Publicado en
junio 27, 2010
Título original: The Mediterranean Caper.
Diseño de la portada: Método, S. L.
Tercera edición: marzo, 1998
©1973, Clive Cussler Publicado por acuerdo con Peter Lampack Agency, Inc., Nueva York
© Scan y revisión: Centurion, junio 2003
© de la traducción, José Manuel Pomares
©1996, Plaza & Janés Editores, S. A.Enric Granados, 86–88. 08008 Barcelona
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Printed in Spain – Impreso en España
ISBN: 84–01–46244–4 (col. Jet)ISBN: 84–01–46612–1(vol.244112)Depósito legal: B. 6.414 – 1998
Fotocomposición: gama, s.l.
Impreso en Litografía Rosés, S. A.Progrés, 54–60. Gavá (Barcelona)
A Eric y Amy
PRÓLOGO
Era un domingo extremadamente caluroso. En la torre de control de la base aérea de Brady el controlador encendió un cigarrillo con la colilla del anterior, apoyó los pies en el acondicionador de aire portátil, y esperó a que sucediera algo.
Se aburría soberanamente, y por muy buenas razones. El tráfico aéreo era lento los domingos. En realidad casi no existía. Los pilotos militares raras veces volaban ese día por el teatro de operaciones del Mediterráneo, sobre todo porque de momento no se cocía ningún problema político internacional. De vez en cuando se veía aterrizar o despegar un aparato, pero en la mayoría de los casos no era más que una escala técnica del avión de algún personaje, que repostaba apresuradamente para llegar cuanto antes a una conferencia que se celebraría en alguna parte de Europa o África.
Por enésima vez esa mañana el controlador echó un vistazo al gran tablero de programas de vuelo. No había previsto ningún despegue, y la única llegada se había fijado para las 16.30, así que faltaban aún casi cinco horas.
Tenía poco más de veinte años, y contradecía el mito según el cual las personas de cabello rubio nunca se broncean bien; allí donde la piel era visible parecía del color del nogal oscuro, entreverada por mechones rubio platino. Los cuatro galones de su manga indicaban el rango de sargento de estado mayor, y aunque la temperatura era casi de 37 grados no se apreciaban manchas de sudor en las axilas de su uniforme caqui. Iba sin corbata y con el cuello de la camisa desabrochado, costumbre que normalmente sólo se permitía en las instalaciones de la fuerza aérea situadas en climas cálidos.
Se inclinó y ajustó las persianas del acondicionador de aire, de modo que la corriente fría le subiera por las piernas. La nueva posición pareció dejarlo satisfecho y sonrió ante el refrescante cosquilleo. Se colocó las manos detrás de la cabeza, con los dedos entrelazados, se reclinó y observó con la mirada fija el techo metálico.
Por su mente cruzó el omnipresente pensamiento de Mineápolis y las chicas que desfilaban por Nicollet Avenue. Contó una vez más los cincuenta y cuatro días que aún faltaban para su regreso a Estados Unidos. Al final de cada jornada tachaba ceremoniosamente el día concluido en la pequeña agenda de tapas negras que llevaba en el bolsillo de la pechera.
Después de bostezar una vez más tomó unos prismáticos que había dejado sobre el alféizar de la ventana e inspeccionó los aviones aparcados sobre la pista de asfalto negro que se extendía bajo la elevada torre de control.
Aquel campo de aviación se hallaba situado en la isla Thasos, en la parte norte del mar Egeo, separada de la Macedonia continental griega por 25 kilómetros de agua, en un tramo apropiadamente llamado estrecho de Thasos.
La isla ocupaba una superficie de 440 kilómetros cuadrados de roca, bosques y restos de la historia clásica que se remontaba a mil años antes de Cristo.
El campo Brady, como solía llamarlo el personal de la base, se había construido a finales de la década de los sesenta en aplicación de las cláusulas del tratado entre Estados Unidos y Grecia. Además de los diez F–105 Starfire, sólo había permanentemente en la base dos monstruosos transportes C–133 Cargomaster, varados sobre la pista como un par de gruesas ballenas plateadas, relucientes bajo el deslumbrante sol del Egeo.
El sargento dirigió los prismáticos hacia los dormidos aviones y buscó señales de vida. El campo estaba totalmente vacío. La mayoría de los hombres se encontraba bebiendo cerveza en la cercana ciudad de Panaghia, tomando el sol en la playa, o durmiendo la siesta en los barracones dotados con aire acondicionado. Únicamente el solitario policía militar que montaba guardia ante la puerta principal y la rotación constante de las antenas de radar, en lo alto de su búnker de cemento, ofrecían alguna señal de presencia humana. Elevó lentamente los prismáticos y miró hacia el mar. Hacía un día radiante, sin una sola nube, y pudo reconocer con facilidad los detalles de la distante costa continental griega. Los prismáticos se desplazaron hacia el este y apuntaron hacia la línea del horizonte, allí donde el mar, de un azul intenso, se unía con el cielo azul claro. A través del trémulo halo de calor, apareció ante su vista una mancha blanca; era un barco anclado. Bizqueó y ajustó el enfoque para distinguir las diminutas letras del nombre en la proa: First Attempt.
«Primer intento, vaya nombre estúpido, pensó. No comprendió el significado que pudiera tener. El casco también aparecía oscurecido por otras marcas: trazada con gruesas y largas letras negras se leía la sigla ANIM, que correspondía a la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas.
En la popa había una enorme grúa de garfio, cuyo gancho colgaba sobre el agua; en aquellos momentos levantaba de las profundidades un objeto redondo, como una pelota. El sargento distinguió a varios hombres que trajinaban junto a la grúa, y se sintió satisfecho al comprobar que los civiles también tenían que trabajar los domingos.
De repente, su exploración visual se vio interrumpida por una voz metálica que surgió del intercomunicador.
–¡Atención, torre de control, aquí radar!
El sargento dejó los prismáticos y apretó el interruptor del micrófono.
–Aquí torre de control. ¿Qué ocurre, radar?
–Tengo un contacto. Dieciséis kilómetros al oeste.
–¿Dieciséis kilómetros al oeste? –bramó el sargento–. Eso está casi en la isla. Tu contacto está prácticamente encima de nosotros. –Se volvió y repasó de nuevo el tablero de vuelos para asegurarse de que no había programado ninguno a aquellas horas–. La próxima vez me lo comunicas antes, ¿entendido?
–No entiendo de dónde ha salido –repuso la voz del radar–. En las seis últimas horas no ha aparecido nada en la pantalla a menos de ciento sesenta kilómetros.
–Pues mantente despierto mientras haces la guardia o haz revisar tu maldito equipo –espetó el sargento.
Dejó el micrófono y cogió los prismáticos de nuevo. Luego se levantó y miró hacia el oeste.
Sí, allí estaba, como un diminuto punto oscuro que volaba a baja altura sobre las colinas, casi rozando la copa de los árboles. Se acercaba con lentitud, a no más de 150 kilómetros por hora. Por un momento pareció permanecer suspendido sobre el suelo y luego, de repente, empezó a acercarse. Los perfiles de las alas y el fuselaje aparecieron en el centro de los cismáticos. Era tan claro que resultaba inconfundible. El sargento abrió la boca, asombrado, al tiempo que el árido silencio de la isla era desgarrado por el sonido crepitante de una vieja avioneta de una sola plaza, alas dobles, y el tren de aterrizaje rígido sujeto por radios.
A excepción de la protuberante cabeza del cilindro en línea, el fuselaje mostraba una figura aerodinámica que se ahusaba en los lados rectos de la carlinga abierta. La gran hélice de madera batía el aire como un viejo molino de viento e impulsaba el anticuado aparato a una velocidad aérea de tortuga. La tela que cubría las alas se agitaba al viento y mostraba el característico y antiguo borde posterior festoneado. El aparato estaba pintado de un amarillo chillón, desde el cono que encerraba la hélice hasta las puntas traseras de los timones de altura. El sargento bajó los prismáticos en el momento en que el aparato mostraba el distintivo de la Cruz de Malta negra de la Alemania de la Primera Guerra Mundial, que destelló ante la torre de control.
En cualquier otra circunstancial el sargento probablemente se habría arrojado al suelo si un avión hubiera pasado a menos de un par de metros de la torre de control. Pero la extrañeza que sintió al ver aquel fantasma surgido de los sombríos cielos del frente occidental fue demasiado para que pudiera hacer otra cosa que quedarse boquiabierto y paralizado. Al pasar el avión, el piloto le saludó con la mano desde la carlinga. Estaba tan cerca que el sargento pudo distinguir los rasgos de su cara bajo el desvaído casco de cuero y los anteojos. Aquel espectro del pasado sonreía con una mueca y dio unos golpecitos sobre las culatas de las dos ametralladoras gemelas montadas sobre el capotaje del motor.
¿Se trataba de una especie de broma excéntrica? ¿Aquel piloto era un griego chiflado que trabajaba en un circo? ¿De dónde había salido? El sargento no dejaba de formularse preguntas sin respuesta. De repente, percibió las dos manchas gemelas y parpadeantes de luz que aparecieron por detrás de la hélice del aparato. Luego, el cristal de la torre de control se hizo añicos.
Por un momento, el tiempo se detuvo y la guerra llegó al campo Brady. Aquel caza de la Primera Guerra Mundial descendió en círculo alrededor de la torre de control y atacó a continuación los estilizados y modernos aviones a reacción aparcados perezosamente sobre la pista. Uno tras otro, los F–105 Starfire fueron sobrevolados y destrozados por antiguas balas de 8 mm que perforaron su delgado fuselaje de aluminio. Tres de ellos se incendiaron al ser alcanzados sus depósitos de combustible; ardieron ferozmente y fundieron el blando asfalto hasta convertirlo en humeantes charcos de alquitrán. La brillante antigualla amarilla sobrevoló el aeródromo una y otra vez, sin dejar de escupir un reguero de plomo cargado de destrucción. El siguiente en incendiarse fue uno de los C–133 Cargomaster; explotó con un gigantesco rugido de llamaradas que se elevaron decenas de metros en el aire.
Mientras tanto, en la torre, el sargento permanecía tumbado en el suelo y observaba con expresión ausente el rastro de sangre que rezumaba de su pecho. Extrajo suavemente la agenda de tapas negras del bolsillo de la pechera y miró con fascinado estupor el pequeño y limpio orificio abierto en mitad de la tapa. Un velo negro empezó a nublar sus ojos e hizo esfuerzos por sacudírselo. Luego se levantó penosamente y miró la estancia.
Brillantes fragmentos de cristal alfombraban el suelo, el equipo de radio, los muebles. En el centro de la sala, el acondicionador de aire había quedado patas arriba, como un animal mecánico, y el refrigerante vertiéndose sobre el suelo desde varios agujeros redondos. El sargento, consciente de su deber, miró hacia la radio: milagrosamente, seguía intacta. Se arrastró a gatas sobre el suelo, cortándose las manos y rodillas con los fragmentos de cristal. Levantó una mano hacia el micrófono y lo alcanzó, ensangrentando el mango de plástico negro.
La oscuridad se cernía sobre los pensamientos del sargento. ¿Era el procedimiento correcto?, se preguntó por un instante. ¿Qué podía decir en un momento como aquél? «Di algo –le gritó su mente–. ¡Di cualquier cosa!»
–A todos los que me escuchen... ¡May Day! ¡May Day! Aquí campo Brady. Estamos siendo atacados por un avión no identificado. Esto no es un ejercicio. Repito... el campo Brady está siendo atacado...
1
El mayor Dirk Pitt se ajustó el casco radiofónico sobre su abundante cabello negro e hizo girar lentamente el dial, tratando de sintonizar mejor la recepción. Escuchó atentamente por un momento y sus ojos verde oscuro reflejaron un atisbo de desconcierto. Unas arrugas surcaron su frente bronceada y curtida.
No es que las palabras que surgían del receptor fueran incomprensibles, sino que, simplemente, no se las creía. Escuchó de nuevo con atención, por encima del rugido de los dos motores del hidroavión Catalina. La voz se desvanecía, cuando debería haber sido más fuerte. El control de volumen estaba al máximo y el campo Brady sólo se encontraba a 45 kilómetros de distancia. En aquellas condiciones, la voz del controlador aéreo debería haber resonado clara y fuerte en los oídos de Pitt. «O el controlador está exhausto o está gravemente herido», pensó Pitt. Reflexionó un instante y luego se inclinó a la derecha y despertó a la figura qué dormía en el asiento del copiloto.
–Deja ya tus dulces sueños –dijo con tono de voz suave que tenía la virtud de hacerse oír, tanto si se encontraba en un estruendoso avión como en una habitación llena de gente.
El capitán Al Giordino levantó lentamente la cabeza y bostezó. Sus ojos oscuros, inyectados en sangre, mostraban la fatiga de permanecer sentado en un viejo hidroavión durante trece horas ininterrumpidas. Levantó los brazos, hinchó el fornido pecho y se desperezó. Luego se incorporó y se inclinó para mirar por las ventanillas de la carlinga.
–¿Estamos ya sobre el First Attempt? –murmuró Giordino tras otro bostezo.
–Casi –contestó Pitt–. Ahí delante está Thasos.
–Oh, demonios –gruñó Giordino y sonrió con una mueca–. Podría haber dormido otros diez minutos. ¿Porqué me has despertado?
–Intercepté un mensaje de la torre de control de Brady. Decía que el campo estaba siendo atacado por un avión no identificado.
–¿Qué dices? –repuso Giordino con incredulidad–. Tiene que tratarse de una broma.
–No lo creo. La voz del controlador no parecía estar fingiendo.
Pitt vaciló y observó el agua, que sólo estaba a veinte metros por debajo y que aparentaba moverse rápidamente bajo el casco del hidroavión PBY Durante los últimos trescientos kilómetros había sobrevolado el mar a baja altura, sólo para practicar, como una manera de mantener en forma sus reflejos.
–También cabe que el control de Brady estuviera diciendo la verdad –dijo Giordino mirando por el parabrisas de la cabina–. Mira allí, en la parte oriental de la isla.
Los dos hombres se quedaron mirando fijamente el montículo que se aproximaba y que surgía del mar. Las playas rodeadas por el oleaje se veían amarillas y peladas, pero las suaves y redondeadas colinas eran verdes y estaban cubiertas de árboles. Los colores danzaban sobre el oleaje y contrastaban vivamente con el azul del Egeo que los rodeaba. Por el lado oriental de Thasos se elevaba hacia el cielo una densa columna de humo, apenas perturbada por el leve viento, para formar una gigantesca nube negra con forma de espiral. El morro del avión se elevó al acercarse a la isla, y no tardaron en distinguir las llamas en la base de la columna de humo.
Pitt cogió el micrófono.
–Control de Brady, control de Brady, aquí PBY–086.
No hubo respuesta. Pitt repitió la llamada dos veces más.
Giordino lo miró.
–Nada– dijo Pitt.
–Dijiste un avión no identificado. Supongo que eso sólo significa uno.
–Eso fue precisamente lo que dijo el controlador antes de dejar de emitir.
–Esto no tiene sentido. ¿Por qué un avión solitario iba a atacar una base aérea de Estados Unidos?
–Quién sabe –dijo Pitt, y tiró suavemente hacia atrás de la palanca de mando–. Quizá sea un airado campesino griego cansado de que nuestros reactores asusten a sus cabras. En cualquier caso, no puede tratarse de un ataque a gran escala, o Washington ya nos lo habría hecho saber. Tendremos que esperar y ver. –Se frotó los ojos y parpadeó para despejarse–. Prepárate. Me haré cargo de los mandos. Traza un círculo sobre esas colinas y desciende con el sol a la espalda. Echaremos un vistazo desde más cerca.
–Tómatelo con calma. –Giordino frunció el entrecejo y esbozó una mueca seria–. Esta vieja bañera está un poco anticuada si ahí abajo hay un avión a reacción disparando mísiles.
–No te preocupes –sonrió Pitt–. Mi principal objetivo en la vida consiste en conservarla el mayor tiempo posible.
Empujó los aceleradores hacia adelante y los dos motores Pratt & Whitney aumentaron sus revoluciones. Sus manos, firmes y morenas, se movieron con eficiencia al tirar hacia atrás de la palanca de mando, y el avión apuntó su morro hacia el sol. El gran Catalina se. elevó con firmeza y cobró altura, trazó un círculo sobre las montañas de Thasos y luego se dirigió hacia la creciente nube de humo.
De repente, sonó una voz por el auricular de Pitt. El inesperado sonido casi le ensordeció, antes de que pudiera bajar el volumen. Era la misma voz que había oído antes, pero ahora más fuerte.
–¡Aquí control de Brady! ¡Estamos siendo atacados! ¡Repito, estamos siendo atacados! ¡Que alguien conteste, maldita sea!
El tono era casi histérico.
–Control de Brady –contestó Pitt–. Aquí PBY–086.
–Gracias a Dios –jadeó la voz.
–Intenté establecer contacto con vosotros, control de Brady, pero la comunicación se perdió y dejasteis de emitir.
–Fui alcanzado en el primer ataque y... seguramente perdí el conocimiento. Pero me he repuesto.
Las palabras sonaban entrecortadas pero coherentes.
–Estamos a quince kilómetros al oeste, a seis mil pies –informó Pitt con voz clara–. ¿Cuál es vuestra situación?
–No tenemos defensas. Todos nuestros aviones han sido destruidos en tierra. El escuadrón interceptor más cercano está a mil kilómetros de distancia. No llegarán a tiempo. ¿Podéis ayudarnos?
Pitt negó con la cabeza.
–Negativo, control de Brady. Mi velocidad máxima no alcanza los ciento noventa nudos y sólo tengo un par de fusiles a bordo. Perderíamos el tiempo enfrentándonos a un avión a reacción.
–Ayudadnos, por favor –rogó la voz–. Nuestro atacante no es un cazabombardero sino un biplano de la Primera Guerra Mundial. Repito, nuestro atacante es un biplano de la Primera Guerra Mundial. Ayudadnos, por favor.
Pitt y Giordino se miraron desconcertados. Transcurrieron quizá unos diez segundos antes de que Pitt pudiera asimilarlo.
–De acuerdo, control de Brady, allá vamos. Pero será mejor que sepáis identificarnos si no queréis hacer llorar a un par de viejas mamás en caso de que nos pase algo. Corto y fuera. –Pitt se volvió hacia Giordino y habló con rapidez, con tono frío y profesional: Vete a popa y abre las compuertas laterales. Utiliza una de las carabinas y prepárate un puesto de tirador.
–No puedo creerlo –dijo Giordino, asombrado.
–A mí también me resulta difícil de aceptar –asintió Pitt–, pero tenemos que echarles una mano a esos chicos. Y ahora date prisa.
–Está bien –murmuró Giordino–, pero sigo sin creérmelo.
–Tu obligación no consiste en creer –dijo Pitt, propinó un ligero golpe en el brazo de Giordino y sonriéndole añadió–: Buena suerte.
–Resérvala para ti, amigo –repuso Giordino con cariño.
Luego, sin dejar de murmurar algo por lo bajo, se levantó del asiento del copiloto y se dirigió hacia la parte central del fuselaje. Una vez allí, sacó un fusil del armario e introdujo un peine de quince balas en el encaje. Al abrir las compuertas una bocanada de aire caliente le dio en la cara y llenó el compartimiento. Comprobó el arma una vez más y se sentó a esperar, con los pensamientos centrados en el hombre que pilotaba el avión.
Giordino conocía a Pitt desde hacía tiempo. Habían jugado de muchachos, corrido en las mismas pistas del instituto y salido con las mismas chicas. Conocía a Pitt mejor que nadie. Pitt era, en cierto sentido, como dos hombres, ninguno de los cuales se hallaba relacionado con el otro. Por un lado estaba el Dirk Pitt frío y eficiente, que raras veces cometía un error y que, sin embargo, mostraba buen humor, sencillez y capacidad de hacer amistad con toda clase de personas. Por el otro estaba el Pitt melancólico, que a menudo se mostraba distante y reservado durante horas, como si su mente estuviera enfrascada en algún lejano sueño. Tenía que haber una llave que abriera la puerta que conectara a los dos Pitt, pero Giordino nunca la había encontrado. Sabía, sin embargo, que la transición de un Dirk Pitt al otro se había producido con mayor frecuencia durante el pasado año, desde que Pitt perdiera a una mujer en el mar, cerca de Hawai, una mujer de la que había estado profundamente enamorado.
Giordino recordó los ojos de Pitt: su profundo verde se había transformado en un brillo centelleante ante la presencia del peligro. Nunca había visto ojos como aquellos, excepto una vez, y ahora se estremeció ligeramente al recordarlo y mirar el dedo que le faltaba en la mano derecha. Apartó esos pensamientos para volver a la realidad del presente y quitó el cierre de seguridad del fusil. Después, extrañamente, se sintió más seguro.
En la carlinga, el rostro bronceado de Pitt parecía el arquetipo de la masculinidad. No era precisamente atractivo en el sentido de una estrella de cine; nada más lejos de la realidad. Las mujeres raras veces se arrojaban en sus brazos, si es que lo hacían. Antes bien, solían sentirse más bien un poco cohibidas e incómodas en su presencia. Percibían, de algún modo, que aquél no era precisamente la clase de hombre capaz de soportar las artimañas femeninas o tontos juegos de coquetería. Le encantaba la compañía de las mujeres y el tacto de sus cuerpos suaves, pero detestaba los subterfugios, las mentiras y todos los demás pequeños y ridículos ardides exigidos para seducir a una mujer. Y no es que le faltara inteligencia para llevarse a una mujer a la cama; era un verdadero experto. Pero para eso tenía que hacer el esfuerzo de participar en el fuego, y él prefería a las mujeres directas y honestas, aunque fueran mucho más difíciles de encontrar.
Pitt adelantó con suavidad la palanca de control y el PBY inclinó ligeramente el morro para zambullirse en el infierno en que se había convertido el campo Brady. Las agujas del altímetro giraron lentamente hacia atrás en la esfera y registraron el descenso. Aumentó el ángulo de inclinación, y el viejo aparato, que ya tenía veinticinco años de servicio, empezó a vibrar. No había sido diseñado para alcanzar altas velocidades, sino para tareas de reconocimiento a baja velocidad, con fiabilidad y gran autonomía de vuelo.
Pitt solicitó la adquisición del aparato después de su traslado desde la fuerza aérea a la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas, a petición del director de la agencia, el almirante James Sandecker. Pitt conservó su graduación de mayor y se le concedió una baja indefinida del servicio con el fin de trabajar para la ANIM. Su puesto era el de oficial de seguridad de superficie, un concepto ingenioso que significaba encargarse de solucionar todo tipo de problemas. Cada vez que un proyecto se encontraba con dificultades desconocidas o problemas que no eran de carácter científico, el trabajo de Pitt consistía en allanar el camino y lograr que el proyecto volviera a funcionar. Ése era el propósito que le había inducido a solicitar el hidroavión Catalina PBY. Aunque lento, era capaz de transportar pasajeros y carga y, aún más importante, de amerizar y despegar del agua, algo fundamental, ya que el 90 por ciento de las actividades de la ANIM tenía lugar mar adentro.
De repente, un destello de color contra la nube de humo atrajo la atención de Pitt. Era un avión de color amarillo chillón. Se ladeó abruptamente, lo que de mostraba una elevada maniobrabilidad, y desapareció entre el humo. Pitt deslizó los reguladores hacia atrás para reducir la velocidad de su fuerte ángulo de descenso e impedir que el PBY sobrevolara a su extraño adversario. El otro aparato salió por el lado opuesto de la columna de humo y Pitt pudo ver con claridad cómo atacaba el campo Brady.
–Que me aspen –exclamó Pitt–. Es un viejo Albatros alemán.
El Catalina surgió directamente con el sol a su cola y el piloto del Albatros, enfrascado en su tarea de destrucción, no lo vio. Una mueca irónica se dibujó en el rostro de Pitt a medida que se acercaba el. instante del combate. Maldijo el hecho de no disponer de ametralladoras en el morro del PBY. Maniobró con los pedales del timón de dirección, e inclinó el ala para proporcionarle a Giordino un mejor ángulo de tiro. El PBY se lanzó estruendosamente, sin haber sido detectado todavía. Luego, abruptamente, Pitt oyó el restallar del arma de Giordino por encima del rugido de los motores.
Se encontraban ya casi encima del Albatros cuando el piloto de éste, que llevaba casco de cuero, giró de pronto en la carlinga abierta y miró alrededor. Estaban tan cerca que Pitt pudo observar la sorpresa del piloto a la vista del hidroavión que descendía sobre él; el cazador se convertía en presa. El piloto, sin embargo, se recuperó con rapidez y el Albatros se inclinó marcadamente y se alejó, pero no antes de que Giordino lo acribillara con una andanada de su fusil.
El incomprensible duelo que se desarrollaba sobre el cielo del campo Brady, cubierto de humo, alcanzó una nueva fase cuando el hidroavión de la Segunda Guerra Mundial se dispuso a plantarle cara al caza de la Primera Guerra Mundial. El PBY era más rápido, pero el Albatros contaba con la ventaja de sus dos ametralladoras y un grado de maniobrabilidad muy superior. El Albatros era un avión menos conocido que su famoso equivalente, el Fokker, pero se trataba de un caza excelente que había sido el caballo de batalla del Servicio Aéreo Imperial Alemán desde 1916 a 1918.
El Albatros se retorció, giró y se lanzó contra la carlinga del PBY Pitt actuó con rapidez: tiró de los controles y rezó para que las alas no se desprendieran del fuselaje mientras el pesado hidroavión se esforzaba por efectuar un rizo. Se olvidó de toda precaución y de las reglas del vuelo, y el entusiasmo del combate cuerpo a cuerpo le recorrió las venas. Casi pudo escuchar cómo saltaban los remaches mientras el PBY giraba sobre su cola. Esta acción evasiva tan poco convencional para un avión de sus características pilló a su oponente por sorpresa y las ráfagas gemelas de fuego que brotaron del avión amarillo se perdieron en el aire.
El Albatros efectuó un peligroso giro a la izquierda y se precipitó directamente contra el PBY Pitt vio las balas trazadoras que pasaban a pocos metros bajo su parabrisas. «Afortunadamente, ese tipo tiene una pésima puntería», pensó. Experimentó una extraña sensación en el estómago cuando los dos aviones se abalanzaron el uno hacia el otro, siguiendo un curso de colisión. Pitt esperó hasta el último momento antes de hundir el morro del PBY y se dio rápidamente la vuelta sobre sí mismo para ganar una breve pero favorable posición sobre el Albatros. Giordino volvió a abrir fuego, pero el Albatros se lanzó en picado para eludir las balas del fusil. Pitt lo perdió momentáneamente de vista. Giró a la derecha y escudriñó el cielo, pero fue demasiado tarde. Percibió, más que sintió, el golpeteo de una riada de balas que impactaron en el hidroavión. Pitt realizó una violenta maniobra de caída libre y logró evitar por muy poco el mortal aguijón del avión más pequeño.
La desigual batalla continuó durante ocho largos minutos, mientras los espectadores militares en tierra la observaban atónitos. El extraño duelo aéreo se desplazó lentamente al este, hacia la costa, donde se produciría el asalto final.
Pitt estaba sudando. Pequeñas y brillantes gotas de sudor surgían de su frente y le resbalaban lentamente por la cara, dejando rastros como de caracoles. Su contrincante era astuto, pero Pitt también empleaba su propia estrategia. Con infinita paciencia, esperó a que llegara el momento adecuado, y cuando finalmente llegó, estaba preparado para aprovecharlo.
El Albatros consiguió situarse por detrás y ligeramente por encima del Catalina. Pitt mantuvo la velocidad, y el otro piloto, como si anticipara ya la victoria final, se acercó a menos de veinte metros de la alta cola del hidroavión. Pero, antes de que las dos ametralladoras pudieran empezar a escupir fuego, Pitt tiró del regulador y bajó los alerones, lo que hizo que el gran aparato redujera considerablemente su velocidad. El piloto desconocido, pillado por sorpresa, no tuvo más remedio que adelantar al PBY y recibió varias balas bien dirigidas y disparadas casi a bocajarro al motor del Albatros. El antiguo avión escoró delante del morro del hidroavión y Pitt se quedó mirando, con el respeto con que un hombre valiente mira a otro, cuando el ocupante de la carlinga abierta se levantó los anteojos y le dirigió un breve saludo. Luego, el Albatros amarillo y su misterioso piloto se alejaron hacia el oeste, sobre la isla, dejando tras de sí una franja de humo negro que probaba la buena puntería de Giordino.
El Catalina perdía altura a causa de la baja velocidad y empezaba a caer en picado. Pitt tuvo que luchar durante unos tensos segundos para dominar los mandos y, recuperar un vuelo estable. Luego realizó un amplio giro ascendente y lo niveló a cinco mil pies de altura. Escudriñó la isla y el mar, pero no vio señales del extraño avión de la cruz de Malta. Se había desvanecido.
Pitt se sintió abrumado por una sensación fría y pegajosa. De algún modo, aquel Albatros amarillo le había parecido familiar. Era como si algún fantasma hubiera surgido del pasado para agobiarle. Pero la extraña sensación desapareció con la misma rapidez con que había surgido, y lanzó un profundo suspiro cuando la tensión disminuyó, sustituida por una reconfortante sensación de alivio.
–Bueno, ¿cuándo recibo mi medalla de tirador de primera? –preguntó Giordino desde la puerta de la cabina.
Sonreía ampliamente, a pesar de la herida que tenía en el cuero cabelludo. La sangre le resbalaba por la mejilla derecha y le manchaba el cuello de su hortera camisa con estampado de flores.
–En lugar de eso te invitaré a tomar una copa en cuanto aterricemos – replicó Pitt sin volverse.
Giordino se deslizó y se acomodó en el asiento del copiloto.
–Me siento como si acabara de bajar de la montaña rusa de Long Beach.
Pitt esbozó una mueca irónica. Se relajó y se reclinó contra el respaldo del asiento. Al cabo de un momento se volvió hacia Giordino y frunció el entrecejo.
–¿Qué te ha ocurrido?
Giordino le dirigió una mirada burlona y afligida.
–¿Quién te dijo que podías efectuar un rizo con un PBY?
–En ese momento me pareció lo más adecuado –contestó Pitt con una sonrisa.
–Pues la próxima vez advierte antes a los pasajeros. Reboté en la cabina como una pelota de baloncesto.
–¿Con qué te golpeaste en la cabeza? –preguntó Pitt.
–Si quieres saberlo, fue con la manija de la puerta del lavabo.
Por un instante Pitt lo miró asombrado y luego se volvió y lanzó una risotada. El regocijo fue contagioso y Giordino no tardó en imitarlo. El sonido de sus risas se extendió por la carlinga y se sobrepuso al ruido de los motores. Pasó medio minuto antes de que se serenaran y volvieran a la seriedad de la situación.
Pitt tenía la mente clara, pero el agotamiento se instalaba lentamente en ella. Las largas horas de vuelo y la tensión del reciente combate cayeron pesadamente sobre él. Anheló el olor del jabón en una ducha fría y la tersura de las sábanas limpias, pero miró por la ventanilla de la carlinga hacia el campo Brady y recordó que su destino original era el First Attempt, aunque un tenue presentimiento, o más bien un reconocimiento de la situación, le indujo a cambiar de idea.
–En lugar de amerizar y acercarnos a nuestra cita con el First Attempt, haríamos mejor en descender sobre el campo Brady. Tengo la impresión de que hemos recibido unas cuantas balas en el casco.
–Buena idea ––coincidió Giordino–. No estoy de humor para achicar agua.
El pesado hidroavión efectuó su maniobra final de aproximación y se situó sobre la pista con los aviones incendiados a un lado. Descendió sobre el asfalto caliente con un desagradable chirrido de las ruedas del tren de aterrizaje.
Pitt evitó las llamaradas y dirigió el hidroavión hacia el extremo más alejado de la pista. Cuando el Catalina se detuvo, apagó el motor y las dos hélices de hojas plateadas disminuyeron gradualmente sus revoluciones hasta detenerse por completo, relucientes bajo el sol del Egeo. Pitt y Giordino permanecieron sentados un momento, absorbiendo el primer y reconfortante silencio que se instalaba en la carlinga después de trece horas ininterrumpidas de ruido y vibraciones.
Pitt abrió la ventanilla lateral y observó con distanciado interés a los bomberos de la base, que luchaban contra aquel infierno. Había mangueras por todas partes, como autopistas en un mapa de carreteras, y los hombres corrían de un lado a otro, gritando y aumentando la confusión general. Casi habían logrado contener las llamas de los F–105, pero uno de los C–133 Cargomaster seguía ardiendo furiosamente.
–Echa un vistazo por ahí –dijo Giordino señalando.
Pitt se inclinó sobre el panel de instrumentos, miró por la ventanilla del lado de Giordino y vio un coche azul de la fuerza aérea que avanzaba por la pista en dirección al PBY. En el vehículo iban varios oficiales y era seguido por treinta o cuarenta militares que corrían y les vitoreaban.
–Eso es lo que yo llamo un comité de recepción –comentó Pitt con una sonrisa.
Giordino se aplicó un pañuelo sobre el corte que sangraba y, cuando quedó empapado de sangre, lo arrobó por la ventanilla. Su mirada se desvió hacia la cercana costa y por un momento pareció perderse en el infinito, mientras él se sumía en sus pensamientos. Finalmente se volvió hacia Pitt.
–Supongo que sabes que hemos tenido una suerte endiablada de poder estar aquí sentados.
–Sí, lo sé –asintió Pitt con gesto cansino–. Hubo un par de veces en las que pensé que nuestro fantasma nos había dado caza.
–Sólo me gustaría saber quién demonios era y a qué viene toda esta destrucción.
Pitt frunció el entrecejo.
–La única clave que tenemos es el Albatros amarillo.
Giordino miró a su amigo interrogativamente.
–¿Qué significado puede tener el color de esa vieja cafetera voladora?
–Si hubieras estudiado la historia de nuestra aviación –replicó Pitt con bondadoso sarcasmo–, recordarías que los pilotos alemanes de la Primera Guerra Mundial pintaban sus aviones con colores muy personales y a veces muy llamativos.
–Ahórrate la lección de historia –gruñó Giordino–. Lo único que deseo ahora es salir de esta sauna y tomar la copa que me debes.
Se levantó del asiento y se dirigió hacia la escotilla de salida.
El coche azul se detuvo junto al gran hidroavión plateado y las cuatro puertas se abrieron al unísono. Los ocupantes bajaron dando muestras de agradecimiento y el numeroso grupo de militares que llegó corriendo pronto rodeó el aparato, sin dejar de lanzar vítores y saludos hacia la carlinga.
Pitt permaneció sentado y devolvió desde la ventanilla los saludos de los hombres. Sentía el cuerpo cansado y aletargado, pero su mente se había recuperado y funcionaba a toda máquina. Un nombre cruzaba una y otra vez por sus pensamientos hasta que finalmente lo expresó en voz alta.
–El Halcón de Macedonia.
Desde la escotilla de salida, Giordino se volvió.
–¿Qué has dicho?
–Oh, nada. Nada en absoluto. –Pitt soltó un largo y audible suspiro–. Vamos a tomar esa copa.
2
Cuando Pitt despertó todavía era de noche. No sabía cuánto tiempo había dormido. Quizá sólo había y dormitado, o quizá estuvo sumido durante horas en el negro manto del sueño. No lo sabía, y tampoco le importaba. Los muelles metálicos del camastro crujieron al buscar Pitt una posición más cómoda. Pero no lograba la comodidad del sueño profundo. Su mente consciente intentó analizar débilmente el motivo. ¿Era el zumbido continuo del acondicionador de aire?, se preguntó. Estaba acostumbrado a dormir a pesar del estruendo de los motores de los aviones, de modo que no podía tratarse de eso. Quizá fuera la aversión a las cucarachas; Thasos estaba llena de ellas. Pero no, era algo más. Entonces se dio cuenta: era su otra mente, la inconsciente, la que le mantenía despierto, ya que, como si fuera un proyector de cine, emitía imágenes repetidas de los extraños acontecimientos de la jornada anterior.
Una imagen destacaba por encima de las demás. Era la fotografía que había visto en una galería del Museo Imperial de Guerra. Pitt la recordaba viva mente. La cámara había retratado a un aviador alemán que posaba junto a un caza de la Primera Guerra Mundial. Iba ataviado con las prendas de vuelo típicas de la época, y mantenía la mano derecha posada sobre la cabeza de un enorme pastor alemán blanco. El perro jadeaba y miraba a su amo con expresión protectora. El aviador miraba el objetivo con un rostro juvenil que de algún modo parecía desnudo, sin la habitual cicatriz de duelo y el típico monóculo prusiano. No obstante, el orgulloso porte militar teutónico se reconocía fácilmente en el atisbo de sonrisa arrogante y en la postura, tan recta como un palo.
Pitt recordaba incluso lo que decía el epígrafe bajo la foto: «El Halcón de Macedonia. Teniente Kurt Heibert, de la Jagdstaffel 91, que alcanzó 32 victorias sobre los aliados en el frente de Macedonia y fue uno de los ases más destacados de la Gran Guerra. Supuestamente derribado y perdido en el mar Egeo el 15 de julio de 1918.»
Pitt permaneció mirando fijamente la oscuridad. Estaba convencido de que esa noche ya no podría conciliar el sueño. Se incorporó y se apoyó sobre un codo, extendió la mano hacia la mesita de noche, tanteó hasta encontrar el reloj y se lo colocó delante de los ojos. La esfera luminosa indicaba que eran las 4.09. Se sentó y posó los pies desnudos sobre el suelo de baldosas. Cerca del reloj había un paquete de cigarrillos; extrajo uno y lo encendió con un Zippo plateado. Inhaló profundamente, se levantó y se desperezó. Una mueca apareció en su rostro; los músculos de la espalda le dolían de los palmeos de saludo y agradecimiento recibidos de los hombres del campo Brady, después de que él y Giordino bajaran del PBY Pitt sonrió en la oscuridad al recordar los cálidos apretones de manos y las felicitaciones con que les habían abrumado.
La luz de la luna, que penetraba por la ventana de la residencia de oficiales, y el aire ya cálido y claro del amanecer lo hicieron sentir inquieto. Se quitó los calzoncillos y rebuscó en su equipaje bajo la tenue luz. Al reconocer al tacto la forma de la tela de un corto bañador, se lo puso, cogió una toalla del cuarto de baño y salió a la quietud de la noche.
La brillante luna mediterránea iluminó su cuerpo y el pelado paisaje, produciendo una fantasmagórica sensación de vacío. El cielo estaba tachonado de estrellas y podía verse la Vía Láctea, un gran dibujo blanco que atravesaba un fondo de terciopelo negro.
Pitt descendió por el camino que conducía desde la residencia de oficiales hasta la puerta principal. Se detuvo un momento y contempló la pista vacía. Observó una zona oscura en las hileras de luces multicolores que delimitaban los bordes de la pista. Pensó que varias luces del sistema de señales debían de haber resultado dañadas durante el ataque. No obstante, la pauta general seguía siendo discernible para cualquier piloto que quisiera efectuar un aterrizaje nocturno. Por detrás de las luces distinguió el perfil oscuro del PBY, aparcado en el lado opuesto de la pista de aproximación. Los daños causados por las balas en el casco del Catalina resultaron ligeros, y el equipo de mantenimiento le prometió que iniciaría las reparaciones a primeras horas de la mañana, pero les llevaría tres días. El coronel James Lewis, comandante de la base, le expresó sus disculpas por el retraso, pero necesitaba a la mayor parte del personal de mantenimiento para que trabajara en los cazas dañados y en el C–133 Cargomaster que quedaba. Pitt y Giordino prefirieron aceptar la hospitalidad del coronel y se quedaron en el campo Brady, utilizando la lancha ballenera del First Attempt para ir y venir entre el barco y la costa. Esta disposición benefició a todos, ya que el alojamiento en el atestado First Attempt era escaso y muy solicitado.
–Es muy temprano para tomar un baño, ¿no te parece, amigo?
El sonido de la voz arrancó a Pitt de sus pensamientos y se encontró bajo la blanca luminosidad de los focos de la caseta del guarda, en la entrada principal de la base. La caseta estaba en una rotonda con bordillo, que separaba el tráfico de entrada y el de salida, y que apenas era lo bastante grande como para que un hombre se acomodara sentado en su interior. Un policía militar, no muy alto y fornido, se adelantó hasta la puerta y le miró.
–No podía dormir –dijo Pitt. En cuanto lo dijo, se sintió estúpido por no habérsele ocurrido nada más original. Qué demonios, pensó, al fin y al cabo no era más que la verdad.
–No me sorprende –dijo el guardia–. Después de todo lo ocurrido, sería insólito que alguien pudiera dormir en la base. –El simple hecho de hablar de dormir arrancó un bostezo al policía.
–Debes de aburrirte terriblemente, aquí sentado y a solas durante toda la noche –dijo Pitt.
–Sí, esto está bastante aburrido –asintió el policía, y se metió una mano en el cinturón Sam Browne, mientras dejaba la otra sobre la culata de la Colt 45 que le colgaba de la cadera–. Si quieres salir de la base, será mejor que me enseñes tu pase.
–Lo siento pero no tengo pase. –A Pitt se le había olvidado pedirle al coronel Lewis un pase para entrar y salir del campo Brady.
Una expresión jactanciosa y dura apareció en el rostro del policía.
–Entonces regresa a los barracones y cógelo.
Se apartó de un manotazo una mariposa nocturna que revoloteó ante su rostro y luego se dirigió hacia los focos.
–Ni siquiera tengo pase –dijo Pitt con una sonrisa de impotencia.
–No te pases de listo conmigo, tío. Nadie entra o sale por esta puerta sin un pase..
–Yo lo hice.
–¿Cómo te las arreglaste para hacerlo? –preguntó el guardia con expresión recelosa.
–Entré volando.
Después de pensar un momento, los ojos del guardia se encendieron al reconocer a Pitt.
–¿Eres el piloto del Catalina!
–El mismo –asintió Pitt.
–Ah, tío, deja que te estreche esos cinco. –Los labios del guardia esbozaron una amplia sonrisa que dejó sus dientes al descubierto–. Fue la mejor demostración de vuelo que he visto en mi vida.
Y tendió hacia él una manaza. Pitt la estrechó y se encogió con un gesto de sorpresa. Él mismo solía apretar la mano con fuerza, pero su apretón pareció flojo comparado con el del guardia.
–Gracias, pero me habría sentido mejor si hubiera logrado derribarlo.
–Oh, demonios, no habrá llegado muy lejos. Ese montón de chatarra no hacía más que arrojar humo cuando se perdió tras las montañas.
–¿Se estrellaría al otro lado?
–No lo creo. El coronel envió al destacamento de policía militar a recorrer la isla en jeeps, en busca de ese maldito cacharro. Buscaron hasta el anochecer, pero no encontraron nada. –Frunció el entrecejo–. Lo que lamento es haber regresado á la base demasiado tarde para agradecerte tu providencial ayuda.
Pitt sonrió.
–Seguramente habrá caído al mar, aunque quizá consiguió llegar al continente antes de caer.
El policía militar se encogió de hombros.
–Podría ser, pero de una cosa puedes estar seguro: no está en Thasos. De eso tienes mi garantía personal. Pitt volvió a sonreír.
–Eso me tranquiliza. –Se echó la toalla al hombro–. Bueno, ha sido un placer hablar con...
–Soldado de segunda Moody.
–Yo soy el mayor Pitt.
La cara del policía palideció.
–Oh, lo siento, señor. No sabía que era usted oficial. Pensé que era uno de esos civiles que trabajan para la ANIM. Le dejaré salir por esta vez, mayor, pero le agradecería que consiguiera un pase para entrar y salir de la base.
–Me ocuparé de eso después del desayuno.
–Mi relevo llega a las ocho. Si no ha regresado para entonces le diré que le deje pasar.
–Gracias, Moody. Nos veremos más tarde.
Pitt se despidió con la mano y descendió por la carretera que conducía hacia la playa.
Pitt se mantuvo a la derecha de la estrecha carretera asfaltada y un kilómetro y medio más adelante llegó a una pequeña cala flanqueada por grandes y tortuosas rocas. La luz de la luna le permitió distinguir un sendero que siguió hasta la blanda arena de la playa. Dejó la toalla y se dirigió hacia el agua. Una ola rompió y la espuma de su cresta avanzó suavemente sobre la apretada arena, hasta lamerle los pies. Apenas soplaba el aire y el mar se encontraba relativamente en calma. La luna arrojaba su resplandor sobre las oscuras aguas y trazaba un rastro plateado que se extendía hasta el horizonte, donde el mar y el cielo se fundían en la más absoluta negrura. Pitt disfrutó de aquella cálida y plácida quietud y se metió en el agua, nadando sobre el rastro plateado.
Siempre que se encontraba a solas cerca del mar, le abrumaba un sentimiento peculiar. Era como si su alma abandonara el cuerpo y él se convirtiera en un ser etéreo. Su psique se purificaba, cesaba toda actividad mental y se desvanecían todos los pensamientos. En esas ocasiones sólo era vagamente consciente del calor y el frío, los olores, el tacto y todos los demás sentidos, excepto el auditivo. Escuchó aquel silencio envuelto por la nada, el tesoro más grande y, sin embargo, el más desconocido del hombre. Olvidó todos sus fracasos y sus victorias, sus amores y hasta la vida misma se diluyó en aquella quietud.
Flotó en el agua durante largo rato, hasta que una pequeña ola le dio en la cara y tragó un poco de agua salada. Bufó y escupió y recuperó todas sus sensaciones físicas. Luego nadó de espaldas, sin esfuerzo alguno, de regreso hacia la playa. Al tocar el fondo arenoso se dejó arrastrar hasta la playa como un trozo de madera a la deriva. Luego se incorporó y se arrastró hasta sacar del agua la mitad de su cuerpo, y se quedó allí tendido, dejando que el agua se arremolinara alrededor de sus muslos y nalgas. El cálido oleaje del Egeo inundó la playa, acariciándole la piel, mientras él se dormía.
Las estrellas empezaban a parpadear y apagarse con la pálida luz del amanecer, cuando una alarma interior sonó en el cerebro de Pitt. Se puso repentinamente alerta ante una presencia, instantáneamente despierto, pero no efectuó el menor movimiento, excepto el de mirar con los ojos aguzados. Apenas pudo distinguir una forma indefinida que se acercaba a él. Trató de enfocar la vista a la débil luz y poco a poco se fue materializando un perfil. Era una mujer.
–Buenos días –saludó Pitt.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó la mujer al tiempo que se llevaba una mano a la boca. Todavía estaba demasiado oscuro como para distinguir la mirada desconcertada de sus ojos, pero Pitt sabía que estaba allí.
–Lo siento –dijo él con suavidad–. No tenía intención de asustarla.
Ella se recuperó del susto sin dejar de mirarlo. Finalmente pareció encontrar la voz.
–Yo... creí que estaba muerto –musitó.
–No se lo recrimino. Imagino que si me encontrara con alguien dormido en la playa a esta hora del amanecer, yo también pensaría lo mismo.
–Me dio un susto terrible al incorporarse y empezar a hablarme.
–De nuevo le presento mis disculpas. –De repente, a Pitt se le ocurrió que la mujer hablaba inglés. Su acento era británico, pero tenía un matiz alemán. Se levantó–. Permítame presentarme. Soy Dirk Pitt.
–Yo soy Teri, y no imagina cuánto me alegra verle vivo y con buena salud, señor Pitt.
Ella no le dijo el apellido, y Pitt no preguntó.
–Créame, Teri, la alegría es toda mía. –Señaló hacia la playa–. ¿Quiere unirse a mí y ayudarme a levantar el sol?
Ella soltó una risita.
–Gracias. Me gustaría, pero apenas le conozco. Lo mismo podría ser usted un maníaco violador o algo así –bromeó–. ¿Puedo confiar en usted?
–Si quiere que le sea franco, no. Creo que es justo advertirle que he violado a más de cien jóvenes vírgenes en este mismo lugar. –Pitt sabía que su humor cínico era un buen sistema para poner a prueba el carácter de una mujer.
–Oh, qué pena. Me habría gustado ser la ciento uno, pero ya no soy una joven virgen. –Había ya la luz suficiente para que Pitt viera su sonrisa juguetona–. Desde luego, espero que no lo utilice contra mí ante un jurado.
–Descuide. Sólo le pediré que mantenga en secreto el hecho de que la ciento uno no resultó tan pura como la nieve. Si alguien se enterara se echaría a perder para siempre mi fama de maníaco violador.
Ambos se echaron a reír y se sentaron sobre la toalla de Pitt. Hablaron mientras amanecía y el sol iniciaba su perezoso ascenso sobre el mar Egeo. Cuando la reluciente bola naranja arrojaba sus primeros rayos dorados sobre el trémulo horizonte, Pitt estudió a la mujer atentamente.
Tenía unos treinta años y llevaba un bikini rojo, no exageradamente breve, aunque el borde de la braga empezaba a unos cinco centímetros bajo el ombligo. La tela tenía un brillo satinado y se ceñía sobre su cuerpo como una segunda piel. Su figura era una seductora mezcla de gracia y firmeza; el estómago era plano y suave; y los pechos, perfectos, ni demasiado pequeños ni demasiado grandes ni desproporcionados. Tenía piernas largas, de color cremoso y tirando a delgadas. Pitt decidió pasar por alto esta ligera imperfección y dirigió la vista hacia su rostro. El perfil era exquisito. Sus rasgos poseían la belleza y el misterio de una estatua griega, y cualquiera los habría calificado de casi perfectos de no ser por el hoyuelo redondo que se le veía en la sien derecha. La cicatriz quedaba oculta por el cabello negro que le llegaba hasta los hombros, pero ella había echado la cabeza hacia atrás para contemplar la salida del sol, y los mechones de ébano le caían por detrás de los hombros, hasta tocar la arena, y revelaban esa pequeña imperfección.
De repente, se volvió y descubrió la mirada de Pitt.
–Se supone que ha de estar mirando la salida del sol –le dijo con una sonrisa divertida.
–He visto muchas salidas del sol, pero ésta es la primera vez que me encuentro con una encantadora y genuina Afrodita griega.
Pitt observó los oscuros ojos negros que centellearon con diversión ante el cumplido.
–Gracias por el halago, pero Afrodita fue la diosa griega del amor y la belleza, y yo sólo soy medio griega.
–¿Y qué es la otra mitad?
–Mi padre era alemán.
–En tal caso, debo agradecer a los dioses que heredara usted los rasgos de su madre.
Ella le dirigió una mirada coqueta.
–Será mejor que mi tío no le oiga decir eso.
–¿Uno de esos típicos krauts?
–En efecto. De hecho, él es la razón por la que estoy en Thasos.
–Entonces no puede ser tan malvado –dijo Pitt, que no dejaba de admirar sus ojos castaños–. ¿Vive usted con él?
–No; nací aquí, pero me educaron en Inglaterra. Cuando tenía dieciocho años me enamoré de un gallardo vendedor de coches y me casé con él.
–No sabía que los vendedores de coches pudieran ser gallardos.
Ella ignoró el sarcasmo y continuó.
–En su tiempo libre le encantaba conducir coches deportivos, y era bueno incluso. Ganó algunos triales y concursos. –Se encogió de hombros y empezó a trazar círculos con un dedo sobre la arena. Al continuar, su voz sonó extraña y ronca–. Un fin de semana conducía un potente MG en una carrera. Estaba lloviendo, se salió de la pista y chocó contra un árbol. Murió antes de que yo pudiera llegar a su lado.
Pitt guardó silencio, sin dejar de mirar su rostro entristecido.
–¿Hace mucho tiempo de eso? –se limitó a preguntar al cabo.
–Ocho años y medio –susurró ella.
Pitt se sintió aturdido y a continuación experimentó una sensación de cólera. Qué despilfarro, pensó. Qué condenado despilfarro que una mujer como aquélla lamentara la pérdida de un marido durante casi nueve años. Vio las lágrimas aflorar a los ojos de la mujer, sumida en sus propios recuerdos, y aquello terminó deponerle de mal humor. Se inclinó y le propinó un bofetón con el dorso de la mano.
Ella abrió los ojos, sorprendida, y todo su cuerpo se tensó bajo la fuerza del golpe. Fue como si le hubieran alcanzado con una bala.
–¿Por qué me ha pegado? –chilló al borde del llanto.
–Porque usted lo necesitaba –le espetó–. Esa antorcha que lleva a todas partes está tan gastada como un abrigo viejo. Me sorprende que nadie la haya puesto sobre sus rodillas para apagarla con una buena tunda. De modo que su esposo era gallardo. ¿Y qué? Está muerto y bien enterrado, y el hecho dé haberlo llorado durante todos estos años no lo ha hecho regresar de su tumba. Deposite su recuerdo en alguna parte y olvídelo. Es usted una mujer hermosa, y no merece seguir encadenada a un ataúd lleno de huesos. Pertenece a cada hombre que se vuelva para admirarla y que anhele poseerla. –Pitt advirtió que sus duras palabras empezaban a horadar las débiles defensas de la mujer–. Y ahora, piense en lo que le he dicho. Se trata de su vida. No la arroje por la borda por jugar a representar el papel de Camille, por lo menos mientras no esté arrugada y canosa.
El rostro de ella adoptó una expresión angustiada bajo el sol de la mañana y sollozó tenuemente. Pitt la dejó llorar durante un rato. Cuando levantó finalmente la cabeza y la volvió hacia él, Pitt percibió el brillo de sus ojos. Eran suaves y parecían asustados, como los de una niña pequeña. La estrechó entre sus brazos y la besó. Tenía los labios cálidos y húmedos.
–¿Cuándo fue la última vez que estuviste con un hombre? –le susurró.
–Desde que... –Su voz sé apagó.
Pitt la poseyó mientras las alargadas sombras de las rocas avanzaban sobre la playa y protegían sus cuerpos del sol. Una bandada de aves lavanderas trazó círculos sobre ellos y descendió sobre la húmeda arena, junto al agua. Las aves avanzaron y retrocedieron, jugueteando con el oleaje. De vez en cuando una de ellas dirigía una mirada hacia los dos amantes, envueltos en las sombras bajo las rocas antes de volver a introducir el largo y curvado pico entre la arena en busca de comida. Las sombras se acortaron a medida que el sol se elevaba en el cielo. Una barca de pesca pasó a unos cien metros del extremo de las rocas. Los pescadores, dedicados a tender las redes en el agua, estaban demasiado ocupados como para observar nada en la playa. Finalmente, Pitt se retiró y miró el rostro sereno y sonriente de Teri.
–No sé si darte las gracias o pedirte perdón –le dijo él con suavidad.
–Te ruego que aceptes ambas cosas, junto con mi bendición –murmuró ella.
La besó ligeramente en los ojos.
–¿Te das cuenta de todo lo que te has perdido durante estos años? –le preguntó burlón.
–Realmente me has mostrado un antídoto milagroso para mi depresión.
–Siempre receto la medicina de la seducción. Es una cura garantizada para toda clase de enfermedades y achaques.
–¿Y cuál es el precio de la visita, doctor? –preguntó ella con una risita pícara.
–Ya ha sido pagada.
–No te saldrás tan fácilmente de ésta. Insisto en que vengas a cenar esta noche a casa de mi tío.
–Lo aceptaré como un honor –asintió él–. ¿A qué hora y dónde?
–El chofer de mi tío te recogerá a la entrada del campo Brady a las seis de la tarde.
Pitt enarcó una ceja.
–¿Qué te hace pensar que estoy en el campo Brady?
–Eres estadounidense y ahí es donde están todos los que hay en la isla. – Teri le tomó la mano y se la apretó contra su cara–. Háblame de ti. ¿Qué clase de trabajo realizas en tu valiente fuerza aérea? ¿Vuelas? ¿Eres oficial?
Pitt intentó aparentar seriedad.
–Soy el recogedor de la basura de la base.
Los ojos de ella se abrieron de sorpresa.
–¿De veras? Eres demasiado inteligente para dedicarte a recoger la basura. –Observó su bronceado y fuerte rostro, y el intenso verde de sus ojos–. Está bien, no utilizaré nada de tu profesión en contra tuya. ¿Eres sargento?
–No. La verdad es que nunca he sido sargento.
De repente, un destello entre las rocas, a unos setenta metros de distancia, captó la atención de Pitt. Un objeto brillante reflejó por un instante los rayos del sol. Observó la zona de donde había surgido el destello, pero no vio ningún
movimiento.
–¿Ocurre algo? –preguntó Teri.
–No, nada –mintió Pitt–. Creí haber visto algo pero no era más que un reflejo. –Miró a Teri y su mirada se hizo malévola–. Bueno, será mejor que regrese a la base; aún me queda mucha basura por recoger.
–Yo también debería regresar. Probablemente, mi tío se preguntará qué ha sido de mí.
–¿Se lo dirás?
–¡Tonto! –exclamó ella echándose a reír.
Se levantó, se limpió la arena del cuerpo y se ajustó el bikini. Pitt le sonrió y también se levantó.
–¿Cómo es posible que las mujeres parezcan siempre tan tímidas y recatadas antes de hacer el amor, y tan chispeantes y descuidadas después?
Ella se encogió de hombros.
–Supongo que porque el sexo libera nuestras frustraciones y hace que nos sintamos dichosas. –Sus ojos morenos relampaguearon–. Las mujeres también tenemos instintos animales.
Pitt, juguetón, le dio unas palmadas en las nalgas.
–Vamos, te acompañaré a casa.
–Tendrías que caminar mucho. La villa de mi tío está en las montañas, detrás de Liminas.
–¿Dónde están las montañas y Liminas?
–Liminas es un pequeño pueblo situado a unos diez kilómetros carretera arriba –contestó ella, señalando hacia el norte–. En cuanto a las montañas... – Señaló con la mano las laderas interiores de la isla, a kilómetro y medio más allá de la carretera–. ¿Cómo llamas a eso?
–En California, de donde vengo, a todo lo que tenga menos de mil metros de altura lo llamamos colinas..
–Ah, vosotros los yanquis siempre tan fanfarrones.
–Es nuestro pasatiempo nacional.
Subieron por el sendero, alejándose de la cala. En lo alto, a un lado de la carretera, había un pequeño Mini Cooper descapotable y de aspecto deportivo. La pintura verde de carreras, típicamente británica, apenas si era visible debajo de la capa de polvo de Thasos.
–¿Qué te parece mi imponente bólido de carreras Grand Prix? –preguntó Teri.
Pitt sonrió por el uso de la palabra «imponente» para referirse al coche, algo típicamente británico.
–¡Caramba! –exclamó–. No está nada mal. ¿Es tuyo?
–Sí, lo compré nuevo en Londres el mes pasado y lo conduje hasta aquí yo misma desde El Havre.
–¿Cuánto tiempo te quedarás con tu tío?
–Tengo tres meses de vacaciones, de modo que estaré aquí por lo menos otras seis semanas. Luego regresare a casa en barco. Conducir por toda Europa es divertido pero agotador.
Pitt le abrió la portezuela y ella se sentó al volante. Se inclinó, rebuscó debajo del asiento delantero y sacó un juego de llaves. Luego le dio al contacto. El tubo de escape tosió y el motor se puso en marcha con un desagradable estertor. Pitt se inclinó sobre la portezuela polvorienta y la besó brevemente.
–Espero que tu tío no me reciba con una escopeta.
–No te preocupes. Probablemente hablará por los codos. Le encanta la fuerza aérea. Fue piloto durante la Primera Guerra Mundial.
–Claro –repuso Pitt con sarcasmo–. Apuesto a que afirma haber volado con el mismo Richthofen.
–Oh, no, nunca estuvo en Francia. Combatió aquí mismo, en Grecia.
El sarcasmo de Pitt se desvaneció y una extraña sensación se apoderó de él.
–¿Ha mencionado tu tío alguna vez a... Kurt Heibert?
–Muchas veces. Solían volar juntos en patrulla. –Teri puso la primera, le sonrió y se despidió–. Te veré esta noche. No vengas muy tarde, cariño. Adiós.
Antes de que Pitt pudiera decir una palabra más, el pequeño coche salió a la carretera. Lo vio perderse en la distancia, hacia el norte. La polvorienta mancha verde llegó a una cresta y lo último que Pitt vio fue el cabello negro de Teri ondeado por el viento.
El ambiente empezaba a ser incómodamente cálido. Pitt inició el camino de regreso al aeródromo. De pronto tropezó con un afilado objeto con el pie desnudo y maldijo por lo bajo, mientras conservaba el equilibrio sobre una pierna y se arrancaba un pequeño erizo del talón. Observó el suelo para evitar nuevos contratiempos, cuando de repente distinguió unas huellas de suelas tachonadas.
Pitt se arrodilló y las estudió. Diferenció con facilidad sus propias huellas y las de Teri, puesto que ambos iban descalzos. Su boca se torció en una mueca. Observó varios lugares donde las huellas tachonadas se superponían a las de los pies desnudos. Era evidente que alguien había seguido a Teri hasta la playa. Se protegió los ojos del sol con una mano. Todavía era bastante temprano, así que decidió seguir el rastro.
Las huellas descendían hasta la mitad del sendero y luego torcían en dirección a las rocas. Allí terminaba el rastro. Escaló las tortuosas rocas y volvió a con templar el paisaje al otro lado. Las huellas se desviaban de nuevo hacia la carretera, sólo que esta vez se alejaban del sendero. Una rama espinosa le arañó el brazo y dejó diminutos trazos de sangre, pero él ni siquiera se dio cuenta. Empezaba a sudar cuando regresó de nuevo a la carretera. Finalmente, las huellas tachonadas terminaban allí donde empezaban las de unas pesadas ruedas. El dibujo de las ruedas había dejado unas marcas peculiares en forma de diamante sobre el polvo.
No había tráfico en ninguna dirección, así que Pitt extendió tranquilamente la toalla en el centro de la carretera, se sentó sobre ella y empezó a examinar mentalmente toda la escena.
Quien hubiera seguido a Teri había aparcado allí, había ido hasta el coche de ella y luego la había seguido sendero abajo. Pero, antes de llegar a la playa, tuvo que haber oído voces, así que retrocedió hacia las rocas, donde se ocultó y los espió. Una vez se hizo de día, el desconocido regresó a la carretera amparado por las rocas.
Era como un rompecabezas elemental y todo encajaba, excepto por el hecho de que faltaban tres piezas. ¿Por qué y quién había seguido a Teri? A Pitt se le ocurrió una idea y sonrió para sus adentros. La respuesta más sencilla era suponer que se trataba de un voyeur local. Si así era, había conseguido mucho más de lo que esperaba ver.
Se le formó un nudo en el estómago. Lo que más le incordiaba era la ausencia de la tercera pieza. En su mente había algo que no encajaba. Volvió a mirar las huellas de las ruedas. Eran demasiado grandes para un coche corriente. Aquellas huellas sólo podía haberlas dejado un vehículo más pesado, por ejemplo un camión. Sus ojos se entrecerraron y su cerebro empezó a agitarse. Pitt no había oído la llegada del coche de Teri porque estaba dormido en la playa. Y probablemente, el camión se había deslizado en punto muerto hasta detenerse.
La intensa mirada de Pitt se volvió desde las huellas de las ruedas en forma de pequeños diamantes hacia la playa. La marea empezaba a subir sobre la arena, borrándolo todo. Calculó la distancia que debía de haber entre la carretera y la playa y empezó a exponer los términos del problema como un maestro de escuela.
Si un camión está en A, y dos personas están en la playa, a noventa metros de B, ¿por qué las dos personas de la playa no oyeron ponerse en marcha el motor del camión en el silencio del amanecer?
Pitt se encogió de hombros y se levantó. Sacudió la toalla, se la colocó alrededor del cuello y regresó a la base caminando mientras silbaba It's a Long Road to Tipperary.
3
El joven marinero rubio arrojó los cabos, y la pequeña lancha ballenera de ocho metros de eslora se apartó lentamente del embarcadero improvisado cerca del campo Brady, para dirigirse hacia el First Attempt, sobre la azulada alfombra de agua. El crepitante motor Buda de cuatro cilindros impulsó la recia embarcación a diez nudos y arrojó sobre la cubierta el familiar olor náutico a motor diesel. Faltaban pocos minutos para las nueve y ya empezaba a hacer calor.
Pitt, de pie en la embarcación, observó cómo se alejaba la costa hasta que el embarcadero se convirtió en una borrosa mancha en la línea del mar. Luego dejó caer sus noventa kilos de peso sobre la barandilla de la popa y se quedó sentado, con las nalgas precariamente salidas hacia la espumeante estela blanca que dejaba la lancha. Desde esa insólita posición sentía las pulsaciones del eje y, si miraba directamente hacia abajo, veía la hélice que hendía el agua. La lancha ballenera se encontraba ya a casi medio kilómetro del First Attempt cuando Pitt se dio cuenta de que el joven marinero que pilotaba la embarcación lo miraba con expresión de respeto.
–Disculpe, señor, pero creo que ha pasado usted algún tiempo en embarcaciones de este tipo.
El marinero rubio indicó con un gesto el modo en que Pitt se había sentado en la barandilla. El joven denotaba haber cursado estudios académicos y una agudeza científica. Bronceado por el sol del Egeo, llevaba sólo unas bermudas; tenía una barba larga, escasa y amarillenta.
Pitt rodeó con una mano la pértiga de la luz de popa para sostenerse y metió la otra en el bolsillo de la pechera para coger un cigarrillo.
–Solía pilotar una embarcación de este tipo cuando estaba en la escuela superior –dijo.
–Eso quiere decir que vivía cerca del mar –observó el joven marinero.
–En Newport Beach, California.
–Bonito lugar. Solía acercarme por allí siempre que podía cuando seguí cursos de postgrado en Scripps, LaJolla. –El joven le dirigió una sonrisa–. Aquél sí es un lugar estupendo para encontrar chicas. Tuvo que habérselo pasado muy bien allí.
–Se me ocurren lugares peores donde pasar la pubertad –repuso Pitt, y prefirió cambiar de tema–. Dígame, ¿qué problemas han tenido con el proyecto?
–Todo funcionó estupendamente durante el primer par de semanas, pero en cuanto encontramos un lugar prometedor para investigar, las cosas empezaron a ponerse feas y desde entonces no hemos tenido más que mala suerte.
–¿Por ejemplo... ?
–En la mayoría de los casos fallos en el equipo, como cables rotos, componentes perdidos y dañados, averías del generador y esa clase de cosas.
Ahora se acercaban al First Attempt, y el joven marinero se volvió hacia el timón y maniobró la lancha para situarla a lo largo de la escala para subir a bordo.
Pitt se incorporó, miró el barco y estudió su aspecto exterior. Era un navío pequeño, de 820 toneladas y cincuenta metros de eslora. La quilla había sido puesta originalmente en los astilleros de Rotterdam para que fuese un remolcador oceánico, antes de la Segunda Guerra Mundial. Inmediatamente después de que los alemanes invadieran los Países Bajos, la tripulación llevó el barco a Inglaterra, donde prestó notables y meritorios servicios durante la guerra, dedicado a remolcar barcos torpedeados y averiados hasta el puerto de Liverpool, sobre las narices de los submarinos alemanes. Tras el final de las hostilidades en Europa, su cansado y maltrecho casco fue vendido por el gobierno holandés a la marina de Estados Unidos, que lo incluyó en la flota de reserva en Olympia, Washington, donde permaneció durante veinticinco largos años, dormido bajo una cubierta de plástico gris. Luego, la recientemente formada Agencia Nacional de Investigaciones Marinas lo compró a la marina y lo convirtió en una moderna embarcación oceanográfica, que rebautizó como First Attempt.
Pitt entrecerró los ojos ante la brillante luminosidad de la pintura blanca que cubría el casco del barco. Subió por la escala y fue saludado en cubierta por un viejo amigo, el comandante Rudi Gunn, patrón y director del proyecto del barco.
–Tienes buen aspecto –le dijo Gunn, sin sonreír.
Cogió un cigarrillo y, antes de encenderlo, le tendió el paquete a Pitt, que negó con la cabeza y mostró el que sostenía en la otra mano.
–He oído decir que tienes problemas –dijo Pitt.
La expresión del rostro de Gunn se hizo hosca.
–Tienes toda la condenada razón –admitió con se quedad–. No le pedí al almirante Sandecker que te enviara desde Washington sólo para jugar una partida de póquer.
Pitt enarcó las cejas. Aquella repentina dureza no era propia de Gunn. En circunstancias normales el pequeño comandante era una persona cálida y de buen humor.
–Tómatelo con calma, Rudi –repuso Pitt suavemente–. Alejémonos del sol y podrás informarme de los problemas.
Gunn se quitó las gafas de montura metálica y se pasó un arrugado pañuelo por la frente.
–Lo siento, Dirk. Pero nunca he visto que tantas cosas salieran tan mal al mismo tiempo. Es frustrante después de toda la planificación que se ha hecho para este proyecto. Supongo que eso me ha disparado los nervios. Sabes, la tripulación ha procurado evitarme durante los tres últimos días.
Pitt apoyó una mano sobre el hombro de su amigo y sonrió burlonamente.
–Bueno, te prometo que yo no te evitaré aunque te comportes como un jodido bastardo.
Gunn lo miró inexpresivamente y luego una sensación de alivio iluminó sus ojos. Meneó la cabeza y lanzó una risotada.
–Me alegro de que estés aquí. –Cogió a Pitt por el brazo con fuerza–. Quizá no resuelvas nada, pero tu sola presencia hace que me sienta mejor. –Se volvió y señaló la proa–. Vamos, mi camarote está ahí arriba.
Pitt lo siguió por la escalerilla hasta el siguiente puente y ambos entraron en un pequeño camarote, seguramente diseñado por un fabricante de armarios. La única comodidad con que contaba, y ya era mucho, era el chorro de aire fresco que producía un ventilador de techo. Permaneció un momento de pie ante la escotilla de entrada, aspirando la fresca brisa. Luego tomó una silla y se sentó con los brazos apoyados en el respaldo, a la espera de que Gunn le informara.
Éste cerró la portilla y se quedó de pie.
–Antes de empezar, dime qué sabes sobre nuestra expedición por el Egeo.
–Sólo que el First Attempt lleva a cabo investigaciones sobre la fauna marina en el Mediterráneo. Gunn lo miró asombrado.
–¿No te ha ofrecido el almirante ninguna información detallada referente a este proyecto, antes de que salieras de Washington?
Pitt encendió otro cigarrillo.
–¿Qué te hace pensar que vengo directamente de la capital?
–No lo sé –vaciló Gunn–. Sólo imaginé que...
Pitt lo interrumpió con una sonrisa.
–Hace cuatro meses que no voy a Estados Unidos. –Exhaló una bocanada de humo hacia el ventilador y observó cómo desaparecía el halo azulado–. El mensaje que te envió Sandecker decía que me enviaba directamente a Thasos. Pero se le olvidó mencionar de dónde vendría y cuándo llegaría. Quizá por eso esperabas que surgiera del cielo hace cuatro días.
–Lo siento. –Gunn volvió a encogerse de hombros–. Tienes razón, claro. Imaginé que necesitarías dos días para que ese viejo pato metálico te trajera desde la capital. Ayer, cuando finalmente te metiste en el follón del campo Brady, ya llevabas cuatro días de retraso según mis previsiones.
–No pudimos evitarlo. A Giordino y a mí se nos ordenó que lleváramos suministros a una estación experimental instalada en un gran banco de hielo al norte de las Spitzbergen. Después de aterrizar, una ventisca nos mantuvo varados en tierra durante setenta y dos horas.
–Menudo cambio de temperaturas–comentó Gunn con una sonrisa.
Pitt se limitó a sonreír. Gunn abrió el cajón superior de una pequeña mesa escritorio y entregó a Pitt un gran sobre manila que contenía varios dibujos de un extraño pez.
–¿Has visto antes algo parecido?
Pitt observó los dibujos con atención. La mayoría eran diferentes representaciones del mismo pez, y sin embargo cada una variaba los detalles. La primera era una antigua ilustración griega de un jarrón. Otra había formado parte de un fresco romano. Dos de ellas eran dibujos estilizados más modernos, que representaban al pez efectuando una serie de movimientos. La última era la fotografía de un fósil medio enterrado en la arena. Pitt levantó la cabeza y miró interrogativamente a Gunn, que le entregó una lupa.
–Echa un vistazo más detallado con esto..
Pitt escudriñó cada imagen. A primera vista el pez parecía similar al atún azul en cuanto a tamaño y peso, pero al examinarlo más de cerca se dio cuenta de que las aletas pélvicas inferiores tenían el aspecto de pequeñas patas palmeadas. Había otras dos extremidades idénticas situadas justo delante de la aleta dorsal. Emitió un suave silbido.
–Es un ejemplar muy raro, Rudi. ¿Cómo lo llamáis?
–Soy incapaz de pronunciar el nombre latino, pero los científicos del First Attempt lo han bautizado afectuosamente con el apodo de Guasón.
–¿Por qué?
–Porque, según las leyes de la naturaleza, ese pez tendría que haberse extinguido hace doscientos millones de años. Sin embargo, y como puedes comprobar por los dibujos, los hombres afirman haberlo visto. Cada cincuenta
o sesenta años se produce una oleada de casos en que se afirma haberlo – avistado aunque, desgraciadamente para la ciencia, aún no hemos atrapado ningún ejemplar. –Gunn miró a Pitt por un momento–. Si existe un pez como éste, debe de ser una especie de fantasma. Disponemos de cientos de testigos, de pescadores y científicos que afirman haber tenido un Guasón en el anzuelo o atrapado en una red, pero que el pez escapó antes de que pudieran subirlo a bordo. Cada zoólogo del mundo vendería a su madre para conseguir un Guasón vivo, o incluso muerto.
Pitt aplastó el cigarrillo en un cenicero.
–¿Qué hace que este pez sea tan importante?
Gunn sostuvo los dibujos en alto.
–Observa que los artistas no pudieron ponerse de acuerdo sobre la capa exterior de la piel. Lo ilustraron con escamas diminutas, con una piel suave como una marsopa, y uno de ellos llegó incluso a esbozar una especie de pelaje de león marino. Ahora bien, si se acepta que tiene la piel peluda, junto con la extensión de las extremidades, es posible que nos encontremos ante el oscuro antecesor del primer mamífero.
–Cierto, pero si la piel fuera suave sólo encontraríais un antiguo reptil. En aquellos tiempos la tierra estaba poblada por ellos.
Gunn meneó la cabeza.
–El siguiente punto a considerar es que Guasón vivió en aguas cálidas no muy profundas, y que cada avistamiento registrado se produjo a no más de cinco kilómetros de la orilla, y todos aquí, en el Mediterráneo oriental, donde la temperatura media de la superficie raras veces baja de los 16 °C.
–¿Y qué demuestra eso? –preguntó Pitt.
–Nada sólido, pero puesto que los mamíferos primitivos sobreviven mejor en climas suaves, existe cierto apoyo para la posibilidad de que hayan podido sobrevivir hasta el presente.
Pitt observó a Gunn con aire reflexivo.
–Lo siento, Rudi, pero todavía no me has convencido.
–Sabía que eras duro de mollera –dijo Gunn–. Por eso he dejado para el
final la parte más interesante. Hizo una pausa, se quitó las gafas y limpió los cristales con un pañuelo de papel. Luego volvió a colocarse la montura negra sobre la nariz aguileña. Siguió hablando como absorto–. Durante el período triásico, en la época geológica, y antes de que surgieran el Himalaya y los Alpes, un enorme océano se extendía sobre los actuales Tíbet y la India, llegaba hasta Europa central y terminaba en el mar del Norte. A este enorme océano los geólogos lo llaman mar de Tethis. Lo único que queda de él en la actualidad son los mares Negro, Caspio y Mediterráneo.
–Tendrás que disculpar mi ignorancia en cuestiones geológicas –le interrumpió Pitt–, pero ¿cuándo tuvo lugar el período triásico?
–Entre 180 y 230 millones de años atrás –contestó Gunn–. Durante ese período se produjo un importante avance evolutivo en los animales vertebrados, ya que los reptiles demostraron constituir un gran salto con respecto a sus antepasados más primitivos. Algunos reptiles marinos alcanzaron longitudes de ocho metros y fueron criaturas muy duras. El acontecimiento más notable consistió en la introducción de los primeros dinosaurios, que incluso aprendieron a caminar sobre sus patas traseras y a usar sus colas como una especie de bastón que les servía de punto de apoyo.
Pitt se reclinó y extendió las piernas.
–Creía que la época de los dinosaurios se produjo mucho más tarde.
Gunn rió.
–Has visto demasiadas películas. Indudablemente piensas en viejas películas del género fantástico. En ellas nunca dejaba de aparecer un brontosaurio de cuarenta toneladas, un feroz tiranosaurio o un pteranodón volador dispuestos a cazar a una heroína semidesnuda de buenos pechos, que trataba de escurrirse por la selva. Los dinosaurios, ahora proverbiales gracias al cine, vivieron y se extinguieron unos sesenta millones de años antes de que apareciera el hombre.
–¿Y dónde encaja en esa imagen tu monstruoso pez?
–Imagínate ahora un Guasón de un metro que vivió, hizo el amor y finalmente murió en alguna parte del mar de Tethis. Nadie se enteró de que el cuerpo de esta oscura criatura se hundía lentamente en el lodo rojizo del lecho del mar. Su tumba quedó cubierta por sedimentos que se endurecieron hasta convertirse en piedra arenisca y que dejaron una fina película de carbono. Fueron esos restos de carbono los que grabaron y perfilaron el tejido de Guasón y su estructura ósea en los estratos que lo rodeaban. Pasaron los años y se convirtieron en siglos, y éstos en milenios, hasta que un cálido día de primavera, unos doscientos millones de años más tarde, un campesino de la ciudad austriaca de Neunkirchen tropezó con su arado contra una superficie dura. Y entonces volvió una vez más a la luz nuestro Guasón, aunque ahora en una versión fosilizada casi perfecta. –Gunn vaciló y se pasó la mano por el escaso cabello que conservaba. Su rostro estaba ojeroso y parecía cansado, pero en sus ojos brillaba la excitación–. Debes recordar un elemento vital: cuando Guasón murió no había aves ni abejas, ni mamíferos de pelaje ni delicadas mariposas, e incluso aún no habían aparecido las flores sobre la tierra.
Pitt volvió a estudiar la fotografía del fósil.
–No parece posible que un ser vivo pudiera sobrevivir durante tanto tiempo sin haber pasado por drásticos cambios evolutivos.
–¿Te parece increíble? Sí, pero la verdad es que ya ha ocurrido otras veces. El tiburón lleva con nosotros desde hace trescientos cincuenta millones de años. El cangrejo de herradura ha existido prácticamente sin cambios desde hace más de doscientos millones de años. Y luego, claro está, tenemos el ejemplo más clásico, el celacanto.
–Sí, he oído hablar de él –asintió Pitt–. Se trataba del pez que se creía extinguido desde hacía setenta millones de años, hasta que se le empezó a encontrar frente a las costas de África oriental.
Gunn asintió.
–El celacanto fue un descubrimiento sensacional e importante en su momento, pero eso no sería nada comparado con lo que el mundo científico ganaría si encontráramos un Guasón. –Gunn se detuvo para encender otro cigarrillo. Su mirada ponía de manifiesto que estaba completamente absorto–. Todo el asunto se resume en lo siguiente: Guasón podría ser un antiguo eslabón en la cadena evolutiva de los mamíferos, y eso incluye al hombre. Por cierto, el fósil encontrado en Austria muestra características anatómicas definitivamente mamíferas. Las extremidades protuberantes y algunas características de sus órganos internos lo sitúan en una perfecta línea evolutiva para avanzar siguiendo una pauta general hacia el desarrollo de los seres humanos y los animales.
Pitt volvió a contemplar las imágenes.
–Si este llamado fósil vivo sigue incordiando por ahí con su forma original, ¿cómo es que pudo evolucionar hasta alcanzar una fase más avanzada?
–Cualquier especie vegetal o animal es como una familia emparentada – contestó Gunn–. Una rama puede producir una descendencia que sea uniforme en cuanto a tamaño y forma, mientras sus primos que viven al otro lado de la montaña producen una raza de gigantes con dos cabezas y cuatro patas delanteras.
Pitt empezaba a sentirse inquieto. Abrió la puerta y salió a pasearse por cubierta. El aire cálido le golpeó como una nube de vapor e hizo una mueca de fastidio. Todos aquellos gastos y tantos hombres sudando la gota gorda sólo para atrapar a un maldito pez, pensó. ¿A quién demonios le importaba que nuestros antepasados fueran monos o peces? ¿Qué diferencia podía suponer todo eso? A la velocidad con que la humanidad se encaminaba hacia su autodestrucción, probablemente se extinguiría en mil años o incluso menos. Se volvió hacia la escotilla abierta, frente a Gunn.
–Está bien –dijo lentamente–. Ahora sé lo que andáis buscando tú y tu tripulación de cerebros académicos. La única cuestión que falta por resolver es dónde encajo yo en todo esto. Si tienes problemas con cables rotos, generadores defectuosos o herramientas que faltan, no me necesitas a mí, sino a un buen mecánico.
En el rostro de Gunn apareció una expresión de extrañeza, y luego sonrió.
–Por lo que veo, le has estado sonsacando información al doctor Knight.
–¿El doctor Knight?
–Sí, Ken Knight, el joven que pasó a recogerte esta mañana en la lancha ballenera. Es un brillante geofísico marino.
–Me siento impresionado –admitió Pitt–. Me resultó agradable durante el trayecto, pero no me dio la impresión de que fuera brillante.
El calor en el exterior empezaba a ser insoportable y la barandilla metálica resplandecía. Pitt, sin pensarlo, apoyó la mano sobre el metal e instantáneamente lanzó un juramento al notar un aguijonazo ardiente en la palma. Y el dolor despertó en él una incontrolable sensación de irritación. Regresó al camarote y cerró la puerta.
–Pasemos por alto toda la mierda científica –espetó Pitt–. Sólo tienes que decirme qué milagro esperas que realice para colgarte un Guasón encima de la chimenea y me pondré a trabajar. –Se tumbó en la litera, respiró profundamente y se relajó cuando sintió el frescor del ventilador de techo. Miró a Gunn, que permanecía inexpresivo, pero Pitt le conocía lo bastante para percibir la inquietud que sentía. Sonrió y apoyó una mano en el hombro de su amigo–. No deseo parecer un mercenario, pero si quieres que me una a tu pequeña tripulación de piratas científicos, te costará por lo menos una copa. Toda esta charla es suficiente para provocar sed en cualquier hombre.
Gunn se echó a reír, aliviado, y pidió por el intercomunicador algo de hielo de la cocina del barco. Luego sacó una botella de Chivas Regal y dos vasos del cajón inferior de la mesa.
–Mientras esperamos el hielo, puedes revisar este informe que preparé acerca del mal funcionamiento de nuestro equipo. –Le entregó una carpeta amarilla–. He incluido todos y cada uno de los incidentes, con detalle y por orden cronológico. Al principio pensé que sólo se trataba de un accidente o de la mala suerte, pero las cosas han ido ahora más allá deja simple coincidencia.
–¿Has encontrado alguna prueba de sabotaje o de que se haya forzado algo?
–No.
–¿El cable roto que mencionó Knight estaba cortado?
–No –repitió Gunn con un encogimiento de hombros–. Los extremos aparecieron deshilachados, aunque eso es otro misterio. Te lo explicaré. – Gunn hizo una pausa y tiró la ceniza de su cigarrillo–. Trabajamos con un margen de seguridad de cinco a uno. Por ejemplo: si las especificaciones de un cable indican que existe peligro de ruptura con una tensión de doce mil kilos o más, nunca lo sometemos a una tensión superior a dos mil quinientos kilos. Gracias a ese gran factor de seguridad, la ANIM todavía no ha sufrido ninguna baja en la realización de un proyecto. Para nosotros las vidas son mucho más importantes que el descubrimiento científico. La exploración submarina es un asunto arriesgado, y hay una larga lista de nombres de gente que ha muerto tratando de arrancarle sus secretos a los mares.
–¿Cuál era vuestro margen de seguridad cuando se partió el cable?
–A eso iba. Era de seis a uno. En ese momento sólo le aplicábamos una tensión de dos mil kilos. Fue una verdadera suerte que nadie resultara herido a causa del latigazo que dio el cable al soltarse.
–¿Puedo ver ese cable?
–Desde luego. He ordenado cortar los extremos partidos de las secciones principales y los he guardado hasta que llegaras.
Llamaron a la puerta y un joven de cabello rojizo, de no más de diecinueve años, entró en el camarote llevando un pequeño cubo con hielo. Lo dejó sobre la mesa y se volvió hacia Gunn.
–¿Desea alguna otra cosa, señor?
–Sí. Ve a la cubierta de mantenimiento y encuentra las secciones de cable que se rompieron hace poco y tráemelas.
–Sí, señor.
El muchacho se dio la vuelta marcialmente y salió.
–¿Uno de los miembros de la tripulación? –preguntó Pitt.
Gunn puso hielo en los vasos y sirvió el whisky escocés. Luego le tendió un vaso a Pitt.
–Sí, tenemos a bordo una tripulación de ocho marineros y catorce científicos.
Pitt hizo girar el líquido ámbar con los cubitos de hielo.
–¿Podría ser alguno de esos veintidós hombres el responsable de tus problemas?
–Ya he pensado en eso. –Gunn negó con la cabeza–. Incluso he soñado con eso. He analizado por lo menos cincuenta veces la ficha de cada miembro de la tripulación, pero no he encontrado ningún posible motivo en ninguno de ellos para obstaculizar el proyecto. –Se interrumpió para beber un sorbo de su vaso–. No, estoy seguro de que el responsable procede de otra fuente. Inexplicablemente, alguien desea detenernos e impedir que atrapemos a un pez que quizá ni siquiera existe.
El muchacho no tardó en regresar con las dos mitades del cable roto. Le entregó a Gunn el acero trenzado y abandonó el camarote, cerrando la puerta. al salir. Pitt bebió otro sorbo de whisky y se levantó de la litera. Dejó el vaso sobre la mesa de Gunn, levantó el cable en sus manos y examinó los extremos.
Tenían el aspecto de cualquier cable de acero engrasado. Cada trozo medía más de medio metro y contenía 2.400 hilos de acero que formaban un trenzado estándar de un centímetro y medio de diámetro. El cable no estaba roto en una zona compacta, sino que las roturas se extendían a lo largo de unos treinta centímetros, que daban a los cables deshilachados el aspecto de dos colas de caballo desiguales y sueltas.
Algo llamó la atención de Pitt, que tomó la lupa y miró. Sus ojos centellearon y sus labios esbozaron lentamente una mueca de satisfacción. La vieja sensación de excitación empezó a recorrerle las venas. Después de todo, pensó, quizá resultara una operación interesante.
–¿Has visto algo? –preguntó Gunn.
–Sí, bastante. Te has encontrado con un enemigo que no desea que te dediques a pescar en su territorio. Los ojos de Gunn se abrieron como platos.
–¿Qué has descubierto?
–Este cable fue cortado a propósito –contestó Pitt con frialdad.
–¿Qué quieres decir con «cortado»? –exclamó Gunn– ¿Dónde ves las pruebas de una manipulación humana?
Pitt le tendió la lupa.
–¿Ves cómo las partes rotas descienden en espiral y se inclinan hacia el interior? ¿Y verdad que los hilos parecen haber sido aplastados? Si un cable de este diámetro se tensara por cada extremo hasta partirse, los hilos quedarían limpios y los extremos tenderían hacia fuera y lejos del núcleo. Eso no ha ocurrido aquí. Gunn miraba fijamente el cable.
–No lo comprendo. ¿Qué podría haber causado una cosa como ésta?
Pitt pareció reflexionar.
–Supongo que el Primacord.
Gunn lo miró atónito, con los ojos muy abiertos detrás de sus gafas.
–No puedes hablar en serio. ¿No es un explosivo?
–Sí, lo es –contestó Pitt con serenidad–. El Primacord parece una cuerda y puede tener cualquier espesor. Se utiliza principalmente para volar árboles y hacer estallar al mismo tiempo explosivos situados a distintas distancias. Reacciona como un fusible quemado, sólo que se mueve y se quema muy rápidamente, casi a la velocidad de la luz.
–Pero ¿cómo podría alguien colocar explosivos debajo del barco sin ser visto? En esta zona el agua es cristalina. La visibilidad alcanza más de treinta metros. Alguien de la tripulación habría visto a cualquier intruso... y sobre todo habría oído el sonido de una explosión.
–Antes de responder a eso, deja que te haga dos preguntas. ¿Qué equipo pendía del cable cuando se partió y a qué hora se descubrió la rotura?
–El cable sujetaba la cámara de descompresión submarina. Los buceadores han trabajado a una profundidad de sesenta metros, y ha sido necesaria una larga descompresión submarina para impedir el aeroembolismo. Descubrimos el cable roto hacia las siete de la mañana, justo después del desayuno.
–¿Dejasteis la cámara en el agua durante toda la noche?
–No. Acostumbramos bajar la cámara antes del amanecer, para que esté en su lugar y preparada para recibir a los buceadores en caso de una emergencia a primeras horas de la mañana.
–Pues ahí tienes la respuesta –respondió Pitt–. Alguien nadó hasta el cable antes del amanecer, protegido por la oscuridad, y colocó el Primacord: Es posible que la visibilidad sea de treinta metros una vez sale el sol, pero por la noche no debe de llegar ni a medio metro.
–¿Y el ruido de la explosión?
–Elemental, mi querido Gunn –contestó Pitt con una sonrisa burlona–. Imagino que la detonación de una pequeña cantidad de Primacord a una profundidad de veinticinco metros sonaría muy similar a una explosión sónica de un F–105 Starfire del campo Brady.
Gunn miró a Pitt. Se trataba de una teoría plausible, y no se le ocurrió nada para rebatirla. En su frente aparecieron unas arrugas.
–A partir de ahí, ¿adónde vamos a parar?
Pitt terminó de beberse el whisky y dejó el vaso sobre la mesa.
–Tú limítate a continuar la búsqueda de ese Guasón. Yo regresaré a la isla y trataré de cazar algo. Es probable que exista una relación entre las perturbaciones que habéis sufrido en vuestro trabajo y el ataque que se produjo ayer contra Brady, así que el siguiente paso consistirá en descubrir quién está detrás de todo este embrollo y averiguar sus motivaciones.
La puerta se abrió de repente y un hombre entró precipitadamente en el camarote. Sólo llevaba un bañador y un cinturón ancho del que pendía un cuchillo de submarinista y una bolsa de red de nailon. Estaba empapado y tenía pecas en la nariz y el pecho. El agua goteó sobre la alfombra alrededor de él.
–¡Comandante Gunn –exclamó con excitación–. ¡He visto uno! He visto un Guasón, a poco más de tres metros de mi máscara.
Gunn se puso en pie de un brinco.
–¿Estás seguro? ¿Pudiste echarle un buen vistazo?
–Mejor todavía, señor. Le tomé una fotografía –contestó, y esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto todos sus dientes.
–Si hubiera tenido un fusil subacuático habría conseguido pescarlo, pero en ese momento me dedicaba a fotografiar las formaciones coralinas.
–Rápido –espetó Gunn–. Lleva esa película al laboratorio y que la revelen.
–Sí, señor.
El hombre se dio la vuelta y salió tan precipitadamente como había llegado, salpicando a Pitt con unas gotas de agua. El rostro de Gunn mostraba una expresión satisfecha.
–Dios mío, y pensar que estaba a punto de abandonar la búsqueda e iniciar el viaje de regreso a casa con el rabo entre las piernas. Ahora, maldita sea, me quedaré anclado aquí hasta que muera de viejo o pueda capturar un Guasón. –Sus ojos refulgieron al mirar a Pitt–. Y bien, mayor, ¿qué te parece eso?
Pitt se limitó a encogerse de hombros.
–Personalmente, prefiero dedicarme a la pesca de chicas. –Tuvo que hacer muy poco esfuerzo para apartar el asunto que los ocupaba y formarse una tentadora imagen de Teri de pie en la playa, con su bikini rojo.
4
Eran poco más de las cinco cuando Pitt regresó a su alojamiento en el campo Brady. Pocos segundos después de haberse quitado la pegajosa ropa se hallaba en el estrecho cubículo de la ducha. Encajaba apretadamente; tenía la cabeza torcida en una esquina, la espalda contra las empapadas baldosas del suelo y las piernas y los pies levantados, formando un ángulo de noventa grados, y apoyados en la esquina opuesta. A cualquiera que le hubiera visto le habría parecido una posición contorsionada y torturante, pero a Pitt le parecía muy cómoda y satisfactoria. Cuando el tiempo se lo permitía, siempre se relajaba en la ducha de aquella manera. A veces incluso dormitaba de ese modo, pero utilizaba el lluvioso y estimulante ambiente y la soledad para pensar. En ese momento su mente se desbordaba con una multitud de preguntas que le tenían perplejo.
Conjuntó mentalmente los datos de que disponía y los interrogantes, tratando de buscar una pauta y de concentrarse en los problemas más importantes. No le sirvió de nada. Su mente no acababa de captar la imagen completa y regresaba tenazmente al pequeño e inconsecuente detalle del camión silencioso de la playa.
Por alguna razón, aquello le irritaba y trató de quitárselo en vano de la cabeza. Finalmente, se dejó arrastrar, cerró los ojos y recreó la escena, con la esperanza de imaginar alguna solución.
De repente, una forma borrosa apareció al otro lado de la puerta de la ducha.
–Hola –dijo la voz de Giordino por encima del repiqueteo del agua–. Llevas casi media hora en la ducha.
Pitt se resignó a la interrupción, levantó una mano y cerró el grifo del agua.
–¡Será mejor que te des prisa! –gritó Giordino, y entonces se dio cuenta de que el ruido del agua había cesado. Bajó la voz–. El coronel Lewis viene hacia aquí... llegará en cualquier momento.
Pitt suspiró. Impulsó su cuerpo hasta quedar sentado e hizo un esfuerzo para ponerse en pie. Una toalla cayó sobre su cabeza después de sobrevolar la puerta de la ducha. La simple idea de verse acuciado para impresionar a un oficial de rango superior le revolvió el estómago. Atisbó con furia a través del panel de cristal.
–Dile al coronel Lewis que puede entretenerse un rato él solo mientras espera –dijo con tono gélido–. Saldré cuando tenga ganas de hacerlo. –Y añadió con voz seca–: Y lárgate de mi cuarto de baño, antes de que te meta una pastilla de jabón por el culo. –Pero al punto se arrepintió de haberlo dicho. No había tenido la intención de ser grosero con su viejo amigo. Lo lamentó y sintió una punzada de culpabilidad–. Lo siento, Al, estaba pensando en otra
cosa.
–Olvídalo. –Giordino se encogió de hombros y salió del cuarto de baño.
Pitt se secó vigorosamente el esbelto cuerpo y luego se afeitó. Una vez hubo terminado, limpió la afeitadora a pilas, y se palmeó la cara con loción British Sterling para después del afeitado. Cuando salió al dormitorio, allí le esperaban Giordino y el coronel Lewis.
Lewis estaba sentado en el borde de la cama y se retorcía un extremo de su grueso bigote rojo. Su gran rostro rosado y los centelleantes ojos azules, junto con la abundante pelambrera que le cubría el labio superior, le daban el aspecto de un jovial leñador. Tanto sus movimientos como su forma de hablar eran rápidos, casi espasmódicos, lo que dio a Pitt la impresión de que el coronel tenía un puñado de cristales triturados en la entrepierna.
–Siento interrumpirle de este modo –dijo Lewis con su grave voz–, pero estoy interesado en saber si ha descubierto algo sustancial relacionado con el ataque de ayer.
Pitt estaba completamente desnudo, pero no le importó.
–No, nada positivo. Tengo varios presentimientos y un par de ideas, pero muy pocos datos concretos como para plantear alguna hipótesis sólida.
–Confiaba en que hubiera encontrado alguna pista. Mi escuadrón de investigación aérea no ha conseguido nada.
–¿Han encontrado algún resto del Albatros? –preguntó Pitt.
Lewis se pasó una mano sobre la sudorosa frente.
–Si ese viejo trasto se estrelló en el mar, no dejó rastro alguno, ni siquiera una mancha de aceite. Tanto el avión como su piloto parecen haberse desvanecido en el aire.
–Quizá llegó al continente –sugirió Giordino.
–Negativo –replicó Lewis–. Allí nadie lo vio salir o llegar.
Giordino asintió.
–Un viejo aeroplano, pintado de amarillo brillante, con una velocidad máxima de ciento setenta kilómetros por hora, no podría evitar que alguien lo viera si hubiera decidido cruzar el estrecho para internarse en Macedonia.
Lewis sacó un paquete de cigarrillos.
–Lo que realmente me desconcierta es el hecho de que el ataque fue bien planeado y ejecutado. Quien efectuó esa incursión sobre el campo sabía que a esa hora no había previsto ningún aterrizaje o despegue.
Pitt se abrochó la camisa y se ajustó las doradas hojas de roble sobre las hombreras.
–Obtener información resultaría sencillo, puesto que, probablemente, todo el mundo en Thasos sabe que campo Brady se transforma en una especie de ciudad fantasma los domingos. En realidad, todo el asunto denota el empleo de una estrategia muy similar al ataque japonés contra Pearl Harbor, incluido el detalle de ocultar su llegada tras la cadena montañosa de la isla.
Lewis encendió el cigarrillo, con cuidado de no chamuscarse el bigote.
–Tiene razón, claro, pero no cabe duda de que su inesperada aparición pilló por sorpresa tanto a nuestro atacante como a nosotros mismos. Nuestro radar no logró detectar a su Catalina porque voló usted los últimos trescientos kilómetros a muy baja altura. –Exhaló una nube de humo–. No puede imaginar qué agradable sorpresa fue ver aparecer su viejo pajarraco descendiendo con el sol a la cola.
–Y eso también sorprendió a nuestro amigo del Albatros –comentó Giordino con una sonrisa–. Debería haber visto cómo abrió la boca al volverse y vernos.
Pitt terminó de hacerse el nudo de la corbata.
–Nadie nos esperaba porque mi plan de vuelo no incluía el campo Brady. En un principio había tenido intención de amerizar cerca del First Attempt. Por esa razón, nuestro fantasma volador y el control de Brady no sabían nada de nuestra llegada. –Hizo una pausa y miró a Lewis–. Coronel, sugiero que tome estrictas medidas defensivas. Tengo la sensación de que todavía no hemos visto por última vez al Albatros amarillo.
Lewis levantó la cabeza y lo miró.
–¿Qué le hace suponer que regresará?
Los ojos de Pitt centellearon.
–Tenía un propósito muy concreto al atacar el campo, y no era matar hombres o destruir aviones de la fuerza aérea norteamericana. Su objetivo consistía sencillamente en provocar el pánico.
–¿Qué ganaría con eso? –preguntó Giordino.
–Sólo hay que pararse a pensarlo un momento. –Pitt echó un vistazo al reloj y luego miró a Lewis–. Si esta situación pareciera realmente amenazadora y peligrosa, coronel, tendría usted que evacuar a todos los civiles estadounidenses y llevarlos al continente.
–Sí, lo sé –admitió Lewis–, aunque de momento no veo razones para tomar esas medidas. El gobierno griego me ha ofrecido su más completa cooperación para descubrir al piloto y el avión.
–Pero si usted creyera tener razones para ello –continuó Pitt–, ¿no le ordenaría también al comandante Gunn que alejara al First Attempt de la zona de Thasos?
Lewis entrecerró los ojos.
–Desde luego, aunque sólo como medida de precaución. Ese barco blanco constituye un objetivo endemoniadamente apetecible para cualquier francotirador aéreo.
Pitt sacó a relucir su Zippo y encendió un cigarrillo.
–Pues tanto si lo cree como si no, ahí tiene su respuesta.
Giordino y Lewis se miraron y luego a Pitt, perplejos.
–Como usted sabe, coronel –prosiguió Pitt–, el almirante Sandecker nos ordenó a Giordino y a mí que viniéramos a Thasos para investigar los extraños problemas que se han producido en las actividades de la ANIM frente a la costa. Esta misma mañana, mientras conversaba con el comandante Gunn, descubrí pruebas de que se había cometido un sabotaje, lo que me induce a creer que existe una clara relación entre la incursión aérea y los accidentes producidos a bordo del First Attempt. Si llevamos esa suposición un paso más allá, empezaremos a comprender que el campo Brady no era el principal objetivo de nuestro misterioso adversario. La incursión no ha sido más que un medio indirecto para tratar de alejar de Thasos al comandante Gunn y al First Attempt.
Lewis miró reflexivamente a Pitt.
–Supongo que la siguiente pregunta es por qué.
–Todavía no he encontrado respuesta para esa pregunta –contestó Pitt–, pero estoy convencido de que nuestro misterioso amigo y su predilección por lo truculento representan un importante papel por detrás del juego. No se tomaría tantas y tan tortuosas molestias por algo baladí. Lo más probable es que oculte algo de gran valor y que los investigadores de la ANIM que actúan desde el barco se hallen en situación de encontrárselo de improviso.
–Ese algo de lo que usted habla podría ser un tesoro hundido –dijo Lewis.
Pitt sacó de la maleta una gorra de servicio en ultramar y se la encasquetó en la cabeza.
–Eso sería una conclusión evidente.
Una expresión distraída apareció en los ojos de Lewis, que dijo en voz baja:
–Me pregunto qué puede ser y cuánto vale.
Pitt se volvió hacia Giordino.
–Al, ponte en contacto con el almirante Sandecker y pídele que investigue todos los posibles tesoros perdidos o hundidos en el Egeo a corta distancia de Thasos, y que nos envíe la información cuanto antes. Dile que es urgente.
–Hecho –asintió Giordino–. Son las once de la mañana en Washington, así que tendremos la respuesta a la hora del desayuno.
–Ahora parece que vamos a alguna parte –tronó la voz de Lewis–. Cuanto antes disponga de respuestas antes podré quitarme de encima a los del Pentágono. ¿Puedo ayudar en algo?
Pitt volvió a mirar su reloj.
–Como dicen los boy scouts: esté preparado. Eso es todo lo que podemos hacer de momento. Puede estar seguro de que el campo Brady y el First Attempt están siendo estrechamente vigilados. Una vez resulte claro que nadie va a ser evacuado y que el barco oceanográfico continúa anclado en el Egeo, cabe esperar una nueva visita del Albatros. Usted ya se ha divertido, coronel, así que imagino que la siguiente visita será para el comandante Gunn.
–Por favor, diga al comandante que le prestaré toda la ayuda posible –dijo Lewis.
–Gracias, señor –asintió Pitt–, pero no creo que sea prudente advertir todavía al comandante Gunn.
–Por el amor de Dios, ¿por qué no? –preguntó Giordino.
Pitt sonrió fríamente.
–Hasta ahora todo esto no es más que pura conjetura. Además, cualquier preparativo que se llevara a cabo en el First Attempt sería una mortal indicación de nuestras intenciones. Tenemos que atraer a nuestro fantasma de la Gran Guerra y obligarle a ponerse al descubierto.
Giordino miró a Pitt.
–No puedes arriesgar las vidas de los científicos y la tripulación sin darles la oportunidad de defenderse.
–Gunn no corre ningún peligro inmediato. Nuestro piloto fantasma esperará por lo menos un día más para ver si el First Attempt zarpa, antes de lanzar un nuevo ataque. –Pitt sonrió–. Mientras tanto emplearé mi talento en trazar un plan que nos permita tenderle una trampa.
Lewis se levantó y se situó frente a Pitt.
–Sólo espero que se le ocurra uno bueno, por el bien de quienes están en ese barco.
–Ningún plan es infalible hasta que se pone a prueba, coronel –replicó Pitt.
Giordino se dirigió hacia la puerta.
–Iré a la sala de operaciones y enviaré ese mensaje al almirante.
–Y cuando termine –le dijo Lewis–, pase por mi alojamiento para cenar. – Se retorció el bigote y se volvió hacia Pitt–. Usted también está invitado, claro. Les ofreceré un verdadero banquete con mi especialidad: escalopas con setas en salsa de vino blanco.
–Suena muy apetitoso –admitió Pitt–, pero me temo que he de declinar su amable invitación. Tengo un compromiso para cenar esta noche... con una dama muy atractiva.
Giordino y Lewis no pudieron evitar mirarle atónitos. Pitt intentó mostrarse impasible.
–Enviará un coche a recogerme en la puerta principal, a las seis. Sólo me quedan dos minutos y medio para llegar allí, así que será mejor que me marche. Buenas noches, coronel, y gracias de nuevo por su invitación. Espero que se repita en un momento más conveniente. –Se volvió hacia Giordino–. Al, infórmame en cuanto se reciba la respuesta del almirante.
Tras decir esto, Pitt salió de la habitación. Lewis meneó lentamente la cabeza.
–¿Fanfarronea o tiene realmente una cita con una chica? –le preguntó a Giordino.
–Nunca he visto a Dirk fanfarronear en asuntos de mujeres –contestó éste, que empezaba a disfrutar con la perplejidad de Lewis.
–Pero ¿dónde la ha conocido? Por lo que sé, sólo ha estado en la base y en el barco.
–Para eso no tengo respuesta –contestó Giordino con un encogimiento de hombros–. Pero, conociendo a Pitt como le conozco, no me sorprendería que encontrara a una chica en los cien metros que separan el embarcadero del First Attempt.
Lewis rió.
–Bien, capitán –dijo al fin–. No soy una chica sexy pero al menos sé cocinar. ¿Le apetece probar mis escalopas?
–¿Por qué no? –asintió Giordino–. Es la mejor oferta que he recibido en toda la tarde.
5
El calor cedió ligeramente tras la puesta del sol por el oeste, al otro lado de las montañas de Thasos. Las largas y tortuosas sombras de las cumbres cubiertas de árboles descendieron por las laderas y ya llegaban junto al mar cuando Pitt cruzó la puerta principal. Se detuvo en la carretera exterior, inhaló el aire puro del Mediterráneo y disfrutó con la sensación. En su mente surgió la habitual idea de encender un cigarrillo, pero la apartó e inhaló una nueva y profunda bocanada de aire, mirando el mar. Más allá del oleaje, el sol poniente pintaba de un dorado anaranjado el casco del First Attempt. La visibilidad era tan clara como el cristal, y aún a tres kilómetros de distancia su vista distinguió bastantes detalles a bordo del barco. Permaneció allí durante un par de minutos, admirando la hermosura del paisaje. Luego se volvió, en busca del coche que Teri le había prometido enviar a recogerle.
Estaba allí, aparcado a un lado de la carretera, como un yate palaciego y suntuoso anclado junto a la costa.
–Que me aspen –murmuró Pitt.
Se acercó, y la expresión de su rostro puso de manifiesto la admiración que sentía por los automóviles elegantes.
Era un Maybach–Zepplin, que incluía cristal deslizante de separación que aislaba el compartimiento de pasajeros del del conductor, sin techo y expuesto al sol. Por detrás de la doble M, sobre el radiador, la capota se extendía a lo largo de más de metro y medio, para terminar en un bajo parabrisas hendido que daba al coche una imagen de gran potencia. Los alargados guardafangos y estribos eran de un negro reluciente, pero la carrocería estaba pintada de color plateado. Era un clásico entre los clásicos: extraordinaria artesanía teutónica en cada uno de sus componentes, en cada tornillo y cada tuerca. Si el Rolls– Royce Phantom III de 1936 encarnaba el ideal británico del motor silencioso y de la más distinguida eficiencia mecánica, su equivalente alemán se encontraba en el Maybach–Zepplin de 1936.
Pitt se situó al lado del coche y pasó una mano sobre la gran rueda de recambio, montada sólidamente sobre el guardafangos delantero. Esbozó una sonrisa al notar que el dibujo de la rueda tenía una profunda huella en forma de pequeños diamantes. Dio un par de ligeros golpes en la rueda, como un donut enorme, y luego se volvió hacia el asiento delantero.
El conductor se hallaba sentado, cabizbajo, tras el volante, y tamborileaba con los dedos sobre el marco de la puerta. No sólo parecía aburrido, sino que incluso bostezó para demostrarlo. Iba vestido con una larga chaqueta gris verdoso, extrañamente parecida al uniforme de un oficial nazi de la Segunda Guerra Mundial, aunque no llevaba insignias en las bocamangas y las hombreras. En la cabeza llevaba una gorra de plato alta, y el cabello rubio se atisbaba en sus sienes. Sus anticuadas gafas con montura metálica relucían bajo los últimos rayos del sol. Un largo y delgado cigarrillo colgaba vanidosamente de la comisura de un labio ligeramente fruncido, lo que daba al conductor un aspecto de suficiencia y arrogancia.
Pitt experimentó una aversión instantánea hacia el conductor. Colocó un pie en el estribo y lo observó con mirada penetrante.
–Creo que me está esperando. Me llamo Pitt.
El conductor de cabello rubio ni siquiera se molestó en devolverle la mirada. Se limitó a arrojar el cigarrillo a la carretera, enderezarse en el asiento y poner el motor en marcha.
–Si es usted el recogedor de basura estadounidense, puede subir –dijo con marcado acento alemán.
Pitt sonrió y su mirada se endureció.
–¿Delante como la chusma o detrás como los aristócratas?
–Como prefiera –contestó el conductor, con el rostro arrebolado, pero sin volverse.
–Gracias –dijo Pitt–. En ese caso, prefiero ir detrás.
Abrió la pesada portezuela y subió al vehículo. Sobre el cristal de separación había una vieja cortinilla enrollada, que Pitt bajó para no ver al conductor. Luego se instaló cómodamente sobre el mullido asiento de cuero marroquí, encendió un cigarrillo y se dispuso disfrutar del trayecto a través de Thasos.
El Maybach arrancó con suavidad y el conductor enfiló la carretera en dirección a Liminas.
Pitt bajó una ventanilla y contempló las higueras y los castaños que salpicaban las laderas de las montañas, y los viejos olivos que se alineaban a lo largo de las estrechas playas. De vez en cuando, pequeños campos plantados de tabaco y trigo rompían el desigual paisaje y le recordaban las pequeñas granjas que a menudo veía al sobrevolar el sur de Estados Unidos.
El coche no tardó en cruzar el pintoresco pueblo de Panaghia, chapoteando en algún que otro charco que se había formado en las venerables calles empedradas. La mayoría de casas estaban pintadas de blanco para reflejar el calor del verano. Los tejados se elevaban hacia el cielo crepuscular, y casi se tocaban cuando sus aleros se inclinaban sobre las estrechas calles. Pocos minutos después de abandonar Panaghia apareció Liminas. El coche efectuó un brusco giro, rodeó la parte principal de la pequeña ciudad y apuntó su larga capota hacia un polvoriento camino que ascendía por un acantilado. La pendiente fue leve al principio, pero pronto se hizo más pronunciada a lo largo de una serie de curvas cerradas.
Pitt casi sintió al conductor esforzarse al volante del Maybach; aquel enorme coche había sido diseñado más para pasear por Unter den Linden que para seguir tortuosos y empinados senderos de mulas. Miró por encima de los altos precipicios que caían al mar y se preguntó qué sucedería si en ese momento apareciera un coche en dirección opuesta. Luego, pudo ver lo que había por delante: una enorme explanada blanca que destacaba contra los oscuros acantilados. Finalmente, las curvas terminaron y las grandes ruedas con dibujo de diamantes se deslizaron suavemente sobre la dura superficie de un camino.
Pitt quedó impresionado. En cuanto a tamaño, la villa casi igualaba el esplendor de un foro romano. Los jardines estaban, bien cuidados y se percibía un ambiente de riqueza y buen gusto. Toda la propiedad se encontraba en un valle situado entre dos picos montañosos, y dominaba un amplio panorama sobre el mar Egeo. La puerta principal de un alto muro se abrió misteriosamente, y el chofer condujo por un camino bordeado de abetos, y se detuvo ante una amplia escalinata de mármol. En el centro de ésta una gran estatua de una mujer sosteniendo un niño miraba silenciosamente y pareció saludar a Pitt cuando éste se bajó del Maybach.
Empezó a subir los escalones pero se detuvo de improviso y se volvió hacia el coche.
–Lo siento, chofer, pero no recuerdo su nombre.
El hombre levantó la mirada, extrañado.
–Me llamo Willie. ¿Por qué lo pregunta?
–Willie, amigo –dijo Pitt con gesto muy serio–. He de decirte algo. ¿Quieres bajar un momento?
Willie arrugó las cejas pero se encogió de hombros y bajó del coche.
–Bien, señor Pitt, ¿qué quiere decirme?
–Veo que llevas botas muy recias, de motorista, Willie.
–Así es.
Pitt le dirigió su mejor sonrisa de vendedor de coches.
–Y esa clase de botas son tachonadas, ¿verdad?
–Sí, suelen ser tachonadas –asintió Willie con irritación–. ¿A qué vienen esas tonterías? Tengo obligaciones que cumplir. ¿Que quería decirme?
La mirada de Pitt se endureció.
–Amigo, creo que si deseas ganarte tu banda de mérito es mi obligación advertirte que las gafas con montura metálica reflejan los rayos del sol, y pueden descubrir con facilidad el lugar donde te ocultas.
El rostro de Willie lo miró inexpresivo y se disponía a decir algo cuando el puño de Pitt se estrelló de pronto contra su boca, cortándole las palabras. El impacto hizo oscilar la cabeza de Willie con violencia, perdiendo la gorra. Sus ojos se apagaron y luego se derrumbó lentamente, como una hoja cayendo de un árbol, hasta quedar de rodillas. Permaneció así, con aspecto atontado. Un flujo de moco sanguinolento manó de la nariz rota y salpicó las solapas del uniforme, creando lo que a Pitt le pareció un efecto bastante artístico contra la tela gris verdosa. Finalmente, Willie cayó de bruces sobre los escalones de mármol y quedó tendido como un cuerpo inerte.
Pitt se frotó los nudillos de la mano y sonrió con fría satisfacción. Luego se volvió y subió vivamente los escalones de tres en tres. En lo alto, pasó bajo un arco de piedra y se encontró en un patio circular, en cuyo centro había un estanque cristalino. Todo el patio estaba rodeado por unas veinte majestuosas estatuas de tamaño natural, que representaban a soldados romanos con casco. Los ojos de piedra miraban fija y sombríamente su propio reflejo en el estanque, como si buscaran allí los recuerdos de batallas victoriosas y guerras gloriosas. Las crecientes sombras del atardecer cubrían cada figura con un manto fantasmagórico, lo que produjo a Pitt la extraña sensación de que los guerreros de piedra podrían cobrar vida y poner sitio a la villa.
Rodeó presuroso el estanque y se detuvo ante una amplia doble puerta situada en el extremo más alejado del patio. Un gran aldabón de bronce con forma de cabeza de león colgaba grotescamente sobre la hoja. Pitt lo hizo sonar con firmeza. Luego se volvió y contempló de nuevo el patio. Toda aquella escena le hizo pensar en un mausoleo. Lo único que le faltaba, pensó, eran unas coronas diseminadas y música de órgano.
La puerta se abrió en silencio. Pitt miró a través del umbral. Al no ver a nadie, vaciló. Finalmente, cansado de aquel juego del escondite, enderezó los hombros, apretó los puños y cruzó el portal para entrar en una antesala vistosamente decorada.
De cada pared colgaban tapices que representaban antiguas escenas de batallas, con sus ejércitos tejidos a mano marchando al combate. Una alta cúpula dominaba la sala, y por su ápice arqueado descendía una suave luz amarillenta. Pitt observó todo lo que le rodeaba y, al comprobar que estaba solo, se sentó en uno de los dos bancos de mármol tallado que adornaban el centro de la sala y encendió un cigarrillo, dispuesto a esperar. Transcurrió el tiempo y no tardó en buscar inútilmente un cenicero.
De pronto, silenciosamente, uno de los tapices dejó paso a un hombre de edad avanzada y pesado porte, acompañado por un enorme perro blanco.
6
Pitt, ligeramente asombrado, miró con recelo el soberbio pastor alemán y luego el rostro del anciano. Unos inquietantes y fríos rasgos conformaban un rostro germánico típicamente redondeado, incluida la cabeza rapada, los ojos de mirada furtiva y la casi total ausencia de cuello. Unos labios delgados se apretaban con fuerza, como si el anciano sufriera de estreñimiento. El cuerpo también encajaba con la imagen tópica del villano: de constitución pesada en una sólida estructura muscular, sin flaccidez alguna. Lo único que faltaba era una fusta de montar y unas botas brillantes. «El hombre al que te encanta odiar, Eric von Stroheim, ha vuelto a la vida y está dispuesto a dirigir una escena de Avidez», pensó Pitt.
–Buenas noches –dijo el anciano con un sospechoso tono gutural–. Tengo entendido que usted es el caballero al que mi sobrina ha invitado a cenar.
Pitt se levantó sin perder de vista al enorme y jadeante perro.
–En efecto, señor. Soy el mayor Dirk Pitt.
Una expresión de sorpresa arrugó la frente del anciano.
–Mi sobrina me dijo que no alcanzaba usted la graduación de sargento, y que su ocupación militar era la de recogedor de basura.
–Debe disculpar usted mi humor estadounidense, señor –dijo Pitt, que disfrutaba con la confusión de su anfitrión–. Confío en que mi pequeña broma no haya causado ningún inconveniente.
–No; sólo un poco de preocupación, quizá, pero ningún inconveniente. –El viejo alemán le tendió la mano y estudió a Pitt–. Es un honor, mayor. Soy Bruno Von Till.
Pitt estrechó con firmeza la mano que se le tendía y le sostuvo la mirada.
–El honor es mío, señor.
Von Till apartó un tapiz y dejó al descubierto el umbral de una puerta.
–Le ruego que me acompañe, mayor. Deberá unirse a mí para tomar una copa mientras esperamos a que Teri termine de vestirse.
Pitt siguió a aquella figura enjuta y al perro blanco por un pasillo en penumbras que conducía a un amplio y cavernoso despacho. El techo se arqueaba por lo menos a diez metros de altura, sostenido por varias columnas jónicas acanaladas. El escaso mobiliario, de sencillez clásica, se hallaba distribuido por el despacho y daba cierto aire de elegancia espartana a la imponente cámara. Había un pequeño carro con aperitivos griegos, y en un amplio nicho un tanto retirado se veía un bar completamente equipado. Por lo que Pitt pudo observar, la única pieza decorativa que parecía fuera de lugar era la maqueta de un submarino alemán que descansaba sobre una estantería, por encima del bar.
Von Till indicó a Pitt que se sentara.
–¿Qué le apetece tomar, mayor?
–Escocés con hielo, gracias –contestó Pitt, y se reclinó contra el respaldo de un sofá sin brazos–. Su villa es impresionante. Debe de tener una historia muy interesante.
–Fue construida originalmente por los romanos en el 138 antes de Cristo; era un templo a Minerva, la diosa de la sabiduría. Compré las ruinas poco después de que terminara la Primera Guerra Mundial y la reconstruí hasta convertirla en lo que es hoy. –Le tendió un vaso a Pitt–. ¿Brindamos?
–¿Por quién o por qué?
Von Till sonrió.
–El honor es suyo, mayor. Por hermosas mujeres, por riquezas, por una larga vida... Quizá, incluso, por el presidente de su país. La elección es suya.
Pitt suspiró.
–En ese caso, propongo un brindis por el valor y la habilidad como piloto de Kurt Heibert el Halcón de Macedonia.
El rostro de Von Till palideció. Lentamente, se sentó sobre una silla y jugueteó con su vaso.
–Es usted un hombre muy peculiar, mayor. Se hace pasar por un recogedor de basura. Llega a mi villa y deja fuera de combate a mi chofer. Y a continuación me asombra aún más al proponerme un brindis por Kurt, mi viejo camarada de vuelo. –Dirigió una astuta sonrisa a Pitt por encima del borde de su vaso–. Sin embargo, su actuación más destacada ha sido seducir a mi sobrina en la playa, esta misma mañana. Me veo obligado a felicitarle por ese hecho y a expresarle mi agradecimiento. Hoy, por primera vez en nueve años, he visto a Teri cantar y reír feliz, con una renacida alegría de vivir. Temo que eso también me obliga a disculpar su conducta indecorosa.
Ahora le hubiera tocado a Pitt el mostrarse sorprendido pero, en cambio, lanzó una risotada.
–Mis disculpas por todo, excepto por haber atizado a su chofer. Willie es un perfecto gilipollas y se lo merecía.
–No debería culpar al pobre Willie. Sólo seguía mis instrucciones de seguir y proteger a Teri. Ella es mi única pariente viva y no deseo que le suceda nada desagradable.
–¿Qué podría sucederle?
Von Till se levantó, se dirigió hacia la ventana abierta que daba a la terraza y se quedó contemplando el mar, que se oscurecía.
–Durante más de medio siglo he trabajado duro y pagado un precio personal por construir una sólida organización. A lo largo del camino he acumulado algunos enemigos, y no sé qué serían capaces de hacer con tal de vengarse.
Pitt miró al anciano.
–¿Por esa razón lleva una Luger en una funda sobaquera?
Von Till se volvió y se ajustó la chaqueta blanca de etiqueta sobre el bulto del sobaco izquierdo.
–¿Puedo preguntar cómo sabe que es una Luger?
–Sólo es una suposición –contestó Pitt–. Tiene usted aspecto de ser la clase de persona que lleva una Luger.
Von Till se encogió de hombros.
–Habitualmente no actúo de modo tan social, pero por la forma en que me lo describió Teri, tenía todas las razones para sospechar que usted era un personaje al menos curioso.
–Debo admitir que en mis tiempos cometí algunos pecados –dijo Pitt con una sonrisa–. Pero en ellos no tienen cabida el asesinato ni la extorsión.
Una sonrisa irónica se dibujó en el rostro de Von Till.
–No creo que usted actuara tan a la ligera si estuviera... ¿cómo dicen los estadounidenses?, en mi pellejo.
–Todo esto empieza a resultar ciertamente misterioso, herr Von Till –dijo Pitt–. ¿A qué clase de negocios se dedica?
Una expresión de recelo apareció en los ojos de Von Till, pero al punto sus labios esbozaron una ligera sonrisa.
–Si se lo dijera podría despertar sus apetitos. Y eso, mi querido mayor, enfadaría demasiado a Teri, que se ha pasado media tarde en la cocina dedicada a supervisar la cena de esta noche. –Se encogió de hombros con un gesto típicamente europeo–. En otro momento, quizá, cuando le conozca mejor...
Pitt hizo girar lo que quedaba de whisky en el vaso y se preguntó en qué andaría metido. Supuso que Von Till era una especie de excéntrico, o algún intermediario muy astuto.
–¿Le apetece otra copa? –preguntó Von Till.
–No se moleste. Me serviré yo mismo. –Pitt terminó su vaso de un trago, se acercó al bar y se sirvió otro. Desde allí, se quedó mirando fijamente a Von Till–. Por lo que he leído sobre la aviación de la Primera Guerra Mundial, las circunstancias que rodearon la muerte de Kurt Heibert fueron extrañas. Según los registros alemanes oficiales, fue derribado pon los británicos sobre alguna parte del mar Egeo. Sin embargo, los registros no mencionan el nombre del victorioso rival de Heibert. Tampoco dicen si se encontró el cadáver.
Von Till acarició al perro. Por un momento sus ojos parecieron perderse en los recuerdos.
–En 1918 –dijo finalmente–, Kurt libró su propia guerra personal con los británicos. Raras veces volaba contra ellos con una actitud fría y eficiente. Pilotaba su máquina furiosamente y atacaba a las formaciones como un hombre poseído por el demonio. Cuando se encontraba en el aire, lanzaba maldiciones, se enfurecía y golpeaba la carlinga con los puños hasta que le sangraban. Al despegar, siempre revolucionaba el motor al máximo, para luego elevar en el aire su Albatros como un pájaro asustado. Sin embargo, cuando no estaba de patrulla y podía olvidarse de la guerra por unos momentos, era un hombre de buen talante, muy diferente al estereotipado concepto que los estadounidenses tienen de un militar alemán.
Pitt meneó la cabeza lentamente, con el atisbo de una sonrisa.
–Debe usted disculparme, herr Von Till, pero la mayoría de mis camaradas aún no conocen a un militar alemán capaz de reír.
El calvo y anciano alemán ignoró el comentario y su rostro permaneció serio.
–El final de Kurt, cuando llegó, se produjo a causa de una astuta treta británica. Estudiaron atentamente sus tácticas de combate y pronto se dieron cuenta de que tenía debilidad por atacar y destruir sus globos de observación.
Así pues, situaron uno de ellos con la barquilla del observador llena de explosivos y pusieron un muñeco de paja uniformado. Un cable detonador descendía hasta tierra y los británicos se limitaron a sentarse y a esperar a que Kurt apareciera. –Von Till tomó asiento en un sofá cubierto de cojines. Levantó la vista ensoñadoramente hacia el techo. Su mente pareció contemplar un cielo de 1918–. No tuvieron que esperar mucho tiempo. Apenas un día más tarde Kurt voló sobre las líneas aliadas y vio el globo, que flotaba al impulso de la brisa del mar. Sin duda se preguntó por qué no le disparaban desde tierra. Y el observador, inclinado sobre la barandilla de la barquilla, parecía dormido, ya que no hizo el menor intento por saltar en paracaídas para salvarse antes de que las ametralladoras de Kurt convirtieran el globo de hidrógeno en una infernal nube de fuego.
–¿No se dio cuenta de que se trataba de una trampa? –preguntó Pitt.
–No. El globo estaba allí y representaba al enemigo. Kurt se lanzó en picado casi inmediatamente para atacar. Se acercó al globo y sus ametralladoras Spandau empezaron a disparar contra la frágil envoltura del globo. Y éste estalló en una tremenda explosión que cubrió toda la zona de fuego y humo: los británicos habían hecho detonar los explosivos.
–¿Y Heibert se estrelló sobre las líneas aliadas? –preguntó Pitt con interés.
–Kurt no se estrelló después de la explosión –contestó Von Till, e hizo un esfuerzo por regresar al presente–. El Albatros cruzó aquel infierno, pero el elegante avión que le había acompañado fielmente en tantos combates aéreos quedó destrozado, y él gravemente herido. Con las alas de tela desgarradas, perdidas las superficies de control y con un piloto herido en la carlinga, el avión se alejó vacilante hacia la costa de Macedonia, y desapareció en el mar. El Halcón de Macedonia y su legendario Albatros amarillo no reaparecieron jamás.
–Al menos hasta ayer. –Pitt suspiró y esperó alguna reacción. Los párpados de Von Till se abrieron en un rostro por lo demás inexpresivo, pero no dijo nada. Pareció sopesar las palabras de Pitt, que regresó al tema original.
–¿Usted y Heibert volaban juntos con frecuencia?
–Sí, salimos de patrulla muchas veces. Incluso acostumbrábamos tomar un bombardero Rumpler de dos plazas y arrojar bombas incendiarias sobre el aeródromo británico que se hallaba situado aquí mismo, en Thasos. Kurt pilotaba mientras yo actuaba como observador y bombardero.
–¿Dónde estaba la base de su escuadrón?
–Kurt y yo estábamos destinados en Jasta 73. Despegábamos desde el aeródromo Xanthi, en Macedonia.
Pitt encendió un cigarrillo y miró con atención la vieja pero bien conservada figura de Von Till.
–Gracias por su narración concisa y detallada de la muerte de Heibert. No ha omitido nada.
–Kurt fue un amigo muy querido –dijo Von Till con melancolía–. Y esas cosas no las olvido fácilmente. Recuerdo incluso la fecha exacta y la hora. Ocurrió a las nueve de la mañana del 15 de julio de 1918.
–Parece extraño que nadie mas conociera toda la historia –murmuró Pitt con una mirada deliberadamente fría–. Los archivos de Berlín y el Museo Británico del Aire no disponen de información relativa a la muerte de Heibert.
Todos los libros que he estudiado sobre el tema lo dan como desaparecido en extrañas circunstancias, similares a las de los otros grandes ases de la aviación, como Albert Ball y Georges Guynemer.
–Santo Dios –espetó Von Till con exasperación–. En los archivos alemanes faltan los datos porque al Alto Mando Imperial siempre le importó un comino la guerra en Macedonia. Y los británicos no se atrevieron a publicar una palabra sobre un ardid tan bajo y poco caballeroso. Además, el avión de Kurt seguía en el aire cuando lo vieron por última vez. Los británicos no pudieron hacer más que suponer que su insidioso plan había dado resultado.
–¿Nunca se encontró ningún rastro del hombre o el avión?
–Nada. El hermano de Heibert lo buscó después de la guerra, pero el último lugar de descanso de Kurt sigue siendo un misterio.
–¿También volaba su hermano?
–No. Lo vi en varias ocasiones antes de la Segunda Guerra Mundial. Fue oficial de la marina alemana.
Pitt guardó silencio. La historia de Von Till resultaba condenadamente convincente, pensó, pero tuvo la extraña sensación de estar siendo utilizado como un señuelo. Sintió un débil y ominoso hormigueo. De pronto oyó el sonido de unos tacones altos sobre el suelo y, sin necesidad de volverse, supo que Teri acababa de entrar en la estancia.
–Buenas noches –dijo su voz ligera y alegre.
Pitt se giró en redondo hacia ella. Llevaba un minivestido, diseñado como una toga romana, que oscilaba alrededor de sus delgadas piernas. Le gustó el color, de un naranja dorado que complementaba el cabello de ébano. Ella miró a Pitt y luego su uniforme. Teri palideció ligeramente y se llevó una mano a la boca, con el mismo gesto que él ya le había observado en la playa. Luego sonrió ligeramente y se aproximó, irradiando hermosura y sensualidad.
–Buenas noches, encanto –saludó Pitt, al tiempo que tomaba la mano extendida hacia él y la besaba.
Teri se ruborizó y luego miró su rostro burlonamente sonriente.
–Iba a darte las gracias por haber venido –le dijo–, pero ahora que veo el truco que has empleado conmigo, se me ocurre que debería hacerte regresar a tu...
–No lo digas –le interrumpió Pitt con una expresión maliciosa–. Sé que no vas a creerme, pero precisamente esta tarde el comandante de la base me sacó del camión de la basura, me convirtió en piloto y me ascendió a mayor.
Ella no pudo evitar echarse a reír.
–Vaya desfachatez. Me dijiste que ni siquiera eras sargento.
–No. Sólo te dije que nunca había sido sargento, y eso es cierto.
Ella deslizó la mano a través del brazo que le ofreció Pitt.
–¿Te ha aburrido tío Bruno con sus historias de la Gran Guerra?
–Fascinante, no aburrido –dijo Pitt.
Los ojos de Teri parecieron asustados por detrás de su sonrisa y él se preguntó qué le ocurría. Teri sacudió la cabeza.
–Vosotros los hombres y vuestras historias de guerra...
–No dejaba de mirar el uniforme de Pitt y las insignias de su rango, como si éste no pareciera el mismo hombre al que había amado en la playa. En realidad, ahora le parecía mucho más encantador y sofisticado–. Podrás tener
a Dirk después de la cena, tío Bruno, pero ahora es mío.
Von Till entrechocó marcialmente los tacones y se inclinó.
–Como quieras, querida. Serás nuestro oficial comandante durante la próxima hora y media.
Ella arrugó la nariz y miró a Von Till.
–Eso es demasiado cortés por tu parte, tío. Bien, mi primera orden es que los dos marchéis directamente a la mesa donde se servirá la cena.
Teri tiró de Pitt hacia la terraza y le condujo por una amplia escalera que terminaba en un balcón circular colgante.
La vista era espectacular. Bastante más abajo de la villa, las luces de Liminas parpadeaban en las casas. Más allá, por encima del mar, las primeras estrellas empezaban a asomar sus luces sobre el extenso manto negro. En medio del balcón había una mesa ya preparada con servicio para tres. Un gran candelabro amarillo con seis velas iluminaba el escenario y arrojaba un brillo que parecía transformar en oro los cubiertos de plata.
Pitt apartó la silla de Teri para que se sentara y le susurró al oído:
–Será mejor que vayas con cuidado. Ya sabes lo mucho que me estimula encontrarme en una situación romántica.
Ella levantó la mirada hacia él y sus ojos sonrieron.
–¿Por qué crees que lo preparé todo de este modo?
Antes de que Pitt pudiera replicar, Von Till se acercó, seguido por el gran perro e hizo chasquear los dedos. Al punto apareció una joven nativa vestida a la griega y dejó sobre la mesa una bandeja de aperitivo, con quesos surtidos, olivas y pepinos. A continuación se sirvió una sopa de pollo, sazonada con limón y yemas de huevo. Siguió el plato principal: ostras al horno mezcladas con cebollas y nueces troceadas. Von Till descorchó una botella de buen vino griego, un Retsina. El sabor a resina le recordó a Pitt la trementina. Una vez la joven camarera hubo retirado los platos, trajo una bandeja de fruta, y luego sirvió café á la turca, con los granos molidos asentados en el fondo de la taza.
Pitt hizo un esfuerzo por tomar el fuerte café sin endulzar, mientras frotaba una rodilla contra la de Teri. Esperaba una sonrisa de complicidad, pero en cambio ella le miró con ojos asustados. Parecía tratar de decirle algo.
–Bien, mayor –dijo finalmente Von Till–. Espero que haya disfrutado de nuestra pequeña cena.
–Desde luego –contestó Pitt–. Ha sido excelente.
Von Till miró a Teri. Cuando habló, la expresión de su rostro era pétrea y su tono gélido.
–Querida, quisiera quedarme a solas un momento con el mayor. ¿Por qué no nos esperas en el despacho? Iremos enseguida.
Teri se estremeció débilmente y se sujetó al borde de la mesa antes de contestar.
–Te lo ruego, tío Bruno, aún es temprano. ¿No puedes esperar hasta más tarde para mantener tu pequeña conversación con Dirk?
Von Till le dirigió una mirada fulminante.
–Obedece a tu tío. Hay cuestiones importantes de las que me gustaría hablar con el mayor Pitt. Estoy seguro de que él no se marchará sin verte antes.
Pitt empezó a sentirse incómodo. ¿A qué venía aquella repentina crisis familiar?, se preguntó. Respiró profundamente y percibió que algo iba mal. Un cosquilleo le subió por la espalda; aquella vieja y familiar sensación de peligro que, como un viejo y fiel amigo, le avisaba con antelación siempre que empezaba a cocerse una situación complicada, Pitt apartó un cuchillo de mondar de la bandeja de fruta, y lo deslizó subrepticiamente por debajo del pantalón, dentro del calcetín.
Teri miró a Pitt con el rostro muy pálido.
–Te ruego me disculpes, Pitt. No quiero comportarme como una tonta.
–No te preocupes –le dijo él con una sonrisa–. Tengo debilidad por las tontas guapas.
–Nunca dejas de decir la frase adecuada –murmuró ella.
–Me reuniré contigo lo antes que pueda –le aseguró Pitt apretándole la mano.
–Te esperaré. –De repente, los ojos se le llenaron de lágrimas, se dio media vuelta y echó a correr escalera arriba.
–Siento haberle hablado tan duramente a Teri –se disculpó el anciano alemán–. Tenía que hablar con usted en privado y ella raras veces aprecia mi deseo de conversar sin sus consabidas interrupciones. A menudo resulta necesario mostrarse firme con las mujeres, ¿no le parece?
Pitt asintió con un gesto. No se le ocurrió decir nada que valiera la pena. Von Till introdujo un cigarrillo en una larga boquilla de marfil y lo encendió.
–Estoy interesado en saber algo sobre el ataque que se produjo ayer sobre el campo Brady. Por lo que me dicen mis informadores de esa parte de la isla, fue un modelo de avión muy antiguo y desconocido el que atacó las instalaciones.
–Antiguo, quizá –asintió Pitt–, pero desde luego no desconocido.
–¿Quiere decir que ya han determinado la clase de avión que era?
Pitt estudió el rostro de Von Till. Luego, jugueteó con un tenedor que al cabo dejó lentamente sobre el mantel.
–Ese avión fue identificado como un Albatros D–3.
–¿Y el piloto? –Las palabras brotaron lentamente de la apretada boca de Von Till–. ¿Conocen ya la identidad del piloto?
–Todavía no, pero lo sabremos dentro de poco.
–Parecen muy seguros de poder capturarlo pronto.
Pitt se tomó su tiempo antes de contestar. Encendió un cigarrillo con movimientos lentos.
–¿Por qué no? No debería resultar difícil seguir la pista de un antiguo avión amarillo, de sesenta años de edad, hasta encontrar a su propietario.
Una sonrisa astuta apareció en el rostro de Von Till.
–La Macedonia griega es una zona de terreno accidentado y paisajes desolados. Hay miles de kilómetros cuadrados de montañas, valles y llanuras erosionadas donde podría ocultarse hasta uno de sus grandes bombarderos sin que pudieran detectarlo.
Pitt le devolvió la sonrisa con una mueca.
–¿Quién ha hablado de investigar entre montañas y valles?
–¿En qué otro sitio podrían mirar?
–En el mar –contestó Pitt, y señaló hacia la extensión de oscuras aguas, allá abajo–. Probablemente en el mismo lugar donde se estrelló Kurt Heibert en 1918.
Von Till arqueó una ceja.
–¿Me está pidiendo que crea en fantasmas?
–Cuando éramos niños creíamos en Santa Claus –replicó Pitt con una sonrisa –. Y cuando nos hicimos mayores creímos en las vírgenes. ¿Por qué no añadir ahora los fantasmas a esa lista?
–No, gracias, mayor. Los datos y cifras fríos me parecen muy superiores a cualquier superstición.
–Eso nos deja por explorar otro camino –repuso Pitt con un tono inexpresivo y claro. Von Till se irguió en su asiento, entrecerró los ojos y lo estudió atentamente–. ¿Y si resultara que Kurt Heibert sigue vivo?
La boca de Von Till se abrió de sorpresa. Luego se repuso y exhaló una bocanada de humo.
–Eso es ridículo. Si Kurt estuviera vivo tendría ahora más de setenta años de edad. Fíjese en mí, mayor. Yo nací en 1899. ¿Cree que un hombre de mi edad podría volar en un avión de carlinga abierta y atacar una base aérea? Pues yo no lo creo.
–Los hechos parecen darle la razón, claro –asintió Pitt. Hizo una breve pausa y se mesó el cabello antes de añadir–: Sin embargo, no dejo de preguntarme si Heibert estará relacionado de algún modo con todo esto.
Desvió la mirada desde el rostro del viejo alemán al gran perro blanco y sintió una ambigua tensión. Había acudido a la villa por invitación de Teri, esperando únicamente disfrutar de una cena tranquila. En cambio, se encontraba ahora enzarzado en una batalla de palabras con el tío de ella, un viejo y astuto teutón que, estaba seguro de ello, debía de saber mucho más de lo que admitía acerca de la incursión sobre el campo Brady. Le pareció llegado el momento de arrojar una lanza y al diablo con las consecuencias. Fijó la mirada en Von Till.
–Si el Halcón de Macedonia se desvaneció realmente hace sesenta años y reapareció ayer, la cuestión es saber dónde pasó todo ese tiempo: ¿en el cielo, en el infierno... o en Thasos?
Una expresión de confusión sustituyó la máscara arrogante que cubría el rostro de Von Till.
–No acabo de comprenderlo.
–Y un cuerno –le espetó Pitt–. O me toma usted por un completo idiota, o actúa como si lo fuera. No debería ser yo quien le hablara acerca del ataque sobre el campo Brady, sino usted a mí.
Dejó que las palabras quedaran suspendidas en el aire y disfrutó de la situación. Von Till se levantó inmediatamente, con el ovalado rostro desencajado por la ira.
–Ha llegado usted demasiado lejos en cuestiones que no le conciernen, mayor Pitt. No toleraré sus absurdas sugerencias. Debo pedirle que abandone de inmediato mi villa.
Una expresión sombría apareció en el rostro de Pitt.
–Como quiera –dijo, y se volvió hacia la escalera.
Von Till le miró con ferocidad y amargura.
–Para marcharse no necesita pasar por el despacho, mayor –le dijo, al tiempo que le señalaba una pequeña puerta situada en la pared más alejada del balcón–. Por ese pasillo llegará hasta la entrada delantera.
–Quisiera ver a Teri antes de marcharme.
–No veo razón alguna para prolongar su visita. –Von Till expulsó una despreciativa nubecilla de humo de tabaco hacia la cara de Pitt, como para resaltar las enfurecidas palabras que añadió a continuación También le exijo que no vuelva a ver y hablar con mi sobrina.
La mano de Pitt se cerró en un puño.
–¿Y si lo hago?
Von Till sonrió amenazadoramente.
–No voy a amenazarle, mayor. Si insiste en ejercer una estupidez agresiva, me limitaré a castigar a Teri.
–Condenado kraut –espetó Pitt, y se contuvo de soltarle una patada en la entrepierna–. No se adónde demonios conduce su pequeña conspiración, pero lo que sí puedo asegurarle es que voy a sentir un gran placer personal en desbaratarla. Y puedo empezar por decirle que el ataque contra el campo Brady no consiguió sus objetivos. El barco de la Agencia Nacional de Investigaciones Submarinas se queda en el mismo lugar donde está anclado hasta que hayan concluido las actividades de la investigación científica.
A Von Till le temblaron las manos, pero su expresión se mantuvo impasible.
–Gracias, mayor. Ésa sí es una información que no esperaba conseguir tan pronto.
«Ah, el viejo kraut baja la guardia», pensó Pitt. Ahora ya no abrigaba la menor duda de que había sido Von Till el que actuara para librarse de la presencia del First Attempt. Pero ¿por qué? Esa pregunta seguía sin contestar. Pitt probó a efectuar un disparo a ciegas.
–Pierde el tiempo, Von Till. Los buceadores del First Attempt ya han descubierto el tesoro hundido. Y en estos momentos se disponen a izarlo a la superficie.
Von Till esbozó una amplia sonrisa, y Pitt se dio cuenta de que aquella mentira había sido un error por su parte.
–Un intento muy pobre, mayor. No podría estar más equivocado.
Extrajo la Luger de la sobaquera y apuntó el oscuro cañón azulado hacia la nuca de Pitt. Luego abrió la puerta del pasillo.
–Por favor –le dijo al tiempo que indicaba el umbral con el arma.
Pitt echó un rápido vistazo a través del oscuro umbral. El pasadizo que se abría más allá aparecía débilmente iluminado con velas, y estaba completamente desierto. Vaciló.
–Le ruego exprese mi agradecimiento a Teri por la excelente cena.
–Le transmitiré sus elogios.
–Y gracias, herr Von Till por su... hospitalidad –dijo con sarcasmo.
Von Till sonrió con afectación, hizo entrechocar los tacones y se inclinó ligeramente.
–Ha sido un verdadero placer.
Colocó una mano sobre la cabeza del perro, cuyo labio superior se enarcó y dejó al descubierto un largo colmillo.
El arco de la puerta era bajo y Pitt tuvo que agacharse para entrar en aquel pasadizo que más parecía un túnel. Avanzó unos pasos con cautela.
–¡Mayor Pitt!
–Sí –replicó volviéndose hacia la gruesa sombra que se recortaba en la entrada.
Cuando habló, la voz de Von Till expresó sádica expectativa.
–Es una pena que no pueda contemplar el siguiente vuelo del Albatros amarillo.
Y antes de que Pitt pudiera contestar, la puerta se cerró de golpe y un pesado cerrojo cayó en su pestillo y arrancó un ominoso eco que se extendió hacia los confines del pasadizo en penumbras.
7
Un espasmo de cólera se apoderó de Pitt. Sintió ganas de aporrear la puerta, pero un vistazo a las pesadas planchas fue suficiente para disuadirlo. Se volvió de nuevo hacia el pasadizo, que continuaba vacío. Se estremeció. No se hacía ilusiones acerca de lo que pudiera esperarle más adelante. Ahora estaba convencido de que Von Till nunca había tenido la intención de que abandonara la villa con vida. Recordó el cuchillo y lo extrajo del calcetín. La parpadeante luz amarillenta de las velas, montadas sobre oxidados candelabros de metal, fijos en lo alto de las paredes, arrojó un débil brillo sobre la hoja del pequeño cuchillo.
De repente, una bocanada de aire pesado y frío sopló por el pasadizo como una mano invisible y apagó las velas, lo que sumió a Pitt en la más absoluta oscuridad.
Aguzó todos sus sentidos, pero no advirtió sonido ni luz de ninguna clase.
–Ahora es cuando empieza la diversión –murmuró.
El ánimo de Pitt estaba alicaído y sintió los primeros síntomas del pánico. Recordó haber leído en alguna parte que no hay nada más horroroso e incomprensible para la mente humana que la oscuridad absoluta. No saber ni ser capaz de percibir lo que hay más allá de la vista o del tacto, actúa sobre el cerebro como una especie de circuito cerrado capaz de enloquecerlo. El cerebro crea aquello que no puede ver, habitualmente algún pensamiento de pesadilla burdamente exagerado, como el temor de ser mordido por un perro
o ser arrollado por una locomotora mientras se está en un lugar cerrado. Al recordarlo, Pitt sonrió en la oscuridad, y los primeros aguijonazos del pánico no tardaron en transformarse en una sensación de calma sensata.
Pensó en utilizar el Zippo para volver a encender las velas, pero temió que hubiese algo o alguien emboscado en el pasadizo. Se inclinó, se quitó los zapatos y empezó a avanzar con lentitud a lo largo de la fría pared. El pasillo le condujo a lo largo de varias puertas de madera protegidas por grandes barrotes de hierro. Intentó abrir una de las puertas pero de pronto se detuvo y escuchó con atención.
Allá adelante, desde la negrura, llegaba un sonido indefinible pero bastante audible. Podía tratarse de un gemido o un gruñido, pero Pitt no lo sabía con certeza. Luego, volvió el silencio.
La convicción de que una amenaza, tal vez una bestia agresiva, acechaba en la oscuridad, no hizo sino estimular el sentido de la precaución de Pitt. Se tumbó sobre el suelo y avanzó a rastras y en silencio, atento a cualquier sonido y tanteando el camino con los dedos. El suelo, regular y duro, estaba húmedo en algunos lugares. Se arrastró sobre un légamo aceitoso y pegajoso que le empapó el uniforme. Mientras continuaba su dificultoso avance, maldijo mentalmente la difícil situación en que se encontraba.
Después de lo que le parecieron horas, Pitt imaginó que se había arrastrado al menos a lo largo de tres kilómetros de cemento, aunque su consciencia sabía que apenas había avanzado treinta metros. Del suelo se desprendía un olor rancio que le recordó el interior de un antiguo baúl marino que había pertenecido a su abuelo. De niño, solía esconderse en aquel cubículo oscuro y jugaba a ser un polizón en un barco que navegaba hacia el misterioso Oriente.
De repente, el tacto del suelo y las paredes cambió del suave cemento a la burda obra de albañilería. La mano de Pitt notó la interrupción de la pared y una ramificación hacia la derecha. Una suave corriente de aire en las mejillas le indicó que había llegado a un cruce. Se quedó quieto y escuchó con atención.
Allí estaba de nuevo... El sonido, vacilante y furtivo, esta vez estaba acompañado por un indefinible roce seco, como el de garras de animales sobre el duro suelo.
Pitt se estremeció y sintió un sudor frío. Apretó el cuerpo contra el húmedo suelo empedrado, con el cuchillo firmemente sujeto. El sonido se aproximaba.
El golpeteo seco se hizo más fuerte. Luego se detuvo y se produjo un inquietante silencio.
Pitt contuvo la respiración para escuchar mejor, pero lo único que oyó fueron los latidos de su propio corazón. Allí enfrente había algo, a no más de cuatro metros de distancia. Se comparó a sí mismo con un ciego acorralado en un callejón solitario. El extraño ambiente que le rodeaba era capaz de producir escalofríos a cualquiera, pero Pitt se obligó a combatir el terror a lo invisible.
El hedor rancio del pasadizo se hizo de pronto tan abrumador que sintió náuseas. También detectó un débil olor animal. Pero ¿qué clase de animal?
Rápidamente, Pitt pergueñó un plan y decidió arriesgarse. Extrajo el Zippo del bolsillo, lo encendió y lo arrojó hacia adelante. La pequeña llama recorrió la oscuridad e iluminó dos brillantes ojos tras los que se extendía una enorme sombra que se contorsionó en las paredes y el suelo del pasadizo. El encendedor cayó al suelo y la llama se apagó. Un sordo gruñido amenazador surgió del lugar donde estaban los ojos y reverberó en el laberinto de piedra.
Pitt reaccionó instantáneamente: rodó sobre el duro suelo y lanzó una cuchillada al vacío, sujetando con firmeza el mango. No pudo ver a su fantasmagórico atacante, pero ahora sabía de qué animal se trataba.
La bestia había localizado la posición exacta de Pitt al breve parpadeo de la llama del encendedor. Vaciló un instante y luego saltó.
Pero el instinto animal de olfatear a su presa antes de lanzarse al ataque supuso su perdición: ese breve retraso concedió a Pitt un tiempo precioso para rodar sobre sí mismo y esquivar el ataque del enorme perro blanco. La acción fue tan rápida que más tarde sólo recordaría la sensación del cuchillo que se hundía en una superficie blanda y peluda.
El gruñido del depredador se convirtió en el aullido del animal mortalmente herido cuando el cuchillo abrió en canal el flanco del gran pastor. Los aullidos del animal retumbaron en los pasadizos de piedra, apenas un segundo antes de que los cuarenta kilos de furia animal se estrellaran contra la piedra vertical y cayeran pesadamente al suelo, agitándose en espasmódica agonía por un momento antes de morir.
Pitt pensó que el perro había, fallado en su ataque, pero una punzada en el pecho lo sacó de su error. Se quedó inmóvil, oyendo los estertores del animal en la oscuridad. Varios minutos después de que el pasadizo se hubiera sumido de nuevo en una fantasmagórica quietud, él aún seguía tumbado y sin fuerzas. La tensión finalmente remitió y empezó a relajarse.
Lentamente, se incorporó y se apoyó contra la pared salpicada de sangre. Un nuevo estremecimiento sacudió su cuerpo y esperó un momento antes de avanzar tambaleante en la oscuridad y tantear el suelo con los pies, hasta encontrar el encendedor. Lo encendió y se examinó las heridas.
La sangre rezumaba de cuatro profundos rasguños que le cruzaban el pecho hasta el hombro derecho. La camisa le colgaba como una harapienta bandera roja y caqui. Pitt desgarró los jirones y se restañó las heridas. Hubiese querido dejarse caer sobre el suelo y dejar que una oleada de reconfortante inconsciencia le embargase, pero resistió, afianzó las piernas y, con plena lucidez, planificó su siguiente movimiento.
Al cabo de un minuto, Pitt se acercó al perro con el encendedor en alto y lo observó. Estaba tumbado de lado, con las entrañas desparramadas en un repulsivo montón. Rastros de sangre corrían en pequeños regueros en la dirección desde la que él se había arrastrado. La rabia y la ira se apoderaron de Pitt y transformaron su estado de cautela en otro de indiferencia hacia el peligro. Sólo un pensamiento se mantenía y se apoderaba de su mente: matar a Von Till.
Su siguiente paso era obvio: encontrar una forma de salir de aquel laberinto. Todo parecía aliarse en contra suya y sus posibilidades eran remotas, pero ni por un instante admitió la idea del fracaso. Cualquier duda que hubiera podido abrigar quedó descartada al recordar las palabras de Von Till sobre el siguiente vuelo del Albatros amarillo. La mente de Pitt se lanzó a una frenética actividad analítica que revisó datos y posibilidades.
Ahora que el artero alemán sabía que el First Attempt permanecería anclado frente a la costa de Thasos, haría que lo atacara el Albatros. Sería demasiado arriesgado para el viejo aparato probar a lanzar un nuevo ataque por la tarde, pensó Pitt. Sin duda Von Till lo enviaría lo antes posible, probablemente al amanecer. Tenía que avisar a Gunn y su tripulación. Miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera que indicaba las 21.55. Calculó que amanecería aproximadamente a las 4.40. Eso le permitía disponer de casi siete horas para encontrar una salida de esa cripta y alertar al barco.
Pitt se introdujo el cuchillo en el cinturón, apagó el mechero para reservarlo y avanzó por el pasadizo de la izquierda hacia la fuente de una ligera corriente de aire. La marcha le resultó ahora más fácil. Que lo condenaran si volvía a arrastrarse por el suelo. El pasadizo se estrechaba pero la altura seguía siendo elevada, por encima de su cabeza.
De repente, su mano extendida tocó un muro. El pasadizo acababa allí: aquello era un callejón sin salida. Encendió el mechero y comprendió su error: la corriente de aire procedía de una pequeña grieta entre las rocas, por la que también penetraba un zumbido. Era el sonido de un motor eléctrico, oculto en alguna parte, más allá del muro, en las entrañas de la montaña. Pitt escuchó un momento con atención, pero el sonido se interrumpió.
–Si no tienes éxito con el primero –musitó–, prueba con el segundo.
Volvió sobre sus pasos y llegó rápidamente a la intersección de pasadizos; esta vez tomó por el situado directamente frente al que había seguido a rastras con tantas precauciones.
Apretó el paso y se hundió en una oscuridad impenetrable; el suelo, húmedo y frío, le entumecía los pies, protegidos sólo por los calcetines. Se preguntó cuántos otros hombres; o incluso mujeres, habría arrojado Von Till a aquel perro asesino. A pesar del aire fresco, el sudor le corría a raudales; el dolor de los rasguños del pecho le parecía algo remoto, pero la sangre se mezclaba con el sudor y le resbalaba hacia los pantalones. Continuó la marcha, decidido a seguir hasta que se derrumbara, agotadas sus últimas fuerzas. Sintió el impulso de aminorar el paso y descansar un poco, pero hizo todo lo contrario: lo aceleró aún más.
Una y otra vez, las manos que tanteaban y el destello periódico y consolador del mechero le revelaban nuevos pasadizos sin salida. En algunos de ellos las rocas se habían hundido, sellándolos para siempre.
El mechero estaba en las últimas, con el fluido ya casi totalmente consumido. Pitt lo usaba lo menos posible, y se fiaba cada vez más de sus dedos, doloridos y arañados. Transcurrió mucho tiempo, pero él avanzó ininterrumpidamente, sin dejar de mover su cansado y herido cuerpo por los vetustos pasadizos.
De pronto tropezó con algo sólido y tanteó con precaución hasta descubrir el pie de una escalera de piedra. El borde de un escalón le golpeó en la nariz y le provocó un corte hasta el hueso y una intensa hemorragia. Y, de repente, el agotamiento, la tensión emocional y la desesperación doblegaron su maltrecho cuerpo y se derrumbó fláccidamente sobre la escalera. Todo se ralentizó. Se quedó allí tendido, percibiendo cómo la sangre goteaba sobre el escalón, por debajo de su cabeza. Una blanda nube blanca surgió de la negrura y le envolvió con suavidad.
Pitt sacudió su dolorida y mareada cabeza en un intento por desembarazarse de las telarañas de la inconsciencia. Lentamente, como un hombre que tuviera que izar un tremendo peso, levantó la cabeza y los hombros y empezó a arrastrarse agónicamente escalera arriba. Se esforzó, escalón tras escalón, hasta que finalmente lo consiguió.
Una puerta de rejas cerraba lo alto de la escalera. La reja era antigua y estaba muy oxidada, pero aún era gruesa y resistente.
Pitt se irguió dolorosamente en el descansillo y sintió una ráfaga de aire fresco, sustituyendo el hedor rancio del laberinto. Miró a través de los barrotes y recuperó la esperanza a la vista de las estrellas en el cielo. Allá dentro, en el laberinto de pasadizos, se había sentido como un hombre encerrado en un ataúd, y pareció transcurrir una eternidad hasta volver a contemplar el mundo exterior. Se incorporó y forcejeó con los barrotes. En vano. La cerradura de la enorme puerta había sido soldada recientemente.
Comprobó la anchura entre barrotes, en busca de la más grande. El tercer espacio desde la izquierda era el que permitía una mayor abertura, unos veinticinco centímetros. Se quitó trabajosamente todas las ropas y las depositó al otro lado de la reja. A continuación mezcló la sangre con el sudor y exhaló hasta que los pulmones le dolieron. Luego, deslizando la cabeza por entre los barrotes, se esforzó por empujar su cuerpo hacia el exterior. El óxido de los barrotes se descamó al rozar contra su resbalosa piel, y se adhirió a la sangre como un pegamento. Un desgarrador gemido escapó de su boca cuando los genitales rozaron el borde mellado de un barrote Pero se afianzó contra el suelo y cobró el impulso final. Su cuerpo pasó al otro lado.
Pitt se sujetó la dolorida entrepierna y se sentó, casi incapaz de creer en su éxito. Había logrado salir, pero ¿estaba realmente libre? Su mirada, ahora acostumbrada a la oscuridad, escrutó los alrededores.
Los barrotes abovedados del laberinto daban a la majestuosa entrada de un gran anfiteatro. La pesada estructura reflejaba el débil resplandor vagamente celestial de las estrellas y la luna, cuyo imperfecto círculo se elevaba por encima de la cumbre de una montaña sumida en las sombras. La arquitectura era griega, pero la enormidad de la construcción indicaba la participación de manos romanas. El borde del escenario se hallaba separado de la parte superior del anfiteatro por casi cuarenta hileras de altas bancadas de piedra a modo de asientos. A excepción de los insectos nocturnos, todo el recinto estaba completamente desierto.
Pitt volvió a ponerse los restos del uniforme y, tras anudar la tela húmeda y pegajosa de la camisa, se envolvió el pecho con un vendaje improvisado.
El simple hecho de poder caminar y respirar el aire cálido de la noche le infundió renovadas fuerzas. Allá dentro, en el laberinto, había deambulado a ciegas, pero, aun sin la ayuda de Teseo para guiarle, había salido bien librado. La risa surgió ahora de sus labios y reverberó hasta la última hilera de asientos del anfiteatro. El dolor y el agotamiento quedaron olvidados al imaginar la expresión de Von Till cuando se vieran la próxima vez.
–¿Os gustaría una entrada para ver ese espectáculo? –gritó al inexistente público. Esperó una respuesta, como fuera de aquel ambiente extraño, pero no hubo respuesta, ni aplausos; sólo el silencio de la cálida noche de Thasos. Por un momento imaginó que el público romano le vitoreaba, pero las figuras envueltas en togas eran mudas estatuas de mármol blanco.
Levantó la mirada hacia el dédalo de estrellas, envuelto por el aire claro de la noche, y trató de situarse. La estrella Polar titiló anunciando la posición aproximada del norte. La mirada de Pitt recorrió el cielo, trazando un círculo completo. Allí había algo que no encajaba del todo. Tauro y las Pléyades deberían haber estado por encima de su cabeza, pero se encontraban bastante alejadas, hacia el este.
–¡Maldita sea! –exclamó Pitt.
Consultó su reloj. Eran las 3.22. Sólo faltaba una hora y cuarto para el amanecer. De algún modo, había perdido casi cinco horas. ¿Qué había ocurrido? ¿En qué había empleado tanto tiempo? Sólo entonces se dio cuenta de que debía de haber perdido el conocimiento cuando se derrumbó sobre la escalera.
Ahora no había tiempo que perder. Cruzó apresuradamente el escenario empedrado y, a la escasa luz de que disponía, descubrió un pequeño sendero que descendía por la ladera de la montaña. Lo siguió y se dispuso a emprender una desesperada carrera para ganarle al sol.
8
Después de descender unos cuatrocientos metros por el sendero, éste se convertía en un camino de tierra surcado por la huella dejada por dos ruedas. Pitt descendió a medio trote, con el corazón palpitándole a causa del agotador esfuerzo. Estaba herido y había perdido mucha sangre; cualquier médico que le hubiese encontrado habría confinado inmediatamente su maltrecho cuerpo en una cama de hospital.
Desde que había escapado del laberinto su mente se veía asediada una y otra vez por imágenes de los indefensos científicos y tripulantes del First Attempt, atacados por el Albatros. Imaginó con nitidez las balas que segarían vidas y dejarían un rastro de sangre en el barco de investigación oceanográfica. La carnicería habría terminado antes de que los nuevos cazas llegados a campo Brady hubieran tenido tiempo de despegar, siempre que éstos hubieran llegado efectivamente desde una base de África del norte antes del amanecer. Estas y otras visiones impulsaron a Pitt a realizar esfuerzos sobrehumanos.
Se detuvo bruscamente. Algo se movía entre las sombras, por delante de donde se encontraba. Abandonó el sendero y trazó un cauteloso círculo entre un espeso bosquecillo de castaños, para acercarse al inesperado obstáculo. Se incorporó y miró por encima de un árbol caído y medio putrefacto. Incluso a la débil luz distinguió la figura inconfundible de un burro bien alimentado, atado con una cuerda a un solitario tronco. El pequeño animal aguzó una oreja al aproximarse Pitt y rebuznó suave y patéticamente.
–No eres precisamente la respuesta a las oraciones de un jinete –dijo Pitt con una sonrisa–, pero los mendigos no pueden elegir.
Desató la cuerda y la convirtió rápidamente en un tosco bocado. Luego se las arregló para pasarla sobre la nariz del burro y lo montó.
–Está bien, burro, ¡muévete!
La pequeña bestia no lo hizo.
Pitt le golpeó los gruesos flancos, en vano. Pateó, se balanceó y se removió. Nada, ni un rebuzno. Las grandes orejas se mantenían planas y su tozudo propietario se negaba a moverse.
Pitt no conocía ninguna palabra en griego, sólo unos pocos nombres. «Probablemente, este estúpido asno tiene el nombre de algún dios o héroe griego», pensó.
–Adelante, Zeus... Apolo... Poseidón... Hércules. ¿Qué tal Atlas?
El burro parecía de piedra. De repente, a Pitt se le ocurrió una idea. Se inclinó e inspeccionó el bajo vientre del animal. Era hembra.
–Mis disculpas, oh, criatura encantadora y maravillosa. –Pitt le cosquilleó las orejas–. Vamos, querida Afrodita, salgamos de aquí.
La burra se sacudió repentinamente y Pitt supo que su táctica empezaba a dar resultado.
–¿Atlanta? –Nada–. ¿Atenea? –Las orejas se levantaron súbitamente y la burra se volvió a mirar a Pitt–. ¡Vamos, Atenea, adelante!
Para alivio de Pitt, Atenea pateó el suelo un par de veces y luego, obediente, echó a andar y descendió por el camino.
A aquellas horas de la madrugada hacía frío y el rocío empezaba a humedecer los prados que bordeaban el bosque cuando Pitt llegó finalmente a las afueras de Liminas.
Liminas era el típico pueblo costero griego, una singular mezcla de construcción moderna levantada sobre una ciudad antigua, cuyas ruinas se veían aquí y allá, entre las casas de tejados de tejas. Sobre la costa, sobresaliendo de la ciudad, como la curva de una media luna dentada, había un puerto lleno de barcos de pesca de pequeño calado que ofrecían una pintoresca escena de folleto turístico, acompañada por los olores del salitre, el pescado y el gasóleo. Las barcas de madera permanecían sobre la playa como un grupo de ballenas varadas, con los mástiles cuidadosamente estibados a lo largo de la regala y las cuerdas del ancla extendidas flojamente hacia el mar. En hileras, y por detrás de la playa de arena blanca, se elevaban altos palos que sostenían olorosas redes de pesca marrones, puestas a secar. Por detrás de ellas se extendía la calle principal del pueblo, cuyas pequeñas puertas y ventanas, cerradas con contraventanas, no ofrecieron la menor señal de vida al desaliñado Pitt y su peculiar medio de transporte, que avanzaba despacio. Las casas encaladas, con sus estrechos balcones, ofrecían una pacífica imagen de la vida real bajo la luz de la luna, como un cuadro que tenía muy poco que ver con los penosos acontecimientos que habían llevado a Pitt hasta el pueblo.
En un estrecho cruce, Pitt se apeó de la burra y la dejó atada a un buzón de correos. Luego sacó un billete de diez dólares de la cartera y lo sujetó al cabestro.
–Gracias por el paseo, Atenea, y quédate con el cambio.
Dio unas afectuosas palmaditas al animal sobre el hocico, se subió los pantalones y caminó con paso vacilante calle abajo, hacia la playa.
Pitt buscó cables reveladores de una línea telefónica, pero no vio ninguno. Tampoco vio coches u otros vehículos aparcados en las calles, a excepción de una bicicleta, pero se sentía demasiado agotado para pedalear once kilómetros de regreso a campo Brady. Pensó que le vendría muy bien encontrar un teléfono o alguien que tuviera un coche, a pesar de que no sabía hablar griego.
Las relucientes manecillas y números del reloj Omega indicaban las 3.54. Dentro de cuarenta minutos la isla se vería afectada por otro amanecer caliente. Sólo le quedaban cuarenta minutos para advertir a Gunn y a los hombres del First Attempt. Pitt miró hacia el mar, siguiendo la curva interior de la isla. Si bien había once kilómetros por tierra hasta campo Brady, la distancia hasta el barco era sólo de seis kilómetros por mar, en línea recta. No había tiempo que perder, así que tendría que coger una barca. ¿Por qué no?, razonó. Si había podido secuestrar a una burra, bien podía piratear una barca.
En cuestión de minutos había encontrado una barca de fondo plano y extremos puntiagudos, con un oxidado motor de gasolina de un solo cilindro.
Tanteando en la penumbra, sus dedos encontraron la válvula reguladora y el conmutador de encendido. El volante del motor era enorme y lo único que pudo hacer Pitt fue arrancarlo con manivela. A cada silenciosa revolución le dolían todos los huesos del cuerpo. El sudor brotó en su frente y goteó sobre el motor. La cabeza le palpitaba y la visión empezaba a ser borrosa. Hizo girar la manivela una y otra vez. Parecía inútil; el motor no quería ponerse en marcha.
Si la necesidad de darse prisa había sido importante hasta entonces, ahora empezaba a ser desesperada. Transcurrían preciosos minutos desperdiciados en intentar poner en marcha aquel motor que se resistía a todos sus esfuerzos. Pitt tuvo que echar mano de los últimos restos de sus fuerzas. Apretó los dientes e hizo girar la manivela con fuerza. El motor tosió brevemente y se apagó. Tiró de nuevo de la manivela y cayó agotado, sobre el agua aceitosa de la sentina. El motor tosió una vez, luego otra, resolló asmáticamente, volvió a toser y finalmente produjo un golpeteo regular mientras el solitario pistón empezaba a martillear arriba y abajo. Demasiado cansado para levantarse, Pitt se inclinó y cortó la cuerda con el fiel cuchillo de mondar y puso la palanca de cambios en marcha atrás. La destartalada y pequeña barca, con la pintura del casco descamada, reculó lentamente por el interior del puerto, trazó un arco de ciento ochenta grados, pasó junto al viejo rompeolas romano y salió a mar abierto.
Pitt dio máxima velocidad mientras la barca avanzaba tambaleante sobre las olas bajas, hasta alcanzar los siete nudos. Se incorporó con esfuerzo sobre el asiento de popa y sujetó con fuerza el timón.
Transcurrió media hora, un lapso que le pareció interminable bajo un cielo sin nubes y un horizonte que empezaba a iluminarse por el este. La barca seguía avanzando en lo que a Pitt le pareció un progreso angustiosamente lento. Pero cada metro ganado era un metro más cerca del First Attempt. De vez en cuando cabeceaba de sueño, para despertarse de inmediato con un sobresalto. Animó a su nublada mente a mantenerse activa, y la impulsó a un frenesí de actividad.
De pronto lo distinguió. Era una forma baja y grisacea, apenas a un kilómetro y medio de distancia. Reconoció las luces blancas de proa y popa que indicaban que se trataba de un barco anclado. Los rayos del sol ya empezaban a extenderse por el cielo y silueteaban con claridad el First Attempt contra el horizonte oriental; primero vio la superestructura, luego la grúa y el mástil del radar y finalmente el material científico diseminado por la cubierta.
Pitt rogó al viejo y ruidoso motor que adquiriera más revoluciones. El solitario cilindro castañeteó, traqueteó y detonó secamente por toda respuesta. La carrera contra el amanecer iba a ser muy apretada.
El sol apenas asomaba su cúpula sobre el horizonte marino cuando Pitt ralentizó el pequeño motor, puso la marcha atrás y chocó levemente contra el costado del First Attempt.
–¡Eh, los del barco! –gritó débilmente, demasiado fatigado para moverse.
–¡Estúpido gilipollas! –replicó una voz airada–. ¿Por qué no miras por dónde vas? –Una cara de pocos amigos apareció sobre la barandilla y miró hacia el bote que había chocado contra el casco–. ¡La próxima vez avísanos de tu llegada para que podamos pintarte una diana en el costado!
A pesar de la tensión y el dolor que le producían sus heridas, Pitt no pudo evitar una sonrisa.
–¡Déjate de bromas y baja a echarme una mano!
–¿Y por qué debería hacerlo? –preguntó el vigía de guardia, forzando los ojos–. ¿Quién demonios eres?
–Soy Dirk Pitt y estoy herido. Y ahora deja de perder tiempo y mueve el culo.
–¿Es realmente usted, mayor? –vaciló el vigía.
–¿Qué demonios pretendes, un certificado de nacimiento? –le espetó Pitt.
–No, señor.
El vigía desapareció tras la barandilla y un momento después reapareció en la escala con un gancho en una mano. Atrapó el bote por la regala de babor y tiró de él hacia la escala. Después de asegurarlo con una cuerda, saltó a su interior, trastabilló y cayó encima de Pitt.
Pitt cerró los ojos y gruñó a causa del impacto. Al abrirlos de nuevo se encontró mirando fijamente la barba amarilla de Ken Knight.
Knight empezó a maldecir pero entonces vio el cuero ensangrentado de Pitt. El joven científico se estremeció y palideció.
Los labios de Pitt se retorcieron en una mueca divertida.
–Venga, ayúdame a llegar al camarote del comandante Gunn.
–Dios mío... –murmuró Knight y meneó la cabeza lentamente–. ¿Qué diablos ha ocurrido?
–Más tarde te lo contaré –le espetó Pitt–. Cuando tengamos tiempo. – Intentó incorporarse–: ¡Ayúdame, maldito bastardo, antes de que sea demasiado tarde!
Hubo en su voz tanta desesperación y ardiente ferocidad, que Knight se puso en movimiento inmediatamente y lo arrastró escala arriba hasta el puente.
Luego se detuvieron ante el camarote de Gunn y Knight llamó a la puerta.
–Comandante Gunn, es una emergencia.
Gunn abrió la puerta. Sólo llevaba un par de calzoncillos y sus gafas de montura de carey. Su aspecto era el de un profesor confuso al que hubieran pillado en la habitación de un motel con la esposa del decano de la universidad.
–¿Qué diablos...? –Se interrumpió y miró fijamente aquel cuerpo ensangrentado al que Knight ayudaba a mantenerse en pie. Sus ojos casi se salieron de las órbitas–. Dios mío... Dirk, ¿eres tú? ¿Qué ha ocurrido?
Pitt intentó sonreír, pero no fue más, que un ligero fruncimiento del labio superior.
–¡Acabo de salir del infierno! –exclamó en voz baja–. ¿Tienes algún equipo meteorológico a bordo?
Gunn no le contestó y ordenó a Knight que fuera en busca del médico. Luego, el pequeño capitán condujo a Pitt al interior del camarote y lo acostó suavemente sobre la litera.
–Descansa, Dirk. Te atenderemos en un momento.
–Ésa es la cuestión, Rudi. No disponemos de tiempo –dijo Pitt, y lo sujetó por las muñecas–. ¿Tienes algún equipo meteorológico a bordo? –repitió con apremio.
Gunn lo miró con expresión de desconcierto.
–Sí, tenemos instrumentos para registrar datos meteorológicos. ¿Por qué lo preguntas?
Las manos de Pitt le soltaron las muñecas y una fría sonrisa de astucia apareció en sus ojos y se extendió por sus labios, al tiempo que hacía esfuerzos por incorporarse apoyado en un codo.
–Este barco será atacado por el mismo avión que asoló el campo Brady.
–Deliras Pitt –repuso Gunn, y lo ayudó a sentarse.
–Es posible que mi cuerpo te parezca una pesadilla, pero en estos momentos tengo la mente más clara que la tuya. Ahora escucha con mucha atención. Voy a decirte lo que hay que hacer.
Fue el vigía de popa el primero que distinguió el pequeño avión amarillo contra el cielo azul. Luego, Pitt y Gunn también lo vieron, a no más de tres kilómetros de distancia, volando a ochocientos pies de altura. Deberían haberlo visto antes, pero se acercaba al First Attempt con el sol directamente a su cola.
–Llega con diez minutos de retraso –gruñó Pitt mientras sostenía un brazo en alto para que el médico le vendara el pecho.
El viejo doctor, sin hacer caso de los movimientos de Pitt sobre el puente del barco, limpiaba y vendaba las heridas y ni siquiera se molestó en levantar la mirada para mirar el aparato que se aproximaba. Ató con fuerza el último nudo, lo que hizo que Pitt se contrajera con una mueca, y lo miró con expresión seca.
–Es todo cuanto puedo hacer por usted, mayor, mientras no deje de moverse de un lado a otro impartiendo órdenes, como el capitán Bligh.
–Lo siento, doctor –se disculpó Pitt sin apartar la mirada del cielo–, pero no había tiempo para una visita formal a la consulta. Será mejor que vaya abajo. Si mi pequeña táctica de combate fracasa, le aseguro que tendrá mucho trabajo dentro de diez minutos.
El nervudo y bronceado médico cerró su gastado maletín de cuero, y bajó por la escala del puente. Pitt se apartó de la barandilla y miró hacia donde estaba Gunn.
–¿Estás conectado?
–Sólo tienes que indicarme cuándo. –Gunn estaba tenso, pero parecía preparado y dispuesto. Sostenía una pequeña caja negra sujeta a un hilo que ascendía por el mástil del radar y luego hacia el brillante cielo de la mañana–. ¿Crees que el piloto de ese cacharro se tragará el anzuelo?
–La historia nunca deja de repetirse –repuso Pitt, sin apartar la mirada del avión que se acercaba.
Incluso en esos momentos de tensa ansiedad, Gunn encontró tiempo para maravillarse ante la transformación experimentada por Pitt desde el amanecer; el hombre que había subido con paso vacilante al First Attempt, en lamentables condiciones físicas, no era el mismo que ahora se erguía sobre el puente con ojos enardecidos y la postura expectante de un caballo de guerra presto para el combate. Parecía extraño, pero Gunn no pudo evitar que su mente se remontara a varios meses atrás, cuando se encontraba sobre el puente de otro barco, el Dana Gail. Lo recordaba como si todo hubiera sucedido apenas una hora antes y viera la misma expresión en el rostro de Pitt, justo antes de que el viejo y oxidado casco terminara de buscar y destruir una misteriosa elevación marina en el Pacífico, al norte de Hawai. De repente, una mano fuerte sobre su brazo le hizo regresar abruptamente al presente.
–Desciende –le dijo Pitt– si no quieres que la onda de choque te arroje por la borda. Prepárate para unir los contactos en el instante mismo en que te lo diga.
El brillante avión amarillo se ladeaba para describir un círculo alrededor del barco y poner a prueba sus defensas. Su ruidoso motor atronó sobre el agua, causando una vibración en los tímpanos de Pitt. Lo observó a través de unos prismáticos y sonrió con satisfacción al observarlos pequeños orificios en la tela de las alas y el fuselaje, recuerdo del fusil de Giordino. Movió los prismáticos verticalmente y los enfocó sobre el alambre negro que se elevaba en el cielo, y de repente sintió una esperanza que poco a poco se transformó en convicción.
–Despacio... despacio –masculló–. Creo que morderá el anzuelo.
¿Quién habría imaginado que Pitt quería un condenado globo meteorológico cuando preguntó si en el First Attempt llevaban equipo meteorológico? Ahora, aquel condenado globo flotaba en el cielo, con una carga de cincuenta kilos de explosivos. Gunn miró por encima de la barandilla hacia el gran globo plateado y el paquete letal que colgaba por debajo. El cable que sostenía el globo cautivo y el hilo eléctrico conectado a los explosivos se extendían hasta 250 metros de altura, a poco más de cien metros de la popa, lo que suponía una distancia total de cuatro campos de fútbol. Sacudió la cabeza. Resultaba irónico que la carga explosiva, normalmente utilizada para producir ondas de choque submarinas que permitían analizar el fondo del mar, se empleara ahora para derribar un avión.
El estrépito del Albatros se hizo más fuerte y, por un instante, Pitt pensó que iba a lanzarse en picado directamente contra el barco, pero su ángulo de descenso era demasiado bajo. El piloto alineaba el Albatros para efectuar una pasada sobre el globo. Se irguió para ver mejor, sabiendo que constituía un objetivo tentador y al descubierto. El motor produjo un agudo gruñido y los visores de las ametralladoras apuntaron hacia el perezoso globo de gas, que esperaba sobre el centelleo del agua. No hubo retraso alguno, ni tiempo para ajustar la distancia de tiro; las alas amarillas relucieron al sol, oscureciendo los fogonazos de las dos ametralladoras montadas sobre el capotaje del motor. El tableteo y el silbido de las balas indicó el inicio del ataque.
El globo lleno de helio se estremeció bajo el fuego de ametralladora. Al principio se combó hacia adentro, luego se arrugó como una ciruela y finalmente inició su caída hacia el mar, aleteante y en jirones. El Albatros amarillo se elevó ligeramente para dirigirse en línea recta hacia el First Attempt.
–¡Ahora! –gritó Pitt al tiempo que se dejaba caer sobre la cubierta.
Gunn apretó el disparador.
El instante siguiente pareció eterno. Luego se produjo una gigantesca explosión que sacudió al barco bruscamente. El silencio de la mañana se vio roto por un ruido violento, como si un tornado hubiera roto mil ventanas al unísono. Y en cielo se formó una enorme nube de humo y llamas. La conmoción de la explosión dejó sin aliento a Pitt y Gunn.
Lentamente, Pitt se incorporó y miró la nube que se expandía, en busca de rastros del Albatros. Aún conmocionado, su vista se elevó demasiado y sólo vio humo ensortijado; el avión y su piloto habían desaparecido. Luego se dio cuenta de lo ocurrido: el breve instante transcurrido entre su señal y la explosión había salvado al avión de la desintegración total. Desplazó la mirada sobre el horizonte y lo divisó. El Albatros planeaba torpemente con el motor muerto.
Pitt cogió los prismáticos y los enfocó sobre el aparato. Despedía humo y fragmentos encendidos, y dejaba tras de sí una negra estela. Observó con fascinación cómo una de las alas inferiores se plegaba hacia atrás y se desprendía, lo que hizo que el avión se precipitara en un salvaje tirabuzón. Luego, por un momento, pareció quedar suspendido en el aire antes de caer en picado hacia el mar, dejando una estela de humo que se fue disipando en el aire cálido.
–¡Lo hemos derribado! –gritó Pitt con excitación.
Gunn avanzó tambaleante sobre el puente y levantó la cabeza, mareado.
–¿A qué distancia y en qué dirección?
–A unos tres kilómetros a popa por estribor –contestó Pitt. Bajó los prismáticos y miró el semblante pálido de Gunn–. ¿Estás bien?
–No te preocupes –asintió Gunn.
Pitt sonrió. Se sentía satisfecho consigo mismo: su plan había funcionado.
–Envía la lancha ballenera y algunos buceadores que localicen el aparato. Estoy ansioso por descubrir qué aspecto tiene nuestro fantasma.
–Muy bien –asintió Gunn–. Yo mismo dirigiré el grupo de buceo. Pero sólo con una condición: que te acuestes inmediatamente en mi camarote. El médico aún no ha terminado contigo.
–A sus órdenes, capitán –repuso Pitt con un encogimiento de hombros.
Se dio la vuelta y miró una vez más hacia la tumba del Albatros amarillo.
Todavía seguía junto a la barandilla diez minutos más tarde, cuando Gunn y cuatro hombres de la tripulación terminaron de acondicionar la lancha ballenera y empezaron a alejarse del barco. La pequeña embarcación se dirigió directamente al lugar donde había desaparecido el avión. Pitt se quedó mirando hasta que vio a los buceadores saltar a las centelleantes aguas azules, a intervalos regulares, para converger sobre el lugar de descanso del Albatros.
–Vamos, mayor –dijo una voz a su lado.
Pitt se volvió y vio el rostro barbudo del médico.
–No sirve de nada que me persiga, doctor. No voy a casarme con usted –le replicó con una amplia sonrisa.
El viejo médico, de ojos azules, no le devolvió la sonrisa. Se limitó a indicar con un gesto la escala que conducía al camarote de Gunn.
A Pitt no le quedó otra alternativa que resignarse y dejar su maltratado cuerpo en manos del médico. Una vez en el camarote los sedantes que le administraron no tardaron en surtir efecto y pronto quedó sumido en un profundo sueño.
9
Pitt miró fijamente la demacrada imagen de sí mismo que le ofrecía el pequeño espejo que colgaba de la cabecera de la litera del camarote. No había dormido mucho tiempo; su reloj indicaba que sólo, habían transcurrido cuatro horas. Fue el calor lo que lo despertó, el manto matinal de aire caliente que parecía llegar desde África. Comprobó que el ventilador estaba apagado y lo encendió. No obstante el aire seco y caliente se había adelantado y el aire acondicionado tardaría en enfriar el camarote, al menos hasta últimas horas de la tarde. Se dirigió al lavabo y se mojó la cara, la espalda y los hombros. Mientras se secaba con una toalla trató de recordar lo sucedido la noche anterior. Willie y el Maybach. La villa. El haber tomado una copa con Von Till. La belleza de Teri, la palidez de sus rasgos. Luego el laberinto, la lucha con el perro y la fuga. El encuentro con Atenea; ¿la habría encontrado su propietario? El robo de la barca, esta misma mañana, la llegada del Albatros amarillo y la explosión. Ahora sólo cabía esperar que Gunn y sus hombres recuperaran el avión y encontraran el cuerpo de su misterioso piloto. ¿Qué conexión había entre todo aquello y Von Till? ¿Cuáles eran las motivaciones de aquel viejo kraut? Y Teri, ¿estaba ella enterada de la trampa? ¿Había tratado de advertirle? ¿O le había engañado para atraerlo y sonsacarle información para su tío?
Apartó de su mente aquellos pensamientos. Las vendas le escocían y resistió el impulso de rascarse... Dios, qué calor hacía... Si al menos pudiera tomar algo fresco. La única prenda que el médico no le había cortado para quitársela del cuerpo eran los calzoncillos. Los enjuagó en el lavabo y se los puso mojados. Al cabo de pocos minutos estaban completamente secos.
Se oyó una ligera llamada a la puerta, que se abrió lentamente. Un muchacho pelirrojo asomó la cabeza.
–¿Está despierto, mayor Pitt? –preguntó en voz baja.
–No demasiado.
–Yo... no quería molestarle –dijo el muchacho con voz vacilante–. El médico me pidió que comprobara cómo se encontraba cada quince minutos, para asegurarse de que descansaba cómodamente.
Pitt le dirigió una mirada furibunda.
–¿Quién demonios puede descansar cómodamente en este horno con el aire acondicionado apagado?
Una mirada de consternación apareció en los ojos del muchacho.
–Oh, lo siento mucho, señor. Pensé que el comandante Gunn lo había dejado encendido.
–Bueno, ahora ya nada puede hacerse –repuso Pitt con un encogimiento de hombros–. ¿Tienes algo fresco de beber?
–¿Quiere una botella de Carga?
–¿Una botella de qué?
–De Carga. Es una cerveza griega.
–Está bien, si tú lo dices. –Pitt sonrió–. He oído hablar de cargarse a alguien, pero hasta ahora nunca había bebido una.
–Vuelvo enseguida, señor. –El muchacho cerró la puerta. Pero al punto la abrió de nuevo y el encendido cabello del chico reapareció–. Lo siento, mayor, casi lo olvidaba. El coronel Lewis y el capitán Giordino quieren verle. El coronel quería despertarle, pero el médico no se lo permitió, y hasta amenazó con echarlo del barco si lo intentaba.
–Está bien, diles que pasen –dijo Pitt con impaciencia–. Y date prisa con esa cerveza, antes de que me evapore.
Se tumbó en la litera y dejó que el sudor le resbalara por el cuerpo. Su mente seguía funcionando a toda velocidad y repasaba cada uno de los detalles del pasado, reunía datos para el presente, se proyectaba y urdía futuras direcciones a seguir.
Lewis y Giordino llamaron a la puerta.
Si Giordino había recibido una respuesta del cuartel general de la ANIM eso contribuiría a proporcionarles una de las muchas piezas que todavía faltaban en el rompecabezas. Empezaban a formarse las cuatro esquinas, pero el centro no era más que un diseminado conglomerado de piezas inciertas y desconocidas. El rostro maligno de Von Till sobresalía entre aquel laberinto, con su ligera sonrisa de labios apretados en una autosuficiente mueca desdeñosa. La mente de Pitt continuó trabajando. El gran perro blanco. Intento hacerlo encajar en el rompecabezas, pero no lo consiguió. Pensó que resultaba extraño y que aquel perro no se correspondía con la pieza que se suponía debía ser. Por alguna razón no lograba encajar al animal entre Von Till y Kurt Heibert...
Lewis entró en el camarote con toda la exquisitez de una explosión de dinamita. Tenía la cara enrojecida y sudaba diminutas gotas que le resbalaban por la nariz y le caían sobre el bigote.
–Bueno, mayor, ¿lamenta ahora no haber aceptado mi invitación a cenar?
Pitt esbozó una media sonrisa.
–Admito que durante la pasada noche hubo una o dos ocasiones en que lamenté haber rechazado sus escalopas. –Se señaló las gasas y vendas que le cruzaban el pecho–. Pero mi otro compromiso para cenar me proporcionó al menos un puñado de recuerdos que llevaré conmigo durante mucho tiempo.
Giordino entró tras la figura corpulenta de Lewis y saludó a Pitt con un gesto de la mano.
–¿Ves lo que sucede cada vez que sales de juerga por tu cuenta y riesgo?
Pitt observó la amplia sonrisa de Giordino, pero también percibió una fraternal mirada de preocupación por su salud.
–La próxima vez, Al, te enviaré en mi lugar.
Giordino rió.
–Si tú eres el vivo ejemplo de lo que puede suceder a la mañana siguiente, prefiero que no me hagas esa clase de favores.
Lewis depositó su corpachón sobre una silla frente a la litera.
–Dios, qué calor hace aquí. ¿Es que estos condenados cascarones flotantes no tienen airé acondicionado?
Pitt sonrió ante la incomodidad de Lewis.
–Lo siento, coronel, pero lo apagaron, seguramente porque la unidad paga demasiados impuestos. He pedido que traigan cerveza; eso nos ayudará a soportar un poco este calor asfixiante.
–En estos momentos sería capaz de beberme un vaso de agua del río Ganges –bufó el coronel.
Giordino se apoyó contra la litera.
–Por el amor de Dios, Dirk, ¿en qué jaleo te metiste anoche? El mensaje que Gunn nos envió por radio decía algo sobre un perro salvaje.
–Te lo contaré –dijo Pitt–. Pero antes necesito respuestas a un par de preguntas. –Se volvió hacia Lewis–. Coronel, ¿conoce a Bruno Von Till?
–¿Que si conozco a Von Till? –repitió Lewis–. Sólo ligeramente. Me lo presentaron una vez y lo he visto ocasionalmente en alguna fiesta ofrecida por las autoridades locales, pero nada más. Por lo que he podido saber, ese hombre es un misterio viviente.
–¿Sabe a qué negocios se dedica? –preguntó Pitt.
–Posee una pequeña flota de barcos. –Lewis hizo una pequeña pausa y cerró los ojos, sumido en sus pensamientos. Luego, los abrió con la expresión de un repentino recuerdo–. Minerva, sí, eso es. Naviera Minerva, así se llama su flota.
–Nunca he oído hablar de ella –murmuró Pitt.
–No me extraña –asintió Lewis–. A juzgar por los decrépitos y oxidados barcos que he visto pasar por Thasos, dudo que haya alguien que conozca su existencia.
–¿Los barcos de Von Till navegan a lo largo de la costa de Thasos? – preguntó Pitt entrecerrando los ojos.
–Sí –asintió Lewis–. Pasa uno aproximadamente cada semana. Son fáciles de distinguir porque todos llevan una gran M amarilla pintada en las chimeneas.
–¿Sabe si echan el ancla frente a la costa o si fondean en Liminas?
–Ninguna de las dos cosas –negó Lewis–. Todos los barcos que he visto procedían del sur, rodeaban la isla e invertían el curso para dirigirse de nuevo hacia el sur.
–¿Sin detenerse?
–Se detenían media hora, no más, justo delante de las viejas ruinas.
Pitt se levantó de la litera. Miró interrogativamente a Giordino y luego a Lewis.
–Suena extraño.
–¿Por qué? –preguntó Lewis, y encendió un puro.
–Thasos se encuentra a ochocientos kilómetros al norte de las principales rutas marítimas del canal de Suez –dijo Pitt–. ¿Por qué Von Till haría dar a sus barcos un rodeo de mil seiscientos kilómetros?
–No lo sé –contestó Giordino–. Y, francamente, nada podría importarme menos. Bien, cuéntanos tu escapada nocturna. ¿Qué tiene que ver ese Von Till con lo que sucedió anoche?
Pitt se levantó y se desperezó, e hizo un gesto de dolor a causa de sus cortes y magulladuras. Notaba en la boca un sabor a arena y gravilla. ¿Dónde estaba aquel estúpido muchacho con la cerveza? Pitt vio el paquete de cigarrillos de Giordino y cogió uno. Lo encendió, inhaló y sintió la boca aún más reseca.
Se encogió de hombros y sonrió.
–Está bien, os lo contaré.
Pitt relató su odisea sin guardarse nada, ni siquiera la débil sospecha de que Teri le había traicionado al entregarlo a Von Till. Lewis asintió, reflexivo a veces, pero no hizo comentarios; parecía tener la mente en otra parte y sólo prestaba atención cuando Pitt describía gráficamente algún incidente. Giordino se paseaba inquieto por el pequeño cubículo.
Una vez Pitt hubo terminado guardaron silencio. El ambiente estaba cargado por la transpiración y quedó rápidamente viciado a causa del humo del tabaco.
–Sé que esto parece un cuento de hadas y que tiene muy poco sentido – dijo finalmente Pitt–. Pero eso fue lo que ocurrió. No me he dejado nada.
–Daniel en la cueva del león –dijo Lewis con voz monótona–. Debo admitir que lo que nos ha contado resulta inverosímil, pero los hechos tienen una forma extraña de imponerse. –Se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente–. Acertó al predecir que esa antigualla de avión atacaría este barco, y hasta supo cuándo sucedería.
–Bueno, el propio Von Till me dio una indicación. El resto no fueron más que conjeturas.
–No me imagino ese extraño escenario –dijo Giordino–. Utilizar un antiguo biplano para disparar desde el aire, sólo para librarse del First Attempt... Me parece algo demasiado complicado.
–En realidad no lo es tanto –dijo Pitt–. Von Till no tardó en darse cuenta de que sus intentos de sabotaje contra la expedición de la ANIM no lograban el objetivo buscado.
–¿Qué lo impidió? –preguntó Giordino.
–Bueno, Gunn se mostró tenaz –contestó Pitt con una amplia sonrisa–. A pesar de lo que consideraba como accidentes y reveses debidos a causas naturales, se negó a izar el ancla y abandonar.
–Eso estuvo bien –gruñó Lewis, y se aclaró la garganta.
Pitt continuó.
–Von Till tenía que intentar otra cosa. Usar el viejo avión fue una buena idea. Si hubiera enviado un moderno avión a reacción para atacar el campo Brady, se habría desatado una crisis internacional. El gobierno griego, los rusos, los árabes, todos se habrían visto implicados y la isla no habría tardado en llenarse de personal militar. No; Von Till fue muy astuto; ese viejo Albatros le provocó a nuestro gobierno una situación un tanto embarazosa y le costó a la fuerza aérea unos millones de dólares en material, pero evitó a todos una crisis diplomática y un conflicto armado.
–Muy interesante, mayor –dijo Lewis con tono escéptico–. Sí, muy interesante... y muy instructivo. Pero ¿le importaría contestarme a una pregunta que no deja de incordiarme?
–Adelante, señor.
Era la primera vez que Pitt se dirigía a Lewis llamándole «señor», y eso le produjo una extraña aversión.
–¿Qué buscan estos cabezas de chorlito como para que haya estallado sobre nuestras cabezas todo este jodido asunto?
–Un pez –contestó Pitt con una sonrisa.
Lewis abrió los ojos y el puro estuvo a punto de caérsele.
–¿Un... qué?
–Un pez –repitió Pitt–. Su apodo es Guasón y se trata de una especie muy rara, supuestamente, un fósil vivo. Según Gunn, atrapar uno sería el mayor logro científico de la década.
Pitt pensó que exageraba un tanto, pero se sentía irritado por la arrogancia de Lewis. La cara de éste no mostraba una expresión agradable cuando se levantó de la silla.
–¿Quiere decir que tengo en estos momentos quince millones de dólares en daños en la base que está bajo mi mando personal, y que por ello puedo ver arruinada mi carrera militar, sólo por un jodido y condenado pez?
Pitt contuvo la risa.
–Sí, coronel. Supongo que podría decirse así.
Una expresión entristecida, de absoluta derrota, surgió en el rostro de Lewis, que meneó la cabeza con abatimiento.
–Dios mío, esto no es justo, esto es...
Se vio interrumpido por una llamada a la puerta. El muchacho entró con una bandeja y tres botellas de cerveza.
–Trae más y manténlas frías –le ordenó Pitt.
–Sí, señor –murmuró el muchacho, que dejó la bandeja sobre la mesa y salió apresuradamente del camarote.
Giordino le entregó una cerveza a Lewis.
–Tenga, coronel. Beba y olvide el daño sufrido en la base. De todos modos, los contribuyentes absorberán el coste.
–Y mientras tanto yo sufriré probablemente un infarto –repuso Lewis.
Volvió a dejarse caer en la silla.
Pitt levantó la botella e hizo rodar su fría superficie sobre la frente. La etiqueta roja y plateada se arrugó, y él leyó la etiqueta que proclamaba: «Proveedor de la Casa Real Griega.»
–¿Adónde vamos a partir de aquí? –preguntó Giordino tras beber un trago.
Pitt se encogió de hombros.
–Todavía no estoy seguro. Depende de lo que Gunn haya encontrado entre los restos del Albatros.
–¿Alguna idea?
–Ninguna, por el momento.
Giordino aplastó el cigarrillo en un cenicero.
–Pues aunque no tengamos nada más, yo diría que hemos avanzado bastante en el juego, sobre todo si lo comparamos con la situación en la que nos encontrábamos ayer. Gracias a ti, nuestro fantasma de la Primera Guerra Mundial está kaput, y ahora ya contamos con una buena pista acerca del instigador de los ataques. Lo único que tenemos que hacer es pedir a las autoridades griegas que detengan a Von Till.
–Eso no es suficiente –dijo Pitt, reflexivo–. Sería lo mismo que si un fiscal exigiera el encarcelamiento de un sospechoso de asesinato que no tuviera ninguna motivación aparente. Tiene que existir una razón, aunque no sea necesariamente válida para nosotros, pero una razón que lo explique todo.
–En cualquier caso, no se trata de un tesoro.
Pitt miró a Giordino.
–¿Envió el almirante Sandecker una respuesta a tu mensaje? –preguntó.
Giordino dejó caer la botella vacía en una papelera.
–Ha llegado esta mañana, justo antes de que el coronel y yo saliéramos del campo Brady en dirección al First Attempt.
Hizo una pausa y siguió con la mirada el vuelo de una mosca. Luego eructó.
–¿Y bien? –preguntó Pitt con impaciencia.
–El almirante hizo que un equipo de diez hombres revisara los archivos nacionales, para lo que utilizó un programa de investigación de accidentes. Cuando terminaron su trabajo, todos llegaron a la misma conclusión: no existe ningún documento registrado que indique el hundimiento de ningún barco con ningún tesoro frente a las costas de Thasos.
–¿Y los cargamentos? ¿Algún barco hundido en esta zona podría haber llevado un cargamento valioso?
–Nada que valga la pena mencionar –contestó Giordino, que extrajo una hoja del bolsillo de la camisa–. La secretaria del almirante dictó por radio los nombres de todos los barcos naufragados en los alrededores de Thasos en los últimos doscientos años. La lista no es muy impresionante.
Pitt se enjugó el sudor de los ojos.
–Veamos una muestra.
Giordino se colocó la lista sobre las rodillas y empezó a leer con voz rápida y monótona.
–Mistral, fragata francesa, hundida en 1753. Clara G., carbonero británico, hundido en 1856. Admiral DeFosse, acorazado francés, hundido en 1872. Scyla, velero italiano de dos mástiles, hundido en 1876. Dabne, cañonera británica...
–Pasa a 1915 –le interrumpió Pitt.
–Forshire, crucero británico hundido por las baterías alemanas en 1915. Von Schroder, destructor alemán hundido por un barco de guerra británico en 1916. U–19, submarino alemán hundido por aviones británicos en 1918.
–Está bien –dijo Pitt con un bostezo–. La mayoría de tus barcos eran de guerra. Existen muy pocas posibilidades de que alguno de ellos llevara el rescate de un rey en lingotes oro.
–Es lo que han dicho los chicos de Washington –asintió Giordino. No hay documentos registrados de ningún tesoro hundido.
La conversación sobre tesoros hizo relampaguear los ojos de Lewis.
–¿Y qué me dicen de antiguos barcos griegos o romanos? La mayoría de los registros no llegan hasta épocas tan remotas.
–Es cierto –coincidió Giordino–. Pero, como ya ha señalado antes Dirk, Thasos se encuentra muy lejos de las rutas marítimas habituales. Lo mismo cabría decir de las rutas comerciales de la antigüedad.
–Pero si resulta que hay una fortuna bajo nuestros pies –insistió Lewis–, y que Von Till la ha encontrado, seguro que la mantendrá en secreto.
–Ninguna ley prohíbe encontrar tesoros hundidos. –Giordino exhaló dos bocanadas de humo por la nariz–. ¿Por qué molestarse en ocultarlo?
–Por codicia –contestó Pitt–. Por una enloquecedora codicia. Por desear el ciento por ciento y negarse a compartir lo descubierto, o para no tener que pagar impuestos al gobierno del país en que se encuentren las riquezas.
–Sobre todo si tenemos en cuenta los buenos pellizcos que aplican la mayoría de gobiernos en estos casos –observó Lewis–. Yo no culparía a Von Till de tratar de mantener el hallazgo en secreto.
El muchacho pelirrojo llegó de nuevo y se marchó, después de dejar otras tres botellas de cerveza. Giordino bebió la suya casi sin respirar, con la cabeza inclinada hacia atrás, y luego dejó caer el casco vacío junto al otro, en la papelera.
–Todo este asunto es un mal trago –se quejó–. No me gusta.
–A mí tampoco –dijo Pitt–. Parece como si todos los caminos terminaran en un callejón sin salida. Hasta esta conversación sobre tesoros parece no tener sentido. Intenté lanzarle un señuelo a Von Till y hacerle admitir que andaba a la búsqueda de un tesoro, pero el muy bastardo no mordió. Trata de ocultar algo, pero no son lingotes de oro ni diamantes. –Se levantó y señaló por la portilla, hacia donde Thasos dormía bajo la creciente oleada de calor–. La solución está cerca de la isla, o en ella, o en ambas partes. Pronto sabremos más cosas, cuando Gunn consiga recuperar el Albatros y a su ocupante.
Giordino, con las manos entrelazadas en la nuca, inclinó la silla hacia atrás, sosteniéndola sobre dos patas.
–A mí me parece que deberíamos marcharnos y estar en Washington mañana a esta misma hora. Puesto que el avión misterioso ha quedado destruido, y sabemos quién instigó los accidentes ocurridos a bordo del First Attempt, las cosas podrían volver a la normalidad. No veo razón alguna para no recoger nuestras cosas y regresar a casa. –Dirigió una mirada a Lewis–. Estoy seguro de que el coronel podrá ocuparse de cualquier emergencia que surja en campo Brady.
–¡No podéis marcharos ahora! –exclamó Lewis, que sudaba copiosamente, respiraba entrecortadamente y apenas parecía capaz de controlar su temperamento–. Me pondré en contacto con el almirante Sandecker y haré...
–No se preocupe, coronel –le interrumpió Gunn desde la puerta. Había entrado silenciosamente y ahora estaba apoyado contra la mampara–. Estoy seguro de que el mayor Pitt y el capitán Giordino no querrán marcharse todavía de Thasos.
Pitt, lo miró, expectante. No detectó ninguna expresión de entusiasmo en la cara de Gunn, que reflejaba una mezcla de abatimiento e inexpresividad. Era el rostro de un hombre que venía de vuelta de todo. Su delgado cuerpo parecía hundido por el agotamiento y la piel todavía le brillaba con las gotas de agua salada que le resbalaban por el cuerpo. No llevaba nada, excepto las sempiternas gafas de montura de cuerno y un bañador estilo europeo. Cuatro horas continuas de buceo habían dejado a Gunn exhausto.
–Lo siento, señor –murmuró Gunn–, pero me temo que traigo malas noticias.
–Maldita sea, Rudi –dijo Pitt–, suéltalo de una vez. ¿Acaso no has podido recuperar el aparato y el cuerpo del piloto?
Gunn encogió sus frágiles hombros.–Ninguna de las dos cosas.–¿Tan mal han ido las cosas? –preguntó Pitt con tono mortalmente serio.–Peor aún –replicó Gunn, y guardó silencio durante casi medio minuto.Los demás oyeron los débiles crujidos del barco y el suave chapoteo de las
olas, y vieron la línea apretada que formaba la boca de Gunn.
–Créanme que lo intenté –continuó Gunn–. Usamos todos los trucos de búsqueda submarina que existen; pero a pesar de todo no pudimos localizar los restos. –Hizo un gesto de impotencia con las manos–. Ha desaparecido, se ha desvanecido... sólo Dios sabe adónde.
10
–Los habitantes de Thasos fueron amantes del teatro, al que consideraban parte esencial de su educación, y todos asistían a las representaciones, incluidos los mendigos. En la antigua ciudad de Thasos y durante el estreno de los nuevos dramas que llegaban desde el continente, cerraban todas las tiendas, se interrumpían todos los negocios, y hasta los presos eran liberados. Incluso se toleraba que las prostitutas de la ciudad, a quienes no se permitía la asistencia a los actos públicos, practicaran su comercio entre los matorrales cercanos a las puertas del teatro, sin temor a ser detenidas.
El atezado guía de la Organización Turística Nacional Griega se detuvo en su relato y esbozó una sonrisa ante las expresiones horrorizadas que aparecieron en los rostros de las turistas. Siempre ocurría lo mismo, pensó. Las mujeres susurraban con fingido azoramiento mientras los hombres, vestidos con bermudas y adornados con cámaras y fotómetros, reían a carcajadas y se daban ligeros codazos.
El guía se retorció una punta de su bigote y estudió más atentamente al grupo. Estaba compuesto por los habituales hombres de negocios, gordos y ya jubilados, acompañados por sus igualmente gordas mujeres, que no visitaban las ruinas por interés histórico sino para impresionar a sus amigos y conocidos cuando regresaran a casa. Desvió la mirada hacia las cuatro jóvenes maestras de Alhambra, California. Tres de ellas eran de aspecto sencillo, llevaban gafas y no hacían más que reír. Pero la cuarta llamó su atención. Parecía ofrecer excelentes posibilidades. Tenía grandes pechos, era pelirroja, de largas piernas, como la mayoría de las estadounidenses, y tenía un magnífico cuerpo, además de unos ojos que flirteaban y sugerían promesas silenciosas. Más tarde, aquella misma noche, la invitaría a un recorrido privado por las ruinas, a la luz de la luna.
El guía tiro de las solapas de su ceñida chaqueta y se abrochó el botón limpiamente por debajo de la brillante faja roja.
Lentamente, con un descuido muy profesional, dirigió la mirada hacia el fondo del pequeño grupo, y la detuvo incómodamente en dos hombres que se apoyaban con indiferencia contra una columna caída. Le parecieron los dos tipos más duros, aviesos y villanos que hubiera visto nunca. El más bajo era evidentemente italiano, y se parecía más a un mono que a un hombre. El otro bruto, con unos penetrantes ojos verdes, desprendía un aire de seguridad y sofisticación, a pesar de lo cual parecía rodeado por un cartel de advertencia: «Precaución: altamente peligroso.» El guía se volvió a retorcer el bigote. Lo más probable es que fuera alemán. A juzgar por los vendajes que llevaba en la nariz y las manos, debía de encantarle meterse en líos. «Extraño, muy extraño», pensó el guía. ¿Por qué razón iban a realizar aquellos dos una aburrida visita a las ruinas? Probablemente eran un par de marinos que habían bajado de algún barco. «Sí, eso tiene que ser», se dijo.
–Este teatro fue excavado en 1952 –continuó el guía después de hacer relucir su brillante dentadura–. Estaba tan enterrado bajo siglos de sedimentos arrastrados desde la montaña, que se necesitaron dos años para dejarlo por completo al descubierto. Les ruego que observen el mosaico geométrico del escenario. Se hizo a base de guijarros de colores naturales y está firmado con las palabras «Hecho por Coenus». –Se detuvo un momento para que el grupo de excursionistas estudiara el diseño floral de las gastadas y desvaídas baldosas–. Ahora, si quieren seguirme por esta escalera, a su izquierda, efectuaremos un breve recorrido sobre el siguiente montículo hasta el santuario de Poseidón.
Pitt, que representaba el papel de turista cansado y harto de visitas turísticas, fingió agotamiento y se sentó en los escalones, mientras el resto de los miembros del grupo ascendía por la escalera de granito, hasta que sus cabezas desaparecieron en lo alto. Las cuatro y media, indicaba su reloj. Hacía exactamente tres horas que él y Giordino habían desembarcado del First Attempt para pasear por Liminas y unirse a la visita con guía a las ruinas antiguas. El pequeño capitán se paseaba con impaciencia sobre el suelo de piedra, junto a Pitt y sostenía en su mano una pequeña bolsa de vuelo. Esperaron unos minutos más para estar absolutamente seguros de que el grupo turístico continuaba la visita sin contratiempos. Luego, Pitt le hizo un gesto silencioso a Giordino y señaló la entrada al escenario del anfiteatro.
Pitt se tironeo por enésima vez del molesto vendaje del pecho, pensó en el médico del barco y sonrió divertido. El permiso para abandonar el barco y regresar a la villa de Von Till le había sido denegado por el barbudo doctor, al igual que por el propio Gunn. Pero cuando Pitt insistió y dijo que, si era necesario, estaba dispuesto a enfrentarse con toda la tripulación y nadar hasta Liminas, el médico levantó las palmas, derrotado, y abandonó el camarote. Por el momento, la única contribución que había hecho a la villa había sido pagar los vasos de vino que tomaron en la pequeña taberna del pueblo, donde se sentaron a matar el tiempo hasta que se iniciara la visita turística. Fue Giordino el que tuvo que maldecir y sudar la gota gorda al manipular la manivela para poner en marcha el oxidado eje de la hélice del bote. Y también fue Giordino el que dirigió la vieja embarcación de regreso al puerto de Liminas. Afortunadamente nadie la había echado en falta y ningún airado propietario o policía local les esperaba en la playa. En cuestión de minutos habían dejado el bote en su amarre original y cruzaron la playa en dirección al centro del pueblo. Pitt, a pesar de estar convencido de que aquello sería una pérdida de tiempo, hizo que Giordino se desviara un poco para ver si Atenea seguía atada al buzón de correos. La burra había desaparecido, pero enfrente de la estrecha calle, sobre un pulcro y pequeño edificio blanco, un cartel en inglés anunciaba la Organización Turística Nacional Griega. El resto fue sencillo; se apuntaron a la visita organizada, en cuyo itinerario se incluía el anfiteatro, y se mezclaron con un grupo de turistas que les ofrecían el camuflaje perfecto para llegar hasta el laberinto y la entrada al retiro de Von Till sin despertar sospechas.
Giordino se pasó una manga sobre la húmeda frente.
–¿Vamos a entrar en plena tarde? ¿Por qué no esperamos al anochecer, como cualquier ladrón que se precie?
–Cuanto antes atrapemos a Von Till, tanto mejor –contestó Pitt con decisión–. Si ha quedado confundido a causa de la destrucción del Albatros esta mañana, lo último que esperaría ver es a un resucitado Dirk Pitt.
Giordino no tuvo dificultad para comprender el deseo de venganza que refulgía en los ojos de Pitt. Recordó haberlo visto avanzar lenta y dolorosamente por el empinado sendero que conducía a las ruinas, sin una queja. También recordaba la amargura y la desesperanza que se apoderó de Pitt cuando Gunn anunció la desaparición del misterioso avión. Había algo terrible en la implacable obstinación de Pitt. Giordino se preguntó si su amigo se dejaba llevar por un estricto sentido del deber, o más bien por un irracional impulso de venganza.
–¿Estás seguro de que ésta es la mejor forma? Quizá sería más sencillo...
–Ésta es la única forma –cortó Pitt–. Ninguna ballena se tragó el Albatros pero aun así se desvaneció sin dejar rastro, sin dejar una miserable tuerca o tornillo. Conocer la identidad del piloto podría habernos ayudado a atar muchos cabos sueltos. Ahora no tenemos alternativa. El único camino que nos queda pasa por registrar la villa.
–Sigo pensando que deberíamos haber traído un pelotón de la policía militar –dijo Giordino–. Y haber forzado la puerta principal.
Pitt le miró, y luego miró una vez más escaleras arriba. Sabía cómo se sentía Al Giordino, ya que él se sentía del mismo modo: frustrado, inseguro, tratando de aferrarse a cualquier atisbo de probable respuesta a los extraños acontecimientos ocurridos durante los últimos días. Muchas cosas dependían de lo que consiguieran durante las horas siguientes, de si podían entrar en la villa sin ser vistos, de si encontraban pruebas contra Von Till, de si Teri también formaba parte del todavía desconocido plan de su tío. Pitt volvió a mirar a su amigo y reparó en la firmeza de su mirada, la dura mueca de la boca, las nudosas manos, y vio en él todas las señales de una intensa concentración; estaba preparado para arrostrar los posibles peligros. que pudieran sobrevenir. Si las cosas se ponían feas, no podría tener a ningún hombre mejor que él a su lado.
–Por lo visto, tu dura cabezota no lo comprende –le dijo–. Estamos en territorio griego. No tenemos derecho de allanar una residencia privada. Ni siquiera puedo imaginar los problemas que causaríamos a nuestro gobierno si derribásemos la puerta de la villa de Von Till. Pero de esta manera, si nos pillan las autoridades griegas, representaremos el papel de un par de marineros del First Attempt, y diremos que nos metimos por error en el pasadizo subterráneo durante una visita turística. Eso se lo tragarían, ya que no tendrían razones para desconfiar.
–¿Y por eso no llevamos armas?
–Así es. Tendremos que arriesgarnos, con tal de ahorrarnos una posible situación más delicada. –Pitt se detuvo ante el arco en ruinas. La verja de hierro parecía muy diferente a la luz del día; no daba la impresión de ser tan maciza e impenetrable como él la recordaba–. Éste es el lugar –dijo, al tiempo que con el dedo quitaba una película de sangre reseca de uno de los oxidados barrotes.
–¿Quieres decir que has pasado por aquí? –preguntó Giordino con incredulidad.
–No fue tan difícil–dijo Pitt con una amplia sonrisa–. Sólo otra de mis numerosas hazañas. –La sonrisa dio paso a la serenidad–. Démonos prisa. No disponemos de mucho tiempo. La próxima visita turística pasará por aquí dentro de cuarenta y cinco minutos.
Giordino se dirigió hacia los pesados barrotes y en cuestión de segundos se aplicó a la consecución de una tarea difícil y arriesgada. Abrió la bolsa de vuelo que llevaba y extrajo su contenido, que colocó, ordenadamente, sobre una vieja toalla extendida en el suelo. Luego, fijó dos pequeñas cargas de TNT alrededor de un barrote, situándolas a unos cincuenta centímetros de distancia, insertó el cebador y luego envolvió cada carga con varias capas de cinta aislante. A continuación colocó un grueso cable alrededor de las bulbosas cintas y lo cubrió con más cinta aislante. Echó un vistazo final a las cargas, ocultas tras la espesa envoltura, y conectó los cables al detonador. Había realizado toda la operación en menos de cinco minutos. Indicó a Pitt que se pusiera a cubierto, tras los gruesos bloques del muro de contención. Giordino lo siguió lentamente, caminando hacia atrás, mientras desenrollaba los cables del detonador con las cargas. Ya en el muro, Pitt preguntó:
–¿Se oirá la explosión desde muy lejos?
–Si lo he hecho correctamente, no sonará más fuerte que el descorche de una botella de champán para alguien que esté a treinta metros de distancia – contestó Giordino.
Pitt se irguió sobre la base inferior del muro y escrutó los alrededores. Al no observar señales de actividad humana, asintió con un gesto a Giordino.
–Confío en que entrar sin haber sido invitado no sea algo que perjudique tu dignidad.
–Ah, nosotros los Giordinos somos muy comprensivos y abiertos –replicó él devolviéndole la sonrisa. –Adelante.
–Bien.
Ambos se agazaparon bajo el viejo muro y Giordino accionó el pequeño detonador.
Incluso a aquella corta distancia, unos cinco metros, el sonido de la explosión no fue más que un simple golpe sordo.
Rápidamente, en un silencio cargado de expectación, se pusieron en pie y se precipitaron hacia la puerta de hierro. Las dos bolas de cinta se habían desgarrado, humeaban y despedían el olor acre de los fuegos artificiales. Una nubecilla de humo se levantaba todavía entre las rejas y desaparecía en la húmeda oscuridad del interior del pasadizo. La barra seguía en su lugar.
Pitt se volvió y miró interrogativamente a su amigo.
–¿No has puesto suficiente potencia?
–Más que suficiente –contestó Giordino–. Las cargas eran las adecuadas. Observa.
Propinó una vigorosa patada a la barra con el talón del pie. La barra se mantuvo incólume. Le dio otra patada, esta vez más fuerte y la parte superior de la barra se desprendió. Luego torció la punta mellada hacia el interior, hasta dejarla horizontal. Una tensa sonrisa cruzó la boca de Giordino y sus dientes aparecieron lentamente a la vista.
–Y ahora, mi siguiente truco...
–No importa –le espetó Pitt con brusquedad–. Vámonos de aquí. Tenemos que entrar en la villa y regresar a tiempo para incorporarnos al siguiente grupo turístico.
–¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar allí?
Pitt ya estaba pasando por la abertura de la reja.
–Anoche tardé ocho horas en salir, pero ahora lo haremos en ocho minutos.
–¿Cómo? ¿Tienes un mapa?
–Algo incluso mejor –contestó Pitt en voz baja, y señaló la bolsa de vuelo–. Pásame la linterna.
Giordino introdujo la mano en la bolsa y extrajo una gran linterna amarilla, de casi quince centímetros de diámetro, que le entregó a través de la abertura.
–Es bastante grande. ¿Qué es?
–Una linterna de buceo Allen Dive. El armazón de aluminio es estanco hasta los trescientos metros de profundidad. No vamos a bucear, pero es robusta y arroja un haz de luz largo y estrecho, con una potencia lumínica de ciento ocho mil lumen. Por eso la pedí en el barco.
Giordino se encogió de hombros y se deslizó entre los barrotes, siguiendo a Pitt al interior del pasadizo.
–Espera un momento mientras camuflo las pruebas incriminatorias.
Las fornidas manos de Giordino desenrollaron hábilmente las semidestrozadas envolturas, y un montón de viejas piedras caídas cubrió los restos humeantes. Luego se volvió hacia Pitt y entrecerró los ojos hasta que su mirada se acostumbró a la débil luz. Pitt encendió la linterna.
–Mira ahí, en el suelo. ¿Comprendes por qué no necesito un mapa detallado?
El potente rayo iluminó un rastro intermitente de sangre reseca que descendía a intervalos por la empinada e irregular escalera. En algunos puntos las manchas rojas aparecían en racimos diseminados, separados por ocasionales y diminutas gotas redondas. Pitt descendió los escalones tembloroso, no tanto por la visión de su propia sangre derramada unas horas antes, sino por el cambio repentino de temperatura al pasar del calor de la tarde al frío húmedo del mohoso laberinto. Al llegar al pie de la escalera emprendió un medio trote corto; la oscilante linterna en su mano arrojaba una serie de sombras que rebotaban y saltaban desde el techo agrietado hasta el suelo de piedra. Ahora ya no experimentaba la soledad y el temor de la noche anterior. Ahora le acompañaba Giordino, aquel sólido paquete de musculatura, y un amigo en quien confiaba desde hacía años. «Que me cuelguen si permito que esta vez me detenga alguna barrera», pensó.
Recorrieron un pasadizo tras otro; surgían como bocas abiertas en la oscuridad. Pitt no apartaba la vista del suelo y seguía las oscuras manchas de sangre. Cada vez que llegaba a las intersecciones de las galerías, se detenía un momento y estudiaba el rastro. Si la sangre conducía por un túnel y luego regresaba, significaba que aquel camino era un callejón sin salida. Fuera cual fuese el curso, siempre venía indicado por un solo rastro. Le dolía el cuerpo y su visión periférica era brumosa, lo que constituía una mala señal; se sentía cansado hasta la médula. Pitt tropezó, y habría caído de no ser porque Giordino lo sujetó del brazo.
–Tómatelo con calma, Dirk –le sonrió–. No tiene sentido exagerar. No estás en condiciones de jugar a ser el jodido héroe estadounidense.
–No está muy lejos –jadeó Pitt–. El cadáver del perro debería estar cerca, a no más de un par de recodos.
Pero el perro había desaparecido. Sólo quedaban los charcos de sangre reseca allí donde el gran animal blanco había agonizado. Pitt observó en silencio las manchas. Un hedor malsano impregnaba todo el pasadizo, y aumentaba la sensación de aire rancio. Repasó vivamente el episodio en su mente: los ojos brillantes del perro, el salto en la oscuridad, el cuchillo que se hundió en la carne caliente y el aullido agónico del animal.
–Sigamos –dijo Pitt ceñudo, recuperando las fuerzas–. La entrada está a sólo treinta metros.
Se lanzaron hacia las profundidades de la montaña. Ahora, Pitt ni siquiera se molestó en seguir el rastro de sangre, pues conocía cada centímetro de aquel tramo, y recordaba meticulosamente el tacto de las paredes y el suelo. Estaba seguro de encontrar la puerta al final aun sumido en la más completa oscuridad. La linterna que sostenía trazó rápidos arcos mientras avanzaban por la parte moderna del pasadizo.
De repente, el estrecho haz iluminó la puerta maciza y la enmarcó en un círculo de luz.
–Ahí está –dijo Pitt entre jadeos.
Giordino se acercó a ella y se arrodillo en el suelo para examinar los pernos interiores. No perdió el tiempo; sus dedos ya tanteaban el ligero resquicio que separaba la puerta del marco.
–Maldita sea –gruñó.
–¿Qué ocurre?
–Al otro lado hay un pestillo corredizo. No dispongo de equipo para abrirlo desde aquí.
–Prueba con las bisagras –murmuró Pitt.
Dirigió el haz de luz hacia el lado opuesto de la puerta. Casi antes de que lo hubiera dicho, Giordino ya había sacado una parra corta y puntiaguda de la bolsa de vuelo, y empezaba a extraer los largos pernos de sus oxidadas vainas.
A medida que los sacaba, los depositaba silenciosamente en suelo. Luego, Pitt empujó la puerta, que se abrió un par de centímetros. Pitt echó un rápido vistazo al otro lado: no había nadie a la vista y no oyó ningún sonido, excepto el de su propia respiración.
Abrió la puerta del todo, cruzó rápidamente el balcón, parpadeando ante la intensidad de la luz solar, y subió presuroso la escalera. Sabía que Giordino le seguía de cerca. La puerta del despacho estaba abierta y las cortinas se movían agitadas ligeramente por la brisa de poniente. Se apretó contra la pared y prestó atención. El despacho estaba en silencio. Pensó que no debía de haber nadie en casa o que, en todo caso, si había alguien estaría durmiendo. Respiró profundamente, se volvió con rapidez y entró en la estancia.
El despacho estaba vacío, exactamente tal como lo recordaba Pitt: las columnas, los muebles de corte clásico, el bar. Su mirada recorrió la sala y se detuvo en la estantería donde estaba la maqueta del submarino. Se acercó y examinó atentamente la artesanía de la embarcación en miniatura. La caoba negra y tallada del casco y la torre de observación brillaban con una pátina satinada. Todos los detalles parecían fantásticamente reales, desde los remaches hasta el diminuto pabellón de combate de la Alemania imperial, perfectamente bordado, hasta el punto de que Pitt casi esperó ver salir por la escotilla a una tripulación liliputiense para manejar el cañón de cubierta. Los números nítidamente pintados en el costado de la torre de observación lo identificaban como U–19, un submarino hermano del que torpedeó al Lusitania.
Pitt se dio la vuelta cuando los dedos de Giordino le sujetaron con firmeza el brazo, con un gesto de advertencia.
–Creo haber oído algo –susurró Giordino.
–¿Dónde?
–No estoy seguro. –Giordino ladeó la cabeza y escuchó con atención. Luego se encogió de hombros–. Quizá sólo lo imaginé.
Pitt se volvió de nuevo hacia la maqueta del submarino.
–¿Recuerdas el número del submarino de la Primera Guerra Mundial que se hundió cerca de aquí?
Giordino vaciló.
–Sí... U–19. ¿Por qué lo preguntas?
–Te lo explicaré más tarde. Vamos, Al, salgamos de aquí.
–Pero si acabamos de llegar –se quejó Giordino. Pitt indicó la maqueta.
–Hemos encontrado lo que vinimos a ... –Se detuvo de pronto y escuchó con atención. Le hizo una señal a Giordino de que guardara silencio.
–Tenemos compañía –susurró–. Dividámonos. Rodea ese extremo del despacho, hasta la segunda columna. Yo iré a lo largo de los ventanales.
Giordino asintió.
Apenas un minuto más tarde sus caminos se volvieron a encontrar, pero esta vez por detrás de un largo sofá de respaldo alto. Los dos hombres se aproximaron con precaución y se asomaron sobre el respaldo.
Pitt se quedó inmóvil, como si hubiera echado raíces en la alfombra. A Giordino le pareció que transcurría una eternidad, mientras la mente de Pitt absorbía la conmoción de ver a Teri apaciblemente dormida sobre el sofá. Pero no fue una eternidad y probablemente sólo transcurrieron cinco segundos hasta que Pitt actuó.
Teri yacía acurrucada con la cabeza descansando sobre el apoyabrazos del sofá; el cabello negro le caía en mechones que casi llegaban al suelo. Llevaba puesto un largo negligée rojo que se abombaba en los brazos y le cubría el cuerpo desde el cuello hasta los pies, sin dejar de mostrar, a través de la tela diáfana, el oscuro triángulo por debajo del vientre y las dos aureolas rosadas de sus pechos. Pitt cogió su pañuelo y lo apretó firmemente contra la boca de Teri antes de que ella despertara del todo. Luego cogió el borde del negligée, se lo echó por encima de la cabeza y se lo ató alrededor de los brazos, dejándola completamente inmovilizada. Teri empezó a forcejear al recuperar la plena conciencia, pero ya era demasiado tarde. Antes de que pudiera comprender lo que sucedía, se vio echada sin miramientos sobre el hombro de Giordino y sacada a la intensa luz del sol.
–Debes de estar loco –murmuró Giordino con irritación cuando llegaron a la escalera–. Todo este jaleo sólo para echar un vistazo a un juguete y para raptar a una fulana.
–Cierra el pico y corre –repuso Pitt sin volverse.
Abrió la puerta del pasadizo y dejó que Giordino entrara con su carga, que pataleaba. Luego, Pitt volvió a colocar la puerta en su lugar y alineó las vainas antes de introducir los pernos.
–¿Por qué molestarse en volver a colocar la puerta? –preguntó Giordino con impaciencia.
–Hemos llegado hasta aquí sin que nos detectaran –contestó Pitt, y recogió la bolsa de vuelo–. Quiero que Von Till tarde el mayor tiempo posible en enterarse de lo sucedido. Apostaría a que vio las pruebas de mis heridas después del ataque del perro, y cree que no hice otra cosa que deambular por este dédalo de pasadizos hasta desangrarme y morir.
Rápidamente, Pitt se dio la vuelta y echó a correr por el pasadizo; sostuvo la linterna baja para que Giordino, que gruñía bajo su inquieta carga, pudiera ver dónde pisaba. La espesa oscuridad, rasgada por la pequeña isla de incandescencia, se abría brevemente al aproximarse ellos, y luego se cerraba, con lo que el laberinto volvía a sumirse en su noche eterna. Los pasos resonaban sobre el duro suelo y arrancaban ecos que atravesaban la oscuridad con un sonido hueco.
Con la linterna y la bolsa de vuelo firmemente sujetas en sus manos, y apenas consciente del hormigueo que experimentaba en la boca del estómago, Pitt avanzó rápidamente sin preocuparse de ser cauteloso, puesto que no esperaba ningún problema, pero con la extraña sensación del hombre que ha logrado algo que creía imposible. «Estoy camino de descubrir el secreto de Von Till, y tengo a su sobrina», se decía una y otra vez. Pero, de algún modo, su mente percibía un peligro que se cernía sobre ellos.
Cinco minutos más tarde llegaron a la escalera. Pitt se hizo a un lado, enfocó los escalones y dejó que Giordino subiera primero. Luego se volvió, dirigió el haz hacia el pasadizo, echó un último vistazo y esbozó un rictus lúgubre. Se preguntó cuántos hombres y mujeres habrían sufrido también y logrado escapar de aquel laberinto; estaba seguro de que nadie conocería jamás toda su historia, pues allí sólo quedaban los fantasmas, después de que los cuerpos hubieran desaparecido, convertidos en polvo. Suspiró y, sin volverse a mirar de nuevo, subió los escalones por última vez. Sintió un gran alivio al ver de nuevo la luz del día en el rellano superior. Se encontraba a medio camino de cruzar los oxidados barrotes, vagamente consciente de que Giordino estaba de pie, extrañamente inmóvil, con Teri todavía echada en su hombro, cuando oyó de pronto una risotada despectiva que surgió desde un lado del arco.
–Permítanme felicitarles, caballeros, por el exquisito interés que demuestran por las reliquias históricas. No obstante, creo que es mi deber patriótico informarles que el robo de objetos valiosos de los lugares históricos está estrictamente prohibido por la ley griega.
11
Pitt se quedó petrificado, mientras su mente funcionaba a toda velocidad, con una pierna en el exterior y la otra aún en el interior del pasadizo. Finalmente, arrojó la linterna y la bolsa de vuelo por detrás de él, escalera abajo, y luego parpadeó, a la espera de que sus ojos se adaptaran a la brillante luz solar para discernir una figura borrosa que destacaba de un muro de piedra bajo y que se movía por delante de él.
–Yo... no comprendo –murmuró Pitt, fingiendo una especie de estupidez campesina–. No somos ladrones.
Volvió a oírse la risa resonante. Y la forma borrosa se transformó en el guía de la Organización Turística Nacional Griega, que mostraba una amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes blancos por debajo de un poblado bigote; una mano atezada sostenía una pistola Clisenti de 9 mm encañonada directamente al corazón de Pitt.
–¿No son ladrones? –preguntó el guía. con sarcasmo en un inglés impecable–. ¿Qué son? ¿Secuestradores, quizá?
–No, no –suplicó Pitt con fingido temor–. Somos dos marineros que hemos bajado a tierra a divertirnos un poco. –Hizo un guiño, sonrió y agregó con un gesto hacia la chica–: Ya lo comprende, ¿verdad?
–Sí, lo comprendo perfectamente. –El arma permaneció apuntándolos–. Y precisamente por esa razón quedan detenidos.
Pitt sintió un nudo en el estómago y aquel sabor arenoso de derrota. Maldición, aquello era un revés mucho peor de lo que había temido; podía suponer el final de todo, un juicio y luego la expulsión del país. Mantuvo la expresión estúpida de su rostro, avanzó un paso e imploró juntando las manos:
–Debe usted creerme. No hemos raptado a nadie. Mire. –Señaló el levantado y desnudo trasero de Teri–. Esta mujer es una prostituta del pueblo a la que encontramos en una taberna da mala muerte. Nos dijo que hiciéramos la visita turística de las ruinas y prometió reunirse con nosotros en el anfiteatro.
El guía lo miraba con expresión divertida. Tendió la mano libre y sopesó el negligée de Teri; luego pasó los dedos sobre las suaves y redondeadas nalgas, lo que provocó un espasmo de piernas.
–¿Cuánto les ha cobrado? –preguntó lentamente.
–Al principio nos pidió dos dracmas –contestó Pitt hoscamente–. Pero después de la diversión la muy zorra intentó sacarnos veinte.
–Ya –replicó el guía.
–Está diciendo la verdad –intervino Giordino con apremio–. Esta ramera es la ladrona, no nosotros.
–Una actuación casi perfecta –dijo el guía–. Es una pena que sólo haya podido asistir un público tan escaso. Es posible que nosotros los griegos llevemos vidas más sencillas que las de ustedes, que vienen de países más desarrollados, pero eso no quiere decir que seamos idiotas. –Hizo un gesto con el arma para indicar a Teri–. Esta mujer no es una prostituta barata. Quizá lo sea cara, pero no barata. Además, su piel desdice la historia que acaba de contarme, ya que es demasiado blanca. Las mujeres de nuestra isla son conocidas por la rica y oscura textura de su piel, así como por sus anchas caderas. Las de ella son demasiado estrechas.
Pitt se limitó a mirarlo, a la espera de que añadiera algo más. Sabía que cualquier movimiento por su parte induciría a Giordino a entrar en acción. El griego parecía un tipo astuto y alerta, pero en aquellos rasgos oscuros y arrugados por el sol no había ningún indicio de perversidad. El guía le hizo señas a Giordino.
–Suelta a la muchacha y echemos un vistazo a su otro extremo.
Giordino, sin apartar la mirada de Pitt, depositó lentamente a Teri en el suelo. Ella pareció mareada por un momento, insegura de su equilibrio y balanceándose como un tulipán gigante al viento, hasta que Giordino le desató el negligée atado por encima de la cabeza. En cuanto se vio libre, Teri se arrancó la mordaza de la boca y miró a Giordino con odio asesino.
–¡Maldito bastardo! –gritó–. ¿Qué significa todo esto?
–No ha sido idea mía, cariño –replicó Giordino con las cejas arqueadas–. Habla con tu amigo. –Señaló hacia Pitt.
Ella volvió la cabeza dispuesta a soltar una retahíla de improperios, pero las palabras se le atragantaron con un jadeo. Sus grandes ojos castaños reflejaron asombro y a continuación frialdad, y luego un brillante centelleo. Echó los brazos al cuello de Pitt y lo besó ardorosamente, demasiado, pensó él, teniendo en cuenta las circunstancias.
–Dirk, estás vivo... –casi sollozó–. Allá dentro, en la oscuridad, tu voz... No sabía si... Pensé que... pensé que no volvería a verte más.
–Parece que el destino se obstina en reunirnos –dijo él con una sonrisa burlona–, y siempre en circunstancias curiosas.
–Tío Bruno me dijo que no volverías a verme nunca.
–No creas todo lo que diga tu tío.
Teri tocó con suavidad el vendaje de su nariz.
–Te han herido –dijo con un tono de preocupación y angustia–. ¿Te hizo eso tío Bruno? ¿Te amenazó?
–¿A qué viene todo esto? –preguntó el guía, exasperado. La mano que sostenía el arma empezaba a vacilar–. ¿Cómo te llamas? –preguntó a la chica.
–Soy la sobrina de Bruno von Till –dijo ella con fastidio–, pero no es de su incumbencia.
El griego se quedó desconcertado, avanzó un par de pasos y estudió el rostro de Teri. Luego, lenta y deliberadamente, volvió a levantar el arma sin dejar de apuntar a Pitt. Se retorció un par de veces el bigote y dijo con expresión reflexiva:
–Es posible que diga la verdad, pero también es posible que mienta para proteger a estos dos bribones.
–Sus ridículos razonamientos me ofenden –replicó Teri, que irguió la barbilla, gesto que se vio acompañado por una ligera elevación de los pechos–. Exijo que baje esa horrible pistola y que se marche. Mi tío es una persona muy influyente entre las autoridades de la isla. Una palabra suya bastaría para que usted se pudriese en una prisión.
–Conozco muy bien la influencia de Bruno von Till –dijo el guía–. Pero me trae sin cuidado. La decisión final acerca de su detención o puesta en libertad depende del inspector Zacynthus. Estoy seguro de que él querrá verles. Y si alguno de ustedes dice una sola mentira, les aseguro que se arrepentirán. Bien, en marcha. Al otro lado del muro hay un sendero que conduce a un coche que nos espera a setenta metros de aquí. –Movió el arma desde Pitt a Teri–. Y una advertencia: no intenten ninguna jugarreta si aprecian su vida. ¡Muévanse!
Cinco minutos más tarde llegaron al coche, un Mercedes negro aparcado discretamente bajo un bosquecillo de abetos. La puerta del conductor estaba abierta, y un hombre de traje blanco se hallaba sentado tras el volante, con un pie apoyado en tierra, fuera del coche. Al verlos aproximarse, se levantó y abrió la portezuela trasera.
Pitt observó al hombre. Su elegante y pulcro traje ofrecía un marcado contraste con su oscuro y desagradable rostro. Aventajaba a Pitt en cinco centímetros y parecía un bloque de granito. Poseía los hombros más grandes que Pitt hubiera visto, y debía de pesar 130 kilos. Su cara era desproporcionada y repulsiva, pero aun así sugería una extraña clase de belleza, de la que los artistas tratan de captar en los lienzos. Pitt, sin embargo, no se dejó engañar. Sabía descubrir a un hombre que mataba con indiferencia. Su camino se había cruzado en demasiadas ocasiones con brutos de aspecto encantador cuya rutina cotidiana era asesinar.
El guía rodeó la parte delantera del coche y le dirigió un gesto al otro hombre.
–Tenemos invitados, Darius. Tres pequeñas cabras que se han perdido. Se las llevaremos al inspector Zacynthus. –Se volvió a mirar a Pitt–. Disfrutarán de la compañía del inspector; sabe escuchar muy bien.
Darius indicó con un gesto seco el asiento de atrás.
–Vosotros dos, ahí. La chica, delante –dijo con tono grave.
Pitt se relajó contra el respaldo del asiento y cotejó una docena de planes para escapar, cada uno de ellos con menos posibilidades de éxito que el anterior. El guía los tenía en sus manos mientras estuviera presente Teri. Sin ella, Giordino y él habrían podido atacar al guía y desarmarlo. Cabía la posibilidad de que, si lo intentaban, el guía no tuviera valor para disparar contra una mujer, pero Pitt no estaba dispuesto a arriesgar la vida de Teri para comprobarlo. El guía se inclinó y dijo con tono socarrón:
–Pórtate como un caballero, Darius, y ofrécele la chaqueta a esta encantadora joven. Sus atractivos podrían distraerte de la conducción.
–Váyase al infierno –dijo Teri con desprecio–. No llevaré la chaqueta de este orangután. Además, me encanta observar cómo se retuercen de lascivia los gusanos como usted.
Los ojos del guía la miraron con frialdad; luego sonrió débilmente y se encogió de hombros.
–Como prefiera.
Teri se recogió el negligée por encima de los muslos y subió al coche. El guía la siguió y ella quedó embutida entre él y el enorme corpachón de Darius.
El coche empezó a avanzar por la carretera estrecha y tortuosa, bordeada en muchos tramos por zanjas profundas y pantanosas. Los parpadeantes ojos del guía iban continuamente de Pitt a Giordino y viceversa, sin apartar la automática de la sien de Teri. A Pitt le pareció que su estrecha vigilancia revelaba una personalidad imbuida de un alto grado de fanatismo.
Pitt, que vigilaba cualquier descuido por parte del guía, extrajo lentamente un cigarrillo y lo encendió con la misma lentitud.
–Dígame, sea cual sea su nombre...
–Polyclitus Anaxamander Zeno –dijo el guía–. A su servicio.
–Dígame –repitió Pitt sin intentar pronunciar el nombre completo de Zeno–, ¿cómo es que estaba allí, en el extremo del pasadizo, cuando salimos nosotros?
–Soy de naturaleza inquisitiva –contestó Zeno con una sonrisa torcida–. Al advertir que ustedes dos habían desaparecido del grupo de turistas, me pregunté: «¿Qué pueden haber encontrado esos dos pájaros entre las ruinas?». Mi humilde mente no encontró la respuesta, así que dejé en manos de un colega la responsabilidad de dirigir el grupo y regresé al anfiteatro. No los encontré por ninguna parte, pero descubrí el barrote cortado de la puerta de hierro. Conozco cada piedra y cada grieta de ese lugar, y sabía que ustedes reaparecerían. Así que me senté a esperar.
–¿Se habría sentido frustrado si no hubiéramos aparecido?
–Sólo era cuestión de tiempo. No hay otra forma de salir del Foso del Hades.
–¿El Foso del Hades? –repitió Pitt con curiosidad–. ¿Es así como lo llaman?
–Su repentino interés por la arqueología me sorprende... –Frunció el entrecejo en un gesto de extrañeza pero también de diversión–. Durante la época dorada de Grecia, nuestros antepasados juzgaban a los criminales en el anfiteatro. Este lugar fue elegido porque los jurados se componían de cien personas elegidas en la ciudad. Estaban convencidos, quizá de una forma muy sabia, que cuantas más personas participaran en un juicio tanto más justo sería el veredicto. El acusado, si era declarado culpable, tenía la opción de sufrir una muerte instantánea o de pasar por el Foso del Hades.
–¿Qué había en el pozo que fuera tan malo? –preguntó Giordino sin apartar los ojos de la cara de Darius en el retrovisor, como calibrándole.
–El foso no era en realidad un foso –prosiguió Zeno–, sino un vasto laberinto subterráneo con cientos de pasadizos y sólo una entrada y una salida ocultas, que eran un secreto celosamente guardado.
–Los condenados tenían al menos una oportunidad de alcanzar la libertad – comentó Pitt y dejó caer la ceniza en el cenicero del apoyabrazos.
–La elección no era tan oportuna como puede parecer. Resultaba que en el laberinto había un león hambriento, que se alimentaba de los criminales que consiguiese atrapar.
Pitt frunció el entrecejo, pero conservó la expresión de serenidad. En su mente reapareció la imagen de los rasgos burlones y desdeñosos de Von Till. Se preguntó por qué utilizaría el viejo kraut hechos históricos reales en sus misteriosos planes. Quizá esa obsesión por lo dramático resultara el punto débil en la armadura de Von Till. Pitt se acomodó en el asiento y dio una profunda calada al cigarrillo.
–Un mito muy interesante.
–No se trata de ningún mito –repuso Zeno con seriedad–. Muchos griegos condenados murieron en el Foso del Hades, y sus gritos siguen reverberando a través de los oscuros pasadizos. Incluso en años recientes, antes de que se cerrara la entrada con una puerta de rejas, hubo varias personas que se atrevieron a entrar y que se desvanecieron, tragadas por lo desconocido. Nadie sabe que alguien haya podido escapar de allí.
Pitt arrojó la colilla ponla ventanilla. Miró a Giordino y luego a Zeno. Una mueca apareció en su rostro y se amplió hasta convertirse en una amplia sonrisa.
Zeno miró a Pitt especulativamente. Luego se encogió de hombros, como dando a entender que no comprendía nada, y le hizo un gesto a Darius. El bruto asintió y segundos más tarde el Mercedes giraba para salir a la carretera principal. Las ruedas aceleraron sobre el gastado pavimento de dos carriles. Los árboles, que bordeaban las montañas como antiguos centinelas, pasaron con rapidez, envueltos en una bruma de polvo y hojarasca. El aire era más fresco. Pitt se volvió y observó los rayos del sol poniente que acariciaban el pico pelado de Hypsarion, el punto más alto de la isla. Recordaba haber leído en alguna parte que un poeta griego había descrito Thasos como «el trasero de un asno rodeado de vegetación silvestre». Aunque esa descripción se había expresado hacía dos milenios, pensó qué seguía siendo válida en la actualidad.
Darius cambió de marcha y el Mercedes redujo la velocidad, giró de nuevo, esta vez para abandonar la carretera principal, y sus ruedas enfilaron un tosco sendero rural de gravilla que ascendía por un barranco boscoso.
Pitt no adivinó por qué abandonaban la carretera principal antes de llegar a Panaghia, como tampoco sabía por qué Zeno se presentaba como una especie de agente secreto, en lugar del amable guía turístico que era. Aquella vieja sensación de peligro volvió a darle palmaditas en el hombro, y Pitt experimentó un estremecimiento.
El Mercedes dio un brinco al pasar sobre un bache, acometió una larga rampa y entró en un gran edificio similar a un cobertizo, a través de una puerta diseñada para permitir el paso de grandes camiones. Las paredes de madera mostraban los restos de una pintura gris verdosa, descamada y ampollada desde hacía tiempo por el implacable sol del Egeo. Un instante antes de que la penumbra interior envolviera el coche, Pitt distinguió un cartel en lo alto, con desteñidas letras negras en alemán. Luego, cuando Darius apagó el motor, oyó el sonido de la oxidada puerta que se cerraba tras ellos.
–La Organización Turística Nacional Griega dispone de un presupuesto de risa si esto es lo mejor que han podido encontrar para instalar sus oficinas – comentó Pitt cáusticamente al tiempo que recorría con la mirada el amplio suelo desierto.
Zeno se limitó a sonreír y Pitt, al verlo, tuvo una intuición inquietante: de algún modo, había vuelto a caer en manos de Von Till.
Pitt sabía que los guías turísticos no iban armados ni tenían autoridad para efectuar una detención. También sabía que se desplazaban por la isla en autobuses de colores y anuncios festivos, no en Mercedes negros y sin matrícula. El tiempo empezaba a agotarse. El y Giordino tenían que actuar, y pronto.
Zeno abrió la puerta trasera y retrocedió.
–Recuérdenlo –les advirtió con tono duro–: nada de tonterías.
Pitt se apeó del coche y se volvió para ofrecerle la mano a Teri. Ella le miró por un momento, le apretó la mano con suavidad y bajó lentamente del asiento. De pronto, antes de que Pitt pudiera reaccionar, lo abrazó por el cuello y le cubrió el rostro de besos.
«Nunca falla –pensó Pitt, aún sorprendido–, por muy fría o sofisticadamente que se comporten, las mujeres se vuelven locas en cuanto se les muestra un poco de peligro y aventura.»
–Tranquila –le murmuró–, cuando nuestro público se haya ido a casa tendremos tiempo para todo.
–Una escena muy estimulante –dijo Zeno con impaciencia–. Vamos, el inspector Zacynthus pierde rápidamente la paciencia cuando se le hace esperar.
Zeno se situó cinco pasos por detrás del grupo, con la pistola encañonándolos. Darius les precedió a través del edificio, que debía de tener las dimensiones de un campo de fútbol; subieron un tramo de escalones de madera que conducía a un pasillo, con varias puertas alineadas a ambos lados. Darius se detuvo ante la segunda puerta de la izquierda, la abrió y les indicó a Pitt y a Giordino que entraran. Teri se dispuso a seguirles, pero un brazo enorme le bloqueó el paso.
–Usted no –gruñó Darius.
Pitt se giró en redondo y dijo fríamente:
–Ella se queda con nosotros.
–No se haga el héroe –intervino Zeno con ligereza, reforzando sus palabras con una expresión de seriedad–. A la chica no le ocurrirá nada. Se lo prometo.
Pitt estudió la cara de Zeno y decidió confiar en su captor.
–Le haré responsable de su integridad –gruñó.
–No te preocupes, Dirk –dijo Teri, y dirigió una gélida mirada a Zeno–. En cuanto ese estúpido inspector sepa quién soy, nos veremos libres de estos palurdos.
Zeno la ignoró y dijo a Darius:
–Vigila estrechamente a nuestros amigos. Sospecho que están tramando algo.
–Descuida –gruñó Darius.
Una vez Zeno y Teri se hubieron marchado, cerró la puerta y se apoyó indolentemente contra ella, con los brazos cruzados sobre su pecho de gigante.
–Si quieres saberlo –murmuró Giordino–, prefiero las habitaciones del hotel San Quentin. –Miró a Darius–. Allí al menos las cucarachas no eran mastodónticas.
Pitt sonrió con una mueca y examinó la habitación con la mirada. Era pequeña, de apenas tres metros por tres y medio. Las paredes se componían de tabiques abarquillados, toscamente clavados a postes de apoyo que se levantaban a intervalos irregulares, todo ello de una ascética tosquedad. La habitación no tenía ningún mueble y carecía de ventanas; la única luz disponible provenía de grandes rajas horizontales en las paredes y de un agujero serrado en el techo.
–Si tuviera que suponer algo –dijo Pitt–, diría que este lugar fue un almacén desierto.
–Algo así –dijo Darius–. Los alemanes utilizaron este edificio como depósito de municiones cuando ocuparon la isla, en el cuarenta y dos.
Pitt sacó un cigarrillo y lo encendió. Retrocedió un paso y empezó a arrojar el encendedor al aire, cada vez un poco más alto, hasta que consiguió que Darius lo siguiera con el rabillo del ojo. Una vez, dos, cuatro veces surcó el mechero el aire. La quinta vez se escurrió entre los dedos de Pitt y cayó al suelo. Se encogió de hombros con expresión de tonto, y se agachó para recogerlo.
Pitt cargó contra Darius con mayor dureza de lo que había cargado contra sus rivales de rugby en sus tiempos de la academia. Desde la posición agachada, se lanzó hacia adelante impulsándose firmemente con los pies, como un ariete demoledor, apoyado por toda la potencia de sus musculosas piernas y noventa kilos de peso. El impacto contra Darius fue como contra un muro de ladrillo, y Pitt jadeó con la sensación de haberse roto el cuello.
En la jerga deportiva aquello era un blocaje en plena carrera, y habría sido suficiente para enviar al hospital a cualquier hombre no preparado, o al menos para derribarlo, pero nada de eso sucedió con Darius. El gigante se limitó a emitir un gruñido y doblarse ligeramente a causa de la fuerza del golpe, pero a continuación agarró a Pitt por las axilas y lo levantó en vilo.
Pitt se quedó de una pieza. Aquel hombre no sólo había soportado su carga sin siquiera trastabillar, sino que incluso le quedaban fuerzas para quitárselo de encima. Darius lo aplastó contra la pared y dobló lentamente el cuerpo de Pitt hacia atrás, alrededor de uno de los postes de apoyo. Pitt apretó los dientes a causa del dolor y miró la cara inexpresiva de Darius, a sólo unos centímetros de la suya. Sentía la columna vertebral a punto de partírsele. Empezó a nublársele la visión. Darius, mientras tanto, seguía allí con los ojos brillantes y no dejaba de aumentar la presión.
De repente, la presión cedió y Pitt percibió que el gigante se tambaleaba hacia atrás y abría la boca, como si se asfixiase. Darius emitió un gemido agónico y cayó de rodillas.
Giordino, sorprendido por el asalto frontal de Pitt, se había visto obligado a quedar al margen hasta que Darius aplastó el cuerpo de Pitt contra el poste. Entonces, sin la menor vacilación, se había lanzado a través de la habitación en una mortal tijereta de kárate; sus pies golpearon violentamente los riñones de Darius. Pero fue como si una pelota de balonmano hubiera rebotado contra una pared y Giordino, aturdido, cayó deslavazadamente contra el suelo. Por un momento se quedó inmóvil, pero al punto reaccionó y empezó a gatear, al tiempo que meneaba la cabeza para despejar la mente.
Fue demasiado tarde. Darius fue el primero en recuperarse, y una expresión de triunfo pareció surgir en cada cicatriz de su rostro. Se lanzó contra Giordino y su peso derribó a éste, que cayó debajo de él. En la cara de Darius apareció una mueca maligna, un gesto sádico de la violencia que aún debía llegar. Sus manos de hierro rodearon la cabeza de Giordino y apretaron con toda la implacable violencia de un torno que se cierra.
Durante lo que parecieron unos segundos interminables, Giordino se quedó inerte, tratando de vencer el punzante dolor en su cráneo, aplastado entre aquellas manazas. Luego cogió los pulgares de Darius y tiró hacia abajo. A pesar de su tamaño, Giordino era tan fuerte como un buey, aunque no era contrincante para el hombre que lo dominaba. Darius hundió los hombros y ejerció una presión todavía mayor.
Pitt aún estaba en pie, aunque por poco. La espalda era una fuente de dolor que fluía hasta alcanzar cada parte de su cuerpo. Entumecido, contempló la terrible escena que se desarrollaba en el suelo. «¡Muévete, bastardo!», se ordenó a sí mismo y se preparó para lanzarse contra Darius. Algo cedió tras él y se giró en redondo.
Un tabique se había soltado del poste de apoyo y colgaba formando un ángulo extraño, con un extremo todavía sujeto por clavos oxidados. Pitt tiró frenéticamente de él, hasta que cedió y la tabla, de poco más de un metro de largo y de más de dos centímetros de espesor, se soltó del poste. Confiaba en que no fuera demasiado tarde. Levantó la tabla con el último pellizco de fuerza que le quedaba y la dejó caer violentamente sobre el cráneo de Darius.
Pitt nunca olvidaría la sensación de impotencia que lo embargó en el momento en que la destartalada tabla se hizo añicos con la misma fuerza inofensiva de un cacahuete contra una pared. Sin volverse, Darius soltó la cabeza de Giordino, lo que dio a éste un breve respiro, y lanzó hacia atrás, con el dorso de la mano, un golpe contra Pitt que le alcanzó en el estómago y lo hizo retroceder tambaleante, hasta que chocó contra la puerta y cayó lentamente al suelo, donde quedó sentado.
Pitt logró aferrarse al pomo de la puerta, se izó hasta ponerse en pie y se quedó aturdido como un borracho, sin ser consciente de nada, ni siquiera del dolor y la sangre que empezaba a manar de sus heridas, ni del rostro de Giordino, que ahora se volvía azulado bajo la tremenda presión de las manos. «Un intento más», se exhortó a sí mismo; sabiendo que sería el último. La mente de Pitt se tranquilizó por un instante, y de pronto recordó las palabras de un sargento al que había conocido en Honolulu: «El hijo de puta más grande, más duro y más cabrón del universo se derrumbará instantáneamente si recibe una buena patada en los cojones.»
Darius seguía a horcajadas sobre Giordino, demasiado absortó en su intención de asesinarlo como para darse cuenta de que Pitt se acercaba por detrás y le soltaba una fuerte patada a Darius en la entrepierna. Darius soltó la cabeza de Giordino, agitó sus manazas como si quisiera agarrarse al aire y luego se derrumbó agónicamente.
–Bienvenido al mundo de los muertos vivientes –dijo Pitt, que ayudó a Giordino a sentarse.
–¿Has acabado con él? –preguntó Giordino con voz ahogada.
–Espero que sí. ¿Cómo está tu cabeza?
–No lo sabré hasta que me la note.
–No te preocupes –le dijo Pitt con una sonrisa–. Todavía la tienes sujeta al cuello.
Giordino se tocó la frente con los dedos.
–Mierda, noto el cráneo como un parabrisas roto.
Pitt miró a Darius. El gigante estaba tumbado cuan largo era sobre el suelo polvoriento, con ambas manos sujetándose la entrepierna y gimiendo sordamente.
–La fiesta ha terminado –dijo Pitt, y ayudó a Giordino a levantarse–. Larguémonos de aquí antes de que Frankenstein se recupere.
De repente la puerta se abrió con estrépito y Pitt y Giordino se quedaron petrificados. Sólo supieron que se les había acabado el tiempo y que ya no tenían oportunidad.
Un hombre alto y delgado, de ojos grandes y tristes, entró en la habitación, con una mano metida en el bolsillo del pantalón de un caro traje. Contempló a Pitt sin quitarse de la boca una pipa de largo tallo que sostenía entre unos dientes perfectos. Parecía un ejecutivo que acabara de salir de una agencia de publicidad, y su aspecto era suave, acicalado y muy urbano. Al cabo se quitó la pipa con elegancia y dijo:
–Siento molestarles, caballeros. Soy el inspector Zacynthus.
12
Zacynthus no era en modo alguno lo que Pitt había esperado: a juzgar por su acento, por el cabello pulcramente peinado y por su irrupción intempestiva, Zacynthus era estadounidense.
Transcurrieron unos segundos durante los que Zacynthus escudriñó cada detalle de Pitt y Giordino, antes de volverse lentamente a mirar a Darius, que seguía gimiendo en el suelo. El rostro de Zacynthus mostraba una expresión glacial de elaborada indiferencia, pero el tono de su voz denotó aturdimiento.
–Muy impresionante. No creí que algo así fuera posible. –Miró de nuevo a Pitt y a Giordino, esta vez con una mezcla de desconcierto y admiración–. Ponerle la mano encima a Darius se considera una gran hazaña, incluso para profesionales bien entrenados, pero que un par de perros como ustedes lo hayan derribado es algo casi milagroso. ¿Quiénes son ustedes?
Un relámpago refulgió en los ojos verdes de Pitt.
–Mi compañero es David, y yo soy Jack, el asesino de gigantes.
Zacynthus sonrió cansinamente.
–El día es largo y cálido, y han atacado a uno de mis mejores hombres, así que, por favor, no compliquen más la situación.
–Dirk –murmuró Giordino–, cuéntale el de la ninfómana y el guitarrista.
–Vamos, vamos –dijo Zacynthus como si hablara con niños–. No tengo tiempo para tonterías. Empezaremos por sus nombres verdaderos.
–Que le zurzan –espetó Pitt–. No hemos pedido ser arrastrados hasta aquí por ese chimpancé que se hace llamar Zeno, y tampoco ser vapuleados por este gorila. No hemos hecho nada ilegal. Si desea respuestas de nuestra parte, le sugiero que antes nos las ofrezca usted.
Zacynthus miró a Pitt con los labios apretados.
–Su arrogancia despierta mi curiosidad profesional –repuso con aspereza–. Durante los años que llevo dedicado a la investigación he conocido a muchos criminales astutos y peligrosos. Unos pocos me han amenazado con vengarse, otros han guardado silencio con obstinación inconmovible, y otros se han arrodillado para suplicarme clemencia. Pero usted es diferente. –Blandió la pipa y señaló a Pitt–. Desde luego es usted astuto, sí señor. Me agradará medirme con usted durante el interrogatorio.
Se interrumpió cuando Zeno entró en la habitación. El griego iba a decir algo pero se quedó boquiabierto y su grueso bigote pareció descender sobre el labio superior ante el asombro de ver a Darius hecho un ovillo.
–Por los rayos de Zeus, inspector, ¿qué ha ocurrido?
–Debió advertirle a Darius que llevara más cuidado.
–Se lo advertí –se justificó Zeno–. Pero jamás habría creído que alguien pudiera vencerlo.
–Ésas fueron exactamente mis palabras –dijo Zacynthus mientras vaciaba la cazoleta de la pipa–. Ocúpese de nuestro pobre amigo. Llevaré a estos hombres a mi despacho y decidiré qué destino les espera.
–¿Le parece prudente quedarse a solas con ellos, inspector?
–Creo que saben que nada ganarán con el empleo de la fuerza bruta. – Zacynthus dirigió una sonrisa a Pitt y Giordino–. No obstante, Zeno, esposa la muñeca derecha del pequeño con el tobillo izquierdo de este listillo. No es que sea un método infalible, pero al menos entorpecerá cualquier intento de resistencia.
Zeno sacó un par de esposas de la parte posterior del cinturón, abrió los trinquetes y los colocó, lo que dejó a Giordino en una extraña posición inclinada.
Pitt levantó la mirada por el agujero del tejado, hacia el cielo de la tarde. Oscurecía por momentos, a medida que se retiraba la luz del sol. Aún le dolía la espalda, pero agradecía que fuera Giordino quien tuviera que caminar inclinado. Flexionó los hombros y una punzada de dolor le cruzó el torso; luego, se volvió hacia Zacynthus.
–¿Qué ha hecho con Teri?
–Ella está a salvo –contestó Zacynthus–. En cuanto compruebe que es la sobrina de Van Till, la dejaré en libertad.
–¿Y qué me dice de nosotros? –se preguntó Giordino.
–A su debido tiempo –repuso Zacynthus ásperamente, e indicó la puerta con un gesto–. Después de ustedes, caballeros.
Diez minutos más tarde, con Giordino moviéndose torpemente junto a Pitt, entraron en el despacho de Zacynthus. Era una habitación pequeña pero bien amueblada, con detalladas fotografías aéreas de Thasos sujetas con chinchetas a la pared, tres teléfonos y una radio de onda corta situada sobre una mesa, por detrás de otra mesa de despacho, vieja y maltratada. Pitt miró alrededor, sorprendido. Aquel lugar era demasiado profesional. Rápidamente decidió que su mejor arma radicaba en seguir mostrando una abierta hostilidad.
–Esto más bien parece el puesto de mando de un general, no la oficina de un inspector de policía de tres al cuarto.
–Usted y su amigo son valientes –dijo Zacynthus con tono de fatiga–. Así lo demuestra lo que han hecho. Pero sería estúpido que siguiera comportándose como un zoquete, aunque debo admitir que lo hace muy bien. –Rodeó la mesa y se sentó en una silla giratoria que, evidentemente, no se había engrasado en mucho tiempo–. Esta vez quiero la verdad. ¿Sus nombres, por favor?
Pitt hizo una pausa, antes de contestar. Se sentía perplejo y furioso por la forma nada convencional con que actuaban sus captores. Experimentó la curiosa sensación de que no había nada que temer. Aquella gente no encajaba en su idea del policía griego corriente. ¿Acaso estaban incluidos en la nómina de Von Till?
–¿Y bien? –la voz de Zacynthus se endureció.
Pitt se irguió y decidió seguirle el juego.
–Soy Dirk Pitt, director de proyectos especiales, de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas estadounidense. Y él es Albert Giordino, mi ayudante.
–Claro, y yo soy el primer ministro de... –Zacynthus se interrumpió en mitad de la frase; sus cejas se arquearon, se inclinó sobre la mesa y miró a Pitt–. Repítalo. ¿Cómo ha dicho que se llama? –Su tono fue esta vez más suave.
–Dirk Pitt.
Zacynthus guardó silencio durante unos segundos. Luego se irguió, visiblemente sorprendido.
–Miente, tiene que estar mintiendo.
–¿Que miento?
–¿Cómo se llama su padre? –preguntó Zacynthus, que seguía mirando fijamente a Pitt, sin parpadear.
–Es el senador George Pitt, de California.
–Describa su aspecto, su historia, su familia...
Pitt se sentó en el borde de la mesa y extrajo un cigarrillo. Intentó encontrar el mechero pero recordó que se le había caído al suelo antes de abalanzarse contra Darius. Zacynthus rascó una cerilla de madera contra un cajón de la mesa y le tendió la llama. Pitt encendió el cigarrillo y le dirigió un gesto de asentimiento.
Luego, Pitt habló durante diez minutos, mientras Zacynthus le escuchaba atentamente. Sólo se movió una vez para encender una mortecina lámpara de pie cuando se desvaneció la luz diurna que entraba por la ventana. Finalmente levantó una mano.
–Suficiente. Me ha convencido. Pero ¿qué demonios está haciendo en Thasos?
–El director de la ANIM, almirante James Sandecker, nos encargó a Giordino y a mí que investigáramos una serie de extraños accidentes ocurridos en uno de nuestros barcos de investigación oceanográfica.
–Ah, sí, el barco blanco anclado más allá de campo Brady. Ahora empiezo a comprenderlo.
–Me alegra saberlo –intervino Giordino con sarcasmo desde su incómoda posición–. Siento interrumpirle, pero si no puedo aliviar pronto mi vejiga ocurrirá un desagradable accidente aquí mismo, sobre el suelo de su oficina.
Pitt miró burlonamente a Zacynthus.
Zacynthus sonrió y apretó un botón que había debajo del tablero de la mesa. La puerta se abrió y apareció Zeno, con la pistola aún empuñada.
–¿Algún problema, inspector?
Zacynthus ignoró la pregunta.
–Guarde su arma, quíteles las esposas y muéstrele al... al señor Giordino dónde está el lavabo.
Zeno enarcó las cejas.
–¿Está seguro de que... ?
–Estos hombres ya no son nuestros prisioneros, sino nuestros invitados.
Sin decir más ni expresar sorpresa, Zeno enfundó la automática, soltó a Giordino y lo acompañó fuera del despacho.
–Ahora me toca a mí pedirle respuestas –dijo Pitt–. ¿Cuál es su relación con mi padre?
–El senador Pitt es muy conocido y respetado en Washington. Sirve con toda honorabilidad y eficiencia en varios comités senatoriales. Uno de ellos es el Comité Antinarcóticos.
–Eso sigue sin explicar de dónde ha salido usted.
Zacynthus cogió una pequeña bolsa de tabaco del bolsillo de la chaqueta y llenó la cazoleta de su pipa, apretándolo cuidadosamente con una pequeña moneda.
–Debido a mi larga experiencia y a mis investigaciones en el campo de los narcóticos, a menudo he actuado como enlace entre el comité de su padre y mi patrono.
Pitt le miró extrañado.
–¿Su patrono?
–Sí. El Tío Sam paga mi salario lo mismo que paga el suyo, estimado Pitt – repuso Zacynthus con una sonrisa burlona–. Mis disculpas por esta confusión. Soy el inspector Hércules Zacynthus, de la Oficina Federal de Narcóticos. Mis amigos me llaman Zac, y me honraría que usted hiciera lo mismo.
La mente de Pitt se aclaró, y el alivio le cubrió como una reconfortante brisa fresca. Sus músculos se relajaron y sólo entonces se dio cuenta de lo tenso que estaba, de lo concentrados que estaban sus pensamientos y lo preparado que estaba para enfrentarse a aquella situación. Aplastó el cigarrillo sobre el cenicero.
–¿No le parece que está un poco fuera de su territorio?
–Geográficamente sí, profesionalmente no –contestó Zac, e hizo una pausa para encender la pipa–. Hace un mes la Interpol nos informó que un importante alijo de heroína iba a bordo de un carguero que zarpó de Shangai...
–¿Uno de los barcos de Bruno von Till?
–¿Cómo lo sabe? –preguntó Zac con asombro.
Una sonrisa apareció en los labios de Pitt.
–Sólo ha sido una suposición. Siento haberle interrumpido. Continúe, por favor.
–El barco, un carguero de la Naviera Minerva llamado Reina Artemisa, zarpó de Shangai hace tres semanas con un conocimiento de carga aparentemente normal, compuesto por granos de soja, cerdo congelado, té, papel, carpetas... –Zac no pudo evitar una sonrisa.
–¿Con qué destino?
–El primer puerto de escala fue Colombo, en Ceilán. Allí el barco descargó mercancías destinadas a los comunistas chinos, y estibó un nuevo cargamento de grafito y coco. Después de efectuar una parada en Marsella para repostar, el puerto de destino del Reina Artemisa es Chicago, a través de la vía fluvial del San Lorenzo.
Pitt pensó un momento.
–¿Por qué Chicago? Seguramente Nueva York, Boston o cualquier otro puerto del Este está en mejores condiciones paró introducir un cargamento de droga.
–¿Por qué no Chicago? –replicó Zac–. Es el mayor centro de distribución en todo Estados Unidos. ¿Qué mejor lugar para dejar ciento treinta toneladas de heroína pura?
Pitt lo miró con incredulidad.
–Eso es imposible. Nadie podría hacer pasar esa cantidad por una aduana...
–Nadie... excepto Bruno von Till –musitó Zac–. Ése no es su verdadero nombre, por supuesto. El verdadero se perdió en algún momento de su pasado, mucho antes de convertirse en un siniestro traficante, el más diabólico y artero de todos los tiempos. –Zac giró en la silla y miró por la ventana.
–Habla de él como si fuera el enemigo público número uno –comentó Pitt–. ¿Qué ha hecho para merecer tal honor?
Zac le dirigió una breve mirada y se volvió de nuevo hacia la ventana.
–Los numerosos y revolucionarios baños de sangre sufridos por América Central y del Sur en los últimos veinte años jamás se habrían producido sin los cargamentos secretos de armas enviados desde Europa. ¿Recuerda el gran robo de oro que se produjo en España en el cincuenta y cuatro? La ya maltrecha economía española estuvo a punto de entrar en bancarrota después de que una gran reserva gubernamental de oro desapareciera de las bóvedas blindadas del Ministerio de Hacienda. Poco más tarde, el mercado indio se vio inundado de lingotes de oro que llevaban el escudo de España. ¿Cómo fue posible que un cargamento de ese tamaño fuera contrabandeado a lo largo de doce mil kilómetros? La respuesta sigue siendo un misterio. Pero sabemos que un carguero de la Naviera Minerva zarpó de Barcelona la misma noche en que se produjo el robo, y llegó a Bombay justo un día antes de que apareciera el oro en ese mercado.
La silla giratoria chilló y Zac se volvió hacia Pitt. Los ojos melancólicos del inspector tenían una expresión ausente, como sumido en la contemplación.
–Inmediatamente antes de la rendición de Alemania en la Segunda Guerra Mundial –continuó–, ochenta y cinco altos cargos nazis se materializaron de repente en Buenos Aires, todos ellos el mismo día. ¿Cómo llegaron allí? Una vez más, el único barco que llegó esa mañana fue un carguero de la Naviera Minerva. En el verano del cincuenta y cuatro, un autobús lleno de adolescentes escolares desapareció en las afueras de Nápoles. Cuatro años más tarde, un ayudante de la embajada italiana en Marruecos descubrió a una de las jóvenes desaparecidas, que deambulaba por las callejas de un barrio de Casablanca. – Zac hizo una pausa y luego continuó–. La joven estaba completamente enloquecida. Vi fotografías de su cuerpo, y era suficiente para hacer llorar a cualquier hombre de bien.
–¿Y qué historia contó? –preguntó Pitt.
–Recordaba que la habían llevado a bordo de un barco con una gran «M» pintada en la chimenea. Eso fue lo único importante que dijo, el resto no fueron más que balbuceos inconexos.
Pitt esperó a escuchar más, pero Zac guardó silencio, volvió a encender la pipa y llenó la estancia con un dulce aroma.
–La trata de blancas es un negocio deleznable –dijo Pitt secamente.
Zac asintió con un gesto.
–Ésos no son más que cuatro ejemplos de entre cientos que se relacionan indirectamente con Von Till. Si pudiera citar palabra por palabra los ficheros de la Interpol, estaríamos aquí sentados un mes.
–¿Cree que es Von Till el que organiza todos esos crímenes?
–No, ese viejo diablo es demasiado listo para participar directamente en los hechos. Se limita a suministrar el transporte. El nombre del juego es contrabando, y a gran escala.
–¿Por qué demonios no se ha detenido ya a ese bastardo? –preguntó Pitt.
–Desearía contestar a esa pregunta sin sentir vergüenza. –Zac meneó la cabeza con tristeza–. Casi todas las policías del mundo han intentado atrapar a Von Till con las manos en la masa, pero siempre ha conseguido zafarse, y ha asesinado a todos los agentes que hemos logrado infiltrar en la Naviera Minerva. Sus barcos han sido registrados cientos de veces pero nunca se ha descubierto en ellos nada ilegal.
Pitt observó el humo de la pipa, que se ensortijaba hacia el techo.
–Nadie puede ser tan astuto. Es humano. Se le puede atrapar.
–Sólo Dios sabe cuántas veces lo hemos intentado. Hemos registrado cada centímetro de los barcos de la Minerva, los hemos seguido día y noche por mar, los hemos vigilado como halcones en los puertos, y hemos repasado cada mampara con instrumentos de detección electrónica. Podría recitarle de memoria los nombres de los veinte últimos investigadores, todos ellos condenadamente buenos, que se dedicaron por entero al objetivo de detener a Von Till.
Pitt encendió un segundo cigarrillo y miró fijamente a Zac.
–¿Por qué me cuenta todo esto?
–Porque creo que usted puede ayudarnos.
Pitt guardó silencio y se rascó el vendaje del pecho. Pensó que bien podía morder aquel anzuelo.
–¿Cómo?
Por primera vez apareció un brillo en los ojos de Zac, pero desapareció con la misma rapidez con que había surgido.
–Por lo que sé, mantiene una buena amistad con la sobrina de Von Till.
–Me he acostado con ella, si a eso se refiere.
–¿Desde cuándo la conoce?
–Nos conocimos ayer mismo, en la playa.
La sorpresa de Zac dio paso a una sonrisa.
–Muy interesante.
–Ya –replicó Pitt sin darle importancia. Se levantó para desperezar los doloridos músculos–. Pero sé lo que está pensando, y ya puede olvidarlo.
–¿Qué ve en mis pensamientos?
–La táctica más vieja del mundo –dijo Pitt con una sonrisa–. Que continúe mi amistad íntima con Teri, con la esperanza de que Von Till me acepte como un miembro más de la familia, lo cual me permitiría husmear en la villa y observar los movimientos del kraut.
Zac le miró a los ojos, inexpresivo.
–Tiene excelentes percepciones, mi querido Pitt. ¿Qué me dice? ¿Puede hacerlo?
–Ni hablar.
–¿Por qué?
–Anoche conocí a Von Till, durante la cena, y cuando nos separamos no éramos precisamente muy buenos amigos. De hecho intentó acabar conmigo.
–De acostarse con la sobrina a cenar con el tío, y todo en el mismo día. – Zac meneó la cabeza con incredulidad–. Debo admitir que trabaja rápido. –Pitt se limitó a encoger los hombros–. Es una pena. Podría habernos sido de mucha ayuda desde el interior. –Chupó la boquilla de la pipa hasta que la cazoleta brilló con un vivo rojo anaranjado–. Tenemos la villa sometida a vigilancia constante, pero no hemos visto nada raro. Doscientos metros, eso es todo lo que hemos podido acercarnos sin despertar las sospechas de Von Till. Creíamos que nuestro pequeño numerito de guías turísticos había dado sus frutos cuando usted y su sobrina fueron detenidos por el coronel Zeno.
–¿Coronel Zeno?
Zac asintió con un gesto.
–Sí. Él y el capitán Darius son miembros de la gendarmería griega. Podría decirse que, técnicamente, Zeno me supera cinco grados en rango.
–¿Un rango de coronel en la policía? –preguntó Pitt–. ¿No es un tanto insólito?
–No, si comprendiera usted nuestra institución policial. Con excepción de Atenas y otras pocas grandes ciudades, que cuentan con sus propias oficinas metropolitanas, las zonas rurales y suburbanas griegas se encuentran bajo la competencia policial de la gendarmería, una rama el ejército nacional y una institución de élite muy eficiente.
A pesar de lo mucho que detestaba a Zeno y a Darius, Pitt se sintió impresionado.
–Eso explica su presencia, pero ¿qué me dice de usted, inspector? Un agente antinarcóticos que busca drogas ilegales en Grecia es lo mismo que un agente del FBI buscando un espía en España; eso no encaja.
–Tiene usted toda la razón –admitió Zac, cuyo rostro adquirió una expresión ceñuda y cuyo tono de voz se endureció–. Pero Von Till no es un caso único. Cuando lo tengamos entre rejas y pongamos fin a sus execrables actividades, habremos reducido la delincuencia internacional en por lo menos un veinte por ciento. Y le aseguro que no es un margen precisamente pequeño. –Una especie de ira interior parecía haberse apoderado de Zac, que se detuvo un momento y respiró profundamente varias veces hasta dominarse–. En el pasado, cada país trabajaba por separado y utilizábamos los canales de la Interpol para comunicarnos la información. Por ejemplo, si a través de nuestro trabajo en la Oficina Federal de Narcóticos descubría que se preparaba un cargamento de drogas con destino a Inglaterra, me limitaba a enviar esa información a la Interpol de Londres, que alertaba a su vez a Scotland Yard, quienes se encargaban del operativo.
–Parece una forma de trabajar limpia y adecuada.
–Desgraciadamente, eso aún no ha funcionado en el caso de Von Till –dijo Zac–. Por muchas advertencias que enviemos, por muchas trampas que preparemos, él siempre se las arregla para evadirse y salir tan fresco como una rosa, como se suele decir, a pesar de chapotear en un barril de excrementos. Pero en esta ocasión todo será diferente. –Descargó el puño sobre la mesa para enfatizar sus palabras–. Nuestros gobiernos nos han permitido formar un equipo internacional de investigación autorizado para cruzar cualquier frontera, para usar cualquier instalación de la policía y para tener a sus órdenes hombres y equipo militar. –Zac suspiró con pesadez y luego se excusó–. Lo siento, Pitt. No tenía la intención de extenderme tanto, pero confío en haber contestado su pregunta acerca de por qué estoy en Thasos.
Pitt estudió a Zac. El inspector parecía un hombre no acostumbrado al fracaso. Cada movimiento y cada gesto eran previstos con antelación, y hasta sus palabras transmitían una impresión de reflexión previa. Sin embargo, Pitt no pudo evitar detectar un matiz de miedo en el fondo de sus ojos: el temor a perder la partida contra Von Till. Pitt empezó a anhelar un vaso de whisky.
–¿Dónde están los otros miembros de su equipo? –preguntó Pitt–. Hasta ahora, sólo he visto a tres de ustedes.
–En este momento hay un inspector británico a bordo de un destructor de la Marina Real, que sigue el rastro del Reina Artemisa, mientras que un representante de la oficina de la policía turca lo observa desde el aire en un anticuado DC–3 sin distintivos. –Zac hablaba con voz uniforme, como si leyera algo en un documento oficial–. También disponemos de dos detectives de la Sureté francesa, apostados en los muelles de Marsella, a la espera de que atraque el Reina para repostar.
Una sensación de irrealidad empezó a apoderarse de Pitt. Las palabras de Zac empezaban a sonarle apagadas y sin significado alguno. Se preguntó con indiferencia, casi con una especie de borroso interés académico, por cuánto tiempo podría mantenerse despierto; sólo había dormido unas pocas horas en los dos últimos días. Se frotó los ojos y sacudió la cabeza para despejarse.
–Zac, amigo –era la primera vez que Pitt lo tuteaba–, ¿me harías un favor personal?
–Si puedo, cuenta con ello –contestó Zac, y sonrió.
–Deseo que Teri sea liberada y puesta bajo mi custodia.
–¿Liberada y puesta bajo tu custodia? –Zac arqueó las cejas, gesto que acompañó con una expresión inocente de sus grandes ojos. Ni Steve McQueen habría podido hacerlo mejor–. ¿Qué lascivo plan pretendes sacarte ahora de la manga?
–Nada de lascivo –dijo Pitt–. No te queda más alternativa que dejarla en libertad. Una vez libre, Teri sólo tardará veinte minutos en regresar a la villa, demonios, y con toda la furia de una mujer humillada exigirá a su tío Bruno que haga algo al respecto. El viejo pondrá a trabajar su astuta mente y en el término de una hora tendrás toda tu red de espionaje fuera de Thasos y de regreso en Estados Unidos.
–Nos subestimas –dijo Zac–. Soy consciente de los riesgos. Se han trazado planes precisamente para esta clase de emergencia. Mañana mismo podríamos estar fuera de aquí y trabajando desde otro escondite.
–Sería demasiado tarde –replicó Pitt con aspereza–. El daño ya estaría hecho. Von Till estaría al corriente de tu presencia y redoblaría sus precauciones.
–Tu argumentación es muy convincente...
–Puedes estar condenadamente seguro de que lo es.
–¿Y si te la entregara a ti? –propuso Zac.
–En cuanto eche en falta a Teri, si es que no lo ha hecho ya, Von Till pondrá todo Thasos patas arriba y llevará a cabo un registro exhaustivo. El lugar más seguro para ocultarla es a bordo del First Attempt. No se le ocurrirá buscarla allí, al menos mientras no compruebe que no se encuentra en la isla.
Zac miró a Pitt como si lo viera por primera vez, preguntándose por qué alguien con una posición tan buena y una familia tan influyente había elegido correr riesgos tan peligrosos, sin saber nunca cuándo un error de cálculo podía dar al traste con su carrera e incluso con su vida. Zac golpeó suavemente la pipa contra el cenicero, desprendiendo las cenizas de la cazoleta.
–Bien. Se hará como dices –murmuró finalmente–. Siempre y cuando la joven no cause problemas.
–No creo que los cause –repuso Pitt con una sonrisa–. Tiene otras cosas en que pensar, muy distintas del tráfico de drogas. Yo diría que escaparse a hurtadillas conmigo hasta el barco tendría para ella más interés que pasar otra aburrida noche con tío Bruno. Además, a qué mujer no le entusiasma un poco de aventura de vez en cuando... .
Se interrumpió cuando la puerta se abrió y entró Giordino, seguido por Zeno. Giordino mostraba una amplia sonrisa y sostenía en la mano una botella de coñac Metaxa.
–Mira lo que ha encontrado Zeno. –Giordino desenroscó la tapa de la botella y olisqueó su contenido. Esbozó una fingida expresión de éxtasis–. Creo que después de todo no son tan malos tipos.
Pitt se echó a reír y se volvió hacia Zeno.
–Tendrá usted que disculpara Giordino. En cuanto ve una botella se deshace en elogios.
–En ese caso, tenemos muchas cosas en común –dijo Zeno con una burlona sonrisa.
Rodeó a Giordino y dejó sobre la mesa una bandeja con cuatro vasos.
–¿Cómo está Darius? –preguntó Pitt.
–Se mantiene en pie –contestó Zeno–. Pero cojeará durante unos días.
–Dígale que lo siento –dijo Pitt–. Lamento...
–No es necesario lamentar nada –le interrumpió Zeno–. Son gajes del oficio. –Le tendió un vaso a Pitt y observó la mancha de sangre en la camisa–. Usted también parece haber recibido lo suyo.
–Cortesía del perro de Von Till –dijo Pitt, y levantó el vaso hacia la luz.
Zac asintió en silencio. Ahora comprendía mejor el odio que Pitt parecía sentir por Von Till. Se relajó en la silla giratoria y pensó que Pitt sólo pensaba en la venganza, no en el sexo.
–Después de que regrese al barco, le mantendremos informado por radio de las actividades de Von Till.
–Bien –asintió Pitt. Tomó un sorbo de coñac y disfrutó con la ardiente sensación del líquido al bajar por la garganta–. Un favor más, Zac. Quisiera que utilizaras tu estatus oficial para enviar un par de mensajes a Alemania.
–Naturalmente.
Pitt ya había tomado un bloc y un lápiz de la mesa.
–Lo anotaré todo aquí, incluidos, los nombres y las direcciones, pero tendrás que mejorar mi alemán. –Una vez hubo terminado, le pasó el bloc a Zac–. Diles que envíen su respuesta al First Attempt. He incluido la frecuencia de radio de la ANIM.
Zac lo leyó.
–No acabo de entender tus motivos...
–Sólo se trata de una corazonada. –Pitt se sirvió otra ración de Metaxa–. Por cierto, ¿cuándo efectuará el Reina Artemisa su desviación por Thasos?
–¿Cómo...? ¿Cómo sabías eso?
–Poseo poderes extrasensoriales –contestó Pitt–. ¿Cuándo?
–Mañana por la mañana. –Zac miró a Pitt asombrado–. En algún momento entre las cuatro y las cinco de la madrugada. ¿Por qué lo preguntas?
–Por nada en particular. Mera curiosidad.
Pitt se preparó para notar de nuevo el ardor y tomó la bebida de golpe. Sacudió la cabeza y parpadeó para contener las lágrimas que brotaron de sus ojos.
–Dios mío –exclamó con voz ronca–. Este brebaje causa el mismo efecto que el ácido de batería.
13
La misteriosa y fosforescente espuma disminuyó gradualmente y desapareció de la proa del Reina Artemisa cuando el anticuado barco disminuyó la marcha y se detuvo. El ancla descendió en diez brazas de agua y se apagaron las luces de navegación, lo que dejó una silueta negra posada sobre un mar todavía más negro.
A unos setenta metros de distancia flotaba perezosamente sobre las olas una pequeña caja de madera, similar a las miles de cajas vacías que flotan a la deriva en todas las vías marítimas del mundo. Daba la impresión de no ser más que eso, incluso por la advertencia «Este extremo hacia arriba». Sin embargo, había algo que la diferenciaba de las demás; no estaba vacía.
En el interior de la caja, Pitt pensó que tenía que existir una forma mejor de hacer las cosas. Una ola pasó sobre su cabeza y pensó que, de todos modos, estar allí le permitía una visión mejor que si nadara a mar abierto. Tragó agua y la escupió tosiendo. Sopló ligeramente en la boquilla del chaleco de flotación para aumentar su flotabilidad, y volvió a observar el barco a través de los irregulares cortes de la caja.
El Reina Artemisa permanecía anclado en silencio y sólo el zumbido de sus generadores y el chapoteo de las olas sobre el casco traicionaban su presencia. Los sonidos se desvanecieron gradualmente y el barco pareció convertirse en parte del silencio. Pitt escuchó durante largo rato, pero ningún sonido llegó hasta su bamboleante puesto de observación. Ni pasos en cubierta ni voces impartiendo órdenes, ni ruidos de maquinaria, nada. El silencio era total, y muy extraño. Aquello parecía una especie de buque fantasma con una tripulación fantasma.
Habían bajado el ancla de estribor y Pitt avanzó hacia ella, lentamente, impulsando la caja desde el interior. La ligera brisa y la marea alta le favorecieron, y la caja no tardó en chocar ligeramente contra la cadena del ancla. Se quitó el tanque de oxígeno y sujetó el correaje de la mochila a uno de los grandes eslabones de la cadena de acero. Luego, utilizando el tubo de aire del regulador a modo de cuerda, deslizó las aletas, la mascarilla y el tubo de respiración sobre la boquilla de inmersión, y dejó que todo el paquete pendiera por debajo de la superficie del agua.
Pitt se agarró a la cadena, levantó la vista hacia los eslabones que se desvanecían en la oscuridad y se sintió empequeñecido e impotente. Pensó en Teri, que había quedado dormida en una cómoda litera del First Attempt. Imaginó su cuerpo suave y hermoso y empezó a preguntarse qué demonios estaba haciendo él allí.
Teri también se lo había preguntado, aunque de un modo diferente:
–¿Para qué quieres llevarme a un barco? No puedo salir ahí fuera y encontrarme con todos esos sesudos científicos con esta pinta –se quejó, al tiempo que se levantaba el borde del transparente negligée y dejaba al descubierto sus piernas hasta los muslos.
–Oh, demonios –exclamó Pitt echándose a reír–. Probablemente sería lo más sexy que ocurriera en sus vidas desde hace años.
–¿Qué me dices de tío Bruno?
–Dile que te fuiste de compras al continente. Dile cualquier cosa. Ya eres mayor de edad.
–Supongo que sería divertido ser desobediente –repuso ella con una risita–. Esto es como una película de aventuras románticas.
–No deja de ser una forma de verlo –había dicho Pitt.
Pitt trepó por la cadena del ancla intentando imitar el estilo de un nativo de la Polinesia que trepa a una palmera para coger cocos. Pronto llegó al hueco del casco y se asomó a mirar por encima de la borda. Vaciló, mientras escuchaba y observaba. La cubierta de proa estaba desierta.
Se izó sobre el costado, se agachó y avanzó en silencio por la cubierta hacia proa. Era una suerte que el barco estuviera totalmente a oscuras. Si hubieran estado encendidas las lámparas de posición, la cubierta de proa y la parte central habrían estado iluminadas, lo que no habrían sido las mejores circunstancias para colarse a hurtadillas. A Pitt también le pareció una suerte que la oscuridad ocultara el rastro de gotas de agua que dejaba a través de la cubierta de proa. Se detuvo, a la espera de que se produjera algún sonido o movimiento, pero no ocurrió nada. Estaba todo muy tranquilo, demasiado tranquilo. Había algo en el barco que no encajaba, pero Pitt no era capaz de detectarlo. Algo que, de momento, se le escapaba.
Pitt se inclinó y desenvainó el cuchillo de buceador sujeto a la pantorrilla; después avanzó hacia popa, empuñando la afilada arma blanca de casi veinte centímetros de hoja.
Pitt disponía ahora de una clara vista del puente y, por lo que podía ver, estaba desierto. Se fundió con las sombras y subió silenciosamente la escalera hasta el puente. La cabina del timonel estaba a oscuras y vacía. Los radios del timón se extendían hacia fuera en una oscura soledad, y la bitácora se levantaba como un mudo centinela de latón plateado. Pitt no comprendió la palabra, pero por el ángulo de los indicadores supo que el telégrafo estaba apagado. A la débil luz de las estrellas distinguió una estantería por debajo de la ventanilla de babor. Sus dedos la recorrieron: una lámpara Aldis, una pistola de señales, bengalas. De pronto su mano tocó la familiar forma de una linterna. Se quitó el bañador y envolvió con la tela la lente hasta que la luz no fue más que un débil resplandor. Luego registró toda la cabina: la cubierta, las mamparas, el equipo. El único resplandor provenía de las diminutas luces indicadoras de la consola de mandos.
En el fondo de la cabina estaba la sala de planos, con las cortinas corridas. Era insólito que pudiera haber una sala de planos tan pulcra. Los mapas estaban guardados ordenadamente y sus cuadrículas aparecían cruzadas por líneas trazadas a lápiz con precisión. Pitt volvió a envainar el cuchillo, acercó la luz de la linterna a un ejemplar del Atlas Náutico Brown y revisó las marcaciones de la carta. Las líneas coincidían exactamente con el curso conocido del Reina Artemisa desde Shanghai. Observó que no había errores ni borrones cometidos por quien hubiera efectuado los cálculos con el compás. Estaba todo muy limpio. Demasiado.
El cuaderno de bitácora estaba abierto por la última entrada: «3.52 horas, baliza del campo Brady a 312°, aproximadamente a ocho millas. Viento del sudoeste, 2 nudos. Que Dios proteja a Minerva.» Esta entrada se había efectuado menos de una hora antes de que Pitt nadara desde la playa. Pero ¿dónde estaba la tripulación? No había vigía en el puente, y los botes salvavidas estaban sujetos a sus pescantes. El timón abandonado no tenía sentido. Nada de todo aquello tenía sentido.
Pitt notaba la boca reseca, y la lengua esponjosa. Un martilleo en la cabeza le nublaba el pensamiento. Abandonó la cabina del timonel, cerró suavemente la puerta tras de sí y enfiló un pasillo que conducía al camarote del capitán. La puerta estaba entornada. Entró de lado, sin hacer ruido, en el cubículo.
Aquello parecía un escenario de película. Pitt pensó que sólo así podría describirlo. Todo estaba limpio, ordenado y exactamente donde debía estar. En la mampara más alejada, el Reina Artemisa aparecía con tranquilo esplendor en un óleo de aficionado. Pitt se estremeció ante los colores: el barco navegaba sobre un mar púrpura. La firma del cuadro rezaba «Sophia Remick». Había la habitual fotografía sobre la mesa de una mujer de rostro redondo y maternal, que miraba fijamente desde un marco barato de metal. La dedicatoria decía: «Al capitán de mi corazón, de su amante esposa.» No estaba firmada pero era evidente que la dedicatoria había sido escrita por la misma mano que había firmado el cuadro. Junto a la fotografía, se veía una pipa cuidadosamente dispuesta sobre un cenicero vacío. Pitt la tomó y olió la cazoleta ennegrecida: en aquella pipa no se había fumado desde hacía meses. De hecho, nada parecía usado o manipulado habitualmente. Era todo como un museo impoluto, una casa sin olor. Y, todo estaba tan tranquilo como un cementerio.
Regresó al pasillo y cerró la puerta; casi con el deseo de que una voz extraña gritara: «¿Quién anda ahí?», o «¿Qué está haciendo aquí?». La quietud hizo que el sudor se hiciera frío. Pitt empezó a imaginar formas vagas en los rincones sumidos en sombras. El corazón le latía a un ritmo acelerado. No podían haber transcurrido más de diez segundos desde que estaba allí de pie, sin mover un solo músculo, obligando a su mente a dominarse.
«Amanecerá dentro de poco –pensó––. Date prisa.» Corrió por el pasillo de babor, descuidando el sigilo y el silencio, y abrió las puertas de otros camarotes. Cada compartimiento era como el agujero negro de Calcuta. Un solo recorrido del haz de la linterna le indicaba la misma historia que en el camarote del capitán. También investigó la cabina de radio. El transmisor aún estaba caliente y conectado con una frecuencia VHF. Pitt cerró la puerta y se dirigió hacia popa.
Las escalas, los pasillos de babor y de estribor parecían fundirse en un solo y largo túnel negro. Tuvo que hacer esfuerzos para no perder el sentido de la orientación en medio de aquel laberinto. Tropezó con el escalón de una mampara y cayó; se golpeó la espinilla y soltó la linterna y un juramento sordo.
La linterna cayó sobre el puente y se apagó. Pitt se hincó sobre manos y rodillas y lanzó nuevos juramentos mientras la buscaba frenéticamente. Después de unos segundos agónicos, encontró la linterna. El cristal de la lente tintineó, no augurando nada bueno. Presionó el interruptor y la bombilla se encendió, tan tenue como antes. Pitt emitió un suspiro de alivio y dirigió el apagado rayó de luz por el pasillo. Iluminó débilmente una puerta donde un cartel anunciaba: «Pasillo de incendios. Bodega 3.»
Las cuevas de Carlsbad no habrían parecido más formidables que la bodega
3. Lo único que mostró la luz de Pitt fue una vasta caverna de acero, atestada de sacos apilados sobre plataformas móviles de madera, desde el puente hasta la escotilla. El aire estaba impregnado con un dulce olor a incienso. El coco de Ceilán, imaginó Pitt. Tomó el cuchillo de submarinista y practicó un pequeño agujero en un saco. Un flujo de pétreos granos cayó sobre la cubierta de la bodega, donde rebotaron y tintinearon como en un cobertizo metálico. Un examen rápido a la luz de la linterna le confirmó que los granos de pellejo apergaminado eran mercancía genuina.
De repente oyó un ruido débil y difícil de distinguir, pero estaba allí. Se quedó inmóvil, a la escucha. Pero el ruido se detuvo con la misma prontitud con que había surgido y el silencio volvió a apoderarse de aquel buque fantasma con todos sus oscuros y ocultos secretos. Pitt pensó que quizá fuera una moderna versión del Mary Celeste o del Holandés Errante. Lo único que faltaba allí era un mar agitado por la tormenta, la lluvia azotando los puentes, los rayos desgarrando la noche y la galerna arreciando.
No había nada más que ver en la bodega. Pitt salió y se dirigió a la sala de máquinas. Perdió minutos preciosos tratando de encontrar el pasillo correcto. La sala estaba caliente por los motores y olía a aceite quemado. Recorrió la pasarela de servicio, por encima de las máquinas en reposo y buscó indicios de actividad humana reciente. El haz de la linterna hizo refulgir las tuberías que se extendían bajo las mamparas en geométricas líneas paralelas, para terminar en una informe confusión de válvulas y manómetros. Luego iluminó un trapo aceitoso en el suelo. Por encima había una estantería que contenía varias tazas con posos de café, y a la izquierda una bandeja de herramientas con huellas de dedos grasientos. Al parecer alguien estaba trabajando en esa parte del barco. Sabía que las salas de máquinas se mantenían tan limpias como un quirófano; sin embargo, aquélla aparecía desordenada. Pero ¿dónde estaba el jefe de máquinas y sus hombres? No podían haberse evaporado.
Pitt se disponía a marcharse cuando de pronto oyó de nuevo aquel misterioso sonido que reverberaba por todo el casco. Se quedó inmóvil y contuvo la respiración. Era un sonido extraño y misterioso, como si la quilla del barco rozara una roca sumergida o un arrecife de coral. Pitt se estremeció. El sonido se asemejaba al chirrido de una tiza sobre una pizarra. El sonido duró unos diez segundos y luego oyó un sordo choque de metal contra metal.
Pitt sintió un escalofrío. Aquel ambiente claustrofóbico no era precisamente tranquilizador. Echó a andar por los pasillos y subió escalerillas hasta que emergió a cubierta.
Todo seguía a oscuras, apenas iluminado por el cielo cubierto de estrellas. Soplaba una agradable brisa. Por encima del puente, la antena de radio oscilaba bajo la Vía Láctea y, bajo los pies de Pitt, el casco crujió mecido por el suave oleaje. Vaciló un momento y miró la oscura línea de la costa de Thasos, apenas a un kilómetro de distancia. Luego bajó la mirada hacia la aterciopelada superficie negra del agua. Parecía tan acogedora y apacible...
La linterna seguía encendida. Pitt se maldijo por no haberla apagado en cuanto subió a cubierta. «Podría haber advertido de mi presencia con un rótulo de neón», pensó con cinismo y apagó la linterna. Se sintió tentado de arrojarla por la borda, pero se lo pensó mejor. No dejar la linterna en la cabina del timonel, donde la había encontrado, equivaldría a que por la mañana el capitán, si es que había un capitán, descubriera la presencia de un intruso. Definitivamente, la idea de desprenderse de la linterna no era muy buena, y mucho menos cuando se enfrentaba a rufianes capaces de engañar y burlar a casi todas las policías del mundo.
Consultó su reloj y regresó apresuradamente a la cabina del timonel. Las manecillas fluorescentes indicaban las 4.13. El sol no tardaría en salir. Dejó la linterna en el armario y se dispuso a abandonar el barco, y encontrarse por lo menos a doscientos metros de distancia antes de que la luz del amanecer le delatara.
La cubierta de proa seguía desierta, o al menos eso le pareció. Un ruido aleteante surgió de pronto a sus espaldas. Pitt giró instantáneamente en redondo y desenvainó el cuchillo con un hábil movimiento. «Mierda –pensó–, no pueden descubrirme ahora, cuando estoy a punto de abandonar el barco.» Pero no era más que una gaviota que se había posado en una salida de humos; el ave miró a Pitt y ladeó la cabeza interrogativamente. Sin duda se preguntaba qué clase de loco correría por un barco al amanecer, vestido nada más que con un chaleco salvavidas, mientras sostenía el puñal en una mano y un bañador en la otra. Pitt suspiró aliviado; se había llevado un buen susto. Respiró profundamente varias veces, y luego exhaló lentamente, hasta que consiguió serenarse.
Sin mirar atrás, se impulsó sobre la borda y descendió por la cadena del ancla, satisfecho de abandonar para siempre aquel barco fantasma. Las calmadas aguas lo recibieron transmitiéndole una sensación de seguridad.
Sólo tardó un minuto en ponerse el bañador y recoger el equipo de buceo. Colocarse un tanque de oxígeno a la espalda en medio de la oscuridad, con la corriente empujándole contra el casco no era una operación fácil, pero su experiencia de salvamento submarino, adquirida durante sus primeros años de buceador, le sirvió ahora de mucho y realizó la tarea con poco esfuerzo. Miró alrededor en busca de la caja de madera, pero por lo visto había sido arrastrada por las aguas.
Se quedó flotando en el agua y consideró la posibilidad de bucear por debajo del Reina Artemisa y examinar el casco. El extraño ruido de roce que había oído en la sala de máquinas parecía proceder de alguna parte por debajo de la quilla. Luego pensó que sería inútil, ya que no podría ver nada, al no disponer de linterna submarina. Y no se sentía con ánimos para tantear como un ciego a lo largo del casco de 130 metros de eslora, incrustado de percebes que podían ser tan cortantes como una cuchilla. Había oído contar viejas historias sobre la antigua y brutal práctica de pasar por debajo de la quilla a los marinos británicos insubordinados. Una narración particularmente sangrienta era la de un artillero que fue pasado bajo la quilla del Confident, frente a las costas de Timor, en 1786. Castigado por haber robado una taza de brandy del armario del capitán, el pobre diablo fue pasado una y otra vez bajo la quilla del barco hasta que su cuerpo quedó hecho jirones. Aun así, el desdichado podría haber sobrevivido, pero antes de que la tripulación pudiera izarlo a bordo un par de tiburones atraídos por la sangre terminaron de destrozar al infeliz, bajo las miradas horrorizadas de los hombres que contemplaban la escena desde cubierta. Pitt sabía muy bien qué era capaz de hacer un tiburón. En cierta ocasión había sacado de entre el oleaje de Key West a un muchacho que había recibido una mordedura de un tiburón; sobrevivió, pero en el muslo izquierdo le faltaría siempre un enorme trozo de carne.
Pitt maldijo en voz alta. Debía dejar de pensar en cosas como aquéllas. En sus oídos empezó a resonar un zumbido. Al principio creyó que sólo era su imaginación y sacudió la cabeza; pero el sonido siguió allí, incluso más fuerte que antes. Entonces supo de dónde procedía.
Los generadores del barco se habían puesto nuevamente en marcha. Las luces de navegación se encendieron y, de repente, el Reina Artemisa se llenó de vida y sonidos. Pitt mordió la boquilla del regulador y buceó alejándose del barco. Movió las aletas con toda la energía de sus piernas, sin ver nada bajo las oscuras aguas, oyendo sólo el extraño sonido gorgoteante de las burbujas que producía. En momentos como ése Pitt deseaba haber dejado el tabaco. Después de recorrer unos cincuenta metros, salió a la superficie y miró hacia el barco.
El Reina Artemisa seguía anclado, envuelto en una soledad sepulcral, con su silueta recortada contra el cielo, que ya sé encendía por el este. Débiles luces blancas se encendieron aquí y allá, interrumpidas por el brillo verde de las luces de navegación de estribor. Durante varios minutos no sucedió nada más. Luego, el ancla empezó a subir desde el lecho marino, hasta quedar firmemente sujeta al casco. La cabina del timonel se iluminó y Pitt pudo verla con claridad. Seguía vacía. «No puede ser», se dijo. Pero el viejo barco no había terminado aún el último acto de su representación fantasmagórica. Como siguiendo un apunte de entrada en el teatro, el sonido picoteante del telégrafo del Reina Artemisa se oyó débilmente sobre el tranquilo mar. Los motores respondieron con un suave palpitar y el barco se puso en movimiento, con el secreto de su terrible cargamento oculto en alguna parte dentro de sus planchas de acero.
Pitt no necesitó ver el movimiento del barco para saber que había reanudado la marcha, pues sintió el batir de las hélices a través del agua. Cincuenta metros de distancia eran más que suficientes. A esa distancia sería invisible para cualquier vigía y la fuerza de succión de las enormes hélices no lo absorbería.
Una difusa sensación de frustración se apoderó de Pitt a medida que el gran casco se deslizaba lentamente. Era como observar un misil elevarse desde la rampa de lanzamiento para iniciar su viaje hacia la muerte. Se sintió impotente y no pudo hacer nada por evitarlo. Oculta en alguna parte del Reina Artemisa había droga suficiente para sumir en el delirio a la mitad de la población de Estados Unidos. Solo Dios sabía la devastación que asolaría las ciudades a medida que fuera distribuida. ¿Cuántas personas se convertirían en desechos de la sociedad y terminarían por morir a causa de la mortal narcosis de la droga? En ese barco iban ciento treinta toneladas de heroína.
Pitt pensó en sí mismo, no con el orgullo de haber destruido el Albatros y de haber registrado el Reina Artemisa sin ser detectado, sino únicamente como un idiota por haber arriesgado su vida por un trabajo que no era el suyo, un trabajo que nadie le pagaba por hacer. Su cometido se refería a solucionar problemas de las expediciones oceanográficas. Nadie le había dicho nada acerca de lanzarse a la caza de unos peligrosos narcotraficantes. ¿Qué podía conseguir él solo? No era el ángel de la guarda de la humanidad. Que fueran Zacynthus, Zeno, la Interpol y todos los condenados policías del mundo los que jugaran al gato y al ratón con Von Till. Aquél era su juego, y se habían entrenado para eso. Además, para eso les pagaban.
Pitt volvió a jurar en voz alta. Ya había perdido mucho tiempo, sumido en sus pensamientos. Había llegado el momento de regresar a la costa. Sus ojos observaron las luces del barco, que disminuían y se perdían en el horizonte del amanecer. Echó a nadar hacia la playa cuando el sol arrojó sus primeros rayos sobre las cumbres rocosas de las montañas de Thasos.
Una vez en tierra firme Pitt se quitó la botella de oxígeno y dejó todo su equipo de buceo en la arena. Se sentía agotado y se tomó unos minutos de reposo, pero su mente siguió funcionando. No había encontrado el menor indicio de heroína a bordo del barco, como tampoco la encontraron los inspectores de aduanas de la Oficina de Narcóticos. ¿Acaso estaba oculta por debajo de la línea de flotación? Pero los cautelosos investigadores seguramente habían enviado a buceadores que examinaran cada centímetro del casco. Además, no había forma de transportar un cargamento de aquella envergadura, a menos que fuera arrojado al agua y recuperado más tarde; sin embargo, recuperar un contenedor estanco con ciento treinta toneladas de peso exigiría una operación de rescate a gran escala. No. Sin duda empleaban un método más ingenioso, uno que hasta el momento había desafiado toda detección.
Con el cuchillo empezó a dibujar ociosamente el perfil del Reina Artemisa sobre la arena húmeda. De repente tuvo una idea. Se levantó y trazó un dibujo del casco que se extendía unos diez metros sobre la arena. Fue dibujando uno tras otro el puente, las bodegas y la sala de máquinas, cada uno de los detalles que recordaba. Se sentía tan absorto en su tarea que ni siquiera reparó en la presencia de un viejo y su burro, que avanzaban cansinamente por la playa.
El viejo se detuvo y miró fijamente a Pitt desde un rostro surcado de arrugas que ya había visto demasiado como para asombrarse de nada. Al cabo de un momento se encogió de hombros y se alejó con el burro.
Finalmente, el diagrama quedó casi terminado, hasta el último pasillo. El cuchillo centelleó bajo el sol cuando Pitt añadió con humor el último toque: un diminuto pájaro posado en una salida de humos. Luego retrocedió para contemplar su obra y tras un momento se echó a reír.
–De una cosa puedo estar seguro: nunca me ganaré la vida como dibujante. ¡Esto parece mas una ballena preñada que un barco!
De repente, sus ojos asumieron un brillo hipnótico y su sonrisa se esfumó. La chispa de una idea se encendió débilmente en su mente. Al principio le pareció demasiado estrafalaria, pero cuantas más vueltas le daba a las posibilidades que ofrecía tanto más factible le parecía. Rápidamente trazó unas líneas adicionales en la arena y luego hizo corresponder el diagrama con la imagen que conservaba en su mente. Una vez hubo terminado de introducir el último cambio, la boca esbozó una lenta sonrisa de satisfacción. «Menudo zorro eres, Von Till», pensó.
Olvidando su agotamiento, rápidamente, recogió el equipo de buceo y empezó a subir la pendiente que separaba la playa de la carretera costera. Ya no deseaba abandonar el juego. Su siguiente oportunidad parecía la más interesante de todas. Una vez llegó a lo alto, se volvió a mirar el dibujo del Reina Artemisa sobre la arena.
La marea alta empezaba a extenderse y borraba la chimenea, la chimenea marcada con la gran M de Minerva.
14
Giordino dormitaba tumbado junto a una camioneta azul de las fuerzas aéreas, con la cabeza apoyada sobre unos prismáticos y ambos pies apoyados sobre una gran roca. Una hilera de hormigas cruzaba uno de sus antebrazos en ininterrumpida marcha hacia un pequeño montículo de estiércol. Pitt lo miró, sonriente. Si había algo que Giordino era capaz de hacer bien, era dormir en cualquier parte, momento y circunstancia.
Pitt sacudió las aletas de buceo y dejó que gotearan sobre la plácida cara de Giordino. El goteo no provocó ninguna reacción repentina, sólo la de un ojo que se abrió y miró directamente a Pitt, con evidente fastidio.
–¡Conque éste es nuestro intrépido centinela! –exclamó con tono sarcástico Pitt–. Me estremezco sólo de pensar en cuántas vidas se perderían si te convirtieras alguna vez en socorrista.
El otro párpado de Giordino se levantó levemente, como la persiana de una ventana, revelando el otro ojo.
–Lo siento –dijo Giordino con voz fatigada–. Estos cansados ojos han pasado toda la noche pegados a los prismáticos, desde el momento en que metiste la cabeza en esa jodida caja hasta que regresaste a la playa.
–Mis disculpas, viejo amigo –sonrió Pitt–. Imagino que haber dudado de tus dotes de vigilancia me costará invitarte a otra copa, ¿correcto?
–A dos copas esta vez –corrigió Giordino maliciosamente.
–Hecho.
Giordino se sentó y parpadeó. Sólo entonces se dio cuenta de las hormigas y se las quitó del antebrazo.
–¿Cómo te fue de excursión?
–Robert Southey tuvo que haber pensado en el Reina Artemisa cuando escribió «Nada se agita en el aire, nada se agita en el mar; el barco estaba todo lo quieto que podía estar». Podría decirse que descubrí algo al no descubrir nada.
–No lo entiendo.
–Te lo explicaré más tarde. –Pitt recogió el equipo de buceo y lo dejó en el suelo de la camioneta–. ¿Alguna noticia de Zac?
–Todavía no. –Giordino enfocó los prismáticos hacia la villa de Von Till–. Él y Zeno dispusieron a una patrulla de la gendarmería local alrededor de la mansión de Von Till. Darius se quedó en el almacén, registrando las longitudes de onda de radio por si se producía alguna transmisión entre la costa y el barco.
–Parecen haberse esforzado, pero desgraciadamente no han hecho más que perder el tiempo. –Pitt se secó el cabello negro con una toalla y luego se peinó–. ¿Dónde se puede encontrar por aquí una copa y un cigarrillo?
Giordino señaló la cabina de la camioneta.
–No puedo ayudarte, con la copa, pero en el asiento delantero de la camioneta hay un paquete de cigarrillos griegos.
Pitt se apoyó contra el vehículo y extrajo un cigarrillo de un paquete negro y dorado de Hellas Specials. Nunca los había probado y le sorprendió su insipidez. Después del suplicio que había pasado en las dos últimas horas, hasta las algas secas le habrían sabido mejor.
–¿Te han pegado una patada en la espinilla? –preguntó Giordino.
Pitt exhaló una nube de humo y bajó la mirada hacia la pierna. Por debajo de la rodilla derecha había un profundo corte rojo que sangraba lentamente. Alrededor, la piel mostraba un hematoma purpúreo.
–Tuve mala suerte, y me golpeé contra la puerta de una mampara.
–Será mejor que te lo mire. –Giordino se volvió y sacó de la guantera una caja de primeros auxilios de la fuerza aérea–. Una operación como ésta es un juego de niños para el doctor Giordino, el famoso neurocirujano mundial. No me gusta fanfarronear, pero también soy bueno en trasplantes de corazón.
Pitt rió.
–Sólo procura poner la gasa antes y no después del esparadrapo.
Giordino fingió sentirse ofendido.
–¿Cómo se te ocurre decir algo así? –Recuperó la expresión maliciosa–. Recibirás mi factura por correo.
Pitt se resignó y dejó la maltratada pierna en manos de Giordino. No hablaron nada más durante los siguientes minutos. Pitt permaneció sentado y absorbió el silencio, contempló el agua, el cielo y la larga extensión de costa arenosa. Bajo la carretera, la estrecha franja de playa se extendía hacia el sur a lo largo, de diez kilómetros, hasta desaparecer por detrás de la punta occidental de la isla. No se veía a nadie, lo que daba al paraje todo el atractivo místico y el encanto romántico representado tan a menudo en los pósters turísticos. Aquello era realmente un fragmento del paraíso.
Pitt observó que las olas se sucedían a intervalos de ocho segundos y alcanzaban poco más de medio metro. Rompían bajas y a unos cien metros de la costa, para abalanzarse en capas majestuosamente coronadas de espuma, disolverse lentamente y morir en pequeños remolinos junto a la playa. Las condiciones eran perfectas para un nadador y no estaban mal para un surfista, pero el fondo superficial de arena y el agua azul oscuro no favorecían a los buceadores. Para la aventura submarina se requieren aguas más verdes y profundas, ya que es en ellas donde abunda la belleza de la vida marina.
Pitt desvió la vista y miró hacia el norte. Aquello era completamente diferente. Los altos y tortuosos acantilados carentes de vegetación se elevaban justo desde el mar, con las caras erosionadas y afiladas por el asalto de las grandes olas. Enormes rocas caídas y fisuras abiertas constituían un mudo testimonio de la fuerza de la naturaleza. Un tramo en particular de accidentados acantilados intrigó a Pitt.
Por extraño que resultase, este sector no era batido por las olas como los demás. Las aguas en que se hundía la masa de rocas rectas que caían verticalmente estaban serenas como el estanque de un jardín. En unos cien metros cuadrados el mar era verde y estaba inmóvil. Parecía algo irreal.
Pitt especuló con las maravillas que un buceador podría encontrar allí. Sólo Dios habría contemplado el milenario proceso de formación de la isla, la llegada y la desaparición de los períodos glaciales, el cambio en los niveles del antiguo mar. Quizá las olas gigantes de tiempos remotos habían lanzado toda su furia contra los flancos de aquellos acantilados, creando un lecho submarino plagado de cuevas.
–Ya está –dijo Giordino con humor–. ¡Otro triunfo de la ciencia médica a cargo del gran Giordino! –Pitt sonrió. Giordino solía valerse de la ironía para camuflar su verdadera preocupación por Pitt.
Giordino se levantó, repasó el cuerpo de su amigo con la mirada y meneó la cabeza–. Con esos vendajes en la nariz, el pecho y la pierna, empiezas a parecerte a una rueda de recambio de las que salían en las tiras cómicas en los años de la Depresión.
–Tienes razón. –Pitt dio unos pocos pasos para aliviar la rigidez que notaba en la pierna–. Pero me siento más como una rueda de amortiguación en la borda de un remolcador.
–Ahí viene Zac –dijo Giordino.
El Mercedes negro se acercaba bajando por un camino de tierra desde las montañas, y levantando una nube de polvo marrón. A poco menos de medio kilómetro de distancia, salió a la carretera costera asfaltada, dejó atrás la nube de polvo y Pitt no tardó en oír el ronroneo del motor por encima del ruido del oleaje. El coche se detuvo junto a la camioneta, y Zacynthus y Zeno bajaron, seguidos por Darius, que no intentaba disimular su dolorosa cojera. Zacynthus llevaba ropas de faena militar y tenía los ojos cansados e inyectados en sangre. Daba la impresión de haber pasado una noche angustiosa y de insomnio. Pitt le dirigió una sonrisa comprensiva.
–Bueno, Zac, ¿cómo ha ido todo? ¿Has visto algo interesante?
Zacynthus no pareció escucharle. Sacó la pipa del bolsillo, llenó la cazoleta y la encendió. Luego se dejó caer lentamente al suelo, extendió las piernas y se apoyo en un codo.
–Astutos y sucios bastardos –maldijo con amargura–. Hemos pasado toda la noche forzando los ojos, ocultos entre los árboles y las rocas, atacados salvajemente por los mosquitos, ¿y qué hemos descubierto?
Suspiró profundamente como respuesta a su propia pregunta, pero Pitt la dijo
–No habéis descubierto nada, no habéis visto nada y no habéis oído nada.
Zacynthus esbozó una débil sonrisa.
–¿Acaso se nota tanto?
–Desde luego –contestó Pitt secamente.
–Todo este asunto resulta excesivamente exasperante –dijo Zacynthus, acentuando las palabras con un golpe en la tierra.
–¿Excesivamente exasperante? –repitió Pitt.
Zacynthus se incorporó y se encogió de hombros, impotente.
Me encuentro al límite de la paciencia. Me siento como si hubiera escalado con uñas y dientes una escarpada montaña, sólo para descubrir el pico envuelto en la niebla. Posiblemente lo entiendas, no lo sé, pero he dedicado mi vida a perseguir criminales como Von Till. –Hizo una pausa y luego continuó–. Nunca he dejado un caso sin resolver. No puedo abandonar ahora. Hay que detener ese barco y, sin embargo, legalmente no podemos hacerlo. Dios mío, ¿te imaginas lo que puede suceder si ese cargamento de heroína llega a Estados Unidos?
–Sí, ya lo he pensado.
–Al carajo con tus leyes –exclamó Giordino–. Deja que coloque una bomba lapa bajo el casco de esa vieja bañera y ¡bang! Los peces heredarán la droga.
Zacynthus asintió con un gesto lento.
–Propones un método muy directo pero...
–Tiene cerebro de mosquito –señaló Pitt, y sonrió ante la mirada asesina de Giordino.
–Créeme –dijo Zacynthus–, preferiría ver cien mil peces drogados antes que un escolar drogado. Destruir ese barco solucionaría el problema inmediato. Sería como cortarle un tentáculo al pulpo. Seguiríamos teniendo que enfrentarnos con Von Till y su hábil banda de contrabandistas, por no hablar del acertijo sin respuesta que es su forma de operar. No, tenemos que ser pacientes. El Reina Artemisa no ha atracado todavía en Chicago. Encontraremos otra oportunidad cuando llegue a Marsella.
–No creo que tengáis más suerte en Marsella –dijo Pitt con expresión escéptica–. Aunque uno de los vuestros se deslice en el interior del barco disfrazado de estibador, te garantizo que no encontrará nada que valga la pena.
–¿Cómo puedes saberlo? –repuso Zacynthus y levantó la mirada sorprendido–. A menos que... hayas registrado el barco.
–Con Dirk Pitt cualquier cosa es posible –murmuró Giordino–. Estaba a estribor del barco cuando ancló. Mis prismáticos infrarrojos lo perdieron durante casi media hora.
Los cuatro hombres se volvieron a mirar interrogativamente a Pitt, que se echó a reír y arrojó el cigarrillo sobre el terraplén.
–Bien, ha llegado el momento de hablar de muchas cosas. Sitúense alrededor de mí, caballeros; y escuchen las aventuras de capa y espada de Dirk Pitt, el rey de los ladrones.
Pitt se reclinó contra la camioneta y guardó silencio. Observó los rostros pensativos de sus compañeros.
–Ahí lo tenéis. Todo preparado con el mejor decorado. –Sonrió–. El Reina Artemisa no es más que cartón piedra. Oh, claro, surca los mares, recoge y entrega cargamentos, y ahí es donde termina toda similitud entre un carguero corriente y el Reina. Es un barco viejo, cierto, pero por debajo de su piel de acero late un sistema de control completo, centralizado y moderno. El año pasado vi ese mismo equipo instalado en un viejo barco en el Pacífico. No necesita de una gran tripulación. Seis o siete hombres son suficientes para manejarlo.
–Sin jaleos ni problemas –agregó Giordino.
–Exacto –asintió Pitt–. Cada compartimiento, cada camarote es como el decorado de una película. Cuando el barco llega a puerto, la tripulación se materializa como salida de entre bastidores, y todos se convierten en un elenco de actores.
–Disculpe la ciega percepción de este hombre humilde, mayor. –Aquellas palabras de fingida retórica dieciochesca revelaron en Zeno un inesperado acento de Oxford–. No acabo de comprender cómo puede el Reina Artemisa realizar travesías navieras comerciales sin el necesario mantenimiento de una tripulación estable.
–Es como un monumento histórico –explicó Pitt–. Digamos que se parece a un famoso castillo donde todavía se encienden las chimeneas, funciona la fontanería y los jardines están limpios y bien cuidados. El castillo permanece cerrado durante cinco días a la semana, pero los fines de semana se abre a los turistas o, en este caso, a los inspectores de aduanas.
–¿Y los cuidadores? –preguntó Zeno.
–Los cuidadores viven en el sótano –murmuró Pitt.
–Sólo las ratas viven en los sótanos –señaló Darius secamente.
–Un comentario muy apropiado, Darius –dijo Pitt–, dada la variedad bípeda que nos ocupa. –Sótanos, decorados de película, castillos. Una tripulación oculta en alguna parte del casco. ¿Adónde quieres ir a parar? –preguntó Zacynthus–. Ve al grano.
–A eso voy. Para empezar, la tripulación no se aloja en el casco, sino debajo.
–Eso no es posible –aseguró, Zacynthus entrecerrando los ojos.
–Al contrario –replicó Pitt con una sonrisa–. Sería totalmente posible si el buen Reina Artemisa estuviera preñado.
Se produjo un breve silencio de incredulidad. Los cuatro miraron fijamente a Pitt con evidente escepticismo. Giordino fue el primero en romper el silencio.
–Intentas decirnos algo, pero que me condenen si lo entiendo.
–Zac admitió que los métodos de Von Till eran ingeniosos –dijo Pitt–. Y tiene mucha razón. Su ingenio radica en la sencillez. El Reina Artemisa y los otros barcos de la Minerva pueden funcionar independientemente o ser controlados desde un pequeño submarino adherido a sus cascos. Pensad en ello un momento. No es tan imposible como parece. –Pitt hablaba con sereno aplomo–. El Reina no se apartó dos días de su rumbo habitual sólo para enviarle besos a Von Till. Tiene que haberse producido el contacto de algún modo. –Se volvió hacia Zacynthus y Zeno–. Vuestros hombres vigilaron la villa y no vieron la menor señal.
–Tampoco entró o salió nadie –añadió Zeno.
–Lo mismo podría decirse del barco –intervino Giordino, y miró a Pitt–. Nadie apareció en la playa, excepto tú mismo.
–Bien, la opinión es unánime –dijo Pitt–. Darius no captó ninguna transmisión de radio y yo encontré desierta la cabina de radio del barco.
–Empiezo a comprenderlo –dijo Zac reflexivamente–. Las comunicaciones entre el barco y Von Till tienen lugar por debajo del agua. Pero sigo sin estar seguro de tu teoría del submarino.
–Prueba esta otra –dijo Pitt–. ¿Qué viaja a largas distancias por debajo del agua, lleva una tripulación, tiene capacidad para transportar ciento treinta toneladas de heroína y nunca será registrado por la aduana o por los inspectores de la DEA? Pues un submarino.
–Ya, pero es imposible –dijo Zac negando con la cabeza–. Hemos hecho que los buceadores revisen por lo menos cien veces por debajo de la línea de flotación de cada barco de Minerva, y nunca han descubierto ningún submarino.
–Y probablemente nunca lo descubrirán. –Pitt notó reseca la boca y el cigarrillo le sabía a paja. Tiró la colilla al centro de la carretera–. No es el método lo que falla. Lo que sucede es que los buceadores no han encontrado el submarino debido a una mala sincronización en el tiempo.
–¿Sugieres que el submarino es liberado antes de que el barco atraque en el puerto? –preguntó Zacynthus.
–Sí, ésa sería la idea general.
–¿Y qué, entonces? ¿Adónde nos llevaría eso?
–Para encontrar las respuestas empecemos con el Reina Artemisa en Shanghai. –Pitt hizo una breve pausa para recopilar sus ideas–. Si hubierais estado en los muelles del río Whangpoo, vigilando el barco al recibir el cargamento, no habríais visto más que una operación de carga ordinaria. Ésa sería la forma más fácil de manejar la heroína y hacerla llegar a las bodegas del barco. El primer cargamento en ser estibado es la heroína, pero no se queda en las bodegas. Se transfiere al submarino, probablemente a través de una escotilla camuflada. A continuación se estiba el cargamento y el Reina zarpa con dirección a Ceilán. Allí, la soja y el té se cambian por el coco y el grafito, otro cargamento normal. A continuación llega la desviación hacia Thasos, probablemente para recibir órdenes del propio Von Till. Luego continúa el viaje hasta Marsella para repostar, y finalmente el barco atraca en Chicago.
–Hay algo que se me escapa –murmuró Giordino.
–¿Qué es?
–Dónde acomodar ciento treinta mil kilos de droga en un submarino.
–Seguramente han hecho modificaciones, claro está –admitió Pitt–. No se necesita ninguna hazaña de ingeniería para eliminar la torre de observación y otras proyecciones del submarino hasta que la cubierta superior encaje perfectamente con la quilla del barco nodriza. El submarino tipo de la Segunda Guerra Mundial desplazaba mil quinientas toneladas, con una eslora de más de cien metros, una altura del casco de más de tres metros y una manga de ocho metros. Una vez despejadas las salas de torpedos, los alojamientos de los ochenta hombres de la tripulación y toda la parafernalia innecesaria, quedaría espacio más que suficiente para almacenar la droga.
Pitt se dio cuenta de que Zacynthus empezaba a comprenderlo.
–¿Qué velocidad podría alcanzar el Reina Artemisa con un submarino adherido a su casco? –preguntó.
Pitt pensó un momento.
–Yo diría qué unos doce nudos. Si no lo llevara, sin embargo, la velocidad normal de crucero del barco podría ser de quince o dieciséis nudos.
Zacynthus se volvió hacia Zeno.
–La teoría del mayor parece lógica.
–Sé lo que está pensando, inspector. –Zeno sonrió–. Hemos reflexionado acerca de la extraña variación detectada entre las velocidades de crucero de los barcos de la Minerva.
Zacynthus se volvió hacia Pitt.
–¿Cuándo y cómo se produce el desembarco de la heroína?
–Por la noche, con la marea alta. Sería demasiado arriesgado hacerlo durante el día. El submarino podría ser detectado desde el aire...
–Eso concuerda –dijo Zacynthus–. Los cargueros de Von Till siempre tienen prevista su llegada a puerto después de la puesta de sol.
–En cuanto al desembarco –continuó Pitt–, el submarino se soltaría inmediatamente después de entrar en puerto. Al no tener torre de observación ni periscopio, tendría que ser guiado desde la superficie por una embarcación más pequeña. La única posibilidad de fracaso provendría del peligro de ser embestido en la oscuridad por una tercera embarcación.
–Sin duda llevan a bordo un piloto familiarizado con cada centímetro del puerto –dijo Zacynthus reflexivamente.
–La presencia de un piloto que conociera bien el puerto sería una necesidad absoluta para una operación como la de Von Till –asintió Pitt–. Sortear obstáculos sobre un fondo poco profundo y en la oscuridad no es un ejercicio para un capitán aficionado.
–El siguiente problema –dijo Zacynthus lentamente– es determinar el lugar donde el submarino podría descargar la heroína.
–Un depósito abandonado –sugirió Giordino.
Tenía los ojos cerrados y aparentaba dormir, pero Pitt sabía que no se perdía una palabra de lo que se decía. Pitt se echó a reír.
–El malvado villano que merodea por los depósitos abandonados desapareció con Sherlock Holmes. Las propiedades frente al mar están muy solicitadas. Un edificio inactivo no haría sino levantar sospechas. Además, un depósito es el primer lugar donde mira cualquier investigador.
Una débil sonrisa apareció en el rostro de Zacynthus.
–El mayor Pitt tiene, razón. Tanto nosotros como los de aduanas vigilan atentamente todos los muelles y depósitos, por no hablar de las patrullas portuarias. No, sea cual fuere el método tiene que ser extremadamente ingenioso. Lo bastante como para haber funcionado con éxito durante años. – Hizo una larga pausa y luego continuó–: Ahora, al menos, tenemos una pista definitiva. Sólo es un hilo, pero si el hilo está atado a una cuerda y la cuerda a una cadena, es posible que, con un poco de suerte, encontremos a Von Till en el otro extremo.
–Si desea comprobar las suposiciones del mayor, es vital que Darius informe a nuestros agentes en Marsella –dijo Zeno con el tono de quien intenta convencerse a sí mismo de algo que aún no es seguro.
–No; cuantos menos lo sepan tanto mejor –replicó Zacynthus negando con la cabeza–. No deseo que se emprenda ninguna acción que despierte las sospechas de Von Till. El Reina Artemisa y la heroína deben llegar a Chicago sin novedad.
–Muy astuto –dijo Pitt con una sonrisa–. Usar el cargamento de Von Till para atraer a los tiburones.
–No es difícil de comprender –asintió Zacynthus–. Muchos criminales importantes y organizaciones mafiosas involucradas en el narcotráfico merodearán a la espera del submarino. –Se detuvo un instante para chupar su pipa–. La DEA se sentirá más que dispuesta a ejercer de anfitriona.
–Siempre que pueda descubrir el lugar del desembarco –añadió Pitt.
–Lo descubriremos –dijo Zacynthus, muy seguro de sí mismo–. El Reina no entrará en los Grandes Lagos hasta dentro de tres semanas. Eso nos concede tiempo más que suficiente para registrar cada muelle, cada puerto deportivo y club marítimo situado cerca de la costa. Lo haremos discretamente, claro. No
tendría sentido hacer sonar el silbato y espantar a los jugadores.
–Eso no será fácil.
–No subestimes a la DEA –dijo Zacynthus–. Somos expertos en estas cuestiones. Además, no intentaremos detectar el lugar exacto sino sólo la zona general. El radar seguirá el rastro del submarino hasta su destino final y sólo intervendremos en el momento oportuno.
Pitt le miró sombríamente.
–Das demasiadas cosas por sentado.
Zacynthus le devolvió la mirada.
–Me sorprendes, mayor. Has sido tú el que nos has proporcionado una dirección a seguir. Y es la primera dirección verosímil que hemos tenido la Interpol y la oficina en veinte años. ¿Acaso dudas ahora de tus propias deducciones?
Pitt negó con la cabeza.
–No; lo del submarino es seguro.
–¿Cuál es entonces el problema?
–Creo que apuestas todas tus fichas a un único número al concentrar tus esfuerzos en Chicago.
–¿Qué mejor lugar para preparar una trampa?
Pitt habló con lentitud y precisión.
–Podrían suceder mil y una cosas entre este momento y aquel en que el Reina Artemisa sea abordado por nuestros hombres. Tú mismo dijiste que tres semanas era tiempo más que suficiente para registrar la zona. ¿Por qué precipitar las cosas? Sugiero que tratemos de averiguar más datos antes de comprometernos del todo.
Zacynthus miró crípticamente a Pitt.
–¿En qué estás pensando?
Pitt se apoyó contra la camioneta azul, que ya estaba caliente al tacto. Miró de nuevo el mar, y su rostro curtido mostró una expresión de intensa concentración. Respiró profundamente, absorbiendo al aire salino del Egeo, y durante unos segundos se sintió embriagado ante aquella maravillosa escena. Hizo un esfuerzo por volver al tema que los ocupaba.
–Zac, necesito diez buenos hombres y un viejo lobo de mar familiarizado con las aguas de Thasos.
–¿Para qué? –preguntó Zacynthus.
–Es razonable suponer que si Von Till dirige sus actividades desde la villa y es capaz de comunicarse con sus submarinos, ha de tener alguna base de operaciones oculta en alguna parte a lo largo de la costa.
–Y te propones encontrarla, ¿correcto?
–Así es –asintió Pitt, y miró a Zacynthus fijamente–. ¿Y bien?
Sumido en sus pensamientos, Zacynthus jugueteó con la pipa antes de contestar.
–Es imposible –dijo al cabo–. No puedo permitirlo. Eres un hombre de talento, Pitt. Hasta el momento tu buen juicio ha estado imbuido de lógica práctica. Y nadie aprecia más que yo la gran ayuda que nos has prestado. Sin embargo, no puedo correr el riesgo de alarmar a Von Till. Repito que el barco y la heroína tienen que llegar a Chicago sin contratiempos.
–Von Till ya está alarmado –repuso Pitt–. Sin duda os ha detectado. El destructor británico y el avión turco que siguieron al Reina Artemisa desde Ceilán hasta el Egeo fueron una prueba de que la Interpol sigue la pista a esa heroína. Yo digo que hay que detenerlo ahora, antes de que alguno de sus barcos cargue o descargue droga.
–Pues mientras ese barco no se desvíe de su rumbo establecido, y no antes, insisto en no intervenir en los asuntos de Von Till. –Zacynthus se interrumpió unos segundos y luego continuó–. Tienes que comprenderlo: el coronel Zeno, el capitán Darius y yo mismo somos especialistas en la lucha contra el narcotráfico. Si queremos realizar nuestro trabajo con eficiencia no podemos ocuparnos de la trata de blancas, ni del robo de obras de arte. Suena cruel y despiadado, lo admito, pero la Interpol dispone de otros hombres y departamentos especializados en esa clase de delitos. Y ellos dirían lo mismo si este barco en concreto llevara un cargamento que se encontrara bajo su jurisdicción. No, lo siento. Es posible que al final perdamos a Von Till, pero por lo menos habremos encerrado a los más importantes distribuidores de drogas de Estados Unidos, por no mencionar la drástica reducción del comercio de la heroína.
Se produjo un breve silencio y al cabo Pitt exclamó:
–¡Mierda! Si te apoderas de la heroína, del submarino y de su tripulación, y hasta de cada camello en Estados Unidos, no habrás detenido a Von Till. En cuanto encuentre nuevos compradores, regresará con otro barco repleto de droga. –Pitt esperó a que se produjera una reacción, pero no hubo ninguna–. No tienes ninguna autoridad sobre Giordino y sobre mí –agregó–. Lo que tengamos que hacer a partir de ahora, lo haremos sin la cooperación de ninguno de vosotros.
Zacynthus apretó los labios con fuerza y miró ferozmente a Pitt. Luego consultó su reloj.
–Estamos perdiendo el tiempo. Sólo dispongo de una hora para llegar al aeropuerto de Kavalla y tomar el vuelo de la mañana a Atenas. –Apuntó con la pipa a Pitt–. Detesto perder las discusiones, pero no me dejas otra alternativa. Lo lamento, amigo. Aunque estoy en deuda contigo, me veo obligado a detenerte, junto con el capitán Giordino.
–Y una mierda –replicó Pitt fríamente–. No te lo pondremos fácil.
–Sufrirás la indignidad de una detención por la fuerza si no lo haces –dijo Zacynthus al tiempo que se daba unas palmaditas en la automática del 45 que llevaba a la cintura.
Giordino se levantó del suelo con movimientos lentos y cogió a Pitt por el brazo. Sonreía burlonamente.
–¿No te parece un momento estupendo para que Dillinger Giordino practique su arte de desenfundar rápido?
Giordino llevaba una camiseta y unos pantalones caqui y no parecía que fuese armado. Pitt se quedó perplejo, pero la confianza en su viejo amigo era total. Miró a Giordino con un matiz de recelo.
–Dudo que haya un momento más oportuno que éste.
Zacynthus se desabrochó la funda de su pistola.
–¿Qué demonios guardas bajo la manga? Debo advertiros que...
–Un momento –dijo la voz ronca de Darius–. Si me permite, inspector –en su cara apareció una expresión asesina–, tengo una cuenta que saldar con estos dos.
Giordino no se dio ninguna prisa. Ignoró la amenaza de Darius y habló con la misma tranquilidad con que pediría una hamburguesa.
–Mi saque cruzado es puro arte, aunque en realidad soy más rápido desenfundando desde la cadera. ¿Cuál de los dos prefieres ver primero?
–Creo que en estos momentos, y teniendo en cuenta las circunstancias – dijo Pitt sin entenderlo del todo–, lo más adecuado sería desenfundar rápido desde la entrepierna.
–¡Basta! –exclamó Zacynthus con un gesto de irritación–. Sed sensatos y cooperad.
–¿Y cómo piensas mantenernos congelados durante tres semanas? – preguntó Pitt.
Zacynthus se encogió de hombros.
–La cárcel en el continente dispone de alojamientos excelentes para presos políticos. Podría pedir al coronel Zeno que usara su influencia y os consiguiera una celda desde la que se dominara el... –Zacynthus se quedó repentinamente boquiabierto e inmóvil.
Una pequeña arma de fuego se había materializado de repente en la mano de Giordino, y el delgado cañón, como un lápiz, apuntaba directamente al punto situado entre las cejas de Zacynthus. Hasta Pitt se vio pillado por sorpresa. La lógica le indicaba que Giordino sólo fanfarroneaba; lo último que él o cualquiera de los presentes hubiera esperado era que Giordino hiciera aparecer como por ensalmo un arma en su mano.
15
Un arma de fuego siempre es un instrumento que concita la atención. Decir que Giordino se convirtió en el centro de atención de todos los presentes no sería mas que una redundancia. Él, por su parte, representó muy bien su papel, con la pistola sostenida en la mano y una sonrisa burlona en el rostro. Si se concedieran premios a la osadía, él se habría llevado por lo menos tres.
Nadie habló durante unos momentos. Al cabo, Zeno se golpeó una mano con el puño y una débil sonrisa se dibujó en su atezado rostro.
–Fui yo quien dijo que estos dos hombres eran astutos y peligrosos. Sin embargo, he sido lo bastante estúpido como para ofrecerles una nueva oportunidad de demostrarlo.
–No disfrutamos más que usted con estas pequeñas y embarazosas escenas –dijo Pitt con tono afable–. Y ahora, caballeros, si nos disculpan, cerraremos la tienda y nos marcharemos a casa.
–No tendría sentido que nos disparasen por la espalda –dijo Giordino, y paseó con descuido la pequeña pistola encañonando a los tres policías–, pero aun así cuidaremos de vuestras armas. Por favor, entregadlas.
–Eso no será necesario –dijo Pitt–. Nadie va a apretar aquí ningún gatillo. – Miró a Zacynthus y luego a Zeno, y vio en ellos expresiones de reflexión y especulación–. Quizá sintáis el impulso de hacerlo, pero no nos dispararéis por la espalda porque sois hombres honorables. Además, no sería nada práctico, ya que la investigación de nuestras muertes os pondría en un aprieto, lo que le encantaría a Von Till. Por lo demás, sabéis perfectamente que no responderíamos a los disparos, ya que no nos jugamos en esto lo suficiente como para matar a ninguno de vosotros. Así pues, sólo os pido un poco de paciencia durante las próximas diez horas. Te prometo, Zac, que volveremos a vernos antes de la puesta del sol, y en términos más amistosos.
El tono de Pitt parecía extrañamente profético y la expresión especulativa de Zacynthus se trocó en una de simple extrañeza.
Por un momento, Pitt se sintió tentado de prolongar el juego del gato y el ratón, pero luego se lo pensó mejor. Zacynthus y Zeno parecían resignados a la derrota, pero no Darius. El enorme bruto avanzó dos pasos con el rostro encendido por la ira, y sus puños se abrieron y cerraron como las valvas de dos almejas gigantes. Estaba claro que había llegado el momento de retirarse rápida y honrosamente.
Pitt se movió con lentitud y rodeó la parte delantera de la camioneta, poniendo la capota y los guardabarros entre él y Darius. Subió al vehículo, se sentó al volante, sintió que el asiento recalentado por el sol le quemaba los muslos y la espalda desnudos, y puso el vehículo en marcha. Giordino subió al otro asiento de la cabina sin apartar los ojos ni la pistola de los hombres que permanecían de pie junto al Mercedes. Luego, sin ninguna muestra de prisa o nerviosismo, Pitt dirigió la camioneta hacia el campo Brady y el embarcadero donde estaba la lancha ballenera del First Attempt. Miró por el retrovisor, luego a la carretera y de nuevo al espejo en varias ocasiones, hasta que las tres figuras desaparecieron tras tomar una curva que cruzaba un antiguo huerto de olivos.
–No hay nada como un arma de fuego para nivelar las apuestas –dijo Giordino con un suspiro, reclinándose cómodamente contra el asiento.
–Déjame ver ese juguetito.
Giordino se lo pasó con la culata por delante.
–Admitirás que es condenadamente manejable.
Pitt estudió aquella arma de liliputiense, levantando de vez en cuando la mirada para evitar los baches de la carretera. Era una Mauser de bolsillo de chaleco, de calibre 25, el arma preferida por las mujeres europeas como medio de protección, podía ocultarse con facilidad en un bolso o en un liguero. Sólo era un arma buena para trabajos acorta distancia, ya que más allá de los cuatro metros era inútil.
–Debemos considerarnos extremadamente afortunados.
–Condenadamente afortunados –gruñó Giordino–. Este pequeño bebé ha igualado la situación. ¿Por qué crees que los gángsters de los viejos tiempos lo llamaban el «igualador»?
–¿Habrías apretado el gatillo si Zac y sus chicos no hubieran decidido cooperar? –preguntó Pitt.
–Sin vacilar –contestó Giordino con aplomo–. Habría apuntado a los brazos y las piernas. No tiene sentido matar a alguien que puede seguir suministrándonos brandy Metaxa.
–Por lo que veo, todavía tienes mucho que aprender sobre automáticas alemanas.
Giordino entrecerró los ojos.
–¿Qué quieres decir?
Pitt redujo la velocidad para adelantar a un muchacho que conducía un burro pesadamente cargado.
–Dos cosas. En primer lugar, un arma del calibre veinticinco no es suficiente para detener a un hombre. Podrías haber vaciado el cargador en Darius, pero si no le disparas a matar, en el corazón o en la cabeza, no lo habrías detenido. Y, en segundo lugar, habría sido interesante ver la expresión de tu cara en el momento de apretar el gatillo. –Pitt arrojó con naturalidad el arma sobre el regazo de Giordino y añadió–: Porque todavía tiene puesto el cierre de seguridad.
Pitt se volvió un instante hacia su amigo, que elevó los ojos al cielo, con el arma todavía en su regazo. Su rostro era inexpresivo, pero Pitt sabía reconocer muy bien una situación de aguda perplejidad.
Finalmente, Giordino se encogió de hombros y dirigió a Pitt una leve sonrisa.
–Todo parece indicar que Dillinger Giordino ha ganado el premio Idiota del Año. Simplemente, se me olvidó el cierre de seguridad.
–Nunca había visto esa Mauser. ¿Dónde la conseguiste?
–Pertenecía a tu pequeña compañera de juegos del mes. Se lo descubrí cuando la transportaba a través del túnel. La llevaba sujeta a la pierna con una cinta adhesiva.
–Pequeño bastardo ––masculló Pitt–. ¿Quieres decir que la llevabas encima durante todo el rato mientras Darius nos vapuleaba?
–Claro –asintió Giordino–. La oculté en uno de mis calcetines. No tuve oportunidad de usarla porque tú te lanzaste contra Frankenstein antes de que yo es tuviera preparado. Después las cosas sucedieron rápidamente y sólo supe que de pronto me encontré tumbado de espaldas mientras ese bruto me machacaba. Luego fue demasiado tarde y no pude llegar a cogerla.
Pitt guardó silencio. Su mente ya estaba ocupada en otro tema. Todavía era temprano por la mañana y los árboles que bordeaban la carretera arrojaban sus alargadas sombras hacia el oeste. Conducía maquinalmente, con cien dudas y preguntas cruzando por su mente. No sabía por dónde comenzar el plan que había empezado a cobrar forma mientras se encontraba observando los acantilados azotados por las olas. Aquel plan era, en el mejor de los casos, una apuesta azarosa, un tiro a ciegas que no estaba apoyado nada más que por la poderosa urgencia de llevarlo a cabo. Y entonces se encontró con que su pie pisaba el pedal del freno y aminoraba la marcha hasta detener la camioneta ante el portón de entrada al campo Brady.
Cuarenta minutos más tarde subían la escala y se encontraban a bordo del First Attempt. La cubierta estaba desierta, pero desde el comedor surgía un coro de alegres risas masculinas, acompañadas por la risa aguda de una mujer. Pitt y Giordino entraron y encontraron a Teri rodeada por toda la tripulación y los científicos del barco. Iba vestida –o desvestida– con un breve bikini de tiras que parecía a punto de desatarse en cuanto soplara un poco de brisa. Se encontraba sentada sobre la mesa del comedor, convertida en el centro de atracción, como una reina que celebrara una audiencia, y era evidente que disfrutaba con las miradas ansiosas de todos los hombres. Por un momento, Pitt observó divertidamente los rostros de los hombres. Resultaba fácil distinguir a los científicos de los tripulantes. Estos últimos permanecían quietos y miraban lascivamente el generoso espectáculo, con sus mentes proyectando sin duda escenas pornográficas. Por su parte, los biólogos marinos, los meteorólogos y los geólogos competían por llamar la atención de Teri y se comportaban como escolares cuyo dormitorio acabara de ser invadido por Miss Mundo.
El comandante Gunn vio a Pitt y se acercó a él.
–Me alegro de que hayas vuelto. Nuestro radiotelegrafista está a punto de volverse loco. Desde el amanecer está recibiendo mensajes casi más rápidamente de lo que puede anotarlos. Casi todos son para ti.
–Está bien –asintió Pitt–. Vayamos a leer mi correspondencia radiotelegráfica. –Se volvió hacia Giordino–. Intenta salvar a nuestra abeja reina de sus ardorosos admiradores durante unos minutos y escóltala al camarote de Gunn. Quiero hacerle un par de preguntas personales.
Giordino esbozó una sonrisa y dijo:
–Probablemente me lincharían si lo intentara.
–Bueno, si las cosas se ponen feas, no tienes más que desenfundar estilo Dillinger –repuso Pitt sarcásticamente–. Pero esta vez no olvides quitar el seguro.
Giordino se quedó boquiabierto, pero antes de que pudiera recuperarse Pitt y Gunn ya se habían marchado.
El radiotelegrafista, un joven negro de poco más de veinte años, levantó la mirada cuando ellos entraron.
–Éste acaba de llegar para usted, señor.
Le tendió el mensaje a Gunn, que lo leyó y luego esbozó lentamente una amplia sonrisa.
–Escucha esto: «Al comandante Gunn, oficial al mando del First Attempt: ¿Qué condenada clase de nido de avispas han agitado ustedes en el Egeo? Les he enviado ahí para que estudien la vida marina, no para jugara polis y ladrones. Se le ordena prestar toda asistencia, repito, toda asistencia a las autoridades locales de la Interpol. Y no regresen a casa sin un condenado ejemplar de Guasón. Almirante James Sandecker, ANIM, Washington.»
–Creo que el almirante ha olvidado sus modales habituales –murmuró Pitt–. Sólo ha utilizado dos veces la palabra «condenado».
–Bien, ilumíname un poco –pidió Gunn–. ¿Qué asistencia podemos prestar a la Interpol?
Pitt reflexionó un momento. Gunn tendría que ser conducido a tomar una decisión crucial; pero era demasiado pronto para poner al descubierto todos los hechos, así que eludió la respuesta.
–Quizá seamos la única esperanza que queda para destruir a Von Till y su imperio. Eso puede suponer algunos riesgos, pero las apuestas son altas.
Gunn se quitó las gafas y miró a Pitt.
–¿Cuánto de altas?
–Hay en juego heroína suficiente para drogar a toda la población de Estados Unidos y Canadá –contestó Pitt–. Ciento treinta toneladas, para ser exactos.
Gunn no mostró ninguna señal de sorpresa. Extendió las gafas a la luz y examinó los cristales en busca de manchas. Satisfecho de no encontrar nada, se las volvió a colocar.
–A primera vista yo diría que es una bonita cantidad. ¿Por qué no me lo dijiste anoche, cuando trajiste a la chica a bordo?
–Porque necesitaba más tiempo y más respuestas, y precisamente ahora todavía sigo escaso de ambas cosas. Pero creo haber encontrado algo que hará que todo este complicado rompecabezas se convierta en un dibujo transparente.
–Sigo sin saber qué esperas de mí.
–Tenemos que golpear a Von Till por debajo de la cintura, bastante por debajo. Necesito a todos los hombres capaces que puedas prestarme, con su equipo de buceo y armas de lucha submarina.
–¿Qué garantías puedes darme de que ninguno de ellos resultará herido?
–Absolutamente ninguna –contestó Pitt con frialdad.
Gunn lo miró fija e inexpresivamente.
–¿Te das cuenta de la gravedad de lo que me pides? La mayoría de los hombres a bordo de este barco son científicos, no comandos. Son tigres con un salinómetro, una botella Nansen o un microscopio, pero dejan mucho que desear en cuanto a acuchillar a un enemigo o dispararle un arpón en el ombligo.
–¿Y la tripulación?
–Todos son buenos hombres a los que uno querría tener de su parte en una pelea de bar pero, como la mayoría de marineros profesionales, experimentan una extraña aversión por cualquier actividad a realizar bajo el agua. No pueden o no quieren ponerse una máscara y bucear. –Gunn meneó la cabeza– . Lo siento, Dirk, pero me pides demasiado...
–Vamos, tío –le espetó Pitt–. Esto no es Little Big Horn y no te estoy pidiendo que envíes al Séptimo de Caballería contra Toro Sentado y los sioux. Mira, a setenta. kilómetros de aquí, un carguero de la Naviera Minerva cruza el Egeo con un cargamento tan letal como una bomba atómica. Si esa cantidad de heroína se distribuyera en el mercado norteamericano, nuestros nietos aún sufrirán las consecuencias. Es una verdadera pesadilla.
Pitt hizo una pausa y dejó que sus palabras causaran efecto. Encendió un cigarrillo y luego continuó.
–La DEA y el Departamento de Aduanas estarán esperando. Les han tendido una trampa. Si todo sale bien, apresaremos la heroína y a los contrabandistas, además de a la mitad de los principales distribuidores en Estados Unidos.
–En ese caso –reconvino Gunn–, explícame dónde encajan los buceadores en todo ese esquema.
–Desde hace décadas, Von Till no ha estado nunca cerca de ser atrapado con las manos en la masa. Técnicamente, los agentes de nuestro gobierno no pueden abordar el carguero hasta que llegue a aguas jurisdiccionales de Estados Unidos, dentro de tres semanas. Es posible que para entonces Von Till se haya dado cuenta de que la Interpol se comporta de un modo demasiado cauteloso, y en lugar de meterse de lleno en la trampa desvíe la ruta del barco en el último momento, o incluso arroje la heroína al Atlántico. Eso haría fracasar nuevamente a los agentes de narcóticos y los inspectores de aduanas. La única forma segura sería detener el barco ahora, antes de que abandone el Mediterráneo.
–Tú mismo has dicho que eso no se puede hacer legalmente.
–Hay una forma de hacerlo. –Pitt dio una calada al cigarrillo luego exhaló lentamente el humo por la nariz–. Conseguir pruebas sólidas contra Von Till y la Naviera Minerva antes del amanecer.
Gunn volvió a menear la cabeza.
–Incluso en ese caso, abordar un barco en aguas internacionales puede tener repercusiones políticas, sobre todo si lleva bandera de una nación amiga. Dudo que ningún país quiera comprometerse.
–Existe una ocasión inmejorable –dijo Pitt–. El barco atracará en Marsella para repostar. La Interpol tendría que trabajar rápido. Si recibieran las pruebas necesarias y aceleraran el papeleo legal, podrían inmovilizar el barco en el puerto.
Gunn se inclinó contra la puerta y dirigió a Pitt una mirada penetrante.
–La dificultad está en que quieres arriesgar las vidas de personas que están bajo mi mando.
–Tiene que ser así –dijo Pitt.
–Creo que te andas con evasivas –repuso Gunn despacio–. Estás metido hasta las cejas en aguas muy turbias. No me gusta nada de todo esto. Ante la ANIM soy el responsable de este barco y de su personal. Lo único que me interesa es que esta expedición termine sin problemas. ¿Por qué nosotros? No comprendo porqué la Interpol o la policía local no puede llevar a cabo su propia operación de registro. No debería ser un problema encontrar buceadores en el continente.
«Todo esto empieza a ser condenadamente difícil», pensó Pitt. En esta fase del juego no podía decir que Zacynthus se negaba a causar la menor molestia a Von Till. Pitt conocía a Gunn desde hacía más de un año, y durante ese tiempo se habían hecho buenos amigos. El comandante era un hombre astuto y la escena siguiente tendría que desarrollarse muy fríamente. Pitt miró con recelo al atareado operador de radio y luego se volvió hacia Gunn.
–Llámalo destino, coincidencia o como quieras, pero lo cierto es que el First Attempt se ha encontrado en Thasos en el momento exacto para desbaratar una conspiración criminal cuidadosamente planeada. Toda la operación de contrabando de Von Till depende de un submarino; quizá más de uno, no lo sabemos todavía. La heroína es el trabajo más grande que ha emprendido nunca. Resulta muy difícil de concebir, pero lo cierto es que con este cargamento podría sacar un beneficio de más de doscientos millones de dólares. Nada se interponía en su camino. Pero un buen día se asoma a la ventana y ve un barco de investigación oceanográfica a menos de cuatro kilómetros de distancia. Al enterarse de que estabais registrando las aguas en busca de un pez prehistórico, empieza a asustarse. Existía una buena probabilidad de que un buceador descubriera su base de operaciones y, aún más importante, su método de contrabandear. Se desespera, pero no puede haceros desaparecer de las aguas con cargas explosivas. Lo último que desea es que se inicie una investigación a gran escala por la pérdida de este barco. Por lo demás, no existe posibilidad de instigar manifestaciones antiestadounidenses, pues los isleños son campesinos y pescadores pacíficos a los que poco puede interesarles organizar una manifestación contra una expedición científica. En todo caso, vuestra presencia les parecía bien, ya que beneficia a los comerciantes locales. Así pues, Von Till pone en marcha el ataque contra el campo Brady con la esperanza de que el coronel Lewis os ordene abandonar la zona como medida de seguridad. Cuando eso fracasa, renuncia a toda precaución y se lanza directamente contra el First Attempt.
–No lo sé –dijo Gunn con vacilación–. Lo presentas como algo demasiado lógico. Pero ¿y la cuestión de los submarinos? Ningún civil puede ir al vendedor de yates más próximo y comprarle un submarino.
Von Till sólo ha podido procurarse un submarino rescatando uno que se hundió en aguas no demasiado profundas durante la guerra.
–Tu teoría empieza a resultar interesante –dijo Gunn. Ahora había sintonizado con Pitt y mostraba la mirada astuta de un viejo minero que ha descubierto el mapa de una mina de oro oculta.
–Esto es un trabajo para buceadores profesionales –continuó Pitt–. Para cuando la Interpol consiguiera reunir un equipó completo ya sería demasiado tarde. –Esto era sólo una verdad a medias, pero a Pitt le sirvió para exponer con más fuerza su tesitura–: El momento es ahora. Dejando de lado a Cousteau, dispones de los mejores buceadores y equipos del Mediterráneo. No digo que seas «la última esperanza de la humanidad», o que «es mejor sacrificar a unos pocos para salvar a millones». Lo único que te pido son unos pocos voluntarios que me ayuden a explorar los acantilados que hay bajo la villa de Von Till. Es posible que no encontremos nada, pero también es posible que descubramos pruebas suficientes para confiscar el barco y la heroína, y para poner a Von Till a la sombra. En todo caso, tenemos que intentarlo.
Gunn no dijo nada, sumido en profundas reflexiones. Pitt lo miró por un momento y luego le lanzó el anzuelo:
–Sería muy interesante que pudiéramos descubrir qué ocurrió con el Albatros.
Gunn miró a Pitt en medio de la atestada cabina del radiotelegrafista e hizo sonar algunas monedas sueltas que llevaba en el bolsillo, con expresión meditativa. Nunca había conocido a un hombre más cabezota y decidido. Recordaba haber confiado en el buen juicio de Pitt el año anterior, durante el asunto de Delphi Ea, y no se había visto defraudado. Si Pitt afirmaba que estaba dispuesto a matar a todos los tiburones del mar, pensó Gunn, probablemente lo conseguiría. Observó los vendajes húmedos del cuerpo de Pitt, que empezaban a soltarse, volvió a hacer sonar las monedas en el bolsillo y se preguntó qué estaría pensando el día siguiente.
–Está bien, tú ganas –dijo–. No me cabe duda de que lamentaré esta decisión cuando me formen consejo de guerra, pero al menos todo esto provocará una avalancha de titulares en la prensa.
–No tendrás esa suerte, amigo –replicó Pitt echándose a reír–. Suceda lo que suceda, tú no habrás hecho más que ordenar una expedición de investigación de rutina para recoger especimenes marinos de una plataforma rocosa submarina situada bajo los acantilados. Si se produce un incidente embarazoso, siempre podrás decir que ocurrió por pura casualidad.
–Sólo confío en que Washington se trague eso.
–No te preocupes. Ambos conocemos al almirante Sandecker lo bastante bien como para saber que nos apoyará, sean cuales sean las consecuencias.
Gunn sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la cara y el cuello.
–Bien, ¿por dónde empezamos?
–Reúne a tus voluntarios –contestó Pitt–. Tenlos reunidos y el equipo preparado en la cubierta de popa al mediodía. Les explicaré su misión brevemente y nos pondremos a trabajar a partir de ahí.
Gunn consultó su reloj.
–Ahora son las nueve. Puedo tenerlos preparados en quince minutos. ¿Por qué esperar tres horas?
–Necesito ese tiempo extra para recuperar un poco de sueño –contestó Pitt–. No quisiera quedarme dormido a veinte metros bajo la superficie.
–Ésa no es mala idea –dijo Gunn–. Tienes aspecto de haber sido arrollado por el expreso de Chicago. –Se dirigió hacia la puerta de la cabina, se detuvo y añadió–: Por cierto, hazme un favor y envía a esa muchacha a tierra lo antes posible. Estaré metido en aguas lo bastante turbias como para ser acusado además de dirigir un burdel flotante.
–No lo haré antes de regresar de la expedición de buceo. Es vital que ella permanezca a bordo, donde alguien pueda vigilarla.
–Está bien –gruñó Gunn–. Vuelves a ganarme la partida. ¿Quién es ella?
–¿Creerías que es la sobrina de Von Till?
–¡Oh, no ...! –exclamó Gunn–. Eso es lo que me faltaba.
–No te preocupes –le dijo Pitt–. Todo saldrá bien. Tienes mi palabra.
–Espero que así sea –repuso Gunn con un suspiro. Levantó la vista y se encogió de hombros, con gesto de desesperada impotencia–. ¡Por qué ha tenido que tocarme esto a mí, Dios mío! –suspiró, y se marchó.
Pitt observó por la puerta durante un rato, hacia el desigual mar azul. El operador de radio se hallaba inclinado sobre el gran aparato Bendix, transmitiendo, pero Pitt no lo escuchó. Se hallaba sumido en una intensa concentración y sentía el cuerpo entumecido de falta de sueño y de tanto esfuerzo mental. Tenía los nervios tan tensos como los cables de un puente de suspensión: si uno se partía todos los demás lo seguirían progresivamente hasta que toda la estructura se derrumbara. Como un jugador que hubiera hecho su última gran apuesta a un caballo de diez a uno, sentía los latidos del corazón acelerados a causa de la incertidumbre.
–Disculpe, mayor –dijo el radiotelegrafista, interrumpiendo sus pensamientos–. Todos estos mensajes son para usted.
Pitt se limitó a extender la mano y coger los mensajes.
–El procedente de Munich llegó a las seis de la mañana. –El tono del hombre negro sonó vacilante–. Siguieron dos transmisiones desde Berlín a las siete.
–Gracias –murmuró Pitt–. ¿Alguna otra cosa?
–Este último, señor, es... bueno, es muy extraño. No he recibido señal de llamada, ni repetición, ni señal de corto. Simplemente el mensaje.
Pitt se quedó mirando el papel y esbozó una débil sonrisa. El mensaje decía: «Mayor Dirk Pitt, a bordo del First Attempt. Una hora para bajar. Somos nueve. H. Z.»
–¿Alguna respuesta, mayor? –preguntó el radiotelegrafista.
De repente, Pitt reparó en la expresión enfermiza del radiotelegrafista.
–¿Se encuentra bien? –le preguntó.
–Pues no, mayor. Desde el desayuno tengo un repentino malestar estomacal, y ya he vomitado dos veces.
Pitt no pudo evitar una sonrisa.
–Mis cumplidos al cocinero del barco. ¿Es eso?
El radiotelegrafista negó con la cabeza y se frotó los ojos.
–No puede ser. La comida es de lo mejor. No; probablemente se trata de la versión local de la gripe.
–Procure reponerse –dijo Pitt–. Necesitaremos de un buen radiotelegrafista durante las próximas veinticuatro horas.
–Puede contar conmigo. –El hombre esbozó una débil sonrisa–. Además, esa hermosa joven que ha traído a bordo me ha estado cuidando como una gallina a un polluelo. Con esa clase de atenciones, ¿cuánto puedo sufrir?
Pitt enarcó una ceja.
–Seguramente ve en ella algo que yo no veo.
–No es mala. No es mi tipo, pero no es mala. En cualquier caso, me ha traído té durante toda la mañana y está siendo una enfermera perfecta.
De repente, el joven negro se interrumpió con los ojos muy abiertos y se llevó una mano a la boca. Se levantó de un brinco, derribó la silla y corrió a inclinarse sobre la borda. El sonido de las arcadas llegó hasta la cabina, acompañadas de gemidos sordos.
Pitt salió y le dio unas palmaditas en la espalda.
–Le necesito junto a la radio, amigo. Manténgase ahí mientras voy a buscar al médico de a bordo.
El radiotelegrafista asintió con un gesto de la cabeza. Pitt se volvió y se alejó, agradeciendo el caminar contra el viento.
Tras encontrar al médico del barco y pedirle que atendiera al radiotelegrafista, Pitt entró en el camarote de Gunn y lo encontró a oscuras, con las cortinas echadas. El aire fresco del ventilador hacía que la atmósfera del cubículo de acero fuera cómoda y acogedora, lo que suponía una agradable mejoría en comparación con el calor bochornoso del día anterior. Distinguió a la débil luz la figura de Teri, sentada ante la mesa. Descansaba la barbilla sobre una rodilla levantada. Lo miró y sonrió.
–¿Qué te ha retrasado tanto?
–Asuntos –contestó él.
–Apostaría a que son asuntos sin importancia –dijo ella con un mohín de aburrimiento–. ¿Dónde está la gran aventura que me prometiste? Cada vez que me doy la vuelta, resulta que has desaparecido.
–Cuando el deber llama, querida, debo responder. –Pitt se sentó a horcajadas sobre una silla y se apoyó contra el respaldo–. Llevas una vestimenta muy intrigante. ¿Dónde la has conseguido?
–En realidad no es nada del otro mundo.
–Eso ya puedo verlo yo...
Ella sonrió y continuó:
–Me lo confeccioné a partir de una funda de almohada. El sostén va sujeto a la espalda con un lazo y los pantalones a cada lado. ¿Lo ves?
Se levantó y se soltó el nudo de la cadera izquierda, con lo que la diminuta tela quedó colgando juguetonamente.
–Muy inteligente. ¿Cuánto quieres por soltarte el otro?
–¿Cuánto vale para ti? –preguntó ella seductoramente.
–¿Una vieja ficha de tranvía de Milwaukee?
–¡Ah, eres imposible! –exclamó ella con fingido enfado.
Él tuvo que hacer un esfuerzo para ignorar su cuerpo.
–Ahora necesito aclarar algunos detalles.
Ella lo miró con vacilación durante unos segundos, empezó a decir algo pero se interrumpió: el rostro de Pitt ya no sonreía y estaba serio. Teri se encogió de hombros, se volvió a atar lentamente la pieza del bikini y se sentó en una silla.
–Adoptas una actitud enigmática.
–Volveré a mi antigua actitud dulce y encantadora después de que hayas contestado a unas pocas y sencillas preguntas.
Ella se rascó un escozor imaginario por encima del pecho izquierdo.
–Adelante, pues.
–Primera pregunta: ¿qué sabes sobre las actividades contrabandistas de tu tío?
Los ojos de Teri se abrieron como platos.
–No sé de qué estás hablando.
–Creo que sí lo sabes.
–Estás loco –replicó ella mirándole con ojos encendidos–. Tío Bruno es el propietario de una naviera. ¿Por qué razón un hombre de su riqueza y posición social iba a dedicarse al pequeño contrabando?
–Nada de lo que él hace puede considerarse pequeño –repuso Pitt. Escudriñó su expresión antes de continuar–. Segunda pregunta: antes de que llegaras a Thasos, ¿cuándo fue la última vez que viste a Von Till?
–No lo veía desde que era una niña pequeña –contestó–. Mis padres se ahogaron en su yate; zozobró a causa de una tormenta repentina frente a la isla de Man. Tío Bruno estaba con ellos en aquel momento, y yo también. Él salvó mi vida. Desde aquel terrible accidente ha sido muy bueno conmigo, me ha pagado los mejores internados, me ha enviado dinero cuando lo necesitaba y siempre ha recordado mis cumpleaños.
–Todo eso es muy conmovedor –dijo Pitt con sarcasmo–. ¿No es un poco mayor para ser tu tío?
–En realidad era el hermano de mi abuela.
–Tercera pregunta: ¿cómo es que nunca le habías hecho una visita hasta ahora?
–Cada vez que le escribía y le rogaba que me permitiera venir a Thasos siempre contestaba diciéndome que estaba demasiado ocupado con alguna transacción naviera o algo. –Emitió una risita–. Pero esta vez le engañé y simplemente me presenté y le sorprendí.
–¿Qué sabes de su pasado?
–Nada. Habla muy poco sobre sí mismo. Pero sé que no es un contrabandista.
–Tu querido tío es el peor criminal del mundo. –La voz de Pitt sonó con acento cansino. No quería hacerle daño, pero estaba convencido de que ella mentía–. Sólo Dios sabe cuántos cadáveres le deben a él su estado actual: cientos, o incluso miles. Y tú estás metida en eso con él hasta tu encantador y pequeño cuello. Cada dólar que has gastado en los últimos veinte años estaba empapado de sangre. En algunos casos incluso con la sangre y las lágrimas, sí, sobre todo las lágrimas de niños inocentes, de niñas que fueron robadas y arrebatadas de los brazos de sus padres, y que terminaron su adolescencia en un sucio burdel de África del norte.
Ella se puso en pie de un brinco.
–Esa clase de cosas ya no suceden. Mientes, y te estás inventando todo esto. –Parecía asustada, pero Pitt pensó que representaba una magnífica escena–. Te he dicho la verdad. Yo no sé nada. ¡Nada!
–¿Nada? Sabías que Von Till tenía la intención de asesinarme en la villa. Admito que tu lloroso y pequeño acto en la terraza me engañó, pero no por mucho tiempo. Te equivocaste de profesión... deberías haber sido actriz.
–No lo sabía –musitó con desesperación–. Te juro que no...
Pitt meneó la cabeza.
–No me lo creo. Te descubriste a ti misma en el laberinto, cuando fuimos detenidos por el guía turístico. No sólo te sentiste sorprendida de verme, sino también por verme todo de una pieza.
Ella se le acercó, se arrodilló a su lado y le cogió las manos.
–Por favor, por favor... ¡Oh, Dios mío! ¿Qué debo hacer para que me creas?
–Podrías empezar por ofrecerme datos. –Se levantó de la silla y se acercó a ella. Luego, se desgarró las harapientas vendas del pecho y las dejó caer en el regazo de Teri–. Mírame. Esto fue lo que me sucedió por haber aceptado tu invitación a cenar. Fui presentado como el plato principal para el perro asesino de tu tío. ¡Mírame!
–Creo que voy a vomitar –dijo ella al mirarle.
Pitt anhelaba tomarla en sus brazos y besarla para arrebatarle aquellas lágrimas que afloraban a sus ojos, y para decirle suavemente lo mucho que lo sentía. Pero, en cambio, luchó para que su voz sonara firme y regular.
Ella se volvió y miró sin comprender hacia el lavabo de metal fijado a la mampara, preguntándose si vomitaría o no. Luego, hizo un esfuerzo por mirar a Pitt, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, y susurró:
–Eres un diablo. ¿Y hablas de tío Bruno? Tú eres peor, mucho peor. Quisiera que hubieses muerto.
–Mientras yo no diga otra cosa –ordenó Pitt– permanecerás en el barco.
–No puedes retenerme, no tienes derecho.
–Cierto, no lo tengo, pero puedo retenerte. Y ahora que hablamos del tema, será mejor que no abrigues la idea de escapar. Los hombres de este barco son nadadores expertos y no lograrías alejarte ni cincuenta metros.
–¡No puedes mantenerme prisionera para siempre!
El rostro de Teri se desencajó. A Pitt nunca le había mirado una mujer con tanto odio. Hacía que se sintiera incómodo.
–Si mi pequeña estratagema sale como espero, a la hora de cenar te habré soltado y estarás en manos de la gendarmería.
Teri le miró especulativamente.
–¿Es ésa la razón por la que desapareciste anoche?
A Pitt le sorprendió una vez más comprobar cómo aquellos grandes ojos morenos, devastadoramente hermosos, eran capaces de pasar por tantas emociones en tan poco tiempo.
–Sí, en realidad subí a hurtadillas a bordo de uno de los barcos de tu tío, justo antes del amanecer. Fue una excursión de lo más instructiva. ¡No imaginas lo que encontré!
Ella le observó atentamente, como adivinando lo que vendría a continuación.
–No, no lo imagino –dijo con voz áspera–. Los únicos barcos en los que he estado son transbordadores.
Pitt se sentó en la litera, se reclinó hacia atrás y cruzó los brazos por detrás de la cabeza. Luego bostezó larga y lentamente.
–Te ruego me disculpes. Eso ha sido grosero por mi parte.
–¿Y bien?
–¿Y bien qué?
–Ibas a contarme tus hallazgos en el barco del tío Bruno.
Pitt sacudió la cabeza y sonrió burlonamente.
–La curiosidad femenina, una vez despierta, es insaciable... Bien. Encontré el mapa de una cueva submarina.
–¿Una cueva?
–Naturalmente. ¿Desde dónde crees que tu tío dirige sus negocios criminales?
–¿Por qué me dices todo esto? –preguntó ella, nuevamente con una mirada dolida–. Nada de ello puede ser cierto.
–Oh, procura meter un poco de sentido común en tu cabeza. No te cuento nada nuevo. Es posible que Von Till haya engañado a la Interpol, a la gendarmería y a la DEA, pero seguro que no te ha engañado a ti.
–Sólo dices tonterías –dijo ella.
–¿De veras? –repuso Pitt–. Exactamente a las cuatro y media de la madrugada el Reina Artemisa, un barco de tu tío, ancló frente a la costa de la villa. El barco estaba cargado de heroína. Seguramente estás enterada de ello. Todo el mundo lo sabe. Debe de ser el secreto peor guardado del año. Debo admitir que tu tío es un maestro en las artimañas de los magos: atrae la atención del público con una mano mientras con la otra realiza el truco prestidigitador. Su número, sin embargo, está a punto de terminar, porque yo también tengo un pequeño truco que lo desenmascarará.
Ella guardó silencio por un momento.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó al cabo.
–Lo que haría cualquier estadounidense de sangre caliente. Me llevaré a Giordino y a un par de hombres para bucear bajo la costa hasta dar con la cueva. Lo más probable es que se encuentre en la base de los acantilados situados directamente bajo la villa. Una vez descubramos la entrada, penetraremos, requisaremos el equipo, detendremos a tu tío y llamaremos a la gendarmería.
–¡Estás loco! –exclamó ella–. Todo esto es completamente idiota. No puedes seguir adelante. Te lo ruego, créeme. No funcionará.
–De nada sirven los ruegos. Puedes besar y despedirte de tu tío y de su mal habido dinero. Nos sumergiremos a la una de la tarde. –Pitt volvió a bostezar– . Y ahora, si me disculpas, me gustaría dormir un rato.
Las lágrimas volvieron a aparecer en los ojos de Teri, que meneó lentamente la cabeza.
–Es una idiotez –susurró una y otra vez antes de darse la vuelta y salir cerrando la puerta de un portazo.
Pitt siguió allí tumbado, mirando fijamente el techo. Pensó que ella tenía razón, claro. Todo aquello parecía completamente idiota. Pero ¿qué otra cosa podía pensar ella, que sólo sabía la mitad?
16
El inquieto mar creció hasta formar la alta cresta de una ola que rompió violentamente contra los imperturbables acantilados grises. El aire era cálido y claro, apenas agitado por una leve brisa del sudoeste. Un fantasma, o así lo parecía el First Attempt, un fantasma de acero blanco, avanzó lentamente acercándose al hirviente caldero, hasta que casi pareció que el desastre sería inevitable. En el último momento, Gunn giró el timón a estribor y obligó al First Attempt a seguir un curso paralelo a la base rocosa del acantilado. Su mirada recelosa iba desde la aguja que recorría el papel milimetrado de la sonda acústica a la línea del oleaje que rompía a apenas cincuenta metros de distancia, una y otra vez.
–¿Qué os parece esto como límite? –preguntó sin volver la mirada, con tono sereno. Parecía tan tranquilo como un pescador en un plácido lago de Minnesota.
–Tu viejo instructor en la academia de Anápolis se sentiría orgulloso de ti – dijo Pitt, que, a diferencia de Gunn, miraba fijamente al frente.
–No es ni la mitad de lo grave que parece –observó Gunn haciendo un gesto hacia la sonda acústica–. El fondo está a unas buenas diez brazas por debajo de la quilla.
–Veinte metros a menos de cien de la costa; eso sí es una buena profundidad.
Gunn levantó una mano del timón, se quitó la gorra ribeteada con una cinta dorada, y se enjugó unas gotas de sudor de la frente.
–No es nada extraño en una zona libre de arrecifes exteriores.
–Es buena señal –dijo Pitt.
–¿Por qué?
–Porque significa que un submarino puede disponer de espacio para maniobrar sin ser detectado en superficie.
–Por la noche es posible –asintió Gunn–. Pero durante el día sería demasiado arriesgado. La visibilidad del agua alcanza los treinta metros. Cualquiera que se encontrara sobre los riscos podría ver un casco negro de cien metros de longitud que se arrastrara por el fondo.
–Tampoco sería muy difícil detectar a un submarinista.
Pitt se volvió y miró hacia lo alto de la villa, que se levantaba como una fortaleza sobre el lado escarpado de la montaña.
–Tú estás hecho para correr un riesgo como éste –dijo Gunn con lentitud–. Von Till puede ver todos los movimientos que hagas. Apostaría a que ha tenido enfocados unos prismáticos sobre nosotros desde que izamos el ancla.
–Yo también apostaría –murmuró Pitt.
Por un momento se enfrascó en la contemplación del hermoso paisaje. Los brazos azules del Egeo rodeaban la isla con un extraordinario reflejo de sol y agua. Sólo el rumor del oleaje replicaba al zumbido de los motores del barco, ocasionalmente puntuado por el graznido de alguna que otra gaviota. Por encima de los acantilados, un rebaño de ovejas pastaba en una ladera verde, como diminutas figuras de un paisaje de Rembrandt. Por debajo, en protegidas calas repartidas entre los acantilados más bajos, se observaban montones de maderos de deriva, blanqueados por el sol, varados sobre playas cubiertas de diminutas conchas.
Pitt lo contempló todo durante unos momentos, antes de volver al trabajo que tenía entre manos. Aquella zona misteriosa de aguas tranquilas se encontraba apenas a un kilómetro de distancia de la borda de babor. Apoyó una mano en el hombro de Gunn y señaló.
–Esa zona de aguas tranquilas...
–Está bien –asintió Gunn–. A la velocidad actual, llegaremos en diez minutos. ¿Está preparado tu equipo?
–Todo a punto –contestó Pitt con sequedad–. Saben lo que les espera. Los he situado a lo largo de la cubierta de estribor, fuera de la vista de cualquier curioso de la villa.
Gunn se volvió a colocar la gorra.
–Asegúrate de que saltan lo bastante lejos del casco. No es recomendable ser atraído hacia las hélices.
–Dudo que tenga que recordárselo –replicó Pitt–. Todos son buenos hombres. Tú mismo me lo aseguraste.
–Por supuesto –asintió Gunn y se volvió a mirarlo–. Mantendré el barco cerca de la costa durante otros cinco kilómetros. Quizá logremos engañar a Von Till y hacerle creer que seguimos un rumbo rutinario de sondeo para cartografiar el fondo. Espero por tu bien que se lo trague.
–No tardaremos en saberlo. –Pitt ajustó su reloj con el cronómetro del barco–. ¿A qué hora volvemos a encontrarnos?
–Realizaré una serie de avances y retrocesos a lo largo de la costa y estaré aquí de regreso a las dos y diez, lo que te proporciona exactamente cincuenta minutos para encontrar el submarino y salir. –Gunn sacó un puro del bolsillo y lo encendió–. Tú y tus hombres deberéis estar esperando el barco, ¿entendido? –Pitt no contestó enseguida. Esbozó una amplia sonrisa, y sus vivos ojos verdes parecieron reír–. ¿Qué he dicho tan gracioso? –gruñó Gunn.
–Por un momento me recordaste a mi madre. Siempre me decía eso cuando tenía que esperarla en la parada del autobús.
Gunn meneó la cabeza.
–Si no regresas, al menos sabré dónde buscar. Bueno, vamos allá. Será mejor que empieces a ponerte tu equipo de buceo.
Pitt se despidió con un gesto de la mano, abandonó la calurosa cabina del timonel y bajó la escalerilla hasta la cubierta de estribor. Allí le esperaban cinco hombres. Llevaban, como él mismo, un bañador negro. Todos estaban ocupados en ajustarse los reguladores de respiración y en sujetarse las correas de los tanques de aire; cada hombre comprobaba el equipo de otro y se aseguraba de que las válvulas y las correas del tanque estaban en su posición correcta.
Ken Knight, el buceador más cercano, levantó la mirada al llegar Pitt.
–Ya tengo preparado su equipo, mayor. Confío en que un solo tubo regulador será suficiente. En este viaje, la ANIM no nos ha proporcionado los de tubo doble.
–El de un solo tubo estará bien –asintió Pitt.
Se puso un par de aletas y se sujetó un cuchillo a la pantorrilla derecha; luego se colocó la mascarilla sobre la cabeza y se ajustó el tubo. La mascarilla era de las que permiten disponer de un ángulo de visión de ciento ochenta grados. A continuación se dispuso a coger el tanque de aire cuando, de pronto, dos brazos fuertes se le adelantaron, levantaron de la cubierta el equipo de veinte kilos de peso y lo sostuvieron en alto junto a su espalda.
–Siempre será un misterio para mí saber cómo te las arreglarías un día sin contar con mis servicios –dijo Giordino con expresión fastuosa.
–El verdadero misterio consiste en saber cómo puedo soportarte a lo largo de todo un día –dijo Pitt.
–¿Vuelves a meterte conmigo? –preguntó Giordino con afectación. Se volvió, miró el agua que pasaba bajo ellos y, tras una pausa, murmuró lentamente ¡Por los clavos de Cristo! ¡Fíjate en la claridad de estas aguas! Están más claras que una pecera.
–Ya me he dado cuenta. –Pitt desenvainó la punta del arpón de un fusil submarino y comprobó la elasticidad del tirador de goma sujeto al extremo de la culata–. ¿Te has estudiado bien la lección?
–Mi vieja materia gris tiene todas las respuestas clasificadas y archivadas – contestó Giordino, y se señaló la cabeza.
–Como siempre, resulta un alivio saber que te sientes tan seguro de ti mismo.
–Sherlock Giordino lo sabe todo, lo ve todo y ningún secreto escapa a su mente inquisitiva.
–Pues será mejor que engrases bien tu mente inquisitiva, porque tienes que seguir un apretado programa de tiempo.
–Déjalo de mi cuenta –dio Giordino–. Bueno, creo que ya ha llegado el momento. Desearía ir con vosotros. Que disfrutes del baño y que te diviertas.
–Ésa es mi intención –murmuró Pitt.
Gunn anunció con un silbato que sólo faltaba un minuto. Pitt, que caminaba torpemente con las aletas puestas, se situó sobre una pequeña plataforma que se extendía sobre el casco de babor.
–Nos lanzamos en cuanto suene el próximo silbato.
Los buceadores tomaron sus fusiles submarinos e intercambiaron miradas silenciosas. Un solo pensamiento anidaba en la mente de todos en esos momentos: si no saltaban lo bastante lejos del casco, podían ser engullidos por la hélice. Ante un gesto de Pitt, se dispusieron en línea por detrás de la plataforma.
Antes de bajarse el visor sobre los ojos, Pitt echó un último vistazo a los hombres que le rodeaban y estudió por enésima vez los rasgos que los identificaban, rasgos que reconocería a cierta distancia bajo el agua. Ken Knight, el geofísico, era el único rubio del grupo; Stan Thomas, el ingeniero del barco, de baja estatura, llevaba aletas azules y Pitt pensó que era el único hombre del grupo que probablemente podría arreglárselas en caso de lucha. A continuación estaba Lee Spencer, biólogo marino de barba rojiza, y luego Gustaf Hersong, un larguirucho botánico marino de casi dos metros de estatura; estos dos últimos hombres parecían reírse de alguna broma privada. El último era Omar Woodson, el fotógrafo de la expedición, un tipo inexpresivo y que parecía realmente aburrido con todo aquello. En lugar de fusil submarino, Woodson llevaba una Nykonos de 35 mm con flash, a la que balanceaba sobre la borda, con una actitud tan negligente como si se tratara de una cámara normal.
Pitt se ajustó el visor y miró una vez más hacia el agua, que pasaba por debajo de la plataforma a menor velocidad, después de que Gunn hubiera reducido la velocidad del First Attempt a apenas tres nudos, lo suficiente, decidió Pitt, para lanzarse al agua de pie. Miró más allá de la proa, con una fijeza casi de trance, tratando de calcular el punto aproximado del mar donde tendría que bucear.
En ese instante, Gunn observó por última vez la sonda del sonar y los recortados acantilados. Se llevó lentamente el silbato a la boca, hizo una pausa y luego lo hizo sonar con fuerza una sola vez.
Pitt, colocado ya en la plataforma, no vaciló: con una mano se sostuvo el visor contra la cara, con la otra sujetó el fusil submarino, y saltó.
El impacto produjo un estallido en el agua bañada por el sol, que causó un difuso dibujo de brillantez azul. Inmediatamente después de que la superficie se cerrara sobre su cabeza, Pitt se impulsó con las aletas tan fuerte como, según le pareció, la rueda de paletas de un vapor del Mississippi. Cinco segundos y cinco metros más tarde, miró por encima del hombro y distinguió la silueta oscura del casco del barco que se deslizaba lentamente por encima de su cabeza. Las hélices gemelas parecían hallarse mucho más aterradoramente cerca de lo que estaban en realidad: el zumbido que provocaban viajaba a mil quinientos metros por segundo bajo el agua, en comparación con los trescientos treinta y cinco a los que viajaba en el aire, y la refracción de la luz aumentaba el resplandor de sus hojas en casi un veinticinco por ciento.
Con los dientes apretados sobre la boquilla reguladora, Pitt se dio media vuelta y buscó a los otros. Gracias a Dios, todos estaban allí y de una sola pieza. Knight, Thomas, Spencer y Hersong formaban un grupo cerrado en el que casi todos se tocaban. Sólo Woodson había estado lento con los pies y aparecía suspendido en el agua, a unos siete metros por detrás de los demás.
La visibilidad era asombrosa. Casi veinticinco metros más abajo se veían los restos: de un buque de guerra portugués que parecía una medusa. Un par de peces dragón, de feo aspecto, nadaban ociosamente por el fondo, con sus vivos cuerpos azules y amarillos sin escamas rematados por altas y delgadas agallas espinosas. Aquello era un mundo oculto y sin sonido, propiedad exclusiva de extrañas criaturas y engalanado con fantásticos colores y formas que desafiaban la imaginación humana. Era un mundo de insólita belleza y de peligros mortales, desde los desgarradores dientes del tiburón hasta el veneno mortal del pez cebra, de aspecto tan inocente.
Pitt empezó a resoplar por la nariz para compensar la presión de sus oídos con la del agua. Cuando sus oídos se destaponaron, buceó lentamente hacia el majestuoso paisaje submarino que se extendía por debajo y se fundió en él.
A diez metros de profundidad quedaron atrás los tonos rojos, y las profundidades se convirtieron en una suave mezcla de azules y verdes. Pitt se detuvo a veintitrés metros y estudió el fondo. Allí no había afloramientos marinos o rocas, sólo una extensión de desierto sumergido, donde líneas de arena formaban meandros en ondulaciones ininterrumpidas, como si fueran serpientes. El lecho del mar estaba desierto, a excepción de algún que otro habitante de las profundidades, como un pez astrólogo enterrado en la arena, de la que sólo sobresalían un par de ojos pétreos y una parte de sus protuberantes y grotescos labios.
Minutos después, el fondo empezó a formar una pendiente ascendente y el agua se hizo ligeramente más turbia a causa de las olas en la superficie. En la semipenumbra, apareció una formación rocosa cubierta por ondulantes algas. De repente, se encontraron en la base de un acantilado que ascendía verticalmente hasta emerger fuera del agua. Como si fueran el capitán Nemo y sus hombres explorando un jardín submarino, Pitt empezó a dirigir a su equipo de científicos para que se abrieran en abanico y buscaran la cueva submarina.
La búsqueda apenas duró cinco minutos. Woodson, que había avanzado más de treinta metros a la derecha del perímetro cubierto, fue quien la encontró. Hizo señales a Pitt y a los otros frotando el cuchillo contra el tanque del aire, y les hizo señas de que se acercaran; luego siguió nadando a lo largo de la cara norte del acantilado, hasta más allá de una grieta cubierta de algas. Una vez allí, se detuvo y levantó un brazo. Y entonces Pitt lo vio: era una abertura negra y de aspecto siniestro situada apenas a cuatro metros por debajo de la superficie. El tamaño era lo bastante grande como para que entrara un submarino. Todos se quedaron suspendidos en las aguas cristalinas, con la mirada fija en la entrada de la cueva.
Pitt fue el primero en entrar en el hueco, desapareciendo por completo de la vista, tragado por aquella gran cavidad.
Batió el agua con las aletas y dejó que la corriente le ayudara a avanzar lentamente a través del túnel. El brillo azul verdoso del mar iluminado por el sol se transformó rápidamente en un profundo azul crepuscular. Al principio, Pitt no pudo distinguir nada, pero su vista no tardó en adaptarse al oscuro interior.
Debería haber existido una abundante vida marina aferrada a las paredes del túnel, veloces cangrejos, pestañeantes lapas y percebes, o langostas que se arrastraran en busca de jugosos crustáceos. Pero no había nada de eso. Las paredes rocosas aparecían peladas y estaban impregnadas de una sustancia rojiza que nublaba el agua cada vez que Pitt tocaba aquel material suave. Se situó boca arriba para inspeccionar el techo arqueado, y observó cómo las burbujas que escapaban de su boquilla se elevaban hasta el techo, dejando tras de sí una especie de rastro de mercurio.
Bruscamente, la pared se torcía hacia arriba, y de pronto la cabeza de Pitt salió a la superficie. Miró alrededor pero no vio nada; una neblina gris lo oscurecía todo. Extrañado, volvió a introducir la cabeza en el agua y descendió hasta tres metros de profundidad. Por debajo de él, un pozo cilíndrico de luz cobalto fluía desde el túnel. El agua estaba tan clara como el aire; Pitt pudo observar cada rincón y grieta de la zona sumergida de la caverna.
Un acuario. Ésa fue la única palabra con que Pitt pudo describirlo. A excepción de que no había portillas en las paredes, la caverna podría haber pasado fácilmente por parte de Marmeland, California. Aquello era muy distinto a lo visto en el túnel: la vida marina abundaba por todas partes. Aquí sí había langostas, cangrejos, lapas, percebes e incluso gran abundancia de algas laminarias. También había bancos de peces de brillantes colores. Uno de ellos, en particular, llamó la atención de Pitt, pero antes de que pudiera acercarse desapareció rápidamente en una grieta de la roca.
Pitt contempló por un momento aquella asombrosa escena. Y dio un respingo cuando una mano le tiró de la pierna. Era Ken Knight, que señalaba hacia la superficie. Pitt asintió con un gesto y nadó hacia arriba. Una vez más, se vio rodeado por la espesa neblina. Pitt se quitó la boquilla.
–¿Qué te parece todo esto? –preguntó, y las paredes de roca amplificaron su voz.
–Es algo bastante corriente –contestó Knight–. Cada vez que una ola submarina choca contra la entrada, la fuerza recorre el túnel como un pistón y comprime el aire atrapado en el interior de la caverna. Cuando la presión retrocede, el aire expandido y húmedo se enfría y condensa para formar una niebla muy fina. –Se detuvo para expulsar el moco de la nariz–. Las olas se producen a intervalos aproximados de doce segundos, de modo que esto debería empezar a despejarse en cualquier momento.
Apenas había terminado de decirlo cuando la neblina desapareció, revelando una oscura caverna que se arqueaba hasta formar una cúpula que se levantaba veinte metros por encima de sus cabezas. Era una gruta inundada y nada más; no se observaba la menor huella de actividad humana. Pitt se sintió como si acabara de entrar en una catedral desierta cuyas agujas se elevaran en medio de la desolación posterior a un bombardeo. Las paredes aparecían retorcidas y rotas en grietas recortadas, y las rocas sueltas de la base demostraban que éstas se desprendían habitualmente. Luego, la neblina regresó e impidió toda visión.
Los pocos segundos que Pitt dispuso para escudriñar la caverna lo hicieron dudar, y finalmente sintió la desazón de haber fallado el golpe.
–No puede ser –murmuró–. ¡Mierda! No puede ser. –Apretó el puño y golpeó el agua con fuerza, dejándose llevar por un arranque de ira y frustración–. Esta caverna tiene que ser la base de operaciones de Von Till. Que Dios nos ayude.
–Yo seguiría votando por usted, mayor –dijo Knight, que se inclinó hacia él– . La geología atestigua su corazonada. Éste parecería ser el lugar más lógico.
–Es un callejón sin salida. A excepción del túnel, no hay aberturas a ninguna parte.
–He visto una plataforma en el otro extremo de la cueva. Quizá si...
–No disponemos de tiempo para eso –le interrumpió Pitt–. Tenemos que regresar y continuar la búsqueda.
–Mayor. –Hersong cogió el brazo de Pitt–. He descubierto algo que podría ser interesante.
La neblina se despejó de nuevo, lo que reveló una expresión peculiar en la cara de Hersong. Pitt le sonrió al botánico larguirucho.
–Está bien, Hersong, que sea rápido. No tenemos tiempo para una disertación sobre flora marina.
–Pues en eso precisamente estaba pensando –dijo Hersong, y le devolvió la sonrisa; el agua goteaba de su barba rojiza–. ¿Ha observado ese crecimiento de Macrocystis pyrifera en la pared situada frente al túnel?
–Quizá lo hubiera hecho si supiera de qué me habla –contestó Pitt.
–La Macrocystis pyrifera es un alga marrón, perteneciente a la familia de las feofíceas, más conocidas como laminarias. –Pitt le miró fijamente–. En resumen, mayor, todo se reduce a que esta especie de laminarla en particular sólo crece en la costa del Pacífico de Estados Unidos. La temperatura del agua en esta parte del Mediterráneo es demasiado cálida para que Macrocystis pyrifera pueda sobrevivir. Además de eso, resulta que la laminaria necesita. de la luz solar para realizar la fotosíntesis. No me imagino a las laminarias progresando en una cueva submarina. Eso no se ha encontrado en ninguna parte.
–Entonces, si no son laminarlas, ¿qué son?
La neblina regresó y Pitt dejó de ver la cara de Hersong. Sólo pudo escuchar la voz retumbante del botánico.
–Es arte, mayor, puro arte. Sin duda se trata de las réplicas de plástico más perfectas que haya visto de Macrocystis pyrifera.
–¿Plástico? –exclamó Knight, y su voz resonó en toda la caverna. ¿Estás seguro?
–Desde luego –repuso Hersong.
–¿Qué piensas de ese limo rojo de las paredes del túnel? –preguntó Pitt.
–No puedo estar seguro –contestó Hersong–, pero me pareció algún tipo de pintura o capa de impregnación.
–Yo también lo creo, mayor. –El rostro de Stan Thomas se materializó de repente entre la neblina que se desvanecía de nuevo–. Pintura roja anticorrosiva para cascos de embarcaciones. Contiene arsénico, y ésa es la razón por la que nada crece en el túnel.
Pitt consultó su reloj.
–Se nos acaba el tiempo. Éste tiene que ser el lugar.
–¿Queréis decir que hay otro túnel por detrás de esas laminarias? – preguntó Knight con tono receloso–. ¿Es eso, mayor?
–Esto empieza a parecer prometedor –dijo Pitt–. Un segundo túnel camuflado que conduce a una segunda caverna. Ahora comprendo por qué ningún nativo de Thasos ha descubierto las actividades de Von Till.
–Bien –dijo Hersong, mientras purgaba el agua de su boquilla–, supongo que continuamos la marcha.
–No tenemos alternativa –asintió Pitt–. ¿Estamos preparados para otro intento?
–Todos presentes y preparados, excepto Woodson –contestó Spencer.
En ese preciso instante la bombilla de un flash iluminó la caverna con un deslumbrante azul.
–Nadie ha sonreído –observó Woodson.
Se había desplazado hasta el otro extremo de la caverna, tratando de encontrar el mejor encuadre posible.
–La próxima vez grita ¡sexo! –bromeó Spencer.
–No funcionaría –respondió Woodson–, porque ninguno de vosotros sabe lo que eso significa.
Pitt sonrió e inició la marcha. Se zambulló y se impulsó con las aletas, buceando hasta el fondo como un avión en vuelo rasante. Los otros le siguieron, espaciados a intervalos de tres metros.
El bosque de laminarias artificiales era espeso y casi impenetrable. Gruesas ramas se elevaban desde el fondo hasta la superficie, y formaban un dosel amplio y extenso. Hersong tenía razón; aquello era una verdadera obra de arte. Incluso a medio metro de distancia, Pitt no habría sabido distinguir el plástico del alga real. Desenvainó el cuchillo y empezó a abrirse paso cortando los tallos marrones. Finalmente salió a otro túnel, de perímetro más grande que el primero, pero de longitud más corta. Pitt salió a la superficie en una nueva caverna, para verse otra vez envuelto en la interminable neblina blanca. Poco después, y a intervalos regulares, el chapoteo de una nueva cabeza al surgir del agua anunció la llegada de otros miembros del equipo.
–¿Se ve algo? –preguntó Spencer.
–Todavía no –contestó Pitt.
Forzó la vista, sin parpadear en la húmeda penumbra. Creyó ver algo, ¿o sólo eran imaginaciones suyas? Gradualmente, fue consciente de una figura oscura que surgía de entre la niebla. Y entonces, de repente, apareció el suave casco de metal negro de un submarino. Pitt se quitó la boquilla, se acercó nadando al submarino, se sujetó a las aletas de proa y se izó sobre la cubierta.
Pitt quedó totalmente absorto en el submarino. Se había preguntado por lo menos diez veces cómo reaccionaría, cómo se sentiría cuando encontrara finalmente el transporte submarino de heroína, y de hecho se sintió invadido por el entusiasmo, y también por la ira y el asco. Cuántas tragedias insidiosas podrían contar aquellas planchas de acero si pudieran hablar.
–Deje el arpón sobre la cubierta y quédese muy quieto. –La voz que sonó detrás de Pitt fue dura, como el cañón del arma que se apretó contra su espalda. Pitt obedeció lentamente–. Bien. Ahora ordene a sus hombres que dejen caer sus armas al fondo. Y nada de trucos. El impacto de una granada arrojada en el agua es capaz de convertir a un buceador en una masa de gelatina.
Pitt asintió con un gesto hacia las cabezas de sus compañeros.
–Ya lo habéis oído. Arrojad los arpones y los cuchillos. No sería de recibo enfrentarse a esta gente tan amable. Lo siento, muchachos. Parece que lo he estropeado todo.
No quedaba nada más por decir. Pitt había conducido a aquellos cinco hombres a una trampa de la que quizá ninguno escaparía con vida. Se sintió desprovisto de toda emoción y sólo fue consciente del tiempo. Decidió dar ejemplo: levantó las manos por encima de la cabeza y se volvió lentamente.
–Mayor Pitt, es usted un joven peculiarmente irritante.
Bruno von Till estaba de pie sobre el puente del submarino, y sonreía como Fu Manchú dispuesto a alimentar a los cocodrilos con una nueva víctima. Tenía los ojos entrecerrados, convertidos en líneas sesgadas y estrechas en una cabeza que sólo era piel, e irradiaba, o así se lo pareció a Pitt, una gran repulsión personal. Pero algo estaba mal, terriblemente mal. El viejo alemán tenía las dos manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y no empuñaba ningún arma. Era el hombre que estaba a su lado el que empuñaba el arma: un hombre terriblemente corpulento, con un rostro como de piedra tallada y el torso de un árbol centenario. Los ojos, ahora totalmente abiertos de Von Till, y su voz, se elevaron en la caverna con un tono burlón.
–Discúlpeme por no hacer las debidas presentaciones, mayor –dijo Von Till haciéndole un gesto a su secuaz–, pero tengo entendido que usted y Darius ya se conocen.
17
–Parece sorprendido de verme, mayor –murmuró Darius con expresión diabólica–. No se imagina cuánto placer siento de volver a encontrarnos en circunstancias... digamos que más favorables. –Apretó la Luger contra el cuello de Pitt–. Le ruego que no se mueva pues me obligaría a matarlo antes de hora. Su muerte demasiado rápida no haría sino privarme de una gran satisfacción y placer personal. Tengo una cuenta pendiente con usted y su amigo, y ha llegado la hora de saldarla.
Pitt intentó hablar con naturalidad.
–Siento mucho desilusionarte, pero Giordino se ha quedado en casa esta vez.
–En ese caso, el castigo reservado para él se añadirá al suyo.
Darius sonrió, luego bajó el arma y con la mayor sangre fría le disparó a Pitt en la pierna. La fuerte detonación de la Luger se amplificó y retumbó en la caverna. Un golpe como de un metal al rojo hizo que Pitt retrocediera dos pasos. De algún modo consiguió mantenerse en pie, aunque nunca llegó a saber cómo lo consiguió. La bala de 9 mm le atravesó el muslo sin tocar el hueso, dejándole un pequeño y limpio orificio de entrada y otro algo más grande de salida. La sensación ardiente desapareció con rapidez y la pierna se le quedó como entumecida por la conmoción, aunque el dolor aparecería pronto.
–Ya está bien, Darius –le reprochó Von Till–. Tenemos cuestiones más importantes que resolver antes de que te dediques a ejercer tu ojo por ojo. Mis disculpas, mayor Pitt, aunque debe admitir que suya es la culpa. Su bien dirigida patada a un lugar tan delicado hará cojear a Darius durante otro par de semanas.
–Lo único que siento es no haberlo pateado dos veces –masculló Pitt.
Von Till ordenó a los hombres que todavía estaban en el agua:
–Caballeros, arrojen su equipo de buceo al fondo y suban a bordo. Rápido, por favor. Tenemos poco tiempo.
Thomas se levantó la máscara y dirigió una mirada asesina a Von Till.
–Nos encontramos muy bien donde estamos.
Von Till se encogió de hombros.
–Eso quiere decir que necesitan un incentivo. –Se volvió y gritó hacia las oscuras sombras de la caverna–. ¡Hans, las luces!
Al punto se encendió una hilera de focos que iluminaron la caverna desde el techo hasta el agua. Pitt vio que el submarino estaba amarrado a un muelle flotante que empezaba en la entrada de un túnel, en la pared más alejada y que se extendía unos setenta metros sobre el agua. El techo abovedado era más bajo en esta caverna interior que en la exterior, pero su perímetro era varias veces más grande; la extensión podría haber sido fácilmente equivalente a la de un campo de fútbol. A lo largo del muro de la derecha, sobre una plataforma colgante, había cinco hombres que sostenían sendas pistolas ametralladoras. Cada uno iba vestido con el mismo estilo de uniforme que Pitt había visto en el chofer de Von Till. La forma que tenían de encañonar a los hombres que se encontraban en el agua era decididamente profesional.
–Será mejor que obedezcáis –les aconsejó Pitt a sus compañeros.
Volvió a producirse la neblina pero esta vez las luces la disiparon, impidiendo todo intento de escapar. Spencer y Hersong fueron los primeros en subir a la cubierta del submarino, seguidos por Knight y Thomas. Woodson, como siempre, fue el último, y conservaba su cámara, en abierto desafío de las órdenes de Von Till.
Knight ayudó a Pitt a quitarse el tanque de aire.
–Deje que le eche un vistazo a su pierna, señor. –Ayudó a Pitt a sentarse en la cubierta. Luego le quitó el cinturón y envolvió la herida con un trozo de tela que contuvo la hemorragia. Miró a Pitt y sonrió–. Al parecer, cada vez que le doy la espalda se pone a sangrar.
–Una desgraciada costumbre de la que no me he podido librar últimamente... –Pitt se interrumpió. La neblina desaparecía de nuevo, y las luces dejaban al descubierto un segundo submarino, amarrado en el lado opuesto del muelle. Observó a los dos submarinos y los comparó. Aquel en que se encontraban tenía una cubierta continua, sin superestructura ni proyecciones de proa a popa. El otro submarino era diferente. Conservaba su torre de observación original, una enorme estructura que se elevaba desde su casco como una media burbuja distorsionada. Más allá había tres hombres ocupados en desmontar las ametralladoras de los restos de un avión aposentado sobre una cubierta más ancha.
–Ahora ya sé de dónde surgió el Albatros –dijo Pitt–. Un viejo submarino japonés de la clase I, capaz de transportar un avión con un corto radio de acción. No se utilizan desde la Segunda Guerra Mundial.
–En efecto, y es un ejemplar muy elegante –dijo Von Till–. Me honra que haya podido identificarlo. Éste fue abatido por un destructor estadounidense frente a las cosas de Iwo Jima en 1945, y recuperado por Minerva en 1951. La combinación de submarino y avión me ha resultado un método muy útil para entregar pequeños cargamentos en zonas que exigen suma discreción.
–Y también es un juguete muy apropiado para atacar los campos de aviación y los buques de investigación norteamericanos –añadió Pitt.
–Touché, mayor –murmuró Von Till–. La otra noche, durante la cena, supuso que el avión había llegado desde el mar. Sólo daba palos de ciego, pero estuvo muy cerca de adivinarlo.
–Ya. –Pitt dirigió un vistazo a la entrada del túnel. Había otros dos guardias apostados, con las pistolas ametralladoras colgadas del hombro–. El antiguo Albatros... –empezó.
–Permítame corregirle –le interrumpió Von Till–. Es la réplica de un Albatros. Para mis propósitos, disponer de un avión lento y de ala doble era el medio más eficiente de aterrizar y despegar en aeródromos cortos, playas oscuras o incluso en el agua, junto a un barco. El ala inferior puede doblarse hacia abajo para adoptar la forma de pontones flotantes, como los de un hidroavión. Así que utilicé el diseño del Albatros D–3, dotado de un motor más moderno, claro está, debido a que su aerodinámica satisfacía mis necesidades. Y nunca se sospecharía de que un viejo y desvencijado avión se dedicara a actividades... digamos que ilegales. Es una pena que no vuelva a volar.
Von Till sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa y encendió uno. Luego continuó.
–Nunca tuve la intención de que mi avión de entrega fuera armado o entablara combate. Sólo hice instalar las ametralladoras para atacar el campo Brady y su precioso barco de investigación; quizá fue una medida demasiado drástica, pero el caso es que su comandante Gunn no se dejó desanimar por mis sutiles esfuerzos para sabotear su expedición. Temía muy poco que un bañista dominical o un buceador turista descubriera mi modus operandi subacuático, pero las cosas cambiaron cuando se trató de buceadores científicos perfectamente entrenados. Eso era un riesgo que no podía asumir. La incursión fue un plan excelente. El coronel Lewis no habría tenido más remedio que ordenar al First Attempt que evacuara la costa de Thasos si se hubiera producido otro ataque. Naturalmente, usted no sabía que el Albatros pensaba efectuar un ataque rasante contra el barco inmediatamente después de haber neutralizado el aeropuerto. Desgraciadamente, usted apareció en escena y lo estropeó todo.
–Así es la fortuna de la guerra –dijo Pitt con tono sarcástico.
–Es una pena que Willie no pueda estar aquí para oírle decir eso.
–Es verdad, ¿dónde está el bueno y simpático de Willie? –preguntó Pitt.
–Willie era el piloto –contestó Von Till–. Cuando el Albatros se estrelló en el mar, el pobre Willie quedó atrapado entre los restos. Se ahogó antes de que pudiéramos rescatarlo. –La expresión de Von Till se hizo repentinamente dura y amenazadora.
–Por lo visto, me ha costado usted un chofer y un piloto, así como un perro.
–La culpa es del propio Willie –dijo Pitt–. Lo atraje empleando el mismo y viejo truco del globo que utilizaron los británicos contra Kurt Heibert. En cuanto al perro, le sugiero que cuente los cubiertos que pone sobre la mesa antes de lanzar una de sus hidrofóbicas bestias contra su próximo invitado a cenar.
Von Till miró a Pitt con perplejidad, pero al punto lo comprendió y asintió.
–Muy ingenioso desde luego. Mató usted a mi perro con un cuchillo que se llevó de mi propia mesa. Y muy poco elegante por su parte, mayor. ¿Me permite preguntarle cómo supo que sería atacado?
–Simple premonición. Ni más ni menos. Nunca debería haber intentado matarme. Ése fue su primer gran error.
–Es una pena que el hecho de haber escapado del laberinto sólo prolongara su existencia durante unos días más.
Con aplomo, Pitt miró más allá de donde se encontraban Von Till y Darius. El siniestro túnel negro estaba ahora extrañamente vacío; los dos guardias habían desaparecido. Pero no sucedía lo mismo con los cinco guardias alineados a lo largo de la pared de la caverna, armados con pistolas ametralladoras.
–Su comité de recepción me induce a pensar que nos esperaba –murmuró Pitt tranquilamente.
–Desde luego –admitió Von Till–. Mi buen amigo Darius me informó de su inminente llegada. El momento exacto se puso de manifiesto cuando el First Attempt empezó a comportarse de manera sospechosa; ningún capitán en su sano juicio haría navegar su barco en una zona tan cercana a los acantilados de Thasos.
–¿Cuántas monedas de plata necesitó Darius para convertirse en un traidor?
–La cantidad exacta no tiene interés –contestó Von Till–. Lo cierto es que Darius está en mi nómina desde hace diez años. Podría decirse que nuestra asociación ha sido mutuamente beneficiosa.
Pitt miró fijamente a Darius.
–No importa cómo, se diga, todo se reduce a la misma y única palabra: traición. Y eso, Von Till, ha sido su segundo gran error, porque cualquiera que contrate a un bastardo como Darius está destinado al fracaso.
Darius se estremeció y apretó los puños. La Luger apuntó temblorosa al ombligo de Pitt, pero Von Till meneó la cabeza con expresión cansina.
–Enfrentarse con Darius no hará sino prolongar mucho más su muerte.
–¿Cuál es la diferencia? De todos modos me van a matar.
–¿Una nueva premonición, mayor?
–Detesto las sorpresas –repuso cáusticamente–. ¿Cómo y cuándo?
Con un movimiento floreado al que parecía acostumbrado, Von Till retiró la manga de su chaqueta y consultó su reloj.
–Dentro de once minutos, para ser exactos. Ése es todo el tiempo que puedo permitirme.
–¿Y por qué no ahora? –gruñó Darius–. ¿Por qué esperar? Tenemos otras cosas que hacer.
–Ten paciencia, Darius –le dijo Von Till–. Podemos utilizar estas manos extra para cargar los suministros en el submarino. –Miró a Pitt y sonrió–. A usted, mayor, debido a su herida se le ahorrará ese trabajo. El resto de sus hombres puede empezar a llevar el equipo que hay sobre el muelle e introducirlo por la escotilla de proa.
–No trabajamos para los carniceros –dijo Pitt con tono árido.
–Muy bien, si insiste... –Von Till con una amplia sonrisa. Se volvió hacia Darius y le ordenó–: Vuélale la oreja izquierda. Y luego la nariz. Después le...
–¡Basta ya, sádico teutón! –espetó Woodson–. Cargaremos su condenado submarino.
No tenían alternativa. Lo único que pudo hacer Pitt fue permanecer sentado e impotente mientras Spencer y Hersong empezaban a transportar la pequeña montaña de cajas de madera. Woodson desapareció por la escotilla y sólo se veían sus brazos asomar al exterior para recibir una caja.
La sensación de ardor volvió a la pierna de Pitt. Tuvo la impresión de que un gnomo corría por la herida con un lanzallamas encendido. En un par de ocasiones estuvo a punto de perder el conocimiento, pero luchó por resistir. Sólo así consiguió mantener la compostura.
–Sólo ha contestado la mitad de la pregunta, Von Till, la relativa al cuándo.
–¿Tanto le interesa realmente el método que se emplee para hacerlo desaparecer?
–Como ya he dicho, detesto las sorpresas.
Von Till estudió a Pitt con frialdad y finalmente se encogió de hombros.
–Supongo que no hace daño descubrir lo inevitable. –Se detuvo para consultar de nuevo su reloj–. Usted y sus hombres serán pasados por las armas. Suena un poco bárbaro y despiadado, lo admito, pero prefiero considerarlo una muerte bastante humana, especialmente si se la compara con ser enterrado vivo.
Pitt pensó un momento.
–Cargar los suministros y el equipo, y el hecho de que esos hombres desmontaran las ametralladoras del Albatros, indican una huida precipitada. Recoge usted sus cosas, Von Till, y tiene el propósito de desaparecer en la noche. Luego, una vez se haya marchado, detonará las cargas explosivas que sellarán la caverna bajo toneladas de roca, y esto se convertirá en nuestra tumba, borrando por completo todas las huellas de sus execrables actividades.
Von Till miró a Pitt con recelo.
–Continúe, mayor. Sus suposiciones me resultan fascinantes.
–Anda usted muy corto de tiempo, y empieza a sentirse asustado. Bajo sus pies, debajo de este mismo muelle, hay ciento treinta toneladas de heroína, cargadas en el submarino en Shanghai, transportadas a través del índico y pasadas por el canal de Suez en un barco mercante de Minerva. Debo admitir que cualquier otro habría intentado introducir la heroína en Estados Unidos a través de la puerta de atrás, sin alharacas. Ah, pero eso no es digno de Bruno Von Till. Ni la BBD&O, ni la J. Walter Thompson, ni todas las demás agencias de publicidad de Madison Avenue habrían podido realizar un trabajo de publicidad más profesional con el cargamento del Reina Artemisa y su destino final. Fue una jugada muy astuta. Aunque la Interpol hubiera descubierto finalmente su sistema de transporte submarino, eso ya importaba poco, porque todas las miradas seguían fijas en el Reina Artemisa. ¿Me explico?
Todos permanecieron callados.
–Como sin duda le habrá informado Darius –prosiguió Pitt–, el inspector Zacynthus y la DEA están perdiendo actualmente tiempo y esfuerzos en preparar una trampa para cuando ese barco llegue a Chicago. Me estremezco sólo de pensar en la cantidad de imprecaciones que se exclamarán junto al lago Michigan cuando no descubran en el barco otra cosa que una tripulación con sus mejores sonrisas de actores, y las bodegas convenientemente llenas de cacao de Ceilán.
Pitt se detuvo y cambió la posición de la palpitante pierna, en busca de una mayor comodidad. Observo que Knight y Thomas se habían unido a Woodson bajo la escotilla. Luego continuó:
–Debe de producir una gran satisfacción saber que la Interpol ha mordido el cebo, el anzuelo, el hilo y hasta la caña que usted les ha tendido. No tienen ni la menor idea de que el submarino y la heroína se quedaron aquí anoche, para ser transferidos al siguiente barco de Minerva que pase por aquí y que, casualmente, es el Reina Yocasta, con destino a Nueva Orleans, con un cargamento de tabaco turco, y que tiene previsto fondear aproximadamente a un kilómetro de la costa, dentro de unos diez minutos. Por eso está tan asustado, Von Till, porque el tiempo se le ha acabado y tiene que mover su ficha al mismo tiempo que se ve obligado a acudir a una cita con su barco a plena luz del día.
–Tiene usted una imaginación muy viva –dijo Von Till con desprecio, aunque Pitt pudo observar las arrugas de preocupación surgidas en su cara–. No tiene ninguna forma de demostrar sus alocadas teorías.
Pitt se limitó a decir:
–¿Por qué me iba a molestar en demostrarlas si de todos modos, voy a morir dentro de cinco minutos? –Ese sí es un buen argumento, mayor –dijo Von Till lentamente–. Su percepción es excelente. No veo mal alguno en admitir que tiene razón en todo, con una sola excepción: el Reina Yocasta no atracará en Nueva Orleans, sino que variará el curso en el último minuto para dirigirse a Galveston, Texas.
Los tres hombres del otro submarino habían terminado de desmontar las ametralladoras del Albatros y desaparecieron de la vista. Hersong pasó desde el muelle al submarino y le entregó una caja a través de la escotilla a Spencer, que bajó al interior del casco en compañía de Thomas, Knight y Woodson. Pitt habló ahora con rapidez. Necesitaba cada segundo.
–Una pregunta antes de que Darius haga su trabajo. No me lo puede negar, aunque sólo sea por mera cortesía.
Darius estaba allí de pie con una expresión asesina. Parecía un estudiante sádico en una clase de biología dispuesto a diseccionar una rana.
–Muy bien, mayor –asintió Von Till–. ¿De qué se trata?
–¿Cómo se distribuirá la heroína una vez sea descargada en Galveston?
Von Till sonrió.
–Uno de mis negocios menos conocidos es una pequeña flota de barcos de pesca; no es que sea una empresa que dé muchos beneficios, debo admitirlo, pero resulta muy útil en ocasiones. Hasta ahora mis barcos arrojan sus redes en el golfo de México, a la espera de mi señal. Cuando llegue el momento, llegarán a puerto exactamente en el mismo momento en que lo haga el Reina Yocasta. El resto es muy sencillo. El barco liberará al submarino, que será dirigido a su vez por los barcos de pesca hasta una fábrica de conservas. El cargamento será descargado bajo el edificio, y la heroína se introducirá en latas, etiquetadas como comida para gatos. Debo decir que es de lo más irónico que ese polvo sea transportado a cada uno de los cincuenta estados dentro de latas de comida para gato. La broma será a costa de la DEA. Para cuando sospechen, ya será demasiado tarde. La heroína ya habrá sido recibida y cuidadosamente ocultada. Admítalo, mayor, ¿no se siente su santurrona moral yanqui más que conmocionada ante la perspectiva de que toda esa heroína sea aspirada, tragada o inyectada por millones de sus compatriotas?
Ahora fue Pitt el que sonrió.
–Podría ser, en caso de que lograra pasar.
Von Till entrecerró los ojos. Pitt no se comportaba como un condenado a muerte. Allí había algo fuera de lugar.
–Pasará, se lo prometo.
–Así pues, le gusta fanfarronear abiertamente acerca de la miseria que va a causar a millones de personas a cambio de un puñado de dólares.
–No son precisamente un puñado, mayor. Creo que una cifra más aproximada sería la de quinientos millones.
–Nunca vivirá para contarlo, y mucho menos para gastarlo.
–¿Y quién me lo va a impedir? ¿Acaso usted, mayor? ¿El inspector Zacynthus? ¿Un rayo que caiga del cielo?
–Desearía que fuera así.
–Ya está bien de tonterías –dijo Darius–. Ahora... ahora deje que pague por su arrogancia.
Aquel rostro grotesco era como una nube de negra maldad. Pitt prefirió no mirarlo; casi pudo sentir el dedo de Darius tensándose alrededor del gatillo de la Luger.
–Matarme ahora no sería deportivo –dijo Pitt–. Todavía no han transcurrido mis once minutos.
Pitt tenía la impresión de estar hablando desde hacía horas. Von Till permaneció de pie y en silencio, durante unos segundos, jugueteando con su cigarrillo. Luego dijo:
–Hay una cosa que me intriga, mayor. ¿Por qué secuestró a mi sobrina?
Los labios de Pitt esbozaron una sonrisa de astucia.
–Para empezar, ella no es su sobrina.
La cara de Darius se quedó lívida.
–Usted... no podía saberlo.
–Lo sabía –dijo Pitt–. A diferencia de usted, no tuve la fortuna de contar con un informador, a pesar de lo cual lo sabía. Zacynthus llevó a cabo un buen intento, pero su plan estaba destinado al fracaso desde el principio. Ocultó a la verdadera sobrina en un lugar seguro de Inglaterra, y encontró a otra joven que se le parecía. No había necesidad de que fueran dobles exactas, puesto que usted no había visto a la verdadera Teri desde hacía más de veinte años. Zacynthus también planificó cuidadosamente las vacaciones improvisadas de su Mata Hari para que no pareciera más que una inocente visita por sorpresa a un querido pariente.
Darius miró fijamente a Von Till y su enorme mandíbula pareció triturar la revelación de Pitt. La expresión de Von Till, sin embargo, no varió un ápice. Se limitó a asentir lentamente, con aparente comprensión.
–Fue una pena tanto trabajo para nada –dijo Pitt–. Usted no se vio sorprendido, ya que Darius ya se había ocupado de informarle debidamente. En aquel momento contaba usted con dos opciones: o desenmascarar a la joven como una impostora, o bien seguirle el juego y proporcionarle información falsa. Naturalmente, su tortuosa mente eligió lo segundo. Estaba usted en su elemento, se sentía como un artista tirando de los hilos de las marionetas. Ahora podía hacer bailar a la muchacha y a Darius contra Zacynthus y Zeno.
–Coincidirá conmigo en que era una situación irresistible –dijo Von Till.
–No podía usted fallar –prosiguió Pitt–. Desde el momento de la llegada de ella hasta que Giordino y yo la sacamos de la villa, cada uno de los movimientos de la muchacha fue estrechamente vigilado por su chofer. Bajo la apariencia de una especie de guardaespaldas, Willie se pegó a ella como una lapa. Tuvo que haber sido un trabajo entretenido, sobre todo cuando ella tomaba baños de sol en la playa. En cuanto a su afición por tomar un baño a primeras horas de la mañana no era más que un medio de establecer contacto con Zacynthus. Era la única oportunidad que usted le proporcionaba para transmitir información, sin valor alguno, claro. ¡Cómo tuvo que haberse reído sabiendo que ella se tragaba todas las migajas con que usted la alimentaba! Entonces sucedió algo y Zacynthus empezó a mostrarse cauto. Una mañana, al llegar tarde a su cita, probablemente detectó la presencia de Willie escondido entre los arbustos, con la mirada clavada en la muchacha del bikini. Zacynthus no pudo evitar el preguntarse si Willie habría estado allí observando los demás encuentros previos al amanecer. De repente comprendió que su bien concebido plan se había ido al garete. Todo parecía indicar que usted había vuelto a engañarlo.
–Contábamos con esa ventaja cuando entró usted en escena –barbotó Darius con expresión iracunda.
Pitt se encogió de hombros.
–Es entonces cuando entra en escena nuestro héroe, que al principio anda a ciegas, sin saber que antes de que caiga el telón será herido por las garras de un animal, golpeado y que finalmente recibirá un disparo. Mi vida habría sido menos complicada si me hubiera quedado en la cama aquella mañana, en lugar de decidir tomar un baño antes del amanecer. Cuando Teri me descubrió, estaba echando un sueñecito junto al agua. Todavía estaba a oscuras y ella me confundió con Zacynthus, y pensó que uno de sus hombres lo había asesinado. Recibió un buen susto cuando mi supuesto cadáver se incorporó de repente e inició una amable conversación.
Una punzada de dolor volvió a afectarle y se apretó la pierna con fuerza. Hizo un esfuerzo por continuar y sus palabras surgieron mordidas:
–Algo había salido muy mal. Zacynthus no apareció y allí había un desconocido que por lo visto no sabía nada de lo que sucedía; si a ello se añade la improbabilidad de encontrarse con un completo extraño en aquella playa solitaria y a aquellas horas de la madrugada, nos encontraremos con una joven confusa. Le concederé crédito, sin embargo, como alguien capaz de pensar con mucha rapidez. Teniendo en cuenta las circunstancias, se aferró a la única conclusión que le quedaba: yo tenía que estar en su nómina, Von Till. Así pues, repitió la rutina de contar su biografía, algo cuidadosamente ensayado, y me invitó a la villa a cenar, con la esperanza de desequilibrarlo a usted al presentarle al hombre que usted mismo había contratado.
Von Till sonrió.
–Me temo que se preparó usted su propia salsa, estimado Pitt, con su ridícula historia acerca de estar a cargo de la recogida de basura. Ella no se lo creyó pero, extrañamente, yo sí me lo creí.
–Bueno, eso no es tan extraño –dijo Pitt–. Ningún agente entrenado utilizaría una cobertura tan tosca como ésa. Eso lo sabía usted. Además, no tenía ningún motivo para sentirse alarmado, puesto que no había recibido ninguna advertencia por parte de Darius. En realidad, todo eso no fue más que una broma por mi parte, una broma que se volvió contra mí y con resultados bastante dolorosos, por cierto.
»Cuando aparecí ante su puerta con las insignias de mayor del ejército de Estados Unidos, usted imaginó que yo era un agente de Zacynthus, a quien éste había hecho intervenir en la función sin el conocimiento de Darius. Sin sospecharlo, yo no hice sino aumentar sus recelos al haber perdido los estribos y prácticamente acusarle de haber atacado campo Brady. Empezaba a acercarme demasiado para su conveniencia. La solución que usted encontró fue jugar a Houdini y hacerme desaparecer. El riesgo de ser descubierto era pequeño, y lo más probable era que mi cuerpo, o lo que quedara de él, nunca llegara a descubrirse en el interior del laberinto. Para entonces, la muchacha ya se había dado cuenta de que había cometido un error, que yo era realmente alguien inocente que estaba al margen de todo y que, simplemente, me encontraba en aquella playa a las cuatro de la madrugada por puro azar. Pero ya era demasiado tarde. Ella no podía hacer nada, excepto asistir impotente a lo que se veía venir y mantener la boca cerrada mientras usted se ocupaba de mí.
Von Till le miró pensativo.
–Empiezo a comprender. Usted supuso que la muchacha era realmente mi sobrina y la secuestró por venganza.
–Sólo acierta a medias –replicó Pitt–. Mi otra motivación fue la obtención de información. Cuando alguien trata de asesinarme, me gusta saber por qué. A excepción de usted, mi única fuente para encontrar una respuesta era la muchacha. Pero el coronel Zeno apareció entonces en el laberinto y zancadilleó mi plan antes de que yo tuviera tiempo de interrogarla. A pesar de todo, y tal como salieron las cosas, creo que le hice un gran favor al inspector Zacynthus.
–No acabo de entenderlo –dijo Darius fríamente.
–Para Zacynthus, el secuestro le vino como anillo al dedo; la joven había dejado de tener utilidad y, mientras continuara representando el papel de su sobrina, su propia vida no valía un pimiento. De algún modo, tenía que sacarla discretamente de la villa y de la isla. Al final resultó que yo le hice el juego sin saberlo y se la entregué en bandeja de plata. No obstante, Zacynthus aún no había decidido actuar, y ahora se encontraba ante dos problemas nuevos e inesperados: Giordino y yo mismo. Sabía que nosotros nos habíamos puesto en pie de guerra para cortarle a usted la cabellera y, por mucho que le gustara la idea, tenía que detenernos de algún modo. Legalmente no contaba con jurisdicción, y no podía detenernos a la fuerza. Así que hizo lo mejor que podía hacer y nos pidió que cooperásemos con la Interpol. De ese modo creyó poder vigilarnos de cerca.
–Tiene usted razón, mayor. –Von Till se pasó una mano sobre la calva cabeza y se enjugó la humedad de la reluciente piel–. Porque tenía todas las intenciones de matar a esa mujer.
Pitt asintió con un gesto.
–Me pregunté por qué Zacynthus insistía tanto en que mantuviera a Teri a bordo del First Attempt. Allí, claro está, se encontraría a salvo de usted y podría vigilarnos a Giordino y a mí. Hasta esta mañana no se me ocurrió el papel que representaba la muchacha, y de qué lado estaba.
Darius miró a Pitt con extrañeza.
–¿Qué está ocurriendo aquí, mayor Pitt? Sin duda no podía saber todas esas cosas.
–Ah, las chicas guapas no llevan un Mauser automático del calibre veinticinco sujeto con cinta a la pierna –dijo Pitt–. Ésa es una prueba de que la joven en cuestión es una profesional. Teri no llevaba el arma cuando me la encontré en la playa. Fue Giordino quien la descubrió en el sofá del despacho de la villa. Evidentemente, eso significaba que ella temía a alguien en el interior de la villa.
–Es usted más perceptivo de lo que imaginé –dijo Von Till–. Es posible que le haya subestimado. Pero eso no supone diferencia en cuanto al resultado final.
–Me pregunto si he hecho lo correcto al engañar a la joven –repuso Pitt–. ¿Por qué cree que decidí no intervenir y le permití que drogara al radiotelegrafista del First Attempt, de modo que pudiera enviarle un mensaje al inspector Zacynthus anunciándole mi intención de explorar la caverna?
–La respuesta es muy sencilla –dijo Von Till con aire de suficiencia–. Usted no sabía que Darius trabajaba para mí. Fue él quien recibió el mensaje de la muchacha pero, desgraciadamente para usted, no se lo pasó al inspector Zacynthus. Afróntelo, mayor, se metió usted en cosas que se hallaban muy por encima de su capacidad.
Pitt no contestó. Siguió sentado soportando el dolor que le quemaba la pierna, preguntándose si sería ése el momento correcto. De todos modos, le resultaría imposible continuar así por mucho más tiempo: su visión empezaba a nublarse; sin embargo, no podía dejar pasar aquel comentario. Volvió la cabeza y miró a Darius. La Luger todavía apuntaba al ombligo de Pitt. Tenía que ser así, se dijo a sí mismo, y sólo confiaba en que el momento fuera el apropiado.
–Estoy de acuerdo –dijo al fin–. Eso sólo demuestra que no se puede ganar siempre, ¿verdad... almirante Heibert?
Von Till no respondió y, sorprendido por aquellas palabras avanzó un paso hacia Pitt y apenas si consiguió farfullar:
–¿Cómo... cómo me ha llamado?
–Almirante Heibert –repitió Pitt–. Almirante Erich Heibert, comandante de la flota de transporte aéreo de la Alemania nazi, fanático seguidor de Adolf Hitler y hermano de Kurt Heibert, el as de la Primera Guerra Mundial.
El poco calor que conservaba desapareció del rostro de Von Till.
–Usted... se ha vuelto loco.
–El U–19, ése fue su gran error.
–Tonterías... sólo dice tonterías... –balbuceó.
–La maqueta de su despacho me sorprendió; ¿por qué un ex piloto tendría una réplica de un submarino en lugar del avión en que volaba durante la guerra? Los pilotos son tan sentimentales como los marineros. Eso no encajaba. La ironía definitiva fue que Darius, a petición mía y sin conocer la verdadera identidad de usted, utilizó la radio del inspector Zacynthus para ponerse en contacto con los archivos navales alemanes en Berlín.
–De modo que eso era lo que andaba buscando –dijo Darius.
–Se manejó todo como una cuestión rutinaria. Pedí que me enviaran una lista de la tripulación del U–19. También me puse en contacto con un viejo amigo en Munich, un lugar donde abundan los aficionados a la aviación de la Primera Guerra Mundial, y le pregunté si conocía a algún aviador llamado Bruno von Till. Las respuestas que recibí fueron muy interesantes. Cierto que hubo un Von Till que voló para el Servicio Aéreo Imperial Alemán, pero usted afirmó haber volado con Kurt Heibert en Jasta 73, en el aeródromo de Xanthi, en Macedonia, mientras que el verdadero Von Till voló con Jasta 9 en Francia, desde el verano de 1917 hasta el armisticio, en noviembre de 1918; es decir, nunca salió del frente occidental. La siguiente información interesante fue el nombre del comandante del U–19, un tal comandante Erich Heibert. Siendo, como soy, un tipo inquisitivo, no me detuve ahí. Envié un nuevo mensaje a Berlín, esta vez desde el barco, y les pedí toda la información de que dispusieran sobre Erich Heibert. Y eso fue lo que disparó las alarmas, porque mi petición no pudo haber creado una mayor agitación entre las autoridades alemanas que si hubiera resucitado a Hitler, Goering y Himmler.
–Está delirando... –En la cara del viejo alemán surgió de nuevo aquella expresión astuta y calculadora a lo Fu Manchú–. Nadie en su sano juicio creería una historia tan ridícula. La maqueta de un submarino no es motivo para establecer una relación entre yo mismo y Heibert.
–Yo no tengo que demostrar nada, puesto que los hechos hablan por sí solos. Cuando Hitler se hizo con el poder, usted se convirtió en su ferviente seguidor. A cambio de su lealtad y en reconocimiento de su valiosa experiencia previa en combate, se le nombró oficial comandante de la flota de transporte, un cargo que mantuvo durante toda la guerra, hasta poco antes de la rendición alemana, cuando al parecer usted desapareció misteriosamente.
–Nada de eso tiene que ver conmigo –bufó Von Till.
–Se equivoca –replicó Pitt–. El verdadero Bruno von Till se casó con la hija de un rico hombre de negocios de Baviera que, entre otros muchos intereses y empresas, era propietario de una pequeña flota de barcos mercantes que navegaban bajo pabellón griego. Von Till sabía reconocer un buen asunto en cuanto lo veía, así que se hizo ciudadano griego y se convirtió en director gerente de la Naviera Minerva. La empresa daba pérdidas, pero él la convirtió en una empresa de transporte de primera clase gracias al tráfico de armas y de materiales de guerra, que entraba de contrabando en Alemania en flagrante violación de las cláusulas del Tratado de Versalles. Así fue como usted le conoció, y le ayudó a dirigir el negocio. Ambos tenían un buen asunto en marcha, pero el verdadero Von Till no era ningún retrasado mental. Imaginó que, al final, las potencias del Eje perderían la guerra. Así que, ya al principio de la guerra, se puso del lado de los aliados.
–Con todo eso no logra usted establecer una relación –dijo Darius.
Era evidente que Pitt había despertado su interés, pero éste podía desvanecerse en cualquier momento.
–Ahora es cuando viene la parte buena. Su jefe, Darius, no es un hombre que deje nada al azar. Un hombre menos inteligente habría intentado desvanecerse, pero no el almirante Erich Heibert. Él se consideraba a sí mismo demasiado astuto. De algún modo, consiguió cruzar las líneas aliadas y llegar a Inglaterra, donde vivía el auténtico Von Till, lo asesinó y usurpó su lugar.
–¿Cómo es posible? –preguntó Darius.
–No sólo es posible –le contestó Pitt–, también es un hecho. Ambos eran aproximadamente de la misma estatura y complexión. Unas pocas modificaciones hechas aquí y allá por un hábil cirujano, unos pocos gestos y hábitos del lenguaje, practicados hasta alcanzar la perfección, y el hombre que ahora se encuentra ante usted se convirtió en una fiel imitación del original Bruno von Till. Von Till era un hombre solitario que no tenía amigos íntimos y al que nadie conocía bien. Su esposa había muerto sin dejarle hijos. Había, sin embargo, un sobrino nacido y educado en Grecia. Ni siquiera él se atrevió a actuar hasta años después y, cuando lo hizo, eso le costó la vida. Un simple juego de niños para un asesino profesional como Heibert. El sobrino y su esposa fueron asesinados en un supuesto accidente marítimo. A Teri, su hija pequeña, se le perdonó la vida. No es que fuera un acto benevolente por parte de Heibert, se lo aseguro. Lo que sucedió fue que la imagen pública de un tío abuelo considerado y protector para con la niña le pareció demasiado buena como para dejar escapar la ocasión.
Pitt dirigió otra mirada hacia los guardias, el túnel y el submarino japonés de clase I. Luego se volvió de nuevo hacia Von Till.
–Después de efectuado el cambio, el contrabando no fue más que un negocio secundario para usted. El ingenioso plan de un submarino adherido a la quilla de un barco fue algo natural para un antiguo comandante de submarinos. Heibert, alias Von Till, lo había conseguido de cara al mundo exterior. La Naviera Minerva prosperaba y el dinero empezaba a entrar a raudales. Pero usted se sentía preocupado, tenía la impresión de que las cosas rodaban demasiado bien. Cuanto más destacaba, mayores eran las probabilidades de quedar al descubierto. Así pues, decidió instalarse en Thasos, reconstruir la villa y representar el papel de un millonario excéntrico. Los negocios, como siempre, no constituían ningún problema. Se instaló una emisora de onda corta de alta potencia para dirigir la Naviera Minerva sin necesidad de poner siquiera un pie en Europa. Pero su perverso pasado fue demasiado fuerte. Dejó que la flota de la empresa se transformara en cargueros de cuarta categoría, y se dedicó de lleno al contrabando...
–¿Adónde conduce toda esta cháchara? –le interrumpió Darius.
–A un interesante fait accompli –explicó Pitt–. Parece que la ausencia del almirante Heibert se hizo notar durante la celebración de los juicios de Nuremberg. Su nombre continúa estando en la lista de criminales de guerra más buscados, junto con el de Martin Bormann. No obstante, fue un tipo muy bondadoso durante la guerra, vaya si lo fue. Mientras Eichmann se dedicaba a quemar judíos, Heibert vaciaba los campos y trasladaba a los prisioneros aliados en las bodegas de viejos barcos mercantes que luego hundía en el mar del Norte. Su desaparición al final de la guerra responde a que sabía lo que le esperaba si se quedaba en Alemania. Fue condenado in absentia por el tribunal de Nuremberg y sentenciado a muerte. Es una pena que no se le colgara hasta ahora, aunque siempre es mejor tarde que nunca.
Pitt acababa de jugar su última carta; ya no le quedaba más tiempo.
–Bueno, pues ahí lo tiene todo –añadió–. Admito que he presentado toda la historia de un modo bastante sintético. Los alemanes sólo pudieron enviarme por radio un breve perfil de la información que tienen en sus archivos. Es posible que los detalles exactos no lleguen a conocerse nunca. Pero no importa, porque es usted hombre muerto, Heibert.
Von Till miró a Pitt con expresión gélida.
–No le hagas caso, Darius. Su fantástica historia no es más que una inteligente estratagema para ganar tiempo, propia de un desesperado... –Von Till se detuvo y escuchó.
Al principio, el sonido fue débil, como un extraño golpeteo. Luego, Pitt lo reconoció como el pesado retumbar de botas tachonadas que se acercaban por el muelle de madera. La neblina regresó y su atmósfera húmeda lo envolvió todo, al mismo tiempo que parecía amplificar el sonido de los pasos que se aproximaban, hasta convertirlos en golpeteos resonantes. Sonaban como si quien hiciera el ruido levantara los pies y los dejara caer con violencia. De pronto surgió de entre la niebla una figura fantasmagórica y sin rostro, vestida con el uniforme de los guardaespaldas de Von Till. Apenas discernible, la figura se detuvo y entrechocó los tacones.
–El Reina Yocasta acaba de echar el ancla, señor –dijo con tono gutural.
–¡Idiota! –le espetó Von Till–. Regrese a su puesto.
–No más retrasos –gruñó Darius–. Sólo una bala en la entrepierna del mayor y lo dejamos agonizar lentamente.
El cañón de la Luger descendió hacia el bajo vientre de Pitt.
–Estoy preparado –dijo Pitt con serenidad.
En su rostro había una mirada fija, extrañamente inexpresiva, que para Von Till resultaba más perturbadora que cualquier demostración de temor.
Von Till se inclinó, con una breve y precisa reverencia:
–Lo siento, mayor –dijo el anciano alemán con lentitud–, pero nuestra interesante charla ha terminado. Discúlpeme si no cumplo con los rituales tradicionales de vendarle los ojos y ofrecerle el último cigarrillo.
No dijo nada más, pero la mueca maligna y perversa de su rostro hablaba por sí sola. Pitt se preparó para el disparo del arma de Darius.
18
Se oyó la detonación de un arma de fuego. No fue el agudo estrépito de una Luger, sino el estruendo denso y ensordecedor de un Colt del 45 de cañón largo. Darius emitió un grito de dolor cuando el certero disparo le arrancó la Luger de la mano. Giordino, con un uniforme casi dos veces más grande que su talla, saltó desde el muelle a la cubierta del submarino y apoyó el cañón del Colt contra la oreja izquierda de Von Till. Luego se volvió para admirar su puntería.
–Bueno, ¿qué te ha parecido eso? Esta vez hasta he recordado quitar el seguro.
–Buen disparo –asintió Pitt–. Errol Flynn no podría haber hecho una salida a escena más espectacular.
Con expresiones de confusión, Von Till y Darius se quedaron petrificados. La luz disipó la neblina, y los guardias situados en la plataforma se dieron cuenta de que había problemas en la cubierta del submarino. Instantáneamente, los cinco hombres apuntaron sus pistolas ametralladoras directamente hacia Pitt.
–No lo intentéis, chicos –retumbó la voz de Giordino–. ¿O preferís que llene de plomo el cerebro de vuestro jefe? Si alguien dispara, todos morirán. Estáis rodeados. Y no fanfarroneo... Si no me creéis, mirad el túnel.
Todos miraron hacia allí y de pronto vieron refulgir diez fusiles en manos del grupo de tipos más duros que Pitt hubiera visto jamás. Se hallaban dispuestos alrededor de la entrada del túnel, cuatro tumbados en el suelo, tres arrodillados y otros tres de pie. Pitt casi tuvo que mirar dos veces para distinguirlos con claridad, pues sus uniformes de camuflaje, negros y marrones, se mezclaban con las grietas cubiertas por las sombras. Sólo sus boinas marrones, que los distinguían como unidades de élite, permitían advertir su presencia.
–Y ahora, por favor –prosiguió Giordino–, dirijan su atención al submarino que está a mis espaldas.
La visión de la amenazadora ametralladora que empuñaba. el coronel Zeno en la torre de observación del submarino de la clase I fue el detalle que terminó por doblegar el ánimo de los guardaespaldas. Lentamente, bajaron sus armas y levantaron las manos; todos lo hicieron así... excepto uno, que pagó un alto precio.
Zeno apretó ligeramente el gatillo y su arma escupió sólo dos balas; no hubo necesidad de más. El desgraciado guardia que había vacilado cayó al suelo con un rictus dibujado en el rostro, y luego resbaló hasta el agua, donde produjo una gran mancha roja.
–Y ahora, andando hacia la salida más próxima –ordenó Giordino–. Con las manos a la cabeza.
Pitt, cuya expresión reflejaba el mordiente dolor de su pierna, le dijo a Giordino:
–Te has tomado demasiado tiempo para aparecer en escena.
–Ah, viejo amigo, Roma no se edificó en veinticuatro horas –repuso Giordino con acento pontifical–. Al fin y al cabo, no es demasiado estimulante nadar hasta la costa, encontrar a Zacynthus, Zeno y el grupo de comandos en lancha, y luego conducirlos a través de este laberinto.
–¿Tuviste algún problema con mis instrucciones?
–Ninguno. El pozo del ascensor estaba exactamente donde dijiste.
Von Till se acercó a Pitt, con ojos tan fríos como el hielo.
–¿Quién le habló del ascensor?
–Nadie –contestó Pitt–. Mientras caminaba por el laberinto, enfilé por azar un pasadizo lateral que terminaba en un pozo de ventilación. Más allá de la abertura, oí el sonido de generadores. Sólo comprendí su propósito. cuando estuve seguro de la existencia de la cueva submarina. Su villa está en una línea casi vertical sobre los acantilados de la costa. El ascensor subterráneo tenía que ser la única forma de desplazarse desde la villa hasta la caverna sin ser detectado. El pozo, la caverna y los pasadizos fueron construidos por contrabandistas fenicios hace más de dos mil años.
–Eh, un momento –intervino Giordino–. ¿Quiere decir que alguien ya introducía contrabando por aquí antes de Cristo?
–Oh, Giordino, ¿qué haré contigo? –replicó Pitt con una sonrisa–. Si lees el folleto que Zeno nos entregó antes de iniciar la visita turística a las ruinas, sabrás que Thasos fue originalmente colonizada por los fenicios, para explotar sus depósitos de oro y plata. Tanto los túneles como el pozo forman parte de una antigua mina; cuando los filones se agotaron fue abandonada. Los griegos la descubrieron unos pocos siglos más tarde y creyeron que se trataba de alguna clase de laberinto construido por los dioses.
Un movimiento en el muelle atrajo la atención de Pitt, que levantó la vista. Zacynthus apareció como surgido de la nada y se quedó mirando fijamente a Pitt. Finalmente preguntó:
–¿Cómo está tu pierna?
–Probablemente notaré un hormigueo cuando descienda el barómetro – contestó Pitt con un encogimiento de hombros–, pero eso no debería perjudicar mi vida sexual.
–El coronel Zeno ha enviado dos hombres en busca de una camilla. Estarán aquí en poco tiempo.
–¿Has oído algo de nuestra instructiva conversación?
Zacynthus asintió con un gesto.
–No me he perdido palabra. La acústica que hay aquí podría competir con la del Carnegie Hall.
–Nunca podrán demostrar nada –dijo Von Till con un gesto despectivo.
–Como ya he dicho antes, no tengo que demostrar nada –murmuró Pitt–. En estos momentos, cuatro cazadores de criminales de guerra vuelan hasta aquí desde Alemania, por cortesía de la fuerza aérea norteamericana, que ha colaborado de buen grado después de su pequeña incursión sobre el campo Brady.. Esos cuatro hombres son especialistas. Conocen todos los trucos de ocultación de identidad, de modo que no se dejarán engañar por la cirugía plástica, una voz diferente o su avanzada edad. Me temo que esto representa el final de trayecto para usted, almirante.
–Soy ciudadano griego –dijo Von Till con arrogancia–. No pueden secuestrarme y llevarme a Alemania.
–Déjese ya de farsas –replicó Pitt con dureza–. Von Till era el ciudadano griego, no usted. Coronel Zeno, ¿quiere explicárselo al almirante?
–Será un placer, mayor. –Zeno había abandonado la torre de observación del submarino japonés y se encontraba ahora al lado de Zacynthus. Sonrió ampliamente con su gran bigote y miró a Von Till con ojos penetrantes–. No solemos mirar con simpatía a nadie que entre ilegalmente en nuestro país, y tampoco nos gusta oficiar de anfitriones de un criminal de guerra. Si es usted realmente el almirante Erich Heibert, tal como afirma el mayor Pitt, me ocuparé personalmente de que sea entregado a los cazadores de criminales de guerra, y que sea devuelto en el primer avión disponible a Alemania y a la cárcel.
–Un final de lo más apropiado –dijo lentamente Zacynthus–. Eso ahorra a los contribuyentes el gasto de un juicio interminable por tráfico de drogas. Por otro lado, hemos perdido la oportunidad de apoderarnos de la mitad de los camellos de Norteamérica.
–¿Olvidas que es la oportunidad la que hace al ladrón? –repuso Pitt con una sonrisa burlona.
–¿Qué quieres decir?
–Sencilla aritmética, Zac. Ahora que sabes cómo y dónde se efectúa el desembarco de la heroína, sería bastante sencillo abordar el Reina Yocasta, incomunicar a la tripulación y entregar la mercancía personalmente. Estoy seguro de que las autoridades competentes podrían mantener en secreto la detención de Heibert hasta que tú montes tu trampa en la fábrica de conservas de Galveston.
–Ya –asintió Zacynthus reflexivamente–. Podría funcionar, siempre y cuando encuentre una tripulación para el barco y el submarino. Dispongo de muy poco tiempo.
–La Sexta Flota estacionada en el Mediterráneo –ofreció Pitt–. Utiliza tu influencia y pide a la marina que nos proporcionen una tripulación de emergencia. Pueden llegar al campo Brady por vía aérea. Nada de eso debería retrasar en más de cinco ó seis horas el horario del Reina Yocasta, y si luego le sacas el máximo rendimiento a la maquinaria de esa vieja bañera, seguro que en un día y medio recuperas el retraso.
Zacynthus miró a Pitt con asombro y admiración.
–No hay nada que se te pase por alto, ¿verdad?
Pitt se encogió de hombros y mantuvo la sonrisa.
–Lo intento.
–Por cierto, ¿cómo supiste que Darius era un informador?
–Cuando registré el Reina Artemisa, me olí la presencia de una rata. El transmisor de la cabina de radio estaba sintonizado con la misma frecuencia que el de tu despacho. Debo admitir que en aquellos momentos pensé que podía ser uno de vosotros. Pero las sospechas se centraron en Darius después de que regresé a nado a la playa y me encontré con Giordino. Según me dijo, Darius había estado pegado a tu radio durante todo el tiempo transcurrido entre la llegada y la salida del Reina Artemisa. Fue una disposición de lo más conveniente. Mientras tú y Zeno os dedicabais a la caza del pato salvaje, sin apartar la vista de la villa y acribillados por los mosquitos, Darius estaba cómodamente sentado, bebiendo cerveza, y se ocupaba de informar a Heibert de cada uno de vuestros movimientos. Por eso tuve el barco para mí solo. Los miembros de la tripulación estaban ocupados en los pantoques, para soltar al submarino. El capitán ni siquiera se molestó en apostar un vigía porque Darius le aseguró que no había problemas. Lo que Darius no sabía, y ni siquiera sabías tú, Zac, era que yo pensaba acercarme a nado y vigilar el barco desde el agua. No sospechasteis nada cuando Giordino y yo nos ofrecimos para vigilar el barco desde la playa. Sólo en el último minuto decidí subir al barco para echar un vistazo desde más cerca, al no observar ninguna señal de vida en el Reina Artemisa. Mis disculpas por no haberte explicado previamente mis acciones, pero te habrías puesto como un basilisco y habrías intentado detenerme.
–Soy yo el que debe presentar disculpas –dijo Zacynthus–. Me merezco el premio al zopenco del año. Maldita sea, ¿cómo pude haber estado tan ciego? Debí haber imaginado que algo andaba mal cuando Darius no pudo interceptar ningún mensaje entre los barcos de la Minerva que pasaban ante la costa y la villa.
–Podría haberte comunicado mis sospechas esta mañana, en la carretera – dijo Pitt–. Pero no me pareció ni el momento ni el lugar adecuados, y mucho menos delante de Darius. En segundo lugar, y al no contar aún con pruebas incontestables, dudo que tú y Zeno hubierais creído en mi acusación.
–Tienes razón –admitió Zacynthus–. Dime una cosa, ¿cómo descubriste lo del Reina Yocasta?
–La fuerza aérea tiene una curiosa costumbre cuando presta sus vehículos: tarde o temprano quiere que se los devuelvan. Después de que Giordino y yo os dejáramos, pasamos por campo Brady y devolvimos la camioneta al parque de vehículos. El coronel Lewis nos estaba esperando y me alertó sobre la presencia del Reina Yocasta. Una de sus patrullas aéreas de la mañana lo había avistado avanzando hacia el norte, en dirección a Thasos. El siguiente paso consistió en comprobar el cargamento y el destino del barco con el agente de Minerva en Atenas. Su contestación no hizo sino añadir una coincidencia interesante. No sólo pasarían dos barcos de Minerva ante la villa en el lapso de doce horas, sino que, además, ambos se dirigían a puertos norteamericanos. Empecé a comprenderlo todo: Von Till, es decir, Heibert, tenía intención de cambiar el submarino y la heroína desde el Reina Artemisa al Reina Yocasta.
–Podrías haberme informado de tu secreto –dijo Zacynthus con un rictus de amargura–. Estuve a punto de ordenar que encerraran a Giordino cuando entró como una tromba en mi despacho y exigió que yo, junto con los hombres del coronel Zeno, le siguiéramos hasta el laberinto.
Pitt lo observó un momento. El rostro del inspector aparecía ceñudo.
–Lo tuve en cuenta –dijo Pitt con franqueza–. Pero llegué a la conclusión de que cuanto menos supieran los demás, menos posibilidades habría de que Darius sospechara. Tampoco le dije nada a la chica porque era esencial que su mensaje, en el que advertía a vuestro cuartel general de mis planes de emprender la búsqueda de la caverna, debía abrigar intenciones serias cuando Darius lo interceptara. Admito que mis acciones fueron tortuosas, pero mis razones fueron válidas.
–Y pensar que uno de los mejores investigadores de la oficina se dejó engañar por un aficionado. –Zacynthus esbozó una sonrisa que borró la acidez de sus palabras–. Pero valió la pena. Desde luego que sí.
Pitt se sintió aliviado. No deseaba enemistarse con Zacynthus. Se volvió y miró a Von Till. El anciano alemán le devolvió la mirada con un desprecio que iba mucho más allá del odio. El único sentimiento que experimentó Pitt fue repulsión. Habló con serenidad, aunque su voz fría sonó en cada centímetro de la caverna.
–Usted tendría que morir miles de veces, y unas veces más, para pagar por todas las vidas que ha segado. La mayoría de los hombres nacen y se van a la tumba sin haber matado a nadie, pero usted es la excepción. Desde los prisioneros de guerra que condenó a las frías aguas del mar del Norte, hasta las jóvenes escolares a las que vendió como esclavas en los callejones de Casablanca, su lista es interminable. Qué irónico que un hombre que ha provocado la muerte de tantos tenga que morir también horriblemente. Lo único que lamento es no estar allí para ver cómo se le estira el cuello, Heibert, para ver cómo su cuerpo se sacude y balancea del extremo de la soga. Dicen que los estertores vacían la vejiga y los intestinos. Un final muy adecuado para un diablo como usted.
Von Till se abalanzó hacia Pitt, murmurando palabras inconexas y con el rostro desencajado por una ira ciega, sin ver los miembros de la gendarmería que le apuntaban. Fue el arrebato demencial de un hombre desquiciado. La pistola de Giordino le golpeó en la nuca y lo hizo caer desgarbadamente sobre la cubierta, donde se quedó inerte. Giordino ni siquiera lo miró, y se limitó a enfundar el arma.
–Le has dado demasiado fuerte –le reprochó Zacynthus.
–Las sabandijas no mueren fácilmente –replicó Giordino–, sobre todo cuando son tan mezquinos como este cabrón bastardo.
Darius no se movía ni hablaba desde que Giordino le había disparado. Cualquier otro hombre se habría sujetado la mano herida y sangrante, pero no Darius. El corpulento bruto se limitó a dejar la mano inerte a un costado y a salpicar de sangre la cubierta del submarino. La expresión ausente de su rostro le recordó a Pitt la de un gorila recién enjaulado. Afortunadamente, cinco miembros de la gendarmería de Zeno encañonaron a Darius.
Pitt hizo un gesto hacia Darius.
–¿Qué ocurrirá con él?
–Un juicio sumario y el pelotón de ejecución –contestó Zacynthus.
–No habrá ningún juicio –interrumpió Zeno–. La gendarmería nunca ha admitido la existencia de traidores en sus filas. –Sus ojos estaban llenos de tristeza–. El capitán Darius morirá en el cumplimiento de su deber.
En la caverna se hizo un profundo silencio. Pitt, Zacynthus y Giordino intercambiaron miradas de extrañeza ante las palabras de Zeno.
Darius no dijo nada, ni demostró emoción o temor; sólo la resignación ante un destino que excluía toda esperanza. Lentamente, como un hombre exhausto, saltó desde la cubierta del submarino al muelle y se quedó inmóvil delante de Zeno, con la cabeza inclinada.
–Creí que te conocía desde hacía años, Darius –dijo Zeno–. Sin embargo, no te conocía realmente. Sólo Dios sabe cómo pudiste convertirte en lo que eres. Es una pena, porque la gendarmería perderá a un buen hombre... –Zeno vaciló, buscando las palabras, pero no se le ocurrió nada más que decir. Casi con meticulosidad, extrajo las balas de su arma y sólo dejó una. Luego le tendió el arma a Darius, con la culata por delante.
Darius asintió con un gesto, buscó en los ojos de Zeno una inexistente señal de clemencia, tomó el arma, se volvió lentamente hacia el túnel y se encaminó hacia él.
–¡Vaya! –exclamó Giordino–. Sin despedidas, lamentaciones o reproches. Sencillamente así, se larga y se vuela la tapa de los sesos.
–Su vida acabó en cuanto se convirtió en un traidor –dijo Zeno con voz inexpresiva–. Darius lo sabía entonces, y también lo sabe ahora. Hablará unos minutos con su Dios para preparar su muerte... y luego apretará el gatillo.
Giordino vio cómo Darius desaparecía en la oscuridad del túnel. Hasta que no le llegara la hora, nunca comprendería cómo alguien podía quitarse la vida de un modo tan ciego. Se volvió hacia Pitt.
–Estamos perdiendo el tiempo y nos quedamos sin dinero. Probablemente Gunn estará sufriendo un ataque de nervios al preguntarse qué les ha ocurrido a sus mimados científicos.
–No puedo decir que se lo reproche –terció Knight, que subía a la cubierta por la escotilla, con una sonrisa en el rostro–. Resulta difícil encontrar grandes intelectos en estos últimos tiempos.
–Ah, aquí tenemos un intelectual con ínfulas –gimió Giordino–. ¿A qué extremos ha llegado la ciencia?
A pesar del dolor de su pierna, Pitt soltó una risotada.
–Quizá algo del intelecto de Knight se te pegue cuando los acompañes, a él y a los demás comediantes, hasta que estén a salvo y a bordo.
–Lo que me faltaba –volvió a gemir Giordino–, Después de todo lo que he hecho por ti.
–Es preferible dar que recibir –le siguió la corriente Pitt–. Y ahora ya podéis poneros en marcha. Si esperáis salir a nado por los túneles submarinos, tendréis que retirar el equipo de buceo del fondo.
Woodson salió también por la escotilla y se acercó a Pitt:
–Quizá sea mejor que me quede con usted, mayor, hasta que lo hayan atendido en el hospital.
–No, gracias –contestó Pitt un tanto sorprendido ante la preocupación del inexpresivo Woodson–. Estoy bien. Zac me llevará a un hospital de enfermeras ninfómanas, ¿verdad, Zac?
–Lo siento –repuso Zacynthus con una sonrisa–, pero eso no será posible hasta que la fuerza aérea no cambie su política de alistamiento. Me temo que el hospital de campo Brady dispone de las únicas instalaciones decentes en la isla para tratar agujeros de bala.
Llegaron los camilleros e inmediatamente atendieron a Pitt.
–Oh, bien –dijo–, al menos viajaré en primera. –Luego se incorporó en la camilla y exclamó–: ¡Maldita sea! Casi se me olvidaba. ¿Dónde está Spencer?
–Aquí, mayor, justo aquí. –El biólogo marino de barba roja se adelantó, desde detrás de Woodson–. ¿Qué puedo hacer por usted?
–Ofrézcale mis cumplidos al comandante Gunn y dele un regalo de mi parte.
Spencer palideció a la vista de la pierna ensangrentada de Pitt.
–Considérelo hecho.
Pitt se reclinó de lado sobre la camilla, apoyado en un codo.
–En la caverna exterior, a unos siete metros de profundidad, hay varias pequeñas fisuras a lo largo de la base de la pared norte. Una de ellas tiene una roca plana que le cubre la entrada. Si todavía no ha logrado abrirse paso a fuerza de músculos, en su interior encontrará un Guasón.
Spencer experimentó la más absoluta sorpresa.
–¿Habla en serio, mayor?
–Debería conocer a un Guasón en cuanto lo veo –replicó Pitt–. Procure que no se le escape.
Spencer emitió un prolongado silbido de incredulidad.
–Vaya sorpresa. Empezaba a pensar que no existía esa criatura. –Se detuvo un momento y frunció el entrecejo, antes de añadir–: Oh, Dios, temo causarle daño con el fusil submarino. Sería mejor una red. Si al menos tuviera una...
–Sólo hay una forma de capturar un Guasón –le dijo Pitt con una sonrisa burlona–. ¡Agárrelo por la aleta!
El dolor empezaba a remitir y Pitt sentía como si la pierna ya no formara parte de él. Las luces de los focos parecieron fundirse en un borrón, todo se hizo más lento a su alrededor y las voces empezaron a sonar lejanas. Luego, los camilleros se lo llevaron. Pero Pitt levantó la cabeza por última vez durante aquel día.
–Zac, una cosa más –dijo con voz apagada–. ¿Cuál es el verdadero nombre de esa chica?
Zac lo miró y le sonrió.
–Se llama Amy.
–Amy... –repitió Pitt–. Nunca había conocido a una chica que se llamara Amy.
Se relajó, se dejó caer sobre la camilla y cerró los ojos con alivio. Lo último que percibió antes de desvanecerse fue el sonido de un disparo que reverberó desde las profundidades del laberinto.
EPÍLOGO
El cielo era un brillante techo azul que alcanzaba hasta donde llegaba la vista. El cálido aire veraniego estaba impregnado de una humedad invisible aun bajo los ardientes rayos del sol. Envueltos en una cegadora luminosidad, los altos edificios blancos se erigían como pequeñas montañas cinceladas y reflejaban el calor sobre el asfalto de la calzada, allá abajo; el tráfico era intenso, y las aceras estaban atestadas por los empleados que se dirigían presurosos a almorzar. Pitt empujó las amplias puertas de cristal y salió, cojeando rígidamente, al vestíbulo con aire acondicionado del edifico de la DEA.
»Para un soltero –pensó–, una de las cosas maravillosas de Washington DC es la superabundancia de mujeres. Las hay de todos los tamaños, edades y disposición, y se agitan como langostas parlanchinas en todos los edificios gubernamentales de la ciudad, proporcionando al hombre hambriento todas las ventajas de las que puede disfrutar un niño rico que entra en una pastelería.» Pitt esbozó su sonrisa más encantadora y traviesa y se la ofreció al trío de sonrientes secretarias que salieron del ascensor. Le devolvieron la sonrisa, acompañada con la habitual combinación de miradas fugaces y disimulada coquetería, y luego pasaron junto a él, riendo, en dirección al vestíbulo, sin dejar de dirigirle alguna que otra mirada por encima del hombro.
Un momento más tarde, representando a la perfección el papel de guerrero herido, Pitt se apoyó pesadamente en el bastón y salió cojeando del ascensor para avanzar sobre la mullida alfombra del octavo piso. En el centro de la antesala, una docena de jóvenes de piernas enfundadas en medias de nailon estaban sentadas ante una docena de mesas, ocupadas en el teclado de una docena de máquinas de escribir, ninguna de las cuales levantó la mirada hacia él. Se dirigió despacio hacia una rubia de buen busto, sobre cuya mesa había un pequeño rótulo que rezaba: «Información.» Una vez allí, bajó la mirada desde lo alto y la admiró por un momento.
–Discúlpeme.
Ella no le escuchó por encima del tecleteo de las máquinas de escribir.
–Discúlpeme –repitió Pitt en voz más alta.
La mujer se volvió y le miró.
–¿Puedo ayudarle? –Su tono era frío y unos grandes ojos avellana le miraron con expresión poco amistosa.
Pitt se dijo que aún tenía que practicar mucho con su saludo más gélido. El suéter blanco de cuello de tortuga, la chaqueta deportiva verde de California, el pañuelo que asomaba por el bolsillo superior de la chaqueta no lo caracterizaban precisamente como un ejecutivo o como un burócrata importante de Washington.
–Quisiera ver al director de la oficina.
–Lo siento –dijo ella,– volviendo la cara hacia la máquina de escribir–. El director está ocupado y no puede recibir a nadie.
El desprecio y la ira empezaron a crecer en Pitt.
–El inspector Zacynthus me ha conseguido una cita...
–El despacho del inspector Zacynthus está en el cuarto piso –le interrumpió la mujer mecánicamente.
Sin pronunciar palabra, Pitt propinó un golpe fuerte y resonante con el bastón sobre la mesa. La mecanógrafa abrió los ojos como platos y sus manos se quedaron petrificadas sobre el teclado, mientras que toda la antesala quedaba repentinamente sumida en un profundo silencio. Con el rostro lívido, la mujer se volvió hacia Pitt, con expresión de creciente temor.
–Está bien, ricura –dijo Pitt con severidad–. Ahora levantarás tu bonito trasero e irás a informar al director de que el mayor Dirk Pitt ha acudido a la cita acordada por el inspector Zacynthus.
–Pitt... el mayor Pitt, de la ANIM –dijo la rubia entrecortadamente–. Oh, lo siento, señor, es que pensé...
–Sí, lo sé –se le adelantó Pitt–. No llevo el uniforme.
La rubia se puso en pie de un brinco.
–Por aquí, mayor. Le esperan.
Pitt le dirigió una sonrisa, dedicó un guiño a las demás mujeres que permanecían sentadas a sus mesas, y se sintió satisfecho con las expresiones de admiración de aquellos veintidós ojos, lo que alimentó su ego masculino.
–Ya podéis seguir mecanografiando, chicas –les dijo con naturalidad–. Veo que tenéis mucho trabajo por hacer.
La rubia le condujo por un largo pasillo, y de vez en cuando aminoraba el paso para que él la alcanzara. Se detuvo y llamó suavemente a una puerta de nogal.
–El mayor Pitt –anunció, y se hizo a un lado para dejarle pasar.
Tres hombres se levantaron cuando él entró en la habitación. El cuarto, Giordino, permaneció cómodamente repantigado en un largo sofá de cuero.
–Creí que nunca vería este día –suspiró–. ¡Dirk Pitt cojeando con un bastón!
–Sólo practico para cuando me llegue la edad senil –replicó Pitt.
Un hombre bajo y pelirrojo, con un gran puro que se movía nerviosamente entre sus labios, se adelantó y estrechó la mano de Pitt.
–Bienvenido, Dirk. Felicidades por el trabajo realizado en el Egeo.
Pitt miró fijamente al almirante James Sandecker, el irritable jefe de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas.
–Gracias, almirante. ¿Hay noticias del Guasón?
–Sólo que está vivo y sigue nadando –contestó Sandecker–. Desde que Gunn lo hizo trasladar la semana pasada en un tanque especial transportado por avión, ni siquiera he podido acercarme a ese condenado bicho, alrededor del cual se ha congregado un cortejo de científicos. Me prometieron enviarme un informe preliminar por la mañana.
Zacynthus se adelantó para saludar a Pitt. Parecía más joven y más relajado que cuando Pitt lo viera por última vez, tres semanas atrás.
–Me alegra de verte andando de nuevo –dijo Zacynthus con una sonrisa–. Tienes un aspecto tan escuálido y horrible como siempre.
Tomó a Pitt por el brazo y lo condujo hasta un hombre alto, que había permanecido de pie junto a la ventana, y los presentó. Pitt estudió al director de la DEA y fue estudiado a su vez por los duros ojos grises de un rostro de pómulos altos con marcas de viruela; era un rostro que parecía extraído directamente de un prontuario policial. Pitt pensó que el director parecía más bien un narcotraficante, antes que el jefe de miles de agentes federales. El director fue el primero en hablar.
–Sentía muchos deseos de conocerle, mayor Pitt. La oficina está en deuda con usted. –El tono de voz era grave y preciso.
–Yo no hice gran cosa, señor. El inspector Zacynthus y el coronel Zeno llevaron la carga más pesada del trabajo.
El director lo miró, impertérrito.
–Es posible, pero las cicatrices las lleva usted. –Hizo un gesto para indicarle a Pitt que tomara asiento y le ofreció un cigarrillo–. ¿Ha tenido un buen vuelo desde Grecia?
Pitt encendió el cigarrillo y dio una profunda calada.
–Los transportes de la fuerza aérea no son precisamente célebres por su buena cocina y servicio al viajero, pero debo admitir que fue más relajante que el vuelo de llegada.
El almirante Sandecker dirigió a Pitt una mirada de perplejidad.
–¿Por qué has volado con la fuerza aérea? Podrías haberlo hecho desde Atenas con la Pan Am o la TWA.
–La fascinación de los recuerdos –contestó Pitt con una sonrisa–. Uno de los recuerdos que me he traído de Thasos era demasiado voluminoso para caber en la bodega de un avión comercial. Afortunadamente, el coronel Lewis acudió en mi rescate y me ayudó a conseguir plaza en un avión de transporte semivacío de la fuerza aérea.
–¿Tu herida cicatriza bien? –preguntó Sandecker, señalando la pierna de Pitt.
–Todavía está un poco rígida, pero la recuperaré con un permiso médico de treinta días.
El almirante miró con ceño a Pitt a través de la nubecilla azulada de humo del puro.
–Dos semanas –dijo con tono de fría autoridad–. Confío más que tú en tu capacidad de recuperación.
El director se aclaró la garganta.
–He leído con interés el informe del inspector Zacynthus. Sin embargo, hay una cuestión que ha pasado por alto. No es muy importante pero, aunque sólo sea por curiosidad personal, me pregunto si podría usted contestarla, mayor. La cuestión es: ¿cómo llegó a la conclusión de que los barcos de la Naviera Minerva tenían capacidad para llevar submarinos?
Pitt sonrió.
–Supongo que el secreto estaba escrito en la arena, señor –contestó.
Los labios del director esbozaron una seca sonrisa. No estaba acostumbrado a recibir respuestas indirectas.
–Muy homérico, mayor, pero no era ésa la respuesta que esperaba.
–Puede que resulte extraño, pero es así –dijo Pitt–. Después de no descubrir el menor rastro de heroína a bordo del Reina Artemisa, nadé de regreso a la playa y empecé a trazar garabatos sobre la arena con un palo. Al principio, la idea del submarino me pareció imposible, pero cuantos más garabatos hacía, más posible me parecía.
El director se reclinó en la silla y meneó la cabeza.
–Cuarenta años, cien agentes de una docena de países, todos ellos dedicados a luchar para eliminar las operaciones de contrabando de Von Till, bajo las condiciones más adversas. Tres de esos agentes dieron su vida en esa lucha. –Miró a Pitt por encima de la mesa–. De algún modo, parece una broma trágica que nuestros esfuerzos pasaran por alto una explicación tan sencilla para alguien que observó lo que sucedía desde el exterior. –Pitt se limitó a mirarlo en silencio–. Y a propósito –prosiguió el director con tono más afable–, supongo que no ha tenido la oportunidad de enterarse de los resultados de nuestras operaciones en Galveston.
Zacynthus miró al director.
–¿Me permite informar al mayor Pitt, señor?
El director asintió.
–Todo salió según el plan previsto. Ocho kilómetros antes de llegar al puerto, una pequeña flotilla de barcos de pesca de Von Till salió a nuestro encuentro, lo que constituyó un momento delicado, puesto que no conocíamos las señales de identificación. Afortunadamente, con la amenaza de castrarlo con un cuchillo oxidado, convencí al capitán del Reina Yocasta para que se pusiera de nuestra parte.
–¿Subió alguien a bordo? –preguntó Pitt.
–No –contestó Zacynthus–. Que subiera un grupo a bordo habría resultado sospechoso para cualquier patrullera que pasara. Los pescadores se limitaron a hacernos señales para que soltáramos el submarino. Una interesante maquinaria, ese submarino. Los ingenieros de la marina que lo estudiaron mientras cruzaba el Atlántico quedaron muy impresionados.
–¿Qué lo hacía tan singular?
–Era completamente automático.
–¿Un submarino teledirigido? –preguntó Pitt con incredulidad.
–Sí, otra de las inteligentes innovaciones de Von Till. Si el submarino hubiera sufrido un accidente o sido detectado por la patrulla del puerto antes de llegar a la fábrica de conservas, no habría forma de relacionarlo con la Naviera Minerva. Y al no tener tripulación, tampoco se podría haber interrogado a nadie.
Pitt se sintió intrigado.
–¿Quieres decir que era controlado por uno de los barcos de pesca?
Zacynthus asintió con un gesto.
–Justo hasta el centro del canal principal del puerto y bajo los pilotes sobre los que se levantaba la fábrica de conservas. Sólo que, en esta ocasión, el submarino llevaba a varios polizontes: yo mismo y diez marinos de la Sexta Flota. Cabría añadir que la fábrica de conservas se hallaba rodeada por treinta de los mejores agentes de la oficina.
–Si en Galveston hubiera habido más de una fábrica de conservas habrían tenido graves problemas –comentó Giordino, pensativo.
Zacynthus sonrió ampliamente.
–Pues en Galveston hay cuatro fábricas de conservas, todas situadas en el puerto, sobre pilotes por encima del agua.
Giordino no formuló la pregunta siguiente, ya que la planteó con la expresión de su rostro.
–Tranquilizaré sus pensamientos –le dijo Zacynthus–. El departamento de Puertos del Golfo, perteneciente a la oficina, mantuvo bajo vigilancia a cada una de las fábricas de conserva durante dos semanas antes de la llegada del Reina Yocasta. La pista la encontramos cuando una de ellas recibió un cargamento de azúcar.
–¿Azúcar? –preguntó Pitt enarcando una ceja.
–El azúcar –informó el director– se emplea a menudo para adulterar y multiplicar la heroína. Cuando la heroína pura es cortada por el intermediario, y vuelta a cortar por el camello, la cantidad original se ve incrementada sustancialmente.
Pitt pensó un momento.
–¿De modo que las ciento treinta toneladas no eran más que el principio?
–Podrían haber sido el principio si no hubiera sido por tu intervención. – contestó Zacynthus–. Eres el único que supo desenmascarar a Von Till. Si tú y Giordino no hubierais llegado a Thasos cuando llegasteis, todo habría fracasado.
–Achácalo a la buena suerte –dijo Pitt con una sonrisa.
–Llámalo como quieras –replicó Zacynthus–. Lo cierto es que, tal y como están las cosas, tenemos a más de treinta de los más grandes narcotraficantes del país a la espera de juicio, incluidos todos los miembros de la compañía de camiones que se encargaba de transportar la mercancía. Y eso no es todo. Cuando registramos las oficinas de la fábrica de conservas, descubrimos un libro con los nombres de casi dos mil intermediarios de Nueva York y Los Ángeles.
Giordino emitió un prolongado silbido.
–Éste va a ser un mal año para los adictos.
–En efecto –asintió Zacynthus–. Ahora que se les ha secado su fuente principal y que la policía está acorralando a los intermediarios, los consumidores se verán obligados a soportar la peor sequía de droga en los últimos veinte años.
Pitt dirigió la mirada más allá de la ventana.
–Queda una pregunta más.
–¿Sí? –dijo Zacynthus, y se volvió a mirarle.
Pitt jugueteó por un momento con el bastón y luego dijo:
–¿Qué ha sido de nuestro viejo amigo? No he visto su nombre en los periódicos.
–Antes de que te conteste, echa un vistazo a estas fotos. –Sacó un par de fotografías de un maletín y las dejó encima de la mesa y delante de Pitt.
Pitt se inclinó y las estudió. La primera era de un hombre de cabello claro con el uniforme de oficial de la marina alemana. Su pose relajada, de pie sobre el puente de un barco y mirando hacia el mar, con las manos sobre unos prismáticos que le colgaban del cuello. El rostro de la segunda fotografía miraba fijamente a Pitt con expresión maliciosa, bajo la cabeza afeitada de Erich von Stroheim. Un enorme perro blanco aparecía en la mitad inferior de la foto, como dispuesto a saltar en cualquier momento. Un escalofrío recorrió el
cuerpo de Pitt al recordar... Los recuerdos eran todavía demasiado vivos.
–No parece haber mucha semejanza.
–El almirante Heibert realizó un trabajo notable –asintió Zacynthus–, en el que se incluyeron cicatrices, marcas de nacimiento e incluso sus empastes dentales, iguales a los de Von Till.
–¿Y las huellas dactilares?
–Imposible demostrar nada por ese lado. No existen huellas dactilares conocidas de Von Till, y Heibert se cambió las suyas mediante cirugía.
Pitt se reclinó en el asiento.
–Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de...?
–Por un detalle inesperado –contestó Zacynthus–. Como sabes, siempre hay un detalle inesperado que permite atrapar a los criminales. En el caso de Heibert fue el cuero cabelludo de Von Till.
–¿De veras? –dijo Pitt, y meneó la cabeza.
–Cuando Von Till era joven contrajo una enfermedad cutánea llamada alopecia areata que le causó la más completa calvicie. Heibert no lo sabía. Creyó que Von Till se había afeitado la cabeza, siguiendo la tradición prusiana, de modo que recurrió a la navaja. A los cazadores de nazis no les gustó detectar el crecimiento de cabello. Hubo, claro está, pruebas posteriores que confirmaron la identidad del almirante Heibert, pero la del cabello fue el primer clavo de su ataúd.
De repente, Pitt experimentó una leve mezcla de alivio y satisfacción.
–¿Ha sido ya ahorcado?
–Hace cuatro días –contestó Zacynthus–. No viste nada en los periódicos porque no se publicó nada. Los alemanes mantuvieron en secreto tanto su captura como su ejecución. Están realmente hartos de que se les restriegue por las narices su pasado nazi cada vez que se encuentra a un criminal de guerra. Además, Heibert no tuvo la misma notoriedad que Bormann y los colaboradores personales de Hitler.
–Lo que le hace preguntarse a uno cuántos más habrá repartidos por el mundo –murmuró Pitt.
En ese momento sonó el teléfono de la mesa. El director levantó el auricular.
–¿Sí?... Bien, comunicaré la buena noticia, gracias. –Colgó y se volvió hacia Sandecker con una amplia sonrisa–. Era de su oficina, almirante. Permítame ser el primero en ofrecerle mis felicitaciones.
Sandecker masticó el puro con expectación.
–¿Por qué demonios?
El director se levantó y apoyó una mano sobre el hombro del almirante.
–Parece que su rareza marina ha resultado una hembra vivípara. Así pues, es usted ahora el orgulloso papá de un majadero Guasón bebé.
El vaporoso calor empezaba a amainar, y las sombras se prolongaban alargadas al sol de últimas horas de la tarde cuando Pitt salió cojeando a la acera. Se detuvo un momento y contempló la ciudad. Las calles estaban atestadas con el tráfico de los que regresaban a sus casas, y todos los edificios no tardarían en quedarse en silencio y desiertos. Miró hacia el Capitolio, en la distancia, con su blanca cúpula iluminada por un matiz dorado procedente del sol poniente, y recordó otra escena en una playa lejana, y un barco blanco y un vibrante mar azul. Parecía haber transcurrido mucho tiempo, casi una eternidad.
Giordino y Zacynthus bajaron la escalinata y se unieron a él. Zacynthus dijo con jovialidad:
–Caballeros, sugiero que puesto que todos estamos solteros, combinemos nuestras fuerzas para encontrar un poco de diversión.
–Yo me apunto –asintió Giordino.
Pitt, en cambio, se encogió de hombros con fingida tristeza.
–Lo siento, pero he de rechazar vuestra invitación, puesto que tengo una cita.
–Eres incorregible, jefe –gimió Giordino.
–Cometes un error –dijo Zacynthus echándose a reír–. Tengo en mi poder una pequeña libreta negra que contiene los números de teléfono de algunas de las secretarias más rubias... –Zacynthus se interrumpió y miró fijamente hacia el otro lado de la calle con ojos de asombro.
Un elegante coche negro y plateado se detuvo suavemente junto a la acera. Al volante iba una bella mujer de cabello moreno.
–Santo Dios –balbuceó Zacynthus–. El Maybach de Von Till. –Se volvió hacia Pitt–. ¿Cómo lo conseguiste?
–El botín pertenece al vencedor –contestó Pitt con una sonrisa de astucia.
Giordino enarcó una ceja.
–Ahora comprendo a qué te referías al hablar de un recuerdo voluminoso, aunque tu otro recuerdo tampoco está nada mal.
Pitt abrió la portezuela delantera del coche.
–Creo que los dos conocéis a mi espléndida choferesa.
–Me recuerda a una chica a la que conocí una vez en el Egeo –dijo Giordino con una amplia sonrisa–. Aunque ésta tiene mejor aspecto.
La joven se echó a reír.
–Sólo para demostrar la eficacia de los halagos, te perdono por la forma tan grosera con que me llevaste por el laberinto. Te ruego que la próxima vez me lo adviertas con antelación para ponerme ropa más decente.
Giordino, con expresión de súbito embarazo, dijo:
–Lo prometo.
Pitt se volvió hacia Zacynthus. En sus ojos bailoteaba una débil sonrisa.
–¿Quieres hacerme un favor, Zac?
–Dispara.
–Necesito los servicios de uno de tus agentes durante un par de semanas. ¿Podrás ocuparte de eso?
Zacynthus miró a la joven y asintió con un gesto.
–Descuida. La oficina te debe por lo menos eso.
Pitt subió al asiento delantero y cerró la portezuela. Luego le tendió el bastón a Giordino.
–Ten, creo que ya no lo necesitaré.
Y antes de que Giordino pudiera contestarle, la joven puso en marcha el elegante coche, que se deslizó con suavidad y se unió al tráfico.
Giordino se quedó mirando el techo alto del vehículo hasta que giró en una
esquina y se perdió de vista. Sólo entonces se volvió hacia Zacynthus. –¿Qué tal preparas las escalopas con setas en salsa de vino blanco? –Nunca he ido más allá de calentar una pizza congelada mientras veo la
televisión –contestó Zacynthus meneando la cabeza. –En tal caso, puedes invitarme a tomar una copa. –¿Olvidas que sólo soy un humilde funcionario? –Entonces, considérame como una entrada más en tu cuenta de gastos. Zacynthus intentó mostrarse serio, pero finalmente se encogió de hombros
y sonrió. –De acuerdo. –Vamos allá. Y así, bromeando y riendo, el alto Zacynthus y el bajo Giordino, que
parecían la viva imagen de Stan Laurel y Oliver Hardy, echaron a andar por la acera en dirección al bar más cercano.
FIN