La niña se entregó por completo a los cuidados de la mujer: con una confianza absoluta, rodeó con sus brazos flacuchos el cuello de Iza y dejó reposar su cabeza sobre el amplio hombro de la mujer. La curandera, que había vivido tanto tiempo sin hijos, sintió que se despertaba en ella un calor afectuoso hacia la huerfanita, que estaba todavía cansada y enferma; ahora, mecida por el movimiento rítmico de la mujer que caminaba, se quedó dormida.
    Al atardecer Iza sentía ya el cansancio producido por la carga adicional que llevaba, y se alegró de poder dejar a la niña en el suelo cuando Brun dio orden de terminar la jornada. La niña tenía calentura, sus mejillas estaban encendidas y ardientes, sus ojos, vidriosos. La mujer fue en busca de leña y al mismo tiempo buscó plantas para volver a administrárselas a la niña. Iza no sabía qué era lo que causaba la infección, pero sí sabía cómo tratarla, y lo mismo le sucedía con otros muchos padecimientos.
    Aun cuando el curar era magia y se hacía en nombre de los espíritus, eso no significaba que la medicina de Iza resultara menos eficaz. El antiguo clan había vivido siempre recolectando y cazando, y el uso de plantas silvestres durante generaciones había acumulado, por experiencia o casualidad, un caudal de información al respecto. Los animales eran desollados y descuartizados, y sus órganos se examinaban y comparaban. Las mujeres diseccionaban mientras preparaban las comidas y aplicaban esos conocimientos a sí mismas.
    Su madre había mostrado a Iza los diversos órganos internos y explicado las funciones que cumplían como parte de su adiestramiento, pero sólo para recordarle algo que ya sabía. Iza había nacido de un linaje de curanderas altamente respetado y el saber curar era transmitido a las hijas de una curandera por un medio más misterioso que el adiestramiento. Una curandera en ciernes, procedente de un linaje ilustre, gozaba de una posición más alta que una curandera experta de antecesoras mediocres... y con razón.
    Al nacer, tenía almacenado en su cerebro el conocimiento adquirido por sus antepasadas, el antiguo linaje de curanderas del que descendía directamente Iza. Podía recordar lo que ellas sabían. No era muy diferente que recordar su propia experiencia, y una vez estimulado, el proceso era automático. Para empezar, conocía sus propios recuerdos, porque podía recordar también las circunstancias que los rodeaban —nunca olvidaba nada— y sólo podía recordar los conocimientos de su banco de memoria, nunca cómo fueron adquiridos. Y aun cuando Iza y sus hermanos tenían los mismos padres, ni Creb ni Brun gozaban de sus conocimientos médicos.
    Los recuerdos de la gente del clan estaban diferenciados por el sexo. Las mujeres no tenían más necesidad de conocimientos sobre la caza que los hombres la tenían de saber más de lo rudimentario respecto a las plantas. La diferencia en el cerebro del hombre y de la mujer estaba impuesta por la naturaleza y sólo confirmada por la cultura. Era otro de los intentos de la naturaleza por limitar el tamaño de su cerebro, en un esfuerzo por prolongar la raza. Cualquier niño con un saber que correspondiera con todo derecho al sexo opuesto al nacer, lo perdía por falta de estímulos cuando llegaba a la posición de adulto.
    Pero el intento de la naturaleza por salvar la raza de la extinción llevaba consigo los elementos para invalidar sus propios objetivos. No sólo eran esenciales ambos sexos para la procreación, sino para la vida cotidiana; uno no podía sobrevivir mucho sin el otro. Y no podía uno aprender las habilidades del otro, pues no tenía la memoria correspondiente.
    Pero los ojos y los cerebros de la gente del clan también habían dotado a sus miembros de una visión aguda y perceptiva, aun cuando la usaran de maneras distintas. El terreno había cambiado progresivamente a medida que viajaban, e inconscientemente Iza recordaba cada detalle del paisaje que cruzaba, fijándose especialmente en la vegetación. Podía apreciar variaciones secundarias en la forma de una hoja o la altura de un tallo desde gran distancia, y aun cuando había algunas plantas, unas pocas flores, un eventual árbol o arbusto que no hubiera conocido anteriormente, no le resultaban extraños. De algún lugar recóndito de la parte posterior de su gran cerebro le llegaba el recuerdo de ellos, un recuerdo que no era suyo propio. Pero no obstante la enorme fuente de información de que disponía, había visto recientemente alguna vegetación que le resultaba totalmente desconocida, tan desconocida como el paisaje. Habría querido poder examinarla más de cerca. Todas las mujeres sentían curiosidad respecto a la vida vegetal desconocida; aunque significara adquirir conocimientos nuevos, resultaba esencial para la supervivencia inmediata.
    Parte de la herencia de cada una de las mujeres era el conocimiento de cómo probar plantas desconocidas, y, lo mismo que las demás, Iza las experimentaba personalmente. Similitudes con plantas conocidas situaban a las nuevas en categorías emparentadas, pero ella sabía el peligro que implica suponer que a características similares corresponden propiedades similares. El procedimiento de experimentación era simple. Daba un mordisco; si el sabor era desagradable, lo escupía inmediatamente. Si era agradable, conservaba el pequeño fragmento en la boca, observando cuidadosamente cualquier picor o ardor que produjera o cualesquiera cambios de sabor. Si no los había, lo tragaba y esperaba hasta ver si podía reconocer algunos efectos. Al día siguiente daba un mordisco más grande y seguía el mismo procedimiento. Si no se observaban efectos perniciosos a la tercera prueba, el nuevo alimento se consideraba comestible, al principio en pequeñas porciones.
    Pero Iza solía interesarse más cuando se observaban algunos efectos destacables, pues eso apuntaba la posibilidad de un uso medicinal. Las demás mujeres le llevaban cualquier cosa insólita una vez que aplicaban la misma prueba para saber si era o no comestible a cualquier cosa que tuviera características similares a plantas de las que se sabía eran venenosas o tóxicas. Procediendo con cautela, ella experimentaba también con éstas siguiendo sus propios métodos. Pero esa experimentación llevaba tiempo, y mientras viajaban se limitaba a las plantas que conocía.
    Cerca de aquel campamento, Iza encontró varias plantas altas de malvarrosa como varitas y de tallo delgado con grandes flores luminosas. Las raíces de las multicolores plantas en flor podían aplicarse en forma de cataplasma parecida a las de raíz de lirio para acelerar la curación y reducir la hinchazón y la inflamación. Una infusión de aquellas flores inhibiría el dolor de la niña y le produciría sueño; de modo que las recogió junto con la leña.
    Después de cenar, la niña se quedó sentada contra una roca, observando las actividades de las personas que la rodeaban. La comida y un vendaje fresco la habían mejorado, y hablaba a Iza sin parar, aun a sabiendas de que ésta no la comprendía. Otros miembros del clan la miraban con expresión de censura, pero la niña no tenía conciencia del significado de aquellas miradas. Sus órganos vocales subdesarrollados imposibilitaban a la gente del clan una articulación precisa. Los pocos sonidos que utilizaban para dar énfasis eran una evolución de los gritos de advertencia o de la necesidad de reclamar atención, y la importancia concedida a la expresión verbal formaba parte de sus tradiciones. Sus medios básicos de comunicación —señas con las manos, gestos, posturas y una intuición derivada del contacto íntimo, las costumbres establecidas y el discernimiento perceptivo de expresiones y posturas— eran expresivos pero limitados. Objetos específicos vistos por uno de ellos resultaban muy difíciles de describir a los demás, y los conceptos abstractos, todavía más. La volubilidad de la niña tenía intrigados a los miembros del clan y les inspiraba desconfianza.
    Apreciaban amorosamente a los niños, los criaban con un afecto y una disciplina cariñosos que se iban haciendo gradualmente más severos a medida que crecían. Los bebés eran mimados por hombres y mujeres por igual; los niños eran castigados simplemente mediante la indiferencia. Cuando los niños se percataban de la posición más alta que tenían los chicos mayores y los adultos, emulaban a sus mayores y se oponían a ser mimados, como si ese trato fuera sólo para los bebés. Los jóvenes aprendían muy pronto a comportarse dentro de los estrictos límites de la costumbre establecida, y una de esas costumbres consistía en que los sonidos superfluos eran inapropiados. Debido a su estatura, la niña parecía mayor que su edad real, y el clan la consideraba indisciplinada, malcriada.
    Iza, que había estado en un contacto mucho más estrecho con ella, adivinó que era más joven de lo que parecía. Estaba acercándose a un cálculo muy aproximado a la verdadera edad de la niña y a su desamparo respondía con mayor indulgencia. También había advertido, por lo que la niña murmuraba cuando estaba delirando, que su estirpe verbalizaba con mayor fluidez y frecuencia. Iza se sentía atraída por la niña cuya vida dependía de ella y que había rodeado su cuello con sus flacos bracitos en una confianza absoluta. «Ya llegará el momento —pensaba Iza— de enseñarle mejores modales.» Ya empezaba a considerar a la niña como suya.
    Creb se acercó hasta donde se encontraba Iza vertiendo agua hirviendo sobre las flores de malvarrosa y se sentó junto a la niña. Le interesaba aquella extraña, y puesto que los preparativos para la ceremonia vespertina no se habían terminado aún, fue a ver cómo se iba restableciendo. Se miraron de hito en hito, la niña y el tullido anciano lleno de cicatrices, estudiándose mutuamente con una intensidad similar. Él nunca se había encontrado tan cerca de alguien de su raza y en realidad nunca había visto una criatura de «los otros». Ella ni siquiera sabía de la existencia de la gente del clan hasta que despertó y se encontró entre ellos, pero más que sus características raciales, sentía curiosidad por el cutis rugoso del rostro de él. En su corta experiencia, nunca había visto un rostro tan espantosamente cubierto de cicatrices. Impetuosamente, con las reacciones desinhibidas de los niños, tendió la mano hacia su rostro para ver si el tacto de la cicatriz era distinto.
    Creb se sintió desconcertado mientras la niña pasaba suavemente la mano por su rostro. Ninguno de los niños del clan le había tocado de aquella manera; y tampoco los adultos lo hacían. Evitaban el contacto con él, como si de algún modo pudieran adquirir su deformidad al tocarle. Sólo Iza, que le cuidaba durante las crisis de artritis que le atacaban con mayor gravedad cada invierno que pasaba, no parecía sentir el menor escrúpulo. No sentía repugnancia por su cuerpo deforme y sus feas cicatrices ni pavor frente a su poder y su posición. El suave contacto de la mano de la niña hizo vibrar una cuerda interior en su viejo corazón solitario. Quiso comunicarse con ella y, por un instante, se preguntó cómo empezar.
    —Creb —dijo, señalándose a sí mismo con el dedo. Iza observaba calladamente, esperando que las flores terminaran de hervir. Se alegraba de ver a Creb interesarse por la niña, y no le pasó inadvertido el empleo que hizo de su nombre personal. — Creb —repitió, golpeándose el pecho. La niña inclinó la cabeza, tratando de comprender; él quería que ella hiciera algo. Creb repitió su nombre una vez más. De repente a la niña se le iluminó el rostro: se sentó muy derecha y sonrió.
    — ¿Grub? —respondió, pronunciando la «R» en un intento de imitar el sonido.
    El viejo asintió con la cabeza: la pronunciación era aproximada. Entonces la señaló a ella. Ella arrugó levemente el entrecejo, no muy segura de lo que él pretendía ahora. Se golpeó Mog-ur el pecho, repitió su nombre y después golpeó levemente el pecho de ella. La amplia sonrisa que ella le dirigió se le antojó a él una mueca, y la palabra polisílaba que salió de su boca no sólo era impronunciable sino también incomprensible. Creb hizo los mismos movimientos y se inclinó hacia ella para oír mejor. La niña dijo su nombre.
    —Aay-rr —pronunció el hombre, vacilando, meneó la cabeza y volvió a intentarlo—: ¿Aay-lla, Ay-la? —Era lo más aproximado que pudo lograr; no eran muchos los del clan que hubieran podido decirlo tan bien. Ella sonrió ampliamente y meneó vigorosamente su cabecita de arriba abajo. No era exactamente lo que ella había dicho, pero lo aceptó, dándose cuenta en su joven mente de que él no podría pronunciar mejor la palabra que era su nombre.
    —Ayla —repitió Creb, tratando de acostumbrarse al sonido.
    — ¿Creb? —dijo la niña, sacudiéndole el brazo para lograr su atención, y después señaló a la mujer.
    —Iza —dijo Creb—, Iza.
    —Iiiz-sa —repitió la niña. Le encantaba el juego de las palabras—. Iza, Iza —repitió, mirando a la mujer.
    Iza asintió con un movimiento solemne de la cabeza; los sonidos de los nombres eran importantísimos. Se inclinó hacia delante y golpeó el pecho de la niña del mismo modo que lo había hecho Creb, para que repitiera otra vez la palabra de su nombre. La niña repitió su nombre completo, pero Iza meneó negativamente la cabeza: no podía comenzar a decir aquella combinación de sonidos que la niña articulaba con tanta facilidad. La niña se sintió desalentada; entonces, mirando a Creb, repitió su propio nombre como él lo había dicho.
    — ¿Eye-ghha? —intentó la mujer. La niña meneó la cabeza y lo repitió bien dicho—. ¿Eye—ya? —repitió la mujer.
    —A ay, a ay, no Eye —dijo Creb—. Aaay-llla —pronunció lentamente para que Iza pudiera distinguir la extraña combinación de sonidos.
    —Aay—lla —dijo cuidadosamente la mujer, esforzándose por pronunciar la palabra como la había dicho Creb.
    La niña sonrió: no importaba que el nombre no fuera exactamente correcto; Iza se había esforzado tanto por decir el nombre que Creb le había dado, que lo aceptó como propio. Para ellos sería Ayla. Espontáneamente tendió los brazos y estrechó entre ellos a la mujer.
    Iza la abrazó cariñosamente y después se retiró. Tendría que enseñar a la niña que las manifestaciones de afecto eran incorrectas en público, aunque, a pesar de todo, se sentía complacida.
    Ayla estaba fuera de sí de gozo. Se había sentido tan perdida, tan aislada entre aquella gente extraña. Se había esforzado tanto por comunicarse con la mujer que la estaba atendiendo, y se había sentido tan desilusionada al ver fracasar todos sus intentos... Esto sólo era un comienzo, pero, por lo menos, tenía un nombre para llamar a la mujer y un nombre para que la llamaran a ella. Se volvió hacia el hombre que había iniciado la comunicación; ya no le parecía tan feo. Estaba inundada de gozo, experimentó hacia él un sentimiento cálido y, como lo había hecho muchas otras veces anteriormente con un hombre al que recordaba vagamente, la niña rodeó el cuello del tullido con sus brazos, atrajo su cabeza y apoyó su mejilla en la de él.
    Aquel gesto de afecto le trastornó. Dominó el impulso de devolver la caricia. Sería muy impropio que le vieran abrazado a aquella criatura extraña fuera de los límites de un hogar familiar. Pero le permitió que siguiera apretando su mejilla dulce y firme contra su rostro barbudo un momento más, antes de desprender suavemente sus bracitos de su cuello.
    Creb cogió su cayado y se agarró a él para incorporarse. Mientras se alejaba cojeando, pensaba en la niña. «Tengo que enseñarle a hablar, ella aprenderá a comunicarse debidamente —se dijo—. Al fin y al cabo, no puedo confiar toda su instrucción a una mujer». Pero bien sabía él que su verdadero deseo era pasar más tiempo con ella. Sin percatarse de ello, estaba pensando en ella como un miembro permanente del clan.
    Brun no había considerado las implicaciones que representaba el haber permitido que Iza recogiera a una niña extraña en el camino. No era un fallo suyo como jefe, sino un fallo de su raza. No podía haber previsto la posibilidad de encontrar a una niña herida que no fuera del clan, y tampoco las consecuencias lógicas de su salvamento. Se le había salvado la vida; la única alternativa de no dejarla permanecer con ellos era condenarla a vagar sola de nuevo. No podría sobrevivir sola: para eso no hacía falta ser adivino, era una realidad. Después de salvarle la vida, exponerla de nuevo a la muerte supondría tener que enfrentarse a Iza, quien, aun cuando no tenía poder personalmente, disponía de una colección formidable de espíritus que estaban de su parte; y ahora Creb, el Mog-ur que tenía la habilidad de llamar a todos y a cada uno de los espíritus. Los espíritus, para Brun, representaban una poderosísima fuerza; no tenía el menor deseo de ponerse a mal con ellos. A decir verdad, era sólo esta eventualidad la que le molestaba al pensar en la niña. No había sido capaz de decírselo a sí mismo, pero el pensamiento le había estado rondando. No lo sabía aún, pero el clan de Brun había aumentado: ahora eran veintiuno.
    Cuando la curandera examinó la pierna de Ayla ala mañana siguiente, pudo comprobar la mejoría. Bajo sus expertos cuidados, la infección había desaparecido casi por completo, y los cuatro arañazos paralelos estaban cerrados y a punto de cicatrizar, aun cuando siempre ostentaría esas cicatrices. Iza decidió que ya no hacía falta ponerle más cataplasmas, pero preparó una infusión ligera de corteza de sauce para la niña. Cuando la sacó de las pieles donde dormían y trató de ponerse en pie, Iza la ayudó y la sostuvo mientras la niña trataba torpemente de descargar su peso sobre la pierna. Dolía, pero después de dar despacito unos cuantos pasos, se sintió mejor.
    De pie y erguida, la niña era todavía más alta de lo que había pensado Iza. Sus piernas eran largas, flacas, con unas rodillas nudosas, y rectas; Iza se preguntó si no serían deformes. Las piernas de la gente del clan estaban arqueadas hacia fuera; pero, aparte una leve cojera, la niña no encontraba dificultad alguna en caminar. «También deben ser cosa normal en ella las piernas rectas —pensó Iza— al igual que los ojos azules.»
    La curandera envolvió a la niña en el manto y la levantó sobre su cadera cuando el clan se puso en marcha; su piernecita no estaba todavía suficientemente curada como para que pudiera caminar mucho. Durante la marcha del día, Iza la bajaba al suelo de vez en cuando para que anduviera un poco. La niña había estado comiendo vorazmente, compensando su hambre atrasada; Iza creía notar que aumentaba algo de peso. Agradecía el alivio que le proporcionaba dejar a la niña en el suelo, sobre todo porque el viaje se estaba haciendo cada vez más difícil.
    El clan dejó atrás la vasta estepa y durante unos cuantos días recorrió colinas ondulantes que poco a poco se hicieron más abruptas. Estaban en las estribaciones de los montes cuyas brillantes cimas heladas se acercaban más cada día. Las colinas estaban frondosamente cubiertas no ya con los árboles perennes de la selva boreal, sino con las ricas hojas verdes y los troncos gruesos y nudosos de árboles deciduos de hoja ancha. La temperatura había subido mucho más rápidamente de lo que solía hacerlo durante la estación, lo cual intrigaba a Brun. Los hombres habían sustituido sus capas por una piel corta, sin pelo, y llevaban el torso desnudo. Las mujeres no adoptaron su ropa de verano, pues resultaba más cómodo llevar sus bultos acomodados en sus mantos, lo cual les evitaba rozaduras.
    El terreno perdió toda semejanza con la fría pradera que rodeaba su antigua caverna. Iza tuvo que depender cada vez más de los conocimientos que poseían memorias más antiguas que la suya propia mientras el clan atravesaba estrechos valles sombreados y lomas herbosas de una selva típicamente templada. Las rudas cortezas oscuras del roble, la haya, el nogal, el manzano y el arce alternaban con árboles más flexibles y rectos, de corteza delgada, como el sauce, el abedul, el ojaranzo, el álamo y los altos arbustos del aliso y el avellano. El aire estaba impregnado de un saborcillo que Iza no podía identificar y que parecía llegar con la suave brisa del sur. Todavía colgaban los amentos de los álamos, cubiertos de hojas. Caían delicados pétalos blancos y rosados, flores abiertas de los frutales y nogales, brindando una promesa de abundancia para el otoño.
    Cruzaron con dificultad matorrales y plantas trepadoras de la selva densa, y escalaron pendientes escarpadas. Mientras subían por los riscos, las faldas de las colinas que los rodeaban resplandecían con verdes de todos los matices. Según iban escalando, reaparecieron los tonos oscuros del pino, así como del abeto. Más arriba aparecían ocasionalmente las piceas. Los colores más oscuros de las coníferas se mezclaban con los verdes primarios de los árboles de hojas anchas y los verdes amarillos y pálidos de las variedades de hoja más corta. Musgos y hierbas agregaban sus matices al mosaico de fresco verdor de la vegetación lujuriante y las pequeñas plantas, desde la hacederilla, la hacedera del bosque parecida al trébol, hasta las diminutas y suculentas que crecían pegadas a los riscos. Flores silvestres crecían por todo el bosque: trilios blancos, violetas amarillas, espinos rosados, mientras junquillos amarillos y gencianas blancas y azules dominaban algunas praderas más altas. En algunos de los lugares especialmente sombreados, los últimos azafranes amarillos, blancos y púrpura, surgiendo de nuevo, alzaban valerosamente sus cabezas.
    El clan se detuvo a descansar tras haber alcanzado la cumbre de una escarpada pendiente. Más abajo, el panorama de colinas boscosas terminaba abruptamente en la estepa que se extendía hasta el horizonte. Desde su privilegiada posición podían divisar varias manadas pastando las altas hierbas que ya ostentaban el dorado estival. Cazadores rápidos, viajando con poco equipo y sin mujeres agobiadas por pesadas cargas, podrían escoger entre las diversas variedades de presas y alcanzar fácilmente la estepa en menos de media mañana. Hacia el este, por encima de la inmensa pradera, el cielo era claro, pero se estaban formando nubes de tormenta impulsadas velozmente desde el sur. De seguir así, la alta sierra del norte haría que las nubes arrojaran su carga de agua sobre el clan.
    Brun y los hombres estaban celebrando una reunión fuera del alcance de las mujeres y los niños, pero por las miradas preocupadas y los gestos que hacían con las manos, no quedaba la menor duda sobre cuál era el tema de la discusión. Estaban tratando de decidir si debían darse media vuelta. El terreno les era desconocido, pero lo más importante era que se estaban alejando demasiado de las estepas. Aun cuando habían divisado muchos animales en las estribaciones boscosas, no era lo mismo que las enormes manadas alimentadas por el abundante forraje de las praderas que había allá abajo. Era más fácil cazar animales en campo abierto, más fácil ver sin la pantalla del bosque para ocultarlos, pantalla que también cobijaba a sus cazadores de cuatro patas. Los animales del llano eran más sociables, tendían a reunirse en manadas y no a vivir aisladamente o en pequeños grupos familiares como las presas de la selva.
    Iza conjeturaba que probablemente darían media vuelta, lo cual significaría que el esfuerzo de escalar las colinas habría sido vano. Las nubes que se acumulaban y la lluvia amenazadora tendieron un manto de melancolía sobre los viajeros descorazonados. Mientras esperaban, Iza dejó a Ayla en el suelo y se alivió de su pesada carga. La niña, disfrutando de la libertad de movimientos que le permitía su pierna en vías de curación después de haber estado inmovilizada contra la cadera de la mujer, se puso a corretear. Iza la perdió de vista tras un saliente que había más adelante; no quería que la niña se alejara demasiado. La reunión podría interrumpirse en cualquier momento y Brun no miraría con buenos ojos a la niña si se retrasaba la partida por su culpa. Se fue tras ella y, rodeando el saliente, vio a la niña, pero lo que vio más allá de la niña hizo que su corazón palpitara fuertemente.
    Regresó a toda prisa, echando rápidas miradas por encima del hombro. No se atrevía a interrumpir a Brun y a los hombres y esperó con impaciencia a que se disolviera la reunión. Brun la vio, y aun cuando no dio señales de que se hubiera percatado de ello, comprendió que algo la preocupaba. Tan pronto como se separaron los hombres, Iza corrió hacia Brun, se sentó delante de él y miró al suelo —posición que significaba su deseo de hablar con él—. Él podía conceder audiencia o no, a su voluntad. Si la ignoraba, Iza no podía decirle lo que estaba pasando.
    Brun se preguntaba qué querría; había observado que la niña exploraba más allá —eran pocas las cosas de su clan que le pasaban inadvertidas— pero tenía problemas más apremiantes. Seguro que era algo sobre esa niña, pensó despectivamente, y estuvo a punto de no atender la solicitud de Iza. No importaba lo que dijera Mog-ur, no le gustaba que la niña viajara con ellos. Echando una mirada hacia él, Brun vio que el mago estaba mirándole y trató de adivinar lo que el tuerto estaría pensando, pero le resultó imposible leer en aquel rostro impasible.
    El jefe volvió a mirar a la mujer sentada a sus pies; su postura delataba una tensa agitación. «Está realmente alborotada», pensó. Brun no era hombre insensible y tenía en alta estimación a su hermana. A pesar de los problemas que había tenido con su compañero, siempre se había portado bien; era un ejemplo para las demás mujeres, y pocas veces le molestaba con nimiedades. Tal vez debiera dejarla hablar, lo que no implicaba que tuviera que actuar de acuerdo con su solicitud. Se inclinó y le tocó el hombro.
    El aliento de Iza estalló al sentir el contacto: no se había dado cuenta de que estaba aguantando la respiración. ¡La iba a dejar hablar! Había tardado tanto en decidirse que estaba segura de que la ignoraría. Iza se puso en pie y, señalando hacia el saliente, dijo una sola palabra: «Cueva».

    04

    Brun giró sobre sus talones y echó a andar a grandes zancadas hacia el saliente. Apenas lo rodeó, se detuvo, impresionado por la vista que se extendía más allá; la excitación hirvió en sus venas. ¡Una cueva! ¡Y qué cueva! Desde el instante en que la vio, supo que era la cueva que estaba buscando, pero luchó por controlar sus emociones, por refrenar sus esperanzas incipientes. Con un esfuerzo consciente se centró en los detalles de la cueva y su situación. Era tan intensa su concentración que apenas se fijó en la niña.
    Desde su posición favorable, a unos cientos de metros, la boca más o menos triangular, abierta en la roca de un gris oscuro de la montaña, parecía suficientemente ancha para brindar en su interior un espacio más que adecuado en el cual alojar a su clan. La abertura daba al sur, expuesta a la luz del sol la mayor parte del día. Como para confirmarlo, un rayo de luz, abriéndose paso entre las nubes, iluminó el suelo rojizo de la ancha terraza que se extendía delante de la cueva. Brun recorrió el área con la mirada, efectuando un rápido examen. Un ancho risco al norte y otro similar al sureste ofrecían protección contra los vientos. «Había agua cerca», pensó, anotando una característica positiva más en la lista mental que se alargaba, al ver el río que corría al pie de una leve pendiente al oeste de la cueva. Era, con mucho, el lugar más prometedor que había visto. Hizo señas a Grod y a Creb, reprimiendo su entusiasmo mientras esperaba que se acercaran a él para examinar más de cerca la cueva.
    Los dos hombres se apresuraron a acercarse a su jefe, seguidos por Iza, que iba en busca de Ayla. También ella echó una mirada escrutadora a la cueva y asintió satisfecha con la cabeza antes de regresar con la niña al grupo de gente que se agitaba excitadamente. La emoción reprimida de Brun se estaba comunicando. Todos sabían que se había encontrado una cueva y sabían que Brun consideraba que tenía buenas posibilidades. Perforando la oscuridad amenazadora del cielo encapotado, brillantes rayos de sol parecían cargar la atmósfera de esperanzas a juego con el humor del clan que aguardaba lleno de ansiedad.
    Brun y Grod cogieron sus lanzas mientras los tres hombres se acercaron a la cueva. No vieron señales de presencia humana, pero eso no garantizaba que la cueva no estuviera habitada. Había pájaros entrando y saliendo por la enorme abertura gorjeando y trinando mientras se cernían en el aire y giraban. «Los pájaros son un buen augurio», pensó Mog-ur. A medida que se acercaban caminando con precaución, apartándose de la boca, Brun y Grod examinaban cuidadosamente señales frescas y excrementos. Los más recientes tenían varios días. Los rastros y las anchas señales de dientes marcados en pesados huesos quebrados por potentes mandíbulas contaban su historia: una manada de hienas había utilizado la cueva como refugio provisional. Los devoradores de carroña habían atacado a un viejo ciervo inútil y arrastrado su cadáver hasta la cueva para terminar de comerlo tranquilos y con una seguridad relativa.
    Fuera, a un lado, cerca del extremo occidental de la abertura, alojada en una maraña de plantas trepadoras y matorrales, había una poza alimentada por un manantial que desaguaba en un arroyuelo, el cual, a su vez, iba a desembocar en el río. Mientras los demás esperaban, Brun siguió la corriente manantial arriba y vio que salía de la roca, un poco del lado abrupto, áspero y cubierto de vegetación de la cueva. El agua que centelleaba justo fuera de la boca de la cueva era fresca y pura. Brun sumó la poza a las ventajas del emplazamiento y se reunió con los demás. El sitio era bueno, pero la decisión dependía de la cueva misma. Los dos cazadores y el mago tullido se prepararon para entrar por la ancha y oscura abertura.
    Volviendo al extremo oriental, los hombres miraron hacia el vértice de la entrada triangular, muy por encima de sus cabezas, al pasar al agujero horadado en la montaña. Con todos los sentidos en estado de alerta, avanzaron cautelosamente por el interior de la cueva pegándose a la pared. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, miraron asombrados a su alrededor. Un alto techo abovedado dominaba un salón inmenso suficientemente ancho para dar cobijo aun número de personas superior al de los miembros del clan. Avanzaron paso a paso a lo largo de la áspera roca en busca de orificios que pudieran conducir a profundidades mayores. Cerca del fondo surgía de la pared otro manantial formando una poza pequeña y oscura que se desvanecía en el suelo terroso y seco poco más allá. Pasando la poza, la muralla de la caverna formaba un ángulo hacia la entrada. Siguiendo la muralla oeste de vuelta hacia la entrada, vieron, gracias a la luz que aumentaba progresivamente, una oscura grieta abierta en la muralla gris tenue. A una señal de Brun, Creb interrumpió su avance arrastrado mientras Grod y el jefe se aproximaban a la fisura y miraban dentro.
    — ¡Grod! —ordenó Brun, acentuando con un gesto lo que necesitaba.
    El segundo—al—mando echó a correr hacia fuera en tanto que Brun y Creb esperaban, tensos. Grod examinó la vegetación que crecía fuera y después se dirigió a un bosquecillo de pino plateado. Grumos de dura resina, filtrada a través de la corteza, formaban parches brillantes sobre los troncos. Arrancó la corteza, y una savia fresca, pegajosa, empezó a manar de la herida del árbol. Rompió algunas ramas secas que seguían colgando por debajo de las vivas, cubiertas de agujas verdes, y sacando un hacha de un pliegue de su ropa, machacó una rama verde y la desgajó. Envolvió la corteza resinosa y las ramitas secas con hierbas duras y las sujetó al extremo de la rama verde; entonces, sacando con cuidado el carbón vivo del cuerno de uro que llevaba en la cintura, lo acercó a la resina y comenzó a soplar. Pronto pudo regresar a la cueva llevando en la mano una antorcha encendida.
    Con Grod sosteniendo la luz muy por encima de su cabeza y Brun yendo por delante con la maza dispuesta, entraron los dos en la negra fisura. Avanzaron lentamente por un enorme corredor angosto que al cabo de unos cuantos pasos trazaba un ángulo abrupto, hacia el fondo de la cueva; justo después del ángulo, se abría una segunda cueva. La pieza, mucho más pequeña que la principal, era casi circular; amontonados contra la muralla del fondo, unos huesos dejaron ver su albura a la luz vacilante de la antorcha. Brun se acercó para ver mejor y sus ojos casi se le salieron de las órbitas; esforzándose por controlar su emoción, hizo una señal a Grod y ambos se retiraron rápidamente.
    Mog-ur estaba esperando con ansiedad, apoyado pesadamente en su báculo. Al ver salir a Brun y a Grod de la oscuridad, el mago se sorprendió: no era habitual que Brun se mostrase tan agitado. A un gesto de éste, Mog-ur siguió a los dos hombres por el oscuro corredor; cuando llegaron a la sala pequeña, Grod levantó la antorcha. Los ojos de Mog-ur se entrecerraron al ver el montón de huesos. Avanzó rápidamente y su cayado rebotó ruidosamente en el suelo mientras él se dejaba caer de rodillas. Buscando entre el montón, vio un objeto largo y oblongo; haciendo a un lado los demás huesos, tomó en sus manos una calavera.
    No cabía la menor duda. El arco frontal abombado de la calavera hacía juego con la que llevaba Mog-ur en su manto. Se sentó, levantó el enorme cráneo hasta su ojo y miró los oscuros orificios de los ojos con incredulidad y veneración. Ursus había utilizado aquella cueva. Dada la enorme cantidad de huesos, habían hibernado allí osos cavernarios durante muchos inviernos.
    Mog-ur comprendía ahora la excitación de Brun. Era la mejor señal posible. Esta cueva había sido la morada del Gran Oso Cavernario. La esencia de la voluminosa criatura a la que el clan reverenciaba por encima de todas las demás, honraba por encima de todas las demás, impregnaba la roca misma de las murallas de la cueva. La suerte y la buena fortuna estaban garantizadas para el clan que viviera allí. Por la edad de los huesos, resultaba evidente que la caverna había quedado deshabitada durante años, esperando que ellos la encontraran.
    Era una cueva perfecta, bien situada, espaciosa, con un anexo para los rituales secretos, que podría ser usado en invierno y en verano: un anexo del que emanaba el misterio sobrenatural de la vida espiritual del clan. Mog-ur estaba ya imaginando las ceremonias. Aquella pequeña cueva sería su dominio. La búsqueda había concluido, el clan tenía un hogar... siempre que la primera cacería fuera afortunada.
    Cuando los tres hombres salieron de la cueva, el sol brillaba, las nubes se retiraban rápidamente impulsadas por un aire cortante que venía del este; Brun lo tomó como un buen augurio. No habría importado que las nubes se hubieran abierto dejando caer un diluvio acompañado de rayos y truenos; lo habría considerado como una buena señal. Nada podría haber empañado su exaltación ni anulado su sentimiento de satisfacción. Estaba en pie en la terraza que había delante de la cueva y miraba el paisaje que se divisaba desde allí. En frente, por una hendidura abierta entre dos colinas, podía ver una enorme extensión centelleante de agua. No se había percatado de que estuviera cerca, y eso le trajo a la mente un recuerdo que resolvió el enigma de la temperatura que subía rápidamente y de la insólita vegetación.
    La cueva se encontraba en los contrafuertes de una cadena de montañas en el extremo sur de una península que avanzaba en medio de un mar interior. La península estaba unida en dos puntos a la tierra firme. El istmo principal era una ancha lengua de tierra hacia el norte, mientras que una faja estrecha de pantanos salados constituía un nexo con las altas tierras montañosas del este. El pantano salado era también un canal de desagüe en plena marisma para un pequeño mar interior situado en el ángulo noreste de la península.
    Las montañas que tenían detrás protegían la franja costera del helado frío invernal y de los terribles vientos procedentes del glaciar continental situado al norte. Los vientos marítimos, moderados por las aguas del mar, que nunca se congelaban, creaban una angosta faja templada en el extremo sur protegido y proporcionaban suficiente humedad y calor para la densa selva de árboles de madera dura y anchas hojas caducas comunes a las regiones frías templadas.
    La cueva tenía una ubicación ideal; disponía de la mejor de dos mundos. Las temperaturas eran más altas que las que prevalecían en las áreas circundantes y había madera abundante para abastecer de combustible durante los helados meses del invierno. Tenían al alcance de la mano un amplio mar, lleno de peces y mariscos, y las rocas que bordeaban el ribazo albergaban a una colonia de aves marinas y sus huevos en nidos accesibles. La selva templada era un paraíso para quienes fueran en busca de frutos, nueces, bayas, semillas, verduras y hortalizas. Tenían acceso al agua dulce de arroyos y ríos. Y lo que era más importante, estaban cerca de las estepas cuyas extensas praderas sustentaban a las abundantes manadas de grandes animales herbívoros, que no sólo proporcionaban carne, sino también pieles para vestirse y útiles para la vida cotidiana. El pequeño clan de cazadores—merodeadores vivía de la tierra y aquella tierra brindaba una abundancia abrumadora.
    Brun apenas sentía la tierra bajo sus pies mientras regresaba junto al clan que le aguardaba. No podía imaginar una cueva más perfecta. «Los espíritus han regresado —pensaba—. Quizá nunca nos hayan abandonado, tal vez lo único que deseaban era que nos mudáramos a esta cueva más amplia y más bella. ¡Claro que sí! ¡Tenía que ser eso! Se habían cansado de la vieja cueva, querían un nuevo hogar, de modo que provocaron un terremoto para obligarnos a abandonarla. Quizá la gente que murió era necesaria en el mundo de los espíritus; y en compensación, nos condujeron a esta nueva cueva. Tienen que haber estado sometiéndome a prueba, poniendo a prueba mi liderazgo. Por eso no podía yo decidir si habríamos de volvernos atrás.» Brun estaba satisfecho de ver que sus cualidades como jefe no habían fallado. Si no hubiera sido una falta de decoro, habría echado a correr para contárselo a los demás.
    Al aparecer los tres hombres, no fue necesario decirle a nadie que el viaje había terminado. Lo sabían todos. Entre los que esperaban, sólo Iza y Ayla habían visto la cueva, y sólo Iza podía valorarla; desde el principio estuvo segura de que Brun la reclamaría. «Ahora no puede obligar a Ayla a que se vaya —pensaba Iza—; de no haber sido por ella, Brun habría dado media vuelta antes de que la encontráramos. Su tótem debe de ser muy poderoso y además afortunado. También a nosotros nos ha traído suerte». Iza miró a la niña que estaba a su lado, ignorante de la excitación que había causado. «Pero si tiene tanta suerte, ¿por qué perdió a su gente? —Iza meneó la cabeza—. Nunca comprenderé los caminos de los espíritus».
    También Brun estaba mirando a la niña. Tan pronto como vio a la mujer y a la niña, recordó que había sido Iza quien le habló de la cueva, y nunca habría sabido de ella de no haber ido en busca de Ayla. Al jefe le había molestado ver que la niña echaba a andar por su cuenta; había dicho a todos que esperaran. Pero si ella no se hubiera mostrado indisciplinada, la cueva habría pasado inadvertida. ¿Por qué la habrían llevado los espíritus hacia la cueva antes que a nadie? Mog-ur tenía razón, siempre tenía razón: los espíritus no estaban enojados por la compasión de Iza, no estaban molestos por la presencia de Ayla entre ellos. Más bien parecía que la favorecieran.
    Brun miró al hombre deforme que debería haber sido jefe en su lugar. «Tenemos suerte de que mi hermano sea nuestro Mog-ur. Es curioso —pensó—; no he pensado en él como mi hermano desde hace mucho tiempo... Desde que éramos niños.» Brun solía pensar siempre en Creb como su hermano cuando era joven y luchaba por adquirir el control de sí mismo, esencial para los hombres del clan, en especial para el que habría de ser jefe. Su hermano mayor habría librado su propia batalla contra el dolor y el ridículo porque no podía cazar, y parecía saber cuándo estaba Brun al borde del llanto. La mirada dulce del hombre tullido tenía un efecto calmante ya por aquel entonces, y Brun siempre se sentía mejor cuando Creb estaba sentado a su lado, brindándole el consuelo de su comprensión silenciosa.
    Todos los niños nacidos de la misma mujer eran hermanos, pero sólo los hermanos de un mismo sexo se referían unos a otros empleando el término más íntimo de hermano o hermana, y eso sólo de jóvenes o en contadas ocasiones de una especial intimidad. Los varones no tenían hermanas ni las mujeres hermanos; Creb era hermano de Brun; Iza no tenía hermanas y era sólo un familiar de ellos dos.
    Hubo un tiempo en que Brun sintió lástima de Creb, pero hacía mucho tiempo que se había olvidado de sus deficiencias en vista de su saber y su poder. Casi había dejado de considerarlo como un hombre, sino como el gran mago cuyos sabios consejos solicitaba con frecuencia. Brun no creía siquiera que su hermano lamentara no ser jefe, pero había veces en que se preguntaba si el tullido no lamentaría no tener una compañera y los hijos de ésta. A veces las mujeres podían ser exasperantes, pero a menudo proporcionaban calor y placer al hogar de un hombre. Creb nunca tuvo compañera, nunca aprendió a cazar, nunca conoció los gozos ni las responsabilidades de los hombres, pero era Mog-ur, el Mog-ur.
    Nada sabía Brun acerca de la magia y muy poco de los espíritus, pero era jefe y su compañera había dado a luz un hermoso hijo. Él se hinchaba de orgullo al pensar en Broud, el muchacho al que estaba adiestrando para que ocupara su puesto algún día. «Le llevaré a la próxima cacería —decidió repentinamente Brun—, la cacería para la fiesta de la cueva; puede ser la cacería de su virilidad. Si cobra su primera pieza, podemos incluir los ritos de su virilidad en la ceremonia de la cueva. Eso sí que enorgullecería a Ebra. Broud es suficientemente adulto y, además, fuerte y valiente. Un poco obstinado a veces, pero está aprendiendo a dominar su genio.» Brun necesitaba un cazador más. Ahora que el clan tenía una cueva, les esperaba mucho trabajo para preparar el invierno siguiente. El muchacho contaba casi doce años, más que suficientemente mayor para la virilidad. «Broud puede compartir los recuerdos por vez primera en la nueva cueva —pensó Brun—.Eso sería especialmente bueno; Iza hará la bebida.»
    « ¡Iza! ¿Qué voy a hacer con Iza? ¿Y esa niña? Iza se ha encariñado ya con ella, por extraña que sea. Debe de ser porque ha vivido tantos años sin tener hijos. Pero pronto tendrá uno propio, y ahora no tiene compañero que la mantenga. Con la niña, serán dos criaturas por quienes preocuparse. Iza no es ya joven, pero está embarazada y tiene su magia y su posición, lo cual honraría a cualquier hombre. Quizá uno de los cazadores la aceptase por segunda esposa de no ser por la extraña niña. La extraña favorecida por los espíritus. Realmente podría provocar su descontento si la expulsaba ahora; podrían hacer nuevamente temblar la tierra.» Brun se estremeció.
    «Sé que Iza quiere quedarse con ella, y fue ella quien me habló de la cueva. Merece ser honrada por ello, pero que no parezca demasiado evidente. Si la dejo quedarse con la niña, eso será honrarla, pero la niña no pertenece al clan. ¿La querrán los espíritus del clan? Ni siquiera tiene un tótem; ¿cómo se le puede permitir quedarse con nosotros si no tiene tótem? ¡Los espíritus! ¡No entiendo a los espíritus!». ..
    — ¡Creb! —llamó Brun. El mago se volvió al oírle, sorprendido de que Brun le llamara por su nombre personal, y fue cojeando hacia el jefe cuando éste le hizo señas de que deseaba hablar con él en privado.
    —Esa niña, la que ha recogido Iza, ya sabes que no pertenece al clan, Mog-ur —comenzó Brun, no muy seguro de cómo empezar. Creb esperó—. Tú fuiste quien dijo que debería dejar que Ursus decidiera si ha de vivir. Bueno, parece que lo ha decidido, pero, ¿qué hacemos ahora con ella? No pertenece al clan; no tiene tótem. Nuestros tótems no van a permitir siquiera que alguien de otro clan se encuentre en la ceremonia para preparar una cueva; sólo está permitido a aquellos cuyos espíritus han de vivir en ella. Es tan joven que nunca podrá sobrevivir si la dejamos sola, y ya sabes que Iza desea quedarse con ella, pero, ¿qué pasará con la ceremonia de la cueva?
    Creb había estado esperando que algo así sucediera, y ya estaba preparado.
    —La niña tiene un tótem, Brun, un fuerte tótem. Lo que pasa es que no sabemos cuál es. Ha sido atacada por un león cavernario; sin embargo, lo único que le ha quedado han sido unos cuantos arañazos.
    — ¡Un león cavernario! Pocos cazadores saldrían tan bien librados.
    —Sí; y, además, vagó sola mucho tiempo, estuvo a punto de morir de hambre, pero no murió, y fue puesta en nuestro camino para que Iza la encontrara. Y no lo olvides: tú no lo impediste, Brun. Es joven para una prueba tan peligrosa —prosiguió Mog-ur—, pero creo que estaba siendo puesta a prueba por su tótem para ver si era merecedora. Su tótem no sólo es fuerte, es afortunado. Todos podríamos compartir su buena fortuna, tal vez la estemos compartiendo ya.
    — ¿Te refieres a la cueva?
    —Le fue mostrada a ella antes que a nadie. Estábamos preparados para regresar; nos trajiste tan cerca, Brun...
    —Los espíritus me guiaron, Mog-ur. Querían un nuevo hogar.
    —Sí, desde luego que te guiaron, pero, a pesar de todo, mostraron la cueva primero a la niña. He estado pensando, Brun. Hay dos niños que no saben cuáles son sus tótems. No he tenido tiempo; encontrar una cueva era más importante. Creo que deberíamos incluir una ceremonia de tótem para esos niños cuando santifiquemos la cueva. Les traería suerte y complacería a sus madres.
    — ¿Qué tiene que ver eso con la niña?
    —Cuando yo me concentre para identificar los tótems de los dos bebés, pediré también el de ella. Si su tótem se me revela, puede ser incluida en la ceremonia. No sería mucho pedir de ello, y al mismo tiempo podemos aceptarla dentro del clan. No habrá problema, entonces, para que se quede.
    — ¡Aceptarla dentro del clan! No pertenece al clan, ha nacido de los otros. ¿Quién ha hablado de aceptarla dentro del clan? Eso no nos será permitido, a Ursus no le gustará. Nunca se ha hecho antes de ahora —protestó Brun—. No estaba pensando en hacerla una de nosotros, sólo me preguntaba si los espíritus le permitirán vivir entre nosotros hasta que sea mayor.
    —Iza salvó su vida, Brun, y lleva ahora parte del espíritu de la niña; eso hace que forme parte del clan. Estuvo a punto de pasar al otro mundo, pero ahora vive. Es casi lo mismo que haber nacido de nuevo, nacido en el clan. —Creb podía ver cómo el jefe apretaba las mandíbulas en señal de protesta y prosiguió rápidamente antes de que Brun pudiera decir nada.
    —La gente de un clan se une a otros clanes, Brun; eso nada tiene de insólito. Hubo una época en que los jóvenes de varios clanes se reunían para formar nuevos clanes. Acuérdate de la última reunión del clan: ¿no decidieron dos pequeños clanes unirse para formar uno solo? Ambos estaban mermados, no nacían suficientes niños, y entre los que nacían no eran suficientes los que pasaban de su primer año. Introducir a alguien en un clan no es ninguna novedad —razonó Creb.
    —Es cierto, a veces la gente de un clan se une con otro, pero la niña no pertenece al clan. Ni siquiera sabes si el espíritu de su tótem hablará contigo, Mog-ur; y si lo hace, ¿cómo estarás seguro de que la comprendes? ¡Yo no puedo siquiera comprenderla a ella! ¿Crees realmente que podrás hacerlo? ¿Descubrir su tótem?
    —Puedo intentarlo al menos. Pediré a Ursus que me ayude. Los espíritus tienen su propio lenguaje, Brun. Si está destinada a unirse a nosotros, el tótem que la protege se hará comprender.
    Brun reflexionó un momento.
    —Pero aun cuando puedas descubrir su tótem, ¿qué cazador la aceptará? Iza y su bebé serán suficiente carga, y no disponemos de tantos cazadores. Hemos perdido a alguien más que al compañero de Iza en el terremoto. El hijo de la compañera de Grod murió, y era un cazador joven y fuerte. El compañero de Aga ha desaparecido y ella tiene dos hijos, y su madre comparte su fuego. —Una sombra de dolor pasó por los ojos del jefe al pensar en los muertos de su clan—. Y Oga —prosiguió Brun—. Primero fue corneado el compañero de su madre, y justo después ésta murió en el derrumbe. He dicho a Ebra que nos quedamos con la niña. Oga es casi una mujer; cuando sea suficientemente grande, creo que se la daré a Broud; eso le complacerá. —Brun se quedó pensando, distraído por un momento al pensar en las demás responsabilidades que le incumbían—.Hay suficientes obligaciones para los hombres que quedan, sin agregar a la niña, Mog-ur. Si la acepto en el clan, ¿a quién podré asignar a Iza?
    — ¿A quién pensabas dársela hasta que la niña fuera suficientemente mayor para dejarnos, Brun? —preguntó el hombre tuerto. Brun se mostró incómodo, pero Creb prosiguió antes de que pudiera responderle—: No es necesario cargar a un cazador con Iza o la niña, Brun. Yo proveeré por ellas.
    — ¡Tú!
    — ¿Y por qué no? Son hembras. No hay varones que adiestrar, por lo menos no los hay de momento. ¿Acaso no tengo derecho a la parte del Mog-ur sobre cada cacería? Nunca la he reclamado completa, no la necesitaba, pero puedo hacerlo. ¿No sería más fácil que todos los cazadores me entregaran la parte completa asignada a Mog-ur para que yo pueda mantener a Iza y a la niña, en vez de cargar a un cazador con ellas dos? De todos modos, había pensado en hablarte de establecer mi propio hogar en cuanto encontráramos una cueva, para sustentar a Iza, a menos que otro hombre la quiera. He compartido un fuego con mi hermana durante muchos años; sería difícil para mí cambiar, al cabo de tanto tiempo. Además, Iza alivia mi artritis. Si su hijo es niña, también me quedaré con ella. Si es un niño... bueno, ya nos preocuparemos de eso entonces.
    Brun dio vueltas a la idea en la cabeza. «Sí, ¿por qué no? Sería más cómodo para todos. Pero, ¿por qué querrá hacerlo Creb? Iza le cuidaría su artritis sin importar qué fuego compartiera. ¿Por qué un hombre de su edad quiere súbitamente preocuparse por niños pequeños? ¿Por qué habría de asumir la responsabilidad de adiestrar y disciplinar a una niña ajena? Tal vez sea eso: que se siente responsable.» A Brun no le seducía la idea de introducir a la niña en su clan; le hubiera gustado que el problema no se hubiera presentado nunca, pero le molestaba más aún la idea de tener viviendo con ellos a una intrusa, y además, fuera de su control. Quizá fuera mejor aceptarla y adiestrarla debidamente, como debe hacerse con una mujer. Podría igualmente ser más fácil para el resto del clan. Y si Creb estaba dispuesto a tomarlas, a Brun no se le ocurría razón alguna para no permitirlo.
    Brun hizo un ademán de aquiescencia.
    —Está bien: si puedes descubrir su tótem, la aceptaremos en el clan, Mog-ur, y puede vivir en tu hogar, por lo menos hasta que Iza dé a luz. —Por primera vez en su vida, Brun estaba abrigando la esperanza de que la criatura que iba a nacer fuera una niña y no un niño.
    Una vez tomada la decisión, el jefe experimentó una sensación de alivio. El problema de lo que se podría hacer con Iza había estado preocupándole, pero lo había hecho a un lado; tenía problemas más importantes de qué ocuparse. La sugerencia de Creb no sólo le brindaba la solución a una decisión compleja que debía tomar como jefe del clan, sino que resolvía también un problema mucho más personal. Por mucho que se esforzaba, desde que el terremoto había matado a su compañero, no se le ocurría otra alternativa que acoger a Iza y a su hijo, y probablemente también a Creb, en su hogar. Ya tenía la responsabilidad de Broud y Ebra, y ahora la de Oga. Más gente provocaría fricciones en el único lugar en donde podía descansar y bajar algo la guardia. Además, también era posible que a su compañera aquello no la hiciera muy feliz.
    Ebra se llevaba bastante bien con su hermana, pero, ¿juntas en el mismo fuego? Aun cuando nunca se había comentado nada abiertamente, Brun sabía que Ebra envidiaba la posición de Iza. Ebra estaba apareada con el jefe; en la mayoría de los clanes, ella sería la mujer de más alta posición. Pero Iza era una curandera cuya estirpe podía ser rastreada, en línea ininterrumpida, entre los curanderos más respetados y prestigiosos del clan. Tenía posición por derecho propio, no por su compañero. Cuando Iza recogió a la niña, Brun pensó que tendría que adoptarla también a ella. No se le había ocurrido que Mog— ur pudiera asumir la responsabilidad no sólo de sí mismo, sino de Iza y sus hijos también. Creb no podía cazar, pero Mog-ur contaba con otros recursos.
    Una vez resuelto el problema, Brun se acercó rápidamente a su clan, que estaba esperando ansiosamente que su jefe confirmara lo que ya habían adivinado. Él dio la señal:
    —No viajaremos más; se ha encontrado una cueva.
    —Iza —dijo Creb mientras la mujer preparaba una infusión de sauce para Ayla—. Esta noche no voy a cenar.
    Iza inclinó la cabeza por toda respuesta. Sabía que iba a meditar como preparación para la ceremonia. Nunca comía cuando iba a meditar.
    El clan había acampado junto al río al pie de la suave pendiente que subía hasta la cueva. Sólo cuando ésta fuera consagrada por el ritual correspondiente, pasarían a vivir en ella. Aun cuando no sería propicio mostrarse demasiado ansioso, cada uno de los miembros del clan encontró algún pretexto para acercarse lo suficiente y mirar hacia dentro. Las mujeres que recogían leña y hierbas se las arreglaban para ir a buscarlas junto a la abertura, y los hombres seguían a las mujeres, con la evidente intención de vigilarlas. El clan estaba tenso, pero de un ánimo excelente. La ansiedad que habían experimentado desde el terremoto se había desvanecido. Les agradaba el aspecto que presentaba la gran caverna nueva; aun cuando resultaba difícil ver muy adentro de la cueva oscura y sin alumbrar, podían divisar lo suficiente para entrever que era espaciosa, mucho más amplia que su cueva anterior. Las mujeres señalaban con deleite la poza de agua de manantial justo al lado. No tendrían que ir hasta el río en busca de agua. Estaban deseando que se efectuara la ceremonia de la cueva, uno de los pocos ritos en que tomaban parte las mujeres, y todos anhelaban ir a vivir allí dentro.
    Mog-ur se alejó del atareado campamento. Andaba buscando un lugar tranquilo para pensar sin que le molestaran. Mientras seguía el curso del río que corría veloz a reunirse con el mar interior, una suave brisa volvió a soplar desde el sur, agitando su barba. Sólo unas cuantas nubes lejanas empañaban la claridad cristalina del cielo crepuscular. La maleza era densa y lujuriante; Mog-ur tuvo que buscar su camino rodeando los obstáculos, pero apenas se daba cuenta, pues tenía la mente absorta en una profunda concentración. Un ruido procedente del matorral cercano le hizo pararse en seco. Era una región desconocida y su única defensa era el robusto cayado que le ayudaba a caminar, pero en su mano vigorosa podía resultar un arma defensiva formidable. Lo sostuvo preparado para cualquier cosa, mientras escuchaba los gruñidos y ronquidos que venían de la espesa maleza y los ruidos de ramas quebradas procedentes de los arbustos que se movían. De repente, un animal salió disparado de la pantalla de espesa vegetación. Su cuerpo grande y potente estaba sostenido por unas patas cortas y robustas. Unos caninos inferiores agudos y amenazadores salían como colmillos a ambos lados de su hocico. El nombre del animal se le representó aun cuando nunca anteriormente había visto un jabalí. El cerdo salvaje le miró belicosamente, arrastró las pezuñas sin saber qué hacer y acabó por ignorar al hombre; hocicando en la tierra blanda, volvió a penetrar en el matorral. Creb dio un suspiro de alivio y prosiguió su camino río abajo. Se detuvo en una estrecha playa arenosa, tendió su manto, puso encima la calavera del oso cavernario y se sentó frente a ella. Hizo los ademanes ceremoniosos para pedir ayuda a Ursus y después apartó su mente de cualquier pensamiento que no fuera el de los bebés que necesitaban saber cuáles eran sus tótems.
    Los niños habían intrigado siempre a Creb. Con frecuencia, mientras estaba sentado en medio del clan, aparentemente perdido en sus pensamientos, observaba a los niños sin que nadie se percatara de ello. Uno de los más jóvenes era un niño robusto y fornido de más o menos medio año, quien había lanzado alaridos belicosos al nacer y muchas veces más después, principalmente cuando quería que le alimentaran. Desde que nació, Borg empezó a hocicar el suave pecho de su madre, hasta que encontraba el pezón, y dando gruñiditos de placer mientras mamaba. Le recordaba, pensó Creb con sentido humorístico, al jabalí que había visto gruñir mientras hocicaba en la tierra blanda. El jabalí era un animal digno de respeto. Era inteligente, sus feroces colmillos podían causar graves daños en cuanto el animal fuera azuzado, y las cortas patas podían moverse con una velocidad pasmosa si decidía lanzarse a la carga. Ningún cazador desdeñaría semejante tótem. «Y será adecuado para el nuevo lugar; su espíritu reposará a gusto en la nueva caverna. Es un jabalí», decidió, convencido de que el tótem del niño se había mostrado para que el mago se acordara de él.
    Mog-ur se sintió satisfecho con su elección y volvió su atención hacia el otro bebé. Ona, cuya madre había perdido a su compañero durante el terremoto, había nacido poco antes del cataclismo. Vorn, su hermano de cuatro años de edad, era ahora el único varón junto al fuego. Aga pronto necesitaría otro compañero, meditaba el mago, uno que se encargara también de Aba, su anciana madre. «Pero ése es problema de Brun; en quien debo pensar es en Ona, no en su madre.»
    Las nenas necesitaban tótems más amables; no podían ser más fuertes que un tótem de hombre, pues entonces combatirían la esencia fecundadora y la mujer no podría tener hijos. Pensó en Iza; su saiga, el antílope de las estepas, había sido demasiado para que el tótem de su compañero pudiera superarla durante muchos años... ¿sería realmente eso? A menudo se preguntaba Mog-ur al respecto. Iza conocía mucha más magia de la que mucha gente creía, y no era feliz con el hombre al que había sido entregada. No era que él la censurara por ello: siempre se había portado debidamente, pero la tensión que había entre ellos era visible. «Bien, ahora ya no está el hombre —pensó Creb—, y será Mog-ur su proveedor, ya que no precisamente su compañero.»
    Como hermano suyo, Creb nunca podría aparearse con Iza, eso iría en contra de toda tradición, pero hacía ya tiempo que él había perdido el deseo de tener compañera. Iza era buena compañía, había cocinado para él y le había cuidado durante muchos años, y ahora sería mucho más agradable estar juntos alrededor del fuego sin aquella animosidad latente y continua. Ayla podría hacerlo mucho más agradable aún. Y Creb experimentó una bocanada de agradable calor al recordar los bracitos que se tendieron para abrazarle. «Más adelante —se dijo—, primero Ona.»
    Era una criatura tranquila y contenta que a menudo le miraba solemnemente con sus grandes ojos redondos. Ella lo observaba todo con un interés silencioso, sin pasar nada por alto, o por lo menos eso parecía. La imagen de una lechuza le pasó por la mente. « ¿Demasiado fuerte? La lechuza es un ave cazadora —pensó—, pero sólo caza animales pequeños. Cuando una mujer tiene un tótem fuerte, a su compañero le hace falta otro mucho más fuerte. Ningún hombre cuya protección sea débil puede aparearse con una mujer que tenga una lechuza por tótem, pero quizá ella necesite un hombre con fuerte protección.» Una lechuza, pues, fue su decisión. «Todas las mujeres necesitan compañeros con tótems fuertes. ¿Será por eso por lo que nunca he tomado yo compañera? —pensó Creb—. ¿Cuánta protección puede proporcionar un corzo? El tótem natal de Iza es más fuerte.» Hacía muchos años que Creb no recordaba al amable y tímido corzo como su tótem. También el corzo habitaba estas densas selvas, como el jabalí, recordó súbitamente. El mago era de los pocos que tenían dos tótems: el de Creb era el corzo, el de Mog-ur, Ursus.
    Ursus Spelaeus, el oso cavernario, el vegetariano corpulento mucho más alto que sus primos omnívoros, con casi el doble de estatura, con un gigantesco volumen velludo de tres veces el peso de aquéllos, el oso más grande que se haya conocido, que difícilmente se enfurecía. Pero una vez una osa nerviosa atacó a un niño indefenso y tullido que vagaba, sumido en sus reflexiones, demasiado cerca de un osezno. Fue la madre del niño quien lo encontró, desgarrado y sangrante, con el ojo arrancado junto con la mitad del rostro, y fue ella quien le cuidó hasta devolverle la salud. Amputó su brazo inútil, paralizado, por debajo del codo, aplastado por la enorme fuerza de la voluminosa criatura. Poco después, el Mog-ur anterior a él escogió por acólito al niño deformado y cubierto de cicatrices, y dijo al niño que Ursus le había escogido, sometido a prueba y hallado digno, y que le había quitado el ojo como señal de que Creb estaba bajo su protección. Sus cicatrices debería llevarlas con orgullo, le dijeron; eran la señal de su nuevo tótem.
    Ursus no permitió nunca que su espíritu fuera tragado por una mujer para producir un niño; el Oso Cavernario sólo brindaba su protección después de haber sometido a una prueba. Pocos eran los escogidos; menos aún los que sobrevivían. Su ojo fue el alto precio que tuvo que pagar, pero Creb no lo lamentaba. Él era el Mog-ur. Ningún mago tuvo nunca un poder como el suyo, y ese poder, Creb estaba convencido de ello, se lo había dado Ursus. Y ahora, Mog-ur estaba pidiendo ayuda a su tótem.
    Empuñando su amuleto, imploró al espíritu del Gran Oso para que le diera a conocer el espíritu del tótem que protegía a la niña nacida de los otros. Era una verdadera prueba para su habilidad, y no estaba muy seguro de que el mensaje pudiera llegar hasta él. Se concentró en la niña y en lo poco que de ella sabía. «Es valiente», pensaba. Se había encariñado abiertamente con él, y no había mostrado temor ante él ni ante el rechazo del clan. Cosa rara en una niña; por lo general, las niñas se escondían detrás de la madre en cuanto él se acercaba. Era curiosa y aprendía de prisa. Una imagen comenzó a formarse en su mente, pero la rechazó. «No, eso no es correcto, es una hembra, eso no es un tótem femenino.» Aclaró su mente y volvió a intentarlo, pero el cuadro volvió a presentársele. Decidió dejar que las cosas siguieran su curso; tal vez eso condujera a algo distinto.
    Veía una familia de leones cavernarios calentándose perezosamente al cálido sol estival de las estepas. Había dos cachorros. Uno brincaba gozosamente entre las altas hierbas agostadas, metiendo curiosamente el hocico en las cuevas de los pequeños roedores y gruñendo como si fuera a atacar; era una cachorra; era ella la que se convertiría en una leona, la principal cazadora de la familia, la que habría de llevar el producto de su caza a su compañero. La cachorra brincó hasta un macho de soberbia melena y trató de provocarle para que jugara con ella; sin temor alguno, tendió una zarpa y golpeó el enorme hocico del felino adulto. Era un toque suave, casi una caricia. El enorme león la derribó y apoyó en ella su pesada zarpa, para comenzar a lamer a la cachorrita con su lengua larga y áspera. «Los leones cavernarios crían a sus cachorros con afecto, y con disciplina también», pensó Creb, preguntándose por qué acudía a su mente aquella escena de familiar felicidad felina.
    Mog-ur trató de apartar su mente de la imagen y se esforzó por volver a concentrarse en la niña, pero la escena seguía presente.
    —Ursus —preguntó por medio de gestos— ¿un león cavernario? No puede ser. Una hembra no puede tener un tótem tan poderoso. ¿Con qué hombre podría aparearse?
    Ningún hombre de su clan tenía un tótem de León Cavernario, y no había muchos hombres en todos los clanes que lo tuvieran. Visualizó a la alta y flacucha niña, con sus brazos y piernas rectos, su rostro plano con una frente amplia y saliente, pálida y desdibujada; incluso sus ojos eran demasiado claros. «Va a ser una mujer fea —pensó sinceramente Mog-ur—. De todos modos, ¿qué hombre la va a querer?» Por su mente cruzó el pensamiento de la repulsión que él mismo inspiraba y la manera en que las mujeres le habían evitado, especialmente cuando era más joven. «Quizá nunca se aparee; si va a tener que vivir su vida sin hombre que la proteja, necesitará la protección de un tótem fuerte. Pero, ¿un león cavernario?» Trató de recordar si hubo alguna vez una mujer que tuviera por tótem al enorme felino.
    «No es realmente del clan», recordó, y no cabía duda de que su protección era fuerte, ya que, de lo contrario, no seguiría con vida. La habría matado aquel león cavernario. Aquel pensamiento cuajó en su mente. ¡El león cavernario! La había atacado, pero no la mató... ¿la habría atacado realmente? ¿No la habría sometido a prueba? Entonces otro pensamiento acudió a su mente y un escalofrío de comprensión le recorrió la espalda. Desaparecieron las dudas; ahora estaba seguro. «Ni el propio Brun podría ponerlo en duda», pensó. El león de las cavernas la había marcado con cuatro estrías paralelas en el muslo izquierdo. Las cicatrices las llevaría el resto de sus días. En una ceremonia, cuando Mog-ur grabó la marca del tótem de un joven en su cuerpo, ¡la marca de un león cavernario consistía en cuatro líneas paralelas grabadas en el muslo!
    «En un varón se graban en el muslo derecho; pero ella es hembra, y las marcas son las mismas. ¡Naturalmente! ¿Cómo no me había percatado de ello antes? El león sabía que le resultaría difícil al clan aceptarla, de manera que él mismo la marcó pero tan claramente que nadie pudiera confundirse. Y la marcó con las marcas del tótem del clan. El León Cavernario quería que el clan lo supiera. Quiere que viva con nosotros; se llevó a su gente para que ella tuviera que vivir con nosotros. ¿Por qué?» El mago se sentía agitado por una sensación de incomodidad, la misma incomodidad que experimentó después de la ceremonia de la noche en que la encontraron. Si hubiera sido capaz de elaborar un concepto que lo tradujera, habría dicho que era una premonición, pero matizada con una curiosa esperanza desconcertante.
    Mog-ur se sacudió aquella sensación. Nunca hasta entonces se le había presentado tan fuertemente un tótem; eso era lo que le desconcertaba, pensó. «El León Cavernario es su tótem; él la escogió lo mismo que Ursus me escogió a mí.» Mog-ur miró las cuencas oscuras y vacías de los ojos de la calavera que tenía enfrente. Con una aceptación profunda, se maravilló ante los caminos de los espíritus, una vez que se comprendían. Ahora estaba todo perfectamente claro. Se sentía aliviado... y abrumado. ¿Por qué aquella criatura necesitaría una protección tan poderosa?

    05

    Árboles de hojas negras temblaban y se agitaban con la brisa crepuscular, siluetas danzantes contra un cielo que se oscurecía. El campamento estaba silencioso, preparándose para la noche. Al leve resplandor del carbón encendido, Iza comprobó el contenido de varias bolsas pequeñas ordenadas en hileras sobre su manto, alzando de vez en cuando la mirada en la dirección en que había visto alejarse a Creb. Le preocupaba saber que estaba solo en bosques desconocidos, sin armas para defenderse. La niña dormía ya, y la mujer sintió que su preocupación aumentaba a medida que oscurecía.
    Previamente había examinado la vegetación que crecía alrededor de la cueva, para ver con qué plantas podía contar para reponer y enriquecer su farmacopea. Siempre llevaba consigo algunas cosas en la bolsa de piel de nutria, pero para ella, los paquetitos de hojas, flores, raíces, semillas y cortezas secas que llevaba en su bolsa de medicinas constituían únicamente primeros auxilios. En la nueva caverna tendría espacio para mayor cantidad y una diversidad más grande. Pero nunca iba muy lejos sin su bolsa de medicinas; constituía parte de su manto. Más aún: se habría sentido desnuda sin sus medicinas, no sin su manto.
    Por fin vio que el viejo mago volvía cojeando; aliviada, se apresuró a calentar la comida que había guardado para él, y puso a hervir el agua para su infusión de hierbas predilecta. Creb llegó arrastrando los pies, se sentó a su lado y vio cómo ponía las bolsas pequeñas dentro de la grande.
    — ¿Cómo está hoy la niña? —preguntó con un gesto.
    —Descansa mejor. Ya casi no le duele. Ha preguntado por ti —respondió Iza.
    Creb gruñó, secretamente complacido.
    —Haz un amuleto para ella por la mañana, Iza.
    La mujer inclinó la cabeza a modo de asentimiento y después se levantó de nuevo para comprobar cómo estaban el agua y la comida. Tenía que moverse. Se sentía tan feliz que no podía quedarse tranquilamente sentada. «Ayla va a quedarse. Creb ha tenido que hablar con su tótem», pensaba Iza, con el corazón palpitante de excitación. Las madres de los dos bebés habían hecho amuletos ese mismo día. Lo habían hecho muy a las claras, para que todos supieran que sus hijos conocerían sus tótems en la ceremonia de la cueva. Vaticinaba buena suerte para ellos y las dos mujeres casi reventaban de orgullo. « ¿Habría sido por eso por lo que Creb estuvo ausente tanto tiempo? Tiene que haber sido difícil para él.» Iza se preguntaba cuál sería el tótem de Ayla, pero se contuvo y no preguntó nada: de todos modos, se lo diría y ella se enteraría muy pronto.
    Llevó la comida para su hermano y la infusión para ambos. Se quedaron tranquilamente sentados uno junto a otro, aunados por un afecto cálido y confortable entre ellos. Cuando Creb terminó, eran ya los últimos que quedaban despiertos.
    —Los cazadores saldrán por la mañana —dijo Creb—. Si se les da bien la caza, la ceremonia será al día siguiente. ¿Estarás preparada?
    —He examinado la bolsa, hay suficientes raíces. Estaré preparada. —Iza mostró una bolsa pequeña en su mano: era diferente de las demás. El cuero había sido teñido de un rojo castaño fuerte con ocre rojo finamente pulverizado mezclado con la grasa de oso que se había empleado para curtir la piel de oso cavernario con que estaba hecha. Ninguna otra mujer tenía nada teñido de rojo sagrado, aun cuando todos los del clan llevaban algo de ocre rojo en sus amuletos. Era la reliquia más sagrada que Iza poseía—. Me purificaré por la mañana.
    Creb volvió a gruñir. Ese gruñido era el comentario habitual y anodino que empleaban los hombres para responder a una mujer. Venía a significar simplemente que se había comprendido lo que ella había dicho, sin atribuir demasiada importancia a lo que ella había dicho. Permanecieron en silencio un rato; finalmente Creb, después de dejar su taza, miró a su hermana.
    —Mog-ur proveerá para ti y la niña, y si tienes una hija, también para ella. Compartiréis mi fuego en la nueva cueva, Iza —dijo, y después tendió la mano hacia su báculo para levantarse y se alejó cojeando hasta su sitio de dormir.
    Iza había empezado a incorporarse pero volvió a sentarse, fulminada por el anuncio. Era lo último que hubiera esperado. Con su compañero desaparecido, sabía que algún otro hombre tendría que proveer para ella. Había tratado de no pensar en su sino —poco importaba lo que ella opinara, Brun no habría de consultarla—, pero no podía evitar pensar en ello de vez en cuando. Entre todas las opciones posibles, algunas no le agradaban y las demás las consideraba improbables.
    Estaba Droog; desde que murió la madre de Goov en el terremoto, se había quedado solo. Iza respetaba a Droog. Era el mejor tallador de herramientas del clan. Cualquiera podía sacar lascas de un trozo de pedernal para hacer un hacha tosca o un raspador, pero Droog tenía talento para hacerlo. Era capaz de modelar previamente la piedra de tal manera que las láminas que desprendiera tuvieran el tamaño y la forma que deseaba. Sus cuchillos, raspadores, todas sus herramientas, eran altamente valoradas. Si pudiera escoger entre todos los hombres del clan, Iza preferiría a Droog. Había sido bueno con la madre del acólito y en su relación había existido un cariño verdadero.
    Sin embargo, era más probable —y bien lo sabía Iza— que se lo asignaran a Aga. Aga era más joven y ya tenía dos hijos. Vorn, su hijo, necesitaría pronto de un cazador que se responsabilizara de su adiestramiento, y la pequeña Ona necesitaba un hombre capaz de proveer para ella hasta que creciera y se apareara. El tallador de herramientas estaría probablemente dispuesto a encargarse también de la madre de Aga, Aba; esta anciana necesitaba un lugar tanto como su hija. Asumir todas esas responsabilidades significaría un gran cambio en la vida del tranquilo y ordenado tallador de herramientas. Aga se mostraba algo insoportable a veces, y no tenía la comprensión que había tenido la madre de Goov, pero Goov pronto establecería su propio fuego y Droog necesitaba una mujer.
    Como compañero para ella, Goov estaba fuera de lógica: era demasiado joven, apenas un hombre, y ni siquiera se había apareado por primera vez. Brun no le daría nunca una mujer vieja, además de que Iza le consideraría más como un hijo que como un compañero.
    Iza había pensado en la posibilidad de vivir con Grod y Uka y con el hombre que se había apareado con la madre de Grod, Zoug. Grod era un hombre rígido y lacónico, pero nunca cruel, y su lealtad hacia Brun estaba fuera de discusión. No le habría importado vivir con Grod, siquiera fuese como segunda esposa. Pero Uka era hermana de Ebra y nunca había perdonado del todo a Iza su posición, por haber usurpado el lugar de su hermana. Y desde la muerte de su hijo antes de que se fuera a vivir a su propio hogar, Uka estaba triste y retraída. Ni siquiera Ovra, su hija, era capaz de aplacar algo el dolor de la mujer. «Hay demasiada desdicha en ese hogar», había pensado Iza.
    Nunca había considerado seriamente el fuego de Crug. Ika, su compañera y madre de Borg, era una mujer joven, sincera y amistosa. Ahí estaba lo malo: ambos eran muy jóvenes, y nunca se había llevado muy bien Iza con Dorv, el anciano que había sido compañero de la madre de Ika y que compartía su fuego.
    Quedaba Brun, pero ella no podía ser siquiera segunda mujer en su hogar puesto que era su hermana. No importaba mucho, pues ella tenía su propia posición. Por lo menos no era como aquella pobre anciana que finalmente encontró el camino del mundo de los espíritus durante el terremoto; procedía de otro clan, su compañero había fallecido hacía tiempo, nunca había tenido hijos y fue pasando de un hogar a otro, siempre como una carga; había sido una mujer sin posición, sin valor alguno.
    Pero la posibilidad de compartir un hogar con Creb, de que él proveyera para ella, no se le había pasado siquiera por las mientes. No había nadie en el clan, ni hombre ni mujer, a quien ella tuviera más afecto. «Si hasta quiere a Ayla, estoy segura. Es un arreglo perfecto, a menos que tenga yo un hijo varón. Un muchacho necesita vivir con un hombre que le pueda adiestrar para convertirle en cazador, y Creb no puede cazar.»
    «Podría tomar la medicina que me hiciera perderlo —pensó por un instante—. Entonces sí que estaría segura de no tener un varón.» Se palpó el estómago y meneó la cabeza: «No, es demasiado tarde y podría haber problemas». Se dio cuenta de que deseaba tener su bebé y, a pesar de su edad, el embarazo había transcurrido sin dificultad. Había muchas probabilidades de que la criatura fuera normal y saludable, y los niños eran demasiado valiosos para renunciar a ellos a la ligera. «Pediré nuevamente a mi tótem que el bebé sea niña; sabe que siempre he querido tener una niña. He prometido cuidarme para que el bebé sea saludable, con tal de que haga que sea niña.»
    Iza sabía que las mujeres de su edad podían tener problemas y tomaba alimentos y medicinas que eran buenos para las mujeres embarazadas. Aun cuando nunca había procreado, la curandera sabía más acerca del embarazo, el parto y la lactancia que la mayoría de las mujeres. Había ayudado a venir al mundo a todos los más jóvenes del clan y compartía sus conocimientos y sus medicamentos liberalmente con las demás mujeres. Pero había cierta magia, transmitida de madres a hijas, tan secreta que Iza preferiría morir antes que revelarla, especialmente a algún hombre. Cualquier hombre que se enterara no permitiría nunca que la usaran.
    El secreto se había mantenido sólo porque nadie, hombre ni mujer, preguntó sobre su magia a ninguna curandera. La costumbre de no preguntar directamente estaba tan arraigada que se había convertido en tradición, casi en ley. Iza podría compartir sus conocimientos si alguien manifestara interés, pero Iza nunca hablaba de su magia especial porque, si a un hombre se le ocurriera preguntar, ella no podría negarse a contestar —ninguna mujer podía negarse a contestar a un hombre— y a la gente del clan le era imposible mentir. Su manera de comunicación, que dependía del matiz sutil de cambios apenas perceptibles en expresiones, gestos y posturas, permitía que cualquier intento se captara al instante. Ni siquiera tenían un concepto para significar la mentira; su mayor aproximación a la falta de verdad era abstenerse de hablar, y eso, por lo general, se percibía, aun cuando solía tolerarse.
    Iza nunca mencionó la magia que había aprendido de su madre, pero la había estado usando. Esa magia impedía la concepción, impedía que el espíritu del tótem de un hombre entrara en la boca de la mujer para dar inicio a un niño. Al hombre que había sido su compañero nunca se le ocurrió preguntarle por qué no había concebido un hijo. Admitía que el tótem de ella era demasiado fuerte para una mujer. A menudo se lo decía y se quejaba ante los demás hombres diciéndoles que ésa era la razón por la que la esencia de su tótem no era capaz de sobreponerse a la del de ella. Iza empleaba las plantas que impiden la concepción porque deseaba avergonzar a su compañero. Quería que el clan y él mismo pensaran que el elemento fecundante del tótem de él era demasiado débil para derribar las defensas del suyo propio, a pesar de que la golpeaba.
    Las palizas se las daba, supuestamente, para obligar al tótem de ella a someterse, pero Iza sabía que él disfrutaba dándoselas. Al principio Iza tenía la esperanza de que su compañero la cediera a cualquier otro hombre si no le daba hijos. Odiaba al inflado fanfarrón aun antes de serle entregada, y cuando descubrió quién iba a ser su compañero, no pudo hacer otra cosa que aferrarse desesperadamente a su madre. Ésta sólo podía proporcionarle consuelo; no tenía más voz en el asunto que la hija. Pero el compañero no renunció a ella. Iza era curandera, la mujer de más alto rango en el clan, y dominarla le proporcionaba un sentimiento de virilidad. Cuando quedaron en entredicho la fuerza de su tótem y su virilidad, porque su compañera no tenía prole, el poder físico que ejercía sobre ella le servía de compensación. Aun cuando las palizas estaban permitidas con la esperanza de que dieran por resultado algún hijo, Iza sospechaba que Brun no las aprobaba. Estaba segura de que si Brun hubiera sido jefe por entonces, no la habría entregado a aquel hombre particular. Brun opinaba que un hombre no demostraba su virilidad dominando a una mujer; las mujeres no tenían más alternativa que someterse. Era indigno de un hombre pelear contra un adversario inferior o permitir que sus emociones fueran provocadas por una mujer. Era deber del hombre mandar en las mujeres, mantener la disciplina, cazar y proveer, controlar sus emociones y no mostrar la menor señal de dolor cuando sufría. Una mujer podía recibir un manotazo si era haragana o irrespetuosa, pero no con ira ni con deleite, sólo como disciplina. Aunque algunos hombres golpeaban a las mujeres con mayor frecuencia que otros, pocos eran los que lo tenían por costumbre. Sólo el compañero de Iza había hecho de las palizas una práctica regular.
    Una vez que Creb se unió a su hogar, su compañero se mostró más reacio aún a despedirla. Iza no era sólo curandera, era la mujer que cocinaba para Mog-ur. Si Iza abandonaba su hogar, Mog-ur también lo haría. Su compañero se había imaginado que el resto del clan pensaba que él estaba aprendiendo secretos del gran mago. En realidad, Creb nunca fue nada más que lo debidamente cortés mientras compartieron el mismo hogar, y en muchas ocasiones apenas se dignaba siquiera fijarse en el hombre. Especialmente, Iza estaba segura de ello, cuando Creb observaba una magulladura particularmente subida de color.
    A pesar de todas las palizas, Iza seguía haciendo uso de su magia botánica. Pero al sentirse embarazada, se resignó a su suerte. Algún espíritu había acabado por superar tanto a su tótem como a su magia.
    Quizá fuera el de él; pero, pensaba Iza, si el principio vital del tótem de su compañero había prevalecido finalmente, ¿por qué le habría abandonado ese espíritu cuando se derrumbó la cueva? Le quedaba una última esperanza. Deseaba tener una hija, una niña que le hiciera perder algo de su estimación recién ganada, una niña que continuara su linaje de curanderas, aun cuando había estado dispuesta a que su estirpe terminara consigo antes de tener un hijo en vida de su compañero. Si daba nacimiento a un hijo, su compañero se vería plenamente vengado; una niña dejaría todavía algo que desear. Ahora, Iza deseaba más que nunca una hija, no tanto para negarle un prestigio póstumo a su compañero, como para poder vivir con Creb.
    Iza puso a un lado su bolsa de medicinas y se metió en sus pieles al lado de la niña que dormía apaciblemente. «Ayla debe de ser afortunada —pensó Iza—: tenemos la caverna nueva, le va a ser permitido vivir conmigo y vamos a compartir el hogar de Creb. Tal vez su suerte me traiga también una hija.» Iza rodeó a Ayla con su brazo y se pegó a su cuerpecito caliente.
    Después del desayuno, a la mañana siguiente, Iza hizo señas a la niña y echó a andar río arriba. Mientras caminaban junto al agua, la curandera buscaba con la mirada ciertas plantas. Al cabo de un rato, Iza vio un calvero al otro lado del río y cruzó éste. Crecían al descubierto varias plantas, de más o menos treinta centímetros de alto, con hojas de un verde mate pegadas a largos tallos que tenían en su extremo espigas de flores verdes, pequeñas y muy apretadas. Iza arrancó la raíz roja de la cenicilla y se dirigió a una zona fangosa junto a aguas estancadas donde encontró helechos esquiseáceos con fibras colgando, y más arriba, jaboneras. Ayla la seguía, observándola con interés y deseando poder comunicarse con la mujer: tenía la cabeza llena de preguntas que no podía formular.
    Regresaron al campamento; Ayla observó a Iza mientras llenaba de agua una canasta apretadamente tejida y añadía los helechos talludos y las piedras calientes sacadas del fuego. En cuclillas al lado de la mujer, Ayla observó cómo cortaba un trozo circular del manto en que la había llevado a ella, con una aguda lasca de piedra. Aun cuando el cuero era suave y flexible, todavía estaba un poco duro, pero el cuchillo de piedra lo cortó fácilmente. Con otra herramienta de piedra, afilada en punta, Iza practicó varios orificios alrededor del borde del círculo. Entonces, retorció una larga corteza fibrosa de un arbusto, convirtiéndola en cordel, y metió éste por los orificios; después tiró del cordel para formar una bolsa. Con un gesto rápido de su cuchillo, hecho por Droog y altamente apreciado por Iza, cortó un fragmento de la larga correa que mantenía cerrado su manto después de haber medido con él el contorno del cuello de Ayla. Todo el proceso duró sólo unos cuantos minutos.
    Cuando empezó a hervir el agua de la canasta, Iza reunió las demás plantas que había recogido junto con el canasto de mimbre a prueba de agua y regresó al río. Ambas caminaron por la orilla hasta llegar a un lugar en que ésta bajaba suavemente hacia el agua. Buscando una piedra redonda que pudiera sostener fácilmente en la mano, Iza golpeó la raíz de la saponaria mezclada con agua en una concavidad redonda de una roca plana junto al río. La raíz produjo una rica espuma jabonosa. Tras haber retirado las herramientas de piedra y otros objetos pequeños de entre sus pliegues, Iza se soltó la correa y se quitó el manto. Se sacó el amuleto por la cabeza y lo dejó encima de todo.
    Ayla se alegró mucho cuando Iza la tomó de la mano y la condujo al río. Le gustaba el agua. Cuando ya estuvo bien remojada la mujer la tomó en brazos, la sentó en la roca y la enjabonó de pies a cabeza, incluyendo sus cabellos finos y enredados. Después de sumergirla en el agua fría, la mujer hizo un gesto y cerró fuertemente los ojos. Ayla no entendió el gesto, pero cuando imitó a la mujer, Iza asintió: entonces comprendió que la mujer quería que cerrara los ojos. La niña sintió que le echaba la cabeza hacia delante y, después, que el líquido caliente del tazón de helechos se volcaba sobre ella. Sentía picores en la cabeza y la mujer había visto que tenía unos diminutos parásitos. Iza dio un masaje a la cabeza de la niña con el líquido insecticida extraído del helecho. Después de meterla otra vez en el agua fría, Iza aplastó la cenicilla, raíz y hojas, y enjabonó con ella el cabello de la niña. Siguió un enjuague final y entonces Iza realizó las mismas abluciones en su propio cuerpo mientras la niña jugaba en el agua.
    Mientras estaban sentadas en la orilla para que el sol las secara, Iza arrancó con los dientes la corteza de una rama y la usó para desenmarañar el cabello de ambas mientras se secaba. Quedó asombrada de la delicada suavidad sedosa del cabello casi blanco de Ayla. «Ciertamente extraño —pensó Iza—, pero bastante bonito; indudablemente, es lo mejor que tiene.» Contempló a la niña sin que pareciera demasiado evidente: aunque tenía la piel tostada por el sol, la niña seguía siendo más clara que ella misma, y a Iza le pareció de una fealdad asombrosa aquella niña flaca y pálida, con sus ojos claros. «Gente de aspecto raro; no cabe duda de que son humanos, pero feos. Pobre criatura. ¿Cómo podrá llegar a encontrar algún día un compañero?»
    «Y si no se empareja, ¿cómo conseguirá tener posición? Podría sucederle lo que a la anciana que pereció en el terremoto —pensaba Iza—. Si fuera mi verdadera hija, tendría también su propia posición. Me pregunto si yo le podría enseñar algo de magia curativa. Eso le daría cierto valor. Si tengo una hija, podría adiestrar a ambas; y si tengo un hijo, no habrá mujer que continúe mi linaje. El clan necesitará otra curandera algún día. Si Ayla conociera la magia, podrían aceptarla... incluso algún hombre estaría dispuesto a emparejarse con ella. Va a ser aceptada en el clan; ¿por qué no puede ser hija mía?» Iza pensaba ya en la niña como suya y sus reflexiones sembraron el germen de una idea.
    Alzó lo mirada, vio que el sol estaba muy alto y se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde. «Tengo que terminar su amuleto y prepararme a hacer la bebida con la raíz», se dijo Iza, recordando súbitamente sus responsabilidades.
    — ¡Ayla! —llamó a la niña, que había vuelto al río; regresó corriendo. Al mirarle la pierna, Iza comprobó que el agua había ablandado las costras, pero que estaban cicatrizando bien. Envolviéndose rápidamente en su manto, Iza condujo a la niña hacia la parte alta del ribazo después de detenerse para recoger su palo de cavar y la bolsita que había hecho. Había visto una mancha de tierra roja justo al otro lado, junto al lugar en que se habían detenido anteriormente, antes de que Ayla les mostrara la cueva. Cuando llegaron allá, hurgó con el palo hasta que se desprendieron varios terrones pequeños de ocre rojo. Tomando unos cuantos trozos, se los tendió a Ayla; la niña los miró sin saber lo que se esperaba de ella; entonces, vacilando, tocó uno de ellos. Iza tomó el trocito, lo metió en la bolsita y recogió ésta en un pliegue. Antes de dar la vuelta para regresar, Iza miró el paisaje y divisó unos diminutos personajes que avanzaban por la llanura que había allá abajo. Los cazadores habían salido temprano aquella mañana.
    Muchas eras antes, hombres y mujeres mucho más primitivos que Brun y sus cinco cazadores, aprendieron a competir con los depredadores de cuatro patas para apoderarse de sus presas, observando sus métodos y copiándolos. Veían, por ejemplo, cómo los lobos, trabajando juntos, podían abatir presas mucho más grandes y poderosas que ellos. Con el tiempo, utilizando herramientas y armas en vez de zarpas y colmillos, los hombres aprendieron que ellos también, si cooperaban, podrían cazar a las enormes bestias que compartían su entorno. Eso les hizo avanzar rápidamente en su viaje por la evolución.
    Como el silencio era necesario para no poner en guardia a la presa a la que iban persiguiendo, desarrollaron señales de caza que evolucionaron hacia señales y gestos de la mano más elaborados, empleados para comunicar otras necesidades y deseos. Los gritos de advertencia cambiaron en cuanto a tono y volumen para encerrar un mayor contenido informativo. Aunque la rama del árbol genealógico que desembocaba en el clan no comprendía mecanismos vocales suficientemente desarrollados para llegar a constituir un lenguaje plenamente verbal, eso no menguaba su habilidad para cazar.
    Los seis hombres partieron al primer resplandor del alba. Desde su punto dominante junto al cerro, observaron cómo el sol enviaba sus rayos como exploradores, trepaba lentamente hacia la cima de la tierra para después hacer gala de toda su gloria en plena posesión del día. Hacia el noroeste, una enorme nube de fino loess velaba una masa ondulante de movimiento oscuro y áspero acentuado por negras púas corvas. Una ancha pista de tierra pisoteada, totalmente desprovista de vegetación, seguía a la lenta manada de bisontes que desfiguraba las llanuras verdes y doradas. Como ya no les detenían mujeres ni niños, los cazadores cubrieron rápidamente la distancia hasta la estepa.
    Dejando atrás los contrafuertes montañosos, adoptaron un trote lento que devoraba las distancias, acercándose a la manada a favor del viento. Al acercarse, se agacharon entre las altas hierbas para observar a las enormes bestias. Gigantescos lomos gibosos, que iban estrechándose hacia los flancos, sostenían unas cabezotas lanudas portadoras de enormes cuernos negros que medían casi un metro de envergadura en los ejemplares maduros. El fuerte olor a sudor de la multitud apretada se extendía a lo lejos y atacaba sus narices mientras la tierra vibraba bajo el movimiento de miles de pezuñas.
    Brun, con la mano alzada para proteger sus ojos, estudió a cada una de las criaturas que pasaba, esperando hallar al animal conveniente en las circunstancias más propicias. Mirando al hombre, resultaba imposible adivinar la tensión insoportable que el jefe mantenía firmemente bajo control. Sólo sus sienes palpitantes por encima de sus mandíbulas apretadas ponían en evidencia su corazón, que latía nerviosamente, y sus nervios en punta. Era la cacería más importante de su vida. Ni siquiera el primer animal que derribó, elevándose así al rango de hombre, había sido tan importante como esta cacería, que era la condición final para aposentarse en la nueva cueva. Una cacería afortunada no sólo proporcionaría carne para la fiesta que formaría parte de la ceremonia de la cueva, sino que aseguraría al clan que sus tótems aceptaban realmente su nuevo hogar. Si los cazadores volvían con las manos vacías de su primera cacería, el clan tendría que seguir buscando una cueva más aceptable para sus espíritus protectores. Era la manera que tenían sus tótems de advertirles que aquella cueva era nefasta. Cuando Brun vio la enorme manada de bisontes, se sintió animado: era la personificación de su propio tótem.
    Brun echó una mirada a sus cazadores, que esperaban ansiosamente la señal. Esperar era siempre lo más duro, pero un movimiento precipitado podría tener unos resultados desastrosos, y hasta donde era humanamente posible, Brun quería asegurarse de que no saliera nada mal en la cacería. Vio la expresión preocupada del rostro de Broud y casi lamentó, durante un momento fugaz, haber permitido que el hijo de su compañera participara en aquella cacería. Entonces recordó los brillantes ojos del muchacho, llenos de orgullo, cuando el jefe le dijo que se preparara para la cacería de su virilidad. «Es normal que el muchacho esté nervioso —pensó Brun—. No es sólo la cacería de su virilidad, sino que el nuevo hogar del clan puede depender de la fuerza de su brazo derecho.»
    Broud observó la mirada de Brun y rápidamente dominó la expresión que revelaba su tensión interior. No se había percatado de lo enorme que era un bisonte vivo —de pie, erguido, la joroba del pesado animal sobresalía treinta centímetros o más por encima de su propia cabeza— ni lo impresionante que podía ser toda una manada.
    Tendría que lograr por lo menos infligir la primera herida importante para que le acreditaran la matanza. « ¿Y si yerro? ¿Si asesto mal el golpe y se escapa?» Las ideas de Broud estaban alborotadas.
    Se había esfumado el aire de superioridad de que hacía gala el mozo delante de Oga cuando efectuaba lanzamientos de práctica y ella le contemplaba con adoración. Él fingía no darse cuenta: era sólo una criatura, y además hembra. Pero no tardaría mucho en convertirse en mujer. «Oga pudiera no ser tan mala compañera cuando crezca —pensó Broud—. Necesitará un fuerte cazador que la proteja, ahora que ha desaparecido su madre y el compañero de ésta.» A Broud le gustaba la forma en que ella se esforzaba por atenderle desde que vivía con ellos, corriendo anhelosamente para obedecer a sus menores deseos, a pesar de que no era hombre todavía. «Pero, ¿qué pensará de mí si no consigo la presa? ¿Y si no puedo hacerme hombre en la ceremonia de la cueva? ¿Qué pensará Brun? ¿Qué pensará todo el clan? ¿Y si tuviéramos que abandonar la hermosa cueva nueva que ya ha sido bendecida por Ursus?» Broud apretó más fuertemente su lanza y tendió la mano hacia su amuleto en un gesto de súplica dirigida al Rinoceronte Lanudo, para que le diera valor y un brazo fuerte.
    El animal no tendría muchas oportunidades de escapar si todo dependiera de Brun. Dejó que el joven pensara que el destino de la nueva cueva del clan dependía de él. Si había de ser jefe algún día, sería bueno que conociera, ya desde ahora, el peso de la responsabilidad que el cargo implicaba. Daría su oportunidad al muchacho, pero Brun se mantendría cerca para matar él mismo, si fuera necesario. Por el bien del joven, abrigaba la esperanza de no tener que llegar a eso. El mozo era orgulloso, su humillación sería grande, pero el jefe no tenía la intención de sacrificar la cueva al orgullo de Broud.
    Brun se volvió para observar la manada. Pronto vio un toro joven que luchaba por salirse del tropel. El animal estaba casi en la plenitud pero era aún joven e inexperto. Brun esperó hasta que el bisonte se fue desviando todavía más de los otros, hasta que fue una criatura solitaria alejada de la seguridad de la manada. Entonces dio la señal.
    Los hombres se abalanzaron al instante, dispersándose en abanico, con Broud a la cabeza. Brun observó cómo se apartaban a intervalos regulares, manteniendo ansiosamente la vista fija en el joven bisonte descarriado. Hizo otra señal y los hombres brincaron hacia la manada, ladrando, gritando y agitando los brazos. Los animales sorprendidos en la parte de fuera empezaron a correr hacia el centro, cerrando las brechas y empujando con el hocico hacia el centro a los que estaban más cerca. Al mismo tiempo, Brun se abalanzó entre ellos y el joven toro, desviándolo.
    Mientras las bestias asustadas de la periferia se metían a la fuerza en el tropel arremolinado, Brun se lanzó hacia el que había escogido. Puso hasta el último adarme de energías en la caza, haciendo correr al toro con toda la prisa a la que podían moverse sus gruesas patas musculosas. La tierra seca de la estepa llenaba el aire de polvo fino y sucio, levantado por la manada de bisontes de duras pezuñas, mientras el movimiento de los flancos se transmitía a toda la manada. Brun entrecerró los ojos y tosió, cegado por el remolino de polvo que se pegaba a los orificios de su nariz y su garganta. Jadeando, casi agotado, vio que Grod seguía la persecución.
    El toro cambió de dirección ante el acoso renovado de Grod. Los hombres proseguían su avance, formando un amplio círculo que llevaría a la bestia de nuevo hacia Brun, quien se esforzaba, sin aliento, por cerrar el círculo. Toda la manada estaba en estampida, lanzada a través de la pradera... con un miedo irracional multiplicado por el movimiento mismo. Sólo quedaba el toro joven, huyendo presa de pánico ante una criatura que sólo poseía una fracción de su fuerza pero suficiente inteligencia y determinación para compensar su desventaja. Grod galopaba tras él, negándose a ceder aunque su corazón palpitaba como si fuera a estallar. El sudor formaba arroyuelos sobre la película de polvo que cubría su cuerpo y daba a su barba un aspecto parduzco. Finalmente se detuvo justo cuando Droog tomaba su relevo.
    La resistencia de los cazadores era grande, pero el fuerte bisonte joven seguía adelante con energía incansable. Droog era el hombre más alto del clan y tenía las piernas un poco más largas que los demás. Incitando al animal hacia delante, Droog se lanzó tras él con un nuevo impulso veloz, desviándolo en cuanto intentaba seguir la pista de la manada en fuga. Cuando Crug sustituyó al agotado Droog, el joven animal estaba visiblemente sin resuello. Crug, en cambio, estaba fresco y empujaba a la bestia hacia delante, obligándola a hacer acopio de energía con una punzada de su lanza en los flancos.
    Cuando Goov tomó el relevo, la enorme criatura hirsuta empezaba a perder velocidad. El toro corría a ciegas, tercamente, seguido de cerca por Goov, que le pinchaba sin cesar para acabar con la última gota de fuerza que le quedara al joven animal. Broud vio que Brun avanzaba, lanzaba un ladrido y tomaba nuevamente su puesto en la persecución de la enorme bestia. Su carrera fue corta; el bisonte había llegado al límite de su resistencia: fue frenando su carrera, se detuvo en seco y se negó a moverse, con la piel cubierta de sudor, la cabeza baja y la boca chorreante de espumarajos. Lanza en ristre, el joven se acercó al agotado toro.
    Con una decisión que era fruto de la experiencia, Brun calculó rápidamente: ¿estaría el joven demasiado nervioso para su primera muerte o exageradamente ansioso? ¿Estaba la bestia agotada por completo? A veces, un bisonte viejo resabiado se detenía antes de estar completamente agotado y una carga del último minuto podía matar o herir gravemente a un cazador, especialmente si era inexperto. ¿Debería usar sus boleadoras para detener al animal y derribarlo? La cabeza del bruto casi tocaba el suelo, sus flancos jadeantes no dejaban lugar a dudas: el bisonte estaba acabado. Si empleaba sus boleadoras, la primera matanza del muchacho tendría un mérito menor. Brun decidió dejar que Broud se llevara los honores.
    Rápidamente, antes de que el bisonte recobrara el aliento, Broud avanzó hacia el enorme animal velludo y levantó su lanza. Con un pensamiento del último minuto para su tótem, se echó hacia atrás tomando impulso y se abalanzó: la pesada y larga lanza mordió profundamente el flanco del joven toro, su punta endurecida al fuego perforó el fuerte cuero y le rompió una costilla con una lanzada rápida y fatal. El bisonte mugió de dolor, volviéndose para cornear a su atacante mientras se le doblaban las patas. Brun vio el movimiento, de un salto se puso junto al joven y, con toda la fuerza de sus potentes músculos, golpeó con su garrote la enorme cabeza. Su golpe activó la caída del animal: el bisonte cayó de lado, sus fuertes pezuñas golpearon el aire en los estertores de la muerte y, finalmente, quedó inmóvil.
    Broud se quedó asombrado al principio y algo abrumado, pero de repente lanzó un grito agudo que era su explosión de triunfo. ¡Lo logró! ¡Había cobrado su primera pieza! ¡Era un hombre! Broud estaba rebosante de júbilo. Tendió la mano para arrancar su lanza profundamente incrustada en el costado del animal. Al arrancarla, sintió que su rostro se cubría con la sangre que brotó como un surtidor y saboreó su gusto salado. Brun golpeó a Broud en el hombro con enorme orgullo.
    «Bien hecho», indicaba elocuentemente el gesto. Brun estaba contento al sumar otro fuerte cazador a sus filas, un fuerte cazador que era su orgullo y su dicha, el hijo de su compañera, el hijo de su corazón. La cueva era suya. La ceremonia ritual lo confirmaría, pero la matanza de Broud lo había asegurado. Los tótems estaban complacidos. Broud enarboló la punta sangrienta de su lanza mientras los otros cazadores corrían hacia ellos; el gozo animaba sus pasos al ver al animal derribado. Brun tenía el cuchillo en su mano, dispuesto a abrir la barriga y destripar al bisonte antes de llevarlo a la cueva. Retiró el hígado, lo cortó en rebanadas y dio una de ellas a cada cazador. Era el bocado selecto, reservado exclusivamente a los hombres, que inyectaba fuerza en los músculos y los ojos, necesaria para cazar. Brun cortó también el corazón de la enorme criatura velluda y lo enterró cerca del animal, ofrenda que había prometido a su tótem.
    Broud masticaba el hígado crudo y caliente, su primer bocado de virilidad, y creía que el corazón le iba a estallar de felicidad. Se convertiría en hombre en la ceremonia para santificar la nueva caverna, dirigiría la danza de la cacería, se uniría a los hombres en los ritos secretos que habrían de celebrarse en la pequeña cueva, y habría dado alegremente su vida por ver aquella mirada de orgullo en los ojos de Brun. Era el momento supremo de Broud. Gozaba anticipadamente de la atención que habrían de prestarle después de los ritos de su virilidad en la ceremonia de la cueva. Tendría la admiración de todo el clan, todo su respeto. Sólo hablarían de él y de su gran hazaña de cazador. Sería su noche y los ojos de Oga brillarían con una devoción indecible y una rendida adoración.
    Los hombres ataron las cuatro patas del bisonte por encima de las articulaciones de la rodilla. Grod y Droog enlazaron sus lanzas, Crug y Goov hicieron lo mismo con las suyas, formando dos postes reforzados con las cuatro lanzas. Uno fue metido entre las patas delanteras, el otro entre las patas traseras, en sentido horizontal a la enorme bestia. Brun y Broud se pusieron a ambos lados de la cabeza velluda y cogieron un cuerno con una mano, quedando la otra libre para sostener la lanza. Grod y Droog, a su vez, cogieron cada uno un extremo del poste a cada lado de las patas delanteras, mientras Crug iba a la izquierda y Goov a la derecha de las patas traseras. A una señal de su jefe, los seis hombres echaron a andar, medio alzando y medio arrastrando al enorme animal por las llanuras cubiertas de hierba. El viaje de regreso a la cueva llevó mucho más tiempo que el de ida. Los hombres, a pesar de su fuerza, se cansaban bajo el peso mientras cargaban con el bisonte a través de la estepa y contrafuertes arriba.
    Oga estaba en observación y vio, muy lejos, abajo en el llano, que regresaban los cazadores. Cuando se acercaron a la cresta, el clan les esperaba y se unió a ellos en tropel para acompañarlos durante el último trecho hasta la cueva, caminando junto a ellos en una aclamación silenciosa. La posición de Broud al frente de los hombres victoriosos anunciaba que él había cobrado la pieza. Incluso Ayla, que no podía comprender lo que estaba pasando, se sentía presa de la excitación que impregnaba el aire.

    06

    —El hijo de tu compañera se ha portado bien, Brun. Ha sido una matanza limpia y buena —dijo Zoug mientras los cazadores depositaban al animal sobre el suelo delante de la cueva—. Tienes un nuevo cazador del cual sentirte orgulloso.
    —Ha mostrado valentía y un brazo fuerte —expresó Brun por medio de gestos. Puso la mano en el hombro del joven; los ojos le brillaban de orgullo. Broud se esponjaba con aquel cálido halago.
    Zoug y Dorv examinaron con admiración al joven y potente toro, sintiendo una punzada de nostalgia por la excitación de la cacería y la emoción del éxito, olvidándose de los peligros y desilusiones que formaban parte de la ardua aventura que constituía la caza mayor. Como ya no podían cazar con los hombres más jóvenes y no querían quedar al margen de todo, los dos viejos habían pasado la mañana explorando las laderas boscosas en busca de presas pequeñas.
    —Ya veo que Dorv y tú habéis hecho buen uso de las hondas. He olido la carne asada desde la mitad de la cuesta —prosiguió Brun—. Cuando estemos instalados en la nueva cueva, habrá que buscar un sitio para practicar. El clan se beneficiaría si todos los cazadores tuvieran la misma habilidad que tú con la honda, Zoug. Y no falta mucho para que Vorn necesite entrenamiento.
    El jefe tenía conciencia de la contribución que seguían haciendo los ancianos a la subsistencia del clan, y quería que lo supieran. Los cazadores no siempre tenían éxito. Más de una vez la carne fue obtenida gracias a los esfuerzos de los ancianos, y durante las fuertes nevadas del invierno había ocasiones en que se conseguía más fácilmente carne fresca con ayuda de una honda. Proporcionaba un cambio agradable en su dieta invernal de carne seca en conserva, especialmente al final de la temporada, cuando las provisiones congeladas procedentes de las últimas cacerías del otoño llegaban a su fin.
    —No hemos conseguido nada comparable a ese joven bisonte, pero sí unos cuantos conejos y un castor muy gordo. La comida está lista, sólo estábamos esperando vuestro regreso —expresó Zoug con un gesto—. He visto cerca de aquí un calvero llano que podría servir como campo de prácticas.
    Zoug, que vivía con Grod desde que murió su compañera, había estado perfeccionando su habilidad con la honda desde que abandonó las filas de los cazadores de Brun. La honda y las boleadoras eran las armas que más les costaba dominar a los hombres del clan. Aunque sus brazos musculosos, de fuerte osamenta y ligeramente encorvados, tenían una fuerza tremenda, podían llevar a cabo tareas tan delicadas y precisas como arrancar lascas del pedernal. El desarrollo de sus articulaciones, en especial la manera en que músculos y tendones estaban unidos a los huesos, les proporcionaba una destreza manual precisa unida a una fuerza increíble. Pero había un inconveniente; el desarrollo mismo de las articulaciones condicionaba el movimiento del brazo; no podían formar un arco completo, de oscilación libre, lo cual limitaba su capacidad para lanzar objetos. Lo que debían pagar a cambio de su fuerza no era un buen control sino el apalancamiento.
    Sus lanzas no eran una jabalina para lanzamientos a distancia, sino más bien un venablo que se lanzaba desde cerca con gran fuerza. El entrenamiento con la lanza o la maza era poco más que desarrollar unos músculos poderosos, pero aprender a emplear la honda o las boleadoras llevaba años de práctica y concentración. La honda, una tira de cuero flexible unida en los dos extremos y a la que se hacía girar alrededor de la cabeza para darle impulso antes de soltar el canto redondo alojado en el recipiente abultado del medio, exigía un gran esfuerzo, y Zoug se enorgullecía de su habilidad para lanzar el canto con precisión. También le enorgullecía que Brun contara con él para adiestrar a los jóvenes cazadores en el uso del arma.
    Mientras Zoug y Dorv recorrían las laderas cazando con honda, las mujeres estuvieron recogiendo plantas en el mismo terreno, y el persistente aroma de los alimentos que se estaban cocinando hacía agua la boca de los cazadores. Eso les daba a entender que la cacería era un trabajo que abría el apetito. No tuvieron que esperar mucho.
    Los hombres descansaron después de la comida, satisfechos y relatando una y otra vez los incidentes de la excitante cacería, tanto para su propio placer como para que se enteraran Zoug y Dorv. Broud, resplandeciente, disfrutando de su nuevo prestigio y de las sinceras felicitaciones de sus nuevos pares, observó que Vorn le miraba con una admiración ostensible. Hasta aquella mañana, Vorn y Broud habían sido iguales, y Vorn había sido su único compañero varón entre los niños del clan desde que Goov se hizo hombre.
    Broud recordaba haber merodeado alrededor de los cazadores cuando volvían de la cacería, exactamente como la hacía Vorn ahora. No tendría nunca más que permanecer fuera del círculo, ignorado por los hombres y escuchando ávidamente sus historias; ya no estaría sometido a las órdenes de su madre ni de las demás mujeres que le mandaban colaborar en las tareas. Ahora era un cazador, un hombre. A su plena condición masculina sólo le faltaba la ceremonia final, que formaría parte de la ceremonia de la cueva, la cual la haría particularmente memorable y afortunada.
    Cuando eso sucediera, sería el varón de menor rango, pero no le importaba mucho. Aquello cambiaría, pues su lugar estaba ya predeterminado. Era el hijo de la compañera del jefe; algún día el manto de la jefatura recaería en él. Vorn había sido insoportable a veces, pero ahora Broud podía mostrarse magnánimo. Fue hacia el niño de cuatro años, sin dejar de percatarse cómo los ojos de Vorn se encendían con un anhelo expectante al ver aproximarse al nuevo cazador.
    —Vorn, creo que ya eres bastante grande —expresó Broud con un ademán algo pomposo, tratando de parecer más viril—. Voy a hacerte una lanza. Es hora de que empieces a entrenarte para ser cazador.
    Vorn se retorció de gusto, y una adulación pura brillaba en sus ojos al contemplar al joven que tan recientemente había obtenido el codiciado título de cazador.
    —Sí —asintió vigorosamente dejando traslucir su acuerdo—. Ya soy bastante grande, Broud —expresó tímidamente el mocito, y señaló la fuerte lanza con la punta manchada de sangre oscura—. ¿Puedo tocarla?
    Broud apoyó la punta de su lanza en el suelo frente al niño. Vorn acercó poco a poco su mano y tocó la sangre seca del enorme bisonte que ahora yacía sobre el suelo delante de la cueva.
    — ¿Tuviste miedo, Broud? —preguntó.
    —Brun dice que todos los cazadores se sienten nerviosos en su primera cacería –respondió Broud, reacio a confesar sus temores.
    — ¡Vorn! ¡Estás ahí! ¡Debí imaginármelo! Se supone que estarías ayudando a Oga a recoger leña —dijo Aga, al ver a su hijo que se había escurrido lejos de las mujeres y los niños.
    Vorn fue caminando detrás de su madre, echando miradas por encima del hombro a su nuevo ídolo. Brun había estado observando al hijo de su compañera con aprobación: «Es señal de un buen jefe —pensaba— no olvidarse del muchacho sólo porque todavía es un niño. Algún día Vorn será cazador, y cuando Broud sea jefe, recordará un gesto amable que tuvo con él de niño».
    Broud observó a Vorn mientras éste seguía a su madre arrastrando los pies. El día anterior mismo Ebra había ido a buscarle a él para que ayudara en las tareas, recordó. Echó una mirada a las mujeres que estaban cavando un hoyo y sintió el deseo de alejarse para que su madre no le viera, pero entonces advirtió que Oga estaba mirándole. «Mi madre no puede seguir diciéndome lo que debo hacer; ya no soy un niño, soy un hombre. Ella me tiene que obedecer ahora —pensaba Broud hinchando algo el pecho—. Me tiene, ¿no me tiene?... y Oga está mirando.»
    — ¡Ebra! ¡Tráeme agua para beber! —ordenó imperiosamente, fanfarroneando delante de las mujeres. Casi esperaba que su madre le mandara a él por leña. Técnicamente no sería hombre hasta después de la ceremonia de su virilidad.
    Ebra alzó la mirada hacia él y sus ojos se llenaron de orgullo. Aquél era su pequeño que tan eficazmente había cumplido su misión, su hijo, que había alcanzado la prestigiada posición de hombre. Dio un salto, fue a la poza junto a la cueva y volvió rápidamente trayendo agua, mirando altivamente a las demás mujeres como diciendo: « ¡Mirad a mi hijo! ¿No es un hombre hermoso? ¿No es un valiente cazador?».
    La presteza de su madre y su mirada orgullosa le hicieron perder su actitud defensiva y le predispusieron en su favor, demostrándoselo con un gruñido de reconocimiento. La respuesta de Ebra le proporcionó casi tanto placer como la cabeza modestamente inclinada de Oga y la mirada de adoración que sorprendió en su ojos, que le seguían mientras se alejaba.
    Oga había sentido una gran tristeza por la muerte de su madre muy poco después de la muerte del compañero de ésta. Por ser hija única de la pareja y a pesar de ser niña, había sido muy amada por ambos. La compañera de Brun fue buena con ella cuando se trasladó para vivir con la familia del jefe, sentándose con ellos y caminando tras Ebra mientras buscaban una cueva. Pero Brun la asustaba. Era más serio que el compañero de su madre; su responsabilidad pesaba duramente sobre sus hombros. La principal preocupación de Ebra era Brun, y nadie disponía de mucho tiempo para dedicárselo a la huérfana mientras viajaban. Pero Broud la había visto sentada sola y contemplando tristemente las llamas una noche. Oga se sintió abrumada de gratitud cuando el orgulloso muchacho, casi un hombre, que raras veces le había prestado atención anteriormente, fue a sentarse a su lado y le rodeó los hombros con su brazo mientras ella desahogaba su pena. Desde aquel momento, Oga vivió con un solo deseo: cuando se convirtiera en mujer, deseaba ser entregada a Broud como su compañera.
    El sol del atardecer era cálido en aquel ambiente inmóvil. Ni una leve brisa agitaba una sola hoja. El silencio expectante era perturbado Únicamente por el zumbido de las moscas, que se saciaban con los restos de comida, y el ruido de las mujeres que cavaban un foso para asar. Ayla estaba sentada junto a Iza mientras la curandera buscaba la bolsita roja en su bolso de piel de nutria. La niña había andado tras ella el día entero, pero ahora Iza tenía que efectuar con Mog-ur ciertos ritos como preparación para el importante papel que debería desempeñar al día siguiente en la ceremonia de la cueva, ahora que ya estaban seguros de que habría una. Condujo a la niña que la seguía hacia el grupo de mujeres que excavaban un profundo hoyo no lejos de la boca de la cueva. Sería forrado con piedras y se encendería dentro un gran fuego que habría de arder toda la noche. Por la mañana, el bisonte desollado y descuartizado, envuelto en hojas, sería bajado al foso, lo cubrirían con más hojas y una capa de tierra, y se quedaría asándose en el horno de piedras hasta el crepúsculo.
    La excavación era un trabajo lento y fastidioso. Usaban palos agudos de cavar para romper la tierra, que era depositada a puñados en un manto de cuero que después se sacaba del foso y se vaciaba. Pero una vez cavado, el foso podría servir muchas veces; lo único que se necesitaría sería quitar las cenizas de vez en cuando. Mientras las mujeres cavaban, Oga y Vorn, bajo la mirada vigilante de Ovra, la hija no emparejada de Uka, recogían leña y traían piedras desde el río.
    Al acercarse Iza llevando a la niña de la mano, las mujeres interrumpieron su trabajo.
    —Tengo que ver a Mog— ur —explicó Iza con un ademán. Entonces dio un empujoncito a Ayla hacia el grupo. La niña se disponía a seguir a Iza cuando ésta se volvió para alejarse, pero la mujer meneó la cabeza y la empujó de nuevo hacia las mujeres antes de alejarse rápidamente.
    Era el primer contacto de Ayla con alguien del clan que no fuera Iza o Creb, y se sintió perdida y asustada lejos de la presencia reconfortante de Iza. Se quedó plantada en el suelo, mirando sus pies con nerviosismo y alzando de vez en cuando una mirada llena de aprensión. Contra todos los principios de cortesía, todo el mundo estaba mirando a la delgada niña de piernas largas con aquella cara plana tan peculiar y aquella frente tan abombada. Todos habían sentido curiosidad por la niña, pero ésta era la primera oportunidad que se les brindaba de verla de cerca.
    Finalmente Ebra rompió el hechizo:
    —Puede recoger leña —indicó la mujer del jefe con un ademán silencioso hacia Ovra, y después se puso otra vez a cavar.
    La joven se dirigió a un grupo de árboles y troncos caídos. Oga y Vorn apenas podían alejarse. Ovra hizo una señal impaciente a los dos niños y después también a Ayla. Ésta creyó comprender el gesto, pero no estaba segura de lo que se esperaba de ella. Ovra repitió las señas y después se volvió para dirigirse a los árboles. Los dos miembros del clan que más se aproximaban a la edad de Ayla siguieron de mala gana a Ovra. La niña les vio alejarse y después dio unos cuantos pasos vacilantes en su dirección.
    Cuando llegó a los árboles, Ayla se quedó un rato observando cómo Oga y Vorn recogían ramas secas mientras Ovra daba hachazos a un tronco caído de buenas dimensiones con su hacha de piedra. Oga, que volvía de depositar una carga de leña junto al foso, empezó a arrastrar hacia el montón de la leña una parte del tronco que Ovra había desprendido. Ayla la vio esforzarse y acudió en su ayuda. Se inclinó para levantar el extremo opuesto del tronco y al tiempo que ambas se enderezaban, miró a los oscuros ojos de Oga. Se detuvieron y se quedaron mirándose un momento.
    Las dos niñas eran tan diferentes y, sin embargo, tan llamativamente parecidas... Surgida de la misma semilla antigua, la progenie de su antepasado común tomó caminos alternos, conduciendo cada uno de ellos a una inteligencia ricamente desarrollada, aunque diferente. Ambos «sapiens», ambos dominantes durante algún tiempo, la brecha que los separaba no era grande, pero la sutil diferencia creaba un destino muy diferenciado.
    Sosteniendo cada una de ellas un extremo del leño, Ayla y Oga lo llevaron hasta el montón de leña. Cuando regresaban, una junto a otra, las mujeres detuvieron nuevamente su trabajo y se quedaron mirándolas mientras se alejaban. Las dos niñas tenían casi la misma estatura, aun cuando la más alta doblaba casi la edad de la otra. Una era esbelta, de extremidades rectas y cabellos claros; la otra, regordeta, de piernas arqueadas, más morena. Las mujeres las compararon, pero las niñas, como pasa en todas partes con los niños, olvidaron pronto sus diferencias. Compartir facilita la tarea; antes de terminar el día ya habían encontrado la manera de comunicarse y de incorporar un elemento de juego al trabajo.
    Aquella noche se buscaron y se sentaron juntas para cenar, disfrutando el placer de una compañía más en consonancia con su estatura. Iza se alegró de ver que Oga aceptaba a Ayla y esperó hasta que hubo oscurecido para llevarse a la niña a la cama. Se siguieron con la mirada al separarse, después Oga se volvió y fue hasta sus pieles junto a Ebra. Hombres y mujeres seguían durmiendo separados; la prohibición de Mog-ur no se retiraría antes de que se mudaran a la cueva.
    Iza abrió los ojos al sentir el primer destello del alba. Se quedó quieta, escuchando la melodiosa cacofonía de los trinos, los gorjeos, gorgoritos y silbidos de las avecillas al saludar al nuevo día. Muy pronto, se decía, abriría los ojos entre murallas de piedra. No le importaba dormir fuera mientras el tiempo fuera clemente, pero anhelaba la seguridad de la cueva. Sus pensamientos la llevaron a recordar todo lo que tendría que hacer aquel día, y pensando en la ceremonia de la cueva con excitación creciente, se levantó rápidamente.
    Creb estaba ya despierto. Iza se preguntó si habría dormido; seguía sentado en el mismo lugar en que le dejó la noche anterior, contemplando el fuego en un silencio meditativo. Empezó a calentar agua y cuando le llevó su infusión matutina a base de menta, alfalfa y hojas de ortiga, ya estaba Ayla sentada junto al hombre tullido. Iza preparó a la niña un desayuno con restos de la cena de la noche anterior. Los hombres y mujeres no probarían bocado ese día hasta el banquete ritual.
    Al terminar la tarde, deliciosos aromas se desprendían de los diversos fuegos en que se guisaban los alimentos e impregnaban el área próxima a la cueva. Ya se habían desempaquetado los utensilios y demás cacharros para cocinar que habían recuperado de su antigua cueva y habían sido transportados en paquetes por las mujeres. Para sacar agua de la poza y como ollas y recipientes para cocer y guardar alimentos se usaban canastos tupidamente trenzados a prueba de agua, hechos con arte, de textura y diseño sutiles, creados mediante leves cambios en el tejido. Los cuencos de madera se empleaban de manera similar. Huesos de costilla servían para revolver, anchos huesos pélvicos cumplían funciones de platos y fuentes, junto con delgadas secciones de troncos. Los huesos de la quijada y de la cabeza servían de cucharas, tazas y tazones. Cortezas de abedul pegadas con goma balsámica, reforzada en algunos puntos con un nudo de tripa estratégicamente colocado, eran dobladas de distintas formas para muchos usos.
    En una piel de animal, suspendida de un marco sujeto por correas encima de un fuego, hervía un sabroso caldo. Se vigilaba constantemente para que el líquido no mermara demasiado. Mientras el nivel del caldo estuviera por encima del nivel que alcanzaban las llamas, se mantendría la temperatura de la olla de cuero suficientemente baja para no quemarse. Ayla miraba cómo Uka revolvía trozos de carne y hueso del cuello del bisonte que estaban cociéndose con cebolla silvestre, fárfara salada y otras hierbas. Uka lo probó y después agregó tallos de cardo, hongos, capullos y raíces de lirio, berros, brotes de vencetósigo, pequeños ñames verdes, arándanos traídos de la otra cueva y flores marchitas de los lirios del día anterior, para espesarlo.
    Las duras y fibrosas raíces viejas de la espadaña habían sido machacadas para quitarles las fibras. Se añadieron arándanos secos que habían traído consigo y granos resecos y molidos al almidón resultante, que se asentó en el fondo de las canastas de agua fría. Rebanadas de pan oscuro y plano, sin levadura, se cocían sobre piedras calientes cerca del fuego. Hojas verdes de cenicilla, quenopodio, clavo fresco y hojas de diente de león sazonadas con fárfara se cocían en otra olla, y una salsa de manzanas secas y ácidas mezcladas con pétalos de rosa silvestre y un afortunado hallazgo de miel, humeaban junto al otro fuego.
    Iza se había sentido particularmente complacida al ver regresar a Zoug de una excursión por la estepa con un manojo de perdices blancas. Esas aves pesadas, que volaban bajo y eran fáciles de cazar a pedradas con la honda del tirador, eran las predilectas de Creb. Rellenas de hierbas aromáticas y de verduras comestibles, que anidaban sus huevos enteros y envueltos en hojas de vid, las sabrosas aves estaban cocinándose en un hoyo más pequeño forrado con piedras. Liebres y gigantescas marmotas, desolladas y atravesadas por brochetas, se asaban sobre carbones ardientes, y rojos montones de diminutas fresas silvestres brillaban al sol.
    Era un banquete digno de la ocasión. Ayla no estaba segura de poder esperar; había estado vagando sin rumbo todo el día alrededor del área de la cocina. Iza y Creb andaban casi todo el tiempo de un lado para otro, y cuando Iza estaba cerca, tenía que hacer. También Oga estaba trabajando afanosamente con las mujeres, preparando el festín, y nadie tenía tiempo ni deseos de preocuparse por la niña. Después de escuchar unas cuantas palabras ásperas y de algunos empujones no muy amables de las atareadas mujeres, procuró mantenerse fuera del ajetreo.
    Cuando las largas sombras del sol crepuscular se extendieron sobre la tierra roja delante de la boca de la cueva, una quietud expectante se apoderó del clan. Todos se reunieron alrededor del ancho foso en el que se estaban asando los cuartos traseros del bisonte. Ebra y Uka comenzaron a retirar la tierra caliente que los cubría. Retiraron las hojas reblandecidas y quemadas y dejaron a la vista el animal propiciatorio envuelto en una nube de vapor aromático que les hacía la boca agua. Tan tierno que casi se desprendía de los huesos, la carne fue sacada con precaución. Sobre Ebra, la compañera del jefe, recaía el deber de cortar y servir, y su orgullo resultaba evidente cuando entregó el primer trozo a su hijo.
    Broud no mostró falsa modestia al adelantarse para recibir lo que le correspondía. Una vez que todos los hombres estuvieron servidos, las mujeres recibieron su parte, y después los niños. Ayla fue la última, pero había más que suficiente para todos y hasta sobraría. El silencio que imperó a continuación era el resultado de estar todo el clan devorando afanosamente su cena.
    Fue un banquete prolongado y unos y otros volvían para servirse un poco más de bisonte o algo de su plato predilecto. Las mujeres habían trabajado mucho, pero su recompensa no era solamente recibir las felicitaciones del clan satisfecho; no iban a tener que guisar durante unos cuantos días. Todos descansaron después de la cena, preparándose para una velada prolongada.
    Las sombras seguían alargándose, y cuando se fundieron en la media luz grisácea que anunció la proximidad de la noche, el ambiente del perezoso atardecer se alteró sutilmente, se cargó de expectativa. Ante una mirada de Brun, las mujeres limpiaron rápidamente los restos del banquete y ocuparon sus lugares alrededor de una hoguera sin encender a la entrada de la cueva. El aspecto informal del grupo era tan sólo aparente. Las mujeres se encontraban situadas, unas respecto a otras, en relación con su posición dentro del clan. Los hombres reunidos al otro lado también ocupaban sus posiciones de acuerdo con su lugar jerárquico dentro del clan, pero Mog-ur no estaba visible.
    Brun, más cerca del frente, hizo una seña a Grod, quien avanzó con digna lentitud y de su cuerno de uro sacó un carbón encendido. Era el carbón más importante de todo el linaje de carbones iniciado con el fuego prendido en los escombros de la vieja cueva. Una continuación de aquel fuego simbolizaba la continuación de la vida del clan. Encender ese fuego en la entrada significaba reclamar la cueva para ellos, su elección como lugar de residencia del clan.
    El fuego controlado era un artificio creado por el hombre, esencial para la vida en un clima frío. Incluso el humo poseía propiedades benéficas; su mero olor evocaba una sensación de hogar y seguridad. El humo del fuego de la cueva, filtrándose por la caverna hasta el alto techo abovedado, encontraría su camino de salida por grietas y resquicios. Se llevaría consigo cualesquiera fuerzas invisibles que pudieran serles nefastas, purgaría la cueva y la impregnaría con su esencia, la esencia del ser humano.
    Encender el fuego era un rito suficiente para purificar la cueva y reclamarlo para sí, pero había otros muchos ritos que se celebraban al mismo tiempo y que habían llegado casi a ser considerados como parte de la ceremonia de la cueva. Uno de ellos era familiarizar a los espíritus de sus tótems protectores con su nuevo hogar, cosa que solía llevar acabo Mog-ur acompañado exclusivamente de miembros varones. A las mujeres se les autorizó para que hicieran su propia celebración, lo cual dio pie para que Iza hiciera una bebida especial para los hombres.
    La cacería coronada con éxito demostró por sí sola que sus tótems aprobaban el lugar, y el banquete confirmaba su intención de convertirlo en hogar permanente, aun cuando en ocasiones el clan podría ausentarse durante largos períodos en determinadas épocas. También los espíritus totémicos viajaban, pero mientras los miembros del clan tuvieran sus amuletos, sus tótems podrían seguirles la pista desde la cueva y acudir a donde fueran necesarios.
    Puesto que, de todas maneras, los espíritus estarían presentes en la ceremonia de la cueva, se podían incluir otras ceremonias, y a menudo así se hacía. Cualquier ceremonia se veía ensalzada por la asociación con el establecimiento de un nuevo hogar y, a su vez, incrementaba el nexo territorial del clan. Aun cuando cada clase de ceremonia tenía su propio ritual que no cambiaba nunca, las ocasiones ceremoniales tenían caracteres distintos, según los ritos que se llevaran a cabo.
    Mog-ur, generalmente después de haber consultado con Brun, decidía cómo se desarrollarían las diferentes partes para constituir la celebración total, pero era una cuestión orgánica que dependía de cómo se sintieran. Aquella ceremonia comprendería la ceremonia de la virilidad de Broud, además de otra para nombrar los tótems de ciertos niños, puesto que había que hacerlo y todos deseaban complacer a los espíritus. El tiempo no era factor de importancia —tardarían lo que fuera necesario— pero si se hubieran visto apremiados o en peligro, con encender un fuego habría bastado para que la cueva fuera suya.
    Con una gravedad justificada por la importancia de la operación, Grod se arrodilló, puso la brasa ardiente sobre la leña seca y empezó a soplar. Las gentes del clan se inclinaron hacia adelante, ansiosamente, y dejaron escapar sus alientos en un suspiro común al ver cómo las lenguas llameantes lamían los palitos secos en su primer contacto fatal. El fuego prendió y, súbitamente, surgiendo de ninguna parte, una espantosa figura se situó junto al fuego; las llamaradas parecieron envolverla en su centro. Tenía el rostro enrojecido y coronado por una espantosa calavera blanca que parecía colgar dentro del fuego mismo, sin que la energía radiante transmitida por las volutas ascendentes lo alterara.
    Ayla no vio la flameante aparición al principio y se quedó boquiabierta al percatarse de su presencia. Advirtió que la mano de Iza estrechaba la suya para tranquilizarla. La niña sentía las vibraciones del golpetear sordo de los palos de las lanzas sobre el suelo y se echó hacia atrás cuando el nuevo cazador brincó frente a las llamas en el momento en que Dorv redoblaba un contrapunto rítmico y agudo en un instrumento de madera, como un enorme tazón apoyado, con la abertura hacia abajo, contra un leño.
    Broud se agazapó y miró a lo lejos, con la mano cubriéndole los ojos ante un sol imaginario, mientras otros cazadores brincaban para unírsele en una representación de la cacería del bisonte. Su habilidad en la pantomima, refinada durante generaciones de comunicarse mediante gestos y señales, era tan evocadora, que se recreaba la intensa emoción de la caza. Incluso la extraña de cinco años de edad se sentía cautivada por el impacto del drama. Las mujeres del clan, que percibían los más finos matices, se sintieron transportadas a las calurosas llanuras polvorientas. Percibían el tronar de las pezuñas, que hacían vibrar la tierra; sentían en la boca el polvo sofocante; compartían la excitación gloriosa de la matanza. Era un privilegio poco frecuente para ellas que se les permitiera echar una mirada hacia la sacrosanta vida de los cazadores.
    Desde el principio, Broud se encargó de dirigir la danza. Había sido él quien cobrara la pieza y era su noche. Experimentaba las emociones de los demás, sentía cómo las mujeres se estremecían de temor, y él respondía con una actuación más apasionadamente intensa. Broud era un actor consumado y nunca estaba más en su elemento que cuando constituía el centro de la atención. Jugaba con las emociones de su auditorio, y el temblor extático que se apoderó de las mujeres cuando repitió su lanzada final, encerraba una calidad erótica. Mog-ur, observando desde el otro lado de la hoguera, no se sintió menos impresionado: a menudo veía cómo los hombres hablaban de la cacería, pero sólo durante estas ceremonias, poco frecuentes, podía compartir la experiencia de algo tan próximo a lo más álgido de su excitación. «El muchacho lo hizo bien —pensó el mago, dando la vuelta alrededor del fuego—, se ha ganado la marca de su tótem. Quizá merezca que se le deje presumir un poco.»
    El salto final del joven le situó directamente frente al poderoso hombre de la magia, mientras el ritmo sordamente batido y el contrapunto entrecortado y lleno de tensiones remataban con un floreo. El viejo mago y el joven cazador estaban frente a frente. También Mog-ur sabía desempeñar su papel. Magistral apreciador del momento oportuno, esperaba, dejando que la excitación de la danza de los cazadores fuera colmándose y que se impusiera un sentimiento de expectación. Su figura voluminosa y torcida, cubierta de una piel de oso, se recortaba sobre el fuego llameante. Su rostro, pintado de ocre, estaba sombreado por su propia estructura, haciendo que sus rasgos constituyeran un borrón indefinible con el ojo asimétrico y ominoso de un demonio sobrenatural.
    La quietud de la noche sólo era perturbada por el fuego que restallaba, una leve brisa que susurraba entre los árboles y la carcajada aullante de una hiena en la distancia. Broud jadeaba con los ojos brillantes, en parte por el cansancio de la danza y en parte por la tensión y el orgullo, pero más aún por un temor creciente, inquietante.
    Sabía lo que vendría después, y cuanto más tardara más tendría que esforzarse por dominar un escalofrío que era como un temblor. Era hora de que Mog-ur le esculpiera la marca de su tótem en la carne. No había querido pensar en ello, pero ahora que había llegado el momento, Broud sentía que su temor era de algo más que del dolor; el mago proyectaba un aura que inundaba al joven de un temor mucho más grande.
    Estaba caminando por la orilla del mundo de los espíritus: el lugar que albergaba seres muchísimo más aterradores que el gigantesco bisonte. A pesar de su fuerza y su volumen, el bisonte era sólido; al menos, se trataba de una criatura tangible del mundo físico, una criatura con la que el hombre podía vérselas. Pero las fuerzas invisibles, y sin embargo más poderosas, que podrían hacer temblar la tierra, eran algo totalmente distinto. Broud no era el único de los presentes que trataba de disimular un escalofrío cuando el recuerdo del terremoto recientemente sufrido se apoderaba de su mente. Sólo los hombres santos, los mog-urs, se atrevían a adentrarse en ese plano insustancial, y el joven supersticioso deseaba que éste, el más grande entre todos los mog-ures, se apresurara y terminara pronto su prueba.
    Como en respuesta a la silenciosa súplica de Broud, el mago alzó el brazo y fijó la mirada en la luna creciente. Entonces, con movimientos suaves, comenzó una invocación apasionada; pero su auditorio no era el clan hipnotizado que le observaba: su elocuencia se dirigía al mundo etéreo, aun cuando no menos real, de los espíritus; y sus movimientos eran elocuentes. Poniendo a contribución todos los expedientes sutiles de la postura, todos los matices del gesto, el hombre manco había superado sus limitaciones expresivas. Resultaba más expresivo con su único brazo que la mayoría de los hombres con dos. Cuando terminó, los miembros del clan eran conscientes de que se encontraban rodeados por la esencia de sus tótems protectores y un sinnúmero de espíritus desconocidos, y el escalofrío de Broud se convirtió en un tiritar irrefrenable.
    Entonces, rápidamente, tan velozmente que unas cuantas gargantas se quedaron sin resuello, el mago hizo surgir de repente un afilado cuchillo de piedra de uno de los pliegues de su manto, y lo sostuvo muy por encima de su cabeza. Bajó raudo el agudo instrumento, hundiéndolo casi en el pecho de Broud: pero, en un movimiento perfectamente controlado, Mog-ur se abstuvo de una penetración fatal; en cambio, con rápidos trozos, labró en la carne del joven dos líneas, ambas curvas y en la misma dirección, uniéndolas en un punto que parecía el extremo del cuerno de un rinoceronte.
    Broud cerró los ojos pero no se arredró mientras el cuchillo le abría la piel. La sangre surgió y empezó a correr, bajándole por el pecho en rojos chorritos. Goov se acercó al mago, sosteniendo un tazón con bálsamo hecho con la grasa derretida del bisonte y mezclada con cenizas antisépticas de madera de fresno. Mog-ur untó la herida con la grasa negra, cortando la hemorragia y, asegurándose de que se formaría una cicatriz negra. La marca anunciaba a cuantos la vieran que Broud era un hombre; un hombre que estaría siempre bajo la protección del Espíritu del formidable, impredecible Rinoceronte Lanudo.
    El joven regresó a su lugar, claramente consciente de la atención que se concentraba en él y disfrutando de ello a fondo, ahora que lo peor había pasado. Estaba seguro de que su valentía y su habilidad en la caza, su interpretación evocativa durante la danza, su aceptación sin vacilaciones de la marca de su tótem, serían tema de animadas comidillas tanto de hombres como de mujeres, y por mucho tiempo. Pensaba que podría convertirse en leyenda, en una historia que se repetiría muchas veces durante los largos inviernos que confinaban al clan a la caverna y se relataría en las reuniones del clan. «De no ser por mí —se decía—, no tendríamos esta cueva. De no haber matado yo al bisonte, no tendríamos ceremonia, seguiríamos buscando una cueva». Broud había empezado a creer que la nueva cueva y toda aquella memorable celebración se debían exclusivamente a él.
    Ayla observaba el ritual fascinada y llena de temor, incapaz de reprimir un estremecimiento ante el temible y voluminoso hombre que apuñaló a Broud y le sacó sangre. Retrocedió cuando Iza la condujo hacia el mago aterrador y vestido de oso, preguntándose lo que le haría a ella. Aga, con Ona en sus brazos, Ika sosteniendo a Borg, también se acercaron a Mog-ur. Ayla se alegró de que ambas mujeres se alinearan junto a Iza y a ella.
    Ahora Goov tenía en sus manos un canasto tupidamente tejido y teñido de rojo por las muchas veces que se había usado para contener el ocre rojo sagrado molido en polvo fino y calentado juntamente con grasa de animal para formar una pasta de subido color. Mog-ur miró, por encima de las cabezas de las mujeres que tenía delante, hacia la media luna allá en el cielo. Gesticuló en el lenguaje oficial sin palabras, pidiendo a los espíritus que se acercaran y observaran a los niños cuyos tótems protectores iban a ser revelados. Entonces, metiendo un dedo en la pasta roja, formó una espiral en la cadera del niño, parecida a la colita rizada del cerdo salvaje. Un murmullo sordo y áspero surgió del clan, mientras todos hacían gestos expresivos de lo apropiado del tótem.
    «Espíritu del Jabalí, el niño Borg queda bajo tu protección», expresaron los signos dibujados por la mano del mago mientras pasaba una bolsita colgada de una correa por la cabeza del niño.
    Ika inclinó la cabeza asintiendo, en un movimiento que significaba que estaba complacida. Era un espíritu fuerte y respetable, y la mujer sentía la exactitud inherente al tótem para su hijo. Entonces se hizo a un lado.
    El mago volvió a invocar a los espíritus, y metiendo la mano en el canasto rojo que sostenía Goov, trazó un círculo sobre el brazo de Ona con la pasta.
    «Espíritu de la Lechuza —proclamaron sus ademanes—, la niña Ona está colocada bajo tu protección». Entonces Mog-ur colgó al cuello de la niña el amuleto hecho por su madre. Una vez más hubo como una corriente subterránea de gruñidos mientras las manos se agitaban comentando el fuerte tótem que protegía a la niña. Aga se sentía feliz. Su hija estaba bien protegida, y además eso quería decir que el hombre con quien se apareara no podría tener un tótem débil. Sólo esperaba que no le dificultara demasiado el tener hijos.
    El grupo se inclinó hacia delante con interés al ver que Aga se apartaba y que Iza tomaba a Ayla en brazos. La niña había perdido el miedo. Ahora que estaba más cerca, se daba cuenta de que la imponente figura del rostro rojo no era sino Creb. Y en los ojos de éste había un destello cálido cuando la miró.
    Con asombro del clan, los gestos del mago fueron diferentes cuando invocó a los espíritus para que asistieran al ritual. Eran los gestos que hacía cuando daba nombre a un recién nacido a los siete días de su vida. La niña extraña no sólo iba a saber cuál era su tótem: ¡iba a ser adoptada por el clan! Metiendo el dedo en la pasta, Mog-ur trazó una línea desde el medio de la frente, el lugar donde la gente del clan tenía la unión de los arcos superciliares, hasta la punta de su naricilla.
    —La niña se llama Ayla —dijo, pronunciando lentamente el nombre, con mucho cuidado, para que el clan y los espíritus la comprendieran.
    Iza se volvió frente a la gente que presenciaba la ceremonia. La adopción de Ayla había resultado una sorpresa tan grande para ella como para el resto del clan, y la niña podía sentir cómo el corazón le palpitaba rápidamente. «Eso tiene que significar que es mi hija, mi primera hija —pensó—. Sólo una madre sostiene a la criatura cuando le ponen nombre y la reconocen como miembro del clan. ¿Hace siete días que me la encontré? Tendré que preguntárselo a Creb, pero creo que sí. Tiene que ser mi hija, ¿qué otra podría ser su madre ahora?»
    Todas las personas pasaron, una por una, delante de Iza, que sostenía en brazos a la niña de cinco años, como si fuera un bebé, y cada una de ellas repitió su nombre con diversos grados de exactitud. Entonces Iza se volvió de frente al mago. Éste alzó la mirada y llamó a los espíritus para que se reunieran una vez más. El clan aguardaba, a la expectativa. Mog-ur se percataba de su atención anhelante y la aprovechaba. Con movimientos lentos y deliberados, alargando el momento para que durara el suspense, tomó un trocito de la pasta roja y aceitosa y pintó una línea directamente sobre uno de los arañazos casi curados que tenía Ayla en la pierna.
    « ¿Qué significa eso? ¿Qué tótem es ése?». El clan expectante estaba intrigado. El hombre santo volvió a meter el dedo en la canasta roja y pintó una segunda línea en el arañazo siguiente. La niña sintió que Iza empezaba a temblar. Nadie más se movía, no se oía respirar a nadie. Al llegar a la tercera línea, Brun, con un ceño iracundo, intentó cruzar su mirada con la del Mog-ur, pero el mago evadió el encuentro. Cuando trazó la cuarta línea, todo el clan lo sabía pero no quería creerlo. Al fin y al cabo, no era aquélla la pierna apropiada. Mog-ur volvió la cabeza y miró directamente a Brun al hacer el gesto final.
    —Espíritu del León Cavernario, la niña Ayla queda bajo tu protección.
    El movimiento oficial de la mano despejó la última duda. Cuando Mog-ur pasó el amuleto por la cabeza de la niña, las manos de los miembros del clan se agitaban expresando una sorpresa escandalizada. ¿Era posible? ¿Podía corresponder a una niña uno de los tótems masculinos más fuertes? ¿El León Cavernario?
    La mirada de Creb se hundió en los ojos iracundos de su hermano con firmeza e indiferencia. Por un instante las dos voluntades libraron una silenciosa batalla. Pero Mog-ur sabía que la lógico de un tótem de León Cavernario para la niña era implacable, por ilógico que pareciera para una mujer la protección de un espíritu tan fuerte. Mog-ur sólo había subrayado lo que el propio León Cavernario había hecho. Brun no había puesto nunca anteriormente en tela de juicio las revelaciones de su hermano tullido, pero por alguna razón se sintió engañado por el mago. No le gustaba, pero tenía que admitir que nunca había visto que un tótem estuviera tan evidentemente corroborado. Fue el primero en apartar la mirada, pero no se sentía feliz.
    La idea de recibir dentro del clan a la niña extraña le había costado bastante, pero este tótem suyo era excesivo. Era irregular, no se acomodaba a las tradiciones. A Brun no le gustaban las anomalías en su bien organizado clan. Apretó con determinación sus fuertes mandíbulas. «No habría desviaciones. Si la niña iba a ser miembro de su clan, tendría que someterse, con León Cavernario o sin él.»
    Iza se había quedado pasmada. Sosteniendo aún en brazos a la niña, inclinó la cabeza en señal de aceptación. Si así lo había decretado Mog-ur, así sería. Sabía que el tótem de Ayla era fuerte... pero, ¿un león cavernario? De sólo pensarlo sintió aprensión... ¿una hembra con el más fuerte de los felinos por tótem? Ahora sí que estaba segura de que Ayla nunca se emparejaría. Eso fortalecía su decisión de enseñar a la pequeña la magia médica, con el fin de que tuviera posición por sí misma. Creb la había nombrado, la había reconocido y había revelado su tótem mientras la curandera la sostenía en sus brazos. Si eso no hacía de la niña una hija suya, ¿qué podría hacerlo? El nacimiento mismo no era garantía de aceptación. Iza recordó repentinamente que si todo seguía bien, ella se encontraría en pie frente al mago antes de nada con un bebé en brazos. Ella, que había carecido de hijos por tanto tiempo, pronto se encontraría con dos.
    El clan estaba alborotado y el asombro se revelaba en gestos y rostros. Algo cohibida, Iza retornó a su lugar en medio de las miradas sorprendidas de hombres y mujeres. Todos se esforzaban por no quedarse mirándolas, a ella y a la niña —era una falta de cortesía mirar directamente—, pero había un hombre que hacía algo más que mirar.
    La expresión de odio en los ojos de Broud mientras miraba a la niña espantó a Iza. Trató de colocarse entre ambos, de proteger a Ayla de la mirada malévola del orgulloso joven. Broud podía comprobar que no era él el centro de atención; ya nadie hablaba de él. Se había olvidado su valiente hazaña que aseguraba la cueva como hogar aceptable, se había olvidado su maravillosa danza así como su valor estoico cuando Mog-ur labró el tótem sobre su pecho. El bálsamo astringente y antiséptico dolía más que el corte —aún le dolía— pero, ¿se fijaba alguien en lo valerosamente que aguantaba el dolor?
    Nadie se estaba fijando en él. Los ritos del paso de la condición de muchachos a la de hombres se producía con regularidad ordinaria, incluso para el muchacho que habría de ser jefe. No tenían comparación con el pasmo y lo inesperado de la revelación sin precedentes que hizo Mog-ur acerca de la niña extraña. Estaban diciendo que la niña fea había hallado el nuevo hogar... « ¡Y qué que su tótem sea el León Cavernario! —pensaba Broud con petulancia—. ¿Fue ella quien mató al bisonte?». Se suponía que esa noche sería de él, que él sería el centro de la atención, se suponía que él sería objeto de la admiración y el pasmo del clan, pero Ayla le había robado su noche.
    Miraba a la niña extraña, pero al ver que Iza corría hacia el campamento junto al río, su atención se volvió a Mog-ur. Pronto, muy pronto, le sería permitido tomar parte en los rituales secretos con los hombres. No sabía qué más podía esperar; lo único que le habían dicho era que aprendería, por vez primera, lo que eran realmente los recuerdos. Era el paso final para convertirle en hombre.
    Junto al fuego que había cerca del río, Iza se quitó rápidamente el manto y recogió un tazón de madera y una bolsa roja llena de raíces secas que había preparado. Deteniéndose primero para llenar de agua el tazón, regresó a la enorme hoguera cuyas llamas alcanzaban grandes alturas debido a la leña suplementaria que Grod había añadido.
    El manto de Iza había ocultado en parte la razón de sus prolongadas ausencias de aquel día. Cuando la curandera se puso nuevamente en pie frente al mago, estaba completamente desnuda; sólo llevaba su amuleto y pintura roja sobre su cuerpo. Un enorme círculo acentuaba su vientre hinchado. También sus dos senos estaban rodeados por un círculo y una línea partía desde cada uno de los hombros y se reunía formando una V en lo más bajo de la espalda. Círculos rojos rodeaban sus dos nalgas. Los símbolos, enigmáticos, cuyo significado sólo el Mog-ur conocía, estaban allí para protegerla a ella y proteger también a los hombres. Era peligroso que una mujer estuviera implicada en rituales religiosos, pero también era necesario para éstos.
    Iza estaba de pie junto a Mog-ur, lo suficientemente cerca para ver gotas de sudor sobre su rostro, debido a su posición junto al fuego envuelto en su pesada piel de oso. A una señal imperceptible del mago, Iza alzó el tazón y se volvió hacia el clan. Era un tazón antiguo, conservado durante generaciones para ser usado exclusivamente en estas ocasiones especiales. Alguna curandera ancestral había vaciado cuidadosa y prolijamente el interior y formado el exterior de una sección de tronco de árbol, y después, durante más tiempo y amorosamente, había frotado el tazón con arena y una piedra redonda. Un pulido final con los tallos abrasivos del helecho fibroso lo había dejado suave y brillante como la seda. Una pátina blancuzca cubría el interior del tazón, debido al uso repetido que se hacía de él como recipiente para la bebida ceremonial.
    Iza se metió en la boca las raíces secas y las masticó lentamente, con mucho cuidado para no tragar saliva cuando sus anchos dientes y fuertes mandíbulas comenzaron a triturar las rudas fibras. Finalmente escupió la pulpa masticada en el tazón de agua y revolvió el líquido hasta que se volvió de un blanco lechoso. Sólo los curanderos de la estirpe de Iza conocían el secreto de la potente raíz. La planta era relativamente rara aunque no desconocida, pero la raíz fresca no producía los efectos de su calidad narcótica. La raíz había sido secada y añejada durante por lo menos dos años; y cuando estaba colgada para secarse, lo estaba con las puntas de la raíz hacia abajo, no hacia arriba como era costumbre para la mayoría de las plantas medicinales. Aunque sólo una curandera podía elaborar la bebida, la tradición establecida por mucho tiempo estipulaba que sólo los hombres podían beberla.
    Una antigua leyenda, transmitida de madres a hijos junto con las instrucciones esotéricas para concentrar el componente eficaz de la planta en la raíz, relataba que, en tiempos muy remotos, sólo las mujeres usaban esa potente droga. La ceremonia y los ritos asociados a su uso fueron robados por los hombres, y se prohibió a las mujeres utilizarlos, pero los hombres no pudieron robar el secreto de su preparación. Las curanderas que lo conocían se mostraban tan reacias a compartir el secreto con quien no fuera descendiente de ellas, que el secreto se había perdido para las mujeres que no pudieran acreditar un linaje directo e ininterrumpido desde la más lejana antigüedad. Incluso ahora, la bebida no se daba sin recibir algo a cambio que tuviera el mismo valor y fuera de importancia similar.
    Cuando la bebida estuvo preparada, Iza asintió con la cabeza y Goov avanzó con el tazón de infusión de datura preparado de la manera que solía prepararlo para los hombres, aun cuando ahora estaba destinado a las mujeres. Con una dignidad formal, se intercambiaron los tazones; entonces Mog-ur abrió la marcha mientras los hombres penetraban en la caverna pequeña.
    Una vez que se fueron, Iza repartió la infusión de datura entre las mujeres, una por una. Era frecuente que la curandera empleara la misma droga como anestésico, analgésico o soporífico, y tenía una preparación diferente de la planta de datura siempre dispuesta como sedante para los niños. Las mujeres sólo podían descansar tranquilas si sabían que sus hijos no irían a buscarlas y que estaban plenamente seguros. En las pocas ocasiones en que las mujeres se permitían el lujo de una ceremonia, Iza se aseguraba de que los niños estuvieran seguros en brazos del sueño.
    Al cabo de un rato, las mujeres comenzaron a acostar a sus hijos adormilados y regresaron junto al fuego. Después de acostar a Ayla en sus pieles, Iza se acercó al tazón boca abajo que Dorv había utilizado durante la danza de la cacería y comenzó a tamborilear un ritmo lento y regular, alterando el tono al golpear la parte superior con el palo, más cerca del borde.
    Al principio las mujeres se quedaron inmóviles; estaban demasiado acostumbradas a cuidar de sus movimientos en presencia de los hombres; pero poco a poco, a medida que se dejaban sentir los efectos de la droga, y con la seguridad de que los hombres estaban donde no pudieran verlas, algunas de las mujeres comenzaron a moverse siguiendo el ritmo ceremonial. Ebra fue la primera en saltar. Bailaba con pasos complicados formando un círculo alrededor de Iza, y a medida que la curandera fue acelerando el ritmo, se excitaron los sentidos de las otras mujeres. Pronto se unieron todas a la compañera del jefe.
    A medida que el ritmo se volvía más rápido y complejo, las mujeres, normalmente dóciles, se desprendieron de sus mantos y bailaron con movimientos que carecían de toda inhibición y resultaban abiertamente eróticos. No se dieron cuenta de cuándo Iza dejó de tocar y se reunió con ellas; estaban demasiado inmersas en la danza con sus propios ritmos internos. Sus emociones exacerbadas, tan reprimidas en la vida cotidiana, se liberaban al ritmo de aquel movimiento desprovisto de inhibiciones. Las tensiones se drenaban en una catarsis de libertad, una catarsis que les permitía aceptar su cohibida existencia. En un torbellino de frenesí, brincando y pateando, las mujeres bailaron hasta que, poco antes de la aurora, se dejaron caer, agotadas, y se quedaron dormidas en el lugar mismo en que venían a caer en el suelo.
    Con la primera luz del nuevo día, los hombres comenzaron a abandonar la cueva. Pasando por encima de los cuerpos de las mujeres tendidas, encontraron sus lugares para dormir y poco después quedaron sumidos en un sopor sin sueños. La catarsis de los hombres provenía de la tensión emocional de la cacería. Su ceremonia tenía una dimensión distinta: más limitada, vuelta hacia dentro, mucho más antigua pero no menos excitante.
    Al salir el sol por encima de la sierra este, Creb salió cojeando de la cueva y examinó el escenario cubierto de cuerpos. En una sola ocasión había podido observar la celebración de las mujeres, por pura curiosidad. Con un profundo sentimiento interior, el sabio y viejo mago comprendió que necesitaban relajarse. Sabía que los hombres se preguntaban siempre lo que hacían para quedar después en tal estado de agotamiento, pero Mog-ur nunca se lo dijo. Los hombres se habrían sentido tan escandalizados por el abandono total de las mujeres como éstas lo estarían de haber oído las súplicas fervientes de sus estoicos compañeros dirigidas a los espíritus invisibles que compartían su existencia.
    Ocasionalmente Mog-ur se había preguntado si podría dirigir las mentes de las mujeres de regreso a los comienzos. Sus recuerdos eran distintos aunque tenían la misma capacidad para recordar conocimientos antiguos. ¿Tendrían memorias raciales? ¿Podrían reunirse con los hombres en alguna ceremonia? Mog-ur se hacía estas preguntas, pero nunca se arriesgaría a incurrir en la ira de los espíritus intentando descubrirlo. El que una mujer fuera admitida a tomar parte en ceremonias tan sagradas destruiría al clan.
    Creb se fue arrastrando los pies hasta el campamento y se dejó caer en sus pieles. Vio unos cabellos rubios enredados entre las pieles de Iza y eso le hizo pensar en los sucesos que habían ocurrido desde que salió trastabillando justo un momento antes de que se derrumbara la vieja cueva. ¿Cómo había sabido la niña extraña abrir tan fácilmente las puertas de su corazón? Estaba perturbado por la corriente subterránea de malos sentimientos que Brun experimentaba hacia ella, y no había pasado por alto las malévolas miradas que Broud le dirigía. La disensión entre el grupo estrechamente unido había enturbiado la ceremonia, dejándole a él un poco incómodo.
    «Broud no va a dejar así las cosas —pensaba Creb—. El Rinoceronte Lanudo es un tótem adecuado para nuestro futuro jefe. Broud puede ser valiente, pero es empecinado y exageradamente orgulloso. Se muestra tranquilo y racional, incluso dulce y amable; y de repente, por una razón insignificante cualquiera, puede lanzarse furiosamente a la carga preso de una ira ciega. Espero que no se vuelva contra la niña.
    »No seas tonto —se reprendió—. El hijo de la compañera de Brun no va a dejarse trastornar por una muchacha. Será jefe, y además, Brun no lo aprobaría. Broud es ahora un hombre; aprenderá a dominar su genio.»
    El viejo tullido se tendió y entonces se percató de lo cansado que estaba. La tensión se había apoderado de él durante el terremoto, pero ahora podría descansar. La cueva era suya, sus tótems estaban firmemente establecidos en el nuevo hogar y el clan podría mudarse al interior en cuanto despertara. El cansado mago bostezó, se estiró y, finalmente, cerró el ojo.

    07

    Una silenciosa sensación reverencial ante la amplitud catedralicia de la cueva se apoderó del clan cuando penetraron por primera vez en sus nuevos alojamientos, pero muy pronto se acostumbraron a ella. Rápidamente dejaron de pensar en la vieja cueva y su anhelante búsqueda, y cuanto más iban descubriendo acerca del entorno de su nuevo hogar, más les complacía éste. Se establecieron en la rutina acostumbrada de los breves y calurosos veranos: cazar, recolectar y almacenar alimentos que les ayudaran a sobrevivir en el prolongado frío helado que, por experiencia, sabían que les esperaba. Y había gran diversidad de comestibles entre los cuales escoger.
    Truchas plateadas relampagueaban entre las salpicaduras blancas del torrente; se las podía atrapar con la mano y con una paciencia infinita mientras los imprudentes peces reposaban bajo raíces y rocas medio sumergidas en el agua. Esturiones y salmones gigantescos, llenos a veces de caviar negro o huevas de color rosa claro, acechaban cerca de la desembocadura de la corriente, mientras enormes peces—gato y bacalaos negros barrían el fondo del mar interior. Redes de arrastre, hechas con pelos largos de animales, trenzados a mano para formar cuerdas, extraían del agua los enormes pescados que huían velozmente de los vadeadores que los perseguían empujándolos hacia la barrera de mallas anudadas. A menudo caminaban los más de diez kilómetros que los separaban de la costa del mar, y no tardaban en disponer de una reserva de pescado salado, que habían secado sobre hogueras humeantes. Recogían moluscos y crustáceos, útiles para hacer cucharones, cucharas, cuencos y tazas, y también por constituir un bocado suculento. Los miembros del clan trepaban por riscos escarpados para recoger huevos en los incontables nidos de aves marinas que anidaban en los promontorios rocosos frente al agua, y de vez en cuando una piedra bien lanzada proporcionaba el deleite adicional de un alcatraz, una gaviota o un alca grande.
    Recolectaban raíces, hojas y tallos carnosos, calabazas, verduras, bayas, frutas, nueces y granos, cuando era la temporada de cada uno de ellos, a medida que avanzaba el verano. Ponían a secar hojas, flores y hierbas para hacer infusiones y aromatizar, y llevaban a la cueva terrones de sal arenosa, que habían quedado al descubierto cuando el gran glaciar septentrional absorbía la humedad y hacía retroceder las costas, para sazonar las comidas invernales.
    Los cazadores salían con frecuencia. Las estepas próximas, ricas en hierbas y forrajes y totalmente descubiertas, con excepción de algunos pequeños bosques de árboles atrofiados, abundaban en rebaños de animales herbívoros. Gigantescos venados recorrían las llanuras herbosas, con sus enormes cornamentas alzándose hasta tres metros en los ejemplares más grandes, junto a bisontes descomunales, con astas de dimensiones similares. Pocas veces llegaban tan al sur los caballos esteparios, pero asnos y onagros —la raza de burros intermedia entre caballos y asnos —recorrían las llanuras abiertas de la península mientras su robusto y macizo primo, el caballo selvático, vivía aislado o en grupos familiares poco numerosos, más cerca de la cueva. Las estepas alojaban también grupos más pequeños y poco frecuentes de ese pariente de la cabra, que habita las tierras bajas: el antílope saiga.
    El terreno llano entre la pradera y los contrafuertes montañosos era el hogar del uro, un animal salvaje, de color oscuro o negro, antepasado de razas domésticas más apacibles. El rinoceronte selvático —emparentado con ulteriores especies tropicales de ramoneadores, pero adaptado a las selvas templadas frías— sólo se adentraba un poco en el territorio de otra variedad de rinocerontes que preferían la hierba del llano. Ambos, con sus cuernos de implantación nasal y más cortos y su cabeza horizontal, diferían del rinoceronte lanudo en que, junto con los mamuts lanudos, eran unos visitantes estacionales. Tenían un largo cuerno anterior plantado en ángulo inclinado hacia delante y llevaban la cabeza hacia abajo, lo cual les facilitaba la tarea de apartar la nieve de los pastizales de invierno. Su gruesa capa de grasa subcutánea y su sobrepelliz de pelos largos de color rojo oscuro, así como su suave capa interior de lana, eran adaptaciones que los confinaban a climas fríos. Su hábitat natural era la estepa septentrional secada por el hielo, la estepa del loess.
    Sólo cuando había glaciares sobre la tierra podía haber estepas de loess. La constante alta presión sobre las vastas capas de hielo absorbía la humedad del aire y permitía que cayera muy poca nieve en regiones periglaciares y daba origen a un viento constante. Un fino polvo calcáreo, el loess, era levantado de las rocas pulverizadas en las orillas de los glaciares y depositado a lo largo de cientos de kilómetros de distancia. Una corta primavera mezclaba la escasa nieve con la capa superior del permafrost lo suficiente para que brotaran hierbas y pastos de fácil arraigo. Crecían rápidamente convirtiéndose en heno vivo, miles y miles de hectáreas de forraje para los millones de animales que se habían adaptado al frío helado del continente.
    Las estepas continentales de la península sólo atraían a las bestias lanudas durante el otoño. Los veranos eran demasiado cálidos y las pesadas nieves del invierno demasiado profundas para que pudieran apartarlas con facilidad. Otros muchos animales eran atraídos hacia el norte en invierno, hasta los confines del loess más frío pero también más seco. En su mayoría regresaban en verano. Los animales selváticos que podían alimentarse con breñales, cortezas o líquenes, permanecían en las pendientes boscosas que brindaban aislamiento y no favorecían la formación de grandes manadas.
    Además de los caballos y rinocerontes selváticos, encontraban su hogar en el paisaje arbolado cerdos salvajes y diversas variedades de venados. Venado rojo, que se llamaría más adelante alce en otras tierras, en manadas poco numerosas; individualmente o en grupos reducidos, tímidos corzos de cornamenta simple con tres puntas; los gamos, algo más grandes, moteados en rojizo y blanco; y unos pocos alces, llamados antas por los que llaman alce al venado rojo; todos ellos compartían el entorno boscoso.
    A mayor altura se pegaban a salientes y riscos, alimentándose con pastos alpinos, los carneros de anchos cuernos y los muflones; y más arriba aún, la cabra montés salvaje, el íbice y la gamuza brincaban de un precipicio a otro. Aves de vuelo rápido prestaban color y sonido a la selva, aunque no mucha comida. Su lugar en el menú se llenaba más satisfactoriamente con la perdiz blanca de vuelo lento y el urogallo blanco y azul de la estepa, que eran abatidos a pedradas, así como las visitas otoñales de gansos y patos de flojel atraídos hacia las redes cuando aterrizaban en pozas fangosas de la montaña. Las aves de presa y demás rapaces se cernían perezosamente sobre corrientes de aire caliente, recorriendo con la mirada las llanuras generosas y las tierras boscosas que tenían debajo.
    Cantidad de animales pequeños llenaban montañas y estepas cerca de la cueva, proporcionando alimento y pieles: cazadores —visones, nutrias, glotones, armiños, martas y cibelinas, zorros, mapaches, tejones y los pequeños gatos monteses que dieron más adelante nacimiento a las legiones de cazadores domésticos de ratones—, y presas —ardillas voladoras, puercoespines, liebres, conejos, topos, ratas almizcleras, coipos, castores, mofetas, ratones, ratas de agua, lemmings, ardillas de tierra, grandes jerbos, marmotas gigantescas, lagomorfos y unos cuantos más que nunca han recibido nombre por haberse extinguido.
    Los carnívoros más grandes eran esenciales para reducir las filas de las abundantes presas. Había lobos y sus parientes más feroces, los perros salvajes. Y había felinos: linces, tigres, chitas y leopardos, leopardos de la nieve que habitaban las montañas y, los más grandes de todos, el doble de cualquier otro, los leones cavernarios. Osos pardos omnívoros cazaban junto a la cueva, pero sus descomunales primos, los osos cavernarios vegetarianos, se habían alejado. La ubicua hiena cavernaria completaba la lista de la fauna salvaje.
    La tierra era de una riqueza increíble y el hombre sólo una fracción de la vida multiforme que vivía y moría en aquel edén frío y antiguo. Nacido demasiado desnudo y sin dotes naturales superiores que sirvieran de contrapeso —excepto una: su enorme cerebro—, era el más débil de todos los cazadores. Pero, a pesar de su aparente vulnerabilidad, carente de colmillo, garra, pierna rápida o fuerza brincadora, el cazador de dos pies se había ganado el respeto de sus competidores cuadrúpedos. Su olor era suficiente para apartar de una senda escogida a una criatura mucho más poderosa, siempre que los dos vivieran mucho tiempo en próxima vecindad. Los cazadores capaces y experimentados del clan eran tan hábiles para la defensa como para el ataque, y cuando veían amenazadas la seguridad o estabilidad del clan, o si codiciaban un abrigo caliente para el invierno, decorado por la naturaleza, acechaban al confiado perseguidor.
    Era un día soleado, caldeado por la plenitud inicial del verano. Los árboles estaban cubiertos de hojas pero todavía de un verde más claro del que adquirirían más adelante. Moscas perezosas zumbaban alrededor de huesos sobrantes de comidas anteriores. Una fresca brisa marina llevaba en sí un indicio de vida, y el follaje que se agitaba suavemente lanzaba sombras sobre la cuesta soleada delante de la cueva.
    Una vez superada la tensión por encontrar un nuevo hogar, las tareas de Mog-ur eran llevaderas. Lo único que se le pedía era alguna que otra ceremonia de caza o un rito para apartar los espíritus nefastos, o, si había alguien herido o enfermo, que pidiera ayuda a los espíritus benéficos para respaldar la magia de Iza. Los cazadores habían salido, junto con algunas mujeres; tardaron varios días en regresar. Las mujeres iban con ellos para evitar que se echara a perder la carne de lo que cazaran: era más fácil traerla a casa cuando se había secado previamente para el invierno. El cálido sol y el viento siempre presente en las estepas, secaba rápidamente la carne destazada en tiras delgadas. Fuegos humeantes de hierba y bosta secas eran útiles, sobre todo, para apartar los moscones y evitar que pusieran sus huevos en la carne fresca, lo cual la echaba a perder. Las mujeres transportarían, además, la mayor parte de la carga en el viaje de regreso.
    Creb había pasado el tiempo con Ayla casi diariamente desde que se trasladaron a la cueva, tratando de enseñarle su idioma. Las palabras rudimentarias —que por lo general constituían la parte más difícil para los niños del clan— las aprendía fácilmente, pero su complicado sistema de gestos y señales se le escapaba. Creb había tratado de hacerle comprender el significado de los gestos, pero ni uno ni otra disponían de una base para sus respectivos métodos de comunicación, y no había tampoco quien pudiera explicar ni interpretar. El viejo se había devanado los sesos, pero no había sido capaz de idear un sistema por el que pudieran transmitirse los significados. Ayla se sentía igualmente frustrada.
    Sabía que se le estaba escapando algo y anhelaba poder comunicarse por medio de algo más que las pocas palabras que sabía. Le resultaba evidente que la gente del clan comprendía más que las simples palabras, pero no lograba entender cómo. El problema estaba en que no veía las señales que se hacían con las manos. Para ella eran movimientos al azar, no movimientos con un propósito. Sencillamente, no había podido captar el concepto de hablar con ademanes. Ni siquiera se le había ocurrido que fuera posible; quedaba totalmente fuera del campo de su experiencia.
    Creb había empezado a presentir su problema, aunque apenas podía creerlo. «Tiene que ser que no sabe que los movimientos encierran un significado», pensó.
    — ¡Ayla! —llamó Creb, haciendo una seña a la niña. «Ése debe de ser el problema —pensaba, mientras ambos seguían un sendero junto al río brillante—. O eso o que carece de la inteligencia suficiente para comprender un lenguaje.» Pero por lo que había observado, no podía creer que la niña careciera de inteligencia, por más que fuera diferente. «Pero comprende los gestos simples. Estoy pensando que sólo es cuestión de ampliarlos.»
    Muchos pies que se dirigían a cazar, recolectar o pescar en aquella dirección, habían aplastado la hierba y los matorrales formando un camino en la línea de menor resistencia. Los dos paseantes llegaron a un lugar que agradaba mucho al viejo, un espacio abierto cerca de un enorme roble cubierto de hojas, cuyas raíces salientes brindaban un asiento alto y umbroso en el que podía descansar más fácilmente que agachándose hasta el suelo. Iniciando la lección, señaló al árbol con su cayado:
    —Roble —contestó Ayla rápidamente. Creb asintió, aprobando con un movimiento de la cabeza; entonces dirigió su cayado hacia el río.
    —Agua —dijo la niña. El viejo asintió de nuevo, y entonces hizo un ademán con la mano y repitió la palabra. «Agua que corre, río» indicaba el ademán y la palabra combinados.
    — ¿Agua? —dijo la niña, vacilando, intrigada porque había indicado que su palabra era correcta, pero la había preguntado de nuevo. Empezaba a experimentar una sensación de pánico en el fondo de su estómago. Era igual que siempre: sabía que él deseaba algo más, pero no comprendía qué.
    —No. —Creb meneó la cabeza. Había practicado ese tipo de ejercicios muchas veces con la niña. Lo intentó de nuevo, señalando sus pies.
    —Pies —dijo Ayla.
    —Sí —asintió el mago con un movimiento. «De alguna manera tengo que hacerle ver: y no sólo oír», pensó.
    Se puso en pie, la cogió de la mano y avanzó con ella unos cuantos pasos, dejando atrás su cayado. Hizo un gesto y dijo la palabra «pies». «Pies en movimiento, andando», era el sentido que estaba intentando comunicar. Ella trataba de escuchar, esforzándose por oír si algo se le había escapado en el tono de su voz.
    — ¿Pies? —preguntó la niña con voz trémula, segura de que no era ésa la respuesta que él deseaba.
    — ¡No, no, no! ¡Andando! ¡Pies moviéndose! —repitió otra vez, mirándola directa—mente, exagerando el gesto. La hizo avanzar de nuevo, mostrándole sus pies, desesperado de que llegara a aprender algún día.
    Ayla sentía que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¡Pies! ¡Pies! Sabía que era la palabra correcta, ¿pero por qué meneaba negativamente la cabeza? «Ojalá dejara de mover su mano delante de mi cara de ese modo. ¿Qué estoy haciendo mal?»
    El viejo la hizo avanzar de nuevo, señalándole sus pies; hizo el movimiento con la mano y dijo la palabra. La niña se detuvo, observándole. Él hizo nuevamente el gesto, exagerándolo tanto que casi significaba otra cosa, y nuevamente dijo la palabra, justo delante de ella. Gesto, palabra. Gesto, palabra.
    « ¿Qué querrá? ¿Qué se supone que debo hacer?» Ella quería comprenderlo. Sabía que estaba intentando decirle algo. « ¿Por qué sigue moviendo la mano?», pensaba.
    Entonces, el levísimo destello de una idea cruzó por su mente: « ¡Su mano! Sigue moviendo la mano». Alzó la mano, vacilante.
    — ¡Sí, sí! ¡Eso es! —El asentimiento vigoroso que hacía Creb con la cabeza era casi un grito—. ¡Haz la señal! ¡Moviéndose! ¡Pies moviéndose! —repetía.
    Con un atisbo de comprensión, la niña observó su movimiento y trató de imitarlo. « ¡Creb estaba diciendo sí! ¡Eso es lo que quiere! ¡El movimiento, quiere que yo haga el movimiento!»
    Volvió a hacer el gesto repitiendo la palabra, sin comprender lo que significaba, pero entendiendo, al menos, que el gesto era lo que él quería que hiciera al decir la palabra. Creb hizo que diera media vuelta y regresó al roble cojeando marcadamente. Señalando nuevamente los pies de la niña que avanzaba, repitió la combinación de la palabra y gesto una vez más.
    De repente, como una explosión en su cerebro, la niña estableció la relación. « ¡Moviendo los pies! ¡Andando! ¡Eso quiere decir! No solamente pies. El movimiento de la mano con la palabra “pies” significa ¡andar!» La mente de la niña se puso a trabajar a toda prisa. Recordaba haber visto siempre que la gente del clan movía las manos. Podía ver con la imaginación a Iza y Creb, en pie, mirándose, moviendo las manos, pronunciando pocas palabras pero moviendo las manos. « ¿Estarían hablando? ¿Es así como hablan entre sí? ¿Por eso hablan tan poco? ¿Hablan con sus manos?»
    Creb se sentó. Ayla se quedó frente a él, tratando de calmar su excitación.
    —Pies —dijo, señalando los suyos.
    —Sí —asintió Creb, intrigado.
    Ella se dio media vuelta y echó a andar, y al acercarse nuevamente a él, hizo el gesto y dijo la palabra «pies».
    — ¡Sí, sí! ¡Eso es! ¡Ésa es la idea! —dijo Creb. « ¡Ya ha entendido! Creo que comprende.»
    La niña se detuvo un instante; entonces se dio media vuelta y echó a correr alejándose de él. Después de regresar corriendo por el pequeño calvero, esperó anhelante frente a él, casi sin aliento.
    —Corriendo —señaló él mientras ella le observaba con cuidado. Era un movimiento distinto; como el primero, pero diferente.
    —Corriendo —expresó con un movimiento vacilante.
    « ¡Ya ha entendido!» Creb estaba excitado: el movimiento era torpe, carecía de la fineza que le imprimían incluso los niños pequeños del clan, pero la idea estaba allí. Asintió vigorosamente con la cabeza y por poco se cae de su asiento cuando Ayla se arrojó contra él, abrazándole llena de una comprensión gozosa.
    El viejo mago miró a su alrededor; era casi instintivo. Los gestos afectuosos estaban limitados a los confines del fuego hogareño. Pero sabía que estaban solos. El tullido respondió con un abrazo cariñoso y experimentó un sentimiento cálido y satisfactorio que nunca anteriormente había experimentado.
    Un mundo de comprensión totalmente nuevo se abría para Ayla. Tenía un instinto teatral innato y el talento de la mímica, y los aprovechó con una seriedad increíble imitando los movimientos de Creb. Pero los gestos de Creb, que sólo tenía un brazo, eran forzosamente adaptaciones de las señas normales de las manos, y a Iza le correspondió enseñarle los detalles más sutiles. Aprendió como lo habría hecho un bebé, comenzando con expresiones de las necesidades más simples, pero aprendió con una rapidez mucho mayor. Habíase sentido tan frustrada durante tanto tiempo en sus intentos de comunicarse que estaba decidida a compensar aquella falta cuanto antes.
    Tan pronto como comenzó a entender mejor, la vida del clan adquirió una dimensión nueva. Observaba a la gente que la rodeaba mientras se comunicaban unos con otros, mirando fijamente, con una atención apasionada, tratando de captar lo que se decía. Al principio el clan se mostró tolerante en cuanto a su fijación visual, tratándola como si fuera un bebé. Pero a medida que pasaba el tiempo, ciertas miradas de reprobación evidenciaron que un comportamiento tan incorrecto no seguiría siendo aceptado. Observar así, lo mismo que escuchar furtivamente, era una descortesía; las costumbres dictaban que se apartara la mirada cuando otras personas hablaban en privado. El problema hizo crisis un atardecer de mediados del verano.
    El clan se encontraba dentro de la cueva, cada familia reunida alrededor de su fuego después de haber cenado. El sol se había puesto detrás del horizonte y el último resplandor opaco destacaba las siluetas del oscuro follaje que susurraba al movimiento de la suave brisa vespertina. El fuego que había a la entrada de la cueva, prendido para alejar a los malos espíritus, los depredadores curiosos y la humedad del aire nocturno, lanzaba jirones de humo y oleadas trémulas de color, haciendo ondular los árboles y los matorrales sumidos en sombras oscuras al ritmo silencioso de las llamas parpadeantes. Su luz danzaba con las sombras sobre la piedra áspera de la cueva.
    Ayla estaba sentada dentro del círculo de piedras que limitaba el territorio de Creb mirando fijamente hacia el hogar de Brun. Broud estaba de mal humor y lo desahogaba con su madre y con Oga, ejerciendo sus prerrogativas de varón adulto. El día había comenzado mal para Broud y fue empeorando. Después de pasarse horas acechando una zorra roja cuya piel había prometido a Oga, el animal desapareció entre los densos matorrales, advertido por la piedra lanzada con presteza. Las miradas que le lanzaba Oga, llenas de comprensión y perdón, sólo servían para lastimar aún más su orgullo herido: él era quien debería perdonarle a ella sus defectos, no ella a él.
    Las mujeres, cansadas de un día ajetreado, estaban intentando terminar sus últimas tareas, y Ebra, exasperada por las constantes interrupciones de su hijo, hizo una leve seña a Brun. El jefe no había dejado de observar el comportamiento imperioso y exigente del joven. Broud estaba en su derecho, pero a Brun le parecía que debería ser más tolerante con ellas. No era necesario hacerlas correr para cualquier cosa, pues ya estaban suficientemente atareadas y cansadas.
    —Broud, deja tranquilas a las mujeres. Tienen suficiente que hacer —gesticuló Brun en una silenciosa reprimenda.
    El reproche fue demasiado, especialmente delante de Oga y procediendo de Brun. Broud se fue al extremo más apartado del territorio del hogar de Brun, junto a las piedras que marcaban el límite, muy enfurruñado cuando vio que Ayla estaba mirándole fijamente. No importaba que Ayla hubiera percibido sólo vagamente el sutil altercado doméstico que se había desarrollado más allá de los límites que les separaban del hogar colindante; por la que se refería a Broud, la feúcha intrusa había visto cómo le regañaban como si fuera un chiquillo: fue el golpe final a su sensible ego. «Ni siquiera tiene la corrección de mirar a otro lado —pensó—. Bueno, pues ella no es la única que puede ignorar la cortesía más elemental». Todas las frustraciones de la jornada se desbordaron y, tirando por la borda los convencionalismos, Broud lanzó una mirada malévola más allá de los límites hacia la niña a la que odiaba.
    Creb se había percatado de la ligera discusión en el hogar de Brun, pues siempre estaba al tanto de todas las personas que vivían en la cueva. La mayor parte del tiempo, como si se tratara de un ruido de fondo, permanecía fuera de su conciencia, pero cualquier cosa que implicara a Ayla despertaba su atención. Sabía que había sido necesario un esfuerzo deliberado a la vez que maligno por parte de Broud para impulsarle a transgredir lo que le había sido inculcado durante toda su vida, para hacerle mirar dentro de los límites del hogar de otro hombre. «Broud siente demasiada animosidad hacia la niña —pensó Creb—. Por el bien de ella, es hora de enseñarle buenos modales.»
    — ¡Ayla! —ordenó severamente. Ella dio un brinco al percatarse del tono de su voz—. ¡No mires a otra gente! —expresó con una seña. La niña se sintió intrigada.
    — ¿Por qué no mirar? —preguntó.
    —No mirar, no observar, a la gente no le gusta —trató de explicar, consciente de que Broud estaba observando con el rabillo del ojo, sin molestarse siquiera en disimular el deleite que le causaba la fuerte regañina que Mog-ur estaba propinando a la niña. «De todos modos, el mago la consiente demasiado —pensaba Broud—. Si viviera aquí, ya le iba a enseñar yo cómo se supone que debe comportarse una hembra».
    —Quiero aprender a hablar —señaló Ayla, todavía intrigada y algo dolida.
    Creb comprendía perfectamente por qué había estado mirando, pero alguna vez tenía que aprender. Quizá se aplacara un poco el odio que Broud le tenía si veía que la reñían por mirarle.
    —Ayla no observar —señaló Creb con una mirada severa—. Está mal. Ayla no responder a hombre cuando éste habla. Malo. Ayla no mirar a la gente dentro de su hogar. Malo. Malo. ¿Comprendes?
    Creb se mostró duro; quería ser comprendido. Vio que Broud se ponía en pie y regresaba junto a la lumbre cuando Brun le llamó, y se veía a las claras que su humor había mejorado.
    Ayla estaba abrumada: nunca se había mostrado Creb duro con ella. Había creído que se alegraría de que aprendiera su idioma; y ahora le decía que era mala porque miraba a la gente y trataba de aprender más. Confundida y dolida, se le saltaron las lágrimas, le inundaron los ojos y corrieron por sus mejillas.
    — ¡Iza! —llamó Creb, preocupado—. ¡Ven acá! Ayla tiene algo en los ojos.
    Los ojos de la gente del clan sólo se llenaban de lágrimas cuando algo se les metía dentro o si tenían catarro o padecían alguna enfermedad de la vista. Él nunca había visto que de los ojos brotaran lágrimas de infelicidad. Iza llegó corriendo.
    — ¡Mira eso! Le chorrean los ojos. Quizá le haya entrado una chispa. Será mejor que se los mires —insistió.
    También Iza estaba preocupada. Alzando los párpados de Ayla, miró de cerca los ojos de la niña.
    — ¿Te duele el ojo? —preguntó. La curandera no podía ver la menor señal de inflamación. No parecía que tuviera nada malo en los ojos: sólo que chorreaban.
    —No, no duele —lloriqueó Ayla. No podía comprender su preocupación por ello, aunque Creb dijera que era malo—. ¿Por qué se enfada Creb, Iza? —preguntó sollozando.
    —Tienes que aprender, Ayla —explicó Iza, mirando a la niña con expresión seria—. No es correcto mirar fijamente. No es correcto mirar al fuego de otro hombre, ver lo que dicen otras personas junto al fuego. Ayla debe aprender que cuando habla el hombre, la mujer mira hacia abajo, así —demostró Iza—. Cuando el hombre habla, la mujer baja la cabeza; no pregunta. Sólo los chiquitines miran fijamente. Los bebés. Ayla es mayor. Entonces la gente se enoja con Ayla.
    — ¿Creb enfadado? ¿No le importo? —preguntó, deshaciéndose nuevamente en llanto.
    Iza seguía sin comprender que los ojos de la niña se llenaran de agua, pero sí advertía la confusión en que se encontraba.
    —A Creb le importa Ayla, también a Iza. Creb enseña a Ayla. Hay que aprender algo más que a hablar. Hay que aprender las costumbres del clan —dijo la mujer, tomando en sus brazos a la niña. La sostuvo cariñosamente mientras Ayla se desahogaba llorando, y después secó los ojos húmedos e hinchados de la niña con una piel suave y volvió a mirárselos para asegurarse de que estaban bien.
    — ¿Qué pasa con sus ojos? —preguntó Creb—. ¿Está enferma?
    —Ha creído que no la quieres. Pensaba que te habías enfurecido contra ella. Sin duda eso la ha puesto enferma. Quizá los ojos tan claros como los que ella tiene sean débiles, pero no puedo encontrarles nada malo y dice que no le duelen. Creo que sus ojos han chorreado de tristeza, Creb —explicó Iza.
    — ¿Tristeza? ¿Se puso triste porque pensó que yo no la quería, y eso la puso enferma? ¿Hizo chorrear sus ojos?
    El sorprendido mago apenas podía creerlo y se sintió dominado por emociones contradictorias. ¿Sería enfermiza? Parecía saludable, pero nadie enfermaba de pensar que no le quisieran. Nadie, excepto Iza, se había preocupado por él de esa manera. La gente le temía, sentía pavor ante él, le respetaba, pero nadie había deseado tanto que él le quisiera como para que le chorrearan los ojos. «Quizá tenga razón Iza, quizá tenga los ojos débiles, pero su vista es buena. De alguna manera tengo que mostrarle que debe aprender a portarse convenientemente, por su propio bien. Si no aprende los modales del clan, Brun la expulsará; puede hacerlo. Pero eso no significa que yo no la quiera. La quiero —admitió para sí—; por extraña que sea, la quiero mucho.»
    Ayla avanzó lentamente hacia el anciano tullido, mirando con nerviosismo hacia sus pies. Se quedó frente a él y después alzó la mirada, todavía empañada por el llanto.
    —Ya no miro fijamente —dijo por señas—. ¿Creb no enfadado?
    —No —respondió, también por señas—. No estoy enfadado, Ayla.
    Pero ahora perteneces al clan, me perteneces a mí. Debes aprender el lenguaje pero también debes aprender las costumbres del clan. ¿Comprendes?
    — ¿Yo pertenezco a Creb? ¿Creb se preocupa por mí? —preguntó.
    —Sí, yo te quiero, Ayla.
    La niña sonrió ampliamente, se acercó a él y le abrazó; después se sentó en el regazo del hombre deforme y desfigurado y se pegó cariñosamente a él.
    A Creb siempre le habían interesado los niños. Cuando actuaba como Mog-ur, pocas veces reveló el tótem de un niño sin que la madre lo reconociera inmediatamente como apropiado. El clan atribuía la habilidad de Mog-ur a sus poderes mágicos, pero su verdadera habilidad estaba en sus poderes de observación perceptiva. Se fijaba en los niños desde el día en que nacían, y a menudo veía cómo hombres y mujeres por igual los mimaban y consolaban. Pero el viejo lisiado no había conocido el gozo de mecer a un niño en sus brazos.
    Agotada por sus emociones, la niña se había quedado dormida; se sentía segura con el pavoroso mago: había sustituido en su corazón a un hombre al que ya no recordaba como no fuera en algún rincón de su inconsciente. Mientras Creb contemplaba el rostro apacible y confiado de la niña en su regazo, sintió que un amor profundo se abría paso en su alma hacia ella. No podría amarla más si fuera su propia hija.
    —Iza —llamó en voz baja el hombre. La mujer cogió a la niña dormida de los brazos de Creb, pero no antes de que él la mantuviera apretada contra sí un momento—. Su enfermedad la ha fatigado —dijo, una vez que la mujer la hubo acostado—. Procura que descanse mañana, y será bueno que le vuelvas a examinar los ojos en cuanto amanezca.
    —Sí, Creb –asintió.
    Iza quería a su hermano lisiado; sabía mejor que nadie que un alma buena y amable vivía bajo aquel exterior repulsivo. Se sentía feliz de que hubiera encontrado a alguien a quien querer, alguien que también le amaba a él y eso fortalecía aún más sus sentimientos hacia la niña.
    Iza no recordaba haber sido tan feliz desde que era niña. Sólo su temor de que la criatura que llevaba en su vientre fuera niño empañaba su dicha. Un hijo suyo tendría que ser criado por un cazador. Era hermana de Brun; su madre había sido la compañera del que fue jefe antes que él. Si algo le sucediera a Broud o si la mujer con quien se acoplara no engendrara un vástago varón, la jefatura del clan recaería en el hijo de ella, en el caso de que tuviera uno. Brun se vería obligado a entregarla, a ella y al niño, a uno de los cazadores, o a quedarse con ella. Todos los días rogaba a su tótem que hiciera de la criatura que no había nacido aún una hija, pero no podía liberarse de su preocupación.
    A medida que avanzaba el verano, con la amable paciencia de Creb y el deseo anhelante de Ayla, la niña comenzó a comprender no sólo el lenguaje sino también las costumbres de la gente que la había adoptado. Aprender a apartar la mirada para permitir a la gente del clan la única intimidad posible, era sólo la primera de muchas duras lecciones. Mucho más difícil resultaba aprender a refrenar su curiosidad natural y su entusiasmo impetuoso para aceptar la docilidad habitual de las hembras.
    También Iza y Creb estaban aprendiendo. Descubrieron que cuando Ayla hacía cierta mueca, separando los labios y mostrando los dientes, lo que solía ir acompañado de sonidos aspirantes peculiares, eso significaba que se sentía feliz, no hostil. Nunca consiguieron superar del todo su ansiedad ante la extraña debilidad de los ojos de la niña, que se llenaban de agua cuando estaba triste. Iza llegó a la conclusión de que esa debilidad era peculiar de los ojos claros y se preguntaba si sería un rasgo común de los otros o si sólo ocurría con los ojos de Ayla. Para estar tranquila, Iza se los lavaba con el fluido cristalino de la planta de color azul blancuzco que crecía en lugares muy sombríos. Aquella planta, parecida a un cadáver, sacaba su alimento de la madera y la materia vegetal en putrefacción, y, al tocarla, su superficie cerúlea se volvía negra. Pero Iza no conocía mejor remedio contra el dolor o la inflamación de los ojos que el líquido fresco que manaba de su tallo roto, y aplicaba el tratamiento tan pronto como la niña lloraba.
    No lloraba con frecuencia. Aunque las lágrimas servían para llamar la atención, Ayla se esforzaba mucho por dominarlas. No sólo porque resultaban perturbadoras para las dos personas a quienes amaba, sino porque los demás miembros del clan lo consideraban como señal de su diferencia, y ella quería encajar y ser aceptada. El clan estaba aprendiendo a aceptarla, pero todavía se mostraban todos cautelosos y suspicaces en cuanto a sus peculiaridades.
    Ayla también estaba aprendiendo a conocer a la gente del clan y a aceptarla. Aunque los hombres sentían curiosidad hacia ella, rebajaban su dignidad mostrando demasiado interés hacia una niña, por insólita que fuera, y ella los ignoraba a ellos tanto como ellos la ignoraban a ella. Brun demostraba mayor interés que los demás, pero la asustaba. Era serio y no se mostraba abierto a las efusiones lo mismo que Creb. Ayla no podía saber que, para la gente del clan, Mog-ur parecía mucho más distante e imponente que Brun y que esa gente estaba pasmada ante la intimidad que se había establecido entre el pavoroso mago y la extraña niñita. El que más le desagradaba de todos era el joven que compartía el hogar de Brun. Broud siempre tenía una expresión mezquina cuando la miraba.
    Con las mujeres fue con quienes se familiarizó primero. Pasaba más tiempo con ellas. Excepto cuando se encontraba dentro de los límites de las piedras del hogar de Creb o cuando la curandera se la llevaba cuando iba en busca de plantas exclusivas para su uso, ella e Iza estaban generalmente con los miembros femeninos del clan. Al principio Ayla se limitaba a seguir a Iza y observaba cuando las mujeres desollaban animales, curtían pieles, trenzaban canastos, estiraban correas sacadas en espiral de un solo pellejo, recogían alimentos silvestres, preparaban comidas, hacían conservas de carne y plantas para el invierno, y correspondían a los deseos de cualquier hombre que las llamara para prestarle cualquier servicio. Pero cuando vieron su buena voluntad para aprender, no sólo la ayudaron con el idioma sino que comenzaron a enseñarle aquellas habilidades tan útiles.
    Ella no era tan fuerte como las mujeres o los niños del clan —su estructura más delgada no podía aguantar lo que la poderosa musculatura de la gente del clan, de huesos tan pesados— pero era asombrosamente diestra y flexible. Las tareas pesadas le resultaban difíciles, pero a pesar de ser sólo una niña, era hábil trenzando canastos o cortando correas de un ancho uniforme. Muy pronto estableció una relación cordial con Ika, cuya naturaleza amigable la hacía simpática. La mujer dejó que Ayla llevara en brazos a Borg en cuanto comprobó el interés que Ayla sentía por el bebé. Ovra se mostraba reservada, pero ella y Uka eran especialmente amables con la niña. La pena que sentían por haber perdido al joven en el derrumbamiento de la cueva, las sensibilizaba respecto a la niña que había perdido a su familia. Pero Ayla no tenía compañeros de juego.
    Su primer impulso de amistad con Oga se había enfriado después de la ceremonia. Oga se sentía dividida entre Ayla y Broud. La recién llegada, aunque más joven, era alguien con quien le habría sido posible compartir sus pensamientos infantiles, y se sentía compenetrada con la joven huérfana dado que compartía su mismo sino, pero los sentimientos de Broud hacia ella eran evidentes. Oga decidió, renuentemente, evitar a Ayla, por deferencia hacia el hombre con quien esperaba emparejarse. Menos cuando trabajaban juntas, pocas veces se reunían, y después de que los intentos de Ayla por hacer amistad con ella se vieron rechazados varias veces, la niña se retrajo y no siguió intentando mostrarse sociable.
    A Ayla no le gustaba jugar con Vorn. Aunque tenía un año menos que ella, su idea del juego consistía generalmente en darle órdenes, en imitación consciente del comportamiento viril adulto hacia las hembras adultas, cosa que todavía le costaba mucho aceptar a Ayla. Cuando ésta se rebelaba, provocaba la ira de hombres y mujeres, especialmente la de Aga, madre de Vorn, quien estaba orgullosa de que su hijo aprendiera a portarse «como un hombre», y no le pasaba inadvertido, al igual que a todos los demás, el resentimiento que Broud le mostraba. Algún día Broud sería jefe, y si su hijo seguía disfrutando de su valimiento, podría ser escogido como segundo—al—mando. Aga aprovechaba cualquier oportunidad para promover a su hijo, hasta el punto de atormentar a Ayla cuando Broud andaba cerca. Si veía juntos a Vorn y Ayla cuando Broud andaba cerca, apartaba rápidamente a su hijo.
    La capacidad de Ayla para comunicarse mejoraba rápidamente, en especial con ayuda de las mujeres. Pero un símbolo en particular lo aprendió por su propia observación. Seguía observando a los demás —no había aprendido todavía a cerrar su mente a los que la rodeaban— si bien lo hacía de forma menos evidente.
    Una tarde estaba viendo a Ika jugar con Borg. Ika hizo una señal a su hijo y la repitió varias veces. Cuando los movimientos que el niño hacía al azar parecieron imitar el gesto, la madre llamó la atención de las otras mujeres y alabó a su hijo. Más tarde vio Ayla que Vorn corría hacia Aga y la saludaba con el mismo gesto. También Ovra hacía aquel gesto al iniciar una conversación con Uka.
    Aquella noche se acercó tímidamente a Iza, y cuando la mujer alzó la mirada, Ayla hizo la señal con la mano. Los ojos de Iza expresaron una inmensa sorpresa.
    —Creb —dijo—, ¿cuándo le has enseñado a llamarme «Madre»?
    —No se lo he enseñado yo, Iza —respondió Creb—; lo habrá aprendido sola.
    Iza se volvió hacia la niña:
    — ¿Lo has aprendido tú sola? —preguntó.
    —Sí, madre —expresó Ayla con el mismo símbolo. No estaba muy segura de lo que significaba la señal, pero tenía una idea. Sabía que la usaban los niños con las mujeres que les atendían. Aunque su memoria había bloqueado el recuerdo de su propia madre, su corazón no lo había olvidado. Iza había sustituido a aquella mujer a la que Ayla amó y perdió.
    La mujer que había vivido sin hijos durante tanto tiempo sintió una profunda emoción.
    —Mi hija —expresó con uno de sus pocos abrazos espontáneos—. Mi niña. Desde el principio supe que era mi hija, Creb. ¿No te lo dije? Me fue dada; los espíritus querían que fuera mía, estoy segura.
    Creb no discutió con ella; tal vez tuviera razón. Después de aquella noche las pesadillas de la niña disminuyeron, aunque tenía alguna de vez en cuando. Dos sueños se repetían con mayor frecuencia. Uno era que estaba escondiéndose en una cueva muy pequeña, tratando de alejarse de una garra enorme y afilada. El otro era más vago y perturbador. Era una sensación de que se movía la tierra, un profundo retumbar y una infinitamente angustiosa percepción de pérdida. Gritaba en su extraño lenguaje, que usaba menos cada día, cuando se despertaba y se agarraba a Iza. Al principio, cuando se incorporó a ellos, a veces se ponía a hablar en su idioma, sin darse cuenta, pero a medida que aprendió a comunicarse más a la manera del clan, sólo hablaba ya en sueños. Al cabo de algún tiempo, ni siquiera en sueños, pero nunca despertó de la tremenda pesadilla, cuando se movía la tierra, sin una sensación de absoluto abandono.
    El corto y cálido verano llegó a su fin y las ligeras heladas matutinas del otoño enfriaban el aire y coloreaban con un destello escarlata y ambarino muy vivo el verdor de la selva. Algunas nevadas prematuras, derretidas por fuertes lluvias de temporada que arrebataban a los árboles sus mantos llenos de colorido, anunciaban el frío que se avecinaba. Más adelante, cuando sólo unas cuantas hojas tenaces se aferraban a las ramas peladas de árboles y arbustos, un breve interludio de brillante sol recordó finalmente el color estival antes de que los rudos vientos y el frío intenso cerraran la posibilidad de llevar acabo muchas actividades al aire libre.
    El clan estaba fuera, disfrutando del sol. Sobre la ancha terraza que constituía la entrada a la cueva, las mujeres estaban procediendo a beldar los granos cosechados en las estepas herbosas que se extendían más abajo. Un viento cortante parecía andar a puntapiés con infinidad de hojas secas, prestando una apariencia de vida a aquellos vestigios arremolinados de la plenitud estival. Aprovechando el aire agitado, las mujeres aventaban el grano contenido en amplios y profundos canastos, dejando que el viento se llevara la cascarilla para después recuperar los granos.
    Iza estaba inclinada detrás de Ayla, con sus manos sobre las de la niña mientras sostenía el canasto, mostrándole cómo debía lanzar muy alto al aire el grano para que no cayera junto con la paja y la broza.
    Ayla notaba el estómago duro y abultado de Iza contra su espalda y sintió la fuerte contracción que obligó a la mujer a detenerse súbitamente. Poco después, Iza dejó el grupo y entró en la cueva, seguida por Ebra y Uka. La niña echó una mirada de aprensión al grupo de hombres que habían interrumpido la conversación y seguían con la mirada a las mujeres, y esperó que las regañaran por alejarse cuando quedaba aún trabajo por hacer. Pero los hombres se mostraron inexplicablemente permisivos. Ayla decidió arriesgarse y provocar su disgusto siguiendo a las mujeres.
    En la cueva, Iza estaba descansando sobre las pieles en que dormía, con Ebra y Uka a ambos lados. « ¿Por qué se ha acostado Iza cuando sólo es la mitad del día? —pensaba Ayla—. ¿Estará enferma?». Iza advirtió la mirada preocupada de la niña y le hizo una seña para tranquilizarla, pero eso no calmó la inquietud de Ayla, que aumentó al ver la expresión tensa de su madre adoptiva al experimentar la siguiente contracción.
    Ebra y Uka charlaban con Iza de cosas corrientes, de los alimentos que estaban almacenados y del cambio de temperatura. Pero Ayla había aprendido lo suficiente para captar su preocupación por la postura y las expresiones de las mujeres. Algo andaba mal, estaba segura de ello. Ayla decidió que nada la apartaría de Iza mientras no supiera lo que estaba pasando, y se sentó junto a sus pieles para esperar.
    Al anochecer, Ika llegó con Borg apoyado en su cadera, y entonces Aga trajo a su hija, Ona, y ambas mujeres se quedaron sentadas, de visita, mientras amamantaban a los bebés, brindando su apoyo moral. Ovra y Oga estaban preocupadas y llenas de curiosidad cuando se acercaron a la cama de Iza. Aunque la hija de Uka no estaba aún apareada, era una mujer, y Ovra ya sabía que de ahora en adelante podría dar vida. Oga no tardaría en hacerse mujer, y las dos estaban intensamente interesadas en el proceso por el que estaba pasando Iza.
    Cuando Vorn vio que Aba se alejaba y se sentaba junto a su hija, quiso saber por qué estaban todas las mujeres junto al fuego de Mog-ur. Se acercó y se subió al regazo de Aga junto a su hermana, para ver lo que estaba ocurriendo, pero Ona estaba mamando aún, de modo que la mujer mayor cogió al niño y lo acomodó sobre su regazo. Como allí no pudo ver nada interesante, sólo a la curandera que descansaba, volvió a alejarse.
    Las mujeres no tardaron en ausentarse para comenzar a preparar las cenas. Uka permaneció con Iza, aunque Ebra y Oga siguieron echando miradas discretas mientras cocinaban. Ebra sirvió a Creb así como a Brun, después llevó comida para Uka, Iza y Ayla. Ovra cocinó para el compañero de su madre, pero Oga y ella regresaron rápidamente cuando Grod se acercó al hogar de Brun para reunirse con el jefe y Creb. No querían perderse nada, y se sentaron junto a Ayla, que no se había apartado de su sitio.
    Iza sólo bebió un poco de té, y tampoco Ayla tenía mucho apetito. Picó un poco de su comida, incapaz de ingerir nada a causa del apretado nudo que le oprimía el estómago. « ¿Qué le pasa a Iza? ¿Por qué no se levanta para preparar la cena a Creb? ¿Por qué no pide Creb a los espíritus que se ponga buena? ¿Por qué se queda con los demás hombres junto al fuego de Brun?»
    Iza seguía haciendo esfuerzos. Cada pocos momentos respiraba varias veces rápidamente, y entonces empujaba sujetándose con las manos a las dos mujeres. Todos los miembros del clan se mantuvieron en vela a medida que avanzaba la noche. Los hombres estaban agrupados alrededor del fuego del jefe, visiblemente enfrascados en alguna discusión profunda. Pero las miradas ocasionales que lanzaban subrepticiamente delataban su verdadero interés. Las mujeres hacían visitas periódicas comprobando el proceso de Iza, y a veces se quedaban un rato. Todos estaban esperando, unidos para dar aliento y esperando lo que llegara mientras su curandera sufría los dolores del parto.
    Había anochecido desde hacía ya mucho. De repente hubo un revuelo de actividad. Ebra tendió una piel mientras Uka ayudaba a Iza a ponerse en cuclillas. Estaba respirando fuerte, esforzándose mucho, llorando de dolor. Ayla temblaba, sentada entre Ovra y Oga, que gemían y empujaban en solidaridad con Iza. La mujer respiró profundamente y, empujando prolongadamente, rechinando los dientes y tensando los músculos, la corona redonda de la cabeza del bebé apareció entre chorros de agua. Otro tremendo esfuerzo hizo posible que saliera la cabeza; el resto resultó más fácil, mientras Iza traía al mundo el cuerpecito mojado y agitado de un diminuto bebé.
    Un empujón final sacó afuera una masa de tejidos sanguinolentos. Iza se volvió a tender, agotada por el esfuerzo, mientras Ebra se apoderaba del bebé, sacaba de su boca una gota de moco con el dedo y tendía al recién nacido sobre el estómago de Iza. Al golpear los pies del bebé, éste abrió la boca y un vagido anunció el primer hálito de vida del primer hijo de Iza. Ebra sujetó un trozo de tendón teñido de rojo alrededor del cordón umbilical y cortó con los dientes la parte que aún permanecía sujeta a la masa placentaria; finalmente, alzó a la criatura para que Iza la viera. Después se puso en pie y regresó a su propio hogar para informar a su compañero del parto feliz de la curandera y del sexo de la criatura. Se sentó frente a Brun, inclinó la cabeza y volvió a alzarla al sentir un golpecito sobre el hombro.

    08

    —Siento mucho informar —dijo Ebra, haciendo el ademán usual para expresar pena— que la criatura de Iza es una niña.
    Pero la noticia no fue recibida con pena. Brun se sintió aliviado aunque nunca lo admitiría. El plan propuesto por el mago de que proveería para su hermana, especialmente con la incorporación de Ayla al clan, estaba saliendo bien, y el jefe no tenía ganas de cambiarlo. Mog-ur estaba realizando una excelente labor al adiestrar a la recién llegada mucho mejor de lo que había esperado. Ayla estaba aprendiendo a comunicarse y comportarse de acuerdo con las costumbres del clan. Creb no sólo estaba aliviado: desbordaba de júbilo. A su avanzada edad, y por primera vez en su vida, había logrado disfrutar los placeres de una familia cálida y amante, y el nacimiento de una hija de Iza le aseguraba que así seguiría.
    Y por vez primera desde que se habían mudado a la caverna nueva, Iza pudo respirar libre de toda angustia. Estaba contenta de que el parto hubiera sido tan bueno, a pesar de su avanzada edad. Había ayudado a muchas mujeres que habían dado a luz con mayores dificultades que ella. Algunas estuvieron a punto de morir, unas pocas murieron y también más de un niño. Le parecía que las cabezas de los bebés eran demasiado voluminosas para pasar por el orificio del cuerpo de las mujeres. Su desasosiego por este parto no había sido tan grande como su preocupación por el sexo de la criatura. Tanta inseguridad respecto al futuro resultaba casi inaguantable para la gente del clan.
    Iza se tendió de nuevo sobre sus pieles para descansar. Uka envolvió a la criatura en un manto de suave piel de conejo y la colocó en los brazos de la madre. Ayla no se había movido. Estaba mirando con una curiosidad anhelante a Iza; la mujer la vio y le hizo señas de que se acercara.
    —Ven aquí, Ayla. ¿Te gustaría ver al bebé?
    Ayla se acercó tímidamente.
    —Sí —asintió con un movimiento de la cabeza. Iza retiró el manto para que la niña pudiera ver al bebé.
    La diminuta réplica de Iza tenía una pelusilla suave y morena en la cabeza, y la protuberancia occipital en la parte posterior se veía muy bien sin la espesa mata de pelo que pronto habría de tener. La cabeza de la nena era algo más redonda que la de los adultos, pero aun así, larga, y su frente huía hacia atrás desde su arco superciliar no totalmente desarrollado aún. Ayla tendió la mano para tocar la suave mejilla de la recién nacida, y ésta se volvió instintivamente hacia el contacto, haciendo ruiditos con la boca, como chupando.
    —Es preciosa —expresó Ayla con un gesto, llenos sus ojos de una dulce maravilla ante el milagro que había presenciado—. ¿Está tratando de hablar, Iza? —preguntó la niña, al ver que la recién nacida alzaba sus puñitos cerrados.
    —Todavía no, pero pronto lo hará, y tendrás que ayudar a enseñarle —replicó Iza.
    — ¡Oh, lo haré! Lo mismo que me enseñasteis Creb y tú.
    —Sé que lo harás, Ayla —dijo la nueva mamá, cubriendo nuevamente a su hijita.
    La niña se quedó muy cerca, como protegiendo a Iza mientras ésta descansaba. Ebra había envuelto los tejidos de la placenta en la piel que se había preparado justo antes del parto, y los había escondido en un rincón discreto hasta que Iza pudiera llevárselos fuera y enterrarlos en un lugar que sólo ella conociera. Si el bebé hubiera nacido muerto, habría sido enterrado al mismo tiempo y nadie habría vuelto a mencionar el parto, ni la madre habría exteriorizado su pena; tan sólo se le habría transmitido una sutil y amable simpatía.
    De haber nacido la criatura viva pero deforme, o si el jefe del clan hubiera decidido que el recién nacido era inaceptable por cualquier otra razón, la tarea de la madre habría sido más penosa. Entonces se le habría obligado a llevarse al bebé y enterrarlo o dejarlo expuesto a los elementos y los carnívoros. Pocas veces se permitía vivir a un niño deforme; y si era hembra, casi nunca. En el caso de ser varón el bebé, sobre todo de ser el primero, y si el compañero de la mujer deseara a la criatura, podía permitírsele, a discreción del jefe, permanecer con la madre durante los siete primeros días de su vida, como prueba de su capacidad para sobrevivir. Cualquier niño que sobreviviera siete días, por tradición del clan, que tenía fuerza de ley, debía recibir un nombre y ser aceptado en el clan.
    La vida de Creb había estado así pendiente de un hilo los primeros días. Su madre sobrevivió con dificultades al parto; el compañero de ésta era también el jefe, y la decisión de si el recién nacido varón podría seguir viviendo dependía exclusivamente de él. Pero esta decisión fue tomada más en función de la madre que del niño, cuya cabeza deforme y miembros inmóviles indicaban ya el daño que el parto difícil le había causado. Ella estaba demasiado débil, había perdido demasiada sangre y andaba a las puertas de la muerte. Su compañero no podía exigirle que dispusiera del niño: estaba demasiado débil para hacerlo. Si la madre no podía hacerlo o si fallecía, la tarea incumbía a la curandera, pero la madre de Creb era la curandera del clan. De modo que el niño quedó con su madre, aunque nadie tenía esperanzas de que sobreviviera.
    La leche de su madre tardaba en subir. Cuando el bebé se aferró a la vida, contra todas las probabilidades, otra madre que estaba amamantando se apiadó del pobre bebé y le dio su primer alimento. En tan precarias circunstancias comenzó la vida para Mog-ur, el más santo de los hombre santos, el más hábil y poderoso mago de todo el clan.
    Ahora el hombre lisiado y su hermano se acercaron a Iza y a la criatura. Ante una señal perentoria de Brun, Ayla se puso en pie y se apartó, pero sin dejar de observar a distancia con el rabillo del ojo. Iza se incorporó, descubrió a su nena, la sostuvo y se la enseñó a Brun, teniendo buen cuidado de no mirar a ninguno de los dos hombres. Ambos examinaron al bebé que se quejaba al ser apartado del calor de su madre y expuesto al aire frío de la cueva. Los dos tuvieron el mismo cuidado en no mirar a Iza.
    —La criatura es normal —anunció gravemente Brun con un gesto—. Puede quedarse con su madre. Si vive hasta el día en que se le imponga un nombre, será aceptada.
    Iza no temía realmente que Brun rechazara a su hijita, pero aun así se sintió aliviada ante la declaración oficial del jefe. Sólo seguía en pie una última inquietud: esperaba que su hijita no tuviera mala suerte porque su madre vivía sin compañero.
    Al fin y al cabo, él estaba vivo cuando ella adquirió la certeza de que estaba embarazada, razonaba Iza, y Creb era como un compañero, al menos las mantenía. Iza apartó esa idea de su mente.
    Durante los siguientes días Iza quedaría aislada, confinada a los límites del hogar de Creb, a excepción de las salidas necesarias para aliviar sus necesidades y enterrar la placenta. Ninguno en el clan reconoció oficialmente la existencia del bebé de Iza mientras ésta se encontró aislada, salvo los que compartían el mismo hogar, pero otras mujeres llevaban comida para que Iza pudiera descansar. Eso permitía una visita breve y una rápida ojeada a la recién nacida. Después de los siete días y hasta que dejara de sangrar, estaría bajo la maldición femenina atenuada. Sus contactos se limitarían a las mujeres, igual que durante su menstruación.
    Iza se pasaba el tiempo amamantando a su bebé y cuidándolo, y cuando se sintió recuperada, reorganizó las áreas de los alimentos, de la cocina y de dormir, además del área en que almacenaba sus medicinas, dentro de las piedras limítrofes que definían el hogar de Creb, su territorio dentro de la cueva, compartido ahora con tres hembras.
    Debido a la singular posición de Mog-ur en la jerarquía del clan; le correspondía un lugar muy favorable dentro de la cueva: lo suficientemente cerca de la entrada para aprovechar la luz del día y el sol veraniego, pero no tan cerca como para estar sometido a lo peor de los vientos invernales. Su hogar tenía una característica adicional que Iza apreciaba particularmente, pensando en Creb: un saliente de piedra que surgía de la pared lateral proporcionaba una protección más contra los vientos. Incluso con la barrera contra el viento y un fuego constante junto a la entrada, los vientos fríos solían barrer los lugares más expuestos. La artritis y el reuma del viejo siempre empeoraban mucho en invierno, a causa de la fría humedad de la cueva. Iza se había asegurado de que las pieles de Creb, colocadas sobre una suave capa de paja y hierba apelmazada dentro de una trinchera poco profunda, se encontraran en el rincón abrigado.
    Una de las pocas tareas que se había exigido de los hombres, además de cazar, era la construcción de la barrera contra el viento: pieles de animales tendidas a través de la entrada, sostenidas por postes enterrados en el suelo. Otra era la de pavimentar el área alrededor de la entrada con piedras lisas traídas del río, para evitar que las lluvias y la nieve convirtieran la entrada de la cueva en un lodazal. El piso de los hogares individuales era de tierra, con esteras tejidas dispersas alrededor del fuego para sentarse o servir comidas.
    Otras dos trincheras poco profundas, llenas de paja y cubiertas de pieles, se encontraban junto a la de Creb, y la piel que las cubría por encima era lo que usaba también como manta la persona que allí dormía. Además de la piel de oso de Creb, estaba la piel de saiga de Iza y una nueva piel blanca de un leopardo de las nieves. El animal había estado husmeando cerca de la cueva, muy por debajo de su territorio habitual en las partes más elevadas del monte. Goov acreditó haberlo cazado y regaló la piel a Creb.
    Muchos de los miembros del clan llevaban pieles o conservaban un trozo de cuerno o un diente del animal que simbolizaba su tótem protector. Creb consideraba que el leopardo de las nieves era una piel adecuada para Ayla. Aunque no era su tótem, era una criatura similar y bien sabía que era muy poco probable que los cazadores cazaran un león cavernario. El enorme felino pocas veces se alejaba de la estepa y no constituía una amenaza para el clan, dentro de su cueva sobre las faldas boscosas. No estaban dispuestos a cazar al enorme carnívoro sin tener buenas razones para ello. Iza había terminado de curtir la piel y de preparar nuevo calzado para la niña cuando empezó a dar a luz. La pequeña estaba encantada con su piel y aprovechaba cualquier pretexto para salir y poder ponérsela.
    Iza estaba preparándose una infusión de santónico para fomentar el flujo de la leche y aliviar las dolorosas contracciones de su útero al recuperar poco a poco su forma normal. Había recogido y secado las largas hojas estrechas y las pequeñas flores verduzcas a primeros de año pensando en el nacimiento de su hijo. Miró hacia la entrada de la cueva, buscando a Ayla. La mujer acababa de cambiar la tira de cuero absorbente que llevaba durante sus reglas y desde su alumbramiento y quería salir al bosque circundante para enterrar la que estaba sucia. Buscaba a la niña para que cuidara de la recién nacida, que dormía, durante los pocos momentos en que estuviera ausente.
    Pero Ayla no aparecía por ningún lugar cerca de la cueva. Estaba buscando cantos rodados a lo largo del río. Iza había comentado que necesitaba más piedras para cocer, antes de que se congelara el río, y Ayla quería complacerla trayéndole unas cuantas. La niña estaba de rodillas sobre un tramo rocoso cerca de la orilla del agua, buscando piedras del tamaño exacto. Alzó la mirada y observó un montoncito de piel blanca debajo de un matorral. Apartando las hojas, vio un conejo medio adulto tendido de costado: tenía la patita rota y cubierta de sangre seca.
    El animalito herido, que se estaba muriendo de sed, no podía moverse. Miraba a la niña con ojos nerviosos cuando ésta tendió la mano y sintió la piel suave y cálida. Un lobezno, que estaba aprendiendo a cazar, había atrapado al conejito, que consiguió liberarse. Antes de que el joven carnívoro pudiera volver a perseguir a su presa, su madre lanzó un aullido para llamarle, y como el lobezno no tenía mucha hambre, se volvió para responder a la llamada de urgencia. El conejo se había lanzado hacia el matorral donde se quedó inmóvil, esperando no ser visto. Pero cuando se sintió suficientemente seguro para alejarse, no pudo hacerlo y se había quedado tendido junto al agua que corría, muerto de sed. Casi no le quedaba vida.
    Ayla levantó al animalito cálido y peludo y lo meció en sus brazos. Había tenido el bebé de Iza, envuelto en suave piel de conejo, y el conejillo le producía la misma sensación. Se sentó en el suelo meciéndolo, y entonces se dio cuenta de la sangre y de la patita doblada en un ángulo insólito. «Pobre bebé, tiene la pata herida —pensó la niña—. Tal vez Iza pueda arreglarla, una vez curó la mía.» Olvidándose de buscar piedras para cocer, se puso en pie y se llevó al animalito herido hasta la cueva.
    Iza estaba dormitando cuando llegó Ayla, pero al oír sus pasos, se despertó. La niña tendió el conejito a la curandera, mostrándole sus heridas. En ocasiones Iza se había apiadado de pequeños animales y les había prestado los primeros auxilios, pero nunca había llevado uno a la cueva.
    —Ayla, la cueva no es para animales —dijo Iza con un gesto. Las esperanzas de Ayla se derrumbaron, abrazó al conejito, inclinó tristemente la cabeza y se dispuso a salir, con los ojos llenos de lágrimas.
    Al darse cuenta de la desilusión de la niña Iza le dijo:
    —Bueno, ya que lo has traído, voy a echarle una mirada. El semblante de la niña se iluminó al tender a Iza el animalito herido.
    —Este animalito está sediento, ve a buscarle un poco de agua —indicó Iza con un gesto. Ayla echó rápidamente agua clara de una amplia bolsa de agua y llevó la taza, llena hasta el borde. Iza estaba cortando un trozo de madera para entablillarle la patita; en el suelo había tiras de cuero recién cortadas para sujetar el entablillado.
    —Toma la bolsa de agua y ve por más, Ayla, casi no nos queda. Después calentaremos un poco más; la necesito para limpiar la herida —ordenó la mujer mientras atizaba el fuego y echaba en él varias piedras. Ayla cogió la bolsa y echó a correr hacia la poza. Cuando volvió Ayla, el agua había revivido al animalito, que estaba mordisqueando semillas y granos que Iza le había dado.
    Creb se sorprendió mucho a su regreso, más tarde, viendo que Ayla mecía al conejo mientras Iza daba de mamar a su hijita. Vio el entablillado de la pata y comprendió la mirada que Iza le dirigía como diciendo: « ¿Qué otra cosa podía hacer?». Mientras la niña estaba ocupada con su muñeca viviente, Iza y Creb hablaron mediante silenciosas señas.
    — ¿Por qué ha traído un conejo a la cueva? —preguntó Creb.
    —Estaba herido. Me lo trajo para que yo lo curara. No sabía que no traemos animales al hogar. Pero sus sentimientos no estaban equivocados, Creb; creo que tiene instintos de curandera. —y haciendo una pausa, Iza prosiguió—: Quería hablarte de ella. No es una niña atractiva, ya lo sabes.
    Creb echó una mirada hacia Ayla.
    —Es conmovedora, pero tienes razón, no es atractiva —admitió—. Pero, ¿qué tiene que ver eso con el conejo?
    — ¿Qué posibilidad va a tener de llegar a aparearse algún día? Ningún hombre que tenga un tótem suficientemente fuerte para ella se avendrá a aceptarla; podrá escoger la mujer que quiera. ¿Qué va a ser de ella cuando se convierta en mujer? Si no se aparea, no tendrá posición.
    —Ya he pensado en eso, pero, ¿qué se puede hacer?
    —Si fuese curandera, tendría su propia posición —sugirió Iza— y para mí es como una hija.
    —Pero no es de tu estirpe, Iza. No ha nacido de ti. Tu hija prolongará tu linaje.
    —Ya lo sé: ahora tengo una hija, pero, ¿por qué no puedo adiestrar a Ayla también? ¿No le pusiste nombre mientras yo la sostenía en mis brazos? ¿Acaso no anunciaste su tótem al mismo tiempo? Eso hace de ello mi hija, ¿no es verdad? Ha sido aceptada, ahora forma parte del clan, ¿no es así? —preguntó Iza con fervor, y luego prosiguió rápidamente por miedo a que Creb pudiera darle una respuesta negativa—: Creo que tiene el talento natural que se requiere, Creb. Muestra interés, siempre está haciéndome preguntas cuando trabajo con la magia curativa.
    —Hace más preguntas que nadie que yo haya conocido —interpuso Creb—, y acerca de todo. Tiene que aprender que es de mala educación hacer tantas preguntas —agregó.
    —Pero mírala, Creb. Ve un animal herido y quiere curarlo. Ésa es la señal de la curandera, si no me equivoco.
    Creb se quedó silencioso, pensativo.
    —La aceptación dentro del clan no cambia lo que es, Iza. Ha nacido de los otros, ¿cómo puede aprender todo lo que tú sabes? No ignoras que carece de los recuerdos.
    —Pero aprende rápidamente. Ya lo has visto. Mira lo pronto que ha aprendido a hablar. Te sorprendería saber todo lo que ya ha aprendido. Y tiene buenas manos para ello, el toque suave. Sostenía al conejo mientras yo le entablillaba la pata; parecía que confiaba en ella. —Iza se inclinó hacia delante—. Ya no somos jóvenes ninguno de los dos, Creb. ¿Qué será de ella cuando nos hayamos ido al mundo de los espíritus? ¿Quieres que se la pasen de un hogar a otro, siendo siempre una carga para todos, siempre la mujer de más baja categoría?
    Creb ya se había preocupado de ese tema, pero como no había sido capaz de encontrar una solución, lo había descartado de su mente.
    — ¿Crees realmente que podrás adiestrarla, Iza? —preguntó, aún dubitativo.
    —Puedo comenzar con el conejo. Puedo dejar que ella lo cuide y enseñarla a hacerlo. Estoy segura de que puede aprender, Creb, incluso sin los recuerdos. No hay tantas heridas y enfermedades distintas; ella es suficientemente joven para aprendérselas, no hace falta recordarlas.
    —Tengo que pensar en ello, Iza —dijo Creb.
    La niña estaba meciendo y cantándole al conejo. Vio que Iza y Creb estaban hablando y recordó que había visto a menudo a Creb hacer gestos invocando a los espíritus para que ayudaran al trabajo de magia curativa de Iza. Llevó el animalito peludo al mago.
    —Creb, por favor, ¿quieres pedir a los espíritus que sanen al conejo? —expresó por señas después de haberlo puesto a los pies del mago.
    Mog-ur miró su rostro ansioso. Nunca había pedido ayuda a los espíritus para curar a un animal, y se sintió un poco desconcertado, pero no tuvo valor para negárselo. Echó una mirada en derredor; después hizo unos cuantos ademanes.
    —Ahora es seguro que sanará —señaló Ayla con decisión, y viendo que Iza había terminado de alimentar a su hijita, preguntó—: ¿Puedo coger en brazos a la nena, madre? —El conejito era un sustituto cálido y acariciable, pero no cuando podía tener un bebé de veras en brazos.
    —Está bien —dijo Iza—. Ten cuidado con ella, como te enseñé. Ayla meció a la niña y le cantó como lo había hecho con el conejo.
    — ¿Qué nombre le pondrás, Creb? —preguntó.
    También Iza sentía curiosidad, pero jamás le habría preguntado. Vivían en el hogar de Creb, él las mantenía y tenía derecho a poner nombre a los niños que nacieran en su hogar.
    —Todavía no lo he decidido. Y debes aprender a no hacer tantas preguntas, Ayla –re—prendió Creb, pero estaba complacido al ver la confianza que tenía en su habilidad mágica, aunque fuera con un conejo. Se volvió hacia Iza, agregando—: Supongo que no hará daño a nadie que el animalito siga aquí hasta que se le cure la pata: es una criatura inofensiva.
    Iza expresó su conformidad con un gesto y sintió una oleada de satisfacción. Estaba segura de que Creb no se opondría a que empezara a adiestrar a Ayla, aun cuando nunca diera su consentimiento explícito. Lo único que Iza necesitaba saber era que no lo impediría.
    — ¿Cómo saca ese sonido de su garganta? No me lo explico —preguntó Iza cambiando de tema, al escuchar el tarareo de Ayla—. No es desagradable, pero sí inusitado.
    —Es otra diferencia entre el clan y los otros —indicó Creb con el ademán y la actitud de estar haciendo la exposición de un hecho de gran sabiduría a un estudiante admirado— como no tener recuerdos o los extraños sonidos que solía hacer. Ya no hace tantos desde que ha aprendido a hablar convenientemente.
    Ovra llegó al hogar de Creb con la cena para los tres. Su pasmo al ver al conejo no fue menor que el que había sentido Creb. Aumentó al ver que Iza dejaba a la joven tener en brazos a su bebé y que Ayla sostenía al conejo para arrullarlo Como si fuera también un bebé. Ovra echó una mirada de soslayo a Creb para ver su reacción, pero él no parecía haberse dado cuenta. No aguantaba la impaciencia por ir a contárselo a su madre: imagina, cuidar un conejo Como si fuera un bebé. Tal vez la niña no estuviera bien de la cabeza. ¿Creería que el animal era humano?
    Poco después Brun se acercó para hacer señas a Creb de que deseaba hablar con él. Creb se lo esperaba. Se fueron juntos hacia el fuego de la entrada, lejos de ambos hogares.
    —Mog-ur —comenzó a decir el jefe, vacilando.
    — ¿Sí?
    —He estado pensando, Mog-ur. Ha llegado el momento de efectuar una ceremonia de apareamiento. He decidido dar a Ovra a Goov y Droog ha aceptado tomar a Aga y sus niños; permitirá que Aba también viva con él —dijo Brun, sin saber cómo abordar el tema del conejo en el hogar de Creb.
    —Me preguntaba cuándo ibas a decidir aparearlos —respondió Creb, sin brindar comentario alguno acerca del tema que, bien lo sabía él, deseaba tratar Brun.
    —Quería esperar. No podía permitirme prescindir de dos cazadores mientras la cacería era buena. ¿Cuándo crees que sea el mejor momento? —A Brun le costaba mucho no volver la mirada hacia el territorio de Creb, delimitado por piedras, y Creb estaba divirtiéndose bastante con el desconcierto del jefe.
    —Pronto. Voy a ponerle nombre a la hija de Iza; podríamos celebrar las uniones al mismo tiempo —propuso Creb.
    —Se lo voy a comunicar —dijo Brun. Se quedó apoyándose primero en un solo pie, luego en el otro, y mirando el alto techo abovedado, el piso, el fondo de la cueva y, después, hacia fuera: cualquier cosa que no fuese directamente Ayla sosteniendo el conejo. La cortesía exigía que no mirara al hogar de otro hombre, pero para enterarse de lo del conejo, tenía forzosamente que verlo. Estaba tratando de pensar una manera aceptable de abordar el tema. Creb seguía esperando.
    — ¿Por qué hay un conejo en tu hogar? —indicó rápidamente con un gesto.
    Se encontraba en desventaja y lo sabía. Creb se volvió deliberadamente y miró a las personas que se encontraban dentro de los límites de sus dominios. Iza sabía perfectamente lo que estaba pasando. Se ocupaba intensamente de su niña con la esperanza de no tener que intervenir. Ayla, causa del problema, estaba ajena a la situación.
    —Brun, es un animalito inofensivo —fue la evasiva de Creb.
    —Pero, ¿por qué hay un animal en el interior de la cueva? —replicó el jefe.
    —Ayla lo ha traído. Tiene la pata rota y quería que Iza lo curara —dijo Creb, como si fuera la cosa más natural del mundo.
    —Nunca ha traído nadie un animal dentro de la cueva —dijo Brun, contrariado por no poder encontrar una objeción más fuerte.
    —Pero, ¿dónde está el mal? No se quedará mucho tiempo, justo hasta que se le cure la pata —repuso Creb, razonable y calmado.
    A Brun no se le ocurría ninguna buena razón para insistir en que Creb se deshiciera del animal, mientras éste estuviera dispuesto a quedarse con él; estaba dentro de su hogar. No había costumbre que prohibiera la presencia de animales dentro de las cuevas; pero nunca anteriormente los había habido. Aunque no era ésa la verdadera causa de su apuro. Se daba cuenta de que el verdadero problema era Ayla. Desde que Iza recogió a la niña había habido demasiados incidentes insólitos relacionados con ella. Todo lo que la rodeaba carecía de precedentes, y eso que todavía era una niña. ¿A qué tendría él que enfrentarse cuando creciera? Brun no tenía experiencia ni una serie de reglas para tratar con ella. Pero tampoco sabía cómo manifestarle a Creb las dudas que tenía. Creb sentía la incomodidad que experimentaba Brun y trató de darle otra buena razón para que permitiera al conejo permanecer en su hogar.
    —Brun, el clan que es anfitrión de la reunión del clan tiene un osezno en su cueva —le recordó el mago.
    —Pero eso es distinto: se trata de Ursus. Es para el Festival del Oso. Los osos cavernarios han vivido en cuevas incluso antes que la gente, pero los conejos no viven en cuevas.
    —Sin embargo, el osezno es un animal que ha sido llevado a una cueva.
    Brun no tenía respuesta, y el razonamiento de Creb parecía brindarle algunas orientaciones, pero, ¿por qué tenía que llevar la niña un conejo a la cueva? Eso en primer lugar. De no ser por ella, nunca habría surgido el problema. Brun sentía que la firme base de sus objeciones se sumía bajo sus pies como arena movediza y no volvió a tratar el asunto.
    La víspera de la ceremonia para la asignación del nombre fue un día frío pero soleado. Se habían producido unas cuantas neviscas y los huesos de Creb le habían estado doliendo últimamente. Estaba seguro de que se avecinaba una tormenta. Quería aprovechar los últimos y escasos días de buen tiempo antes de que las nieves comenzaran en serio y avanzaba caminando por la senda junto al río. Ayla estaba con él, probando su nuevo calzado. Iza se lo había hecho cortando trozos más o menos redondos de cuero de uro, curtido con la suave pelusa interior y frotado con grasa para impermeabilizarlo. Había hecho orificios formando un círculo en el borde como si fuera una bolsa y los había atado alrededor de los tobillos de la niña, con la piel para dentro dándole calor.
    Ayla estaba encantada con los protectores y alzaba mucho los pies mientras correteaba junto al hombre. Un manto de piel de leopardo de las nieves cubría su prenda interior, y una suave piel peluda de conejo con el pelo hacia dentro, moldeaba su cabeza, tapándole las orejas y sujeta bajo la barbilla con las partes de piel que habían servido anteriormente para cubrir las patas del animal. Ella echaba a correr por delante, luego volvía atrás y caminaba junto al viejo, moderando su paso exuberante para acompasarlo con el paso arrastrado que era habitual en él. Llevaban agradablemente callados un rato, cada uno sumido en sus pensamientos.
    «Me pregunto qué nombre darle a la nena de Iza», pensaba Creb. Amaba a su hermana y quería escoger un nombre que le agradara. No uno de la familia de su compañero. Pensar en el hombre que había sido el compañero de Iza le dejaba mal sabor de boca. Los crueles castigos que había infligido a Iza enfurecían a Creb, pero sus sentimientos iban mucho más atrás en el tiempo. Recordaba cómo le había provocado el hombre cuando era muchacho llamándole mujer porque nunca podría cazar. Creb adivinaba que sólo el temor al poder de Mog-ur hizo que dejara de ridiculizarle. «Me alegro de que Iza haya tenido una hija —pensó—; un hijo le habría proporcionado demasiado honor a aquel hombre.»
    Ahora que el hombre había dejado de ser una espina para él, Creb disfrutaba los placeres de su hogar mucho más de lo que habría creído posible. Ser el patriarca de su propia familia, tener la responsabilidad, mantenerla, todo ello le daba una sensación de virilidad que nunca anteriormente había experimentado. Adivinaba una especie diferente de respeto por parte de los demás hombres, y descubrió que ahora se interesaba mucho más por sus cacerías, ahora que una parte le correspondía a él. Antes se había interesado más por las ceremonias de la caza: ahora tenía más bocas que alimentar.
    «Estoy seguro de que también Iza se siente más feliz», se dijo, pensando en las atenciones y el afecto que le prodigaba, cocinando para él, cuidándole, adelantándose a sus necesidades. En todo, menos en una sola cosa, era su compañera, lo más próximo que había estado nunca a tener una. Ayla era una dicha constante. Las diferencias inherentes a su naturaleza que descubría en ella le interesaban; adiestrarla era un reto como el que todo maestro natural siente con un alumno brillante y lleno de buena voluntad pero insólito. La nueva criatura también le intrigaba. Después de las primeras veces, superó el nerviosismo que experimentaba cuando Iza ponía la niña en su regazo y observaba los movimientos desordenados de sus manos y sus ojos sin enfocar con una atención cautivada, contemplando maravillado cómo algo tan pequeño y tan poco desarrollado podría crecer y convertirse en una mujer adulta.
    «Asegura la continuación de la estirpe de Iza —pensaba—, y es un linaje digno de su posición.» Su madre había sido una de las más renombradas curanderas del clan. Personas de otros clanes habían acudido a ella en ocasiones, trayendo a sus enfermos cuando podían, o llevándose medicinas para ellos. La propia Iza era de una categoría similar y su hija podía contar con todas las probabilidades de alcanzar esa misma posición. Merecía un nombre que estuviera de acuerdo con su antigua y distinguida estirpe.
    Creb pensaba en el linaje de Iza y recordaba a la mujer que fue madre de su madre. Siempre había sido buena y amable con él, le cuidó más que su propia madre, después del nacimiento de Brun. También ella fue famosa por su habilidad curadora, incluso había curado a aquel hombre nacido de los otros, de la misma manera que Iza curó a Ayla. «Es una lástima que Iza no llegara a conocerla», pensaba Creb. Entonces se detuvo.
    « ¡Eso es! Daré su nombre al bebé», pensó, satisfecho de su inspiración.
    Una vez decidido el nombre para la nena, volvió sus pensamientos hacia las ceremonias de apareamiento. Pensó en el joven que era su abnegado acólito. Goov era tranquilo, serio, y Creb le tenía afecto. Su tótem, el Uro, debería ser suficientemente fuerte para el tótem de Ovra, la Nutria. Ovra trabajaba duro y pocas veces merecía que la reprendieran. Sería una buena compañera para él. No hay razón para que no le dé hijos; además, Goov es buen cazador, y no tendrá problemas para sustentarla. Cuando se convierta en Mog-ur, su parte compensará lo que sus deberes no le permitan cazar.
    Creb se preguntaba: « ¿Llegará a ser un poderoso Mog-ur?». Meneó la cabeza. Por mucho que quisiera a su acólito, bien se daba cuenta de que Goov no tendría nunca la habilidad que Creb sabía poseer. El cuerpo tullido que impedía actividades normales como la caza y el apareamiento, le había dejado espacio abierto para concentrar todos sus pasmosas dotes mentales y desarrollar su renombrado poder. Por eso era el Mog-ur. Era el que dirigía las mentes de todos los demás Mog-ures en la reunión del clan, durante la ceremonia que era la más santa entre todas las ceremonias. Aunque conseguía hacer la simbiosis de las mentes con los hombres de su clan, no se podía comparar con la fusión de almas que se producía con las mentes adiestradas de los demás magos. Pensó en la siguiente reunión del clan, aunque faltaban todavía muchos años. Las reuniones del clan se celebraban una vez cada siete años, y la última había sido el verano anterior al derrumbamiento de la cueva. «Si vivo hasta la siguiente, será la última para mí», comprendió súbitamente.
    Creb volvió de nuevo su atención hacia la ceremonia del apareamiento, que uniría también a Droog con Aga. Droog era un cazador experimentado que había demostrado su habilidad desde hacía mucho. Su pericia para fabricar herramientas era mayor aún. Era tan tranquilo y serio como el hijo de su difunta compañera, y él y Goov compartían el mismo tótem. Se parecía también en muchas otras cosas, y Creb estaba seguro de que era el espíritu del tótem de Droog el que creó a Goov. «Fue una lástima que la compañera de Droog hubiera sido llamada al otro mundo», pensó. Hubo en aquella pareja un afecto que probablemente nunca llegaría a desarrollarse con Aga. Pero ambos necesitaban compañero, y Aga se había revelado ya como más fecunda que la primera compañera de Droog. Era una unión lógica.
    Creb y Ayla fueron interrumpidos en sus pensamientos por un conejo que cruzó su camino. Eso recordó a la niña el conejo que tenía en la cueva y volvió sus pensamientos hacia lo que la tenía preocupada todo el tiempo: la pequeña de Iza.
    —Creb, ¿cómo entró el bebé dentro del cuerpo de Iza? —preguntó.
    —Una mujer traga el espíritu del tótem de un hombre —señaló Creb de manera muy natural, aún perdido en sus pensamientos—. Lucha contra el espíritu del tótem de ella. Si el tótem del hombre vence al de la mujer, deja parte de sí mismo para iniciar una nueva vida.
    Ayla miró a su alrededor, preguntándose acerca de la omnipresencia de los espíritus; no podía ver a ninguno, pero si Creb decía que estaban allí, lo creía.
    — ¿Puede el espíritu de cualquier hombre meterse dentro de la mujer? —fue su siguiente pregunta.
    —Sí, pero sólo un espíritu más fuerte puede derrotar al de ella. A menudo el tótem del compañero de una mujer pide ayuda a otro espíritu. Entonces el otro espíritu puede ser autorizado a dejar su esencia. Por lo general el espíritu del compañero de una mujer es el que más se esfuerza; es el que está más cerca, pero a menudo necesita ayuda. Si un muchacho tiene el mismo tótem que el compañero de su madre, eso significa que tendrá suerte —explicó cuidadosamente Creb.
    — ¿Sólo las mujeres pueden tener bebés? —preguntó, interesadísima por el tema.
    —Sí —asintió Creb.
    — ¿Tiene que estar apareada una mujer para poder tener un bebé?
    —No, a veces traga un espíritu antes de estar apareada. Pero si no tiene compañero cuando nace el bebé, éste podría tener mala suerte.
    — ¿Puedo yo tener un bebé? —fue la siguiente pregunta llena de esperanza.
    Creb pensó en el poderoso tótem de la niña: su principio vital era demasiado fuerte. Incluso con ayuda de otro espíritu, era poco probable que llegara a ser derrotada. «Pero eso no tardará mucho en saberlo», pensó.
    —Eres demasiado joven aún —fue su evasiva respuesta.
    — ¿Cuándo seré suficientemente vieja?
    —Cuando seas mujer.
    — ¿Cuándo voy a ser mujer?
    Creb empezaba a pensar que nunca se acabarían sus preguntas.
    —La primera vez que el espíritu de tu tótem batalle contra otro espíritu, sangrarás. Es la señal de que ha sido herido. Algo de la esencia del espíritu que combatió contra él quedará, para que tu cuerpo esté dispuesto. Tus senos crecerán, y habrá algunos otros cambios. Después de eso, el espíritu de tu tótem peleará con regularidad contra otros espíritus. Cuando llegue el momento en que debas sangrar, y no sangres, significará que el espíritu que te hayas tragado ha derrotado al tuyo y que se ha iniciado una nueva vida.
    —Pero, ¿cuándo voy a ser mujer?
    —Quizá cuando hayas vivido el ciclo de todas las estaciones ocho o nueve veces. Es entonces cuando la mayoría de las niñas se convierten en mujeres, algunas incluso antes, sólo con siete años —respondió.
    —Pero, ¿cuánto va a tardar eso? —insistió Ayla. El viejo y paciente mago exhaló un suspiro.
    —Ven acá, voy a ver si puedo explicártelo —dijo, tomando un palito y sacando un cuchillo de sílex de su bolsa. Dudaba mucho de que pudiera comprender, pero con eso se acabarían las preguntas.
    Los números constituían una difícil abstracción para que los entendiera la gente del clan. La mayoría no podía pensar más allá de tres: tú, yo y otro. No era cuestión de inteligencia; por ejemplo, Brun sabía inmediatamente cuándo faltaba uno de los veintidós miembros de su clan. Sólo tenía que pensar en cada individuo, y lo podía hacer rápidamente sin tener conciencia de ello. Pero trasladar a ese individuo a un concepto llamado «uno» exigía un esfuerzo que muy pocos podían lograr: « ¿Cómo puede esa persona ser una y otra vez ser también una esa persona... acaso son personas distintas?», era la primera pregunta que solían hacer.
    La incapacidad del clan para sintetizar y abstraer se extendía a otras áreas de su vida. Tenían un nombre para cada cosa. Conocían el roble, el sauce y el pino, pero no tenían un concepto genérico para todos ellos; no tenían una palabra que significara árbol. Cada clase de suelo, cada clase de roca, incluso las diferentes clases de nieve tenían un nombre. El clan dependía de la abundancia de sus recuerdos y de su capacidad para incrementarlos; casi no se les olvidaba nada. El lenguaje estaba lleno de color y era muy descriptivo, pero casi totalmente desprovisto de abstracciones. Las ideas eran ajenas a su naturaleza, a sus costumbres y a la manera en que se habían desarrollado. Contaban con Mog-ur para que se le mantuviera informado de las pocas cosas que debían ser contadas: el tiempo entre las reuniones del clan, la edad de los miembros, la duración del aislamiento después de la ceremonia de apareamiento y los siete primeros días de la vida de una criatura. El que pudiera hacerlo era uno de sus poderes mágicos.
    Creb se sentó, sostuvo el palito firmemente sujeto entre su pie y una piedra.
    —Iza dice que cree que eres un poco mayor que Vorn —comenzó a explicar Creb—. Vorn ha vivido su año de nacer, su año de andar, su año de mamar y su año del destete —dijo, haciendo una muesca en el palo por cada año que indicaba—. Voy a hacer una marca más para ti. Ésta es la edad que tienes ahora. Si pongo mi mano en cada marca, cubriré todos estos años con una mano, ¿ves?
    Ayla miró con concentración las muescas, extendiendo los dedos de su mano. De repente, su rostro se iluminó.
    — ¡Tengo todos estos años! —dijo, mostrándole su mano con todos los dedos extendidos—. Pero, ¿cuánto falta para que pueda tener un bebé? —preguntó, mucho más interesada en la reproducción que en los cálculos.
    Creb se quedó de una pieza: ¿cómo había podido captar tan rápidamente la idea aquella niña? Ni siquiera había preguntado lo que tenían que ver las muescas con los dedos ni con los años. Para que Goov comprendiera, había hecho falta repetirlo muchas veces. Creb hizo tres muescas más y puso tres dedos encima de ellas. Como sólo tenía una mano, le había resultado especialmente difícil mientras estuvo aprendiendo. Ayla miró su otra mano e inmediatamente alzó tres dedos, encogiendo el índice y el pulgar.
    — ¿Cuándo tenga todos éstos? —preguntó, mostrando sus ocho dedos otra vez.
    Creb asintió con la cabeza. Lo que hizo después la niña le cogió completamente por sorpresa: era un concepto que a él le había costado años dominar. Ella bajó la primera mano y sostuvo levantados solamente los tres dedos;
    —Seré bastante grande para tener un bebé dentro de estos años.
    Hizo los ademanes con soltura, absolutamente segura de su deducción. El viejo mago se sintió abrumado: no podía creerse que una criatura, y además hembra, pudiera razonar tan fácilmente hasta llegar a esa conclusión. Estaba casi demasiado abrumado para recordar que debía dar una respuesta.
    —Es probablemente el tiempo mínimo; pudiera no ser más, o posiblemente éstos más —dijo, haciendo dos muescas más en el palo—. O tal vez más aún. No hay modo de estar seguro.
    Ayla arrugó levemente el entrecejo, alzó su dedo índice y después el pulgar.
    — ¿Y cómo puedo saber más años? —preguntó.
    Creb se quedó mirándola con suspicacia. Estaban llegando aun terreno en el que él mismo encontraba dificultades. Empezaba a lamentar haber comenzado. A Brun no le gustaría si supiera que esta niña era capaz de una magia tan fuerte, magia reservada únicamente a los Mog-ures. Pero había picado su curiosidad. ¿Sería capaz de abarcar unos conocimientos tan avanzados?
    —Coge tus dos manos y cubre todas las marcas —indicó. Después que ella hubo ajustado cuidadosamente sus dedos en todas las muescas, Creb hizo más y puso su dedo meñique encima—. La siguiente marca está cubierta por el meñique de mi mano. Después de la primera serie, debes pensar en el primer dedo de la mano de otra persona. ¿Comprendes? —preguntó, observándola fijamente.
    La niña apenas parpadeó. Miró sus manos, luego la mano de Creb, e hizo después una mueca que Creb ya había identificado como la señal de que estaba contenta. Asintió vigorosamente con la cabeza para indicar que comprendía. Entonces hizo una deducción inmensa, una deducción que llegaba casi más allá de la capacidad de entendimiento de Creb.
    —Y después de eso, las manos de otra persona, y las de otra, ¿no es así? —preguntó.
    El impacto fue demasiado fuerte. La mente de Creb experimentó un vértigo. Con dificultad podía contar hasta veinte. Los números más allá de 20 se perdían en cierta infinidad indistinta llamada muchos. En pocas oportunidades, después de una profunda meditación, apenas había podido captar una visión vaga del concepto que Ayla entendía con tanta facilidad. Su asentimiento llegó con cierto retraso Acababa de comprender la distancia entre la mente de esa niña y la suya propia, y la idea le conmocionó. Se esforzó por recobrar la compostura.
    —Dime, ¿cómo se llama esto? —preguntó para cambiar de tema, sosteniendo el palito que había estado empleando para las muescas. Ayla se quedó mirándolo, tratando de recordar.
    —Sauce —contestó—. Creo.
    —Muy bien —añadió Creb. Puso la mano sobre su hombro y la miró a los ojos—. Ayla, es mejor que evites hablar de todo esto con nadie —dijo, tocando las muescas de la ramita.
    —Sí, Creb —contestó, dándose cuenta de lo importante que era para él. Había aprendido a comprender sus acciones y sus expresiones mejor que las de nadie, excepto las de Iza.
    —Ya es hora de emprender el camino de regreso —dijo. Deseaba estar solo para pensar.
    — ¿Tenemos que volver ya? —rogó—. Todavía se está bien aquí.
    —Sí, tenemos que volver —dijo Creb, poniéndose en pie con ayuda de su cayado—. Y no se debe insistir con un hombre una vez que ha tomado una decisión —regañó dulcemente.
    —Sí, Creb —contestó, inclinando la cabeza para asentir, como le habían enseñado. Caminó silenciosamente a su lado mientras regresaban a la cueva, pero pronto su fogosidad juvenil pudo más y echó a correr por delante de nuevo. Volvía hacia atrás llevando ramitas y piedras, diciéndole a Creb sus nombres o preguntándoselos, si se le habían olvidado. Él contestaba pensando en otra cosa, pues le costaba mucho prestar atención debido al tumulto que se había armado en su cabeza.
    La primera luz del alba disipó la oscuridad que envolvía la cueva, y el frescor picante del aire olía a nieve próxima. Iza estaba tendida en su cama observando los contornos familiares de la cueva que iba cobrando forma y nitidez con la luz que aumentaba progresivamente. Era el día en que su hija recibiría un nombre y sería aceptada como miembro integral del clan, el día en que sería reconocida como un ser viviente y viable. Anhelaba ver reducido su confinamiento obligatorio, aunque su asociación con los demás miembros del clan seguiría limitándose a las mujeres mientras no dejara de sangrar.
    Al iniciarse la monarquía, las niñas estaban obligadas a pasar la duración de su primer periodo apartadas del clan. Si se producía en invierno, la joven permanecía sola en un área delimitada en la parte posterior de la cueva, pero se exigía que pasara sola un periodo más en primavera. Vivir sola era a la vez peligroso y temible para una joven desarmada, acostumbrada a la protección de la compañía de todo el clan. Era una prueba que marcaba el paso de las niñas al estado de mujeres adultas, similar a la prueba del hombre al cazar por vez primera, pero ninguna ceremonia señalaba su retorno al redil. Y aunque la joven mujer dispusiera de fuego para protegerse contra los animales carnívoros, no era insólito que una mujer nunca regresara... y sus restos solían ser hallados después por algún grupo de cazadores o recolectoras. La madre de la joven pedía permiso para visitarla una vez al día y llevarle alimentos y tranquilizarla; pero si la joven desaparecía o aparecía muerta, se prohibía a su madre mencionarlo hasta que hubiera transcurrido cierto número de días.
    Las batallas que libraban los espíritus dentro del cuerpo de las mujeres en la contienda elemental para producir vida constituían profundos misterios para los hombres. Mientras sangraba una mujer, la esencia de su tótem era potente: estaba triunfando de algún principio esencial masculino, derrotándolo, echando fuera su esencia fecundante. Si una mujer miraba a un hombre en esos momentos, el espíritu de él podría ser atraído hacia la batalla perdida. Tal era la razón de que los tótems de las mujeres debieran ser menos potentes que los de los varones, porque incluso un tótem débil cobraba fuerzas de la energía vital que residía en las hembras; las mujeres aprovechaban la energía vital, ellas eran quienes producían nueva vida.
    En el mundo físico el hombre era más grande, más fuerte y mucho más potente que una mujer, pero en el pavoroso mundo de las fuerzas invisibles, la mujer estaba dotada de mayor poder potencial. Los hombres creían que la forma física de las mujeres, más pequeña y débil, que les permitía dominarlas, era un equilibrio compensador, y que no se debía permitir a ninguna mujer percatarse de su propio potencial, porque entonces el equilibrio se trastornaría. Era apartada de una plena participación en la vida espiritual del clan para que siguiera ignorando la potencia que la energía vital le otorgaba.
    Los hombres jóvenes eran advertidos desde su primera ceremonia de virilidad de las funestas consecuencias que podría tener el que una mujer vislumbrara siquiera los ritos esotéricos de los hombres, y se contaban leyendas de un tiempo en que las mujeres eran quienes controlaban la magia para interceder ante el mundo de los espíritus. Los hombres les habían quitado la magia, pero no su potencial. Muchos jóvenes miraban a las mujeres de una manera distinta tan pronto como se enteraban de tales posibilidades; asumían sus responsabilidades masculinas con gran seriedad. Una mujer debía ser protegida, mantenida y dominada por completo, pues, de lo contrario, el delicado equilibrio entre fuerzas físicas y espirituales se quebrantaría, y la existencia continuada del clan quedaría destruida.
    Debido a que sus fuerzas espirituales eran mucho más potentes durante las reglas, la mujer era aislada. Tenía que permanecer con las mujeres, no se le permitía tocar alimentos que pudieran ser consumidos por un hombre y pasaba el tiempo realizando tareas insignificantes, tales como recoger leña o curtir pieles que sólo las mujeres podían ponerse. Los hombres no reconocían su existencia, la ignoraban por completo, ni siquiera la reprendían. Si, por casualidad, la mirada de un hombre se fijaba en ella, era como si fuera invisible: miraba a través de ella.
    Parecía un castigo cruel. La maldición de la mujer parecía una maldición mortal, el castigo supremo que era infligido a los miembros del clan que hubieran cometido un delito grave. Sólo el jefe podía ordenar a un Mog-ur que invocara a los espíritus malignos y pronunciara una maldición mortal. El Mog-ur no podía negarse, aunque era peligroso para el mago y para el clan. Una vez maldito, el delincuente no volvía a ser visto por ningún miembro del clan, y ninguno de ellos le volvía a hablar. Era ignorado, condenado al ostracismo; había dejado de existir, exactamente como si hubiera muerto. Su compañera y sus parientes lloraban su muerte, no se compartían alimentos con él. Algunos abandonaban el clan y no volvía a vérseles más. La mayoría dejaban simplemente de comer, de beber y cumplían la maldición, en la que también ellos creían.
    De vez en cuando se podía imponer una maldición mortal durante un periodo limitado de tiempo, pero incluso eso resultaba fatal con frecuencia, puesto que un delincuente renunciaba a vivir mientras durara la maldición. Pero si sobrevivía a una maldición temporal de muerte, era admitido de nuevo en el clan como miembro con todos sus derechos y hasta con su posición anterior. Había pagado su deuda a la sociedad y su delito había sido olvidado. Pero los delitos no eran frecuentes y semejante castigo se imponía raras veces. Aunque la maldición femenina la condenaba al ostracismo parcial y temporalmente, la mayoría de las mujeres agradecían el respiro periódico que significaba sustraerse a las exigencias constantes y a las miradas observadoras de los hombres.
    Iza esperaba con ansia la posibilidad de tener mayor contacto después de la ceremonia de imposición de nombre. Se aburría dentro de los límites de las piedras del hogar de Creb y anhelaba salir al brillante sol que penetraba por la abertura de la cueva durante los últimos días antes de las nieves invernales. Esperaba ansiosamente la señal de Creb anunciando que estaba dispuesto y el clan reunido. Los nombres se imponían frecuentemente antes del desayuno, poco después de salir el sol, cuando los tótems se encontraban cerca aún después de haber protegido al clan durante la noche. Cuando le hizo la señal, se apresuró a reunirse con ellos y se quedó frente a Mog-ur mirando hacia el suelo mientras descubría a su hijita. Sostuvo a la nena mientras el mago miraba por encima de la cabeza haciendo los gestos que invitaban a los espíritus a asistir a la ceremonia. Entonces con un revoleo de manos, comenzó.
    Mojando el dedo en el tazón que sostenía Goov, trazó con la pasta de ocre rojo una línea desde el punto en que se unían las cejas de la criatura hasta la punta de su nariz.
    —Uba, el nombre de la niña es Uba —anunció Mog-ur. La nena desnuda, azotada por el viento frío que traspasaba la soleada fachada de la cueva, emitió un grito saludable que fue apagado por el murmullo aprobatorio del clan.
    —Uba —repitió Iza, abrazando a su tiritante hijita. «Es un nombre perfecto», pensó, lamentando no haber conocido a la Uba cuyo nombre llevaba su niña. Los miembros del clan desfilaron frente a ella, repitiendo cada uno el nombre para familiarizarse, ellos y sus tótems, con aquel miembro recién incorporado. Iza mantenía cuidadosamente baja la cabeza, para no mirar inadvertidamente a ninguno de los hombres que avanzaban para reconocer a su hijita. Después envolvió a la nena en pieles calientes de conejo y la metió dentro de su manto, contra su piel. Los gritos de la pequeña se interrumpieron de repente en cuanto empezó a mamar. Iza regresó a su lugar entre las mujeres para dar paso al ritual de apareamiento.
    Para esta ceremonia, y sólo ésta, se empleaba ocre amarillo en la sagrada unción. Goov tendió el tazón del ungüento amarillo a Mog-ur, quien lo sostuvo con firmeza entre el muñón de su brazo y su cintura. Goov no podía servir de acólito en su propio apareamiento. Tomó posición frente al hombre santo y esperó que Grod presentara a la hija de su compañera. Uka miraba con emociones encontradas: orgullo de que su hija hubiera conseguido un buen compañero, y pena porque abandonaba su hogar. Ovra, con un manto nuevo, miraba sus pies mientras caminaba detrás de Grod, pero una radiante expresión iluminaba su rostro modestamente bajo. Era obvio que la elección que habían hecho para ella no le disgustaba. Se sentó con las piernas cruzadas delante de Goov, manteniendo los ojos bajos.
    Con gestos ceremoniosos, silenciosos, Mog-ur volvió a dirigirse a los espíritus; entonces mojó su dedo corazón en el recipiente de pasta amarilla algo parda y trazó la señal del tótem de Ovra sobre la cicatriz de la marca del tótem de Goov, simbolizando la unión de los espíritus de ambos. Metiendo nuevamente el dedo en el ungüento, pintó la marca de Goov sobre la de ella siguiendo el trazo de la cicatriz y borrando la marca de ella para significar su dominio sobre la mujer.
    —Espíritu del Uro, tótem de Goov, tu signo ha dominado al Espíritu del Castor, tótem de Ovra —expresó Mog-ur con gestos—. Que Ursus permita que así sea siempre. Goov: ¿aceptas a esta mujer?
    Goov respondió dando un golpecito sobre el hombro de Ovra y haciéndole señas de que le siguiera dentro de la cueva, al lugar recientemente delimitado con piedras que ahora sería el hogar de Goov. Ovra dio un salto y siguió a su nuevo compañero. No había opinado sobre el asunto, ni le habían preguntado si le aceptaba. La pareja permanecería aislada, confinada al hogar por espacio de catorce días, durante los cuales dormirían separados. Al final del aislamiento se celebraría en la pequeña cueva una ceremonia sólo para hombres, para consolidar la unión.
    En el clan, el apareamiento de dos personas era exclusivamente un asunto espiritual, iniciado con una declaración ante el clan entero pero consumado por el rito secreto que sólo atañía a los hombres. En aquella sociedad primitiva, el sexo era una cosa tan natural y libre como dormir o comer. Los niños aprendían, al igual que otras habilidades y costumbres, observando a los adultos, y jugaban a acoplarse de la misma manera que imitaban otras actividades desde edad temprana. A menudo el joven que había llegado a la pubertad pero sin haber matado a su primer animal y que moraba en una especie de limbo entres niños y adultos, penetraba en una niña aun antes de que ésta hubiera tenido su primera menstruación. Los hímenes eran rotos desde muy jóvenes, aunque los varones se asustaban un poco cuando manaba sangre y se apresuraban a ignorar a la muchacha cuando eso sucedía.
    Cualquier hombre podía tomar a cualquier mujer cuando le apetecía para aliviarse, con excepción, por una tradición muy lejana, de sus hermanas. Por lo general, una vez que se había apareado una pareja, ambos se mantenían más o menos fieles por respeto hacia la propiedad del prójimo, pero se consideraba peor que un hombre se dominara que el que tomara la mujer que tenía mas cerca. Y la mujer no tenía empacho en hacer gestos tímidos y sutiles que se interpretaban como una incitación cuando un hombre la atraía invitándole a tomar la iniciativa. Para el clan, una nueva vida se formaba mediante las esencias ubicuas de los tótems, y cualquier relación entre la actividad sexual y el nacimiento estaba fuera de su entendimiento.
    Otra ceremonia se celebró para unir a Droog con Aga. Aunque la pareja estaría aislada del clan, salvo para los demás miembros de su hogar, los que ahora compartían el hogar de Droog estaban en libertad de ir y venir como quisieran. Una vez que la segunda pareja entró en la cueva, las mujeres se agruparon alrededor de Iza y de su hijita.
    —Iza, es perfecta —expresó Ebra entusiasmada—. Tengo que admitir que me había preocupado un poco al enterarme de que habías quedado embarazada al cabo de tanto tiempo.
    —Los espíritus me cuidaban —señaló Iza—. Un fuerte tótem ayuda a que una criatura sea saludable, una vez que ha sucumbido.
    —Temía que el tótem de la niña pudiera tener malos efectos. Parece tan diferente y su tótem es tan poderoso, que podría haber deformado al bebé —comentó Aba.
    —Ayla tiene suerte y me ha traído suerte —repuso rápidamente Iza, mirando a Ayla para ver si se había enterado. La nena estaba mirando a Oga, que sostenía al bebé, y estaba cerca de Uba sonriendo como si Uba fuera suya. No se había enterado del comentario de Aba, pero a Iza no le gustaba que esas opiniones fueran abiertamente expresadas—. ¿Acaso no nos ha traído suerte a todos?
    —Pero no tuviste suerte suficiente como para que fuera niño —replicó Aba, insistiendo.
    —Yo quería una niña —dijo Iza.
    — ¡Iza! ¡Cómo puedes decir semejante cosa! —Las mujeres estaban escandalizadas. Pocas veces admitían preferir una niña.
    —No la censuro —dijo Uka, saliendo en defensa de Iza—. Tienes un hijo, lo cuidas, lo amamantas, lo crías y entonces, tan pronto como es adulto, se va. Si no le matan cazando le matan de otra manera. La mitad de los varones se mueren cuando todavía son jóvenes. Por lo menos Ovra puede vivir unos cuantos años más.
    Todas sentían pena por la madre que había perdido a su hijo en el derrumbamiento. Todas sabían cuánto había sufrido. Ebra cambió de tema con tacto.
    —Estoy pensando en cómo serán los inviernos en la nueva caverna.
    —La caza ha sido buena y hemos cosechado tanto y almacenado tanto que hay muchísimos alimentos en la reserva. Los cazadores saldrán hoy, sin duda por última vez. Espero que haya suficiente espacio en la reserva para que podamos congelar todo lo que traigan —dijo Ika—. Y parece que se están impacientando. Será mejor que les preparemos algo de comer.
    Las mujeres dejaron de mala gana a Iza y su hijita y se aprestaron a hacer los desayunos. Ayla se sentó junto a Iza y la mujer rodeó a la niña con su brazo, sosteniendo a la pequeña con el otro. Iza se sentía a gusto: contenta de encontrarse fuera en aquel día de principios de invierno, frío, soleado y vigorizante; contenta de la caverna y contenta de que Creb hubiera tomado la decisión de mantenerla; y contenta con la niña rubia, delgada y extraña que estaba junto a ella. Miró a Uba y después a Ayla: «Mis hijas —pensó la mujer—, ambas son mis hijas. Todos saben que Uba será curandera, pero también Ayla lo será; me aseguraré de ello. Quién sabe, tal vez algún día llegue a ser una gran curandera».

    09

    «El Espíritu de la Nieve Seca Ligera tomó por compañero al Espíritu de la Nieve Granular y al cabo de algún tiempo dio nacimiento a una Montaña de Hielo allá lejos, al norte. El Espíritu del Sol odiaba al niño brillante que se extendía por encima de la tierra al crecer, aportando su calor para que no creciera la hierba. El Sol decidió destruir la Montaña de Hielo, pero el Espíritu de la Nube de las Tormentas, hermana de la Nieve Granular, descubrió que el Sol quería matar a su hijo. En verano, cuando el Sol era más poderoso, el Espíritu de la Nube de las Tormentas combatió contra él para salvar la vida de la Montaña de Hielo.»
    Ayla estaba sentada con Uba en su regazo observando a Dorv mientras contaba la leyenda conocida. Estaba cautivada, aunque se sabía el cuento de memoria. Era su predilecto, nunca se cansaba de oírlo. Pero la inquieta criatura de año y medio que tenía en sus brazos estaba mucho más interesada en los largos cabellos rubios de Ayla, y los agarraba por mechones con sus manos regordetas. Ayla desprendió sus cabellos de los puños apretados de Uba sin apartar la mirada del viejo que estaba en pie junto al fuego, repitiendo el cuento con una teatral pantomima mientras el clan le contemplaba, arrobado.
    «Algunos días, el Sol ganaba la batalla y derrotaba al hielo duro y frío convirtiéndolo en agua y drenando la vida del Monte de Hielo. Pero muchos días ganaba la Nube de las Tormentas, cubriendo el rostro del Sol, impidiendo que su calor derritiera demasiado al Monte de Hielo. Aunque el Monte de Hielo pasaba hambre y se encogía durante el verano, en invierno su madre recibía el alimento que le traía su compañero y cuidaba a su hijo para que estuviera sano. Todos los veranos el Sol luchaba por destruir el Monte de Hielo, pero la Nube de las Tormentas impedía que el Sol derritiera todo lo que la madre había dado a su hijo el invierno anterior. A principios de cada invierno, el Monte de Hielo estaba un poco más grande que el invierno anterior; crecía, se extendía y cubría más tierra de año en año.
    «Y mientras crecía, un gran frío avanzaba delante de él. Los vientos aullaban, la nieve se arremolinaba y el Monte de Hielo se extendía, acercándose cada vez más al lugar donde vivía la gente. El clan tiritaba, apretujándose contra el fuego mientras la nieve caía sobre él.»
    El viento que silbaba a través de las ramas deshojadas de los árboles fuera de la cueva incorporaba efectos de sonido al cuento, provocando un estremecimiento compasivo de excitación a lo largo de la columna vertebral de Ayla.
    «El clan no sabía qué hacer: « ¿Por qué no nos protegen ya los espíritus de nuestros tótems? ¿Qué hemos hecho para que estén enfadados con nosotros?». El Mog-ur decidió marchar solo para encontrar a los espíritus y hablar con ellos. Estuvo ausente mucho tiempo. Muchas personas se sintieron presa de agitación esperando que regresara el Mog-ur, sobre todo los jóvenes.
    »Pero Durc estaba más impaciente que ninguno».
    —El Mog-ur nunca volverá, decía. Nuestros tótems no gustan del frío, se han marchado. Nosotros también deberíamos irnos.
    »—No podemos abandonar el hogar —decía el jefe—. Es donde el clan ha vivido siempre. Es el hogar de los espíritus de nuestros tótems. No se han ido. Se sienten infelices con nosotros, pero se sentirían más infelices si no tuvieran un lugar, lejos del hogar que conocen. No podemos marcharnos y llevárnoslos. ¿Adónde iríamos?
    »—Nuestros tótems se han ido ya —alegaba Durc—. Si hallamos un hogar mejor, pueden regresar. Podemos ir al sur, siguiendo las aves que huyen del frío en otoño, y al este, hacia la tierra del Sol. Podemos ir allí donde el Monte de Hielo no pueda darnos alcance. El Monte de Hielo avanza lentamente; podemos correr como el viento. Nunca nos alcanzará. Si seguimos aquí, nos helaremos.
    »—No. Debemos esperar a Mog-ur. Volverá y nos dirá lo que tengamos que hacer —recomendaba el jefe.
    »Pero Durc no quería escuchar sus razonables consejos. Insistió y rogó a la gente y unos cuantos se dejaron convencer: decidieron irse con Durc.
    »—Quedaos —suplicaban los demás—. Quedaos hasta que regrese el Mog-ur.
    »Durc no quiso hacerles caso:
    »—El Mog-ur no encontrará a los espíritus. Nunca regresará. Nosotros nos marchamos ahora. Venid con nosotros para encontrar un lugar donde no pueda vivir el Monte de Hielo.
    »—No —le contestaron—, esperemos.
    »Las madres y sus compañeros se preocuparon por los hombres y mujeres jóvenes que se iban, seguros de que estaban condenados. Esperaron al Mog-ur, pero, al cabo de muchos días, al ver que el Mog-ur no había vuelto aún, empezaron a dudar. Empezaron a preguntarse si no deberían haberse marchado con Durc.
    »Entonces, un buen día, el clan vio que un extraño animal se aproximaba sin sentir temor ante el fuego. La gente estaba asustada y miraba, pasmada. Nunca anteriormente habían visto semejante animal. Pero al acercarse éste, vieron que no era un animal, ¡era el Mog-ur! Estaba cubierto con la piel de un oso cavernario. Finalmente había vuelto. Relató al clan lo que había aprendido de Ursus, el Espíritu del Gran Oso Cavernario.
    »Ursus enseñó a la gente a vivir en cavernas, a llevar pieles de animales, a cazar y cosechar en verano y guardar alimentos para el invierno. La gente del clan siempre recordó lo que Ursus les había enseñado, y por mucho que lo intentara Monte de Hielo, no pudo sacar a la gente de su hogar. Por mucho frío y hielo que enviara por delante Monte de Hielo, la gente no se movía, no se apartaba de su camino.
    »Finalmente Monte de Hielo renunció; se enfadó y dejó de combatir con el Sol. Nube de las Tormentas se puso furiosa porque Monte de Hielo no combatía, y se negó a seguir ayudándole. Monte de Hielo abandonó la tierra y regresó a su región del norte, y el gran frío se fue con él. El Sol estaba radiante con su victoria y le empujó por todo el camino hasta su hogar septentrional. No había lugar donde pudiera ocultarse del gran calor, y quedó derrotado. Durante muchos, muchos años, no hubo invierno, sólo largos días de verano.
    »Pero Nieve Granular se preocupaba por su hijo perdido y la pena la debilitó. La Nieve Seca y Ligera quería que tuviera otro hijo y pidió ayuda al Espíritu de la Nube de las Tormentas. Nube de las Tormentas se apiadó de su hermana y ayudó a Nieve Seca y Ligera a llevarle alimento para que se fortaleciera. Cubrió nuevamente el rostro del Sol mientras Nieve Seca y Ligera andaba por allí cerca, rociando su espíritu para que lo tragara Nieve Granular. Dio nacimiento de nuevo a otro Monte de Hielo, pero la gente recordaba lo que Ursus les había enseñado. Monte de Hielo no volverá a sacar de su hogar al clan.
    » ¿Y qué pasó con Durc y los que se fueron con él? Algunos dicen que fueron devorados por lobos y leones, y otros, que se ahogaron en las grandes aguas. Otros han dicho que, al llegar a la Tierra del Sol, éste se enfureció porque Durc y su gente quería su tierra. Lanzó una bola de fuego desde el cielo para devorarlos. Desaparecieron y nadie volvió a verlos nunca más.»
    —Ya ves, Vorn —oyó Ayla que Aga le decía a su hijo, como hacía siempre que se relataba la leyenda de Durc—, siempre debes atender a lo que dicen tu madre y Droog y Brun y Mog-ur. Nunca debes desobedecer ni dejar el clan, porque entonces también tú podrías desaparecer.
    —Creb —dijo Ayla al hombre sentado a su lado—, ¿crees que Durc y su gente pueden haber hallado un nuevo lugar donde vivir? Desapareció, pero nadie le vio morir, ¿no es cierto? Podría haber sobrevivido, ¿verdad que sí?
    —Nadie le vio desaparecer, Ayla, pero cazar es difícil cuando sólo hay dos o tres hombres. Tal vez durante el verano pudieran matar suficientes animales pequeños, pero las grandes bestias que necesitarían para almacenar carne que los alimentara durante todo el invierno serían mucho más difíciles y peligrosas. Y habrían tenido que pasar muchos inviernos antes de llegar a la Tierra del Sol. Los tótems quieren tener un lugar donde vivir. Probablemente abandonarían a la gente que vagara sin hogar. Tú no querrías que tu tótem te abandonara, ¿verdad?
    Inconscientemente, Ayla tocó su amuleto.
    —Pero mi tótem no me abandonó, ni siquiera cuando estuve sola y sin hogar.
    —Eso fue porque te estaba poniendo a prueba. Te encontró un hogar, ¿no es así? El León Cavernario es un tótem fuerte, Ayla. Te escogió, puede decidir protegerte siempre porque te escogió, pero todos los tótems son más dichosos cuando tienen un hogar. Si le prestas atención, te ayudará. Él te dirá lo que es mejor.
    — ¿Y cómo voy a saberlo, Creb? —preguntó Ayla—. Nunca he visto el espíritu de un león cavernario. ¿Cómo sabes cuándo un tótem te está diciendo algo?
    —No puedes ver el espíritu de tu tótem porque es parte de ti, está dentro de ti. Sin embargo, él te lo dirá. Sólo que debes aprender a comprenderlo. Si tienes que tomar una decisión, él te ayudará. Te dará una señal si haces lo correcto.
    — ¿Qué clase de señal?
    —Es difícil decirlo. Por lo general será algo especial o insólito. Puede ser una piedra que nunca habías visto antes o una raíz con una forma especial que signifique algo para ti. Debes aprender a comprender con tu mente y tu corazón, no con los ojos y los oídos: entonces lo sabrás. Sólo tú puedes comprender a tu tótem, nadie puede explicarte cómo. Pero cuando llegue el momento y encuentres una señal que te haya dejado tu tótem, métela en tu amuleto. Te traerá suerte.
    — ¿Tú también tienes señales de tu tótem dentro de tu amuleto, Creb? —preguntó la niña por gestos, mirando la abultada bolsa de cuero que colgaba del cuello del mago. Dejó a la pequeña en el suelo para que se fuera con Iza.
    —Sí —asintió el mago—. Una es un diente de oso cavernario que se me entregó cuando fui escogido como ayudante. No estaba incrustado en un maxilar: estaba entre unas piedras, a mis pies. No lo había visto al sentarme. Es un diente perfecto, sin caries ni desgaste. Era una señal de Ursus de que había tomado la decisión correcta.
    — ¿También mi tótem me dará señales?
    —Nadie puede saberlo. Quizá, cuando tengas que tomar decisiones importantes. Lo sabrás cuando llegue el momento, siempre que tengas puesto tu amuleto de manera que tu tótem pueda encontrarte. Cuida mucho de no perder nunca tu amuleto, Ayla. Te fue entregado cuando se reveló tu tótem. En él está la parte de tu espíritu que él reconoce. Sin él, el espíritu de tu tótem no encontrará su camino de regreso cuando viaje. Se perderá y buscará su hogar en el mundo de los espíritus. Si pierdes tu amuleto y no lo encuentras pronto, morirás.
    Ayla se estremeció, tocó la bolsita que colgaba de una fuerte tira de cuero alrededor de su cuello, y se preguntó cuándo le daría una señal su tótem.
    — ¿Crees que el tótem de Durc le dio una señal cuando éste decidió marcharse en busca de la Tierra del Sol?
    —Nadie lo sabe, Ayla. No forma parte de la leyenda.
    —Yo creo que Durc fue muy valiente al tratar de buscar un nuevo hogar.
    —Puede haber sido muy valiente, pero muy imprudente —contestó Creb.— Abandonó el clan y el hogar de sus antepasados y asumió un riesgo muy grande. ¿Para qué? Para encontrar algo diferente. No se conformó con quedarse. Algunos jóvenes piensan que Durc fue valiente, pero cuando envejecen y se vuelven más juiciosos, aprenden.
    —Yo creo que me gusta porque era diferente —dijo Ayla—. Es mi leyenda predilecta.
    Ayla vio que las mujeres se disponían a preparar la cena y se puso en pie para reunirse con ellas. Creb meneó la cabeza viendo alejarse a la muchacha. Cada vez que pensaba que Ayla estaba realmente aprendiendo a aceptar y comprender las cosas del clan, ella decía o hacía algo que a él le planteaba dudas. No es que hiciera nada malo o incorrecto, simplemente no eran cosas que se hacían en el clan. Se suponía que la leyenda enseñaba que es una falacia tratar de cambiar las tradiciones, pero Ayla admiraba la temeridad del joven de la historia, que quería algo nuevo. «¿Superará algún día sus ideas no—del—clan? —se preguntó—. Sin embargo, ha aprendido aprisa», admitía Creb.
    Se esperaba que las jóvenes del clan estuvieran bien impuestas en las habilidades de las mujeres adultas para cuando cumplían siete u ocho años. Muchas llegaban entonces a la pubertad y eran apareadas poco después. En los casi dos años después de que la encontraran —sola, casi muerta de hambre, incapaz de encontrar alimentos por sí sola—, no sólo había aprendido a encontrar alimentos sino, además, a cocinarlos y conservarlos. Era capaz también de muchas otras habilidades importantes, y aun cuando no tan experta como las de más edad y mayor experiencia, por lo menos era tan apta como las más jóvenes.
    Podía despellejar y curtir una piel y hacer mantos, capas y bolsas para usarlas de diversas maneras. Podía cortar correas de ancho regular partiendo de una espiral en una sola piel. Sus cuerdas, hechas de largos pelos de animal, tripas o cortezas y raíces fibrosas, eran fuertes y pesadas o delgadas y finas, según el uso a que estuvieran destinadas. Sus canastas, esteras y redes, tejidas con hierbas duras, raíces y cortezas, eran excepcionales. Podía hacer un hacha basta con mango partiendo de un nódulo de sílex o sacar una esquirla de una pieza afilada para usarla como cuchillo o raspador, tan bien que el propio Droog quedó impresionado. Podía ahondar tazones en secciones de troncos y suavizarlos dándoles un fino acabado. Podía encender fuego haciendo girar un palo afilado entre las palmas de sus manos contra otro trozo de madera hasta que se formaba un carbón caliente que humeaba y prendía yesca seca; era más fácil cuando dos personas alternaban en la difícil y tediosa tarea de mantener en constante movimiento el palo afilado con una presión firme y constante. Pero lo más asombroso era que estuviera aprendiendo los conocimientos médicos de Iza con algo que parecía ser un instinto natural. «Tenía razón Iza —pensó Creb—, está aprendiendo incluso sin los recuerdos.»
    Ayla estaba rebanando ñame para echarlo en una olla de piel que hervía sobre un fuego de cocinar. Después de cortar y tirar los trozos que se habían echado a perder, no quedaba mucho. El fondo de la cueva, donde se almacenaban, estaba fresco y seco, pero la verdura empezaba a ablandarse y pudrirse cuando el invierno estaba ya tan avanzado. La niña había empezado a soñar con la estación venidera pocos días antes, al observar un chorrito de agua saliendo del río congelado, una de las primeras señales de que pronto deshelaría. No aguantaba su impaciencia por ver llegar la primavera con su primer verdor, sus nuevos capullos y la dulce savia de los arces que goteaba y manaba de unas muescas practicadas en la corteza y que se recogía y se ponía a hervir en grandes ollas de cuero hasta convertirse en un jarabe denso y viscoso o cristalizarse en forma de azúcar antes de ser almacenado en recipientes de corteza de abedul. También el abedul tenía savia dulce, pero no tan dulce como la del arce.
    No era la única que estaba inquieta y aburrida del largo invierno en el interior de la cueva. Aquel mismo día, temprano, el viento había cambiado, llegando del sur unas cuantas horas y trayendo un aire más cálido del mar. El agua derretida resbalaba por los largos carámbanos que colgaban del vértice de la abertura triangular de la cueva. Volvían a congelarse en cuanto bajaba la temperatura, alargando y espesando las varas brillantes y transparentes que habían estado creciendo durante todo el invierno, cuando el viento cambiaba y traía las ráfagas heladas nuevamente del este. Pero el hálito del aire caliente hacía pensar a todos en que el invierno llegaba a su fin.
    Las mujeres estaban charlando y trabajando, moviendo las manos con rapidez en gestos vivos, que eran su modo de conversar, mientras preparaban los alimentos. Hacia finales del invierno, cuando las reservas de alimento escaseaban, combinaban sus recursos y cocinaban en común, aunque seguían comiendo por separado salvo en ocasiones especiales. Siempre había más banquetes en invierno —porque eso contribuía a romper la monotonía de su confinamiento— aunque, a medida que avanzaba la estación, sus banquetes solían ser cada vez más frugales. Pero contaban con suficiente comida. Carne fresca de caza menor o algún viejo venado que los cazadores habían conseguido traer entre ventiscas, eran bienvenidos aunque no esenciales. Seguían disponiendo de una reserva suficiente de alimentos deshidratados. Las mujeres estaban todavía bajo la impresión de las leyendas que se habían contado y Aba relataba la historia de una mujer.
    «... pero el niño era deforme. Su madre se lo llevó fuera como el jefe se le ordenó, pero no podía soportar la idea de dejarle morir. Trepó a lo alto de un árbol con él y le sujetó a la rama más alta, hasta donde ni siquiera los gatos podían trepar. El niño lloró cuando ella se fue y de noche tuvo tanta hambre que aullaba como un lobo. Nadie pudo dormir. Lloró de día y de noche; el jefe estaba furioso contra la madre, pero mientras el niño gritaba y aullaba, la madre sabía que seguía con vida.
    »El día de ponerle nombre, la madre trepó de nuevo al árbol muy de madrugada. Su hijo no sólo estaba vivo sino que había perdido su deformidad. Era normal y saludable. El jefe no había querido a su hijo en el clan, pero puesto que seguía con vida, tuvo que darle un nombre y aceptarle. El muchacho se convirtió en jefe una vez que creció, y siempre estuvo agradecido a su madre por haberle puesto donde nada pudiera dañarle. Incluso después de aparearse, siempre le llevaba parte de todas las cacerías. Nunca la golpeó ni la regañó, siempre la trató con honor y respeto.» Concluyó Aba.
    — ¿Qué bebé podría vivir siete días sin alimento? —preguntó Oga mirando a Brac, su saludable hijo, que acababa de quedarse dormido—. ¿Y cómo pudo su hijo convertirse en jefe si su madre no estaba apareada con un jefe ni con un hombre que algún día pudiera convertirse en jefe?
    Oga estaba orgullosa de su hijito, y Broud más orgulloso aún de que su compañera hubiera dado a luz un hijo tan pronto después de su apareamiento. Hasta el propio Brun relajaba un poco su dignidad estoica junto al bebé y su mirada se suavizaba cuando sostenía a la criatura que habría de asegurar la continuidad en la jefatura del clan.
    — ¿Quién sería el siguiente jefe si no tuvieras a Brac, Oga? —preguntó Ovra—. ¿Si no tuvieras hijos, sólo hijas? Quizá la madre estuviera apareada con el segundo—al—mando y algo le sucediera al jefe. —Envidiaba un poco a la mujer más joven. Ovra no tenía hijos aun— que se había hecho mujer y había sido apareada con Goov antes que Oga con Broud.
    —Bueno, de todos modos, ¿cómo podía volverse de repente normal y saludable el niño que nació deforme? —replicó Oga.
    —Sospecho que ese cuento ha sido inventado por una mujer que tenía un hijo deforme y deseaba que fuera normal —dijo Iza.
    —Pero es una leyenda antigua, Iza. Ha sido transmitida desde hace generaciones. Quizá antaño sucedieran cosas que ya no son posibles. ¿Cómo podemos estar seguras? –concluyó Aba, defendiendo su cuento.
    —Algunas cosas pueden haber sido diferentes hace mucho tiempo, Aba, pero creo que Oga tiene razón. Un niño que nace deforme no se va a volver normal de repente, y es poco probable que pueda vivir hasta el día en que le den nombre sin que se le haya amamantado. Pero es un viejo cuento. Quién sabe, puede encerrar algo de verdad –reconoció Iza.
    Una vez preparada la comida, Iza la llevó al hogar de Creb mientras Ayla cogía en brazos a la robusta pequeña y la seguía. Iza estaba más delgada, no era ya tan fuerte como antes, y era Ayla quien llevaba en brazos a Uba la mayor parte del tiempo. Existía un afecto especial entre ambas; Uba seguía a la muchacha por todas partes y no parecía que Ayla se cansara nunca de la pequeña. Después de comer, Uba fue con su madre para mamar, pero muy pronto empezó a dar guerra. Iza se puso a toser, con lo que la niña se agitó más aún. Finalmente, Iza apartó al bebé inquieto y lloroso y se lo dio a Ayla.
    —Llévate a esta niña. A ver si Oga o Aba quieren darle de mamar —señaló Iza, irritada, y fue presa de otro largo acceso de tos.
    — ¿Te sientes bien, Iza? —preguntó Ayla con expresión preocupada.
    —Lo que pasa es que estoy vieja, demasiado vieja para tener una hijita tan pequeña. Mi leche se está secando, eso es todo. Uba tiene hambre; la última vez Aba le ha dado de mamar, pero creo que ya ha alimentado a Ona y tal vez no le quede mucha leche. Oga dice que tiene leche de sobra; llévale la nena esta noche. —Iza se dio cuenta de que Creb la observaba detenidamente y miró hacia otro lado mientras Ayla llevaba el bebé a Oga.
    Tenía mucho cuidado con su modo de caminar, manteniendo la cabeza baja al acercarse al hogar de Broud, en la actitud conveniente. Sabía que la menor infracción provocaría la ira del joven. Estaba segura de que andaba buscando razones para regañarla o golpearla, y no quería que le mandara llevarse a Uba por algo que ella hiciera. Oga estaba contenta de alimentar a la hija de Iza, pero cuando Broud estaba mirando, no había medio de conversar. Una vez que Uba estuvo satisfecha, Ayla se la llevó y se sentó, meciéndola, canturreando suavemente hasta que la nena se quedó dormida. Hacía tiempo que Ayla había olvidado la lengua que hablaba cuando se unió al clan, pero seguía canturreando cuando sostenía a la nena.
    —No soy más que una vieja que se vuelve irritable, Ayla —dijo Iza cuando Ayla acostó a la pequeña—. Era demasiado vieja al dar a luz, mi leche se está secando y Uba no debería ser destetada todavía. Ni siquiera ha cumplido un año de caminar, pero no queda otro remedio. Mañana te enseñaré a hacer comida especial para bebés. No quiero entregar a Uba a otra mujer si puedo evitarlo.
    — ¡Dar Uba a otra mujer! ¿Cómo ibas a poder dar Uba a otra mujer, si es nuestra?
    —Ayla, tampoco yo quiero darla, pero debe comer lo suficiente y no lo está consiguiendo conmigo. No podemos estar llevándola de una a otra mujer para que la amamanten cuando no tengo leche suficiente. El bebé de Oga es todavía chiquito, por eso tiene ella tanta leche. Pero a medida que crezca Brac, la leche de ella se ajustará a sus necesidades. Como Aga, no tendrá mucha leche de sobra a menos que tenga otro bebé que amamantar —explicó Iza.
    — ¡Ojalá pudiera yo darle de mamar!
    —Ayla, eres casi tan alta como una mujer, pero todavía no lo eres. Y no das señales de convertirte pronto en una. Sólo las mujeres pueden ser madres y sólo las madres pueden tener leche. Empezaremos a dar alimentos normales a Uba y veremos qué tal le va, pero he querido que sepas lo que puede esperarse. Los alimentos para los bebés deben prepararse de manera especial. Todo tiene que ser suave para ella; sus dientes de leche no pueden masticar muy bien. Los granos deben estar molidos muy finos antes de cocerlos, la carne seca debe ser convertida en una pasta y cocida con un poco de agua, la carne fresca tiene que ser raspada para quitarle las fibras duras, las verduras hechas puré; ¿Quedan algunas bellotas?
    —La última vez que miré había un montón, pero los ratones y las ardillas las roban y muchas están podridas —dijo Ayla.
    —Encuentra lo que puedas. Quitaremos lo amargo y las moleremos para añadirlas a la carne. Los ñames también serán buenos para ella. ¿Sabes dónde están esas conchas de almeja? Deben de ser suficientemente pequeñas para su boquita, tendrá que aprender a comer con ellas. Me alegro de que el invierno llegue a su fin, la primavera traerá una mayor variedad de alimentos para todos nosotros.
    Iza vio la preocupación concentrada en el rostro serio de la niña. Más de una vez, especialmente durante aquel invierno, había agradecido la ayuda prestada por Ayla con tan buena voluntad. Se preguntaba si Ayla le habría sido dada mientras estaba embarazada para que pudiera ser una segunda madre para el bebé que había tenido tan tarde en su vida. Era algo más que la edad lo que agotaba a Iza. Aunque procuraba no hacer referencia a su salud quebrantada y nunca hablaba del dolor que tenía en el pecho ni de la sangre que escupía a veces después de una crisis de tos particularmente crítica, sabía que Creb se daba cuenta de que estaba mucho más enferma de lo que quería confesar. «También él está envejeciendo —pensaba Iza—. El invierno ha sido duro también para él. Pasa demasiado tiempo sentado en esa cavernita suya con sólo una antorcha para darle calor.»
    La enmarañada cabellera del viejo mago estaba mezclada con hilos de, plata. Su artritis, además de su pierna, inválida, convertía las caminatas en una prueba torturadora. Sus dientes, gastados por haberlos usado años para sujetar las cosas en lugar de la mano que le faltaba, habían empezado a dolerle. Pero Creb había aprendido desde hacía mucho tiempo a vivir con dolores y sufrimientos. Su mente era tan potente y perceptiva como siempre y se preocupaba por Iza. Miraba a la mujer y a la niña mientras estudiaban la manera de hacer comida para la pequeña, observando cómo se había encogido el robusto cuerpo de Iza. Tenía el rostro demacrado y sus ojos estaban sumidos en hoyos profundos que hacían resaltar sus cejas salientes. Tenía los brazos flacos, su cabello se estaba volviendo gris, pero lo que más le preocupaba era su tos pertinaz. «Estoy ansioso de que este invierto llegue a su fin —pensó—; ella necesita sol y calor».
    Finalmente el invierno relajó su dominio sobre la tierra y los días más cálidos de la primavera trajeron consigo torrentes de lluvia. Témpanos procedentes de las montañas lejanas flotaban río abajo mucho después de que la nieve y el hielo hubieron desaparecido en lo alto de la cueva. El deslizamiento de la acumulación derretida convertía el suelo empapado delante de la cueva en un lodazal chorreante. Sólo las piedras que pavimentaban la entrada mantenían la cueva razonablemente seca mientras el agua subterránea manaba dentro.
    Pero el chapoteante cenagal no impedía que el clan saliese de la cueva. Después de su prolongado confinamiento invernal, salieron para saludar los primeros rayos del sol y las primeras dulces brisas marinas. Antes de que se hubieran derretido por completo las nieves, estaban ya correteando descalzos entre el fango o caminando pesadamente con sus abarcas empapadas que ni siquiera la capa adicional de grasa podía conservar secas. Iza tuvo más que hacer cuidando catarros en los días, más cálidos ya, de la primavera, que durante todo el invierno helado.
    A medida que la temporada avanzaba y el sol fue secando la humedad, el ritmo de la vida del clan se fue acelerando. El invierno tranquilo y lento, que había transcurrido contando cuentos, chismeando, confeccionando herramientas y armas y llevando acabo otras actividades que ayudaban a pasar el tiempo, dejó paso a la agitación llena de actividad de la primavera. Las mujeres salieron a recoger los primeros brotes verdes y los primeros retoños, y los hombres se dedicaron al ejercicio y a las prácticas, preparándose para la primera importante cacería de la nueva estación.
    Uba prosperaba con su nueva dieta y sólo quería mamar por costumbre o por el calor y seguridad que representaba. Iza tosía menos, aunque estaba débil y tenía pocas energías para alejarse demasiado, y Creb empezó nuevamente a dar sus paseos lentos con Ayla a lo largo del río. A ella le gustaba la primavera más que las otras estaciones.
    Puesto que Iza tenía que permanecer cerca de la cueva la mayor parte del tiempo, Ayla adquirió la costumbre de recorrer las laderas en busca de plantas medicinales para abastecer la farmacopea. A Iza le preocupaba verla salir sola, pero las demás mujeres estaban ocupadas buscando alimentos y las plantas medicinales no siempre crecían en los mismos lugares que las plantas alimenticias. Iza salía a veces con ella, sobre todo para mostrarle nuevas plantas e identificar las conocidas de manera que supiera dónde buscarlas más adelante. Aunque Ayla llevaba a Uba, las pocas excursiones que hacía le resultaban a Iza muy fatigosas. De mala gana estaba dejando que la niña saliera sola cada vez con más frecuencia.
    Ayla descubrió que disfrutaba de la soledad al recorrer la zona por su cuenta y riesgo. Le proporcionaba una sensación de libertad hallarse lejos del siempre vigilante clan. A menudo salía también con las mujeres cuando recolectaban; pero siempre que podía, hacía las tareas que se esperaban de ella para tener tiempo de buscar sola por el bosque. Al volver no sólo traía plantas que ya conocía, sino cualquier cosa desconocida, para que Iza pudiera explicarle lo que era.
    Brun no puso objeciones abiertamente; comprendía que era necesario tener a alguien buscando plantas para que Iza llevara a cabo su magia curativa. Tampoco había pasado inadvertida para él la enfermedad de Iza. Pero el afán de Ayla por salir sola le perturbaba. A las mujeres del clan no les gustaba estar solas. Siempre que Iza había salido en busca de sus materiales especiales, lo había hecho con ciertas reservas y algo de temor, y volvía cuanto antes siempre que iba sola. Ayla nunca rehuía sus deberes, siempre se portaba convenientemente, no había nada, en lo que hacía, que Brun pudiera identificar como indebido. Era más una sensación, una impresión de que su actitud, su enfoque y sus pensamientos no eran incorrectos sino diferentes, lo que tenía a Brun nervioso respecto a ella. Siempre que salía, la muchacha regresaba con los repliegues de su manto y su canasto llenos, y puesto que sus incursiones eran tan necesarias, Brun no podía formular ninguna objeción.
    De vez en cuando Ayla traía algo más que plantas. Su idiosincrasia, que tanto había asombrado al clan, se había convertido en hábito. Aunque se habían acostumbrado, los miembros del clan seguían sorprendiéndose un poco cuando regresaba con un animalito enfermo o herido, para devolverle la salud. El conejo que había hallado poco después del nacimiento de Uba fue sólo el primero de muchos. Conocía la manera de tratar a los animales; éstos parecían entender que deseaba ayudarlos. Y una vez establecido el precedente, Brun no tuvo intenciones de cambiarlo. La única vez que se le negó fue cuando trajo un cachorro de lobo. Se le prohibió llevar animales carnívoros que eran competidores de los cazadores. Más de una vez un animal que había sido perseguido y tal vez herido, se encontró finalmente al alcance de un carnívoro más rápido y fue arrebatado a última hora por él. Brun no iba a permitir que Ayla ayudara a un animal que algún día pudiera robar una presa a su propio clan.
    Una vez, cuando Ayla se encontraba de rodillas arrancando una raíz, un conejito con una patita trasera ligeramente torcida brincó desde el matorral y fue a olerle los pies. Ella se quedó muy quieta y, sin hacer movimientos bruscos, tendió ligeramente la mano para acariciar al animal. «¿Eres tú mi conejito—Uba? —pensó—. Has crecido, te has convertido en un conejo adulto, grande y saludable. ¿Habrás aprendido a ser más circunspecto? Deberías desconfiar también de la gente, ¿sabes? Bien podrías acabar sobre un fuego», siguió diciéndose a sí misma mientras acariciaba la piel suave del conejo. Algo asustó al animal, que dio un brinco, alejándose, y se abalanzó primero en una dirección, después dio media vuelta y regresó por donde había venido.
    —Te mueves con tanta rapidez que no sé cómo nadie podría atraparte. ¿Cómo has girado de esa manera? —expresó con gestos; de repente soltó una carcajada y al instante se percató de que era la primera vez que reía en voz alta desde hacía mucho. Pocas veces reía ya cuando estaba en el clan; eso provocaba siempre miradas reprobatorias. Aquel día encontró muchas cosas divertidas.
    —Ayla, esta corteza de cerezo silvestre está vieja. Ya no sirve —indicó Iza con gestos una mañana—. Cuando salgas hoy, trata de conseguir otra que esté fresca. Hay un bosquecillo de cerezos cerca de ese calvero, al oeste, del otro lado del río. ¿Sabes dónde digo? Trata de sacar la corteza interior, es mejor en esta época.
    —Sí, madre, ya sé dónde están —respondió.
    Era una hermosa mañana primaveral. Los últimos azafranes blancos y púrpura se acurrucaban al lado de los graciosos tallos de los primeros junquillos amarillos. Una escasa alfombra de nueva hierba verde, que empezaba a asomar sus diminutas hojas a través del suelo húmedo, pintaba una acuarela fresca de verdor sobre la rica tierra morena de calveros y lomas. Pinceladas de verde mateaban las ramas desnudas de arbustos y árboles con los primeros brotes que se esforzaban por renovar la vida, y los amentos de los sauces cubrían otros con su falsa pelusa. Un sol benévolo brillaba alentadoramente ante el renuevo de la tierra.
    Una vez que estuvo fuera del alcance de la vista del clan, el paso cuidadosamente controlado y la compostura modesta de Ayla se convirtieron en un andar airoso. Bajó deslizándose una pendiente y corrió hacia arriba al otro lado, sonriendo inconscientemente ante la libertad de sus movimientos naturales. Examinaba la vegetación por la que pasaba con una indiferencia aparente que desmentía la actividad de su mente, que trabajaba catalogando y almacenando el recuerdo de las plantas que crecían como referencia para el futuro.
    «Ya está saliendo la nueva hierba de grana —pensaba al pasar junto a la zona pantanosa donde había recogido sus bayas púrpuras el otoño anterior—. Sacaré unas cuantas raíces al regreso. Dice Iza que las raíces son también buenas para el reuma de Creb. Espero que la corteza fresca de cerezo mejore la tos de Iza. Está mejorando, creo yo, pero la veo tan flaca... Uba se está poniendo tan grande y pesada que Iza no debería levantarla. Quizá traiga a Uba conmigo la próxima vez, si puedo. Me alegro tanto de no haber tenido que dársela a Oga. De veras, ya está empezando a hablar. Será divertido cuando crezca un poco más y podamos salir juntas. Mira esos sauces cubiertos de pelusa. Qué divertido: cuando son así de chiquitos parece piel de verdad, pero luego se ponen verdes. Iza dice que son flores. Qué azul está hoy el cielo. Puedo oler el mar en el viento. Me pregunto cuándo iremos a pescar. El agua no tardará en estar suficientemente caliente como para poder nadar. Me pregunto por qué a los demás no les gusta nadar. El mar sabe a sal, no es como el río, pero me siento tan ligera dentro... Estoy impaciente por ir a pescar. y me gusta trepar por el risco en busca de huevos. El viento es tan agradable allá arriba, sobre el risco. ¡Ahí va una ardilla! ¡Mírala trepar por el árbol! Ojalá pudiera yo correr así por los árboles.
    Ayla vagó por las pendientes boscosas hasta media mañana. Entonces, al percatarse de lo tarde que se estaba haciendo, se fue directamente al bosquecillo junto al calvero para recoger la corteza que Iza deseaba. Al acercarse, oyó que había actividad y algunas voces, y vislumbró a los hombres en el calvero. Iba a alejarse, pero recordó la corteza de cerezo y se quedó un momento indecisa. «A los hombres no les gustará verme por aquí —pensó—. Brun podría enojarse y no dejarme salir sola nunca más, pero Iza necesita la corteza de cerezo. Quizá no sigan ahí mucho rato. Me pregunto qué estarán haciendo.» Silenciosamente, reptó para acercarse más y se ocultó tras un árbol grande, atisbando por entre las hojas del matorral enmarañado.
    Los hombres estaban practicando con sus armas, preparándose para una cacería. Recordó que los había visto haciendo lanzas nuevas. Habían recortado árboles jóvenes delgados, flexibles y rectos, les habían quitado las ramas; habían afilado un extremo carbonizándolo en una hoguera y raspando la parte quemada con un rascador fuerte de sílex hasta convertirlo en una punta fina. También el color endurecía la punta para que resistiera al astillado y al desgaste. Todavía se estremecía al recordar la conmoción que había experimentado al tocar una de las lanzas de madera.
    Las hembras no tocan las armas, le dijeron, ni siquiera las herramientas que se usan para hacer armas, aunque, a decir verdad, Ayla no podía ver la diferencia entre un cuchillo utilizado para cortar el cuero y hacer una honda y el cuchillo empleado para cortar el cuero y hacer un manto. La lanza recién hecha, manchada por su contacto, había sido quemada, con gran irritación del cazador que la había confeccionado, y tanto Creb como Iza le habían sometido a unos cuantos discursos gestuales en un esfuerzo por infundirle el sentimiento de su abominable acción. Las mujeres estaban horrorizadas de que hubiera pensado siquiera en semejante acción, y la mirada ceñuda de Brun no dejaba el menor lugar a dudas en cuanto a lo que opinaba. Pero más que nada detestó la mirada de placer malicioso reflejado en el rostro de Broud cuando las recriminaciones se abatieron sobre ella. Estaba positivamente gozoso.
    La muchacha miraba incómodamente a los hombres en su campo de prácticas desde detrás de la pantalla del matorral. Además de las lanzas, los hombres tenían otras armas. Aparte de una discusión que mantenían en el otro extremo Dorv, Grod y Crug respecto a los méritos relativos de la lanza y el garrote, casi todos los hombres estaban practicando con hondas y boleadoras. Vorn estaba con ellos. Brun había decidido que ya era hora de empezar a enseñarle al muchacho los rudimentos del manejo de la honda y Zoug estaba explicándoselos al jovencito.
    Los hombres habían llevado algunas veces con ellos a Vorn al campo de ejercicio desde que cumplió los cinco años, pero la mayor parte del tiempo practicaba con su diminuta lanza, arrojándola contra la tierra blanda o un tocón de árbol podrido, para acostumbrarse a manejar el arma. Siempre le gustaba que le llevaran, pero ésta era la primera vez que se intentaba enseñar al chico el arte más difícil del manejo de la honda. Se había plantado un poste en el suelo y no muy lejos había un montón de piedras, suavemente redondeadas, sacadas de los ríos a lo largo del camino.
    Zoug estaba mostrando a Vorn cómo sostener los dos extremos de la tira de cuero y cómo colocar un canto rodado en la ligera combadura que había en el medio de una honda ya muy gastada. Era una honda vieja que Zoug había pensado tirar cuando Brun le pidió que iniciara el entrenamiento del muchacho. El viejo pensó que todavía servía si se la acortaba para ajustarla a la estatura de Vorn.
    Ayla observaba y se sintió cautivada por la lección. Se concentró en las explicaciones y demostraciones de Zoug con tanta atención como el muchacho. Al primer intento de Vorn, la honda se enredó y el canto cayó al suelo. Le costaba alcanzar el movimiento giratorio del arma para crear el impulso de fuerza centrífuga necesaria para lanzar la piedra. El canto rodado siguió cayéndose antes de poder adquirir suficiente velocidad para mantenerse en la copa de la tira de cuero.
    Broud estaba de pie a un lado, mirando. Vorn era su protegido y Broud seguía siendo objeto de la adoración de Vorn. Fue Broud quien fabricó la lancita que el chico llevaba a todas partes consigo, incluso a la cama, y fue el joven cazador quien enseñó a Vorn a sostener la lanza, ensayando con él el equilibrio y el lanzamiento, como si el muchacho fuera su igual. Pero ahora Vorn estaba centrando su atención admirada en el viejo cazador y Broud se sintió suplantado. Habría querido ser el único en enseñárselo todo al muchacho y se enfureció cuando Brun dijo a Zoug que le enseñara el uso de la honda. Después de varios intentos infructuosos más por parte de Vorn, Broud interrumpió la lección.
    —Vamos, déjame mostrarte cómo se hace, Vorn —señaló Broud, haciendo a un lado al viejo.
    Zoug dio unos pasos hacia atrás y lanzó una incisiva mirada al arrogante joven. Todos se detuvieron y se quedaron mirando; Brun estaba ceñudo. No le gustaba que Broud tratara con tan poca consideración al mejor tirador del clan. Le había dicho a Zoug, no a Broud, que entrenara al muchacho. «Una cosa es interesarse por el joven —pensaba Brun—, pero está yendo demasiado lejos. Vorn debería aprender que un buen jefe debe aprovechar las habilidades de cada uno. Zoug es el más hábil y tendrá tiempo de enseñar al muchacho cuando los demás estemos cazando. Broud se está volviendo altanero; es demasiado orgulloso. ¿Cómo puedo promocionarle si no se muestra más sensato? Tiene que darse cuenta de que no es tan importante sólo porque llegará a ser jefe, sólo porque llegará a ser jefe.»
    Broud tomó la honda de manos del muchacho y cogió una piedra. La colocó en la bolsa de la honda y la lanzó hacia el poste: cayó antes de llegar al blanco. Ése era el problema más corriente que solían encontrar los hombres del clan con la honda. Tenían que aprender a compensar la limitación de las articulaciones de su brazo, que impedían formar un arco completo. Broud se puso furioso por haber fallado y se sintió un tanto ridículo. Tendió la mano para recoger otra piedra, la lanzó a toda prisa deseando mostrar que podía hacerlo. Se daba cuenta de que todos le estaban observando. La honda era más corta de lo que él estaba acostumbrado, y la piedra se fue hacia la izquierda, sin llegar al poste.
    — ¿Estás tratando de enseñarle a Vorn o quieres unas cuantas lecciones para ti, Broud? —sugirió Zoug con sorna—. Puedo acercar el poste.
    Broud luchó por dominar su genio; no le gustaba ser objeto de la ironía de Zoug y estaba furioso por haber seguido fallando después de haberle dado tanta importancia a la cosa. Lanzó otra piedra, pero esta vez su compensación fue excesiva y la lanzó mucho más allá del poste.
    —Si esperas a que haya concluido la lección del muchacho, tendré sumo gusto en enseñarte a ti —señaló Zoug con un sarcasmo pesado en su actitud—. Parece que te hace buena falta. —El orgulloso anciano se sentía rehabilitado.
    — ¿Cómo puede aprender Vorn con una honda tan averiada como ésta? —replicó Broud a la defensiva, arrojando la correa al suelo con repugnancia—. Nadie puede lanzar una piedra con este vejestorio. Vorn, yo te haré una honda nueva. No puede esperarse que aprendas con la honda desgastada de un viejo que ni siquiera puede seguir cazando.
    Ahora Zoug estaba enojado. Retirarse de las filas de los cazadores activos era siempre un duro golpe contra el orgullo de un hombre, y Zoug había trabajado mucho para perfeccionar su habilidad con el arma difícil para conservar algo de dignidad. Zoug había sido otrora segundo—al—mando como el hijo de su compañera y su orgullo era particularmente sensible.
    —Más vale ser un hombre viejo que un muchacho que se cree hombre —replicó Zoug, agachándose para recoger la honda que estaba a los pies de Broud.
    La indirecta contra su hombría fue algo más de lo que podía soportar Broud, fue la última gota que hizo rebosar el vaso. No pudo seguir dominándose y empujó al viejo. Zoug perdió el equilibrio, pues no esperaba el empujón, y cayó pesadamente al suelo. Se quedó sentado donde había caído, con las piernas estiradas hacia delante, mirando hacia arriba con los ojos sorprendidos y muy abiertos. Era lo último que habría esperado.
    Los cazadores del clan nunca se atacaban unos a otros físicamente; ese castigo se reservaba para las mujeres que no eran capaces de comprender los reproches más sutiles. Las energías exuberantes de los jóvenes se desahogaban en contados asaltos de lucha o competencias de corre—y—lanza o competiciones de honda y boleadoras que servían también para mejorar las habilidades de los cazadores. La habilidad en la caza y la autodisciplina eran la medida de la hombría en el clan, que dependía de la cooperación para sobrevivir. Broud quedó casi tan sorprendido como Zoug por su propio arrebato, y tan pronto como se percató de lo que había hecho, su rostro enrojeció de confusión.
    —iBroud! —La palabra salió de la boca del jefe en un rugido dominado. Broud alzó la cabeza y se encogió. Nunca había visto tan enojado a Brun. El jefe se acercó a él, pisando fuerte a cada paso, con gestos tensos y controlándose mucho—. Esa exhibición infantil de genio es imperdonable. Si no fueras el cazador de más bajo rango, te rebajaría a él. Para empezar, ¿quién te ha mandado entrometerte en la lección del muchacho? ¿A quién mandé entrenar a Vorn, a Zoug o a ti? —La ira brotaba de los ojos del jefe—. ¿Y te dices cazador? ¡Ni siquiera puedes llamarte hombre! Vorn se controla mejor que tú. Una mujer tiene más autodisciplina. Eres el futuro jefe. ¿Así es como vas a dirigir hombres? ¿Esperas controlar un clan cuando no eres capaz de controlarte a ti mismo? No te sientas tan seguro de tu porvenir, Broud. Zoug tiene razón. Eres un chiquillo que se cree hombre.
    Broud se sentía mortificado. Nunca le habían avergonzado tan severamente, y además delante de los cazadores y de Vorn. Querría haber echado a correr y esconderse, no podría vivir con esa vergüenza. Habría preferido enfrentarse al ataque de un león cavernario que a la ira de Brun, de un Brun que tan pocas veces mostraba su enojo, que tan pocas veces tenía que mostrarlo. Una mirada penetrante del jefe, que mandaba con una dignidad estoica, un liderazgo capacitado y una disciplina constante, bastaba para que cualquier miembro de su clan, hombre o mujer, corriese para obedecerle. Broud dejó caer su cabeza en señal de sometimiento.
    Brun miró al sol y después dio la señal de partida. Los demás cazadores, testigos incómodos de la severa reprimenda que Brun acababa de dar, se sintieron aliviados al poder alejarse. Echaron a andar detrás del jefe, que se dirigió a la cueva con paso veloz. Broud se quedó detrás de todos, con el rostro enrojecido aún. Ayla estaba inmóvil, agazapada, como si hubiera echado raíces en el sitio, sin atreverse a respirar. Estaba petrificada ante la idea de que pudieran verla. Sabía que había presenciado una escena que ninguna mujer estaba autorizada a ver. Nunca se habría castigado de ese modo a Broud delante de una mujer. Los hombres, fuese cual fuere la provocación, mantenían una solidaridad fraternal cuando había mujeres cerca. Pero el episodio había abierto los ojos de la muchacha a una pauta de los hombres que nunca habría sospechado. No eran los libres agentes, poderosos, que reinaban impunemente como ella había creído. También ellos tenían que obedecer órdenes y también a ellos se les podía regañar. Sólo Brun parecía ser la figura omnipotente que gobernaba con total autoridad. No comprendía que Brun estuviera sujeto a condicionamientos todavía más fuertes que cualquiera de los demás: las tradiciones y costumbres del clan, los espíritus insondables e impredecibles que controlaban las fuerzas de la naturaleza y su propio sentido de la responsabilidad.
    Ayla permaneció oculta incluso mucho después de que los hombres hubieran abandonado el campo de entrenamiento, por miedo a que pudieran regresar. Todavía sentía aprensión cuando se atrevió finalmente a salir de detrás del árbol. Aunque no captaba totalmente las implicaciones de su nuevo conocimiento acerca de la naturaleza de los hombres del clan, sí comprendía una cosa: había visto a Broud tan sumiso como cualquier mujer, y eso le producía satisfacción. Había aprendido a aborrecer al arrogante joven que la atormentaba despiadadamente, regañándola por la menor infracción, supiera o no ella haberla cometido, y a menudo llevaba las marcas de su mal genio. No podía complacerle en nada, por mucho que se esforzara.
    Ayla atravesó el calvero pensando en el incidente. Al acercarse al poste, vio que todavía estaba la honda en el suelo donde la había arrojado Broud con enojo. Nadie se había acordado de recogerla antes de marchar. Se quedó mirándola, sin atreverse a tocarla: era un arma, y el temor a Brun la hacía temblar sólo ante la idea de hacer algo que pudiera enojarle con ella tanto como con Broud. Su mente retrocedió hacia la serie de incidentes que acababa de presenciar, y, al ver el trozo de cuero caído, recordó las instrucciones que Zoug le había dado a Vorn, y las dificultades que éste encontraba. «¿Será realmente tan difícil? Si Zoug me enseñara, ¿sería capaz de hacerlo?»
    Se sentía aterrada ante la temeridad de sus pensamientos y echó una mirada en derredor para asegurarse de que estaba sola, por miedo a que se adivinaran sus pensamientos si alguien la veía. Broud no podía hacerlo, recordó. Pensó en Broud cuando intentaba atinarle al poste y en los gestos despectivos de Zoug ante su fracaso, y una sonrisa fugaz pasó por su rostro.
    «¿No se enfurecería si fuera yo capaz de hacer algo que él no puede?» Le gustaba la idea de ser mejor que Broud en algo. Echando una mirada más a su alrededor, volvió a clavar la vista, llena de aprensión, en la honda; de repente, se agachó y la recogió. Sintió el cuero flexible de la vieja arma e inmediatamente pensó en el castigo que le acarrearía el que alguien la sorprendiera con una honda en la mano. Por poco la suelta, mirando rápidamente hacia otro lado del calvero en dirección al camino que habían tomado los hombres. Su mirada cayó sobre el montoncito de cantos rodados.
    «Me pregunto si podría hacerlo. ¡Oh, Brun se pondría tan furioso conmigo que no sé lo que haría! Y Creb diría que soy mala sólo por tocar esta honda. ¿Qué puede tener de malo tocar un trozo de cuero? Sólo porque se haya usado para lanzar piedras. ¿Me pegaría Brun? Broud sí; estaría encantado de que lo hubiera tocado sólo como excusa para pegarme. ¡Y qué furioso se pondría si supiera lo que he visto! Todos estarían furiosos, pero, ¿podrían estarlo más si lo intentara? Lo malo es malo, ¿verdad? Me pregunto si podría darle al poste con una piedra.»
    La muchacha estaba torturada por el deseo de probar la honda y la conciencia de que le estaba prohibido hacerlo. Estaba mal; ya sabía que estaba mal. Pero quería probar. ¿Qué diferencia había en hacer una cosa mala más? «Nadie lo sabrá, aquí no hay nadie más que yo.» Lanzó una nueva mirada de culpabilidad en derredor y echó a andar hacia las piedras.
    Ayla recogió una y trató de recordar las instrucciones de Zoug. Cuidadosamente unió los dos extremos y los agarró con firmeza. El bucle de cuero colgaba blandamente; se sintió torpe, insegura en cuanto a la manera de introducir la piedra en la bolsa desgastada. Varias veces se le cayó la piedra en cuanto empezaba a moverla. Se concentró, tratando de visualizar las demostraciones de Zoug. Volvió a intentarlo, casi consiguió lanzarla, pero la honda se dobló y la piedra cayó nuevamente al suelo.
    La vez siguiente trató de tomar algo de impulso y lanzó el canto rodado a unos cuantos pasos de distancia. Encantada, cogió otra piedra. Después de unos cuantos intentos fallidos, logró lanzar una segunda piedra. Los siguientes intentos fallaron también; después, una piedra voló, lejos del blanco pero cerca del poste. Empezaba a cogerle el truco.
    Cuando el montón de piedras desapareció, volvió a recogerlas y lo hizo una tercera vez. A la cuarta ronda, ya podía lanzar la mayoría de las piedras sin que se le cayeran muchas veces. Ayla bajó la mirada y vio que quedaban tres piedras en el suelo. Recogió una, la puso en la honda, la hizo girar por encima de su cabeza y lanzó el proyectil. Oyó un «pac» cuando golpeó el poste y rebotó: la niña saltó embriagada por el gozo del éxito.
    «¡Lo logré! ¡Atiné al poste!». Fue pura suerte, un golpe casual, pero eso no empañó su alegría. La siguiente piedra voló hacia otro lado pero más allá del poste, y la última cayó al suelo sólo a unos pies de distancia. Pero lo había hecho una vez y estaba segura de poder hacerlo de nuevo.
    Empezó a recoger nuevamente las piedras y se dio cuenta de que el sol estaba acercándose hacia el horizonte al oeste del cielo. Súbitamente recordó que había salido en busca de corteza de cerezo silvestre para Iza. «¿Cómo se le había hecho tan tarde? —pensó—. ¿Me he pasado aquí toda la tarde? Iza estará preocupada y Creb también.» Rápidamente escondió la honda en un pliegue de su manto, corrió hacia los cerezos, quitó la corteza exterior con su cuchillo de sílex y raspó largas tiras delgadas de la capa interior de cambium. Entonces echó a correr lo más aprisa que pudo hacia la cueva, deteniéndose sólo al acercarse al río para adoptar la compostura digna que se esperaba en las hembras. Tenía miedo de haberse metido ya en líos por haber vuelto tan tarde; no quería dar a nadie más razones para enfadarse.
    — ¡Ayla! ¿Dónde has estado? No podía soportar la angustia; pensé que te habría atacado algún animal. Estaba apunto de pedirle a Creb que Brun mandara a alguien en tu busca —rezongó Iza tan pronto como la vio.
    —Estuve mirando por ahí a ver si algo comenzaba a crecer y luego fui al calvero —dijo Ayla, sintiéndose culpable—. No me había dado cuenta de lo tarde que era. —Era la verdad, pero no toda la verdad—. Aquí está tu corteza de cerezo. La grana está saliendo donde la vimos crecer el año pasado. ¿No me habías dicho que sus raíces también eran buenas para el reuma de Creb?
    —Sí, pero debes macerar la raíz y aplicarla como una ablución para aliviar el dolor. Las bayas sirven para hacer infusiones. El jugo de las bayas aplastadas es bueno para tumores y es también bueno para hinchazones —comenzó a explicar la curandera, respondiendo automáticamente a su pregunta; de repente, se interrumpió—: Ayla, estás tratando de distraerme con preguntas sobre medicina. Ya sabes que no deberías haber pasado tanto tiempo fuera, causándome tanta preocupación —señaló Iza con sus ademanes. Ahora que la niña había vuelto sana y salva, no estaba enojada, pero quería asegurarse de que Ayla no se fuera sola tanto tiempo. Iza estaba preocupada siempre que Ayla salía.
    —No volveré a hacerlo sin avisarte, Iza. Se me hizo tarde sin darme cuenta.
    Mientras volvían a la cueva, Uba, que había estado buscando a Ayla todo el día, la vio y echó a correr hacia ella con sus piernecitas regordetas y arqueadas; estuvo a punto de caer antes de llegar hasta ella. Pero Ayla cogió al vuelo a la niña y la volteó por el aire.
    —Iza, ¿no podría llevarme de vez en cuando a Uba? No me quedaría fuera mucho tiempo. Y podría empezar a enseñarle algunas cosas.
    —Es demasiado joven para comprender todavía. Apenas ha empezado a aprender a hablar —dijo Iza pero, viendo lo felices que eran ambas cuando estaban juntas, agregó—: Supongo que puedes llevártela como compañía alguna vez si no vas muy lejos.
    — ¡Oh, qué bien! —dijo Ayla abrazando a Iza sin soltar a la niña. La volteó nuevamente por el aire y rió a carcajadas mientras Uba la contemplaba con ojos brillantes y llenos de adoración—. ¿Verdad que será divertido, Uba? —dijo, después de dejar a la niña en el suelo—. Madre va a dejar que vengas conmigo.
    «¿Qué le ha pasado a esta muchacha? —pensó Iza—. Hacía tiempo que no la veía tan excitada. Tiene que haber espíritus extraños por el aire hoy. Primero vuelven temprano los hombres y en vez de sentarse a charlar como de costumbre, cada uno se va a su hogar y ni siquiera presta atención a las mujeres; creo que no he visto a ninguno regañar a nadie. Incluso Broud ha sido casi amable conmigo. Y luego Ayla pasa fuera todo el día y regresa llena de energías y nos abraza a todos. No lo entiendo.»

    10

    — ¿Sí? ¿Qué quieres? —gesticuló Zoug con impaciencia.
    Hacía un calor inusitado para ser principios de verano. Zoug tenía sed y se sentía incómodo, sudando bajo el calor del sol, trabajando con un rascador romo un extenso cuero de venado a medida que se iba secando. No estaba de humor para interrupciones, especialmente procedentes de la muchacha fea de cara plana que acababa de sentarse junto a él con la cabeza inclinada, esperando que le prestara atención.
    — ¿No querría Zoug un poco de agua? —indicó Ayla alzando prudentemente la mirada al sentir un golpecito en su hombro—. Esta muchacha estuvo en el manantial y vio al cazador trabajando bajo el ardiente sol. La muchacha pensó que el cazador tal vez tuviera sed; no era su intención interrumpir —expresó con la seriedad debida al dirigirse a un cazador. Presentó una taza de corteza de abedul y sostuvo la fresca y chorreante bolsa de agua hecha con el estómago de una cabra montés.
    Zoug gruñó asintiendo, disimulando su sorpresa ante la solícita actitud de la muchacha mientras le vertía agua fresca en la taza. No había podido llamar la atención de ninguna mujer para pedirle de beber y no quería dejar el trabajo en ese momento. El cuero estaba casi seco; era importante seguir trabajándolo para que el producto acabado fuera tan flexible como él quería. Su mirada siguió a la muchacha mientras ésta dejaba la bolsa de agua allí cerca, a la sombra, y regresaba con una brazada de hierbas duras y raíces leñosas empapadas en agua, para ponerse a trenzar una canasta.
    Aunque Uka siempre se mostraba respetuosa y correspondía a sus solicitudes sin vacilar desde que se había mudado con el hijo de su compañera, ella no solía adelantarse a sus necesidades de la manera que lo había hecho su compañera antes de morir. Las atenciones de Uka estaban dirigidas principalmente a Grod, y Zoug echaba de menos los pequeños detalles de una compañera abnegada. De vez en cuando Zoug dirigía una mirada a la muchacha sentada junto a él. Estaba silenciosa, aplicada a su trabajo. «Mog-ur la ha adiestrado bien», pensó. No se fijó en que ella le estaba observando con el rabillo del ojo mientras él estiraba, tendía y raspaba la piel húmeda.
    Aquella tarde, el viejo estaba sentado solo delante de la cueva, mirando a lo lejos. Los cazadores habían salido, Uka y otras dos mujeres les acompañaban: Zoug había comido junto al fuego de Goov con Ovra. El ver a la joven, adulta ya y apareada, cuando hacía tan poco tiempo que era sólo una niña en brazos de Uka hizo sentir a Zoug cómo el paso del tiempo le había privado de las fuerzas para cazar con los hombres. Había dejado el fuego poco después de comer. Estaba sumido en sus pensamientos cuando observó que la muchacha se acercaba a él con un tazón de mimbre en la mano.
    —Esta muchacha ha recogido más frambuesas de las que podemos comer —dijo, una vez que él reconoció su presencia—; ¿podrá el cazador encontrar lugar para comérselas y que no se pierdan?
    Zoug aceptó el tazón que le ofrecían con un placer que no consiguió disimular. Ayla se quedó sentada a distancia respetuosa mientras Zoug saboreaba la fruta dulce y jugosa. Cuando hubo terminado, devolvió el tazón y la muchacha se alejó rápidamente. «No sé por qué dice Broud que es irrespetuosa —pensó viéndola alejarse—. No le veo nada de malo salvo que es notablemente fea.»
    Al día siguiente, Ayla volvió a llevar agua del fresco manantial mientras Zoug trabajaba y extendió allí cerca los materiales para el canasto que estaba haciendo. Más tarde, cuando Zoug estaba terminando de frotar con grasa la suave piel del venado, Mog-ur llegó cojeando donde se encontraba el viejo.
    —Es un trabajo duro curtir la piel al sol —dijo con gestos.
    —Estoy haciendo hondas nuevas para los hombres, y también a Vorn le he prometido una. El cuero tiene que ser muy flexible para las hondas; hay que trabajarlo sin cesar mientras seca y la grasa debe ser absorbida por completo. Es mejor hacerlo al sol.
    —Estoy seguro de que los cazadores se sentirán complacidos —observó Mog-ur—. Todos saben que eres un experto en materia de hondas. Te he observado con Vorn: tiene suerte de que tú le enseñes. Es un arte difícil de dominar. También debe ser un arte el confeccionarlas.
    Zoug rebosó de contento al oír el halago que le hacía el mago.
    —Mañana las cortaré. Ya conozco los tamaños para los hombres, pero tengo que ajustar la de Vorn. Una honda debe adaptarse al brazo, así se consigue una mayor fuerza y precisión.
    —Iza y Ayla están preparando la perdiz blanca que trajiste el otro día como parte para el Mog-ur. Iza está enseñando a la muchacha a guisarla como a mí me gusta. ¿No te agradaría cenar esta noche en el hogar del Mog-ur? A Ayla le gustaría que te invitara, y tu compañía me sería agradable. A veces, a un hombre le gusta hablar con otro hombre, y yo sólo tengo hembras en mi hogar.
    —Zoug cenará con Mog-ur —dijo el viejo, muy complacido. Aunque los banquetes en común eran frecuentes, y a menudo compartían una comida dos familias, especialmente cuando estaban emparentadas, pocas veces invitaba Mog-ur a otros. Tener un hogar propio era algo nuevo para él y disfrutaba descansando en compañía de sus mujeres. Pero conocía a Zoug desde la infancia, siempre le había querido y respetado. El placer que sorprendió en el rostro del otro hizo pensar a Mog-ur que debía haberle invitado antes. Se alegró de que Ayla lo mencionara. Al fin y al cabo, había sido Zoug quien les proporcionó la perdiz blanca.
    Iza no estaba acostumbrada a tener invitados; se preocupó, se agitó y se superó. Su conocimiento de las hierbas comprendía igualmente los condimentos, no sólo las medicinas. Sabía dar un toque sutil y hacer combinaciones compatibles que mejoraban el sabor de los platos. La comida fue deliciosa; Ayla se mostró especialmente atenta sin exagerar y Mog-ur quedó complacido de ambas. Una vez que los hombres se hubieron hartado, Ayla les sirvió una infusión deliciosa a base de manzanilla y menta; Iza sabía que ayudaba a hacer una buena digestión. Con dos mujeres dispuestas a adelantarse a sus deseos y una nena regordeta y contenta que se subía a su regazo y les tiraba de las barbas, haciéndoles sentirse jóvenes de nuevo, los dos viejos descansaron y hablaron de tiempos pasados. Zoug se mostró agradecido y hasta algo envidioso del dichoso hogar que el viejo mago podía llamar suyo, y Mog-ur sentía que su vida no podía ser más dulce.
    Al día siguiente, Ayla estuvo observando cuando Zoug medía una tira de cuero con el brazo de Vorn y prestó mucha atención mientras el viejo explicaba por qué los extremos debían ser afilados de aquella forma, por qué no debería ser demasiado larga ni demasiado corta, y le vio cómo metía una piedra, que había estado sumida en agua, en medio del bucle para estirar lo suficiente el cuero y formar la bolsa. Estaba recogiendo las tiras después de cortar unas cuantas hondas más, cuando Ayla le llevó una taza de agua.
    — ¿No necesita Zoug los trozos que han sobrado? ¡El cuero parece tan suave! —dijo con gestos.
    Zoug se sintió generoso con la muchacha amable y admirada.
    —No necesito esas tiras. ¿Te gustaría quedarte con ellas?
    —Esta muchacha quedaría agradecida. Creo que algunos de los trozos son suficientemente grandes para aprovecharlos —gesticuló con la cabeza inclinada.
    Al día siguiente, Zoug echó de menos a Ayla, que no fue a su lado a trabajar ni a llevarle agua. Pero había acabado su tarea y las armas estaban terminadas. La vio alejarse hacia el bosque con un nuevo canasto de recolectora colgado de la espalda y su palo de arrancar raíces en la mano. «Sin duda va en busca de más plantas para Iza —pensó—. No comprendo a Broud.» A Zoug no le agradaba mucho el joven; no había olvidado cómo le había atacado. « ¿Por qué está siempre molestándola? La muchacha es trabajadora, respetuosa, y hace honor a Mog-ur Éste tiene suerte: Iza y ella.» Zoug recordaba la agradable cena que había tomado con el gran mago, y aunque nunca lo dijo, recordaba que Ayla había sido quien insinuó a Mog-ur que le invitara a compartirla. Observó a la alta joven de piernas rectas, mientras se alejaba. «Lástima que sea tan fea —se dijo—; podía ser una excelente compañera para algún hombre.»
    Una vez que Ayla se confeccionó una honda con los restos de cuero de Zoug para sustituir la vieja, que, finalmente se había gastado, decidió buscar un lugar donde practicar lejos de la cueva. Siempre tenía miedo de que alguien la sorprendiera. Se puso en marcha río arriba a lo largo del curso de agua que corría junto a la cueva y entonces comenzó a subir la montaña siguiendo un riachuelo y abriéndose paso entre espesos matorrales.
    La detuvo una roca abrupta por encima de la cual caía el arroyo formando una cascada. Rocas salientes, cuyas siluetas irregulares eran suavizadas por un profundo cojín de precioso musgo verde, separaban el agua, que brincaba de roca en roca formando chorros que, al chocar contra la roca, formaban velos de niebla y seguían cayendo. El agua se aquietaba en una poza espumosa que llenaba un hueco rocoso de escasa profundidad al pie de la cascada, antes de seguir su camino para reunirse con el río más ancho. La muralla constituía una barrera paralela al río, pero cuando Ayla quiso seguir su camino por allí para volver a la cueva, se encontró con que el risco formaba un ángulo abrupto por donde se podía trepar. En la cima, el terreno se nivelaba y Ayla continuó siguiendo el curso superior de la corriente hasta llegar a su fuente.
    Líquenes húmedos de un gris verdoso cubrían los pinos y abetos que dominaban en lo alto. Veíanse ardillas correteando por los altos árboles y a través del musgo jaspeado que tapizaba por igual tierra, piedras y troncos caídos con un manto continuo matizado desde un amarillo claro hasta un verde profundo. Más adelante, la muchacha podía ver el sol que se filtraba entre los árboles de hojas perennes. Siguiendo el arroyo, los árboles fueron haciéndose cada vez más escasos, mezclados con algunos otros de hoja caduca y reducidos al tamaño de arbustos; finalmente apareció un claro. La muchacha salió del bosque a un pequeño campo cuyo extremo terminaba en la roca de un color gris oscuro del monte, escasamente cubierta con plantas trepadoras a medida que iba ascendiendo.
    El arroyo, que serpenteaba a través de uno de los lados del prado, tenía su origen en un enorme manantial que brotaba del costado de la roca cerca de un frondoso avellano que crecía como si saliera de la roca. La sierra estaba minada de grietas subterráneas y saltos de agua que filtraban el hielo derretido del glaciar y que aparecían más abajo en forma de fuentes claras y efervescentes.
    Ayla cruzó la pradera montañosa y bebió agua fría, deteniéndose después para examinar los racimos dobles y triples de avellanas, verdes aún y encerradas en sus fundas verdes ribeteadas de púas. Arrancó un racimo, peló la funda y rompió la cáscara blanda con los dientes, dejando al descubierto una avellana blanca a medio crecer. Siempre le gustaban más las avellanas verdes que las maduras que caían al suelo. El sabor le abrió el apetito y comenzó a recoger algunos racimos y a meterlos en su canasto. Al tender la mano observó un espacio oscuro detrás del tupido follaje.
    Cautelosamente, apartó las ramas y observó una pequeña cueva oculta por el denso ramaje del avellano. Empujó las ramas, miró cuidadosamente el interior y entró, dejando que las ramas se cerraran tras ella. La luz del sol moteaba una pared con una combinación de luces y sombras iluminando tenuemente el interior. La cueva tendría tres metros y medio de profundidad y casi dos metros de ancho. Si se ponía de puntillas, casi podía tocar con la mano la parte superior de la abertura. El techo se inclinaba suavemente hasta más o menos la mitad de la profundidad, acercándose más rápidamente al suelo de tierra seca hacia el fondo.
    Era justo un agujero en la pared montañosa, pero suficientemente amplio para que la muchacha pudiera encontrarse cómoda y moverse. Dentro vio un montoncito de nueces podridas y unos cuantos excrementos de ardilla junto a la entrada y comprendió que la cueva no había sido utilizada por ningún animal mayor. Ayla bailó en círculo, encantada con su hallazgo. La cueva parecía hecha justo a su medida.
    Salió de nuevo y miró a través del claro, después trepó un poco por la roca desnuda y avanzó hasta una estrecha repisa que serpenteaba alrededor del promontorio. Muy lejos, entre dos colinas, se divisaba el agua espumosa del mar interior. Más abajo pudo divisar una figura diminuta cerca de la estrecha cinta plateada de un río: se encontraba casi directamente encima de la cueva del clan. Bajando de nuevo, recorrió el perímetro del claro.
    «Es perfecto —pensó—. Puedo practicar en el campo, hay agua cerca para beber, y si llueve, puedo entrar en la cueva. También puedo esconder mi honda ahí. Entonces no tendré miedo de que la descubran Iza o Creb. Incluso hay avellanas, y más adelante puedo traer algunas más para el invierno. Los hombres no suben casi nunca tan arriba para cazar. Esto va a ser exclusivamente mío.» Corrió por el calvero hasta el arroyo y se puso a buscar cantos rodados para probar su honda nueva.
    Ayla subía para practicar en su retiro en cuanto podía. Encontró un camino más directo, aunque más empinado, para llegar a su pequeña pradera del monte, y a menudo sorprendía a gamuzas, ovejas o tímidos venados que allí pacían. Pero los animales que frecuentaban el alto pastizal pronto se acostumbraron a ella y sólo se retiraban al extremo opuesto del prado cuando llegaba.
    Cuando atinar al poste con una piedra perdió su encanto, una vez que fue adquiriendo habilidad con la honda, se fijó en blancos más difíciles. Observó cuando Zoug daba explicaciones a Vorn y después aplicaba los consejos y las técnicas al practicar a solas. Para ella era como un juego divertido; y para incrementar su interés, comparaba sus progresos con los de Vorn. La honda no era el arma predilecta de éste, la consideraba como un instrumento de viejo. Le interesaba más la lanza, el arma de los cazadores primitivos, y se las había arreglado para cobrar algo de caza menor, animalillos lentos, como serpientes y puercoespines. No se aplicaba tanto como Ayla y le resultaba más difícil. A ella le daba una sensación de orgullo y superación saber que era mejor que el muchacho, así como un ligero cambio de actitud... un cambio del que Broud se percató.
    Se suponía que las hembras debían ser dóciles, serviles, humildes y nada presumidas. El dominante joven consideraba como una afrenta personal que ella no sintiera un poco de miedo cuando él se le acercaba. Eso ponía en entredicho su masculinidad. La observaba, tratando de saber qué había en ella que resultara diferente, y era rápido para darle un manotazo sólo por el placer de sorprender una mirada fugaz de temor en sus ojos o por verla encogerse.
    Ayla trataba de responder convenientemente, hacía todo lo que él ordenaba y lo más rápidamente posible. No sabía que en su andar había libertad, una desenvoltura derivada de sus correrías por campos y selvas, orgullo en su porte por estar aprendiendo una habilidad difícil y adquirirla mejor que nadie, y una confianza creciente en su semblante. No sabía por qué la atormentaba más que a nadie. El propio Broud no sabía por qué fastidiaba tanto a la muchacha. Era algo indefinible, y ella no podría cambiar como tampoco podía cambiar el color de sus ojos.
    Parte de ello era el recuerdo de la atención que había acaparado el día en que se celebraron los ritos de su virilidad, pero el verdadero problema es que ella no era originaria del clan. No había sido imbuida desde generaciones con el atavismo de la servilidad. Era una de los otros, una raza nueva, más joven, más vital, más dinámica, que no estaba controlada por tradiciones innatas arraigadas en un cerebro que era casi exclusivamente memoria. El cerebro de ella seguía caminos distintos, su alta y ancha frente alojaba lóbulos frontales capaces de razonar y que le proporcionaban un entendimiento que procedía de una perspectiva diferente. Era capaz de aceptar lo nuevo, de configurarlo según su voluntad, de forjarlo con ideas que el clan jamás soñara, y, según el plan de la naturaleza, su especie estaba destinada a sustituir a la raza antigua que estaba a punto de desaparecer.
    En un nivel profundo e inconsciente, Broud intuía los destinos opuestos de ambos. Ayla era algo más que una amenaza contra su masculinidad: era una amenaza contra su existencia. El odio que experimentaba hacia ella era el odio de lo viejo contra lo nuevo, de lo tradicional contra lo innovador, de lo moribundo contra lo que vive. La raza de Broud era demasiado estática, demasiado ajena al cambio. Habían alcanzado la cima de su desarrollo, no les era posible seguir progresando. Ayla formaba parte de un nuevo experimento de la naturaleza, y aun cuando se esforzaba por modelarse a la imagen de las mujeres del clan, era sólo una apariencia, una fachada superficial adoptada para sobrevivir. Ya estaba encontrando vías alternativas en respuesta a una necesidad profunda que buscaba la forma de expresarse. Y aunque trataba por todos los medios de complacer al insoportable joven, comenzaba a rebelarse interiormente.
    Una mañana particularmente pesada, Ayla fue a la poza para beber agua. Los hombres estaban reunidos en el lado opuesto de la abertura de la caverna, proyectando la próxima cacería. Ella se alegraba, pues significaba que Broud estaría ausente unos días. Estaba sentada con una taza en la mano junto al agua tranquila, sumida en sus pensamientos. « ¿Por qué se porta siempre tan ruinmente conmigo? Trabajo tanto como cualquier otra. Hago todo lo que quiere. ¿De qué me sirve esforzarme tanto? Ninguno de los otros hombres la toma contra mí como él. Sólo quisiera que me dejara en paz.»
    — ¡Ay! —exclamó sin querer, cuando el golpe de Broud la cogió desprevenida.
    Todos interrumpieron lo que estaban haciendo y se quedaron mirándola, apartando la vista después. Una muchacha tan cerca de la edad adulta no debe gritar así sólo porque un hombre le dé un manotazo. Ella se volvió hacia su atormentador, con el rostro encendido de confusión.
    —Estabas ahí mirando hacia ninguna parte, sentada sin hacer nada, muchacha perezosa —gesticuló Broud—. Te dije que nos trajeras algo de beber y me has ignorado. ¿Por qué tengo que repetírtelo?
    Una sensación de ira la hizo enrojecer aún más. Se sintió humillada por haber gritado, avergonzada delante de todo el clan y furiosa contra Broud por ser el causante. Se puso en pie pero no con la prisa habitual para obedecer sus órdenes. Lenta e insolentemente se puso en pie, dirigió una mirada de odio frío antes de alejarse para ir en busca de la bebida y oyó que todo el clan articulaba un grito sofocado de sorpresa. ¿Cómo se atrevía a portarse con tanto descaro?
    Broud estalló de ira. Dio un brinco tras ella, la hizo girar y le dio un puñetazo en la cara. La muchacha cayó al suelo a sus pies y entonces él le propinó otro golpe muy fuerte. Ella se encogió, tratando de protegerse con los brazos mientras la golpeaba una y otra vez. Luchó por no gritar, aunque nadie podía esperar que permaneciera en silencio quien estaba sufriendo semejante maltrato. La furia de Broud aumentaba con su violencia; quería hacerla gritar y hacía llover sobre ella un golpe brutal tras otro en medio de su ira descontrolada. Ella apretaba los dientes, tratando de hacerse fuerte contra el dolor, negándose empecinadamente a proporcionarle la satisfacción que él buscaba. Al cabo de un rato ya ni podía gritar.
    Débilmente, a través de una roja y vaga nebulosidad, se dio cuenta de que la paliza había cesado. Sintió que Iza la ayudaba a levantarse y se recostó pesadamente en la mujer mientras se dirigía a la cueva dando traspiés, casi inconsciente. Oleadas de dolor la recorrían mientras oscilaba entre la consciencia y una insensibilidad entumecida. Sólo se daba vagamente cuenta de las cataplasmas frescas y calmantes y de que Iza le sostenía la cabeza para que pudiera beber un brebaje amargo antes de caer en un sueño aletargado.
    Al despertar, la luz débil que precede al amanecer apenas dibujaba la silueta de los objetos familiares de la cueva, débilmente acompañada por el brillo apagado de las brasas de la lumbre. Quiso enderezarse: todos los músculos y los huesos de su cuerpo se rebelaron contra el movimiento; un gemido salió de sus labios y al instante Iza acudió junto a ella. Los ojos de la mujer se expresaban elocuentemente: estaban llenos de dolor y preocupación por la muchacha. Nunca había visto propinar tan brutal paliza; ni siquiera su compañero, en los peores momentos, había golpeado tan rudamente a Iza. Estaba segura de que Broud la habría matado si no le hubieran obligado o detenerse. Había sido una escena que Iza nunca esperaba volver a ver y que no deseaba presenciar de nuevo.
    Al volverle el recuerdo del incidente, Ayla se llenó de odio y temor. Sabía que no debería haberse mostrado tan insolente, pero tampoco veía razón para esperar una reacción tan violenta. ¿Por qué le provocaba ella de tal modo que se abandonara a reacciones tan violentas?
    Brun estaba enojadísimo, con esa ira tan calmada y fría que obligaba al clan a andar silenciosamente y a evitarle en lo posible. Había reprobado la insolencia de Ayla, pero la reacción de Broud le sorprendió. Estaba bien castigar a la muchacha, pero Broud había ido demasiado lejos en el castigo. Ni siquiera había atendido la orden del jefe cuando le mandó detenerse; Brun tuvo que apartarle físicamente. Peor aún: había perdido el control con relación a una hembra. Había permitido que una muchacha le provocara haciéndole dar rienda suelta a una furia descontrolada tan poco viril.
    Después del arranque de mal genio de Broud en el campo de ejercicios, Brun estaba convencido de que el joven no volvería a permitirse perder nuevamente el control, pero ahora se había dejado llevar por una rabieta que era peor que la de un crío, mucho peor porque Broud tenía el cuerpo fuerte de un adulto. Por vez primera, Brun empezó a poner seriamente en duda la conveniencia de hacer de Broud el nuevo jefe, y esto le dolía al hombre estoico más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Broud era algo más que el hijo de su compañera, más que el hijo de su corazón; Brun estaba seguro de que fue su espíritu el que lo creó, y le amaba más que a su propia vida. Sentía el fracaso del joven con una punzada de culpabilidad. La culpa tenía que ser suya; había fallado en algo, no le había criado debidamente, no le había entrenado debidamente, le había mostrado demasiada predilección.
    Brun esperó unos cuantos días antes de hablar a Broud. Quería darse tiempo para pensarlo todo a fondo y cuidadosamente. Broud pasó esos días en un estado de agitación nerviosa, apartándose apenas de su hogar, y casi dio un suspiro de alivio cuando Brun le hizo finalmente señas de que le siguiera, aunque el corazón le palpitaba desordenadamente. No había nada en el mundo que temiera tanto como la ira de Brun, pero fue precisamente la falta de ira de Brun lo que le hizo comprender.
    Con ademanes sencillos y matices de voz tranquilos, Brun dijo exactamente a Broud lo que había estado pensando. Se echó la culpa de los fallos de Broud y el joven se sintió más avergonzado que nunca en su vida. Se le hizo comprender el amor de Brun, así como su angustia, de una manera que no había conocido antes. El que estaba allí no era el orgulloso jefe al que Broud había respetado y temido siempre: allí estaba un hombre que le amaba y se sentía profundamente desilusionado por él. Broud se sentía, a su vez, lleno de remordimientos.
    Entonces advirtió Broud una expresión de dura resolución en los ojos del jefe. Por poco se le rompe el corazón a Brun, pero los intereses del clan tenían que pasar por encima de todo.
    —Un arrebato más, Broud, un indicio más de semejante exhibición y dejarás de ser el hijo de mi compañera. Te corresponde asumir la jefatura después de mí, pero antes de confiar el clan aun hombre que carezca de autocontrol, te ignoraré y mandaré que te maldigan con la muerte. —El rostro del jefe no expresaba ninguna emoción mientras seguía—: Hasta que no vea alguna señal de que ya no eres un niño, no hay esperanzas de que seas capaz de asumir el mando. Te estaré observando, pero también observaré a los demás cazadores. Tendré que ver algo más que una falta de exhibición de tu temperamento, tendré que convencerme de que eres un hombre, Broud. Si tuviera que escoger a otro como jefe, tu posición quedaría relegada permanentemente a la última fila. ¿He sido claro?
    Broud no podía creerlo: « ¿Ignorado?, ¿maldecido de muerte?, ¿otro escogido para ocupar el puesto de jefe?, ¿siempre el varón de más baja categoría? No podía decirlo en serio». Pero la mandíbula apretada de Brun y su dura mirada de determinación no dejaban lugar a dudas.
    —Sí, Brun —asintió Broud; tenía el rostro de color ceniza.
    —No hablaremos más de esto con los demás. Un cambio así les resultaría difícil de aceptar y no quiero provocar preocupaciones innecesarias. Pero no pongas en duda que haré lo que he dicho. Un jefe debe poner siempre los intereses del clan por encima de los suyos propios; es lo primero que debes aprender. Por eso es tan esencial que un jefe se controle. La supervivencia del clan es responsabilidad suya. Un jefe disfruta de menos libertad que una mujer, Broud. Tiene que hacer cosas que tal vez no desearía hacer. Si fuera necesario, tendrá incluso que desconocer al hijo de su compañera. ¿Comprendes?
    —Comprendo, Brun —respondió Broud, aunque no estaba muy seguro de comprender. ¿Cómo podía tener un jefe menos libertad que una mujer? Un jefe podía hacer cualquier cosa, dar órdenes a todos, hombres y mujeres por igual.
    —Ahora vete, Broud. Quiero estar solo.
    Pasaron varios días antes de que Ayla pudiera levantarse, y muchos más antes de que las manchas moradas que le cubrían el cuerpo pasaran a un amarillo sucio antes de desaparecer. Al principio estaba tan asustada que no se atrevía a acercarse adonde estaba Broud y daba un respingo al verle. Pero cuando dejó de tener dolores, comenzó a percatarse del cambio que se había producido en él. Ya no la acosaba ni la fastidiaba: la evitaba positivamente. Una vez que se olvidó del dolor, empezó a considerar que la paliza había valido la pena. Se percató de que, desde entonces, Broud la había dejado completamente en paz.
    La vida le resultaba más fácil a Ayla sin tener que aguantar sus vejámenes. No se había dado cuenta de la presión bajo la que vivía hasta que cesó. Por comparación, se sentía libre, a pesar de que su vida seguía siendo tan limitada como la del resto de las mujeres. Caminaba con entusiasmo, echando de repente a correr, o brincaba gozosamente, mantenía erguida la cabeza e incluso soltaba la carcajada. Iza sabía que era feliz, pero su comportamiento no era usual y provocaba miradas de reprobación. Era demasiado exuberante y eso no estaba bien.
    Que Broud la evitaba era evidente también para el clan y constituyó un tema de comentarios y de asombro. A partir de casuales conversaciones por gestos, Ayla comenzó a adquirir el convencimiento de que Brun había amenazado a Broud con funestas consecuencias si volvía a pegarla: se lo confirmó el ver que el joven la ignoraba hasta cuando ella le provocaba. Al principio sólo se mostró un poco descuidada, dando a sus tendencias naturales rienda más suelta, pero después inició una campaña deliberada de insolencia sutil. No la falta de respeto descarada que había provocado aquella paliza, sino insignificancias, trucos mezquinos calculados para fastidiarle. Le odiaba, quería vengarse de él y se sentía protegida por Brun.
    El clan era pequeño, y por mucho que Broud tratara de evitarla, en las relaciones normales del clan había ocasiones en las que tenía que decirle lo que había que hacer. Ella ponía todo su empeño en ser más lenta en obedecer. Si creía que nadie la observaba, alzaba la mirada y la fijaba en él con la mueca peculiar que sólo ella podía hacer, cuando le veía luchar para controlarse. Tenía cuidado cuando había otras personas cerca, especialmente Brun; no deseaba experimentar la ira del jefe, pero se mostraba irónica frente a la de Broud y puso su voluntad en contra de la de él cada vez más abiertamente a medida que avanzaba el verano.
    Sólo cuando sorprendió accidentalmente una mirada de odio venenoso se preguntó si lo que estaba haciendo sería sensato. Su mirada hostil era tan intensamente malévola que la sentía casi como un golpe físico. Broud la responsabilizaba de su situación inaguantable. De no haber sido ella tan insolente, él no se habría enfurecido tanto. De no ser por ella no tendría una maldición de muerte pendiente sobre su cabeza. La exuberancia gozosa de ella le irritaba, por mucho que tratara de controlarse. Era obvio y patente que su comportamiento era de una indecencia escandalosa. ¿Por qué no lo veían los demás? ¿Por qué la dejaban salirse con la suya? La odiaba más profundamente que antes, pero procuraba disimularlo cuando Brun estaba cerca.
    La batalla entre ellos se había vuelto solapada, pero se libraba con una intensidad más feroz, y la muchacha no conseguía ser tan sutil como creía. El clan entero tenía conciencia de la tensión que había entre ellos y se preguntaba por qué la permitía Brun. Los hombres, siguiendo la actitud del jefe, evitaban intervenir e incluso permitían una mayor libertad a la joven de la que ellos tendrían en circunstancias normales, pero con todo eso el clan se sentía incómodo, hombres y mujeres por igual.
    Brun reprobaba el comportamiento de Ayla; no le había pasado inadvertido lo que ella consideraba como maniobras sutiles, y tampoco le agradaba ver que Broud la dejaba salirse con la suya. La insolencia y la rebelión eran inaceptables, vinieran de quien vinieran, especialmente de las mujeres. Resultaba chocante ver que la muchacha confrontaba su voluntad contra la de un hombre. Ninguna mujer del clan lo tomaría siquiera en consideración. Las mujeres estaban contentas con el lugar que ocupaban, era su estado natural. Comprendían con un instinto profundo la importancia que tenían para la existencia del clan. Los hombres no podían aprender sus habilidades, como tampoco ellas podían aprender a cazar; carecían de los recuerdos necesarios para hacerlo. ¿Por qué iba una mujer a luchar y combatir para cambiar un estado natural? ¿Lucharía para dejar de comer o respirar? Si Brun no hubiera estado seguro de que era mujer, habría pensado por sus acciones que era varón. Y, sin embargo, había aprendido las habilidades femeninas e incluso estaba mostrando aptitudes para la magia de Iza.
    Por muy contrariado que se sintiera, Brun se reprimía para no interferir, pues podía ver que Broud luchaba por dominarse. El desafío de Ayla servía de estímulo para que Broud dominara su genio, dominio tan esencial para un futuro jefe. A pesar de haber considerado seriamente la posibilidad de hallar un nuevo sucesor, Brun simpatizaba con todo lo concerniente al hijo de su compañera. Broud era un cazador intrépido y a Brun le enorgullecía su valor. Si pudiera aprender a dominar su único defecto evidente, Brun consideraba que Broud sería un buen jefe.
    Ayla no tenía perfecta conciencia de las tensiones que la rodeaban. Aquel verano se sentía más feliz de lo que podía recordar. Aprovechó su mayor libertad para vagabundear más en solitario, recogiendo plantas y practicando con la honda. No esquivaba ninguna tarea que le fuera impuesta —eso no se le permitía—, pero una de sus tareas consistía en llevarle a Iza las hierbas que necesitaba, lo que le proporcionaba una excusa para alejarse del hogar. Iza no recuperó plenamente sus fuerzas, aunque su tos cedió con el calor del verano. Tanto Creb como Iza se preocupaban por Ayla. Iza estaba segura de que las cosas no podían seguir así y decidió salir con la muchacha en busca de vegetales, aprovechando la oportunidad para hablarle.
    —Ven aquí, Uba, madre está preparada —dijo Ayla, levantando a la nena y asegurándola contra su cadera con el manto. Bajaron la pendiente y atravesaron el río hacia el oeste, siguiendo a través del bosque una senda de animales que había sido ligeramente ensanchada debido a su uso ocasional como camino. Cuando llegaron a una pradera descubierta, Iza se detuvo y echó una mirada en derredor antes de dirigirse a unas flores amarillas, altas y llamativas, parecidas al aster.
    —Éstas son atarragas, Ayla —dijo Iza—. Por lo general crecen en campos y lugares descubiertos. Las hojas son grandes óvalos puntiagudos, de un verde oscuro por arriba y con pelusilla por abajo, ¿ves? —Iza estaba de rodillas sosteniendo una hoja mientras explicaba—: La nervadura del medio es gruesa y carnosa. —Iza la rompió para mostrársela.
    —Sí madre, ya veo.
    —Lo que se usa es la raíz. La planta nace de la misma raíz todos los años, pero es mejor recogerla en el segundo año, a fines del verano o en otoño, cuando la raíz está suave y sólida. Se corta en trocitos y se pone en la cantidad que cabe en la palma de la mano, y se hace hervir en la taza pequeña de hueso hasta que queda reducida a la mitad. Debe enfriarse antes de beberla, unas dos tazas al día. Elimina las flemas y es especialmente buena para la enfermedad de los pulmones que hace escupir sangre. También ayuda a sudar y orinar. —Iza había usado su palo de cavar para descubrir una raíz, estaba sentada en el suelo y sus manos se movían muy rápidamente mientras explicaba—: La raíz también puede secarse y molerse muy fina. —Arrancó cuidadosamente varias raíces y las metió en su cesto.
    Cruzaron una pequeña loma y nuevamente se detuvo Iza. Uba se había quedado dormida, confortablemente pegada al cuerpo de Ayla.
    — ¿Ves esa plantita de flores amarillentas en forma de embudo, púrpura en el centro? —preguntó Iza, señalando otra planta.
    — ¿Ésta? —preguntó Ayla tocando una planta de unos treinta centímetros de alto.
    —Sí; es el beleño. Muy útil para una curandera, pero no debe comerse nunca; puede ser peligrosamente venenosa si se la toma como alimento.
    — ¿Qué parte se emplea? ¿La raíz?
    —Muchas partes: raíces, hojas y semillas. Las hojas son más anchas que las flores y crecen una tras otra alternándose a ambos lados del tallo. Presta mucha atención, Ayla: las hojas son de un verde apagado y pálido, con rebordes espinosos, y, ¿ves los pelos que crecen en el medio? —Iza tocó los finos y largos pelos mientras Ayla miraba atentamente. Entonces la curandera arrancó una hoja y la arrugó—. Huele —ordenó; Ayla olisqueó: la hoja tenía un fuerte olor narcótico—. El olor desaparece una vez que se ha secado la hoja. Más tarde nacerán muchas pequeñas semillas morenas. —Iza cavó y extrajo una raíz gruesa, en forma de ñame, corrugada y de piel morena. El color blanco interior quedó a la vista donde se había roto—. Las distintas partes se usan con fines distintos, pero todas ellas son buenas contra el dolor. Se puede hacer una infusión y beberla, es muy fuerte, no hace falta poner mucho, o un enjuague y aplicarlo a la piel. Neutraliza los espasmos musculares, calma y relaja, produce sueño.
    Iza cogió varias plantas y echó a andar hacia una mata cercana de malvarrosa brillante y arrancó algunas flores rosadas, púrpura, blancas y amarillas de los altos tallos sencillos.
    —La malvarrosa es buena para calmar irritaciones, dolores de garganta, arañazos y raspaduras. Las flores sirven para hacer una bebida que puede calmar el dolor, pero quien la toma se queda adormilado. La raíz es buena para las heridas. Usé malvarrosa en tu pierna, Ayla. —La joven bajó la mano y sintió las cuatro cicatrices paralelas de su muslo y pensó de repente dónde estaría ahora de no haber sido por Iza.
    Siguieron andando juntas un rato, disfrutando del cálido sol y del calor de su compañía mutua, sin hablar. Pero la mirada de Iza examinaba constantemente la zona. La hierba del campo abierto, que les llegaba al pecho, estaba dorada y había granado. La mujer miraba hacia el otro lado del campo de gramíneas, con las espigas inclinadas por el peso de las semillas maduras, ondulando suavemente bajo la cálida brisa. Entonces vio algo y se dirigió hacia allí, atravesando el campo para detenerse en un punto en que el centeno presentaba unas semillas de una desvaída coloración violácea oscura.
    —Ayla —dijo, señalando uno de los tallos—, el centeno no crece así normalmente; es una enfermedad de las semillas, pero ha sido una suerte haberlo encontrado, se llama cornezuelo, huélelo.
    — ¡Huele muy mal! A pescado podrido.
    —Pero hay una magia en esas semillas enfermas que resulta especialmente buena para las mujeres embarazadas. Si una mujer tarda mucho en el parto, esto puede contribuir a acelerarlo. Provoca las contracciones; y también puede provocar el alumbramiento. Puede hacer que una mujer pierda pronto al bebé, y eso es importante, especialmente si ya ha tenido problemas anteriores al dar a luz o si está amamantando. Una mujer no debe tener hijos muy seguidos, es perjudicial para ella, y si se queda sin leche, ¿quién alimentará al hijo que ya tiene? Demasiados bebés mueren al nacer o durante el primer año, la madre debe cuidar del que ya vive y tiene una posibilidad de sobrevivir. Hay otras plantas que pueden ayudarla a perder pronto el bebé si es necesario; el cornezuelo de centeno es sólo una de ellas. También es bueno después del parto. Ayuda a expulsar la sangre vieja y a que los órganos vuelvan a la normalidad. Sabe mal, no tan mal como huele, pero resulta útil cuando se emplea con juicio. Si se toma demasiado puede provocar fuertes calambres, vómitos e incluso la muerte.
    —Es como el beleño: puede ser bueno o malo —comentó Ayla—. Eso suele ser cierto. Muchas veces las plantas más venenosas sirven para hacer las mejores y más fuertes medicinas, cuando se sabe hacer buen uso de ellas.
    Cuando regresaban hacia el riachuelo, Ayla se detuvo señalando una hierba de flores púrpura-azuladas, de más o menos unos treinta centímetros de alto.
    —Ahí hay algo de hisopo. Su infusión es buena contra la tos y cuando se tiene catarro, ¿no es así?
    —Sí, y además proporciona un agradable sabor aromático a cualquier infusión. ¿Por qué no recoges un poco?
    Ayla arrancó de raíz unas cuantas plantas y fue cortando las hojas mientras caminaba.
    —Ayla —le dijo la mujer—, esas raíces producen plantas nuevas todos los años. Si arrancas las raíces no habrá plantas aquí el próximo verano. Es mejor coger sólo las hojas cuando no vas a hacer uso de las raíces.
    —No se me había ocurrido —dijo Ayla, contrita—. No volveré a hacerlo.
    —Incluso si aprovechas las raíces, es mejor no arrancarlas todas de un mismo lugar. Deja siempre algunas para que sigan creciendo.
    Dieron media vuelta hacia el río y, al llegar aun lugar pantanoso, Iza señaló otra planta.
    —Esto es ácoro; se parece un poco al iris pero no es igual. La raíz hervida sirve de ablución para calmar quemaduras, y cuando se mastican las raíces se alivia a veces el dolor de muelas, pero hay que tener cuidado al administrárselas a una mujer encinta. Algunas mujeres han perdido el bebé por beber su jugo, aunque nunca he tenido mucha suerte al dárselo a una mujer con ese propósito. Puede ayudar a un estómago descompuesto, especialmente en caso de estreñimiento. Puedes ver la diferencia en esa planta —señaló Iza—: se llama bulbo y, por otra parte, la planta huele más fuerte.
    Se detuvieron y descansaron a la sombra de un arce de hojas grandes que había junto al río. Ayla tomó una hoja, la enrolló como una cornucopia, dobló la base y puso debajo su pulgar antes de coger un poco de agua fresca del río para beber. Se lo llevó a Iza en aquel vaso improvisado, antes de tirarlo al suelo.
    —Ayla —dijo la mujer después de haber bebido—, deberías hacer lo que dice Broud, ¿sabes? Es un hombre y tiene derecho a darte órdenes.
    —Hago todo lo que me manda —respondió, a la defensiva.
    —Pero no lo haces como deberías —dijo Iza meneando la cabeza—. Le desafías, le provocas. Ayla, algún día lo lamentarás. Broud será alguna vez jefe. Tienes que hacer lo que mandan los hombres. Eres mujer y no te queda otra alternativa.
    — ¿Por qué han de tener los hombres el derecho de mandar a las mujeres? ¿Es que son mejores? Ni siquiera pueden tener hijos —expresó con gesto de amargura, reflejo de su rebeldía.
    —Así son las cosas. Siempre ha sido así en el clan. Ahora tú eres del clan, Ayla; eres mi hija. Tienes que portarte como cualquier muchacha del clan.
    Ayla bajó la cabeza sintiéndose culpable. Iza tenía razón, ella estaba provocando a Broud. ¿Qué habría sido de ella si no la hubiera encontrado Iza? ¿Si Brun no le hubiera permitido quedarse? ¿Si Creb no la hubiera hecho del clan? Miró a la mujer, la única madre que recordaba. Iza había envejecido; estaba delgada y demacrada. La carne de sus otrora musculosos brazos colgaba de los huesos y sus cabellos morenos eran casi grises. Creb le había parecido viejo al principio, pero apenas había cambiado. Ahora era Iza quien parecía vieja, más vieja que Creb. Ayla estaba preocupada por Iza, pero en cuanto decía algo, la mujer la hacía callarse.
    —Tienes razón, Iza —dijo la muchacha—. No me he portado como debía con Broud. Me esforzaré por complacerle.
    La nenita que transportaba Ayla empezó a agitarse. De repente abrió unos ojos como platos:
    —Uba hambre —señaló, y se metió su regordete puño en la boca.
    —Se está haciendo tarde y Uba tiene hambre —dijo Iza después de examinar el cielo—. Será mejor que emprendamos el camino de regreso.
    «Ojalá tuviera fuerzas para salir más frecuentemente conmigo —pensaba Ayla mientras regresaban rápidamente hacia la cueva—. Entonces pasaríamos más tiempo juntas; y aprendo siempre mucho más cuando ella está conmigo.»
    Aunque Ayla se esforzaba por cumplir su decisión de agradar a Broud, le costaba mucho llevarlo a la práctica. Se había acostumbrado a no hacerle caso, pues sabía que se volvería hacia otra de las mujeres o lo haría él mismo si ella no se apresuraba. Sus sombrías miradas no la asustaban, se sentía a salvo de su ira. Dejó de provocarle a propósito, pero su impertinencia se había convertido ya en un hábito. Le había sostenido la mirada demasiado tiempo en vez de bajarla inclinando la cabeza, ignorándole en vez de correr a cumplir sus mandatos; se había convertido en algo automático. Su desdén inconsciente le ofendía más que sus intentos por fastidiarle. Se daba cuenta de que no le respetaba; no es que le hubiera perdido el respeto, le había perdido el miedo.
    Pronto se vería obligado el clan a meterse de nuevo en la cueva a causa de los vientos fríos y las fuertes nevadas; Ayla odiaba ver que las hojas empezaban a cambiar de color aunque el brillante espectáculo otoñal siempre la cautivaba, y su rica cosecha de frutas y nueces tenía ocupadas a las mujeres. Poco tiempo le quedaba a Ayla para trepar hasta su retiro secreto durante el último ajetreo por almacenar una reserva de la cosecha del otoño, pero el tiempo pasó tan rápidamente que no se percató hasta que la temporada llegó a su fin.
    Finalmente el ritmo se calmó y un buen día se colgó su canasto, tomó su palo de cavar y trepó una vez más a su calvero oculto, pensando recoger avellanas. En el momento en que llegó se quitó el canasto de la espalda y entró en su cueva para buscar la honda. Había amueblado su casita de juguete con unos cuantos objetos que ella misma había confeccionado y una piel para dormir. Tomó una taza de madera de abedul de un trozo plano de madera montado sobre dos piedras grandes que también sostenía unos cuantos platos de concha, un cuchillo de sílex piedras que solía usar para cascar nueces. Entonces sacó la honda del canasto de mimbre con tapa donde la guardaba; después de haber tomado un trago del manantial, corrió por la orilla del arroyo en busca de cantos rodados.
    Hizo unos cuantos tiros de práctica. « Vorn no da en el blanco tan a menudo como yo», se dijo, complacida consigo misma cada vez que las piedras daban donde ella había apuntado. Al cabo de un rato se cansó del deporte, hizo a un lado la honda y las últimas piedrecitas y empezó a recoger las avellanas que había por el suelo junto a los densos arbustos viejos y retorcidos. Estaba pensando en lo maravillosa que era la vida. Uba estaba creciendo y prosperando, y su madre tenía mucho mejor aspecto. Los dolores y achaques de Creb se aliviaban siempre durante los veranos cálidos, y a ella le encantaba vagar con él dando largos paseos junto al río. Jugar con la honda era un deporte que le agradaba y en el que se había vuelto muy hábil. Era casi demasiado fácil dar en las piedras o el poste o las ramas que se fijaba como blancos, pero todavía encontraba cierta excitación en el manejo del arma prohibida. Y más que nada, Broud había dejado de fastidiarla. Pensaba que no había nada que pudiera echar a perder su felicidad mientras llenaba de avellanas su canastillo.
    Hojas secas, rojizas y morenas eran atrapadas por los fríos vientos mientras se desprendían de los árboles, arrojadas hacia todos lados y finalmente depositadas suavemente en el suelo. Cubrían las nueces que todavía estaban caídas al pie de los árboles que las habían hecho madurar. Los frutos que no habían sido recogidos para la reserva invernal colgaban, pesados y maduros, de las ramas desprovistas de hojas. Las estepas del este eran un mar dorado de espigas, rizado por el viento del mismo modo que las olas orladas de espuma del agua gris al sur; y los últimos racimos de uvas redondas e hinchadas, reventando de jugo, pedían ser recolectados.
    Los hombres estaban, como siempre, reunidos para planificar una de las últimas cacerías de la estación. Habían estado discutiendo el recorrido desde las primeras horas de la mañana, y Broud había sido enviado para que ordenara a una mujer que les llevara agua para beber. Vio a Ayla sentada cerca de la entrada de la cueva con palitos y trozos de cuero a su alrededor: estaba montando armazones de los cuales colgarían racimos de uva para convertirse en pasas.
    — ¡Ayla! ¡Trae agua! —ordenó Broud con un ademán y se volvió. La muchacha estaba sujetando un ángulo crítico, sosteniendo el marco sin terminar contra su cuerpo. Si se movía en ese momento, todo se desarmaría y habría que volver a empezar. Vaciló, echó una mirada para ver si otra mujer andaba cerca y finalmente, soltando un suspiro de contrariedad, se levantó lentamente y se fue a buscar una bolsa grande para agua.
    El joven luchó para dominar la ira que le provocó repentinamente la renuencia con que le obedecía, y luchando contra su enojo, buscó con la mirada otra mujer que respondiera a su mandato con mayor rapidez. De repente cambió de opinión; miró a Ayla, que se ponía justo en pie y entrecerró los ojos. « ¿Qué le daba derecho a mostrarse tan insolente? ¿Acaso no soy un hombre? ¿No es obligación suya obedecerme? Brun nunca me ha ordenado que tolere tal falta de respeto —pensó—. No puede mandar que me echen la maldición mortal sólo porque le ordeno cumplir con su obligación. ¿Qué clase de jefe dejaría que una hembra le desafiase?». Algo chasqueó dentro de Broud: « ¡Su imprudencia ha durado demasiado! No permitiré que esto continúe: ¡Debe obedecerme!»
    Estos pensamientos acudieron a su mente en una fracción de segundo, mientras daba los tres pasos que les separaban. En el momento en que se estaba poniendo en pie, el duro puño de él la cogió por sorpresa y la derribó. Ayla lanzó una mirada de asombro rápidamente sustituida por otra de ira. Miró a su alrededor y vio que Brun los estaba observando, pero en su rostro inexpresivo había algo que le aconsejó no esperar ayuda por ese lado. La ira en los ojos de Broud cambió su propia rabia en temor; había visto su mirada colérica y eso despertó su odio apasionado hacia ella. ¡Cómo osaba desafiarlo!
    Rápidamente Ayla soslayó la trayectoria del golpe siguiente. Corrió hacia la cueva en busca de la bolsa para el agua. Broud salió tras ella con los puños apretados, luchando por mantener su furor dentro de los límites aceptables. Echó una mirada hacia los hombres y vio el rostro impasible de Brun. No había en su mirada nada que indicara aprobación, pero tampoco rechazo. Broud observó mientras Ayla corría a la poza para llenar la bolsa y se echaba después la pesada vejiga a la espalda. No había dejado de advertir su rápida respuesta ni su mirada de temor al ver que pensaba volver a golpearla. Eso facilitó un poco que controlara su ira. «He sido demasiado indulgente con ella», se dijo.
    Cuando Ayla pasó cerco de Broud, inclinada bajo el peso de la bolsa llena de agua, le dio un empujón que por poco vuelve a derribarla. La ira enrojeció las mejillas de la muchacha; se enderezó, le lanzó una rápida mirada llena de odio y empezó a andar más despacio. Él la siguió de nuevo. Ayla esquivó el golpe, que vino a descargar en su hombro. El clan entero estaba contemplando la escena. La muchacha miró a los hombres: la mirada dura de Brun le hizo correr más que los puños de Broud. Salvó a todo correr la corta distancia, se arrodilló y empezó a echar agua en una taza, manteniendo la cabeza inclinada. Broud la siguió lentamente, temeroso de la reacción de Brun.
    —Crug estaba diciendo que ha visto una manada dirigirse hacia el norte, Broud —indicó por gestos Brun mientras Broud se reunía con el grupo.
    ¡Todo marchaba bien! Brun no estaba enfadado con él. «Claro que no, ¿por qué iba a estarlo? Hice lo correcto. ¿Por qué iba a hacer referencia a un hombre que impone disciplina a la hembra que se lo tiene merecido?» El suspiro de alivio de Broud casi pudo oírse.
    Cuando los hombres terminaron de beber, Ayla volvió a la cueva. La mayoría de la gente había reanudado sus ocupaciones, pero Creb seguía en pie a la entrada, mirándola.
    — ¡Creb! Broud casi vuelve a pegarme —dijo con gestos, corriendo hacia él. Miró al viejo al que amaba, pero la sonrisa de sus labios se apagó al ver en su rostro una mirada que nunca antes había visto.
    —Sólo has cobrado tu merecido —señaló Creb con una mirada despectiva. Su mirada era dura. Le dio la espalda y se fue cojeando hasta su hogar. « ¿Por qué estará Creb enfadado conmigo?», pensó la muchacha.
    Aquella misma tarde Ayla se acercó tímidamente al viejo mago y tendió los brazos para pasárselos alrededor del cuello, gesto que nunca había dejado de enternecerle; pero él no respondió a la caricia, ni siquiera se molestó en sacudírsela. Siguió mirando a lo lejos, frío y distante. Ella retrocedió.
    —No me molestes. Encuentra algo que hacer, muchacha. Mog-ur está meditando, no le queda tiempo para hembras insolentes —señaló con un gesto abrupto e impaciente.
    Se le llenaron los ojos de lágrimas; se sintió dolida y de repente un poco asustada ante el viejo mago. No era ya el Creb que ella conocía y amaba. Era Mog-ur. Por primera vez, desde que fue a vivir con el clan, comprendió por qué todos se mantenían a distancia y sentían pavor del gran Mog-ur. Se había apartado de ella. Con una mirada y unos pocos gestos mostraba su desaprobación y un rechazo más fuerte del que hubiera sentido jamás la muchacha. Ya no la quería. Le apetecía decirle que le amaba, pero estaba asustada. Llegó hasta Iza, arrastrando los pies.
    — ¿Por qué está Creb tan enfadado conmigo? —preguntó por señas.
    —Ya te lo había dicho, Ayla: tienes que hacer lo que mande Broud. Es hombre y tiene derecho a darte órdenes —dijo amablemente Iza.
    —Pero, ¡si hago todo lo que dice! Nunca le he desobedecido.
    —Le muestras resistencia, Ayla. Le desafías. Tú sabes que eres insolente. No te portas como se porta una muchacha bien criada. Eso repercute sobre Creb... y sobre mí. Creb tiene la impresión de que no te ha criado debidamente, de que te ha concedido demasiada libertad, de que te ha dejado hacer lo que querías, de modo que ahora puedes hacer lo que te viene en gana con todo el mundo. Tampoco Brun está contento de ti, y Creb lo sabe. Corres sin parar; Ayla, los niños corren, no las muchachas que son tan crecidas como mujeres. Haces esos ruidos con tu garganta. No te mueves rápidamente cuando te mandan hacer algo. Todo el mundo te desaprueba, Ayla. Has puesto en evidencia a Creb.
    —Yo no sabía que era tan mala, Iza —expresó Ayla por señas—. No quería ser mala, nunca he pensado serlo.
    —Pero tienes que pensar en ello. Eres demasiado crecida para portarte como una chiquilla.
    —Es que Broud ha sido siempre tan cruel conmigo, y aquella vez me golpeó tan fuerte...
    —No hay diferencia alguna en que sea cruel o no, Ayla. Puede ser todo lo cruel que quiera; está en su derecho: es un hombre. Puede pegarte siempre que se le antoje y tan fuerte como quiera. Algún día llegará a ser jefe, Ayla, tienes que obedecerle, debes hacer lo que él diga y cuando lo diga. No te queda otro remedio —explicó Iza. Miró el rostro afligido de la niña. « ¿Por qué le resultará tan difícil?», se preguntó. Iza sintió tristeza y simpatía por la muchacha que tropezaba con tanta dificultad para aceptar las cosas de la vida—. Es tarde, Ayla, ve a acostarte.
    Ayla fue al lugar donde dormía pero pasó mucho tiempo antes de que pudiera conciliar el sueño. Cuando, por fin, pudo conciliarlo, se revolvió, se agitó y durmió mal. Despertó temprano, cogió su canasta y su palo de cavar y salió antes del desayuno. Quería estar sola para pensar. Trepó a su pradera secreta y cogió la honda, pero no se sentía con ganas de practicar.
    «Todo esto es por culpa de Broud —se decía—. ¿Por qué está siempre fastidiándome? ¿Qué le he hecho? Nunca le he gustado. ¿Y qué si es hombre? No me importa que llegue a ser jefe, no es tan grande. Ni siquiera es tan bueno con la honda como Zoug. Yo podría ser tan buena como él, soy ya mejor que Vorn. Falla muchas veces más que yo; y probablemente Broud también. Cuando estaba presumiendo delante de Vorn, falló.»
    Furiosamente siguió lanzando piedras con la honda. Una de ellas rebotó en un matorral y sacó a un adormilado puercoespín de su agujero. Pocas veces se cazaban animalillos nocturnos. «Todos han hecho gran alharaca porque Vorn mató a un puercoespín —recordó—. También yo podría hacerlo si quisiera.» El animalillo trepaba por una colina arenosa cerca del arroyo con las púas erizadas. Ayla metió una piedra en la bolsa de su honda de cuero, apuntó y lanzó la piedra. El lento puercoespín era un blanco fácil: cayó al suelo. Ayla corrió hacia él complacida consiga misma, pero, al tocarlo, se dio cuenta de que el animalillo no estaba muerto, sólo atontado. Sintió que le latía el corazón y vio la sangre que le corría de una herida en la cabeza; entonces sintió un repentino impulso de llevarse al animalito a la cueva, como había hecho con tantas criaturitas heridas. Ya no estaba contenta, experimentaba mucha pena. « ¿Por qué lo he lastimado? No quería hacerle daño —pensó—. No puedo llevármelo a la cueva: Iza se percatará inmediatamente de que ha sido golpeado con una piedra; ha visto demasiados animales muertos con una honda.»
    La muchachita miraba al animal herido. «Ni siquiera puedo cazar —se dijo—. Si matara un animal no podría llevármelo a la cueva. ¿De qué sirve practicar con la honda? Si Creb está enojado conmigo ahora, ¿qué haría si se enterara? ¿Qué haría Brun? Se supone que no debo siquiera tocar un arma, no digamos usarla. ¿Me expulsaría Brun?» Ayla estaba abrumada por un sentimiento de culpabilidad y de temor. « ¿Adónde iría? No puedo dejar a Iza, a Creb y a Uba. ¿Quién se ocuparía de mí? No quiero irme», pensó, prorrumpiendo en llanto.
    «He sido mala. ¡He sido muy mala y Creb está muy enfadado conmigo! Le quiero, no quiero que me odie. Oh, ¿por qué está tan enfadado conmigo?» Las lágrimas corrían por el rostro de la desdichada niña. Se tendió en el suelo sollozando de pena. Cuando, finalmente, se quedó sin lágrimas, se sentó y se limpió la nariz con el dorso de la mano; sus hombros se estremecían de vez en cuando con sollozos renovados. «No voy a volver a ser mala, nunca. ¡Oh, voy a ser muy buena! Haré todo lo que quiera Broud, sea lo que sea, y no volveré a coger una honda. Y para dar mayor fuerza a su determinación, arrojó la honda debajo de un matorral, fue en busca de su canasta y echó a correr monte abajo hacia la cueva. Iza la había estado buscando y la vio regresar.
    — ¿Dónde has andado? Has estado fuera toda la mañana y traes vacío el canasto.
    —He estado pensando, madre —indicó Ayla por medio de gestos, mirando a Iza con grave seriedad—. Tenías razón: he sido mala. No volveré a ser mala. Haré todo lo que me mande Broud. Y me portaré como es debido, no correré ni nada. ¿Crees que Creb volverá a quererme si soy muy, muy buena?
    —Seguro que sí, Ayla —respondió Iza, acariciándola suavemente.
    «Ha tenido de nuevo esa enfermedad, la que llena los ojos de agua cuando cree que Creb no la quiere —pensó la mujer, viendo el rostro de Ayla lleno de churretes y sus ojos hinchados y rojos. Le dolía el corazón de pena por la muchacha—. Le resulta más difícil, su especie es diferente. Pero, quizá ahora vayan mejor las cosas.»

    11

    El cambio de Ayla fue increíble. Se había convertido en una persona distinta. Estaba pesarosa, se mostraba dócil, corría para ejecutar órdenes de Broud. Los hombres estaban convencidos de que lo había logrado merced a una disciplina más severa. Asentían con la cabeza en un gesto de conformidad. Era la prueba viviente de lo que habían sostenido siempre: si los hombres eran demasiado indulgentes, las mujeres se volvían insolentes y perezosas. Las mujeres necesitaban la firme dirección de una mano fuerte. Eran criaturas débiles y obstinadas, incapaces de controlarse a sí mismas como los hombres. Necesitaban hombres que las mandaran, que las tuvieran bajo control, para poder ser miembros productivos del clan y contribuir a la supervivencia de éste.
    No importaba que Ayla fuera sólo una muchacha ni que no fuera realmente del clan. Era casi lo suficientemente mayor para ser mujer, ya era más alta que la mayoría y era hembra. Las mujeres sentían los efectos del cambio lo mismo que los hombres se empeñaban en sostener sus ideas. Los hombres del clan no querían ser culpables de indulgencia.
    Pero Broud tomó la filosofía masculina a pecho en plan vengativo. Aun cuando trataba a Oga con dureza, esto no era nada comparado con su animosidad contra Ayla. Si se había mostrado duro con ella anteriormente, era doblemente duro ahora. Estaba tras ella constantemente, la acosaba, la agobiaba, la buscaba para imponerle cualquier tarea insignificante de manera que saltara como un resorte para satisfacer sus exigencias, la abofeteaba a la menor infracción e incluso sin infracción... y él disfrutaba con ello. Había amenazado su virilidad y ahora lo iba a pagar. Había resistido demasiado, le había desafiado, él había tenido que luchar demasiado para no golpearla. Ahora le tocaba a él. La había doblegado a su voluntad y así la iba a mantener.
    Ayla hacía todo lo posible por complacerle; incluso trató de adelantarse a sus deseos, pero le salió el tiro por la culata cuando la reprendió por suponer que podía saber lo que él quería. Tan pronto como Ayla salía de los límites del hogar de Creb, allí estaba Broud preparado, y no podía la muchacha permanecer dentro del cerco de piedras que marcaban el espacio privado del mago sin una buena razón. Era la última y ajetreada etapa de la estación ocupada por los preparativos para el invierno; había demasiadas cosas que hacer para asegurar al clan contra el frío que aumentaba rápidamente. El depósito de medicinas de Iza estaba prácticamente completo, de modo que ya no tenía Ayla excusas para abandonar los alrededores de la cueva. Broud la tenía todo el día atareada, y por la noche caía en su cama agotada.
    Iza estaba segura de que el cambio de actitud de Ayla tenía menos que ver con Broud de lo que éste creía. Su amor por Creb era más importante que su temor a Broud. Iza contó al viejo que Ayla había padecido de nuevo su extraña enfermedad cuando creyó que él no la quería.
    —Ya sabes que ha ido demasiado lejos, Iza. Yo tenía que hacer algo. Si Broud no hubiera empezado a disciplinarla de nuevo, lo habría hecho Brun. Eso podría haber sido peor. Broud sólo puede hacerla sufrir; Brun puede expulsarla —replicó, pero esto hizo reflexionar al mago sobre el hecho de que el poder del amor tuviera más fuerza que el poder del temor, y este tema ocupó sus meditaciones días enteros. Creb se mostró inmediatamente más blando con ella. Bastante trabajo le había costado mantenerse indiferente desde el principio.
    La primera fina nieve que cayó fue barrida por helados aguaceros que se convirtieron en cellisca o lluvia helada con las temperaturas más bajas del atardecer. Por la mañana había charcos cubiertos de ligero hielo quebradizo, que presagiaba un frío más intenso y que se derretía de nuevo al soplar el viento caprichoso desde el sur mientras un sol indeciso se decidía a hacer sentir su autoridad. Durante la titubeante transición entre fines del otoño y comienzos del invierno Ayla no transgredió ni una sola vez su debida obediencia femenina. Respondía al menor capricho de Broud, saltaba en cuanto él daba uno orden, inclinaba sumisamente la cabeza, controlaba su manera de andar, no reía, ni siquiera sonreía, y se mostraba totalmente sumisa... pero no era fácil. Y aunque luchaba contra eso, trataba de convencerse a sí misma de que no estaba bien y se obligaba a ser más dócil, empezaba a sublevarse interiormente contra su yugo.
    Perdió peso, se volvió inapetente, permanecía tranquila y alicaída incluso en el hogar de Creb. Ni siquiera Uba podía hacerla sonreír, aunque a menudo tomaba en brazos a la nena en cuanto regresaba al hogar de noche y estaba con ella hasta que ambas se quedaban dormidas. Iza estaba preocupada por ella, y cuando un día de brillante sol sucedió a otro de lluvia helada, decidió que era el momento de dar un poco de respiro a Ayla antes de que el invierno se cerrara del todo sobre ellos.
    —Ayla —dijo Iza en voz fuerte cuando salían de la cueva, antes de que Broud pudiera formular su primera exigencia—, he estado examinando mis medicinas y veo que me faltan tallos de bolitas de nieve para los dolores de estómago. Son fáciles de identificar: es un arbusto cubierto de bayas blancas que se mantienen incluso cuando todas las hojas han caído.
    Iza no comentó que disponía de otros muchos remedios contra los dolores de estómago. Broud arrugó el entrecejo al ver que Ayla corría cueva adentro en busca de su canasta, pero sabía que recoger las plantas mágicas de Iza era más importante que conseguirle una taza de agua o de té o un trozo de carne o las pieles que olvidaba a propósito ponerse en las piernas como polainas o su capucha o una manzana o dos piedras del río para cascar nueces, porque no le gustaban las piedras que había cerca de la cueva, o cualquier otra de las tareas intrascendentes que se le podía ocurrir ordenarle. Se apartó al ver que Ayla salía de la cueva con su canasta y su palo de cavar.
    Ayla corrió hacia el bosque, agradeciendo a Iza la posibilidad de estar sola. Miraba a su alrededor mientras caminaba, pero no estaba pensando en matas de bolas de nieve. No prestaba la menor atención al rumbo que había tomado y no se dio cuenta de que sus pies estaban llevándola hacia un arroyuelo y, siguiéndolo, hasta una cascada velada de nieblas. Sin pensar, trepó la pronunciada pendiente y se encontró en su prado de la alta montaña por encima de la cueva. No había vuelto por allí desde que hirió al puercoespín.
    Se sentó en la orilla junto al arroyo y se puso a tirar piedrecitas sin pensar en lo que hacía. El aire era frío; la lluvia del día anterior había sido nieve a aquella altitud. Un denso manto de nieve cubría el terreno despejado y había manchas entre los árboles empolvados de blanco. El aire inmóvil brillaba con una claridad que hacía juego con la nieve brillante, que reflejaba, con incontables millones de diminutos cristalitos, el sol brillante en un cielo tan azul que casi parecía púrpura. Pero Ayla no podía ver la serena belleza del paisaje de principios del invierno; sólo le recordaba que pronto el frío obligaría al clan a quedarse en la cueva y que no podría alejarse de Broud antes de la primavera. Mientras el sol seguía ascendiendo en el cielo, pelladas de nieve caían repentinamente de las ramas y se aplastaban contra el suelo.
    El largo y frío invierno se anunciaba amenazador, con Broud acosándola día tras día. «No consigo contentarle —se decía—. No importa lo que haga ni lo que me esfuerce, de nada sirve. ¿Qué más puedo hacer?» Echó una mirada casual a un espacio de tierra desnudo y vio una piel parcialmente podrida y unas cuantas púas dispersas, todo lo que quedaba del puercoespín. «Probablemente una hiena dio con él —pensó— o un glotón.» Con una punzada de remordimiento, pensó en el día en que le atinó. «Nunca debería haber aprendido a usar la honda, eso estuvo mal. Creb se enojaría, y Broud... Broud no se enojaría, estaría encantado si se enterara. Realmente le proporcionaría un buen pretexto para golpearme. ¡Cuánto le gustaría hacerlo! Pues bien, no lo sabe ni lo sabrá.» Le proporcionó una sensación de placer saber que había hecho algo que él no sabía y que le habría dado la oportunidad de hacerla sufrir. Sintió ganas de hacer algo —por ejemplo, lanzar una piedra con la honda— para desfogar su rebeldía frustrada.
    Recordó haber arrojado la honda bajo un matojo y la buscó; vio el trozo de cuero debajo de un matorral próximo y lo recogió: estaba húmeda pero su exposición a la intemperie no la había dañado aún. Pasó entre sus manos la suave y flexible piel de venado, y le gustó su contacto. Recordó la primera vez que había cogido una honda y una sonrisa iluminó su semblante al recordar cómo se había amilanado Broud frente a la ira de Brun, cuando derribó a Zoug. No era ella la única en haber provocado alguna vez el mal genio de Broud.
    «Sólo que conmigo se puede dar ese gusto —pensó amargamente Ayla—. Sólo porque soy hembra. Brun se enfadó de veras cuando tiró a Zoug, pero a mí me puede golpear siempre que se le antoje y a Brun no le importará. No, eso no es cierto —admitió para sus adentros —: Iza me ha dicho que Brun presionó a Broud para que dejara de pegarme, y Broud no me golpea tanto cuando Brun está cerca. No me importaría que me golpeara nada más, con tal de que me dejara en paz de vez en cuando.»
    Había estado recogiendo piedrecitas y tirándolas al arroyo, y se dio cuenta de que, sin querer, había metido una en la honda. Sonrió, vio una última hoja seca colgando del extremo de una ramita, hizo puntería y lanzó. Un cálido sentimiento de satisfacción le recorrió al ver que la piedra arrancaba la hoja del árbol. Recogió unos cuantos cantos más, se puso en pie y avanzó hasta el centro del campo, desde donde las lanzó. «Todavía puedo dar en el blanco que quiera —pensó, y después arrugó la frente—. ¿De qué sirve? Nunca he intentado darle a nada en movimiento; el puercoespín no cuenta: estaba casi parado. Ni siquiera sé si podría hacerlo, y si aprendiera a cazar, a cazar de verdad, ¿de qué serviría? No podría llevarme nada; lo único que haría sería facilitar las cosas a algún glotón o un lobo o una hiena, y ya nos roban lo suficiente tal como están las cosas.»
    La cacería y los animales cobrados eran tan importantes para el clan, que todos debían estar constantemente en guardia contra depredadores rivales. No sólo los felinos grandes y las manadas de lobos o las hienas arrebataban algún animal a los cazadores, sino que las hienas en acecho o los glotones furtivos estaban siempre alrededor de la carne que se estaba secando o trataban de meterse en los depósitos. Ayla rechazó la idea de ayudar a los competidores a sobrevivir.
    Brun no había permitido que llevara un lobezno a la cueva cuando estaba herido, y muchas veces los cazadores los mataban aunque no tuvieran la necesidad de sus pieles. «Los carnívoros siempre nos están causando problemas.» Ese pensamiento no se le apartaba de la mente. Entonces, otra idea empezó a tomar forma: «Los carnívoros —pensó—, los carnívoros pueden ser abatidos con una honda, menos los más grandes. Recuerdo que Zoug se lo ha dicho a Vorn. Dijo que a veces es mejor emplear la honda, porque no hay que acercarse tanto».
    Ayla recordó el día en que Zoug estaba ensalzando las virtudes del arma con la que era más experto. Era cierto que, con una honda, el cazador no tenía que acercarse tanto a los colmillos agudos o las potentes zarpas; pero tampoco dijo que si el cazador erraba el golpe, podía verse atacado por un lobo o un lince si no tenía otra arma con la cual protegerse, aunque sí insistió en que sería imprudente usar la honda con animales grandes.
    « ¿Y si sólo cazara carnívoros? Nunca los comemos, de manera que no sería un desperdicio —pensó— aunque quede allí para los que se alimentan de carroña. Eso es lo que hacen los cazadores.»
    « ¿En qué estoy pensando? —Ayla meneó la cabeza para apartar la vergonzosa idea de su mente—. Soy hembra, se supone que no debo cazar, ni siquiera debería tocar un arma. Pero ahora sé cómo usar una honda. Aunque se supone que no debo hacerlo —pensó desafiante—. Sería beneficioso. Si matara un glotón o una zorra o algo por el estilo, ya no nos robaría más carne. Y esas repugnantes hienas, algún día puedo matar una. Imagina qué ayuda representaría.» Ayla se imaginaba al acecho de los taimados depredadores.
    Había estado practicando con la honda el verano entero, y aunque sólo se trataba de un juego, comprendía y respetaba suficientemente las armas para saber que su verdadera finalidad era la caza, no la práctica con un blanco sino la caza. Sentía que la excitación que se experimentaba al dar en el blanco contra postes o marcos en piedras o ramas pronto se borraría a falta de un reto más importante. Y aunque eso fuera posible, el reto de la competición sólo por el placer de competir era un concepto que no podría llevarse a la práctica mientras la Tierra no estuviera domesticada por civilizaciones que ya no necesitaran cazar para sobrevivir. La competición dentro del clan sólo tenía un propósito: agudizar la habilidad para sobrevivir. Aunque no podía definirla de esa manera, parte de su amargura derivaba del hecho de tener que renunciar a una habilidad que había desarrollado y que estaba dispuesta a incrementar. Había disfrutado cultivando su capacidad, adiestrando la coordinación de ojo y mano, y se sentía orgullosa de haber aprendido sola. Estaba preparada para el desafío mayor, el de la caza, pero necesitaba convencerse por medio del razonamiento.
    Desde el principio, cuando sólo estaba jugando, se había imaginado cazando y viendo las miradas complacidas y sorprendidas del clan cuando llevara a casa la carne de los animales que hubiera matado. El puercoespín le había hecho comprender la imposibilidad de semejante sueño. Nunca podría llevarse lo que hubiera cobrado y lograr que se reconociera su hazaña. Era hembra y las hembras del clan no cazaban. La idea de matar a los competidores del clan le proporcionaba una vaga sensación de que su habilidad sería apreciada aunque no reconocida. Y también le daba una razón para cazar.
    Cuanto más la pensaba, más se convencía de que cazar carnívoros, aunque fuera en secreto, era la respuesta, aunque todavía no podía superar su sensación de culpabilidad. Luchó con su conciencia. Tanto Creb como Iza le habían dicho que no estaba bien que las mujeres tocaran las armas. «Pero he hecho ya algo más que tocar un arma —pensó—. ¿Puede ser mucho peor cazar con ella?» Miró la honda que tenía en la mano y de repente tomó una decisión, combatiendo su sensación de que estaba cometiendo un delito.
    — ¡Lo haré! ¡Voy a hacerlo! ¡Voy a aprender a cazar! Pero sólo mataré carnívoros.
    Lo dijo con énfasis, haciendo los correspondientes gestos para añadir una finalidad a su determinación. Roja de excitación, corrió hacia el arroyo en busca de más cantos rodados.
    Mientras buscaba cantos del tamaño exacto, le llamó la atención un objeto peculiar: parecía una piedra pero también parecía la concha de un molusco como las que se encuentran a la orilla del mar. Lo recogió y la examinó cuidadosamente: era una piedra, una piedra en forma de concha.
    «Qué piedra tan extraña —pensó—. Nunca he visto una piedra así.» Entonces recordó algo que Creb le había dicho y sintió un destello de intuición tan abrumador que le pareció que se le iba la sangre y una corriente helada le recorrió la espina dorsal. Se le aflojaron las piernas y temblaba de tal manera que tuvo que sentarse. Sosteniendo en sus manos el fósil de gasterópodo, se quedó mirándolo fijamente.
    «Creb dijo —recordó— que cuando tienes que tomar una decisión, tu tótem te ayudará. Si la decisión es correcta, te dará una señal. Creb dijo que sería algo insólito y nadie más puede decirte si es una señal. Tienes que aprender a escuchar con el corazón y la mente, y el espíritu de tu tótem, dentro de ti, te la dirá.
    —Gran León Cavernario, ¿es una señal que me das? —Empleó el lenguaje formal y silencioso para dirigirse a su tótem—. ¿Me estás indicando que he tomado la decisión correcta? ¿Me estás diciendo que está bien que cace aun siendo una muchacha?
    Se quedó sentada, muy quieta, contemplando la piedra en forma de concha que; tenía en la mano y trató de meditar como había visto hacer a Creb. Sabía que la consideraban extraña porque tenía por tótem al León Cavernario, pero nunca había pensado mucho en ello hasta entonces. Deslizó la mano dentro de su manto y tentó las cicatrices de las cuatro líneas paralelas de su muslo. «Después de todo, ¿por qué me escogería a mí un León Cavernario? Es un tótem poderoso, un tótem masculino, ¿por qué había de escoger a una muchacha? Tiene que haber alguna razón.» Siguió pensando en la honda y en que había aprendido a manejarla. « ¿Por qué recogí yo esa vieja honda que Broud había tirado? Ninguna de las mujeres la habría tocado. ¿Qué me impulsó a hacerlo? ¿Querría mi tótem que lo hiciera? ¿Querrá que aprenda a cazar? Sólo los hombres cazan, pero mi tótem es masculino. ¡Está claro! ¡Tiene que ser eso! Tengo un tótem fuerte y quiere que yo cace.»
    — ¡Oh Gran León Cavernario! Los caminos de los espíritus me son desconocidos. No sé por qué quieres que yo cace, pero me alegro de que me hayas dado esta señal.
    Ayla volvió a dar vueltas en su mano a la piedra, después se quitó el amuleto que llevaba colgado al cuello, aflojó el nudo que mantenía cerrada la bolsita y metió dentro el molde fósil junto al trozo de ocre rojo. Volvió a apretar el nudo, se pasó el amuleto por la cabeza y observó la diferencia de peso. Esto parecía dar más consistencia a la sanción con que el tótem había apoyado su decisión.
    Desapareció su sentimiento de culpabilidad. Estaba destinada a cazar; su tótem así lo deseaba. No importaba que fuera hembra. «Soy como Durc —pensó—: abandonó su clan a pesar de que todos decían que no debería hacerlo. Creo que halló un lugar mejor donde Monte de Hielo no podía darle alcance. Creo que inició un clan totalmente nuevo. Tuvo que tener un tótem muy fuerte también. Creb dice que es difícil vivir con un tótem fuerte. Dice que te someten a prueba para asegurarse de que vales, antes de darte algo. Dice que estuve a punto de morir antes de que Iza me hallara. Me pregunto si el tótem de Durc le sometió a prueba. ¿Volverá a probarme a mí mi León cavernario? Pero una prueba puede ser dura. ¿Y si no valgo? ¿Cómo sabré si estoy pasando por una prueba? ¿Qué será la cosa difícil que me imponga mi tótem?» Ayla reflexionó sobre las cosas difíciles de su vida, y de repente comprendió:
    — ¡Broud! ¡Broud es mi prueba! —se explicó a sí misma por medio de gestos. ¿Podía haber algo peor que vivir todo un invierno con Broud? «Pero si valgo, si lo puedo hacer, mi tótem me dejará cazar.»
    Había una diferencia en la manera de andar de Ayla cuando regresó a la cueva; Iza se dio cuenta a pesar de que no podía decir exactamente en qué consistía la diferencia. No era menos comedida, pero parecía más natural, no tan tensa, y había una expresión de aceptación en el rostro de la muchacha cuando vio acercarse a Broud. No era resignación sino aceptación. Pero fue Creb quien observó que el amuleto abultaba más.
    Cuando el invierno se cerró sobre ellos, tanto Creb como Iza se alegraron de ver que estaba volviendo a la normalidad a pesar de las exigencias de Broud. Aunque solía estar cansada, cuando jugaba con Uba había recobrado su sonrisa, no su risa. Creb adivinó que había tomado alguna decisión y recibido una señal de su tótem, y su natural aceptación del lugar que le correspondía en el clan le proporcionó una sensación de alivio; él comprendía la lucha interior que libraba la muchacha, pero también sabía que no sólo era necesario someterse a la voluntad de Broud, tenía que dejar de combatirla. Tenía que aprender también ella a dominarse.
    Durante el invierno que iniciaba su octavo año de vida, Ayla se hizo mujer. No físicamente: su cuerpo seguía teniendo las líneas rectas y subdesarrolladas de una muchacha sin el menor indicio de que fueran a producirse cambios. Pero fue durante aquella prolongada estación cuando Ayla dejó atrás su infancia.
    A ratos su vida le resultaba tan insoportable que no estaba segura de desear seguir viviéndola. Algunas mañanas, al abrir los ojos frente a la aspereza familiar de la roca desnuda que tenía sobre su cabeza, anhelaba poder dormirse de nuevo y no despertar nunca más. Pero cuando pensaba que no podría aguantar más cogía su amuleto y el contacto de la piedra nueva le inyectaba en cierto modo la paciencia necesaria para soportar un día más. Y cada día vivido la acercaba un poco más al momento en que las nieves profundas y las ráfagas heladas se convirtieran en hierba verde y brisas marinas y ella pudiera correr por campos y bosques nuevamente en libertad.
    Como el rinoceronte lanudo cuyo espíritu era su tótem, Broud podía ser tan testarudo como imprevisiblemente maligno. Como miembro característico del clan, una vez que había adoptado una determinada línea de acción, se apegaba a ella con una aplicación inmutable, y Broud se aplicaba a tener disciplinada a Ayla. El martirio cotidiano, compuesto de bofetadas, maldiciones y agobio constante, le resultaba evidente al resto del clan. Muchos consideraban que merecía algo de disciplina y castigo, pero pocos aprobaban los extremos a que Broud llegaba.
    Brun seguía preocupado de que Broud permitiera que la muchacha le provocara demasiado, pero puesto que el joven controlaba su furor, el jefe consideraba que se había producido una mejora sustancial. Pero Brun esperaba ver que el hijo de su compañera adoptara por sí mismo una forma más moderada de abordar las cosas y decidió permitir que la situación siguiera su curso. A medida que el invierno avanzaba, empezó a experimentar, aunque renuente, cierto respeto hacia la extraña joven, la misma clase de respeto que había experimentado hacia su hermana cuando soportaba las palizas de su compañero.
    Como Iza, Ayla estaba asentando un ejemplo de comportamiento femenino. Aguantaba sin quejarse, como corresponde a una mujer.
    Cuando se detenía un instante para echar mano de su amuleto, Brun, como muchos otros, lo consideraba como señal de veneración hacia las fuerzas espirituales tan pavorosamente importantes para el clan. Eso aumentaba su dimensión femenina.
    El amuleto le daba algo en que creer; reverenciaba a las fuerzas espirituales tal como ella las concebía. Su tótem la estaba sometiendo a prueba. Si demostraba que valía, podía aprender a cazar. Cuanto más la atormentaba Broud, más decidida estaba a comenzar a aprender sola tan pronto como se iniciara la primavera. Iba a ser mejor que Broud, mejor incluso que Zoug. Iba a ser la mejor cazadora con honda del clan, aun cuando nadie habría de saberlo más que ella. Ésa era la idea a la que se aferraba. Cristalizó en su mente como los largos carámbanos de hielo que se formaban a la entrada de la cueva, donde el calor de las hogueras subía para enfrentarse a las temperaturas heladas del exterior, y creció, como las pesadas y translúcidas cortinas de hielo, durante todo el invierno.
    Aunque no intencionadamente, ya estaba entrenándose. A pesar del hecho de que esto la acercaba más a Broud, se sintió interesada y atraída por los hombres cuando estaban sentados en grupo, pasando los largos días rememorando una y otra vez cacerías pasadas o discutiendo estrategias para las futuras. Encontró medios para trabajar cerca de ellos, y le gustaba especialmente escuchar a Zoug o Dorv cuando relataban historias de cacería con honda. Sintió que revivía su interés por Zoug, así como su respuesta femenina a los deseos del viejo cazador. En cierto modo, éste se parecía a Creb: era orgulloso y serio, y se alegraba al recibir un poco de atención y calor aunque sólo fuera de parte de una muchacha fea y extraña.
    Zoug no había dejado de fijarse en su interés cuando relataba sus glorias pasadas, de cuando era segundo—al—mando como lo era ahora Grod. Ella era un oyente que, aunque silencioso, sabía apreciar y se mostraba siempre comedidamente respetuosa. Zoug empezó a llamar a Vorn para explicarle alguna técnica de persecución o alguna tradición cazadora, consciente de que la muchacha se las arreglaría para sentarse junto a ellos si podía, aunque fingía no enterarse. Si ella disfrutaba con sus relatos, ¿qué tenía eso de malo?
    «Si fuera más joven —pensaba Zoug— y todavía capaz de sostener un hogar, podría tomarla como compañera cuando se convirtiera en mujer. Necesitará un compañero más adelante, y con lo fea que es, le va a costar encontrar uno. Pero es joven y fuerte y respetuosa. Tengo parientes en otros clanes; si estoy lo suficientemente fuerte para asistir a la próxima reunión del clan, hablaré en su favor. Puede no querer seguir aquí cuando Broud se convierta en jefe, sin que importe nada lo que quiera o no, pero yo no la censuraría. Espero haberme ido al otro mundo antes de que eso suceda.» Zoug no había olvidado el ataque de Broud contra él y no experimentaba la menor simpatía por el hijo de la compañera de Brun. Consideraba que el futuro jefe era irracionalmente duro con la muchacha a quien había cobrado afecto. Merecía que la disciplinaran, pero eso tenía sus límites y Broud los había traspasado. Ella nunca se mostraba irrespetuosa con él; para saber manejar a las mujeres había que ser más viejo y más sabio. «Sí, hablaré en su favor. Si no puedo ir, enviaré un mensaje. Si no fuera tan fea...», meditaba.
    Por difícil que fuera para Ayla, no todo era malo. Las actividades seguían a un ritmo más lento y había menos cosas que hacer. El mismo Broud sólo podía encontrar un número limitado de tareas, eso en el supuesto de que hubiera alguna. Con el paso del tiempo se empezó a aburrir: ella ya no peleaba y la intensidad de su acoso se redujo. Y había otra razón por la cual Ayla empezó a encontrar más soportable el invierno.
    Al principio, en un esfuerzo por hallar razones válidas para retenerla dentro de los límites del hogar de Creb, Iza había decidido adiestrarla en la preparación y aplicación de hierbas y plantas que Ayla había estado recogiendo. Ayla se sentía fascinada por el arte de curar. El ávido interés de la muchacha fue causa de que Iza se encontrara inmersa en un quehacer rutinario y de que la curandera comprendiera que debería haber comenzado antes, pues logró entender de qué manera tan diferente funcionaba la mente de su hija adoptiva.
    De haber sido Ayla su hija verdadera, Iza sólo habría tenido que recordarle lo que ya estaba almacenado en su cerebro, para que se acostumbrara a utilizarlo. Pero Ayla luchaba por memorizar los conocimientos con que Uba había nacido, y la memoria consciente de que la muchacha no era tan buena. Iza tenía que repetir, repasar muchas veces las mismas cosas y examinarla constantemente para asegurarse de que lo había asimilado. Iza sacaba información de sus recursos así como de su experiencia y ella misma se sorprendía ante el caudal de saber de que disponía. Nunca había tenido que pensar en ello anteriormente; estaba allí siempre que lo necesitaba, sin más. A veces Iza desesperaba de llegar a enseñar a Ayla todo lo que ella sabía o siquiera lo suficiente para hacer de Ayla una curandera adecuada. Pero el interés de Ayla nunca flaqueaba e Iza estaba decidida a asegurar a su hija adoptiva una posición segura dentro del clan. Las lecciones seguían adelante, día tras día.
    — ¿Con qué se alivian las quemaduras, Ayla?
    —Déjame pensar. Flores de hisopo mezcladas con flores de vara de oro y flores cono, secas y pulverizadas a la vez a partes iguales. Se humedecen y se prepara con ellas una cataplasma que se cubre con una venda. Cuando esté seca, se remoja nuevamente con agua fría vertida sobre la venda. —Terminaba rápidamente y después se detenía a pensar— y las flores y hojas secas de mastranzo silvestre son buenas para las quemaduras con agua hirviendo; se humedecen en la mano y se colocan sobre la quemadura. Las raíces de ácoro hervidas sirven para lavar quemaduras.
    —Bien. ¿Algo más?
    La muchacha buscaba en su memoria.
    —También el hisopo gigante. Se mastican las hojas frescas y el tallo para hacer una cataplasma, o se mojan las hojas secas. Y... ¡ah, sí! púas amarillas de flores de cardo hervidas. Se lava la quemadura cuando el líquido está ya frío.
    —Eso también es bueno para irritaciones en la piel, Ayla. Y no te olvides de las cenizas de helechos de cola de caballo que, mezcladas con grasa, hacen un buen ungüento para las quemaduras.
    Ayla comenzó también a guisar un poco más bajo la dirección de Iza. Pronto se encargó de preparar la mayoría de las comidas de Creb, pero eso no era para ella una tarea. Se esforzaba por moler muy finamente los granos antes de cocerlos, para facilitarle la masticación con sus dientes gastados. También las nueces las picaba finamente antes de servírselas al viejo. Iza la enseñó a preparar las bebidas analgésicas y las cataplasmas que aliviaban su reumatismo, y Ayla se convirtió en especialista de los remedios para ese padecimiento de los miembros más viejos del clan, cuyos sufrimientos siempre se agravaban en cuanto quedaban confinados a la fría cueva de piedra. Aquel invierno fue la primera vez que Ayla ayudó a la curandera; y su primer paciente fue Creb.
    Estaban a mediados del invierno; las fuertes nevadas habían bloqueado hasta muchos centímetros de altura la entrada de la cueva. La capa de nieve hacía de aislante y contribuía a mantener el calor de los hogares dentro de la inmensa caverna, pero el viento seguía silbando a través de la vasta abertura por encima de la nieve. Creb estaba generalmente de mal humor, pasando del silencio al refunfuño y de ahí a un arrepentimiento lleno de disculpas y nuevamente al silencio. Su comportamiento desconcertaba a Ayla, pero Iza adivinó la causa: a Creb le dolían las muelas de una manera particularmente aguda.
    —Creb, ¿no quieres que te vea la muela? —rogó Iza.
    —No es nada. Sólo un dolor de muelas. Sólo un pequeño dolor. ¿No te parece que puedo aguantar algo de dolor? ¿No te parece que he sufrido dolores antes de ahora, mujer? ¿Qué es un dolorcillo de muelas? —replicó Creb.
    —Sí, Creb —respondió Iza cabizbaja. Al instante su hermano se arrepintió.
    —Iza, ya sé que sólo tratas de ayudar.
    —Si me dejaras mirar, podría darte algo. ¿Cómo puedo saber qué darte si no me dejas mirar?
    — ¿Qué hay que ver? —respondió con gestos—. Una muela podrida es igual que otra. Hazme una infusión de corteza de sauce —gruñó Creb, y fue a sentarse en su piel de dormir mirando a lo lejos.
    Iza meneó la cabeza y empezó a preparar la infusión.
    — ¡Mujer! —gritó Creb poco después—. ¿Dónde está esa corteza de sauce? ¿Por qué tardas tanto? ¿Cómo voy a poder meditar? No me puedo concentrar —expresó con gestos de impaciencia.
    Iza se apresuró a llevarle una taza de hueso e indicó a Ayla que la siguiera.
    —Precisamente venía a traértela, pero no creo que la corteza de sauce te sirva de mucho, Creb. Por favor, deja que mire.
    —Está bien, está bien, Iza. Mira.
    Abrió la boca y señaló la muela que le dolía.
    —Mira qué profundo es el orificio negro, Ayla. La encía está hinchándose, está podrida hasta dentro. Me temo que habrá que sacarla, Creb.
    — ¡Sacarla! Me decías que querías mirar para ver qué me podías dar. No habías dicho nada de sacarla. Bueno, dame algo, mujer.
    —Sí, Creb —dijo Iza—. Ahí tienes tu infusión de corteza de sauce. —Ayla asistía a la conversación totalmente asustada.
    —Me pareció que habías dicho que la infusión no serviría de mucho.
    —Nada servirá de mucho. Puedes masticar un trozo de raíz de ácoro, puede que te sirva de algo, pero lo dudo.
    — ¡Qué curandera! Ni siquiera puede curar un dolor de muelas —rezongó Creb.
    —Puedo tratar de cauterizar el punto dolorido —señaló calmadamente Iza.
    —Mascaré el ácoro —dijo Creb, tras un escalofrío.
    A la mañana siguiente, la cara de Creb estaba hinchada, lo cual contribuía a que su rostro, lleno de cicatrices y con un solo ojo, pareciera más espantoso. Tenía los párpados colorados de no dormir.
    —Iza —gimió—, ¿puedes hacer algo contra este dolor de muelas?
    — ¡Si me hubieras dejado sacártela anoche, el dolor habría desaparecido ya! —señaló Iza, y se fue a revolver un espeso tazón de cereales molidos, mientras observaba las enormes burbujas que reventaban haciendo «ploc», «ploc», «ploc».
    — ¡Mujer! ¿No tienes corazón? ¡No he pegado el ojo en toda la noche!
    —Ya lo sé; no me has dejado dormir.
    — ¡Bueno, haz algo! —estalló.
    —Sí, Creb —dijo Iza—. Pero no puedo sacarla ahora; hay que esperar a que desaparezca la hinchazón.
    — ¿Es lo único que se te ocurre? ¿Sacarla?
    —Puedo intentar hacer otra cosa, Creb, pero no creo que salve esta muela —expresó con un ademán compasivo—. Ayla, tráeme ese paquete con las astillas de madera chamuscada del árbol que fue abatido por el rayo el verano pasado. Tendremos que abrir la encía para reducir la hinchazón antes de poder sacar la muela. Será mejor ver si podemos cauterizar el punto dolorido.
    Creb se estremeció al oír las instrucciones que la curandera daba a la muchacha y después se encogió de hombros. «No puede ser mucho peor que el dolor de muelas», se dijo.
    Iza revolvió el paquete de astillas y escogió dos.
    —Ayla, quiero que pongas al rojo vivo la punta de ésta. La punta debe estar como el carbón, pero suficientemente fuerte para no quebrarse. Saca un carbón del fuego y pon encima la punta de la astilla hasta que humee. Pero antes quiero que me veas abrir la encía. Mantén los labios separados.
    Ayla hizo lo que le ordenaban y miró la enorme boca abierta de Creb y las dos hileras de anchos dientes gastados.
    —Pinchamos la encía con una astilla dura y afilada por debajo de la muela, hasta que corra la sangre —explicó Iza con gestos y después hizo la demostración. Creb tenía la mano cerrada en un puño apretado, pero no chistó.
    —Ahora, mientras se drena esto, calienta otra astilla. —Ayla corrió hacia el fuego y no tardó en volver con una brasa humeante en el extremo de la astilla carbonizada. Iza la cogió, la miró detenidamente, asintió para expresar su aprobación y, con un gesto, ordenó a Ayla que sostuviera abierta la boca del mago. Metió la punta ardiendo en la cavidad; Ayla sintió el sobresalto de Creb y oyó el siseo, viendo cómo un fino haz de humo salía del enorme agujero de la boca de Creb.
    —Bueno, ya está. Ahora esperaremos a ver si con esto desaparece el dolor. Si no, habrá que sacar la muela —dijo Iza después de aplicar a la muela de Creb una mezcla de polvo de geranio y raíz de picanardo con la yema del dedo.
    —Qué pena no tener ninguno de esos hongos que son tan buenos para el dolor de muelas. A veces matan el nervio, otras veces lo secan. Entonces no habría que extraer la muela. Es mejor emplearlos cuando están frescos, pero también los secos sirven, y deben recogerse a fines de verano. Si encuentro algunos el año que viene te los enseñaré, Ayla.
    — ¿Sigue doliéndote la muela? —preguntó Iza al día siguiente.
    —Está mejor, Iza —contestó Creb lleno de esperanza.
    — ¿Pero te sigue doliendo? Si no se ha quitado el dolor del todo volverá a hincharse, Creb —insistió Iza.
    —Bueno... Sí, todavía duele —admitió—. Pero no tanto; de veras: no tanto. ¿Por qué no esperar un día más? He hecho un poderoso hechizo. He pedido a Ursus que destruya el mal espíritu que está provocando el dolor.
    — ¿No le has pedido ya muchas veces a Ursus que te quite ese dolor? Creo que Ursus desea que sacrifiques esa muela antes de quitarte el dolor, Mog-ur —dijo Iza.
    — ¿Qué sabes tú del Gran Ursus, mujer? —preguntó Creb, irritado.
    —Esta mujer ha sido presuntuosa. Esta mujer no sabe nada de los caminos de los espíritus —replicó Iza bajando la cabeza; después, mirando a su hermano—: Pero una curandera sabe de dolores de muelas. El dolor no terminará mientras no se saque la muela —señaló firmemente con ademanes.
    Creb le dio la espalda y se fue cojeando. Se sentó en la piel de dormir con el ojo cerrado.
    — ¿Iza? —llamó al cabo de un rato.
    — ¿Sí, Creb?
    —Tienes razón. Ursus quiere que renuncie a la muela. Adelante. Terminemos con esto.
    Iza se acercó a él.
    —Toma, Creb, bebe esto. Te aliviará el dolor. Ayla, hay una estaquilla junto al paquete de astillas y un trozo largo de tendón. Tráemelos.
    — ¿Cómo sabías que debías tener preparada la bebida?
    —Conozco a Mog-ur. Es difícil renunciar a una muela, pero si Ursus lo ordena, Mog-ur renunciará. No es el sacrificio más duro que haya hecho por Ursus. Es difícil vivir con el tótem poderoso, pero Ursus no te habría escogido si no fueras merecedor.
    Creb asintió y se tomó la bebida. «Es de la misma planta que yo uso para ayudar a los hombres con los recuerdos —pensó—. Pero me parece haber visto que Iza lo pone a hervir; ella hace un cocimiento en vez de una infusión. Es más fuerte que en infusión. Tiene muchos usos. La datura debe de ser un don de Ursus.» Ya empezaba a sentir los efectos del narcótico.
    Iza mandó a Ayla que sostuviera abierta la boca del viejo mago, mientras colocaba cuidadosamente la estaquilla en la base de la muela afectada. Creb dio un brinco, pero no le dolió tanto como se temía. Entonces Iza amarró el hilo de tendón alrededor de la muela floja y mandó que Ayla sostuviera el otro extremo alrededor de uno de los postes, plantados sólidamente en el suelo, que formaban parte de la estructura de la que colgaban las hierbas que estaban secándose.
    —Ahora, mueve su cabeza hasta que la cuerda esté tensa, Ayla —dijo a la muchacha. Con un impulso rápido Iza tiró del tendón—. Aquí está —dijo, y levantó la cuerda con el pesado molar colgando de un extremo. Espolvoreó con raíz seca de geranio el orificio sangrante y metió un trocito de piel de conejo absorbente en una solución antiséptica de corteza de goma balsámica y unas pocas hojas secas, y le cubrió la mandíbula con el cuero mojado.
    —Toma tu muela, Mog-ur —dijo Iza poniendo la pieza cariada en la mano del mago todavía medio atontado—. Todo ha terminado.
    Mog-ur cerró la mano sobre la muela; después la soltó al tiempo que se tendía en la cama.
    —Tengo que dársela a Ursus —musitó medio dormido.
    El clan observó cómo se recobraba Creb después de que Ayla ayudara a la curandera en su cirugía dental. Cuando vieron que la boca sanaba rápidamente sin complicaciones, se sintieron más seguros de que la presencia de la muchacha no alejaba a los espíritus. Se mostraron más conformes con que Ayla ayudara a Iza cuando ésta les cuidaba. A medida que avanzaba el invierno, Ayla iba aprendiendo a curar quemaduras, cortes, contusiones, catarros, dolores de garganta, de estómago, de oídos y muchas de las heridas y dolencias menores que sobrevenían durante el transcurso normal de la vida.
    Con el tiempo, los miembros del clan acudieron con la misma naturalidad a Ayla que a Iza para el tratamiento de problemas menores. Sabían que Ayla había estado recogiendo hierbas para Iza y veían que la curandera estaba adiestrándola. Sabían también que Iza envejecía y que no se sentía bien y Uba era demasiado joven. El clan estaba acostumbrándose a la muchacha extraña que vivía entre ellos y comenzaba a aceptar la idea de que una niña nacida de los otros podría ser algún día la curandera de su clan.
    Durante el período más frío del año, después del solsticio de invierno y antes de que se anunciara la primavera, Ovra empezó asentir los dolores del parto.
    —Es demasiado pronto —dijo Iza a Ayla—. No debería dar a luz antes de la primavera y últimamente no ha sentido movimientos. Me temo que el nacimiento no se produzca debidamente. Creo que su hijito nacerá muerto.
    —Ay, Iza, Ovra ha deseado tanto ese bebé... ¡Se sintió tan feliz cuando se dio cuenta de que estaba embarazada! ¿No puedes hacer algo? —preguntó Ayla.
    —Haremos lo que podamos, pero hay cosas que están más allá de lo posible, Ayla —respondió la curandera.
    Todo el clan estaba preocupado por el parto prematuro de la compañera de Goov. Las mujeres trataban de brindar apoyo moral mientras los hombres esperaban ansiosamente cerca. Habían perdido a varios de sus miembros durante el terremoto y esperaban que aumentara su número. Los nuevos bebés representaban más bocas que alimentar para los cazadores de Brun y las mujeres recolectoras, pero, con el tiempo, esos bebés crecerían y les abastecerían cuando se hicieran viejos. La continuación y supervivencia del clan era esencial para la supervivencia de los individuos. Se necesitaban unos a otros, y les entristecía que probablemente Ovra no diera a luz a un niño vivo.
    Goov estaba más preocupado por su compañera que por la criatura y habría querido hacer algo. No le gustaba ver sufrir a Ovra, especialmente cuando el resultado prometía todo menos felicidad. Ella deseaba al bebé, se había sentido incómoda por ser la única mujer del clan que no tenía hijos. Incluso la curandera había dado a luz, con lo vieja que era. Ovra se había sentido gozosa al saberse por fin embarazada, y ahora Goov estaba tratando de encontrar algo que le hiciera sentir menos duramente su pérdida.
    Droog parecía comprender al joven mejor que nadie. Había tenido la oportunidad de experimentar sentimientos similares respecto a la madre de Goov, aunque se alegraba de que hubiera tenido a Goov, y Droog tenía que admitir que estaba disfrutando de la nueva familia, ahora que ya se había acostumbrado. Incluso tenía esperanza de que Vorn se interesara por hacer herramientas, y Ona era una delicia, especialmente ahora que la habían destetado y que comenzaba a imitar a las mujeres a su manera infantil. Droog nunca había tenido una niña en su hogar anteriormente, y ésta era tan pequeña cuando se unió con Aga, que le parecía como si Ona hubiera nacido en su hogar.
    Ebra y Uka estaban sentadas junto a Ovra, brindándole su afecto mientras Iza preparaba las medicinas. Uka había estado anhelando que su hija diera a luz, y tenía a Ovra de la mano cuando ésta hacía fuerza. Oga había ido a preparar la cena para Brun y Grod, además de Broud, y había invitado también a Goov. Ika se brindó para prestar ayuda, pero al ver que Goov declinaba la invitación, Oga dijo que no necesitaba ayuda. Goov no tenía muchas ganas de comer y se fue a visitar el hogar de Droog donde Aba consiguió hacerle comer unos bocados.
    Oga estaba distraída, preocupada por Ovra, y empezaba a lamentar haber rechazado la ayuda de Ika. No supo cómo pasó, pero mientras estaba sirviéndoles tazones de sopa caliente a los hombres tropezó: la sopa hirviendo que llevaba cayó sobre el hombro y el brazo de Brun.
    — ¡Aaayyy! —gritó Brun cuando el líquido abrasador chorreó sobre él. Se puso a dar saltos apretando los dientes de dolor. Todas las cabezas se volvieron y todos aguantaron la respiración. El silencio fue roto por Broud:
    — ¡Oga! ¡Tú, mujer estúpida y torpe! —gesticuló para disimular su confusión por el hecho de que hubiera sido su compañera la culpable de tal torpeza.
    —Ayla, ve a ayudarle, ahora no puedo yo —señaló Iza.
    Broud avanzó hasta su compañera con los puños preparados, dispuesto a castigarla.
    —No, Broud —señaló Brun, avanzando la mano para detener al joven. La grasa caliente de la sopa estaba pegada a su piel, y el hombre se esforzaba por no exteriorizar cuánto le dolía—. No fue culpa suya. Castigarla no servirá de nada. —Oga estaba encogida a los pies de Broud, temblando de humillación y miedo.
    Ayla estaba recelosa. Nunca había tratado al jefe del clan y le miraba con un temor excesivo. Corrió hacia el hogar de Creb, cogió un tazón de madera y se dirigió rápidamente a la boca de la cueva. Recogió un montón de nieve y se dirigió al hogar del jefe, dejándose caer al suelo delante de él.
    —Iza me envía, ahora no puede dejar a Ovra. ¿Permitirá el jefe que esta muchacha le ayude? —preguntó cuando Brun le dio permiso.
    Brun asintió. Abrigaba muchas dudas en cuanto a que Ayla se convirtiera en curandera del clan, pero en aquellas circunstancias no le quedaba más remedio que permitirle que le tratara. Muy nerviosa, Ayla aplicó nieve refrescante sobre la fuerte quemadura roja y sintió que los duros músculos de Brun se aflojaban cuando la nieve comenzó a calmar el dolor. Se fue corriendo, encontró la hierbabuena seca y añadió agua caliente a las hojas; cuando estuvieron blandas, echó nieve en el tazón para que se enfriaran rápidamente y volvió junto a su paciente. Con la mano aplicó la medicina calmante, y sintió que seguía disminuyendo la tensión del cuerpo del jefe, musculoso y duro como la piedra, a medida que ella actuaba. Brun empezó a respirar mejor. La quemadura seguía doliendo, pero era mucho más soportable. Asintió en señal de aprobación y la muchacha se sintió menos nerviosa.
    «Parece estar aprendiendo la magia de Iza —pensaba Brun—. Y está aprendiendo a portarse bien, como corresponde a una mujer; quizá lo que le faltaba era un poco de madurez. Si algo le ocurre a Iza antes de que Uba sea mayor, nos quedaríamos sin curandera. Tal vez Iza muestre buen juicio al enseñarle.»
    Poco después llegó Ebra y dijo a su compañero que el hijo de Ovra había nacido muerto. Brun asintió y miró hacia ella, meneando la cabeza. « ¡Y además era varón! —pensó—. Debe de estar destrozada, todos sabíamos cuánto deseaba ese bebé. Espero que le vaya mejor cuando vuelva a quedar embarazada. ¿Quién habría pensado que un tótem de Castor pudiera luchar tanto?» Aunque el jefe sentía mucha lástima de la joven mujer, no dijo nada, pues nadie debía mencionar la tragedia. Pero Ovra comprendió la razón por la que Brun se acercó al hogar de Goov pocos días después para decirle que podía tomarse todo el tiempo que quisiera para reponerse de su «enfermedad». Aunque los hombres solían reunirse alrededor del fuego de Brun, el jefe visitaba pocas veces los hogares de los demás, y era raro que hablara a las mujeres cuando lo hacía. Ovra agradeció sus atenciones, pero no había nada que aliviara su pesar. Iza insistió en que Ayla siguiera cuidando a Brun, y cuando la quemadura se curó, el clan la aceptó mejor aún. Ayla se sintió más tranquila, después, cuando se encontraba cerca al jefe. Al fin y al cabo, sólo era humano.

    12

    Cuando el largo invierno llegó a su fin, el ritmo de la vida del clan se aceleró para ajustarse al ritmo de la vida que también se aceleraba dentro de la rica tierra. La estación fría obligaba, no a una verdadera hibernación, sino a una alteración de las tasas metabólicas, inducida por la reducción de las actividades. En invierno todos eran más lentos, dormían más, comían más, lo que daba origen a que se formara una capa aislante de grasa subcutánea que actuaba como protección contra el frío. Al subir la temperatura, se invertía esa tendencia, lo cual desasosegaba al clan y lo incitaba a salir y a moverse.
    Este proceso era apoyado por el tónico primaveral de Iza, compuesto de raíces de un cereal recogido a principios de la primavera y perteneciente a una gramínea parecida al centeno, hojas secas de asperilla y polvo amarillo rico en hierro, de raíz de viburno, que administraba a todos: desde los pequeños hasta los viejos. Con un vigor nuevo, el clan salió de la cueva preparado para iniciar un nuevo ciclo de estaciones.
    El tercer invierno en la cueva no les había resultado demasiado duro. La única muerte había sido la del bebé de Ovra, y eso no contaba porque no había sido nombrado y aceptado. Iza, que ya no se veía agotada por la necesidad de amamantar a una criatura hambrienta, lo había pasado bien. Creb no había sufrido más que de costumbre. Tanto Aga como Oga estaban nuevamente encinta, y puesto que ambas mujeres habían dado a luz anteriormente sin problemas, el clan contaba esperanzadamente con un aumento del número de miembros. Se recogieron las primeras verduras, brotes y retoños y se proyectó una cacería temprana con el fin de obtener carne fresca para un banquete primaveral en honor a los espíritus que despertaban a la vida nueva y para dar las gracias a los espíritus de los tótems protectores del clan por haberles ayudado a pasar un invierno más.
    Ayla sentía que tenía razones especiales para dar gracias a su tótem. El invierno había sido a la vez agotador y excitante. Llegó a odiar a Broud con mayor intensidad aún, pero se dio cuenta de que podía arreglárselas con él. La había tratado lo peor posible, y ella había aprendido a aguantarlo. Había un límite que ni siquiera Broud podía traspasar. Aprender más de la magia curativa de Iza le sirvió de mucho; le gustó. Cuanto más aprendía, más deseaba aprender. Descubrió que estaba tan ansiosa de salir en busca de plantas medicinales por su propia utilidad, ahora que las conocía mejor, como de recolectar plantas como un medio de escape. Mientras soplaron los vientos fríos y las tormentas heladas, esperó pacientemente. Pero en cuanto se percibieron los primeros indicios del cambio, se apoderó de ella una inquietud anticipada. Estaba deseando que llegara esta primavera más que ninguna otra que pudiera recordar. Era tiempo ya de aprender a cazar.
    En cuanto lo permitió la temperatura, Ayla salió al bosque y al campo. Dejó de esconder su honda en la cueva, junto a la pradera de prácticas. La guardaba consigo, metida en un pliegue de su manto o bajo una capa de hojas dentro de su canastillo. Aprender sola a cazar no era fácil. Los animales eran rápidos y esquivos, y los blancos movedizos resultaban mucho más difíciles de alcanzar que los inmóviles. Las mujeres hacían siempre tanto ruido cuando salían a recolectar que se alejaban los animales en acecho y aquél era un hábito difícil de perder. Muchas veces se enojó consigo misma por haber advertido de su proximidad a algún animal, al ver cómo se escondía a toda prisa, pero estaba decidida, y con la práctica, iba aprendiendo.
    A fuerza de pruebas y errores, comenzó a aprender a seguir el rastro y a comprender y aplicar los fragmentos de tradición que había oído comentar a los cazadores. Ya tenía adiestrado el ojo para descubrir pequeños detalles que diferenciaban unas plantas de otras, y sólo hacia falta aplicar ese adiestramiento un poco más para aprender a definir el significado de los excrementos de un animal, de una leve huella en el polvo, de una hoja de hierba doblada o de una ramita rota. Aprendió a distinguir el rastro de diferentes animales, se familiarizó con sus hábitos y su hábitat. Aunque no pasaba por alto a las especies herbívoras, se concentraba en los carnívoros como su presa de elección.
    Se fijó en el camino que tomaban los hombres cuando salían de caza. Pero no eran Brun y sus cazadores quienes le preocupaban más. Casi siempre escogían la estepa como escenario de caza y ella no se atrevía a cazar en llanura abierta sin árboles. Los que más la preocupaban eran los dos viejos; había visto en ocasiones a Zoug y Dorv cuando tiempo atrás iba en busca de plantas para Iza. Eran los que más fácilmente podría encontrarse cazando en el mismo terreno que ella. Tenía que mantenerse constantemente en guardia para evitarlos. Ni siquiera tomar la dirección contraria a la de ellos era garantía de que no volvieran sobre sus pasos y la descubrieran con una honda en la mano.
    Pero, a medida que aprendió a moverse silenciosamente, los siguió en ocasiones para observar y aprender. Entonces se mostraba especialmente cautelosa. Era más peligroso para ella rastrear a los rastreadores que a los objetos de su persecución. Pero era un buen entrenamiento. Aprendió a moverse sin hacer ruido, tanto para seguir a los hombres como para perseguir un animal, y podía fundirse con una sombra si uno de ellos volvía la mirada por casualidad.
    A medida que Ayla fue adquiriendo habilidad en rastrear, aprendió a moverse furtivamente, entrenando sus ojos para distinguir una forma dentro de su abrigo oculto; hubo veces en que estaba segura de que habría podido atinarle a un animalillo. Aunque sentía la tentación, si no era carnívoro pasaba cerca de él sin intentarlo. Había tomado la decisión de cazar sólo depredadores y su tótem sólo aprobaba esto. Los brotes primaverales se convirtieron en flores y los árboles echaron hojas, cayeron las flores y los frutos salieron de ellas, colgando medio maduros y medio verdes, y todavía Ayla no había matado su primer animal.
    — ¡Largo de aquí! ¡Fuera! ¡Zape!
    Ayla salió corriendo de la cueva para averiguar la causa de tanto revuelo. Varias mujeres estaban agitando los brazos y corriendo tras un animalillo melenudo, robusto y pequeño. El glotón se dirigía a la cueva, pero giró de lado con un gruñido al ver a Ayla. Se escurrió entre las piernas de las mujeres y se fue corriendo con un trozo de carne entre los dientes.
    —Hipócrita tragón. Acababa de poner a secar esa carne —gesticulaba Oga, frustrada y enfurecida—. Apenas volví la espalda. Ha estado merodeando por aquí todo el verano, envalentonándose un poco más de día en día. ¡Ojaalá Zoug lo alcanzase! Ha sido una suerte que hayas salido en este momento, Ayla; estuvo apunto de meterse en la cueva. ¡Piensa el hedor que nos habría dejado si llega a verse acorralado ahí!
    —Creo que es hembra, Oga, y sin duda tendrá su guarida por aquí cerca. Apostaría que tiene varios cachorros hambrientos que deben estar bastante desarrollados ya.
    — ¡Lo que nos faltaba! Toda una manada. —Palabras iracundas acentuaban sus gestos—. Zoug y Dorv se han llevado a Vorn temprano por la mañana. Ojalá hubieran ido a cazar a esa glotona en vez de marmotas y perdices blancas, por ahí abajo. Los glotones no sirven para nada.
    —Sirven para algo, Oga: su piel no se hiela bajo tu aliento en invierno. Sus pieles sirven para hacer buenos sombreros y capuchas.
    — ¡Ya me gustaría que ése fuera piel!
    Ayla regresó junto al fuego. En realidad, no tenía nada que hacer por el momento, pero Iza había dicho que le faltaban unas cuantas cosas. Ayla decidió salir en busca de la guarida de glotones. Sonrió para sus adentros y aceleró la marcha; poco después abandonaba la cueva con su canasto, dirigiéndose bosque adentro en la dirección que había tomado el animal.
    Examinando el suelo, vio la huella de una garra con uñas largas y agudas en el polvo; poco más allá, un tallo doblado. Ayla se puso a rastrear al animal. Al cabo de unos instantes oyó ruidos precipitados, extrañamente cerca de la cueva. Avanzó cautelosamente, sin rozar siquiera una hoja, y vio a la glotona con cuatro crías casi adultas, gruñendo y peleando por el trozo de carne robada. Cuidadosamente sacó la honda de su mano y ajustó una piedra en la cavidad del cuero.
    Esperó a que se presentara la oportunidad de disparar bien. Un casual cambio del aire hizo llegar un olor extraño al taimado animal, que miró hacia arriba olisqueando, alerta ante un peligro posible. Era el momento que había estado esperando Ayla. Rápidamente, justo cuando el animal captaba el movimiento, lanzó la piedra. La glotona cayó en tierra mientras los cuatros pequeños se alejaban brincando, asustados por la piedra.
    Ayla se detuvo fuera de la maleza que la había ocultado y se agachó para examinar al bicho. La glotona, con aspecto de oso, tenía unos noventa centímetros de largo desde la nariz hasta la punta de la cola, y una piel áspera, larga y de un pardo oscuro. Los glotones eran ladrones intrépidos y belicosos, suficientemente feroces para apartar de lo que hubieran matado a depredadores mayores que ellos, suficientemente arrojados para robar carne que se estuviera secando o cualquier otra cosa movible que pudieran llevar, y taimados hasta el punto de irrumpir en los escondrijos de las reservas. Tenían unas glándulas almizcleras que dejaban tras ellos un olor como de mofeta, y eran para el clan una peste peor aún que la hiena, que era depredador y al mismo tiempo aficionado a la carroña y que no dependía de la habilidad ajena para sobrevivir.
    La piedra de la honda de Ayla había dado encima del ojo, precisamente donde ella había apuntado. «Esa glotona nunca volverá a robarnos», pensó Ayla, llena de satisfacción que lindaba con el alborozo. Era el primer animal que había matado. «Creo que le daré la piel a Oga —pensó, tendiendo la mano para sacar el cuchillo y despellejar al animal—. Lo que se alegrará al saber que no volverá a fastidiarnos.» La muchacha se detuvo.
    « ¿En qué estoy pensando? No puedo darle esta piel a Oga, no se la puedo dar a nadie, ni siquiera la puedo conservar. Se supone que yo no cazo. Si alguien descubriera que he matado a esta glotona, no sé qué harían.» Ayla se sentó junto a la glotona muerta, pasándole los dedos por su piel de pelaje áspero. Su alborozo se había esfumado.
    Había matado por vez primera. No era un gran bisonte derribado con una lanza pesada y afilada, pero era más que el puercoespín de Vorn. No habría fiesta para celebrar su ingreso entre las filas de los cazadores ni banquete en honor suyo, ni siquiera miradas de halago y felicitación, que Vorn había recibido cuando exhibió orgulloso su pequeña presa. Si regresaba a la cueva con la glotona, lo único que podía esperar era que la miraran con expresión escandalizada y que la castigaran severamente. Poco importaría que su intención hubiera sido ayudar al clan o que fuera capaz de cazar y diera muestras de que lo hacía bien. Las mujeres no cazaban, las mujeres no mataban animales. Era cosa de hombres.
    Exhaló un tremendo suspiro. «Lo sabía, lo he sabido siempre», se dijo. Aun antes de comenzar a cazar, antes de recoger esa honda, sabía que no debía hacerlo. El más valiente de los jóvenes glotones salió de su escondite, olisqueando al animal muerto. «Esos pequeños van a darnos tantas preocupaciones como su madre —pensó Ayla—. Están ya suficientemente desarrollados para que un par de ellos sobreviva; mejor será que me deshaga de este cadáver; si lo alejo, es probable que los pequeños sigan el olor.» Ayla se enderezó y empezó a arrastrar a la glotona muerta por la cola, llevándola bosque adentro. Después se puso a buscar las plantas que necesitaba.
    La glotona fue sólo el primero de los pequeños depredadores y aficionados a carne muerta que cayeron bajo su honda. Martas, visones, hurones, nutrias, mofetas, tejones, armiños, zorros y los pequeños gatos monteses, de rayas grises y negras se convirtieron en presa fácil para sus rápidas pedradas. No se daba cuenta de ello, pero la decisión que había tomado de cazar depredadores había tenido un importante efecto: aceleró el proceso de aprendizaje de Ayla y afinó su habilidad mucho más que si hubiera cazado a los más amables herbívoros. Los carnívoros eran más rápidos, más astutos, más inteligentes y más peligrosos.
    Pronto superó a Vorn con el arma de su elección. No era sólo que el muchacho tendiera a mirar la honda como arma de viejo y careciera del empeño necesario para dominarla; es que le resultaba más difícil. No tenía la estructura física de Ayla, con un movimiento de brazo mejor adaptado al lanzamiento. El apalancamiento pleno y la coordinación lograda entre la mano y el ojo, prestaban a la muchacha velocidad, fuerza y precisión. Ya no se comparaba con Vorn: en su imaginación, era la habilidad de Zoug la que desafiaba, y la muchacha se aproximaba rápidamente a la pericia del viejo cazador. Demasiado aprisa. Se estaba volviendo demasiado confiada.
    El verano llegaba poco a poco a su fin, con todo su estallido de color y una cosecha abundante de tormentas acompañadas de rayos y truenos. Aquel día era caluroso, insoportablemente caluroso. Ni una pizca de brisa agitaba el aire quieto. La tormenta de la noche anterior, con su exhibición fantástica de destellos que iluminaban las cimas montañosas y su granizo del tamaño de guijarros, había obligado al clan a refugiarse en la cueva. El húmedo bosque, normalmente fresco bajo la sombra de los árboles, estaba empapado y asfixiante. Moscas y mosquitos zumbaban interminablemente alrededor del regato fangoso del agua mansa del arroyo casi seco, atrapada por niveles inferiores de agua en pozas estancadas y charcos llenos de algas.
    Ayla seguía el rastro de un zorro rojo, moviéndose silenciosamente por entre el bosque, en los márgenes de un pequeño claro cubierto de hierba. Tenía calor y estaba sudorosa; no le interesaba mucho el zorro y estaba pensando renunciar y regresar a la cueva para ir a nadar un poco en el río. Caminando a través del lecho rocoso que pocas veces podía cruzarse en seco, se detuvo para beber en un punto en donde el arroyo todavía corría libremente entre dos enormes rocas que convertían el regato sinuoso en una poza poco profunda.
    Se enderezó y, al mirar frente a ella, contuvo la respiración. Ayla observaba con aprensión la cabeza característica y las orejas peludas de un lince, agazapado sobre la roca delante de ella. La estaba mirando cautelosamente, meneando su corta cola de un lado para otro.
    Más pequeño que la mayoría de los grandes felinos, el lince pardina, de cuerpo largo y patas cortas, como su primo septentrional de años ulteriores, era capaz de dar brincos de casi cinco metros. Se alimentaba principalmente de liebres, conejos, ardillas grandes y otros roedores, pero también podía derribar un venado pequeño si se lo proponía; y una niña de ocho años podía entrar en esa categoría. Pero hacía calor y los humanos no eran su presa habitual; probablemente habría dejado que la niña siguiera su camino.
    El primer estremecimiento de miedo fue sustituido por un escalofrío de excitación, mientras observaba al gato inmóvil que la vigilaba. ¿No le había dicho Zoug a Vorn que se podía matar un lince con la honda? No habló de probar con algo más grande, pero dijo que una piedra lanzada con honda podía matar un lobo, una hiena o un lince. «Recuerdo que dijo lince», pensó. No había cazado depredadores de tamaño medio, pero quería ser la mejor cazadora con honda del clan. Si Zoug podía matar un lince, también ella podía matar un lince, y allí, delante de ella, tenía un blanco perfecto. Obedeciendo a un impulso, decidió que había llegado el momento de probar con caza mayor. Tendió lentamente la mano hacia el repliegue del corto manto de verano, sin apartar los ojos del felino, y tanteó hasta encontrar la piedra más grande. Le sudaban las palmas de las manos, pero aferró los dos extremos de la tira de cuero más fuertemente mientras colocaba la piedra en la bolsita. Entonces, rápidamente, antes de que se le fuera el valor, apuntó a un lugar justo entre los dos ojos y lanzó la piedra. Pero el lince advirtió el movimiento cuando ella levantó el brazo y volvió la cabeza en el momento en que A la disparaba. La piedra rozó el lado de su cabeza causándole un dolor agudo, debido a la proximidad, pero nada más.
    Antes de que Ayla pudiera pensar en coger otra piedra, vio cómo se tensaban los músculos del felino. Por puro reflejo se hizo a un lado mientras el lince, furioso, saltaba contra su atacante. Cayó en el lodo junto al arroyo y su mano tropezó con una fuerte rama de madera flotante, pelada de ramitas y hojas en su viaje río abajo, empapada en agua y pesada. Ayla se agarró a ella y giró sobre sí misma justo cuando el furioso lince, con los colmillos al descubierto, se abalanzaba de nuevo. Blandiendo salvajemente la rama, con toda la fuerza que el temor le infundía, dio un fuerte golpe en la cabeza del animal; aturdido, éste rodó de lado, se agazapó un momento sacudiendo la cabeza y después se dirigió silenciosamente hacia el interior del bosque. Ya le habían golpeado suficientemente en la cabeza.
    Ayla temblaba convulsivamente cuando se sentó, respirando fuerte. Tenía las rodillas como líquidos cuando fue a recuperar su honda y tuvo que sentarse otra vez. Zoug no había imaginado nunca que alguien intentaría cazar a un depredador peligroso con sólo una honda, sin otro cazador ni otra arma siquiera como respaldo. Pero Ayla raras veces había fallado en sus blancos, se había vuelto demasiado confiada en su habilidad, no había pensado en la que pudiera suceder si fallaba. Estaba en un estado tal de conmoción que, al volver a la cueva, estuvo apunto de olvidar recoger su canasta del lugar donde la había escondido antes de echar a andar detrás del zorro.
    — ¡Ayla! ¿Qué te ha sucedido? ¡Estás cubierta de lodo! —señaló Iza con gestos al verla llegar. La muchacha tenía el rostro de color ceniza; algo tenía que haberla asustado.
    Ayla no respondió, sólo meneó la cabeza y entró en la cueva. Iza sabía que había algo que la muchacha no quería contarle. Pensó en apremiarla, pero cambió de opinión con la esperanza de que se lo contara voluntariamente. Pero Iza no estaba muy segura de querer enterarse.
    A Iza le fastidiaba que Ayla se fuera sola por ahí, pero hacía falta que alguien recogiera sus plantas medicinales, eran necesarias. Ella no podía ir, Uba era demasiado joven, y ninguna de las mujeres sabía qué buscar ni tenía ganas de aprender. Tenía que dejar que fuera Ayla, pero si la muchacha le contaba algún incidente peligroso, se preocuparía más aún. Lo único que deseaba es que Ayla no permaneciera tanto tiempo fuera.
    Ayla estuvo muy callada aquella noche y se acostó temprano, pero no pudo dormir. Permaneció despierta recordando el incidente con el lince, y en su imaginación se le hizo más espantoso aún. Casi amanecía cuando se quedó dormida.
    ¡Despertó gritando!
    — ¡Ayla! ¡Ayla! —oyó que Iza la llamaba, sacudiéndola suavemente para devolverla a la realidad—. ¿Qué sucede?
    —He soñado que estaba en una cueva y que un león cavernario me acosaba. Ahora estoy bien, Iza.
    —Hacía mucho tiempo que no tenías pesadillas, Ayla. ¿Por qué ahora? ¿Te has asustado hoy por algo?
    Ayla asintió con un ademán y agachó la cabeza, pero no explicó nada. La oscuridad de la cueva, iluminada solamente por el vago resplandor de las brasas, disimuló su expresión de culpabilidad. No se había sentido culpable por cazar desde que encontró la señal de su tótem. Ahora se preguntaba si había sido realmente una señal. Tal vez ella creyó que lo era. Después de todo, tal vez no debiera cazar. Especialmente animales tan peligrosos. ¿Qué le habría hecho creer que una muchacha debería intentar cazar linces?
    —Nunca me ha gustado que salgas sola, Ayla. Siempre pasas tanto tiempo fuera... Yo sé que a veces te gusta ir sola, pero eso me preocupa. No es natural que las muchachas quieran pasar tanto tiempo solas. El bosque puede ser peligroso.
    —Tienes razón, Iza, el bosque puede ser peligroso —señaló Ayla por medio de gestos—. Tal vez cuando vuelva me lleve a Uba, o quizá le gustaría ir a Ika.
    Iza se alegró de que Ayla siguiera su consejo. Se quedaba cerca de la cueva, y cuando salía en busca de plantas medicinales, volvía pronto. Cuando no podía lograr que alguien la acompañara, estaba nerviosa: seguía esperando que un animal agazapado se aprestara a saltar sobre ella. Empezó a comprender por qué a las mujeres del clan no les gustaba ir solas a recoger alimentos y por qué su deseo de salir sola les había sorprendido siempre. Cuando era más joven no tenía la menor idea de los peligros. Pero bastó un ataque —y la mayoría de las mujeres se habían sentido amenazadas por lo menos una vez— para hacerle considerar su entorno con mayor respeto. Incluso un animal no depredador podía ser peligroso: jabalíes con agudos caninos, caballos con duros cascos, ciervos con pesada cornamenta, cabras y cabras monteses con cuernos letales, todos ellos podían causar graves daños si se excitaban. Ayla se sorprendió de que se le hubiese ocurrido antes pensar en cazar. Le daba miedo volver.
    No había nadie a quien Ayla pudiera contárselo, nadie para decirle que un poco de miedo agudizaba sus sentidos, especialmente al rastrear la caza peligrosa, nadie para alentarla a que saliera antes de que el miedo la acobardara del todo. Los hombres comprendían el miedo. No hablaban de él, pero cada uno de ellos lo había conocido muchas veces en su vida, empezando con su primera caza mayor que los elevaba a la categoría de hombres. Los animales pequeños eran para practicar, para adquirir habilidad en el manejo de las armas, pero la posición de hombre adulto no se alcanzaba mientras no hubieran conocido y superado el miedo.
    Para una mujer, los días que pasaba lejos de la seguridad del clan no eran una menor prueba de valor, aunque más sutil. En cierto modo, hacía falta más valor para enfrentarse a esos días y noches a solas, sabiendo que, pasara lo que pasara, estaba sola y abandonada a sus propios recursos. Desde su nacimiento, una muchacha había tenido siempre gente a su alrededor, protegiéndola. Pero no disponía de armas para defenderse ni de un varón protector armado que la salvara durante los ritos del paso a la edad adulta. Las muchachas, así como los muchachos, no se convertían en adultos mientras no hubieran conocido y superado el miedo.
    Los primeros días Ayla no sintió el deseo de alejarse mucho de la cueva, pero, pasado algún tiempo, empezó a sentirse inquieta. En invierno no le quedaba más remedio y aceptaba su confinamiento en la cueva con los demás, pero se había acostumbrado a vagabundear libremente cuando hacía calor. Una ambivalencia la torturaba. Cuando estaba sola en el bosque, lejos de la seguridad del clan, se sentía incómoda y llena de aprensión; y cuando estaba cerca de la cueva con el clan, echaba de menos la libertad y la intimidad de que gozaba en el bosque.
    Una incursión en busca de plantas, cuando estaba sola, la llevó cerca de su retiro privado y recorrió todo el camino hasta llegar a la alta pradera. El lugar tenía un efecto calmante en ella, era su mundo privado, su cueva, su pradera, incluso se sentía posesiva respecto a la pequeña manada de corzos que allí solía pacer. Se habían vuelto tan mansos que podía acercárseles hasta casi tocarlos, antes de que se alejaran de un brinco. El campo abierto le producía una sensación de seguridad, de la que ahora carecía en los peligrosos bosques donde se ocultaban bestias en acecho. No había visitado el lugar en toda la temporada y los recuerdos se agolparon en su memoria. Allí fue donde aprendió por primera vez a usar la honda, donde le dio al puercoespín y donde había hallado la señal de su tótem.
    Llevaba consigo la honda —no se atrevía a dejarla en la cueva, por miedo a que Iza la encontrara— y al cabo de un rato recogió unos cuantos cantos y realizó unos cuantos lanzamientos. Pero era un deporte demasiado tranquilo para que ahora le interesara mucho; su mente regresaba al incidente con el lince.
    «Si hubiera tenido otra piedra en la honda —pensaba—, si hubiera podido golpearle inmediatamente después de la piedra que falló, podría haberle derribado sin darle la oportunidad de brincar.» Tenía dos piedras en la mano y las miró: si hubiera una manera de lanzar una tras otra... ¿habría dicho Zoug algo así a Vorn? Se esforzó por recordar. «De haberlo dicho —decidió—, tuvo que ser cuando yo estaba ausente.» Ponderó la idea: si pudiera meter una segunda piedra en la bolsa al volver la honda tras el primer lanzamiento, sin parar, podría lanzar en el siguiente impulso. «Me pregunto si será posible.»
    Empezó a intentarlo y se sintió tan torpe como la primera vez que usó la honda. Entonces empezó a idear una cadencia: lanzar la primera piedra, agarrar la honda a su regreso con la segunda piedra lista, meter ésta en la bolsa mientras aún esté en movimiento y lanzar la segunda piedra. Las piedrecillas se caían frecuentemente, e incluso cuando conseguía lanzarlas, su precisión en ambos tiros no era tan buena. Pero se convenció de que podía hacerse; después volvió a practicar diariamente. Seguía sintiéndose incómoda en cuanto a cazar, pero el reto de crear una nueva técnica renovó su interés por el arma.
    Para cuando las laderas boscosas se colorearon de tonos rojizos con el cambio de estación, era tan precisa con dos piedras como lo había sido con una. Plantada en medio del campo lanzando piedras contra un nuevo poste que había fijado en el suelo, sentía una profunda sensación de éxito cuando dos tac, tac le indicaban que ambas piedras habían dado en el blanco. Nadie le había dicho que fuera imposible lanzar rápidamente dos piedras, una tras otra, con una honda, porque nunca se había hecho anteriormente, y puesto que nadie le dijo que ella no lo podía hacer, aprendió a hacerlo por sí misma.
    Un cálido día de otoño, temprano, casi un año después de haber tomado la decisión de cazar, Ayla decidió recoger las avellanas maduras que habían caído en tierra. Al acercarse a la cima oyó el chillido, resoplido y parloteo de una hiena; y al llegar a la pradera vio uno de los odiosos bichos que estaba medio sumido en las entrañas sangrientas de un viejo venado.
    Se enfureció. ¿Cómo se atrevía aquella apestosa criatura a profanar su pradera, a atacar a su venado? Echó a correr hacia la hiena para espantarla, pero lo pensó mejor: también las hienas eran depredadores, con quijadas suficientemente fuertes para quebrar los grandes huesos de las patas de los grandes herbívoros y no era fácil apartarlas de su presa. Rápidamente se deshizo de su canasta, que llevaba colgada, y sacó del fondo la honda. Miró hacia el suelo en busca de piedras mientras se dirigía a un saliente cerca de la muralla rocosa. El viejo venado estaba semidevorado, pero el movimiento de la muchacha llamó la atención del animal medio pelado, cubierto de manchas y casi tan grande como el lince. La hiena alzó la cabeza, detectó el olor humano y se volvió hacia la muchacha.
    Estaba preparada. Saliendo de detrás de la roca, lanzó un proyectil inmediatamente seguido de un segundo. No sabía que el segundo era innecesario —el primero había cumplido su misión— pero era una garantía. Ayla había aprendido la lección. Tenía una tercera piedra en la honda y una cuarta en la mano, preparada para una segunda serie en caso de ser necesario. La hiena cavernaria había caído hecha un ovillo y no se movió. Ayla miró en derredor para asegurarse de que no había ninguna más cerca y, cautelosamente, avanzó hacia la bestia con la honda preparada. En el camino recogió un hueso de pata que todavía tenía unas cuantas hebras de carne roja pegadas y que no estaba roto. Con un golpe capaz de romperle la cabeza, Ayla se aseguró de que la hiena no volvería a levantarse.
    Miró al animal muerto a sus pies y dejó caer el garrote de hueso. Lentamente se fue percatando de las implicaciones de su hazaña. «He matado una hiena —se dijo mientras tomaba conciencia de ella—, he matado una hiena con mi honda. No un animalito: una hiena, un animal que pudiera haberme matado. ¿Significa esto que me he convertido en un cazador? ¿Un verdadero cazador?» No era alborozo lo que sentía, ni la excitación de haber cobrado su primera pieza, ni siquiera la satisfacción de haber vencido a una bestia poderosa. Era saber que se había superado a sí misma. Fue como una revelación espiritual, una percepción mística; y con una veneración profundamente sentida, habló al espíritu de su tótem con el antiguo lenguaje formal del clan:
    —Sólo soy una muchacha, Gran León Cavernario, y los caminos de los espíritus me son desconocidos. Pero ahora comprendo un poco mejor. El lince fue una prueba, todavía más que Broud. Creb ha dicho siempre que no es fácil vivir con los tótems poderosos, pero nunca me dijo que los dones más grandes que otorgan están dentro. Nunca me dijo cómo se siente una cuando comprende por fin. La prueba no es simplemente hacer algo difícil, la prueba es saber que uno lo puede hacer. Te agradezco que me hayas escogido, Gran León Cavernario. Espero que llegaré a ser siempre digna de ti.
    Cuando la brillante policromía del otoño perdió su esplendor y las ramas esqueléticas dejaron caer sus hojas secas, Ayla regresó al bosque. Rastreó y estudió los hábitos de los animales que había decidido cazar, pero los trataba con mayor respeto, a la vez como criaturas y como adversarios peligrosos. Muchas veces, aun cuando se acercaba lo suficientemente para lanzar un canto, se contenía, limitándose a observar. Se daba cuenta de que era un despilfarro matar un animal que no amenazaba al clan y cuya piel no podía emplear. Pero seguía decidida a convertirse en la mejor cazadora con honda del clan; no se daba cuenta de que lo era ya. La única manera en que podía seguir mejorando su habilidad consistía en cazar. Y cazaba.
    Los resultados comenzaron a ser detectados, y los hombres se sentían incómodos.
    —He encontrado otro glotón, o lo que quedaba de él, cerca del campo de prácticas —señaló Crug.
    —Y había trozos de piel, que parecían de lobo, sobre la cresta, a medio camino de la colina —agregó Goov.
    —Siempre son carnívoros, los animales más fuertes, no tótems femeninos —dijo Broud— Grod cree que deberíamos hablar a Mog-ur.
    —De tamaño mediano y pequeño, pero no los grandes felinos. Venados y caballos, carneros y cabras monteses, incluso jabalíes, son siempre cazados por los grandes felinos y los lobos y hienas, pero, ¿qué es lo que está cazando a los cazadores más pequeños? Nunca he visto tantos de ellos muertos —observó Crug.
    —Eso es lo que me gustaría saber: ¿qué es lo que los está matando? No es que me importe que haya unas cuantas hienas o unos cuantos lobos menos por ahí, pero si no los matamos nosotros... ¿Le hablará Grod a Mog-ur? ¿Creéis que sea un espíritu? —El joven reprimió un escalofrío.
    —Y si es un espíritu, ¿es un espíritu bueno que nos ayuda o uno malo que está furioso contra nuestros tótems? —preguntó Goov.
    —Tenías que ser tú, Goov, quien saliera con una pregunta de ésas. Tú eres el acólito de Mog-ur; ¿qué crees? —replicó Crug.
    —Creo que será menester meditar y consultar profundamente con los espíritus para responder a esa pregunta.
    —Ya hablas como un Mog-ur, Goov. Nunca das una respuesta directa —ironizó Broud.
    —Bueno, Broud, ¿cuál es tu respuesta? —repuso el acólito—. ¿Puedes darme una respuesta que sea más directa? ¿Qué es la que está matando esos animales?
    —Yo no soy un Mog-ur, ni siquiera estoy aprendiendo a serlo. No me preguntes.
    Ayla estaba trabajando cerca y se aguantó las ganas de sonreír. «Así que ahora soy un espíritu, pero no pueden decidir si uno bueno o uno malo.»
    Mog-ur se acercó sin que nadie se diera cuenta, pero había presenciado la discusión.
    —Todavía no tengo respuesta, Broud —señaló el mago—. Habrá que meditar. Pero sí voy a decir esto: no es ése el comportamiento normal de los espíritus.
    «Los espíritus —se decía Mog-ur— pueden hacer que haga mucho calor o mucho frío, o provocar mucha lluvia o mucha nieve, o alejar las manadas, o provocar enfermedades, o desencadenar truenos, rayos y terremotos, pero por la general no provocan la muerte de animales aislados. Este misterio tiene la marca de una mano humana.»
    Ayla se puso en pie y fue hasta la cueva; el mago la siguió con la vista. «Hay algo diferente en ella, ha cambiado —se decía Creb. Observó que también Broud la seguía con la mirada, una mirada henchida de malignidad frustrada—. También Broud ha observado la diferencia. Tal vez sea porque no es realmente del clan y camina de manera diferente, está creciendo.» Había algo que hurgaba en el fondo de la mente de Creb y que le sugería que no era ésa la respuesta.
    Ayla había cambiado. A medida que fue mejorando su habilidad para cazar, se fue desarrollando en ella una seguridad y una gracia vigorosa desconocidas entre las mujeres del clan. Tenía el andar silencioso del cazador experimentado, un rígido control de los músculos de su cuerpo joven, confianza en sus propios reflejos y una mirada lejana en sus ojos que se ensombrecía imperceptiblemente siempre que Broud comenzaba a agobiarla, Como si no le viera realmente. Saltaba igual de pronto al oír sus órdenes, pero su respuesta carecía de toda apariencia de miedo, por mucho que la abofeteara.
    Su compostura, su confianza, eran algo mucho más intangible pero no menos evidente para Broud que la rebelión casi abierta de tiempos anteriores. Era como si le hiciera el favor de obedecerle, como si supiera algo que él ignoraba. La observaba, tratando de descubrir el cambio sutil, tratando de encontrar algo por qué castigarla, pero no lo conseguía.
    Broud no sabía cómo lo hacía, pero cada vez que trataba de imponer su superioridad, le hacía sentir que era inferior a ella, que estaba muy por debajo de ella. Eso le frustraba, le enfurecía, pero cuanto más la hostigaba, menos control sentía que tenía sobre ella y la odiaba por ello. Gradualmente se dio cuenta él mismo de que la presionaba menos, llegando incluso a alejarse de ella. Sólo ocasionalmente se preocupaba de hacer demostración de sus prerrogativas. Al terminar la estación, su odio se volvió más intenso. Algún día la doblegaría, se prometió a sí mismo. Algún día le haría pagar las heridas que infringía a su propia estimación. ¡Oh, claro que si, algún día lo lamentaría!

    13

    Llegó el invierno y, con él, la actividad reducida que compartían todas las cosas vivientes que seguían el ciclo de las estaciones. La vida seguía palpitando pero a un ritmo más lento. Por primera vez Ayla anhelaba que llegara la estación fría. Las estaciones activas y apresuradas en que hacía calor, no dejaban mucho tiempo a Iza para seguir adiestrándola. Con las primeras nieves, la curandera reanudó sus lecciones. El patrón de la vida del clan se repetía con apenas ligeras variantes, y el invierno llegó también a su fin.
    La primavera llegó tarde y húmeda. La fusión de las nieves que bajaban desde las tierras altas incrementada por fuertes lluvias, hinchó el río provocando una turbulencia enorme que desbordó sus riberas y barrió árboles y arbustos en su fuga atropellada hasta el mar. Una obstrucción de troncos provocó que cambiara su curso, llevándose parte del camino que había abierto el clan. Un breve respiro de tiempo cálido, lo suficientemente prolongado para que los árboles frutales desplegaran sus flores, fue contrarrestado por granizadas de fines de primavera, que asolaron sus delicadas flores, ahogando las esperanzas de la prometida cosecha. Entonces, como si la naturaleza hubiera cambiado de opinión y quisiera compensar por no haber cumplido la promesa de las frutas, la cosecha de principios de verano produjo verduras, raíces, calabazas y legumbres en abundante profusión.
    El clan echaba de menos su visita primaveral a la costa, en busca de salmón, y todo el mundo se alegró al oír anunciar a Brun que harían el viaje en busca de bacalao y esturión. Aunque había miembros del clan que recorrían a menudo los doce kilómetros hasta el mar interior para recoger moluscos y huevos de las incontables aves que anidaban en los riscos, pescar los enormes animales era una de las pocas actividades del clan que constituían un esfuerzo común por parte de hombres y mujeres.
    Droog tenía una buena razón para querer ir. Las fuertes avenidas primaverales habían arrancado nuevos nódulos de sílex de los depósitos calcáreos de las partes más altas y los habían depositado en la llanura aluvial. Había visitado ya la costa y había comprobado que había varios depósitos aluviales. La excursión pesquera sería una buena oportunidad para reabastecer su reserva de herramientas, sustituyéndolas por otras hechas con piedras de alta calidad. Era más fácil trocear el sílex en el lugar mismo que transportar las pesadas piedras hasta la cueva. Hacía ya tiempo que Droog no fabricaba herramientas para el clan. Habían tenido que arreglárselas con instrumentos más toscos cuando se rompía la frágil piedra de sus preferidos. Todos podían confeccionar herramientas útiles, pero muy pocas podían compararse con las que hacía Droog.
    Un ambiente alegre acompañaba los preparativos. No era frecuente que todo el clan abandonara la cueva al mismo tiempo, y la novedad de acampar en la playa resultaba excitante para los niños. Brun había dispuesto que uno o dos hombres regresaran diariamente a la cueva para asegurarse de que no había sucedido nada malo en su ausencia. Incluso a Creb le alegraba la idea de cambiar de escenario; pocas veces se alejaba mucho de la cueva.
    Las mujeres trabajaban en la red, reparando los cabos más debilitados y formando una nueva sección con cuerdas procedentes de lianas fibrosas, cortezas filamentosas, hierbas duras y largos pelos de animales, para alargarla. Aunque la tripa era un material fuerte y sólido, no se empleaba para eso; pasaba como con el cuero: el agua lo endurecía, lo atiesaba y no absorbía bien la grasa con que lo ablandaban.
    El enorme esturión, que a menudo alcanzaba los casi cuatro metros de largo y pesaba más de una tonelada, emigraba del mar, donde vivía la mayor parte del año, y subía los ríos para desovar a principios del verano. Los apéndices carnosos que tenía debajo de su boca desdentada prestaban al pez antiguo, parecido al tiburón, un aspecto temible, pero su dieta estaba compuesta de invertebrados y peces pequeños que atrapaba merodeando por el fondo. El bacalao, más pequeño, no solía pesar más de doce kilos y medio, pero podía alcanzar hasta cien y más, y en verano se dirigía hacia el norte, a aguas menos profundas. Aunque se alimentaba casi siempre en el fondo, a veces nadaba cerca de la superficie o en desembocaduras de agua dulce si migraba o perseguía alguna presa.
    Durante los catorce días en que desovaban los esturiones en verano, las desembocaduras de los ríos estaban llenas de ellos. Aunque el pez que escogía los ríos más pequeños no alcanzaba el volumen de los gigantes que subían por los grandes ríos, los esturiones que llegaban a la red del clan serían más que suficientemente grandes para que ellos pudieran arrastrarlos hacia la playa. Al acercarse la época de la migración, Brun enviaba a alguien diariamente hasta la costa. Apenas había hecho acto de presencia el primero de los potentes esturiones blancos en el río, cuando dio la orden: todos partirían a la mañana siguiente.
    Ayla despertó excitadísima: tenía su piel para dormir recogida en un lío, alimentos y recipientes de cocina metidos en un canasto, y la gran pieza de cuero que serviría de techo dispuesta encima de todo aun antes del desayuno. Iza nunca abandonaba la cueva sin su bolsa de medicinas y todavía estaba recogiéndola cuando Ayla salió corriendo de la cueva para ver si los demás estaban dispuestos para marchar.
    — ¡Date prisa, Iza! —la apremió, volviendo a la cueva—. Ya estamos casi listos para partir.
    —Cálmate, chiquilla. El mar no se irá a ninguna parte —contestó Iza después de haber apretado bien la correa de su bolsa.
    Ayla se echó el canasto a la espalda y cogió en brazos a Uba. Iza la siguió, pero se volvió para mirar hacia atrás como si quisiera cerciorarse de que no olvidaba nada: siempre le parecía estar olvidándose de algo cuando dejaba la cueva. «Bueno, en todo caso, Ayla puede volver a buscarlo, si es algo importante», pensó. Casi todo el clan estaba fuera y en cuanto Iza ocupó su lugar, Brun dio la señal de partida. Apenas se habían puesto en marcha cuando Uba empezó a revolverse para que la dejaran en el suelo.
    — ¡Uba no es un bebé! Quiero caminar sola —gesticuló con dignidad infantil.
    A los tres años y medio, Uba había comenzado a copiar a los adultos y a los niños mayores y a rechazar los mimos que se prodigaban a los más pequeños. Estaba creciendo. Poco más o menos dentro de otros cuatro años sería probablemente una mujer. Tenía mucho que aprender en esos cuatro años escasos y, mediante un sentido interno de su rápida maduración, estaba empezando a prepararse para las responsabilidades mayores que pronto tendría que asumir.
    —Está bien, Uba —dijo Ayla por medio de gestos dejándola caminar—. Pero quédate muy cerca detrás de mí.
    Siguieron el río por el flanco de la montaña, bordeando su alterado curso siguiendo el nuevo sendero que ya se había trazado cerca del estancamiento de troncos. Era una marcha fácil —aunque el viaje de regreso costaría más— y no era aún mediodía cuando llegaron a un ancho tramo de playa. Establecieron refugios temporales lejos de donde llegaban las mareas, empleando madera flotante y arbustos como pilotes. Comenzarían a pescar a la mañana siguiente. Ayla echó a andar hacia el mar.
    —Me voy al agua, madre —indicó.
    —Ayla, ¿por qué siempre quieres meterte en el agua? Es peligroso, y siempre te alejas mucho.
    —Es maravilloso, Iza. Tendré cuidado.
    Siempre pasaba lo mismo cuando Ayla iba a nadar; Iza se preocupaba. Ayla era la única a quien le gustaba nadar; era la única que podía hacerlo. Los huesos grandes y pesados de los miembros del clan les dificultaban la natación. No flotaban fácilmente y temían al agua profunda. Vadeaban por el agua para pescar, pero no les gustaba ir más allá del nivel de la cintura; les daba miedo. La predilección por la natación que Ayla mostraba era considerada como una de sus peculiaridades; y no era la única.
    Cuando Ayla cumplió nueve años era ya más alta que cualquiera de las mujeres y tanto como algunos de los hombres, pero seguía sin dar muestras de estar próxima a la pubertad. Iza se preguntaba a veces si dejaría de crecer algún día. Su estatura y su retraso para madurar hacían pensar a algunos si su fuerte tótem masculino no le impediría desarrollarse como mujer. Se preguntaban si se pasaría la vida entera como una especie de hembra neutra, ni hombre ni realmente mujer.
    Creb se acercó cojeando a Iza mientras ésta miraba a Ayla acercarse al agua. Su cuerpo duro y esbelto, sus músculos planos y nervudos y sus largas piernas como de potrilla la hacían parecer torpe y desmañada, pero la flexibilidad de sus movimientos desmentía su aparente desmañada torpeza. Aunque se esforzaba por imitar el porte sumiso de las mujeres del clan, no tenía sus piernas cortas y arqueadas. Por mucho que tratara de dar pasos cortos, sus piernas, más largas, daban trancos más largos, casi masculinos.
    Pero no eran sólo sus piernas largas lo que la hacía diferente. Ayla irradiaba una confianza en sí misma que ninguna mujer del clan sentía nunca. Era cazadora. Ningún hombre del clan era mejor que ella con su arma, y ahora ella lo sabía. No podía fingir sumisión a la gran superioridad masculina puesto que no la sentía. Carecía del compromiso del convencimiento genuino que formaba parte del atractivo de una mujer del clan. Ante los ojos de los hombres, su cuerpo alto y esbelto, carente de todos los atributos femeninos, y su actitud inconsciente de seguridad, le quitaban cualquier mérito a su harto dudosa belleza; Ayla no era sólo fea, carecía además de femineidad.
    —Creb —expresó por señas Iza—, Aga y Aba dicen que nunca se convertirá en mujer. Dicen que su tótem es demasiado fuerte.
    — ¡Claro que se convertirá en mujer, Iza! ¿No irás a creer que los otros no tienen hijos? Sólo porque haya sido aceptada en el clan no cambiará lo que es. Probablemente es normal en sus mujeres madurar más tarde. Incluso, algunas muchachas del clan no se convierten en mujeres antes de los diez años. Cabría esperar que la gente le concediera siquiera hasta entonces antes de ponerse a imaginar que se da en ella alguna anormalidad. ¡Es ridículo! —resopló fastidiado.
    Iza se sintió más tranquila, pero seguía deseando que su hija adoptiva comenzara a dar señales de femineidad. Vio que Ayla se adentraba en el agua hasta la cintura y, de repente, de un brinco, se ponía a nadar a largas brazadas pausadas hacia el mar.
    A la muchacha le encantaba la libertad y la flotabilidad del agua salada. No recordaba haber aprendido a nadar, era como si lo hubiera sabido siempre. El banco de arena submarino de la costa bajaba bruscamente al cabo de unos cuantos metros; Ayla notó que traspasaba ese punto en que el agua intensificaba su color y estaba más fría. Se tendió de espaldas y flotó perezosamente un rato, mecida por el vaivén de las olas. Escupiendo agua salada que le había dado en la cara, se volvió nuevamente y se dirigió nadando a la playa. La marea estaba bajando, y ella se había desviado hacia el agua que desembocaba del río. La fuerza de las corrientes combinadas dificultaba el regreso a nado. Hizo un esfuerzo y no tardó en poner nuevamente pie en la arena para volver nadando a la playa. Se enjuagaba en el agua dulce del río, podía sentir la rápida corriente golpearle las piernas y el inestable suelo arenoso escurrirse bajo sus pies. Se dejó caer junto a la hoguera que ardía cerca de su refugio, cansada pero también fresca.
    Después de cenar, Ayla se quedó mirando lánguidamente a lo lejos, preguntándose qué habría más allá del agua. Aves marinas chillaban, graznaban y giraban antes de zambullirse encima de las olas que mugían. Blancos y momificados esqueletos, que fueran otrora árboles vivos, se erguían en la arena lisa adoptando formas sinuosas, esculpidas frente a la inmensa superficie de agua de un gris azulado que centelleaba bajo los últimos rayos del sol poniente. La escena tenía un aspecto impreciso, surrealista, como de otro mundo; la madera arrojada a la playa se convertía en siluetas grotescas antes de sumirse en la oscuridad de la noche sin luna.
    Iza llevó a Uba a la cama bajo el refugio y regresó al lado de Creb y Ayla, junto a la pequeña hoguera que lanzaba jirones de humo hacia el cielo tachonado de estrellas.
    — ¿Qué son, Creb? —señaló Ayla calladamente hacia arriba.
    —Hogueras en el cielo. Cada una es el espíritu de alguien en el otro mundo.
    — ¿Existe tanta gente?
    —Son las hogueras de todas las personas que han ido al mundo de los espíritus y de todas las que no han nacido aún. Son las hogueras, también, de los espíritus de los tótems, pero la mayoría de los tótems tienen más de uno. ¿Ves, allí? —preguntó Creb, señalando con la mano—. Es el hogar del Gran Ursus en persona. ¿Y aquéllos? –señalan—do en la otra dirección—. Son los fuegos de tu tótem, Ayla, del León Cavernario.
    —Me gusta dormir donde se pueden ver los pequeños fuegos del cielo —dijo Ayla.
    —Pero no es tan agradable cuando sopla el viento y cae la nieve —intervino Iza.
    —También a Uba le gustan los fuegos —señaló la niña, surgiendo de la oscuridad al círculo de luz de la hoguera.
    —Creí que estabas dormida, Uba —comentó Creb.
    —No. Uba mira los pequeños fuegos como Ayla y Creb.
    —Es hora de que nos acostemos todos —señaló Iza—. Mañana va a ser un día muy duro.
    A primera hora de la mañana siguiente, el clan tendió su red a través del río. Vejigas natatorias de capturas anteriores de esturión, cuidadosamente lavadas y secadas hasta convertirse en globos duros y claros de colapez, servían de flotadores para la red, y piedras atadas a la parte inferior, de pesas. Brun y Droog tomaron un extremo y se fueron a la ribera más alejada; entonces el jefe hizo una seña: adultos y niños mayores comenzaron a vadear por el río. Uba les siguió.
    —No, Uba —señaló Iza—, tú te quedas, no eres lo bastante mayor.
    —Pero Ona sí está ayudando —protestó la niña.
    —Ona es mayor que tú, Uba. Podrás ayudar después, una vez que hayamos varado la pesca. Es demasiado peligroso para ti. El propio Creb también se queda en la orilla. Quédate ahí.
    —Sí, madre —respondió Uba con un gesto, sin disimular su desilusión.
    Avanzaban lentamente, provocando la menor perturbación posible al irse separando en abanico para formar un amplio semicírculo; después se quedaban quietos hasta que la arena removida por su movimiento hubiera vuelto a asentarse. Ayla se quedó con los pies separados, luchando contra la fuerte corriente que le empujaba las piernas, la mirada fija en Brun, esperando su señal. Estaba en medio del canal, a la misma distancia de ambas riberas y más cerca del mar. Observó cómo una forma oscura y muy grande se deslizaba a poco más de un metro de distancia. Los esturiones estaban en camino.
    Brun alzó el brazo y todos contuvieron el aliento. De repente, tan pronto como bajó el brazo, el clan comenzó a dar gritos y agitar el agua, levantando salpicaduras de espuma. Lo que parecía un caos desordenado de ruido y chapoteos se reveló muy pronto como una maniobra intencionada. El clan estaba empujando los peces hacia la red, estrechando su círculo. Brun y Droog se acercaron desde la ribera más lejana llevando consigo la red, mientras la agitación provocada por el clan impedía que los peces regresaran al mar. La red se iba cerrando, apresando a la masa plateada de peces que luchaban dentro de un espacio que se encogía poco a poco. Unos cuantos de aquellos monstruos se lanzaron contra las cuerdas anudadas, en un intento de salirse por allí. Nuevas manos aferraron la red, llevándola a rastras hacia el ribazo al mismo tiempo que los que allí estaban tiraban de ella, mientras todo el clan se esforzaba por varar a la horda que agitaba convulsivamente sus aletas.
    Ayla alzó la mirada y vio a Uba metida hasta las rodillas entre los peces que luchaban, tratando de acercarse a ella desde el otro lado de la red.
    — ¡Uba! ¡Vuelve a la playa! —le indicó de lejos.
    — ¡Ayla! ¡Ayla! —gritó la niña, y entonces señaló un punto en el mar—: ¡Ona!
    Ayla se volvió para mirar y apenas si pudo divisar una cabeza morena que salía del agua antes de desaparecer. La niña, que tenía apenas un año más que Uba, había perdido pie y estaba siendo arrastrada hacia el mar. En la confusión creada al arrastrar la red, nadie se había fijado en ella. Sólo Uba, que miraba a su compañera de juegos con admiración desde la orilla, había advertido el apuro en que se encontraba Ona y trataba frenéticamente de llamar la atención de alguien para decírselo.
    Ayla se lanzó a la corriente fangosa y agitada y avanzó laboriosamente hacia el mar. Nadaba más rápidamente que nunca; la corriente rápida la empujaba, pero esa misma corriente estaba arrastrando a la niña hacia el desnivel con la misma fuerza. Ayla vio que su cabeza surgía una vez más y se precipitó. Ganaba terreno pero temía que no fuera suficiente. Si Ona llegaba al declive antes que Ayla le diera alcance, sería atraída hacia las aguas profundas por la fuerte corriente submarina.
    El agua se estaba volviendo salada, Ayla la sentía en sus labios. La cabecita oscura surgió una vez más a unos cuantos centímetros de distancia y volvió a hundirse. Ayla sintió que bajaba la temperatura del agua al lanzarse desesperadamente hacia adelante, sumergiéndose bajo el agua para tratar de agarrar la cabeza desaparecida. Sintió unos pelos y apretó el puño alrededor de la larga cabellera flotante de la niña.
    Ayla pensó que le iban a estallar los pulmones —no había tenido tiempo para respirar profundamente antes de sumergirse— y un ligero aturdimiento se estaba apoderando de ella justo cuando salió a la superficie llevando consigo su preciosa carga. Sacó a Ona del agua, pero la niña estaba inconsciente. Ayla no había intentado nunca nadar sosteniendo a otra persona, pero tenía que llevar a Ona a la orilla cuanto antes, manteniéndole la cabeza fuera del agua. Ayla se puso a nadar con un solo brazo y halló la brazada correcta, sosteniendo a la niña con el otro.
    Cuando puso pie en la arena, vio que todo el clan se había metido en el agua para ir a su encuentro. Ayla sacó el cuerpo inerte de Ona y se lo entregó a Droog; sólo entonces se percató de lo agotada que se sentía. Creb estaba a su lado, y alzó la mirada sorprendida al ver que Brun estaba del otro lado, ayudándola a salir del agua. Droog avanzaba y cuando Ayla cayó sobre la arena, Iza tenía a la niña tendida y le estaba sacando el agua de los pulmones.
    No era la primera vez que un miembro del clan estaba a punto de morir ahogado; Iza sabía lo que se tenía que hacer. Unas cuantas personas se habían perdido ya en las frías profundidades, pero esta vez el mar se vio privado de su víctima. Ona empezó a toser y escupir mientras el agua salía de su boca, y parpadeó.
    — ¡Mi nena! ¡Mi nena! —gritó Oga, tirándose al suelo. La madre cogió enloquecida a su hija en brazos y la estrechó—. Creí que había muerto. Estaba segura de que la perdía: ¡Oh, mi nenita, mi única hija!
    Droog tomó a la niña del regazo de su madre y, apretándola contra su cuerpo, la llevó de regreso al campamento. En contra de la costumbre, Oga caminaba a su lado, acariciando a la hija que creyó haber perdido.
    Los demás miraban, fijamente y sin recato, a Ayla cuando pasaba cerca de ellos. Nadie había sido salvado anteriormente cuando las olas lo arrastraban. Era un milagro que Ona hubiera sido rescatada. Nunca más volvería un miembro del clan de Brun a mirarla con gestos irónicos cuando se abandonara a su particular idiosincrasia. «Es su suerte —decían—. Siempre ha tenido suerte. ¿No encontró ella la cueva?»
    Los peces seguían agitándose espasmódicamente sobre la arena. Algunos de ellos habían logrado regresar al río mientras los del clan, que se habían dado cuenta de lo sucedido, corrían a reunirse con Ayla, que volvió trayendo a la niña medio ahogada, pero la mayor parte de los peces estaban todavía enredados en la red. Los del clan regresaron a la tarea de arrastrarlos playa adentro, los golpearon hasta dejarlos inmóviles y las mujeres comenzaron a limpiarlos.
    — ¡Una hembra! —gritó Ebra al abrir de un tajo la barriga de un enorme esturión blanco. Todos echaron a correr hacia el enorme pescado.
    — ¡Mirad cuánto hay! —señaló Vorn, y tendió la mano para coger un puñado de huevecillos negros.
    El caviar fresco era un manjar que todos apreciaban. Por lo general, todos cogían puñados de la primera hembra de esturión que se pescaba y se hartaban. Las demás huevas serían saladas y conservadas para consumirlas más adelante, pero nunca resultaban tan buenas como recién sacadas del mar. Ebra detuvo al muchacho y señaló con la mano a Ayla.
    —Ayla, tú te sirves primero —expresó. La muchacha miró a su alrededor, confusa al verse convertida en el centro de atención.
    —Sí, Ayla, tú primera —dijeron otros a coro.
    La muchacha miró a Brun, que asintió con un gesto. Entonces avanzó tímidamente y tomó un puñado de caviar negro y brillante, después se enderezó y lo probó. Ebra hizo entonces una seña y todos se abalanzaron para coger su parte, rodeando gozosamente al pescado. Se había evitado una tragedia y su sensación de alivio les hacía sentirse como en día de fiesta.
    Ayla se dirigió despacio a su refugio. Sabía que había sido objeto de honores. A pequeños bocados saboreó el sabroso caviar y saboreó el cálido interés con que estaba siendo aceptada. Era un sentimiento que nunca olvidaría.
    Una vez varado y muerto el pescado, los hombres se alejaron formando su inevitable corrillo, dejando el trabajo de limpieza y conservación a las mujeres. Además de los agudos cuchillos de sílex que se empleaban para abrir los peces y filetear los más grandes, tenían una herramienta especial para quitar las escamas. Era un cuchillo que no sólo tenía el lomo romo para poder cogerlo cómodamente, sino que, además, en el extremo afilado se había hecho una muesca en la que se colocaba el dedo índice para controlar la presión de modo que las escamas fueran retiradas sin que se arrancara la piel del pescado.
    La red del clan recogió algo más que esturiones: bacalaos, carpas de río, unas cuantas truchas grandes e incluso algunos crustáceos. Las aves atraídas por la pesca se hartaron con las entrañas, sustrayendo también algunos filetes cuando podían acercarse lo suficiente. Una vez que se puso a secar la pesca al aire o sobre hogueras humeantes, se tendió la red por encima. Eso permitía secarla y ver dónde había que efectuar remiendos, además de mantener a raya a las aves que intentaban apoderarse de lo que tanto esfuerzo le había costado al clan.
    Antes de terminar las faenas de pesca, todos estarían hartos del sabor y del olor a pescado, pero la primera noche era un verdadero festín y lo celebraban siempre juntos. Los peces reservados para la celebración, sobre todo bacalao, cuya carne blanca y delicada era especialmente apreciada cuando estaba fresca, los envolvían en una capa de hierba fresca y de hojas anchas y los colocaban sobre las brasas. Aunque no se dijo nada explícitamente, Ayla sabía que aquel banquete era en su honor. Fue beneficiaria de muchos bocados selectos que le llevaron las mujeres y de un buen filete preparado con un cuidado especial por Aga.
    El sol se había puesto por el oeste y casi todos habían vuelto ya a sus correspondientes refugios. Iza y Aba se habían quedado charlando a un lado de la enorme hoguera que estaba quedándose ya convertida en brasas, mientras Ayla y Aga miraban silenciosamente a Ona y Uba, que jugaban juntas. Groob, hijo de Aga, que ya tenía un año, estaba durmiendo apaciblemente en el regazo de su madre, satisfecho y ahíto de leche caliente.
    —Ayla —comenzó a decir la mujer, vacilando un poco— quiero que sepas algo. No siempre he sido amable contigo.
    —Aga, siempre has sido cortés —interrumpió Ayla.
    —No es lo mismo que amable —dijo Aga—. He hablado con Droog. Se ha encariñado mucho con mi hija, a pesar de que ha nacido en el hogar de mi primer compañero. Nunca anteriormente había tenido una niña en su hogar. Droog dice que siempre llevarás contigo una parte del espíritu de Ona. Yo no comprendo realmente los caminos de los espíritus, pero Droog dice que cuando un cazador salva la vida de otro cazador, se queda con parte del espíritu del hombre al que ha salvado. Se vuelven algo así como hermanos. Me alegro de que compartas el espíritu de Ona, Ayla. Me alegro de que esté todavía aquí para compartirlo contigo. Si tengo la suerte de volver a ser madre y si es una niña, Droog ha prometido llamarla Ayla. Ayla se quedó asombradísima; no sabía qué contestar.
    —Aga, ése es un honor demasiado grande. Ayla no es nombre del clan.
    —Ahora lo es —señaló Aga con un ademán.
    La mujer se puso en pie, haciendo una seña a Ona, y echó a andar hacia su refugio. Se volvió un instante:
    —Ahora me voy —dijo.
    Era el gesto más parecido que tenía el clan para decir: «hasta luego». En general lo omitían; la gente se iba, simplemente. El clan tampoco tenía palabra para «gracias». Comprendían la gratitud, pero tenía una connotación distinta, por lo general un sentido de obligación, habitualmente procedente de una persona de posición inferior. Se ayudaban los unos a los otros porque tal era su modo de vida, su deber, necesario para sobrevivir, y no se daban ni se esperaban las gracias. Los obsequios o favores especiales llevaban consigo la obligación de devolverlos por medio de algo que tuviera un valor análogo; así se entendía y no había por qué dar las gracias. Mientras viviera Ona, a menos que surgiera una ocasión en que ella o, mientras no fuera adulta, su madre pudiera devolver el favor y asegurarse así un trozo del espíritu de Ayla, estaría en deuda con ésta. El ofrecimiento de Aga no era una obligación, era algo más: era su manera de dar las gracias.
    Aba se levantó para marcharse poco después que su hija.
    —Iza ha dicho siempre que tienes suerte —señaló la mujer al pasar junto a la muchacha— Ahora creo que es cierto.
    Ayla se levantó y fue asentarse junto a Iza cuando Aba se hubo alejado.
    —Iza, Aga me ha dicho que siempre tendré el espíritu de Ona conmigo, pero yo sólo la traje, fuiste tú quien le devolvió la respiración. Salvaste su vida tanto como yo. ¿No llevas tú también una parte de su espíritu? —preguntó la muchacha—. Tienes que llevar partes de muchos espíritus... has salvado muchas vidas.
    — ¿Por qué crees que una curandera tiene su posición propia, Ayla? Es porque lleva parte de los espíritus de todos los de su clan, tanto hombres como mujeres. De todo el clan, en realidad, a través del suyo propio. Ayuda a traerlos al mundo y se ocupa de ellos mientras viven. Cuando una mujer se convierte en curandera, recibe esa parte del espíritu de cada una de ellos, incluso de aquellos cuya vida no ha salvado, porque nunca se sabe cuándo lo hará.
    —Cuando una persona muere y pasa al mundo de los espíritus —prosiguió Iza—, la curandera pierde parte de su espíritu. Algunos creen que por eso se esfuerza tanto la curandera, pero, en realidad, casi todas se esforzarían. No cualquier mujer puede ser curandera, ni siquiera la hija de una. Tiene que llevar dentro algo que la incite a ayudar a la gente. Tú lo tienes, Ayla, por eso te he estado adiestrando. Lo vi desde el principio, cuando quisiste ayudar al conejo después del nacimiento de Uba. Y no te detuviste a pensar en el peligro cuando te lanzaste en busca de Ona, sólo querías salvarle la vida. Las curanderas de mi estirpe tienen la posición más elevada. Cuando te conviertas en curandera, Ayla, tú serás de mi estirpe.
    —Pero, Iza, no soy tu verdadera hija. Tú eres la única madre que recuerdo, pero no nací de ti. ¿Cómo puedo ser de tu estirpe? No tengo tus recuerdos. Realmente, no entiendo lo que son los recuerdos.
    —Mi estirpe tiene la posición más alta porque siempre hemos sido los mejores. Mi madre, y su madre y la de ésta antes, hasta donde alcanza mi memoria, siempre han sido las mejores. Cada una transmitió lo que sabía y aprendía. Eres del clan, Ayla, hija mía educada por mí. Tendrás todo el saber que pueda darte. Puede no ser todo lo que yo sé —ni yo misma sé cuánto sé—, pero será suficiente porque hay algo más. Tienes un don, Ayla, y creo que tú procedes de tu propio linaje de curanderas. Vas a ser muy buena algún día. No tienes los recuerdos, criatura, pero tienes una manera de pensar, una manera de comprender lo que le duele a alguien. Si sabes lo que duele puedes ayudar, y tienes una forma de saber cómo ayudar. Nunca te había dicho que pusieras nieve en el brazo de Brun cuando le quemó Oga. Podría haberlo hecho yo lo mismo, pero nunca te lo enseñé. Tu don, tu talento, puede ser tan bueno como los recuerdos, tal vez mejor, no sé. Pero una buena curandera es una buena curandera. Eso es lo importante. Serás de mi estirpe porque vas a ser una buena curandera, Ayla. Serás digna de mi posición, serás una de las mejores.
    El clan volvió a su rutina: sólo pescaban una vez al día, pero con eso bastaba para tener ocupadas a las mujeres hasta avanzada la tarde. No hubo más incidentes, pero Ona no volvió a ayudar a las que acosaban a los peces dentro de la red. Droog decidió que era todavía demasiado joven; al año siguiente ya estaría capacitada. Al terminar el desove de los esturiones, la pesca se hizo menos abundante y las mujeres dispusieron de tiempo para descansar por la tarde. ¡Qué bien! El pescado tardaba unos cuantos días en secarse y la hilera de tendederos que extendía a lo largo de la playa crecía de día en día.
    Droog había recorrido la llanura aluvial del río en busca de los nódulos de sílex que habían bajado del monte con las aguas y se llevó a rastras unos cuantos hasta el campamento. Varias tardes se le pudo ver elaborando herramientas nuevas. Una tarde, poco antes del día en que se había previsto volver a la cueva, Ayla vio que Droog sacaba de su refugio un bulto y lo llevaba hasta un tronco seco que estaba cerca y en el que solía trabajar sus herramientas. Le gustaba verlo trabajar el sílex, le siguió y se sentó frente a él con la cabeza baja.
    —Esta muchacha querría mirar, si el hombre que hace las herramientas no se opone —señaló una vez que Droog le dio su autorización.
    —Ejem... —asintió con la cabeza.
    La muchacha se sentó en el mismo tronco para observar calladamente. Ya le había observado en otras ocasiones. Droog sabía que se interesaba sinceramente y que no interferiría en su concentración. « ¡Ah! —pensaba—, si Vorn mostrara ese mismo interés.» Ninguno de los muchachos del clan había mostrado una verdadera aptitud para hacer herramientas, y como todo técnico realmente experto, deseaba compartir sus conocimientos y transmitirlos.
    «Tal vez Groob se interese», pensó. Estaba contento de que su nueva compañera hubiera dado a luz un muchacho tan pronto después de que Ona fue destetada. Droog no había tenido nunca tan lleno su hogar, pero se alegraba de haber aceptado a Aga con sus dos hijos. Incluso no venía mal tener a la vieja cerca: Aba se ocupaba a menudo de sus necesidades cuando Aga estaba dedicada al bebé. Aga no tenía la comprensión tranquila y profunda de la madre de Goov, y Droog tuvo que esforzarse mucho al principio para hacerle comprender cuál era su lugar. Pero era joven y saludable y le había dado un hijo, un muchacho en quien Droog colocaba sus esperanzas de adiestrarlo para convertirle en un buen hacedor de herramientas. Había aprendido el arte de elaborar la piedra con el compañero de la madre de su madre y ahora comprendía el deleite del anciano cuando, siendo él un niño pequeño, había comenzado a interesarse por adquirir la habilidad.
    Pero Ayla le había observado frecuentemente desde que llegó al clan, y él había visto las herramientas que hacía ella. Era hábil con sus manos, aplicaba bien las técnicas. Las mujeres podían hacer herramientas con tal de que no confeccionaran instrumentos cuyo propósito final fuera un arma ni elaboraran armas. No era muy valioso entrenar a una muchacha y ésta nunca llegaría a ser realmente una experta; pero tenía cierta habilidad, hacía herramientas muy útiles, y una aprendiza era mejor que nada. Ya anteriormente le había explicado algo de su pericia artesanal.
    El tallador de herramientas deshizo el bulto y extendió el cuero en que estaban envueltas las herramientas de su oficio. Miró a Ayla y decidió enriquecerla con algunos conocimientos útiles sobre la piedra. Cogió un trozo que había desechado el día anterior. Al cabo de muchos años de tanteos, los antepasados de Droog habían aprendido que el sílex poseía las características necesarias para hacer las mejores herramientas.
    Ayla le observaba atentamente mientras él explicaba. En primer lugar, la piedra debía tener la dureza suficiente para raspar, cortar o hender una serie de materiales, tanto de origen animal como vegetal. Muchos de los minerales silíceos de la familia del cuarzo tenían la dureza necesaria, pero el sílex poseía una cualidad que no tenían la mayoría de los demás, incluso muchas rocas de minerales más blandos. El sílex era quebradizo; se rompía por efecto de la presión o percusión. Ayla dio un salto atrás cuando Droog se lo demostró golpeando un trozo de la piedra defectuosa contra otro, rompiéndolo en dos y señalando un material de naturaleza diferente en el corazón del sílex brillante, de un gris oscuro.
    Droog no sabía muy bien cómo explicar la tercera cualidad, aunque la comprendía visceralmente por el hecho de haber trabajado tanto tiempo la piedra. La cualidad que hacía posible su oficio era la manera en que se quebraba la piedra, y la homogeneidad del sílex constituía la diferencia.
    La mayoría de los minerales se quiebran a lo largo de superficies planas paralelas a su estructura cristalina, lo cual significa que sólo pueden fracturar en ciertas direcciones, y el que trabaja con el sílex no puede darles forma para usos específicos. Cuando podía encontrarlo, Droog utilizaba a veces la obsidiana, el vidrio negro de las erupciones volcánicas, aunque era mucho más blando que muchos minerales. No tenía una estructura cristalina bien definida y la podía quebrar fácilmente en cualquier dirección homogéneamente.
    La estructura cristalina del sílex, aunque bien definida, era tan ligera que también resultaba homogénea; su única limitación para adquirir forma era la habilidad del tallador: y ahí radicaba el talento especial de Droog. Sin embargo, el sílex era suficientemente duro para cortar gruesos cueros o plantas de fibras duras, y suficientemente quebradizo para romperse dejando un filo tan agudo como un vidrio roto. Para demostrárselo, Droog tomó uno de los trozos de la piedra defectuosa y la afiló. Ayla no necesitó tocarla para saber lo afilada que estaba; muchas veces había empleado cuchillos igualmente afilados.
    Droog pensó en sus años de experiencia, a lo largo de los cuales había refinado los conocimientos que le habían transmitido, al dejar caer el trozo roto y extender el cuero sobre sus rodillas. La habilidad de un buen tallador comenzaba por seleccionar el material. Hacía falta un ojo clínico para reconocer las más mínimas variaciones de color en la capa exterior gredosa que indicaba una buena calidad, un sílex de textura fina. Hacía falta tiempo para desarrollar la percepción de que los nódulos de un sector eran mejores, más frescos, menos propensos a contener materiales extraños, que las piedras de otro sector. Tal vez algún día tendría un verdadero aprendiz que supiera apreciar como él esos detalles tan finos.
    Ayla pensaba que se había olvidado de ella mientras colocaba sus herramientas, examinaba cuidadosamente las piedras y, después, se quedaba con los ojos cerrados sujetando calladamente su amuleto. Se sorprendió cuando comenzó a hablar mediante gestos silenciosos.
    —Las herramientas que voy a hacer son muy importantes. Brun ha decidido que tenemos que cazar mamuts. En otoño, cuando las hojas hayan cambiado de color, viajaremos muy al norte para buscar al mamut. Habremos de tener mucha suerte para que la cacería tenga éxito; los espíritus deben favorecerla. Los cuchillos que voy a hacer serán utilizados como armas y los demás instrumentos para hacer armas especiales para la caza. Mog-ur hará un encantamiento poderoso para que resulte afortunada, pero antes que nada hay que hacer las herramientas. Si salen bien, será una buena señal.
    Ayla no estaba muy segura de si Droog se dirigía a ella o sólo exponía los hechos para tenerlos claros en su mente antes de comenzar. Eso la incitó a permanecer muy callada y no hacer nada que pudiera perturbar a Droog mientras trabajaba. Casi estaba esperando oírle decir que se fuera de allí, ahora que sabía la importancia de las herramientas que estaba a punto de comenzar.
    Lo que ella no sabía era que, desde el momento en que mostró la cueva a Brun, Droog estaba convencido de que llevaba la suerte consigo, y el que salvara la vida de Ona le había afirmado en su convencimiento. Pensaba en la extraña muchacha como en una insólita piedra o muela que uno recibiera de su tótem y llevara en su amuleto para darle suerte. No estaba seguro de que ella tuviera suerte sino únicamente de que la traía, y el que ella pidiera permiso para observarle en ese momento particular le pareció propicio. Con el rabillo del ojo observó que ella tocaba su amuleto en el momento en que él tomaba en la mano el primer nódulo. Aunque no se lo definía a sí mismo precisamente de esa manera, tuvo la impresión de que ella aportaba la suerte de su poderoso tótem a su tentativa, y la aceptó complacido.
    Droog estaba sentado en el suelo, con una piel curtida sobre su regazo, y tenía un nódulo de sílex en su mano izquierda. Tendió la mano hacia una piedra ovalada y la amasó hasta sentirla cómodamente en su mano. Había buscado durante mucho tiempo una piedra—martillo que tuviera el tacto y la resistencia exactos, y ésta había sido suya durante muchos años; las muchas mellas que ostentaba atestiguaban su largo servicio. Con la piedra—martillo quebró la cubierta exterior gris de caliza dejando a la vista el sílex de un gris oscuro; se detuvo para examinarlo con ojos críticos: la textura era correcta, el color conveniente, y no contenía otros materiales. Empezó a trazar toscamente el perfil del hacha con su mano. Las gruesas lascas que caían tenían aristas agudas; muchas serían utilizadas como instrumentos para cortar, tal como se habían desprendido de la piedra. La parte de cada lasca donde el martillo había golpeado el sílex presentaba un abultamiento que se iba afilando hacia un corte más delgado en el extremo opuesto, y cada pieza que se desprendía dejaba una cicatriz profunda y ondulada en el corazón del sílex.
    Droog dejó su martillo y cogió un fragmento de hueso. Apuntando cuidadosamente, golpeó el corazón del sílex muy cerca de la arista aguda y ondulada. El martillo de hueso, más suave y elástico, hizo saltar copos más largos y más delgados, con un bulbo de percusión más plano y aristas más rectas que se desprendían del corazón del sílex, y no rompía la arista delgada y aguda como lo habría hecho el martillo de piedra, más duro.
    Al cabo de unos momentos, Droog tenía en la mano el producto acabado. La herramienta vendría a tener unos diez centímetros de largo, una punta en un extremo con aristas rectas y cortantes, una sección transversal relativamente gruesa y unas caras suaves, con sólo unas facetas poco profundas allí donde las capas se habían desprendido. Podía sostenerse en la mano y servir para cortar madera, como un hacha, o para ahondar un tazón de madera en un trozo de tronco, como una azuela, o para desprender un trozo de marfil de mamut o para romper los huesos de animales al destazar su carne o para cualquiera de los muchos usos que tiene un instrumento cortante con el que se pueda golpear.
    Era una herramienta antigua; los antepasados de Droog llevaban milenios produciendo hachas de mano similares. Una forma más simple era una de las primeras herramientas que se hubiera ideado, y todavía resultaba útil. Revolvió el montón de lascas, recogiendo algunas para utilizarlas como hendedores, útiles para destazar y para cortar cueros duros. El hacha de mano era sólo un ejercicio de calentamiento. Droog volvió su atención hacia otro nódulo de sílex, uno que había escogido por su textura particularmente fina. Aplicaría a éste su técnica más avanzada, más difícil.
    El tallador de herramientas estaba ya más calmado, menos tenso, y dispuesto para la tarea siguiente. Puso entre sus piernas el hueso de pata de mamut, para usarlo como yunque, cogió el nódulo, lo colocó sobre la plataforma, asiéndolo firmemente. Entonces empuñó su martillo de piedra. Esta vez, al desprender la cubierta exterior gredosa, dio cuidadosamente forma a la piedra para que el núcleo de sílex que quedaba tomara más o menos una forma aplastada de huevo. La puso de costado y, tomando el martillo de hueso, desprendió esquirlas empezando desde arriba y trabajando desde la arista hacia el centro todo alrededor. Cuando hubo terminado, la piedra ovoide tenía una parte superior ovalada y plana.
    Entonces Droog se detuvo, puso sus dos manos alrededor de su amuleto y cerró los ojos. Se necesitaba una dosis de suerte, además de habilidad, para los siguientes pasos decisivos. Estiró los brazos, flexionó los dedos y cogió el martillo de hueso. Ayla contuvo la respiración. Él quería obtener una plataforma de golpeo para desprender una esquirla de un extremo de la parte superior ovalada y plana, que dejara una mella cuya superficie fuera perpendicular a la lasca que deseaba desprender. La plataforma de golpeo era necesaria para que la lasca se desprendiera limpiamente, con aristas afiladas. Examinó ambos extremos de la superficie ovalada, escogió una, apuntó con esmero, dio un fuerte golpe y suspiró al ver caer el trocito. Droog sostuvo el núcleo discoidal firmemente sobre el yunque y, calculando la distancia y el punto de impacto con exactitud, golpeó con el martillo de hueso la pequeña muesca que había hecho. Una lasca perfecta cayó, desprendiéndose del núcleo previamente liberado. Tenía una forma ovalada larga, aristas agudas, estaba más o menos aplanada por fuera, con una cara interior en forma de bulbo, y era ligeramente más gruesa en el extremo que había sido golpeado, afinándose hasta una sección delgada en el otro.
    Droog volvió a mirar el núcleo, le dio la vuelta y desprendió de un golpe otra esquirla para formar una plataforma, opuesta al extremo de la anterior plataforma de golpeo, y después desgajó otra lámina preformada. Al cabo de breves instantes, Droog había hendido seis lascas y descartado el extremo más ancho del núcleo de sílex. Todas tenían una forma ovalada y larga y tendían a afilarse en el extremo más fino formando una punta. Observó cuidadosamente las lascas y las puso en hilera, preparándolas para darles los toques finales que habrían de hacer de ellos los instrumentos que él quería. De una piedra que casi tenía las mismas dimensiones que la primera, con la que había hecho sólo un hacha, había sacado seis veces el filo de cortar merced a la nueva técnica, un filo cortante que podría convertirse en diversas herramientas útiles.
    Con una piedrecita redonda, ligeramente aplanada, Droog partió suavemente el corte afilado de un lado de la primera esquirla, para definir la punta, pero, sobre todo, para matar el lomo de manera que el cuchillo pudiera ser empleado sin cortar la mano del usuario; la retocó, no para afilar la arista, fina ya de por sí, sino para embotar el lomo y que se pudiera manejar sin producir dolor. Miró el cuchillo evaluándolo con mirada crítica, quitó unas cuantas laminillas más y entonces, satisfecho, lo dejó para ocuparse de la lasca siguiente. Siguiendo el mismo procedimiento, Droog confeccionó un segundo cuchillo.
    La siguiente lasca que cogió Droog era más grande, pues provenía del centro del núcleo ovoide. Una de las aristas era casi recta. Sosteniéndola contra el yunque, Droog aplicó presión con un huesecillo y desprendió un trocito de la arista de la hoja, luego unos cuantos más, dejando una serie de muescas en forma de V. Mató el lomo de la herramienta denticulada y volvió a mirar la sierra de dientes cortos que acababa de hacer; entonces asintió con un ademán y la dejó en el suelo.
    Empleando el mismo trozo de hueso, el tallador de herramientas retocó todo el filo de una esquirla más pequeña y redonda, dándole una forma convexa y creando así una herramienta robusta, de arista roma, que no se rompería fácilmente bajo la presión aplicada para rascar madera o cuero de animal y que no desgarraría las pieles. A otra esquirla le hizo una profunda muesca en forma de V en la arista cortante, especialmente útil para afilar las puntas de las lanzas de madera, y a la última —que salió con una punta aguda en el extremo delgado pero que tenía aristas algo onduladas en la hoja— le mató ambos lados, dejando la punta. La herramienta podía usarse como punzón para abrir orificios en el cuero o como perforador para hacer agujeros en el hueso o la madera. Todas las herramientas que hacía Droog eran para usarlas con la mano.
    Droog miró una vez más la serie de herramientas que acababa de fabricar y después hizo una seña a Ayla, que había estado observando con una atención extasiada. Le tendió el rascador y una de las lascas anchas y afiladas que se había desprendido mientras hacía el hacha.
    —Puedes quedarte con éstas. Las encontrarás útiles si vienes con nosotros a la cacería del mamut —indicó por medio de gestos.
    Los ojos de Ayla brillaban. Manejó las herramientas como si fueran el obsequio más valioso. Y lo eran. « ¿Será posible que me escojan para acompañar a los cazadores en la cacería del mamut?», se preguntaba. Ayla no era mujer aún y, generalmente, sólo las mujeres y los bebés que estuvieran criando acompañaban a los cazadores. Pero tenía la estatura de una mujer y ya había tomado parte en algunas pequeñas cacerías aquel verano. «Tal vez me escojan, ojalá; de veras, ojalá que sí», pensó.
    —Esta muchacha guardará las herramientas hasta la cacería del mamut. Si la escogen para acompañar a los cazadores, las usará por primera vez para el mamut que maten los cazadores —le dijo.
    Droog gruñó, después sacudió el cuero que tenía sobre las rodillas para quitar las laminillas y esquirlas de la piedra, colocó el yunque de pata de mamut, el martillo de piedra y el de hueso, y los retocadores de piedra y de hueso en medio, y los envolvió antes de asegurarlo todo con una cuerda. Entonces recogió los nuevos instrumentos y se dirigió al refugio que compartía con los demás miembros de su hogar. Ya había terminado su tarea del día, aunque no estaba muy avanzada la tarde. En muy poco tiempo había fabricado unas cuantas herramientas bien hechas y no quería abusar de su buena suerte.
    — ¡Iza, Iza! ¡Mira! Droog me las ha dado. Y me ha dejado mirar mientras las hacía —señaló Ayla con los símbolos que hacía Creb con una sola mano, sosteniendo cuidadosamente las herramientas en la otra, mientras se dirigía corriendo hacia la curandera—. Ha dicho que los cazadores iban a cazar el mamut en otoño, y que estaba fabricando las herramientas para que los hombres hicieran nuevas armas para ello. Y dijo que podrían serme útiles si voy con ellos. ¿Crees que podría lograr ir con ellos?
    —Pudiera ser, Ayla. Pero no sé por qué te entusiasmas tanto: será un trabajo muy duro. Hay que derretir toda la grasa, secar casi toda la carne, y no te imaginas cuánta carne y cuánta grasa hay en un mamut. Tendrás que viajar lejos y traerla toda a cuestas.
    — ¡Oh!, no me importa que sea un trabajo duro. Nunca he visto un mamut, excepto una vez a distancia, desde la sierra. Quiero ir. ¡Oh Iza, espero poder ir!
    —Es poco frecuente que el mamut venga tan al sur. Le gusta el frío, y aquí los veranos son demasiado calurosos. Pero no he comido carne de mamut desde hace tiempo. No hay nada mejor que un mamut bueno y tierno, ¡y tienen tanta grasa que se puede usar para tantas cosas!
    — ¿Crees que me llevarán, madre? —gesticuló Ayla presa de excitación.
    —Brun no me pone al tanto de sus proyectos, Ayla. Ni siquiera estaba enterada de que fueran a ir; sabes más de eso que yo —dijo Iza—. Pero no creo que Droog hubiera dicho nada si no existiera la posibilidad. Creo que te agradece que hayas salvado a Ona de ahogarse, y las herramientas y las noticias de la cacería son su manera de expresártelo. Droog es un hombre excelente, Ayla. Tienes suerte de que te considere merecedora de sus regalos.
    —Voy a guardarlas hasta la cacería del mamut, Le he dicho que si voy, las usaré entonces por primera vez.
    —Es una buena idea, Ayla, y era precisamente lo que tenías que decir.

    14

    La cacería del mamut, proyectada para principios del otoño, cuando las enormes bestias lanudas emigraban hacia el sur, era, en el mejor de los casos, una empresa arriesgada y tenía alborotado a todo el clan. Todas las personas fuertes y sanas estarían incluidas en la expedición hasta el extremo septentrional de la península, cerca de donde se unía a la tierra firme. Durante los días necesarios para viajar, destazar y conservar la carne, fundir la grasa y regresar a la cueva, se suspenderían las demás actividades cinegéticas. No había seguridad alguna de encontrar mamuts una vez que llegaran allí, y si los había, de que los cazadores tuvieran suerte. Sólo el hecho de que, si tenían éxito, una bestia gigante bastaría para sustentar al clan durante muchos meses, así como para proporcionarles una amplia reserva de grasa que tan esencial era para su existencia, hacía que mereciera la pena intentarlo.
    Los cazadores salieron de cacería muchas veces más de lo habitual a principios del verano, para almacenar carne suficiente con vistas al próximo invierno, si se mostraban prudentes. No podían permitirse el lujo de jugársela contando con un mamut sin haber recogido provisiones para la siguiente estación fría. Pero la próxima reunión del clan se celebraría dentro de dos años y durante aquel verano casi no se cazaría. Toda la temporada transcurriría en el viaje a la cueva del clan que era anfitrión de tan importante suceso, en la participación en el gran festival y en el regreso. La larga historia de tales reuniones había hecho comprender a Brun que el clan tenía que comenzar a hacer reservas de alimentos y provisiones con mucha anticipación para poder soportar el invierno siguiente a la reunión. Por esa razón había decidido salir a cazar el mamut. Con unas reservas adecuadas para el invierno venidero, además de una buena cacería de mamut, tendrían mucho adelantado. Carne seca, verduras, frutas y granos durarían fácilmente dos años una vez que hubieran sido convenientemente almacenados.
    No sólo existía una atmósfera de excitación debida a la próxima cacería, sino que se palpaba una corriente subterránea de superstición. El éxito de la cacería dependía tanto de la suerte, que se veían presagios en los incidentes más insignificantes. Todos tenían cuidado con la menor de sus acciones y se mostraban especialmente circunspecto con todo lo que se relacionara, aun remotamente, con los espíritus. Nadie quería ser causa de que un espíritu se enfureciera y trajera mala suerte. Las mujeres tenían todavía más cuidado al cocinar: una comida quemada podía ser un mal presagio.
    Los hombres celebraban ritos para cada fase de la planificación, haciendo súplicas fervientes para conciliarse a las fuerzas invisibles que los rodeaban, y Mog-ur estaba atareado produciendo encantamiento para la buena suerte y elaborando amuletos, generalmente con los huesos de la cueva pequeña. Todo lo que salía bien era considerado como un indicio favorable, y cada tropiezo constituía un motivo de preocupación. Todo el clan tenía los nervios a flor de piel, y Brun casi no descansó bien una sola noche desde el día en que tomó la decisión de cazar el mamut; había momentos en que casi lamentaba que se le hubiera ocurrido.
    Brun convocó una reunión con los hombres para estudiar quién iría y quién se quedaría en casa. Proteger el hogar era una cuestión importante.
    —He estado pensando en dejar en casa a uno de los cazadores —comenzó a decir el jefe—. Estaremos ausentes casi toda una luna, tal vez dos. Es mucho tiempo para dejar la cueva sin protección.
    Los cazadores evitaron la mirada de Brun; ninguno quería ser excluido de la cacería. Cada uno de ellos tenía miedo de que, si el jefe cruzaba la mirada con él, lo escogiera para quedarse.
    —Brun, vas a necesitar a todos tus cazadores —indicó Zoug—. Tal vez mis piernas no sean suficientemente rápidas para cazar el mamut pero mi brazo es todavía lo suficientemente fuerte para empuñar la lanza. La honda no es la única arma que puedo usar. La vista de Dorv' no es buena, pero sus músculos no son débiles y no está ciego. Toda vía puede usar un garrote o una lanza, por lo menos lo suficiente para proteger la cueva. Mientras tengamos encendido el fuego, ningún animal se acercará. No tienes que preocuparte por la cueva: podemos protegerla; ya tendrás bastante en que pensar con la caza del mamut. Claro está, a mí no me toca decidir, pero creo que deberías llevarte a todos los cazadores.
    —Estoy de acuerdo, Brun —agregó Dorv inclinándose hacia delante y entornando los ojos— Zoug y yo podemos proteger la cueva mientras estéis fuera.
    Brun miró a Zoug, a Dorv y otra vez a Zoug. No le seducía la idea de dejar en casa a ninguno de los cazadores. No quería hacer nada que pudiera reducir las posibilidades de éxito.
    —Tienes razón, Zoug —dijo finalmente Brun con gestos—. Sólo porque Dorv y tú no podáis cazar el mamut, no significa que no seáis lo suficientemente fuertes para proteger la cueva. Este clan tiene suerte de que ambos seáis todavía tan fuertes, y yo la tengo porque el que fue segundo—al—mando del jefe—antes—que—yo, todavía está con nosotros para permitirme disfrutar de su sabiduría, Zoug. —No hacía daño a nadie mostrando al viejo cuánto se le apreciaba.
    Los demás cazadores se tranquilizaron: ninguno de ellos quedaría excluido. Sentían lástima por los viejos que no podían participar en la gran cacería, pero agradecían que ellos se quedaran para cuidar la cueva. También se daba por sentado que Mog-ur no haría el viaje; no era cazador. Pero, en ocasiones, Brun había visto al viejo lisiado blandir su robusto cayado con bastante fuerza, para protegerse, y mentalmente agregó al mago a la custodia de la cueva. Desde luego, los tres juntos lo harían tan bien como un solo cazador.
    —Y ahora, ¿qué mujeres nos llevaremos? —preguntó Brun—. Ebra vendrá.
    —También Uka —agregó Grod—. Es fuerte y experta, y no tiene hijos pequeños.
    —Sí, Uka está muy bien —aprobó Brun—, y Ovra —dijo mirando a Goov. El ayudante asintió.
    — ¿Y Oga? —preguntó Broud—. Brac camina ya y pronto será destetado; no le quita mucho tiempo a su madre.
    —No veo por qué no —dijo finalmente Brun, después de reflexionar un momento—. Las demás mujeres pueden ayudar a cuidarlo, y Oga trabaja bien. Podrá sernos útil.
    Broud se vio complacido; le gustaba saber que el jefe tenía buena opinión de su compañera; era un reconocimiento de lo bien que él la había adiestrado.
    —Algunas mujeres tendrán que quedarse con los niños —señaló Brun—. ¿Qué hacemos con Ika y Aga? Igra y Groob son todavía pequeños para viajar tan lejos.
    —Iza y Aba pueden vigilarlos —propuso Crug—. Uba no molesta ya mucho a Ika. —La mayoría de los hombres preferían llevar a sus compañeras cuando se trataba de una larga cacería; así no tenían que depender de la compañera de otro hombre para atenderlos.
    —Ika, no sé —comentó Droog—, pero creo que Aga preferiría quedarse esta vez. Tres de los niños son suyos, y aunque se lleve a Groob, sé que Ona la echaría de menos. A Vorn le gustaría venir con nosotros.
    —Creo que Iza y Aga deben quedarse —decidió Brun—, y también Vorn. No tendrá nada que hacer, no es suficientemente mayor para cazar y no le gustaría ayudar a las mujeres, especialmente si no está su madre para obligarle. Habrá otras cacerías de mamut para él.
    Mog-ur no había tomado la palabra aún, pero le pareció el momento de hacerlo.
    —Iza está demasiado débil para ir y tiene que quedarse para cuidar a Uba, pero no hay razón para que no vaya Ayla.
    —Ni siquiera es mujer —objetó Broud— y, además, tal vez no les guste a los espíritus que venga la extraña con nosotros.
    —Es más alta que una mujer y tan fuerte como cualquiera de ellas —repuso Droog—. Trabajadora, hábil con las manos, y los espíritus la favorecen. ¿Te olvidas de la cueva? ¿Y de Ona? Yo creo que nos traería suerte.
    —Droog tiene razón. Trabaja rápidamente y es tan fuerte como una mujer. No tiene niños de quienes preocuparse y ha tenido algún adiestramiento como curandera. Eso podría ser útil, aunque si Iza estuviera más fuerte preferiría llevármela a ella. Ayla vendrá con nosotros —expresó Brun con un gesto de decisión.
    Ayla estaba tan emocionada cuando se enteró de que iba a la cacería del mamut, que no podía estarse quieta. Atosigaba a Iza con preguntas acerca de lo que debería llevar consigo, y preparó una y otra vez su canasta en los días anteriores a la salida.
    —No debes llevar demasiadas cosas, Ayla. Tu carga será muchísimo más pesada cuando vuelvas, si la caza es buena. Pero tengo para ti algo que quiero que te lleves. Acabo de hacerlo.
    Lágrimas de felicidad brotaron de los ojos de Ayla al ver la bolsa que le tendía Iza. Estaba hecha con la piel entera de una nutria, curtida con la piel, cabeza, cola y pies, todo ello intacto. Iza le había pedido una a Zoug, y la había tenido escondida en el hogar de Droog; Aga y Aba eran partícipes de la sorpresa.
    — ¡Iza! ¡Mi propia bolsa de medicinas! —exclamó Ayla, y abrazó a la mujer.
    Inmediatamente se sentó y sacó todas las bolsitas y los paquetes como lo había visto hacer a Iza tantas veces, poniéndolos en hileras. Abrió cada uno de ellos y olisqueó su contenido; después volvió a atarlos con los mismos lazos con que habían estado anudados originalmente.
    Era difícil distinguir entre muchas hierbas y raíces sólo por el olor, aunque las que eran particularmente peligrosas estaban a menudo mezcladas con una hierba inocua pero de fuerte olor, para evitar que fueran usadas indebidamente por accidente. El sistema real de clasificación consistía en el tipo de cuerda o correa que cerraba las bolsas y una combinación intrincada de nudos. Ciertas clases de remedios vegetales iban amarradas con cuerdas hechas con crin de caballo, otras con pelo de bisonte o de cualquier otro animal cuya pelambre tuviera una textura o un olor distintivo, otras iban atadas con tripas o cuerdas trenzadas con lianas o cortezas fibrosas, y algunas con correas de cuero. La memorización de los usos de una planta en particular radicaba en parte en saber qué tipo de cuerda y qué sistema de nudos se utilizaban para cerrar la bolsita en que se guardaba.
    Ayla colocó nuevamente los paquetitos en su bolsa de medicinas y se la colgó de la cintura, con expresión admirativa. Se la quitó y la puso cerca de la canasta, junto con las grandes bolsas que se emplearían para traer la carne del mamut que esperaban conseguir. Todo estaba dispuesto. El único problema que preocupaba a Ayla era qué iba a hacer con su honda. No podría usarla, pero tenía miedo de dejarla en la cueva y que la encontrara Iza o Creb. Pensó en esconderla en el bosque, pero algún animal podría desenterrarla y su exposición a la intemperie la arruinaría. Finalmente decidió llevársela, pero la tendría muy escondida en un pliegue de su manto.
    Era todavía noche cerrada cuando el clan se levantó el día de la marcha de los cazadores. Las hojas multicolores estaban empezando a mostrar sus verdaderos colores según se iba iluminando el cielo mientras se ponían en marcha. Pero al trasponer la sierra al este de la cueva, el brillo radiante del sol naciente bañó el horizonte, iluminando la vasta llanura de pastos verdes que había al pie con un intenso resplandor dorado. Bajaron en tropel las laderas boscosas de los contrafuertes y llegaron a la estepa cuando el sol estaba todavía bajo. Brun impuso un paso rápido, casi tanto como cuando los hombres salían solos. Las mujeres llevaban cargas ligeras, pero como no estaban acostumbradas a viajar aprisa, tenían que esforzarse para no quedarse atrás.
    Caminaron de sol a sol, cubriendo una distancia mucho mayor en un solo día que cuando todo el clan andaba en busca de una nueva caverna. No cocinaban, sólo hervían agua para hacer las infusiones, y no se exigía mucho de las mujeres. No se cazaba durante el viaje; todos comían los alimentos que solían llevar los hombres cuando salían a cazar: carne seca molida para formar un tosco alimento, mezclado con grasa derretida y limpia, y fruta en forma de pastelillos. El alimento de viaje, altamente concentrado, satisfacía ampliamente sus necesidades alimentarias.
    Hacía frío en la pradera descubierta barrida por los vientos, y el frío fue aumentando rápidamente a medida que avanzaban hacia el norte. Aun así, a poco de ponerse en marcha por las mañanas, se quitaban algo de ropa. Su paso les hacía entrar rápidamente en calor, y sólo cuando se detenían brevemente para descansar se daban cuenta de la temperatura inclemente. Los dolores musculares de los primeros días, especialmente los de las mujeres, pronto desaparecieron a. medida que sus piernas fueron adquiriendo ritmo y fortaleciéndose al caminar. El terreno de la parte septentrional de la península era más áspero. Las mesetas anchas y planas desaparecieron repentinamente para dejar lugar a barrancos escarpados o abruptos riscos que los cerraban: resultado de estruendosos cataclismos en la violenta tierra de épocas pasadas que se sacudía las prisiones de piedra caliza. Estrechos cañones estaban encerrados entre paredes rocosas hendidas, algunos de los cuales terminaban donde se unían las murallas; otros estaban cubiertos con los restos de rocas enormes, desprendidas de los baluartes circundantes. Otros canalizaban ríos ocasionales, desde arroyos estacionales hasta torrentes. Sólo cerca de los ríos crecían pinos retorcidos, alerces y abetos, rodeados muy de cerca por abedules y sauces encanijados, poco más que arbustos, que venían a romper la monotonía de la estepa herbosa. En los pocos casos en que una barranca se abría hacia un valle irrigado, protegido contra el incesante y fuerte viento, y con humedad suficiente, las coníferas y los árboles deciduos de hoja pequeña se acercaban más a sus verdaderas proporciones.
    El viaje se realizó sin contratiempos. Viajaron con paso rápido y regular durante diez días antes de que Brun empezara a enviar exploradores que recorrieran la región circundante, lo cual entorpeció su avance durante los días siguientes. Estaban cerca del ancho istmo; si habían de encontrar mamuts, tendrían que empezar a verlos muy pronto.
    La partida de cazadores se detuvo junto a un pequeño río. Brun envió a Broud y Goov a primera hora de la tarde; estaba a corta distancia de los demás, mirando hacia donde se habían ido. Tendría que tomar pronto una decisión en cuanto a acampar junto al río o proseguir, antes de detenerse a pasar la noche. Las sombras del atardecer estaban alargándose, y si los dos jóvenes no volvían pronto, la decisión se tomaría automáticamente. Entornó los ojos de cara al viento del este que azotaba su largo manto de piel alrededor de sus piernas y le pegaba la enmarañada barba al rostro.
    A lo lejos le pareció ver movimientos; mientras esperaba, las siluetas de dos hombres que corrían se hicieron cada vez más claras. Sintió una súbita punzada de excitación. Quizá fuera intuición o tal vez una percepción sensitiva por la manera que tenían de correr. Al ver la silueta solitaria, apretaron más aún su paso, agitando los brazos. Brun la sabía mucho antes de oír sus voces.
    — ¡Mamuts! ¡Mamuts! —gritaban los dos, sin aliento, mientras corrían hacia el grupo. Todos rodearon atropelladamente a los entusiasmados exploradores.
    —Una manada grande, hacia el este —gesticuló Broud excitadísimo.
    — ¿A qué distancia? —preguntó Brun.
    Goov señaló hacia arriba y después giró su brazo trazando un corto arco: «a unas cuantas horas», era lo que significaba la señal.
    —Indicad el camino —ordenó Brun con un gesto, y después hizo señas a los demás de que le siguieran. Quedaban suficientes horas de luz para acercarse más a la manada.
    El sol bajaba rápidamente al encuentro del horizonte cuando la partida de caza divisó la oscura mancha en movimiento a lo lejos. «Es una gran manada», pensó Brun, y ordenó que hicieran alto. Tendrían que arreglárselas con el agua que traían de la parada anterior; era demasiado tarde para buscar un río. Por la mañana podrían encontrar un lugar mejor donde acampar. Lo importante era que habían encontrado mamuts; ahora, todo dependía de los cazadores.
    Después de que el grupo se trasladó a un nuevo campamento junto a un arroyo sinuoso definido por una doble hilera de maleza enmarañada a lo largo de cada orilla, Brun se llevó a sus cazadores para estudiar las posibilidades. No se podía perseguir a un mamut igual que a un bisonte; había que idear una táctica distinta para cazar a los lanudos paquidermos. Brun y sus hombres exploraron las barrancas y cañones próximos. Estaba buscando una formación particular, un cañón cerrado que se fuera estrechando hacia un angosto desfiladero a cuyos lados se amontonaran rocas hasta cerrar uno de los extremos, no demasiado lejos de la manada que se desplazaba con lentitud.
    Al comienzo del segundo día, Oga se sentó muy nerviosa enfrente de Brun, con la cabeza inclinada, mientras Ovra y Ayla esperaban ansiosas detrás de ella.
    — ¿Qué quieres, Oga? —señaló Brun después de tocarle el hombro.
    —Esta mujer quisiera pedir algo —comenzó, vacilando.
    — ¿Sí?
    —Esta mujer nunca ha visto un mamut. Tampoco Ovra ni Ayla. ¿Nos permitiría el jefe acercarnos para verlos mejor?
    — ¿Y Ebra y Uka? ¿No quieren también ver un mamut?
    —Dicen que para cuando hayamos terminado estarán hartas de ver mamuts. No desean ir —respondió Oga.
    —Son mujeres juiciosas, pero es que, además, ya han visto anteriormente mamuts. Estamos a favor del viento; no alertará a la manada si no os acercáis demasiado y no tratéis de rodearla.
    —No nos acercaremos —prometió Oga.
    —No, creo que cuando los veáis no querréis acercaros. Sí, podéis ir —decidió el jefe.
    «No perjudicará nada que las jóvenes hagan una pequeña excursión —se dijo—. Ahora tienen poco que hacer y estarán más que atareadas después... si los espíritus nos favorecen.»
    Las tres se sentían excitadísimas ante la idea de su aventura. Había sido Ayla la que convenció finalmente a Oga para que lo solicitara, aunque todas habían tratado el asunto. La cacería las había aproximado más que cuando estaban en la cueva y les daba la oportunidad de conocerse mejor unas a otras. Ovra, que era callada y reservada por naturaleza, había considerado siempre a Ayla como una niña y nunca había buscado su compañía. Oga no propiciaba precisamente las relaciones sociales, pues sabía lo que Broud pensaba de ella, y ninguna de las jóvenes encontraba mucho en común con Ayla. Eran mujeres apareadas, adultas, dueñas de los hogares de sus hombres; Ayla era todavía una niña y no tenía las mismas responsabilidades.
    Sólo aquel verano, cuando Ayla adquirió casi posición de adulta y comenzó a acompañar a las partidas de caza, comenzaron las mujeres a considerarla como algo más que una chiquilla, y especialmente durante la expedición para ir a cazar el mamut. Ayla era más alta que cualquiera, lo cual le daba aspecto de adulta, y en la mayoría de los aspectos era tratada por los cazadores como si fuera ya mujer. Crug y Droog en particular recurrían a ella; sus compañeras se habían quedado en la cueva y Ayla no estaba apareada. No tenían que solicitar nada por intermedio de otro hombre ni con permiso de nadie, por mucha confianza que hubiera en pedir o en conceder. Debido al interés común de la caza, se estableció entre las tres hembras más jóvenes una relación más amistosa. Las relaciones más estrechas de Ayla habían sido anteriormente con Iza, Uba y Creb, y ahora disfrutaba el calor recién descubierto de la amistad con las mujeres.
    Poco después de que salieran los hombres por la mañana, Oga dejó a Brac con Ebra y Uka, y las tres jóvenes echaron a andar. Fue un paseo agradable. Pronto se pusieron a conversar animadamente con rápidos movimientos de manos y palabras enfáticas. Al acercarse a los animales, la conversación decayó y finalmente cesó por completo. Las tres se detuvieron contemplando, boquiabiertas, a las enormes criaturas.
    Los mamuts lanudos estaban bien adaptados al rudo clima periglacial de su frío entorno. Sus gruesas pieles estaban protegidas por un forro denso de pelos suaves y una cubierta de pelos ásperos, largos, de un moreno rojizo, de hasta cincuenta centímetros de largo. Además, estaban aislados por una capa de grasa subcutánea de unos ocho centímetros. El frío había provocado también modificaciones en su estructura física. Eran compactos en relación con los demás de su especie y medían un promedio de tres metros de alto hasta la cruz. Sus enormes cabezas, grandes en proporción con su estatura general y casi la mitad de largas que el tronco, se erguían por encima de los hombros en forma de cúpula puntiaguda. Sus orejas eran pequeñas, sus rabos cortos y sus trompas relativamente cortas, con sus dedos al final, uno arriba y otro abajo. De perfil, presentaban una profunda depresión en la cerviz, entre la cabeza puntiaguda y una alta joroba de grasa acumulada en la cruz. Sus lomos se inclinaban abruptamente hasta la pelvis y las patas traseras, algo más cortas. Pero lo más impresionante eran sus largos colmillos arqueados.
    — ¡Mira ése! —señaló Oga, llamando la atención sobre un viejo macho. Sus colmillos de marfil, nacidos uno junto a otro, se encorvaban fuertemente hacia abajo, ondeaban hacia fuera, hacia arriba y después hacia dentro, cruzándose por delante y prolongándose hasta unos cinco metros en total.
    El mamut estaba arrancando matas de hierba, plantas y juncias con su trompa e introduciendo el forraje duro y seco en la boca, donde lo desmenuzaba con unos molares tan eficaces como limas. Un animal más joven, cuyos colmillos no eran tan largos pero igualmente útiles, arrancó un alerce y comenzó a despojarlo de ramas y corteza.
    — ¡Qué grandes son! —indicó Ovra con un escalofrío—. No creí que un animal pudiera ser tan grande. ¿Cómo es posible que puedan matar a uno de ellos? Ni siquiera pueden darle alcance con la lanza.
    —No lo sé —respondió Oga igualmente impresionada.
    —Casi preferiría no haber venido —dijo Ovra—. Será una cacería peligrosa. Alguien puede resultar herido. ¿Qué haría yo si le pasara algo a Goov?
    —Brun debe tener un plan —manifestó Ayla—. No creo que pensase siquiera en cazarlos de no estar seguro de que los hombres podrían hacerlo. Ojalá pudiera yo mirar –concluyó melancólicamente.
    —Pues yo no —dijo Oga—. No quiero ni estar cerca. Me alegraré cuando todo haya concluido.
    Oga recordaba que el compañero de su madre había sido muerto en un accidente de caza, justo antes del terremoto que mató a su madre. Era consciente de los peligros que corrían, por muy bueno que fuera el plan.
    —Creo que deberíamos regresar ahora —dijo Ovra—. Brun no quería que nos acercáramos demasiado. Me parece que estamos demasiado cerca.
    Las tres jóvenes dieron media vuelta; Ayla se volvió varias veces mientras se alejaban a toda prisa. Iban más calladas al regresar, cada una de ellas sumida en sus reflexiones y sin muchos ánimos para seguir charlando.
    Cuando regresaron los hombres, Brun ordenó que, tan pronto como los hombres salieran a la mañana siguiente, las mujeres levantaran el campamento y se apartaran. Había encontrado el lugar adecuado, cazarían por la mañana, y quería que las mujeres estuvieran lejos. Había visto el cañón la víspera, muy temprano. Era el punto ideal, pero demasiado alejado de la manada. Consideró como un presagio particularmente bueno que la manada, que ahora avanzaba lentamente hacia el suroeste, hubiera vagado, al terminar el segundo día, suficientemente cerca como para que el lugar pudiera ser aprovechado.
    Una nieve ligera, seca y pulverizada, impelida por ráfagas de viento del este, saludó a la partida de caza mientras cada quien se desprendía de sus pieles de dormir y sacaba la nariz de las tiendas bajas. El triste cielo gris, ocultando al brillante sol que iluminaba el planeta, no logró abatir el entusiasmo. Ese día iban a cazar mamuts. Las mujeres se apresuraron a preparar el té; como atletas finamente entrenados para el deporte, los cazadores no iban a ingerir nada más. Batían sus pies en el suelo, lanzando al aire sus lanzas en disparos de ensayo, para estirar y aflojar los músculos tensos. La tensión que proyectaban llenaba de excitación el aire.
    Grod sacó un carbón ardiendo y lo guardó en el cuerno de uro que llevaba sujeto a la cintura. Goov cogió otro. Se envolvieron en pieles. No los mantos pesados que solían llevar por encima, sino prendas más ligeras que no les coartaran los movimientos. Ninguno de ellos sentía el frío: estaban demasiado excitados. Brun repasó rápidamente el plan por última vez.
    Los hombres cerraron los ojos y agarraron sus amuletos; recogieron una antorcha apagada que habían preparado la noche anterior y se pusieron en marcha. Ayla los vio alejarse, luchando por atreverse a seguirlos. Después se reunió con las mujeres, que habían empezado a recoger hierba seca, bosta, broza y leña para el fuego antes de levantar el campamento.
    Los hombres dieron rápidamente alcance a la manada. Los mamuts habían comenzado ya a ponerse en marcha, después de haber descansado de noche. Los cazadores se agazaparon entre las altas hierbas en espera de que Brun examinara a los animales que desfilaban delante de ellos. Vio al viejo macho con los enormes colmillos retorcidos; sería magnífico, se dijo, pero la descartó: tendrían que recorrer una larga distancia hasta la cueva, y los enormes colmillos pesarían demasiado, retrasándoles innecesariamente. Los colmillos de un animal más joven serían más fáciles de transportar y, además, su carne estaría más tierna. Eso era más importante que la gloria de ostentar enormes defensas.
    Sin embargo, los machos jóvenes eran más peligrosos. Sus cortos colmillos no eran sólo útiles para arrancar árboles sino que constituían armas muy efectivas. Brun esperó calmadamente. No había hecho tantos preparativos y un viaje tan largo para apresurarse ahora. Sabía la que estaba buscando y prefería tener que regresar al día siguiente antes que poner en peligro sus posibilidades de éxito. Los demás cazadores también esperaban, aunque no todos con igual paciencia.
    El sol naciente había calentado el sombrío cielo encapotado y dispersado las nubes. Dejó de nevar y los rayos brillantes aparecieron entre los espacios abiertos.
    — ¿Cuándo pensará dar la señal? —preguntó por señas silenciosas Broud a Goov—. Mira qué alto está ya el sol. ¿Por qué salir tan temprano si vamos a quedarnos aquí parados? ¿Qué está esperando?
    Grod sorprendió los gestos de Broud.
    —Brun espera el momento preciso. ¿Qué prefieres: volver con las manos vacías o esperar un poco? Ten paciencia, Broud, y aprende. Algún día te tocará a ti decidir cuándo habrá llegado el momento. Brun es un buen jefe y un buen cazador. Hace falta algo más que arrojo para ser jefe.
    A Broud no le hizo mucha gracia el sermón de Grod. «No será mi segundo—al—mando cuando yo sea jefe —pensó—. De todos modos, se está haciendo viejo.» El joven cambió de postura, se estremeció un poco bajo una fuerte ráfaga de viento y se dispuso a esperar.
    Ya estaba alto el sol cuando Brun, con un ademán, dio la señal de que se prepararan. Cada uno de los cazadores sintió una punzada aguda de excitación. Una hembra, preñada, se encontraba cerca de la periferia de la manada, alejándose aún más. Era bastante joven, pero dado el largo de sus defensas, su embarazo no era seguramente el primero: estaba ya bastante avanzado, lo que la hacía más lenta. No sería tan rápida y ágil y la carne del feto sería un bocado suculento.
    La hembra vio una mata de hierba que el resto no había visto aún y avanzó; por un instante permaneció sola, un animal solitario alejado de la protección de la manada. Era el momento que había estado esperando Brun: dio la señal.
    Grod tenía preparada la brasa y una antorcha. En el momento en que Brun dio la señal, acercó la antorcha a la brasa y sopló hasta que se encendió lanzando llamas. Droog encendió otras dos con la primera y tendió una a Brun. Los tres cazadores más jóvenes se habían abalanzado hacia el cañón en cuanto vieron la señal. Su papel comenzaría después. Tan pronto como estuvieron encendidas las antorchas, Brun y Grod echaron a correr detrás de la hembra y prendieron fuego a la hierba seca de la pradera.
    Los mamuts adultos no tienen enemigos naturales —sólo los muy jóvenes y los muy viejos podían ser presas de cualquier depredador—, excepto el hombre. Pero temían al fuego. A veces, los incendios de la pradera debidos a causas naturales ardían furiosamente durante días enteros, destruyéndolo todo a su paso; un incendio provocado por el hombre no era menos devastador. Tan pronto como sintió el peligro, la manada cerró filas instintivamente. El fuego tenía que prender rápidamente para impedir que la hembra se reuniera con los demás, y Brun y Grod se encontraban entre ella y la manada, de manera que podrían ser barridos por una carga de cualquiera de los dos lados o atrapados en una estampida de las bestias gigantescas.
    El olor del humo convirtió a los animales que pacían tranquilamente en un tumulto de ruidosa confusión. La hembra se volvió hacia la manada, pero era ya demasiado tarde: una muralla de fuego se había interpuesto. Barritó pidiendo ayuda, pero las llamas, atizadas por el enérgico viento del este, habían convergido hacia los animales, que giraban sobre sí mismos presas del desconcierto; ya empezaban a correr hacia el oeste, esforzándose por alejarse de las llamaradas que ganaban terreno velozmente. El incendio de la pradera estaba fuera de control, pero eso no preocupaba mucho a los hombres; el viento llevaría la destrucción lejos del lugar al que pensaban dirigirse.
    La hembra, gritando de espanto, se abalanzó, presa del pánico, hacia el este. Droog esperó hasta ver que las llamas habían prendido, y entonces se apartó corriendo. Al ver que la hembra iniciaba su carga, se abalanzó hacia la bestia confundida y espantada, dando gritos y blandiendo su antorcha, desviándola hacia el sureste.
    Crug, Broud y Goov, los más jóvenes y rápidos cazadores, estaban corriendo delante de ella todo lo aprisa que podían. Tenían miedo de que la frenética hembra pudiera adelantárseles a pesar de la ventaja que llevaban. Brun, Grod y Droog corrían tras ella, tratando de seguir su paso y con la esperanza de que no cambiara de rumbo. Pero una vez que se lanzó, la bestia colosal cargó ciegamente hacia delante.
    Los tres jóvenes cazadores alcanzaron el cañón cerrado; Crug se dio media vuelta. Broud y Goov se detuvieron en la muralla meridional. Nervioso y sin aliento, Goov sacó el cuerno de uro rogando silenciosamente a su tótem que la brasa no estuviera apagada. No lo estaba, pero a ninguno de ellos le quedaba suficiente resuello para soplar y encender la antorcha; el fuerte viento vino en su ayuda. Cada uno de ellos encendió dos antorchas, sosteniendo una en cada mano, y se apartaron de la muralla tratando de adivinar por dónde se acercaría la hembra de mamut. No esperaron mucho: con una oración silenciosa a sus tótems mientras el gigantesco animal, aterrorizado y barritando, se precipitaba hacia ellos, los valientes jóvenes corrieron frente a él blandiendo por delante antorchas humeantes. A ellos correspondía la tarea difícil y peligrosa de hacer entrar en el cañón al animal petrificado por el pánico.
    El atemorizado paquidermo, que ya corría para alejarse del fuego y se encontraba ahora por delante con el olor a humo, buscó una salida. Virando bruscamente, galopó cañón adentro con Broud y Goov tras sus pisadas. La bestia bramaba al avanzar a galope a través del cañón, llegar al angosto desfiladero y encontrar su paso cerrado. Incapaz de avanzar o de virar en el estrecho tramo, barritó su frustración.
    Broud y Goov seguían corriendo sin aliento. Broud llevaba un cuchillo en la mano, un cuchillo que Droog había elaborado cuidadosamente y que Mog-ur había encantado. Brincando rápida y temerariamente, Broud se abalanzó contra su pata trasera izquierda y le cortó los tendones con la afilada hoja; un grito estridente de dolor cortó el aire. La bestia no podía avanzar y ahora tampoco podía retroceder. Goov siguió a Broud e hizo lo mismo en la pata derecha. La bestia colosal cayó de rodillas.
    Entonces Crug saltó desde detrás de la roca frente al mamut vacilante que barritaba su agonía, y hundió su lanza larga y afilada en la boca abierta. Instintivamente, el animal intentó atacar y cubrió de sangre al hombre desarmado; pero no siguió desarmado mucho tiempo. Había otras lanzas almacenadas detrás de las rocas. Mientras Crug se volvía en busca de otra lanza, Brun, Grod y Droog llegaban al cañón y corrían hacia su extremo cerrado, brincando sobre las rocas a ambos lados de la enorme hembra preñada. Hundieron sus lanzas en la bestia herida casi a un mismo tiempo. La de Brun penetró en uno de sus ojos, bañándole de rojo caliente. El animal se tambaleó. Con su último soplo de vida, el mamut lanzó un grito desafiante y cayó derribado.
    Lentamente los hombres agotados empezaron a hacerse cargo de la situación; en el silencio repentino, se miraron unos a otros. Sus corazones palpitaban más fuerte con una nueva clase de excitación. Un anhelo primitivo, impreciso, que tenían adentro salió haciendo explosión en sus bocas con un grito de victoria. ¡Lo habían logrado! ¡Habían matado al poderoso mamut!
    Seis hombres, inmensamente débiles por comparación, haciendo uso de su habilidad, inteligencia, cooperación y osadía, habían matado a la gigantesca criatura a la que ningún otro depredador podía vencer. Por muy rápido o fuerte o astuto que fuera, ningún cazador cuadrúpedo podía igualar su hazaña. Broud brincó sobre la roca junto a Brun y se dejó caer sobre el animal derribado. Al instante estaba Brun a su lado, dándole golpes afectuosos en el hombro; después sacó su lanza del ojo del mamut y la alzó. Los otros cuatro se reunieron rápidamente con ellos y, moviéndose al ritmo de los latidos de sus corazones, brincaron y bailaron de gozo sobre el lomo de la bestia enorme.
    Entonces Brun saltó a tierra y rodeó al animal, que casi llenaba el angosto espacio. «Ninguno de los hombres ha sido herido —pensó—. Ninguno de ellos tiene siquiera un arañazo. Ha sido una cacería muy afortunada. Nuestros tótems deben de estar contentos con nosotros.»
    —Debemos hacer saber a los espíritus que estamos agradecidos —anunció a los hombres—. Cuando regresemos, Mog-ur celebrará una ceremonia muy especial. Por ahora nos llevaremos el hígado; cada uno tendrá su parte, y llevaremos un trozo también para Zoug, Dorv y Mog-ur. El resto será para el Espíritu del Mamut, es lo que me ha dicho Mog-ur que debemos hacer. Lo enterraremos donde cayó, junto con el hígado del pequeño mamut que lleva dentro. Y Mog-ur dijo que no debemos tocar la sesera, que debe quedarse donde está para que el Espíritu la guarde. ¿Quién asestó el primer golpe, Broud o Goov?
    —Lo dio Broud —respondió Goov.
    —Entonces Broud tendrá el primer trozo de hígado, pero la muerte es obra de todos.
    Broud y Goov fueron enviados en busca de las mujeres. En un derroche repentino de energías, los hombres habían terminado con su tarea. Ahora les tocaba el turno a las mujeres. A ellas les correspondía el tedioso trabajo de destazar y conservar. Los hombres que se habían quedado allí esperándolas destriparon a la enorme hembra y sacaron el feto, que casi había llegado a término. Al llegar las mujeres, los hombres ayudaron a despellejar al animal. Era tan grande que fue necesario el esfuerzo de todos. Las partes predilectas fueron escogidas, cortadas y guardadas en escondites de piedra para que se congelaran. Se prendieron hogueras alrededor del resto, en parte para evitar que se helaran y en parte para mantener a raya a los inevitables animales que se alimentaban de carroña, atraídos por el olor a sangre y carne cruda.
    La partida de caza, cansada pero feliz, se dejó caer en sus lechos de pieles calientes, después de su primera comida de carne fresca desde el principio del viaje. Por la mañana, mientras los hombres se reunían para vivir una vez más la cacería excitante y admirar mutuamente su valor, las mujeres pusieron manos a la obra. Había un río cerca, pero bastante lejos del cañón, lo que constituía un inconveniente. Una vez que hubieron dividido toda la carne en trozos grandes, se trasladaron más cerca del río, dejando la mayor parte de los huesos, con algunos trozos de carne pegados, para las aves rapaces y los carnívoros merodeadores, pero no mucho más.
    El clan aprovechaba prácticamente todas las partes del animal. El rudo cuero del mamut podía servir para calzar los pies —era más fuerte y duradero que la piel de otros animales—, hacer cortavientos para la entrada de la cueva, ollas, correas fuertes para las ataduras y refugios al aire libre. La capa de pelos suaves podía curtirse y convertirse, una vez macerada a golpes, en una especie de fieltro, empleado para rellenar almohadas o colchones, incluso como absorbente para pañales de los niños. Los pelos largos eran retorcidos para formar cuerdas sólidas, así como los tendones y las tripas para hacer cordeles resistentes; la vejiga, el estómago y los intestinos servirían como recipientes para agua, ollas para sopa, almacenamiento de alimentos y también para prendas impermeables. Se desaprovechaba muy poco.
    No sólo se aprovechaba la carne y otras partes, sino que la grasa era particularmente esencial. Aportaba las calorías necesarias para satisfacer sus necesidades energéticas, lo cual comprendía el calor metabólico en invierno así como una vigorosa actividad durante las estaciones más calurosas; se empleaba como apresto para curtir cueros, puesto que muchos de los animales que mataban —venados, caballos, uros, que se apacentaban en la sierra, y bisontes, conejos y aves— eran esencialmente magros; proporcionaba combustible para las lámparas de piedra, que aportaban un elemento de calor a la vez que luminoso; se empleaba para impermeabilizar y como excipiente para ungüentos, bálsamos y emolientes; también podía servir como combustible para guisar cuando no había otra cosa. Tenía muchísimos usos la grasa.
    Diariamente, mientras las mujeres trabajaban, observaban el cielo. Si el tiempo se mantenía despejado, la carne se secaría más o menos en siete días con ayuda de los vientos que soplaban sin cesar. No era necesario hacer fuegos que humearan —hacía demasiado frío para que las moscas azules echaran a perder la carne—, lo cual era mucho mejor. El combustible escaseaba mucho más en la estepa que en las laderas boscosas de su cueva o incluso en las estepas más cálidas del sur, que tenían más árboles. Con nublados intermitentes, cielo encapotado o precipitación pluvial, podría necesitarse tres veces más tiempo para secar las delgadas tiras de carne. La nieve ligera y pulverizada que impelían los vientos tempestuosos no constituía mucho problema; sólo si la temperatura se elevaba anormalmente y se cargaba de humedad habría que interrumpir el trabajo. Esperaban que el tiempo se mantuviera seco, claro y frío. La única manera en que se podían trasladar a la cueva las montañas de carne era secándolas antes de emprender la marcha.
    La piel pesada y velluda, con su gruesa capa de grasa y de vasos sanguíneos conjuntivos, nervios y folículos, fue raspada hasta quedar limpia. Gruesos trozos de grasa endurecida para congelación fueron colocados en una olla grande de piel, puesta sobre una hoguera, y la grasa derretida vertida en trozos de intestino limpio, atados previamente como si fueran gruesas salchichas de grasa. El cuero, con sus pelos, fue cortado en fragmentos más manejables y enrollado muy apretado, antes de que se congelara, para facilitar su transporte. Más adelante, en invierno, en la cueva, sería pelado y curtido. Las defensas fueron quebradas y orgullosamente exhibidas en el campamento. También se las llevarían.
    Durante los días en que las mujeres trabajaban, los hombres cazaban presas pequeñas o vigilaban desganadamente. Acercarse al río había permitido evitar un inconveniente, pero había otro que no podía remediarse: los carnívoros que se alimentaban con carroña se sentían atraídos por el olor de la matanza y seguían a los hombres a su nuevo campamento. Las tiras de carne colgadas en tendederos de cuerda y correa tenían que ser vigiladas constantemente. Una enorme hiena moteada era algo más que perseverante; la habían perseguido muchas veces, pero seguía acechando en las proximidades del campamento, eludiendo los poco animados esfuerzos de los hombres para matarla. La criatura de mirada feroz era suficientemente hábil para apoderarse de un bocado de carne de mamut varias veces al día. Era un fastidio.
    Ebra y Oga estaban cortando a toda prisa el último de los enormes trozos de carne en finas tiras para ponerlas a secar. Uka y Ovra vertían grasa en una sección del intestino, y Ayla estaba lavando en el río otra sección. Una capa de hielo se había formado en las orillas, pero el agua aún corría. Los hombres estaban junto a las defensas, decidiendo si iban a cazar jerbos con las hondas.
    Brac había estado sentado junto a su madre y Ebra jugando con guijarros. Se aburrió de los guijarros y se levantó para ir en busca de algo más interesante. Las mujeres, concentradas en su tarea, no se percataron de que el niño se alejaba hacia la llanura, pero había otro par de ojos que lo vigilaban.
    Todas las cabezas se volvieron al oír el sonido de su agudo grito de espanto.
    — ¡Mi niño! —gritó Oga—. ¡La hiena se lleva a mi niño!
    El odioso animal, que también era depredador y estaba siempre dispuesto a atacar al joven imprudente o al viejo debilitado, había atenazado al niño por el brazo con sus poderosas mandíbulas y se alejaba rápidamente llevándoselo consigo.
    — ¡Brac! ¡Brac! —gritaba Broud corriendo tras ellos, seguido por los demás hombres. Cogió su honda, estaba demasiado lejos para usar la lanza, y se agachó para recoger una piedra, corriendo para que el animal no se alejara fuera de alcance.
    — ¡No! ¡Oh no! —gritó desesperadamente al ver que su piedra no llegaba al blanco y que la hiena seguía huyendo—. ¡Brac! ¡Braaac!
    De repente, desde otra dirección, llegó el tac, tac de dos piedras disparadas una tras otra. Dieron firmemente en la cabeza del animal y la hiena cayó fulminada.
    Broud se quedó boquiabierto de espanto, que se convirtió en estupor al ver a Ayla correr hacia el niño que lloraba, con su honda en la mano y dos piedras más a punto. La hiena era su presa. Había estudiado a esos animales, conocía sus hábitos y sus puntos débiles, se había adiestrado tanto para cazarlas que se había convertido en una segunda naturaleza. Al oír el grito de Brac, no pensó en las consecuencias: tendió la mano hacia la honda, cogió rápidamente dos piedras y las lanzó. Lo único en que pensaba era en detener a la hiena que se llevaba a Brac.
    Sólo cuando se encontró junto al niño, lo sacó de las quijadas de la hiena y volvió la cara hacia los ojos fijos de los demás tuvo conciencia de las consecuencias de su acción. Su secreto había quedado al descubierto. Se había delatado ella sola. Ellos sabían ahora que podía cazar; una oleada de frío temor la recorrió. « ¿Qué me harán?», se preguntaba.
    Ayla abrazó al niño, evitando las miradas incrédulas mientras volvía al campamento. Oga fue la primera en salir de su pasmo. Corrió hacia ellos tendiendo los brazos y recibió con agradecimiento a su hijito de manos de la muchacha que le había salvado la vida. Tan pronto como llegaron al campamento, Ayla se puso a examinar al niño, tanto para no tener que mirar a nadie como para determinar la gravedad de sus heridas. El hombro y el brazo de Brac estaban lacerados y el hueso del brazo roto, pero parecía una fractura limpia.
    Nunca había reducido una fractura, pero había visto cómo lo hacia Iza, y la curandera le había explicado qué hacer en caso de emergencia. La preocupación de Iza era por los cazadores; no se le había ocurrido que pudiera sucederle algo al niño. Ayla atizó el fuego, puso agua a hervir y echó mano de su bolsa de medicinas.
    Los hombres estaban silenciosos, atónitos aún, sin poder —o sin querer— aceptar lo que acababan de presenciar. Por primera vez en su vida, Broud experimentó gratitud hacia Ayla. Sus pensamientos no iban mucho más allá del alivio de ver que el hijo de su compañera se hubiera salvado de una muerte segura y horrible. Pero los de Brun sí.
    El jefe captó rápidamente las implicaciones, y se percató de que se encontraba repentinamente ante una decisión imposible. Por tradición del clan, en realidad por la ley del clan, el castigo contra toda mujer que empleara un arma era nada menos que la muerte. Estaba perfectamente claro. No había eximentes en cuanto a circunstancias insólitas. La costumbre era tan antigua y estaba tan bien asumida, que nunca se había invocado siquiera durante generaciones y generaciones. Las leyendas que la rodeaban estaban estrechamente vinculadas con las leyendas acerca de una época en que las mujeres controlaban el acceso al mundo de los espíritus, antes de que los hombres se hicieran cargo de ello.
    Esa costumbre era una de las fuerzas que había provocado la diferenciación tan marcada entre los hombres del clan y las mujeres del clan, puesto que ninguna mujer que abrigara el deseo tan poco femenino de cazar tenía derecho a sobrevivir. Durante eras sin número, sólo las que tenían las actitudes y acciones propiamente femeninas se quedaban. Como resultado, la adaptabilidad a la raza —la característica misma de la que dependía la supervivencia— se encontraba limitada. Tal era el comportamiento del clan, la ley del clan, aunque no había mujeres del clan que se apartaran de la línea. Pero Ayla no había nacido en el clan.
    Brun amaba al hijo de la compañera de Broud. Sólo con Brac se suavizaba la estoica reserva del jefe. El bebé podía hacerle cualquier cosa: tirarle de las barbas, meterle sus dedos curiosos en los ojos, escupirle, no importaba. Brun no era nunca tan amable, tan flexible, como cuando el niño caía dormido con la seguridad apacible de estar protegido entre los brazos firmes y orgullosos del jefe. No dudaba de que Brac habría perdido la vida si Ayla no hubiera matado a la hiena. ¿Cómo podía condenar a muerte a la muchacha que había salvado la vida a Brac? Le había salvado con el arma cuyo uso le costaría la muerte.
    « ¿Cómo la había conseguido?», se preguntaba. La bestia estaba fuera de su alcance, y ella estaba más lejos aún que los hombres. Brun se fue hasta donde la hiena muerta había quedado tendida y tocó la sangre coagulada que todavía manaba de las heridas mortales. ¿Heridas? ¿Dos heridas? Sus ojos no le habían engañado: creía haber visto dos piedras. ¿Cómo podía haber aprendido la muchacha a emplear la honda con tanta habilidad? Ni Zoug ni nadie, que él supiera, podía lanzar dos piedras con una honda tan velozmente, con tanta precisión y tanta fuerza. Fuerza suficiente para matar una hiena a esa distancia.
    En todo caso, nadie empleaba una honda para matar una hiena. Desde el principio estuvo seguro de que el intento de Broud sería un gesto inútil. Zoug siempre había dicho que podía hacerse, pero Brun la dudaba. Nunca había llevado la contraria al hombre; Zoug era todavía demasiado valioso para el clan, no había razón para hacerle de menos. Pues bien, había quedado demostrado que Zoug tenía razón. ¿Podría servir una honda también para matar un lince o un lobo, como la sostenía tan firmemente Zoug? Brun reflexionaba. De repente abrió mucho los ojos y los entrecerró después: ¿Un lobo o un lince? ¡O un glotón, un hurón, un gato montés, un tejón o una hiena! Brun pensaba a toda prisa. ¿O todos los demás depredadores que habían encontrado muertos últimamente?
    « ¡Naturalmente! —y el gesto de Brun subrayó su pensamiento—. ¡Ella lo había hecho! Ayla llevaba mucho tiempo cazando; de otro modo, ¿cómo podría haber adquirido una habilidad tan grande? Pero es hembra, y ha aprendido fácilmente las habilidades femeninas. ¿Cómo pudo aprender a cazar? ¿Y por qué depredadores? ¿Y por qué animales tan peligrosos? Pero: ¿por qué?
    »Si fuera hombre sería la envidia de todos los cazadores. Pero no es hombre. Ayla es hembra y ha empleado un arma y tendrá que morir por ello, pues, de lo contrario, los espíritus se enfurecerían. ¿Enfurecerse? Lleva mucho tiempo cazando, ¿por qué no están furiosos? A fe que no están furiosos. Acabamos de matar un mamut en una cacería tan afortunada que ni un solo hombre ha resultado herido. Los espíritus están complacidos con nosotros, no furiosos».
    El confundido jefe meneó la cabeza. « ¡Espíritus! No comprendo a los espíritus. Ojalá estuviera aquí el Mog-ur. Droog dice que la muchacha trae suerte, estoy a punto de creerlo yo también, las cosas nunca habían salido tan bien como desde que está con nosotros. Si la favorecen tanto, ¿no se sentirán desdichados si la ven muerta? Pero así es en el clan —pensaba torturado—. ¿Por qué tuvo que hallarla mi clan? Puede tener suerte, pero me ha causado más dolores de cabeza de lo que yo creía posible. No puedo tomar una decisión sin hablar primero con Mog-ur. Habrá que esperar hasta que hayamos vuelto a la cueva».
    Brun regresó apresuradamente al campamento. Ayla había dado al niño una medicina calmante, con lo que se durmió; después limpió las heridas con una solución antiséptica, redujo la fractura y la enyesó con corteza de abedul humedecida. Se pondría tiesa y dura y mantendría los huesos en su sitio. Pero tendría que vigilarlo por si se hinchaba demasiado. Vio que Brun regresaba después de examinar a la hiena y se echó a temblar al sentir que se acercaba. Pero pasó junto a ella sin mirarla, ignorándola por completo, y ella se dio cuenta de que no sabría cuál iba a ser su sino hasta que no estuvieran de regreso en la cueva.

    15

    Las estaciones se invirtieron a medida que la partida de caza regresaba hacia el sur: de invierno a otoño. Nubes amenazadoras y el olor a nieve apresuró su partida; no tenían la intención de dejarse atrapar por la primera verdadera tempestad de nieve del invierno del norte de la península. La temperatura más benigna en el extremo sur daba una falsa impresión de primavera, con un cambio desconcertante. En vez de nuevos brotes y flores silvestres en capullo, las hierbas altas ondulaban en olas doradas por la estepa, y la floración de los árboles templados en el extremo protegido tenía matices carmesí y ambarinos mezclados con tonalidades verdes. Pero, a distancia, la vista resultaba decepcionante. La mayor parte de los árboles deciduos se habían quedado sin hojas y la violenta embestida del invierno estaba muy próxima ya.
    Tardaron más en el regreso que en la ida hasta el punto donde se encontraba la manada de mamuts. Resultaba imposible mantener el paso rápido que tragaba las distancias con aquellas pesadas cargas. Pero Ayla llevaba a cuestas algo más que carne de mamut; la culpabilidad, la ansiedad y la depresión constituían cargas mucho más pesadas. Nadie hablaba del incidente, pero no lo habían olvidado. A menudo, su mirada se cruzaba casualmente con la mirada fija de alguno, que la desviaba inmediatamente, y pocos le hablaban como no fuera absolutamente necesario. Se sentía aislada, solitaria y más que un poco asustada. Por mínima que fuera la conversación, bastaba para tomar conciencia del castigo que su delito llevaba aparejado.
    Los que se habían quedado en la cueva habían estado vigilando el retorno de los cazadores. Desde el día en que se esperaba su llegada, alguien había quedado apostado en la sierra, desde donde había una excelente vista de la estepa; casi siempre era uno de los niños.
    Cuando Vorn ocupó su lugar temprano por la mañana, estuvo mirando concienzudamente el panorama distante, pero acabó aburriéndose. No le gustaba quedarse solo sin tener siquiera a Borg para jugar. Ideaba cacerías imaginarias y clavaba su lanza, todavía pequeña, en la tierra tan a menudo, que la punta terminó por achatarse a pesar de haber sido endurecida al fuego. Sólo por pura casualidad echó una mirada colina abajo cuando la partida de caza llegó al alcance de su vista.
    — ¡Colmillos! ¡Colmillos! —gritó Vorn, corriendo hacia la cueva.
    — ¿Colmillos? —preguntó Aga—. ¿Qué quiere decir colmillos?
    — ¡Están de regreso! —gesticulaba Vorn, presa de excitación—. Brun y Droog y los demás, y he visto que traían colmillos.
    Todos echaron a correr hacia la estepa para saludar a los cazadores triunfantes. Pero cuando se reunieron con ellos, se veía a las claras que algo andaba mal. La cacería fue un éxito, y los cazadores deberían haberse mostrado jubilosos. En cambio, su paso era lento y su actitud deprimida. Brun estaba sombrío; a Iza le bastó echar una mirada a Ayla para comprender que algo terrible había sucedido y que en ella estaba implicada su hija.
    Mientras la partida de caza traspasaba parte de su carga a los que habían ido a su encuentro, se fue imponiendo la razón de aquel sombrío silencio. Ayla subió la cuesta con la cabeza baja, sin hacer caso de las miradas subrepticias que se lanzaban en su dirección. Iza estaba atónita. Si alguna vez se había preocupado por las acciones poco ortodoxas de su hija adoptiva, aquello no era nada comparado con la fría punzada de temor que ahora sentía.
    Una vez que llegaron a la cueva, Oga y Ebra llevaron al niño a Iza, ésta cortó el molde de corteza de abedul y lo examinó.
    —Su brazo estará tan bien como antes dentro de poco —declaró— Le quedarán cicatrices, pero las heridas están sanando y el brazo está bien soldado. De todas formas, será mejor que le ponga otro molde
    Las mujeres respiraron con alivio. Sabían que Ayla tenía poca experiencia y aunque no les había quedado más remedio que dejar a la joven cuidar a Brac, habían estado preocupadas. Un cazador necesitaba dos brazos fuertes. Si Brac hubiera perdido el uso de uno, nunca habría podido convertirse en jefe como se esperaba de él. De no haber podido cazar, ni siquiera se habría hecho hombre, sino que habría permanecido en ese limbo ambiguo de los muchachos que, después de haber alcanzado la madurez física, no habían logrado cobrar su primera pieza.
    También Brun y Broud se sintieron tranquilizados. Pero, por lo menos, Brun recibió la noticia con emociones contradictorias. Eso le dificultaba aún más su decisión. Ayla no sólo había salvado la vida de Brac, había asegurado su existencia útil. El asunto se había aplazado más de lo suficiente. Hizo señas a Mog-ur y ambos se alejaron juntos.
    La historia, tal como la contó Brun, perturbó profundamente a Creb. La responsabilidad de criar y educar a Ayla había sido suya, y era evidente que había fracasado. Pero otra cosa le perturbaba más aún. Cuando se enteró de los animales muertos que solían encontrar los hombres, tuvo la impresión de que nada tenían que ver con los espíritus. Incluso se preguntó si Zoug o alguno de los otros no les estarían gastando una broma. No parecía probable, pero su intuición le indicaba que las muertes eran causadas por un agente humano. También se había percatado de los cambios producidos en Ayla, cambios que debería haber reconocido ahora que lo pensaba: las mujeres no caminaban con el paso ligero del cazador; hacían ruido, y con harta razón. Más de una vez Ayla le había sorprendido al acercarse a él tan silenciosamente que no la había oído llegar. También había otras cosas, menudencias que deberían haber despertado sus sospechas.
    Pero le había cegado el amor que sentía hacia ella. No se había permitido pensar siquiera que pudiera estar cazando, sabía demasiado bien cuáles serían las consecuencias. Eso incitaba al viejo mago a poner en tela de juicio su propia integridad, su capacidad para llevar a cabo su ministerio. Había permitido que sus sentimientos hacia la muchacha pasaran antes que la salvaguardia espiritual del clan. ¿Seguiría mereciendo la confianza que habían depositado en él? ¿Sería aún digno de Ursus? ¿Podría justificarse que siguiera siendo Mog-ur? Creb se echaba la culpa de las acciones de Ayla. Debería haberla interrogado, no debería haberle permitido vagar tan libremente; debería haberla disciplinado con mayor severidad. Pero toda la angustia que le causaba lo que debería haber hecho no cambiaba en nada lo que le quedaba por hacer. La decisión correspondía a Brun, pero era competencia suya llevarla a efecto, era su deber matar a la criatura a la que amaba.
    —Sólo existe la sospecha de que ha sido ella quien haya matado a los animales —dijo Brun—. Tendremos que interrogarla; pero sí mató a la hiena y tenía una honda. Ha tenido que practicar con algo, no es posible que haya adquirido tanta pericia de otra manera. Es mejor que Zoug con el arma, Mog-ur, ¡y es hembra! ¿Cómo ha podido aprender? Me he preguntado en otras ocasiones si no habría en ella algo viril, y no soy el único. Es tan alta como un hombre y ni siquiera es todavía mujer. ¿Crees que haya algo de cierto en la idea de que nunca lo será?
    —Ayla es una niña, Brun, y algún día se convertirá en mujer al igual que otra muchacha... o debería haberse convertido ya. Es una hembra que ha empleado un arma. —La mandíbula del mago estaba apretada; no quería dejarse llevar por falsas ilusiones.
    —Bueno, pues sigo queriendo saber desde cuándo ha estado cazando. Pero eso puede esperar hasta mañana. Ahora todos estamos cansados; ha sido un viaje largo. Di a Ayla que la interrogaremos mañana.
    Creb regresó cojeando a la cueva, pero se detuvo en su hogar sólo lo suficiente para indicar a Iza que dijera a la muchacha que la interrogarían por la mañana, y siguió hasta su pequeño anexo. No volvió a su hogar en toda la noche.
    Las mujeres se quedaron mirando silenciosamente a los hombres que se dirigían al bosque con Ayla a la zaga. No sabían qué pensar, y estaban llenas de emociones contradictorias. La propia Ayla estaba confundida. Siempre había sabido que era malo cazar, aunque ignoraba cuán grave era su delito. «Me pregunto si habría habido alguna diferencia, de haberlo sabido —se dijo—. No. Yo quería cazar y habría cazado de todos modos. Pero no quiero que los malos me persigan hasta el mundo de los espíritus.» Y se estremeció al pensarlo.
    La muchacha temía a las entidades invisibles y malignas tanto como creía en el poder de los tótems protectores. Ni siquiera el Espíritu del León Cavernario podía protegerla contra ellos, ¿o sí? «Debo haberme equivocado. Mi tótem no me habría dado una señal para permitirme cazar a sabiendas de que moriría por ello. Probablemente me abandonó la primera vez que toqué la honda.» Pero no le agradaba pensar en ello.
    Los hombres llegaron a un claro del bosque y se acomodaron en troncos caídos y rocas a ambos lados de Brun, mientras Ayla se dejaba caer en el suelo a sus pies. Brun le tocó el hombro para permitirle que le mirara y comenzó sin más preliminares.
    — ¿Has sido tú la que mataba los carnívoros que encontraban por ahí los cazadores, Ayla?
    —Sí —reconoció asintiendo con un ademán. De nada serviría tratar de ocultar ya nada. Su secreto había sido descubierto y ellos podrían darse cuenta de que intentaba evadir sus preguntas. Era incapaz de mentir, lo mismo que cualquier otro miembro del clan.
    — ¿Cómo aprendiste a usar la honda?
    —Aprendí de Zoug —respondió.
    — ¡Zoug! —repitió Brun. Todas las cabezas se volvieron como una acusación colectiva hacia el viejo.
    —Nunca he enseñado a la muchacha a usar la honda —accionó con gestos defensivos.
    —Zoug no sabía que estaba aprendiendo de él —señaló rápidamente Ayla, defendiendo prontamente al viejo cazador—con—honda—. Yo le observaba mientras instruía a Vorn.
    — ¿Cuánto tiempo llevas cazando? —fue la siguiente pregunta de Brun.
    —Ahora hace dos veranos. Y el verano anterior sólo practiqué, pero sin cazar.
    —Es lo que lleva aprendiendo Vorn —comentó Zoug.
    —Ya lo sé —dijo Ayla—. Comencé el mismo día que él.
    — ¿Cómo sabes con exactitud el día en que Vorn empezó, Ayla? —preguntó Brun, intrigado por lo segura que se había manifestado.
    —Yo estaba allí, y lo vi.
    — ¿Qué quieres decir con eso de que estabas allí? ¿Dónde?
    —En el campo de prácticas. Iza me envió en busca de un poco de corteza de cerezo, pero al llegar allí, todos estaban reunidos —explicó—. Iza necesitaba la corteza de cerezo y no sabía cuánto tiempo más iban a quedarse allí, de manera que esperé y miré. Zoug estaba impartiendo su primera lección a Vorn.
    — ¿Viste cómo Zoug daba a Vorn su primera lección? —cortó bruscamente Broud—. ¿Estás segura de que era la primera? —Broud recordaba ese día demasiado bien: todavía enrojecía de vergüenza al recordarlo.
    —Sí, Broud, estoy segura.
    — ¿Qué más viste? —Los ojos de Broud estaban entrecerrados y sus gestos eran bruscos. También Brun recordó repentinamente lo que había sucedido en el terreno de prácticas el día en que Zoug comenzó el entrenamiento de Vorn, y no le hacía mucha gracia que una hembra hubiera presenciado el incidente.
    Ayla vaciló.
    —También vi practicar a los demás hombres —respondió evitando una respuesta directa, pero vio que la mirada de Brun se volvía severa— y vi que Broud empujaba a Zoug, y tú te enojaste mucho con él, Brun.
    — ¡Viste eso! ¿Lo viste todo? —interrogó Broud con vehemencia.
    Estaba lívido de ira y confusión. De todos los miembros del clan, ¿por qué tuvo que ser ella quien lo viera? Cuanto más lo pensaba más se mortificaba y más furioso se ponía. Ella había presenciado la más ruda reprimenda que le había echado Brun. Broud recordó lo mal que disparó, y súbitamente recordó que tampoco le había atinado a la hiena... la hiena que ella mató. Una hembra, aquella hembra le había puesto en evidencia.
    Todo pensamiento amable, toda brizna de la gratitud que había sentido recientemente hacia ella desapareció. «Me alegraré cuando esté muerta —pensó—. Se lo merece.» No podía soportar la idea de que ella siguiera viviendo, conociendo como conocía el momento de vergüenza que él había vivido.
    Brun observaba al hijo de su compañera y casi podía leer los pensamientos que pasaban por su mente al ver las expresiones de su rostro. «Mala suerte —pensaba—, justo cuando había una posibilidad de que terminara la enemistad entre ellos; claro, que nada de eso importa ya». Y prosiguió el interrogatorio:
    —Dices que comenzaste a practicar el mismo día que Vorn; cuéntame cómo fue.
    —Cuando todos se alejaron, crucé el campo y vi la honda que Broud había tirado al suelo. A todos se les había olvidado cuando te enfureciste contra Broud. No sé por qué, pero se me ocurrió que tal vez yo pudiera hacerlo. Recordaba la lección de Zoug y probé. No era fácil, pero seguí tirando toda la tarde, se me olvidó que se hacía tarde. Le di una vez al poste; creo que fue por accidente, pero eso me hizo pensar que podría lograrlo de nuevo si seguía intentándolo, de modo que me quedé con la honda.
    —Supongo que también aprenderías de Zoug a hacer una.
    —Sí.
    — ¿Y practicaste aquel verano?
    —Sí.
    —Y entonces decidiste cazar con ella; pero, ¿por qué cazabas carnívoros? Son más difíciles y también más peligrosos. Hemos encontrado lobos muertos, y también linces muertos. Zoug decía siempre que se les podía matar con la honda; has demostrado que tenía razón, pero, ¿por qué esos animales?
    —Bien sabía yo que no podría llevar nada al clan, sabía que no debía tocar un arma, pero quería cazar, por lo menos quería intentarlo. Los carnívoros siempre nos están robando alimentos; pensé que si los mataba, estaría ayudando. Y no sería tanto desperdicio puesto que no los comemos. De modo que decidí cazarlos.
    Eso satisfizo la curiosidad de Brun en cuanto a la razón por la cual siempre mataba depredadores, pero en realidad no aclaraba por qué había querido cazar. Era hembra; ninguna mujer había querido cazar nunca.
    —Sabías que era peligroso disparar a la hiena desde tan lejos; podías haber golpeado a Brac. —Brun estaba sometiéndola a prueba. Él mismo había estado a punto de lanzar sus boleadoras, aunque la posibilidad de matar al muchacho con una de las grandes piedras era indudable. Pero morir instantáneamente con el cráneo fracturado era mejor que sufrir la muerte que esperaba al niño, y por lo menos habrían tenido el cuerpo que enterrar para poder enviarlo al mundo de los espíritus con el ritual apropiado. Si la hiena se hubiera salido con la suya, sólo les habrían quedado huesecillos dispersos, y eso en el mejor de los casos.
    —Sabía que podía atinarle —respondió Ayla con sencillez.
    — ¿Cómo podías estar tan segura? La hiena estaba fuera de alcance.
    —No fuera de mi alcance. He atinado a animales a esa distancia; no fallo muchas veces.
    —Me pareció ver el impacto de dos piedras —señaló Brun.
    —Lancé dos piedras —confirmó Ayla—. Aprendí a hacerlo después de que el lince me atacara.
    — ¿Te atacó un lince? —apremió Brun.
    —Sí —asintió Ayla moviendo la cabeza, y contó el apuro del que había conseguido librarse.
    — ¿Cuál es tu alcance? —preguntó Brun—. No, no me lo digas: muéstramelo. ¿Traes tu honda?
    Ayla asintió y se puso de pie. Todos se dirigieron al extremo más lejano del calvero, donde un arroyuelo corría sobre un lecho rocoso. Ayla escogió unos cuantos guijarros de forma y tamaño apropiados. Los cantos rodados eran los mejores en cuanto a precisión y distancia, pero podrían servir piedras quebradas y melladas, con aristas agudas.
    —La roca blanca pequeña junto a la grande, en el otro extremo —señaló ella.
    Brun asintió. Era como una mitad más de lo que cualquiera de ellos pudiera lanzar una piedra. Apuntó cuidadosamente, metió una piedra en la honda y al instante siguiente tenía otra metida en la honda y en el aire. Zoug fue corriendo para comprobar su precisión.
    —Hay dos mellas recientes en la piedra blanca. Ha dado en el blanco dos veces –anunció al volver, con un tono de asombro y un leve indicio de orgullo.
    Era hembra y nunca debió tocar la honda —la tradición del clan era muy clara al respecto—, pero lo hacía bien. Y le acreditaba a él haberle enseñado, a sabiendas o no. «Esa técnica de las dos piedras —se decía— es un truco que me gustaría aprender.» El orgullo de Zoug era el de un verdadero maestro respecto aun alumno brillante; un estudiante que prestaba atención, aprendía bien y mejoraba a su maestro. Y había demostrado que él tenía razón.
    Brun percibió un movimiento en el claro.
    — ¡Ayla! —gritó—. Ese conejo. ¡Dale!
    Ella miró en la dirección que él señalaba, vio al animalito brincar a campo traviesa y lo derribó. No era necesario ir a comprobar su precisión. Brun miró a la joven con aprecio. «Es rápida», pensó. La idea de una mujer cazando ofendía el sentido de las conveniencias, pero para Brun el clan estaba por encima de todo; su seguridad, su prosperidad era la primera. En un rinconcito de su mente sabía las ventajas que la muchacha representaba para el clan. «No, es imposible —se dijo—. Va en contra de las tradiciones; no es la manera de ser del clan.»
    Creb no apreciaba su habilidad de la misma manera. Si le hubiera quedado alguna duda, su exhibición le habría convencido. Ayla había estado cazando.
    —Y para empezar, ¿por qué recogiste la honda? —preguntó el Mog-ur con una mirada triste, sombría.
    —No lo sé —contestó Ayla meneando la cabeza y mirando al suelo. Lo que más odiaba era la idea de que el mago estuviera disgustado.
    —Hiciste algo más que tocarla. Cazaste con ella, mataste con ella aunque sabías que estaba mal.
    —Mi tótem me dio la señal, Creb. Por lo menos, yo creí que era una señal. —y desató los nudos de su amuleto—. Cuando decidí cazar, encontré esto. —y tendió el molde del fósil a Mog-ur.
    ¿Una señal? ¿Su tótem le dio una señal? Los hombres quedaron consternados. La revelación de Ayla daba un nuevo giro a la situación, pero, ¿por qué se decidió a cazar?
    El mago lo examinó de cerca. Era una piedra muy poco común, con la forma de un animal marino, pero, a fin de cuentas, una piedra.
    Podía haber sido una señal, pero eso no probaba nada: las señales se daban entre la persona y su tótem; nadie podía comprender las señales de otra persona. Mog-ur se la devolvió a la muchacha.
    —Creb —rogó la joven—, creí que mi tótem estaba poniéndome a prueba. Pensé que la manera en que Broud me trataba era mi prueba. Pensé que si podía aprender a aceptarlo, mi tótem me dejaría cazar. —Unas miradas enigmáticas se concentraron en el joven para ver su reacción. ¿Pensaría realmente Ayla que su tótem estaba usando a Broud para probarla? Broud se sentía incómodo—. Cuando me atacó el lince pensé que también era una prueba. Casi dejé de cazar por entonces: estaba muy asustada. Entonces se me ocurrió probar con dos piedras de manera que podría intentarlo de nuevo si erraba la primera vez. Incluso pensé que mi tótem me había inspirado esa idea.
    —Ya veo —dijo el hombre santo—. Necesito algún tiempo para meditar acerca de todo esto, Brun.
    —Quizá todos deberíamos pensar en ello. Nos reuniremos nuevamente mañana temprano —anunció—, sin la muchacha.
    — ¿Qué hay que pensar? —objetó Broud—. Todos conocemos el castigo que merece.
    —Su castigo pudiera ser peligroso para todo el clan, Broud. Necesito estar absolutamente seguro de que no hemos pasado nada por alto antes de condenarla. Nos reuniremos nuevamente mañana.
    Los hombres volvieron a la cueva intercambiando comentarios.
    —Nunca he sabido de una mujer que quisiera cazar —dijo Droog—. ¿Tendrá algo que ver con su tótem? Es un tótem viril.
    —Yo no he querido cuestionar el juicio de Mog-ur —dijo Zoug—, pero siempre me ha intrigado su León Cavernario, incluso con las señales de su pierna. Ya no lo pongo en duda. Tenía razón, siempre la tiene.
    — ¿Podría ser macho en parte? —preguntó Crug—. He oído algunos comentarios.
    —Eso explicaría sus modales poco femeninos —agregó Dorv.
    —Es hembra, no cabe duda —cortó Broud— y debe morir, eso lo sabemos todos.
    —Probablemente tengas razón, Broud —dijo Crug.
    —Aunque sea macho en parte, no me agrada la idea de que una mujer cace —comentó tercamente Dorv—. Ni siquiera me agrada que forme parte del clan. Es demasiado diferente.
    —Ya sabes que siempre he opinado así, Dorv —convino Broud—. No sé por qué Brun quiere hablar nuevamente de eso. Si yo fuera jefe lo haría y se acabó.
    —No es una decisión que pueda tomarse a la ligera, Broud —dijo Grod—. ¿Por qué tanta prisa? Un día más importa poco.
    Broud apresuró el paso sin tomarse la molestia de contestar. «Ese viejo está siempre echando discursos —pensó—, siempre se pone del lado de Brun. ¿Por qué no puede Brun tomar una decisión? Yo ya la he tomado. ¿De qué sirve hablar tanto? Tal vez esté envejeciendo demasiado para seguir de jefe».
    Ayla echó a andar detrás de los hombres. Se fue directamente a la cueva, al hogar de Creb, y se sentó en sus pieles de dormir, mirando al vacío. Iza trató de convencerla para que comiera, pero Ayla meneó la cabeza negativamente. Uba no sabía lo que estaba pasando, pero algo preocupaba a la muchacha alta y maravillosa, la amiga especial a la que amaba e idolatraba. Se fue hacia Ayla y se acurrucó en su regazo. En cierto modo, Uba tenía la sensación de que era un consuelo para Ayla; no hizo nada por bajarse, sino que se dejó mecer y acabó por quedarse dormida. Iza fue a cogerla de brazos de Ayla y la acostó antes de hacer ella lo mismo, pero no se durmió. Tenía el corazón demasiado angustiado por la extraña joven a la que llamaba hija y que estaba allí sentada, mirando fijamente las brasas de la hoguera que casi no calentaba ya.
    El día amaneció claro y frío. Se estaba formando hielo en las orillas del río y una fina película de agua sólida cubría la poza quieta, alimentada por el arroyo, junto a la entrada de la cueva, como todas las mañanas, derritiéndose por lo general tan pronto como el sol estaba alto. Dentro de muy poco tiempo el clan se vería confinado en la cueva para pasar el invierno.
    Iza no sabía si Ayla había dormido; seguía sentada en sus pieles cuando la mujer se despertó. La muchacha estaba silenciosa, perdida en un mundo que le era propio, sin tener apenas conciencia de lo que estaba pensando. Sólo esperaba. Creb no regresó a su hogar aquella segunda noche. Iza le había visto entrar, arrastrando los pies, por la oscura grieta que servía de entrada a su santuario. Y no salió hasta por la mañana. Una vez que los hombres se fueron, Iza llevó algo de té a Ayla, pero ésta no respondió a las amables preguntas de la curandera. Cuando Iza volvió, el té seguía junto a la muchacha, intacto y frío. «Es como si ya estuviera muerta», pensó Iza. Se le cortó la respiración al sentir la helada garra de la pena que oprimía su corazón. Era casi más de lo que Iza podía soportar.
    Brun condujo a los hombres a un lugar bajo una enorme roca, protegido del viento frío, y mandó encender una hoguera antes de abrir la sesión. La incomodidad que representaba estar sentados al aire fresco podría incitar a los hombres a despacharse precipitadamente, y él quería conocer toda la extensión de sus sentimientos y opiniones. Cuando comenzó, lo hizo de forma totalmente silenciosa, mediante los símbolos empleados para dirigirse a los espíritus, lo que hizo comprender a los hombres que no se trataba de un encuentro casual sino de una sesión formal.
    —La muchacha, Ayla, miembro de nuestro clan, ha utilizado la honda para matar a la hiena que atacó a Brac. Durante años ha usado el arma. Ayla es hembra; según la tradición del clan, la hembra que emplee un arma debe morir. ¿Alguien tiene algo que decir?
    —Brun, Droog quisiera hablar.
    —Droog puede hablar.
    —Cuando la curandera encontró a la muchacha, estábamos buscando una nueva caverna. Los espíritus estaban enojados con nosotros y mandaron un terremoto para destruir nuestro hogar. Quizá no estuvieran tan furiosos, tal vez sólo querían un lugar mejor, y tal vez querían que encontráramos a la niña. Es extraña, como la señal de su tótem. Hemos tenido suerte desde que la encontramos. Creo que nos trae suerte, y creo que eso proviene de su tótem.
    »El que fuera escogida por el Gran León Cavernario sólo es parte de su rareza. Pensamos que era peculiar porque le gustaba ir al agua del mar, pero si no hubiera sido tan peculiar, Ona estaría ahora vagando por el mundo de los espíritus. Ona es sólo una niña y ni siquiera ha nacido en mi hogar, pero he llegado a amarla. La habría echado de menos; agradezco que no se haya ahogado.
    »Es rara para nosotros, pero sabemos poco de los otros. Ahora es del clan, pero no nació en el clan. No sé por qué habrá querido cazar; está mal que las mujeres del clan cacen, pero tal vez sus mujeres sí lo hagan. Eso no viene al caso y de todos modos está mal, pero si no hubiera aprendido a usar la honda, también Brac estaría muerto. No es agradable pensar en cómo iba a morir. Que un cazador sea muerto por un carnívoro es una cosa, pero Brac es un bebé.
    »Su muerte habría sido una pérdida para todo el clan, Brun, no sólo para Broud y para ti. Si hubiera muerto, no estaríamos aquí sentados para decidir qué hacer con la muchacha que le salvó la vida; estaríamos llevando luto por el niño que algún día habría de ser jefe. Creo que la muchacha debe ser castigada pero, ¿cómo se la puede condenar a morir? He concluido.
    —Zoug querría hablar, Brun.
    —Zoug puede hablar.
    —Lo que dice Droog es cierto; ¿cómo puedes condenar a la muchacha que ha salvado la vida de Brac? Es diferente, no nació en el clan y quizá no piense como debería pensar una mujer, pero excepto en el asunto de la honda, se porta como una buena mujer del clan. Ha sido una mujer modelo, obediente, respetuosa...
    — ¡Eso no es cierto! Es rebelde, insolente —interrumpió Broud.
    —Ahora estoy hablando yo, Broud —replicó Zoug con enojo. Brun le lanzó una mirada reprobatoria y Broud dominó su arrebato.
    —Es cierto —prosiguió Zoug—, cuando la muchacha era más joven se portó insolente contigo, Broud. Pero tú tuviste la culpa, fuiste tú quien dejaste que eso te molestara. Si actúas como un chiquillo, ¿qué cosa más natural que la muchacha no te trate como un hombre? Conmigo siempre ha sido obediente y respetuosa. Ni tampoco ha sido insolente con ninguno de los demás hombres.
    Broud miró con malos ojos al viejo cazador, pero se dominó.
    —Aunque fuera cierto —prosiguió Zoug—, nunca he visto a nadie que maneje tan bien la honda como ella. Dice que aprendió de mí; yo no lo sabía, pero confesaré sinceramente que desearía tener un alumno tan capaz de aprender y debo admitir que ahora podría aprender de ella. Quería cazar para el clan, y como no podía hacerlo, trató de hallar otra manera de ayudarnos. Puede haber nacido de los otros, pero en su corazón pertenece al clan. Siempre ha puesto los intereses del clan por encima de los suyos. No pensó en el peligro cuando se lanzó tras Ona; puede ser capaz de moverse en el agua, pero yo vi lo cansada que estaba cuando regresó con la niña. El mar podía habérsela llevado también a ella. Sabía que cazar estaba mal y guardó su secreto durante tres años, pero no vaciló cuando Brac estuvo en peligro. Es hábil con el arma, más hábil que nadie que yo haya conocido. Sería una vergüenza permitir que se desperdicie tanta pericia. Yo digo: que pueda prestar servicios al clan, que se le permita cazar...
    — ¡No! ¡No! ¡No! —exclamó furiosamente Broud levantándose de un salto—. Es hembra. No se puede permitir que las hembras cacen...
    —Broud —dijo el orgulloso y viejo cazador—. No he terminado. Podrás pedir la palabra cuando termine yo.
    —Deja que termine Zoug, Broud —advirtió el jefe—. Si no sabes comportarte en una reunión formal, puedes retirarte. Broud se sentó de nuevo, luchando por dominarse.
    —La honda no es un arma importante. Yo no empecé a desarrollar mi habilidad hasta que fui demasiado viejo para cazar con lanza. Las demás armas son las verdaderas armas masculinas. Yo digo que se la deje cazar, pero sólo con honda. Que la honda sea el arma de los viejos y de las mujeres, o por lo menos, de esta mujer. Ahora he concluido.
    —Zoug, bien sabes tú que es más difícil emplear una honda que una lanza, y muchas veces has sido tú quien ha suministrado carne cuando la cacería había fracasado. No te infravalores en favor de la muchacha. Con una lanza sólo se necesita un brazo fuerte —dijo Brun.
    —Y piernas y corazón fuertes, y buenos pulmones y muchísimo valor —replicó Zoug.
    —Me pregunto cuánto valor se necesitaría para enfrentarse a otro lince después de haber sido atacado por uno, a solas, y con sólo una honda —comentó Droog—. Yo no tendría nada en contra de la sugerencia de Zoug, si se limitara a cazar únicamente con honda. No parece que los espíritus hayan tenido nada en contra; sigue trayéndonos suerte. ¿Qué tal os ha parecido nuestra cacería del mamut?
    —No estoy seguro de que sea una decisión que podamos tomar —dijo Brun—. No veo cómo podemos dejarla vivir, no hablemos ya de cazar. Ya conoces la tradición, Zoug. Nunca se ha hecho antes; ¿lo aprobarían realmente los espíritus? De todos modos, ¿cómo se te ha ocurrido? Las mujeres del clan no cazan.
    —Sí; las mujeres del clan no cazan, pero ésta ha cazado. Probablemente no se me habría ocurrido de no haber sabido que podía hacerlo, de no haberlo visto. Lo único que digo es que se le permita seguir haciendo lo que ya ha hecho.
    — ¿Qué dices tú, Mog-ur? —preguntó Brun.
    — ¿Qué esperas que diga? ¡Si vive en su hogar! —intervino amargamente Broud.
    — ¡Broud! —atronó Brun—. ¿Estás acusando a Mog-ur de poner sus sentimientos y sus intereses por encima de los del clan? ¿Acaso no es Mog-ur? ¿El Mog-ur? ¿Crees tú que no dirá lo que es correcto, lo que es verdad?
    —No, Brun. Broud ha dicho algo sensato. Todos conocen mis sentimientos hacia Ayla; no es fácil olvidar que la quiero. Creo que todos deben recordarlo, aunque he tratado de hacer a un lado mis emociones. No puedo estar seguro de haberlo logrado. He estado ayunando y meditando desde tu regreso, Brun. Esta noche pasada he encontrado un camino hacia recuerdos que no conocía, quizá porque nunca los he buscado.
    »Hace mucho, muchísimo tiempo, mucho antes de que fuéramos clan, las mujeres ayudaban a los hombres a cazar. —Hubo un murmullo de incredulidad—. Es la verdad. Celebraremos una ceremonia y os llevaré a todos allá. Cuando estábamos aprendiendo a hacer herramientas y armas, y nacíamos con un conocimiento que era como los recuerdos, sólo que diferente, las mujeres y los hombres mataban animales para comer. Los hombres no siempre proveían entonces para las mujeres. Como una madre osa, la mujer cazaba para sus hijos y para ella.
    »Fue más adelante cuando los hombres comenzaron a cazar para la mujer y los hijos de ésta, y mucho más tarde aún cuando las mujeres con hijos se quedaron en casa. Cuando los hombres comenzaron a ocuparse de los pequeños, cuando comenzaron a sustentarlos, fue el comienzo del clan y eso le ayudó a desarrollarse. Si la madre de un bebé moría mientras iba en busca de alimento, también el niño moría. Pero sólo cuando la gente dejó de luchar entre sí y aprendió a cooperar, a cazar en grupo, se inició realmente el clan. Incluso entonces, algunas mujeres cazaban, cuando eran ellas las que hablaban a los espíritus.
    »Brun, has dicho que nunca anteriormente se había hecho. Estás equivocado: las mujeres del clan han cazado en otros tiempos. Los espíritus aprobaban entonces, pero eran espíritus diferentes, espíritus antiguos, no los espíritus de los tótems. Eran espíritus poderosos, pero hace mucho que se fueron a descansar. No estoy muy seguro de que en rigor pueda llamárseles espíritus del clan. No era tanto que se les venerara u honrara, sino que se les temía; pero no eran malos, sólo poderosos.
    Los hombres estaban atónitos. Hablaba de tiempos tan pretéritos y tan mal recordados que casi los habían olvidado, que casi eran nuevos. Y sin embargo, sólo mencionarlos evocaba en ellos un recuerdo de temor, y más de un hombre se estremeció.
    —Dudo mucho de que las mujeres nacidas ahora en el clan lleguen algún día a cazar —prosiguió Mog-ur—. No estoy seguro de que pudieran. Hace muchísimo tiempo de eso, las mujeres han cambiado desde entonces, y los hombres también. Pero Ayla es distinta, los otros también son distintos, más diferentes de lo que imaginamos. No creo que dejarla cazar introduzca diferencia alguna en lo que concierne a las demás mujeres. Que ella cace, que desee cazar, las sorprende tanto como a nosotros. No tengo nada más que decir.
    — ¿Alguien más tiene alguna otra cosa que decir? —preguntó Brun, pero no estaba seguro de poder aguantar más; se habían expuesto demasiadas ideas nuevas como para sentirse cómodo.
    —Brun, Goov quisiera hablar.
    —Goov puede hablar.
    —Sólo soy un acólito. No sé tanto como Mog-ur, pero creo que ha pasado algo por alto. Tal vez sea porque se ha esforzado demasiado por dejar a un lado su sentimiento hacia Ayla. Se ha concentrado en recordar, no en la muchacha misma, y eso quizá por temor a que hablara su amor y no su mente. No ha pensado en su tótem.
    » ¿Ha considerado alguien por qué un poderoso tótem masculino habría de escoger a una niña? —y respondió a su pregunta retórica—: Aparte de Ursus, el León Cavernario es el tótem más poderoso. El león cavernario es más poderoso que el mamut; caza al mamut, sólo al viejo y al pequeño, pero a veces caza mamuts. El león cavernario no caza mamuts.
    —No tiene sentido lo que dices, Goov. Dices que el león cavernario caza mamuts, y después dices que no los caza —señaló Brun.
    —Él no caza, ella caza. Hemos pasado eso por alto al hablar de tótems protectores: incluso el león cavernario, el macho, es el protector. Pero, ¿quién caza? ¡El carnívoro más grande de todos, el cazador más fuerte es la leona! ¡La hembra! ¿No es cierto que lleva a su compañero lo que ha matado? Él puede matar, pero a él le toca protegerla mientras caza.
    »Es curioso que un León Cavernario escogiera a una niña, ¿no es cierto? ¿No se le ha ocurrido a nadie que tal vez su tótem no sea el León Cavernario sino la Leona Cavernaria? ¿La hembra? ¿La cazadora? ¿No podría eso explicar el porqué de que la muchacha quisiera cazar? ¿Por qué recibió una señal? Tal vez fuera la Leona la que le envió la señal, tal vez por eso fue marcada en su pierna izquierda. ¿Es realmente más excepcional en ella cazar que tener semejante tótem? No sé si es cierto, pero hay que admitir que sí es lógico. Ya sea su tótem el León Cavernario o la Leona Cavernaria, si estaba destinada a cazar, ¿podemos negarlo? ¿Podemos negar su poderoso tótem? ¿Y nos atrevemos a condenarla por hacer lo que desea su tótem? —concluyó Goov—. He terminado.
    A Brun la cabeza le daba vueltas. Se le ocurrían las ideas demasiado de prisa. Necesitaba tiempo para pensar, para tomar una decisión. Claro está, la leona es la que caza, pero, ¿quién ha oído hablar nunca de un tótem femenino? Los espíritus, las esencias de los espíritus protectores son todos machos; ¿o no es así? Sólo quien se pase días sin fin pensando en los caminos de los espíritus puede llegar a la conclusión de que el tótem de la niña que había estado cazando fuera el cazador de la especie que personifica su tótem. Pero Brun habría querido que Goov no insinuara la idea de negar los deseos de un tótem tan poderoso.
    Todo el concepto de una mujer cazadora era tan singular, tan digno de profundas reflexiones, que algunos de los hombres habían sido incitados a empujar los confines de su mundo cómodo, seguro y bien definido. Cada uno hablaba desde su punto de vista, desde su área de interés o preocupación, y cada uno de ellos había empujado exclusivamente los confines de esa área, pero Brun tenía que abarcarlo todo, lo que era casi demasiado para él. Se sentía obligado a examinar cada uno de los aspectos antes de pronunciar un juicio y le hubiera gustado disponer de tiempo para pensar en todo ello cuidadosamente. Pero ya no podía aplazar mucho más la decisión.
    — ¿Alguien más desea expresar su opinión?
    —Broud querría hablar, Brun.
    —Broud puede hablar.
    —Todas esas ideas son interesantes y pueden darnos algo en que pensar durante los fríos días de invierno, pero las tradiciones del clan están muy claras. Que la muchacha haya nacido de los otros o no, ahora es del clan. Las hembras del clan no pueden cazar. Ni siquiera pueden tocar un arma ni cualquier herramienta que sirva para hacer un arma. Todos sabemos cuál es el castigo: debe morir. No cambia las cosas el que en otros tiempos hayan cazado las mujeres. Porque una osa o una leona cace, eso no significa que pueda cazar una mujer. No somos osos ni leones. No hay ninguna diferencia porque tenga un poderoso tótem o porque traiga suerte al clan. Tampoco les cambia que sea excelente con la honda ni siquiera que haya salvado la vida del hijo de mi compañera. Se lo agradezco, claro está, todo el mundo se ha enterado de que así lo dije muchas veces cuando regresábamos, pero eso no cambia las cosas en absoluto. La mujer que usa un arma debe morir. No lo podemos cambiar; así es la ley del clan. Toda esta reunión es una pérdida de tiempo. No puedes tomar otra decisión, Brun. He terminado.
    —Broud tiene razón —dijo Dorv—. No nos corresponde a nosotros cambiar las tradiciones del clan. Una excepción lleva a otra. Pronto no quedaría nada con lo que pudiéramos contar. El castigo es la muerte, la muchacha debe morir.
    Hubo unos cuantos gestos de asentimiento. Brun no contestó inmediatamente. «Broud tiene razón —pensó—. ¿Qué otra decisión puedo tomar? Ella salvó la vida de Brac, pero empleó un arma para hacerlo.» Brun no estaba más cerca de tomar una resolución que el día en que Ayla sacó su honda y mató a la hiena.
    —Antes de tomar mi decisión tendré en consideración todos los pensamientos que habéis expresado. Pero ahora quiero que cada uno me dé una respuesta clara —dijo finalmente el jefe. Los hombres estaban sentados en círculo alrededor de la hoguera. Cada uno de ellos apretó el puño y la sostuvo contra su pecho. Un movimiento arriba y abajo significaría una respuesta afirmativa, un movimiento lateral del puño significaría no.
    —Grod —comenzó Brun, dirigiéndose a su segundo—al—mando—: ¿Crees que la muchacha Ayla debe morir?
    Grod vacilaba. Simpatizaba con el jefe que se enfrentaba a tal dilema. Había sido segundo de Brun durante muchos años, casi podía leer los pensamientos del jefe, y su respeto hacia él había crecido con el paso de los años. Pero no veía otra alternativa: alzó el puño y la bajó.
    — ¿Qué más podemos hacer, Brun? —agregó.
    —Grod dice que sí. ¿Droog? —preguntó Brun, dirigiéndose al tallador de herramientas.
    Droog no vaciló: se cruzó el pecho con el puño.
    —Droog dice que no. Crug, ¿y tú?
    Crug miró a Brun, después a Mog-ur y finalmente a Broud. Alzó el puño.
    —Crug dice que sí, que la muchacha debe morir —confirmó Brun —. ¿Goov?
    El joven acólito respondió inmediatamente poniendo el puño sobre su pecho.
    —Goov opina que no. ¿Broud?
    Broud movió el puño antes que Brun terminara de pronunciar su nombre, y Brun se apartó con la misma rapidez; conocía de antemano la respuesta de Broud.
    —Sí. ¿Zoug?
    El viejo maestro de lanzamiento de honda se sentó orgullosamente y movió el puño atrás y adelante del pecho, con un énfasis que no dejaba el menor lugar a dudas.
    —Zoug considera que la muchacha no debería morir. Y tú, Dorv, ¿qué opinas?
    La mano del otro viejo subió y, antes de que pudiera bajarla, todas las miradas se concentraron en Mog-ur.
    —Dorv dice que sí. Mog-ur, ¿cuál es tu opinión? —preguntó Brun. Había adivinado lo que dirían los demás, pero el jefe no estaba seguro en cuanto al viejo mago.
    Creb se sentía morir; conocía las tradiciones del clan, se echaba la culpa del delito de Ayla, de haberle dejado demasiada libertad. Se sentía culpable por quererla y temía que eso empañara su razón, temía ser capaz de pensar en sí mismo antes que en su deber hacia el clan, y comenzó a levantar el puño. Lógicamente decidió que debería morir; pero antes de iniciar el movimiento, su puño se fue de lado como si alguien lo hubiera empujado a su pesar. No pudo decidirse a condenarla aunque haría lo que debiera, una vez tomada la decisión. Él no tenía nada que decir; eso le correspondía a Brun y sólo a Brun.
    —Las opiniones están divididas a partes iguales —anunció el jefe—. La decisión, de todos modos, estaba en mis manos. Sólo quería conocer vuestras opiniones. Necesitaré algún tiempo para pensar en lo que se ha dicho hoy. Mog-ur dice que esta noche tendremos una ceremonia. Eso está bien. Necesitaré que me ayuden los espíritus, tal vez todos necesitemos su protección. Conoceréis mi decisión por la mañana. Ella se enterará también en ese momento. Ahora podéis ir a prepararos para la ceremonia.
    Brun permaneció junto al fuego, solo, después de que se fueron todos. Las nubes corrían por el cielo, impulsadas por vientos fríos, y a su paso dejaban caer, a ratos, chubascos helados, pero Brun no se fijaba en la lluvia como tampoco en las últimas brasas que chisporroteaban en el fuego que se apagaba. Era casi de noche cuando finalmente se incorporó y echó a andar lentamente hacia la cueva. Vio que Ayla seguía sentada donde la había visto por la mañana, antes de salir. «Espera lo peor —se dijo—. ¿Qué otra cosa le cabe esperar?».

    16

    El clan se reunió temprano fuera de la cueva. Soplaba un frío viento del este anunciando ráfagas más heladas aún, pero el cielo estaba claro y el sol mañanero brillante, justo por encima de la sierra, en contraste con los ánimos sombríos. Cada quien evitaba las miradas de los demás; los brazos colgaban a los lados a falta de conversación, mientras todos iban a ocupar su lugar arrastrando los pies, para saber cuál sería el destino de la extraña muchacha que no les era ajena.
    Uba podía sentir que su madre temblaba y que su mano la apretaba tanto que le hacía daño. La niña sabía que era algo más que el viento lo que estremecía tan fuertemente a su madre. Creb estaba en pie en la abertura de la cueva. Nunca había parecido más imponente el gran mago, con su cara estropeada como de granito cincelado y su único ojo tan opaco como si fuera de piedra. A una señal que le hizo Brun, fue cojeando a la cueva, lenta, cansadamente, abrumado bajo un peso avasallador. Fue hasta su hogar y miró a la muchacha que estaba sentada sobre sus pieles, y con un esfuerzo supremo de voluntad, se acercó a ella.
    —Ayla, Ayla —dijo dulcemente. La muchacha alzó la mirada—. Es la hora. Tienes que venir. —La muchacha tenía la mirada apagada, como si no comprendiese—. Ahora tienes que venir, Ayla, Brun espera —repitió Creb.
    Ayla asintió y se puso penosamente en pie. Tenía las piernas agarrotadas por haber estado sentada tanto tiempo, pero apenas lo notaba. Siguió silenciosamente al viejo, contemplando el polvo del suelo pisoteado que todavía mostraba las huellas de los que habían seguido ese camino previamente: la señal de un talón, la impresión de dedos, la silueta borrosa de un pie encerrado en una bolsa floja de cuero, la marca redonda del cayado de Creb y el surco de la pierna tullida que arrastraba: Se detuvo al ver los pies de Brun, envueltos en protectores polvorientos, y se dejo caer al suelo. Al sentir un leve golpe en el hombro, hizo un esfuerzo para alzar la mirada hasta el rostro del jefe del clan.
    El impacto le devolvió la conciencia y despertó en ella un temor indefinible. Le era familiar —frente baja y huidiza, cejas fuertes, nariz grande en forma de pico, barba entre cana—, pero la mirada orgullosa, severa y dura de los ojos del jefe había desaparecido, sustituida por una compasión sincera y un pesar luminoso.
    —Ayla —dijo en voz alta antes de proseguir con gestos formales reservados para las ocasiones serias—, muchacha del clan, las tradiciones son antiguas. Hemos vivido con ellas durante generaciones, casi desde que el clan existe. No has nacido de nosotros pero eres uno de los nuestros, y debes vivir o morir según nuestras propias costumbres. Mientras estuvimos en el norte cazando mamuts, se te vio emplear una honda, y ya habías cazado anteriormente con honda. Las mujeres del clan no usan armas, es una de nuestras tradiciones. También el castigo forma parte de nuestras tradiciones. Así vive el clan y no se puede cambiar.
    Brun se inclinó hacia delante y miró a los ojos azules llenos de espanto de la muchacha.
    —Sé por qué has usado la honda, Ayla, aunque todavía no puedo entender por qué comenzaste. Brac no viviría de no haber sido por ti. —Se enderezó, y con los gestos más formales, de manera que todos pudieran ver, agregó—: El jefe de este clan agradece a la muchacha el haber salvado la vida del hijo de la compañera de su hijo.
    Algunos miembros del clan intercambiaron sus miradas. Era una rara concesión que un hombre no solía hacer públicamente, y más raro aún que un jefe admitiera estar agradecido a una simple muchacha.
    —Pero las tradiciones no hacen esas concesiones —prosiguió. Hizo una seña a Mog-ur y el mago entró en la cueva—. No me queda más remedio, Ayla. Mog-ur está ahora colocando los huesos y diciendo en voz alta los nombres que no se pueden pronunciar, nombres que sólo conocen los Mog-ures. Cuando haya terminado, morirás. Ayla, muchacha del clan, estás maldita, maldita de muerte.
    Ayla sintió que la sangre abandonaba su rostro. Iza chilló y sostuvo su lamento, convertido ahora en un agudo gemido por su hija perdida. El sonido se cortó de repente al alzar Brun la mano:
    —No he terminado —indicó. En medio del súbito silencio que siguió, entre los miembros del clan se cruzaron miradas de expectante curiosidad. ¿Qué más tendría que decir Brun?—. Las tradiciones del clan son claras, y yo, como jefe, debo seguir las costumbres. Una mujer que emplee un arma debe ser maldita de muerte, pero no hay costumbres que indiquen por cuánto tiempo. Ayla, estás maldita de muerte por toda una luna. Si, por gracia de los espíritus, eres capaz de volver del otro mundo una vez que la luna haya concluido su ciclo y se encuentre en la misma fase que ahora, podrás volver a vivir con nosotros.
    El grupo sufrió una conmoción: era algo inesperado.
    —Eso es cierto —señaló Zoug—. Nada dice que la maldición tenga que ser permanente.
    —Pero, ¿qué diferencia existe? ¿Cómo puede alguien estar muerto por tanto tiempo y volver a vivir? Tal vez unos cuantos días, pero, ¿una luna entera? —inquirió Droog.
    —Si la maldición fuera unos pocos días, no estoy seguro de que se cumpliría el castigo —dijo Goov—. Algunos Mog-ures consideran que el espíritu no llega nunca al otro mundo si la maldición es breve. Se queda merodeando en espera de que pase el tiempo para poder regresar. Si el espíritu se queda cerca, también se quedarán los malos. Es una maldición de muerte limitada, pero es tan prolongada que bien pudiera ser permanente. Eso satisface las costumbres.
    —Entonces, ¿por qué no le ha echado la maldición y se acabó? —señaló Broud con ira—. No hay nada en las tradiciones acerca de maldiciones de muerte temporales por ese delito. Se supone que debe morir por ello, la maldición de muerte debería ser el final para ella.
    — ¿Crees que no lo será, Broud? ¿De veras crees que podría regresar? —preguntó Goov.
    —No creo nada. Sólo quiero saber por qué Brun no se ha limitado a echarle la maldición. ¿Acaso no es ya capaz de tomar una decisión?
    Broud estaba confundido por la pregunta directa. Había manifestado abiertamente la idea que todos habían ponderado privadamente: ¿impondría Brun una maldición temporal de muerte si no creyera que podía haber una oportunidad, por remota que fuera, de que pudiera volver de entre los muertos?
    Brun había luchado con ese dilema la noche entera. Ayla había salvado la vida del bebé; no era justo que tuviera que morir por ello. Él amaba al niño y estaba sinceramente agradecido, pero en todo aquello había algo más que sus sentimientos personales. Las tradiciones exigían que la muchacha muriera, pero también había otras costumbres: las de la obligación, las costumbres que imponían una vida por otra.
    Ella llevaba parte del espíritu de Brac; merecía, se le debía algo de igual valor: se le debía su propia vida.
    Sólo cuando comenzaba a clarear el alba había finalmente encontrado el camino. Algunas almas osadas habían vuelto después de una maldición temporal de muerte. Era una oportunidad lejana, casi no llegaba a ser oportunidad, apenas un leve vestigio de esperanza. A cambio de la vida del niño, Brun le daba la única oportunidad que podía darle. No era suficiente, pero no podía ofrecer más y era mejor que nada.
    Súbitamente se hizo un silencio de muerte: Mog-ur estaba en pie ante la abertura de la cueva, y parecía la muerte en persona, anciano y agotado. No era necesario que hiciera la señal. Estaba hecha. Mog-ur había cumplido con su deber, Ayla estaba muerta. El alarido de Iza rasgó el aire. Entonces comenzaron Oga y Ebra, y después todas las mujeres se unieron a Iza, lamentándose por simpatía hacia ella. Ayla vio cómo la mujer a la que amaba se derrumbaba bajo el peso del dolor y corrió hacia ella para consolarla; pero justo cuando iba a rodear con sus brazos a la única madre que podía recordar, Iza le volvió la espalda y se apartó para evitar el abrazo; era como si no la hubiera visto. La muchacha estaba confundida; miró interrogativamente a Ebra, pero ésta miró a través de ella. Fue hacia Aga y después hacia Ovra: ninguna la veía. Cuando se acercaba, se daban la vuelta o se apartaban. No deliberadamente para dejarla pasar, sino como si hubieran pensado cambiar de sitio antes de que ella llegara. Corrió hacia Oga.
    —Soy yo, soy Ayla. Estoy aquí, frente a ti. ¿No me ves? —gesticuló.
    Los ojos de Oga se volvieron vidriosos. Se dio la vuelta y se alejó sin responder, sin dar muestras de que la reconociera, como si Ayla fuera invisible.
    Ayla vio que Creb se dirigía a Iza, y corrió hacia él:
    — ¡Creb! Soy Ayla, aquí estoy —señalaba frenéticamente. El viejo mago siguió su camino, apartándose apenas para evitar a la muchacha que se derrumbó a sus pies hecha un ovillo, como si fuera una roca inanimada en su camino—. ¡Creb! —gimió la muchacha—. ¿Por qué no puedes verme? —Se incorporó y corrió nuevamente hacia Iza.
    — ¡Madre! ¡Madrrre! ¡Mírame! ¡Mírame! —gesticuló delante de los ojos de la mujer. Iza volvió a lanzar el mismo grito prolongado de antes; agitó los brazos y se golpeó el pecho.
    — ¡Mi hija! ¡Mi Ayla! Ha muerto mi hija. Se ha ido. Mi pobre, pobre Ayla. Ya no vive.
    Ayla miró a Uba, que se abrazaba a las piernas de su madre, llena de temor y confusión. Se arrodilló frente a la nena.
    —Tú me ves, ¿verdad, Uba? Estoy aquí. —Ayla vio que los ojos de la niña daban señales de reconocerla, pero al instante Ebra se agachó, cogió a la niña y se la llevó.
    — ¡Quiero ir con Ayla! —señalaba la nena tratando de alejarse.
    —Ayla ha muerto, Uba. Se ha ido. Eso no es Ayla, es sólo su espíritu: tiene que encontrar su camino hacia el otro mundo. Si tratas de hablarle, si lo ves, el espíritu querrá llevarte consigo. Te traerá mala suerte verlo; no lo mires. No quieres tener mala suerte, ¿verdad, Uba? —Ayla se dejó caer en el suelo; realmente no había imaginado lo que significaba una maldición de muerte; se había imaginado todo tipo de horrores, pero la realidad era mucho peor.
    Para el clan, Ayla había dejado de existir. No era una farsa, no era una simulación para asustarla: no existía. Era un espíritu que resultaba visible por casualidad, que aún prestaba una semblanza de vida a su cuerpo, pero Ayla había muerto. La muerte era un cambio de estado para la gente del clan, un viaje a otro plano de la existencia. La fuerza vital era un espíritu invisible, resultaba evidente. Una persona podía estar viva un instante y muerta al siguiente sin cambio aparente, con la salvedad de que lo que causaba movimiento y hálito y vida había desaparecido. La esencia que fue la verdadera Ayla había dejado de formar parte de su mundo; se había visto obligada a pasar al otro. No importaba que la parte física estuviera fría e inanimada o cálida y animada.
    Sólo quedaba dar un paso más para acreditar que la esencia de la vida pudiera ser expulsada. Si el cuerpo físico de Ayla no lo sabía aún, muy pronto se enteraría. Nadie creía realmente que fuera a regresar algún día, ni siquiera Brun. Su cuerpo, la envoltura vacía, nunca podría ser nuevamente viable a menos que su espíritu fuera autorizado a regresar; y sin el espíritu vital, el cuerpo no podría comer ni beber, y pronto se deterioraría. Si se admitía firmemente semejante concepto, y si los seres amados ya no reconocían la existencia de uno, ya no había existencia. Ya no había razón alguna para comer, beber o vivir.
    Pero mientras el espíritu permaneciera cerca de la cueva, animando al cuerpo, aunque ya no formase parte de él, las fuerzas que lo impulsaban también merodeaban cerca; podrían perjudicar a los que seguían viviendo, podrían intentar llevarse consigo otra vida. No era poco frecuente que el compañero u otra persona íntima de alguien a quien se hubiera maldecido de muerte, falleciera poco después. Al clan no le importaba que el espíritu se llevara consigo el cuerpo o dejara la envoltura inmóvil tras de sí, lo que deseaba era que el espíritu de Ayla se fuera, y pronto.
    Ayla observaba a las personas que le eran tan familiares y que estaban a su alrededor. Se apartaban entregándose a tareas rutinarias, pero existía cierta tensión. Iza y Creb entraron en la cueva; Ayla se puso en pie y les siguió. Nadie intentó detenerla, sólo Uba fue retenida lejos de ella. Se consideraba que los niños disfrutaban de una protección especial, pero nadie quería arriesgarse. Iza recogió todas las pertenencias de Ayla, incluyendo su lecho de pieles y el relleno de hierba seca que cubría una depresión del piso, y las llevó afuera; Creb la acompañó tras haberse agachado para coger una rama ardiendo del fuego de la cueva. La mujer lo arrojó todo a un lugar junto a una hoguera sin encender que Ayla no había visto antes, y regresó corriendo a la cueva mientras Creb prendía el fuego; el mago hizo gestos silenciosos por encima de sus cosas y el fuego, gestos que en su mayoría eran desconocidos para la muchacha.
    Con una consternación que crecía por instantes, Ayla vio cómo Creb echaba al fuego todas sus cosas. No habría ceremonia funeraria en su honor; eso formaba parte del castigo, parte de la maldición. Pero había que destruir todo recuerdo de ella, no debía quedar nada que pudiera retenerla allí. Vio cómo su palo de cavar empezaba a arder, después su canasta, el relleno de hierba seca, la ropa; todo fue arrojado al fuego. Vio cómo le temblaban las manos a Creb al coger su manto de pieles. Lo apretó un instante contra su pecho y lo arrojó después a las llamas.
    — ¡Creb, yo te quiero! —gesticuló la muchacha.
    Él pareció no verla. Con un sentimiento de horror profundo, vio cómo recogió su bolsa de medicinas, la que Iza le había hecho justo antes de la malhadada cacería de mamuts, y tirarla también al fuego.
    — ¡No, Creb, no! Mi bolsa de medicinas no —rogó; pero era demasiado tarde, ya había empezado a arder.
    Ayla no pudo soportarlo más. Echó a correr ciegamente cuesta abajo, en dirección al bosque, sollozando de dolor y desolación. No se daba cuenta de la dirección que había tomado ni le importaba. Las ramas le cerraban el paso, pero seguía avanzando aunque le arañaban brazos y piernas. Atravesó agua helada, pero no advirtió que tenía los pies empapados ni que comenzaban a entumecérsele hasta que tropezó con un tronco seco y cayó cuan larga era. Quedó tendida sobre la tierra fría y húmeda, deseando que la muerte se apresurara y la aliviara de su aflicción. No le quedaba nada: ni familia, ni clan, ni razón para seguir viviendo. Estaba muerta, ellos decían que estaba muerta.
    La muchacha estaba a punto de ver realizado su deseo. Perdida en su mundo privado de temor y desdicha, no había comido ni bebido desde su regreso, hacía más de dos días. No llevaba ropa de abrigo, los pies le dolían de frío. Estaba débil y deshidratada, y era una perfecta candidata a morir a causa de su exposición a la intemperie. Pero dentro de ella había algo más fuerte que su deseo de morir, lo mismo que la había mantenido en movimiento mucho antes, cuando un terremoto devastador había dejado a la niña de cinco años privada de amor, familia y seguridad. Una voluntad indomable de vivir, un obstinado instinto de supervivencia que no le permitía abandonarse mientras respirara, mientras le quedara vida para seguir adelante.
    La caída le había repuesto un poco del cansancio; sangrando de los arañazos y tiritando de frío, se sentó. Su rostro había dado contra un montón de hojas mojadas, y se lamió los labios, pues su lengua buscaba humedad; tenía sed. No podía recordar cuándo había tenido tanta sed en toda su vida. El gorgoteo de agua próxima la hizo incorporarse. Después de beber agua fría prolongada y satisfactoriamente, siguió caminando. Tiritaba tanto que los dientes le castañeteaban, y le lastimaba caminar con los pies fríos y doloridos. Estaba mareada y confusa. Su actividad la hizo entrar un poco en calor, pero la temperatura había bajado tanto que ya comenzaba a sentir sus efectos.
    No sabía con seguridad dónde se encontraba, no había pensado en un destino determinado, pero sus pies la llevaron por un trayecto que había recorrido muchas veces anteriormente y que se había fijado en su cerebro a fuerza de repetirlo. El tiempo no significaba nada para ella, no sabía cuánto rato llevaba caminando. Trepó a lo largo de la base de una muralla empinada más allá de una cascada nebulosa y empezó a tener conciencia de que la zona le parecía familiar. Saliendo de un bosque ralo de coníferas mezcladas con sauces y abedules enanos, se encontró en su alto prado secreto.
    Se preguntó cuánto tiempo hacía que no visitaba el lugar. Pocas veces había vuelto desde que empezó a cazar, menos cuando estuvo practicando la técnica de las dos piedras. Siempre había sido un lugar de prácticas, no de caza. ¿Había estado allí siquiera una vez en todo el verano? No podía recordar. Apartando las densas y enmarañadas ramas que la ocultaban a pesar de no tener hojas, Ayla entró en su pequeña cueva.
    Le pareció más pequeña de lo que recordaba. «Ahí están las viejas pieles de dormir», se dijo, recordando cuando las había traído, tanto tiempo atrás. Algunas ardillas listadas habían hecho su nido en ellas, pero, cuando las sacó para sacudirlas, comprobó que no estaban demasiado estropeadas: sólo un poco tiesas, por viejas, pero la cueva seca las había conservado. Se envolvió en ellas, agradeciendo su calor, y volvió a entrar en la cueva.
    Había una pieza de cuero, una vieja capa que había llevado ala cueva para hacerse un jergón rellenándola de hierbas por debajo. «Me pregunto si seguirá aquí aquel cuchillo—se dijo—. El estante se ha caído, pero debería estar por aquí cerca... ¡aquí está!». Ayla sacó la hoja de sílex de entre la tierra, la limpió y empezó a recortar la vieja capa de cuero. Se quitó los protectores mojados que llevaba en los pies y pasó las correas por los orificios abiertos en los círculos que había cortado, después se puso éstos en los pies rellenándolos con hierba seca que había encontrado debajo del cuero, y tendió los mojados para que se secaran. Entonces empezó a hacer un inventario.
    «Necesito un fuego —pensó—, la hierba seca servirá para que prenda». La amontonó junto a una pared. «El estante está seco; lo puedo hacer astillas para el fuego y también como base para encenderlo, si encuentro un palo para la fricción. Ahí está mi taza de abedul; también podría quemarla... no, me servirá para el agua. Esta canasta está hecha trizas —pensó mirándola— pero, ¿qué hay dentro? ¡Mi vieja honda! No recordaba haberla dejado aquí; sin duda hice una nueva.» Cogió la honda. «Es demasiado pequeña y los ratones casi han dado cuenta de ella; necesitaré otra.» Se detuvo y se quedó contemplando el trozo de cuero que tenía entre las manos.
    «He sido maldita. Por esto he sido maldita. Estoy muerta. ¿Cómo puedo estar pensando en fuegos y hondas? Estoy muerta. Pero no me siento muerta: siento hambre y frío. ¿Acaso puede un muerto sentir hambre y frío? ¿Qué se siente estando muerto? ¿Estará mi espíritu en el otro mundo? Ni siquiera sé dónde está mi espíritu.
    «Nunca he visto el espíritu. Creb dice que nadie puede ver a los espíritus, pero que se les puede hablar. ¿Por qué no podía verme Creb? ¿Por qué no podía verme nadie? Debo estar muerta. Entonces, ¿por qué estoy pensando en fuegos y en hondas? ¡Porque tengo hambre!»
    « ¿Debería usar la honda para conseguir algo de comer? ¿Y por qué no? Ya tengo la maldición encima, ¿qué más podrían hacerme? Pero ésta no sirve. ¿Con qué podría hacerme otra? ¿Con la capa? No, es demasiado dura: lleva demasiado tiempo aquí; lo que necesito es piel suave, un cuero delgado y flexible.» Miró a su alrededor por la cueva. «Ni siquiera puedo matar un animal para hacerme una honda, si no tengo honda. ¿Dónde podría encontrar cuero suave?» Después de darle muchas vueltas a la cabeza, se sentó en el suelo desesperada.
    Se fijó en las manos que tenía sobre el regazo y de repente se percató de dónde las tenía apoyadas: ¡el manto! «El manto es suave y flexible. Puedo cortarle un trozo.» Se alegró y empezó a buscar por la cueva, nuevamente entusiasmada. «Ahí está mi viejo palo de cavar; no recuerdo haber dejado ninguno aquí. Y algunos trastos. Eso mismo, traje unas cuantas conchas. Tengo hambre, ojalá hubiera algo de comer por aquí. ¡Espera! ¡Eso es! Este año no he cogido avellanas: tienen que estar caídas por ahí fuera.»
    Todavía no se había dado cuenta de ello, pero Ayla había vuelto a vivir. Recogió las avellanas, las llevó a la cueva y comió todas las que su estómago, encogido por la falta de alimentos, pudo admitir. Entonces se quitó las pieles viejas y cortó un trozo para hacerse una honda. La tira no iba a tener el bolso hundido para retener las piedras, pero pensó que de todos modos serviría.
    Nunca había cazado anteriormente animales para comer; el conejo era rápido pero no lo suficiente. Creyó recordar haber pasado junto a una presa de castores; derribó al animal acuático precisamente cuando iba a zambullirse. Al regresar a la cueva divisó una piedra pequeña, gris y gredosa junto al arroyo. « ¡Eso es sílex! ¡Sé que es sílex!» Recogió el nódulo y se lo llevó también. Metió conejo y castor en la cueva y salió otra vez en busca de leña y de una piedra para martillar.
    «Necesito un palo para hacer fuego —se dijo—, tiene que ser bueno y seco; esta madera está algo húmeda» Vio su viejo palo de cavar. «Con eso se puede hacer» se dijo. Era algo difícil iniciar un fuego sin ayuda: estaba acostumbrada a alternar la presión hacia abajo, girando, con otra mujer para que no parara de dar vueltas. Después de un esfuerzo y concentración intensos, un trocito ardiendo de la plataforma del fuego cayó en el montón de hierba seca. Soplando cuidadosamente, se vio recompensada con unas llamitas que subían; agregó las astillas una por una y después trozos más grandes del viejo estante. Cuando el fuego quedó firmemente prendido, colocó encima trozos más grandes de la madera que había estado recogiendo, y un fuego alegre calentó la pequeño cueva.
    «Voy a tener que hacerme una olla para cocinar —pensó mientras ensartaba el conejo desollado en el asador y le ponía encima la cola del castor para añadir su sabrosa grasa a la carne magra—. Necesitaré otro palo de cavar y una canasta. Creb quemó el mío; lo quemó todo, hasta mi bolsa de medicinas. ¿Por qué tenía que quemar mi bolsa de medicinas?» Se le llenaron los ojos de lágrimas que muy pronto corrieron por sus mejillas. «Iza dijo que yo había muerto; le supliqué que me viera pero sólo decía que yo había muerto. ¿Por qué no podía verme? Si yo estaba allí delante de ella.» La muchacha lloró un poco y después acabó por sentarse y secarse las lágrimas. «Voy a hacerme otro palo de cavar; necesitaré un hacha de mano», se dijo con firmeza.
    Mientras el conejo se asaba, talló a golpes un hacha de mano de la manera como se lo había visto hacer a Droog, y con ella cortó una rama verde para hacer un palo de cavar. Después recogió más leña y la depositó en la cueva. Esperaba con impaciencia que la carne estuviera asada: sólo de olerla se le hacía la boca agua y su estómago vacío gruñía. Cuando mordió el primer bocado, tuvo la sensación de que nada le había parecido nunca tan sabroso.
    Había oscurecido para cuando terminó y se alegró de tener fuego. Lo juntó bien para que no se apagara y se acostó, envuelta en las viejas pieles, pero el sueño se negó a venir. Se quedó mirando las llamas mientras los espantosos sucesos del día pasaban por su mente en una horrenda procesión, sin darse cuenta de que le corrían las lágrimas. Estaba asustada pero, más que nada, estaba solitaria. No había pasado una noche sola desde que Iza la recogió. Por fin, el agotamiento le cerró los ojos, pero su sueño fue perturbado por pesadillas. Llamaba a Iza y llamaba a otra mujer en un lenguaje que casi había olvidado. Pero no había nadie para consolar a la muchacha desesperada, enferma de soledad.
    Los días de Ayla transcurrían en una actividad constante para asegurarse la supervivencia. No era ya la criatura inexperta e ignorante que había sido a los cinco años. Durante los años pasados con el clan, había tenido que trabajar duro, pero, al hacerlo, había aprendido. Tejió canastas muy tupidas, impermeables, para llevar agua y cocinar, y se hizo una nueva canasta para recolectar. Curtió las pieles de los animales que cazaba y forró con piel de conejo el interior de los protectores que usaba para los pies; se hizo unas polainas enrolladas y atadas con cuerda, y unos protectores para las manos parecidos a los de los pies: una pieza circular que se ataba alrededor de la muñeca formando una bolsa, pero con unas ranuras cortadas en la palma para sacar el pulgar. Fabricó herramientas de sílex y recogió hierba para que su cama fuera más mullida.
    Las hierbas del prado le suministraban también alimento. Estaban altísimas, cargadas de semillas y granos. En la zona inmediata había también nueces, bayas de arándano, gayuvas, manzanillas duras, tubérculos feculentos y helechos comestibles. Se alegró de hallar astrágalos, en la variedad no venenosa de la planta, cuyas vainas verdes encerraban hileras de granos redonditos; también recogió las diminutas semillas duras del quenopodio blanco para molerlas y agregarlas a los cereales que cocía para hacer gachas. Su entorno cubría sus necesidades.
    A poco de llegar pensó que necesitaba otro manto de piel. El invierno no había alcanzado aún lo peor que tenía en reserva, pero hacía frío, y Ayla sabía que la nieve no tardaría en caer. Pensó primero en una piel de lince; el lince encerraba para ella un significado especial; pero su carne sería incomible, al menos para ella, y el alimento resultaba tan importante como la piel. No le costaría mucho cubrir sus necesidades inmediatas mientras pudiera cazar, pero tenía que almacenar para cuando la nieve no le permitiera salir de la cueva. La comida era ahora su razón de cazar.
    No le gustaba nada la idea de matar a una de las dulces y tímidas criaturas que habían compartido durante tanto tiempo su retiro, y no estaba segura de poder matar un venado con la honda. Le sorprendió ver que la pequeña manada todavía ocupaba el alto prado, pero comprendió que debería aprovechar la oportunidad antes de que los animales bajaran a zonas menos elevadas. Una piedra lanzada con fuerza desde cerca derribó una hembra, y un fuerte estacazo acabó con ella.
    Su piel era gruesa y suave —la naturaleza había preparado al animal para los inviernos fríos—, y su carne asada constituyó una cena muy satisfactoria. El olor a carne fresca atrajo a un glotón malhumorado; una piedra rápida dio cuenta de él y a Ayla le recordó el primer animal que había derribado: un glotón que había estado robando al clan. «Los glotones sirven para algo», le dijo a Oga en aquella oportunidad; la respiración helada no se congelaba en la piel de un glotón; con sus pieles se hacían siempre las mejores capuchas. «Esta vez me haré una capucha con su piel», se dijo, arrastrando el animal muerto hacia la cueva.
    Encendió fuegos formando un círculo alrededor del tendedero en que había puesto la carne a secar, evitando así que otros carnívoros se acercaran y acelerando al mismo tiempo el proceso de secado; además de que le agradaba el sabor que el humo daba a la carne. Abrió un hoyo en el fondo de la cueva, poco hondo, pues la capa de tierra no era profunda en la parte posterior de aquella grieta abierta en el monte, y la forró con piedras del río. Una vez almacenada la carne, cerró el escondite con piedras pesadas.
    Su nueva piel, curtida mientras se secaba la carne, tenía también olor a humo, pero era cálida y, junto con la vieja, le proporcionaba un lecho confortable. El venado le proporcionó también una bolsa para el agua, una vez que el estómago impermeable estuvo bien lavado, y tendones para hacer cuerdas, así como grasa de la protuberancia que tenía encima de la cola, donde el animal guardaba su reserva para el invierno. Estaba continuamente preocupada esperando que llegara la nieve, mientras se secaba la carne, y dormía fuera, dentro de un círculo de hogueras, para mantenerlas encendidas. Una vez que lo tuvo todo guardado, se sintió mucho más tranquila y segura.
    Cuando un cielo pesadamente encapotado ocultó la luna, empezó a preocuparse por el paso del tiempo. Recordaba exactamente lo que había dicho Brun: «Si, por la gracia de los espíritus, eres capaz de volver del otro mundo una vez que la luna haya concluido su ciclo y se encuentre en la misma fase que ahora, podrás volver a vivir con nosotros». Ella no sabía si estaba en el «otro mundo», pero, por encima de todo, lo que deseaba era regresar. No estaba muy segura de poder hacerlo, no sabía si la verían cuando se presentara, pero Brun dijo que podía, y ella se aferraba a las palabras del jefe. Sólo que, ¿cómo iba a saber cuándo podría regresar si las nubes ocultaban la luna?
    Recordó que una vez, mucho antes, Creb le había mostrado cómo hacer muescas en un palo. Comprendió que la colección de palos mellados que guardaba en un sitio del hogar —fuera de los límites fijados a los demás miembros de éste— eran las cuentas de tiempo entre sucesos importantes. Una vez, por curiosidad, trató de llevar la cuenta de algo, igual que él, y puesto que la luna seguía ciclos que se repetían, pensó que sería divertido ver cuántas muescas harían falta para completar un ciclo. Cuando Creb lo descubrió, le regañó severamente. La reprimenda fortaleció el recuerdo de aquella ocasión, además de advertirla de que no debería volver a hacerlo. Estuvo preocupada un día entero acerca de cómo iba a saber cuándo regresar a la cueva, antes de recordar aquello, y decidió que marcaría un palo cada noche. Por más que se esforzaba por retenerlas, los ojos se le llenaban de lágrimas cada vez que hacía una muesca.
    Se le llenaban muy a menudo los ojos de lágrimas. Cositas insignificantes provocaban recuerdos de amor y de calor. Un conejo asustado que brincara a través del camino le recordaba sus largos paseos con Creb. Le gustaba su viejo rostro áspero, tuerto y lleno de cicatrices. Pensar en él la hacía llorar. Ver una planta que había cortado para Iza le hacía prorrumpir en sollozos al recordar cómo la mujer le explicaba sus usos; y su llanto aumentaba al recordar a Creb quemando su bolsa de medicinas. Lo peor de todo era la noche.
    Se había acostumbrado a andar sola todo el día después de los pasados buscando plantas o cazando por el campo, pero nunca había estado separada de la gente de noche. Sentada sola en su cueva contemplando el fuego y su reflejo rojizo que danzaba sobre la pared, lloraba anhelando la compañía de los seres amados. En ciertos aspectos, a quien más echaba de menos era a Uba. Con frecuencia abrazaba sus pieles y las mecía canturreando suavemente para sí como tantas veces había hecho con Uba. Su entorno satisfacía sus necesidades materiales pero no las humanas.
    La primera nieve cayó silenciosamente durante la noche. Ayla hizo una exclamación de complacencia al salir de la cueva por la mañana. Una blancura prístina suavizaba los contornos del paisaje familiar, creando un mundo de ensueño de formas fantásticas y plantas míticas. Los arbustos tenían altos sombreros de nieve suave, las coníferas estaban vestidas con nuevas prendas blancas de gala y las ramas deshojadas estaban cubiertas de mantos brillantes que las destacaban nítidamente sobre el profundo azul del cielo. Ayla miró sus huellas, que deshacían la perfecta y suave capa de impoluta luminosidad, y echó a correr por la blanca nevada, cruzando sus pasos una y otra vez para formar un diseño complejo cuyo plan original se perdió al ejecutarlo. Empezó a seguir el rastro de un animalito; de repente cambió de opinión y trepó al estrecho saliente del crestón rocoso que el viento no había permitido se cubriera de nieve.
    Toda la sierra que se extendía tras ella en una serie de picos mayestáticos estaba cubierta de blanco matizado de azul. Chispeaba al sol como una joya gigantesca luminosa. La vista que se ofrecía ante ella mostraba hasta dónde se había extendido la nevada. El mar verde azulado, encrespado con la espuma del oleaje, se recogía en la grieta abierta entre colinas nevadas, pero, por el este, la estepa seguía sin cubrir. Ayla vio diminutas figurillas escabullirse a través de la planicie blanca que se extendía allá abajo. Una de las figuras parecía arrastrarse lentamente cojeando. De repente, la magia abandonó el paisaje nevado y la muchacha abandonó su atalaya.
    La segunda nevada careció en absoluto de magia. La temperatura bajó bruscamente. En cuanto dejaba la cueva, feroces vientos le clavaban afiladas agujas en su desnudo rostro, congelándoselo. La tormenta duró cuatro días; amontonó tanta nieve contra la muralla que casi bloqueó la entrada de la cueva. Ayla se abrió un túnel para salir, haciendo uso de las manos y de un hueso plano de la cadera del venado que había matado, y se pasó el día recogiendo leña. La operación de secar la carne había agotado la reserva de leña que había alrededor, y avanzar penosamente por la nieve la dejó exhausta. Estaba segura de que tenía suficiente comida, pero no había tenido igual cuidado en amontonar madera. No estaba segura de que tendría suficiente y si nevaba mucho más su cueva podría quedar enterrada tan profundamente que le resultaría imposible salir.
    Por vez primera desde que se encontró sola en su pequeña cueva temió por su vida. La altitud del prado era demasiado elevada. Si llegaba a quedarse atrapada allí, no podría durar el invierno entero. No había tenido tiempo para prepararse para toda la estación fría. Aquella tarde Ayla regresó a su cueva prometiéndose recoger más leña al día siguiente.
    Por la mañana, otra tormenta de nieve ululaba furiosamente; la entrada de la cueva quedó totalmente bloqueada. La muchacha se sintió encerrada, atrapada y asustada. Se preguntó cuán profundamente estaría encerrada bajo la nieve. Encontró una rama larga y la metió a través de las ramas del matorral de avellana, con lo que entró nieve en la cueva. Sintió una corriente de aire y miró, comprobando que la nieve caía horizontalmente, empujada por el viento; dejó la rama en el agujero y regresó junto al fuego.
    Fue una suerte que pensara medir la altura del montón de nieve. El orificio, que la rama mantenía abierto, permitía entrar aire fresco en el corto espacio que ella ocupaba; el fuego necesitaba oxígeno y ella también. Sin aquel orificio, podría haberse quedado dormida y no despertar jamás; había corrido un peligro mayor del que suponía.
    Descubrió que no necesitaba un fuego muy grande para mantener caliente la cueva. La nieve, que encerraba minúsculas bolsas de aire entre sus cristales helados, era un buen aislante; el calor de su cuerpo casi habría bastado para mantener caliente el pequeño espacio. Pero necesitaba agua; el fuego resultaba más importante para derretir la nieve que para mantener el calor.
    Sola en la cueva, sin más iluminación que el diminuto fuego, el único medio que tenía de distinguir entre el día y la noche era la vaga luz que se filtraba por el respiradero durante el día. Tuvo la precaución de hacer una muesca en la rama cada tarde cuando se iba la luz. Sin otra cosa que hacer más que pensar, se quedaba mirando el fuego. Era caliente y se movía sin parar, de modo que encerrada, como sepultada, en su mundo, le pareció que cobraba vida propia. Veía cómo devoraba cada astilla, dejando sólo por residuo un poco de ceniza. « ¿Tendrá también el fuego un espíritu? —se preguntaba—. ¿Adónde va el espíritu del fuego cuando éste se apaga? Creb dice que cuando muere una persona, su espíritu pasa al otro mundo. ¿Estaré yo en el otro mundo? No se nota mucha diferencia; sólo que éste es más solitario y nada más. ¿Tal vez mi espíritu está en otra parte? ¿Cómo saberlo? Pero no me da esa impresión. Bueno, quizá. Creo que mi espíritu está con Creb, con Iza y con Uba. Pero yo estoy maldita, debo de estar muerta.
    »Sabiendo que iba a sufrir la maldición, ¿por qué me daría una señal mi tótem? Creía que me estaría probando; tal vez esto sea otra prueba. Tal vez haya ido él al mundo de los espíritus en mi lugar. Tal vez sea él quien está combatiendo a los malos espíritus, podría hacerlo mejor que yo. Tal vez me haya enviado aquí a esperar. ¿Podría estar protegiéndome? Pero si no estoy muerta, ¿cómo estoy? Estoy sola, eso es lo que me pasa; ojalá no estuviera tan sola.
    »El fuego tiene nuevamente hambre y quiere algo de comer. Creo que yo también voy a comer algo.» Ayla tomó otro leño de su reserva, que menguaba rápidamente, y se la echó a las llamas; después se fue a ver su respiradero. «Está oscureciendo —pensó—, será mejor que marque mi palo. ¿Estará soplando esa tormenta el invierno entero?» Cogió su palo marcado, hizo una nueva muesca y ajustó sus dedos sobre todas las marcas; primero una mano, después la otra, nuevamente la primera y continuó hasta haber cubierto todas las marcas. «Ayer fue mi último día; ahora puedo volver, pero, ¿cómo salir con esta tormenta?» Comprobó nuevamente el respiradero; apenas podía ver que la nieve seguía cayendo lateralmente en la oscuridad creciente. Meneó la cabeza y regresó junto al fuego.
    Al día siguiente, cuando despertó, lo primero que hizo fue comprobar de nuevo el paso de aire, pero el ventarrón seguía soplando furiosamente. « ¿No se detendrá nunca? No puede seguir así siempre, ¿no es cierto? Yo quiero regresar. ¿Y si Brun hubiera hecho permanente mi maldición? ¿Y si nunca pudiera regresar aunque cesara la tormenta? Si ahora no estoy muerta, seguro que lo estaría entonces. No ha habido tiempo suficiente. A duras penas he podido subsistir toda una luna; no podría lograrlo el invierno entero. Me pregunto por qué haría Brun que fuera una maldición de muerte limitada. No me lo esperaba. ¿Podría haber regresado realmente si hubiera ido yo al mundo de los espíritus y no mi tótem? ¿Cómo sé yo que fue mi espíritu? Tal vez mi tótem haya estado protegiendo aquí mi cuerpo mientras mi espíritu está lejos. No lo sé. No lo sé y eso es todo. Sólo sé que si Brun no hubiera hecho que la maldición fuera temporal, no me habría quedado la menor oportunidad».
    « ¿Una oportunidad? ¿Querría Brun darme una oportunidad?» Con un destello de percepción intuitiva, todo se ajustó en la mente de Ayla con una nueva profundidad, que revelaba su madurez recién alcanzada. «Creo que Brun hablaba sinceramente cuando me dio las gracias por haber salvado la vida de Brac. Tenía que maldecirme porque es la ley del clan, aunque no lo quisiera, pero sí quiso darme una oportunidad. No sé si estoy muerta. Cuando una está muerta, ¿come o duerme o respira?» Se estremeció con un escalofrío que no era causado por la temperatura. «Creo que la mayoría de la gente no quiere, y ya sé por qué.
    »Entonces, ¿qué me decidió a seguir viviendo? ¡Habría sido tan fácil morir si me hubiera quedado tendida donde caí al salir corriendo de la cueva! Si Brun no me hubiera dicho que podría regresar, ¿me habría vuelto a levantar? De no saber que había una posibilidad, ¿habría seguido intentándolo? Brun dijo: “por la gracia de los espíritus...” ¿Qué espíritus? ¿El mío? ¿El de mi tótem? ¿Importa acaso? Algo me ha hecho desear seguir viviendo; tal vez fuera mi tótem que me protegía y tal vez fuera simplemente que yo sabía que contaba con una oportunidad. Tal vez ambas cosas. Sí, creo que fueron ambas cosas.»
    Ayla tardó un rato en darse cuenta de que estaba despierta y tuvo que tocarse los ojos para saber que los tenía abiertos. Ahogó un chillido en la negrura de la sofocante cueva. « ¡Estoy muerta! ¡Brun me echó la maldición y ahora estoy muerta! Nunca podré salir de aquí ni regresar a la cueva: es demasiado tarde. Los malos espíritus me han engañado; me han dejado creer que estaba viva, a salvo en mi cueva; pero estoy muerta. Se enfurecieron al ver que no iba con ellos siguiendo el río, y por eso me castigaron. Me hicieron creer que estaba viva y en realidad he estado muerta todo el tiempo.» La muchacha temblaba de miedo, arrebujada en sus pieles y sin atreverse a hacer un movimiento.
    La muchacha había dormido mal; se despertaba a cada momento y recordaba sueños pavorosos de horrendos espíritus malignos y de terremotos, de linces que atacaban y se convertían en leones cavernarios, y nieve, nieve sin fin. La cueva tenía un olor húmedo, peculiar, pero el olfato fue lo primero que le hizo percatarse de que sus demás sentidos estaban funcionando, aunque no la vista. Lo segundo fue cuando, presa del pánico, dio un brinco y se golpeó la cabeza con la muralla rocosa.
    — ¿Dónde está mi palo? —preguntaba por señas en la oscuridad—. Es de noche y tengo que hacer una marca en el palo.
    Gateó en la oscuridad buscando su palo como si fuera lo más importante de su vida. «Se supone que lo marco de noche, pero, ¿cómo puedo marcarlo si no lo encuentro? ¿Lo habré marcado ya? ¿Cómo voy a saber si puedo regresar a casa si no encuentro mi palo? No, no, eso no puede ser.» Sacudió la cabeza tratando de aclarar sus ideas. «Puedo regresar a casa, ya ha transcurrido el tiempo. Pero estoy muerta. Y la nieve no quiere parar. Va a seguir nevando y nevando. El palo. El otro palo. Tengo que ir a ver la nieve. ¿Cómo voy a ver la nieve en la oscuridad?»
    Arrastrándose por la cueva, tropezando con las cosas, llegó a la abertura y vio un oscuro y pálido resplandor por arriba. «Mi palo, tiene que estar ahí arriba.» Trepó por el matorral que penetraba un poco en la cueva, encontró el extremo de la larga rama y la empujó. Le cayó la nieve encima mientras la rama avanzaba entre la nieve y abría el paso de aire. Una bocanada de aire fresco la saludó junto con un jirón de cielo de brillante azul. La tormenta había cedido finalmente, y cuando dejó de soplar el viento, la última nieve caída había taponado el agujero.
    El aire fresco y frío le aclaró las ideas. « ¡Ha terminado! ¡Ha dejado de nevar! ¡Por fin ha dejado de nevar! Puedo volver a casa. Pero, ¿cómo voy a salir de aquí?» Revolvió con la rama tratando de ensanchar el orificio. Se desprendió una amplia porción, cayó por la boca de la cueva y se estrelló contra el suelo, cubriéndolo de nieve húmeda y fría. Si no hubiera estado atenta, habría quedado sepultada. «Tengo que pensar muy bien lo que hago.» Bajó de nuevo y sonrió al ver cómo entraba la luz a raudales por la abertura ensanchada. Estaba excitada, ansiosa por marcharse, pero se obligó a sí misma a sentarse y a pensar muy bien en todo.
    «Ojalá no se hubiera apagado el fuego, me habría gustado beber una infusión caliente. Pero creo que hay algo de agua en la vejiga. Sí, bueno —pensó, y bebió un poco— No podré cocinar nada para comer, pero una comida menos no me hará mucho daño. De todos modos, puedo comer algo de carne de venado seco. No hay necesidad de cocinarla.» Volvió rápidamente a la entrada de la cueva para asegurarse de que el cielo seguía azul. «Ahora bien, ¿qué voy a llevarme? No tengo que preocuparme por la comida, hay mucha en reserva, especialmente después de la cacería del mamut.»
    De repente, todo se amontonó en su memoria: la cacería del mamut, la muerte de la hiena y la maldición de muerte. « ¿Me aceptarán realmente otra vez? ¿Realmente querrán verme de nuevo? ¿Y si no? ¿Adónde iré? Pero Brun dijo que podría volver, lo dijo.» Ayla se aferraba a esa idea.
    «Bueno, no me llevaré la honda, eso sí que no. ¿Y mi canasta? Creb quemó la mía. No necesitaré otra hasta el próximo verano; entonces haré otra nueva. Mi ropa; me llevaré toda la ropa, la llevaré puesta, y quizás algunas herramientas.» Ayla reunió todas las cosas que pensaba llevarse y empezó a vestirse. Se puso el forro de piel de conejo y sus protectores para los pies, envolvió sus piernas en polainas de piel de conejo, metió sus herramientas en el manto y ató firmemente sus pieles contra su cuerpo. Se cubrió con la capucha de piel de glotón y los protectores de las manos, y avanzó hacia el orificio. Volvió para echar una mirada a la cueva que había sido su hogar durante la luna pasada, se quitó los protectores de sus manos y volvió sobre sus pasos.
    No sabía por qué era importante dejar la cueva en orden, pero eso le daba la sensación de algo completo, como prescindir de ella ahora que ya no la necesitaba. Ayla tenía un sentido innato del orden, fortalecido por Iza, que debía mantener un ordenamiento sistemático en su depósito de medicinas. Rápidamente lo ordenó todo limpiamente, volvió a ponerse los protectores de las manos y se dirigió decididamente hacia la entrada bloqueada por la nieve. Iba a salir; todavía no sabía cómo, pero iba a regresar a la cueva del clan.
    «Será mejor que salga por la parte de arriba del agujero, porque no podré abrirme un túnel a través de tanta nieve», pensó. Empezó a trepar por el matorral de avellano y aprovechó la rama que había mantenido abierto el orificio para ensancharlo. Subida a las ramas más altas, que sólo se doblaban ligeramente bajo el peso de la joven, sacó la cabeza del hoyo y contuvo el aliento: su prado del monte era irreconocible. Desde su posición, la nieve formaba una suave pendiente.
    No podía identificar una sola marca en el terreno; todo estaba cubierto de nieve. « ¿Cómo voy a poder pasar a través de todo esto? Está muy profundo.» La muchacha estaba casi abrumada por el desaliento.
    Mirando a su alrededor, comenzó a determinar su posición. «Aquel bosquecillo de abedules, junto al alto pino, no es mucho más alto que yo. La nieve no puede ser muy profunda por ahí. Pero, ¿cómo voy a llegar hasta allí?» Gateó para salir del agujero en que se encontraba, pisoteó la nieve para que proporcionara una base más sólida, mientras lo intentaba. Trepó por el saliente y cayó de bruces sobre la nieve; su peso se distribuyó por igual sobre una superficie más amplia, impidiéndola hundirse más.
    Cuidadosamente se puso de rodillas y finalmente de pie, comprobando que sólo estaba más o menos a unos treinta centímetros por debajo de la nieve circundante. Dio un par de pasos vacilantes, pisoteando la nieve mientras avanzaba. Los protectores de sus pies eran unos holgados círculos de cuero fruncidos alrededor del tobillo, y el hecho de llevar dos pares le impedía caminar con agilidad, pues el segundo par se ajustaba peor aún sobre el primero, formando una especie de balón. Aunque no eran exactamente unas raquetas para la nieve, servían para repartir el peso de la muchacha sobre un área mayor, y eso le impedía hundirse demasiado en la nieve ligera como polvo.
    Pero era difícil avanzar. Pisoteando la nieve al andar, dando pasos cortos y hundiéndose de vez en cuando hasta las caderas, se fue abriendo paso hasta el lugar en donde había estada el arroyo. La nieve que cubría el agua helada no era tan profunda. El viento había acumulado una gran cantidad contra la muralla en que se abría su cueva, pero en otras áreas había dejado la tierra casi desnuda. Se detuvo allí, tratando de decidir si seguiría el arroyo helado hasta el río y después daría un amplio rodeo, o si seguiría el camino más abrupto y directo hacia abajo, hasta la cueva del clan. Estaba ansiosa, no aguantaba la impaciencia que la impulsaba a regresar y decidió tomar el camino más corto. No sabía que era mucho más peligroso.
    Ayla se puso en marcha cuidadosamente, pero era lento y difícil encontrar el camino de bajada. Para cuando el sol llegó a su punto más alto en el cielo, apenas había cubierto la mitad del trecho cuesta abajo que en verano solía recorrer en el tiempo que transcurre entre el crepúsculo y el anochecer. Hacía frío, pero los brillantes rayos de mediodía calentaban la nieve y la joven empezaba a cansarse y a mostrarse descuidada.
    Partió de una plataforma desnuda, barrida por el viento, que conducía a una pendiente suave totalmente cubierta de nieve, y patinó sobre un tramo de gravilla. La grava suelta desprendió unas piedras mayores que sacaron de su sitio a otras. Todas las piedras fueron a parar a un montón de nieve, sacándolo de su posición insegura, mientras Ayla perdía pie. En un instante se encontró resbalando y rodando cuesta abajo, nadando a través de una cascada de nieve desplazada, en medio del rugido atronador de una avalancha.
    Creb estaba acostado pero despierto cuando apareció Iza silenciosamente llevándole una taza de té caliente.
    —Sabía que no dormías, Creb. He pensado que tal vez quisieras tomar algo caliente antes de levantarte. La tormenta cesó durante la noche pasada.
    —Ya lo sé, puedo ver el cielo azul del otro lado de la muralla.
    Se quedaron tomando té, sentados uno junto al otro. A menudo se sentaban juntos sin hablar. El hogar parecía vacío sin Ayla. Costaba trabajo creer que una muchacha pudiera dejar un vacío tan grande. Iza y Creb trataban de llenarlo estando más juntos, tratando de consolarse mutuamente con su presencia, pero no era mucho el consuelo. Uba estaba desganada y lloriqueaba; nadie podía convencer a la niña de que Ayla había muerto; seguía preguntando por ella. Jugueteaba con la comida, tiraba la mitad o se le caía. Luego se ponía de mal humor y pedía más, cosa que sacaba de quicio a Iza hasta que la regañaba, aunque al instante se arrepentía. La tos de la mujer había vuelto y la mantenía despierta gran parte de la noche.
    Creb había envejecido más de lo que parecía posible en tan poco tiempo. No se había acercado a la pequeña caverna desde el día en que colocó los huesos blancos del oso cavernario en dos hileras paralelas, el último de ellos introducido en la base de la calavera del oso y saliendo por el orificio ocular izquierdo, y dijo en voz alta los nombres de los malos espíritus en sílabas tensas y ásperas, invocando sus favores y su poder. No tenía fuerzas para volver a mirar esos huesos, ni deseaba emplear los bellos gestos fluidos que servían para comunicar con los espíritus más benéficos. Había pensado seriamente en renunciar y traspasar las funciones de Mog-ur a Goov. Brun trató de convencerle de que lo re considerara de nuevo una vez que el viejo mago tocó el tema.
    — ¿Qué vas a hacer, Mog-ur?
    — ¿Qué hace un hombre al retirarse? Estoy haciéndome demasiado viejo para pasarme largas horas sentado en esa fría cueva. Mi reuma está empeorando.
    —No te precipites, Creb —señaló dulcemente el jefe—. Piénsalo un poco más.
    Creb lo pensó y casi había decidido anunciarlo ese mismo día.
    —Iza, creo que voy a dejar que Goov sea el Mog-ur —manifestó el mago a la mujer que estaba sentada a su lado.
    —Eso sólo tú puedes decidirlo, Creb —respondió. No trató de disuadirle; sabía que ya no tenía ganas de seguir adelante desde el día en que pronunció la maldición de muerte contra Ayla, aunque aquello había conformado toda su vida.
    —Ya ha pasado el plazo, ¿verdad, Creb? —preguntó Iza.
    —Sí, ya ha pasado el plazo.
    — ¿Cómo puede ella saber que ha terminado el plazo? Nadie puede ver la luna con tanta tormenta.
    Creb pensó en aquella ocasión en que había enseñado a una niña cómo contar los años antes de poder tener un bebé, y en otra niña mayor que contaba los ciclos de la luna ella solita.
    —Si viviera, lo sabría, Iza.
    —Pero ha sido una tormenta tan terrible. Nadie podría sobrevivir a ella.
    —No lo pienses más. Ayla ha muerto.
    —Ya lo sé, Creb —expresó Iza con gestos desesperados.
    Creb miró a su hermana, pensó en cuánto sufría y quiso transmitirle algo, algún gesto para mostrarle que la comprendía.
    —No debería decir esto, Iza, pero el plazo ha vencido; su espíritu ha abandonado este mundo, y los espíritus malos también. No ha causado daño en ninguna parte. Su espíritu me habló antes de irse, Iza. Me dijo que me amaba. Fue tan real que por poco cedo. Pero el espíritu de la persona que ha recibido la maldición es el más peligroso; siempre intenta atraparte haciéndote creer que es real, para llevarte consigo. Casi desearía haberme ido.
    —Ya lo sé, Creb. Cuando su espíritu me llamó madre, yo... yo... Iza alzó las manos, no podía proseguir.
    —Su espíritu me suplicó que no quemara la bolsa de medicinas, Iza. Se le llenaron los ojos de agua, igual que cuando vivía. Eso fue lo peor. Creo que si no lo hubiera arrojado yo al fuego, se lo habría entregado. Pero fue la última estratagema; fue entonces cuando se marchó definitivamente.
    Creb se puso en pie, se envolvió en sus pieles y tendió la mano hacia el cayado. Iza le observaba; pocas veces se alejaba del fuego. Llegó hasta la entrada de la cueva y se quedó allí largo tiempo, contemplando la nieve brillante. Sólo volvió cuando Iza mandó a Uba a buscarle para que fuera a comer. Regresó a su puesto poco después; Iza se reunió más tarde con él.
    —Aquí hace frío, Creb. No deberías quedarte así, expuesto al viento —señaló.
    —Es la primera vez que tenemos un cielo claro desde hace muchos días. Es un alivio ver algo que no sea una tormenta aullante.
    —Sí, pero acércate al fuego para calentarte de vez en cuando.
    Creb anduvo cojeando del fuego a la entrada de la cueva varias veces, quedándose largos ratos contemplando el paisaje invernal. Pero a medida que avanzaba el día, tardó más y más en volver. Durante la cena, mientras el crepúsculo se convertía en oscuridad, hizo señas a Iza:
    —Me iré al hogar de Brun cuando terminemos de cenar. Le diré que de ahora en adelante Goov será Mog-ur.
    —Sí, Creb —contestó Iza cabizbaja. No había esperanza... Ahora estaba segura de que ya no había esperanza.
    Creb se puso en pie mientras Iza retiraba la comida. De repente, un grito de espanto surgió del hogar de Brun; Iza levantó la mirada.
    Una extraña aparición se encontraba en la entrada de la cueva, totalmente cubierta de nieve y sacudiéndose los pies a patadas.
    — ¡Creb! —gritó Iza—. ¿Qué es eso?
    Creb se quedó mirando un momento, alerta contra los malos espíritus; de repente, su único ojo se abrió más de lo normal.
    — ¡Es Ayla! —exclamó a voz en cuello y se dirigió rápidamente hacia ella cojeando; olvidando su cayado, olvidando su dignidad y olvidando todas las costumbres que obligaban a disimular los sentimientos fuera del hogar propio, rodeó a la muchacha con sus brazos y la apretó contra su pecho.

    Parte 2

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