SOLO LA VERDAD Y NADA MÁS QUE LA VERDAD (Isaac Asimov)
Publicado en
junio 27, 2010
Cuando Roger Halsted hizo su aparición al final de las escaleras el día en que los Viudos Negros celebraban su reunión mensual, los únicos que se hallaban presentes eran Avalon y Rubin, quienes lo saludaron con grandes muestras de júbilo.
—¡Vaya! Al fin decidiste despertar, por lo menos lo suficiente para ver a los viejos amigos, ¿no es así? —dijo Emmanuel Rubin, y fue a su encuentro casi trotando, con los brazos abiertos, mientras su barba se abría en una ancha sonrisa—. ¿Dónde has estado durante las últimas reuniones?
—¿Qué tal, Roger? —dijo Avalon, sonriendo desde las alturas de su sempiterna dignidad—. Encantado de verte.
Halsted se desprendió de su abrigo.
—Un frío terrible, allí afuera. Henry, tráigame...
Pero Henry, el único camarero que los Viudos Negros tuvieron y tendrían jamás, tenía la copa ya servida.
—Me alegro de verlo nuevamente, señor.
Halsted tomó la copa con un gesto de agradecimiento.
—Dos veces seguidas algo surgió a último momento y... ¿Saben?, He estado pensando en algo que voy a hacer.
—Renunciar a las matemáticas y ganarte la vida honradamente —dijo Rubin. Halsted suspiró.
—Enseñar matemáticas en una escuela secundaria es la profesión más honrada que se pueda encontrar. Es por eso que pagan tan poco.
—En ese caso —dijo Avalon, agitando suavemente su aperitivo—, ¿por qué los que escriben por su cuenta hacen el trabajo más sucio del mundo?
—Los que escriben por cuenta propia no hacen ningún trabajo sucio —repuso Rubin, el escritor aludido, mordiendo enseguida el anzuelo—, mientras no se utilice un agente literario...
—¿Qué es lo que has decidido hacer, Roger? —interrumpió Avalon, conciliatorio.
—Es sólo un proyecto que tengo en la cabeza —dijo Halsted. Su frente amplia y rosada no mostraba ni vestigios de la raya que debió de haber tenido en el peinado, quizá diez años atrás, aunque su cabello aún era bastante abundante en la coronilla y a los costados—. Voy a escribir de nuevo la Ilíada y la Odisea, en quintillas, una estrofa por cada uno de los cantos de ambas.
Avalon asintió.
—¿Escribiste ya alguna de ellos?
—Ya terminé el primer canto de la Ilíada. Dice así:
Agamenón, jefe entre las huestes griegas
Con Aquiles sostuvo una refriega.
Discutieron larga y duramente,
Mas Aquiles cada vez más enojado,
Acabó por marcharse de repente.
—No está mal —dijo Avalon—. En realidad, está bastante bien. Resume esencialmente todo el contenido del primer canto.
Mario Gonzalo subía corriendo las escaleras en ese momento. Era el anfitrión de esa tarde.
—¿Hay alguien más aquí? —preguntó.
—Sólo nosotros, los viejos de siempre —dijo Avalon plácidamente.
—Mi invitado está en camino. Un tipo realmente interesante. A Henry le gustará porque es un hombre que jamás miente.
Henry alzó las cejas mientras servía la copa de Mario.
—¡No me digas que traes a George Washington! —dijo Halsted.
—¡Roger! Encantado de verte nuevamente... A propósito, Jim Drake no estará con nosotros esta noche. Envió una nota para avisar que tenía que asistir a una celebración familiar. El invitado que traigo es un muchacho llamado Sand, John Sand. Lo conozco hace años. Un loco. Un entusiasta de las carreras de caballos que jamás miente. No le he oído decir mentiras. Es, prácticamente, la única virtud que tiene —concluyó, e hizo un guiño.
Avalon asintió ostentosamente.
—Dios proteja a los que pueden hacerlo. A medida que uno envejece, sin embargo...
—Y creo que será una sesión interesante —agregó Gonzalo rápidamente, queriendo evitar a ojos vista las confidencias poco picarescas de Avalon—. Le hablé del club y de las dos últimas veces, cuando tuvimos que resolver ciertos misterios...
—¿Misterios? —inquirió Halsted con repentino interés.
—Eres un miembro muy conspicuo del club —dijo Gonzalo—, de modo que creo que podemos contarte. Pero asegúrate de que sea Henry quien lo haga, pues fue el protagonista las dos veces.
—¿Henry? —Halsted miró sobre su hombro ligeramente sorprendido—. ¿También lo están haciendo entrar a usted en nuestras idioteces?
—Le aseguro, Sr. Halsted, que no intento participar en ellas —dijo Henry.
—¡No participar en ellas! —remedó Rubin acaloradamente—. Mira, Henry fue el Sherlock de la sesión la última vez. Él...
—El problema es —interrumpió Avalon—, que puedes haber hablado demasiado, Mario. ¿Qué le contaste a tu amigo sobre nosotros?
—¿Qué quieres decir con esto, de que hablé mucho? No soy Manny. Expresamente le expliqué a Sand que no podía darle detalles porque todos y cada uno de nosotros éramos sacerdotes respetuosos del secreto de confesión en cuanto a lo que aquí se dice. Él me dijo que le gustaría ser miembro del club, porque tenía una dificultad que lo estaba volviendo loco; de modo que entonces le dije que podía venir la próxima vez, ya que yo sería el anfitrión de turno y él podía ser mi invitado, y... ¡aquí está!
Un hombre delgado con una gruesa bufanda al cuello subía las escaleras. Su delgadez se vio acentuada cuando se quitó el abrigo. Bajo la bufanda, su corbata brillaba como una mancha de sangre y parecía prestar color a su cara pálida y flaca. Parecía rondar los treinta.
—John Sand —dijo Mario, presentándole a cada uno, ceremonia que se vio interrumpida por unos fuertes pasos en la escalera y el grito habitual de Thomas Trumbull.
—Henry, un whisky con soda para un moribundo.
—Tom —dijo Rubin—, podrías llegar temprano si te relajas y te dejas de hacer tantos esfuerzos para llegar tarde.
—Mientras más tarde llego —dijo Trumbull—, menos de tus comentarios idiotas oigo. ¿Pensaste alguna vez en eso?
Una vez presentado Trumbull, todos se sentaron.
Como el menú de esa tarde había sido preparado con tan pocas precauciones como para comenzar con alcauciles, Rubin se había lanzado en una disertación sobre el único modo correcto de preparar la salsa para ellos. Cuando Trumbull afirmó, asqueado, que la única preparación adecuada para los alcauciles era el cubo de la basura, Rubin insistió aún.
—Por supuesto, si no tienen la salsa adecuada...
Sand comió intranquilo y dejó por lo menos la tercera parte de un excelente bistec. Halsted, que tenía tendencia a engordar, observaba los restos con avidez. Había sido el primero en terminar su plato y frente a él sólo quedaba un hueso pelado y grasa.
Sand pareció percatarse de las miradas de Halsted y le preguntó:
—Francamente, estoy demasiado preocupado y he perdido el apetito. ¿No quisiera usted terminar el resto de esto?
—¿Yo? No, muchas gracias —dijo Halsted sombríamente. Sand sonrió.
—¿Puedo serle franco?
—Por supuesto. Si ha estado escuchando la conversación de la mesa, se habrá dado cuenta de que la franqueza está a la orden del día.
—Me alegro, porque lo habría dicho de todos modos. La franqueza es en mí... una obsesión. Usted miente, señor Halsted. Por supuesto que usted quiere el resto de mi bistec y se lo comería, si pensara que nadie lo notaría. Eso es perfectamente obvio. Las convenciones sociales le exigen que mienta, sin embargo. Usted no quiere parecer glotón ni ignorante de las costumbres higiénicas al comer algo contaminado por la saliva de un extraño.
Halsted frunció el ceño.
—¿Y si la situación fuera al revés?
—¿Y yo deseara comer su bistec?
—Sí.
—Bueno, podría no querer comer el suyo por razones de higiene, pero admitiría que me gustaría hacerlo. Casi toda mentira es el resultado de un deseo de autoprotección o de un respeto a las convenciones sociales. A mí me parece, sin embargo, que la mentira raramente es una defensa útil, y no estoy en absoluto interesado en las convenciones sociales.
—En realidad —dijo Rubin—, una mentira es una defensa útil si está dicha cuidadosamente. El problema con la mayoría de las mentiras es que no duran mucho,
—¿Has estado leyendo Mein Kampf estos días? —preguntó Gonzalo.
Rubin alzó las cejas.
—¿Crees que Hitler fue el primero en utilizar la técnica de la gran mentira? Puedes retroceder a Napoleón III, y puedes ir más atrás, hasta Julio César. ¿Has leído alguna vez sus Comentarios?
En ese momento, Henry traía el baba au rhum y servía cuidadosamente el café.
—Y ahora, a nuestro invitado de honor —dijo Avalon.
—Como anfitrión y presidente de esta sesión —interrumpió Gonzalo—, voy a suspender el interrogatorio. Nuestro invitado tiene un problema y lo invito a que nos haga el favor de ponernos al corriente. —Estaba dibujando una rápida caricatura de Sand en el reverso de su carta, acentuando sus rasgos tristes y delgados hasta hacer que se pareciese aun perro de caza.
Sand se aclaró la garganta.
—Entiendo que todo lo que aquí se diga es secreto, pero...
Trumbull siguió la mirada de Sand y gruñó.
—No se preocupe por Henry. Es el mejor de todos nosotros. Si desea dudar de la discreción de alguno, elija a otro.
—Gracias, señor —musitó Henry, colocando las copas de coñac sobre el aparador.
—El problema, señores, es que se sospecha que he cometido un delito —dijo Sand.
—¿Qué clase de delito? —preguntó Trumbull en seguida. Por lo común, su tarea era interrogar a los invitados, y la expresión de sus ojos indicaba que no tenía intención de perderse el interrogatorio.
—Robo —dijo Sand—. Falta una suma de dinero y un paquete de bonos negociables en una caja de caudales de mi compañía. Soy uno de los que tienen la combinación y tuve la oportunidad de llegar a ella sin ser visto. Pero tenía un motivo, porque necesitaba urgentemente dinero en efectivo. De modo que las cosas no andan muy bien para mí.
—Pero no lo hizo. De eso se trata. No lo hizo —dijo Gonzalo precipitadamente.
Avalon agitó su vaso lleno a medias, y dijo:
—Creo que en aras de la coherencia deberíamos permitir que el Sr. Sand cuente su historia.
—Sí —dijo Trumbull—. ¿Cómo sabes que él no lo hizo, Gonzalo?
—De eso se trata, ¡maldición! Él dice que no lo hizo —afirmó Gonzalo— y eso a mí me basta. Quizá no sea suficiente para un jurado, pero lo es para mí y para cualquiera que lo conozca. Le he oído admitir bastantes cosas poco favorables para él.
—Supongamos que yo le pregunto, ¿de acuerdo? —dijo Trumbull—. ¿Fue usted quién tomó eso, Sr. Sand?
Sand hizo una pausa. Sus ojos azules se posaron brevemente en cada uno de los rostros que lo rodeaban y luego dijo:
—Señores, digo la verdad. No tomé el dinero o los bonos. Se trata sólo de mi palabra, pero cualquiera que me conozca les dirá que se puede confiar en mí.
Halsted se pasó la mano por la frente como si quisiera aclarar algunas dudas.
—Sr. Sand —dijo—, usted parece ocupar un puesto de cierta confianza. Tiene acceso a una caja de caudales que contiene cierto capital. Sin embargo, usted apuesta a las carreras de caballos.
—Mucha gente lo hace, y pierde.
—No lo planeé así, exactamente.
—¿Pero no se arriesga a perder el trabajo?
—Mi ventaja, señor, reside en que estoy empleado por mi tío, quien está al tanto de mi debilidad, pero que también sabe que no miento. Él sabía que tenía los medios y la oportunidad de hacerlo y sabía que tenía deudas. También sabía que había pagado recientemente mis deudas de juego. Yo mismo se lo dije. Las evidencias circunstanciales eran malas. Pero él me preguntó directamente si yo era responsable de esa pérdida y le contesté de la misma manera que acabo de hacerlo: no tomé el dinero o los bonos. Como él me conoce bien, me creyó.
—¿Cómo logró pagar sus deudas? —dijo Avalon.
—Porque una apuesta arriesgada salió ganadora. Eso también suele suceder. Sucedió un poco antes que el robo fuera descubierto y yo ya había pagado a los apostadores. Esto también es cierto y se lo dije a mi tío.
—Pero usted no tenía motivos para hacerlo —dijo Gonzalo.
—No puedo afirmarlo. El robo pudo haberse realizado dos semanas antes de que fuera descubierto. Nadie registró esa gaveta de la caja fuerte durante ese período, excepto el ladrón, por supuesto. Podría alegarse que, después de haber tomado yo ese capital, el caballo de mi apuesta salió ganador e hizo innecesario el robo, pero demasiado tarde.
—Podrían acusarlo —dijo Halsted— de haber tomado el dinero con el fin de apostar al caballo que salió ganador.
—La apuesta no era grande y yo tenía otras fuentes de recursos, pero podrían acusarme de eso, sí.
Trumbull interrumpió.
—Pero usted todavía conserva su empleo, según es mi impresión, y su tío no lo ha demandado, me parece... ¿Recurrió siquiera a la policía?
—No, puede soportar la pérdida y piensa que la policía terminará por culparme a mí. Él sabe que lo que yo he dicho es verdad.
—Entonces, ¿dónde está el problema, por amor de Dios?
—Porque no hay nadie más que pueda haberlo hecho. Mi tío no logra entender de qué otro modo se puede explicar el robo. Yo tampoco. Y mientras él no pueda explicárselo, habrá siempre un resto de intranquilidad, de sospecha. Me vigilará. No se verá inclinado a confiar en mí. Mantendré mi empleo, pero nunca lograré un ascenso; y puede ser que la situación se torne lo suficientemente incómoda como para verme obligado a renunciar. Si lo hago, no puedo contar con óptimas recomendaciones; y, viniendo de un tío, una recomendación a medias sería fatal.
—De modo que usted se dirige a nosotros, Sr. Sand, porque Gonzalo dijo que resolvíamos misterios. Usted quiere que le digamos quién se apoderó del dinero —dijo Rubin con el ceño fruncido.
Sand se encogió de hombros.
—Quizá no. Ni siquiera sé si puedo proporcionarles suficiente información. No es como si ustedes fueran detectives que puedan realizar investigaciones. Si ustedes pudieran decirme solamente cómo pudo haber sido hecho, aunque no fuera más que una remota posibilidad, de todos modos sería útil. Podría dirigirme a mi tío y decirle: “Tío, podrían haberlo hecho de esta manera, ¿no es cierto?” Aunque no pudiéramos estar seguros, aunque nunca recobráramos el capital, por lo menos ampliaría el margen de sospechosos. El no tendría la eterna y permanente obsesión de que yo soy el único culpable posible.
—Bien —dijo Avalon—, podemos intentar ser lógicos, supongo. ¿Qué hay de la otra gente que trabaja con usted y su tío? ¿Alguno de ellos necesitaría el dinero urgentemente?
Sand sacudió la cabeza.
—¿Lo suficiente como para arriesgarse a que lo descubrieran? No sé. Alguno de ellos es posible que tenga deudas, otro puede ser que sufra alguna extorsión, y otro podría ser un ambicioso o actuar bajo un impulso. Si yo fuera detective podría dedicarme a hacer preguntas o a rastrear documentos o a cualquiera de esas cosas que ellos hacen. Así como están las cosas...
—Por supuesto —dijo Avalon—, tampoco nosotros podemos hacer eso... Ahora bien, usted tenía tanto los medios como la oportunidad, ¿pero había alguien más que los tuviera?
—Por lo menos tres personas podrían haber tenido acceso a la caja de caudales más fácilmente que yo y haber efectuado el robo con éxito, pero ninguna de ellas tenía la combinación y la caja no fue violada; eso es seguro. Hay dos personas, además de mi tío y yo, que poseen la combinación; pero una de ellas estuvo hospitalizada durante el período en cuestión, y la otra es un miembro de la firma tan antiguo y de tanta confianza que sospechar de él resultaría imposible.
—Ajá —dijo Mario Gonzalo—, ése es nuestro hombre.
—Has leído demasiadas novelas de Agatha Christie —dijo Rubin de inmediato—. El hecho es que, en casi todas las historias de crímenes, la persona más sospechosa es justamente el criminal.
—Ese no es el caso —dijo Halsted—. Además, es demasiado aburrido. Lo que tenemos aquí es simplemente un ejercicio de lógica. Permitamos que el Sr. Sand nos cuente todo lo que él sabe sobre todos los miembros de la firma y podremos intentar ver si existe algún modo de averiguar el motivo, los medios y la posibilidad que algún otro pueda haber tenido.
—¡Maldición! —exclamó Trumbull—. ¿Quién dice que tiene que haber sido sólo una persona? ¿De modo que uno de ellos está hospitalizado? ¿Y qué? Existe el teléfono. Puede telefonear la combinación a un cómplice.
—Está bien, está bien —dijo Halsted precipitadamente—. Lo que tenemos que hacer es pensar en todo tipo de posibilidades y algunas pueden ser más plausibles que otras. Después que las hayamos discutido todas, el Sr. Sand puede escoger la más plausible y utilizarla también...
—¿Me permite hablar, señor? —Henry habló tan rápidamente y en un tono hasta tal punto más alto que el habitual en él, que todos se volvieron para mirarlo.
—Aunque no soy un Viudo Negro —comenzó Henry en un tono nuevamente suave.
—No es así —dijo Rubin—. Sabe que es un Viudo Negro. De hecho usted es el único que nunca ha faltado a ninguna de las sesiones.
—Entonces puedo señalar, señores, que si el Sr. Sand lleva vuestras conclusiones, cualesquiera que éstas sean, a su tío, estará divulgando fuera de este recinto los procedimientos de esta sesión.
Hubo un incómodo silencio.
—Con el propósito de salvar de la ruina la vida de una persona que es inocente, seguramente que... —dijo Halsted.
Henry meneó la cabeza lentamente.
—Pero sería al costo de extender las sospechas a una o más personas, que también pueden ser inocentes.
—Henry tiene razón —convino Avalon—. Parece que estamos en un callejón sin salida.
—A menos —dijo Henry— que podamos llegar aciertas conclusiones claras que satisfagan al club y que no impliquen al mundo exterior.
—¿Qué es lo que tienes en mente, Henry? —preguntó Trumbull.
—Si me permiten explicar... Yo tenía interés en conocer a alguien que, como el Sr. Gonzalo dijo antes de la cena, nunca miente.
—Vamos, vamos Henry —dijo Rubin—. De su honradez patológica nadie duda. Eso ya está establecido.
—Puede ser que así sea —dijo Henry—, pero yo miento.
—¿Duda de Sand? ¿Cree que está mintiendo? —preguntó Rubin.
—Les aseguro... —comenzó Sand, casi angustiado.
—No —dijo Henry—. Creo que cada palabra que el Sr. Sand ha dicho es cierta. El no tomó el dinero o los bonos. Él es, sin embargo, el único sospechoso lógico hacia el que todas las evidencias apuntan. Su carrera puede verse destruida; pero, por otro lado, puede no verse destruida si se halla alguna posibilidad razonable, aunque en realidad no conduzca a una solución. Y ya que él mismo no puede encontrar ninguna posibilidad razonable, quiere que le ayudemos. Estoy convencido, caballeros, de que todo esto es verdad.
Sand asintió.
—Bueno, muchas gracias.
—Y sin embargo —dijo Henry—, ¿qué significa la verdad? Por ejemplo, Sr. Trumbull, creo que su costumbre de llegar tarde con el grito de “Un whisky con soda para un moribundo” es de mala educación, innecesario y lo que es peor, incluso, ha llegado a ser aburrido. Sospecho que otros de los presentes deben pensar lo mismo.
Trumbull enrojeció, pero Henry continuó con firmeza.
—Sin embargo, si en circunstancias ordinarias se me preguntara si desapruebo eso, diría que no. Hablando en términos de la verdad más estricta, esto sería una mentira; pero usted me gusta por otras razones, lo que tiene mucho más peso que este truco suyo. De manera que, decir la verdad en los términos más estrictos, implicaría que usted no me agrada, lo cual acabaría por ser una gran mentira. Por lo tanto, miento para expresar una verdad: que usted me agrada.
—No estoy seguro de que me guste ese tipo de simpatía, Henry —musitó Trumbull.
—Veamos, si no, la quintilla del señor Halsted sobre el primer libro de la Ilíada. Con toda razón el señor Avalon dijo que Aquiles es la forma correcta del nombre del héroe, o tal vez Akiles -con ka-, supongo, para ser fiel a la verdadera fonética. Pero en ese momento el señor Rubin señaló que la verdad podía aparecer como un error y echar a perder el efecto de la quintilla. Es decir, que la verdad nos crea conflictos. El señor Sand dijo que toda mentira —continuó Henry— surge del deseo de autoprotección o de respeto por las convenciones sociales. Pero no siempre podemos ignorar esta autoprotección y las convenciones sociales. Si no podemos mentir, debemos hacer que la verdad mienta por nosotros.
—No tiene ningún sentido lo que dice, Henry —intervino Gonzalo.
—Creo que sí, Sr. Gonzalo. Poca gente escucha las palabras exactas, y muchas verdades en el sentido literal mienten por sus implicaciones. ¿Quién podría saber mejor esto que la persona que cuidadosamente dice siempre la verdad al pie de la letra?
Las pálidas mejillas de Sand estaban menos pálidas, o quizás fuese que su corbata roja reflejara la luz más claramente.
—¿Qué diablos quiere decir? —preguntó.
—Quisiera hacerle una pregunta, Sr. Sand. Si el club lo permite, por supuesto.
—No me importa que lo permitan o no —dijo Sand mirando a Henry fijamente—. Si usted me habla en ese tono, quizá decida no contestarle.
—Quizá no tenga que hacerlo —dijo Henry—. El asunto es que cada vez que usted niega haber cometido ese delito lo niega precisamente con las mismas palabras. No pude evitar notarlo. Tan pronto como oí que usted nunca mentía, me hice el propósito de escuchar sus palabras exactas. Todas las veces usted dijo: “No tomé el dinero o los bonos”.
—Y eso es perfectamente cierto —dijo Sand en voz demasiado alta.
—Estoy seguro de que debe de serlo, o usted no lo diría —dijo Henry—. Ahora bien, ésta es la pregunta que quisiera hacerle: ¿Tomó usted por casualidad el dinero y los bonos?
Hubo un breve silencio. Luego Sand se levantó y dijo:
—Mi abrigo, por favor. Buenas noches. Les recuerdo que nada de lo que aquí sucede puede repetirse afuera.
Cuando Sand se marchó, Trumbull dijo:
—Bueno, ¡que me condenen!
—Quizá no, Sr. Trumbull. No desespere —contestó Henry.
Fin