Publicado en
julio 04, 2010
Parte 12
La criatura recogió el coyote muerto del rellano y lo examinó.
–Soma muere; pneuma se va; sólo sarx permanece –recitó con una voz paradójica, sonora y a la vez susurrante–. Siempre ha sido así siempre será así; la vida se extingue, y mueres.
Llevó al animal escalera abajo, las patas y la destrozada cabeza colgando, el cuerpo meciéndose como una estola de piel ensangrentada La criatura se detuvo un instante ante las puertas de cristal del ayuntamiento; desde allí contempló la turbulenta oscuridad y escuchó el viento.
–So cah set!–exclamó.
A continuación llevó al coyote a las oficinas. Al entrar miró las perchas situadas a la derecha de la puerta y vio de inmediato que la niña –Bombón, como la llamaba su hermano– había sido descolgada y envuelta en una cortina.
La ira contorsionó el pálido rostro de la criatura.
– ¡La ha descolgado! –dijo al coyote muerto que sostenía en sus brazos–. ¡Ese chico despreciable la ha descolgado! ¡Chico estúpido y alborotador!
Si. Chico insensato. Chico grosero. Chico necio. En cierto modo este último calificativo era el mejor, ¿o no? El que más se ajustaba a la verdad. El necio meapilas había intentado remediar al menos una parte, como si alguna parte de una cosa como aquella pudiera remediarse, como si la muerte fuese una obscenidad pintada en la pared de la vida y pudiese limpiarse a estregones con un brazo fuerte.
Como si el libro cerrado pudiese reabrirse y volverse a leer con un final distinto.
Sin embargo un vago temor se entrelazaba con su ira, como una puntada amarilla en una tela roja, porque el chico no iba a rendirse, y por consiguiente ninguno de ellos se rendiría. No deberían haber osado escapar
(de Entragian, ella, la criatura, ellos)
ni siquiera con las puertas de las celdas abiertas de par en par. Pero habían escapado. Por culpa del chico, el miserable y vanidoso meapilas, que había tenido la insolencia de descolgar a la putita de su hermana e intentar proporcionarle algo parecido a un entierro decente...
La criatura notó un calor denso en los dedos y las manos. Bajó la vista y vio que había hundido las manos de Ellen hasta las muñecas en el vientre del coyote.
Tenía previsto colgar el coyote en una de las perchas, simplemente porque eso mismo había hecho con algunos de los otros, pero de pronto se le ocurrió otra idea. Llevó el coyote hasta el bulto verde que yacía en el suelo, se arrodilló y apartó la cortina. Bajó la vista y, con la boca abierta en un mudo gruñido, contempló el cadáver de la niña que años atrás se había gestado en el cuerpo que ahora ocupaba.
¡Cómo había tenido la desfachatez de cubrirla aquel meapilas!
Extrajo del vientre del coyote las manos de Ellen, ahora enfundadas en calidos guantes de sangre, y colocó al animal sobre Kirsten. Le separó las mandíbulas y se las cerró en torno al cuello de la niña.
Aquel tableau de la mort tenía algo de horripilante y fantástico; parecía una ilustración de un macabro cuento de hadas.
–Tak –susurró la criatura, y sonrió.
El labio inferior de Ellen Carver se agrietó y un inadvertido hilillo de sangre corrió por su barbilla. El despreciable y presuntuoso muchacho no vería probablemente aquella rectificación a su rectificación. Así y todo era un gran placer imaginar su reacción si la hubiese visto. Si hubiese comprobado lo inútiles que habían sido sus esfuerzos, con que facilidad había quedado en nada su muestra de respeto, con que naturalidad el cero se había impuesto en los artificiales cálculos de los hombres.
Tiró del borde de la cortina y cubrió el coyote hasta el cuello. En aquella posición la niña y el animal casi parecían amantes. ¡Cómo deseó que el chico estuviese allí! También el padre, pero sobre todo el chico, porque era quién más necesitaba una lección.
Era el quién representaba auténtico peligro.
Se produjo un roce de numerosos pasos a su espalda, un sonido de hecho inaudible, pero lo oyó de todos modos. Se giró sobre las rodillas de Ellen y vio que las arañas reclusas estaban ya de vuelta. Cruzaron las puertas de las oficinas municipales, torcieron a la izquierda y treparon por la pared, pasando sobre anuncios de inminentes actos ciudadanos y una solicitud de voluntarios para la obra teatral de otoño acerca de las vidas de los primeros colonos. Encima del aviso de una sesión informativa en la que los directivos de la Compañía Minera de Desesperación hablarían de la reanudación de los trabajos de extracción de cobre en la Mina de los Chinos, las arañas volvieron a formar en círculo.
La alta mujer que llevaba el mono y la bandolera se levantó y se acercó a ellas. El círculo de arañas tembló, como en una expresión de miedo éxtasis, o ambas cosas a la vez. La mujer juntó las manos ensangrentadas y después las separó con las palmas vueltas hacia la pared.
–Ah lah?
El círculo se dispersó, y las arañas se reagruparon en una nueva forma con la precisión de un grupo coreográfico. Formaron una C, se disolvieron y volvieron a unirse en una I. Siguió una N, y cuando empezaban a dibujar una E, la mujer las interrumpió con un gesto.
–En tow, –dijo–. Ras.
Las arañas dejaron la E a medías y de nuevo formaron un trémulo círculo.
–Ten ah? –preguntó al cabo de un momento, y las arañas se disgregaron y volvieron a agruparse en un círculo de menor diámetro. Era la forma del ini. La mujer lo contempló por un momento, tamborileando con los dedos de Ellen en las clavículas de Ellen, y después indicó algo con un gesto en dirección a la pared. El círculo se dispersó y las arañas comenzaron a descender hacia el suelo.
La criatura regresó al vestíbulo, sin prestar atención a las arañas que pululaban en torno a sus pies. Estarían a su disposición siempre que las necesitase, y eso era lo único que importaba.
Se detuvo ante las puertas y volvió a contemplar la oscuridad. No veía el viejo cine, el Oeste Americano, pero sabía que estaba a unos doscientos metros de allí, pasado el único cruce del pueblo. Y gracias a las arañas violinistas sabía también dónde se hallaban los fugitivos, dónde se hallaba el despreciable meapilas.
3
Johnny Marinville volvió a contar lo que le había ocurrido, esta vez de principio a fin. Por primera vez en muchos años intento abreviar (no pocos críticos de todo el país le habrían aplaudido, incrédulos).
Les explicó que había parado a orinar y que Entragian había aprovechado ese momento para meter la droga en una de sus alforjas. Les habló de los coyotes –el que había parecido escuchar a Entragian y los otros, dispuestos a intervalos regulares a ambos lados de la carretera como una peculiar guardia de honor– y de la paliza que le había propinado el enorme policía. Volvió a describir el atroz asesinato de Billy Rancourt y después, sin ninguna variación apreciable en la voz, el ataque que había sufrido por parte del buitre, que al parecer obedecía instrucciones de Collie Entragian.
En este punto del relato apareció una expresión de franca incredulidad en el rostro de Audrey Wyler, pero Johnny advirtió que Steve y la muchacha flaca y menuda que había encontrado en algún lugar del camino cruzaban una mirada de comprensión. Johnny no se molestó en comprobar la reacción de los demás, sino que bajó la vista y se contempló las manos, apoyadas en las rodillas, concentrándose como cuando, al escribir, se peleaba con un párrafo difícil.
–Quería que le chupase la polla. Probablemente Entragian esperaba que empezase a balbucear y suplicarle compasión, pero la idea no me ha resultado tan escandalosa como el había previsto. La felación es una petición sexual bastante corriente en situaciones donde la autoridad rebasa sus límites y restricciones habituales, pero no es lo que parece. En apariencia la violación es una agresión y un acto de dominación; en el fondo, se reduce a una reacción colérica motivada por el miedo.
–Gracias, doctor Freud –lo interrumpió Audrey–. Y a continuación hablaremos del incesto.
Johnny la miró sin rencor.
–Escribí una novela sobre el tema de la violación homosexual. El tiburón, se titulaba. No fue un gran éxito de crítica, pero entrevisté a mucha gente y llegue a comprender los mecanismos básicos bastante bien, creo. La cuestión es que en lugar de asustarme me he puesto furioso. Y en todo caso a esas alturas ya había decidido que no tenía mucho que perder. Le he dicho que se la chaparía si era eso lo que quería, pero que en cuanto la tuviese entre los dientes, se la arrancaría de cuajo. Y luego... luego... –Se esforzó en pensar como no lo había hecho ni una sola vez en los últimos diez años–. Luego le he soltado una de esas palabras sin sentido que él usa. Al menos a mi me parecía que no tenían sentido, que eran una especie de jerga inventada. ¿Cómo era? Tenía un sonido gutural...
– ¿No sería tak por casualidad? –preguntó Mary.
Johnny asintió.
–Y por lo visto para los coyotes y el propio Entragian si tenía sentido. Cuando la he pronunciado, ha dado un respingo... e inmediatamente después ha ordenado al buitre que me atacase.
–Eso no me lo creo –dijo Audrey–. Parece que es usted un escritor famoso o algo así, y da la impresión de que no esta acostumbrado a que pongan en duda su palabra, pero eso no me lo creo.
–Sin embargo ha ocurrido –repuso Johnny–. ¿No ha visto usted en el pueblo nada parecido? ¿Animales con un comportamiento anormal o agresivo?
–Mire, yo he estado escondida en la lavandería –respondió Audrey–. Empiezo a pensar que no hablamos el mismo idioma.
–Pero...
–Oiga, ¿quiere usted hablar de animales con un comportamiento anormal o agresivo? –Audrey se inclinó, fijando en Marinville sus ojos brillantes–. Pues ahí tiene a Collie. Collie tal como es ahora. Ha matado a cuantos le salían al paso. ¿No le basta con eso? ¿Necesita también buitres amaestrados?
– ¿Y arañas? –preguntó Steve.
El y la chica delgada se habían dejado caer en el asiento del sillón en cuyos brazos estaban sentados un rato antes, y Steve la rodeaba con un brazo.
– ¿Que pasa con las arañas? –preguntó Audrey.
– ¿No ha visto arañas... bueno... en grupo?
– ¿En grupo? –repitió Audrey, dirigiéndole una mirada que parecía decir: «Cuidado, lunático en acción.»
–Si, moviéndose en manadas, como los lobos o los coyotes.
Audrey negó con la cabeza.
– ¿Y serpientes?
–Tampoco he visto serpientes. Ni coyotes en las calles del pueblo. Ni siquiera un perro con sombrero de fiesta montado en bicicleta Todo eso es nuevo para mí.
David regresó al escenario con una pequeña bolsa de papel marrón –como las que daban en las tiendas para las compras menores– y un paquete de galletas saladas.
–He encontrado un poco de comida –anunció.
–Ya veo –bromeó Steve, observando el paquete y la pequeña bolsa–. Desde luego eso basta para acabar con el hambre en América. ¿A cuanto tocamos, Davey? ¿Una sardina y dos galletas por cabeza?
–En realidad hay bastante – contestó David–. Mas de lo que parece.
Esto... –Se interrumpió, y los miró pensativo y un tanto nervioso–. ¿Les importa si pronuncio una oración antes de repartir la comida?
– ¿Como si bendijeses la mesa? –preguntó Cynthia.
–Si, exacto.
–Por mi no hay inconveniente –accedió Johnny–. Creo que no nos vendrá mal una bendición en estas circunstancias.
–Amén–dijo Steve.
David dejó la bolsa y el paquete de galletas entre sus pies. A continuación cerró los ojos y juntó las manos ante la cara sin cruzar los dedos. A Johnny le llamó la atención la naturalidad con que actuaba el chico. Había en sus gestos una sencillez que la asiduidad había convertido en belleza.
–Dios, bendice por favor los alimentos que vamos a comer – comenzó David.
–Si, lo poco que hay – comentó Cynthia, y de inmediato se arrepintió de haber hablado.
Sin embargo a David no pareció molestarle la interrupción; quizá no la había oído siquiera.
–Bendícenos a todos, protégenos y líbranos del mal. Protege también a mi madre, por favor, si es esa tu voluntad. –Guardó silencio por un instante y luego, bajando la voz, añadió–: Probablemente no es tu voluntad, pero si lo es, protégela, por favor. En nombre de Jesús, amén. –Volvió a abrir los ojos.
Johnny estaba conmovido. La oración de aquel chico había llegado al rincón de su alma al que Entragian había intentado en vano llegar.
Claro que me ha conmovido. Porque su fe es sincera. A su lado el papá Juan Pablo, con su postinera indumentaria y su sombrero de ala ancha, parece un cristiano de relumbrón.
David se agachó y cogió la comida que había encontrado. Mientras revolvía en el interior de la bolsa se lo veía tan alegre como un magnate presidiendo una comida de beneficencia.
–Aquí tiene, Mary. –Sacó una lata de sardinas y se la entregó–. El abridor esta debajo.
–Gracias, David.
El chico sonrió.
–Déselas al amigo del señor Billingsley. La comida es suya, no mía –Le ofreció también el paquete de galletas saladas–. Páselas.
–Tome lo que necesite y deje el resto – comentó Johnny con tono jovial–. Eso decimos los del club del codo empinado, ¿eh, Tom?
El veterinario lo miró con ojos acuosos pero no contestó.
David dio una lata de sardinas a Steve y otra a Cynthia.
–No, con una ya está bien –dijo Cynthia, haciendo ademán de devolver la suya–. Steve y yo podemos compartirla.
–No es necesario –aseguró David–; hay de sobra. De verdad.
A continuación distribuyó otras tres latas entre Audrey, Tom y Johnny. Este hizo girar la suya en la mano un par de veces, como para asegurarse de que era real, antes de sacarla de la caja, despegar el abridor del dorso e insertar en la ranura de este la pestaña de la lata. La abrió. En cuanto le llegó a la nariz el olor a pescado, sintió un apetito voraz. Si alguien le hubiese dicho alguna vez que un día reaccionaría de ese modo ante una miserable lata de sardinas, se habría echado a reír.
Alguien le tocó el hombro. Era Mary, que le tendía el paquete galletas saladas. En su rostro había una expresión casi de éxtasis. Un brillante hilillo de aceite le caía de la comisura de los labios hasta barbilla.
–Coja –ofreció–. Las sardinas están buenísimas con galletas saladas. ¡En serio!
–Sí –dijo Cynthia alegremente–. A mal hambre no hay pan duro.
Johnny aceptó el paquete, miró dentro y vio que ya sólo quedaba medio cilindro de galletas envuelto en papel encerado. Cogió tres. Eran de color tostado. Su estómago rugió en protesta por tan comedida actitud, y no pudo evitar coger otras tres antes de pasarle el paquete a Billingsley. Cruzó una mirada con el anciano veterinario y le oyó susurrar de nuevo que ni Houdini habría salido de la celda como había hecho el chico, por la cabeza. Y aparte estaba el detalle del teléfono móvil: habían aparecido tres barras de transmisión en cuanto David lo cogió, y ninguna mientras Johnny lo sostenía.
–Esto zanja definitivamente la cuestión –declaró Cynthia con la boca llena y una expresión semejante a la de Mary–. La comida es mucho mejor que el sexo.
Johnny miró a David, que comía sentado en un brazo del sillón ocupado por su padre. Ralph tenía la lata de sardinas sin abrir sobre el regazo y seguía con la mirada perdida en la platea vacía. David sacó un par de trozos de sardina de su lata, los puso sobre una galleta, y se la ofreció a su padre. Ralph comenzó a masticar mecánicamente, como si su único objetivo fuese volver a tener la boca vacía cuanto antes. Johnny se sintió incómodo al ver la expresión de solicito afecto en el rostro del chico, como si estuviese invadiendo su intimidad. Desvió la mirada y vio el paquete de galletas en el suelo. Todos comían absortos y nadie se fijó en el cuando cogió el paquete y miró dentro.
Había pasado ya por manos de todos los presentes, y cada uno se había servido al menos medía docena de galletas (Billingsley incluso más, quizá; el viejo chivo las engullía como un desesperado), pero el cilindro de papel encerado estaba aún en el paquete, y Johnny habría jurado que seguía quedando la mitad; la cantidad de galletas no había variado.
4
Ralph contó el calvario de la familia Carver tan claramente como pudo, comiendo sardinas entre párrafo y párrafo. Intentaba mantener la mente despejada, conservar el control –más por David que por si mismo–, pero no era fácil. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Kirstie, tendida inmóvil al pie de la escalera, ni la de Ellie cuando Entragian se la llevó a rastras del calabozo. «No te preocupes, David, volveré», había dicho, pero Ralph, que creía haber oído todos los matices e inflexiones en la voz de su esposa durante sus catorce años de matrimonio, tuvo la impresión de que Ellie había salido de sus vidas. Así y todo, por David debía mantenerse firme, volver del lugar adonde su mente conmocionada y desbordada –y también culpable, sí, por que no reconocerlo– lo había llevado.
Pero no era fácil.
Cuando terminó de contar su historia, Audrey dijo:
–Bueno, al menos no ha presenciado ninguna revuelta del reino animal. Lo siento mucho por su esposa y su hija, señor Carver. Lo siento, David.
–Gracias–respondió Ralph.
–Mi madre aún podría estar viva –añadió David, y Ralph le revolvió el pelo y le dio la razón.
A continuación tocó el turno a Mary, que contó cómo había aparecido la bolsa de droga debajo de la rueda de recambio, cómo Entragian había insertado la frase «Voy a mataros» mientras los advertía de sus derechos, y como, sin previo aviso ni mediar provocación, había matado a tiros a su marido ante las puertas del ayuntamiento.
–Sigue sin haber fauna – comentó Audrey. Por lo visto esa era ahora su principal preocupación. Levantó la lata de sardinas y, sin el menor pudor, se bebió el resto de aceite.
–O no ha oído, o no ha querido oír la parte del coyote que ha hecho venir para vigilarnos –dijo Mary.
Audrey le quitó importancia a eso con un gesto de la mano. Se había sentado, proporcionándole a Billingsley otros diez centímetros de muslo en los que recrear la vista. Ralph la miraba también, pero no sentía nada. Tenía la impresión de que en ese momento quedaba más energía en la batería de un coche viejo que en sus circuitos emocionales.
–Es posible amaestrarlos, ¿sabían? –adujo Audrey–. De hecho les dan de comer carne y los adiestran como a perros.
– ¿Ha visto alguna vez a Entragian paseando a un coyote por el pueblo sujeto de una correa? –preguntó Marinville con delicadeza.
Audrey lo miró y apretó los dientes.
–No. Lo saludaba cuando me cruzaba con él en algún sitio, como todo el mundo, pero no lo conocía apenas. Paso la mayor parte del tiempo en la mina o el laboratorio, y en mis días libres montó a caballo. La vida social de los pueblos no me entusiasma.
– ¿Y tu, Steve? –preguntó Marinville–. ¿Que tienes que contar?
Ralph vio que el tipo alto y delgado de acento tejano cruzaba una mirada con su novia –si es que lo era– y luego volvió la cabeza de nuevo hacia el escritor.
–Bueno, en primer lugar si le cuentas a tu agente que he recogido una autoestopista, me quedaré sin bonificación.
–Creo que en estos momentos mi agente es la menor de tus preocupaciones. Adelante. Cuéntanos.
Alternándose, Steve y Cynthia empezaron a contar su historia, conscientes ambos de que lo que habían visto y experimentado excedía ampliamente los limites de la credibilidad. Los dos expresaron un similar sentimiento de frustración por su incapacidad para describir la repugnancia que les había causado el fragmento de piedra tallada en el laboratorio y el poderoso efecto que había ejercido sobre ellos, y ninguno se atrevió a explicar lo que había ocurrido en el aparcamiento de la Rosa del Desierto poco antes de aparecer el lobo con la estatuilla entre los dientes (estuvieron de acuerdo en que era un lobo y no un coyote). Por sus insinuaciones, Ralph dedujo que se trataba de algo sexual, pero no imaginó que clase de atrocidad podía ser para que los dos se negasen a hablar de ello tan rotundamente.
– ¿Todavía le queda alguna duda? –preguntó Marinville a Audrey cuando Steve y Cynthia hubieron terminado. Se dirigió a ella cortésmente, como si no deseara que se sintiese amenazada.
Claro que no desea que se sienta amenazada, pensó Ralph. Somos sólo ocho, y quiere que estemos unidos. Y lo esta consiguiendo.
–Ya no se que pensar. –Audrey parecía aturdida–. Me resisto a creerlo, aunque sólo sea por el miedo que me da; pero no veo por que iban a mentir. –Hizo una pausa y, pensativamente, añadió–: A menos que después de encontrarse con todos esos cadáveres colgados en la Guarida de Hernando... no se, de puro terror...
– ¿Hayamos empezado a imaginar cosas? –apuntó Steve.
Audrey asintió con la cabeza.
–En cuanto a las serpientes que han visto en la casa... bueno, tiene una explicación. Esos reptiles presienten estas tormentas hasta con tres días de antelación, y entonces buscan refugio en cualquier sitio. En cuanto a lo otro... no se. Soy científica, y no se me ocurre...
–Vamos, parece usted un niño que finge tener la boca cosida para no comerse su plato de coliflor –reprochó Cynthia–. Todo lo que Steve y yo hemos visto encaja por completo con lo que el señor Marinville ha visto antes que nosotros, y lo que Mary ha visto antes que el, y lo que la familia Carver ha visto antes que todos nosotros. Todo coincide hasta el último detalle, incluida la cerca derribada donde Entragian se ha cargado al barbero o quién fuese, así que no nos venga ahora con el cuento de que es científica. Estamos todos de acuerdo; es usted la única que sigue en sus trece.
– ¡Pero yo no he visto nada de todo eso! –replicó Audrey casi con un gemido.
– ¿Y qué ha visto? –preguntó Ralph–. Cuéntenoslo.
Audrey cruzó las piernas y tiró hacia abajo del dobladillo del vestido.
–La semana pasada me marché de acampada –comenzó–. Tenía cuatro días libres, así que cogí los bártulos, ensille a Sally y me dirigí hacia el norte, a los montes Copper. Es mi zona preferida de Nevada.
Ralph tuvo la impresión de que hablaba a la defensiva, como si en el pasado alguien se hubiese mofado de ella por esa clase de pasatiempos.
Billingsley tenía la misma expresión que si acabase de despertar un sueño, quizá un sueño en el que las largas piernas de Audrey envolvían su descarnado trasero.
–Sally –repitió el anciano–. ¿Que tal esta Sally?
Audrey lo miró desconcertada por un momento y después sonrió como una niña.
–Está bien.
– ¿Se ha recuperado de la torcedura? –preguntó Billingsley.
–Si, gracias. El linimento era muy eficaz.
–Me alegro.
– ¿De que hablan? –quiso saber Marinville.
–Hace alrededor de un año atendí a su caballo –aclaró Billingsley–. Eso es todo.
Ralph no sabía si el habría dejado a Billingsley tratar a su caballo de haberlo tenido; no sabía si lo habría dejado tratar siquiera a un gato callejero. Pero supuso que quizá un año atrás el veterinario fuese una persona distinta. Cuando uno se daba a la bebida, doce meses podían suponer muchos cambios, y en su mayoría para peor.
–Reabrir Serpiente de Cascabel ha sido un trabajo arduo –prosiguió Audrey–. Últimamente nos hemos dedicado a sustituir los rociadores por emisores. Habían muerto unas cuantas águilas...
– ¿Unas cuantas? –la interrumpió Billingsley–. Vamos, yo no soy un ecologista fanático, pero no tiene por que esconder nada.
–Esta bien, unas cuarenta en total –admitió Audrey–. No es una cifra alarmante desde el punto de vista de la especie; en Nevada las águilas no están en peligro de extinción, como usted bien sabrá, señor Billingsley. Los verdes también lo saben, pero cada vez que muere un águila reaccionan como si hubiésemos quemado un bebé en la hoguera. ¿Y a que obedece esa actitud? Muy sencillo: quieren impedirnos que extraigamos el cobre. ¡Dios, que harta me tienen! Se presentan aquí con sus preciosos coches extranjeros, que al menos contienen veinte kilos de cobre norteamericano cada uno, y nos acusan de violar la tierra. Son...
–Señora –dijo Steve con amabilidad–, disculpe pero ninguno de nosotros milita en Greenpeace.
–Si, ya lo sé. Esto venía a que a todos nosotros nos preocupa lo que ha ocurrido con las águilas, y también con los halcones y los cuervos, dicho sea de paso, al margen de lo que digan esos fanáticos ecologistas. –Echó un vistazo alrededor como para evaluar el efecto que causaba su honestidad en quienes la escuchaban y luego continuó–. Tratamos el cobre con ácido sulfúrico para desprender la tierra. Los rociadores, una especie de aspersores de jardín pero más grandes, son el método más fácil de aplicar el ácido. Pero los rociadores dejan charcos. Las aves los ven, bajan a bañarse y beber, y mueren. Además, no es una muerte agradable.
–No – coincidió Billingsley, parpadeando–. Cuando extraían oro de la Mina de los Chinos y la Mina de Desatoya, allá por los años cincuenta, se formaban charcos de cianuro. También provocaban una muerte horrible. Pero por entonces no había verdes. Debieron de ser buenos tiempos para la compañía minera, ¿no, señorita Wyler? –Se puso en pie, se acercó al bar, se sirvió un dedo de whisky, y se lo bebió de un trago como si fuese un medicamento.
– ¿Sería tan amable de servirme a mi otro con esa misma cantidad? –preguntó Ralph.
–Naturalmente– contestó Billingsley.
De inmediato entregó a Ralph su bebida y sacó más vasos. Ofreció a los demás refrescos del tiempo, pero todos optaron por el agua mineral, que Billingsley vertió de una garrafa de plástico.
–Hemos retirado los rociadores y los hemos sustituido por emisores y cabezas de distribución –explicó Audrey–. Es un sistema de goteo, más caro que los rociadores, mucho más caro, pero elimina el riesgo de contaminación para las aves.
–Así – corroboró Billingsley. Se sirvió otro whisky, y esta vez lo bebió más despacio, contemplando las piernas de Audrey por encima del vaso.
5
¿Un problema?
Quizá todavía no. Pero acabaría siéndolo si no se tomaban las medidas oportunas.
La criatura que parecía Ellen Carver estaba sentada tras el escritorio entre las celdas vacías. Tenía la cabeza erguida y miraba al frente con ojos brillantes. Fuera el viento silbaba con fluctuante intensidad.
Unas blandas pisadas ascendieron por la escalera y se detuvieron otro lado de la puerta. A continuación se oyó un gruñido, y la puerta se abrió; un puma la había empujado con el hocico. Para ser una hembra tenía un tamaño considerable: quizá un metro ochenta del hocico a las patas posteriores, más un grueso rabo en continuo movimiento que añadía casi otro metro a la longitud total.
Mientras el puma entraba en la sala, casi arrastrándose por el suelo de madera, con las orejas pegadas al cráneo en forma de cuña, la criatura que parecía Ellen Carver se adentró más aún en su cabeza, deseando percibir lo que el animal sentía y a la vez atraerlo. El puma estaba asustado; examinaba los distintos olores del lugar pero ninguno de ellos lo tranquilizaba. Era una guarida humana, pero eso era sólo parte del problema.
El olfato del puma percibía allí un sinfín de peligros. Pólvora, en primer lugar. Para el, el olor de los disparos recientes era aún intensa. Notaba asimismo el olor del miedo, como una combinación de sudor y hierba quemada. Le llegaba también olor a sangre: sangre de coyote y sangre humana mezcladas. Y estaba por último el ser sentado en la silla, que lo observaba mientras avanzaba hacia el contra su voluntad. Parecía un ser humano pero olía de otro modo. El puma no consiguió identificar aquel olor. Se acurrucó a los pies de la extraña criatura emitió un quejumbroso maullido.
La criatura se arrodilló, obligó al puma a levantar el hocico y lo miró a los ojos. Empezó a hablar rápidamente en una misteriosa lengua, la lengua de los seres sin forma, e indicó al puma adónde debía ir como debía aguardar, y cómo debía actuar llegado el momento. Estaban armados y probablemente matarían al animal, pero este cumpliría antes su misión.
Mientras la criatura hablaba, la nariz de Ellen empezó a gotear sangre. Notó la sangre y se la enjugó. Habían empezado a formarse ampollas en las mejillas y el cuello de Ellen. ¡Una jodida dermatitis! Sólo era eso, al menos de momento. ¿Por que algunas mujeres eran incapaces de cuidarse?
El puma emitió de nuevo su quejumbroso maullido, lamió la mano de la criatura que moraba ahora en el cuerpo de Ellen Carver, y después se dio la vuelta y abandonó la sala.
La criatura volvió a sentarse y se reclinó contra el respaldo de la silla. Cerró los ojos de Ellen y escuchó el incesante golpeteo de la arena contra las ventanas, dejando marchar una parte de sí con el animal.
II
1
–Tenía unos días libres, ensilló y se fue de acampada –dijo Steve. Y luego ¿que?
–Pasé cuatro días en los montes Copper, pescando, tomando fotos... la fotografía es una de mis mayores aficiones. Hizo un tiempo magnifico. Y hace tres noches volví. Fui directamente a mi casa, que está en la parte norte del pueblo.
– ¿Por que volvió? –preguntó Steve–. No se avecinaba mal tiempo ¿no ?
–No. Llevaba un transistor, y los partes meteorológicos no hacían más que pronosticar sol y calor.
–Eso mismo había oído yo en la radio –dijo Steve–. Esta tormenta es todo un misterio.
–Tenía una reunión con Allen Symes, el interventor de la compañía para informarle sobre la sustitución de los rociadores por emisores. Venía en avión desde Arizona expresamente para eso. Debíamos encontrarnos anteayer a las nueve de la mañana en la Guarida de Hernando, que es como llamamos al laboratorio y las oficinas que están en las afueras del pueblo. Por eso llevo este condenado vestido, por la reunión y porque Frank Geller me había dicho que a Symes no le gustaban las mujeres con vaqueros. Me consta que todo estaba en orden cuando regresé de la acampada, porque esa noche alrededor de las siete me telefoneó Frank para decirme que a la mañana siguiente me pusiese un vestido.
– ¿Quien es Frank Geller? –pregunto Steve.
–El ingeniero jefe de la mina –contestó Billingsley–. Es el principal responsable de la reapertura de la mina. O al menos lo era. –Dirigió una mirada interrogativa a Audrey.
Ella asintió con la cabeza.
–Si. Está muerto.
–Hace tres noches –masculló Marinville–. La vida seguía su curso normal en Desesperación hasta hace tres noches, al menos por lo que usted sabe.
–Así es. Pero cuando volví a ver a Frank, estaba colgado de un gancho y le faltaba una mano.
–Lo hemos visto –recordó Cynthia, y se estremeció–. También hemos visto la mano. En el fondo de un acuario.
–Durante esa noche me desperté como mínimo dos veces. La primera creí que había oído un trueno, pero la segunda me pareció que eran disparos. Supuse que lo había soñado y volví a dormirme, pero probablemente todo empezó a esas horas. Y cuando fui a las oficinas de la compañía...
Al principio, dijo, no notó nada anormal, y menos el hecho de que Brad Josephson no estuviese en su escritorio. Brad nunca estaba allí si podía evitarlo. De modo que entró en la Guarida de Hernando y allí vio lo mismo que verían Steve y Cynthia no mucho tiempo después: cadáveres colgados de ganchos. Al parecer cuantos se hallaban en las oficinas aquella mañana. Uno de ellos, ataviado con un lazo y unas elegantes botas que habrían hecho las delicias de un cantante country, era Allen Symes. Se había tomado la molestia de viajar desde Phoenix para morir en Desesperación.
–Si es verdad lo que ha dicho –continuó Audrey, dirigiéndose a Steve–, Entragian debió de matar a otros empleados de la compañía más tarde. No conté los cadáveres (estaba demasiado asustada para concebir siquiera la idea de contarlos), pero no podía haber más de siete. Me quede paralizada. Quizá incluso me desmayé, no estoy segura. Luego oí disparos. Esta vez no había duda. Y también gritos. Volvieron a oírse disparos, y los gritos cesaron.
Regresó a su coche, sin correr –dijo que temía que el pánico se apoderase de ella si se echaba a correr–, y se encaminó hacia el pueblo.
Tenía intención de informar a Jim Reed de lo que acababa de ver, o si él estaba ausente por algún asunto del condado, como a menudo ocurría, a alguno de sus ayudantes, Entragian o Pearson.
–No corrí hasta el coche ni vine al pueblo a toda velocidad, pero de todos modos estaba conmocionada. Recuerdo que busqué un paquete de tabaco en la guantera pese a que deje de fumar hace cinco años. Entonces vi correr a dos personas en el cruce, donde esta el semáforo intermitente, ¿saben?
Asintieron.
–El nuevo coche patrulla del pueblo los perseguía. Lo conducía Entragian, aunque yo aún no lo sabía. Se oyeron tres o cuatro disparos, y las dos personas que perseguía cayeron en la acera, una enfrente de la tienda de comestibles, la otra un poco más allá. Vi sangre. Mucha sangre. Entragian no redujo la marcha. Siguió hacia el oeste, y al cabo de un momento sonaron más disparos. Estoy segura de que le oí gritar «¡Yuuuju!». Quería ayudar a la gente contra la que había disparado si aún era posible. Avance un poco más, aparqué, y salí del coche. Probablemente fue eso lo que me salvó, salir del coche, porque Entragian mataba todo lo que se movía. Había coches y camiones parados de cualquier manera en medio de la calle, atravesados aquí y allá, al menos una docena. Vi un camión volcado delante de la ferretería, el de Tommy Ortega, creo. Ese camión era casi su novia.
–Yo no he visto nada de eso –dijo Johnny–. La calle estaba despejada cuando me ha traído al pueblo.
–Si, ese hijo de puta mantiene la casa limpia y ordenada, eso hay que reconocerlo. Seguramente le preocupa que alguien pueda pasar por el pueblo y preguntarse que ha ocurrido. En realidad no ha hecho más que esconder la porquería debajo de la alfombra, pero durante un tiempo le basta con eso. Sobre todo con semejante tormenta.
–Una tormenta que no estaba prevista –insistió Steve pensativamente.
–Exacto, no estaba prevista.
– ¿Que pasó después? –preguntó David.
–Me acerqué a las dos personas que había herido. Una era Evelyn Shoenstack, la dueña de la peluquería; trabajaba también a tiempo parcial en la biblioteca. Estaba muerta, con los sesos esparcidos por la acera.
Mary hizo una mueca de asco. Audrey la advirtió y se volvió hacia ella.
–Ésa es otra cosa que le conviene recordar: si le ve y decide dispararle, dése por muerta. –Recorrió a los demás con la mirada, como para asegurarse de que no tomaban en broma sus palabras o creían que exageraba–. Es un tirador excelente.
–Lo tendremos en cuenta–dijo Steve.
–El otro era un repartidor. Llevaba el uniforme de Tastykake. Entragian le alcanzó también en la cabeza, pero aún vivía.
Hablaba con una frialdad que Johnny reconoció al instante. La había visto en Vietnam después de medía docena de refriegas, no como combatiente, claro, sino con un cuaderno en una mano, un bolígrafo en la otra, y un magnetófono Uher colgado del hombro y marcado con un distintivo blanco de corresponsal. Observando, escuchando, tomando notas y sintiéndose como un intruso. Sintiendo envidia. Los mordaces pensamientos que entonces cruzaban por su mente –el eunuco en el harén, el pianista en el burdel– le parecían ahora demenciales.
–Cuando tenía doce años, mi padre me regaló un rifle de calibre veintidós –prosiguió Audrey–. Vivíamos en Sedalia, y lo primero que hice fue salir de casa y disparar a un arrendajo. Cuando me acerque a el, aún vivía. Temblaba, tenía la vista fija al frente, y abría y cerraba el pico muy lentamente. Nunca me he arrepentido tanto de algo. Me arrodille junto al pájaro y espere a que muriese. Tenía la impresión de que era lo mínimo que podía hacer. Siguió temblando hasta el final. El repartidor de Tastykake temblaba igual que el arrendajo moribundo. Miraba calle abajo pese a que no había nadie, y pequeñas gotas de sudor le cubrían la frente. Tenía la cabeza deformada, y algo blanco en un hombro. Por un momento me ha asaltado la absurda impresión de que era un molde de poliestireno para embalaje, ¿saben?, ese relleno que se pone en las cajas cuando hay que transportar algo frágil... y luego me he dado cuenta de que eran fragmentos de hueso. Suyos, de su cráneo, ¿entienden?
–No quiero oír más –protestó Ralph de pronto.
–Lo comprendo –dijo Johnny–, pero creo que nos conviene conocer lo ocurrido. ¿Por que no se van usted y su hijo a echar un vistazo entre bastidores? Quizá encuentren algo útil.
Ralph asintió con la cabeza, se puso en pie y apoyó una mano en el hombro de su hijo.
–No –se opuso David–. Tenemos que quedarnos.
Ralph lo miró desconcertado.
–Lo siento pero tenemos que quedarnos –repitió David.
Su padre permaneció inmóvil por un momento y luego volvió a sentarse.
Entretanto Johnny miró casualmente a Audrey y vio que observaba al chico con una expresión que podía interpretarse como temor o respeto, o quizá ambas cosas al mismo tiempo. Parecía que no hubiese visto nunca una criatura como él. Se acordó entonces de las galletas saliendo del paquete como payasos de un coche minúsculo en un espectáculo circense, y se preguntó si alguno de ellos había visto antes una criatura como David Carver. Recordó también las barras de transmisión y el comentario de Billingsley sobre el modo en que el chico había salido de la celda. Se habían concentrado en los buitres, las arañas y los coyotes, en ratas ocultas entre neumáticos y casas llenas de serpientes de cascabel; y sobre todo se habían concentrado en Entragian, que hablaba en un idioma extraño y disparaba con la puntería de Buffalo Bill. Pero ¿Y David? ¿Que era exactamente aquel chico?
–Siga, Audrey –propuso Cynthia. Señalando a David con la barbilla, añadió–: Sólo procure que la película sea apta para todos los públicos.
Audrey la miró confusa por un momento. Al cabo de un instante comprendió y continuó con su relato.
2
–Estaba arrodillada junto al repartidor, pensando que hacer, si quedarme con él o correr a buscar ayuda, cuando oí más gritos y disparos en la calle Cotton. Siguió un enorme estrépito: cristales rotos, madera astillada, un ruido metálico. Luego el coche patrulla volvió a acelerar.
»Tengo la impresión de no haber oído otra cosa durante dos días, los acelerones del coche patrulla. Chirriaron las ruedas, y comprendí que venía en dirección a donde yo estaba. Sólo tuve un segundo para pensar, pero probablemente habría actuado igual aunque hubiese tenido más tiempo. Corrí. Quería volver al coche y marcharme de allí, pero pensé que ya era demasiado tarde. Era demasiado tarde incluso para doblar la esquina.
»Así que entre en la tienda de comestibles. Wendy Worrell yacía muerta junto a la caja registradora. Su padre, que es el dueño del establecimiento y atiende en la carnicería, estaba sentado en el despacho de la trastienda, con un tiro en la cabeza. No llevaba camisa. Debía de estar cambiándose cuando los sorprendió Entragian.
–Hugh empieza la jornada temprano –comentó Billingsley–. Mucho antes que el resto de la familia.
–Si, pero Entragian vuelve una y otra vez a comprobar –dijo Audrey. Se la veía animada, locuaz, histérica–. Por eso es doblemente peligroso: vuelve una y otra vez a comprobar. Esta loco y no tiene compasión, pero es metódico.
–Sin embargo esta muy enfermo –adujo Johnny–. Cuando me ha traído al pueblo, estaba a punto de desangrarse, y de eso hace ya seis horas. Si su enfermedad, sea cual sea, no ha remitido...
–No se deje engañar–repuso Audrey casi en un susurro.
Johnny comprendió que sugería, supo por lo que había visto con sus propios ojos que era imposible, pero supo asimismo que intentar rebatírselo era malgastar las palabras.
–Siga –animó Steve–. Y después ¿que?
–Intente usar el teléfono de la tienda del señor Worrell. No había línea. Me quedé en la trastienda una medía hora. El coche patrulla pasó dos veces durante ese rato, una por la calle principal, y otra por detrás, probablemente por la calle Mesquite, o de nuevo por Cotton. Se oyeron más disparos. Subí al piso de arriba, donde viven los Worrell, pensando que quizá allí el teléfono funcionaria. Tampoco había línea. Y encontré muertos a la señora Worrell y a su hijo, Mert, creo que se llamaba. Ella estaba en la cocina con la cabeza en la fregadera y la garganta cortada. El chico estaba aún en la cama. Había sangre por todas partes. Permanecí inmóvil en la puerta de su habitación, contemplando los pósters de rockeros y jugadores de baloncesto, y fuera oí otra vez el coche patrulla, acelerando.
»Baje a la trastienda, pero una vez allí no me atreví a abrir la puerta trasera. Me lo imaginaba agazapado bajo el porche, aguardándome. En serio, acababa de oírlo pasar, pero lo imaginaba aguardándome fuera.
»Decidí que lo mejor era esperar a que anocheciese. Entonces podría llegar hasta el coche y marcharme. Quizá. No podía estar segura, porque su conducta era imprevisible. No siempre estaba en la calle principal y no siempre se lo oía. Pero cuando empezaba a pensar que quizá se había ido, quizá había huido a las montañas, aparecía de nuevo como un condenado conejo salido de la chistera de un mago.
»Sin embargo no podía quedarme en la tienda. El zumbido de las moscas me enloquecía, y hacia calor. Por lo general, el calor no me molesta (viviendo en la zona central de Nevada una ha de resignarse a las temperaturas altas), pero no dejaba de pensar que los olía. De manera que espere hasta que oí sus disparos en algún lugar cercano al taller mecánico, que esta en la calle Dumont, en el límite este del pueblo, y aproveche para salir. Abandonar mi refugio y salir de nuevo a la acera me exigió uno de los mayores esfuerzos de mi vida, como si fuese un soldado entrando en tierra de nadie. Al principio no conseguí dar un paso; me quede paralizada. Me recordé que debía andar; no podía correr porque el pánico se apoderaría de mi, pero debía andar. Sólo que era incapaz. De pronto oí que regresaba. Fue extraño, como si hubiese percibido mi presencia. O al menos la presencia de alguien que se movía a sus espaldas. Como si jugase a un nuevo juego de niños en el que los perdedores no eran hechos prisioneros sino asesinados.
»El motor... suena tan fuerte cuando acelera. Tan potente. Tan estruendoso. Incluso cuando no lo oigo, imagino que lo oigo. Suena como una pantera cuando se la f... como una pantera en celo. Ese fue el sonido que oí aproximarse, y sin embargo no pude moverme. Sólo pude quedarme allí parada y escucharlo cada vez más cerca. Pensé en el repartidor de Tastykake, en cómo temblaba, igual que el arrendajo que maté de pequeña, y esa imagen me permitió ponerme en movimiento.
»Entre en la lavandería y me tire al suelo justo en el momento en que pasaba por delante. Oí más gritos en la zona norte del pueblo, pero no se de quién eran, porque no conseguí levantar la vista. No pude ponerme de pie. Debí de quedarme tendida en el suelo casi veinte minutos, tal era mi estado de nervios. Puedo decir que el miedo me había desbordado, pero me es imposible describir con palabras el efecto que eso tiene en la cabeza de una. Estaba allí en el suelo, mirando las bolas de polvo y las colillas aplastadas y pensando que incluso desde esa perspectiva se adivinaba que aquello era una lavandería, por el olor y porque todas las colillas tenían manchas de carmín. Estaba allí tirada y no habría podido moverme aunque lo hubiese oído acercarse por la acera. Habría seguido en aquella posición hasta que el me hubiese apoyado el cañón del revólver en la sien y...
–No –dijo Mary con una mueca–. No hable de eso.
– ¡Pero no puedo dejar de pensar en eso! –gritó, y algo de aquella frase penetró en los oídos de Johnny Marinville como ningún otro detalle de su relato. Con un visible esfuerzo por controlarse, continuó–: Lo que por fin me arrancó de aquel estado fue el sonido de unas voces en la calle. De rodillas, me acerque a la puerta. Vi cuatro personas en la acera de enfrente, ante el Owl's Club. Dos eran mejicanas. Escolla, el chico que trabaja en la compresora de la mina, y su novia. No se cómo se llama ella, pero tiene un mechón de pelo rubio, casi con toda seguridad natural, y es preciosa. Era preciosa. Había otra mujer, muy gruesa; no la conocía. Señor Billingsley, al hombre que la acompañaba lo he visto alguna vez en el billar del Bud's Sud. Flip no sé cómo.
– ¿Flip Moran? ¿Vio a Flipper?
Audrey asintió.
–Iban mirando los coches aparcados junto a la acera, buscando alguno con las llaves puestas. Pensé en el mío, y en que podíamos escapar todos juntos. Empecé a levantarme. En ese momento ellos cruzaban el callejón que separa el Broken Drum y el local donde estaba antes el restaurante italiano, y de pronto Entragian salió a toda velocidad del callejón en el coche patrulla, como si hubiese estado esperándolos. Probablemente estaba esperándolos. Los atropelló a los cuatro, pero creo que sólo su amigo Flipper resultó muerto en el acto.
»Los otros se tambalearon como bolos cuando los roza una bola. Ayudándose mutuamente consiguieron mantener el equilibrio, y enseguida echaron a correr. El muchacho, Escolla, rodeaba a su novia con el brazo. Ella lloraba y se sujetaba un brazo contra el pecho. Lo tenía roto. Era evidente; daba la impresión de que tuviese una articulación de más por encima del codo. La otra mujer llevaba la cara manchada de sangre. Cuando oyó que Entragian los seguía (aquel sonoro y potente motor), se dio medía vuelta y levantó los brazos como un guardia urbano. Entragian conducía con una mano y asomaba la cabeza por la ventanilla como un maquinista de tren. Le disparó dos veces antes de arrollarla. Fue entonces cuando vi claramente que era el, cuando supe con quién me enfrentaba. –Audrey los miró uno por uno como si intentase medir el efecto de sus palabras–. Reía. Reía como un niño en su primera visita a Disneylandia. Estaba contento, ¿saben? Contento.
3
Audrey permaneció de rodillas a la entrada de la lavandería, viendo cómo Entragian daba caza con el coche patrulla a Escolla y su novia en el tramo norte de la calle principal. Los alcanzó y los arrolló como había hecho con la mujer de mayor edad; fue fácil atropellar a los dos simultáneamente, explicó Audrey, porque el chico, tratando de ayudar a la chica, no se despegaba de ella. Cuando estaban tendidos en el suelo, Entragian frenó, retrocedió lentamente y pasó sobre ellos (todavía no soplaba el viento, dijo Audrey, y oyó claramente los chasquidos de los huesos al romperse). Luego se apeó, se acercó a ellos, se arrodilló entre ambos, le metió una bala en la nuca a la chica, levantó el sombrero de Escolla, que pese a todo seguía en su cabeza, y le metió también una bala en la nuca.
–Después volvió a ponerle el sombrero –dijo Audrey–. Si salgo de esta, ese es un detalle que no olvidare aunque viva cien años: cómo quitó el sombrero al muchacho para dispararle y volvió luego a ponérselo. Como si comprendiese lo horrible que era para ellos morir de aquel modo, y desease tratarlos con consideración en la medida de lo posible.
Entragian se irguió y se dio la vuelta (cargando entretanto el arma); parecía mirar en todas direcciones a la vez. Audrey dijo que tenía en los labios una amplia y estúpida sonrisa. Johnny entendió de inmediato a que se refería. Había visto antes esa sonrisa. Tuvo la absurda impresión de que ya había visto antes todo aquello, en un sueño o en otra vida.
Vuelve a ser simplemente otro soldado con nostalgia de su época en Vietnam, pensó. Por la descripción de Audrey, el policía le recordó a ciertos combatientes drogados que había conocido, y ciertas historias contadas en susurros ya entrada la noche por soldados que habían visto cometer terribles atrocidades a compañeros suyos con esa misma expresión de inmaculada alegría en el rostro. Es otra vez Vietnam, sólo eso, que vuelve a ti como una ácida retrospectiva. Para completar el círculo ya sólo necesitas oír en un transistor People Are Strange o Pictures of Matchstick Men.
Pero ¿realmente era sólo eso? Una parte más profunda de él parecía dudarlo. Esa parte estaba convencida de que allí ocurría algo más, algo que guardaba poca o ninguna relación con los insignificantes recuerdos de un novelista que se había alimentado de la guerra como un buitre de carroña, y por consiguiente había producido el pésimo libro que probablemente tal comportamiento garantizaba.
Muy bien, pues. Si no es eso, ¿que es?
– ¿Que hizo después? –preguntó Steve a Audrey.
–Retrocedí a rastras hasta la oficina de la lavandería. Y una vez allí me metí bajo el escritorio hecha un ovillo y me quede dormida. Estaba exhausta. Ver todo aquello... aquella matanza... me había agotado.
»Fue un sueño ligero. Oía cosas continuamente. Disparos, explosiones, cristales rotos, gritos. Ignoro en que medida eran reales, y en que medida alucinaciones. Cuando desperté, ya atardecía. Me dolía todo el cuerpo. Al principio pensé que había sido una pesadilla; creí incluso que seguía de acampada. Pero abrí los ojos y vi dónde estaba, enroscada bajo un escritorio, y noté el olor a jabón y lejía, y me di cuenta de que me moría de ganas de orinar. Además, tenía las dos piernas dormidas.
»Empecé a salir de debajo del escritorio, diciéndome que no debía asustarme si me costaba un poco moverme, y entonces oí que alguien entraba en el establecimiento y volví a esconderme. Era él. Lo adiviné por el andar. Eran las pisadas de un hombre con botas.
»Dijo: "¿Hay alguien?", y avanzó por el pasillo que separa las lavadoras de las secadoras, como si me siguiese el rastro. Y en cierto modo así era. Se guiaba por el olor de mi perfume. Rara vez uso, pero esa mañana, al ponerme el vestido, había pensado que quizá un poco de perfume crearía un ambiente más distendido en la reunión con el señor Symes. –Se encogió de hombros, quizá un poco turbada–. Como dicen, una mujer debe usar sus armas, ya saben.
Cynthia la miró con cara de incomprensión, pero Mary asintió.
–«Huele a Opium», dijo Entragian. «¿Lo es, señorita? ¿Es ese el perfume que lleva?» Yo no conteste; seguí acurrucada bajo el escritorio con la cabeza entre los brazos. Y el continuó: «¿Por que no sale? Sí sale, le prometo una muerte rápida. Si me obliga a buscarla, será más lento». Y yo estaba tan aterrorizada que desee salir. Creía que estaba seguro de que seguía escondida allí dentro, y que iba a guiarse por el perfume como un sabueso; y deseé salir y entregarme a él para que me matase deprisa. Deseé entregarme a él como los miembros de la secta de Jonestown debieron de aceptar su destino y aguardar en fila para tomarse uno a uno el ponche con cianuro. Sólo que no pude salir. Me quede paralizada de nuevo, pensando que iba a morir con la vejiga llena. Reparé entonces en la silla de la oficina (la había apartado para poder meterme en el hueco del escritorio) y pensé: Cuando vea dónde esta la silla, sabrá dónde estoy yo. En ese momento, mientras pensaba aquello, Entragian entró en la oficina. «¿Hay alguien? », pregunto. «Salga. No le haré daño. Sólo quiero preguntarle que ha visto. Tenemos un serio problema.»
Audrey empezó a temblar, seguramente como había temblado, supuso Johnny, mientras permanecía oculta bajo el escritorio, esperando a que Entragian se acercase, la encontrase y le quitase la vida. Pero también sonreía, con una de esas sonrisas que no es fácil mirar.
–Para que vean lo loco que esta. –Cruzó sus manos trémulas sobre la falda–. Tan pronto dice que si sales te recompensara con una muerte rápida, como te asegura que sólo desea hacerte unas preguntas. Completamente loco. Pero yo creí las dos cosas a la vez. Así que ¿quién esta más loco? ¿Eh? ¿Quien esta más loco?
»Entró en la oficina y avanzó un par de pasos. Creo que fueron un par. Suficientes para que su sombra se proyectase sobre el escritorio y asomase en el suelo junto a mí. Pensé que si la sombra tenía ojos, sin duda me vería. Se quedó allí un buen rato. Oía su respiración. Por fin dijo "¡A la mierda!", y se marchó. Al cabo de un momento oí la puerta abrirse y cerrarse. Al principio creí que era una trampa. En mi mente lo vi como los veo a ustedes ahora: abría la puerta y volvía a cerrarla, pero se quedaba dentro, junto a la máquina expendedora de jabón, y esperaba con el revólver desenfundado a que yo apareciese. ¿Y saben que? Seguí pensando que era una trampa incluso cuando oí que volvía a recorrer las calles en el coche patrulla buscando otras víctimas. Creo que seguiría allí de no ser porque sabía que si no iba al baño de inmediato, me mojaría las bragas, y no me atraía la idea. Si había olido mi perfume, olería más fácilmente mi orina. Así que salí a rastras y fui al baño. Cojeaba como una anciana porque tenía las piernas dormidas, pero llegué de todos modos.
Y aunque continuó hablando otros diez minutos, Johnny pensó que su historia terminaba en ese punto, con su renqueante visita al cuarto de baño para orinar. Tenía el coche cerca y las llaves en un bolsillo, pero para lo que iba a servirle podría haber estado en la luna. Varias veces salió de la oficina y se acercó a la puerta del establecimiento (Johnny no dudó por un instante que debió de exigirle gran acopio de valor recorrer incluso esa corta distancia), pero no se atrevió a ir más allá. No sólo tenía miedo; estaba aterrorizada. Cuando los disparos, los gritos y el rugido del motor cesaban durante un rato, se planteaba escapar, dijo, pero entonces se imaginaba a Entragian alcanzándola, obligándola a salir de la carretera, sacándola a rastras del coche y pegándole un tiro en la cabeza. Por otra parte, explicó, estaba convencida de que llegaría ayuda. Tenía que llegar. El pueblo estaba apartado de la interestatal 50, pero no en el fin del mundo, y con la mina a punto de reabrirse, siempre iba y venía gente.
Y de hecho llegó gente al pueblo, dijo. Había visto un camión de correos hacia las cinco de la tarde y una camioneta de la compañía eléctrica del condado de Wickoff alrededor de las doce del mediodía de la mañana siguiente. Los dos vehículos pasaron por la calle principal. Salía música de la camioneta. En ese momento no se oía el coche patrulla de Entragian, pero cinco minutos más tarde la camioneta pasó por delante de la lavandería, hubo más disparos y un hombre gritó «¡Oh, no! ¡Oh, no!» con una voz tan aguda que parecía la de una chica.
Después de eso otra noche interminable, sin querer quedarse ni atreverse a huir, comiendo chucherías que sacaba de la máquina expendedora situada al extremo de la hilera de secadoras, bebiendo agua del grifo en el cuarto de baño. Luego empezó un nuevo día, y Entragian seguía merodeando como un buitre.
No se había dado cuenta, dijo, de que el policía se dedicaba a traer gente al pueblo y encerrarla en el calabozo. Por entonces sólo podía pensar en posibles planes de huida, sin hallar ninguno por completo satisfactorio. Y en cierto modo la lavandería se había convertido en su hogar, en el único sitio donde se sentía a salvo. Entragian había entrado allí una vez, se había marchado y no había vuelto. Quizá nunca volvería.
–Seguía aferrada a la idea de que no podía haber matado a todo el mundo, de que había otros en mi misma situación, otros que se habían dado cuenta a tiempo y permanecían ocultos. Alguien escaparía. Avisaría a la policía estatal. Una y otra vez me decía que lo más prudente, al menos de momento, era esperar. Entonces ha empezado la tormenta y he decidido probar suerte aprovechando la escasa visibilidad. Me proponía ir a las oficinas de la compañía. Hay un todoterreno en el garaje de la Guarida...
Steve asintió.
–Lo hemos visto. Tenía enganchado un remolque con muestras de rocas.
–Mi idea era desenganchar el remolque y dirigirme por el desierto hacia la interestatal 50, al noroeste. Podía coger una brújula del armario de material y orientarme pese a la tormenta. Era consciente de que podía caer en una grieta o algo así, pero después de lo que había visto eso no me parecía un riesgo excesivo. Y tenía que escapar. Dos noches en una lavandería... no se lo recomiendo a nadie. Me disponía a marcharme cuando han aparecido ustedes.
–He estado a punto de romperle la cabeza –dijo Steve–. Lo siento.
Audrey esbozó una débil sonrisa y miró alrededor una vez más.
–El resto ya lo conocen –dijo.
No estoy de acuerdo, pensó Johnny. El palpitante dolor de la nariz aumentaba de nuevo. Deseaba tomar una copa, pero como en su caso habría sido una locura sacó el tubo de aspirinas y tomó dos con un sorbo de agua. No creo que sepamos nada. De momento.
4
– ¿Que hacemos ahora? –preguntó Mary Jackson–. ¿Cómo saldremos de aquí? ¿Lo intentamos, o esperamos a que nos rescaten?
Durante un largo rato nadie contestó. Por fin Steve cambió de posición en el sillón que compartía con Cynthia y dijo:
–No podemos esperar. Al menos, no demasiado tiempo.
– ¿Por que dices eso? –preguntó Johnny con una voz curiosamente amable, como si ya conociese la respuesta.
–Porque alguien debería haber escapado ya, alguien debería haber encontrado un teléfono fuera del pueblo y desenchufado esa máquina de asesinar. Sin embargo nadie lo ha conseguido, ni siquiera antes de empezar la tormenta. Una poderosa fuerza esta actuando en este pueblo, y si creemos que va a llegar ayuda de fuera, acabaremos muertos. Sólo podemos contar con nuestros propios recursos, y tenemos que marcharnos cuanto antes. Esa es mi opinión.
–Yo no pienso marcharme sin averiguar antes que le ha pasado a mi madre –declaró David.
–No puedes aferrarte a esa idea, David –dijo Johnny.
–Si puedo.
–No –intervino Billingsley, y algo en su voz hizo levantar la cabeza a David–. No, habiendo otras vidas en juego. No, teniendo en cuenta que eres... especial. Te necesitamos, hijo.
–Eso no es justo –susurró David.
–No, no lo es – convino Billingsley con una expresión severa en su arrugado rostro.
–De poco le servirá a tu madre que mueras intentando encontrarla, chico. Por otra parte, si salimos del pueblo, podemos volver con ayuda.
–Tiene razón –dijo Ralph, pero con una voz débil y sepulcral.
–No, no la tiene –replicó David–. Eso son gilipolleces.
– ¡David! –lo reprendió su padre.
El chico los observó con expresión de ira y miedo.
–A ninguno de ustedes les preocupa mi madre, a ninguno. Y a ti tampoco, papá.
–Eso no es verdad –contestó Ralph–. Y es muy cruel por tu parte decir una cosa así.
–Si, pero de todos modos creo que es verdad. Se que la quieres, pero creo que la dejarías porque piensas que ha muerto. –David miró fijamente a su padre, y este bajó la vista con lágrimas en los ojos hinchados. Luego se volvió hacia el veterinario–. Y le diré una cosa, señor Billingsley: el hecho de que rece no me convierte en una especie de mago de cómic. Rezar no es magia. La única magia que conozco es un par de trucos de cartas que rara vez acabo bien.
–David... –empezó a decir Steve.
–Si nos vamos, cuando regresemos será ya demasiado tarde para salvarla. Lo sé. Estoy seguro. –Sus palabras resonaron en la sala como la declamación de un actor y se extinguieron. Fuera el viento indiferente seguía soplando.
–David, probablemente es ya demasiado tarde –adujo Johnny. Habló con voz firme pero fue incapaz de mirar al chico a los ojos.
Ralph exhaló un ronco suspiro. Su hijo se acercó a él, se sentó a su lado y le cogió la mano. Ralph, visiblemente cansado y confuso, parecía más viejo.
Steve se volvió hacia Audrey.
–Ha dicho que conocía otro camino para volver a la interestatal.
–Si. El enorme terraplén de tierra que han visto al llegar al pueblo es la cara norte de la mina que queremos reabrir. Hay una carretera que sube por el terraplén, llega a la cima y baja por el otro lado de la mina. Y de allí sale otra que lleva a la interestatal 50. Bordea el arroyo de Desesperación, que ahora esta seco. ¿La conoce, señor Billingsley?
El anciano asintió.
–Esa carretera parte del estacionamiento de la compañía minera. Allí hay varios todoterrenos más. En los mayores sólo caben cuatro personas, pero podríamos enganchar un remolque vacío para llevar a los demás.
Steve, con muchos años de experiencia en tareas de carga y descarga, decisiones rápidas y fugas precipitadas (provocadas a menudo por la explosiva mezcla de hoteles de cinco estrellas y rockeros gilipollas), había escuchado con atención sus palabras.
–Muy bien –dijo–, propongo lo siguiente: esperamos hasta que amanezca, descansamos un poco o incluso dormimos, y quizá mañana la tormenta...
–Creo que ya no es tan intensa –observó Mary–. Tal vez sólo sean ilusiones mías, pero parece que amaina.
–Incluso si para entonces el tiempo no ha mejorado, podemos llegar al estacionamiento, ¿no, Audrey?
–Si, seguro.
– ¿A que distancia esta? –preguntó Steve.
–A tres kilómetros de las oficinas de la compañía, y de aquí probablemente a un kilómetro y medio.
Steve movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
–Y a plena luz del día veremos a Entragian si se acerca. De noche, y con esta tormenta, podría sorprendernos.
–De noche tampoco veríamos a los... animales –añadió Cynthia.
–Debemos salir deprisa y armados –continuó Steve–. Si la tormenta amaina, podemos ir a la mina en mi camión, tres en la cabina y el resto detrás, en la caja. Si el tiempo sigue igual que ahora, y en realidad eso espero, lo mejor será ir a pie. De ese modo atraeremos menos la atención. Tal vez ni llegue a saber que nos hemos marchado.
–Imagino que Escolla y los otros tenían un plan parecido cuando Collie les dio caza–dijo Billingsley.
–Ellos se dirigían al norte por la calle principal –argumentó Johnny–, tal como Entragian debía de prever. Nosotros nos dirigiremos al sur, hacia la mina, al menos en principio, y abandonaremos el pueblo por una carretera de servicios.
–Exacto –secundó Steve–, y habremos escapado. –Se acercó a David (se había apartado de su padre y estaba sentado al borde del escenario, contemplando las raídas butacas vacías) y se agachó junto a el–. Pero volveremos. ¿Me oyes, David? Volveremos a buscar a tu madre y a cualquier otra persona que siga con vida. Eso es una promesa en firme, entre tú y yo.
David mantuvo la vista fija en las butacas.
–No se que hacer –admitió–. Se que debo pedir a Dios que me ayude a pensar, pero ahora estoy tan furioso con él que no sería capaz. Cada vez que intento serenarme, esa rabia me lo impide. ¡El ha consentido que el policía se lleve a mi madre! ¿Por que? Dios, ¿por que?
¿Eres consciente de que hace un rato has hecho un milagro?, pensó Steve. No lo dijo; eso sólo habría aumentado la confusión y la tristeza de David. Al cabo de un momento Steve se irguió y se quedó allí de pie, con las manos en los bolsillos y el semblante preocupado, mirando al muchacho.
5
El puma avanzó lentamente por el callejón con la cabeza gacha y las orejas contra el cráneo. Sorteó los cubos de basura y el montón de chatarra con mucha mayor facilidad que los humanos; el felino veía mejor que ellos en la oscuridad. No obstante se detuvo al final del callejón y emitió un gutural gruñido. Aquello no le gustaba. Uno de ellos era fuerte, muy fuerte. Percibía esa fuerza incluso a través de la pared de ladrillo del edificio, palpitando como un resplandor. Sin embargo la desobediencia no era posible. El intruso, el ser que procedía de las entrañas de la tierra, se hallaba en la cabeza del puma y su voluntad se hundía en la mente del animal como un anzuelo. Hablaba la lengua de los seres sin forma, de tiempos ancestrales, cuando todos los animales excepto los hombres y el intruso eran una sola cosa.
Pero al puma no le gustaba la fuerza que percibía en el interior del edificio.
Volvió a gruñir, un sonido ronco y fluctuante que salía más por su nariz que por su boca cerrada. Asomó la cabeza por la esquina, y entornó los ojos cuando una ráfaga de viento le erizó el pelaje y le saturó el olfato de olores diversos: castillejas y bromelias, alcohol antiguo y ladrillos más antiguos aún. Incluso desde allí percibía el olor penetrante de la mina que se encontraba al sur del pueblo, un olor que flotaba en el aire desde que la última tanda de barrenos había vuelto a abrir el lugar maligno, un lugar que los animales conocían y los hombres habían intentado olvidar.
El viento dejó de soplar, y el puma avanzó con sigilo por el pasadizo que discurría entre la valla y la parte posterior del cine. Se detuvo ante las cajas de embalaje y las olfateó, dedicando mayor tiempo a la que había sido derribada. Captó allí muchos olores mezclados. La última persona que se había encaramado a aquella caja la había empujado después de subir. El puma percibió el olor de sus manos, más intenso que el de las manos de los otros, un olor desnudo en cierto modo, a sudor y restos de aceite. Pertenecía a un macho adulto.
Percibió también el olor de las armas. En otras circunstancias ese olor habría bastado para ahuyentarlo, pero ahora no importaba. Iría a donde el intruso lo enviase; no le quedaba otra opción. El puma olfateó la pared y luego observó la ventana. No estaba cerrada por dentro; notó que el viento la movía ligeramente. Podía entrar por allí. Sería sencillo. La ventana cedería al empujarla, como ocurría a veces con ciertas cosas humanas.
No, dijo la voz del ser sin forma. No puedes.
Una imagen parpadeó por un instante en su mente: objetos relucientes. Bebederos humanos, a veces hechos añicos contra las rocas cuando los hombres acababan de usarlos. El puma comprendió (del mismo modo que un lego en matemáticas comprendería vagamente un complejo problema de geometría si se le explicaba con detenimiento) que tiraría al suelo varios bebederos humanos si intentaba saltar por aquella ventana. No entendía la razón, pero en su cabeza la voz así lo aseguraba, y los otros oirían el ruido.
El puma, como un oscuro remolino, dejó atrás la ventana abierta, se detuvo a olisquear la salida de emergencia, que estaba tapiada, y siguió hasta una segunda ventana. Se hallaba a la misma altura que la anterior y era de idéntico cristal blanco, pero estaba cerrada por dentro.
Sin embargo entraras por ésta, susurró la voz en la cabeza del puma. Cuando yo te avise, saltarás.
Sí. Quizá se cortase con los cristales, como en una ocasión se había cortado en las patas al pisar unos fragmentos de bebederos humanos en las montañas; pero cuando la voz anunciase que había llegado el momento, saltaría. Una vez dentro seguiría obedeciendo las instrucciones de la voz. No era lo normal, pero así era.
El puma se agazapó bajó la ventana cerrada del servicio de caballeros, enroscó la cola y aguardó a oír la voz del ser de la mina. La voz del intruso. La voz de Tak. Cuando hablase, el actuaría. Entretanto permanecería allí inmóvil y escucharía la voz del viento, y el penetrante olor que arrastraba consigo, como una mala noticia de otro mundo.
III
1
El anciano veterinario sacó del bar una botella de whisky que casi se le cayó de las manos y se sirvió otro vaso. Mary, que venía observándolo desde hacia rato, se acercó a Johnny y le habló en voz baja:
–No lo deje seguir bebiendo. Una copa más y estará borracho como una cuba.
Johnny la miró enarcando las cejas.
– ¿Quien la ha nombrado Reina de la Abstinencia?
– ¡Pedazo de capullo! –masculló Mary–. ¿Cree que no me he da cuenta de que usted lo ha incitado a beber? ¿Cree que estoy ciega?
Hizo ademán de dirigirse hacia Billingsley, pero Johnny la agarró y decidió ocuparse personalmente del asunto. Oyó que Mary sofocaba un grito de dolor y supuso que le había apretado la muñeca con mayor fuerza de lo que se consideraba caballeroso. Lo sentía, pero no estaba acostumbrado a que lo llamasen capullo. Al fin y al cabo había ganado el Premio Nacional de Literatura. Había aparecido en la portada de la revista Time. Se había follado a la novia de América (bueno, esto último quizá con carácter retroactivo, pues la actriz no era la novia de América desde el año 1965 poco más o menos, pero se la había follado de todos modos), y no estaba acostumbrado a que lo llamasen capullo. Aun así, a Mary no le faltaba razón. Él, pese estar familiarizado con las tácticas y los principios básicos de Alcohólicos Anónimos, había ofrecido al vejete su primer trago de la noche. Había pensado que Billingsley, con un poco de alcohol en cuerpo, se serenaría, se centraría (y lo necesitaban lo más centrado posible, porque en definitiva sólo el conocía el pueblo). Pero ¿no había actuado en cierta medida por despecho al ver que el veterinario borrachín se agenciaba un arma cargada mientras él, todo un Premio Nacional de Literatura, debía conformarse con un rifle del 22 descargado?
No. No, por favor. El arma no ha tenido nada que ver, se dijo. La idea era mantenerle los circuitos conectados para que nos sirviera de ayuda.
En fin, quizá. Quizá. Sonaba un poco a falso, pero uno debía concederse el beneficio de la duda en determinadas situaciones, sobre todo en situaciones descabelladas, y aquella lo era. En todo caso, tal vez no había sido muy buena idea. A lo largo de su vida Johnny había concebido un sinfín de ideas no muy buenas, y si alguien estaba cualificado para reconocer una, ese era él.
– ¿Por que no dejamos este para más tarde, Tom? –dijo, y con delicadeza le quitó el vaso de la mano cuando se lo acercaba a los labios.
– ¡Eh! –protestó Billingsley, intentando recuperarlo. Tenía los ojos más acuosos que antes, y en los blancos se dibujaban brillantes capilares rojos parecidos a pequeños cortes–. ¡Devuélvamelo!
Johnny alejó de él el vaso, alzándolo junto a su boca, y sintió el súbito y horripilante impulso de resolver el problema del modo más simple y expeditivo. Sin embargo se contuvo y lo dejó en lo alto del mueble bar, donde el viejo Tommy no podía cogerlo a menos que brincase desde un costado. Aunque por supuesto el viejo Tommy sería capaz de brincar por una copa; el viejo Tommy había llegado a un punto en el que probablemente interpretaría a pedos el himno nacional si alguien le prometía un, whisky doble. Entretanto, los demás observaban, Mary frotándose la muñeca (que se le había enrojecido, advirtió Johnny, aunque no demasiado).
– ¡Démelo! –bramó Billingsley, y tendió una mano hacia el vaso abriendo y cerrando los dedos como un bebé furioso que quiere recuperar su chupete.
Johnny recordó de pronto la ocasión en que la actriz –la de las esmeraldas, la que en otro tiempo había sido la mujer más deseada del país, tan dulce que el azúcar no se habría disuelto en su coño– lo había arrojado a la piscina de un hotel de Bel–Air. Recordó que todos rieron, que el mismo rió al salir chorreando de la piscina, con la botella de cerveza todavía en la mano, demasiado ebrio para saber que ocurría, para darse cuenta de que el sonido que oía era el chorro de agua que se llevaba los últimos vestigios de su reputación por el desagüe del vater. Sí, damas y caballeros, allí estaba él aquel caluroso día en Los Ángeles, riendo como un loco con su traje de Pierre Cardin empapado, con la botella de Bud en alto como un trofeo, y todos lo presentes reían con él. Lo estaban pasando en grande. Su mujer lo había tirado a la piscina como en las películas, y todos lo estaban pasando en grande. Bienvenido al maravilloso mundo de los alcohólicos irreversibles, a ver si eres capaz de salir de esta con tu literatura, Marinville.
De repente sintió vergüenza, más por si mismo que por Tom, aunque sabía que era a éste a quién miraban los demás (salvo Mary, que seguía exagerando el dolor de la muñeca), que era Tom quién pedía a voz en cuello su copa mientras abría y cerraba la mano como un bebé frenético, que era Tom quién se había colocado con sólo tres copas.
También aquello lo había visto Johnny ya antes. Después de unos años nadando en torno a la botella, bebiendo cualquier cosa que tuviese a tiro y manteniéndose no obstante relativamente sereno, las branquias del bebedor presentaban una extraña tendencia a cerrarse casi al primer sorbo. Absurdo pero cierto. Observen, señoras y señores, al increíble Alcohólico en Fase Terminal, acérquense y no darán crédito a sus ojos.
Rodeó los hombros de Tom con un brazo, inclinándose sobre el dorado aroma del whisky que envolvía al anciano como un halo de vapor, y susurro:
–Pórtese bien y podrá tomarse esa copa después.
Tom lo miró con ojos enrojecidos. Sus labios agrietados estaban húmedos de saliva.
– ¿Me lo promete? –dijo en un susurro de conspiración, exhalando más vapores.
–Si – contestó Johnny–. Puede que me haya equivocado al ofrecerle el primer trago, pero ahora que hemos empezado le mantendré el suministro. Así que compórtese con dignidad, ¿de acuerdo?
Billingsley lo miró, los ojos abiertos y acuosos, los párpados rojos, los labios brillantes.
–No puedo –murmuró.
Johnny lanzó un suspiro y cerró los ojos por un momento. Cuando volvió a abrirlos, Billingsley observaba a Audrey Wyler, que se hallaba en el otro extremo del escenario.
– ¿Por que llevará esa condenada falda tan corta? –masculló.
El intenso olor de su aliento indujo a Johnny a pensar que quizá aquel no era un simple caso de ebriedad a las tres copas; el viejo Tom se había tomado otras dos o tres a escondidas en algún momento.
–No lo sé –respondió Johnny con una amplia sonrisa que se le antojó tan falsa como la del presentador de un concurso televisivo, y condujo a Billingsley hacia el resto del grupo, alejándolo del bar y del vaso colocado en lo alto–. ¿Es una queja?
–No –repuso Billingsley–. No, es... es sólo que... –Dirigió a Johnny una mirada indefensa–. ¿Que estaba diciendo?
–No tiene importancia. –Una voz de presentador de concurso surgió de la mueca de presentador de concurso: sonora, cordial, tan sincera como la promesa de un productor de telefonear a la semana siguiente–. Dígame una cosa, sólo por curiosidad: ¿por que llaman Mina de los Chinos a ese enorme agujero excavado en la tierra?
–Supongo que la señorita Wyler esta mejor informada que yo a ese respecto –contestó Billingsley, pero Audrey no estaba ya en el escenario. Mientras David y su padre, visiblemente preocupados, se acercaban a ellos, Audrey había salido por la derecha del escenario, quizá con la intención de buscar más comida.
–Vamos, no sea modesto –dijo Ralph, inesperadamente animado. Johnny lo miró y advirtió que, pese a su angustiosa situación, Ralph Carver comprendía el estado en que se encontraba el viejo Tommy–. Me juego cualquier cosa a que usted ha olvidado más historia local de la que ha aprendido en toda su vida esa joven. Y esa mina forma parte de la historia local, ¿no?
–Bueno... si. De la historia y la geología.
–Vamos, Tom –animó Mary–. Cuéntenoslo, así mataremos el rato.
–De acuerdo, pero hay para largo.
Steve y Cynthia se aproximaron también. Steve rodeaba con el brazo la cintura de la chica, y ella rodeaba la de el.
–Si, cuéntenoslo –dijo Cynthia con dulzura–. Vamos.
Y Billingsley los complació.
2
–Mucho antes de que a nadie se le ocurriese explotar los yacimientos de cobre, de esa montaña solo se extraía oro y plata –explico Billingsley. Se acomodó en el sillón de orejas y rehusó con la cabeza cuando David le ofreció un vaso de agua mineral–. Por entonces la mina no se había convertido aún en una explotación a cielo abierto. En mil ochocientos cincuenta y ocho una compañía minera llamada Diablo abrió Serpiente de Cascabel Numero Uno donde ahora se encuentra la Mina de los Chinos. Había oro, y en abundancia.
»Era una explotación subterránea, como todas en aquella época, siguiendo la veta ahondaron y ahondaron pese a que la compañía debía de conocer los riesgos de horadar a tales profundidades. En el lado sur de la actual mina, la superficie no es mala; se compone de piedra caliza, silicato y una especie de mármol de Nevada. Se encuentra mucha wellastonita, que si bien no es un mineral valioso, resulta agradable a la vista.
»Debajo, en el lado norte, abrieron el pozo Serpiente de Cascabel. Allí la tierra es mala: mala para la minería, mala para la agricultura mala para todo. Maleada, decían que estaba los indios shoshones. Le daban un nombre a esa tierra, un nombre muy acertado, como casi todas las palabras shoshonas, pero no lo recuerdo. En esa zona todo son depósitos ígneos, materias incrustadas en la capa interna de la corteza terrestre por erupciones volcánicas que no afloraron a la superficie Existe un nombre para esa clase de depósitos, pero tampoco lo recuerdo.
–Pórfidos –apunto Audrey. Estaba en la parte derecha del escenario y sostenía una bolsa de rosquillas saladas–. ¿Alguien quiere? Huelen un poco raro pero saben bien.
–No, gracias –dijo Mary.
Los demás rechazaron también el ofrecimiento.
–Pórfidos, eso es –confirmó Billingsley–. Esa parte es rica en minerales valiosos, desde granates hasta uranio, pero el terreno es muy inestable. En el lugar donde abrieron Serpiente de Cascabel Numero Uno había un buen filón de oro, pero el terreno se componía esencialmente de esquisto quemado. El esquisto es una roca sedimentaria, poco consistente. Puede fragmentarse con las manos. Cuando habían perforado ya a una profundidad de veinte metros, las paredes empezaron a gemir y chirriar por todas partes, y un buen día los mineros decidieron que aquello pasaba ya de la raya y se marcharon. No fue una huelga para exigir aumento de sueldo; simplemente no querían morir. Y en respuesta la compañía contrato chinos. Los trajeron en trenes de carga desde San Francisco, encadenados como reclusos.
»Eran setenta hombres y veinte mujeres, todos vestidos con abrigos acolchados y pequeños sombreros redondos. Imagino que los dueños de la compañía se tiraron de los pelos por no haber pensado antes en aquella solución, pues los chinos tenían muchas ventajas respecto de los blancos. No bebían ni alborotaban en el pueblo; no vendían bebidas alcohólicas a los shoshones y los paiutes; no pedían prostitutas.
»Ni siquiera escupían tabaco en las aceras. Y esas eran solo las ventajas menores. Lo importante era que no se resistían a bajar por profunda que fuese la mina, y no parecían preocuparles los continuos crujidos de las paredes de esquisto. Y podía ahondarse más deprisa, porque los chinos eran mucho más pequeños que los mineros blancos y además accedían a trabajar de rodillas, así que necesitaban mucho menos espacio. Por otra parte, si se sorprendía a un minero chino intentando llevarse una pepita de oro, podían ejecutarlo en el acto, cosa que ocurrió más de una vez.
– ¡Dios santo! –exclamó Johnny.
–La realidad no se parecía en nada a las películas de John Wayne –añadió Billingsley–. El caso fue que cuando habían ahondado ya cuarenta metros, es decir, el doble de la profundidad a la que habían abandonado los picos los mineros blancos, se produjo un derrumbe. La causa exacta se desconoce, pero corren distintas versiones. Una es que desenterraron un waisin, una especie de antiguo espíritu terrestre, y este destruyo la mina; otra, que enfurecieron a los trasgos de la mina.
– ¿Quienes son los trasgos de la mina? –pregunto David.
–Duendes alborotadores –aclaro Johnny–. La versión subterránea de los gremlins.
–Quiero puntualizar dos cosas –intervino Audrey, que seguía a la derecha del escenario y mordisqueaba una rosquilla–. En primer lugar, esa mina no era un pozo sino un túnel, o sea, no se perforaba hacia abajo sino horizontalmente. Y segundo, fue un derrumbe, así de sencillo, sin trasgos ni espíritus terrestres.
–Habló el racionalismo –dijo Johnny–, el espíritu de nuestros tiempos. ¡Bravo!
–Yo no ahondaría ni dos metros en un terreno como ese –añadió Audrey–; ni yo ni ninguna persona cuerda. Y ellos, ya ven, cuarenta mineros, un par de capataces y al menos cinco ponis a cuarenta metros de profundidad, todos picando, gritando y metiendo ruido; solo les faltaba poner barrenos. ¡Lo asombroso es que los trasgos los protegiesen tanto tiempo de su propia estupidez!
–El derrumbe –prosiguió Billingsley– se produjo en un sitio que podría considerarse bueno. El techo se vino abajo a unos veinte metros de la bocamina. –Miró a David y aclaro–: Así es como se llama la entrada de una mina, hijo. Los mineros retrocedieron hasta ese punto y se encontraron el paso obstruido por cinco metros de silicato y esquisto. Sonó la sirena, y los vecinos del pueblo subieron a ver que pasaba. Subieron hasta las putas y los jugadores. Desde fuera oyeron los gritos de los chinos, que suplicaban que los sacasen de allí antes de que se derrumbase el resto de la mina. Según dijeron algunos, por sus voces daba la impresión de que se peleasen entre ellos Pero nadie se atrevió a entrar y empezar a cavar. Los crujidos del esquisto mal asentado se oían más que nunca, y el techo se había abombado en un par de puntos entre la bocamina y los primeros escombros.
– ¿No podría haberse apuntalado el techo en esos dos puntos? –pregunto Steve.
–Por supuesto, pero nadie quiso asumir la responsabilidad. Pasados dos días llegaron de Reno el presidente y el vicepresidente de Diablo acompañados de dos ingenieros de minas. Según me explicó mi padre, discutieron la posible solución mientras almorzaban frente a la bocamina. Extendieron una manta en el suelo y comieron mientras en el pozo (perdón, el túnel), a menos de treinta metros de donde se hallaban, cuarenta almas gritaban en la oscuridad.
»Se produjeron otros derrumbes a mayor profundidad. Los testigos dijeron que parecían salir eructos de las entrañas de la tierra. Sin embargo los chinos seguían bien, o al menos vivos, tras los primeros cinco metros de escombros, y suplicaban sin parar que los sacasen de allí. A esas alturas, supongo, llevaban ya dos días sin agua ni luz y debían de haber empezado a comerse los ponis. Los ingenieros de minas entraron, o más bien asomaron la cabeza, y dictaminaron que era demasiado arriesgado intentar cualquier operación de rescate.
– ¿Y que hicieron? –pregunto Mary.
Billingsley se encogió de hombros.
–Pusieron cargas de dinamita en el primer tramo de la mina y lo derrumbaron también. Le cerraron la boca.
– ¿Quiere decir que enterraron intencionadamente a cuarenta personas vivas? –dijo Cynthia.
–Cuarenta y dos, contando al jefe de cuadrilla y el capataz –preciso Billingsley–. El jefe de cuadrilla era blanco, pero bebía y se dirigía con palabras obscenas a mujeres decentes. Nadie habló en su favor. Ni en favor del capataz, a decir verdad.
– ¿Como pudieron hacer una cosa así?
–La mayoría eran chinos, señora –adujo Billingsley–, así que la decisión fue fácil.
El viento silbo, y el edificio se estremeció bajo su áspera caricia como si estuviese vivo. Oían batir ligeramente la ventana del servicio de señoras. Johnny temía que una de las veces se abriese más que de costumbre y derribase las botellas que Billingsley había colocado en el antepecho a modo de alarma.
–Pero la historia no acaba ahí –continuo Billingsley–. Ya saben como se agrandan esas cosas en la cabeza de la gente con el paso del tiempo. –Cruzó las manos y movió los nudosos dedos. En la pantalla un ave gigantesca, un legendario milano real, pareció remontar el vuelo–. Se agrandan como las sombras.
– ¿Y como acaba, pues? –pregunto Steve. Aun a su edad se quedaba embelesado ante una buena historia, y aquella no estaba nada mal.
–Tres días después se presentaron dos jóvenes chinos en el Lady Day, una cantina que se hallaba donde ahora esta el Broken Drum. Dispararon contra siete hombres antes de que consiguiesen reducirlos. Mataron a dos. Uno de los muertos era el ingeniero de minas de Reno que había aconsejado dinamitar el pozo.
–El túnel– corrigió Audrey.
–Déjelo hablar –dijo Johnny, e indico a Billingsley que siguiese.
–Uno de los «culis», como llamaban a los mineros chinos en el pueblo, resulto muerto en la refriega. De una puñalada en la espalda, probablemente, aunque la versión que prefiere la mayoría de la gente es que un jugador profesional, un tal Harold Brophy, lanzo un naipe desde su silla y le seccionó la yugular.
»El que sobrevivió recibió cinco o seis heridas de bala, pero eso no les impidió colgarlo al día siguiente después de un juicio sumarísimo ante un tribunal improvisado. Supongo que el pobre muchacho los defraudo; según se cuenta, estaba demasiado enajenado para darse cuenta de lo que ocurría. Le habían puesto grilletes en los tobillos y las muñecas, y aún así, siguió peleando como un gato montes, delirando en su idioma. –Billingsley se inclino un poco y pareció mirar a David en particular. El chico, fascinado, lo observaba con los ojos muy abiertos–. Sólo habló en chino, pero entre la gente corrió la idea de que el y su amigo habían salido de la mina para vengarse de quienes primero los habían hecho entrar allí y después los habían abandonado. –Billingsley hizo un gesto de duda–. Probablemente eran del campamento chino que había al sur de Ely, hombres menos pasivos o resignados que los otros. Por entonces ya se había difundido la noticia del derrumbe, y los chinos de ese campamento debían de estar enterados. Posiblemente algunos tenían familiares en Desesperación. Y recuerden que el que sobrevivió al tiroteo solo sabía decir en ingles un puñado de palabras malsonantes. La poca información que les dio debió de ser a base de gestos. Y ya saben que a la gente le gusta añadir la guinda en estas historias. De hecho no había pasado ni un año cuando algunos empezaron a decir que los mineros chinos seguían vivos en la mina, que los habían oído hablar y reír y suplicar que los sacasen, gemir y jurar venganza.
– ¿Habría sido posible que un par de hombres escapasen de la mina? –pregunto Steve.
–No –contesto Audrey desde el extremo del escenario.
Billingsley la miró por un momento y después posó sus ojos hinchados y enrojecidos en Steve.
–Quizá –dijo–. Podrían haber retrocedido mientras sus compañeros se quedaban apiñados tras los escombros. Quizá alguno de ellos recordase la ubicación de un respiradero o una chimenea...
–Tonterías –lo interrumpió Audrey.
–Es una posibilidad, y usted lo sabe –afirmo Billingsley–. Antiguamente todo este territorio fue una zona volcánica. Incluso hay pórfido extrusivo al este del pueblo; parece cristal negro con rubíes incrustados. En realidad son granates. Y allí donde hay rocas volcánicas, hay también conductos y chimeneas.
–Las probabilidades de que dos hombres...
–Es solo un planteamiento hipotético –tercio Mary–. Una manera de pasar el rato, nada más.
–Una estupidez hipotética –gruño Audrey, y mordió otra rosquilla dudosamente comestible.
–En todo caso, esa es la historia –dijo Billingsley–: un grupo de mineros enterrados, dos que consiguen salir, ambos enloquecidos, e intentan vengarse. Y después, fantasmas. No me dirán que no es una buena historia para una noche de tormenta. –Miró a Audrey, y en sus labios apareció una maliciosa sonrisa de borrachín–. Y ahora que han empezado a excavar de nuevo, señorita, ¿no han encontrado huesos pequeños?
–Esta borracho, señor Billingsley – contesto Audrey con frialdad.
–No –dijo Billingsley–. Ojala lo estuviese, pero no lo estoy. Discúlpenme un momento, señoras y señores. En cuanto me pongo a hablar, me entran ganas de ir al baño. Nunca falla.
Tambaleándose un poco, cruzó el escenario con la cabeza gacha y los hombros encorvados. La sombra que lo siguió a lo largo de la pantalla resultaba irónica tanto por su tamaño como por su heroico aspecto. Sus pisadas resonaron. Todos le observaron mientras se alejaba.
De pronto se oyó un golpe sordo, y todos se sobresaltaron. Cynthia esbozo una sonrisa de culpabilidad y levanto el pie.
–Lo siento –se disculpo–. Una araña. Creo que era una de esas...
–Violinistas –apunto Steve.
Johnny se agacho a echar un vistazo, apoyándose las manos en los muslos justo por encima de las rodillas.
–No.
–No ¿que? –preguntó Steve–. ¿No es una violinista?
–No solo una –respondió Johnny–. Un par. –Alzó la vista; en su rostro no se advertía ni un amago de sonrisa–. Puede que sean violinistas chinas.
3
–Tak! Can ah wan me. Ah lah.
El puma abrió los ojos. Se levantó y empezó a agitar la cola nerviosamente. Casi había llegado el momento. Aguzó las orejas y se tensó al oír que alguien entraba en la habitación a la que daba la ventana. Levantó la vista, absorto, calculando. El salto debía ser perfecto si quería atravesar el cristal, y perfección era exactamente lo que le exigía la voz en su cabeza.
Esperó, y en su garganta se formó de nuevo un gruñido leve y quejumbroso, pero esta vez salió por su nariz y también por su boca, por que había contraído los labios para enseñar los dientes. Poco a poco se encogió sobre sus patas traseras.
Casi ha llegado el momento.
Casi ha llegado el momento.
Tak ah ten.
4
Billingsley se asomó primero al servicio de señoras e iluminó la ventana con la linterna. Las botellas seguían en la repisa. Había temido que una ráfaga fuerte de viento abriese la ventana y las tirase al suelo, provocando una falsa alarma, pero eso no había ocurrido, y ya no era probable que ocurriese, pensó, porque la intensidad del viento había disminuido considerablemente. La tormenta, un vendaval veraniego como nunca antes había visto, amainaba.
Entretanto tenía un pequeño problema: aquella sed que debía ser aplacada. Aunque en los últimos cuatro o cinco años más que sed era una especie de comezón, como si hubiese contraído una extraña y horrenda forma de urticaria que no afectaba a la piel sino al cerebro.
Pero poco importaba. Conocía el remedio, y eso era lo importante.
Y le permitía mantener la mente alejada de todo lo demás, de aquella locura. Si hubiese sido simple peligro, un descontrolado blandiendo un arma, probablemente –viejo o no, borracho o no– habría podido hacerle frente. Pero aquella situación no era un peligro claro y concreto.
La geóloga insistía en que si lo era, en que Entragian era el único peligro, pero Billingsley sabía que se equivocaba. Porque Entragian no era ya la misma persona. Se lo había comentado a los otros, y Ellen Carver había dicho que era un disparate. Pero...
Pero ¿en que modo había cambiado Entragian? ¿Y por que el, Billingsley, tenía la impresión de que ese cambio era importante? No lo sabía. Debería saberlo, debería verlo tan claro como la palma de su mano, pero últimamente su pensamiento se tornaba borroso cada vez que bebía, como si empezase a dar síntomas de senilidad. Ni siquiera recordaba el nombre del caballo de la geóloga, la yegua con la torcedura...
–Si lo recuerdo –murmuro–. Si lo recuerdo. Se llamaba...
¿Como se llamaba, viejo borracho? No tienes la menor idea, ¿verdad?
– ¡Sí, se llamaba Sally! –exclamó con tono triunfal. Pasó junto a la salida de emergencia, que estaba tapiada, y empujó la puerta del servicio de caballeros. Enfocó el inodoro portátil con la linterna por un momento–. ¡Sally, exacto! –Dirigió el haz de luz a la pared e iluminó el caballo al galope que expulsaba humo por las narices. No recordaba haberlo dibujado (seguramente estaba borracho en aquel momento, pensó), pero sin duda era obra suya, y no le había quedado nada mal.
Le gustaba sobre todo su imagen de locura y libertad, como si procediese de un mundo en que las diosas montaban a pelo, dando a veces saltos de varias leguas en sus desenfrenadas correrías.
De pronto se disipó un poco la bruma que envolvía sus recuerdos, como si de algún modo el dibujo de la pared hubiese abierto su mente.
Sally, sí. Hacia un año poco más o menos. Los rumores de que iban a reabrir la mina empezaban a consolidarse en hechos. Se veían ya coches y camiones en el aparcamiento del barracón donde se hallaban las oficinas de la compañía minera, llegaban aviones al aeródromo situado al sur del pueblo, y una noche –precisamente allí, en el Oeste Americano, mientras bebía con sus amigos– le contaron que una geóloga se había instalado en la antigua casa de los Rieper. Joven. Soltera.
Atractiva, según se decía.
Billingsley tenía en efecto ganas de orinar–no había mentido–, pero no era esa su necesidad más urgente. En uno de los lavabos había un mugriento trapo azul, una de esas cosas que uno no tocaría sin pinzas a menos que fuese inevitable. El viejo veterinario lo levanto y debajo apareció una botella de whisky Satin Smooth, un autentico matarratas donde los hubiese, pero cualquier puerto servía durante una tormenta.
Desenroscó el tapón y, sosteniendo la botella con las dos manos porque los temblores casi le impedían acercársela a los labios, bebió un largo trago. Una llamarada de napalm le lamió la garganta y se propagó por su estomago. Abrasaba, pero ¿cómo decía esa canción de Patty Loveless que ponían a todas horas por la radio? Hazme daño, cariño, para que sienta placer.
Tras el primer trago tomó otro sorbo (los temblores habían desaparecido y sostenía la botella con mayor facilidad), y luego enroscó el tapón y volvió a dejar la botella en el lavabo.
–Me telefoneó –susurró.
Al otro lado de la ventana el puma estiró aún más las orejas al oír su voz. Agazapado, esperó a que se acercase un poco más, a que se hallase exactamente en el punto donde el caería tras el salto.
–Esa mujer me telefoneo. Dijo que tenía una yegua de tres años que se llamaba Sally. Sí señor.
Cubrió la botella con el trapo sucio, escondiéndola por puro habito, sin pensar, concentrado en aquel día del verano anterior. Acudió a la antigua residencia de los Rieper, una preciosa casa de adobe situada en las afueras del pueblo, y un empleado de la compañía –el negro que acabaría de recepcionista en las oficinas– lo guió hasta el caballo. Dijo que Audrey había recibido un aviso urgente y tenía que viajar de inmediato a Phoenix, donde tenía su sede la compañía. Luego, mientras se dirigían al establo, el negro se volvió y...
–«Por allí va», dijo –murmuró Billingsley. Había iluminado de nuevo el caballo que galopaba por la abombada pared de azulejos y lo observaba con los ojos muy abiertos, absorto en sus recuerdos y olvidando por un momento su vejiga–. Y la saludó.
Si señor. «¡Hola, Aud!», dijo, y levantó una mano. Ella le devolvió el saludo. Billingsley la saludo también con la mano, pensando que lo que había oído era cierto: era una mujer joven y atractiva. No poseía la belleza deslumbrante de una actriz de cine, pero no estaba mal para un rincón del mundo donde ninguna mujer soltera tenía que pagar en los bares si no lo deseaba. Después examinó la pata de la yegua, entregó al negro una muestra de linimento que llevaba en el maletín, y al cabo de unos días ella pasó por la consulta para comprar más. Se lo dijo Marsha; el había ido a Washoe para atender a unas ovejas enfermas. Desde entonces la había visto a menudo por el pueblo. No había llegado a hablar con ella; se relacionaban con gente distinta. Pero la había visto en más de una ocasión: cenando en el hotel Antlers o el Owl's Club, y también una vez en el Jailhouse de Ely; tomando unas copas en el Bud's Sud o el Drum con otros empleados de la compañía minera y jugándose a los dados quién pagaba la ronda; comprando comida en la tienda de los Worrell; poniendo gasolina en la estación de servicio de Conoco; comprando una lata de pintura y una brocha en la ferretería... Sí, la había visto a menudo. En un pueblo tan pequeño y aislado como aquel uno veía a menudo a todo el mundo; era inevitable.
¿Por qué a esta obtusa cabeza tuya le ha dado ahora por recordar todo eso?, se preguntó, acercándose finalmente al inodoro. Bajo sus botas rechinaron la arenilla, el polvo y los fragmentos de lechada que se habían desprendido de las rendijas que separaban los abombados azulejos. Se detuvo y se bajó la cremallera, viéndose la puntera desgastada de una bota a la luz de la linterna; por muy poco, seguía aún fuera de la distancia de ataque del puma. ¿Qué tenía que ver Audrey Wyler con Collie? ¿Qué relación podía existir entre ellos? No recordaba haberlos visto nunca juntos, ni había oído rumores de que hubiese algo entre ellos. No, no era eso. Entonces ¿que era? ¿Y por qué sospechaba que la clave estaba en aquella visita a la casa para examinar a la yegua? Aquel día la vio solo un instante, y de lejos.
Se colocó ante el inodoro y saco su vieja y marchita herramienta.
Ya era hora de vaciar la vejiga. Para beber hay que saber mear, según decían.
Saludó con la mano... corrió hasta el coche... partió hacia el aeródromo, a coger un avión rumbo a Phoenix. Llevaba un traje chaqueta, naturalmente, porque no iba a un barracón perdido en medio del desierto; iba a algún sitio donde había moqueta en el suelo y las ventanas se hallaban por lo menos a una altura de tres pisos por encima de la calle. Iba a ver a los jefazos. Y tenía bonitas piernas... Ya voy para viejo, pero no estoy aún tan senil como para no fijarme en unas rodillas bien hechas... Preciosas, si señor, pero...
Y de pronto todas las piezas encajaron en su mente, no con un ligero chasquido sino con un sonoro golpe, y por un momento, antes de que el puma emitiese su gruñido gutural y creciente, pensó que el ruido de cristales rotos se había producido en el interior de su mente; que era el estruendo que acompañaba a aquella súbita chispa de clarividencia.
Entonces oyó el gruñido, que aumentó de volumen rápidamente hasta convertirse en una especie de aullido, y empezó a orinar de puro miedo. Por un momento fue incapaz de relacionar aquel sonido con ningún animal que hubiese pisado alguna vez la tierra. Se volvió, trazando un arco de orina en el aire, y vio sobre las baldosas una forma oscura de ojos verdes. Pese a su sorpresa y terror, estableció rápidamente la conexión entre el sonido y la forma, y de inmediato supo que era.
El puma –a la luz de la linterna Billingsley vio que era una hembra de extraordinario tamaño– alzó el hocico, revelando dos hileras de dientes blancos y largos. Y había dejado el Remington 30–06 en el escenario, apoyado contra la pantalla.
– ¡Oh, no! ¡Dios mío! –susurró Billingsley, y lanzó la linterna por encima del puma, errando el lanzamiento intencionadamente. Cuando el animal volvió la cabeza, siguiendo la trayectoria de aquel objeto luminoso, Billingsley corrió hacia la puerta, metiéndose el pene en la bragueta con la mano que segundos antes sostenía la linterna.
El puma emitió otro aullido penetrante y angustioso –el alarido de una mujer al ser quemada o apuñalada, ensordecedor entre aquellas cuatro paredes– y saltó sobre Billingsley con las patas anteriores extendidas. Las afiladas garras del felino le atravesaron la camisa y se hundieron en su espalda mientras buscaba a tientas el tirador de la puerta, desgarraron sus débiles músculos, trazaron en su piel líneas de sangre que confluyeron formando una V. Las poderosas garras del puma se engancharon al cinturón, y el anciano –ahora también él aullaba– se vio arrastrado de nuevo al interior del servicio. De pronto el cinturón se rompió, y Billingsley cayó de espaldas sobre el puma. Saltó a un lado, rodó por el suelo cubierto de cristales, y cuando apoyó una rodilla para intentar erguirse, el puma se abalanzó de nuevo sobre el. Lo tiró de espaldas e intentó hincarle los dientes en la garganta. Billingsley se protegió con el brazo, y el puma le arrancó medía mano de una dentellada. Las gotas de sangre resplandecieron en sus bigotes como granates. Billingsley volvió a gritar, agarró al animal por la mandíbula inferior con la otra mano e intentó apartarlo. Notaba su aliento en la mejilla, palpándosela como unos dedos calientes. Miró por encima del animal y vio el caballo dibujado en la pared, su caballo, saltando libre y salvaje. El puma se revolvió y embistió de nuevo, atrapándole la mano entre las fauces. Billingsley sólo sintió dolor. En su mente no quedó espacio para nada más.
5
Cynthia se servia otro vaso de agua mineral cuando el puma lanzó su primer aullido. Todos los nervios y músculos de su cuerpo parecieron derretirse. La garrafa se le resbaló de entre las manos, súbitamente flácidas, cayó al suelo entre sus zapatillas de deporte y estalló como una bomba de agua. Reconoció el sonido de inmediato –era el chillido agudo de un gato salvaje–, pero sólo lo había oído en el cine. Y de hecho –extraño pero cierto– también ahora lo oía en un cine.
Siguieron los gritos de un hombre. Los gritos de Tom Billingsley.
Cynthia se volvió, y vio que Steve miraba a Marinville, vio que Marinville, lívido, con los labios apretados pero trémulos, desviaba la mirada. En ese momento el escritor parecía débil, indefenso y extrañamente femenino con su melena gris, como una anciana que se hubiese perdido y no sólo desconociese su paradero sino también su identidad.
Con todo, en aquellas circunstancias Cynthia sólo pudo sentir desprecio por Johnny Marinville.
Steve miró a Ralph, que asintió, cogió su arma y corrió hacia la salida izquierda del escenario. Steve lo siguió y ambos desaparecieron. El anciano volvió a gritar, pero esta vez su alarido semejaba un gorgoteo, como si intentase chillar y gargarear al mismo tiempo, y apenas duró unos segundos. El puma aulló de nuevo.
Mary se acercó al jefe de Steve y le tendió la escopeta, de la que hasta entonces no se había separado ni un instante.
–Tenga. Vaya a ayudarlos.
Marinville la miró y se mordió el labio.
–Oiga –dijo–, tengo una pésima visión nocturna. Ya se a que suena eso, pero...
El felino volvió a aullar, y esta vez el sonido alcanzó tal intensidad que Cynthia creyó que iba a perforarle los tímpanos. Un escalofrío le recorrió la espalda.
–A perdonavidas con más boca que agallas, a eso suena –espeto Mary, y se dio medía vuelta.
El reproche espoleó a Marinville, que se puso en movimiento, pero muy despacio, como si acabase de despertar de un profundo sueño.
Cynthia vio el rifle de Billingsley apoyado contra la pantalla y no se lo pensó dos veces. Lo agarró y cruzó rápidamente el escenario, levantando el arma sobre la cabeza con los dos brazos como un guerrillero en un póster (no porque desease ofrecer una imagen romántica, sino porque temía que la escopeta pudiera dispararse si tropezaba con algo y caía; podía herir involuntariamente a alguien).
Pasó junto a un par de sillas arrinconadas junto a lo que parecía un cuadro de distribución de luces en desuso y siguió por el angosto pasillo por el que habían salido al escenario al llegar al cine. Ladrillo a un lado, madera a otro. Olor a viejos con demasiado tiempo libre. Y demasiada calentura, a juzgar por su videoteca.
Se oyó otro grito animal –este mucho más penetrante–, pero el anciano no volvió a emitir el menor sonido. Mala señal. Un portazo resonó en el pasillo unos metros más adelante, el ruido inconfundible de la puerta de unos aseos públicos al estrellarse contra los azulejos.
Bien, pensó Cynthia, el de hombres o el de mujeres, y debe de ser el de hombres porque ahí esta el vater portátil.
– ¡Cuidado! –Era la voz de Ralph, casi un alarido–. ¡Dios santo, Steve.. . !
El felino lanzó una especie de bufido. Siguió un golpe sordo. Steve gritó, pero Cynthia fue incapaz de adivinar si era un grito de dolor o sorpresa. A continuación se oyeron dos detonaciones atronadoras.
Los fogonazos del rifle iluminaron por un instante la porción de pared situada ante el servicio de caballeros, revelando un extintor de incendios donde alguien había colgado un raído sombrero. Instintivamente, Cynthia se agachó. Avanzó unos pasos más y se asomó al servicio. Ralph Carver mantenía la puerta abierta con el cuerpo. Dentro no había más iluminación que la linterna del anciano, tirada en un rincón con el foco orientado hacia la pared; el haz de luz se extendía por los azulejos, pero el débil reflejo proporcionaba visibilidad suficiente. Aquella tenue claridad y el ondulante humo de la pólvora creaban un ambiente difuso y alucinatorio que recordó a Cynthia su medía docena de experiencias con el peyote y la mescalina.
Billingsley, aturdido, se arrastraba hacia los urinarios con la cabeza tan gacha que rozaba las baldosas con la frente. Tenía la camisa y la camiseta rasgadas de arriba abajo. Su espalda manaba sangre. Daba la impresión de que un maniaco lo hubiese azotado con un látigo.
En el centro del cuarto tenía lugar un insólito vals. El puma, erguido sobre las patas traseras, apoyaba las garras en los hombros de Steve. Sangraba por los flancos, pero no parecía herido de gravedad. Uno de los disparos de Ralph ni siquiera debía de haberlo tocado, pues Cynthia advirtió que la mitad del caballo dibujado en la pared había quedado reducida a añicos. Steve tenía los brazos cruzados ante el pecho y contenía con ellos al puma.
– ¡Dispare! –exclamó–. ¡Por lo que más quiera, dispare otra vez!
Ralph, su rostro una máscara de sombras a la tenue luz, alzó el rifle, apuntó y volvió a bajarlo en un gesto de desesperación por temor a herir a Steve.
El felino gruñó y lanzó hacia delante su cabeza triangular. Steve se echó hacia atrás, y se tambalearon en esa posición como dos borrachos. El puma hundió más aún sus garras en los hombros de Steve, y Cynthia vio extenderse dos manchas de sangre por el mono que llevaba puesto. El animal agitaba frenéticamente la cola a uno y otro lado.
Giraron ambos, y Steve tropezó con el inodoro y lo volcó. A duras penas consiguió mantener el equilibrio y contener a la vez las embestidas del animal. Al fondo del servicio, Billingsley había llegado al rincón y sin embargo seguía intentando avanzar, como si el ataque del puma lo hubiese convertido en un juguete mecánico condenado a permanecer en movimiento hasta que se le acabase la cuerda.
– ¡Péguele un tiro a este jodido bicho! –gritó Steve. Logró meter un pie entre la base del armazón del inodoro y la bolsa de lona sin caerse, pero en aquella posición no podía seguir retrocediendo; en cuestión de segundos el puma lo derribaría–. ¡Dispare, Ralph! ¡Dispare!
Ralph volvió a llevarse el rifle al hombro, mordiéndose el labio inferior, y entonces alguien apartó a Cynthia de un empujón. Cruzó el servicio a trompicones y consiguió agarrarse al lavabo central de la hilera de tres justo antes de estrellarse de cara contra el espejo mural. Se dio la vuelta y vio entrar a Marinville con la escopeta de Mary. La melena gris y apelmazada le barría los hombros. Cynthia pensó que nunca antes había visto a nadie tan aterrorizado; sin embargo, una vez en acción, Marinville no vaciló. Apoyó los dos cañones del arma contra la cabeza del puma y bramó:
– ¡Empuja!
Steve empujó. La cabeza del animal retrocedió. Sus resplandecientes ojos parecían iluminados desde el interior, como si aquello no fuese el cráneo de un ser vivo sino una calabaza con una bombilla dentro. El escritor hizo una mueca, apartó ligeramente la cabeza, y apretó los dos gatillos. En comparación con el estruendo de aquella detonación, el sonido del rifle de Carver parecía insignificante. Un vivo destello brotó de los cañones, y de inmediato Cynthia olió a pelo quemado. El puma se desplomó de costado, casi sin cabeza, con el pelaje chamuscado en el cuello y el lomo.
Steve agitó los brazos en un intento por conservar el equilibrio.
Marinville, aturdido, hizo un simbólico ademán de sujetarlo, y Steve –el encantador nuevo amigo de Cynthia– cayó de espaldas.
– ¡Dios, creo que me he cagado! –dijo Marinville sin darle importancia, casi a título informativo–. Pues no, falsa alarma. Steve, ¿estás bien?
Cynthia se había arrodillado junto a el. Steve se incorporó, miró alrededor desorientado, e hizo una mueca de dolor cuando ella le palpo con los dedos un hombro ensangrentado.
–Eso creo. –Trató de levantarse. Cynthia le rodeó la cintura con un brazo y le ayudó–. Gracias, jefe.
–Me cuesta creerlo –masculló Marinville. Por primera vez Cynthia tuvo la sensación de que hablaba con total naturalidad, como quién vive su vida en lugar de representar un papel–. Me cuesta creer que haya sido capaz de hacerlo. Esa mujer me ha obligado por pura vergüenza. ¿Seguro que estas bien, Steve?
–El puma le ha clavado las garras –explicó Cynthia–, pero eso ahora es secundario. Tenemos que ayudar al viejo.
En ese momento entró Mary. Llevaba el rifle de Marinville –el que estaba descargado– sujeto por el cañón y con la culata en alto.
A Cynthia su expresión le pareció extrañamente serena. Mary observó la escena –ahora el humo de la pólvora enturbiaba aún más el aire, aumentando la sensación de experiencia alucinatoria– y al instante corrió hacia Billingsley, quién tras otros dos débiles intentos por traspasar la pared acabó desplomándose, y su cara se deslizó por los azulejos hasta el suelo.
Ralph apoyó una mano en el hombro de Steve. Al notar la sangre, la retiró y lo cogió por el bíceps.
–No he podido –se disculpó–. Quería, pero no he podido. Después de los dos primeros disparos temía herirlo a usted. Cuando por fin se ha puesto de medio lado y era posible disparar, ha aparecido Marinville.
–No se preocupe –dijo Steve–. Bien está lo que bien acaba.
–Se lo debía –afirmó el escritor con una efusiva actitud de atleta triunfador que Cynthia encontró nauseabunda–. De no haber sido por mis vacilaciones anteriores, no se habría visto...
– ¡Vengan! –llamó Mary con la voz quebrada–. ¡Dios, esta sangrando mucho!
Los cuatro se acercaron a Billingsley. Mary lo había tendido boca arriba, y Cynthia contrajo el rostro al ver su estado. Una de sus manos casi había desaparecido –todos los dedos menos el pulgar estaban reducidos a muñones–, pero no era eso lo peor. Una profunda incisión le atravesaba el hombro y la parte inferior del cuello. La sangre manaba a borbotones. Sin embargo estaba consciente, y en sus ojos se advertía una mirada viva y alerta.
–La falda –susurró con voz ronca–. La falda.
–No hable, Tom –dijo Marinville. Se agachó, recogió la linterna y enfocó a Billingsley. Si en la oscuridad su aspecto era malo, a la luz resultaba alarmante. Un charco de sangre se extendía junto a su cabeza.
Cynthia no se explicaba cómo podía seguir con vida.
– ¡Una compresa, deprisa! –pidió Mary–. No se queden ahí parados; ayúdenme. Si no detenemos la hemorragia de inmediato, morirá.
Demasiado tarde, pensó Cynthia pero prefirió callar.
Steve vio un trapo en uno de los lavabos y lo cogió. Resultó ser una camisa vieja. La plegó dos veces y se la entregó a Mary. Ella asintió, la plegó una vez más y la apretó contra el cuello de Billingsley.
–Ven –dijo Cynthia, tirando del brazo a Steve–. Vamos al escenario. Si no encontramos nada mejor, al menos te lavaré las heridas con agua. Hay varias garrafas en el estante...
–No –susurró el anciano–. ¡Quédense! Tienen… que oír esto.
–No le conviene hablar–dijo Mary. Apretando más la improvisada compresa. La camisa ya casi estaba tenida de rojo–. Si habla, no parará de sangrar. , i
Billingsley miró a Mary.
–Demasiado tarde... ya no tiene... remedio. –Su voz era un estertor–. Me muero.
–No diga eso.
–Me muero –repitió Billingsley, y se agitó con vehemencia bajo las manos de Mary. Cynthia sintió nauseas al oír el chacoloteo de su espalda herida y ensangrentada contra las baldosas–. Agáchense... todos... y escuchen.
Steve miró a Cynthia. Ella se encogió de hombros, y los dos se arrodillaron junto a las piernas del anciano, Cynthia al lado de Mary.
Carver y Marinville en los extremos.
–No debería hablar –insistió Mary, pero no parecía muy convencida.
–Deje que se desahogue –dijo Marinville–. ¿De que se trata, Tom?
–Demasiado corto para una reunión de trabajo –musitó Billingsley. Los miraba fijamente, rogándoles con los ojos que entendiesen.
Steve movió la cabeza con un gesto de incomprensión.
–No se a que se refiere.
Billingsley se humedeció los labios.
–Sólo la había visto una vez con falda. Por eso he tardado tanto en darme cuenta de... qué era lo que no encajaba.
Una expresión de alarma asomó al rostro de Mary.
–Es verdad. ¡Dijo que tenía una reunión con el interventor de la compañía! El viene desde Phoenix para oír un informe sobre algo importante, sobre algo en lo que hay en juego mucho dinero, ¿y ella que hace? ¿Se pone un vestido tan corto que va a enseñar las bragas cada vez que cruce las piernas? Lo dudo.
Gruesas gotas de sudor rodaban como lágrimas por las mejillas pálidas y sin afeitar de Billingsley.
–Me siento como un idiota –dijo con voz jadeante–. Aunque la culpa es mía sólo en parte, eso si. Nunca habíamos hablado; apenas nos conocíamos. Yo no estaba en la consulta cuando vino a comprar más linimento. Siempre la había visto de lejos, y aquí las mujeres van en vaqueros la mayor parte del tiempo. Pero algo sospechaba. Ya casi lo tenía cuando he empezado a beber y se me ha ido el santo al cielo.
–Miró a Mary–. El vestido le venía bien... cuando se lo puso. ¿Se dan cuenta? ¿Comprenden?
– ¿De que habla? –preguntó Ralph–. ¿Cómo podía venirle bien al ponérselo y ser demasiado corto para una reunión de trabajo un rato más tarde?
–Más alta–susurró el anciano.
Marinville miró a Steve.
– ¿Cómo ha dicho? ¿Me ha parecido oír...?
–Más alta –repitió Billingsley. Pronunció esas dos palabras con la mayor claridad posible y a continuación empezó a toser. La camisa plegada que Mary sostenía contra su cuello y su hombro estaba ya empapada. Los recorrió a todos con la mirada. Volvió la cabeza a un lado, escupió sangre, y finalmente la tos remitió.
– ¡Santo cielo! –exclamó Ralph de pronto–. ¿Esa mujer es como Entragian? ¿Eso es lo que quiere decir? ¿Que es como el policía?
–Sí... no –murmuró Billingsley–. No estoy seguro. Lo habríamos... notado enseguida... pero...
–Señor Billingsley, ¿cree usted que esa mujer podría hallarse en menor grado bajo la influencia de lo que ha trastornado al policía?
Billingsley la contempló agradecido y le apretó la mano.
–Desde luego no sangra como el policía– comentó Marinville.
–O no sangra de manera visible –replicó Ralph–. Al menos todavía.
Billingsley miró por encima del hombro de Mary.
– ¿Dónde... dónde...?
Empezó a toser de nuevo y no pudo terminar la frase, pero ya no era necesario. Los cuatro cruzaron miradas de temor, y Cynthia volvió la cabeza. Audrey no estaba allí. David Carver tampoco.
IV
1
La criatura que había sido Ellen Carver, ahora más alta, se hallaba de pie en la escalinata del ayuntamiento. Llevaba aún la insignia policial pero no la bandolera y miraba hacia el norte, hacia el cruce señalizado con el semáforo intermitente que el viento mecía, contemplando la calle a través del polvo y la arena. No veía el cine, pero sabía dónde estaba. Más aún, sabía que ocurría en el interior. No todo, pero suficiente para enfurecerse. El puma no había conseguido silenciar al borracho a tiempo, pero por lo menos había alejado del chico al resto del grupo. En principio con eso bastaba, pero el chico había eludido a su otra emisaria, cuando menos por el momento.
¿Dónde se había metido? Lo ignoraba, no lo veía, y esa era la principal causa de su ira y su miedo. El chico era la causa. David Carver. El meapilas de mierda. Debería haberlo matado cuando tuvo ocasión, cuando se hallaba en el cuerpo del policía; debería haberlo matado a tiros al pie de la escalerilla de la condenada caravana y habérselo dejado a los buitres. Pero no lo había hecho, y sabía por que. En el alma del pequeño Carver había un núcleo impenetrable, envuelto en una coraza protectora que no había logrado traspasar. Eso había salvado antes al meapilas.
Con los brazos extendidos a los costados, apretó los puños. Sopló el viento, agitando el pelo corto y rojizo de Ellen Carver como una bandera. ¿Que hace aquí alguien como el? ¿Es simple casualidad?
¿O es un enviado?
¿Por que estás aquí? ¿Por casualidad? ¿O eres un enviado?
Pero tales preguntas eran superfluas. La criatura conocía su misión, tak ah lah, y eso bastaba. Cerró los ojos de Ellen, ahora suyos, volviendo la mirada hacia su interior pero sólo por un segundo; no le gustó lo que vio. Aquel cuerpo había empezado a fallar. No era tanto un problema de degradación como de intensidad; la fuerza que habitaba en él – can de lach, el corazón del ser sin forma– estaba haciéndolo pedazos literalmente, y sus recambios habían escapado de la despensa.
Por culpa del meapilas.
El meapilas de mierda.
Miró de nuevo al exterior. No deseaba pensar en la sangre que corría por los muslos de aquel cuerpo, en las palpitaciones que había empezado a notar en la garganta, o en el modo en que, al rascarse la cabeza, grandes mechones del pelo rojo de Ellen se le quedaban bajo las uñas.
Prefirió dirigir su mirada al cine.
Su percepción del interior del cine se componía de imágenes, fragmentarias, superpuestas, a veces contradictorias. Era como ver los distintos monitores de un circuito cerrado de televisión reflejados en un montón de cristales rotos. Esencialmente veía a través de los ojos de las arañas infiltradas, pero también se servia de moscas, cucarachas, ratas apostadas en los agujeros de las paredes, y murciélagos colgados del techo de la sala; estos últimos proyectaban imágenes extrañamente frías, que eran en realidad ecos.
Vio al hombre del camión, el que había llegado al pueblo por su cuenta, y a su flaca amiga, que guiaba a los otros al escenario. El padre llamaba a su hijo a gritos, pero el chico no contestaba. El escritor se acercó al borde del escenario y, abocinando las manos en torno a la boca, pronunció el nombre de Audrey a voz en cuello. ¿Y dónde estaba Audrey? No lo sabía con certeza. No podía ver a través de sus ojos como a través de los ojos de criaturas inferiores. Sin duda buscaba al chico. ¿O lo había encontrado ya? Seguramente no. Al menos, no todavía. Eso lo habría percibido.
La criatura golpeó el muslo de Ellen con la mano de Ellen en un gesto de impaciencia y frustración, dejando al instante en la piel un hematoma negro como una podredura en una manzana, y dirigió su atención hacia otro punto del cine. Advirtió entonces que no estaban todos en el escenario; el carácter prismático de las imágenes lo había inducido a error.
Mary seguía con el viejo Tom. Si Ellen llegaba hasta ella mientras los demás buscaban a Audrey y David, se ahorraría ulteriores problemas. En realidad no la necesitaba con urgencia; el cuerpo que ahora ocupaba podía aprovecharse aún durante un tiempo, pero no quería arriesgarse a que le fallase en un momento crucial. Sería mejor, más seguro, si...
La imagen provenía de una telaraña de la que pendían numerosas moscas envueltas en seda. Moscas paralizadas por el veneno de la araña pero no muertas.
–Raciones de emergencia – canturreó la criatura con la voz de Ellen Carver, en el idioma de Ellen Carver–. Tieso tente, tentetieso, este perro quiere un hueso.
Y la desaparición de Mary desmoralizaría a los otros, mermaría la seguridad en si mismos que posiblemente les habían proporcionado sus anteriores logros: escapar, encontrar refugio, matar al puma. Esto último ya lo había previsto; al fin y al cabo, iban armados, y el puma era un ser físico, sarx, soma y pneuma, no un duende de la inmensidad metafísica. Pero ¿quién habría imaginado que lo mataría precisamente aquel presuntuoso charlatán?
Llamó al otro por un teléfono que tenía guardado. Tampoco eso lo percibiste. No te enteraste hasta que apareció el camión amarillo.
Si, y pasar por alto el teléfono había sido un grave desliz –Marinville lo tenía en el primer plano de su conciencia, y la criatura debería haberlo percibido con facilidad–, pero no podía reprochárselo. En ese punto su principal objetivo era llevar al calabozo a ese despreciable necio y sustituir el cuerpo de Entragian antes de que se desintegrase por completo. Había sido una lastima perder a Entragian. El policía era fuerte.
Si se proponía capturar a Mary, ese era el momento idóneo. Y quizá entretanto Audrey encontraría al chico y lo eliminaría. Eso sería ideal. Se acabarían sus preocupaciones. Ya no tendría que ir apoderándose de cuerpos furtivamente. Reemplazaría a Ellen por Mary y se serviría de los demás a su antojo.
¿Y después, cuando se agotase su actual (y limitada) reserva de cuerpos? ¿Atraparía a otros viajeros en la carretera? Tal vez. ¿Y cuando se presentase gente en el pueblo con la intención de averiguar que demonios ocurría en Desesperación? ¿Que haría entonces? Ya cruzaría ese puente cuando llegase al rió; tenía poca memoria y aún menos interés en el futuro. Por el momento bastaría con llevar a Mary a la Mina de los Chinos.
Tak descendió por la escalinata del ayuntamiento, echó un vistazo al coche patrulla, y cruzó la calle. Aquella misión era mejor realizarla a pie. Una vez en la otra acera, echó a correr, levantando arena con unos pies que ahora las zapatillas de deporte apenas podían contener.
2
Audrey les oía llamar a David –y también a ella– desde el escenario.
Pronto se dispersarían y empezarían a buscarlos. Iban armados, y por consiguiente eran peligrosos. La idea de morir no la inquietaba –o al menos no demasiado, no como al principio–, pero si temía que acabasen con ella antes de que tuviese ocasión de matar al chico. Para el puma, la voz de la criatura surgida de las entrañas de la tierra había sido como un anzuelo; para Audrey Wyler era como una serpiente impregnada de ácido que se adentraba sinuosamente en las profundidades de su cerebro y fundía a su paso la personalidad de la mujer. Ese proceso de disolución iba acompañado de un intenso placer, comparable a la ingestión de algo dulce y cremoso. En un primer momento, sin embargo, no había sido una sensación placentera, sino una especie de postración, como cuando uno sufre un acceso de fiebre, pero a medida que Audrey reunió más can tahs (como un niño participando en una recogida de trastos viejos), el malestar fue remitiendo. Ahora su única preocupación era encontrar al chico. Tak, el ser sin forma, no se atrevía a acercarse a el, de modo que esa misión le correspondía a ella.
La mujer que medía un metro setenta el día que Tom Billingsley la vio por primera vez se detuvo en lo alto de la escalera y echó un vistazo alrededor. Normalmente no habría visto nada en aquella oscuridad –había sólo una ventana y la escasa claridad que penetraba por ella procedía del semáforo intermitente del cruce y de una farola de escasa potencia situada ante el Bud's Sud–, pero su visión había mejorado notablemente con cada can tah que hallaba o recibía. Ahora casi poseía la fina vista de un gato, y el sucio pasillo no escondía misterios para ella.
La gente que había frecuentado esa parte del edificio tenía mucho menos interés en el orden y la limpieza que el grupo de Billingsley. En lugar de recoger las botellas vacías, las rompían y dejaban los fragmentos en los rincones; y en lugar de dibujar peces o caballos fantásticos, había decorado las paredes con enormes pictografías. Una de ellas, tan primitiva como una pintura rupestre, mostraba un niño deforme y con cuernos colgado de un pecho gigante. Debajo había escrito un pareado: BEBÉ CHULETA, BEBÉ PROBETA, TE HE VISTO MORDER LA TETA. A ambos lados del pasillo había basura amontonada: envases de comida para llevar, envoltorios de caramelos, bolsas de patatas fritas, paquetes de tabaco estrujados y cajas de preservativos vacías. Del pomo de la puerta marcada con el rótulo ENCARGADO pendía un condón usado, pegoteado en sus propios fluidos ya secos como un caracol muerto.
La puerta del despacho del encargado se hallaba a la derecha. Enfrente había otra donde se leía PORTERO. Mas adelante, a la izquierda, había una tercera puerta, esta sin rótulo, y más allá, en esa misma pared, un arco sobre el que se veía una palabra escrita con antigua pintura negra medio desconchada. Ni siquiera sus ojos pudieron distinguir esa palabra, al menos a la distancia a que se encontraba, pero al avanzar otros dos pasos la leyó claramente: GALERÍA. En otro tiempo el arco debió de estar tapiado, pero ahora las tablas estaban apiladas a ambos lados. De lo alto del arco pendía una muñeca hinchable de melena rubia, boca roja y redonda, pubis sin pelo y rudimentaria vagina. Estaba casi deshinchada, y una soga oscurecida por el tiempo le rodeaba el cuello. Sobre los pechos hundidos, colgado del cuello, tenía un letrero escrito a mano que parecía fruto de los esfuerzos caligráficos de un párvulo. NO ENTRAR AQI, rezaba, APUNTO DE UNDIRSE. ABLO EN SERIO. Encima se veía una calavera de ojos rojos sobre unos huesos en aspa. Frente a la entrada de la galería había un hueco en la pared que en su día albergó probablemente un bar. Al final del pasillo una escalera ascendía en la oscuridad. Llevaba, supuso Audrey, a la cabina de proyección.
Se acercó a la puerta con el rótulo ENCARGADO, agarró el pomo y apoyó la frente en la madera. Fuera el viento gemía como un animal moribundo.
– ¿David? –preguntó con dulzura. Guardó silencio y escucho–. David, ¿me oyes? Soy Audrey, David. Audrey Wyler. Quiero ayudarte.
No hubo respuesta. Abrió y vio una habitación vacía con un viejo póster de Bonnie y Clyde en la pared y un colchón roto en el suelo.
Debajo del póster, otra pintada anunciaba: DE DIA A DORMIR, DE NOCHE A VIVIR.
A continuación miró en el cubículo del portero. No era mucho mayor que un armario y estaba por completo vacío. La puerta sin rótulo daba a una habitación de pequeñas dimensiones destinada probablemente a almacenar las existencias del bar. Su olfato (al igual que su vista, ahora mucho más agudo) percibió un antiguo olor a palomitas de maíz. Había moscas muertas y excrementos de ratón, pero nada más.
Se dirigió hacia el arco, apartó la muñeca con el antebrazo y echó un vistazo. Desde allí no veía el escenario. La chica flaca seguía llamando a David, pero los otros guardaban silencio. Quizá eso no significase nada, pero hubiese preferido saber dónde estaban.
Audrey imaginó que el letrero que colgaba del cuello de la muñeca era una advertencia fundada. Habían quitado las butacas, y eso permitía ver las anormales ondulaciones del suelo; le recordó un poema que había escrito cuando estudiaba en la universidad, algo sobre un barco pintado en un mar pintado. Si el chico no se encontraba en la galería, tenía que estar en otro sitio. En algún sitio cerrado. No podía haber ido lejos. Y en la galería no estaba, eso seguro. Desprovista de butacas, no proporcionaba escondrijo posible, ni siquiera una cortina o una colgadura de terciopelo en una pared.
Audrey retiró el brazo que sostenía a un lado la muñeca medio deshinchada, y esta se balanceó; el lazo que le rodeaba el cuello chirrió ligeramente. Sus ojos inexpresivos miraron a Audrey. El orificio que tenía por boca –una boca diseñada con una única finalidad– parecía reírse de ella. «Fíjate en que andas metida –parecía reprochar la muñeca folladora–. Ibas camino de convertirte en la geóloga más cotizada del país, de tener tu propia empresa de asesoría a los treinta y cinco, quizá de ganar el Premio Nobel a los cincuenta... ¿No eran esos tus sueños? La experta en el periodo devónico, la summa cum laude cuyo trabajo sobre las placas tectónicas apareció publicado en Geology Review, se dedica ahora a perseguir un niño en un cine decrepito. Y además no es un niño cualquiera. Es especial, tan especial como tú te sentías en tu infancia. Y si lo encuentras, Aud, ¿qué harás? Es fuerte.»
Audrey agarró el lazo y dio un violento tirón, rompiendo la vieja soga y llevándose de paso entre los dedos un mechón de pelo rubio pajizo. La muñeca cayó de bruces a sus pies, y Audrey la lanzó de un patada a la galería. Flotó a cierta altura y acabó posándose en el irregular suelo.
No más fuerte que Tak, pensó. Me tiene sin cuidado lo que sea pero no es más fuerte que Tak. Tampoco es más fuerte que los can tahs. Ahora somos los dueños del pueblo. No importa el pasado ni lo sueños del pasado; esto es el presente, y me gusta. Me gusta matar arrebatar, dominar. Me gusta ser la única autoridad, aunque sea en el desierto. Ese chico no es más que un chico. Los otros son sólo comida. Ahora Tak esta aquí, y habla con la voz de los tiempos inmemoriales, con la voz de los seres sin forma.
Levantó la vista y contempló la escalera que subía a la cabina de proyección. Movió la cabeza en un gesto de asentimiento y se metió la mano en el bolsillo del vestido para tocar los objetos que allí guardaba, para acariciarlos. El chico estaba en la cabina de proyección. Un enorme candado impedía el paso en la puerta que conducía al sótano.
Así pues, ¿dónde podía estar, si no?
–Him en tow –susurró, y empezó a subir. Tenía los ojos muy abiertos y movía incesantemente los dedos dentro del bolsillo del vestido, produciendo un golpeteo de piedras casi inaudible.
3
Los muchachos que utilizaban el piso superior del Oeste Americano como lugar de reunión hasta que se desplomó la escalera de incendios eran unos vándalos, pero confinaban sus juergas básicamente al despacho del encargado y el pasillo; los otros cuartos estaban casi intactos, y la cabina de proyección seguía poco más o menos igual que el día de 1979 en que cinco empleados de la Nevada Sunlite Entertainment –todos ellos fumadores empedernidos– estuvieron allí, desmontaron los proyectores de fibra de carbón y los llevaron a Reno, donde aún permanecían arrinconados en un almacén lleno de material semejante como ídolos caídos.
David estaba de rodillas, con la cabeza inclinada, los ojos cerrados y las manos juntas frente a la barbilla. La porción de polvoriento linóleo sobre la que se hallaba presentaba un tono algo más claro que el resto del suelo; enfrente tenía otro rectángulo también más claro. Allí se alzaron en su día los viejos proyectores, dinosaurios ruidosos y calientes como hornos que algunas noches de verano elevaban la temperatura de la cabina hasta casi cincuenta grados. A su izquierda se encontraban las ventanillas a través de las cuales emitían sus dardos de luz y proyectaban sus grandes sombras: Gregory Peck y Kirk Douglas, Sophia Loren y Jane Mansfield, un jovencísimo Paul Newman jugando al billar, una anciana pero aún vigorosa Bette Davis atormentando a su hermana minusválida.
En el suelo había fragmentos de película esparcidos como serpientes muertas. De las paredes colgaban viejos pósters y fotogramas ampliados. En uno de ellos Marilyn Monroe, de pie sobre la rejilla de ventilación de un metro, intentaba contener el vuelo de su falda. Una flecha trazada a mano apuntaba a sus bragas, y debajo algún chistoso había escrito: «Insertar con cuidado la clavija A en la ranura B, asegurándose de que queda firmemente encajada para evitar que se salga.»
En el aire flotaba un indefinido olor a decrepitud que no era moho ni carcoma. Olía a agrio, como si algo se hubiese podrido hasta lo más hondo antes de consumirse definitivamente.
David no prestaba más atención a ese olor que a la voz de Audrey, que lo llamaba casi en susurros desde el pasillo que daba acceso a la galería. David había subido allí cuando los demás corrieron a ayudar a Billingsley –incluso Audrey se acercó en un primer momento a la salida izquierda del escenario, quizá para cerciorarse de que todos se habían marchado– porque lo había asaltado una perentoria necesidad de rezar. Había presentido que esta vez era sólo cuestión de buscar un sitio tranquilo y abrir la puerta, esta vez era Dios quién deseaba hablar con el y no a la inversa. Y aquella cabina era el sitio idóneo. Reza en la intimidad y no en la calle, decía la Biblia, y David consideraba que era un excelente consejo. Ahora que había cerrado una puerta entre el y el resto del grupo, podía abrir la puerta de su alma.
No le inquietaba que lo observasen arañas, serpientes o ratas. Si Dios quería que aquella fuese una reunión privada, lo sería. El verdadero problema era la mujer que Steve y Cynthia habían encontrado; por alguna razón, lo ponía nervioso, y tenía la impresión de que a ella le ocurría lo mismo respecto a él. Había preferido no quedarse cerca de ella, así que había saltado del escenario y corrido por el pasillo central de la platea. Había llegado al vestíbulo antes de que Audrey se diese la vuelta y empezase a buscarlo. Desde el vestíbulo había subido al piso superior, y una vez allí simplemente había dejado que una especie de brújula interior–o quizá la «voz serena y casi inaudible» de que le había hablado el padre Martin– lo guiase.
Había cruzado la cabina, sin fijarse apenas en los pósters y los fragmentos de película, sin percibir apenas aquel olor que podía o no desprenderse de las fantasías de celuloide recalentadas por el sol del desierto hasta su total descomposición. Se había detenido en el rectángulo de linóleo más claro, contemplando por un momento los anchos orificios situados en sus ángulos, los orificios donde en otro tiempo se insertaron los pernos que mantenía afianzado al suelo el proyector. Le habían recordado
(Veo agujeros como ojos)
algo, algo que revoloteó por un instante en su mente y desapareció.
¿Un falso recuerdo, un recuerdo real, una intuición? ¿Todo eso a la vez? ¿Ninguna de esas cosas? Ni lo sabía ni le importaba. Su prioridad era ponerse en contacto con Dios, si podía. Nunca había tenido una necesidad mayor.
«Si –dijo el padre Martin con voz serena en el interior de su cabeza–. Y ahora es cuando recoges el fruto de tu esfuerzo. Mantienes el contacto con Dios cuando el armario está lleno para poder acudir a Él cuando está vacío. ¿Cuantas veces te lo dije el pasado invierno y esta primavera?»
Muchas. Únicamente esperaba que el padre Martin, que bebía más de lo que debía y quizá no fuese totalmente digno de confianza, hubiese dicho la verdad y no sólo le hubiese «vendido el producto de su compañía», como decía el padre de David. Lo esperaba con toda su alma.
Porque había otros dioses de Desesperación.
No le cabía la menor duda.
Comenzó su oración como siempre, no en voz alta sino en su mente, transmitiendo las palabras en pulsaciones claras y uniformes de pensamiento: Ve en mí, Dios. Mora en mí. Y habla en mí si lo deseas, si es tu voluntad.
Como siempre necesitaba verdaderamente a Dios, la superficie de su mente permaneció serena, pero la parte más profunda, donde la fe y la duda lidiaban en una incesante batalla, temía que no hubiese respuesta. El problema era sencillo. Incluso a esas alturas, después de horas de lectura, oración y aprendizaje, después de la curación de su amigo, dudaba de la existencia de Dios. ¿Lo había utilizado Dios a él, David Carver, para salvar la vida de Brian Ross? ¿Por que iba Dios a hacer una cosa tan absurda? ¿No era más probable que lo que el doctor Waslewski había descrito como un «milagro clínico» y David había considerado la respuesta a una oración fuese en realidad una simple coincidencia clínica? La gente podía producir sombras que semejaban animales, pero no por eso dejaban de ser sombras, insignificantes trucos de luz y proyección. ¿No cabía la posibilidad de que Dios fuese algo así? ¿Otra sombra legendaria?
David cerró los ojos y apretó los párpados, concentrándose en el mantra e intentando vaciar la mente.
Ve en mí. Mora en mí. Habla en mí si es tu voluntad.
Y una especie de oscuridad descendió sobre el. Nunca antes había experimentado nada semejante. Se desplomó de costado contra la pared entre dos de las ventanillas de proyección, con los ojos en blanco y las manos caídas sobre el regazo. De su garganta brotó un murmullo gutural, y después un extraño balbuceo – como si hablase en sueños que quizá sólo su madre hubiese comprendido.
–Mierda –susurró–, nos persigue la momia.
Luego enmudeció. Permaneció recostado contra la pared, y un plateado reguero de saliva tan fino como el hilo de una araña le resbaló por la barbilla desde la comisura de los labios, unos labios todavía de niño. Fuera, unas pisadas se acercaron a la puerta que había cerrado para quedarse a solas con Dios (en otro tiempo disponía de un cerrojo, pero había desaparecido). Se detuvieron al otro lado de la puerta, y tras un prolongado silencio el pomo empezó a girar. Audrey Wyler apareció en el umbral, y sus ojos se abrieron desmesuradamente al posarse en el chico desvanecido.
Entró en la reducida y mal ventilada cabina, cerró la puerta y buscó algo con que atrancarla. Una tabla, una silla. No los detendría por mucho tiempo si subían hasta allí, pero incluso en un mínimo margen podía estar la diferencia entre el fracaso y el éxito. Pero no había nada.
– ¡Mierda! –masculló. Observó al chico, dándose cuenta sin demasiada sorpresa que la intimidaba. Temía incluso acercarse a el.
Tak ah wan!, ordenó la voz en su cabeza.
–Tak ah wan! –repitió ella. Era su asentimiento, forzado y a la vez sincero.
Descendió los dos peldaños que separaban el umbral del suelo y, haciendo una mueca a cada paso al oír el chirrido de sus suelas contra el polvo y la arenilla, cruzó la cabina hacia donde David seguía arrodillado y recostado contra la pared entre las ventanillas de proyección. Esperaba que sus ojos se abriesen en cualquier momento, unos ojos de color azul eléctrico que irradiaban un inmenso poder. Apretó una vez más los can tahs con la mano derecha, haciendo acopio de fuerza, y de mala gana los soltó.
Se arrodilló ante David, entrelazando los dedos fríos y trémulos, y lo contempló. Era espantoso. Y el hedor que despedía le resultaba aún más repugnante. No era extraño que se hubiese mantenido alejada de él; parecía una Gorgona y apestaba como un guisado de carne podrida y leche agria.
–Meapilas. Asqueroso meapilas –dijo con una voz distinta, ni masculina ni femenina. Unas formas negras comenzaron a moverse de una manera imprecisa bajo la piel de sus mejillas y su frente, como las alas membranosas de pequeños insectos–. Y ahora haré lo que debería haber hecho la primera vez que vi tu cara de sapo.
Audrey rodeó la garganta de David Carver con sus manos fuertes y curtidas, salpicadas de costras por los inevitables arañazos propios de su trabajo. Cuando esas manos oprimieron la traquea del chico, cortándole la respiración, Audrey parpadeó, pero sólo una vez.
Sólo una vez.
4
– ¿Por que has parado? –preguntó Steve.
Se hallaba de pie en medio de la inverosímil sala de estar montada en el escenario, junto al elegante mueble bar adquirido en una subasta. En ese momento su mayor anhelo era una camisa limpia. Había estado todo el día asfixiado de calor (el aire acondicionado del Ryder era sin duda lo peor en su genero), pero ahora estaba muerto de frío. El agua que Cynthia le vertía en los hombros le resbalaba por la espalda en helados chorros. Al menos había conseguido disuadirla de usar el whisky de Billingsley para limpiar las heridas como una chica de cantina curando a un vaquero en una película antigua.
–Creo que he visto algo –susurró Cynthia.
– ¿No sería otro gatito?
–Muy gracioso. –Levantando la voz, llamó–: ¿David? ¿David?
Estaban solos en el escenario. Steve se había ofrecido a ir con Marinville y Carver a buscar al chico, pero Cynthia había insistido en lavarle lo que ella llamaba «los agujeros del cuero». Los dos hombres habían desaparecido al fondo de la platea en dirección al vestíbulo.
Marinville caminaba ahora con más brío, y el modo en que llevaba el arma recordó a Steve otra clase de películas antiguas, esas en que el canoso pero heroico cazador blanco supera mil peligros en la selva y finalmente consigue arrancar una esmeralda como un puño de la frente de un ídolo en una ciudad perdida.
– ¿Que has visto? –preguntó Steve.
–No lo se. Ha sido raro. Allí, en la galería. Vas a reírte, pero por un momento me ha parecido ver flotar un cuerpo.
De pronto algo cambió dentro de Steve. No era como si se hubiese encendido una luz; era más bien como si se hubiese apagado. Se olvidó del escozor de las heridas, y sin embargo un frío aún más intenso le recorrió la espalda, tan intenso que estuvo a punto de echarse a temblar. Por segunda vez en aquel día recordó su adolescencia en Lubbock, y cómo el mundo entero parecía detenerse antes de llegar las jaranas de los llanos, arrastrando sus colas –a veces mortíferas– de granizo y viento.
–No voy a reírme –dijo–. Vamos a subir.
–Probablemente era sólo una sombra.
–No lo creo.
–Steve, ¿estás bien?–preguntó Cynthia.
–No. Tengo la misma sensación que cuando hemos entrado en el pueblo.
Cynthia lo miró, alarmada.
–Bueno, pero no tenemos ninguna arma...
–Da igual –la interrumpió Steve, y la agarró del brazo. Tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados–. Vamos ya. Aquí pasa algo grave. ¿No lo notas?
–Puede... que note algo. ¿Voy por Mary? Esta sola con Billingsley...
–No hay tiempo. Ven o quédate, como tú quieras.
Se cubrió los hombros con el mono, saltó del escenario, trastabilla se aferró a un asiento de la primera fila para no caer, y corrió por e pasillo central hacia el vestíbulo. Cuando llegó al final, Cynthia estaba ya pegada a el, y tampoco esta vez resollaba siquiera.
El jefe salía de la taquilla seguido de Ralph Carver.
–Hemos echado un vistazo a la calle –informó Johnny–. Definitivamente la tormenta... ¿Steve? ¿Que pasa?
Sin contestar, Steve miró alrededor, localizó la escalera, y se precipitó hacia ella. Una parte de él seguía asombrada por la sensación de urgencia que de repente le había invadido. Pero básicamente estaba asustado.
– ¡David! ¡David, contesta si me oyes!
Nada. Un pasillo lóbrego y sembrado de basura que probablemente llevaba a la vieja galería. Una estrecha escalera al final del pasillo. No vio a nadie. Y sin embargo tenía la clara sensación de que alguien había pasado por allí segundos antes.
– ¡David! –gritó.
– ¿Steve? ¿Señor Ames? –Era Carver. Parecía tan asustado como el propio Steve–. ¿Que ocurre? ¿Le ha pasado algo a mi hijo?
–No lo se.
Cynthia pasó bajo el brazo de Steve y corrió hasta la entrada de la galería. Steve la siguió. Un fragmento de cuerda deshilachado colgaba de lo alto del arco y aún oscilaba un poco.
– ¡Mira! –Cynthia señaló algo.
En un primer momento Steve pensó que era un cadáver, pero enseguida se dio cuenta de que el pelo era sintético. Una muñeca. Una muñeca con un lazo corredizo alrededor del cuello.
– ¿Es eso lo que has visto desde el escenario? –preguntó.
–Sí. Quizá alguien la haya descolgado de un tirón y luego la haya lanzado a la galería de una patada. –Se volvió hacia Steve, ahora pálida y tensa. Con una voz casi inaudible, susurró–: ¡Dios, Steve, esto no me gusta!
Steve dio un paso atrás y miró a izquierda (el jefe y el padre de David lo observaban visiblemente preocupados, sosteniendo sus armas ante el pecho) y derecha. Por ahí, murmuró su corazón, o quizá su olfato, que había percibido un tenue rastro de Opium. Por esa escalera. Debe de subir a la cabina de proyección.
Trepó rápidamente por la escalera con Cynthia pegada a sus talones, y cuando buscaba a tientas en la oscuridad el pomo de la puerta, ella lo agarró por detrás del pantalón para detenerlo.
–El chico llevaba un revólver –advirtió–. Si esa mujer esta ahí dentro con el, ahora podría tenerlo ella. Mucho cuidado, Steve.
– ¡David! –bramó–. David, ¿estás bien?
Steve pensó en decirle que no había tiempo para la cautela, que el tiempo se había acabado de hecho en el momento en que habían perdido de vista a David; pero tampoco había tiempo para explicaciones.
Hizo girar el pomo y empujó con el hombro, esperando encontrar un cerrojo o alguna otra clase de resistencia, pero no la había. La puerta se abrió de par en par, y Steve se precipitó al interior de la cabina.
Frente a él, junto a la pared con las ventanillas de proyección, se hallaban David y Audrey. David tenía los ojos entreabiertos, pero sólo se veían los blancos. Su rostro presentaba una horrenda lividez cadavérica, con un matiz verdoso a causa de los restos de jabón. Oscuras manchas moradas se extendían desde sus párpados inferiores hasta los pómulos. Sacudía las manos espasmódicamente sobre el regazo. Emitía un estertor de asfixia casi inaudible. Audrey lo tenía agarrado por la garganta con la mano derecha y hundía el pulgar en la carne blanda donde confluían el cuello y la mandíbula. Su cara, antes hermosa, se había convertido en una contorsionada mueca de odio y rabia distinta de cualquier cosa que Steve hubiese visto en su vida; de hecho aquella vehemente expresión parecía incluso oscurecer su piel. En la mano izquierda sostenía el revólver del calibre 45 con que David había matado al coyote. Sonaron tres disparos, y cuando apretó el gatillo por cuarta vez, solo se oyó el chasquido del percutor en la recamara vacía.
Casi con toda seguridad los dos peldaños que descendían a la cabina de proyección salvaron la vida a Steve, o cuando menos evitaron que su «cuero» resultase perforado de nuevo. Cayó hacia delante como alguien que ha calculado mal el número de peldaños de una escalera, y las tres balas pasaron por encima de su cabeza. Una se incrustó en la jamba de la puerta a la derecha de Cynthia, despidiendo una lluvia de astillas sobre su exótico pelo.
Audrey lanzó un aullido de frustración. Arrojó el revólver descargado a Steve, que agachó la cabeza y simultáneamente alzó una mano para desviar su trayectoria. De inmediato Audrey se volvió hacia el cuerpo desplomado del chico y le apretó la garganta con las dos manos, sacudiéndolo con saña como si fuese un muñeco. Las manos de David dejaron de agitarse y cayeron sobre su regazo, tan flácidas como una estrella de mar muerta.
5
–Miedo –dijo Billingsley con voz ronca, y fue la última palabra que consiguió articular. Dirigió a Mary una mirada desesperada y a la vez confusa. Trató de hablar de nuevo, pero de su garganta salió sólo un débil gorgoteo.
–No tenga miedo, Tom –lo consoló Mary–. Estoy aquí con usted.
–Ah, ah. –Los ojos del anciano vagaron de izquierda a derecha por un momento, y después los fijó de nuevo en Mary. Aspiró aire profundamente, lo expulsó, aspiró otra vez pero ahora casi sin fuerza volvió a expulsar el aire... y dejó de respirar.
– ¿Tom? –dijo Mary.
No se oyó más que una ráfaga de viento y el ruido de la arena contra la ventana.
– ¡Tom!
Le zarandeó. Su cabeza rodó sin vida de uno a otro lado, pero su mirada permanecía clavada en la de ella. Mary sintió un escalofrío; lo ojos del anciano parecían los de esos retratos que lo miran a uno fijamente por más que se mueva. En algún lugar del edificio Marinville llamaba a David, sin duda a voz en cuello pese a que su voz sonaba lejana. La chica punki también gritaba. Mary supuso que debía volver con ellos y ayudarlos a buscar a David y Audrey si realmente estaban perdidos, pero no quería dejar a Tom hasta asegurarse de que había muerto. De hecho estaba ya casi segura, pero no del mismo modo que cuando uno ve una muerte en televisión y de inmediato sabe...
– ¿Ayuda?
La voz, aunque interrogativa y casi demasiado débil para oírse sobre el zumbido del viento, sobresaltó a Mary, que se tapó la boca con la mano para sofocar un grito.
– ¿Ayuda? ¿Hay alguien ahí? Por favor, ayúdenme... Estoy herida.
Una voz de mujer. ¿La voz de Ellen Carver? ¡Dios santo! ¿Era su voz? Si bien había estado sólo un rato en compañía de la madre de David, Mary tuvo la certeza de que era ella casi en el momento mismo en que la idea acudió a su mente. Se levantó, echando un último vistazo a la cara contraída y la mirada fija del pobre Tom Billingsley. Se le habían entumecido las piernas y se tambaleó.
–Por favor –gimió la voz fuera del edificio. Procedía del pasadizo situado tras el cine.
– ¿Ellen? –preguntó, lamentando de pronto no ser capaz de cambiar de voz como un ventrílocuo. Tenía la impresión de que no podía confiar en nadie, ni siquiera en una mujer herida y asustada–. Ellen, ¿es usted?
– ¿Mary? –La voz sonó más cerca–. Si, soy yo, Ellen. ¿Usted es Mary?
Mary abrió la boca pero volvió a cerrarla. Era Ellen Carver quién hablaba desde fuera, sin duda, pero...
– ¿Esta bien David? –preguntó la mujer desde la oscuridad, y a continuación ahogó un sollozo–. Por favor, diga que sí.
–Por lo que yo sé, sí, está bien. –Rodeando el charco de sangre del puma, se acercó a la ventana rota y se asomó. La mujer era en efecto Ellen Carver, y no ofrecía buen aspecto. Estaba doblada sobre el brazo izquierdo, que mantenía encogido contra el cuerpo y sujeto con la mano derecha. Tenía el rostro –o lo que Mary veía de él– blanco como el papel. Hilos de sangre le brotaban del labio inferior y una de las fosas nasales. Miró a Mary con unos ojos tan sombríos y desesperados que apenas parecían humanos.
– ¿Cómo ha escapado de Entragian? –preguntó Mary.
–Simplemente... ha muerto. Se ha desangrado. Íbamos en el coche cuando ha ocurrido; me llevaba, creo, a la mina. El coche se ha salido de la carretera y ha volcado. Con la vuelta de campana, una de las puertas traseras se ha abierto, por suerte para mí, porque si no seguiría atrapada allí dentro como una chinche en una lata. He... he vuelto al pueblo a pie.
– ¿Que le ha pasado en el brazo?
–Lo tengo roto –respondió Ellen, encorvándose más aún. Se percibía algo desagradable en su postura; recordaba una perversa ilustración de un cuento de hadas, un gnomo encogido en actitud protectora sobre una saca de dinero obtenida ilícitamente–. ¿Puede ayudarme a entrar? Quiero ver a mi marido y mi hijo.
Una parte de Mary se alarmó ante la idea, intentó convencerla de que algo no encajaba en aquello; pero cuando Ellen tendió la mano, y Mary la vio manchada de sangre y tierra, trémula por el agotamiento, su natural buen corazón se impuso al receloso reptil del instinto que anidaba en el fondo de su cerebro. Aquella mujer había perdido a su hija, asesinada por un demente; había sobrevivido a un accidente de automóvil cuando iba con toda probabilidad camino de su propia muerte; tenía un brazo roto, y había regresado a pie en medio de la tormenta a un pueblo lleno de cadáveres. ¿Y la primera persona con que se encontraba iba a sucumbir al miedo y negarse a dejarla entrar?
No, ni hablar, pensó Mary, y aunque quizá resultase absurdo, se dijo también: No es así como me han educado.
–Por esta ventana no podrá entrar. Hay muchos cristales rotos. Un animal ha saltado a través de ella. Un poco más allá, a su izquierda, verá otra ventana; es la del servicio de señoras. Mejor será que lo intente por ahí. Incluso hay un par de cajas de embalaje para subir. ¿De acuerdo?
–Si. Gracias, Mary. Gracias a Dios que la he encontrado. –Ellen le dirigió una desagradable sonrisa, mezcla de gratitud, servilismo y quizá terror, y después se alejó por el pasadizo arrastrando los pies y encorvada. Doce horas antes era un ama de casa de Ohio camino de unas placidas vacaciones de clase medía en el lago Tahoe, donde probablemente planeaba ponerse sus últimos modelitos veraniegos y su lencería fina. De día tomar el sol en compañía de los niños y enviar postales a familiares y amigos («Lo estamos pasando en grande... el aire es tan puro... ojalá estuvieseis aquí...»); de noche hacer el amor con su pareja estable y segura. Y en ese momento parecía un refugiado y actuaba como tal, una victima de la guerra huyendo de un horrendo baño de sangre en el desierto.
Y Mary Jackson, la adorable princesita –votaba al Partido Demócrata, donaba sangre cada dos meses, escribía poemas– había considerado la posibilidad de dejarla gimiendo en la oscuridad mientras iba a consultar con los hombres. ¿Y por que? Porque ella era también victima de la misma guerra, supuso. Así era como uno pensaba, como uno se comportaba, cuando le tocaba a él. Salvo que Mary no estaba dispuesta a renunciar a su conciencia por culpa del miedo y la desconfianza. Ni mucho menos.
Mary salió al pasillo y aguzó el oído. Ya no se oían voces en el interior del cine. Pero cuando empujaba la puerta del servicio de señoras, sonaron tres disparos, amortiguados por la distancia y las paredes, pero sin duda detonaciones de un arma. Después se oyeron gritos.
Mary se quedó paralizada, tentada con igual intensidad de correr en dos direcciones distintas. Acabó por decidirse al oír los débiles sollozos de Ellen Carver bajo la ventana.
– ¿Ellen? ¿Que ocurre? ¿Le pasa algo?
– ¡Soy una idiota, sólo eso, una idiota! Me he dado un golpe en el brazo herido al intentar poner una caja sobre la otra para subir.
Al otro lado de la ventana Ellen Carver –una sombra borrosa tras el cristal opaco– empezó a llorar más vivamente.
–Un momento, enseguida la ayudo a entrar –dijo Mary, y corrió hacia la ventana. Retiró las botellas vacías de la repisa, y levantaba ya la ventana, pensando cómo facilitarle la entrada a Ellen para no agravar sus heridas, cuando recordó de pronto lo que Billingsley había dicho sobre el policía: era más alto. Y el padre de David, comprendiendo de pronto, había exclamado con expresión de asombro: «¡Santo cielo! ¿Esa mujer es como Entragian? ¿Eso es lo que quiere decir? ¿Que es como el policía?».
Quizá se ha roto el brazo, pensó Mary con frialdad, quizá sea cierto. Pero por otra parte...
Por otra parte, encorvada de aquel modo disimulaba eficazmente su verdadera estatura, ¿no era eso?
El reptil del instinto, por lo general arrinconado en el fondo de su cerebro, emergió de repente a la superficie emitiendo un silbido de terror. Mary decidió retroceder, tomarse un momento para recapacitar... pero aún no se había movido cuando una mano fuerte y caliente la agarró del brazo. Otra mano acabó de levantar la ventana de un golpe, y Mary notó que las fuerzas la abandonaban como agua escurriéndose entre los dedos al ver la cara sonriente que apareció ante ella. Era la cara de Ellen, pero la insignia que llevaba en el pecho
(Veo que es usted donante de órganos)
pertenecía a Entragian.
Era Entragian. Collie Entragian transmutado de algún modo en Ellen Carver.
– ¡No! –gritó Mary, y tiró del brazo ajena al dolor que le produjeron las uñas de Ellen al hundirse en su carne–. ¡No! ¡Suélteme!
–No hasta que te oiga cantar Leavin' on a Jet Plane, mala puta –dijo la cosa que parecía Ellen, y cuando forzó a Mary a salir por la ventana que aún sostenía en alto, la sangre le brotó a chorros por la nariz. También empezó a sangrar por el ojo izquierdo, con unas lágrimas rojas que semejaban de goma–. «Ya rompe el alba, empieza un nuevo día...»
Al verse arrancada del interior del servicio de señoras, Mary tuvo la confusa sensación de que volaba hacia la valla que delimitaba el pasadizo.
–«El taxista hace sonar la bocina... » –siguió canturreando Ellen.
Mary consiguió parar el golpe parcialmente con un brazo, pero encajó la mayor parte del impacto en la frente y cayó de rodillas al suelo. Notó un calor que se extendía por sus labios y su barbilla. Bienvenida al club de las narices sangrantes, pensó mientras se ponía torpemente en pie.
–«Y estoy ya tan solo que podría echarme a lloraaaar... »
Mary intentó correr, pero a la segunda zancada el policía (para Mary, aquel ser seguía siendo el policía, sólo que ahora con peluca y pechos falsos) la agarró por el hombro, casi arrancándole la manga de la camisa, y la obligó a girar.
– ¡Suelt...! –empezó a decir Mary, pero la cosa con cuerpo de Ellen le asestó un puñetazo en la barbilla, un golpe seco que la dejó sin sentido.
La criatura cogió a Mary por las axilas antes de que se desplomase y la atrajo hacia si. Cuando notó el aliento de Mary en la piel de Ellen, la ligera expresión de ansiedad que había en el rostro de Ellen se desvaneció.
– ¡Dios, me encanta esa canción! –dijo, y se echó el cuerpo de Mary al hombro como si fuese un saco de grano–. Me hace estremecer por dentro. Tak!
Dobló la esquina del callejón con su carga a cuestas. Cinco minutos más tarde el polvoriento Caprice de Collie Entragian partía de nuevo con rumbo a la Mina de los Chinos, perforando con los faros los remolinos de arena que levantaba el viento decreciente. Cuando pasaron ante el taller mecánico y la bodega, una luna azulada en forma de hoz apareció en el cielo.
V
1
Incluso en su época de alcoholismo y drogadicción Johnny Marinville había poseído una memoria casi siempre infalible. En 1986, cuando viajaba en el asiento trasero del llamado Juergamóvil de Sean Huttel (Sean, Johnny y otros tres habían salido de bares por East Hampton un viernes por la noche en el viejo y enorme Cadillac del 65), se vio envuelto en un accidente fatal. Sean, que estaba demasiado bebido para andar, y no digamos para conducir, se salió de la carretera al intentar tomar un desvió sin reducir la velocidad. El coche dio dos vueltas de campana, y la chica sentada junto a Sean resultó muerta. Sean, por su parte, quedó con la columna vertebral pulverizada. En la actualidad el único Juergamóvil que conducía era una silla de ruedas motorizada, una Cadding, de las que se manejan con el mentón. Los otros sufrieron heridas menores, y Johnny se consideró afortunado porque salió de aquella sólo con una espinilla magullada y un pie roto.
Pero la cuestión era que únicamente él recordó después lo ocurrido.
A Johnny eso le pareció tan curioso que interrogó con detenimiento a los otros supervivientes, incluso a Sean, que entre sollozos le suplico una y otra vez que se marchase (Johnny no cedió hasta obtener lo que buscaba; al fin y al cabo, pensó, Sean se lo debía). Patti Nickerson dijo que recordaba vagamente haber oído decir a Sean «¡Agarraos, que vamos a dar una vuelta!» justo antes de volcar. En los otros casos el recuerdo se interrumpía poco antes del accidente y no se reanudaba hasta algún tiempo después, como si alguien hubiese tachado con tinta china aquel suceso de sus memorias. Sean en particular sólo recordaba hasta el momento en que salió de la ducha esa tarde y limpió el vaho del espejo para afeitarse. Después de eso, afirmó, todo era oscuridad hasta que despertó en el hospital. Quizá mintiese, pero Johnny creía que era cierto. Sin embargo el lo recordaba todo. Sean no dijo «¡Agarraos, que vamos a dar una vuelta!», sino «¡Agarraos, que nos vamos a la cuneta!». Y lo dijo riendo. De hecho seguía riendo cuando el Juergamóvil empezó a ladearse. Johnny recordaba que Patti gritó:
«¡Mi pelo! ¡Mierda, mi pelo!»; recordaba también que al volcar ella cayó sobre su entrepierna, y el consiguiente dolor en los testículos.
Recordaba el alarido de Bruno Gartner, y el sonido que se produjo cuando el techo se hundió y aplastó la cabeza contra los hombros a Rachel Timorov, abriéndole el cráneo como si fuese una flor de hueso. Fue un chasquido seco, el ruido que uno oye en su cabeza cuando parte con los dientes un trozo de hielo. Siempre recordaba la mierda.
Sabía que eso formaba parte del trabajo de un escritor, pero ignoraba si era una cualidad congénita o un hábito contraído con la experiencia, causa o efecto. Suponía que tampoco tenía mucha importancia. La cuestión era que recordaba la mierda incluso cuando se daba en circunstancias tan confusas como los últimos segundos de un gran espectáculo de fuegos artificiales. Hechos superpuestos parecían desglosarse automáticamente y ordenarse incluso mientras ocurrían, como limaduras de hierro colocándose en fila por la atracción de un imán. Hasta la noche del accidente con el Juergamóvil, Johnny nunca había lamentado poseer esa cualidad. Y desde entonces no había vuelto a lamentarlo... hasta aquellos momentos. De pronto deseó que alguien tachase aquellos momentos con tinta china en las células que almacenaban su memoria.
Vio saltar astillas del marco de la puerta de la cabina de proyección cuando Audrey disparó el revólver, y vio que parte de ellas caían en el pelo de Cynthia. Oyó el silbido de una bala a escasos centímetros de su oreja. Vio cómo Steve, con una rodilla en el suelo pero aparentemente ileso, desviaba el revolver con la mano cuando Audrey se lo arrojó. A continuación ella levantó el labio superior, gruñó como un perro acorralado, y de inmediato se volvió y aferró de nuevo la garganta del chico.
¡Vamos!, se dijo Johnny. ¡Ve a ayudarlo! ¡Como has hecho antes con el puma!
Pero no pudo. Lo veía todo, pero era completamente incapaz de mover un músculo.
Los hechos empezaron a superponerse, pero su mente se obstinó en ordenarlos secuencialmente, organizarlos, darles una forma coherente, como en una narración. Vio cómo Steve se abalanzaba sobre Audrey, diciéndole que soltase al chico, cómo la agarraba del cuello con una mano y de las muñecas con la otra. En ese mismo momento algo embistió a Johnny, arrojándolo al interior de la cabina con la fuerza de un hombre bala lanzado por un cañón. Era Ralph, naturalmente, que lo empujaba desde atrás y gritaba a pleno pulmón el nombre de su hijo.
Johnny voló por encima de los dos peldaños con las rodillas flexionadas, convencido de que la caída le depararía como mínimo fractura múltiples en varios huesos, convencido de que el chico estaba muerto o a punto de morir, convencido de que Audrey Wyler había perdido el juicio a causa de la tensión y en su delirio había creído que David Carver era el policía o un secuaz del policía. Entretanto sus ojos continuaron registrándolo todo y su cerebro siguió almacenando las imágenes que recibía. Vio las musculosas piernas de Audrey separadas, tensando la tela de la falda. Vio también que iba a aterrizar junto a ella.
Cayó sobre un pie, como un patinador que ha olvidado los patines.
Le falló la rodilla. En lugar de intentar recuperar el equilibrio, aprovechó el impulso para saltar sobre Audrey, tendiendo una mano hacia su pelo. Ella apartó la cabeza y le lanzó una dentellada a los dedos. En ese mismo instante (salvo que la mente de Johnny insistía en que era el instante siguiente, empecinada en reducir aquella locura a algo coherente, a una narración con un hilo argumental) Steve consiguió arrancarle las manos de la garganta del chico. Johnny vio en la piel de este las huellas blancas de los dedos mientras su impulso lo llevaba hacia la pared. Audrey no logró morderle, y ésta fue la buena noticia, pero el no logró agarrarla por el pelo, y ésta fue la mala.
Audrey emitió un grito gutural mientras Johnny se estrellaba contra la pared. El brazo le salió por una de las ventanillas de proyección, y por un horrible momento creyó que el resto de su cuerpo seguiría al brazo, afuera, al vacío, adiós. Era imposible, por supuesto; la abertura era demasiado estrecha, pero Johnny lo pensó de todos modos.
En ese mismo momento (su mente volvió a insistir en que era el siguiente momento, el siguiente suceso, la nueva frase) Ralph gritó:
– ¡Aparte las manos de mi hijo!
Johnny rescató el brazo y se dio medía vuelta, apoyando la espalda contra la pared. Vio cómo Steve y Ralph alejaban a Audrey de David.
Vio cómo el chico se desplomaba contra la pared y se deslizaba lentamente hacia el suelo, revelando con brutal claridad las marcas de la garganta. Vio cómo Cynthia entraba en la cabina de proyección intentando mirar en todas direcciones a la vez.
– ¡Coge al chico, jefe! –dijo Steve, jadeando. Forcejeaba con Audrey, sujetándole las muñecas con una mano y rodeándole la cintura con el otro brazo. Ella corcoveaba como un potro indómito–. ¡Cógelo y sácalo de a...!
Audrey lanzó un alarido y se zafó de el. Ralph intentó torpemente rodearle el cuello con los brazos para inmovilizarla, pero ella le puso la palma de la mano bajo el mentón y lo empujó hacia atrás. A continuación Audrey retrocedió un paso, vio a David y volvió a gruñir enseñando los dientes. Cuando hizo ademán de avanzar hacia el chico, Ralph avisó:
–Si vuelve a ponerle la mano encima, la mato. Se lo juro.
A la mierda, pensó Johnny, y levantó en brazos al chico. Notó su cuerpo tibio, inerte y pesado. Su espalda, ya bastante maltratada por el viaje en moto a través de casi todo un continente, le dio una punzada de advertencia.
Audrey miró a Ralph como si lo desafiase a cumplir su promesa, y luego tensó los músculos, dispuesta a saltar sobre Johnny. Pero Steve no le dio ocasión. Volvió a sujetarla por la cintura, esta vez de cara a ella, y empezó a girar sobre los talones. Audrey profirió un chillido largo y continuo, tan agudo que a Johnny le dolieron hasta los empastes de las muelas.
A mitad del segundo giro Steve la soltó. Audrey salió despedida hacia atrás como una piedra lanzada con una honda sin dejar de gritar.
Cynthia, que se hallaba detrás de ella, se puso a cuatro patas con la presteza de una superviviente de patio de colegio nata. Audrey tropezó con ella y cayó de espaldas en el rectángulo de color más claro donde en su día estuvo el segundo proyector. Desde el suelo, momentáneamente aturdida, los miró a través del pelo despeinado.
– ¡Sácalo de aquí, jefe! –Steve señaló los peldaños que ascendían a la puerta de la cabina–. A esta mujer le pasa algo; actúa como todos esos animales que nos han atacado.
¿Que actúa como los animales?, pensó Johnny. Es un jodido animal. Oyó lo que Steve decía, pero no se dirigió hacia la puerta. Un vez más parecía incapaz de moverse.
Audrey, deslizando la espalda contra el rincón de la cabina, se puso en pie. Todavía gruñendo y enseñando los dientes, observó a Johnny el chico inconsciente que sostenía en brazos, luego a Ralph y por último a Cynthia, que también se había puesto en pie y se apretaba contra Steve. Johnny echó de menos por un instante la escopeta Rossi y el fusil Rugger del 44. Las dos armas se habían quedado en el vestíbulo, apoyadas contra la taquilla. Esta ofrecía una amplia vista de la calle, pero debido al escaso espacio había sido más cómodo dejar fuera las armas. Y ni el ni Ralph se habían acordado de recogerlas al subir. Pensó que una de las lecciones más escalofriantes que podían extraerse de aquella pesadilla era lo poco preparados que estaban todos ellos para la supervivencia. Sin embargo hasta el momento habían sobrevivido.
Al menos la mayoría de ellos.
–Tak ah lah! –dijo Audrey, hablando con una voz potente y aterradora que en nada se parecía al murmullo vacilante con que les había contado su historia. A Johnny se le antojó un ladrido de perro.
¿Y acaso reía? Pensó que al menos una parte de ella si reía. ¿Y aquella extraña oscuridad movediza que bullía bajo la superficie de su piel? ,Realmente estaba viéndola?
–Min! Min! Min en tow!
Cynthia dirigió una mirada de perplejidad a Steve.
– ¿Que dice?
Steve movió la cabeza en un gesto de incomprensión, y Cynthia miró entonces a Johnny.
–Es el idioma del policía –explicó él. Rebuscó en su eficaz memoria el momento en que el policía aparentemente ordenaba a un buitre que lo atacase y, volviéndose hacia Audrey, espetó–: Timoh! Candy latch!
No había reproducido fielmente las palabras, pero debía de haberse aproximado bastante, porque Audrey retrocedió y por un momento asomó a su rostro una expresión de sorpresa muy humana. A continuación contrajo de nuevo el labio superior, y la delirante sonrisa reapareció en sus ojos.
– ¿Qué le ha dicho? –preguntó Cynthia a Johnny.
–No tengo la menor idea.
–Jefe, tienes que llevarte al chico de aquí. Ahora –indicó Steve.
Johnny dio un paso atrás, dispuesto a salir. Audrey se metió la mano en el bolsillo del vestido, la sacó cerrada en torno a algo, y clavó en él su mirada de bestia furiosa, sólo en él, John Edward Marinville, destacado novelista y extraordinario pensador. Tendió la mano, rió y dijo:
–Can tah! Can tah, can tak! ¡Serás lo que cojas! ¡Claro que lo serás! Can tah, can tak, mi tow! ¡Coge esto! So tah!
Cuando Audrey abrió la mano y le mostró lo que contenía, el clima emocional cambió de inmediato en la cabeza de Johnny, y sin embargo seguía viéndolo todo y reelaborándolo en una secuencia ordenada, tal como había hecho cuando volcó el condenado Juergamóvil de Sean Hutter. Lo había registrado todo en aquella ocasión, cuando creía que iba a morir, y también lo registró todo en ese momento, cuando se adueñaron de él un súbito odio hacia el chico que sostenía en brazos y un intenso deseo de hundir algo –la llave de la moto, por ejemplo– en la garganta de aquel entrometido meapilas y abrírsela como una lata de cerveza.
Al principio pensó que en la mano de Audrey había tres extraños dijes, esa clase de adornos que las chicas jóvenes llevaban a veces colgados de las pulseras. Pero eran demasiado grandes, demasiado pesados. No eran dijes sino tallas, tallas de piedra, cada una de unos cinco centímetros de longitud. Una era una serpiente. La segunda representaba un buitre con un ala arrancada; unos ojos enloquecidos y protuberantes lo miraban desde el cráneo desplumado. La tercera era una rata erguida sobre las patas traseras. Todas estaban picadas y parecían antiguas.
–Can tah!–exclamó Audrey–. Can tah, can tak! ¡Mata al chico, mátalo ya, mátalo!
Steve avanzó hacia Audrey. Ella, con toda su atención puesta en Johnny, no lo vio hasta el último instante. Steve le golpeó la mano, y las estatuillas cayeron al suelo y rodaron hasta un rincón de la cabina. Una, la serpiente, se partió en dos. Audrey lanzó un grito de terror y cólera.
La furia asesina que se había apoderado de Johnny se disipó, pero no lo abandono por completo. Sus ojos deseaban volverse hacia el rincón, donde yacían las tallas, esperándole. Sólo tenía que cogerlas.
– ¡Sal de aquí de una jodida vez! –ordenó Steve.
Audrey se abalanzó hacia las tallas, pero Steve la agarró del brazo.
Su piel se oscurecía y arrugaba por momentos. Johnny supuso que el proceso que la había transformado empezaba a repetirse en sentido inverso, pero el resultado no era precisamente satisfactorio. Audrey estaba... ¿cómo decirlo? ¿Encogiéndose? ¿Menguando? Johnny no encontró la palabra adecuada, pero...
– ¡Sal de aquí! –gritó Steve de nuevo, y le dio una palmada en el hombro.
El golpe lo despertó, pero cuando se volvía hacia la puerta, Ralph se acercó y le arrancó a David de los brazos. Con su hijo a cuestas, subió por los peldaños con andar torpe pero poderoso y se marchó de la cabina de proyección sin mirar atrás ni una sola vez.
Audrey lo vio salir. Aulló –esta vez Johnny advirtió desesperación en su voz– y volvió a lanzarse hacia las piedras. Steve tiró de ella, y se oyó un peculiar desgarrón cuando el brazo de Audrey se desprendió del hombro. Steve se quedó con el miembro cercenado en la mano como si fuese una pata de pollo demasiado asado.
2
Audrey no parecía consciente de lo que acababa de ocurrirle. Con un solo brazo y el lado derecho del vestido empapado de sangre, se acercó a las tallas balbuceando en aquella extraña lengua. Steve se hallaba paralizado, contemplando lo que sostenía en la mano: un brazo humano un poco pecoso con un reloj Casio en la muñeca. El jefe estaba tan paralizado como él. De no haber sido por Cynthia, pensó Steve más tarde, Audrey habría recuperado las tallas, y sabía Dios que hubiese ocurrido entonces. Pese a que obviamente había concentrado el poder de aquellas piedras en el jefe, también Steve había notado su influencia. Esta vez no infundían perversas fantasías sexuales. Esta vez incitaban directamente al asesinato.
Antes de que Audrey se arrodillase en el rincón y recogiese sus juguetes, Cynthia los alejó con destreza de una patada. Audrey volvió a aullar, y en esta ocasión una bocanada de sangre acompañó al sonido.
Volvió la cabeza hacia ellos, y Steve retrocedió a trompicones, alzando una mano como para protegerse de aquella visión.
El rostro de Audrey, antes atractivo, colgaba ahora de los huesos anteriores del cráneo en sudorosos pliegues. Sus globos oculares pendían de las dilatadas órbitas. La piel se le ennegrecía y agrietaba. Sin embargo no fue eso lo peor. Algo mucho más horrendo ocurrió cuando Steve soltó el miembro caliente que sostenía en la mano y ella se puso de pie.
–Lo siento mucho –dijo, y en aquella voz débil y ahogada Steve adivinó la presencia de una mujer real, muy distinta de aquella monstruosidad en estado de descomposición–. No era mi intención hacer daño a nadie. No toquen los can tahs. ¡No toquen los can tahs por nada del mundo!
Steve miró a Cynthia. Ella le devolvió la mirada, y el leyó en sus ojos lo que pensaba: Yo toque uno. Dos veces. ¿Puedo considerarme afortunada?
Mucho, pensó Steve. Puedes considerarte muy afortunada. Y yo también.
Audrey avanzó hacia ellos con paso tambaleante, alejándose de las piedras grises. Steve percibió un olor dulzón a sangre y podredumbre.
Alargó un brazo pero le faltó valor para agarrarla por el hombro y detenerla, pese a que se dirigía hacia la escalera y el pasillo de la galería... hacia el lugar a donde Ralph había llevado a su hijo. Le faltó valor porque sabía que si la tocaba, sus dedos se hundirían en la carne descompuesta.
Empezó a oírse un viscoso y creciente goteo a medida que diversas partes de su cuerpo se licuaban y desprendían en una especie de lluvia de carne fundida. Consiguió subir los dos peldaños y, dando tumbos, cruzó la puerta. Cynthia miró a Steve con la cara pálida y contraída en una mueca de asco. El le rodeó la cintura con un brazo, y los dos salieron de la cabina de proyección detrás de Johnny.
Audrey consiguió mantenerse en pie hasta la mitad del corto pero empinado tramo de escalera que descendía al pasillo de la galería, y allí se desplomó. Rodó hasta el pie de la escalera, y en su interior se oyó un repugnante sonido, casi como el chapoteo de un líquido untuoso dentro de una vasija. Sin embargo aún vivía. Siguió avanzando a rastras; el pelo le colgaba en húmedos mechones, ocultando afortunadamente su rostro. Al otro extremo del pasillo, en lo alto de la escalera que conducía al vestíbulo, Ralph, con su hijo en brazos, observaba a la criatura que reptaba hacia ellos.
– ¡Por amor de Dios, que alguien le pegue un tiro! –bramó Johnny.
–Imposible –dijo Steve–. Aquí arriba sólo tenemos el arma del chico, y esta descargada.
–Ralph, llévese a David abajo –instó Johnny mientras avanzaba con cautela por el pasillo–. Llévelo abajo antes...
Pero, por lo visto, la criatura que había sido Audrey Wyler no tenía ya interés en David. Al llegar al arco de acceso a la galería, entró por el. Casi de inmediato los soportes de madera, resecos por el clima del desierto y roídos por generaciones de termitas, empezaron a crujir.
Steve, aún con el brazo alrededor de Cynthia, corrió tras Johnny.
Ralph se acercó también desde la otra punta del pasillo. Coincidieron ante el arco justo en el momento en que la criatura con el vestido empapado de sangre llegaba a la barandilla de la galería. Audrey había pasado por encima de la muñeca deshinchada, dejando en su cintura de plástico una ancha estela de sangre y otros fluidos difícilmente identificables. La boca redonda y apretada de la muñeca quizá expresase indignación ante tal trato.
Lo que quedaba de Audrey Wyler estaba aún aferrado a la barandilla, intentando erguirse lo suficiente para saltar al vacío, cuando los soportes cedieron y la galería se desprendió de la pared con un atronador rugido y una densa polvareda. En un primer momento se deslizó horizontalmente en el aire, arrancando las tablas del borde del pasillo. Steve y los otros retrocedieron al ver que la vieja alfombra primero se rasgaba y después se abría como una falla geológica. Los listones se partieron con sonoros chasquidos; los clavos chirriaron al divorciarse de las tablas a las que habían estado unidos en largo matrimonio. Al cabo de unos instantes la galería comenzó a ladearse. Audrey, ya casi erguida, se tambaleó. Por un segundo Steve vio sus pies por encima de la nube de polvo; luego desapareció. Un momento después la galería desapareció también. Desplomándose como una piedra y aplastando las butacas de la platea con un estrépito ensordecedor. El polvo ascendió como el hongo de una bomba atómica en miniatura.
– ¡David! –gritó Steve–. ¿Cómo esta David? ¿Vive?
–No lo se– contestó Ralph. Miró a su hijo con ojos confusos y lacrimosos–. Desde luego vivía cuando lo he sacado de la cabina de proyección, pero ahora no lo sé. No noto su respiración.
3
Todas las puertas de acceso a la platea se habían abierto, y el polvo levantado por el derrumbamiento inundaba el vestíbulo. Llevaron a David junto a una de las puertas de la calle, donde una corriente de aire alejaba el polvo.
–Déjelo en el suelo –dijo Cynthia. Intentaba pensar que hacer a continuación, por dónde empezar, pero los pensamientos se agolpaban sin orden en su mente–. Y tiéndalo recto. Hay que ventilarle las vías respiratorias.
Ralph le lanzó una mirada de esperanza y, con la ayuda de Steve, dejó a David sobre la alfombra raída.
– ¿Entiende de esto? –preguntó Ralph.
–Depende de a que se refiera – contestó Cynthia–. Aprendí algunas nociones de primeros auxilios, incluida la respiración artificial, cuando trabajaba en Hijas y Hermanas, sí. Pero en cuanto a mujeres que se convierten en maniacos homicidas y después se pudren, no, de eso no se nada.
–David es lo único que tengo –gimió Ralph–. El único que queda de mi familia.
Cynthia cerró los ojos y se agachó junto a David. De inmediato percibió algo que le produjo un inmenso alivio: el roce ligero pero estable del aliento del niño en la mejilla.
–Esta vivo. Noto su respiración. –Miró a Ralph y sonrió–. No me extraña que usted no la haya notado. Tiene la cara tan hinchada como la cámara de aire de un neumático.
–Si. Quizá haya sido por eso. Pero sobre todo era que tenía tanto miedo... –Trató en vano de sonreír. Exhaló un entrecortado suspiro y se dejó caer contra las tablas del puesto de chucherías situado a la entrada del vestíbulo.
–Ahora voy a ayudarlo un poco –dijo Cynthia, observando la cara pálida y los ojos cerrados del chico–. Voy a ayudarte, David. Para acelerar un poco las cosas. Déjame que te ayude, ¿vale? Déjame que te ayude.
Le giró suavemente la cabeza e hizo una mueca al ver las marcas en el cuello. En el interior de la sala una porción de galería que había quedado sujeta a la pared cedió por fin y cayó sobre los escombros con gran estruendo. Los otros se volvieron en dirección al ruido, pero Cynthia continuó concentrada en David. Con los dedos de la mano izquierda le abrió la boca, se inclinó sobre el y le cerró suavemente la nariz con el dedo medio y el pulgar de la mano derecha. A continuación apoyó la boca en la del niño y exhaló. El pecho de David cobro más volumen y volvió a bajar cuando ella le soltó la nariz y se irguió.
Luego Cynthia se inclinó a un lado y le habló al oído.
–Vuelve con nosotros, David. Te necesitamos. Y tú nos necesitas a nosotros. –Volvió a insuflar aire en sus pulmones y dijo–: Vuelve con nosotros, David. –El chico exhaló una mezcla de su propio aire y el de ella. Cynthia lo miró a la cara. David respiraba ahora con más vigor, y sus globos oculares se movieron tras los párpados azulados. Sin embargo no dio señales de recobrar el conocimiento–. Vuelve con nosotros, David. Vuelve con nosotros.
Johnny miró alrededor, parpadeando como alguien que regresa de los confines de su conciencia.
– ¿Dónde esta Mary? –preguntó–. No habrá quedado sepultada bajo la galería, ¿no?
–No veo por que –dijo Steve–. Estaba con el anciano.
– ¿Y crees que seguirá con el anciano después de los gritos y los disparos? ¿Después de desplomarse la jodida galería?
–Si, tienes razón –admitió Steve.
–Vuelta a empezar –se lamentó Johnny–. Lo sabía. Vamos, mejor será que la busquemos.
Cynthia no prestaba atención. Continuaba arrodillada junto a David, mirándolo a la cara en espera de alguna reacción.
–No se dónde estas, chico, pero mueve el culo y vuelve. Ya es hora de ensillar el caballo y salir de la ciudad sin ley.
Johnny cogió la escopeta y el rifle, y entregó este a Ralph.
–Quédese aquí con su hijo y la chica –dijo–. Ya volveremos.
– ¿Si? –repuso Ralph–. Y si no vuelven, ¿que?
Johnny lo miró por un momento con expresión de incertidumbre, y finalmente asomó a sus labios una radiante sonrisa.
–En ese caso, queme los documentos, destruya la radio e ingiera su cápsula letal.
– ¿Eh?
– ¿Que carajo quiere que le diga? Use el sentido común. Pero una cosa si puedo asegurarle: en cuanto encontremos a la señora Jackson, nos largaremos de este condenado pueblo. Vamos, Steve, por el pasillo de la izquierda, a menos que te apetezca escalar el monte Galería.
Ralph los siguió con la mirada hasta que atravesaron la puerta y después se volvió hacia Cynthia y su hijo.
– ¿Que le pasa a David? ¿Lo sabe? ¿Ha quedado en coma por falta de oxigeno? Un amigo de David estuvo en coma una vez. Se recuperó... según dicen, fue un milagro... pero no le desearía una cosa así ni a mi peor enemigo. ¿Cree que es eso lo que le pasa?
–Ni siquiera creo que este inconsciente, y desde luego no esta en coma. Fíjese en el movimiento de los párpados. Es más bien como si estuviese dormido y soñando... o quizá en trance.
Cynthia levantó la vista, y sus miradas se cruzaron por un instante.
A continuación Ralph se arrodilló frente a ella. Le apartó el pelo de la frente a su hijo y lo besó suavemente entre los ojos, donde un ligero ceño arrugaba la piel.
–Vuelve, David –dijo–. Vuelve, por favor.
David tenía los labios apretados y respiraba regularmente. Tras los párpados amoratados los ojos se movían sin cesar.
En el servicio de caballeros encontraron un puma muerto, prácticamente sin cabeza, y un veterinario muerto con los ojos abiertos. En el servicio de señoras no encontraron nada, o eso le pareció a Steve.
–Enfoca hacia allí con la linterna –indicó Johnny. Cuando Steve dirigió el haz de luz a la ventana, precisó–: No, la ventana no; debajo de la ventana.
Steve iluminó medía docena de botellas vacías alineadas contra la pared a la derecha de la ventana.
–Esa es la alarma improvisada del veterinario – comentó Johnny–. Y las botellas no están rotas sino que alguien las ha apartado cuidadosamente.
–Ni siquiera me había dado cuenta de que no estaban en la repisa. Muy agudo, jefe.
–Ven a ver una cosa. –Johnny se acercó a la ventana, la levantó, se asomó, y se apartó un poco para dejar hueco a Steve–. Intenta recordar por un momento tu llegada a este bucólico palacio de los sueños, Steve. ¿Que es lo último que has hecho antes de saltar al interior del servicio? ¿Te acuerdas?
Steve asintió con la cabeza.
–Claro. Había dos cajas de embalaje, una sobre otra, a modo de peldaños para facilitar la entrada. He empujado la de encima, porque he pensado que si el policía pasaba por aquí y las veía apiladas, enseguida sacaría conclusiones.
–Bien. ¿Y que ves ahora?
Steve enfocó las cajas con la linterna, aunque en realidad no era necesario; el viento había amainado casi por completo y apenas flotaba polvo en el ambiente. Incluso había salido la luna.
–Están otra vez apiladas –dijo, y se volvió hacia Johnny con expresión de alarma–. ¡Mierda! Ha venido Entragian mientras buscábamos a David. Ha venido y...
«Se la ha llevado», iba a añadir, pero vio que el jefe movía la cabeza en un gesto de negación y se interrumpió.
–Olvidas un detalle. –Johnny cogió la linterna y volvió a iluminar la hilera de botellas–. No están rotas. Alguien las ha apartado y las ha alineado contra la pared. ¿Quien ha sido? ¿Audrey? No. Ella se ha ido en la otra dirección detrás de David. ¿Billingsley? Imposible, a juzgar por el estado en que se encontraba antes de morir. Eso nos deja a Mary, pero ¿habría retirado las botellas por el policía?
–Lo dudo –respondió Steve.
–Yo también. Si el policía hubiese aparecido por aquí, probablemente Mary habría venido a buscarnos de inmediato, gritando como una desesperada. ¿Y por que están apiladas las cajas? Yo he tenido contacto personal con Collie Entragian; mide más de dos metros. No habría necesitado la segunda caja para subir a la ventana. En mi opinión, esas cajas apiladas revelan que se trataba de una persona más baja que Entragian, o que ha sido una treta para engañar a Mary y atraparla, o tal vez las dos cosas. Puede que este excediéndome en mis deducciones, pero...
–Es decir, que podría haber otros. Otros como Audrey.
–Quizá, pero dudo que eso pueda concluirse de lo que vemos aquí –dijo Johnny–. No creo que haya apartado las botellas para dejar entrar a un desconocido. Ni siquiera a un niño llorando. Creo que en ese caso hubiese venido a buscarnos.
Steve cogió la linterna e iluminó el pez de Billingsley, tan alegre y estrafalario en la oscuridad. No le sorprendió descubrir que ya no le gustaba demasiado. De pronto le parecía como una risa siniestra en una casa embrujada o un payaso en mitad de la noche. Apartó el haz de luz con brusquedad.
– ¿Y que crees, pues, jefe?
–No vuelvas a llamarme así, Steve –protestó Johnny–. Nunca me ha entusiasmado.
–De acuerdo. ¿Que crees, Johnny?
Johnny miró alrededor para cerciorarse de que seguían solos. Su rostro, dominado por la nariz tumefacta y torcida, reflejaba cansancio y a la vez una actitud alerta. Mientras sacaba otras tres aspirinas y se las tragaba en seco, Steve advirtió un detalle asombroso: Marinville parecía más joven. Pese a todo lo que había visto y sufrido en las últimas horas, parecía más joven.
Volvió a tragar saliva, hizo una mueca de repugnancia por el amargo sabor de las pastillas, y dijo:
–La madre de David.
– ¿Cómo? –preguntó Steve.
–Es una posibilidad. Piénsalo un momento. Veras cómo encaja. Es todo tan lógico que, a su horrenda manera, resulta incluso fascinante.
Steve reflexionó. Y se dio cuenta de que aquella posibilidad explicaba por completo la situación. Ignoraba dónde se había desviado de la verdad la historia de Audrey Wyler, pero sabía con toda certeza que en algún punto aquellas piedras –los can tahs, como ella las llamaba– la habían cambiado. ¿Cambiado? Más aún: le habían inoculado alguna clase de rabia temible y degenerativa. A Ellen Carver podía haberle ocurrido lo mismo.
De pronto Steve, a su pesar, esperó que Mary Jackson hubiese muerto. Era una idea abominable, pero en aquellas circunstancias era preferible la muerte. Preferible a caer bajo el hechizo de los can tahs; preferible a lo que por lo visto ocurría al separarse de los can tahs.
– ¿Y ahora que hacemos? –preguntó.
–Marcharnos de este pueblo – contestó Johnny sin vacilar–. Como sea.
–De acuerdo. Si David sigue inconsciente, lo llevaremos en brazos. Pongámonos en marcha.
Se encaminaron hacia el vestíbulo.
5
David Carver caminaba por la avenida Anderson. Pasó ante el instituto de Wentworth Oeste y vio que en una pared lateral del edificio alguien había escrito con pintura amarilla ALGO PODRÍA SURGIR DE ESTOS SILENCIOS. A continuación dobló una esquina y siguió por la calle Bear. Eso resultaba bastante extraño, porque la calle Bear y los jardines homónimos estaban a nueve manzanas del instituto; sin embargo así ocurrían las cosas en los sueños. Pronto despertaría en su cama y todo aquello se desvanecería.
Mas adelante había tres bicicletas en medio de la calle. Estaban vueltas del revés, y sus ruedas giraban impulsadas por el viento.
–Y el faraón dijo a José: «He tenido un sueño, y según dicen de ti, si oyes un sueño, eres capaz de interpretarlo» –declamó alguien.
David miró hacia la otra acera y vio al padre Martin. Estaba borracho y necesitaba un afeitado. En una mano sostenía una botella de whisky Seagram's Seven. Entre sus pies había un charco amarillo de vómito. David apenas resistió verlo de aquel modo. Tenía la mirada muerta y vacía.
–Y José respondió al faraón: «No soy yo el interprete; será Dios quién en buena hora conteste al faraón». –El padre Martin brindó con la botella y bebió. Luego dijo–: Vamos por ellos. Ahora averiguaremos si sabes dónde estaba Moisés cuando se apagaron las luces.
David siguió adelante. Pensó en darse la vuelta, pero de pronto lo asaltó una idea peculiarmente persuasiva; si se daba la vuelta, vería acercarse a la momia, tambaleante y envuelta en una nube de vendas y antiguos ungüentos.
Apretó el paso.
Al pasar junto a las bicicletas abandonadas en medio de la calle advirtió que una de las ruedas producía un penetrante y desapacible chirrido al girar. Le recordó al sonido que emitía la veleta del Bud's Sud, el duende con la copa de oro bajo el brazo, el que estaba en...
¡Desesperación! ¡Estoy en Desesperación, y esto es un sueño! Me he quedado dormido mientras rezaba. Estoy en la cabina de proyección del viejo cine.
–Nacerá entre vosotros un profeta, y un soñador de sueños –dijo alguien.
David miró a la otra acera y vio un felino muerto –un puma– colgado de una señal de limitación de velocidad. El puma poseía cabeza humana. La cabeza de Audrey Wyler. Sus ojos cansados se posaron en el, y David tuvo la impresión de que intentaba sonreír.
–Pero si os dice «Busquemos otros dioses», no lo escuchéis.
Con una mueca de repugnancia en el rostro, David desvió la mirada, y justo delante de él, en su misma acera, vio a Bombón en el porche de la casa de su amigo Brian (Brian nunca había vivido en la calle Bear, pero por lo visto allí las reglas habían cambiado). Bombón tenía abrazada a Melissa Sweetheart.
–Ha resultado que sí era el hombre del saco –dijo su hermana–. Ya te has dado cuenta, ¿no?
–Si, Bombón, ya me he dado cuenta.
–Ve un poco más deprisa, David. Te persigue el hombre del saco.
El olor a vendas y antiguos ungüentos era ahora más intenso, y David avivó de nuevo el paso. Frente a el se hallaba el hueco entre los arbustos que marcaba el comienzo del Camino de Ho Chi Minh. Antes no había allí nada salvo alguna que otra declaración de amor o una cuadricula para jugar a la rayuela pintadas con tiza en la acera, pero ese día una antigua estatua custodiaba la entrada al camino. Era demasiado grande para ser un can tah, un pequeño dios; aquella estatua era un can tak, un gran dios. Representaba un chacal con la cabeza ladeada, la boca abierta en un gruñido y unos ojos saltones llenos de ira.
Tenía una oreja rota o erosionada. Entre sus fauces no asomaba una lengua sino una cabeza humana, la cabeza de Collie Entragian, con sombrero incluido.
–Témeme y no entres por este camino –advirtió el policía desde la boca del chacal cuando David se acercaba–. Mi tow, can de lach: teme a los seres sin forma. Existen otros dioses además del tuyo: can tah, can tak. Sabes que hablo verdad.
–Si, pero mi Dios es más fuerte –dijo David con naturalidad. Tendió la mano hacia la boca del chacal y agarró su psicótica lengua. Oyó gritar a Entragian, y percibió el grito en forma de vibración en la palma de su mano como si agitase un sonajero. Al cabo de un momento la cabeza del chacal se desintegró en una insonora y contenida explosión de luz. Sólo quedó una mole de piedra que terminaba en los hombros.
Se adentró por el camino, consciente de que alrededor crecían plantas que nunca antes había visto allí: cactus espinosos, cactus huecos, castillejas. De entre los arbustos salió su madre y le cortó el paso.
Tenía la cara negra y arrugada, la mirada mortecina. Verla de aquel modo lo llenó de horror y pesar.
–Sí, sí, tu Dios es fuerte –dijo–, de eso no hay duda. Pero fíjate en lo que me ha hecho. ¿Es su fuerza digna de admiración? ¿Nos merecemos un Dios así? –Tendió las manos y le mostró las palmas putrefactas.
–No ha sido Dios –replicó David, y se echó a llorar–. ¡Ha sido el policía!
–Pero Dios lo ha consentido –adujo su madre, y uno de sus ojos se desprendió de la órbita–. El mismo Dios que permitió a Entragian empujar a Kirsten escalera abajo y después colgarla de una percha para que tú la encontrases. ¿Que Dios es ese? Reniega de Él y abraza al mío. Al menos el mío no disimula su crueldad.
Pero esta conversación –no sólo la proposición final sino el tono desdeñoso y amenazador– era tan ajena al recuerdo que David conservaba de su madre que se dispuso a reanudar su camino. Tenía que reanudarlo. La momia lo perseguía, y era lenta, sí, pero David supuso que así daba caza a sus víctimas: recurriendo a su antigua magia egipcia para poner obstáculos en su camino.
– ¡No te acerques a mí! –exclamó la corrompida criatura que parecía su madre–. ¡No te acerques a mí, o te convertiré en una piedra en la boca de un dios! ¡Serás can tah en can tak!
–No puedes hacerlo –respondió David con paciencia, y volvió a detenerse–, y no eres mi madre. Mi madre esta con mi hermana en el cielo, en compañía de Dios.
– ¡No me hagas reír! –gritó indignado el ser putrefacto. Su voz era ahora gutural y liquida, como la del policía. Escupía sangre y dientes mientras hablaba–. El cielo es una farsa, la clase de idea que el padre Martin intentaría venderte durante horas si le mantuvieses el suministro de whiskys y cervezas; no es más real que los peces y caballos de Tom Billingsley. No iras a decirme que te lo has tragado, ¿verdad? ¿Un chico listo como tu? ¿Te lo has tragado? ¡Oh, Davey! No se si reír o llorar. –Lo que hizo fue reír con furia–. No existe el cielo, no existe otra vida después de la muerte, al menos para nosotros. Sólo los dioses, can taks y can tahs, pueden...
David adivinó el propósito de este confuso sermón: retenerlo allí.
Retenerlo para que la momia lo alcanzase y lo estrangulase. Dio un paso al frente, agarró la delirante cabeza y la estrujó entre sus manos.
Con sorpresa advirtió que también el reía al hacerlo, porque su gesto recordaba al de los telepredicadores chiflados, que cogían a sus víctimas por la cabeza y bramaban: «¡Saaal enfermedad! ¡Saliiid tumores! ¡Saaal reumatismo! ¡En el nombre de Jesuuus!». Se produjo otro estallido insonoro, y esta vez ni siquiera quedó el cuerpo; volvía a estar solo en el camino.
Siguió adelante, afligido por lo que la criatura que parecía su madre había dicho: «No existe el cielo, no existe otra vida después de la muerte, al menos para nosotros». Eso podía ser verdad o no; no le era posible averiguarlo. Pero la criatura había dicho también que Dios había consentido la muerte de su madre y su hermana, y eso sí era verdad, ¿o no?
Bueno, puede ser. ¿Cómo va un niño a saber esa clase de cosas?
Llegó por fin al roble donde se hallaba el Puesto de Observación Vietcong. Al pie del árbol había un papel de colores rojo y plata, un envoltorio de chocolatinas Los Tres Mosqueteros. David se agacho, recogió el papel y se lo metió en la boca, dejando que los restos de chocolate se disolviesen en su saliva con los ojos cerrados. «Ten, come –oyó decir al padre Martin (para alivio suyo, era un recuerdo, no una voz) –. Este es mi cuerpo, desmenuzado para ti y para muchos otros.»
Abrió los ojos, temiendo no obstante ver el rostro ebrio y los ojos muertos del padre Martin, pero el padre Martin no estaba allí.
David escupió el envoltorio y trepó al Puesto de Observación Vietcong con el dulce sabor del chocolate en la boca. A medida que subía fueron envolviéndolo unos acordes de música rock.
En la plataforma había alguien sentado, contemplando los jardines. Por su postura –las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en las palmas de las manos– creyó que era Brian, sólo que convertido en un adulto joven. David pensó que también a el podía hacerle frente. No sería mucho más siniestro que la efigie putrefacta de su madre o el puma con la cabeza de Audrey Wyler, y sin duda mucho menos angustioso.
El hombre llevaba una radio colgada del hombro. No era un Walkman sino un aparato de aspecto más antiguo. La funda de piel de la radio tenía pegados dos adhesivos circulares, una sonriente cara amarilla y el símbolo de la paz. La música salía de un pequeño altavoz exterior. Sonaba a lata y sin embargo la música llegaba con fuerza, la vigorosa batería, la impresionante guitarra eléctrica y una voz perfecta para el rock and roll: «Muy mal me encontraba... le pregunte al doctor que me pasaba...»
– ¿Bri? –preguntó David, agarrándose a la plataforma y encaramándose–. ¿Eres tú?
El hombre volvió la cabeza. Era delgado, de pelo oscuro, y llevaba una gorra de béisbol de los Yankees, vaqueros, una sencilla camiseta gris y grandes gafas de sol con cristales de espejo (David se veía reflejado en ellos). Era la primera persona que veía en aquel... lo que fuese... que no conocía.
–Brian no esta aquí, David –contestó el hombre.
– ¿Quien es usted, pues? –dijo David. Si el tipo de las gafas de sol con los cristales de espejo empezaba a pudrirse o sangrar como Entragian, David estaba decidido a marcharse de aquel árbol a toda prisa por más que la momia pudiese estar al acecho entre los arbustos–. Éste es nuestro rincón. Mio y de Bri.
–Brian no puede estar aquí –repuso amablemente el hombre del pelo oscuro–. Brian esta vivo, ¿comprendes?
–No, no comprendo –dijo David, pero sospechaba que si lo entendía.
– ¿Que has dicho a Marinville cuando ha intentado hablar a los coyotes?
David tardó un momento en recordar, y no era extraño, pues lo que había dicho no había salido de él sino pasado a través de él.
–He dicho que no les hablase en el idioma de los muertos. Pero en realidad no era yo quién...
El hombre de las gafas de sol quitó importancia a eso con un gesto.
–El lenguaje que Marinville ha intentado emplear con los coyotes es poco más o menos el mismo que tu y yo utilizamos ahora: si em, tow en can de lach. ¿Me has entendido?
–Si. «Hablamos el lenguaje de los seres sin forma.» El idioma de los muertos. –David se estremeció–. Entonces yo también estoy muerto, ¿no? También estoy muerto.
–No. Te equivocas. Un turno sin jugar. –El hombre subió el volumen de la radio («Dije, doctor... señor doctor... ») y sonrió–. Los Rascals, y canta Felix Cavaliere. Suena bien, ¿eh?
–Sí –contestó David, y no por cumplir. Tuvo la sensación de que podría haber seguido escuchando aquella canción todo el día. Evocaba imágenes de playas y chicas preciosas en bikini.
El hombre con la gorra de los Yankees escuchó un momento más y después apagó la radio. Mientras accionaba el interruptor, David advirtió una irregular cicatriz en la cara interna de su muñeca derecha, como si en el pasado hubiese intentado suicidarse. De pronto pensó que quizá no hubiese sido un simple intento. ¿Acaso no estaban en el mundo de los muertos?
Reprimió un temblor.
El hombre se quitó la gorra, se enjugó con ella la nuca, volvió a ponérsela, y miró a David con expresión sería.
–Ésta es la Tierra de los Muertos, pero tú eres una excepción. Tú eres especial. Muy especial.
– ¿Quien es usted? –preguntó David.
–Eso no importa. Uno de tantos miembros del club de admiradores de Felix Cavaliere y los Rascals, si a eso vamos – contestó el hombre. Miró alrededor, suspiró y sonrió lánguidamente–. Pero te diré una cosa, jovencito: no me sorprendería que la Tierra de los Muertos se hallase en las afueras de Columbus, Ohio. –Volvió a mirar a David, y la sonrisa se desvaneció–. Ya es hora de ponerse en marcha. El tiempo apremia. Por cierto, cuando despiertes, te dolerá un poco la garganta, y quizá en un primer momento te sientas desorientado; están trasladándote a la parte trasera del camión de Steve Ames. Los ha asaltado una urgente necesidad de abandonar el Oeste Americano, y no me extraña.
– ¿Que hace aquí?
–De entrada, para asegurarme de que sabes qué haces tú aquí, David. Así que dime: ¿Que haces tú aquí?
–No sé a qué...
–Vamos, por favor –dijo el hombre de la radio. El sol destelló en los cristales de espejo de sus gafas–. Si no lo sabes, mal asunto. ¿Qué haces en la tierra? ¿Para que te ha creado Dios?
David lo miró consternado.
– ¡Vamos, vamos! –instó el hombre con impaciencia–. Son preguntas fáciles. ¿Para que te ha creado Dios? ¿Para que me ha creado a mí? ¿Para que ha creado a todo el mundo?
–Para amarlo y servirlo –respondió David lentamente.
–De acuerdo, muy bien. Por algo se empieza. ¿Y que es Dios? ¿Cual es tu experiencia de la naturaleza divina?
–No quiero contestar. –David se contempló las manos, y luego miró al hombre serio y resuelto de las gafas de sol, aquel hombre extrañamente familiar–. Me da miedo quedar mal. –Titubeó, y por fin confesó su verdadero temor–: Me da miedo que usted sea Dios.
El hombre rió melancólicamente.
–Eso tiene gracia, en cierto modo, pero no cambiemos de tema. Concentrémonos en la pregunta: ¿Que sabes de la naturaleza de Dios, David? ¿Cual es tu experiencia?
–Dios es cruel –contestó David de mala gana.
Volvió a contemplarse las manos y contó despacio hasta cinco. Al acabar, advirtiendo que aún no lo había carbonizado un rayo, levantó la vista otra vez. El hombre de los vaqueros y la camiseta mantenía la expresión sería y resuelta, pero David no detectaba enojo en el.
–Correcto. Dios es cruel. Reducimos el paso, al final la momia siempre nos atrapa, y Dios es cruel. ¿Por qué es cruel Dios, David?
Por un momento David permaneció en silencio, y de pronto recordó algo que le había dicho el padre Martin (aquel día el mudo televisor ofrecía desde el rincón imágenes de un partido amistoso de béisbol).
–La crueldad de Dios nos purifica –dijo.
– ¿Nosotros somos la mina, y Dios el minero?
–Bueno...
– ¿Y toda crueldad es buena? –preguntó el hombre–. ¿Dios es bueno y la crueldad es buena?
–No, rara vez es buena –contestó David. Por un horrendo segundo vio a Bombón colgada de la percha, Bombón, que esquivaba a las hormigas en la acera para no hacerles daño.
– ¿Qué es la crueldad cometida con intenciones perversas?
–Malevolencia. ¿Quien es usted?
–Eso no tiene importancia. ¿Quien es el padre de la malevolencia?
–El diablo... o quizá esos otros dioses de los que ha hablado mi madre.
–Por ahora olvídate de los can tahs y los can taks. Tenemos un asunto más serio entre manos, así que presta atención. ¿Que es la fe?
Ésa era fácil.
–La sustancia de las cosas que esperamos, la evidencia de las cosas que no vemos –respondió David.
–Si. ¿Y cual es el estado espiritual del creyente?
–Esto... amor y aceptación, creo.
– ¿Y que es lo opuesto de la fe? –preguntó el hombre.
Esa era más difícil, un verdadero hueso, como uno de aquellos malditos tests de comprensión lectora. Escoger a, b, c o d. Salvo que aquí ni siquiera tenía las opciones.
– ¿La incredulidad? –aventuró.
–No. El escepticismo. La incredulidad es natural; el escepticismo es deliberado. ¿Y cual es el estado espiritual del escéptico, David?
David reflexionó por un momento, pero al final negó con la cabeza.
–No lo se.
–Si lo sabes.
David volvió a pensar y se dio cuenta de que en efecto lo sabía.
–El estado espiritual del escéptico es la desesperación –contestó.
–Si. Mira ahí abajo, David –indicó el hombre.
David miró, y advirtió con sorpresa que el Puesto de Observación Vietcong no estaba ya sobre el árbol. Ahora flotaba como una alfombra voladora construida de tablas sobre un vasto y desértico paisaje.
Veía edificios dispersos entre grupos de plantas grises y lánguidas.
Uno era el barracón de la compañía minera que habían visto poco antes de entrar en el pueblo; otro era el ayuntamiento; otro era el Bud's Sud. El duende con la copa de oro bajo el brazo sonreía en medio de aquella desolación.
–Éste es el territorio contaminado –anunció el hombre de las gafas de sol con cristales de espejo–. Comparado con el veneno que ha infectado esta tierra, el agente naranja que usaban como deforestador en Vietnam parece azúcar candi. Esta tierra esta maleada sin remedio. Debe ser erradicada, sembrada de sal. ¿Y sabes por que?
– ¿Porque si no el mal se propagaría?
–No. Eso es imposible. El mal es frágil y necio; siempre se extingue por si solo poco después de contaminar el ecosistema.
– ¿Por que entonces...? –empezó a decir David.
–Porque es una ofensa a Dios. No existe otra razón. No hay secretos ni medías verdades; no hay letra menuda. El territorio contaminado es una perversidad y una ofensa a Dios. Y ahora vuelve a mirar abajo.
David obedeció. Los edificios habían quedado atrás. El Puesto de Observación Vietcong volaba sobre un enorme cráter. Desde aquella perspectiva parecía una llaga que hubiese corrompido la piel de la tierra y la carne subyacente. Las paredes internas descendían en abruptas y precisas gradas semejantes a escaleras; vista desde arriba, la descomunal excavación parecía
(ve un poco más deprisa)
una pirámide invertida. En las colinas situadas al sur de la mina había pinos, y algunos crecían prácticamente en los bordes del cráter, pero la mina en si era estéril, ni siquiera enebro brotaba en ella. En la pared que acababan de sobrevolar –la cara norte, si el territorio contaminado era realmente Desesperación y sus inmediaciones– las gradas inferiores se habían desmoronado, y en su lugar había una larga pendiente de escombros. En este terraplén, no muy lejos de la pista de grava que descendía desde el borde de la mina, se abría un agujero negro. Al verlo David sintió una profunda inquietud. Era como si un monstruo enterrado en el desierto hubiese abierto un ojo. El terraplén en que se encontraba el agujero también lo inquieto. Porque no parecía fruto de un derrumbe accidental.
En el fondo de la mina, justo debajo del irregular agujero, había un estacionamiento lleno de camiones de carga, excavadoras, furgonetas, y vehículos con orugas en las ruedas que semejaban tanques de la Segunda Guerra Mundial. A corta distancia se alzaba un herrumbroso barracón de metal acanalado con una chimenea torcida en el techo. En la puerta un cartel rezaba: BIENVENIDOS A SERPIENTE DE CASCABEL NUMERO DOS. ESTA EMPRESA PROPORCIONA PUESTOS DE TRABAJO Y TRIBUTA AL FISCO EN NEVADA DESDE 1951. A la izquierda había otro edificio menor, una construcción cúbica de hormigón. En este, el texto del letrero colgado a la entrada era mucho más lacónico:
POLVORÍN
SÓLO PERSONAL AUTORIZADO
Aparcado entre los dos edificios se hallaba el polvoriento Caprice de Collie Entragian. La puerta del conductor estaba abierta, y el interior, iluminado por la luz del techo, parecía un matadero. Sujeto al salpicadero, junto a la brújula, había un oso de plástico con la cabeza oscilante.
Enseguida todo eso quedó atrás.
–Sabes dónde estamos, ¿verdad, David? –preguntó el hombre de las gafas de sol con cristales de espejo.
–En la Mina de los Chinos, ¿no?
–Sí.
Se acercaron a la pared de la mina, y David observó que allí la tierra era en cierto modo más desolada que en el territorio contaminado.
No se veían piedras enteras ni salientes de roca; todo había sido reducido a cascotes amarillentos. Al otro lado del estacionamiento y los edificios, sobre enormes láminas de plástico negro, se alzaban grandes pilas de roca aún más desmenuzada.
–Lo que ves sobre los plásticos es ganga, desechos –explicó su guía–. Pero la compañía minera no esta dispuesta a renunciar ni siquiera a eso. Aun quedan residuos, ¿comprendes? Oro, molibdeno, platino, y naturalmente cobre. Sobre todo cobre. Depósitos tan difusos como si los hubiesen insuflado en la roca en forma de humo. La explotación no era ya rentable, pero como se han agotado los mayores yacimientos del mundo lo que antes no era rentable ahora es lucrativo. Los plásticos son escurrideros; recogen el material que se precipita en ellos al rociar de ácido los montones ganga. Seguirán explotando la tierra hasta que todo esto, que en otro tiempo fue una montaña de dos mil quinientos metros de altura, quede reducido a polvo.
– ¿Que son esas gradas en las paredes de la mina?
–Bancales. Se utilizan como caminos periféricos para desplazar la maquinaria pesada por toda la mina, pero su función principal es evitar los corrimientos de tierra.
–Pues, por lo que se ve, allí no sirvieron de mucho –comentó David, señalando con el pulgar por encima del hombre el terraplén que habían sobrevolado momentos antes–. Y ahí delante tampoco.
Se aproximaban a otra zona donde los descomunales escalones que descendían a la tierra habían quedado sepultados bajo una avalancha de rocalla.
–Eso es una falla del terreno.
El Puesto de Observación Vietcong pasó sobre la zona del desprendimiento, y más allá David vio una especie de redes negras que a primera vista parecían telarañas. Cuando se acercaron, advirtió que los hilos de las supuestas telarañas eran en realidad tubos de PVC.
–Últimamente se han sustituido los rociadores por emisores. –Su guía, más que conversar, parecía recitar. David experimentó un instante de deja vu, y enseguida comprendió por que: el hombre repetía lo que antes había explicado Audrey Wyler–. Habían muerto unas cuantas águilas.
– ¿Unas cuantas? –dijo David, usando a su vez las palabras del señor Billingsley.
–Esta bien, unas cuarenta en total. No es una cifra alarmante desde el punto de vista de la especie; en Nevada las águilas no están en peligro de extinción. ¿Ves con que han reemplazado los rociadores, David? Los tubos grandes son cabezas de distribución, can taks, por así decirlo.
–Dioses grandes.
–Sí. Y esos conductos flexibles que se extienden entre ellos como una malla son los emisores, can tahs. Producen un ligero goteo de ácido sulfúrico. Libera el mineral... y corroe la tierra. Sujétate, David.
El Puesto de Observación Vietcong se escoró –también como una alfombra voladora–, y David se agarró al borde de las tablas para no perder el equilibrio. No deseaba caer en aquella horrenda excavación donde nada crecía y riachuelos de líquido contaminante corrían bajo los escurrideros de plástico.
Volvieron a hundirse en la mina y sobrevolaron el barracón metálico con la chimenea torcida, el polvorín y los vehículos estacionados al final de la pista de grava. En lo alto del terraplén, sobre el agujero negro, se extendía una amplia zona salpicada de orificios mucho menores. En cada orificio asomaba un palo de punta amarilla.
–Eso parece la colonia de ardillas de tierra más grande del mundo.
–Es una zona de barrenado, y esos agujeros son los barrenos –informó su guía–. Aquí es donde se desarrolla la explotación activa.
»Cada uno de esos agujeros tiene un metro de diámetro y diez de profundidad. Cuando todo está listo para la explosión, se baja hasta el fondo de cada agujero un cartucho de dinamita provisto de una cápsula fulminante. Esa cápsula es el detonador. A continuación vierten un par de carretillas de NAFO, que son las siglas de nitrato de amonio y fuel–oil. Los gilipollas que volaron la sede de la administración federal en Oklahoma utilizaron NAFO. Generalmente lo fabrican en forma de minúsculas bolas semejantes a perdigones. –El hombre con la gorra de los Yankees señalo el polvorín–. Ahí dentro guardan gran cantidad de NAFO. Dinamita no queda; emplearon las últimas cargas el día que empezó todo esto. Pero hay NAFO en abundancia.
–No entiendo por que me cuenta todo esto –dijo David.
–Da igual, tu escucha. ¿Ves los barrenos?
–Si. Parecen ojos.
–Exacto, agujeros como ojos. Están perforados en el pórfido, que es una roca cristalina –prosiguió su guía–. Cuando se detona el NAFO, la roca se fragmenta, y los fragmentos resultantes contienen el mineral. ¿Comprendes?
–Si, creo que sí.
–El material se traslada en camiones a los escurrideros, situados bajo las cabezas de distribución y los emisores, can tahs y can taks, y ahí se inicia el proceso de corrosión. Voilà, ahí lo tienes: las más modernas técnicas de lixiviación aplicadas en la minería. Pero mira que apareció tras la última serie de detonaciones.
Señaló el agujero más grande, y David noto que una desagradable y enervante sensación de frío le recorría el cuerpo. El agujero parecía mirarlo incitadoramente.
– ¿Que es? –susurró, aunque supuso que ya conocía la respuesta.
–Serpiente de Cascabel Numero Uno, conocida también como la Mina de los Chinos, el Pozo de los Chinos o el Túnel de los Chinos.
Quedó al descubierto tras la última tanda de barrenos. Me quedaría corto si dijese que el personal de la mina se sorprendió, porque en el sector minero de Nevada nadie se cree esa vieja leyenda. A principios de siglo la compañía Diablo sostuvo que la mina se había clausurado al agotarse la veta. Pero estaba aquí, David. Ha estado aquí desde entonces, y ahora...
– ¿Esta embrujada? –preguntó David, estremeciéndose–. Lo esta, ¿verdad?
–Si, desde luego –contestó el hombre con la gorra de los Yankees, volviendo hacia David sus ojos invisibles.
– ¡No se para qué me ha traído aquí, pero no quiero oírlo! –exclamó David–. ¡Quiero volver! ¡Quiero volver con mi padre! ¡Esto no me gusta! ¡No me gusta estar en la Tierra de los...! –De pronto una espantosa idea acudió a su mente y se interrumpió. La Tierra de los Muertos, así lo había llamado aquel hombre. Según él, David era una excepción; pero eso significaba...–. El padre Martin... Lo he visto cuando me dirigía a los jardines. ¿Ha...?
El hombre observó por un momento su radio antigua; luego volvió a mirar a David y asintió.
–Dos días después de marcharte de Wentworth, David.
– ¿Estaba bebido?
–Últimamente siempre lo estaba –contestó el hombre–. Como Billingsley.
– ¿Se suicidó?
–No. –El hombre con la gorra de los Yankees apoyó afectuosamente una mano en la nuca de David; era una mano tibia, no la mano de un muerto–. O al menos no fue un suicidio consciente. El y su esposa estaban en la playa. Se habían llevado la comida. Se echó al agua antes de acabar la digestión y se alejó demasiado de la orilla.
–Quiero volver –susurró David–. Estoy cansado de tanta muerte.
–El territorio contaminado es una ofensa a Dios –dijo el hombre–. Ya se que es un encargo molesto, pero...
– ¡Pues que lo limpie Dios! –gritó David–. No es justo que me lo pida a mí después de haber matado a mi madre y mi hermana...
–Él no...
– ¡Me da igual! ¡Me da igual! ¡Incluso si no ha sido Él, no ha hecho nada para impedirlo!
–Eso tampoco es verdad –aseguró el hombre.
David cerró los ojos y se tapó los oídos con las palmas de las manos. No quería oír más. Se negaba a seguir oyendo. Sin embargo la voz de aquel hombre traspasó sus manos. Era implacable. Para David era tan imposible escapar de el como para Jonás escapar de Dios. Dios era tan implacable como un perro de caza tras un rastro fresco. Y Dios era cruel.
– ¿Para qué estas en la tierra? –preguntó, y su voz parecía sonar dentro de la cabeza de David.
– ¡No lo oigo! ¡No lo oigo!
–Dios te puso en la tierra para amarlo...
– ¡No!
–... y servirlo.
– ¡No! ¡A la mierda con Dios! –prorrumpió David–. ¡Que lo ame y lo sirva otro!
–Dios no puede obligarte a hacer algo que tú no deseas...
– ¡Calle! ¡No pienso escuchar, no pienso decidir! ¿Me oye? ¿Me...?
–Chist. ¡Escucha!
Contra su voluntad sólo en parte, David escuchó.
CUARTA PARTE
LA MINA DE LOS CHINOS:
DIOS ES CRUEL
I
1
Johnny se disponía a proponer que se pusiesen en marcha –Cynthia podía sujetar la cabeza del chico en su regazo para amortiguar las sacudidas– cuando David se llevó las manos a las sienes. Respiró hondo.
Al cabo de un momento abrió los ojos y los miró a todos: Johnny, Steve, Cynthia, su padre. Los dos hombres de mayor edad tenían los rostros tan hinchados y lívidos como el de un boxeador de segunda fila tras un mal día en un pueblo de mala muerte; los cuatro presentaban claros síntomas de cansancio y temor, y al menor sonido saltaban como espoleados. Los restos de la Asociación de Supervivientes de Collie Entragian.
–Hola, David –saludó–. Me alegro de que hayas despertado. Estas en...
–El camión de Steve –dijo David–, que se encuentra aparcado cerca del cine. Lo han traído de la gasolinera de Conoco. –Se incorporó con visible esfuerzo, tragó saliva e hizo una mueca de dolor–. Debe de haberme agitado como a unos dados.
–Sí– confirmó Steve, lanzándole una mirada suspicaz–. ¿Te acuerdas de eso?
–No –contesto David–, pero ya me han informado.
Johnny miró a Ralph, que hizo un leve gesto de incomprensión, como diciendo: «A mi no me pregunte».
– ¿Tienen agua? Me arde la garganta.
–Hemos salido del cine a toda prisa y sólo hemos cogido las armas –explicó Cynthia–. Pero tenemos esto. –Señaló una caja de Pepsi-Cola en la que faltaban ya varias botellas–. Steve la lleva en el camión para el señor Marinville.
–Desde que deje la bebida me he convertido en un fanático de la Pepsi –aclaró Johnny–. Y por fuerza tiene que ser Pepsi, no se por que. Esta caliente pero...
David aceptó una y tomó un largo trago, contrayendo el rostro al notar el gas en la garganta pero no refrenándose por ello. Por fin, tras haberse bebido tres cuartos de botella, apoyó la cabeza contra el panel lateral del camión, cerró los ojos y soltó un sonoro eructo.
Johnny sonrió y exclamó:
– ¡Premio!
David abrió los ojos y le devolvió la sonrisa.
Johnny le ofreció el tubo de aspirinas que había conseguido en el Owl's Club.
– ¿Por que no te tomas un par? Están caducadas, pero parece que aún hacen efecto.
David lo pensó por un momento. Finalmente sacó dos y se las tragó con el resto de la Pepsi.
–Nos marchamos –anunció Johnny–. Primero probaremos por el norte. Unas caravanas bloquean la carretera, pero Steve cree que podrá rodearlas por el lado del camping. Si no es posible, tendremos que ir a la mina y tomar por la carretera de servicio que va de allí a la interestatal 50. Tu y yo nos sentaremos delante con...
–No.
Johnny enarcó las cejas.
– ¿Cómo?
–Debemos ir a la mina, si, pero no abandonar el pueblo. –David tenía la voz empañada, como si hubiese estado llorando–. Debemos bajar al fondo de la mina.
Johnny se volvió hacia Steve, que se encogió de hombros y miró de nuevo al chico.
– ¿Por que lo dices, David? –preguntó Steve–. ¿Por tu madre? Porque probablemente lo mejor para ella, y también para nosotros, será...
–No, no es por eso. ¿Papa? –David alargó el brazo y cogió a su padre de la mano, en un gesto de consuelo curiosamente adulto–. Mamá ha muerto.
Ralph inclinó la cabeza.
–Bueno, David, no estamos seguros, y aunque sea lo más probable, no debemos perder la esperanza.
–Yo si estoy seguro. No son suposiciones. –A la luz de los haces cruzados de las linternas el rostro de David se veía ojeroso. Al cabo de un instante se volvió hacia Johnny–. Tenemos una tarea pendiente. Usted lo sabe, ¿verdad? Por eso han esperado a que despertase.
–No, David. Te equivocas. Simplemente no queríamos arriesgarnos a moverte hasta estar seguros de que te encontrabas bien –respondió Johnny.
Sin embargo tuvo la impresión de que mentía. Notó un vago y creciente nerviosismo. Era la misma sensación que experimentaba días antes de empezar un nuevo libro, cuando comprendía que lo inevitable no podía postergarse más, que pronto se hallaría de nuevo en la cuerda floja, aferrado al balancín y pedaleando en el ridículo monociclo.
Pero ahora era peor. Mucho peor. Sintió deseos de asestarle un culatazo en la cabeza al chico, de cerrarle la boca antes de que dijera algo más.
No nos jodas, mocoso, pensó. No nos vengas con esas ahora que hemos visto un rayo de luz al final del túnel.
David miró otra vez a su padre. Tenía aún cogida la mano de Ralph.
–Esta muerta pero no en paz. No descansara mientras Tak habite en su cuerpo.
– ¿Quien es Tak, David? –preguntó Cynthia.
–Uno de los gemelos Wintergreen –bromeó Johnny–. El otro es Tik.
David le dirigió una prolongada y ecuánime mirada, y Johnny bajó la vista. Le molestó profundamente hacerlo pero no pudo evitarlo.
–Tak es un dios –dijo David–. O un demonio. O quizá no sea nada en absoluto, solo un nombre, una silaba sin sentido; pero una nada peligrosa, como una voz en el viento. En cualquier caso, eso poco importa. Lo importante es que mi madre descanse en paz. Así podrá reunirse con mi hermana en... bueno, dondequiera que vayamos después de la muerte.
–Hijo, lo realmente importante es que salgamos de este pueblo –insistió Johnny. Mantenía aún la voz controlada, pero percibía ya en ella una nota de impaciencia y temor–. En cuanto lleguemos a Ely, nos pondremos en contacto con la policía estatal... y con el FBI si hace falta. Mañana habrá aquí un centenar de policías y una docena de helicópteros, te lo prometo. Pero ahora...
–Mi madre esta muerta, pero Mary no –lo interrumpió David–. Ella aún vive. Esta en la mina.
– ¿Cómo sabes que ha desaparecido? –preguntó Cynthia, atónita.
–Bueno, para empezar no la veo aquí –contestó David con una débil sonrisa–. Lo otro lo sé por la misma razón que sé que Audrey ha intentado estrangularme. Me lo han dicho.
– ¿Quien, David? –dijo Ralph.
–No lo sé –respondió David–. Ni siquiera sé si tiene mucha importancia. Lo importante es que me ha contado cosas. Cosas que son verdad. Me consta que son verdad.
–Ya no es momento de contar historias, chico –atajó Johnny.
Se advertía cierta aspereza en su voz. Él mismo lo notó, pero no pudo evitarlo. ¿Y que tenía de extraño? Al fin y al cabo, aquello no era una mesa redonda sobre el realismo mágico o la prosa concreta. La hora de las historias había pasado; en ese momento el objetivo prioritario era huir. No tenía el menor interés en oír una sarta de gilipolleces de aquel espeluznante beato.
El beato ha logrado salir inexplicablemente de la celda, ha matado al coyote que Entragian había dejado de guardia, y ha salvado tu miserable vida, dijo Terry en el interior de su cabeza. Quizá deberías escucharlo, Johnny.
Y esa, en pocas palabras, era la razón por la que se había divorciado de Terry. Se portaba divinamente en la cama, pero nunca sabía cuando debía callar y escuchar a quienes la aventajaban en el terreno intelectual.
Pero el daño estaba ya hecho; sus pensamientos habían tomado esa dirección y no había manera de desviarlos. Recordó lo que Billingsley había dicho sobre el modo en que David había salido de la celda. Ni Houdini lo habría hecho. Por la cabeza. Y por otra parte estaban el detalle del teléfono, cómo había ahuyentado a los coyotes, y la multiplicación de las sardinas y las galletas saladas. El mismo había calificado todo aquello de «milagros discretos».
No podía seguir pensando en esos términos. Porque los beatos siempre acababan provocando matanzas. Y para muestra ahí estaban san Juan Bautista, o las monjas de Sudamérica, o...
Ni siquiera Houdini.
Por la cabeza.
Johnny comprendió que de nada servia dorar la píldora, o hacer malabarismos mentales, o –y ése era el truco más viejo de todos– utilizar otras voces para disuadirse de su actitud. La cuestión se reducía al simple hecho de que ya no sólo temía al policía o las otras fuerzas que pudiesen haberse desencadenado en aquel pueblo.
Temía también a David Carver.
–En realidad no ha sido el policía quién ha matado a mi madre y mi hermana y al marido de Mary –dijo David, y dirigió a Johnny una mirada que curiosamente le recordó a Terry. Una mirada que lo llevaba al borde de la locura. Sabes a qué me refiero, decía esa mirada. Lo sabes perfectamente, así que no me hagas perder el tiempo obstinándote en no comprender–. Y con quién he hablado mientras estaba inconsciente era de hecho Dios. Dios no puede presentarse ante los hombres tal como es; nos aterrorizaría y nunca podría sacar nada en claro. Se presenta con apariencia de ave, columna de fuego, arbusto en llamas, torbellino...
–O apariencia humana –añadió Cynthia–. Claro, Dios es un maestro del disfraz.
El tono comprensivo de Cynthia colmó la paciencia de Johnny.
– ¡Esto es demencial! –prorrumpió–. Tenemos que marcharnos, ¿no os dais cuenta? Estamos aparcados en la calle principal del pueblo, encerrados en la caja del camión sin una sola ventana por donde vigilar. Entragian podría estar en cualquier sitio, hasta sentado al volante en la cabina, que sepamos. Y aparte... no se... los coyotes, los buitres...
–Se ha ido –dijo David con su voz serena. Se inclinó y cogió otra Pepsi de la caja.
– ¿Quien? –preguntó Johnny–. ¿Entragian?
–El can tak. Da igual en que cuerpo habite, el de Entragian, el de mi madre, el de su primera victima; siempre es el mismo. Siempre es el can tak, el gran dios, el guardián. Se ha ido. ¿No lo nota?
–Yo no noto nada.
No seas idiota, dijo Terry en su cabeza.
–No sea idiota–dijo David, mirándolo con firmeza. Sostenía la botella de Pepsi lánguidamente entre las manos.
Johnny se inclinó hacia él.
– ¿Estas leyéndome el pensamiento? –preguntó casi con amabilidad–. Porque si es así, chico, te agradecería que te largases de mi cabeza.
–Sólo pretendo que me escuche –contestó David–. Si usted me escucha, los demás escucharan también. No le hace falta enviarnos sus can taks o can tah si estamos enfrentados. A la que encuentre una sola grieta, entrara y nos dividirá.
–Vamos –dijo Johnny–, no me cargues a mí con el muerto. Yo no tengo la culpa de todo esto.
–Yo no digo que la tenga. Sólo quiero que escuche, ¿de acuerdo? –insistió David casi con tono de suplica–. Se ha ido, así que hay tiempo; por eso no se preocupe. Las caravanas que había puesto en la carretera tampoco están. Quiere que nos marchemos, ¿no lo entiende?
– ¡Estupendo! ¡Lo complaceremos!
–Escuchemos lo que David tiene que decir –terció Steve.
Johnny se volvió hacia el.
–Me parece que has olvidado quién te paga, Steve. –Sus palabras le repugnaron en cuanto las pronunció, pero no hizo el menor intento de retractarse. Su deseo de salir de allí, de sentarse al volante del Ryder y alejarse unos kilómetros, en cualquier dirección menos hacia el sur, era tan intenso que rayaba en pánico.
–Me has pedido que no volviese a llamarte «jefe», y a eso me atengo.
–Además, ¿que vamos a hacer con Mary? –preguntó Cynthia–. Dice David que esta viva.
Johnny se volvió hacia ella, se volvió contra ella.
–Puede que tú quieras hacer las maletas y viajar con David en las Aerolíneas Transcelestiales, pero yo paso.
–Lo escucharemos –susurró Ralph.
Johnny lo miró asombrado. Si esperaba ayuda de alguien, era precisamente del padre del chico. «David es lo único que tengo –había dicho Ralph en el vestíbulo del Oeste Americano–. El único que queda de mi familia. »
Johnny recorrió a los otros con la mirada y advirtió con consternación que estaban todos de acuerdo; sólo el disentía. Y Steve tenía en su bolsillo las llaves del camión. Sin embargo el chico lo miraba básicamente a él, John Edward Marinville, a quién siempre miraba todo el mundo desde la publicación de su primera novela a la precoz edad de veintidós años. Pensaba que ya se había acostumbrado, y quizá así fuese, pero esta vez era distinto. Tenía la impresión de que ninguno de los otros –profesores, lectores, críticos, editores, compañeros de copas, mujeres– había querido nunca de él lo que aquel chico parecía querer, que no era simplemente ser escuchado; eso, temía Johnny, era sólo el principio.
Sin embargo los ojos de David no sólo lo miraban; le suplicaban.
Olvídate, chico, pensó. Cuando conduce la gente como tú, el autobús siempre acaba estrellándose.
Si no fuese por David, sospecho que tu autobús personal se habría estrellado ya, dijo Terry, atrincherada en su cabeza. Sospecho que ahora estarías muerto y colgado de un gancho. Escúchalo, Johnny. Por lo que más quieras, escúchalo!
Bajando notablemente la voz, Johnny preguntó.
– ¿Entragian se ha ido? ¿Estas seguro?
–Si –respondió David–. Y los animales también. Los coyotes y los lobos, seguramente cientos o quizá miles, han apartado las caravanas de la carretera. Ahora casi todos ellos se han retirado al mi him, el círculo del guardián. –Bebió un trago de Pepsi. La mano con que sostenía la botella le temblaba ligeramente. Los miró a todos uno por uno, pero al final sus ojos se posaron de nuevo en Johnny.
–Él quiere lo mismo que usted: que nos vayamos.
–Si es así, ¿por que nos ha traído?
–No ha sido él –replicó David.
– ¿Cómo?
–Él cree que sí, pero no ha sido él. Nos ha traído Dios –afirmó David–. Para detenerlo.
2
En el silencio que se produjo a continuación Steve advirtió que ya no soplaba el viento. Escuchó con atención, y le pareció oír el ruido de un avión a lo lejos –gente cuerda camino de algún destino cuerdo durmiendo, comiendo o leyendo el U.S. News & World Report–, pero nada más.
Fue Johnny, cómo no, quién rompió el silencio, y aunque al hablar parecía tan seguro de si mismo como siempre, Steve detectó algo sus ojos (una mirada escurridiza) que no le gustó. Prefería, la expresión enloquecida que había visto un rato antes: los ojos desorbitados y la mueca de terror a lo Clyde Barrow que tenía en el momento de acercar los cañones de la escopeta a la oreja del puma y volarle la cabeza. Que Johnny llevaba dentro un alocado forajido era algo que Steve sabía de sobra; había captado fugaces destellos de esa personalidad oculta desde el principio del viaje, y no ignoraba que era ese forajido lo que había inducido a Bill Harris a exponer sus Cinco Mandamientos el día de la entrevista en el despacho de Jack Appleton. Sin embargo en ese momento Clyde Barrow se había retraído, dejando su lugar al otro Marinville, el del ceño irónico y la retórica de charlatán de feria.
–Hablas como si todos tuviésemos el mismo Dios, David –dijo Johnny–. No es mi intención discutir contigo, pero dudo que ese sea el caso.
–Si es el caso –replicó David con calma–. Comparado con Tak, el Dios del jefe de una tribu caníbal y el suyo serían el mismo. Usted ha visto los can tahs, lo sé. Y ha percibido su poder.
Johnny contrajo los labios, indicando, pensó Steve, que había encajado un revés pero no estaba dispuesto a admitirlo.
–Puede que tengas razón –dijo–, pero el individuo que me ha traído aquí no se parecía en nada a Dios. Era un policía enorme y rubio con problemas en la piel. Ha metido una bolsa de droga en mi alforja, después me ha dado una paliza.
–Sí, lo sé. La droga procedía del coche de Mary. Y ha puesto una especie de clavos en la carretera para obligarnos a parar. Pero hay un detalle curioso si nos paramos a pensar. Ha pasado por el pueblo como un ciclón, matando a cuantos le salían al paso: a tiros, a puñaladas, a golpes, tarándolos por las ventanas, atropellándolos. Y sin embargo no se ha acercado a nosotros, a ninguno de nosotros, ha sacada la pistola y ha dicho simplemente: «Acompáñenme.» Necesitaba un... no se cómo expresarlo. –Miró a Johnny.
–Un pretexto –apunto el ex jefe de Steve.
–Sí, exacto, un pretexto. Es como cuando en las películas de terror el vampiro no viene por su propia cuenta; hay que invitarlo.
–Y eso ¿por que? –preguntó Cynthia.
–Quizá porque Entragian, el auténtico Entragian, estaba todavía en su cabeza. Como una sombra. O como una persona a la que no permiten entrar en su propia casa pero puede mirar por las ventanas y aporrear las puertas. Ahora Tak habita en mi madre, o lo que queda de ella, y nos mataría si pudiese; pero a la vez, probablemente, podría preparar la mejor tarta de lima del mundo. Si quisiese. –David, con labios trémulos, bajó la vista por un momento, y luego volvió a mirarlos–. Pero el hecho de que necesitase un pretexto para detenernos es secundario. Muchas de las cosas que hace o dice carecen de importancia; son estupideces o impulsos. Pero hay pistas. Siempre hay pistas. Se insinúa, muestra su verdadera identidad, como alguien que interpreta lo que ve en una mancha de tinta.
–Si eso es secundario, ¿dónde esta la clave? –preguntó Steve.
–En que nos ha seleccionado a nosotros y ha dejado pasar a otra gente. Piensa que nos ha detenido al azar, como un niño que coge de los estantes del supermercado las latas que le llaman la atención y las echa en el carrito de su madre; pero no es eso lo que ha ocurrido.
–Ha hecho lo mismo que el Ángel Exterminador en Egipto, ¿no? –comentó Cynthia con una voz curiosamente átona–. Sólo que al revés. Teníamos una marca que indicaba a nuestro ángel de la muerte, ese tal Entragian, que debía detenernos en lugar de pasar de largo.
–Sí –confirmó David–. Antes no sabía, aunque ahora sí lo sabe (mi him en tow, diría él), que nuestro Dios es fuerte, que nuestro Dios está con nosotros.
–Si esto es un ejemplo de lo que significa estar en gracia de Dios, espero no atraer su atención cuando se ponga furioso –bromeó Johnny.
–Ahora Tak quiere que nos marchemos –prosiguió David–, y sabe que podemos marcharnos. Por el pacto de libre voluntad. Así lo llamaba siempre el padre Martin. Él... él...
– ¿David? –dijo Ralph–. ¿Que te pasa?
David se encogió de hombros.
–Nada. No es nada. Lo importante es que Dios nunca nos obliga a cumplir su voluntad. Él solo manifiesta esa voluntad; luego se queda al margen y observa. Un día, mientras el padre Martin hablaba del pacto de libre voluntad, su esposa entró en el despacho y se quedó un rato escuchando. Al final dijo que su madre tenía un lema: «Dios dice: "Coge lo que quieras, y luego págalo"». Tak nos ha abierto la puerta de regreso a la interestatal 50, pero no es ahí adonde debemos ir. Si salimos por esa puerta, si abandonamos Desesperación sin cumplir la misión que Dios nos ha encomendado, pagaremos el precio. –Volvió a mirar uno por uno el círculo de rostros que le rodeaba, y de nuevo terminó concentrando su atención en Johnny Marinville–. Yo me quedaré en cualquier caso, pero eso no servirá de mucho si no nos quedamos todos. Tenemos que abandonarnos a la voluntad de Dios, y tenemos que estar dispuestos a morir, porque ése podría ser el desenlace.
–Hijo, estás loco –dijo Johnny–. Por lo general, ése es un rasgo que me atrae en la gente, pero esto se pasa de la raya, incluso para mí. No he sobrevivido hasta este momento para que ahora me peguen un tiro o me devoren los buitres en el desierto. Y en cuanto a Dios, por lo que a mí se refiere murió en la zona desmilitarizada de Vietnam en 1969, En ese momento sonaba Purple Haze de Jimi Hendrix por la emisora de las fuerzas armadas.
–Escuche el resto, por favor, ¿o es mucho pedir?
– ¿Por que iba a escucharlo?
–Porque tengo que contar una historia. –David tomó otro trago de Pepsi, haciendo una mueca al notar el cosquilleo del gas en la garganta–. Una historia interesante. ¿Escuchara?
–La hora de contar historias ha pasado –respondió Johnny–. Ya te lo he dicho.
David calló.
Por un momento reinó el silencio en la caja del camión. Steve observó a Johnny con atención. Si hacia ademán de dirigirse a la puerta trasera del camión, estaba dispuesto a sujetarlo. No le gustaba la idea –había pasado muchos años en el ambiente brutalmente jerarquizado que se respiraba entre los bastidores del mundo del rock, y era consciente de que se sentiría como Fletcher Christian al relevar en el mando del Bounty al capitán Bligh, en su caso Johnny–, pero lo haría si no quedaba más remedio.
De modo que experimentó un gran alivio cuando Johnny hizo un gesto de indiferencia, se sentó en cuclillas junto al chico, y cogió también el una botella de Pepsi.
–Muy bien. Alargaremos la hora de contar historias. Pero sólo por esta noche. –Revolvió el pelo a David, y su propia falta de naturalidad confirió un extraño encanto a aquel gesto–. Las historias han sido mi talón de Aquiles desde que abandone el biberón. Pero, te lo advierto, quiero que termine con la frase: «Y vivieron felices para siempre».
–En eso estamos todos de acuerdo –convino Cynthia.
–Creo que el hombre con el que he hablado me lo ha contado todo –dijo David–, pero hay partes que desconozco. Partes borrosas o totalmente oscuras. Quizá porque no las he comprendido, o porque he preferido no comprenderlas.
–Hazlo lo mejor que puedas –alentó Ralph–, con eso basta.
David, con la vista perdida en las sombras, pensó por un momento –a Cynthia le pareció que evocaba algo– y empezó.
3
–Billingsley nos ha contado la leyenda, y como la mayoría de leyendas, supongo, se aleja bastante de la realidad. En primer lugar, no fue un derrumbe accidental lo que provocó el cierre de la Mina de los Chinos; la derruyeron a propósito. Y no ocurrió en 1858, aunque fue en esa fecha cuando llegaron los primeros mineros chinos, sino en septiembre de 1859. No había dentro cuarenta chinos sino cincuenta y siete, y no había dos blancos sino cuatro. Sesenta y una personas en total. Y el túnel no tenía cuarenta metros de profundidad sino casi sesenta. ¿Se imaginan? Sesenta metros de profundidad en un terreno de esquisto que podía desplomarse en cualquier momento.
El chico cerró los ojos. Parecía extremadamente frágil, como un niño que convalece de una grave enfermedad y puede recaer de un momento a otro. Ese aspecto podía deberse en parte a las escamas verdes de jabón que cubrían aún su piel, pero Cynthia dudaba que fuese esa la única causa. No dudaba, en cambio, del poder de David, y aceptaba sin reparos la idea de que pudiese haber sido tocado por la mano de Dios. Ella se había criado en una parroquia, y había visto ya antes personas con ese aspecto, aunque nunca tan marcado.
–A la una y diez de la tarde del veintiuno de septiembre, los mineros que encabezaban la cuadrilla, al perforar la roca, encontraron una cavidad. En un primer momento pensaron que era una caverna. Esa cavidad contenía un montón de estatuillas de piedra como las que hemos visto. Representaban ciertas clases de animales, animales perversos, los timoh sen cah: lobos, coyotes, serpientes, arañas, ratas, murciélagos. Los mineros, asombrados, hicieron lo más natural del mundo: agacharse y cogerlas.
–Mala idea –murmuro Cynthia.
David asintió con la cabeza.
–Algunos enloquecieron de inmediato y se abalanzaron sobre sus amigos, hasta sobre sus familiares, dispuestos a degollarlos. Otros, no solo los que estaban más atrás y no habían llegado a tocar los can tahs sino también algunos que los habían tenido en sus manos, no parecieron afectados por ese delirio, al menos durante un rato. Entre éstos había dos hermanos de Tsingtao, Ch'an Lushan y Shih Lushan. Los dos vieron la brecha en la pared del túnel y entraron en la cavidad que era de hecho una cámara subterránea. Era redonda, como el fondo de un pozo. Un relieve hecho de caras decoraba las paredes. Eran las caras de esos animales de piedra; caras de can taks, creo, aunque no estoy seguro. A un lado se alzaba una especie de pequeño edificio, el pirin moh, que no se lo que significa, y en medio se abría un agujero redondo de unos tres metros y medio de diámetro. Como un ojo gigante, u otro pozo. Un pozo en un pozo. Como las tallas, que en su mayoría son animales con otros animales en la boca en lugar de lengua. Can tak en can tah, can tah en can tak.
–O una cámara con una cámara oculta –dijo Marinville enarcando una ceja, señal inconfundible de que bromeaba.
Sin embargo David tomó en serio el comentario. Asintió y empezó a temblar.
–Ésa es la morada de Tak –añadió–. El ini, el pozo de los mundos.
–No entiendo nada –dijo Steve con delicadeza.
David no le presto atención; seguía hablando básicamente para Marinville.
–La fuerza del mal procedente del ini se hallaba en los can tahs de mismo modo que los minerales en la tierra, insuflada en cada una de sus partículas como si fuese humo. Y se hallaba también en el resto de la cámara. No es humo, pero el humo es la imagen que mejor lo representa. Afectó a los mineros en distintos grados, como el bacilo de una enfermedad. Los que enloquecieron de inmediato atacaron a los otros Algunos empezaron a corromperse como Audrey antes de morir Esos habían tocado los can tahs; habían cogido un puñado de golpe y después lo habían dejado para... ya saben... atacar a sus compañeros.
»Algunos mineros empezaron a ensanchar la brecha que comunicaba el túnel con la cámara. Otros penetraban directamente por la estrecha grieta. Algunos actuaban como si estuviesen borrachos; otros parecían tener convulsiones. Algunos corrieron hasta el borde del pozo y se lanzaron al vacío riendo. Los hermanos Lushan vieron follar a un hombre y una mujer (tengo que usar esa palabra, porque aquello era lo menos parecido imaginable a hacer el amor); sostenían una estatuilla entre los dientes.
Cynthia cruzo una mirada de perplejidad con Steve.
–Los mineros que seguían en el túnel se agolpaban ante la brecha, empujándose y golpeándose mutuamente con piedras para entrar los primeros. –David les miró con expresión sombría–. He visto claramente esa parte. En cierto modo era divertido, como una escena de los hermanos Marx. Y eso empeoro aún más las cosas, el hecho de que fuese divertido. ¿Entiende?
–Sí –contesto Marinville–. Perfectamente, David. Sigue.
–Los hermanos Lushan percibían alrededor lo que emanaba de la cámara, pero no como algo que estuviese dentro de ellos, al menos todavía. A los pies de Ch'an cayó un can tah. Se inclino para cogerlo, pero Shih se lo impidió. Prácticamente ya solo ellos dos conservaban la cordura. La mayoría de los que no se habían visto afectados en el primer momento habían sido asesinados. Entonces empezó a salir algo de la brecha, una especie de serpiente de humo, y los dos hermanos corrieron hacia la salida. A unos veinte metros de la cámara se encontraron con uno de los capataces blancos. Llevaba desenfundado su revolver, y pregunto: «¿A que viene tanto alboroto, chinos? »
Un escalofrío recorrió a Cynthia. Alargó un brazo hacia Steve, y sintió alivio cuando el le cogió la mano. El chico no simplemente imitó el gruñido del capataz blanco, sino que de hecho dio la impresión de que hablaba con la voz de otra persona.
–«Vamos, muchachos, volved al trabajo si no queréis acabar con una bala en las tripas.» Pero fue él quién murió de un disparo. Ch'an lo agarro por el cuello, y Shih le quitó el revolver. Luego le apoyo el cañón aquí –David se señalo bajo la mandíbula con el índice– y le voló la cabeza.
–David, ¿sabes qué pensaban mientras mataban al capataz? –preguntó Marinville–. ¿Ese amigo que has conocido en sueños ha podido llevarte hasta el interior de sus mentes?
–Básicamente yo solo veía lo que ocurría.
–Esos can tahs debían de haberse adueñado de ellos, pues –dijo Ralph–. De lo contrario no habrían matado a un hombre blanco, por más que deseasen escapar de allí.
–Puede ser –contesto David–. Pero también Dios moraba en ellos creo, del mismo modo que ahora mora en nosotros. Aunque estuviesen mi en tak, Dios podía atraerlos a su servicio, porque mi him tow, nuestro Dios es fuerte. ¿Entienden?
–Creo que si –dijo Cynthia–. ¿Que paso después, David?
–Los dos hermanos siguieron corriendo hacia la salida, encañonando con el revolver del capataz a cuantos intentaban detenerlos, que fueron muchos; ni siquiera los otros blancos los miraron apenas cuando se cruzaron con ellos. Todos deseaban ver que ocurría, que habían encontrado los mineros. Aquella fuerza los arrastraba hacia la cámara Comprenden, ¿no?
Todos asintieron.
–A unos veinte metros de la bocamina los hermanos Lushan se detuvieron y empezaron a trabajar en la pared colgante. No intercambiaron una sola palabra; simplemente vieron picos y palas en el suelo y se pusieron manos a la obra.
– ¿Que es la pared colgante? –pregunto Steve.
–El techo de un túnel y la capa de roca y tierra que hay encima –explicó Marinville.
–Trabajaron como desesperados –prosiguió David–. La roca era tan blanda que comenzó a desprenderse de inmediato, pero el techo no cedía. Del fondo de la mina llegaban gritos, aullidos y carcajadas.
–Conozco los nombres de los sonidos que oí, pero no encuentro palabras para describir lo horribles que eran. Algunos de ellos dejaron de ser voces humanas para convertirse en otra cosa. Una vez vi una película sobre un científico que vivía en una isla tropical y transformaba animales en hombres...
Marinville movió la cabeza en un gesto de asentimiento y apunto:
–La isla del Dr. Moreau.
–Los sonidos procedentes del fondo de la mina, los que han llegado a mí a través de los oídos de los hermanos Lushan, eran como los de esa película pero al revés. Como si los hombres se transformasen en animales. Y probablemente era eso lo que ocurría. Supongo que de ese modo afectan los can tahs a las personas. Esa debe de ser su función.
»Los hermanos (aún los estoy viendo, dos chinos tan parecidos como gemelos, con coletas colgando sobre las espaldas desnudas y sudorosas) siguieron trabajando, observando el techo, que debería haberse desplomado con solo rozarlo pero resistía inexplicablemente, volviendo la vista atrás a cada dos o tres golpes de pico para ver quién se acercaba. Para ver qué se acercaba. Grandes fragmentos de roca caían del techo frente a ellos, sobre ellos, hiriéndoles en los hombros y la cabeza. Pronto la sangre empezó a correrles por el rostro, el cuello, el pecho. En esos momentos llegaban otros sonidos del fondo de la mina. Rugidos. Extraños chapoteos. Y el techo seguía sin desmoronarse. Entonces empezaron a verse luces en el túnel, quizá velas, o quizá los quinqués que usaban los capataces.
– ¿Los que? –pregunto Ralph.
–Quinqués. Unas lámparas de queroseno que se ataban a la cabeza.
–De pronto surgió alguien de la oscuridad, alguien que conocían. Era Yuan Ti, un tipo divertido, supongo; hacia muñecos de animales con trapos y representaba escenas para entretener a los niños. Yuan Ti se había vuelto loco, pero no sólo eso. Era más grande, tan grande que casi tenía que doblarse por la cintura para caminar por el túnel. Empezó a lanzarles piedras, insultarlos en mandarín, maldecir a sus antepasados y ordenarles que interrumpiesen de inmediato lo que estaban haciendo. Shih le disparo con el revolver del capataz. Tuvo que dispararle varias veces para matarlo. Pero los otros corrían ya hacia ellos, dispuestos a eliminarlos. Tak sabía que se proponían.
David los miró pensativamente. Se advertía en sus ojos una expresión distraída, como si estuviese medio en trance, pero Cynthia no tuvo la impresión de que hubiese dejado de verlos. En cierto modo eso era lo más horrible. David los veía perfectamente, y también la fuerza que habitaba en él, la que en algunas partes del relato afloraba a la superficie para aclarar aquello que David no había entendido bien.
–Shih y Ch'an siguieron golpeando con los picos la pared flotante como locos, y locos acabarían antes de que todo aquello terminase.
»Para entonces la parte del techo que estaban socavando era como un bóveda sobre sus cabezas –David trazo una curva con las manos, y Cynthia notó que le temblaban– y apenas llegaban a lo alto con los picos. Así que Shih, el mayor, se subió a los hombros de su hermano y siguió picando de ese modo. Caía una lluvia de rocas, y el montón de escombros que se había formado le llegaba ya a las rodillas a Ch'a Lushan. Sin embargo el techo no se derrumbaba.
– ¿Estaban poseídos por Dios, David? –pregunto Marinville. No había el menor indicio de sarcasmo en su voz–. Poseídos por Dios ¿Que crees ?
–Lo dudo –respondió David–. Dudo que Dios necesite poseer; por eso es Dios. Creo simplemente que deseaban lo mismo que Dios; mantener a Tak bajo tierra. Hundir el techo para impedirle salir si era posible.
»El caso es que vieron acercarse luces desde el fondo de la mina. Oyeron voces. Era una multitud. Shih dejó de perforar la pared colgante y se concentro en un travesaño del encofrado, golpeándolo con el mango del pico. Los mineros que se aproximaban les lanzaron piedras, y varias hicieron blanco en Ch'an, pero el se mantuvo firme bajo su hermano. Cuando por fin el travesaño cedió, cedió todo el techo Ch'an estaba enterrado hasta las rodillas, pero su hermano tiro de él lo sacó a rastras del montón de escombros. Ch'an tenía magulladuras por todo el cuerpo, pero no se había roto ningún hueso. Y lo importante era que habían quedado en el lado exterior del derrumbe. Al otro lado del muro de escombros oían pedir ayuda a los demás mineros: sus amigos, sus parientes, y en el caso de Ch'an incluso su prometida. De hecho Ch'an empezó a retirar algunas rocas, pero Shih lo detuvo y lo disuadió. Es decir, que aún razonaban.
»Entonces, como si los mineros atrapados en el lado interno del derrumbe, el lado de Tak adivinasen de pronto que no iban a recibir ayuda, los gritos de socorro se convirtieron en aullidos. Eran las voces de... en fin, personas que en realidad no eran ya personas. Ch'an y Shih corrieron hacia la bocamina. Se cruzaron con otros trabajadores tanto blancos como chinos. Nadie pregunto nada salvo lo evidente: ¿Qué había ocurrido? Y como la respuesta era igual de evidente, los hermanos Lushan no tuvieron problemas. Se había producido un derrumbe; muchos hombres habían quedado atrapados, y lo que menos importaba a nadie era aquel par de muchachos chinos que había escapado milagrosamente. –David apuró la Pepsi y dejó la botella vacía a un lado–. Y poco más o menos esta es la versión que conocía el señor Billingsley, una mezcla de verdades, errores y rotundas mentiras.
–En eso consiste exactamente una leyenda –dijo Marinville con una forzada sonrisa.
–Los mineros y los vecinos del pueblo oyeron los gritos de los chinos al otro lado de la pared de escombros, y no se quedaron cruzados de brazos; intentaron sacarlos y apuntalaron los primeros veinte metros de túnel. Pero se produjo otro desmoronamiento, este menor, y se rompieron un par de travesaños del encofrado. Así que retrocedieron y esperaron a los expertos de Reno. No almorzaron ante la bocamina; eso es una mentira descarada. Prácticamente en el momento en que los ingenieros de minas bajaban de la diligencia en Desesperación, se produjeron otros dos derrumbes en la mina, los dos muy grandes, y esta vez si fue por causas naturales. El primero tuvo lugar entre la pared de escombros y la bocamina, y tapó esos veinte metros de túnel como un corcho el cuello de una botella. Y el estruendo producido por el desprendimiento de toneladas y toneladas de esquisto desencadeno el segundo derrumbe, más adentro. Eso acabó con los gritos, al menos los de la gente que se hallaba más cerca de la salida. Y todo ocurrió mientras los ingenieros se trasladaban del pueblo a la mina en una carreta. Cuando llegaron, examinaron el terreno, escucharon lo ocurrido, y al saber que se había producido un segundo derrumbe (que, según los testigos, sacudió la tierra como un terremoto e hizo encabritarse a los caballos) hicieron gestos de pesimismo y dijeron que casi con toda seguridad no había supervivientes. E incluso si los había, un intento de rescate habría puesto en peligro más vidas de las que podían salvarse.
–Y además solo eran chinos –dijo Steve.
–Exacto –convino David–, insignificantes chinos. En eso el señor Billingsley tenía razón. Y entretanto los dos muchachos chinos que habían escapado estaban en el desierto, cerca de Rose Rock, y habían empezado a enloquecer. Así que finalmente también los afecto. Volvieron a Desesperación al cabo de dos semanas, no de tres días. Y en efecto entraron en el Lady Day... ¿Ven como Billingsley mezclaba verdades y mentiras? Pero no mataron a nadie. Shih saco el revolver del capataz, que estaba descargado, y con eso bastó. Un grupo de vaqueros y mineros los redujo de inmediato. No llevaban más que taparrabos. Estaban cubiertos de sangre. Los parroquianos del Lady Day pensaron, erróneamente, que esa sangre procedía de las víctimas que habían asesinado. Habían estado en el desierto, atrayendo animales del mismo modo que Tak envió al puma que usted mató, señor Marinville. Sólo que los hermanos Lushan no los querían para nada semejante; los querían para comer. Se comieron todo lo que encontraron: murciélagos, buitres, arañas, serpientes. –David se llevó una mano trémula a la cara y se enjugó primero un ojo y luego otro–. Siento lástima por los hermanos Lushan. Y tengo la sensación de que los conozco un poco, de que se cómo debieron sentirse, cómo en cierto modo debieron dar gracias cuando la locura se adueñó de ellos y pudieron dejar de pensar.
»Podrían haberse quedado para siempre en las estribaciones de los montes Desatoya, supongo, pero eran el único recurso de Tak, y Tak es voraz. Los envió al pueblo porque no había otra posibilidad. Uno de ellos, Shih, resultó muerto allí mismo, en el Lady Day. A Ch'an lo ahorcaron dos días más tarde, más o menos donde estaban esta mañana las tres bicicletas vueltas del revés, ¿recuerdan? Maldijo en el idioma de Tak, la lengua de los seres sin forma, hasta el final. Se quitó la capucha de la cabeza para que lo ahorcasen con el rostro descubierto.
– ¡Chico, vaya Dios el tuyo! –exclamó Marinville jovialmente–. Desde luego sabe devolver un favor, ¿no te parece, David?
–Dios es cruel –afirmó David en una voz casi demasiado baja para ser oída.
– ¿Cómo? –preguntó Marinville–. ¿Que has dicho?
–Ya lo sabe. Pero la vida no consiste sólo en soslayar el sufrimiento. Eso es algo que antes usted tenía muy claro, ¿no, señor Marinville?
Marinville desvió la mirada hacia un rincón del camión y guardó silencio.
4
La primera sensación que penetró en la conciencia adormecida de Mary fue un olor dulzón, fétido, nauseabundo. ¡Oh, Peter! ¡Vaya por Dios!, pensó aturdida. Es la nevera; se ha estropeado toda la comida.
Pero se equivocaba. El frigorífico se había averiado durante sus vacaciones en Mallorca, y de eso hacia mucho tiempo. Fue incluso antes del aborto. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces. De hecho habían ocurrido muchas cosas recientemente. Malas en su mayoría.
Pero ¿que cosas?
«Nevada esta llena de gente intensa.»
¿Quien había dicho eso? ¿Marielle? En su cabeza parecía desde luego la voz de Marielle.
Poco importa si es verdad. Y lo es, ¿no?
Mary no lo sabía. No quería saberlo. Su único deseo era volver a la oscuridad de la que una parte de ella intentaba salir. Porque se oían voces
(son un hatajo de villanos)
y sonidos
(un monótono chirrido)
en los que prefería, no pensar. Era mejor seguir allí tendida y...
Algo le corrió por la cara. Era ligero y velloso al tacto. Se incorporó y se pasó las dos manos por la cara. Una atroz punzada de dolor le traspasó la cabeza, puntos brillantes parpadearon ante sus ojos en sincronización con su repentinamente acelerado ritmo cardíaco, y un recuerdo destelló en su mente con tal nitidez que incluso Johnny Marinville lo habría admirado.
«Me he dado un golpe en el brazo herido al intentar poner una caja sobre la otra para subir.»
«Un momento, enseguida la ayudo a entrar.»
Y después alguien la había agarrado. Ellen. No; la criatura
(Tak)
que llevaba puesto el cuerpo de Ellen. Aquella criatura la había golpeado, y se habían apagado las luces.
Y seguían apagadas en sentido literal. Tuvo que pestañear varias veces sólo para asegurarse de que tenía los ojos abiertos.
Si, claro que los tienes abiertos. Quizá sea simplemente que este lugar está a oscuras... aunque también es posible que te hayas quedado ciega. Ésa sí es una idea agradable, ¿no, Mare? Quizá te ha pegado con fuerza suficiente para...
Tenía algo en el dorso de la mano. Se desplazó por su piel y se detuvo; parecía palpitar. Invadida por una sensación de profundo asco chasqueó con la lengua y sacudió la mano como alguien que rechaza a una persona molesta. Dejó de notar la palpitación; la criatura había desaparecido del dorso de su mano. Mary se puso en pie con un nuevo estallido de dolor al que apenas prestó atención. Había allí insectos o alguna otra clase de sabandijas, y no tenía tiempo de ocuparse de un simple dolor de cabeza.
Giró lentamente sobre los talones, inhalando aquel repugnante olor tan parecido al hedor que los envolvió al regresar a casa después de unas breves vacaciones en las islas Baleares. Los padres de Pete le habían pagado el viaje como regalo de Navidad en su segundo año de matrimonio, y todo había salido a pedir de boca hasta que entraron cargados de bolsas, y aquel hedor los golpeó como un puño. Se había estropeado todo: dos pollos, las chuletas y el redondo que había comprado a buen precio en una carnicería de Brooklyn, los bistecs de ternera que le había regalado a Peter su amigo Don, las cajas de fresas que habían traído de la Mohonk Mountain House el verano anterior Aquel olor... tan parecido...
Algo del tamaño de una nuez le cayó en el pelo.
Gritando, se golpeó con la palma de la mano en la cabeza pero no sirvió de nada. Se deslizó los dedos entre el pelo y lo encontró. La criatura se revolvió por un momento y luego reventó entre sus dedos.
Una sustancia viscosa le impregnó la palma de la mano. Rastrillándose el pelo, extrajo el cuerpo velloso y deshinchado y lo tiró al suelo. Al caer golpeó algún objeto y se oyó un chasquido. La palma de la mano le escocia como si hubiese tocado una ortiga. Se la restregó contra los vaqueros.
Por favor, Dios, no permitas que yo sea la próxima, pensó. Prefiero cualquier cosa antes que acabar como el policía. Como Ellen.
Reprimió el impulso de echarse a correr en la oscuridad. Quizá se hallaba en las dependencias de la compañía minera, y en tal caso podía tropezarse con alguna grotesca máquina y terminar empalada, destripada o con la cabeza rota. Pero no era eso lo peor. Lo peor era que, aparte de las sabandijas, podía haber allí algo más. Algo que permanecía al acecho en espera de que ella se echase a correr presa del pánico.
Algo que la esperaba con los brazos abiertos.
Empezó a tener la sensación –quizá eran sólo imaginaciones suyas pero lo dudaba– de que se producían en torno a ella movimientos furtivos. Un susurro a su izquierda. Una fricción a su derecha. Un súbito chirrido a su espalda, apenas audible y tan fugaz que ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
Ese último no era nada vivo, se dijo. O eso creo. Probablemente era una bola de rastrojo que ha arañado a su paso una superficie de metal.
Me parece que estoy en el interior de un pequeño edificio. Me ha encerrado en un pequeño edificio, y hay en algún sitio una nevera, apagada como las luces, cuyo contenido se ha estropeado.
Pero si Ellen era Entragian en un nuevo cuerpo, ¿por que no la había llevado de nuevo a la celda del ayuntamiento? ¿Porque temía acaso que los otros la encontrasen y la ayudasen a escapar? Era la razón más lógica que se le ocurría, y además le permitía ver un rayo de esperanza. Aferrándose a esa posibilidad, Mary empezó a avanzar lentamente con los brazos extendidos y casi sin levantar los pies del suelo.
Tuvo la sensación de que caminaba de ese modo durante un largo tiempo, años casi. Esperaba que en cualquier momento otra criatura volviese a tocarla, y finalmente así fue. Algo pasó por encima de su zapatilla. Mary se quedó inmóvil. La criatura siguió su camino sin mostrar mayor interés en ella. Pero a continuación oyó algo que la sobresaltó más aún: un campanilleo grave y seco frente a ella, ligeramente a la izquierda. Que ella supiese, sólo un animal producía ese sonido. El campanilleo no se interrumpió pero pareció amortiguarse, como el estridor de una cigarra en una tarde de agosto. Volvió a oírse un chirrido apagado como el de momentos antes. Esta vez tuvo la certeza de que se trataba de una bola de rastrojo al rozar una superficie metálica.
Se hallaba en efecto en una de las dependencias de la compañía minera, quizá el barracón donde Steve y la chica del pelo estrafalario, Cynthia, habían visto la estatuilla de piedra que tanto los había inquietado.
Muévete.
No puedo. Aquí dentro hay una serpiente de cascabel. Quizá más de una. Probablemente más de una.
Pero no es eso lo único que hay aquí dentro. Mejor será que te muevas, Mary.
Sentía un palpitante y vivo escozor en la palma de la mano, donde la piel había entrado en contacto con los viscosos fluidos de la sabandija que se había quitado del pelo. El corazón le martillaba en los oídos. Empezó a avanzar centímetro a centímetro con las manos por delante. La asaeteaban ideas e imágenes horrendas. Imaginó una serpiente del grosor de un cable de alto voltaje colgada de una viga frente a ella con las fauces abiertas, la lengua viperina vibrando sin cesar y los colmillos listos para hincarse en la carne. Avanzaría derecha hacia ella sin darse cuenta hasta que le golpease en la cara, inoculándole su veneno justo entre los ojos. Vio a uno de los fantasmas de su infancia un ogro malévolo al que por alguna razón llamaba Aguardiente, acurrucado en un rincón, sonriente, dispuesto a estrecharla en un abrazo letal; el último olor que percibiría en esta vida, mientras la estrujaba la cubría de besos húmedos y voraces, sería su cargado aliento de borracho, encubierto de momento por el hedor a podredumbre que flotaba en el ambiente. Vio un puma, como el que había matado al pobre Tom Billingsley, agazapado en un rincón agitando la cola. Vio a Ellen con un garfio de carnicero en una mano y una paciente sonrisa tan curva como el propio garfio, aguardando sin prisa a que Mary se acercase lo suficiente para ensartarla.
Pero sobre todo veía serpientes.
Serpientes de cascabel.
Rozó algo con las yemas de los dedos. Sofocó un grito y casi retrocedió. Sólo fue una falsa alarma de sus crispados nervios, pues se trataba de un objeto duro, sin vida, un borde recto a la altura de la cadera. ¿Una mesa, quizá? Eso parecía. Empezó a palpar la superficie con los dedos, y se obligó a quedarse totalmente inmóvil cuando notó el contacto de otra sabandija. Trepó por el dorso de su mano, llegó a la muñeca y bajó de nuevo a la mesa. Casi con toda seguridad era una araña. Siguió buscando a tientas en la mesa, y otra sabandija –más «fauna», como lo llamaba Audrey– se acercó a examinarle la mano.
No era una araña. Fuera lo que fuese, aquella criatura tenía uñas y un caparazón duro.
Mary se obligó de nuevo a quedarse quieta como una estatua, pero un gemido escapó de su garganta. El sudor le corría por la frente y las mejillas como tibio aceite lubricante. A continuación la invisible criatura le dio un obsceno pellizco en la mano y se alejó. Mary oyó el castañeteo de sus patas en la mesa. Venciendo el abrumador impulso de retirar la mano, reanudo su vacilante reconocimiento. ¿Que iba a hacer, si no? ¿Quedarse temblando en la oscuridad hasta que los furtivos sonidos que la envolvían acabasen por enloquecerla, hasta que, desbordada por el pánico, no pudiese reprimir más el deseo de salir corriendo, tropezase con algo y perdiese de nuevo el sentido?
Encontró un plato –no, un tazón– con algo dentro. ¿Un cuajarón de sopa, quizá? Buscó a tientas alrededor del tazón y halló una cuchara. Sopa, sí. Más allá tocó algo que podía ser un salero o un pimentero, y luego algo blando y flácido. De pronto recordó un juego al que jugaba con sus amigas durante su infancia en Mamaroneck. Un juego que debía desarrollarse en la oscuridad. Consistía en pasar de mano en mano unos espaguetis y recitar «Éstas son las tripas del muerto», pasar un trozo de membrillo y recitar «Éstos son los sesos del muerto».
Su mano tropezó con un objeto duro y cilíndrico, erguido sobre la mesa. Lo volcó, y de inmediato identificó el ruido... o eso esperaba: unas pilas dentro del tubo metálico de una linterna.
Por favor, Dios, pensó, buscándola a tientas. Por favor, que sea lo que parece.
De fuera llegó otro chirrido ahogado, pero Mary apenas lo oyó. Su mano topó con un trozo de carne fría
(esta es la cara del muerto)
pero Mary apenas lo notó. El corazón le latía con fuerza en el pecho, en la garganta, incluso en los párpados.
¡Aquí! ¡Aquí!
El metal frío y terso, resbaló por la mesa escapando a sus dedos, pero finalmente lo agarró con firmeza. Si, era una linterna. Notó el interruptor en la membrana de piel que unía sus dedos pulgar e índice.
Que funcione, Dios, por favor.
Accionó el interruptor. Un haz de luz brotó en un amplio cono, y el martilleo de su corazón en los oídos se detuvo en seco por un momento. Todo se detuvo.
La mesa era un rectángulo alargado. En un extremo había material de laboratorio y muestras de roca; en el otro, un mantel de cuadros extendido. Sobre el mantel todo parecía preparado para una cena: un tazón, un plato, cubiertos y un vaso. Una enorme araña negra había caído en el vaso y no podía salir; se revolvía y arañaba el cristal pero sus esfuerzos eran inútiles. De vez en cuando mostraba el reloj de arena rojo que se dibujaba en su abdomen. Otras arañas, también viudas negras en su mayoría, deambulaban majestuosamente por la mesa.
Algunos escorpiones de roca se paseaban con parsimonia de un lado a otro, como parlamentarios, con los aguijones enroscados sobre el dorso. Sentado al extremo de la mesa había un hombre calvo con una camiseta de la compañía minera Diablo. Le habían disparado en el cuello a bocajarro. La sustancia que contenía el tazón, la sustancia que Mary había tocado con sus dedos no era un cuajarón de sopa sino sangre coagulada.
El corazón de Mary volvió a latir, enviando un flujo de sangre a su cabeza con la fuerza de un pistón, y de pronto la amarillenta luz de la linterna se tornó roja y trémula. Un canto melodioso y penetrante sonó en sus oídos.
No te desmayes, no te atrevas...
El haz de luz se desplazó hacia la izquierda. En el rincón, bajo un póster que rezaba ¡ADELANTE, PROHÍBAN LAS PROSPECCIONES MINERAS, DEJEN QUE ESOS CABRONES SE PUDRAN EN LA OSCURIDAD!, había un bullicioso nido de serpientes de cascabel. Recorrió la pared metálica con la luz. Vio varias congregaciones de arañas (algunas de las viudas negras eran tan grandes como su mano) y, en el rincón opuesto, más serpientes. Libres ya del letargo diurno, se revolvían sin cesar, entrelazándose, haciendo y deshaciendo toda clase de nudos: ballestrinques, ases de guía, ahorcaperros. De vez en cuando una agitaba los discos óseos de la cola.
No te desmayes, no te desmayes, no te desmayes...
Siguió girando, y cuando la linterna enfocó los otros tres cadáveres que había allí dentro con ella, comprendió varias cosas a la vez, y el hecho de que acabase de descubrir el origen del mal olor no era ni mucho menos la más trascendente.
Los cuerpos que yacían junto a la pared se hallaban en avanzado estado de descomposición–en realidad, eran un hervidero de gusanos–, pero no habían sido abandonados allí de cualquier manera. Estaban pulcramente alineados, y tenían las manos –tumefactas y ennegrecidas– cruzadas sobre el pecho. El hombre colocado en medio parecía de raza negra, pensó, aunque dado su estado era imposible asegurarlo.
Mary no lo conocía a él ni al cadáver de su derecha, pero si reconoció el tercer cuerpo pese a la putrefacción y los afanosos gusanos. En su mente lo oyó enun¬ciarle sus derechos e insertar la frase: «Voy a mataros.»
Mientras lo observaba, una araña salió de la boca de Collie Entragian.
El haz de luz tembló al pasar de nuevo sobre la hilera de ca¬dáveres. Tres hombres. Tres hombres corpulentos, ninguno me¬día menos de un metro noventa y cinco.
Ya sé por qué estoy aquí y no en la celda, pensó. Y sé también por qué no me ha matado. Soy la siguiente. Cuando Ellen ya no le sirva, yo ocuparé su lugar.
Mary empezó a gritar.
5
La cámara de an tak resplandecía con una tenue luz roja que parecía proceder del propio aire. Un ser que aún recordaba vaga¬mente a Ellen Carver la cruzó, acompañada de un séquito de es-corpiones y arañas violinistas. Los pétreos rostros de los can taks la contemplaban desde el techo y las paredes. A un lado se halla¬ba el pirin moh, un resalte en el muro que semejaba la fachada de un rancho mexicano. Frente al pirin moh se abría el ini, el pozo de los mundos. Quizá la luz provenía de allí dentro, pero era imposible precisarlo. Sentados en círculo en torno a la boca del ini había coyotes y buitres. De vez en cuando una de las aves sacu¬día las plumas o uno de los coyotes alzaba una oreja; salvo por estos mínimos movimientos se habría dicho que también ellos eran de piedra.
El cuerpo de Ellen caminaba despacio, con la cabeza gacha. El dolor palpitaba en su vientre. La sangre corría por sus piernas en finos y continuos hilillos. La criatura que moraba en ella había colocado una camiseta de algodón rota a modo de compresa en¬tre los muslos de Ellen y eso había retenido la sangre durante un rato, pero la camiseta estaba ya empapada. Había tenido mala suerte, y no sólo con ese cuerpo. El primero padecía un cáncer de próstata –no diagnosticado–, y la putrefacción había empezado por ahí, propagándose a tal velocidad que a duras penas había conseguido llegar al cuerpo de Josephson a tiempo. Josephson había durado un poco más; Entragian –un espécimen casi perfec¬to– más aún. ¿Y Ellen? Ellen sufría una dermatitis.
Una simple dermatitis, nada alarmante en condiciones normales, pero había bastado para desencadenar la caída del domino, y ahora...
Bueno, aún le quedaba Mary. Sin embargo prefería, no apoderar aún de ella, al menos mientras no supiese que decidía el resto del grupo. Si el escritor imponía su voluntad y los conducía de regreso a la interestatal 50, entraría en Mary de inmediato y partiría hacia las, montañas con alguno de los todoterrenos (cargado con tantos ca tahs como cupiesen en el remolque). Incluso había elegido ya un destino: Alphaville, una comuna vegetariana asentada en los Desatoya.
No seguirían siendo vegetarianos por mucho tiempo cuando Tak llegase allí.
Por otra parte, si el miserable meapilas conseguía imponerse y se dirigían hacia el sur, Mary le serviría de cebo. O de rehén. Ahora bien, no le serviría de nada si el meapilas percibía que ya no era humana.
Se sentó en el borde del ini y miró hacia abajo. El ini tenía forma de embudo, y sus toscas paredes convergían gradualmente hasta que, unos ocho metros de profundidad, el inicial agujero de cuatro metro de diámetro se reducía a un minúsculo orificio de poco más de un centímetro. De este orificio surgía una siniestra luz pulsátil de color escarlata, tan intensa que casi era imposible mirarla. Era un orificio semejante a un ojo.
Uno de los buitres hizo ademán de hundir la cabeza en el regazo ensangrentado de Ellen. La criatura lo aparto de un manotazo. Tak había pensado que mirar en el interior del ini lo tranquilizaría, le ayudaría a planear el siguiente paso (pues el ini era su verdadera morada; Ellen Carver no era más que una avanzadilla), pero en realidad aumento su inquietud.
Las cosas estaban a punto de torcerse de manera irreparable. Volviendo la vista atrás, comprendió que otra fuerza había actuado contra el desde el principio.
Temía al chico, especialmente considerando el débil estado de su actual cuerpo. Pero le aterrorizaba sobre todo quedar de nuevo confinado más allá de la estrecha garganta del ini, como un genio en una botella. Pero eso no tenía por qué ocurrir. Incluso si el chico se presentaba allí con el resto del grupo, no tenía por que ocurrir. Los otros se hallarían debilitados por sus dudas, el chico se hallaría debilitado por sus preocupaciones humanas –en particular por su madre–, y si el chico moría, Tak cerraría de nuevo la salida al exterior, les cortaría toda posible escapatoria, y se apoderaría de los demás. El escritor y el padre del chico tendrían que morir, pero intentaría serenar y salvar a los dos de menor edad. Posiblemente tarde o temprano desearía utilizar sus cuerpos.
Se inclinó, ajeno a la sangre que borbotaba entre los muslos de Ellen, tan ajeno como a los dientes que se habían desprendido de sus encías o a los tres nudillos que le habían estallado como piñas en una hoguera al golpear a Mary en la barbilla. Miró el cónico perímetro descendente del pozo, y el ojo escarlata circunscrito en su vértice.
El ojo de Tak.
El chico podía morir.
Al fin y al cabo era sólo eso, un chico, no un demonio, un dios o un salvador.
Tak se inclino más aún sobre el embudo de irregulares paredes cristalinas y sobre la siniestra luz rojiza. Oyó un sonido muy tenue, una especie de zumbido átono y grave. Era un sonido estúpido, pero a la vez era magnifico, irresistible. Cerró sus ojos robados y respiro hondo, absorbiendo la fuerza que percibía, intentando henchirse de ella, deseando retardar –al menos temporalmente– la degeneración de aquel cuerpo. Y además ahora notaba por fin la paz del ini.
–Tak –susurró en la penumbra–. Tak en tow ini, tak ah lah, tak ah wan.
Siguió un profundo silencio. De las profundidades del vibrante silencio rojo del ini llego el húmedo sonido de algo al deslizarse.
II
1
–El hombre que me ha enseñado todo eso –dijo David–, que me ha guiado, me ha encargado que les diga que nada de lo que ha ocurrido estaba predestinado. –Tenía los brazos alrededor de las rodillas alzadas y la cabeza gacha; parecía hablar a sus zapatillas–. En cierto modo, eso es lo más espantoso. Bombón ha muerto, y el señor Billingsley, y todos los habitantes de Desesperación, porque un hombre odiaba a la Inspección de Seguridad en las Minas y otro era demasiado curioso para quedarse atado a su escritorio. Así de simple.
– ¿Y Dios te ha contado todo eso? –pregunto Johnny.
El chico asintió con la cabeza sin levantar la vista.
–Así que tenemos aquí nada menos que una miniserie de televisión –bromeo Johnny–. Episodio primero: Los hermanos Lushan. Episodio segundo: Josephson, el recepcionista sin cadenas. Los directivos de la ABC estarán encantados.
– ¿Por que no se calla? –protesto Cynthia sin hostilidad.
– ¡Habló la que faltaba! –exclamó Johnny–. Y ahora esta joven, esta trotacaminos con las ideas claras, esta rutilante dama del compromiso, nos expondrá, con fotografías y acompañamiento musical del famoso grupo de rock...
–Cállate de una puñetera vez –atajo Steve.
Johnny, sorprendido, lo miró en silencio.
Steve se encogió de hombros, incomodo pero firme en su actitud.
–No es momento de hacer teatro. Corta ya –añadió, y se volvió de nuevo hacia David.
–Esta segunda parte la conozco mejor –dijo David–. Mejor de lo que quisiera, de hecho. He llegado a estar dentro de él. Dentro de su cabeza. –Hizo una pausa–. Ripton. Se llama Ripton. Él fue el primero.
2
El hombre que odia a la Inspección de Seguridad en las Minas es Cary Ripton, capataz en la nueva etapa de Serpiente de Cascabel. Tiene cuarenta y ocho años, el pelo ralo, los ojos hundidos, y desde hace un tiempo frecuentes achaques. Es un hombre cínico que en su juventud deseó desesperadamente el título de ingeniero de minas, pero las matemáticas no eran su fuerte y acabó aquí, al frente de un equipo de mineros en una explotación a cielo abierto, llenando de NAFO los barrenos y esforzándose por estrangular al amanerado maricón de la Inspección de Seguridad en las Minas cuando aparece en la mina los martes por la tarde.
Cuando esta tarde Kirk Turner, visiblemente excitado, entra corriendo en la oficina que hay al pie del yacimiento y le cuenta que la última serie de detonaciones ha dejado al descubierto la entrada de una vieja mina subterránea y hay huesos dentro –se ven desde fuera–, el primer impulso de Ripton es ordenarle que organice una partida de voluntarios dispuestos a entrar. Toda clase de posibilidades bailan en su mente. Ya no tiene edad para fantasías infantiles sobre minas de oro perdidas o cuevas llenas de tesoros indios, no tiene edad ni mucho menos para esas cosas, pero mientras el y Turner salen a toda prisa de la oficina, una parte de su cerebro da vueltas a esa idea de todos modos.
El grupo de hombres reunidos al pie de la zona de barrenos recién activados, contemplan el agujero que acaba de quedar al descubierto tras las últimas explosiones. No son muchos: siete en total, contando a Turner, el jefe de cuadrilla. En estos momentos no trabajan más de noventa hombres para la compañía minera de Desesperación. El año próximo con un poco de suerte –si tanto la extracción de cobre como los precios van al alza– la plantilla puede cuadruplicarse.
Ripton y Turner se acercan al borde del agujero. Del interior sale un olor extraño y malsano, un olor que Cary Ripton asocia de inmediato con el gas de hulla de las minas de Kentucky y Virginia. Y sí, en efecto hay huesos. Los ve esparcidos por el suelo de la oscura entrada de un anticuado túnel descendente, y aunque desde allí es imposible precisar la naturaleza de todos ellos, ve una caja torácica que casi con toda seguridad es humana. Mas allá, inquietantemente cerca pero demasiado lejos para verlo con claridad aún con ayuda de una potente linterna, hay algo que podría ser un cráneo.
– ¿Que es esto? –pregunta Turner–. ¿Sabes algo?
Claro que lo sabe; es Serpiente de Cascabel Numero Uno, la vieja Mina de los Chinos. Ripton abre la boca con la intención de explicarlo, pero se lo piensa mejor. Eso no es asunto de un barrenero como Kirk Turner, y desde luego tampoco de su cuadrilla, un grupo de dinamiteros que se pasan los fines de semana en Ely bebiendo, apostando, yendo de putas... y hablando, claro. Hablando por los codos de cualquier cosa. Tampoco puede hacerlos entrar. Cree que accederían, que les podría la curiosidad pese a los evidentes riesgos (en un túnel tan antiguo como ese, perforado en un terreno tan inestable, un grito bastaría para provocar un hundimiento), pero alguien iría con el cuento al amariconado inspector de minas, y cuando eso ocurriese perder el empleo sería una de las menores preocupaciones de Ripton. El amariconado inspector de minas (mucho ruido y pocas nueces como lo describe Frank Geller, el ingeniero jefe) no siente más simpatía por Ripton que Ripton por él, y el capataz que envíe hoy una expedición al interior de la Mina de los Chinos, sepultada desde hace más de un siglo, puede encontrarse la semana próxima ante un tribunal federal con muchas probabilidades de ser condenado a pagar una multa de cincuenta mil dólares y cumplir cinco años en prisión. Existen por lo menos nueve apartados especiales en el reglamento de minas que prohíben explícitamente entrar en «estructuras precarias y no renovadas». Y éste es el caso.
Sin embargo esos huesos y sus viejos sueños lo llaman como angustiadas voces de su infancia, como los fantasmas de todas sus ambiciones frustradas, y sabe incluso ahora que no va a entregar dócilmente la Mina de los Chinos a la compañía y unos cuantos gilipollas de la administración federal sin echar antes al menos un vistazo.
Ordena a Turner que precinte el agujero con cintas amarillas de ZONA PROHIBIDA; el jefe de cuadrilla, aunque decepcionado, no discute (conoce la normativa de seguridad tan bien como Ripton, o quizá mejor aún por su especialidad de barrenero). A continuación Ripton se vuelve hacia los demás y les recuerda que el túnel recién descubierto, que podría ser un yacimiento arqueológico, se encuentra en las tierras de la compañía.
–No espero que os lo calléis durante el resto de vuestras vidas –dice–, pero os pido como favor personal que mantengáis la boca cerrada durante unos días. No se lo digáis ni a vuestras esposas. Dadme un tiempo para notificárselo a los jefes. Eso al menos será fácil; Symes, el interventor, viene de Phoenix la próxima semana. ¿Lo haréis por mí?
Los mineros aseguran que no lo contarán a nadie. No todos serán capaces de cumplir su promesa ni siquiera durante veinticuatro horas, desde luego –algunos hombres no sirven para guardar secretos–, pero Ripton cree que goza de respeto suficiente para conseguir al menos un margen de doce horas, y probablemente baste con cuatro. Cuatro horas cuando todos se hayan ido. Cuatro horas a solas en la vieja mina con una linterna, una cámara fotográfica y un carro eléctrico por si encuentra algún recuerdo que llevarse. Cuatro horas a solas con todas esas fantasías infantiles para las que ya no tiene edad. ¿Y si el techo, después de ciento cuarenta años e innumerables barrenos sacudiendo la tierra alrededor, elige ese momento para desplomarse? Que se desplome. Ripton no tiene mujer, ni hijo, ni padres, y sus dos hermanos se han olvidado de que existe. Y en todo caso sospecha que tampoco perdería muchos años de vida. Se nota achacoso desde hace seis meses, y hace solo unas semanas ha empezado a orinar sangre. No mucha, pero incluso un poco parece mucha cuando es la propia sangre lo que uno ve en la taza del inodoro.
Si salgo de esta, quizá vaya al médico, piensa. Lo interpretare como un aviso e iré al jodido médico. ¿De acuerdo?
Al final de la jornada Turner insiste en tomar unas fotografías del túnel desenterrado. Ripton se lo permite. Parece la manera más rápida de librarse de el.
– ¿A que profundidad del antiguo túnel debía de estar esta sección de la mina? –pregunta Turner, tomando fotografías con su Nikon a medio metro de la cinta amarilla, fotografías que, sin flash, no revelarán más que un agujero negro y unos cuantos huesos que bien podrían ser de ciervo.
–Es imposible saberlo –contesta Ripton. En su mente esta elaborando la lista del material que se llevara al interior del túnel.
–No harás ninguna tontería cuando yo me vaya, ¿verdad? –dice Turner.
–No –responde Ripton, tajante–. La jodida normativa de seguridad me inspira demasiado respeto para plantearme una cosa así.
–Si, ya –dice Turner, sonriendo, y esa noche, alrededor de las dos, una versión mucho mayor de Cary Ripton entrará en la habitación que comparte con su esposa y le pegara un tiro mientras duerme.
Y otro a ella. Tak!
Cary Ripton estará muy ocupado esa noche. Una noche de matanza (ni un solo miembro de la cuadrilla de Turner verá salir el sol) y de reparto de can tahs; al marcharse de la mina se ha llevado un saco lleno, un centenar o más en total. Algunos se han roto en el camino, pero Ripton sabe que incluso los fragmentos conservan parte de su extraño e imprevisible poder. Dedica casi toda la noche a distribuir por el pueblo estas reliquias. Las coloca en los rincones, los buzones, las guanteras de los coches. ¡Incluso en los bolsillos de algún que otro pantalón!
Aquí casi nadie cierra con llave la puerta de su casa, casi nadie trasnocha, y las viviendas de los mineros de la cuadrilla de Turner no son las únicas que Cary Ripton visita.
Cuando regresa a la mina, esta tan agotado como Papá Noel al volver al Polo Norte después de la gran noche, solo que el trabajo de Papá Noel termina cuando los regalos han sido repartidos, y el de Ripton no ha hecho más que empezar. Son las cinco menos cuarto, y quedan poco más de dos horas para que lleguen los primeros miembros de la cuadrilla de Pascal Martínez. Debería bastarle, pero desde luego no puede perder el tiempo. El cuerpo de Cary Ripton sangra de tal modo que ha tenido que rellenarse de papel higiénico la ropa interior para contener la hemorragia, y en el camino de regreso a la mina ha parado dos veces para vomitar sangre por la ventanilla de la furgoneta de Cary. La puerta ha quedado salpicada de rojo. Bajo la primera luz del nuevo día –vacilante y en cierto modo siniestra– las manchas de sangre seca parecen escupitajos de tabaco masticado.
Pese a las prisas se ha quedado inmóvil por un momento al llegar al fondo de la mina y ver el espectáculo que se despliega ante los faros de la furgoneta.
En la cara norte de la mina hay suficientes animales del desierto para llenar un arca: lobos, coyotes, buitres de cabezas desplumadas, búhos de ojos semejantes a grandes sortijas doradas, pumas e incluso unos cuantos gatos callejeros. Hay también perros salvajes en cuyos descarnados flancos se dibujan las costillas con todo detalle; muchos, como Ripton sabe, se han escapado de la mugrienta comuna asentada en las montañas. Y entre las patas de los otros animales pululan tranquilamente hordas de arañas y batallones de ratas de ojos negros.
Cada uno de los animales que salen de la Mina de los Chinos lleva un can tah en la boca. Asoman por el agujero y corren carretera arriba como una riada de estrafalarios refugiados huyendo de un mundo subterráneo. Abajo hay más animales, sentados mansamente como pacientes en un dispensario médico –pidan número y esperen–; aguardan su turno para entrar en la oscuridad.
Tak se echa a reír con las cuerdas vocales de Cary Ripton.
– ¡Es para troncharse de risa! –exclama.
Después aparca junto a la oficina, abre la puerta con la llave de Ripton, y mata a Joe Prudum, el vigilante nocturno. El viejo Joe no es gran cosa como vigilante nocturno; llega al anochecer, no tiene la menor idea de lo que ocurre en la mina, y no ve nada raro en el hecho de que Cary Ripton se presente a esas horas de la mañana. Lava un poco de ropa en la pila del rincón, se sienta a tomar su intempestiva versión de una cena, y todo es amistoso hasta que Ripton le pega un tiro en la garganta.
Hecho esto, Ripton telefonea al Owl's Club. El casino abre veinticuatro horas al día (aunque, como un vampiro, nunca esta realmente vivo). Es allí donde Brad Josephson, el de la magnifica piel de chocolate y voluminoso vientre, desayuna seis días a la semana, y siempre a esas disparatadas horas. Esa arraigada costumbre favorece los planes de Ripton, que quiere tener a Brad a mano, y pronto, antes de que el negro pueda contaminarse con los can tahs. Estos son útiles de muy diversas maneras, pero incapacitan a los humanos para el principal servicio que Tak puede requerir de un hombre o una mujer. Ripton sabe que, en caso necesario, podría apoderarse de alguno de los miembros de la cuadrilla de Martínez o quizá incluso del propio Pascal, pero quiere a Brad (mejor dicho, es Tak quién lo quiere). A Brad puede sacarle más provecho.
¿Cuánto durará un cuerpo sano?, se pregunta mientras se acerca al teléfono. ¿Cuanto durará al forzar la marcha si no viene incubando un cáncer galopante?
No lo sabe, pero supone que pronto tendrá ocasión de averiguarlo.
–Owl's Club –contesta una voz de mujer por el teléfono; aún no ha salido el sol y ya parece cansada.
– ¿Qué tal, Denise? –saluda–. ¿Cómo van las cosas?
– ¿Quién es? –pregunta ella con visible recelo.
–Cary Ripton, encanto. ¿No me reconoces la voz?
– ¡Rip! Chico, tienes un serio problema de ronquera matutina. ¿O es que has pillado un resfriado?
–Estoy un poco resfriado, me parece –responde Ripton, sonriendo y limpiándose la sangre que le cae por la barbilla. Le rezuma por entre los dientes. Tiene la sensación de que dentro de su cuerpo las entrañas se han desprendido y flotan a la deriva en un mar de sangre–. Dime, encanto, ¿esta Brad ahí?
–Justo en su rincón de siempre, el inconfundible Brad, comiendo como un cerdo: cuatro huevos, patatas fritas caseras y casi un cuarto de kilo de beicon poco hecho. Sólo espero que cuando reviente, haya salido ya de aquí. ¿Para que quieres a Brad a estas horas de un sábado?
–Por un asunto del trabajo –contesta Ripton.
–Bueno, pues ya me callo. Y cuídate ese resfriado, Rip, te noto muy cargado.
–De amor por ti –bromea él.
–Ya –dice ella, y Ripton oye el golpe del auricular contra una superficie dura e inmediatamente después la voz de Denise a cierta distancia–. ¡Brad! ¡Al teléfono! Es para ti. Un hombre encantador. –Sigue un instante de silencio, probablemente mientras Brad Josephson le pregunta de que habla. Ella responde–: Averígualo tú mismo.
Al cabo de un momento Brad aparece en la línea. Saluda con el tono de quién sabe que nadie telefonea a las cinco de la mañana para anunciarte que has ganado el gordo de la lotería.
–Brad, soy Cary Ripton –dice. Conoce la manera exacta de atraer a Brad a la mina; debe la idea al difunto Kirk Turner–. ¿Llevas una cámara fotográfica en el coche?
Claro que la lleva. Una de las pasiones de Brad es la ornitología, y dedica buena parte de su tiempo libre a observar a las aves. Pero esta mañana Cary Ripton tiene algo más tentador que unos cuantos pájaros. Mucho más tentador.
–Si, claro –contesta Brad–. ¿Por que lo preguntas?
Ripton se reclina contra el póster pegado con celo en el rincón, el que muestra un minero sucio señalando con un dedo como el Tío Sam y reza: ¡ADELANTE, PROHÍBAN LAS PROSPECCIONES MINERAS, DEJEN QUE ESOS CABRONES SE PUDRAN EN LA OSCURIDAD!
–Si coges el coche y te acercas a la mina, lo verás con tus propios ojos –dice Ripton–. Y si llegas antes de que aparezcan Pascal Martínez y su gente, tendrás ocasión de tomar las fotografías más increíbles de tu vida.
– ¿De que me hablas? –pregunta Josephson con manifiesta curiosidad.
–Para empezar, de los huesos de cuarenta o cincuenta chinos muertos. ¿Que te parece?
– ¿Cómo?
–Tras las explosiones de ayer por la tarde quedó al descubierto la vieja Mina de los Chinos. A poco más de cinco metros de la entrada del túnel veras lo más asombroso...
–Voy para allá. No te muevas de ahí. No se te ocurra marcharte.
Se oye un chasquido por el auricular cuando Josephson cuelga, y Ripton sonríe con los labios ensangrentados.
–Aquí estaré –masculla–. Tenlo por seguro. Can de lach! Ah ten! Tak.
Diez minutos después Ripton atraviesa el suelo pedregoso del fondo de la mina en dirección al agujero. Allí extiende los brazos como un evangelista y habla a los animales en el idioma de los seres sin forma. Todos se alejan o se refugian en el túnel. No conviene que Brad Josephson los vea. No, no conviene en absoluto.
Al cabo de cinco minutos Josephson desciende por la escarpada pista de grava, sentado al volante del viejo Buick con la espalda muy erguida. En el adhesivo que lleva en la parte delantera se lee: LOS MINEROS PENETRAN A MAYOR PROFUNDIDAD Y PERMANECEN MAS TIEMPO. Ripton lo observa desde la puerta de la oficina. Tampoco conviene que Brad lo vea bien hasta que esté un poco más cerca.
Eso no representa el menor problema. Brad se detiene con un chirrido de neumáticos, sale del coche, coge tres cámaras, y corre hacia la oficina, parándose solo un instante a contemplar atónito el agujero abierto en el terraplén a unos seis metros del fondo.
– ¡Joder, es verdad! ¡La vieja Mina de los Chinos! –exclama–. Tiene que serlo por fuerza. ¡Vamos, Cary! ¡Martínez esta a punto de llegar!
–No, los sábados empiezan un poco más tarde –dice Ripton, sonriendo–. Enfría los motores.
–Si, pero ¿y Joe? Sería un prob...
– ¡Te digo que enfríes los motores! Joe esta en Reno. Una nieta suya acaba de dar a luz.
– ¡Bien! ¡Estupendo! –Brad suelta una carcajada–. ¿Te habrá dado puros, pues ?
–Entra. Tengo que enseñarte una cosa.
– ¿Algo que has sacado?
–Exacto –contesta Ripton, y en cierto modo es verdad, en cierto modo quiere enseñar a Brad algo que ha sacado de la mina.
Una vez dentro, mientras Josephson, con el entrecejo fruncido, intenta desenredar las correas de las tres cámaras que lleva colgadas al hombro, Ripton lo agarra y lo empuja hacia el fondo de la oficina. Josephson lanza un gruñido de indignación. Más tarde estará asustado, y al final incluso aterrorizado, pero en este momento no ha visto aún el cadáver de Joe Prudum y está solo indignado.
– ¡Por última vez, enfría los motores! –repite Ripton mientras se dirige hacia la puerta–. ¡Relájate, por Dios!
Sale y cierra con llave. Riéndose a carcajadas, va hasta su furgoneta y entra en la cabina. Como tantos otros en el oeste, Cary Ripton cree fervientemente en el derecho de los norteamericanos a portar armas; guarda una escopeta detrás del asiento y una pistola de aspecto siniestro –una Ruger Speed–Six– en la guantera. Carga la escopeta y la sostiene cruzada sobre los muslos. La Ruger esta ya cargada, y simplemente la deja en el asiento contiguo. Su primer impulso es metérsela bajo el cinturón, pero esa zona de su cuerpo ya es casi un charco de sangre (Ripton, pedazo de idiota, piensa, ¿es que no sabes que un hombre de tu edad ha de someterse a un reconocimiento de próstata una vez al año más o menos?), y no conviene que la pistola se moje.
Cuando los incesantes golpes de Josephson en la puerta de la oficina empiezan a molestarle, enciende la radio, sube el volumen al máximo y canta junto con Johnny Paycheck, que cuenta a quién quiera escucharlo que él es el único escándalo que su madre armó.
Pascal Martínez no tarda en llegar dispuesto a engrosar su paga mensual con las horas extras del turno del sábado, que se pagan al doble de una hora normal. Lo acompaña su amigo Miguel Rivera. Ripton lo saluda con la mano. Pascal le devuelve el saludo. Aparca al otro lado de la oficina, y después el y Miguel rodean el edificio para ver que hace Ripton allí un sábado por la mañana tan temprano. Ripton, todavía sonriente, asoma el cañón de la escopeta por la ventanilla y los mata a los dos. Es fácil. Ninguno intenta escapar. Mueren con expresiones de perplejidad en los rostros. Ripton los contempla y se acuerda de lo que su abuelo le contaba sobre las extintas palomas viajeras, aves tan entupidas que podía cazárselas en tierra con un palo. Por estos alrededores todo el mundo tiene armas, pero en el fondo casi nadie piensa que un día tendrá que usarlas. Es puro pavoneo. O mucho ruido y pocas nueces, como quiera decirse.
Los demás miembros de la cuadrilla llegan de uno en uno o de dos en dos. Los sábados nadie se preocupa demasiado por la hora de fichar. Ripton los mata a medida que aparecen y lleva los cuerpos a rastras hasta detrás de la oficina, donde pronto empiezan a amontonarse como leña cortada bajo la salida de aire de la secadora. Cuando se le acaban los cartuchos de la escopeta (tiene munición de sobra para la Ruger, pero la pistola no sirve como arma principal; es poco precisa a distancias superiores a tres metros y medio), va a buscar las llaves de Martínez, abre el maletero de su Cherokee, y descubre una preciosa (y absolutamente ilegal) Iver Johnson automática oculta bajo una manta. Al lado, en una caja de zapatillas Nike, encuentra dos docenas de cargadores con treinta balas cada uno. Los mineros que van llegando oyen los disparos mientras ascienden por el lado norte de la explotación, pero piensan que seguramente alguien hace prácticas de tiro, que es como comienzan allí muchos sábados. Otra circunstancia que favorece a Ripton.
A las ocho menos cuarto de la mañana Ripton ha matado ya a todos los miembros de la cuadrilla de Pascal Martínez. Para completar la carnicería, liquida también al cojo del Bud's Sud, que ha acudido a rellenar la máquina de café. Veinticinco cadáveres detrás de la oficina.
Se reanuda entonces el desfile de animales en la vieja Mina de los Chinos. Cuando salen del túnel, se encaminan hacia el pueblo con can tahs entre los dientes. Pronto interrumpirán su recolecta y aguardaran hasta la noche, para empezar de nuevo amparándose en la oscuridad.
Entretanto dispone de toda la mina para él, y es hora de dar el salto.
Desea abandonar este cuerpo desagradablemente corrompido, y si no se apresura, no llegará a su recambio.
Cuando abre la puerta de la oficina, Brad Josephson se abalanza sobre el. Ha oído las detonaciones, ha oído gritos cuando Ripton no ha conseguido abatir limpiamente a sus víctimas al primer disparo, y sabe que atacarlo es su única opción. Espera recibir un balazo, pero eso Ripton no puede permitírselo. Por consiguiente, reuniendo las últimas fuerzas que aún quedan en este cuerpo, agarra a Josephson por los brazos y lo empuja contra la pared con tal violencia que se sacude toda la estructura del barracón prefabricado. Y no es solo la fuerza de Ripton, claro; es la fuerza de Tak. Como para confirmarlo, Josephson pregunta como demonios ha podido crecer tanto.
–Me he comido mis cereales –contesta–. Tak!
– ¿Que haces? –dice Josephson, intentado escabullirse mientras Ripton acerca su cara a la de él con la boca abierta–. ¿Que ha...?
– ¡Bésame, hermoso! –exclama Ripton, y cierra la boca en torno a la de Josephson.
Con su propia sangre crea un precinto hermético a través del cual comienza a exhalar. Josephson se queda rígido entre los brazos de Ripton y empieza a temblar desenfrenadamente. Ripton exhala y exhala, percibiendo la transferencia. Por un angustioso instante la esencia de Tak flota desnuda entre Ripton, que esta desmoronándose, y Josephson, que empieza a hincharse como una carroza horas antes del desfile de Acción de Gracias. Y de pronto, en lugar de ver con los ojos de Ripton, ve con los de Josephson.
Experimenta una embriagadora sensación de regeneración. Se siente henchido no solo de la fuerza de Tak, sino también de la energía de un hombre que desayuna cuatro huevos fritos y un cuarto de kilo de beicon poco hecho. Se siente... se siente...
– ¡Pletóoorico! –clama Brad Josephson con la atronadora voz de Pedro Picapiedra. Oye un horrísono crujido al estirarse la columna vertebral de Brad, un roce de seda y raso al dilatarse los músculos, un chasquido de hielo machacado al agrandarse el cráneo. Ventosea repetidas veces con un sonido semejante a la detonación de la pistola de un juez de pista al dar la salida en una prueba atlética.
Deja caer el cuerpo de Ripton, tan ligero como una vaina de guisantes vacía, y camina hacia la puerta, oyendo descoserse las costuras de la camisa de caqui de Josephson mientras sus hombros se ensanchan y sus brazos se alargan. Los pies no crecen demasiado, pero suficiente para romper los cordones de las zapatillas de tenis.
Tak sale al aire libre y mira alrededor con una amplia sonrisa. Nunca se ha sentido mejor. Nada escapa a su ojo. El mundo ruge como una cascada de agua. Una colosal erección convierte la parte delantera de sus vaqueros en una tienda de campaña.
He aquí a Tak, liberado del pozo de los mundos. Tak es grande; Tak proveerá, y Tak gobernará, como siempre ha gobernado, los vastos eriales del desierto, donde las plantas son migratorias y la tierra es magnética.
Entra en el Buick, y la costura trasera del pantalón de Brad Josephson se abre de arriba abajo. Luego, sonriendo al recordar el lema del adhesivo enganchado en la parte delantera del coche –LOS MINEROS PENETRAN A MAYOR PROFUNDIDAD Y PERMANECEN MAS TIEMPO–, rodea la oficina y se dirige de regreso a Desesperación, dejando detrás una estela de polvo como la cola de un gallo de pelea.
3
David se interrumpió. Seguía recostado contra el panel de la caja del Ryder contemplándose las zapatillas. Su voz había enronquecido conforme hablaba. Los otros, de pie, formaban un semicírculo en torno a él, poco más o menos, supuso Johnny, como los sabios doctores rodearon en otro tiempo al joven Jesús mientras este les comunicaba la primicia, la única verdad, el último rumor confirmado, la información fidedigna. A quién con más claridad veía era a la punki flaca y menuda, el hallazgo de Steve, y a juzgar por su expresión debía de sentirse como él: hipnotizada, estupefacta, pero no incrédula. Y naturalmente ese era el origen de su inquietud. Estaba decidido a marcharse de aquel pueblo, nada iba a impedírselo, pero habría sido mucho más llevadero para su ego pensar que el chico deliraba, que todo aquello eran solo fantasías. Pero dudaba que ese fuera el caso.
Sabes que no es así, dijo Terry desde su confortable rincón en la cabeza de Johnny.
Johnny se agachó para coger otra botella de Pepsi y no se dio cuenta de que su cartera (piel de cocodrilo autentica, trescientos noventa y cinco dólares en Barney's), medio salida del bolsillo trasero de su pantalón a causa el movimiento, caía al suelo. Tocó a David en la mano con el cuello de la botella. El chico levantó la vista y sonrió.
Johnny advirtió con asombro su aspecto de extremo cansancio. Pensó en Tak, la extraña criatura que David había descrito –atrapado en la tierra como un ogro en un cuento de hadas, desechando seres humanos como vasos de papel a causa del vertiginoso ritmo al que se consumían los cuerpos poseídos–, y se pregunto si el Dios de David era realmente muy distinto.
–Así es, pues, como actúa –dijo David con la voz ronca–. Salta de un cuerpo a otro a través del aliento, como una semilla arrastrada por una corriente de aire.
–El beso de la muerte en lugar del beso de la vida – comentó Ralph.
David asintió con la cabeza.
–Pero ¿que besó a Ripton? –preguntó Cynthia–. Cuando entró en la mina la noche anterior, ¿que lo beso?
–No lo sé –contesto David–. O no me ha sido mostrado, o no lo he comprendido. Sólo sé que ocurrió en el pozo al que me he referido. Entro en esa sala... la cámara... atraído por los can tahs, pero no se le permitió tocarlos.
–Porque una persona bajo los efectos de los can tahs no sirve ya como recipiente a Tak –dijo Steve con una inflexión entre afirmativa e interrogativa.
–Si.
–Pero ¿posee Tak un cuerpo físico? Es decir, no hablamos de una idea o un espíritu.
David movió la cabeza en un gesto de negación.
–No, Tak es real; posee un ser. Tuvo que atraer a Ripton a la mina, porque el no puede salir a través del ini, del pozo. Tiene un cuerpo físico, y es demasiado grande para el diámetro del pozo. Debe limitarse a atrapar personas, habitar en ellas, convertirlas en can taks. Y sustituirlas cuando no dan más de sí.
– ¿Que pasó con Josephson, David? –pregunto Ralph. Parecía exhausto. Johnny se sentía cada vez más incomodo por el modo en que contemplaba a su hijo.
–Tenía una válvula defectuosa en el corazón –respondió David–. No era nada grave. Quizá habría vivido años sin el menor problema, pero Tak se adueño de él y... –David se encogió de hombros–. Simplemente lo consumió. Le duro dos días y medio, y luego lo reemplazo por Entragian. El policía era fuerte... duró casi toda una semana... pero tenía la piel muy clara. La gente bromeaba con el porque iba siempre embadurnado de protector solar.
–Tu guía te ha explicado todo eso –dijo Johnny.
–Sí. Y realmente era una especie de guía.
–Pero no sabes quién era.
–Casi lo sé. Tengo la sensación de que debería saberlo.
– ¿Estás seguro de que no era un enviado de Tak? –preguntó Johnny–. Porque existe un viejo dicho: el diablo puede adoptar una apariencia agradable.
–No era un enviado de Tak, Johnny.
–Déjalo hablar –reprobo Steve–. ¿De acuerdo?
Johnny hizo un gesto de indiferencia y se sentó en el suelo. Al hacerlo casi tocó la cartera caída. Casi pero no llego a tocarla.
–En la trastienda de la ferretería venden ropa –prosiguió David–. Ropa de trabajo en su mayor parte: Levi's, pantalones y camisas de color caqui, botas, cosas así. Encargan prendas de tallas especiales para un tal Curt Yeoman, que trabaja... trabajaba para la compañía telefónica. Con dos metros de estatura, era el hombre más alto de Desesperación. Por eso Entragian no llevaba la ropa rota cuando nos capturo, papá. El sábado por la noche Josephson entro en la ferretería y se apropio de una camisa y un pantalón de color caqui de la talla de Curt Yeoman. Consiguió también calzado. Se lo llevó todo al ayuntamiento y lo guardó en la taquilla de Collie Entragian. Ya había decidido a quién utilizaría a continuación.
– ¿Fue entonces cuando mato al jefe de policía? –pregunto Ralph.
– ¿Al señor Reed? No. No fue entonces. Esperó hasta el domingo por la noche. De todos modos el señor Reed no representaba ya ningún problema. Ripton le había dejado un can tah, y el señor Reed estaba trastornado. Muy trastornado. Los can tahs actúan de manera distinta en cada persona. Cuando el señor Josephson lo mató, el señor Reed se encontraba sentado tras su escritorio...
Desviando la mirada con visible turbación, David formó un cilindro hueco con la mano y la movió rápidamente de arriba abajo.
–Bien –dijo Steve–, nos hacemos una idea. ¿Y Entragian? ¿Donde estaba ese fin de semana?
–Fuera del pueblo, como Audrey. La policía de Desesperación tiene... tenía... un contrato con las autoridades del condado. Eso los obligaba a viajar a menudo. El viernes por la noche, la noche que Ripton mató a la cuadrilla de dinamiteros, Entragian estaba en Austin. El sábado pasó la noche en el Rancho Davis. El domingo por la noche, la última noche que sería realmente Collie Entragian, se quedó a dormir en la reserva de los indios shoshones. Tenía allí una amiga, creo.
Johnny se puso en pie y caminó hasta el fondo del camión; allí se dio medía vuelta y pregunto:
– ¿Qué hizo, David? ¿Que hizo esa criatura? ¿Como hemos llegado al punto en el que estamos? ¿Cómo ha podido ocurrir sin que nadie se entere? –Guardó silencio por un instante–. Y otra pregunta: ¿Que quiere Tak? ¿Salir de su agujero a estirar las piernas? ¿Comerse unas cortezas de cerdo? ¿Esnifar coca y beber tequila? ¿Follarse a unas cuantas animadoras de la liga de fútbol? ¿Preguntarle a Bob Dylan el verdadero significado de la letra de Gates of Eden? ¿Dominar la tierra? ¿Qué?
–Lo que él quiera carece de importancia –contestó David con tranquilidad.
– ¿Cómo?
–Lo único importante es lo que Dios quiere. Y su deseo es que vayamos a la Mina de los Chinos. Lo demás es solo... la hora de las historias.
Johnny sonrió. Fue una sonrisa tensa y un poco forzada, demasiado parca para su boca.
– ¿Quieres saber una cosa, chico? Lo que tu Dios quiera me tiene sin cuidado.
Se volvió hacia la puerta trasera del Ryder y la abrió. Fuera, la tormenta había dejado tras de sí un aire inmóvil y anormalmente cálido.
En el cruce el semáforo palpitaba rítmicamente. De un lado a otro de la calle la arena había formado onduladas dunas a intervalos regulares.
Bajo el nebuloso resplandor de la luna y la pulsátil luz amarilla del semáforo, Desesperación parecía una base extraterrestre en una película de ciencia–ficción.
–Si desea irse, yo no puedo impedírselo –dijo David–. Quizá Steve y mi padre podrían, pero no serviría de nada. Por el pacto de libre voluntad.
–Tú lo has dicho –repuso Johnny–. La libre voluntad. –Saltó de la caja del camión e hizo una mueca al notar otra punzada en la espalda.
Además le dolía otra vez la nariz. Le dolía de verdad. Echo un vistazo alrededor por si había al acecho coyotes, buitres o serpientes, pero no vio nada. Ni siquiera un piojo.
–Francamente, David, me es tan imposible confiar en Dios como colgarme un piano en bandolera. –Miró al chico y sonrió–. Tú confía en Él tanto como quieras. Supongo que es un lujo que aún puedes permitirte. Tu hermana ha muerto y tu madre se ha convertido en Dios sabe qué, pero aún has de perder a tu padre antes de que Tak se ocupe personalmente de ti.
David dio un respingo. Le temblaron los labios. Contrajo el rostro y se echo a llorar.
– ¡Cabrón! –prorrumpió Cynthia–. ¡Hijo de puta! –Corrió hacia la parte trasera del camión y lanzó un puntapié a Johnny.
Este retrocedió y vio pasar la puntera de la pequeña zapatilla a unos centímetros de su mentón. Notó la estela de aire que acompañaba al pie. Cynthia agitó los brazos al borde de la plataforma intentando mantener el equilibrio. Probablemente habría caído a la calle si Steve no la hubiese agarrado por los hombros.
–Cynthia, yo nunca he pretendido ser un santo –dijo Johnny, y su voz sonó tal como deseaba (tranquila, irónica, risueña), aunque en realidad sentía consternación: por un lado, la cara de desolación del chico, como si acabase de abofetearlo alguien que tenía por amigo; por otro los insultos, a los que no estaba acostumbrado.
– ¡Lárguese! –grito Cynthia. Detrás de ella Ralph, arrodillado, abrazaba torpemente a su hijo y miraba a Johnny con incredulidad–. No le necesitamos; podemos hacerlo sin usted.
–Pero ¿por que hacerlo? –preguntó Johnny, procurando mantenerse fuera del alcance de su pie–. Ésa es la cuestión. ¿Por Dios? ¿Que ha hecho Dios por ti, Cynthia, para que ahora te pases la vida esperando a que te llame por el portero electrónico o te envié un fax? ¿Te ha protegido cada vez que te ha maltratado un hombre?
–Pero sigo aquí, ¿no? –replico Cynthia con manifiesta hostilidad.
–Pues lo siento, pero a mí no me basta con eso. No voy a ser el desenlace de un chiste en el espectáculo humorístico de Dios. Al menos si puedo evitarlo. Me cuesta creer que consideréis seriamente la posibilidad de subir hasta allí. Es un disparate.
– ¿Y que hacemos con Mary? –preguntó Steve–. ¿Quieres dejarla? ¿Puedes dejarla?
– ¿Por que no? –dijo Johnny, y soltó una carcajada, poco más que un breve ladrido pero no exento de ironía. Vio que Steve volvía la cabeza, asqueado. Echó otra ojeada alrededor, pero seguía sin aparecer un solo animal. De modo que quizá el chico estaba en lo cierto: Tak deseaba que se fuesen, les había abierto la puerta–. No la conozco más a ella que a todos los mineros que ese individuo, o esa criatura si queréis, ha matado en este pueblo. La mayoría de los cuales debían de estar ya tan muertos cerebralmente que ni siquiera saben que se han ido al otro barrio. ¿No os dais cuenta de que todo esto no tiene sentido? Si salieseis airosos, Steve, ¿cual sería la recompensa? ¿Un carnet de socio vitalicio en el Owl's Club?
– ¿Qué te ha pasado? –preguntó Steve–. Hace un rato te has acercado al puma y le has volado la cabeza. Parecías el mismísimo Daniel Boone. Así que me consta que tienes agallas. O al menos las tenías. ¿Dónde las has perdido?
–No me entiendes. Eso ha sido una acción impulsiva. ¿Sabes cuál es mi problema? Si se me presenta la oportunidad de pensar, la aprovecho. –Retrocedió otro paso. Ningún Dios iba a detenerlo–. Buena suerte, chicos. David, no sé si sirve de algo que te lo diga, pero eres un muchacho extraordinario.
–Si se marcha, ya no habrá remedio –dijo David. Tenía aún la cabeza apoyada contra el pecho de su padre, y sus palabras quedaban ahogadas pero eran audibles–. Se romperá la cadena. Tak habrá ganado.
–Sí, pero en el partido de vuelta nos tomaremos la revancha –repuso Johnny, y volvió a reír. El sonido le recordó los cócteles en que uno se reía con esa misma risa insustancial de comentarios insustanciales mientras de fondo una insustancial banda de jazz interpretaba insustanciales versiones de insustanciales temas clásicos como Do You Know the Way to San José o Papa Loves Mambo. De ese modo reía cuando salió de la piscina en el hotel de Bel–Air con su cerveza todavía en la mano. Pero ¿que más daba? Podía reír como le viniese en gana. Al fin y al cabo una vez ganó el Premio Nacional de Literatura–. Voy a ir por un coche al aparcamiento de las oficinas de la compañía minera. Voy a largarme de aquí a toda prisa y no levantare el pie del acelerador hasta que llegue a Austin, y desde allí haré una llamada anónima a la policía estatal, avisándoles de que algo raro ocurre en Desesperación. Después tomaré unas habitaciones en el Best Western y espero que aparezcáis para ocuparlas. Si es así, las copas corren de mi cuenta. Pero tanto si venís como si no, esta noche me emborracho. Creo que Desesperación me ha curado de la abstinencia para siempre. –Sonrió a Steve y Cynthia, abrazados al borde de la repisa del camión–. Vosotros dos estáis locos si os quedáis. En cualquier otra parte estaríais bien juntos. Salta a la vista. Aquí solo conseguiréis acabar como can taks del Dios caníbal de David.
Se dio medía vuelta y empezó a alejarse con la cabeza gacha y el corazón acelerado. Espero oír a sus espaldas manifestaciones de ira, insultos o quizá ruegos. Para todo ello estaba preparado, y tal vez lo único que podía detenerlo era lo que Steve Ames dijo con el tono inexpresivo de quién simplemente enuncia un hecho.
–Con esto, para mí ya no eres digno de respeto.
Johnny se volvió, más dolido por esta simple declaración de lo que nunca habría imaginado.
– ¡Vaya! –exclamo–. Acabo de perder el respeto de un hombre que en otro tiempo acarreó los bultos de Steven Tyler. Jódete.
–No he leído ninguno de tus libros, pero leí el relato que me pasaste y también el libro sobre ti, el que escribió un profesor de Oklahoma. Probablemente has sido un camorrista, y un chulo con tus mujeres, pero estuviste en Vietnam sin fusil... y esta noche... el puma... Por Dios, ¿donde ha quedado todo eso?
–Se ha evaporado, como el alcohol de una botella abierta –contestó Johnny–. Probablemente no entiendes que algo así sea posible, pero lo es. En mi caso, la poca dignidad que me quedaba la perdí en una piscina. Absurdo, ¿no?
David se acercó a Steve y Cynthia. Aún se le veía pálido y cansado pero mantenía la calma.
–Tak ha puesto su marca en usted –advirtió–. Lo dejara marchar, pero se arrepentirá en cuanto perciba el olor de Tak en su piel.
Johnny observó al chico durante un largo rato, reprimiendo el impulso de volver al camión, reprimiéndolo con toda la fuerza de voluntad de que disponía.
–Pues me rociare de colonia–replico–. Adiós, chicos y chicas. Portaos bien.
Se alejó, y tan deprisa como pudo. Si hubiera apretado un poco más el paso, habría estado corriendo.
4
Se produjo un silencio en el camión; contemplaron a Johnny hasta que se perdió de vista, y aún entonces siguieron callados. David, con el brazo de su padre alrededor de los hombros, pensó que nunca se había sentido tan vacío, tan hundido. No había nada que hacer. Habían perdido. Dio una patada a una botella vacía y observo como rodaba hasta el panel del camión, donde rebotó y fue a detenerse junto a...
David se acercó.
–Miren, la cartera de Johnny. Debe de habérsele caído del bolsillo.
– ¡Cuanto lo siento! –dijo Cynthia irónicamente.
–Lo extraño es que no la haya perdido antes –comentó Steve con tono lúgubre y preocupado, como si en realidad sus pensamientos estuviesen en otra parte–. Le dije una y otra vez que alguien que viaja en moto debe llevar la cartera sujeta con una cadena. –Un amago de sonrisa se dibujó en sus labios–. Puede que tomar esas habitaciones en Austin no sea tan fácil como cree.
–Espero que tenga que dormir en el aparcamiento –dijo Ralph–. O en la cuneta.
David apenas lo oyó. Experimento una sensación semejante a la de aquel día en los jardines de la calle Bear, no cuando Dios le habló sino cuando presintió que iba a hablarle. Se agachó y recogió la cartera de Johnny. Al tocarla algo parecido a una corriente eléctrica sacudió cerebro. Un gruñido breve y explosivo escapó de su garganta. Se desplomó contra el panel del camión, aferrado a la cartera.
– ¿David? –dijo Ralph.
A David su voz alarmada le pareció un eco lejano. Sin prestarle atención, abrió la cartera. En un compartimiento había dinero; en otro papeles –tarjetas de visita, anotaciones, etcétera– apretujados y en desorden. Con el pulgar abrió un cierre en la cara interior izquierda de la cartera, y de inmediato se desplegó un acordeón de plástico con una foto en cada casillero. Percibió vagamente que los otros se acercaban a él mientras miraba las fotografías, cada una un salto atrás en el tiempo: en una, Johnny con barba acompañado de una mujer morena y atractiva de pómulos prominentes y generoso pecho; en otra, Johnny con un bigote gris reclinado contra la barandilla de un yate; en otra, Johnny con coleta junto a un actor que parecía Paul Newman antes de que Newman imaginase siquiera que un día haría anuncios de salsas. En cada una Johnny aparecía un poco más joven, con el pelo más oscuro y las arrugas faciales menos marcadas, hasta...
–Aquí –susurro David–. Dios, aquí está.
Intentó sacar una de las fotografías de su funda transparente pero no pudo; le temblaban demasiado las manos. Steve cogió la cartera, extrajo la fotografía y se la entrego al chico. David la sostuvo ante sus ojos con la reverencial expresión de un astrónomo que acaba de descubrir un nuevo planeta.
– ¿Que pasa? –pregunto Cynthia, inclinándose.
–Es el jefe –explico Steve–. Estuvo allí, «en el campo» como él suele decir, casi un año reuniendo material para un libro. Escribió también unos cuantos artículos para varias revistas, creo. –Miró a David–. ¿Sabias que esa foto estaba ahí?
–Sabía que había algo –contestó David con voz casi inaudible–. Lo he sabido nada más ver la cartera en el suelo. Pero... era él. –Guardó silencio por un instante y después, con asombro, repitió–: Era él.
– ¿Quien era quién? –pregunto Ralph.
David no respondió; estaba absorto en la fotografía. Mostraba a tres hombres ante una decrepita construcción de cemento, un bar a juzgar por el cartel de Budweiser expuesto en la ventana. Las aceras se hallaban abarrotadas de asiáticos. A la izquierda de la cámara, detenida para siempre en un desenfocado borrón de aquella instantánea, una chica circulaba en moto por la calle.
Los hombres situados a la derecha e izquierda vestían polos y pantalones holgados. Uno era muy alto y sostenía un cuaderno. El otro iba cargado de cámaras fotográficas. En medio había un hombre con vaqueros y una camiseta gris. Llevaba una gorra de béisbol de los Yankees calada muy atrás. Una correa le cruzaba el pecho en bandolera, y del extremo de ésta pendía algo voluminoso y enfundado a la altura de la cadera.
–Su radio –susurro David, señalando el objeto enfundado.
–No –rectifico Steve tras echar un vistazo más atento–. Es una grabadora, de las que se usaban en mil novecientos sesenta y ocho.
–Cuando me he encontrado con él en la Tierra de los Muertos era una radio.
David no podía apartar la vista de la fotografía. Tenía la boca seca y se notaba la lengua grande y torpe. El hombre de en medio sonreía, sostenía en una mano sus gafas de sol con cristales de espejo, y no había duda de quién era.
Sobre su cabeza, en el dintel de la puerta del bar del que por lo visto acababan de salir colgaba un letrero pintado a mano. El establecimiento se llamaba Puesto de Observación Vietcong.
5
Mary no llegó a desmayarse, pero gritó hasta que algo cedió en su cabeza y la fuerza abandonó sus músculos. Tambaleándose, avanzó hacia la mesa y se sujetó en el borde casi contra su voluntad –la mesa estaba plagada de viudas negras y escorpiones, por no hablar del cadáver sentado a un extremo con un apetitoso tazón de sangre delante–, pero peor aún era la perspectiva de caer de bruces en el suelo.
El suelo estaba infestado de serpientes.
Optó por dejarse caer de rodillas, agarrándose al borde de la mesa con la mano que no sostenía la linterna. En aquella postura encontró un extraño alivio. Se serenó. Al cabo de un momento supo cual era la razón: David, naturalmente. Estando de rodillas había recordado la naturalidad y confianza con que el chico se había arrodillado en la celda que compartía con Billingsley. En su mente lo oyó decir como disculpándose: «¿Le importaría darse la vuelta? Tengo que quitarme el pantalón». Sonrió, y al darse cuenta de que sonreía en aquel lugar de pesadilla –de que podía sonreír en aquel lugar de pesadilla– se serenó más aún. Y casi sin pensar rezó también ella por primera vez desde que tenía once años. En aquella ocasión se encontraba de colonias, tumbada en una estúpida litera dentro de una estúpida cabaña llena de mosquitos con un grupo de niñas entupidas que probablemente se convertirían en mujeres mezquinas y ariscas. La abrumaba la añoranza, y en su oración rogó a Dios que enviase a su madre para llevarla de vuelta a casa. Dios no accedió a su suplica, y desde entonces Mary decidió que le convenía arreglárselas por su cuenta.
–Dios –dijo–, necesito ayuda. Estoy en una habitación infestada de horripilantes sabandijas, en su mayoría venenosas, y me muero de miedo. Si estas ahí, agradecería cualquier ayuda que esté a tu alcance. A…
Debería haber concluido con un «Amen», pero se interrumpió, atónita. Una voz clara habló en su cabeza, y no era la suya, de eso estaba segura. Fue como si alguien hubiese estado esperando, y no con demasiada paciencia, a que ella hablase primero.
No hay nada aquí que pueda hacerte daño, declaró la voz.
En el otro extremo de la habitación el haz de la linterna ilumino una antigua lavadora–secadora. Encima se leía el rotulo USAR EXCLUSIVAMENTE PARA ROPA DE TRABAJO. Arañas de patas largas y elegantes se paseaban de un lado a otro del cartel y sobre la lavadora. Junto a Mary, un escorpión examinaba los restos aplastados de la araña que se había sacado de entre el pelo. Todavía le palpitaba la mano; la araña debía de estar llena de veneno, quizá suficiente para matarla si se lo hubiese inoculado. No, Mary no sabía a quién pertenecía esa voz, pero si era así como Dios respondía a las plegarias, no le extrañaba que el mundo anduviese de mal en peor. Porque sí había allí muchas cosas que podían hacerle daño, muchas.
No, contesto la voz pacientemente mientras enfocaba la linterna de nuevo hacia los cadáveres alineados junto a la pared y descubría otro nido de serpientes. No puede hacerte daño, y tú sabes por que.
–Yo no se nada –gimió, y se iluminó la palma de la mano. La tenía roja y palpitante pero no hinchada. Porque la araña no le había picado.
Reflexionó. Ése era un detalle interesante.
Mary volvió a dirigir el haz de luz hacia los cadáveres, enfocándolos de uno en uno hasta llegar a Entragian. El virus que había invadido aquellos cuerpos se encontraba ahora dentro de Ellen. Y si ella, Mary Jackson, iba a ser la siguiente, las sabandijas en efecto no podían hacerle daño. No podían estropear la mercancía.
–La araña debería haberme picado –murmuro–, pero no lo ha hecho. En vez de eso se ha dejado matar. No hay nada aquí que pueda hacerme daño. –Lanzó una carcajada aguda e histérica–. ¡Somos colegas!
Tienes que salir de aquí, dijo la voz. Antes de que regrese, y no tardará en regresar.
– ¡Protégeme! –suplicó Mary, poniéndose en pie–. Me protegerás, ¿verdad? Si eres Dios, o un enviado de Dios, me protegerás.
No hubo respuesta. Quizá el dueño de la voz no deseaba protegerla. Quizá no podía.
Temblando, tendió una mano hacia la mesa. Las viudas negras y las arañas de menor tamaño –reclusas pardas– huyeron en todas direcciones. Los escorpiones reaccionaron igual. De hecho uno cayó de la mesa. Pánico en las calles.
Bien. Excelente. Pero no bastaba con eso. Tenía que salir de allí.
Mary exploró la oscuridad con la linterna y encontró la puerta.
Procurando no pisar a las arañas, que pululaban por todas partes, cruzó la habitación; se notaba las piernas entumecidas y lejanas. El pomo giró, pero la puerta se abrió solo un par de centímetros. Cuando tiro con fuerza, oyó un sonido metálico que debía de provenir de un candado. No le sorprendió.
Volvió a inspeccionar la habitación con la linterna. Ante sus ojos aparecieron sucesivamente el póster –DEJEN QUE ESOS CABRONES SE PUDRAN EN LA OSCURIDAD–, el herrumbroso lavabo, la encimera con la cafetera y un pequeño horno microondas y la lavadora–secadora. Seguía el espacio de oficina propiamente dicho, con un escritorio, varios archivadores viejos, un reloj de control de asistencia con su correspondiente casillero para las tarjetas de los empleados y una estufa abombada. A continuación había un baúl de herramientas, varios picos y palas oxidados y un calendario con una rubia en bikini. Después venía de nuevo la puerta. No había ventanas, ni una sola. Examino el suelo, pensando en las palas, pero las tablas llegaban a ras de pared, y además dudaba mucho que la criatura que se había adueñado del cuerpo de Ellen Carver le dejase tiempo suficiente para cavar un túnel hasta el exterior.
La secadora, Mare.
Ésa era su voz, tenía que serlo, pero realmente no lo parecía, y tampoco daba la impresión de que fuese un pensamiento.
En cualquier caso no era momento de preocuparse por tales detalles. Corrió hasta la secadora, mucho menos atenta adonde pisaba, y de hecho aplasto varias arañas. El hedor a carne descompuesta era allí más intenso, lo cual resultaba extraño considerando que los cadáveres se encontraban en el otro extremo de la habitación.
Una serpiente de cascabel con rombos dibujados en la piel levantó la tapa de la secadora y empezó a salir sinuosamente del tambor. Fue como hallarse ante la caja sorpresa más horrenda del mundo. La serpiente balanceó la cabeza, fijando solemnemente en ella sus ojos negros de predicador. Mary retrocedió un paso pero al instante se obligó a acercarse de nuevo y alargo el brazo. Podía estar equivocada respecto a las arañas y las serpientes, lo sabía. Pero ¿que más daba si la mordía aquel enorme reptil? ¿Acaso sería peor morir de una mordedura de serpiente que acabar como Entragian, matando a cuantos se le cruzasen en el camino hasta que su cuerpo estallase como una bomba?
La serpiente abrió las fauces, enseñándole unos colmillos curvos como barbas de ballena. Siseó.
–Jódete, encanto –dijo Mary. Acto seguido la agarró, la sacó de la secadora, medía como mínimo un metro veinte, y la arrojó al otro extremo de la habitación. Luego cerró la tapa con la base de la linterna, prefiriendo no ver que más contenía el tambor, y tiró de la secadora para apartarla de la pared. Se oyó un ligero golpe cuando el tubo de plástico en acordeón del extractor de aire de la secadora se desprendió del agujero de la pared. Docenas de arañas ocultas bajo la secadora huyeron despavoridas.
Mary se inclino para examinar el agujero. Su escaso diámetro no le permitiría pasar, pero los bordes estaban muy corroídos, y pensó...
Cruzo de nuevo la habitación. En el camino piso un escorpión –oyó claramente el chasquido– y asestó un impaciente puntapié a una rata que salió de entre los cadáveres, donde sin duda se había dado un buen atracón. Cogió un pico, se acercó de nuevo a la salida de aire, y apartó un poco más la secadora para ganar espacio. El hedor a putrefacción era aún más intenso, pero apenas lo notó. Dejó la linterna sobre la secadora, insertó el lado más corto del pico en el agujero, tiro hacia arriba, y lanzo un gruñido de satisfacción al ver que la herramienta abría una brecha de casi medio metro en el metal corroído.
Deprisa, Mary, deprisa.
Se enjugó el sudor de la frente, introdujo el pico en la brecha y volvió a tirar hacia arriba. El pico abrió otro tramo de pared y luego se soltó tan bruscamente que Mary cayó de espaldas. Notó agitarse a varias arañas bajo su cuerpo, y la rata que había golpeado un momento antes –o tal vez alguna pariente suya– trepó a su cuello, chirriando. El roce de sus bigotes bajo la mandíbula le produjo un cosquilleo.
– ¡Lárgate de una puta vez! –exclamó, y la apartó de un manotazo.
Se levantó, cogió la linterna de la secadora y se la colocó bajo la axila izquierda. Luego se inclinó y dobló hacia dentro el metal a ambos lados de la brecha como dos alas.
Pensó que tenía anchura suficiente.
–Dios, gracias –dijo–. Quédate conmigo un rato más, por favor. Y si me ayudas a salir de esta, te prometo que seguiremos en contacto.
Se arrodilló y miró a través del agujero. El hedor era tan intenso que le provocó arcadas. Enfocó la linterna hacia el exterior.
– ¡Dios santo! –exclamó con voz ahogada–. ¡Dios, no!
En un primer momento pensó, consternada, que había centenares de cadáveres detrás del barracón donde se hallaba, que el mundo entero se componía de caras lívidas y flácidas, ojos vidriosos, carne desgarrada. Mientras observaba el dantesco espectáculo, un buitre arrancó un pedazo de carne de la cara de un hombre y alzó el vuelo, agitando las alas como sábanas en un tendedero.
No son tantos, se dijo. No son tantos, Mary, e incluso si hubiese mil, tu situación no cambiaría en nada.
Así y todo, por un momento fue incapaz de moverse. La abertura de la pared le permitiría salir, estaba segura, pero...
–Caería sobre ellos –susurró.
El haz de luz tembló descontroladamente, iluminando mejillas y frentes y orejas, recordándole una de las escenas finales de Psicosis, cuando la bombilla cubierta de telarañas del sótano empieza a oscilar sobre el rostro arrugado de la madre muerta de Norman.
Tienes que marcharte, Mary, instó la voz pacientemente. Tienes que marcharte ya, o será demasiado tarde.
Muy bien, pero prefería, no ver la pista de aterrizaje. Si podía evitarlo, prefería, no verla.
Apagó la linterna y la tiró al otro lado de la abertura. Oyó un ruido blando cuando cayó en... en fin, algo. Respiró hondo, cerró los ojos y se deslizó a través de la pared abierta. El borde de metal serrado y herrumbroso le levantó la camisa y le arañó el vientre. Se inclinó y empezó a caer hacia delante, con los ojos cerrados y las manos extendidas. Una topó con la cara de alguien; notó en la palma de la mano la nariz fría y exánime, y en los dedos unas pobladas cejas. La otra mano aterrizó en una sustancia viscosa y resbaló.
Apretó los labios, impidiendo el paso a cualquier cosa que quisiese salir de su garganta, un grito, una arcada de asco. Si gritaba, tendría que respirar. Y si respiraba inhalaría el hedor de aquellos cuerpos descompuestos, que habían yacido bajo el ardiente sol del verano sabía Dios cuanto tiempo. Tras parar el golpe con las manos, todo su cuerpo entró en contacto con aquella masa de carne movediza, y oyó los eructos provocados por el gas de la descomposición. Conminándose a no dejarse vencer por el pánico, a resistir, Mary rodó por encima de los cadáveres hasta el suelo, estregándose simultáneamente en los pantalones la mano impregnada de aquella repugnante sustancia.
Bajo ella notó arena y las afiladas puntas de numerosos fragmentos de roca. Volvió a rodar y se puso de rodillas. De inmediato hundió las manos en el áspero pedregal y se las frotó una y otra vez, limpiándoselas en seco lo mejor que pudo. Abrió los ojos y vio la linterna en la palma de una mano abierta y cerosa. Alzó la vista, buscando –necesitando– la nitidez y la serena desconexión del cielo. Una blanca luna en cuarto creciente brillaba a baja altura, dando la impresión casi de estar ensartada en un tridente de roca que sobresalía de la pared este de la Mina de los Chinos.
Estoy fuera, pensó, cogiendo la linterna. Algo es algo. Dios mío, gracias.
Retrocedió de rodillas, con la linterna de nuevo bajo la axila, estregándose aún las manos trémulas con las piedras.
Había luz a su izquierda. Miró en esa dirección, y la recorrió una ráfaga de terror al ver el coche patrulla de Entragian. «¿Le importaría salir del coche, señor Jackson?», había dicho el policía, y fue entonces cuando ocurrió, decidió Mary, cuando todo lo que antes había creído sólido voló como polvo arrastrado por el viento.
Está vacío, lo ves, ¿no?
Si, lo veía, pero la huella del terror permaneció. Era un sabor en su boca, como si hubiese estado chupando monedas.
El coche patrulla –sucio, después de la tormenta con una gruesa capa de polvo incluso en el bastidor de las luces giratorias del techo– se encontraba junto a un pequeño edificio de hormigón que parecía un fortín. La puerta del conductor se había quedado abierta (Mary veía el siniestro osito de plástico adherido al salpicadero), y por eso estaba encendida la luz interior. Ellen la había llevado hasta allí en el coche patrulla y después se había ido a otra parte. Por lo visto, Ellen tenía cosas más importantes que hacer, asuntos que reclamaban su atención. Si hubiese dejado las llaves...
Mary se puso en pie y corrió hacia el coche patrulla inclinada por la cintura como un soldado que atravesase tierra de nadie. El coche apestaba a sangre, orina, dolor y miedo. El salpicadero, el volante y el asiento delantero estaban salpicados de sangre coagulada. Los instrumentos estaban ilegibles. En el hueco para los pies del lado del acompañante había una pequeña araña de piedra, antigua y picada, pero con sólo mirarla Mary experimentó una sensación de frío y debilidad.
En todo caso no tenía que preocuparse por la misteriosa estatuilla; la llave no se hallaba en el contacto.
– ¡Mierda! –susurró Mary, furiosa–. ¡Mierda y mil veces mierda!
Se volvió y dirigió el haz de la linterna primero a un grupo de máquinas y luego al punto de partida del camino que ascendía por la pendiente norte de la mina. Era una pista de grava de unos cuatro carriles de anchura para permitir el paso de la maquinaria pesada que acababa de ver, y probablemente con la superficie más uniforme que la carretera por la que circulaban ella y Peter cuando los detuvo el policía... y no podía marcharse de allí en el coche patrulla porque no tenía la jodida llave.
Si yo no puedo, debo asegurarme de que el tampoco puede. O ella. O lo que sea.
Se inclinó de nuevo sobre el asiento del conductor, haciendo una mueca al percibir el olor acre del interior (y no perdiendo de vista la desagradable estatuilla abandonada en el suelo, como si temiese que pudiera cobrar vida y saltar sobre ella). Tiró de la palanca del capó y fue hacia la parte delantera del coche. Palpó la rejilla del radiador buscando el punto de agarre, lo encontró y levantó el capó del Caprice. El motor era enorme, pero localizó sin dificultad el filtro de aire. Se inclinó sobre el, agarró la tuerca de mariposa del centro y ejerció presión. No cedió.
Lanzó un soplido de frustración y volvió a enjugarse el sudor de la frente y los ojos. Hacia poco más de un año había leído unos poemas como parte de una serie de actos culturales agrupados bajo el nombre «Las mujeres poetas celebran su sentido y su sexualidad». Para la ocasión lucía un traje de Donna Karan y debajo una blusa de seda. Acababa de salir de la peluquería, y el pelo le caía en elegantes flecos sobre la frente. Su poema más largo, «Mi jarrón», había causado sensación.
Naturalmente todo eso había ocurrido antes de su visita a la histórica Mina de los Chinos, el marco incomparable donde se hallaba la única y fascinante Serpiente de Cascabel Numero Dos. Dudaba que alguna de las personas que la habían oído leer «Mi jarrón»
Suave
contorno
fragancia de tallos
salpicado de sombras
curvo como la
línea de un hombro
la línea de un muslo
durante aquella velada la reconociera en ese momento. Ella misma no se reconocía.
La mano derecha, con la que intentaba extraer el filtro del aire, le escocia y palpitaba. Los dedos le resbalaban en el metal. Se le rompió una uña, y sofocó un grito de dolor.
–Por favor, Dios, ayúdame con esto. No sería capaz de distinguir el delco del cigüeñal, así que tiene que ser el carburador. Por favor dame fuerzas para...
Esta vez, cuando ejerció presión, la tuerca de mariposa giró.
–Gracias –dijo, jadeando–. Si, muchísimas gracias. No te separes de mí. Y cuida también de David y los otros, ¿quieres? No permitas que se marchen de este pozo de mierda sin mí.
Desenroscó la tuerca y la dejó caer en el bloque del motor. Sacó el filtro de aire de su receptáculo, dejando a la vista un carburador del tamaño de... bueno, del tamaño de un jarrón. Riendo, lanzó el filtro por encima del hombro y se agachó a coger un puñado de tierra. Volvió a erguirse, hundió la tapa de metal de una de las cámaras del carburador, y echó la tierra, una mezcla de arena y piedras. Añadió otros dos puñados, llenando el carburador hasta el cuello, y retrocedió.
–A ver cómo arrancas eso, hijo de puta –dijo.
Date prisa, Mary, tienes que marcharte.
Enfocó la linterna hacia la maquinaria. Entre las enormes máquinas había dos furgonetas. Se acercó hasta ellas e iluminó las cabinas. Tampoco tenían llaves. Pero había una pequeña hacha entre el material amontonado en la caja de la Ford F–150, y valiéndose de ella, pinchó dos neumáticos a cada furgoneta. Se disponía a tirar el hacha lejos de allí, pero se lo pensó mejor. Echó un último vistazo alrededor y en esta ocasión vio el agujero de forma más o menos cuadrada abierto en el terraplén a unos seis metros del fondo de la mina.
Ahí está. El origen de esta tragedia.
Mary ignoraba quién sabía eso, si era la voz, Dios o una simple intuición, pero poco le importaba. En ese instante tenía un único objetivo: salir de allí a toda prisa.
Apagó la linterna –la luna le proporcionaría claridad suficiente, al menos durante un rato– y empezó a subir por la pista de grava que conducía al exterior de la Mina de los Chinos.
III
1
La celebridad literaria se hallaba junto a los ordenadores situados en el extremo de la larga mesa y contemplaba la pared del fondo del laboratorio, donde aproximadamente una docena de personas habían sido colgadas de ganchos como sujetos experimentales en un campo de exterminio nazi. Todo coincidía poco más o menos con la descripción de Steve y Cynthia salvo por un detalle: la mujer colgada justo debajo del rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO, la que tenía la cabeza tan ladeada a la derecha que la mejilla prácticamente le reposaba en el hombro, tenía un extraño parecido con Terry.
Ya sabes que eso es fruto de tu imaginación, ¿no?
¿Lo sabía realmente? Quizá. Pero... ¡Dios, el mismo pelo rojo, la frente amplia y la nariz un poco torcida... !
–Olvídate de su nariz –dijo–. Bastante problema tienes con la tuya. Así que sal de aquí cuanto antes, ¿entendido?
Pero en un primer momento fue incapaz de moverse. Sabia que debía hacer –cruzar la sala y registrarles los bolsillos en busca de llaveros–, pero una cosa era saberlo y otra hacerlo. Meter la mano en los bolsillos, notar la carne rígida y muerta de sus piernas a través de la fina tela del forro, manipular sus objetos personales, no sólo las llaves de los coches sino también las navajas de bolsillo, los cortaúñas, los tubos de aspirinas...
Todo lo que la gente lleva en los bolsillos se designa con palabras o expresiones compuestas. Fascinante.
... paquetes de pañuelos, portamonedas...
–Ya basta –susurró–. Ve y hazlo.
La radio emitía ráfagas de interferencia estática semejantes a cañonazos. Johnny movió el dial. No había música. Pasaba de medianoche, y las emisoras locales habían interrumpido ya la programación Volverían con otro cargamento de Travis Tritt y Tanya Tucker al amanecer, pero con un poco de suerte para entonces John Edward Marinville, el hombre que en una ocasión la revista Harper’ s definió como el único escritor blanco de Estados Unidos que debía tenerse en cuenta, se habría marchado.
«Si se marcha, ya no habrá remedio.»
Se frotó la cara con la mano como si el recuerdo fuese una mosca molesta que pudiese ahuyentar, y se encaminó hacia el otro extremo de la sala. Tenía la impresión de que estaba desertando, por así decirlo, pero el hecho era que podían marcharse si así lo deseaban, disponían de un medio de transporte. En cuanto a él, estaba decidido a regresar a un mundo donde la gente no balbuceaba en idiomas absurdos ni se descomponía ante tus ojos. Un mundo donde uno podía dar por sentado que la gente ya no crecía más a partir de los veinte años. Notó el roce de sus chaparreras de piel mientras se acercaba a los cadáveres.
En ese momento más que una celebridad literaria se sentía como los saqueadores que había visto en Quang Tri buscando medallones de oro en los cadáveres, llegando incluso a separar las nalgas de los muertos por si había allí un diamante o una perla, pero eso era una comparación capciosa... y sin duda sería una sensación transitoria. Él no había ido allí a saquear. Todo su interés se centraba en las llaves, un juego que se correspondiese con alguno de los vehículos aparcados junto al barracón. Por otra parte...
Por otra parte la chica muerta que colgaba bajo el rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO se parecía realmente a Terry. Una pelirroja con un orificio de bala en la bata de laboratorio que llevaba puesta. Naturalmente el tiempo en que podía llamarse pelirroja a Terry había quedado atrás; ahora tenía el pelo prácticamente gris, pero...
«Se arrepentirá en cuanto perciba el olor de Tak en su piel.»
–Por favor –dijo–. No seas infantil.
Miró hacia la izquierda con el único propósito de apartar la vista de la pelirroja muerta que tanto se parecía a Terry –Terry en aquellos tiempos en que le bastaba cruzar las piernas o contonearse para hacerle perder la cabeza– y vio algo que le arrancó una sonrisa de esperanza. Había allí un todoterreno. Aparcado dentro del garaje como estaba, era muy probable que las llaves estuviesen en el contacto. Si era así, al menos se ahorraría la indignidad de registrar los bolsillos de las víctimas de Entragian, o quizá era aún Josephson cuando hizo aquello. Poco importaba. Sólo tendría que desenganchar el remolque de mineral, levantar la puerta del garaje y marcharse.
«... en cuanto perciba el olor de Tak en su piel.»
Quizá en un primer momento lo percibiera, pero no por mucho tiempo. Acaso David Carver fuese un profeta, pero era un profeta joven, y por lo visto aún no se había dado cuenta de ciertas cosas, tuviese línea directa con Dios o no. Una era el hecho elemental de que el mal olor se iba con agua y jabón. Sin duda se iba. Ésa era una de las pocas cosas en esta vida de las que Johnny estaba totalmente seguro.
Y la llave del todoterreno estaba, gracias a Dios, en el contacto.
Se inclinó sobre el salpicadero, giró la llave sólo hasta la posición de indicadores para comprobar el nivel de gasolina, y observó que estaba en unos tres cuartos de depósito.
–Sobre ruedas, encanto –dijo, sonriendo–. Ahora todo va sobre ruedas.
Se acercó a la parte trasera del vehículo y examinó el enganche del remolque. Tampoco eso era problema. Estaban unidos por una simple chaveta. Buscaría un martillo... la sacaría de un par de golpes...
Ni Houdini hubiese sido capaz de salir así, Marinville. En esta ocasión era la voz del viejo borracho la que oía en su mente. Por la cabeza. ¿Y que me dice del teléfono? ¿O de las sardinas?
– ¿Que pasa con las sardinas? Simplemente había unas cuantas más de las que parecía, así de sencillo.
Sin embargo Johnny sudaba copiosamente. Sudaba como sólo había sudado en Vietnam algunas veces. No era por el calor, aunque hacia un calor sofocante; y tampoco era el miedo, aunque uno pasaba miedo, incluso dormido. Era sobre todo el sudor enfermizo que producía saber que uno estaba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno y en compañía de gente en esencia buena que iba a echarse a perder, quizá para siempre, por hacer lo que no debía.
Milagros discretos, pensó Johnny, sólo que de nuevo lo oyó en la voz del viejo borracho. Era más locuaz muerto que vivo, el condenado. De no ser por el chico, ahora seguiría en la celda, ¿no? O estaría muerto. O algo peor. Y sin embargo lo ha abandonado a su suerte.
–Si yo no hubiese distraído al coyote con mi cazadora, David estaría muerto ahora –repuso Johnny–. Déjeme en paz, viejo idiota.
Vio un martillo en un banco de trabajo adosado a la pared y fue a buscarlo.
–Dime una cosa, Johnny –dijo Terry, y Johnny se paró en seco–. ¿Cuando has decidido que la solución a tu miedo a la muerte es renunciar a la vida por completo?
Esa voz no procedía de su cabeza, estaba casi seguro. No, estaba totalmente seguro. Era Terry, colgada de un gancho en la pared. No era un mero parecido, no era un espejismo ni una alucinación; era Terry.
Si se volvía en ese momento, la vería con la cabeza erguida, no caída sobre el hombro, mirándolo como siempre lo miraba cuando metía la pata; paciente porque en Johnny Marinville meter la pata formaba parte de su comportamiento habitual, decepcionada porque sólo ella confiaba en que algún día mejorase. Lo cual era absurdo, como esperar que un caballo cojo gane el Gran Derby. Salvo que a veces con ella –por ella– había procurado enmendarse, elevarse por encima de lo que había acabado por considerar su manera de ser. Pero cuando lo conseguía, cuando se superaba, cuando volaba por encima del jodido paisaje, ¿tenía ella alguna vez palabras de reconocimiento? ¿Decía alguna vez algo? Bueno, si, tal vez «Cambia de canal; a ver que hacen en la PBS», pero poco más.
–Ni siquiera has renunciado a vivir para escribir –dijo Terry–. Eso, aunque despreciable, al menos habría sido comprensible. Renunciaste a vivir para hablar de escribir. ¡Por Dios, Johnny, en serio!
Se acercó a la mesa con piernas temblorosas, dispuesto a lanzarle el martillo a esa bruja para ver si así se callaba. Y fue en ese preciso momento cuando oyó un gruñido grave a su izquierda.
Volvió la cabeza en esa dirección y vio un lobo –probablemente el mismo que se había aproximado a Steve y Cynthia con el can tah entre los dientes– en el umbral de la puerta que comunicaba con la oficina. Miró a Johnny con ojos brillantes. Por un instante el animal vaciló, y Johnny se permitió albergar cierta esperanza: quizá tenía miedo, quizá se marcharía. Pero de pronto empezó a correr hacia él, contrayendo el hocico para enseñarle los dientes.
2
La criatura que había sido Ellen Carver llevaba un rato profundamente concentrada en el lobo – cuya misión era acabar con el escritor–, en un estado próximo a la hipnosis. De pronto algo, una alteración en el curso de los acontecimientos previstos, arrancó a Tak de su concentración. Se retiró un momento, manteniendo al lobo donde estaba pero dirigiendo hacia el Ryder el resto de su terrible curiosidad y siniestra atención. Algo había ocurrido en el camión, pero Tak era incapaz de discernirlo. Tenía una sensación de desorientación, la sensación de despertar en una habitación donde las posiciones de los muebles han sido sutilmente modificadas.
Quizá si no tratase de estar en dos sitios al mismo tiempo...
–Mi him, en tow! –gruñó, y envió al lobo contra el escritor. Ése sería el final del hombre que pretendía emular a Steinbeck; el cuadrúpedo era rápido y fuerte, el bípedo, lento y débil. Tak retiró su mente del lobo, y la imagen de Johnny Marinville primero se desdibujó y luego se desvaneció por completo mientras el escritor, con ojos aterrorizados, buscaba algo a tientas con una mano en el banco de trabajo.
Enfocó toda su mente hacia el camión y los otros, aunque de estos el único que importaba, el único que había importado desde el principio (si se hubiese dado cuenta antes...), era el meapilas de mierda.
El camión amarillo de alquiler continuaba aparcado en la calle –Tak lo veía claramente a través de las miradas superpuestas de las arañas y la perspectiva a ras de tierra de las serpientes–, pero cuando intentaba entrar, le era imposible. ¿Acaso no había ojos allí dentro?
¿Ni siquiera los de una minúscula y escurridiza araña? ¿No? ¿O quizá el meapilas había vuelto a oscurecer su visión?
No importaba. No tenía tiempo para esa clase de disquisiciones. La cuestión era que estaban allí, todos, tenían que estar por fuerza, y de momento Tak debía conformarse con eso, porque otro asunto andaba mal, y estaba más cerca.
Algo ocurría con Mary.
Sintiéndose incómodamente acosado, coaccionado, dejó disiparse la imagen del Ryder y se centró en la oficina situada al pie de la mina, observando el interior a través de los ojos en continuo movimiento de las criaturas que allí se encontraban. En primer lugar detectó la secadora fuera de sitio, e inmediatamente después el hecho de que Mary había escapado.
– ¡La muy puta! –gritó, y una lluvia de sangre brotó de su boca. Esa palabra no expresaba con fuerza suficiente sus sentimientos, y recurrió a la antigua lengua, ensartando improperios mientras se ponía en pie al borde del ini con movimientos vacilantes. Aquel cuerpo se había debilitado a un ritmo alarmante. Y para colmo no disponía ya de otro cuerpo al que trasladarse de inmediato en caso de ser necesario; por el momento tendría que conformarse con aquel. Consideró brevemente la posibilidad de utilizar a un animal, pero no había allí ninguno capaz de prestarle ese servicio. La presencia de Tak llevaba a la muerte en cuestión de días incluso a sus recipientes humanos más fuertes. Una serpiente, un coyote, una rata o un buitre estallarían de inmediato o poco después de acoger a Tak, como un barril de hojalata en cuyo interior alguien colocase un cartucho de dinamita encendido.
El lobo podía servirle durante una hora o dos, pero era el único de su especie que quedaba en aquella zona, y en ese momento se hallaba a cinco kilómetros de distancia, ocupándose (y probablemente dando buena cuenta) del escritor.
Tenía que ser la mujer.
Tenía que ser Mary.
La criatura que parecía Ellen Carver salió por la brecha abierta en la pared del an tak y cojeó hacia el recuadro tenuemente púrpura que marcaba el lugar donde el viejo túnel salía al mundo exterior. Las ratas emitieron voraces chillidos en torno a los pies de Ellen, olfateando la sangre que fluía sin cesar del coño ridículo y enfermo de Ellen. Tak las apartó a patadas, maldiciéndolas en la antigua lengua.
En la entrada de la vieja Mina de los Chinos se detuvo y miró alrededor. La luna se había ocultado ya tras la cara opuesta de la mina, pero proporcionaba aún cierta claridad, a la que se sumaba la luz que provenía del interior del coche patrulla. Eso bastaba a los ojos de Ellen para ver que el capó del coche estaba levantado, y al cerebro de Ellen para comprender que la taimada os pa había provocado alguna avería en el motor. ¿Cómo había salido de la oficina? ¿Y cómo había osado hacer una cosa así? ¿Cómo se había atrevido?
Tak sintió miedo por primera vez.
Miró a la izquierda y vio que las dos furgonetas tenían las ruedas pinchadas. Eso mismo había ocurrido a la caravana de los Carver, sólo que ahora Tak era la victima, y la sensación no le gustaba. Sólo le quedaba, pues, la maquinaria pesada, y aunque sabía dónde estaban las llaves –un juego para cada máquina en un cajón de uno de los archivadores de la oficina–, no le servirían de nada; no había allí ningún vehículo que supiese conducir. Cary Ripton si conocía el funcionamiento de aquellas máquinas, pero Tak había perdido las aptitudes físicas de Ripton en el momento en que lo reemplazó por Josephson.
En cuanto a Ellen Carver, conservaba parte de los recuerdos de Ripton, Josephson y Entragian (aunque incluso estos empezaban a desvanecerse como fotografías sobreexpuestas) pero ninguna de sus habilidades.
¡La muy puta! Os pa! Can fin!
Abriendo y cerrando nerviosamente los puños de Ellen, consciente de que las bragas y la camiseta que había puesto entre sus piernas a modo de compresa estaban empapadas, consciente de que Ellen tenía los muslos tenidos de sangre, Tak cerró los ojos de Ellen y buscó a Mary.
–Mi him, en tow! En tow! En tow!
Al principio no percibió nada salvo oscuridad y los lentos y continuos calambres en el estómago de Ellen. Y miedo. Miedo de que la os pa se hubiese marchado ya. De pronto vio lo que buscaba, no con los ojos de Ellen sino con los oídos que había dentro de los oídos de Ellen: un repentino y extraño eco que reproducía la forma de una mujer.
Era un murciélago, y había localizado a Mary en la pista de grava que ascendía al borde norte de la mina. Y no estaba ni mucho menos fresca: jadeaba y volvía la cabeza cada diez o doce pasos para comprobar si la seguían. El murciélago «vio» claramente los olores que despedía su cuerpo, y lo que Tak percibió resultaba alentador. Era básicamente el olor del miedo, esa clase de miedo que con el debido impulso se convierte en pánico.
No obstante, Mary se hallaba sólo a unos cuatrocientos metros de la cima, y después de eso el camino era cuesta abajo. Y si bien Mary estaba cansada y respiraba con esfuerzo, el murciélago no captó el acre aroma metálico del agotamiento profundo en el sudor que brotaba de sus poros. Al menos no todavía. Se daba además la circunstancia de que Mary no sangraba como un cerdo herido; en cambio, el casi inútil cuerpo de Ellen Carver sí. No era una hemorragia descontrolada –todavía no–, pero no tardaría en serlo. Quizá retirarse un rato a recobrar fuerzas, a descansar en el reconfortante resplandor del ini, había sido un error, pero ¿cómo iba a pensar que ocurriría una cosa así?
¿Y si enviaba a los can toi a detenerla? ¿Aquellos que no se encontraban en el interior del perímetro como parte del mi him?
Podía ser, pero ¿de que serviría? Podía rodear a Mary de serpientes y arañas, de pumas sibilantes y coyotes sonrientes, y la muy zorra con toda seguridad pasaría a través de ellos, separándolos como supuestamente Moisés había separado las aguas del mar Rojo. Debía de saber que «Ellen» no podía permitirse dañar su cuerpo, ni con los can toi ni con ninguna otra arma. Si no lo supiese, seguiría en la oficina, probablemente acurrucada en un rincón, casi catatónica de miedo, incapaz de emitir el menor sonido después de haberse quedado ronca de tanto gritar.
¿Cómo lo había descubierto? ¿Había sido el meapilas? ¿O había recibido un mensaje del Dios del meapilas, del can tak de David Carver? No importaba. Y tampoco importaba que el cuerpo de Ellen hubiese empezado a desintegrarse, o que Mary le llevase casi un kilómetro de ventaja.
–Voy a ir a por ti de todos modos, encanto –susurró, y se encaminó hacia la pista de grava por uno de los bancales.
Sí. Iba a ir a por ella de todos modos. Quizá tuviese que reventar aquel cuerpo para alcanzar a la os pa, pero la alcanzaría.
Ellen volvió la cabeza, escupió sangre y sonrió. Ya no tenía apenas nada que ver con la mujer que había considerado la posibilidad de solicitar una plaza de inspectora de enseñanza, con la mujer que comía de vez en cuando con sus amigas en un restaurante chino, con la mujer cuya más profunda y oscura fantasía sexual era hacer el amor con el supermacho de los anuncios de Coca–Cola baja en calorías.
–Por más que corras, os pa, no escaparás.
3
La oscura silueta volvió a lanzarse en picado sobre Mary, y ella intentó ahuyentarla a manotazos.
– ¡Lárgate, joder! –masculló.
El murciélago viró en el aire, chirriando, pero apenas se alejó. Voló en círculo sobre ella como un avión de reconocimiento, y Mary tuvo la desagradable impresión de que precisamente ése era su cometido.
Alzó la vista y vio el borde de la mina por encima de ella, ya más cerca –quizá sólo a unos doscientos metros– pero todavía burlonamente lejos. Tenía la sensación de que arrancaba un pedazo al aire cada vez que inhalaba, y le dolía al entrar en los pulmones. El corazón le latía con fuerza, y sentía una punzada de dolor en el costado izquierdo.
Creía que estaba en buena forma para una mujer de treinta y tantos años, pero obviamente las visitas al gimnasio tres veces por semana no la preparaban a una para aquello.
De pronto resbaló en la fina grava, y sus piernas temblorosas no le permitieron recuperar el equilibrio a tiempo. Evitó caer de bruces poniendo por delante una rodilla, pero se le desgarró la pata de los vaqueros, y sintió cómo se le clavaba la grava en la piel. De inmediato la sangre tibia empezó a correrle por la pierna.
El murciélago arremetió contra ella al instante, chirriando y batiendo las alas contra su pelo.
– ¡Lárgate, gilipollas! –gritó, y le asestó un puñetazo. Fue un golpe afortunado. Notó cómo se hundían sus nudillos en la superficie granulada de un ala y después vio al animal aleteando desesperadamente en el suelo a un par de metros por delante de ella, boqueando y mirándola–o eso parecía– con sus ojos pequeños e inútiles. Mary se levantó de un salto y lo pisó, lanzando un grito de satisfacción al oír el crujido de los huesos bajo su zapatilla.
Se disponía a reanudar el ascenso cuando vio algo más abajo: una sombra deslizándose entre las sombras.
– ¿Mary? –Era la voz de Ellen Carver y a la vez no lo era. Sonaba espesa, gangosa. De no haber pasado por el infierno de las últimas seis u ocho horas habría pensado que Ellen estaba resfriada–. ¡Espérame, Mare! ¡Quiero ir contigo! ¡Quiero ver a David! ¡Iremos a verlo juntas!
–Vete al infierno –dijo Mary. Se dio medía vuelta y continuó e censo, respirando con dificultad y frotándose el costado. Habría corrido si le hubiera sido posible.
– ¡Mary, Mary, todo lo contrario! –exclamó Ellen Carver, casi riendo–. No puedes escapar, cariño, ¿lo sabias?
El borde de la mina parecía tan lejos que Mary se obligó a bajar la vista y mirarse las zapatillas. Cuando volvió a oír la voz que la llamaba a sus espaldas, sonaba más cerca. Mary intentó caminar más deprisa. Cayó dos veces más antes de llegar a lo alto, la segunda tan violenta que se le cortó la respiración, y perdió unos segundos preciosos al levantarse. Deseó que Ellen volviese a llamarla, pero no lo hizo. Y Mary prefirió no mirar atrás por temor a lo que vería.
Sin embargo cuando estaba a cinco metros del borde, se atrevió a volver la cabeza. Ellen se hallaba a unos veinte metros más abajo. Jadeaba quedamente con la boca muy abierta. Su sangre empañaba cada exhalación; tenía la pechera del mono teñida de rojo. Vio que Mary miraba, sonrió, tendió las manos hacia ella con los dedos crispados intentó correr. No pudo.
Mary descubrió de pronto que ella, en cambio, si podía correr, espoleada por la expresión que vio en los ojos de Ellen Carver. No quedaba en ellos el menor rastro humano.
Llegó a lo alto con la respiración agitada y un silbido en la garganta. A partir de allí se iniciaba un tramo llano de unos treinta metros, después la pista de grava empezaba a descender. Vio una chispa amarilla en medio del desierto, un parpadeo: el intermitente que colgaba sobre el cruce en medio del pueblo.
Fijando la mirada en aquella luz, Mary corrió un poco más deprisa.
4
– ¿Que haces, David? –preguntó Ralph con voz tensa.
Tras un breve período de concentración durante el cual debió de rezar en silencio, David se dirigía a la puerta trasera del Ryder. Instintivamente, Ralph se interpuso entre su hijo y el tirador de la puerta Steve comprendió su reacción, pero dudaba que fuese a servir de algo. Si David había decidido salir, saldría.
–Voy a devolver esto –contestó el chico, levantando la cartera de Johnny.
–No –dijo Ralph, negando enérgicamente con la cabeza–. Ni hablar. Por amor de Dios, David, ni siquiera sabes dónde esta ese hombre. A estas alturas probablemente ya habrá salido del pueblo. Y no es una gran pérdida.
–Se dónde está –repuso David con calma–. Puedo encontrarlo. Esta cerca. –Titubeó, y añadió–: Es mi obligación encontrarlo.
– ¿David? –dijo Steve, y su propia voz le pareció vacilante, extrañamente juvenil–. Has dicho que la cadena se había roto.
–Entonces aún no había visto la foto de su cartera. Tengo que ir a buscarlo. Tengo que ir ahora mismo. Es nuestra única posibilidad.
–No lo comprendo –dijo Ralph, pero se apartó de la puerta–. ¿Que significa esa foto?
–No hay tiempo, papá, y aunque lo hubiese, no sé si sería capaz de explicártelo.
– ¿Te acompañamos? –preguntó Cynthia–. No, ¿verdad?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
–Regresaré si puedo. Con Johnny si es posible.
–Esto es una locura –protestó su padre, pero con voz sepulcral, exánime–. Si sales a pasearte por ahí fuera, te devorarán vivo.
–No me ha devorado el coyote al salir de la celda, y no van a devorarme ahora –replicó David–. El peligro no está en que yo salga, sino en que nos quedemos todos aquí dentro.
Miró a Steve y después hacia la puerta del camión. Steve asintió y levantó la puerta. La noche del desierto se filtró en el camión, apretándose contra el rostro de Steve como un frío beso.
David se acercó a su padre y lo abrazó. Cuando Ralph rodeó al chico con los brazos en respuesta, David notó de nuevo la poderosa fuerza que lo había agarrado antes en la cabina de proyección. Se sacudió convulsivamente entre los brazos de su padre, jadeando, y por fin dio un paso atrás. Tenía las manos extendidas y le temblaban.
– ¡David! –exclamó Ralph–. David, ¿que...?
Ya había pasado. Así de rápido. La fuerza se había desvanecido. Pero aún podía ver la Mina de los Chinos tal como la había visto por un momento entre los brazos de su padre; había sido como una vista aérea. Resplandecía bajo la luna, ya casi oculta, una enorme y horrenda concavidad de alabastro. Oía el susurro del viento y una voz
(mi him, en tow! mi him, en tow!)
que llamaba a alguien. Una voz que no era humana.
Se esforzó por despejarse y mirarlos: los miembros de la Asociación de Supervivientes de Collie Entragian, ya tan diezmados. Steve y Cynthia de pie, juntos; su padre inclinado sobre el, y detrás la noche iluminada por la luna.
– ¿Que pasa? –preguntó Ralph con voz trémula–. Por Dios, ¿que pasa ahora?
David vio que se le había caído la cartera y se agachó a recogerla.
No podía dejarla allí. Pensó en guardársela en el bolsillo trasero, pero recordó que así precisamente la había perdido Johnny y se la metió tras la pechera de la camisa, en contacto con la piel.
–Tenéis que ir a la mina, papá –dijo David–. Tú, Steve y Cynthia tenéis que ir a la Mina de los Chinos ahora mismo. Mary necesita ayuda. ¿Comprendes? ¡Mary necesita ayuda!
– ¿De qué hab...?
–Se ha escapado. Viene por la pista de grava hacia el pueblo, y Tak la persigue. Tenéis que ir ya. Ahora mismo.
Ralph alargó los brazos hacia él, pero esta vez de un modo débil e indeciso. David lo esquivó fácilmente y saltó del camión.
–¡David! –gritó Cynthia–. ¿Estas seguro de que nos conviene separarnos?
–No –respondió el chico, alejándose. Se sentía desesperado, confuso y perplejo–. Ya se que parece peligroso. A mi también me lo parece, pero no tenemos alternativa. Lo juro. No podemos hacer otra cosa.
–¡Vuelve aquí! –dijo Ralph a voz en cuello.
David volvió la cabeza, y vio la expresión angustiada de su padre.
–Id a la mina, papá. Los tres. Ahora. Tenéis que ir. ¡Ayudadla! ¡Por el amor de Dios, ayudad a Mary!
Y antes de que pudieran hablar, David Carver se echó a correr y desapareció en la oscuridad, con un brazo encogido contra el cuerpo, sujetando la cartera de piel de cocodrilo autentica por la que Johnny Marinville había pagado trescientos noventa y cinco dólares en Barney's de Nueva York.
5
Ralph intentó correr tras su hijo. Steve lo agarró por los hombros y Cynthia por la cintura.
– ¡Suéltenme! –gritó Ralph, forcejeando sin demasiada convicción–. ¡Déjenme ir por mi hijo!
–No –dijo Cynthia–. Debemos pensar que sabe lo que hace, Ralph.
–No resistiría perderlo a él también –susurró Ralph, pero se relajó, renunció a zafarse de ellos–. No lo resistiría.
–Quizá la mejor manera de asegurarnos de que eso no ocurre sea seguir sus instrucciones –sugirió Cynthia.
Ralph tomó aire y lo exhaló.
–Mi hijo ha ido a buscar a ese gilipollas –dijo como si hablase para sí. Como si buscase una explicación–. Ha ido a buscar a ese gilipollas, a ese fanfarrón, para devolverle la cartera, y si le preguntásemos el porque, nos diría que es la voluntad de Dios. ¿Es así?
–Si, probablemente –contestó Cynthia. Apoyó una mano en el hombro de Ralph. El abrió los ojos, y ella le sonrió–. ¿Y sabe que es lo más gracioso? Que seguramente es verdad.
Ralph miró a Steve y preguntó:
–Usted no lo abandonaría, ¿verdad? No cogería un todoterreno y dejaría a mi hijo aquí después de rescatar a Mary, ¿no?
Steve negó con la cabeza.
Ralph se llevó las manos a la cara, pareció serenarse, bajó las manos y los miró. De pronto su rostro semejaba tallado en piedra, con una expresión de resuelta e inquebrantable decisión. Una extraña idea acudió a la mente de Steve: por primera vez desde que conocía a los Carver veía al hijo en el padre.
–Muy bien –dijo Ralph–. Dejaremos que Dios proteja a mi hijo hasta que volvamos. –Saltó de la caja del camión y miró severamente a lo lejos–. Tendrá que ser Dios, porque ese cabrón de Marinville sin duda no lo hará.
IV
1
Mientras veía acercarse al lobo en actitud de ataque, Johnny recordó lo que había dicho el chico minutos antes. Según él, la criatura que controlaba aquel cotarro deseaba que se marchasen del pueblo, que de hecho se alegraría de perderlos de vista. Quizá aquello se debía sólo a un pequeño fallo técnico en la clarividencia del chico, o quizá Tak, ante la oportunidad de atrapar a uno de ellos por separado, había cambiado de idea. A caballo regalado...
En cualquier caso, pensó, la hemos jodido.
Te lo mereces, cariño, dijo Terry en su cabeza. Sí, así era Terry, una gran ayuda hasta el final.
Miró al lobo, blandió el martillo y, con una voz penetrante que apenas reconoció como propia, gritó:
– ¡Largo de aquí!
El lobo torció a la izquierda y trazó un cerrado círculo, gruñendo, encogiendo las patas traseras como resortes, con el rabo plegado.
Cuando completaba el giro, golpeo un armario con uno de sus poderosos hombros, y de lo alto cayó una taza de te y se hizo añicos contra el suelo. La radio emitió una ráfaga larga y ronca de interferencia estática.
Johnny dio un paso hacia la puerta, viéndose ya correr por el pasillo y salir al aparcamiento –a la mierda el todoterreno, ya encontraría un medio de transporte en otra parte–, pero de inmediato el lobo le cortó el paso, con la cabeza inclinada y los ojos (unos ojos inteligentes, espantosamente alertas) resplandecientes de cólera. Johnny retrocedió, alzando el martillo ante sí y moviéndolo ligeramente como un caballero andante al saludar al rey con su espada. Noto la palma de la mano sudorosa en torno al manguito de goma perforada que recubría la empuñadura del martillo. El lobo era enorme, del tamaño de un pastor alemán como mínimo. En comparación, el martillo resultaba ridículamente pequeño, como una de esas herramientas domesticas que uno guarda para reparar estanterías y colgar cuadros.
–Dios, ayúdame –dijo Johnny, pero no era una suplica con verdadero contenido; era sólo una expresión que uno utilizaba cuando una vez más veía pender sobre su cabeza la espada de Damocles, dispuesta simplemente a obedecer la ley de la gravedad. Dios no existía; el no era un niño de un pueblo de Ohio todavía a más de tres años de su primera cita con la navaja de afeitar. Las plegarias eran sólo una manifestación de lo que los psicólogos llamaban «pensamiento mágico», y Dios no existía.
Y si existiese, ¿que interés iba a tener en mí de todos modos? ¿Que interés iba a tener en mí cuando acabo de abandonar a los otros en el camión?
De pronto el lobo le ladró. Era un sonido absurdo, la clase de agudo ladrido que Johnny habría esperado de un perro de lanas o un cocker spaniel. Sus dientes, en cambio, no tenían nada de absurdo. A cada ladrido gruesas gotas de baba blanca volaban de su boca.
– ¡Largo! –repitió Johnny con aquella misma voz penetrante–. ¡Largo de aquí!
En lugar de marcharse, el lobo contrajo las patas traseras casi hasta sentarse, y por un momento Johnny pensó que iba a cagar, que estaba tan asustado como el e iba a cagarse en el suelo del laboratorio. Por fin, una décima de segundo antes de que ocurriese, comprendió que en realidad estaba preparándose para saltar. Para saltar sobre el.
– ¡No, Dios! ¡No, por favor! –exclamó, y se dio medía vuelta para huir, hacia atrás, hacia el todoterreno y los rígidos cadáveres colgados de los ganchos.
En su mente hizo eso; sin embargo su cuerpo se movió en sentido contrario, hacia adelante, como si lo dirigiesen unas manos invisibles.
No tuvo la impresión de estar poseído, pero si la clara e inconfundible sensación de no hallarse ya solo. Su terror se desvaneció. Su primer y poderoso impulso –darse medía vuelta y correr– desapareció también. Dio un paso al frente, volvió a alzar el martillo por encima del hombro y se lo lanzó al animal en el momento en que saltaba.
Esperaba que el martillo girase y estaba seguro de que pasaría sobre la cabeza del lobo –unos mil años atrás había jugado al béisbol en el instituto de Lincoln Park y aún conocía esa sensación de que el lanzamiento va demasiado alto, pero no fue así. No era Excalibur sino un simple martillo con un manguito de goma perforada en la empuñadura para mayor adherencia de la mano, pero no giró en el aire ni erró el tiro.
Por el contrario, golpeó al lobo de pleno entre los ojos.
Se oyó un sonido semejante al que produciría un ladrillo al caer sobre un tablón de roble. El verde resplandor abandonó al instante los ojos del lobo, que se convirtieron en dos opacas canicas incluso antes de que la sangre empezase a manar de su cráneo partido en dos. No obstante, el animal exánime completó la trayectoria de su salto y golpeó a Johnny en el pecho, empujándolo contra la mesa. Al chocar contra el borde, una punzada de dolor le traspasó los riñones. Por un momento percibió el olor del lobo, un olor seco, acanelado, como el de las especias que empleaban los egipcios para embalsamar a los muertos, y vio ante el la cara ensangrentada del animal, y una mueca de impotencia en los dientes que con toda seguridad le habrían desgarrado la garganta. Vio también su lengua, y una cicatriz en forma de medía luna que le surcaba el hocico. A continuación el animal cayó sobre sus patas, como un fardo flácido y pesado envuelto en una raída manta.
Jadeando, Johnny se apartó de él con paso tambaleante. Se agachó a recoger el martillo y, convencido de que el lobo se levantaría y se abalanzaría de nuevo sobre el, giró de inmediato sobre sus talones con tal torpeza que estuvo a punto de caer; se resistía a creer que hubiese podido matar al animal con un martillo como aquel, y además lo había lanzado alto, estaba seguro, sus músculos recordaban aún esa sensación premonitoria de que la pelota iría derecha al guante del catcher, la recordaban muy bien.
Pero el lobo permaneció inmóvil donde había caído.
¿Ha llegado, quizá, el momento de reconsiderar la existencia del Dios de David Carver?, preguntó Terry con una voz tranquila que Johnny oyó en estéreo, procedente a la vez de su cabeza y de debajo del rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO.
–No –respondió Johnny–. Ha sido un golpe de suerte, como cuando en la feria atinas una vez entre un millar y ganas el oso panda de peluche para tu novia.
¿No habías dicho que el lanzamiento iba alto?
–Si, bueno, me he equivocado, a la vista está. Me he equivocado una vez más, como tú solías decirme diez o doce veces al día, bruja. –Le sorprendió el timbre ronco, casi sollozante, de su propia voz–. ¿No era esa tu frase preferida durante el tiempo que duró nuestro encantador matrimonio? Estas equivocado, Johnny; estas equivocado, Johnny; estas absolutamente equivocado, Johnny.
Los has abandonado, dijo la voz de Terry, pero lo que interrumpió a Johnny no fue el desprecio que rezumaba aquella voz (que al fin y al cabo era su propia voz, su propia mente enzarzada en sus viejos trucos bicamerales) sino la desesperación. Los has abandonado cuando sus vidas corren peligro. Y peor aún, sigues negando la existencia de Dios aún después de invocarlo... y recibir Su ayuda. ¿Qué clase de hombre eres?
–Un hombre que conoce la diferencia entre Dios y un golpe de suerte –respondió a la pelirroja con un orificio de bala en la bata de laboratorio–. Y un hombre que sabe abandonar cuando todavía esta a tiempo.
Aguardó la respuesta de Terry. Pero Terry permaneció en silencio.
Reflexionó una vez más sobre lo que acababa de ocurrir, examinándolo segundo a segundo con su prodigiosa memoria, y no encontró nada más que su brazo, que por lo visto conservaba una destreza para el lanzamiento adquirida en su adolescencia, y un martillo vulgar y corriente. Ni luces azules. Ni efectos especiales a lo Cecil B. DeMille.
Ni la Filarmónica de Londres llenando artificiosamente el aire de sobrenatural estupor con un centenar de violines. El terror y el vacío y la desesperación que lo abrumaban eran emociones pasajeras; se diluirían. Y sin más perdida de tiempo iba a desenganchar el remolque del todoterreno, utilizando aquel mismo martillo para desprender la chaveta. A continuación pondría en marcha el todoterreno y se largaría de aquel horripilante...
–Que puntería –dijo una voz desde el umbral de la puerta.
Johnny se giró en el acto. Era el chico. David. Contempló al lobo y después miró a Johnny sin el menor asomo de sonrisa en el rostro.
–He tenido suerte –repuso Johnny.
– ¿Eso cree?
– ¿Sabe tu padre que te has marchado, David?
–Lo sabe.
–Si has venido para intentar convencerme de que me quede, pierdes el tiempo –advirtió Johnny. Se inclinó sobre el enganche que mantenía unidos el remolque y el todoterreno, levantó el martillo y descargó un golpe. Erró por completo, y el puño que sostenía el martillo fue a estrellarse contra un ángulo de metal. Lanzó un grito de dolor y se llevó a la boca los nudillos despellejados. Sin embargo había acertado entre los ojos con ese mismo martillo al lobo cuando saltaba sobre el, había...
Johnny alejó de su mente esos pensamientos. Se retiró la mano de la boca, agarró con firmeza el martillo y se inclinó de nuevo sobre el enganche. Esta vez asestó un golpe relativamente certero, no en la cabeza misma de la chaveta pero si bastante cerca para soltarla por completo. La chaveta cayó al suelo y rodó hasta la pared, quedando bajo los pies colgantes de la mujer que se parecía a Terry.
Tampoco voy a buscar a eso ninguna explicación misteriosa, pensó.
–Y si vienes a hablar de teología, también pierdes el tiempo –añadió Johnny–. En cambio, si te interesa acompañarme a Austin...
Se interrumpió. El chico sostenía algo en la mano, y se lo tendió. El lobo muerto yacía entre ellos en el suelo del laboratorio.
– ¿Qué es eso? –preguntó Johnny, aunque ya lo sabía. Aún no tenía tan mal la vista. De pronto se notó la boca seca. ¿Por que me persigues?, pensó; ignoraba a qué o quién formulaba su pregunta, pero desde luego no era al chico. ¿Por qué no me pierdes el rastro? ¿Por que no me dejas en paz?
–Su cartera –respondió David, mirándolo con expresión inalterable–. Estaba en el camión. Se le ha caído del bolsillo, y he venido a traérsela. Lleva dentro toda su documentación, por si olvida quién es.
–Muy gracioso.
–No es un chiste.
– ¿Que quieres, pues? –preguntó Johnny con aspereza–. ¿Una recompensa? Muy bien. Anótame tu dirección, y te mandare veinte dólares o un libro autografiado. ¿Quieres una pelota de béisbol firmada por Albert Belle? Puedo conseguírtela. Di lo que quieres, lo que se te antoje.
David observó el lobo por un momento.
–Un lanzamiento excelente para un hombre que no es capaz de darle a un enganche a diez centímetros.
–Cállate, listillo –dijo Johnny–. Acércame la cartera si vienes conmigo. Lánzamela si te quedas. O guárdatela si lo prefieres.
–Dentro hay una foto. Aparecen usted y otros dos hombres enfrente de un sitio llamado Puesto de Observación Vietcong. Un bar, creo.
–Si, es un bar –confirmó Johnny. Inquieto, contrajo la mano repetidamente en torno al mango del martillo, sin notar apenas el escozor en los nudillos–. De los tres, el más alto es David Halberstam, un escritor famoso. Un historiador. Y un autentico forofo del béisbol.
–A mi me interesa sobre todo el hombre algo más bajo que esta en medio de los otros dos –dijo David, y de pronto una parte de Johnny (una parte muy profunda) supo adónde quería ir a parar el chico, que iba a decir, y esa parte lanzó un gemido de protesta–. El hombre de la camiseta gris y la gorra de los Yankees. El hombre que me ha enseñado la Mina de los Chinos desde mi Puesto de Observación Vietcong. Ese hombre era usted.
–¡Que estupidez! –exclamó Johnny–. Otra más entre las muchas que has soltado desde que...
En voz baja, entonando perfectamente y todavía con la cartera en la mano, David Carver cantó:
–Dije, doctor... señor doctor...
Fue como encajar un golpe en medio del pecho. A Johnny se le cayó el martillo de la mano.
–Basta –susurró.
–... puede decirme... qué me pasa... Y el dijo sí, sí, sí...
– ¡Basta! –gritó Johnny, y de la radio surgió otra ráfaga de interferencia estática.
Notó que algo empezaba a moverse en su interior. Algo horrible.
Algo que se deslizaba. Como el comienzo imperceptible de una avalancha bajo una superficie de apariencia sólida. ¿Por que había ido el chico hasta el? Porque lo habían enviado, naturalmente. No era culpa de David. La verdadera pregunta era: ¿Por qué el terrible amo del chico no los dejaba en paz a los dos?
–Los Rascals –dijo David–. Sólo que por entonces eran todavía los Young Rascals. El solista era Felix Cavaliere. Un grupo genial. Esa es la canción que sonaba cuando usted murió, ¿no, Johnny?
Un alud de imágenes comenzó a despeñarse en la mente de Johnny mientras Felix Cavaliere cantaba I was feelin' so bad: soldados surcoreanos, muchos de ellos poco más altos que niños occidentales de doce años, separando las nalgas de los muertos en busca de tesoros escondidos, una obscena recolección de basura reciclable en una guerra obscena, can tah en can tak; el regreso a casa, al lado de Terry, con dos nuevas adquisiciones, unas purgaciones y la adicción a la droga, controlando apenas el mono, abofeteando a Terry en la zona de embarque de un aeropuerto por hacer un comentario irónico sobre la guerra («su guerra», había dicho, como si aquel infierno lo hubiese inventado él), abofeteándola con tal fuerza que empezó a sangrar por la boca y la nariz, y aunque su matrimonio renqueó durante un año más aproximadamente, en realidad había terminado allí, en la zona de embarque B de la terminal de United de LaGuardia, con el sonido seco de aquella bofetada; Entragian asestándole un puntapié mientras se revolvía en el asfalto de la interestatal 50, y no había sido un puntapié a una celebridad literaria o a un ganador del Premio Nacional de Literatura o al único escritor blanco de Estados Unidos que debía tenerse en cuenta, sino a un viejo tripudo con una cazadora cara, un fulano tan mortal como cualquier otro; Entragian afirmando que el título provisional del futuro libro de Johnny le ponía furioso, que lo sacaba de quicio.
–No volveré –dijo Johnny con voz ronca–. Ni por ti, ni por Steve Ames, ni por tu padre, ni por Mary, ni por nada del mundo. No volveré. –Recogió el martillo del suelo y golpeó el remolque, como remarcando su negativa–. ¿Me has oído, David? Estas perdiendo el tiempo. No volveré. ¡No, no y no!
–Al principio no entendía cómo podía ser usted –prosiguió David como si no lo hubiese oído–. Era la Tierra de los Muertos, incluso usted lo ha dicho, Johnny. Pero usted estaba vivo. O al menos, eso pensaba. Incluso después de verle la cicatriz. –Señaló la muñeca de Johnny–. Usted murió... ¿cuando? ¿En 1966? ¿En 1968? Supongo que la fecha no importa. Cuando una persona deja de cambiar, deja de sentir, muere. Con sus posteriores intentos de suicidio simplemente pretendía poner las cosas en su sitio, ¿no? –El chico sonrió con una compasión llena de una inocencia, una ternura y una imparcialidad indescriptibles. Luego añadió–: Johnny, Dios puede resucitar a los muertos.
– ¡Vaya, no me digas! Pero el caso es que yo no quiero ser resucitado –masculló Johnny, pero su voz parecía llegar a él desde algún lugar lejano, y curiosamente duplicada, como si estuviese escindiéndose de una manera extraña pero profunda. Como si estuviese fragmentándose igual que el esquisto.
–Es demasiado tarde –dijo David–. Ya ha ocurrido.
–Vete a la mierda, pequeño héroe; yo me largo a Austin. ¿Me oyes? ¡A Austin!
–Tak llegara allí antes que usted –advirtió David.
Le tendía aún la cartera, su cartera, la que contenía la foto de Johnny, David Halberstam y Duffy Pinette ante un sórdido barucho, el Puesto de Observación Vietcong. Era una tasca de mala muerte, pero tenía la mejor gramola de todo Vietnam, una Wurlitzer. En su mente Johnny percibía el sabor de la cerveza Kirin y oía a los Rascals, el brío de la percusión, el órgano penetrante como una daga, y que calor hacia, que verde era todo y que calor hacia, el sol como un trueno, la tierra impregnada de olor a sexo cada vez que llovía, y esa canción que parecía sonar en todas partes, en cada club, en cada radio, en cada gramola; en cierto modo, esa canción era Vietnam: «Muy mal me encontraba... le pregunte al doctor que me pasaba...»
«Esa es la canción que sonaba cuando usted murió, ¿no, Johnny?»
–Austin –susurró Johnny con voz débil y entrecortada, una voz que parecía aún partida en dos sonidos gemelos, que transmitía aún una sensación de dualidad.
–Si se marcha ahora, Tak estará siempre esperándole en muchos sitios –anunció David, el implacable candidato a carcelero de Johnny, todavía con su cartera en la mano, en la que se hallaba sepultada esa odiosa fotografía–. No solo en Austin. En habitaciones de hotel, en salas de conferencias. En sofisticados almuerzos literarios. Cuando esté con una mujer, será usted quién la desnude y Tak quién copule con ella. Y lo peor es que puede seguir viviendo así mucho tiempo. Se convertirá en can de lach, el corazón del ser sin forma. En mi him can ini, el pozo vacío del ojo.
¡No!, intentó gritar Johnny, pero ya no le salió la voz, y cuando golpeó de nuevo el remolque, el martillo se le escapó de entre los dedos. La fuerza había abandonado su mano. Sus muslos parecieron licuarse y sus rodillas empezaron a ceder bajo su peso. Se arrodilló lentamente con un sollozo ahogado. La sensación de duplicación, de escisión, era aún más intensa que antes, y comprendió angustiado y a la vez resignado que esa sensación tenía un fundamento real. Estaba dividiéndose en dos literalmente. Por un lado estaba John Edward Marinville, que no creía en Dios y no quería que Dios creyese en él; esa parte deseaba marcharse, y sabía que Austin sería sólo el primer alto en el camino. Por otro lado estaba Johnny, que quería quedarse; más aún, que quería luchar, que se hallaba tan inmerso en aquel descabellado mundo sobrenatural que quería morir en el seno del Dios de David, abrasarse en él como una mariposa nocturna en la tulipa de una lámpara de petróleo.
¡Suicidio!, clamó su corazón. ¡Suicidio! ¡Suicidio!
Los soldados surcoreanos, los optimistas ciegos de la guerra, buscando diamantes en los culos de los muertos. Un borracho con una botella de cerveza en la mano y el pelo mojado en los ojos saliendo sonriente de la piscina de un hotel entre los destellos de las cámaras.
Terry sangrando por la nariz y mirándolo con expresión dolida e incrédula mientras una voz anunciaba desde el cielo que los pasajeros del vuelo 507 de United con destino a Jacksonville debían embarcar por la puerta B–7. El policía asestándole un puntapié mientras se revolvía sobre la línea divisoria de una carretera en medio del desierto.
«Me pone furioso –había dicho el policía–. Me revuelve el estómago.»
Johnny notó que abandonaba su propio cuerpo, notó que lo agarraban unas manos que no eran las suyas y lo extraían de su carne como calderilla de un bolsillo. Se irguió como un espectro junto al hombre arrodillado y vio que el hombre arrodillado tendía las manos.
–La cogeré –dijo el hombre arrodillado. Lloraba–. Cogeré mi cartera, que carajo. Devuélvemela.
Vio cómo el chico se acercaba al hombre arrodillado y se arrodillaba a su vez junto a él. Vio cómo el hombre arrodillado cogía la cartera y se la guardaba en un bolsillo delantero del pantalón bajo las chaparreras para poder juntar las manos, dedo con dedo, como había hecho David.
– ¿Que tengo que decir?–preguntó el hombre arrodillado, sollozando–. Por favor, David, ¿cómo tengo que empezar? ¿Que digo?
–Lo que le salga del corazón –respondió el chico arrodillado, y en ese punto el espectro se rindió y volvió a fundirse con el hombre. La claridad envolvió el mundo, prendiendo en él, en el mundo y en Johnny, como napalm, y oyó a Felix Cavaliere cantar: «Dije, nena, ya no hay duda, yo tengo la fiebre, tu tienes la cura».
–Dios, ayúdame –dijo Johnny, alzando las manos a la altura de los ojos, donde podía verlas bien–. Dios, por favor, ayúdame. Ayúdame a cumplir la misión por la que he sido enviado a este pueblo, ayúdame a recuperar la integridad, ayúdame a vivir. Dios, ayúdame a vivir de nuevo.
2
¡Te atrapare, puta!, pensó, triunfante.
Al principio las probabilidades parecían escasas. Había llegado a unos veinte metros de la os pa cerca del borde de la mina, pero la puta sacó fuerzas de flaqueza y consiguió recorrer el último tramo de la pendiente. Luego, en cuanto empezó a descender, aumentó su ventaja rápidamente, de veinte metros a sesenta, y de sesenta a ciento cincuenta. Como podía respirar profundamente, podía compensar la deuda de oxigeno de su cuerpo. En cambio, el cuerpo de Ellen Carver, perdía por momentos su capacidad para lo uno y para lo otro. La hemorragia vaginal se había convertido en un torrente de sangre, lo cual mataría el cuerpo de Ellen en unos veinte minutos; pero si Tak alcanzaba a Mary, poco importaría que los restos de Ellen Carver sangrasen más o menos, pues tendría un sitio adonde ir. Sin embargo cuando llegaba al borde de la mina, algo se rompió en el pulmón izquierdo de Ellen. A partir de ese momento al exhalar no sólo escupía una fina llovizna de sangre sino que vomitaba chorros de sangre y tejidos por la boca y la nariz. Y no conseguía oxigeno suficiente para proseguir la persecución. Con un solo pulmón era imposible.
Pero entonces ocurrió un milagro. Mientras la puta descendía a mayor velocidad de lo que permitía la pendiente, volvió la vista atrás y se le enredaron las piernas. Dio una espectacular voltereta, cayó sobre la superficie de grava en una especie de salto del cisne, y resbaló varios metros cuesta abajo, dejando un rastro oscuro tras de si. Quedo tendida de bruces con los brazos extendidos, temblando de los pies a la cabeza. A la luz de las estrellas sus manos abiertas parecieron pálidas criaturas pescadas en una alberca. Tak vio cómo intentaba flexionar una rodilla para levantarse. Pero le fallaron las fuerzas y se quedó tumbada.
¡Ahora! ¡Ahora! Tak ah wan!
Tak obligó al cuerpo de Ellen a avanzar con algo parecido a un trote, apostándolo todo a las últimas energías de aquel cuerpo, confiando en su propia agilidad para evitar una caída. Su respiración se había reducido a una especie de húmedos resoplidos en la garganta, como un pistón deslizándose en grasa espesa. La percepción sensorial de Ellen se había oscurecido en la periferia, aproximándose ya al colapso definitivo. Pero resistiría un poco más. Sólo un poco. Y eso era justo lo que necesitaba.
Ciento cuarenta metros.
Ciento veinte.
Tak corrió hacia la mujer tendida en la pista de grava, emitiendo voraces y ahogados gritos de triunfo a medida que la distancia se acortaba.
3
Mary oyó acercarse algo, algo que profería palabras sin sentido con una voz velada y gangosa. Oía el ruido sordo de unas pisadas en la grava. Cada vez más cerca. Pero nada de eso parecía tener importancia. Como los ruidos oídos en un sueño. Y sin duda aquello tenía que ser un sueño... ¿o no?
Levántate, Mary! ¡Tienes que levantarte!
Miró atrás y vio aproximarse una criatura horrible y amenazadoramente real. El pelo flotaba en el aire tras ella. Le había reventado un ojo. A cada exhalación brotaban chorros de sangre por su boca. Y en su rostro se advertía la expresión de un animal voraz que ha abandonado el escondrijo donde permanecía al acecho y lo arriesga todo en un último ataque.
¡Levántate, Mary! ¡Levántate!, insistió la voz.
No puedo. Me he desollado medio cuerpo y además ya es demasiado tarde, gimió, pero incluso mientras se lamentaba intentó de nuevo flexionar la rodilla y apoyarse en ella. Esta vez lo consiguió, y eso le permitió enderezarse e intentar vencer la fuerza de gravedad que la mantenía pegada al suelo como una limadura de hierro a un imán.
La criatura con apariencia de Ellen había cobrado mayor velocidad. Mientras avanzaba parecía desintegrarse por momentos. Y gritaba: un prolongado aullido de rabia y hambre rebozado en sangre.
Mary se puso en pie y gritó también al ver que la criatura alargaba los brazos y trataba de agarrarla con los dedos. Corrió cuesta abajo con los ojos desorbitados y la boca abierta en un mudo alarido.
Una mano nauseabundamente caliente le golpeó entre los omóplatos e intentó hacer presa en la camisa. Mary echó el tronco hacia delante y casi cayó al inclinarse más allá de su eje de equilibrio, pero se zafó de la mano.
– ¡Puta!
Era un gruñido gutural, inhumano, justo detrás de ella, y esta vez la mano le agarró el pelo, pero lo tenía resbaladizo a causa del sudor, y tampoco pudo sujetarla. Por un momento Mary notó los dedos de la criatura en la nuca. Siguió corriendo cuesta abajo con zancadas cada vez más largas, y el miedo se mezcló con una especie de delirante euforia.
Al cabo de un instante oyó un golpe sordo a sus espaldas. Se arriesgó a mirar atrás y vio que la criatura se había desplomado. Yacía enroscada como un caracol aplastado. Abría y cerraba las manos como si aún intentase atrapar a la mujer que por muy poco había conseguido escapar de ella.
Mary miró al frente y se concentró en el semáforo del cruce. Se hallaba más cerca... y se veían también otras luces. Unos faros, aproximándose en aquella dirección. Corrió hacia ellos.
No advirtió que una enorme silueta pasaba en silencio sobre ella.
4
Todo había acabado.
Había estado muy cerca –de hecho había llegado a tocarle el pelo– pero en el último segundo Mary había logrado zafarse. Y cuando Mary empezaba a cobrar de nuevo ventaja, los pies de Ellen se enredaron y Tak se desplomó, oyendo cómo reventaban los órganos dentro del cuerpo de Ellen. Quedó tendida de costado, abriendo y cerrando las manos como si buscara dónde agarrarse.
Se tumbó de espaldas y miró el cielo estrellado, gimiendo de dolor y odio. Había estado tan cerca.
De pronto vio la oscura silueta que surcaba el aire, una especie de crucifijo en movimiento que ocultaba las estrellas a su paso, y lo recorrió una repentina oleada de esperanza.
Había pensado en el lobo y había descartado la idea porque se hallaba demasiado lejos, pero se había equivocado al creer que el lobo era el único recipiente can toi que podía albergar a Tak durante un rato.
Allí estaba aquel otro animal.
–Mi him –susurró con su voz estertórea, velada por la sangre–. Can de lach, mi him, min en to, Tak!
Ven a mí. Ven a Tak, ven a la criatura ancestral, ven al corazón del ser sin forma.
Ven a mí, recipiente.
Alzó los brazos moribundos de Ellen, y el águila voló hasta ellos, mirando fijamente el rostro agónico de Tak con ojos extasiados.
5
–Ni mires los cadáveres –recomendó Johnny. Apartaba el remolque del todoterreno. David lo ayudaba.
–No los miro, créame –respondió David–. Ya he visto suficientes cadáveres para toda mi vida.
–Creo que así ya está bien –dijo Johnny cuando le pareció que el remolque no obstaculizaba ya la salida del garaje. A continuación se dirigió hacia el lado del conductor del todoterreno y tropezó con algo.
David lo agarró del brazo, pese a que no había sido más que un ligero traspié, y dijo:
–Cuidado, abuelo.
–Eres un deslenguado, chico.
Johnny miró al suelo y vio que había tropezado con el martillo. Lo recogió y se volvió para dejarlo en el banco de trabajo, pero cambió de idea y se lo colocó bajo el cinturón de las chaparreras. Estas presentaban ya manchas de sangre y tierra suficientes para parecer autenticas, y por alguna razón pensó que aquel era el sitio adecuado para el martillo.
A la derecha de la puerta metálica había una caja de control remoto.
Johnny pulsó el botón azul de apertura, preparándose mentalmente para nuevos problemas, pero la puerta se elevó suavemente por sus rieles. El aire que entró, impregnado de un tenue olor a castilleja y salvia, era fresco y fragante. David se llenó los pulmones, se volvió hacia Johnny, y sonrió.
– ¡Que agradable!
–Si. Vamos, monta en esta preciosidad. Te llevo a dar una vuelta.
David se subió al vehículo, que parecía un descomunal carro de golf. Johnny hizo girar la llave y el motor arrancó a la primera. Mientras cruzaban la puerta, pensó que nada de aquello estaba ocurriendo, que todo formaba parte de una nueva idea que había tenido para un nuevo libro. Una novela de fantasía, quizá incluso de terror puro y simple. En todo caso un libro en el que John Edward Marinville se apartaría de su anterior trayectoria. No abordaría las cuestiones propias de la literatura sería, pero ¿que más daba? Iba a seguir escribiendo, y si deseaba tomarse un poco menos en serio, sin duda estaba en su derecho. No había necesidad de cargarse al hombro cada libro como si fuese una mochila llena de piedras y después echarse a correr cuesta arriba con él. Eso podía estar bien para los jóvenes, los reclutas del campo de instrucción, pero para él esa etapa ya había quedado atrás. Lo cual era un alivio.
No, nada de aquello era real. En la realidad se disponía a dar un paseo en el viejo descapotable, a dar un paseo con su hijo, el hijo que había tenido ya en su madurez. Irían a Milly's on the Square. Aparcarían junto al puesto de helados, comprarían unos cucuruchos, y quizá le contaría al chico unas cuantas anécdotas de su juventud, no tantas como para aburrirlo –los chicos tenían poca paciencia para las historias que empezaban con un «Cuando yo era joven», lo sabía, como probablemente lo sabían todos los padres que no tenían la cabeza en las nubes–, sólo una o dos sobre sus inicios en el béisbol, cuando se presentó a unas pruebas por pura diversión, y resultó que el entrenador...
– ¿Johnny? ¿Se encuentra bien?
Johnny se dio cuenta de que había retrocedido hasta bajar de la acera y se había quedado inmóvil con el pie en el embrague y el motor en marcha.
– ¿Eh? Ah, sí. Estoy bien.
– ¿En que pensaba? –preguntó David.
–En niños. Tú eres el primero que tengo cerca desde... ¡Santo Dios! Desde que mi hijo menor se fue a estudiar a Duke. Eres un buen chico, David. Un poco obsesionado con Dios, pero por lo demás eres legal.
David sonrió.
–Gracias.
Johnny retrocedió un poco más, giró y puso la primera. Cuando los altos faros del todoterreno iluminaron la calle principal, advirtió dos cosas: la veleta en forma de duende que antes coronaba el Bud's Sud había caído a la calle, y el camión de Steve había desaparecido.
–Si han hecho lo que tú querías, deben de estar camino de la mina – comentó Johnny.
–Cuando encuentren a Mary, nos esperaran.
– ¿Crees que la encontraran?
–Estoy casi seguro de que sí. Y creo que se encuentra bien. Aunque le ha ido de poco. –Miró a Johnny, y esta vez se dibujó en sus labios una sonrisa más amplia. Johnny pensó que era una sonrisa encantadora–. Y usted también va a salir de esta, creo. Quizá incluso escriba sobre la experiencia.
–Por lo general escribo sobre cosas que me han pasado. Las disfrazo un poco y me dan buen resultado. Pero esto... no sé.
Pasaron ante el Oeste Americano. Johnny pensó en Audrey Wyler, sepultada bajo las ruinas de la galería. Lo que quedaba de ella.
–David, ¿que había de cierto en la historia de Audrey? ¿Lo sabes?
–Casi todo. –Contempló también el cine, torciendo el cuello cuando lo dejaron atrás para verlo un instante más. Después volvió a mirar a Johnny con expresión abstraída y, pensó Johnny, melancólica–. Audrey no era mala persona, ¿sabe? Lo que le ha pasado es como verse atrapado por un alud o una inundación, algo así.
–Una fuerza mayor. Un designio de Dios.
–Exacto.
–Nuestro Dios. El tuyo y el mío.
–Exacto –convino David.
–Y Dios es cruel.
–Sí.
–Tienes algunas ideas monstruosas para ser un niño, ¿lo sabias?
Pasaron por delante del ayuntamiento, el lugar donde su hermana había sido asesinada y su madre arrastrada a algún oscuro final. David observó el edificio con una mirada que Johnny no supo interpretar y después se frotó la cara con las dos manos. Con ese gesto volvía a aparentar su verdadera edad, y Johnny se sorprendió al verlo de repente tan joven.
–Más de las que yo querría –contestó David–. ¿Sabe que dijo Dios a Job cuando se cansó de escuchar sus quejas?
–Que se jodiese, poco más o menos, ¿no?
–Sí. ¿Quiere oír algo realmente horrible?
–Me muero de impaciencia –respondió Johnny.
El todoterreno se traqueteo sobre los montículos de arena. Johnny veía ya el límite del pueblo. Habría deseado acelerar, pero dado el corto alcance de los faros no parecía prudente poner una marcha superior a la segunda. Quizá era cierto que estaban en manos de Dios pero, según se decía, Dios ayudaba a quienes se ayudaban a si mismos.
Acaso por eso había conservado el martillo.
–Tengo un amigo. Brian Ross, se llama. Es mi mejor amigo. Una vez construimos un Partenón con chapas.
– ¿En serio?
–Sí. Nos ayudó un poco el padre de Brian, pero prácticamente lo construimos nosotros solos. Los sábados por la noche nos quedábamos a ver viejas películas de terror. En blanco y negro. Boris Karloff era nuestro monstruo favorito. Frankenstein no estaba mal, pero nos gustaba más La momia. Siempre nos estábamos diciendo: «Mierda, nos persigue la momia; andemos un poco más deprisa.» Eran tonterías, pero nos lo pasábamos bien. ¿Entiende?
Johnny sonrió y asintió con la cabeza.
–El caso es que Brian tuvo un accidente. Un conductor bebido lo atropelló un día cuando iba al colegio en bicicleta. O sea, eran las ocho menos cuarto de la mañana, ¿Y puede creer que aquel tipo iba borracho como una cuba?
–Si –afirmó Johnny–, no me lo jures.
David lo miró con atención, asintió y reanudó su historia.
–Brian se dio un golpe en la cabeza. Un golpe muy fuerte. Tenía una fractura de cráneo y lesiones en el cerebro. Quedó en coma, y no había esperanzas de que sobreviviese. Pero...
–Deja que adivine –dijo Johnny–. Rogaste a Dios que tu amigo se curase, y al cabo de dos días, premio, el chico volvió a andar por su propio pie y a hablar como si tal cosa, alabado sea Jesús, señor y salvador nuestro.
– ¿No me cree?
Johnny se echó a reír.
–Si, claro que te creo. Después de todo lo que he visto hoy, una minucia como ésa me parece lo más normal del mundo.
–Fui a rezar a un sitio que era especial para Brian y para mí. Una plataforma que habíamos construido en un árbol. La llamábamos Puesto de Observación Vietcong.
Johnny lo miró con expresión sería.
– ¿Eso no será una broma?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
–Ya no recuerdo quién de los dos le puso ese nombre, pero así es como la llamábamos. Creo que lo sacamos de una película, pero tampoco recuerdo cuál. Incluso clavamos un cartel. Aquel era nuestro sitio y allí fui, y lo que dije fue... –Cerró los ojos para pensar–. Lo que dije fue: «Cúralo. Dios, cúralo. Si lo curas, haré lo que me pidas. Escuchare tus deseos y los realizaré. Lo prometo.» –David volvió a abrir los ojos–. Se curó casi al instante.
–Y ahora tienes que cumplir tu promesa. Esa es la parte desagradable, ¿no?
– ¡No! No me importa cumplir mi promesa. El año pasado aposté cinco dólares con mi padre a que los Pacers ganarían el campeonato de la NBA; no ganaron, y cuando me tocaba pagar, quiso perdonármelos porque, según dijo, era un niño y había apostado con el corazón y no con la cabeza. Quizá tenía razón...
–Probablemente tenía razón.
–... pero se los pagué de todos modos. Porque esta mal no pagar lo que uno debe, y esta mal no cumplir lo que uno ha prometido. –David se inclinó hacia Johnny y bajó la voz como si temiese que Dios pudiera oírlo–. La parte desagradable es que Dios sabía que yo vendría aquí, y sabía ya lo que quería de mí. Y sabía que tenía que aprender antes para cumplir su voluntad. Mis padres no son creyentes, sólo celebran la Navidad y la Semana Santa, y hasta el accidente de Brian tampoco yo lo era. Lo único que conocía de la Biblia era el Evangelio de San Juan, capitulo tres, versículo dieciséis, porque siempre aparece citado en las pancartas que llevan los fanas al estadio de béisbol. Porque tanto amó Dios al mundo.
Pasaron ante la bodega, cuyo cartel se había caído por completo.
Los depósitos de gas habían sido arrancados de la pared del edificio y se hallaban en medio del desierto a sesenta o setenta metros. La Mina de los Chinos se alzaba ante ellos. A la luz de las estrellas parecía un sepulcro blanqueado.
– ¿Quienes son los «fanas»? –preguntó Johnny.
–Los fanáticos. Así los llamaba mi amigo el padre Martin. Creo que está... creo que le ha pasado algo. –David guardó silencio por un momento, manteniendo la vista fija en la carretera, cuyos bordes se habían desdibujado bajo la arena, apilada allí en montículos más pronunciados. El todoterreno los superaba sin problemas–. Como decía, antes del accidente de Brian yo no sabía nada de Jacob y Esaú, o de la túnica multicolor de José, o de la esposa de Putifar. Por aquel entonces mi principal interés –hablaba, pensó Johnny, como un veterano de guerra nonagenario recordando antiguas batallas y campañas olvidadas– era si Albert Belle ganaba o no el campeonato de béisbol. –Se volvió hacia Johnny con semblante severo–. Lo horrible no es que Dios me pusiese en una posición en la que quedaba en deuda con el, sino que para conseguirlo hiciese daño a Brian.
–Dios es cruel.
David asintió, y Johnny advirtió que estaba a punto de llorar.
–Lo es, y mucho. Es mejor que Tak, quizá, pero de todos modos muy cruel.
–Pero la crueldad de Dios tiene como objetivo purificarnos –comentó Johnny–, o al menos eso dicen, ¿no?
–En fin... puede ser.
–En todo caso, tu amigo esta vivo.
–Si... –contesto David.
–Y quizá toda esa maniobra no fuese solo para atraerte a ti. Quizá algún día tu amigo descubre un tratamiento contra el sida o el cáncer O quizá se convierta en un as del béisbol.
–Puede ser.
–David, esa criatura que anda suelta por ahí, Tak, ¿qué es? ¿Tienes idea? ¿Un espíritu indio, tal vez? ¿Una especie de manitú?
–No lo creo. Me parece que, más que un espíritu o incluso un demonio, es algo así como una enfermedad. Quizá los indios no supiesen siquiera que estaba aquí, y llevaba mucho más tiempo que ellos, Tak es el ser ancestral, el corazón sin forma. Y donde se halla realmente es al otro lado del pequeño ojo abierto en el fondo del pozo, No sé con seguridad si eso es un lugar en la tierra, o ni siquiera en el espacio normal. Tak es un intruso, tan distinto de nosotros que ni tan sólo podemos concebirlo.
El chico temblaba un poco, y había palidecido más aún. Quizá se debía solo a la luz de las estrellas, pero a Johnny no le gusto.
–No es necesario que sigamos hablando del tema si tú no quieres.
David asintió con la cabeza y señalo al frente.
–Mire, el camión Ryder. Esta parado. Deben de haber encontrado a Mary. ¿No es estupendo?
–Desde luego –convino Johnny.
Los faros del Ryder se hallaban a algo menos de un kilómetro, orientados hacia la base del terraplén. Siguieron avanzando en silencio, absortos ambos en sus respectivos pensamientos. Johnny reflexionaba esencialmente sobre su identidad; ya no sabía con certeza quién era. Se volvió hacia David con la intención de preguntarle si tenía idea de donde podía haber unas cuantas latas de sardinas más –con el hambre que tenía no le habría hecho ascos ni a un plato de habichuelas frías– cuando en su mente se produjo de pronto una insonora y resplandeciente explosión. Se echo hacia atrás en el asiento con una violenta sacudida. Un grito ahogado broto de su garganta. Su boca se abrió de una manera tan extrema que por un momento su rostro semejó la máscara de un payaso. El todoterreno viro hacia la izquierda de la carretera.
David se inclino hacia el, agarró el volante y corrigió el curso justo antes de que el vehículo cayese a la cuneta. En ese momento Johnny volvió a abrir los ojos. Frenó instintivamente, y el chico se vio lanzado contra el salpicadero. Quedaron detenidos en medio de la carretera a menos de sesenta metros de las luces de posición del Ryder. Vieron varias personas detrás del camión, siluetas teñidas de rojo.
– ¡Mierda! –exclamó David–. Por un segundo...
Johnny lo miró, aturdido y perplejo, como si lo viese por primera vez en su vida. Gradualmente se le aclaro la vista, y se echo a reír.
–Tú lo has dicho: ¡Mierda! –dijo con voz débil, casi sin aliento, la voz de alguien que se recupera de una fuerte impresión–. Gracias, David.
– ¿Ha sido una bomba divina?
– ¿Cómo?
–Y grande –añadió David–. Como la de Saulo en Damasco, cuando las cataratas o lo que fuese se le desprendió de los ojos y volvió a ver la luz. El padre Martin llamaba a eso «bombas divinas». Acaba de caerle una, ¿verdad?
De pronto Johnny sintió un vehemente impulso de rehuir la mirada de David, por temor a lo que podía ver en ella. Se volvió al frente y miró hacia las luces de posición del Ryder.
Pese a la considerable anchura de la pista de grava, Steve no había dado la vuelta al camión, que seguía orientado hacia el sur, hacia el terraplén. Era lógico, pensó Johnny. Steve Ames era un astuto tejano, y probablemente sospechaba que aquello no había terminado aún. Tenía razón. David también tenía razón –debían bajar a la Mina de los Chinos–, pero quizá algunas de sus ideas no fuesen tan acertadas.
Fija los ojos, Johnny, dijo Terry. Fija los ojos para poder mirarlo a la cara sin un solo parpadeo. Sabes hacerlo, ¿verdad?
Sí, sin duda. Recordó un comentario de un viejo profesor de literatura que tuvo en su adolescencia, cuando los dinosaurios todavía deambulaban por la tierra. La mentira es ficción, había proclamado con una cínica sonrisa aquel viejo e irascible reptil, la ficción es arte, y por consiguiente todo arte es mentira.
Y ahora, señoras y señores, hagan hueco mientras me preparo para practicar mi arte en este joven e incauto profeta.
Se volvió hacia David y lo miró fijamente a los ojos con una triste sonrisa.
–No ha sido ninguna bomba, David. Lamento decepcionarte.
– ¿Que ha pasado, pues?
–He tenido un ataque de epilepsia. De pronto se me ha venido todo encima y he tenido un ataque. De joven tenía uno cada tres o cuatro meses. Petit mal, lo llaman. Me medique durante un tiempo y desaparecieron. Pero empecé a padecerlos de nuevo hacia los cuarenta años, o quizá los treinta y cinco, cuando me di a la bebida, y de hecho a cosas peores. Y además entonces ya no eran tan petit. Estos ataques son la principal razón por la que he dejado el alcohol. El que acabas de presenciar ha sido el primero en casi –se interrumpió y fingió contar– once meses. Esta vez no se ha debido al alcohol y la cocaína, sino simplemente a la tensión de las últimas horas. .
Volvió a poner el todoterreno en marcha. Se esforzó por mantener la vista al frente; si miraba al chico, sería para comprobar hasta que punto se había tragado la historia, y el podía notarlo. Parecía absurdo, paranoide, pero Johnny sabía que no lo era. David era desconcertante y misterioso, como un profeta del Antiguo Testamento recién salido de un desierto del Antiguo Testamento con la piel quemada por el sol, y el cerebro al rojo vivo a causa de la información transmitida por Dios.
Era mejor evitar su mirada, al menos por el momento.
Con el rabillo del ojo derecho vio que David lo observaba sin saber que pensar.
– ¿Es eso verdad, Johnny? –preguntó por fin el chico–. ¿No son invenciones suyas?
–Es verdad, te lo aseguro –contesto Johnny sin apartar la vista de la carretera–. No me he inventado nada.
David no hizo más preguntas, pero siguió observándolo. Johnny descubrió que percibía el contacto de esa mirada, como unos dedos hábiles y suaves palpando la parte superior de una ventana en busca del fiador que les permitirá abrirla.
V
1
Tak estaba posado en el lado norte del borde de la mina, con las garras hundidas en la corteza podrida de un árbol caído. Ahora poseía literalmente vista de águila, y veía sin esfuerzo los dos vehículos. Veía incluso a los dos ocupantes del todoterreno: el escritor al volante y, en el asiento contiguo, el chico.
El meapilas de mierda.
Allí pese a todo.
Los dos allí pese a todo.
Tak se había cruzado brevemente con el chico en la visión de este y había intentado desviar su atención, intimidarlo, ahuyentarlo antes de que se encontrase con el que lo había llamado a su presencia. Ninguno de sus trucos había surtido efecto. «Mi Dios es fuerte», había dicho, y obviamente así era.
Aun quedaba por ver, no obstante, si esa fuerza bastaba para vencerlo.
El todoterreno paró a cierta distancia del camión amarillo. Al parecer el escritor y el chico estaban hablando. El dama del chico se encaminó hacia ellos, armado de un rifle, pero se detuvo al advertir que el todoterreno reanudaba la marcha. Instantes después el grupo se había reunido de nuevo, o mejor dicho lo que quedaba de el, pese a sus esfuerzos por dividirlos.
Sin embargo no todo estaba perdido. El cuerpo del águila no le duraría mucho –una hora, dos a lo sumo–, pero por el momento se conservaba fuerte, ardiente y voraz, un arma afilada que Tak empuñaba del modo más firme posible. Extendió las alas del ave y alzó el vuelo mientras el dama abrazaba a su damane. (Estaba olvidando rápidamente el lenguaje humano –el pequeño cerebro de can toi del águila era incapaz de retenerlo– y recurría de nuevo al idioma rudimentario pero poderoso de los seres sin forma.)
Viró en el aire, se deslizó sobre el pozo de oscuridad que era la Mina de los Chinos, y descendió en espiral hacia el agujero cuadrado que accedía al viejo túnel. En el interior, a unos veinte metros de la entrada, brillaba una tenue luz rojiza. Tak contemplo aquel resplandor desde fuera por un momento, dejando que la luz del an tak inundase y tranquilizase el primitivo cerebro del ave, y después entro en el túnel. A corta distancia se abría un pequeño hueco en la pared de la izquierda. El águila penetró en él y espero allí con las alas muy apretadas contra el cuerpo.
Esperaba a todo el grupo, pero especialmente al meapilas. Le abriría la garganta con una de las poderosas garras del águila y le arrancaría los ojos con la otra; caería muerto antes de que ninguno de los otros se diese cuenta de lo que ocurría. Antes de que el propio os dam supiese que pasaba, o intuyese siquiera que moría ciego.
2
Steve llevaba una manta en el camión –una manta de cuadros vieja y descolorida– con la idea de usarla para tapar la manta del jefe en caso de que hubiese que transportar la Harley en la caja del Ryder hasta la costa Oeste. Cuando Johnny y David se acercaron en el todoterreno, Mary Jackson se envolvía los hombros en esa manta como si fuese un chal de tartán. La puerta trasera del camión estaba levantada, y Mary se hallaba sentada en el borde de la plataforma con los pies apoyados en el parachoques y las puntas de la manta sujetas ante el pecho con una mano. En la otra mano sostenía una de las pocas botellas de Pepsi que quedaban. Tuvo la sensación de que no había probado nada tan dulce en toda su vida. Tenía el pelo sudoroso y pegoteado contra la cabeza y los ojos aún desorbitados. Temblaba pese a la manta, y parecía una superviviente de algún cataclismo, un incendio o un terremoto, en un documental televisivo. Contemplo como Ralph abrazaba efusivamente a su hijo con un brazo –en la otra mano tenía el Ruger 44–, levantándolo en el aire.
Mary bajó al suelo y camino unos pasos tambaleándose. Los músculos de las piernas le temblequeaban, resentidos aún por el esfuerzo de la carrera. He corrido para salvar la vida, pensó, y eso es algo que nunca podré explicar, ni de viva voz ni tampoco probablemente con un poema; nunca podré explicar lo que se siente cuando uno no corre por una comida, una medalla, un premio o para coger el tren, sino para salvar la vida.
Cynthia le apoyo una mano en el brazo.
– ¿Esta bien? –pregunto.
–Lo estaré –contesto Mary–. Déme cinco años y estaré como una jodida rosa.
Steve se acercó a las dos mujeres.
–No hay señales de ella– comentó Steve, refiriéndose, supuso Mary, a Ellen. A continuación fue hasta donde se hallaban David y Marinville–. ¿David? ¿Te encuentras bien?
–Sí –contesto el chico–. Y Johnny también.
Steve miró a Marinville con semblante evasivo.
– ¿Es así?
–Eso creo –respondió Marinville–. He... –Miró a David–. Cuéntaselo tú, chico. Lo sabes mejor que yo.
David esbozó una débil sonrisa.
–Johnny ha cambiado de opinión. Y si buscan a mi madre... a la criatura que se había adueñado del cuerpo de mi madre... no es necesario que sigan. Ha muerto.
– ¿Estas seguro?
–Encontraremos su cuerpo en el terraplén, a mitad de camino del borde de la mina– contesto David, señalando hacia arriba. Luego, con una voz que intento en vano mantener serena, añadió–: No quiero verla. Cuando la aparten de la pista de grava, quiero decir. Papá, creo que tu tampoco deberías verla.
Mary se aproximo a ellos frotándose los muslos por la parte de atrás, donde más agarrotados tenía los músculos.
–El cuerpo de Ellen ya no le servia, y no ha conseguido el mío. Así pues, debe de haber vuelto a su agujero, ¿no?
–S–s–sí...
A Mary la inquieto la incertidumbre que se traslucía en la voz de David. Su respuesta parecía más una suposición que una afirmación fundada.
– ¿Tenía alguien a mano en quién refugiarse? –preguntó Mary–. ¿Hay alguna otra persona viva aquí? ¿Un ermitaño? ¿Algún viejo buscador de oro?
–No –respondió David, esta vez más seguro.
–Ha caído y no puede levantarse –dijo Cynthia, y alzó un puño hacia el cielo estrellado–. ¡Bravo!
– ¿David? –pregunto Mary.
El chico se volvió hacia ella.
–Aun no hemos terminado, ¿no? –dedujo Mary–. Incluso si ha quedado atrapado ahí dentro. Ahora debemos cerrar el túnel, ¿verdad?
–Primero el an tak –preciso David, asintiendo con la cabeza–, y luego el túnel, sí. Tenemos que dejarlo como estaba antes.
Ralph rodeó con un brazo los hombros de su hijo.
–Si tú lo dices, David.
–Yo estoy de acuerdo –convino Steve–. Tengo curiosidad por ver el sitio donde ese tipo se descalza y apoya los pies en el cojín.
–Yo no tengo especial prisa en llegar a Bakersfield –comentó Cynthia.
David miró a Mary.
–Cuenta conmigo, por supuesto. Ha sido Dios quién me ha mostrado como escapar. Y también tengo que pensar en Peter. Esa criatura ha matado a mi marido. Creo que se lo debo a Peter.
David miró después a Johnny.
–Dos preguntas –dijo Johnny–. ¿Que pasara cuando esto acabe? ¿Que pasara aquí? Si la compañía minera de Desesperación vuelve y reanuda la explotación, casi con toda seguridad reabrirán la vieja Mina de los Chinos, ¿no? Así pues, ¿de qué servirá cerrar el túnel?
David sonrió. Mary tuvo la impresión de que era una sonrisa de alivio, como si temiese una pregunta mucho más difícil.
–Ese no es nuestro problema; es cosa de Dios. Nosotros solo debemos preocuparnos de cerrar el an tak y el tramo de túnel que va desde allí hasta el exterior. Después nos marchamos y nos olvidamos de todo. ¿Cual era la otra pregunta?
– ¿Me dejaras que te invite a un helado cuando esto acabe, y que te cuente unas cuantas batallitas de mi juventud?
–Cómo no. A condición de que me permita hacerlo callar cuando... ya sabe... se pongan aburridas.
–En mi repertorio no hay historias aburridas –repuso el escritor con arrogancia.
El chico volvió al camión con Mary, rodeándole la cintura y apoyando la cabeza en su brazo como si fuese su madre. Mary supuso que podía hacer las veces de madre durante un rato si él lo necesitaba.
Steve y Cynthia montaron en la cabina. Johnny Marinville y Ralph se sentaron en el suelo de la caja frente a Mary y David.
Cuando el camión se detuvo a mitad de la cuesta, Mary noto que David se estrechaba contra ella y le rodeo los hombros con el brazo.
Habían llegado al lugar donde se hallaba su madre, o mejor dicho, su caparazón vacío. El chico lo sabía tan bien como ella. Respiraba aceleradamente por la boca. Mary le cogió la cabeza y, sin hablar, lo instó a apoyarla contra su pecho. El accedió de buen grado. Mary siguió notando su respiración rápida y poco profunda, y enseguida también sus primeras lágrimas mojándole la camisa. Frente a ella, el padre de David permanecía sentado con las rodillas encogidas contra el pecho y las manos en la cara.
–Tranquilo, David –susurro Mary, y empezó a acariciarle el pelo–. Tranquilo.
Se oyeron las dos puertas de la cabina al cerrarse y luego unas pisadas en la grava. En voz muy baja, Cynthia exclamo horrorizada:
– ¡Dios! ¡Fíjate como esta!
–Cállate, tonta. Te van a oír –reprendió Steve.
–Lo siento.
–Ven, ayúdame.
Ralph se aparto las manos de la cara, se enjugó los ojos con la manga, y después se acercó a David y apoyó un brazo en su hombro. David buscó a tientas la mano de su padre y se la cogió. La mirada afligida y lacrimosa de Ralph se cruzó con la de Mary, y también ella empezó a llorar.
Mary oyó arrastrarse los pies por la grava mientras Steve y Cynthia apartaban a Ellen de la pista. Siguió un instante de silencio, un leve gruñido de Cynthia por el esfuerzo, y por fin de nuevo las pisadas de regreso al camión. Mary presintió que Steve se asomaría a la caja del camión y diría al chico y su padre alguna indignante mentira, alguna estupidez como, por ejemplo, que Ellen tenía un aspecto plácido, que daba la impresión de estar haciendo una siesta allí en medio de ninguna parte. Trato de enviar un mensaje telepático: Déjelo, no venga aquí con una sarta de mentiras piadosas, porque solo conseguirá empeorar las cosas. Los dos han estado en Desesperación, han visto lo que ha ocurrido allí, así que no intente engañarlos sobre lo que ha ocurrido aquí.
Las pisadas se interrumpieron. Se oyó un murmullo de Cynthia.
Steve contestó algo. Luego subieron a la cabina y cerraron las puertas.
El motor se revolucionó y el camión se puso otra vez en marcha. David mantuvo la cabeza apoyada en el pecho de Mary aún unos instantes, y luego la levantó.
–Gracias –dijo.
Mary sonrió, pero la puerta trasera estaba abierta, y supuso que había claridad suficiente para que el chico advirtiese que también ella había llorado.
–A tu disposición –contestó Mary, y lo besó en la mejilla–. En serio.
Cruzó los brazos en torno a las rodillas y contemplo el paisaje por la puerta abierta a través de la estela de polvo. Veía aún el semáforo intermitente, una chispa amarilla en la inconmensurable oscuridad, pero ahora se alejaba de ellos. El mundo –el que para ella había sido siempre el único mundo– parecía alejarse también. Galerías comerciales, restaurantes, los cines, las sesiones en el gimnasio, alguna que otra tarde de sexo apasionado; todo parecía alejarse.
Y es todo tan sencillo, pensó. Tan sencillo como perder una moneda por un agujero de un bolsillo.
– ¿David? –preguntó Johnny–. ¿Sabes como entró Tak en Ripton, su primer recipiente?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
Johnny asintió como si fuese esa la respuesta que esperaba y se reclinó contra el panel del camión. Mary se dio cuenta de que Marinville, pese a lo exasperante que podía llegar a ser, le inspiraba cierta simpatía. Y no solo porque hubiese regresado con David; le había caído bien desde... bueno, desde que entraron en las oficinas del ayuntamiento a buscar armas, supuso. Le había dado un susto de muerte al aparecer tras él sin avisar, y sin embargo él había recobrado la calma casi de inmediato. Imaginó que pertenecía a la clase de hombres que convertían casi en un segundo oficio la capacidad de recuperarse de un sobresalto u otro. Y cuando no ponía todo su empeño en hacer el gilipollas, resultaba divertido.
El Remington 30–06 se hallaba en el suelo junto a él. Johnny lo buscó a tientas, lo cogió y se lo coloco atravesado sobre los muslos.
–Mañana noche tenía previsto dar una conferencia, y me temo que no llegaré a tiempo – comentó, mirando al techo. El título iba a ser: «Punkis y poslectores: la narrativa norteamericana en el siglo XXI». Tendré que devolver el anticipo. «Triste, triste, triste, George y Martha.» Eso es de...
– ¿Quien teme a Virginia Wolf? –apuntó Mary–. De Edward Albee. ¿Acaso se ha creído que todos somos analfabetos en este autobús?
–Lo siento –dijo Johnny, visiblemente sorprendido.
–No se olvide de incluir esa disculpa en su diario personal –bromeo ella, hablando por hablar.
Johnny bajó la cabeza para mirarla, frunció el entrecejo por un momento y se echo a reír. Al cabo de un instante Mary rió también, y enseguida la siguieron David y Ralph. La risa de Johnny era paradójicamente aguda para un hombre de su estatura, semejante a las estridentes carcajadas de los personajes de los dibujos animados, y ante esta idea Mary rió aún con más ganas. Le dolió el vientre arañado pero el dolor no le impidió seguir riendo.
Steve golpeó con un puño el panel delantero del camión desde la cabina. Era imposible adivinar si su voz amortiguada reflejaba alarma o regodeo.
– ¿Que pasa ahí? –preguntó.
Con su voz más estentórea, Johnny Marinville contesto:
– ¡Cállate, tejano ignorante! ¡Estamos hablando de literatura!
Mary se desternilló de risa, llevándose una mano a la garganta y sujetándose con otra el vientre dolorido. No pudo dejar de reír hasta que el camión llegó a lo alto del terraplén, cruzó el tramo llano del borde, y empezó a descender por el otro lado. Entonces el buen humor la abandonó por completo. Los otros callaron también casi simultáneamente.
– ¿Lo notas? –pregunto David a su padre.
–Noto algo.
Mary empezó a temblar. Trato de recordar si antes, mientras reía, temblaba también, pero no lo consiguió. Notaban algo, sí, sin duda.
Y lo habrían notado con más intensidad si hubiesen estado allí un rato antes, si hubiesen ascendido por aquella pista de grava antes de que la criatura sangrante que había estado a punto...
Expulsa ese recuerdo de tu mente, Mare. Expúlsalo y cierra la puerta a cal y canto.
– ¿Mary? –dijo David.
Ella le miró.
–Esto no se prolongara mucho más –aseguró el chico.
–Bien.
Al cabo de cinco minutos –cinco larguísimos minutos– el camión se detuvo y se abrieron las puertas de la cabina. Steve y Cynthia se acercaron a la parte de atrás.
–Todos abajo –dijo Steve–. Final de trayecto.
Mary salió del camión con visible esfuerzo, haciendo una mueca de dolor a cada movimiento. Le dolía todo el cuerpo, pero en especial las piernas. Si hubiese seguido sentada en el camión mucho más tiempo, después probablemente no habría sido capaz de caminar.
–Johnny, ¿le quedan aspirinas? –preguntó.
Johnny le entregó el tubo. Sacó tres y se las tomó con el último sorbo de Pepsi. Luego se acercó a la parte delantera del camión.
Para los demás aquella era la primera visita a la Mina de los Chinos; para Mary, la segunda. La oficina se encontraba a corta distancia del camión, y al mirarla, al pensar en lo que había en su interior y en lo cerca que había estado de la muerte allí dentro, sintió el impulso de gritar. Desvió su atención hacia el coche patrulla; la puerta del conductor seguía abierta, el capó seguía levantado, y el filtro del aire seguía en el suelo.
–Rodéeme con un brazo –pidió Mary a Johnny.
El la complació, observándola con una ceja enarcada.
–Ahora ayúdeme a llegar hasta el coche.
– ¿Para que?
–Tengo que hacer una cosa –contestó Mary, evasiva.
–Mary, cuanto antes empecemos, antes acabaremos–dijo David.
–Sólo me llevará un segundo. Vamos, Shakespeare; andando.
Sujetándola por la cintura, Johnny la acompañó hasta el coche; en la otra mano sostenía el Remington 30–06. Mary supuso que la notaba temblar, pero no importaba. Para infundirse valor, se mordió el labio, recordando el viaje al pueblo en la parte trasera de aquel coche. Sentada con Peter tras la rejilla. El aroma a Old Spice y el olor metálico de su propio miedo. Las puertas sin tiradores, sin manivelas para los cristales de las ventanillas. Sin nada que mirar salvo la nuca quemada por el sol de Entragian y el ridículo osito de mirada inexpresiva sujeto al salpicadero.
Se sumergió en el hedor de Entragian –aunque era en realidad el hedor de Tak, ahora lo sabía– y arrancó el osito de un tirón. Sus ojos inexpresivos de can toi la miraron fijamente, como preguntando a que venía aquella estupidez, de que iba a servirle, que iba a cambiar.
–Bueno –dijo–, tú ya no existes, hijo de puta, y ése es el primer paso.
Lo dejó caer en el pedregoso suelo y lo pisó con fuerza. Notó el crujido bajo la zapatilla. Aquello fue, de un modo profundo, el momento más satisfactorio de aquella horrible pesadilla.
–Déjeme que adivine –dijo Johnny–. Es alguna nueva variación de la terapia convencional. Una reafirmación simbólica concebida expresamente para etapas criticas de la vida, algo así como «Yo estoy bien, y tú estas hecho picadillo». O...
–Cállese ya –lo interrumpió ella sin hostilidad–. Ya puede soltarme.
– ¿Es indispensable? –Movió la mano por su cintura–. Empezaba a familiarizarme con la topografía.
–Por desgracia yo no soy un mapa.
Johnny retiró la mano, y volvieron con los demás.
– ¿Es ahí, David? –preguntó Steve, señalando más allá de la maquinaria pesada y a la izquierda del herrumbroso barracón metálico con la chimenea torcida.
A unos veinte metros pendiente arriba estaba el agujero vagamente cuadrado que Mary había visto ya antes. En ese momento no le había prestado demasiada atención, porque tenía entre manos asuntos más urgentes –sobrevivir, principalmente–, pero al contemplarlo ahora de nuevo la asaltó un mal presentimiento, una repentina flojera en las rodillas. Bueno, pensó, por lo menos he aplastado el oso. Ya no mirará nunca más a nadie encerrado en la parte trasera de un coche patrulla.
Algo es algo.
–Eso es –respondió David–. La vieja Mina de los Chinos.
–Can tak en can tah –dijo su padre como si hablase en sueños.
–Sí.
– ¿Y tenemos que volarla? –preguntó Steve–. ¿Cómo?
David señaló el edificio cúbico de hormigón situado junto a la oficina y dijo:
–Primero tenemos que entrar allí.
Se acercaron al polvorín. Ralph tiró del candado de la puerta como para comprobar su resistencia y a continuación amartilló el rifle Ruger. El piñoneo metálico del percutor resonó en la quietud de la mina.
–Échense atrás –dijo–. En las películas esto siempre sale bien, pero en la vida real... ¿quién sabe?
–Espere un segundo –pidió Johnny, y corrió hacia el Ryder. Lo oyeron revolver entre las cajas de cartón amontonadas justo detrás de la cabina–. ¡Ah, aquí estas!
Regresó con un casco negro de motorista provisto de una amplia visera y se lo entregó a Ralph.
–Es un Bell, protector cerebral de lujo. Rara vez lo utilizo, porque me sobra casco por todas partes. En cuanto meto la cabeza dentro, me da un ataque de claustrofobia. Póngaselo.
Ralph siguió su consejo. Con el casco puesto parecía un soldador futurista. Johnny retrocedió mientras Ralph se volvía de nuevo hacia el candado. Los demás también se apartaron. Mary tenía las manos apoyadas sobre los hombros de David.
– ¿Por que no se vuelven de espaldas? –sugirió Ralph, su voz amortiguada por el casco.
Mary esperaba que David protestase –no habría sido extraño que mostrase preocupación por su padre, incluso una preocupación desmedida, dado que en las últimas doce horas había perdido a los otros dos miembros de su familia–, pero David permaneció en silencio. Su rostro no era más que un pálido borrón en la oscuridad, imposible de descifrar, pero Mary no percibía en él la menor agitación.
Quizá en su mente haya visto que no sufrirá ningún daño, pensó.
En esa visión que ha tenido... o lo que sea. O quizá...
No deseaba concluir ese pensamiento, pero no logró cortarle el paso a tiempo.
... quizá sabe que no existe alternativa.
Se produjo un largo momento de silencio –muy largo, se le antojó a Mary– y después se oyó una potente detonación que debería haber reverberado pero no lo hizo. El sonido desapareció en el acto, absorbido por las paredes, los bancales y las hondonadas de la explotación a cielo abierto. Segundos más tarde Mary oyó el grito de sorpresa de un ave, y después nada. Se preguntó por que Tak no había azuzado a los animales contra ellos como había hecho contra muchos habitantes del pueblo. ¿Porque los seis juntos formaban un grupo especial? Tal vez.
En tal caso, era David quién les había conferido un rango especial, del mismo modo que un solo jugador de gran talla puede elevar el nivel de todo un equipo.
Al volverse, vieron a Ralph inclinado sobre el candado, examinándolo a través de la visera transparente del casco. El candado estaba retorcido y presentaba un ancho orificio de bala en el centro, pero cuando Ralph tiró de el, no cedió.
–Habrá que probar otra vez –anunció, e hizo girar un dedo en el aire indicándoles que se diesen la vuelta de nuevo.
Obedecieron, y se oyó otra detonación. Esta vez ninguna ave gritó después. Mary supuso que la que había emitido el grito anterior se hallaba ya lejos de allí, aunque no había oído el aleteo. Lo cual probablemente era lógico, con los dos disparos retumbándole en los oídos.
En esta ocasión, cuando Ralph tiró, la barra del candado se desprendió al instante. Ralph retiró el pasador y lo lanzó a un lado.
Cuando se quitó el casco de Johnny, sonreía.
David corrió hacia el y se dieron de palmas con las manos extendidas.
– ¡Así se hace, papá!
Steve abrió la puerta y observo el interior.
–Esto esta oscuro como boca de lobo –comentó.
– ¿No hay un interruptor? –preguntó Cynthia–. El edificio no tiene ventanas, así que debe de haber luz eléctrica.
Steve buscó a tientas primero en la pared de la derecha y luego en la de la izquierda.
–Cuidado con las arañas –advirtió Mary, nerviosa–. Podría haber arañas.
–Aquí esta, ya lo he encontrado –dijo Steve. Se oyó el chasquido del interruptor, pero las luces no se encendieron. Steve volvió a probar; el resultado fue el mismo.
– ¿Alguien conserva aún una linterna? –preguntó Cynthia–. Yo he debido de dejarme la mía en el cine.
Nadie respondió. Mary también tenía una linterna un rato antes –la que había encontrado allí mismo, en la oficina– y creía que se la había metido bajo el cinturón después de pinchar las ruedas de las furgonetas. En todo caso, había desaparecido. Y el hacha también. Debía de haber perdido tanto lo uno como lo otro durante su accidentada huida.
– ¡Mierda! –exclamó Johnny–. Para boy scouts no servimos.
–Hay una en el camión, detrás del asiento –dijo Steve–. Bajo los mapas.
– ¿Por que no la traes? –lo instó Johnny, pero Steve se quedó inmóvil por un momento. Miraba a Johnny con una expresión extraña que Mary no consiguió interpretar. Johnny la advirtió también–. ¿Que pasa?
–Nada –contestó Steve–. No pasa nada, jefe.
–Entonces muévete.
3
Steve Ames era capaz de precisar el momento exacto en que el mando de aquella exigua fuerza expedicionaria pasó de David a Johnny, el momento en que el jefe se convirtió de nuevo en el jefe. «¿Por qué no la traes?», había dicho, una pregunta que no era en absoluto una pregunta, sino la primera auténtica orden que Marinville le había dado desde que partieron de Connecticut, Johnny en su motocicleta, y Steve en el camión, siguiéndolo tranquilamente a cierta distancia y fumándose algún que otro puro barato. Lo había llamado «jefe» (hasta que Johnny le pidió que le apease el tratamiento), porque esa era la costumbre en el mundo del espectáculo: en los teatros, los tramoyistas llamaban jefe al director de estenografía; en el rodaje de una película, los ayudantes de cámara llamaban jefe al director; en una gira, los trajineros llamaban jefe al organizador o a los miembros del grupo. Simplemente había extendido esa parte de su anterior vida a aquel trabajo, pero hasta ese momento nunca había pensado en Johnny como en un jefe pese a su actitud arrogante y superior. Y esta vez, cuando Steve lo llamó jefe, Johnny no puso ninguna objeción.
«¿Por qué no la traes?»
Una simple pregunta en apariencia, sólo cinco palabras, y todo había cambiado.
¿Que ha cambiado?, se preguntó. ¿Que ha cambiado exactamente?
–No lo se –murmuró mientras abría la puerta del conductor del camión y empezaba a buscar detrás del asiento–. Eso es lo que me pone nervioso, que en realidad no lo sé.
La linterna –de seis pilas y tubo largo– se hallaba bajo un montón de mapas arrugados, junto con el botiquín y una caja de cartón con unas cuantas bengalas de señales. La probó, vio que funcionaba y corrió a reunirse con los otros.
–Primero mira si hay arañas –aconsejó Cynthia, levantando la voz de una manera anormal–. Arañas y serpientes, como dice la canción. Dios, las detesto.
Steve entró en el polvorín y echó un vistazo alrededor alumbrándose con la linterna. Primero examinó el suelo, luego las paredes de cemento y por último el techo.
–No hay arañas –informó–. Tampoco serpientes.
–David, quédate ante la puerta –dijo Johnny–. Mejor será que no nos apiñemos todos ahí dentro. Y si ves a alguien o algo...
–Doy un grito –completó David–. No se preocupe.
Steve enfocó con la linterna un cartel situado en medio del polvorín; estaba en un atril, como el que ponen en la entrada de algunos restaurantes con un rótulo que reza: ESPERE, POR FAVOR. LA CAMARERA LO ACOMPAÑARÁ A SU MESA. Sólo que en este se leía en grandes letras rojas:
ATENCIÓN ATENCIÓN ATENCIÓN
LOS EXPLOSIVOS Y LOS FULMINANTES DEBEN MANTENERSE
SEPARADOS
ES UNA NORMA FEDERAL
NO SE TOLERARÁ LA MENOR NEGLIGENCIA EN EL USO
DE EXPLOSIVOS
En la pared del fondo había numerosas escarpias clavadas en el cemento. De ellas colgaban rollos de alambre y grueso cable blanco. Cable de detonación, supuso Steve. Contra las paredes derecha e izquierda, enfrentados como dos sujetalibros sólo que sin libros en medio, había dos macizos arcones de madera. El que tenía los rótulos DINAMITA y FULMINANTES y USAR CON EXTREMA PRUDENCIA estaba abierto, con la tapa levantada como la tapa de un baúl de juguetes. El otro, con un único rótulo en letras negras sobre fondo naranja que rezaba EXPLOSIVOS, estaba cerrado con un candado.
–Eso es el NAFO –explicó Johnny, señalando el arcón cerrado–. Son las siglas de nitrato de amonio y fuel–oil.
– ¿Cómo lo sabe? –preguntó Mary.
–Lo he leído en algún sitio –contestó, abstraído–. Simplemente lo he leído en algún sitio.
–Bueno, pues si alguien ha pensado que voy a volar también ese candado, esta mal de la cabeza – comentó Ralph–. ¿A alguien se le ocurre algo que no implique disparos?
–De momento no –dijo Johnny, pero no parecía muy preocupado.
Steve se acercó al arcón de la dinamita.
–Ahí no hay dinamita –aseguró Johnny, todavía extrañamente sereno.
Johnny tenía razón en cuanto a la dinamita, pero el arcón no estaba ni mucho menos vacío. Dentro, como metido con calzador, había un cadáver de un hombre vestido con vaqueros y una camiseta de Georgetown. Tenía un balazo en la cabeza. Sus ojos vidriosos miraron a Steve desde debajo de lo que en otro tiempo debió de ser pelo rubio.
Era imposible saberlo.
Conteniendo las nauseas que le provocaba el hedor a putrefacción, intentó desprender el llavero que colgaba del cinturón del cadáver.
– ¿Que hay ahí? –preguntó Cynthia, encaminándose hacia el.
Un escarabajo salió de la boca abierta del cadáver y bajó por su mentón. Steve oyó un ligero roce. Debía de haber más insectos debajo del cuerpo. O quizá una de esas serpientes que su encantadora nueva amiga tanto apreciaba.
–Nada –contestó–. NO te acerques.
El llavero se resistía. Tras varios intentos inútiles por abrir el cierre en forma de clave que lo mantenía sujeto a la trabilla, Steve optó por arrancarlo con trabilla y todo. Cerró la tapa y cruzó el polvorín con el llavero. Johnny, advirtió, se encontraba a unos tres pasos de la puerta, mirando absorto el casco de motorista.
– ¡Ay, pobre Yorick! –recitó–. Lo conocía bien.
– ¿Johnny? ¿Te pasa algo? –preguntó Steve.
–No, estoy bien –contestó Johnny. Se puso el casco bajo el brazo y dedicó a Steve su más encantadora sonrisa, pero por su mirada daba la impresión de estar bajo un hechizo.
Steve entregó las llaves a Ralph.
–Puede que sea una de estas.
Ralph no tardó en encontrarla. La tercera llave que probó entró en el candado del arcón con el rótulo EXPLOSIVOS. Un instante después los cinco se hallaban junto al arcón contemplando el interior. Estaba dividido en tres compartimientos. Los dos de los extremos se hallaban vacíos. El central, lleno más o menos hasta la mitad, contenía una especie de bolsas alargadas de estopilla. Esparcidas entre ellas había unas pequeñas bolas –probablemente caídas de alguna bolsa rota– que a Steve le parecieron perdigones blanqueados. Las bolsas estaban provistas de cordones anudados a modo de asas. Steve levantó una. Era semejante a una salchicha y debía de pesar unos cuatro kilos y medio. En la franja lateral, estampado en letras negras se leía NAFO y debajo, en letras rojas, PRECAUCIÓN: INFLAMABLE, EXPLOSIVO.
–Muy bien –dijo Steve–, pero ¿cómo vamos a hacerlas estallar sin detonante? Tenias razón, jefe: no hay cartuchos de dinamita ni cápsulas fulminantes. Sólo un tipo con un peinado calibre treinta–treinta.
Johnny miró a Steve y luego a los otros.
–Me gustaría hablar con Steve a solas. Podrían salir los demás y esperar fuera un momento con David.
– ¿Por que? –preguntó Cynthia al instante.
–Porque es necesario que hable con él –respondió Johnny con inusitada delicadeza–. Es por un pequeño asunto pendiente, nada más. Le debo una disculpa. Por lo general me cuesta disculparme en cualquier circunstancia, pero dudo que pudiera hacerlo con público.
–No creo que éste sea el momento... –empezó a decir Mary.
El jefe le enviaba a Steve señales con los ojos, señales urgentes.
–No hay inconveniente –dijo Steve–. Sólo será un momento.
–Y no se vayan de manos vacías –indico Johnny–. Llévense una bolsa de este Cuatro de Julio instantáneo cada uno.
–Por lo que yo sé, sin algún otro explosivo para detonarlo, esto no es más que una hoguera instantánea –comentó Ralph.
–Quiero saber que pasa aquí –insistió Cynthia, manifiestamente preocupada.
–Nada –respondió Johnny con voz tranquilizadora–. De verdad.
– ¡Y un carajo! –replicó Cynthia, malhumorada, pero salió con los demás, cada uno con su bolsa de NAFO.
Antes de que Johnny comenzase a hablar, David entró en el polvorín. Aun tenía restos de jabón seco en las mejillas y los párpados amoratados. Steve había salido durante una época con una chica que usaba una sombra de ojos de ese mismo color, sólo que en ella resultaba atractivo, y en David chocante.
– ¿Todo en orden? –preguntó David. Miró fugazmente a Steve, pero en realidad se dirigía a Johnny.
–Si –respondió Johnny–. Steve, dale a David una bolsa de NAFO.
David se quedó inmóvil por un momento, pensativo, contemplando la bolsa que Steve le había entregado. De pronto miró a Johnny y dijo:
–Enséñeme los bolsillos. Todos.
– ¿Que...? –empezó Steve.
Johnny lo hizo callar y esbozó una extraña sonrisa, la sonrisa de alguien que mientras come muerde algo con un sabor amargo pero irresistible.
–David sabe lo que hace.
Se desabrochó las chaparreras y se vació los bolsillos de los vaqueros, entregando a Steve sus pertenencias una por una: la famosa cartera, sus llaves, el martillo que llevaba al cinto. Luego se inclinó para que David echase un vistazo en el bolsillo de la camisa. A continuación se desabrochó los vaqueros y se los bajó. Debajo llevaba un pequeño slip azul, sobre el que colgaba su considerable vientre. A Steve le recordó a esos viejos ricos que uno veía a veces paseando por la playa. Se sabía que eran ricos no sólo porque siempre lucían relojes Rolex y gafas de sol Oakley, sino también, y sobre todo, porque se exhibían sin el menor pudor con aquellos minúsculos taparrabos de licra. Como si por encima de ciertos ingresos la tripa se convirtiese en un bien más.
Al menos los calzoncillos del jefe no eran de licra sino de simple algodón.
Se giró ligeramente y levantó un poco los brazos para ofrecerle a David una mejor visión de todos sus ángulos y magulladuras. Después volvió a subirse los vaqueros y se puso encima las chaparreras.
– ¿Satisfecho? –preguntó a David–. Si no, me quitare también las botas.
–No –dijo David, pero le registró los bolsillos de las chaparreras antes de marcharse. Se le veía inquieto pero no exactamente preocupado–. Ya pueden mantener su charla. Pero dense prisa.
Se marchó, dejando solos a Steve y Johnny.
El jefe se fue hasta el fondo del polvorín, alejándose lo más posible de la puerta. Steve lo siguió. Empezaba a percibir el olor del cadáver metido en el arcón de la dinamita, amortiguado por el aroma más intenso del fuel–oil, y deseó salir de allí cuanto antes.
–Quería asegurarse de que no llevas encima ninguno de esos can tahs, ¿verdad? Como Audrey.
Johnny asintió.
–Es un chico inteligente.
–Supongo que sí. –Steve barrió el suelo con los pies, se los miró, y por fin levantó la vista–. Oye, no es necesario que te disculpes por haberte largado. Lo importante es que hayas vuelto. ¿Por que no lo...?
–Debo muchas disculpas –admitió Johnny. Empezó a recoger sus cosas y a guardárselas rápidamente en los bolsillos. Dejó el martillo para el final, y volvió a metérselo bajo el cinturón de las chaparreras–. Es asombroso que uno pueda sembrar tanta mierda a lo largo de su vida. Pero a ese respecto tú eres la menor de mis preocupaciones, Steve, sobre todo ahora. Sólo calla y escucha, ¿de acuerdo?
–De acuerdo.
–Y tenemos que darnos prisa. David sospecha ya que tramo algo; esa es otra de las razones por lo que me ha hecho vaciar los bolsillos. Llegado un momento, no muy lejano ya, tendrás que agarrar a David. Cuando lo hagas, asegúrate de que lo tienes bien sujeto, porque va a resistirse como una fiera. Y asegúrate de que no escapa.
– ¿Por que?
– ¿Colaborará tu amiga la del peinado creativo si se lo pides? –preguntó Johnny.
–Probablemente, pero...
–Steve, tienes que confiar en mí.
– ¿Por que iba a confiar? –dijo Steve.
–Porque cuando veníamos hacia aquí he tenido una revelación. Aunque, dicho así, suena un tanto ceremonioso; me gusta más la expresión de David. Me ha preguntado si me había caído una bomba divina. Le he asegurado que no, pero era mentira. ¿Crees que por eso me ha elegido Dios en último extremo? ¿Porque soy un embustero consumado? En parte tiene gracia, pero también tiene su lado desagradable, ¿sabes?
– ¿Que va a pasar? ¿Lo sabes?
–No, no con todo detalle. –Johnny cogió el Remington 30–06 con una mano y el casco con la otra. Miró alternativamente uno y otro objeto, como si comparase su valor relativo.
–No puedo hacer lo que me pides –dijo Steve sin rodeos–. No confió en ti tanto como para eso.
–Tienes que confiar –repuso Johnny, y le entregó el rifle–. No te queda otra alternativa.
–Pero…
Johnny se acercó más a él. A Steve no le parecía ya el mismo hombre que había montado en la Harley–Davidson en Connecticut entre los crujidos de sus absurdas prendas de cuero nuevas, exhibiendo hasta el último de sus dientes mientras le rodeaban los fotógrafos de Life, People y Daily News. Había experimentado un profundo cambio que iba mucho más allá de una nariz rota y unas cuantas magulladuras.
Parecía más joven, más fuerte. La pomposidad había abandonado su rostro, y también ese cierto aire distraído que antes le caracterizaba.
Sólo en ese momento, al notar su ausencia, se dio cuenta Steve de lo permanente que había sido esa expresión en Marinville, como si, al margen de lo que dijese o hiciese, tuviese siempre puesta la atención en otra parte. En un objeto perdido o una tarea olvidada.
–David está convencido de que Dios quiere que muera a fin de encerrar a Tak otra vez en su agujero. El sacrificio final, por así decirlo. Pero se equivoca. –A Johnny se le quebró la voz al pronunciar la última palabra, y Steve advirtió perplejo que el jefe estaba al borde del llanto–. No va a ser tan sencillo para él.
– ¿Que...?
Johnny lo cogió del brazo, apretándole tanto que casi le dolió.
–Calla, Steve. Tú limítate a agarrarlo cuando llegue el momento. Está en tus manos. Y ahora vamos. –Se inclinó sobre el arcón, levantó una bolsa de NAFO por el cordón y se la lanzó a Steve. Luego cogió otra para el.
– ¿Tienes idea de cómo detonar esto sin dinamita ni fulminante? –preguntó Steve–. Sí, ¿verdad? ¿Que va a pasar? ¿Dios va a enviar un rayo?
–Eso cree David –contestó Johnny–, y después de la demostración de las sardinas y las galletas saladas, no es raro que lo crea. Sin embargo yo dudo que llegue a algo tan extremo. Vamos. Se hace tarde.
Salieron a la oscuridad de la noche ya cercana a su final y se reunieron con los otros.
4
Al pie de la pendiente, unos veinte metros por debajo del irregular agujero de entrada a la vieja Mina de los Chinos, Johnny los hizo parar y les pidió que atasen las bolsas de dos en dos por los cordones. El mismo se colgó uno de los tres pares de bolsas alrededor del cuello; las alargadas bolsas pendían a ambos lados de su pecho como contrapesos de un reloj de cuco. Steve cogió otro par, y Johnny no puso ninguna objeción cuando David quitó a su padre de las manos el último par y se lo colgó también del cuello. Ralph, preocupado, miró a Johnny. Johnny observó a David, que trepaba ya hacia la abertura del túnel, devolvió la mirada a Ralph, movió la cabeza en un gesto de negación y se llevó un dedo a los labios. Calladito, papá.
Ralph no parecía muy convencido pero guardó silencio.
– ¿Todos están bien? –preguntó Johnny.
– ¿Que va a ocurrir? –dijo Mary–. ¿Cual es el plan?
–Seguiremos las indicaciones de Dios –respondió David–. Ese es el plan. Vamos.
David encabezó la marcha, subiendo de medio lado para no caerse.
Allí no había una amplia pista de grava, ni siquiera un sendero, y el terreno era escabroso. Johnny notó cómo se deshacía bajo sus pies a cada paso. Pronto el corazón y la maltrecha nariz empezaron a palpitarle sincronizadamente y con igual fuerza. Durante los últimos meses se había portado bien, pero los excesos de otros tiempos acudían a pasarle factura.
Sin embargo se sentía bien. De repente todo era más sencillo, y eso lo complacía.
David iba el primero, seguido de cerca por su padre. A continuación subían Steve y Cynthia. Johnny y Mary Jackson cerraban la marcha.
– ¿Por que lleva todavía ese casco? –preguntó Mary.
Johnny sonrió. De una extraña manera Mary le recordó a Terry.
Terry tal como era en su primera etapa de matrimonio. Johnny, en lugar de contestar, levantó el casco, sosteniéndolo por dentro con una mano como una marioneta, y lo agitó ante el rostro de Mary.
Ella rió, sin aliento, y dijo:
–Está loco.
Si el agujero hubiese estado cuarenta metros cuesta arriba en lugar de veinte, Johnny no sabía si habría llegado. De hecho incluso a aquella altura el martilleo de su corazón se había acelerado tanto que, cuando David llegó a la abertura, parecía casi un zumbido continuo en su pecho. Y las piernas casi no le sostenían.
No te rindas ahora, se dijo. Estas en el tramo final.
Se obligó a subir un poco más deprisa, temiendo de pronto que David entrase en el túnel sin esperarlos. Era posible también. Steve creía que el jefe sabía que iba a ocurrir, pero en realidad el jefe sabía muy poco. Simplemente tenía una página más del guión que ellos.
Pero David esperó, y pronto se reagruparon todos en la pendiente ante la abertura. Un olor húmedo y malsano procedía del interior, un olor a hielo y a chamusquina al mismo tiempo. Y llegaba también un sonido que recordó a Johnny un ascensor en movimiento: un tenue susurro.
–Deberíamos rezar –propuso David con aparente timidez, y tendió las manos a ambos lados.
Su padre le cogió una. Steve dejó el Remington 30–06 y le tomó la otra.
Mary cogió la de Ralph, y Cynthia la de Steve. Johnny se colocó entre las dos mujeres, dejó el casco entre sus botas, y completó el círculo.
Permanecieron inmóviles en la oscuridad de la Mina de los Chinos, oliendo el cargado aliento de la tierra, escuchando el suave susurro, mirando a David Carver, que los había llevado hasta allí.
– ¿El padre de quién? –preguntó David.
–Padre nuestro –comenzó Johnny, deslizándose con facilidad por el camino de aquella vieja oración, como si nunca hubiese abandonado esa rutina–, que estas en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino...
Los demás unieron sus voces al rezo; Cynthia, la hija del párroco, primero, Mary la última.
–... hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro dánosle hoy, y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
Tras el amén, Cynthia añadió:
–Porque Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por los siglos de los siglos, amén.
Levantó la vista con un leve parpadeo que a Johnny había acabado agradándole.
–As, es como lo aprendí yo, al estilo protestante, ¿saben?
David miraba a Johnny.
–Ayúdame a dar lo mejor de mí –dijo Johnny–. Si estas ahí, Dios, y ahora tengo razones para creer que estás, ayúdame a dar lo mejor de mí y no ceder a la debilidad. Deseo que tomes esta petición muy en serio, porque durante la mayor parte de mi vida he sucumbido a la debilidad. David, ¿tienes algo que añadir?
David se encogió de hombros y negó con la cabeza.
–Ya lo he dicho.
Soltó las manos que sujetaban las suyas, y el círculo se rompió.
Johnny asintió.
–Muy bien, manos a la obra.
–Pero ¿que tenemos que hacer? –preguntó Mary–. ¿Serían tan amables de explicármelo?
–Yo debo entrar –anunció David–. Sólo.
Johnny negó con la cabeza.
–No. Y no insistas en que Dios te lo ha dicho, porque ahora mismo no esta diciéndote nada. En la pantalla de tu televisor sólo hay un rótulo en el que se lee ROGAMOS DISCULPEN ESTA INTERRUPCIÓN, ¿me equivoco?
David lo miró indeciso y se humedeció los labios.
Johnny alzó una mano en dirección a la oscuridad del túnel y, con el tono de alguien que concede un gran favor, dijo:
–Sin embargo puedes entrar primero. ¿Que te parece?
–Mi padre...
–Entrará detrás de ti. Te agarrará si te caes.
–No –protestó David. De pronto parecía asustado, aterrorizado–. Eso no. No quiero que entre siquiera. El techo podría desplomarse...
– ¡David! Lo que tú quieras poco importa.
Cynthia agarró a Johnny del brazo. Le habría clavado las uñas en la carne si antes no se las hubiese comido hasta ras de piel.
–Déjelo en paz. ¡Por el amor de Dios, le ha salvado la vida! ¿Es que no puede dejar de atormentarlo?
–No le atormento –replicó Johnny–. En este momento es él quién se atormenta a sí mismo. Si simplemente se dejase llevar, recordase quién está al frente...
Miró a David. El chico masculló algo inaudible, pero Johnny no necesitaba oírlo para saber que había dicho.
–Exacto, es cruel. Pero tú ya lo sabías. Y no puedes ejercer ningún control sobre la naturaleza de Dios. Ni tú ni ninguno de nosotros. Así pues, ¿por que no te relajas?
David no contestó. Inclinó la cabeza, pero esta vez no para rezar.
Johnny pensó que era resignación. En cierto modo el chico sabía lo que se avecinaba, y eso era lo peor. Lo más cruel. «No va a ser sencillo para él», le había dicho a Steve en el polvorín, pero allí no imaginaba aún lo difícil que podía llegar a ser. Primero su hermana, luego su madre, y ahora...
–Muy bien –dijo Johnny con una voz tan árida como el terreno sobre el que se hallaban–. Primero David, segundo Ralph, y después tú, Steve. Yo iré detrás de ti. Esta noche... perdón, esta mañana las damas serán las ultimas.
–Si tenemos que entrar, yo quiero entrar con Steve –dijo Cynthia.
–Muy bien, de acuerdo –concedió Johnny de inmediato, casi como si lo estuviese esperando–. Nos intercambiaremos las posiciones.
–De todos modos, ¿quién lo ha puesto a usted al mando? –preguntó Mary.
Johnny se volvió hacia ella como una serpiente, y Mary, sobresaltada, retrocedió un paso.
– ¿Quiere probar usted? –preguntó en una especie de peligrosa incitación–. Porque si quiere, por mí encantado. Yo no he deseado este papel más que David. Así pues, ¿que contesta? ¿Quiere ponerse el tocado de gran jefe?
Mary, desconcertada, negó con la cabeza.
–Tranquilo, jefe –murmuró Steve.
–Estoy tranquilo –repuso Johnny, aunque en realidad no lo estaba.
Observaba a David y su padre, uno junto al otro, cogidos de la mano, con las cabezas gachas, y no era una visión tranquilizadora. Apenas podía creer que estuviese dispuesto a consentir una atrocidad semejante. ¿Apenas? No lo creía en absoluto. ¿Cómo podría haber seguido adelante de no ser por un compasivo velo de incomprensión que se alzaba ante el como una coraza? ¿Él o cualquier otra persona?
– ¿Quiere que lleve yo esas bolsas, Johnny? –preguntó Cynthia tímidamente–. Aún no ha recobrado el aliento, y no se moleste, pero no lo veo muy sobrado de fuerzas.
–Aguantaré. Ya estamos cerca, ¿no, David?
–Si –contestó David con voz débil y trémula. En ese momento daba la impresión de que no sólo cogía la mano de su padre sino que la acariciaba como una amante. Miró a Johnny con ojos desesperados y suplicantes. Los ojos de alguien que casi sabe lo que va a ocurrir.
Johnny desvió la mirada, incapaz de reprimir una nausea, sintiendo frío y calor al mismo tiempo. Buscó la mirada perpleja y preocupada de Steve y trató de repetir su mensaje: Cuando llegue el momento, sujétalo. En voz alta dijo:
–Dale la linterna a David, Steve.
Por un momento pensó que Steve se negaría, pero este finalmente se sacó la linterna del bolsillo trasero y se la entregó al chico.
Johnny volvió a alzar la mano en dirección a la oscuridad del túnel, hacia el olor frío de fuego antiguo y el ligero susurro procedentes de las entrañas de aquella montaña masacrada. Esperó oír alguna palabra de consuelo por parte de Terry, pero Terry se había esfumado. Y mejor así, quizá.
– ¿David? –Le temblaba la voz–. ¿Nos alumbras el camino?
–No quiero –masculló David. A continuación respiró hondo, alzó la vista al cielo, donde las estrellas empezaban a palidecer, y gritó–: ¡No quiero! ¿No he hecho ya bastante? ¿No he hecho todo lo que me has pedido? ¡Esto no es justo! ¡Esto no es justo y no quiero hacerlo!
Las tres últimas palabras salieron de su garganta en un grito desgarrado. Mary dio un paso hacia el túnel. Johnny la agarró del brazo.
–Quíteme la mano de encima–dijo Mary, y de nuevo hizo ademán de dirigirse al túnel.
Johnny tiró de ella.
–No se mueva.
Mary desistió.
Johnny miró a David y volvió a alzar la mano en silencio hacia el túnel.
David miró a su padre con lágrimas en las mejillas.
–Vete, papá. Vuelve al camión.
Ralph movió la cabeza en un gesto de negación y dijo:
–Si tú entras, yo también entrare.
–No. Te digo que no entres. Corres peligro.
Ralph permaneció inmóvil y observó pacientemente a su hijo.
David miró a su padre una vez más y después a Johnny, que mantenía la mano alzada (una mano que ya no sólo invitaba sino que exigía).
Por fin se dio medía vuelta y entró en el túnel. Al cruzar la abertura encendió la linterna, y Johnny vio danzar motas de polvo en el brillante haz de luz... motas de polvo y algo más. Algo que habría acelerado el corazón a un antiguo buscador de oro. Un resplandor dorado, que flotó en el aire por un momento y luego se desvaneció.
Ralph siguió a David. Steve entró a continuación. El chico inspeccionó los primeros metros del túnel con la linterna. El haz recorrió primero la pared de piedra, se posó por un instante en un antiguo entibo donde había tres símbolos grabados –quizá el nombre de algún minero chino muerto hacía muchos años, o acaso el nombre de su amada, que un día dejó en algún poblado a orillas del lago Poyang–, y se deslizó después por el suelo, donde encontró un montón de huesos: cráneos, costillares curvos como la fantasmal sonrisa del gato de Cheshire. Luego se desplazó hacia la izquierda en dirección ascendente. El resplandor dorado impregnó de nuevo la luz, esta vez más intenso, más definido.
– ¡Eh, cuidado! –avisó Cynthia–. ¡Hay algo aquí dentro con nosotros!
Se oyó un súbito aleteo en la oscuridad. Johnny asoció de inmediato aquel sonido a su infancia en Connecticut, a los faisanes que de pronto surgían de entre la maleza y alzaban el vuelo mientras el crepúsculo daba paso lentamente a la noche. Por un momento los olores de la mina se hicieron más perceptibles, al agitar unas alas invisibles el aire rancio.
Mary chilló. El haz de la linterna viró bruscamente, y por un instante enfocó una horripilante aparición que flotaba en el aire, una criatura con alas, relucientes ojos dorados y poderosas garras en posición de ataque. Aquellos ojos miraban a David con furia, aquellas garras buscaban la carne de David.
– ¡Cuidado! –gritó Ralph, y se abalanzó sobre David, obligándolo a tirarse al suelo cubierto de huesos de la vieja mina.
Al chico se le escapó la linterna de la mano, y ésta, desde su posición en el suelo, proporcionó una claridad mínima pero suficiente para entrever el caos que la repentina aparición había provocado en el túnel. Formas imprecisas forcejeaban envueltas en la indirecta luz de la linterna: David bajo su padre, y la sombra del águila creciendo y decreciendo sobre ellos.
– ¡Dispara! –exclamó Cynthia–. ¡Dispara, Steve, va a arrancarle la cabeza!
Johnny agarró el cañón del rifle cuando Steve lo levantó.
–No. Una sola detonación, y el techo caerá sobre nosotros.
El águila graznó, golpeando a Ralph Carver en la cabeza con las alas. Ralph intentó mantenerla a raya con la mano izquierda, y el ave atrapó un dedo con su pico curvo y se lo arrancó de cuajo. Inmediatamente después hendió las garras en el rostro de Ralph como dedos expertos en una masa de harina.
– ¡No, papá! –gritó David.
Steve se abrió paso en el torbellino de sombras, y cuando golpeó accidentalmente con un pie la linterna caída, el haz cambió de dirección y obsequió a Johnny con una visión del grotesco espectáculo mejor de lo que el habría deseado. Las alas del águila levantaban violentos remolinos de polvo. Con su pico zarandeaba brutalmente la cabeza de Ralph, cuyo cuerpo cubría casi por completo a David.
Steve alzó el rifle por el cañón para golpear al ave, pero la culata chocó contra el techo. No había espacio suficiente. Entonces enristró el rifle como una lanza e hincó la punta en el cuerpo del águila. Esta fijó en el sus penetrantes ojos, y desplazó las garras sin soltar a Ralph.
Al batir las alas, resonaban como truenos en el espacio cerrado.
Johnny vio asomar el dedo de Ralph a un lado de su pico. Steve le golpeó de nuevo con la boca del rifle, y esta vez le acertó de pleno obligándola a soltar el dedo. Contrajo las garras, hincando una todavía más en el rostro de Ralph. Luego alzó la otra, la clavó en su garganta y se la desgarró. El ave lanzó un extraño grito, quizá de rabia, quizá de triunfo. Mary gritó también.
– ¡Dios, no! –aulló David, y se le quebró la voz–. ¡Dios, por favor, no permitas que siga haciendo daño a mi padre!
Esto es el infierno, pensó Johnny con serenidad. Avanzó un paso y se arrodilló. Agarró la garra hundida en la garganta de Ralph. Era como coger un objeto de exótica fealdad forrado de piel de cocodrilo.
La retorció con toda su fuerza y oyó un chasquido seco. Sobre él, Steve volvió a embestirla, esta vez con la culata del rifle. La golpeó en la cabeza, aplastándosela contra la pared del túnel. Se oyó un crujido.
El ave azotó a Johnny en la cabeza con un ala. Se repetía la escena de horas antes en el aparcamiento. Regreso al futuro, pensó. Soltó la garra del águila, aferró el ala y dio un violento tirón. El ave lanzó otro desapacible y ensordecedor grito pero, a diferencia de lo ocurrido con el buitre, el ala no se separó del cuerpo; Johnny sólo consiguió atraerla hacia sí, y arrastrar con ella a Ralph, que tenía aún la garra hundida en la mejilla, la sien y la órbita del ojo izquierdo. Johnny supuso que Ralph estaba inconsciente o muerto. Por su bien, esperaba que estuviese muerto.
David, aturdido y con la camisa empapada en la sangre de su padre, consiguió salir de debajo. En cuestión de segundos, si no lo evitaban, se apoderaría de la linterna y correría mina adentro.
– ¡Steve! –gritó Johnny, levantando los brazos por encima de la cabeza y rodeando a ciegas el cuerpo del águila, que se revolvía con virulencia–. ¡Steve, acaba con ella! ¡Acaba con ella!
Steve encajó la culata del rifle bajo el gaznate del águila y empujó su negra cabeza hacia el techo. En ese momento Mary saltó hacia ellos y, ágilmente, agarró al águila por el cuello y se lo retorció con encarnizada eficacia. Se oyó un crujido ahogado, y de repente la garra hendida en el rostro de Ralph se relajó. El padre de David se desplomó en el suelo de la mina, golpeando con la frente un costillar que quedó reducido a polvo en el acto.
David volvió la cabeza y vio a su padre tendido boca abajo en el suelo, inmóvil. Las lágrimas desaparecieron de sus ojos. Incluso asintió, como diciendo «Lo que yo había presagiado», y luego se agachó a coger la linterna. Sólo cuando Johnny lo aferró por la cintura, perdió la calma y comenzó a forcejear.
– ¡Suélteme!– clamó–. ¡Es mi obligación! ¡Mi obligación!
–No, David –dijo Johnny, sujetándolo–. No lo es.
Agarró firmemente a David por el pecho con la mano izquierda, haciendo muecas de dolor cada vez que el chico le golpeaba con los talones en las espinillas, y deslizó la mano derecha hasta su cadera.
Desde allí, sus dedos se movieron con la discreta velocidad propia de un buen carterista. Johnny, siguiendo fielmente las instrucciones recibidas, quitó algo a David... y dejó también algo.
– ¡No puede arrebatármelos a todos y después no permitirme cumplir mi misión! ¡No puede hacer una cosa así! ¡No puede!
Johnny contrajo el rostro cuando David le asestó una fuerte patada en la rótula.
– ¡Steve!
Steve contemplaba con horrorizada fascinación al águila, que aún se sacudía y agitaba lentamente un ala. Tenía las garras teñidas de sangre.
– ¡Maldita sea, Steve!
Steve alzó la vista, tan sobresaltado como si acabasen de arrancarlo de un sueño. Cynthia estaba de rodillas junto a Ralph, buscándole el pulso y sollozando sonoramente.
– ¡Steve, ven aquí! –gritó Johnny–. ¡Ayúdame!
Steve se acercó a él y agarró a David, que empezó a debatirse aún con mayor energía.
– ¡No! –David movía la cabeza frenéticamente de uno a otro lado–. ¡No, es mi misión! ¡Mía! ¡No puede arrebatármelos a todos y dejarme a mí! ¿Lo oye? ¡No puede arrebatármelos a todos y...!
– ¡David! ¡Basta ya!
De pronto David se rindió y quedó inerte en los brazos de Steve como un títere con los hilos cortados. Tenía los ojos enrojecidos.
Johnny nunca había visto tal desolación en un rostro humano.
El casco de motorista estaba donde Johnny lo había dejado al atacarlos el águila. Se agachó, lo cogió y miró al chico, colgado de los brazos de Steve. A juzgar por su expresión, Steve se sentía igual que Johnny: acongojado, perdido, perplejo.
–David... –empezó a decir Johnny.
– ¿Esta Dios en usted? –preguntó David–. ¿Lo nota ahí dentro, Johnny? ¿Como una mano? ¿O como un fuego?
–Sí –respondió Johnny.
–Entonces no malinterprete esto.
David le escupió a la cara. Johnny notó la saliva caliente en la piel, bajo los ojos, como si fuesen lágrimas.
Johnny no hizo siquiera ademán de limpiarse.
–Escúchame, David. Voy a decirte una cosa que no has aprendido en la Biblia ni te ha enseñado tu párroco. Por lo que sé, es un mensaje de Dios. ¿Me escuchas?
David lo miraba sin hablar.
–Tu decías «Dios es cruel» de la misma manera que una persona que ha pasado toda su vida en Tahití podría decir «La nieve es fría». Lo sabias pero no lo comprendías. –Se acercó a David y le tocó las frías mejillas con la palma de las manos–. ¿Sabes lo cruel que Dios puede llegar a ser? ¿Lo extraordinariamente cruel que puede llegar a ser?
David esperó, sin hablar. Quizá lo escuchaba, quizá no. A Johnny le era imposible saberlo.
–A veces nos obliga a vivir.
Johnny se dio medía vuelta, enfocó la linterna al frente y se adentro en el túnel. Al cabo de unos pasos se volvió de nuevo.
–Vete con tu amigo Brian, David. Vete con el y conviértete en su hermano. Después repítete una y otra vez que tuvisteis un accidente en la carretera, un grave accidente; que un conductor borracho invadió vuestro carril, la caravana volcó y sólo tú sobreviviste. Esas cosas pasan continuamente. Sólo tienes que leer los diarios.
– ¡Pero eso no es verdad! –replicó David.
–Podría serlo. Y cuando vuelvas a Ohio o Indiana o donde sea, ruega a Dios que te permita recobrarte de esta experiencia, volver a ser tú mismo. Por ahora, tienes permiso de salida.
–Nunca volveré a... ¿Que? ¿Cómo ha dicho?
–He dicho que tienes permiso de salida. –Johnny lo miró fijamente–. Permiso de salida. –Dirigiéndose a Steve, añadió–: Llévatelo dé aquí, Steve. Llévatelos a todos.
–Jefe, ¿qué...?
–La gira ha terminado, tejano. Mételos en el camión y vuelve a la carretera. Para seguridad vuestra, es mejor que os vayáis ahora mismo.
Johnny se volvió y se alejó corriendo por el túnel, precedido por el oscilante haz de la linterna. No tardó en perderse de vista.
5
Tropezó con algo pese a llevar encendida la linterna. Casi cayó de bruces, y decidió aminorar el paso. Los mineros chinos se habían desprendido de cuantos objetos llevaban a cuestas en su frenética y vana urgencia por escapar, y al final se habían abandonado también a si mismos. Caminó por el túnel salpicado de huesos, reduciéndolos a polvo al pisarlos. Mientras avanzaba, trazaba continuamente triángulos de luz con la linterna en la oscuridad –de izquierda a derecha, abajo hasta el suelo, y vuelta a empezar en el vértice superior izquierdo para grabarse bien el recorrido en la mente. Vio que las paredes estaban prácticamente cubiertas de caracteres chinos, como si los supervivientes del derrumbe hubiesen sucumbido a una especie de arrebato de escritura mientras la muerte se acercaba y finalmente los engullía.
Además de huesos vio tazas de hojalata, picos viejos y oxidados de mangos curiosamente cortos, herrumbrosas lámparas con correas (lo que David había llamado «quinqués», supuso), ropas podridas, babuchas de gamuza (tan pequeñas que parecían de niño), y al menos tres pares de zuecos de madera. Uno de ellos contenía un trozo de vela que podría haberse apagado el año en que Abraham Lincoln fue elegido presidente.
Y esparcidos por todas partes entre los restos se hallaban los can tahs: coyotes con arañas por lengua; arañas con extraños ratones albinos asomando de la boca; murciélagos de alas extendidas con obscenas lenguas en forma de bebé (bebes parecidos a gnomos de impúdica sonrisa). Algunos representaban espeluznantes criaturas que jamás habían poblado la tierra, monstruos deformes que herían la vista.
Johnny oyó la llamada de los can tahs, que intentaban atraerlo como la luna atrae el agua del mar. Era una atracción comparable a la que había sentido a veces al verse asaltado por el perentorio deseo de tomar una copa, engullir un postre dulce o recorrer con la lengua la aterciopelada mucosa de la boca de una mujer. Los can tahs hablaban con las voces delirantes que el reconocía como parte de su vida pasada: voces amables y sensatas que proponían actos inefables. Pero los can tahs no ejercerían ningún poder sobre él a menos que se agachase y los tocase. Si conseguía evitar su contacto –evitar una forma de desesperación que se presentarla disfrazada de curiosidad–, no correría el menor peligro.
¿Habrían salido ya Steve y los otros? Tendría que confiar en que así fuese, y confiar en que Steve consiguiese alejarlos de allí en su leal camión antes de que llegase el final. Iba a ser una explosión considerable. Sólo tenía las dos bolsas de NAFO que llevaba colgadas del cuello, pero con eso bastaría. De hecho las otras cuatro que se habían quedado a la entrada de la mina eran superfluas, pero le había parecido más sensato no decírselo a los otros. Más seguro.
Oía ya el suave gemido del que David le había hablado: el rechinar del movedizo esquisto, como si la propia tierra hablase. Como si protestase por su intrusión. Y de pronto, más adelante, vio serpentear una luz roja. En aquella oscuridad era difícil precisar a que distancia se hallaba. Allí el olor era más intenso, más nítido: frías cenizas. A su izquierda vio un esqueleto –no de un chino probablemente, a juzgar por su tamaño– arrodillado de cara a la pared, como si el hombre a quién perteneció hubiese muerto rezando. De repente giró la cabeza y obsequió a Johnny Marinville con su cadavérica y dentuda sonrisa.
–Sal de aquí ahora que aún estas a tiempo. Tak ah wan. Tak ah lah.
Johnny pateo el cráneo como si fuese una pelota de fútbol. Se desintegró (casi se volatilizó) en partículas de hueso, y Johnny apretó el paso en dirección a la luz, que salía de una brecha abierta en la pared.
La abertura era estrecha pero podría deslizarse a través de ella.
Se quedó un momento fuera, contemplando la luz, incapaz de ver apenas nada desde la oscuridad del túnel, oyendo en su cabeza la voz de David como una persona en trance debía de oír la voz de su hipnotizador: «A la una y diez de la tarde del veintiuno de septiembre, los mineros que encabezaban la cuadrilla, al perforar la roca, encontraron una cavidad. En un primer momento pensaron que era una caverna...»
Johnny tiró a un lado la linterna –ya no iba a necesitarla– y cruzó la brecha. En cuanto penetró en el an tak, el susurro semejante al de un ascensor en movimiento que habían oído frente a la entrada del túnel pareció inundar su cabeza de voces bisbiseantes... tentadoras, halagüeñas, imponentes. En las paredes que lo rodeaban, convirtiendo la cámara en una fantástica columna hueca iluminada en tonos escarlata, había caras talladas en la piedra: lobos y coyotes, halcones y águilas, ratas y escorpiones. Cada uno de ellos tenía en la boca no otro animal sino una especie de amorfo reptil en el que Johnny no podía concentrar la mirada por más que lo intentase... y que en todo caso no veía realmente. ¿Era Tak? ¿El Tak que habitaba en el fondo del ini? ¿Tenía alguna importancia?
¿Cómo se había apoderado de Ripton?
Si Tak vivía atrapado en el fondo de aquel pozo, ¿cómo se había apoderado de Ripton?
Se dio cuenta de pronto de que había empezado a cruzar el an tak en dirección al ini. Intentó detener sus piernas y descubrió que no le obedecían. Trató de imaginar a Cary Ripton al hacer aquel mismo descubrimiento y advirtió que era fácil.
Fácil.
Las alargadas bolsas de NAFO se balanceaban ante su pecho. Una multitud de imágenes danzaba tumultuosamente en su cerebro: Terry agarrándolo por las trabillas del cinturón para estrecharlo contra su vientre cuando empezaba a correrse, el mejor orgasmo de su vida y había sido dentro de los pantalones, eso había que contárselo a Ernest Hemingway; el saliendo de la piscina en el hotel de Bel–Air, riéndose, con el pelo pegado a la frente y la cerveza en la mano, entre los destellos de los flashes; Bill Harris asegurándole que atravesar el país en moto podía cambiar su vida y toda su carrera... si realmente daba la talla, claro está. Por último vio los ojos grises y vacíos del policía en el espejo retrovisor del coche patrulla, vio al policía, que lo miraba y decía que Johnny pronto aprendería más sobre pneuma, soma y sarx de lo que había aprendido en toda su vida.
A ese respecto no le faltaba razón.
–Dios, protégeme mientras acabo lo que he venido a hacer –dijo, y se dejó atraer hacia el ini. ¿Habría podido detenerse si se lo hubiese propuesto realmente? Quizá era mejor no saberlo.
Un círculo de animales muertos y putrefactos rodeaba el agujero abierto en el suelo, el pozo de los mundos de David Carver. Coyotes y buitres en su mayoría, pero vio también arañas y unos cuantos escorpiones. Supuso que estos últimos protectores habían muerto al fenecer el águila. Una fuerza en retroceso había succionado sus vidas como había succionado la de Audrey Wyler casi en el mismo instante en que Steve hizo volar de un golpe los can tahs que ella sostenía en la palma de la mano.
Del interior del ini empezó a brotar humo... salvo que no era en realidad humo. Era una especie de cieno untuoso negro pardusco, y mientras iba enroscándose en su cuerpo, Johnny advirtió que tenía vida. Parecía compuesto de infinitos brazos esqueléticos terminados en manos de tres dedos en actitud de agarrar. No eran ectoplásmicos, esos brazos, pero tampoco estrictamente físicos. Al igual que le había ocurrido con las formas talladas que había alrededor, al intentar mirar esos brazos sintió dolor de cabeza, la misma clase de dolor de cabeza que experimenta un niño en un parque de atracciones al bajarse de una montaña rusa especialmente virulenta. Sin duda era esa sustancia lo que había enloquecido a los mineros, y lo que había alterado radicalmente a Ripton. Las ventanas sin cristales del pirin moh lo miraban con una expresión perversa, diciendo... ¿que exactamente? Casi lo oía...
(cay de mun)
Abre la boca.
Y sí, en el acto tenía la boca abierta, muy abierta, como en el sillón de un dentista. Por favor, señor Marinville, abra la boca, un poco más, escritorzuelo de tres al cuarto, me pone furioso, me revuelve el estómago, pero adelante, abra la boca, cay de mun, gilipollas canoso y engreído, vamos a resolver su problema, vamos a dejarlo como nuevo, mejor que nuevo, abra la boca, cay de mun, abra la boca...
El humo. El cieno. Lo que fuese. En los extremos de los brazos no había ya manos sino tubos. No... tampoco tubos...
Agujeros.
Sí, eso era. Agujeros como ojos. Tres en concreto. Quizá más, pero tres los veía con toda claridad. Un triangulo de agujeros, dos encima y uno debajo, agujeros como ojos susurrantes, como barrenos...
Eso es, dijo David en la cabeza de Johnny. Eso es, Johnny. Para hacer estallar a Tak en su interior, Johnny, como lo hizo estallar en el interior de Cary Ripton, ésa es la única manera que tiene de salir por ese agujero, un agujero demasiado pequeño para cualquier cosa menos esa sustancia, esa porquería, dos para la nariz y uno para la boca.
El cieno negro pardusco avanzó en espiral hacia él, horrible y tentador a la vez, agujeros que eran bocas, bocas que eran ojos. Ojos que susurraban. Hacían promesas. Notó que tenía una erección. No era el momento más oportuno para eso, pero ¿cuando lo habían detenido a él esas pequeñeces?
Luego... una succión... percibió cómo succionaban el aire de su boca... su garganta...
Se apresuró a cerrar la boca y se caló el casco de motorista en la cabeza. Había reaccionado justo a tiempo. Al cabo de un instante las cintas de cieno pardusco toparon con la visera de plexiglás y se extendieron sobre ella con un desagradable sonido, un besuqueo. Por un momento vio ventosas que se dilataban como labios al besar, y unos segundos después se desvanecieron, disgregándose en inmundas manchas de materia pardusca.
Johnny tendió las manos, agarró la sustancia pardusca que flotaba ante él y tiró de los extremos en sentidos opuestos como si se estuviese sacando una manopla. Un cosquilleo le recorrió las palmas de las manos y los dedos, y la carne quedó insensible... pero la sustancia pardusca se rasgó, y una parte cayó al ini, y la otra al suelo de la cámara.
Se acercó al borde del agujero, situándose entre un coyote muerto y un montón de plumas que antes había sido un buitre. Se asomó al pozo, llevándose simultáneamente las manos adormecidas al pecho y acariciando las dos bolsas de NAFO.
«¿Tienes idea de cómo detonar esto sin dinamita ni fulminante? –había preguntado Steve–. Sí, ¿verdad?»
–Creo que sí –dijo Johnny, con una voz monocorde y extraña dentro del casco–. Espero que...
– ¡Vamos, pues! –gritó una voz enloquecida bajo él. Johnny dio un respingo, sorprendido y aterrorizado. Era la voz de Collie Entragian–. ¡Vamos! Tak ah lah, pirin moh! ¡Vamos, pedazo de gilipollas! ¡Veamos lo valiente que eres! Tak!
Intentó retroceder un paso, quizá para pensar un momento, pero unos zarcillos de cieno se enroscaron en sus tobillos como manos y tiraron de él. Cayó torpemente en el pozo con los pies por delante, golpeándose la nuca en el borde. De no haber sido por el casco, seguramente se habría roto la cabeza. Abrazó protectoramente las bolsas de NAFO, estrechándolas contra el pecho.
Entonces notó el dolor, primero un pinchazo, luego un desgarro, y por fin como si se lo comiesen vivo. El ini tenía forma de embudo, pero de la superficie descendente sobresalían cristales de cuarzo y afiladas hojas de esquisto. Johnny se deslizó por ella como un niño por un tobogán en el que han crecido torcidas espinas de cristal. Las chaparreras le protegían en cierta medida las piernas, y el casco le protegía la cabeza, pero la espalda y las nalgas le quedaron hechas trizas en cuestión de segundos. Apoyó los antebrazos en la erizada superficie en un intento de frenar la caída. Se le clavaron cientos de agujas de piedra, y enseguida vio teñirse de rojo las mangas de la camisa; un instante después estaban reducidas a jirones.
– ¿Te ha gustado? –se mofó la voz desde el fondo del ini, y ahora era la de Ellen Carver–. Tak ah lah, cabrón entrometido! En Tow! Ten ah lak! –Desvariaba. Maldecía en dos lenguas.
Demente en cualquier dimensión, pensó Johnny, y se echó a reír en su tormento. Se echó hacia delante e intentó afianzar los talones con la intención de saltar o morir en el intento. Es hora de macerar el otro lado, pensó, y rió aún con más ganas. Notó que las botas se le llenaban de sangre como agua caliente.
El vapor negro pardusco lo envolvía, susurrando y adhiriendo en vano sus ventosas a la visera del casco. Aparecían, desaparecían, volvían a aparecer, estregándose contra el plexiglás y produciendo aquel sugerente sonido de besos. No pudo enderezarse, no pudo saltar. La pendiente era demasiado escarpada. Opto por ponerse de costado e intentar aferrarse a los afilados salientes de cristal que se hendían en su piel. Se cortó las manos pero no le importo; tenía que frenarse antes de quedar literalmente hecho jirones.
De pronto se interrumpió el descenso.
Yacía doblado por la cintura en el fondo del embudo, sangrando por todas partes. Sus cercenadas terminaciones nerviosas intentaban acallar cualquier pensamiento racional con su fútil griterío. Levantó la vista y vio un ancho rastro de sangre en la pared curva y empinada.
Trozos de tela y cuero –su camisa, sus Levi's, sus chaparreras– colgaban de los prominentes cristales.
El humo procedente del agujero abierto en el fondo del embudo describió una espiral entre sus muslos e intentó enredarse en su entrepierna.
–Suéltame –dijo Johnny–. Mi Dios te lo ordena.
El humo negro pardusco retrocedió y se enrolló alrededor de sus muslos en sucias bandas.
–Puedo dejarte vivir –dijo una voz.
No era extraño, pensó Johnny, que Tak estuviese atrapado al otro lado del embudo. El agujero del fondo no tenía más de dos centímetros de diámetro. La luz roja palpitaba en el como un guiño.
–Puedo curarte, aliviarte, dejarte vivir.
–Ya, pero ¿puedes conseguirme un condenado Premio Nobel de Literatura?
Johnny se descolgó del cuello las bolsas de NAFO y sacó el martillo que llevaba al cinto. Debía trabajar deprisa. Tenía heridas en un millón de sitios, y percibía ya la nebulosa gris que empezaba a formarse en su mente a causa de la perdida de sangre. Eso le hizo pensar de nuevo en Connecticut, y recordó el modo en que llegaba la bruma al anochecer durante las últimas semanas de marzo y las primeras de abril. Los ancianos del lugar la llamaban «primavera de fresa», sabía Dios por qué.
– ¡Si! ¡También eso puedo conseguirlo! –La voz que surgía por la estrecha garganta roja parecía ansiosa. Parecía también asustada–. ¡Cualquier cosa! Éxito... dinero... mujeres... y puedo curarte, no lo olvides. ¡Puedo curarte!
– ¿Puedes devolverle la vida al padre de David? –preguntó Johnny.
El ini no contesto. La niebla negra pardusca que brotaba del agujero descubrió la maraña de cortes en su espalda y sus piernas, y de pronto se sintió como si lo atacase un banco de morenas o pirañas.
Lanzó un alarido.
–Puedo calmarte el dolor –afirmó Tak desde su minúsculo agujero–. Basta con que lo pidas... y abandones tus planes, naturalmente.
Con los ojos ardiendo a causa del sudor, Johnny rajó una de las bolsas de NAFO con el extremo en horquilla del martillo. Acercó la hendedura al agujero, tiró del extremo de la bolsa con una mano, y vertió el contenido, dejándolo resbalar entre los dedos ensangrentados de la otra mano. La luz roja se extinguió de inmediato, como si la criatura que anidaba al otro lado del agujero temiese detonar accidentalmente la carga explosiva.
– ¡No puedes hacer eso! –gritó la voz, y aunque ahogada, Johnny la oyó claramente en su cabeza–. ¡Maldito seas, no puedes hacerlo! Ah lah! Ah lah! Os dam! ¡Hijo de puta!
Ah lah lo serás tú, pensó Johnny. Y también un pedazo de can de lach.
Acabó de vaciar la primera bolsa. Johnny vio una opaca blancura en el orificio donde antes todo era negro y rojo pulsátil. Lo cual significaba que la garganta que conducía al mundo o plano o dimensión de Tak no era demasiado larga. Al menos no lo era en cuanto medida física. ¿Y acaso había remitido un poco el dolor en la espalda y las piernas?
Quizá sea simple insensibilidad, pensó. Estado que en realidad no es nuevo para mí.
Cogió la segunda bolsa de NAFO y vio que toda la franja lateral estaba empapada de sangre. Además de la bruma en la cabeza, sentía una creciente debilidad. Debía darse prisa. Debía correr como el viento.
Rasgó el extremo de la segunda bolsa con la horquilla del martillo, procurando impermeabilizarse a los gritos que taladraban su cerebro; Tak ya solo hablaba en esa otra lengua.
Volcó la bolsa sobre el agujero y vio cómo se derramaban los perdigones de NAFO. La blancura se hizo más intensa a medida que se llenaba la garganta. Cuando la bolsa quedó vacía, la capa superior de perdigones se hallaba a sólo siete u ocho centímetros de la boca del agujero.
Hay espacio suficiente, pensó Johnny.
Reparó en el silencio que reinaba ahora tanto en el interior del pozo como arriba, en el an tak; se oía sólo el tenue susurro, que bien podía ser la llamada de los fantasmas que habían estado allí encerrados desde el 21 de septiembre de 1859.
Si era así, tenía intención de concederles la libertad condicional.
Buscó en el bolsillo de las chaparreras durante unos instantes que se le antojaron años, luchando contra la bruma que pretendía oscurecer sus pensamientos, luchando contra su creciente debilidad. Finalmente tocó algo con las yemas de los dedos, se le resbaló, volvió a tocarlo, lo agarró y lo sacó.
Un verde y grueso cartucho.
Johnny lo introdujo en el agujero del fondo del ini, y no se sorprendió al comprobar que encajaba a la perfección, su extremo romo y circular firmemente asentado sobre los perdigones de NAFO.
–Todo listo, hijo de puta –gruñó.
No, susurró una voz en su cabeza. No te atreverás.
Johnny contempló el pequeño círculo metálico que taponaba el agujero del fondo del ini. Agarró el martillo por el mango, notando sus fuerzas cada vez más mermadas, y recordó lo que el policía le había dicho justo antes de encerrarlo en la parte trasera del coche patrulla: «Eres un escritor patético, y un hombre patético».
Johnny se quitó el casco con la mano libre. Volvía a reír mientras alzaba el martillo por encima de su cabeza, y seguía riendo cuando lo descargó de pleno contra la base del cartucho.
–¡Dios, perdóname, odio a los críticos!
Tuvo una fracción de segundo para preguntarse si lo había conseguido, y al instante su duda se disipó en un estallido de rojo insonoro e intenso. Fue como desvanecerse entre los pétalos de una rosa.
Johnny Marinville se dejó caer y dedicó sus últimos pensamientos a David: ¿Habría salido a tiempo? ¿Se habría alejado de la zona de peligro? ¿Estaba bien? ¿Se recuperaría con el paso del tiempo?
Tienes permiso de salida, pensó Johnny, y después también eso se extinguió.
QUINTA PARTE
INTERESTATAL 50:
PERMISO DE SALIDA
1
Rodeaba el camión un círculo de animales muertos –buitres y coyotes en su mayoría– ¿pero Steve apenas reparó en ellos. Sentía una perentoria necesidad de salir de allí. Las escarpadas pendientes de la Mina de los Chinos se elevaban alrededor como las paredes de una tumba abierta. Steve llegó al camión un poco antes que los otros (Cynthia y Mary flanqueaban a David, sujetándolo por los brazos, aunque él parecía andar con paso firme) y les abrió la puerta de la cabina del lado del acompañante.
–Steve, ¿que...? –empezó a preguntar Cynthia.
– ¡Sube! ¡Deja las preguntas para más tarde! –La obligó a subir al asiento y añadió–: ¡Mas allá! ¡Haz hueco!
Cynthia obedeció. Steve se volvió hacia David.
– ¿Vas a dar problemas?
David movió la cabeza en un gesto de negación. Tenía la mirada mortecina y apática, pero eso no convenció a Steve por completo. El chico había demostrado un vivo ingenio hasta ese momento.
Steve lo subió a la cabina y se volvió hacia Mary.
–Monte. Iremos un poco apretados, pero si no somos ya amigos a estas alturas...
Mary trepó a la cabina y cerró la puerta mientras Steve rodeaba el camión por la parte delantera, pisando sin querer a un buitre. Fue como pisar un cojín lleno de huesos.
¿Cuanto tiempo hacía que el jefe había desaparecido por el túnel?
¿Un minuto? ¿Dos? No tenía la menor idea. Había perdido la noción del tiempo. Ocupó el asiento del conductor, y se permitió sólo un instante para preguntarse que harían si no arrancaba el motor. La respuesta llegó de inmediato: nada. Steve asintió con la cabeza, hizo girar la llave de contacto, y el motor cobró vida al instante. Gracias a Dios, no hubo momentos de suspense. Al cabo de un segundo estaban ya en marcha.
Trazó un amplio círculo con el Ryder, rodeando la maquinaria pesada, el polvorín y la oficina. Entre los dos edificios se hallaba estacionado el polvoriento coche patrulla, con la puerta del conductor abierta, y el asiento delantero manchado con la sangre de Collie Entragian.
Al mirarlo, Steve sintió frío y un poco de vértigo, como cuando se asomaba a la calle desde un edificio alto.
–Jódete –murmuró Mary, volviéndose a mirar el coche–. Jódete. Y espero que estés oyéndome.
Pasaron sobre un bache, y el camión se sacudió violentamente. Steve voló del asiento, golpeándose los muslos con el arco inferior del volante y la cabeza con el techo. Oyó un amortiguado estrépito en la caja del camión cuando las pocas cosas que contenía – cosas del jefe en su mayoría– rodaron por el suelo.
– ¡Eh! –protestó Cynthia, nerviosa–. ¿No te parece que vas muy deprisa para un terreno como este?
–No –contestó Steve. Miró por el retrovisor externo cuando empezaban a subir por la pista de grava que conducía al borde de la mina.
Buscaba la entrada del túnel, pero no la vio; quedaba al otro lado del camión.
A mitad del camino de subida cogieron otro bache, este mayor, y el camión pareció despegarse del suelo por un instante. Los haces de los faros oscilaron violentamente ante ellos. Mary y Cynthia gritaron.
David no despegó siquiera los labios; permanecía inmóvil entre ellas, sentado en parte en el asiento, en parte sobre el regazo de Mary.
– ¡Mas despacio! –pidió Mary–. Si nos salimos de la pista, caeremos al fondo. ¡Más despacio, idiota!
–No –repitió, sin molestarse en añadir que el riesgo de salirse de aquella pista de grava, tan ancha como una autopista californiana, era en aquel momento la menor de sus preocupaciones. Veía ya a corta distancia el borde de la mina. Encima, el cielo presentaba ya un color violeta oscuro.
Miró por el espejo exterior del lado del acompañante, buscando la boca oscura del túnel en el pozo aún más oscuro de la Mina de los Chinos, can tak en can tah. Encontrarla no le representó un gran esfuerzo. Un recuadro de cegadora luz blanca iluminó de pronto el fondo de la mina. Salió del viejo túnel como un puño de fuego e inundó la cabina del camión de un intenso resplandor.
– ¡Dios santo! ¿Que ha sido eso? –gritó Mary, protegiéndose los ojos con una mano.
–El jefe –susurró Steve.
Se oyó un golpe seco y ahogado que pareció sonar debajo mismo de ellos. El camión empezó a temblar como un perro asustado. Steve oyó los crujidos de la roca rota y la grava al empezar a deslizarse.
Miró por la ventanilla y vio, en el decreciente resplandor de la explosión, una maraña de tubos negros de PVC –emisores y cabezas de distribución– que resbalaba por la pared de la mina. El pórfido estaba en movimiento. La Mina de los Chinos había empezado a desmoronarse.
– ¡Dios! –gimió Cynthia–. Vamos a quedar enterrados.
–Bueno, ya veremos –dijo Steve–. Agarraos.
Apretó a fondo el acelerador, y el motor del camión respondió con un airado chirrido. Ya casi hemos llegado, encanto, pensó. Vamos, ya casi estamos arriba, haz un esfuerzo, hazlo por mí...
La tierra siguió retumbando bajo ellos de manera intermitente.
Cuando se acercaban al borde de la mina, Steve vio un peñasco del tamaño de una gasolinera rodar pendiente abajo a su derecha. Y justo debajo de ellos empezó a oír un creciente susurro mucho más amenazador que el rumor sordo procedente del interior de la mina. Era, dedujo Steve, la superficie de grava de la pista. El camión se dirigía al norte; la pista de grava se desplazaba hacia el sur. Pronto se desplomaría en el interior de la mina como una larga alfombra.
– ¡Deprisa, trasto! –gritó Steve, golpeando el volante con el puño–. ¡Un poco más deprisa! ¡Hazlo por mí!
El Ryder asomó por el borde de la mina como un torpe dinosaurio de hocico amarillo. Todavía por un momento dio la impresión de que no iban a conseguirlo, ya que la tierra se desintegró bajo las ruedas traseras, y el camión se desplazó primero de lado y después hacia atrás.
– ¡Vamos! –gritó Cynthia. Se inclinó en el asiento, agarrándose al salpicadero–. ¡Vamos, por favor! ¡Sácanos de aquí, por lo que más quieras!
De pronto las ruedas traseras recuperaron la tracción, y Cynthia se vio lanzada contra el respaldo. Aquello fue suficiente. Por un instante los faros siguieron perforando el cielo, pero de inmediato empezaron a avanzar por el corto tramo horizontal que se extendía sobre el borde de la mina, en dirección al norte. Detrás de ellos, procedente de la mina, se alzó una enorme nube de polvo, como si la extraña tormenta de horas antes arreciase de nuevo, sólo que confinada a aquel cráter.
Se elevó hacia el cielo como una pira.
2
El descenso por el terraplén del lado norte fue menos azaroso. Cuando cruzaban los tres kilómetros de desierto que separaban la mina del pueblo, al este el cielo había adquirido ya una tonalidad rosa salmón.
Y cuando pasaron ante la bodega con el cartel caído, asomó por el horizonte el arco superior del sol.
Steve pisó el freno poco más allá de la bodega, en el extremo sur de la calle principal de Desesperación.
– ¡Joder! –murmuró Cynthia.
– ¡Dios santo! –exclamó Mary, y se llevó una mano a la sien como si le doliese la cabeza.
Steve era incapaz de hablar.
Hasta ese momento él y Cynthia sólo habían visto Desesperación en la oscuridad o a través de un velo de arena, y lo poco que habían visto se reducía a imágenes fragmentarias por el hecho de que en esos momentos su campo de percepción quedaba drásticamente confinado a las necesidades de la supervivencia. Cuando uno intentaba salvar la vida, veía sólo lo que necesitaba ver; lo demás era como si no existiese.
Ahora, en cambio, lo veía todo.
La ancha calle principal estaba vacía salvo por una bola de rastrojo que rodaba parsimoniosamente. La arena había cubierto las aceras, en algunos puntos por completo. Se veían destellos aquí y allá al reflejarse los primeros rayos del sol en los cristales rotos. Había basura y escombros por todas partes. La mayoría de los carteles había caído. Cables de alta tensión enmarañados atravesaban la calle. Y la marquesina del Oeste Americano yacía en la acera como un viejo y majestuoso yate que finalmente ha encallado contra las rocas. La única letra que aún quedaba horas antes –una gran N negra– también se había desprendido por fin.
Y por todas partes había animales muertos, como si hubiese tenido lugar un letal vertido químico. Steve vio docenas de coyotes, y de la puerta del Bud's Sud salía una curva fila de ratas muertas, algunas medio enterradas por la arena que arrastraba la suave brisa matutina. Sobre el duende de la veleta caída había escorpiones muertos. A Steve se le antojaron supervivientes de un naufragio que habían encontrado una muerte atroz en una isla desierta. En la calle y sobre los tejados yacían incontables buitres, semejantes a montones de hollín.
–E impondrás límites a las andaduras de tu pueblo –recitó David con voz inexpresiva y exánime–. Y anunciaras: «Por ninguna razón debéis subir al monte».
Steve miró por el retrovisor de su izquierda, y vio cómo se recortaba nítidamente el terraplén de la mina contra el cielo claro, vio cómo flotaba aún la nube de polvo sobre la estéril caldera, y se estremeció.
–«Por ninguna razón debéis subir al monte ni traspasar sus limites: quienquiera que los traspase encontrara con toda seguridad la muerte. Sea hombre o animal, no sobrevivirá. »
David se interrumpió y miró a Mary. De pronto empezó a temblar y su rostro descompuesto se tornó humano. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
–David... –empezó a decir Mary.
–Estoy solo. ¿No lo entiende? Hemos subido al monte, y Dios los ha sacrificado a todos. A toda mi familia. Ahora sólo quedó yo.
Mary lo abrazó y acercó su cara a la de él.
–Eh, Steve –dijo Cynthia, apoyándole una mano en el brazo–. ¿Nos largamos de esta cloaca de pueblo y vamos a tomar una cerveza fría? ¿Que te parece?
3
De nuevo en la interestatal 50.
–Tiene que ser por aquí –indicó Mary–. Ya estamos cerca.
Acababan de pasar ante la caravana de los Carver. Cuando se acercaban, David había vuelto la cara y se había apoyado de nuevo en el pecho de Mary. Ella le rodeó la cabeza con los brazos. Durante casi cinco minutos, ni siquiera pareció respirar. El único indicio de que estaba vivo eran sus lágrimas, lentas y calientes. En cierto modo a Mary le alegraba notar su llanto, lo consideraba una buena señal.
La tormenta había afectado también a la carretera, advirtió; la arena la tapaba por completo en algunos puntos, y Steve tuvo que recorrer varios tramos en primera.
– ¿La habrán cortado al tráfico? –preguntó Cynthia a Steve–. ¿La policía? ¿O el Departamento de Obras Públicas de Nevada? ¿O quién sea?
Steve negó con la cabeza.
–Probablemente no. Pero anoche no debió de circular casi nadie; muchos camioneros con recorridos interestatales paran a dormir en Ely y Austin.
– ¡Allí, esta! –anunció Mary, y señaló hacia un reflejo metálico situado a casi dos kilómetros de carretera de donde estaban. Al cabo de tres minutos pararon junto al Acura de Deirdre–. ¿Quieres venir en el coche conmigo, David? Suponiendo que arranque, claro esta.
David hizo un gesto de indiferencia.
– ¿Le permitió el policía quedarse con las llaves? –preguntó Cynthia.
–No, pero con un poco de suerte...
Saltó del camión, cayó en una blanda duna de arena, y se encaminó hacia el coche. Al verlo, el recuerdo de Peter afloró de inmediato a su memoria: Peter, que se había mostrado tan absurdamente orgulloso de su monografía sobre James Dickey, sin sospechar que la continuación que tenía prevista nunca se llevaría a cabo.
El coche se desdobló ante sus ojos y luego se fraccionó en prismas.
Sollozando, se enjugo los ojos con el brazo. A continuación se arrodilló y buscó algo a tientas bajo el parachoques delantero. Al principio no encontró lo que buscaba y, abrumada, estuvo a punto de rendirse. De todos modos, ¿por que se había empeñado en seguir al Ryder hasta Austin en aquel coche? ¿Rodeada de recuerdos? ¿Envuelta en la presencia de Peter?
Apoyó la mejilla contra el parachoques –pronto estaría demasiado caliente para tocarlo, pero de momento conservaba aún el fresco de la noche– y se echó a llorar, ahora sin hacer ningún esfuerzo por contener las lágrimas.
Notó que una mano indecisa rozaba la suya. David estaba junto a ella, mirándola con su semblante triste, impropio de su edad, su cuerpo espigado, la camiseta de béisbol manchada de sangre. La miraba con expresión solemne, sin cogerle la mano pero tocándola con los dedos como si desease cogérsela.
– ¿Que pasa, Mary? –preguntó.
–No encuentro la cajita –explicó Mary–. La cajita magnética con la llave de repuesto. Estaba debajo del parachoques pero debe de haberse caído. O quizá los chicos que nos robaron la matricula se la llevasen también. –Le temblaron los labios y se echó a llorar de nuevo.
David se arrodilló junto a ella. Pese a tener los ojos empañados por las lágrimas, Mary vio claramente los moretones que Audrey le había dejado en el cuello al intentar estrangularlo, horribles marcas negras semejantes a negros nubarrones.
–Clámese, Mary –dijo David, y empezó a deslizar la mano bajo el parachoques.
Mary oyó cómo sus dedos palpaban el metal en la oscuridad, y de pronto sintió el impulso de gritar: «¡Cuidado! ¡Podría haber arañas ahí debajo!»
David retiró la mano de debajo del coche y le enseñó una cajita gris.
– ¿Por que no lo prueba? Si no arranca... –Se encogió de hombros para expresar que no tenía mucha importancia, que al fin y al cabo estaba el camión.
Si, el camión. Salvo que Peter nunca había montado en ese camión, y quizá deseaba percibir su olor un rato más, su presencia. «Un buen par de melones, señora», le había dicho, y después le había tocado el pecho.
Quizá deseaba recrearse en el recuerdo de su olor, su contacto, su voz. Las gafas que se ponía para conducir. Todos esos recuerdos serían dolorosos, pero...
–Sí, iré con usted en el coche –dijo David. Estaban arrodillados cara a cara frente al coche de Deirdre Finney–. Si arranca, claro. Y si usted quiere.
4
Steve y Cynthia se acercaron a ellos y los ayudaron a levantarse.
–Me siento como si tuviese ciento ocho años –comentó Mary.
–No se preocupe, no aparenta ni un día más de ochenta y nueve –bromeó Steve, y sonrió cuando ella hizo amago de darle un puñetazo–. ¿De verdad quiere intentar llegar a Austin en este cochecito? ¿y si se queda atascada en la arena?
–Vayamos por partes. Ni siquiera sabemos si funciona, ¿no, David?
–No –respondió David, aunque su «No», más que una palabra, pareció un suspiro.
Volvía a distanciarse de ella, notó Mary, pero no sabía que hacer para evitarlo. Se había quedado inmóvil, con la cabeza gacha, contemplando la rejilla del radiador del Acura como si contuviese todos los secretos de la vida y la muerte, y la emoción desapareció otra vez de su rostro, dando paso a una expresión remota y abstraída. Una mano flácida sostenía aún la caja magnética donde estaba guardada la llave.
–Si arranca, iremos en caravana –propuso Mary–. Yo detrás de usted. Si se atasca, volvemos al camión. Aunque no creo que eso ocurra. En realidad no es mal coche. Si mi condenada cuñada no lo hubiese utilizado para esconder su alijo de droga... –Le tembló la voz y apretó los labios.
–Seguramente la carretera estará despejada a cincuenta o sesenta kilómetros de aquí –comentó David sin apartar la vista de la rejilla del Acura.
Mary le sonrió.
–Ojalá aciertes.
–Sin embargo, hay un detalle más importante –dijo Cynthia–. ¿Que vamos a contarle a la policía sobre todo esto? A la policía de verdad, quiero decir.
Por un momento todos guardaron silencio. Finalmente David, todavía con la vista fija en la rejilla del Acura, sugirió:
–La primera parte, y ya inventaremos algo para el resto.
–No te entiendo –dijo Mary. En realidad sí creía haber comprendido su propuesta, pero deseaba que siguiese hablando. Deseaba que el chico saliese de allí con ellos conservando su integridad tanto física como mental.
–Yo contaré que se pincharon las ruedas de la caravana y el policía maníaco nos llevó al pueblo. Que nos convenció de que debíamos acompañarle diciendo que había en el desierto un loco peligroso con un rifle. Usted, Mary, les explicara también cómo los detuvo. Y usted, Steve, dirá que estaba buscando a Johnny, y Johnny le telefoneó. Luego yo explicare cómo nos escapamos cuando el policía se llevó a mi madre, y que después nos escondimos en el cine y desde allí lo llamamos por teléfono. Y usted puede contar cómo llegó con Cynthia al cine. Y allí hemos pasado la noche. En el cine.
–No hemos estado en la mina –comentó Steve, pensativo, comprobando la verosimilitud de la historia.
David asintió con la cabeza. Los moretones de su garganta resplandecían bajo el sol cada vez más intenso.
–Exacto –confirmó.
– ¿Y tu...? –empezó a preguntar Steve–. Perdona, David, pero no podemos soslayar la cuestión. ¿Y tu padre? ¿Que ha pasado con el?
–Fue a buscar a mi madre. Me pidió que me quedase con ustedes en el cine, y yo obedecí.
–No hemos visto nada –dijo Cynthia.
–No. En realidad no –contestó David. Abrió la cajita magnética, sacó la llave y se la entrego a Mary–. ¿Por que no prueba el motor?
–Espera un segundo. ¿Y que pensaran las autoridades de lo que encuentren? ¿Todas esas personas muertas? ¿Y también los animales? ¿Y que contaran después? ¿Cómo presentaran la noticia a la prensa?
–Hay quienes creen que en los años cuarenta se estrelló un platillo volante no lejos de aquí–aventuró Steve–. ¿Lo sabía?
Mary negó con la cabeza.
–En Roswell, Nuevo México –preciso Steve–. Según rumores, incluso hubo supervivientes. Astronautas de otro mundo. Ignoro si algo de eso es cierto, pero podría serlo. Todas las pruebas indican que algo grave ocurrió en Roswell, pero el gobierno lo encubrió, del mismo modo que encubrirán esto.
Cynthia le golpeó en el brazo con el dorso de la mano.
–Bastante paranoico por tu parte, ¿no? –reprobó.
Steve se encogió de hombros.
–En cuanto a lo que pensarán... gas venenoso, quizá. Algún gas desconocido que emanó de una bolsa subterránea y enloqueció a la gente. Y por ese lado no andarán muy desencaminados, ¿no?
–No –convino Mary–. Lo más importante es que nuestras versiones coincidan, que a grandes rasgos todos contemos la historia como la ha presentado David.
Cynthia hizo un gesto de despreocupación, y una sombra de la niña respondona que en otro tiempo fue asomó a su rostro.
–En cualquier caso, si perdemos el control y contamos lo que en realidad hemos visto, tampoco nos creerán.
–Quizá no –dijo Steve–, pero aunque a ti te de lo mismo, yo prefiero no pasarme seis semanas conectado a un detector de mentiras e interpretando manchas de tinta cuando podría pasarlas contemplando tu cara exótica y misteriosa.
Cynthia volvió a golpearlo en el brazo, esta vez más fuerte. Advirtió que David seguía con atención la escena y preguntó:
– ¿Tu crees que tengo una cara exótica y misteriosa?
David desvió la mirada hacia las montañas.
Mary rodeó el Acura y abrió la puerta del conductor, recordándose que debía ajustar la posición del asiento antes de ponerse en marcha; Peter era un palmo más alto que ella. La guantera había quedado abierta después de abrirla para buscar el certificado de matriculación, y la luz interior encendida, pero seguramente una bombilla de tan escasa potencia no había consumido apenas batería. Y en todo caso, aunque no arrancase, tampoco era una cuestión de vida o...
– ¡Dios santo! –exclamó Steve con voz ahogada–. ¡Dios santo, mirad!
Mary volvió la cabeza. En el horizonte se veía, pequeña a aquella distancia, la pared norte de la Mina de los Chinos. Sobre ella se elevaba una gigantesca nube de polvo gris. Flotaba en el cielo conectada aún a la mina por un oscuro cordón umbilical de polvo y tierra pulverizada: los restos de una montaña ascendiendo hacia el cielo como tierra envenenada tras una explosión nuclear. Dicha nube tenía forma de lobo, su cola apuntada hacia el sol naciente, su hocico grotescamente alargado apuntado hacia el oeste, donde la noche se resistía aún a abandonar el cielo por completo.
Tenía las fauces entreabiertas, y de su boca asomaba una extraña forma, amorfa pero así y todo semejante a un reptil. Una forma que tenía algo de escorpión, pero también de lagarto.
Can tak, can tah.
Mary gritó con las manos en la cara, contemplando aquella silueta por encima de sus dedos sucios, moviendo la cabeza en un inútil gesto de negación.
–Cálmese –dijo David, y le rodeó la cintura con un brazo–. Cálmese, Mary. No puede hacernos daño. Y de hecho ya esta desvaneciéndose. ¿Lo ve?
Era verdad. La piel del lobo celeste empezaba a abrirse en algunos puntos, dejando pasar el sol por ellos, rayos dorados que eran hermosos y a la vez cómicos, la clase de toma que uno espera ver al final de una película bíblica.
–Creo que debemos marcharnos –propuso Steve por fin.
–Y yo creo que nunca deberíamos haber venido –dijo Mary débilmente, y entró en el coche. De inmediato percibió el aroma de la loción para después del afeitado que usaba su marido.
5
David observó a Mary mientras ella desplazaba el asiento hacia delante e introducía la llave en el contacto. Se sentía distante de sí mismo, una criatura flotando en el espacio entre una estrella luminosa y otra apagada. Recordó las tardes en que Bombón y él se sentaban a la mesa de la cocina y jugaban a las cartas. Pensó que no le importaría ver muertos y en el infierno a Steve, Mary y Cynthia –aunque eran encantadores– a cambio de una sola partida de cartas más con Bombón en la cocina, ella con un vaso de zumo de manzana, él con una Pepsi, los dos riendo como locos. De hecho tampoco le importaría verse a sí mismo en el infierno a cambio de eso. ¿Acaso podrá ser muy distinto de Desesperación?
Mary hizo girar la llave. El motor carraspeó y se encendió casi de inmediato. Mary sonrió y dio una palmada.
– ¿David? ¿Estas listo para partir?
–Sí. Supongo.
– ¿Eh? –Cynthia le apoyo una mano en la nuca–. ¿Estas bien, chico?
David asintió sin levantar la vista.
Cynthia se inclinó y lo besó en la mejilla.
–Tienes que luchar por superarlo –le susurró al oído–. Tienes que luchar, ¿entiendes?
–Lo intentaré –contestó David, pero los días, semanas y meses que se avecinaban le parecían insalvables. «Vete con tu amigo Brian –había dicho Johnny–. Vete con él y conviértete en su hermano.» Y ese podía ser un punto de partida, sí, pero ¿y después?
Sentía agujeros en su interior que gritaban de dolor, y seguirían gritando en el futuro. Uno por su madre, otro por su padre y otro por su hermana. Agujeros como caras. Agujeros como ojos.
En el cielo el lobo se había disipado por completo, salvo por una pata y lo que podía ser la punta de la cola. De la forma con reminiscencias de reptil no quedaba ni rastro.
–Te hemos vencido –murmuró David camino de la puerta del acompañante del Acura–. Te hemos vencido, hijo de puta. Algo es algo.
Tak, susurró una voz paciente y risueña en el fondo de su mente.
Tak ah lah. Tak ah wan.
Con esfuerzo, apartó de ella su mente y su corazón.
«Vete con él y conviértete en su hermano.»
Quizá. Pero primero había que ir a Austin. Con Mary, Steve y Cynthia. Se proponía seguir con ellos tanto tiempo como fuese posible. Ellos, al menos, comprendían como nunca nadie lo comprendería. Habían estado juntos en la mina.
Cuando se disponía a abrir la puerta del coche, cerró la caja de metal y se la metió distraídamente en el bolsillo. Se detuvo de repente, y su mano libre quedó paralizada en el aire a mitad de camino del tirador de la puerta.
Algo había desaparecido de su bolsillo: el cartucho.
Algo había aparecido en su lugar: un trozo de papel.
– ¿David? –dijo Steve desde la ventanilla abierta del camión–. ¿Te pasa algo?
David negó con la cabeza y abrió la puerta con una mano mientras se sacaba el papel del bolsillo con la otra. Era azul. De inmediato le resultó familiar, aunque no recordaba haberse guardado un papel como ese en el bolsillo el día anterior. En medio tenía un agujero de contornos irregulares, como si hubiese estado clavado en algún sitio. Como si...
Deja tu permiso de salida.
Esa había sido la última instrucción de la voz el día del pasado otoño en que rogó a Dios que curase a Brian. En aquel momento no comprendió la petición, pero obedeció, ensartando el pase azul en un clavo. En su última visita al Puesto de Observación Vietcong – ¿hacía una semana, quizá dos?–, el pase había desaparecido. Tal vez lo había cogido algún muchacho para anotar el teléfono de una chica, o tal vez se lo había llevado el viento. Salvo que... de pronto había aparecido en su bolsillo.
«Todo lo que quiero es amar, todo lo que necesito es amar.»
Como voz solista, Felix Cavaliere, un cantante genial.
No, pensó. No es posible.
– ¿David? –Era la voz de Mary, lejana–. David, ¿que pasa?
No es posible, pensó de nuevo, pero cuando desplegó el papel, reconoció de inmediato las palabras impresas en el.
COLEGIO DE WENTWORTH WEST
Avenida Viland 100
Y debajo:
PERMISO DE SALIDA ANTES DE HORA
Y por último:
EL PADRE O LA MADRE DEL ALUMNO DEBEN FIRMAR ESTE PASE.
EL PASE DEBE ENTREGARSE EN SECRETARÍA.
Salvo que ahora incluía algo más: un breve mensaje escrito a mano bajo la última línea impresa.
Algo se agitó en el interior de David. Algo enorme. Se le cerró la garganta. Volvió a abrírsele para dejar escapar un largo y lastimero sollozo de puro dolor. Se tambaleó. Se sujetó al techo del Acura, apoyó la frente en la sangría del brazo y se echó a llorar. A gran distancia oyó abrirse las puertas del camión, oyó a Steve y Cynthia correr hacia el. Lloró. Pensó en Bombón, sonriéndole con su muñeca en los brazos. Pensó en su madre, bailando al son de la radio en el cuarto de la lavadora con la plancha en una mano, y riéndose de su propia tontería. Pensó en su padre, sentado en el porche con los pies sobre la barandilla, saludándolo al verlo llegar de casa de Brian con su bicicleta al anochecer. Pensó en lo mucho que los había querido, en lo mucho que los seguiría queriendo siempre.
Y pensó también en Johnny. Johnny de pie en el oscuro túnel de la vieja Mina de los Chinos, diciéndole: «A veces nos obliga a vivir».
David lloró con la cabeza gacha y el permiso de salida arrugado en su puño cerrado, sintiendo aún cómo se agitaba algo en su interior, algo enorme, algo semejante a un corrimiento de tierra... pero quizá no tan catastrófico.
Quizá, en último extremo, no tan catastrófico.
– ¿David? –Era Steve, que lo había cogido por los hombros y lo sacudía–. ¡David!
–Estoy bien –dijo. Levantó la cabeza y se enjugó los ojos con una mano trémula.
– ¿Que te pasa?
–Nada. Estoy bien –insistió David–. Vámonos. Les seguiremos.
Cynthia lo miró, no muy convencida.
– ¿Estas seguro?
David asintió con la cabeza.
Steve y Cynthia volvieron al camión sin dejar de mirarlo. David reunió fuerzas para despedirse con la mano. A continuación entró en el Acura y cerró la puerta.
– ¿Que te pasaba? –preguntó Mary–. ¿Que has encontrado?
Mary tendió la mano, pero David prefirió no mostrarle de momento el papel azul.
– ¿Recuerda cuando el policía la obligó a entrar en la sala donde estaban las celdas? –dijo–. ¿Cuando usted cogió una escopeta?
–Nunca lo olvidare.
–Mientras luchaba con el, cayeron varios cartuchos del escritorio y uno rodó hasta la reja de mi celda. Cuando tuve ocasión, lo cogí. Johnny ha debido de quitármelo del bolsillo cuando me tenía agarrado en la mina, después de morir mi padre. Johnny ha usado ese cartucho para detonar el NAFO. Y al quitarme el cartucho, me ha dejado esto.
– ¿Que es? –preguntó Mary.
–Un permiso de salida. Nos lo dan en mi colegio de Ohio cuando nos marchamos antes de la última clase. En otoño pasado yo ensarte este en un clavo en lo alto de un árbol y lo deje allí.
–En un árbol de Ohio. El otoño pasado. –Mary lo miraba pensativamente, pero con los ojos atentos y muy abiertos–. ¡El otoño pasado!
–Sí. Así que no se cómo ha llegado hasta él... y no se dónde lo escondía. Cuando estaba en el polvorín, le he pedido que se vaciase los bolsillos. Temía que pudiese haber cogido algún can tah. No tenía el pase. Se ha quedado en calzoncillos, y no lo tenía.
– ¡Oh, David! –exclamó Mary.
David asintió con la cabeza y le entregó a Mary el pase azul.
–Steve sabrá decirnos si es la letra de Johnny –comentó–. Pero me apuesto un millón de dólares a que lo es.
David:
No dejes que te atrape la momia.
San Juan 4,8. Recuérdalo.
Mary leyó el mensaje garabateado moviendo los labios.
–Yo también apostaría un millón a que es suyo, si lo tuviera –dijo–. ¿Entiendes la referencia, David?
David cogió el pase azul.
–Claro. San Juan, capítulo cuatro, versículo ocho. «Dios es amor.»
Mary se quedó mirándolo durante largo rato.
– ¿Y lo es, David? ¿Dios es amor? –pregunto por fin.
–Sí, desde luego –contestó David. Dobló el pase por la mitad–. Supongo que es... un poco de todo.
Cynthia los saludo con la mano. Mary le devolvió el saludo y levantó un pulgar. Steve arrancó, y Mary lo siguió. Las ruedas del Acura patinaron en el primer montículo de arena, pero enseguida cobraron velocidad.
David apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, cerró los ojos y empezó a rezar.
Bangor, Maine
1 de noviembre de 1994 – 5 de diciembre de 1995
FIN