Publicado en
junio 27, 2010
HACE algunos años estaba de moda ridiculizar la idea del flechazo en el amor; aunque las personas que piensan, lo mismo que los que sienten profundamente, siempre han defendido su existencia. Los descubrimientos modernos en lo que se puede llamar magnetismo ético o estético, nos ofrecen la probabilidad de que los más naturales, y como consecuencia los más verdaderos y más intensos afectos humanos, son aquellos que surgen del corazón corno por simpatía eléctrica; en una palabra, que las más brillantes y más duraderas de las captaciones psíquicas son las que se afianzan con una mirada. La confesión que estoy a punto de hacer añadirá un ejemplo más a los innumerables que prueban la verdad de mi aserto.
Mi narración requiere que yo sea algo minucioso. Todavía soy muy joven, ya que no he cumplido los veintidós años de edad. Mi nombre actual es muy corriente y más bien plebeyo: Simpson. Y digo "actual" porque sólo se me ha llamado así últimamente, pues el pasado año he adoptado legalmente dicho apellido con objeto de recibir una gran herencia que me legó un pariente lejano, el señor Adolfo Simpson. El legado fue hecho con la condición de que tomara d nombre del testador: el nombre de familia, no el de pila. Mi nombre de pila es Napoleón Bonaparte, o, más propiamente, éstos son mi primer y segundo apellidos.
Adopté el nombre de Simpson con bastante desagrado, pues por mi verdadero patronímico, Froissart, sentía un muy perdonable orgullo, al creer que tal vez mi origen pudiera remontarse al del inmortal autor de las Crónicas (1). Además, sobre el asunto de los nombres, dicho sea de paso, puedo mencionar una coincidencia singular en lo que se refiere a los nombres de algunos de mis inmediatos predecesores. Mi padre fue un cierto señor Froissart, de París. Su esposa, mi madre, que se había casado a los quince años, era una señorita Croissart, hija mayor de Croissart, el banquero, cuya esposa sólo tenía dieciséis años cuando se casó, y era a su vez la mayor de las hijas de un tal Víctor Voissart. El señor Voissart, muy singularmente, se había casado con una persona de nombre parecido, una tal señora Moissart, tarnbién demasiado niña cuando se casó, y de igual modo la madre de esta señora Moissart sólo contaba catorce años cuando la llevaron al altar. Estos tempranos matrimonios sen algo frecuentes en Francia. Tenemos, pues, a Moissart, Voissart, Croissart y Froissart, todos en la línea de mis ascendientes directos. Mi propio apellido, como he dicho, se ha convertido en Simpson por un acto legal, y con tanta repugnancia por mi parte, que hubo momentos en los que con sinceridad vacilé en aceptar aquel legado con su cláusula insólita y molesta.
(1) Juan Froissart, cronista francés (1338-1404).
En cuanto a mis dotes personales, no son de ningún modo deficientes. Al contrario, creo que tengo buena figura y poseo lo que el noventa por ciento de las personas llaman un rostro agradable. Mido cinco pies y once pulgadas de estatura. Mi pelo es negro y ligeramente ondulado. Mi nariz es suficientemente aceptable. Mis ojos son grandes y grises, y aunque en realidad resultan débiles en grado muy inconveniente, sin embargo, nadie podría sospechar ningún defecto en ellos al contemplarlos. Esa misma debilidad siempre me ha molestado mucho, y he recurrido a todos los remedios, excepto al de usar lentes. Siendo joven y bien parecido, naturalmente me desagradaban, y me he opuesto siempre a llevarlos. No conozco nada que desfigure tanto el semblante de un joven o imprima a cada facción un aire de gazmoñería y que le haga aparecer más viejo. El monóculo, por otra parte, produce un efecto de clara vanidad y marcada afectación. Hasta ahora me las he ido arreglando sin ellos como he podido. Pero tal vez resulten excesivos estos simples detalles personales, que después de todo son de poca importancia. Me contentaré con decir que mi temperamento es sanguíneo, temerario, ardiente, entusiástico, y que toda mi vida he sido un devoto admirador de las mujeres.
Una noche del pasado invierno entré en un palco del teatro P..., en compañía de mi amigo el señor Talbot. Era noche de ópera y los carteles anunciaban una atracción tan extraña que la sala estaba atestada. Sin embargo llegamos a tiempo para coger los asientos delanteros que habían sido reservados por nosotros, y para llegar a los cuales tuvimos que abrirnos paso con los codos. Durante dos horas, mi compañero, que era un fanático de la música, no quitó la atención ni un momento del escenario, y entre tanto me divertí observando el auditorio, que en su mayor parte estaba compuesto de la élite de la ciudad.
Cuando me di por satisfecho de ello, iba a volver los ojos hacia la prima donna, cuando quedaron detenidos y clavados en una figura de uno de los palcos privados que había escapado a mi observación.
Aunque viviera mil años, nunca podría olvidar la intensa emoción con que observé aquella figura. Pertenecía a una mujer: la más exquisita que yo había visto jamás. Tenía el rostro tan vuelto hacia el escenario que durante algunos minutos no pude ver nada de él, pero su contorno era divino; ninguna otra palabra puede expresar sus magníficas proporciones, e incluso la palabra divino se me antoja ridículamente débil ahora que la escribo.
La magia de una bella forma de mujer, el hechizo de la gracia femenina, ha sido siempre una fuerza que me ha sido imposible resistir; pero allí estaba la gracia personificada, encarnado el bello ideal de mis más extraños y entusiásticos sueños. La figura, que podía verse casi en su totalidad a causa de la construcción del palco, era de estatura algo por encima de la media y casi se acercaba, sin conseguirlo, a lo majestuoso. Su perfecta plenitud y presencia eran deliciosas. La cabeza, de la, cual sólo era visible la parte posterior, rivalizaba en diseño con la de la griega Psiquis, y estaba adornada, más bien que cubierta, por un elegante sombrero de sutil gasa, que me trajo a la mente el ventum textilem de Apuleyo . El brazo derecho descansaba sobre la balaustrada del palco, y conmovió todos los nervios de mi cuerpo con su exquisita belleza. Su parte superior estaba cubierta por una de esas mangas sueltas y algo abiertas que están ahora de moda, y que apenas bajaba del codo. Debajo llevaba una tela muy fina ceñida al cuerpo, terminando en un puño de rico encaje que caía graciosamente sobre la mano, dejando al descubierto sus delicados dedos, en uno de los cuates brillaba una sortija de diamantes que al momento reconocí como de un valor extraordinario. La admirable redondez de la muñeca se ponía de manifiesto por un brazalete que la rodeaba, y que también estaba adornado y cerrado por un magnífico airón de piedras preciosas, hablando en términos en los que no puede haber error de la riqueza y del arrogante gusto de quien las llevaba.
Me quedé observando aquella regia aparición casi durante media hora, como si de pronto me hubiera convertido en una piedra, y durante aquel período sentí toda la fuerza y la verdad de lo que se ha dicho o contado sobre el "flechazo". Mis sentimientos eran totalmente diferentes de todos los que había experimentado hasta entonces, incluso en presencia de los más celebrados ejemplares de belleza femenina. Una inexplicable atracción, que me atrevería a llamar magnética, de alma a alma, parecía encadenar no sólo mi vista, sino todas mis fuerzas de pensamiento y sentimiento, al admirable ser que tenía ante mis ojos.
Ví, sentí, me di cuenta que estaba profundamente, locamente, irrevocablemente enamorado, y esto incluso antes de contemplar la cara de la amada. En realidad, era tan intensa la pasión que me consumía que realmente hubiera quedado muy poco mermada aunque sus facciones hubieran sido de un carácter común; tan anómala es la naturaleza del único y verdadero amor—del amor por flechazo—, y realmente tan poco tienen que ver las condiciones exteriores, que sólo parecen crearlo y determinarlo.
Mientras yo estaba entregado a admirar tan encantadora visión, un repentino alboroto en el auditorio la hizo volver parcialmente la cabeza hacia mí, de modo que pude ver todo el perfil de su rostro. Su belleza incluso excedía mis suposiciones, y, con todo, algo había en él que me desilusionaba sin poder decir exactamente lo que era. He dicho desilusionaba, pero en realidad no es ésa la palabra. Mis sentimientos eran, simultáneamente, apaciguados y exaltados. Poseían menos de transporte y más de entusiasmada calma, de entusiástico reposo. Aquel estado de ánimo surgía, tal vez, del aire de madonna y matrona de su rostro; y, sin embargo, inmediatamente comprendí que no todo consistía en eso. Había algo más: un misterio que yo no podía descubrir en su semblante, que me molestaba ligeramente, al tiempo que aumentaba en alto grado mi interés. En realidad, estaba precisamente en esas condiciones de alma que preparan a un hombre joven y susceptible para cualquier extravagancia. Si la dama hubiera estado sola, seguramente habría entrado en su palco y me habría declarado a ella, arriesgándome a todo; pero afortunadamente estaba acompañada por dos personas: un caballero y otra mujer de sorprendente hermosura, que parecía ser unos años más joven que ella.
Yo barajaba en mi mente un millar de planes por los que pudiera obtener, en el futuro, el ser presentado a la señora en cuestión, y de momento, para lograr por lo menos una visión más clara de su belleza. Yo habría cambiado mi sitio por otro que estuviera más cerca de ella, pero el lleno del teatro hacía imposible mis pretensiones, y aunque las rigurosas normas de la. ..etiqueta últimamente tenían terminantemente prohibido el uso de prismáticos, en un caso como aquél yo incluso los hubiera usado, de haberlos llevado conmigo; pero no los tenía y por eso me sentía desesperado.
Finalmente, pensé en recurrir a mi amigo.
—Talbot—le dije—, ¿tienes unos gemelos? Déjamelos.
— ¡Unos gemelos! ¡No! ¿Por qué supones que yo iba a necesitarlos?
Y se volvió impaciente hacia el escenario.
—Pero Talbot—continué, dándole unos golpecitos en el hombro—, escúchame, haz el favor. ¿Ves ese palco? ¡Allí! ; no, el siguiente. ¿Has visto alguna vez una mujer tan hermosa?
—Realmente es muy hermosa—dijo él.
—Yo me pregunto quién puede ser.
—¡Pero, en nombre de todos los ángeles! , ¿puede que no sepas de quién se trata? No conocerla demuestra que eres desconocido. Ella es la célebre madame Lalande, la belleza del día por excelencia y la comidilla de toda la ciudad. Es inmensamente rica y viuda; un buen partido, que acaba de llegar de París.
—¿La conoces?
—Sí; tengo ese honor.
-¿Querrás presentarme a ella?
—Con el mayor placer, no faltaba más. ¿Cuándo podría ser?
—Mañana a la una iré a buscarte al B...
—Muy bien; y ahora cállate, si puedes.
Ante esta última observación me ví obligado a seguir el consejo de Talbot, pues él permaneció obstinadamente sordo a toda pregunta o sugestión, absorto exclusivamente, durante el resto de la noche, en lo que sucedía en el escenario.
Entre tanto, yo mantuve mis ojos clavados en madame Lalande, y finalmente tuve la buena fortuna de ver su rostro de frente. Era exquisitamente hermosa, y esto, desde luego, me lo hubiera dicho antes mi corazón aunque Talbot no me hubiera satisfecho del todo sobre este punto; pero aquel "algo" indefinible que me desilusionaba seguía turbándome. Finalmente, llegué a la conclusión de que mis sentidos estaban impresionados por cierto aire de gravedad, tristeza o cansancio que estremecían la juventud y frescura de su semblante, aunque para dotarlo de seráfica ternura y majestad resultaba que acrecía, dado mi temperamento romántico, mi interés por su persona.
Mientras se alegraban mis ojos, yo percibí al fin, con una gran emoción, y por un movimiento casi imperceptible de la joven, que. había llegado a darse cuenta de la intensidad de mi mirada. Sin embargo, yo estaba demasiado fascinado y no podía apartar la vista ni por un instante. De nuevo volvió la cabeza, y una vez más sólo ví el cincelado contorno de la parte posterior de su cabeza. Después de algunos minutos, como impulsada por la curiosidad de ver si yo continuaba mirando, se volvió gradualmente y de nuevo se encontró con mi encendida mirada. Inmediatamente bajó sus grandes ojos negros y un profundo rubor cubrió sus mejillas. Pero lo que más me sorprendió fue el ver que ella no sólo volvió su cabeza por segunda vez, sino que tomó de su cintura unos impertinentes, y elevándolos, los ajustaba a su nariz y me contemplaba de lleno, intencionada y deliberadamente, por espacio de varios minutos.
Un rayo que hubiese caído a mis pies no me hubiese confundido más. Confundido solamente, no ofendido ni disgustado en modo alguno, aunque tan atrevida acción por parte de cualquier otra mujer hubiese sido bastante para ofenderme y disgustarme. Pero todo aquello lo hizo con tanta tranquilidad, con tanta nonchalance, con tal reposo, con tan evidente aire de la más alta educación, en fin, que nada de simple descaro se podía entrever en ello, y mis sentimientos fueron de admiración y sorpresa.
Observé que en su primera inspección pareció haber quedado satisfecha del ligero enfoque de mi persona, y estaba retirando ya los impertinentes cuando, como por una sacudida de un segundo pensamiento, los volvió a coger y continuó observándome con la atención fija, por espacio de varios minutos. Estoy seguro de que por lo menos fueron cinco.
Aquel gesto, tan insólito en un teatro americano, atrajo mucho la atención general, dando pie a un indefinido movimiento o zumbido entre el auditorio, que por un momento me llenó de confusión, sin producir ningún efecto visible en el semblante de madame Lalande.
Una vez que hubo satisfecho su curiosidad—si es que fue tal cosa—, dejó caer los impertinentes y tranquilamente volvió a atender al escenario, quedando de nuevo de perfil. Continué observándola ininterrumpidamente, aunque estaba consciente de mi rudeza al hacerlo. Al instante ví su cabeza cambiar de posición lenta, ligeramente, y pronto llegué a convencerme de que la dama, aunque pretendía mirar al escenario, en realidad estaba, observándome atentamente. No os necesario decir el resultado que aquella conducta, de parte de una mujer tan fascinadora, provocó en mi excitable espíritu. Después de escrutarme casi durante un cuarto de hora, el hermoso objeto de mi pasión se dirigió al caballero que la acompañaba, y mientras le hablaba ví con claridad, por las miradas de ambos, que la conversación hacía referencia a mi persona.
Concluida la conversación, madame Lalande se volvió una vez más hacia el escenario, y durante unos minutos pareció absorta en la representación. De nuevo, y al rato, me ví sumido en una agitación extrema al verla empuñar los impertinentes que pendían de su cuello, para enfrentarse conmigo, y sin hacer caso del zumbido del auditorio me inspeccionó de pies a cabeza, con la misma milagrosa compostura que anteriormente había deleitado y confundido mi alma.
Tan extraña conducta me dejó postrado en una perfecta fiebre de excitación, en un absoluto delirio de amor, que sirvió más para envalentonarme que para desconcertarme. Con la loca intensidad de mi devoción, olvidé todo menos la presencia y la majestuosa hermosura de la visión que tenían ante sí mis ojos. Esperando mi oportunidad, cuando creí que el auditorio estaba más entusiasmado con la ópera, busqué con mi mirada la de madame Lalande, y en el mismo instante le envié un saludo ligero pero inequívoco. Se ruborizó muy profundamente; luego desvió sus ojos y muy lentamente, con precaución, miró alrededor para ver si mi atrevida acción había sido advertida, y se inclinó hacia el caballero que estaba a su lado.
Entonces sentí el encendido sentimiento de la inconveniencia que había cometido; me esperaba nada menos que una explicación perentoria, mientras una visión de pistolas para la mañana siguiente flotaba rápida y desagradablemente por mi cerebro.
Sin embargo, fui grandemente aliviado cuando vi que la señora pasaba al caballero un programa sin hablarle, y aquí el lector puede formarse una débil idea de mi asombro, de mi profunda sorpresa, de mi delirante aturdimiento de corazón y de alma, cuando un instante después de mirar de nuevo furtiva a su alrededor, permitió a sus ojos brillantes posarse de lleno y firmemente en los míos, y luego, con una débil sonrisa, descubriendo una brillante hilera de dientes perlinos, hizo dos claras e inequívocas inclinaciones afirmativas con la cabeza.
Es inútil, desde luego, hacer hincapié sobre mi gozo, sobre mi enajenación, sobre el ilimitado éxtasis de mi corazón. Si alguna vez un hombre se volvió loco por exceso de felicidad, ése fui yo en aquel momento. Amé. Aquél era mi primer amor, así lo estaba sintiendo. Era un amor supremo, indescriptible. Era un "flechazo", y el flechazo, además, había sido apreciado y correspondido.
Sí, correspondido. ¿Cómo ni por qué podía dudarlo un instante? ¿Qué otra interpretación podría yo dar a tal conducta por parte de una dama tan hermosa, tan rica, evidentemente tan elegante, de tan elevada educación, tan elevada posición en sociedad, tan respetable en todos los sentidos, como yo estaba seguro que era madame Lalande? ¡Sí, ella me amaba ! Correspondía al entusiasmo de mi amor con un entusiasmo ciego, sin compromiso, desinteresado, confiado, y tan totalmente sin límites como el mío. Pero estas deliciosas fantasías y reflexiones quedaron entonces interrumpidas por la caída del telón. El auditorio se puso de pie, y al instante sobrevino el tumulto de costumbre. Librándome de Talbot repentinamente, me valí de todos los esfuerzos a mi alcance para aproximarme lo más posible a madame Lalande. No pudiendo conseguir aquello, a cuenta del gentío, por fin abandoné la caza y dirigí mis pasos hacia la casa, consolándome a mí mismo por no haber podido tocar ni un pliegue de su vestido, en la reflexión de que a la manarla siguiente sería presentado en debida forma por Talbot.
La mañana llegó por fin; es decir, un día finalmente amaneció, después de una larga y fatigada noche de impaciencia, y luego de las horas que transcurrieron hasta la una, lentas como una tortuga, monótonas e innumerables. Pero lo mismo que se dice que Estambul tendrá un fin, así llegó el fin de esta larga demora. El reloj dio las horas. Cuando el último eco cesó, me encaminé a la calle B... y pregunté por Talbot.
— ¡Ha salido!—dijo el criado del mismo Talbot.
—¿Ha salido?—le repliqué, retrocediendo vacilante media docena de pasos—. Permítame decirle, amigo mío, que eso es del todo imposible e impracticable. El señor Talbot no ha salido, ¿por qué dice usted eso?
—Por nada, señor; únicamente porque el señor Talbot no está en casa. Eso es todo. Esta mañana, nada más desayunar, tomó el coche para ir a S..., dejando dicho que no estará en la ciudad hasta dentro de una semana.
Me quedé petrificado de horror y de ira. Intenté hablar, pero mi lengua se negó a cumplir su oficio. Finalmente, giré sobre mis talones, lívido de rabia y encomendando interiormente a toda la tribu de los Talbot a las más apartadas regiones de Erebo. Era evidente que no considerado amigo, el fanático, había olvidado completamente la cita que tenía conmigo ; la había olvidado tan pronto como la hizo. Nunca fue un hombre demasiado cumplidor de su palabra. No había forma de ayudarle, y así, ahogando mi vejación como mejor pude, caminé tristemente por las calles, proponiendo inútiles preguntas sobre madame Lalande a todos los conocidos que encontraba. Todos la conocían de oídas, algunos de vista, pero como llevaba sólo unas cuantas semanas en la ciudad, eran muy pocos los que pretendían relacionarse con ella, y éstos, siendo en su mayoría todavía extraños, no podían o no querían tomarse la libertad de presentarme con la formalidad de una visita de mañana. Mientras yo estaba desesperado de aquel modo, conversando con un trío de amigos sobre el objeto que tenía absorbido por completo a mi corazón, sucedió que el objeto mismo pasó cerca de nosotros.
— ¡Cielo santo! ¡Es ella!—gritó uno.
— ¡Sorprendentemente hermosa!—exclamó un segundo.
— ¡Un ángel sobre la tierra!—profirió el tercero. Miré. En un carruaje abierto que se nos acercaba, pasando lentamente calle abajo, iba sentada la encantadora visión de la ópera, acompañada por la joven dama que estaba con ella en el palco.
—Su compañera también viste muy bien—dijo uno de los del trío, que había hablado por primera vez.
— ¡Asombrosa!—dijo el segundo—. Todavía conserva su brillo, pues aunque el arte haga maravillas, ella está mejor, ¡palabra!, que cuando la vi en París hace cinco años. Todavía es una mujer hermosa. ¡No lo cree usted así, Froissart... quiero decir, Simpson?
—¿Todavía?—dije yo—. ¿Y por qué no había de serlo, si comparada con su amiga, ésta es como una vela junto a la estrella de la tarde; un gusano de luz junto a Antares?
— ¡Ja, ja, ja! Desde luego, Simpson, tienes un tino sorprendente para hacer descubrimientos; descubrimientos únicos, quise decir.
Y aquí nos separamos, al tiempo que uno de los del trío empezó a tararear una alegre cancioncilla de vodevil, de la cual sólo pude entender:
Niñón, Niñón, Niñón á bas
A bas Niñón de L'Enclos (1)
(1) Niñón, Niñón. Abajo Niñón, abajo Niñón de L'Enclos.
Durante aquella pequeña escena, sin embargo, una cosa había servido grandemente para consolarme, aunque encendió aún más la pasión que me consumía. Cuando el coche de madame Lalande pasó junto al grupo, noté que me había reconocido, y además de ello, me llenó de felicidad con la más seráfica de todas las sonrisas imaginables y con señales no equívocas de reconocerme.
En cuanto a una presentación, me vi obligado a abandonar toda esperanza en tanto que Talbot creyera conveniente regresar de la ciudad. Entre tanto, yo frecuentaba perseverantemente todos los lugares de buena reputación de diversión pública; y finalmente, en el teatro donde la vi por vez primera, tuve la suerte suprema de encontrarla y de cambiar miradas con ella de nuevo. Pero esto no sucedió hasta transcurridos quince días. En el ínterin, yo había preguntado todos los días por Talbot en su hotel, y una vez y otra me había desesperado ante el eterno "todavía no ha vuelto a casa" de su criado.
Por lo tanto, aquella noche en cuestión me encontraba en un estado muy próximo a la locura. Me habían dicho que madame Lalande era una parisiense recién llegada de París, y cabía la posibilidad de que se volviera a ir repentinamente, antes de que Talbot regresara. Y entonces, ¿no la perdería yo para siempre? El pensamiento era demasiado terrible de soportar. Puesto que de él dependía mi felicidad futura, me resolví a actuar con decisión varonil. En una palabra: nada más terminar la representación seguí a la dama a su residencia, apunté las señas, y a la mañana siguiente le envié una extensa y perfilada carta en la que volqué todo el corazón.
En ella hablé con osadía y con libertad; en una palabra: me explayé con pasión. Aludí a las románticas circunstancias de nuestro primer encuentro y a las miradas que nos cruzamos mutuamente. Me aventuré tanto como para decirle que estaba seguro de su amor, al tiempo que le ofrecía la seguridad y la intensidad de mi devoción, como dos disculpas de mi conducta imperdonable. Como tercera excusa le hablé de mi temor de que dejara la ciudad antes de que yo tuviera la oportunidad de una presentación formal. Concluí, con la más impetuosa y entusiástica epístola jamás escrita, con una franca declaración de mis circunstancias personales, de mis medios de fortuna y con el ofrecimiento de mi corazón y de mi mano.
En una angustiosa espera aguardé la respuesta. Después de lo que me pareció el paso de un siglo, llegó. Sí; realmente llegó. Por muy romántico que todo esto pueda parecer, yo recibí una carta de madame Lalande, la bella, la rica, la idolatrada madarne Lalande. Sus ojos, sus magníficos ojos, no habían desmentido su noble corazón. Como una auténtica mujer francesa, como era, había obedecido a los francos dictados de su razón, a los generosos impulsos de la naturaleza, despreciando las convencionales mojigaterías del mundo. Ella no había desdeñado mis proposiciones. No se había refugiado en el silencio. No me había devuelto mi carta sin abrir, sino que incluso me enviaba una por respuesta y escrita por sus mismos exquisitos dedos. Decía así:
"Señor Simpson: Perdonez a mí por no escribir la butefulle lengua de su país tellment como debiera. Hace poco tiempo que he llegado, y todavía no he tenido la opportunité para l'etudier. Vid dis escusa por la maniere que yo digo ahora, ¡helas! Señor Simpson, usted ha adivinado ya toda la verdad. ¿Necesito decir más? ¡Helas! ¿No llevo dicho ya demasiado...?
EUGENIE LALANDE" (1).
(1) Párrafo escrito en un inglés incorrecto, mezclado con francés en el original.
Besé aquella nota de noble espíritu casi un millón de veces, y cometí por su culpa un millar de extravagancias que ahora se me han olvidado. Sin embargo, Talbot continuaba sin volyer. ¡Ay!, si hubiera podido formarse la más remota idea del sufrimiento que su ausencia estaba ocasionando a su amigo, ¿no se habría compadecido su naturaleza, habiéndole movido inmediatamente para consolarme? Sin embargo, todavía no venía. Le escribí. Me contestó. Le retenían urgentes negocios, pero dentro de poco estaría de regreso. Me pidió que no me impacientase, que moderase mis impulsos, leyera libros sedantes y me abstuviera de beber nada más fuerte que Hock (1), y que buscase los consuelos de la filosofía. ¡El muy tonto! Si no podía venir, en nombre de todas las cosas razonables, ¿por qué no podía haber incluido una carta de presentación?
(1) Vino del Rin.
Le escribí de nuevo, rogándole que me la enviase inmediatamente. Mi carta me fue devuelta por aquel criado, con las siguientes palabras escritas a lápiz en el dorso:
"Ayer dejó S... y partió hacia un lugar desconocido : no dijo dónde, ni cuándo volvería. Me ha parecido lo mejor devolverle la carta, dado que conocía su letra y que usted, más o menos, siempre tiene prisa.
Suyo sinceramente,
STUBBS."
Después de aquello, es innecesario decir que mandé a todas las deidades infernales al amo y al criado, pero de poco valía encolerizarme y ningún consuelo hallaba quejándome. Pero, con todo, aún le quedaba un resorte a mi natural audacia. Hasta entonces me había salido siempre bien, y yo, entonces, resolví beneficiarme de ella hasta el fin. Además, después de la correspondencia que se había cruzado entre nosotros, ¿qué acto podía cometer que fuese considerado como indecoroso por madame Lalande? Desde el asunto de la carta, yo había tomado la costumbre de vigilar su casa, y debido a eso descubrí que, casi al crepúsculo, solía ella pasear, acompañada por un negro con librea, por una plaza pública a la que daban sus ventanas. Allí, entre la lozana y sombría arboleda, en la triste oscuridad de un suave atardecer de verano, encontré mi oportunidad y me acerqué a ella. Para engañar mejor al sirviente que la acompañaba, lo hice con el aire seguro de un antiguo y familiar conocido. Con una presencia de ánimo de auténtica parisiense, se dio cuenta en seguida de mi intención, saludándome con la más pequeña y encantadora de las manos. El criado inmediatamente se colocó detrás, y entonces, con nuestros desbordantes corazones, estuvimos hablando largamente y sin reservas de nuestro amor.
Como madame Lalande hablaba el inglés con menos fluidez todavía que como lo escribía, nuestra conversación hubo de ser necesariamente en francés. En aquella dulce lengua, tan adaptada a la pasión, di rienda suelta al impetuoso entusiasmo de mi naturaleza, y con toda la elocuencia de que fui capaz, le pedí que consintiera en un matrimonio inmediato.
Ante aquella impaciencia, sonrió. Citó la vieja historia del decoro -ese espantajo que a tantos detiene para alcanzar la felicidad, hasta que la oportunidad de conseguirla se les ha escapado para siempre—. Me hizo saber que yo había cometido la gran imprudencia de dar a conocer entre mis amigos los deseos que tenía de conocerla, lo cual quería decir que yo todavía no la trataba, y de ese modo no había ya posibilidad de ocultar la fecha de nuestro primer encuentro, y luego me advirtió, sonrojándose, lo demasiado reciente de aquella fecha. El casarnos inmediatamente sería impropio, sería indecoroso, sería outré (1). Esto lo dijo con un encantador aire de naiveté (2), que me embelesaba al tiempo que me apenaba y me convencía. Ella fue incluso más lejos, acusándome—riendo—de precipitación, de imprudencia. Me hizo recordar que realmente incluso no sabía quién era ella, cuáles eran sus planes, sus parientes, su posición en la sociedad. Me rogó, aunque con un suspiro, que recapacitara mi proposición, y calificó a mi amor de apasionamiento, de fuego fatuo, de antojo o fantasía momentánea: creación inestable e infundada, más bien de la imaginación que del corazón.
(1) Desmedido.
(2) Ingenuidad.
Todas estas cosas las decía mientras a nuestro alrededor las sombras del suave atardecer se iban haciendo cada vez más densas, y luego, con una suave presión de su bella y delicada mano, derribaba en un dulce y único instante todos los argumentos que ella misma había levantado.
Contesté lo mejor que pude, como sólo un enamorado auténtico puede hacerlo. Durante mucho tiempo, y con perseverancia, estuve hablándole de mi pasión, de su extraordinaria belleza, de mi entusiasmada admiración. Finalmente, hice hincapié, con una energía convincente, acerca de los peligros que cercan el curso del amor—ese curso del amor verdadero que nunca se desliza sin dificultades—, y de aquí deduje el manifiesto peligro de prolongarlo innecesariamente.
Este último argumento pareció, finalmente, suavizar el rigor de su determinación. Ella se ablandó; pero todavía existía un obstáculo, según dijo, el cual estaba segura que no lo había considerado convenientemente. Se trataba de un punto delicado para que una mujer insistiese en él de tal manera; sin embargo por tratarse de mí, soportaría todos los sacrificios. Ella aludía al tópico de la edad. ¿Me daba yo cuenta—me estaba dando cuenta—de la diferencia que había entre nosotros? Que la edad del marido sobrepasara en algunos años a la de la mujer, incluso quince o veinte, era considerado por el mundo como algo admisible y, en realidad, incluso como acompañada por uno o dos caballeros y de su amiga de la ópera se dirigió a la sala principal, donde estaba el piano. Yo la hubiera acompañado, pero sentía que, en las circunstancias de mi entrada a la casa, lo mejor que podía hacer era permanecer inadvertido donde me hallaba. Así me vi privado del placer de verla, aunque no de oírla cantar.
La impresión que producía en los invitados parecía eléctrica, pero el efecto que produjo sobre mí mismo fue todavía mayor. No sé cómo describirlo adecuadamente. En mí, sin duda, surgió en parte el sentimiento de amor con que estaba imbuido, pero principalmente acerca de la convicción de la extrema sensibilidad de la cantante. Está fuera del alcance del arte dotar a los versos o recitado de una expresión más ardiente que la suya. Su pronunciación en el romance de Otelo, el tono que dio a las palabras "Sul mío sasso" en los Cappuleti, todavía sigue repitiéndose en mi memoria. Sus tonos más bajos eran absolutamente milagrosos. Su voz abarcaba tres octavas completas, extendiéndose desde el "do" de contralto hasta el "do" sobre soprano, y aunque suficientemente potente para haber llenado el San Carlos, ejecutó todas las dificultades de la composición vocal con la más minuciosa precisión, ascendiendo y descendiendo escalas, cadencias o fioritures. En el final de la "Sonanmbula" produjo un notable efecto con las palabras
¡Ah!, non giunge uman pensiero
Al contento ond'io son piena.
Aquí, imitando a la Malibrán, modificó la frase original de Bellini, mientras permitía a su voz descender hasta el "sol" tenor, y luego de una rápida transición atacó el "sol" triple, saltando un intervalo de dos octavas.
Al levantarse del piano después de aquellos milagros de ejecución vocal, ella volvió a su sitio junto a mí, y entonces yo le expresé, en términos del más profundo entusiasmo, mi deleite por su ejecución. No dije nada de mi sorpresa, no dije nada, a pesar de que me hallaba sinceramente sorprendido, porque cierta debilidad, o más bien cierta trémula indecisión en su voz en la conversación ordinaria, me había predispuesto a suponer que no podría cantar con alguna habilidad.
Nuestra conversación fue entonces larga, vehemente, ininterrumpida y totalmente sin reservas. Ella me hizo relatarle mucho de los tempranos años de mi vida, que escuchó con la atención pendiente de cada palabra. Nada le oculté. Sentía que no tenía derecho a ocultar nada a su confiado afecto. Alentado por su candor acerca de la delicada cuestión de su edad, entré con perfecta franqueza no sólo en los detalles de varios de mis defectos, sino que incluso hice una confesión completa de aquellas flaquezas morales o físicas cuya declaración, por exigir un grado más alto de coraje, presupone también una evidencia más segura de amor. Me referí a mis indiscreciones de colegio, a mis extravagancias, a mis jaranas, a mis deudas, a mis galanteos. Incluso fui aún más lejos, al hablarle de una ligera tos hética que en una ocasión me había estado molestando; de un reumatismo crónico, un dolor agudo de gota hereditaria, y en conclusión, de una desagradable e inconveniente, pero hasta entonces cuidadosamente oculta: la debilidad de mis ojos.
Sobre este último punto—dijo madame Lalande riendo—has sido indiscreto al confiármelo, porque si no lo hubieras hecho, yo doy por supuesto que nadie te habría acusado de ese delito. A propósito—continuó ella—: ¿has recordado algo—y aquí, a pesar de la penumbra que nos envolvía, podía asegurar que un vivo rubor tiñó su rostro—, has recordado alguna vez, mon cher ami, estos impertinentes que cuelgan de mi cuello?
Mientras hablaba, daba vueltas con sus dedos a aquellos mismos con cuyo manejo me había llenado de confusión en la ópera.
—Me acuerdo perfectamente, ¡ay de mí!—exclamé, apretando apasionadamente la delicada mano que me los ofrecía.
Formaban un complejo y magnífico juguete, ricamente cincelado, afiligranado, y brillando con joyas que incluso con una luz débil como aquélla pude ver que eran de mucho valor.
—Eh bien, mon ami!—continuó con cierto nerviosismo, de un modo que me sorprendía—Eh bien, mon ami!, me has pedido ansiosamente un favor que has tenido a bien de calificar sin precio. Me has solicitado en matrimonio inmediato. Y yo, escuchando tus ruegos y añadiendo los deseos de mi propio corazón, ¿podría pedirte un pequeño, un muy pequeño favor a cambio?
—-¡Pídemelo!—exclamé con una energía que casi atrajo hacia nosotros la atención de los invitados, y conteniendo a duras penas el impulso de arrojarme a sus pies—¡Pídemelo, mi amada Eugenia, pídemelo! ; pero, ¿por qué me lo pides, si ya está concedido antes de mencionarlo?
—Deberás vencer, mon ami—dijo ella—, por amor hacia mí, esa pequeña debilidad que acabas de confesar, esa debilidad más moral que física, y que, permíteme que te lo digo, desdice de la nobleza de tu verdadero carácter: tan contradictoria resulta con la sencillez de tu manera de ser, y que si no lo controlas, con toda seguridad, más pronto o más tarde, te causará algún serio disgusto. Debes vencer, por mi amor, esa afectación que te lleva, como tú mismo reconoces, a la tácita e implícita negación de ese defecto de tu vista. Ese defecto, que virtualmente niegas al rechazar el empleo de los procedimientos habituales para corregirlo. Comprenderás, pues, que lo que yo deseo es que uses lentes; ¡oh, no me digas nada!, pues acabas de consentir en llevarlos por mi amor. Acepta este juguetito que tengo en mi mano, el cual, aunque sea una ayuda admirable para la vista, tiene poco valor como joya. Verás que con una ligera modificación..., así o así..., se puede adaptar a los ojos en forma de lentes, o llevarlos en el bolsillo del chaleco, como monóculos. Aunque es en la primera forma como has prometido llevarlos habitualmente.
Aquella petición, ¿debo confesarlo?, me llenó de confusión. Pero la condición que llevaba aparejada no dejaba lugar a duda.
— ¡Está hecho!—grité con todo el entusiasmo que pude reunir en aquel momento—. ¡Está hecho! ; estoy completamente de acuerdo. ¡Sacrifico todos mis sentimientos por tu amor! Esta noche llevaré esos bonitos anteojos como ojos milagrosos sobre mi corazón, pero que la aurora de la mañana me conceda el privilegio de llamarte esposa. Los colocaré sobre mi nariz y los llevaré en ella siempre, en la forma menos romántica y menos elegante que se quiera, pero sí en la forma más útil, como tú deseas que los lleve.
Nuestra conversación versó luego sobre los detalles y los preparativos para la mañana siguiente. Supe por mi amada que Talbot acababa de llegar a la ciudad. Yo iría a verle en seguida y a procurarme un carruaje. La soirée no terminaría hasta casi las dos, y a esta hora el carruaje estaría esperándonos en la puerta. Así, en la confusión ocasionada por la despedida de los invitados, madame Lalande podría entrar en el coche sin ser advertida por nadie. Entonces iríamos a la casa de un sacerdote que estaría esperando ; nos casaríamos y nos despediríamos de Talbot y realizaríamos un breve viaje por el este, dejando al mundo elegante que hiciese la clase de comentarios que juzgase más oportunos.
Una vez planeado todo aquello, me despedí inmediatamente, la dejé y fui en busca de Talbot; pero, por el camino, no pude por menos de entrar en un hotel con el propósito de contemplar la miniatura, y así lo hice con la gran ayuda de los impertinentes. La expresión era sorprendentemente hermosa. ¡Aquellos ojos resplandecientes y enormes! ¡Aquella soberbia nariz griega! ¡Aquellos rizos abundantes y oscuros! "¡Oh!—exclamé para mí mismo, maravillado—. Ésta es la viva imagen de mi amada." Volví el reverso y descubrí las palabras: "Eugenia Lalande; edad, veintisiete años y siete meses".
Encontré a Talbot en casa, y en seguida le informé de mi buena suerte. Desde luego, se quedó bastante asombrado, pero me felicitó muy cordialmente y me ofreció cualquier cosa que estuviera a su alcance. En una palabra, cumplimos nuestros planes al pie de la letra, y a las dos de la madrugada, precisamente diez minutos después de la ceremonia, me encontré en un coche cerrado con madame Lalande, con la señora Simpson—se podría decir—corriendo a toda marcha fuera de la ciudad en dirección norte nordeste.
Habíamos convenido con Talbot que, luego de viajar toda la noche, podíamos hacer nuestra primera parada en C..., una aldea situada casi a unas veinte millas de la ciudad, donde tomaríamos el desayuno y algún descanso antes de proseguir nuestro viaje. A las cuatro en punto, pues, el coche llegaba a la puerta de la posada principal. Di la mano a mi adorada esposa para salir, y ordené que nos trajeran el almuerzo inmediatamente. Entre tanto, nos mostraron un pequeño saloncito y nos sentamos.
Era casi de día, y cuando miré con embeleso al ángel que tenía junto a mí, se me ocurrió la singular idea de que aquél era el primer momento, desde que conocí a la celebrada belleza de madame Lalande, en que yo podía gozar de una inspección muy de cerca y a la luz del día de aquella hermosura.
—Y ahora, mon ami—dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo el curso de mis reflexiones—; y ahora, mon cher ami, puesto que estamos unidos indisolublemente, puesto que ya he cedido a tus apasionadas súplicas y realizado la parte de nuestro acuerdo, supongo que no habrás olvidado un pequeño favor pendiente, una pequeña promesa que me hiciste y que tienes la intención de cumplir. ¡Ah! ¡Déjame ver! ¡Permíteme recordar! ¡Sí!, recuerdo muy bien las palabras con que anoche formulaste la promesa a tu querida Eugenia. ¡Escucha! Fueron éstas: " ¡ Está hecho! Estoy completamente de acuerdo y sacrifico todos mis sentimientos por tu amor. Esta noche llevaré esos bonitos anteojos como ojos milagrosos sobre mi corazón, pero que la aurora de la mañana me conceda el privilegio de llamarte esposa. Los colocaré sobre mi nariz y los llevaré en ella siempre, en la forma menos romántica y menos elegante que se quiera, pero sí en la forma más útil, como tú deseas que los lleve." Éstas fueron tus exactas palabras, mi amado esposo, ¿no es verdad?
—Así es; tienes una excelente memoria, y con toda seguridad, mi hermosa Eugenia, no hay por mi parte el menor inconveniente en el cumplimiento de la insignificante promesa que implican. ¡Mira! ¡Aquí están! Me sientan bastante bien, ¿no es verdad?
Acomodados los cristales en su forma ordinaria de anteojos, los coloqué cuidadosamente en su adecuada posición. Mientras tanto, madame Simpson, luego de ajustarse la capa y cruzar los brazos, se quedó sentada muy derecha en la silla, en una postura tiesa, afectada, y en realidad en una posición ridicula y pretenciosa.
— ¡Válgame Dios!—exclamé casi en el mismo instante que el borde de los lentes tocó mi nariz—. ¡Válgame Dios!, pero ¿qué puede ocurrirles a estos cristales?
Y quitándomelos rápidamente, los limpié cuidadosamente con un pañuelo de seda y me los ajusté de nuevo. Pero si la primera vez había ocurrido algo que me había llenado de sorpresa, la segunda, esta sorpresa se convirtió en asombro, y aquel asombro fue profundo, fue extremo, no pudiendo en realidad estar más horrorizado. En nombre de todo lo horrible, ¿qué significaba aquello? ¿Podría creer lo que veían mis ojos? ¿Podría? Aquélla era la pregunta. ¿Eran verdad aquellas rojeces? ¿Y qué significaban, qué significaban aquellas arrugas en el rostro de Eugenia Lalande, es decir, Simpson? ¡Oh, Júpiter Tonante, y todos los dioses y diosas, grandes y pequeños, del Olimpo! ¿Qué, qué, qué había sucedido con sus dientes? Arrojé los anteojos violentamente al suelo y me quedé de pie, dando saltitos en medio de la habitación, frente a la señora Simpson, con los brazos en jarras y sonriendo al mismo tiempo que echaba espuma por la boca, completamente mudo de terror y de rabia.
He dicho que madame Eugenia Lalande, es decir, Simpson, no hablaba el inglés mejor que lo escribía, y por esta razón nunca intentaba hablar en las ocasiones ordinarias. Pero la rabia puede arrastrar a una mujer a cualquier extremo, y en el presente esa llevó a la señora Simpson al extremo extraordinario de intentar mantener una conversación en una lengua que casi no comprendía.
—Muy bien, señor—dijo ella después de inspeccionarme durante algunos momentos, aparentando un gran asombro—. ¡Muy bien, señor!, ¿qué pasa ahora? ¿Le ha dado el baile de San Vito? ¿O tal vez es que se siente defraudado en su trato?
— ¡Miserable!—dije, reteniendo la respiración—. ¡Usted, usted es una miserable, horrible y vieja harpía!
—¿Vieja? ¿Harpía? Después de todo, no soy tan vieja, no tengo más de ochenta y dos años.
— ¡Ochenta y dos!—exclamé tambaleándome hacia la pared—. ¡Ochenta y dos mil pares de demonios! ¡La miniatura decía veintisiete años y siete meses!
— ¡Es cierto! ¡Eso es! Pero ese retrato fue realizado hace ya cincuenta y cinco años. Cuando yo me casé con mi segundo esposo, el señor Lalande, fui retratada por mi hija, que tuve en mi primer matrimonio con el señor Moissart.
—¿Moissart, dice?
—Sí, Moissart—dijo ella, imitando mi pronunciación, que a decir verdad no era de las mejores—. ¿Y qué ocurre? ¿Qué sabe usted acerca de Moissart?
—Nada, vieja mamarracho, yo no sé nada de él; sólo sé que tuve un antepasado de ese nombre hace ya mucho tiempo.
—¿De ese nombre? ¿Y qué tiene usted que decir de ese nombre? Es un nombre muy bueno; y Voissart es un nombre tan bueno como ése. Mi hija, la señorita Moissart, se casó con un señor Voissart, y ambos nombres son muy respetados.
—¿Moissart?—exclamé—, y ¡Voissart! Pero ¿qué es esto, Dios mío? ¿Qué es lo que quieres decir?
—¿Que qué es lo que quiero decir? Digo Moissart y Voissart, y además quiero decir Croissart y Froissart, si me apetece. La hija de mi hija, la señorita Voissart, se casó con un señor Croissart, y luego, la nieta de mi hija, señorita Croissart, se casó con el señor Froissart, y supongo que usted no me negará que es un nombre muy respetable.
— ¡Froissart!—dije, empezando a desmayarme—. ¡Has dicho Moissart y Voissart y Croissart y Froissart?
—Sí—replicó ella, reclinándose completamente hacia atrás en su silla y estirando sus miembros inferiores—, sí; Moissart, y Voissart, y Croissart y Froissart. Pero el señor Froissart era eso que se llama un loco cachón, un loco cachón como usted mismo, pues dejó la bella Francia para venir a la estúpida América, y aquí es donde tuvo un hijo tan loco como él, o, según he oído decir, tal vez más, y aún no hemos tenido el gusto de conocerle, ni yo ni mi acompañante, la señora Stephanie Lalande. Su nombre es Napoleón Bonaparte Froissart, y supongo que tampoco te parecerá muy respetable su nombre.
Debido a su naturaleza o a su duración, el discurso tuvo el efecto de producir en la señora Simpson una pasión extraordinaria, y una vez que lo hubo acabado, saltó de su silla con gran trabajo, como si estuviera hechizada, y dejando caer, mientras ella saltaba, un universo de ropas de relleno.
Una vez de pie, rechinó sus encías, blandió sus brazos, se recogió las mangas, agitó sus puños ante mi cara y concluyó la representación desgarrando el gorro que llevaba sobre la cabeza, y despojándose de una inmensa peluca del más caro y precioso pelo negro, la arrojó al suelo, y con taconeo muy cómico se puso a saltar y a danzar sobre ella un fandango, en un angustioso rapto de rabia.
Mientras tanto, yo me había hundido en el sillón de donde se había levantado ella.
— ¡Moissart y Voissart!—repetí pensativamente mientras ella se arrancaba uno de los lazos de su hombro—, y Croissart y Froissart—mientras terminaba con el otro.
— ¡Moissart, y Voissart, y Croissart, y Napoleón Bonaparte Froissart! Sepa, inefable y vieja serpiente, que ése soy yo, ¿me oye? Ése soy yo—y en aquel momento me puse a gritar lo más alto que podía—: ¡ése soy yo-o-o! Yo soy Napoleón Bonaparte Froissart! ¡Y me he casado con mi tatarabuela; que sea maldito eternamente!
Madame Eugenia Lalande, quasi Simson—primeramente Moissart—era, aunque cueste creerlo, mi tatarabuela. En su juventud había sido hermosa, y aun con sus ochenta y dos años conservaba la majestuosa altura, el perfil escultórico de su cabeza, sus hermosos ojos y la nariz griega de su juventud. Con la ayuda de estas cualidades, los polvos color perla, el carmín, el pelo postizo, los falsos dientes, etc., así como la ayuda de las más diestras modistas de París, se había dado maña para mantener un papel respetable entre las bellezas un peu passés de la metrópoli francesa. Bien podía considerársela en este aspecto poco menos que como una segunda Niñón de L'Enclos.
Era inmensamente rica, y habiendo quedado viuda por segunda vez, sin hijos, se había acordado de que yo vivía en América, y con el propósito de hacerme su heredero había decidido hacer una visita a los Estados Unidos, acompañada de una pariente lejana de su segundo marido, extraordinariamente bella, una tal señora Stephanie Lalande.
En la ópera, la insistencia de mi mirada llamó la atención de mi tatarabuela, y al examinarme con los impertinentes, quedó sorprendida por un cierto parecido familiar que la impresionó. Interesada, pues, y como sabía que el heredero que buscaba residía en la ciudad, interrogó a su acompañante respecto a mí. El caballero que la acompañaba me conocía y le contó quién era. Aquella información la obligó a repetir su examen con los impertinentes, y aquel escrutinio fue lo que me envalentonó, siendo la causa de que me comportara de la absurda manera que he relatado. Ella me devolvió el saludo, suponiendo que por algún accidente yo había descubierto su identidad, engañado en realidad por la debilidad de mi vista y las artes de su atavío, con respecto a la edad y encantos de la vieja señora. Yo pregunté entusiastamente a Talbot quién era ella; él supuso que yo me refería a la belleza más joven, y por eso me informó, diciéndome la verdad, que ella era la celebrada viuda madame Lalande.
En la calle, a la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró a Talbot, un viejo amigo parisiense, y la conversación, como es supuesto, versó sobre mí. Entonces se explicaron los defectos de mi vista, pues eran notorios, aunque yo fuera totalmente ignorante de su notoriedad; y mi buena vieja parienta, entonces descubrió, y con mucho pesar por su parte, que se había engañado al suponer que yo conocía su identidad, y que simplemente había estado haciendo la tontería de hacerle el amor abiertamente, en un teatro, a una vieja desconocida. Para darme un escarmiento por aquella imprudencia, planeó aquel enredo con Talbot. Éste, intencionadamente, se ausentó para eludir la presentación. Mis investigaciones por su calle, acerca de la "hermosa viuda madame Lalande", supuso que se referían, por supuesto, a la dama más joven; y así, la conversación con los tres caballeros a quienes encontré poco después de abandonar el hotel de Talbot se explica fácilmente, lo mismo que su alusión a Ninon de L'Enclos. Yo no tenía oportunidad de ver a madame Lalande a la luz del día, y en su velada musical, mi tonta debilidad de rehusar la ayuda de los lentes me impidió descubrir su edad. Cuando "madame Lalande" fue llamada para cantar, acudió la dama más joven; mi tatarabuela, para llevar más lejos el engaño, se había levantado al mismo tiempo, para acompañarla al piano en el salón principal. Si yo hubiera decidido acompañarla, me habría aconsejado, como cosa más conveniente, permanecer donde estaba, pero mi prudencia personal veía aquello innecesario. Las canciones que yo tanto admiré, y que me habían confirmado de tal modo acerca de la juventud de mi dama, fueron ejecutadas por madame Lalande. Como culminación de la broma se me regalaron los impertinentes que habían de hacer patente el engaño. Este regalo me proporcionó una oportunidad de aprender una lección sobre la afectación que se me pretendió dar.
Es casi superfluo añadir que los cristales del instrumento que usaba la anciana señora los había cambiado por un par mejor adaptado a mis años. En realidad, se adaptaron muy bien.
El sacerdote, que simplemente pretendía atar el nudo fatal, era un compañero muy alegre de Talbot, un ministro. Se trataba de un excelente bromista, que cuando se quitó la sotana, se puso una enorme librea para conducir el coche de alquiler que llevó a la pareja feliz fuera de la ciudad. Los dos bribones, puestos de acuerdo, a través de una ventana medio abierta que había en el saloncito trasero de la hostería, se estuvieron divirtiendo, riendo entre dientes ante lo que parecía ser el desenlace del drama. Creo que me veré forzado a desafiarlos a ambos.
Sin embargo, no soy el esposo de mi tatarabuela, y ésta es una reflexión que me proporciona un infinito alivio; pero soy el esposo de madame Stéphanie Lalande, con la cual mi querida abuela, después de hacerme heredero universal para el día en que muera, si es que lo hace alguna vez, se ha tomado la molestia de arreglarme la boda. En resumen: me he despedido para siempre de las cartas de amor, y jamás nadie me verá sin anteojos.
FIN