Publicado en
junio 27, 2010
Memorias de una niña del harén
Fatema Mernissi
Traducción de Ángela Pérez
Muchnik Editores
Título original: Dreams of Trespass. Tales of a Harem Girlhood
© Fatema Mernissi, 1994
© de las fotografías, 1994 by Ruth V. Ward
© por la traducción: Ángela Pérez Gómez, 1995
© de esta edición, Muchnik Editores, A. A., 2002
Peu de la Creu, 4. 08001 Barcelona
Diseño de la cubierta: Opal
Ilustración de la cubierta: © Hulton Getty
Primera edición: enero de 2002
Depósito legal: B-13.924-2001
ISBN: 84-7669-546-2
Composición: Víctor Igual, S. L.
Impreso en: Litografía Rosés, S. A.
Encuadernado por: Litografía Rosés, S. A.
Printed in Spain – Impreso en España
Índice
1. Las fronteras de mi harén 6
2. Shahrazad, el rey y las palabras 13
3. El harén francés 18
4. La primera coesposa de Yasmina 22
5. Chama y el califa 29
6. El caballo de Tamou 35
7. El harén interior 40
8. Fregado acuático 46
9. Noches de alegría a la luz de la luna 50
10. El salón de los hombres 55
11. La Segunda guerra mundial vista desde el patio 62
12. Asmahan, la princesa que cantaba 68
13. El harén va al cine 75
14. Las feministas egipcias visitan la terraza 82
15. El destino de la princesa Budur 89
16. La terraza prohibida 94
17. Mina, la desarraigada 102
18. Cigarrillos norteamericanos 114
19. De bigotes y senos 123
20. El silencioso sueño de alas y vuelos 132
21. Estrategias de la piel: huevos, dátiles y otros secretos de belleza 143
22. Alheña, arcilla y la mirada de los hombres 151
1. Las fronteras de mi harén
Nací en 1940 en un harén de Fez, ciudad marroquí del siglo IX, cinco mil kilómetros al oeste de La Meca y mil kilómetros al sur de Madrid, una de las peligrosas capitales de los cristianos. Mi padre decía que con los cristianos, al igual que con las mujeres, los problemas empiezan cuando no se respeta la frontera sagrada o hudud. Yo nací en pleno caos, porque ni los cristianos ni las mujeres respetaban las fronteras. En nuestra misma puerta, podía verse a las mujeres del harén discutiendo y peleándose con Ahmed, el portero, mientras que los ejércitos extranjeros del norte seguían llegando a la ciudad. En realidad, los extranjeros estaban al final mismo de nuestra calle, que quedaba exactamente entre la ciudad antigua y la Ville Nouvelle, una ciudad nueva que estaban construyendo para sí mismos. Por alguna razón, decía mi padre, cuando Alá creó el mundo separó a los hombres de las mujeres y colocó un mar entre musulmanes y cristianos. Existe armonía cuando cada grupo respeta los límites de los demás; la transgresión sólo causa pena y desdicha. Pero las mujeres soñaban con ella continuamente. Su obsesión era el mundo del otro lado del umbral. Fantaseaban durante todo el día con pasear por calles desconocidas, en tanto que los cristianos seguían cruzando el mar, trayendo consigo la muerte y el caos.
Los problemas y los vientos fríos vienen del Norte y nosotros nos volvemos hacia Oriente para rezar. La Meca está lejos. Si uno sabe concentrarse es posible que sus oraciones lleguen hasta allí. A mí me enseñarían a concentrarme cuando el momento fuese adecuado. Los soldados de Madrid habían acampado al norte de Fez y hasta mi tío Alí y mi padre, que eran muy poderosos en la ciudad y daban órdenes a todo el mundo en la casa, tuvieron que pedir permiso a Madrid para asistir a la fiesta religiosa de Moulay Abdesslam, a trescientos kilómetros, cerca de Tánger. Pero los soldados que estaban al otro lado de nuestro umbral eran franceses y pertenecían a otra tribu. Eran cristianos como los españoles pero hablaban otro idioma y vivían más al norte. Su capital era París. Mi primo Samir decía que París debía de quedar a unos dos mil kilómetros, dos veces más lejos que Madrid y dos veces más feroz. Los cristianos se peleaban continuamente, igual que los musulmanes, y los españoles y los franceses casi se mataron los unos a los otros cuando cruzaron nuestra frontera. Luego, como ninguno de los dos bandos consiguió derrotar al otro, decidieron partir Marruecos por la mitad. Pusieron soldados en 'Arbaoua y dijeron que, en adelante, para ir al norte se necesitaba un permiso, porque se pasaba al Marruecos español. Para ir al sur se necesitaba otro permiso, porque se pasaba al Marruecos francés. Y si uno no se atenía estrictamente a esto, lo retenían en 'Arbaoua, un lugar arbitrario en que construyeron una puerta enorme que, según ellos, era una frontera. Pero mi padre decía que Marruecos había existido íntegro durante siglos, que ya existía incluso antes de que llegara el Islam hacía catorce siglos. Nadie había oído hablar hasta entonces de una frontera que dividiese en dos el suelo marroquí. La frontera era una línea invisible que imaginaban los guerreros.
Mi primo Samir, que a veces acompañaba a tío Alí y a mi padre en sus viajes, decía que para crear una frontera sólo hacían falta soldados que obligaran a los demás a creer en ella. En el paisaje propiamente dicho no cambia nada. La frontera está en la mente del poderoso. Yo no pude comprobarlo personalmente, porque mi tío y mi padre decían que las niñas no viajan. Viajar es peligroso y las mujeres no pueden defenderse. Tía Habiba, que había sido repudiada y despedida súbitamente sin motivo alguno por un marido a quien amaba tiernamente, decía que Alá había enviado a los ejércitos del Norte a Marruecos para castigar a los hombres por violar la hudud que protege a las mujeres. Cuando alguien ofende a una mujer, viola la frontera sagrada de Alá. Es ilícito ofender a los débiles. Tía Habiba lloró durante años.
Educación es conocer la hudud, las fronteras sagradas, decía Lalla Tam, la directora de la escuela coránica a la que me enviaron a los tres años y a la que también asistían mis diez primos. Mi maestra tenía un látigo largo y amenazador y yo estaba de acuerdo con ella en todo: la frontera, los cristianos, la educación. Ser musulmán era respetar la hudud. Y para un niño respetar la hudud era obedecer. Yo deseaba con todas mis fuerzas complacer a Lalla Tam, pero cuando ella no podía oírme, pregunté a mi prima Malika, que tenía dos años más que yo, si podía indicarme dónde estaba situada realmente la hudud. Malika me dijo que lo único que sabía con certeza era que todo iría bien si obedecía a la maestra. La hudud era todo aquello que la maestra prohibía. Las palabras de mi prima me tranquilizaron y empecé a disfrutar de la escuela.
Pero desde entonces buscar la frontera se ha convertido en la ocupación de mi vida. La angustia me consume cuando no puedo situar la línea geométrica que organiza mi perplejidad.
Mi infancia fue feliz porque las fronteras eran claras como el agua. La primera frontera era la puerta que separaba nuestro salón familiar del patio principal. Por la mañana no me dejaban salir al patio hasta que mi madre despertaba, lo que suponía que tenía que entretenerme sola sin hacer ruido desde las seis hasta las ocho. Podía sentarme en el frío umbral de mármol blanco, pero no podía reunirme con mis primos mayores que ya estaban jugando.
—Aún no sabes defenderte —solía decir mi madre—. Incluso jugar es una especie de guerra.
Yo tenía miedo a la guerra, de modo que colocaba mi pequeño cojín en el umbral y jugaba a l-msaria b-lglass (el paseo sentado), un juego que me inventé entonces y que todavía hoy me resulta extremadamente útil. Para jugar sólo se necesitan tres cosas: la primera es permanecer quieto en el mismo sitio; la segunda es tener un lugar donde sentarse, y la tercera es hallarse en un estado de ánimo humilde para aceptar que nuestro tiempo carece de valor. El juego consiste en contemplar el territorio familiar como si fuera ajeno a uno.
Yo me sentaba en el umbral de nuestra puerta y contemplaba nuestra casa como si nunca la hubiera visto. Primero, estaba el patio, cuadrado y severo, donde la simetría lo dominaba todo. La circunferencia de la fuente estaba rodeada por un delgado friso de fayenza de color azul y blanco que reproducía el dibujo de las incrustaciones que unían las baldosas cuadradas de mármol. Sobre los cuatro lados del patio se abría una galería de arcos sostenidos por sus respectivas columnatas. Las columnas, cuatro de cada lado, eran de mármol en la base y el capitel; en el centro, los azulejos de color azul y blanco hacían un juego de espejo a los dibujos de la fuente y el pavimento. En pares, enfrentados unos a otros, había cuatro enormes salones. Cada salón tenía una entrada central de dimensiones gigantescas que daba al patio y, a cada lado, dos grandes ventanales. Por la mañana temprano, y también en invierno, las entradas solían estar selladas por sus puertas de cedro, talladas con dibujos de flores. En verano, en cambio, las puertas solían estar abiertas y las entradas se cubrían con cortinajes de grueso brocado, terciopelo y blonda que permitían que se colara la brisa, pero impedían el paso de la luz y los ruidos. Las hojas de los postigos interiores de las ventanas de los salones eran de madera tallada, al igual que las puertas, pero desde el exterior sólo se veían las rejas plateadas de hierro forjado, rematadas por unos arcos de cristal de maravillosos colores. Me gustaban aquellos arcos de cristal de colores por la manera en que viraban sus rojos y sus azules bajo el sol de la mañana, que suavizaba los amarillos. En verano, las ventanas se dejaban abiertas de par en par, al igual que las pesadas puertas, y los cortinajes sólo se echaban por la noche, y durante la siesta, para proteger el sueño.
Si se alzaba la vista al cielo se veía una elegante estructura de dos plantas cuyos pisos superiores repetían la columnata de la galería del patio, protegida por un pretil plateado de hierro forjado. Y por último estaba el cielo, suspendido en lo alto pero también de forma estrictamente cuadrada, como todo lo demás, y bien enmarcado en un friso de madera con un dibujo geométrico en desvaídos tonos ocres y dorados.
Contemplar el cielo desde el patio era una experiencia abrumadora. Al principio, parecía domesticado a causa de aquel marco cuadrado hecho por la mano del hombre. Pero luego, el movimiento del lucero del alba, que se desvanecía lentamente en el profundo azul y blanco, se hacía tan intenso que lo mareaba a uno. En realidad, algunos días, sobre todo en invierno, cuando los rayos del sol color púrpura y rosa intenso expulsaban del cielo las últimas estrellas que titilaban tercamente, una podía quedar hipnotizada. Y así, contemplando el cielo cuadrado, con la cabeza echada hacia atrás, uno se adormecía; pero precisamente entonces empezaba a llegar gente al patio, de todas partes, de las puertas y las escaleras... ay, casi olvidaba las escaleras. Estaban en los cuatro rincones del patio y eran importantes porque incluso los adultos podían jugar en ellas a una especie de escondite gigantesco, subiendo y bajando por sus brillantes peldaños de color verde.
El salón de mi tío, su esposa y sus siete hijos quedaba justo enfrente de donde yo estaba sentada, y era una reproducción exacta de nuestro propio salón. Mi madre no permitía distinciones públicamente visibles entre nuestro salón y el de tío Alí, aunque él era el primogénito y la tradición establecía que tuviese derecho a alojamientos más amplios y lujosos. Mi tío no sólo era mayor y más rico que mi padre, sino que su familia era más numerosa. Nosotros sólo éramos cinco: mi hermana, mi hermano, mis padres y yo. La familia de mi tío estaba formada por nueve personas (o diez, sí se incluye a la hermana de su esposa, que a menudo viajaba desde Rabat para visitarlos y que, desde que su marido había tomado una segunda esposa, podía quedarse hasta seis meses seguidos). Pero mi madre, que odiaba la vida comunal del harén y soñaba con un eterno tête-à-tête con mi padre, sólo había aceptado lo que ella llamaba el acuerdo de la 'azma (situación crítica) con la condición de que no se hicieran distinciones de ninguna clase entre las esposas. Ella disfrutaba exactamente de los mismos privilegios que la esposa de mi tío, a pesar de la diferencia de rango. Mi tío respetaba escrupulosamente este acuerdo porque, en un harén bien dirigido, cuanto más poder se tenía, más generoso había que ser. En realidad, sus hijos disponían de más espacio, pero únicamente en las plantas de arriba, lejos del patio, que era un lugar demasiado público. No es preciso hacer ostentación descarada del poder.
Nuestra abuela paterna, Lalla Mani, ocupaba el salón que quedaba a mi izquierda. Sólo íbamos allí dos veces al día, una vez por la mañana, a besarle la mano, y otra por la noche, a lo mismo. Su salón, como todos los demás, estaba amueblado con divanes tapizados de brocado de seda y cojines a lo largo de las cuatro paredes; un gran espejo central, que reflejaba el lado interior de la puerta y sus cortinajes cuidadosamente dispuestos, y una alfombra floreada, en tonos claros, que cubría todo el suelo. Nunca se nos permitía pisar la alfombra de la abuela con las babuchas puestas, y mucho menos con los pies mojados, aun cuando en verano era casi imposible no mojarse los pies, porque dos veces al día regaban el suelo del patio con agua de la fuente a fin de refrescarlo. Cuando tocaba limpiarlo, las jóvenes de la familia, como mi prima Chama y sus hermanas, disfrutaban jugando a la piscine, que consistía en echar cubos de agua al suelo y salpicar «accidentalmente» a todo el que estuviese cerca. Esto, por supuesto, animaba a los más pequeños (concretamente a mi primo Samir y a mí) a correr a la cocina y regresar armados con la manga de riego. Entonces sí que salpicábamos a todo el mundo, y todos gritaban e intentaban detenernos. El alboroto que armábamos siempre molestaba a Lalla Mani que, colérica, levantaba las cortinas y decía que esa misma noche se quejaría a mi tío y a mi padre.
—Les diré que ya nadie respeta la autoridad en esta casa —nos amenazaba.
Lalla Mani aborrecía que nos echáramos agua tanto como aborrecía los pies mojados. En realidad, si íbamos a hablar con ella después de haber estado cerca de la fuente, no nos dejaba ni abrir la boca.
—No me habléis con los pies mojados —decía—. Id a secaros primero.
En la opinión de Lalla Mani, todo el que violase la norma de «los pies limpios y secos» quedaba estigmatizado para siempre; y si osábamos pisar o manchar su alfombra floreada, nos recordaba la desobediencia durante muchos años. Lalla Mani apreciaba que la respetasen, es decir, que la dejaran contemplar en silencio el patio, sentada tranquilamente, ataviada con su tocado enjoyado. Le gustaba estar rodeada de un profundo silencio. El silencio era un privilegio del que sólo gozaban aquellos pocos afortunados que podían permitirse mantener a distancia a los niños.
Y, por último, a la derecha del patio estaba el salón más elegante y amplio: el comedor de los hombres, donde éstos comían, oían las noticias, cerraban negocios y jugaban a las cartas. Teóricamente, los hombres eran los únicos de la casa que tenían acceso al enorme aparato de radio, colocado en el rincón de la derecha según se entraba en el salón; cuando la radio no estaba encendida, las puertas del mueble permanecían cerradas con llave. (Pero había altavoces instalados fuera para que todos pidieran oírla.) Mi padre estaba convencido de que él y mi tío tenían las dos únicas llaves de la radio. Sin embargo, por extraño que parezca, cuando los hombres no estaban en casa, las mujeres se las ingeniaban para escuchar Radio El Cairo regularmente. Si no había hombres a la vista, Chama y mi madre solían bailar al son de las melodías de la radio y cantar Ahwa (Estoy enamorada) con la princesa libanesa Asmahan. Recuerdo con absoluta claridad la primera vez que los adultos utilizaron la palabra jain (traidores) para referirse a Samir y a mí; fue cuando mi padre nos preguntó qué habíamos hecho mientras él estaba fuera y le contamos que habíamos escuchado Radio El Cairo. Nuestra respuesta indicaba la existencia de una llave ilegal. Indicaba, concretamente, que las mujeres habían robado una llave y habían hecho una copia.
—Si han hecho una copia de la llave de la radio, pronto harán una para abrir la puerta de la calle —refunfuñó mi padre. A esto siguió una acalorada discusión, y las mujeres fueron interrogadas de una en una en el salón de los hombres; pero después de dos días de investigación, resultó que la llave de la radio debió de caer del cielo. Nadie sabía de dónde había salido.
Aun así, después de la investigación las mujeres se vengaron de nosotros, los niños. Nos dijeron que éramos unos traidores y que por ello nos excluirían de sus juegos. Se trataba de una perspectiva espantosa y nos defendimos alegando que sólo habíamos dicho la verdad. Mi madre replicó entonces que había cosas que eran verdad, en efecto, pero uno no podía decirlas sino que tenía que guardarlas en secreto. Y añadió que lo que uno dice y lo que se calla no tiene nada que ver con la verdad y las mentiras. Le pedimos que nos explicara cómo conocer la diferencia, pero su respuesta no nos aclaró nada.
—Tendréis que juzgar por vosotros mismos las consecuencias de vuestras palabras —dijo—. Si lo que decís puede perjudicar a alguien, entonces os calláis.
Aquel consejo no nos sirvió de mucha ayuda. El pobre Samir no soportaba que lo llamasen traidor. Protestó y exclamó que él podía decir lo que quisiera. Yo, como de costumbre, admiré su audacia pero guardé silencio. Decidí que si además de tener que distinguir la verdad de las mentiras (lo cual ya me costaba bastante trabajo), tenía que distinguir también esta nueva categoría de «secreto», acabaría absolutamente confusa y no tendría más remedio que aceptar que de vez en cuando me insultaran y me llamasen traidora.
Uno de mis placeres semanales era admirar a Samir cuando organizaba sus motines contra los adultos, y creía que si me limitaba a permanecer a su lado no me pasaría nada malo. Samir y yo habíamos nacido el mismo día, una larga tarde de Ramadán, con una hora escasa de diferencia. Él nació primero, en la segunda planta, y era el séptimo hijo de su madre. Yo nací una hora después en nuestro salón de abajo; era la primogénita de mis padres, y aunque mi madre estaba exhausta, insistió en que mis tías y familiares celebraran por mí las mismas ceremonias que por Samir. Nunca admitió la superioridad masculina, por considerarla absurda y absolutamente antimusulmana. «Alá nos hizo a todos iguales», solía decir. Recordaba después que aquella tarde la casa había vibrado por segunda vez con el tradicional yu-yu-yu-yu y los cánticos festivos, y que los vecinos se armaron un lío porque creyeron que habían nacido dos niños varones. Mi padre estaba emocionado, yo era muy gordita y tenía la cara redonda «como una luna» y él decidió inmediatamente que sería una gran belleza. Para tomarle un poco el pelo, Lalla Mani le dijo que yo era un poco más pálida de la cuenta y que tenía los ojos demasiado rasgados y los pómulos demasiado altos, mientras que Samir tenía «un moreno dorado precioso y los ojos negros aterciopelados más grandes que hayas visto». Mi madre me contó después que ella había guardado silencio pero que cuando pudo aguantarse en pie fue corriendo a comprobar si de verdad Samir tenía los ojos aterciopelados, y que así era, efectivamente. Todavía los tiene, aunque toda esa dulzura aterciopelada desaparece cuando se rebela contra algo, y siempre me he preguntado si su tendencia a dar brincos cuando se enfrentaba con los adultos no se debía simplemente a su complexión vigorosa.
Yo, en cambio, era tan rolliza que nunca se me ocurrió saltar cuando alguien me molestaba; sólo lloraba y corría a esconderme entre los pliegues del caftán de mi madre. Pero mi madre me decía que no podía confiar en que Samir se rebelara siempre por mí.
—Tienes que aprender a gritar y a protestar, del mismo modo que has aprendido a caminar y hablar. Llorar cuando te ofenden es como pedir más.
A mi madre le preocupaba tanto la idea de que con los años me convirtiera en una mujer sumisa que en las vacaciones de verano consultó a la abuela Yasmina, conocida por no tener igual a la hora de organizar enfrentamientos. La abuela le aconsejó que dejara de compararme con Samir y que me animara a proteger a los niños más pequeños.
—Hay muchas formas de crear un carácter fuerte —dijo—. Una de ellas es fomentar la capacidad de responsabilizarse de otros. Ser simplemente agresiva y atacar al prójimo cada vez que comete un error es una forma de conseguirlo, y no la mejor, desde luego. Animar a una niña a cuidar de los más pequeños en el patio le permitirá hacerse fuerte. Aferrarse a la protección de Samir podría estar bien, pero si aprende a proteger a otros podrá utilizar la misma técnica para protegerse a sí misma.
Sin embargo, fue el incidente de la radio el que me enseñó una lección importante. Precisamente entonces mi madre me explicó la necesidad de masticar bien las palabras antes de hablar.
—No abras la boca sin antes haber rumiado las palabras con los labios bien apretados —dijo—. Porque en cuanto las sueltes podrás pagarlo caro.
Más tarde, recordé que en uno de los cuentos de Las mil y una noches, una palabra mal dicha podía ser catastrófica para el desdichado que, al pronunciarla, hubiese disgustado al califa. A veces, incluso llamaban al siaf, que era el verdugo.
Sin embargo, las palabras podían salvar a la persona que sabía ensartarlas ingeniosamente. Que es lo que le pasó a Shahrazad, la autora de los mil y un cuentos. El rey estaba a punto de cortarle la cabeza, pero ella supo impedirlo en el último instante, todo lo que hizo para conseguirlo fue utilizar palabras. Yo deseaba saber cómo lo había hecho.
2. Shahrazad, el rey y las palabras
Un día, por la tarde, mi madre se tomó el tiempo necesario para explicarme por qué los cuentos de Las mil y una noches se llamaban así. No era ninguna casualidad, pues cada una de aquellas muchas, muchísimas noches, Shahrazad, la joven desposada, tuvo que contar una historia emocionante y cautivadora para conseguir que su esposo, el rey, olvidara su terrible plan de ejecutarla al amanecer. Quedé horrorizada.
—¿Quieres decir, madre, que el rey llamaría a su siaf si no le gustaba el cuento de Shahrazad?
Seguí buscando alternativas para la pobre chica. Yo quería que hubiera otras posibilidades. ¿Por qué no podía el rey dejar que Shahrazad viviera aunque le disgustara el cuento? ¿Por qué no podía Shahrazad decir simplemente lo que quisiera sin tener que preocuparse del rey? ¿Por qué no podía dar vuelta la situación en el palacio y pedir que el rey le contase a ella una historia apasionante todas las noches? Así comprendería lo espantoso que era tener que complacer a alguien que podía cortarle a una la cabeza. Mi madre me dijo que primero tenía que conocer los detalles y que luego podría buscar salidas.
Me explicó que el matrimonio de Shahrazad con el rey no había sido normal en absoluto. Había tenido lugar en circunstancias terribles. El rey Sahriyar había sorprendido a su esposa en la cama con un esclavo y, profundamente ofendido y colérico, los había decapitado a los dos. Pero luego descubrió con gran asombro que el doble asesinato no había aplacado su cólera. La venganza se convirtió en su obsesión. Necesitaba matar más mujeres. Así que pidió a su visir, el funcionario de mayor rango de la corte, que casualmente también era el padre de Shahrazad, que cada noche le llevase una doncella distinta. El rey entonces la desposaba, pasaba con ella la noche y al amanecer ordenaba que la ejecutaran. Y esto fue lo que hizo durante tres años, en los que mandó matar a más de mil jóvenes inocentes, «hasta que el pueblo alzó sus gritos contra él y lo maldijo, pidiendo a Alá que acabara con él y su reinado, y las mujeres clamaron y las madres lloraron y los padres huyeron con sus hijas hasta que no quedó en la ciudad ni una persona joven para la cópula carnal». Cópula carnal, explicó mi madre cuando el primo Samir se puso a dar brincos pidiendo a gritos una explicación, era cuando la novia y el novio se acostaban en el mismo lecho y dormían hasta la mañana.
Llegó finalmente el día en el que sólo quedaban dos doncellas en toda la ciudad: Shahrazad, la hija mayor del visir, y su hermana pequeña Dunyazad. Cuando el visir llegó a casa aquella noche, pálido y preocupado, Shahrazad le preguntó qué le pasaba. Él le explicó su problema y quedó sorprendido por la reacción de la joven. En lugar de rogarle que la ayudase a escapar, se ofreció de inmediato para ir a pasar la noche con el rey. «Deseo que me entregues en matrimonio al rey Sahriyar —dijo—. Viviré o seré el rescate de las doncellas musulmanas y la causa que las salve de sus manos y de las tuyas.»
El padre de Shahrazad, que la amaba tiernamente, se opuso a este plan e intentó convencerla de que lo ayudase a encontrar otra solución. Entregarla en matrimonio a Sahriyar era lo mismo que condenarla a una muerte segura. Pero, al contrario que su padre, ella estaba convencida de que tenía un poder excepcional y conseguiría poner fin a las muertes. Curaría el alma atormentada del rey hablándole de las cosas que les habían pasado a otros, simplemente. Lo llevaría a tierras lejanas para que observara costumbres ajenas y se acercase más a su propia enajenación interior. Lo ayudaría a ver su propia prisión, su odio obsesivo hacia las mujeres. Shahrazad estaba segura de que si conseguía que el rey se viera a sí mismo, él desearía cambiar y amar más. Finalmente, el visir accedió a regañadientes y Shahrazad se casó aquella misma noche con Sahriyar.
Nada más entrar en el dormitorio del rey, Shahrazad empezó a contarle un cuento maravilloso y lo interrumpió tan hábilmente en la parte más emocionante que él no pudo soportar deshacerse de ella al amanecer. De modo que le permitió vivir hasta la noche siguiente para que acabara de contarlo. La segunda noche, Shahrazad le contó otra historia maravillosa, pero como al llegar el alba aún no la había terminado, el rey tuvo que perdonarle otra vez la vida. La tercera noche ocurrió lo mismo, y la siguiente, y así durante mil noches, que son casi tres años, hasta que el rey ya no pudo imaginarse la vida sin ella. Mientras tanto, habían tenido dos hijos y, después de mil y una noches, el rey renunció a su espantosa costumbre de decapitar a las mujeres.
—Pero ¿cómo aprende alguien a contar cuentos que complazcan a los reyes? —pregunté cuando mi madre acabó de contar la historia de Shahrazad.
Mi madre musitó, como si hablara para sí, que para una mujer ése era el trabajo de toda una vida. La respuesta no me ayudó gran cosa, por supuesto; pero luego añadió que, por el momento, me bastaba con saber que mis posibilidades de ser feliz dependerían de mi habilidad con las palabras. Sabiendo esto, Samir y yo (que a raíz del incidente de la radio habíamos decidido dejar de molestar a los adultos con palabras inoportunas) empezamos a prepararnos. Nos pasábamos horas practicando en silencio, rumiando las palabras y dándoles siete vueltas mientras mirábamos a los adultos para ver si advertían algo.
Pero los adultos nunca se daban cuenta de nada, y menos aún en el patio, donde la vida era muy correcta y estricta. Sólo arriba las cosas eran menos rígidas. Allí, las tías divorciadas y viudas, sus hijos y otros parientes ocupaban un laberinto de habitaciones pequeñas. El número de familiares que vivía con nosotros en un momento determinado variaba según la cantidad de problemas que tuviesen. En ocasiones, alguna pariente lejana que había reñido con su marido llegaba a nuestra casa y durante unas semanas se refugiaba en las plantas superiores. Otras veces venían con sus hijos sólo a pasar unos días para demostrar a sus esposos que tenían otro sitio donde estar, que podían arreglárselas y que no estaban totalmente desvalidas. (A veces, la estrategia funcionaba y regresaban a sus hogares en una posición más fuerte para negociar.) Pero otras parientes se quedaban para siempre después de un divorcio o de algún otro problema grave, y ésta era una de las tradiciones que preocupaban a mi padre cuando alguien atacaba la institución del harén. «¿Adónde irán las mujeres afligidas?», solía decir él.
Las habitaciones de arriba eran muy sencillas; tenían los suelos de baldosas blancas, las paredes encaladas y pocos muebles. Había algunos divanes muy estrechos, tapizados con telas de algodón estampado con diseños de flores, cojines rústicos y esteras de rafia, que se lavaban fácilmente. Los pies mojados, las babuchas e incluso el té derramado accidentalmente no provocaban allí reacciones tan exageradas como abajo. La vida arriba era mucho más agradable, en especial porque todo iba acompañado de hanan, una cualidad emocional marroquí que muy pocas veces he encontrado en otras partes. Es difícil definirlo con precisión, pero básicamente consiste en una corriente de ternura que fluye con naturalidad, despreocupada y siempre disponible. Las personas que ofrecen hanan, como tía Habiba, nunca amenazan con retirarle el cariño a alguien si comete una falta leve o incluso grave pero involuntaria. Abajo era difícil encontrar hanan, especialmente entre las madres, que estaban demasiado ocupadas en enseñar a sus hijos a respetar la frontera como para preocuparse de la ternura.
Arriba era, además, el lugar donde se contaban cuentos. En lo alto de los cientos de peldaños brillantes estaba la planta tercera y última de la casa y, delante, la terraza, toda enjalbegada, espaciosa y acogedora. Allí tenía tía Habiba su habitación, pequeña y bastante vacía. Su marido se había quedado con todas las cosas del matrimonio, en la creencia de que de ese modo podría alzar un dedo pidiéndole que volviera y ella bajaría la cabeza e iría corriendo a su lado.
—Pero nunca podrá arrebatarme lo más importante —decía a veces tía Habiba—: Mi alegría y todas las historias maravillosas que puedo contar cuando la audiencia lo merece.
Una vez le pregunté a mi prima Malika qué quería decir nuestra tía con «una audiencia que lo merece», y ella confesó que tampoco lo sabía. Le dije que tal vez deberíamos preguntárselo a tía Habiba personalmente, pero Malika dijo que no, que era mejor no hacerlo, porque tía Habiba podía echarse a llorar. Tía Habiba lloraba a menudo sin motivo, todos lo decían. Pero la queríamos mucho y los jueves por la noche casi no podíamos dormir de la emoción que producía en nosotros el pensar en los cuentos de los viernes. Aquellas reuniones solían acabar en un gran desorden, porque se prolongaban demasiado, según nuestras madres, que se veían obligadas a subir por las escaleras para buscarnos. Y entonces protestábamos y mis primos más consentidos, como Samir, se revolcaban por el suelo y gritaban que no tenían sueño.
Pero si conseguíamos quedarnos hasta que el cuento acababa, es decir, hasta que la heroína vencía a sus enemigos y regresaba sobre «los siete ríos, las siete montañas y los siete mares», debíamos afrontar otro problema: el miedo a bajar por las escaleras. En primer lugar, no había luz. Ahmed, el portero, controlaba todos los interruptores desde la entrada. Apagaba las luces a las nueve, para comunicar a quienes estuvieran en la terraza que entrasen y que el tránsito quedaba oficialmente interrumpido. El segundo problema era una hueste de jinns, unos demonios que acechaban en silencio, fuera, a la espera de arrojarse sobre nosotros. Y por último, y no era lo menos importante, estaba el hecho de que el primo Samir imitaba tan bien a los jinns que muchas veces lo tomé por uno de verdad. En varias ocasiones tuve que fingir que me desmayaba realmente para que dejara de hacerse el jinn.
A veces, cuando un cuento duraba horas, nuestras madres no habían ido a buscarnos, y la casa quedaba súbitamente sumida en el silencio, suplicábamos a tía Habiba que nos permitiese pasar la noche con ella. Entonces extendía su preciosa alfombra nupcial, la que guardaba cuidadosamente doblada detrás de su baúl de cedro, la cubría con una sábana limpia y la perfumaba con agua de azahar, reservada para la ocasión. Usábamos los cojines como almohadas y, aunque no tenía suficientes para todos, no nos importaba. Compartía con nosotros su enorme y gruesa manta de lana, apagaba la luz y colocaba una gran vela en el umbral, a nuestros pies.
—Si por casualidad alguno tiene la urgencia de ir al retrete —decía—, recordad que esta alfombra es el único recuerdo que me queda de mi vida anterior como señora felizmente casada.
Así, aquellas noches maravillosas nos dormíamos escuchando la voz de nuestra tía, una voz que abría mágicas puertas de cristal que daban a praderas luminosas. Y cuando despertábamos por la mañana, la ciudad entera estaba a nuestros pies. La habitación de tía Habiba era pequeña, pero la vista desde el ventanal llegaba hasta las montañas del norte.
Ella sabía cómo hablar por la noche. Valiéndose únicamente de palabras podía ponernos en un gran barco que navegaba desde Adén hasta las Maldivas, o llevarnos a una isla en que las aves hablaban como los seres humanos. En sus palabras viajábamos hasta más allá de Sind y Hind (India), dejábamos atrás los territorios musulmanes, vivíamos peligrosamente y trabábamos amistad con cristianos y judíos, que compartían sus extraños alimentos con nosotros y nos observaban rezar nuestras plegarias, del mismo modo que nosotros los observábamos rezar las suyas. A veces llegábamos en nuestros viajes a territorios tan lejanos que no había dioses sino adoradores del sol y del fuego, pero tía Habiba los presentaba del tal manera que incluso nos parecían afables y simpáticos. Sus cuentos hacían que yo desease ser adulta para convertirme en una fabulista experta. Quería aprender el arte de hablar en la noche.
3. El harén francés
La puerta de nuestra casa era hudud, una frontera bien definida, porque hacía falta permiso para entrar y para salir. Había que justificar cada movimiento e incluso acercarse a la puerta era todo un trámite. Si una iba desde el patio, primero tenía que pasar por un corredor interminable y luego había de vérselas con Ahmed, el portero, que solía estar sentado en su regio diván, siempre con la bandeja de té al lado para invitar a quien fuera. Como el derecho de paso suponía invariablemente un proceso de negociación bastante complejo, invitaba a quien quisiera salir a sentarse junto a él en su imponente diván o frente a él, debidamente relajado en un anticuado fauteuil de France, una especie de butaca dura y sin tapizar que él mismo había elegido en una inusual visita al joutya, el mercadillo de segunda mano. Ahmed solía tener al menor de sus cinco hijos en brazos, porque cuidaba de ellos cuando su esposa Luza iba a trabajar. Luza era una cocinera excelente y aceptaba trabajos ocasionales fuera de nuestra casa cuando le pagaban bien.
La entrada de nuestra casa era una gigantesca arcada de piedra con descomunales puertas de madera tallada. Separaba el harén de las mujeres de cuanto varón extraño se paseara por la calle. (El honor y el prestigio de mi tío y de mi padre dependían de aquella separación, nos decían.) Los niños podían salir siempre que los padres les diesen permiso, pero las mujeres adultas no.
—Despertaría al amanecer —decía mi madre—, si pudiera salir a pasear por la mañana temprano, cuando las calles están desiertas. A esa hora la luz debe de ser azul, o quizá rosada, como la del crepúsculo. ¿De qué color será la mañana en las calles desiertas y silenciosas?
Nadie respondía a las preguntas de mi madre. En un harén las preguntas no se hacen necesariamente para recibir respuestas. Uno pregunta sólo para comprender qué le ocurre. La libertad de recorrer las calles a su antojo era el sueño de cada mujer. En ocasiones señaladas, tía Habiba solía relatar su cuento más celebrado; trataba de «la mujer con alas», una mujer que podía irse volando del patio cuando le venía en gana. Siempre que tía Habiba nos contaba esta historia las mujeres del patio se recogían el caftán, se lo sujetaban en el cinturón y bailaban con los brazos extendidos como si fuesen a alzar el vuelo. Mi prima Chama, que entonces tenía diecisiete años, me tuvo desconcertada durante años, porque me convenció de que todas las mujeres tenían alas invisibles y que a mí me crecerían cuando fuese mayor.
La puerta de nuestra casa nos protegía también de los extranjeros que estaban a pocos metros de distancia, en otra frontera igualmente concurrida y peligrosa: la que separaba nuestra ciudad antigua, la Medina, de la nueva ciudad francesa, la Ville Nouvelle. En ocasiones, cuando Ahmed estaba hablando con alguien o dormitaba, mis primos y yo nos escabullíamos por la puerta para echar una ojeada a los soldados franceses. Vestían uniforme azul, llevaban fusil al hombro y tenían los ojos pequeños, grises y siempre alerta. A menudo intentaban hablar con nosotros porque los adultos apenas si les dirigían la palabra, pero nos habían ordenado que nunca les contestáramos. Sabíamos que los franceses eran codiciosos y que habían recorrido un largo camino para conquistar nuestra tierra, aunque Alá ya les había dado a ellos una tierra preciosa, con ciudades bulliciosas, bosques frondosos, preciosos campos verdes y vacas mucho más grandes que las nuestras y que daban cuatro veces más leche. Pero por alguna razón a los franceses todo aquello no les bastaba.
Como nosotros vivíamos en la frontera entre la ciudad antigua y la nueva, podíamos ver lo diferente que era la Ville Nouvelle francesa de nuestra Medina. La Ville Nouvelle tenía calles grandes y rectas, iluminadas de noche por luces brillantes. (Mi padre decía que despilfarraban la energía de Alá, porque la gente no necesitaba tanta luz brillante en una ciudad segura.) También tenían coches veloces. Las calles de nuestra Medina eran estrechas, oscuras y sinuosas, tenían tantas vueltas y revueltas que los coches no podían entrar, y cuando los extranjeros se aventuraban en ellas luego no encontraban el camino de regreso. Ésta era la verdadera razón de que los franceses tuvieran que construirse una ciudad. Les daba miedo vivir en la nuestra.
En la Medina casi todo el mundo iba a pie. Mi padre y mi tío tenían mulas, pero los pobres como Ahmed sólo tenían burros, y los niños y las mujeres tenían que caminar. A los franceses les daba miedo caminar. Ellos siempre iban en coche. Cuando las cosas se ponían feas ni siquiera los soldados se atrevían a bajarse de sus coches. A los niños su miedo nos sorprendió mucho, porque nos dimos cuenta de que los adultos podían ser tan temerosos como nosotros. Y, además, aquellos adultos que tenían miedo estaban en el exterior, de modo que supuestamente eran libres. Los poderosos que habían creado la frontera también tenían miedo. La Ville Nouvelle era como su harén; tampoco ellos podían caminar libremente por nuestra Medina, igual que las mujeres. O sea que alguien podía gozar de mucho poder y aun así ser prisionero de una frontera.
No obstante, los soldados franceses, muchos de los cuales parecían extremadamente jóvenes, asustados y solitarios en sus puestos, aterrorizaban a toda la Medina. Tenían poder y podían hacernos daño.
Mi madre nos contaba que un día de enero de 1944 el rey Mohamed V, apoyado por los nacionalistas de todo Marruecos, había ido a ver al administrador colonial francés más importante, el Résident Général, para pedirle oficialmente la independencia. El Résident General se disgustó muchísimo. «¿Cómo os atrevéis vosotros los marroquíes a pedir la independencia?», debía de haber gritado; y, para castigarnos, envió a sus soldados a la Medina. Los carros blindados se abrieron paso por las calles sinuosas lo más deprisa posible. La gente se volvió hacia La Meca para rezar. Miles de hombres recitaron la breve jaculatoria que se repite una y otra vez durante horas cuando uno se enfrenta a algún desastre: «¡Ya Latif, Ya Latif, Ya Latif!» (Oh, Tú, el Misericordioso!). Ya Latif es uno de los muchos nombres que damos a Alá, y tía Habiba decía que era el más bello de todos porque describe a Alá como fuente de tierna compasión, que siente nuestra pena y puede ayudarnos. Pero los soldados franceses, que iban armados, se vieron atrapados en las estrechas calles de la Medina, rodeados por los cánticos de «Ya Latif» repetidos miles de veces, se pusieron nerviosos y perdieron el control. Abrieron fuego contra la multitud de fieles y en pocos minutos los cadáveres se amontonaban a la puerta de la mezquita, mientras los cánticos continuaban en la nave del recinto. Mi madre nos contó que cuando aquello sucedió Samir y yo teníamos apenas cuatro años, y que nadie se dio cuenta de que estábamos en la puerta mirando cómo se llevaban los cadáveres ensangrentados, todos vestidos con la chilaba blanca ceremonial.
—Tú y Samir tuvisteis pesadillas durante meses —dijo mi madre—, y cada vez que veías algo de color rojo corrías a esconderte. Tuvimos que llevarte al santuario de Moulay Idriss muchos viernes seguidos para que los jerifes (hombres santos) celebraran para ti ritos protectores, y durante un año tuvimos que poner un amuleto coránico bajo tu almohada, hasta que volviste a dormir normalmente.
Después de aquel día trágico, los franceses siempre iban a todas partes armados, mientras que mi padre tuvo que solicitar permiso a diferentes estamentos sólo para poder conservar su escopeta de caza y aun así tenía que llevarla escondida a menos que estuviera en el monte.
Todos estos sucesos me desconcertaron y hablé muchas veces de ellos con Yasmina, mi abuela materna, que vivía en una hermosa granja, rodeada de vacas y ovejas e inmensos campos floridos, unos cien kilómetros al oeste, entre Fez y el océano. Íbamos a visitarla una vez al año y yo hablaba con ella de fronteras, de temores, de diferencias y del porqué de todo ello. Yasmina sabía mucho acerca del miedo, de toda clase de miedos.
—Soy una experta en miedo, Fatema —me decía, acariciándome la frente mientras yo jugaba con sus perlas y cuentas rosadas—. Ya te explicaré las cosas cuando seas mayor. Te explicaré cómo vencer los temores.
A menudo las primeras noches que pasaba en la granja de Yasmina no podía conciliar el sueño, porque allí las fronteras no eran lo bastante definidas. Allí no había puertas cerradas sino campos llanos e inmensos donde crecían las flores y por los que vagaban pacíficamente los animales. Pero Yasmina me explicó que la granja era parte de la tierra original de Alá, que no tenía fronteras, sólo vastas extensiones sin barreras ni límites y que yo no debía tener miedo. Pero, ¿cómo podía caminar yo por el descampado sin que me atacaran?, quise saber. Y entonces Yasmina, para ayudarme a dormir, inventó un juego que me encantaba; se llamaba mshia-f-lekhla (el paseo por los campos). Me abrazaba con fuerza y yo jugaba con las cuentas de sus collares, cerraba los ojos y me imaginaba paseando por un interminable campo florido.
—Camina despacio —me decía Yasmina—, así oirás la canción de las flores. Susurran salam, salam; paz, paz.
Yo entonces repetía el canto de las flores todo lo deprisa que podía y el peligro desaparecía y me dormía. «Salam, salam», murmurábamos las flores, Yasmina y yo. Y al instante siguiente era por la mañana y yo estaba en la enorme cama de cobre de Yasmina, con las manos llenas de perlas y cuentas rosadas. Hasta mí llegaba la música de la brisa que acariciaba las hojas y de los pájaros que hablaban los unos con los otros; y sólo se veía a Rey Faruk, el pavo real, y a Thor, el rollizo pato blanco.
De las esposas del abuelo, la que Yasmina más detestaba también se llamaba Thor, aunque yo sólo podía llamarla de ese modo mentalmente. Cuando pronunciaba su nombre en voz alta, tenía que decir Lalla Thor. Lalla es el tratamiento respetuoso que damos a todas las mujeres importantes, de la misma manera que Sidi es el tratamiento de respeto que damos a los hombres importantes. De niña, yo tenía que llamar a todos los adultos importantes Lalla y Sidi, y besarles la mano a la hora del crepúsculo, cuando las luces se encendían y dábamos las msakum (buenas noches). Cada noche, Samir y yo teníamos que besar la mano a todos los presentes lo más rápidamente posible si queríamos seguir luego con nuestros juegos sin oír el desagradable comentario de que la tradición se estaba perdiendo. Lo hacíamos tan bien que conseguíamos realizar todo el ritual a una velocidad increíble, pero a veces corríamos tanto que chocábamos el uno con el otro y nos caíamos sobre el regazo de las personas importantes o incluso sobre la alfombra. Entonces, todos se echaban a reír. Mi madre reía hasta que le lloraban los ojos.
—Pobrecitos —decía—, ya están cansados de besar manos, y no han hecho más que empezar.
Pero en la granja, Lalla Thor nunca reía, como tampoco lo hacía Lalla Mani en Fez. Siempre estaba muy seria, y era extremadamente formal y correcta. Como primera esposa del abuelo Tazi, ocupaba una posición muy importante en la familia. Era muy rica y en la casa no tenía obligaciones, dos privilegios que Yasmina no aceptaba.
—Me tiene sin cuidado lo rica que sea —decía Yasmina—, tendría que trabajar como todas las demás. ¿Somos musulmanas o no? Si lo somos, todo el mundo es igual. Alá así lo dijo. Y lo mismo predicó Su profeta.
Yasmina me decía que nunca debía aceptar la desigualdad, porque no era lógica. Por eso había dado a su rollizo pato el nombre de Lalla Thor.
4. La primera coesposa de Yasmina
Lalla Thor montó en cólera cuando se enteró de que Yasmina le había puesto su nombre a un pato. Llamó al abuelo Tazi a su salón, que en realidad era una vivienda independiente, con un jardín interior, una gran fuente y un espléndido ventanal de cristal de Venecia que ocupaba toda la pared de diez metros de largo. El abuelo acudió de mala gana, caminando a grandes zancadas, con un ejemplar del Corán en la mano, como para demostrar que habían interrumpido su lectura. Vestía los pantalones blancos de algodón que solía usar, qamis blancas y farajiya de gasa blanca de algodón y sus babuchas de cuero amarillo. En la casa, sólo vestía chilaba cuando recibía visitas.
Mi abuelo tenía el físico típico de los norteños de la región del Rif, de donde era oriunda su familia. Era un hombre alto y desgarbado, de rostro anguloso, tez clara, ojos claros bastante pequeños y un aire altivo y muy distante. Los rifeños son orgullosos y poco locuaces y mi abuelo detestaba que sus esposas discutiesen o crearan cualquier clase de problemas. En una ocasión se pasó todo un año sin hablar con Yasmina y se marchaba de la habitación en que estuviese cuando ella entraba, porque había provocado dos disputas en un mes. Después de aquello, Yasmina ya no pudo permitirse más que la provocación de una riña cada tres años. En esta ocasión, se trataba del pato, y toda la granja estaba alerta.
Antes de abordar el tema, Lalla Thor ofreció té al abuelo. Luego lo amenazó con dejarlo si no cambiaban de inmediato el nombre al pato. Era la víspera de una fiesta religiosa y Lalla Thor estaba de punta en blanco: llevaba puesta su diadema y su legendario caftán, adornado con perlas y granates auténticos, para recordar a todos su condición privilegiada. Pero al parecer el abuelo encontraba bastante divertido aquel asunto, porque cuando Lalla Thor le habló del pato, sonrió. Siempre había considerado a Yasmina bastante excéntrica y en realidad había tardado mucho tiempo en acostumbrarse a algunos de sus hábitos como, por ejemplo, el de subirse a los árboles y permanecer allí durante horas. A veces Yasmina convencía incluso a otras esposas de que la acompañaran y tomaban el té sentadas en las ramas. Pero siempre la había salvado el hecho de que hacía reír al abuelo, lo cual era todo un logro, porque era un individuo bastante taciturno. En esta ocasión, atrapado en el lujoso salón de Lalla Thor, el abuelo le sugirió astutamente que se desquitara llamando Yasmina a su fea perrita:
—Eso obligará a la rebelde a cambiar el nombre al pato.
Pero Lalla Thor no estaba para bromas.
—Yasmina te tiene completamente hechizado —le gritó—. Si dejas que ahora se salga con la suya, mañana comprará un burro y lo llamará Sidi Tazi. Esta mujer no respeta las jerarquías. Es una alborotadora, como todos los del Atlas, y está promoviendo el caos en esta casa decente. O le pone otro nombre al pato, o me marcho. No entiendo la influencia que ejerce sobre ti. Si fuese guapa sería distinto, pero es tan delgada y alta. Parece una jirafa horrible.
Era verdad que Yasmina no correspondía a los criterios de belleza de su época, de los que Lalla Thor era un modelo perfecto. Lalla Thor tenía la piel muy blanca, la cara redonda como la luna llena y carnes abundantes, sobre todo en las caderas, las nalgas y el pecho. Yasmina, en cambio, tenía la tez morena y curtida de los montañeses, rostro alargado de pómulos muy altos, y poquísimo pecho. Medía casi un metro ochenta, poco menos que el abuelo, y el motivo por el cual se le daba tan bien subirse a los árboles y hacer toda clase de acrobacias era que tenía las piernas más largas que yo hubiese visto jamás. Pero sus piernas parecían palos bajo el caftán. Para ocultarlas, ella misma se había hecho unos sarwals (pantalones de harén) enormes y con muchos pliegues. Para dar cierto volumen a su cuerpo usaba el caftán corto abierto a ambos lados. Lalla Thor intentó al principio que todos se rieran del innovador atuendo de Yasmina, pero las otras esposas se apresuraron a imitar a la rebelde, porque los caftanes acortados y con aberturas permitían mayor libertad de movimiento.
Cuando el abuelo acudió a quejarse a Yasmina por el asunto del pato, ella no se mostró muy comprensiva. ¿Y qué importaba que Lalla Thor se fuera? dijo; él nunca se sentiría solo.
—¡Te quedarían todavía ocho concubinas para cuidarte!
De modo que el abuelo intentó sobornarla ofreciéndole un grueso brazalete de plata de Tiznit a cambio del cual tenía que hacer cuscús con el pato. Yasmina aceptó el brazalete y le dijo que necesitaba unos días para pensárselo. El viernes siguiente le hizo una contrapropuesta: ¡no podía matar al pato porque se llamaba Lalla Thor! Sería un mal presagio. Pero podía prometer que no volvería a llamarlo así en público. Sólo lo haría mentalmente. Me ordenaron que hiciera lo mismo, y a partir de entonces me esforcé mucho por mantener en secreto el nombre del pato.
Estaba también la historia de Rey Faruk, el pavo real de la granja. ¿A quién se le ocurriría poner a un pavo el nombre del famoso soberano de Egipto? ¿Qué hacía el faraón en la granja? Pues veréis, a Yasmina y a las otras esposas de mi abuelo no les gustaba el rey egipcio porque había amenazado con repudiar a su encantadora esposa, la princesa Farida (de quien acabó divorciándose en 1948). ¿Qué había llevado exactamente a la pareja a aquel atolladero? ¿Qué delito imperdonable había cometido la mujer? Había dado a luz tres hijas, ninguna de las cuales podía acceder al trono.
Según la ley musulmana, las mujeres no pueden gobernar un país, aunque mi abuela decía que esto era algo que ya había ocurrido hacía siglos. Con la ayuda del ejército turco, Shajarat al-Durr había accedido al trono de Egipto a la muerte de su esposo, el sultán Al-Salih. Shajarat al-Durr era una concubina, una esclava de origen turco, y había reinado cuatro meses, gobernando ni mejor ni peor que los hombres que lo habían hecho antes que ella y que lo hicieron después. Claro que no todas las mujeres musulmanas son tan astutas ni crueles como lo fue Shajarat al-Durr. Cuando su segundo esposo decidió tomar una segunda esposa, por ejemplo, Shajarat al-Durr esperó a que éste entrara en el hammam a tomar un baño que lo relajase y, entonces, se «olvidó» de abrir la puerta. Naturalmente, él murió a causa del vapor y el calor. Pero la pobre princesa Farida no era una criminal tan consumada y no sabía desenvolverse en los círculos del poder ni defender sus derechos en palacio. Era de origen humilde y un tanto débil también, razón por la cual las esposas de mi abuelo, de origen parecido, la estimaban y sufrían por sus humillaciones. Según Yasmina, para una mujer no hay nada más humillante que ser repudiada.
—¡Hale!, a la calle como un gato. ¿Te parece una forma decente de tratar a una mujer?
Además, añadió Yasmina, pese a todo lo importante y poderoso que era el rey Faruk no tenía ni idea de cómo se hacían los niños.
—Si lo supiera —dijo—, sabría que su esposa no es responsable de no tener un hijo varón. Para hacer un niño hacen falta dos.
Y yo sabía que en eso Yasmina tenía razón. Para hacer un niño los desposados se engalanaban, se ponían flores en el pelo y se acostaban juntos en una cama muy grande. La siguiente noticia, muchas mañanas después, era que había una criaturita gateando entre ellos.
En la granja se seguían los caprichos conyugales del rey Faruk por Radio El Cairo, y Yasmina se apresuró a condenarlo rotundamente.
—¿Qué clase de buen dirigente musulmán despacha a una esposa sólo por no tener un hijo varón? El Corán dice que sólo Alá es responsable del sexo de los niños. ¡En un Egipto musulmán justamente gobernado, derrocarían al rey Faruk! ¡Pobre princesa Farida! ¡Sacrificada por simple ignorancia y vanidad! Los egipcios deberían repudiar a su rey.
Y así es como el pavo real de la granja llegó a llamarse Rey Faruk. Pero si bien a Yasmina le resultaba fácil condenar a los reyes, tratar con una poderosa coesposa era harina de otro costal, incluso después de haberse salido con la suya en lo de poner al pato el nombre de su rival.
Lalla Thor era poderosa, y de las esposas del abuelo Tazi era la única que provenía de una familia aristocrática y de ciudad. Su apellido también era Tazi, ya que ella y el abuelo eran primos, y había aportado como dote una diadema de esmeraldas, zafiros y perlas grises, que el abuelo guardaba en su gran caja fuerte, en el rincón de la derecha del salón de los hombres. Pero esto no impresionaba en absoluto a Yasmina, que era de origen rural humilde, como las demás esposas del abuelo.
—No creo que nadie sea superior por tener una diadema —decía—. Además, pese a ser tan rica, sigue atascada en un harén como yo.
Pregunté a Yasmina qué significaba eso de estar atascada en un harén, y me dio varias respuestas diferentes, que por supuesto no hicieron más que confundirme.
Me dijo que a veces estar atascada en un harén significaba sencillamente que una mujer había perdido la libertad de movimiento. Otras veces, me dijo, el harén significaba desventura, porque una mujer se veía obligada a compartir su marido con muchas otras. Ella, por ejemplo, tenía que compartir al abuelo con otras ocho esposas, lo cual significaba que tenía que dormir sola ocho noches hasta que por fin podía abrazarlo y acurrucarse a su lado.
—Y abrazar y estrechar a tu marido es maravilloso —decía—. Me alegra mucho saber que las muchachas de tu generación no tendrán que compartir al marido.
Los nacionalistas, que luchaban contra los franceses, habían prometido crear un nuevo Marruecos, en el que habría igualdad para todos. Las mujeres tendrían el mismo derecho a la educación que los hombres y también tendrían derecho a disfrutar de la monogamia, es decir, una relación exclusiva y privilegiada con sus maridos. En realidad, muchos dirigentes nacionalistas y sus seguidores de Fez ya tenían una sola esposa y despreciaban a aquellos que tenían muchas. Mi padre y mi tío, que abrazaban las ideas nacionalistas, tenían una sola esposa cada uno.
Los nacionalistas también se oponían a la esclavitud. Según Yasmina, la esclavitud había sido corriente en Marruecos a principios de siglo, incluso después de que los franceses la declararan ilegal, y muchas de sus coesposas habían sido compradas en mercados de esclavos. (Yasmina consideraba también que todos los seres humanos eran iguales, sin que importara el dinero que tuviesen, su origen, el lugar que ocuparan en la jerarquía, ni cuáles fueran su idioma y su religión. Si se tenía dos ojos, una nariz, dos piernas y dos manos, entonces uno era igual que todos los demás. Yo le recordé que si considerábamos las patas delanteras de un perro como manos, entonces sería también nuestro igual, a lo que ella se apresuró a contestar: «¡Pues claro! Los animales son como nosotros; sólo les falta hablar».)
Algunas coesposas de Yasmina que habían sido esclavas procedían de países extranjeros como Sudán, pero otras habían sido arrancadas a sus padres en el mismo Marruecos, durante el caos que siguió a la llegada de los franceses en 1912. Yasmina solía decir que las mujeres siempre pagan un precio elevado cuando el Makhzen, el Estado, no expresa la voluntad del pueblo, porque entonces se imponen la inseguridad y la violencia. Que fue exactamente lo que ocurrió entonces. El Makhzen y sus funcionarios, incapaces de hacer frente a los ejércitos franceses, habían firmado un tratado que concedía a Francia el derecho a gobernar Marruecos como protectorado; pero el pueblo se había negado a rendirse. La resistencia surgió en las montañas y los desiertos y la guerra civil se fraguó lentamente.
—Había héroes —decía Yasmina— pero también había criminales armados por todas partes. Los primeros luchaban contra los franceses, en tanto que los segundos robaban a la gente. En el sur, junto al Sáhara, había héroes como Al-Hiba, y después su hermano, que resistieron hasta 1934. En mi región, el Atlas, el orgulloso Moha ou Hamou Zayani mantuvo a raya al ejército francés hasta 1920. En el norte, el príncipe de los guerreros, Abdelkrim, derrotó a los franceses, y a los españoles, hasta que unos y otros se confabularon contra él y lo derrotaron en 1926. Pero también, durante toda esta confusión, en las montañas los pobres padres veían cómo sus hijas pequeñas les eran arrebatadas de las manos para ser vendidas en las grandes ciudades a los hombres ricos. Se trataba de una práctica habitual. Tu abuelo era un hombre bueno, pero compró esclavas. En aquel entonces era normal hacerlo. Ahora tu abuelo ha cambiado y apoya los ideales nacionalistas como casi todos los notables de las grandes ciudades, y esto incluye el respeto al individuo, la monogamia, la abolición de la esclavitud y todo lo demás. Pero, por extraño que parezca, las esposas de tu abuelo nos sentimos más unidas que nunca, aunque las que fueron esclavas han intentado localizar a sus familias originales y ponerse en contacto con ellas. Nos sentimos como hermanas; nuestra verdadera familia es la que hemos formado en torno a tu abuelo. Podría concebir incluso cambiar de opinión respecto de Lalla Thor si alguna vez dejara de mirarnos a todas por encima del hombro porque no tenemos diademas.
Llamar al pato Lalla Thor era la forma en que Yasmina participaba en la creación del Marruecos nuevo, hermoso, el Marruecos que yo, su nietecita, heredaría.
—Marruecos ha cambiado rápidamente —decía a menudo— y seguirá haciéndolo.
Esa predicción me hacía muy feliz. Yo crecería en un reino maravilloso en que las mujeres tendrían derechos, incluida la libertad de abrazar a sus maridos todas las noches. Pero aunque Yasmina lamentaba tener que esperar ocho noches para yacer junto a su esposo, añadía que no debía quejarse demasiado porque las esposas de Harun al-Rasid, el califa abasí de Bagdad, habían tenido que esperar novecientas noventa y nueve noches, porque él tenía mil jaryas, o esclavas.
—Esperar ocho noches no es lo mismo que esperar novecientas noventa y nueve —decía Yasmina—. ¡Que son casi tres años! O sea que las cosas van mejorando. Pronto serán un hombre y una mujer. Ven, vamos a dar de comer a las aves. Luego tendremos tiempo de sobra para seguir hablando de los harenes.
Y entonces corríamos al huerto a dar de comer a las aves.
5. Chama y el califa
«¿Qué es exactamente un harén?» Ésta no era una pregunta que los adultos contestaran voluntariamente. Pero los adultos siempre insistían en que los niños utilizasen las palabras precisas. Decían que cada palabra tiene un significado concreto y debía utilizarse sólo para ese significado específico y para ningún otro. Pero si hubiera tenido ocasión, yo habría utilizado diferentes palabras para el harén de Yasmina y para el nuestro, por lo distintos que eran. El harén de Yasmina era una granja abierta sin muros altos visibles. El nuestro de Fez era como una fortaleza. Yasmina y sus coesposas montaban a caballo, nadaban en el río, pescaban y guisaban el pescado al aire libre. Mi madre no podía salir de casa sin pedir múltiples permisos; e incluso entonces, todo lo que podía hacer era visitar el santuario de Moulay Idriss, el santo patrón de la ciudad, a su hermano que vivía en la misma calle, o asistir a una fiesta religiosa. Y la pobre siempre tenía que ir acompañada por otras mujeres de la casa y por uno de mis primos jóvenes. Por todo ello, me parecía absurdo utilizar la misma palabra para la situación de Yasmina y la de mi madre.
Pero siempre que intentaba averiguar más sobre la palabra «harén», se producían encarnizadas discusiones. No había más que pronunciar la palabra y empezaban a correr los comentarios mordaces. Samir y yo hablamos de este tema y llegamos a la conclusión de que si las palabras en general eran peligrosas, «harén» en concreto era explosiva. Cuando alguien quería iniciar una guerra en el patio, no tenía más que preparar el té, invitar a unas cuantas personas a sentarse, pronunciar la palabra «harén» y esperar media hora o así. Entonces las señoras elegantes, serenas, ataviadas con preciosos caftanes de seda bordados y zapatillas tachonadas de perlas, se convertían súbitamente en furias vociferantes. Por esta razón, Samir y yo decidimos que, como niños, teníamos la obligación de proteger a los adultos. Manejaríamos la palabra «harén» con prudencia y nos informaríamos mediante la observación y la discreción.
Un grupo de adultos decía que el harén era bueno y el otro grupo decía que era malo. La abuela Lalla Mani y la madre de Chama, Lalla Radia, pertenecían al grupo que estaba a favor del harén; mi madre, Chama y tía Habiba pertenecían al grupo que estaba en contra del harén. La abuela Lalla Mani solía iniciar la discusión diciendo que si las mujeres no estuvieran separadas de los hombres, la sociedad se paralizaría y nadie haría el trabajo.
—Si las mujeres anduvieran libremente por las calles, los hombres dejarían de trabajar porque desearían divertirse —decía ella. Y añadía que, por desgracia, la diversión no ayudaba a una sociedad a producir los alimentos y los artículos necesarios para sobrevivir. Por lo cual, si había que evitar el hambre, las mujeres debían quedarse en el hogar, que era su sitio.
Samir y yo celebramos después una larga conferencia sobre la palabra «diversión» y decidimos que, cuando la utilizaban los adultos, se refería a la sexualidad. Pero como queríamos estar absolutamente seguros al respecto, planteamos el tema a la prima Malika, quien nos confirmó que estábamos en lo cierto. Entonces le preguntamos, procurando ponernos a la altura de las circunstancias:
—¿Qué es en tu opinión la sexualidad?
No es que no lo supiéramos, sólo queríamos asegurarnos. Pero Malika, que creía que no sabíamos nada, se echó las trenzas hacia atrás solemnemente, se sentó en un diván, se puso un cojín en el regazo como hacen los adultos cuando reflexionan y dijo lentamente:
—La noche de bodas, cuando todos se van a dormir, el novio y la novia se quedan solos en su dormitorio. El novio le pide a la novia que se siente en la cama, se cogen las manos y él intenta hacer que ella lo mire directamente a los ojos. Pero la novia se resiste, mantiene la vista baja. Eso es muy importante. La novia no se atreve y está asustada. El novio recita un poema. La novia escucha con la mirada fija en el suelo y, por último, sonríe. Él entonces la besa en la frente. Ella sigue con la mirada baja. Él le ofrece una taza de té. Ella lo bebe lentamente. Él retira la taza, se sienta al lado y la besa.
Malika, que manipulaba descaradamente nuestra curiosidad, decidió interrumpirse en el beso, sabiendo que Samir y yo nos moríamos por saber dónde besaba exactamente el novio a la novia. Besar en la frente, la mejilla y la mano no era nada insólito, pero el beso en los labios era otra historia. Sin embargo, decidimos dar una lección a Malika y en lugar de demostrar curiosidad, Samir y yo nos pusimos a cuchichear entre nosotros, ignorándola por completo. Tía Habiba nos había explicado hacía poco que demostrar tal indiferencia por el orador era un medio perfecto para que los débiles se hicieran con el poder.
—Hablar mientras otros escuchan —había dicho— es, en verdad, la expresión misma del poder. Pero incluso el oyente en apariencia sumiso y silencioso tiene un papel sumamente estratégico, el de audiencia. ¿Y si el orador poderoso se queda sin audiencia?
Efectivamente, Malika reanudó de inmediato su disertación sobre lo que ocurre la noche de bodas.
—El novio besa a la novia en los labios. Luego, se acuestan juntos en una cama grande sin que nadie mire.
No hicimos más preguntas. Todo lo demás ya lo sabíamos. El hombre y la mujer se desnudan, cierran los ojos y pocos meses después llega el niño.
El harén impide que los hombres y las mujeres se vean, de modo que cada cual cumple con sus deberes. Tía Habiba echaba chispas cada vez que Lalla Mani alababa la vida del harén; se notaba por la forma en que se acomodaba el tocado, aunque no se estuviese deshaciendo. Pero como estaba divorciada no podía llevar la contraria abiertamente a Lalla Mani, sino que tenía que mascullar sus objeciones en voz baja y dejar que mi madre y Chama protestaran. Sólo quienes tenían poder podían corregir a los demás abiertamente y llevarles la contraria. Una mujer divorciada no tenía verdadero hogar y debía pagar su presencia procurando pasar inadvertida. Tía Habiba nunca llevaba ropa de colores vivos, por ejemplo, aunque a veces manifestaba el deseo de ponerse de nuevo su farajiya roja. Pero nunca lo hizo. Casi siempre vestía de gris desvaído o beige, y el único maquillaje que utilizaba era un poco de kohl alrededor de los ojos.
—Los débiles tienen que ser bastante disciplinados para evitar la humillación —decía—. Nunca debes dejar que otros te recuerden el lugar que ocupas. Podrás ser pobre, pero la elegancia está al alcance de cualquiera.
Mi madre solía iniciar el ataque a las opiniones de Lalla Mani sentándose sobre las piernas en el diván, con la espalda erguida y un cojín en el regazo. Cruzaba los brazos y miraba a Lalla Mani a los ojos.
—Los franceses no encierran a sus esposas detrás de muros, querida suegra —decía—. Permiten que corran a su aire por el zoco y todos se divierten; y aun así nadie deja de trabajar. En realidad, trabajan tanto que pueden permitirse equipar grandes ejércitos y venir aquí a disparar contra nosotros.
Entonces, sin dar tiempo a Lalla Mani a cobrar fuerzas para contraatacar, Chama exponía su teoría sobre cómo había empezado a funcionar el primer harén. Entonces sí que se ponían mal las cosas, porque tanto Lalla Maní como la madre de Chama empezaban a gritar que aquello era un insulto a nuestros antepasados, una burla a nuestras tradiciones sagradas.
La teoría de Chama era realmente muy interesante, y a Samir y a mí nos encantaba. Hace muchísimo tiempo, sostenía ella, los hombres luchaban continuamente entre sí. Había mucho derramamiento inútil de sangre, de modo que un día decidieron nombrar un sultán que organizara las cosas, que ejerciese la sulta, o autoridad, y dijera a los demás qué tenían que hacer. Todos tendrían que obedecerle. «¿Pero cómo decidiremos quién de nosotros será el sultán?», se preguntaron los hombres cuando se reunieron a considerar este problema. Reflexionaron hasta que a uno de ellos se le ocurrió una idea: «El sultán ha de tener algo que los demás no tengan», dijo. Reflexionaron un poco más, hasta que a otro hombre se le ocurrió otra idea: «Deberíamos organizar una competición para capturar mujeres —propuso—, y aquel que consiga más será nombrado sultán».
Los hombres decidieron que era una idea excelente. «Cuando echemos a correr todos por el bosque para cazar mujeres, nos dispersaremos. Necesitamos una forma de inmovilizar a las mujeres una vez atrapadas, para poder contarlas y decidir quién es el vencedor.» Y así surgió la idea de hacer casas. Hacían falta casas con puertas y cerraduras para encerrar a las mujeres. Samir dijo entonces que habría sido más fácil atar a las mujeres a los árboles, puesto que tenían las trenzas tan largas; pero Chama replicó que antiguamente las mujeres eran muy fuertes, porque corrían por el bosque igual que los hombres, y que si atabas a dos o tres mujeres a un árbol, podían arrancarlo. Además, hacía falta mucho tiempo y mucha energía para atar a las mujeres fuertes, que podían arañar la cara a su captor o darle a éste una patada en cierto lugar innombrable. Era mucho más fácil alzar muros y meterlas dentro. Y eso fue lo que los hombres hicieron.
Se organizó la competición en todo el mundo y los bizantinos ganaron la primera vuelta. Los bizantinos, que eran los más detestables de todos los romanos, vivían cerca de los árabes en el Mediterráneo oriental, donde jamás desaprovechaban la ocasión de humillar a sus vecinos. El emperador de los bizantinos conquistó el mundo, capturó gran número de mujeres y las metió en su harén para demostrar que era el jefe. Oriente y Occidente se sometieron a él. Oriente y Occidente lo temían. Pero transcurrieron los siglos y los árabes comenzaron a aprender el modo de conquistar territorios y cazar mujeres. Se hicieron expertos en ello y soñaban con conquistar a los bizantinos. Finalmente, el califa Harun al-Rasid tuvo ese privilegio. Derrotó al emperador romano en el año 181 del calendario musulmán (798 del gregoriano) y siguió conquistando otras regiones del mundo. Y cuando ya había reunido mil jaryas en su harén, construyó un gran palacio en Bagdad y las instaló allí, para que nadie dudara de que él era el sultán. Los árabes se convirtieron en los sultanes del mundo y reunieron más mujeres. El califa Al-Mutawakil encerró cuatro mil. Al-Muqtadir consiguió recluir once mil. El mundo estaba impresionado; los árabes daban las órdenes, los romanos las acataban.
Pero mientras los árabes estaban ocupados en encerrar a las mujeres, los romanos y los demás cristianos se reunieron y decidieron cambiar las reglas del juego del poder en el Mediterráneo. Declararon que ya no era importante la reclusión de las mujeres. A partir de ese momento el sultán sería aquel que pudiese construir las armas y las máquinas más potentes, incluidas armas de fuego y grandes naves. Pero los romanos y los demás cristianos decidieron no explicar el cambio a los árabes; lo guardarían en secreto para pillarlos por sorpresa. De modo que los árabes se durmieron creyendo que conocían las reglas del juego del poder.
En este punto Chama se interrumpía, se ponía de pie de un salto y comenzaba a representar la historia para Samir y para mí, ignorando casi por completo a Lalla Mani y a Lalla Radia, que protestaban enérgicamente. Tía Habiba, entretanto, fruncía los labios para disimular la risa. Chama entonces se alzaba la qamis de encaje blanco para poder saltar al diván vacío. Se echaba como si fuera a dormir, hundía la cabeza en uno de los grandes cojines, se tapaba el rostro con el rebelde cabello rojizo, y declaraba:
—Los árabes están durmiendo.
Cerraba los ojos y se ponía a roncar, para acto seguido incorporarse y mirar alrededor como si acabase de despertar de un sueño profundísimo; clavaba la mirada en Samir y en mí como si nunca nos hubiera visto.
—Finalmente, hace unas semanas, los árabes despertaron —decía—. Los huesos de Harun al-Rasid son polvo y el polvo se ha mezclado con la lluvia. La lluvia corre hacia el río Tigris y luego hacia el mar, donde todas las cosas grandes se hacen minúsculas y desaparecen en las olas embravecidas. Un rey francés gobierna ahora nuestra región del mundo. Su título es Président de la République Française. Tiene en París un palacio enorme llamado el Élysée ¡y tiene, oh sorpresa, una sola esposa! Ni un solo harén a la vista. Y esa única esposa se pasa el tiempo recorriendo las calles con una falda corta y un gran escote. Todos pueden mirarle el trasero y el pecho, pero a nadie se le ocurre pensar ni por un instante que el presidente de la república francesa no es el hombre más poderoso del país. El poder de los hombres ya no se mide por el número de mujeres que pueden encerrar. ¡Pero esto es noticia en la Medina de Fez porque los relojes siguen parados en la época de Harun al-Rasid!
Chama saltaba entonces otra vez al diván, cerraba los ojos y volvía a esconder la cara en el cojín de seda estampada de flores. Silencio. Era una actriz excelente y a Samir y a mí nos encantaba su historia. Yo siempre la observaba atentamente para aprender a expresar los movimientos. Había que utilizar las palabras y gesticular al mismo tiempo. Pero a los demás la historia de Chama no parecía entusiasmarlos tanto. Su propia madre, Lalla Radia, se horrorizaba primero y luego se indignaba, sobre todo cuando mencionaba al califa Harun al-Rasid. Lalla Radia era una mujer culta que leía libros de historia, algo que había aprendido de su padre, que era toda una autoridad religiosa en Rabat. No le gustaba que la gente tomase a broma a los califas en general y a Harun al-Rasid en particular.
—¡Oh, Alá! —exclamaba—. Perdona a mi hija, que una vez más ataca a los califas y confunde a los niños. Dos pecados igualmente monstruosos. Qué idea tan distorsionada de sus antepasados tendrán los pobrecitos si Chama sigue con esto.
Lalla Radia nos pedía entonces a Samir y a mí que nos sentáramos a su lado para explicarnos la versión correcta de la historia y hacernos amar al califa Harun.
—Él fue el príncipe de los califas —decía—. Él conquistó Bizancio e hizo ondear la bandera musulmana en las capitales cristianas.
Insistía también en que su hija estaba completamente equivocada en cuanto a los harenes. Los harenes eran maravillosos. Todos los hombres respetables se ocupaban de que sus mujeres no tuvieran que salir a la calle, siempre tan peligrosa e insegura. Les procuraban palacios preciosos con suelos de mármol y fuentes, buenos alimentos, vestidos bonitos y joyas. ¿Qué más necesitaba una mujer para ser feliz? Sólo las mujeres pobres como Luza, la esposa de Ahmed, el portero, necesitaban salir a trabajar y ganarse la vida. Las mujeres privilegiadas se ahorraban ese trauma.
A menudo Samir y yo nos sentíamos abrumados con todas esas opiniones contradictorias y procurábamos ordenar un poco la información. Los adultos eran muy desordenados. El harén tenía que ver con los hombres y con las mujeres, eso era evidente. También tenía que ver con una casa, muros, y la calle, eso también era evidente. Todo eso era bastante elemental y fácilmente comprobable: uno levanta cuatro paredes rodeadas de calles y tiene una casa. Luego encierra en la casa a las mujeres y deja salir a los hombres y obtiene un harén. Pero, ¿qué ocurriría, me atreví a preguntar a Samir, si pusiéramos a los hombres en la casa y dejáramos salir a las mujeres? Samir respondió que estaba complicando las cosas justo cuando empezábamos a entender algo. Así que acepté encerrar otra vez a las mujeres y sacar a los hombres, y seguimos con nuestra investigación. El problema era que los muros y todo lo demás servían para explicar nuestro harén de Fez, pero no servían en absoluto para echar luz sobre el harén de la granja.
6. El caballo de Tamou
El harén de la granja ocupaba un enorme edificio de una sola planta en forma de T, rodeado de huertos y estanques. El ala derecha de la casa pertenecía a las mujeres; la izquierda, a los hombres; y una delicada celosía de bambú de dos metros de altura marcaba la hudud, la frontera, entre ambas. Las dos partes de la casa eran, en realidad, dos edificios similares construidos espalda contra espalda, con fachadas simétricas y galerías con arcadas que mantenían frescos los salones y las habitaciones más pequeñas incluso cuando afuera hacía calor. Las galerías eran perfectas para jugar al escondite y los niños de la granja eran mucho más atrevidos que los de Fez. Se subían a las columnas descalzos y se arrojaban de lo alto como acróbatas. No tenían miedo de las ranas, las lagartijas y los pequeños animales voladores que parecían saltar continuamente sobre uno apenas cruzaba los corredores. Los suelos eran de baldosas blancas y negras y las columnas estaban revestidas de una extraña combinación de mosaico amarillo y dorado oscuro que al abuelo le encantaba y que nunca he visto en ningún otro sitio. Los huertos estaban rodeados de altas verjas de hierro forjado con puertas arqueadas que siempre parecían cerradas; pero sólo con empujarlas se podía salir al campo. El huerto de los hombres tenía algunos árboles y muchos arbustos de flores bien cuidados, pero el de las mujeres era otro cantar. Estaba lleno de árboles extraños, plantas curiosas y animales de todo tipo, porque cada esposa reclamaba una parcela propia que convertía en su huerto personal, donde cuidaba hortalizas, gallinas, patos y pavos reales. No se podía dar un paseo por el huerto de las mujeres sin invadir el territorio de alguien, y los animales comenzaban a seguir al extraño incluso bajo las arcadas, armando un gran alboroto que contrastaba con el silencio monacal del huerto de los hombres.
Aparte del edificio principal de la granja, se alzaban pabellones dispersos. A la derecha sólo había uno, el de Yasmina. Ella había insistido en que fuera así, pues, según le había explicado al abuelo, tenía que estar lo más lejos posible de Lalla Thor. Lalla Thor, por su parte, tenía su propio palacio independiente en el edificio principal con espejos de pared a pared y madera tallada policromada en los techos, los marcos de los espejos y los candelabros. El pabellón de Yasmina era una habitación grande, muy sencilla, sin lujos, pero a ella no le preocupaban esas cosas, siempre que no tuviera que acercarse al edificio principal y dispusiera de espacio suficiente para experimentar con árboles y flores y criar toda clase de patos y pavos reales. El pabellón de Yasmina también tenía una segunda planta, que se había construido para Tamou cuando escapó de la guerra de las montañas del Rif. Yasmina había cuidado a Tamou cuando cayó enferma y se habían hecho muy amigas.
Tamou llegó a la granja en 1926, tras la derrota de Abdelkrim por los ejércitos españoles y franceses unidos. Apareció una madrugada, en el horizonte de la achatada meseta de Garb; montaba un caballo de silla español y vestía una capa blanca de hombre y un tocado de mujer para que los soldados no dispararan contra ella. A todas las esposas de mi abuelo les gustaba describir su llegada a la granja, que era tan interesante como los cuentos de las mil y una noches, o incluso más, porque Tamou estaba allí para escuchar, sonreír y ser la estrella. La mañana en que llegó llevaba gruesos brazaletes bereberes de plata con puntas sobresalientes, la clase de brazaletes que uno podía usar para defenderse si fuera necesario. También llevaba una daga o janchar colgada a la cadera derecha y un auténtico fusil español escondido en la silla, debajo de la capa. Tenía un rostro triangular, con un tatuaje verde en el afilado mentón, ojos negros y penetrantes que miraban sin pestañear y una larga trenza cobriza que le colgaba sobre el hombro izquierdo. Se detuvo a pocos metros de la granja y preguntó por el dueño de la casa.
Aquella mañana nadie lo sabía, pero la vida en la granja nunca volvería a ser igual. Porque Tamou era rifeña y heroína de guerra. Todo Marruecos admiraba al pueblo del Rif, los únicos que habían seguido luchando contra los extranjeros mucho tiempo después de que el resto del país se rindiera; y allí estaba aquella mujer, vestida como un guerrero, cruzando la frontera 'Arbaoua para entrar en la zona francesa, completamente sola en busca de ayuda. Y como era una heroína de guerra, no se le aplicaban determinadas normas. Incluso se comportaba como si ignorara la tradición.
Es probable que mi abuelo se enamorase de Tamou nada más verla, pero las circunstancias de su encuentro fueron tan complejas que no se dio cuenta de ello hasta que transcurrieron varios meses. Tamou había ido a la granja con una misión. Los suyos habían caído en una emboscada de la guerrilla en la zona española y tenía que llevarles ayuda. De modo que mi abuelo le dio la ayuda que necesitaba, firmando primero un rápido contrato de matrimonio que justificaba su presencia en la granja por si aparecía la policía francesa a buscarla. Luego Tamou le pidió que la ayudara a llevar alimentos y medicinas a su pueblo. Había muchos heridos y tras la derrota de Abdelkrim cada aldea tenía que arreglarse por su cuenta. El abuelo le dio las provisiones y Tamou se fue de noche con dos carros que bajaron, lentamente y sin luces, por el borde de la carretera. Delante, montados en sendos burros, iban dos campesinos de la granja, que se hacían pasar por vendedores y hacían señales a los carros con linternas.
Unos días después Tamou regresó a la granja en uno de los carros, llevando tres cadáveres cubiertos con hortalizas. Eran los cuerpos de su esposo y sus dos hijos pequeños, un niño y una niña. Mientras los descargaban, ella se mantuvo a distancia, en silencio. Luego, las esposas del abuelo sacaron un taburete para que se sentar y se quedó allí mirando mientras los hombres cavaban las fosas, colocaban en ellas los cadáveres y los cubrían con tierra. Tamou no lloró. Luego, los hombres plantaron flores para disimular las tumbas. Cuando los hombres terminaron, Tamou no podía aguantarse en pie y el abuelo llamó a Yasmina, que la tomó del brazo, la llevó a su pabellón y la acostó allí. Tamou pasó muchos meses sin hablar y todos creían que había perdido la capacidad de hacerlo.
Pero gritaba regularmente en sueños, enfrentándose a agresores invisibles en sus pesadillas. Apenas cerraba los ojos la asaltaban visiones de la guerra; entonces se ponía de pie de un salto o se hincaba de rodillas, suplicando misericordia en español. Necesitaba que la ayudasen a superar el dolor sin hacerle preguntas impertinentes ni revelar nada a los soldados españoles ni franceses que, al parecer, estaban haciendo indagaciones al otro lado del río. Yasmina era la persona indicada para hacerlo, y cuidó a Tamou en su pabellón durante meses, hasta que se recuperó. Luego, una hermosa mañana, vieron a Tamou acariciar a un gato y ponerse una flor en el cabello; y aquella misma noche, Yasmina organizó una fiesta para ella. Las esposas se reunieron en el pabellón de Yasmina y cantaron para que Tamou se sintiese en casa. Aquella noche sonrió varias veces y luego preguntó por un caballo que quería montar al día siguiente.
Todo en la granja cambió con la sola presencia de Tamou. Su cuerpo minúsculo parecía reflejar las mismas convulsiones violentas que desgarraban su país, y solía dominarla el incontenible deseo de montar caballos veloces y realizar acrobacias. Era su forma de combatir el dolor y encontrar un efímero significado a la vida. En vez de sentirse celosas de ella, Yasmina y las otras esposas de mi abuelo la admiraban porque, entre otras cosas, tenía muchos saberes de los que las mujeres normalmente carecían. Cuando Tamou se recuperó y volvió a hablar, descubrieron que sabía disparar un fusil, hablar español con fluidez, dar grandes saltos en el aire, dar vueltas de campana sin marearse e incluso injuriar en muchos idiomas. Nacida en una región montañosa por la que pasaban continuamente ejércitos extranjeros, había llegado a confundir la vida con la lucha y relajarse con correr. Su presencia en la granja, con los tatuajes, la daga, los brazaletes defensivos y las continuas cabalgatas, enseñó a las otras mujeres que había muchas formas de ser bella. Luchar, injuriar e ignorar la tradición podían hacer irresistible a una mujer. Desde el momento mismo en que apareció Tamou se convirtió en una leyenda. Hizo que la gente de la granja tomara conciencia de su propia fuerza interior y de su capacidad para afrontar cualquier destino.
Cuando Tamou cayó enferma, el abuelo se presentó cada día en el pabellón de Yasmina para interesarse por su salud. Pero cuando mejoró y pidió un caballo, él se puso muy nervioso, porque temía que se marchara. Aunque le emocionaba lo hermosa que se veía (otra vez desafiante y llena de vitalidad, con su trenza cobriza, sus penetrantes ojos negros y la barbilla con el tatuaje verde), no estaba seguro de los sentimientos que podía albergar hacia él. En realidad, no era su esposa. Su matrimonio sólo había sido un acuerdo legal, y al fin y al cabo ella era una guerrera que en cualquier momento podía alejarse cabalgando hacia el Norte y perderse en el horizonte. De modo que el abuelo pidió a Yasmina que diera un paseo con él por el campo y le explicó sus temores. Yasmina también se puso muy nerviosa, porque admiraba mucho a Tamou y no soportaba la idea de que se fuera. Así que propuso al abuelo que preguntara a Tamou si quería pasar la noche con él.
—Si dice que sí —razonó Yasmina—, es que no tiene intención de marcharse. Si dice que no, se irá.
El abuelo volvió al pabellón y habló con Tamou a solas mientras Yasmina esperaba fuera. Cuando por fin salió, Yasmina supo por su sonrisa que Tamou había aceptado la propuesta de que fuese su esposa. Meses después, el abuelo construyó un pabellón nuevo para Tamou encima del de Yasmina y, a partir de entonces, su casa de dos plantas separada del edificio principal se convirtió en el centro oficial de las carreras de caballos de Tamou y de la solidaridad femenina.
Una de las primeras cosas que hicieron Yasmina y Tamou en cuanto estuvo acabado el segundo pabellón, fue plantar un plátano para que Yaya, la coesposa negra extranjera, se sintiese en casa. Yaya, la más tranquila de todas las esposas de mi abuelo, era una mujer alta y desgarbada, que parecía muy frágil en su caftán amarillo. Tenía el rostro de huesos menudos, la mirada lánguida, y se cambiaba de turbante según su estado de ánimo, aunque su color preferido era el amarillo. («Como el sol. Te ilumina.») Yaya era propensa a los catarros, hablaba árabe con acento y no frecuentaba la compañía de las otras esposas, por lo que se quedaba tranquilamente en su habitación. Parecía tan frágil que, al poco tiempo de su llegada, las otras esposas decidieron repartirse el trabajo que a ella le correspondía. A cambio de esto, Yaya prometió contarles una vez por semana un cuento sobre la vida en su aldea natal, que quedaba muy al sur, en el Sudán, la tierra de los negros, donde no crecían naranjos ni limoneros pero abundaban los cocoteros y los plátanos. Yaya no recordaba el nombre de su aldea, pero eso no le impidió convertirse en la narradora oficial del harén, como tía Habiba lo era en el de Fez. El abuelo la ayudaba a reponer su suministro de cuentos leyéndole en voz alta pasajes de libros de historia sobre la región del Sudán, los reinos de Songay y Ghana, las puertas doradas de Tombuctú y todos los prodigios de las selvas del sur que ocultan el sol. Yaya decía que los blancos eran vulgares (se encontraban en todas partes en los cuatro rincones del universo), pero los negros eran una raza especial porque sólo existían en el Sudán y en las tierras vecinas, al sur del desierto del Sáhara.
La noche que Yaya contaba el cuento, todas las esposas se reunían en su habitación y servían té mientras ella hablaba de su patria prodigiosa. Al cabo de unos años, las demás esposas conocían la vida de Yaya tan al detalle que podían ayudarla cuando vacilaba o empezaba a dudar de la fidelidad de su memoria. Y un día, después de oírla describir su aldea, Tamou le dijo:
—Si todo lo que necesitas para sentirte en casa es un plátano, plantaremos uno para ti aquí mismo.
Al principio, por supuesto, nadie creía que pudieran darse los plátanos en Garb, donde soplan los vientos del norte que vienen de España y llegan los nubarrones del océano Atlántico. Pero lo más difícil fue encontrar la planta. Tamou y Yasmina no se cansaron de explicar cómo eran los plátanos a todos los comerciantes nómadas que pasaban en sus burros, hasta que finalmente uno les llevó un plátano de la región de Marrakech. Yaya se emocionó tanto al verlo que lo cuidaba como si fuera un niño, y cuando soplaba un viento frío corría a cubrirlo con un gran paño blanco. Años después, cuando el plátano dio los primeros frutos, las coesposas organizaron una fiesta y Yaya se puso tres caftanes amarillos, se adornó el turbante con flores y se alejó bailando hacia el río, embriagada de dicha.
Lo que podían hacer las mujeres en la granja realmente no tenía límites. Podían cultivar plantas exóticas, montar a caballo y entrar y salir libremente, o al menos eso parecía. En comparación, nuestro harén de Fez era una cárcel. Yasmina decía incluso que lo peor que podía pasarle a una mujer era que la separasen de la naturaleza.
—La naturaleza es la mejor amiga de una mujer —decía a menudo—. Si tienes problemas, nada en el estanque, tiéndete en un prado o contempla las estrellas. Así cura una mujer sus miedos.
7. El harén interior
Nuestro harén de Fez estaba rodeado de altos muros y, aparte del cuadrado de cielo que se veía desde el patio, la naturaleza no existía. Claro que si se subía como una flecha a la terraza, podía verse que el cielo era más grande que la casa, más grande que todo; pero desde el patio, la naturaleza parecía insignificante. Había sido sustituida por los motivos geométricos y florales de los azulejos, la carpintería y el estuco. Las únicas flores de impresionante belleza que había en la casa eran las de los coloridos brocados que cubrían los asientos y las de los cortinajes de seda bordada que protegían puertas y ventanas. Por ejemplo, si alguien quería evadirse de aquella geometría, era imposible que abriese la contraventana para mirar fuera. Todas las ventanas se abrían hacia el patio. Ninguna daba a la calle.
Una vez al año, en primavera, hacíamos una nzaha o excursión a la granja de mi tío en Oued Fez, a diez kilómetros de la ciudad. Los adultos importantes iban en coches, mientras que los niños, las tías divorciadas y demás parientes lo hacíamos en dos grandes carros alquilados para la ocasión. Tía Habiba y Chama llevaban siempre panderetas y organizaban tal alboroto en el camino que sacaban de quicio al conductor.
—Si no paran ustedes, señoras —solía exclamar el hombre—, me saldré de la carretera y las dejaré a todas en el valle.
Pero sus amenazas eran inútiles, porque las panderetas y las palmas ahogaban su voz.
El día de excursión despertábamos todos al amanecer y caminábamos arriba y abajo por el patio como si fuera una fiesta religiosa; había grupos por todas partes: aquí, unos organizaban la comida, allá, otros preparaban las bebidas, y por todas partes se veía gente enrollando paños y alfombras. Chama y mi madre se encargaban de cargar los columpios.
—¿Cómo puede hacerse una excursión sin columpios? —decían cuando mi padre proponía que por una vez se olvidaran de ellos, porque llevaba mucho tiempo colgarlos de los árboles. Y solía añadir, sólo para provocar a mi madre:
—Además, los columpios están bien para los niños, pero tratándose de adultos pesados, los pobres árboles sufrirían.
Mientras mi padre hablaba esperando que mi madre se enfadara, ella seguía empaquetando los columpios y las cuerdas para atarlos, sin mirarlo siquiera. Y Chama cantaba en voz alta: «Si los hombres no pueden atar los columpios, lo harán las mujeres», imitando la aguda melodía de nuestro himno nacional Magrebuna watanuna (Nuestro Marruecos, nuestra patria). Samir y yo, entretanto, buscábamos febrilmente nuestras alpargatas, porque nuestras madres estaban tan ocupadas que no podíamos contar con su ayuda; y Lalla Mani se dedicaba a contar el número de vasos y platos «sólo para calcular los daños y al final del día comprobar cuántos se han roto». Ella podía pasarse sin excursiones, solía decir, sobre todo porque en lo que a la tradición se refería, su origen era dudoso.
—Ni siquiera se nombran en los Hadices —decía—. Y hasta podría contarse como pecado el Día del Juicio.
Solíamos llegar a la granja a media mañana, equipados con montones de alfombras, asientos ligeros y januns. Una vez extendidas las alfombras, se abrían los asientos, se encendían los fuegos y se preparaban los shish kebabs. Las teteras canturreaban al unísono con los pájaros. Luego, después del almuerzo, algunas mujeres se dispersaban por el bosque y los campos, buscando flores, hierbas aromáticas y otras plantas para utilizarlas en los tratamientos de belleza. Otras se turnaban en los columpios. Hasta que no se ponía el sol no iniciábamos el viaje de regreso a casa, donde las puertas volvían a cerrarse a nuestras espaldas. Luego, mi madre se sentía muy desgraciada durante días.
—Cuando pasas todo un día entre los árboles —decía—, se te hace insoportable despertar con cuatro paredes por todo horizonte.
A nuestra casa sólo se podía entrar cruzando la puerta principal que controlaba Ahmed, el portero. Pero para salir se podía utilizar otra vía: la terraza. Se podía saltar desde la nuestra a la de la casa de al lado y salir luego a la calle por la puerta de ésta. Lalla Mani guardaba oficialmente la llave de nuestra terraza y Ahmed apagaba las luces de las escaleras cuando se ponía el sol. Pero como la terraza se utilizaba a lo largo del día para diversas actividades domésticas, desde ir a buscar aceitunas, que se guardaban allí en tinajas, hasta lavar y tender la ropa, a menudo la llave quedaba a cargo de tía Habiba, que ocupaba la habitación contigua.
El acceso a la terraza no estaba vigilado casi nunca, por la sencilla razón de que era muy complicado llegar a la calle por ella. Para hacerlo, era imprescindible dominar a la perfección tres técnicas: escalar, saltar y aterrizar con agilidad. Casi todas las mujeres sabían escalar y saltar bastante bien, pero pocas podían aterrizar airosamente. De vez en cuando aparecía alguna con un tobillo vendado y todos sabían qué había hecho. La primera vez que bajé de la terraza con las rodillas sangrando, mi madre me explicó que el mayor problema de la vida de una mujer era calcular un buen aterrizaje.
—Cuando vas a emprender una aventura —dijo—, no tienes que considerar el principio sino el final. Así que cuando te entren deseos de volar, piensa cómo y dónde acabarás.
Pero había otra razón más seria por la que las mujeres como Chama y mi madre consideraban que escapar por la terraza no era una alternativa viable a la puerta principal. La vía de la terraza tenía un aspecto clandestino y furtivo que repugnaba a quienes defendían el derecho de las mujeres a moverse libremente. Enfrentarse a Ahmed en la puerta era un acto heroico. En cambio, escapar por la terraza no lo era, ni entrañaba el ardor inspirador, subversivo de la liberación.
Ninguna de estas intrigas valía para la granja de Yasmina, por supuesto. Allí la puerta no tenía sentido, porque no había muros. Y para estar en un harén, creía yo, se necesitaba una barrera, una frontera. Cuando aquel verano visitamos a Yasmina, le conté la versión de Chama sobre la creación de los harenes. Al advertir que me prestaba atención, decidí demostrarle todos mis conocimientos históricos y le hablé de los romanos y sus harenes y de cómo los árabes se habían convertido en los sultanes del planeta gracias a las mil mujeres del califa Harun al-Rasid y de cómo habían engañado los cristianos a los árabes cambiando las reglas del juego del poder mientras ellos dormían. Yasmina rió mucho con la historia y me dijo que ella era demasiado ignorante para valorar los datos históricos, pero que todo le parecía muy divertido y lógico también. Pregunté entonces sí la versión de Chama era correcta o falsa y Yasmina respondió que todo aquel asunto de correcto y falso debía tomarse con calma. Dijo que algunas cosas podían ser lo uno y lo otro, y otras ni lo uno ni lo otro.
—Las palabras son como las cebollas —dijo—. Cuantas más capas quitas, más significados encuentras. Y cuando empiezas a descubrir la multiplicidad de significados, lo de correcto y falso carece de importancia. Todas las preguntas que tú y Samir habéis planteado sobre los harenes están muy bien, pero siempre quedará más por descubrir. Ahora quitaré otra capa para ti —añadió luego—. Pero recuerda que sólo es una entre las demás.
Me dijo que la palabra «harén» era una ligera variación de la palabra haram, lo prohibido, lo proscrito. Que era lo contrario de halal, lo permitido. Harén era el lugar en que un hombre alojaba a su familia, a su esposa o esposas, y a sus hijos y parientes. Podía tratarse de una casa o de una tienda y designaba tanto el espacio como a la gente que vivía en él. Se decía «el harén de Sidi Fulano de Tal» refiriéndose tanto a los miembros de su familia como a la casa propiamente dicha. Me ayudó a comprenderlo mejor el que Yasmina me explicase que La Meca, la ciudad santa, se llamaba también Haram. La Meca era un lugar donde el comportamiento estaba estrictamente codificado. En cuanto uno llegaba a La Meca quedaba sometido a una larga serie de leyes y normas. La gente que entraba en La Meca tenía que ser pura: tenía que realizar ritos de purificación y no podía mentir, engañar ni cometer malas acciones. La ciudad pertenecía a Alá y si se entraba en su territorio había que cumplir su santa ley o shari'a y lo mismo se aplicaba a un harén cuando se trataba de una casa perteneciente a un hombre. Los demás hombres no podían entrar en ella sin permiso del dueño, y cuando lo hacían tenían que acatar las normas de éste. Un harén se relacionaba con el espacio privado y las normas que lo regían. Y no hacían falta muros, me dijo Yasmina. En cuanto uno sabía qué estaba prohibido, llevaba el harén en el interior. Lo tenía en la cabeza, «grabado bajo la frente y bajo la piel». La idea de un harén invisible, una ley tatuada en la mente, me resultaba de lo más inquietante. No me gustaba nada y Yasmina tuvo que explicármelo mejor.
Dijo que la granja era un harén, pero no tenía muros.
—¡Sólo hacen falta muros si hay calles!
Pero si alguien decidía vivir en el campo, como el abuelo, entonces no necesitaba entradas, porque estaba en medio de los campos y no había transeúntes. Las mujeres podían salir libremente porque no había hombres extraños que merodearan espiándolas. Podían cabalgar o pasear horas y horas sin ver un alma. Y si por casualidad encontraban a un campesino en el camino y él veía que no llevaban velo, se cubriría la cabeza con la capucha de la chilaba para demostrar que no las miraba. Así que en este caso, me dijo Yasmina, el harén estaba en la mente del campesino, grabado en algún lugar bajo su frente. Él sabía que las mujeres de la granja pertenecían al abuelo Tazi y que no tenía derecho a mirarlas.
Eso de andar por ahí con una frontera en la cabeza me inquietó y me llevé discretamente la mano a la frente para comprobar que estaba lisa, sólo para ver si por casualidad estaba libre del harén. Pero entonces la explicación de Yasmina me pareció incluso más alarmante, porque a continuación dijo que todos los espacios en que se entraba tenían normas propias que eran invisibles y uno debía descifrar.
—Y cuando digo «espacio» —continuó—, me refiero a cualquier espacio: un patio, una terraza o una habitación, e incluso la calle, si a eso vamos. Donde hay seres humanos, hay una qa'ida, o norma invisible. Si la respetas, no te pasará nada.
Me recordó que, en árabe, qa'ida tenía diversos significados, todos ellos con una premisa básica común. Una ley matemática o un sistema legal era una qa'ida, y también lo eran los cimientos de un edificio. Qa'ida era también una costumbre o un código de comportamiento. Qa'ida estaba en todas partes. Entonces añadió algo que verdaderamente me asustó:
—Por desgracia, la qa'ida casi siempre está en contra de las mujeres.
—¿Por qué? Eso no es justo, ¿a que no? —pregunté, acercándome más para no perderme palabra de la respuesta.
El mundo, dijo Yasmina, no se preocupaba de ser justo o injusto con las mujeres. Las normas se hacían de tal modo que las despojaban de una u otra forma. Por ejemplo, dijo, tanto los hombres como las mujeres trabajaban desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Pero los hombres ganaban dinero y las mujeres no. Esa era una de las normas invisibles. Y cuando una mujer trabajaba de firme y no ganaba dinero, estaba atrapada en un harén, aunque no viera los muros.
—Tal vez las normas sean crueles porque no las hacen las mujeres —fue la conclusión de Yasmina.
—¿Y por qué no las hacen las mujeres? —pregunté.
—En cuanto las mujeres sean listas y empiecen a plantear esa misma pregunta —contestó ella— en vez de dedicarse a cocinar y fregar dócilmente, descubrirán el medio de cambiar las normas y volver el planeta del revés.
—¿Y cuánto tardará en suceder eso? —pregunté.
—Mucho tiempo —respondió Yasmina.
Le pregunté luego si podía explicarme cómo descifrar la norma oculta, o qa'ida, cuando entraba en un espacio nuevo. ¿Había señales o algo tangible que pudiera buscar? No, contestó, por desgracia no había indicios, excepto la violencia posterior al hecho. Porque en el momento en que desobedeciera una norma invisible, me lastimarían. Sin embargo, observó que muchas de las cosas que más placer proporcionaban a la gente en la vida, como pasear, descubrir el mundo, cantar, bailar y expresar una opinión, figuraban muchas veces en la categoría de lo estrictamente prohibido. En realidad, la qa'ida, la norma invisible, muchas veces era peor que los muros y las puertas. Con los muros y las puertas uno al menos sabía a qué atenerse.
Ante tales palabras, casi deseé que todas las normas se convirtieran súbitamente en fronteras y muros visibles, delante mismo de mis ojos. Pero luego se me ocurrió otra idea inquietante. Si la granja de Yasmina era un harén, pese al hecho de que allí no había muros visibles, entonces, ¿qué significaba hurriya, o libertad? Se lo dije a Yasmina y pareció algo preocupada; dijo que le gustaría que jugara como los demás niños y dejase de pensar en los muros, las normas, las restricciones y el significado de hurriya.
—Si piensas demasiado en muros y normas, perderás la ocasión de ser feliz, querida niña —dijo—. El objetivo esencial de la vida de una mujer es la felicidad. Así que no dediques el tiempo a buscar muros para darte de cabeza contra ellos.
Para hacerme reír, Yasmina dio un salto, corrió hacia la pared, y simuló darse cabezazos contra ella, gritando:
—¡Aie, aie! ¡La pared me hace daño, la pared es mi enemiga!
Me eché a reír a carcajadas, aliviada al saber que, pese a todo, la dicha era posible. Yasmina me miró fijamente, se llevó un dedo a la sien y preguntó:
—¿Entiendes qué quiero decir?
Claro que entendía qué quería decir Yasmina, y la felicidad me pareció absolutamente posible, a pesar de los harenes, ya fueran visibles o invisibles. Corrí a abrazarla y mientras ella me estrechaba y me dejaba jugar con sus perlas rosadas, le susurré al oído:
—Te quiero, Yasmina. De verdad. ¿Crees que seré una mujer feliz?
—¡Pues claro que lo serás! —exclamó ella—. Serás una señora educada, moderna. Realizarás el sueño de los nacionalistas. Aprenderás idiomas extranjeros, tendrás pasaporte, devorarás libros y hablarás como una autoridad religiosa. Como mínimo, te irá mejor que a tu madre. Recuerda que incluso yo, inculta y atada por la tradición, he conseguido sacar algo de felicidad de esta condenada vida. Por eso no quiero que te concentres continuamente en las fronteras y las barreras. Quiero que te concentres en la diversión, la alegría y la felicidad. Ése es un buen proyecto para una señorita ambiciosa.
8. Fregado acuático
Para llegar a la granja de Yasmina sólo teníamos que viajar unas horas, pero igual podría haber sido una de las lejanas islas de tía Habiba en el mar de la China. Las mujeres de la granja hacían cosas de las que nosotras en la ciudad ni siquiera habíamos oído hablar como, por ejemplo, pescar, trepar a los árboles y bañarse en un arroyo que desembocaba en el río Sebou antes de alcanzar el océano Atlántico. Después de que Tamou llegara del Norte, las mujeres incluso habían empezado a participar en carreras de caballos. Ya montaban a caballo antes de que llegara Tamou, pero sólo lo hacían discretamente cuando los hombres no estaban, y en realidad nunca iban muy lejos. Tamou había convertido la equitación en un ritual solemne, con normas fijas, entrenamientos y ostentosas ceremonias de entrega de condecoraciones y premios.
La ganadora de la carrera recibía un premio que tenía que hacer aquella que llegaba última a la meta: una enorme pastilla, el más delicioso de los variados alimentos de Alá. La pastilla es dulce y salada, se hace con carne de pichón y frutos secos, azúcar y canela. ¡Ay!, la pastilla cruje al masticarla y hay que comerla con gestos delicados, sin prisas, por favor, o toda la cara se llenará de canela y azúcar. Preparar una pastilla lleva días, porque se hace con capas de pasta casi transparentes, rellena de almendras tostadas molidas, y muchas otras sorpresas. Yasmina solía decir que si las mujeres fuesen listas no servirían aquel exquisito manjar como parte de sus triviales deberes domésticos sino que lo venderían y ganarían algún dinero.
Con la excepción de Lalla Thor, que era una mujer urbana con la piel muy blanca y mortecina, la mayoría de las esposas de mi abuelo tenían los inconfundibles rasgos rurales del Marruecos montañoso. También al contrario que Lalla Thor, que nunca hacía labores domésticas y llevaba las tres capas de caftanes tranquilamente hasta los tobillos, las otras esposas del abuelo se los recogían y los sujetaban con el cinturón, se remangaban y se sujetaban las mangas bajo los brazos con cintas elásticas adornadas para que parecieran el tajmal tradicional. De ese modo podían moverse con rapidez todo el día, desempeñando las labores domésticas y dando de comer a personas y animales.
Una de las constantes preocupaciones de las coesposas era cómo hacer más entretenido el trabajo de la casa. Un día, Mabrouka, a quien le encantaba nadar, propuso fregar los cacharros en el río. Lalla Thor se escandalizó y dijo que semejante idea era totalmente contraria a la civilización musulmana.
—Estas campesinas echarán por tierra el nombre de esta casa —refunfuñó—. Como predijo el venerable historiador Ibn Jaldún hace seiscientos años en su Mugaddima, cuando dijo que el Islam era esencialmente una cultura urbana y que los campesinos eran su amenaza. Tener tantas esposas de las montañas sólo podía llevar al desastre.
Yasmina replicó que Lalla Thor sería mucho más útil a los musulmanes si dejaba de leer libros antiguos y se ponía a trabajar como todas las demás. Pero Lalla Thor estaba tan celosa del plan que habían ideado las otras esposas para divertirse un poco, que se lo contó al abuelo y éste llamó a Mabrouka y a Yasmina a su presencia. Les pidió que le explicaran de qué se trataba el plan. Así lo hicieron, argumentando luego que aunque ambas eran campesinas incultas, eso no significaba que fuesen tontas y tomaran las palabras de Ibn Jaldún como sagradas. En realidad, dijeron, sólo había sido un historiador. Renunciarían gustosamente a su plan si Lalla Thor les enseñaba una fatwa, un decreto de las autoridades religiosas de la mezquita Qaraouine que prohibiera a las mujeres fregar los cacharros en el río; pero hasta entonces harían lo que quisieran. Al fin y al cabo el río era obra de Alá, manifestación de su poder, y si resultaba que nadar era pecado, ya pagarían por ello cuando llegaran a Su presencia el Día del Juicio. Impresionado por semejante muestra de lógica, el abuelo dio por terminada la reunión diciendo que le complacía que en el Islam la responsabilidad fuese un asunto personal.
En la granja, como en todos los harenes, las tareas domésticas se realizaban siguiendo un estricto sistema de turnos. Las mujeres se organizaban en equipos reducidos, de acuerdo con la amistad o los intereses, y se repartían las tareas. El equipo que una semana se encargaba de cocinar, la siguiente fregaba los suelos, la tercera preparaba el té y el café y se cuidaba de las bebidas, la cuarta fregaba los cacharros y la quinta se relajaba y descansaba. Pocas veces las mujeres formaban un solo grupo para realizar una tarea. La excepción era el fregado de los cacharros, tarea habitualmente pesada que con el plan de Mabrouka se convirtió, al menos los veranos que yo pasé allí, en una exhibición acuática, con participantes, espectadores y hasta forofos.
Las mujeres formaban dos filas a orillas del río. Las de la primera fila se metían casi completamente vestidas hasta que el agua les llegaba a las rodillas. Las mujeres de la segunda fila, que tenían que ser buenas nadadoras, se metían en el agua hasta la cintura y muchas veces sólo llevaban puesta la qamis recogida y bien sujeta con el cinturón. Solían llevar también la cabeza descubierta, porque no podían luchar con la corriente si tenían que preocuparse de no perder los pañuelos y turbantes de preciosa seda bordada. La primera fila hacía el fregado inicial, frotando cazuelas, pucheros y tagines (las ollas de barro) con tadekka, una pasta hecha con la arena y la arcilla que recogían de la orilla del río. Luego entregaban las cazuelas y pucheros a las mujeres de la segunda fila para que hicieran otro fregado. Mientras tanto, el resto de la vajilla pasaba de mano en mano y en sentido opuesto a la corriente, para aclarar bien la tadekka.
Finalmente aparecía en escena Mabrouka, la nadadora estrella. Raptada de una aldea próxima a la ciudad costera de Agadir durante la guerra civil que siguió a la toma del poder por los franceses, Mabrouka había pasado la infancia zambulléndose en el océano desde altos acantilados. No sólo nadaba como un pez y aguantaba bajo el agua mucho tiempo, sino que había rescatado a muchas de las coesposas impidiendo que la corriente las arrastrara hasta Kenitra, la ciudad en que el río Sebou desemboca en el mar. Su tarea en el fregado consistía en recuperar los pucheros y cazuelas que a las otras mujeres se les escapaban, luchar con la corriente y devolverlos a tierra. Cuando salía a la superficie con la cazuela o el puchero perdido, las mujeres irrumpían en aplausos y vítores y aquella misma noche la «malhechora» que había dejado escapar el cacharro tenía que concederle un deseo, que variaba según sus habilidades. Cuando la culpable era Yasmina, Mabrouka le pedía sfinge, las rosquillas de mi abuela, que eran exquisitas.
Una vez que los cacharros estaban limpios, se los entregaban a Yasmina, quien a su vez se los pasaba a Krisha, el hombre clave de toda la operación. Krisha significa literalmente «la barriga» y era el apodo que habían puesto las señoras a Mohamed al-Garbaoui, su conductor favorito y al que mimaban mucho. Mohamed al-Garbaoui había nacido en la llanura de Garb, entre Tánger y Fez. Vivía con su esposa Zina a unos cientos de metros de la granja y nunca había salido de su aldea, pero estaba seguro de que no se perdía gran cosa.
—En todo el mundo no existe lugar más bello que Garb —solía decir—, a excepción de La Meca.
Krisha era muy alto y siempre llevaba un turbante blanquísimo y una gruesa capa o albornoz color castaño que se echaba con elegancia sobre los hombros. Parecía una persona autoritaria, pero el caso es que no lo era. No le interesaba ejercer el poder ni defender el orden. Le aburría imponer las normas. Sencillamente era un individuo afable que creía que casi todas las criaturas de Alá tenían inteligencia suficiente para comportarse y obrar de manera responsable, empezando por su esposa, que apenas trabajaba en la casa, sin que por ello pasase nada.
—Si no le gusta el trabajo de la casa —decía él—, da igual. No voy a divorciarme por eso. Ya nos las arreglaremos.
Krisha no era lo que llamaríamos un hombre ocupado. Cuando no conducía su carreta, comía o dormía, aunque acostumbraba participar en las actividades de las mujeres, sobre todo cuando necesitaban transportar personas y objetos.
Sin la ayuda de Krisha, lavar los cacharros en el río habría sido imposible, ya que en muchos casos se trataba de pesados pucheros de latón, cazuelas de hierro y ollas de barro que pesaban más de seis kilos cada una. Para guisar para una familia como la de la granja hacían falta cazuelas y pucheros grandes. Habría sido imposible llevarlos a la orilla del río sin la ayuda de Krisha y su carreta tirada por caballos. Krisha, el Barriga, no podía resistirse a una buena comida, de modo que si se le preparaba su cuscús favorito, con pasas, pichones rellenos y abundantes cebollas dulces, era capaz de mover montañas.
Una de las obligaciones oficiales de Krisha consistía en llevar a las mujeres al hammam, o baño público, cada dos semanas. Los baños estaban situados en la aldea vecina de Sidi Slimane, a diez kilómetros de la granja, y era divertidísimo ir con Krisha. Las mujeres no dejaban de subir y bajar de la carreta a saltos ni de pedirle cada dos por tres que parara «para hacer pis». Él contestaba siempre lo mismo, provocando la risa de todas:
—Señoras, es aconsejable e incluso recomendable que os hagáis pis en los pantalones. Lo más importante no es que hagáis o no hagáis pis sino que sigáis en este maldito carro hasta que yo llegue a salvo a Sidi Slimane.
Cuando llegaban a Sidi Slimane, Krisha bajaba lentamente del asiento del conductor y, de pie en la calzada, contaba a las mujeres con los dedos según iban entrando.
—No desaparezcáis en el vapor, señoras, por favor —solía decirles—, necesito que todas contestéis «presente» cuando regresemos esta noche.
Ay, en la granja de Yasmina estaban todos locos.
9. Noches de alegría a la luz de la luna
En la granja de Yasmina uno nunca sabía a qué hora comería. A veces, ella recordaba a última hora que tenía que darme de comer y procuraba convencerme de que bastaría con unas aceitunas y un trozo del excelente pan que había horneado al amanecer. Pero las comidas en nuestro harén de Fez eran algo completamente distinto. Comíamos a horas fijas y nunca entre horas. Teníamos que sentarnos en los lugares asignados en una de las cuatro mesas comunales. La primera mesa era para los hombres, la segunda para las mujeres importantes y la tercera para los niños y las mujeres menos importantes, lo cual nos complacía muchísimo porque suponía que tía Habiba comía con nosotros. La última mesa se reservaba para los sirvientes y para quienes llegaban tarde, sin tener en cuenta su edad, rango o sexo. Por lo general, esta mesa se llenaba, y era la última oportunidad de conseguir algo que comer para quienes cometían el error de retrasarse.
Lo que mi madre más odiaba de la vida comunal era comer a horas fijas. Solía importunar continuamente a mi padre con la posibilidad de que se emancipase y se fuese a vivir a otra parte con nuestra familia más inmediata. Los nacionalistas defendían la abolición de la reclusión y el velo, pero ni siquiera mencionaban el derecho de una pareja a independizarse de su familia. En realidad, la mayoría de los dirigentes aún vivían con sus padres. El movimiento nacionalista masculino apoyaba la liberación de las mujeres, pero no había abordado la idea de que los ancianos vivieran solos, ni que las parejas se emancipasen y vivieran en hogares independientes. Todo ello parecía incorrecto y poco elegante.
La idea de almorzar a una hora concreta disgustaba especialmente a mi madre. Solía ser la última en despertar y le gustaba tomar un abundante desayuno tardío que, en una extravagante actitud de desafío, ella misma se preparaba bajo la mirada crítica de la abuela Lalla Mani. Se preparaba huevos revueltos y baghrir o crêpes finas, cubiertas de miel y mantequilla fresca y, por supuesto, té en abundancia. Desayunaba habitualmente a las once en punto, justo cuando Lalla Mani se disponía a iniciar la ceremonia de purificación para la oración del mediodía. Dos horas más tarde, y ya en la mesa comunal, mi madre muchas veces era completamente incapaz de probar bocado. Algunos días se saltaba el almuerzo sin más, sobre todo cuando quería fastidiar a mi padre, porque saltarse una comida se consideraba un comportamiento muy grosero y, además, claramente individualista.
Mi madre soñaba con vivir a solas con mi padre y sus hijos.
—¿Quién ha oído hablar de diez pájaros apretujados en el mismo nido? —decía—. No es natural vivir en un grupo numeroso, a menos que te propongas hacer desgraciada a la gente.
Aunque mi padre decía que en realidad él no sabía cómo vivían los pájaros, comprendía a mi madre y se sentía desgarrado entre su deber para con la familia tradicional y el deseo de hacer feliz a su esposa. Se sentía culpable de romper la solidaridad familiar, pues comprendía perfectamente que las familias numerosas en general y la vida del harén en particular se estaban convirtiendo rápidamente en reliquias del pasado. Auguraba incluso que al cabo de pocas décadas seríamos como los cristianos, que apenas visitaban a sus padres ancianos. En realidad, los tíos que ya se habían ido de la gran casa familiar casi nunca encontraban tiempo para visitar a su madre Lalla Mani los viernes, después de la oración. «Ni sus hijos saben ya besar las manos», solía decir la cantinela. Para empeorar aún más las cosas, hasta hacía muy poco todos mis tíos habían vivido en nuestra casa y se habían marchado cuando la oposición de sus esposas a la vida comunal se hizo insoportable. Esto era lo que daba esperanzas a mi madre.
El primero en dejar la gran familia fue el tío Karim, el padre de la prima Malika. A su esposa le encantaba la música y le gustaba cantar acompañada por el tío Karim, que tocaba el laúd de maravilla. Pero él casi nunca accedía al deseo de su esposa de pasarse toda una velada cantando en su salón, porque su hermano mayor, el tío Alí, consideraba impropio que los hombres cantaran o tocasen un instrumento musical. Finalmente, un día la esposa de tío Karim cogió a sus hijos y se marchó a casa de sus padres, no sin antes decir que no pensaba volver a vivir en la casa comunal. Entonces el tío Karim, un hombre alegre que muchas veces se había sentido agobiado por la disciplina de la vida en el harén, vio la oportunidad de irse y la aprovechó, con la excusa de que prefería ceder a los deseos de su esposa que perder su matrimonio. Mis otros tíos se fueron poco después, uno tras otro, hasta que sólo quedaron en la casa mi padre y tío Alí. Por eso, la marcha de mi padre habría supuesto el fin de nuestra gran familia.
—Mientras mi madre viva no traicionaré la tradición —decía mi padre a menudo. Pero amaba tanto a su esposa que se sentía incapaz de oponerse a sus deseos y nunca dejó de proponerle concesiones recíprocas. Una fue aprovisionar una alacena para ella, por si a veces quería comer discretamente, separada del resto de la familia. Porque uno de los inconvenientes de la casa comunal era que nadie podía abrir sin más la nevera cuando tenía hambre ni coger lo que quisiera. Por otra parte, la idea misma de lo que era un harén se sustentaba en que había que vivir al ritmo del grupo. Uno no podía comer cuando le apetecía. Lalla Radia, la esposa de mi tío, tenía la llave de la despensa y, aunque después de la cena siempre preguntaba qué nos apetecería comer al día siguiente, había que comer lo que el grupo decidiera tras prolongada discusión. Si el grupo elegía cuscús con garbanzos y pasas, eso era lo que tocaba. Y si, por casualidad, uno aborrecía los garbanzos con pasas, no le quedaba más remedio que callarse y contentarse con una comida frugal a base de unas cuantas aceitunas y muchísima discreción.
—Qué pérdida de tiempo —decía mi madre—. ¡Estas discusiones interminables sobre las comidas! Mucho mejor les iría a los árabes si dejaran que cada cual decidiera qué quiere comer. Obligar a todos a compartir tres comidas diarias sólo sirve para complicar las cosas. ¿Y con qué sagrado propósito? Ninguno, por supuesto.
Luego pasaba a lamentarse de que toda su vida era un absurdo y que nada tenía sentido, mientras mi padre se limitaba a decir que no podía marcharse sin más, pues si lo hacía la tradición desaparecería:
—Vivimos tiempos difíciles, el país está ocupado por los ejércitos extranjeros, nuestra cultura se ve amenazada. Todo lo que nos queda son estas tradiciones.
El razonamiento de mi padre sacaba de quicio a mi madre.
—¿Acaso crees que permaneciendo juntos en esta casa absurdamente enorme conseguiremos la fuerza necesaria para expulsar a los ejércitos extranjeros? ¿Y qué es más importante, en todo caso, la tradición o la felicidad de la gente?
Esto ponía bruscamente punto final a la conversación. Mi padre intentaba acariciarle la mano, pero mi madre la retiraba.
—Esta tradición me asfixia —susurraba ella, con lágrimas en los ojos.
Así que mi padre seguía proponiéndole soluciones intermedias. No sólo consiguió que mi madre dispusiera de una provisión de alimentos, sino que le llevaba cosas que sabía que le gustaban, como dátiles, nueces, almendras, miel, harina y aceites selectos. Ella podía preparar cuantos postres y galletas quisiera, pero no debía cocinar un plato de carne ni una comida principal, pues habría supuesto el principio del fin del orden comunal. Sus desayunos individuales preparados ostentosamente ya eran suficiente bofetada al resto de la familia. Muy de vez en cuando, mi madre se las arreglaba para preparar un almuerzo o una cena completa, pero no sólo tenía que ser discreta al respecto, sino que debía darle cierto significado exótico. Su táctica más corriente era camuflarlo de merienda-cena servida en la terraza.
Estas cenas ocasionales a la luz de la luna durante las noches de verano eran otra oferta de paz de mi padre para aplacar un poco el ansia de intimidad de mi madre. Nos trasladábamos a la terraza como nómadas, con colchones, mesas, bandejas y la cuna de mi hermano pequeño, que colocábamos en medio de todo. Mi madre se ponía loca de alegría. Nadie del patio se atrevía a aparecer allí porque todos comprendían perfectamente que mi madre trataba de huir del grupo. A ella nada le gustaba más que hacer que mi padre abandonase su controlada actitud convencional. Enseguida comenzaba a tontear como una niña y desafiaba a mi padre a que la persiguiese por la terraza.
—¡Ya no puedes correr, eres demasiado viejo! —le decía—. Sólo sirves para sentarte a cuidar la cuna de tu hijo.
Mi padre, que hasta ese momento había estado sonriendo, la miraba como si hubiera dicho algo que no le afectaba en absoluto. Pero luego su sonrisa se desvanecía y la perseguía por toda la terraza, saltando sobre los asientos y las bandejas de té. A veces se inventaban juegos en los que participábamos mi hermana, Samir, que era el único del resto de la familia a quien se permitía asistir a nuestras reuniones a la luz de la luna y yo. Pero lo más frecuente era que se olvidaran del resto del mundo y que el día siguiente nos lo pasáramos estornudando porque al acostarnos aquella noche se habían olvidado de taparnos.
Después de esas veladas maravillosas, mi madre solía pasar una semana insólitamente tranquila y afable. Entonces me decía que, hiciera lo que hiciese de mi vida, tenía que vengarla a ella.
—Quiero que la vida de mis hijas sea emocionante, muy emocionante; y feliz al ciento por ciento, nada más y nada menos —decía.
Yo alzaba la cabeza, la miraba con seriedad y le preguntaba qué significaba ser feliz al ciento por ciento, porque quería que supiese que me proponía hacer todo lo posible por conseguirlo. Una persona era feliz, me explicaba ella, cuando se sentía bien, alegre, creadora, satisfecha, amorosa, amada y libre. Una persona infeliz tenía la sensación de que existían barreras que aplastaban los deseos y talentos que poseía. Una mujer feliz era aquella que podía ejercer toda clase de derechos, desde el derecho a moverse hasta el derecho a crear, competir y retar y, al mismo tiempo, sentirse amada por hacerlo. Parte de la felicidad consistía en ser amada por un hombre que gozara de la fortaleza de su mujer y se enorgulleciera de sus talentos. La felicidad también tenía que ver con el derecho a la intimidad, el derecho a renunciar a la compañía de los demás y sumirse en la soledad contemplativa. O sentarse durante todo un día sin hacer nada ni tener que excusarse o sentirse culpable por ello. La felicidad era estar con los seres amados y aun así sentir que se existía como ser individual, que no se vivía sólo para hacerlos felices. La felicidad era el equilibrio entre lo que se daba y lo que se recibía. Le pregunté entonces si era muy feliz, sólo para hacerme una idea, y ella me dijo que variaba según los días. Algunos días sólo era feliz en un cinco por ciento; otros, como las veladas que pasaba con mi padre en la terraza, era feliz al ciento por ciento.
Cuando era niña, aspirar a un ciento por ciento de felicidad me parecía un poco abrumador, sobre todo porque veía lo mucho que trabajaba mi madre para esculpir sus momentos de dicha. ¡Cuánto tiempo y energía dedicaba a crear aquellas maravillosas veladas a la luz de la luna, sentada al lado de mi padre, hablándole tiernamente al oído con la cabeza apoyada en su hombro! A mí me parecía todo un logro, porque le llevaba días convencerlo, y luego tenía que encargarse de toda la logística, de cocinar y de trasladar las cosas. Era impresionante trabajar con aquel tesón para conseguir unas pocas horas de felicidad, y al menos yo sabía que podía lograrse. ¿Pero cómo, me preguntaba, iba a crear yo un grado de emoción tan alto y mantenerlo para toda una vida? En fin, si mi madre creía que era posible, sin duda yo tendría, al menos, que intentarlo.
—Los tiempos van a mejorar para las mujeres, hija mía —me decía ella—. Tú y tu hermana recibiréis una buena educación, caminaréis libremente por las calles y descubriréis el mundo. Quiero que seáis independientes, independientes y felices. Quiero que brilléis como lunas. Quiero que vuestra vida sea un torrente de deleites serenos. Felicidad al ciento por ciento. Nada más y nada menos.
Pero cuando le pedía más detalles sobre cómo crear esa felicidad, mi madre se impacientaba.
—Tienes que trabajar en ello —decía—. Los músculos para ser feliz se desarrollan del mismo modo que los que sirven para caminar o respirar.
Así que yo me sentaba todas las mañanas en el umbral de nuestro salón, contemplaba el patio desierto y soñaba con mi hermoso futuro: un torrente de deleites serenos. Aferrarse a las románticas veladas de la terraza a la luz de la luna, retar al esposo amado a olvidar sus obligaciones sociales, relajarse, bromear y contemplar las estrellas mientras te coge de la mano, pensaba yo, podía ser un sistema para desarrollar los músculos de la felicidad. Esculpir suaves noches en las que el sonido de las risas se mezclara con las brisas primaverales podía ser otro.
Pero aquellas veladas mágicas eran raras, o a mí me lo parecían. Durante los días, la vida seguía su curso mucho más disciplinado o rígido. En la casa Mernissi, los saltos y disparates no estaban permitidos; todo eso quedaba relegado a momentos y espacios clandestinos, como las tardes en el patio cuando los hombres estaban fuera, o las veladas en las terrazas solitarias.
10. El salón de los hombres
En nuestra casa, el problema con el entretenimiento, la diversión y la extravagancia era que uno se los podía perder con absoluta facilidad. Nunca se planeaban por anticipado a menos que quienes se encargaran de hacerlo fuesen mi prima Chama o mi tía Habiba, e incluso entonces estaban sujetos a graves limitaciones de espacio. Las sesiones de cuentos de tía Habiba y las obras de teatro de prima Chama tenían que celebrarse arriba. En el patio nunca era posible divertirse mucho rato; se trataba de un lugar demasiado público. Justo cuando empezabas a pasarlo bien, llegaban los hombres con sus planes, que a menudo entrañaban muchas discusiones, como analizar asuntos de negocios, escuchar la radio y comentar las noticias, o jugar a cartas; y entonces tenías que irte a cualquier otro sitio. Un buen espectáculo precisa concentración y silencio a fin de que el maestro de ceremonias, los narradores y los actores creen su magia. Y en el patio era imposible crear magia, con tantas personas entrando y saliendo de los salones, subiendo y bajando por las escaleras de los rincones o hablando de un piso a otro. Y desde luego, nadie podía crear magia cuando los hombres estaban hablando de política, es decir, escuchando la radio por los altavoces o leyendo la prensa local e internacional.
Las discusiones políticas de los hombres siempre tenían un gran contenido emocional. Si se escuchaba atentamente lo que decían, se tenía la impresión de que se aproximaba el fin del mundo. Mi madre sostenía que de creer en lo que decía la radio y los comentarios de los hombres, el planeta habría desaparecido hacía mucho tiempo. Hablaban de los alemanes, una nueva variedad de cristianos que estaba derrotando a los franceses y a los británicos, y hablaban de la bomba que los norteamericanos de ultramar habían arrojado sobre Japón, que era una de las naciones asiáticas próximas a China, miles de kilómetros al este de La Meca. La bomba no sólo había matado a miles y miles de personas y fundido sus cuerpos, sino que había arrancado selvas enteras de la faz de la Tierra. Las noticias sobre aquella bomba sumieron a mi padre, a tío Alí y a mis primos en una profunda desesperación, porque si los cristianos habían arrojado aquella bomba sobre los asiáticos que vivían tan lejos, sería sólo cuestión de tiempo que la descargasen sobre los árabes.
—Antes o después —decía mi padre— intentarán abrasar también a los árabes.
A Samir y a mí nos gustaban las discusiones políticas, porque los hombres aceptaban nuestra presencia en el concurrido salón, donde mi tío y mi padre, ambos cómodamente vestidos con una chilaba blanca, se sentaban rodeados por la chabab, la juventud, es decir, los numerosos adolescentes y jóvenes varones solteros que vivían en la casa. Mi padre bromeaba incluso con ellos sobre su incómodo atuendo occidental, tan ceñido, y decía que deberían sentarse en sillas. Pero, por supuesto, todos detestaban las sillas; eran mucho más cómodos los divanes.
Yo solía saltar al regazo de mi padre y Samir al del suyo. Mi tío se sentaba con las piernas cruzadas en el centro del diván más alto, con su chilaba y su turbante de un blanco inmaculado, y Samir en su regazo con pantalones cortos Príncipe de Gales. Yo me acurrucaba en el regazo de mi padre, primorosamente ataviada con uno de mis vestidos franceses cortísimos, con lazos de raso en la cintura. Mi madre siempre insistía en vestirme a la última moda occidental: vaporosos vestidos cortos de encaje con lazos de colores y zapatos negros brillantes. El único problema era que se ponía hecha una furia si me manchaba el vestido o desordenaba los lazos, por lo que solía suplicarle que me permitiera ponerme los cómodos pantalones del harén o cualquier atuendo tradicional, que requerían menos cuidado. Pero mi madre deseaba tanto que me librara de las tradiciones que sólo me dejaba llevar caftán los días de fiesta religiosa, cuando mi padre insistía en ello.
—La ropa dice mucho de los propósitos de una mujer —decía—. Si piensas ser moderna, exprésalo con tu atuendo, de lo contrario te encerrarán en el harén. Los caftanes pueden ser de una belleza incomparable, pero el atuendo occidental representa el trabajo retribuido.
Por eso llegué a asociar los caftanes con las fiestas lujosas, las festividades religiosas y los esplendores de nuestro pasado ancestral, y el atuendo occidental con cálculos pragmáticos y tareas profesionales cotidianas y rigurosas.
En el salón de los hombres mi padre siempre se sentaba frente a mi tío Alí, en el diván que estaba junto a la radio, para poder controlar los mandos. Todos los hombres solían vestir una chilaba doble: la exterior era de pura lana blanca como la nieve, una especialidad de Ouazzane, una ciudad religiosa del norte con gran tradición en tejeduría; la interior era de paño más grueso. Mi padre solía llevar también lo que constituía su única y modesta excentricidad: un turbante color amarillo claro de algodón bordado de Cham, Siria.
—Pero, ¿de qué sirve que vistamos el atuendo tradicional —dijo un día mi padre, bromeando, dirigiéndose a mis primos, que estaban sentados alrededor de él—, si todos los jóvenes os vestís como Rodolfo Valentino?
Todos sin excepción llevaban el atuendo occidental y, con el cabello corto descubierto y cortado por encima de las orejas, se parecían muchísimo a los soldados franceses que estaban al final de la calle.
—Algún día tal vez consigamos expulsar a los franceses, sólo para descubrir al despertar que todos nos parecemos a ellos —añadió mi tío.
Entre los primos jóvenes que frecuentaban el salón se contaban los tres hermanos de Samir, Zin, Jawad y Chakib, y los hijos de las tías y parientes viudas y divorciadas que vivían con nosotros. Casi todos asistían a escuelas nacionalistas, aunque algunos de los más inteligentes asistían al selectísimo Collège Musulmán, que quedaba a pocos metros de nuestra casa. El Collège era un centro francés de segunda enseñanza que preparaba a los hijos de familias importantes para ocupar puestos clave, y la excelencia académica de los estudiantes se medía por su dominio de la lengua y la historia tanto árabes como francesas. Para vencer a Occidente, la juventud árabe necesitaba dominar al menos dos culturas.
Se consideraba que Zin era el más dotado de todos mis primos varones. Se sentaba en el salón al lado de mi tío, con los periódicos franceses ostentosamente abiertos en el regazo. Era guapísimo; tenía un hermoso cabello castaño, los ojos almendrados, los pómulos altos y un bigote pequeño. Se parecía claramente a Rodolfo Valentino, a quien solíamos ver en la pantalla del cine Boujeloud, donde nos obsequiaban con dos películas por sesión: una egipcia, en árabe, y otra extranjera, en francés. Rodolfo Valentino se parecía tanto a nuestro primo Zin que nada más verlo lo aceptamos como un miembro de nuestro harén. Zin había adoptado ya la expresión sombría, el atuendo oscuro, el peinado con raya en medio y la minúscula flor roja en el bolsillo de la solapa que caracterizaban al Caíd.
El nombre de Zin significaba muy apropiadamente «belleza» y yo admiraba su apostura y elegancia. Como todos los demás, lo respetaba por su elocuencia en francés, idioma que nadie en la familia dominaba como él. Podía pasarme horas oyéndolo pronunciar aquellos extraños sonidos franceses. Todos los demás también lo contemplaban asombrados cuando mi tío le indicaba con una seña que leyera los periódicos franceses. Él leía rápidamente los titulares y luego pasaba a los artículos que mi tío o mi padre elegían más o menos intuitivamente, ya que sus conocimientos del francés eran bastante escasos. Zin leía los artículos en voz alta y luego los resumía en árabe.
Me estremecía su forma de hablar francés, y más concretamente su forma de arrastrar las erres. Mis erres eran desastrosamente sordas incluso en árabe, y mientras recitaba el Corán mi maestra Lalla Tam solía interrumpirme para recordarme que mis antepasados habían utilizado erres muy enérgicas.
—Tienes que respetar a tus antepasados, —me decía—. ¿Por qué destrozar el inocente alfabeto?
Yo callaba, la escuchaba educadamente y juraba que respetaría a mis antepasados. Luego reunía todas las fuerzas que podía arrancar a mi pecho y me esforzaba valerosa y desesperadamente por pronunciar una erre rotunda; y sencillamente me atascaba. Y allí estaba el inteligente Zin, tan dotado y elocuente que podía hablar francés y pronunciar con vigor cientos de erres sin el menor esfuerzo aparente. Muchas veces lo observaba y pensaba que si me concentraba lo suficiente, se me pegaría parte de su gracia y quizá su misteriosa habilidad con aquella consonante.
Zin trabajaba muchísimo para convertirse en el ideal del nacionalista moderno, es decir, alguien que poseyera un vasto conocimiento de la historia, las leyendas y la poesía árabes, y que dominara el francés, el idioma de nuestro enemigo, para descifrar la prensa cristiana y descubrir sus planes. Lo logró a la perfección. Aunque la moderna supremacía cristiana en la ciencia y las matemáticas era evidente, los dirigentes nacionalistas animaban a los jóvenes a leer los tratados clásicos de Avicena y Al-Juarizmi, «sólo para que os hagáis una idea de cómo funcionaba su mente. Siempre es útil saber que tus antepasados eran rápidos y precisos». Mi padre y mi tío respetaban a Zin como miembro de la nueva generación de marroquíes que salvaría el país. Él guiaba la procesión a la mezquita Qaraouine los viernes, cuando todos los hombres de Fez, jóvenes y ancianos, acudían a la oración pública con la chilaba blanca y las elegantes babuchas tradicionales de cuero amarillo.
El motivo de la reunión del viernes al mediodía era religioso, en apariencia; pero todos, incluidos los franceses, sabían que muchas decisiones políticas importantes del Majlis al-Baladi, o Ayuntamiento, se tomaban precisamente allí. A aquellos oficios religiosos no sólo asistían los concejales, como el tío Alí, sino delegados de todos los grupos de interés municipal, desde los más prestigiosos a los más humildes. La mezquita, que estaba abierta a todos, compensaba el carácter exclusivo del Consejo que, según mi tío Alí, había sido creado por los franceses como asamblea de dignatarios.
—Aunque los franceses han derrocado a sus nobles y reyes —decía mi tío—, todavía prefieren hablar únicamente con los hombres importantes y nos corresponde a nosotros, los de aquí, ser responsables y comunicarnos con el pueblo. Cualquier persona que ostente un cargo político debería asistir regularmente a la oración de los viernes, de ese modo se mantendría en contacto con su circunscripción.
Cada viernes, en la mezquita, los grupos mejor representados eran los cinco que, durante siglos, habían sido los garantes del lugar económico e intelectual que Fez ocupaba en Marruecos. En primer lugar se encontraban los ulemas, hombres sabios que consagraban su vida a la ciencia y que en muchos casos podían rastrear su ascendencia hasta Andalucía o la España musulmana. Eran los que mantenían viva la tradición que veneraba los libros; desde el aspecto material que incluía la fabricación del papel, la caligrafía y la encuadernación, hasta el fomento de hábitos como, por ejemplo, la lectura, la escritura y el coleccionismo de ediciones de bibliófilo. Seguían a éstos los jerifes, o descendientes del Profeta, que gozaban de gran prestigio y desempeñaban papeles simbólicos prominentes en las ceremonias del matrimonio, el nacimiento y la muerte. Se sabía que los jerifes eran de medios modestos; hacer dinero y amasar fortunas no eran sus objetivos principales. Sí lo eran en el caso de los tujjar, o comerciantes, que constituían el tercer grupo, de gran movilidad y astucia. Ellos eran los aventureros y en el descanso entre oraciones solían describir sus arriesgados viajes a Europa y Asia, donde compraban artículos de lujo y maquinaria, o al Sur, más allá del desierto del Sáhara.
Luego estaban las familias fellahin, o propietarias de tierras, grupo al cual pertenecían mi tío y mi padre. La palabra fellah significaba dos cosas contradictorias: por un lado los campesinos, pobres y sin tierras, y por otro, los terratenientes, ricos y sofisticados promotores agrícolas. Mi tío y mi padre se enorgullecían de ser fellahin, pero pertenecían a la segunda categoría. Ambos estaban ligados a su tierra y, aunque habían elegido vivir en la ciudad, no había nada que les proporcionara mayor placer que pasar largos días en sus fincas. Los fellahin cultivaban la tierra más o menos a gran escala y a menudo estaban ocupados poniéndose al día en las técnicas agrícolas modernas introducidas por los franceses coloniales. Muchas familias de terratenientes eran, como la nuestra, oriundas de la zona que quedaba al norte, entre la ciudad y las montañas del Rif, y estaban muy orgullosas de su origen rural, sobre todo cuando se enfrentaban a la engreída arrogancia de los andalusíes, el grupo culto.
—En efecto, los ulemas son importantes —decía mi padre siempre que salía a colación el tema de la jerarquía de la ciudad— pero se morirían de hambre si no estuviéramos nosotros para producir alimentos para ellos. Con un libro puedes hacer muchas cosas, a saber: mirarlo, leerlo, considerar sus ideas, etcétera. Pero no puedes comerlo. Ése es el problema del intelectual. Así que nadie debería dejarse impresionar demasiado por un intelectual. Es mejor ser fellah como nosotros, que amamos la tierra y la admiramos y luego nos educamos. Si puedes labrar la tierra y leer libros, nunca fracasarás.
A mi padre le preocupaba muchísimo que los jóvenes de la familia pudiesen encontrar demasiado placer en los libros y que a causa de ello perdieran interés por la tierra, y ésa era la razón de que insistiera en que se quedasen con él en la granja del tío, a pocos kilómetros de Fez, durante sus vacaciones de verano.
El quinto grupo importante de la ciudad, y el más numeroso, era el de los artesanos, que producían prácticamente todo lo necesario en Marruecos antes de que los franceses invadieran los mercados con sus productos fabricados por máquinas. Los barrios de Fez eran conocidos por el nombre de los artículos que hacían los artesanos que en ellos vivían. Haddadin, literalmente «herreros», era el barrio en que se hacían productos de hierro y bronce. Debbagin, que significa cuero curtido, era el barrio de los curtidores; los alfareros trabajaban en el Fajarin o barrio de los alfareros, y cuando uno necesitaba artículos de madera iba a Najjarine, barrio de la madera.
Los artesanos más prósperos eran aquellos que trabajaban el oro y la plata y los que convertían los hilos de seda en lujosa sfifa, la pasamanería usada para complementar los caftanes que previamente las mujeres habían bordado. Los ciudadanos del mismo barrio solían colocarse juntos en la mezquita y regresar a casa en grupo, conversando e intercambiando ideas sobre las últimas noticias.
Cada viernes, el primo Zin y los otros jóvenes iban a pie a la mezquita, en tanto que los hombres mayores los seguían a unos metros de distancia, unas veces a pie y otras en sus mulos. A Samir y a mí nos gustaba que mi tío y mi padre llevaran los mulos porque entonces también pedíamos formar parte del grupo. Cada uno se sentaba en el mulo de su respectivo padre, delante de la silla. Mi padre no estaba muy convencido la primera vez que me llevó a la mezquita con él, pero grité tanto que el tío le dijo que no tenía nada de malo llevar a una niña a la mezquita. El Hadiz decía que el Profeta, que Alá lo bendiga y le dé paz, dirigía las oraciones en la mezquita con una niña jugando delante de él.
Los viernes, la única concesión a la tradición que los muchachos hacían en su manera de vestir era que en vez de ir con la cabeza descubierta llevaban el sombrero de fieltro triangular que se había hecho popular entre los nacionalistas egipcios. En tiempos de agitación, cuando la policía se ponía histérica, estos sombreros podían crear problemas, porque la moda de llevarlos había arrasado nuestra Medina cuando Allal al-Fassi, un héroe nacido en Fez que por oponerse a la presencia de los franceses en África del Norte había sido encarcelado y exiliado varias veces, apareció con uno en la mezquita de Qaraouine. Posteriormente, cuando en una reunión oficial con el Résident General francés en Rabat nuestro rey Mohamed V utilizó el sombrero de fieltro inclinado hacia atrás con elegancia, de manera que su frente serena quedaba al descubierto, los comentaristas extranjeros de asuntos árabes concluyeron que nada bueno podía esperarse ya de él en lo que a sus intereses atañía. Nadie podía fiarse de un rey que desechaba el turbante tradicional por un subversivo sombrero de fieltro.
En cualquier caso, la tradición y la modernidad coexistían armoniosamente, tanto en el atuendo de los hombres jóvenes como en nuestra casa, durante las sesiones de noticias de los hombres. Primero, escuchaban todos las noticias de la radio en árabe y en francés. Luego, mi padre apagaba la radio y el grupo escuchaba a los jóvenes leer y comentar la prensa. Se servía el té y se esperaba que Samir y yo escucháramos sin interrumpir demasiado. Sin embargo, muchas veces yo apoyaba la cabeza en el hombro de mi padre y le susurraba:
—¿Quiénes son los alemanes? ¿De dónde son y por qué luchan con los franceses? ¿Dónde se esconden si los españoles están en el Norte y los franceses en el Sur?
Mi padre siempre me prometía que después, cuando estuviésemos solos en nuestro salón, me lo explicaría. Y lo cierto es que me lo explicó muchas veces, pero mi confusión nunca se disipó, ni la de Samir, a pesar de nuestros esfuerzos por ordenar todas las piezas del rompecabezas.
11. La Segunda guerra mundial vista desde el patio
Los alemanes eran cristianos, de eso no había duda. Como todos los demás cristianos, vivían en el Norte, en lo que llamábamos Blad Teldj, o Tierra de las Nieves. Alá no había favorecido a los cristianos; su clima era crudo y frío y eso hacía que fueran coléricos y, cuando el sol no brillaba durante meses, malvados. Para animarse tenían que tomar vino y otras bebidas alcohólicas, y luego se ponían agresivos y empezaban a causar molestias. A veces incluso tomaban té, como todos los demás, pero hasta su té era amargo y lo tomaban hirviendo y en absoluto como el nuestro, que siempre estaba aromatizado con menta, ajenjo o verbena. Mi primo Zin, que había visitado Inglaterra, decía que allí el té era tan amargo que lo mezclaban con leche. Así que una vez Samir y yo echamos un poco de leche al té, sólo para probarlo, y era, ¡puaj!, ¡horroroso! De modo que no era de extrañar que los cristianos siempre estuvieran tristes y buscando pelea.
Como quiera que fuese, parecía que los alemanes llevaban muchísimo tiempo preparando un enorme ejército secreto. Nadie lo sabía y un día, de pronto, invadieron Francia. Colonizaron París, la capital francesa, y empezaron a dar órdenes a la gente, lo mismo que los franceses hacían con nosotros en Fez. Pero nosotros éramos afortunados, porque al menos a los franceses no les gustaba la Medina, la ciudad de nuestros antepasados, y se habían construido para ellos la Ville Nouvelle. Le pregunté a Samir qué habría ocurrido si a los franceses les hubiera gustado la Medina, y respondió que en ese caso nos habrían echado y habrían ocupado nuestras casas.
Los misteriosos alemanes, sin embargo, no perseguían únicamente a los franceses; a los judíos les obligaban a vestir algo amarillo cuando salían a la calle, del mismo modo que los hombres musulmanes pedían a las mujeres que llevaran velo, para así poder localizarlos de inmediato. En nuestro patio nadie sabía exactamente por qué los alemanes perseguían a los judíos. Las tardes tranquilas Samir y yo no parábamos de hacer preguntas, corriendo de un grupo de bordadoras a otro, pero sólo conseguíamos conjeturas.
—Tal vez ocurra lo mismo que aquí con las mujeres —dijo mi madre—. Nadie sabe exactamente por qué los hombres nos obligan a llevar velo. Es probable que tenga que ver con la diferencia. El miedo a la diferencia hace que la gente se comporte de formas muy extrañas. Quizá los alemanes se sienten más seguros cuando están solos, igual que los hombres de la Medina, que se ponen nerviosos cuando aparecen las mujeres. Si los judíos insisten en su diferencia, eso podría inquietar a los alemanes. Mundo disparatado.
Los judíos de Fez tenían su propio barrio, que se llamaba Mellah. Se tardaba exactamente media hora en llegar allí desde nuestra casa. Los judíos tenían el mismo aspecto que todos los demás; vestían abrigos largos parecidos a nuestras chilabas y en vez de turbante usaban sombrero, eso era todo. Se ocupaban de sus asuntos y permanecían en el Mellah, haciendo joyas preciosas y encurtiendo las hortalizas de una forma exquisita. Mi madre había intentado escabechar calabacín, pepinillos y berenjenas pequeñas tal como hacían los judíos, pero nunca lo consiguió.
—Seguro que dicen algunas palabras mágicas —concluyó.
Los judíos tenían sus propias oraciones, como nosotros, amaban a su Dios y enseñaban a sus hijos Su libro sagrado. Habían construido para Él una sinagoga, que era como nuestra mezquita, y compartíamos los mismos profetas, con la excepción de nuestro amado Mahoma, que Alá lo bendiga y le dé paz. Nunca llegué demasiado lejos enumerando a los profetas, porque era difícil y me daba miedo cometer un error. Mi maestra Lalla Tam decía que cometer errores en asuntos religiosos podía enviar a una persona al infierno. Se llamaba tashif, o blasfemia, y como yo ya había decidido ir al paraíso, procuraba evitar los errores. Una cosa era cierta: los judíos siempre habían vivido con los árabes, desde el principio del tiempo, y al profeta Mahoma le agradaban, al menos al principio, cuando empezó a predicar el Islam. Pero luego hicieron algo malo y decidió que si ambas religiones tenían que coexistir en la misma ciudad, deberían vivir en barrios separados. Los judíos estaban bien organizados y tenían un gran sentido comunitario, mucho más fuerte que nosotros. En el Mellah siempre se ocupaban de los pobres y todos los niños asistían a escuelas muy disciplinadas de la Alliance Israélite.
Lo que yo no podía entender era qué hacían los judíos en el país de los alemanes. ¿Cómo habían llegado allí, a la Tierra de las Nieves? Yo creía que al igual que los árabes, los judíos preferían los climas templados y se alejaban de la nieve. En tiempos del Profeta, hace catorce siglos, vivían en la ciudad de Medina, en pleno desierto arábigo, ¿no? Y anteriormente habían vivido en Egipto, no muy lejos de La Meca, y en Siria. En todo caso, siempre habían estado cerca de los árabes. Durante la conquista árabe de España, cuando la dinastía Omeya árabe de Damasco convirtió Andalucía en un vergel sombreado y construyó palacios en Córdoba y Sevilla, los judíos estaban al lado. Lalla Tam nos había explicado todo eso, pero nos hablaba tanto de ello que me hice un lío y creí que se mencionaba en el Corán, nuestro libro sagrado.
Porque ocurre que Lalla Tam casi nunca se molestaba en explicarnos los versículos del Corán. En vez de eso, los jueves nos mandaba copiarlos en nuestra luha, o tablilla, y aprendérnoslos de memoria los sábados, domingos, lunes y martes. Cada uno se sentaba en su cojín, con la luha apoyada en el regazo, y leíamos en voz alta, cantando una y otra vez hasta que nos los sabíamos de memoria. Luego, los miércoles, Lalla Tam nos preguntaba qué habíamos aprendido. Teníamos que dejar la luha en el regazo, boca abajo, y recitar los versículos de memoria. Si no te equivocabas, Lalla Tam sonreía. Pero cuando me tocaba a mí casi nunca sonreía.
—Fatema Mernissi —solía decirme mientras agitaba el látigo sobre mi cabeza—, no llegarás muy lejos en la vida si las palabras siguen entrándote por un oído y saliéndote por el otro.
Después del día de recitado, el jueves y el viernes casi parecían fiesta, aunque teníamos que limpiar la luha y escribir otros versículos. Pero durante todo ese tiempo, Lalla Tam jamás explicaba los versículos. Decía que era inútil hacerlo.
—Aprended de memoria lo que habéis escrito en la luha —nos decía—. Nadie va a pediros vuestra opinión.
En cambio, nos explicaba una y otra vez cómo habíamos conquistado España; y cuando me confundí creyendo que aquella historia figuraba en el libro sagrado, me gritó que era una blasfemia y avisó a mi padre. Él tardó mucho tiempo en aclarar las cosas. Me dijo que una jovencita que quería deslumbrar al mundo musulmán tenía que aprender algunas fechas importantes y que luego todo lo demás se aclararía. Dijo también que la revelación del Corán concluía con la muerte del Profeta en el año II de la Hégira (la huida de Mahoma de La Meca), que corresponde al año 632 del calendario gregoriano. Yo pedía por favor a mi padre que me simplificara las cosas ateniéndose en adelante al calendario musulmán, porque el gregoriano era muy complicado; pero él me dijo que una dama lista nacida en las costas mediterráneas tenía que saber navegar valiéndose de dos o tres calendarios como mínimo.
—Cambiar de calendario será algo automático si empiezas a hacerlo lo bastante pronto —me dijo.
Sin embargo, aceptó saltarse el calendario judío porque era mucho más antiguo que todos los demás y me mareaba sólo de imaginar hasta dónde retrocedía en el tiempo.
De todos modos, volviendo al tema, los árabes conquistaron España casi un siglo después de la muerte del Profeta, el año 91 de la Hégira. Por tanto, la conquista no se menciona en parte alguna del libro sagrado.
—Entonces, ¿por qué sigue Lalla Tam hablando de ella? —pregunté.
Mi padre respondió que probablemente porque la familia de Lalla Tam procedía de España. Se apellidaba Sabata, que se deriva de Zapata, y su padre todavía conservaba la llave de su casa de Sevilla.
—Sencillamente tiene nostalgia —dijo mi padre—. La reina Isabel mató a casi toda su familia.
Luego me explicó que los judíos y los árabes habían vivido en Andalucía durante setecientos años, desde el siglo II al siglo VIII de la Hégira (de los siglos VIII al XV del calendario de los cristianos). Ambos pueblos habían llegado a España cuando la dinastía Omeya conquistó a los cristianos y creó un imperio cuya capital era Córdoba. ¿O era Granada la capital? ¿O Sevilla? Lalla Tam nunca mencionaba una de esas ciudades sin mencionar también las otras, así que quizá la gente tuviera que elegir entre las tres capitales, aunque normalmente sólo se permitía una. Claro que nada era normal acerca de España, que los omeyas rebautizaron con el nombre de Al-Andalus.
Los califas omeyas fueron una pandilla de lo más alegre, que se lo pasó en grande construyendo un palacio fabuloso, la Alhambra, y una torre, la Giralda. Luego, para demostrar al resto del mundo lo inmenso que era su imperio, construyeron una torre idéntica en Marrakech, a la que llamaron la Kutubia. Para ellos no había fronteras entre Europa y África.
—A todos les gusta mezclar los dos continentes —dijo mi padre—. Si no, ¿por qué en este momento los franceses están justo delante de nuestra puerta?
Así que los árabes y los judíos gandulearon allá en Andalucía durante setecientos años, solazándose mientras recitaban poesías y contemplaban las estrellas desde sus preciosos huertos de naranjos y jazmines, que regaban mediante un complejo e innovador sistema de irrigación. Aquí en Fez lo habíamos olvidado todo acerca de ellos hasta que un día, al despertar, la ciudad los vio llegar a Marruecos por centenares, gritando de miedo, con las llaves de sus casas en la mano. Una reina cristiana muy cruel, llamada Isabel la Católica, había surgido de la nieve y los perseguía. Les había propinado una paliza terrible y les había dicho: «O rezáis como nosotros, u os arrojaremos al mar». Pero lo cierto es que sus soldados los arrojaron a todos al Mediterráneo sin esperar siquiera que contestaran. Musulmanes y judíos nadaron hasta Tánger y Ceuta, excepto los pocos afortunados que encontraron barcos, y luego corrieron a esconderse en Fez. Todo eso había ocurrido hacía quinientos años y era la razón de que hubiera una gran comunidad andalusí en pleno corazón de nuestra Medina, cerca de la mezquita Qaraouine, y el gran Mellah, o barrio judío, a unos centenares de metros.
Claro que tampoco eso explica cómo acabaron los judíos en la tierra de los alemanes, ¿verdad? Samir y yo hablamos de ello y llegamos a la conclusión de que tal vez, cuando Isabel la Católica empezó a vociferar, algunos judíos se equivocaron de camino y huyeron hacia el norte en vez de hacerlo hacia el sur, hasta llegar al corazón de la Tierra de las Nieves. Y como los alemanes eran cristianos como Isabel la Católica, también habían expulsado a los judíos porque no rezaban igual que ellos. Pero tía Habiba nos dijo que esta explicación no parecía correcta, porque los alemanes también estaban luchando con los franceses, que eran cristianos y adoraban al mismo Dios. Así que esto desbarató nuestra teoría. La religión no podía explicar la guerra de la Cristiandad.
A punto estaba yo de sugerir a Samir que dejáramos el misterioso problema judío hasta el año siguiente, en que seríamos mucho más mayores y sabios, cuando apareció la prima Malika con una explicación razonable pero aterradora. ¡La guerra tenía que ver con el color del cabello! ¡Las tribus de cabello rubio estaban luchando con la gente de cabello oscuro! ¡Qué disparate! En ese caso, los alemanes eran los rubios, altos y pálidos, mientras que los franceses eran los morenos, más bajos y más oscuros. Y los pobres judíos, que simplemente se habían equivocado de camino cuando Isabel los había expulsado de España, estaban atrapados entre ambos. Era una casualidad que estuvieran en la zona bélica y era una casualidad que tuvieran el cabello castaño. ¡Ellos no formaban parte de ningún bando!
O sea que los poderosos alemanes perseguían a todo el que tuviera el cabello y los ojos oscuros. A Samir y a mí aquello nos aterró. Acudimos al primo Zin para comprobar lo que nos había explicado Malika y él nos dijo que era absolutamente cierto. Hi-Hitler, que así se llamaba el rey de los alemanes, odiaba el cabello y los ojos oscuros y arrojaba bombas desde los aviones sobre todos los lugares donde vivía gente de cabello oscuro. Tirarse al agua no servía de nada, porque mandaba submarinos a pescarte. Samir alzó la vista hacia su hermano mayor, se llevó las manos al cabello liso, negro como el azabache, y dijo:
—¿Y tú crees que en cuanto los alemanes hayan eliminado a los franceses y a los judíos seguirán hacia el sur y vendrán a Fez?
Zin dio una respuesta vaga; dijo que los periódicos no mencionaban nada sobre los planes alemanes a largo plazo.
Aquella noche Samir rogó a su madre que le prometiera ponerle alheña en el pelo la siguiente vez que fuéramos al hammam, de manera que le quedase rojo, y yo anduve por allí con la cabeza envuelta en una bufanda de mi madre hasta que ella se dio cuenta y me obligó a quitármela.
—¡Nunca te cubras la cabeza! —me gritó mi madre—. ¿Me has entendido? ¡Nunca! ¡Yo lucho contra el velo y tú vas y te pones uno! ¿Puede saberse qué bobada es ésa?
Le expliqué entonces lo de los judíos y los alemanes, las bombas y los submarinos, pero no le impresionó.
—Aunque te persiga el todopoderoso rey de los alemanes Hi-Hitler —dijo— tendrás que enfrentarte a él con la cabeza descubierta. Taparte la cabeza y esconderte no servirá de nada. Esconderse no soluciona los problemas de una mujer. Simplemente la identifica como una víctima fácil. Tu abuela y yo ya hemos sufrido bastante con toda esta historia de cubrirse la cabeza. Sabemos que no funciona. Quiero que mis hijas vayan con la cabeza bien alta y caminen por el planeta de Alá mirando las estrellas.
Y, dicho eso, me quitó la bufanda y me dejó completamente indefensa frente a un ejército invisible que perseguía a la gente de cabello oscuro.
12. Asmahan, la princesa que cantaba
Algunas veces, al atardecer, en cuanto los hombres salían de casa, las mujeres corrían a la radio, la abrían con su llave ilegal e iniciaban la frenética búsqueda de música y canciones de amor. La experta era Chama, porque entendía las letras extranjeras que, en caracteres dorados, estaban grabadas sobre el imponente panel de la radio. O al menos eso nos parecía. Los hombres manipulaban los mandos con movimientos leves y precisos, descifrando aquellos letreros misteriosos. Pero aunque Chama había aprendido el alfabeto francés sin ayuda de nadie, no podía descifrar el significado de SW (onda corta), MW (onda media) y LW (onda larga). Suplicó a sus hermanos Zin y Jawad que le explicaran qué significaban las letras y cuando se negaron a hacerlo los amenazó con tragarse entero el diccionario francés. Le dijeron que aunque lo hiciera seguiría teniendo el mismo problema, porque aquellas letras correspondían a palabras inglesas. Entonces renunció al enfoque científico y adquirió una extraordinaria técnica manual, manipulando muchos botones al mismo tiempo y silenciando implacablemente todas las emisoras de noticias, sermones nacionalistas y canciones militares en busca de una melodía. En cuanto encontraba la melodía tenía que luchar hasta que desaparecía el sonido de la estática y sintonizar aquella gran radio podía llevar una eternidad.
Pero cuando Chama por fin lo conseguía y una tierna y cálida voz masculina llenaba el aire, como la de Abdelwahab el egipcio canturreando «Ahibi 'itchi l-hurriya» (Amo la vida libre, sin cadenas), el patio entero empezaba a gemir y a ronronear con deleite. Era todavía mejor cuando los dedos mágicos de Chama sintonizaban la encantadora voz de la princesa Asmahan del Líbano, que susurraba en las ondas etéreas «Ahwa! Ana, ana, ana, ahwa!» (¡Estoy enamorada! ¡Yo, yo, yo, estoy enamorada!). Las mujeres entonces se sumían en el más puro éxtasis. Se quitaban las zapatillas y bailaban alrededor de la fuente recogiéndose los caftanes con una mano y abrazando con la otra a un imaginario compañero masculino.
Pero lamentablemente era difícil sintonizar las melodías de Asmahan. Oíamos con más frecuencia los himnos nacionalistas que cantaba la diva egipcia Om Kalzum, que podía pasarse horas gorjeando acerca del grandioso pasado árabe y la necesidad de recuperar nuestra gloria enfrentándonos a los invasores coloniales.
¡Qué gran diferencia entre Om Kalzum, una chica pobre con una voz preciosa a quien descubrieron en una oscura aldea egipcia y que se había abierto camino hasta el estrellato con disciplina y trabajo duro, y la aristócrata Asmahan, que no había tenido que mover un dedo para atraer la fama! Om Kalzum transmitía una imagen de mujer árabe insólitamente enérgica y segura de sí misma, que tenía un objetivo en la vida y sabía lo que hacía, mientras que Asmahan nos encogía el corazón de inseguridad y aturdimiento. Om Kalzum, fuerte y bien dotada (en las películas del cine Boujeloud siempre aparecía con túnicas largas y amplias que ocultaban su pecho maternal), pensaba en todas las cosas nobles y justas (la difícil situación de los árabes y su dolor en un presente humillante) y se hacía eco de nuestros anhelos nacionalistas de independencia. Sin embargo, las mujeres no la querían como a Asmahan.
Asmahan era todo lo contrario de Om Kalzum. Era una mujer larguirucha, de pecho pequeño, que a menudo parecía tan absolutamente confusa como exquisitamente elegante; vestía blusas occidentales escotadas y faldas cortas. Asmahan ignoraba la cultura, el pasado y el presente árabes y se había entregado a la búsqueda fatalmente trágica de la felicidad. No podría haberse interesado menos por lo que ocurría en el planeta. Lo único que deseaba era engalanarse, ponerse flores en el pelo, estar preciosa, cantar y bailar en los brazos de un hombre enamorado que fuera tan romántico como ella, un hombre tierno y cariñoso que tuviera el valor de separarse del grupo y bailar en público con la mujer que amaba. Las mujeres árabes, que tenían que bailar solas en los patios recoletos, admiraban a Asmahan por comprender sus sueños de estrechar a un hombre en una danza estilo occidental y balancearse con él fuertemente abrazados. El goce sin ningún otro objetivo, compartido con un hombre entregado a lo mismo, era la imagen transmitida por Asmahan.
Asmahan siempre llevaba un collar de perlas alrededor de su largo cuello; yo suplicaba a Chama que me dejara ponerme el suyo unos minutos, sólo para crear algún vínculo misterioso entre mi ídolo y yo. Una vez me atreví a preguntar a Chama si tendría alguna posibilidad de casarme con un príncipe árabe, como había hecho Asmahan, y me dijo que el mundo árabe caminaba hacia la democracia y que los pocos príncipes disponibles serían malos bailarines, que estarían «ocupadísimos con la política. Si quieres bailar como Asmahan búscate un profesor de danzas».
Todas nos sabíamos la vida de Asmahan al dedillo, porque Chama la interpretaba continuamente en las funciones teatrales que organizaba en la terraza. Escenificaba la vida de heroínas de toda clase, pero la princesa romántica era, con mucho, la más popular. Su vida era tan fascinante como un cuento de hadas, aunque, como cabía esperar, tenía un final trágico, porque una mujer árabe no podía anhelar el placer sensual, la diversión frívola y la felicidad sin sufrir un castigo por ello. Asmahan era una princesa que había nacido en los montes drusos del Líbano. Casada a edad muy temprana con su primo, un príncipe rico llamado Hassan, se divorció a los diecisiete años y murió a los treinta y dos, en 1944, en un misterioso accidente automovilístico en el que intervinieron espías internacionales. En el intervalo, fue cantante y actriz y vivió en El Cairo, donde se había convertido de inmediato en la gran sensación de todo el mundo árabe. Cautivaba a las multitudes con un sueño inaudito: el de la felicidad personal y una vida sensual y regalada, ajena a las exigencias del clan y sus códigos.
Asmahan practicó aquello en lo que creía y acerca de lo cual cantaba. Creía que una mujer podía tener amor y una profesión e insistió en vivir una vida conyugal plena y explorar y exhibir al mismo tiempo sus dotes de actriz y cantante. Su primer esposo, el príncipe Hassan, no lo aceptó y se divorció de ella. Asmahan lo intentó de nuevo, por dos veces; y en ambos casos, sus maridos, magnates ambos de la industria egipcia del espectáculo, accedieron al principio a sus deseos. Pero los dos matrimonios acabaron pronto en sendos divorcios escandalosos; su último marido la persiguió con un revólver, seguido por toda la policía de El Cairo, que intentaba detenerlo. Su enredo final con agentes secretos británicos y franceses, en un intento de impedir la presencia alemana en Oriente Próximo, la convirtieron en un blanco fácil de los ataques moralistas y en víctima indefensa de la explosiva política de la región.
Cuando regresó al Líbano, Asmahan pareció encontrar por fin un lugar propio, aunque por poco tiempo. Se la veía hermosa, independiente y feliz. Organizó reuniones importantes en su residencia particular de Beirut y en el Palacio del Rey David en Jerusalén entre el general De Gaulle de Francia y el presidente de Siria y Líbano. En sus eclécticas veladas se reunían nacionalistas árabes y generales europeos de las Fuerzas Aliadas y se mezclaban revolucionarios en ciernes con banqueros.
Asmahan vivió la vida intensamente, probándolo todo deprisa. «Sé que mi vida será breve», solía decir. Ganó muchísimo dinero, pero al parecer nunca bastaba para pagar las facturas de las joyas, los vestidos y los viajes caprichosos. Muchas veces sorprendía a su séquito decidiendo impulsivamente hacer un viaje improvisado, uno de sus pasatiempos preferidos. La muerte la sorprendió precisamente en uno de esos viajes espontáneos, cuando iba en coche con una amiga, a unos cientos de kilómetros de El Cairo. Encontraron el coche flotando en un lago. Los seguidores de Asmahan la lloraron, mientras sus enemigos hablaron de una conspiración con espías de por medio. Algunos dijeron que la había eliminado el servicio secreto británico por haber empezado a actuar demasiado independientemente. Otros dieron el asunto por terminado considerándola una víctima del espionaje alemán. Hubo incluso quienes, definiéndose como justos fanáticos, se alegraron de su muerte prematura y consideraron que era un merecido castigo por su vida escandalosa.
Pero la leyenda de Asmahan creció aún más después de su muerte, porque había demostrado a las mujeres árabes que una vida deliberadamente regalada, por breve y escandalosa que fuera, era preferible a una vida larga y respetable consagrada a una tradición letárgica. Asmahan cautivó tanto a los hombres como a las mujeres con la idea de que una vida arriesgada en la que no importaban el éxito ni el fracaso era mucho más gozosa que una vida durmiendo detrás de puertas protectoras. Era imposible tararear una de sus canciones sin que vinieran a la mente fragmentos de su vida insólitamente emocionante, aunque trágica y breve.
Cuando Chama ponía en escena la primera parte de la vida de Asmahan, extendía una alfombra verde en el suelo de la terraza para que imagináramos los bosques de los escarpados montes del Líbano en los que había nacido. Luego colocaba un diván en el escenario para que hiciera las veces de lecho de la princesa y se aplicaba kohl para evocar sus soñadores ojos verdes. El cabello era muy problemático: la heroína lo tenía negro como el azabache y Chama tenía que cubrirse los molestos bucles rojizos con un turbante color carbón. Pero no podía hacer gran cosa con sus pecas, que la traicionaban, porque la tez de Asmahan era clarísima. Chama se concentraba en cambio en recrear el famoso lunar que la actriz tenía en el lado izquierdo de la barbilla. Habría sido imposible interpretar su personaje sin el lunar. Chama se reclinaba luego en el diván, vestida con una qamis de raso ensanchada con alambre en el bajo para que pareciera un romántico vestido occidental. Se quedaba mirando un rato el cielo con expresión triste y melancólica. Entonces, detrás de las cortinas, empezaba a oírse una canción triste sobre lo absurdo que era perder el tiempo allí echada mientras todo el mundo se divertía en todas partes. Las preciosas voces pertenecían a las hermanas de Chama y a otras primas.
Junto al lecho de Asmahan había un caballo de madera, porque Asmahan había aprendido a montar a muy temprana edad. ¿Qué otra cosa podía hacer una mujer que había nacido sumamente bella en el seno de una familia noble de una remota región árabe, donde todos recordaban aún las antiguas cruzadas, temían la ocupación extranjera y vigilaban hasta el menor movimiento de las mujeres? Asmahan montaba a caballo, como Tamou en la región del Rif desgarrada por la guerra; para ella, la liberación significaba correr. Ser libre era estar en movimiento. Correr velozmente, incluso sin meta, la hacía feliz; moverse por el puro placer de hacerlo. De modo que Chama dejaba el lecho y montaba el caballo inmóvil, mientras detrás de las cortinas las voces seguían cantando sobre lo deprimente que era verse atrapada en un callejón sin salida. A veces, Samir y yo empujábamos el caballo atrás y adelante para crear la impresión de movimiento, mientras el público (formado por mi madre, mis primas adolescentes, tía Habiba y las demás tías y familiares viudas o divorciadas) cantaban con el coro.
A continuación, Samir y yo echábamos las cortinas para pasar a la escena del matrimonio. A Chama no le gustaba ver a su audiencia sumida mucho rato en la desesperación.
—El objetivo del espectáculo debería ser librarse de los sentimientos desagradables —decía.
Aparecía entonces el primo Zin vestido con una capa blanca, representando el papel del novio, el príncipe Hassan. Yo desfallecía al ver la belleza de Zin y olvidaba mis obligaciones de tramoyista. Entonces el público comenzaba a protestar porque era responsabilidad de los técnicos ofrecer un refrigerio siempre que tenía lugar un acontecimiento importante, como una boda o un nacimiento. Samir y yo nos encargábamos de las galletas. En una ocasión el público pidió que con las galletas también se sirviera té, y amenazó con marcharse si Chama no conseguía que lo hiciéramos. Pero se rompieron tantos vasos que intervino la abuela Lalla Mani y nos prohibió volver a servir té.
—En primer lugar —dijo—, el teatro es una actividad pecaminosa. No se menciona en el Corán y nadie supo jamás de él ni en La Meca ni en Medina. Ahora bien, si las mujeres negligentes insisten en abandonarse al teatro, que lo hagan. Alá pedirá cuentas a todos por sus pecados el Día del Juicio. Pero romper los vasos de té de mi hijo sólo porque se casa Asmahan, esa gandula escandalosa, es una imprudencia absoluta.
A partir de entonces, los casamientos teatrales tuvieron que celebrarse con todo ascetismo, y repartíamos en el último minuto las galletas que muchas veces preparaba tía Habiba. Para que los espectadores se quedaran había que tratarlos bien.
Pero volvamos a la obra. Ni siquiera se habían terminado las galletas cuando el príncipe Hassan expulsaba a Asmahan; Chama aparecía entonces en el escenario con las mejillas empolvadas, arrastrando un gran baúl, camino de El Cairo. El coro cantaba sobre la separación, el doloroso abandono y el exilio, mientras tía Habiba le susurraba a mi madre:
—Asmahan sólo tenía diecisiete años cuando se divorció. ¡Qué lástima! Claro que era su única oportunidad de salir de aquellos sofocantes montes del Líbano. Bien pensado, el divorcio siempre es una especie de progreso. Te obliga a arriesgarte, algo que de lo contrario casi nunca harías.
Lo que daba a todo un interés especial era que el príncipe hubiera rechazado a su esposa porque ¡ella quería que la llevara a los cabarets y a bailar! No sólo usaba vestidos occidentales escotados, tacones altos y el cabello corto, sino que, además, quería frecuentar las salas de baile, donde la gente se sentaba en rígidos asientos occidentales alrededor de mesas altas y hablaba de tonterías o bailaba hasta el amanecer. Durante esa escena, Chama, pálida y temblorosa, avanzaba unos pasos hacia su público y, con los ojos entrecerrados, decía:
—Asmahan quería ir a restaurantes elegantes, bailar como los franceses y estrechar al príncipe entre sus brazos. Quería bailar con él toda la noche, en vez de quedarse entre bastidores viéndolo deliberar en los interminables consejos tribales exclusivamente masculinos. Ella odiaba el clan y su ley absurda y cruel. Sólo quería entregarse sin pensar a momentos de dicha y felicidad sensual. La señora no era una malhechora, no pretendía hacer mal.
Tía Habiba interrumpía entonces el espectáculo.
—Jamás soñé con semejantes cosas —salmodiaba, imitando las melodías de Asmahan—. ¡E igualmente estoy divorciada! Así que recordad, señoras, por favor, no os reprimáis. La mujer árabe que no busca la luna es tonta de remate.
—¡Silencio! —gritaban todos; y Chama reanudaba la representación de la sensual búsqueda de aventura de Asmahan en una sociedad en que el velo estrangulaba los caprichos femeninos más elementales. Viendo actuar a Chama me juré que, cuando fuese mayor y tan alta como ella, me dedicaría al teatro o a algo que se le pareciese. Deslumbraría a las multitudes árabes que me contemplarían pulcramente sentadas en hileras y les explicaría qué significaba ser una mujer embriagada de sueños en una tierra que aplasta tanto los sueños como a quien sueña. Les haría lamentar las oportunidades desperdiciadas, los cautiverios absurdos, las ilusiones destrozadas. Y entonces, cuando estuvieran en la misma longitud de onda que yo, cantaría los prodigios de la exploración personal y la emoción que provocan los arriesgados saltos a lo desconocido.
Oh, sí, les hablaría de los imposibles, de un mundo
árabe nuevo en que hombres y mujeres
pudieran abrazarse y bailaran sin miedo y sin
barreras que los separasen.
Oh, sí, encantaría a mi público y, con palabras
mágicas y gestos estudiados, como Asmahan y Chama
antes que yo, recrearía un planeta
sereno en que las casas no tuvieran puertas y las
ventanas se abriesen de par en par a las calles seguras.
Les ayudaría a caminar en un mundo en que la
diferencia no precisara velos y donde los
cuerpos de las mujeres se movieran con
naturalidad y sus deseos no crearan angustia.
Crearía para y con el público largos poemas sobre la
ausencia de miedo. La confianza sería el juego nuevo
que podríamos explorar y confesaría
humildemente que yo tampoco sabía nada de él.
Ganaría dinero suficiente en mi teatro para servir té y
galletas, de forma que los espectadores pasaran
largas horas relajados asimilando la nueva idea de un
planeta en que la gente caminara sin miedo a nada.
Sólo caminar, sin sentir la espeluznante necesidad de velos
ni límites.
Sólo caminar, un pie delante del otro, con los ojos fijos en
un horizonte nuevo, casi inconcebible y sin amenazas.
Convencería a todos de que la dicha puede florecer por
doquier hasta en las callejas oscuras de las Medinas
agredidas.
Asmahan, yo la reivindicaría. Ella podía existir y no sólo
como víctima trágica. Podría haber Asmahans que no
tuvieran que morir a los treinta y dos años en oscuros
complots extranjeros y absurdos
accidentes de coche.
Derramé muchas lágrimas por la trágica vida de Asmahan en las sesiones de teatro vespertinas de aquella terraza remota. Yo ayudaba a Chama en sus efímeras aventuras libanesas sin perder de vista las estrellas fugaces que pasaban por encima de mi cabeza. El teatro, ese atisbo de sueños y abandono del cuerpo a la fantasía, era algo fundamental. Me preguntaba por qué no lo declaraban institución sagrada.
13. El harén va al cine
Aunque menospreciado a menudo como trivial, en nuestra casa el espectáculo arrastraba multitudes. En cuanto terminaban las tareas domésticas, las mujeres corrían a preguntar dónde contaba tía Habiba los cuentos o dónde representaba Chama sus obras de teatro. La función tenía lugar en espacios apartados: los últimos pisos y las terrazas. Se contaba con que cada cual llevara un glissa, una especie de cojín para sentarse, y que procurara encontrar un buen sitio delante, en la alfombra que delimitaba el espacio del público. Pero muchos no respetaban esta norma y llevaban taburetes en vez de cojines. Se veían obligados a sentarse detrás.
Sentada cómodamente en mi cojín, con las piernas cruzadas, yo viajaba por todo el mundo, saltando de una isla a la siguiente en barcos que siempre naufragaban y que ingeniosas princesas ponían luego milagrosamente a flote. Cuando la emoción era realmente intensa, me ponía el cojín en el regazo y me balanceaba hacia adelante y hacia atrás, galopando hechizada sobre las extrañas palabras que lanzaban a la audiencia Chama y tía Habiba, sumas sacerdotisas de la imaginación. Tía Habiba estaba convencida de que todos teníamos magia dentro, tejida en nuestros sueños.
—Cuando te ves atrapada, desvalida tras los muros, inmovilizada en un harén sin salida —decía ella—, sueñas con escapar. Y la magia surge cuando entiendes ese sueño y haces que las fronteras se desvanezcan. Los sueños pueden cambiar tu vida y, a la larga, el mundo. La liberación empieza con las imágenes que danzan en tu cabecita, y puedes transformar esas imágenes en palabras. ¡Y las palabras no cuestan nada!
Tía Habiba nos hablaba constantemente de esa magia interior, decía que éramos culpables de no hacer el esfuerzo de sacarla a la luz. También podía hacer que desaparecieran las fronteras; ése fue el mensaje que yo capté sentada en mi cojín, arriba, en la terraza. Parecía todo tan natural mientras me balanceaba hacia adelante y hacia atrás, levantando la cabeza de vez en cuando para sentir que la luz de las estrellas me iluminaba la cara. Los teatros deberían estar situados siempre arriba, en terrazas encaladas, cerca del firmamento. En Fez, durante las noches de verano, las galaxias lejanas confluían en nuestro teatro y la esperanza no tenía límites.
Oh, sí, tía Habiba —pensaba yo—, seré una hechicera.
Atravesaré la vida estrictamente codificada que me
aguarda en las estrechas calles de la Medina, con
la mirada fija en el sueño.
Me deslizaré por la adolescencia, estrechando la fuga
contra el pecho como las jóvenes europeas estrechan
a sus compañeros de baile.
Acariciaré las palabras.
Las cultivaré para iluminar las noches.
Derribar los muros y achicar las puertas.
Parece todo fácil, tía Habiba, contigo y con Chama
entrando y saliendo del frágil teatro encortinado.
Tan frágil en la tarde y por la noche, en aquella terraza
remota.
Pero tan vital, tan rico, tan prodigioso.
Seré una hechicera.
Cincelaré palabras para compartir el sueño y demostrar la
inutilidad de las fronteras.
Durante el día Chama y tía Habiba esperaban pacientemente la noche, cuando podían conjurar la imaginación y despertar las ilusiones, mientras a los menos curiosos el sueño nos vencía. Muchas mujeres de la casa vivían para aquellas noches, pero los muchachos, a quienes en ocasiones se pedía que participaran en nuestras obras de teatro, siempre respondían con tibio entusiasmo. No les gustaban mucho los cuentos ni el teatro, pues ellos, a diferencia de las mujeres, podían acudir libremente al cine Boujeloud que quedaba al lado del hammam.
Sabía que los hombres jóvenes iban a ir al cine cuando veía a Zin y a Jawad ponerse las corbatas de lazo rojas. Chama intentó muchas veces convencer a sus hermanos de que la llevaran. Ellos, reacios, alegaban que no tenían permiso de su padre ni del mío. Pero Chama intentaba ir de todos modos, se ponía apresuradamente la chilaba, se cubría la cara con un pañuelo negro de gasa y corría tras ellos a la puerta. Ahmed, el portero, se ponía de pie en cuanto la veía.
—Por favor, Chama —le decía—, no me obligues otra vez a perseguirte por la calle. No me han ordenado que deje salir a las mujeres.
Pero Chama seguía caminando como si no hubiera oído y era tan rápida que a veces conseguía escabullirse. Entonces, todas las mujeres del patio acudían en tropel al vestíbulo para ver qué pasaba. A los pocos minutos, veíamos a Ahmed que jadeando, resoplando escandalosamente, empujaba a Chama para que entrase.
—No me han dicho que las mujeres iban al cine —repetía con firmeza—. Así que, por favor, no me creéis problemas, no me obliguéis a correr a mi edad.
Mi madre se ponía muy nerviosa cuando Chama no conseguía escapar y la traían de vuelta como si fuera una delincuente.
—Tú espera y verás, Ahmed —vaticinaba—, muy pronto te quedarás sin trabajo, porque las mujeres recorrerán libremente el mundo.
Rodeaba luego a Chama con un brazo y cruzaba el vestíbulo de regreso al patio; todas las demás mujeres las seguían hablando entre dientes de rebelión y castigo. Chama lloraba en silencio y al cabo de un rato le preguntaba a mi madre, absolutamente desconsolada:
—¡Tengo diecisiete años y no puedo ver una película porque soy mujer! ¿Qué justicia es ésta? ¿Quién saldría perdiendo en este mundo árabe si se tratara igual a chicas y chicos?
Sólo cuando una película era un gran éxito y toda la población de Fez acudía a verla, se permitía asistir a las mujeres de la familia Mernissi. Tal era el caso de las películas de Asmahan y de la película Dananir, sobre la jarya, o esclava cantora, cuya voz e ingenio cautivaron hasta tal punto al califa Harun al-Rasid que olvidó por completo a las otras mil jaryas. Om Kalzum interpretaba el papel de Dananir, a quien daba vida con su voz insólitamente poderosa.
Dananir era una historia verídica, basada en hechos reales. El califa Harun conoció a una bella esclava llamada Dananir durante una noche samar. Samar era una noche en que el califa, agotado después de grandes acontecimientos como batallas, viajes peligrosos o negociaciones complicadas, intentaba relajarse oyendo poesía o música. Acudían entonces a palacio los artistas más dotados, y como en estas veladas estaba permitido que las mujeres compitieran con los hombres, las jaryas pronto superaron a sus maestros varones y el samar se convirtió en un asunto de mujeres. Era todo lo contrario de un campo de batalla.
El califa Harun necesitaba muchísimo relajarse, porque se pasaba casi todo el tiempo luchando. Durante su reinado, el imperio musulmán se extendió hasta China. Pero en lo tocante a Dananir, el califa Harun tenía un problema. Dananir pertenecía al visir del califa, el funcionario más importante de la corte, Yahya Ibn Jaled al-Barmaki. Y el visir amaba a Dananir. De modo que el califa guardó en secreto sus sentimientos hacia Dananir y empezó a visitar regularmente al visir, con la esperanza de volver a oír la voz de Dananir. No podía confesar su amor por ella, pero al poco tiempo toda la ciudad de Bagdad conocía su secreto; y quinientos años después, los habitantes de Fez llenaban las salas de cine para ser testigos de aquel amor frustrado, tal como lo habían filmado los estudios cinematográficos egipcios.
A nosotros los niños, por lo general, tampoco se nos permitía ir al cine pero, al igual que las mujeres, organizábamos nuestras propias rebeliones y, a veces, nos salíamos con la nuestra. Cuando digo «nosotros» en realidad me refiero a Samir, porque yo tenía un problema a la hora de gritar a los adultos y manifestar mi disgusto como lo hacía él, dando brincos o incluso mejor tirándose al suelo y dando patadas a los presentes. Organizar la rebelión era un asunto complicado y en mi caso nunca dejó de serlo, aunque sólo fuese por la extraña actitud de mi madre. Ella me animaba a menudo a rebelarme e insistía que confiar en que Samir protestase por los dos no serviría. Pero siempre que me tiraba al suelo y empezaba a gritar, me paraba en seco.
—¡No te he dicho que te rebeles contra mí! Debes rebelarte contra todos los demás, pero a tu madre has de seguir obedeciéndola. De lo contrario, esto sería el caos. Y además no debes rebelarte estúpidamente. Primero tienes que considerar detenidamente la situación y analizarlo todo. Y rebelarte sólo cuando estés segura de que existe alguna posibilidad de ganar.
Después de eso, dediqué muchas energías a analizar mis posibilidades de ganar cuando era evidente que la gente me engañaba; pero aún hoy, después de casi medio siglo, las soluciones que se me ocurren siempre son iguales: poco convincentes. Todavía sueño con el día maravilloso en que organizaré una rebelión espectacular «estilo Samir», con gritos y pataleo. Al recordarlo ahora, siento una gran gratitud por el hecho de que entonces Samir hiciera lo que había que hacer. De lo contrario, yo nunca habría ido al cine.
Ir al cine era emocionante de principio a fin. Las mujeres se engalanaban como si fueran a desfilar sin velo por las calles. Mi madre se pasaba horas maquillándose y rizándose el cabello de forma complicadísima. En los cuatro rincones del patio, las demás mujeres también se arreglaban febrilmente, mientras los niños les sostenían los espejos y las amigas las aconsejaban acerca del kohl, el carmín, los peinados y las joyas. Los niños tenían que sujetar los espejos de mano en el ángulo adecuado para que les dieran los rayos del sol, pues los espejos de las paredes del salón eran prácticamente inútiles, porque la luz del sol casi nunca llegaba hasta ellos, excepto unas horas en verano.
Finalmente, las mujeres conseguían estar bellamente engalanadas. Y entonces, se cubrían completamente, de la cabeza a los pies, con velo y chilaba o jaique, según la edad y la condición.
Años atrás mi madre había vencido a mi padre en lo que al tejido del velo se refería, y luego respecto del jaique, o manto tradicional largo que las mujeres usaban en público.
El velo tradicional era una pieza rectangular de algodón blanco tan grueso que convertía el simple acto de respirar en una hazaña. Mi madre quería sustituirlo por un velo triangular negro, minúsculo y de gasa de pura seda. Eso desquició a mi padre.
—¡Pero si es transparente! ¡Podrías ir sin velo que nadie notaría la diferencia!
Pero el velo pequeño se puso de moda y en Fez las esposas de todos los nacionalistas lo usaban para ir a las reuniones de la mezquita y en las fiestas públicas, como cuando los franceses liberaron a los prisioneros políticos.
Mi madre quiso sustituir también el jaique femenino tradicional por la chilaba, o abrigo de los hombres, que habían empezado a usar las esposas de los nacionalistas. El jaique se hacía con siete metros de grueso algodón blanco. La mujer se envolvía en él y luego, para impedir que cayera, sujetaba torpemente los extremos bajo el mentón.
—Seguro —decía Chama— que el jaique fue pensado para hacer el acto de caminar por las calles tan insoportable que las mujeres pronto se cansaban del esfuerzo, regresaban corriendo a casa y no les quedaban ganas de salir nunca más.
Mi madre también lo odiaba.
—Seguro que si resbalas y te caes —decía—, te quedas sin dientes, porque tienes las manos inmovilizadas. Además, ¡es tan pesado y yo estoy tan delgada!
La chilaba, en cambio, era un abrigo masculino recto, con capucha, aberturas laterales que permitían dar pasos grandes, y mangas que dejaban completamente libres las manos. Cuando los nacionalistas empezaron a enviar a sus hijas a la escuela, también comenzaron a permitirles llevar chilaba, porque era una prenda mucho más ligera y práctica que el jaique. Hacer cuatro veces al día el camino que separaba la casa de la escuela no era lo mismo que visitar la tumba de un santo una vez al año. De modo que las hijas empezaron a utilizar la chilaba masculina y, al poco tiempo, las madres siguieron el ejemplo. Para desanimar a mi madre, mi padre comentaba regularmente la revolución que estaba presenciando en las calles de la Medina.
—Es como si las mujeres francesas cambiaran las faldas por los pantalones masculinos —decía—. Y si las mujeres visten como los hombres, será peor que el caos. Será fana, el fin del mundo.
Pero el caos de las calles llegó a nuestra casa poco a poco y el planeta siguió girando milagrosamente como siempre. Un día, mi madre apareció con una chilaba de mi padre, la capucha de la cual le caía limpiamente sobre la frente, y un diminuto lizam triangular negro, de gasa de pura seda sobre la nariz. Por supuesto, cualquiera podía ver perfectamente a través del velo y mi padre le advirtió, enfadado, que estaba echando por tierra el honor de la familia. Pero de pronto el honor de la familia parecía hallarse en grave peligro en todo Fez, porque inundaron las calles de la ciudad mujeres con chilabas de hombre y coquetos velos de gasa. Poco después, además, las hijas de los nacionalistas empezaron a aparecer en las calles con la cara y las piernas descubiertas, vestidos occidentales y los característicos bolsos de mano europeos al hombro. Naturalmente, el entorno inmediato de mi madre era tan conservador que ella no podía ni soñar con adoptar el atuendo occidental; pero siguió utilizando la chilaba y el lizam de gasa. Más adelante, en 1956, en cuanto mi madre supo que Marruecos había conseguido la independencia y que el ejército francés abandonaba el país, se unió al desfile organizado por las esposas de los nacionalistas y cantó con ellas hasta bien entrada la noche. Cuando volvió a casa, agotada de caminar y cantar, llevaba el cabello y la cara descubiertos. Desde entonces en la Medina de Fez no volvieron a verse pañuelos de gasa negra sobre el rostro de las mujeres jóvenes; sólo las ancianas y las jóvenes campesinas que habían emigrado recientemente a la ciudad continuaron usando velo.
Pero volvamos al cine. En aquellos extraños días festivos el sistema de las mujeres consistía en salir de casa a primera hora de la tarde, con mis primos varones delante, como para impedir que la multitud se aglomerara alrededor e intentase atisbar a las bellezas Mernissi. Detrás mismo de los hombres solía ir la abuela Lalla Mani, con su diminuta figura envuelta majestuosamente en el jaique y la cabeza desdeñosamente alta, como para que hasta el viandante anónimo supiera que era una mujer importante. Lalla Radia, la madre de Samir, solía caminar al lado de la abuela con pasos meticulosamente medidos y la cabeza baja. Detrás de ellas iban tía Habiba y las familiares viudas y divorciadas, caminando todas en el más absoluto silencio y bien envueltas en sus jaiques blancos. Al contrario de mi madre, las viudas y divorciadas que no tenían maridos que las protegieran, no podían reclamar el derecho a usar chilabas. El hacerlo habría supuesto que se las condenara inmediata e irrevocablemente como mujeres disolutas. En las últimas filas iban las rebeldes, vestidas con chilabas de colores, seguidas de las tímidas primas adolescentes que soltaban risillas nerviosas todo el camino; cerrábamos la procesión los niños, de la mano de Ahmed.
En realidad no había muchas mujeres en el grupo de las rebeldes, sólo mi madre y Chama, pero conseguían llamar la atención de todo el mundo. Mi madre, con los ojos sombreados, y Chama, con su lunar postizo imitando el de Asmahan, llevaban velo, sí, pero se trataba del lizam negro transparente y minúsculo; y llevaban las manos libres y perfumes sensuales que flotaban provocadoramente en el aire alrededor de ellas. Mi madre hacía reír a todos imitando a Leila Mourad, la actriz de cine egipcia experta en papeles de vampiresa. Caminaba mirando al frente, con lo cual corría el peligro de tropezar con las piedras afiladas de las calles de la Medina, y llevaba los ojos muy abiertos, como si tuviera una grave infección ocular, y lanzando miradas a derecha e izquierda con mortíferos rayos magnéticos, mientras susurraba con tono conspiratorio:
—¡No hay hombre que resista mi impresionante belleza! Un segundo de contacto ocular y las víctimas inocentes caerán retorciéndose al suelo. ¡En las calles de Fez se cometerán hoy muchos homicidios!
Mi madre había dado con esa idea en las teorías de un escritor egipcio feminista llamado Qacem Amin. Era autor de un éxito de ventas provocativamente titulado La liberación de las mujeres (1885), cuya hipótesis era que los hombres ocultaban a las mujeres porque tenían miedo de su encanto y belleza. Explicaba en el libro que los hombres no podían resistirse a las mujeres y que era frecuente que sintieran vahídos cuando a su lado pasaba una mujer hermosa. Qacem Amin concluía instando a los hombres árabes a buscar los medios de conseguir fortaleza interior y superar sus miedos, para que las mujeres pudieran quitarse el velo. A mi madre le encantaba Qacem Amin pero, como era analfabeta, tenía que suplicar a mi padre que le leyera sus pasajes preferidos. Antes de aceptar, él le hacía todo tipo de peticiones, como que le cogiera la mano mientras leía, le preparase su bebida preferida (batido de leche con almendras frescas molidas y unas gotas de esencia de azahar), o todavía peor, que le diera un masaje de pies. Ella al principio se negaba, pero finalmente lo complacía de mala gana, instándolo a empezar a leer. Luego, cuando ella empezaba a disfrutar, mi padre se interrumpía de pronto, dejaba el libro a un lado y se quejaba de que Qacem Amin destruía la armonía del matrimonio árabe.
—¿Acaso necesito yo la ayuda de este chiflado egipcio para acercarme más a mi esposa y conseguir que sea más amable conmigo? —exclamaba— ¡No puedo creerlo!
Mi madre entonces se apresuraba a recoger el libro, volvía a ponerle la cubierta de cuero y salía de la habitación, enfadada pero segura de sí misma, con su tesoro bajo el brazo.
Chama, con sus pecas y sus ojos color de miel, se reía encantada siempre que al ir al cine mi madre montaba su número de mujer fatal. Las dos miraban con atención a derecha e izquierda para comprobar si algún transeúnte estaba a punto de caer al suelo. Y, naturalmente, las dos hacían comentarios sobre los hombres con quienes se cruzaban, obligando al primo Zin y a sus hermanos a volverse de vez en cuando y pedirles que bajaran la voz.
Aunque teníamos entradas para cuatro filas, nos sentábamos todos en dos, para dejar la fila de delante y la de detrás vacías. No queríamos que ningún espectador malicioso e irreverente aprovechara la oscuridad para pellizcar a una de las señoras Mernissi mientras estaba absorta en el argumento de la película.
14. Las feministas egipcias visitan la terraza
Muchas de las obras de teatro que Chama escenificaba en la terraza exigían actores varones, y todos los muchachos de la casa participaban en ellas cuando no existía la competencia del cine del vecindario. Naturalmente, el apuesto y elocuente Zin estaba muy solicitado. Y disfrutaba mucho robando los turbantes y las capas de mi tío y de mi padre y haciendo espadas de madera para representar de forma convincente el papel de los príncipes abasíes. Interpretaba también muchos otros papeles, desde poetas preislámicos a modernos héroes nacionalistas recluidos en las cárceles francesas y británicas. Las obras de teatro que más emocionaban a la audiencia eran aquellas en que había escenas multitudinarias y muchos desfiles y cánticos, ya que entonces participábamos todos. Estas escenas sacaban de quicio a Chama, porque en ocasiones la audiencia desaparecía por completo.
—¡Tiene que haber alguien ahí sentado mirando la obra! —razonaba ella—. No puede haber teatro sin público.
El problema de Chama era que estaba sujeta a cambios de humor impredecibles y que en un segundo podía pasar de la excitación efusiva a un profundo silencio, sin dejar traslucir signo exterior alguno que anunciara la aparición de tal cambio. También se desanimaba con gran facilidad cuando el público no se comportaba, y entonces se interrumpía sin más en medio de una frase, miraba con tristeza a los causantes de la interrupción y se dirigía hacia las escaleras. En estas ocasiones no era mucho lo que podía hacerse, y a menudo se pasaba días deprimida sin salir de su habitación. Pero cuando Chama estaba de buen humor, ¡enardecía a toda la casa!
Porque es que el teatro de Chama nos proporcionaba a todos maravillosas oportunidades de descubrir y demostrar nuestras dotes, superar la timidez y conseguir cierta confianza en nosotros mismos. Mis primas adolescentes, por ejemplo, que normalmente eran muy tímidas, tenían ocasión de lucirse cuando cantaban en el coro. Les molestaba hacerlo cuando las cortinas se alzaban: entonces saludaban al público jugueteando nerviosamente con las trenzas. Pero cuando caían las cortinas y quedaban ocultas tras ellas, se oían sus voces claras y preciosas. En cuanto a mí, me hice absolutamente indispensable cuando Chama descubrió que sabía dar saltos acrobáticos: mi abuela Yasmina me había enseñado a hacerlo. A partir de entonces, cuando las cosas se descontrolaban entretenía al público con mis acrobacias. En cuanto notaba que algo iba mal entre la directora o los actores y el público, aparecía en el escenario con las piernas en alto y las manos en el suelo. Aprendí a advertir instintivamente cuando Chama estaba a punto de sumirse en la tristeza. Mis acrobacias permitían también que los actores dispusieran del tiempo necesario para cambiarse de ropa entre escenas. Sin mi ayuda, Chama habría tenido que volver a sus complejos preparativos de antaño.
Yo estaba muy orgullosa de tener un papel que interpretar, aunque fuera un papel mudo y marginal y en el que más que nada intervenían mis pies. Pero tía Habiba decía que no importaba el papel que uno interpretase siempre que fuera útil. Lo esencial era desempeñar un papel, contribuir a un objetivo común. Además, decía ella, pronto tendría un papel más importante que interpretar en la vida real; sólo necesitaba desarrollar un talento. Le dije que la acrobacia probablemente fuera ese talento, pero ella no estaba segura.
—La vida real es más difícil que el teatro —decía—. Además, nuestra tradición exige a las mujeres caminar con los pies. Alzarlos en el aire es un asunto bastante delicado.
Entonces empezó a preocuparme mi futuro.
Pero tía Habiba me dijo que no me preocupara, que todas las personas tenían cosas maravillosas ocultas en su interior. La única diferencia era que algunas conseguían compartir esas cosas maravillosas y otras no. Quienes no exploraban ni compartían los preciosos dones de su interior, se sentían toda la vida desdichados, tristes, torpes con los demás y también irritados. Había que desarrollar un talento, decía tía Habiba, para poder dar algo, compartir y brillar. Y se conseguía esforzándose en hacer bien algo, lo que fuese. Podía tratarse de cantar, bailar, cocinar, bordar, escuchar, mirar, sonreír, esperar, aceptar, soñar, rebelarse, saltar.
—Cualquier cosa que sepas hacer bien puede cambiar tu vida —decía tía Habiba.
De modo que decidí desarrollar un talento y hacer felices a quienes me rodeaban. Nadie podría hacerme daño entonces, ¿o sí? El único problema era que aún no sabía cuál era mi talento. Pero estaba segura de que tenía alguno. Alá es generoso y concede a todas y cada una de sus criaturas algo hermoso, para que lo guarden en su interior como una flor exótica, sin que uno lo sepa siquiera. Seguramente a mí también me lo había dado, y sólo tenía que esperar a descubrirlo cuando llegara el momento oportuno. Mientras tanto, aprendería todo lo posible de las heroínas de la literatura y de la historia.
Las heroínas que se representaban más a menudo en el teatro de Chama eran, por orden de frecuencia: Asmahan, la actriz y cantante; las feministas libanesas y egipcias; Shahrazad y las princesas de Las mil y una noches y, por último, los personajes religiosos importantes. Chama tenía tres feministas o ra-idates (pioneras de los derechos de la mujer) preferidas: Aisha Taymour, Zaynab Fawwaz y Huda Sha'raoui. Entre los personajes religiosos, las preferidas eran Jadicha y Aisha, esposas del profeta Mahoma, y la mística Rabea al-Adaouiya. Normalmente se representaban sus vidas durante el Ramadán, cuando la abuela Lalla Mani se vestía de verde, el color del Profeta, que Alá lo bendiga y le dé paz, y se entregaba a la meditación mística. Entonces predicaba el arrepentimiento del pecado y auguraba el infierno para todos aquellos que olvidaran los mandamientos de Alá en general y para las mujeres que querían prescindir del velo y bailar, cantar y divertirse en particular.
Las mujeres marroquíes, deseosas de liberación y cambio, tuvieron que importar a sus feministas de Oriente, pues en Marruecos aún no había ninguna lo bastante famosa para convertirse en figura pública y alimentar sus sueños.
—No es extraño que Marruecos esté tan atrasado —comentaba Chama de vez en cuando—. Oprimidos entre el silencio del desierto del Sáhara al Sur, el furioso oleaje del océano Atlántico al Oeste, y la agresión de los invasores cristianos del Norte, Marruecos se repliega en actitudes defensivas, mientras todas las demás naciones musulmanas han emprendido el camino de la modernidad. Las mujeres han progresado en todas partes menos aquí. Somos un museo. ¡Tendríamos que obligar a los turistas a pagar entrada en las puertas de Tánger!
El problema de algunas de las feministas preferidas de Chama, sobre todo de las primeras, era que no habían hecho gran cosa aparte de escribir, porque estaban encerradas en harenes. Eso significaba que no había mucha acción que escenificar, y que teníamos que limitarnos a permanecer sentados escuchando a Chama recitar las protestas y quejas de los personajes en un monólogo. La vida de Aisha Taymour era la peor. Nacida en el Cairo en 1840, todo lo que había hecho hasta su muerte en 1906 había sido escribir apasionadamente y sin parar poemas contra el velo. Sin embargo, lo que más me impresionaba era el hecho de que hubiera escrito en muchos idiomas, como árabe, turco e incluso persa. ¡Una mujer encerrada en un harén que hablaba idiomas extranjeros! Hablar una lengua extranjera es como abrir una ventana en un muro ciego. Hablar un idioma extranjero en un harén es como si a una le creciesen alas que le permiten volar a otra cultura, aunque la frontera y el guardián sigan allí. Cuando Chama quería que supiéramos que Aisha Taymour recitaba sus poemas en turco o en persa, idiomas que nadie en la Medina de Fez había oído jamás ni podía entender, echaba la cabeza hacia atrás, clavaba la mirada en el techo o en el cielo, y musitaba en un galimatías gutural e incomprensible, utilizando los ritmos de la poesía árabe. Eso impacientaba a mi madre, que solía decirle:
—Ya nos hemos enterado, cariño, y estamos impresionadas con el dominio del turco de Aisha. Vuelve al árabe ya o te quedarás sin público.
Chama entonces se interrumpía bruscamente, se mostraba muy ofendida, y pedía a mi madre que se disculpara de inmediato.
—Estoy tejiendo magia delicada —decía—, y si sigues gritando destruirás el sueño.
Entonces mi madre se levantaba, inclinaba la cabeza y el torso, se incorporaba de nuevo y juraba que no volvería a pronunciar una palabra impropia. Permanecía el resto de la obra sentada inmóvil, esbozando una sonrisa claramente elogiosa.
La otra pionera feminista a quien Chama admiraba mucho y con quien teníamos que convivir era Zaynab Fawwaz, erudita libanesa autodidacta nacida en la década de 1850, que pasó de la condición de oscura sirvienta pueblerina a la de famosa literata de los círculos intelectuales de Beirut y El Cairo, mediante una combinación de matrimonios estratégicamente planeados y un disciplinado perfeccionamiento personal. Pero como Zaynab nunca había salido de su harén, era muy difícil convertir en una obra de teatro su vida truncada. Desde el harén, lo único que pudo hacer realmente Zaynab Fawwaz fue inundar la prensa árabe con artículos y poemas en que desahogaba su odio al velo y condenaba la reclusión femenina. Ambos, según ella, eran los principales obstáculos de la grandeza musulmana y explicaban nuestra mediocre actuación frente a los ejércitos coloniales occidentales. Por suerte, en la terraza no teníamos que soportar mucho tiempo los comunicados de prensa de Zaynab, que eran sumamente repetitivos. En 1893 había publicado también un «quién es quién» de mujeres famosas, en el cual recogía más de cuatrocientas cincuenta biografías, tan eclécticas como deslumbrantes, de modelos femeninos, desde Cleopatra a la reina Victoria de Inglaterra, que proporcionaron a Chama abundante material para elegir.
Pero en lo que al público de la terraza se refería, la campeona de las pioneras de los derechos de las mujeres era Huda Sha'raoui, una aristocrática belleza egipcia nacida en 1879, que fascinó a los gobernantes de su país con ardientes discursos y manifestaciones callejeras populares. Su vida proporcionaba muchas oportunidades a todos, incluidos los niños, de ponernos de pie en el escenario y entonar himnos militares nacionalistas. Hacían falta actores que interpretaran a los manifestantes egipcios, actores que interpretaran a los policías británicos y, por supuesto, actores que interpretaran a los espectadores.
Obligada a casarse a la temprana edad de trece años, Huda fascinaba a Chama porque mediante la fuerza de su voluntad había sido capaz de transformar en pocas décadas toda una sociedad. Huda consiguió hacer al mismo tiempo dos cosas aparentemente contradictorias: luchar contra la ocupación británica y poner fin a su propia reclusión y confinamiento tradicionales. Se había quitado el velo en 1919, cuando dirigió la primera manifestación callejera de mujeres contra los británicos, e influyó en los legisladores para que aprobaran numerosas leyes importantes, incluida una de 1924 que establecía en dieciséis años la edad legal de las niñas para casarse. Le disgustó también que el Estado egipcio independiente surgido en 1922 aprobara el año siguiente una constitución que limitaba el voto a los varones, y creó una Unión Feminista Egipcia que luchó con éxito por el derecho de las mujeres al voto. La terca insistencia de Huda Sha'raoui en los derechos de las mujeres indujo a muchas otras naciones árabes recientemente independientes, interesadas ya por los ideales nacionalistas, a incluir en sus nuevas constituciones el derecho de las mujeres al voto.
En la terraza, nos entusiasmaba la manifestación de las mujeres que había tenido lugar en 1919. Era un momento clave de la trama del argumento de Chama que nos permitía a casi todos invadir el escenario, empujar los inseguros cortinajes que con tanto esfuerzo había colocado Chama (se aguantaban en varales de tender la ropa metidos en tinajas de aceitunas), y saltar a un lado y a otro insultando a gritos a los imaginarios soldados británicos, a los que arrancábamos sus bufandas, símbolo de los despreciados velos. Los pequeños lo pasábamos especialmente bien, entusiasmados al ver jugar como niños a los adultos, incluidas nuestras propias madres. Muchas veces la cosa llegaba al extremo de que Chama tenía que subirse a la escalera utilizada para montar el decorado y gritar a los actores que dejaran el escenario, porque los británicos se habían ido de Egipto en 1922 y ya estábamos en 1947. Huda estaba a punto de morir y se imponía un silencio solemne, porque había fallecido pacíficamente en su dormitorio. Si no nos movíamos del escenario, lo cual era frecuente, Chama pasaba de los gritos a las amenazas.
—Si los actores no recuperan el sentido común y respetan la coordinación de la obra —proclamaba desde lo alto de la escalera—, la dirección del teatro declarará cerradas sus puertas durante todo el verano, debido a los actos de gamberrismo perpetrados por elementos incontrolados.
Pasar de la manifestación festiva de 1919 a la escena del lecho de muerte de Huda era bastante difícil. No sólo debíamos abandonar el escenario y volver a ser espectadores, sino que, además, teníamos que demostrar, con un profundo silencio, que estábamos de duelo. No todos podíamos hacerlo. Una vez expulsaron a tía Habiba de la terraza por no contener la risa cuando Chama tropezó al salir precipitadamente de detrás de las cortinas tapada con un manto negro que se había echado por encima. Los demás también nos moríamos de risa, pero por suerte Chama estaba tan ocupada intentando recuperar el equilibrio que no nos vio la cara. Sólo tía Habiba cometió el error de reírse a carcajadas y entonces Chama pidió al público que la ayudase a expulsarla. Todos obedecimos porque de lo contrario habría declarado una huelga teatral que a nadie habría beneficiado.
En el fondo, sin embargo, el problema de las vidas de las feministas era que no tenían suficientes cantos y bailes. Aunque a Chama le entusiasmase escenificarlas, los espectadores preferíamos ver la vida de Asmahan o de alguna de las protagonistas aventureras de Las mil y una noches. Por un lado, en aquellas historias había más amor, lujuria y aventuras. Las vidas de las feministas parecían tratar todas de luchas y matrimonios desgraciados, nunca de momentos felices, noches maravillosas o lo que fuera que les diese fuerza para seguir adelante.
—Todas estas señoras hiperactivas que promovieron nuevas ideas fascinaban a los hombres árabes —decía tía Habiba—. Los hombres siempre se enamoraban de ellas, pero no hemos oído ni una palabra de aquellos abrazos encantadores, bien porque las feministas no los consideraban políticamente importantes, bien porque se autocensuraban por miedo a que las tacharan de inmorales.
Algunas veces tía Habiba se preguntaba también si no sería Chama quien censuraba las historias por miedo a escenificar las partes románticas y que la audiencia se entusiasmara y olvidase la lucha. Fuera cual fuere la razón, decidí entonces que si alguna vez dirigía alguna batalla por la liberación de la mujer, no olvidaría la sensualidad. Como decía tía Habiba: «¿Para qué rebelarse y cambiar el mundo si no puedes conseguir lo que le falta a tu vida? Y lo que le falta más claramente a nuestras vidas es amor y lujuria. ¿Por qué organizar una revolución si el nuevo mundo va a ser un desierto emocional?»
Las mujeres de Las mil y una noches de Shahrazad no escribían sobre la revolución, sino que la vivían sin más, de manera peligrosa y sensual, y siempre conseguían solucionar sus problemas. No intentaban convencer a la sociedad de que las liberara, sino que se liberaban ellas mismas. Consideremos la historia de la princesa Budur, por ejemplo. Allí estaba ella, una princesa mimada y sumamente protegida, hija del poderoso rey Gayur y esposa del igualmente poderoso príncipe Qamar al-Zaman. Había iniciado un viaje con su esposo y, por supuesto, él se cuidó de todo; ella se limitó a seguirlo, como hacen las mujeres cuando viajan con sus esposos y parientes varones. Recorrieron un largo camino y se adentraron en países extranjeros; y luego, un día, la princesa Budur se encontró con que estaba completamente sola en la tienda en pleno desierto. El príncipe Qamar había desaparecido. Temerosa de que los hombres de la caravana intentasen violarla, robarle las joyas o incluso venderla como esclava, la princesa Budur decidió ponerse la ropa de su marido y convencer a los demás de que era un hombre. Ya no era la princesa Budur, sino el príncipe Qamar al-Zaman. ¡Y su ardid funcionó! No sólo eludió la violación y la deshonra sino que consiguió un reino.
El público de la terraza vitoreaba a la princesa Budur por haberse atrevido a imaginar lo imposible, lo irreal. Como mujer, era impotente y sumamente débil, rodeada de rudos salteadores de caminos. En realidad, su situación era verdaderamente desesperada: estaba perdida en pleno desierto, muy lejos del hogar, en una caravana de esclavos y eunucos indignos de confianza, sin mencionar a los sospechosos mercaderes. Pero cuando alguien se halla en una situación desesperada, lo único que puede hacer es cambiar el mundo, transformarlo según sus deseos y volver a crearlo. Y eso es precisamente lo que hizo la princesa Budur.
15. El destino de la princesa Budur
Si buscáis a la princesa Budur en Las mil y una noches os costará bastante encontrarla. En primer lugar, su nombre no figura en el índice general. En el título de la historia figura el nombre de su esposo: «El cuento de Qamar al-Zaman». En segundo lugar, la historia se cuenta durante la noche novecientas sesenta y dos, por lo que tendríais que leer casi hasta el final del libro para encontrarla. Según tía Habiba, eso podría deberse a que Shahrazad, la autora de los cuentos, tenía miedo de que le cortaran la cabeza si contaba antes la historia de la princesa Budur. El fondo argumental de su historia, después de todo, era que una mujer puede engañar a la sociedad haciéndose pasar por hombre. Para ello, sólo tiene que ponerse la ropa de su marido; la diferencia entre los sexos es absurda, simple cuestión de indumentaria. Lo cual, claro está, constituía una lección bastante insolente para que Shahrazad se la contara al airado rey Sahriyar, sobre todo al principio. Antes tenía que apaciguarlo, entretenerlo con cuentos menos amenazadores.
Una de las cualidades más agradables de la princesa Budur residía en que no era fuerte. Al igual que la mayoría de las mujeres de la terraza, no era una persona acostumbrada a resolver sus problemas. Dependía totalmente de los hombres y desconocía por completo el mundo exterior, por lo que nunca había adquirido seguridad en sí misma ni tenía la menor experiencia en analizar situaciones problemáticas y encontrar soluciones. No obstante, a pesar de su evidente desvalimiento, tomó decisiones acertadas y muy osadas.
—¡No hay nada de malo en estar indefensas, señoras! —solía decir tía Habiba cuando se encargaba de la escena—. Prueba de ello es la vida de la princesa Budur. El que no hayáis tenido ocasión de demostrar vuestros talentos no significa que no tengáis ninguno.
Tía Habiba se hacía cargo de la escena cuando el público se cansaba de las feministas de Chama y pedía obras más alegres, en las que hubiera canciones y danzas. Tía Habiba no era una directora tan obsesiva como Chama, que invertía cantidades increíbles de energía en el decorado y el vestuario. Tía Habiba, en cambio, lo reducía todo al mínimo.
—La vida ya es bastante complicada —solía decir—. Así que, por amor de Dios, no compliquéis las cosas cuando todo lo que queréis es relajaros.
Durante las representaciones, tía Habiba se sentaba en un sillón cubierto de una tela lujosamente bordada para que pareciera un trono. Para la ocasión se ponía su elegante caftán bordado en oro, que solía guardar pulcramente doblado en el baúl de cedro que había salvado del divorcio. Era de terciopelo negro, tachonado de perlas, y lo había traído su padre del peregrinaje a La Meca; tía Habiba había tardado tres años en bordarlo.
—Hoy la gente compra prendas confeccionadas y anda por ahí con vestidos que no se ha hecho —decía—. Pero cuando dedicas noches y noches a bordar un pañuelo o un caftán, se convierte en una obra de arte maravillosa.
Desde luego, el caftán de tía Habiba era impresionante, y como sólo se lo ponía en ocasiones especiales, siempre que aparecía con él en escena se tenía la sensación de estar en algún otro sitio.
El drama de la princesa Budur empezaba bastante bien, con su padre el rey Gayur proporcionándoles a ella y a su amante esposo, el príncipe Qamar, todo lo necesario para el viaje:
[El rey] sacó de sus establos caballos marcados con su propio hierro, dromedarios pura sangre que podían viajar diez días sin agua, y preparó una litera para su hija, cargando además mulos y camellos con vituallas; les proporcionó también sirvientes, esclavos y eunucos y toda suerte de artículos de viaje y cuando, el día de la partida, el rey Gayur se despidió de Qamar al-Zaman, le obsequió con diez espléndidos trajes de paño de oro bordado con piedras preciosas y con diez caballos de montar, diez camellas y un tesoro en monedas, encomendándole que amara y cuidase a su hija Budur. [Partieron entonces el príncipe y la princesa], y viajaron sin detenerse todo el primer día y el segundo y el tercero y el cuarto; y siguieron el viaje durante un mes entero hasta que llegaron a una campiña espaciosa de abundantes pastos, y allí instalaron las tiendas; y comieron, bebieron y descansaron; y la princesa Budur se echó a dormir.
Y cuando la princesa despertó a la mañana siguiente, estaba completamente sola en la tienda. Su esposo había desaparecido misteriosamente.
En este punto, nosotros los niños, que nos sentábamos detrás de la tienda de la princesa Budur, hacíamos todo tipo de ruidos para indicar que la caravana despertaba. Samir era único a la hora de imitar los relinchos de los caballos y dar brincos, y sólo se detenía de mala gana cuando Chama, que interpretaba el papel de la princesa Budur, reflexionaba en voz alta sobre su soledad y el desvalimiento de la mujer que se encuentra de pronto sin marido.
«...Si saliese ahora a hablar con los sirvientes y les hiciera saber que mi esposo ha desaparecido, me desearían; no tengo más remedio que utilizar una estratagema.» Se levantó, pues, y se puso algunos vestidos de su esposo, botas de montar y un turbante como el de él, cubriéndose la boca con un extremo del mismo. Luego, puso en su litera a una esclava y salió de la tienda [y así viajó con su séquito día y noche] hasta que divisaron una ciudad que daba al mar, y allí levantaron las tiendas, fuera de los muros, y se detuvieron a descansar. La princesa preguntó el nombre de la ciudad y le dijeron: «Se llama Ciudad del Ébano, su rey se llama Armanus y tiene una hija llamada Hayat al-Nufus».
Haber llegado a la Ciudad del Ébano no puso fin a los apuros de la princesa Budur. En realidad, su situación empeoró, pues tanto le agradó al rey Armanus aquel falso Qamar al-Zaman que deseó desposarlo con su propia hija Hayat al-Nufus. ¡Qué horrible plan para la princesa Budur! Hayat al-Nufus descubriría su engaño y podría incluso decapitarla. En la Ciudad del Ébano decapitaban a la gente a diario por mucho menos.
En la escena siguiente, la princesa Budur paseaba de un lado a otro en su tienda, preguntándose qué hacer. Si aceptaba la propuesta del rey, podrían condenarla a muerte por mentir. Pero si rechazaba la proposición del monarca, también la condenarían a muerte. Nadie podía rechazar la oferta de un rey si quería vivir una vida larga y saludable, y menos aún cuando rechazar la oferta de un soberano suponía despreciar a su hija.
Mientras Chama caminaba de un lado a otro representando el dilema de la princesa Budur, el público se dividía en dos bandos. El primero proponía que le dijese al rey la verdad, porque si le explicaba que era una mujer, tal vez se enamorara de ella y la perdonase. El segundo bando proponía que sería más seguro aceptar la propuesta de matrimonio y luego explicarle todo a la princesa Hayat, cuando estuvieran en la cámara nupcial, porque el hacerlo provocaría la solidaridad femenina. La solidaridad femenina era, en verdad, un tema muy delicado en el patio, porque las mujeres rara vez se unían contra los hombres. Algunas mujeres, como la abuela Lalla Mani y Lalla Radia, que eran partidarias de los harenes, apoyaban invariablemente las decisiones de los hombres, en tanto que las mujeres como mi madre no lo hacían. En realidad, mi madre acusaba a aquellas que se aliaban con los hombres de ser en buena medida responsables del sufrimiento de las mujeres.
—Son más peligrosas que los hombres —explicaba—, porque físicamente parecen iguales que nosotras, pero en realidad son lobos disfrazados de ovejas. Si existiera la solidaridad femenina, no estaríamos inmovilizadas en esta terraza. Viajaríamos por todo Marruecos y hasta navegaríamos hasta la Ciudad del Ébano si quisiéramos.
Chama encargaba a tía Habiba, que se sentaba en primera fila incluso cuando no dirigía el espectáculo ni interpretaba papel alguno, de vigilar estrechamente el estado de ánimo del público y censurar el tema de la solidaridad femenina cuando salía a colación, para que no desembocara en una discusión seria y encarnizada.
De todos modos, la princesa Budur eligió la solidaridad femenina, que resultó ser una buena elección y demostró, además, que las mujeres eran capaces de sentimientos grandes y nobles hacia las de su propio sexo. La princesa Budur aceptó la propuesta del rey Armanus de casarse con su hija, lo cual le dio el derecho inmediato de gobernar la Ciudad del Ébano, que no estaba nada mal para empezar. Celebrábamos la boda en la terraza, y Samir y yo repartíamos galletas. En una ocasión Chama intentó sostener que como el matrimonio entre dos mujeres no es legal no había que repartir galletas. Pero el público reaccionó de forma inmediata: «La norma de repartir galletas ha de respetarse. Tú nunca has mencionado que el matrimonio tuviera que ser legal».
Después de la boda, los recién casados se retiraron al dormitorio de la princesa Hayat. Pero aquella primera noche la princesa Budur dio un beso rápido de buenas noches a su esposa y se puso a rezar hasta que a la pobre Hayat la venció el sueño. Durante esa escena todos nos reíamos de la representación que hacía Chama del devoto novio.
—Deja de rezar y sigue trabajando —solía gritar mi madre.
Entonces Samir y yo corríamos a bajar las cortinas, para indicar que había transcurrido una noche. Luego volvíamos a alzarlas y el pobre marido seguía rezando mientras Hayat al-Nufus esperaba aún que la besara. Repetíamos la operación una y otra vez, y el marido seguía rezando, la esposa seguía esperando y todo el público se reía a carcajadas.
Finalmente, tras muchas noches de oración, la princesa Hayat se cansó y acudió a quejarse a su padre, el poderoso rey Armanus. El príncipe Qamar, le dijo, no tenía ningún interés en darle un hijo, porque se pasaba toda la noche rezando. Como era de esperar, eso no complació al rey, que amenazó al esposo con desterrarlo de la Ciudad del Ébano si no empezaba a comportarse como correspondía a un hombre. De modo que aquella misma noche la princesa Budur confesó todo a la princesa Hayat, explicándole la historia desde el principio hasta el final y rogándole que la ayudara.
—Por Alá te suplico que me guardes el secreto, pues he ocultado mi situación para que Alá me reúna con mi amado Qamar al-Zaman.
Y el milagro se produjo, por supuesto. La princesa Hayat comprendió a la princesa Budur y prometió ayudarla. Y ambas representaron entonces una falsa ceremonia de virginidad, conforme a la tradición.
Hayat al-Nufus se levantó, cogió un pichón y le cortó el pescuezo, lo colocó sobre su bata y se untó con su sangre. Después se quitó los pantalones y empezó a dar gritos, tras lo cual su pueblo corrió a su lado lanzando los habituales gritos de júbilo y alegría.
Las dos mujeres se hicieron pasar por esposos, la princesa Budur gobernaba el reino por un lado y, por el otro, organizaba partidas de búsqueda para encontrar a su amado Qamar al-Zaman.
Las mujeres de la terraza aplaudían la decisión de la princesa Hayat de ayudar a la afligida Budur, que se había atrevido a hacer lo imposible; y cuando la representación terminaba, hablaban acaloradamente hasta bien entrada la noche sobre el destino y la felicidad, sobre cómo eludir el primero y buscar la segunda. La solidaridad femenina, según muchas de ellas, era la clave para conseguir ambas cosas.
16. La terraza prohibida
Yo pensaba, y aún lo pienso, que la felicidad es inconcebible sin una terraza; y cuando digo terraza me refiero a algo muy distinto de las azoteas europeas que el primo Zin nos describió después de su visita a Blad Teldj, o Tierra de las Nieves. Según él, las casas allí no tenían terrazas lisas pulcramente enjalbegadas y a veces suntuosamente pavimentadas como las nuestras, con asientos, plantas y arbustos floridos. Por el contrario, sus tejados eran triangulares e inclinados y terminaban en punta, porque tenían que proteger las casas de la nieve, y sin duda nadie podía echarse en ellos, porque podía resbalar y caerse. Claro que no todas las terrazas de Fez estaban destinadas a ser accesibles; normalmente las más altas se consideraban prohibidas porque si uno caía de ellas podía matarse. Sin embargo, yo soñaba continuamente con visitar nuestra terraza prohibida, que era la más alta de la calle y en la que nunca se había visto a un niño, que yo recordara.
Pero la primera vez que subí a aquella terraza prohibida olvidé por completo mis sueños de visitarla. Decidí en el acto reconsiderar la idea de que los adultos siempre eran irracionales, empeñados en impedir que los niños sean felices. Me asusté tanto que perdí la capacidad de respirar y empecé a temblar. Deseé haber obedecido a los adultos pese a todo y no haber abandonado la terraza de abajo, rodeada de muros de dos metros de altura. Los minaretes, e incluso la inmensa mezquita Qaraouine, se agazapaban debajo de mí como minúsculos juguetes de una ciudad de enanos. Mientras tanto, las nubes que pasaban sobre mi cabeza parecían peligrosamente próximas, con destellos de un rosa intenso, casi rojo en la parte superior, algo que yo nunca había visto desde abajo. Oía un ruido extraño tan aterrador que pensé que sería un ave monstruosa invisible. Pero cuando pregunté a la prima Malika al respecto, me dijo que simplemente estaba asustada; aquel estruendo era el sonido de mi sangre corriendo por mis venas y a ella le había pasado lo mismo la primera vez que subió a la terraza prohibida. Me dijo también que si lloraba o decía que tenía miedo me ayudaría a bajar, pero que nunca volvería a acompañarla a aquel lugar y entonces no podría desentrañar en toda la vida el significado de la palabra «harén». Pues ése era precisamente el tema que ella y Samir se proponían analizar en la terraza. Se habían impuesto la misión de analizar esa palabra escurridiza y como premio se habían permitido el lujo de visitar la fabulosa terraza prohibida. Era esencial una discreción absoluta; no querían que nadie se enterara de lo que iban a hacer.
Así que susurré que no tenía miedo. Sólo necesitaba algún consejo para calmar el estruendo de mi cabeza. Malika me dijo que debía echarme boca arriba, mirando al cielo, no fijarme en objetos móviles, como las nubes o los pájaros, y clavar la mirada en un punto fijo. Entonces, si me concentraba un rato en aquel punto, el mundo volvería a la normalidad. Antes de echarme, le di instrucciones para que, en caso de que fuese voluntad de Alá que yo muriera en la terraza, comunicara a mi madre que debía grandes sumas de dinero a Sidi Sussi, el rey de los garbanzos asados y las almendras y cacahuetes tostados, que tenía un puesto en la puerta de nuestra escuela coránica. Mi maestra Lalla Tam me había explicado que si uno llega al otro mundo con deudas lo envían directamente al infierno. Un buen musulmán tiene que pagar sus deudas y saldar sus cuentas, vivo o muerto.
Esta terraza, que quedaba más arriba de aquella en que representábamos las obras de teatro, estaba prohibida porque no tenía paredes y si alguien hacía el menor movimiento en falso podía caer y matarse. Cinco metros más alta que la terraza de abajo, se trataba, en realidad, del tejado propiamente dicho de la habitación de tía Habiba. No había escaleras por las que acceder a ella porque no estaba previsto que nadie subiera; la única manera oficial de hacerlo era mediante una escalera de mano que tenía Ahmed, el portero. Pero todos en la casa sabían que las mujeres que padecían hem, una especie de depresión leve, subían allí para encontrar el silencio y la belleza necesarios para curarse.
Hem era una rara dolencia, distinta del mushkil, o problema. La mujer que tenía un mushkil sabía cuál era la causa de su dolor. Pero si padecía hem, en realidad ignoraba qué le pasaba. Sea cual fuere la causa de su padecimiento, no tenía nombre. Tía Habiba nos dijo en una ocasión que era una suerte saber qué te duele, porque entonces puedes hacer algo al respecto. Todo lo que podía hacer una mujer que padecía hem era sentarse allí en silencio con los ojos muy abiertos y la barbilla apoyada en la palma de la mano como si el cuello ya no le aguantara la cabeza.
Porque sólo el silencio y la belleza curaban a las mujeres que padecían hem, por lo cual las llevaban con frecuencia a los santuarios que había en la cima de las montañas, como Moulay Abdesslam, en el Rif; Moulay Bouazza, en el Atlas, o uno de los muchos lugares que quedan cerca del océano, entre Tánger y Agadir. En nuestro harén teníamos suerte, porque sólo la prima Chama padecía a veces hem y ni siquiera podía decirse que estuviera completamente dominada por la dolencia. Normalmente la padecía cuando escuchaba un programa especial en Radio El Cairo sobre Huda Sha'raoui y el progreso de los derechos de las mujeres de Egipto y Turquía. Entonces le daba un ataque de hem.
—¡Están sacrificando a mi generación! —exclamaba Chama—. La revolución está liberando a las mujeres de Turquía y Egipto y nosotras nos quedamos al margen, en el aire. No somos parte de la tradición ni nos beneficiamos plenamente de la modernidad. Estamos suspendidas en medio, como mariposas abandonadas.
Cuando Chama gritaba de esta forma, la colmábamos de hanan, la ternura franca e ilimitada, hasta que se recuperaba. Silencio, belleza natural y ternura son las únicas medicinas para esta clase de dolencia.
La otra mujer de la casa que a veces subía en secreto a la terraza prohibida era tía Habiba. Había empezado a hacerlo poco después de venir a vivir con nosotros a causa de su divorcio. Y precisamente por ella aprendimos a subir a la terraza sin utilizar la escalera de mano. Los niños nos enteramos del secreto de tía Habiba porque ella necesitaba que vigiláramos el patio y las escaleras cuando subía a la terraza prohibida. Cogía dos varales de tender ropa que guardaban en la terraza inferior (se usaban para poner a secar prendas pesadas, como mantas de lana y alfombras, que sólo se lavaban en agosto, cuando hacía más calor) y los utilizaba a modo de escalera de mano. No era una operación fácil. Primero tenía que sujetar los varales metiéndolos en tinajas vacías, con cojines en el fondo para amortiguar el ruido. Luego cruzaba los extremos de los dos varales para hacer un peldaño en que poder apoyar el pie. Debajo de este peldaño formaba otros con cajas de madera que había en la terraza. Las cajas de madera alcanzaban una altura de tres o incluso cuatro metros desde el suelo, y luego estaba el último peldaño que formaban los varales, con lo que se llegaba a la terraza prohibida. A nosotros nunca se nos habría ocurrido hacer eso si no hubiéramos visto a tía Habiba en acción.
Para la operación, las tinajas de aceitunas eran tan importantes como los varales. Las aceitunas negras llegaban a nuestra casa desde el campo en octubre y aquí las almacenaban, primero en enormes cestos de bambú con montones de sal y piedras encima para exprimir el zumo amargo: las aceitunas frescas son demasiado amargas para comerlas. Una vez exprimido todo el jugo, sacaban las aceitunas de los cestos de bambú y las echaban en grandes tinajas que dejaban en la terraza, al sol. Tía Habiba sacaba las aceitunas de vez en cuando y las extendía en un paño en un rincón de la terraza; cuando estaban completamente arrugadas y secas, añadía montones de orégano fresco y otras hierbas aromáticas y volvía a echarlas a las tinajas. A finales de febrero ya podían comerse y el grupo de mujeres encargado de preparar el desayuno subía entonces y bajaba con un cubo lleno. Aceitunas negras con té de menta bien cargado, jli y pan tierno era el desayuno más corriente y delicioso.
A mí me gustaban mucho los desayunos, no sólo por las aceitunas saladas sino por las ch-hiwat, las golosinas que aportaban los excéntricos que querían comer otras cosas además de las que se servían oficialmente en las mesas comunales. Como delante de los demás no podía tomarse nada sin compartirlo, estas exquisiteces convertían los desayunos en auténticos banquetes. Los excéntricos tenían que ofrecer sus manjares preferidos en cantidad suficiente para todos. Algunos aportaban huevos de pata y de pava; a otros les encantaba la miel de eucalipto de los bosques de la región de Kenitra. A algunos les gustaban las rosquillas y llevaban montones, que compartían democráticamente. Pero los excéntricos más apreciados eran aquellos que llevaban frutos extraños fuera de temporada o queso salado del Rif, que se servía en hojas de palma.
Pero volvamos a las aceitunas. Aunque a los niños nos encantaban, nos gustaba más todavía saber que las tinajas se vaciaban poco a poco. Las utilizábamos para toda clase de planes. Subir a la terraza prohibida era sólo uno de ellos. Jugar al escondite era otro.
La intención de Samir y Malika cuando subían a la terraza más alta era proseguir su investigación sobre los harenes. Nuestra primera visita, sin embargo, no nos llevó muy lejos. En cuanto recuperamos el ritmo normal de la respiración, la belleza y el silencio se apoderaron de nosotros. Nos quedamos sentados inmóviles, sin ganas de movernos, porque estábamos sentados tan juntos que el menor movimiento molestaba a los otros. Incluso protestaron cuando me arreglé las trenzas, sujetándomelas en la coronilla. Luego Malika hizo una pregunta, una pregunta bastante simple:
—¿Es el harén una casa en que vive un hombre con muchas esposas?
Cada uno de los tres propuso una respuesta diferente. Según Malika, la respuesta era que sí, pues ése era el caso de su familia. Su padre, tío Karim, tenía dos esposas: su madre, Biba, y la coesposa Knata. Samir dijo que la respuesta era que no, porque podía haber un harén sin varias esposas, como en el caso de su padre, tío Alí, o el de mi padre. (El gran odio a la poligamia era prácticamente lo único que tenían en común mi madre y Lalla Radia, la madre de Samir.)
Mi respuesta a la pregunta de Malika fue más compleja. Dije que dependía. Si pensaba en mi abuela Yasmina, la respuesta era que sí. Si pensaba en mi madre, la respuesta era que no. Pero las respuestas complejas molestaban a los otros porque aumentaban la confusión; por eso tanto Samir como Malika ignoraron mi aportación y los dos siguieron hablando mientras yo me abstraía y observaba las nubes, que parecían cada vez más cercanas. Por último, Samir y Malika decidieron que habían empezado con una pregunta demasiado complicada.
Teníamos que volver al principio y plantear la más simple de todas las preguntas: «¿Tienen harenes todos los hombres casados?» Podríamos avanzar a partir de ahí.
Los tres estábamos de acuerdo en que Ahmed el portero estaba casado. Vivía junto a la puerta de la calle en dos dormitorios minúsculos con su esposa Luza y sus cinco hijos. Pero su casa no era un harén. Así que no era el matrimonio lo que creaba los harenes. ¿Significaba eso entonces, pregunté yo, que si un hombre no era rico no podía tener un harén?
Me sentí muy inteligente al hacer esta pregunta, que resultó ser la mar de buena, porque dejó mudos durante un buen rato a Malika y a Samir. Luego Malika, que solía abusar de los años que nos llevaba, hizo una pregunta lasciva y obscena que no nos esperábamos:
—¿No será que para crear un harén un hombre necesita tener algo grande debajo de la chilaba y lo que tiene Ahmed es pequeño?
Samir cortó de inmediato aquella vía de investigación. Dijo que todos teníamos un ángel sobre los hombros que apuntaba en un gran libro todas las palabras que decíamos. El Día del Juicio el libro se examinaría a fondo, se valorarían nuestros actos y, al final, sólo los afortunados que no tuvieran de qué avergonzarse podrían entrar en el paraíso. Los otros serían arrojados al infierno.
—No quiero pasar vergüenza —concluyó Samir.
Cuando le preguntamos de dónde había sacado aquella información, dijo que de nuestra maestra Lalla Tam. Así que decidimos que a partir de entonces nos limitaríamos a investigar dentro de los límites de lo halal, o permitido, e intentaríamos quitarnos de la cabeza la idea del posible vínculo misterioso entre el tamaño del sexo de un hombre y su derecho a tener un harén.
La segunda vez que subimos a la terraza prohibida estábamos mucho más tranquilos, no sólo porque su altura no nos pareció tan aterradora sino porque sabíamos que íbamos a atenernos a lo halal. Esa vez nuestra pregunta fue: «¿Puede haber más de un amo en un harén?»
Se trataba de una pregunta difícil y los tres guardamos silencio un buen rato, sumidos en nuestros pensamientos. Luego Samir dijo que en algunos casos sí; y en otros, no. Comparó nuestro harén con el de tío Karim, el padre de Malika. En el harén de Malika sólo había un amo. En el nuestro, dos. Tanto tío Alí como mi padre eran amos, aunque tío Alí mandaba un poco más que mi padre, porque era el hijo mayor, el primogénito. Pero tanto tío Alí como mi padre tomaban decisiones y daban o negaban el permiso para hacer lo que una quería. Y, como decía Yasmina, tener dos dueños era mejor que tener uno, porque si no conseguías permiso de uno, siempre podías acudir al otro. En casa de Malika, las cosas eran muy desagradables cuando tío Karim no daba su permiso (él lo daba o no lo daba, y no había posibilidad de confusión). Cuando Malika quiso que le diera permiso para acompañarnos a nuestra casa después de la escuela coránica y quedarse hasta la puesta del sol, tuvo que rogar a su padre durante semanas. Pero él no le hacía caso. Decía que una niña tenía que ir directamente a su casa después de la escuela. Finalmente, Malika consiguió ayuda de Lalla Mani, Lalla Radia y tía Habiba; y las mujeres hicieron cambiar de idea a su padre argumentando que la casa de su tío era idéntica a la de su padre y que, además, en su casa no había nadie de su misma edad con quien pudiera jugar. Todos sus hermanos y hermanas eran mucho mayores que ella.
Cuantos más amos tenía uno, mayores eran la libertad y la diversión. Eso era lo que pasaba en la granja de Yasmina. El abuelo Tazi era la máxima autoridad, por supuesto, pero sus dos hijos mayores, Hadj Salem y Hadj Jalil también tomaban decisiones. Cuando el abuelo no estaba en casa, ellos dos actuaban como califas y a menudo hacían todo lo posible para exasperar a Yasmina y a las otras esposas del abuelo. Pero muchas veces Yasmina también los fastidiaba a ellos, afirmando, por ejemplo, que antes de marcharse al amanecer el abuelo le había dado permiso para ir a pescar, afirmación que los dos hijos no podían refutar porque no despertaban antes de las ocho de la mañana. Yasmina siempre se salía impunemente con la suya porque madrugaba, y me dijo que si quería ser feliz en la vida tendría que despertar antes que los pájaros. Si lo hacía, me dijo, mi vida se desplegaría ante mí como un vergel. La música de las pequeñas criaturas despertaría la alegría en mi interior mientras consideraba en silencio la forma de emplear el día y dar otro pasito hacia adelante. Me dijo que para ser feliz una mujer ha de pensar detenidamente y en silencio durante largas horas cómo dar cada pequeño paso hacia adelante.
—Lo primero es determinar quién tiene sulta, quién tiene autoridad sobre ti —me dijo Yasmina—. Esta información es esencial. Pero luego tienes que barajar las cartas, mezclar los papeles. Ésa es la parte interesante. La vida es un juego. Considérala de ese modo y podrás reírte de todo el asunto.
Sulta, autoridad, juegos. Eran tres palabras importantes que seguían surgiendo y se me ocurrió que tal vez el harén mismo no fuera más que un juego. Un juego entre hombres y mujeres que se temían mutuamente y que, por tanto, intentaban siempre demostrar lo fuertes que eran, igual que los niños. Pero aquella tarde no pude compartir esta idea con Malika y Samir, porque parecía disparatada. Significaba que los adultos no eran diferentes de los niños.
Cuando aquel día nos fuimos de la terraza estábamos tan concentrados en nuestra investigación que ni siquiera nos fijamos en las nubes rosáceas que se deslizaban en silencio hacia el oeste, ni en ninguna otra cosa. No habíamos llegado a ninguna conclusión; en realidad, estábamos más confusos que nunca y acudimos corriendo a pedir ayuda a tía Habiba. La encontramos concentrada en su bordado, con la cabeza inclinada sobre su mrema, un bastidor horizontal utilizado para diseños complicados. El mrema era parecido al telar grande de los hombres, pero mucho más pequeño y ligero. Las mujeres sujetaban la tela en él para que aguantara bien tensa al dar las puntadas. Este bastidor era un objeto muy personal, porque cada mujer colocaba el suyo en una posición que no la obligara a bajar mucho la cabeza. El bordado era básicamente una tarea solitaria, aunque a veces las mujeres se agrupaban cuando querían hablar o cuando hacían algo que requería mucho trabajo.
Aquel día tía Habiba estaba completamente sola cosiendo un pájaro verde de alas doradas. Los pájaros grandes con llamativas alas desplegadas no correspondían a los diseños clásicos, y si Lalla Mani hubiera visto aquél, habría dicho que era una innovación espantosa, una innovación que indicaba que quien la había hecho no estaba en sus cabales. En los bordados tradicionales había aves, por supuesto, pero siempre eran pájaros diminutos y generalmente paralizados, apretujados entre plantas gigantescas y flores de grandes pétalos. Debido a la actitud de Lalla Mani, tía Habiba siempre bordaba diseños clásicos abajo, en el patio, y dejaba el bordado de grandes aves aladas para cuando estaba sola arriba, en su cuarto, que tenía acceso directo a la terraza. Yo quería muchísimo a tía Habiba. Era muy silenciosa, aparentemente muy serena ante las exigencias de un mundo exterior severo y, sin embargo, conseguía aferrarse a sus alas. Ella me tranquilizó sobre el futuro: una mujer podía ser absolutamente impotente y aún así dar sentido a su vida soñando con volar.
Malika, Samir y yo esperamos que tía Habiba alzase la cabeza y entonces le explicamos nuestro problema y lo confusos que acabábamos cada vez que intentábamos aclarar el tema del harén. Nos escuchó con atención y luego nos dijo que estábamos atascados en una tanaqod, o contradicción. Estar varado en una tanaqod significaba que cuando hacías una pregunta, tenías muchas respuestas, lo cual simplemente aumentaba tu confusión.
—Y el problema de la confusión —dijo tía Habiba— es que dejas de sentirte listo.
Sin embargo, añadió, para hacerse adulto hay que aprender a tratar con la contradicción. El primer paso para los principiantes es tener paciencia. Hay que aprender a aceptar que, durante un tiempo, siempre que uno hace una pregunta, la confusión aumenta. Ésa no era razón, sin embargo, para que un ser humano dejara de utilizar el don más precioso que Alá nos había otorgado: la 'aql, o razón.
—Y recordad —añadió tía Habiba—, hasta el momento nadie ha encontrado la forma de comprender las cosas sin hacer preguntas.
Tía Habiba nos dijo también algo sobre el tiempo y el espacio, sobre lo mucho que cambian los harenes de un lugar del mundo a otro, y de un siglo al siguiente. Los harenes del califa abasí Harun al-Rasid en la Bagdad del siglo IX no tenían nada que ver con el nuestro. Sus esclavas eran mujeres cultas que para entretener a su señor devoraban libros de historia y de religión. Los hombres de aquel entonces no apreciaban la compañía de las mujeres incultas e ignorantes, y una no podía captar la atención del califa si no era capaz de deslumbrarlo con sus conocimientos sobre ciencia, historia y geografía, por no mencionar la jurisprudencia. Esos temas eran la obsesión del califa, que pasaba analizándolos casi todo el tiempo libre que le quedaba entre una yijad, una guerra santa, y otra. Pero los califas abasíes habían vivido hacía mucho tiempo, añadió tía Habiba. En la actualidad, nuestros harenes estaban llenos de mujeres analfabetas, lo cual venía a demostrar hasta qué punto nos habíamos desviado de la tradición. Y en lo referente al poder y la fuerza, los dirigentes árabes ya no eran conquistadores sino conquistados, pues habían sido aplastados por los ejércitos coloniales. En la época en la que las jaryas eran mujeres cultísimas, los hombres árabes estaban en la cima del mundo. En la actualidad, tanto los hombres como las mujeres estaban en el fondo, y el anhelo de cultura era una señal de que poco a poco emergíamos de nuestra humillación colonial. Mientras tía Habiba hablaba, miré a Samir para ver si comprendía todo lo que nos estaba diciendo. Pero también él parecía perplejo. Tía Habiba advirtió nuestra inquietud y dijo que no nos preocupáramos, que todavía no necesitábamos comprender el tiempo y el espacio. Por el momento, lo importante era que estábamos progresando, aunque no lo supiéramos. De modo que todo lo que podíamos hacer era seguir con nuestra misión.
Una semana después, durante nuestra sesión en la terraza prohibida, Malika planteó el tema de los esclavos. ¿Era necesario tener esclavos para que hubiera un harén? Samir dijo que incluso plantear la pregunta era estúpido, puesto que nosotros no teníamos esclavos. Pero Malika puso de inmediato el ejemplo de Mina, que vivía con nosotros y era esclava. Samir replicó a su vez que la presencia de Mina en nuestra casa era casual. Ella no tenía marido, hijos ni parientes, y vivía con nosotros porque no pertenecía a nadie ni tenía a donde ir. Ella era maqtu'a, desarraigada como un árbol seco. Hacía años había sido secuestrada en su Sudán natal, en un lugar al sur del Sáhara, y la habían vendido como esclava en Marrakech. Luego había pasado de un mercado de esclavos a otro hasta acabar de cocinera en nuestra casa. Poco después, había pedido a tío Alí que la eximiera del trabajo de la casa porque deseaba retirarse a la azotea a rezar. En el patio, decía, había demasiado ruido y demasiada conversación. Y así, a excepción de los meses de invierno, durante los cuales bajaban de la tierra de los cristianos los vientos helados, Mina vivía en la terraza inferior, mirando en dirección a La Meca.
17. Mina, la desarraigada
Mina vivía en la terraza inferior, mirando en dirección a La Meca, y se sentaba en una sempiterna piel de cordero, con un cojín de cuero de Mauritania color azafrán a la espalda cuando se apoyaba en el muro occidental. El del azafrán era su color. Tanto su tocado como su caftán eran de color amarillo o dorado y daban a su sereno rostro negro un brillo insólito. Estaba condenada a vestir de amarillo porque la poseía un extraño jinn que le prohibía vestir de otro color. Los jinns eran espíritus muy obstinados que se apoderaban de las personas y las obligaban a obedecer sus caprichos como, por ejemplo, vestir prendas de colores determinados o bailar al ritmo de una música concreta, incluso en países en que se consideraba impropio que las mujeres bailaran. Según la tradición, los adultos respetables vestían prendas de colores discretos, bailaban pocas veces y nunca en público. Lalla Mani decía que sólo los hombres y las mujeres malos, medio locos o poseídos, bailaban en público. A mi madre siempre le sorprendió esta afirmación, y solía replicar que en casi todas las zonas rurales de Marruecos se bailaba alegremente durante las fiestas religiosas, en que largas hileras de hombres, mujeres y niños saltaban y brincaban cogidos de la mano hasta el amanecer. Y que aquellas mismas personas conseguían, pese a todo, producir alimentos suficientes para nosotros.
—Yo creía que los locos no trabajaban bien —decía mi madre con sorna.
Lalla Mani replicaba que cuando alguien está poseído por un jinn pierde la noción de hudud, o frontera entre el bien y el mal, entre lo haram y lo halal.
—Las mujeres poseídas por jinns —decía— dan grandes brincos al oír tocar sus ritmos, y agitan el cuerpo desvergonzadamente, con las manos y las piernas sobre la cabeza.
Mina recordaba fragmentos de su idioma natal, pero generalmente sólo se trataba de canciones que no tenían ningún sentido para ella ni para los demás. Algunas veces también creía que la música de tambor jinn interpretada en las hadra, o ceremonias de la danza de posesión, le recordaba los ritmos de su infancia. Otras veces, no estaba tan segura. Sin embargo, podía describir árboles, frutos y animales que nadie en Fez había visto nunca. Estos aparecían a veces en los cuentos de tía Habiba, sobre todo cuando cruzábamos el desierto en una caravana camino de Tombuctú; entonces Mina pedía a tía Habiba que le explicara más detalles. Tía Habiba, que era analfabeta y había conseguido la información escuchando atentamente cuando su marido leía en voz alta libros de historia o literatura, pedía entonces a Chama que acudiera en su auxilio. Chama corría escaleras arriba con Al-Idrissi o algún otro libro de referencia escrito por geógrafos árabes. Buscaba Tombuctú en el índice y leía páginas y páginas en voz alta para que Mina pudiera hacerse una idea de su infancia. Mina escuchaba en silencio todo el rato, aunque en ocasiones pedía que le leyeran un mismo pasaje muchas veces, sobre todo si se trataba de una descripción de un mercado o un barrio.
—Podría encontrar a algún conocido —solía bromear, tapándose la boca con una mano para ocultar su tímida sonrisa—. Podría tropezar con mi hermana o mi hermano. O podría reconocerme una amiga de la infancia.
Luego se disculpaba por haber interrumpido la historia. Mina era maqtu'a, vieja y pobre, pero desbordaba cordialidad y hanan. Hanan es un gran don divino que brota como un manantial, derramando ternura, tanto si el receptor es bueno y procura mantenerse en la hudud de Alá como si no. Únicamente los santos y demás criaturas privilegiadas daban hanan, y Mina lo hacía. Jamás manifestaba cólera, excepto cuando pegaban a un niño.
Mina bailaba una vez al año, en la fiesta Mouloud, aniversario del nacimiento del Profeta, que Alá lo bendiga y le dé paz. Se celebraban entonces en toda la ciudad muchísimas ceremonias, desde las más oficiales de los maravillosos coros masculinos religiosos, que cantaban en el magnífico santuario de Moulay Idriss, hasta las ambiguas danzas de posesión que se celebraban en los barrios. Mina participaba en la ceremonia organizada en casa de Sidi Belal, el exorcista de jinns más famoso y eficaz de toda la región de Fez. También él, al igual que Mina, era oriundo de Sudán, y había iniciado su vida en Marruecos como esclavo desarraigado. Pero se le daba tan bien aplacar a los jinns que sus amos se dedicaron al negocio con él. A las ceremonias de casa de Sidi Belal no podía asistir cualquiera. Hacía falta invitación.
Los jinns poseían tanto a los esclavos como a las personas libres, y a los hombres tanto como a las mujeres. Pero por alguna razón parecían preferir a los pobres y desvalidos, que eran sus más fieles devotos.
—Para los ricos hadra es una diversión más —explicaba Mina—, mientras que para las mujeres como yo, es una oportunidad única de salir, de existir de una forma diferente, de viajar.
Para un hombre de negocios como Sidi Belal, por supuesto, la rara asistencia de mujeres de familias importantes era absolutamente vital, y éstas acudían a su casa con regalos caros. Todos apreciaban su presencia y generosidad como prueba de solidaridad femenina y su ayuda era muy necesaria. Los nacionalistas se oponían a las danzas de posesión por considerarlas contrarias al Islam y a la shari'a, o ley religiosa. Y puesto que todos los jefes de familias distinguidas compartían las ideas nacionalistas, las mujeres asistían a la ceremonia de casa de Sidi Belal en el más absoluto secreto. También Mina asistía en secreto, porque mi padre y mi tío estaban sinceramente de acuerdo con los nacionalistas; pero tanto las mujeres como los niños de la casa lo sabíamos y casi todos la acompañábamos. Cuando alguien iba a una danza de posesión necesitaba que lo acompañase algún amigo, porque después de horas de saltar y cantar solía marearse a causa de la fatiga. Mina era tan popular que todos en el patio se declaraban amigos suyos. Pero, en realidad, aparte de la amistad todos nos sentíamos irresistiblemente atraídos por la ceremonia, claramente subversiva, en que las mujeres bailaban con los ojos cerrados, agitando el largo cabello a un lado y a otro como si hubieran abandonado por completo la modestia y las represiones físicas. Incluso los niños nos las ingeniábamos para que nos llevasen y para ello recurríamos a la amenaza de contárselo todo a mi padre y a mi tío si se nos excluía. El chantaje a las mujeres adultas nos proporcionaba un gran poder y nos aseguraba el derecho a participar prácticamente en todas las ceremonias prohibidas.
La casa de Sidi Belal era tan grande como la nuestra, aunque no tenía los espléndidos suelos de mármol y la lujosa carpintería de ésta. La hadra empezaba con cientos de mujeres, todas primorosamente vestidas y maquilladas, tranquilamente alineadas en los asientos pegados a todo lo largo de las cuatro paredes del patio. Sentadas, cogidas del brazo, las mujeres se agrupaban en torno a su meriaha, la mujer que no podía resistir el rih, el ritmo que la impulsaba a bailar. Sidi Belal en persona solía colocarse en el centro del patio, con una túnica verde holgada y turbante y babuchas color azafrán, rodeado de una orquesta de hombres formada por tambores, cimbales y guenbris, unos instrumentos parecidos al laúd.
Las mujeres de las familias ricas ocupaban las cuatro habitaciones que daban al patio, pues llevaban los regalos más caros y no querían que las vieran bailar; las mujeres más pobres se sentaban fuera. En los cuatro rincones del patio, así como en el centro de cada salón, se disponían preciosas bandejas de plata con vasos multicolores de cristal de Bohemia y samovares de bronce con agua hirviendo. Luego nos pedían que no nos moviéramos. La norma esencial, válida para todas las ceremonias, religiosas o profanas, era que todos buscaran un sitio y se quedaran quietos, que era precisamente el motivo por el cual generalmente no se permitía la asistencia de niños. Como con Mina nos colábamos unos diez niños, tía Habiba había establecido una norma simple pero estricta: cada uno tenía que elegir con quien se sentaba, pero si nos levantábamos, empezábamos a corretear, intentábamos hablar con los otros niños o nos negábamos a sentarnos de nuevo después del tercer aviso, nos echaban. Yo era tan pasiva y tranquila que esta norma no supuso el menor problema, pero el pobre Samir nunca llegó al final de una ceremonia. No podía estarse quieto cinco minutos seguidos. Una vez insultó a voces a Sidi Belal mientras tía Habiba lo acompañaba a la puerta. Al año siguiente, tía Habiba tuvo que hacerle un pequeño turbante para taparle el cabello, de modo que el maestro de ceremonias no lo reconociera.
La orquesta de Sidi Belal tocaba despacio al principio, tan despacio que las mujeres seguían hablando como si no pasara nada. Pero luego, de pronto, los tambores marcaban un ritmo extraño y todas las meriahat se levantaban de un salto, se quitaban el tocado y las zapatillas, se inclinaban y hacían girar la larga cabellera. Mientras movían el cuello de un lado a otro, parecían alargarse, como si desearan escapar de aquello que las presionara. En ocasiones, la violencia de los movimientos de las bailarinas asustaba a Sidi Belal, que indicaba por señas a la orquesta que aminorara el ritmo, por miedo a que se hicieran daño. Pero muchas veces ya era demasiado tarde y las mujeres ignoraban la música y seguían bailando de acuerdo con su propio ritmo impetuoso, como para indicar que el maestro de ceremonias ya no controlaba nada. Era como si por una vez las mujeres se liberaran de todas las presiones externas. Muchas esbozaban leves sonrisas, entrecerraban los ojos y, a veces, parecía que estuvieran despertando de un sueño maravilloso. Al terminar la ceremonia, las mujeres caían al suelo completamente agotadas y semi inconscientes. Luego, sus amigas las abrazaban, las felicitaban, les echaban agua de rosas a la cara y les susurraban secretos al oído. Las bailarinas se recuperaban poco a poco y volvían a sus asientos como si nada hubiese pasado.
Mina bailaba lentamente, agitando la cabeza muy despacio de derecha a izquierda, con el cuerpo erguido. Sólo respondía al ritmo más suave, e incluso entonces bailaba desacompasada, como si siguiera el ritmo de una música interior. Yo la admiraba por eso y por una razón que aún hoy no comprendo. Quizá porque siempre me ha gustado el movimiento lento e imaginaba la vida como una danza silenciosa y pausada. O tal vez porque ella lograba combinar dos papeles en apariencia contradictorios: bailar con un grupo y mantener el ritmo propio peculiar. Yo deseaba bailar como ella, con la comunidad y también con mi propia música interior, procedente de una profunda fuente interior secreta y más fuerte que los tambores. Más fuerte y sin embargo más suave y liberadora. Una vez pregunté a Mina por qué bailaba tan pausadamente mientras casi todas las demás mujeres hacían movimientos bruscos y espasmódicos, y respondió que muchas mujeres confundían la liberación con la agitación.
—Algunas mujeres están enfadadas con su vida —dijo— y su danza se convierte en una expresión de esto.
Las mujeres airadas son prisioneras de su cólera. No pueden eludirla y liberarse, lo cual es, en verdad, un triste sino. La peor de las prisiones es la que uno mismo se crea.
Según la leyenda, todos los músicos de la orquesta de la ceremonia de la danza de posesión tenían que ser negros. Estos músicos, decía la leyenda, procedían de un imperio fabuloso llamado Gnaua (Ghana), que se extendía más allá del desierto del Sáhara y más allá de los ríos, hacia el sur, hasta el corazón de Sudán. Llegaron al norte sin más equipaje que sus maravillosos e irresistibles ritmos y canciones, y eligieron la ciudad de Marrakech, la puerta abierta al desierto.
Todo el mundo decía que Marrakech, conocida también como Al-Hamra o Ciudad de las Murallas Rojas, no tenía nada en común con Fez, situada demasiado cerca de la frontera cristiana y del Mediterráneo y barrida por demasiados vientos invernales, crudos y helados. Marrakech, en cambio, se hallaba en armonía perfecta con las corrientes africanas, y sobre ella se contaban cosas prodigiosas. Pocas personas de nuestro patio habían estado en Marrakech, pero conocíamos algunos misterios de aquella ciudad.
Las murallas de Marrakech eran de un rojo encendido, y así era también la tierra que se pisaba. Marrakech era una ciudad tórrida y, sin embargo, casi siempre había nieve brillando en lo alto de las montañas del Atlas. Y es que, en la Antigüedad, Atlas era un dios griego que vivía en el mar Mediterráneo. Se trataba de un titán que luchaba contra otros gigantes y que un día perdió una gran batalla. De modo que acudió a esconderse en las costas africanas y cuando se echó a dormir posó la cabeza en Túnez y extendió los pies hasta Marrakech. Y era tan agradable el «lecho» que no volvió a despertar y se convirtió en montaña. La nieve lo visitaba todos los años durante meses y él parecía encantado al sentir los pies atrapados en el desierto, y desde su regio cautiverio hacía guiños a todos los que pasaban.
Marrakech era la ciudad en que confluían las leyendas negra y blanca, los idiomas se fundían y las religiones se tambaleaban, probando su estabilidad en el inquebrantable silencio de las arenas ondulantes. Marrakech era el lugar inquietante en que los peregrinos piadosos descubrían que el cuerpo era también un dios y que todo lo demás, incluidos la razón, el alma y todos sus sacerdotes autoritarios y celosos verdugos, podían desvanecerse y desaparecer cuando los tambores rasgaban el aire. Los viajeros decían que en Marrakech las personas bailaban cuando no podían comunicarse a través de sus distintos idiomas. Me entusiasmaba la idea de que una ciudad se entregase a la danza cuando las palabras no servían para establecer vínculos. Eso era precisamente lo que ocurría en el patio de Sidi Belal, pensaba yo, cuando las mujeres, renovadas con la fuerza de aquellas civilizaciones antiguas, liberaban por medio de la danza sus deseos irrefrenables. Los jinns venían de extrañas tierras lejanas, entraban en los cuerpos atrapados y les hablaban en lenguas extrañas.
A veces alguien localizaba un tambor blanco en la orquesta de Sidi Belal, supuestamente formada por músicos negros gnauas, y entonces las honorables señoras que habían pagado por la ceremonia protestaban.
—¡Cómo puede alguien que es más blanco que una aspirina interpretar música gnaua y cantar auténticas canciones gnauas! —exclamaban indignadas por la pésima organización.
Sidi Belal intentaba explicarles que, a veces, aunque alguien fuese blanco podía asimilar la cultura gnaua y aprender su música y sus canciones. Pero las mujeres eran inflexibles: los músicos de la orquesta tenían que ser todos negros y extranjeros. Los negros de la orquesta debían hablar también árabe con acento, de lo contrario podía darse el caso de que simplemente fueran negros locales que sabían tocar el tambor. Gracias a siglos de viajes y comercio por el desierto, en la Medina de Fez vivían centenares de negros que podían hacerse pasar por distinguidos visitantes extranjeros del prestigioso imperio de Ghana. De todas formas, no lo harían, porque aun cuando pudiesen engañar a las mujeres, no podrían engañar a los jinns extranjeros. Y esto habría echado a perder todo el objetivo de la ceremonia, que consistía en comunicarse con los jinns en sus misteriosos idiomas. ¿No era la danza un salto a mundos extraños? En cualquier caso, además, las mujeres preferían una auténtica orquesta gnaua porque no les hacía gracia que algún individuo de nuestra Medina las mirara ávidamente mientras se concentraban en la danza. Preferían actuar delante de extraños que ignoraban las leyes y códigos de la ciudad. De modo que para todos los interesados era una suerte que los músicos de Sidi Belal guardaran normalmente silencio cuando no tocaban, porque así el tema del acento se planteaba pocas veces.
Pese a toda la agitación que rodeaba la ceremonia anual en casa de Sidi Belal, en general la vida de Mina pasaba inadvertida. Compartía en las plantas superiores una habitación minúscula con otras tres esclavas ancianas: Dada Sa'ada, Dada Rahma y Aishata. Las tres vivían en la casa desde mucho antes que la madre de Samir y mi madre. Al igual que Mina, no tenían ninguna relación clara con la familia sino que habían llegado a la casa cuando los franceses impusieron la prohibición de la esclavitud.
—La esclavitud cesó por fin —decía Mina— cuando los franceses hicieron posible que los esclavos presentaran demandas en los tribunales para recuperar su libertad, y cuando se impusieron penas de prisión y multas a los traficantes de esclavos. La violencia sólo cesa cuando interviene el tribunal.
Pero una vez libres, muchas esclavas como Mina eran demasiado débiles para luchar, demasiado tímidas para seducir, estaban demasiado asustadas para protestar y eran demasiado pobres para regresar a su tierra natal. O estaban muy poco seguras de lo que encontrarían allí cuando llegasen. Lo único que deseaban realmente era una habitación tranquila para echarse y dejar que los años pasaran. Un lugar donde poder olvidar la absurda sucesión de días y noches y soñar con un mundo mejor en que la violencia y las mujeres siguieran caminos distintos. Pero mientras Dada Sa'ada, Dada Rahma, Aishata y casi todas las parientes que vivían en los pisos de arriba permanecían en sus habitaciones, a Mina le encantaba la terraza. Como jamás divulgaba los secretos (y, en realidad, casi nunca hablaba más que con los niños), su presencia a nadie molestaba. Ni a los muchachos que se escabullían hasta allí para echar una ojeada a las chicas de la casa de al lado; ni a las mujeres que subían a encender velas mágicas o, todavía peor, a fumar los pecaminosos cigarrillos norteamericanos, difíciles de conseguir y que robaban del bolsillo a Zin o a Jawad; ni a los niños, que nos escondíamos en las prohibidas tinajas de aceitunas.
Aquellas tinajas eran mi adicción personal secreta, y la mórbida fascinación que sentía por ellas inquietó a muchos y dio lugar a una reunión familiar de alto nivel. Pero cuando la abuela Lalla Mani, en calidad de presidenta, me preguntó por qué sentía esa espantosa necesidad de deslizarme dentro de aquellas enormes, oscuras y vacías tinajas de aceitunas, no confesé. Nunca dije que tenía que ver con el rapto de Mina, porque si lo hubiera dicho la habrían culpado a ella. Mina tenía un éxito increíble con los niños, tanto que las madres le pedían ayuda cuando tenían problemas para comunicarse con sus hijos o sus hijas. Yo le tenía mucho cariño y no quería causarle problemas, sobre todo porque, cuando tenía apenas mi edad, ya había sufrido bastante. La habían raptado de pequeña, un día que se había alejado un poco más de lo habitual de casa de sus padres. La agarró una mano enorme y, cuando quiso darse cuenta, iba con otros niños y dos secuestradores brutales que blandían grandes cuchillos.
Mina recordaba perfectamente cómo había ocurrido todo: los secuestradores los escondían durante el día a ella y a los demás niños y los sacaban cuando se ponía el sol.
Atravesaron su amado bosque familiar, viajaron mucho, hacia el norte, hasta que ya no se veía vegetación sino únicamente dunas de arena blanca.
—Si nunca has visto el desierto del Sáhara —decía Mina— no puedes imaginarlo. Allí comprendes el poder de Alá, ¡está claro que no nos necesita! Una vida humana es insignificante en el desierto, donde sólo sobreviven las dunas y las estrellas. El dolor de una niña es una nadería. Pero precisamente cruzando la arena descubrí que había otra niña pequeña en mi interior. Una niña fuerte, decidida a sobrevivir. Entonces me convertí en una Mina diferente. Comprendí que todo el mundo estaba contra mí y que el único bien que podía esperar tenía que llegar de mi propio interior.
Sus raptores negros, que hablaban la lengua materna de Mina, fueron sustituidos pronto por otros de tez clara que hablaban una lengua extranjera que ella no entendía.
—Hasta entonces había creído que todo el planeta hablaba nuestro dialecto —decía Mina.
El grupo viajaba en silencio durante la noche y se encontraba en lugares concretos, previamente acordados, con amigos de los raptores que les daban alimentos y los escondían hasta el día siguiente al atardecer. Reiniciaban siempre la marcha cuando la oscuridad borraba las arenas, y casi nunca se cruzaron con una criatura en el camino. Tenían que evitar a toda costa los puestos avanzados franceses, situados aquí y allá en el desierto ocupado, porque el comercio de esclavos ya había sido declarado ilegal.
Un día cruzaron un río y, por alguna extraña razón, Mina creyó ver en el horizonte su antiguo y amado bosque. Preguntó a otra niña pequeña a quien habían robado de su aldea si lo veía y la niña asintió con la cabeza. Ambas creyeron que mediante un cambio mágico de las circunstancias, los secuestradores se habían perdido y volvían a casa. O que su aldea avanzaba hacia ellos. En cualquier caso, no importaba, y aquella noche las dos niñas se escaparon; pero al cabo de pocas horas volvieron a capturarlas.
—En la vida hay que tener cuidado —solía decir Mina— y no confundir los deseos con la realidad; pero nosotras lo hicimos, y pagamos caro por ello.
Cuando Mina llegaba a este punto de la historia, le temblaba la voz y todos los que la rodeaban lloraban afligidos, sobre todo cuando explicaba los detalles.
—Soltaron el cubo de la soga del pozo —decía— y me dijeron que si quería seguir viva tenía que coger el cabo de la cuerda y concentrarme en silencio mientras me bajaban al pozo oscuro. Lo espantoso era que ni siquiera podía permitirme temblar de miedo, porque si lo hacía soltaría la soga. Y sería el final.
Mina se interrumpía entonces y sollozaba quedamente. Luego se secaba las lágrimas y seguía hablando mientras los que escuchábamos llorábamos con discreción.
—Lloro —solía decir ella— porque aún me indigna que no me dieran la oportunidad de tener miedo. Sabía que llegaría pronto a la parte más oscura y profunda del pozo, donde estaba el agua, pero tenía que reprimir aquella sensación aterradora. ¡Tenía que hacerlo! De lo contrario soltaría la soga; así que me concentré en la soga y en agarrarla con fuerza. Había otra niña pequeña a mi lado, otra Mina que se moría de miedo mientras su cuerpo estaba a punto de tocar el agua oscura y fría llena de culebras y criaturas escurridizas, pero yo tenía que olvidarme de ella y concentrarme en la soga. Cuando me sacaron del aquel pozo, estuve varios días ciega, no porque no pudiera ver sino porque ya no me interesaba ver el mundo.
Los cuentos de los raptos de los traficantes de esclavos eran corrientes en Las mil y una noches, muchas de cuyas heroínas eran princesas a las que raptaban y vendían como esclavas cuando asaltaban sus caravanas reales en la peregrinación a La Meca. Pero ninguno de aquellos cuentos me impresionó tanto como la descripción del descenso al pozo de Mina. La primera vez que la oí contarlo tuve pesadillas; pero nunca le dije a mi madre qué era lo que me asustaba cuando iba a abrazarme y me llevaba a su cama. Ella y mi padre me abrazaban con fuerza, me besaban e intentaban averiguar qué me ocurría y por qué no podía dormirme. Pero no les expliqué lo del pozo, por miedo a que me impidieran volver a oír la historia de Mina. Y yo necesitaba oír aquella historia una y otra y otra vez, para poder cruzar yo también el desierto y llegar a salvo a la terraza. Era esencial hablar con Mina, porque necesitaba conocer todos los detalles. Necesitaba saber más, necesitaba saber cómo salir del pozo.
En nuestra casa no todos estaban de acuerdo en lo referente a qué debían o no debían oír los niños. Muchos miembros de la familia, como Lalla Mani, creían que era desastroso que los niños oyesen hablar de violencia. Otros decían que cuanto antes nos enteráramos, mejor. Los del segundo grupo sostenían que era esencial enseñar a los niños y a las niñas a protegerse, a escapar, a evitar que el miedo los paralizara. Mina pertenecía al segundo grupo.
—Bajar a aquel pozo hizo que comprendiese que cuando tienes problemas necesitas concentrarte con todas tus fuerzas en pensar que hay una salida. Entonces, el fondo, el pozo oscuro, se transforma en un trampolín del que puedes saltar tan alto que tocas las nubes con la cabeza. ¿Comprendéis qué quiero decir?
Sí, Mina —pensaba yo—, comprendo qué quieres decir, lo
comprendo muy bien. Sólo tengo que aprender a
saltar hasta las nubes.
Aprenderé a dar saltos salvadores deslizándome dentro de
las tinajas de aceitunas, entrenándome y
preparándome para los grandes espantos futuros.
Aprenderé a sonreír como tú, pese a todo, con la espalda
apoyada en el muro occidental, mirando en
dirección a La Meca, y con hanan, esa ternura
incesante.
«Estoy segura de que La Meca lo sabe todo sobre el pozo y
los raptores, ¿no crees, Mina? —le dije un día—. Alá
tiene que haber castigado a todos los que te hicieron
daño. Alá tiene que haberlo hecho, y yo no he de tener
miedo nunca, ¿verdad?»
Mina era muy optimista y me dijo que no había ninguna razón para que yo tuviera miedo.
—La vida parece buena para las mujeres ahora que los nacionalistas reclaman su derecho a la enseñanza y el fin de su reclusión —dijo—. Pues sabrás que en la actualidad el problema con las mujeres es que son impotentes. Y su impotencia se debe a la ignorancia y la falta de educación. Tú serás una mujer fuerte, ¿a que sí? Me disgustaría mucho que no lo fueras. Concéntrate en ese pequeño círculo de cielo que se ve desde el pozo. Siempre hay un trocito de cielo al que puedes alzar la vista. Así que no mires hacia abajo, mira hacia arriba, hacia arriba, ¡y allá vamos! ¡Alzando el vuelo!
Después de hacer que Mina me contara la historia de su huida del pozo un sinfín de veces y de deslizarme con cierta regularidad dentro de la oscura tinaja de aceitunas, me liberé del miedo y mi pesadilla desapareció. Descubrí que era una criatura mágica. Sólo tenía que poner mis miras en el cielo, apuntar bien alto, y todo iría bien. Aun siendo minúsculas, las niñas pequeñas pueden sorprender a los monstruos. En realidad, lo que me fascinaba de la historia de Mina era cómo había sorprendido a sus raptores; ellos esperaban que llorara y no lo hizo. Aquello me pareció muy inteligente, y dije a Mina que yo también podría sorprender a un monstruo si tenía que hacerlo.
—Sí, pero primero tienes que conocerlo muy bien —me dijo. Ella había observado a sus raptores durante mucho tiempo, porque el viaje duró semanas.
Mina decía que cuando estás atrapado siempre tienes la posibilidad de complacer al monstruo bajando la vista y llorando, o sorprenderlo mirando hacia arriba. Si quieres complacerlo, bajas la vista y piensas en las culebras y demás criaturas frías de movimientos lentos que se arrastran las unas sobre las otras allá abajo, a la espera de atraparte. Si, por el contrario, quieres asombrar al monstruo, clava la mirada en lo alto, en aquel trocito de cielo, y procura no emitir el menor sonido. Entonces, el torturador que te vigila desde arriba verá tus ojos y se asustará.
Creerá que eres un jinn o dos estrellas diminutas titilando en la oscuridad.
No he olvidado la idea de que Mina, la pequeña Mina, aquella criaturita asustada, perdida en el desierto con extraños, se transformara en dos estrellas titilantes. Es una visión que me cautivó entonces y aún hoy me obsesiona, y cuando logro el silencio preciso para imaginarla, la esperanza y la fortaleza se apoderan de mí. Pero entonces necesitaba prepararme para salir del pozo, y durante un tiempo meterme en las tinajas vacías y oscuras se convirtió en mi juego preferido. Sin embargo, sólo podía entregarme a él cuando había cerca algún adulto, porque Samir creía que era demasiado peligroso para los niños.
Yo era muy feliz siempre que Mina me ayudaba a salir del pozo en que solía meterme obsesivamente, deslizándome dentro de una enorme y vacía tinaja de aceitunas. Los niños utilizábamos las tinajas para jugar al escondite; nos escondíamos detrás o, si queríamos sentir miedo de verdad, nos metíamos en una.
Pero meterse en una suponía correr el riesgo de quedar atrapado, y entonces necesitábamos que nos ayudara un adulto. Mina, que prácticamente vivía en la terraza, de espaldas a la pared occidental, nos observaba en silencio jugar nuestro morboso juego, a la espera de que se produjese la siguiente catástrofe. Entonces, cuando uno de nosotros empezaba a gritar pidiendo ayuda, se levantaba, se acercaba y miraba hacia el fondo de la tinaja.
—¿No puedes esperar a que el miedo te alcance en vez de correr a su encuentro? —decía—. Ahora estate quieta y no dejes que el pánico te domine. Te sacaré enseguida.
Así que sólo tenía que relajarme procurando respirar con normalidad y clavar la mirada en el diminuto círculo de cielo azul de arriba. Enseguida oía pisadas en el suelo de la terraza y la voz de Mina dando instrucciones a Dada Sa'ada, Dada Rahma y Aishata. A continuación se producía un terremoto en miniatura, la tinaja se inclinaba hasta quedar horizontal y salía arrastrándome.
Siempre que Mina me ayudaba a salir de la tinaja, saltaba a su cuello y la abrazaba entusiasmada.
—No me abraces tan fuerte, que me estropearás el tocado —decía ella—. ¿Y qué habría pasado si hubiera estado en el baño o concentrada en mis oraciones, eh?
Yo entonces apoyaba la cabeza en su cuello y le prometía que nunca volvería a quedar atrapada dentro de una tinaja de aceitunas. En cuanto veía que se aplacaba y me dejaba jugar con las puntas de su turbante, me atrevía a pedirle un favor.
—Mina, ¿me dejas que me siente en tu regazo y me cuentas cómo escapaste del pozo?
—¡Pero si ya te lo he contado unas cien veces! ¿Qué té pasa? Ya sabes todo lo esencial, que por pequeña que sea una niña tiene energía suficiente en su interior para desafiar a los torturadores, para ser valerosa y paciente y no perder el tiempo temblando y gritando. Ya te he explicado que el secuestrador esperaba que yo llorara y gritase. Pero al no oír nada y ver dos estrellas titilantes clavadas en él, me sacó de inmediato. No esperaba un silencio desafiante y una mirada serena. Esperaba que diera alaridos. ¡Pero todo eso ya lo sabías!
Entonces le juraba que aquella era la última vez que tendría que repetirme la historia y que acabaría para siempre con las tinajas.
Hasta la vez siguiente.
18. Cigarrillos norteamericanos
Jugar con las tinajas de las aceitunas no era la única actividad ilegal que tenía lugar en la terraza. Los adultos cometían delitos más graves, como mascar chicle, pintarse las uñas con esmalte rojo y fumar cigarrillos, aunque estas dos últimas actividades eran muy poco frecuentes, debido, en primer lugar, a la dificultad para conseguir tales productos extranjeros. Los delitos más comunes eran encender velas mágicas para conseguir qbul (atractivo sexual), rizarse el cabello con tenacillas para parecerse a la actriz francesa Claudette Colbert o tramar escapadas al mundo exterior para asistir a las asambleas nacionalistas que celebraban en casa de alguien o en la mezquita Qaraouine. Como los niños podíamos hacer que cualquiera de los delincuentes adultos tuviera que vérselas con mi padre, mi tío o la abuela Lalla Mani si les contábamos lo que veíamos, nos trataban con una indulgencia excepcional y gozábamos de una posición insólitamente agradable en la terraza. Ningún adulto podía darnos órdenes sin que amenazáramos con vengarnos informando a las autoridades. Y en realidad, las autoridades confiaban plenamente en nosotros cuando sospechaban algo, porque creían que «los niños siempre dicen la verdad». Así que todos los transgresores nos trataban como a personas importantísimas, colmándonos de galletas, almendras tostadas y las rosquillas llamadas sfinge, sin olvidar nunca darnos el té antes que a nadie.
Mina observaba en silencio, multiplicando sus oraciones por la salvación del alma de todos. Lo que más le molestaba era que los muchachos de la casa subieran a la terraza a mirar a las chicas Bennis. Lo consideraba absolutamente pecaminoso, una peligrosa violación de la hudud, la frontera sagrada. Era cierto que los jóvenes de cada casa se quedaban en su terraza, pero solían cantar canciones de amor lo bastante alto para que las oyeran los vecinos. Chama también bailaba, y otro tanto hacían las chicas Bennis, creando así momentos fugaces en que el amor y la felicidad adolescentes flotaban y convertían el crepúsculo en una romántica neblina rojiza. Sin embargo, lo más grave era que, según Mina, los chicos y las chicas no se limitaban a mirarse desde la terraza, sino que intercambiaban miradas de amor.
Una mirada de amor era mirar a un hombre con los ojos entrecerrados, como si estuvieras a punto de dormirte. Chama sabía hacerlo maravillosamente, y había empezado a recibir numerosas propuestas de matrimonio de prometedores hijos de distinguidas familias nacionalistas, que la habían visto fugazmente mientras cantaba Magrebuna watanuna (Nuestro Marruecos, Nuestra Patria) en las manifestaciones callejeras o en las celebraciones de la mezquita Qaraouine, cuando los franceses liberaron a los presos políticos. Malika me dijo que consideraría la posibilidad de enseñarme a lanzar miradas de amor si le prometía darle una parte considerable de mis galletas, almendras y rosquillas. En la escuela coránica los chicos también prestaban mucha atención a Malika, y yo deseaba conocer su secreto. Por fin, la presioné hasta que me dijo vagamente que utilizaba una combinación de mirada de amor y recitado mental de una fórmula qbul que había sacado de un libro de magia medieval, y que al parecer cautivaba para siempre el corazón de los hombres cuyo amor una deseaba. A mí todo ese asunto me interesaba muchísimo, e intenté que Samir se interesara también, tomando prestado en secreto uno de los libros de Chama; pero él se quejó de que me preocupara tanto por todo aquel nuevo asunto de la belleza y el amor y estuviese abandonando nuestros otros proyectos y juegos. Comprendí entonces que Malika era mi única oportunidad de obtener la información vital que necesitaba sobre belleza y atractivo sexual, que cada día me apasionaba más. Pero no quería que creyese que estaba desesperada, de modo que le dije que tenía que pensármelo antes de decidirme sobre las galletas.
Los adultos de la terraza siempre nos trataban a Samir y a mí como si no supiéramos nada del amor ni de los bebés. También nos trataban como si ignoráramos lo importante que era embellecerse para conseguir el amor del sexo opuesto. Malika también nos dijo algunas veces que el amor no era un asunto sencillo en absoluto y yo escuché atentamente mientras ella esbozaba sus complejidades, sin dejar de preguntarme ni por un instante si no estaría presionándome por lo de las galletas. Según ella, lo más difícil no era conseguir que alguien se enamorara de ti sino mantener vivo aquel amor. Porque el amor tiene alas: llega y se va. Decidí simplificar las cosas concentrándome en la seducción inicial; ya me ocuparía después del problema de conseguir que el amor durara siempre.
Una mujer tenía que hacer dos cosas para conseguir el amor de un hombre. Una era magia. Tenía que encender una vela durante la luna llena y salmodiar un conjuro que todas las chicas aprendían en un momento u otro. La segunda era un proceso complicado que siempre resultaba: tenía que embellecerse. Tenía que cuidarse el cabello, el cutis, las manos, las piernas y... Ay, estoy segura de que olvido algo. De todos modos, tía Habiba me dijo que no había prisa, que tenía muchísimo tiempo para aprender técnicas de belleza.
Yo ya sabía qué hacer para tener el cabello bonito, porque mi madre había decidido que el mío era espantoso. Lo tenía rizado y rebelde, y más tupido de lo que se consideraba apropiado para una jovencita. Así que una vez a la semana mi madre echaba en media taza de aceite hirviendo dos o tres hojas frescas de tabaco, que se conseguían de contrabando a un precio altísimo, procedente de las montañas del Rif, donde lo cultivaban en extensos tabacales. Si no podían conseguirse hojas frescas, el tabaco seco para inhalar por la nariz también servía. Dejaba el aceite hirviendo reposar un rato con las hojas de tabaco y luego me separaba pacientemente el cabello en mechones finos y me lo untaba con la mezcla. Luego me trenzaba el pelo y me lo sujetaba en la coronilla para que no me manchara la ropa; y tenía que procurar no abrazar ni besar a nadie hasta la hora de ir al hammam, o baño público. Allí, mi madre diluía alheña en agua caliente, me frotaba con ella toda la cabeza y me la lavaba bien. Según ella, no podía esperarse gran cosa de una mujer que no se cuidaba el cabello, y yo quería que la gente esperara mucho de mí.
La parte del lavado y el aclarado era lo que más me gustaba, porque ir a los baños era como entrar en una isla cálida y brumosa. Tomaba prestada la preciosa jofaina turca de plata de mi madre, me sentaba en su taburete sirio de madera y madreperla y me lavaba la cabeza como ella. Utilizaba la jofaina para coger el agua del cubo de agua caliente de la enorme fuente y derramaba el agua sobre mi cabeza. Seguía haciéndolo hasta que los demás le decían a viva voz que estaba dejándolo todo perdido de alheña, incluidos los ojos de quienes estaban cerca. Pero yo siempre salía de allí sin prestar la menor atención a mis detractoras y me alejaba sintiéndome tan hermosa como la princesa Budur.
Un día que estaba allí salpicando decidí que ir a los baños de nuestro vecindario, con sus suelos de mármol blanco y su techo acristalado, era un placer tal que, adonde quiera que fuese de mayor, sin duda encontraría la forma de llevar uno conmigo, junto con mi amada terraza. Según mi madre, el hammam y la terraza eran los dos aspectos más agradables de la vida del harén, y las únicas dos cosas dignas de conservarse. Ella quería que yo estudiara mucho para obtener un diploma, ser una persona importante y construirme una casa con un hammam en la primera planta y una terraza en la segunda. Le pregunté dónde viviría y dónde dormiría, y respondió:
—¡Pues en la terraza, cariño! Puedes conseguir un techo removible de cristal para utilizarlo en el momento de ir a dormir o cuando haga frío. Con todas las cosas nuevas que los cristianos inventan cada día, cuando tú seas mayor se podrán comprar casas de cristal con techos removibles.
Las posibilidades de hacer la vida agradable parecían infinitas desde el harén: los muros desaparecerían y serían sustituidos por casas con techos de cristal. Aprisionadas tras los muros, las mujeres deambulaban soñando con horizontes sin fronteras.
Pero volvamos al chicle y a los cigarrillos. A los niños nos tenían sin cuidado los cigarrillos, pero nos encantaba el chicle, diabólicamente sabroso. Sin embargo, rara vez conseguíamos un trozo, porque los adultos se lo guardaban para ellos. Nuestra única posibilidad era participar en alguna operación ilícita, como ir a buscar para Chama una carta de su amiga Wassila Bennis. Samir y yo sabíamos que las cartas eran, en realidad, de Chadli, el hermano de Wassila. Chadli estaba enamorado de Chama, aunque se daba por supuesto que nosotros no lo sabíamos. De todos modos, a mi padre y a mi tío no les gustaba que hubiera demasiadas idas y venidas entre las dos casas, porque los Bennis tenían muchos hijos y la señora Bennis era tunecina de origen turco y, por tanto, sumamente peligrosa. Seguidora de las ideas revolucionarias de Kemal Atatürk, conducía sin velo el Oldsmobile negro de su esposo, como una mujer francesa, se teñía el pelo de rubio platino y lo llevaba cortado a lo Greta Garbo. Todos coincidían en que realmente no pertenecía a la Medina. Aun así, siempre que la señora Bennis iba a la ciudad antigua, y lo hacía a menudo, vestía el atuendo tradicional, chilaba y velo. En realidad, podía decirse que la señora Bennis llevaba dos vidas: una en la Ville Nouvelle, o ciudad europea, donde se paseaba sin velo; y la otra en la Medina tradicional. Era precisamente esta idea de una doble vida lo que excitaba a todos y había convertido a la señora Bennis en una celebridad.
Vivir en una combinación de dos mundos era mucho más atractivo que sólo vivir en uno. ¡La idea de poder oscilar entre dos culturas, dos personalidades, dos códigos y dos idiomas entusiasmaba a todos! Mi madre quería que yo fuese como la princesa Aisha (la hija adolescente del rey Mohamed V, que hacía discursos públicos en árabe y en francés), que usaba caftanes largos y vestidos franceses cortos. A los niños, la idea de intercambiar códigos e idiomas nos parecía tan maravillosa como la apertura de puertas mágicas. A las mujeres también les gustaba, pero a los hombres no. A ellos les parecía peligroso, y mi padre en concreto no simpatizaba con la señora Bennis porque, según él, hacía que la transgresión pareciera natural. Pasaba demasiado fácilmente de una cultura a otra, haciendo caso omiso de la hudud, la frontera sagrada.
—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntaba Chama.
Mi padre decía que la frontera protegía la identidad cultural y que si las mujeres árabes empezaban a imitar a las europeas vistiendo de forma provocativa, fumando cigarrillos y andando por ahí con la cabeza al aire, sólo quedaría una cultura. La nuestra desaparecería.
—Si es así —reponía Chama—, no entiendo por qué pueden andar por ahí mis primos vestidos como Valentinos de imitación y llevar el pelo corto como los soldados franceses sin que nadie les grite que nuestra cultura está a punto de desaparecer.
Mi padre no contestaba nada a esto.
Mi padre, que era un hombre pragmático, estaba convencido de que la mayor amenaza no provenía de los soldados occidentales sino de sus vendedores zalameros y de sus artículos de apariencia inofensiva. De modo que organizó una cruzada contra el chicle y los cigarrillos Kool. Para él, fumar un cigarrillo Kool largo, blanco y fino equivalía a borrar siglos de cultura árabe.
—Los cristianos quieren transformar nuestros respetables hogares musulmanes en mercados —decía—. Quieren que compremos esos venenosos productos suyos que no tienen ningún propósito real, para que nos convirtamos en una nación de rumiantes. La gente se pasa el día metiéndose porquería en la boca en vez de rezar a Alá. Están retrocediendo a la infancia, cuando siempre hay que tener la boca ocupada.
La insistencia de mi padre en el peligro de los cigarrillos (decía que eran peores que las balas francesas y españolas) me inquietaba, porque yo no le informaba de las actividades de la terraza. Me disgustaba traicionar su confianza. Él me quería muchísimo y esperaba que nunca mintiese. Claro que, en realidad, apenas circulaban cigarrillos, porque era dificilísimo conseguirlos. Ni las mujeres ni los jóvenes tenían mucho dinero, por lo que sus compras eran escasas. La compra y venta de artículos en el harén estaba controlada por los varones adultos. Los demás, simplemente consumíamos lo que había. No teníamos el privilegio de elegir, de decidir, de comprar. Así que comprar cualquier cosa, aunque fueran sólo cigarrillos, significaba que circulaba dinero ilícito. Éste era otro de los motivos por los que mi padre intentaba localizar al responsable del contrabando.
Como el dinero era tan escaso, era rarísimo que hubiera una cajetilla entera de cigarrillos en la terraza. Lo normal era que los adultos tuvieran uno o dos cigarrillos, que fumaban entre cinco o seis personas. En realidad eso daba igual, porque lo importante no era la cantidad sino el ritual. Primero metían el cigarrillo en una boquilla, cuanto más larga mejor. Luego sujetaban la boquilla con dos dedos estirados, cerraban los ojos y daban unas caladas, todavía con los ojos cerrados. Luego abrían los ojos y miraban el cigarrillo que tenían entre los dedos como si fuera una aparición mágica. A continuación se lo daban a la persona que estuviera sentada a su lado, que se lo pasaba a la siguiente, hasta que todo el corro había dado una calada. ¡Ay! Casi olvidaba el silencio: la operación tenía que realizarse sin emitir el menor sonido, como si el placer les hubiera paralizado la lengua a todos. En ocasiones, Samir, Malika y yo imitábamos a los adultos, utilizando una ramita en vez de cigarrillo pero, aunque copiábamos hasta el menor gesto, no podíamos imitar el silencio. En lo que a nosotros se refería, ésa era la parte difícil del ritual.
El chicle y los cigarrillos nos habían llegado por mediación de los norteamericanos, que habían aterrizado en el aeropuerto de Casablanca por primera vez en noviembre de 1942. Años después de que se fueran, los norteamericanos seguían saliendo en nuestras conversaciones porque todo lo relativo a ellos era un misterio del principio al fin. Habían surgido de la nada cuando nadie los esperaba y durante su breve estancia habían sorprendido a todos. ¿Quiénes eran aquellos extraños soldados? ¿Por qué habían venido? Ni Samir ni yo, ni siquiera Malika, pudimos desvelar estos misterios. Lo único que sabíamos con seguridad era que los norteamericanos eran cristianos, pero de una clase diferente de los cristianos normales que seguían llegando del Norte para derrotarnos. Créase o no, los norteamericanos no vivían en el Norte, sino en una isla lejana llamada América, que quedaba hacia el Oeste; por eso habían llegado en barco. En cuanto a cómo habían llegado a la isla en que vivían, las opiniones variaban. Samir decía que un día, mientras tonteaban cerca de la costa española, los había atrapado una corriente y los había arrastrado hasta allí. Malika decía que habían ido a aquella isla en busca de oro, se habían perdido y habían decidido quedarse. En cualquier caso, los norteamericanos no podían ir andando a los sitios como todos los demás sino que tenían que volar o ir en barco cuando se aburrían o querían visitar a sus parientes cristianos, los españoles y los franceses. Claro que no debían de ser parientes muy próximos. Porque los franceses y los españoles eran bastante bajos y tenían bigotes negros, mientras que los norteamericanos eran muy altos y tenían diabólicos ojos azules. Según la descripción de Hussein Slaoui, el cantante folclórico de Casablanca, cuando llegaron habían asustado a gran parte de la población de la ciudad con sus uniformes de combate, que tenían los hombros el doble de ancho que los de los franceses, y porque de inmediato habían empezado a perseguir a las mujeres. Hussein Slaoui tituló esta canción Al-'Ain az-zarga jana b-kul khir (Los hombres de ojos azules trajeron todo tipo de bendiciones), y tía Habiba nos explicó que el título era sarcástico, porque, en realidad, los hombres de Casablanca se disgustaron mucho. Los norteamericanos no sólo perseguían a las mujeres cuando localizaban una desde el puerto, sino que, además, les hacían toda clase de regalos perniciosos, como chicles, bolsos de mano, pañuelos, cigarrillos y pintalabios de color rojo.
Todos decían que los norteamericanos habían ido a Marruecos para luchar con alguien, pero Samir y yo no sabíamos con quién. Algunos decían que habían ido a derrotar a los alemanes, aquellos guerreros que perseguían a los franceses porque no les gustaba el color de su pelo. Al parecer, los franceses habían pedido a los norteamericanos que intervinieran en la guerra y los ayudasen a derrotar a los alemanes. Pero el problema de esta explicación era... ¡que en Marruecos no había alemanes! Samir, que a menudo viajaba con mi tío y con mi padre, juraba que no había visto a ningún alemán en todo el reino.
En cualquier caso, todos estaban muy contentos de que los norteamericanos no hubieran venido a hacernos la guerra. Algunos decían incluso que los norteamericanos eran muy cordiales y que pasaban casi todo el tiempo haciendo deporte, nadando, mascando chicle y gritando «OK» a todo el mundo. «OK» era su saludo; equivalía a nuestro Salam alikum, la paz sea contigo. En realidad, las letras o y k representaban palabras más largas, pero los norteamericanos tenían la costumbre de acortar las frases para poder seguir mascando chicle. Era como si nosotros nos saludáramos con un breve «SA» en vez de decir Salam alikum.
La otra cosa curiosa era que había norteamericanos negros. Había norteamericanos de ojos azules y había norteamericanos negros, y esto sorprendió a todo el mundo. América estaba muy lejos del Sudán, el corazón de África, y los negros sólo se encontraban en el corazón de África. Mina estaba segura de eso y todos los demás coincidían con ella. Alá había dado a todos los negros una gran tierra con bosques frondosos, ríos caudalosos y bellos lagos, más allá del desierto. Así que, ¿de dónde eran los norteamericanos negros? ¿Tenían los norteamericanos esclavos, como los árabes en el pasado? Créase o no, cuando le hice esa pregunta a mi padre respondió que sí, que los norteamericanos habían tenido esclavos, y que aquellos norteamericanos negros eran, sin duda, parientes de Mina.
Mucho tiempo atrás habían capturado a sus antepasados y los habían llevado en barco a América para que trabajasen allí en grandes plantaciones. Ahora las cosas eran diferentes, dijo mi padre. Ahora los norteamericanos utilizaban máquinas para hacer el trabajo y la esclavitud estaba terminantemente prohibida.
Sin embargo, no sabíamos por qué pero, al contrario de lo que ocurría con los árabes, los norteamericanos blancos y los norteamericanos negros no se habían mezclado volviéndose de piel morena, que era lo que sucedía normalmente cuando convivía una población de blancos y negros.
—¿Por qué los norteamericanos blancos todavía son tan blancos y los negros tan negros? —preguntó Mina—. ¿Acaso no se casan entre ellos?
El primo Zin consiguió reunir la información necesaria para responder a su pregunta; efectivamente, los norteamericanos no se casaban entre sí. En vez de hacerlo, mantenían las razas separadas. Sus ciudades estaban divididas en dos Medinas, una para los negros y otra para los blancos, como las que teníamos nosotros en Fez para los musulmanes y los judíos. Todos los que estábamos allá arriba nos reímos con aquello, porque en Marruecos cualquiera que quisiese separar a la gente según el color de la piel tropezaría con grandes dificultades. La gente se había mezclado tanto que había personas con la piel de color miel, almendra, café au lait y muchos, muchísimos tonos de chocolate. En realidad, era frecuente que en una misma familia hubiera hermanos y hermanas tanto con ojos azules como con piel oscura. La idea de dividir las ciudades según la raza dejó pasmada a Mina.
—Sabemos que Alá separó a los hombres de las mujeres para controlar la población —dijo—, y sabemos que Alá separó las religiones, de forma que cada grupo dirija sus propias oraciones e invoque a su propio profeta. Pero, ¿con qué fin se separa a los negros de los blancos?
Nadie lo sabía. Era otro misterio que añadir a los demás.
Finalmente, el más problemático de todos los misterios seguía siendo el de por qué los norteamericanos habían llegado a Casablanca. Un día me cansé tanto de intentar buscar una explicación que le dije a Samir que quizá sólo habían venido de excursión, convencidos, tal vez, de que Casablanca era una isla deshabitada. Entonces Samir se enfadó y me dijo que si iba a decir tonterías daría por terminada la discusión. Le pedí que no lo hiciera y para aplacarlo le dije que estaba segura de que tenía que haber «una razón política importante», como solía decir mi padre, para que los norteamericanos hubieran llegado a Casablanca. Sugerí luego que consideráramos bien los elementos de la situación.
Mientras le decía todo esto, se me ocurrió que últimamente tenía muchos problemas con Samir: se había vuelto muy serio, todo tenía que ser político y cuando no estaba de acuerdo con él, alegaba que no lo respetaba. Así que tenía que ponerme de su lado y censurar mis propias ideas o bien tomar la decisión de romper nuestra estrecha amistad. Desde luego, nunca consideré seriamente esta última posibilidad, porque temía enfrentarme sola a los adultos. Cuando quería conseguir algo y organizar una protesta, no tenía más que sugerir la idea a Samir y él armaba un escándalo. Y todo lo que tenía que hacer después era permanecer cerca de él, ayudarlo cuando necesitaba estímulo y aplaudir cuando triunfaba. Tomemos el misterio norteamericano, por ejemplo. Yo creía que le haría gracia la idea de los guerreros que habían embarcado en su isla lejana sólo para ir de excursión, pero no fue así.
—Sigues confundiendo las cosas —afirmó muy serio y preocupado por mi futuro—. La guerra es la guerra. Ir de excursión es ir de excursión. Siempre eludes afrontar la realidad, porque estás asustada. Además, lo que haces es peligroso, porque podrías irte a dormir creyendo que los guerreros están en Casablanca para contemplar las flores y cantar con los pájaros cuando en realidad están a punto de venir a Fez a cortarte el cuello. Hasta Malika, que es mucho mayor que yo, dice esas tonterías. Creo que es un problema de las mujeres.
Tan enigmáticas palabras me dejaron muda, porque lo que había dicho parecía grotesco y razonable al mismo tiempo.
En realidad, el mayor problema que teníamos con los norteamericanos era el de los enemigos. Porque si no había alemanes a la vista, ¿a qué habían ido los norteamericanos a Casablanca? Después de muchas discusiones, Samir propuso una explicación muy razonable. Dijo que tal vez la guerra fuese como un juego de niños y que los norteamericanos quizá habían llegado a Casablanca para engañar a los alemanes del mismo modo que nosotros nos escondíamos en las tinajas de aceitunas para engañarnos los unos a los otros. Marruecos era la tinaja de aceitunas de los norteamericanos. Se escondían aquí y luego se escabullirían hacia el norte para atacar a los alemanes. Samir me pareció muy inteligente por discurrir aquello, y deseé poder viajar como él. Los viajes que hacía con mi tío y con mi padre eran la razón de que fuese tan inteligente.
Yo sabía que si se andaba de un lado a otro, la mente trabajaba más deprisa porque continuamente se veían cosas nuevas ante las que había que reaccionar. Y sin duda te hacías más inteligente que quien no se mueve de un patio. Mi madre creía lo mismo y decía que la razón de que los hombres tuvieran a las mujeres en los harenes era, en gran medida, impedir que se hiciesen demasiado listas.
—Recorrer el planeta es lo que activa el cerebro —decía mi madre—, y detrás de las puertas y las cerraduras está la idea de que dejemos dormir la mente.
Añadió que detrás de la cruzada contra el chicle y los cigarrillos norteamericanos había, en realidad, una cruzada contra los derechos de las mujeres. Cuando le pedí que lo explicara mejor, me dijo que tanto fumar cigarrillos como mascar chicle eran actividades tontas, pero que los hombres se oponían a ellas porque daban a las mujeres la oportunidad de tomar decisiones propias, decisiones que no estaban reguladas por la tradición ni por la autoridad.
—Así que ya ves —dijo—, una mujer que masca chicle en realidad está haciendo un gesto revolucionario. No por el hecho mismo de mascar chicle, sino porque el chicle no está prescrito por el código.
19. De bigotes y senos
Oficialmente no se admitían hombres en la terraza; era territorio femenino. Esto se debía, en gran medida, a que las casas podían comunicarse por la terraza; era simple cuestión de escalar y saltar. ¿Y dónde quedaría la seguridad de los harenes si se permitía a los hombres andar de una terraza a otra? El contacto entre los sexos podría producirse con absoluta facilidad.
De lo que no había duda era que el contacto visual entre mis primos y las hijas de nuestros vecinos se producía, sobre todo en primavera y verano, cuando los crepúsculos en las terrazas eran espectaculares. Durante el buen tiempo, los jóvenes solteros de ambos sexos se rezagaban allá arriba para contemplar los incomparables crepúsculos de Fez, con fabulosas nubes de color rojo y púrpura que desplegaban sus alas mágicas en el cielo. Los gorriones bailaban en lo alto como si hubieran enloquecido. Chama siempre estaba allá arriba, con sus dos hermanas mayores, Salima y Zoubida, y los tres hermanos mayores, Zin, Jawad y Chakib. Sus hermanos nunca debían pisar nuestra terraza, porque mirarían directamente a la casa de la familia Bennis, y la familia Bennis tenía muchas hijas casaderas, y también hijos. Pero los jóvenes Mernissi y los jóvenes Bennis jamás obedecían las normas, y en los atardeceres estivales acudían en tropel a las románticas terrazas enjalbegadas, tan cercanas a las nubes. Cada familia se quedaba en su propio terreno, pero se intercambiaban miradas y sonrisas y por todas partes flotaba la lujuria pecaminosa. Los jóvenes más dotados cantaban las canciones de Asmahan, Abdelwahab o Frarid, mientras los demás contenían la respiración.
Un día en la escuela, en una clase de biología dedicada al prodigioso insan (el ser humano, la obra más perfecta de Alá), Lalla Tam nos explicó cómo se convertían los chicos y las chicas en hombres y mujeres capaces de tener hijos. Cuando cumplíamos doce o trece años, nos dijo, o quizá incluso antes, a los chicos se les volvía más grave la voz, les salía bigote y súbitamente se hacían hombres. Cuando Samir se enteró, cogió clandestinamente kohl del tocador bien equipado de mi madre y se pintó bigote. En cuanto a las chicas, se nos desarrollaba el busto y teníamos haq ach-har (literalmente, «la cuota mensual»), que era una especie de diarrea sanguinolenta. No dolía, era totalmente natural y cuando se produjera no teníamos que asustarnos. Durante la haq ach-har tendríamos que ponernos un guedouar, o paño higiénico, entre las piernas para que todo fuera discreto. Aquel día en cuanto llegué a casa de la escuela pedí a mi madre más detalles sobre el guedouar, y ella al principio se sobresaltó. Luego empezó a preguntarme quién me había dado aquella información tan pronto. Le asombró saber que había sido Lalla Tam, mi maestra.
—Tenemos que conocer el cuerpo humano y el prodigioso plan de Alá —expliqué para tranquilizarla, pues parecía perdida—. Los buenos musulmanes han de saberlo todo sobre la ciencia, la biología, los planetas y las estrellas.
Entonces mi madre se inquietó de veras, porque comprendió que yo ya no era una niña, no porque hubiera cambiado físicamente sino porque sabía cosas que, según ella, los niños no debían saber. Por primera vez tenía alguna clase de poder sobre mi madre, y era el conocimiento lo que me había proporcionado tal poder.
Aquella conversación fue un momento crucial en la relación con mi madre. Ella comprendió claramente que me estaba independizando. Tal vez se dio cuenta también de que el tiempo volaba: su primera hija crecía deprisa y su propia belleza no era eterna. Si yo estaba a punto de convertirme en una joven, eso significaba que ella estaba envejeciendo.
—¿Qué más os ha explicado Lalla Tam? —preguntó, mirándome como si yo hubiera llegado de otro planeta—. ¿Os ha dicho algo de los bebés?
Pobre madre, sencillamente no podía creer que yo, su niñita, estuviese tan llena de conocimiento cósmico. Le dije que sabía que podía tener un bebé a los doce o trece años porque a esa edad tendría la haq ach-har y los pechos «necesarios para alimentar al pequeño comilón malhumorado». Esto la desconcertó un poco.
—Bien —dijo por fin—, yo habría esperado uno o dos años más para explicarte estos temas, pero puesto que forma parte de tu educación...
Le expliqué entonces que no debía preocuparse demasiado, porque hacía años que lo sabía todo al respecto, por las sesiones de teatro, los cuentos y las conversaciones de las mujeres. Lo que ocurría, sencillamente, era que el conocimiento ya era oficial, nada más. Para animarla, bromeé diciendo que Samir tendría pronto una voz como el alfaquí Naciri, el imán de nuestra mezquita local.
Pero no le conté que estaba decidida a convertirme en una ghazala, o mujer fatal irresistible, tipo gacela, y que ya me había metido a fondo en dudosas shour, o prácticas mágicas relacionadas con manipulaciones astrológicas, gracias a la feliz costumbre de Chama de dejar sus libros de magia en cualquier sitio. Chama tenía muchos libros de aquellos en su cuarto y, como en realidad nunca los guardaba, me hice toda una experta en memorizar fórmulas mágicas y copiar listas de ensalmos, completadas con series de letras y números, durante los breves y tensos intervalos en que ella salía de la habitación.
Para hacer magia en la terraza también tenía que aprender astronomía. Me pasaba horas escrutando el cielo durante las puestas de sol y preguntando a todos los que estaban cerca el nombre de las estrellas según iban apareciendo. A veces, me contestaban voluntaria y amablemente; otras veces me mandaban callar bruscamente diciéndome: «¡Cállate! ¿No ves que estoy meditando? ¿Cómo te atreves a hablar cuando la belleza cósmica es tan impresionante?»
En cuanto a mí, realizar prácticas shour como encender pequeñas velas blancas durante la luna nueva, encender velas grandes adornadas de forma extravagante durante la luna llena, o musitar conjuros secretos cuando Zahra (Venus) o Al-Mushtari (Júpiter) estaban en lo alto, eran, con mucho, los delitos más interesantes cometidos en la terraza. Además, en aquellas operaciones participábamos todos, porque las mujeres necesitaban que los niños aguantaran las velas, recitasen los conjuros y realizaran toda clase de actividades especiales. La Vía Láctea titilaba tan cerca que daba la impresión de que brillaba sólo para nosotros.
Bendita Chama, olvidaba por completo mi corta edad cuando se concentraba en la lectura en voz alta de «Talsam al-quamar» (Talismán de la luna llena), que era un capítulo del panfleto Kitab al-awfaq, del imán Algazali. Este capítulo explicaba la correcta manera de entonar los conjuros escogidos en días especiales y horas precisas, cuando había determinadas configuraciones celestes. Sin embargo, no toda la literatura sobre astrología y astronomía se consideraba de naturaleza dudosa. Historiadores respetables como Al-Mas'udi habían escrito sobre la influencia de la luna llena en el universo, incluidos los seres humanos y las plantas, y sus obras solían leerse en voz alta. Yo escuchaba con atención lo que decía Al-Mas'udi sobre la luna: hacía que las plantas crecieran, que los frutos madurasen y que los animales engordaran. También hacía que las mujeres tuvieran su haq ach-har.
«Dios mío —me dije—, si la luna puede hacer todo eso, sin duda podrá hacer que me crezca el pelo más largo y más liso y que se me desarrollen los senos antes»; pero todo eso, lamentablemente, estaba muy lejos de suceder. Yo había advertido que Malika había empezado a mover los hombros maravillosamente: caminaba como la princesa Farida de Egipto antes del divorcio; claro que podía permitírselo porque tenía motivo para ello. No podía decirse que ya tuviera senos, pero le estaban brotando bajo la blusa dos diminutas mandarinas. En cuanto a mí, sólo esperaba con ansiedad que también me ocurriese, y pronto.
Lo que realmente me entusiasmaba de la magia de la terraza era que una insignificancia como yo pudiera urdir conjuros en aquellos prodigiosos cuerpos astrales que flotaban en el firmamento y captar parte de su resplandor. Me hice experta en los nombres árabes de la luna. La luna nueva se llamaba hilal, o luna creciente, y la luna llena, qamar o badr. Tanto qamar como badr significaban también hombre o mujer «de gran belleza», por ser entonces cuando la luna alcanzaba su máxima perfección y belleza. Entre hilal y qamar, y después, había otros nombres. La decimotercera noche se llamaba bayd, o blanca, por el cielo traslúcido, mientras que sawad era la noche oscura en que la luna estaba oculta tras el sol. Cuando Chama me dijo que mi estrella era Zahra (Venus) empecé a caminar lentamente como si estuviera hecha de vaporosa materia celeste. Creía que podría desplegar las alas plateadas en cuanto quisiera.
Lo que apreciaba de la magia astral, además, era su inmenso campo práctico. Se podía incrementar la fuerza de un conjuro para influir en personas importantes como, por ejemplo, una abuela o un rey, o simplemente el tendero local, que podría equivocarse a nuestro favor cuando teníamos que pagarle un artículo caro, siempre que planeáramos bien los conjuros. Pero, en realidad, a mí sólo me importaban dos cosas de los conjuros mágicos. La primera era conseguir que mis profesores me pusieran buenas notas; y la segunda, aumentar mi atractivo sexual.
Quería encantar a Samir, por supuesto, aunque parecía estar ocurriendo exactamente lo contrario y nuestra relación resultaba cada vez más difícil. Por una parte, era de lo más despectivo con la magia, igual que mi padre y mi tío, y la consideraba totalmente shour, o absurda. Lo cual, por supuesto, me obligaba a actuar clandestinamente buena parte de la tarde y a desaparecer del todo cuando había luna llena. También me vi obligada a utilizar los conjuros para atraer a un imaginario príncipe árabe de mi misma edad, a quien aún no conocía. Pero era bastante cautelosa. No quería lanzar mis conjuros demasiado lejos de Fez, Rabat o Casablanca, e incluso Marrakech me parecía un poco más lejos de la cuenta, aunque Chama aseguraba que una joven marroquí podía casarse en lugares tan lejanos como Lahore, Kuala Lampur e incluso China.
—Alá hizo el territorio del Islam inmenso y de una diversidad prodigiosa —decía Chama.
Descubrí mucho después que los conjuros mágicos sólo eran eficaces si conocías a tu príncipe y podías imaginarlo durante el rito. Esto suponía una gran desventaja para mí, porque una vez excluido Samir, quien me pidió enérgicamente que ahorrara aquellas prácticas, no había nadie a quien quisiera imaginar. Casi todos los chicos con los que jugaba en la escuela eran mucho más bajos y pequeños que yo, y mi deseo era que mi príncipe fuese por lo menos un centímetro más alto y algunas horas mayor que yo. Aun así, tenía conocimientos de magia, y eso me daba confianza.
Si una mujer quería que un hombre se enamorara locamente de ella, tenía que concentrarse y pensar en él un viernes por la noche en el momento preciso en que Zahra (Venus) aparecía en el cielo. Durante todo el rato, además, tenía que recitar el siguiente conjuro:
Laf, Laf, Laf
Daf, Daf
Yabech, Dibech
Ghalbech, Ghalbech,
Da'ouj, Da'ouj
Araq çadrouh,
Hah, Hab.
Para que el conjuro produjera algún efecto, por mínimo que fuese, había que recitar las palabras mágicas con voz regular y melodiosa, por supuesto, sin cometer ningún error de pronunciación, lo cual era prácticamente imposible, ya que las palabras nos eran del todo desconocidas: no eran árabes. ¿Cómo iban a serlo si los conjuros se formaban con fragmentos de los idiomas de los jinns sobrenaturales, que dotados eruditos habían tomado, descifrado y escrito para el bien de la humanidad? Mi pronunciación defectuosa, me decía yo misma mientras salmodiaba con diligencia, era la causa del escaso efecto de mi conjuro y de que todavía no se hubiera presentado ningún príncipe a pedir mi mano. Además, era muy peligroso pronunciar mal las palabras mágicas, porque los jinns podían volverse contra ti y marcarte la cara o retorcerte las piernas para siempre si se irritaban. Si hubiera estado conmigo Samir, mi protector, habría comprobado mis errores de pronunciación y me habría salvado de la cólera de los jinns. Pero él permanecía totalmente indiferente a mi nueva y súbita obsesión por convertirme en vampiresa.
Mina estaba sinceramente de acuerdo con Samir en lo relativo a la magia, y aunque era muy tolerante con las ceremonias de la terraza, se oponía a las mismas pues decía que el Profeta era contrario a ellas. Todos los demás insistían en que el Profeta sólo se oponía a la magia negra que se practicaba para hacer daño a otras personas, pero que en cambio era correcto quemar talismanes, almizcle o azafrán, recitar conjuros mágicos durante la luna llena para aumentar el atractivo sexual, para que creciera el cabello, para ser más alta o tener senos más grandes. Alá era latif, sensible, y rahim, repleto de ternura y misericordia para sus débiles e imperfectas criaturas. Y era lo bastante generoso para comprender tales necesidades. Mina afirmaba que el Profeta no establecía estas distinciones y que todas las mujeres que hicieran cualquier clase de magia se llevarían sorpresas desagradables el Día del Juicio. Los informes de los ángeles las conducirían directamente al infierno.
Pero, en realidad, la shour, o magia, no ponía en peligro al harén tanto como la decisión de los nacionalistas de fomentar la educación de las mujeres. Toda la ciudad se alborotó cuando las autoridades religiosas de la mezquita Qaraouine, incluidos el alfaquí Mohamed al-Fassi y el alfaquí Moulay Belarbi Alaoui, apoyaron el derecho de las mujeres de ir a la escuela y animaron a los nacionalistas, con el respaldo del rey Mohamed V, a abrir centros de enseñanza para niñas. Cuando mi madre se enteró, se apresuró a pedir a mi padre que me trasladaran de la escuela coránica de Lalla Tam a una «de verdad», y él respondió convocando una reunión oficial del consejo familiar. Las reuniones del consejo familiar eran un asunto serio y en general sólo se convocaban cuando un miembro de la familia necesitaba tomar una decisión importante o tenía algún problema muy grave. En el caso del cambio de escuela, la decisión era demasiado llamativa para que mi padre la tomara sin el respaldo de la familia. Era un cambio enorme pasar de una institución familiar tradicional, que hasta entonces había sido la única opción posible para las niñas, a una escuela primaria nacionalista, que seguía el modelo del sistema de enseñanza francés, en el cual las niñas aprendían matemáticas, idiomas extranjeros y geografía, a menudo con profesores varones, y hacían gimnasia con pantalones cortos.
De modo que se celebró la reunión. Mi tío, la abuela Lalla Mani y todos mis primos varones, que por la prensa local y extranjera estaban bien informados de los recientes cambios en la enseñanza, acudieron a ayudar a mi padre a tomar una decisión. Pero el consejo familiar no estaría equilibrado sin alguien que apoyara a mi madre, que era quien había propuesto la idea en primer lugar. Normalmente, este representante tendría que haber sido su padre, pero como vivía lejos en su granja, lo representó el tío Tazi, el hermano de mi madre, que vivía en la casa de al lado. Siempre que los consejos familiares tenían relación con mi madre, invitaban a tío Tazi para asegurar la equidad e impedir un ataque conjunto a sus intereses por parte del grupo Mernissi. Así que invitaron a tío Tazi, se celebró la reunión y mi madre se puso loca de alegría cuando al final de la misma se aprobó mi traslado. No era yo la única afectada: mis diez primos también irían a la nueva escuela. Todos nos despedimos con alegría de Lalla Tam y corrimos a la nueva escuela de Moulay Brahim Kettani, que quedaba a pocos metros de nuestra casa.
El cambio fue increíble y yo estaba entusiasmada. En la escuela coránica nos pasábamos el día sentados en un cojín con las piernas cruzadas y sólo hacíamos un descanso para el almuerzo, que nos llevábamos de casa. La disciplina era terrible: Lalla Tam nos pegaba con el látigo cuando no le gustaba la forma en que mirábamos, hablábamos o recitábamos los versículos. Las horas se nos hacían eternas mientras aprendíamos lentamente y repetíamos las lecciones de memoria. Pero en la escuela nacionalista Moulay Brahim todo era moderno. Nos sentábamos en sillas y compartíamos la mesa dos o tres niños o niñas. Había interrupciones continuas y nunca nos aburríamos. No sólo saltábamos de un tema a otro (del árabe al francés, de las matemáticas a la geografía) sino que pasábamos muchísimo tiempo yendo de un aula a la siguiente. También podíamos escabullimos entre clases, hacer acrobacias, pedir a Malika un poco de tentempié de garbanzos y hasta pedir permiso para ir a los servicios, que quedaban en el otro extremo del edificio. Eso nos permitía disponer de unos diez minutos de permiso oficial, y si nos retrasábamos no teníamos más que llamar suavemente dos veces a la puerta del aula y entrar. Lo de llamar a la puerta antes de abrirla y entrar me sumía en una especie de extasiado embelesamiento, porque en nuestra casa las puertas estaban abiertas o cerradas y llamar no servía de nada. No sólo porque eran enormes y gruesas y resultaba imposible moverlas sino porque a ningún niño le estaba permitido abrir una puerta cerrada o cerrar una abierta. Además de toda esta emoción, en la nueva escuela hacíamos dos largos descansos sólo para jugar en el patio: uno al mediodía, antes del almuerzo, y el otro a última hora de la tarde, luego de lo cual nos llevaban a la mezquita de la escuela no sin antes hacer las abluciones rituales en la fuente próxima.
Pero eso no era todo. Además, íbamos a casa a comer y fue entonces cuando los niños Mernissi empezaron a hacer estragos en el breve trecho de la calle entre la escuela y el hogar. Saltábamos alrededor de los pequeños asnos que se cruzaban con nosotros cargados de hortalizas frescas y, a veces, los chicos conseguían incluso subirse a los animales que no iban cargados. A mí me entusiasmaba que me permitieran salir a la calle al mediodía; muchas veces conseguía abrazar a los pequeños asnos de ojos húmedos y tiernos, y les hablaba unos minutos, hasta que el dueño me veía y me apartaba. Otra de nuestras actividades preferidas era confabularnos contra Mimoun, el vendedor de garbanzos asados, pero siempre teníamos problemas porque la cantidad que nos daba nunca correspondía al dinero que recibía a cambio. Entonces nos acompañaba hasta la puerta de casa, jurando por Moulay Idriss, el santo patrón de Fez, que no volvería a hacer negocios con nosotros y que algunos acabaríamos en el infierno porque nos gustaba comer cosas que no habíamos pagado. Finalmente, después de semanas así, Ahmed, el portero, dio con una solución honrosa: todos le dejaríamos por adelantado el dinero de los garbanzos y él pagaría a Mimoun al final de cada semana. Cuando a alguno se le acabara el crédito, él se encargaría de hacérselo saber al futuro deudor y, también, a Mimoun.
La escuela moderna era tan divertida que incluso empecé a sacar buenas notas y pronto me hice inteligente, aun cuando todavía era muy lenta en todo, desde comer a hablar. También encontré otra forma de ser una estrella: aprendí de memoria muchas de las canciones nacionalistas que cantábamos en la escuela y mi padre estaba tan orgulloso que me pedía que se las cantara a Lalla Mani por lo menos una vez a la semana. Al principio cantaba sin más, de pie en el suelo. Luego, cuando vi el efecto que producía mi canto, pedí permiso para subirme a un taburete. Después, quise todavía más, y pedí a mi padre que convenciera a mi madre de que me dejara ponerme el vestido de princesa Aisha cuando cantaba. El vestido, que tenía la parte de arriba de raso y tul todo alrededor, era una copia del que llevaba a veces la princesa Aisha cuando acompañaba a su padre, el rey Mohamed V. La princesa recorría el país pronunciando discursos sobre la liberación de las mujeres y eso dio a mi madre la idea de que me hicieran un vestido igual. Por lo general sólo permitía que me lo pusiese en ocasiones especiales, porque era blanco y se manchaba fácilmente. A mi madre le irritaba que me manchara los vestidos.
—Pero es inevitable que se manche si ha de hacer una vida normal, la pobre —alegó mi padre a mi favor—. Además, nuestra hija está creciendo aprisa y antes de que finalice el año le quedará pequeño.
Por último, para completar mi interpretación, sugerí a mi padre que me diese una bandera marroquí a mi medida para cantar junto a ella, pero él rechazó la idea de inmediato.
—Hay una línea muy tenue entre el buen teatro y el circo —dijo—. Y el arte sólo florece cuando se mantiene estrictamente la separación.
Pero si a mí me iban bien las cosas gracias a mis nuevos maestros, a mi madre, en cambio, le iban mal. Con las noticias sobre las feministas egipcias que se manifestaban en las calles y se convertían en ministras de Gobierno, las mujeres turcas que ascendían a toda clase de puestos oficiales y nuestra propia princesa Aisha instando a las mujeres, en árabe y en francés, a adoptar las nuevas costumbres, la vida en el patio le resultaba más insoportable que nunca. Proclamaba que su vida era absurda; el mundo estaba cambiando, los muros y las puertas no seguirían allí mucho tiempo y, sin embargo, ella seguía prisionera. Y no podía ver ninguna lógica en todo aquello. Pidió permiso para asistir a clases de alfabetización (que se impartían en algunas escuelas de nuestro mismo barrio) y el consejo familiar se lo denegó.
—Las escuelas son para las niñas pequeñas, no para las madres —argumentó Lalla Mani—. No es nuestra tradición.
—¿Y qué? —replicó mi madre—. ¿Quién se beneficia de un harén? ¿Qué bien puedo hacer yo por nuestro país, prisionera en este patio? ¿Por qué se nos priva de la educación? ¿Quién creó el harén y para qué? ¿Puede explicármelo alguien?
Sus preguntas quedaban casi siempre sin respuesta, como mariposas desorientadas. Lalla Mani bajaba los ojos y eludía el contacto visual, en tanto que Chama y tía Habiba intentaban cambiar de conversación. Mi madre guardaba silencio un rato y luego se animaba hablando del futuro de sus hijos.
—Al menos mis hijas llevarán una vida mejor —decía—. Estudiarán y viajarán. Descubrirán el mundo, lo comprenderán y finalmente participarán en su transformación. Tal como es ahora, el mundo resulta absolutamente abominable. Al menos para mí. Quizá vosotras, señoras, hayáis encontrado el secreto para ser felices en este patio. —Se volvía entonces hacía mí y decía—: Tú vas a transformar este mundo, ¿verdad? Vas a crear un planeta sin muros y sin fronteras, un mundo en que los guardianes de las puertas hagan vacaciones todos los días del año.
Largos silencios seguían a sus comentarios, pero la belleza de sus imágenes persistía y flotaba en el patio como perfumes, como sueños. Invisibles, pero de una gran intensidad.
20. El silencioso sueño de alas y vuelos
Una tarde, el patio estaba tranquilo y silencioso como de costumbre, con cada cosa en su sitio. Tal vez estuviera incluso un poco más tranquilo y silencioso que de costumbre. Se oía claramente la música cristalina de la fuente, como si la gente contuviera la respiración a la espera de que ocurriese algo. O tal vez alguien estuviera concentrado en crear un espejismo. Yo sabía, por los libros de magia de Chama y por mis conversaciones con ella, que podías transmitir imágenes a otros si adquirías tarkiz, o poder de concentración, similar a la concentración necesaria para cuando te dispones a rezar, pero más intensa. Lalla Tam insistía en que la oración era, sobre todo, concentración.
—Orar es crear el vacío, olvidar el mundo unos instantes para así pensar en Dios. No puedes pensar en Dios y en tus problemas cotidianos al mismo tiempo, lo mismo que no puedes caminar en dos direcciones a la vez. Si lo hicieras, no llegarías a ningún sitio, o al menos nunca adonde querías llegar.
Tía Habiba decía que la concentración era un ejercicio importante, necesario también para los objetivos prácticos.
—¿Cómo puedes caminar, y no digamos bordar o cocinar, si no te concentras mentalmente? ¿Es que quieres ser como Stela Bennis?
Desde luego, yo no quería ser como Stela Bennis, una de las hijas de nuestros vecinos, que nunca recordaba los nombres. No hacía más que preguntar a todos cómo se llamaban y era incapaz de retener la respuesta en su pequeño cerebro. En cuanto cambiabas de sitio o ella volvía la cabeza, te hacía otra vez la inevitable pregunta: «¿Cómo te llamas?» A ella la llamaban Stela, que significaba «cubo pequeño», porque toda la información que recibía se derramaba como agua. Pero aunque la práctica de la concentración constituía una parte importante de mi aprendizaje, sólo me lo tomé en serio cuando Chama me dijo que mediante la concentración podía transmitir imágenes a las personas que me rodeaban. Esa idea mágica me recordó las veces que había oído a Chama conspirar con tía Habiba y mi madre para inducir a todas en el patio a conseguir alas.
Tía Habiba decía que cualquiera podía conseguir que le creciesen alas. Era simple cuestión de concentración. No tenían que ser necesariamente alas visibles como las de las aves; las invisibles eran igual de buenas, y cuanto antes empezara una a concentrarse en el vuelo, mejor. Pero cuando le rogué que fuera más explícita, se impacientó y me advirtió que algunas cosas prodigiosas no podían enseñarse.
—Es simple cuestión de mantenerse alerta y captar la seda crepitante del sueño alado —me dijo. Pero me indicó también que había dos requisitos previos para conseguir alas—: El primero es sentirte cercada, y el segundo creer que puedes romper el cerco. —Tras un breve silencio embarazoso, tía Habiba añadió otro dato, sin dejar de juguetear con su tocado, lo cual era indicio de que iba a echarme en cara alguna verdad desagradable—. Y hay un tercer requisito en lo que a ti se refiere, cariño, y es que dejes de bombardear a la gente con preguntas. Observar también es una buena forma de aprender. ¡Escuchar con los labios sellados, los ojos bien abiertos y los oídos atentos puede aportar más magia a tu vida que tanto merodear en la terraza espiando a Venus y atisbando la luna llena!
Esta conversación me produjo angustia y orgullo a la vez. Angustia porque, al parecer, mi iniciación clandestina en magia, conjuros y libros de hechizos ya no era un secreto. Orgullo porque fueran cuales fueren mis secretos, pertenecían más al dominio de los adultos que al de los niños. La magia era un secreto más importante que robar fruta antes del postre o escapar sin pagar todo lo que se le debía a Mimoun, el vendedor de garbanzos. También me enorgulleció comprender que había magia de muchos sabores, como los helados. El entramado de hebras finas entre las estrellas y yo era de una clase; concentrarse en invisibles sueños vigorosos y desplegar las alas interiores era de otra, más difícil de conseguir. Sin embargo, nadie parecía dispuesto a ayudarme a planear este segundo método, y si algún libro de Chama lo describía, yo nunca había tenido el tiempo suficiente para llegar a leerlo.
Aquella tarde memorable tuve la extraña sensación de que alguien estaba manipulando el crecimiento de las alas o transmitiendo visiones de vuelos en aquel patio en apariencia tranquilo. Pero ¿quién era la hechicera? Mantuve los labios sellados, agucé el oído y miré atentamente alrededor. Las mujeres, concentradas en su labor, estaban divididas en dos grupos. Todas guardaban silencio, atentas a la labor. Pero cuando en el patio reinaba aquel silencio absoluto significaba, invariablemente, que se estaba librando una guerra sorda. Y si una se fijaba bien en los proyectos de labor descubría el motivo de aquella guerra: la eterna división entre lo taqlidi, o tradicional, y lo 'asri, o moderno. Chama y mi madre, que representaban el grupo moderno, estaban bordando un objeto extraño que parecía el ala de un pájaro enorme, desplegada en pleno vuelo. No era su primera ave voladora, pero sin duda resultaba tan impactante como siempre, porque el otro grupo, encabezado por mi abuela Lalla Mani y mi tía Lalla Radia, había condenado la labor como había hecho con todas las demás, con el argumento de que era absolutamente impropia de sus creadoras. Ellas, por su parte, estaban haciendo un bordado de diseño tradicional. Tía Habiba estaba de su lado y compartía su bastidor, pero sólo porque no se podía permitir declararse abiertamente revolucionaria. Cosía en silencio, concentrada en sus humildes asuntos.
El grupo moderno, por otra parte, no era en absoluto humilde. De hecho, Chama y mi madre parecían bastante jactanciosas, pues lucían los últimos modelos de uno de los famosos sombreros de Asmahan, un tocado de terciopelo negro con diminutas perlas en el borde. Llevaba la palabra «Viena» bordada en el ala triangular que les caía sobre la frente, y Chama y mi madre tarareaban de vez en cuando la letra de la infame canción Layali al-unsi fi Vienna (Noches de placer en Viena), que había inspirado el tocado. Lalla Mani fruncía el entrecejo cada vez que ellas tarareaban, porque la canción sobre la diversión decadente en una ciudad occidental le parecía una afrenta al Islam y a los principios éticos de éste. Samir quiso saber en una ocasión qué tenía de especial Viena, y Zin le dijo que era una ciudad en la que la gente se pasaba toda la noche bailando algo llamado vals. Un hombre y una mujer se abrazaban bien y bailaban girando sin parar hasta desmayarse de amor y placer, exactamente igual que en la danza de posesión. La única diferencia era que bailaban mujeres y hombres juntos y no mujeres solas. Y que todo aquel abrazarse y bailar tenía lugar en clubes nocturnos bellamente adornados e incluso en las calles, durante las fiestas, con las luces de la ciudad rielando en la oscuridad como si celebraran el abrazo de los amantes.
—Cuando las amas de casa musulmanas decentes empiezan a soñar con bailar en ciudades europeas obscenas, ya es el final —dijo Lalla Mani, y soltó un bufido.
Lalla Radia, la madre de Chama, se había opuesto al principio a que su hija se pusiese el sombrero de Viena, y había acusado a mi madre de ejercer una influencia perniciosa en ella. Las relaciones entre Lalla Radia y mi madre llegaron a ser tan tensas que durante un tiempo casi no se dirigían la palabra. Pero entonces Chama se sumió en un gran estupor y tuvo una hem (depresión) tan grave que Lalla Radia no sólo cambió de postura sobre el tema sino que llegó incluso al extremo de ponerle personalmente el sombrero de Viena a su hija. Sin embargo, Chama había tardado bastante tiempo en librarse de su mirada fija y vacía.
En aquella tarde especialmente mágica, Lalla Mani insistió machaconamente en la necesidad de acatar la taqlid. Todo aquello que violara el legado de nuestros antepasados, dijo, no podía considerarse estéticamente valioso, y esto era aplicable a todo, desde los alimentos y los peinados hasta las leyes y la arquitectura. La innovación era sinónimo de fealdad y obscenidad.
—Podéis estar seguras de que vuestros antepasados ya descubrieron la mejor forma de hacer las cosas —dijo, mirando directamente a mi madre—. ¿Creéis que sois más listas que todas las generaciones que os precedieron y lucharon por conseguir lo mejor?
Hacer algo nuevo era bid'a, una violación sacrílega de nuestra santa tradición.
Mi madre dejó de bordar un momento para contestar a Lalla Mani.
—Me sacrifico a diario y acato la tradición para que la vida transcurra pacíficamente en esta santa casa —dijo—. Pero hay algunas cosas muy personales, como el bordado, que me permiten respirar y no pienso renunciar también a ellas. Nunca me ha gustado el bordado tradicional, y no entiendo por qué no puede la gente coser lo que quiera. No hago mal a nadie creando un ave extraña en vez de bordar el mismo viejo diseño de Fez repetido hasta la saciedad.
Chama y mi madre estaban bordando las alas de un pavo real azul en una qamis de seda roja al gusto y la medida de Chama. En cuanto la acabaran bordarían otra para mi madre. Era frecuente que las mujeres que compartían las mismas ideas vistiesen igual para demostrar su solidaridad.
El pavo real de Chama se inspiraba en «El cuento de las aves y las bestias» de Shahrazad. A Chama le encantaba esa historia porque combinaba dos cosas que adoraba: aves e islas desiertas. La historia empezaba cuando las aves, dirigidas por un pavo real, se iban volando de una isla peligrosa a una isla segura:
He sabido, oh monarca afortunado —dijo Shahrazad a su esposo, la noche ciento cuarenta y seis—, que en los tiempos antiguos y en siglos muy lejanos, un pavo real moraba con su esposa a la orilla del mar. El lugar estaba infestado de leones y de toda clase de animales salvajes, y abundaba también en arroyos y árboles. De modo que el pavo y la pava solían pasar la noche en un árbol, por miedo a las fieras, y bajaban de día a buscar alimentos. Y así siguieron hasta que el miedo los dominó por completo y decidieron buscar otro lugar para vivir; y, en su búsqueda, dieron con una isla llena de arroyos y árboles. Así se posaron allí y comieron sus frutos y bebieron sus aguas.
Lo que emocionaba a Chama de esta historia era el hecho de que la pareja buscara una isla mejor porque no le gustaba la primera. La idea de que alguien volara en busca de algo que lo hiciera feliz cuando le disgustaba lo que tenía, entusiasmaba a Chama, que hacía repetir a tía Habiba el principio de la historia una y otra vez, como si nunca tuviera bastante, hasta que las demás empezaban a tomar a mal sus interrupciones.
—Tú sabes leer, puedes hacerlo sola —decían—, así que léelo cien veces si quieres y deja que tía Habiba continúe. ¡No vuelvas a interrumpir!
Todas deseaban saber qué les ocurría a las aves, pues se identificaban con aquellas criaturas frágiles pero aventureras, que hacían viajes peligrosos a islas extrañas. Pero Chama alegaba que leer uno mismo no era igual que escuchar a tía Habiba ensartar las palabras tan maravillosamente.
—Quiero que comprendáis el significado de la historia, señoras —decía Chama, dirigiendo una mirada desafiante a Lalla Mani—. No es una historia sobre aves. Es acerca de nosotras. Estar vivo es moverse, buscar sitios mejores, recorrer el planeta buscando islas más acogedoras. ¡Yo me casaré con un hombre con quien pueda buscar islas!
Tía Habiba le pedía entonces que no utilizara el cuento de la pobre Shahrazad para hacer propaganda personal, porque todo lo que conseguía era dividir al grupo de nuevo.
—Por favor, déjanos volver a las aves, por amor de Dios —le decía, y continuaba luego con la historia.
Claro que aunque tía Habiba se refería a las mujeres como grupo, en el fondo no existía la menor cohesión. La división entre las mujeres era insalvable, y el conflicto sobre el diseño del bordado simbolizaba opiniones generales antagónicas más arraigadas.
El bordado taqlidi o tradicional, era una labor ostentosa que requería mucho tiempo, mientras que los diseños 'asri eran pura diversión, estaban pensados para el gozo personal. El bordado tradicional era tedioso; era necesario dar puntadas muy pequeñas y juntas con hilo fino y se tardaba horas en bordar unos milímetros de tela. Los artículos nupciales tradicionales, como cojines y cubrecamas, tardaban meses y a veces años en bordarse al estilo taqlidi. Las puntadas tenían que ser idénticas por el derecho y por el revés, y el final y el principio de las hebras de hilo tenían que hacerse de forma que los remates y los nudos nunca se vieran por el revés. Lalla Radia tenía tantas hijas casaderas que necesitaba muchísimo bordado taqlidi para sus ajuares. Las aves que hacían Chama y mi madre, en cambio, se bordaban en muchísimo menos tiempo. Las puntadas eran más sueltas, utilizaban doble hebra y poco importaba que por el revés se viesen nudos descuidados. Pero el efecto era casi tan precioso como el del bordado tradicional, o puede que incluso más, por la gracia de los originales dibujos y las extrañas combinaciones de colores. Al contrario que el bordado taqlidi de la ropa doméstica, los diseños modernos no se destinaban a la exhibición, sino que se limitaban a artículos personales menos visibles, como camisas, pantalones, pañuelos de cabeza y otras prendas de vestir.
Tuve que admitir que la rebelión en forma de bordado moderno parecía sumamente satisfactoria, porque en dos o tres días podían cubrirse metros de tela. E incluso era posible adelantarse más si se utilizaba hebra triple o se daban las puntadas más largas.
—¿Y cómo puedes aprender disciplina si das unas puntadas tan descuidadas y separadas? —objetó Lalla Mani cuando se lo comenté.
Su observación me pareció bastante perturbadora. Todos sostenían que la persona que no aprendía disciplina nunca sería nadie. Así que a partir de entonces, después de aquel comentario, dediqué gran parte de mi tiempo a pasar de un bastidor a otro, probando un poco de libertad y relajamiento en el grupo moderno, seguido de un control estricto en el tradicional.
En realidad, a tía Habiba no le gustaba el bordado tradicional, recargado y repetido, y mi madre y Chama lo sabían. Pero también sabían que ella no podía expresar sus opiniones, tanto porque no tenía autoridad como porque no se atrevía a alterar el equilibrio entre los dos grupos. El equilibrio era esencial en el patio, eso lo sabían todas. De vez en cuando, sin embargo, mi madre y Chama intercambiaban con tía Habiba sonrisas y miradas fugaces para animarla e indicarle que la comprendían.
—¡Por favor, tía Habiba, volvamos a las aves! —le suplicaban.
Contar una historia cuando el público lo pedía liberaba automáticamente a tía Habiba de sus tareas de costura, y yo advertí que antes de reanudar su narración clavaba la mirada en el pequeño trozo de cielo enmarcado, como si diera las gracias a Dios por los talentos que le había otorgado. O tal vez imploraba ayuda para avivar la frágil llama interior.
La nueva isla que encontraron los pavos era un paraíso lleno de plantas frondosas y manantiales desbordantes. Además, estaba venturosamente fuera del alcance del hombre, aquella criatura peligrosa que destruía la naturaleza:
El hijo de Adán burlaba a los peces y los sacaba de los mares; y mataba a las aves con una bola de arcilla, y atrapaba al elefante con astucia. Nadie está a salvo de su maldad y ni ave ni bestia se libran de él.
La isla era segura porque estaba situada muy lejos, en medio del océano, donde no llegaban los barcos de los humanos ni sus rutas comerciales. La vida de los pavos transcurrió allí feliz y pacíficamente, hasta que un día apareció un pato preocupado que padecía extrañas pesadillas:
Avanzó hacia ellos un pato en un estado de terror extremo, y no paró de viajar hasta que llegó al árbol en que se posaban los dos pavos; entonces pareció serenarse. No dudó el pavo que sería la suya una extraña historia, y le preguntó por su caso y por el motivo de su inquietud, a lo que el pato contestó: «[...] Toda la vida he vivido tranquila y pacíficamente en esta isla sin ver nada inquietante, hasta que una noche, mientras dormía, vi en mi sueño la figura de un hijo de Adán, que me hablaba y con quien yo hablaba. Entonces oí una voz que me decía: "Oh, pato, cuídate del hijo de Adán y no te dejes engañar por sus palabras ni por lo que pueda insinuarte; pues muchas son sus tretas y artimañas; guárdate, pues, de su perfidia." [...] Desperté temblando y asustado y desde aquel momento hasta ahora no ha conocido mi corazón la alegría, por el miedo al hijo de Adán».
Chama siempre se ponía extremadamente nerviosa cuando tía Habiba llegaba a esta parte del cuento, pues era sumamente susceptible al trato que se daba a los pájaros en las terrazas y en las calles de Fez. Cazar gorriones en las terrazas era un deporte corriente; los muchachos utilizaban hondas hechas especialmente para ello o arcos y flechas que tomaban prestados para la ocasión; el joven que mataba más pájaros recibía alabanzas y muestras de admiración. Pero muchas veces Chama gritaba, lloraba y sollozaba cuando sus hermanos Zin y Jawad se divertían matando gorriones. Poco antes del crepúsculo solían invadir el cielo cientos de pájaros bulliciosos, que gritaban como si tuvieran miedo de la noche inminente. Los cazadores los atraían para que se acercaran más echando aceitunas en el suelo de la terraza, y luego apuntaban y disparaban. Chama se quedaba mirando a sus hermanos y les preguntaba qué placer podía proporcionarles matar a criaturas tan pequeñas.
—Ni siquiera los pájaros pueden llevar una vida feliz en esta ciudad —decía, y luego mascullaba que algo gravísimo tenía que ocurrirle a un lugar cuando en él se trataba a los inofensivos gorriones, lo mismo que a las mujeres, como si fueran depredadores peligrosos.
Para representar la historia de los pavos, Chama quiso utilizar en principio un hilo azul mucho más oscuro para bordar la seda encarnada. Pero en el harén las mujeres no salían a comprar. Ni siquiera se les permitía ir a la Qissaria, la parte de la Medina en cuyas pequeñas tiendas se amontonaban preciosas sedas y terciopelos de todos los colores. Así que tenían que explicar lo que querían a Sidi Allal y él se lo llevaba.
Chama tuvo que esperar meses para conseguir la seda roja exacta que buscaba y luego unas semanas más por el azul elegido; y ni siquiera entonces eran los colores exactos que quería. Ella y Sidi Allal no entendían lo mismo por «rojo» y «azul». Yo descubrí que muchas veces la gente no entendía lo mismo por la misma palabra, ni siquiera cuando se trataba de cosas aparentemente banales, como los colores. De modo que no era extraño que palabras como «harén» provocaran tanta discordia violenta y discusiones encarnizadas. Fue un gran consuelo saber que los adultos estaban tan confusos como yo acerca de las cosas importantes.
Sidi Allal era primo tercero de Lalla Mani, lo cual le daba mucho poder. Era un hombre agradable, alto, con bigote fino y un fantástico don para escuchar, por lo que muchas de las mujeres envidiaban a su esposa Lalla Zahra. Tenía también un gusto excelente y llevaba chalecos turcos de gruesa lana color beige claro y primorosamente bordados sobre los pantalones estilo jinete y delicadas babuchas de cuero gris. Además, como casi todos los comerciantes de la Qissaria eran amigos suyos, elegían para él los turbantes más preciosos que los peregrinos traían de La Meca. Sidi Allal nunca atendía a sus deberes sin ofrecer a sus clientes una gota de perfume para calmarlos, y explicarle qué querías comprar era una experiencia muy agradable. Las mujeres se tomaban tiempo entre las frases para dar con la palabra exacta que describiera el tacto satinado de un tejido, el sutil tono de un color o la delicada combinación de aromas cuando se trataba de un perfume.
Conseguir que Sidi Allal imaginara con precisión las sedas e hilos necesarios para un bordado era una operación sumamente delicada, y las mujeres menos dotadas rogaban a las más elocuentes que le describiesen sus sueños por ellas. Había que explicar pacientemente los deseos de las mujeres a Sidi Allal, porque sin su colaboración era imposible llegar muy lejos. Así que cada mujer describía el bordado de sus sueños: la clase de flores que quería y los colores que tendrían, los tonos de los capullos y a veces árboles enteros con ramas intrincadas. Otras describían islas enteras rodeadas de barcos. Paralizadas por la frontera, las mujeres alumbraban mundos y paisajes completos. Sidi Allal escuchaba con mayor o menor interés, según la posición de quien hablara.
Mas, por desgracia, Sidi Allal estaba del lado de Lalla Mani en lo que a la importancia de la tradición y los diseños taqlidi se refería. Tal preferencia situaba a las familiares divorciadas y viudas como tía Habiba en una situación bastante embarazosa. Era inconcebible que cuando hablaban con él imaginasen otra cosa que el diseño tradicional clásico, por lo que tenían que confiar en que mujeres más influyentes, como mi madre y Chama, le describiesen las sedas que necesitaban para sus antojos más innovadores. Tía Habiba tenía que mantener sus pájaros enterrados en el fondo de su imaginación.
—Para quienes carecen de poder, lo importante es tener un sueño —me decía a veces mientras yo vigilaba las escaleras para que ella pudiera bordar un fabuloso pájaro verde de un ala en el bastidor clandestino que guardaba escondido en el rincón más oscuro de su habitación—. Es cierto que si no posees el poder, un simple sueño no transforma el mundo ni hace desaparecer los muros, pero te ayuda a conservar la dignidad.
Dignidad es tener un sueño, un sueño fuerte, que te dé una
ilusión, un mundo en el que tengas un lugar, en el que
cuanto hayas de aportar sea importante.
Estás en un harén cuando el mundo no te necesita.
Estás en un harén cuando lo que puedes aportar nada
importa.
Estás en un harén cuando lo que haces es inútil.
Estás en un harén cuando el planeta gira contigo
enterrada hasta el cuello en desprecio y abandono.
Sólo una persona puede cambiar esa situación y
conseguir que el planeta gire de otra forma; y esa
persona eres tú.
Si plantas cara al desprecio y sueñas con un mundo
distinto, la dirección del planeta podrá cambiar.
Pero tendrás que evitar a toda costa interiorizar el
desprecio que te rodea.
Cuando una mujer empieza a creer que no es nada, los
gorrioncillos gritan.
¿Quién los defenderá en la terraza si nadie sueña con un
mundo sin hondas?
—Las madres deberían explicar a las niñas y a los niños pequeños la importancia de los sueños —decía tía Habiba—. Proporcionan un sentido de orientación. No basta con rechazar este patio, necesitas tener una idea de las vegas con que quieres reemplazarlo.
—Pero, ¿cómo distinguir entre todos los deseos y anhelos que te asedian y descubrir el único en que has de concentrarte, el sueño importante que te dé una visión? —pregunté a tía Habiba.
Me dijo que los niños pequeños tenían que ser pacientes, que el sueño importante surgiría y florecería en su interior, y entonces, por el intenso placer que les proporcionaba, sabrían que era el verdadero pequeño tesoro que los orientaría e iluminaría. Me dijo también que por el momento no debía preocuparme, porque pertenecía a un largo linaje de mujeres con sueños vigorosos.
—El sueño de tu abuela Yasmina fue que ella era una criatura especial —me dijo tía Habiba—, y nadie ha podido convencerla de lo contrario. Ella cambió a tu abuelo, y él entró en su sueño y lo compartió con ella. Tu madre tiene alas dentro, también, y tu padre vuela con ella siempre que puede. Serás capaz de transformar a la gente, estoy segura. Yo en tu lugar no me preocuparía.
En el patio, aquella tarde que había empezado con una sensación tan extraña de magia y sueños alados, acabó con una sensación más extraña pero mucho más agradable: de pronto, me sentí contenta y segura como si hubiera entrado en un territorio nuevo pero sin peligros. Aunque no había descubierto nada especial, tenía la sensación de haber encontrado algo importante cuyo nombre aún debía averiguar. Sabía vagamente que se relacionaba con los sueños y la realidad, pero ignoraba qué era.
Durante unos segundos me pregunté si mi dicha no se debería a la puesta del sol, insólitamente lenta. Los crepúsculos de Fez eran casi siempre tan rápidos que me preguntaba si no habría soñado que el día había terminado. Pero las nubes rosáceas que aquella tarde cruzaban el remoto cuadrado de cielo allá arriba lo hacían con tan pasmosa lentitud que las estrellas comenzaron a aparecer antes de hacerse de noche.
Me senté más cerca de prima Chama y le describí mis sentimientos. Ella me escuchó atentamente y luego dijo que yo estaba madurando. Sentí el irreprimible impulso de preguntarle inmediatamente qué quería decir con eso, pero me contuve. Tenía miedo de que olvidase lo que iba a decir y empezara a echarme en cara que siempre andaba acosando a los adultos con mis preguntas. Para mi sorpresa, Chama siguió hablando como para sí, como si lo que decía no le importara a nadie más que a ella.
—La madurez es cuando empiezas a sentir el movimiento del zaman, del tiempo, como si fuera una caricia sensual.
Esa frase me produjo una intensa alegría, porque enlazaba tres palabras que los libros de magia mencionaban continuamente: movimiento, tiempo y caricia. Pero no dije nada; seguí escuchando a Chama, que gesticulaba como quien está a punto de hacer una declaración importante.
Separó un poco el mrema, enderezó los hombros, se tocó el sombrero de Viena y luego, tras colocarse un cojín grueso a la espalda, inició un monólogo al estilo Asmahan. Es decir, clavó la mirada en un horizonte invisible y apoyó la barbilla en la mano derecha, cerrada en gesto amenazador:
Zaman (tiempo) es la herida de los árabes.
Se sienten cómodos en el pasado.
El pasado es el señuelo de la tienda de los antepasados
muertos.
Taqlidi es el territorio de los muertos.
El futuro es aterrador y depravado.
¡La innovación es bid'a, un delito!
Arrastrada por sus propias palabras, Chama se levantó y anunció a la silenciosa audiencia que iba a hacer una declaración importante. Se recogió con una mano la qamis de encaje blanco, cabrioleó, hizo una reverencia delante de mi madre, se quitó la gorra de Viena y la alzó rígidamente delante de ella como si fuese una bandera extraña. E inició una diatriba, con el ritmo de la poesía preislámica:
¿Qué es la adolescencia para los árabes?
¿Puede decírmelo alguien, por favor?
¿Es la adolescencia un crimen?
¿Lo sabe alguien?
Quiero vivir en el presente.
¿Es eso un crimen?
Deseo sentir en la piel la sensual caricia de cada
segundo que pasa.
¿Es eso un crimen?
¿Puede explicarme alguien por qué es menos
importante el presente que el pasado?
¿Puede explicarme alguien por qué sólo hay Layali
al-Unsi, Noches de placer, en Viena?
¿Por qué no puede haber Layali al-Unsi también en la
Medina de Fez?
La voz de Chama se convirtió entonces en ese susurro débil y peligroso en que se advierten las lágrimas. Mi madre, que conocía muy bien su tendencia a pasar de la risa a la depresión, se puso de pie de un salto, se inclinó y volvió a sentar a Chama en el diván. Luego, con ademanes categóricos, como si fuese una reina, mi madre se quitó también el sombrero de Viena, saludó a la sumisa audiencia y continuó como si todo estuviera preparado:
Damas y caballeros ausentes,
¡En Viena hay Layali al-Unsi!
Sólo tenemos que alquilar burros para ir al norte.
Y la pregunta fundamental es ésta:
¿Cómo consigues pasaporte para un asno casero de Fez?
¿Y cómo vestir a nuestro animal diplomático?
¿Al estilo local o extranjero?
¿Taqlidi o 'asri?
¡Meditad!
¡Pero no olvidéis dormir!
Contestéis o no.
«Vuestra opinión no se tendrá en cuenta.»
21. Estrategias de la piel: huevos, dátiles y otros secretos de belleza
La ruptura crítica entre mi primo Samir y yo tuvo lugar cuando me acercaba de puntillas a mi noveno año y Chama me declaró oficialmente madura. Entonces comprendí que él no estaba dispuesto a invertir tanto como yo en el asunto del cutis. Samir intentó convencerme de que los tratamientos de belleza tenían una importancia secundaria y yo intenté convencerlo de que no podía esperarse nada de una persona que descuidaba su piel, pues era precisamente a través de ella que percibíamos el mundo. Al decir aquello estaba exponiendo la teoría dérmica de tía Habiba, por supuesto, ya que me había convertido en una entusiasta seguidora de la misma. Pero, en realidad, hacía ya tiempo que las cosas habían empezado a deteriorarse entre Samir y yo. Él había empezado a llamarme 'Assila, o Cariñito, siempre que me sorprendía cantando una canción de una de las obras románticas de Asmahan con voz deliberadamente temblorosa. En las calles de la Medina 'Assila era un insulto; significaba ser quisquilloso y pesado. Llamabas 'Assila a alguien cuando no parecía despierto, y como yo ya empezaba a ser conocida por mi ensimismamiento, le rogué que no me llamase así. A cambio le prometí ahorrarle los gorjeos estilo Asmahan. De todos modos, las cosas empeoraron. Él ridiculizó mi interés por los libros de hechizos, inscripciones mágicas y conjuros astrales y dejó que me enfrentase sola y desvalida a los peligrosos jinns que acechaban en los libros de magia de Chama.
Finalmente, nuestro conflicto llegó un día a su punto crítico, y Samir convocó una reunión urgente en la terraza prohibida, donde me explicó que si seguía faltando dos días seguidos para participar en los tratamientos de belleza de los adultos y asistía a nuestras sesiones de la terraza con la cara y la cabeza cubiertas con mascarillas apestosas y grasientas, se buscaría otro compañero de juegos. Las cosas no podían seguir así, me dijo. Yo tenía que elegir entre el juego y la belleza, porque desde luego era imposible que me quedase con ambas cosas. Intenté razonar con él y repetí la teoría dérmica de tía Habiba, que él conocía perfectamente. Los seres humanos se relacionan con el mundo a través de la piel, le dije, y, ¿cómo podría alguien sentir el entorno o ser sensible a sus vibraciones con los poros obstruidos? Tía Habiba estaba convencida de que si los hombres utilizaran mascarillas de belleza en vez de cascos de combate, el mundo sería un lugar mucho más agradable. Lamentablemente, Samir desechó esta teoría por considerarla absurda y me repitió su ultimátum:
—Tienes que elegir ahora. No puedo seguir solo dos días seguidos sin nadie con quien jugar.
Al advertir mi congoja, se ablandó un poco y dijo que si quería me tomase unos días para pensármelo. Pero yo le dije que no era necesario, que ya había tomado una decisión.
—Samir —le dije—, ¡el cutis primero! El destino de una mujer es ser bella, y yo voy a brillar como la luna.
Pero mientras se lo decía me embargó una espeluznante sensación de miedo y remordimiento y rogué a Dios que Samir me pidiera que cambiase de idea para no quedar mal. Y he aquí que lo hizo.
—Pero, Fatema —dijo—, Dios es el único que crea la belleza. No te transformarás en la luna aplicándote alheña, ghassoul, esa arcilla vulgar, ni ninguno de esos potingues asquerosos. Por otra parte, Dios dice que es ilícito cambiar la propia forma física, así que, además, te arriesgas a ir al infierno.
Luego añadió que si elegía la belleza tendría que buscarse algún otro con quien jugar. La decisión me resultaba angustiosa, pero he de confesar que, en el fondo, también experimentaba una extraña sensación de triunfo y orgullo que nunca antes había sentido. Lo comprendería mucho después. La sensación jubilosa se debía al hecho de que comprendí que Samir me consideraba una compañera muy importante; no podía vivir en aquella terraza sin mi presencia maravillosa. Esa sensación era extraordinaria y no pude resistir tentar la suerte un poco más. Así que, fijando la mirada en un punto indeterminado del horizonte, a unos centímetros de la oreja de Samir, puse la expresión más soñadora posible y susurré con voz apenas audible, que esperaba reprodujera el tono de vampiresa de Asmahan:
—Sé que no puedes vivir sin mí, Samir. Pero creo que es hora de aceptar que me he convertido en una mujer. —Hice una pausa deliberada y añadí—: Nuestros caminos tienen que separarse.
Siguiendo con mi imitación de Asmahan, mientras hablaba no miré a Samir para comprobar el efecto devastador de mis palabras.
Pero Samir me sorprendió recuperando el control.
—En mi opinión todavía no eres una mujer —dijo—, puesto que no has cumplido nueve años y ni siquiera tienes pechos. No hay ninguna mujer sin pechos.
Me indigné, pues no había esperado aquel desaire. Deseé con todas mis fuerzas devolverle la ofensa.
—Samir —dije—, con o sin pechos he decidido que a partir de ahora me comportaré como una mujer y dedicaré el tiempo necesario a la belleza. Mi cutis y mi cabello tienen prioridad sobre los juegos. Adiós, Samir. Puedes empezar a buscar otro compañero.
Con aquellas palabras fatales, que habrían de producir grandes cambios en mi vida, inicié el descenso por los tambaleantes varales. Samir los aguantó mientras yo bajaba, sin decir una palabra. Una vez abajo, los aguanté para que bajara él, que lo hizo en silencio. Nos quedamos un momento frente a frente y luego nos dimos la mano con gran solemnidad, como habíamos visto hacer a nuestros padres en la mezquita después de la oración los días de fiesta mayor. Luego nos separamos en un silencio impresionante. Yo bajé al patio a participar en los tratamientos de belleza y Samir se quedó distante y mohíno en la desierta terraza inferior.
El patio era una colmena de actividad, concentrada casi toda en torno a la fuente, donde había fácil acceso al agua para lavarse las manos y lavar los platos y los cepillos. Los ingredientes básicos, como huevos, miel, leche, alheña, arcilla y toda suerte de aceites, se disponían en grandes jarras de cristal, en el círculo de mármol que rodeaba la fuente. Había cantidad de aceite de oliva, por supuesto; el mejor era el que se producía en el Norte, a menos de cien kilómetros de Fez, pero los aceites más preciosos, como los de almendra y erguén, eran mucho más escasos. Estos aceites procedían de árboles exóticos que necesitaban mucho sol y sólo crecían en el Sur, en las regiones de Marrakech y Agadir.
La mitad de las mujeres del patio tenían ya una pinta horrible, con la cara y el pelo cubiertos de pastas y potingues de aspecto pegajoso. A su lado se sentaban las jefas de equipo, que trabajaban con tranquilidad solemne, pues cometer un error en los tratamientos de belleza podía causar daños fatales. Una medida errónea o una equivocación en las combinaciones o en los tiempos de las mezclas podía producir alergias y prurito, o, lo que aún era peor, dejar negras como azabache las cabezas pelirrojas. Allí estaban los tres equipos de belleza habituales: el primero preparaba las mascarillas para la cabeza; el segundo las mezclas de alheña; y el tercero las mascarillas para el cutis y los perfumes. Cada grupo estaba equipado con sus januns, que eran unos hornillos de carbón, y una mesa baja, cubierta de una colección impresionante de arcillas y tintes naturales, como piel de granada seca, corteza de nogal, azafrán y toda clase de flores y hierbas aromáticas, incluidos mirto, rosas secas y flores de azahar. Muchos de estos productos estaban aún en el papel azul que originalmente se había utilizado para envolver azúcar y que los tenderos habían reciclado luego para envolver productos caros. Las esencias exóticas, como el almizcle y el ámbar, se guardaban en preciosas conchas marinas, colocadas a su vez en recipientes de cristal, para mayor protección, y había docenas de cuencos de barro llenos de mezclas misteriosas que aguardaban su transformación en preparados mágicos.
Algunas de las pastas más eficaces eran las que incluían alheña. Las expertas en alheña tenían que hacer, como mínimo, cuatro mezclas distintas para satisfacer el gusto del patio. Para quienes querían reflejos de color rojo encendido, la alheña se diluía en zumo hirviente de pieles de granada con una pizca de carmín. Para quienes deseaban tonos más oscuros, la alheña se diluía en un jugo templado hecho de corteza de nogal. Para quienes simplemente querían fortalecerse el cabello, la mezcla de alheña y tabaco podía hacer maravillas, mientras que para quienes deseaban hidratarse el cabello seco, la alheña se diluía en una pasta fina y se amasaba con aceites de oliva, erguén y almendra, y se aplicaba con un masaje en el cuero cabelludo. La belleza, por cierto, era el único tema en que todas las mujeres estaban de acuerdo. No se aceptaban innovaciones. Todas, incluidas Chama y mi madre, confiaban plenamente en la tradición y no daban un paso sin consultar primero a Lalla Mani y a Lalla Radia.
Las mujeres estaban horrorosas con todas aquellas mascarillas de huevo, frutas y verduras, y vestidas con las qamis más viejas y feas que podían encontrar. Además, como solían llevar turbantes primorosos y pañuelos elegantes, entonces parecía que tuvieran la cabeza pequeñísima, con los ojos hundidos y las mejillas y las mandíbulas llenas de chorretones color castaño. Pero cuando se preparaban para ir al hammam se consideraba imprescindible ponerse lo más fea posible, en gran medida porque todas creían que cuanto más feas se pusieran antes de entrar en los baños, más sensacionalmente bellas saldrían. En efecto, se aplaudía a quienes conseguían una fealdad interesante y se las obsequiaba con el «espejo de repulsión del hammam», un extraño espejo antiguo al que se le había caído todo el azogue y que tenía la misteriosa virtud de distorsionar las narices y reducir los ojos a puntos diabólicos. Yo nunca jugaba con aquel espejo porque me ponía muy nerviosa.
Nuestro ritual tradicional del hammam constaba de tres etapas: «antes», «durante» y «después». La fase previa tenía lugar en el patio central, y era aquella en que nos afeábamos cubriéndonos la cara y el cabello con todos esos mejunjes horribles. La segunda fase tenía lugar en el hammam del barrio, que no quedaba lejos de nuestra casa y que era donde nos desnudábamos y pasábamos por tres cámaras semejantes a capullos, llenas de vapor caliente. Algunas mujeres se desnudaban del todo, otras se ceñían un pañuelo a las caderas, en tanto que las excéntricas se dejaban puestos los sarwals, con lo que parecían extraterrestres en cuanto la tela se humedecía. Las excéntricas que entraban en los baños con pantalones solían ser objeto de bromas y comentarios sarcásticos de todo tipo, como por ejemplo: «Total ya, ¿por qué no os ponéis también el velo?»
La fase posterior consistía en salir de los baños brumosos a un patio en que podíamos estirarnos un rato cubiertas únicamente con las toallas, antes de ponernos la ropa limpia. El hammam de nuestro barrio tenía bancos corridos de pared a pared que nos permitían estar separadas del suelo húmedo. Pero como no había sitio para todas las que frecuentaban los baños, se contaba con que uno ocupara el menor espacio posible y que no se quedara mucho rato. A mí me alegraba mucho la existencia de aquellos bancos porque me sentía siempre muy soñolienta al salir de los baños. De hecho, esta tercera fase del ritual era mi preferida, no sólo porque me sentía completamente nueva sino porque las ayudantes del baño, a la orden de tía Habiba, que estaba encargada de los refrescos, repartían zumos de naranja y almendra y a veces también nueces y dátiles, que ayudaban a recuperar las energías. Esta etapa posterior era una de las raras ocasiones en que los adultos no tenían que mandarnos a los niños que estuviéramos quietos, porque nos echábamos todos medio dormidos en las toallas y ropas de nuestras madres. Manos extrañas te empujaban aquí y allá, a veces te alzaban las piernas, la cabeza o las manos. Oías las voces, pero no podías alzar los dedos, tan delicioso era el sueño.
En una época concreta del año, en los baños se servía una rara bebida celestial llamada zeri'a (literalmente «las semillas»), con la estricta supervisión de tía Habiba para asegurar una distribución equitativa. Esta bebida se hacía de pepitas de melón, que se lavaban, se secaban y se guardaban en jarras de cristal hechas específicamente para las bebidas de los baños. Por alguna razón que aún ignoro, aquella exquisita bebida sólo se servía en los baños. Las pepitas de melón tenían que consumirse rápidamente o se estropeaban, lo que significaba que sólo podía tomarse zeri'a unas semanas al año, en la temporada de los melones. Las semillas se trituraban y se mezclaban con leche entera, unas gotas de agua de azahar y una pizca de canela. La mezcla se dejaba reposar un tiempo. Al servir la bebida había que tratar de no mover mucho la jarra para que la pulpa quedase en el fondo y sólo cayera el líquido. Si estabas demasiado soñoliento para beber después del baño y tu madre te quería mucho, siempre procuraba hacerte tomar un poquito de zeri'a para que no te perdieras aquella ocasión especial. Los niños cuyas madres estaban demasiado distraídas para hacerlo, se ponían a llorar frustrados cuando despertaban y veían las jarras vacías. «¡Os habéis bebido toda la zeri'a! ¡Quiero zeri'a!», chillaban; pero se quedaban sin probarla hasta el año siguiente, claro. La temporada de los melones terminaba con brusquedad cruel.
Pero salir del patio del hammam vestidas y debidamente veladas, no significaba que hubiera acabado el ritual de embellecimiento. Aún faltaba otro paso: el perfume. Aquella noche, o a la mañana siguiente, las mujeres se engalanaban con sus caftanes preferidos, se sentaban en un rincón tranquilo de su salón, ponían un poco de almizcle, ámbar u otra esencia en un pequeño fuego de carbón y dejaban que el humo les impregnara la ropa y el cabello suelto. Luego, se trenzaban el cabello y se aplicaban kohl y carmín. A los niños nos gustaban especialmente aquellos días porque nuestras madres estaban bellísimas y se olvidaban de darnos órdenes a gritos.
La magia de los tratamientos de belleza y el ritual del hammam no sólo se debía a la sensación de haber renacido, sino a la de haber sido tú misma el agente de ese renacimiento.
—La belleza está dentro, sólo tienes que sacarla —solía decir tía Habiba, con una pose de reina en su habitación al día siguiente del hammam. Adoptaba esta pose sólo para sí misma, adornada con su pañuelo de seda a modo de turbante y algunas joyas que había salvado de su divorcio brillando en el cuello y los brazos.
—Pero, ¿dónde exactamente? —preguntaba yo, y tía Habiba se echaba a reír.
—Ahora no tienes que preocuparte de esas cosas tan serias y complicadas, hijita. ¡La belleza está en la piel! Cuídala, nútrela, límpiala, frótala, perfúmala, ponte tus mejores vestidos, aunque no sea ninguna ocasión especial, y te sentirás como una reina. Si la sociedad te trata con dureza, responde mimando tu piel. La piel es A-jlida siyasa, estratégica. ¿Nos ordenarían los imanes ocultarla si no lo fuera?
En lo que se refería a tía Habiba, la liberación de una mujer tenía que empezar por el tono y el masaje de la piel.
—Si una mujer empieza maltratándose la piel, se ganará toda clase de humillaciones —decía.
Yo no entendía bien el significado de esa última frase, pero sus palabras me animaron a aprenderlo todo sobre las mascarillas faciales y capilares. En realidad, lo aprendí tan bien que mi madre me mandó espiar a la abuela Lalla Mani y a Lalla Radia para averiguar qué ponían en sus preparados de belleza. Tuve que espiarlas porque ellas compartían con muchas otras mujeres la idea tradicional de que si sus tratamientos de belleza pasaban a ser del dominio público perderían su poder. Aprendí tanto en el desempeño de mis misiones que llegué incluso a considerar la posibilidad de dedicarme profesionalmente a la belleza, la magia y la esperanza, si resultaba demasiado difícil ser tan buena narradora como tía Habiba.
Una de las mascarillas faciales que más me gustaba era la que utilizaba Chama para eliminar las pecas, granos y otras manchas. Yo tenía pecas suficientes para toda la vida. La fórmula de Chama, que sólo debe utilizarse para cutis grasos, se prepara del siguiente modo: primero se coge un huevo fresco. La única forma de saber que es fresco es tener una gallina en la terraza unas semanas. Pero si esto resulta demasiado complicado, se compra un huevo en la tienda de comestibles más próxima. Si no parece lo bastante fresco, se lo pinta de blanco a la perfección. Luego hay que lavarse las manos con jabón natural. Como hoy en día tampoco es fácil de encontrar, se lo puede reemplazar por el líquido que contenga la menor cantidad posible de detergente. Una vez limpias las manos, se casca el huevo con sumo cuidado y se tira la yema. Luego se pone la clara en un plato liso de barro. Es esencial usar barro o alguna clase de cerámica; no puede utilizarse un recipiente metálico. Se coge un buen trozo de shebba (alumbre) blanco que quepa perfectamente en la palma de la mano y se lo frota en la clara de huevo hasta que se llene de grumos. A continuación, se aplica una generosa capa de esta blanquísima mezcla grumosa en la cara. Se aguarda unos diez minutos que se seque. Por último, se limpia suavemente la cara con un paño de fibra natural a ser posible, previamente humedecido en agua tibia. Quien así lo haga sentirá los poros limpísimos y la piel tersa.
Naturalmente esta mascarilla no servía para tía Habiba, que tenía el cutis muy seco. Ella necesitaba una fórmula completamente distinta que, aunque costaba poquísimo, exigía cierta planificación y tener en cuenta las estaciones. Era así: en la temporada de los melones, tía Habiba elegía uno carnoso y maduro, le hacía un agujero y lo llenaba con tres puñados de garbanzos recién lavados. Luego dejaba el melón así relleno orearse en la terraza unas dos semanas, hasta que quedaba completamente seco y muy reducido. Entonces lo ponía en un almirez grande (en la actualidad la batidora es mucho más cómoda), y lo trituraba bien con la mano hasta que quedaba reducido a polvo fino. Entonces colocaba este precioso polvo en un lugar soleado, bien envuelto en papel y en un recipiente, para protegerlo de la humedad. Cada semana sacaba un poquito de polvo, lo mezclaba con agua natural (el agua embotellada también sirve) y se lo ponía en la cara durante una hora o así. Cuando se quitaba la mascarilla con un paño humedecido en agua tibia, suspiraba con placer y decía:
—Mi cutis me quiere.
Pero las mascarillas faciales de Chama y de tía Habiba sólo servían para limpiar el cutis. Ninguna de las dos nutría mucho la piel. Así que una semana se aplicaban las mascarillas de limpieza y a la siguiente las nutritivas. La mascarilla de amapolas rojas de Yasmina y la fórmula de dátiles de Lalla Mani eran las mejores. El único problema de ambas era que no se conservaban y había que utilizarlas nada más prepararlas. La mascarilla de amapolas también dependía de la estación. Todos los años Yasmina esperaba la primavera con impaciencia, y en cuanto el trigo llegaba a la altura de las rodillas salía a caballo con Tamou a recoger las primeras amapolas rojas de la temporada. Las amapolas crecían en los fértiles trigales verdes que rodeaban la granja, pero muchas veces Yasmina y Tamou tenían que ir muy lejos, más allá de las vías del ferrocarril, a robar las primeras flores de la temporada de los campos vecinos, que recibían más sol. Las amapolas de sus propios campos florecían unas semanas después. Cuando encontraban las amapolas, recogían una buena cantidad y regresaban con enormes ramos rojos. Aquella misma noche, tras pedir la ayuda de las otras esposas, colocaban un paño blanco en una mesa y cortaban delicadamente las flores, conservando los pétalos y el polen y desechando los tallos. A continuación, ponían las flores en un jarro grande de cristal y Tamou mandaba a alguien a recoger los frutos más altos de los limoneros, a los que les había dado más sol y estaban listos para derramar su jugo. Exprimía el zumo de limón sobre las flores y lo dejaba reposar así varios días, hasta que formaba una pasta suave. Finalmente, cuando estaba a punto, invitaba a todas las esposas a participar en el tratamiento de belleza. Ellas acudían presurosas y aguardaban su turno en fila; y durante unas horas toda la granja se llenaba de criaturas de cara roja. Sólo era posible verles los ojos.
—Cuando luego te lavas la cara, el cutis te brilla como las amapolas —decía Yasmina, con esa insolente seguridad en sí mismas que tienen las hechiceras.
En la Medina de Fez, mi madre soñaba con las amapolas, pero casi siempre tenía que recurrir a mascarillas más asequibles. Era difícil encontrar dátiles buenos como los que utilizaba Lalla Mani para sus mascarillas, porque se importaban de Argelia, aunque de todos modos eran más fáciles de conseguir que las amapolas primaverales. Tengo que reconocerme el mérito de haber descubierto la mascarilla de dátiles, pues si yo no hubiera espiado a la abuela Lalla Mani mi madre nunca habría sabido su secreto. Y lo cierto es que el cutis de Lalla Mani resplandecía. Parecía que los años no pasaban para ella. Lalla Mani casi nunca se ponía otra cosa en el cutis, pero una vez por semana llevaba toda la tarde una mascarilla de belleza. Nadie había podido averiguar de qué la hacía hasta que mi madre me mandó espiarla y descubrí los dátiles y la leche. Lalla Mani se disgustó mucho cuando se enteró de que sabíamos lo de su mascarilla secreta y a partir de entonces, cada vez que preparaba sus tratamientos de belleza echaba a todas las niñas de su salón.
Para hacer la mascarilla, Lalla Mani colocaba dos o tres dátiles muy carnosos en un vaso de leche entera, lo tapaba y lo dejaba reposar varios días al lado de una ventana soleada. Luego machacaba bien la mezcla con una cuchara de madera, se la aplicaba a la cara y procuraba que no le diese el sol. La mascarilla tenía que secarse muy lentamente, detalle que yo no pude averiguar y que mi madre descubrió por su cuenta a base de mucha paciencia.
—Tienes que sentarte junto a una ventana abierta —me dijo cuando descubrió el secreto de la abuela—, o, mejor aún, sentarte bajo una sombrilla en una terraza con una vista hermosa.
22. Alheña, arcilla y la mirada de los hombres
Mi padre aborrecía el olor de la alheña y el tufo de los preparados de aceites de oliva y erguén que utilizaba mi madre para el cabello. Los jueves por la mañana siempre se mostraba impaciente cuando mi madre se ponía su horrorosa qamis pardusca que en tiempos había sido verde (un antiguo regalo del peregrinaje de Lalla Mani a La Meca antes de que yo naciera) y andaba por toda la casa con alheña en el pelo y una mascarilla facial de garbanzos y melón. El cabello, que le llegaba a la cintura, impregnado de pasta de alheña y luego trenzado y prendido en la coronilla, parecía un casco imponente.
Mi madre creía firmemente en la teoría de que cuanto más fea se pusiera antes del hammam, más bella estaría después, e invertía una increíble cantidad de energía en transformarse, hasta el punto de que mi hermana pequeña no la reconocía con las mascarillas y se ponía a dar alaridos cuando se acercaba a ella.
Los miércoles por la tarde mi padre ya empezaba a ponerse melancólico.
—Douja, yo te quiero natural, tal y como Dios te hizo —decía—. No tienes que pasar por todo esto para agradarme. Soy feliz contigo tal como eres, a pesar de tu genio vivo. Pongo a Dios por testigo de que soy un hombre feliz. Así que, por favor, ¿por qué no olvidas mañana la alheña?
Pero la respuesta de mi madre siempre era la misma:
—Sidi, mi señor, ¡la mujer que amas no es en absoluto natural! Uso alheña desde los tres años. Y necesito hacer todo esto también por razones psicológicas; hace que me sienta renacida. Además, luego el cutis y el cabello me quedan más sedosos. Eso no lo puedes negar, ¿verdad que no?
De modo que los jueves mi padre salía de casa a hurtadillas lo antes posible. Pero si por casualidad tenía que volver, se alejaba corriendo de mi madre en cuanto se le acercaba. Era un juego que gustaba mucho en el patio. Ciertamente, eran raras las ocasiones en que los hombres demostraban terror delante de las mujeres. Mi madre perseguía a mi padre entre las columnas y todas reían a carcajadas hasta que aparecía Lalla Mani con su imponente tocado en el umbral de su salón. Entonces, todo terminaba súbitamente.
—Sabes muy bien, madame Tazi —exclamaba mi abuela utilizando el apellido de mi madre para recordarle que era una extraña en la familia—, que en esta casa respetable no se aterroriza a los maridos. Tal vez se haga en la granja de tu padre. Pero aquí, en esta ciudad tan religiosa, y a pocos metros de la mezquita Qaraouine, uno de los centros del Islam universal, las mujeres se atienen a las normas. Son obedientes y respetuosas. La conducta extravagante, como la de tu madre Yasmina, sólo hace gracia a los campesinos.
Entonces mi madre dirigía a mi padre una mirada cargada de furia y desaparecía escaleras arriba. Odiaba la falta de intimidad del harén y la intromisión continua de su suegra.
—Su comportamiento es intolerable y vulgar, además —decía mi madre—, especialmente en alguien que se pasa el tiempo perorando sobre modales y respeto a los demás.
Los primeros tiempos de su matrimonio mi padre había intentado que mi madre dejara los tratamientos de belleza tradicionales y utilizara cosméticos franceses, que exigían mucho menos tiempo de preparación y daban resultados inmediatos. La cosmética era el único campo en que mi padre prefería lo moderno a lo tradicional. Tras largas consultas con el primo Zin, que le tradujo los anuncios de los periódicos y revistas franceses, hizo una larga lista. Luego fue de compras a la Ville Nouvelle y regresó con una bolsa llena de paquetes de cosméticos, todos envueltos en celofán y atados con cintas de seda de colores. Pidió a Zin que se sentara en nuestro salón mientras ella abría cada paquete con cuidado. Era evidente que se había gastado una fortuna. Algunos productos eran tintes para el cabello; otros, champúes, y había también tres cremas distintas para la cara y para el cabello, por no mencionar el perfume, en frascos preciosos. A mi padre le desagradaba especialmente la fragancia de almizcle que mi madre insistía en ponerse en el cabello, así que la ayudó con impaciencia a abrir el frasco de Chanel n.° 5, jurándole que contenía «todas las flores que más te gustan». Mi madre lo miró todo con gran curiosidad, hizo algunas preguntas sobre la composición y pidió a Zin que le tradujera las instrucciones. Por último, se volvió hacia mi padre y le hizo una pregunta que él no esperaba:
—¿Quién ha hecho estos productos?
Y entonces él cometió el error fatal de decirle que los habían hecho científicos en laboratorios. Al oírlo, mi madre cogió el perfume y desechó todo lo demás.
—Si ahora los hombres van a privarme de las únicas cosas que aún controlo, mis propios cosméticos, entonces serán ellos quienes manden en mi belleza. Nunca permitiré que esto ocurra. Yo creo mi propia magia, y no pienso renunciar a la alheña.
Esto zanjó la cuestión de una vez por todas y mi padre, al igual que los demás hombres del patio, tuvo que resignarse a las molestias de los tratamientos de belleza.
La noche antes del hammam, cuando mi madre se ponía alheña en el pelo, mi padre se iba de nuestro salón y se refugiaba en el de su madre. Pero regresaba siempre en cuanto mi madre volvía a casa, perfumada con Chanel n.° 5. Ella se paraba primero junto al salón de Lalla Mani para besarle la mano. Era un rito tradicional. La nuera tenía la obligación de detenerse en la habitación de su suegra y besarle la mano después del hammam. Sin embargo, gracias a la revolución nacionalista y a las conversaciones sobre la liberación de las mujeres, en muchos sitios esta costumbre estaba desapareciendo, excepto durante las fiestas religiosas importantes. Aun así, como Lalla Radia seguía cumpliendo el ritual, mi madre también tenía que hacerlo.
Pero mi madre aprovechaba la ceremonia de besar la mano a su suegra como una ocasión para bromear un poco.
—Querida suegra —decía—, ¿crees que tu hijo está preparado para mirar a su esposa otra vez o que querrá quedarse con mamá?
Mi madre lo decía sonriendo, pero Lalla Mani le contestaba con el entrecejo fruncido y la barbilla alzada. Consideraba una falta de respeto el humor en general y una agresión evidente el humor de mi madre en particular.
—Sabes muy bien, cariño —le respondía siempre— que tienes suerte de haberte casado con un hombre tan tolerante como mi hijo. Otros habrían expulsado a una esposa desobediente que se empeñara en ponerse alheña en el cabello después de que le pidiese que no lo haga. Y no olvides que Alá ha concedido a los hombres el derecho a tener cuatro esposas. Si mi hijo utilizara alguna vez este sagrado derecho, acudiría al lecho de su segunda esposa cuando lo obligas a marcharse con tu hedor a alheña.
Mi madre escuchaba con calma y serenidad hasta que la abuela terminaba el sermón. Luego, sin añadir una palabra, le besaba la mano y se iba a su salón, dejando tras de sí la estela de Chanel n.° 5.
El hammam al que íbamos a bañarnos y a limpiarnos los tratamientos de belleza tenía los suelos y las paredes de mármol blanco, con muchos cristales en los techos para que entrara la luz. Aquella combinación de luz marfileña, bruma y niños y mujeres desnudas correteando por todas partes hacía que el hammam pareciese una isla exótica que hubiese llegado de alguna forma a la disciplinada Medina. En realidad, de no ser por la tercera cámara habría sido un paraíso.
La primera cámara era húmeda y caliente, sí, pero en absoluto excepcional, y pasábamos por ella deprisa, utilizándola sobre todo como un medio de acostumbrarnos al calor húmedo. La segunda cámara era una delicia, con el vapor justo para empañar el mundo que nos rodeaba, convirtiéndolo en una especie de lugar extraterrestre, pero no tanto como para dificultar la respiración. En aquella segunda cámara las mujeres se entregaban a un frenesí limpiador, eliminando las células epidérmicas muertas con mhecca, trozos redondos de corcho envueltos en fundas de lana hechas a ganchillo.
Para eliminar la alheña y los aceites, las mujeres utilizaban ghassoul, milagroso champú de arcilla y loción que dejaba la piel y el cabello increíblemente suaves.
—El ghassoul te transforma la piel en seda —afirmaba tía Habiba—. Hace que cuando sales del hammam te sientas como una diosa antigua.
La preparación del ghassoul, que en realidad eran trocitos oscuros de arcilla aromática seca, llevaba muchas estaciones y dos o tres días de arduo trabajo. Una vez preparado, sólo había que echar un puñadito en agua de rosas y se obtenía una solución mágica.
La preparación del ghassoul empezaba en primavera y participaba en ella todo el patio. En primer lugar, Sidi Allal conseguía montones de capullos de rosas, mirto y otras plantas silvestres aromáticas, y las mujeres se apresuraban a llevarlo todo arriba y extenderlo en paños limpios a la sombra. Una vez secas, las flores se guardaban hasta que llegaba el gran día, en pleno verano, en que se mezclaban con arcilla y se ponían a secar otra vez formando una pasta fina, esta vez al tórrido sol estival. Ningún niño quería perderse aquel día, porque entonces las mujeres no sólo necesitaban nuestra ayuda sino que, además, nos dejaban amasar la arcilla y mancharnos cuanto queríamos sin reñirnos. La arcilla perfumada olía tan bien que daban ganas de comerla, y una vez Samir y yo probamos un poco y sólo nos produjo dolor de estómago, pero nos cuidamos muy bien de no decírselo a nadie.
El ghassoul se preparaba al lado de la fuente, como los demás tratamientos de belleza. Las mujeres llevaban sus taburetes y hornillos de carbón y se sentaban junto al agua para poder lavarse las manos y limpiar ollas y cazuelas fácilmente. Primero colocaban montones de rosas y mirto secos en distintos pucheros que se ponían a hervir a fuego lento. Al cabo de un rato se retiraban del fuego y se dejaban enfriar. Las mujeres que preferían determinadas flores o hierbas (como mi madre, a quien le encantaba el espliego) las ponían a hervir a fuego lento en recipientes más pequeños. También en este caso, algunas mujeres creían que todo el poder mágico de su preparado se esfumaría si su composición pasaba a ser de conocimiento general, de modo que desaparecían en los rincones oscuros de las plantas superiores, cerraban la puerta y hacían sus mezclas en secreto. Otras mujeres, como tía Habiba, secaban las rosas a la luz de la luna. Otras se limitaban a utilizar flores de colores concretos, y había incluso quienes recitaban conjuros a sus plantas para aumentar sus poderes mágicos.
Luego se iniciaba el proceso de amasado. Tía Habiba solía dar la señal echando unos puñados de arcilla cruda en una fuente ancha de barro como las que se utilizaban para amasar el pan. Añadía a continuación un tazón de agua de mirto o de rosas en la arcilla, dejaba que ésta absorbiera el agua y la amasaba hasta que adquiría una textura uniforme. Entonces, la extendía en una tabla de madera y nos pedía a los más pequeños que la lleváramos a secar a la terraza.
Esa parte nos encantaba a los niños, y en ocasiones alguno se ponía tan nervioso que se olvidaba de que la masa aún estaba blanda y corría cada vez más deprisa hasta que le caía sobre la cabeza. Esto era muy embarazoso, sobre todo porque alguien tenía que llevarlo de regreso al patio con los ojos cerrados a causa de la arcilla. A mí nunca me pasó porque era lentísima en todo. Pero el día que preparaban ghassoul era una de las pocas ocasiones en que mi lentitud se consideraba una virtud.
En cuanto los niños llegábamos a la terraza con las tablas sobre la cabeza, jadeando y bufando para demostrar la importancia de nuestro cometido, Mina se ocupaba de todo. Su trabajo consistía en vigilar las tablas y el proceso de secado. Por la noche, nos mandaba guardar las tablas para que no se humedecieran, y hacia el mediodía siguiente, cuando más calentaba el sol, nos mandaba sacarlas otra vez. La arcilla tardaba cinco días en secarse, al cabo de los cuales formaba una corteza fina cuarteada en trozos pequeños. Mina la echaba entonces en un gran paño blanco limpio y la repartía entre todas las mujeres. Las que tenían hijos recibían proporcionalmente más porque sus necesidades eran mayores.
El ghassoul se utilizaba como champú en la segunda cámara del hammam y como crema suavizante y de limpieza en la tercera, que era la más caliente, donde se realizaba el lavado más intenso. Samir y yo odiábamos aquella tercera sala de baños, incluso decíamos que era una cámara de torturas porque allí las mujeres se empeñaban en ocuparse «en serio» de los niños. En las dos primeras cámaras, las madres se concentraban hasta tal punto en los tratamientos de belleza que se olvidaban de los hijos. Pero en la tercera cámara, antes de consagrarse a sus propios rituales de purificación, nuestras madres se sentían culpables por habernos abandonado e intentaban compensarlo convirtiendo en una pesadilla nuestros últimos momentos en el hammam. Entonces todo se estropeaba de repente y pasábamos de una experiencia desagradable a otra.
Las madres llenaban primero cubos de agua fría y caliente directamente de las fuentes y nos la echaban por la cabeza sin probarla antes debidamente. Nunca conseguían la temperatura adecuada. El agua estaba hirviendo o congelada, pero nunca templada. Además, oficialmente no se nos permitía gritar, porque alrededor de nosotros las mujeres hacían sus abluciones. Para purificarse, es decir, prepararse para la oración que tenía lugar en cuanto salían del hammam, los adultos debían utilizar el agua más pura. Y la única forma de asegurar tal pureza era estar lo más cerca posible del manantial (las fuentes, en este caso), lo cual significaba que aquella tercera sala siempre estaba atestada y que había que hacer cola para llenar los cubos. En realidad, la tercera sala del hammam fue el único lugar donde he visto a los marroquíes hacer cola de forma ordenada. El calor hacía insoportable cada segundo de espera.
Las mujeres iniciaban las abluciones allí mismo, nada más llenar los cubos. El lavado ritual se distinguía del normal por la concentración silenciosa y el orden prescrito en que se lavaban las diferentes partes del cuerpo: manos, brazos, cara, cabeza y, por último, los pies. No podías correr delante de una mujer que estaba haciendo las abluciones, lo que significaba que casi no podías moverte. Así que entre eso y el agua hirviendo o congelada que nos echaban por la cabeza, los gritos y alaridos de los chiquillos llenaban el lugar. Algunos conseguían soltarse de las manos de su madre un momento, pero como el suelo de mármol estaba resbaladizo a causa del agua y la arcilla y había tanta gente, nunca se libraban por mucho tiempo. Algunos niños intentaban no entrar en la tercera cámara, pero en tal caso, que era lo que a menudo me ocurría a mí, sencillamente los cogían y los metían en volandas, ignorando sus alaridos.
Aquellos momentos espantosos prácticamente borraban los efectos placenteros del baño, eliminando casi de golpe la larga serie de horas maravillosas que habíamos pasado escondiendo el precioso peine senegalés de marfil de tía Habiba, sólo para hacer que apareciera por arte de magia cuando ella empezaba a buscarlo frenéticamente; robando algunas de las naranjas que Chama guardaba en un cubo de agua fría; observando a las mujeres gordas de pechos enormes, a las delgadas de traseros prominentes o a las madres minúsculas con altas hijas adolescentes; y, sobre todo, consolando a las mujeres cuando caían al suelo lleno de arcilla y alheña.
En determinado momento descubrí una forma de acelerar el proceso de la cámara de torturas y obligar a mi madre a llevarme corriendo a la puerta. Fingía un desmayo, habilidad que había perfeccionado bastante a fin de conseguir que la gente dejara de fastidiarme. Desmayarme cuando otros niños imitaban a los jinns al bajar a toda prisa por las escaleras a última hora de la noche, solía tener como resultado que el niño que me había asustado me bajase hasta el patio o, como mínimo, que avisara a mi madre. Mi madre, a su vez, armaba entonces una buena y se quejaba a la madre del niño en cuestión. Pero representar mi desmayo estratégico en el hammam cuando me arrastraban a la tercera cámara era mucho más gratificante, porque allí tenía público. Primero, cogía de la mano a mi madre para asegurarme de que se fijaba en mí. Luego cerraba los ojos, contenía la respiración y empezaba a deslizarme hacia el mojado suelo de mármol. Mi madre pedía ayuda.
—¡Por amor de Dios, ayudadme a sacarla de aquí! A esta criatura le ha dado un síncope otra vez.
Le expliqué mi truco a Samir, que también lo probó, pero lo vieron sonreír cuando su madre empezó a gritar pidiendo ayuda. Su madre se lo contó a tío Alí y el viernes siguiente, antes de la oración, reprendieron públicamente a Samir por haber engañado a su madre, «la criatura más sagrada que camina sobre dos pies en el inmenso planeta de Dios». Samir tuvo que pedirle perdón, besar la mano a Lalla Mani y rogarle que rezara por él. Los musulmanes tenían que contar con la aprobación de su madre (al-janatu tahta aqdami l-ummahat) para entrar en el paraíso, y las posibilidades de Samir en aquel momento parecían bastante lúgubres.
Luego llegó el día en que expulsaron a Samir del hammam porque una mujer notó en él una «mirada de hombre». Aquel incidente me hizo comprender que los dos estábamos entrando en una etapa nueva, tal vez en la edad adulta, aunque parecíamos pequeñísimos y desvalidos comparados con los adultos gigantescos que nos rodeaban.
El incidente tuvo lugar en la segunda cámara del hammam, cuando una mujer se puso a gritar de repente señalando a Samir:
—¿De quién es ese chico? Ya no es un niño.
Chama se acercó corriendo a la mujer y le dijo que Samir sólo tenía nueve años, pero la mujer se mantuvo en sus trece.
—Como si tuviera cuatro, te digo que me ha mirado los pechos como si fuese mi marido.
Todas las mujeres que estaban sentadas alrededor aclarándose la alheña del pelo interrumpieron lo que estaban haciendo para oír la conversación, y todas se echaron a reír cuando la mujer dijo luego que Samir «tenía una mirada muy erótica». Entonces Chama se indignó:
—Quizá te ha mirado así porque tienes unos pechos de lo más extraños. O tal vez encuentres placer erótico en este niño. En tal caso, te llevarás un buen chasco.
Esto provocó una carcajada general, y Samir, plantado en medio de todas aquellas mujeres desnudas, comprendió de pronto que tenía alguna clase de poder insólito. Se golpeó el pecho escuálido y gritó con aplomo su hoy histórica réplica, que se convirtió en una especie de chiste de la familia Mernissi:
—No eres mi tipo. Me gustan las mujeres altas.
Esto puso a Chama en una situación embarazosa. No podía seguir defendiendo a aquel hermano extrañamente precoz, sobre todo porque no pudo evitar reírse, como todas las demás. Las carcajadas resonaron por toda la estancia. Pero, sin que Samir ni yo nos diéramos cuenta, aquel cómico incidente marcó el final de la niñez, de la época en que la diferencia entre los sexos no importa. Después de aquello, cada vez se toleraba menos a Samir en el hammam, porque su «mirada erótica» empezó a molestar cada vez a más mujeres. Cuando esto ocurría, llevaban a Samir de vuelta a casa como a un varón triunfante; durante días se comentaba su comportamiento viril y se hacían bromas acerca de esto en el patio. Pero tío Alí acabó enterándose de todo y decidió que su hijo tenía que dejar de ir al hammam con las mujeres y empezar a ir con los hombres.
Me entristeció mucho ir al hammam sin Samir, sobre todo porque ya no podíamos jugar como lo hacíamos habitualmente las tres horas que pasábamos allí. Samir me dio informes igualmente tristes de sus experiencias en el hammam de los hombres.
—Allí los hombres no comen, ¿sabes? —me dijo—. Nada de almendras ni de bebidas, y tampoco hablan ni ríen. Sólo se lavan.
Yo le dije que si pudiera dejar de mirar a las mujeres como lo hacía, quizá todavía estuviese a tiempo de convencer a su madre de que lo dejara volver a ir con nosotras. Pero, para mi gran sorpresa, me contestó que aquello ya no era posible y que teníamos que pensar en el futuro.
—Verás —dijo—, aunque todavía no se note, ya soy un hombre, y los hombres y las mujeres deben ocultarse el cuerpo los unos a los otros. Tienen que separarse.
Me pareció un comentario profundo y me impresionó mucho, pero no me convenció. Samir me dijo luego que en el hammam los hombres no utilizaban alheña ni mascarillas faciales.
—Los hombres no necesitan tratamientos de belleza —agregó.
Este comentario me recordó nuestra antigua discusión en la terraza y lo tomé por un ataque personal. Yo había sido la primera en poner en peligro nuestra amistad, insistiendo en mi necesidad de participar en los tratamientos de belleza, así que defendí mi postura:
—Tía Habiba dice que la piel es importante —empecé a decir, pero Samir me interrumpió.
—Creo que la piel de los hombres es distinta —dijo.
Me limité a mirarlo fijamente. No pude decirle nada porque comprendí que por primera vez en nuestros juegos infantiles, todo lo que había dicho Samir era cierto y que lo que yo dijese no importaba mucho. De pronto, todo me pareció muy extraño, complicado y fuera de mi control. Podía sentir que estaba cruzando una frontera, traspasando un umbral, pero no podía determinar cuál era el espacio nuevo en el que entraba.
Sentí una tristeza súbita sin motivo; fui a ver a Mina a la terraza y me senté a su lado. Ella me acarició el pelo.
—¿Por qué estás tan callada hoy? —me preguntó. Le expliqué mi conversación con Samir y también lo que había ocurrido en el hammam. Ella me escuchó, apoyada en la pared occidental, con su tocado amarillo tan elegante como siempre. Cuando acabé, me dijo que en adelante la vida sería más dura, tanto para Samir como para mí—. La infancia es cuando la diferencia no importa. A partir de ahora, no podrás evitarlo. Tendrás que atenerte a la diferencia. El mundo será cruel.
—Pero, ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué no puedo eludir la norma de la diferencia? ¿Por qué no pueden seguir jugando los hombres y las mujeres cuando son mayores? ¿Por qué la separación?
Mina no me respondió contestando a mis preguntas sino diciéndome que la separación hacía desgraciados tanto a los hombres como a las mujeres. La separación crea un inmenso vacío de comprensión.
—Los hombres no comprenden a las mujeres —dijo—, y las mujeres no comprenden a los hombres, y todo empieza cuando se separa a las niñas de los niños en los baños. Entonces, una frontera cósmica divide el planeta en dos. La frontera señala la línea de poder, porque dondequiera que haya una frontera, hay dos clases de criaturas que caminan por la tierra de Alá: de un lado, los poderosos, y, de otro, los impotentes.
Pregunté a Mina cómo sabría yo en qué lado estaba. Su respuesta fue rápida, breve y clarísima:
—Si no puedes salir, estás en el lado de los impotentes.
FIN