Publicado en
julio 04, 2010
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS 4
PRIMERA PARTE
INTERESTATAL 50:
En la casa del lobo, la casa del escorpión 6
SEGUNDA PARTE
DESESPERACION:
Algo podría surgir de estos silencios 96
TERCERA PARTE
EL OESTE AMERICANO:
Sombras legendarias 162
CUARTA PARTE
LA MINA DE LOS CHINOS:
Dios es cruel 221
QUINTA PARTE
INTERESTATAL 50:
Permiso de salida 288
Título de la edición original: Desperation
Traducción del ingles: Carlos Milla Soler, cedida por Plaza & Janés Editores, S.A.
Diseño: Norbert Denkel Ilustración: Julio viva,
Circulo de Lectores, S A. (Sociedad Unipersonal)
Valencia, 344, o800g Barcelona 1 3 s 797906864,
Licencia editorial para Circulo de Lectores por cortesía de Plaza & Janés Editores, S.A.
Está prohibida la venta de este libro a personas que no pertenezcan al Circulo de Lectores.
1996, Stephen King de la traducción: Carlos Milla Soler 1996, Plaza & Janés Editores, S A.
Depósito legal: B. I So78 1997
Fotocomposición: gama, s.l., Barcelona Impresión y encuadernación: Printer Industria Gráfica, s.a.
Sant Vicenç dels Horts Barcelona, 1997. Impreso en España ISBN84–26–6475–5
N0278S4
AGRADECIMIENTOS
Mi agradecimiento especial a cuatro personas: Rich Hasler, de la Magma Mining Corporation; William Winston, pastor episcopalista; Chuck Verrill, mi permanente (y sufrido, añadiría el) editor; y Tabitha King, mi esposa y mi más perspicaz critico. Y el estribillo, asiduo lector, ya lo conoces, así que recita conmigo: si algún merito tiene esta obra, a ellos se debe; en cuanto a los errores, yo soy el único responsable.
S. K.
El paisaje de su poesía seguía
siendo el desierto.
SALMAN RUSHDIE
Los versos satánicos
PRIMERA PARTE
INTERESTATAL 50:
EN LA CASA DEL LOBO,
LA CASA DEL ESCORPIÓN
I
1
– ¡Dios mío, que asco!
– ¿Que pasa, Mary?
– ¿No lo has visto?
–¿Si he visto qué?.
Mary miró a Peter, y en la implacable luz del desierto el vio que había palidecido y que en su rostro resaltaban aún más las quemaduras de las mejillas y la frente, donde ni siquiera un bronceador del más alto grado de protección la salvaguardaba por completo de los efectos del sol. Tenía la piel muy clara y se quemaba con facilidad.
–En aquella señal. La señal de velocidad máxima.
– ¿Que tenía de especial?
– ¡Había un gato muerto, Peter! Clavado o pegado o que se yo.
Peter piso el freno y ella súbitamente lo agarro del hombro.
–Ni se te ocurra volver atrás –dijo.
–Pero...
–Pero ¿que? ¿Es que quieres hacerle una foto? Ni hablar. Si vuelvo a verlo, vomitare.
– ¿Era un gato blanco? –pregunto Peter. Veía por el retrovisor el dorso de una señal, presumiblemente la de velocidad máxima a que se refería, Mary, pero nada más. Al pasar por delante el iba mirando en otra dirección, contemplando una bandada de aves que volaba hacia unos montes cercanos. En un paraje como aquel no era imprescindible permanecer atento a la carretera todo el tiempo; los habitantes de Nevada describían el tramo de la interestatal 50 que atravesaba su estado como «la carretera más solitaria de América», y en opinión de Peter hacia honor a su fama. Pero el se había criado en Nueva York, y quizá la prolongada exposición a aquellos interminables espacios abiertos empezaba a exceder sus márgenes de tolerancia: agorafobia del desierto, el síndrome del salón de baile o algo por el estilo.
–No; era un gato rayado –respondió Mary–. Pero ¿que más da?
–Pensaba que quizá hubiese alguna secta satánica en el desierto –explico Peter–. Por lo visto, esta zona esta llena de gente extraña. ¿No nos dijo eso Marielle?
–«Intensa» fue como ella los describió – corrigió Mary–. «La parte central de Nevada esta llena de gente intensa», cito textualmente. Y Gary, poco más o menos, coincidía con ella. Pero como no hemos visto a nadie desde que cruzamos el límite de California...
–Bueno, en Fallon...
–Las estaciones de servicio no cuentan. Además, incluso allí la gente... –Mary lo miró con una peculiar expresión de desamparo que últimamente rara vez aparecía en su rostro, si bien había sido frecuente en los meses posteriores a su aborto–. ¿Que han venido a hacer aquí, Pete? Comprendo que la gente se instale en Las Vegas o Reno... o hasta en Winnemucca o Wendover...
–Los que vienen de Utah a jugar dicen: «A Wendover llegarás y medía vuelta te darás» – comentó Peter sonriendo–. Me lo contó Gary.
Mary no le presto atención.
–Pero en el resto del estado... ¿Por que vienen y por que se quedan los habitantes de esta zona? Ya se que nací en Nueva York, y probablemente no puedo entenderlo, pero...
– ¿Seguro que no era un gato blanco? ¿O quizá negro? –Peter volvió a mirar por el retrovisor, pero viajaban a ciento veinte kilómetros por hora, y la señal ya se había desvanecido en un fondo de arena, mezcales y colinas parduscas. Sin embargo, por fin apareció otro vehículo detrás de ellos; veía el resplandeciente reflejo del sol en su parabrisas a unos dos kilómetros, tal vez tres.
–No. Era rayado, ya te lo he dicho. Contesta a mi pregunta. ¿Quienes son los contribuyentes de esta parte de Nevada, y a que se dedican?
Peter hizo un gesto de duda.
–Aquí no hay muchos contribuyentes. Fallon es el pueblo más grande de la interestatal 50, y sus habitantes viven básicamente de la agricultura. Según la guía, construyeron una presa y con el agua del pantano riegan sus tierras. Cultivan sobre todo melones. Y creo que hay también una base militar no muy lejos de aquí. Antiguamente Fallon era una casa de postas, ¿lo sabias?
–Yo me marcharía –aseguro Mary–. Cogería mis melones y me largaría.
Peter le acaricio el pecho izquierdo con la mano derecha y bromeo:
–Un buen par de melones, señora.
–Gracias. Y no solo de Fallon. Yo me largaría de cualquier estado donde no se viese una casa ni un árbol en kilómetros a la redonda y clavasen gatos en las señales de tráfico.
–Bueno, eso tiene que ver con la zona de percepción –explico Peter con cierta reserva. A veces le era imposible adivinar si Mary decía algo en serio o hablaba por hablar, y esa era una de aquellas veces–. Para ti, que te has criado en un medio urbano, la Gran Cuenca esta fuera de tu zona de percepción. Y también para mí, desde luego. Incluso el cielo me pone nervioso. Desde que hemos salido esta mañana lo noto encima como una carga, opresivo.
–A mi me pasa lo mismo. Da la impresión de que hubiese demasiado.
– ¿Te arrepientes de haber elegido este itinerario para volver a casa?
–Peter echo un vistazo al retrovisor y advirtió que el otro vehículo se había acercado. No se trataba de un camión, que era lo único que habían visto desde Fallon (y todos en sentido opuesto, hacia el oeste), sino de un coche. Y obviamente tenía prisa.
Mary reflexiono. Por fin movió la cabeza en un gesto de negación.
–No. Me alegro de haber visto a Gary y Marielle, y el lago Tahoe...
–Una maravilla, ¿verdad?
–Increíble. Incluso esto... –Mary miró por la ventanilla– tiene su encanto, no digo lo contrario. Y supongo que lo recordare mientras viva. Pero es...
–Escalofriante –apunto Peter–. Al menos si uno esta acostumbrado a Nueva York.
–Exacto. Zona de percepción urbana. Además, aunque hubiésemos tomado por la interestatal 80, tampoco habríamos encontrado más que desierto.
–Si. Rastrojos rodando de un lado a otro. –Peter lanzo otra ojeada al retrovisor; las lentes de las gafas que usaba para conducir brillaron al sol. El vehículo que se aproximaba era un coche de la policía, y avanzaba a ciento cuarenta por lo menos. Peter se arrimo a la cuneta, y las ruedas del lado derecho salieron del asfalto y levantaron una nube de polvo.
– ¿Que haces, Pete?
El volvió a mirar por el retrovisor. Vio acercarse rápidamente la enorme rejilla cromada del radiador, y los violentos destellos del sol reflejado en el metal lo obligaron a entornar los ojos. No obstante, le pareció notar que el coche era blanco, lo cual significaba que no pertenecía a la policía estatal.
–Intento encogerme –contesto Peter–, como un animalito acurrucado y asustadizo. Detrás viene un coche de la policía y parece que tiene prisa. Quizá sigue la pista del...
El coche patrulla los adelanto, y el Acura de la hermana de Peter se balanceo en su estela. Era en efecto blanco, y estaba cubierto de polvo. Llevaba un adhesivo en el costado, pero Peter no tuvo tiempo de leerlo. DES algo más, rezaba. Desistir, quizá; ese no sería un mal nombre para un pueblo perdido en medio del desierto de Nevada.
–... del individuo que ha clavado el gato en la señal de tráfico.
–Y a esa velocidad ¿por que no lleva puestas las luces de advertencia? –pregunto Mary.
– ¿Para advertir a quién en este descampado?
–Pues... a nosotros –repuso Mary, mirándolo de nuevo con su peculiar expresión.
Peter hizo ademán de replicarle, pero se contuvo. Mary tenía razón. El policía debía de tenerlos al alcance de la vista por lo menos desde que ellos habían detectado su presencia, o quizá desde antes, ¿por qué, pues, no los había advertido con los faros o las luces giratorias para mayor seguridad? Naturalmente Peter se había hecho cargo de la situación y le había facilitado el paso; así y todo...
De pronto se encendieron las luces traseras del coche patrulla. Peter piso el freno sin pensar, pese a que había reducido a cien por hora y no existía riesgo de colisión porque el otro coche se hallaba ya demasiado lejos. A continuación el coche se desvió bruscamente de su trayectoria e invadió el carril contrario.
– ¿Que hace? –pregunto Mary.
–No lo se– contestó Peter.
Pero si lo sabía: estaba aminorando la marcha. De los ciento cuarenta kilómetros por hora a los que viajaba al adelantarlos había disminuido a ochenta como mucho. Con expresión ceñuda, Peter redujo también la velocidad, prefiriendo, sin saber por que, no acercarse al automóvil que lo precedía. El cuentakilómetros del coche –un Acura que pertenecía a su hermana Deirdre– marcaba ahora sesenta y cinco.
– ¡Peter! –exclamo Mary, visiblemente alarmada–. Peter, esto no me gusta.
–No pasa nada–la tranquilizo el.
Pero ¿realmente no pasaba nada?, se pregunto observando el coche patrulla, que se aproximaba lentamente por el carril de la izquierda.
Trató de ver al conductor pero le fue imposible: una espesa capa de polvo del desierto cubría la luna trasera.
Sus luces de freno, también sucias de polvo, parpadearon y el coche moderó más aún la velocidad. Avanzaba apenas a cincuenta por hora.
Una bola de rastrojo cruzó la carretera, y los neumáticos radiales del coche patrulla la aplastaron. Salió por la parte trasera del vehículo como una maraña de dedos rotos. Una repentina sensación de miedo, casi pánico, asaltó a Peter, aunque no lograba entender por que.
Porque Nevada, pensó, esta llena de gente intensa –lo dijo Marielle y Gary coincidió con ella– ¿y así es como actúa la gente intensa; en otras palabras, de una manera extraña. Naturalmente, Peter no daba crédito a tales tonterías. Aquello en realidad no era extraño, o al menos no demasiado extraño, si bien...
Las luces de frenado del coche patrulla parpadearon de nuevo. En respuesta Peter, sin pensar en lo que hacia, pisó también el freno, y al mirar el cuentakilómetros vio que marcaba cuarenta.
– ¿Que se propone, Pete? –preguntó Mary.
A esas alturas resultaba ya bastante obvio.
–Ponerse otra vez detrás de nosotros.
– ¿Por que?
–No lo se– contestó Peter.
– ¿Si esa es su intención, por que no ha parado en el arcén y nos ha dejado pasar?
–Tampoco lo se.
– ¿Que vas a...?
–Seguir adelante, por supuesto –la interrumpió Peter. Y sin ningún motivo añadió–: Al fin y al cabo, nosotros no hemos clavado el maldito gato en la señal de tráfico.
Apretó ligeramente el acelerador y de inmediato empezó a acercarse al polvoriento coche patrulla, que en esos momentos avanzaba a poco más de treinta kilómetros por hora.
– ¡No, no lo adelantes! –suplicó Mary, agarrándole el hombro con tal fuerza que Peter notó la presión de sus cortas unas bajo la recia camisa.
–Mare, no me queda alternativa.
En todo caso ya no tenía sentido discutir, pues al instante el Acura de Deirdre llegó a la altura del sucio Caprice blanco y lo adelantó. Peter escrutó a través de los cristales, pero apenas vio nada. Una enorme silueta masculina y poco más. Aun así, le dio la impresión de que el conductor también lo observaba a el. Peter echó un vistazo al adhesivo estampado en la puerta delantera. Esta vez si tuvo tiempo de leerlo.
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE DESESPERACIÓN, rezaba el rótulo en letras doradas bajo el emblema del pueblo, al parecer un minero y un jinete estrechándose las manos.
Desesperación, pensó Peter. Mejor aún que Desistir, mucho mejor.
En cuanto lo adelantaron, el coche patrulla volvió al carril de la derecha y aceleró hasta pegarse casi al parachoques trasero del Acura.
Siguieron así durante treinta o cuarenta segundos, que a Peter se le hicieron interminables. Después comenzaron a girar las luces azules del techo del Caprice. Peter sintió un súbito vacío en el estómago, pero no de sorpresa. Nada más lejos.
2
Mary seguía aferrada a su hombro, y cuando Peter se arrimó al arcén, volvió a clavarle las uñas.
– ¿Que haces, Peter? ¿Que haces?
–Parar. Ha encendido las luces y me ha indicado que me detenga.
–Esto no me gusta –repitió Mary, mirando inquieta alrededor. No había mucho que ver aparte de desierto, montes y un infinito cielo azul–. , Que infracción hemos cometido?
–Exceso de velocidad, posiblemente.
Peter miró por el retrovisor exterior. Sobre las palabras PRECAUCIÓN: LOS OBJETOS PUEDEN HALLARSE MÁS CERCA DE LO QUE PARECE impresas en el espejo, vio cómo se abría la polvorienta puerta del conductor del coche patrulla. Asomó una pierna de color caqui. Era descomunal. Mientras el hombre a quién pertenecía salía del coche, cerraba la puerta y se calaba el sombrero de policía (dentro, supuso Peter, no debía de llevarlo por falta de espacio), Mary volvió la cabeza y lo observó boquiabierta.
– ¡Dios santo, es del tamaño de un futbolista!
–Por lo menos –añadió Peter. Orientándose por la altura del coche, un metro y medio más o menos, calculó que el policía medía aproximadamente un metro noventa y cinco. Y debía de pesar más de ciento veinte kilos, quizá ciento cuarenta.
Mary le soltó el hombro y se apretó contra la puerta, alejándose tanto como pudo del gigante que se acercaba al Acura. De su cinturón, a un costado, pendía un revólver tan grande como todo en el, pero llevaba las manos vacías, sin bloc de multas ni carpeta alguna.
Ese detalle alarmó a Peter. No sabía cómo interpretarlo pero lo alarmó. Desde que tenía edad de usar un coche lo habían multado cuatro veces por exceso de velocidad en su adolescencia y otra hacia tres años por conducir bajo los efectos del alcohol (al salir de la fiesta que se celebraba antes de las Navidades en la facultad), y nunca se había dirigido a el un agente con las manos vacías, de ahí su inquietud. El corazón, que ya le latía a un ritmo más rápido del normal, se le aceleró un poco más. No era que le retumbase en el pecho, al menos no todavía, pero presentía que podía llegar a ese extremo, que de hecho podía llegar muy fácilmente.
¿Te estas comportando como un imbécil, lo sabias?, se dijo. Has rebasado el límite de velocidad, así de sencillo. El límite máximo en esta carretera es de noventa kilómetros por hora, y aunque resulta ridículo y todo el mundo lo sabe, sin duda este tipo tiene una cuota de infracciones que cubrir. Y en lo que se refiere a multas por exceso de velocidad, los conductores de otros estados son las víctimas propicias. Eres consciente de todo eso, así que... ¿cómo se titulaba aquel antiguo álbum de Van Halen? ¿Cómetelos y sonríe?
El policía se detuvo junto a la ventanilla, y la hebilla de su cinturón quedó a la altura de los ojos de Peter. En lugar de inclinarse alzó un puño (a Peter le pareció del tamaño de un mazo) y lo hizo girar imitando el movimiento de un manubrio.
Peter se quitó sus gafas redondas sin aros, se las guardó en el bolsillo del pecho y bajó el cristal de la ventanilla. Percibía claramente la rápida respiración de Mary en el asiento contiguo. Daba la impresión de que hubiese estado saltando a la comba o haciendo el amor.
El policía flexionó lentamente las rodillas, y su rostro enorme e inescrutable apareció en el campo de visión de los Jackson. El ala rígida del sombrero proyectaba una franja de sombra sobre su frente. Tenía la piel de un desagradable color rosado, y Peter dedujo que aquel hombre, pese a su extraordinaria envergadura, no resistía el sol mucho mejor que Mary. Sus claros ojos grises no reflejaban emoción alguna.
O por lo menos Peter era incapaz de detectarla. No obstante, si olía a algo, una colonia o un masaje para después del afeitado, quizá Old Spice.
El policía lo observó por un instante y después dejó vagar la mirada por el interior del Acura, fijándola primero en Mary (típica esposa norteamericana, blanca, buena figura, rostro atractivo, pocas horas de vuelo, ninguna cicatriz visible) y luego en las cámaras fotográficas, algunas bolsas y las compras acumuladas a lo largo del camino. Las compras eran aún mínimas; habían salido de Oregón hacía sólo tres días, y un día y medio lo habían pasado en casa de Gary y Marielle Soderson, escuchando los discos de su adolescencia y charlando de los viejos tiempos.
La mirada del policía se detuvo en el cenicero abierto. Peter supuso que buscaba boquillas de porro, sospecha que vio confirmada de inmediato cuando el hombre husmeó el aire en busca de algún resto de olor a hierba o chocolate. Experimentó cierta sensación de alivio. No fumaba un porro desde hacia quince años, nunca había probado la coca, y prácticamente había dejado la bebida después de la multa por conducir bajo los efectos del alcohol tras la fiesta de Navidad. Por esas fechas su experiencia con las drogas se reducía a oler un poco de hachis en algún que otro concierto de rock, y Mary, por su parte, nunca había mostrado el menor interés por esas cosas (a veces se jactaba de «su virginidad en cuestión de drogas»). El cenicero no contenía más que un par de envoltorios de chicle arrugados, y tampoco en el asiento trasero había latas de cerveza o botellas de vino vacías.
–Agente, se que iba un poco deprisa...
–Ya. Se le ha dormido el pie en el acelerador, ¿no? –preguntó el policía con tono afable–. ¿Podría enseñarme su carnet de conducir y el certificado de matriculación del vehículo?
–Claro. –Peter sacó la cartera del bolsillo posterior del pantalón–. El coche no es mío. Es de mi hermana. Se lo llevamos a Nueva York desde Oregón. Ella estudiaba hasta hace poco en el Reed College de Portland.
Estaba hablando más de la cuenta, lo sabía, pero era incapaz de contenerse. Resultaba curioso que en presencia de la policía uno empezase a parlotear de ese modo, como si llevase oculto en el maletero un cadáver descuartizado o un niño secuestrado. Recordaba que había reaccionado exactamente igual cuando la policía lo hizo parar en la autovía de Long Island después de la fiesta de Navidad. Habló y habló mientras uno de los agentes, sin despegar los labios, realizaba metódicamente su trabajo, primero examinando la documentación y después comprobando el buen funcionamiento de su pequeño alcoholímetro azul.
– ¿Mare? ¿Podrías sacar de la guantera la documentación del coche? Está en un sobre de plástico junto con los papeles del seguro.
En un primer momento Mary permaneció inmóvil. Peter la miró de reojo –se hallaba paralizada en el asiento– mientras abría su cartera y comenzaba a buscar el carnet de conducir. Debería haber estado allí, en uno de los primeros compartimientos transparentes, pero no estaba.
– ¿Mare? –insistió, ya un tanto impaciente y de nuevo asustado. ¿Y si había perdido el carnet en alguna parte? ¿Y si se le había caído al suelo en casa de Gary mientras trasladaba sus cosas (uno siempre llevaba muchas más cosas en los bolsillos cuando viajaba) de un vaquero a otro? Estaba seguro de que eso no había ocurrido, pero no sería una de esas típicas fatalidades...–. Mare, colabora un poco. Saca de una vez la documentación, por favor.
–Si, claro, enseguida.
Mary se inclinó como una máquina vieja y oxidada que cobrase vida al recibir una repentina descarga eléctrica. Abrió la guantera y comenzó a revolver en el interior. Apartó un paquete de galletas medio, una cinta de Bonnie Raitt que se había enredado en el casete del salpicadero y un mapa de California. Peter veía pequeñas gotas de sudor en su sien izquierda. Algunos mechones de su pelo negro y corto se habían humedecido pese a que el ventilador del aire acondicionado lanzaba un chorro de aire frió directamente a su cara.
–No lo... –empezó, pero de inmediato, con inconfundible alivio, rectificó–: Ah, si, aquí esta.
En ese mismo instante Peter miró en el compartimiento donde guardaba las tarjetas de visita y encontró el carnet. No recordaba haberlo guardado allí – ¿por que demonios lo habría hecho?– ¿ pero allí estaba. En la fotografía no parecía un profesor adjunto de literatura de la Universidad de Nueva York, sino un peón de albañil en paro (y posible asesino en serie). Sin embargo era el, reconocible, y de pronto se sintió más animado. Gracias a Dios tenían los papeles, y no había nada que temer.
Además, pensó Peter mientras entregaba su carnet al policía, esto no es Albania. Quizá no sea nuestra zona de percepción, pero desde luego no es Albania.
– ¿Peter? –dijo Mary.
Peter se volvió, cogió el sobre que ella le tendía, y le guiñó un ojo.
Mary intentó responder con una sonrisa, pero apenas consiguió esbozarla. Fuera una ráfaga de viento arrojó arena contra el costado del coche. Los minúsculos granos azotaron el rostro de Peter, que entornó los ojos. De repente deseó hallarse a tres mil kilómetros de Nevada en cualquier dirección.
–Veo que es usted donante de órganos –comentó sin levantar la vista–. ¿Realmente le parece sensato?
Peter se quedó perplejo.
–Bueno, yo...
– ¿Eso es el certificado de matriculación? –preguntó secamente el policía contemplando la hoja de color amarillo canario.
–Sí.
–Déjemela, por favor.
Peter se la entregó. El policía, aún en cuclillas bajo el sol en la misma posición que un apache, sostenía el carnet de Peter en una mano y el certificado de matriculación de Deirdre en la otra. Su mirada se paseó de un documento a otro durante unos momentos que se hicieron interminables. Peter sintió una ligera presión en el muslo y se sobresaltó por un instante hasta darse cuenta de que era la mano de Mary. Se la cogió y de inmediato notó sus dedos en torno a los suyos.
– ¿Su hermana? –dijo el hombre por fin. Los miró con sus claros, ojos grises.
–Si.
–Ella se apellida Finney, y usted Jackson.
–Deirdre estuvo casada durante un año, entre el instituto y la universidad –explicó Mary con voz firme, amable e impávida. Peter se, habría dejado engañar por las apariencias de no ser por la presión de sus dedos–. Después conservó el apellido de su marido. Así de simple.
– ¿Un año? Mmm. Entre el instituto y la universidad. Casada. Tak!
Mantenía la cabeza inclinada sobre los documentos. Peter vio balancearse la copa de su sombrero mientras volvía a examinarlos.
La sensación de alivio lo abandonó.
–Entre el instituto y la universidad –repitió el policía, con la cabeza gacha y la cara oculta.
Peter reprodujo mentalmente sus palabras: «Veo que es usted donante de órganos. ¿Realmente le parece sensato? Tak»
El policía levantó la vista.
¿Le importaría salir del coche, señor Jackson?
Mary lo agarró más fuerte, clavándole las uñas en el dorso de la mano; a Peter, sin embargo, la sensación de dolor le pareció vaga y remota. De pronto un cosquilleo de pánico le recorrió los testículos y la boca del estómago, y se sintió de nuevo como un niño, un niño confuso que sólo tenía la certeza de que había hecho algo indebido.
– ¿Que...? –empezó.
El policía de Desesperación se irguió. Fue como ver elevarse un montacargas. Primero desapareció la cabeza y luego ascendieron ante la ventanilla el cuello abierto de la camisa, la resplandeciente insignia y la bandolera. Finalmente Peter tuvo nuevamente ante los ojos la sólida hebilla del cinturón, el revolver y la solapa caqui de la bragueta.
–Salga del coche, señor Jackson.
En esta ocasión la voz que llegó de encima de la ventanilla no tenía entonación interrogativa.
3
Peter accionó el tirador de la puerta, y el policía retrocedió para dejarle abrir. Su cabeza quedó oculta por el techo del Acura. Mary le apretó a Peter la mano aún con mayor vehemencia, y el se volvió a mirarla.
La palidez de su cara había adquirido un tono ceniciento, e incluso las quemaduras del sol en la frente y las mejillas parecían más claras.
Abriendo mucho los ojos, formó con los labios las palabras:
–No salgas del coche.
–No tengo más remedio –repuso Peter, también con un movimiento inaudible de los labios, y apoyó un pie en el asfalto de la interestatal 50.
Mary se aferró a su mano por un instante, entrelazando sus dedos con los de el, pero Peter se soltó y acabó de salir del coche. Se notaba las piernas extrañamente lejanas. El policía lo observó con la cabeza inclinada. Dos metros, pensó Peter; ni un centímetro menos. Y de repente imaginó una rápida sucesión de acontecimientos, como una película en cámara hiperacelerada: el gigantesco policía desenfundaba el revólver y apretaba el gatillo, esparciendo el docto cerebro de Peter Jackson por el techo del Acura en un viscoso abanico; acto seguido, sacaba a Mary a rastras del coche, la obligaba a encorvarse contra el maletero cerrado y la violaba allí mismo bajo el abrasador sol del desierto, junto a la carretera, con el sombrero firmemente calado hasta las orejas, y mientras la embestía una y otra vez, gritaba: « ¿Necesitaba un órgano donado, señora? ¡Aquí lo tiene! ¡Aquí lo tiene!»
– ¿A que viene todo esto, agente? –preguntó Peter, con una súbita sequedad en la boca y la garganta.
–Vaya hacia la parte trasera del coche, señor Jackson –ordenó el hombre. Se dio medía vuelta y se dirigió hacia el maletero del Acura sin molestarse en comprobar si Peter obedecía.
Pero Peter obedeció, claro que obedeció, caminando tras el como si sus piernas recibiesen los impulsos sensoriales del cerebro a través de algún sistema de telecomunicaciones.
El policía se detuvo tras el Acura, y cuando Peter estuvo a su lado, señaló hacia abajo con un enorme dedo. Peter siguió la dirección que le indicaba y vio que la matricula trasera del coche de Deirdre había desaparecido; sólo quedaba un rectángulo relativamente más limpio en el lugar que antes había ocupado.
– ¡Mierda! –exclamó Peter con sincero disgusto e irritación, tan sincero como el alivio que experimentó. Al fin y al cabo todo aquello tenía una explicación. Gracias a Dios. Se volvió hacia la parte delantera del coche y apenas se sorprendió al advertir que su puerta estaba cerrada. La había cerrado Mary, pero el, absorto en aquel suceso, incidente o lo que fuese, ni siquiera había oído el golpe.
– ¡Mare! ¡Eh, Mare!
Mary asomó por la ventanilla su cara tensa y quemada y miró hacia atrás.
– ¡Se ha caído la matricula! –dijo, conteniendo apenas la risa.
– ¿Cómo? –preguntó Mary.
–No, no se ha caído – corrigió el policía de Desesperación. Volvió a agacharse con el mismo movimiento tranquilo, lento y ágil de unos minutos antes y metió la mano bajo el parachoques. Con la mirada gris perdida en el horizonte, por un momento buscó algo a tientas en la parte interna del chasis, justo al otro lado de donde había estado sujeta la matrícula. Una paradójica sensación de familiaridad invadió a Peter: el y su esposa habían sido detenidos por el vaquero de Marlboro–. ¡Aja! –dijo y volvió a levantarse. Mantenía cerrada en un relajado puño la mano con que había estado investigando. A continuación la tendió hacia Peter y la abrió. En la palma, curiosamente pequeño en medio de aquella vasta extensión rosada, sostenía un fragmento de tornillo sucio. Sólo brillaba en su sección transversal, allí por donde había sido aserrado.
Peter lo contempló, y miró luego al policía.
No entiendo.
– ¿Han parado en Fallon?
–No...
Se oyó un crujido cuando Mary abrió su puerta, un golpe cuando la cerró al salir, y el roce de sus zapatillas deportivas en la arena del arcén mientras se dirigía a la parte trasera del Acura.
–Claro que hemos parado –rectificó desde detrás de Peter.
Observó el pedazo de metal en la enorme mano (el certificado de matriculación de Deirdre y el carnet de conducir de Peter seguían en la otra mano del policía), y luego lo miró a la cara. Ya no se le notaban tan claramente las marcas de la frente y las mejillas, advirtió Peter con satisfacción. Había empezado a considerarse un idiota paranoide en todas sus posibles manifestaciones. Aunque había que reconocer que aquel encuentro con el policía presentaba ciertas
(« ¿Realmente le parece sensato?»)
peculiaridades.
–Hemos parado en la estación de servicio, Peter, ¿no te acuerdas? No necesitábamos gasolina, y has dicho que ya llenaríamos el depósito en Ely, pero hemos tomado unos refrescos como pretexto para preguntar por los lavabos. –Mary miró al policía e intentó sonreír. Para verle la cara debía echar atrás la cabeza. En ese momento, pensó Peter, parecía una niña tratando de arrancarle una sonrisa a su padre al llegar este a casa después de un mal día en la oficina–. Los lavabos estaban muy limpios.
El policía asintió con la cabeza y preguntó:
– ¿En que estación de servicio han parado, en Fill More Fast o en Berk's Conoco?
Mary lanzó a Peter una mirada de duda, y el levantó las palmas de las manos a la altura de los hombros.
–No me acuerdo –dijo–. De hecho apenas recuerdo haber parado.
El policía arrojó hacia atrás el inservible fragmento de tornillo, que fue a caer en la arena del desierto, donde permanecería inmutable a menos que algún ave posase en el su inquisidora mirada.
–Si recordará, supongo, a los chicos que rondaban por allí –insistió–. Chicos ya mayores, casi todos. Incluso uno o dos demasiado mayores para ser considerados chicos. Los más jóvenes van con patines o monopatines.
Peter asintió. Recordó que Mary le había preguntado que hacia allí la gente, a que habían ido y por que se habían quedado.
–Esa era Fill More Fast –afirmó el policía. Peter echó un vistazo a los bolsillos de su camisa buscando alguna placa de identificación, pero no llevaba. Así que de momento seguiría siendo simplemente «el policía». El policía que recordaba al vaquero de los anuncios de Marlboro–. Alfie Berk ya no los deja ni acercarse a su estación de servicio. Los echó a patadas. Son un hatajo de villanos.
Mary ladeó la cabeza al oír esa expresión, y por un instante Peter vio un amago de sonrisa en las comisuras de sus labios.
– ¿Es una banda? –preguntó Peter, que aún no entendía hacia dónde apuntaba aquello.
–Lo más parecido a una banda que puede encontrarse en un sitio tan pequeño como Fallon –explicó el policía. Levantó el carnet de conducir de Peter, lo examinó, miró a Peter, y volvió a bajarlo. Sin embargo, no hizo ademán de devolvérselo–. En su mayoría han dejado los estudios. Y uno de sus pasatiempos consiste en robar matriculas a los coches de fuera del estado. Lo consideran una hombrada.
Probablemente a ustedes se la quitaron mientras estaban en el bar o en los aseos.
–Y si usted esta al corriente de eso, ¿cómo es que siguen haciéndolo? –dijo Mary.
–Yo no tengo autoridad en Fallon. Rara vez voy por allí. Sus métodos y los míos son distintos.
– ¿Que hacemos con la matricula? –preguntó Peter–. Es un verdadero lió. El coche esta matriculado en Oregón, pero mi hermana se ha vuelto definitivamente a Nueva York. Detestaba el Reed...
– ¿En serio? –lo interrumpió el hombre–. ¡Vaya, vaya!
Peter notó que Mary le dirigía una mirada, probablemente para cruzar un guiño ante la cómica reacción del policía, pero a el no le pareció buena idea sino más bien todo lo contrario.
–Según ella–añadió Peter–, estudiar allí era como pretender estudiar en medio de un concierto de Grateful Dead. En fin, el caso es que volvió a Nueva York en avión, y nosotros pensamos que sería divertido venir a recoger el coche y llevárselo a Nueva York. Deirdre dejó parte de sus cosas en el maletero... ropa casi todo... –De nuevo hablaba por hablar, y se obligó a centrarse en la cuestión que le atañía–. Así pues, ¿que hacemos? No podemos atravesar el país sin matricula trasera, ¿no?
El policía se dirigió parsimoniosamente hacia la parte delantera del Acura. Sostenía aún en una mano el carnet de conducir de Peter y el certificado de color amarillo canario de Deirdre. El cinturón y la bandolera le chirriaron mientras caminaba. Ya frente al coche, cruzó las manos tras la espalda y miró hacia el parachoques con expresión ceñuda. Parecía, pensó Peter, un cliente interesado por un cuadro en una galería de arte. «Villanos –había dicho–. Un hatajo de villanos.» Peter no recordaba haber oído nunca esa palabra en una conversación normal.
El policía regresó junto a ellos. Mary se arrimo a Peter, pero ya no estaba asustada. Simplemente observaba al enorme hombre con curiosidad.
–La matrícula delantera sigue en su sitio –informó–. Póngala detrás, y podrá viajar hasta Nueva York sin problemas.
–Ah, bien –dijo Peter–. Buena idea.
– ¿Tiene un destornillador y una llave inglesa? Yo me he dejado todas las herramientas en el garaje del pueblo. –Sonrió, y la sonrisa iluminó toda su cara, dio vida a sus ojos, lo convirtió en otro hombre–. Ah, esto es suyo. –Devolvió a Peter el carnet y el certificado.
–Hay una pequeña caja de herramientas en el maletero, creo – comentó Mary. En su voz se advertía una renovada despreocupación, y eso mismo sentía Peter. Efecto, supuso, de la sensación de alivio. La he visto al guardar el estuche de maquillaje. Entre la rueda de repuesto y el chasis.
–Agente, le estoy muy agradecido –dijo Peter.
El policía asintió. Sin embargo, no miraba a Peter; al parecer, mantenía la vista fija en los montes que se alzaban a lo lejos a su izquierda.
–Cumplo con mi obligación.
Peter se dirigió hacia la puerta del conductor, preguntándose por que el y Mary se habían asustado tanto en un primer momento.
Ha sido absurdo, se dijo mientras extraía las llaves del contacto.
Pendían de un llavero circular con la inevitable cara sonriente que tan popular se había hecho en los últimos años. Mister Smiley, la llamaba Deirdre, y para ella era casi una sena de identidad. Enganchaba alegres caras amarillas en las solapas de la mayoría de sus cartas, y alguna que otra verde con una mueca de tristeza y la lengua fuera si había tenido un mal día. En realidad no estaba asustado, pensó Peter. Y Mary tampoco.
Mentira. Si había pasado miedo, y Mary... en fin, Mary había estado al borde del pánico.
De acuerdo, quizá hayamos perdido un poco el control, se dijo mientras separaba la llave del maletero camino de la parte trasera del Acura. La visión de Mary junto al descomunal policía se le antojó una especie de ilusión óptica: su cabeza apenas le llegaba a el a las costillas.
Peter abrió el maletero. A la izquierda, pulcramente apilada (y cubierta con bolsas de plástico para protegerla del polvo de la carretera), se hallaba la ropa de Deirdre. En el centro estaban sus dos maletas –la de ella y la de el– y el estuche de maquillaje de Mary, encajados entre la ropa y la rueda de repuesto. Aunque resultaba un tanto exagerado llamarla «rueda», pensó Peter. Era uno de esos roscones autohinchables que, con un poco de suerte, servían para llegar a la estación de servicio más próxima.
Miró entre el roscón y el chasis. No había nada.
–Mare, no veo...
–Ahí. –Mary señaló con un dedo–. ¿Ves esa caja gris? Es eso. Parece que se ha desplazado bajo la rueda.
Peter podría haber introducido el brazo por el hueco, pero pensó que sería más sencillo levantar el roscón de goma deshinchado. Se disponía a apoyarla contra el parachoques cuando oyó que Mary repentinamente aspiraba aire de un modo anhelante. Dio la impresión de haber recibido un codazo o un pellizco.
– ¡Eh! –dijo el policía con tono apacible–. ¿Que es eso?
Mary y el policía contemplaban el interior del maletero. El parecía interesado y un tanto confuso. Mary, horrorizada, tenía los ojos desorbitados y le temblaban los labios. Peter se volvió hacia el maletero, siguiendo la dirección de su mirada. En el compartimiento de la rueda de repuesto había algo que antes quedaba oculto. Por un momento Peter no supo o no quiso saber que era, y de pronto volvió a notar la sensación de hormigueo en el bajo vientre, acompañada esta vez de un total aflojamiento en el esfínter, como si los músculos que normalmente mantenían cerrado el año se hubiesen dormido. Tomó conciencia de que apretaba las nalgas, pero incluso eso pareció ocurrir lejos de allí, en otro huso horario. Tuvo la momentánea certidumbre de que aquello era un sueño; no podía ser realidad.
El policía le lanzó una mirada –sus claros ojos grises seguían insólitamente vacíos–, alargó el brazo hacia el compartimiento de la rueda de repuesto y sacó una bolsa de medio kilo llena de una sustancia vegetal de color marrón verdoso. Estaba sellada con esparadrapo, y en la parte delantera llevaba un adhesivo redondo amarillo. Mr. Smiley. El emblema perfecto para los fumadores de hierba como su hermana, cuyas aventuras en esta vida podrían haberse titulado A través de la América más oscura con un porro emboquillado. Había quedado embarazada en pleno colocón de hierba, sin duda había decidido casarse con Roger Finney estando también fumada, y Peter sabía que había abandonado el Reed College (con una medía de notas impresentable) porque había demasiada droga en el ambiente y ella era incapaz de resistirse. A ese respecto por lo menos había sido sincera, y Peter antes de salir de Portland había registrado el Acura en busca de algún posible alijo, por temor no tanto a que hubiese escondido droga intencionadamente como a que la hubiese olvidado. Había mirado bajo las bolsas que cubrían su ropa, y Mary había echado un vistazo también entre la ropa, y si bien ninguno de los dos había admitido abiertamente que buscaba, ambos lo sabían. Sin embargo, ni Peter ni Mary habían pensado en mirar bajo el roscón.
El maldito roscón.
El policía hundió un enorme pulgar en la bolsa como si fuese un tomate maduro. Sacó de un bolsillo una navaja suiza y desplegó la hoja menor.
–Agente –dijo Peter con voz débil–. Agente, no se cómo ha llegado eso...
–Chist –ordenó el policía, y realizó una pequeña incisión en la bolsa.
Peter notó que Mary le tiraba de la manga. Le cogió la mano, y esta vez fue el quién rodeó los dedos de Mary con los suyos. De pronto vio la cara pálida y atractiva de Deirdre flotando ante sus ojos, su melena rubia y rizada cayendo hasta los hombros, y sus ojos de mirada siempre un tanto aturdida.
Pedazo de estúpida, pensó Peter. Tienes suerte de que no pueda echarte la mano en este momento.
–Agente... –lo intentó Mary.
El policía la interrumpió alzando la palma de la mano, y de inmediato se llevó la bolsa a la nariz y olfateó la pequeña incisión con los ojos cerrados. Al cabo de un momento volvió a abrirlos y se apartó la bolsa de la cara. Tendió la mano abierta hacia Peter.
–Déme las llaves del coche–ordenó.
–Agente, puedo explicárselo...
–Déme las llaves del coche.
–Si me deja...
– ¿Esta sordo? Déme las llaves.
Había levantado apenas la voz, pero bastó con eso para que Mary se echase a llorar. Como si todo aquello fuese una experiencia extrasensorial, Peter dejó las llaves del coche de Deirdre en la mano del policía y rodeó con un brazo los hombros temblorosos de su esposa.
–Me temo que van a tener que acompañarme –anunció el policía.
Paseó la mirada de Peter a Mary.
Peter descubrió entonces por que le habían inquietado sus ojos desde el principio. Poseían un extraño resplandor, como el del cielo durante los minutos previos al amanecer en una mañana brumosa, pero a la vez carecían de vida.
–Por favor –dijo Mary con la voz empañada–. Es un error. Su hermana...
–Entren en el coche –ordenó el policía, señalando el Caprice. En el techo palpitaban aún las luces giratorias, resplandecientes incluso bajo el sol del desierto–. Ahora mismo, por favor, señor y señora Jackson.
En el asiento trasero apenas quedaba espacio para las piernas. Como no podía ser de otro modo, pensó Peter, ofuscado; un hombre de aquella estatura tenía que echar el asiento totalmente hacia atrás.
Había pilas de papel en el suelo, detrás del asiento del conductor (con el respaldo combado por el peso del policía), y también en la bandeja posterior. Peter cogió una hoja, manchada con un ruedo de café seco y arrugado, y vio que era un impreso de la Asociación de Lucha contra la Droga. En la parte superior incluía una fotografía de un chico sentado ante una puerta. Tenía una expresión aturdida y desorientada (idéntica de hecho a la que se advertía en el rostro de Peter en ese momento), y el ruedo de café circundaba su cabeza como una aureola. El epígrafe rezaba: LA ADICCIÓN SERÁ TU PERDICIÓN.
En el interior del coche patrulla una rejilla separaba la parte delantera de la trasera, y en las puertas no había manecillas para bajar los cristales ni tiradores. Peter había empezado a sentirse como el personaje de una película (la que acudía a su mente con mayor insistencia era El expreso de medianoche), y aquellos detalles acrecentaron más aún esa sensación. El sentido común le decía que había hablado ya demasiado de demasiadas cosas, y que por el bien de Mary y por el suyo propio le convenía permanecer callado, al menos hasta que llegasen a donde el policía tuviese intención de llevarlos. Era probablemente lo más sensato, pero no lo más sencillo. Peter sentía el irresistible impulso de explicar al policía que un grave error acababa de cometerse: el era profesor adjunto de literatura, especializado en narrativa norteamericana de posguerra; recientemente había publicado un erudito articulo titulado «James Dickey y la nueva realidad sureña» (un ensayo que había desatado una notable controversia en los círculos académicos), y además no había fumado droga desde hacia años. Deseaba decirle que quizá su nivel cultural fuese ligeramente alto para los patrones de aquella parte de Nevada, pero que en el fondo no era mala persona.
Miró a Mary, que tenía los ojos anegados en lágrimas, y de pronto se avergonzó de la actitud egoísta que se reflejaba en sus pensamientos: todo era yo, yo, yo, y mi, mi, mí. Su esposa estaba también metida en aquello; no debía olvidarlo.
–Pete, tengo miedo –dijo Mary en un susurro, casi un gemido.
Peter se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla. Notó su piel tan fría como el alabastro.
–Saldremos de esta –aseguró–. Lo aclararemos todo.
– ¿Palabra de honor?
–Palabra de honor.
Después de obligarlos a entrar en la parte trasera del coche patrulla, el policía había vuelto al Acura. Llevaba casi dos minutos observando el interior del maletero; no registrándolo ni revolviéndolo, sino mirándolo fijamente con las manos cruzadas tras la espalda, como hipnotizado. De pronto se sacudió como alguien que acabase de despertar de una siesta, cerró el maletero, sacó las llaves de la cerradura, se las guardó en un bolsillo, y regresó al Caprice. El coche patrulla se decantó hacia la izquierda cuando el subió a bordo, y los amortiguadores de ese lado emitieron un quejido de cansancio pero a la vez resignación. El respaldo de su asiento se combó más aún, y Peter hizo una mueca al quedarle aprisionadas las rodillas.
¿Por que me habré sentado en este lado?, pensó, pero era ya demasiado tarde para cambiarse. Demasiado tarde para muchas cosas, en realidad.
El motor del coche patrulla estaba en marcha. El policía acciono la palanca de cambios y abandonó el arcén. Mary volvió la cabeza y vio alejarse el Acura. Cuando miró de nuevo al frente, las lágrimas se habían desbordado de sus ojos y le resbalaban por las mejillas.
–Escúcheme, por favor –dijo, dirigiéndose al enorme cráneo rubio y rapado que sobresalía del asiento delantero. El policía se había quitado el sombrero, y entre su coronilla y el techo del Caprice quedaba a lo sumo un espacio de medio centímetro–. Por favor, intente comprender. Ese coche no es nuestro. Me consta que eso lo sabe porque ha visto el certificado de matriculación. Es de mi cuñada. Esta siempre fumada, y tiene la mitad de las neuronas...
–Mare –intentó contenerla Peter, apoyándole una mano en el brazo.
Ella retiró bruscamente el brazo.
– ¡No! ¡No estoy dispuesta a pasarme el día contestando a un interrogatorio en una comisaría inmunda, o quizá en una celda, porque tu hermana sea una egoísta, una descuidada y... y... y una hija de puta!
Peter se reclinó en el asiento –la presión en las rodillas seguía siendo intensa pero supuso que la resistiría– y miró por la polvorienta ventanilla. Se hallaban ya a dos o tres kilómetros del Acura, y más adelante divisó algo en el arcén del carril contrario. Era un vehículo.
Algo grande. Quizá un camión.
Mary había dejado de mirar al policía a la nuca e intentaba establecer contacto visual con el a través del retrovisor.
–Deirdre tiene la mitad de las neuronas inservibles y la otra mitad de vacaciones permanentes. Esta «quemada», agente, ese es el termino exacto; seguramente incluso aquí habrá visto usted gente así. Lo que ha encontrado bajo la rueda de repuesto es droga probablemente, quizá en eso tenga razón, ¡pero no es nuestra! ¿No lo entiende?
El vehículo estacionado en el arcén más adelante estaba orientado en dirección a Fallon, Carson City y el lago Tahoe, y no era un camión sino una caravana con el parabrisas ahumado. No era uno de esos modelos mastodónticos, pero si bastante grande. Era de color crema, y una banda verde oscuro recorría el costado de extremo a extremo. En su chato morro llevaba estampado, también en verde oscuro, el rótulo CUATRO ALEGRES TROTAMUNDOS. Estaba cubierta de polvo y se hallaba ladeada de un modo poco natural.
Cuando se acercaron, Peter advirtió un detalle extraño: todas las ruedas visibles parecían deshinchadas. Le dio la impresión de que los neumáticos del doble eje trasero del lado del acompañante estaban también deshinchados, pero no llegó a verlos. El estado de los neumáticos explicaba la anómala inclinación de la caravana, pero, ¿cómo podían pincharse tantas ruedas simultáneamente? ¿Clavos en la carretera? ¿Acaso fragmentos de cristal?
Peter miró a Mary, pero ella mantenía la vista fija en el retrovisor con expresión colérica.
–Si hubiésemos escondido nosotros la bolsa de droga bajo la rueda –prosiguió– ¿si fuese nuestra, por que demonios iba Peter a sacar la rueda y permitirle a usted que viese la bolsa? Bien podría haber metido la mano por el hueco para sacar la caja de herramientas. Habría resultado un poco incómodo, pero había espacio de sobra.
Pasaron junto a la caravana. La puerta lateral se hallaba entornada.
La escalerilla estaba bajada, y al pie yacía una muñeca cuyo vestido se agitaba al viento.
Los ojos de Peter se cerraron. No sabía con certeza si los había cerrado el o se habían cerrado por propia iniciativa. Tampoco importaba mucho. Sólo sabía que el policía había pasado de largo junto a la caravana inmovilizada como si no la hubiese visto siquiera... o como si para el no entrañase ya ningún misterio.
La letra de una vieja canción flotó en su memoria: «Algo ocurre aquí... pero no sabemos claramente qué...»
– ¿Le parecemos estúpidos? –preguntó Mary mientras la caravana menguaba tras ellos, menguaba como el Acura unos minutos antes– ¿O drogados? ¿Cree que estamos...?
–Cállese –ordenó el policía. Pese a hablar con un tono sosegado, la virulencia de su voz no pasó inadvertida.
Mary, inclinada en el asiento, permanecía agarrada a la rejilla que los separaba de la parte delantera. De pronto dejó caer las manos y se volvió hacia Peter con cara de estupefacción. Era esposa de un profesor universitario, escribía poesía y había publicado sus versos en más de veinte revistas desde sus primeros intentos hacia ya ocho años, acudía a una tertulia de mujeres dos veces por semana, y había considerado seriamente la posibilidad de colgarse un aro en la nariz. Peter se preguntó cuando la habían hecho callar por última vez. Se preguntó si alguien la había hecho callar alguna vez.
– ¿Cómo? –preguntó, pretendiendo quizá parecer agresiva, incluso amenazadora, pero su voz reveló simple desconcierto–. ¿Que ha dicho?
–Los detengo a usted y a su marido acusados de posesión de marihuana con intención de traficar–declaró el policía. Hablaba sin inflexiones, como un autómata.
Al mirar al frente Peter vio un osito de plástico sujeto al salpicadero, entre la brújula y lo que debía de ser el lector del radar para el control de velocidad. Era un oso pequeño, como el que ofrecían a modo de premio algunas máquinas expendedoras de chicle. Tenía un muelle en el cuello, y sus ojos vacíos miraban a Peter.
Esto es una pesadilla, pensó, consciente de que no lo era. Tiene que ser una pesadilla. Ya se que parece real, pero no puede serlo.
–No habla en serio –repuso Mary, pero su voz era débil y delataba perplejidad. Era la voz de alguien sin fe en sus propias palabras. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas–. No puedo creer que hable en serio.
–Tienen derecho a permanecer en silencio –prosiguió el policía con su voz de autómata–. Si deciden hablar, todo lo que digan podrá ser utilizado en su contra ante un tribunal. Tienen derecho a un abogado. Voy a mataros. Si no pueden pagar a un abogado, el estado les proporcionara uno. ¿Han comprendido sus derechos tal como se los he explicado?
Mary miró a Peter con los ojos muy abiertos y expresión de terror, preguntándole tácitamente si había oído la frase que el policía, sin alterar el tono de voz, había insertado entre las otras. Peter asintió con la cabeza. La había oído con toda claridad. Se llevó la mano a la entrepierna, convencido de que encontraría húmedo el pantalón, pero no se había orinado. Al menos, no todavía. Rodeó a Mary con un brazo y notó que temblaba. Seguía pensando en la caravana que habían dejado atrás: la puerta entornada, la muñeca tumbada boca abajo en la tierra, la mayor parte de los neumáticos pinchados. Y estaba también el gato muerto que Mary había visto clavado a la señal de velocidad máxima.
– ¿Han comprendido sus derechos? –repitió el policía.
Actúa con normalidad, se dijo Peter. Dudo mucho que este individuo sepa lo que dice, así que actúa con normalidad.
¿Pero, en que consistía la normalidad cuando uno viajaba en el asiento trasero de un coche patrulla conducido por un hombre loco de atar, un hombre que acababa de anunciar que los mataría?
– ¿Comprenden sus derechos? –preguntó la voz de autómata.
Peter abrió la boca, pero no consiguió articular palabra.
El policía volvió la cabeza. Su cara, antes rosada por efecto del sol, había palidecido. Sus ojos se habían agrandado y sobresalían de las cuencas como canicas. Se había mordido el labio inferior, como cuando alguien trata de reprimir una intensa ira, y un hilillo de sangre le corría mentón abajo.
– ¿Han comprendido sus derechos? –gritó el policía con la cabeza vuelta, avanzando por la carretera vacía a más de ciento veinte kilómetros por hora–. ¿Han comprendido sus derechos? ¿Si o no? ¿Si o no? ¡Conteste, judío de Nueva York!
– ¡Si! –respondió Peter–. Los hemos comprendido, ¡pero, por el amor de Dios, no aparte la vista de la carretera!
El policía siguió observándolos a través de la rejilla, con la cara pálida y la sangre manando del labio. El Caprice, que había empezado a desviarse hacia la izquierda, invadiendo casi por completo el carril contrario, enderezó poco a poco su trayectoria.
–No se preocupe por mi –dijo el policía, moderando de nuevo el tono de voz–. Tengo ojos en la nuca. De hecho, tengo ojos en todas partes. Más le vale que no lo olvide.
De pronto se volvió de nuevo al frente y redujo la velocidad a noventa. Peter notó de nuevo su peso en las rodillas, comprimiéndoselas dolorosamente.
Cogió las manos de Mary entre las suyas. Ella le apoyó la cabeza en el pecho, y Peter percibió los sollozos que intentaba contener. La sacudían como el viento. Miró por encima del hombro de Mary a través de la rejilla. En el salpicadero, la cabeza del oso se mecía sobre el muelle.
–Veo agujeros como ojos –dijo el policía–. Tengo la mente llena de esos agujeros.
No volvió a hablar hasta el pueblo.
Los siguientes diez minutos transcurrieron muy despacio para Peter Jackson. El peso del policía contra sus rodillas aprisionadas parecía aumentar a cada vuelta del segundero de su reloj, y no tardó en perder la sensibilidad en las pantorrillas. Se le durmieron los pies, y dudaba que fuese capaz de andar si aquel viaje en coche llegaba a terminar alguna vez. Le palpitaba la vejiga. Le dolía la cabeza. Era consciente de que Mary y el se encontraban en la situación más difícil de sus vidas, pero el sentido real y pleno de aquello escapaba a su comprensión.
Cada vez que intentaba razonar se producía un cortocircuito en su cerebro. Viajaban de regreso a Nueva York. Allí había gente esperándolos. Alguien iba a su casa a regar las plantas. Aquello no podía estar sucediendo; era imposible.
Mary le tocó con el codo en el costado y señaló por la ventanilla.
Junto a la carretera había un indicador donde se leía simplemente DESESPERACIÓN. Bajo el nombre del pueblo una flecha anunciaba el cercano desvió a la derecha.
Antes de girar el policía aminoró ligeramente la marcha. El coche se ladeó, y Peter advirtió que Mary contenía la respiración. Estaba a punto de gritar. Se apresuró a taparle la boca para impedírselo y le susurró al oído:
–Lo tiene controlado, estoy seguro; no vamos a volcar.
Sin embargo, no estuvo realmente seguro hasta que notó que la parte trasera del Caprice, tras derrapar, recuperaba de nuevo la tracción. Siguieron hacia el sur por una carretera de asfalto irregular y estrecha sin línea divisoria.
Al cabo de un par de kilómetros un cartel rezaba: LAS INSTITUCIONES MUNICIPALES Y ECLESIÁSTICAS DE DESESPERACIÓN LES DAN LA BIENVENIDA. Si bien las palabras LAS INSTITUCIONES MUNICIPALES Y ECLESIÁSTICAS eran aún legibles, alguien las había rociado de pintura amarilla. Encima, con pintura del mismo color, habían añadido en desiguales letras mayúsculas: LOS PERROS MUERTOS. Debajo aparecían enumeradas las iglesias e instituciones municipales del pueblo, pero Peter no se molestó en leerlas. Del cartel colgaba un pastor alemán. Sus patas traseras se balanceaban a cuatro o cinco centímetros de un charco de sangre oscura y casi seca.
Las manos de Mary se cerraron alrededor de las de Peter como un torno. El agradeció la presión. Volvió a inclinarse hacia ella, sumergiéndose en el dulce aroma de su perfume y el olor acre de su sudor, hasta rozarle el pabellón auditivo con los labios.
–No digas una sola palabra, no hagas el menor ruido –murmuró–. Mueve la cabeza de arriba abajo si me has entendido.
Mary asintió, y Peter se enderezó de nuevo.
Pasaron ante un camping de caravanas delimitado por una cerca de estacas. La mayoría de las caravanas eran de pequeño tamaño y sin duda habían conocido tiempos mejores (quizá en la época en que Cheers se emitió por vez primera). En los tendederos plantados entre algunas de ellas ondeaba ropa de aspecto mustio agitada por el tórrido viento del desierto. Frente a una de las caravanas un cartel advertía:
SOY UN PISTOLERO, UN BORRACHO, UN FANÁTICO
RELIGIOSO, UN PENDENCIERO Y UN HIJO DE PUTA.
NO SE PREOCUPE POR EL PERRO:
¡TENGA CUIDADO CON EL DUEÑO!
Sobre una vieja caravana Airstream situada junto a la carretera había instalada una enorme antena parabólica negra. A un lado se alzaba otro cartel, este de metal pintado de blanco, y varias vetas de óxido lo recorrían como lágrimas de sangre secas; en el se leía:
ESTE REPETIDOR ES PROPIEDAD
DEL CAMPING SERPIENTE DE CASCABEL
PROHIBIDO EL PASO
ZONA BAJO VIGILANCIA POLICIAL
Pasado el camping Serpiente de Cascabel vieron un largo barracón con el tejado y las paredes de herrumbroso metal acanalado. El letrero de la entrada anunciaba: COMPAÑÍA MINERA DE DESESPERACIÓN. A un lado se extendía un aparcamiento de asfalto agrietado con una docena de coches y furgonetas. Instantes después pasaron ante el restaurante Rosa del Desierto.
A partir de ese punto se hallaban ya en el pueblo propiamente dicho. Desesperación se componía de dos calles perpendiculares (el semáforo del cruce estaba en ámbar intermitente para las cuatro direcciones) y un par de manzanas de establecimientos comerciales. En su mayoría parecían fachadas falsas de un decorado. Había un casino y un restaurante, una tienda de comestibles, una lavandería, un bar con un rótulo en la cristalera que rezaba DISFRUTE DEL JUEGO EN NUESTRA COMPAÑÍA, una ferretería y tiendas de suministros, un cine llamado Oeste Americano, y unos cuantos locales más. Ninguno de los establecimientos parecía muy boyante, y el cine, a juzgar por su aspecto, no debía de abrir sus puertas desde hacia tiempo. Una sola n torcida colgaba de la sucia y hundida marquesina.
Nada parecía moverse salvo una bola de rastrojo que, golpeada por el coche patrulla, avanzó por la cazada a grandes y lentos saltos.
Tampoco yo pondría los pies en la calle si viese acercarse a este individuo, pensó Peter; eso desde luego.
Mas allá del pueblo se alzaba una especie de enorme muralla curva de unos cien metros de altitud hacia la que ascendía una sinuosa y empinada pista de grava con una anchura de cuatro carriles por lo menos.
Un sinfín de surcos se entrecruzaban en la superficie de dicha muralla. Peter tuvo la impresión de que eran arrugas en una piel vieja. Al pie del cráter (supuso que era un cráter, resultado de alguna clase de explotación minera), junto a una larga nave de metal acanalado en cuyos extremos asomaba una cinta transportadora, había estacionado un grupo de camiones; parecían de juguete en comparación con la colosal y arrugada pared que se elevaba detrás de ellos.
Su anfitrión les dirigió la palabra por primera vez desde que les había dicho que tenía la mente llena de agujeros o algo semejante.
–Serpiente de Cascabel Numero Dos. Conocida también como la Mina de los Chinos. –Hablaba como un guía turístico que disfrutase aún de su trabajo–. La vieja Numero Dos se abrió en I951, y desde 1952 hasta finales de los setenta fue la mayor mina de cobre de Estados Unidos, quizá del mundo. Al final el yacimiento se agotó. Sin embargo, la mina se reabrió hace dos años. Trajeron nuevas tecnologías que permitían aprovechar incluso los residuos. Lo que es la ciencia, ¿eh? ¡Dios!
Pero tampoco allí se apreciaba la menor actividad pese a ser día laborable. Sólo se veía el grupo de camiones junto a lo que debía de ser una nave de criba y una camioneta aparcada en el arcén de la pista de grava que subía a lo alto. La cinta transportadora que sobresalía de los extremos del edificio alargado de metal no estaba en marcha.
El policía atravesó el centro del pueblo, y cuando pasaban bajo el semáforo, Mary apretó las manos a Peter dos veces en rápida sucesión.
Peter siguió su mirada y vio tres bicicletas en medio de la calle transversal. Se hallaban aproximadamente a una manzana y medía del cruce y estaban vueltas del revés, con los sillines contra el asfalto y las ruedas girando como aspas de molino impulsadas por el viento racheado.
Mary volvió la cabeza y miró a Peter con los ojos todavía húmedos y más abiertos aún que antes. El le indicó de nuevo que no hablase y le apretó las manos.
El policía puso el intermitente de la izquierda –un detalle curioso en aquellas circunstancias– y entró en un reducido aparcamiento recién pavimentado y cercado en tres de sus lados por una tapia de ladrillo. Las plazas estaban marcadas en el impecable asfalto mediante nítidas líneas blancas. Un cartel colgado en la pared del fondo advertía: SOLO EMPLEADOS MUNICIPALES Y ASUNTOS RELACIONADOS CON EL AYUNTAMIENTO. POR FAVOR RESPETE ESTA RESTRICCIÓN.
Sólo en Nevada se pediría a los conductores que respetasen una restricción de aparcamiento, pensó Peter. En Nueva York el cartel probablemente rezaría: LOS VEHÍCULOS NO AUTORIZADOS SERÁN ROBADOS Y SUS DUEÑOS DEVORADOS.
En el aparcamiento había cuatro o cinco vehículos. Uno de ellos, una furgoneta Ford vieja y oxidada, llevaba el rótulo JEFE DE BOMBEROS. Había otro coche patrulla, en mejor estado que la furgoneta del jefe de bomberos pero no tan nuevo como el que ellos ocupaban.
Sólo una plaza estaba reservada a minusválidos. El policía aparcó en ella. Apagó el motor y por un momento permaneció inmóvil con la cabeza inclinada, tamborileando nerviosamente con los dedos en el volante y tarareando una melodía casi inaudible. A Peter le pareció distinguir las notas de Last Train to Clarksville.
–No nos maté –suplicó Mary de pronto con voz trémula y empanada–. Haremos lo que quiera, pero por favor no nos maté.
–Cierre ese pico de judía –replicó el policía. Siguió tamborileando con las yemas de aquellos dedos gruesos como salchichas sin levantar siquiera la cabeza.
–No somos judíos –replico Peter sin proponérselo. Su voz no reflejaba miedo sino enojo e impaciencia–. Somos... no se, presbiterianos, supongo. ¿A que viene eso de judíos?
Mary miró a su marido horrorizada, y después observó al policía a través de la rejilla esperando su reacción. En un primer momento simplemente continuó sentado con la cabeza gacha y los dedos en el volante. A continuación cogió el sombrero y salió del coche. Peter se inclinó un poco y contempló al policía mientras se calaba el sombrero.
La sombra de su cuerpo apenas se prolongaba en el asfalto pero no formaba ya una mancha compacta en torno a sus pies. Peter echó un vistazo al reloj y vio que eran casi las dos y medía. Hacia menos de una hora la mayor duda con que se enfrentaban su esposa y el era dónde se alojarían esa noche. Y Peter no tenía más preocupación que la firme sospecha de que estaba quedándose sin desodorante.
El policía abrió la puerta trasera del lado izquierdo y dijo:
–Salgan del coche, por favor.
Obedecieron, y bajo el sol abrasador miraron indecisos al hombre del uniforme caqui, la bandolera y el sombrero.
–Ahora iremos hacia la parte delantera del ayuntamiento –anunció–. Hay que torcer a la izquierda al llegar a la acera. Y a mi me parecen judíos. Los dos. Tienes esa nariz larga propia de los judíos.
–Agente... –empezó Mary.
–No –la interrumpió el–. Camine. Gire a la izquierda. No ponga a prueba mi paciencia.
Se dirigieron hacia la acera. Sus pisadas resonaron en el asfalto nuevo. Peter no podía apartar de su pensamiento el osito de plástico sujeto al salpicadero del coche patrulla. Sus ojos pintados y su cabeza oscilante. ¿Quien se lo habría regalado al policía? ¿Su sobrina preferida?
¿Una hija? No llevaba alianza, había advertido Peter mientras lo observaba tamborilear en el volante con los dedos, pero eso no significaba que nunca hubiese estado casado. Y Peter encontró más que plausible la idea de que una esposa, con un marido como aquel, pidiese tarde o temprano el divorcio.
De algún lugar llegaba un monótono chirrido. Peter echó una ojeada a la calle y sobre el tejado del bar vio una veleta que giraba rápidamente. Era un duende con una sonrisa traviesa en los labios y una gran copa de oro bajo un brazo.
–A la izquierda, idiota –dijo el policía con tono de resignación más que de impaciencia–. ¿Sabe dónde esta la izquierda? ¿Es que a los presbiterianos maricas de Nueva York no les enseñan cual es la zurda y cual es la diestra?
Peter torció a la izquierda. El y Mary seguían cogidos de la mano.
Llegaron a una escalera de tres peldaños que ascendía hacia una moderna puerta de cristal ahumado dividida en dos alas. El edificio era de construcción mucho menos reciente. Un letrero blanco colgado de la descolorida pared de ladrillo anunciaba AYUNTAMIENTO DE DESESPERACIÓN. Debajo, en la puerta, se enumeraban las delegaciones y servicios allí representados: el despacho del alcalde, el comité de educación, el cuerpo de bomberos, la policía, la delegación de sanidad, la seguridad social, y el departamento de minas y mineralogía.
El policía se detuvo al pie de la escalera y observó a los Jackson con expresión de curiosidad. Aunque hacia un calor asfixiante –probablemente cerca de cuarenta grados– no parecía sudar. Detrás de ellos, sólo el monocorde chirrido de la veleta rompía el silencio.
–Usted es Peter –dijo el policía.
–Si, Peter Jackson – contestó el, y se humedeció los labios.
El policía desvió la mirada hacia Mary.
–Y usted es Mary.
–Si.
– ¿Y dónde esta Paul? –preguntó, mirándolos con una sonrisa mientras el herrumbroso duende rechinaba y giraba en el tejado del bar.
– ¿Cómo? –dijo Peter–. No entiendo.
– ¿Como pueden cantar Five Hundred Miles o Leavin on a Jet Plane sin Paul? –preguntó el policía mientras subía por la escalera y abría el ala derecha de la puerta.
Una bocanada de aire refrigerado salió del interior. Peter lo percibió en el rostro y tuvo tiempo de deleitarse por un instante con la agradable sensación de frescor. Pero de pronto Mary lanzó un alarido. Sus ojos se habían adaptado antes que los de Peter a la penumbra interior del edificio, pero tampoco el tardó en ver que había motivado el súbito terror de su esposa. En el vestíbulo, al pie de una escalera, yacía el cuerpo desmadejado de una niña de unos seis años, medio recostada contra los primeros cuatro peldaños. Tenía un brazo extendido por encima de la cabeza y la mano reposaba abierta en un escalón con la palma hacia arriba. Llevaba recogido en dos trenzas el pelo de color pajizo. Tenía los ojos completamente abiertos y la cabeza ladeada en una posición poco natural. Peter supo entonces con absoluta certeza a quién pertenecía la muñeca abandonada ante la escalerilla de la caravana. CUATRO ALEGRES TROTAMUNDOS se leía en el morro de la caravana, pero obviamente ese lema no se correspondía ya con el actual estado de cosas. Tampoco a ese respecto tenía Peter la menor duda.
– ¡Caramba! –exclamó el policía con tono jovial–. ¡Me había olvidado de ella! Pero no puede uno estar en todo, ¿no? Por más que lo intente.
Mary volvió a gritar, llevándose los puños cerrados a la boca, e intentó retroceder hacia la calle.
–Quieta ahí; eso no ha sido buena idea –dijo el policía.
La agarró del hombro y tiró de ella hacia la puerta, que mantenía abierta con la otra mano. Mary atravesó el pequeño vestíbulo tambaleándose, agitando los brazos en un desesperado esfuerzo por mantener el equilibrio y no caer sobre la niña muerta vestida con unos vaqueros y una camiseta en cuya pechera se leía MOTOKOPS 2200.
Peter hizo ademán de dirigirse hacia su esposa, y el policía lo sujetó con las dos manos, manteniendo la puerta abierta con el tacón de la bota. A continuación rodeó los hombros de Peter con un brazo. En su rostro apareció una expresión franca y cordial, pero sobre todo, y lo mejor de todo, cuerda, como si sus ángeles benefactores, al menos de momento, hubiesen ganado la batalla. Por un instante Peter albergó alguna esperanza, y al principio no relacionó la súbita presión en su estómago con el descomunal revólver del policía. Se acordó de su padre, que a veces le golpeaba el pecho con un dedo al ofrecerle sus consejos –por ejemplo, «Petie, las cosas no acaban en embarazo si al menos uno de los dos no se quita los pantalones»–, como si pretendiese remachar sus aforismos con la yema del dedo.
No se dio cuenta de que era el revólver y no el grueso dedo del policía hasta que oyó gritar a Mary:
– ¡No! ¡Oh, no!
–No...–empezó Peter.
–Me trae sin cuidado si es judío o hindú –lo interrumpió el policía.
– Le estrechó el hombro cordialmente con la mano izquierda mientras amartillaba el revólver calibre 45 con la derecha–. En Desesperación no damos mucha importancia a esas cosas.
Apretó el gatillo por lo menos tres veces. Quizá fueron más, pero Peter Jackson oyó sólo tres detonaciones, amortiguadas por su estómago pero aún así estridentes. Un increíble calor se difundió simultáneamente por su pecho y sus piernas, y notó un goteo en los zapatos.
Mary seguía gritando, pero su voz parecía llegar de algún lugar remoto.
Ahora despertare en mi cama, pensó Peter mientras se le doblaban las rodillas y el mundo comenzaba a alejarse, tan resplandeciente como el reflejo del sol vespertino en el costado metálico de un vagón de tren al perderse de vista. Ahora despertare...
Ahí terminó todo para el. Su último pensamiento cuando las tinieblas lo engulleron para siempre no fue de hecho un pensamiento sino una imagen: el oso sujeto al salpicadero del coche patrulla junto a la brújula. Su cabeza oscilante. La mirada fija de sus ojos pintados. Esos mismos ojos convertidos en orificios, y la oscuridad surgiendo de ellos vertiginosamente.
II
1
Ralph Carver estaba inmerso en la más absoluta oscuridad y no deseaba salir de ella. Tenía la sensación de que lo aguardaba un malestar físico –una resaca quizá, y sin duda espectacular si incluso dormido notaba el dolor de cabeza–, pero no sólo eso. Había algo más. Algo relacionado con (Kirsten)
aquella mañana. Algo relacionado con
(Kirsten)
aquellas vacaciones. Se había emborrachado, supuso, organizado una verdadera escena de terror, y naturalmente Ellie estaba furiosa con el, pero ni siquiera eso bastaba para explicar el extraordinario malestar que sentía...
Gritos. Alguien gritaba. Pero lejos.
Ralph intentó sumergirse más aún en aquella oscuridad, pero unas manos lo agarraron por el hombro y empezaron a agitarlo. Con cada sacudida una insoportable punzada de dolor le traspasaba la cabeza.
– ¡Ralph! ¡Ralph! ¡Despierta! ¡Tienes que despertar!
Era Ellie quién le tiraba del hombro. ¿Acaso llegaba tarde al trabajo? ¿Cómo iba a llegar tarde al trabajo? Estaban de vacaciones.
De pronto unos disparos, asombrosamente sonoros, penetraron en oscuridad como un poderoso haz de luz. Fueron primero tres, luego un silencio, y después un cuarto.
Al instante abrió los ojos y se incorporó. Por un momento no supo donde estaba ni que ocurría; sólo era consciente de que la cabeza le dolía mucho y parecía del tamaño de una carroza de la cabalgata del día de Acción de Gracias. Algo pegajoso como la mermelada le corría por un lado de la cara. Ellen lo miraba. Un ojo muy abierto y desesperado el otro casi perdido en una tumefacta masa de carne negra y azul.
Gritos. En alguna parte. Una mujer. Procedentes de abajo. Quizá...
Intentó ponerse en pie pero las rodillas le fallaron. Se cayó de la cama en que estaba sentado (salvo que no era una cama sino un simple catre) y fue a parar de rodillas y manos al suelo. Una nueva punzada de dolor le traspasó la cabeza, y por un momento pensó que el cráneo se le abriría como la cáscara de un huevo. A continuación se miró las manos a través de unos apelmazados mechones de pelo. Las tenía las dos manchadas de sangre, la izquierda mucho más que la derecha.
Mientras las contemplaba un súbito recuerdo
(Kirsten. ¡Dios santo, Ellie, agárrala!)
irrumpió en su cerebro como una bomba de gas tóxico. Empezó el mismo a gritar. Gritó mirándose las manos ensangrentadas; gritó mientras el recuerdo del que había intentado huir penetró en su mente como una piedra en un estanque. Kirsten se había caído por la escalera…
No. Había sido empujada.
El demente que los había llevado hasta allí había empujado a su hija de siete años desde lo alto de la escalera. Ellie había tratado de agarrarla y aquel demente la había derribado de un puñetazo en el ojo.
Ellie había caído en el rellano pero Kirsten se había precipitado escalera abajo, con los ojos abiertos de estupefacción. Ralph dudaba que la niña hubiese llegado a saber que ocurría, y en aquella horrible situación, ese era su único consuelo: todo había sucedido demasiado deprisa y probablemente Kirsten no se había dado cuenta de nada. En la caída rodó por la escalera, y en una de las vueltas se produjo un espantoso sonido, semejante al chasquido de una rama al romperse bajo el peso del hielo. De repente algo cambió en su cuerpo; Ralph percibió ese cambio incluso antes de que quedase inmóvil al pie de la escalera.
Pareció rodar como si en lugar de una niña fuese una muñeca rellena de paja.
No lo pienses, se dijo Ralph, no lo pienses, no te arriesgues a pensarlo.
Pero no podía quitarse la imagen de la cabeza: el modo en que se había estrellado contra los peldaños, el modo en que yacía con la cabeza ladeada al pie de la escalera.
Le caían gotas de sangre en la mano izquierda, advirtió Ralph. Por lo visto, tenía una herida en ese lado de la cabeza. ¿Que había ocurrido? ¿Le había golpeado también a él el policía, quizá con la culata de su enorme revólver? Podía ser, pero esa parte se había borrado casi totalmente de su memoria. Sólo recordaba la espeluznante voltereta de su hija en el aire, y cómo había rodado por la escalera, y cómo finalmente su cuerpo había quedado inmóvil con la cabeza ladeada.
¿Acaso no era ya bastante?
– ¿Ralph? –Ellie, jadeante, tiraba de el–. ¡Ralph, levántate! ¡Levántate, por lo que más quieras!
– ¡Papa! ¡Vamos, papá! –Ese era David, que le hablaba desde más lejos–. ¿Está bien, mama? Vuelve a sangrar, ¿verdad?
–No... no, esta.
–Si sangra. Lo veo desde aquí. Papa, ¿estás bien?
–Si– contestó Ralph. Consiguió apoyar un pie en el suelo, buscó a tientas el catre y se levantó. Un cuajarón de sangre le impedía prácticamente abrir el ojo izquierdo. Tenía la impresión de que le hubiesen cubierto los párpados con una mascarilla de escayola. Trató de limpiarse con el pulpejo de la mano e hizo una mueca de dolor; la zona situada sobre el ojo izquierdo parecía carne recién macerada. Intentó volverse hacia el lugar de donde procedía la voz de su hijo y se tambaleó. Era como estar a bordo de un barco. Había perdido totalmente la noción del equilibrio, e incluso al detenerse tuvo la sensación de que continuaba girando y girando. Ellie lo agarró, lo sostuvo y lo ayudo a caminar hacia adelante.
–Esta muerta, ¿verdad? –preguntó Ralph con voz ahogada. No podía dar crédito a lo que el mismo acababa de decir, pero supuso que tarde o temprano lo aceptaría, y eso era lo peor: tarde o temprano lo aceptaría–. Kirsten esta muerta.
–Eso creo, si. –Ellie se tambaleó con el–. Agárrate a los barrotes Ralph, ¿puedes? Vas a tirarme.
– Estaban en una celda. Ante el, fuera del alcance de sus brazos, había una reja. Los barrotes se hallaban pintados de blanco, y en algunos puntos la pintura se había secado y endurecido formando gruesos goterones. Ralph avanzo un paso y se sujetó a ellos. Al otro lado de la reja, en medio de una sala cuadrada, había un escritorio; semejaba el único elemento del decorado de una obra de teatro minimalista Sobre el escritorio vio un montón de papeles, una escopeta de dos cañones y un puñado de cartuchos verdes dispersos. Una antigua silla de madera con ruedas ocupaba el hueco destinado a las piernas, y un desgastado cojín azul cubría el asiento. Del techo colgaba un plafón protegido mediante una semiesfera de rejilla. Las moscas muertas atrapadas en el interior del plafón formaban sombras enormes y grotescas.
La sala estaba rodeada de celdas por tres de sus lados. La celda central, probablemente reservada a los borrachos, era espaciosa y se hallaba vacía. Ralph y Ellie ocupaban una celda de menores dimensiones, y la celda contigua era también pequeña y estaba vacía. Enfrente de ellos había otras dos celdas poco mayores que armarios. En una se encontraban su hijo David, de once años, y un hombre de pelo blanco. Ralph no podía decir nada más de el, porque estaba sentado en el catre con la cabeza entre las manos. Cuando abajo se oyeron nuevamente los gritos de la mujer, David volvió la cabeza en dirección a una puerta abierta por donde se veía la escalera
(Kirsten, la caída de Kirsten, el chasquido de su cuello al fracturarse)
que descendía a la planta baja; en cambio, el hombre del pelo blanco no varió un ápice su posición.
Ellie se acercó a Ralph y le rodeó la cintura con un brazo. El se arriesgó a apartar una mano de los barrotes para estrechar la de su esposa.
En la escalera, cada vez más cerca, se oyeron golpes y el inconfundible sonido de un forcejeo. Alguien era conducida hacia aquella sala, pero oponía resistencia.
– ¡Tenemos que ayudarlo! –gritaba la mujer–. ¡Tenemos que ayudar a Peter! Tenemos...
Sus palabras se interrumpieron cuando el policía la empujo a través de la puerta. Cruzó la sala con una insólita gracia de danzarina, saltando sobre las puntas de sus zapatillas deportivas blancas como si fuesen zapatillas de ballet, con las manos extendidas y el pelo hacia atrás.
Vestía unos vaqueros y una camisa azul descolorida. Tropezó contra el escritorio, golpeándose los muslos con fuerza suficiente para hacerlo retroceder. De pronto, en el otro lado de la sala, David empezó a gritar como un pájaro y a brincar tras los barrotes de su celda. Su voz adquirió un tono aterrorizado y virulento nuevo para Ralph.
¡La escopeta, señora! –indicó David–. ¡Coja la escopeta y dispárele! ¡Dispárele, señora, dispárele!
El hombre del pelo blanco alzó por fin la mirada. Tenía el rostro curtido por el viento del desierto y envejecido. Sus ojos acuosos de alcohólico y sus marcadas ojeras le conferían aspecto de sabueso.
– ¡Cójala! –dijo el anciano con voz ronca–. ¡Cójala, por Dios!
La mujer de los vaqueros y la camisa azul volvió la cabeza hacia el niño y después miró por encima del hombro hacia la escalera y las ruidosas pisadas que se aproximaban.
– ¡Cójala! –gritó también Ellie junto a Ralph–. Ha matado a nuestra hija y nos matara a todos. ¡Cójala!
La mujer de los vaqueros y la camisa azul se apoderó del arma.
2
Hasta Nevada todo había ido según lo previsto.
Habían partido de Ohio con destino al lago Tahoe como cuatro alegres trotamundos. Una vez en el lago Ellie Carver y los niños nadarían y saldrían de excursión durante diez días, y Ralph Carver se concentraría en el juego lenta y placenteramente. Aquella sería su cuarta visita a Nevada, la segunda al lago Tahoe, y Ralph seguiría fiel a su firme principio de juego: abandonaría bien cuando perdiese mil dólares, bien cuando ganase diez mil. En sus tres viajes anteriores no había alcanzado ninguna de las dos marcas. En una ocasión había regresado a Columbus con quinientos de los mil dólares reservados para sus apuestas intactos, en otra con doscientos, y el año anterior había vuelto a casa con tres mil dólares en el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta safari de la suerte. En el viaje de regreso, en lugar de pernoctar en campings dentro de la caravana, se alojaron en Hiltons y Sheratons, y los Carver hicieron el amor todas las noches, ritmo que Ralph consideraba extraordinario para una pareja que se acercaba ya a los cuarenta.
–Probablemente estas ya cansada de los casinos –había dicho Ralph a su esposa en febrero, cuando empezaron a hablar de las vacaciones–.
Quizá esta vez podríamos ir a California. O a México.
– ¿México? Eso, así pillaremos todos la disentería–bromeó Ellie–. Contemplaremos el Pacifico entre carrera y carrera al cuarto de baño.
– ¿Y Texas? Podríamos llevar a los niños a ver El Álamo.
–Demasiado calor, y demasiado interés histórico. En el lago Tahoe estaremos frescos incluso en julio. A los niños les encanta, y a mi también. Y con tal de que no vengas a pedirme dinero cuando se te acabe el tuyo...
–Ya sabes que nunca haría una cosa así –había contestado Ralph, un tanto sorprendido. Estaban en la cocina de su casa de Wentworth, en las afueras de Columbus, sentados junto al frigorífico de bronce con margaritas imantadas dispersas por la puerta, y habían desplegado sobre una encimera varios prospectos de viajes, sin saber que el juego ya había empezado y la primera perdida sería su hija–. Como recordarás, te dije...
–«Al primer amago de comportamiento adictivo se acaba el juego» –había repetido Ellie–. Lo recuerdo, lo se y te creo. A ti te gusta el lago Tahoe, a mi me gusta el lago Tahoe, a los niños les gusta el lago Tahoe, así que vayamos al lago Tahoe.
De modo que habían reservado alojamiento, y esa mañana se dirigían por la interestatal 50 –según decían, la carretera más solitaria de América– rumbo oeste hacia Sierra Nevada.
Mientras atravesaban el estado de Nevada, Kirsten jugaba con Melissa Sweetheart, su muñeca preferida; Ellie dormía en la parte trasera, y David, sentado junto a Ralph, contemplaba el paisaje por la ventanilla con el mentón apoyado en una mano. Había estado leyendo durante un rato la Biblia que le había regalado su nuevo amigo el padre Martin (Ralph confiaba en que Martin no fuese un pervertido, pues aunque estaba casado, lo cual era una buena señal, uno nunca sabía), pero poco antes, tras marcar el punto donde interrumpía la lectura, la había guardado en la guantera. Ralph pensó una vez más en preguntar a su hijo que le rondaba por la cabeza, a que se debía aquella afición por la Biblia, pero habría sido como preguntar a un poste. En eso David (no le gustaba que lo llamasen Dave) era un tanto peculiar; no se parecía en nada a sus padres ni de hecho a su hermana. Aquel repentino interés por la religión –«el viaje místico de David», como Ellie lo definía– era una más de sus rarezas. Probablemente pasaría, y al fin y al cabo no esgrimía contra su padre pasajes de la Biblia sobre el juego, las blasfemias o la prohibición de afeitarse los fines de semana, y a Ralph le bastaba con eso. Pese a todo, quería mucho a su hijo, y el afecto eclipsaba cualquier rareza. Ralph estaba convencido de que esa era una de las funciones del amor.
Ralph se disponía a preguntar a David si le apetecía jugar al veo-veo –desde que habían salido de Ely esa mañana el paisaje no ofrecía grandes distracciones y el aburrimiento empezaba a resultarle insufrible– cuando de pronto notó que la dirección de la caravana, una Wayfarer, se ablandaba entre sus manos y oyó que el monótono roce de los neumáticos sobre el asfalto se convertía en una especie de aleteo.
– ¿Pasa algo, papá? –preguntó David. Parecía preocupado pero no asustado, afortunadamente.
–Agárrate –indicó Ralph, y empezó a pisar repetidamente los frenos–. Vamos a parar, y puede haber alguna sacudida violenta.
En la celda, mientras contemplaba tras los barrotes a la mujer desconcertada que podía ser su única esperanza de sobrevivir a aquella pesadilla, pensó: ¡Una sacudida violenta! Realmente en ese momento no sabía aún lo que era violencia.
Al gritar le dolió la cabeza, pero aún así gritó, sin darse cuenta de hasta que punto su voz sonaba como la de su hijo:
– ¡Dispárele! ¡Dispárele!
3
Lo que Mary Jackson recordó, lo que la indujo a coger la escopeta pese a que nunca había tenido un arma en sus manos, fue el hecho de que el policía hubiese intercalado la frase «Voy a mataros» mientras los advertía de sus derechos.
Y lo había dicho en serio. De eso ya no cabía duda.
Se dio medía vuelta armada de la escopeta. El enorme policía rubio se hallaba en la puerta y la observaba con sus ojos claros y vacíos.
– ¡Dispárele, dispárele! –gritó un hombre.
Estaba a la derecha de Mary, dentro de una celda junto a una mujer con un ojo tan magullado que del moretón descendían vetas negras hasta la mejilla, como tinta inyectada bajo la piel. El hombre presentaba aún peor aspecto; tenía el lado izquierdo de la cara cubierto de sangre medio seca.
El policía se abalanzó sobre ella, y sus botas resonaron en el suelo de madera. Mary retrocedió, acercándose a la celda situada al fondo de la sala, y bajó los dos percutores de la escopeta con el pulgar. A continuación se la llevó al hombro. No tenía intención de advertirle primero. Acababa de matar a su marido a sangre fría, y no tenía intención de advertirle.
4
Ralph pisó el freno repetidamente y sujetó el volante con fuerza, manteniéndolo casi fijo. Notó que la caravana derrapaba. El secreto para controlar un reventón a gran velocidad en una caravana, le habían explicado, era dejarla derrapar un poco. Sin embargo, en aquel caso parecía tratarse de más de un reventón.
Echó un vistazo a Kirsten por el retrovisor. Vio que había dejado de jugar con Melissa Sweetheart y la estrechaba contra su pecho.
Kirstie había advertido que algo ocurría pero no sabía que.
– ¡Kirsten, siéntate! –ordenó Ralph–. ¡Abróchate el cinturón!
Pero para entonces el peligro ya había pasado. Ralph estacionó la Wayfarer en el arcén, apagó el motor y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Podía decirse que había salido del paso airosamente. Ni siquiera se había caído el jarrón con flores del desierto que adornaba la mesa del fondo. Ellie y Kirstie las habían cogido detrás del motel de Ely esa mañana mientras el y David cargaban el equipaje y pagaban la cuenta.
–Buen control, papá–dijo David con voz serena.
Ellie se había incorporado y miraba alrededor aún medio dormida.
– ¿Por que paramos? ¿Alguien tiene que ir al baño? –preguntó–. Ralph, ¿por que esta tan ladeada la caravana?
–Hemos...
Se interrumpió al ver por el retrovisor lateral un coche patrulla que se acercaba rápidamente hacia ellos con las luces giratorias encendidas. Se detuvo con un brusco frenazo a unos cien metros, y de dentro salió prácticamente de un salto el policía más corpulento que Ralph había visto en su vida. Ralph advirtió que empuñaba un revolver y sintió que la adrenalina le tensaba los nervios.
El policía escudriñó el desierto a derecha e izquierda. Mantenía el revolver a la altura de los hombros y apuntaba el cañón hacia el cielo despejado. Dio una vuelta completa sobre sus talones, y cuando se hallaba otra vez de cara a la caravana, miró directamente al retrovisor lateral. Ralph tuvo la impresión de que lo miraba a los ojos. El policía agitó enérgicamente los brazos en un gesto que solo podía interpretarse de un modo: ¡Quédense dentro! ¡No se muevan!
–Ellie pon el seguro en las puertas de atrás –indicó Ralph, apresurándose el mismo a bajar el seguro de la suya. David, que estaba observándolo, lo imitó sin necesidad de que se lo dijese.
– ¿Cómo? –Ellie lo miró indecisa–. ¿Que pasa?
–No lo se, pero ahí atrás hay un policía, y parece nervioso –explicó Ralph. Justo donde se ha pinchado la rueda, pensó. Al instante se rectificó: las ruedas.
El policía se agachó y cogió algo del asfalto. Era una tira de malla que despedía innumerables destellos, como un traje de lentejuelas. Se lo echó al hombro y lo arrastró hacia el coche. Llevaba aún el revólver desenfundado, y lo sostenía cruzado ante el pecho con el cañón hacia arriba. Parecía mirar en todas direcciones simultáneamente.
Ellie echó el seguro en la puerta de atrás y en la central; luego se acercó a los asientos delanteros.
– ¿Que demonios ocurre? –preguntó.
–No lo se, ya te lo he dicho –respondió Ralph. Señalando al retrovisor lateral, añadió–: Pero eso me da mala espina.
Ellie, doblándose por la cintura y apoyando las manos justo encima de las rodillas, observó junto a Ralph cómo echaba el policía la malla al asiento del acompañante y rodeaba después el coche patrulla hacia el lado del conductor manteniendo el revólver en posición de disparo con las dos manos. Mas tarde Ralph recordaría asombrado la extrema pericia con que el policía había representado aquella pantomima.
Kirstie se acercó a su madre por detrás y le golpeó suavemente en el trasero con la muñeca mientras canturreaba:
–El pompis, el pompis, el pompis. A Melissa y a mi nos encanta el pompis grandote de mama.
– ¡Quieta, Kirstie! –ordenó Ellie.
Normalmente Kirstie habría necesitado dos o tres avisos antes de desistir, pero esta vez percibió algo en el tono de voz de su madre que la disuadió a la primera. Se volvió hacia su hermano, que miraba por el retrovisor de su puerta tan atentamente como sus padres por el espejo del lado del conductor. Kirstie se aproximó a el e intentó subirse a sus rodillas. David la apartó delicadamente pero con firmeza.
–Ahora no, Bombón.
–Pero ¿que pasa? –preguntó la niña–. ¿A que viene tanto jaleo?
–No es nada; no te preocupes –dijo David sin quitar ojo al retrovisor.
El policía entró en el coche patrulla y avanzó hasta detenerse junto a la Wayfarer. Volvió a apearse. Empuñaba aún el revólver pero lo mantenía a un costado con el cañón apuntando al suelo. De nuevo miró a derecha e izquierda y a continuación se acercó a la ventanilla de Ralph. Pese a que la cabina de la Wayfarer se hallaba en una posición considerablemente más alta que los asientos de un automóvil normal, el policía, debido a su extraordinaria estatura –al menos dos metros–, tuvo que bajar la vista para mirar a Ralph.
Con su mano libre le indicó que abriese la ventanilla. Ralph bajó el cristal a medía altura.
– ¿Que ocurre, agente?
– ¿Cuantas personas viajan en este vehículo? –preguntó el policía.
– ¿Ocurre al...?
– ¿Cuantas personas viajan en este vehículo? –repitió el policía.
–Cuatro –respondió Ralph, que empezaba a estar asustado–. Mi esposa, mis dos hijos y yo. Llevamos un par de ruedas pinchadas...
–No, llevan todas las ruedas pinchadas – corrigió el policía–. Han pasado sobre una alfombrilla de carretera, como la llamamos nosotros.
–Yo no...
–Es una tira metálica de malla recubierta de cientos de clavos. La usamos cuando es posible para detener a los conductores que sobrepasan los límites de velocidad. Así nos ahorramos kilómetros de persecución.
– ¿Y que hacia eso en medio de la carretera? –pregunto Ellie, indignada.
–Voy a abrir la puerta de atrás de mi coche, la del lado más cercano a la caravana –anunció el policía–. En cuanto esté abierta, quiero que abandonen su vehículo y entren en el mío. Y tan deprisa como puedan.
Arrimó la cabeza a la ventanilla, vio a Kirsten –que lo observaba con cautela agarrada a la pierna de su madre– y le sonrió.
–Hola, pequeña.
Kirstie sonrió también.
El policía dirigió la mirada hacia David y lo saludó con la cabeza.
El niño le devolvió el saludo con rostro inexpresivo y preguntó:
– ¿Quien hay ahí fuera, agente?
–Un mal hombre – contestó el policía–. Con saber eso te basta por ahora, hijo. Un hombre temible. Tak!
–Agente... –empezó Ralph.
–Con el debido respeto, caballero, me siento como un plato de barro en una barraca de tiro al blanco. Ese individuo es peligroso. Tiene buena puntería con un rifle, y esa alfombrilla de carretera indica que no anda lejos de aquí. Ya entraremos en detalles sobre el asunto cuando nos hallemos en una situación más segura, ¿comprende?
¿Tak?, se dijo Ralph. ¿Era así como se llamaba el peligroso francotirador?
–Si, pero...
–Primero salga usted con la niña. Luego el chico. Y por último su esposa. Tendrán que apretarse un poco, pero cabrán los cuatro en el asiento trasero.
Ralph se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.
– ¿Adónde vamos? –preguntó.
–A Desesperación. Un pueblo minero que se encuentra a unos doce kilómetros de aquí.
Ralph asintió, subió el cristal de la ventanilla y cogió en brazos a Kirsten. La niña lo miró visiblemente inquieta, de hecho casi al borde del llanto.
–Papa, ¿es el hombre del saco el que esta ahí fuera? –preguntó.
El hombre del saco era una fantasía que le había metido en la cabeza algún compañero del colegio. Ralph no sabía exactamente cual de ellos le había hablado a su tierna hija de aquel siniestro personaje que al parecer habitaba en los armarios, pero si hubiera podido echarle el guante al muy canalla (daba por sentado que había sido un niño, convencido de que la invención y difusión de monstruos en los patios de los colegios corría a cargo de los niños), de buena gana lo habría estrangulado. Habían tardado dos meses en aplacar relativamente sus temores. Y de pronto aquello.
–No, no es el hombre del saco –aseguró Ralph–. Probablemente sólo sea un empleado de correos que ha tenido un mal día.
–Papa, tu trabajas en correos –dijo Kirstie mientras Ralph la llevaba hacia la puerta central.
–Si–respondió a la vez que advertía que Ellie guiaba ya a David hacia la puerta apoyando las manos en sus hombros–. Era una broma.
– ¿Una broma? ¿Como cuando alguien llama a la puerta y se esconde?
–Exacto–dijo Ralph.
Miró por la ventanilla de la puerta central y vio que el policía había abierto ya la puerta trasera del coche patrulla. Calculó que las puertas de ambos vehículos se superpondrían, creando a su derecha una pared protectora. Eso reducía el riesgo.
Sin duda, pensó; a menos que la rata del desierto que anda buscando el policía se haya apostado detrás de nosotros. Dios santo, ¿por que no nos habremos ido a Atlantic City?
– ¿Papa?
Ese era David, su inteligente pero un tanto peculiar hijo, que en otoño, después del accidente de su amigo Brian, había empezado a ir a la iglesia. No a catequesis ni a las reuniones de la asociación de jóvenes cristianos, sino a la iglesia. Y los domingos por la tarde a la casa parroquial, para charlar con su nuevo amigo el padre Martin. Quien, por cierto, iba a sufrir una muerte lenta si había compartido con David algo más que sus creencias. Según David, simplemente charlaban, y Ralph suponía que, después de lo ocurrido a Brian, el chico necesitaba alguien con quién hablar. Lamentaba, no obstante, que David no hubiese sido capaz de plantear sus dudas a sus padres en lugar de dirigirse a un cura desconocido que si bien estaba casado podía ser que...
– ¿Papa? ¿Algún problema?
–No. Todo en orden – contestó Ralph. No sabía hasta que punto eso era cierto. De hecho ni siquiera sabía con que se enfrentaban. Pero en teoría era eso lo que un padre debía decir a sus hijos: «Todo en orden; no hay problema». Pensó que si estuviese a bordo de un avión con David y de pronto fallasen los motores, le rodearía los hombros con un brazo y le repetiría una y otra vez que todo estaba en orden hasta estrellarse contra el suelo.
Abrió la puerta, y ésta golpeó contra el lado interno de la del coche patrulla.
– ¡Deprisa! No se entretengan –instó el policía, mirando alre¬dedor con nerviosismo.
Ralph descendió por la escalerilla con Kirstie sentada en su antebrazo izquierdo. Mientras bajaban, a la niña se le cayó la muñeca.
– ¡Melissa! –exclamó Kirstie–. Papá, se me ha caído Melissa Sweetheart. ¡Cógemela!
– ¡No! ¡Entren en el coche, entren! –apremió el policía–. Yo recogeré la muñeca.
Ralph entró en el coche patrulla, protegiendo la cabeza de Kirstie con la mano. David y Ellie lo siguieron. La parte trasera del coche estaba llena de papeles, y el respaldo del asiento delan¬tero se hallaba combado por el peso del enorme policía. En cuanto Ellie metió la pierna derecha, el policía cerró bruscamente la puer¬ta y corrió al otro lado.
– ¡Lissa! –gritó Kirstie con tono de auténtica angustia–. ¡Se ha olvidado de Lissa!
Ellie buscó el tirador de la puerta, dispuesta a recuperar a Melissa Sweetheart –seguramente ningún psicópata con un rifle podía disparar contra ella en el breve espacio de tiempo que tar¬daría en recoger la muñeca de una niña–, y se volvió hacia Ralph.
– ¿Dónde están los tiradores?
La puerta del conductor se abrió, y el policía irrumpió brus¬camente en el interior del coche patrulla. El asiento chirrió y oprimió las rodillas a Ralph, que hizo una mueca de dolor, ale¬grándose sin embargo de que las piernas de Kirstie colgasen en¬tre las suyas. Aunque Kirstie no estaba precisamente quieta. For¬cejeaba y se retorcía sobre su regazo, tendiendo las manos hacia su madre.
– ¡Mi muñeca, mamá, mi muñeca! ¡Melissa!
–Agente... –empezó Ellie.
–No hay tiempo —la interrumpió el policía—. Imposible. Tak! Cambió de sentido y se dirigió hacia el este en medio de una nube de polvo. Las ruedas traseras derraparon por un instante, Cuando el coche se enderezaba, Ralph pensó con asombro en lo deprisa que había ocurrido todo: hacía apenas diez minutos viajaban tranquilamente en la caravana, y él iba a proponerle a David jugar al veo-veo, no porque le apeteciese sino por puro aburrimiento,
Desde luego ya no se aburría.
– ¡Melissa Sweetheart! –grito Kirstie, y se echo a llorar.
–Cálmate, Bombón –dijo David. Así había apodado a su hermana menor: Bombón. Como tantas otras cosas en David, ni su padre ni su madre sabían que significaba ni de donde procedía. Cuando Ellie una noche le pregunto por que la llamaba así, David hizo un gesto de indiferencia, esbozo su sesgada y seductora sonrisa, y dijo: «Por nada. Simplemente es un bombón, solo por eso.»
–Pero Lissa esta tirada en el suelo y se ensuciará –se quejo Kirstie, mirando a su hermano con los ojos anegados en lágrimas.
–Volveremos, la cogeremos y la limpiaremos bien –la consoló David.
– ¿Me lo prometes?
–Claro. Incluso te ayudare a lavarle el pelo.
– ¿Con champú? –pregunto Kirstie.
–Claro – contesto David, y beso a su hermana en la mejilla.
– ¿Y si viene ese hombre malo? ¿Ese tan malo como el hombre del saco? ¿Y si secuestra a Melissa Sweetheart?
David se tapo la boca con la mano para ocultar una sonrisa.
–No lo hará. –David busco la mirada del policía en el espejo retrovisor y dijo–: ¿Verdad que no?
–No, el hombre que buscamos no se dedica a secuestrar muñecas –respondió el policía.
Ralph no percibió en su voz el menor rastro de humor; había hablado con la objetividad de un presentador de noticiario.
Aminoró la marcha brevemente cuando pasaron ante un letrero que anunciaba DESESPERACIÓN y acelero justo en el desvió a la derecha. Ralph se agarró, rogando que aquel tipo supiese lo que hacia, que no volcase. El coche pareció escorarse ligeramente pero volvió a enderezarse. Aquella carretera se dirigía hacia el sur. A lo lejos, recortándose contra el horizonte, apareció una enorme muralla de tierra oscura surcada de grandes grietas semejantes a cicatrices negras.
– ¿A que se dedica, pues? –preguntó Ellie–. ¿Quien es ese individuo? ¿Y como ha conseguido eso que utilizan ustedes para detener a los conductores que no respetan las limitaciones de velocidad? ¿Como se llamaba?
–Alfombrilla de carretera, mamá –apunto David. Recorrió con un dedo la rejilla metálica que dividía en dos el interior del coche, observándola con aire pensativo y preocupado. En su rostro no había ya ningún esbozo de sonrisa.
–Del mismo modo que ha conseguido las armas que lleva y el coche que conduce –respondió el policía.
Pasaron ante el camping Serpiente de Cascabel y las oficinas de la Compañía Minera de Desesperación. Más adelante se alineaban junto a la carretera varios establecimientos comerciales. Un semáforo en ámbar destellaba de manera intermitente bajo miles de kilómetros de cielo azul claro.
–Es policía –añadió–. Y una cosa puedo asegurarles, familia Carver: cuando un policía enloquece, la situación se pone muy fea.
– ¿Como sabe nuestro nombre? –preguntó David–. No le ha pedido a mi padre el carnet de conducir. ¿Como se ha enterado?
–Lo he visto cuando tu padre ha abierto la puerta de la caravana –dijo el policía, mirando a David a través del espejo retrovisor–. En la placa que había sobre la mesa: DIOS BENDIGA ESTA CASA AMBULANTE. FAMILIA CARVER. Conmovedor.
Algo molesto vagamente a Ralph en aquel comentario, pero no presto mayor atención. Su inicial temor se había convertido en una premonición tan intensa y sin embargo difusa que tenía la impresión de haber ingerido un alimento envenenado. Pensó que si extendía la mano posiblemente conseguiría mantenerla firme, pero no por eso resultaba menos significativo el hecho de que paradójicamente su miedo hubiese ido en aumento desde que el policía los había hecho salir de la caravana con tan inquietante facilidad. Por lo visto, no era la clase de miedo que hacia temblar las manos (era un miedo seco, pensó con un asomo de ironía poco habitual en él); aún así, era miedo autentico.
–Un policía –repitió Ralph pensativamente, recordando una película que había alquilado un sábado por la noche en el videoclub de su calle unas semanas atrás. Maniac Cop, se titulaba. La frase publicitaria que acompañaba al título rezaba: TIENE DERECHO A PERMANECER EN SILENCIO, ETERNAMENTE. Tenía gracia que a veces quedasen grabadas en la memoria tonterías como esa. Salvo que en su actual situación aquello no tenía ninguna gracia.
–Un policía, si – confirmo su, policía. Por su tono, daba la impresión de que estuviese sonriendo.
¿Ah, si?, se dijo Ralph. ¿Y que tono adquiere la voz cuando uno sonríe?
Percibió que Ellie lo miraba con tensa curiosidad, pero no le pareció el mejor momento para un intercambio de miradas. Ignoraba que vería cada uno de ellos en los ojos del otro, y dudaba que desease averiguarlo.
Sin embargo el policía sonreía. Ralph estaba seguro de ello.
Pero ¿por que iba a sonreír?, pensó. ¿Donde le ve la gracia al hecho de que un policía estatal enloquecido ande suelto, o de que a un vehículo se le hayan pinchado seis ruedas, o de que una familia de cuatro miembros viaje apretujada en un asfixiante coche patrulla sin tiradores en las puertas traseras, o de que la muñeca preferida de mi hija se haya quedado tirada en el polvo a doce kilómetros de aquí? ¿Donde le ve la gracia a cualquiera de esas cosas?
Ralph no lo sabía. Pero el policía parecía sonreír cuando hablaba.
– ¿Un policía estatal, ha dicho? –pregunto Ralph mientras pasaban bajo el semáforo intermitente.
– ¡Mira, mama! –exclamó Kirsten animadamente, olvidándose por un momento de Melissa Sweetheart–. ¡Bicicletas! ¡Bicicletas en medio de la calle! Y están vueltas del revés. ¿Las ves? ¿No es raro?
–Si, cielo, ya las veo –dijo Ellie. Obviamente no le divertía tanto como a su hija la imagen de tres bicicletas del revés en medio de la calle.
– ¿Un policía estatal? No, yo no he dicho eso. –En la voz del gigante sentado al volante se advertía aún un tono risueño–. No, es un policía del pueblo.
– ¿En serio? ¿Y cuantos policías hay en un sitio tan pequeño como este?
–Bueno, había otros dos – contesto el hombre, su sonrisa más amplia aún que antes–, pero los maté.
Volvió la cabeza y los miró a través de la rejilla. Ralph vio en su rostro, más que una sonrisa, una ancha mueca. Tenía los dientes tan grandes que semejaban púas metálicas de un arado, y abría la boca de tal modo que mostraba hasta los últimos molares. Las hileras de muelas parecían separadas por hectáreas de goma rosada.
–Ahora solo yo represento la ley al oeste del Pecos.
Ralph lo observo boquiabierto. El policía, con la cabeza vuelta y la mueca burlona fija en los labios, aparco limpiamente frente al ayuntamiento de Desesperación sin echar siquiera un vistazo a la acera.
Familia Carver –dijo con tono solemne sin dejar de sonreír–, bienvenida a Desesperación.
5
Una hora más tarde el policía corría con los brazos extendidos hacia la mujer de los tejanos y la camisa azul. Sus botas resonaban en el suelo de madera, pero la sonrisa había desaparecido de su rostro, y Ralph notó que una desbordante sensación de triunfo le subía a la garganta como impulsada por un resorte. El policía avanzaba resueltamente, pero la mujer de los vaqueros –debido más a la suerte quizá que a una decisión consciente– había conseguido mantener el escritorio entre ellos, y eso iba a proporcionarle una valiosa ventaja. Ralph vio que bajaba los percutores de la escopeta que había cogido del escritorio, vio que se llevaba el arma al hombro mientras retrocedía hasta la reja de la celda del fondo de la sala, y vio que su dedo índice se enroscaba en torno a los dos gatillos.
El enorme policía atravesó la sala como una exhalación, pero no iba a servirle de nada.
Dispárele, pensó Ralph. No para salvarnos sino porque ha matado a nuestra hija. Vuélele los sesos a ese hijo de puta.
Una décima de segundo antes de que Mary apretase los gatillos el policía se arrodilló al otro lado del escritorio, agachando la cabeza como alguien dispuesto a orar. El doble estampido del arma resonó ensordecedoramente en aquel espacio cerrado. Los cañones vomitaron llamas. Ralph oyó gritar a su esposa; le pareció que era un grito de triunfo. En tal caso, había sido prematuro. El sombrero del policía salió volando por el aire, pero las descargas habían pasado por encima de su cabeza, yendo a incrustarse en la pared del fondo de la sala y en el yeso del hueco de la escalera con un sonido semejante al del aguanieve al azotar los cristales de una ventana. A la derecha de la puerta colgaba un tablón de anuncios, y Ralph vio orificios negros en los papeles allí expuestos. El sombrero había quedado reducido a jirones, unidos solo por la fina cinta de cuero que rodeaba la copa. Los cartuchos no contenían perdigones sino postas. Si el disparo hubiese acertado al policía en el vientre lo habría partido en dos. Al darse cuenta de eso Ralph sintió aún mayor desaliento.
Entonces el policía embistió con toda su fuerza el escritorio y lo arrastro a través de la sala hacia la celda, según suponía Ralph, reservada a los borrachos; hacia la celda y hacia la mujer atrapada contra los barrotes. La silla, encajada en el hueco destinado a las piernas, se sacudía a izquierda y derecha. Las ruedas chirriaban. La mujer intento protegerse con la escopeta, pero no llego a tiempo. El respaldo le golpeo la pelvis y el estomago, aprisionándola contra la reja de la celda. Lanzó un alarido de dolor y sorpresa.
El policía extendió los brazos como Sansón preparándose para derribar el templo y agarro el escritorio por los lados. Pese a que la doble detonación de la escopeta le retumbaba aún en los oídos, Ralph oyó como se le descosían las costuras de los sobacos. El policía tiro hacia si del escritorio.
– ¡Suéltala! –ordeno–. ¡Suelta el arma, Mary!
La mujer aparto la silla de un empujón, levanto de nuevo la escopeta y volvió a amartillarla. Sollozaba de dolor y esfuerzo. Con el rabillo del ojo Ralph vio que Ellie se tapaba los oídos mientras la mujer enroscaba los dedos en torno a los gatillos, pero esta vez solo se oyó el chasquido seco de los percutores. Ralph sintió una frustración tan amarga como la bilis que le subía a la garganta. Se había dado cuenta a simple vista de que la escopeta no era automática, y sin embargo, inexplicablemente, había albergado la esperanza de que volviese a disparar, como si Dios personalmente fuese a recargar las recamaras y realizar el milagro del Winchester.
El policía empujo el escritorio por segunda vez. De no haber sido por la silla, la mujer no habría tenido nada que temer. Pero la silla estaba allí, y le golpeo otra vez en el vientre. La mujer se doblo por la cintura y emitió un ronco sonido gutural parecido a una arcada.
– ¡Suéltala, Mary! ¡Suéltala! –grito el policía.
Ella no obedeció. Mientras el tiraba otra vez del escritorio hacia atrás (¿Por que no se lanza sobre ella?, pensó Ralph. ¿Es que no sabe que la condenada escopeta esta descargada?) y los cartuchos caían al suelo y rodaban por la sala, la mujer agarro el arma por los cañones.
De inmediato se inclino sobre el escritorio y la blandió como un bastón. El policía trató de bajar el hombro, pero la nudosa culata de nogal le golpeó en la clavícula de todos mo¬dos. Lanzó un gruñido. Ralph no supo si era un gruñido de sor¬presa, dolor o simple exasperación, pero el hecho fue que arran¬có un aullido de entusiasmo a David, que seguía agarrado a los barrotes de su celda, pálido y sudoroso, con un intenso brillo en los ojos. El anciano del pelo blanco se había levantado del catre y estaba junto a él.
El policía volvió a tirar del escritorio –el culatazo no había mermado perceptiblemente sus fuerzas– y lo empujó de nuevo hacia adelante, golpeando a la mujer con la silla y aprisionándola contra la reja. Otro sonido ronco salió de su garganta.
– ¡Déjala! —gritó el policía, pero en esta ocasión se advirtió algo extraño en su voz, y Ralph albergó por un momento la esperan¬za de que el golpe realmente le hubiese dolido. Sin embargo en-seguida se dio cuenta de que estaba riendo–. ¡Déjala o te haré papilla! ¡Te lo digo en serio!
La mujer de pelo moreno –Mary– volvió a levantar el arma pero esta vez sin convicción. Uno de los faldones de la camisa se le había salido de los vaqueros, y Ralph vio marcas rojas en la piel de su cintura. Sabía que sí se hubiese quitado la camisa, le habría visto la silueta del respaldo grabada desde la pelvis hasta los pe¬chos.
Mantuvo la escopeta en alto por un momento y la culata de madera tembló en el aire. Pero finalmente desistió y arrojó el arma a un lado. Cayó ruidosamente junto a la celda donde se hallaban David y el hombre del pelo blanco. David la contempló.
–No la toques, hijo –previno el hombre del pelo blanco–. Está descargada, así que déjala.
El policía lanzó un vistazo hacia ellos. Después, con una ra¬diante sonrisa, miró a la mujer atrapada contra la reja de la celda para borrachos. Retiró el escritorio, lo rodeó y de una patada apartó la silla, que rodó con un chirrido por el suelo y chocó contra los barrotes de la celda contigua a la que ocupaban Ralph y Ellie. Apoyó un brazo en los hombros de la mujer de pelo os¬curo y la miró casi con ternura. Ella le respondió con la mirada más rabiosa que Ralph había visto en su vida.
– ¿Puedes andar? –preguntó el policía–, ¿Tienes algo roto?
– ¿Y eso qué más da? –replicó la mujer–. Si va a matarme, aca¬be cuanto antes.
– ¿Matarte? ¿Matarte? –La miró asombrado, con la expresión de un hombre que nunca ha matado nada mayor que una avispa–. ¡No voy a matarte, Mare! –La abrazo por un instante y echo una ojeada alrededor a sus otras victimas–. ¡No, por Dios! Y menos ahora que las cosas empiezan a ponerse interesantes.
III
1
El hombre que en otro tiempo había aparecido en las portadas de People, Time y Premiere (cuando se casó con la actriz que iba siempre cargada de esmeraldas), y en primera plana del New York Times cuando gano el Premio Nacional de Literatura), y en la página central desplegable de Inside Vie (cuando fue detenido por maltratar a su tercera esposa, la anterior a la actriz de las esmeraldas), tuvo que parar a orinar.
Viajaba en su moto por la interestatal 50 en dirección oeste. Se arrimó al arcén, redujo metódicamente las marchas con el pie izquierdo, que tenía ya entumecido, y se detuvo en el borde del asfalto. Era una suerte que hubiese tan poco tráfico, porque uno no podía estacionar moto en la cuneta de una carretera de la Gran Cuenca ni siquiera si se había acostado con la actriz más famosa de Estados Unidos (aunque justo era reconocer que ella por entonces no estaba ya en su apogeo) y había sido nominado en alguna ocasión para el Premio Nobel de Literatura. Caso de intentarlo, con toda probabilidad la moto se escoraría sobre el soporte y terminaría desplomándose. Aunque a simple vista daba la impresión de que se trataba de terreno firme, eso era pura apariencia, como ocurría de hecho con las apariencias de ciertas personas que el conocía, incluida sin ir más lejos la que veía todas las mañanas al mirarse al espejo. Y quién levantaba después una Harley–Davidson de trescientos cincuenta kilos, máxime teniendo ya cincuenta y seis años y estando en mala forma física?
Yo no, desde luego, pensó, contemplando la Harley Softail de colores rojo y crema, una motocicleta de paseo ante la que cualquier purista habría vuelto la cabeza en un gesto de desdén, limitándose a escuchar en silencio el ronroneo del motor. En aquel momento, aparte de eso solo se oía el silbido del viento tórrido y el continuo repiqueteo de la arena contra su cazadora de cuero, por la que había pagado mil doscientos dólares en Barney's de Nueva York; una cazadora cuyo único objetivo era ser fotografiada por un marica de la revista Interview, un marica donde los hubiese. Mejor será omitir por completo esa parte, ¿no?, pensó. Y en voz alta dijo:
–Por mi encantado.
Se quitó el casco y lo dejó en el asiento de la Harley. A continuación se froto la cara lentamente con la mano; la tenía tan caliente como el viento y mucho más quemada. Nunca se había sentido tan cansado o tan fuera de su elemento en toda su vida.
2
La celebridad literaria, anquilosada, se adentro en el desierto con andar rígido. La larga melena gris le azotaba los hombros agitada por el viento, y los espinosos arbustos –mezcales y castillejas– le arañaban las chaparreras de piel (compradas también en Barney's). Volvió la cabeza y miró atentamente en ambas direcciones, pero no se acercaba ningún vehículo. Avistó algo aparcado junto a la carretera a unos tres kilómetros de allí –un camión o una caravana– ¿pero aún si había alguien dentro, difícilmente vería al gran hombre vaciar la vejiga a menos que se sirviese de unos prismáticos. Y si lo veían, ¿que más daba? Al fin y al cabo, aquel era un truco que casi todo el mundo conocía.
Se abrió la bragueta –John Edward Marinville, el hombre que Harper's había definido en una ocasión como «el escritor que Norman Mailer habría deseado ser», el hombre a quién el critico Shelby Foot había catalogado como «el único autor norteamericano vivo de la talla de Steinbeck»– y saco su estilográfica original. Debería haber meado como un caballo de carreras, pero durante casi un minuto nada ocurrió; permaneció allí inmóvil con la polla seca en la mano.
Por fin broto un arco de orina y regó un mezcal cuyas hojas duras polvorientas adquirieron un tono verde más oscuro y reluciente.
– ¡Alabado sea Dios! ¡Gracias, Señor! –bramo, remedando la voz trémula y fluctuante de Jimmy Swaggart. En las fiestas su imitación del conocido evangelista siempre tenía un gran éxito; en una ocasión Tom Wolfe se echó a reír de tal modo que Johnny temió que fuese a darle un ataque–. ¡Agua en el desierto, he ahí un auténtico milagro! ¡Hola Julia! –clamó. A veces pensaba que esa versión suya del «aleluya», y no su insaciable apetito de alcohol, drogas y mujeres más jóvenes, había sido la verdadera causa de que la famosa actriz lo empujase a la piscina de un hotel de Bel-Air durante una rueda de prensa a la que asistió bebido... y luego se marchase con sus esmeraldas a otra parte.
Si bien aquel incidente no había marcado el principio de su decadencia, sí había sido el punto en que esa decadencia reclamó su atención de manera ineludible: empezaba a resultar demasiado obvio que no se trataba simplemente de un mal día o un mal año sino, por así decirlo, de una mala vida. Su fotografía al salir de la piscina con el traje empapado y una ebria sonrisa en el rostro apa¬reció en la sección Hazañas Dudosas del Esquire, y después de eso se convirtió en blanco habitual de Spy, la revista donde por lo vis¬to sucumbían definitivamente las reputaciones otrora intachables.
Por lo menos aquella tarde, mientras orinaba en el desierto cara al norte con su alargada sombra a la derecha, esos recuerdos no resultaban tan dolorosos como en otros lugares. Como en Nueva York, por ejemplo, donde últimamente todo era doloro¬so. Por alguna razón, allí en el desierto la «volátil reputación», como Shakespeare la definía, no sólo parecía menos frágil sino también más intrascendente. Y eso era de agradecer cuando uno había degenerado en una especie de Elvis Presley literario: entrado en años, con exceso de peso, y todavía en la fiesta cuando debe¬ría haberse ya retirado hacía rato.
Separó más las piernas, se inclinó ligeramente por la cintura, y se soltó el pene para masajearse los riñones. Le habían asegura¬do que eso contribuía a prolongar unos instantes el flujo de ori¬na, y Johnny tenía la impresión de que efectivamente así era, pero suponía que debería parar de nuevo a vaciar la vejiga antes de lle¬gar a Austin, que sería su siguiente alto en el camino a California. Evidentemente su próstata no era ya lo que había sido. Cuando pensaba en ella últimamente (que era bastante a menudo), se la imaginaba como una masa tumefacta y agrietada semejante a un enorme cerebro mantenido con vida mediante radiaciones que había visto en una película de terror de los años cincuenta. Era consciente de que debía ir al médico, y no solo por la próstata, sino para un reconocimiento exhaustivo de los pies a la cabeza. Claro que debía ir al médico pero, bueno, tampoco era que orinase sangre, y además...
En fin, ¿por que no admitirlo? Y además tenía miedo. Sus problemas no se reducían al hecho de que su reputación literaria se le hubiese escurrido entre los dedos en los últimos cinco años, y abandonar las pastillas y el alcohol no había representado ni remotamente la mejoría que el esperaba. En cierto modo la abstinencia había empeorado la situación. El inconveniente de estar sobrio, había descubierto Johnny, era que uno recordaba todo aquello que temía. Le asustaba que un médico hallase algo más que una próstata del tamaño del cerebro del planeta Arous al meter el dedo en las regiones inferiores de la celebridad literaria; le asustaba que el médico encontrase una próstata tan negra como una ciruela pasada y tan cancerosa como... como la de Frank Zappa. E incluso si el cáncer no estaba allí al acecho, bien podía estar en otra parte.
En los pulmones, quizá, ¿por que no? Había fumado dos paquetes diarios de Camel durante veinte años, y tres paquetes de Camel light durante otros diez, como si fumar Camel light pudiese de algún modo remediar sus excesos anteriores: limpiarle los bronquios, arreglarle la traquea, purificar sus enlodazados alvéolos. Tonterías. En esos momentos hacia ya diez años que había dejado el tabaco, tanto el light como el otro, pero todavía resollaba como un viejo caballo de tiro hasta por lo menos el mediodía, y a veces despertaba en plena noche a causa de un ataque de tos.
O en el estomago. Si, ¿por que no ahí? Suave, rosa, confiado, el lugar idóneo para un desastre. Se había criado en una familia de voraces devoradores de carne en la que «medio hecho» significaba que el cocinero le había echado el aliento al bistec, y la noción de «muy hecho» era desconocida. Le encantaban las salsas picantes y las guindillas. No tenía la menor fe en la fruta o la ensalada salvo como remedios contra un estreñimiento agudo. Había comido así durante toda su puñetera vida, comía aún así, y probablemente seguiría comiendo así hasta que lo arrojasen a una cama de hospital y empezasen a alimentarlo debidamente a través de un tubo de plástico.
¿Y en el cerebro? Era posible. Muy posible. Un tumor, o quizá (y ésta era una perspectiva especialmente halagüeña) un caso prematuro de Alzheimer.
¿O en el páncreas? Bueno, eso al menos tenía una ventaja: era rápido. Servicio urgente, sin demora.
¿Un ataque al corazón? ¿Una cirrosis? ¿Una embolia?
Todo parecía tan probable... tan lógico...
En muchas entrevistas se había definido como un hombre in¬dignado con la muerte, pero ésa era una más de las muchas baladro¬nadas con que había adornado sus declaraciones a lo largo de toda su carrera. Lo aterrorizaba la muerte, ésa era la única verdad, y como resultado de una vida entera dedicada a aguzar la imagina¬ción, la veía venir de cuatro docenas de direcciones distintas por lo menos... y de noche, cuando no conseguía conciliar el sueño, es¬taba capacitado para verla venir de cuatro docenas de direcciones distintas simultáneamente. Negarse a visitar a un médico, a some¬terse a un reconocimiento y dejarles echar un vistazo bajo el capó, no impediría a esas enfermedades acercarse o cebarse en él si ya habían iniciado su curso; pero por lo menos si se mantenía aleja¬do de los médicos y sus diabólicas máquinas, no se enteraría. Uno no tenía que enfrentarse con el monstruo escondido bajo la cama o agazapado en un rincón si no encendía las luces del dormitorio, ésa era la idea. Y lo que al parecer ningún médico entendía era que, para hombres como Johnny Marinville, el temor resultaba a veces preferible a la certidumbre. Sobre todo si uno ya había puesto el felpudo con el mensaje de bienvenida a todas las enfermeda¬des existentes.
Incluido el sida, pensó, aún con la mirada fija en el desierto. Había actuado con precaución –y en todo caso sus relaciones sexuales se habían reducido drásticamente, ésa era la triste reali¬dad–, y le constaba que en los últimos ocho meses había actuado con precaución, porque las amnesias pasajeras habían desapareci¬do al abandonar la bebida. Pero durante el año anterior a esos meses en cuatro o cinco ocasiones había despertado por la mañana Jumo al cuerpo anónimo de una mujer sin recordar nada de lo ocurrido. En cada una de esas ocasiones se había levantado inme¬diatamente y había ido a echar un vistazo al inodoro. Una vez encontró allí un condón flotando en el agua, así que probable-mente no existía nesgo. Pero el resto de las veces, nada de nada. Naturalmente el o su amiga (su «nueva conquista», en el lenguaje de la prensa del corazón) podían haber tirado de la cadena durante la noche, pero ahí quedaba la duda. Duda que jamás di¬siparía a causa de sus amnesias pasajeras. Y el sida...
–Esa mierda se mete en el cuerpo y espera –dijo en voz alta, y entorno los ojos cuando una ráfaga de viento de especial virulencia arrojo una lluvia de polvo alcalino contra sus mejillas, su cuello y miembro colgante. Este último no realizaba ya ninguna actividad provecho desde hacia al menos un minuto.
Johnny se lo sacudió enérgicamente y se lo guardo en los calzoncillos.
–Hermanos –dijo a los montes lejanos y trémulos, imitando la voz del predicador con la mayor seriedad–, ya en la Epístola a los Efesios capitulo tres, versículo nueve, se nos advierte que por más que brinquemos y dancemos, al final el pantalón nos mojaremos. Así esta escrito y así...
Estaba dándose medía vuelta, subiéndose la cremallera y hablando básicamente para ahuyentar a sus fantasmas (que en los últimos tiempos parecían congregarse como buitres), cuando de pronto se que mudo e inmóvil.
Detrás de la moto se había detenido un coche patrulla, y sus luces azules giraban lentamente bajo el abrasador sol del desierto.
3
Fue su primera esposa quién sugirió a Johnny Marinville lo que podía ser su última oportunidad.
No su última oportunidad de publicar su obra; no, eso no, desde luego. Seguiría publicando en tanto fuese capaz de, primero, plasmar sus ideas en un papel y, segundo, enviárselas a su agente. En cuanto uno era aceptado como genuina celebridad literaria, siempre había alguien dispuesto a continuar publicando su obra aún cuando degenerase en una parodia de si misma o en pura palabrería. Johnny pensaba a veces que uno de los aspectos más siniestros del estamento literario norteamericano era el modo en que lo dejaba a uno balanceándose el aire, asfixiándose lentamente, mientras los demás se divertían en sus ridículas fiestas, felicitándose por la gentileza que mostraban a la vieja gloria cuyo nombre ni siquiera recordaban.
No, la sugerencia de Terry no representaría su última oportunidad de publicar, pero si quizá de escribir algo realmente valioso, algo que lo convirtiese de nuevo en el centro de atención por sus meritos y no por sus escándalos. Algo, además, que se vendería como el agua... y el dinero no le vendría nada mal, de eso no existía la menor duda.
Y para colmo Terry probablemente ni sospechaba el valor de su sugerencia, lo cual significaba que Johnny no tendría que compartir con ella los beneficios, en caso de que los hubiera. No tendría siquiera que mencionarla en la página de agradecimientos si no lo deseaba, pero supuso que si la mencionaría. Permanecer sobrio era una experiencia aterradora en muchos sentidos, pero ayudaba a recordar las responsabilidades.
Johnny se había casado con Terry a la edad de veinticinco años. Ella contaba entonces veintiuno y era alumna de tercero en el Vassar College, pero no terminó sus estudios. Estuvieron casados casi veinte años, y ella le dio tres hijos, todos adultos en la actualidad. Uno de ellos, Bronwyn, todavía le dirigía la palabra a Johnny. Y en cuanto a los otros dos, si algún día cambiaban de actitud, no sería el quién les diese la espalda. No era rencoroso por naturaleza.
Terry parecía saberlo. Después de cinco años durante los cuales sólo se habían comunicado a través de abogados, habían iniciado un cauto dialogo, unas veces por carta y otras, las más, por teléfono. Al principio estos contactos habían sido un mero tanteo, pues ambos recelaban aún de las minas enterradas en la derruida ciudad de sus afectos, pero con el paso del tiempo adquirieron mayor regularidad. Terry seguía las andanzas de su famoso ex marido con una estoica y condescendiente curiosidad que Johnny por alguna razón encontraba desalentadora; no era, en su opinión, la actitud que una ex esposa debía adoptar ante un hombre que se había convertido en uno de los autores más estudiados de su generación. Pero por otra parte le hablaba con una sincera cordialidad que para el tenía efectos balsámicos, como una mano fría sobre una frente afiebrada.
Sus contactos eran más frecuentes desde que Johnny había dejado la bebida (pero siempre todavía por teléfono o carta; ambos sabían tácitamente que un encuentro cara a cara podía someter a una tensión excesiva el frágil vinculo que habían forjado), pero en cierto modo esas conversaciones en estado sobrio entrañaban mayor peligro, y si bien nunca llegaban al enfrentamiento, esa posibilidad parecía flotar siempre en el aire. Terry quería que volviese a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y había afirmado sin rodeos que si no lo hacia, tarde o temprano sucumbiría de nuevo. Y al alcohol seguirían las drogas, le había advertido Terry, tan seguro como que tras el día venía la noche.
Johnny había contestado que no tenía la intención de pasarse el resto de su vida sentado en el sótano de una iglesia con un hatajo de borrachos que se limitaban a disertar sobre lo maravilloso que era poseer una fuerza mayor que uno mismo, antes de volver a montarse en sus viejos coches y regresar a sus casas, donde por lo general nadie los esperaba, para dar de comer a sus gatos.
–En su mayoría la gente de Alcohólicos Anónimos está demasiado destrozada para darse cuenta de que ha entregado su vida a un ideal vacío y fallido –adujo Johnny–. Yo he estado allí, y te puedo asegurar que es tal como te lo cuento. Y si mi palabra no te sirve, toma como referencia a John Cheever. Escribió algunas páginas memorables sobre el tema.
–Ahora John Cheever no tiene ya ocasión de escribir nada –replico Terry–. Y creo que también tú sabes por que.
Sin duda Terry podía llegar a ser irritante.
Hacia tres meses que le había sugerido la brillante idea, dejándola caer de manera casual en una conversación en que habían hablado de las recientes actividades de sus hijos, de ella y, naturalmente, de el. Johnny, por su parte, llevaba desde principios de año atascado en las primeras doscientas páginas de una novela histórica sobre Jay Gould. Finalmente las había visto como lo que eran –un vulgar refrito de Gore Vidal– y las había destruido. O mejor dicho, las había asado. En un arranque había cogido los disquetes que contenían la novela y los había dejado en el horno microondas a potencia máxima durante diez minutos. Un hedor insoportable había inundado toda la casa, y de hecho tuvo que comprar otro microondas.
Al principio había decidido mantener en secreto el incidente, pero a la hora de la verdad fue incapaz de contenerse y se lo contó a Terry. Cuando terminó, se sentó en la silla de su estudio con los ojos cerrados y el auricular pegado a la oreja, esperando a que ella le dijese que no debía molestarse en volver a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, porque lo que necesitaba era un buen psiquiatra, y con carácter de urgencia.
Sin embargo dijo que debería haber metido los disquetes en una fuente y utilizado el horno de gas. Johnny sabía que bromeaba, y que la broma, al menos en parte, corría a costa suya; así y todo, la naturalidad con que aceptaba su manera de ser y de comportarse siguió pareciéndole una mano fría sobre una frente afiebrada. No obtenía de ella aprobación, pero tampoco era eso lo que buscaba.
–La cocina nunca ha sido tu fuerte, desde luego –añadió Terry, y ante su tono flemático Johnny no pudo evitar reír a carcajadas–. ¿Y ahora que vas a hacer, Johnny? ¿Has pensado ya en algo?
–No.
–Deberías centrarte en la no ficción. Renuncia por un tiempo a la idea de escribir una novela.
–Eso es una tontería, Terry. Soy incapaz de escribir no ficción, y tú lo sabes.
–Estas muy equivocado –repuso Terry, hablando en un cortante tono de amonestación que ya nadie más empleaba con el, y menos su agente. Por lo visto, cuanto más vacilaba y se debatía Johnny, más untuoso se volvía Bill Harris–. Durante nuestros dos primeros años de matrimonio escribiste al menos una docena de crónicas. Y además las publicaste y te pagaron bien. Life, Harper's e incluso un par en The New Yorker. No me extraña que lo hayas olvidado; era yo quién hacia la compra y se ocupaba de las facturas. A mi me encantaban.
– ¡Ah! Las llamadas Crónicas del Corazón de América. Si. No las había olvidado, Terry; simplemente prefiero no recordarlas. Sirvieron para pagar el alquiler cuando se termino la pasta de la Fundación Guggenheim, y poco más. Ni siquiera se han publicado recopiladas.
–Tu no consentirías que se recopilasen –replico Terry–. No se corresponden con tu elevado concepto de inmoralidad.
Johnny encajo el comentario en silencio. A veces le molestaba la extraordinaria memoria de Terry. Ella nunca había conseguido escribir algo que mereciese la pena; los textos que redactaba para el seminario de narrativa cuando Johnny la conoció eran espantosos, y jamás había publicado nada más complejo que una carta al director de algún diario. Sin embargo, poseía una capacidad fuera de lo común para almacenar información. Eso no podía negarse.
– ¿Sigues ahí, Johnny?
–Si.
–Cuando digo algo que no te gusta siempre me doy cuenta, porque solo entonces te quedas callado. Te pones muy pensativo.
–Bueno, pero como ves, sigo aquí –dijo Johnny con firmeza, y guardo de nuevo silencio, confiando en que Terry cambiase de tema.
Naturalmente, no lo hizo.
–Escribiste tres o cuatro crónicas por encargo de alguien, no recuerdo quién...
Milagro, pensó Johnny; no recuerda quién.
–Y estoy segura de que el asunto no hubiese pasado de ahí de no ser porque te llegaron encargos de otras revistas. A mi no me sorprendió en absoluto. Aquellas crónicas eran excelentes.
Johnny continuo en silencio, pero esta vez no como demostración de desinterés o desaprobación sino porque intentaba recordar si realmente aquellos trabajos tenían algún merito. En esas cuestiones Terry no era plenamente fiable, pero tampoco podían desestimarse sus juicios sin más ni más. Como escritora de narrativa pertenecía a la escuela del «Vi un pájaro al amanecer y mi corazón se estremeció», pero en su faceta de crítica se había revelado dura como el acero y dotada de una misteriosa clarividencia, casi telepática. Una de las cosas que le había atraído de ella (aunque suponía que también había contribuido el hecho de que por aquel entonces tuviese los mejores pechos de América) era la dicotomía entre lo que deseaba hacer –escribir narrativa– y lo que era capaz de hacer: escribir críticas que cortaban como el diamante.
En cuanto a las Crónicas del Corazón de América, Johnny solo recordaba ya claramente una titulada «Muerte en el segundo turno». Trataba de dos obreros de una fábrica siderurgia de Pittsburgh, padre e hijo. El padre había muerto de un ataque cardíaco en los brazos de su hijo durante el tercero de los cuatro días que Johnny Marinville pasó en la fábrica recabando información. Su propósito inicial apuntaba a un aspecto distinto del trabajo fabril, pero a raíz de aquel suceso modifico radicalmente su planteamiento. El resultado fue un reportaje de una sensiblería lamentable –a pesar de que el texto era verídico de principio a fin– ¿pero alcanzo gran popularidad. El hombre que se lo había encargado para la revista Life le envió una nota seis semanas más tarde comunicándole que en la historia de la revista solo otros tres artículos habían generado un volumen de cartas superior.
Otras crónicas acudieron a su memoria, los títulos básicamente, cosas como «Alimentar las llamas» y «Un beso en Saranac Lake». Unos títulos abominables, sin duda, pero... el cuarto en volumen de cartas.
¿Donde debían de estar esas crónicas? ¿Entre el material de la Colección Marinville de Fordham? Quizá. Podían hallarse incluso en la buhardilla del bungalow de Connecticut. No le habría importado echarles un vistazo. Tal vez hasta era posible actualizarlos... o... o...
Algo empezó a roerle en el fondo del cerebro.
– ¿Aun tienes la moto, Johnny? –pregunto Terry.
– ¿Como? –Apenas la había oído.
– ¿La moto? ¿La Harley?
–Si, claro –respondió Johnny–. La tengo en el garaje de Westport donde antes guardábamos los coches.
– ¿El de Gibby?
–Si, el de Gibby. Ahora ha cambiado de dueño pero, si, era el de Gibby.
Su memoria voló a un recuerdo de nítida textura: el y Terry completamente vestidos y magreándose como desesperados tras aquel garaje una tarde de... en fin, de hacia muchos años. Terry llevaba unos ceñidos pantalones cortos de color azul. Probablemente no eran del agrado de su madre, pero para el Terry con aquellos saldos parecía la reina de occidente. Tenía un culo aceptable, pero sus piernas... Dios, aquellas piernas no solo le llegaban hasta el cuello sino hasta la estrella Arturo y mucho más allá. Pero como habían ido a parar allí, en medio de neumáticos desechados y piezas de motor oxidadas, hundidos hasta la cintura entre los girasoles? Johnny no lo recordaba, pero si recordaba la exquisita curva de su pecho en la palma de la mano, y como tiro de las trabillas de su pantalón cuando el gimió contra su cuello para que se estregase contra su vientre liso.
Se llevó una mano a la entrepierna y no se sorprendió por lo que encontró allí. El monstruo había cobrado vida.
–... algunos nuevos, o incluso un libro –proseguía Terry.
Johnny apoyo la mano firmemente en el brazo de la silla.
– ¿Eh? ¿Como?
– ¿Te estas quedando sordo además de senil?
–No. Recordaba una vez que estábamos los dos juntos detrás del garaje de Gibby. Dándonos el lote.
– ¡Ah! Entre los girasoles, ¿verdad?
–Si.
Se produjo una larga pausa en la que quizá ella pensó en hacer algún otro comentario acerca de ese inciso. Johnny casi lo deseaba. Sin embargo, Terry volvió sobre el tema anterior.
–Decía que tal vez deberías atravesar el país en moto antes de que estés demasiado viejo para manejar el pedal de velocidades, o caigas de nuevo en la bebida y te estrelles en las Black Hills.
– ¿Estas loca? No he montado en ese artefacto desde hace tres años, Terry, y no tengo intención de volver a montarme. Me falla la vista...
–Pues ve a graduarte las gafas.
–... y he perdido reflejos. John Cheever quizá muriese a causa del alcoholismo o quizá no, pero John Gardner sin duda se mato con una moto. Tuvo un altercado con un árbol, y salió perdiendo. Ocurrió en una carretera de Pensilvania. Yo mismo he pasado por allí.
Terry no le escuchaba. Era una de las pocas personas en el mundo capaces de abstraerse en sus pensamientos y no hacerle el menor caso. Johnny suponía que esa era otra de las razones de su divorcio. El necesitaba que le hiciesen caso, en especial las mujeres.
–Podrías atravesar el país en la moto y reunir material para una nueva colección de crónicas – continuo Terry. Parecía ilusionada y a la vez divertida con la idea–. Si incluyeses las mejores de la etapa anterior, como Primera Parte por ejemplo, saldría un libro de buen tamaño. El corazón de América, 1966–1996, crónicas escritas por John Edward Marinville. –Ahogo una risa–. ¿Quien sabe? Quizá incluso conseguirías otra crítica favorable de Shelby Foote. Era de la que más orgulloso estabas, ¿no? –Se interrumpió en espera de su respuesta, y como no la hubo le pregunto si seguía al teléfono, primero por pura comprobación, luego un tanto preocupada.
–Si, sigo aquí –contestó Johnny. De pronto se alegro de haberse sentado–. Bueno, Terry, tengo que dejarte. Me están esperando.
– ¿Alguna nueva novia?
–El pedicuro–, contestó por decir algo. En realidad estaba pensando en Shelby Foote. Para el ese nombre era como el último número de la combinación de una caja fuerte. Un chasquido, y la puerta se abría.
–Bueno, cuídate –dijo Terry–. Y de verdad, Johnny, plantéate volver a Alcohólicos Anónimos. ¿Que mal puede hacer?
–Ninguno, supongo –respondió Johnny, pensando en Shelby Foote, que en una ocasión había dicho de el que era el único autor norteamericano vivo de la talla de John Steinbeck. Terry tenía razón: de todos los elogios que había recibido, ese era el que recordaba con más orgullo.
–Exacto, ninguno –dijo Terry. Tras un instante de silencio, añadió–: Johnny, ¿estas bien? Porque te noto distante.
–Perfectamente. Saluda a los chicos de mi parte.
–Siempre lo hago. Por lo general contestan con lo que mi madre llamaba «palabras gruesas» pero siempre les doy recuerdos de tu parte. Adiós.
Johnny colgó el auricular sin mirar el teléfono, y cuando este se cayó al suelo del borde del escritorio, tampoco prestó atención. John Steinbeck había recorrido el país en una vieja furgoneta acompañado de su perro. Johnny apenas había usado la Harley–Davidson Softail de 1.340 centímetros cúbicos que tenía guardada en Connecticut. Pero no El corazón de América. En eso Terry no había acertado, y no solo porque existiese ya una película de Jeff Bridges con ese título. El corazón de América no, pero...
–Viajes en Harley –murmuro.
Era un título ridículo, un título cómico, como el de una parodia de la revista Mad... pero ¿acaso sonaba mucho peor que «Muerte en el segundo turno»o «Alimentar las llamas»? A el le parecía que no, y tenía la impresión de que el título cuajaría, que trascendería su futilidad original. Siempre había confiado en sus intuiciones, y hacia años que no tenía una tan sólida como aquella. Podía atravesar el país desde el Atlántico hasta el Pacifico, desde Connecticut hasta California. Un libro de no ficción que podía rehabilitar su imagen ante los críticos, un libro que podía situarle de nuevo en los primeros puestos de las listas de ventas si... si...
–Si era generoso –dijo. El corazón le latía con fuerza en el pecho, pero por una vez esa sensación no lo amedrentó–. Generoso como Blue Highways. Generoso como... bueno, como Steinbeck.
Sentado en su estudio con el teléfono zumbando a sus pies, Johnny Marinville vislumbro nada menos que la posibilidad de redención. Una vía de escape.
Recogió el teléfono y marco el número de su agente. Sus dedos volaron sobre los botones.
–Bill, soy Johnny. Estaba aquí sentado, pensando sobre unas crónicas que escribí en mi juventud, y se me ha ocurrido una idea extraordinaria. De entrada te sonara absurda, pero déjame que te explique…
4
Mientras Johnny descendía por el terraplén de arena hacia la carretera, intentando no jadear demasiado, vio que el tipo que se hallaba tras la Harley anotando el número de matricula era un policía descomunal, una verdadera mole: medía un metro noventa y cinco por lo menos y sin duda no bajaba de ciento veinte kilos.
–Buenas tardes, agente –saludo Johnny. Se miró la bragueta y vio una pequeña mancha oscura en la tela de sus Levi s. Por más que brinquemos y dancemos... pensó.
– ¿No sabe usted que esta prohibido aparcar cualquier clase de vehículo en una carretera? –pregunto el policía sin levantar la vista.
–No, pero dudo mucho...
«... que represente un gran problema en una carretera tan poco transitada como la interestatal 50», pretendía añadir, y con el tono arrogante que empleaba siempre con el servicio y los subordinados, pero entonces vio algo que le hizo cambiar de idea. El policía tenía la manga y el puño derechos de la camisa manchados de sangre pardusca aún húmeda. Probablemente acababa de retirar de la carretera un animal muerto, algo grande –un alce o un venado quizá–, atropellado por un camión a toda velocidad. Eso explicaría tanto la sangre como el mal humor. La camisa había quedado inservible; era imposible limpiar semejante cantidad de sangre.
– ¿Decía? –pregunto el policía con aspereza. Ya había anotado el número de matricula pero seguía observando la moto con el entrecejo fruncido y la boca reducida a una inexpresiva línea recta. Era como si no quisiese mirar al dueño de la moto, como si supiese que mirándolo su ánimo empeoraría más aún.
–No, nada, agente – contestó Johnny con tono neutro, no sumiso pero tampoco arrogante. No deseaba encolerizar a aquel individuo gigantesco cuando era obvio que tenía un mal día.
Sin levantar la vista, con el bloc firmemente agarrado en una mano y su severa mirada fija en las luces traseras de la Harley, el policía dijo:
–También esta prohibido orinar en lugares visibles desde una carretera. ¿Eso tampoco lo sabía?
–No, lo lamento –respondió Johnny. Sintió en el pecho el desbordante impulso de echarse a reír pero se contuvo.
–Pues así es. –Levanto por fin la vista y miró a Johnny–. Bueno, por esta vez lo dejaremos en una advertencia... –se interrumpió y retrocedió un paso, con los ojos tan abiertos como un niño al empezar a desfilar el circo en medio de un torbellino de payasos y trombones.
Johnny conocía esa mirada, aunque jamás hubiese esperado verla allí, en el desierto de Nevada, y menos aún en el rostro de un enorme policía de rasgos escandinavos con el aspecto de un hombre cuyos gustos literarios oscilasen entre el Playboy y las revistas de armas.
Un admirador, pensó. Aquí, en este rincón perdido entre Ely y Austin, acabo de encontrarme a un condenado admirador.
Se lo contaría a Steve Ames apenas se reuniesen esa noche en Austin. O quizá lo llamase por el teléfono móvil esa misma tarde, en el supuesto, claro, de que allí los teléfonos móviles tuviesen cobertura, cosa poco probable. El suyo tenía la batería cargada –lo había dejado en el recargador toda la noche–, pero en realidad no había hablado con Steve por el maldito aparato desde que salieron de Salt Lake City.
De hecho no le entusiasmaban los teléfonos móviles. No creía que causasen cáncer, eso probablemente eran bulos de la prensa sensacionalista para asustar a la gente, pero...
– ¡Que veo! –murmuro el policía. Se llevó a la mejilla la mano derecha, la que asomaba en el extremo de la manga ensangrentada, y por un momento pareció un humorista parodiando a un linier de fútbol–. ¡Que veo!
– ¿Que ocurre, agente? –pregunto Johnny. No pudo reprimir una sonrisa. Una cosa no había cambiado con los años: le encantaba ser reconocido, le producía verdadero placer.
– ¡Es usted... John–Edward–Marinville! –exclamo, juntando las palabras igual que si formasen un único nombre, como Pelé o Cantinflas. Una sonrisa apareció en sus labios, y Johnny pensó: ¡Oh, señor policía, que dientes tan grandes tiene!–. Lo es, ¿verdad? ¡El autor de Placer! ¡Y de La canción del martillo, como no! ¡Estoy delante del autor de La canción del martillo! –Y a continuación hizo algo que Johnny encontró realmente entrañable: alargo el brazo y le toco la manga de la cazadora como para comprobar que el era de carne y hueso–. ¡No puedo creerlo!
–Pues si, soy Johnny Marinville –dijo con la modestia que reservaba para aquellas ocasiones (y solo para aquellas ocasiones) –. Pero admito que nunca me había reconocido nadie que acabase de verme orinar a un lado de la carretera.
–Ah, olvídese de eso –repuso el policía, y le estrecho la mano.
Un segundo antes de que los dedos del policía se cerrasen en torno a los suyos Johnny advirtió también en su mano restos de sangre medio seca; las líneas de la vida y del amor se dibujaban nítidamente en aquella palma teñida de un color granate semejante al de un hígado.
Johnny procuro mantener la sonrisa, y tuvo la impresión de que lo conseguía pese a que las comisuras de sus labios de pronto parecían pesar más. Me esta manchando a mi también, pensó, y no encontrare donde lavarme las manos antes de llegar a Austin.
–Es usted uno de mis escritores preferidos –afirmo–. Lo digo en serio. ¡Dios, La canción del martillo...! Ya se que no gusto a los críticos, pero ¿que sabrán ellos?
–Poca cosa – convino Johnny.
Deseo que el policía le soltase de una vez, pero por lo visto era de esas personas que recurren al apretón de manos no solo como saludo sino también como manifestación de énfasis. Johnny percibía la fuerza latente en la mano del policía; si apretaba un poco más, su escritor preferido tendría que teclear su nuevo libro con la mano izquierda al menos durante un par de meses.
–Poca cosa, y que lo diga. La canción del martillo es el mejor libro sobre la guerra de Vietnam que he leído. Le da cien vueltas a Tim O'Brien, Robert Stone...
–Bueno, gracias, muchas gracias.
El policía le soltó por fin la mano, y Johnny la retiro. Habría deseado mirársela y comprobar si le había quedado muy manchada de sangre, pero no era el momento. El policía se guardo el bloc en el bolsillo trasero del pantalón y miró a Johnny con una intensidad inquietante, como temiendo que fuera a esfumarse igual que un espejismo si parpadeaba una sola vez.
– ¿Y que hace por aquí, señor Marinville? Creía que vivía en el Este.
–Si, así es, pero...
–Y este no es el medio de transporte adecuado para un... un... si, para un recurso nacional, ¿por que no decirlo? ¿Sabe cual es la proporción de accidentes por número de motoristas? ¿Calculada a partir del número de horas en carretera? Yo lo se porque soy un lobo y todos los meses recibo una circular del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Pues es de un accidente diario por cada cuatrocientos sesenta motoristas. Así a secas no parece una cifra alarmante, ¿verdad? Pero la cosa cambia si la comparamos con la proporción de accidentes por número de conductores de automóvil, que es de uno diario por cada veintisiete mil. Hay una diferencia notable. Es como para pararse a pensar, ¿no?
–Si–respondió Johnny, pensando: ¿Ha dicho que es un lobo? ¿He oído bien?–. Esas estadísticas son francamente... francamente...
–Francamente ¿que?, se dijo Johnny. Vamos, Marinville, despierta. Si puedes pasar una hora con una bruja hostil de la revista Ms. y no tomarte después una copa, seguramente podrás lidiar con este fulano.
Al fin y al cabo, solo pretende demostrar interés por tu integridad física. Por fin añadió:
–Son francamente impresionantes.
–Así pues, ¿que hace por aquí? ¿Y en un medio de transporte tan inseguro?
–Estoy reuniendo material. –A Johnny se le fue la vista por un instante a la manga ensangrentada del policía, y tuvo que obligarse a fijar la mirada en su rostro quemado por el sol. Dudaba que alguna vez hubiese tenido problemas para reducir a sus detenidos; parecía capaz de comer clavos y escupir hojas de afeitar ensartadas en un cordel, pero desde luego no poseía la piel más indicada para aquel clima.
– ¿Para una nueva novela? quiso saber el policía, visiblemente entusiasmado.
Johnny busco en su pecho una placa de identificación, pero no la había.
–No para una novela, pero si para un nuevo libro –aclaro Johnny–. ¿Me permite que le haga una pregunta, agente?
–Claro, como no, pero debería ser yo quién hiciese las preguntas; se me ocurren centenares de cosas que preguntarle. Nunca habría imaginado que aquí, en este rincón perdido, me encontraría... ¡No puedo creerlo!
Johnny sonrió. Hacia un calor de mil demonios y quería volver a ponerse en marcha antes de que Steve lo alcanzase. No resistía ver su enorme camión amarillo cada vez que miraba por el retrovisor; por alguna razón rompía el encanto del viaje. Pero era difícil no rendirse al ingenuo entusiasmo de aquel hombre, sobre todo considerando que estaba motivado por un tema que a el mismo le inspiraba respeto y admiración.
–Vera, como resulta obvio que conoce mi obra, me gustaría saber que le parecería un libro de crónicas acerca de la vida en la América contemporánea.
– ¿Escrito por usted?
–Si, por mí. Sería una especie de libro de viajes y se titularía... –Johnny respiro hondo– Viajes en Harley.
Esperaba que el policía lo mirase con expresión de perplejidad, o que soltase una carcajada como cuando uno oye el desenlace de un chiste. Sin embargo no hizo ni lo uno ni lo otro. Se limito a contemplar las luces posteriores de la moto con una mano en el mentón (era el mentón de un héroe de comic, anguloso y hendido en el centro), la frente arrugada y rostro pensativo. Johnny aprovecho la ocasión para echarse un furtivo vistazo a la mano. La tenía manchada de sangre, naturalmente, muy manchada. Sobre todo en el dorso y las uñas. No pudo reprimir una sensación de repugnancia.
Por fin el policía levanto la vista y le sorprendió diciendo exactamente lo que el venía pensando durante los últimos dos días de monótono viaje por el desierto.
–Podría tener buena acogida, pero en la portada deberían poner una foto de usted montado en su máquina. Una foto seria, para que la gente no creyese que estaba parodiando a John Steinbeck... o incluso parodiándose a si mismo.
– ¡Exacto! –exclamó Johnny, logrando a duras penas contener el impulso de darle una palmada en la ancha espalda–. He ahí el gran peligro, que la gente pensase que era una especie de... de broma de mal gusto. La portada debería transmitir una idea de seriedad, quizá incluso cierta austeridad... ¿Y poner solo la moto? ¿Una fotografía de la moto, quizá en tonos sepia? Plantada en medio de una carretera rural... o incluso aquí en el desierto, en la línea divisoria de la interestatal 50 con la sombra proyectándose a un lado. –No se le escapaba lo absurdo de aquella conversación en medio del desierto con un descomunal policía que minutos antes se disponía a amonestarlo por mear entre los rastrojos, pero eso no disminuía su entusiasmo.
Y de nuevo el policía dijo exactamente lo que Johnny deseaba oír.
– ¡No, por Dios, no! Tiene que aparecer usted.
–Yo también lo creo, en realidad –admitió Johnny–. Montado en la moto... quizá con el soporte bajado y los pies en los estribos... con naturalidad, ¿entiende?... con naturalidad pero...
–Pero con autenticidad –apunto el policía. Miro a Johnny por un momento, y luego sus inquietantes ojos grises volvieron a posarse en a moto–. Con naturalidad pero también con autenticidad. Y nada de sonrisas. No se le ocurra sonreír, señor Marinville.
–Nada de sonrisas –coincidió Johnny, pensando: Este tipo es un genio.
–Y con un aire un poco distante –añadió el policía–. Con la mirada perdida a lo lejos. Como si estuviese pensando en los kilómetros que ha recorrido...
–Si, y en los kilómetros que aún quedan por recorrer. –Johnny contemplo el horizonte, ensayando ya esa mirada (el viejo guerrero con la vista fija en poniente), y de nuevo vio el vehículo estacionado unto a la carretera a un par de kilómetros. De lejos veía aún relativamente bien, y ahora que el sol se había desplazado y su resplandor ya no lo deslumbraba, advirtió que era una caravana. A continuación, puntualizó–: Kilómetros literales y metafóricos.
–Si, literales y metafóricos –repitió el sorprendente policía–. Viajes en Harley. Me gusta. Tiene garra. Aunque, claro esta, yo leería cualquier cosa que usted escribiese, señor Marinville: novelas, crónicas, poemas... ¡Demonios, hasta la lista de la compra, leería!
–Gracias –dijo Johnny, conmovido–. Se lo agradezco. No se imagina cuanto. Este último año no ha sido fácil para mí. Demasiadas dudas. He llegado a replantearme mi propia identidad, mis objetivos.
–Se lo que es eso. Quizá le extrañe, viniendo de un hombre como yo, pero lo entiendo perfectamente. En fin, si supiera el día que llevo... Por cierto, señor Marinville, ¿podría darme su autógrafo?
–Claro, encantado –respondió Johnny, y saco un bloc del bolsillo trasero del pantalón. Lo abrió y fue pasando las hojas: anotaciones, direcciones, números de carreteras, planos esbozados a lápiz (estos últimos obra de Steve Ames, que enseguida había advertido que si bien su famoso cliente era aún capaz de montar en moto con relativa seguridad, se desorientaba fácilmente incluso en pueblos pequeños). Por fin encontró una página en blanco.
–¿Como se llama, age..?
Lo interrumpió un prolongado y trémulo aullido que le helo la sangre, y no solo porque provenía sin duda de un animal salvaje sino, sobre todo, porque había sonado muy cerca. Se le cayó el bloc de la mano y se volvió con tal brusquedad que se tambaleó. Al otro lado de la carretera, junto al arcén, a menos de cincuenta metros había un cánido de patas flacas, costillar descarnado y aspecto famélico. Llevaba fragmentos de bardana enredados en el pelaje gris y tenía una llaga roja y repugnante en una pata delantera, pero estos detalles pasaron inadvertidos a Johnny, que observaba fascinado el hocico del animal, en apariencia sonriente, y sus ojos amarillos de mirada estúpida y a la vez astuta.
– ¡Dios mío! –susurró–. ¿Que es eso? ¿Es un...?
–Coyote –apunto el policía, pronunciándolo «ki–yote»–. Por estos lugares algunos los llaman lobos del desierto.
Eso es lo que ha dicho antes, pensó Johnny. Que había visto un coyote, un lobo del desierto. Simplemente he oído mal. Esta idea lo tranquilizó, aunque una parte de su mente se negaba a aceptarla.
El policía avanzó un paso hacia el coyote y luego otro. Permaneció inmóvil por un instante y después dio un tercer paso. El coyote no se movió pero empezó a estremecerse. Bajo su demacrado flanco brotó un minúsculo chorro de orina, y una ráfaga de aire lo disperso en gotas.
Cuando el policía dio un cuarto paso, el coyote alzó el raído hocico y aulló de nuevo, un ululato largo y lastimero que puso carne de gallina a Johnny.
– ¡Eh, no lo excite! –rogó–. Es tan espeluznante.
El policía no le presto atención. Estaba absorto en el coyote, que ahora lo miraba fijamente con sus ojos amarillos.
–Tak –dijo el policía–. Tak ah lah.
El coyote no apartó de el la mirada, como si comprendiese aquella jerga que sonaba a indio, y Johnny volvió a notarse carne de gallina.
El viento soplo de nuevo, arrastrando el bloc hasta la cuneta, donde se detuvo al chocar contra una roca que sobresalía de la arena. Johnny no se dio cuenta. Nada más lejos de su pensamiento en ese instante que el bloc y el autógrafo que se disponía a darle al policía.
Esto lo incluyo en el libro, se dijo. Todo lo demás que he visto está todavía en duda, pero esto lo incluyo. Es sólido como una roca. Sólido como una condenada roca.
–Tak –repitió el policía, y dio una seca palmada.
El coyote se volvió y salió corriendo a una velocidad que Johnny no habría imaginado en un animal con aquellas patas esqueléticas. El gigante del uniforme caqui lo observo hasta que su pelaje gris se fundió a lo lejos con la tierra gris del desierto. Se perdió de vista en solo unos instantes.
– ¡Dios, que feos son! – comentó el policía–. Y últimamente se han multiplicado como garrapatas en una manta. Por la mañana o a mediodía, cuando aprieta el calor, no se dejan ver, pero a partir de medía tarde, hacia el anochecer... –Sacudió la cabeza como diciendo: «Ahí los tienes».
– ¿Que le ha dicho? –preguntó Johnny–. ¿Era indio? ¿Algún dialecto indio?
El policía se echo a reír.
–Yo no hablo ningún dialecto indio –respondió–. Demonios, si ni siquiera conozco a ningún indio. Eran palabras sin sentido, como las que uno usa cuando habla con un niño: bu–bu, ajo–ajo.
– ¡Pero el coyote le escuchaba!
–No, me miraba – corrigió el policía, y lo observó con una expresión ceñuda y un tanto amenazadora, como si lo desafiase a contradecirlo–. Me he apoderado de su mirada, eso es todo. De sus ojos, de sus pupilas. Supongo que todas esas historias sobre la comunicación entre el animal y el domador se refieren a los pájaros, pero cuando se trata de animales furtivos como el lobo del desierto... bueno, si uno se apodera de su mirada, da igual lo que diga. De todos modos, por lo general no son peligrosos a menos que tengan la rabia. Aunque, eso si, no conviene que huelan el miedo. O la sangre.
Johnny echo otro vistazo a la manga derecha del policía y se pregunto si era aquella sangre lo que había atraído al coyote.
–Y no conviene en ningún caso enfrentarse con ellos cuando van en manada. Sobre todo si es una manada con un jefe fuerte. Entonces se vuelven temerarios. Son capaces de perseguir a un venado hasta que se le revienta el corazón. A veces solo por divertirse. –Hizo una pausa–. A un venado, o a un hombre.
– ¿En serio? Es... –Johnny titubeo. No podía decir «espeluznante» porque esa palabra ya la había usado–. Es fascinante.
–Si, ¿verdad? –sonrió–. Sabiduría del desierto. Los Evangelios de esta tierra inhóspita. La resonancia de lugares solitarios.
Johnny lo miró con expresión de asombro. De pronto su amigo el policía hablaba como Paul Bowles en sus horas bajas.
Simplemente esta intentando impresionarte, se dijo. No es más que palabrería de cóctel sin cóctel. Lo has visto y oído ya mil veces.
Quizá. Pero habría preferido no encontrárselo en aquel contexto.
Se oyó otro aullido distante, y la vibración inundó el aire. No era el coyote que había huido momentos antes, Johnny estaba seguro. Esta vez el aullido provenía de mucho más lejos, quizá en respuesta al anterior.
–Bueno, es hora de ponerse en marcha –anuncio el policía–. ¡Tenga cuidado con eso, señor Marinville!
– ¿Como? –pregunto Johnny. Por un momento tuvo la extraña impresión de que se refería, a sus pensamientos, como si además de hablar en un pretencioso estilo elíptico, tuviese poderes telepáticos, pero enseguida advirtió que se había vuelto de nuevo hacia la moto y señalaba la alforja del lado izquierdo. Johnny vio que la manga de su impermeable nuevo (de color naranja para mayor visibilidad en condiciones meteorológicas adversas) asomaba por la abertura como una lengua.
¿Como es posible que no la haya visto al bajarme para orinar?, se pregunto. ¿Como ha podido pasarme inadvertida? Pero había algo más. Al detenerse en la estación de servicio de Pretty Nice, después de llenar los depósitos de la Harley, había desabrochado las correas de esa alforja para sacar el mapa de Nevada. Había comprobado la distancia de allí hasta Austin, había vuelto a plegar el mapa y lo había guardado. Luego había abrochado de nuevo las correas de la alforja.
Lo recordaba con toda claridad, pero obviamente ahora estaban desabrochadas.
Había sido un hombre intuitivo toda su vida; la mejor parte de su obra literaria había surgido de la intuición, y no de la planificación.
Las drogas y el alcohol habían adormecido esas intuiciones pero no habían conseguido eliminarlas, y en ese último periodo de abstinencia las había recuperado, no por completo pero si al menos parcialmente.
Y en ese momento, mientas contemplaba la manga del impermeable que colgaba de la alforja abierta, una alarma se disparo en su cerebro.
La ha abierto el policía.
Parecía absurdo, pero su intuición le decía que había sido el. Había desabrochado las correas de la alforja y había dejado colgando la manga del impermeable naranja mientras Johnny orinaba de espaldas a la carretera. Y durante la mayor parte de la conversación el policía se había colocado de manera que Johnny no la viese. En su mirada no se apreciaba ya tanto entusiasmo como minutos antes por haberse encontrado casualmente con su autor preferido. Quizá no había en ella ni rastro de entusiasmo. Y todo aquello ocultaba una intención.
¿Que intención? ¿Le importaría decirme que se propone? ¿Cual es su intención?
Johnny no lo sabía, pero la situación no le gustaba. Tampoco le gustaba ya tanto aquella extraña exhibición con el coyote.
– ¿Y bien? –pregunto el policía. Sonreía, y también eso inquieto a Johnny. Su sonrisa no era ya la de un ingenuo admirador, si es que en algún momento lo había sido; revelaba cierta frialdad, quizá desdén.
–Y bien ¿que? –repuso Johnny.
– ¿Va a arreglar eso o no? Tak!
A Johnny le dio un vuelco el corazón.
– ¿Tak? ¿Que significa eso?
–Yo no he dicho tak; lo ha dicho usted– contesto el policía, cruzando los brazos ante el pecho y sonriendo.
Quiero largarme de aquí, pensó Johnny.
Sí, ésa era la cuestión principal en aquel momento, y si para conseguirlo tenía que obedecer ordenes, las obedecería. Aquel breve descanso en el viaje, que en un primer momento había resultado extraño de una manera agradable, era de pronto extraño pero en absoluto agradable, como si un negro nubarrón hubiese tapado el sol y un precioso día se hubiese tornado de pronto gris y amenazador.
¿Y si se propone hacerme daño? Obviamente lleva cuatro o cinco cervezas en el cuerpo. Y si es así, ¿que?, se preguntó. ¿Que vas a hacer al respecto? ¿Quejarte a los «ki–yotes» locales?
Su exaltada imaginación le ofreció una imagen perturbadora: el policía cavando una fosa en el desierto mientras a la sombra del coche patrulla yacía el cadáver de un hombre que en otro tiempo había obtenido el Premio Nacional de Literatura y se había tirado a la actriz más famosa de Estados Unidos. Rechazo la imagen cuando apenas empezaba a formarse, y no tanto por miedo como por una curiosa arrogancia protectora. Al fin y al cabo, los hombres como el no morían asesinados. A veces se suicidaban, pero no morían asesinados, y menos por admiradores psicópatas. Eso eran fantasías de literatura barata.
Estaba el caso de John Lennon, si, pero...
Se acercó a la alforja, y al pasar junto al policía percibió su olor. Por un momento asalto a Johnny el recuerdo vivo pero impreciso de su padre, un juerguista despótico y permanentemente borracho que despedía siempre aquel mismo olor: en primer plano Old Spice, por debajo de la loción para el afeitado sudor, y bajo todo lo demás pura y simple mezquindad, como el inmundo suelo de tierra de una vieja bodega.
Estaban desabrochadas las dos correas de la alforja. Johnny levanto la cubierta de flecos, percibiendo aún el olor a sudor y Old Spice. El policía se hallaba justo detrás de el y miraba por encima de su hombro. Johnny fue a coger la manga del impermeable, pero se detuvo al ver lo que había sobre el montón de mapas. Apenas se sorprendió.
Miro al policía, que a su vez observaba el interior de la alforja.
– ¡Oh, Johnny! dijo con fingido pesar–. Es lamentable. Tan lamentable.
Alargo el brazo y copio la bolsa depositada sobre los mapas.
Johnny no necesitaba olfatear el contenido –de medio kilo– para saber que no era precisamente manzanilla. Pegado en la parte delantera de la bolsa, como una broma de mal gusto, había un adhesivo amarillo y redondo que representaba una cara sonriente.
–Eso no es mío –se defendió Johnny Marinville con voz cansada y vacilante, como la de un mensaje grabado en un antiguo contestador automático–. Eso no es mío, y usted lo sabe, ¿verdad? Lo sabe, porque lo ha puesto usted.
–Ya, claro, la culpa siempre es de los policías –se burló el gigante del uniforme caqui–, como en esos libros izquierdosos que escribes, ¿no? Amigo, he olido la droga en cuanto te has acercado. ¡Apestas a hierba! Tak!
–Mire... –repuso Johnny.
– ¡Entra en el coche, rojillo! –ordenó con voz colérica y un asomo de risa en los ojos grises.
Es una broma, pensó Johnny. Una broma pesada y absurda.
En ese momento llegaron del suroeste nuevos aullidos, esta vez simultáneos, y cuando el policía desvió la mirada en esa dirección y sonrió, Johnny sintió que un grito ascendía por su garganta y tuvo que apretar los labios para reprimirlo. Nada en el rostro del policía indicaba que aquello fuese una broma cuando dirigió la mirada hacia aquel sonido; era la mirada de un demente. ¡Y un demente de una estatura formidable!
– ¡Son mis hijos del desierto! –anunció–. ¡Los can toi! ¡Qué música tan hermosa producen!
Soltó una carcajada, miró la bolsa de droga que sostenía en su mano enorme, movió la cabeza en un gesto de reprobación, y vol¬vió a reír de manera aún más estentórea. Johnny lo observó, y de pronto su convicción de que los hombres como él nunca morían asesinados se desvaneció. ..
–Viajes en Harley –dijo el policía–. ¡Qué título tan estúpido para un libro! ¡La idea misma es estúpida! ¿Y cómo te atreves a saquear el legado literario de John Steinbeck, un autor al que no le llegas ni a la suela del zapato? Me saca de quicio.
Antes de que Johnny se diera cuenta de qué ocurría, una llama¬rada blanca de dolor estalló en su cabeza. Fue consciente de que retrocedía a trompicones llevándose las manos a la cara y de que la sangre caliente manaba entre sus dedos. Pensó: Estoy bien, no voy a caerme, estoy bien. Y al cabo de un instante se vio tendido de costado en el asfalto y se oyó gritar. Notó bajo los dedos que la nariz no parecía ya recta; daba la impresión de que estuviese aplas¬tada contra la mejilla izquierda. Tenía el tabique nasal desviado a causa de la gran cantidad de coca que había esnifado en los años ochenta, y recordó que su médico le había aconsejado que se operase, porque si no, el día menos pensado se tropezaría con un poste o una puerta giratoria y se le reventaría la nariz. Finalmente no había sido una puerta ni un poste, y no se le había reventado exactamente, pero sin duda había sufrido un cambio rápido y radical. Todo esto se desplegó en su mente con aparente coherencia, pese a que su boca no dejaba de gritar.
–En realidad me pone furioso –dijo el policía, y le asesto un puntapié en el muslo izquierdo.
El dolor penetró en su pierna como un ácido y los músculos del muslo adquirieron una súbita rigidez. Johnny rodó por la carretera, aferrándose ahora la pierna, y se araño la mejilla contra el asfalto de la interestatal 50. Grito, jadeo, trago arena y tosió violentamente cuando intento gritar de nuevo.
–La verdad es que me revuelve el estomago –añadió el policía, y le dio una patada en el trasero, casi en la rabadilla.
El dolor era ya insufrible; Johnny pensó que iba a desmayarse.
Pero siguió consciente, retorciéndose sobre la línea discontinua de la carretera, gritando, sangrando por la nariz y escupiendo arena mientras a lo lejos los coyotes aullaban a las sombras cada vez más densas que se extendían a los pies de las distantes montañas.
–Levántate –ordeno el policía–. De pie.
–No puedo –dijo Johnny entre sollozos con los brazos cruzados sobre el vientre y las piernas encogidas contra el pecho, una postura defensiva que recordaba vagamente de la convención del Partido Demócrata de 1968 en Chicago e, incluso antes, de una conferencia a la que había asistido en Filadelfia, previa a las Marchas por la Libertad a lo largo del Misisipi. Tenía intención de participar en una de esas marchas (no solo era una causa noble sino que además reunía todos los ingredientes de la gran literatura), pero al final algo se cruzo en su camino, probablemente su polla ante la visión de una falda levantada.
–De pie, pedazo de mierda. Ahora estas en mi casa, la casa del lobo y el escorpión, y más te vale que no lo olvides.
–No puedo, me ha roto la pierna. ¡Dios, que dolor!
–No tienes la pierna rota –dijo el policía– y todavía no sabes lo que es dolor. Arriba.
–No puedo. De verdad...
La detonación fue ensordecedora; la bala reboto en el asfalto con un monstruoso zumbido, y Johnny se puso de pie antes incluso de convencerse plenamente de que seguía vivo. Se balanceo como un borracho, con un pie a cada lado de la línea divisoria de la carretera. Tenía la mitad inferior de la cara cubierta de sangre, y llevaba arena adherida a los labios, las mejillas y el mentón.
– ¡Eh, gran hombre, te has meado encima! –advirtió el policía.
Johnny bajo la vista y vio que era cierto. Por más que brinquemos y dancemos... pensó. El muslo izquierdo le palpitaba como un diente cariado. Tenía las nalgas acalambradas; parecían pedazos de carne congelada. Supuso que, a pesar de todo, debía considerarse afortunado. Si le hubiese golpeado un poco más arriba la segunda vez, en esos momentos estaría paralizado.
–Eres un escritor patético, y un hombre patético –dijo el policía.
Empuñaba un revolver enorme. Contemplo la bolsa de hierba que sostenía aún en la otra mano e hizo un gesto de aversión.
–Lo se no solo por lo que dices sino también por como se mueve tu boca cuando lo dices. De hecho si mirase demasiado rato esa boca soez y viciosa, te mataría aquí mismo. No sería capaz de controlarme.
Los coyotes aullaban en la lejanía, como si sus ululatos perteneciesen a la banda sonora de una vieja película de John Wayne.
– ¿No ha hecho ya bastante? –pregunto Johnny con voz apagada.
–Todavía no –respondió el policía, y sonrió–. Lo de la nariz es solo el principio. En realidad mejora tu aspecto. No mucho, pero un poco si. –Abrió la puerta trasera del coche patrulla. Entretanto Johnny se pregunto cuanto había durado aquella comedía. No tenía la menor idea, pero en todo ese tiempo no había pasado por la carretera un solo automóvil o camión. Ni uno solo–. Entra, gran hombre.
– ¿Adonde me lleva?
– ¿Adonde crees tu que voy a llevar a un gilipollas indecente, a un fumeta izquierdoso como tú? Al calabozo. Y ahora entra en el coche.
Al entrar, Johnny se palpo el bolsillo superior derecho de la cazadora.
Allí estaba el teléfono móvil.
5
Las nalgas le dolían tanto que no pudo sentarse sobre ellas, de modo que se coloco de medio lado, apoyando el peso en el muslo izquierdo.
La nariz le palpitaba, y se la cubrió con una mano ahuecada. Daba la impresión de que fuese un organismo vivo y maligno, un organismo que hincaba profundamente en la carne sus emponzoñados aguijones; pero de momento Johnny podía soportarlo. Por favor, que el móvil tenga cobertura, imploro al Dios del que se había reído durante la mayor parte de su vida profesional, y en concreto recientemente en un relato titulado «El mal tiempo que el cielo nos trae», que había publicado la revista Harper's y en general había recibido elogiosos comentarios.
Por favor, Dios mío, que el condenado teléfono tenga cobertura, y que Steve este atento. A continuación, dándose cuenta de que había olvidado un requisito previo de vital importancia, añadió una tercera suplica:
Por favor, concédeme una oportunidad de usar el teléfono, por favor.
Como en respuesta a su último ruego, el colosal policía paso junto a la puerta del conductor sin mirarla siquiera y se dirigió hacia la moto de Johnny. Se puso el casco y se montó; su estatura era tal que apenas tuvo que levantar la pierna. Al cabo de un instante el motor de la Harley cobro vida. Con el a horcajadas sobre el asiento, la Harley parecía diminuta. Sin abrocharse la correa del casco, hizo girar el puño del gas cuatro o cinco veces, revolucionando el motor como si le gustase el sonido. Después enderezo la moto, echo atrás el soporte de una patada y puso la primera con la punta del pie. Avanzando al principio con precaución –recordándole a Johnny a si mismo cuando saco la moto del garaje y se deslizo entre el tráfico por primera vez en tres años– el policía descendió por el terraplén de la cuneta. Utilizo el freno de mano y se ayudo con los pies, atento a las irregularidades y los obstáculos del terreno. Una vez en llano, acelero y cambio rápidamente las marchas, serpenteando entra matas de salvia.
Ojala se te hunda la rueda en la madriguera de una ardilla de tierra, sádico de mierda, pensó Johnny, sorbiendo con cuidado por la nariz taponada y palpitante. Ojala tropieces con algo duro y te estalle la moto.
–No pierdas tiempo con el –murmuro, y con el pulgar desabrocho el corchete del bolsillo superior derecho de la cazadora.
Extrajo el teléfono móvil Motorola (los móviles habían sido idea de Bill Harris, quizá la única buena idea que se le había ocu¬rrido a su agente en los últimos cuatro años) y lo desplegó. Miró la pequeña pantalla, contuvo la respiración y rogó por que apare¬ciesen una S y dos barras. Vamos, por favor, pensó, con el sudor cayéndole por las mejillas y la nariz sangrando todavía. Una S y dos barras, o si no, ya puedo usar este trasto como supositorio.
El teléfono emitió un zumbido. En la parte izquierda de la pantalla apareció una S, que significaba «En servicio», y una barra. Una sola barra.
–No, por favor –gimió–. Por favor, no me hagas esto. ¡Sólo una más, por favor, una más!
Sacudió el teléfono en un gesto de frustración... y vio que se había olvidado de extraer la antena. La extendió, y apareció una segunda barra sobre la primera. Parpadeó, se desvaneció y reapa-reció; seguía parpadeando pero estaba allí.
– ¡Bien! –susurró Johnny–. ¡Bien!
Levantó la cabeza y miró por la ventanilla a través de una maraña de pelo gris ensangrentado; sus ojos, con los párpados sudorosos, parecían los de un animal acorralado en su madriguera. El policía había detenido la Harley a unos trescientos metros. Desmontó y la dejó caer al suelo. El motor se paró. Incluso en aquellas circunstancias Johnny sintió una punzada de indignación. La Harley lo había llevado a través de todo el país sin que su delicado motor fallase una sola vez, y le dolió verla tratada con tan negligente desdén.
–Chiflado hijo de puta –masculló.
Sorbió sangre medio coagulada por la nariz y lanzó un escu¬pitajo viscoso al suelo cubierto de papeles del coche patrulla. Luego volvió a concentrar la atención en el teléfono. En la hilera de botones de la parte inferior había uno, el segundo por la de¬recha, en el que se leía NOMBRE/MENÚ. Steve le había programado esa función antes de iniciar el viaje. Johnny pulsó el botón y en la pantalla apareció el nombre de su agente: BILL. Volvió a apretarlo y salió TERRY. Lo pulsó una tercera vez y en la pantalla leyó JACK, Jack Appleton, editor de FS&G. ¡Dios santo, por qué tuvo que grabar todos estos nombres antes que el suyo! Steve era su tabla de salvación.
A trescientos metros de allí, en medio del desierto, el policía demente se había quitado el casco y echaba arena con los pies sobre la Harley de Johnny. A aquella distancia parecía un niño en plena pataleta. Estupendo. Si pretendía cubrir de arena toda la moto, Johnny tendría tiempo de sobra de hacer la llamada, en el supuesto, claro, de que el teléfono colaborase. La luz de prellamada estaba encendida, y eso era buena señal, pero la segunda barra de transmisión seguía parpadeando.
–Vamos, vamos –dijo Johnny, mirando el teléfono que sostenía entre sus manos temblorosas y ensangrentadas–. Por favor, encanto, por favor.
Pulso de nuevo el botón NOMBRE/MENÚ y apareció STEVE.
Apoyo el pulgar en el botón de envio de llamada y lo apretó. A continuación se acercó el teléfono a la oreja, inclinándose más aún hacia la derecha y mirando por la mitad inferior de la ventanilla. El policía echaba arena en el bloque del motor.
El teléfono empezó a sonar, pero Johnny sabía que la llamada no había llegado aún a su destino. Simplemente había accedido a la red de rastreo. Se hallaba aún a un paso de Steve Ames. Un largo paso.
–Vamos, vamos, vamos...
Una gota de sudor le entro en el ojo, y se la enjugo con un nudillo.
–Bienvenido a la red de rastreo de llamadas de la zona oeste –dijo una voz de autómata–. Su llamada esta en camino. Gracias por su paciencia y buenos días.
– ¡Déjate de tonterías y date prisa, joder! –rezongo Johnny.
La línea quedó en silencio. En el desierto, el policía se aparto un par de metros de la moto, como para calibrar si podía dar ya por concluida su operación de camuflaje. En el asiento trasero del coche patrulla, sucio y lleno de papeles, Johnny Marinville rompió a llorar. No pudo contenerse. En cierto modo era tan humillante como mojarse de nuevo el pantalón.
–No –susurro–. Todavía no. Aun no has acabado. Con este viento, mejor será que la tapes un poco más; por favor, tápala un poco más.
El policía seguía contemplando la moto; su sombra parecía prolongarse casi un kilómetro por el desierto. Johnny lo observaba atentamente por la ventanilla con mechones de pelo apelmazado ante los ojos y el teléfono apretado contra la oreja derecha. Lanzó un trémulo suspiro de alivio al ver que el policía se aproximaba de nuevo a la moto y empezaba a echar arena sobre el manillar.
El teléfono comenzó a sonar, esta vez de un modo irregular y lejano. Si la señal llegaba –y la calidad del sonido, pobre pero suficiente, así lo indicaba– otro teléfono Motorola, este instalado en el salpicadero de un camión Ryder que en ese momento debía de hallarse a una distancia de entre cien y cuatrocientos kilómetros al este de la actual posición de Johnny Marinville, estaría sonando.
En el desierto el policía seguía enterrando el manillar de la moto.
El timbre sonó dos veces, tres, cuatro...
Si sonaba una vez más, dos a lo sumo, otra voz de autómata surgiría en la línea (en la telefonía móvil, había descubierto Johnny, resonaban continuamente voces de autómata) y anunciaría que el abonado cuyo número acababa de marcar se encontraba fuera de cobertura o había abandonado su vehículo. Johnny, todavía llorando, cerró los ojos. En la oscuridad pulsátil y tenida de rojo que hallo tras sus párpados, imagino el camión Ryder aparcado en una estación de servicio al oeste de la línea divisoria entre Utah y Nevada. Steve estaba en la tienda comprando una caja de aquellos condenados puros que fumaba y tonteando con la dependienta mientras fuera, en la cabina vacía del camión, sonaba el teléfono móvil, la otra mitad del sistema de comunicación en que el agente de Johnny había insistido.
El timbre sonó por quinta vez.
Por fin, lejana y velada a causa de la interferencia estática pero en todo caso alentadora como la voz de un ángel bajado del cielo, se oyó en la línea el habla característicamente tejana de Steve, parsimoniosa y monótona.
–Sí... tú... jefe?
En dirección este pasó un semirremolque a gran velocidad, y el coche patrulla se balanceo. Johnny apenas se dio cuenta, y no intento siquiera hacer señales al conductor. Probablemente no lo habría intentado aún si en ese momento no hubiese tenido toda su atención puesta en el teléfono y la tenue voz de Steve. El camión circulaba al menos a ciento diez kilómetros por hora. ¿Que demonios podía ver el conductor en dos décimas de segundo, considerando además que las ventanillas del coche patrulla estaban cubiertas de polvo?
Pasando por alto el dolor, tomo aire con fuerza por la nariz para limpiarse de sangre las fosas nasales y la garganta con la intención de que su voz sonase lo más clara posible.
– ¡Steve! ¡Steve! Estoy metido en un lío. En un lió serio.
Por un momento la línea crepito sonoramente, y Johnny creyó que se había cortado la comunicación, pero cuando la interferencia estática disminuyo, oyó decir a Steve:
–... ocurre, jefe? ¡Repítelo!
–Steve, soy Johnny. ¿Me oyes?
–... oigo. ¿Que...?
La línea volvió a crepitar, enterrando casi por completo las últimas palabras de Steve, pero Johnny creyó oír «pasa». «Te oigo. ¿Que pasa?»
Dios, por favor, que no sean solo ilusiones mías. Por favor.
El policía se interrumpió de nuevo y retrocedió para echar un vistazo crítico a su obra. A continuación se dio medía vuelta y se encamino hacia la carretera con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos. De pronto Johnny, con una creciente sensación de terror, se dio cuenta de que no sabía que decirle a Steve. Había centrado toda su atención en hacer la llamada, en conseguir ponerse en contacto con el por pura fuerza de voluntad si eso era lo que se requería.
¿Y ahora que?, pensó.
No tenía una idea clara de su paradero; su único punto de referencia...
–Estoy en la interestatal 50 al oeste de Ely –dijo. Los ojos le escocían a causa de las gotas de sudor que le caían de la frente–. No se exactamente a que distancia. Por lo menos a sesenta kilómetros, probablemente más. Un poco más adelante de donde me encuentro veo estacionada una caravana junto a la carretera. Hay un policía... no estatal sino de algún pueblo, pero no se cual... No he podido leer el nombre en la puerta del coche... Ni siquiera se como se llama el policía...
A medida que el policía se acercaba, Johnny hablaba más deprisa; a ese paso acabaría balbuceando.
Cálmate, se dijo; esta todavía a cien metros de aquí. Tienes tiempo de sobra. Por amor de Dios, basta con que hables espontáneamente, con que hagas aquello por lo que te pagan, aquello que has hecho toda tu vida. ¡Comunícate, por lo que más quieras!
Pero nunca lo había hecho para salvar la vida. Para ganar dinero, para darse a conocer en los círculos oportunos, para expresar su indignación, pero nunca para salvar literalmente la vida. Y si el policía alzaba la vista y lo descubría. Johnny estaba agachado, pero la antena del teléfono asomaba por encima de él, claro que asomaba…
–Me ha quitado la moto, Steve. Me ha quitado la moto y se la ha llevado al desierto. La ha cubierto de arena, pero tal como sopla el viento... Está en el desierto, a un par de kilómetros al este de la caravana que he mencionado y al norte de la carretera. Quizá la veas si cuando llegas aún no se ha puesto el sol. –Tragó saliva–. Avisa a la policía... a la policía estatal. Diles que me ha detenido un policía rubio y grande... grande de verdad. En serio, este tipo es un auténtico gigante. ¿Me has entendido?
Por el auricular oyó sólo un vibrante silencio roto de vez en cuando por una ráfaga de interferencia estática.
– ¡Steve! ¿Estás ahí, Steve?
No. No estaba.
En la pantalla del teléfono se veía una sola barra de transmisión, y no había nadie al otro lado de la línea. Se había cortado la comunicación, y Johnny estaba tan absorto en lo que decía que no se había dado cuenta de cuándo había ocurrido, o hasta dónde había oído Steve.
Johnny, ¿estás seguro de que has hablado con él?
Ésa era la voz de Terry resonando en su cabeza, una voz que unas veces adoraba y otras detestaba. En ese momento la detes¬taba. La detestaba más que cualquier otra voz que hubiese oído su vida. Y la detestaba más aún por la compasión que percibía en ella.
¿Estás seguro de que no te lo has imaginado todo? –No, estaba ahí, estaba ahí, el muy hijo de puta estaba ahí –dijo Johnny. Advirtió un tono suplicante en su propia voz, y también eso le pareció detestable–. Estaba, pedazo de bruja. O al menos ha estado por unos segundos.
El policía: se encontraba sólo a cincuenta metros. Johnny bajó la antena con la mano izquierda, plegó el micrófono e intentó guardarse el teléfono en el bolsillo. Tenía la solapa cerrada. El teléfono se le cayó en el regazo y resbaló luego hasta el suelo. Lo buscó a tientas desesperadamente. Al principio no encontró más que papeles arrugados –impresos de la Asociación de Lucha contra la Droga– y envoltorios de hamburguesa con viejas manchas de aceite. Al cabo de un momento sus dedos tropezaron con algo duro y estrecho.
No era lo que buscaba, pero la breve ojeada que le echó antes de tirarlo de nuevo basto para helarle la sangre. Era un pasador de plástico para el pelo, el pasador de una niña.
Olvídate del pasador, se dijo. No tienes tiempo de preguntarte que hacia una niña en este coche. Encuentra el maldito teléfono. El policía ya debe de estar cerca...
Sí. Muy cerca. Pese al viento, que había arreciado tanto que mecía el coche patrulla sobre sus amortiguadores, oía las sonoras pisadas de sus botas.
Johnny encontró un montón de tazas de plástico y, en medio, el teléfono. Lo agarró, se lo guardó en el bolsillo y aseguró la solapa con el gafete. Cuando se irguió, el policía rodeaba ya la parte delantera del coche, y se dobló por la cintura para mirar por el parabrisas. Tenía la cara más quemada que antes; algunos puntos de su piel parecían a punto de ampollarse. De hecho el labio inferior, advirtió Johnny, presentaba ya varias ampollas, como también la sien derecha.
Estupendo, pensó. Eso no me hiere la vista en absoluto.
El policía abrió la puerta del conductor, se inclinó y miró a través de la rejilla que separaba los asientos delanteros de la parte de atrás.
Empezó a olfatear y las aletas de la nariz se le abocinaron. Para Johnny, sus fosas nasales parecían del tamaño de las carrileras de una bolera.
– ¿Has vomitado en mi coche, gran hombre? Porque si has vomitado, en cuanto lleguemos al pueblo tendrás que recogerlo con un cucharón.
–No – contesto Johnny. Noto que le corría sangre garganta abajo y se le empañó de nuevo la voz–. Tenía arcadas pero no he vomitado.
–Experimento una sensación de alivio por lo que el policía acababa de decir: «... en cuanto lleguemos al pueblo...». Eso indicaba que no se proponía sacarlo del coche, volarle los sesos y enterrarlo junto a la moto.
A menos que este intentando calmarme para que baje la guardia y así le resulte más fácil... en fin, lo que sea.
– ¿Estas asustado? –pregunto el policía, aún inclinado y mirando a través de la rejilla–. Dime la verdad, gran hombre, porque si mientes, lo notare. Tak!
–Claro que estoy asustado –repuso Johnny con voz gangosa, como si estuviese resfriado.
–Bien. –Tras sentarse al volante, el policía comento–: Cae un sol de justicia, y yo sin sombrero. Me lo ha hecho trizas una cantante folk con muy mal genio, y nunca ha cantado Leavin on a Jet Plane.
–Una lastima –dijo Johnny, sin entender ni remotamente de que hablaba.
–Es mejor callar que mentir.
El respaldo del asiento delantero se combo por el peso del policía y aprisiono la rodilla izquierda de Johnny.
– ¡Échese hacia delante! –exclamó Johnny–. Me está aplastando la pierna. Échese hacia delante y déjeme apartarla. ¡Dios, me la va a romper!
El hombre no se molesto en contestar, y Johnny notó que la presión aumentaba sobre su pierna comprimida. Se la agarró con las dos manos y tiró hasta liberarla del asiento delantero. Jadeó por el esfuerzo, y un hilo de sangre le bajo por la garganta, provocándole arcadas, esta vez autenticas.
– ¡Hijo de puta! –grito Johnny. El insulto escapó de su garganta en medio de un espasmo de tos sanguinolenta antes de que pudiera reprimirlo.
Sin embargo tampoco esta vez el policía se dio por aludido. Permaneció en el asiento con la cabeza gacha, tamborileando suavemente con los dedos en el volante. Al respirar, un silbido surgía de su garganta, y por un momento Johnny pensó que lo estaba imitando. Pero enseguida descartó la idea.
Ojalá sea asma. Ojalá te ahogues.
–Oiga –dijo, procurando que ese rencor visceral no se reflejase en su voz–. Necesito algo para la nariz. No resisto el dolor. Aunque solo sea una aspirina. ¿Tiene una aspirina?
El policía continúo en silencio, tamborileando en el volante con la cabeza inclinada.
Johnny abrió la boca para hablar, pero finalmente desistió. El dolor era insufrible, sin duda el peor que recordaba, peor aún que el cólico biliar que había padecido en el año 89; así y todo, no deseaba morir.
Y algo en la postura del policía, como si su mente estuviese muy lejos de allí tomando una decisión importante, hacia pensar que quizá la muerte anduviese cerca.
De modo que se quedó callado y esperó.
Transcurrió el tiempo. Las sombras de las montañas se aproximaron y condensaron, pero los aullidos de los coyotes se habían extinguido. El policía permanecía en su asiento con la cabeza gacha y seguía tamborileando con los dedos en el volante. Parecía meditar.
Pasaron dos vehículos por la carretera, otro semirremolque en dirección este y un automóvil hacia el oeste que trazo un amplio arco para rebasar al coche patrulla, pero ni siquiera entonces el policía levanto la vista.
De pronto cogió algo que había en el asiento contiguo medio oculto tras una extraña tira metálica de púas. Era una vieja escopeta de dos cañones. El policía la miró fijamente.
–Es posible que esa mujer no sea en realidad una cantante folk – comento–, pero ha intentado matarme, de eso no hay duda. Con esto.
Johnny continuó callado, esperando. El corazón le latía lentamente pero con fuerza.
–Nunca has escrito una novela verdaderamente espiritual –le reprochó el policía. Hablaba despacio, pronunciando cada palabra con extremo cuidado–. Ese es tu gran fracaso aunque no lo reconozcas, y de hecho la autentica razón de tus desmanes y tu engreimiento. No tienes el menor interés en tu naturaleza espiritual. Te ríes del Dios que te creo, y al hacerlo degradas tu pneuma y ensalzas el barro de que esta formado tu sarx. ¿Comprendes?
Johnny abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Hablar o no hablar, esa era la cuestión.
El policía resolvió el dilema por el. Sin levantar la vista del volante, sin echar siquiera un vistazo al retrovisor, se apoyo los cañones de la escopeta en el hombro derecho y le apuntó con ellos a través de la rejilla metálica. Instintivamente Johnny se deslizó hacia la izquierda, tratando de alejarse de aquellos dos enormes agujeros negros. Sin embargo, pese a que el policía seguía sin levantar la vista, los cañones lo siguieron con la precisión de un servomecanismo controlado por radar.
Quizá tenga un espejo en el regazo, pensó Johnny. No obstante, enseguida concluyó: Pero ¿de que le serviría? Vería sólo el techo del jodido coche. ¿Que demonios pasa aquí?
–Contéstame –exigió el policía con voz enigmática y pensativa.
Mantenía la cabeza inclinada y con la mano libre continuaba tamborileando en el volante. Otra ráfaga de viento azotó el coche, arrojando contra las ventanillas una fina lluvia de arena y polvo alcalino.
–Contéstame ya. No esperare. No tengo por que esperar. Siempre hay otro detrás. Así que contesta: ¿has entendido lo que acabo de decir?
–Si –respondió Johnny con voz vacilante–. Pneuma es la palabra que usaban antiguamente los gnósticos para referirse al espíritu, y sarx es el cuerpo. Ha dicho, y corríjame si me equivoco –pero no con la escopeta, pensó; por favor, no me corrija con la escopeta–, que he descuidado mi espíritu en favor de mi cuerpo. Y puede que tenga razón. Es muy probable.
Johnny se desplazó hacia la derecha. Los cañones de la escopeta siguieron sus movimientos con total precisión. Sin embargo, Johnny habría jurado que los muelles del asiento del conductor no habían emitido el menor chirrido y que el policía no podía verlo a menos que dispusiese de algún circuito oculto de televisión.
–No me des coba –dijo el policía con hastió–. Así sólo conseguirás empeorar tu destino.
–Lo... –Johnny se humedeció los labios con la lengua–. Lo siento. No pretendía...
–Sarx no es el cuerpo; soma es el cuerpo. Sarx es la carne del cuerpo. El cuerpo esta hecho de carne, del mismo modo que, según se dice, el verbo se hizo carne con el nacimiento de Cristo, pero el cuerpo no es sólo la carne que lo forma. El todo es más que la suma de las partes. ¿Tan difícil de entender es eso para un intelectual como tu?
Los cañones de la escopeta no dejaban de moverse, siguiendo a Johnny como un autogiro.
–Yo... yo nunca... –balbuceó Johnny.
– ¿Nunca lo habías pensado desde ese punto de vista? Vamos, por favor. Incluso un ingenuo espiritual como tú debe de entender que un plato de pollo no es un pollo. Pneuma, soma y s–s–s...
Se le había espesado la voz y respiraba convulsivamente, tratando de hablar como cuando uno intenta terminar una frase antes de estornudar. De pronto dejó la escopeta en el asiento contiguo, inhalo aire profundamente (el asiento forzado chirrió y casi atrapó de nuevo la rodilla izquierda de Johnny) y estornudó. Lo que salió de su garganta y nariz no era mucosidad sino sangre mezclada con una sustancia roja y translucida semejante a una malla de nailon. Esta sustancia –tejidos de la garganta del policía– roció el parabrisas, el volante y el salpicadero. Despedía un hedor nauseabundo, el olor de la carne putrefacta.
Johnny se cubrió el rostro con las manos y gritó. Era imposible contenerse. Notó que los globos oculares le palpitaban en sus cuencas, notó que la adrenalina fluía impetuosamente por su organismo a causa de la conmoción.
–Dios, no hay nada peor que un resfriado de verano, ¿no? –preguntó el policía con su voz enigmática y pensativa. Se aclaro la garganta y lanzo un gargajo del tamaño de una ciruela contra el salpicadero. Permaneció allí enganchado por un momento y después resbaló por el frontal de la radio como un caracol indescriptible, dejando un rastro de sangre a su paso. Pendió brevemente del borde de la radio y cayó en la esterilla del suelo con un chasquido.
Johnny cerró los ojos tras las manos y gimió.
–Eso era sarx –explicó el policía, y puso el motor en marcha–. Te conviene tomar nota. Diría que «para tu siguiente libro», pero dudo que haya un siguiente libro, ¿verdad, señor Marinville?
Johnny no respondió. Se quedó inmóvil con las manos en la cara y los ojos cerrados. Pensó que era imposible que aquello estuviese ocurriendo realmente, que sin duda se hallaba en un manicomio, víctima de la alucinación más espantosa del mundo. Pero en el fondo sabía que no era así. El hedor de lo que aquel hombre había expulsado al estornudar...
Está muriéndose, se dijo; tiene que estar muriéndose. Eso se debe a una infección y una hemorragia interna. Está enfermo, y su enfermedad mental no es más que un síntoma de otra cosa, exposición a radiaciones, o rabia, o... o...
El policía cambio de sentido en la carretera, y se encaminaron hacia el este. Johnny mantuvo las manos frente al rostro un rato más, tratando de recuperar el control. Finalmente las bajó y abrió los ojos.
Por la ventanilla del lado derecho vio algo que le causó estupefacción.
Había coyotes sentados en el arcén a intervalos de quince metros, como una guardia de honor, silenciosos, de ojos amarillos, con la lengua colgando. Parecían sonreír.
Johnny volvió la cabeza y miró al otro lado. También allí había coyotes, sentados en el polvo bajo el sol vespertino, con¬templando el coche patrulla. ¿Eso también es un síntoma?, se pre¬guntó. Eso que ves ahí fuera, ¿es un síntoma? Si lo es, ¿por qué estoy viéndolo?
Miró por el cristal trasero. En cuanto el coche patrulla pasa¬ba, los coyotes se levantaban y se alejaban por el desierto.
–Tienes mucho que aprender, gran hombre –dijo el policía, y Johnny se volvió hacia él. En el retrovisor vio sus ojos grises fijos en él, uno de ellos cubierto por una película de sangre–. An¬tes de que se agote tu tiempo, habrás comprendido muchas cosas.
Más adelante apareció junto a la carretera una señal, una fle¬cha que indicaba la dirección hacia algún pueblo. El policía puso el intermitente a pesar de que nadie los seguía.
–Te llevo al aula –anunció–. Las clases no tardarán en em¬pezar.
Dobló a la derecha. El coche patrulla se levantó sobre dos ruedas e instante después volvió a estabilizarse. Se dirigían al sur, hacia la muralla agrietada de una explotación minera a cielo abier¬to y el pueblo acurrucado en su base.
IV
1
Steve Ames estaba incumpliendo uno de los Cinco Mandamientos, el quinto y último para ser exactos.
Había recibido esos Cinco Mandamientos un mes atrás, y no de manos de Dios sino de Bill Harris. Estaban sentados en el despacho de Appleton, editor de Johnny Marinville desde hacia diez años. Appleton se hallaba también presente durante la entrega de los Mandamientos, pero no intervino en esa parte de la conversación casi hasta el final; se limito a permanecer reclinado en la butaca de su escritorio con los dedos –exquisitamente cuidados por un manicuro profesional– extendidos sobre las solapas de la americana. El gran Johnny Marinville se había marchado quince minutos antes, con la cabeza en alto y las crines grises flotando sobre los hombros, pretextando que tenía una cita en una galería de arte del SoHo.
–Todos estos mandamientos son prohibiciones, y confío en que no los olvide, señor Ames –había dicho Harris. Era un individuo bajo y rechoncho, y probablemente bastante inocuo, pero sus palabras sonaban como decretos de un débil reyezuelo–. ¿Me escucha?
–Atentamente –aseguro Steve.
–En primer lugar, no debe ir de copas con Johnny. Ha abandonado la bebida hace un tiempo (cinco años, sostiene él), pero últimamente no frecuenta ya las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y eso es mala señal. Además, en el caso de Johnny la abstinencia es siempre una situación precaria, incluso con la ayuda de Alcohólicos Anónimos. Pero no le gusta beber solo, así que si lo invita a unas rondas después de un agotador día en la Harley, niéguese. Si trata de intimidarlo, diciéndole que forma parte de su trabajo, niéguese igualmente.
–No se preocupe –dijo Steve.
Harris no le presto atención. Llevaba el discurso preparado, y no estaba dispuesto a apartarse del guión.
–Segundo, no debe comprarle drogas. Ni un solo porro. Tercero, no debe buscarle mujeres, y no dude que es muy capaz de pedírselo, sobre todo si aparece alguna chica guapa en las recepciones que le he programado a lo largo del viaje. Al igual que con la bebida y las drogas, si se las busca el, es cosa suya. Pero no lo ayude.
Steve pensó en responder a Harris que el no era un chulo, que probablemente lo había confundido con su padre, pero llego a la conclusión de que no habría sido muy prudente por su parte, y opto por el silencio.
–Cuarto, no debe encubrir a Johnny. Si empieza a beber o a consumir droga, especialmente si sospecha que se trata de cocaína, póngase en contacto conmigo de inmediato. ¿Entendido? De inmediato.
–Entendido –repuso Steve, pero eso no implicaba forzosamente que obedeciese. Le atraía aquel trabajo pese a los problemas que planteaba, en parte, de hecho, por los problemas que planteaba; la vida sin problemas carecía de interés, pero eso no significaba que fuese a vender su alma para conseguirlo, y menos a un fulano trajeado con una enorme tripa y la voz de un niño grande que había pasado la mayor parte de su vida adulta intentando resarcirse de las ofensas reales o imaginarias que había padecido en el patio del colegio. Y aunque Johnny Marinville era un tanto gilipollas, Steve no tenía nada que echarle en cara. Harris, en cambio, era otro cantar.
En ese punto Appleton se inclinó sobre su escritorio e intervino por primera y única vez en la conversación antes de que el agente de Marinville enunciase el último Mandamiento.
– ¿Que impresión le causa Johnny, señor Ames? –pregunto–. Tiene cincuenta y seis años, como usted sabe, y ha vivido la vida intensamente, sobre todo en los años ochenta. Termino en una sala de urgencias tres veces, dos en Connecticut y otra aquí en Nueva York. Las dos primeras por sobredosis, y no hablo de oídas porque los periódicos trataron por extenso la noticia. La tercera pudo ser un intento de suicidio, aunque eso si son simples rumores, y le pediría que no lo divulgase por ahí.
Steve asintió con la cabeza.
–Así pues, ¿que le parece? –preguntó Appleton–. ¿Lo considera capaz de recorrer el país desde Connecticut hasta California en un moto que pesa casi medía tonelada, y asistir a unos veinte actos en el trayecto entre conferencias y recepciones? Me interesa conocer su opinión, señor Ames, porque yo francamente tengo mis dudas.
Steve esperaba que Harris prorrumpiese en defensa de su cliente, apelando a su legendaria fuerza y a sus huevos de acero –conocía bien a los tipos trajeados y a los agentes, y Harris era las dos cosas–, pero guardo silencio y esperó a su respuesta. Quizá no fuese tan estúpido al fin y al cabo, pensó Steve. Quizá incluso se preocupaba sinceramente por ese cliente en particular.
–Ustedes lo conocen mejor que yo –dijo Steve–. Yo hablé con él por primera vez hace dos semanas, y no he leído ninguno de sus libros.
Harris, a juzgar por su expresión, no parecía en absoluto sorprendido.
–Precisamente por eso se lo pregunto –repuso Appleton–. Nosotros lo conocemos desde hace demasiado tiempo. Yo desde 1985 cuando alternaba con la beautiful people en las salas de fiestas, y Bill desde I965. Es el Jerry García del mundo literario.
–Eso es injusto –protesto Harris fríamente.
Appleton hizo un gesto de indiferencia.
– «Unos ojos nuevos ven más claro» decía mi abuela. Así que contésteme, señor Ames, ¿lo cree capaz?
Steve se dio cuenta de que la cuestión era seria, quizá incluso vital, y reflexionó al respecto durante casi un minuto. Sus dos interlocutores aguardaron pacientemente.
–Bueno –dijo por fin–, no sé si en las recepciones será capaz de comerse el queso y mantenerse alejado del vino, pero en cuanto a si puede llegar a California en la moto... sí, probablemente. Se le ve fuerte. Sin duda tiene mucho mejor aspecto que Jerry García en su última etapa, eso se lo aseguro. He trabajado con muchos rockeros a quienes les dobla la edad que están bastante peor que el.
Appleton le lanzó una mirada inquisitiva.
–Me baso sobre todo en la expresión que veo en su cara. Quiere hacerlo. Quiere salir a la carretera, incordiar a más de uno, tomar nota de algunos nombres. Y... –Steve recordó de pronto su película preferida, una que veía en video prácticamente todos los años: Un hombre, con Paul Newman y Richard Boone. El recuerdo le provoco una sonrisa–. Y parece un hombre que tiene aún redaños de sobra.
–Ah –dijo Appleton, y bajó la vista un tanto desconcertado.
Steve no se sorprendió. Si Appleton había tenido alguna vez redaños, pensó Steve, probablemente los había ya perdido cuando empezó a estudiar en Exeter, Choate o dondequiera que fuese a lucir sus chaquetas de sport y sus corbatas del Partido Republicano.
Harris se aclaró la garganta.
–En fin, si damos ya por zanjado ese punto, el último Mandamiento...
Appleton gimió. Harris fingió no oírlo y siguió mirando a Steve.
–El quinto y último Mandamiento es –repitió–: No debe recoger autoestopistas. Ni hombres ni mujeres, pero sobre todo nunca mujeres.
Por eso probablemente Steve Ames no dudó ni por un instante cuando vio a la muchacha junto a la carretera en las afueras de Ely, una muchacha delgada de nariz torcida y pelo teñido de dos colores.
Se arrimó al arcén y se detuvo.
2
La muchacha abrió la puerta del camión pero no subió a la cabina inmediatamente. Simplemente miró a Steve con sus ojos azules por encima del asiento cubierto de mapas.
– ¿Eres buena persona? –pregunto.
Steve pensó por un momento y asintió con la cabeza.
–Si, supongo – contesto–. Fumo dos o tres puros al día, pero nunca doy un puntapié a un perro que no sea mayor que yo, y envío dinero a mi mamaíta cada seis meses.
– ¿No intentaras abusar de mi, o algo así?
–No –aseguró Steve, sonriendo. Le gustaba el modo en que la muchacha mantenía sus ojos azules fijos en el. Parecía una niña absorta en un tebeo–. A ese respecto me controlo bastante bien.
– ¿Y no serás un asesino en serie o un psicópata?
–No, pero ¿de verdad crees que te lo diría si lo fuera?
–Probablemente lo vería en tus ojos –repuso la muchacha del pelo bicolor, y aunque parecía hablar en serio, una sonrisa asomó a sus labios–. Soy un poco adivina, colega, no mucho pero un poco si.
En su misma dirección paso un estruendoso camión frigorífico al rebasarlos el conductor protesto con un prolongado bocinazo, pese a que Steve había detenido su compacto Ryder casi en la cuneta y ese momento no circulaba ningún otro vehículo por la carretera. Pero eso no tenía nada de raro. Por experiencia, Steve sabía que ciertos individuos no podían apartar las manos de la bocina o de la polla. Siempre estaban estrujando lo uno o lo otro.
–Se ha acabado el interrogatorio, señorita. ¿Quieres que te lleve, no? Tengo que seguir mi camino.
En realidad se hallaba mucho más cerca del jefe de lo que este habría querido. A Marinville le gustaba disponer de toda América para el solo, sentirse libre como un pájaro, y al fin y al cabo esa era la idea del libro. A Steve todo eso le parecía muy bien, magnifico. Pero él, Steven Andrew Ames, natural de Lubbock, tenía también un trabajo que hacer, y consistía en asegurarse de que Marinville escribiese el libro con su ordenador y no a través de una médium. Y el método que había elegido para cumplir con su parte era muy sencillo: mantenerse cerca y no permitir que ninguna situación se le escapase de las manos en la medida de lo posible. Permanecía unos cien kilómetros por detrás de él en lugar de doscientos cincuenta; pero si el jefe no se enteraba, ¿que mal había en ello?
–Pues sigamos –dijo por fin la muchacha. Saltó a la cabina y cerró puerta.
–Gracias, nena –bromeo Steve–. Me conmueve esa demostración de confianza. –Miró por el retrovisor, no vio más que los últimos edificios de Ely, y volvió al carril.
–No me llames así –protesto la muchacha–. Es sexista.
– ¿«Nena» es sexista? Vamos, por favor.
–No me llames «nena» y yo no te llamaré «macho» –replicó con tono remilgado pero tajante.
Steve se echó a reír. Aun consciente de que probablemente a ella le molestaría, no pudo evitarlo. Así era la risa, una especie de eructo unas veces era posible contenerla pero en la mayoría de los casos no.
La miró y vio que también ella sonreía mientras se desprendía de la mochila, así que no debía de haberse ofendido demasiado. Era flaca como el palo de una escoba –no debía de pesar más de cuarenta y dos o cuarenta y tres kilos– y medía alrededor de uno sesenta y cinco. Llevaba una ceñida camiseta con las mangas arrancadas, y sus pechos se dibujaban claramente bajo la fina tela, lo cual no dejaba de ser curioso en una muchacha tan preocupada como ella por encontrarse a Jack el Destripador a bordo de un camión. Aunque a ese respecto no tenía mucho que exhibir; Steve supuso que aún podía comprar sus sujetadores en la sección infantil de las tiendas de ropa. En la pechera de la camiseta un negro de pelo erizado sonreía en el centro de un sol psicodélico. Formando un arco en torno a su cabeza se leía el lema: ¡NO RENUNCIARE!
–Debe de gustarte Peter Tosh –dijo la muchacha–. ¡Porque no creo que sean mis tetas!
–Trabaje con Peter Tosh en un par de ocasiones – comento Steve.
– ¡No me lo creo!
–Créetelo –replicó Steve. Miró por el retrovisor. Ely ya había quedado atrás. En aquellos parajes uno perdía la noción de la distancia.
Supuso que él, en el lugar de una joven autoestopista, haría también alguna que otra pregunta antes de subirse a un camión o un automóvil. Quizá no sirviese de nada, pero no estaba de más, porque una vez en el desierto cualquier cosa podía ocurrir.
– ¿Cuando trabajaste con Peter Tosh?
–En el año ochenta o el ochenta y uno –respondió Steve–. No lo recuerdo exactamente. Primero en el Madison Square Garden, y más tarde en Forest Hills. En Forest Hills Dylan cantó un bis con el. Blowin in the Wind.
La muchacha lo miró con franca admiración, al parecer – por lo que Steve veía– sin sombra de duda.
– ¡Vaya, qué alucine! ¿Y a que te dedicabas? ¿Transportabas el material?
–Por aquellas fechas, si. Luego fui técnico de sonido. Y ahora... –Si, ése era un buen comienzo, pero, ¿que era ahora exactamente? Técnico de sonido no, desde luego. En cierto modo lo habían degradado de nuevo a encargado del material. Y era también psicólogo a jornada parcial. Y además una especie de Mary Poppins, solo que con una larga melena castaña de hippy y algún que otro mechón gris en el centro–. Ahora me dedico a otra cosa. ¿Como te llamas?
–Cynthia Smith – contesto, y le tendió la mano.
Steve se la estrechó, y advirtió que era larga y ligera, de huesos muy frágiles; era como darle la mano a un pájaro.
–Yo me llamo Steve Ames.
–De Texas.
–Si, de Lubbock. Habrás oído antes el acento, ¿no?
–Una o dos veces. –Su sonrisa pícara le iluminó toda la cara–. «Puedes sacar al chico de Texas... »
Completaron juntos la frase («... pero el chico siempre llevará Texas dentro») y se echaron a reír, ya amigos, con esa clase de breve amistad que entabla la gente cuando se encuentra casualmente en las carreteras más solitarias de Estados Unidos.
3
Saltaba a la vista que Cynthia Smith era un bicho raro, pero Steve también lo era; uno no podía pasar la mayor parte de su vida adulta en el mundo de la música sin sucumbir en mayor o menor medida a la excentricidad, pero eso a el no le molestaba. Cynthia le contó que tenía motivos de sobra para recelar de los hombres; uno casi le había arrancado la oreja izquierda y otro, no hacia mucho, le había roto la nariz.
–Y el que me hizo lo de la oreja era un tipo que me caía bien –añadió–. Les tengo cariño a mis orejas. La nariz... si, la nariz tiene carácter, pero a las orejas les tengo un cariño especial, vete a saber por que.
Steve se volvió y le echó un vistazo a su oreja izquierda.
–Bueno, yo te las veo un poco planas por arriba –bromeo–, pero eso tampoco es un gran problema. Si tanto cariño les tienes, podrías dejarte crecer el pelo y tapártelas.
–Ni hablar –dijo Cynthia con firmeza, e inclinándose un poco a la derecha para mirarse en el retrovisor montado en su lado de la cabina, se ahueco el pelo. Llevaba la mitad izquierda teñida de verde y la otra mitad de naranja–. Según mi amiga Gert, parezco la Huerfanita Annie, la de las historietas, pero salida del infierno. Y eso es demasiado chachi para cambiarlo.
–No renuncias a tus pelos, ¿eh? –dijo Steve, parafraseando el lema de su camiseta.
Cynthia sonrió, se dio una palmada en la pechera, e imitando pasablemente el acento jamaicano afirmo:
–Yo sigo mi camino, como Peter.
El camino de Cynthia Smith había sido huir de casa y de los reproches más o menos continuos de sus padres a la edad de diecisiete años.
Había pasado una breve temporada en la costa Este («Me marché cuando me di cuenta de que iba a convertirme en un polvo fácil», dijo con naturalidad), y luego vagó sin rumbo hasta acabar en el Medio Oeste, donde se «medio limpió» y conoció a un tipo atractivo en una reunión de Alcohólicos Anónimos. El tipo atractivo le aseguro que estaba totalmente limpio, pero mintió. ¡Que si mintió! Cynthia se fue a vivir con el de todos modos, un grave error («Nunca he tenido mucho acierto con los hombres», admitió con igual naturalidad). El tipo atractivo llegó a casa una noche atiborrado de tripis, y por lo visto decidió que quería la oreja de Cynthia para usarla como señal en los libros. Cynthia se marcho a un centro de mujeres maltratadas, y allí no solo se «medio limpió» sino que incluso trabajó de consejera durante un tiempo cuando la supervisora murió asesinada y el centro estuvo a punto de cerrar.
–El tipo que mató a Anna es el mismo que me rompió la nariz –preciso Cynthia–. Era mala persona. Richie, el que quería mi oreja como señal, simplemente tenía mal carácter. Pero Norman era mala persona. Un loco peligroso.
– ¿Lo cogieron?
Cynthia movió la cabeza en un solemne gesto de negación.
–Pero no íbamos a dejar que HH desapareciese solo porque un tipo enloqueció cuando lo abandono su mujer, así que arrimamos todas el hombro para sacarlo adelante. Y lo conseguimos.
– ¿HH?
–Son las siglas de Hijas y Hermanas. Allí recuperé la confianza en mi misma. –Cynthia contemplaba el desierto por la ventanilla y se frotaba el puente torcido de la nariz con el pulgar–. En cierto modo, incluso el tipo que me hizo esto me sirvió de ayuda.
–Norman.
–Si, Norman Daniels, así se llamaba. Al menos yo y Gert (Gert es una colega, la que dice que me parezco a la Huerfanita Annie) le plantamos cara, ¿sabes?
–Ya.
–Y el mes pasado me decidí por fin a escribir a mis padres. Hasta puse el remite en el sobre. Pensaba que cuando me escribiesen, si es que escribían, estarían furiosos, sobre todo mi padre. Era el pastor de la parroquia. Ya se ha jubilado, pero...
–Puedes sacar al chico del infierno, pero el chico siempre llevará el infierno dentro–dijo Steve.
Cynthia sonrió.
–Si, eso mismo esperaba yo, pero la carta que recibí me sorprendió.
Los llamé por teléfono. Hablamos. Mi padre lloró. –Lo explicaba con cierta admiración–. En serio, lloró. ¿Puedes creerlo?
–Oye, he estado de gira ocho meses con Black Sabbath –protesto Steve–. A partir de ahí, me lo creo todo. Así que vuelves a casa, ¿eh?
El regreso de la nena pródiga.
Cynthia le lanzo una mirada, y Steve sonrió.
–Perdona.
–Perdonado. En todo caso, así es poco más o menos.
– ¿Donde viven tus padres? –pregunto Steve.
–En Bakersfield. Por cierto, ¿tu hasta donde vas?
–Hasta San Francisco, pero...
– ¿En serio? –dijo con una sonrisa–. ¡Genial!
–Pero no se si podré llevarte hasta allí. De hecho, no se si podré llevarte más allá de Austin. Austin de Nevada, no de Texas.
–Ya se donde esta Austin; tengo un mapa –replicó Cynthia, y le lanzó una mirada de niña enojada con su estúpido hermano mayor que a Steve le gustó más aún que la que le había dirigido antes de subir al camión. Era un encanto, sin duda, pero ¿que pensaría ella si se lo dijese?
–Te llevaré hasta donde pueda, pero este trabajo es un tanto peculiar. Bueno, en realidad como todos los trabajos en este medio. El mundo del espectáculo es atípico por naturaleza, y esto forma parte del mundo del espectáculo... En fin, supongo... pero... lo que quiero decir...
Se interrumpió. ¿Que quería decir exactamente? Su empleo temporal como encargado del material de un escritor (sabía que ese título no era el más adecuado para describir su actual cometido, no hacía falta ser escritor para darse cuenta de eso, pero no se le ocurría otro mejor) casi había terminado, y sin embargo aún no había extraído conclusiones al respecto, ni sobre el trabajo ni sobre el propio Johnny Marinville. Sólo sabía con certeza que el gran hombre no le había pedido droga ni mujeres, y que ni una sola vez al reunirse con el al final de la jornada en la habitación de algún motel había percibido olor a whisky en su aliento. Y por el momento con eso le bastaba. Ya pensaría más adelante en como describirlo en su currículum.
– ¿En que consiste el trabajo? –preguntó Cynthia–. Porque en este camión no parece que haya espacio suficiente para llevar el material de un grupo de rock. ¿Estas de gira con un cantante folk esta vez? ¿Con Gordon Lightfoot o alguien así?
Steve sonrió.
–Bueno, mi jefe tiene algo de folk, supongo, solo que él no usa una guitarra o una armónica sino la boca. Es...
En ese momento el teléfono móvil del salpicadero emitió su zumbido penetrante y extrañamente nasal. Steve lo cogió al segundo pitido pero no lo abrió de inmediato, sino que miró a Cynthia.
–No hables –dijo mientras el teléfono sonaba por tercera vez en su mano–. Podrías meterme en un lío si te oyen, ¿entendido?
El teléfono sonó otras dos veces.
Cynthia asintió con la cabeza. Steve desplegó el auricular y pulsó un botón para aceptar la llamada. Lo primero que oyó al acercarse el teléfono a la oreja fue la intensa crepitación de la interferencia estática; de hecho, le sorprendió que la llamada hubiese llegado.
–Si, ¿eres tu jefe?
Se oyó de fondo un rumor más grave y monótono –el sonido de un camión al pasar, pensó Steve– y luego la voz de Johnny Marinville.
Steve percibió su pánico pese a las interferencias, y se le aceleró el corazón. Ya antes había oído hablar a otras personas en ese mismo tono (al parecer, ocurría una vez por gira cuando menos), y lo reconoció al instante. Al otro lado de la línea se había producido un desastre de un tipo u otro.
– ¡Steve! ¡Steve! Estoy... lío... serio...
Steve miró la carretera, una línea recta que se adentraba en el desierto, y notó que el sudor empezaba a brotar en su frente. Se acordó del agente bajo y rechoncho de Marinville con sus Mandamiento su voz amenazadora, pero de inmediato alejo la imagen de su memoria. Lo último que necesitaba en ese momento era la incomoda presencia de Bill Harris en su cerebro.
– ¿Has tenido un accidente? ¿Es eso? ¿Que ocurre, jefe? Repítelo.
La línea crepitó.
–... Johnny... ¿oyes?
–Si, te oigo – contesto Steve a voz en grito aún sabiendo que no servía de nada. Observó a Cynthia con el rabillo del ojo y advirtió su creciente inquietud–. ¿Que ha pasado?
No llegó respuesta alguna durante un largo momento, y Steve tuvo la certeza de que se había cortado la comunicación. Se apartaba ya el teléfono de la oreja cuando la voz de Marinville llegó de nuevo, muy lejana, como una voz procedente de otra galaxia.
–... cuenta... oeste... Ely...
¿Cuenta?, pensó Steve. No, debe de ser cincuenta. «Estoy en la interestatal 50 al oeste de Ely.» Quizá. Quizá ha dicho eso. Un accidente. Seguro que ha tenido un accidente. Se ha salido de la carretera ahora está tendido en la cuneta con una pierna rota y la cara llena sangre, y cuando volvamos a Nueva York, su agente y su editor van a crucificarme, aunque solo sea porque no pueden crucificarlo a el.
–No... exac... que distancia... kilómetros, probablemente más... oco más adelante... una caravana junto a la carretera...
A continuación una intensa ráfaga de interferencia estática ahogó cualquier otro sonido en la línea. Luego Marinville dijo algo sobre la policía. La policía estatal y la policía de un pueblo.
– ¿Que...? –dijo Cynthia en el asiento contiguo.
– ¡Chist! ¡Ahora no! –la interrumpió Steve.
Por el auricular oyó:
–... la moto... al desierto... el viento... un par de kilómetros al este de la caravana...
No oyó nada más. Gritó al menos medía docena de veces el nombre de Johnny por el micrófono del teléfono, pero la línea siguió en silencio. La comunicación se había cortado definitivamente. Utilizó el botón NOMBRE/MENÚ, y cuando aparecieron las iniciales J.M.en la pantalla, cursó la llamada. Una voz grabada le dio la bienvenida a la red de rastreo de llamadas de la zona oeste, se produjo un silencio, y otra grabación anunció que en ese momento no podía establecerse comunicación. La voz comenzó a numerar las posibles razones, y Steve cortó la línea y plegó el teléfono.
– ¡Maldita sea! –exclamó.
–Algún problema grave, ¿verdad? –preguntó Cynthia. Lo miró de nuevo con los ojos muy abiertos, pero esta vez sólo se advertía en ellos alarma—. Lo veo en tu cara.
–Es posible –contestó Steve, y movió la cabeza en un gesto de impaciencia–. Es muy probable. Era mi jefe. Está más adelante, pero no sé dónde exactamente. A unos cien kilómetros, supongo, pero podrían ser ciento cincuenta. Viaja en una Harley. Es...
– ¿Una moto grande de colores rojo y crema? –preguntó Cynthia con repentina excitación–. ¿Es una especie de Jerry García, con el pelo gris y largo?
Steve asintió.
–Lo he visto esta mañana, bastante al este de aquí –dijo Cynthia– Ha puesto gasolina en la estación de servicio de Pretty Nice. ¿Conoces ese pueblo? ¿Pretty Nice?
Steve asintió de nuevo.
–Yo estaba desayunando en el bar y lo he visto por la crista¬lera. Me ha sonado de algo. Me ha dado la impresión de que ha¬bía salido alguna vez por la tele.
–Es escritor –explicó Steve. Comprobó el cuentakilómetros y vio que viajaban a ciento diez kilómetros por hora. Decidió que podía forzar el camión un poco más. La aguja giró hasta ciento veinte. Fuera el paisaje desértico empezó a quedar atrás un poco más deprisa–. Ha cruzado el país reuniendo material para un libro. También ha pronunciado unas cuantas conferen¬cias, pero básicamente visita sitios, habla con la gente y toma notas. Y ahora ha tenido un accidente. O al menos esa impresión me ha dado.
–La comunicación era pésima, ¿no?
–Sí.
–Si quieres parar y dejarme aquí, por mí no hay problema –propuso Cynthia.
Steve lo pensó detenidamente. Una vez pasado el sobresalto inicial, su mente volvió a funcionar con frialdad y precisión, como siempre ante circunstancias adversas. No, decidió, no quería de¬jarla allí. Había surgido una situación delicada, una situación que debía afrontarse sin perdida de tiempo; pero no por eso debía perder de vista el futuro. Aun en el caso de que Johnny Marinville se hubiese estrellado con moto y fuese a pasar un buen tiempo fuera de la circulación, Appleton probablemente se resignaría; parecía un hombre (pese a las chaquetas de sport y las corbatas del Partido Republicano) capaz de aceptar la idea de que a veces las cosas se torcían. Bill Harris, en cambio, le había parecido uno de esos individuos que ante cualquier problema busca una cabeza de turco.
Y Steve, como turco potencial, llegó a la conclusión de que le convenía tener un testigo, alguien totalmente ajeno a él hasta ese momento.
–No; prefiero que te quedes. Pero te seré sincero: no sé con que vamos a encontrarnos. Con sangre, quizá.
–No me asusta la sangre–repuso Cynthia.
4
Cynthia no hizo el menor comentario acerca de la velocidad a que viajaban, pero cuando el camión alcanzó los ciento cuarenta kilómetros por hora y la carrocería empezó a temblar, se abrochó el cinturón de seguridad. Steve apretó un poco más el acelerador, y cuando la aguja marcó casi ciento cincuenta, se redujo la vibración. Así y todo, agarro firmemente el volante; soplaba un fuerte viento de costado, y a aquella velocidad una ráfaga violenta podía desviarlo hacia la cuneta.
Si eso ocurría y embarrancaban, las cosas se complicarían más aún.
Sería llover sobre mojado. En su moto el jefe era mucho más vulnerable al viento, reflexionó Steve. Quizá era eso lo que había ocurrido.
En los últimos kilómetros había puesto al corriente a Cynthia sobre los aspectos básicos de su trabajo: reservaba habitaciones, verificaba las rutas, revisaba los sistemas de sonido allí donde el jefe tenía previsto dar una conferencia, y se quedaba al margen para no estropear la imagen que el jefe quería ofrecer de sí mismo: Johnny Marinville, el lobo estepario de los pensadores, un héroe políticamente correcto de una película de Sam Peckinpah, un escritor que no había olvidado lo que era mantenerse fiel a sus compromisos.
El camión, explico Steve, estaba vacío salvo por algunos accesorios de repuesto y una larga rampa de madera para que Johnny subiese a la caja si el mal tiempo le impedía seguir el camino en moto. Puesto que estaban a mediados del verano, eso era poco probable, pero tanto la rampa como las abrazaderas que Steve había fijado al suelo del camión antes de emprender viaje estaban allí también por otra razón, de la cual el y Johnny no habían hablado expresamente, si bien los dos la conocían desde el día mismo en que partieron de Westport, Connecticut. Johnny Marinville podía despertarse una mañana y descubrir que no le apetecía seguir el viaje en la Harley.
O que sus fuerzas ya no se lo permitían.
–He oído hablar de el –dijo Cynthia– pero nunca he leído nada suyo. Mis autores preferidos son Dean Koontz y Danielle Steel. Yo solo leo por placer. La moto era preciosa, eso si. Y el tipo tenía un pelo gris genial. Pelo de rockero, ¿sabes?
Steve asintió. Lo sabía. Y Marinville también.
– ¿Estas preocupado por el, o solo te preocupa lo que pueda pasarte a ti?
Probablemente esa pregunta le habría molestado en caso de venir de otra persona, pero no percibió en el tono de Cynthia ninguna velada insinuación.
–Estoy preocupado por los dos – contesto Steve.
Cynthia movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
– ¿Que distancia hemos recorrido ya?
Steve echo un vistazo al cuentakilómetros.
–Setenta kilómetros desde que se ha cortado la comunicación.
–Pero no sabes desde donde telefoneaba exactamente.
–No – confirmo Steve.
– ¿Crees que se habrá metido en algún lío el solo, o que habrá alguien más por medio?
Steve la miró, sorprendido. Lo que se temía era precisamente que hubiese alguien más por medio, pero se habría abstenido de mencionarlo si ella no hubiese planteado la posibilidad.
–Podría estar implicado alguien más – contestó de mala gana–. Ha dicho algo acerca de la policía estatal y la policía de un pueblo. Quizá que no avisase a la policía estatal, sino a la del pueblo más cercano. Pero no estoy seguro.
Cynthia señaló el teléfono móvil, que se hallaba en su soporte del salpicadero.
–Ni hablar –dijo Steve–. No voy avisar a la policía hasta que sepa en que clase de lío se ha metido.
–Y yo te prometo que no incluiré eso en mi declaración si tú me prometes que no volverás a llamarme «nena».
Steve esbozó una fugaz sonrisa, pese a que su ánimo no era el más propicio para sonreír.
–Eso es una buena idea. Siempre puedes decir...
–Que el teléfono no funcionaba –apunto Cynthia–. Todo el mundo sabe lo poco fiables que son esos artefactos.
–Eres una buena chica, Cynthia.
–Tú tampoco eres mal tipo.
A poco menos de ciento cincuenta por hora, los kilómetros se fundían como nieve en primavera. Cuando se hallaban ya a noventa y cinco kilómetros de donde se había interrumpido la comunicación, empezó a reducir gradualmente la velocidad. No había pasado ningún coche de policía en ninguno de los dos sentidos, y Steve supuso que era buena señal. Se lo comentó a Cynthia, y ella hizo un gesto de duda.
–A mi me parece extraño, la verdad. Si ha habido un accidente y tu jefe o alguna otra persona ha resultado herida, ¿no crees que ya habríamos visto pasar algún coche de policía? ¿O una ambulancia?
–Bueno, si hubiesen venido del otro lado, del oeste...
–Según mi mapa, el próximo pueblo en ese sentido es Austin, y esta mucho más lejos de aquí que Ely. Deberíamos haber visto ya algún vehículo oficial, algo con sirenas, quiero decir, en un sentido u otro. ¿Entiendes?
–Supongo que tienes razón, si– concedió Steve.
– ¿Y donde están?
–No lo se.
–Yo tampoco –dijo Cynthia.
–Bueno, continúa mirando por si se ve... ¿que se yo?... algo fuera de lo común.
–Eso hago. Reduce un poco más.
Steve consultó su reloj y vio que eran las seis menos cuarto. Las sombras se habían extendido por el desierto, pero el día seguía claro y caluroso. Si Marinville estaba cerca, lo verían.
Claro que lo veremos, pensó Steve. Debe de estar sentado al borde de la carretera, probablemente con una brecha en la cabeza y los pantalones rotos. Y sin duda tomando notas sobre la experiencia. Afortunadamente lleva casco. Si no lo llevase...
– ¡Veo algo! ¡Allí! –anunció Cynthia con voz nerviosa pero controlada. Se protegía los ojos del sol de poniente con la mano izquierda y señalaba con la derecha–. ¿Lo ves? Podría ser... Oh, mierda, no. Es demasiado grande para ser una moto. Parece una caravana.
–Ha debido de llamar desde aquí. O cerca de aquí.
– ¿Cómo lo sabes?
–Ha dicho que había una caravana junto a la carretera un poco más adelante –explicó Steve–, eso lo he oído claramente. Ha di¬cho que se encontraba a un par de kilómetros al este de la cara¬vana, y eso más o menos es por aquí, así que...
–Sí, no lo repitas. Estoy mirando, estoy mirando. Steve redujo la velocidad primero a cincuenta y luego, cuan¬do se aproximaban a la caravana, al paso de un hombre. Cynthia había bajado el cristal de la ventanilla y asomaba medio cuerpo; se le había subido la camiseta, y enseñaba la parte inferior de la espalda (diminuta como toda ella, pensó Steve) y la hilera de hue¬sos de la columna.
– ¿Ves algo? –preguntó.
–No. Me ha parecido ver un destello, pero era en el desierto, mucho más lejos de donde habría caído la moto si hubiera cho¬cado con otro coche, o la hubiera tumbado el viento.
–Probablemente ha sido el reflejo del sol en la mica de las rocas.
–Sí, seguramente –convino Cynthia.
– ¡Eh, no vayas a caerte por la ventanilla!
–Ya llevo cuidado –dijo ella, y entornó los ojos cuando el viento, cada vez más continuo e inclemente, lanzó arena contra su cara.
–Si ésta es la caravana a que se refería –comentó Steve–, ya hemos pasado el lugar desde donde ha telefoneado. Cynthia asintió con la cabeza.
–Sí, pero sigue adelante. Quizá haiga alguien en la caravana. Steve resopló.
– ¿«Haiga»? ¿Eso es lo que has aprendido leyendo a Deán Koontz y Danielle Steel?
Cynthia se echó hacia atrás y le dirigió una mirada altiva, pero Steve notó que la había ofendido.
–Perdona –dijo–. Era solo una broma.
– ¡Ah! –replicó ella con aspereza–. Y dime, gran camionero tejano, ¿tu has leído algo de lo que ha escrito tu jefe?
–Bueno, me pasó un ejemplar de Harper’ s que incluía un relato suyo. «El mal tiempo que el cielo nos trae», se titulaba. Y lo leí, claro. Hasta la última palabra.
– ¿Y entendiste hasta la última palabra?
–Ah, no. Mira, lo que he dicho era una impertinencia. Te pido disculpas. Sinceramente.
–Vale –respondió ella, pero por el tono de voz que empleó, Steve dedujo que se hallaba en periodo de prueba.
Abrió la boca con la intención de decir algo que, con un poco de suerte, resultase gracioso, algo que le arrancase a Cynthia una sonrisa (una de esas preciosas sonrisas suyas), pero al ver de cerca la caravana advirtió un detalle que lo apartó de su propósito.
– ¿Que ha pasado aquí? –pregunto, más para si mismo que para Cynthia.
– ¿Donde? –se intereso ella, volviendo la cabeza para mirar por el parabrisas mientras Steve detenía el camión en el arcén detrás de la caravana.
Era un vehículo de tamaño medio, mayor que una furgoneta pero menor que la mayoría de las mastodónticas caravanas que Steve venía viendo desde Colorado.
–Han debido de encontrar clavos en la carretera o algo así– comentó Steve–. Da la impresión de que todas las ruedas están pinchadas.
–Si. ¿Y cómo es que a nosotros no nos ha pasado lo mismo?
Cuando a Steve se le ocurrió que quizá los pasajeros de la caravana, movidos por un inusual sentido cívico, habían recogido los clavos del asfalto, Cynthia había ya saltado de la cabina y se dirigía hacia la caravana saludando a voz en grito a quién pudiese hallarse dentro.
Vaya, hay que reconocer que sabe escabullirse cuando le conviene, pensó Steve, y salió también del Ryder. El viento lo embistió con tal fuerza que se tambaleó. Era un viento caliente, como el aire que despide una incineradora.
– ¿Steve? –lo llamó Cynthia con un tono distinto; de su voz había desaparecido el puntilloso descaro que, según sospechaba Steve, quizá fuese su manera de coquetear–. Ven. Esto no me gusta.
Se encontraba junto a la puerta lateral de la caravana, que estaba entornada y se movía ligeramente pese a que el viento soplaba del otro lado; la escalerilla se hallaba bajada. Sin embargo Cynthia no observaba la puerta ni la escalerilla. Al pie de esta, medio enterrada por la arena que el viento arrastraba por debajo de la caravana, yacía de bruces una muñeca rubia con un vestidito azul claro. Tampoco a Steve le entusiasmo demasiado aquella visión. Las muñecas sin alguna niña alrededor que se ocupase de ellas resultaban escalofriantes en cualquier circunstancia, o al menos eso opinaba el, y tropezarse con una abandonada junto a la carretera y medio enterrada por la arena...
Abrió la puerta y se asomó al interior de la caravana. Dentro el calor era sofocante; la temperatura debía de ascender por lo menos a cuarenta y cinco grados.
– ¡Hola! ¿Hay alguien?
Pero de antemano sabía que no obtendría respuesta. Los dueños de la caravana, de hallarse allí, habrían tenido el motor en marcha para mantener encendido el aire acondicionado.
–No te molestes –dijo Cynthia, que había recogido la muñeca y le sacudía la arena del pelo y los pliegues del vestido–. Esto no es una muñeca de todo a cien. Quizá no cueste una fortuna, pero desde luego es cara. Y alguien le tenía cariño. Mira. –Tiro de la falda con los dedos para mostrarle un pequeño parche pulcramente cosido sobre un roto; el color de las dos telas era casi idéntico–. Si la niña a quién pertenece esta muñeca estuviese por aquí, no la dejaría tirada en la arena, eso te lo garantizo. La cuestión es: ¿por que no se la llevó cuando ella y su familia se marcharon? –Subió al primer peldaño de la escalerilla, vaciló y volvió la cabeza hacia Steve–. Vamos.
–No puedo. Tengo que buscar al jefe.
–Búscalo dentro de un minuto, ¿no? No quiero entrar aquí sola. Parece el Andrea Doria, o algo así.
–Dirás el Mary Celeste – corrigió Steve–; el Andrea Doria se hundió.
–Vale, listillo, lo que tú digas. Vamos, será solo un momento. Además... –titubeó.
–Además, podría tener algo que ver con Marinville. ¿Es eso lo que ibas a decir?
Cynthia asintió y adujo:
– ¿No te parece mucha casualidad? Al fin y al cabo, tanto él como los dueños de la caravana han desaparecido, ¿no?
Steve se resistió a aceptarlo; consideraba que era una complicación que no merecía. Mirándolo a la cara, Cynthia le adivinó el pensamiento (sin duda poseía una sagacidad natural) y levantó los brazos en un gesto de exasperación.
– ¡Mierda! Entrare yo sola.
Penetró en la caravana con la muñeca en las manos. Steve la observó pensativamente por un instante y por fin la siguió. Cynthia volvió la cabeza, asintió, y dejó la muñeca en un asiento. Se tiró del cuello de la camiseta.
– ¡Que calor! –exclamo–. Esto es un horno.
Se dirigió hacia la parte trasera, y Steve fue a echar un vistazo a la cabina, agachando la cabeza para no golpearse. En el salpicadero, frente al asiento del acompañante, había tres montones de cromos de béisbol ordenados por equipos: los Indios de Cleveland, los Rojos de Cincinnati y los Piratas de Pittsburgh. Los ojeó y vio que aproximadamente la mitad estaban firmados, y de éstos la mitad incluían dedicatorias personales. Al dorso del cromo de Albert Belle se leía: «Para David: sigue pegándole. Albert Belle». Y en otra del montón de Pittsburgh rezaba: «Mira la pelota antes de batear, Dave. Tu amigo, Andy Van Slyke».
–Hay también un niño –dijo Cynthia–. A menos que la niña sea una entusiasta de la acción. En uno de los baúles laterales, además de muñecas, hay comics de Joe y Judge Dredd y los MotoKops.
–Si, hay un niño – confirmó Steve, colocando los cromos de Albert Belle y Andy Van Slyke en sus respectivos montones. Sólo ha traído los que eran importantes para el, pensó, sonriendo, los que no resistía dejar en casa–. Se llama David.
– ¿Como carajo lo sabes? –pregunto Cynthia, sorprendida.
–Lo he descubierto viendo Expediente X –Cogió un resguardo de un pago efectuado en una gasolinera con tarjeta de crédito que encontró entre otros papeles en la bandeja de mapas del salpicadero y lo alisó. Estaba a nombre de Ralph Carver, y la dirección era de algún lugar Ohio. El carbón se había corrido en la casilla destinada al nombre de la población, pero podía ser Wentworth.
–Imagino que no sabrás nada más de él, ¿no? –dijo Cynthia–. ¿El apellido? ¿O de donde es?
–David Carver – contestó Steve con una amplia sonrisa–. El padre se llama Ralph Carver. Vienen de Wentworth, Ohio. Un pueblo agradable. Casi en las afueras de Columbus. Estuve allí con Southside Johnny en el ochenta y seis.
Y Cynthia se acercó a la parte delantera. Había cogido otra vez la muñeca y la sostenía contra sus minúsculos pechos. Fuera una ráfaga de viento lanzo arena contra la caravana. Sonó igual que un aguacero.
– ¡Te lo estas inventando! –dijo Cynthia.
–Ni mucho menos – contestó el, y le tendió el resguardo–. De aquí he sacado el apellido. Y se que se llama David por los cromos de béisbol. Tiene algunas firmas muy valiosas, te lo aseguro.
Cynthia cogió los cromos, los miró, volvió a dejarlos y se dio medía vuelta lentamente con expresión solemne. Le brillaba la cara a causa del sudor. También Steve estaba sudando, y en abundancia. Notaba como le corrían las gotas por el cuerpo como un aceite ligero y pegajoso.
– ¿Donde habrán ido? –pregunto Cynthia.
–Al pueblo más cercano –dedujo Steve–. Probablemente los ha llevado alguien. ¿Recuerdas si en tu mapa aparece algo por estos alrededores?
–No. Hay un pueblo, creo, pero no recuerdo el nombre. Pero en ese caso, ¿por que no cerraron la caravana al irse? Tienen aquí todas sus cosas. –Señaló la parte trasera con la mano–. ¿Sabes que hay allí junto al sofá?
–No.
–El joyero de la esposa. Una rana de cerámica. Se cuelgan los anillos y los pendientes en la boca de la rana.
– ¡Que refinado! – comentó Steve. Quería salir de allí, y no solo porque hacía un calor asfixiante o porque tenía que buscar a Marinville. Quería salir de allí porque aquella jodida caravana parecía realmente el Mary Celeste. No resultaba difícil imaginar vampiros ocultos en los armarios, vampiros en bermudas y camisetas con frases tales como SOBREVIVÍ A LA INTERESTATAL 50, LA CARRETERA MAS SOLITARIA DE AMÉRICA.
–Es una monada–añadió Cynthia– ¿pero esa no es la cuestión. Hay dos pares de pendientes y un anillo. No muy caros, pero tampoco baratijas. El anillo lleva engastada una turmalina, creo. Así que no entiendo por que no...
Vio algo en la bandeja de los mapas, algo que había quedado expuesto cuando el cogió el resguardo de la gasolinera de entre el resto de papeles. Era un grueso clip en forma de S barrada, el símbolo del dólar, y parecía de plata autentica. Sujetaba un pequeño fajo de billetes. Cynthia los contó por encima pasándolos con la yema del dedo y luego los tiro a la bandeja como si quemasen.
– ¿Cuanto hay? –pregunto Steve.
–Unos cuarenta–respondió Cynthia–. Probablemente el clip vale tres o cuatro veces más. ¿Sabes que te digo? Esto me huele mal.
Otra ráfaga de viento cargada de arena azotó el costado de la caravana, en esta ocasión con fuerza suficiente para balancear el vehículo sobre sus ruedas deshinchadas. Sudorosos, Steve y Cynthia se miraron a la cara. Luego Steve contempló los inexpresivos ojos azules de la muñeca. ¿Que ha pasado aquí, encanto? ¿Que has visto?
Se volvió hacia la puerta.
– ¿No es ya hora de avisar a la policía? –sugirió Cynthia.
–Todavía no. Primero quiero recorrer a pie uno o dos kilómetros hacia el este por si hay algún indicio de mi jefe.
– ¿Con este viento? Es una tontería.
Steve la miró en silencio por un momento; después la apartó y bajó por la escalerilla.
Cynthia lo siguió de inmediato.
–Eh, dejémoslo en empate, ¿vale? –propuso–. Tu te has reído de mi gramática, y yo me he reído de tu lo que sea.
–Intuición–puntualizó Steve.
– ¿Intuición? ¿Así lo llamas? Vale, perfecto. ¿Estamos en paz? Di que si, por favor. Estoy demasiado asustada para encima andar peleándome contigo.
Steve le sonrió, un poco conmovido por la ansiedad que se reflejaba en su rostro.
–Esta bien, si. Estamos en paz, en la medida de lo posible.
– ¿Quieres que yo retroceda con el camión? –ofreció Cynthia–.
Puedo alejarme hasta que el cuentakilómetros avance un kilómetro y medio, y así sabrás hasta donde has de llegar.
– ¿Sabrás cambiar de sentido sin... –En dirección este pasó un semirremolque con publicidad de Kleenex en el costado. Cynthia, sobresaltada, dio un paso atrás y se protegió los ojos del polvo con un descarnado brazo. Steve le rodeo los hombros con el brazo para tranquilizarla– sin embarrancar?
Cynthia lo miró airada y se zafó de su abrazo.
– ¡Claro!
–Bien. Que sean dos kilómetros, ¿de acuerdo? Sólo por mayor seguridad.
–Vale. –Cynthia se encaminó hacia el Ryder. Antes de llegar, se volvió y dijo–: Acabo de recordar como se llama el pueblo que esta cerca de aquí. –Señaló hacia el este–. Está en esa dirección, al sur de la carretera. Tiene un nombre precioso. Te va a encantar, Lubbock.
– ¿Cual es?
–Desesperación.
Cynthia sonrió y trepo a la cabina del camión.
5
Steve avanzó lentamente hacia el este por el arcén del carril con sentido oeste. Cuando el camión Ryder pasó a escasa velocidad junto a él conducido por Cynthia, saludó con la mano pero no levantó la vista del suelo.
– ¡No entiendo que andas buscando! –grito ella desde la cabina.
Se alejó sin darle ocasión de responder. Mejor así; tampoco el sabía que buscaba. ¿Huellas? Una idea absurda con aquel viento. ¿Sangre? ¿Fragmentos de metal cromado o cristales rotos de las luces traseras?
Eso era lo más probable. Sólo dos cosas sabía con certeza: que sus instintos no le habían simplemente pedido que hiciese aquello, se lo habían exigido; y que no podía quitarse de la cabeza la mirada vidriosa de la muñeca. La muñeca preferida de una niña, solo que la niña la había dejado tirada boca abajo en el polvo junto a la carretera. La madre había dejado sus joyas; el padre había dejado su clip para el dinero, y el niño, David, había dejado sus cromos de béisbol autografiados.
¿Por que?
Mas adelante Cynthia trazó un amplio giro para orientar el camión amarillo de nuevo hacia el oeste. Realizó la maniobra con una economía de movimientos que Steve no se habría visto capaz de igualar, retrocediendo una sola vez. Saltó de la cabina y se encaminó hacia él a paso rápido, mirando apenas al suelo, y Steve advirtió, casi molesto, que sin mayor esfuerzo había encontrado lo que sus instintos lo habían enviado a buscar.
– ¡Eh! –exclamo Cynthia. Se agachó, cogió algo y sacudió la arena.
Steve corrió hacia ella.
– ¿Que es?
–Un bloc – contesto Cynthia, y se lo tendió–. Parece que si ha estado aquí. Lleva su nombre, J. Marinville, impreso en la tapa. ¿Lo ves?
Steve cogió el pequeño bloc de espiral con la tapa doblada y lo hojeó rápidamente. Direcciones, planos que el propio Steve había esbozado, y anotaciones en la recargada letra del jefe, la mayoría sobre las recepciones programadas. Bajo el encabezamiento «San Luis», Marinville había escrito: «Patricia Franklin. Pelirroja, tetas grandes. No llamarla Pat o Patty. Nombre de la org. Amigos de las Bib. Abiertas. Dice Bill que P. F. colabora también con org. de defensa de los animales. Vegetariana». En la última página utilizada había escrita una sola palabra en una versión aún más pomposa de la letra del jefe:
Para
Sólo eso, como si hubiese empezado a dedicar un autógrafo a alguien y lo hubiese dejado a medías.
Miró a Cynthia, y vio que cruzaba los brazos bajo sus exiguos pechos y comenzaba a frotarse los codos.
–Es imposible tener frío aquí, pero yo estoy helada. Las cosas se ponen cada vez más feas.
– ¿Como es que esto no se lo ha llevado el viento? –pregunto Steve.
–Pura casualidad. Ha topado con una roca grande y luego la arena lo ha cubierto en parte. Como a la muñeca. Si lo hubiese dejado caer quince centímetros a la derecha o a la izquierda, seguramente ahora estaría a mitad de camino de México.
– ¿Por que piensas que lo ha dejado caer?
– ¿Tu no lo piensas? –replico Cynthia.
Cuando se disponía a contestar que en realidad el todavía no pensaba nada, vio un destello en el desierto, probablemente el mismo que había advertido Cynthia mientras se aproximaban a la caravana, solo que en ese instante no se hallaban en movimiento, de donde se desprendía que el destello procedía de un punto fijo. Y no era mica incrustada en una roca, Steve estaba seguro. Por primera vez sintió autentico miedo. Apretó a correr por el desierto, hacia aquel brillo, aún antes de tomar la decisión consciente de hacerlo.
– ¡Eh, no vayas tan deprisa! –protesto Cynthia, sorprendida–. ¡Espera!
Corrió los primeros cien metros, manteniendo aquel punto de luz frente a el (solo que el punto de luz había empezado a agrandarse y cobrar una forma alarmantemente familiar), hasta que de pronto lo invadió una sensación de vértigo y se detuvo. Se inclinó, apoyándose las manos en las piernas justo por encima de las rodillas, convencido de que todos los puros que había fumado en los últimos dieciocho años habían vuelto para pasarle factura.
Cuando el vértigo remitió ligeramente y los mazazos de su corazón empezaron a atenuarse en sus oídos, oyó a sus espaldas un jadeo característicamente femenino. Volvió la cabeza y vio acercarse a Cynthia al trote, sudando copiosamente pero por lo demás fresca como una rosa. Sus vistosos rizos se habían aplanado un poco, pero eso era todo.
–Te pegas... como una pelotilla... a la punta de un dedo –dijo Steve resollando cuando ella se detuvo junto a el.
–Creo que es lo más amable que me ha dicho un hombre en toda mi vida. Apúntatelo en tu cuaderno de rimas, ¿vale? Y cuidado no vaya a darte un ataque al corazón. Por cierto, ¿cuantos años tienes?
Steve se enderezó con cierto esfuerzo.
–Demasiados para interesarme por tus huesos, y me encuentro bien. Te agradezco de todos modos que te preocupes por mi salud.
Un coche pasó por la carretera sin aminorar la marcha. Los dos volvieron la cabeza. Allí cada coche que pasaba era un acontecimiento.
–Te sugiero que hagamos andando el resto del camino. Sea lo que sea ese brillo, no va a moverse de ahí.
–Yo se que es –afirmo Steve, y recorrió al trote los últimos veinte metros. Se arrodilló ante aquello como un hombre primitivo ante una efigie. La Harley del jefe había sido enterrada apresuradamente y sin mucho esmero. El viento ya había descubierto uno de los brazos del manillar y parte del otro.
La sombra de Cynthia se proyecto sobre Steve, y el levantó la vista deseando decir algo que camuflase el profundo terror que sentía, pero no se le ocurrió nada. Y en cualquier caso, no estaba seguro de que ella lo hubiese oído. Contemplaba la moto con los ojos muy abiertos y expresión atemorizada. Se arrodilló junto a el, extendió las manos como si tomase medidas, y cavó a corta distancia del brazo derecha del manillar. Encontró primero el casco del jefe. Lo extrajo, lo vació de arena y lo dejó a un lado. A continuación apartó con delicadeza la arena justo debajo de donde había aparecido el casco. Steve la observaba. No sabía si lo sostendrían las piernas en caso de intentar levantarse. Pensó en las noticias que uno leía de vez en cuando en los periódicos, noticias sobre cadáveres hallados entre la grava y extraídos de la proverbial fosa poco profunda.
En la pequeña concavidad que Cynthia había abierto, Steve vio metal pintado, resplandeciente en contraste con la arena pardusca. Era de colores rojo y crema, y se leían las letras HARL.
–Es ésta–dijo Cynthia. Steve apenas entendió sus palabras, porque ella se frotaba compulsivamente la boca una y otra vez–. Esta es la moto que he visto esta mañana, no hay duda.
Steve agarró el manillar y tiró. Nada. No le sorprendió; no había tirado con fuerza. De pronto se dio cuenta de algo siniestramente interesante. Ya no solo le preocupaba el jefe. No. Por lo visto, sus temores se habían ampliado. Y tenía cierta sensación, cierta extraña sensación de que...
–Steve, mi encantador nuevo amigo –susurro Cynthia, apartando la vista de la moto semienterrada y mirándolo a la cara– ¿pensarás que es una estupidez, la clase de tonterías que siempre dice la chica en las películas malas, pero me siento observada.
–No creo que sea una estupidez –dijo Steve, y aparto un poco más de arena. Gracias a Dios no había sangre. Aunque podía haberla en otra parte. O un cadáver enterrado debajo de la moto–. Yo tengo esa misma sensación.
– ¿Nos marchamos? –pregunto Cynthia. Era casi una suplica. Se enjugó el sudor de la frente con un brazo–. ¿Por favor?
Steve se puso en pie y se dirigieron hacia la carretera. Cuando Cynthia le tendió la mano, él se la cogió de buen grado.
–Dios, es una sensación intensa – comentó Cynthia–. ¿Tú también la percibes intensamente?
–Si. Creo que simplemente es fruto del miedo, pero sí, la percibo intensamente. Como...
A lo lejos se oyó un aullido vacilante. Cynthia le apretó la mano con tal fuerza que Steve se alegró de que se mordiese las uñas.
– ¿Que ha sido eso? –musito ella–. ¿Que ha sido eso, Dios mío?
–Un coyote – contestó Steve–. Como en las películas del Oeste. No nos atacarán. No me aprietes tanto, Cynthia, me haces daño.
Ella intentó relajarse, pero se aferró de nuevo a su mano cuando sonó un segundo aullido, que envolvió lentamente al primero como si fuesen notas sucesivas salidas de la garganta de un buen tenor haciendo ejercicios de armonía.
–Están lejos –aseguró Steve, esforzándose por no retirar su mano de la de ella. Era más fuerte de lo que parecía–. De verdad, Cynthia, probablemente están en otro condado; cálmate.
Cynthia le aflojó la mano, pero cuando volvió su cara reluciente hacia Steve, el advirtió que se hallaba al borde del pánico.
–Si, vale–dijo Cynthia– ¿están lejos, probablemente están en otro condado, probablemente es una conferencia desde California; pero no me gustan las cosas que muerden. Me asustan las cosas que muerden. ¿Volvemos al camión?
–Si.
Cynthia, caminando a su lado, le rozaba con la cadera, pero cuando se oyó el siguiente aullido ya no le apretó la mano con igual violencia; este sonó obviamente lejos, y no se repitió. Llegaron al camión. Cynthia subió a la cabina por el lado del pasajero, dirigiéndole a Steve una sonrisa nerviosa. Steve rodeo el Ryder por la parte delantera, advirtiendo que la sensación de ser observado había desaparecido. Aún tenía miedo, pero de nuevo básicamente por el jefe: si Johnny Marinville había muerto, los periódicos de todo el mundo publicarían la noticia, y sin duda Steve Ames formaría parte de ella. Y no por sus méritos precisamente. Steve Ames sería el mecanismo de seguridad que había fallado, la red que no estaba en su sitio cuando el gran hombre cayó por fin del trapecio.
–Esa sensación de ser observados... quizá se debía a los coyotes – comentó Cynthia–. ¿No crees?
–Puede ser.
–Y ahora ¿que?
Steve respiro hondo y cogió el teléfono móvil.
–Es hora de avisar a la policía –dijo, y marco el 911.
Al otro lado de la línea oyó lo que preveía: una voz grabada que se disculpaba porque en ese momento no era posible establecer comunicación. El jefe había conseguido ponerse en contacto con el, aunque solo brevemente, pero eso había sido un golpe de suerte. Steve plegó el micrófono con furia, dejó el teléfono en el soporte del salpicadero y puso el motor del Ryder en marcha. Observó con consternación que el desierto había adquirido un claro color púrpura. Habían pasado más tiempo en la caravana abandonada y ante la moto semienterrada de lo que creía.
–No funciona, ¿verdad? –pregunto Cynthia con expresión compasiva.
–No. Busquemos ese pueblo que has mencionado. ¿Como se llamaba?
–Desesperación. Hay que ir hacia el este.
Steve accionó la palanca del cambio automático.
–Indícame el camino, ¿quieres?
–Claro –respondió Cynthia, y le apoyó una mano en el brazo–. Conseguiremos ayuda. Incluso en un pueblo tan pequeño como eso tiene que haber por lo menos un policía.
Se acercaron de nuevo a la caravana abandonada antes de cambiar de sentido y encaminarse de nuevo hacia el este, y Steve vio que la puerta seguía moviéndose. Ninguno de los dos había pensado en cerrarla. Detuvo el camión, puso la palanca del cambio en punto muerto, y abrió la puerta del Ryder.
Cynthia lo agarró por el hombro cuando estaba a punto de salir.
–Eh, ¿adonde vas? –pregunto.
Ya no parecía asustada pero tampoco completamente serena.
–Tranquila, chica. Es solo un segundo.
Salió y cerró la puerta de la caravana, que, según rezaba en las letras cromadas del costado, se llamaba Wayfarer. A continuación volvió al Ryder.
– ¿Y eso? –preguntó Cynthia–. ¿Es que eres un perfeccionista?
–Normalmente no. Pero no me gustaba la idea de que el viento siguiese batiendo esa puerta. –Guardó silencio por un instante y permaneció con el pie en el estribo, mirándola, pensando. Finalmente hizo un gesto de indiferencia–. Era como ver el postigo abierto de una casa embrujada.
–Ya –dijo Cynthia.
A lo lejos volvieron a oírse los aullidos de los coyotes, quizá al sur, quizá al este – con aquel viento era difícil precisarlo– pero esta vez dio la impresión de que fuese medía docena de voces. Esta vez pareció una manada. Steve subió a la cabina y cerró la puerta.
–Vamos –anunció, accionando de nuevo la palanca del cambio–. Demos la vuelta y busquemos algún policía.
V
1
David Carver lo vio mientras la mujer de la camisa azul y los vaqueros descoloridos, acurrucándose contra la reja de la celda para borrachos y cruzando los antebrazos ante los pechos en un gesto defensivo, se rendía definitivamente y el policía retiraba el escritorio para llegar hasta ella.
«No la toques, hijo –le había advertido el hombre del pelo blanco cuando la mujer arrojó la escopeta a un lado y ésta se deslizó por el suelo de madera hasta chocar contra los barrotes de su celda–. Está descargada, así que déjala.»
David siguió su consejo, pero vio algo más al contemplar la escopeta: un cartucho había rodado hacia su celda y se había detenido junto al último barrote de la izquierda. Era un cartucho grueso y verde, uno de los diez o doce que habían caído al suelo cuando el policía demente empezó a golpear a la mujer, Mary, con el escritorio para obligarla a soltar el arma.
El hombre del pelo blanco tenía razón: habría sido absurdo coger la escopeta. Habría sido absurdo incluso si conseguía hacerse también con el cartucho. El policía era enorme –alto como un jugador profesional de baloncesto, fornido como un jugador profesional de fútbol americano–, y además se movía con rapidez. Habría llegado hasta David, que nunca había tenido un arma autentica entre sus manos, aun antes de que descubriese por donde meter el cartucho. Sin embargo, si lograba coger el cartucho... tal vez... en fin, ¿quién sabía?
– ¿Puedes andar? –preguntó el policía a la mujer llamada Mary con un tono grotescamente solicito– ¿Tienes algo roto?
– ¿Y eso que más da? –replicó ella. Le temblaba la voz, pero David tuvo la impresión de que no era a causa del miedo sino de la ira–. Si va a matarme, acabe cuanto antes.
David miró al anciano que compartía la celda con él intentando adivinar si había reparado también en el cartucho. Al parecer no lo había visto, pese a que por fin se había levantado del catre y acercado a los barrotes.
En lugar de gritar o golpear a la mujer que había tratado de volarle la cabeza, el policía la rodeo con un brazo. Fue un abrazo cordial. En cierto modo aquel gesto de afecto aparentemente sincero resultaba más inquietante que los momentos de violencia que lo habían precedido.
– ¿Matarte? ¿Matarte? ¡No voy a matarte, Mare!
El policía miró alrededor como si esperase ver confirmada su incredulidad en los rostros de los tres miembros de la familia Carver y el hombre del pelo blanco. Sus claros ojos grises y los ojos azules de David se cruzaron por un instante, y el muchacho dio un paso atrás instintivamente. Tal fue su terror que de pronto se sintió débil. Débil y vulnerable. David no entendió como podía sentirse aún más vulnerable de lo que ya era.
El policía tenía la mirada vacía, tan vacía como la de una persona inconsciente con los ojos abiertos. Al advertir ese detalle David se acordó de su amigo Brian y su inolvidable visita en noviembre del año anterior al hospital donde Brian se hallaba internado. Pero no era lo mismo, porque la mirada del policía estaba vacía y a la vez no lo estaba. Había algo en aquellos ojos, si, había algo, pero David no sabía que era ni se explicaba como podía haber algo y nada al mismo tiempo. Sólo sabía que nunca antes había visto una mirada como aquella.
El policía miró de nuevo a la mujer con una expresión de exagerado asombro y dijo:
– ¡No, por Dios! Y menos ahora que las cosas empiezan a ponerse interesantes. –Extrajo del bolsillo derecho de la camisa un manojo de llaves unidas por un aro y separo una que apenas parecía una llave; era un rectángulo de metal con una banda negra en el centro. A David le recordó a una de esas tarjetas codificadas que entregan en los hoteles para abrir las puertas de las habitaciones. El policía la introdujo en la cerradura de la amplia celda para borrachos y abrió la reja–. Entra, Mare. Estarás tan a gusto como una chinche en una manta.
Ella, sin prestarle atención, se volvió hacia los padres de David, que estaban agarrados a los barrotes de la pequeña celda situada enfrente de la que ocupaban David y el hombre del pelo blanco.
–Este individuo... este maníaco... ha matado a mi marido. Lo ha… –La mujer tragó saliva con una mueca de dolor, y el policía la observó benévolamente, casi esbozando una sonrisa de aliento, como si quisiese decir: «Sácalo, Mary, desahógate y te sentirás mejor»–. Lo ha rodeado con un brazo como ha hecho conmigo hace un momento y le ha disparado cuatro veces.
–También ha matado a nuestra hija –declaró Ellen Carver, y por un momento una sensación de irrealidad invadió a David, como si las dos estuviesen jugando a ver quién inventaba la mentira mayor. A continuación la mujer llamada Mary diría: «Y además ha matado a nuestro perro» y luego su madre replicaría...
–Eso no lo sabemos –intervino el padre de David. Tenía un aspecto espantoso, con la cara tumefacta y ensangrentada, como un boxeador de pesos pesados tras doce asaltos de severo castigo–. O al menos no estamos seguros. –Contempló al policía con una anhelante expresión de esperanza en el rostro hinchado, pero éste ni siquiera se dignó mirarlo; todo su interés se centraba en Mary.
–Ya está bien de charla –dijo con la voz tierna de un abuelo–. Entra en tu habitación, Mary mía. Entra en tu jaula de oro, mi dulce canario de ojos azules.
–Y si me niego ¿que? –repuso Mary–. ¿Me matara?
–Ya te he dicho que no es esa mi intención, pero no olvides el consabido destino peor que la muerte –contestó el policía. Aunque seguía hablando con la afabilidad de un abuelo, Mary lo miraba ahora fijamente, como una cabra atada a un poste miraría a una boa que reptase hacia ella–. Puedo hacerte daño, Mary. Podría hacerte tanto daño que al final desearías que te hubiese matado. Me crees, ¿verdad?
Mary lo miró aún un momento más y luego desvió violentamente la vista. Desde su celda David, a unos seis metros de Mary, tuvo la impresión de que se había zafado de un tirón de la mirada del policía, del mismo modo que uno arrancaría un trozo de cinta adhesiva de la solapa de un sobre o el envoltorio de un paquete. Mary entró en la celda con rostro trémulo y se desmoronó por completo cuando la reja se cerró a sus espaldas. Se arrojó a uno de los cuatro catres adosados a la pared del fondo, apoyó la cara en los brazos y empezó a sollozar. El policía la observó por un instante. David tuvo tiempo de mirar el cartucho y consideró la posibilidad de cogerlo. Pero de pronto el policía se sacudió como si despertase de una siesta, se dio medía vuelta y se dirigió hacia la celda donde estaba David.
El hombre del pelo blanco retrocedió de inmediato hasta que tropezó con el borde del catre y se desplomó en el, tapándose otra vez los ojos con las manos. Momentos antes David había pensado que aquel era un gesto de desesperación, pero ahora comprendía que en realidad era fruto del terror que el mismo había experimentado cuando su mirada se cruzó con la del policía; no era desesperación sino el gesto instintivo de alguien decidido a no mirar en determinada dirección a menos que sea absolutamente inevitable.
– ¿Que tal, Tom? –preguntó el policía al hombre sentado en el catre–. ¿Como van las cosas, viejo amigo?
El hombre del pelo blanco se encogió y permaneció con la cara oculta entre las manos. El policía lo miró por un momento y a continuación posó sus ojos grises en David. El muchacho fue incapaz de apartar la vista; ahora era el quién se hallaba atrapado en aquella mirada. Pero había algo más: sentía una especie de llamada.
– ¿Te diviertes, David? –preguntó el enorme policía rubio. Sus ojos parecieron agrandarse, convertirse en claros estanques grises llenos de luz–. ¿Estas aprovechando bien este interludio, minuto a minuto?
–No... –Se le quebró la voz. Se humedeció los labios y probó de nuevo–: No se de que me habla.
– ¿Ah, no? Me extraña, porque veo... –El policía se llevo los dedos a la comisura de los labios y tras un instante bajó de nuevo la mano. Su cara reflejó genuina perplejidad–. No se que veo. Es desconcertante, si señor. ¿Quien eres, muchacho?
David dirigió un vistazo a sus padres, pero apartó la mirada rápidamente al ver lo que se adivinaba en sus rostros. Pensaban que el policía iba a matarlo como había matado a Bombón y al marido de Mary.
–Soy David Carver– contestó, mirando de nuevo al policía–. Vivo en el número 248 de la calle Poplar, en Wentworth, Ohio.
–Si, no dudo que eso sea cierto, pero ¿quién te ha hecho, pequeño Dave? ¿Acaso no puedes decirme quién te ha hecho? ¡Tak!
No está leyéndome el pensamiento, se dijo David, pero quizá podría. Si se lo propusiese, quizá podría.
Probablemente un adulto habría descartado esa idea por considerarla absurda y se habría instado a no sucumbir a una actitud paranoica inducida por el miedo. Eso es precisamente lo que quiere que creas, habría pensado un adulto. Pero David no era un adulto; era un niño de once años. Aunque tampoco era un niño cualquiera, al menos desde noviembre del año anterior. Desde entonces su personalidad había experimentado cambios notables. Y esperaba que tales cambios lo ayudasen a afrontar aquella extraña situación.
Entretanto el policía lo observaba pensativamente con los ojos entornados.
–Supongo que me hicieron mi madre y mi padre –respondió David por fin–. ¿No es así como funciona?
– ¡Vaya, un muchacho que conoce los misterios de la vida! ¡Estupendo! ¿Y que contestas a mi otra pregunta, soldado? ¿Te diviertes?
–Ha matado a mi hermana, así que no haga preguntas estúpidas.
– ¡Hijo, no le provoques! –gritó su padre con voz asustada. En realidad ni siquiera parecía la voz de su padre.
–No, no soy estúpido –repuso el policía, aproximando más aún sus horrendos ojos a David. Sus iris parecían girar y girar como peonzas. Contemplándolos, David sintió nauseas, tuvo de hecho que reprimir el vómito; sin embargo, le fue imposible apartar la mirada–. Puedo ser muchas cosas, pero no estúpido. Sé más de lo que te imaginas, soldado. Te lo aseguro. Más de lo que te imaginas.
– ¡Déjelo en paz! –dijo la madre de David a voz en cuello. Ahora David no la veía; el enorme cuerpo del policía la tapaba por completo–. ¿No le ha hecho ya bastante daño a nuestra familia? ¡Si le toca un pelo, lo matare!
El policía no se dio por aludido. Se llevó los dedos índices a los párpados inferiores y tiró de ellos hacia abajo, mostrando los globos oculares en una mueca grotesca.
–Tengo ojos de águila, David, y esos son ojos que distinguen la verdad desde lejos. Te conviene creerme. Ojos de águila, si señor. –Siguió mirándolo fijamente a través de los barrotes casi como si David le hubiese hipnotizado. Al cabo de un instante susurró–: Eres un elemento de cuidado, ¿no? Si señor, un elemento de cuidado.
Piense lo que quiera, se dijo David, pero no piense que estoy pensando en el cartucho.
El policía abrió aún más los ojos, y por un angustioso momento David creyó que era eso exactamente lo que estaba pensando, que había sintonizado la mente de David como si fuese una emisora de radio. De pronto se oyó el aullido de un coyote, un sonido prolongado y solitario, y el policía miró en esa dirección. El hilo que le unía a David –quizá telepatía, quizá simplemente una mezcla de miedo y fascinación– se rompió.
Se agachó a recoger la escopeta. David contuvo la respiración, temiendo que viese el cartucho que había en el suelo a su derecha, pero el policía no dirigió la mirada hacia ese lado. Se irguió a la vez que tiraba de una palanca en el costado de la escopeta. Esta se abrió, y los cañones reposaron en su brazo como un animal obediente.
–No te vayas, David –dijo con familiaridad, como de compañero a compañero–. Tenemos mucho de que hablar. Esa es una conversación que espero con impaciencia, créeme, pero ahora estoy un poco ocupado.
Volvió hacia el centro de la sala con la vista baja, recogiendo cartuchos a su paso. Con los dos primeros cargo la escopeta, y se guardó el resto distraídamente en los bolsillos. David, incapaz de esperar un instante más, se inclinó, introdujo la mano entre los dos últimos barrotes del lado izquierdo de la celda, se apodero del tubo verde y grueso, y se lo metió en un bolsillo de los vaqueros. La mujer llamada Mary no lo vio; continuaba echada en el catre con la cara entre los brazos. Sus padres no le vieron; estaban de pie tras los barrotes de su celda y, cogidos de la cintura, contemplaban con horrorizada fascinación al hombre del uniforme caqui. David se dio la vuelta y vio que el anciano del pelo blanco –Tom– seguía cubriéndose la cara con las manos, así que quizá por esa parte tampoco tenía nada que temer. O quizá si, porque tras los dedos extendidos del viejo Tom se entreveían sus acuosos ojos abiertos. En cualquier caso era demasiado tarde para dejar de nuevo el cartucho. Mirando al hombre que el policía había llamado Tom, David se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardase silencio. El viejo Tom no dio señales de ver su gesto; sus ojos, tras su propia prisión, contemplaban el vacío a través de los barrotes formados por los dedos.
El policía que había matado a Bombón recogió el último cartucho del suelo y cerró la escopeta con un ágil movimiento de muñeca. David lo había observado con atención mientras recogía los cartuchos intentando adivinar si los contaba. Le había dado la impresión de que no era así... hasta ese momento. Estaba de espaldas a David, con la cabeza inclinada, y de pronto se volvió y se acercó a el en dos zancadas. El niño sintió que el estomago le pesaba como si fuese de plomo.
Por un instante el policía se quedó inmóvil frente a él, como si hurgase en su interior, y David pensó: Intenta forzarme el cerebro como un ladrón fuerza una cerradura.
– ¿Estas pensando en Dios? –preguntó el policía–. No te molestes. El territorio de Dios termina en Indian Springs, y ni siquiera Satán pone sus pezuñas mucho más al norte de Tonopah. No hay Dios en Desesperación, muchacho. Aquí solo hay can de lach.
Con eso pareció dar por concluida su visita. Abandonó la sala con la escopeta bajo el brazo, y durante unos cinco segundos solo los ahogados sollozos de Mary rompieron el silencio. David miró a sus padres, y ellos le miraron a él. Allí de pie, abrazados, ofrecían el aspecto que debieron de tener cuando eran niños, mucho antes de conocerse en la facultad, y esa imagen asustó a David más que cualquier otra cosa. Habría preferido sorprenderlos desnudos en pleno acto sexual. Deseó decir algo, pero no se le ocurrió nada.
De pronto el policía entró de nuevo en la sala. Tuvo que agachar la cabeza para no golpearse con el dintel de la puerta. En sus labios había una sonrisa de loco que recordó a David la cara de Garfield, el gato de las historietas gráficas, mientras representaba sus números de vodevil en los patios traseros de las casas. Y también aquello, por lo visto, era un número de vodevil. Un antiguo teléfono beige con la caja sucia y agrietada colgaba de la pared. Descolgó el auricular, se lo acercó a la oreja y exclamo:
– ¿Servicio de habitación? Súbanme una habitación. –Colgó con brusquedad y, dirigiendo su demente sonrisa de Garfield a los prisioneros, explicó–: Es un viejo chiste de Jerry Lewis. Los críticos americanos no entienden a Jerry Lewis, pero en Francia le adoran. Allí es un verdadero ídolo. –Miró a David–. En Francia tampoco hay Dieu, soldado. Te lo digo yo. Sólo hay Cinzano, caracoles y mujeres que no se depilan los sobacos. –Recorrió con la mirada a sus otras víctimas, y su grotesca mueca se desvaneció gradualmente–. Y vosotros quedaos quietos. Sé que me tenéis miedo, y quizá con razón. Pero, creedme, estáis aquí encerrados por un motivo: este es el único lugar seguro en kilómetros a la redonda. Ahí fuera existen fuerzas que no desearíais ni imaginar. Y cuando caiga la noche... –se interrumpió y movió la cabeza en un gesto sombrío, como si el resto de la frase fuese demasiado horrible para expresarlo en voz alta.
Mientes, eres un embustero, pensó David, pero en ese preciso momento penetró por la ventana abierta de la escalera otro vibrante aullido, y eso lo hizo dudar.
–En cualquier caso –añadió el policía– ¿estas son buenas celdas y tienen buenas cerraduras. Se construyeron para encerrar mineros alborotadores, y no es posible escapar. Si la idea se os había pasado por la cabeza, ya podéis archivarla. Ahora estáis bajo mi custodia, y es lo que más os conviene, creedme.
Dicho esto, se marchó, y esta vez de verdad. David oyó las contundentes pisadas de sus botas en la escalera y notó como temblaba todo el edificio.
El muchacho permaneció donde estaba por un momento, consciente de que debía hacer a continuación –era perentoriamente necesario– pero reacio a hacerlo delante de sus padres. Sin embargo, no le quedaba alternativa. Y su sospecha acerca del policía había sido acertada: si bien no era capaz de leerle el pensamiento como si se tratase de un periódico, si había percibido algo; había percibido la parte relacionada con Dios. Pero era mejor que hubiese adivinado eso y no lo del cartucho.
Se volvió y se acercó despacio al pie del catre. Notaba el peso del cartucho en el bolsillo, un peso palpable, bien definido. Tenía la sensación de llevar una pepita de oro oculta en los vaqueros.
No, algo más peligroso que el oro, se dijo. Un fragmento de material radiactivo, quizá.
Permaneció inmóvil por un momento, de espaldas a la sala, y por fin se arrodilló muy lentamente. Respiró hondo, llenando por completo los pulmones, y a continuación expulsó el aire en un suspiro largo y silencioso. Cruzó las manos sobre la tosca manta de lana y apoyó en ellas la frente.
–David, ¿que te pasa? –preguntó su madre–. ¡David!
–No le pasa nada –dijo su padre, y David sonrió a la vez que cerraba los ojos.
– ¿Como que no le pasa nada? –gritó Ellie–. Míralo. Se ha caído está desmayándose. ¡David!
Sus voces sonaban cada vez más lejanas, pero antes que se desvanecieran del todo David oyó decir a su padre:
–No esta desmayándose. Está rezando.
¿No hay Dios en Desesperación?, pensó David. Bien, ahora lo veremos.
Después de eso se sumió en un estado de total abstracción. No le preocupaba ya lo que pudieran pensar sus padres, ni le inquietaba la posibilidad de que el anciano del pelo blanco le hubiese visto coger el cartucho y fuese a contárselo al monstruoso policía, ni sentía dolor por su tierna hermana, que nunca había hecho daño a nadie y no merecía morir como había muerto. De hecho David ni siquiera estaba ya dentro de su propia cabeza. Estaba en la oscuridad, ciego pero no sordo; estaba en la oscuridad escuchando a su Dios.
2
Como la mayoría de las conversiones espirituales, la de David Carver había sido espectacular solo externamente; por dentro fue apacible, tan natural casi como cualquier hecho cotidiano. Quizá no había sido racional –los asuntos del espíritu rara vez son estrictamente racionales–, pero se había producido de una manera clara y conforme a su propia lógica. Y su autenticidad, al menos para David, era incuestionable. Había encontrado a Dios, así de sencillo. Y, más importante aún, Dios le había encontrado a el.
En noviembre del año anterior un coche había atropellado a Brian Ross, el mejor amigo de David, cuando se dirigía al colegio en bicicleta. Brian salió despedido y fue a estrellarse contra la pared de una casa. Normalmente David se habría encontrado con el, pero aquella mañana en particular se había quedado en casa recuperándose de un virus no demasiado grave. El teléfono sonó a las ocho y medía, y su madre apareció en la sala de estar pálida y temblorosa diez minutos después.
–David, Brian ha tenido un accidente. Por favor, procura no alterarte demasiado.
David no recordaba apenas nada del resto de la conversación, salvo las palabras «no esperan que sobreviva».
Fue idea suya ir a visitar a Brian al día siguiente tras telefonear esa tarde al hospital para asegurarse de que su amigo seguía con vida.
–Cariño, entiendo como te sientes, pero no me parece buena idea –dijo su padre.
El hecho de que lo llamase «cariño», una expresión de afecto que había quedado arrinconada hacia mucho tiempo junto con los muñecos de peluche de David, revelaba la honda inquietud de Ralph Carver. Miró a Ellen, pero ella siguió frente a la fregadera escurriendo una y otra vez un paño de cocina con manifiesto nerviosismo. Obviamente no iba a recibir ayuda de ella. Tampoco Ralph había supuesto una gran ayuda en realidad, pero ¿quién iba a imaginar que algún día sostendrían una conversación como aquella? El chico tenía solo once años, y Ralph no se había planteado siquiera contarle las verdades de la vida, y mucho menos las de la muerte. Por suerte Kirstie se encontraba en la sala de estar viendo dibujos animados por la televisión.
–Al contrario –repuso David–, es una buena idea. De hecho es la única idea posible. –Pensó en añadir algo heroicamente modesto como «Además, Brian habría hecho lo mismo por mí», pero prefirió callar. A decir verdad, dudaba que Brian lo hubiese hecho, pero eso no cambiaba las cosas, porque incluso en esos primeros momentos, antes de lo que ocurriría en los jardines de la calle Bear, comprendió de una manera intuitiva que debía acudir al hospital no por Brian sino por si mismo.
Su madre abandonó su bastión frente a la fregadera y avanzó hacia él con paso vacilante.
–David –dijo– ¿tienes muy buen corazón... el mejor corazón del mundo... pero Brian... ha salido... en fin... lanzado...
–Tu madre intenta decirte que ha salido lanzado y se ha golpeado la cabeza contra una pared de ladrillo –explico Ralph Carver–. Ha sufrido lesiones irreversibles en el cerebro. Está en coma, y sus constantes vitales son poco alentadoras. ¿Sabes que significa todo eso?
–Que creen que tiene el cerebro hecho puré– contestó David.
Ralph parpadeó y luego asintió con la cabeza.
–Brian se encuentra en un estado en el que lo mejor que podría ocurrir sería que todo acabase cuanto antes. Si vas al hospital, no verás al amigo que tú conocías, al muchacho que te invitaba a dormir en su casa...
En ese punto su madre salió de la cocina y fue a la sala de estar. Allí sentó en su regazo a Bombón, que la miró desconcertada, y empezó a llorar de nuevo.
Ralph la observó como si desease marcharse con ella y luego se volvió otra vez hacia David.
–Es mejor que recuerdes a Brian tal como era cuando lo viste por última vez, ¿comprendes?
–Si, pero tengo que ir a verlo. Si no quieres llevarme, no hay problema. Tomaré el autobús después de clase.
Ralph exhalo un profundo suspiro.
– ¡Mierda, ya te llevaré yo! Y no es necesario que esperes hasta después de clase. Pero, por lo que más quieras, no le digas nada de esto a... –Señaló con el mentón hacia la sala de estar.
– ¿A Bombón? No, por Dios –repuso David.
Se abstuvo de añadir que Bombón había ido ya a su habitación para preguntarle que le había pasado a Brian, si le había dolido, qué creía David que se sentía al morir, si después de la muerte iba uno a alguna otra parte, y otras cien preguntas más. Y mientras hablaban ella lo miraba con una expresión tan solemne y atenta, con unos ojos tan... tan inconfundiblemente suyos... Pero a menudo era mejor no contárselo todo a los padres. Eran mayores, y ciertas cosas los ponían nerviosos.
Ellie volvió a la cocina y dijo:
–Los padres de Brian no te dejarán entrar en la habitación. Conozco a Mark y Debbie desde hace años, y aunque estén trastornados por el dolor, como sin duda lo estarán (yo en su lugar habría perdido el juicio), no consentirán que un niño vea... a otro niño que esta agonizando.
–He hablado con ellos después de telefonear al hospital – contestó David con serenidad–. La señora Ross dice que no tiene ningún inconveniente.
Su padre le tenía cogida la mano. Aquel contacto le resultaba agradable. Quería mucho a sus padres, y le dolía verlos tan angustiados, pero no tenía la menor duda sobre cuál era su obligación. Se sentía como si le guiase una fuerza exterior, del mismo modo que una persona mayor y más versada guiaría la mano de un niño de corta edad para ayudarlo a dibujar un perro, una gallina o un muñeco de nieve.
– ¿Como es posible? –dijo Ellen Carver con voz empañada–. ¿En que demonios estará pensando Debbie?
–Ha dicho que le gustaría que me despidiese de el. Van a retirarle la respiración artificial este fin de semana, cuando sus abuelos hayan venido a verlo, y le gustaría que yo fuese primero.
Al día siguiente Ralph se tomo la tarde libre en el trabajo y pasó a recoger a su hijo por el colegio. David le esperaba ya en la acera, y en el bolsillo de su camisa asomaba la tarjeta azul donde constaba que podía abandonar las clases antes de hora. Cuando llegaron al hospital, subieron a la quinta planta –donde se hallaba la unidad de cuidados intensivos– en el ascensor más lento del mundo. En el camino David intentó prepararse para lo que iba a ver.
–No te asustes, David –le había dicho la señora Ross por teléfono–. No tiene muy buen aspecto. Nos consta que no siente dolor, porque el coma es muy profundo; pero no tiene buen aspecto.
– ¿Quieres que entre contigo? –preguntó su padre ante la puerta de la habitación de Brian.
David movió la cabeza en un gesto de negación. Percibía aún con gran intensidad la sensación que le había invadido cuando su madre le dio la noticia del accidente: aquella sensación de ir de la mano de alguien más experto que el, alguien en quién apoyarse si llegaba a faltarle el valor.
Entró en la habitación. Los señores Ross se hallaban allí, sentados en butacas rojas de vinilo. Sostenían entre las manos sendos libros que no leían. La cama donde yacía Brian se encontraba junto a la ventana, rodeada de máquinas que emitían peculiares pitidos y trazaban líneas verdes en sus respectivos monitores. Una manta ligera cubría a Brian hasta la cintura. Llevaba una fina camisa blanca de hospital totalmente abierta, y los dos lados de la pechera caían a sus costados como las lechosas alas de ángel de una representación escolar, dejando a la vista varias ventosas de goma enganchadas en el pecho. También tenía ventosas en la cabeza, bajo un enorme vendaje blanco. Un largo corte descendía por la mejilla izquierda desde el borde del vendaje hasta la comisura de los labios, donde se curvaba como un anzuelo. El corte había sido cerrado con puntos de sutura negros. David tuvo la impresión de estar viendo una imagen de una película de Frankenstein, alguna de las antiguas versiones con Boris Karloff que pasaban en el ciclo de terror de los sábados por la noche. A veces, cuando David dormía en casa de Brian, se quedaban despiertos hasta tarde comiendo palomitas de maíz y viendo aquellas películas. Les encantaban los viejos monstruos del cine en blanco y negro. En una ocasión, mientras veían La momia, Brian se volvió hacia David y exclamo: «¡Mierda, nos persigue la momia! Caminemos más deprisa» Era una estupidez, pero a la una menos cuarto de la madrugada cualquier cosa puede resultar graciosa a unos niños de once años, y los dos se echaron a reír como buenos amigos.
Brian, tendido en la cama del hospital, lo miraba. De hecho sus ojos, tan abiertos y vacíos como las aulas de un colegio en agosto, parecían traspasarlo.
Experimentando con mayor intensidad que nunca la sensación de que sus miembros se movían por influencia de una fuerza exterior, David penetró en el mágico círculo de máquinas de hospital. Observó las ventosas adheridas al pecho y las sienes de Brian. Observó los cables conectados a las ventosas. Observó la anómala curvatura del vendaje en el lado izquierdo de la cabeza de Brian, como si debajo la forma del cráneo hubiese sido drásticamente alterada. David supuso que en efecto estaba alterada. Cuando uno se golpeaba contra una pared de ladrillo, algo tenía que ceder. Un tubo salía del brazo derecho de Brian, y otro del pecho. Los tubos ascendían hacia dos bolsas llenas de líquido que colgaban de los ganchos de un soporte. Brian tenía un artilugio de plástico en la nariz y una tira de esparadrapo en la muñeca.
Todas estas máquinas lo mantienen vivo, pensó David, y cuando las desconecten, cuando retiren las agujas...
Ante esa idea lo asaltó un sentimiento de incredulidad, punzadas de asombro que eran en el fondo dolor. El y Brian se salpicaban de agua en la fuente situada frente a la sala de profesores del colegio cuando creían que no había nadie vigilando. Montaban en bicicleta por los fabulosos jardines de la calle Bear creyéndose miembros de un comando. Intercambiaban libros, tebeos y cromos de béisbol y a veces pasaban largos ratos en el porche trasero de la casa de David jugando con el Gameboy de Brian, leyendo o tomando la limonada que su madre les preparaba. Se daban bofetadas y se llamaban mutuamente «mal chico». (En ocasiones, cuando estaban solos, se llamaban «mamón» o «gilipollas».) En segundo de primaria se habían pinchado las yemas de los dedos con agujas y después, juntando las heridas sangrantes, se habían jurado amistad eterna. En agosto de ese año, con la ayuda de Mark Ross, habían construido un Partenón con chapas inspirándose en una fotografía de un libro. Al final les quedó tan bien que Mark lo colocó en el recibidor de su casa para enseñárselo a las visitas. Estaba previsto que el Partenón de chapas se trasladase a la casa de los Carver –a menos de dos manzanas de la casa de Brian– a primeros del año siguiente.
Fue en ese Partenón precisamente en lo que David fijó su pensamiento durante el rato que permaneció junto al lecho de su amigo comatoso. Lo habían construido ellos –David, Brian y el padre de Brian– en el garaje de los Ross mientras en un casete sonaba una y otra vez Rattle and Hum. Por un lado, aquel Partenón era una estupidez, pues estaba hecho de chapas; por otro lado, era genial porque tenía un inconfundible parecido con el original, cualquiera lo habría reconocido. También era genial porque lo habían construido con sus propias manos. Y pronto un empleado de una funeraria, utilizando un cepillo especial y prestando particular atención a las uñas, limpiaría y arreglaría las manos de Brian. La gente no deseaba ver un cadáver con las uñas sucias, supuso David. Y cuando Brian tuviese las manos limpias y se encontrase ya dentro del ataúd que sus padres hubiesen elegido, el empleado de la funeraria le enlazaría los dedos como si fuesen los cordones de unas zapatillas deportivas. Y en esa posición permanecerían sus manos bajo tierra, pulcramente cruzadas, tal como les ordenaban sus maestros en segundo de primaria. Aquellas manos no construirían ya más edificios con chapas. Aquellos dedos no desviarían ya el chorro de ninguna fuente para salpicar a nadie. Permanecerían inmóviles en la oscuridad.
Mientras todo aquello acudía a su mente, David no sintió terror sino desesperación, como si la imagen de los dedos entrecruzados de Brian en el ataúd demostrase que nada merecía la pena, que los actos de los hombres jamás ahuyentaban la muerte, que ni siquiera los niños estaban exentos de los horrores que se desarrollaban sin cesar tras la empalagosa fachada de telecomedia en que creían los padres y en que querían hacerle creer a uno.
Ni el señor ni la señora Ross le dirigieron la palabra mientras estaba junto a la cama de Brian meditando en todo aquello con el estilo taquigráfico propio de los niños. A David no le incomodó su silencio.
Le caían bien los padres de Brian, sobre todo el señor Ross, que tenía una interesante vena de locura, pero no había ido allí a verlos a ellos. No eran ellos quienes estaban conectados al gotero y el respirador que serían retirados en cuanto los abuelos tuviesen ocasión de despedirse.
Había ido a ver a Brian.
David cogió la mano de su amigo. La notó fría y flácida pero todavía viva. Se percibía en ella la vida como el ronroneo de un motor. Se la apretó con suavidad y susurro:
– ¿Cómo va, mal chico?
No recibió más respuesta que el tenue zumbido de la máquina que respiraba por Brian ahora que se habían fundido la mayoría de los fusibles de su cerebro. Esa máquina se hallaba en la cabecera de la cama y era la más voluminosa. De un costado salía un tubo de plástico transparente con una especie de acordeón blanco en el interior. Producía un ruido casi imperceptible –de hecho, todas aquellas máquinas eran muy silenciosas–, pero de todos modos el acordeón resultaba inquietante. Emitía un sonido grave e insistente. Un jadeo. Daba la impresión de que una parte de Brian no se encontrase en un estado de coma tan profundo como para no sentir el dolor, y que esa parte hubiese sido extirpada de su cuerpo e introducida en aquel tubo de plástico, donde quedaba resguardada de tormentos aún mayores, y donde el acordeón blanco se encargaba de extraerle los restos de vida.
Y además estaban sus ojos.
David no podía evitar mirarlos una y otra vez. Nadie le había advertido que Brian tenía los ojos abiertos; hasta ese instante no sabía que una persona podía hallarse inconsciente y mantener los ojos abiertos. Debbie Ross le había dicho que no se asustase, que Brian no ofrecía buen aspecto; pero no le había prevenido sobre aquella mirada de ratón disecado. No obstante, quizá no había nada que reprochar a la madre de Brian; quizá uno nunca, a ninguna edad, podía prepararse para las cosas verdaderamente horribles.
Brian tenía un ojo inyectado en sangre, y la pupila de ese mismo ojo tan dilatada que alrededor se veía apenas un delgadísimo aro de iris castaño. En el otro ojo tanto el blanco como la pupila parecían en su estado normal, pero eso era lo único normal, porque no había ni rastro de su amigo en aquellos ojos, ni rastro. El niño que le había hecho reír diciendo «¡Mierda, nos persigue la momia! Caminemos más deprisa» no estaba allí, a menos que se hallase en el tubo de plástico, a merced del acordeón blanco.
David desviaba la vista –dirigiéndola al corte cosido en forma de anzuelo, el vendaje, la única oreja que las vendas dejaban al descubierto–, pero una y otra vez su mirada volvía a los ojos abiertos y fijos de Brian con sus disparejas pupilas. Lo que lo atraía era la nada, la ausencia, la lejanía de aquellos ojos. Y aquel interés no era solo impropio; era... era...
Perverso, susurró una voz en lo más profundo de su mente. Era una voz desconocida, que nunca antes había oído en sus pensamientos, y cuando Debbie Ross le apoyo una mano en el hombro, David tuvo que apretar los labios para reprimir un grito.
–El hombre que lo atropelló estaba borracho –explico la señora Ross con una voz ronca y empañada por el llanto–. Dice que no recuerda nada, que tiene amnesia temporal, y lo peor, Davey, es que le creo.
–Deb... –trató de decir el señor Ross, pero su esposa no le prestó atención.
– ¿Como puede consentir Dios que ese hombre haya olvidado que atropelló a mi hijo con su coche? –Había empezado a levantar la voz. Ralph Carver, desconcertado, asomó la cabeza por la puerta abierta, y una enfermera que empujaba un carrito por el pasillo se detuvo en seco y miró alarmada hacia el interior de la habitación 508–. ¿Como puede Dios tener tanta compasión de un hombre que merecería despertarse cada noche durante el resto de su vida con el recuerdo de la sangre de mi pobre hijo saliendo a borbotones?
El señor Ross le rodeó los hombros con el brazo. En la puerta Ralph Carver retiró la cabeza como una tortuga refugiándose en su caparazón. David lo vio, y quizá en aquel momento odió un poco a su padre por ello, aunque en realidad no lo recordaba con seguridad. Si recordaba claramente la cara pálida e inmóvil de Brian, el vendaje que parecía comprimir la cabeza, la oreja blanquecina como la cera, los labios rojos de la herida unidos en un beso por el hilo negro de sutura, y los ojos. Sobre todo recordaba los ojos. La madre de Brian se hallaba a un paso de el, llorando y gritando, y sin embargo aquellos ojos no se inmutaron.
Pero Brian esta ahí, pensó David de pronto, y esa idea, al igual que muchas otras que habían acudido a su mente desde que su madre le anunció el accidente de Brian, no parecía surgir de el sino pasar a través de él, como si su cuerpo y su mente se hubiesen convertido en una especie de conducto.
Brian esta ahí, me consta que esta ahí, como una persona atrapada en un corrimiento de tierras o bajo los escombros de un edificio derrumbado.
Debbie Ross había perdido el control por completo. Chillaba y se agitaba entre los brazos de su marido, intentando zafarse. El señor Ross la arrastró como pudo hacia las butacas rojas de vinilo. La enfermera se apresuró a entrar en la habitación y la sujetó por la cintura, ordenando:
–Señora Ross, siéntese. Se encontrará mejor si se sienta.
– ¿Que clase de Dios permite a un hombre olvidar que ha matado a un niño? –preguntó la madre de Brian–. La clase de Dios que quiere que ese hombre coja otra borrachera y vuelva a hacerlo, esa clase de Dios. ¡Un Dios que ama a los borrachos y odia a los niños!
Brian seguía mirando con ojos ausentes. Oía el sermón de su madre con su oreja cerosa. Sin enterarse de nada. Sin estar allí. Pero...
Sí, susurro alguien o algo en la cabeza de David. Sí, esta ahí. En alguna parte.
–Enfermera, ¿podría inyectarle un sedante a mi esposa? –pidió el señor Ross, que a duras penas conseguía impedirle que corriera a abrazarse a David, a su hijo, quizá a ambos. Algo se había desatado en su mente. Algo que tenía mucho que decir.
–Iré a buscar al doctor Burgoyne; está aquí mismo, al final del pasillo – contestó la enfermera, y salió rápidamente.
El padre de Brian miró a David con una forzada sonrisa. El sudor formaba una galaxia de pequeños puntos en su frente y le rodaba por las mejillas. Tenía los ojos enrojecidos, y aunque había pasado solo un día desde el accidente, parecía haber adelgazado. David pensó que no era posible sufrir una perdida de peso tan repentina, pero esa impresión daba. En ese momento rodeaba con un brazo a la señora Ross por la cintura, y con la otra mano la mantenía sujeta por el hombro.
–Será mejor que te marches, David –dijo el señor Ross. Pese a sus esfuerzos por hablar con normalidad, la voz salía entrecortada de su garganta–. No... no estamos demasiado bien.
Pero si aún no me he despedido, deseó responder David; sin embargo advirtió que por las mejillas del señor Ross no corría sudor sino lágrimas, y eso lo indujo a retirarse. Al llegar a la puerta, se giró y vio que la imagen de los señores Ross se volvía borrosa y se desdoblaba, comprendiendo que también el estaba a punto de llorar.
– ¿Puedo volver, señor Ross? –preguntó con una voz trémula y cascada que apenas reconoció–. ¿Mañana, quizá?
La señora Ross había dejado de forcejear. Su marido la sujetaba ahora por debajo de los pechos con las manos entrelazadas, y ella tenía la cabeza inclinada y el pelo le caía ante el rostro. En esa posición recordaban a dos púgiles en un combate de lucha libre como los que David y Brian veían a veces por televisión. ¡Mierda, nos persigue la momia!, pensó David sin razón aparente.
El señor Ross movió la cabeza en un gesto de negación.
–Mejor no, Davey–dijo.
–Pero...
–No, mejor no. Compréndelo, los médicos dicen que no hay ninguna posibilidad de que Brian... de que...
El rostro del señor Brian comenzó a cambiar como David nunca había visto cambiar el rostro de un adulto; parecía desintegrarse por dentro. Fue un rato más tarde, en los jardines de la calle Bear, cuando David comprendió la causa de aquella insólita expresión: había presenciado lo que ocurría cuando alguien que no había llorado desde hacia mucho tiempo, quizá años, de pronto era incapaz de contener las lágrimas un solo instante más, y entonces se rompía la presa.
– ¡Hijo mío! –gritó el señor Ross–. ¡Hijo mío! –Soltó a su esposa y se dejó caer de espaldas contra la pared entre las dos butacas rojas. Permaneció así por un momento, medio inclinado, y finalmente dobló las rodillas y se deslizó por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Así, con los brazos extendidos hacia la cama, las mejillas húmedas, un hilo de mucosidad y lágrimas colgándole de la nariz, el pelo erizado en la coronilla y los faldones de la camisa por fuera, empezó a gimotear. Su esposa se arrodilló junto a él y lo rodeo con sus brazos. En ese momento entró el médico seguido de la enfermera, y David aprovechó para marcharse, llorando pero procurando no sollozar. Al fin y al cabo se encontraban en un hospital, y había pacientes intentando recobrarse de sus enfermedades.
Su padre estaba tan pálido como lo había estado su madre al darle la noticia del accidente, y cuando lo cogió de la mano David notó su piel más fría aún que la de Brian.
–Lamento que hayas tenido que ver esa escena –dijo su padre mientras esperaban el ascensor más lento del mundo.
David tuvo la impresión de que ese comentario era lo único que podía decir. En el camino a casa Ralph Carver empezó a hablar en dos ocasiones, pero en ambas se interrumpió. Puso la radio, sintonizó una emisora de canciones de otra época, y luego la apagó de nuevo para preguntar a David si le apetecía un helado o alguna otra cosa. David rehusó con la cabeza y su padre volvió a encender la radio, esta vez subiendo el volumen más que de costumbre.
Cuando llegaron a casa, David dijo a su padre que se quedaría un rato fuera tirando a la canasta. Su padre asintió y entró de inmediato.
La ventana de la cocina estaba abierta y el niño oyó conversar a sus padres mientras lanzaba la pelota desde detrás de la grieta del pavimento que utilizaba como línea de tiros libres. Su madre quería saber que había ocurrido, como había reaccionado David.
–Se ha organizado una buena escena –explicó su padre, como si el coma y la inminente muerte de Brian formasen parte de una obra de teatro.
David dejó de escuchar. Lo había asaltado de nuevo la sensación de ser otra persona, una diminuta parte en lugar de un todo, una pieza en los planes de otro. De pronto experimentó un vehemente deseo de ir a los jardines de la calle Bear, hasta un pequeño claro entre los árboles.
Un sendero, estrecho pero con espacio suficiente para pasar en bicicleta en fila de a uno, conducía a aquel claro. Allí, en lo alto del Puesto de Observación Vietcong, los dos muchachos habían probado un cigarrillo que Brian le cogió a su madre y lo habían encontrado espantoso; allí habían hojeado su primer ejemplar de Penthouse (Brian lo había visto abandonado sobre un contenedor de basura situado tras el E–Z Stop 24 que había en su misma calle); allí, sentados en la plataforma con los pies colgando, habían mantenido largas conversaciones y compartido sus sueños, casi todos relacionados con sus futuras hazañas en el instituto de Wentworth Oeste cuando terminasen la primaria. Fue allí, en el claro al que se llegaba por el Camino de Ho Chi Minh, donde los dos muchachos más habían disfrutado su amistad, y allí repentinamente tuvo necesidad de ir David aquella tarde.
Hizo botar por última vez la pelota con la que Brian y el habían jugado al veintiuno en tantas ocasiones, flexionó las rodillas y la lanzó.
Falló. Sólo consiguió tocar la red. Cuando la pelota volvió a el, la dejó en la hierba. Sus padres seguían en la cocina; aún se oían sus voces a través de la ventana abierta. Sin embargo David no consideró siquiera la posibilidad de asomar la cabeza y decir que se iba a dar una vuelta.
Podrían habérselo prohibido.
En ningún momento pensó en coger la bicicleta. Se fue a pie, con la cabeza baja. En el bolsillo de su camisa asomaba aún el permiso para salir antes del colegio pese a que a esas horas las clases habían terminado ya. Los autobuses escolares iniciaban sus itinerarios de regreso a casa; bulliciosos grupos de niños pasaban junto a el agitando sus papeles y fiambreras. El no prestaba atención. Tenía la mente en otra parte. Días más tarde el padre Martin le hablaría de «la voz serena y casi inaudible» de Dios, y David sabría que era eso lo que había oído, pero en aquel momento no parecía una voz ni un pensamiento, ni siquiera una intuición. Una simple idea volvía con insistencia a su mente: cuando tienes sed, todo tu cuerpo pide agua, y acabas tirándote al suelo y bebiendo de un barrizal si no te queda otra opción.
Llegó a la calle Bear y siguió por el Camino de Ho Chi Minh. Con su andar lento y la cabeza todavía gacha, parecía un colegial preocupado por un enorme problema. El Camino de Ho Chi Minh no era propiedad exclusiva de David y Brian; otros muchos chicos cruzaban por allí los jardines para ir al colegio o volver a casa. Sin embargo, aquella tarde templada de mediados de otoño nadie transitaba por el; daba la impresión de que lo hubiesen despejado para dejar paso a David. A mitad de camino vio un envoltorio de chocolatinas Los Tres Mosqueteros. Lo cogió. Era la única marca de chocolatinas que Brian comía –las llamaba «Los Tres Mosques»–, y David no dudó que aquel envoltorio lo había tirado su amigo a un lado del camino uno o dos días antes del accidente. En realidad Brian no tenía por costumbre arrojar basura al suelo; en circunstancias normales se habría guardado el envoltorio en un bolsillo. Pero...
Pero quizá algo o alguien lo hizo tirarlo, pensó David. Algo o alguien que sabía que yo pasaría por aquí después de que un coche lo hubiese lanzado contra una pared de ladrillo; algo o alguien que sabía que yo lo encontraría y me acordaría de Brian.
David se dijo que aquello era absurdo, un absoluto disparate, pero quizá el mayor disparate era que el le veía pleno sentido. Tal vez resultase absurdo si lo expresaba en voz alta, pero en el interior de su cabeza parecía totalmente lógico.
Sin pensar lo que hacía, David se metió el envoltorio rojo y plata en la boca y dejó que los restos de chocolate se disolviesen en su saliva.
Entretanto cerró los ojos y las lágrimas rebosaron de nuevo bajo sus párpados. Cuando el envoltorio, una vez disuelto por completo el chocolate, no sabía ya más que a papel húmedo, David lo escupió y siguió su camino.
En el límite este del claro se alzaba un roble con dos gruesas ramas en forma de horquilla a unos seis metros de altura. David y Brian no se habían atrevido a construir una cabaña en aquella horcadura tan visible –alguien podía descubrirla y obligarlos a derruirla–, pero hacía ya más de un año, un día de verano, llevaron allí tablas, martillos y clavos y armaron una plataforma que seguía aún en lo alto del roble.
Sabían que a veces la usaban los alumnos del instituto (de vez en cuando aparecían sobre las tablas oscurecidas por la intemperie colillas y latas de cerveza, y en una ocasión hallaron incluso unas medías), pero por lo visto nunca antes de anochecer, y la idea de que chicos mayores usasen algo que ellos habían construido resultaba halagadora. Por otra parte, los primeros puntos de apoyo para trepar al árbol se hallaban a una altura suficiente para disuadir a niños más pequeños de intentarlo.
David subió a la plataforma con las mejillas húmedas, los ojos hinchados, el sabor a chocolate y papel mojado aún en la boca, y el jadeo del acordeón blanco todavía en los oídos. Presentía que hallaría algún otro vestigio de Brian en la plataforma, pero no había nada. Sólo estaba el cartel donde se leía PUESTO DE OBSERVACIÓN VIETCONG, que habían clavado al árbol un par de semanas después de terminar la plataforma. Habían sacado la idea (para aquello y para el nombre que habían puesto al sendero) de una vieja película de Arnold Schwarzenegger cuyo título David no recordaba. Desde el principio había esperado que un día al subir se encontraría con que los chicos mayores habían arrancado el cartel o pintado encima algo como CHÚPAME LA POLLA, pero eso nunca ocurrió. Dedujo que también a ellos debía de gustarles.
Una brisa susurró entre las ramas de los árboles y le refrescó la piel.
Cualquier otro día Brian habría compartido aquella brisa con el. Habrían estado allí charlando y riendo, sentados con los pies colgando.
David se echo a llorar de nuevo.
¿Que hago aquí?
No hubo respuesta.
¿A que he venido? ¿Algo me ha obligado a venir?
No hubo respuesta.
Si hay alguien ahí, contesta, por favor.
No hubo respuesta por un largo rato, pero al final oyó algo, y tuvo la certeza de que no era el hablándose a si mismo en su cabeza, engañándose para obtener consuelo. Al igual que cuando estaba junto a la cama de Brian, el pensamiento que cobró forma en su mente parecía proceder del exterior.
Sí, dijo la voz. Estoy aquí.
¿Quien eres?
Soy quién soy, respondió la voz, y a continuación guardo silencio, como si eso explicase realmente algo.
David cruzó las piernas bajo el cuerpo y cerró los ojos. Apoyó las palmas de las manos en las rodillas y abrió la mente tanto como pudo.
No se le ocurría que más hacer. En esa postura aguardó durante un tiempo indeterminado, oyendo las voces lejanas de los niños que regresaban a sus casas, percibiendo las cambiantes formas rojas y negras que se dibujaban en sus párpados mientras la brisa movía las ramas sobre su cabeza y las manchas de sol se deslizaban arriba y abajo por su cara.
Dime que quieres, pregunto a la voz.
No hubo respuesta. La voz no parecía querer nada.
Dime entonces que debo hacer.
La voz no contesto.
A lo lejos, muy a lo lejos, oyó la sirena del parque de bomberos de Columbus Broad. Eran las cinco. Había estado en la plataforma con los ojos cerrados por lo menos una hora, probablemente casi dos. Sus padres habrían advertido su ausencia, habrían visto la pelota abandonada en la hierba, y estarían preocupados. Los quería y no deseaba inquietarlos –en cierto modo comprendía que la inminente muerte de Brian los afectase tanto como a el–, pero aún no podía volver a casa. Aun no había terminado.
¿Quieres que rece?, preguntó David. Lo intentaré si es eso lo que quieres, pero no se como. No vamos a misa, y...
La voz lo interrumpió. No sonaba iracunda, ni burlona, ni impaciente. No reflejaba de hecho ningún sentimiento que David supiese interpretar.
Ya estas rezando, dijo.
¿Por que debo rezar?
Mierda, nos persigue la momia, dijo la voz. Caminemos más deprisa.
No se que significa eso.
Sí lo sabes.
¡No! ¡No lo sé!
–Sí lo sé –dijo David en voz alta, casi gimiendo–. Si lo sé. Significa que debo pedir lo que nadie se atreve a pedir, rezar por lo que nadie se atreve a rezar. ¿Es eso?
La voz no respondió.
David abrió los ojos y el sol lo bombardeó con sus últimos rayos, el resplandor dorado de una tarde de noviembre. Tenía las piernas entumecidas de rodilla para abajo y se sentía como si hubiese despertado de un profundo sueño. La sencilla hermosura del día lo maravilló, y por un momento fue consciente de que formaba parte de un todo, de que era una célula en la epidermis del mundo. Levantó las manos y las extendió con las palmas hacia el cielo.
–Cúralo –dijo–. Dios, cúralo. Si lo curas haré lo que me pidas. Escucharé tus deseos y los realizaré. Lo prometo.
No cerró los ojos pero escuchó con atención por si la voz tenía algo que añadir. En un primer momento creyó que la conversación había concluido. Bajó las manos y se dispuso a levantarse, pero se detuvo e hizo una mueca al notar un repentino hormigueo en las pantorrillas.
Incluso rió. Se agarró a una rama para erguirse, y mientras se ponía en pie la voz habló de nuevo.
David escuchó con la cabeza ladeada, sujeto aún a la rama, sintiendo aún el intenso cosquilleo en los músculos mientras la sangre volvía a circular por ellos. Finalmente asintió con la cabeza. Brian y el habían fijado el cartel al tronco del árbol con tres clavos. Desde entonces la madera se había encogido y alabeado, y las cabezas oxidadas de los clavos sobresalían del cartel. David se sacó del bolsillo la tarjeta azul y la ensartó en uno de los clavos. Una vez hecho esto movió las piernas hasta que empezó a remitir el hormigueo y se sintió en condiciones de bajar del árbol.
Volvió a casa. Aún no había llegado siquiera al camino de entrada cuando sus padres salieron por la puerta de la cocina. Ellen Carver se quedó en el portal, protegiéndose los ojos del sol con la mano, mientras Ralph Carver corría hasta la acera y cogía a David por los hombros.
– ¿Donde estabas? ¿Donde demonios te habías metido, David?
–He ido a dar una vuelta por los jardines de la calle Bear. Estaba pensando en Brian.
–Pues nos has dado un susto de muerte –reprochó su madre. Kirsten había salido también al portal. Llevaba un tazón de jalea entre las manos y su muñeca preferida, Melissa Sweetheart, bajo un brazo–. Hasta Kirstie estaba preocupada, ¿verdad?
–No –respondió Bombón, y siguió comiendo jalea.
– ¿Estas bien? –preguntó su padre.
–Si.
– ¿Seguro?
–Si.
Al entrar en la casa David tiró suavemente de una de las trenzas de Bombón. Ella arrugó la nariz y sonrió.
–La cena esta casi lista. Ve a lavarte –dijo Ellen.
El teléfono empezó a sonar. Su madre fue a contestar, y casi de inmediato llamo a gritos a David, que se dirigía al cuarto de baño a lavarse las manos, pegajosas a causa de la savia del árbol. Se giró y vio que su madre le tendía el auricular con una mano mientras retorcía la otra nerviosamente en el bolsillo del delantal. Ellen trató de hablar, pero en un primer momento ningún sonido salió de su boca al mover los labios. Tragó saliva y lo intentó otra vez.
–Es Debbie Ross. Pregunta por ti. Esta llorando. Ya debe de haber terminado. Se amable con ella, por favor.
David cruzó la sala y cogió el auricular. Volvía a inundarle la sensación de ser otro. Estaba seguro de que su madre tenía razón en parte: algo debía de haber terminado.
– ¿Si? – dijo por el auricular–. ¿Señora Ross?
Al principio el llanto impidió hablar a la madre de Brian. Lo intentó, pero entre sus sollozos salió solo un sonido inarticulado. David oyó al señor Ross decir a cierta distancia:
–Déjame a mí.
Pero la señora Ross repuso:
–No; estoy bien. –Un sonoro bocinazo, como el graznido de un pato hambriento, llegó al oído de David cuando la señora Ross se aclaró la garganta. A continuación anuncio–: Brian esta despierto
– ¿Si? –dijo David. Aquello le causó la mayor alegría de su vida pero no sorpresa.
– ¿Esta muerto? –pregunto Ellen en un susurro. Continuaba retorciendo una mano en el bolsillo del delantal.
–No –respondió David, tapando el micrófono para dirigirse a sus padres. Podía permitírselo porque Debbie Ross había empezado a sollozar de nuevo. Pensó que eso le ocurriría cada vez que diese a alguien la noticia, al menos durante un tiempo. No podría evitarlo, pues ella ya había dado por perdido a Brian.
– ¿Esta muerto? –repitió Ellen.
– ¡No! –repitió David un poco irritado. Su madre parecía sorda–. No está muerto. Está vivo. Ha despertado.
Sus padres boquearon como peces en un acuario. Bombón pasó ante ellos, todavía comiendo jalea, miró a su muñeca, que asomaba rígida por encima de su codo, y dijo con tono concluyente:
– ¿No te había dicho que se curaría? ¿No te lo había dicho?
–Ha despertado –musitó, asombrada, la madre de David–. Está vivo.
–David, ¿sigues ahí? –dijo la señora Ross por el teléfono.
–Si, aquí estoy.
–Unos veinte minutos después de marcharte empezaron a aparecer ondas en el monitor del encefalógrafo. Yo fui la primera en verlas (Mark había bajado a la cafetería por unos refrescos), y me dirigí a la sala de enfermeras. No me creían. –Rió entre sollozos–. Claro, ¿quién iba a creerlo? Y cuando conseguí que viniesen a la habitación, en lugar de llamar a un médico avisaron a mantenimiento... imagínate hasta que punto estaban convencidos de que eso era imposible. Llegaron al extremo de cambiar el monitor, ¿no es asombroso?
–Si –convino David–. Increíble.
Ahora tanto su padre como su madre le hablaban en susurros, y Ralph Carver hacía grandes aspavientos. Parecía, pensó, un enfermo mental que se creía presentador de un concurso de televisión. Ante la idea sintió ganas de reír, pero se controló. Prefería, no reírse estando al teléfono –la señora Ross no lo entendería– de modo que se dio medía vuelta y siguió escuchando de cara a la pared.
–Únicamente cuando vieron las mismas ondas en el monitor nuevo –prosiguió la señora Ross–, solo que más marcadas, una de las enfermeras fue a buscar al doctor Waslewski. Es el neurólogo. Antes de que llegase, Brian nos miró, y me preguntó si le había echado comida al pez de colores. Le conteste que sí, que el pez estaba bien atendido. No lloré; estaba demasiado atónita para llorar. Después dijo que le dolía la cabeza y cerró los ojos. Cuando entró el doctor Waslewski, daba la impresión de que Brian siguiese en coma, y el médico le lanzó una mirada a la enfermera como diciendo: « Para esto me ha llamado?». ¿Entiendes?
–Claro –respondió David.
–Pero cuando el médico dio una palmada junto al oído de Brian, él volvió a abrir los ojos. ¡Tendrías que haberle visto la cara a ese viejo polaco, Davey! –Se echó a reír; sus carcajadas eran como el cloqueo entrecortado de una loca–. Y entonces... entonces Brian d–d–dijo que tenía sed y pregunto s–s–si podíamos darle a–a–agua.
Debbie Ross no pudo contener más el llanto, y sus sollozos llegaron a través del auricular con tal intensidad que a David casi le dolió el oído. Al cabo de un momento los sollozos se alejaron, y el padre de Brian preguntó:
– ¿David? ¿Sigues ahí? –Su voz no parecía mucho más serena, pero al menos no hablaba a gritos, lo cual era un alivio.
–Si, aquí sigo.
–Brian no recuerda el accidente, no recuerda nada desde la noche anterior; pero recuerda su nombre, su dirección y nuestros nombres.
Sabe como se llama el presidente y es capaz de realizar sencillos problemas de cálculo. El doctor Waslewski dice que había oído hablar de casos como este, pero hasta ahora no había presenciado ninguno. Lo ha calificado de «milagro clínico». Ignoro si eso tiene sentido o si es simplemente algo que siempre había deseado decir, pero me trae sin cuidado. Sólo quería darte las gracias, David. Y Debbie también. De todo corazón.
– ¿A mi? –Una mano le tiro de la manga para obligarlo a volverse. Se resistió–. ¿Por que a mi?
–Por devolvernos a Brian. Tú le has hablado; las ondas han aparecido en el monitor poco después de marcharte. Te ha oído, Davey. Te ha oído y ha regresado con nosotros.
–No he sido yo –repuso David. Se dio la vuelta. Sus padres estaban muy cerca de el, mirándolo con impaciente expresión de esperanza, incredulidad y desconcierto. Su madre lloraba. Aquel día todo eran lágrimas. Sólo Bombón, que solía andar por la casa vociferando por lo menos seis horas de cada veinticuatro, permanecía tranquila.
–Se lo que digo –afirmo el señor Ross–. Se lo que digo, David.
Tenía que explicar lo ocurrido a sus padres antes de que le prendiesen fuego a su camisa con sus incandescentes miradas. Pero primero debía averiguar una cosa.
– ¿A que hora despertó Brian y preguntó por el pez? ¿Cuanto tiempo después de aparecer las ondas en el monitor?
–Pues han cambiado el monitor... ya te lo ha contado mi mujer... y luego... no se... –Pensó por un momento y por fin añadió–: Ah, si. Recuerdo que poco antes oí la sirena del parque de bomberos de Columbus Broad, así que debían de ser poco más de las cinco.
David no se sorprendió. A esa hora aproximadamente la voz de su cabeza había dicho: «Ya estas rezando».
– ¿Puedo ir a verlo mañana? –pregunto David.
El señor Ross se echo a reír.
–Puedes venir a medianoche si te apetece. ¿Por que no? De hecho el doctor Waslewski nos ha pedido que lo despertemos de vez en cuando y le hagamos preguntas estúpidas. Sé por que lo ha pedido. Teme que Brian vuelva a entrar en coma, pero dudo que eso ocurra. ¿Tu que crees?
–Yo también lo dudo. Adiós, señor Ross.
Colgó el auricular, y sus padres casi se abalanzaron sobre el. Querían saber como había ocurrido y en que modo creían que había influido David en su recuperación.
En ese momento el niño sintió el súbito impulso de bajar la vista en un gesto de modestia y decir: «Bueno, se ha despertado; eso es lo único que sé. Salvo que... bueno... –Ahí se interrumpiría con fingida reticencia y luego añadiría–: Los señores Ross piensan que quizá haya oído mi voz y haya reaccionado, pero ya sabéis lo alterados que estaban». Bastaría con eso para dar origen a una leyenda. Parte de el lo sabía. Lo sabía y lo deseaba.
Parte de el deseaba intensamente decir aquello.
No fue la extraña voz interior y exterior la que lo disuadió, sino un pensamiento suyo, un pensamiento más intuido que articulado: Si te atribuyes el merito, se acaba aquí. ¿Que acaba? Todo lo importante, respondió la voz de la intuición. Todo lo importante.
–Vamos, David –instó su padre sacudiendo los hombros–. Dinos qué ha pasado.
–Brian esta despierto –respondió por fin, eligiendo las palabras con cuidado–. Puede hablar y conserva la memoria. El médico del cerebro dice que es un milagro. Los señores Ross creen que yo he tenido algo que ver, que me ha oído hablar y ha vuelto; pero son solo imaginaciones suyas. Le he cogido la mano a Brian, y no estaba allí. Era la persona más ausente que he visto en mi vida. Por eso he llorado, no por el ataque de nervios de sus padres sino porque Brian no estaba allí. No se que ha pasado, y tampoco me importa. Está despierto, eso es lo único que me importa.
–Y eso es lo único que debe importarte, cariño –dijo su madre, abrazándolo con fuerza.
–Tengo hambre –anunció David–. ¿Que hay para cenar?
3
Ahora flotaba en la oscuridad, ciego pero no sordo, esperando a oír esa voz que el padre Gene Martin había definido como «la voz serena y casi inaudible de Dios». En los últimos siete meses el padre Martin había escuchado el relato de David no una sino docenas de veces, y le complacía de manera especial la parte donde el muchacho explicaba como se había sentido durante la conversación con sus padres después de hablar por teléfono con el señor Ross.
–Estabas en lo cierto –le aseguró un día el padre Martin–. No fue otra voz lo que oíste al final, y en concreto no fue la voz de Dios, salvo en el sentido de que Dios siempre nos habla a través de la conciencia. Desde el punto de vista laico, David, la conciencia es solo una especie de sensor, un espacio donde se almacenan las sanciones sociales, pero en realidad viene a ser algo así como un intruso, y a menudo nos guía hasta las soluciones adecuadas incluso en situaciones que escapan a nuestra comprensión. ¿Me sigues?
–Creo que sí –respondió David.
–No sabías por que era incorrecto atribuirte el merito de la recuperación de tu amigo, pero no te hacía falta saberlo. Satanás te tentó del mismo modo que a Moisés; sin embargo tú obraste como Moisés no quiso o no pudo: primero comprendiste, luego te resististe.
– ¿Y Moisés? ¿Que hizo él?
El padre Martin le contó como Moisés, durante el éxodo de los israelitas, hizo brotar agua de una piedra golpeándola con el cayado de Aarón para aplacar la sed de su gente. Y cuando los israelitas preguntaron a quién debían mostrar su gratitud, Moisés respondió que el mérito era suyo. Mientras le contaba esta historia, el padre Martin bebía de una taza de te que llevaba estampado el lema FELIZ, JUBILOSO Y LIBRE, pero el contenido de la taza no olía exactamente a te. Olía más bien como el whisky que tomaba su padre por las noches cuando veía el último noticiario en televisión.
–Fue solo un pequeño desliz en una larga vida de sacrificios al servicio del Señor –prosiguió el padre Martin alegremente– pero en castigo Dios no le permitió llegar a la Tierra Prometida. Josué guió a aquel pueblo ingrato y rencoroso a través del río.
Mantuvieron esta conversación un domingo de junio por la tarde. Por entonces los dos se conocían desde hacía meses y se sentían a gusto juntos. David había tomado la costumbre de asistir a misa en la iglesia metodista los domingos por la mañana e ir por la tarde a la casa del párroco. Allí el y el padre Martin, sentados en el despacho de este, charlaban durante una hora poco más o menos. David esperaba con ilusión estos encuentros, y Gene Martin también. Le había cogido mucho cariño a David, quién unas veces parecía un niño corriente y otras revelaba una madurez insólita en un muchacho de once años.
Y había otra cosa: Gene Martin creía que David Carver había sido tocado por Dios, y que quizá Dios seguía presente en el.
Le fascinaba la historia de Brian Ross, y el hecho de que ese suceso hubiese inducido a David, un perfecto ignorante en materia religiosa, a buscar respuestas, a buscar a Dios. Dijo a su esposa que David era el único autentico converso que había conocido, y que lo ocurrido a su amigo era el único milagro moderno de cuantos había oído hablar en el que creía sinceramente. La curación de Brian había sido completa salvo por una leve cojera, y según los médicos incluso de eso podía recuperarse en menos de un año.
–Estupendo –repuso Stella Martin–. Eso nos servirá de consuelo a mí y al bebé si tu joven amigo dice algo indebido acerca de su instrucción religiosa y acabas ante un tribunal acusado de corrupción de menores. Ándate con cuidado, Gene... y es un disparate que bebas en su presencia.
–No bebo en su presencia –se defendió el padre Martin, hallando de pronto algo interesante que mirar por la ventana. Finalmente volvió la cabeza hacia su esposa y añadió–: En cuanto a lo otro, Dios es mi pastor.
Siguió recibiendo a David los domingos por la tarde. Gene Martin no había cumplido aún los treinta años, y por primera vez tenía ocasión de experimentar los placeres de escribir en una tabla rasa. Tampoco renunció a echar un chorro de Seagram's en su té, una antigua tradición dominical, pero empezó a dejar la puerta del despacho abierta cuando se reunía con David. Durante sus conversaciones el televisor estaba siempre en marcha, siempre sin sonido y sintonizado en alguna retransmisión deportiva: fútbol americano en las primeras visitas de David, más tarde baloncesto y después béisbol.
Aquella tarde, mientras David reflexionaba sobre el episodio de Moisés y el agua extraída de la roca, retransmitían un partido de béisbol entre los Indians y los A's. Al cabo de un rato desvió la vista del televisor y dijo:
–Dios no es muy misericordioso, ¿verdad?
–Si, si lo es – contestó el padre Martin, al parecer un tanto sorprendido–. Es tan exigente que por fuerza ha de ser misericordioso.
–Pero también es cruel, ¿no?
–Si –respondió Gene Martin sin dudar–. Dios es cruel. Tengo maíz, David. ¿Quieres que prepare unas palomitas?
Ahora flotaba en la oscuridad, esperando a oír a ese Dios cruel del padre Martin, el que había negado a Moisés la entrada en Canaán porque en una única ocasión se había atribuido el merito de una obra realizada por Dios, el que de algún modo se había servido de él para curar a Brian Ross, el que había quitado la vida a su dulce hermana y había dejado al resto de la familia en manos de un gigante chiflado con la misma mirada vacía que un paciente en estado de coma.
Sonaban otras voces en el oscuro lugar al que se trasladaba mientras rezaba; las oía con frecuencia mientras estaba allí, por lo general lejanas, como las indistintas voces que en ocasiones se oían de fondo cuando uno mantenía una conferencia telefónica, pero a veces con mayor claridad. Aquel día en particular una de ellas le llegó con total nitidez.
Si quieres rezar, rézame a mí, dijo esa voz. ¿Por qué vas a rezar a un Dios que mata a niñas? Ya nunca más te reirás de las gracias de tu hermana, ni le harás cosquillas hasta que grite, ni le tirarás de las trenzas. Está muerta, y tu y tus padres estáis en la cárcel. Cuando el poli chiflado vuelva, probablemente os matara a los tres. Y a los otros dos también. Eso es lo que hará tu Dios, ¿qué otra cosa podría esperarse de un Dios que mata niñas, En el fondo, está tan loco como el poli. Y sin embargo tu te arrodillas ante el. Vamos, Davey, sé dueño de tu vida. Coge las riendas. Rézame a mí. Yo al menos no estoy loco.
Esta voz no lo inquietó, o no demasiado. La había oído ya antes.
Quizá apareció por primera vez en su mente camuflada tras el intenso impulso de dar a sus padres la impresión de que Brian había vuelto del coma gracias a él. Pero luego la oyó más nítidamente, más personalmente, durante sus oraciones diarias, y en un principio esto llegó a preocuparlo, pero cuando comento al padre Martin que esa voz interfería en sus conversaciones con Dios como si hablase desde un supletorio, el párroco se echo a reír.
–Al igual que Dios –explicó– Satanás tiende a hablarnos con mayor claridad cuando oramos o meditamos. En esos momentos nos encuentra más abiertos, más en contacto con nuestro pneuma.
– ¿Pneuma? ¿Qué es eso? –pregunto David.
–El espíritu. La parte de ti que intenta desarrollar su potencial divino y ser eterna; la parte que Dios y Satanás se disputan incluso ahora mientras charlamos.
El padre Martin le había enseñado un breve mantra para tales ocasiones, y David lo usó mientras rezaba en la celda. Ve en mí, mora en mí, repitió mentalmente. Esperaba que esa voz desapareciese, pero también necesitaba mitigar de nuevo el dolor, que lo asaltaba una y otra vez como calambres. El pesar por lo que había ocurrido a Bombón era demasiado profundo. Y sí, sentía resentimiento hacia Dios por haber consentido que el policía demente la empujase escalera abajo. No resentimiento, odio.
Ve en mí, Dios. Mora en mí, Dios. Ve en mí, mora en mí.
La voz de Satanás (si realmente era la suya, cosa que David no sabía con certeza) se desvaneció, y durante un rato David percibió solo la oscuridad.
Dime que debo hacer, Dios. Dime que quieres. Y si tu voluntad es que muramos aquí, no permitas que pierda el tiempo volviéndome loco, dejándome vencer por el miedo o exigiendo explicaciones.
Se oyó el remoto aullido de un coyote. Luego nada.
Aguardó, tratando de permanecer abierto, pero Dios continuó en silencio. Al final desistió y pronunció en un susurro las palabras con las que el padre Martin le había enseñado a concluir sus oraciones:
«Señor, hazme útil a mi mismo y ayúdame a recordar que mientras no lo consiga no seré útil a los demás. Ayúdame a recordar que eres mi Creador. Soy lo que tú me haces ser, unas veces el pulgar de tu mano, otras la lengua de tu boca. Haz de mí una vasija consagrada plenamente a tu servicio. Gracias. Amén»
Abrió los ojos. Como siempre, primero fijó la mirada en el hueco oscuro formado por sus manos unidas, y como siempre le recordó un ojo, un orificio semejante a un ojo. Pero un ojo ¿de quién? ¿De Dios? ¿Del diablo? ¿Quizá suyo?
Se levantó y se volvió lentamente. Sus padres lo miraban, Ellie asombrada, Ralph con expresión grave.
– ¡Por fin! ¡Gracias a Dios! –exclamó su madre. Hizo una pausa para permitirle contestar. Al ver que David guardaba silencio, añadió–: ¿Rezabas? Has estado medía hora de rodillas. Ya pensaba que te habías dormido. ¿Rezabas?
–Si.
– ¿Lo haces a menudo, o ésta era una ocasión especial?
–Lo hago tres veces diarias – contestó David–. Una por la mañana, otra por la noche y otra hacia el mediodía. En la del mediodía doy gracias por las cosas buenas que me han pasado y pido ayuda con lo que no entiendo. –Lanzó una risa breve y nerviosa–. Esto último es lo que me lleva más tiempo.
– ¿Y es una novedad reciente, o lo haces desde que vas a misa?
Ellen lo miraba aún con una expresión de perplejidad que lo incomodó. El malestar de David se debía en parte al enorme moretón que se extendía en torno al ojo de su madre, pero no solo a eso; se debía sobre todo a que ella lo miraba como si lo viese por primera vez en su vida.
–Reza desde el accidente de Brian –terció Ralph. Se tocó la hinchazón de debajo del ojo izquierdo, hizo una mueca de dolor y aparto la mano. Miraba a su hijo por entre dos barrotes, al parecer tan incómodo con aquello como el propio David–. Un día, poco después de salir Brian del hospital, subí a tu habitación a darte las buenas noches y te vi de rodillas al pie de la cama. Al principio pensé que estabas... no se, haciendo otra cosa, pero luego oí algo de lo que decías y comprendí.
David sonrió y notó el rubor en sus mejillas. Era un tanto absurdo sonrojarse en aquellas circunstancias, pero no pudo evitarlo.
–Ahora rezo en silencio. Ni siquiera muevo los labios. Una vez unos compañeros de colegio me oyeron murmurar en la hora de estudio y creyeron que estaba mal de la cabeza.
–Puede que tu padre lo entienda, pero yo no –repuso Ellen.
–Hablo con Dios –dijo David. Aquello le resultaba muy violento, pero quizá si lo explicaba una vez con toda franqueza no tuviese que repetirlo–. En eso consiste rezar: en hablar con Dios. Al principio tienes la impresión de hablar contigo mismo, pero luego es distinto.
– ¿Lo has aprendido tu solo, David, o te lo ha enseñado tu nuevo amigo de los domingos?
–Lo he aprendido yo solo.
– ¿Y Dios te contesta? –quiso saber su madre.
–A veces creo oírlo. –David se metió la mano en el bolsillo y tocó el cartucho con las yemas de los dedos–. Y sé con toda seguridad que una vez lo oí. Le pedí que Brian se curase. Cuando volvimos del hospital, fui a los jardines de la calle Bear y subí a la plataforma que Brian y yo habíamos construido en un árbol. Desde allí rogué que se curase. Prometí que si Dios me concedía ese favor, le daría una especie de pagaré. ¿Entiendes lo que quiero decir?
–Si, David, se que es un pagaré. ¿Y te ha hecho ya cumplir el compromiso, ese Dios tuyo?
–Todavía no. Pero cuando iba a bajar del árbol, Dios me pidió que dejase el permiso para salir del colegio antes de hora enganchado en un clavo que sobresalía del tronco, como si quisiese que se lo entregase a él en lugar de a la señora Hardy, la mujer de la secretaria. Y me pidió también que averiguase todo lo posible sobre Él: qué es, qué quiere, qué hace, y qué no haría nunca. No me lo dijo con esas mismas palabras, pero pronunció el nombre de la persona a la que debía acudir, el padre Martin. Por eso voy a la iglesia metodista. Aunque seguramente a Dios le da lo mismo una iglesia que otra. El solo me dijo que en la iglesia encontraría orientación para el corazón y el espíritu, y en el padre Martin para la mente. Al principio ni siquiera sabía quién era el padre Martin.
–Si lo sabias – corrigió Ellen Carver con el tono compasivo y reconfortante de alguien que de pronto cae en la cuenta de que tiene enfrente a una persona con problemas mentales–. Gene Martin estuvo en casa hace dos o tres años durante una campaña de recogida de fondos para las misiones de África.
– ¿De verdad? Yo no lo vi. Debía de estar en el colegio cuando vino.
–Tonterías –replicó su madre, esta vez con tono taxativo–. Vino por Navidades, así que no estabas en el colegio. Y ahora escúchame con atención, David. Cuando ocurrió lo de Brian, debiste de... en fin, no sé... debiste de creer que necesitabas ayuda, y el subconsciente te proporcionó el único nombre que conocías. El Dios que oíste en esos momentos de desolación era tu subconsciente, que buscaba respuestas. –Se volvió hacia Ralph y extendió las manos–. La lectura obsesiva de la Biblia era ya preocupante, pero esto... ¿Por que no me dijiste que había empezado a rezar?
–Porque me pareció que era asunto suyo –respondió Ralph con un gesto de indiferencia, eludiendo su mirada–. Y no le hacía daño a nadie.
–No, claro, rezar es maravilloso. Sin rezos no se habrían inventado las empulgueras ni el potro de tortura.
David ya había oído antes aquel tono de voz en su madre. Era el tono nervioso y agresivo que adoptaba cuando temía desmoronarse por completo. De aquel modo empezó a hablarles a él y a su padre cuando Brian acababa de sufrir el accidente; de hecho siguió en esa línea durante casi una semana incluso después de salir Brian del coma.
Ralph Carver se metió las manos en los bolsillos y, bajando la vista, se apartó de ella. Esa actitud enfureció más aún a Ellen, que se volvió hacia David con lágrimas en los ojos y dijo a voz en grito:
– ¿Que clase de trato has hecho con ese extraordinario Dios tuyo? ¿Ha sido como cuando cambias cromos de béisbol con tus amigos? ¿Te ha dicho: «Eh, te cambio este precioso Brian Ross del año ochenta y cuatro por ese Kirstie Carver del ochenta y ocho»? ¿Ha sido así? ¿O más bien...?
–Señora, es su hijo y no quiero entrometerme, pero ¿por que no lo deja estar? Usted ha perdido a su hija, y yo he perdido a mi marido. Todos hemos tenido un mal día.
Era la mujer que había disparado contra el policía. Se hallaba sentada en el extremo del catre. El pelo le caía sobre las mejillas como unas alas flácidas pero no le ocultaba el rostro. Parecía conmocionada, afligida y cansada. Sobre todo cansada. David no recordaba haber visto antes unos ojos tan cansados como aquellos.
Por un momento pensó que su madre volcaría su ira en ella. No le habría sorprendido; a veces arremetía contra un desconocido con la violencia de un ciclón. En una ocasión atacó como una fiera a un candidato a algún cargo político que pedía votos ante el supermercado del barrio. El pobre hombre cometió el error táctico de intentar entregarle un panfleto cuando ella salía cargada con la compra y llegaba tarde a una cita. Su madre se revolvió como un animal venenoso y le pregunto quién se había creído que era, a quién se había creído que representaba, cual era su postura ante el déficit de la balanza comercial, si había fumado hierba alguna vez, y si estaba a favor del derecho a la libre elección de la mujer. A esto último el candidato respondió con orgullo que sí estaba a favor del derecho a la libre elección de la mujer. Y Ellen Carver replicó a pleno pulmón: «¡Estupendo, porque libremente le exijo que desaparezca de mi vista!» El hombre simplemente se dio media vuelta y se fue. David lo comprendió; él habría he¬cho lo mismo. Sin embargo su madre advirtió algo en la expresión de la mujer de pelo oscuro (Mary, pensó David; se llama Mary) que la hizo cambiar de idea, si es que realmente estaba a punto de estallar.
Se concentró de nuevo en David.
– ¿Y que? ¿Te ha dicho el gran Dios cómo vamos a salir de ésta? Has estado de rodillas un buen rato; algún mensaje habrás recibido.
Ralph se volvió hacia ella.
– ¡Deja de acosarlo! –gruñó–. ¡Déjalo ya! ¿Acaso crees que eres la única que sufre?
Ellen le lanzó una mirada peligrosamente próxima al despre¬cio y después dirigió otra vez la atención a David.
– ¿Y bien?
–No –contestó David–. No he recibido ningún mensaje.
–Viene alguien —anunció de pronto Mary. Había una ventana detrás de ella. Se subió al catre e intentó mirar al exterior–, ¡Mierda! Barrotes y cristal opaco reforzado con tela metálica. Pero lo oigo. ¡Estoy segura!
David también lo oía: era un motor. De repente aceleró, retumbando a plena potencia. Siguió un chirrido de neumáticos. David miró al anciano. Éste se encogió de hombros y levantó las manos.
David oyó un grito de dolor, y después un aullido. Un aulli¬do humano– Hubiese preferido pensar que era el aullido del viento al soplar por el canalón de un tejado, pero tuvo la casi total certidumbre de que había sido humano.
– ¿Qué demonios es eso? –preguntó Ralph– ¡Dios mío, alguien grita como si lo estuviesen matando! ¿Será el policía?
– ¡Ojalá! –exclamó Mary con vehemencia, todavía de pies sobre el catre y mirando en vano la ventana–. ¡Espero que alguien le arranque los pulmones del pecho! –Se volvió hacia ellos. Sus ojos aún revelaban cansancio, pero ahora también fiereza–. Quizá vienen en nuestra ayuda. ¿No podría ser? ¡Quizá vienen en nuestra ayuda!
El motor –no demasiado cercano pero tampoco lejano– aceleró. Los neumáticos chirriaron de nuevo, como chirrían en las películas pero rara vez en la vida real. Se oyó un crujido. De madera o metal, o tal vez de ambas cosas. Luego un breve bocinazo, como si alguien hubiese tocado sin querer la bocina del coche. El fluctuante y nítido aullido de un coyote traspasó el aire. A éste se unieron otros. Parecían una burla a las esperanzas de Mary. A continuación el ruido del motor se acercó; ahora era solo un tranquilo ronroneo.
El hombre del pelo blanco estaba sentado en el catre con las manos juntas entre los muslos. Hablo sin levantar la vista.
–No se hagan ilusiones. –Su voz sonaba tan seca y polvorienta como las vastas salinas que se extendían al norte y el oeste de aquella zona–. Es él. Reconozco el ruido del motor.
–Me niego a creerlo –replico Ellie Carver.
–Usted misma –dijo el anciano–. Poco importa lo que crea. Yo formaba parte de la comisión que aprobó la partida para la compra de un nuevo coche patrulla. Eso fue poco antes de retirarme de la política. Fui a Carson City con Collie y Dick en noviembre del año pasado, y lo compramos en una subasta del Departamento de Lucha contra la Droga. Ese mismo coche que ahora oyen. Metí la cabeza bajo el capó antes de ofrecer dinero por el y lo conduje la mitad del camino de regreso a velocidades que oscilaban entre los cien y ciento sesenta kilómetros por hora. Lo reconozco sin sombra de duda. Es el nuestro.
Y mientras David se volvía hacia el anciano, la voz serena y casi inaudible –la que había oído por primera vez en la habitación del hospital– le habló. Como de costumbre, lo cogió por sorpresa, y al principio no supo interpretar el sentido de las dos palabras que pronunció.
El jabón.
Las oyó tan claramente como había oído «Ya estas rezando» cuando se hallaba en la Plataforma Vietcong con los ojos cerrados.
El jabón.
Miró hacia el rincón izquierdo de la celda. Había un inodoro sin tapa y al lado un herrumbroso lavabo de loza. Junto a la llave del agua situada a la derecha vio una pastilla verde de jabón.
Fuera el motor del coche patrulla de Desesperación se oyó cada vez más cerca. A mayor distancia aullaban los coyotes. Aquellos aullidos empezaban a sonarle como las carcajadas de un grupo de lunáticos en un manicomio tras marcharse los enfermeros.
4
Al llegar a Desesperación la familia Carver estaba demasiado angustiada y atenta al policía para reparar en el perro colgado del cartel de bienvenida al pueblo; pero Johnny Marinville era un experto observador de su entorno. Además ahora era difícil que el animal pasase inadvertido. Lo había encontrado una bandada de buitres, los más abominables que Johnny había visto. Apiñados bajo el cadáver, uno tiraba del rabo del pastor alemán, otro roía con el pico una de las patas, y el resto aguardaba. El cuerpo del perro se mecía en la cuerda que le rodeaba el cuello. Johnny emitió un chasquido de repugnancia.
– ¡Buitres! –dijo el policía–. Dios, ¿no son unas aves extraordinarias? –Su voz sonaba más ronca. Había estornudado dos veces más en el camino, y la segunda había expulsado por la boca varios dientes además de sangre. Johnny no sabía que le ocurría ni le importaba; solo deseaba que su final estuviese cerca. El policía añadió–: Te contaré algo sobre los buitres. Despiertan lentamente del sueño. Aprenden yendo a donde tienen que ir. ¿Coincides conmigo, mon capitaine?
Un policía chiflado que recitaba versos. Muy sartriano.
–Si usted lo dice, agente... –Johnny procuraría no llevarle la contraria de nuevo; aquel tipo se hallaba en pleno proceso de autodestrucción, y Johnny quería seguir presente cuando aquello terminase.
Pasaron junto al perro muerto y la bandada de pajarracos grisáceos y medio desplumados.
¿Que pasaba con los coyotes, Johnny?, se pregunto. ¿Que hacían allí?
Pero prefirió no pensar en los coyotes, que momentos antes se hallaban alineados a intervalos regulares a ambos lados de la carretera como una guardia de honor, ni en como se retiraban a medida que pasaba el coche y se alejaban por el desierto a toda prisa igual que si tuviesen fuego en el culo.
–Se tiran pedos, ¿sabias? –informó el policía con la voz velada por la sangre–. Los buitres se tiran pedos.
–No, no lo sabía.
–Pues si señor, así es. Son las únicas aves que se tiran pedos. Puedes ponerlo en tu libro. Capitulo dieciséis de Viajes en Harley.
Johnny pensó que el hipotético título de su libro nunca había sonado tan ridículo.
El coche patrulla paso ante el edificio de una compañía minera.
A Johnny le extraño ver que había unos cuantos coches y furgonetas en el aparcamiento. La jornada laboral había terminado hacía ya rato.
¿Por qué, pues, no estaban aquellos vehículos ante las casas de sus dueños o ante algún bar del pueblo?
–Si, si –se burlo el policía, levantando una mano y colocando los dedos como si encuadrase una imagen–. Ya lo estoy viendo. Capitulo dieciséis: Los buitres pedorros de Desesperación. Suena bien, ¿eh? Como si fuese una condenada novela de Edgar Rice Burroughs. Pero Burroughs era mejor escritor que tú, ¿y sabes por que? Porque era un escritorcillo sin pretensiones, con prioridades: contar una historia, hacer su trabajo, dar a los lectores libros con que divertirse sin sentirse demasiado imbéciles, y mantenerse al margen de la prensa del corazón.
– ¿Adonde me lleva? –pregunto Johnny, esforzándose por hablar con tono neutro.
–A la cárcel –respondió el policía con su voz pastosa–, donde todos tus rebuznos serán utilizados en tu contra como te mereces.
En ese momento pasaban ante un camping de caravanas; frente a una de ellas, oxidada y con el techo hundido, se leía el cartel:
SOY UN PISTOLERO, UN BORRACHO, UN FANÁTICO
RELIGIOSO, UN PENDENCIERO Y UN HIJO DE PUTA.
NO SE PREOCUPE POR EL PERRO:
¡TENGA CUIDADO CON EL DUEÑO!
Bienvenidos al infierno de la música country, pensó Johnny.
Se inclinó hacia la rejilla, haciendo una mueca de dolor al notar una punzada en el lugar de la espalda donde el policía le había asestado el puntapié.
–Necesita ayuda –dijo, tratando de mantener un tono casi amable, en modo alguno acusador–. ¿Es consciente de eso, agente?
–Eres tu quién necesita ayuda –replicó el policía–. Espiritual, física y editorial. Tak! Pero no vas a recibirla, Johnny. Tú ya has disfrutado de tu último almuerzo literario y de tu último coño cultural. Estas solo en medio del desierto, y los próximos van a ser los cuarenta días y cuarenta noches más largos de tu desaprovechada vida.
Aquellas palabras resonaron en la mente de Johnny como el tañido de una horrenda campana. Estaban ya en el pueblo. Johnny vio un bar a un lado de la calle y una ferretería al otro. Nadie transitaba por las aceras, nadie en absoluto. En el oeste los pueblos nunca eran bulliciosos, pero aquello resultaba insólito. No había nadie. Al pasar frente a una gasolinera de Conoco vio a un hombre sentado en la oficina; estaba recostado contra el respaldo de la silla y tenía los pies sobre la mesa. Pero eso fue todo. Salvo por... un poco más adelante...
Un par de animales avanzaban con un trote perezoso por lo que parecía ser el único cruce del pueblo. Johnny intentó convencerse de que eran perros, pero no lo eran. Eran coyotes.
No es solo el policía, Johnny, ¿no crees?, se dijo. Aquí ocurre algo anormal. Algo en extremo anormal.
Cuando llegaron al cruce, el policía pisó el freno. Johnny, desprevenido, se vio lanzado contra la rejilla que separaba el asiento trasero de la parte delantera. Se golpeó la nariz y emitió un alarido de dolor y sorpresa.
El policía no se volvió siquiera.
– ¡Billy Rancourt! –exclamó, complacido–. ¡Maldita sea, pero si es Billy Rancourt! ¿Donde se habría metido? En el sótano del Broken Drum a dormir la borrachera, seguro. Apostaría dólares a cambio de rosquillas. Billy el Huevón, lo llaman, y menudo huevón esta hecho.
– ¡Mi nariz! –protestó Johnny. Volvía a sangrar y hablar con voz gangosa–. ¡Dios, que dolor!
– ¡Cállate, nenita! –dijo el policía–. ¡Dios! ¡Hay que ver lo quejica que eres!
Retrocedió unos metros y giró hasta enfilar la calle transversal en dirección oeste. Bajó el cristal de la ventanilla y asomó la cabeza.
Ahora tenía la nuca del color de los ladrillos viejos y llena de grietas y ampollas. Algunas de las grietas rezumaban sangre brillante.
– ¡Billy! –llamó el policía–. ¡Eh, Billy Rancourt, granuja!
La parte oeste de Desesperación era por lo visto una zona residencial, polvorienta y sin vida pero de un nivel ligeramente superior al camping de caravanas. A través de las lágrimas que le empañaban los ojos, Johnny vio a un hombre con tejanos y un sombrero de vaquero parado en medio de la calle. Observaba dos bicicletas que se hallaban en la cazada vueltas del revés; había tres, pero el viento había abatido la tercera, una pequeña bicicleta rosa de niña. Las ruedas de las otras dos giraban desoladamente. El individuo levanto la vista, vio el coche patrulla, saludó con un gesto vacilante y se dirigió hacia ellos.
El policía volvió a meter su cabeza grande y cuadrada y miró a Johnny, que al punto comprendió que el tipo que caminaba hacia el coche no se había fijado bien en aquel peculiar agente del orden; de lo contrario habría salido corriendo en cualquier otra dirección. Los labios del policía, sin el respaldo de los dientes, ofrecían un aspecto hundido y enfermizo, y de las comisuras brotaban dos hilillos de sangre. Uno de sus ojos era una masa rojiza salvo por algún que otro destello gris en sus líquidas profundidades. Una reluciente mancha de sangre cubría la mitad superior de su camisa caqui.
–Ese es Billy Rancourt–explicó, satisfecho–. Es mi barbero. Estaba buscándolo. –Bajando la voz para hablarle en confianza, añadió–: Empina un poco el codo.
A continuación miró al frente, metió la primera y apretó el acelerador. El motor retumbo; los neumáticos chirriaron, y Johnny cayó contra el respaldo lanzando un grito de sorpresa. El coche patrulla salió disparado.
Johnny alargó los brazos, se agarró a la rejilla con los dedos y tiró para volver a enderezarse en el asiento. El hombre de los tejanos y el sombrero de vaquero –Billy Rancourt el Huevón– se quedó inmóvil, como paralizado, viendo acercarse el Caprice. Pareció crecer por momentos en el parabrisas a medida que el coche avanzaba hacia él, como en un disparatado efecto de zoom.
– ¡No! –gritó Johnny, golpeando la rejilla con la palma de la mano izquierda–. ¡No! ¡No lo haga! ¡Cuidado!
En el último instante Billy Rancourt comprendió las intenciones del policía y trató de huir. Corrió hacia la derecha, en dirección a una ruinosa casa que reposaba como un animal cansado tras una cerca de estacas, pero había reaccionado demasiado tarde y era demasiado lento. Gritó, y un instante después el coche patrulla lo alcanzó, golpeándolo con tal fuerza que vibró todo el chasis. La sangre salpicó la cerca; en el interior se percibió por dos veces un ruido sordo al pasar las ruedas sobre el hombre caído. Luego el coche se estrello contra la cerca y la derribó. El policía pisó el freno, y el coche se detuvo en el patio de tierra de la casa, lanzando a Johnny otra vez contra la rejilla; en esta ocasión consiguió levantar el brazo y agachar la cabeza, evitando un nuevo golpe en la nariz.
– ¡Billy, pedazo de cabrón! –exclamó el policía con visible entusiasmo–. Tak an lah!
Billy Rancourt soltó un aullido de dolor. Johnny se volvió y por la luneta trasera lo vio arrastrarse tan deprisa como podía–es decir, no mucho, porque tenía una pierna rota– hacia la acera norte de la calle.
En la espalda y en los tejanos le había quedado nítidamente grabado el dibujo de los neumáticos. El sombrero yacía en el asfalto, vuelto del revés como las bicicletas. En su vana huida Billy Rancourt lo rozó con la rodilla. El sombrero se ladeo, y la sangre que contenía se derramo como si fuese agua. También manaba la sangre a borbotones del cráneo abierto y el rostro desfigurado de Billy Rancourt. Sin duda estaba malherido, pero a pesar de que el coche le había golpeado de pleno y después le había pasado por encima, no parecía ni mucho menos en trance de morir. A Johnny no le sorprendió. Costaba mucho matar a un hombre. En Vietnam lo había comprobado una y otra vez: tipos vivos con medía cabeza destrozada; tipos vivos con las tripas fuera sirviendo de pasto a las moscas; tipos vivos con la yugular seccionada y la sangre escurriéndose entre los dedos. La gente se resistía a morir, y eso era lo más horrible.
– ¡Yuuuju! –gritó el policía, y puso la marcha atrás.
Los neumáticos chirriaron y echaron humo. El coche retrocedió, bajó de la acera y pasó sobre el sombrero de Billy Rancourt. Después, con gran estrépito, arrolló una de las dos bicicletas que quedaban en pie, y ésta salto sobre el maletero, golpeo la luneta trasera y voló por encima del techo hasta caer delante del Caprice. Johnny tuvo tiempo de ver que Billy Rancourt había dejado de arrastrarse, que había vuelto la cabeza y los miraba por encima del hombro, que su rostro ensangrentado revelaba una indescriptible resignación. No debe de tener ni treinta años, pensó Johnny, y en ese momento el hombre desapareció bajo la parte trasera del coche. Este pasó sobre el cuerpo y se detuvo junto al bordillo de la otra acera. Al volver la vista al frente, el policía hizo sonar sin querer la bocina con el codo. Ante el morro del coche patrulla yacía Billy Rancourt, boca abajo en medio de un gran charco de sangre. Uno de sus pies se sacudió espasmódicamente por un instante.
– ¡Uf! –exclamó el policía–. Menuda hemos organizado, ¿no?
–Si, lo ha matado –dijo Johnny. De pronto le traía sin cuidado irritar a aquel tipo, vivir o no más que él. Ya no le importaban el libro, la Harley, ni donde podía hallarse Steve Ames. Quizá después, si había un después, volvería a preocuparse por alguna de esas cosas, pero no en ese momento. En ese momento, fruto de la indignación y la amargura, asomó a la superficie una versión anterior de Johnny Marinville, un borrador de si mismo a quién importaban un carajo el Premio Pulitzer, el Premio Nacional de Literatura y follarse a actrices, con o sin esmeraldas–. Lo ha atropellado en medio de la calle como a un conejo. ¡Muy valiente!
El policía se giró, le lanzó una mirada pensativa con su único ojo sano y de nuevo volvió la vista al frente.
–«Te he mostrado el camino de la sabiduría –dijo–. Te he guiado por el camino recto. Cuando camines, no habrás de enmendar tus pasos; cuando corras, tu pie no tropezará.» Eso es del Libro de los Proverbios, John. Pero creo que el pobre Billy sí ha tropezado. Si, eso creo. Siempre fue un patoso. Creo que ese era su mayor problema.
Johnny abrió la boca. Por primera vez en su vida nada salió de ella. Mejor así, quizá.
–«Atesora mis enseñanzas, no las dejes escapar: consérvalas, porque son tu vida.» Ése es un consejo que te conviene seguir, señor Marinville. Disculpa un momento.
Se apeó del coche y se acercó al cadáver que yacía en la calle. Sus botas, barridas por la arena que arrastraba el fuerte viento, despedían un resplandor trémulo. Llevaba una extensa mancha roja en los fondillos del pantalón, y cuando se agachó a recoger el cuerpo del difunto Billy Rancourt, Johnny vio a través de las costuras descosidas de los sobacos que la piel le rezumaba sangre. Sudaba sangre literalmente.
Puede ser, pensó Johnny. Es muy probable. Parece a punto de desangrarse, como ocurre a veces a los hemofílicos. Si no fuese tan corpulento, posiblemente estaría ya muerto. Sabes que debes hacer, ¿no?
Si, claro que lo sabía. Tenía mal genio, un genio de mil demonios, y al parecer ni siquiera unos cuantos puntapiés por parte de un policía maniaco habían conseguido moderárselo. Lo que debía hacer, pues, era mantener ese mal genio bajo control. Bastaba ya de comentarios mordaces, como por ejemplo decirle: «Muy valiente». Al oírlo, el policía le había dirigido una mirada que no le había gustado nada. Una mirada peligrosa.
El policía se encaminó hacia el otro lado de la calle con Billy Rancourt a cuestas. Pasó entre las dos bicicletas caídas y luego junto a la tercera, cuyas ruedas seguían girando, reflejando en los radios la luz crepuscular. Pisó la porción de cerca derribada, subió por los peldaños del porche, y desplazó su carga a un lado para intentar abrir la puerta. Esta se abrió sin problemas. A Johnny no le sorprendió. Seguramente en el pueblo nadie se molestaba en cerrar la puerta con llave.
Tendrá que matar a quienes encuentre dentro, pensó Johnny. Eso por descontado.
Sin embargo el policía simplemente se agachó, dejó el cadáver y volvió a salir al porche. Cerró la puerta y pasó las manos por el dintel para limpiárselas. Era tan alto que ni siquiera tuvo que alargar los brazos. Un escalofrío recorrió a Johnny cuando vio aquel gesto; parecía salido del Éxodo, la señal para que el Ángel de la Muerte pasase de largo... salvo que aquel hombre era el Ángel de la Muerte, el Exterminador.
El policía volvió al coche patrulla, montó y regresó tranquilamente hacia el cruce.
– ¿Por que lo ha metido en esa casa? –preguntó Johnny.
– ¿Que querías que hiciese? –Su voz era cada vez más gutural; ya casi daba la impresión de hacer gárgaras al hablar–. ¿Que se lo dejase a los buitres? Me avergüenzas, mon capitaine. Llevas tanto tiempo viviendo entre la gente supuestamente civilizada que has empezado a pensar como ellos.
–El perro...
–Un hombre no es un perro –repuso con tono puntilloso y aleccionador. Dobló a la derecha en el cruce y casi inmediatamente después giró a la izquierda para entrar en el aparcamiento contiguo al ayuntamiento. Apagó el motor, se apeó y abrió la puerta trasera del lado derecho. De ese modo Johnny se evitó al menos el esfuerzo de tener que deslizarse tras el combado asiento del conductor–. Un pollo no es un plato de pollo, y un hombre no es un perro, Johnny. Ni siquiera un hombre como tú. Vamos. Sal de ahí. ¡Halehob!
Johnny obedeció. Reinaba un silencio palpable. Los sonidos que se oían –el viento, el golpeteo de la arena contra la pared de ladrillo del ayuntamiento, un monótono chirrido procedente de algún lugar cercano– solo ponían aún más de manifiesto el silencio, lo convertían e una especie de bóveda. Pese al dolor en la espalda y la pierna, Johnny estiró los miembros para desentumecerse; tenía todos los músculos agarrotados. A continuación se obligó a mirar el desfigurado rostro del policía. La estatura de aquel hombre lo intimidó, le produjo un extraño sentimiento de desorientación. No era solo que Johnny, con su metro noventa, estuviese habituado a mirar a los demás inclinando la cabeza; era sobre todo la magnitud de la diferencia de alturas entre ellos, no tres o cuatro centímetros sino por lo menos diez. Y adema estaba su asombrosa envergadura. No solo se hallaba frente a él; se cernía sobre él.
– ¿Por que no me ha matado como a ese otro tipo, el tal Billy? ¿O ni siquiera tiene sentido preguntar? ¿Acaso está ya de vuelta de los porqués?
– ¡Mierda! Todos estamos de vuelta de los porqués, y tú lo sabes – contestó el policía, mostrando unos pocos dientes ensangrentado en una sonrisa que Johnny habría preferido no ver–. Y ahora escúchame con atención: lo importante es que podría dejarte marchar. ¿Te gustaría? Quizá te queden aún un par de estúpidos libros en la cabeza o incluso medía docena. Aún podrías escribir unos cuantos antes que un reventón de coronarias se te lleve al otro barrio. Y sin duda con el tiempo llegarías a olvidar este interludio y convencerte otra vez de que haces algo que justifica tu existencia. ¿Te gustaría, Johnny? ¿Te gustaría que te dejase en libertad?
Erin go bragh, pensó Johnny, recordando sin motivo aparente el grito de guerra de los independentistas irlandeses. Por un horrendo instante estuvo a punto de escapársele una carcajada. Pero el impulsó remitió, y Johnny asintió.
–Sí, me gustaría mucho.
–Así que te gustaría ser libre, como un pájaro fuera de su jaula –Batió los brazos para mayor énfasis.
Johnny vio que las manchas de sangre de los sobacos se habían extendido más aún; ahora tenía los costados de la camisa teñidos de rojo carmesí casi hasta la cintura.
–Si –repitió Johnny. De hecho no creía que su nuevo compañero de juegos tuviese la menor intención de dejarlo marchar. No, ni mucho menos. Pero dicho compañero de juego en breve no sería más que una morcilla sujeta por el uniforme, y si él conseguía conservarse entero y en funcionamiento hasta que llegase ese momento...
–Muy bien. He aquí el trato, gran hombre: chúpame la polla. Hazlo, y te dejare ir. Te doy mi palabra.
El policía se bajó la cremallera y tiró del elástico del calzoncillo.
Por la bragueta asomó algo parecido a una culebra muerta. Johnny advirtió que la punta goteaba sangre. No le sorprendió. Aquel hombre se estaba desangrando por todos los orificios de su cuerpo.
–En términos literarios –añadió el policía con una sonrisa– esta particular mamada se acerca más a Anne Rice que a Henry Miller. Te recomiendo que sigas el consejo de la reina Victoria: cierra los ojos y piensa que es una tarta de fresas.
Johnny Marinville miró la polla del maníaco, luego su rostro sonriente, y después de nuevo la polla. No sabía que esperaba de él –gritos, nauseas, lágrimas, una melodramática súplica–, pero tenía la clara impresión de que no sentía lo que él quería que sintiese, lo que probablemente pensaba que sentía.
Por lo visto, pensó Johnny, no sabes que en mi vida he visto cosas mucho peores que una polla chorreando sangre. Y no solo en Vietnam.
Notó que la cólera crecía en su interior, que amenazaba con apoderarse de él. Y claro que se apodero de él. La cólera era su principal adicción, no el whisky o la coca o las anfetas. La ira pura y simple. No tenía nada que ver con lo que el policía había sacado del pantalón, y probablemente sería eso lo que él no comprendiese. No era un problema sexual. Era solo que Johnny Marinville no tenía por costumbre actuar contra su voluntad.
–Me arrodillaré ante usted si es ese su deseo –dijo, y aunque no levanto la voz, algo cambió en el rostro del policía, algo cambió realmente por primera vez. En cierto modo desapareció de su cara todo rastro de expresión, salvo por la mirada de recelo que le dirigió con su único ojo sano.
– ¿Por que me miras así? –preguntó el policía–. ¿Que derecho tienes tú a mirarme así? Tak!
–Olvídate de como te miró y escúchame, gilipollas: voy a meterme en la boca esa rata de pantalón que te cuelga entre las piernas, y a los tres segundos la verás tirada en el asfalto. ¿Lo has entendido? Tak!
Escupió esa última palabra al rostro del policía poniéndose de puntillas, y por un momento el gigante lo miró atónito. De inmediato contrajo la cara en una expresión de rabia y empujó a Johnny con tal violencia que este creyó volar. Fue a parar contra el muro del edificio, vio estrellas al golpearse la cabeza con los ladrillos, rebotó, se le enredaron los pies y cayó de bruces. El dolor apareció en otros puntos de su cuerpo y se agudizó en las zonas que tenía ya magulladas, pero valió la pena solo por ver la expresión de aquel demente. Johnny levantó la vista, deseando saborear de nuevo aquella expresión como una abeja saborea el polen de una flor, pero el corazón le dio un vuelco.
La cara del policía se había tensado. Su piel parecía ahora maquillaje o una fina capa de pintura, una máscara irreal. Incluso el ojo ensangrentado semejaba irreal. Daba la impresión de que hubiese otra cara bajo la que Johnny veía, empujando la carne exterior, intentando asomar a la superficie.
El policía fijo en él su único ojo sano por un instante y después alzó la cabeza. Señalo el cielo con los cinco dedos de la mano izquierda y grito con su voz gutural:
–Tak ah lah. Timoh. Carl de lach. ¡Vamos! ¡Vamos!
Se oyó un aleteo, semejante al ruido de la ropa agitada por el viento, y una sombra descendió sobre el rostro de Johnny. Se oyó un grito áspero, no exactamente un graznido, y algo con unas escabrosas alas en movimiento cayó sobre él, le aferró los hombros con sus garras y empezó a picarle en el cráneo mientras repetía su inhumano grito.
Fue el olor lo que le permitió adivinar qué lo atacaba, un olor a carne podrida. Agitó sus enormes e inmundas alas en torno a la cara, intentando afianzarse en su posición, y aquel hedor inundó su boca y su nariz, penetró hasta su garganta y le provocó arcadas. Johnny recordó el pastor alemán balanceándose en el extremo de la cuerda mientras aquellos pajarracos semidesplumados le tiraban del rabo y las patas con los picos. Ahora uno de ellos se había cebado en él –uno que al parecer ignoraba que los buitres eran esencialmente cobardes y se alimentaban solo de animales muertos– y le hendía el cuero cabelludo con el pico.
– ¡Sáquemelo de encima! –rogó, amedrentado. Trató de agarrar las anchas alas del buitre, pero solo consiguió dos puñados de plumas.
Tampoco podía ver; no abría los ojos por temor a que el ave cambiase de posición y se los hiriese con sus picotazos–. ¡Dios santo! ¡Sáquemelo de encima, por favor!
– ¿Me mirarás como es debido? ¿No habrá más insolencias? ¿No más faltas de respeto?
– ¡No! ¡Ninguna más! –Johnny habría prometido cualquier cosa.
El sentimiento que lo había inducido a provocar al policía se había desvanecido por completo; el buitre había dado buena cuenta de él, como si fuese un gusano en una mazorca.
– ¿Lo prometes?
El ave aleteaba, graznaba y le tiraba del pelo. Apestaba a carroña y a tripas reventadas. Seguía sobre él, devorándolo. Devorándolo vivo.
– ¡Si! ¡Si! ¡Lo prometo!
–Pues jódete –repuso el policía tranquilamente–. Jódete, op pa. Me paso por el culo tu promesa. Líbrate tú de él. O muere.
Abriendo apenas los ojos, Johnny consiguió incorporarse. De rodillas y con la cabeza inclinada, buscó a tientas las alas del buitre, las agarró por donde se unían al cuerpo, y se lo quitó de los hombros. El ave se sacudió espasmódicamente en el aire y expulsó un chorro de excrementos blanquecinos que el viento disperso. Empezó a agitar la cabeza de un lado a otro y emitir graznidos de dolor. Sollozando –ahora sentía básicamente repugnancia–, Johnny le arrancó un ala y lo lanzó contra el muro. El buitre lo miró con unos ojos negros como el alquitrán. Abría y cerraba el pico con un chasquido húmedo.
Esa es mi sangre, hijo de puta, pensó Johnny. Tiró al suelo el ala del ave y se puso en pie. El buitre trato de huir, moviendo su única ala como un remo y levantando a su paso una nube de polvo y plumas. Se dirigía hacia el coche patrulla de Desesperación, pero no había recorrido ni dos metros cuando Johnny lo pisó con una de sus botas de motorista y le rompió el espinazo. Sus patas escamosas asomaron a ambos lados del cuerpo como si fuese a desdoblarse. Johnny se llevo las manos a los ojos, convencido de que la cabeza estaba a punto de partírsele como se había partido el espinazo del buitre.
–No ha estado mal –dijo el policía–. Te lo has cargado. Y ahora andando.
–No –respondió Johnny, y se quedó inmóvil, temblando, con las manos en la cara.
–Andando.
Aquella voz no admitía discusión. Johnny se dio la vuelta y vio que el policía señalaba de nuevo hacia el cielo con los cinco dedos extendidos. Johnny alzó la cabeza y vio más buitres –dos docenas por lo menos– posados en lo alto del edificio. Miraban hacia ellos.
– ¿Quieres que los llame? –Su tono era engañosamente afable–. Puedo hacerlo. Las aves son una de mis aficiones. Te comerán vivo si yo se lo ordeno.
–N–n–no. –Miró de nuevo al policía y sintió alivio al ver que se había cerrado la bragueta. Sin embargo, una mancha de sangre se extendía por la parte delantera de su pantalón–. No, n–n–no lo haga.
– ¿Cual es la palabra mágica, Johnny?
Por un momento –un espantoso momento– no imaginó siquiera a que se refería, pero de pronto cayó en la cuenta.
–Por favor.
– ¿Te comportaras de una manera sensata?
–S–sí.
–No sé si creerte. –Parecía hablar consigo mismo–. No lo sé.
Johnny le miró en silencio. Su ira había desaparecido. Todo había desaparecido, dando paso a una especie de profunda insensibilidad.
–Ese chico... –murmuro el policía levantando la vista hacia el primer piso del ayuntamiento, donde se alineaban unas cuantas ventanas con cristales opacos y barrotes en el exterior–. Ese chico me preocupa. Quizá debería hablarte de él. Quizá debería pedirte consejo. –Se llevó las manos a las clavículas y, observando a Johnny, empezó a tamborilear en ellas como había hecho antes en el volante del coche–. O quizá debería matarte ahora mismo. Puede que eso sea lo mejor. Tal vez cuando estés muerto te den ese Nobel por el que suspiras. ¿Tú que opinas?
El policía miró la hilera de buitres que aguardaban en el tejado del ayuntamiento y se echo a reír. Las aves le contestaron con ásperos graznidos, y Johnny no consiguió ahuyentar el pensamiento que le asaltó. Era tan convincente que resultaba doblemente horrible: los buitres se ríen con él, porque la broma no es solo de él sino de todos ellos.
Una fuerte ráfaga de viento le hizo tambalear y arrastró el ala arrancada del buitre por el asfalto como si fuese un plumero. La luz se desvanecía por momentos; de hecho se desvanecía anormalmente deprisa. Johnny miró hacia poniente. Vio que una nube de polvo oscurecía las montañas y no tardaría en ocultarlas por completo. El sol se hallaba aún más alto que la nube, pero por poco tiempo. Estaba preparándose un vendaval, y avanzaba hacia Desesperación.
5
Las cinco personas encerradas en las celdas –el matrimonio Carver y su hijo, Mary Jackson, y el anciano del pelo blanco– oyeron los gritos de un hombre y los sonidos que los acompañaron: aleteos y ásperos graznidos de ave. Finalmente remitieron. David esperaba que no hubiese muerto nadie más, pero sabía que en aquellas circunstancias eso era poco probable.
– ¿Como ha dicho que se llama? –pregunto Mary.
–Collie Entragian, –respondió el anciano. Parecía presa de un profundo cansancio tras oír los gritos–. Collie es la forma abreviada de Collier. Vino hace quince o dieciséis años de un pueblo minero de Wyoming. Por entonces era casi un adolescente. Quería entrar en la policía, pero no lo admitieron y fue a trabajar a la mina con la compañía Diablo. Por esas fechas Diablo se disponía a coger los bártulos y marcharse a casa. Collie se incorporó al equipo destinado a las tareas de cierre de la mina, si no recuerdo mal.
–A nosotros nos dijo que la mina estaba abierta– comentó Mary.
El anciano negó con la cabeza en un gesto que podía interpretarse como hastío o exasperación.
–Algunos creen que la Mina de los Chinos no está cerrada, pero se equivocan. Es cierto que vuelve a haber cierta actividad por allí, pero no van a sacar nada de ese agujero; malgastarán el dinero de los inversores y la cerrarán definitivamente. Y Jim Reed será quizá quién más se alegre. Está ya harto de peleas en los bares. Aunque todos deseamos que se olviden de la mina de una vez. Está embrujada, o eso creen los lugareños ignorantes. –Hizo una pausa–. Yo entre ellos.
– ¿Quien es Jim Reed? –pregunto Ralph.
–El agente de seguridad del pueblo. Lo que sería el jefe de policía en una población mayor, por ahora quedan solo unos doscientos habitantes en Desesperación. Jim tenía dos ayudantes a jornada completa, Dave Pearson y Collie. Nadie esperaba que Collie se quedase aquí cuando Diablo dejó de explotar la mina, pero se quedó. Al fin y al cabo no estaba casado y había recibido una indemnización de la compañía. Durante un tiempo aceptó empleos temporales, y al final Jim empezó a encargarle tareas. Hacía bien su trabajo, y en 1991 la alcaldía, por recomendación de Jim, lo contrató a jornada completa.
– ¿Y no son muchos tres policías para un pueblo tan pequeño como éste? – comentó Ralph.
–Es posible. Pero, a raíz de la nueva Ley de Seguridad Rural, Washington nos aumentó el presupuesto, y por otra parte llegamos a un acuerdo con el condado de Sedalia para ocuparnos de la vigilancia de las tierras circundantes a nuestra circunscripción: multas por exceso de velocidad, arrestos por conducir bajo los efectos del alcohol y cosas así.
Fuera se oyeron más aullidos de coyote; sonaban trémulos a causa del intenso viento.
– ¿Por que recibió una indemnización? –preguntó Mary–. ¿Algún problema mental?
–No. La furgoneta en la que iba volcó mientras descendían a la Mina de los Chinos. Antes de que los directivos de Diablo decidiesen abandonarla, claro. Se destrozó una rodilla. Con el tiempo se recuperó, pero le quedó una leve cojera.
–Entonces no es él–dijo Mary.
El anciano la miró enarcando sus pobladas cejas.
–El hombre que ha matado a mi marido no cojea.
–No – coincidió el anciano. Hablaba con extraña serenidad–. No, no cojea. Pero sin duda es Collie. Lo he visto a diario durante quince años, lo he invitado a tomar unas copas de vez en cuando en el Broken Drum, y él me ha invitado a mi en el Bud's Suds. Fue él quién vino a la clínica a tomar fotografías y buscar huellas cuando entraron a robar. Probablemente buscaban drogas, pero no lo sé con seguridad. Nunca los atraparon.
– ¿Es usted médico? –pregunto David.
–Veterinario. Me llamo Tom Billingsley. –Tendió a David una mano grande, curtida y ligeramente temblorosa, y el muchacho se la estrecho con recelo.
Abajo se abrió de pronto una puerta.
– ¡Ya hemos llegado, gran John! –anunció el policía, y su voz jovial resonó en el hueco de la escalera–. Tu habitación te espera. ¿Que digo habitación? ¡Un apartamento entero con todas las comodidades! Nos hemos olvidado el ordenador, pero dispondrás de amplias paredes donde los inquilinos anteriores han dejado su sello personal en frases como «Chúpamela» o «Me he follado a tu hermana».
Tom Billingsley dirigió la vista hacia la puerta de la sala y luego miró de nuevo a David. Habló lo bastante alto para que los otros lo oyeran, pero se dirigía a David.
–Y te diré una cosa. Ahora es más grande.
– ¿Que quiere decir? –pregunto David, aunque creía que ya conocía la respuesta.
–Lo que has oído. Collie nunca ha sido un enano. Medía algo más de metro noventa y pesaba alrededor de cien kilos, calculo. Pero ahora... –Volvió a echar un vistazo a la puerta, hacia las sonoras pisadas que subían por la escalera, dos pares de pies. Luego miró otra vez a David. –Ahora diría que ha crecido ocho o nueve centímetros y pesa unos treinta kilos más.
– ¡Eso es absurdo! –replicó Ellen–. ¡No tiene sentido!
–Desde luego – convino el hombre del pelo blanco–. Pero así es.
La puerta de la sala se abrió de par en par, y un hombre con el rostro ensangrentado y una melena gris hasta los hombros –también manchada de sangre– fue arrojado al interior de la sala. No la cruzó con la gracia de una bailarina como Mary Jackson, sino que tropezó a mitad de camino y cayó de rodillas al suelo, levantando las manos para no golpearse contra el escritorio. Lo seguía el hombre que los había arrastrado a todos hasta allí, y sin embargo no parecía el mismo; ahora era una especie de cíclope sanguinolento, una criatura monstruosa que se desintegraba por momentos ante sus ojos.
Aquel rostro de aspecto derretido los observó con la boca abierta en una amplia sonrisa.
–Fijaos –dijo con voz gutural y tono sensiblero–. Fijaos. ¡Dios! ¡Somos una familia feliz!
SEGUNDA PARTE
DESESPERACIÓN:
ALGO PODRÍA SURGIR
DE ESTOS SILENCIOS
I
1
– ¿Steve?
– ¿Que?
– ¿Es eso lo que yo creo que es?
Cynthia señalaba hacia el oeste por la ventanilla.
– ¿Que crees que es? –pregunto Steve.
–Arena. Arena y viento.
–Si. Diría que es eso.
–Para un momento, ¿quieres? –pidió Cynthia.
Steve la miró con expresión interrogativa.
–Sólo un momento –insistió Cynthia.
Steve Ames detuvo el camión Ryder en el arcén de la carretera que conducía de la interestatal 50 hasta el pueblo de Desesperación. Habían encontrado el desvío sin problemas. Sentado al volante con el camión parado, volvió la cabeza hacia Cynthia Smith, que le había llegado al corazón aún en una angustiosa situación llamándolo «mi encantador nuevo amigo». En ese momento, sin embargo, no miraba a su encantador nuevo amigo sino que mantenía la vista fija en el dobladillo de su camiseta con Peter Tosh en la pechera y le daba nerviosos tirones.
–Soy una chica realista –dijo Cynthia sin levantar la cabeza–. Un poco adivina, pero realista. ¿Me crees?
– ¿Por qué no iba a hacerlo?
–Y práctica. ¿Eso también lo crees?
–Si– contestó Steve.
–Por eso me he reído antes de tu intuición, o lo que fuese. Pero tú estabas convencido de que encontraríamos algo junto a la carretera, y lo hemos encontrado.
–Si. Así es.
–O sea que era una buena intuición –afirmo Cynthia.
– ¿Te importaría ir al grano? Mi jefe...
–Si. Tu jefe, tu jefe, tu jefe. Ya se que estás pensando en eso y prácticamente en nada más, y eso es lo que me preocupa, Steve, porque tengo un mal presentimiento. Una mala intuición.
Steve la miró. Lentamente, casi a su pesar, Cynthia levantó la cabeza y le devolvió la mirada. El se sobresalto al ver en sus ojos el mortecino resplandor del miedo.
– ¿Que ocurre? ¿Que temes?
–No lo sé –respondió ella.
–Mira, Cynthia, solo tenemos que encontrar a un policía, o en su defecto una cabina de teléfono, e informar de la desaparición de Johnny. Y de una familia llamada Carver.
–Así y todo...
–No te preocupes –la interrumpió–, llevaré cuidado. Te lo prometo.
– ¿Por que no pruebas a marcar otra vez el nueve once en el móvil? –pregunto Cynthia con una voz débil y tímida que en nada se parecía a su tono habitual.
Steve la complació sin esperar nada, y en efecto no obtuvo respuesta. Esta vez ni siquiera una grabación. No estaba seguro, pero sospechaba que el inminente vendaval o tormenta de arena o comoquiera que lo llamasen por allí debía de haber empeorado las comunicaciones.
–Lo lamento. No funciona–dijo–. ¿Quieres intentarlo tú? Quizá tengas más suerte. El toque femenino y esas cosas.
Cynthia negó con la cabeza.
– ¿Tu no sientes algo? –pregunto.
Steve suspiró. Sí, sentía algo. Le recordaba una sensación que había experimentado a veces en su pubertad, cuando vivía aún en Texas. El verano que cumplió trece años fue el más largo, agradable y extraño de toda su vida. Hacia finales de agosto solían formarse en la zona tormentas eléctricas –el cielo negro, el aire quieto, truenos ensordecedores, relámpagos que se clavaban en la pradera como tenedores en un trozo de carne dura–, convulsiones breves pero muy violentas que los viejos del lugar llamaban «jaranas». Y aquel año (un año en que en las emisoras de radio una de cada dos canciones era de Bee Gees) los minutos de silencio previos a esas tormentas lo excitaban de un modo que nunca más se había repetido. Sus ojos parecían globos eléctricos en cuencas cromadas, su estomago se agitaba, su pene se henchía de sangre y se enderezaba como el mango de una sartén. Una sensación de aterrorizado éxtasis lo invadía en aquellos momentos, una sensación de que el mundo estaba a punto de revelarle un gran secreto, de jugarlo como una carta especial. Al final, como es lógico, nunca se producía tal revelación (a menos que consistiese en el posterior descubrimiento de la masturbación), simplemente llovía. Y de ese mismo modo se sentía ahora, solo que sin erección, sin vello erizado, sin éxtasis y sin autentico terror. Desde que había encontrado el casco del jefe más que terror experimentaba una sensación premonitoria, una sensación de que las cosas no iban bien y pronto empeorarían más aún. Hasta que Cynthia le había preguntado, esa sensación había permanecido latente. De niño, aquel estado obedecía probablemente a cambios en la presión atmosférica cuando se acercaba la tormenta, o a la electricidad del aire, o a cualquier otra cosa. Y en ese momento se avecinaba una tormenta, ¿no? Sí. De modo que seguramente aquello era lo mismo, simple déjà vu, como solían llamarlo, algo comprensible, sin el menor misterio. Aun así...
–Si, es verdad. Siento algo –admitió Steve–. Pero ¿que quieres que haga? No pretenderás que me eche atrás, ¿verdad?
–No. Eso no. Pero ve con cuidado, ¿vale?
Una ráfaga de viento sacudió el Ryder. Una nube de arena ambarina voló sobre la carretera, convirtiéndola por un instante en un espejismo.
–Muy bien, pero tendrás que cooperar.
Puso el camión en marcha. El sol poniente hirió con sus rayos la membrana de arena, y ésta se tiñó de un color tan rojo como la sangre en su arco inferior.
–Si, claro –dijo Cynthia con una sonrisa forzada mientras otro golpe de viento embestía el camión–. Cuenta con ello.
2
El policía ensangrentado encerró al recién llegado en la celda contigua a la que ocupaban David Carver y Tom Billingsley. A continuación se dio la vuelta lentamente con una expresión solemne y contemplativa en el rostro sangrante y medio despellejado. Volvió a sacar las llaves y separó, advirtió David, la misma que la vez anterior –el rectángulo de metal con una banda magnética–, así que debía de ser una llave maestra.
–Uni, doni, nono, diez – canturreó–, atrapa a un turista por los pies.
Se dirigió hacia la celda donde estaban los padres de David. Al verlo acercarse, retrocedieron y volvieron a abrazarse.
– ¡Déjelos en paz! –gritó David, alarmado. Billingsley lo agarró del brazo, pero el se soltó de un tirón–. ¿Me oye? ¡Déjelos en paz!
–Ni lo sueñes, chaval –dijo Collie Entragian. Metió la llave en la cerradura y se oyó un ligero chasquido al correrse los cerrojos–. Buenas noticias, Ellie. Te han concedido la libertad condicional. Sal de ahí.
Ella negó con la cabeza. Las sombras habían empezado a adueñarse de la sala, y su rostro flotaba en ellas blanco como el papel. Ralph le rodeó la cintura con los brazos y la arrastró hacia el fondo de la celda.
– ¿Es que no le ha hecho ya bastante daño a nuestra familia? –exclamo.
–Pues no. –Entragian sacó su revolver del tamaño de un cañón, apuntó a Ralph y bajo el percutor–. O sales ahora mismo, damisela, o le meto una bala entre los ojos a este mequetrefe. ¿Donde prefieres sus sesos? ¿Dentro de su cráneo o secándose en la pared? A mi igual me da lo uno que lo otro.
Por favor, Dios, que pare ya, suplicó David. Que pare ya. Si trajiste a Brian de dondequiera que estuviese, también puedes hacer esto. Puedes conseguir que este hombre los deje en paz. Dios mío, por favor, no permitas que se lleve a mi madre.
Ellen aparto los brazos de Ralph.
– ¡No, Ellie! –rogó su marido.
–Tengo que hacerlo –repuso ella–. ¿No te das cuenta?
Ralph dejó caer los brazos. Entragian devolvió el percutor a su anterior posición y guardo el revolver en la funda. Tendió una mano a Ellen como si la invitase a salir a la pista de baile. Ella avanzo hacia el.
Bajando la voz, dijo:
–Si lo que quiere es... eso, lléveme a donde mi hijo no pueda verlo.
David comprendió que no deseaba que el la oyese, pero tenía un oído muy fino.
–No te preocupes – contestó Entragian, también en un susurro de conspiración–. No quiero... eso, y mucho menos de ti. Y ahora vamos.
Sin soltar la mano de Ellen, cerró la reja de la celda con brusquedad y tiró de ella para cerciorarse de que el cerrojo estaba echado. Después guió a Ellen hacia la puerta.
– ¡Mamá! –gritó David. Se agarró a los barrotes y los sacudió–. ¡Mamá, no! ¡Déjela, hijo de puta! ¡Deje en paz a mi madre!
–No te preocupes, David, volveré –aseguro Ellen, pero su voz débil, casi sin inflexiones, inquietó más aún al muchacho; daba la impresión de que ya no estuviese allí, como si el policía la hubiese hipnotizado solo tocándola–. No te preocupes.
– ¡No! –rogó David–. ¡Papa, impídeselo! ¡Impídeselo! –En su pecho cobró forma la certidumbre de que si aquel enorme y ensangrentado policía se llevaba a su madre de aquella sala, nunca volverían a verla.
–David... –murmuro Ralph. Retrocedió con paso vacilante hasta el catre, se sentó, hundió la cara entre las manos y se echó a llorar.
–Yo cuidaré de ella, Dave; no te preocupes –dijo Entragian. Estaba ante la puerta que daba a la escalera y sujetaba a Ellen Carver por el brazo. Exhibía una sonrisa que habría podido calificarse de radiante de no ser por la sangre que tenía los pocos dientes que le quedaban–. Soy un hombre sensible, como el protagonista de Los puentes de Madison pero sin las cámaras.
–Si le hace daño se arrepentirá –amenazó David.
La sonrisa se borro del rostro de Entragian. Ahora parecía colérico y a la vez un poco dolido.
–Puede ser, pero lo dudo. Sinceramente. Eres un meapilas, ¿verdad?
David lo miró en silencio.
–Si, claro que lo eres –afirmó Entragian–. Tienes toda la pinta de un meapilas, con esos ojos de misticón y esa bocaza que no para. ¡Hay que ver! ¡Un meapilas con camiseta de béisbol! –Acercó la cabeza a la de Ellen y miró perversamente al muchacho a través del pelo de su madre–. Reza todo lo que quieras, David, pero no esperes ayuda. Dios no esta aquí, como tampoco estaba al lado de Jesús mientras este agonizaba en la cruz con moscas en los ojos. Tak!
Ellen lo vio subir por la escalera. Lanzó un chillido e intento apartarse, pero Entragian la obligó a permanecer donde estaba. El coyote cruzó la puerta mansamente. Ni siquiera miró a la mujer que gritaba y forcejeaba para librarse del policía. Se limito a avanzar hasta el centro de la sala. Allí se detuvo, volvió la cabeza y fijó su mirada amarillenta de animal disecado en Entragian.
–Ah lah –dijo el policía, y soltó el brazo de Ellen por un instante para darse un golpe seco con la palma de la mano derecha en el dorso de la izquierda en un gesto que recordó a David el salto de un guijarro plano sobre la superficie de un estanque–. Him en tow.
El coyote se sentó.
–Este fulano se mueve deprisa –advirtió Entragian señalando al coyote. En apariencia hablaba para todos, pero miraba a David–. Muy deprisa, lo digo en serio. Mucho más que un perro. Si alguien saca una mano o un pie de la celda, lo habrá perdido aún antes de darse cuenta. Os lo aseguro.
–Deje a mi madre en paz –repitió David.
–Hijo –respondió Entragian con hastío– si me viene en gana, le meteré un palo por el culo y la haré girar hasta que salten chispas, y tú no podrás hacer nada para impedírmelo. Y luego volveré por ti.
Salió por la puerta llevándose a la madre de David a rastras.
3
La sala quedó en silencio, roto solo por los ahogados sollozos de Ralph Carver y el jadeo del coyote, que observaba a David con ojos inquietantemente malévolos. La baba le caía de la punta de la lengua como el goteo de una tubería.
–Ten valor, hijo –lo alentó el hombre de la melena gris. De su voz se desprendía que estaba más habituado a recibir consuelo que a darlo–. Ya lo has visto. Tiene hemorragias internas; ha perdido la mitad de los dientes; uno de los ojos se le ha hundido en la carne descompuesta. No puede vivir mucho más.
–No necesita mucho tiempo para matar a mi madre si es eso lo que se propone –repuso David–. Ya ha matado a mi hermana menor. La ha empujado por la escalera, y al caer se le ha roto... se le ha roto el c– c– cuello. –De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas pero, con un supremo esfuerzo de voluntad, logró contenerlas. No era momento de lloriqueos.
–Sí, pero... –empezó el hombre de la melena gris, pero se quedó sin argumentos.
David recordó entonces parte de la conversación con el policía cuando se hallaban en el coche patrulla camino del pueblo, cuando aún creían que era un hombre normal y cuerdo y solo pretendía ayudarlos. David le había preguntado como sabía el apellido de su familia, y el había contestado que lo había leído en la placa que se encontraba sobre la mesa. Era una buena respuesta, porque efectivamente había una placa con su apellido sobre la mesa... pero era imposible que Entragian la viese desde la posición que ocupaba junto a la escalerilla de la caravana. «Tengo ojos de águila, David –había dicho más tarde–, y esos son ojos que distinguen la verdad desde lejos.»
Ralph Carver se acercó despacio, casi arrastrando los pies, a la reja de su celda. Tenía los ojos inyectados en sangre, los párpados hinchados, la cara amoratada. Por un momento David, casi cegado por la ira, sintió el vehemente deseo de gritar: «¡Todo esto es culpa tuya! Por tu culpa ha muerto Bombón. Por tu culpa ese hombre se ha llevado a mi madre para matarla o violarla. ¡Tú y tu pasión por el juego! ¡Tu y tus estúpidos planes para las vacaciones! Debería haberte llevado a ti, papá, debería haberte llevado a ti.»
Basta ya, David, pensó con la voz de Gene Martin. Así es como eso desea que pienses. ¿Eso? El policía, Entragian, a el se refería, la voz al decir «eso». ¿Y qué deseaba él, o eso, que David pensase? En realidad, ¿qué más le daba lo que pudiese pensar?
–Fíjense en ese animal – comentó Ralph mirando al coyote–. ¿Como lo ha hecho venir hasta aquí? ¿Y por qué se ha quedado?
El coyote se volvió hacia la voz de Ralph, luego miró a Mary y finalmente sus ojos se posaron de nuevo en David. Jadeaba y seguía goteando baba en el suelo de madera, donde había empezado a formarse un charco.
–Debe de tenerlos adiestrados –sugirió el hombre de la melena gris–. Igual que a los buitres. Ahí fuera tiene unos cuantos buitres adiestrados. Yo maté uno de esos pajarracos esqueléticos. Lo pisé...
–No–lo interrumpió Mary.
–No – coincidió Billingsley–. Sin duda es posible adiestrar coyotes, pero este no está adiestrado.
–Claro que lo está –insistió el hombre de la melena gris.
–Según el señor Billingsley –dijo David–, ese policía es más alto que antes. Ocho o nueve centímetros por lo menos.
–Eso es absurdo. –El hombre de la melena gris llevaba una cazadora de motorista. Bajó la cremallera de un bolsillo lateral, sacó un ajado paquete de caramelos energéticos, y se echó uno a la boca.
– ¿Como se llama? –pregunto Ralph al hombre de la melena gris.
–Marinville. Johnny Marinville. Y estoy...
–Lo que está es ciego si no se ha dado cuenta de que aquí ocurre algo espantoso y anormal –dijo Ralph.
–Yo no he dicho que no sea espantoso, y tampoco que sea normal, desde luego –replico Marinville. Siguió hablando, pero en ese momento David volvió a oír la voz, aquella voz exterior, y dejó de atender a la conversación.
El jabón. David, el jabón.
David miró el jabón, la pastilla verde que estaba junto al grifo, y recordó que Entragian había dicho: «Volveré a por ti.»
El jabón.
De pronto comprendió, o creyó, esperó, haber comprendido. Mas vale que sea así, pensó. Mas vale que sea así, o si no...
Llevaba una camiseta de los Indians de Cleveland. Se la quitó y la dejó junto a los barrotes de la celda. Levanto la vista y vio que el coyote lo miraba. Tenía en alto las raídas orejas, y a David le pareció oír un gruñido en el fondo de su garganta.
– ¿Que haces, hijo? –pregunto Ralph.
Sin contestar, David se sentó en el extremo del catre, se descalzó y echó las zapatillas de deporte junto a la camiseta. Era ya indudable que el coyote gruñía, como si hubiese adivinado que planeaba. Como si estuviese decidido a impedírselo si lo intentaba.
No seas estúpido, se dijo David. Claro que está decidido a impedírtelo. ¿Para qué, si no, lo ha dejado ahí el policía? Basta con que confíes en la voz. Confía en la voz y ten fe.
–Ten fe en que Dios te protegerá–murmuro.
Se puso en pie y se desabrochó el cinturón. Cuando iba a bajarse la cremallera de los vaqueros, se detuvo.
– ¿Señora? –dijo–. ¿Señora? –Mary Jackson lo miró, y el se sonrojó–. Le importaría darse la vuelta. Tengo que quitarme el pantalón, y será mejor que me quite también los calzoncillos.
–Pero, por Dios, ¿que te propones? –preguntó su padre. Se advertía pánico en su voz–. ¡Sea lo que sea, te lo prohíbo!
David no contesto. Se limitó a mirar a Mary. La miró tan fijamente como el coyote lo miraba a él. Al cabo de un instante ella volvió la espalda sin pronunciar palabra. El hombre de la cazadora se incorporó en el catre y, masticando aún el caramelo, observó a David. Al muchacho le daba tanta vergüenza como a cualquier otro niño de once años mostrarse desnudo, y la mirada atenta de aquel hombre lo incomodó; pero, como se había dicho a si mismo poco antes, no era momento de estupideces. Lanzó otro vistazo a la pastilla de jabón y, sin dudarlo, se bajo los pantalones y los calzoncillos.
4
–Genial – comentó Cynthia–. A eso llamo yo clase.
– ¿A que? –pregunto Steve. Conducía inclinado sobre el volante, atento a la carretera. El intenso viento arrastraba rastrojos y levantaba nubes de polvo sobre la calzada, reduciendo drásticamente la visibilidad.
–A ese cartel. ¿Lo ves?
Steve miró en la dirección que Cynthia le indicaba. El cartel, que originalmente rezaba LAS INSTITUCIONES MUNICIPALES y ECLESIÁSTICAS DE DESESPERACIÓN LE DAN LA BIENVENIDA, había sido modificado con pintura; ahora se leía LOS PERROS MUERTOS DE DESESPERACIÓN LE DAN LA BIENVENIDA. Una cuerda, deshilachada en un extremo, oscilaba agitada por el viento. Sin embargo el pastor alemán había desaparecido. Primero los buitres habían devorado su parte, y después habían llegado los coyotes. Hambrientos y sin el menor reparo a comerse a un pariente cercano, habían roto la cuerda a tirones y se habían llevado de allí a rastras el cadáver, deteniéndose solo para disputarse algún pedazo de carne. Los restos, básicamente huesos y uñas, se hallaban en un promontorio cercano, y la arena no tardaría en cubrirlos.
–Vaya, la gente de por aquí debe de tener mucho sentido del humor –dijo Steve.
–Desde luego – convino Cynthia, y al cabo de un instante añadió–: Para ahí.
Señalo un herrumbroso barracón de metal acanalado. El letrero de la entrada rezaba: COMPAÑÍA MINERA DE DESESPERACIÓN. Junto al edificio había un aparcamiento con varios coches y furgonetas.
Steve salió de la carretera pero decidió no entrar en el aparcamiento, al menos de momento. Las ráfagas de viento, cada vez más frecuentes, tendían a fundirse en un viento casi uniforme. Al oeste el sol se había convertido en un surrealista disco de color rojo anaranjado que pendía sobre los montes Desatoya, tan planos y henchidos como un paisaje de Júpiter. De algún lugar cercano llegaba un golpeteo continuo y metálico, posiblemente un acollador de acero repicando contra el asta de una bandera.
– ¿Por qué me has pedido que pare? –pregunto Steve.
–Telefoneemos a la policía desde aquí. Tiene que haber alguien; se ven luces.
Steve observó el barracón. En efecto se veían cinco o seis rectángulos de resplandor dorado en la parte trasera. Oscurecidos por el polvo, parecían las ventanas de un vagón de tren. Volvió a mirar a Cynthia e hizo un gesto de incomprensión.
– ¿Por qué desde aquí si podríamos acercarnos a la comisaría? El centro del pueblo no debe de estar lejos.
Cynthia se frotó la frente con el dorso de la mano como si se sintiese cansada o tuviese dolor de cabeza.
–Has prometido que irías con cuidado, y yo te he dicho que te ayudaría a ir con cuidado. Eso precisamente estoy haciendo ahora. Sólo quiero ver como pintan las cosas antes de que un fulano de uniforme me obligue a sentarme en una silla y empiece a interrogarme. Y no me preguntes la razón, porque no la sé. Si llamamos a la policía y se enrollan bien, estupendo. Ellos se enrollan; nosotros nos enrollamos. Pero ¿donde carajo estaban? Y no me refiero a tu jefe, que ha desaparecido casi sin dejar rastro. Pero una caravana abandonada junto a la carretera, con todas las ruedas pinchadas, la puerta abierta, objetos de valor dentro... No lo entiendo, en serio. ¿Donde estaba la policía?
–Volvemos a eso, ¿no?
–Sí, volvemos a eso.
La policía podía estar ocupada en un accidente de carretera, un incendio en un rancho, un atraco a una tienda o incluso un asesinato, y Cynthia lo sabía; de hecho todos sus efectivos podían estar ocupados, porque no había mucha policía en aquella parte del mundo. Sin embargo ella tenía razón: había que volver a aquello. Porque no solo resultaba extraño; resultaba sospechoso.
–Muy bien –dijo Steve mansamente, y dirigió el camión hacia la entrada del aparcamiento–. En cualquier caso, quizá no encontrásemos a nadie en lo que pueda ser el Departamento de Policía de Desesperación. Es ya bastante tarde. De hecho, para serte sincero, me sorprende que quede alguien aquí. Los minerales deben de dar mucho dinero, ¿no crees?
Aparcó junto a una furgoneta y abrió la puerta del Ryder, pero el viento se la arrancó de la mano, golpeando el costado de la furgoneta.
Steve hizo una mueca, temiendo oír los gritos airados del dueño del otro vehículo. No apareció nadie. Por su lado paso a toda velocidad una bola de rastrojo, con rumbo por lo visto a Salt Lake City, pero nada más. El polvo alcalino hacia el aire irrespirable. Steve llevaba un pañuelo rojo en el bolsillo. Lo sacó, se lo ató al cuello y se cubrió la boca.
–Un momento –dijo a Cynthia, airándole del brazo para que no abriese la puerta todavía. Se inclinó, abrió la guantera y revolvió el contenido hasta que encontró otro pañuelo, este azul. Se lo entregó e indicó–: Póntelo antes de salir.
Ella alzó el pañuelo, lo examinó con expresión seria y después dirigió a Steve de nuevo su mirada de niña.
– ¿No tendrá piojos? –preguntó.
–Esta limpio como los chorros del oro, que diríamos en Lubbock. Póntelo.
Cynthia se lo ató a la nuca y se lo subió hasta la boca.
–Butch y Sundance –dijo, su voz amortiguada por la tela.
–Si, Bonnie y Clyde.
–Omar y Shariff –añadió ella, y se echo a reír.
–Cuidado al salir. Esto es un autentico huracán.
Steve se apeó y el viento le azotó el rostro. Tambaleándose, rodeo el camión por la parte delantera. La arena le aguijoneó la frente. Cynthia estaba agarrada al tirador de la puerta con la cabeza inclinada. La camiseta de Peter Tosh flameaba alrededor de su descarnado torso como una vela. Aun no había empezado a oscurecer y el cielo seguía despejado, pero la total ausencia de sombras revestía el paisaje de un extraño aspecto. Como Steve sabía, era la peculiar luminosidad previa a una tormenta.
– ¡Vamos! –gritó Steve, sujetándola por la cintura–. ¡Acabemos con esto cuanto antes!
Corrieron por el asfalto agrietado hasta el largo barracón. Había una puerta en un extremo. A un lado un cartel blanco atornillado a la pared de metal acanalado rezaba COMPAÑÍA MINERA DE DESESPERACIÓN, igual que el de la entrada, pero Steve advirtió que este había sido pintado sobre un letrero anterior, algún otro nombre que empezaba a revelarse a través de la pintura blanca como un fantasma rojo. Tuvo casi la total certeza de que una de las palabras del letrero original era DIABLO, con la I en forma de tridente.
Cynthia llamó a la puerta con una uña mordida. Al otro lado del cristal un cartel colgaba de una ventosa. Steve pensó que había algo irritantemente característico del oeste en el mensaje que se leía en el cartel:
SI ESTA ABIERTO, ESTA ABIERTO
SI ESTA CERRADO, VUELVA EN OTRO MOMENTO
–Se han olvidado «amigo» – comentó.
– ¿Como?
–Debería decir: «Vuelva en otro momento, amigo.» Entonces sería perfecto. –Consultó su reloj y vio que eran las siete y veinte, lo cual significaba que estaba cerrado. Pero en ese caso ¿que hacían todos aquellos coches y furgonetas en el aparcamiento?
Empujo la puerta, y esta se abrió. Del interior llego una ráfaga de música country envuelta en interferencia estática. «Lo construí pieza a pieza– cantaba Johnny Cash–, y no me costó un centavo.»
Entraron. La puerta, provista de un brazo neumático, se cerró.
Fuera el viento rehilaba en los canales metálicos de las paredes y el tejado. Se hallaban en una zona de recepción. A la derecha había cuatro sillas con los asientos de vinilo remendado. Daba la impresión de que estaban allí para uso básicamente de hombres robustos con vaqueros y botas de trabajo. Frente a las sillas se extendía una mesa baja y alargada con varias pilas de revistas que uno no encontraría en la consulta de un médico: Armas y Munición, Información Minera, Boletín Metalúrgico, Carreteras de Arizona. Había también un número muy antiguo de Penthouse con Tonya Harding en la portada.
Enfrente de ellos se hallaba el escritorio de la recepcionista, gris y tan desportillado como si lo hubiesen llevado hasta allí a patadas desde el cruce de la interestatal 50. Dispuestos de cualquier manera sobre su superficie había papeles, un montón de volúmenes en precario equilibrio con el rotulo Normativa de seguridad laboral en los lomos (coronado por un cenicero lleno de colillas hasta el borde), y tres cestas de alambre repletas de piedras. En un extremo medio colgaba una máquina de escribir manual, y debajo se ocultaba una silla con ruedas que nadie ocupaba. El aire acondicionado estaba en marcha, y la temperatura era desagradablemente baja.
Steve rodeo el escritorio y vio un cojín sobre el asiento de la silla.
Lo levanto para enseñárselo a Cynthia. Bordado de parte a parte con una anticuada caligrafía del oeste, rezaba la frase APARCA TU CULO AQUÍ.
–Muy buen gusto – comentó ella.
En el escritorio, flanqueada por un cartel con el jocoso lema NO ME AYUDES A CAER EN LA TENTACIÓN, PORQUE YA SE CAER YO SOLO y una placa de identificación (BRAD JOSEPHSON), había una rígida foto de estudio de una gruesa pero atractiva mujer negra con dos preciosos niños. Era un recepcionista varón, pues, y no precisamente pulcro. La radio, una vieja Philco con la caja agrietada, se encontraba en un estante cercano, junto al teléfono.
«Justo entonces salió mi esposa– cantaba Johnny Cash entre salvas de interferencia estática–, y de inmediato noté que tenía sus dudas, pero abrió la puerta y dijo: "Cariño, llévame a..." »
Steve apagó la radio. Una ráfaga de viento más intensa aún que las anteriores sacudió el barracón, haciéndolo chirriar como un submarino sometido a gran presión. Cynthia, con la nariz y la boca tapadas todavía por el pañuelo, miró alrededor visiblemente inquieta. Pese a que había apagado la radio, Steve oía aún a Johnny Cash explicar que había sacado su coche pieza a pieza de la fábrica de GM oculto en la fiambrera. La misma emisora sintonizada en otra radio, al fondo del barracón, seguramente donde habían visto las luces.
Cynthia señaló el teléfono. Steve levantó el auricular, escuchó y volvió a dejarlo en la horquilla.
–No hay línea. El viento seguramente ha derribado algún poste telefónico.
– ¿Ahora no van bajo tierra los cables? –pregunto Cynthia, y Steve reparó en un detalle interesante: los dos hablaban en voz baja, casi en susurros.
–Quizá esos avances no hayan llegado aún a Desesperación.
Detrás del escritorio había una puerta. Steve tendió la mano hacia el tirador, pero Cynthia le agarró el brazo.
– ¿Qué pasa? –pregunto el.
–No lo sé. –Lo soltó, se llevó una mano a la cara y se bajó el pañuelo. Dejó escapar una risa nerviosa–. No lo sé... todo esto es tan... incomprensible.
–Tiene que haber alguien al fondo del barracón. Hay coches aparcados fuera; se ven luces; la puerta no está cerrada con llave.
–Tú también tienes miedo, ¿verdad?
Steve pensó la respuesta y asintió con la cabeza. Si, tenía miedo. Era la misma clase de miedo que experimentaba en su infancia antes de las tormentas –las «jaranas»–, pero despojado de la exultación que lo acompañaba por aquel entonces.
–Así y todo tenemos que...
–Sí, ya lo sé. Vamos. –Cynthia tragó saliva, notando que le pasaba con dificultad por la garganta–. Dime que dentro de unos segundos estaremos riéndonos el uno del otro y sintiéndonos como idiotas. Dímelo si no te importa, Lubbock.
–Dentro de unos segundos estaremos riéndonos el uno del otro y sintiéndonos como idiotas.
–Gracias.
–De nada –dijo Steve, y abrió la puerta.
Daba a un estrecho pasillo de unos diez metros de largo con una doble hilera de fluorescentes en el techo y una resistente moqueta en el suelo. Había dos puertas a un lado, ambas abiertas, y tres al otro, dos abiertas y una cerrada. Al final del pasillo una luz amarillenta alumbraba lo que debía de ser una zona de trabajo, un taller, quizá, o un laboratorio. Allí estaban las ventanas iluminadas que habían visto desde el exterior, y de allí provenía la música. Johnny Cash había dado paso a los Tractors, que sostenían que a la nena le gustaba menearlo como un bugui–bugui chu– chu tren. A Steve le sonó a las mismas fanfarronadas de siempre.
Esto esta jodido, pensó. Lo sabes, ¿verdad?
Sí, lo sabía. Se oía una radio. Soplaba el viento, cargado de polvo alcalino, azotando las paredes metálicas del barracón con la fuerza de una ventisca de Montana. Pero ¿donde estaban las voces? ¿Los hombres hablando, bromeando, despotricando? ¿Los dueños de los vehículos aparcados fuera?
Avanzó despacio por el pasillo, pensando que debía decir algo como «¡Eh! ¿Hay alguien ahí?», pero incapaz de reunir valor para hacerlo. Daba la sensación de que el lugar estaba vacío y a la vez no lo estaba, pero escapaba a su comprensión como podían darse esas dos situaciones...
Cynthia, a sus espaldas, le tiró de la camisa con tal brusquedad que estuvo a punto de gritar.
– ¿Que? –dijo, exasperado, con el corazón acelerado, y se dio cuenta de que esta vez si, había hablado en un susurro.
– ¿Oyes eso? –preguntó Cynthia–. Suena como... no se... un niño soplando con una pajita en un vaso de limonada.
Al principio Steve oyó solo a los Tractors –«Dijo que se llamaba Emergencia y quiso ver mi arma; dijo que su número de teléfono era el 911»–, pero al cabo de un momento percibió un sonido líquido y rápido. No humano sino mecánico. Un sonido que casi le resultaba familiar.
–Si, lo oigo.
–Steve, quiero marcharme de aquí.
–Vuelve al camión y espérame.
–No.
–Cynthia, por Dios...
Él la miró y se interrumpió al ver sus grandes ojos muy abiertos, sus labios apretados en un gesto nervioso. No, no deseaba volver sola al camión, y la comprendía. Había afirmado que era una mujer realista, y quizá lo fuese, pero en ese momento parecía una niña muerta de miedo. La cogió por los hombros, la acercó hacia sí, y la beso en la frente, justo entre los ojos.
–No temas, pequeña –dijo en una pasable imitación de Batman–, yo te protegeré.
Cynthia sonrió a su pesar.
–Estás como una regadera.
–Vamos. No te separes de mí. Y si tenemos que correr, corre deprisa. Si no, podría pasarte por encima.
–Por eso no te preocupes –respondió Cynthia–. Estaré fuera de aquí, antes de que tú hayas dado el primer paso.
La primera puerta de la derecha daba a un despacho. También vacío. El burbujeo se oía más cercano, y Steve supo que era aún antes de asomarse a la siguiente puerta a la derecha. Sintió cierto alivio.
–Es un acuario –dijo–, un simple acuario.
Aquel despacho era bastante más agradable que el anterior, y una autentica alfombra cubría el suelo. El acuario se hallaba sobre un soporte a la izquierda del escritorio, bajo una fotografía de dos hombres con trajes, botas y sombreros estrechándose las manos bajo una bandera, probablemente la que flameaba en la parte trasera del barracón.
El acuario estaba muy poblado. Steve vio peces tigre, angelotes y peces de colores. En el fondo de arena reposaba un extraño objeto, uno de esos adornos con que la gente decora el interior de los acuarios, supuso, pero no se trataba de un barco hundido, un cofre de pirata o un castillo de Neptuno. Era otra cosa, algo semejante a...
–Eh, Steve –susurro Cynthia casi sin voz–. Eso es una mano.
– ¿Que? –preguntó él sin entender a que se refería. Mas tarde pensó que desde el primer momento debió de saber qué era el objeto sumergido en el acuario. ¿Que otra cosa podía ser?
–Una mano –repitió Cynthia, casi con un gemido–. Una jodida mano.
Y mientras un diminuto pez tigre nadaba entre el dedo medio y el anular –este con una alianza de oro–, Steve comprendió que Cynthia estaba en lo cierto. Tenía uñas. Tenía una fina cicatriz blanca en el pulgar. Era una mano.
Aunque Cynthia intento detenerlo, Steve se acercó al acuario y se inclino para observar la mano detenidamente. De inmediato se desvaneció su esperanza de que fuese postiza a pesar de la alianza y el realista detalle de la cicatriz. De la muñeca colgaban jirones de carne y tendón que ondeaban como plancton en las corrientes generadas por el regulador del acuario. Y vio también los huesos.
Se enderezó y vio a Cynthia junto al escritorio. La persona que trabajaba allí era mucho más pulcra. Un pequeño archivador metálico cerrado ocupaba el ángulo derecho. Al lado estaba el teléfono, y junto a él había un contestador automático; la luz roja de mensaje parpadeaba. Cynthia levantó el auricular, escuchó y colgó. A Steve le alarmó la palidez de su cara. Con tan poca sangre en la cabeza, pensó, ya debería estar tendida en el suelo. Sin embargo Cynthia, en lugar de desmayarse, alargó un dedo hacia el botón de reproducción de mensajes del contestador automático.
– ¡No lo hagas! –susurro Steve sin saber por que. En todo caso era ya demasiado tarde.
Se oyó un pitido, luego un chasquido, y a continuación una espeluznante voz que no parecía masculina ni femenina empezó a hablar.
«Pneuma–dijo con tono místico–. Soma. Sarx. Pneuma. Soma. Sarx. Pneuma. Soma. Sarx.»
Continuó pronunciando lentamente esas tres palabras, al parecer elevando poco a poco el volumen. ¿Era posible? Steve contempló fascinado el contestador mientras las palabras –soma, sarx, pneuma– se clavaban en su cerebro como tachuelas. Podría haberlo seguido mirando indefinidamente si Cynthia no hubiese golpeado el botón de interrupción con fuerza suficiente para hacer saltar el aparato sobre el escritorio.
–Lo siento, pero no. Es demasiado escalofriante –dijo con tono de disculpa y a la vez desafió.
Salieron del despacho. Al final del pasillo, en el taller o laboratorio o lo que fuese, los Tractors seguían cantando sobre la chica chu– chu que te la levantaba hasta el techo.
¿Cuanto dura esa puñetera canción?, se pregunto Steve. Ya lleva sonando por lo menos quince minutos.
– ¿Nos vamos ya? –sugirió Cynthia–. Por favor.
Steve señalo hacia las luces amarillas.
– ¡Dios, estas loco! –dijo ella, pero cuando el empezó a andar en aquella dirección, lo siguió.
5
– ¿Adonde me lleva? –pregunto Ellen Carver por tercera vez. Se inclinó, enroscando los dedos en la rejilla que separaba el asiento trasero de la parte delantera–. Por favor, dígamelo.
En un primer momento simplemente dio gracias por no haber sido violada o asesinada, y también alivio al ver que el cuerpo de su dulce hija Kirstie no estaba ya al pie de la letal escalera. Había, sin embargo, una enorme mancha de sangre en los peldaños de la escalinata exterior; todavía no se había secado por completo y la arena que arrastraba el viento la había cubierto solo en parte. Supuso que aquella sangre pertenecía al marido de Mary. Intento esquivarla, pero el policía, Entragian, le tenía el brazo atenazado y la obligó a pasar por encima, de modo que sus zapatillas dejaron en la acera tres repugnantes huellas rojas al doblar la esquina. Todo aquello era espantoso, pero al menos seguía viva.
Pero su inicial alivio dio paso a una creciente sensación de miedo. Para empezar, la extraña desintegración de aquel siniestro individuo se había acelerado. Ellen oía ligeros estallidos mientras se le reventaba la piel en distintos sitios y un continuo goteo de sangre. La espalda del uniforme, antes caqui, era ahora totalmente roja. También la inquietaba la dirección que habían tomado, hacia el sur. Allí no había nada salvo la enorme muralla de la mina abierta.
El coche patrulla avanzó lentamente por la calle principal y pasó ante los dos últimos establecimientos de la calle: un bar llamado Broken Drum y un taller mecánico. Después de eso quedaba solo un lóbrego cobertizo con el letrero BODEGA sobre el dintel de la puerta y un cartel derribado por el viento junto a la entrada donde se leía COMIDA MEJICANA.
El sol era una bola descendente de polvoriento fuego rojo, y el paisaje se hallaba envuelto en una especie de clara penumbra que a Ellen le pareció apocalíptica. La cuestión no era tanto donde se hallaba, comprendió, como quién era. Le costaba creer que fuese la misma Ellen Carver que formaba parte de la Asociación de Padres de Alumnos de Wentworth y había estado considerando la posibilidad de solicitar una plaza de inspectora de enseñanza el curso siguiente; la misma Ellen Carver que a veces comía con sus amigas en un restaurante chino, donde al final, cuando habían bebido ya suficiente mai tai, hablaban de trapos y matrimonios (cuales se tambaleaban y cuales no).
¿Era realmente la Ellen Carver que elegía sus mejores ropas en el catalogo de Boston Proper, se ponía perfume Red cuando se sentía amorosa y tenía una divertida camiseta brillante en cuya pechera se leía REINA DEL UNIVERSO? ¿La Ellen Carver que había criado a dos hijos y había conservado a su marido mientras otras muchas perdían a los suyos? ¿La misma que se examinaba los pechos cada seis semanas en busca de posibles bultos? ¿La misma que se enroscaba en la sala de estar las noches de los fines de semana con una taza de te caliente, chocolatinas y libros de bolsillo con títulos como Dolor en el paraíso?
¿En realidad era esa Ellen Carver? Sí, probablemente era esa Ellen y otras mil: Ellen vestida de seda y Ellen con vaqueros, Ellen ante el tocador y Ellen en la cocina batallando con una nueva receta de tarta de manzana. Era, supuso, todas sus partes y a la vez algo más que esas partes unidas. Pero ¿acaso significaba eso que era también la Ellen Carver cuya querida hija había sido asesinada, la que se hallaba acurrucada en el asiento trasero de un coche patrulla envuelta en un hedor irrespirable, la que acababa de pasar ante un cartel caído donde se leía COMIDA MEJICANA, aquella mujer que no volvería a ver su casa ni a sus amigos ni a su marido? ¿Era ella esa Ellen Carver que el policía llevaba hacia una oscuridad ventosa y polvorienta donde nadie recibía el catalogo de Boston Proper ni bebía mai–tais con una pequeña sombrilla de papel asomando de la copa, donde solo aguardaba la muerte?
–Por favor, no me maté –suplico con una voz débil y trémula que apenas reconoció como suya–. Por favor, agente, no me maté; no quiero morir. Haré lo que me pida, pero no me maté. Por favor.
El policía no contesto. Se percibió un golpe sordo bajo el coche cuando termino el asfalto. Encendió los faros, pero no sirvió de mucho. Ellen vio solo dos conos de luz horadando una nube de polvo.
De vez en cuando una bola de rastrojo cruzaba ante ellos en dirección este. La grava del camino susurraba bajo los neumáticos y golpeteaba los bajos del coche.
Pasaron junto a un ruinoso edificio alargado con las paredes de metal herrumbroso –una especie de fábrica, pensó Ellen–, y el camino empezó a ascender. Habían comenzado a subir por el terraplén.
–Por favor –murmuro–. Por favor, dígame que va a hacer conmigo.
– ¡Uf! –exclamo el policía, y se llevó una mano a la boca como alguien que nota un pelo en la lengua; pero en lugar de un pelo se saco la propia lengua. La contemplo por un momento, extendida en la palma de su mano como un trozo de hígado, y después la tiró a un lado.
Pasaron junto a dos furgonetas, un volquete y una excavadora amarilla, todos aparcados en la primera curva del camino en su ascenso hacia lo alto del promontorio.
–Si va a matarme, hágalo deprisa–dijo Ellen con voz trémula–. No me haga daño, por favor. Al menos prométame que no me hará daño.
Pero la figura encorvada y sanguinolenta sentada al volante del coche patrulla no le prometió nada. Se limitó a seguir conduciendo a través de la nube de polvo, guiándola a la cresta de la muralla. Al llegar arriba el policía no vaciló: cruzo el borde de la mina y empezó a descender, dejando atrás el viento. Ellen volvió la cabeza, deseando ver la luz por última vez, pero ya era tarde. Las paredes de la mina habían ocultado la claridad crepuscular. El coche patrulla bajaba hacia un vasto lago de oscuridad, un abismo donde los faros eran dos ridículos puntos de luz.
Allí abajo ya había caído la noche.
II
1
«Te has convertido», dijo el padre Martin a David en una de sus primeras conversaciones. Fue por entonces cuando David empezó a advertir que los domingos por la tarde, a eso de las cuatro, Gene Martin no estaba ya estrictamente sobrio. Sin embargo, tardaría meses en darse cuenta de lo mucho que su mentor bebía. «De hecho la tuya es la primera conversión autentica que he visto, y quizá la única que veré en toda mi vida –añadió el padre Martin en aquella ocasión–. No corren buenos tiempos para el Dios de nuestros padres, David. Mucha gente habla y habla, pero pocos recorren el camino.»
David tenía sus dudas sobre si la palabra «conversión» era la más adecuada para describir lo que le había ocurrido, pero no dio muchas vueltas a la cuestión. Había ocurrido algo, y de momento con hacer frente a eso le bastaba. Ese algo lo había llevado hasta el padre Martin, y el párroco –ebrio o no– lo había puesto al corriente acerca de todo lo que necesitaba saber y le había encomendado las tareas que debía realizar. Cuando David le pregunto en una de aquellas reuniones dominicales (aquel día retransmitían un partido de baloncesto) que debía hacer, el padre Martin respondió sin vacilar:
–La misión del cristiano nuevo es encontrar a Dios, conocer a Dios, confiar en Dios y amar a Dios. Pero eso no debe entenderse como la lista de la compra que uno lleva al supermercado, donde puedes ir echando cada artículo a la cesta en el orden que quieras. Es una progresión, como los distintos niveles de matemáticas: primero aprendes aritmética y después álgebra. Tú ya has encontrado a Dios, y de una manera bastante espectacular, todo hay que decirlo. Y ahora tienes que conocerlo.
–Bueno, para eso hablo con usted – contestó David.
–Sí, y hablas con Dios. Porque hablas con El, ¿no? ¿No has dejado de rezar?
–No. Aunque rara vez recibo respuesta.
El padre Martin rió y se llevo la taza de te a los labios.
–Dios es un pésimo conversador –explico–, de eso no hay duda, pero nos ha dejado un manual de uso. Te aconsejo que lo consultes.
– ¿Como? –pregunto David.
–La Biblia –aclaró el religioso, mirándolo por encima de la taza con los ojos enrojecidos.
As, pues, David inicio la lectura de la Biblia. Empezó en marzo y termino el Apocalipsis («Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amen») una semana antes de salir de Ohio. Se lo planteó como sus deberes escolares: veinte páginas cada noche (excluidos los fines de semana), tomando notas, memorizando frases que le parecían importantes, y saltándose solo los fragmentos que el padre Martin le indicaba, en su mayor parte genealogías. Y lo que recordó con especial claridad mientras se mojaba con agua helada en el lavabo de la celda fue la historia de Daniel en la fosa de los leones. El rey Darío no deseaba en realidad arrojar a Daniel a la fosa de los leones, pero sus consejeros no le dejaron alternativa. David había observado con asombro que la política estaba presente en buena parte de la Biblia.
– ¡No sigas con eso! –ordeno su padre, arrancando a David de sus reflexiones. El muchacho volvió la cabeza. En la creciente oscuridad vio el miedo reflejado en el largo rostro de su padre, y el dolor en sus ojos inyectados. En su estado de agitación, hablaba como si el mismo fuese un niño de once años con una rabieta–. ¡Déjalo ahora mismo, ¿me oyes?!
David se volvió de nuevo hacia el lavabo sin contestar y empezó a mojarse la cara y el pelo. Recordó el consejo de despedida que el rey Darío dio a Daniel cuando iba a ser arrojado a la fosa: «Tu Dios, a quién sirves con perseverancia, te librará». Y había otra cosa, algo que Daniel dijo al día siguiente al explicar por que Dios había mantenido cerradas las bocas de los leones...
– ¡David! ¡David!
Esta vez no iba a volverse. No podía. No le gustaba ver llorar a su padre, y nunca lo había visto u oído llorar de aquel modo. Era horrible, como si alguien le hubiese seccionado una vena en el corazón.
– ¡David, contéstame!
– ¡Cállese, amigo! –dijo Marinville.
–Cállese usted –intervino Mary.
–Pero ¿no ve que esta excitando al coyote?
Mary no le prestó atención.
–David, ¿que haces?
David no contestó. Aquello era algo de lo que no podía hablarse racionalmente, ni siquiera si hubiese habido tiempo, porque la fe no era racional. El padre Martin se lo había recalcado una y otra vez como si se tratase de una importante regla ortográfica, delante de b y p siempre m: los hombres cuerdos no creen en Dios. Así de sencillo.
«No puedo decirlo desde el púlpito, porque los feligreses me echarían del pueblo –había declarado el padre Martin–; pero es la pura verdad. Dios escapa a la razón; Dios es solo cuestión de fe. Dios dice: Claro, quita la red de seguridad. Y cuando ya no haya red, quita también la cuerda floja.»
Se llenó las manos de agua una vez más y se la echó a la cara. La cabeza, ahí residiría la clave del fracaso o el éxito. Era la parte más grande de su cuerpo, y dudaba que el cráneo de una persona pudiese encogerse demasiado.
David cogió la pastilla de jabón y empezó a frotarse. Se jabono bien de las ingles hacia arriba –excluyó las piernas, pues por ese lado no cabía esperar problemas–, estregándose con fuerza para producir espuma. Su padre seguía gritando, pero el tiempo apremiaba y David no podía permitirse escucharlo. Debía actuar deprisa, y no sólo porque podía llegar a arredrarse si se detenía a pensar en el coyote que lo esperaba fuera. Existía otro peligro: si el jabón se secaba, perdería sus cualidades lubricantes, y el engrudo que le quedaría en la piel provocaría el efecto contrario al deseado.
Se jabonó el cuello y luego se frotó con especial esmero la cara y el pelo. Con los ojos entornados y la pastilla de jabón en la mano, se acercó a la reja de la celda. Un barrote horizontal cruzaba los verticales a algo menos de un metro del suelo. El espacio entre los barrotes verticales era de diez centímetros, quizá doce. Aquellas celdas habían sido construidas para albergar a hombres –fornidos mineros en su mayoría–, y no a espigados niños de once años. David confiaba en poder pasar entre los barrotes sin demasiadas dificultades.
Al menos hasta llegar a la cabeza.
Date prisa, no pienses, ten fe en Dios.
Se arrodilló, temblando y cubierto de espuma verde de la cabeza la cadera, y empezó a jabonar el lado interior de los dos barrotes elegidos.
Fuera, junto al escritorio, el coyote se levantó. Miró fijamente David con sus ojos amarillos y, contrayendo el hocico en una siniestra sonrisa, exhibió los dientes.
– ¡David, no! ¡No lo hagas, hijo! ¡Es una locura!
–Tu padre tiene razón, muchacho –dijo Marinville, que se había levantado y estaba agarrado a los barrotes de su celda. También Mary lo observaba desde detrás de la reja. A David le violentaba ser el centro de atención, pero suponía que era inevitable considerando el comportamiento de su padre. Y en cualquier caso no le quedaba elección. Tenía que salir, y salir cuanto antes. No había conseguido sacar agua caliente del grifo, y pensaba que con el frío el jabón se secaría antes en su piel.
Volvió a recordar la historia de Daniel y los leones mientras, de rodillas, hacía acopio de valor. No era extraño dadas las circunstancias, Cuando el rey Darío llegó a la fosa al día siguiente, encontró a Daniel indemne. «Mi Dios ha enviado a su ángel –dijo Daniel, que ha cerrado la boca de los leones, porque he sido hallado inocente ante el.» La cita no era exactamente así, pero a David le constaba que incluía la palabra «inocente». Aquel relato le había fascinado, había tocado alguna fibra sensible en el fondo de su alma. Entonces habló al ser cuya voz oía a veces, el ser que había identificado como la voz de otro: Encuéntrame inocente, Dios. Encuéntrame inocente y cierra la boca de ese saco de pulgas. En el nombre de Jesús, amén.
Se volvió de medio lado y apoyó todo el peso del cuerpo en un brazo, como Jack Palance cuando se disponía a hacer flexiones de brazos en la ceremonia de entrega de los Oscar. En esta posición, pasó los dos pies entre los barrotes simultáneamente. Se arrastró hacia fuera y sacó los tobillos, las rodillas y los muslos. En ese punto comenzó a notar la presión de los barrotes en su piel fría y resbaladiza.
Oyó un tintineo, seguido de una tenue fricción semejante al sonido de una canica al rodar por el suelo. Volvió la cabeza y vio que Mary asomaba las manos entre los barrotes. En el hueco de la mano izquierda tenía varias monedas. Cogió otra con la mano derecha y se la lanzó al coyote. Aunque le golpeó en el flanco, el animal apenas prestó atención. Mantenía la vista fija en los pies de David y gruñía.
2
Dios santo, pensó Johnny. Este condenado crío debe de haberse dejado el cerebro en la entrada.
De inmediato se sacó el cinturón que ceñía la cazadora por la parte inferior, estiró el brazo tanto como pudo a través de los brotes y azotó al coyote con la hebilla en su descarnado flanco cuando se disponía a morder el pie derecho del chico.
El coyote dejó escapar un aullido de dolor y sorpresa. Se giró lanzó una dentellada al cinturón. Johnny lo apartó: era dema¬siado delgado, y no habría resistido los afilados dientes del ani¬mal el tiempo suficiente para permitir salir al chico. En caso de que llegase a salir, cosa que Johnny dudaba. Dejó el cinturón y se sacó la gruesa cazadora de cuero, intentando atraer la atención del coyote, deseando que no desviase la vista. Los ojos del animal le recordaban a los del policía.
El chico, jadeando, empujó las nalgas a través de los barrotes, y Johnny se preguntó qué tal le habría sentado eso a las joyas de la familia. Al oír los jadeos del chico, el coyote empezó a volverse, y Johnny sacó la cazadora entre los barrotes, sosteniéndola por el cuello. Si un momento antes el animal no hubiese dado un par de pasos para intentar atrapar el cinturón, Johnny no habría llegado hasta él con la cazadora. Pero el coyote estaba a su alcance, y cuando el cuero le rozó la paletilla, se giró rápidamente y mordió la cazadora con tal fiereza que a Johnny casi se le escapó de las manos. Sin embargo resistió el tirón y se vio arrastrado de cabeza contra los barrotes. Sintió un intenso dolor en la frente y tras sus ojos se produjo un estallido de vivo color rojo; así y todo pensó, había sido una suerte que la nariz acabase entre los barrotes y no aplastada contra uno de ellos.
–No, ni hablar –gimió, enrollándose el cuello de la cazadora alrededor de las manos y tirando con fuerza–. Vamos, monada… vamos, carroñero asqueroso... ven a saludar.
El coyote gruñía furioso, pero el sonido quedaba ahogado por cazadora, mil doscientos dólares en Barney's de Nueva York. Al probársela Johnny no habría imaginado que le serviría para eso.
Tensó los músculos de los brazos, que si bien no poseían ya la fuerza de treinta años atrás, no eran precisamente débiles, y arrastró al coyote hacia sí. Las garras del animal rechinaron en el suelo de madera. Consiguió afianzar una pata delantera contra la base del escritorio sacudió la cazadora de un lado a otro, tratando de arrancársela a Johnny de las manos. De los bolsillos cayeron los caramelos energéticos, los mapas, un juego de llaves, su farmacia de bolsillo (aspirinas, cápsulas de codeína, azúcar concentrado, un complejo vitamínico), las gafas de sol y el maldito teléfono móvil. Dejó retroceder un par de pasos al coyote para mantener vivo su interés, como un pescador daría sedal a un pez, y tiró de nuevo. El coyote se golpeó la cabeza con el borde del escritorio, y el sonido produjo un gran placer a Johnny.
– ¡Bravo! –gruñó–. ¿Que tal ha estado eso, monada?
– ¡Date prisa! –apremió la mujer–. ¡Date prisa, David!
Johnny echó un vistazo a la celda del chico. Al ver lo que ocurría relajó los músculos, y el coyote aprovechó la ocasión para redoblar su esfuerzo, consiguiendo casi arrebatarle la cazadora.
– ¡Date prisa! –repitió la mujer, pero Johnny vio que el chico no podía hacer nada para acelerar su huida.
Desnudo como una gamba pelada y enjabonado, había logrado llegar hasta la barbilla, y allí se había quedado atascado, con todo el cuerpo en la sala y la cabeza dentro de la celda. Johnny tuvo una acongojante impresión, provocada principalmente por la torsión del cuello y la tensa mandíbula.
El chico se había estrangulado.
3
Todo fue bien hasta que llego a la cabeza, y allí se quedó atascado cor la mejilla en el suelo, un jabonoso barrote bajo la barbilla y otro en la nuca. Una sensación de pánico inducida por la claustrofobia –el olor del suelo de madera, el duro contacto de los barrotes, el opresivo recuerdo de una película en la que aparecía un puritano condenado al cepo– nubló su visión como una opaca cortina. Oía los gritos de su padre y la mujer y los gruñidos del coyote, pero eran sonidos muy lejanos. Tenía atrapada la cabeza, se vería obligado a entrar de nuevo, solo que no sabía si sería capaz con los dos brazos fuera de la celda y uno inmovilizado bajo el cuerpo.
Dios, ayúdame, pensó pero no en actitud de oración; en semejante aprieto y asustado como estaba no podía rezar. Por favor, ayúdame; no me dejes aquí atrapado, por favor.
Gira la cabeza, dijo la voz que oía a veces. Como siempre, habló de una manera casi indiferente, dando al parecer por sobreentendido todo lo que decía, y como siempre, David la reconoció por el modo en que pasaba a través de él en lugar de surgir de él.
Una imagen acudió entonces a su mente: unas manos apretaban un libro por ambos lados, comprimiendo las hojas pese a las tapas y el lomo. ¿Podía hacerse eso mismo con una cabeza? David pensó –o quizá simplemente deseó– que si. Pero debería adoptar la posición correcta.
Gira la cabeza, había dicho la voz.
Detrás de él oyó un sonoro desgarrón, y a continuación Marinville dijo con un tono a la vez divertido, asustado y molesto:
– ¿Sabes cuanto cuesta esta cazadora?
David giró el cuerpo hasta quedar tendido sobre la espalda. Sólo librarse de la presión que ejercía el barrote en su mandíbula represento ya un increíble alivio. Levanto los brazos y apoyo las palmas de las manos en los barrotes.
¿Así?, preguntó.
La voz no respondió. Rara vez respondía. ¿Por que?
«Porque Dios es cruel –dijo el padre Martin, que permanecía alerta en su mente–. Dios es cruel. Tengo maíz, David. ¿Quieres que prepare unas palomitas? Quizá estén emitiendo una vieja película de terror en algún canal de televisión, algo de la Universal, quizá incluso La momia.»
Empujó con las manos. Al principio no se movió, pero al cabo de unos segundos su cabeza enjabonada empezó a deslizarse lentamente entre los barrotes. La angustia lo invadió por un momento cuando quedó trabado de nuevo a la altura de las orejas y las sienes. Sintió una punzante palpitación que fue tal vez el peor padecimiento físico que había experimentado en su vida. Por un instante tuvo la convicción que quedaría atascado en ese punto y moriría en medio de horribles dolores, como un hereje en un instrumento de tortura de la Inquisición. Empujó con más fuerza, fijando la vista en el techo polvoriento con agónica concentración, y exhalo un ligero gemido de alivio al notar que avanzaba de nuevo. Quedándole ya solo la parte más estrecha del cráneo atrapada entre los barrotes, consiguió liberarse sin grandes dificultades. Le sangraba una oreja, pero estaba fuera. Lo había conseguido. Desnudo y cubierto de espuma verdosa, se incorporó. Un penetrante dolor le traspasó la cabeza de atrás hacia delante, y por un momento tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las orbitas como los de un donjuán al ver a una rubia monumental en una película de dibujos animados.
El coyote era de momento el menor de sus problemas. Dios le había cerrado la boca con una cazadora de motorista. El contenido de los bolsillos se hallaba esparcido por la sala, y la cazadora estaba rasgada por la mitad. Un jirón de cuero húmedo colgaba a un lado de boca del animal como la colilla de un puro muy chupado.
– ¡Márchate, David! –gritó su padre. Tenía la voz empañada a causa del llanto y la ansiedad–. ¡Márchate ahora que aún estas a tiempo!
El hombre de la melena gris, Marinville, dirigió una breve mirada David y dijo:
–Tu padre tiene razón, chico. Lárgate. –De inmediato concentró de nuevo la atención en el coyote–. Vamos, chucho, esmérate un poco más. Dios, me encantaría verte cuando empieces a cagar cremalleras a la luz de la luna. –Tiró con todas sus fuerzas de la cazadora.
El coyote resbaló por el suelo con la cabeza gacha, el cuello estirado, las patas delanteras rígidas, el estrecho hocico girando a derecha izquierda.
David se volvió y cogió su ropa a través de los barrotes. Apretó el pantalón para comprobar si el cartucho estaba aún en el bolsillo. Allí seguía. Se puso en pie y por unos segundos el mundo se convirtió en un tiovivo. Tuvo que agarrarse a la reja de la celda donde había estado encerrado para no caerse. Billingsley apoyó una mano sobre la suya; A David le sorprendió el calor que emanaba de su piel.
–Vete, hijo –lo instó el anciano–. Te queda poco tiempo.
David se volvió y corrió hacia la puerta. Todavía le palpitaba la cabeza y le costaba conservar el equilibrio. La puerta parecía girar sobre un eje. Se tambaleó, consiguió mantenerse en pie y abrió la puerta.
Antes de salir miró a su padre y anunció:
–Volveré.
–Ni se te ocurra –repuso Ralph Carver–. Busca un teléfono y avisa a la policía, David. La policía estatal. Y ten cuidado. No...
Se oyó un áspero desgarrón cuando la cara cazadora de cuero se rompió en dos. El coyote, sorprendido por tan repentina victoria, salió despedido hacia atrás, resbaló por el suelo y vio al chico desnudo en el umbral de la puerta. Se levantó en el acto y se abalanzó hacia el con un gruñido. Mary chilló.
– ¡Vete, chico! ¡Sal ahora mismo! –gritó Johnny.
David saltó a la escalera y cerró la puerta de un tirón. Una décima de segundo después el coyote chocó contra ella con un ruido sordo. Un aullido, espantoso por la proximidad, surgió de la sala. Era como si el animal, pensó David, fuese consciente de que había sido engañado, y de que el hombre que le había encomendado aquella misión, al regresar, no vería con buenos ojos su fracaso.
Se oyó otro golpe cuando el coyote se lanzo nuevamente contra la puerta y después un tercero. Volvió a aullar. A David se le puso carne de gallina en los brazos y el pecho enjabonados. Frente a el descendía la escalera donde su hermana había encontrado la muerte. Si el policía no había retirado su cuerpo, Kirstie seguiría allí, aguardándolo en la penumbra con los ojos abiertos y mirada acusadora, preguntándole por que no la había defendido del hombre del saco. ¿Para que servía un hermano mayor si no podía defenderla del hombre del saco?
No puedo bajar, pensó. No puedo.
No... pero tenía que hacerlo.
Fuera el viento soplaba con tal intensidad que hacía crujir el edificio de ladrillo como si fuese un barco en un mar embravecido. David oía también el golpeteo de la arena contra la pared del edificio y las puertas de la calle. El coyote aulló otra vez, separado de el por sólo dos o tres centímetros de madera... y consciente de su proximidad.
David cerró los ojos y se apretó la boca y la barbilla con los dedos.
–Dios, vuelvo a ser yo, David Carver. Estoy hecho un lío, un lío espantoso. Por favor, Dios, protégeme y ayúdame a hacer lo que debo hacer. En nombre de Jesús, amén.
Abrió los ojos, tomó aire y tendió la mano hacia la barandilla de la escalera. A continuación, desnudo, sosteniendo su ropa contra el pecho con la mano libre, David Carver empezó a descender hacia la sombras.
4
Steve intentó hablar y no pudo. Probó de nuevo y tampoco pudo aunque esta vez consiguió emitir una especie de ronco chirrido. Pareces un ratón echándose un pedo detrás de un rodapié, pensó.
Cynthia aferrada a su mano, le comprimía los dedos dolorosamente, pero el dolor carecía de importancia en aquellos momentos. Steve ignoraba cuanto tiempo habrían permanecido inmóviles en la puerta de la amplia sala situada al fondo del barracón si el viento no hubiese hecho rodar estrepitosamente un objeto en las inmediaciones del edificio. Cynthia, tapándose medía cara con la mano libre, jadeaba como si le hubiesen asestado un puñetazo en el estómago. En esa posición se volvió hacia Steve, mirándolo con un solo ojo muy abierto y aterrorizado. De él caía una lágrima.
– ¿Por que? –susurró–. ¿Por que?
Steve movió la cabeza en un gesto de incomprensión. Ignoraba la razón; no tenía la menor idea. Sólo estaba seguro de dos cosas: por un lado, quienes habían hecho aquello se habían marchado, o de lo contrario Cynthia y él estarían ya muertos; por otro, él, Steve Ames de Lubbock, Texas, no pensaba quedarse allí para comprobar si decidían regresar.
Por lo visto, la amplia sala era una combinación de taller, laboratorio y almacén. Estaba iluminada por lámparas colgantes de alta intensidad con alargadas pantallas metálicas semejantes a las de los salones de billar. Producían un vivo resplandor limonado. Al parecer, pensó Steve, dos equipos trabajaban allí simultáneamente: uno analizando los minerales en la sección izquierda de la sala; otro seleccionando y clasificando a la derecha. En la zona de clasificación había grandes cestas alineadas contra la pared, y todas ellas contenían fragmentos de roca. Resultaba obvio que se hallaban clasificados: una de las cestas, por ejemplo, estaba llena de rocas casi totalmente negras; en otra había piedras de menor tamaño, casi guijarros, moteadas de resplandeciente cuarzo.
Una larga mesa atravesaba la sección de análisis de parte a parte, y sobre ella había una hilera de ordenadores Macintosh, instrumentos y manuales. Los Macs tenían activados los protectores de pantalla.
En uno de los monitores se desplegaban sin cesar bellas formas helicoidales de distintos colores sobre las palabras GAS / CROMATÓGRAFO / LISTO. En otro aparecía una imagen de Goofy (difundida seguramente sin autorización de Disney) bajándose el pantalón cada siete segundos y mostrando un enorme trasero en el que se leía JIU JIU JIU.
Al fondo de la sala, frente a una puerta de garaje cerrada con un rótulo en letras azules donde se leía BIENVENIDOS A LA GUARIDA DE HERNANDO, había aparcado un todoterreno con un remolque descubierto enganchado a la parte trasera. El remolque contenía también muestras de minerales. En la pared de la izquierda otro letrero rezaba: ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO. NO SE ADMITEN EXCUSAS. Bajo el letrero una fila de ganchos sobresalía de la pared, pero de ellos no colgaban cascos. Los cascos se hallaban dispersos por el suelo, bajo los pies de las personas que habían sido colgadas de los ganchos, colgadas como reses muertas en la cámara frigorífica de una carnicería.
–Steve... Steve... parecen muñecos. Maniquíes de una tienda de ropa. ¿Es... es una broma?
–No. –Era una palabra corta y la voz había salido de su garganta tan ronca como el viento que soplaba fuera, pero no estaba mal para empezar–. De sobra sabes que no lo son. No me aprietes tanto, Cynthia; vas a romperme la mano.
–No me pidas que te suelte –rogó ella con voz temblorosa. Seguía con la mano en la cara y contemplaba los cadáveres colgados al otro lado de la sala.
En la radio los Tractors habían dado paso a David Lee Murphy, y David Lee Murphy al anuncio de un establecimiento llamado Whalen's, que el locutor describió como «La tienda mejor surtida de Austin!»
–No es necesario que me sueltes, pero no aprietes tanto –repitió Steve. Alzó un dedo vacilante y empezó a contar–. Uno... dos... tres...
–Creo que me he mojado un poco las bragas –dijo Cynthia.
–No me extraña. Cuatro... cinco... seis...
–Tenemos que salir de aquí, Steve. Al lado de los que han hecho esto el tipo que me rompió la nariz es Papa No...
– ¡Calla y déjame contar!
Cynthia guardó silencio. Le temblaban los labios y se le sacudía e pecho en el esfuerzo de contener el llanto. Steve lamentó haberle levantado la voz –la muchacha había pasado por experiencias terribles incluso antes de aquel día–, pero era incapaz de razonar correctamente. Ni siquiera sabía ya si era capaz de razonar a secas.
–Trece – concluyó.
–Catorce –rectificó Cynthia con voz dócil y convulsa–. Mira allí en el rincón. Ha caído uno. Se ha descolgado del g–g–g...
«Gancho» intentaba decir, pero el tartamudeo degeneró en entrecortados sollozos, y se echó a llorar. Steve la abrazó. Notó palpitar contra su pecho la cara húmeda y caliente de la muchacha. Casi bajo su pecho. Era realmente menuda.
Por encima de su pelo de extravagante colorido Steve observó el otro extremo de la sala. Cynthia tenía razón: un decimocuarto cadáver se había descolgado de su gancho y yacía desmadejado en el suelo.
Catorce muertos en total, y al menos tres de ellos mujeres. Con las cabezas inclinadas y los mentones pegados al pecho, era difícil distinguir el sexo de algunos de los otros once. Nueve vestían batas de laboratorio –no, diez contando el que había caído en el rincón– y dos llevaban vaqueros y camisas con el cuello desabrochado. Otros dos iban ataviados con trajes, lazos y elegantes botas. A uno de estos le faltaba la mano izquierda, y Steve creía saber dónde se hallaba aquella mano, sí, estaba casi seguro. Casi todos presentaban heridas de bala, y al morir debían de encontrarse de cara a sus asesinos, porque Steve veía anchos orificios de salida en la parte trasera de la mayoría de los cráneos. Sin embargo, al menos tres habían sido abiertos en canal como pescados. Pendían sobre charcos de sangre con las batas teñidas; de un color pardusco y las tripas colgando.
«Y ahora –anunció el locutor por la radio– Mary Chapin Carpenter nos contará por que cree que hoy es su día de suerte. Quizá ha estado comprando en Whalen's de Austin. Escuchémoslo.»
Mary Chapin Carpenter empezó a contar a los cadáveres colgados en el laboratorio de la Compañía Minera de Desesperación que aquel era su día de suerte, que había ganado en la lotería y todo eso, y Steve se desprendió de Cynthia. Entró en el laboratorio y olfateó el ambiente. No olía a pólvora, pero quizá eso no fuese muy significativo, ya que probablemente el sistema de refrigeración renovaba el aire muy deprisa. Sin embargo en los cadáveres destripados la sangre estaba seca, y eso si indicaba casi con toda seguridad que los autores de la matanza se habían marchado de allí hacia bastante tiempo.
– ¡Vámonos! –susurró Cynthia, tirándole de la manga.
–Enseguida– contestó Steve–. Sólo...
Algo captó su atención y se interrumpió. Estaba en el extremo de la mesa alargada, a la derecha del monitor con la imagen de Goofy como protector de pantalla. No era una roca, o al menos no una simple roca, sino un artefacto de piedra. Se acercó y lo observó detenidamente.
Cynthia corrió tras el y volvió a tirarle de la manga.
– ¿Que te pasa? –preguntó–. Esto no es una visita turística. ¿Y si...? –Entonces también ella vio lo que Steve miraba, lo vio realmente, y enmudeció. Vacilante, tendió un dedo y lo tocó. Ahogó un grito y retiró el dedo. A la vez adelantó la cadera en un gesto brusco, como si le hubiese pasado la corriente, y se golpeó la pelvis en el borde de la mesa. –¡Mierda! Por un momento... –se interrumpió.
–Por un momento ¿que?
–No, nada –dijo. Sin embargo pareció ruborizarse, así que Steve supuso que algo le había pasado por la cabeza–. En los diccionarios tendrían que poner una foto de eso al lado de la palabra «repugnante».
Era una estatuilla de un lobo o un coyote, y pese a su tosquedad poseía fuerza suficiente para hacerles olvidar, al menos por unos segundos, que se encontraban a veinte metros de los restos de un asesinato múltiple. El animal tenía la cabeza torcida en un ángulo anómalo (un ángulo en cierto modo voraz), y los ojos parecían salírsele de las órbitas en una expresión de furia. El hocico era de un tamaño desproporcionado en relación con el cuerpo –era casi el hocico de un caimán–, y la boca abierta exhibía una irregular dentadura. La estatuilla, si realmente lo era, estaba rota por debajo del pecho, y las patas delanteras se reducían a dos muñones. La piedra estaba picada y erosionada por el tiempo. Despedía destellos en algunos puntos, como parte de las rocas de una de las cestas. Al lado, bajo una caja de tachuelas, había una nota: «Jim, ¿que demonios es esto? ¿Tienes idea? Barbie.»
–Fíjate en la lengua –dijo Cynthia con una extraña voz, como sueños.
– ¿Que tiene de especial?
–Es una serpiente.
Si, lo era, comprobó Steve. Una serpiente de cascabel, quizá. En todo caso, algo con colmillos.
Cynthia sacudió la cabeza. Miro a Steve con los ojos muy abiertos y expresión alarmada. De pronto lo agarró por la camisa y tiró.
–Pero ¿que hacemos? –preguntó–. Esto no es la clase de contemplación artística, por Dios. ¡Tenemos que salir de aquí!
Si, tenemos que salir de aquí, se dijo Steve. La cuestión es: ¿adonde vamos? Ya pensarían en eso cuando volviesen al camión. No allí dentro. Steve tenía la impresión de que allí era imposible pensar de manera productiva.
–Eh, ¿que ha pasado con la radio? –pregunto Cynthia.
– ¿Como? –Steve escucho, pero la música ya no sonaba–. No lo sé.
Con una expresión extraña y resuelta, Cynthia alargó otra vez brazo hacia la estatuilla rota. En esta ocasión la tocó entre las orejas. Sofocó un grito. Las lámparas parpadearon –Steve las vio parpadear– y la radio volvió a sonar. «Eh, Dwight, eh, Lyle; chicos, no tenéis que pelear – cantaba Mary Chapin Carpenter sobre un fondo de interferencia estática–. Perrito caliente, ésta es mi noche de suerte. »
– ¿Por que tenías que hacer eso? –reprochó Steve.
Cynthia le dirigió una mirada anormalmente turbia. Se encogió de hombros y se tocó el labio superior con la punta de la lengua.
–No lo sé. –Se llevó una mano a la frente y se apretó las sienes los dedos. Cuando apartó la mano, volvía a tener clara la mirada pero un intenso miedo se reflejaba en sus ojos–. ¿Que pasa aquí? –dijo más para sí que para él.
Steve se dispuso a tocar también la estatuilla, pero ella le agarró la muñeca.
–No la toques. Tiene un tacto desagradable.
Steve se soltó y apoyó un dedo en la espalda del lobo (de pronto estaba convencido de que solo podía ser un lobo, no un coyote sino lobo). La radio volvió a apagarse. Simultáneamente se produjo un estallido de cristales rotos detrás de ellos. Cynthia chilló.
Steve apartó el dedo de la estatuilla. Lo habría hecho aunque no hubiese ocurrido nada, porque en efecto tenía un tacto desagradable.
Pero por un momento algo sucedió. Fue como si se hubiese cortado alguno de los circuitos vitales de su cerebro. Salvo que... ¿no había pensado en la chica? ¿En hacer algo a la chica, con la chica? ¿Esa clase de cosas que a los dos os gustaría probar pero de la que nunca hablaríais con los amigos? ¿Una especie de experimento?
Incluso mientras pensaba en ello, intentando recordar la naturaleza del experimento, tendió de nuevo el dedo hacia la piedra labrada. Esta acción no obedeció a una decisión consciente, pero una vez iniciada le pareció buena idea. Deja que el dedo vaya a donde quiera, pensó, aturdido. Deja que toque...
Cynthia le agarró la mano y se la apartó del fragmento de roca justo cuando se disponía a apoyar el dedo otra vez en la espalda del lobo.
–Eh, colega, atiende: ¡Quiero salir de aquí! ¡Ahora mismo!
Steve tomó aire y lo expulsó. Repitió el proceso. Su cabeza empezó a resultarle de nuevo un terreno familiar, pero de pronto se adueño de el una sensación de pánico aún más intensa que antes. Ignoraba cual era la verdadera causa de ese miedo, y no estaba seguro de querer saberlo.
–De acuerdo. Vámonos.
Cogió a Cynthia de la mano y la guió hacia el pasillo. Antes de salir de la sala, echó un último vistazo a la estatuilla gris, rota y erosionada: cabeza torcida y voraz, ojos saltones, hocico demasiado largo, lengua en forma de serpiente. Advirtió otra cosa. Las formas helicoidales y el Goofy exhibicionista habían desaparecido. Esos dos monitores se habían apagado, como si una brusca subida de tensión en la línea eléctrica hubiese provocado cortocircuitos en sus respectivos ordenadores.
Salía agua por la puerta abierta del despacho donde se hallaba el acuario. Un pez tropical daba sus últimos coletazos en el borde de la moqueta del pasillo. Bueno, pensó Steve, por lo menos ahora sabemos qué se ha roto; una duda menos.
–No mires hacia dentro al pasar–dijo.
– ¿Has oído algo hace un momento? –preguntó Cynthia–. ¿Golpes, estallidos o algo así?
Steve escuchó con atención. Sólo oyó el sonido del viento. Pero de pronto creyó oír unos pasos sigilosos a su espalda.
Se volvió al instante. No había nadie. Claro que no había nadie.
¿Que pensaba? ¿Que uno de los cadáveres se había descolgado de gancho y los seguía? Ridículo. Incluso en aquellas tensas circunstancias eso era una estupidez. Pero había algo más, algo que, estúpido no, no podía pasar por alto: la estatuilla. Era como una presencia física en su mente, un pulgar que le hurgaba con saña la corteza cerebral Lamentaba haberla visto, y lamentaba más aún haberla tocado.
– ¿Steve? ¿Has oído algo? –insistió Cynthia–. Podrían ser disparos ¡Escucha! ¡Acaba de oírse otra vez!
El viento azotaba el flanco del barracón con un penetrante aullido. Derribó algo no lejos de allí y lo arrastró por el suelo con un desapacible chirrido. Steve y Cynthia se abrazaron como dos niños en la oscuridad.
–Yo solo oigo el viento –afirmó él–. Probablemente has oído un portazo. Si es que realmente has oído algo.
–Lo he oído al menos tres veces –aseguro ella–. Quizá no fueran disparos; sonaban más bien como golpes, pero...
–Algún objeto arrastrado por el viento habrá golpeado la pared del barracón. Vamos, nena, mueve el culo.
–No me llames «nena», y yo no te llamare «macho» –protestó Cynthia débilmente.
Al pasar ante el despacho de donde salía el agua, ella no miró hacia el interior, pero Steve si. Ahora el acuario no era más que un rectángulo de arena rodeado de afiladas y desiguales puntas de cristal. La mano descansaba sobre el dorso en la alfombra empapada junto al escritorio. Tenía un guppy muerto en la palma. Los dedos parecían invitarlo a entrar: pase, desconocido, acerque una silla, opóngase cómodo, mi casa es su casa.
No gracias, pensó Steve.
Atravesaron la desordenada sala de recepción, y Steve abrió la puerta que daba al exterior. El polvo formaba espirales en el aire. Al oeste las montañas quedaban ocultas por completo tras las movedizas membranas de oro mate –nubes de arena y polvo alcalino que flotaban en los últimos diez minutos de luz de aquel extraño atardecer–, pero Steve vio claramente el resplandor de las primeras estrellas en el cielo. Soplaba un viento continuo casi huracanado. Un oxidado tonel que llevaba estampado el rótulo DESHÁGASE DE LOS RESIDUOS QUÍMICOS CON LAS DEBIDAS PRECAUCIONES rodó por el aparcamiento, cruzó la carretera y desapareció en el desier¬to. El golpeteo del acollador contra el asta de la bandera había alcanzado un ritmo febril. De pronto a su izquierda se oyó por dos veces un ruido sordo, semejante al disparo de una pistola con silenciador. Steve se volvió hacia ese sonido y vio un gran con¬tenedor azul. Mientras lo miraba, el viento levantó parcialmen¬te la tapa, que al caer produjo de nuevo aquel mismo ruido aho¬gado.
–Ahí tienes tus disparos –dijo, levantando la voz para hacer¬se oír por encima del silbido del viento.
–Bueno... a mí no me sonaba a eso.
Sucesivos aullidos de coyote resonaron en la noche. Algunos procedían del oeste y flotaban en el viento junto con la arena, otros del norte. Por alguna razón aquel sonido recordó a Steve un documental sobre la beatlemanía que había visto recientemente, donde las admiradoras gritaban como posesas al ver aparecer a los melenudos de Liverpool. Cynthia y él cruzaron una mirada.
–Vamos –dijo Steve–. Al camión.
Con el viento soplando a sus espaldas, corrieron abrazados hacia el Ryder. Cuando se hallaron de nuevo en la cabina, Cyn¬thia bajó el seguro de la puerta con gesto resuelto. Steve hizo lo mismo y puso el motor en marcha. Su ruido uniforme y el res¬plandor que apareció en el salpicadero cuando encendió los faros lo reconfortaron. Se volvió hacia Cynthia.
–Muy bien. ¿Adonde vamos a informar de esto? Austin queda descartado. Está demasiado lejos, y la jodida tormenta viene de esa dirección. Tarde o temprano tendríamos, que parar en el arcén y sabe Dios si podríamos volver a arrancar el motor cuando amai¬nase el viento. Eso nos deja dos opciones: Ely, que está a dos horas de aquí, o más si nos atrapa la tormenta, y Desesperación que está a menos de un kilómetro.
–Ely –contestó Cynthia–. La gente que ha hecho esto podría estar en Desesperación, y dudo que un par de policías de pueblo o incluso la policía montada del condado estuviesen en condicio¬nes de enfrentarse con unos individuos capaces de lo que acaba¬mos de ver.
–También cabe la posibilidad de que los asesinos hayan vuelto la interestatal 50 –adujo Steve–. No te olvides de la caravana y la moto del jefe.
–Pero hemos visto tráfico –repuso Cynthia, y se sobresaltó cuan el viento derribó algún otro objeto a corta distancia. A juzgar por el ruido, debía de ser algo grande y metálico–. ¡Por Dios, Steve! ¿No podemos largarnos ya de una puta vez?
Steve lo deseaba tanto como ella, pero movió la cabeza en un gesto de negación.
–No hasta que tengamos claro adonde ir. El asunto es serio. Hay catorce muertos, y eso sin contar lo que pueda haberles pasado al jefe y la gente de la caravana.
–La familia Carver –apuntó Cynthia.
–Esto va a ser sonado en cuanto corra la noticia. Si volvemos a Ely y resulta que había dos policías con teléfono y radio a menos de un kilómetro carretera adelante, y si los asesinos escapan porque nosotros tardamos demasiado en dar la voz de alarma... en fin, te aseguro que cuestionarán nuestra decisión. La cuestionaran sin contemplaciones.
A la tenue luz del salpicadero la cara de la chica se veía verde y enfermiza.
– ¿Tu crees que pensaran que estamos implicados?
–No lo sé, pero te diré una cosa: tú no eres la duquesa de Windsor yo no soy el duque de Earl. Somos un par de vagabundos, ni más menos. ¿Tienes algún documento con que identificarte? ¿El carnet de conducir, quizá?
–Nunca me he presentado al examen –respondió Cynthia–. He andado siempre de un lado a otro.
– ¿Y el de la Seguridad Social?
–Lo he perdido en algún sitio. Creo que me lo deje al separarme del fulano que quería mi oreja, pero recuerdo el número.
– ¿Y que papeles reales llevas? –pregunto Steve.
–El carnet de descuento de Tower Records –replico Cynthia–. Con dos compras más me darán un compact gratis. Ya le he echado el ojo la banda sonora de Bailando con lobos, que además resulta muy indicado en esta situación. ¿Satisfecho?
–Si –respondió Steve, y se echo a reír. Ella lo miró por un momento, con las mejillas verdes, las sombras ondeando en su frente, los ojos oscuros, y Steve creyó que iba a abalanzarse sobre él y ver cuanta piel podía arrancarle. Pero de pronto rió también; era un chirriante sonido de impotencia que a Steve no le gustó demasiado. Tendiendo un brazo, añadió–: Ven aquí un segundo.
–No te hagas ilusiones conmigo, te lo advierto –dijo Cynthia, pero al instante se deslizó sobre el asiento hacia Steve y acepto su abrazo.
El notó contra el cuerpo el temblor de su hombro. Si salían del camión, iba a pasar frío con aquella camiseta sin mangas. En aquella parte del mundo los termómetros caían en picado en cuanto se ponía el sol–. ¿De verdad quieres ir al pueblo, Lubbock?
–Lo que querría es estar en Disneylandia lameteando un helado, pero creo que debemos acercarnos hasta allí y echar un vistazo. Si todo está en orden... si todo parece en orden... informamos allí. Pero a la menor sospecha, salimos volando rumbo a Ely.
Cynthia lo miró con expresión solemne y advirtió:
–Te tomo la palabra.
–La cumpliré.
Steve arranco, y avanzaron lentamente hacia la carretera. Al oeste el resplandor dorado que un rato antes se filtraba a través de la arena se había reducido a un tenue rescoldo. En el cielo aparecían más estrellas, pero empezaban a rielar a medida que se condensaba la nube de arena.
–Steve, ¿no tendrás una pistola?
Negó con la cabeza. Pensó en entrar de nuevo en el barracón en busca de algún arma, pero descartó la idea. No volvería a poner allí los pies por nada del mundo.
–Pistola no – contestó– pero tengo una navaja suiza provista de todos los artilugios imaginables. Hasta lleva lupa.
–Eso me tranquiliza –bromeo Cynthia.
Steve pensó en preguntarle por sus sensaciones al tocar la estatuilla, o si alguna idea extraña –alguna idea experimental– había pasado por su cabeza, pero también lo desechó. Eso, al igual que la perspectiva de regresar al barracón, resultaba demasiado escalofriante. Al llegar a la carretera giró y, con el brazo sobre los hombros de Cynthia, se encaminó hacia el pueblo. La arena se arremolinaba en el cono de luz proyectado por los altos faros del Ryder, formando alargadas sombras que le recordaban hombres colgados de ganchos.
5
Para alivio de David, el cuerpo de su hermana no estaba al pie de la escalera. En el vestíbulo, miró por un momento a través de la puerta de cristal. Ya oscurecía, y si bien el cielo estaba despejado –teñido de un color añil claro–, al nivel del suelo una nube de polvo restaba luminosidad al crepúsculo. En la acera de enfrente el viento mecía un cartel que rezaba: CAFETERÍA Y VIDEOCLUB DE DESESPERACIÓN.
Bajo el cartel montaban guardia otros dos coyotes, observándolo atentamente. Entre ellos había un ave grande y calva cuyas raídas plumas se agitaban al viento como las del sombrero de una vieja loca.
David supo que era un buitre. Permanecía inmóvil justo entre los dos coyotes.
–Eso es imposible –susurró, y quizá lo fuese, pero en todo caso estaba viéndolo con sus propios ojos.
Mientras se vestía, echo un vistazo a la puerta situada a su izquierda.
Estampado en el panel de cristal opaco se leía el rotulo OFICINAS MUNICIPALES DE DESESPERACIÓN, junto con el horario de atención al publico, de nueve a cuatro. Se ató los cordones de las zapatillas y abrió esa puerta, dispuesto a darse medía vuelta y huir por piernas a la menor señal de peligro... o al menor movimiento, en realidad.
Pero ¿adonde huiría?, se pregunto. ¿Adonde podría dirigirme?
La sala a la que daba la puerta estaba a oscuras y en silencio. Buscó a tientas a su izquierda, esperando que algo o alguien surgiese de las sombras y le agarrase la mano. Nadie apareció. Encontró un interruptor y lo accionó. Parpadeó mientras sus ojos se adaptaban a la luz procedente de unos anticuados globos colgantes, y luego siguió adelante.
Justo enfrente de la puerta se extendía un largo mostrador con varias ventanillas protegidas mediante rejas, como las ventanillas de caja en los bancos antiguos. En una se leía RECAUDACIÓN DE IMPUESTOS, en otra PERMISOS DE CAZA, en otra MINAS Y MINERALOGÍA, El letrero de la última ventanilla, más pequeña que las anteriores, rezaba: INSPECCIÓN DE SEGURIDAD EN LAS MINAS y NORMATIVA FEDERAL PARA LA EXPLOTACIÓN DE LA TIERRA. En la pared situada al fondo, más allá del mostrador, una pintada anunciaba: ALGO PODRÍA SURGIR DE ESTOS SILENCIOS.
Me temo que ya ha surgido, pensó David mientras volvía la cabeza para echar una ojeada al otro lado de la sala. Y lo que ha surgido no es muy...
De pronto sus pensamientos se interrumpieron. Miró con ojos desorbitados y se tapó la boca con las manos para ahogar un grito. Por un momento el mundo se torno gris, y David creyó que iba a desmayarse. Para evitarlo se llevo las manos a la frente y se apretó las sienes, renovando el dolor que había sentido minutos antes. Después dejó caer los brazos a los costados y contemplo con los ojos muy abiertos y la boca trémula la hilera de perchas que había en la pared de la derecha. De la más próxima a las ventanas colgaba un sombrero de vaquero con una cinta de piel de serpiente en torno a la copa. Dos mujeres colgaban de las dos siguientes, una muerta de un balazo, la otra destripada. Esta segunda tenía el pelo rojo y la boca abierta en un mudo chillido. A su izquierda pendía un hombre con uniforme caqui, la cabeza gacha y la pistolera vacía. Pearson, quizá, el otro ayudante del jefe de policía. A continuación había un hombre con vaqueros y una camisa salpicada de sangre. La última de la fila era Bombón, enganchada por la espalda de su camiseta de los MotoKops. En la pechera aparecía Cassie Styles, sonriente y cruzada de brazos ante su Carroza de los Sueños. De entre todos los personajes de MotoKops 2200, la famosa serie de dibujos animados, Cassie había sido siempre la preferida de Bombón. Tenía la cabeza ladeada sobre el cuello roto y sus zapatillas colgaban lánguidamente en el aire.
Sus manos. David no podía apartar la vista de sus manos, pequeñas y rosadas, con los dedos ligeramente separados.
No puedo tocarla, pensó. No puedo acercarme a ella.
Pero si podía. Tenía que hacerlo, a menos que estuviese dispuesto a dejarla allí con las otras víctimas de Entragian. Y al fin y al cabo, ¿para que servia un hermano mayor, especialmente uno que no era lo bastante mayor para impedir al hombre del saco cometer una atrocidad semejante?
Con el pecho agitado y la piel cubierta de escamas de jabón seco, junto las manos y las levantó a la altura de la cara. Cerró los ojos. Su voz, cuando por fin le salió de la garganta, temblaba de tal modo que apenas la reconoció como propia.
–Dios, ya sé que mi hermana esta contigo y que estos son solo sus restos. Por favor, ayúdame a hacer por ella lo que debo. –Abrió los ojos y miró a Kirstie–. Te quiero, Bombón. Me arrepiento de todas las veces que te he gritado o tirado de las trenzas demasiado fuerte
Al pronunciar la última frase la emoción lo desbordó. Se arrodilló y se llevó las manos a la cabeza inclinada. Así permaneció un rato, respirando de manera entrecortada e intentando no perder el conocimiento. Las lágrimas abrieron surcos en la capa verde y pegajosa que cubría sus mejillas. Su mayor motivo de aflicción era saber que la puerta que se había cerrado entre ellos ya nunca se abriría, al menos en este mundo. Nunca vería a Bombón salir con un chico o meter una canasta de tres puntos a dos segundos del final del partido. Nunca volvería a pedirle que le aguantase las piernas mientras hacia el pino ni a preguntarle si la luz de la nevera se quedaba abierta al cerrarse la puerta.
Cuando se serenó, acercó una silla a la percha donde colgaba su hermana. Le miró las manos, las palmas rosadas, y la cabeza le dio vueltas de nuevo. Trató de controlar esa sensación de vértigo, y sólo descubrir que era capaz de ello fue ya una grata sorpresa. El dolor estuvo a punto de vencerlo otra vez cuando, de pie en la silla, contempló el rostro anormalmente pálido y los labios amoratados de su hermana. Con cautela, permitió que parte del dolor permaneciese en él. Intuyó que era mejor así. Aquella era la primera persona muerta en su vida, pero era también Bombón, y no quería que su cuerpo inerte le produjese miedo o asco. Prefería, sentir lastima, y la sintió.
Date prisa, David.
No sabía con certeza si esa era su propia voz o la otra, pero esta vez eso carecía de importancia. La voz tenía razón. Bombón estaba muerta; en cambio, su padre y las otras personas encerradas arriba seguían vivas. Y estaba además su madre. Eso era lo peor, en cierto modo peor aún que la muerte de Bombón, porque no sabía que había sido de ella.
El policía loco se la había llevado a algún sitio, y podía estar haciéndole cualquier cosa. Cualquier cosa.
No pensare en eso. No me lo permitiré.
Apartó aquella idea de su mente y pensó en las horas que Bombón había pasado ante el televisor viendo Barney con Melissa Sweetheart en su regazo. Durante el último año el dinosaurio morado había cedido el lugar de honor en el corazón de Bombón a los MotoKops (sobre todo Cassie Styles y el atractivo coronel Henry); así y todo, David consideró que Barney era lo más indicado en aquellos momentos.
Sólo recordaba una de las cancioncillas del dinosaurio, la que tomaba su melodía de This Old Man, y la cantó mientras rodeaba con los brazos el cuerpo de la niña muerta y lo descolgaba:
–Yo te quiero a ti... Tú me quieres a mí...
La cabeza de Bombón le cayó a David sobre el hombro. Le pesaba muchísimo. ¿Cómo, siendo tan pequeña, había podido mantenerla en alto de la mañana a la noche?
–Somos una familia feliz...
Se dio la vuelta y bajo torpemente de la silla. Se tambaleó, sin llegar a caerse, y llevo a Bombón hasta las ventanas. Mientras cargaba con ella, le alisó la camiseta por la espalda. La tenía rota, pero sólo un poco. La tendió en el suelo, sujetándole la cabeza por la nuca para que no se golpease. Así le había enseñado a sostenerla su madre cuando Bombón era todavía un bebé. ¿Le cantaba David por aquel entonces?
No lo recordaba, pero probablemente.
–Un gran abrazo y un beso te daré...
A los lados de las ventanas colgaban desde el techo hasta el suelo unas horribles cortinas de color verde oscuro de más de dos metros y medio. David tiró de una.
– ¿No me dirás que me quieres tu también?
Extendió la cortina junto al cuerpo de su hermana y empezó a cantar de nuevo la tonta cancioncilla. Lamento no poder ponerle a Melissa Sweetheart entre los brazos para hacerle compañía, pero Lissa se encontraba junto a la escalerilla de la Wayfarer. Levantó a Bombón, la tendió en la mitad superior de la cortina y dobló sobre ella la mitad inferior. Le llegó holgadamente al cuello. Así se la veía mucho mejor, pensó David, como si estuviese en casa acostada en su cama.
–Un gran abrazo y un beso te daré– canturreó–. ¿No me dirás que me quieres tú también? –Besó a su hermana en la frente y dijo–: Te quiero.
Le cubrió la cara con el extremo de la cortina y permaneció junto a ella por un momento, de rodillas con las manos entre los muslos, intentando controlar sus emociones. Cuando se serenó, se puso en pie. El viento aullaba, la luz casi se había extinguido, y el sonido de la arena al chocar contra los cristales de las ventanas parecía el tamborileo de infinitos dedos. Oía también un monótono chirrido, seguramente algo que giraba impulsado por el viento. De pronto fuera algo se desplomó con gran estrépito, y David se sobresaltó en la creciente oscuridad.
Se apartó de las ventanas y, con paso vacilante, rodeó el mostrador. No encontró más cadáveres, pero tras la ventanilla con el rótulo RECAUDACIÓN DE IMPUESTOS había papeles esparcidos y algunos estaban salpicados de sangre seca. El taburete de largas patas y respaldo alto se había volcado.
En la zona de trabajo delimitada por el mostrador David vio una caja de caudales abierta; contenía pilas de papel pero no dinero, y nada parecía fuera de su sitio. A la derecha había varios escritorios agrupados, y a la izquierda dos puertas cerradas, ambas con letrero dorados. En una leyó JEFE DE BOMBEROS y no le interesó, pero la otra era el despacho del agente de seguridad del pueblo, que se llamaba Jim Reed, y ésta si despertó su interés.
–«El agente de seguridad del pueblo. Lo que sería el jefe de policía, en una población mayor» –murmuro David, recordando las palabras de Tom Billingsley, y se dirigió hacia esa puerta.
No estaba cerrada con llave. Buscó a tientas el interruptor, lo encontró y encendió la luz. En primer lugar vio una enorme cabeza de caribú colgada de la pared a la izquierda del escritorio. Luego reclamó su atención el hombre sentado tras el escritorio. Tan relajada era su postura que, salvo por los bolígrafos que tenía clavados en los ojos y la placa de escritorio que le asomaba por la boca, habría dado la impresión de que dormía. Mantenía las manos entrelazadas sobre el abultado vientre, y llevaba una camisa caqui y una bandolera como las de Entragian.
Fuera el viento derribó algún otro objeto, y varios coyotes aullaron al unísono como un cuarteto vocal del infierno. David se sobresaltó y volvió la cabeza para asegurarse de que Entragian no lo espiaba desde detrás. No, el policía demente no estaba allí. David miró de nuevo al agente de seguridad y supo que debía hacer, pensando que si había reunido valor para tocar a Bombón, sin duda podía tocar también a aquel desconocido.
Primero, no obstante, levantó el auricular del teléfono. Presentía que no habría línea, y así fue. Sin embargo pulsó un par de veces la pieza móvil de la horquilla y dijo:
– ¿Hola? ¿Hola?
«¿Servicio de habitación? Súbanme una habitación», recordó, y se estremeció mientras colgaba el auricular. Rodeó el escritorio y se situó junto al policía. Advirtió que la placa con su nombre y cargo –JAMES REED, AGENTE DE SEGURIDAD MUNICIPAL– seguía sobre el escritorio, así que la que tenía encajada en la boca debía de ser otra cosa. NDAMAS, leyó David en la parte que asomaba entre sus dientes.
Percibió un olor familiar, y no era loción para después del afeitado ni colonia. Observó las manos entrecruzadas del cadáver, vio profundas grietas en la piel, y comprendió. Olía a crema hidratante, la misma que utilizaba su madre o alguna parecida. Jim Reed debía de haberse puesto crema en las manos poco antes de morir.
David intentó echar un vistazo a la cintura de Reed pero no vio nada. Estaba demasiado gordo y demasiado cerca del escritorio, y lo que David necesitaba ver quedaba oculto. Un orificio pequeño y negro atravesaba el respaldo de la silla; eso si lo vio claramente. Reed había muerto de un disparo; la macabra idea de los bolígrafos había sido posterior, o eso esperaba David.
Vamos, date prisa.
Se dispuso a echar la silla hacia atrás, pero ésta, nada más tocarla, se desequilibró y el peso muerto de Jim Reed rodó por el suelo. David lanzó un grito de sorpresa y se apartó de un brinco. Al caer, el cadáver dejó escapar un sonoro eructo, y la placa salió despedida como un misil disparado desde su silo. Aterrizó con el rotulo invertido, pero David pudo leerlo de todos modos: YO SOY EL MANDAMÁS.
Con el corazón acelerado, se arrodilló junto al cuerpo. Reed llevaba el pantalón del uniforme desabrochado, y su bragueta abierta revelaba un calzoncillo (de seda, color melocotón) que sin duda incumplía las normas sobre indumentaria de la policía. David, no obstante, apenas se fijó en esos detalles. El buscaba otra cosa, y exhaló un suspiro de alivio cuando la vio. Sujeto a la mullida cadera de Reed se encontraba su arma reglamentaria; al otro lado, un llavero colgaba de una de las trabillas de la cintura. Mordiéndose el labio inferior, convencido de que en cualquier momento el policía muerto tendería una mano
(« ¡Mierda, nos persigue la momia! »)
y le agarraría el brazo, trató de soltar el llavero de la trabilla. Al principio el cierre se resistió pero finalmente logro desprenderlo Examinó rápidamente las llaves, rogando encontrar la que necesitaba Allí estaba: un rectángulo de metal con una banda magnética que no parecía una llave. Era la llave de las celdas.
O al menos eso esperaba.
David se guardó el llavero en un bolsillo, echó una ojeada de curiosidad a la bragueta abierta de Reed, y desabrochó la correa de seguridad de la pistolera. Extrajo el arma y la sostuvo en sus manos, percibiendo su extraordinario peso y la sensación de violencia potencial. Era un revólver, no una pistola automática con el cargador insertado en la culata. David volvió el cañón hacia si procurando mantener los dedos fuera del guardamonte para echar un vistazo al tambor giratorio. En cada uno de los orificios visibles había una bala, así que debía de estar cargado. Quizá la primera cámara se hallaba vacía –a veces en las películas los policías la dejaban vacía para no dispararse accidentalmente–, pero David supuso que eso carecía de importancia si apretaba el gatillo dos veces por los menos, y deprisa.
Giró de nuevo el arma y la inspeccionó de punta a punta en busca de un seguro. No lo encontró, y con sumo cuidado apretó un poco el gatillo. Al ver que el percutor se movía, retiró el dedo de inmediato.
No deseaba disparar el revólver allí abajo. No sabía hasta dónde llegaba la inteligencia de los coyotes, pero por poco astutos que fuesen, supuso, debían de reconocer el sonido de un arma.
Salió de nuevo a la oficina principal. El viento silbaba y la arena azotaba las ventanas. A través de los cristales vio que la luz exterior había adquirido un tono morado oscuro. Pronto anochecería. Miró la fea cortina verde y la forma que se dibujaba debajo. Te quiero, Bombón, pensó, y después volvió al vestíbulo. Permaneció allí de pie por un momento con los ojos cerrados y el revólver apuntado al suelo, respirando rítmicamente.
–Dios, no he disparado un arma en toda mi vida –dijo–. Por favor, ayúdame a disparar esta. En nombre de Jesús, amen.
Pronunciada esta breve suplica, David empezó a subir por la escalera.
III
1
Mary Jackson estaba sentada en el catre mirándose las manos entrelazadas y pensando con ira en su cuñada, Deirdre Finney, con su cara pálida y bonita, su sonrisa dulce y ebria de droga y sus rizos prerrafaelistas. Deirdre, que no comía carne («Es como... cruel, ¿no?») pero fumaba hierba a todas horas desde hacia años. Deirdre, con sus adhesivos de Mr. Smiley. Deirdre, que había conseguido que su hermano acabase muerto y su cuñada encerrada en la cárcel de un pueblucho perdido que era literalmente la antesala de la muerte, y todo porque tenía demasiado humo en el cerebro para recordar que había guardado su maría de reserva bajo la rueda de repuesto.
Eso no es justo, se rebeló la parte más racional de su mente. Ha sido la matricula y no la droga. Entragian nos ha parado por la matrícula.
En cierto modo ha sido como si el Ángel Exterminador no hubiese visto la marca convenida en el dintel de la puerta. Si la droga no hubiese estado allí, habría encontrado alguna otra excusa. Una vez nos puso el ojo encima, estábamos condenados, así de sencillo. Y tú lo sabes.
Pero esa interpretación no la convencía. Considerar aquello una especie de extraño desastre natural le resultaba demasiado siniestro.
Prefería, culpar a la hermana idiota de Peter, e imaginar diversos castigos, no letales pero dolorosos. Los baquetazos, tal como los administraban en Hong Kong a los ladrones, era quizá la modalidad más satisfactoria; pero también se imaginaba metiéndole a Deirdre un afilado tacón de zapato por aquel culo plano de maniquí que tenía. En realidad serviría cualquier cosa capaz de arrancarle la expresión de atolondramiento para a continuación anunciarle a voz en cuello: «Has conseguido que maten a tu hermano, pedazo de gilipollas, ¿te enteras? » y ver cómo surgía en su rostro una mueca de horrorizada comprensión.
–La violencia engendra violencia –dijo a sus manos con una voz serena y doctrinal. En aquellas circunstancias hablar sola parecía algo lógico y natural–. Yo lo sé, todo el mundo lo sabe, pero a veces pensar en la violencia resulta tan gratificante...
– ¿Como? –preguntó Ralph Carver. Parecía aturdido. De hecho (idea espeluznante) recordaba incluso al cortocircuito andante que era su cuñada.
–Nada. No tiene importancia.
Mary se puso en pie. Con dos pasos se plantó ante la reja de la celda. Entrecruzó las manos fuera de los barrotes y contempló la sala. El coyote estaba sentado con los restos de la cazadora de cuero de Johnny Marinville ante las patas delanteras y miraba al escritor como hipnotizado.
– ¿Cree que habrá escapado? –dijo Ralph–. ¿Cree que mi hijo habrá escapado, señora?
–No me llamo «señora» sino Mary, y no lo sé. Deseo creer que si desde luego. Y en realidad tiene bastantes posibilidades. –Siempre y cuando no se tropiece con el policía, añadió para sí.
–Sí, yo también lo creo. No imaginaba que se hubiese tomado tan en serio eso de la oración – comentó Ralph. Casi parecía pedir disculpas, lo cual en aquellas circunstancias asombró a Mary–. Yo pensaba que quizá fuese... no sé... un capricho pasajero. Pero no daba esa impresión, ¿verdad?
–No – contestó Mary–. En absoluto.
– ¿Por que me miras con esa cara, Bosco? –preguntó Marinville al coyote–. Ya tienes la jodida cazadora, ¿que más quieres? Como si no lo supiera. –Miró a Mary–. ¿Sabe?, creo que si alguien consiguiera realmente salir de aquí, ese bicho sarnoso se daría la vuelta y...
– ¡Silencio! –dijo Billingsley–. ¡Alguien sube por la escalera!
El coyote también lo oyó. Apartó la vista de Marinville y, gruñendo, concentró su atención en la puerta. Las pisadas se aproximaron, llegaron al rellano y se detuvieron. Mary se volvió hacia Ralph Carver, pero enseguida tuvo que desviar la mirada; no pudo resistir la combinación de esperanza y terror que vio en su rostro. Ella había perdido a su marido, y el dolor que eso le producía era mil veces superior a cualquier tormento que hubiese podido imaginar. ¿Que sentiría una persona a quién el destino había arrebatado toda la familia en una sola tarde?
El viento rehiló en los aleros del edificio. El coyote dirigió una mirada nerviosa hacia ese sonido y luego avanzó tres pasos hacia la puerta con las raídas orejas de punta.
– ¡Hijo! –gritó Ralph, desesperado–. ¡Si eres tu no entres! Ese animal esta justo detrás de la puerta.
– ¿A que distancia? –pregunto una voz. Era él, el muchacho. Había vuelto. Asombroso. Y la serenidad que mostraba al hablar era aún más asombrosa. Mary pensó que quizá debiera reconsiderar el poder de la oración.
Ralph parecía perplejo, como si no entendiese la pregunta de su hijo. Marinville, en cambio, si la entendió.
–A un metro y medio más o menos – contestó–. Y esta de cara a la puerta. Ten cuidado.
–Tengo un arma –dijo el muchacho–. Será mejor que se metan todos debajo de los catres. Mary, acérquese tanto como pueda a la celda de mi padre. ¿Seguro que esta justo enfrente de la puerta, señor Marinville ?
–Si. Ahí esta mi amigo Bosco, real como la vida misma y el doble de feo. ¿Has disparado alguna vez un arma de fuego, David?
–No.
– ¡Dios mío! –exclamó Marinville, alzando la vista al techo.
– ¡No, David! –ordeno Ralph. Una tardía expresión de alarma asomó gradualmente a su rostro; parecía empezar a comprender que ocurría allí–. ¡Vete y busca ayuda! Si abres la puerta, ese animal se te echara encima en dos saltos.
–No –respondió el muchacho–. Lo he pensado bien, papá. Prefiero arriesgarme con el coyote a enfrentarme con el policía. Además tengo una llave. Creo que servirá para abrir las celdas. Es como la que ha usado el policía.
–Me has convencido –dijo Marinville, como si aquello zanjase el asunto–. Todo el mundo al suelo. Cuenta hasta cinco, David, y adelante.
– ¡Si lo hace, morirá! –gritó Ralph a Marinville–. ¡Morirá sólo para que usted salve el pellejo!
–Entiendo su preocupación, señor Carver –terció Mary–, pero si no salimos de aquí moriremos todos.
– ¡Cuenta hasta cinco, David! –repitió Marinville. A continuación se arrodilló y se deslizó bajo el catre.
Mary miró hacia la puerta, advirtió que su celda estaba en la línea de fuego del muchacho, y comprendió por que le había indicado que se acercase a la celda de su padre. Quizá tuviese sólo once años, pera pensaba con mayor claridad que ella.
–Uno –empezó a contar David al otro lado de la puerta. Mary percibía lo asustado que estaba, y lo entendía. Lo entendía perfectamente–. Dos.
– ¡Hijo! –gritó Billingsley–. ¡Escúchame, hijo! Ponte de rodillas. Coge el arma con las dos manos y estate preparado para disparar alto. ¿Entiendes? ¡Alto! Ese animal no se acercara por el suelo; saltará sobre ti. ¿Entiendes?
–Si–respondió David–. Si, comprendido. ¿Estas bajo el catre, papá?
Ralph seguía de pie ante los barrotes de su celda con una expresión de miedo en el rostro hinchado.
– ¡No lo hagas, David! ¡Te lo prohíbo!
–Tírese al suelo, gilipollas –dijo Marinville, lanzándole una mirada furiosa desde debajo del catre.
Mary compartía la opinión de Marinville, pero consideraba que su táctica dejaba mucho que desear; habría esperado más tacto en un escritor. O cuando menos en otro escritor; a aquel lo había reconocido y tenía una vaga idea de sus antecedentes. El autor de Placer, quizá el libro más obsceno del siglo, estaba encerrado en la celda contigua a la suya, surrealista pero cierto, y aunque daba la impresión de que su nariz jamás se recuperaría de lo que el policía había hecho con ella, Marinville mantenía la actitud de un hombre que espera conseguir lo que desea, y probablemente en bandeja de plata.
– ¿Se ha apartado ya mi padre? –preguntó David, que ahora parecía indeciso además de asustado.
Mary aborreció a su padre por lo que hacía: rasguear los tensos nervios del muchacho como cuerdas de una guitarra.
– ¡No! –bramó Ralph–. ¡Y no pienso apartarme! ¡Márchate de aquí, busca un teléfono y avisa a la policía estatal!
–Ya he probado con el del escritorio del señor Reed –alegó David–. No hay línea.
– ¡Prueba con otro, pues! ¡Maldita sea! Sigue probando hasta que encuentres uno que...
–Deje de comportarse como un estúpido y métase bajo el catre –dijo Mary sin levantar la voz–. ¿Qué quiere que el chico recuerde de este día? ¿Que vio morir a su hermana y mató a su padre de un tiro por error, y todo antes de la cena? Coopere. Su hijo hace lo que puede; ponga usted también algo de su parte.
Ralph la miró. Sus pálidas mejillas contrastaban con la sangre coagulada que cubría el lado izquierdo de su cara.
–David es lo único que me queda–susurró–. ¿Lo comprende?
–Claro que lo comprendo. Y ahora métase debajo del catre, señor Carver.
Ralph retrocedió hacia el interior de la celda, vaciló por un momento, y por fin se arrodilló y se deslizó bajo el catre.
Mary echó un vistazo a la celda de la que había salido David –Dios, el muchacho había demostrado tener agallas– y vio que el viejo veterinario se hallaba también bajo el catre. Sus ojos, la única parte en él que se mantenía joven, brillaban en las sombras como luminosas gemas azules.
– ¡David! –anunció Marinville–. ¡Ya no hay nadie a tiro!
– ¿Mi padre tampoco? –preguntó David con un dejó de duda.
–Estoy debajo del catre –aseguro Ralph–. Hijo, ten cuidado. Si... –Le tembló la voz por un instante pero logró controlarse–. Si se echa sobre ti, agarra firmemente el arma e intenta dispararle en el vientre. –De pronto, alarmado, asomó la cabeza y preguntó–: ¿Esta cargada el arma? ¿Lo has comprobado?
–Si, esta cargada. –Hizo una pausa y añadió–: ¿Sigue enfrente de la puerta?
–Si– contestó Mary.
De hecho el coyote se había acercado un poco más. Tenía la cabeza gacha y emitía un gruñido continuo como el ruido de un motor fuera borda. Cada vez que el chico hablaba al otro lado de la puerta el animal aguzaba el oído.
–Bien, ya estoy de rodillas –anunció David. Mary percibía su nerviosismo aún con mayor claridad. Tuvo la impresión de que en cualquier momento podía perder el control–. Voy a empezar a contar otra vez. Procuren estar todos lo más lejos posible de la puerta cuando llegue a cinco. No... no quiero herir a nadie por accidente.
–Acuérdate de disparar alto –repitió el veterinario–. No mucho pero si un poco. ¿De acuerdo?
–Porque el coyote saltará–dijo David–. Si, me acordare. Uno... dos...
Fuera el viento cesó por unos segundos. En aquel súbito silencio Mary oyó dos cosas con total nitidez: el vibrante gruñido del coyote y los latidos de su propio corazón. Su vida estaba en manos de un niño de once años con un arma. Si David erraba el tiro o se quedaba paralizado y ni siquiera llegaba a disparar, muy probablemente el coyote lo mataría. Y después, cuando el policía psicópata regresase, todos morirían.
–... tres... –su voz trémula sonaba extrañamente parecida a la de su padre– cuatro... cinco...
El pomo de la puerta comenzó a girar.
2
Para Johnny Marinville aquello fue como volver a hallarse de pronto en Vietnam, donde la muerte se presentaba a una inconcebible velocidad y siempre los cogía por sorpresa. No había puesto grandes esperanzas en el chico, que podía disparar sin ton ni son a cualquier parte menos al pellejo de Bosco, pero no tenían otra opción. Al igual que Mary, había llegado a la conclusión de que si no salían de allí antes de que regresase el policía, morirían todos.
Y el chico le sorprendió.
Para empezar, no abrió la puerta de un empujón sino que la dejó ir lentamente, asegurándose así de que no rebotaba contra la pared y acababa obstruyendo su línea de tiro. Estaba de rodillas y se había vestido de nuevo, pero se veían aún restos de jabón verde en sus mejillas. Antes de que la puerta describiese todo su arco, sujetaba ya con las dos manos el arma, que parecía, por lo que Johnny pudo ver, un revólver de calibre 45– Un arma demasiado grande para un niño. La sostenía a la altura del pecho, con el cañón ligeramente inclinado hacia arriba. Aguardaba con expresión solemne e incluso calculadora.
El coyote, que quizá no esperaba que la puerta se abriese después de haber oído la voz al otro lado, retrocedió medio paso, encogió las patas traseras y saltó sobre el chico con un gruñido. Fue, pensó Johnny, aquel vacilante paso atrás lo que lo sentenció; le dejó al chico tiempo suficiente para afianzar su posición de tiro. Disparó dos veces, soportando el retroceso del arma y apuntando de nuevo antes de apretar el gatillo por segunda vez. Las detonaciones fueron ensordecedoras en aquel espacio cerrado. A continuación el coyote, que se hallaba en el aire entre el primer y el segundo disparo, cayó sobre el chico y lo derribó.
Su padre gritó y salió atropelladamente de debajo del catre. Por un momento dio la impresión de que el chico peleaba con el animal en el rellano, pero Johnny dudaba que al coyote le quedasen aún fuerzas para luchar. Había oído entrar en su cuerpo las dos balas, y tanto el suelo como el escritorio estaban salpicados de sangre.
– ¡David! ¡David! Dispárale en el vientre –gritó su padre, dando saltos de inquietud.
El chico, en lugar de disparar, se zafó del coyote muerto como si fuese una piel en la que había quedado enredado. Retrocedió deslizándose con el trasero. En su rostro se dibujaba una expresión de asombro. Tenía la pechera de la camisa manchada de sangre y pelo.
Topó con la pared que se alzaba a sus espaldas y la utilizó de apoyo para ponerse en pie. Miró el revolver, sorprendido al parecer de verlo aún al extremo de su brazo.
–Estoy bien, papá, cálmate. Lo he conseguido. Ni siquiera ha llegado a morderme. –Se pasó la mano por el pecho y por el brazo que sostenía el revólver como para cerciorarse de que así era. Después miró al coyote. Seguía vivo. Emitía un jadeo rápido y estertóreo y su cabeza colgaba sobre el primer peldaño de la escalera. Donde antes tenía el pecho se advertía un ancho y sanguinolento agujero.
David apoyó una rodilla en el suelo y apoyo el cañón del revólver en la cabeza colgante del animal. A continuación desvió la vista.
Johnny vio que el chico cerraba los ojos y apretaba los párpados, y de pronto sintió por el un calido afecto. Nunca había disfrutado de sus propios hijos –que se habían dedicado a agobiarlo durante sus primeros veinte años de vida y a intentar desbancarlo en los veinte posteriores–, pero quizá no fuese tan malo tener alrededor uno como aquél. Tenía juego, como decían los jugadores de baloncesto.
Incluso me arrodillaría junto a su cama a la hora de acostarse, pensó Johnny. ¡Carajo! ¿Quien no lo haría? Sólo hay que ver el resultado.
Aún con aquella tensa expresión en la cara –la de un niño que sabe que debe comerse el filete de hígado antes de irse a jugar–, David apretó el gatillo. La detonación fue igual de sonora pero no tan penetrante. El cuerpo del coyote saltó. Un abanico de gotas rojas tan fin como el hilado de un encaje salpicó el rodapié de la barandilla. El jadeo cesó. El chico abrió los ojos y contemplo lo que acababa de hacer.
–Gracias, Dios –dijo con voz apagada–. Pero ha sido horrible. Realmente horrible.
–Buen trabajo, chico –alentó Billingsley.
David se levantó y entró despacio en la sala. Miró a su padre. Ralph le tendió los brazos. David se acercó a el con lágrimas en los ojos y ambos se estrecharon en un torpe abrazo a través de los barrotes.
–Temía por tu vida, David –dijo Ralph–. Por eso te he pedido te fueses. Lo entiendes, ¿verdad?
–Si, papá. –David lloraba ahora con mayor violencia, y Johnny comprendió, aún antes de que siguiese hablando, que aquel llanto no tenía nada que ver con el coyote–. Bombón estaba abajo colgada una pe–pe–percha. Y había ta–ta–también otras personas. La he descolgado. A los otros no he podido descolgarlos; son a–a–adultos. Pero he descolgado a Bombón. Le he ca– ca– cantado... le he cantado...
Intentó seguir, pero sus palabras quedaron ahogadas por histéricos sollozos. Apretó la cara contra los barrotes, y su padre le acarició la espalda y le dijo que callase, que estaba seguro de que había hecho por Kirsten todo lo que era posible hacer.
Johnny miró su reloj y dejó pasar un minuto completo. El muchacho se merecía al menos aquello por abrir la puerta sabiendo que detrás lo esperaba un perro salvaje. Finalmente pronunció su nombre. David no se volvió, así que Johnny lo pronunció de nuevo, esta vez en voz más alta. David se giró. Tenía los ojos llorosos e irritados.
–Escucha, muchacho, sé que lo has pasado mal –dijo Johnny–, y si salimos de esta yo seré el primero que te recomiende para la Estrella de Plata. Pero ahora tenemos que marcharnos. Entragian podría regresar en cualquier momento. Si anda cerca, es probable que haya oído los disparos. Si tienes una llave ya es hora de probarla.
David sacó el llavero del bolsillo y separó la que se parecía a la que Entragian había utilizado. La introdujo en la cerradura de la celda de su padre. Nada ocurrió. Mary lanzo un chillido de frustración y golpeo un barrote con la palma de la mano.
–Del revés –sugirió Johnny–. Dale la vuelta.
David insertó la tarjeta en la ranura tal como Johnny le indicaba. Esta vez se oyó un sonoro chasquido, casi un aldabonazo, y la reja se abrió.
– ¡Sí! –exclamó Mary–. ¡Sí!
Ralph salió de la celda y volvió a estrechar a su hijo entre los brazos, en esta ocasión sin barrotes por medio. Y cuando David le besó la hinchazón del lado izquierdo de la cara, Ralph gritó de dolor y rió al mismo tiempo. Johnny pensó que aquel había sido uno de los sonidos más extraordinarios que había oído en su vida, un sonido que uno no podía describir con palabras en un libro; su esencia, al igual que la expresión de Ralph Carver al mirar a su hijo a la cara, estarían siempre fuera del alcance de cualquier escritor.
3
Ralph cogió el llavero de manos de su hijo y abrió las otras celdas con la tarjeta magnética. Salieron y formaron un corrillo ante el escritorio: Mary de Nueva York, Ralph y David de Ohio, Johnny de Connecticut, el viejo Tom Billingsley de Nevada. Se miraron con expresión de supervivientes de un accidente ferroviario.
–Salgamos de aquí –propuso Johnny. Advirtió que el chico había entregado a su padre el revólver y preguntó–: ¿Sabe como funciona eso, señor Carver? ¿Le permitirá ese ojo ver adónde dispara?
–Si tanto a lo uno como a lo otro – contesto Ralph–. Vamos.
Con David cogido de la mano, salió al rellano. Lo siguieron Mary y Billingsley. Johnny se quedó en retaguardia. Al pasar por encima del coyote, vio que el último balazo prácticamente le había pulverizado la cabeza. Se preguntó si el padre del muchacho habría sido capaz de hacer aquello. Se pregunto si él mismo habría sido capaz.
Al pie de la escalera David les indicó que se detuviesen y miró a través de las puertas de cristal. Había anochecido. El viento aullaba como un animal perdido y furioso.
–No van a creerlo, pero les aseguro que es verdad –dijo el chico contó lo que había visto en la otra acera un rato antes.
–Oíd lo que os digo, el buitre yacerá con el coyote –declamó Johnny, echando un vistazo a través del cristal–. Eso viene en la Biblia. Epístola a los jamaicanos, capitulo tres.
–No le veo la gracia –dijo Ralph.
–En realidad, yo tampoco –admitió Johnny. Fuera veía los contornos de los edificios y alguna que otra bola de rastrojo que rodaba por la calle, pero nada más. Pero ¿que importaba lo que viese? ¿Que importaba incluso si había una manada de hombres lobo ante el salón de billar del pueblo fumando crack y escudriñando la calle en busca de fugitivos? En cualquier caso no podían quedarse allí dentro. Entragian regresaría. Los hombres como el siempre regresaban.
No existen otros hombres como él, pensó. En la historia del mundo nunca ha existido otro hombre como él, y tú lo sabes.
Si, quizá lo sabía, pero eso no modificaba esencialmente la situación. Tenía que salir de allí.
–Te creo –aseguró Mary a David. Miró a Johnny–. Vamos. Echemos un vistazo en la oficina del jefe de policía o comoquiera que llame por aquí.
– ¿Para que?
–Para buscar linternas y armas. ¿Nos acompaña, señor Billingsley?
El anciano veterinario movió la cabeza en un gesto de negación.
–David, ¿me dejas las llaves? –pidió Mary.
David se las entregó y ella se las guardó en un bolsillo de los vaqueros.
–Mantén los ojos bien abiertos –advirtió Mary.
David asintió. Ella, con unos dedos fríos como el hielo, cogió a Johnny de la mano y tiró de el hacia la puerta que conducía a las oficinas.
Dentro Johnny vio la pintada de la pared del fondo y la señaló.
– «Algo podría surgir de estos silencios» –leyó–. ¿Que querrá decir eso?
–No lo sé, ni me importa–repuso Mary–. Ahora solo quiero llegar a algún sitio donde haya luces y gente y teléfonos...
Mientras hablaba giró a la derecha y miró sin demasiado interés una cortina plegada en dos que se extendía bajo las ventanas (la forma que se dibujaba bajo la tela verde era demasiado pequeña para que ella la reconociese). De pronto vio los cadáveres colgados de la pared. Sofocó un grito y se dobló por la cintura como si le hubiesen asestado un golpe en el vientre. A continuación se dio media vuelta para huir de la espectral visión. Johnny la agarró, pero por un momento temió que fuese a zafarse de el; aquella mujer tenía mucha más fuerza de la que cabía esperar en un cuerpo tan delgado.
– ¡No! –exclamó Johnny, sacudiéndola movido en parte por una repentina exasperación. Se avergonzó de aquel sentimiento pero no pudo reprimirlo por completo–. No, tiene que ayudarme. Basta con que no mire a esos cadáveres.
– ¡Pero uno de ellos es Peter!
–Y esta muerto. Lo siento, pero así es. En cambio, nosotros estamos vivos. Al menos, de momento. No lo mire. Vamos.
La rodeó con un brazo y la arrastró rápidamente hacia la puerta en que se leía AGENTE DE SEGURIDAD MUNICIPAL, pensando entretanto por dónde empezar a buscar. En el camino descubrió otro aspecto desagradable de aquella experiencia: Mary Jackson comenzaba a excitarlo. Notaba el temblor de su cuerpo contra el costado y la turgencia de su pecho justo encima de su mano, y la deseó. Su marido se hallaba colgado detrás de ellos como un jodido abrigo, y sin embargo el sentía ya una respetable erección, sobre todo para un hombre con posibles problemas de próstata. Terry tenía toda la razón, pensó. Soy un gilipollas.
–Vamos –dijo, estrechándola contra sí en lo que esperaba que pareciese un abrazo fraternal–. Si ese chico ha sido capaz de lo que hemos visto, usted puede entrar ahí. Se que puede. Serénese, Mary.
Mary respiró hondo.
–Lo intento.
–Buena chi... –Johnny se interrumpió–. ¡Mierda! Aquí tenemos otro fiambre. Le pediría que no mirase, pero creo que no estamos ya para tales delicadezas.
Mary contempló el cuerpo desmadejado del agente de seguridad y emitió un extraño gorgoteo.
–Ese chico... David... Dios santo... ¿Cómo lo ha hecho?
–No lo sé – contestó Johnny–. Es un crío de armas tomar. Quizá mientras intentaba coger las llaves el sheriff Jim se le ha venido abajo ¿Por que no entra usted en el despacho del jefe de bomberos? Acabaremos antes si los registramos los dos al mismo tiempo.
–Bien.
–Prepárese para lo peor. Si el jefe de bomberos se encontraba en su despacho cuando Entragian enloqueció, es posible que este tan muerto como todos los demás.
–No se preocupe –dijo Mary–. Tome esto.
Le entregó las llaves y se dirigió al despacho contiguo. Antes de entrar lanzó una mirada fugaz hacia su marido pero de inmediato desvió la vista. Johnny asintió con la cabeza e intentó infundirle ánimo mentalmente: buena chica, buena idea. Mary hizo girar el pomo de la puerta y la empujó con las puntas de los dedos, como si temiese que pudiera haber conectada una bomba trampa. Echó un vistazo al interior, resopló y miró a Johnny levantando el pulgar.
–Tres cosas, Mary: linternas, armas, y cualquier llave de coche que encuentre. ¿Entendido?
–Entendido.
Johnny entró en el despacho del policía examinando simultáneamente las llaves que David le había entregado. Incluían un juego de llaves de algún vehículo de General Motors, probablemente el coche patrulla en el que Entragian lo había llevado hasta allí. Si se encontraba en el aparcamiento, podía servirles, pero Johnny no se hizo ilusiones. Había oído el ruido de un motor poco después de marcharse el psicópata con la esposa de Carver.
Los cajones del escritorio estaban cerrados, pero la llave encajada en la cerradura del cajón más ancho situado sobre el hueco para las piernas los abrió todos. En uno encontró una linterna y una caja cerrada con llave en la que se leía el rótulo RUGER. Probó varias llaves pequeñas en la cerradura de la caja. Ninguna entró.
¿Me la llevo de todos modos?, pensó. Quizá. Si no encontramos otras armas en algún sitio.
Al cruzar el despacho se detuvo a mirar por la ventana. Fuera sólo se veía el polvo que flotaba en el aire. Probablemente no había nada más que ver. Dios, ¿por que no habré tomado por la autopista?
Esta idea le resultó graciosa; sofocó la risa mientras dirigía su atención a una puerta cerrada situada tras el escritorio de Reed. Hay que estar loco para plantearse una cosa así a estas alturas, pensó. Olvídate de Viajes en Harley; si sales de esta con vida deberías titular el libro Viajes con una majara.
Rió con más ganas. Se tapó la boca con la mano para ahogar sus carcajadas y abrió la puerta. La risa se le cortó en el acto. Sentada entre botas y zapatos, medio oculta por las chaquetas y uniformes de recambio allí colgados, había una mujer muerta. Estaba apoyada contra el fondo del ropero y, por su indumentaria –pantalones abombados y una blusa de seda con unas rosas entrelazadas bordadas en el lado izquierdo del pecho–, Johnny pensó que debía de ser una secretaria. La mujer parecía mirarlo con los ojos muy abiertos y expresión de asombro, pero eso era sólo una ilusión óptica.
Porque uno espera ver ojos, pensó, y no un par de cuencas vacías y rojas donde los ojos solían estar.
Reprimió el impulso de cerrar la puerta y apartó la ropa colgada hacia ambos extremos de la barra para echar un vistazo al fondo del ropero. Fue una buena idea. Había allí un armero con una docena de rifles. Una de las casillas, la tercera empezando por la derecha, estaba vacía, y Johnny supuso que ese debía ser el sitio habitual de la escopeta con que Entragian lo había apuntado en el coche patrulla.
– ¡Vaya, vaya! –exclamó–. ¡Mira que tenemos aquí!
Entró en el ropero, plantando un pie a cada lado del cadáver sentado dentro, pero se sintió sumamente incómodo; en una ocasión una mujer le hizo una mamada en aquella misma posición. Fue durante una fiesta en East Hampton, y ellos dos se habían refugiado en un dormitorio. En la fiesta estaba Spielberg. Y también Joyce Carol Oates.
Retrocedió, apoyó un pie en el hombro del cadáver, y empujó. El cuerpo de la mujer resbaló lenta y rígidamente hacia la derecha. Sus enormes cuencas rojas parecieron mirarle con una expresión de sorpresa mientras se ladeaba, como si se preguntase por que un tipo tan culto como él, un escritor galardonado con el Premio Nacional de Literatura, podía degradarse hasta el punto de empujar a una dama en un ropero. Su pelo, disperso en mechones, se deslizó por la pared tras ella.
–Disculpe, señora –dijo Johnny–, pero es lo mejor para los dos, créame.
Los rifles se hallaban asegurados al armero mediante un cable enhebrado en los guardamontes. En un extremo el cable estaba sujeto a un cáncamo con un candado. Johnny confiaba en tener más suerte con el candado que con la cerradura de la caja que contenía la Ruger.
A la tercera llave que probó se abrió el candado. Tiró del cable con tal fuerza que uno de los rifles –un Remington 30–06– saltó del armero. Lo agarró, se volvió... y la mujer, Mary, estaba justo frente a él.
Johnny dejó escapar un sonido ahogado que probablemente habría sido un grito si el miedo no le hubiese atenazado la garganta. El corazón dejó de latirle, y por un largísimo momento Johnny estuvo convencido de que ya no volvería a ponerse en marcha; estaría muerto de terror aún antes de desplomarse sobre el cadáver con la blusa de seda.
Por fin, gracias a Dios, volvió a latir. Se golpeó el pecho con un puño justo por encima de la tetilla izquierda (una zona de su cuerpo que en otro tiempo había estado dura y ahora ya no lo estaba demasiado) para demostrarle a la bomba que había debajo quién era el jefe.
–No vuelva a hacer eso –dijo a Mary, procurando no jadear–. ¿Que le pasa?
–Creía que me había oído. –No parecía muy dispuesta a compadecerse de él. Llevaba colgada al hombro nada menos que una bolsa de golf. Una bolsa de tartán. Observo el cadáver del ropero–. En el ropero del jefe de bomberos hay también un cuerpo. Un hombre.
– ¿Y a cuantos hoyos acostumbraba jugar? ¿Tiene alguna idea? –se burló Johnny. Aun tenía el corazón acelerado pero ya no tanto quizá.
–Nunca desiste, ¿verdad?
–Maldita sea, Mary, intento escabullirme de una muerte más que probable. Todos los martinis que he tomado en mi vida le han pasado factura a mi corazón. ¡Por Dios, me ha asustado!
–Lo siento, pero debemos darnos prisa –recordó ella–. Entragian podría volver en cualquier momento.
– ¡Vaya! Una sospecha que mi limitada mente no había concebido. Tenga, coja esto. Y lleve cuidado. –Le entregó el Remington 30–06, acordándose de una vieja canción de Tom Waits. «Cartuchos negros como cuervos de un 30–06», cantaba Waits con su voz desgarrada y un tanto macabra. «Te reducen a astillas.»
– ¿Por que? ¿Esta cargado?
–Ni siquiera recuerdo cómo comprobarlo. Estuve en Vietnam pero como corresponsal. En cualquier caso, de eso hace ya mucho tiempo. Desde entonces sólo he visto disparar armas en las películas. Ya las examinaremos después, ¿de acuerdo?
Mary guardó el rifle en la bolsa y anunció:
–He encontrado dos linternas, y las dos funcionan. Una es larga y potente. Da mucha luz.
–Estupendo –dijo Johnny, y le entregó la linterna que había hallado en el cajón.
–La bolsa estaba colgada detrás de la puerta –explicó Mary, metiendo dentro la linterna–. El jefe de bomberos, si era el... en fin, tenía uno de los palos hundido en la cabeza. Muy hundido. Era como si... lo hubieran ensartado en él.
Johnny cogió otros dos rifles y una escopeta del armero y se volvió.
Si el cofre de nogal situado en el suelo bajo el armero contenía munición, como era de suponer, podían darse por satisfechos: un rifle o escopeta para cada adulto. El chico podía quedarse el revólver del sheriff Jim. Aunque por Johnny, podía quedarse lo que le viniese en gana. Hasta el momento David Carver era el único que había demostrado que sabía usar un arma.
–Siento que haya tenido que ver eso –dijo Johnny, ayudándola a meter las armas en la bolsa de golf.
Ella movió la cabeza en un gesto de impaciencia, como para indicar que no era esa la cuestión.
– ¿Cuanta fuerza se necesita para hacer una cosa semejante? ¿Para clavar un palo de golf por el mango en la cabeza de un hombre y hundirlo hasta que no asome más que la punta como un... un sombrerito o algo así?
–No lo se. Mucha, supongo. Pero Entragian es un autentico toro.
Era un toro, sin duda, pero planteado de aquel modo resultaba realmente extraño.
–Es el grado de violencia lo que más me asusta –añadió Mary–. La ferocidad. Esa mujer del ropero... le ha sacado los ojos, ¿verdad?
–Si.
–Y la niña de los Carver... y lo que ha hecho con Peter, disparándole a bocajarro en el estómago una y otra vez... y esa gente ahí colgada como venados en temporada de caza... ¿Entiende lo que le quiero decir?
–Claro – contestó Johnny, y pensó: Y eso no es más que una pequeña parte, Mary. Entragian no es un simple asesino en serie; es el doctor Dolittle en versión de Bram Stoker.
Mary miró alrededor con visible nerviosismo cuando una ráfaga viento especialmente fuerte azotó el edificio.
–No importa adonde vayamos ahora en tanto salgamos de aquí. ¡Vamos ya, por Dios!
–Bien, sólo treinta segundos más, ¿de acuerdo?
Se arrodilló junto a las piernas de la mujer muerta, y percibió olor sangre y perfume. Volvió a probar las llaves, y esta vez tuvo que llegar casi hasta la última para dar con la que abría la cerradura de lo que resultó ser un cofre de munición muy bien surtido. Cogió ocho o nueve cajas de cartuchos, confiando en que sirviesen para las armas que había elegido, y las metió también en la bolsa de golf.
–Yo voy a ser incapaz de acarrear todo eso –protestó Mary.
–No se preocupe, yo lo llevaré.
Pero a la hora de la verdad Johnny tampoco pudo. Para su vergüenza, no consiguió siquiera levantar del suelo la bolsa de golf, y mucho menos cargársela al hombro. Si la muy puta no me hubiera asustad de ese modo, pensó, y no pudo evitar reír.
– ¿De que se ríe? –preguntó Mary, furiosa.
–De nada. –Johnny borró la sonrisa de su rostro–. Tenga, agarre de la correa. Ayúdeme a llevarla a rastras.
Juntos arrastraron la bolsa de golf por el suelo. Cuando rodearon el mostrador y se encaminaron hacia la puerta, Mary inclinó la cabeza y mantuvo la mirada fija en el ramillete de armas que sobresalía de la bolsa. Johnny lanzó un único vistazo a los cadáveres colgados de las perchas y pensó: La tormenta, los coyotes sentados en la carretera como una guardia de honor, el que nos vigilaba en el calabozo, los buitres, los muertos. ¡Que reconfortante habría sido pensar que todo aquello era una aventura en el país de los sueños! Pero no lo era; sólo tenía que percibir el olor acre de su propio sudor a través de sus fosas nasales taponadas y doloridas para saber que era real. Algo inconcebible estaba ocurriendo allí, y no era un sueño.
–Muy bien –dijo Johnny entre jadeos–, no mire.
–No voy a mirar; no se preocupe –respondió Mary.
A el le complació oír que también ella jadeaba un poco.
En el vestíbulo el viento sonaba con más intensidad que antes.
Ralph estaba frente a la puerta con un brazo apoyado en los hombros de su hijo. El anciano se hallaba tras ellos. Los tres se volvieron al regresar Johnny y Mary.
–Hemos oído un motor–anuncio David de inmediato.
–Eso nos ha parecido –rectificó Ralph.
– ¿Era el coche patrulla? –preguntó Mary. Sacó de la bolsa uno de los rifles, y cuando apuntó sin querer a Billingsley, el viejo hizo una mueca y apartó el cañón con la palma de la mano.
–Ni siquiera estoy seguro de que fuese un motor– contestó Ralph–. El viento...
–No era el viento –lo interrumpió David.
– ¿Han visto los faros? –quiso saber Johnny.
David negó con la cabeza.
–No, pero la arena apenas deja ver nada.
Johnny echó un vistazo al arma que sostenía Mary (ahora con el cañón apuntado al suelo, lo cual parecía un paso en la dirección adecuada) y las otras que asomaban de la bolsa de golf, y luego miró a Ralph, que hizo un gesto de duda y miró a su vez al anciano.
Billingsley advirtió su mirada y suspiró.
–Adelante, saquémoslas –dijo–. Veamos que han encontrado.
– ¿No podríamos dejar esto para luego? –preguntó Mary–. Si ese psicópata vuelve...
–Señora, mi hijo dice que ha visto más coyotes ahí fuera –adujo Ralph Carver–. No podemos arriesgarnos a que nos ataquen.
–Por última vez, me llamo Mary, no señora –repuso malhumorada–. De acuerdo, muy bien. Pero dense prisa.
Johnny y Ralph sostuvieron la bolsa mientras Billingsley extraía las armas y se las entregaba a David.
–Ponlas en fila, muchacho –dijo.
David obedeció, alineándolas pulcramente al pie de la escalera, donde las iluminaba la luz procedente de las oficinas.
Ralph levantó la bolsa y la volvió del revés. Johnny y Mary cogieron las linternas y los cartuchos a medida que caían. El anciano entrego las cajas de munición a David de una en una, indicándole el arma a que correspondían. Al final había tres cajas apiladas junto al Remington 30–06 y ninguna junto al rifle situado a un extremo.
–No han traído munición para ese Mossberg –dijo Billingsley–. Es un arma excelente, pero usa balas del calibre 22. ¿No querrán volver ahí adentro a buscar munición del 22?
–No –se apresuró a responder Mary.
Johnny le lanzó una mirada colérica –no le gustaba que una mujer contestase a una pregunta dirigida a él– pero se contuvo. En realidad Mary tenía razón.
–No hay tiempo – contestó a Billingsley–. Nos lo llevaremos de todos modos. Alguien en el pueblo tendrá munición del calibre 22. Cójala usted, Mary.
–No, gracias –repuso ella con frialdad, y escogió la escopeta, que el veterinario había identificado como una Rossi de calibre 12–. Si ha ser utilizada como porra en lugar de como arma de fuego, será mejor que la lleve un hombre. ¿No le parece?
Johnny se dio cuenta de que le había tendido una trampa. Y limpiamente, había que reconocerlo. La muy puta, pensó, y lo habría dicho en voz alta, por más que el marido estuviese colgado de una percha pero en ese momento David Carver anuncio:
– ¡Un camión! –A continuación abrió una de las hojas de la puerta.
Todos oían silbar el viento desde hacia rato, y habían notado cómo sacudía el edificio de ladrillo donde se hallaban, pero ninguno de ellos estaba preparado para la ferocidad de la ráfaga que arrancó la puerta de la mano de David y la estrelló contra la pared con fuerza suficiente para agrietar el cristal. Los papeles clavados con tachuelas al tablón de anuncios del vestíbulo se agitaron. La arena entró a raudales y azotó a Johnny en la cara. Este levantó una mano para protegerse los ojos y se golpeó accidentalmente la nariz. Lanzó un grito de dolor.
– ¡David! –gritó Ralph, y tendió el brazo para agarrar a su hijo de la camisa.
Demasiado tarde. El chico se adentró como una flecha en la ululante oscuridad, ajeno a todos los peligros que pudiesen estar acechando.
Johnny vio entonces lo que había galvanizado a David: unos faros. Unos faros que barrían la calle de derecha a izquierda, como si estuviesen articulados mediante un cardán. La arena bullía frenéticamente ante los haces móviles.
– ¡Eh! –llamó David agitando los brazos–. ¡Eh, usted! ¡El del camión!
Las luces empezaron a extinguirse. Johnny agarró del suelo una de las linternas y salió corriendo tras los Carver. En la puerta, al recibir el impacto del viento, se tambaleó y tuvo que agarrar¬se a la jamba de la puerta para no caer por la escalinata. David se había plantado en medio de la calle, y agachó un hombro para esquivar un objeto oscuro que lo embistió a gran velocidad. En un primer momento Johnny pensó que se trataba de un buitre, pero encendió la linterna y vio que era sólo una bola de rastrojo.
Entornando los ojos para protegerse de la arena, dirigió la linterna hacia las luces traseras que se alejaban y empezó a moverla de un lado a otro trazando un arco. La luz apenas se veía en aquella oscuridad saturada de arena.
– ¡Eh! –volvió a gritar David. Su padre estaba tras él, revólver en mano. Intentaba mirar en todas direcciones al mismo tiempo como un guardaespaldas presidencial que presintiese peligros ¡Eh, vuelvan!
Las luces traseras menguaron por momentos rumbo al norte por la carretera que conducía a la interestatal 50. El semáforo intermitente oscilaba impulsado por el viento, y Johnny entrevió por un instante el camión bajo su vacilante resplandor ambarino. La caja era de paneles y llevaba un rótulo estampado en la parte trasera. No pudo leerlo a causa de la densa nube de arena.
– ¡Entren! –instó Johnny–. ¡Se ha ido!
El chico permaneció un rato más en medio de la calle, mirando en la dirección en que habían desaparecido las luces. De pronto encorvó los hombros en un gesto de desaliento. Su padre se los rodeó con el brazo y dijo:
–Vamos, David. No necesitamos ese camión. Estamos en un pueblo. Sólo tenemos que encontrar a alguien que pueda ayudar¬nos y...
Su voz se desvaneció cuando miró alrededor y vio lo que Johnny ya había visto. El pueblo entero estaba a oscuras. Eso sólo podía significar una cosa: la gente sabía qué ocurría y se ocultaba de aquel psicópata en espera de la caballería. Eso tenía cierto sentido, pero a Johnny el corazón le decía algo muy distinto.
Le decía que aquel pueblo parecía una tumba.
David y su padre volvieron hacia la escalinata del ayuntamiento. El chico caminaba con la cabeza gacha, abatido; el padre seguía mirando en todas direcciones, alerta a un posible peligro. Mary los observaba acercarse desde el umbral de la puerta, con el pelo agitado por el viento, y Johnny la encontró muy hermosa.
El camión, Johnny, dijo la voz de Terry en su cabeza. ¿No te resultaba familiar ese camión? Sí, ¿verdad?
Sonaron aullidos en la ventosa oscuridad. Parecían carcajadas como una burla, y daba la impresión de que procedían de todas partes. Johnny apenas los oyó. Sí, algo le resultaba familiar en aquel camión. Sin duda. El tamaño, y el rotulo, y el aspecto en general, a pesar de la oscuridad y la arena. Algo...
– ¡Mierda! –exclamo, y se llevó una mano al pecho, esta vez no al corazón sino a un bolsillo que ya no estaba allí. En su mente vio al coyote sacudir su cara cazadora de motorista, rasgar el forro y esparcir en todas direcciones el contenido de los bolsillos. Incluido...
– ¿Que? –pregunto Mary, alarmada al ver la expresión de Johnny ¿Que?
–Será mejor que entren todos hasta que las armas estén cargadas –advirtió Billingsley–, a menos que quieran que los ataque algún bicho.
Johnny tampoco oyó apenas la voz del anciano. El rotulo del camión rezaba RYDER. Era lógico, ¿no? Steve Ames lo buscaba. Ha echado un vistazo en Desesperación, no había visto nada, y ahora se disponía a buscar en otra parte.
Johnny paso rápidamente junto al asombrado Billingsley, que arrodillado en el suelo cargaba las armas, y corrió escalera arriba hacia las celdas, suplicando al Dios de David Carver que el teléfono móvil estuviera intacto.
4
«Si todo esta en orden... –había dicho Steve Ames– si todo parece en orden... informamos allí. Pero a la menor sospecha, salimos volando rumbo a Ely.»
Y mientras el Ryder pasaba despacio bajo el oscilante semáforo intermitente que marcaba el único cruce de Desesperación, Cynthia tiro a Steve de la manga.
–Hora de volver a Ely –anunció, y señaló por la ventanilla hacia la sección oeste de la calle transversal–. Allí hay bicicletas en la calle, ¿las ves? Mi abuela decía que las bicicletas en la calle traen mala suerte, como romper un espejo o dejar un sombrero encima de una cama. Ya es hora de largarse.
– ¿Eso decía tu abuela?
–En realidad no tuve abuela, o al menos no la conocí, pero se realista: ¿Que hacen ahí en medio de la calle? ¿Por que no ha salido nadie a guardarlas con esta tormenta? ¿No te parece muy raro?
Steve miró las bicicletas, que yacían en la cazada como si las hubiese derribado el viento, y luego echó un vistazo al resto de la calle transversal.
–Si, pero hay gente en las casas. –Señaló–. Se ven luces.
Cynthia vio que efectivamente había luz en algunas casas, pero daba la impresión de que alguien las hubiese encendido al azar. Además...
–También había luces en el barracón de la compañía minera –adujo–. Y fíjate bien: la mayoría de las casas están a oscuras. ¿Por que? ¿Tu que crees? –Cynthia percibió un tono sarcástico en su propia voz. No le gustó, pero no pudo evitarlo–. ¡Acaso crees que la mayoría de los patanes del pueblo han fletado un autocar para ir a ver el partido de ida entre los Capullos de Desesperación y los Gilipollas de Austin? ¿El gran derby del desierto? ¿El encuentro más esperado de la tem...? Eh, ¿que haces?
La pregunta estaba de más. Obviamente Steve estaba girando hacia el oeste por la calle transversal. Una bola de rastrojo voló ante el camión como algo salido de una película en tres dimensiones. Cynthia chilló y se cubrió la cara con un brazo. El rastrojo golpeo el parabrisas, rebotó y rodó por el techo del camión.
–Esto es una estupidez –reprocho Cynthia–. Y además es peligroso.
Steve le dirigió una breve mirada, sonrió y asintió con la cabeza.
Cynthia debería haberse enfadado con el por sonreír en aquellas circunstancias, pero no lo consiguió. Era difícil enfadarse con un tipo capaz de sonreír de aquel modo, y ella sabía de sobra que esa era la mitad de su problema. Como decía su amiga Gert Kinshaw en HH, quienes no aprenden del pasado están condenadas a ser apaleadas otra vez en el futuro. Dudaba que Steve Ames fuese de la clase de hombres que levantan la mano a una mujer, pero no era esa la única forma en que los hombres herían a las mujeres. También herían con una sonrisa seductora, atrayéndola a una hacia las fauces del león.
–Si sabes que es peligroso, Lubbock, ¿por que lo haces?
–Porque tenemos que encontrar un teléfono que funcione, y porque no me gusta como me siento. Es casi de noche y tengo el peor caso de pánico de toda la historia. No quiero que el miedo me haga perder el control. Sólo déjame mirar en un par de sitios. Tú puedes quedarte en el camión si lo prefieres.
– ¡Y una mierda voy yo...! Eh, mira. Allí. –Señaló una cerca de estacas derribada sobre el jardín de una pequeña casa de madera. A la luz de los faros era imposible adivinar de qué color era la casa, pero Cynthia si veía con toda claridad las huellas de unos neumáticos impresa en la cerca caída.
–Eso podría ser obra de un conductor borracho – comentó Steve–. Ya he visto dos bares, y eso que apenas me he fijado.
Una idea estúpida, pensó Cynthia, pero cada vez le agradaba más su acento tejano. Otra mala señal.
–Vamos, Steve, se realista. –Como contrapunto al viento, sonaron varios aullidos de coyote. Cynthia volvió a arrimarse a Steve–. ¡Dios me ponen los pelos de punta! ¿Que les pasa?
–No lo sé.
Steve avanzaba a menos de quince kilómetros por hora con la esperanza de poder detenerse antes de pasar por encima de cualquier cosa que pudiesen revelar los faros. Probablemente era lo más sensato. Pero habría sido más sensato aún, en la humilde opinión de Cynthia darse medía vuelta y salir volando de allí.
–Steve, me muero de impaciencia por llegar a un sitio con vallas publicitarias, letreros de bancos y puestos de venta de coches usados que no cierren en toda la noche.
–Te he oído – contestó Steve.
Cynthia pensó: No, no me has oído. Cuando la gente dice «Te he oído», casi nunca es verdad.
–Déjame probar en esa casa, y después este pueblo será historia –propuso Steve, y entró en el camino de acceso de una pequeña casa decorada como un rancho que se hallaba en el lado izquierdo de la calle. Estaban quizá a unos trescientos metros del cruce; Cynthia veía aún el resplandor del semáforo a través de la nube de arena.
La casa que Steve había elegido tenía luces encendidas; una intensa luz que se filtraba por los visillos de la sala de estar, y otra mortecina y amarillenta que salía por los tres óvalos de cristal opaco dispuestos en diagonal ascendente en la puerta de entrada.
Steve se tapó la boca y la nariz con el pañuelo y abrió la puerta del camión, sujetándola con fuerza para resistir el tirón del viento.
–Quédate aquí –dijo.
–Sí, que te crees tú eso –repuso Cynthia. Abrió la puerta de su lado y el viento se la arrancó de la mano. No obstante, se apeó antes de que Steve pudiese protestar.
Una ráfaga de aire caliente la empujó hacia atrás. Se tambaleó y se agarró al borde de la puerta para no perder el equilibrio. La arena le aguijoneó los labios y las mejillas, obligándola a contraer el rostro mientras se subía el pañuelo. Y lo peor era que tormenta parecía arreciar.
Echó un vistazo alrededor en busca de coyotes –sus aullidos parecían cercanos– y no vio ninguno. Steve trepaba ya por peldaños del porche, actitud poco digna de un macho protector. Cynthia lo siguió, haciendo una mueca cuando otra ráfaga de viento la sacudió.
Nos estamos comportando como los personajes de una pelí¬cula de terror barata, pensó Cynthia con consternación, quedán¬donos cuando deberíamos irnos, metiendo la nariz donde no nos llaman.
Era cierto, supuso, pero ¿no actuaba siempre así la gente? ¿No estaba todavía en casa ella misma, la pequeña señorita Cynthia, cuando Richie Judkins llegó con mal rollo dispuesto a arrancarle una oreja? ¿No era ésa la causa de muchos males de este mundo, que la gente se quedaba cuando debía irse, que seguía adelante cuando sabía que debía darse media vuelta y salir corriendo? ¿No era ésa en último extremo la razón de que las películas de terror baratas tuviesen tanto público? ¿El hecho de que los espectado¬res se reconociesen en los niños asustados que se negaban a aban¬donar la casa embrujada aun después de los primeros asesinatos?
Steve estaba ya ante la puerta en medio del viento ululante, con la cabeza gacha y el pañuelo flameando... y llamaba al timbre. Llamaba realmente al timbre, como si se dispusiese a pedirle a la señora de la casa que lo dejase entrar para explicarle las ventajas de una compañía telefónica sobre otra.
Cynthia lo miró exasperada. Aquello excedía el límite de su paciencia. Se dirigió al portal, aparto a Steve de un empujón casi arrojándolo sobre unos arbustos cercanos, agarró el pomo de la puerta y lo hizo girar. La puerta se abrió. Cynthia no veía la parte inferior de la cara de Steve porque la tenía tapada por el pañuelo, pero la expresión de asombro que se reflejó en sus ojos cuando la vio entrar en la casa fue en extremo satisfactoria.
– ¡Eh! –gritó Cynthia–. ¿Hay alguien en casa? ¡Avon llama, joder!
Nadie respondió, pero enfrente, a la derecha, había una puerta abierta, y de ella llegaba un extraño sonido, una especie de siseo.
Cynthia se volvió hacia Steve y dijo:
–No hay nadie en casa, ¿lo ves? Ahora ya podemos irnos.
Pero Steve, en lugar de regresar al camión, entró en el recibidor y se encaminó hacia el sonido.
– ¡No! –susurro Cynthia, furiosa, y lo agarró del brazo–. No. ENE, O, que significa no. ¡Ya basta!
Steve se soltó sin mirarla siquiera –hombres, condenados hombres, valiente hatajo de caballerescos gilipollas– y cruzó el recibidor.
– ¿Hola? –dijo mientras avanzaba, de ese modo cualquiera con intención de matarlo sabría exactamente donde estaba.
Cynthia tomó la firme decisión de regresar al camión. Esperar tres minutos reloj en mano, y si para entonces no había salido, pondría el camión en marcha y se iría, claro que se iría.
Sin embargo siguió tras los pasos de Steve.
– ¿Hola? –repitió Steve. Se detuvo poco antes de llegar a la puerta abierta (quizá aún le quedaba algo de sentido común, aunque solo fuese un poco) y se asomó con cautela–. ¡Demonios! –exclamó, y se quedó inmóvil.
El extraño siseo se oía allí con mayor intensidad, era un sonido trémulo, inestable, casi como...
Cynthia, casi contra su voluntad, miró por encima del hombro d Steve y vio que había palidecido. Mala señal.
No, aquel sonido no era un siseo. Era más bien un tintineo.
La puerta daba al comedor de la casa. La familia se hallaba en torno a la mesa y la cena estaba ya servida, aunque no era la cena de ese día, Cynthia lo advirtió de inmediato. Un enjambre de moscas zumbaba sobre el asado y en algunas de las porciones cortadas pululaban colonias de gusanos. La crema de maíz se había coagulado en el tazón. Y la salsa era un cuajarón de grasa.
Alrededor de la mesa había sentadas tres personas: una mujer, un hombre y un bebé en una sillita alta. La mujer llevaba aún el delantal con el que debía de haber preparado la cena. Del cuello del bebé colgaba un babero donde se leía YA SOY MAYOR. Estaba ladeado sobre uno de los brazos de la sillita, y ante el había un plato con varias rodajas de naranja secas. Contemplaba a Cynthia con una sonrisa inmutable. Tenía la cara amoratada, y sus ojos sobresalían de las cuencas tumefactas como canicas de vidrio. Sus padres estaban también hinchados. Cynthia vio varios pares de orificios en la cara del hombre, dos de ellos en la aleta de la nariz; eran orificios diminutos, como los que deja en la piel una aguja hipodérmica.
Varias serpientes de cascabel enormes reptaban inquietas entre los platos agitando las colas. De pronto el pecho de la mujer se hinchó bajo el delantal, y Cynthia creyó por un momento que estaba viva pese a su cara amoratada y sus ojos vidriosos, que aún respiraba, pero al cabo de un instante asomó entre los pliegues la cabeza triangular de una serpiente, y miró a Cynthia con sus ojos negros y minúsculos como perdigones.
La serpiente abrió la boca y silbo. Su lengua se agitó.
Y había más. Había serpientes en el suelo bajo la mesa, zigzagueando entre los zapatos del hombre muerto. Había serpientes en la cocina, al otro extremo del comedor. Cynthia vio una enorme que se deslizaba por la encimera de formica bajo el horno microondas.
Las que se hallaban en el suelo avanzaban hacia ellos, y avanzaban deprisa.
¡Corre!, se ordenó a si misma, pero fue incapaz de moverse, como si tuviese los zapatos pegados al suelo. Detestaba a las serpientes más que a cualquier otro animal; sentía por ellas una profunda repugnancia que era incapaz de expresar o comprender. Y aquella casa era un nido de serpientes; quizá hubiese más a sus espaldas, entre ellos y la puerta de la calle...
Steve la agarro y tiró de ella. Cuando se dio cuenta de que estaba paralizada, la levanto y, con ella en brazos, cruzo el recibidor y traspasó el umbral de la puerta hacia la oscuridad, como un novio pero e sentido inverso.
5
–Steve, ¿has visto…?
La puerta del camión del lado de Cynthia seguía abierta. La ayudó a subir y cerró. Después rodeo la parte delantera del Ryder y entró en la cabina. Contempló a través del parabrisas el rectángulo de luz que se proyectaba ante la puerta de la casa y luego miró a Cynthia con los ojos desorbitados sobre el pañuelo.
–Claro que lo he visto –respondió–. Hasta la última puta serpiente del universo estaba ahí metida, y venían todas por nosotros.
–No podía correr –dijo Cynthia–. Las serpientes... me aterrorizan Lo siento.
–Ha sido culpa mía por insistir en entrar. –Puso la marcha atrás retrocedió hasta la calle, girando de manera que el morro del camión quedase orientado en sentido este, hacia las bicicletas caídas, la cerca derribada y el semáforo oscilante–. Vamos a volver a la interestatal 50 tan deprisa que te dará vueltas la cabeza. –La miró con horrorizada perplejidad–. Estaban ahí, ¿no? No ha sido una alucinación, ¿verdad? Estaban ahí.
–Sí. Y ahora Vámonos, Steve. En marcha.
Steve arrancó. Esta vez aumentó la velocidad pero no tanto como para no poder reaccionar en caso de peligro. Cynthia admiró su control, sobre todo considerando que obviamente estaba muerto de miedo. En el semáforo dobló a la izquierda y se dirigió hacia el norte, de vuelta por donde habían llegado.
–Pon la radio –dijo cuando el macabro pueblo quedó atrás–. Alguna emisora con música. Pero nada romántico. Hace tiempo que no resisto esa clase de canciones.
–Vale.
Cynthia se inclino hacia el salpicadero y a la vez miró por el retrovisor exterior de su lado. Por un instante creyó ver un tenue arco de luz detrás de ellos. Podría haber sido una linterna; podría haber sido un reflejo del semáforo oscilante, o podría haber sido simplemente su imaginación. Prefirió quedarse con esta última posibilidad. En cualquier caso el destello ya había desaparecido engullido por el polvo del ambiente. Pensó en mencionárselo Steve, pero desechó la idea. Dudaba que quisiese volver a investigar, creía que a esas alturas estaba tan asustado como ella, pero nunca podía subestimarse la capacidad de un hombre para actuar a lo John Wayne.
Pero si hay gente ahí...
Movió la cabeza en un breve pero rotundo gesto de negación. No. No iba a caer en esa trampa. Quizá en aquel pueblo hubiese gente viva, médicos y abogados y jefes indios, pero también había allí algo muy siniestro. Lo mejor que podía hacer por los posibles supervivientes de Desesperación era buscar ayuda.
Además no he visto nada en realidad. Estoy casi segura,
Encendió la radio y recorrió todo el dial sin encontrar más que estática. Pulsó el botón de búsqueda automática, pero se dis¬paró al cabo de unos instantes sin obtener resultado.
–No hay nada que hacer, Steve. Ni la emisora local...
– ¿Qué carajo es eso? –exclamó Steve con una voz aguda, casi un grito, que no se parecía en nada a la suya habitual–, ¿Qué ca¬rajo es eso?
–No veo... –repuso Cynthia. Pero de pronto vio lo mismo que Steve.
Frente a ellos surgió de entre el polvo una enorme silueta de grandes ojos amarillos. Cynthia se llevó la mano a la boca para ahogar un chillido, pero no llegó a tiempo. Steve pisó el freno con los dos pies. Cynthia, que no se había abrochado el cinturón de seguridad, salió lanzada contra el salpicadero y por muy poco consiguió protegerse la cabeza con los antebrazos.
– ¡Dios santo! –dijo Steve. Su voz sonaba ya más normal–. ¿Cómo ha llegado eso a la carretera?
– ¿Qué es? –preguntó Cynthia, y supo la respuesta aún antes de que la pregunta saliese de su boca. No era un monstruo sali¬do de Parque Jurásico (su primera impresión) ni tenía unos enor¬mes ojos amarillos. Lo que había confundido con unos ojos era el reflejo de los faros del Ryder en una amplia ventana de cristal. Era una caravana, y estaba en medio de la carretera. Bloqueaba la carretera.
Cynthia miró a su izquierda y vio que la cerca que separaba el arcén del camping de caravanas había sido derribada. Tres caravanas –las más grandes– no ocupaban ya sus lugares en el camping; los bloques de cemento donde habían estado cimentadas se hallaban vacíos. Las tres caravanas se encontraban ahora atravesadas en la carretera, la mayor delante, las otras dos detrás como una barricada secundaria levantada por si cedía la primera línea de defensa. Una de las dos situadas en segundo plano era la oxidada Airstream que tenía instalada en el techo la antena parabólica del camping Serpiente de Cascabel.
La antena yacía vuelta del revés en el límite del camping como un enorme tapacubos negro. Al caer había arrastrado el tendedero de alguna mujer. En el ondeaban bragas y blusas.
–Rodéalas –dijo Cynthia.
–Por este lado de la carretera no puedo; la cuneta es demasiado escarpada. El terraplén del lado del camping también es escarpado pero...
–Puedes hacerlo –aseguro Cynthia, intentando reprimir el temblor en la voz–. Además, me lo debes. Yo he entrado contigo en la casa…
–De acuerdo, de acuerdo. –Bajó la mano hacia la palanca de cambio, probablemente con la intención de poner la marcha más lenta pero de pronto se quedó paralizado. Ladeó la cabeza. Cynthia lo oyó un segundo más tarde y en un primer momento de pánico pensó
(están aquí, Dios santo, han conseguido entrar en el camión)
en las serpientes. Pero no era el mismo sonido. Esta vez se trata de un zumbido ronco, casi como el aleteo de un papel atrapado en ventilador, o como...
Algo cayó sobre ellos, algo que parecía una gran piedra negra. Golpeo el parabrisas con fuerza suficiente para perforarlo como una bala en el punto de impacto y dejar en torno a él una telaraña de grietas plateadas. Una mancha de sangre –en aquella luz parecía negra– se extendió por el cristal como un borrón de tinta. Se produjo un desagradable chasquido cuando el camicace se plegó sobre si mismo, y por un momento Cynthia vio uno de sus despiadados y moribundos ojos mirándola fijamente. Lanzó otro grito, en esta ocasión sin intentar siquiera ahogarlo con las manos.
Se oyó otro golpe, esta vez sobre el camión. Cynthia alzó la vista vio que el techo de la cabina se había abollado.
– ¡Steve, vámonos de aquí! –suplicó.
Steve puso en marcha el limpiaparabrisas, y una de las varillas arrastro al buitre aplastado, que quedó enganchado en la toma de aire exterior como un extraño tumor con pico. La otra varilla esparció un abanico de sangre y plumas por el cristal. La sangre empezó a adherirse de inmediato al amasijo. Steve pulso el botón del líquido limpiador.
El limpiaparabrisas quedó ligeramente despejado en la parte superior, pero la parte inferior seguía como antes. El cuerpo del ave muerta no permitía el paso de las varillas.
–Steve –dijo Cynthia. Oyó su propia voz pero no la sintió; tenía los labios adormecidos. Y todo su vientre parecía haber desaparecido. No tenía hígado, ni intestinos, solo un vacío en el que silbaba su propia tormenta interior–. Bajo la caravana. Están saliendo de debajo de la caravana. ¿Los ves?
Señaló hacia allí. Steve los vio. La arena arrastrada por el viento formaba líneas en el asfalto semejantes a dedos en posición de agarrar. Mas tarde, si el viento seguía soplando con aquella intensidad, los dedos se convertirían en brazos, pero en ese momento eran todavía dedos. De debajo de la caravana, como la vanguardia de un ejercito, surgía un batallón de escorpiones. Cynthia no sabía cuantos.
¿Como iba a saberlo si apenas podía creer aún que los estaba viendo?
Eran menos de cien probablemente, pero si había unas cuantas docenas. Docenas.
Entre los escorpiones reptaban innumerables serpientes, deslizándose sobre los dedos de arena con la velocidad de culebras en un estanque.
Aquí no pueden entrar, se dijo. Tranquila, aquí no pueden entrar.
No, y quizá tampoco querían. Quizá no tenían por que. Quizá estaban allí solo para...
Se oyó otro golpe sordo como los dos anteriores, esta vez en su lado del camión, y se inclinó hacia Steve, se encogió contra Steve, protegiéndose la cara con un brazo. El buitre se estrello contra la ventanilla como una bomba llena de sangre en lugar de explosivos. El cristal se volvió blanco y se hundió hacia adentro pero resistió. Una de las alas del buitre se agito débilmente contra el parabrisas. La varilla derecha del limpiaparabrisas se la arranco.
– ¡Tranquila! –gritó Steve, casi riendo y rodeando a Cynthia con un brazo mientras parecía repetir sus anteriores pensamientos–. No hay problema; no pueden entrar.
– ¡Si pueden! –replico ella–. Los buitres sí pueden, si nos quedamos aquí dentro, si les damos tiempo. Y las serpientes... y los escorpiones...
– ¿Que? ¿Que dices?
– ¿Podrían agujerear los neumáticos? –En su mente veía las ruedas pinchadas de la caravana de los Carver... la caravana y el rostro amoratado del hombre que habían encontrado en la casa, tatuado con pares de orificios, orificios tan diminutos que parecían copos de pimienta–. Podrían, ¿verdad? Muchos juntos, todos mordiendo y picando, la vez, podrían.
–No –respondió Steve, dejando escapar una extraña carcajada–. Pequeños escorpiones de desierto, de menos de cinco centímetros de largo, con aguijones no mayores que una espina... ¿bromeas?
Pero entonces el viento cesó momentáneamente, y debajo de ello –ya debajo de ellos– oyeron un peculiar roce, como el ruido de insignificantes pasos, y Cynthia advirtió algo que podría habérsele pasado por alto: Steve no creía lo que estaba diciendo. Lo deseaba, pero no podía.
IV
1
El teléfono móvil había ido a parar al otro extremo de la sala, junto a un archivador que tenía pegado a un lado un cartel electoral donde se leía VOTE A PAT BUCHANAN. El aparato no parecía averiado, pero...
Johnny extendió la antena y desplegó el micrófono. El teléfono emitió un zumbido y apareció la S, bien, pero no había barras de transmisión, mal. Muy mal. Aun así, tenía que probar. Pulso varias veces el botón NOMBRE/MENÚ hasta que leyó STEVE en la pantalla y entonces apretó el botón de envio de mensaje.
–Señor Marinville. –Era Mary, que lo llamaba desde el umbral de la puerta–. Tenemos que irnos. El policía...
–Lo sé, lo sé. Sólo un segundo.
Nada. Ni línea, ni timbre ni voces de autómata. Sólo un sonido hueco y grave, algo como el rumor de una caracola.
– ¡Mierda! –exclamo, y plegó el micrófono del teléfono–. Pero ese era Steve, estoy seguro. Si hubiésemos salido treinta segundos antes... solo treinta jodidos segundos antes...
–Johnny, por favor.
–Ya voy –dijo el, y la siguió escalera abajo.
Mary llevaba en una mano la escopeta Rossi, y cuando llegaron al vestíbulo Johnny vio que David Carver había cogido de nuevo el revolver y lo sostenía junto a la pierna. Ralph se había adueñado de uno de los rifles y lo mantenía apoyado en la sangría del brazo como Daniel Boone.
Vamos, Johnny, dijo una voz sarcástica en el interior de su cabeza (era Terry, la perseverante bruja que lo había metido en aquel jodido asunto). No irás a decirme que tienes envidia de ese pueblerino, de Ohio, ¿verdad?
Quizá si. Sólo un poco. Sobre todo porque el pueblerino de Ohio iba provisto de un rifle cargado, a diferencia del Mossberg que Johnny acababa de coger.
–Eso es un Ruger 44 –explicaba el anciano a Ralph–. Lleva cuatro cartuchos en el cargador. He dejado la recamara vacía; reacuérdelo si tiene que disparar.
–Lo tendré en cuenta –aseguro Ralph.
–El retroceso es muy violento. Recuerde eso también.
Billingsley recogió la última arma, el Remington 30–06. Por un momento Johnny pensó que el viejo carcamal se la cambiaria, pero no fue así.
–Muy bien –dijo–, creo que estamos listos. No disparen a ningún bicho a menos que nos ataquen. Fallarían el tiro, malgastarían munición y probablemente atraerían a otros bichos. ¿Queda claro, Carver?
–Si –asintió Ralph.
– ¿Hijo?
–Si –dijo David.
– ¿Señora?
–Si –contestó Mary, al parecer resignada a ser una «señora», al menos hasta que volviese a la civilización.
–Y yo no golpeare a ninguno con la culata a no ser que se acerque demasiado, lo prometo –dijo, Johnny. No era más que una broma, un comentario jocoso para levantar los ánimos, pero Billingsley respondió con una mirada de frío desdén. Johnny no creía merecer aquel desaire–. ¿Tiene algún problema conmigo, señor Billingsley?
–No me gusta mucho su pinta –replico Billingsley–. Por estas tierras no sentimos mucho respeto por los tipos de su edad que llevan el pelo largo. Y en cuanto a si tengo algún problema con usted, el tiempo lo dirá.
–Por lo que yo he visto hasta el momento, lo que hacen por esta tierras a los tipos de todas las edades es matarlos a tiros y después dejarlos colgados de un gancho como a ciervos en una cacería, así que perdone si no me tomo muy en serio sus opiniones.
–Oiga...
–Y si esta cabreado porque hoy no ha podido tomarse su dosis diaria de bourbon, yo no tengo la culpa. –Johnny sintió vergüenza y a la vez un profundo placer por el modo en que el viejo pestañeo al oír esa acusación. Uno reconocía siempre a los de su condición. Había muchos charlatanes y sabihondos en Alcohólicos Anónimos, pero a ese respecto no se equivocaban. Uno reconocía a los de su condición incluso cuando no les apestaba el aliento o les rezumaba el alcohol por los poros. Uno casi los oía, como los pitidos de un sonar.
– ¡Ya basta! –prorrumpió Mary, dirigiéndose a Johnny–. Si quiere hacer el gilipollas, hágalo en su tiempo libre.
Johnny la miró, herido por su tono de voz, deseando responder con alguna excusa infantil como «¡Eh, ha empezado el! ».
– ¿Adonde vamos? –preguntó David, enfocando la linterna hacia el establecimiento situado en la acera de enfrente, la cafetería y videoclub de Desesperación–. ¿Allí? Los coyotes y el buitre que he visto antes ya no están.
–Demasiado cerca, diría yo –observo Ralph–. ¿Por que no nos vamos del pueblo? ¿Han encontrado las llaves de algún coche?
Johnny rebuscó en los bolsillos y por fin sacó el llavero del policía muerto.
–Aquí hay solo un juego. Imagino que son del coche patrulla que conducía Entragian.
–Que aún conduce corrigió David–. En ese coche se ha llevado a mi madre. –Era imposible interpretar la expresión de su rostro mientras pronunciaba esas palabras.
Su padre lo agarro por la nuca y lo atrajo hacia si.
–En todo caso quizá por ahora sería más seguro no conducir– comentó Ralph–. Un coche resulta muy visible cuando es el único en la carretera.
–De momento cualquier sitio servirá –afirmo Mary.
–Cualquier sitio, sí, pero cuanto más lejos de la base del policía, tanto mejor –dijo Johnny–. De todos modos, esa es la opinión del gilipollas.
Mary le dirigió una mirada de rabia. Johnny la sostuvo impasible, y finalmente fue ella quién, turbada, desvió la vista.
–Nos convendría escondernos, al menos durante un rato –sugirió Ralph.
– ¿Donde? –preguntó Mary.
– ¿A usted que le parece, señor Billingsley? –dijo David.
–En el Oeste Americano –contestó el anciano tras pensarlo por un momento–. De entrada ese podría ser un buen sitio, supongo.
– ¿Que es? –quiso saber Johnny–. ¿Un bar?
–Un cine –respondió Mary–. Lo he visto cuando Entragian nos traía al pueblo. Parecía cerrado.
Billingsley asintió con la cabeza.
–Lo está. Lo habrían demolido hace ya diez años si hubiese alguna otra cosa que construir en el solar. La puerta esta cerrada con llave pero yo conozco otra entrada. Vamos. Y recuerden lo que he dicho sobre los animales. No disparen a menos que sea inevitable.
–Y mantengámonos juntos –añadió Ralph–. Guíenos, señor Billingsley.
De nuevo Johnny, encorvando los hombros contra el intenso viento de poniente, cerró la marcha mientras se encaminaban hacia el norte por la calle principal. Johnny miró a Billingsley, que casualmente sabía cómo entrar en el viejo cine abandonado del pueblo. Billingsley, que tenía opiniones para los temas más diversos cuando uno lo sonsacaba un poco. Es usted un alcohólico en fase terminal, ¿no, amigo mío?, pensó Johnny. Presenta todos los síntomas.
Si realmente lo era, aguantaba bien el tipo considerando que llevaba horas sin tomar un trago. Johnny necesitaba algo para reducir el palpitante dolor de la nariz, y sospechaba que sería una buena inversión para el futuro conseguirle un poco de alpiste al bueno de Tommy.
Cuando pasaban bajo la decrepita marquesina del Owl's Club, el casino de Desesperación, Johnny dijo:
–Esperen. Voy a entrar aquí un momento.
– ¿Esta loco? –preguntó Mary–. ¡No podemos quedarnos en la calle!
–En la calle sólo estamos nosotros –repuso Johnny–, ¿no se ha dado cuenta? –Bajó la voz e intentó emplear un tono razonable–. Mire, sólo quiero una aspirina. La nariz me esta matando. Serán sólo treinta segundos, un minuto a lo sumo.
Probó a abrir la puerta antes de que ella pudiera contestar. Estaba cerrada. Rompió el cristal con la culata del rifle, casi deseando que sonase una alarma antirrobo, pero solo se oyó el tintineo de los cristales rotos al caer al otro lado de la puerta y el silbido del viento. Desprendió a golpes algunos fragmentos de cristal del bastidor de la puerta, metió la mano y buscó a tientas el tirador del cerrojo.
–Miren –murmuró Ralph, señalando al otro lado de la calle.
Frente a un edificio bajo de ladrillo con dos ventanas –en una se leía COMPAÑÍA y en la otra DEL AGUA–, había cuatro coyotes al acecho. Permanecían inmóviles, pero no quitaban ojo del grupo de personas detenido en la otra acera. Un quinto coyote llegó trotando por la calle y se unió a sus cuatro congéneres.
Mary alzó la escopeta Rossi y apuntó hacia los coyotes. David Carver, con expresión abstraída y distante, la obligó a bajar el cañón del arma y dijo:
–No pasa nada. Sólo nos observan.
Johnny encontró el tirador y abrió la puerta. Los interruptores estaban a la izquierda. Encendían varias hileras de fluorescentes redondos cubiertos por anticuados plafones, de esos que semejaban bandejas invertidas. Bajo su resplandor aparecieron un pequeño comedor (vacío), unas cuantas máquinas tragaperras (apagadas), y un par de mesas de blackjack. De uno de los plafones colgaba un loro. En un primer momento Johnny pensó que estaba disecado, pero al acercarse vio sus ojos protuberantes y una mancha de sangre y excrementos en el suelo. Era autentico. Alguien lo había ahorcado.
A Entragian no le habrá gustado la manera en que decía «Polly quiere una galleta», pensó Johnny.
En el Owl's Club flotaba un rancio olor a hamburguesas y cerveza.
Al fondo del salón había una pequeña tienda. Johnny fue hasta allí, cogió un tubo de aspirinas y volvió al bar.
– ¡Dése prisa! –gritó Mary desde fuera–. ¡Dése prisa, por favor!
–Enseguida salgo – contestó Johnny.
Tras la barra, en el suelo sucio de linóleo, yacía un hombre con un pantalón oscuro y una camisa que en otro tiempo habría sido blanca.
El barman, a juzgar por su vestimenta. Miraba a Johnny con unos ojos tan vidriosos como los del loro. Lo habían degollado.
Johnny cogió una botella de Jim Beam, la miró al trasluz para comprobar el nivel y se apresuró a salir de allí. Un pensamiento –no precisamente agradable– pugnó por salir a la superficie, pero Johnny lo reprimió. Con contundencia. Sólo pretendía lubrificar al viejo veterinario, nada más, ayudarlo a relajarse. Pensándolo bien, era un acto de caridad cristiana.
Eres un encanto, dijo Terry en su cabeza. Un verdadero santo John el Lubrificador. A eso siguió la risa cínica de su ex mujer.
Cállate de una vez, bruja, pensó, pero como siempre Terry se mostró reacia a marcharse.
2
Cálmate, Steven, se dijo. Sólo así conseguirás salir de esta. Si te dejas vencer por el pánico, existen muchas probabilidades de que acabéis los dos muertos en este condenado camión de alquiler.
Puso la marcha atrás y, mirando por el retrovisor exterior (no se atrevió a abrir la puerta y asomarse; si uno de aquellos buitres impactaba directamente contra él, podía romperle el cuello), empezó a retroceder por la carretera. Aunque el viento volvía a soplar con fuerza oyó crujir a los escorpiones que el camión iba aplastando. Recordaba al sonido de los cereales al masticarlos.
No caigas en la cuneta, pensó, por lo que más quieras.
–No nos siguen –dijo Cynthia con tono de alivio.
Steve echó un vistazo al frente, comprobó que Cynthia estaba en lo cierto, y paró. Habían retrocedido unos quince metros, distancia suficiente para que la primera caravana atravesada en la carretera se convirtiese en una forma imprecisa en medio de la nube de polvo. Steve veía manchas marrones en la arena blanquecina depositada en el asfalto. Escorpiones triturados. Desde allí parecían boñigas de vaca. Y los supervivientes habían emprendido la retirada. En cuestión de segundos a Steve le costaría creer que los había visto.
Pero los has visto, pensó. Si tienes alguna duda al respecto, muchacho, basta con que eches una ojeada al pajarraco muerto que todavía obstruye la toma de aire situada bajo el parabrisas.
–Y ahora ¿que hacemos? –preguntó Cynthia.
–No lo sé.
Steve miró por su ventanilla y vio el restaurante Rosa del Desierto.
A causa del viento la mitad del toldo se había venido abajo. Miró hacia el otro lado, por la ventanilla de Cynthia, y vio un solar vacío delimitado por una cerca. Habían tapiado la entrada con tres tablas, y en la del medio alguien que por lo visto no creía en la tradicional hospitalidad del oeste había pintado con descuidadas mayúsculas blancas el rótulo PROHIBIDO EL PASO.
–Algo quiere impedirnos que salgamos del pueblo –dijo Cynthia–. Lo sabes, ¿no?
Marcha atrás, Steve entró en el aparcamiento de la Rosa del Desierto, intentando concebir un plan. Sin embargo sólo acudieron a su mente imágenes y palabras inconexas: la muñeca tirada boca abajo junto a la escalerilla de la caravana abandonada; los Tractors diciendo que la chica se llamaba Emergencia y su número de teléfono era el 911; Johnny Cash, cantando que lo había construido pieza a pieza; cadáveres colgados de ganchos; un pez tigre nadando entre los dedos de la mano sumergida en el acuario; el babero del bebé; la serpiente deslizándose por la encimera de la cocina bajo el microondas.
Se dio cuenta de que estaba al borde del pánico, quizá a punto de cometer una autentica estupidez, y buscó a ciegas algo donde aferrarse, algo que le permitiese pensar de nuevo con coherencia. De manera espontánea acudió a su mente algo inesperado. Era la imagen –más nítida que cualquiera de las anteriores– de la estatuilla que habían visto junto a los ordenadores en la mesa del laboratorio de la compañía minera. El coyote, o lobo, con la cabeza extrañamente torcida e inquietantes ojos; el coyote con una serpiente por lengua.
«En los diccionarios tendrían que poner una foto de eso al lado de la palabra "repugnante"», había dicho Cynthia, y sin duda tenía razón, pero Steve se vio de pronto asaltado por la abrumadora convicción de que algo tan repugnante debía de ser también muy poderoso.
¿Estas de broma?, pensó distraídamente. Al tocar la estatuilla, la radio se apagaba y encendía, las luces parpadeaban, el acuario ha estallado. Claro que es poderosa.
– ¿Que era aquella estatuilla que hemos encontrado en el barracón? –preguntó–. ¿Que misterio encerraba?
–No lo se –respondió Cynthia–. Sólo se que cuando la he tocado...
– ¿Que? Cuando la has tocado, ¿que?
–Ha sido como si de pronto recordase todas las cosas desagradables que me han pasado en la vida –dijo Cynthia–. Cuando Sylvia Marcucci me escupió en el patio en octavo curso; sostenía que le había quitado el novio, y yo ni sabía de quién me hablaba. Cuando mi padre se emborrachó en la segunda boda de mi tía Wanda y me tocó el culo mientras bailábamos haciendo ver que era involuntario; tan involuntario, supongo, como la empalmada que se le notaba bajo el pantalón –Se llevó una mano a la sien–. Las veces que me han gritado. Las veces que me han rechazado. Cuando Richie Judkins estuvo a punto de arrancarme la oreja. Me he acordado de todo eso.
–Si, pero ¿en que has pensado realmente?
Por un momento pareció que iba a decirle que no se pasase de listo pero no fue así.
–En sexo –contestó, y exhaló un trémulo suspiro–. Y no simplemente en un polvo. Sexo al completo. Y cuanto más obsceno, mejor.
Si, pensó Steve, cuanto más obsceno mejor. Cosas que te gustaría probar pero de las que nunca hablarías. Sexo experimental.
– ¿Que piensas? –dijo Cynthia con una voz tensa y a la vez extrañamente penetrante, como un aroma.
Steve volvió a mirarla y de repente se preguntó si ella tendría el coño húmedo. Una idea demencial en un momento como aquel, pero eso fue lo que acudió a su mente.
– ¿Steve? –Ahora su voz era aún más penetrante–. ¿Que piensas?
–Nada –respondió el como alguien que intenta despertar de un profundo sueño–. Nada, no tiene importancia.
– ¿Empieza por C y acaba por E?
En realidad, encanto, «coño» termina por O, pero te has acercado
¿Que le pasaba? ¿Que demonios le pasaba? Daba la impresión de que aquel curioso fragmento de roca hubiese encendido otra radio ésta en el interior de su cabeza, y en ella sonase una voz que era casi la suya.
– ¿A que te refieres? –pregunto Steve.
–Coyote, coyote –dijo Cynthia, canturreando como un niño. No, no estaba acusándolo de nada, aunque supuso que era natural que por un momento lo hubiese pensado; Cynthia parecía presa de una gran agitación–. ¡Eso que hemos visto en el laboratorio! Si lo tuviésemos podríamos salir de aquí. Estoy segura, Steve. Y no me hagas perder el tiempo, ni pierdas el tuyo, diciéndome que me he vuelto loca.
Teniendo en cuenta todo lo que habían visto y todo lo que les había ocurrido en la última hora y medía, a Steve ni se le habría ocurrido decir algo semejante. Su Cynthia estaba loca, lo estaban los dos. Pero...
–Me has dicho que no lo tocara. –Steve tenía problemas para articular las palabras; era como si se le hubiesen llenado de barro los engranajes del cerebro–. Has dicho que tenía un tacto...
Un tacto ¿cómo? ¿Qué había dicho? Agradable. Eso era. «Tócalo, Steve. Tiene un tacto agradable.»
No. Se equivocaba.
–Has dicho que tenía un tacto desagradable.
Cynthia sonrió. A la luz verdosa procedente del salpicadero su sonrisa pareció cruel.
– ¿Quieres tocar algo que si tiene un tacto agradable? –preguntó–. Pues toca esto.
Le cogió a Steve la mano, se la puso entre los muslos y levantó la cadera. Steve cerró la mano en torno a su pubis, quizá con fuerza suficiente para hacerle daño, pero ella siguió sonriendo. De hecho su sonrisa era aún más amplia.
¿Que estamos haciendo?, se dijo Steve. ¿Y por que demonios lo hacemos ahora?
Oyó esa voz, pero casi perdida, como una voz alertando de un incendio en un salón de baile lleno de gente vociferante y música a todo volumen. Cynthia tensó aún más la cadera. Steve notó la raja de su entrepierna más cerca, más apremiante. Podía palparla a través de los vaqueros, y ardía. Ardía.
Dijo que se llamaba Emergencia y quiso ver mi arma, pensó Steve.
Y vas a verla, encanto, ya lo creo. Una pistola calibre treinta y ocho en un cuerpo del cuarenta y cinco; dispara balas como losas sepulcrales.
Steve hizo un colosal esfuerzo por controlarse, buscando algo que le permitiese parar el reactor nuclear antes de que se fundiesen las barras de seguridad. Por fin se aferró a una imagen: la expresión cauta y curiosa en el rostro de Cynthia mientras lo miraba a través de la puerta abierta del camión sin decidirse a subir, examinándolo antes con sus ojos azules, intentando adivinar si era la clase de hombre capaz de morderla o arrancarle algo. Una oreja, por ejemplo. «¿Eres buena persona?», le había preguntado. Él había contestado: «Si, supongo». Y en prueba de lo buena persona que era la había llevado a aquel pueblo fantasma, y estaba magreándole el coño y pensando que le gustaría fallársela y hacerle daño a la vez, en una especie de experimento, podría decirse, un experimento relacionado con el placer y el dolor, lo dulce lo salado. Porque así se hacían las cosas en la casa del lobo, en la casa del escorpión, porque eso entendían por amor en Desesperación.
¿Eres buena persona? ¿No serás un asesino en serie o un psicópata ¿Eres buena persona? ¿Lo eres? ¿Lo eres?
Estremeciéndose, Steve retiró la mano de entre sus muslos. Volvió la cabeza hacia la ventanilla y contempló la oscuridad, donde la arena danzaba como la nieve. Notaba que el sudor le corría por el pecho, lo brazos y las axilas, y aunque empezaba a recuperarse, se sentía aún como un enfermo tras un delirio. Ahora que había pensado en el lobo de piedra, no podía al parecer quitárselo de la mente; seguía viendo su cabeza absurdamente torcida y sus ojos protuberantes. La imagen flotaba en su cerebro como un hábito no satisfecho.
– ¿Que ha pasado? –gimió Cynthia–. Dios mío, Steve, yo no quería hacer eso. ¿Que nos esta pasando?
–No lo sé –respondió Steve con voz ronca–, pero si puedo decirte una cosa: acabamos de probar en nuestras carnes una pizca de lo que ha ocurrido en este pueblo, y no me ha gustado mucho. No puedo apartar de mi mente ese jodido animal de piedra.
Por fin reunió valor suficiente para mirar a Cynthia. Se apretujaba contra la puerta del camión como una adolescente asustada en una primera cita que ha llegado demasiado lejos, y aunque parecía serena, tenía las mejillas encendidas y se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano.
–Yo tampoco dijo Cynthia–. Recuerdo que una vez me entró un trocito de cristal en un ojo. Y esa misma sensación tengo ahora. No dejo de pensar que me gustaría coger esa piedra y frotarme con ella el... ya sabes. Salvo que en realidad no se parece en nada a un pensamiento.
–Te entiendo –afirmó Steve, deseando intensamente que Cynthia no hubiese dicho aquello. Porque ahora la idea había arraigado también en su mente. Se vio a sí mismo frotándose el pene erecto con aquel repugnante objeto, repugnante pero poderoso. Y se imaginó también follando con ella en el suelo bajo la hilera de ganchos, bajo la fila de cadáveres colgados, y la piedra gris y erosionada se hallaba entre ellos, la sujetaban con los dientes.
Steve alejó esas ideas de su mente, pero ignoraba cuanto tiempo conseguiría mantenerlas a raya. Miró de nuevo a Cynthia y consiguió esbozar una sonrisa.
–No me llames nena –bromeó, imitándola–. No me llames nena, y yo no te llamare macho.
Cynthia dejó escapar un trémulo suspiro que terminó en una breve risa.
–Si. Algo así. Creo que empiezo a sentirme mejor.
Steve asintió con cautela. Si. Aun tenía una erección de campeonato y no le habría venido mal un poco de alivio, pero por lo menos los pensamientos que cobraban forma en su mente parecían de nuevo los suyos. Si lograba mantenerlos alejados de aquel trozo de piedra un rato más, quizá volvería a la normalidad. Pero durante unos segundos la situación había sido crítica, quizá la peor que había vivido. En esos segundos había averiguado lo que debían de sentir individuos como Ted Bundy. Podría haber matado a Cynthia. Quizá la habría matado de no haber roto el contacto físico. O también, supuso, Cynthia podría haberlo matado a él. Era como si en aquel horrible pueblo el sexo y el asesinato hubiesen intercambiado sus papeles. Salvo que en realidad el sexo no era tampoco exactamente sexo. Recordó que al tocar el lobo las luces habían parpadeado y la radio se había encendido.
–No es sexo –dijo, pensando en voz alta–. Tampoco asesinato. Es energía.
– ¿Cómo?
–Nada. Cruzaremos otra vez el pueblo. Iremos hacia la mina.
– ¿Aquella enorme pared que hay al sur?
Steve asintió con la cabeza.
–Es una mina, una explotación a cielo abierto. Tiene que estar comunicada con la interestatal por una carretera de servicio para el transporte de maquinaria. La encontraremos y volveremos por allí. De hecho me alegro de que ésta esté cortada. No quiero acercarme a ese barracón ni ese...
Cynthia le agarró el brazo. Steve siguió la dirección de su mirada y vio que algo se adentraba en el arco de luz formado por los faros del camión. La visibilidad era tan escasa que al principio el animal parecía un fantasma, el espíritu evocado a través de un antiguo conjuro indio.
Era un lobo gris del tamaño de un pastor alemán pero más flaco. A la luz de los faros sus ojos eran dos cuencas de color carmesí. Lo seguían, como un séquito en un malévolo cuento de hadas, dos filas de escorpiones del desierto con los aguijones encorvados sobre el dorso. Dos coyotes por cada lado flanqueaban a los escorpiones; parecían sonreír nerviosamente.
Una ráfaga de viento más intenso balanceó el camión sobre los amortiguadores. A su izquierda el toldo caído ondeaba como una vela rasgada.
–El lobo trae algo en la boca –observó Cynthia con voz ronca.
–Estás loca–dijo Steve, pero cuando el animal se acercó, comprobó que Cynthia no estaba loca.
El lobo se detuvo a unos cinco metros del camión, tan nítido y real como una fotografía en alta resolución del escenario de un crimen A continuación agachó la cabeza y dejó en el suelo el objeto que sostenía entre los dientes. Lo contempló con atención por un momento después retrocedió tres pasos, se sentó y empezó a jadear.
Era la estatuilla. Yacía de costado en la entrada del aparcamiento yacía en medio del polvo, con la boca abierta en un gruñido, la cabeza torcida, los ojos protuberantes. Furia, rabia, sexo, energía; todo eso parecía transmitir hacia el camión en apretadas ondas, como una especie de campo magnético.
A la mente de Steve volvió la imagen de si mismo follando con Cynthia, enterrado en ella como una espada hundida hasta la empuñadura en barro caliente y compacto, la imagen de ellos dos cara a cara, las bocas abiertas en idénticos gruñidos y entre los dientes el coyote de piedra, uniéndolos como una correa.
– ¿Voy a buscarlo? –preguntó Cynthia, y ahora era ella quién hablaba como si estuviese dormida.
– ¿Bromeas? –repuso Steve.
Era su voz, su acento tejano, pero no sus palabras. Esas palabras procedían de la radio que sonaba en su cabeza, la radio que la estatuilla había encendido.
Los ojos del coyote de piedra lo miraban con fiereza entre el polvo.
– ¿Que hacemos, pues?
Steve la miró y sonrió, notando su propia expresión horrible y a la vez fascinante.
–Iremos a buscarlo los dos juntos, naturalmente. ¿Estas de acuerdo?
Ahora la tormenta estaba en su mente, y el viento ululante la sacudía de lado a lado y de arriba abajo, presentándole las imágenes de lo que haría a la chica, lo que ella le haría a él, y lo que ambos harían a cualquiera que se interpusiese en su camino.
Cynthia le devolvió la sonrisa. Sus enjutas mejillas se dilataron hacia arriba hasta que su rostro pareció una calavera sonriente. El resplandor verdoso del salpicadero teñía su frente y sus labios, iluminaba las cuencas de sus ojos. Sacó la lengua y la agitó, como la lengua en forma de serpiente de la estatuilla. Steve sacó también la lengua e imitó aquel serpenteo. A continuación buscó a tientas el tirador de la puerta. Los dos correrían hacia el fragmento de piedra y harían el amor entre los escorpiones sosteniéndolo entre ellos con las bocas, y no importaba lo que ocurriese después.
Porque en un sentido muy real ya no estarían allí.
3
Johnny salió a la calle y entregó la botella de Jim Beam a Billingsley, que la contempló con la cara de incredulidad de alguien que acaba de enterarse de que ha ganado el primer premio de la lotería.
–Aquí tiene, Tom –dijo–. Eche un trago, pero sólo uno, eh, y luego pásela. No a mi; yo estoy en el dique seco.
Miró al otro lado de la calle esperando ver más coyotes, pero seguía habiendo solo cinco.
– ¿Usted que problema tiene? –preguntó Mary a Johnny–. ¿Que carajo le pasa?
–A mi nada – contestó Johnny–. Bueno, tengo la nariz rota, pero supongo que no se refiere a eso, ¿verdad?
Tras desenroscar el tapón, Billingsley empinó la botella con un golpe rápido y preciso de muñeca en el que parecía tan ducho como una enfermera en la técnica de poner inyecciones. Bajó la botella y tosió.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Al cabo de un instante volvió a llevarse la botella a los labios, pero Johnny se la arrebató.
–No, con uno basta, amigo mío.
Johnny ofreció la botella a Ralph, que la aceptó, le echó un vistazo y bebió un trago. Ralph se la tendió a Mary.
–No –rehusó ella.
–Vamos –dijo Ralph con voz queda, casi humilde–. Le vendrá bien.
Mary lanzó a Johnny una mirada de ira y perplejidad, y luego tomó un breve trago. Tosió, apartó la botella y la contempló como si contuviese una sustancia tóxica. Ralph la cogió, rescató el tapón de la mano izquierda de Billingsley, y lo enroscó. Entretanto Johnny abrió el tubo de aspirinas, sacó medía docena, las agito en la mano por un momento y se las metió en la boca.
–Vamos –dijo a Billingsley–. Indíquenos el camino.
Mientras avanzaban por la calle, Johnny explicó por que había subido corriendo a buscar el teléfono móvil. En la otra acera los coyotes se habían levantado y caminaban a la par de ellos. Aquello no gustó mucho a Johnny, pero ¿que podían hacer? ¿Dispararles? Demasiado ruido. Por lo menos no había aún señales del policía. Y si aparecía antes de que llegasen al cine, podían esconderse en algún otro establecimiento de la calle. Cualquier puerto sirve en una tempestad.
Al tragar la masa de aspirinas medio licuefactas sintió escozor en la garganta e hizo una mueca. A continuación intentó guardarse el tubo en el bolsillo del pecho, pero el teléfono móvil lo llenaba por completo. Lo sacó, dejó caer en el interior el tubo de aspirinas, y se disponía meterse el teléfono en el bolsillo del pantalón cuando decidió que no perdía nada probando de nuevo. Extendió la antena y desplegó el micrófono. Seguían sin aparecer las barras de transmisión. No había nada que hacer.
– ¿De verdad cree que el camión que hemos visto era el de su amigo? –pregunto David.
–Si, estoy casi seguro.
David tendió la mano.
– ¿Me deja intentarlo?
Johnny percibió algo peculiar en la voz del chico. Ralph lo oyó también, como revelaba el modo en que miró a su hijo.
– ¿David? –dijo Ralph–. ¿Te pasa al...?
– ¿Me deja intentarlo, por favor?
–Claro, si tú quieres –dijo Johnny, y le tendió el inútil teléfono al chico.
En cuanto David lo cogió, Johnny vio tres barras de transmisión junto a la S. No una ni dos, sino tres.
– ¡Hijo de puta! –masculló Johnny, y le arrancó el teléfono de las manos.
David, que examinaba el teclado de funciones, no advirtió el gesto de Johnny a tiempo de detenerlo.
Tan pronto como Johnny tuvo el teléfono en su mano, las barras de transmisión se desvanecieron, dejando sólo la S.
En realidad no han estado ahí en ningún momento, lo sabes, ¿no?, se dijo Johnny. Ha sido una alucinación.
– ¡Devuélvamelo! –exigió David.
Johnny quedó estupefacto al oír la cólera en su voz. El chico le arrebató el teléfono, pero Johnny aún pudo ver el resplandor dorado de las barras de transmisión en la oscuridad.
–Esto es una estupidez –protestó Mary, echando una ojeada a los coyotes que los observaban desde la otra acera. También ellos se habían detenido–. Pero si quieren jugar a esto, ¿por que no traemos una mesa y nos emborrachamos todos en medio de la jodida calle?
Nadie prestó atención. Billingsley no apartaba la vista de la botella de Jim Beam. Johnny y Ralph miraban al chico, que pulsó repetidamente el botón de la función NOMBRE/MENÚ con la presteza de un veterano jugador de Nintendo. En la pantalla del teléfono aparecieron en rápida sucesión los nombres del agente, la ex esposa y el editor de Johnny hasta llegar a STEVE.
–David, ¿que pasa? –preguntó Ralph.
David se volvió hacia Johnny con un ademán apremiante como si no hubiese oído a su padre.
– ¿Es este, señor Marinville? ¿Este es el hombre que va en el camión?
–Si.
David pulsó el botón de envio de mensaje.
4
Steve había oído la expresión «salvado por la campana», pero aquello era ridículo.
En el momento en que sus dedos encontraron el tirador de la puerta –y oía a Cynthia accionar el de la suya– sonó el zumbido nasal y perentorio del teléfono móvil.
Steve se quedó inmóvil. Miró el teléfono. Luego miró a Cynthia, cuya puerta estaba ya entornada. Ella lo observaba; la malévola sonrisa se había borrado de sus labios.
– ¿Y bien? –preguntó Cynthia–. ¿No vas a contestar?
Steve no pudo evitar reír al detectar en su voz un apremiante tono de esposa.
Fuera el lobo alzó el hocico y aulló, como si hubiese oído la risa de Steve y lo reprobase. Al parecer los coyotes interpretaron aquel aullido como una señal. Se levantaron y se marcharon por donde habían venido, desvaneciéndose en la nube de polvo. Los escorpiones ya se habían ido. Si es que realmente habían estado allí. Steve no podía asegurarlo; tenía la impresión de que su cabeza era una casa embrujada, llena de alucinaciones y falsos recuerdos.
El teléfono sonó de nuevo.
Steve lo extrajo de su soporte en el salpicadero, apretó el botón de recepción y se lo acercó al oído.
– ¿Jefe? ¿Eres tu, jefe?
Claro que era el. ¿Quien podía telefonearle, si no? Pero no era él.
Oyó la voz de un niño.
– ¿Se llama usted Steve? –preguntó el chico.
–Si. ¿De dónde has sacado el teléfono de Marinville? ¿Dónde...?
–Eso ahora no importa –respondió el chico–. Esta en un apuro, ¿verdad?
–No... –empezó a decir Steve, pero se interrumpió. Fuera un torbellino de viento ululante envolvía la cabina del Ryder. Sin apartarse el teléfono del oído, miró a través del parabrisas por encima de los viscosos restos del buitre. Vio ante el camión el fragmento de estatuilla. Las brutales imágenes de sexo y violencia entremezclados se disipaban gradualmente, pero recordaba el control que habían ejercido sobre él del mismo modo que recordaba ciertas pesadillas especialmente vívidas–. Si, supongo que si.
– ¿Esta ahora en el camión que hemos visto? –pregunto el chico.
–Si has visto un camión, probablemente era el nuestro, si. ¿Esta mi jefe contigo?
–El señor Marinville esta aquí, sí. Se encuentra perfectamente. ¿Usted también?
–No lo se –admitió Steve–. Enfrente tenemos un lobo, y ha traído eso... una especie de estatuilla pero...
Cynthia alargo el brazo e hizo sonar la bocina. Steve se sobresaltó.
En la entrada del aparcamiento el lobo también dio un respingo. Steve vio que encogía el hocico y gruñía. Sus orejas cayeron flácidas a los lados del cráneo.
No le gusta el sonido de la bocina, pensó. De pronto afloró en su mente otra idea, una de esas sencillas ocurrencias que lo inducen a uno a darse una palmada en la frente, como para castigar al cerebro por su holgazanería: Si no se quita de en medio, puedo pasarle por encima, ¿o no?
Sí. Claro que podía. Al fin y al cabo el conducía el camión.
– ¿Que ha sido eso? –se apresuró a preguntar el chico. Y a continuación, como dándose cuenta de que no era la pregunta adecuada, rectificó–: ¿Por que ha hecho eso?
–Tenemos compañía, e intentamos librarnos de ella.
Cynthia hizo sonar de nuevo la bocina. El lobo se levantó. Mantenía las orejas gachas. Parecía furioso, pero también desconcertado.
Cuando Cynthia tocó la bocina por tercera vez, Steve apoyó su mano sobre la de ella y contribuyó. El lobo los miró aún por un momento con la cabeza ladeada y los ojos de un repugnante color amarillo verdoso a la luz de los faros. Finalmente inclinó la cabeza, agarró la estatuilla entre los dientes y desapareció.
Steve miró a Cynthia, y ella le devolvió la mirada. Aun se la veía asustada, pero una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.
– ¿Steve? –dijo el chico. Ahora su voz llegaba más débilmente, entre ráfagas de interferencia estática–. Steve, ¿sigue ahí?
–Si.
– ¿Y la compañía a que se ha referido?
–Se ha ido. Al menos de momento. La cuestión es que hacemos a continuación. ¿Tienes alguna sugerencia?
–Quizá.
Steve habría jurado que el niño también sonreía.
– ¿Como te llamas, chico?
5
Detrás de ellos, en las inmediaciones del ayuntamiento, algo cedió a los embates del viento y se desmoronó con un estrépito ensordecedor. Mary se volvió en dirección al ruido pero no vio nada. Se alegró de haber accedido a tomar un trago de whisky. Sin esa pizca de alcohol en la sangre, al oír aquel sonido –tal vez algún elemento decorativo de una fachada al caer a la calle– se habría muerto del susto.
El chico hablaba aún por teléfono, rodeado por los tres hombres. Mary notó que Marinville deseaba desesperadamente apoderarse otra vez del teléfono; notó también que no se atrevía a quitárselo al chico. Le vendrá bien no conseguir lo que desea, Johnny, pensó Mary. Pero que muy bien.
–Quizá –dijo David, sonriendo. Escuchó, dio su nombre de pila, y después se volvió de cara al Owl's Club. Agachó la cabeza, y cuando volvió a hablar, Mary apenas oyó su voz. Una sensación de asombro la traspasó como un vertiginoso hechizo.
No quiere que los coyotes de la otra acera oigan lo que dice. Ya se que suena absurdo, pero eso es lo que esta haciendo. Pero aún hay algo más absurdo: creo que hace bien.
–Hay un cine viejo –susurró David–. Se llama Oeste Americano.
–Miró a Billingsley para que se lo confirmase.
Billingsley asintió.
–Dile que vaya por la parte de atrás –indicó el anciano, y Mary llegó a la conclusión de que si estaba loca, al menos no era la única. Billingsley hablaba también en un murmullo, e incluso lanzó una mirada furtiva por encima del hombro como para cerciorarse de que los coyotes no se acercaban a escuchar. Cuando hubo comprobado que continuaban al otro lado de la calle, añadió–: Dile que hay un callejón.
David transmitió su mensaje. Cuando terminó de hablar, algo se le ocurrió de pronto a Marinville. Hizo ademán de recuperar el teléfono, pero se reprimió.
–Dile que aparque el camión lejos del cine. –El gran novelista norteamericano hablaba también en susurros, y además se cubría la boca con una mano como si temiese que alguno de los coyotes pudiera leerle los labios–. Si lo deja enfrente y vuelve Entragian...
David asintió y repitió también sus palabras. Escuchó a Steve por un instante, asintió y volvió a sonreír. Mary desvió la vista hacia los coyotes. Mientras los observaba, una perversa idea cobró forma en su mente: si lograban permanecer ocultos el tiempo suficiente para reagruparse y abandonar el pueblo, una parte de ella lo lamentaría. Porque cuando aquella pesadilla terminase, debería afrontar la muerte de Pete; debería llorar su perdida y el final de la vida que habían construido juntos. Y acaso no fuese eso lo peor. Debería asimismo pensar en todo lo ocurrido, buscarle sentido, y no sabía si sería capaz. Dudaba que alguno de ellos fuese capaz. Excepto David, quizá.
–Venga lo antes posible – concluyó David, y se oyó un leve pitido cuando interrumpió la comunicación. Bajó la antena y devolvió el teléfono a Marinville, quién de inmediato extrajo de nuevo la antena, observó la pantalla, movió la cabeza en un gesto de incomprensión, y plegó el micrófono.
– ¿Cómo lo haces, David? ¿Es magia?
El niño miró a Marinville como si tuviese delante a un loco.
–Es Dios –afirmó David.
–Es Dios, pedazo de imbécil –repitió Mary, y rió de un modo que ella misma no reconoció como propio. No era el momento de poner a prueba la paciencia de Marinville, pero no pudo contenerse.
–Quizá debería haberle dicho al amigo del señor Marinville que viniese a recogernos –comentó Ralph con expresión de duda–. Probablemente habría sido lo más sencillo, David.
–No es nada sencillo – contestó David–. Steve te lo contará cuando lleguen.
– ¿Lleguen?–preguntó Marinville.
David no le prestó atención. Miraba a su padre.
–Además, esta mamá –dijo–. No nos marcharemos sin ella.
– ¿Que vamos a hacer con ésos? –preguntó Mary, señalando a los coyotes. Habría jurado que no sólo vieron su gesto sino que lo comprendieron.
Marinville bajó de la acera y se dirigió hacia los coyotes. Su melena gris ondeaba en el aire como la de un profeta del Antiguo Testamento.
Los coyotes se levantaron, y Mary oyó sus gruñidos. Marinville debía de oírlos también, pero no se dejó intimidar y avanzó otros dos pasos.
Entornó los ojos por un momento, al parecer no para protegerse de la arena sino intentando recordar algo. De pronto dio una palmada seca y dijo:
–Tak.
Uno de los coyotes alzó el hocico y aulló. Mary se estremeció.
–Tak, ah lah. Tak – continuó Marinville.
Los coyotes se apretaron un poco más entre si, pero eso fue todo.
Marinville dio otra palmada.
–Tak... Ah lah... Tak... ¡Mierda! En realidad nunca se me han dado bien los idiomas.
Permaneció inmóvil, con expresión molesta y vacilante. Por lo visto ni siquiera se le había pasado por la mente que pudiesen atacarlo, a él y su Mossberg 22 descargado.
David bajó de la acera. Su padre lo agarró por el cuello de la camisa
–No te preocupes, papá –dijo David.
Ralph soltó a su hijo, pero lo siguió mientras este se acercaba a Marinville. A continuación el chico pronunció unas palabras que Mary supo que recordaría siempre aún cuando consiguiese enterrar en el olvido toda aquella experiencia; sería de esa clase de recuerdos que vuelven una y otra vez en los sueños.
–No les hable en el idioma de los muertos, señor Marinville.
David dio otro paso al frente. Ahora estaba solo en medio de la calle, con Ralph y Marinville a su espalda. Mary y Billingsley seguían en la acera. El viento se había convertido en un continuo y penetrante zumbido. Mary sentía los aguijonazos de la arena en las mejillas y la frente, pero en esos instantes era una molestia lejana, carente de importancia.
David juntó las manos ante la boca, en el gesto que adoptaba al rezar. Al cabo de unos segundos las tendió hacia los coyotes con las palmas hacia el cielo.
–Que Dios os bendiga y ampare, que Dios os mire con rostro radiante y os de aliento y paz –oró–. Y ahora marchaos.
Fue como si un enjambre de abejas hubiese caído sobre el grupo de coyotes. Se convirtieron en un torpe y frenético torbellino de hocicos, orejas, dientes y colas, y empezaron a morderse mutuamente en los flancos. De repente se alejaron a toda prisa, ladrando y gimiendo en lo que parecía una encarnizada discusión. Pese al intenso zumbido del viento, Mary los oyó durante largo rato.
David se dio medía vuelta, examinó los rostros de estupefacción de todos ellos y sonrió haciendo un gesto de indiferencia, como si dijese:
«En fin, que le vamos a hacer.» Mary advirtió que aún tenía restos de jabón verde en la cara. Parecía la victima de un maquillador inepto en la noche de Halloween.
–Vamos –dijo David–. Sigamos adelante.
Se agruparon en la calle.
–Y un niño los guiará –declamó Marinville–. Vamos pues, chico, guíanos.
Los cinco se encaminaron por la calle principal hacia el Oeste Americano.
V
1
–Creo que es ahí. –Cynthia señaló por la ventanilla–. ¿Lo ves?
Encorvado sobre el volante y mirando con los ojos entornados a través de la sangre que impregnaba el parabrisas (aunque el verdadero problema era la arena adherida a la sangre), Steve asintió. Sí, veía la anticuada marquesina, sujeta mediante herrumbrosas cadenas a la fachada de un desgastado edificio de ladrillo. Sólo quedaba una letra en la marquesina, una N torcida.
Dobló a la izquierda y entró en la gasolinera de Conoco. Un cartel donde se leía LOS MEJORES PRECIOS DEL PUEBLO había sido derribado por el viento. La arena, como si de nieve se tratase, se había amontonado contra los bordillos de la base de hormigón donde se hallaba el único surtidor.
– ¿Adonde vas? –preguntó Cynthia–. Creía que el niño había dicho que nos esperaban en el cine.
–También ha dicho que no dejemos el camión cerca de allí. Y tiene razón. Sería... ¡Eh, hay alguien ahí dentro!
Steve detuvo bruscamente el camión. En efecto había un hombre sentado en la oficina de la gasolinera. Estaba recostado contra el respaldo de la silla y tenía los pies sobre el escritorio. Salvo por algún detalle anómalo en su postura –sobre todo la manera en que la cabeza le colgaba hacia atrás–, habría podido pensarse que dormía.
–Está muerto –afirmó Cynthia, y apoyó una mano en el hombro de Steve mientras este abría la puerta del camión–. No te molestes. Lo veo desde aquí.
–Así y todo, necesitamos un sitio donde esconder el camión. Si hay espacio en el garaje, abriré la puerta, y tú lo entras. –De más estaba preguntarle si se veía capaz de hacerlo; Steve recordaba la habilidad con que había maniobrado al cambiar de sentido en la interestatal 50.
–Vale –dijo Cynthia–. Pero no tardes.
–Yo soy el más interesado en volver cuanto antes, créeme. –Steve se dispuso a salir, pero se detuvo–. Estas bien, ¿no?
Cynthia sonrió. Con evidente esfuerzo, pero sonrió.
–Por el momento sí. ¿Y tú?
–En plena forma.
Steve bajó de la cabina, cerró la puerta y cruzó el suelo alquitranado de la gasolinera hacia la oficina. Le asombró la cantidad de arena que se había acumulado ya. Daba la impresión de que el viento de poniente se hubiese propuesto enterrar el pueblo entero. Y a juzgar por lo que había visto de el, no era mala idea.
Había una bola de rastrojo atrapada en el hueco de la puerta; sus esqueléticas ramas se agitaban ruidosamente. Steve la apartó de un puntapié y la observó alejarse en la oscuridad. Volvió la cabeza, vio que Cynthia se había sentado al volante del camión y le dirigió un saludo.
Ella levantó los puños y luego, con expresión sería y resuelta, alzó los pulgares. Control de misión: todo en orden. Steve sonrió, asintió con la cabeza y entró en la oficina. A veces Cynthia era realmente graciosa. Steve ignoraba si ella lo sabía o no, pero lo era.
El tipo sentado en la oficina necesitaba con urgencia una tumba. El semicírculo de sombra proyectado por la visera de la gorra envolvía su cara lívida, de piel tirante y satinada. Presentaba al menos dos docenas de marcas negras. No eran mordeduras de serpiente, y por su diminuto tamaño tampoco podían ser picaduras de escorpión.
Sobre el escritorio había una revista de chicas. Steve leyó el nombre del revés: Lesbo Sweethearts. Una araña pasó sobre las mujeres desnudas de la cubierta y se acercó al borde del escritorio. La siguieron dos más. En el borde del escritorio se detuvieron, formando una pulcra línea, como soldados en posición de descanso.
Otras tres salieron de debajo del escritorio y avanzaron hacia Steve por el sucio suelo de linóleo. Retrocedió un paso, se preparó, y las pisó con la bota. Aplastó a dos. La tercera se desvió a la derecha y huyó hacia lo que probablemente era el cuarto de baño. Cuando Steve miró de nuevo el escritorio, vio que ahora había ocho alineadas en el borde, como indios apostados en lo alto de un peñasco en una película del Oeste
Eran arañas reclusas, conocidas también como arañas violinista, porque su cefalotórax recordaba vagamente la forma de un violín.
Steve había visto muchas en Texas; incluso una vez le había picado una mientras revolvía un montón de leña en casa de su tía Betty, que vivía en Arnette. Había sentido un dolor espantoso, como el de una picadura de hormiga pero unido a un intenso escozor. Comprendió por que el cadáver olía a podrido pese a la sequedad del ambiente. En aquella ocasión la tía Betty había insistido en desinfectarle la picadura con alcohol de inmediato, diciéndole que si uno descuidaba una picadura de araña violinista, la carne circundante podía corromperse. Tenía que ver con cierta sustancia de su saliva. Y si muchas atacaban simultáneamente a una persona...
Aparecieron otras dos arañas, estas procedentes del surco oscuro en que se unían las hojas del libro de registro de la gasolinera, abierto sobre el escritorio. Se reunieron con sus amigas. Eran ya diez, y lo miraban. Estaba seguro de que lo miraban. Surgió otra de entre el cabello del cadáver; se paseó por la frente y la nariz, bajó a los labios hinchados y cruzó la mejilla. Seguramente se dirigía a la convención que se celebraba al borde del escritorio, pero Steve no se quedó a comprobarlo. Se encaminó hacia el garaje, no sin antes subirse el cuello de la camisa. El garaje podía estar lleno de arañas. A las arañas reclusas les gustaba esconderse en lugares oscuros.
Así que deprisa, ¿entendido?, se dijo.
Encontró un interruptor a la izquierda de la puerta y lo acciono.
En el garaje se encendió con un zumbido medía docena de fluorescentes polvorientos. Un par de columnas dividía en dos partes iguales el espacio interior. A un lado había una furgoneta convertida en todoterreno, con unas ruedas enormes y la caja descubierta; estaba pintada de un color azul metalizado y en la puerta del conductor un rótulo en letras rojas rezaba EL VAGABUNDO DEL DESIERTO. Al otro cabría el Ryder si apartaba un montón de neumáticos y la máquina de recauchutado.
Salió de nuevo a la oficina e hizo una señal a Cynthia sin saber si lo veía. Luego se acercó a los neumáticos, y cuando se inclinaba sobre ellos, una rata saltó del centro del montón y le hinco los dientes en la camisa. Steve lanzó un grito de sorpresa y asco y se golpeó el pecho con el puño, rompiéndole el espinazo a la rata. Esta sacudió las patas en el aire, chillando con los dientes apretados e intentando morderle.
– ¡Joder! –exclamó Steve–. ¡Suéltame, maldito, bichejo!
No tan bichejo, en realidad; sería del tamaño de un gato adulto.
Steve se inclinó para que la camisa se le separase del cuerpo (lo hizo inconscientemente, del mismo modo que tampoco era consciente de que estaba gritando y maldiciendo), agarró a la rata por el rabo y tiró con fuerza. Se le rasgó la camisa, y la rata, doblada por las protuberantes vértebras de su espinazo roto, trató de morderle la mano.
Steve la hizo girar en el aire como un Tom Sawyer chiflado y la lanzó. El roedor, un ratasteroide, voló hasta el otro extremo del garaje y fue a estrellarse contra la pared más allá del Vagabundo del desierto.
Quedó inmóvil en el suelo con las patas hacia arriba. Steve la observó con atención para asegurarse de que no se levantaba y lo atacaba de nuevo. Temblaba de la cabeza a los pies, y por el castañeteo de sus dientes habría parecido que tenía frío.
A la derecha de la puerta había una mesa alargada cubierta de herramientas. Agarró una de las palancas que se usaban para extraer las cubiertas de los neumáticos y dio una patada al montón de ruedas.
Este se desmoronó, y de debajo salieron chillando otras dos ratas más pequeñas, que huyeron de inmediato hacia las zonas oscuras del garaje.
No pudo resistir ni un segundo más el contacto caliente y nauseabundo de la sangre de rata sobre la piel. Acabó de romperse la camisa y se la quitó. Lo hizo con una sola mano. No estaba dispuesto a desprenderse de la palanca. Sólo conseguiréis esta palanca cuando me la arranquéis de los dedos fríos y muertos, pensó, y soltó una carcajada.
Todavía temblaba. Se examinó el pecho con detenimiento, obsesivamente, en busca de algún posible arañazo. No lo había.
–He tenido suerte –masculló mientras arrimaba la máquina de recauchutado contra la pared–. Una suerte loca, maldita rata de mierda.
A continuación corrió hasta el portón levadizo del garaje y apretó el botón de apertura. Se hizo a un lado para dejar paso a Cynthia y miró alrededor buscando ratas, arañas o sabía Dios que otras sorpresas desagradables. Junto a la mesa de las herramientas había un mono de trabajo colgado de un clavo. Mientras Cynthia metía el camión Ryder en el garaje, Steve empezó a golpear el mono de abajo arriba con la palanca como si fuese una alfombra, observando los extremos de las piernas y las mangas en espera de ver aparecer alguna otra alimaña.
Cynthia apagó el motor y salió del camión.
– ¿Que haces? –pregunto–. ¿Por que te has quitado la camisa? Vas a morirte de frío; la temperatura ya ha empezado...
–Ratas.
Cuando hubo vareado el mono hasta la parte superior sin descubrir más fauna, empezó a golpearlo de nuevo de arriba abajo. Era mejor prevenir que curar. Seguía oyendo el chasquido que había producido el espinazo de la rata al romperse, y sintiendo el rabo caliente de la rata en su mano.
– ¿Ratas? –dijo Cynthia, y miró alrededor con movimientos nerviosos.
–Y arañas. Las arañas son las que han matado al tipo de la...
De pronto se dio cuenta de que estaba solo. Cynthia había salida del garaje y lo esperaba en medio del viento y la arena rodeándose los hombros con los brazos.
– ¡Arañas! ¡Que asco! –exclamó–. Odio las arañas, más aún que las serpientes. –Parecía enojada, como si las arañas fuesen culpa de Steve–. ¡Sal de ahí!
Convencido por fin de que el mono no entrañaba peligro, lo descolgó. Se disponía a dejar la palanca, pero cambió de idea. Con el mono doblado en el antebrazo, pulsó el botón de cierre del portón y salió. Cynthia tenía razón; había refrescado. El polvo alcalino le azotó el vientre y los hombros desnudos. Empezó a ponerse el mono. Iba a quedarle un poco holgado de cintura para arriba, pero mejor grande que pequeño, pensó.
–Lo siento –se disculpó Cynthia, haciendo una mueca y protegiéndose la cara de la arena con una mano–. Es sólo que las arañas... uf... no las... ¿De que clase eran?
–Mas vale que no lo sepas. –Se subió la cremallera del mono y la rodeó con un brazo–. ¿Has dejado algo en el camión?
–La mochila, pero supongo que por esta noche puedo pasar sin cambiarme de ropa interior–dijo Cynthia con una débil sonrisa–. ¿y tú has cogido el teléfono?
Se dio una palmada en el bolsillo anterior izquierdo del vaquero a través del mono.
–Nunca salgo sin él –contestó. Sintió un cosquilleo en la nuca y se golpeó furiosamente con la palma de la mano, recordando las arañas reclusas alineadas en el borde del escritorio, soldados de una causa desconocida en aquel rincón perdido del desierto.
– ¿Que pasa? –preguntó Cynthia.
–Nada. Simplemente estoy un poco excitado. Y ahora andando. Vámonos al cine.
– ¡Vaya! –exclamó Cynthia con aquel tono de voz sensato y algo afectado que tanto seducía a Steve–. Una cita. Sí, gracias.
2
Mientras Tom Billingsley guiaba a Mary, David, Ralph y el mayor novelista vivo de Norteamérica (al menos en opinión del novelista) por el callejón que separaba el Oeste Americano del Depósito de Pienso y Grano de Desesperación, el viento silbaba sobre ellos como el aire que escapa al abrir una gaseosa.
–No enciendan las linternas –aconsejo Ralph.
–Bien dicho –convino Billingsley–. Y cuidado aquí. Hay cubos de basura y un montón de latas y chatarra.
Rodearon la pila de latas y chatarra. Mary sofocó un grito cuando Marinville la cogió del brazo, sobresaltada en un primer momento porque no sabía quién la tocaba. Cuando vio junto a ella la melena larga y un tanto teatral, intentó zafarse.
–Ahórrese la caballerosidad. Ya me arreglo yo sola.
–Pero yo no –dijo Marinville, sin soltarla–. De noche no veo una mierda. Es como estar ciego.
Hablaba de un modo distinto. No exactamente con humildad –Mary tenía la impresión de que para John Marinville la humildad era tan inalcanzable como para algunas voces el do mayor– pero al menos como un ser humano. Le permitió sujetarse.
– ¿Ve algún coyote? –preguntó Ralph a Mary en un susurro.
Mary reprimió el impulso de responder con algún comentario mordaz; por lo menos no la había llamado «señora».
–No. Pero en realidad no veo nada a dos palmos de mi nariz.
–Se han marchado –dijo David, al parecer muy seguro de sí mismo–. Al menos de momento.
– ¿Cómo lo sabes? –preguntó Marinville.
David se encogió de hombros en la oscuridad.
–Simplemente lo sé.
Y Mary pensó que podían confiar en él. Hasta ese extremo había llegado aquella absurda situación.
Billingsley dobló una esquina. Una precaria valla corría paralela la pared trasera del cine, dejando un pasadizo de una anchura no mayor de un metro. El anciano avanzó despacio y con los brazos extendidos. Los otros lo siguieron en fila india; no había espacio para andar de dos en dos. Mary comenzaba a pensar que Billingsley los había llevado hasta allí para nada cuando de pronto el anciano veterinario se detuvo.
–Ya hemos llegado.
Se inclinó, y Mary vio que levantaba algo, en apariencia una caja de embalaje. La colocó sobre otra caja, y luego se subió a aquella improvisada plataforma con una mueca de dolor en el rostro. Se hallaba ante una sucia ventana de cristal opaco. Apoyó las manos en la parte inferior del cristal con los dedos abiertos como los brazos de una estrella de mar y empujó. Era una ventana basculante, y giro hacia el interior sobre su eje, dejando espacio suficiente para entrar.
–Es el servicio de señoras –informó–. Mucho cuidado. Hay cierta altura de la ventana al suelo.
Se volvió de medio lado y penetró; parecía un niño grande y arrugado al entrar en la cabaña del Club de los Cinco. Lo siguió David después su padre. A continuación se encaramó a la plataforma Johnny Marinville, y al ladearse estuvo a punto de caer. Realmente padecía una grave ceguera nocturna, pensó Mary, y tomó nota de que nunca debía montar en un coche conducido por aquel hombre. Ni en una moto. ¿Sería verdad que había cruzado el país en moto? Dios debía de apreciarlo mucho más de lo que ella lo apreciaría nunca.
Mary lo sujetó por la parte trasera del cinturón y lo ayudó a recobrar el equilibrio.
–Gracias –dijo Marinville, y en esta ocasión si pareció hablar con humildad. Después se introdujo torpemente por la ventana, resoplando y gruñendo, con largos mechones de pelo cayéndole en la cara.
Mary lanzó un fugaz vistazo alrededor, y por un momento oyó voces fantasmales en el viento.
«¿No lo has visto?» «Si he visto ¿que?» «En aquella señal. La señal de velocidad máxima.» «¿Que tenía de especial?» «¡Había un gato muerto!»
De pie sobre la caja de embalaje, pensó: Las personas que han pronunciado esas palabras son en efecto fantasmas, porque han muerto.
Yo tanto como él; es obvio que la Mary Jackson que emprendió este viaje ya no existe. La mujer que se encuentra aquí, detrás de este viejo cine, es otra persona.
Entregó la escopeta y la linterna a las manos que las aguardaban en el interior del cine, se volvió de medio lado y se deslizó ágilmente por encima del alfeizar de la ventana.
Ralph la sujetó por la cintura y la ayudo a bajar. David inspeccionaba el servicio de señoras con la linterna, manteniendo la mano ahuecada sobre el foco como si fuese una visera. El olor que flotaba en el ambiente, una mezcla de humedad, moho y alcohol, obligó a Mary a arrugar la nariz. En un rincón había una caja de cartón llena de botellas de whisky vacías. En una de las cabinas el inodoro había sido sustituido por un par de grandes cubos de plástico que contenían latas de cerveza. Aquello le recordó que necesitaba ir al cuarto de baño y que, pese al hedor de aquel lugar, tenía hambre. Era lógico. No había comido nada desde hacia casi ocho horas. Sin embargo la invadió un sentimiento de culpabilidad por tener hambre cuando Peter ya nunca más comería, y a la vez supuso que ese sentimiento no tardaría en desaparecer. Y si uno se paraba a pensar, eso era lo más horrible del caso. Precisamente eso.
– ¡Vaya, vaya! –exclamó Marinville, que había sacado su linterna de un bolsillo y alumbraba las abundantes reservas de cerveza–. Usted y sus amigos deben de correrse unas buenas juergas, Thomas.
–Limpiamos el cine de arriba abajo una vez al mes –dijo Billingsley a la defensiva–. Y no como los chicos que venían a hacer el vándalo en el piso de arriba hasta que finalmente, el invierno pasado, se desplomó la escalera de incendios. Nosotros no nos meamos en los rincones ni tomamos drogas.
Marinville observó la caja de cartón repleta de botellas vacías.
–Si además de todo ese whisky hubiesen tomado drogas –bromeo– probablemente habrían explotado.
–Perdone, pero ¿dónde se puede orinar? –intervino Mary–. Porque empiezo a necesitar con urgencia una visita al baño.
–Encontrara un urinario portátil en el servicio de caballeros, según se sale a la derecha. Es una de esas sillas con orinal que utilizan en los hospitales. También eso lo limpiamos –explicó Billingsley, y lanzo a Marinville una mirada entre hostil y tímida.
Mary intuyó que Marinville estaba preparándose para arremeter contra Billingsley. Quizá el anciano también lo presentía. ¿Y por que? Porque la gente como Marinville necesita siempre un blanco para sus pullas, y entre los presentes el veterinario era el más vulnerable.
–Disculpe, Johnny, ¿podría prestarme la linterna? –dijo Mary, tendiendo la mano.
Johnny la miró con recelo, pero se la entregó. Mary le dio las gracias y se dirigió hacia la puerta.
– ¡Uau! ¡Genial! –susurró David, y Mary se detuvo.
El chico iluminaba con la linterna una de las pocas porciones de pared donde los azulejos permanecían casi intactos. Allí alguien había dibujado un barroco pez con rotuladores de distintos colores. Era una de esas criaturas semimitológicas de ancha cola que se pintaban a veces sobre las olas en las cartas de navegación muy antiguas. Sin embargo, aquel pez que nadaba en la pared sobre el destartalado distribuidor de toallas de papel tenía algo de horripilante, de monstruoso; con sus ojos azules a lo Betty Boop, sus agallas rojas y su aleta dorsal amarilla, resultaba a la vez simpático y exuberante. En aquel ambiente oscuro y fétido, el pez parecía casi un milagro. Sólo uno de los azulejos que abarcaba el dibujo se había desprendido, llevándose consigo la mitad inferior de la cola.
–Señor Billingsley, ¿ha sido usted...? –empezó a preguntar David.
–Si, hijo –lo interrumpió Billingsley, desafiante y al mismo tiempo incómodo–. Lo dibuje yo. –Miró a Marinville–. Probablemente estando borracho.
Mary se preparó para una mordaz respuesta de Marinville, pero este la sorprendió.
–Yo también he dibujado peces en mis momentos de ebriedad. No con rotuladores sino con palabras, pero supongo que en esencia es lo mismo. No esta nada mal, Billingsley. Pero ¿por que aquí? ¿Por que precisamente aquí?
–Porque me gusta este sitio –respondió el anciano con notable pudor–. En especial desde que no vienen los chicos. No es que nos molestasen aquí abajo; ellos preferían la galería. Le parecerá un disparate, pero no me importa. Aquí vengo con mis amigos desde que me jubilé y abandoné mi puesto en la Comisión Municipal. Espero con ilusión las veladas que paso con ellos. Esto no es más que un viejo cine. Hay ratas y las butacas están enmohecidas, pero ¿que más da? Es asunto nuestro, ¿no? Asunto nuestro. Aunque ahora supongo que están todos muertos. Dick Onslo, Tom Kincaid, Cash Lancaster. Mis viejos compinches. –Dejó escapar un ronco y sobrecogedor sollozo, como el graznido de un cuervo, y Mary se sobresaltó.
– ¿Señor Billingsley? –dijo David. El anciano lo miró–. ¿Cree que ha matado a todos los habitantes del pueblo?
– ¡Eso es absurdo! –prorrumpió Marinville.
Ralph le tiró de un brazo como si fuese el freno de emergencia de un tren.
–Calle.
Billingsley, mirando todavía a David, se frotó las ojeras con sus dedos largos y torcidos.
–Creo que es muy posible –afirmó, y dirigió a Marinville una mirada fugaz–. Creo que al menos lo ha intentado.
– ¿Cuanta gente vive aquí? –preguntó Ralph.
– ¿En Desesperación? Ciento noventa personas, quizá doscientas. Contando los nuevos trabajadores de la compañía minera que han empezado a instalarse en el pueblo, tal vez cincuenta o sesenta más. Aunque es difícil saber cuantos estaban aquí y cuantos en la mina.
– ¿La mina? –preguntó Mary.
–La Mina de los Chinos. La que han reabierto. Por el cobre.
–No me diga que un solo hombre, aún tratándose de un toro como ese, ha matado a doscientas personas –dijo Marinville– porque, sintiéndolo mucho, no me lo trago. Creo como el que más en el espíritu emprendedor del pueblo norteamericano, pero eso no tiene pies ni cabeza.
–Bueno, quizá se le hayan escapado algunos en la primera pasada – comentó Mary–. ¿No nos ha contado que cuando lo traía hacia aquí ha atropellado a un hombre en la calle? ¿Que lo ha atropellado y lo ha matado?
Marinville la miró ceñudo.
–Pensaba que tenía que ir a mear.
–Tengo unos riñones muy resistentes. Eso ha hecho, ¿no? Ha atropellado a un hombre en la calle. Usted nos lo ha contado.
–Si, es verdad. Rancourt, se llamaba. Billy Rancourt.
– ¡Dios mío! –exclamó Billingsley, cerrando los ojos.
– ¿Lo conocía? –preguntó Ralph.
–En un pueblo de este tamaño nos conocemos todos. Billy trabajaba en el depósito de pienso y cortaba el pelo en su tiempo libre.
–Muy bien, sí, Entragian ha atropellado a ese Rancourt en la calle; lo ha atropellado como si fuese un perro. –Marinville parecía alterado–. Estoy dispuesto a aceptar que Entragian puede haber matado a mucha gente. Sé de lo que es capaz.
– ¿De verdad lo sabe? –murmuro David, y todos se volvieron hacia él. El chico desvió la mirada y contempló el pez que flotaba en l pared.
–Para un hombre matar centenares de personas... –Marinville se interrumpió, como si hubiese perdido el hilo–. Incluso si lo hizo de noche...
–Quizá no haya actuado solo –adujo Mary–. Quizá lo hayan ayudado los buitres y los coyotes.
Marinville busco argumentos en contra de esa idea –pese a la oscuridad Mary advirtió sus esfuerzos–, pero al final desistió. Exhalo un suspiro y se frotó la sien como si le doliese.
–De acuerdo, es una posibilidad. El pajarraco más asqueroso del mundo ha intentado arrancarme el cuero cabelludo por orden de Entragian, eso me consta que ha ocurrido. Así y todo...
–Es como la historia del Ángel Exterminador en el Éxodo –intervino David–. Los israelitas tuvieron que poner sangre en las puertas para avisar que ellos eran los buenos, ¿lo sabían? Sólo que aquí Entragian es el Ángel Exterminador. Y si es así, ¿por que ha pasado de largo al llegar a nosotros? Podría habernos matado tan fácilmente como a Bombón o a su marido, Mary. –Se volvió hacia el anciano–. Si ha matado a los demás habitantes del pueblo, ¿por que no lo ha matado a usted ?
Billingsley hizo un gesto de incomprensión.
–No lo sé. Yo estaba en casa durmiendo la mona. Llegó en el coche patrulla nuevo... Dios, el mismo que yo ayude a elegir... y me detuvo. Me metió en la parte trasera del coche y me llevó al calabozo. Le pregunté por que, que había hecho, pero no se dignó contestar. Le supliqué. Lloré. Aún no sabía que estaba loco, ¿cómo iba a saberlo? No hablaba, pero no daba señales de locura. Empecé a sospecharlo más tarde, pero al principio creí que había cometido algún delito durante la borrachera y no lo recordaba. Quizá que había salido en coche y había atropellado a alguien. Una... una vez me pasó.
– ¿Cuando fue a buscarlo? –preguntó Mary.
Billingsley tuvo que pensar la respuesta.
–Anteayer. Poco antes de la puesta de sol. Estaba acostado. Me dolía la cabeza y me disponía a levantarme con la idea de tomar algo para la resaca. Un aspirina, y un poco más del veneno que me había dejado en aquel estado a modo de antídoto. Llegó y me sacó de la cama. Yo sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Me dejó vestirme, incluso me ayudó. Pero no me permitió tomar un trago a pesar de que temblaba de la cabeza a los pies, y no me explicó por que me detenía. –Guardó silencio por un momento. Seguía frotándose las ojeras. Aquel gesto ponía nerviosa a Mary–. Después, cuando ya me había encerrado en la celda, me llevó una cena caliente. Se sentó en el escritorio durante un rato y me habló. Entonces empecé a pensar que se había vuelto loco, porque sólo decía cosas sin sentido.
–«Veo agujeros como ojos» –dijo Mary.
Billingsley asintió con la cabeza.
–Sí, cosas así. «Tengo la cabeza llena de mirlos», ésa es otra frase que recuerdo. Y otros muchos disparates que ya he olvidado. Eran como los pensamientos del día de un calendario, pero escritos por un loco.
–Salvo por el hecho de que usted es del pueblo, su situación es idéntica a la nuestra – comentó David–. Y como nosotros, tampoco sabe por que lo ha dejado con vida.
–Si, así es.
– ¿Y a usted cómo lo ha atrapado, señor Marinville? –preguntó David.
Marinville contó que el policía había detenido el coche patrulla detrás de su moto mientras orinaba y contemplaba el paisaje en el lado norte de la carretera, y que en un primer momento se había mostrado amable.
–Hemos hablado de mis libros –dijo–. Creía que era un admirador. Incluso iba a darle un jodido autógrafo, y perdona la expresión, David
–No tiene importancia. ¿Ha pasado algún coche mientras hablaban? Supongo que sí, ¿verdad?
–Unos cuantos, sí, creo que sí, y un par de camiones. En realidad yo no prestaba atención al tráfico.
–Y sin embargo el no ha molestado a ningún otro conductor.
–No.
–Sólo se ha fijado en usted.
Marinville miró al chico pensativamente.
–También lo ha elegido –insistió David.
–Bueno, quizá. No podría asegurarlo. Todo ha ido bien hasta que ha encontrado la droga.
Mary levantó las manos.
–Eh, eh, un momento.
Marinville la miró.
–Esa droga que llevaba...
–No se confunda; no era mía. ¿Acaso cree que cruzaría el país en una Harley con una bolsa de hierba en las alforjas? Puede que este mal de la cabeza, pero no tanto.
Mary se echó a reír. Con las contorsiones aumentó su necesidad de vaciar la vejiga, pero no podía evitarlo. Aquello era demasiado perfecto, demasiado redondo.
– ¿Llevaba la bolsa un adhesivo de una cara sonriente? –preguntó. Ya conocía la respuesta, pero de todos modos deseaba oírla de labios de Marinville–. Un Mr. Smiley.
– ¿Cómo lo sabe? –dijo Marinville con expresión de perplejidad.
Por un momento, a la luz de las linternas, pareció el vivo retrato del cantante Arlo Guthrie, y la risa de Mary se convirtió en carcajadas. Se dio cuenta de que si no iba pronto al baño, se mojaría las bragas.
–Po-porque esa bolsa de droga salió de nuestro ma-maletero– contesto Mary, sujetándose el estomago–. Pe-pertenecía a mi cu-cuñada. La pobre es un ca-caso perdido. Puede que Entragian este lo-lo-loco, pero al menos re-re-recicla... Discúlpeme pero he de irme, o tendré un accidente.
Salió al pasillo, se dirigió hacia la derecha y lo que vio al abrir la puerta del servicio de caballeros la hizo reír aún con mayor fuerza.
Colocado en el centro del cubículo como el trono de una ópera bufa, había un inodoro portátil con un saco de lona suspendido de un bastidor metálico bajo el asiento. Decoraba una de las paredes laterales otro dibujo en rotulador, creado obviamente por la misma mano que el pez. Este era un caballo a galope tendido. Expulsaba humo por las narices y en sus ojos destellaba un siniestro brillo ígneo. Parecía dirigirse a una pradera situada al este del sol y al oeste del lavamanos. La pared conservaba todos sus azulejos, pero en su mayoría estaban desencajados y medio levantados; en esa irregular superficie, el caballo ondulaba como la imagen de un sueño.
Fuera ululaba el viento. Mientras Mary se bajaba el pantalón y se sentaba en el frío asiento del inodoro portátil, recordó de pronto que a veces Peter se tapaba la boca con la mano cuando se reía –el pulgar a un lado y el índice al otro–, como si la risa lo hiciese más vulnerable; y súbitamente, sin transito intermedio, Mary pasó de la risa al llanto.
Que poco sentido tenía todo aquello: viuda a los treinta y cinco años, fugitiva en un pueblo lleno de cadáveres, sentada en un inodoro portátil en medio del servicio de caballeros de un cine abandonado, meando y llorando al mismo tiempo, meando y gimiendo y contemplando una siniestra bestia dibujada en una pared tan combada que parecía una visión subacuatica. Que poco sentido tenía estar tan asustada, y verse privada del dolor por la firme y brutal determinación de sobrevivir a toda costa, como si Peter nunca hubiese significado nada para ella, como si fuese una nota a pie de página.
Y que poco sentido tenía aquella sensación de hambre en el estómago... pero allí estaba.
– ¿Por que esta ocurriendo esto? ¿Por que me ha tocado a mí? –susurró, y hundió la cara entre las manos.
3
Si Steve o Cynthia hubiesen ido armados, probablemente habrían disparado contra ella.
Pasaban ante el Bud's Sud (en el letrero de neón de la cristalera se leía DISFRUTE DEL JUEGO EN NUESTRA COMPAÑÍA) cuando se abrió la puerta del establecimiento contiguo –la lavandería–una mujer salió precipitadamente. Steve vio solo una silueta oscura y blandió la palanca de hierro.
– ¡No! –exclamó Cynthia, sujetándole la muñeca–. ¡No lo hagas!
La mujer –en un primer momento Cynthia solo vio que tenía abundante cabello oscuro y la piel muy blanca– se abalanzó sobre Steve, lo agarró por los hombros y acercó su cara a la de él. Cynthia dudaba que se hubiese dado cuenta de que Steve blandía una palanca.
Ahora le preguntará si ha encontrado a Jesuuus, pensó Cynthia. Cuando te agarran de esa forma, nunca es Jesús sino Jesuuus.
Pero naturalmente la mujer no era una evangelista ni fueron ésas sus palabras.
–Tenemos que salir de aquí –dijo con voz ronca–. Ahora mismo.
Dirigió una breve mirada a Cynthia y la descartó como posible ayuda para concentrarse de nuevo en Steve. Cynthia había visto antes aquella actitud y no se ofendió. En situaciones difíciles cierta clase de mujeres sólo tenían ojos para los hombres. Unas veces se debía a la educación que habían recibido; otras, las más, lo llevaban impreso sus preciosos circuitos de Barbie.
Pese a la oscuridad y el polvo que flotaba en el aire, Cynthia la veía ahora con mayor claridad. Era mayor que ella (treinta años por lo menos), parecía inteligente y no carecía de encantos. Sus largas piernas asomaban bajo un vestido corto que llevaba con poca gracia, como si de hecho no estuviese acostumbrada a los vestidos. Sin embargo no era ni mucho menos torpe, a juzgar por como se movió cuando Steve retrocedió, sin despegarse de el, como si bailasen.
– ¿Tiene un coche? –pregunto con tono apremiante.
–Un camión, pero no sirve de nada– contesto Steve–. La carretera que sale del pueblo esta cortada.
– ¿Cortada? ¿Como?
–Han atravesado en medio tres caravanas –explico Steve.
– ¿A que altura?
–Cerca del barracón de la compañía minera–dijo Cynthia–, pero ese no es el único problema. Ha muerto mucha gente...
–A mi me lo va a contar –la interrumpió la mujer, y soltó una estentórea carcajada–. Collie se ha vuelto loco. Con mis propios ojos lo vi matar a media docena de personas. Los persiguió con el coche patrulla y los mato a tiros en plena calle. Como si fuesen ganado. –Mantenía agarrado a Steve y lo sacudía como si le reprendiese, pero su mirada estaba en otra parte–. No podemos quedarnos en la calle. Si nos ve... Entren en la lavandería; estaremos a salvo. Llevo aquí metida desde ayer por la mañana. Entró una vez. Me escondí bajo el escritorio de la oficina. Notó el olor de mi perfume, y pensé que me encontraría... que rodearía el escritorio y me encontraría... pero no se acercó. No fue capaz de guiarse por el olor. ¡Quizá tenga la nariz tapada! –se echo a reír (era una risa histérica) y de pronto se dio una bofetada para obligarse a callar. Resultó gracioso y sorprendente a la vez, uno de esos gestos que hacían a veces los personajes de los dibujos animados de la Warner.
Cynthia movió la cabeza en un gesto de negación.
–A la lavandería no. Al cine. Allí nos espera otra gente.
–Vi su sombra –dijo la mujer. Seguía aferrada a Steve y acercaba a él la cara en una actitud casi de intimidad, como si creyese que eran Humphrey Bogart e Ingrid Bergman ante una cámara con filtro difusor–. Su sombra se proyectó por encima del escritorio y la vi en el suelo junto a mí. Estaba segura... pero no me encontró. En la lavandería estaremos a salvo mientras pensamos como...
Cynthia alargó el brazo, cogió a la mujer por la barbilla y la obligó a mirarla.
– ¿Que hace? –pregunto ella, indignada–. ¿Que demonios hace?
–Atraer su atención, espero.
Cynthia retiró la mano, y de inmediato la condenada mujer volvió la cara hacia Steve, sin más voluntad que una flor al girar el tallo para seguir al sol, y continúo con su atropellada narración.
–Estaba bajo el escritorio... y... y... tenemos que... escuchar, tenemos que...
Cynthia de nuevo alargó el brazo, agarró a la mujer por la barbilla y la hizo volver la cara hacia ella.
–Cariño, atiende. El cine. Allí nos espera otra gente.
La mujer arrugó la frente como si tratase de descifrar las palabras de Cynthia. Luego miró por encima del hombro de Cynthia hacia la marquesina del Oeste Americano.
– ¿En el viejo cine?
–Si.
– ¿Seguro? Anoche intente abrir y no pude. Las puertas están cerradas con llave.
–Tenemos que ir por detrás –aclaro Steve–. Nos espera un amigo mío, y ahí es donde nos ha dicho que fuésemos.
– ¿Como ha podido decírselo? –pregunto la mujer del pelo oscuro con manifiesto recelo, pero cuando Steve empezó a andar en dirección al cine, lo siguió. Cynthia se situó junto a ella–. ¿Como ha podido decírselo?
–Por un teléfono móvil –respondió Steve.
–Por lo general en esta zona no funcionan bien –dijo la mujer del pelo oscuro–. Hay demasiados yacimientos minerales.
Pasaron bajo la marquesina del cine (una bola de rastrojo atrapada en el ángulo formado por la taquilla y la puerta de la izquierda restallaba como una maraca) y se detuvieron en la esquina.
–Éste es el callejón –dijo Cynthia, y se dispuso a adentrarse en él.
La mujer se quedó atrás, mirando alternativamente a Steve y Cynthia con expresión ceñuda.
– ¿Quien es ese amigo? ¿Quienes son esas otras personas? –preguntó–. ¿Como han llegado hasta aquí? ¿Como es que ese cabrón de Collie no los ha matado?
–Dejemos eso para más tarde –dijo Steve, y la cogió del brazo.
La mujer se resistió, y cuando volvió a hablar la voz apenas le salía.
–Me llevan a donde esta el, ¿verdad?
–Oiga, ni siquiera sabemos a quién se refiere –intervino Cynthia–. Dése prisa, por amor de Dios!
–Se oye un motor –advirtió Steve, ladeando la cabeza–. Viene del sur, creo. Y viene en esta dirección, eso sin duda.
–Es él –susurró la mujer con los ojos desorbitados–. Es él. –echó un vistazo atrás, como si añorase la seguridad de la lavandería, pero de pronto se decidió y corrió hacia el callejón.
Cuando llegaron al pasadizo que discurría entre la valla y la pared posterior del cine, Cynthia y Steve tuvieron que apresurarse para no quedar rezagados.
4
– ¿Están seguros...? –empezó a preguntar la mujer, pero en ese momento parpadeo una linterna desde una ventana del edificio unos metros más adelante.
Avanzaron en fila india por el pasadizo, Steve en medio, precedido por la mujer de la lavandería y seguido de Cynthia. Las cogió a las dos de la mano; la mujer del pelo oscuro la tenía muy fría, y Cynthia mucho más caliente en comparación. La linterna volvió a parpadear, esta vez enfocando dos cajas de embalaje apiladas.
–Sube ahí y entra por la ventana –susurro una voz.
Steve se alegro de oírla.
– ¿Jefe?
–Yo mismo. –Marinville parecía sonreír–. Te queda muy bien el mono; es tan masculino... Entra, Steve.
–No estoy solo. Somos tres.
–Cuantos más seamos, más reiremos.
La mujer del pelo oscuro se remango la falda para trepar a las cajas, y Steve vio que el jefe recreaba la mirada en ella. Por lo visto ni el Apocalipsis cambiaba ciertas cosas.
Steve ayudo a subir a Cynthia y luego se encaramó él a la ventana.
Desde el alfeizar se volvió e, inclinándose, empujó la segunda caja hasta hacerla caer. Ignoraba si bastaría con eso para engañar al individuo que tanto asustaba a la mujer del pelo oscuro en caso de que fuese a husmear por allí, pero no estaba de más intentarlo.
Se descolgó hasta el suelo, miró alrededor y vio que se hallaba en una guarida de borrachos donde las hubiera. A continuación abrazó al jefe. Marinville se echo a reír, sorprendido y a la vez complacido.
–Sin lengua, Steve, insisto.
Steve cogió a Marinville por los hombros y sonrió.
–Pensaba que habías muerto. Hemos encontrado la moto enterrada en la arena.
– ¿La has encontrado? –dijo Marinville con franca satisfacción– ¡Hijo de puta!
– ¿Que te ha pasado en la cara?
Marinville se colocó el foco de la linterna bajo el mentón, y su rostro desfigurado y pálido semejó una máscara salida de una película de terror. Tenía la nariz como si le hubiese pasado un camión por encima. Su sonrisa, aunque alegre, empeoraba aún más su aspecto.
– ¿Crees que si diera una conferencia en el Pen Club con esta pinta conseguiría por fin que esos gilipollas prestasen atención?
– ¡Dios mío! –exclamo Cynthia, horrorizada–. Alguien se ha ensañado con usted.
–Entragian –precisó Marinville con súbita seriedad–. ¿Os habéis tropezado con el?
–No –contesto Steve–. Y a juzgar por lo que he oído y visto hasta momento, prefiero no encontrármelo.
La puerta del servicio se abrió con un chirrido de bisagras, y apareció un niño de pelo corto y piel blanca con una camiseta de los Indians de Cleveland manchada de sangre. Llevaba una linterna en la mano, y enfocó las caras de los recién llegados una por una. En la mente de Steve todo encajó de pronto como las piezas de un puzzle; supuso que la camiseta del chico era el elemento clave.
– ¿Usted es Steve? –preguntó el chico.
Steve asintió con la cabeza.
–Si. Steve Ames. Y ésta es Cynthia Smith. Y tú debes de ser mi amigo el del teléfono.
El chico esbozo una sonrisa triste.
–Tu llamada no ha podido ser más oportuna, David. Nunca imaginarias lo oportuna que ha sido. Te llamas David Carver, ¿no?
Steve dio un paso al frente y estrechó la mano al chico, complacido al ver la expresión de sorpresa en su rostro. Bien sabía Dios lo mucho que él lo había sorprendido antes con su llamada.
– ¿Como ha averiguado mi apellido? –pregunto David.
Cuando Steve se hizo a un lado, Cynthia se acercó al chico y le dio también ella un firme apretón de manos.
–Hemos encontrado vuestra caravana o casa rodante o como se llame –explico Cynthia–. Steve ha echado un vistazo a tus cromos de béisbol.
–Con franqueza, David –dijo Steve–, ¿crees que los Indians ganarán alguna vez el campeonato?
–Me trae sin cuidado, siempre y cuando pueda verlos jugar otra vez –respondió David con un amago de sonrisa en los labios.
Cynthia se volvió hacia la mujer de la lavandería, la que ha¬brían abatido a tiros si hubiesen ido armados.
–Y ésta es...
–Audrey Wyler –se presentó la mujer–. Soy geóloga y traba¬jo para la compañía minera Diablo. O trabajaba. –Echó un vistazo al servicio de señoras con los ojos muy abiertos y expresión atur¬dida, reparando en la caja de cartón llena de botellas de whisky vacías, los cubos repletos de latas de cerveza y el fabuloso pez que nadaba en los azulejos sucios de la pared–. Ahora ya no sé qué soy ni qué hago aquí. Me siento como un pedazo de carne pasada.
Mientras hablaba se giró poco a poco hacia Marinville, y aca¬bó dirigiéndose sólo a él como antes había hecho con Steve fren¬te a la lavandería.
–Tenemos que salir del pueblo –dijo, volviendo sobre su guión original–. Según su amigo, la carretera está cortada, pero yo conozco otra. Va desde la zona de carga y descarga que se encuen¬tra al pie del terraplén hasta la interestatal 50. Está en muy mal estado, pero la compañía tiene varios todoterrenos en la mina, una media docena...
–No me cabe duda que eso nos resultará muy útil, pero ha¬brá que dejarlo para más tarde –la interrumpió Marinville, em¬pleando un tono amable y profesional que Steve reconoció de inmediato. De aquel modo hablaba a las mujeres (eran invariable¬mente mujeres, por lo general de entre cincuenta y sesenta años) que asistían a sus conferencias literarias, o «bombardeos culturales», como él las llamaba–. Primero tenemos que aclarar unas cuantas cuestiones. Vamos a la platea del cine. Hay allí un mon¬taje curioso. Les sorprenderá.
– ¿Es usted idiota, o qué? –saltó Audrey Wyler–. No hay nada que aclarar. Lo que tenemos que hacer es marcharnos de aquí. Por lo visto no entiende el alcance de lo que ha ocurrido aquí. Ese hombre, Collie Entragian…
Marinville levantó la linterna y se iluminó la cara por un momento, permitiendo a la mujer observarlo con detalle.
–He tenido ocasión de conocer a ese hombre, como puede ver y entiendo de sobra el alcance de la situación. Vamos a la platea, señorita Wyler, y allí hablaremos. Me hago cargo de su impaciencia, pero es por bien de todos. Los carpinteros tienen un dicho: mide dos veces corta una. Es un dicho inteligente. ¿De acuerdo?
La mujer no pareció muy contenta, pero cuando Marinville se dirigió hacia la puerta, lo siguió. Lo mismo hicieron David, Steve y Cynthia. Fuera el viento aullaba en torno al cine, y éste gemía desde más profundas junturas.
5
La oscura silueta de un coche –un coche con un bastidor para luces el techo– avanzaba despacio hacia el norte a través del ululante viento, alejándose de la lóbrega muralla que se alzaba al sur de Desesperación. Llevaba los faros apagados; la criatura sentada al volante veía bien en la oscuridad, incluso si esa oscuridad resultaba impenetrable a causa del polvo y la arena.
El coche pasó ante la bodega que se hallaba en el límite sur del pueblo. El letrero caído donde se anunciaba COMIDA MEJICANA estaba cubierto de arena casi por completo; lo único que se leía a la tenue luz de la bombilla de la entrada era IDA MEJ. El coche patrulla siguió lentamente por la calle principal hasta el ayuntamiento, entró en el aparcamiento contiguo y ocupó la plaza donde había estado a antes. Tras el volante, la figura enorme y encorvada que llevaba ceñida la bandolera con la insignia policial, cantaba monótonamente una vieja canción: «Bailaremos, nena, y entonces verás la magia que hay en la música, y la música que hay en mi...»
La criatura que conducía el Caprice apago el motor y permaneció inmóvil en el asiento. Mantenía la cabeza gacha y tamborileaba con los dedos en el volante. Un buitre surgió del polvo y, rectificando en el último instante su descenso para contrarrestar el impulso del viento, se posó en el capó del coche patrulla. Lo siguieron otros dos. El tercero graznó a sus compañeros y dejó caer un grueso chorro de excrementos en el capó.
Formaron en línea con la vista fija en el sucio parabrisas.
–Los judíos deben morir –dijo la criatura sentada al volante del Caprice–. Y los católicos. Y también los mormones. Tak.
Se abrió la puerta del coche. Asomó un pie y luego otro. La figura que llevaba la bandolera se irguió y cerró la puerta. Sostenía en una mano la escopeta que la mujer, Mary, había cogido del escritorio. Dobló la esquina y se dirigió a la puerta del ayuntamiento. Allí dos coyotes flanqueaban la entrada. Al ver acercarse a la criatura emitieron nerviosos gañidos y se encogieron, esbozando serviles sonrisas caninas. La criatura pasó entre ellos sin mirarlos siquiera.
Al llegar a la puerta se detuvo en seco. Estaba entornada. El viento casi la había cerrado, pero estaba entornada.
– ¿Que carajo pasa aquí? –masculló, y abrió la puerta. Empuñó la escopeta con las dos manos y corrió escalera arriba.
En el rellano yacía un coyote muerto. La puerta que conducía a las celdas también estaba abierta. La criatura que empuñaba la escopeta entró en la sala, y aunque sabía ya lo que encontraría, no pudo reprimir un rugido de rabia al ver confirmada su sospecha. Fuera, ante la entrada del ayuntamiento, los dos coyotes gañeron, orinaron y se revolcaron por el suelo. En el coche patrulla los buitres, al oír el bramido de la criatura, agitaron las alas nerviosamente, casi alzándose del capó y volviéndose a posar, y lanzaron picotazos al aire.
Arriba todas las celdas estaban abiertas y vacías.
–Ese chico –murmuró la criatura, inmóvil en el umbral de la puerta–. Y ese asqueroso drogadicto.
Contempló la sala vacía un instante más y después entró lentamente. Sus ojos se movían de un lado a otro en el rostro inexpresivo. Pese a sus anchas espaldas la bandolera se le deslizaba ligeramente hombro abajo. El anterior propietario tenía mayor envergadura. La mujer que Collie Entragian se había llevado de una de las celdas medía un metro sesenta y ocho de estatura y pesaba cincuenta y siete kilos. La criatura que empuñaba el arma parecía la hermana mayor de esa mujer: un metro noventa, complexión fuerte, y unos noventa kilos. Vestía un mono de trabajo que había encontrado en un cobertizo de material de lo que la compañía minera llamaba Serpiente de Cascabel Número Dos y los lugareños conocían como la Mina de los Chinos desde hacia más de cien años. El mono le apretaba un poco en el pecho y la cadera, pero era más cómodo que la anterior ropa de aquel cuerpo. Esa ropa le resultaba ya tan inútil como los antiguos deseos e inquietudes de Ellen Carver. De Entragian conservaba la bandolera, la insignia y revolver que llevaba al cinto.
¿Por que no iba a conservarlos? Al fin y al cabo ahora Ellen Carver representaba la ley al oeste del Pecos. Era su trabajo, y que Dios librase a cualquiera que intentara interferirse en su camino.
Por ejemplo, su anterior hijo.
Sacó una estatuilla del bolsillo superior del mono. Era una araña tallada en piedra gris. Cuando Ellen la sostuvo en la palma de su mano se decantó hacia la izquierda como si estuviese borracha (le faltaba una pata), pero eso no le restaba fealdad ni malevolencia. Los picados ojos, de un tono violáceo a causa del hierro fusionado con la piedra en las incandescentes entrañas de la tierra millones de años atrás, sobresalían por encima de las maxilas abiertas, y entre estas asomaba una lengua que no era una lengua sino la cabeza sonriente de un coyote. El dorso de la araña recordaba vagamente un violín.
–Tak! –dijo la criatura, de pie junto al escritorio. Tenía el rostro blando y flácido, una cruel imitación de la cara de la mujer que diez horas antes leía un cuento a su hija y compartía con ella una taza de leche con cacao. Miraba con ojos alertas y malignos, unos ojos siniestramente parecidos a los de la araña que sostenía en la palma de su mano. De pronto cogió la estatuilla con la otra mano y la levantó sobre su cabeza, exponiéndola a la luz del plafón colgado del techo–. Tak ah wan. Tak ah lah. Mi him, en tow. En tow.
De inmediato empezaron a aparecer arañas reclusas por el hueco de la escalera, las grietas del rodapié, los rincones oscuros de las celdas vacías. Formaron un círculo en torno a la criatura, que lentamente bajó la araña de piedra y la dejó en el escritorio.
–Tak! –exclamó en un susurro–. Mi him, en tow.
Una visible agitación recorrió el círculo de atentas arañas. Había quizá cincuenta en total, en su mayoría no mayores que ciruelas pasas. A continuación la formación circular se rompió, y las arañas se encaminaron hacia la puerta en fila de a dos. La criatura que había sido Ellen Carver hasta que Collie Entragian la llevo a la Mina de los Chinos las observo mientras partían. Luego se guardo la talla de piedra en el bolsillo.
–Los judíos deben morir –dijo a la habitación vacía–. Los católicos deben morir. Los admiradores de Grateful Dead deben morir. –guardó silencio por un instante. Después añadió–: Y los pequeños meapilas también deben morir.
Cruzó los brazos de Ellen Carver ante el pecho de Ellen Carver y empezó a tamborilear pensativamente con los dedos de Ellen Carver en las clavículas de Ellen Carver.
TERCERA PARTE
EL OESTE AMERICANO:
SOMBRAS LEGENDARIAS.
I
1
– ¡Santo cielo! –exclamó Steve–. Esto es increíble.
– ¿Increíble? Jodidamente raro, diría yo –replico Cynthia, y echó un vistazo alrededor para ver si había ofendido al anciano, pero Billingsley no estaba presente en ese momento.
–Jovencita –dijo Johnny–, raro es el bacalao, el único invento cuyo merito puede atribuirse tu generación. Esto no es raro; de hecho es precioso.
–Raro –repitió Cynthia, pero sonreía.
Johnny supuso que el Oeste Americano había sido construido en la posguerra, cuando los cines no eran ya los superpalacios de los años veinte y treinta pero mucho antes de que las galerías comerciales y las multisalas los convirtiesen en cajas de zapatos con equipos Dolby. Billingsley había encendido los focos situados sobre la pantalla y las luces de lo que antiguamente se habría llamado el foso de la orquesta.
La sala era amplia pero acogedora. En las paredes había candelabros eléctricos vagamente art déco, pero ahí acababan los detalles ornamentales. La mayoría de las butacas seguían en su sitio, pero el tapizado rojo estaba descolorido y deshilachado y despedía un intenso olor a moho. La pantalla era un enorme rectángulo blanco donde en otro tiempo Rock Hudson debió de abrazar a Doris Day, y Charlton Heston competir en una carrera de cuadrigas con Stephen Boyd. Medía unos doce metros de largo por seis de alto; desde donde Johnny se hallaba parecía la pantalla de un autocine.
Frente a la pantalla había un escenario, una especie de vestigio arquitectónico de otra época, imaginó Johnny, pues seguramente los espectáculos de variedades ya habían pasado a la historia cuando se construyó aquella sala. ¿Lo habrían usado alguna vez? Probablemente. Para discursos electorales, ceremonias de graduación del instituto o quizá incluso para la final del concurso de ortografía del condado. Pero al margen de cuál hubiese sido su utilidad en el pasado, los asistentes a esos pintorescos actos rurales difícilmente habrían adivinado cual sería la función última de aquel escenario.
Johnny echó una ojeada alrededor, ya un poco preocupado por Billingsley, y vio que el anciano se acercaba por el estrecho y corto pasillo que comunicaba los servicios con los bastidores, donde se encontraba reunido el resto del grupo. El viejo debe de tener guardada una botella, y ha ido a echar un trago, eso es todo, pensó Johnny, pero no olió a alcohol cuando Billingsley pasó por su lado, y ese era un olor que nunca se le escapaba desde que había dejado la bebida.
Siguieron a Billingsley hacia el escenario –el grupo que Johnny denominaba para si (y no sin cierto afecto) Asociación de Supervivientes de Collie Entragian–, acompañados del eco de sus pisadas y de sus alargadas sombras. Con la tenue luz que caía sobre ellos lateralmente, sus cuerpos proyectaban sombras alargadas e imprecisas. Billingsley había encendido los focos de la pantalla y el foso mediante los interruptores de una caja que formaba parte del armario de contadores situado junto a la entrada izquierda del escenario. Por encima de las raídas butacas la luz se difuminaba rápidamente y hacia las invisibles alturas ascendían sólo sombras. Mas arriba, y también en los cuatro costados del edificio, soplaba el viento del desierto. El sonido que producía helaba la sangre a Johnny; sin embargo no podía negar que a la vez poseía un extraño encanto, aunque ignoraba en que residía ese encanto.
Vamos, no mientas, se dijo. Si lo sabes. Y Billingsley y sus amigos lo sabían también; por eso venían aquí. Dios te ha dotado de los oídos necesarios para percibir ese sonido, y una sala como esta actúa como un eficaz amplificador. Uno lo oye incluso mejor sentado en el escenario en compañía de sus viejos compinches, rodeado de sombras legendarias y brindando por el pasado. Ese sonido proclama que rendirse no es malo, que rendirse es de hecho la única opción razonable.
Ese sonido habla de la atracción del vacío y los placeres de la nada.
En medio del polvoriento escenario había una sala de estar: sillones, sofás, lámparas de pie, una mesita de centro, e incluso un televisor. Todo el mobiliario se hallaba sobre un extenso pedazo de moqueta. Parecía una exposición de la sección de muebles de unos grandes almacenes. Johnny pensó que si Eugene Ionesco hubiese escrito el guión de un episodio de Dimensión desconocida, probablemente habría creado un escenario como aquel. Un bar de roble ahumado dominaba la decoración. Johnny lo acarició con la mano mientras Billingsley encendía las lámparas una tras otra. Johnny advirtió que los cables eléctricos pasaban a través de pequeños orificios abiertos en la parte inferior de la pantalla, y que los contornos de estos orificios habían sido asegurados con cinta adhesiva para evitar que se extendiesen.
Billingsley señaló el bar con el mentón.
–Eso lo conseguimos en una subasta. Procedía de un rancho cercano. Buzz Hansen y yo nos pusimos de acuerdo y lo sacamos por diecisiete pavos. ¿No es increíble?
–Pues si, francamente –dijo Johnny, intentando imaginar cuanto cobrarían por una pieza como aquella en alguna de las elegantes tiendas de antigüedades del SoHo. Abrió las puertas y vio que estaba bien abastecido, y además con bebida de calidad. Nada selecto pero de calidad. Se apresuró a cerrar nuevamente las puertas. Aquellas botellas lo tentaban como no lo había tentado la botella de Jim Beam del casino.
Ralph Carver se sentó en un sillón de orejas y contempló las butacas vacías de la platea con la expresión de confusa esperanza de quién piensa que acaso todo es un sueño. David se acercó al televisor.
–Consiguen sintonizar algún canal con esto... ¡Ah, ya veo!
Había descubierto un video debajo del televisor. Se agachó para echar un vistazo a las cintas apiladas sobre el.
–Hijo... –empezó a decir Billingsley, pero desistió.
David ojeó rápidamente las carátulas –Ninfomanía en las aulas, Las debutantes cachondas, Azafatas calientes (tercera parte) – y volvió a dejarlas sobre el video.
– ¿Ven esto? dijo David.
Billingsley se encogió de hombros en un gesto de turbación y a la vez de hastío.
–Somos demasiado viejos para la practica activa, hijo. Quizá algún día lo entiendas.
–Eh, es asunto suyo –repuso David, irguiéndose–. Yo sólo preguntaba.
–Steve, mira esto –dijo Cynthia. Retrocedió, levantó las manos sobre la cabeza, cruzó las muñecas e imitó un aleteo. Una enorme forma oscura flotó en la pantalla, grisácea a causa del polvo acumulado durante varias décadas–. Un cuervo. No esta mal, ¿eh?
Steve sonrió, se acercó a ella y juntó las manos ante él con un único dedo extendido.
– ¡Un elefante! –exclamó Cynthia–. ¡Genial!
David se echó a reír. Era una risa alegre y desenfadada. Su padre volvió la cabeza al oírla y sonrió.
–No esta mal para ser de Lubbock –se burló Cynthia.
–Ándate con cuidado, o empezare a llamarte «nena» otra vez.
Cynthia, con los ojos cerrados, sacó la lengua y se tiró de las orejas.
A Johnny le recordó tan vividamente a Terry que no pudo evitar soltar una carcajada. El sonido de su propia risa lo sobresaltó, casi lo asustó. Supuso que en algún momento entre su encuentro con Entragian y el anochecer había decidido no reír nunca más, al menos de las cosas divertidas.
Mary Jackson, que había estado curioseando entre los muebles del escenario, contempló el elefante de Steve y anunció:
–Yo se hacer el perfil de Nueva York.
– ¡Y una mierda! –dijo Cynthia, incrédula y a la vez intrigada.
– ¡A verlo! –pidió David, mirando la pantalla con la misma expectación que un niño espera el comienzo de la última película de Ace Ventura.
–De acuerdo –accedió Mary, y alzó las manos con los dedos hacia arriba–. Veamos... un segundo... Lo aprendí de pequeña en unas colonias de verano, y de eso hace ya mucho tiempo.
– ¿Que carajo están haciendo?
La estridente voz sobresaltó a Johnny, y por lo visto no sólo a el.
Mary dejó escapar un grito. El perfil urbano que había empezado a dibujarse en la vieja pantalla se desenfocó y desapareció.
Audrey Wyler, con la cara pálida y mirada febril, se hallaba a mitad de camino entre bastidores y la sala de estar. Su sombra se proyectaba en la pantalla detrás de ella, formando también una imagen sin saberlo su creadora: la capa de Batman.
–Están tan locos como Entragian. Esta ahí fuera buscándonos en este mismo momento. ¿No recuerda el coche que hemos oído, Steve? Era él, que ha vuelto. Y sin embargo ahí están, con las luces encendidas y perdiendo el tiempo con jueguecitos.
–Las luces no se verían desde fuera aunque estuviesen todas encendidas –repuso Billingsley, dirigiendo a Audrey una mirada pensativa y a la vez intensa, como si, pensó Johnny, creyese haberla visto antes en alguna parte. Posiblemente en Las debutantes cachondas–. Recuerde que esto es un cine, y esta aislado de la luz y el ruido. Por eso nos gustaba a mi y mi panda.
–Pero vendrá a echar un vistazo. Y si esta atento, nos oirá. En Desesperación no hay muchos sitios donde esconderse.
–Que venga –dijo Ralph Carver con voz grave, levantando el rifle Ruger 44–. Ha matado a mi hija y se ha llevado a mi mujer. Se que clase de individuo es tan bien como usted, señora. Así que ojalá venga. Tengo un mensaje urgente para el.
Audrey lo miró indecisa por un momento. Ralph le dirigió una mirada sin vida. A continuación Audrey lanzó una ojeada indiferente a Mary, y por último se concentró de nuevo en Billingsley.
–Podría entrar en el edificio sin que nos diésemos cuenta. En un sitio como éste debe de haber al menos medía docena de entradas. Quizá más.
–Exacto –repuso Billingsley–, y todas cerradas a cal y canto menos la ventana del servicio de señoras. Acabo de venir de allí. He colocado una hilera de botellas vacías en la repisa interior de esa ventana. Si la abre, se levantará hacia adentro y tirará todas las botellas al suelo al mismo tiempo. Oiremos el ruido, y cuando entre aquí, le meteremos tanto plomo en el cuerpo que luego podremos cortarlo en pedazos para hacer plomadas.
Mientras exponía este osado plan, sus ojos se desplazaban incesantemente de la cara de Audrey, que no estaba mal, a sus piernas, que en la humilde opinión de John Edward Marinville eran espectaculares.
Audrey siguió mirando a Billingsley como si fuese el mayor necio que había visto en su vida.
– ¿Ha oído hablar de una cosa que se llama «llave», vejete? En pueblos tan pequeños como este los policías tienen llave de todos los establecimientos comerciales.
–De los establecimientos en activo –puntualizó Billingsley sin inmutarse–. Pero el Oeste Americano lleva mucho tiempo sin abrir al publico. Las puertas no están simplemente cerradas con llave; están tapiadas por dentro. Los chicos que venían aquí usaban la salida de incendios, pero la escalera se desplomó en marzo pasado. No; pienso que este es el lugar más seguro.
–Mas seguro en todo caso que la calle –añadió Johnny.
Audrey se volvió hacia él y lo miró con las manos en jarras.
– ¿Y bien? ¿Cual es su plan? ¿Quedarse todos aquí y jugar a hace sombras de animales en la pantalla?
–Cálmese –dijo Steve.
– ¡Cálmese usted! –gruñó Audrey–. ¡Yo quiero salir de aquí!
–Eso mismo deseamos todos, pero no es el momento idóneo –terció Johnny. Dirigiéndose a los otros, preguntó–: ¿Alguien no esta de acuerdo?
–Sería una locura salir en plena noche –convino Mary–. El viento debe de soplar a ochenta kilómetros por hora, y con la arena que flota en el ambiente podría atraparnos uno por uno.
– ¿Y que cree que va a cambiar mañana cuando pase la tormenta y salga el sol? –preguntó Audrey, pero dirigiéndose a Johnny y no a Mary.
–Creo que nuestro amigo Entragian puede estar muerto cuando amaine la tormenta –dijo Johnny–. Si no lo está ya.
Ralph asintió con la cabeza. David, de nuevo en cuclillas junto al televisor, con las manos cruzadas entre las rodillas, escuchaba absorto a Johnny.
– ¿Por que? –preguntó Audrey
– ¿Es que no lo ha visto? –dijo Mary.
–Claro que lo he visto, pero no hoy. Hoy sólo he oído su coche, sus pisadas... y también lo he oído hablar solo. Pero verlo lo vi ayer por última vez.
– ¿Hay alguna fuente de radiactividad en esta zona, señora? –preguntó Ralph a Audrey–. ¿Ha habido alguna vez un vertedero de residuos nucleares, o quizá un depósito de armas atómicas? Porque daba la impresión de que el policía estuviese cayéndose a pedazos.
–No creo que su enfermedad se deba a la contaminación radiactiva – comentó Mary–. He visto fotografías de esa clase de enfermos, y...
–Un momento –la interrumpió Johnny–. Tengo una proposición que hacer. Creo que deberíamos sentarnos cómodamente y hablar del asunto. ¿No les parece? Por lo menos mataremos el rato, y con un poco de suerte quizá se nos ocurra alguna manera de salir de aquí. –Miró a Audrey con su sonrisa más persuasiva y vio complacido que si bien no se derretía, al menos se relajaba un poco. Tal vez Johnny no había perdido aún todo su encanto–. Como mínimo será más constructivo que proyectar sombras en la pantalla.
Moderando un poco la sonrisa, recorrió a todo el grupo con la mirada: Audrey, de pie en el borde de la moqueta con su tentador vestido; David, en cuclillas junto al televisor; Steve y Cynthia, sentados en los brazos de un mullido sillón que parecía adquirido en la misma subasta que el bar; Mary, de pie junto a la pantalla con los brazos cruzados bajo los pechos y aspecto de profesora; Tom Billingsley, inspeccionando con las manos a la espalda el contenido del bar; Ralph, sentado en el sillón de orejas en el límite mismo de la zona iluminada, con el ojo izquierdo casi cerrado debido a la hinchazón. La Asociación de Supervivientes de Collie Entragian, todos presentes e identificados.
¡Menuda pandilla!, pensó Johnny. Manhattan Transfer en el desierto.
–Existe otra razón por la que debemos hablar. –Contempló las sombras de todos ellos proyectadas en la pantalla. Por un momento tuvo la impresión de estar viendo las sombras de enormes aves. Recordó que Entragian había dicho que los buitres se echaban pedos, que eran las únicas aves que lo hacían. Y también había dicho: «¡Mierda! Todos estamos de vuelta de los porqués, y tú lo sabes.» Johnny pensó que eso era lo más espeluznante que había oído jamás, en gran medida porque parecía verdad. Johnny movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento, como expresando su conformidad a algún interlocutor interior. Luego prosiguió–: A lo largo de mi vida he visto cosas extraordinarias, pero nunca había pasado por una experiencia que pudiese calificarse de sobrenatural. Hasta hoy, quizá. Y lo que más me asusta es que esa experiencia tal vez no haya concluido todavía. No lo sé. Sólo puedo afirmar con total certeza que en las últimas horas me han ocurrido cosas que soy incapaz de explicar.
– ¿De que habla? –prorrumpió Audrey, casi al borde del llanto–. ¿No es demasiado grave lo que ha sucedido para convertirlo en una especie de... de cuento de excursionistas alrededor de una hoguera?
–Si – contestó Johnny con una voz baja y compasiva que apenas reconoció como propia–. Pero eso no cambia nada.
–Me resulta más fácil escuchar y hablar si tengo algo en el estómago –dijo Mary–. ¿No habrá algo de comer por aquí?
Tom Billingsley, al parecer azorado, movió nerviosamente los pies.
–Pues no, no gran cosa, señora. Por lo general veníamos aquí de noche para tomar unas copas y charlar de los viejos tiempos.
Mary suspiró.
–Eso me temía.
Billingsley señalo hacia la entrada derecha del escenario.
–Marty Ives trajo algo de comer hace un par de noches. Probablemente sardinas. A Marty le encantan las sardinas y las galletas saladas
– ¡Uf! –exclamó Mary, pero pareció atraída a su pesar por el ofrecimiento. Johnny supuso que en dos o tres horas más se conformaría incluso con unas anchoas.
–Iré a echar un vistazo. Quizá Marty trajo algo más –dijo Billingsley sin muchas esperanzas.
David se irguió.
–Ya iré yo si quiere.
Billingsley hizo un gesto de indiferencia. Contemplaba de nuevo las piernas de Audrey y por lo visto había perdido el interés en las sardinas.
–Hay un interruptor a la izquierda nada más salir del escenario –explicó–. Enfrente verás una estantería. Solían dejar ahí todo lo que traían de comer. Puede que encuentres también unas galletas de chocolate.
–Puede que usted y sus amigos se excedieran un poco con la bebida, pero al menos no descuidaban las necesidades alimenticias mínimas –se burló Johnny–. Eso esta bien.
El veterinario lo miró por un momento, se encogió de hombros y volvió a concentrarse en las piernas de Audrey Wyler. Al parecer ella no había advertido el interés del viejo en sus extremidades inferiores, o si lo había advertido, no le importaba.
David se encaminó hacia los bastidores, pero de pronto se detuvo y volvió a coger el revólver. Lanzó una mirada fugaz a su padre, pero este contemplaba absorto las hileras de butacas rojas que se perdían en la oscuridad. El chico se metió el arma con cuidado en un bolsillo de los vaqueros hasta que sólo asomó la culata y se dirigió de nuevo hacia los bastidores. Al pasar junto a Billingsley, preguntó:
– ¿Hay agua corriente?
–Esto es el desierto, hijo. Cuando un edificio queda vacío, cortan el agua.
– ¡Mierda! –exclamó David–. Aun llevo jabón por todo el cuerpo, y me pica horrores.
Cruzó el escenario, se detuvo ante la entrada a bastidores y se inclinó en la oscuridad. Al cabo de un momento se encendió la luz.
Johnny se relajó –consciente de pronto de que esperaba que algo sobresaltase al chico– y se dio cuenta de que Billingsley lo miraba.
–Lo que ese chico ha hecho antes – comentó–, el modo en que ha salido de la celda, era imposible.
–En ese caso debemos de estar todavía allí encerrados –dijo Johnny. Pensó que su tono volvía a ser el de siempre, pero en realidad lo que el viejo veterinario acababa de decir también a él se le había pasado por la cabeza. Incluso había encontrado una expresión para describirlo: un milagro discreto. Lo habría anotado en su cuaderno si no se le hubiese caído junto a la interestatal 50–. ¿Es eso lo que cree?
–No. Estamos aquí, y todos lo hemos visto con nuestros propios ojos –respondió Billingsley–. Se ha embadurnado de jabón y pasado entre los barrotes como una pepita de sandía. En apariencia tenía cierta lógica, ¿no? Pero le aseguro una cosa, amigo: ni Houdini hubiese sido capaz de salir así. Por la cabeza. Debería haberse quedado atascado por la cabeza, pero no ha sido así. –Miró a sus acompañantes uno por uno, terminando en Ralph. Este al parecer le escuchaba, pero Johnny dudaba que comprendiese sus palabras. Y quizá mejor así.
– ¿Adónde quiere ir a parar? –preguntó Mary.
–No estoy seguro –contestó Billingsley–. Pero creo que nos conviene permanecer alrededor del joven Carver. –Tras un breve titubeo, añadió–: En mis tiempos se decía que cualquier hoguera sirve en las noches frías.
Parte 2