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junio 27, 2010
RECONOCIMIENTO DEL PELIGRO
El 5 de febrero de 1451 trajo un mensajero secreto al hijo mayor del sultán Murad, el joven Mahomet, que a la sazón contaba 21 años y se encontraba en el Asia Menor, la noticia de que había fallecido su padre. Sin informar a sus ministros y consejeros con una sola palabra, monta el príncipe, tan astuto como enérgico, el mejor de sus caballos, hace al magnífico pursang cruzar las ciento veinte millas, hasta el Bósforo y se embarca de inmediato para Gallípoli, en la costa europea. Sólo allá revela a los más fieles la muerte de su padre, junta un ejército seleccionado para poder abatir de antemano toda otra pretensión al trono, y lo conduce a Adrianópolis, donde, en efecto, es reconocido sin oposición como soberano del imperio otomano. Su primer acto de gobierno demuestra ya su firmeza terriblemente desconsiderada. Para alejar de antemano todo rival de su misma sangre, hace ahogar a su hermano menor en el baño, y acto seguido -también eso reveló su viveza y salvajismo previsores- hace pasar de la vida a la muerte, detrás del asesinado, al asesino que había contratado para el crimen.
La noticia de que al circunspecto Murad había seguido el joven Mahomet, apasionado y ambicioso, como sultán de los turcos, llena a Bizancio de horror. Pues por cientos de espías sábese que ese ambicioso había jurado que se adueñaría de la que fue capital del mundo y que, no obstante su juventud, pasa los días y las noches en consideraciones estratégicas de ese su plan vital; pero al mismo tiempo coinciden
todos los informes en destacar las condiciones militares y diplomáticas extraordinarias del nuevo padichah. Mahomet es simultáneamente beato y cruel, apasionado y traidor, hombre culto y amante del arte, que lee a César y a los biógrafos romanos en latín, y al mismo tiempo un bárbaro que derrama la sangre como agua. Este hombre, con los finos ojos melancólicos y la aguda nariz de loro mordaz, prueba ser un trabajador incansable, soldado temerario y diplomático sin escrúpulos, y todas estas fuerzas peligrosas obran concéntricamente en el sentido de una sola idea: superar ampliamente los hechos logrados por su abuelo Bayaceto y su padre Murad, que por vez primera habían enseñado a Europa la superioridad militar de la nueva nación turca. Se sabe y se siente que su primer manotón tendrá por objetivo a Bizancio, esa última magnífica joya que quedó de la corona imperial de Constantino y Justiniano.
Esta joya, realmente, está al alcance de un puño decidido. El Imperium Bizantinum, el imperio romano oriental que otrora abarcaba el mundo, extendiéndose desde Persia hasta los Alpes y desde éstos hasta los desiertos arábigos, un imperio universal, apenas para ser medido en meses y meses, puede ahora atravesarse a pie en tres horas; infortunadamente, no ha quedado de ese imperio bizantino más que. una cabeza sin tronco, una capital sin país: Constantinopla, la ciudad de Constantino, el viejo Bizantinum, y aun de ese Bizancio no pertenece al emperador; el Basileus, más que una parte, el Estambul de estos días, mientras que Gálata ya ha caído en poder de los genoveses y todo el territorio detrás de la ciudad en el de los turcos. Tiene la extensión de la palma de la mano ese imperio del último emperador, no es más que una muralla enorme alrededor de iglesia y palacios y la confusión de casas que se llama Bizancio. Saqueada una vez más hasta el mercado por los cruzados, despoblada por la peste, agotada por la defensa eterna contra pueblos nómades, desgarrada por disputas nacionales y religiosas, no puede esa ciudad allegar tropas ni valor viril para resistir por su
propio esfuerzo a un enemigo que, con brazos de pulpo, le envuelve desde hace ya tiempo por todas partes. La púrpura del último emperador de Bizancio, Constantino Dragas, es un manto de viento; su corona, un juguete del destino. Pero, precisamente por hallarse rodeado ya de turcos y santificado en el concepto de todo el mundo occidental, por la cultura milenaria común, significa Bizancio para Europa un símbolo de su honor; sólo protegiendo la cristiandad unida a ese último baluarte en el Este, que está en vías de desplomarse, puede la Hagia Sophia seguir siendo una basílica de la fe, la última y al mismo tiempo más hermosa catedral del cristianismo romano oriental.
Constantino comprende de inmediato el peligro. Temeroso, según es fácil explicar, a pesar de todas las protestas pacifistas de Mahomet, manda mensajero tras mensajero a Italia, mensajeros al Papa, a Venecia, a Génova, solicitando el envío de galeras y soldados. Pero Roma tarda y Venecia también. Porque entre la fe del Oriente y la del Occidente sigue abierto el viejo abismo teológico. La iglesia griega odia a la romana, y su patriarca se niega a reconocer al Papa como supremo pastor. Sin embargo, ha mucho ya que se resolvió en dos concilios, en Ferrara y en Florencia, la refundición de ambas iglesias en consideración de la amenaza turca, asegurándose a Bizancio ayuda contra los musulmanes. Pero apenas el peligro dejó de ser tan agudo para Bizancio, ya se negaron los sínodos griegos a poner en vigor el convenio; sólo ahora, al llegar Mahomet a sultán, vence el peligro a la terquedad ortodoxa: juntamente con el pedido de urgentes socorros, envía Bizancio la noticia de su condescendencia a Roma. Entonces se equipan galeras con soldados y armas, y en una de las embarcaciones viaja el legado del Papa para realizar solemnemente la reconciliación de las dos Iglesias del occidente y manifestar ante el mundo que quien ataca a Bizancio reta a la cristiandad unida.
LA MISA DE LA RECONCILIACION
Grandioso espectáculo el de aquel día de diciembre: la magnífica basílica, cuyo fausto de mármol, mosaicos y preciosidades brillantes apenas podemos sospechar en la mezquita de nuestros días, celebra la gran fiesta de la reconciliación. Constantino, el Basileus, apareció rodeado de todos los dignatarios de su imperio, para figurar con su persona imperial como supremo testigo de la eterna unidad. Está colmado el gigantesco espacio alumbrado por un sinnúmero de velas; ante el altar ofician fraternalmente la misa el legado de la santa sede romana, Isidorus, y el patriarca ortodoxo, Gregorius; por primera vez vuélvese a incluir en este templo el nombre del Papa en la oración; por primera vez elévase el canto simultáneamente en lengua latina y griega hacia las bóvedas de la imperecedera catedral, mientras que ambos cleros pacificados conducen en solemne cortejo el cadáver de San Espiridión. Oriente y Occidente, una y otra creencia, parecen unidos para siempre y, finalmente, al cabo de años y años de criminales disensiones, se cumple al fin el sentido del Occidente, la idea de Europa.
Pero breves son y transitorios los momentos de la razón y de la reconciliación en la historia. Mientras en la iglesia se enlazan todavía beatíficas las voces en la oración común, ya protesta afuera, en una celda de claustro, el sabio monje Génadios contra los latinos y la traición a la verdadera fe; apenas trenzado por la razón el lazo de la paz, ya el fanatismo lo hace pedazos,- así como el clero griego no piensa en un sometimiento real, no recuerdan los amigos del extremo opuesto del Mediterráneo tampoco su promesa de ayuda. Envian, es verdad, unas pocas galeras, unos cuantos centenares de soldados, pero luego abandonan la ciudad a su suerte.
COMIENZA LA GUERRA
Cuando los déspotas preparan una guerra, hablan, en tanto no se hayan armado del todo, abundantemente de la paz Así recibe también Mahomet al subir al trono, precisamente al enviado del emperador Constantino, con las palabras más amables y más tranquilizadoras; jura pública y solemnemente por Dios y sus profetas, los ángeles y el Corán, que cumplirá con toda fidelidad los convenios con el Basileus. Al mismo tiempo concierta el traidor con los húngaros y servios un convenio de mutua neutralidad con duración de tres años: los mismos tres años en cuyo transcurso quiere adueñarse de la ciudad sin ser molestado. Sólo tiempo después, luego que Mahomet hubo prometido y jurado bastante la paz, provoca la guerra mediante un desconocimiento del derecho.
Hasta entonces los turcos sólo eran dueños de la margen asiática del Bósforo y, por consiguiente, podían las naves llegar libremente de Bizancio, a través del estrecho, hasta el Mar Negro, su depósito de granos. Ahora Mahomet corta esa comunicación, mandando construir, sin molestarse siquiera por buscar una justificación, una fortaleza en la orilla europea, cerca de Roumili Hissar, es decir, en aquella parte más angosta, donde en los días de los persas el audaz Jerjes cruzó el estrecho. De noche pasan miles, decenas de miles de obreros a la ribera europea, que no puede fortificarse de acuerdo con los tratados (¿pero qué importan los tratados a los dictadores?) y para su manutención saquean los campos circundantes, y no sólo derriban las casas, sino también la desde tiempos lejanos famosa iglesia de San Miguel, para obtener piedras para su bastilla: el sultán dirige personalmente, incansable, de día y de noche, la construcción del fuerte, y Bizancio tiene que ver impotente cómo se estrangula contra todo derecho y convenio su libre acceso al Mar Negro. Ya se bombardea a las primeras naves que quieren
pasar el mar hasta entonces libre, en medio de la paz, y después de esta primera feliz demostración de poder, pronto resulta superfluo todo disimulo. En el mes de agosto de 1452 llama Mahomet a todos sus agaesº y bajaes a reunión y les declara francamente su propósito de atacar y conquistar a Bizancio. Prontamente sigue al anuncio el hecho brutal: envíanse heraldos a todo el imperio turco para llamar a los capaces de llevar armas, y el 5 de abril de 1453 se desborda, como una repentina marca alta, un inmenso ejército otomano sobre la llanura de Bizancio, hasta casi junto a sus murallas.
Al frente de sus tropas va el sultán a caballo, magníficamente vestido, para levantar su tienda frente a la puerta de Lykas. Pero antes de que llegue a flamear su estandarte
delante de su cuartel general, manda tender el tapiz de la oración sobre la tierra. Llega con los pies desnudos hasta él, inclina tres veces la frente hasta el suelo, mirando hacía la Meca, y a su espalda -magnífico espectáculo- pronuncian decenas y más decenas de miles de hombres de su ejército, con las mismas inclinaciones, en la misma dirección y con el mismo ritmo, la misma oración a Alá, suplicando que les conceda fuerza y la victoria. Sólo entonces se levanta el sultán. El humilde se ha transformado en retador, el siervo de Dios en señor y soldado, y sus "tellals", sus heraldos, recorren el campamento entero para proclamar al son de tambores y charangas: "¡comenzó el sitio de la ciudad!"
LAS MURALLAS Y LOS CAÑONES
Bizancio ya no cuenta sino con una potencia y una fuerza: sus murallas; nada le queda de su pasada grandeza universal, fuera de esta herencia de una época espléndida y feliz. Con triple coraza está cubierto el triángulo de la ciudad. Algo más bajas, pero aun así poderosas, cubren las murallas pétreas los dos flancos de la ciudad hacía el mar de Mármara y el Cuerno de Oro; en cambio, despliega sus dimensiones gigantescas el parapeto hacia el paisaje abierto, la llamada muralla teodosiana. Ya Constantino había rodeado a Bizancio con bloques de piedra, en previsión de futuros peligros, y Justiniano ensanchó y fortificó más esas murallas; pero sólo Teodosio creó el verdadero baluarte con la muralla de siete kilómetros de largo, de cuyo poder de roca presentan testimonio aun hoy las ruinas en que se ha enroscado la hiedra. Adornada con almenas, protegida por fosos, guardada por fuertes torreones cuadrados; erguida en doble y triple línea paralela y restaurada y renovada por cada emperador durante un milenio, considerábase a esa muralla en su tiempo como el perfecto símbolo de la inexpugnabilidad. Como otrora se burlaban esos bloques macizos del ataque desenfrenado de las hordas bárbaras y de las bandas guerreras de los turcos, así se burlan ahora también de todos los instrumentos bélicos inventados hasta la fecha; impotentes rebotan los proyectiles de las bombardas, de los falconetes y aun de los nuevos serpentines y morteros en su pared erecta; ninguna ciudad europea está mejor y más fuertemente protegida que Constantinopla, gracias a su muralla teodosiana.
Mahomet, por su parte, conoce mejor que nadie esas murallas y su fuerza. En vigilias nocturnas y sueños le preocupa desde hace meses y años la sola idea de cómo tomar ese fuerte inexpugnable y de cómo destrozar ese roquedal indestructible. Amontónanse en su mesa los dibujos, las mensuras y los planos de las fortificaciones enemigas; conoce cada montículo delante y detrás de las murallas, cada hundimiento, cada corriente de agua, y sus ingenieros han pensado en cada detalle. Pero ¡qué desengaño!, todos han calculado que con la artillería empleada hasta ahora no puede destruirse la muralla teodosiana.
¡A crear, pues, cañones mas potentes! ¡Cañones más de mayor alcance, de tiro más poderoso que los conocidos hasta ahora por el arte de la guerra! ¡Y a formar otros proyectiles de piedra más dura, más pesados, más demoledores que los fabricados hasta ahora! Hay que inventar una nueva artillería contra esas murallas inabordables; no hay otra solución, y Mahomet se declara decidido a procurarse esos nuevos elementos de ataque, a cualquier precio.
A cualquier precio... Tal anuncio despierta siempre por sí solo fuerzas creadoras y estimulantes. Así aparece ante el sultán poco después de la declaración de guerra, el hombre considerado como el más ingenioso y experimentado fundidor de cañones del mundo. Urbas u Orbas, un húngaro. Es, ciertamente, cristiano y acaba de ofrecer sus servicios al emperador Constantino, pero en la acertada espera de encontrar de parte de Mahomet mejor paga y misiones más atrevidas para su arte, se declara pronto para fundir un cañón como no se ha visto otro igual en el mundo, siempre que se pongan a su disposición medios ilimitados. El sultán, a quien como a todo poseso por una sola idea ningún precio en dinero resulta demasiado elevado, le asigna de inmediato una cantidad de obreros a su discreción, y en mil carros transpórtase metal a Adrianópolis. Por espacio de tres meses prepara el fundidor con infinitas fatigas el molde de barro de acuerdo con secretos métodos de endurecimiento, antes que se efectúe la excitante fusión de la masa ardiente. La obra tiene éxito. Líbrase con golpes el gigantesco tubo -el más grande que el mundo conociera hasta entonces- del molde, y se enfría, pero antes que se dispare el primer tiro de ensayo, envía Mahomet heraldos a la ciudad para poner sobre aviso a las mujeres encintas. Cuando luego, con enorme tronar, la boca iluminada como por un relámpago escupe la poderosa bala de piedra y este solo tiro de ensayo destroza una muralla, ordena Mahomet en el acto la construcción de toda una artillería de esas gigantescas dimensiones.
La primera "gran máquina lanzadora de piedras", según llaman los autores griegos aterrados a ese cañón, quedó, pues, felizmente concluida. Pero entonces se presenta otro problema mayor todavía: ¿cómo arrastrar ese monstruo, ese dragón metálico a través de toda Tracia, hasta los muros de Bizancio? Se inicia una odisea sin igual. Pues todo un pueblo, un ejército entero arrastra durante dos meses a ese monstruo entumecido de largo cuello. Primero se adelantan grupos de jinetes en constantes patrullas para proteger esa preciosidad contra todo ataque, tras ellos siguen centenares y quizás miles de obreros que aplanan el camino trabajando día y noche para el transporte aplanan monstruo, que deja tras de sí las carreteras deshechas para meses v meses. Cincuenta yuntas de bueyes están enganchadas en el carro, sobre cuyos ejes descansa el gigantesco tubo de metal con el peso exactamente repartido, como otrora el obelisco cuando peregrinó del Egipto a Roma; doscientos hombres apoyan a diestro y siniestro el tubo continuamente tambaleante por efecto de su propio peso, mientras que cincuenta carreteros y carpinteros están ininterrumpidamente ocupados en cambiar y untar las roldanas de madera, en reforzar los sostenes y en tender puentes. Se comprende que la enorme caravana sólo pueda abrirse camino paso a paso a través de montañas y estepas, al más lento andar de los bueyes. Asombrados se reúnen en las aldeas los campesinos y se persignan ante el metálico fenómeno que es llevado de un país a otro como un Dios de la guerra por sus servidores y sacerdotes; pero pronto se arrastran también del mismo modo los hermanos fundidos de metal en el mismo lecho materno de barro; una vez más hizo la voluntad humana posible lo imposible. Ya abren veinte o treinta de esos monstruos sus negras bocas redondas hacia Bizancio; la artillería pesada acaba de realizar su entrada en la historia de la guerra, y comienza el duelo entre la milenaria muralla de los emperadores de la Roma oriental y los nuevos cañones del nuevo sultán.
UNA ESPERANZA MAS
Poco a poco, tenaz e irresistiblemente trituran y pulverizan los cañones mastodontes, con relampagueantes mordeduras, las murallas de Bizancio. Al principio, cada uno no puede disparar cotidianamente más de seis o siete tiros, pero día a día el sultán hace colocar otros nuevos, y cada impacto abre, entre nubes de polvo y escombros, nuevas brechas en las pétreas obras que se derrumban. Es verdad que los sitiados remiendan esos agujeros de noche con empalizadas de madera, cada vez más menesterosas, y con fardos de algodón; pero ya no es la vieja muralla invencible detrás de la que luchan y, atemorizados, piensan ocho mil hombres en la hora fatal en que los 150 mil guerreros de Mahomet se abalanzarán en el ataque decisivo contra la fortaleza ya vulnerada. Es hora, la última hora, de que Europa, de que la cristiandad recuerde sus promesas; grandes grupas de mujeres con sus niños están postrados todo el día ante los cofrecillos de reliquias en las iglesias, y desde todos los torreones vigilan soldados de día y de noche para ver si aparece por fin en el mar de Mármara, repleto de naves turcas, la prometida flota auxiliar papal y veneciana.
Finalmente, el 20 de abril, a las tres de la madrugada, brilla una señal. Se han avistado a lo lejos unas velas. No es la poderosa, la soñada flota cristiana; las que se acercan quedamente, llevadas por el viento, son tres grandes naves genovesas y detrás de ellas una cuarta más pequeña, una embarcación de granos bizantina, que las tres mayores rodean para protegerla. De inmediato se reúne toda Constantinopla entusiasta en las murallas de la ribera para saludar a los auxiliadores. Pero al mismo tiempo salta Mahomet sobre su caballo y galopa a todo correr desde su tienda púrpura hasta el puerto donde se halla anclada la flota turca e imparte la orden de que se impida a toda costa la entrada de las naves al puerto de Bizancio, al Cuerno de Oro.
La flota turca cuenta con 150 embarcaciones, si bien menores, e inmediatamente chasquean miles de remos contra las aguas. Armadas de arpones de abordaje, de lanzallamas y de lanzapiedras, se acercan esas 150 carabelas trabajosamente a los cuatro galeones, pero fuertemente impulsadas por el viento pasan estas naves poderosas a las embarcaciones de los turcos, que lanzan gritos y chillan con voces y proyectiles. Majestuosamente, con las velas redondeadas y ampliamente hinchadas toman rumbo, sin cuidarse de los atacantes, al seguro puerto del Cuerno de Oro, donde la famosa cadena tendida desde Estambul hasta Gálata habrá de ofrecerles luego duradero resguardo contra todo ataque y asalto. Ya están los galeones muy próximos a su meta; ya pueden los miles de seres apostados en las murallas distinguir cara por cara y ya se arrodillan los hombres y mujeres para dar las gracias a Dios y a los Santos por la gloriosa salvación, ya se baja también con chirridos la cadena en el puerto para recibir a las naves de socorro.
Entonces sucede de pronto algo horrible. El viento cesa repentinamente. Como retenidos por un imán, permanecen los cuatro veleros enteramente muertos en medio del mar, a la distancia de unas pocas pedradas del puerto salvador, y con salvaje griterío de júbilo se abalanza toda la jauría de los botes a remo enemigos sobre las cuatro naves paralizadas que están erguidas como cuatro torres en el mar. Cual mastines que hincan sus dientes en una magnífica presa, se cuelgan los botes con arpones de abordaje de los flancos de las grandes naves, golpeando su maderamen fuertemente con hachas para hundirlos, mientras que grupos constantemente renovados trepan por las cadenas de las anclas, arrojando antorchas y tizones contra las velas, para incendiarlas. El jefe de la armada turca dirige su propia nave capitana decididamente hacia el barcotransporte con el propósito de hundirlo; ya están ambas embarcaciones en un cuerpo a cuerpo tenaz, como dos luchadores. Es cierto que al principio los marineros genoveses consiguen defenderse contra sus asaltantes; desde las bordas más altas, protegidas por corazas, rechazan a los atacantes con picos y piedras y fuegos griegos. Pero la lucha ha de terminar pronto. Son demasiados contra unos pocos. Las naves genovesas están perdidas. ¡Espantoso espectáculo para los miles de seres reunidos en las murallas! Tan de cerca como en el hipódromo del pueblo podía, pleno de goce, seguir las luchas sangrientas, así puede ahora, pleno de dolor observar una batalla naval y la caída aparentemente inevitable de los suyos, pues a lo sumo dos horas más y las cuatro naves sucumbirán ante la jauría enemiga en la arena del mar. ¡En vano vinieron los salvadores, en vano! Los griegos, desesperados, junto a los muros de Constantinopla, justo a distancia de una pedrada de sus hermanos, gritan con los puños cerrados de ira impotente por no poder ayudar a sus salvadores. Muchos tratan de animar a los amigos combatientes con gestos fogosos. Otros, en cambio, alzan las manos al cielo e imploran a Cristo, al Arcángel Miguel y a todos los santos de sus iglesias y conventos que han protegido a Bizancio desde hace tantos siglos. Pero en la ribera opuesta de Gálata, a su vez, esperan y gritan y rezan con el mismo fervor los turcos por la victoria de los suyos; el mar se ha convertido en escenario, la batalla naval en lucha de gladiadores. El mismo sultán llega a galope tendido. Rodeado por sus bajaes, se introduce a caballo en el agua, se moja sus ricos vestidos y con voz iracunda, formando con sus manos un megáfono, grita a los suyos la orden de tomar las naves cristianas cueste lo que cueste. Cada vez que es rechazada una de sus galeras cubre con denuestos y amenaza con el curvado sable desnudo a su almirante. "¡Si no vences, no vuelvas con vida!"
Todavía resisten los cuatro barcos cristianos. Pero ya está terminada la lucha, ya se agotan los proyectiles con que rechazan a las galeras turcas. Ya se cansan los brazos de los marineros, después de horas de lucha contra un enemigo cincuenta veces más numeroso. Ha declinado el día, el sol se pone en el horizonte. Una hora más, y los barcos serán llevados por la corriente hacia la ribera de Gálata, ocupada por los turcos, aunque hasta entonces el enemigo no consiga abordarlos. ¡Perdidos, perdidos, perdidos!
Entonces sucede algo que le parece un milagro a la multitud desesperada y que se lamenta vociferante. De pronto comienza un leve zumbido, de pronto se levanta el viento. Y en seguida se llenan redondas y grandes las velas de las cuatro naves. ¡Ha despertado el viento, el anhelado, el suplicado viento! Triunfante se levanta la proa de los galeones, con un golpe airado vence y atropella su repentina embestida a los barcos que los asedian. ¡Están libres, están salvados! Bajo el estruendoso júbilo de los miles y miles de apostados en las murallas, entra el primero, luego el segundo, el tercero y el cuarto barco al puerto seguro; la cadena que lo cierra v que había sido bajada sube otra vez chirriando, y detrás de aquéllos, diseminada en el mar, queda impotente la jauría de las pequeñas embarcaciones turcas. Una vez más se cierne el júbilo de la esperanza como purpúreas nubes sobre la sombría y desesperada ciudad.
UNA FLOTA VIAJA SOBRE LA MONTAÑA
Una noche dura la desbordante alegría de los sitiados. Siempre la noche pletórica de fantasía, excita los sentidos e infunde la esperanza con el dulce veneno de los sueños. Por una noche ya se creen los sitiados seguros y a salvo. Sueñan que semana a semana vendrán otros y nuevos barcos que desembarcarán soldados y provisiones, tal como lo han hecho los cuatro galeones que acaban de llegar. Europa no los olvidó, y en sus esperanzas precipitadas ya ven el sitio levantado, el enemigo diseminado y vencido.
Pero Mahomet también es un soñador, si bien un soñador de aquella otra y más rara especie que sabe convertir los sueños, por obra de la voluntad, en realidades, y mientras aquellos galeones ya se creen seguros en el puerto del Cuerno de Oro, traza Mahomet un plan de tan fantástica audacia que ha de equipararse justicieramente, dentro de la historia de las guerras, a los hechos más atrevidos de Aníbal y Napoleón. Tiene a Bizancio delante de sí, pero no puede tomarlo; el principal obstáculo que le impide tomarlo y atacarlo, lo constituye la profunda lengua de mar, el Cuerno de Oro, esa bahía en forma de apéndice que protege un flanco de Constantinopla. Es prácticamente imposible penetrar en esa bahía, a cuya entrada se halla Gálata, la ciudad genovesa, frente a la que Mahomet está obligado a guardar neutralidad, v desde ella se tiende transversal la cadena de hierro hasta la urbe enemiga. Su flota no puede llegar, por lo tanto, mediante un choque frontal, a la bahía; sólo podría capturar a la armada cristiana desde la dársena interior donde termina el territorio genovés. ¿Pero cómo conseguir una escuadra para esa bahía interior? Es verdad que se podría construir una. Pero eso duraría meses y meses y el impaciente no quiere esperar tanto.
Entonces concibe Mahomet el genial proyecto de transportar su flota desde el mar abierto, donde no tiene utilidad alguna, sobre la península, al puerto interior del Cuerno de Oro. Esta idea, de una audacia que quita la respiración, esta idea de atravesar con cientos de embarcaciones una península montañosa, parece a primera vista tan absurda, tan irrealizable, que los bizantinos y los genoveses de Gálata no la incluyen en sus cálculos estratégicos, como antes de ellos los romanos y después de ellos los austríacos tampoco tomaron en consideración la posibilidad de las rápidas travesías de los Alpes efectuadas por Aníbal y Napoleón. De acuerdo con toda experiencia humana, las naves sólo pueden desplazarse en el agua y ninguna escuadra puede atravesar una montaña. Mas es eso precisamente en todo tiempo la verdadera característica de la voluntad demoníaca: el que realice lo imposible, y siempre sólo reconócese el genio militar al que, en la guerra, se burla de las reglas bélicas, y en el momento dado, reemplaza los métodos probados por la improvisación creadora. Comienza una acción enorme, difícilmente comparable en les anales de la historia. Con todo sigilo manda Mahomet traer innúmeros maderos y troncos v convertirlos, por afanosos obreros, en trineos, sobre los que quedan sujetas las embarcaciones sacadas del mar, como sobre un dique seco movible. Al mismo tiempo están dedicados ya miles de obreros a allanar en lo posible para el transporte el estrecho sendero que sube y baja del cerro de Pera. Para velar al enemigo la repentina acumulación de tantos trabajadores, ordena el sultán cada día y cada noche un tremendo ca-ñoneo por sobre la ciudad de Gálata, un cañoneo sin sentido que no tiene más objeto que desviar la atención y ocultar el viaje de las naves sobre valles y montes, de unas aguas a otras. Mientras los enemigos están ocupados y sólo esperan un ataque desde tierra, pónense en movimiento los numerosos rodillos de madera, abundantemente untados de aceite v grasa, y sobre ellos se transporta un barco tras otro sobre la montaña, de los que tiran innumerables yuntas de búfalos ayudados por marineros que lo empujan. En cuanto la noche vela toda visión, comienza esa peregrinación milagrosa. Silencioso como todo lo grande, premeditado como todo lo prudente, se realiza el milagro de los milagros: una flota entera viaja sobre la montaña.
En todas las grandes acciones militares son siempre decisivos los momentos de sorpresa. Y aquí se evidencia magníficamente el genio particular de Mahomet. Nadie sospecha nada de su propósito. "S: un pelo de mi barba conociese mis ideas, lo arrancaría" -dijo cierta vez de sí mismo ese pérfido genial. Y mientras los cañones retumbaban jactanciosos contra las murallas, ejecútanse sus órdenes de un modo perfecto. Setenta embarcaciones transpórtanse en esa noche del 22 de abril de un mar al otro, por montañas y valles, viñedos, campos y bosques. A la mañana siguiente los ciudadanos de Bizancio creen soñar: una flota enemiga navega como traída por manos de espectros, embanderada y equipada, en el corazón de la bahía, considerada inaccesible; aun se restriegan los ojos y no comprenden cómo pudo hacerse ese milagro, cuando ya prorrumpen en júbilo pífanos, címbalos v tambores al pie de la muralla lateral hasta entonces protegida por el puerto. Todo el Cuerno de Oro, excepción hecha de aquel estrecho espacio de Gálata en que se halla encerrada la flota cristiana, pasa, debido a ese golpe genial, al dominio del sultán y de su ejército. Ahora puede llevar libremente sus tropas por un puente de pontones contra la muralla más débil. Con eso amenaza al flanco flojo y consigue que la de por sí ya escasa línea defensiva se reduzca más aún en espesor por tener que cubrir un frente más largo. El puño férreo se cierra más y más alrededor de la garganta de su víctima.
¡SOCORRO, EUROPA!
Los sitiados ya no se engañan, saben que de no recibir pronta ayuda no podrán resistir mucho tiempo más detrás de las murallas derruidas a cañonazos, ahora que también son atacados por el flanco débil. 8.000 hombres contra 150.000. ¿Pero no prometió la Signoria de Venecia solemnemente que enviaría barcos? ¿Puede permanecer indiferente el Papa cuando Hagia Sophia, la más hermosa iglesia de Occidente, corre peligro de convertirse en una mez-quita de la infidelidad? ¿Aun no comprende el peligro para la cultura de Occidente la Europa confundida por la rencilla y dividida por céntuples intrigas mezquinas? Quizás -así se consuelan los sitiados- está desde hace tiempo ya lista la flota de socorro y sólo por ignorancia tarda en levar anclas, y bastaría hacerle comprender la enorme responsabilidad de esa demora mortífera.
¿Pero cómo ponerse en contacto con la armada veneciana? ¡El mar de Mármara está sembrado de barcos turcos! Salir con la escuadra entera significaría exponerla a la perdición y debilitar además, en unos centenares de soldados, la defensa, que ha de contar esta vez con cada uno de sus hombres. Se resuelve entonces exponer sólo un barco muy pequeño con una tripulación mínima. Doce hombres en total -si existiera la justicia en la historia, sus nombres tendrían que ser tan famosos como los de los argonautas, y, sin embargo, no conocemos el nombre de ninguno de ellos osan el heroico acto. Se iza la bandera enemiga en el pequeño bergantín; doce hombres se visten a la usanza turca con turbante o tarbouch, para no llamar la atención. A la medianoche del tres de mayo, se afloja silenciosamente la cadena del puerto, y con amortiguados golpes de remo se aleja el bote atrevido, protegido por la oscuridad. ¡Y he aquí que se realiza el milagro! Sin ser conocida ni molestada atraviesa la diminuta nave los Dardanelos hasta el mar Egeo. Siempre es justamente el exceso de osadía lo que paraliza al adversario. Mahomet pensó en todo, menos en ese gesto inconcebible de que una sola embarcación tripulada por doce héroes osaría tal viaje argonáutico por en medio de su flota.
Pero, ¡trágica desilusión! En el mar Egeo no brilla vela veneciana alguna. Ninguna armada está preparada para el socorro. Venecia y el Papa se han olvidado de Bizancio y descuidan su honor y su promesa, ocupados como están con su pequeña política lugareña. En la historia se repiten de continuo esos momentos trágicos en que sería necesaria la suprema unión de todas las fuerzas para la defensa de la cultura europea, pero en que los príncipes y los Estados no saben suprimir, por un instante siquiera, sus míseras rivalidades. A Génova le importa más empujar a Venecia hacia un segundo plano y Venecia se preocupa más por desplazar a Génova que luchar por unas horas conjuntamente contra el enemigo común. El mar está vacío. Desesperados reman los valientes en su cáscara de nuez, de isla en isla. Pero en todas partes los puertos están ocupados por los enemigos y ninguna nave amiga se atreve a penetrar a la zona de guerra.
¿Qué hacer entonces? Algunos de los doce han perdido el ánimo, y con razón. ¿Para qué volver a Constantinopla, para qué volver sobre la peligrosa ruta? No pueden llevar esperanza alguna. Quizás ya cayó la ciudad; de todos modos les aguarda, si regresan, el cautiverio o la muerte. Pero -¡magníficos siempre los héroes, cuyos nombres nadie conoce!- la mayoría decide, no obstante, el retorno. Aceptaron una misión y han de cumplirla. Fueron enviados a traer nuevas, y nuevas han de traer, aunque sean las más oprimentes. Así osa la diminuta embarcación el viaje de regreso entre los Dardanelos, el mar de Mármara y la armada enemiga. El 23 de mayo, a veinte días de haberse hecho a la mar, se ha dado por perdida ya en Constantinopla a la embarcación. Nadie piensa ya en un mensajero ni en el regreso, cuando de pronto unos guardianes agitan en la muralla las banderas porque una pequeña nave toma decidido rumbo, con fuertes golpes de remo, al Cuerno de Oro. Y al darse cuenta los turcos, advertidos por el júbilo atronador de los sitiados, que el bergantín que descaradamente había surcado sus aguas bajo bandera turca, era una embarcación enemiga,
lo asedian de todas partes para capturarlo, todavía a escasa distancia del puerto protector. Por un momento vibra Bizancio con mil gritos de júbilo en la dichosa esperanza de que Europa se habría acordado y enviado aquellos barcos nada más que en calidad de mensajeros. Sólo a la tarde se divulga la nefasta verdad. La cristiandad echó al olvido a Bizancio. Los encerrados están solos, perdidos, a menos que se salven ellos mismos.
LA VISPERA DEL ASALTO
Al cabo de seis semanas de luchas casi diarias, el sultán se ha tornado impaciente. Sus cañones han destrozado las murallas en muchas partes, pero todos los ataques y asaltos que ordenó, han sido rechazados sangrientamente. Ya no quedan a un estratego sino dos posibilidades: desistir del sitio o intentar, después de los innumerables ataques aislados, el asalto definitivo. Mahomet reúne a sus bajaes en un consejo de guerra y su voluntad apasionada vence todos los escrúpulos. Se decide que el gran asalto decisivo ha de efectuarse el 29 de mayo.
El sultán realiza sus preparativos con su habitual energía. Se decreta día de fiesta y 150.000 hombres deben cumplir, del primero al último, los ritos solemnes prescritos por el Islam, las siete abluciones y, tres veces al día, la gran oración. Dispónese toda la pólvora y todos los proyectiles que han quedado para preparar el ataque de artillería forzado que ha de debilitar la ciudad para el asalto, y distribúyense las tropas para el ataque. Mahomet se concede un momento de descanso desde temprano hasta muy tarde en la noche. Pasa a caballo de una tienda a la otra, desde el Cuerno de Oro hasta el mar de Mármara, animando por doquier a los oficiales y excitando a los soldados. Pero como buen psicólogo sabe cómo puede atizar mejor hasta el extremo del ardor bélico a sus 150.000 hombres; y por eso hace una terrible promesa que, por su honor y deshonra, hubo de cumplir estrictamente. Sus heraldos proclaman esa promesa al son de tambores y clarines a todos los vientos: "Mahomet jura por el nombre de Alá, por el nombre de Mahoma y de los cuatro mil profetas; jura por el alma de su padre, el Sultán Murad, por la cabeza de sus hijos y por su sable, que concederá a sus tropas, después de la toma de la ciudad y por la duración de tres días, el derecho ilimitado de saqueo. Todo lo que encierran esas murallas: muebles y bienes, aderezos y joyas, monedas y tesoros, hombres, mujeres y niños, todo debe ser de los soldados victoriosos, y él mismo renuncia a toda par-ticipación, salvo al honor de haber conquistado el último baluarte del imperio romano oriental".
Los soldados reciben tan feroz anuncio con júbilo frenético. El ruidoso alboroto del regocijo ruge como un vendaval y los delirantes gritos de Alá il Alá de los miles de labios llegan hasta la azorada ciudad. ¡Jagura! Jagura! ¡Saqueo! ¡Saqueo!" La palabra se convierte en consigna, chisporrotea con los tambores, zumba con címbalos y clarines, y de noche se transforma el campamento en un mar festivo de luces. Estremecidos, ven los sitiados desde sus murallas cómo miles y miles de luces y antorchas se encienden en la llanura y en los cerros y cómo los enemigos celebran la victoria antes de haberla alcanzado, con trompetas, pífanos y tamboriles; es como la horriblemente ruidosa ceremonia que los sacerdotes paganos ofician antes del sacrificio. A medianoche se apagan, por orden de Mahomet, de golpe, todas las luces, y bruscamente termina el ardiente ruido de millares de voces. Pero ese silencio repentino y esa oscuridad pesante deprimen con su decisión amenazadora a los que escuchan azorados, más aún que el júbilo frenético de la luz ruidosa.
LA ULTIMA MISA EN HAGIA SOPHIA
Los asediados no necesitan de espías y desertores para saber qué les espera. Saben que se ha ordenado el asalto, y un presentimiento de enorme responsabilidad y de tremendo
peligro pesa sobre la ciudad como una nube de tormenta. Dividida de ordinario en escisiones y disputas religiosas, únese ahora la población en estas horas postreras, pues siempre procura tan sólo el extremo peligro el espectáculo incomparable de la unión terrenal. Para que todos tengan bien presente lo que les toca defender: la fe, el pasado esplendente, la cultura común, dispone el Basileus una ceremonia conmovedora. Reúnese a su mando el pueblo entero, ortodoxos y católicos, sacerdotes y legos, niños y ancianos, para una sola procesión. Nadie debe, nadie quiere quedarse en su casa; desde el más rico hasta el más pobre integran todos, contritos y cantando el Kyrie Eleison, la solemne columna que atraviesa primero el centro de la ciudad v luego también las fortificaciones exteriores. Sácanse de las iglesias los iconos y reliquias; dondequiera que haya sido abierta una brecha en las murallas, cuélgase una de las imágenes de los santos a fin de que rechace mejor que las armas mundanales el ataque de los infieles. Simultáneamente se rodea el emperador Constantino de los senadores, los nobles y los comandantes para templar su valor con una última arenga. No puede, como Mahomet, prometerles incalculable botín. Pero les describe el honor que alcanzarán, ante la cristiandad y todo el mundo occidental, si rechazan este último asalto decisivo, y el peligro que corren en caso de sucumbir a los incendiarios. Mahomet y Constantino saben que ese día se define la historia de siglos.
Luego comienza la última escena, una de las más conmovedoras en la historia de Europa, un inolvidable éxtasis de la caída. Los predestinados a morir congréganse en Hagia Sophia, la entonces más suntuosa catedral del mundo, que había quedado abandonada desde aquel día de la fusión de ambas Iglesias. Se agrupan en torno al emperador, la corte entera, los nobles, la curia griega y la romana, los soldados y marineros genoveses y venecianos, todos armados y acorazados; y detrás de ellos se arrodillan silenciosas y respetuosas miles y miles de sombras murmurantes -el pueblo agobiado, hastiado por temores y penas-; y las candelas que luchan duramente con la oscuridad de las bóvedas, iluminan esa masa arrodillada unánime en la oración como un único cuerpo. Es el alma de Bizancio que eleva aquí su plegaria a Dios. El patriarca alza ahora poderosa y clamante su voz, contestándole con cánticos los coros; una vez más resuena la sagrada voz eterna del Occidente, la música, en este espacio. Luego se dirigen uno tras otro, primero el emperador, al altar para recibir el consuelo de la fe; hasta lo alto de las bóvedas retumba en el inmenso espacio la rompiente interminable del rezo. Comienza la postrera misa; la misa de muertos del imperio romano oriental. Pues por última vez vivió la fe cristiana en la catedral de Justiniano.
Después de esa escena enternecedora, el emperador regresa una sola vez y por breves instantes al palacio para pedir perdón a todos sus subalternos y siervos por toda injusticia que jamás haya cometido en su vida. Luego monta un caballo y cabalga -exactamente como Mahomet, su gran contrario, a la misma hora- de un extremo a otro de las murallas para animar a los soldados. Ya ha cerrado la noche profundamente. No se alza voz alguna, no entrechoca ninguna arma. Pero con el alma arrebatada aguardan los miles de hombres dentro de las murallas el próximo día, y la muerte.
KERKAPORTA, LA PUERTA OLVIDADA
A la una de la mañana da el sultán la señal de ataque. Despliégase gigantesco el estandarte y a un solo grito de "Alá, Alá, il Alá" precipítanse cien mil hombres con armas, escaleras, cuerdas y ganchos de abordaje contra las murallas, mientras simultáneamente redoblan tambores, alborotan charangas y se unen en un solo huracán los ruidos estridentes de bombos, címbalos y flautas, los alaridos humanos y el tronar de los cañones. Primero lánzanse sin misericordia las tropas inexperimentadas, los baschibozug, contra las murallas, y sus cuerpos semidesnudos hacen en- el plan de ataque del sultán casi el papel de paragolpes destinado a cansar y debilitar al enemigo antes de que la tropa escogida proceda al asalto decisivo. Corren con centenares de escaleras por la oscuridad, impelidos a latigazos; trepan a las almenas, de donde son echados; vuelven a arremeter una, otra y otra vez, ya que no les queda camino de vuelta; detrás de ellos, inútil material humano destinado al sacrificio, se hallan las tropas elegidas que los azuzan siempre de nuevo a la muerte casi segura. Los defensores conservan todavía el predominio, nada pueden las innúmeras flechas y piedras contra sus cotas de malla. El verdadero peligro para ellos -y eso lo calcula bien Mahomet- reside en el cansancio. Luchando con pesadas armaduras continuamente contra las tropas ligeras que atacan una y otra vez, saltando sin interrupción de un punto de ataque a otro, agotan buena parte de sus fuerzas en esa resistencia forzada. Y al lanzarse ahora -ya comienza a clarear el día al cabo de dos horas de combate- la segunda tropa de asalto, formada por los anatolianos, la lucha ya se presenta más peligrosa. Pues esos anatolianos son guerreros disciplinados, bien instruidos y uniformados también con cotas de malla; son además numerosos y están descansados, mientras que los defensores tienen que proteger ora esta parte, ora aquélla contra la ruptura. Pero aun siguen siendo rechazados los atacantes en todas partes, y el sultán tiene qué poner en acción sus últimas reservas, los jenízaros, la tropa selecta del ejército otomano. Se coloca personalmente al frente de los 12.000 soldados jóvenes y elegidos, los mejores que conocía la Europa de entones, que a un solo grito se lanzan sobre los adversarios exhaustos. Es la hora de que se echen a vuelo todos las campanas de la ciudad para llamar a los últimos, medianamente aptos para la lucha, a las murallas, y que se haga venir a los marineros de los barcos, pues ahora se inicia el verdadero combate decisivo. Es fatal para los defensores el que una piedra alcance al comandante de las tropas genovesas, el audaz condottiere Giustiniani, el que, gravemente herido, es transportado hasta las naves. Su caída hace vacilar por un instante la energía de la defensa. Pero ya llega a galope tendido el propio emperador para impedir la invasión amenazante y una vez más lógrase empujar y hacer caer las escaleras de asalto; firmeza se halla frente a extrema firmeza, y por la duración de un suspiro parece Bizancio todavía a salvo: el máximo peligro ha vencido al asalto más furioso. En ese instante un incidente trágico, uno de aquellos segundos misteriosos, como a veces los produce la historia en sus determinaciones impenetrables, decide, de golpe, el destino de Bizancio.
Sucede algo totalmente inverosímil. Linos cuantos turcos han penetrado por una de las muchas brechas de la muralla exterior a poca distancia del verdadero punto de ataque. No se atreven a arremeter contra la muralla interior. Pero al errar curiosos y sin plan por el espacio entre la primera y segunda muralla de la ciudad, descubren que una de las puertas menores de la muralla interior, la llamada Kerkaporta, ha quedado abierta por un error inexplicable. No es más que una portezuela, destinada a dar paso, en tiempos de paz, a los peatones durante las horas en que las puertas mayores aun permanecen cerradas. Precisamente por carecer de importancia militar, se olvidó, al parecer, su existencia en la agitación general de la última noche. Ahora los jenízaros encuentran, ante su asombro, esa puerta cómodamente abierta en medio de las fortificaciones recias. Primero sospechan de que se trate de un ardid guerrero, pues les parece demasiado improbable el absurdo de que la Kerkaporta esté abierta y permita penetrar al corazón de la ciudad, dominicalmente pacifico, mientras delante de cada brecha, cada abertura y cada puerta se amontonan miles de cadáveres y se está haciendo derroche de aceite hirviente y proyectiles. Por las dudas, llaman refuerzos y, sin encontrar resistencia en absoluto, penetra todo un destacamento al interior de la ciudad, atacando inesperadamente, por la espalda, a los defensores de la muralla exterior, que nada sospechan. Unos cuantos guerreros advierten que los turcos están detrás de sus propias filas y fatalmente se eleva aquel grito que en toda batalla es más mortífero que todos los cañones, el grito del rumor falso: "¡Ha caído la ciudad!" Repítenlo ahora, cada vez más fuerte, los turcos: "¡La ciudad ha caído!" Y este grito desbarata toda resistencia. Las tropas mercenarias, que se creen traicionadas, abandonan sus puestos para salvarse corriendo hacia el puerto y las naves. En vano se arroja Constantino con unos pocos fieles contra los invasores; cae muerto sin ser reconocido, en medio del tumulto, y sólo al día siguiente, junto a un montón de cadáveres, identificado su cuerpo por los zapatos purpúreos adornados con un águila dorada, comprobarás- que el último emperador de la Roma oriental perdió su vida con su imperio, glorioso en el sentido romano. Un átomo de casualidad, Kerkaporta, la puerta olvidada, ha decidido la historia del mundo.
LA CRUZ SE CAE
A veces la historia juega con números. Exactamente mil años después de haber sido saqueada Roma en forma memorable por los vándalos, comienza el saqueo de Bizancio. Te-rriblemente fiel a su juramento, cumple Mahomet, el victorioso, su palabra. Después de la primera masacre, entrega a sus guerreros las casas y palacios, iglesias y monasterios, hombres, mujeres y niños, y como demonios se precipitan a millares por las callejuelas para adelantarse unos a otros. La primera arremetida se dirige contra las iglesias; en ellas brillan las vasijas de oro, resplandecen joyas, pero cuando irrumpen en una casa, izan de inmediato su estandarte a la entrada para que sepan los que los siguen que el botín ya está embargado; y este botín no sólo consiste en piedras preciosas, géneros y dinero y bienes muebles, sino que también las mujeres son mercadería para los serrallos, los hombres y niños para el mercado de esclavos. A bandadas enteras se saca a latigazos a los infelices que se han refugiado en las iglesias, se asesina a los ancianos por considerarlos como inservibles consumidores y hasta invendibles; átase a los jóvenes como animales, se les arrastra, y simultáneamente con el robo desencadénase la insensata destrucción. Las preciosas reliquias y obras de arte que los cruzados respetaron en oportunidad de su saqueo, acaso igualmente furioso, las destrozan ahora, las deshacen y desgarran los vencedores rabiosos, destruyen los cuadros valiosos, rompen a martillazos las estatuas magníficas, queman y tiran sin consideración los libros en que se pretendía conservar para toda la eternidad la sabiduría de los siglos, la riqueza inmortal del pensamiento y de la literatura griega. Nunca sabrá la humanidad a ciencia cierta cuánta desgracia irrumpió en aquella hora fatal por la Kerkaporta abierta y cuánto perdió el mundo espiritual con motivo de los saqueos de Roma, Alejandría y Bizancio.
Sólo en la tarde de la gran victoria, terminada ya la matanza, penetra Mahomet en la ciudad conquistada. Serio y orgulloso cabalga sobre su magnífica jaca, al lado de las salvajes escenas del saqueo; sin desviar la mirada mantiene su palabra de no molestar en su terrible quehacer a los soldados que lograron el triunfo. Su primer camino no está dedicado al botín, puesto que ha ganado todo, y vanidoso dirige su caballo hacia la catedral, la cabeza esplendente de Bizancio. Durante más de cincuenta días miró ansioso desde su jaca la cúpula inaccesible y resplandeciente de esa Hagia Sophia: ahora puede cruzar como vencedor su puerta broncínea. Pero una vez más domina Mahomet su impaciencia; primero quiere agradecer a Alá antes de dedicarle esta iglesia por los tiempos eternos. Humildemente se apea el sultán de su cabalgadura e inclina la cabeza profundamente al suelo en la oración. Luego toma un puñado de tierra y la esparce sobre su cabeza para recordarse que él mismo es un mortal y no debía envanecerse de su triunfo. Y sólo entonces, después de haber demostrado su humildad, se endereza el sultán y penetra el primer siervo de Alá en la catedral de Justiniano, la iglesia de la sagrada sabiduría, Hagia Sophia.
Curioso y conmovido contempla el sultán la magnífica casa, las altas bóvedas relucientes en mármol y mosaicos, los arcos suaves que se elevan de la penumbra a la luz; siente que este sublime palacio de la oración no es suyo, sino de su dios. Manda en seguida llamar a un Imán que suba al púlpito y proclame desde allí la fe mahometana, mientras que el padichá, el rostro en dirección a la Meca, pronuncia el primer rezo a Alá, el señor de los mundos, en esta catedral cristiana. Al día siguiente reciben ya los obreros orden de alejar todos los signos de la creencia anterior. Arráncanse los altares, blanquéanse los píos mosaicos y cae con estrépito sordo la cruz grandemente elevada de Hagia Sophia que había mantenido abiertos sus brazos por espacio de mil años, para abarcar todo el dolor del mundo.
El pétreo sonido retumba duramente dentro y fuera de la iglesia, hasta muy lejos. Pues esa caída hace temblar a todo el Occidente. La noticia llega terrorífica a Roma, Génova, Venecia, Florencia y rueda como un trueno de anuncio hasta Francia, Alemania; y estremecida reconoce Europa que debido a su indiferencia hosca ha irrumpido por la olvidada puerta, la Kerkaporta, una fuerza fatalmente destructora que mantendrá durante siglos atacadas y paralizadas sus energías. Pero en la historia, igual que en la vida, el remordimiento no devuelve un instante perdido, y mil años no ayudan a recobrar lo que se ha descuidado una sola hora.
Fin