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junio 27, 2010
A las diez de la mañana una terrible sirena, familiar para él, despertó de su sueño a Sam Regan, y maldijo al auxiliador de arriba; sabía que el ruido era deliberado. El auxiliador, dando vueltas en el cielo, deseaba estar seguro de que los afortunados —y no solamente los animales salvajes— iban a recibir parte de lo que iba a arrojarles.
Está bien, está bien, lo recogeremos, se dijo Sam Regan para sí mismo, mientras se enfundaba su mono antipolvo, metía sus pies en las botas, y luego se dirigía malhumoradamente y con toda la lentitud que le era posible hacia la rampa. Algunos otros afortunados se le unieron, todos ellos mostrando similar irritación.
—Hoy es pronto —se quejó Tom Morrison—. Y apostaría a que todo será alimentos básicos, azúcar y harina y manteca... nada interesante como, digamos, caramelos.
—Deberíamos estar agradecidos —dijo Norman Schein.
—¡Agradecidos! —Tod se detuvo para mirarle—. ¿AGRADECIDOS?
—Sí —dijo Schein—. ¿Qué es lo que crees que comeríamos sin ellos? Si no hubieran visto las nubes hace diez años.
—Bueno —dijo Tod hoscamente—, lo único que pasa es que no me gusta que vengan tan pronto; realmente, no me importa el hecho en sí de que vengan.
Mientras apoyaba el hombro contra la tapa en la parte superior de la rampa, Schein dijo jovialmente:
—Qué tolerante estás hoy, Tod, muchacho. Estoy seguro de que los auxiliadores se sentirían complacidos oyéndote.
De los tres, Sam Regan fue el último en alcanzar la superficie; no le gustaba en absoluto subir, y no le preocupaba que se supiera. Y de todos modos, nadie podría obligarle a abandonar la seguridad de la madriguera de Pinole; era enteramente asunto suyo, y observó como un número determinado de sus compañeros afortunados habían elegido quedarse abajo en sus apartamentos, confiados en que aquellos que contestaban a la sirena les traerían algo.
—Es brillante —murmuró Tod, parpadeando al sol.
La nave auxiliadora relucía a poca altura sobre sus cabezas, recortada contra el cielo gris como si colgara de un tembloroso hilo. Buen piloto el tipo, decidió Tod. El, o mejor dicho ello, simplemente bajaba y se inmovilizaba allí, sin prisas. Tod saludó con la mano a la nave auxiliadora, y la sirena sonó una vez más, haciendo que todos se llevaran las manos a los oídos. Hey, una broma es una broma, se dijo a sí mismo. Y luego la sirena paró; el auxiliador se había ablandado un poco.
—Hazle señas de que empiece a tirar —dijo Norm Schein a Tod—. Tú eres el jefe de comunicaciones.
—Seguro —dijo Tod, y empezó a agitar laboriosamente la bandera roja que las criaturas marcianas le habían proporcionado hacía mucho tiempo, adelante y atrás, adelante y atrás.
Un proyectil se deslizó de la parte inferior de la nave, desplegó sus estabilizadores, y empezó a caer en espiral hacia el suelo.
—Mierda —dijo Sam Regan disgustado—. Son cosas de primera necesidad; no llevan paracaídas. —se dio la vuelta, perdido todo interés.
Qué miserable se veía arriba hoy, pensó mientras miraba el paisaje que le rodeaba. Ahí, a la derecha, la casa inacabada que alguien —no lejos de su madriguera— había empezado a construir a partir de materiales recuperados de Vallejo, a quince kilómetros al norte. Los animales o las radiaciones se habían hecho cargo del constructor, de modo que su trabajo se había quedado tal cual estaba; nunca había llegado a servir. Y, observó Sam Regan, se había acumulado una densa precipitación desde la última vez que había estado arriba, el jueves por la mañana o quizá el viernes; había perdido la cuenta exacta. El maldito polvo, pensó. Solo rocas, trozos de cascotes, y el polvo. El mundo se convierte en algo polvoriento sin nadie que lo cuide regularmente. ¿Y qué hay contigo?, le preguntó silenciosamente al auxiliador marciano que les sobrevolaba dando lentos círculos. ¿No es tu tecnología ilimitada? ¿No puedes aparecer alguna mañana con un aspirador de polvo capaz para una superficie de un par de millones de kilómetros cuadrados y devolver a nuestro planeta el brillo de lo nuevo?
O mejor, pensó, el brillo de lo viejo, devuélvenoslo tal como era en los «viejos días», como los llaman los niños. Nos gustaría. Mientras piensas en algo para darnos como futura ayuda, intenta eso.
El auxiliador dio una nueva vuelta, buscando señales de algo escrito en el polvo: un mensaje de los afortunados de abajo. Le escribiré eso, pensó Sam: TRAE ASPIRADORA, DEVUELVE NUESTRA CIVILIZACIÓN. ¿De acuerdo, auxiliador?
En aquel momento la nave auxiliadora se elevó como una flecha, sin duda de regreso a su base en la Luna o quizá de regreso a Marte.
Del abierto agujero de la boca de la madriguera por donde habían salido los tres hombres emergió una nueva cabeza, la de una mujer. Jean Regan, la esposa de Sam, apareció, protegiéndose con una gorrita del gris y cegador sol, frunciendo el ceño y diciendo:
—¿Algo importante? ¿Algo nuevo?
—Me temo que no —dijo Sam. El proyectil de suministros de auxilio había aterrizado, y se dirigieron hacia él, arrastrando las botas en el polvo. El casco del proyectil se había roto y abierto con el impacto, y pudieron ver los contenedores esparcidos dentro. Parecía haber un par de toneladas de sal... quizá fuera mejor dejarlas allí para que los animales no se murieran de hambre, decidió. Se sentía desanimado.
Qué sorprendentemente ansiosos de ayudarles se mostraban los auxiliadores. Preocupados constantemente porque la cadena de la supervivencia no se interrumpiera nunca desde su planeta a la Tierra. Pero debían pensar que ellos se pasaban allí todo el día comiendo, pensó Sam. Dios mío... la madriguera estaba llena a rebosar con comida almacenada. Pero por supuesto había sido uno de los refugios públicos más pequeños de California del Norte.
—Hey —dijo Schein, deteniéndose junto al proyectil y mirando por la enorme abertura de su lado—. Creo que veo algo que podemos utilizar. —Encontró una oxidada vara metálica, que en su momento debía haber ayudado a reforzar el costado de cemento de algún edificio público, y golpeó con ella el proyectil, poniendo en marcha el mecanismo de apertura. El mecanismo se disparó, hizo saltar la parte posterior del proyectil, abriéndolo... y ahí estaba su contenido.
—Parece como si hubiera radios en esa caja —dijo Tod—. Radios a transistores. —Tirándose pensativamente de su corta barba negra, dijo—: Quizá podamos utilizarlos para algo nuevo en nuestros escenarios.
—El mío ya tiene una radio —hizo notar Schein.
—Bueno, construye un cortacésped autodirigido electrónico con sus componentes —dijo Tod—. Seguro que no tienes eso, ¿verdad? —conocía perfectamente el escenario de Preciosa Pat de los Schein; las dos parejas, él y su esposa con Schein y la suya, habían jugado mucho juntos, y ambos escenarios eran muy parecidos.
—Adelante con las radios —dijo Sam Regan—; yo puedo utilizarlas. —Su propio escenario carecía del dispositivo automático de apertura de la puerta del garaje que tenían Schein y Tod; estaba considerablemente muy por detrás de ellos.
—Entonces pongámonos a trabajar —aprobó Schein—. Dejaremos la comida aquí, y solo nos llevaremos las radios. Si alguien quiere la comida, que suba y la recoja él mismo. Antes de que lo hagan los grangatos de por aquí.
Asintiendo, los otros dos hombres se dedicaron al trabajo de arrastrar todo el contenido útil del proyectil hasta la entrada de la rampa de su madriguera. Para usarlo en los preciosos, elaborados equipos de sus Preciosas Pat.
Sentado con las piernas cruzadas ante su piedra de afilar, Timothy Stein, diez años y consciente de sus muchas responsabilidades, afilaba su cuchillo, lenta y expertamente. Mientras tanto, molestándole, su madre y su padre se peleaban ruidosamente con el señor y la señora Morrison, al otro lado de su mampara de separación. Estaban jugando de nuevo a Preciosa Pat. Como de costumbre.
¿Cuántas veces al día tienen que jugar a ese juego estúpido? se preguntó Timothy. Siempre, supongo. No podía ver en él nada que le llamara la atención, pero sus padres jugaban sin descanso de todos modos. Y no eran los únicos; sabía, por lo que decían los otros chicos, incluso de otras madrigueras, que sus padres también jugaban a Preciosa Pat la mayor parte del día, y a veces incluso por la noche.
Su madre dijo en voz muy alta:
—Preciosa Pat va al supermercado, y es captada por uno de esos ojos electrónicos que abren las puertas. Mirad. —Una pausa—. Mirad, se abre para ella, y ahora ya está dentro.
—Empuja un carrito —añadió el padre de Timothy, apoyándola.
—No, no es cierto —contradijo la señora Morrison—. No lo hace. Le entrega su lista al encargado del supermercado, y este se la prepara.
—Eso solo ocurre en las pequeñas tiendas de barrio —explicó su madre—. Y ahora nos hallamos en un auténtico supermercado, como puedes ver por la puerta electrónica.
—Estoy segura de que todas las tiendas de alimentación tienen detectores electrónicos en sus puertas —dijo testarudamente la señora Morrison, y su esposo murmuró aprobadoramente algo inconcreto. Las voces se elevaron irritadas; otra discusión. Como siempre.
Oh, que los cuelguen, se dijo Timothy, utilizando la palabra más fuerte que él y sus amigos conocían. ¿Qué es un supermercado, después de todo? Probó la hoja de su cuchillo —lo había hecho él mismo, personalmente, a partir de una pesada cacerola metálica— y se puso en pie. Un momento más tarde corría silenciosamente por el corredor y golpeaba según el código convenido en la puerta del apartamento de los Chamberlain.
Fred, diez años también, respondió.
—Hey. ¿Listo para subir? Veo que has afilado tu viejo cuchillo; ¿qué crees que vamos a atrapar?
—No un grangato —dijo Timothy—. Algo mejor que eso; estoy cansado de comer grangatos. Su carne es muy fuerte.
—¿Tus padres están jugando a Preciosa Pat?
—Aja.
—Mi mamá y mi papá se han ido hace mucho rato, a jugar con los Benteley —prosiguió Fred al cabo de un momento. Miró de reojo a Timothy, y en un instante compartieron su muda decepción respecto a sus padres. Infiernos, quizá el maldito juego se había esparcido ya por todo el mundo a aquellas alturas; ninguno de ellos se hubiera sorprendido de ello.
—¿Cómo es que tus padres juegan a él? —preguntó Timothy.
—Por la misma razón que los tuyos —dijo Fred.
Vacilante, Timothy dijo:
—Bueno, ¿por qué? No sé por qué lo hacen; te lo pregunto: ¿tienes alguna idea?
—Es porque... —Fred se interrumpió—. Pregúntaselo a ellos. Vamos; vayamos arriba y empecemos la caza, —Sus ojos destellaron—. Veamos qué podemos atrapar y matar hoy.
Poco después habían subido la rampa, abierto la tapa, y se agazapaban entre el polvo y las rocas, observando el horizonte. El corazón de Timothy latía fuertemente; aquel era siempre su momento preferido, el primer instante de alcanzar la superficie. La impresionante visión inicial de toda aquella extensión. Porque nunca era la misma. El polvo, denso hoy, tenía un color gris oscuro más intenso que otras veces; parecía más opaco, más misterioso.
Aquí y allá, cubiertos por varias capas de polvo, había varios cargamentos dejados caer por anteriores naves de auxilio... dejados caer y abandonados. Nunca serían reclamados por nadie. Y Timothy vio un nuevo proyectil que había llegado aquella mañana. La mayor parte de su contenido estaba aún en su interior; los adultos no habían hallado ningún uso para la mayor parte de la carga de hoy.
—Mira —dijo Fred en voz baja.
Dos grangatos —perros o gatos mutantes; nadie lo sabía seguro— estaban merodeando por allí, olisqueando desconfiadamente el proyectil. Atraídos por el contenido no reclamado por nadie.
—No nos interesan —dijo Timothy.
—Ese de ahí parece gordo y suculento —dijo Fred quejumbrosamente. Pero era Timothy quien tenía el cuchillo; todo lo que él tenía era una cuerda con un perno atado a su extremo, un arma ligera que podía matar un pájaro o cualquier otro animal pequeño a una cierta distancia... pero completamente inútil contra un grangato, que generalmente pesaba entre seis y ocho kilos y a veces incluso más.
Muy arriba en el cielo, un punto se movía a una enorme velocidad, y Timothy supo que era una nave auxiliadora dirigiéndose a otra madriguera, trayéndole provisiones. Realmente tenían trabajo, se dijo a sí mismo. Esos auxiliadores, siempre yendo y viniendo; sin detenerse nunca, porque si lo hicieran los adultos podían morir. ¿Sería tan malo eso?, pensó irónicamente. Al menos sería triste.
—Hazle una seña —dijo Fred— y quizá nos deje caer algo. —Sonrió a Timothy, y luego ambos se echaron a reír a carcajadas.
—Seguro —dijo Timothy—. Déjame ver, ¿qué es lo que quiero? —De nuevo se echaron a reír ante la idea de desear algo. Los dos muchachos tenían a su disposición toda la superficie, hasta tan lejos donde podían ver... tenían más de lo que tenían los auxiliadores, y eso era mucho, más que mucho.
—¿Crees que saben —dijo Fred— que nuestros padres juegan a Preciosa Pat con los artículos que ellos les envían? Apuesto a que no saben nada de las Preciosas Pat; nunca han visto ninguna muñequita Preciosa Pat, y si lo hicieran se volverían realmente locos.
—Tienes razón —dijo Timothy—. Se sentirían tan disgustados que probablemente dejarían de enviarnos cosas. —Miró a Fred, protegiéndose los ojos.
—Mejor no —dijo Fred—. Mejor no les decimos nada; tu papá seguramente volvería a pegarte si hicieras eso, y probablemente el mío también a mí.
De todos modos, era una idea interesante. Podía imaginar primero la sorpresa y luego la cólera de los auxiliadores; sería divertido verlo, ver la reacción de las criaturas marcianas de ocho piernas que eran tan caritativas dentro de sus verrugosos cuerpos, aquellos organismos cefalopódicos univalvos parecidos a moluscos que habían tomado voluntariamente sobre sí mismos la responsabilidad de proporcionar auxilio a los escasos supervivientes de la raza humana... y así era como les pagaban su caridad, esa estúpida y totalmente gratuita finalidad que le daban a sus artículos. Ese estúpido juego de la Preciosa Pat al que jugaban los adultos.
Y de todos modos iba a ser muy difícil decírselo; apenas había comunicación entre humanos y auxiliadores. Eran demasiado distintos. Actos, ofrendas, podían tener una identidad común... pero no las palabras, no los signos. Y sin embargo...
Un enorme conejo pardo saltó a su derecha, más allá de la semiterminada casa. Timothy extrajo inmediatamente su cuchillo.
—¡Oh, muchacho! —dijo excitadamente—. ¡Vamos a por él! —Echó a correr por el guijarroso terreno, con Fred un poco detrás. Gradualmente le fueron ganando terreno al conejo; el correr rápidamente era algo fácil para los dos chicos: habían practicado mucho.
—¡Tira el cuchillo! —jadeó Fred, y Timothy, deteniéndose, alzó su brazo derecho, hizo una pausa para tomar puntería, y luego lanzó el afilado y contrapesado cuchillo. Su más valiosa posesión, hecha por él mismo.
Atravesó al conejo en mitad de sus órganos vitales. El animal dio un salto y cayó, alzando una nube de polvo.
—¡Apuesto a que conseguiremos un dólar por eso! —exclamó Fred, dando saltos de alegría—. Solo la piel... ¡Apuesto a que podemos conseguir cincuenta centavos solo por la maldita piel!
Juntos, corrieron hacia el conejo muerto, apresurándose antes de que un halcón de cola roja o una lechuza diurna cayeran sobre él desde el gris cielo.
Inclinándose hacia adelante, Norman Schein tomó su muñeca Preciosa Pat y dijo malhumoradamente:
—Me voy; no deseo seguir jugando.
Afligida, su esposa protestó:
—Pero si hemos conseguido hacer ir a Preciosa Pat hasta el centro de la ciudad en su nuevo Ford convertible último modelo, y aparcarlo, y echar diez centavos en el parquímetro, e ir de compras, y ahora está en la consulta de su psiquiatra leyendo el Fortune... ¡vamos por delante de los Morrison! ¿Por qué quieres irte, Norm?
—Simplemente porque no nos ponemos de acuerdo —gruñó Norman—. Tú dices que los psiquiatras cobraban veinte dólares la hora, y yo los recuerdo claramente cobrar solo diez; nadie puede cobrar veinte. Así que estás penalizando nuestro lado, ¿y por qué? Los Morrison están de acuerdo en que eran solo diez, ¿no es así? —dijo al señor y a la señora Morrison, que permanecían acuclillados al otro lado de la mampara separadora que reagrupaba los dos escenarios Preciosa Pat.
Helen Morrison le dijo a su esposo:
—Tu ibas al analista más que yo; ¿estás seguro de que cobraba solo diez?
—Bueno, yo asistía principalmente a terapias de grupo —dijo Tom—. En la Clínica Estatal de Higiene Mental de Berkeley, y cobraban a cada uno de acuerdo con sus posibilidades. Y el de Preciosa Pat es un psicoanalista privado.
—Entonces tendremos que preguntárselo a alguien —le dijo Helen a Norman Schein—. Me temo que vamos a tener que suspender el juego por el momento. —se dio cuenta de que todos la miraban ahora debido a su insistencia en que por un detalle tan nimio como aquel suspendieran el juego durante todo el resto de la tarde.
—Quizá podamos dejar todo el escenario montado —dijo Fran Schein—. Así tal vez pudiéramos terminar esta noche, después de cenar.
Norman Schein miró a su equipo combinado, las tiendas de lujo, las bien iluminadas calles con los coches último modelo aparcados, todos ellos brillantes, la propia casa de varios pisos donde vivía Preciosa Pat y donde recibía ocasionalmente a Leonard, su amigo. Era la casa lo que siempre atraía su atención; la casa era el auténtico foco de todos los equipos, por mucho que difirieran de unos a otros en lo demás.
El guardarropa de Preciosa Pat, por ejemplo, allí en los armarios de la casa, el enorme armario del gran dormitorio. Sus pantalones de fantasía, sus mini-minis de algodón blanco, su sucinto bikini a lunares, sus peludos suéters... y allí, en su dormitorio, su equipo de alta fidelidad, su colección de discos de larga duración...
Así habían sido las cosas hacía un tiempo, exactamente igual, en los viejos días. Norm Schein podía recordar su propia colección de elepés de éxito, y en su tiempo había tenido un vestuario casi tan lujoso como el del amigo de Preciosa Pat, Leonard, chaquetas de cachemira y trajes de tweed y ropa deportiva italiana y zapatos ingleses. Nunca había tenido un Jaguar XKE deportivo como el que tenía Leonard, pero había sido propietario de un precioso Mercedes Benz de 1963 de segunda mano, con el que acostumbraba a ir al trabajo.
Entonces vivíamos, se dijo Norm Schein a sí mismo, como Preciosa Pat y Leonard lo hacen ahora. Así es como eran las cosas.
Señalando a la radio-reloj que tenía Preciosa Pat en la mesilla de noche junto a su cama, le dijo a su mujer:
—¿Recuerdas nuestra vieja radio despertador General Electric? ¿Cómo acostumbraba a despertarme por la mañana con música clásica de esa estación de frecuencia modulada, la KSFR? «Los fans de Wolfgang», se llamaba el programa. De las seis a las nueve, cada mañana.
—Si —dijo Fran, asintiendo ligeramente—. Y acostumbrabas a levantarte antes que yo; yo sabía que debía levantarme también y prepararte los huevos con jamón y el café caliente, pero era tan agradable quedarse en la cama sin hacer nada, echada durante media hora más, hasta que se despertaran los chicos.
—se despertaran, infiernos; estaban despiertos antes que nosotros —dijo Norm—. ¿No recuerdas? Estaban en la parte de atrás viendo el programa de Los tres delatores en la televisión hasta las ocho. Luego yo me levantaba y les preparaba el cereal, y luego me iba a mi trabajo en Amprex allá en Redwood City.
—Oh, sí —dijo Fran—. La televisión. —Su Preciosa Pat no tenía aparato de televisión; lo habían perdido con los Regan en el juego de la semana pasada, y Norman aún no había conseguido reconstruir otro que fuera lo suficientemente realista como para sustituirlo. De modo que, en el juego, pretendían que «el reparador de televisores se lo había tenido que llevar». Así explicaban el que su Preciosa Pat no tuviera algo que realmente debería haber tenido.
Norm pensó: Jugar a este juego... es como volver atrás, volver al mundo anterior a la guerra. Por eso jugamos a él, supongo. Se sintió avergonzado, pero solo por un momento; la vergüenza, casi inmediatamente, fue sustituida por el deseo de jugar un poco más.
—No lo dejemos —dijo de pronto—. Admitiré que el psicoanalista le cobró a Preciosa Pat veinte dólares la hora. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondieron al unísono los Morrison, y volvieron a acuclillarse para reanudar el juego.
Tod Morrison había tomado su Preciosa Pat; la mantenía entre sus manos, acariciando su rubio cabello —la suya era rubia, mientras que la de los Schein era morena— y jugueteando con los cierres de su falda.
—¿Qué estás haciendo? —dijo su mujer.
—Lleva una falda preciosa —dijo Tod—. Hiciste un buen trabajo de costura.
—¿Alguien conoció alguna chica —dijo Norman—, en los viejos días, que se pareciera a Preciosa Pat?
—No —dijo Tod Morrison melancólicamente—. Y me hubiera gustado. Vi chicas como Preciosa Pat, especialmente cuando estaba viviendo en Los Angeles, durante la guerra de Corea. Pero nunca conseguí conocer a ninguna personalmente. Y por supuesto había también algunas chicas cantantes que eran realmente terribles, como Peggy Lee y Julie London... se parecían mucho a Preciosa Pat.
—Juega —dijo Fran vigorosamente. Y Norm, a quien le tocaba el turno, hizo sonar los dados.
—Once —dijo—. Esto saca a mi Leonardo del taller donde están reparando su coche deportivo y lo envía a las carreras. —Movió el muñeco de Leonard hacia adelante.
Pensativamente, Tod Morrison dijo:
—¿Sabes?, estaba el otro día tomando algunos artículos perecederos que habían echado los auxiliadores... Bill Ferner estaba ahí, y me dijo algo interesante. Se encontró con un afortunado de una madriguera de allá donde antes estaba Oakland. ¿Y sabes a lo que juegan ellos? No a Preciosa Pat. Nunca han oído hablar de Preciosa Pat.
—Bien, ¿a qué juegan, entonces? —preguntó Helen.
—Tienen otra muñeca completamente distinta. —Frunciendo el ceño, Tod prosiguió—: Bill dice que el afortunado de Oakland la llamaba muñeca Connie Compañera. ¿Habéis oído hablar alguna vez de ella?
—Una muñeca «Connie Compañera» —dijo Fran pensativamente—. Es extraño. Me pregunto cómo será. ¿Tiene algún amigo?
—Oh, seguro —dijo Tod—. Su nombre es Paul. Connie y Paul. ¿Sabes?, deberíamos darnos un paseo uno de esos días a esa madriguera de Oakland y ver cómo son Connie y Paul, y cómo viven. Quizá podamos aprender algunas cosas que añadir a nuestros propios escenarios.
—Quizá podamos jugar con ellos —dijo Norm.
Sorprendida, Fran dijo:
—¿Puede Preciosa Pat jugar con una Connie Compañera? ¿Es posible? Me pregunto qué ocurriría.
Ninguno de los otros respondió. Porque ninguno de los otros lo sabía.
Mientras despellejaban el conejo, Fred le dijo a Timothy:
—¿Sabes de dónde proviene el nombre de «afortunados»? Seguro que es una palabra fea; ¿por qué la utilizan?
—Un afortunado es una persona que sobrevivió a la guerra de hidrógeno —explicó Timothy—. Ya sabes, por un azar de la fortuna. O una fortuna del azar. ¿Entiendes? Porque casi todo el mundo resultó muerto; creo que fueron miles de personas.
—¿Pero qué es una «fortuna», entonces? Cuando dices «una fortuna del azar...»
—Una fortuna es cuando el azar ha decidido que tú sigas viviendo —dijo Timothy, y aquello era todo lo que tenía que decir sobre el tema. Era todo lo que sabía.
Fred dijo pensativamente:
—Pero tú y yo no somos afortunados porque no estábamos vivos cuando se inició la guerra. Nacimos después.
—Exacto —dijo Timothy.
—Así que si alguien me llama afortunado —dijo Fred— va a recibir un puñetazo en plenas narices.
—Y «auxiliador» —dijo Timothy— viene también de antes. De cuando los aviones a reacción arrojaban víveres desde el aire a la gente que vivía en zonas de desastre. Eran llamadas «zonas de auxilio», porque en ellas había que ayudar a la gente.
—conozco eso —dijo Fred—. No te lo había preguntado.
—Bueno, pero te lo he dicho de todos modos —dijo Timothy.
Los dos muchachos siguieron despellejando el conejo.
Jean Regan dijo a su esposo:
—¿Has oído hablar de esa muñeca Connie Compañera? —Bajó la vista hacia la mesa de contraplacado para asegurarse de que ninguna de las demás familias estaba escuchando—. Sam —dijo—, se lo he oído a Helen Morrison; a ella se lo dijo Tod, y ese a su vez lo oyó de Bill Ferner, creo. Así que probablemente debe ser cierto.
—¿Qué es cierto? —dijo Sam.
—Que en la madriguera de Oakland no tienen a Preciosa Pat; tienen a Connie Compañera... y se me ocurrió que quizá algo de este... ya sabes, esta especie de vacío, ese aburrimiento que sentimos de tanto en tanto... quizá si viéramos a la muñeca Connie Compañera y como vive, quizá pudiéramos añadirle lo suficiente a nuestro propio escenario como para... —Hizo una pausa, reflexionando—...para hacerlo más completo.
—No me gusta el nombre —dijo San Regan—. Connie Compañera; suena baratero. —Tomó otra cucharada del insípido y utilitario puré de cereales que los auxiliadores les echaban últimamente. Y, mientras la engullía, pensó: apostaría a que Connie no come esta mierda; apostaría a que come hamburguesas de queso con todo tipo de salsas, como daban antes en los drive-in de lujo.
—¿Podríamos hacer un viaje hasta allí? —preguntó Joan.
—¿Hasta la madriguera de Oakland? —Sam se la quedó mirando—. Son veinticinco kilómetros, ¡todo el camino al otro lado de la madriguera de Berkeley!
—Pero es importante —dijo Jean testarudamente—. Y Bill dice que un afortunado de Oakland hizo todo el camino hasta aquí, en busca de componentes electrónicos o algo parecido... así que si él puede hacerlo, nosotros también. Tenemos trajes antipolvo que nos arrojaron los auxiliadores. Sé que podemos hacerlo.
El pequeño Timothy Schein, sentado con su familia, la había oído; dijo:
—Señora Regan, Fred Chamberlain y yo podemos viajar hasta allá, si nos pagan. ¿Qué dice? —Le dio un codazo a Fred, que estaba sentado a su lado—. ¿Qué te parece? Por quizá cinco dólares.
Fred, el rostro serio, se volvió hacia la señora Regan y dijo:
—Podemos traerle una muñeca Connie Compañera. Por cinco dólares para cada uno de nosotros.
—Buen Dios —dijo Jean Regan, ultrajada. Y dejó a un lado el tema.
Pero más tarde, después de la cena, volvió a él cuando Sam y ella estuvieron solos en su apartamento.
—Sam, tengo que ir a verlo —estalló. Sam, en su bañera galvanizada, estaba tomando su baño semanal, así que no le quedaba más remedio que escucharla—. Ahora que sabemos que existe, tenemos que jugar contra alguien de esa madriguera de Oakland; al menos podemos hacer esto. ¿Podemos? Por favor. —Fue arriba y abajo por la pequeña habitación, apretándose tensamente las manos—. Connie Compañera puede que tenga una centralita de comunicaciones y una terminal de aeropuerto con reactores aterrizando y televisión en color y un restaurante francés donde sirvan caracoles como aquel al que fuimos en nuestra luna de miel... He de ver su escenario,
—No sé —dijo Sam, vacilante—. Hay algo acerca de esa muñeca Connie Compañera que... me hace sentir intranquilo.
—¿Qué puede ser?
—No lo sé.
—Es —dijo Jean amargamente— porque sabes que su escenario es mucho mejor que el nuestro, y que ella es superior en todo a Preciosa Pat.
—Quizá sea eso —murmuró Sam.
—Si tú no vas, si tú no intentas entrar en contacto con ellos allá en la madriguera de Oakland, algún otro lo hará... alguien con más ambición se te adelantará. Como Norman Schein. El no tiene tanto miedo como tú.
Sam no dijo nada; siguió con su baño. Pero sus manos temblaban.
Un auxiliador había arrojado recientemente complicadas piezas de maquinaria que eran, evidentemente, una especie de ordenador mecánico. Durante varias semanas los ordenadores —si eso es lo que eran— permanecieron junto a la madriguera en sus cajas, sin ser utilizados, pero ahora Norman Schein había encontrado una utilidad a uno de ellos. En aquel momento estaba atareado adaptando algunas de sus ruedas, las más pequeñas, a la unidad trituradora de basuras de la cocina de Preciosa Pat.
Utilizando las pequeñas herramientas especiales —diseñadas y construidas por los habitantes de la madriguera— necesarias para construir el equipo de Preciosa Pat, se ajetreaba en su banco de trabajo. Totalmente absorto en lo que estaba haciendo, se dio cuenta de pronto de que Fran estaba de pie directamente tras él, observando.
—Me pone nervioso que me miren —dijo Norm, tomando una minúscula rueda con unas pinzas.
—Escucha —dijo Fran—, he pensado en algo. ¿Te sugiere esto algo? —Colocó ante él una de las radios a transistores que habían sido arrojadas el día anterior.
—Me sugiere ese abridor automático de la puerta del garaje del que me hablaron —dijo Norm irritadamente. Siguió con su trabajo, sujetando expertamente las diminutas piezas en el desagüe de la cocina de Pat; un trabajo tan delicado como aquel exigía un máximo de concentración.
—Me sugiere —dijo Fran— que tienen que existir transmisores de radio en algún lugar en la Tierra, o los auxiliadores no nos hubieran arrojado eso.
—¿Y? —dijo Norm, sin el menor interés.
—Quizá nuestro alcalde tenga uno —dijo Fran—. Quizá haya alguno aquí en nuestra propia madriguera, y podríamos utilizarlo para llamar a la madriguera de Oakland. Algunos de sus representantes podrían encontrarse con nosotros a mitad de camino... digamos en la madriguera de Berkeley. Y podríamos jugar allí. Así no tendríamos que hacer ese largo viaje de veinticinco kilómetros.
Norman dudó en su trabajo; dejó las pinzas a un lado y dijo lentamente:
—Es posible que tengas razón. Pero si su alcalde tiene un radio transmisor... ¿les dejará utilizarlo? Y aunque les deje...
—Podemos intentarlo —animó Fran—. No nos cuesta nada probar.
—De acuerdo —dijo Norm, levantándose de su banco de trabajo.
El hombre bajito y de rostro taimado vestido con un uniforme del ejército, el alcalde de la madriguera, escuchó en silencio mientras Norm Schein hablaba. Luego esbozó una sabia y maliciosa sonrisa.
—Claro que tengo un radiotransmisor. Lo he tenido todo el tiempo. Cincuenta vatios de salida. ¿Pero para qué desea entrar en contacto con la madriguera de Oakland?
—Eso es asunto mío —respondió Norm, en guardia.
Hooker Glebe dijo pensativamente:
—se lo dejaré usar por quince dólares.
Fue un buen golpe, y Norm retrocedió. Buen Dios; aquel era todo el dinero que poseían él y su esposa... y lo necesitaban hasta el último centavo para utilizarlo jugando a Preciosa Pat. El dinero era la base del juego; no había otro criterio bajo el cual uno pudiera decir si había ganado o perdido.
—Es demasiado —dijo con voz fuerte.
—Bueno, digamos diez —dijo el alcalde, alzándose de hombros.
Finalmente llegaron a un acuerdo por seis dólares y cincuenta centavos.
—Yo efectuaré el contacto por radio por usted —dijo Hooker Glebe—. Porque usted no sabe como. Va a tomar tiempo. —Empezó a darle vueltas a una manivela a un lado del generador del transmisor—. Ya le avisaré cuando haya establecido el contacto con ellos. Pero déme el dinero ahora. —Tendió una mano, y Norm le pagó con reluctancia.
Hasta última hora de la noche no consiguió Hooker establecer contacto con Oakland. Complacido consigo mismo, radiando autosatisfacción, apareció en el apartamento de los Schein durante la cena.
—Todo listo —anunció—. Oigan, ¿saben que hay realmente nueve madrigueras en Oakland? Yo no lo sabía. ¿Cuál es la que desean? He entrado en contacto con la que tiene el radiocódigo de Vainilla Roja. —se echó a reír—. Son duros y suspicaces ahí; me ha costado conseguir que alguno de ellos respondiera.
Dejando su comida, Norman se apresuró al apartamento del alcalde, con Hooker resoplando tras él.
El transmisor estaba efectivamente conectado, y la estática zumbaba por el altavoz de su unidad monitora. Torpemente, Norm se sentó ante el micrófono.
—¿Solo tengo que hablar? —preguntó a Hooker Glebe.
—Solo diga, aquí la madriguera de Pinole al habla. Repítalo un par de veces y, cuando ellos den su conformidad, diga lo que tiene que decir. —El alcalde trasteó en los controles del transmisor, con aires de importancia.
—Aquí la madriguera de Pinole —dijo Norm en voz muy alta ante el micrófono.
Casi inmediatamente una voz clara surgió del monitor:
—Aquí Vainilla Roja Tres respondiendo.
La voz era fría y dura; impactó en Norm de una forma extraña. Hooker tenía razón.
—¿Tienen ustedes a Connie Compañera aquí donde están?
—Sí, la tenemos —respondió la madriguera de Oakland.
—Bien, les desafío —dijo Norman, sintiendo que las venas de su garganta pulsaban con la tensión de lo que estaba diciendo—. Aquí en esta zona tenemos a Preciosa Pat; jugaremos a Preciosa Pat contra su Connie Compañera. ¿Dónde podemos encontrarnos?
—Preciosa Pat —hizo eco la madriguera de Oakland—. Sí, he oído hablar de ella. ¿Qué es lo que desean poner en juego?
—Aquí jugamos normalmente con papel moneda —dijo Norman, dándose cuenta de que su respuesta era más bien elusiva.
—Tenemos montañas de papel moneda —dijo cortante la madriguera de Oakland—. No nos interesa. ¿Qué otra cosa?
—No sé. —se sentía desconcertado, hablando con alguien a quien no podía ver; no estaba acostumbrado a ello. La gente, pensó, debería hablar siempre cara a cara, así podrías ver la expresión de la otra persona. Esto no era natural.
—Encontrémonos a mitad de camino —dijo— y discutámoslo. Quizá podamos encontrarnos en la madriguera de Berkeley; ¿qué le parece?
—Es demasiado lejos —dijo la madriguera de Oakland—, ¿Pretende usted que traslademos a Connie Compañera y todo su escenario hasta allí? Es demasiado pesado, y podría ocurrirle algo.
—No, solo discutir las reglas y las apuestas —dijo Norman.
Dubitativamente, la madriguera de Oakland dijo:
—Bueno, creo que podríamos hacer eso. Pero será mejor que comprendan... nosotros nos tomamos a nuestra muñeca Connie Compañera muy en serio; vengan preparados a fijar los términos.
—Lo haremos —le aseguró Norm.
Durante todo aquel tiempo el alcalde Hooker Glebe había estado dándole a la manivela del generador; sudando, el rostro congestionado por el esfuerzo, hizo rabiosas señas a Norman para que concluyera su charla.
—En la madriguera de Berkeley —terminó Norm—. Dentro de tres días. Y envíen a su mejor jugador, el que tenga el mayor y más auténtico equipo. Nuestros escenarios de Preciosa Pat son obras de arte, ¿comprende?
—Lo creeremos cuando lo veamos —dijo la madriguera de Oakland—. Después de todo, tenemos aquí carpinteros y electricistas y yeseros construyendo nuestros escenarios; apostaría a que no saben ustedes hacer mucho.
—Más de lo que ustedes piensan —dijo Norm furiosamente, y cortó el micrófono. Dirigiéndose a Hooker Glebe, que había dejado inmediatamente de dar vueltas, murmuró—: Los batiremos. Espere a que vean el triturador de basuras que estoy haciendo para mi Preciosa Pat; ¿sabe usted que había gente en los viejos días, quiero decir seres humanos auténticos, que no disponían de trituradores de basura?
—Lo recuerdo —dijo Hooker malhumoradamente—. Oiga, ha charlado usted mucho por tan poco dinero; creo que me ha engañado con tanto rato de cháchara. —Miró a Norm con una tal hostilidad que Norm empezó a sentirse intranquilo. Después de todo, el alcalde de una madriguera tenía la autoridad de echar a cualquier afortunado que quisiera; esa era su ley.
—Le daré como compensación la boca contra incendios que terminé el otro día —dijo Norm—. En mi escenario está en el rincón del bloque de edificios donde vive el amigo de Preciosa Pat, Leonard.
—Está bien —aceptó Hooker, y su hostilidad desapareció. Fue reemplazada casi inmediatamente por el deseo—. Déjeme verla, Norm. Apostaría a que encajará perfectamente en mi escenario; una boca contra incendios era precisamente lo que necesitaba para completar mi primer bloque de edificios, donde tengo el buzón. Gracias.
—De nada —suspiró Norm, filosóficamente.
Cuando regresó de su viaje de dos días a la madriguera de Berkeley su rostro estaba tan ceñudo que su esposa supo inmediatamente que sus conversaciones con la gente de Oakland no habían ido bien.
Aquella mañana un auxiliador había arrojado cajas de una bebida sintética parecida al té; le puso una taza a Norman, esperando que le explicara lo que había ocurrido a doce kilómetros al sur.
—Hemos discutido y regateado y forcejeado —dijo Norm, sentado cansadamente en la cama que ella y su esposa y sus hijos compartían todos—. No quieren dinero; no desean bienes de consumo... naturalmente porque esos malditos auxiliadores les están arrojando cosas regularmente a ellos también.
—¿Qué aceptarán, entonces?
—La propia Preciosa Pat —dijo Norm. Entonces hubo un silencio.
—Oh, buen Dios —dijo ella, consternada.
—Pero si vencemos —apuntó Norm—, ganaremos a Connie Compañera.
—¿Y los escenarios? ¿Qué hay con ellos?
—Cada cual se quedará los suyos. Es simplemente la propia Preciosa Pat, y no Leonard, ni ningún otro.
—Pero —protestó ella—, ¿qué haremos si perdemos a Preciosa Pat?
—Puedo hacer otra —dijo Norm—. Dame tiempo. Queda aún una gran reserva de termoplásticos y pelo artificial, aquí en la madriguera. Y tengo muchas pinturas distintas; quizá me tome un mes, pero puedo hacerlo. El trabajo no va a ser fácil, lo admito. Pero... —Sus ojos brillaron—. No lo mires por el lado malo; imagina como será si ganamos la muñeca Connie Compañera. Creo que podemos ganar; su delegado parecía listo y, como dice Hooker, duro... pero aquel con quien hablé no me pareció un tipo con suerte. Ya sabes, de esos que tienen buenos tratos con el azar.
Y, después de todo, el elemento suerte, el azar, entraba en cada fase del juego a través del rodar de los dados.
—No me parece bien —dijo Fran— jugarnos a la propia Preciosa Pat. Pero si tú dices que sí... —consiguió esbozar una pequeña sonrisa—, entonces adelante. Y si tú ganas a Connie Compañera... ¿quién sabe? Podrías ser elegido alcalde cuando Hooker muera. Imagina, haber vencido la muñeca de otro... no solo el juego, el dinero, sino la propia muñeca.
—Puedo vencer —dijo Norm con seguridad— porque tengo mucha suerte. —Podía sentirlo dentro de él, la misma suerte que le había permitido seguir con vida a lo largo de toda la guerra de hidrógeno, que le había mantenido con vida desde entonces. Uno simplemente tiene suerte o no la tiene, se dijo. Y yo la tengo.
—¿Debemos pedirle a Hooker que convoque una reunión de toda la madriguera, y enviemos al mejor jugador de nuestro grupo? —dijo su esposa—. Para estar lo más seguros posibles de ganar.
—Escucha —dijo Norm Schein enfáticamente—. Yo soy el mejor jugador. Yo iré. Y tú harás lo mismo; formamos una buena pareja, y no debemos romperla. Además, necesitamos al menos dos personas para llevar el escenario de Preciosa Pat. —En su conjunto, calculó, su escenario pesaría unos treinta kilos.
Su plan le parecía satisfactorio. Pero cuando lo mencionó a los demás que vivían en la madriguera de Pinole se enfrentó a un intenso desacuerdo. El siguiente día estuvo completamente lleno de discusiones.
—No podéis arrastrar vuestro escenario vosotros solos durante todo este trecho —dijo Sam Regan—. O tomáis más gente con vosotros para que os ayuden en el transporte, o lleváis vuestro escenario en un vehículo de algún tipo. Como una carreta, por ejemplo. —Le frunció el ceño a Norm.
—¿Y dónde encuentro una carreta? —preguntó Norm.
—Quizá se pueda adaptar algo —dijo Sam—. Te daré toda la ayuda que necesites. Personalmente, yo iría contigo, pero como le he dicho a mi mujer, hay algo en todo esto que me preocupa. —Le dio una palmada a Norm en la espalda—. Admiro tu valor, el tuyo y el de Fran, haciendo esto. Me gustaría tenerlo yo también. —Parecía desgraciado.
Al final, Norm se decidió por una carretilla. El y Fran se turnarían empujándola. De esta forma ninguno de los dos tendría que cargar tampoco con su comida y agua, sin olvidar los cuchillos con los que protegerse de los grangatos.
Mientras estaban colocando cuidadosamente los elementos de su escenario en la carretilla, el chico de los Schein, Timothy, se deslizó a su lado.
—Llévame contigo, papá —suplicó—. Por cincuenta centavos haré de guía y explorador, y también ayudaré a buscar comida a lo largo del camino.
—Nos las arreglaremos bien —dijo Norm—. Tú quédate aquí en la madriguera; estarás más a salvo. —Le disgustaba la idea de su hijo tomando parte en una aventura tan importante como aquella. Era algo casi... sacrílego.
—Danos un beso de adiós —dijo Fran a Timothy, sonriéndole brevemente; luego su atención volvió de nuevo al escenario en la carretilla—. Espero que no se vuelque —le dijo temerosamente a Norm.
—No hay ninguna posibilidad —dijo Norm—, si somos cuidadosos. —se sentía confiado.
Un poco más tarde empezaban a tirar de la carretilla rampa arriba hasta la tapa de la superficie. Su viaje a la madriguera de Berkeley había empezado.
A un kilómetro y medio de distancia de la madriguera de Berkeley, Norm y Fran empezaron a tropezarse con los proyectiles vacíos y solamente medio vacíos: restos de pasados envíos de auxilio parecidos a los que llenaban la superficie cerca de su propia madriguera. Norm Schein dejó escapar un suspiro de alivio; el viaje no había sido tan malo después de todo, excepto que sus manos estaban llenas de ampollas de sujetar las asas metálicas de la carretilla, y Fran se había torcido un tobillo, de modo que ahora caminaba con una dolorosa cojera. Pero les había tomado menos tiempo del que habían anticipado, y su humor era más bien alegre.
Frente a ellos apareció una figura, inclinada sobre las cenizas. Un muchacho. Norm le hizo señas con la mano y llamó:
—¡Hey, hijo...! Venimos de la madriguera Pinole; se supone que teníamos que encontrarnos con un grupo de Oakland aquí... ¿has oído algo acerca de nosotros?
El muchacho, sin responder, se dio la vuelta y se marchó a toda velocidad.
—No hay nada que temer —dijo Norm a su esposa—. Ha ido a decírselo a su alcalde. Un viejo encantador llamado Ben Fennimore.
Al cabo de poco tiempo aparecieron varios adultos, que se les acercaron desconfiadamente.
Con alivio, Norm dejó las asas de la carretilla en las cenizas, secándose el sudor del rostro con su pañuelo.
—¿Aún no ha llegado el equipo de Oakland? —preguntó.
—Todavía no —respondió un hombre alto y viejo, con un brazalete blanco y un casquete muy adornado en la cabeza—. Usted es Schein, ¿no? —dijo, mirándole fijamente. Era Ben Fennimore—. Trayendo su escenario. —Por aquel entonces los afortunados de Berkeley se habían reunido ya en torno a la carretilla, inspeccionando el escenario de Schein. Sus rostros mostraban admiración.
—Aquí tienen a Preciosa Pat —explicó Norm a su esposa—. Pero... —bajó la voz—. Sus escenarios son solo básicos. Solo una casa, un guardarropa y un coche... no han creado casi nada. Les falta imaginación.
Un afortunado de Berkeley, una mujer, le dijo soñadoramente a Fran:
—¿Y han hecho ustedes mismos todas las piezas del mobiliario? —maravillada, se giró al hombre que estaba a su lado—. ¿Has visto lo que han conseguido, Ed?
—Sí —respondió el hombre, asintiendo—. Oigan —les dijo a Fran y a Norm—, ¿podremos ver todo eso montado? Van a montarlo en nuestra madriguera, ¿verdad?
—Claro que sí —dijo Norm.
Los afortunados de Berkeley les ayudaron a empujar la carretilla el último kilómetro y medio. Y al poco rato estaban bajando la rampa al abrigo bajo la superficie.
—Es un gran refugio —dijo Norm a Fran, con aire de experto—. Al menos deben haber dos mil personas aquí. Es donde antes estaba la universidad de California, ¿sabes?
—Sí, lo sé —dijo Fran, un poco intimidada entrando en una madriguera desconocida; era la primera vez en años... desde la guerra, de hecho, que se encontraba en presencia de extraños. Y tantos a la vez. Era casi demasiado para ella; Norm se dio cuenta de que retrocedía, apretándose un poco contra él, temerosa.
Cuando hubieron alcanzado el primer nivel y empezaron a descargar la carretilla, Ben Fennimore vino hacia ellos y dijo suavemente:
—Creo que la gente de Oakland ha sido divisada ya; acabamos de recibir un informe de actividad arriba. Así que prepárense. —Añadió—: Nosotros estamos de su lado, por supuesto, porque ustedes son Preciosa Pat, como nosotros.
—¿Han visto ustedes alguna vez la muñeca Connie Compañera? —le preguntó Fran.
—No, señora —respondió Fennimore cortésmente—. Pero naturalmente hemos oído hablar de ella, siendo vecinos de Oakland como somos. Les diré una cosa... Hemos oído decir que la muñeca Connie Compañera es un poco más vieja que Preciosa Pat. Ya saben, más... esto... madura —explicó—. Solo deseaba advertírselo.
Norm y Fran se miraron.
—Gracias —dijo Norm lentamente—. Sí, tenemos que estar advertidos y preparados... tanto como sea posible. ¿Y qué hay de Paul?
—Oh, no es gran cosa —dijo Fennimore—. Connie es quien lo lleva todo; no creo siquiera que Paul tenga un apartamento real. Pero será mejor que esperen hasta que los afortunados de Oakland lleguen aquí; no desearía que recibieran impresiones erróneas... mis conocimientos son de segundo oído, ya saben.
Otro afortunado de Berkeley, de pie cerca de ellos, se decidió a hablar:
—Yo vi a Connie una vez, y es mucho mayor que Preciosa Pat.
—¿Qué edad le haría usted a Preciosa Pat? —le preguntó Norm.
—Oh, yo diría diecisiete o dieciocho —llegó la respuesta.
—¿Y Connie? —Aguardó tensamente.
—Oh, puede que tenga veinticinco, hasta más.
Llegaron ruidos procedentes de la rampa tras ellos. Aparecieron más afortunados de Berkeley y, tras ellos, dos hombres llevando entre ambos una plataforma en la cual Norm vio, completamente desplegado, un enorme y espectacular escenario.
Era el grupo de Oakland, y no eran una pareja, un hombre y una mujer; eran ambos hombres, y mostraban rostros duros con ojos firmes y lejanos. Tendieron brevemente sus manos a él y a Fran, dando testimonio de que habían reparado en su presencia, y luego, con enorme cuidado, depositaron la plataforma en la que descansaba su escenario.
Tras ellos apareció un tercer afortunado de Oakland, llevando una caja metálica parecida a una fiambrera alargada. Norm, mirando, supo instintivamente que en la caja estaba la muñeca Connie Compañera. El afortunado de Oakland sacó una llave y empezó a abrir la caja.
—Estamos listos para empezar a jugar en cualquier momento —dijo el más alto de los hombres de Oakland—. Como quedó establecido en nuestras conversaciones, utilizaremos una ruleta en vez de dados. Menos posibilidades de trucos.
—De acuerdo —dijo Norm. Vacilante, tendió su mano—. Soy Norman Schein, y esta es mi esposa y compañera de juego, Fran.
El hombre de Oakland, evidentemente el jefe, dijo:
—Soy Walter R. Wynn. Este es mi compañero, Charley Dowd, y el hombre con la caja es Peter Foster. El no va a jugar; simplemente guarda nuestro equipo. —Wynn miró a su alrededor, a los afortunados de Berkeley, como si estuviera diciendo, sé que sois partidarios de Preciosa Pat aquí, pero no nos preocupa, no tenemos miedo.
—Estamos listos para jugar, señor Wynn —dijo Fran. Su voz era débil pero controlada.
—¿Qué hay del dinero? —preguntó Fennimore.
—Creo que ambos grupos llevamos dinero suficiente —dijo Wynn. Extrajo varios miles de dólares en billetes de pequeña denominación, y Norm hizo lo mismo—. Por supuesto, el dinero no es un factor determinante aquí, excepto como una forma de controlar el juego.
Norm asintió; comprendía perfectamente. Solo las propias muñecas importaban. Y entonces, por primera vez, vio a la muñeca Connie Compañera.
Estaba siendo situada en su dormitorio por el señor Foster, que evidentemente estaba a cargo de ella. Y su vista le hizo contener la respiración. Sí, era mayor. Una mujer madura, en absoluto una chiquilla... la diferencia entre ella y Preciosa Pat era grande. Y era tan real. Esculpida, no modelada; obviamente había sido tallada en madera y luego pintada... no era de termoplástico. Y su pelo. Parecía auténtico.
Se sintió profundamente impresionado.
—¿Qué opina de ella? —preguntó Walter Wynn, con una leve sonrisa.
—Muy... impresionante —concedió Norm.
Ahora los de Oakland estaban estudiando a Preciosa Pat.
—Termoplástico moldeado —dijo uno de ellos—. Pelo artificial. Hermosas ropas, sin embargo; enteramente cosidas a mano, puede verse. Interesante; lo que habíamos oído es correcto. Preciosa Pat no es una adulta, es tan solo una adolescente.
Ahora apareció el compañero masculino de Connie; fue depositado en el dormitorio junto a Connie.
—Esperen un momento —dijo Norm—. ¿Están poniendo a Paul, o cual sea su nombre, en el dormitorio con ella? ¿No tiene que empezar a partir de su propio apartamento?
—Están casados —dijo Wynn.
—¡Casados! —Norman y Fran se le quedaron mirando, asombrados.
—Por supuesto —dijo Wynn—. Así que naturalmente viven juntos. ¿Sus muñecas no lo están?
—N-no —dijo Fran—. Leonard es el amigo de Preciosa Pat... —su voz se desvaneció—. Norm —dijo, sujetando su brazo—, no les creo; pienso que dicen que están casados simplemente para conseguir ventaja. Porque si ambos salen de la misma habitación...
—Hey, miren, amigos —dijo Norm en voz alta—, no está bien decir que están casados.
—No estamos «diciendo» que estén casados —dijo Wynn—: están casados. Sus nombres son Connie y Paul Lathrope, y viven en el 24 de Arden Place Piedmont. Llevan casados un año, la mayoría de los jugadores podrán decírselo. —Sonaba tranquilo.
Quizá, pensó Norm, fuera cierto. Se sentía realmente abatido.
—Míralos juntos —dijo Fran, arrodillándose para examinar el escenario de los de Oakland—. En el mismo dormitorio, en la misma casa. Mira, Norm; ¿lo ves? Solo hay una cama. Una enorme cama doble. —con los ojos muy abiertos, apeló a él—: ¿Cómo pueden Preciosa Pat y Leonard jugar contra ellos? —Su voz tembló—. No es moralmente correcto.
—Es enteramente otro tipo de escenario —dijo Norm a Walter Wynn—. Este que tienen ustedes es completamente distinto del que estamos acostumbrados a utilizar, como pueden ver. —Señaló a su propio escenario—. Insisto en que en este juego Connie y Paul no viven juntos y no pueden considerarse casados.
—Pero lo están —dijo Foster—. Es un hecho. Miren... sus ropas están en el mismo armario. —Les mostró el armario—. Y en los mismos cajones de la cómoda —se los mostró también—. Y miren en el cuarto de baño. Dos cepillos de dientes. El de él y el de ella, en el mismo soporte. Así que no pueden decir que nos lo estamos inventando.
Hubo un silencio.
Luego Fran dijo con voz impresionada:
—Y puesto que están casados, ¿quiere decir usted que son... íntimos?
Wynn alzó una ceja, luego asintió.
—Por supuesto, ya que están casados. ¿Acaso hay algo malo en ello?
—Preciosa Pat y Leonard nunca han... —empezó Fran, y se interrumpió.
—Por supuesto que no —admitió Wynn—. Porque solamente salen juntos. Comprendemos eso.
—Simplemente no podemos jugar así —dijo Fran—. No podemos. —Sujetó a su esposo por el brazo—. Volvámonos a la madriguera de Pinole... por favor, Norman.
—Esperen —dijo Wynn inmediatamente—. Si no juegan, eso quiere decir que abandonan; tienen que entregarnos a Preciosa Pat.
Los tres hombres de Oakland asintieron. Y, observó Norm, varios de los afortunados de Berkeley estaban asintiendo también, incluido Ben Fennimore.
—Tienen razón —le dijo derrotadamente Norm a su esposa. La rodeó con su brazo—. Tenemos que intentarlo. Es mejor que juguemos, querida.
—Sí —dijo Fran, con una voz apagada y carente de entonación—. Jugaremos. —se inclinó y, con una mano indiferente, hizo girar la cruz de la ruleta. Se detuvo en el seis.
Sonriendo, Walter Wynn se arrodilló y la hizo girar también. Obtuvo un cuatro.
El juego había empezado.
Acurrucado tras el desparramado y medio podrido contenido de un envío de auxilio dejado caer hacía mucho tiempo, Timothy Schein vio llegar por la cenicienta superficie a su madre y a su padre, empujando la carretilla ante ellos. Parecían cansados y consumidos.
—Hey —gritó Timothy, corriendo hacia ellos, contento de verlos de nuevo; los había echado a faltar mucho.
—Hola, hijo —murmuró su padre, haciendo un gesto con la cabeza. Soltó las asas de la carretilla, se detuvo, y se secó el rostro con un pañuelo.
Entonces llegó Fred Chamberlain, corriendo y jadeando.
—Hola, señor Schein; hola, señora Schein. ¿Qué tal fue, ganaron? ¿Vencieron a los afortunados de Oakland? Apuesto a que lo hicieron, ¿verdad que sí? —Paseó su vista de uno a otro, alternativamente.
Con voz muy baja, Fran dijo:
—Sí, Freddy. Vencimos.
—Mira en la carretilla —dijo Norm.
Los dos chicos miraron. Y allá, en el escenario de Preciosa Pat, había otra muñeca. Más alta, más desarrollada, mucho mayor que Pat... se la quedaron mirando mientras ella miraba sin verlo el cielo gris sobre sus cabezas. Así que esta es la muñeca Connie Compañera, se dijo Timothy. Huau.
—Tuvimos suerte —dijo Norm. Había empezado a salir gente de la madriguera, y se estaban reuniendo a su alrededor, escuchando. Jean y Sam Regan, Tod Morrison y su esposa, Helen, y ahora su alcalde, el propio Hooker Glebe, cojeando hacia ellos excitado y nervioso, el rostro enrojecido, jadeando por el esfuerzo, inusual para él, de subir la rampa.
Fran dijo:
—Sacamos una tarjeta de cancelación de deudas cuando estábamos más atrás. Debíamos cincuenta mil, y aquello nos colocó en situación de paridad con los afortunados de Oakland. Y luego, después de aquello, obtuvimos otra tarjeta de avance diez casillas, que nos puso directamente en el camino de la victoria, al menos en nuestro escenario. Tuvimos una terrible pelea con ellos, porque los de Oakland nos mostraron que en el suyo la casilla indicaba un impuesto especial sobre los bienes muebles e inmuebles, pero habíamos sacado un número impar y eso nos puso directamente en camino. —Suspiró—. Me alegra estar de vuelta. Fue: duro, Hooker; fue un juego terrible.
Hooker Glebe lanzó un silbido.
—Echémosle una mirada a la muñeca Connie Compañera, amigos —dijo. Y a Fran y Norm—: ¿Puedo tomarla y mostrársela?
—Claro —dijo Norm, asintiendo.
Hooker tomó la muñeca Connie Compañera.
—De veras que es realista —dijo, mirándola de cerca—. Las ropas no son tan bonitas como las que tenemos nosotros; parecen hechas a máquina.
—Lo son —dijo Norm—. Pero ella está tallada, no moldeada.
—Sí, ya veo. —Hooker le dio vueltas a la muñeca, inspeccionándola desde todos los ángulos—. Un buen trabajo. Está... hum, algo más desarrollada que Preciosa Pat. ¿Qué es lo que lleva puesto? Algo así como un traje de tweed o algo parecido.
—Un traje de trabajo —dijo Fran—. Lo ganamos con ella; estaba establecido por anticipado.
—Entended, ella tenía un trabajo —explicó Norm—. Es psicóloga consultante de una firma comercial dedicada a los sondeos de mercado. Sobre las preferencias de los consumidores. Un empleo muy bien pagado... sobre veinte mil al año, creo que dijo Wynn.
—Dios mío —dijo Hooker—. Y Pat que aún ha de ir a la universidad; todavía no ha terminado el colegio. —Pareció un poco turbado—. Bueno, supongo que es normal que estén por delante de nosotros en algunas cosas. Lo que importa es que ganasteis. —Su sonrisa jovial regresó—. Preciosa Pat ha sido la primera. —Alzó la muñeca Connie Compañera muy arriba, para que todo el mundo pudiera verla—. ¡Mirad lo que Norm y Fran se han traído de vuelta consigo, amigos!
—Ve con cuidado con ella, Hooker —dijo Norm. Su voz era firme.
—¿Eh? —dijo Hooker, haciendo una pausa—. ¿Por qué, Norm?
—Porque —dijo Norm— va a tener un bebé.
Hubo un repentino silencio helado. Las cenizas a su alrededor se agitaron ligeramente a causa de un golpe de viento; fue el único sonido.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hooker.
—Ellos nos lo dijeron. Los de Oakland nos lo dijeron. Y también les ganamos eso... tras mucha discusión que Fennimore tuvo que cortar. —Rebuscó en la carretilla, y sacó una pequeña bolsita de piel; de ella extrajo cuidadosamente un bebé recién nacido tallado y pintado de rosa—. Ganamos también esto porque Fennimore admitió que desde un punto de vista técnico forma parte literalmente de la muñeca Connie Compañera en este momento.
Hooker se lo quedó mirando un largo, largo momento.
—Está casada —explicó Fran—. Con Paul. Ya no salen simplemente juntos. Está embarazada de tres meses, nos dijo el señor Wynn. No nos lo dijo hasta que hubimos ganado; no deseaba hacerlo, pero tuvo que admitir que era su obligación. Creo que tenía razón; no le hubiera servido de nada guardar el secreto.
—Y de hecho —dijo Norm—, en este momento hay realmente un pequeño embrión...
—Sí —dijo Fran—. Habría que abrir a Connie para verlo, por supuesto...
—No —dijo Jean Regan—. Por favor, no.
—No, señora Schein, no lo haga —dijo Hooker. Retrocedió un par de pasos.
—A nosotros también nos impresionó al principio —dijo Fran—, pero...
—Entiendan —intervino Norm—; es lógico. Hay que seguir la lógica. Porque, más pronto o más tarde, Preciosa Pat...
—No —dijo Hooker violentamente. Se inclinó, tomó una piedra de entre las cenizas a sus pies—. No, —dijo, y alzó su brazo—. Deteneos, los dos. No digáis nada más.
También los Regan habían tomado piedras. Nadie habló.
Finalmente, Fran dijo:
—Norm, tenemos que irnos de aquí.
—Eso es —les dijo Tod Morrison. Su esposa asintió en hosca confirmación.
—Volved los dos a Oakland —dijo Hooker a Norman y Fran Schein—. No podéis vivir más aquí. Sois diferentes a como erais antes. Habéis... cambiado.
—Sí —dijo lentamente Sam Regan, a medias para sí mismo—. Yo tenía razón; había que temer algo. —Y dirigiéndose a Norm Schein—: ¿Es muy difícil el viaje hasta Oakland?
—Solo fuimos hasta Berkeley —dijo Norm—. Hasta la madriguera de Berkeley. —Parecía asombrado y desconcertado por lo que estaba ocurriendo—. Dios mío —dijo—, no podemos dar media vuelta y empujar esta carretilla de vuelta todo el camino hasta Berkeley... ¡estamos agotados, necesitamos descansar!
—¿Y si empujara algún otro? —dijo Sam Regan. Se dirigió hasta los Schein y se detuvo junto a ellos—. Yo empujaré esta maldita cosa. Tú indica el camino, Schein. —Miró hacia su propia esposa, pero Jean no se movió. Y no soltó su puñado de piedras.
Timothy Schein pellizcó el brazo de su padre.
—¿Puedo venir esta vez, papá? Por favor, déjame venir.
—De acuerdo —dijo Norm, casi para sí mismo. Parecía haberse recuperado algo—. Si no somos deseados aquí... —se giró hacia Fran—. Vámonos. Si Sam tira de la carretilla, creo que podemos llegar ahí antes del anochecer. Si no, podemos dormir al aire libre; Timothy nos ayudará a protegernos contra los grangatos.
—Creo que no tenemos otra elección —dijo Fran. Su rostro estaba pálido.
—Y tomad esto —dijo Hooker. Les tendió el pequeño bebé tallado. Fran Schein lo aceptó y lo puso tiernamente en su bolsa de piel. Norm devolvió a Connie Compañera a la carretilla, donde había estado. Podían partir.
—También ocurrirá aquí, finalmente —dijo Norm al grupo de gente, a los afortunados de Pinole—. Oakland solo está un poco más adelantada; eso es todo.
—Iros —dijo Hooker Glebe—. Ya; tendríais que estar lejos.
Asintiendo, Norm sujetó las asas de la carretilla, pero Sam Regan lo apartó a un lado y las tomó él.
—Vámonos —dijo.
Los tres adultos, con Timothy Schein a la cabeza con su cuchillo preparado —en caso de que algún grangato atacase —se pusieron en marcha, en dirección a Oakland y el sur. Nadie habló. No había nada que decir.
—Es una lástima que las cosas hayan ocurrido así —dijo Norm finalmente, cuando habían recorrido un par de kilómetros y ya no había ninguna señal de la madriguera de Pinole tras ellos.
—Quizá no —dijo Sam Regan—. Quizá haya sido bueno. —No parecía apesadumbrado. Y después de todo, él había perdido su esposa; había perdido más que cualquier otro, y pese a todo... había sobrevivido.
—Me alegro que pienses así —dijo Norm sombríamente.
Siguieron adelante, cada cual con sus propios pensamientos.
Tras un rato, Timothy dijo a su padre:
—Todas esas grandes madrigueras al sur... hay muchas más cosas que hacer allí, ¿verdad? Quiero decir, no puedes quedarte simplemente sentado jugando a ese juego. —Realmente esperaba que no.
—confío que sea cierto —dijo su padre.
Sobre sus cabezas, una nave auxiliadora silbó a gran velocidad y desapareció casi inmediatamente; Timothy la observó pero no estaba realmente interesado en ella, porque había mucho más que ver allí delante, en la superficie y debajo de la superficie, frente a ellos hacia el sur.
Su padre murmuró:
—Esos de Oakland; su juego, su muñeca en particular, les ha enseñado algo. Connie tuvo que crecer, y les obligó a ellos a crecer consigo. Nuestros afortunados nunca aprendieron nada así, no de Preciosa Pat. Me pregunto si aprenderán alguna vez. Ella tendrá que crecer de la misma forma en que lo hizo Connie. Hubo un tiempo en que Connie debió ser como Preciosa Pat. Hace mucho tiempo.
No sintiéndose interesado en lo que su padre estaba diciendo
—¿Quién se preocupaba realmente de muñecas y de juegos con muñecas?—, Timothy se adelantó, intentando ver lo que había ante ellos, las oportunidades y posibilidades, para él y para su madre y para papá, y también para el señor Regan.
—¡Apresuraos, no puedo esperar! —gritó hacia atrás a su padre, y Norm Schein consiguió esbozar una débil, cansada sonrisa como respuesta.
FIN
Título Original: The Days of Perky Pat © 1953.