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junio 27, 2010
1 “Cuento de la Moral”
“El Sueños del Pequeño Abderraman”
Aquel día había empezado mas o menos como todos. Un jolgorio de pájaros alegres que revoloteaban en el jardín, despertó al pequeño Abderraman. La ventana de su dormitorio estaba abierta de par en par, y el sol entraba con bondad, acompañado de un suave aroma a primavera.
De fondo, y en el silencio de la paz palaciega de la mañana, se podía oír el rumor del agua jugueteando en la fuente. Aquel sonido y algunos rayos de luz que se filtraban por las minúsculas gotas de agua que escapadas flotaban por el ambiente, proporcionaban a la estancia una agradable sensación de frescor.
A los pies del lecho donde el pequeño descansaba, sus concubinas habían dejado algunas fuentes con fruta fresca, néctares, miel, frutos secos, leche y algunas tortas de harina para que desayunara. Su padre militaba por la península, a la conquista de nuevas tierras para el reino, así que no pondría demasiada atención en su clase de álgebra y calculo. Sabía que nadie le tomaría la lección mas tarde.
Pronto llegó Oman, su profesor. Era un hombre serio, de apariencia severa, tremendamente respetado por todos por su demostrada sabiduría.
Saludó con esmerado protocolo, aunque se reflejaba en sus formas, una cierta mueca de ternura. Se sentó en el pupitre. Abrió el viejo libro de Matemáticas mas o menos por la mitad, al tiempo que Abderraman bostezaba de aburrimiento.
-¡Mi pequeño y encantador niño!, ¿Te aburren mis clases?. ¡Sí!, ya veo que sí. Eso debe de ser por el influjo de la primavera sobre su sangre. La primavera amuerma el cuerpo y abre el alma, disponiéndola alegre y sin remedio para amar. No se preocupe Señor, hoy no hablaremos de ciencias, ni de letras, ni de historia ni de geografía, ni de aburridos idiomas. La clase hoy versará de temática y dinámica distintas a la acostumbrada, pues es cierto que de todo hay que saber, para hacernos hombres dignos ante los ojos de Alá.- Lo que sentenció cerrando el libro con cuidado y tomando al pequeño por el hombro acercándolo hasta el poyete del balcón más cercano.
Se asomaron ambos, y al tiempo el profesor le fue explicando con paciencia que todo lo que se veía, era hermoso y tenía su sentido dentro del orden cósmico. Todo, absolutamente todo lo de dentro del mundo obedecía a un delicado equilibrio, fuera del cual nada era posible. Afirmó que el sol derramaba su luz como alimento y calor sobre las plantas, las que lo bebían, sacando la energía necesaria para lucir sus atractivos colores y pródiga vitalidad. Las flores eran nutrientes de insectos y herbívoros, que a su vez lo eran de otros que se alimentaban de su carne, para terminar sin remedio muriendo, volviendo de nuevo a la tierra de donde nacían las platas, en una renovación constante de la vida.
–En el fondo todos somos una misma cosa, aunque cada uno tengamos que cumplir funciones diferentes. Usted mismo bien ha podido ser anteriormente una pantera, un elefante o un árbol gigante de esos que existen en la selva de mas allá del mar y quien sabe, si cuando muera no ha de ser hermano de esa ánfora de barro que hoy contiene su dulce miel. Llega a la vida como príncipe, y volverá a la tierra tras morir y quien sabe si regresara algún día como esclavo, es por ello que de nada sirve la vanagloria, pues estas piedras que hoy lanzamos nos podrían caer mañana sobre nuestro propio tejado, por lo que es preferible ser justo y prudente.
Así, el sabio maestro fue enseñando aquella mañana a su dócil discípulo el secreto de saber encontrar la belleza en el significado de todas las cosas que lo rodeaba.
–En la compresión de la pequeñas cosas, radica el conocimiento de las grandes. Es por ello que no hay palacios sin piedras.- decía el sabio. –Todos los que tienen ojos miran, pero no todos los que miran ven. Para mirar solo hace falta tener ojos, pero para ver es necesario mirar y comprender. Es muchísimo mejor no hacer algo, negándose con energía si sabemos que al hacerlo lo haremos mal. Es preferible una cosa no hecha a una cosa hecha mal-
El pequeño Abderraman se estaba quedando atónito ante el aluvión inesperado de sabiduría con el que estaba siendo obsequiado por el maestro, mientras contemplaba el paradisíaco paisaje del frondoso jardín de la Alhambra.
Aún se quedó muchísimo más perplejo, con la mente en blanco, cuando el profesor, tras su plática, le pidió que le preguntara algo sobre lo que acababa de aprender. El niño no sabía que preguntar. Se calló, cerró sus ojos unos instantes esforzándose por abrir su imaginación y al abrirlos preguntó por fin –Dígame Maestro: ¿Es Usted la persona más sabia del mundo?.
El Maestro se quedó turbado por la pregunta tan inesperada, sin saber que responder.
–¡Por supuesto que no!- terminó negando con un halo de falsa indignación en la voz.
-¿Quién puede presumir pues de serlo? ¿Quizás el Sultán?- Volvió a preguntar el niño.
–No, no es el Sultán.-
-¿Entonces quien?-
-Mirad, ¿veis allí a lo lejos, sobre la ladera de aquel altísimo monte, unas oscuras murallas?
-Si.
-Pues allí vive el hombre más sabio del mundo.
-Que lo traigan a la corte.- Ordenó el pequeño
-Es imposible Señor.- Dijo el Maestro. –No se conoce a nadie que haya podido llegar hasta allí. Existen infinidades de leyendas que cuentan como esas murallas están protegidas por maleficios insalvables que caerán sobre quien ose atravesarlas. Además aquellas murallas están situadas en empinada y escarpada loma por donde difícilmente se puede subir sin el peligro de que en el momento menos pensado una roca escapada desde arriba, le rompa a uno la cabeza. Aquel lugar se encuentra protegido por fuerzas extrañas y desconocidas y bien sé que no hay soldado capaz de obedecer la orden de ir hasta allí. Créame mi joven Abderraman, que es de necio ordenar al súbdito lo imposible de cumplir, poniendo con ello en evidencia la limitación del propio poder.
El pequeño príncipe, obedeció el sabio consejo, aunque la curiosidad había anidado en su corazón.
Por la noche, tumbado en su lecho para descansar, no podía olvidar las palabras del sabio maestro y aunque temía los maleficios que protegían con extrañas fuerzas a las murallas donde habitaba el hombre mas sabio del mundo, deseaba mas que nada poderlo conocer, imaginándoselo como un poderoso y rico señor, revestido de lujosa ropa y joyas. Tan grande era su deseo, que no podía conciliar el sueño. Daba vueltas y vueltas sobre el lecho, pensando siempre en lo mismo, hasta que de repente, y sin saber bien por qué, tomó la decisión de ir el mismo a conocer al Sabio de las murallas.
Se equipó lo mejor que pudo, y usando las sábanas, las mantas y las cortinas de su estancia, se descolgó por el balcón, escapando del palacio tras atravesar por los oscuros y silenciosos jardines.
La noche era distinta fuera del amurallado recinto que lo protegía. Fuera de la Alhambra hacía mas frío, y parecía como si mil ojos de fieras lo observaran ocultos en la maleza con perversas intenciones. El niño, desprotegido fuera de su corte, sintió por primera vez una extraña sensación, jamás antes sentida. Era algo así como una profunda desprotección, un abandono total, una fría soledad, era sencillamente miedo. Abderraman estaba sintiendo miedo por primera vez en su vida.
Tanto miedo tenía el niño que corrió como nunca sin mirar atrás, adentrándose en el oscuro paraje en busca de la colina donde se encontraba las murallas. Llegó hasta la base y subió con decisión, cuidando de que ninguna roca que cayera desde lo alto le hiciera daño.
Tanta era su fe, que cuando menos lo esperaba, se encontró a los pies de la muralla, y aún seguía vivo. El muro de piedra era tremendamente alto, impresionantemente grande y no sabía bien como podría atravesarlo, así que comenzó a rodearlo por ver si encontraba algún resquicio por donde poder salvarlo.
Caminó y caminó durante largas horas alrededor, en busca de una puerta o agujero para pasar al interior, pero no encontró ninguno. Tanto caminó, que sus piernas empezaron a fallarle. Le faltaba el aliento y empezaba a estar totalmente extenuado. Abderramán pensó que debía estar enfermando. Nunca antes había sentido tanto cansancio.
Junto a la muralla, había un solitario árbol que crecía frondoso. El pequeño príncipe se acercó hasta él y se tumbó debajo, para protegiéndose de la relente con la intención de descansar un rato. Empezó a sentir mucho frió. Se estaba quedando helado.
Tenía tanto frío, que no podía moverse de allí, convencido de que había sido derrotado por el maléfico poder extraño que protegía a la muralla.
Asustado, cansado, hambriento y casi helado terminó por quedarse totalmente dormido, tumbado debajo del árbol sobre la tierra.
I
-¿Quién es Usted?- Preguntó Abderraman al ver a un humilde anciano frete al él tras despertarse. Atónito observó que estaba tumbado sobre un confortable lecho de hojas, dentro de una choza.
-Yo soy quien tu buscas.- Dijo el anciano
-No señor, se equivoca. Yo busco al sabio de la muralla.
-¿Y quien creéis que soy yo?
-No se, no se, es usted demasiado pobre para ser quien dice ser.
-¿Pobre yo?- El anciano comenzó a reír a carcajadas. Abderraman lo miraba sorprendido.
-¿No tenéis vos más hambre que yo? – El pequeño niño no dijo nada, mientras miraba cada vez con los ojos mas abiertos.- ¿No estáis temblando de frío hasta el extremo de casi caer incluso enfermo?, ¿No estáis tan cansado que ni podéis poneros en pie?. Decidme Joven, ¿acaso no os produzco un miedo aterrador que hace que se os erice la piel al escucharme y os tiemblen las piernas?.
El pequeño afirmó con la cabeza.
-Entonces ¿quien es más pobre de los dos?, ¿Seré yo en mi austeridad o vos con vuestros altísimos título Reales?. Yo me siento satisfecho y confortado y vos insatisfecho por vuestra curiosidad y martirizado por vuestra valentía. La verdadera sabiduría no reside donde vos pensáis. La verdadera sabiduría se protege en la austeridad. Igualmente la verdadera riqueza del hombre es la que se encuentra en su corazón y no fuera de él. A veces, la mayoría de ellas, las joyas y los elegantes vestidos atavían a la gente más pobre, pues tienen sus corazones huecos y vacíos. Levantaos por favor Señor, levantaos y acompañadme a ver mi verdadera fuerza.-
El niño se levantó del lecho ayudado por el sabio, quien lo dirigió hasta la puerta de la choza mostrándole el exterior. Fuera había un grandísimo vergel sembrando con cientos de olivos, naranjos y otras muchas plantas, que el sabio cultivaba.
- Ahí, en mi trabajo por mantener esta tierra viva, radica la esencia de mi mayor sabiduría. De mi entrega a la tierra nace, como nacen esas plantas, mi mas profunda libertad, y de ella mi felicidad y de la felicidad mi mayor fortuna. ¿Seguís pensando que yo no soy sabio?, ¿Seguís pensando que yo no soy rico?. – En anciano sonreía ante el mutismo el príncipe.
II
Un jolgorio de pájaros alegres que revoloteaban en el jardín, despertó al pequeño Abderraman. La ventana de su dormitorio estaba abierta de par en par, y el sol entraba con bondad, acompañado de un suave aroma a primavera.
De fondo, y en el silencio de la paz palaciega de la mañana, se podía oír el rumor del agua jugueteando en la fuente. Aquel sonido y algunos rayos de luz que se filtraban por las minúsculas gotas de agua que escapadas flotaban en el ambiente, proporcionaban a la estancia una agradable sensación de frescor.
A los pies del lecho donde el pequeño descansaba, sus concubinas habían dejado algunas fuentes de fruta fresca, néctares, miel, frutos secos, leche y algunas tortas de harina para que desayunara, entonces él recordó de repente lo ocurrido y pensó que todo había sido un sueño.
Se levantó sobresaltado y se asomó al balcón. Miró a la ladera de la montaña más alta y comprobó por si mismo que allí no había, ni había podido haber nunca, por lo escarpado del lugar, ninguna muralla.
No obstante, fuera sueño o no, había aprendido algo muy importante. A partir de entonces procuraría ser más feliz practicando la prudencia, la austeridad, la sinceridad, la nobleza y la bondad como únicos caminos válidos, para alcanzar el esplendor de su mayor sabiduría.
Sin felicidad, nada tiene sentido.
1 “Cuento Trágico”
“Navidades”
Fueron mas o menos siete u ocho copas de whisky las que se tomó aquella tarde antes de que lo echaran del bar de la Estación Marítima.
Nada mas levantar sus codos de la barra, uno de los camareros amablemente le invitó a salir, tomándolo del brazo con suavidad y dirigiéndolo sin remedio hacia el exterior. Era Nochebuena, y en el ambiente se presentía la fiesta.
Abelardo estaba borracho, tan borracho que le costó mucho atravesar entre las puertas abiertas de cristal que daban al muelle sin hacerse daño. Una vez fuera, sintió en su cara el golpetazo gélido del aire invernal. Hacía mucho frío, demasiado para ir dando tumbos junto al mar. En un gesto procuró abrigarse inútilmente levantando el cuello de la gabardina que empezaba a empaparse por la humedad reinante. Comenzó a caminar, guardar el equilibrio, en dirección al edificio de la Aduana. Quería salir de allí, no obstante, a pesar de su embriaguez, no se acercó demasiado al borde del muelle, sabía que aquella noche corría un inminente peligro de caer al agua y morir ahogado.
Esa idea de morir ahogado siempre lo había atormentado. Temía al agua del mar sobre todas las cosas, en especial en noches como esa en la que se le aparecía tan negra, tan inmensa, tan fría y tan brava como una poderosa bestia salvaje sedienta de vida, como si aquello fuera la representación del mismo infierno. Cuando sentía aquel profundo e inhumano miedo, se refugiaba tierra adentro, buscando cualquier lugar donde no viera el agua ni oyera su rugido constante, así que tras cruzar la verja del recinto portuario y adentrarse en la ciudad caminando por las desérticas calles, se sintió mucho mas aliviado.
Las frías y mudas farolas derramaban su luz amarillenta desde arriba. No había tráfico, solo algún despistado atravesaba el asfalto con rapidez rompiendo momentáneamente aquel inusual silencio.
Abelardo, de repente y sin darse cuenta, dejó de tener miedo, pues había dejado de pensar en el agua de la mar. Tampoco tenía ya tanto frió, pues la cálida luz de las farolas parecían romper el gélido viento y reconfortarlo, pero a pesar de ello, se sentía triste, profundamente triste y quizás fuera porque en noches como esa, era cuando mas se daba cuenta de lo solo que estaba en este mundo.
Mientras caminaba se preguntaba de que le había servido ser un hombre de éxito, un hombre de bien, un hombre de provecho, como decía su padre. Para que servían sus títulos, su carrera, su posición social. Era un hombre respetado, un hombre quizás admirado, un hombre envidiado por su profesionalidad y su dedicación, pero todo ello en el fondo de poco le había valido. Todo ello era una extraña parafernalia que revestía su vida de una trágica mentira. Una mentira despiadada que se revelaba de vez en cuando y que dejaba de manifiesto su soledad, su abandono por todos.
Tras los cristales de las ventanas ajenas se presentía el calor de los hogares. Tras los cristales de las iluminadas ventanas de los demás, se podía ver la felicidad de aquellos que compartía su cena con la familia en Nochebuena. El no tenía familia, y sus amigos tampoco lo eran tanto como para que lo acompañaran aquella noche. Sus amigos no lo eran tanto porque sus amigos realmente no eran sus amigos. Algunos a los que él llamaba amigo simplemente eran compañeros de trabajo, otros solo colegas y el resto sencillamente eran conocidos. Amigos, amigos de verdad, ahora que pensaba en ello no tenía ninguno.
Mas desesperado, desolado y triste que borracho, decidió seguir subiendo aquella empinada calle en busca de la plaza de las Flores, donde tenía su ático. Quería tumbarse en la cama y buscar bajo las sábanas esa sensación de confort, de calidez que experimentaba cuando era pequeño, cada vez que su madre lo acurrucaba entre sus brazos, sobre sus pechos y lo acunaba mimándolo. Entonces sí que se sentía seguro, entonces sí que se sentía protegido, pero su madre hacía ya mas de veinte años que había muerto. Ni siquiera recordaba ya con claridad las facciones de su cara. Miró al cielo alzando la cabeza implorando no sé que cosa, pero su mirada se perdió por un infinito inmenso, tan negro y tan frió como la propia mar. Estaba rodeado por todas partes de infierno, de ingrata soledad, y se sintió más pequeño que nunca.
Tanto frió había menguado el efecto del alcohol. Ya no estaba tan borracho, ya no daba tumbos al andar, no obstante, la tristeza que se había apoderado de su alma, crecía y crecía en su interior hasta el extremo de llegar a sentirse angustiado, asfixiado, sin aire. Caminaba despacio porque se sentía terriblemente cansado. Las piernas parecían no responderle con claridad. De vez en cuando el sonido de las risas de los niños, o de las carcajadas de los mayores, escapadas del interior de las casas que adosaban la calle, le llegaban a él como lejanas. Desde su tristeza era testigo inadvertido de la felicidad del resto, y ello acrecentaba aún mas su sentimiento de soledad. Se preguntó ¿por qué?. ¿Por que él?, ¿por que a él?. Recordó entonces aquel cuento que tanto le gustó de niño y que lo marcó para siempre, aquel que hablaba de tres fantasmas que se les aparecían a un avaro llamado “Scrooge”. Se preguntó por que estaba tan solo. ¿Sería él quizás un “Scrooge” de la vida?. No podía jurarlo, pero estaba convencido de que nunca había hecho mal a nadie.
Justo antes de llegar al portal de su casa, en el momento en el que su desesperación se hacía incontenible, percibió un agradable aroma que le resultaba conocido. Olía a... Se volvió en busca de respuesta y vio que “La Marina” estaba abierta. La luz brillante del interior le resultó reconfortante. Se volvió y entró en aquel bar, donde desayunaba cada mañana antes de empezar a trabajar en la oficina del banco. Nunca antes había sentido tanto aprecio ni apego por Jaime, el canijo, narigudo y antipático camarero, a quien saludó con una alegría inusual. Jaime extrañado por tan sorprendente e inesperada reacción afectuosa lo miró con desconfianza desde la máquina de café que manipulaba con destreza.
Abelardo se pidió uno, para mitigar su fatiga, y mientras contemplaba como el liquido negruzco se precipitaba sobre la inmaculada taza blanca, observó que al otro lado del local, sentada en un una mesa solitaria, se encontraba una señorita. Se preguntó quien sería y por que estaba allí. Se imagino que aquella mujer estaba mas o menos en su misma situación y sintió inicialmente pena de ella.
Jaime, el camarero, había notado el interés que la chica había despertado sobre Abelardo, y le indicó con la mano en un gesto cordial que se acercara, compinchandose con un guiño, en la maniobra de ligue.
Al poco tiempo Abelardo salía del bar, tras haberse tomado su café, acompañado por la mujer en dirección a su casa.
Ya no estaba para nada borracho, del frió ni se acordaba y su tristeza se había disuelto en el aire como el azúcar en su café.
Estuvieron hablando largo rato antes de que ella, de repente lo acariciara en la cara. Era muy bonita. Tenía una melena rubia muy elegante, sus ojos eran verdes, su cuerpo esbelto. Abelardo respondió a aquella caricia rodeándola con sus brazos por la cintura y besándola en los labios. Tras el beso ambos se fundieron en amor y se convirtieron en uno. Se amaron con desesperación, con una pasión digna de ser narrada por los mas insignes autores del romanticismo medieval.
Abelardo no podía creerlo. El destino da a veces vueltas inesperadas sin explicación alguna. Hace tan solo unas horas estaba inmerso en una profunda desesperación y en cambio ahora era el hombre más feliz del mundo.
Fuera, en la calle, se oía el jolgorio de la gente joven que correteaban de un lado para otro en las pandillas escandalizando, tras la cena.
Cuando Abelardo y aquella preciosa mujer terminaron de amar, él pretendió acunarla en sus brazos con cariño, pero ella, mirándolo con sorpresa, se liberó del abrazo, se levantó de la cama y entró en el lavabo. Pensaba él que quizás necesitaba asearse, aunque se quedó perplejo al verla aparecer en la habitación completamente vestida.
De repente todos sus sueños, todas sus esperanzas revividas hacían tan solo un momento, volvieron a derrumbarse como un castillo de arena golpeado en la playa por una ola. Una ola de infierno que entró de repente en la estancia enfriándolo y oscureciéndolo todo. Allí estaba ella, de pié, delante de la cama, con la mano extendida exigiendo los honorarios por los servicios prestados.
Al principio Abelardo se quedó confuso, luego perplejo, y terminó reaccionando con violencia. Fue como si el diablo de su interior se hubiera desatado en un momento. Un halo de odio y de rabia se apoderó de él y levantándose de un brinco, la abofeteó con fuerza. Ella cayó desplomada. Desde el suelo, sangrándole la boca y llorando no paraba de insultar. El la miraba desnudo desde el otro lado de la habitación, descargando su agónica rabia en su mirada colérica sin decir nada. La levantó del suelo y con la misma fuerza con la que la golpeó, la expulso de su casa empujándola escalera abajo. La chica no se cayo por los escalones de puro milagro, guardando el equilibrio a duras penas. Cuando recuperó en el rellano la estabilidad, lo amenazó de muerte. El simplemente cerro de un portazo, obviándola.
II
No podía conciliar el sueño. En el fondo sentía todo lo que había pasado. Cuando se tranquilizó, terminó por aceptar la situación e incluso comprenderla. Aquella chica no era responsable en absoluto de su ingenuidad. El remordimiento se estaba apoderando de su alma y lo mortificaba por instantes cada vez más. Terminó vistiéndose para salir de la casa en busca de ella, pagarle y pedirle perdón por lo ocurrido.
Al llegar abajo, se encontró con Jaime, el camarero de “La Marina”. Le extrañó verlo en su portal, pero ni por asomo adivinó cuales eran sus verdaderas intenciones. Mientras terminaba de bajar la escalera, le preguntó si había vuelto a ver a la chica, al tiempo que se acercaba confiado hasta la cancela, dirección a la puerta de la calle con la intención de salir. Jaime sin contestar a la pregunta, sacó desde atrás un bate de béisbol con el que lo golpeó con crueldad y por sorpresa una y otra vez, partiéndole la cabeza hasta dejarlo tendido, sin vida, sobre el suelo, sin haberle dado tiempo ni a la mas mínima queja.
Era evidente, que aquel lugar donde Abelardo desayunaba, por las noche era algo mas que una cafetería y que Jaime, el antipático camarero, era igualmente algo mas que un camarero.
III
Al la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de luz empezaron a despuntar por el horizonte, unos guardias civiles descubrían flotando en el mar el cadáver de un hombre con la cabeza abierta. Fuera del muelle, ajenas al revuelo, las campanas de todas las iglesias de la ciudad tocaban a gloria anunciando a todos que era Navidad.
3 “Cuento Autobiográfico”
“El Almendro”
Si existe algo que resplandezca sobremanera en mi infancia, es sin duda el grandísimo almendro que crecía con esplendor, mas o menos en el centro del corral donde yo jugaba.
Aquel impresionante árbol, fue mi mejor cobijo en innumerables ocasiones.
Algunos días, al regresar del colegio, subía a sus ramas, perdiéndome en su altura en busca de soledad. Me quedaba tumbado en el regazo que formaba su tronco oscuro, casi vertical, con la rama más importante y allí contemplaba el color azul turquesa del cielo en los atardeceres.
Meditaba en una comunión perfecta con el medio, elevándose mi espíritu a dimensiones grandiosas. A veces deseaba ser aire para acariciar con suavidad las verdes hojas o pájaro para lanzarme al vacío y reflotar en el espacio, surcando desde lo alto sobre el magnífico paisaje, aunque la mayoría, simplemente descansaba, abiertos mis sentidos, queriendo percibir sobre la piel de mi cara, el frescor dulce de la brisa veraniega, el zumbido interminable y coqueto de las pequeñas olas de la mar lamiendo las sapinas secas sobre la arena de la orilla, y el alborozo lejano de los chiquillos correteando por la plazoleta de la Iglesia.
Momentos, rotos casi siempre por mi hermana, quien desde abajo se adentraba con su infantil mirada, con sus inocentes ojos en aquel lugar secreto y me llamaba gritando.
A los pies del árbol labré mi primer huerto, levantando surcos negros en la tierra que bebía sedienta las húmedas gotas del mi sudor caliente.
A sus pies, oculto en rincones de desahuciados gallineros y conejeras, mis primeros descubrimientos sobre mi condición más humana, hojeando revistas extraviadas por sabe Dios que clase de hombres descuidados. Eran fotos de mujeres, mostrando a mi curiosidad temprana, el gozo de contemplar la carne desnuda, imaginando las caricias, en aquellos que fueron mis primeros sueños como hombre.
Las campanas viejas y amigas, rompiendo los silencios mañaneros y aquellos hombres rudos, reunidos en el bar que había en la playa, bebiendo jaras de cerveza, hablando de sus cosas, bajo un sol escandaloso que acuchillaba a eso de las doce del medio día.
Yo bajaba montado en bicicleta, pasando por el lado de los perros que dormían tumbados en las aceras y que eran botín de cientos de voraces moscas.
En fila, limitando los caminos, hileras de chumberas y cañaverales, por donde se perdían los gatos que huían de ser manoseados. En uno de aquellos recovecos, oculto con maldad, el viejo “Arrastraculo” que exento de moral, llamaba a los niños, que engolfados con los gatos se acercaban. En sus manos un gato oscuro, demasiado pequeño para tener hechuras de gato de verdad. Un gato sucio que salía de su bragueta, y que mostraba a los pequeños sin pudor, pidiéndoles que lo acariciaran. Un gato que una vez mi madre quiso ver, tras contárselo mi hermana, y degolló con violencia para desgracia del viejo que jamás volvió a las tunas.
Después de las cervezas al medio día en el bar de la playa, aquellos hombres rudos, subían con los carrillos cargados de pescado. Róbalos, zapatillas, herreras y mojarras que pregonaban vendiéndolas. Mi madre las compraba y las limpiaba en la acequia cortándoles debajo de sus bocas, haciéndoles una raja por donde sacaba las tripas. Las descamaba, las enjuagaba en el grifo y se las fría a mi padre. El se las comía mientras yo lo contemplaba. - “!Come, niño!”- me decía desde el otro lado de la mesa. A mí jamás me gustó el pescado. Siempre me olió mal, como los conejos.
Lo de los conejos era distinto. A los conejos los mataba mi padre, atándolos por sus patas traseras a la rama más baja de mi almendro. Los trincaba por las orejas con una mano y con el canto de la otra los desnucaba de un golpe certero. Luego les rasgaba la piel, arrancándosela de cuajo y quedaba el conejo desnudo con un aspecto asqueroso.
Les abría la barriga y sacaba sus mal olientes tripas, echándolas en una palangana de plástico, dándoselas al perro para que se las comiera. Las tripas se retorcían mientras estaban calientes, pero luego terminaban de morir y se llenaban también de moscas.
Al conejo se dejaba lo menos una noche colgado de la rama, para que la relente ablandara su carne, y al día siguiente mi madre lo guisaba en amarillo, que era como mas sabroso estaba.
Mientras mi madre cocinaba, poniendo sus ollas de aluminio al fuego, también barría, limpiaba, fregaba y tendía. Tender lo hacía en los alambres acerados que había en el corral. En ellos la ropa se inflaba de aire, sobre todo los días de levante, dando la apariencia de estar llenas de personas invisibles. Yo asustaba a mi hermana, pero esta, a pesar de ser más pequeña, exenta de miedo se iba hasta los seres invisibles y los mataba a escobazos, manchando toda la ropa. Mi madre se enfadaba, cuando esto ocurría. Yo me escondía en mi almendro y mi hermana simplemente la correteaba hasta que mi madre se cansaba y jadeante se retiraba vencida.
Recuerdo como algo muy especial el día de mi primera comunión. Mi madre no quiso comprarme el vestidito blanco de almirante con galones dorados que a mi me gustaba. Me vistió con un pantalón claro y una chaqueta marrón, pues decía que de esa forma, aquella ropa me serviría para otras ocasiones, y bien que me sirvió, pues un poco mas y casi tengo que ir a hacer la mili con ella puesta.
Aquel día fantástico, a pesar de no vestir con el traje que me gustaba, recuerdo como algo sublime el hecho de engalanarnos desde temprano. A mí me levantaron el primero, pues mama sabía que yo era mucho más formal que mi hermana y no me ensuciaría.
Como iba a recibir el cuerpo de Cristo, debía estar en ayunas para tan gran e importante momento de mi vida, así que no puede desayunar. Mamá y papa tampoco lo hicieron, pero si mi hermana, quien se tomó un apetitoso vaso de leche con cacao y su correspondiente ración de galletas y todo ello antes de vestirse, pues mama si que sabía que si no era de esa forma, la niña terminaría manchándose y era una pena después de tanto sacrificio.
Cuando por fin salimos al callejón para ir a la iglesia, yo mire para el corral y me quedé perplejo, maravillado ante la preciosísima visión de mi almendro florido de millones de minúsculas florecillas blancas nacaradas que brillantes, parecían ataviar también al árbol para la ocasión, deslumbrándome el alma. ¡Que bonito estaba!. Pensé que mas o menos así debía de ser el cielo ese del que me habían hablado.
Luego con los años, he visto otras floraciones espectaculares, como la de los cerezos por los campos del norte, o la amarilla de los jaramagos y los vinagrillos de los esteros, pero, a pesar de ser preciosas, no llegaron a impresionarme como la floración de mi amigo el viejo almendro de mi corral.
A nosotros nos terminaron echaron del lugar, aludiendo no se que razones de mayores que entonces no comprendí demasiado bien. Aquel corral y mi casa fueron adquiridos por un desalmado que terminó tapando la tierra con una torta de hormigón y cortando el almendro porque decía que daba bichos.
Los caminos se fueron perdiendo, bajo el asfalto negro de nuevas carreteras. Mamá murió, se apagó la luz de sus ojos y su voz dejó de sonar para siempre, como las campanas, aquellas pequeñas campanas que mañaneaban cada domingo. También cortaron las tunas y en la playa ya no está aquel bar. Los hombres, aquellos hombres rudos de la mar, todos muertos como mama, y yo, yo aquí, solo, recordando inmerso en un vacío difícil de explicar.
Algunas veces ahora, cuando voy con mi mujer y mi hijo a la vera de la mar, me quedo embelesado mirando el infinito, y mientras el pequeño juega con la arena ella me pregunta que es lo que estoy mirando. –Miro a mi almendro- respondo, pero no me entiende. Se que a veces piensa que estoy loco, y es que en la mar no crecen árboles.
4 “Cuento Sátiro”
“El Cumpleaños de Tía Marta”
Mañana será el cumpleaños de tía Marta. A tía Marta es difícil regalarle algo. Ella es muy exigente. El año pasado le regalé unas zapatillas de paño, de esas que suelen ser oscuras y forradas por dentro y se ofendió muchísimo porque decía que ese regalo era para gente de la tercera edad. Yo no sé bien a que edad piensa ella que pertenece, si fuera por años, debería de estar en la cuarta o en la quinta.
Siempre me acuerdo del cumpleaños de tía Marta porque es justamente después del aniversario de la muerte de mama.
Mamá murió un día antes, atropellada por un autobús precisamente cuando estaba preparando la fiesta para la celebración de su cumpleaños.
Aquello no fue motivo para que la fiesta se anulara, ni muchísimo menos, todo lo contrario. Aquel año celebramos el cumpleaños de tía Marta con más alegría que nunca. No se me olvidan las últimas palabras de mamá, tirada en la carretera, con las ruedas del autobús marcadas en su vientre rompiéndola en dos: -“Hijo mío, hijo mío,- me dijo la pobre- no te preocupes por mi, y recoge todas las latas de cervezas que están rodando por la acera de enfrente. Son para la fiesta de tu tía. No se te olvides de meterlas en el refrigerador, porque la verdad es que tiene leches beber cerveza caliente. No me llores ahora. Ahora lo único importante es la fiesta de tu tía. Ve y disfruta, pásalo bien y brinda por mí, y cuando la fiesta termine ven a verme entonces al cementerio, allí sí, allí lloras un ratito frente a mi tumba, pero llora alto, que te pueda oír bien, que ya sabes que últimamente estoy fatal del oído.”-
-No te preocupes mama, que así lo haré.
-Muy bien hijo, muy bien, así me gusta.
-¿Y ahora que?. ¿Te dejo toda tirada y desangrándote?
-Si, déjame, déjame.- Y diciendo esto mama la palmó dando su ultimo suspiro pronunciando un ¡Hay!, muy cursi.
Mamá siempre fue una santa, un poquitin pija, pero una santa muy santa.
Cuando terminamos de celebrar el cumpleaños aquel año, como me había dicho mama, me fui para el cementerio, y allí estaba la pobre, toda enterradita.
Me puse a llorar y lloré alto, muy alto, lo mas alto que pude para que mama me oyera, como ella me dijo. Lloré tan alto que todas las ancianas que rezaban por allí, suspendieron sus oraciones por un instante para mirarme escandalizadas. Alguna incluso salió corriendo del sitio, huyendo como alma que persigue el diablo. Era gracioso ver a la vieja vestida de negro con las enaguas remangadas y corriendo por las calles del cementerio como si fuera “Card Lewis” en las Olimpiadas de “Barcelona 92”.
Desde entonces voy al cementerio cada año y siempre consulto el regalo de Tia Marta con mama, pero este año ha sido imposible. Mamá ha debido de enterarse de mis obsesiones con Angélica, mi compañera, y como no le gustan esas cosas del sexo, debe andar algo enfadada, pues por mas que le rezo, y por mas que le lloro, en esta ocasión está pasando de mi y no me dice que regalar a su hermana.
¡Bueno!, pues peor para tía Marta. Como no se que regalarle y ando un poquito mal de liquidez, podría regalarle... ¡Leches!, ¡releches!, ¡Que gran idea!, podría regalarle el Arcángel de granito que preside el panteón de la familia Ristori. Los Ristori están ya todos muertos y nadie echará de menos al Ángel ese de piedra. Total, a tía Marta siempre le encantó el arte y la la escultura en particular.
Existe un gran problema. Al Arcángel no hay quien lo separe del suelo. Primero porque está perfectamente anclado y pegado con cemento del bueno, y segundo porque debe de pesar una barbaridad. Desde lejos no parecía tan grande. Vamos, que aunque se pudiera arrancar, esta estatua debe de pesar un hartón. Yo no creo que pueda llevarla desde el cementerio hasta casa de tía Marta cargando con ella. Terminaría muerto.
Trato de buscar alguna forma de llevar ese peso pesado a casa de tía Marta, pero no, no hay forma. Cuanto más lo pienso más difícil se me hace. Seguro que hay otras soluciones más factibles. Miro a mi alrededor buscando algo que me inspire qué regalar a tía Marta, y ¡leches!, ¡releches!, como no había caído antes, le regalaré un ramo de flores. Las flores son muy bonitas y también les encanta. Además, por aquí hay muchas.
Arrancaré algunas rosas de los ramos, rosas rojas que son las que más me gustan. Esas que tiene la lápida tercera de la segunda fila son geniales. Ya está ya las tengo, ya son mías. Cogeré algunos gladiolos y unos cuantos crisantemos. Ahora trataré de formar el ramo.
Formar un ramo de flores es tarea sumo complicada. Por mas que he mareado a las flores no he conseguido disponerlas en forma original y estéticamente aceptable. Les he dado tantas vueltas que las flores al final se han chuchurido. Mas vale que las tire. Está bien que se regalen flores gratis del cementerio a una tía en su cumpleaños, pero no flores marchitas, ya eso sería el colmo de los colmos. ¿Qué puedo hacer?, ¿cómo podré componer un ramo sin que se me estropeen las flores?. ¡Ahhh!, ya sé lo que haré. Le regalaré a tía Marta el ramo de mama. Total, ella este año no se lo ha merecido. ¡Ea!, toma ya, por no hablarme, y para que sigas enfadada por que me guste tocarle las piernas a mi compañera Angélica. Ahora te aguantas, y si quieres flores, te esperas hasta el año que viene.
¡Mira que hacerme venir hasta el cementerio para luego quedarse mas callada que una muerta...!
Desde luego algunas veces a mama no hay quien la entienda.
5 “Cuento de Humor”
El Grillo Erótico
La verdad es que no sé que les está ocurriendo a los grillos últimamente. Yo nunca había visto tanto grillo junto. Es como si estuvieran haciendo una revolución de grillos, manifestaciones de grillos. Grillos contra la intolerancia. Grillos contra la marginación. Hay tanto y tanto grillo que la cosa se está poniendo un poquito negra.
Además, los grillos son impertinentes y maleducados, cosa que es lógica debido a su alto número. Ya se sabe la unión hace la fuerza. Únete y vencerás. Pues eso, que últimamente hay un hartón de grillos.
La otra noche, estaba en un bar tomando una copita. Con eso moderno del insomnio me cuesta mucho trabajo quedarme dormido, así que decidí salir a tomar algo.
Yo sé que a mama eso de beber alcohol en los bares no le gusta nada, pero como últimamente no me riñe para nada..., pues que le vallan dando.
El bar estaba ligeramente oscuro, aunque reinaba en su interior una perfecta, tenue y relajante luminosidad muy equilibrada para la hora que era. La música sedosa que se oía, invitaba a una conversación relajada y romántica. Todos se dispersaban por los rincones más apartados en pequeños grupos cerrados e íntimos. Yo, que estaba solo, como siempre, de pié, apoyado sobre la barra, envidándolos, mientras los miraba desde lejos.
Realmente me hubiera gustado mucho estar sentado en una de esas mesas bajitas de madera, de las que están por las esquinas, sentado con Angélica, cortejándola. La verdad es que no entiendo por que nunca quiere salir conmigo. Ella es soltera como yo, y está sola como yo y ambos tenemos mas o menos la misma edad. Quizás sea porque aún no la he invitado. Ahora que lo pienso es cierto, yo jamás la he invitado a salir. Lo mismo se lo propongo y acepta encantada. No, creo que no. Otra vez soñando despierto. Otra vez diciendo tonterías. Últimamente no paro de pensar estupideces. En fin para que comerme el coco. No merece la pena. Lo mejor es que trate de ligar con alguna de las que llegan por aquí de vez en cuando. Lo mismo hasta tengo suerte.
¡Mira!, ¡mira!, ahí entra caza mayor. Pues si que está bien esa morena jaquetona. La verdad es que está pero que muy bien. Muy bien, muy bien. Vamos, que está para beneficiársela. Trataré de llamar su atención poniendo mi típica y ensayada pose de hombre interesante. Así, así, mostrando frialdad y estupor. ¡Que se note mi carácter!.
¡Joder!, llevo casi veinte minutos con la maldita pose y nada de nada. Me está entrando una punzada de dolor fortísima en la espalda de estar tanto tiempo estirado y la tía ni mira. Toseré un poco, a ver si repara en mí. ¡Que no!, ¡que no hay nada que hacer!, que ni tosiendo.
Si fumara al menos le pediría fuego por abrir la conversación.
De repente algo negro se acerca hacia mi volando. Es un bicho asqueroso y extraño que me golpea en un ojo. ¡Hay!, Hay!, que dolor mas grande. Del manotazo que me he dado a mi mismo por apartarlo, me he arrancado de cuajo las gafas que han salido inoportunamente volando y han aterrizado con descaro, justo debajo del pié que en ese mismo instante tiene la morena levantado. Baja el pies y ¡Crafff!. La tía acaba de cargarse mis gafas.
Hasta ese momento nadie había reparado en mi. Pero de repente, todo se paralizó. Todos pendientes, mirando atentos mi extraña reacción.
-¡Ha sido un bicho- He dicho dirigiéndome a todos un tanto asustado tratando de justificar el desproporcionado respingo que he pegado. – Ha sido un bicho que se me ha metido en el ojo y que de un golpe me ha arrancado las gafas.-
-Ya debió de ser grande el bicho- Se oye una voz chuflona de entre la penumbra.
Todos ríen. Todos salvo yo, claro. Una vez mas he vuelto a hacer el ridículo.
Cuando menos me lo esperaba, cuando mi único anhelo era terminar de apurar lo que me restaba de la copa y largarme de allí, la morena se ha dirigido a mí, así como por sorpresa.
-Lo siento mucho señor.
-No se preocupe, no es nada.
-Le he roto sus gafas.
-Si, bueno, no importa. Hasta ahora las mujeres que he conocido me han roto todas la cara. Usted al menos me ha roto solo las gafas.-
Ella comienza a reírse a carcajadas.
-¿Y como se llama Usted?
-Don Pablo Salguero, para servirla a Usted, a Dios y a la Patria.- Le he dicho tomando su mano para besarla.
- ¿Pero que hace hombre?, ¿pero que hace?
- Perdone Usted mi indolencia, solo trataba de ser cortes y besarle la mano.
- Venga ya hombre, no me sea usted antiguo. A las mujeres no se les besa ya
la mano.
Ese reproche me ha dejado un poco fuera de juego, la verdad, no me lo esperaba. Me cuesta seguir la conversación. No sé por donde seguir.
- ¿Y que hace Usted aquí tan solo, Don Pablo?- Me dice ella.
- Pues ya ve Usted. Busco novia.
- ¿Novia?- Vuelve a reírse la señora.
- Si señora, novia de las formales.
- Ya veo, ya.
- ¿Y Usted, señora?, ¿También...?
- No, no, yo no busco novia.
- Ya me imagino, ya. Buscará usted novio.
- Bueno, novio, novio, lo que se dice un novio no es precisamente lo que yo
ando buscando, aunque si lo encuentro, pues mira...
- ¿Entonces que es lo que busca?.
- Pues mire Usted lo que se tercie.
La respuesta ha hecho que me ponga muy nervioso. Creo que a esta morena me está tirando los tejos.
-Pues yo me tercio. He dicho valiente.
-¿Usted se tercia?- pregunta coqueta.
-Si señora, me tercio, me tercio.- Ella ha vuelto a reír a carcajadas.
Pero lo mío es de película de miedo. Lo mío no tiene nombre, lo mío es desastroso, horrible. Lo mío es mala suerte, lo mío es para cortarse las venas, para suicidarse, para colgarse de un almendro seco.
Cuando me encontraba en lo mejor de lo mejor. Cuando aquella señora estaba entrando en esa etapa que llaman “de la exaltación de la amistad”, tras haberse tomado tres o cuatro whiskys con cola, mí amigo el bicho, ese hijo de p... por el que me arranqué de un manotazo las gafas de la cara, ha vuelto a aparecer con traición, nocturnidad y alevosía, surgiendo por sorpresa de mi espalda, lanzándose en vuelo rasante hacia mi amiga, cayéndole en la pierna derecha. Ella, histérica, ha comenzado a gritar y a dar saltitos. Yo he tratado de ayudarla, en la medida de mis posibilidades.
Tras comprobar que el bicho era un simple grillo, he intentado apartárselo de su pierna, pero el insecto, sabiondo ha empezado a corretear cuesta arriba, dirección al pan de higo, ya me entienden, y es que a estos bichos lo dulce les gusta mucho, que digo yo que será por eso. Yo con mi mano tratando de evitar la tragedia. Mi amiga gritando y dando saltitos y el grillo subiendo.
Leches!, ¡releches!, tanto ha subido el grillo, que ha llegado donde no debía.
Tanto empeño he puesto yo en impedirlo que al final he dado con la mano donde no quería. Mi amiga, como siempre ocurre, me ha abofeteado el rostro, ¡Flash!, ¡Ay que dolor!, y yo..., yo..., ya lo decía yo, al final todas me pegan. ¡Crip! ¡Crip! ¡Crip!.
6 “Cuento dePena”
“Leopoldo el Besucón”
Hoy es uno de esos días en los que uno no se levanta bien de ánimos. Es un día gris, melancólico y triste. Me miro y veo en mi a la protagonista de un anuncio de compresas. ¡Hay!, ¡hay!, que mal me siento hoy.
Me siento tan mal que no tengo ni ganas de ir a trabajar. Hoy me tomaré el día libre.
Desde mi cuarto oigo como el agua de la ducha de Angélica se precipita en minúsculas gotas agresivas y furiosas sobre su cuerpo desnudo. Seguro que se ha vuelto a dejar abierta la ventana. Oigo el chapoteo y me inquieto. Me pongo muy nervioso. Una fuerza interior incontenible me incita a mirar por la ventana. Quiero verla. Deseo verla, pero no, no sería correcto espiarla cuando se asea.
El agua sigue sonando con cierto recochineo. El agua sigue corriendo, martirizándome. Trato de taparme los oídos, pero no sirve de nada. El ruido provocador se me ha metido en la cabeza y ya es tarde, demasiado tarde. No lo oigo, pero lo imagino, que es peor, mucho peor. Ahora la veo dentro de mi cabeza enjabonándose, acariciando su suave cuerpo con una manopla húmeda. ¡Mírala!, mírala como me mira. ¡Mírala!, mírala como se ríe.
No puedo contenerme, no puedo. Mis ojos niños quieren volver a pecar y nada puedo hacer por impedírselo. No quiero pero no puedo contenerme, no puedo, no puedo. Con indiscreción, alevosía y muy a mi pesar, digamos que a cara de perro traicionero, levanto una balda de mi persiana. Mis ojos no pueden esperar más. Mi mirada se escapa furtiva. La pasión me golpea en la garganta y... ¡leches!, ¡releches!, que asco. No es Angélica quien se ducha. Esta maldita visión que me ha cogido por sorpresa, ha hecho que me diera una punzada repentina en la cornea. Me ha dado un repelus en el ojo. ¡Que dolor más grande!. No es de Angélica el cuerpo desnudo que se muestra frente a mí. Es su madre. Su obesa, anciana y viuda madre quien se ducha con la ventana de par en par. ¡Que gorda!. ¡Que vieja!, ¡Que pliegues de pellejos colgantes!. ¡Que escalofríos más malos!. ¡Que miedo!, que miedo me ha dado cuando la señora me ha mirado sonriendo y me ha guiñado un ojo.
-Raaak. Raaak. Cierro la persiana con desprecio. Me prometo a mí mismo clausurar esta abertura en breve y para siempre. Lo antes que sea posible, tapiaré esta ventana, a pesar incluso de quedarme totalmente a oscuras.
A eso de las doce del la mañana he salido a la calle por dar una vuelta y tomarme un aperitivo. Antes por supuesto he llamado a la oficina y me he justificado ante el jefe, a quien le he puesto una excusa bananera sobre mi falta de asistencia, pero total, como soy funcionario cualquier cosa cuela.
A mí siempre me ha encantado tomarme los aperitivos en el bar Madrid. El bar Madrid siempre me ha gustado mas que ningún otro porque suele estar muy concurrido y de personas muy variopintas.
Yo sé bien que por mi físico o por mi... bueno... por ese “no se qué” que tengo, suelo pasar para los demás por ser un hombre raro. Nada más fuera de la realidad, pues yo soy muy normal, quizás muchísimo más normal que el resto, y por eso la diferencia.
Por eso me siento tan bien en el bar Madrid. Porque hay gente que son mas raras que yo. Me gusta el bar Madrid, porque me pido una cerveza y una tapa y me la ponen corriendo. Me gusta porque la barra, de madera de caoba vieja, pintada y repintada a través de los años, de color oscuro, está justamente a la altura de mi codo y me apoyo estupendamente. Me gusta por que me gusta, y no tengo que darles a nadie explicaciones al respecto.
Pues nada, pues eso, que al entrar en el bar Madrid para tomarme mi aperitivo, alguien me ha hablado.
-Invítame a un cigarrito.- Me ha dicho un viejo desdeñoso y mugriento que borracho acaba de entrar por la puerta.
-No fumo- le he dicho tratando de cortarle.
-Pues dame cinco duritos para comprarme uno.
Yo, que no es que sea más bueno que nadie, que simplemente soy más tonto que todos, he sacado mi cartera y le he dado una propina de cuarenta duracos al pobre desalmado que apesta a rayos y centellas.
-Tome- Le he dicho con cordialidad.
-Gracias Señor, es Usted todo un Caballero.
Y ni corta ni perezosa el viejo pestoso me ha dado un abrazo con sus mugrientos y canijos brazos renegridos. Me apretaba contra sí, impregnándome del nauseabundo olor que manaba de su cuerpecillo.
-¡Suélteme señor!- le he dicho tratándome de librar de él.
-Venga Usted a mis brazos- Seguía el borracho diciéndome apretándome mas aún.
-¡Que me suerte, leche!.
-Que no le suelto, que es Usted un señor.
-Ya, pero es que como no me suelte me va hacer vomitar, ¡joper!.
Cuando por fin he conseguido librarme de aquel pulpo mal afeitado, él muy agradecido ha querido también obsequiarme con algo. Ha sacado del bolsillo de su mugrienta camisa un bolígrafo y se ha puesto a rellenar una quiniela. Al terminarla me la ha regalado como si fuera un boleto premiado. Yo, que no es que sea bueno, que es que soy tonto, he vuelto a pagarle otra cervecita y el viejo se ha emocionado tanto que me ha asaltado a traición y ha vuelto intentado besarme en la boca, el asqueroso.
-¡¿Pero que hace?!-
-¡Dame un beso campeón!- me ha dicho mostrándome con descaro su exagerada lengua roja que apestaba a rayos y centellas. En su boca sucia solo hay un solo diente. Eso si, un diente muy grande, muy renegrido por debajo y muy amarillo en el resto.
-¡Dame un beso campeón! – insiste el viejo abrazado a mi cuello de nuevo. No veas el trabajo que me ha costado librarme del tío.
-¡Pero suélteme, hombre!. ¡Usted apesta!.
-Ya lo sé, es que me he meado encima. ¡Dame un beso!.
-Que no hombre que no.
-Bueno pues te lo doy yo a ti.
-Que no, que no, que le huele a usted el aliento un montón. Déjeme tranquilo hombre, déjeme tranquilo por favor.
El viejo por lo visto se ha ofendido, se ha separado al instante y por fin se marcha.
Menos mal que ya me lo he podido quitar de encima, pero su olor su olor se ha quedado conmigo, me ha impregnado todo ¡que asco!, ¡que asco!.
Es tan fuerte su olor, que al pasar por la alameda, al salir del bar Madrid, justo cuando pasaba por el banco donde dormía una señora indigente, esta se ha levantado y se ha puesto a buscar oteando a su alrededor diciendo: -¿Donde estas mi amor?, ¿dónde estas cariño mío?, que no puedo verte, pero puedo olerte. Ven conmigo Leopoldo, ven conmigo mi amor.
Vamos, lo que me faltaba, a la vista de tanta pasión, lo único que he podido hacer es salir corriendo para casa para darme una ducha de urgencia con sesión extraordinaria de masaje estropajero. ¡Joper! ¡Joper!, y a ver si puedo librarme de esta manada de perros callejeros que no paran de seguirme desde que salí del bar.
¡Espero que al menos la quiniela de Leopoldo sea lo menos de catorce!.
7 “Cuento de Gitanos”
“Pastorita”
Aquella noche tenía un brillo especial. La luna llena se reflejaba sobre el agua de la alberca y parecía como si fuera un queso que ondulaba, bailando al son de la suave brisa.
La tierra húmeda desprendía un agradable frescor, y el aroma con el que la dama de noche embriagaba, endulzaba el olfato e invitaba a relajarse, tumbado sobre la hierba, contemplando los luceros del cielo.
Solo se oían lejanos, los grillos y algún que otro búho cazador que al acecho, vigilaba su presa, escrutando el tiempo en busca del mejor momento para lanzarse sobre ella. Un perro aullaba, quizás asustado, mientras que el resto del mundo ya dormía.
Del otro lado de las tunas, acercándose por el camino de piedras, una patulea de gitanos que alborotaban rompiendo el sacrosanto silencio de la huerta.
Aquellos extraños hombres que habitaban en las casuchas de lata cercanas a la playa, siempre me habían dado miedo y al tiempo me habían fascinado. Un halo de fascinante misterio los envolvía.
Ellos vivían al margen de la gente, de espaldas al resto, y a pesar de ser los más humildes, parecían ser los más felices, a juzgar por lo contentos que parecían siempre estar. Solían cantar todos juntos por las noches, en las que se sentaban alrededor de una hoguera, a la intemperie, tocando las palmas, haciendo que los cuerpos delgados de los mas jóvenes, de piel oscura, tostada y aceituna, se contonearan en la noche como si fueran humo, en una danza que se me antojaba mágica.
Escandalizaban en la madrugada, llevando a empujones a la joven Pastorita.
Era aquella chica, la única con la que yo había hablado en alguna ocasión. Yo solía jugar sobre la pajereta de piedra ostionera que separaba aquel camino de pedruscos de la limpia arena de la plaza de la iglesia. Era para mí aquel muro descarnado, un singular camino por donde mis coches de carrera improvisaban una imaginaria carretera llena de sobresaltos. Pastorita de vez en cuando se acercaba por la plaza, y se quedaba mirando. A mí me daba la impresión de que quería jugar, pero yo no decía nada. Ella era gitana y yo temía que terminara robándome el juguete.
Llegaban envueltos de tanta violencia, que sentí pavor y me oculté en la sombra, tras las hierbas. A la joven la empujaban y la golpeaban. Una señora gruesa, probablemente la mayor, incluso la insultaba. Pastorita lloraba sin consuelo. Al pasar a mi vera, procuré fijarme en su cara lo mejor que pude. Estaba mojada, impregnada de lagrimas amargas que descolocaban el hollín oscuro de su piel en mayúsculos churretes que brillaban. La llevaban a manotazos, como a una virgen a la que fueran a sacrificar.
Cuando los gitanos pasaron y cuando se encontraron a una prudente distancia, yo salí corriendo para mi casa, aterrado, aunque preguntándome a donde llevarían a Pastorita.
No comenté aquello con nadie, aunque lo que sí es cierto es que a la mañana siguiente fue encontrado, tirado en una huerta abandonada, el cuerpo de un pequeño niño recién nacido, a quien alguien le había arrancado el corazón.
Yo presentía que aquella misteriosa aparición tenía algo que ver con lo que había visto, pero como ya digo, siempre me faltó valor para preguntar o simplemente para decir algo al respecto.
Pasaron los años desde aquella noche, y yo dejé de ser niño y me marché de allí. Con el tiempo volví a encontrarme con Pastorita alguna que otra vez. Ella era una gitana adulta, mal vestida, poco aseada, que solía pedir limosnas por el mercado de la ciudad.
En alguna que otra ocasión me pidió también a mi, ofreciéndose para echarme la buenaventura. Era obvio que ella no me reconocía. Yo a ella si, a pesar del paso del tiempo y del cambio físico que ambos habíamos experimentado.
Un día cualquiera, uno de esos que sin saber por que te coge el cuerpo con un poco mas valor que el resto, cuando ella se acercaba hasta mí, pidiendo por las mesas, me levanté, saqué algunas monedas de mi cartera para dárselas, pero antes de que se marchara la tomé del brazo y llamándola por su nombre la saludé. Ella pareció asustarse mucho. Con mi talante amable traté de hacerle ver que mis intenciones no eran malas y que nada tenía que temer. Yo solo pretendía aclarar aquella duda, que como una herida abierta, seguía escociendo en mi alma, por lo que le pregunté con arrojo sobre aquella noche. Le dije que yo había estado allí, que lo vi todo. A ella se le descompuso la cara. De una pequeña bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello, sacó siete pequeños granates rojos que parecían lágrimas, me las enseñó, las depositó en mi mano y salió corriendo despavorida. Traté de seguirla, pero nada mas salir del bar donde nos encontrábamos se perdió adentrándose en el tumulto de personas que iban y venían por las calles del mercado.
Pasaron largos meses hasta que de nuevo volví a encontrarme con ella. Aquellas lagrimitas rojas de cristal que me dio, aún me llenó mas de intriga y de curiosidad.
Al principio se mostró reacia a hablar conmigo. Era lógico. Se sentía muy asustada, pero al fin pude convencerla un día para que se sentara y me narrara lo que ocurrió aquella triste y lamentable noche.
Ella comenzó contándome como hace muchos años, crecía feliz en aquellas chabolas de la Casería de Ossio, donde se crió. Su vida era mas o menos agradable y despreocupada, dado que por su condición gitana, ni siquiera iba a la escuela, dedicándose todo el tiempo a gandulear, jugando con los perros y los gatos casi salvajes que crecían por allí. Todo cambió drásticamente cuando ella se desarrolló y dejó de ser niña para convertirse en mujer. Cuando aquello ocurrió su vida se complico mucho, ya que su padre, un gitano viejo, borracho y sin moral, empezó a requerirla por las noches en la intimidad oscura de su covacha. Al principio solo la acariciaba, luego con el tiempo, la desnudaba, masturbándose grotescamente mientras la observaba a la luz de una vela, el muy cerdo, y al final ocurrió lo que Pastorita tanto temía. Una noche que llegó mas borracho que nunca, la trincó por el pelo, la adentro en su cuartucho, le arrancó la ropa y la poseyó.
Aquella experiencia traumática debió de ser fortísima. Ella sufrió muchísimo. Me pongo en su piel y no sé si yo hubiera sido capaz de aguantar tanto. Lo cierto es que a partir de aquella primera vez, fueron muchas las noches en que aquel desalmado e inhumano padre requería de los favores sexuales de su propia hija.
Tanto fue el cántaro a la fuente que al final ocurrió lo que era lógico prever. Pastorita quedó preñada para vergüenza suya y de su gente.
En ese ambiente hostil ella fue engordando su embarazo, viendo como poco a poco iba siendo repudiada por el resto de gitanos, y así, relegada al ultimo puesto de su condición social, Pastorita fue viviendo aquellos amargos nueve meses, los nueve meses mas tristes que ella recordaba, llevando en sus entrañas al hijo de su padre, quien era para su desgracia, también su propio hijo.
Aquella noche que quedó marcada en mi memoria, fue precisamente cuando ella, influida por el misterioso poder de la luna llena, se disponía a parir. La gitana mas vieja, lo dispuso todo, y cuando dio la orden todos se organizaron en escandalosa procesión para llevar a Pastorita hasta la cima del cerro, atravesando por el angosto camino de cantos rodados. Allí, según cuenta una leyenda, antiguamente los habitantes del lugar hacían sacrificio de sus primogénitos a Dios, sobre un altar de piedra que seguía en pié. Cuando llegaron, la anciana situó sobre el suelo a la joven preñada y abriendo sus piernas sacó de entre ellas a una pequeña criatura. La alzó mostrándosela a todos, diciendo que aquel niño era la reencarnación del pecado mas grande. Aún lo elevó mas alto y al final, con una verborrea difícil de entender se lo ofreció a la Luna, diosa de la noche, reina poderosa que todo lo podía, invocando su protección y su perdón. Luego, colocando al pequeño boca arriba sobre el altar, lo atravesó clavándole una daga fría, rasgando su carnecita en dos, extrayendo el pequeño corazón con la mano. La vieja bruja, lo devoró y al comérselo cayó de rodillas perdiendo el conocimiento. Pastorita seguía allí tumbada sobre la tierra, sujetada por su propia gente, sin poder hacer nada, contemplando como los finos hilillos de sangre que se escapaban del cuerpo muerto de su hijo, caían desde la piedra hasta el suelo, goteando y cristalizando al tiempo de tocar tierra.
Esas gotas de cristal que ella me diera, era sangre del bebe que su pueblo condenó a morir nada mas nacer. Pastorita las recogió cuando pudo y las conservó como reliquia.
Aquella historia me parecía increíble de creer, no obstante, era difícil dudar de su veracidad al mirar a la cara de aquella mujer mientras la contaba.
Pastorita, la gitana, sigue pidiendo desde entonces a los transeúntes que pasean por las calles que van al mercado. Algún que otro día he vuelto a verla. Parece que el contarme aquella historia le hizo mucho bien y desde entonces la veo mas feliz.
Yo, por fin quedé tranquilo, satisfecha mi curiosidad, y en cuanto a los pequeños cristalitos rojos, fueran o no sangre del aquel niño que encontraron muerto sin corazón, por si acaso los enterré en tierra santa, rogando a Dios por el eterno descanso de su alma. A veces paso por aquel lugar donde enterré las gotas, y rezo allí. Es curioso ver como siempre, cada primavera, renacen en el mismo sitio siete flores rojas que me parecen preciosísimas.
Ignacio Bermejo Martínez
11100 San Fernando
Cadiz