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junio 27, 2010
Cuando reviso mis notas y memorias de los casos de Sherlock Holmes en el intervalo del 82 al 90, me encuentro con que son tantos los que presentan características extrañas e interesantes, que no resulta fácil saber cuáles elegir y cuáles dejar de lado. Pero hay algunos que han conseguido ya publicidad en los periódicos, y otros que no ofrecieron campo al desarrollo de las facultades peculiares que mi amigo posee en grado tan eminente, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar.
Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica, y que, en calidad de narraciones, vendrían a resultar principios sin final, mientras que hay otros que fueron aclarados sólo parcialmente, estando la explicación de los mismos fundada en conjeturas y suposiciones, más bien que en una prueba lógica absoluta, procedimiento que le era tan querido. Sin embargo, hay uno, entre estos últimos, tan extraordinario por sus detalles y tan sorprendente por sus resultados, que me siento tentado a dar un relato parcial del mismo, no obstante el hecho de que existen en relación con él determinados puntos que no fueron, ni lo serán jamás, puestos en claro.
El año 87 nos proporciona una larga serie de casos de mayor o menor interés y de los que conservo constancia. Entre los encabezamientos de los casos de estos doce meses me encuentro con un relato de la aventura de la habitación Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que se hallaba instalada en calidad de club lujoso en la bóveda inferior de un guardamuebles; con el de los hechos relacionados con la pérdida del velero británico Sophy Anderson; con el de las extrañas aventuras de los Grice Patersons, en la isla de Ufa, y, finalmente, con el del envenenamiento ocurrido en Camberwell. Se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el muerto había dado cuerda a su reloj dos horas antes, y que, por consiguiente, se había acostado durante ese tiempo..., deducción que tuvo la mayor importancia en el esclarecimiento del caso. Quizá trace yo, más adelante, los bocetos de todos estos sucesos, pero ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes como las del extraño cortejo de circunstancias para cuya descripción he tomado la pluma.
Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales se habían echado encima con violencia excepcional. El viento había bramado durante todo el día, y la lluvia había azotado las ventanas, de manera que, incluso aquí, en el corazón del inmenso Londres, obra de la mano del hombre, nos veíamos forzados a elevar, de momento, nuestros pensamientos desde la diaria rutina de la vida, y a reconocer la presencia de las grandes fuerzas elementales que ladran al género humano por entre los barrotes de su civilización, igual que fieras indómitas dentro de una jaula. A medida que iba entrando la noche, la tormenta fue haciéndose más y más estrepitosa, y el viento lloraba y sollozaba dentro de la chimenea igual que un niño. Sherlock Holmes, a un lado del hogar, sentado melancólicamente en un sillón, combinaba los índices de sus registros de crímenes, mientras que yo, en el otro lado, estaba absorto en la lectura de uno de los bellos relatos marineros de Clark Rusell. Hubo un momento en que el bramar de la tempestad del exterior pareció fundirse con el texto, y el chapoteo de la lluvia se alargó hasta dar la impresión del prolongado espumajeo de las olas del mar. Mi esposa había ido de visita a la casa de una tía suya, y yo me hospedaba por unos días, y una vez más, en mis antiguas habitaciones de Baker Street.
—¿Qué es eso?—dije, alzando la vista hacia mi compañero—. Fue la campanilla de la puerta, ¿verdad? ¿Quién puede venir aquí esta noche? Algún amigo suyo, quizá.
—Fuera de usted, yo no tengo ninguno —me contestó—. Y no animo a nadie a visitarme.
—¿Será entonces un cliente?
—Entonces se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo, obligar a venir aquí a una persona con semejante día y a semejante hora. Pero creo que es más probable que se trate de alguna vieja amiga de nuestra patrona.
Se equivocó, sin embargo, Sherlock Holmes en su conjetura, porque se oyeron pasos en el corredor, y alguien golpeó en la puerta. Mi compañero extendió su largo brazo para desviar de sí la lámpara y enderezar su luz hacia la silla desocupada en la que tendría que sentarse cualquiera otra persona que viniese. Luego dijo:
—¡ Adelante!
El hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia exterior; bien acicalado y elegantemente vestido, con un no sé qué de refinado y fino en su porte. El paraguas, que era un arroyo, y que sostenía en la mano, y su largo impermeable brillante, delataban la furia del temporal que había tenido que aguantar en su camino. Enfocado por el resplandor de la lámpara, miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran inquietud.
—Debo a ustedes una disculpa —dijo, subiéndose hasta el arranque de la nariz las gafas doradas, a presión—. Espero que mi visita no sea un entretenimiento. Me temo que haya traído hasta el interior de su abrigada habitación algunos rastros de la tormenta.
—Deme su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden permanecer colgados de la percha, y así quedará usted libre de humedad por el momento. Veo que ha venido usted desde el Sudoeste.
—Sí, de Horsham.
—Esa mezcla de arcilla y de greda que veo en las punteras de su calzarlo es completamente característica.
—Vine en busca de consejo.
—Eso se consigue fácil.
—Y de ayuda.
—Eso ya no es siempre tan fácil.
—He oído hablar de usted, señor Holmes. Le oí contar al comandante Prendergast cómo le salvó usted en el escándalo de Tankerville Club.
—Sí, es cierto. Se le acusó injustamente de hacer trampas en el juego.
—Aseguró que usted se dio maña para poner todo en claro.
—Eso fue decir demasiado.
—Que a usted no lo vencen nunca.
—Lo he sido en cuatro ocasiones: tres veces por hombres, y una por cierta dama.
—Pero ¿qué es eso comparado con el número de sus éxitos?
—Es cierto que, por lo general, he salido airoso.
—Entonces, puede salirlo también en el caso mío.
—Le suplico que acerque su silla al fuego, y haga el favor de darme algunos detalles del mismo.
—No se trata de un caso corriente.
—Ninguno de los que a mí llegan lo son. Vengo a ser una especie de alto tribunal de apelación.
—Yo me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión ha escuchado jamás el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia.
—Lo que usted dice me llena de interés —le dijo Holmes—. Por favor, explíquenos desde el principio los hechos fundamentales, y yo podré luego interrogarle sobre los detalles que a mí me parezcan de la máxima importancia.
El joven acercó la silla, y adelantó sus pies húmedos hacia la hoguera.
—Me llamo John Openshaw —dijo—, pero, por lo que a mí me parece, creo que mis propias actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto. Deben ustedes saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre José. Mi padre poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las bicicletas. Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal éxito en su negocio, que consiguió venderlo y retirarse con un relativo bienestar. Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. En los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más adelante en el de Hood, ascendiendo en éste hasta el grado de coronel. Cuando Lee se rindió, volvió mi tío a su plantación, en la que permaneció por espacio de tres o cuatro años. Hacia el mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex, cerca de Horsham. Había hecho una fortuna muy considerable, y si abandonó Norteamérica fue movido de su antipatía a los negros, y de su desagrado por la política del partido republicano de concederles la liberación de la esclavitud. Era un hombre extraño, arrebatado y violento, muy mal hablado cuando le dominaba la ira, y por demás retraído. Dudo de que pusiese ni una sola vez los pies en Londres durante los años que vivió en Horsham. Poseía alrededor de su casa un jardín y tres o cuatro campos de deportes, y en ellos se ejercitaba, aunque con mucha frecuencia no salía de la habitación durante semanas enteras. Bebía muchísimo aguardiente, fumaba por demás, pero no quería tratos sociales, ni amigos, ni aun siquiera que le visitase su hermano. Contra mí no tenía nada, mejor dicho, se encaprichó conmigo, porque cuando me conoció era yo un jovencito de doce años, más o menos. Esto debió de ocurrir hacia el año mil ochocientos setenta y ocho, cuando llevaba ya ocho o nueve años en Inglaterra. Pidió a mi padre que me dejase vivir con él, y se mostró muy cariñoso conmigo, a su manera. Cuando estaba sereno, gustaba de jugar conmigo al chaquete y a las damas, y me hacía portavoz suyo junto a la servidumbre y con los proveedores, de modo que para cuando tuve dieciséis años era yo el verdadero señor de la casa.
Yo guardaba las llaves y podía ir a donde bien me pareciese y hacer lo que me diese la gana, con tal que no le molestase cuando él estaba en sus habitaciones reservadas. Una excepción me hizo, sin embargo; había entre los áticos una habitación independiente, un camaranchón que estaba siempre cerrado con llave, y al que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie. Llevado de mi curiosidad de muchacho, miré más de una vez por el ojo de la cerradura, sin que llegase a descubrir dentro sino lo corriente en tales habitaciones, es decir, una cantidad de viejos baúles y bultos. Cierto día, en el mes de marzo de mil ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del coronel, una carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese cartas, porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía ninguna clase de amigos. Al coger la carta, dijo: «¡Es de la India! ¡Trae la estampilla de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?».
Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja, que tintinearon en su plato. Yo rompí a reír, pero, al ver la cara de mi tío, se cortó la risa en mis labios. Le colgaba la mandíbula, se le saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y miraba fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un chillido, y exclamó luego: «K. K. K. ¡ Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!». «¿Qué significa eso, tío?», exclamé. «Muerte», me dijo, y levantándose de la mesa, se retiró a su habitación, dejándome estremecido de horror. Eché mano al sobre, y vi garrapateada en tinta roja, sobre la patilla interior, encima mismo del engomado, la letra K, repetida tres veces. No había nada más, fuera de las cinco semillas resecas. ¿Qué motivo podía existir para espanto tan excesivo? Me alejé de la mesa del desayuno y, cuando yo subía por las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo en una mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce, por el estilo de las de guardar el dinero. «Que hagan lo que les dé la gana, pero yo los tendré en jaque una vez más. Dile a Mary que necesito que encienda hoy fuego en mi habitación, y envía a buscar a Fordham, el abogado de Horsham.» Hice lo que se me ordenaba y, cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese a la habitación. Ardía vivamente el fuego, y en la rejilla del hogar se amontonaba una gran masa de cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en tanto que la caja de bronce estaba muy cerca y con la tapa abierta. Al mirar yo la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple K, que había leído aquella mañana en el sobre.
«John —me dijo mi tío—, deseo que firmes como testigo mi testamento. Dejo la finca, con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, es decir, a tu padre, de quien, sin duda, vendrá a parar a ti. Si conseguís disfrutarla en paz, santo y bueno. Si no lo conseguís, seguid mi consejo, muchacho, y abandonadla a vuestro peor enemigo. Lamento dejaros un arma así, de dos filos, pero no sé qué giro tomarán las cosas. Ten la bondad de firmar este documento en el sitio que te indicar, el señor Fordham.»
Firmé el documento dónde se me indicó, y el abogado se lo llevó con él. Como ustedes se imaginarán, aquel extraño incidente me produjo la más profunda impresión: lo sopesé en mi mente, y le di vueltas desde todos los puntos de vista, sin conseguir encontrarle explicación. Pero no conseguí librarme de un vago sentimiento de angustia que dejó en mí, aunque esa sensación fue embotándose a medida que pasaban semanas sin que ocurriese nada que túrbase la rutina diaria de nuestras vidas. Sin embargo, pude notar un cambio en mi tío. Bebía más que nunca, y se mostraba todavía menos inclinado al trato con nadie. Pasaba la mayor parte del tiempo metido en su habitación, con la llave echada por dentro, pero a veces salía como poseído de un furor de borracho, se lanzaba fuera de la casa, y se paseaba por el jardín impetuosamente, esgrimiendo en la mano un revólver y diciendo a gritos que a él no le asustaba nadie y que él no se dejaba enjaular, como oveja en el redil, ni por hombres ni por diablos. Pero una vez que se le pasaban aquellos arrebatos, corría de una manera alborotada a meterse dentro, y cerraba con llave y atrancaba la puerta, como quien ya no puede seguir haciendo frente al espanto que se esconde en el fondo mismo de su alma. En tales momentos, y aun en tiempo frío, he visto yo relucir su cara de humedad, como si acabase de sacarla del interior de la jofaina. Para terminar, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en que hizo una de aquellas salidas suyas de borracho, de la que no regresó. Cuando salimos a buscarlo, nos lo encontramos boca abajo, dentro de una pequeña charca recubierta de espuma verdosa que había al extremo del jardín. No presentaba señal alguna de violencia, y la profundidad del agua era sólo de dos pies, y por eso el Jurado, teniendo en cuenta sus conocidas excentricidades, dictó veredicto de suicidio. Pero a mí, que sabía de qué modo retrocedía ante el solo pensamiento de la muerte, me costó mucho trabajo convencerme de que se había salido de su camino para ir a buscarla. Sin embargo, la cosa pasó, entrando mi padre en posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía a su favor en un Banco.
—Un momento—le interrumpió Holmes—. Preveo ya que su relato es uno de los más notables que he tenido ocasión de oír jamás. Hágame el favor de decirme la fecha en que su tío recibió la carta y la de su supuesto suicidio.
—La carta llegó el día diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. Su muerte tuvo lugar siete semanas más tarde, en la noche del día dos de mayo.
—Gracias. Puede usted seguir.
—Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, llevó a cabo, a petición mía, un registro cuidadoso del ático que había permanecido siempre cerrado. Encontramos allí la caja de bronce, aunque sus documentos habían sido destruidos. En la parte interior de la tapa había una etiqueta de papel, en la que estaban repetidas las iniciales, y debajo de éstas, la siguiente inscripción: «Cartas, memoranda, recibos y registro.» Supusimos que esto indicaba la naturaleza de los documentos que había destruido el coronel Openshaw. Fuera de esto, no había en el ático nada de importancia, aparte de gran cantidad de papeles y cuadernos desparramados que se referían a la vida de mi tío en Norteamérica. Algunos de ellos pertenecían a la época de la guerra, y demostraban que él había cumplido bien con su deber, teniendo fama de ser un soldado valeroso. Otros llevaban la fecha de los tiempos de la reconstrucción de los estados del Sur, y se referían a cosas de política, siendo evidente que mi tío había tomado parte destacada en la oposición contra los que en el Sur se llamaron políticos hambrones, que habían sido enviados desde el Norte. Mi padre vino a vivir en Horsham a principios del ochenta y cuatro, y todo marchó de la mejor manera que podía desearse hasta el mes de enero del ochenta y cinco. Estando mi padre y yo sentados en la mesa del desayuno el cuarto día después del de Año Nuevo, oí de pronto que mi padre daba un agudo grito de sorpresa. Y lo vi sentado, con un sobre recién abierto en una mano y cinco semillas secas de naranja en la palma abierta de la otra. Se había reído siempre de lo que calificaba de fantástico relato mío acerca del coronel, pero ahora veía con gran desconcierto y recelo que él se encontraba ante un hecho igual. «¿Qué diablos puede querer decir esto, John?», tartamudeó. A mí se me había vuelto de plomo el corazón, y dije: «Es el K. K. K.» Mi padre miró en el interior del sobre y exclamó: «En efecto, aquí están las mismas letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima de ellas?» Yo leí, mirando por encima de su hombro: «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol<» «¿Qué documentos y qué reloj de sol?», preguntó él. «El reloj de sol está en el jardín. No hay otro —dije yo—. Pero los documentos deben de ser los que fueron destruidos», «¡Puf! —dijo él, aferrándose a su valor—. Vivimos aquí en un país civilizado en el que no caben esta clase de idioteces. ¿De dónde procede la carta?» «De Dundee», contesté, examinando la estampilla de Correos. «Algún bromazo absurdo —dijo mi padre—. ¿Qué me vienen a mí con relojes de sol y con documentos? No haré caso alguno de semejante absurdo.» «Yo, desde luego, me pondría en comunicación con la Policía», le dije. «Para que encima se me riesen. No haré nada de eso.» «Autoríceme entonces a que lo haga yo.» «De ninguna manera. Te lo prohíbo. No quiero que se arme un jaleo por semejante tontería.» De nadó valió el que yo discutiese con él, porque mi padre era hombre por demás terco. Sin embargo, viví esos días con el corazón lleno de presagios ominosos.
El tercer día, después de recibir la carta, marchó mi padre a visitar a un viejo amigo suyo, el comandante Freebody, que está al mando de uno de los fuertes que hay en los altos de Portsdown Hill. Me alegré de que se hubiese marchado, pues me parecía que hallándose fuera de casa estaba más alejado del peligro. En eso me equivoqué, sin embargo. Al segundo día de su ausencia recibí un telegrama del comandante en el que me suplicaba que acudiese allí inmediatamente. Mi padre había caído por la boca de uno de los profundos pozos de cal que abundan en aquellos alrededores, y yacía sin sentido, con el cráneo fracturado. Me trasladé hasta allí a toda prisa, pero mi padre murió sin haber recobrado el conocimiento. Según parece, regresaba, ya entre dos luces, desde Fareham, y como desconocía el terreno y la boca del pozo estaba sin cercar, el Jurado no titubeó en dar su veredicto de muerte producida por causa accidental. Por mucho cuidado que yo puse en examinar todos los hechos relacionados con su muerte, nada pude descubrir que sugiriese la idea de asesinato. No mostraba señales de violencia, ni había huellas de pies, ni robo, ni constancia de que se hubiese observado por las carreteras la presencia de extranjeros. No necesito, sin embargo, decir a ustedes que yo estaba muy lejos de tenerlas todas conmigo, y que casi estaba seguro de que se había tramado a su alrededor algún complot siniestro. De esa manera tortuosa fue como entré en posesión de mi herencia. Ustedes me preguntarán por qué no me desembaracé de la misma. Les contestaré que no lo hice porque estaba convencido de que nuestras dificultades se derivaban, de una manera u otra, de algún incidente de la vida de mi tío, y que el peligro sería para mí tan apremiante en una casa como en otra. Mi pobre padre halló su fin durante el mes de enero del año ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante todo ese tiempo yo he vivido feliz en Horsham, y ya empezaba a tener la esperanza de que aquella maldición se había alejado de la familia, y que había acabado en la generación anterior. Sin embargo, me apresuré demasiado a tranquilizarme; ayer por la mañana cayó el golpe exactamente en la misma forma que había caído sobre mi padre.
El joven sacó del chaleco un sobre arrugado, y volviéndolo boca abajo encima de la mesa, hizo saltar del mismo cinco pequeñas semillas secas de naranja.
—He aquí el sobre —prosiguió—. El estampillado es de Londres, sector del Este. En el interior están las mismas palabras que traía el sobre de mi padre: «K. K. K.», y las de «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol».
—¿Qué ha hecho usted?—preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—A decir verdad —y hundió el rostro dentro de sus manos delgadas y blancas— me sentí perdido. Algo así como un pobre conejo cuando la serpiente avanza retorciéndose hacia él. Me parece que estoy entre las garras de una catástrofe inexorable e irresistible, de la que ninguna previsión o precaución puede guardarme.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Sherlock Holmes—. Es preciso que usted actúe, hombre, o está usted perdido. Únicamente su energía le puede salvar. No son momentos éstos de entregarse a la desesperación.
—He visitado a la Policía.
—¿y qué?
—Pues escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy seguro de que el inspector ha llegado a la conclusión de que las cartas han sido otros tantos bromazos, y que las muertes de mis parientes se deben a simples accidentes, según dictaminó el Jurado, y no debían ser relacionadas con las cartas de advertencia.
Holmes agitó violentamente sus puños cerrados en el aire, y exclamó
—¡Qué inaudita imbecilidad!
—Sin embargo, me han otorgado la protección de un guardia, al que han autorizado para que permanezca en la casa.
Otra vez Holmes agitó furioso los cuños en el aire, y dijo:
—¿Cómo ha sido el venir usted a verme? Y sobre todo, ¿cómo ha sido el no venir inmediatamente?
—Nada sabía de usted. Ha sido hoy cuando hablé al comandante Prendergast sobre el apuro en que me hallo, y él me aconsejó que viniese a verle a usted.
—En realidad han transcurrido ya dos días desde que recibió la carta. Deberíamos haber entrado en acción antes de ahora. Me imagino que no poseerá usted ningún otro dato fuera de los que nos ha expuesto, ni ningún detalle sugeridor que pudiera servirnos de ayuda.
—Sí, tengo una cosa más —dijo John Openshaw. Registró en el bolsillo de su chaqueta, y, sacando un pedazo de papel azul descolorido, lo extendió encima de la mesa, agregando—: Conservo un vago recuerdo de que los estrechos márgenes que quedaron sin quemar entre las cenizas el día en que mi tío echó los documentos al fuego eran de éste mismo color. Encontré esta hoja única en el suelo de su habitación, y me inclino a creer que pudiera tratarse de uno de los documentos, que quizá se le voló de entre los otros, salvándose de ese modo de la destrucción. No creo que nos ayude mucho, fuera de que en él se habla también de las semillas. Mi opinión es que se trata de una página que pertenece a un diario secreto. La letra es indiscutiblemente de mi tío.
Holmes cambió de sitio la lámpara, y él y yo nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde irregular demostraba que había sido, en efecto, arrancada de un libro. El encabezamiento decía
«Marzo, 1869», y debajo del mismo las siguientes enigmáticas noticias
«4. Vino Hudson. El mismo programa de siempre.
»7. Enviadas las semillas a McCauley, Paramore, y Swain, de St. Augustine.
»9. McCauley se largó.
»10. John Swain se largó.
»12. Visitado Paramore. Todo bien.»
—Gracias—dijo Holmes, doblando el documento y devolviéndoselo a nuestro visitante—. Y ahora, no pierda por nada del mundo un solo instante. No disponemos de tiempo ni siquiera para discutir lo que me ha relatado. Es preciso que vuelva usted a casa ahora, mismo, y que actúe.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Sólo se puede hacer una cosa, y es preciso hacerla en el acto. Ponga usted esa hoja de papel dentro de la caja de metal que nos ha descrito. Meta asimismo una carta en la que les dirá, que todos los demás papeles fueron quemados por su tío, siendo éste el único que queda. Debe usted expresarlo en una forma que convenga. Después de hecho eso, colocará la caja encima del reloj de sol, de acuerdo con las indicaciones. ¿Me comprende?
—Perfectamente.
—No piense por ahora en venganzas ni en nada por ese estilo. Creo que eso lo lograremos por el intermedio de la ley; pero tenemos que tejer aún nuestra tela de araña, mientras que la de ellos está ya tejida. Lo primero en que hay que pensar es en apartar el peligro apremiante que le amenaza. Lo segundo consistirá en aclarar el misterio y castigar a los criminales.
—Le doy a usted las gracias —dijo el joven, levantándose y echándose encima el impermeable. Me ha dado usted nueva vida y esperanza. Seguiré, desde luego, su consejo.
—No pierda un solo instante. Y, sobre todo, cuídese bien entre tanto, porque yo no creo que pueda existir la menor duda de que está usted amenazado por un peligro muy real e inminente. ¿Cómo va a hacer el camino de regreso?
—Por tren, desde la estación Waterloo.
—Aún no son las nueve. Las calles estarán concurridas, y por eso confío en que no corre usted peligro. Pero, a pesar de todo, por muy en guardia que esté usted, nunca lo estará bastante.
—Voy armado.
—Bien está. Mañana me pondré yo a trabajar en su asunto.
—¿Le veré, pues, en Horsham?
—No, porque su secreto se oculta en Londres, y en Londres será donde yo lo busque.
—Entonces. yo vendré a visitarle a usted dentro de un par de días, y le traeré noticias de lo que me haya ocurrido con los papeles y la caja. Lo consultaré en todo.
Nos estrechó las manos y se retiró. El viento seguía bramando fuera, y la lluvia tamborileaba y salpicaba las ventanas. Aquel relato tan desatinado y extraño parecía habernos llegado de entre los elementos desencadenados, como si la tempestad lo hubiese arrojado sobre nosotros igual que un tallo de alga marina, y que esos mismos elementos se lo hubiesen tragado luego otra vez.
Sherlock Holmes permaneció algún tiempo en silencio, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el rojo resplandor del fuego. Luego encendió su pipa, se recostó en el respaldo de su asiento, y se quedó contemplando los anillos de humo azul que se perseguían los unos a los otros en su ascenso hacia el techo.
—Creo Watson —dijo, por fin, como comentario—, que no hemos tenido entre todos nuestros casos ninguno más fantástico que éste.
—Con excepción, quizá, del Signo de los Cuatro.
—Bien, sí. Con excepción, quizá, de ése. Sin embargo, creo que este John Openshaw se mueve entre peligros todavía mayores que los que rodeaban a los Sholtos.
—Pero ¿no ha formado usted ninguna hipótesis concreta sobre la naturaleza de estos peligro?
—Sobre su naturaleza no caben ya hipótesis —me contestó.
—¿Cuál es, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué razón persigue a esta desdichada familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos, y apoyó los codos en los brazos del sillón, juntando las yemas de los dedos de las manos.
—Al razonador ideal —comentó—debería bastarle un solo hecho, cuando lo ha visto en todas sus implicaciones, para deducir del mismo no sólo la cadena de sucesos que han conducido hasta él, sino también los resultados que habían de seguirse. De la misma manera que Cuvier sabía hacer la descripción completa de un animal con el examen de un solo hueso, de igual manera el observador que ha sabido comprender por completo uno de los eslabones de toda una serie de incidentes, debe saber explicar con exactitud todos los demás, los anteriores y los posteriores. No nos hacemos todavía una idea de los resultados que es capaz de conseguir la razón por sí sola. Podríamos resolver mediante el estudio ciertos problemas cuya solución ha desconcertado por completo a quienes la buscaron por medio de los sentidos. Sin embargo, para alcanzar en este arte la cúspide, necesitaría el razonador saber manejar todos los hechos que han llegado a conocimiento suyo. Esto implica, como fácilmente comprenderá usted, la posesión de todos los conocimientos a que muy pocos llegan, incluso en estos tiempos de libertad educativa y de enciclopedias. Sin embargo, lo que no resulta imposible es el que un hombre llegue a poseer todos los conocimientos que le han de ser probablemente útiles en su labor, esto es lo que yo me he esforzado por hacer en el caso mío. Usted, si mal no recuerdo, concretó, en los primeros días de nuestra amistad, los límites precisos de esos conocimientos míos.
—Sí —le contesté, echándome a reír—. Hice un documento curioso. En filosofía, astronomía y política le puse a usted cero, lo recuerdo. En botánica, irregular; en geología, profundo en lo que toca a manchas de barro cogidas en una zona de cincuenta millas alrededor de Londres; en química, excéntrico; en anatomía, asistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia de crímenes, único; y además, violinista, boxeador, esgrimista, abogado y autoenvenenador por medio de la cocaína y del tabaco. Esos eran, si mal no recuerdo, los puntos más notables de mi análisis.
Holmes se sonrió al escuchar la última calificación, y dijo
—Digo ahora, como dije entonces, que toda persona debería tener en el ático de su cerebro el surtido de mobiliario que es probable que necesite, y que todo lo demás puede guardarlo en el desván de su biblioteca, donde puede echarle mano cuando tenga precisión de algo. Ahora bien: al enfrentarnos con un problema como el que nos ha sido sometido esta noche, necesitamos dominar todos nuestros recursos. Tenga usted la bondad de alcanzarme la letra K de esta enciclopedia norteamericana que hay en ese estante que tiene a su lado. Gracias. Estudiemos ahora la situación y veamos lo que de la misma puede deducirse. Empezaremos con la firme presunción de que el coronel Openshaw tuvo algún motivo importante para abandonar Norteamérica. Los hombres, a su edad, no cambian todas, sus costumbres, ni cambian por gusto suyo el clima encantador de Florida por la vida solitaria en una ciudad inglesa de provincias. El extraordinario apego a la soledad que demostró en Inglaterra sugiere la idea de que sentía miedo de alguien o de algo; de modo, pues, que podemos aceptar como hipótesis de trabajo la de que fue el miedo lo que le empujó fuera de Norteamérica. En cuanto a lo que él temía, sólo podemos deducirlo por el estudio de las tremendas cartas que él y sus herederos recibieron. ¿Se fijó usted en las estampillas que señalaban el punto de procedencia?
—La primera traía el de Pondicherry; la segunda, el de Dundee, y la tercera, el de Londres.
—La del este de Londres. ¿Qué saca usted en consecuencia de todo ello?
—Pues que se trata de puertos de mar, es decir, que el que escribió las cartas se hallaba a bordo de un barco.
—Muy bien. Ya tenemos, pues, una pista. No puede caber duda de que, según toda probabilidad, una fuerte probabilidad, el remitente se encontraba a bordo de un barco. Pasemos ahora a otro punto. En el caso de la carta de Pondicherry transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su cumplimiento, en el de Dundee fueron sólo tres o cuatro días. ¿Nada le indica eso?
—Que la distancia sobre la que había de viajar era mayor.
—Pero también la carta venía desde una distancia mayor.
—Pues entonces, ya no le veo la importancia a ese detalle.
—Existe, por lo menos, una probabilidad de que la embarcación a bordo de la cual está nuestro hombre, o nuestros hombres, es de vela. Parece como si hubiesen enviado siempre su extraño aviso, o prenda, cuando iban a salir para realizar su cometido. Fíjese en el poco tiempo que medió entre el hecho y la advertencia cuando ésta vino de Dundee. Si ellos hubiesen venido desde Pondicherry en un barco de vapor habrían llegado casi al mismo tiempo que su carta. Y la realidad es que transcurrieron siete semanas. Yo creo que esas siete semanas representan la diferencia entre el tiempo invertido por el vapor que trajo la carta y el barco de vela que trajo a quien la escribió.
—Es posible.
—Más que posible. Probable. Comprenderá usted ahora la urgencia mortal que existe en este caso, y por qué insistí con el joven Openshaw en que estuviese alerta. El golpe ha sido dado siempre al cumplirse el plazo de tiempo imprescindible para que los que envían la carta salven la distancia que hay desde el punto en que la envían. Pero como esta de ahora procede de Londres, no podemos contar con retraso alguno.
—¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Qué puede querer significar esta implacable persecución?
—Los documentos que Openshaw se llevó son evidentemente de importancia vital para la. persona o personas que viajan en el velero. Yo creo que no hay lugar a duda que éstas son más de una. Un hombre aislado no habría sido capaz de realizar dos asesinatos de manera que engañase al Jurado de un juez de instrucción. Debieron de intervenir varias personas en los mismos, y, fueron hombres de inventiva y de resolución. Se proponen conseguir los documentos, sea quien sea el que los tiene en su poder. Y ahí tiene usted cómo K. K. K. dejan de ser las iniciales de un individuo y se convierten en el distintivo de una sociedad.
—Pero ¿de qué sociedad?
Sherlock Holmes echó el busto hacia adelante, y dijo bajando la voz
—¿No ha oído usted hablar nunca del Ku Klux Klan? ,
—Jamás.
Holmes fue pasando las hojas del volumen que tenía sobre sus rodillas, y dijo de pronto: .
—Aquí está: «Ku Klux Klan. Nombre que sugiere una fantástica semejanza con el ruido que se produce al levantar el gatillo de un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue formada después de la guerra civil en los estados del Sur por algunos ex combatientes de la Confederación, y se formaron rápidamente filiales de la misma en diferentes partes del país, especialmente en Tennessee, Luisiana, las dos Carolinas, Georgia y Florida. Se empleaba su fuerza con fines políticos, en especial para aterrorizar a los votantes negros y para asesinar u obligar a ausentarse del país a cuantos se oponían a su programa. Sus agresiones eran precedidas, por lo general, de un aviso enviado a la persona elegida, aviso que tomaba formas fantásticas, pero sabidas; por ejemplo: un tallito de hojas de roble, en algunas zonas, o unas semillas de melón o de naranja, en otras. Al recibir este aviso, la víctima podía optar entre abjurar públicamente de sus normas anteriores o huir de la región. Cuando se atrevía a desafiar la amenaza encontraba la muerte indefectiblemente, y, por lo general, de manera extrañó e imprevista. Era tan perfecta la organización de la sociedad y trabajaba ésta tan sistemáticamente, que apenas se registra algún caso en que alguien la desafiase con impunidad, o en que alguno de sus ataques dejase un rastro capaz de conducir al descubrimiento de quienes lo perpetraron. La organización floreció por espacio de algunos años, a pesar de los esfuerzos del Gobierno de los Estados Unidos y de las clases mejores de la comunidad en el Sur. Pero en el año mil ochocientos sesenta y nueve, ese movimiento sufrió un súbito colapso, aunque haya habido en fechas posteriores algunos estallidos esporádicos de la misma clase.»
—Fíjese —dijo Holmes, dejando el libro— en que el súbito hundimiento de la sociedad coincide con la desaparición de Openshaw de Norteamérica, llevándose los documentos. Pudiera muy bien tratarse de causa y efecto. No hay que asombrarse de que algunos de los personajes más implacables se hayan lanzado sobre la pista de aquél y de su familia. Ya comprenderá usted que el registro y el diario pueden complicar a alguno de los hombres más destacados del Sur, y que es posible que haya muchos que no duerman tranquilos durante la noche mientras no sean recuperados.
—De ese modo, la página que tuvimos a la vista...
—Es tal y como podíamos esperarlo. Decía, si mal no recuerdo: «Se enviaron las semillas a A, B y C»; es decir, se les envió la advertencia de la sociedad. Las anotaciones siguientes nos dicen que A y B se largaron, es decir, que abandonaron el país, y, por último, que se visitó a C, con consecuencias siniestras para éste, según yo me temo. Creo, doctor, que podemos proyectar un poco de luz sobre esta oscuridad, y creo también que, entre tanto, sólo hay una probabilidad favorable al joven Openshaw, y es que haga lo que yo le aconsejé. Nada más se puede decir ni hacer por esta noche, de modo que alcánceme mi violín y procuremos olvidarnos durante media hora de este lastimoso tiempo y de la conducta, más lastimosa aún, de nuestros semejantes los hombres.
A la mañana siguiente había escampado, y el sol brillaba con amortiguada luminosidad por entre el velo gris que envuelve a la gran ciudad. Cuando yo bajé, ya Holmes se estaba desayunando.
—Discúlpeme el que no le espere —me dijo—. Preveo que se me presenta un día atareadísimo en la investigación de este caso del joven Openshaw.
—¿Qué pasos va usted a dar? —le pregunté.
—Dependerá muchísimo del resultado de mis primeras averiguaciones. Es posible que, en fin de cuentas, me llegue hasta Horsham.
—¿No va usted a empezar por ir allí?
—No, empezaré por la City. Tire de la campanilla, y la doncella le traerá el café.
Para entretener la espera, cogí de encima de la mesa el periódico, que estaba aún sin desdoblar, y le eché un vistazo. La mirada mía se detuvo en unos titulares que me helaron el corazón.
—Holmes —le dije con voz firme—, llegará usted demasiado tarde.
—¡Vaya! —dijo él, dejando la taza que tenía en la mano—. Me lo estaba temiendo. ¿Cómo ha sido?
Se expresaba con tranquilidad, pero vi que la noticia le había conmovido profundamente.
—Me saltó a los ojos el apellido de Openshaw y el titular Tragedia cerca del puente de Waterloo. He aquí el relato: «Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el guardia de Policía Cook, de la sección H, estando de servicio cerca del puente de Waterloo, oyó un grito de alguien que pedía socorro, y el chapaleo de un cuerpo que cae al agua. Pero como la noche era oscurísima y tormentosa, fue imposible salvar a la víctima, no obstante acudir en su ayuda varios transeúntes. Dióse, sin embargo, la alarma, y pudo ser rescatado el cadáver más tarde, con la intervención de la Policía fluvial. Resultó ser el de un joven, como se dedujo de un sobre que se le halló en el bolsillo, que se llamaba John Openshaw, que tiene su casa en Horsham. Se conjetura que debió de ir corriendo para alcanzar el tren último que sale de la estación de Waterloo, y que, en su apresuramiento y por la gran oscuridad, se salió de su camino y fue a caer al río por uno de los pequeños embarcaderos destinados a los barcos fluviales. El cadáver no mostraba señales de violencia, y no cabe duda alguna de que el muerto fue víctima de un accidente desgraciado, que debería servir para llamar la atención de las autoridades acerca del estado en que se encuentran las plataformas dé los embarcaderos de la orilla del río.»
Permanecimos callados en nuestros sitios por espacio de algunos minutos. Nunca he visto a Holmes más deprimido y conmovido que en esos momentos. Y dijo, por fin:
—Esto hiere mi orgullo, Watson. Es un sentimiento mezquino, sin duda, pero hiere mi orgullo. Este es ya un asunto mío personal y, si Dios me da salud, he de echar mano a esta cuadrilla. ¡Pensar que vino a pedirme socorro y que yo lo envié a la muerte!
Saltó de su silla y se paseó por el cuarto poseído de una excitación incontrolable, con las enjutas mejillas cubiertas de rubor, y abriendo y cerrando sus manos largas y delgadas. Por último, exclamó
—Tiene que tratarse de unos demonios astutos. ¿Cómo consiguieron desviarlo de su camino y que fuese a caer al agua? Para ir directamente a la estación no tenía que pasar por el Embankment. Aun en una noche semejarte, estaba, sin duda, el puente demasiado concurrido para sus propósitos. Ya veremos, Watson, quién gana a la larga. ¡Voy a salir!
—¿Va usted a la Policía?
—No; me constituiré yo mismo en policía. Cuando tenga tejida la red podrán arrestar a esos hábiles pajarracos, pero no antes.
Mis tareas profesionales me absorbieron durante todo el día, y era ya entrada la noche cuando regresé a Baker Street; Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran ya cerca de las diez cuando entró con aspecto pálido y agotado. Se acercó al aparador, arrancó un trozo de la hogaza de pan y se puso a comerlo con voracidad, ayudándolo a pasar con un gran trago de agua.
—Está usted hambriento —dije yo.
—Muriéndome de hambre. Se me olvidó comer. No probé bocado desde que me desayuné.
—¿Nada?
—Ni una miga. No tuve tiempo de pensar en la comida.
—¿Tuvo éxito?
—Sí.
—¿Alguna pista?
—Los tengo en el hueco de mi mano. No tardará mucho el joven Openshaw en verse vengado. Escuche, Watson, vamos a marcarlos a ellos con su propia marca de fábrica. ¡Es cosa bien pensada!
—¿Qué quiere usted decir?
Holmes cogió del aparador una naranja, y, después de partirla, la apretó, haciendo caer las semillas encima de la mesa. Contó cinco y las metió en un sobre. En la parte interna de la patilla escribió: «S.H. para J.C.» Luego lo lacró y puso la dirección: «Capitán James Calhoun, barca Lone Star. Savannah, Georgia.»
—Le estará esperando cuando entre en el puerto —dijo, riéndose por lo bajo—. Quizá le quite el sueño. Será un nuncio tan seguro de su destino como lo fue antes para Openshaw:
—Y ¿quién es este capitán Calhoun?
—El jefe de la cuadrilla. También atraparé a los demás, pero quiero que sea él el primero.
—Y ¿cómo llegó usted a descubrirlo?
Sacó del bolsillo una gran hola de papel, toda cubierta de fechas y de nombres, y dijo
—Me he pasado todo el día examinando los registros del Lloyd y las colecciones de periódicos atrasados, siguiendo las andanzas de todos los barcos que tocaron en el puerto de Pondicherry durante los meses de enero y febrero del año ochenta y tres. Fueron treinta y seis embarcaciones de buen tonelaje las que figuraban en esos seis meses. La llamada Lone Star atrajo inmediatamente mi atención porque, aunque se señalaba a Londres como puerto de procedencia, se conoce con ese nombre de Estrella Solitaria a uno de los estados de la Unión.
—Creo que al de Tejas.
—Sobre ese punto, ni estaba ni estoy seguro; pero yo sabía que el barco tenía que ser de origen norteamericano.
—¿Y luego?
—Repasé las noticias de Dundee, y cuando descubrí que la barca Lone Star se encontraba allí el mes de enero del ochenta y cinco, mis sospechas se convirtieron en certeza. Luego hice investigaciones acerca de los barcos actualmente en el puerto de Londres.
—Y ¿qué?
—El Lone Star llegó al mismo la pasada semana. Bajé hasta el muelle Albert, y me encontré con que había sido remolcada río abajo con la marea de esta mañana, y que lleva viaje hacia su puerto de origen, en Savannah. Telegrafié a Gravesend, enterándome de que había pasado por allí algún rato antes. Como el viento sopla hacia el Este, estoy seguro de que se halla ahora más allá de los Goodwins, y no muy lejos de la isla de Wight.
—Y ¿qué va a hacer usted ahora?
—¡Oh, le he puesto ya la mano encima! El y los dos contramaestres son, según he sabido, los únicos norteamericanos nativos que hay a bordo. Los demás son finlandeses y alemanes. Me consta, asimismo, que los tres pasaron la noche en tierra. Lo supe por el estibador que ha estado estibando su cargamento. Para cuando su velero llegue a Savannah, el vapor correo habrá llevado esta carta, y el cable habrá informado a la Policía de dicho puerto de que la presencia de esos tres caballeros es urgentemente necesaria aquí para responder de una acusación de asesinato.
Sin embargo, hasta el mejor dispuesto de los proyectos humanos tiene siembre una rendija de escape, y los asesinos de John Openshaw no iban a recibir las semillas de naranja que les habría demostrado que otra persona, tan astuta y tan decidida como ellos mismos, les seguía la pista. Las tempestades equinocciales de aquel año fueron muy persistentes y violentas. Esperamos durante mucho tiempo noticias de Savannah del Lone Star, pero no nos llegó ninguna. Finalmente, nos enteramos de que allá, en pleno Atlántico, había sido visto flotando en el seno de una ola el destrozado codaste de una lancha y que llevaba grabadas las letras L. S. Y eso es todo lo que podremos saber ya acerca del final que tuvo el Lone Star.
F I N