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junio 27, 2010
ARMAN UN BUQUE
Al regresar de su primer viaje a América, Colón exhibió en su marcha triunfal por las atestadas calles de Sevilla y Barcelona, infinitos tesoros y curiosidades: hombres rojizos, de una raza desconocida hasta entonces, animales nunca vistos, papagayos policromos y charlatanes, plantas extrañas y frutas que pronto habrían de encontrar en Europa una nueva patria: el cereal indio, el tabaco y la nuez de coco. La multitud jubilosa admira todo eso con asombro, pero lo que más emociona a los esposos reales y a sus consejeros son unos cofrecitos y cestas llenos de oro. No es gran cantidad de oro la que Colón trae de las Nuevas Indias: unas cuantas joyas que quitó o adquirió de los indígenas a trueque de otros objetos, unas cuantas barritas y unos puñados de pepitas y polvo de oro; el botín entero alcanza, a lo sumo, para acuñar unos poquísimos centenares de ducados. Pero el genial fantaseador Colón, que, fanáticamente, siempre cree aquello que quiere creer, y que acaba de tener tan gloriosamente razón con su idea de la nueva ruta marina a la India, dice, convencido de veras, aunque exagerando, que todo aquello no era sino una mínima primera prueba. Afirma tener noticias dignas de fe acerca de inagotables minas de oro en esas nuevas islas. El precioso metal se hallaría allá tendido bajo una delgada capa de tierra, de modo que podría ser ganado con simples azadones. Pero más al Sur se encontrarían imperios cuyos monarcas se servían de platos de oro y tenían en menor estima el oro que los españoles el plomo. El rey, eternamente necesitado de dinero, escucha embelesado las noticias respecto a ese nuevo Ofir que le pertenece, pues todavía no se conoce bien la augusta locura de Colón, y no se duda de sus promesas: De inmediato prepárase una segunda flota, y ya no hace falta reclutar la tripulación por intermedio de ganchos y al son de tambores; la noticia del maravilloso país recién descubierto, donde se puede recoger el oro del suelo, enloquece a toda España. Por centenares y por miles llegan los hombres dispuestos a hacer el viaje a Eldorado, el país del oro.
Pero ¡qué diluvio sombrío acrecienta la ambición desde todas las ciudades, pueblos y aldeas! No solamente se presentan nobles honestos que desean dorar sus escudos, aventureros intrépidos y soldados valientes, sino que también toda la mugre y toda la resaca de España va desplazándose hasta Palos y Cádiz. Ladrones convictos, asaltantes y bandoleros que buscan un trabajo más provechoso en las tierras de oro, deudores que quieren escapar de sus acreedores, maridos que quieren huir de sus esposas disputadoras, todos los desesperados, las existencias fracasadas, los señalados y perseguidos por el alguacil, se hacen inscribir para tripular la flota. Es una masa abigarrada de existencias derrotadas, dispuestas a enriquecerse de golpe y resueltas a cometer, en cambio, cualquier brutalidad y cualquier crimen. Unos han sugerido a otros las fantasías de Colón, de tal manera que los más acaudalados entre los emigrantes se llevan sirvientes y mulas para poderse traer mayores cantidades del precioso metal. Aquellos que no consiguen incorporarse a la expedición, buscan por la fuerza otro camino para llegar a su fin. Sin pedir el permiso real, arman unos aventureros embarcaciones por su propia cuenta, a fin de llegar cuanto antes al nuevo Eldorado y juntar la mayor cantidad de oro. De golpe, España queda libre de todas sus existencias inquietas y de toda chusma peligrosa.
El gobernador de la Española (el Santo Domingo y Haití de nuestros días) ve con terror cómo esos huéspedes inesperados inundan la isla que le ha sido confiada. Año tras año, los barcos traen nuevas cargas y una gente cada vez más indisciplinada. Pero los recién llegados no están menos desengañados, pues el oro no se halla al alcance de la mano en las calles, y los desdichados nativos, a quienes atacan como bestias, ya no disponen de un solo granito para entregarlo. Las hordas ladronas constituyen así, vagabundas o indolentes, un terror para los indios infortunados y un horror para el gobernador. Es en vano que trate de convertirlos en colonos, regalándoles terreno, hacienda e incluso hacienda humana, es decir, de sesenta a setenta indígenas que regala a cada uno de esos aventureros, como esclavos. Pues tanto los hidalgos de noble cuna como los ex bandoleros se interesan poco por la agricultura. No han hecho el viaje para sembrar trigo y criar ganado; en vez de cuidarse de los sembrados y de las cosechas, martirizan a los infortunados indios -al cabo de pocos años habrán extirpado toda la población aborigen- o se reúnen en garitos. Al poco tiempo, la mayoría de ellos están tan endeudados que tienen que vender no sólo sus propiedades, sino también su indumentaria, sus sombreros y la última camisa, y así quedan entregados por completo a los comerciantes y usureros.
Es por lo mismo una buena nueva para todos esos fracasados en la Española que un habitante bien conceptuado en esa isla, el bachiller Martín Fernández de Enciso, arme en 1510 un barco para correr en ayuda, con una nueva tripulación, de su colonia en terra firma. Dos famosos aventureros, Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, habían recibido, en 1509, del rey Fernando el privilegio de fundar colonias en el estrecho de Panamá y en la costa de Venezuela, que, un poco apresurados, denominan Castilla del Oro. Embriagado por el nombre sonoro, y seducido por las habladurías, el legalista poco experto invierte toda su fortuna en tal empresa. Pero la colonia de nueva fundación en San Sebastián,
junto al golfo de Uraba, no envía oro, sino únicamente angustiados llamados de auxilio. La mitad de la tripulación ha muerto en las luchas contra los aborígenes, mientras que la otra mitad está a punto de perecer de hambre. Para salvar el dinero invertido, Enciso gasta el resto de sus bienes y arma una expedición de socorro. En cuanto los desesperados se enteran de que Enciso necesita soldados, aprovechan la oportunidad para acompañarlo y dar así la espalda a la Española. No tienen otro deseo que el de escapar a sus acreedores y a la vigilancia del severo gobernador. Pero los acreedores los espían. Se dan cuenta de que sus deudores más importantes tratan de escabullirse para siempre, y por eso exigen del gobernador que no permita a nadie abandonar la isla sin su permiso especial. El gobernador admite su deseo. Se establece una vigilancia estricta. El barco de Enciso debe permanecer fuera del puerto, y unas lanchas fletadas por el Gobierno patrullan e impiden que nadie suba a bordo subrepticiamente. Con infinita amargura observan los desesperados, que temen a la muerte menos que al trabajo honrado y a la cárcel, cómo el barco de Enciso toma rumbo a la aventura, con las velas desplegadas y sin ellos.
EL HOMBRE EN EL ARCA
Con las velas hinchadas, el barco de Enciso toma rumbo a la tierra firme americana, y los contornos de la isla ya se han hundido en el horizonte azulado. Es un viaje tranquilo y nada anormal puede registrarse, salvo que un enorme sabueso de extraordinaria fuerza -hijo del famoso sabueso Becerico, y famoso él mismo por su nombre, Leoncio- corre inquieto arriba y abajo de la cubierta, husmeando por todas partes. Nadie sabe quién es el dueño de ese animal ni cómo ha llegado a bordo. Finalmente, llama la atención también cl hecho de que el perro no quiere apartarse para nada de un arca de provisiones de extraordinario tamaño y que fue traída a bordo en la misma víspera de la partida. Pero he aquí que inesperadamente esta arca se abre sola, y de ella sale, armado con espada, yelmo y escudo, como Santiago, el Santo castellano, un hombre de unos treinta y cinco años de edad. Es Vasco Núñez de Balboa, quien así ofrece la primera prueba de su audacia e ingenio sorprendentes. Nacido en Jerez de los Caballeros, de familia noble, había hecho el viaje al Nuevo Mundo como simple soldado con Rodrigo de Bastidas, y después de muchas odiseas, salvóse del naufragio frente a la Española. El gobernador se había esforzado en vano para hacer de Núñez de Balboa un colono honrado; al cabo de pocos meses, abandonó la propiedad que le fuera asignada y quedó de tal manera arruinado que ya no sabia cómo salvarse de sus acreedores. Pero mientras los demás deudores miran los botes del Gobierno desde la playa, con el puño cerrado, porque aquéllos les impiden huir al buque de Enciso, Núñez de Balboa pasa atrevidamente el cordón establecido por Diego Colón, escondiéndose en una arca vacía y haciéndose llevar a bordo por unos confabulados. En el tumulto de la despedida, nadie observa la insolente estratagema. Balboa sólo se presenta cuando intuye que el barco se ha alejado tanto de la costa como para que resulte improbable que retornara tan sólo para desembarcarlo.
El bachiller Enciso es un hombre de ley, y como todo legalista, tiene peco sentido de lo romántico. En su condición de alcalde y jefe de policía de la nueva colonia, no quiere
que a ella ingresen existencias oscuras ni estafadoras. Por eso le declara en tono arisco que no es su propósito llevarle consigo, sino que lo dejará en la próxima isla que crucen, ya sea ella habitada o no.
Pero no se llega a tanto, pues mientras el barco sigue su viaje hacia la Castilla del Oro, se cruza -un milagro para aquellos tiempos en que sólo una docena de barcos navegan por estos mares desconocidos todavía- con un bote fuertemente tripulado, conducido por un hombre cuyo nombre
habrá de resonar bien pronto en el mundo entero: Francisco Pizarro. Aquella tripulación procede de la colonia de Enciso, San Sebastián, y al principio son tomados por rebeldes que abandonaron su puesto arbitrariamente. Pero, horrorizado, se entera Enciso de que San Sebastián ya no existe y que aquéllos eran los últimos sobrevivientes de la colonia, cuyo comandante, Ojeda, ha huido en un barco mientras que los demás tenían que esperar, con sus dos bergantines, hasta que hubiesen muerto todos menos setenta, para poder caber en esas dos embarcaciones. Uno de esos bergantines, además, naufragó, y los treinta y cuatro hombres de Pizarro constituyen el último resto sobreviviente de la Castilla del Oro. ¿Adónde dirigirse ahora? Después de haber escuchado el relato de Pizarro, les quedan pocas ganas a los hombres de Enciso de exponerse al terrible clima de la colonia abandonada y a las flechas envenenadas de los nativos. Consideran que sólo les queda la posibilidad de regresar a la Española. En este momento de peligro se presenta inesperadamente Vasco Núñez de Balboa. Declara que desde su primer viaje con Rodrigo de Bastidas, conoce toda la costa de Centroamérica y recuerda haber estado en un pueblo llamado Darién, sobre la ribera de un rio aurífero y habitado por indígenas gentiles. Insinúa que aquél sería un sitio mucho más apropiado para fundar una nueva colonia que ese lugar de la desgracia.
En seguida toda la tripulación se declara partidaria de Núñez de Balboa. De acuerdo con su proposición, el barco toma rumbo a Darién, en el istmo de Panamá. Allá se realiza primero la habitual carnicería entre los aborígenes, y como entre los enseres robados se encuentra oro, los desesperados resuelven fundar aquí una nueva ciudad que llaman, en prueba de devoto agradecimiento, Santa María la Antigua del Darién.
CARRERA PELIGROSA
El desdichado financista de la colonia, el bachiller Enciso, no tardará mucho en arrepentirse profundamente de no haber echado a tiempo por la borda el arca que contenía
a Núñez de Balboa, pues al cabo de pocas semanas este hombre atrevido reúne todo el poder en sus manos. Criado, en su condición de legalista, en la devoción al orden y la disciplina, Enciso trata, en su cargo de Alcalde mayor del gobernador momentáneamente desaparecido, de administrar la colonia en el interés de la corona española, e instalado en una mísera choza de indios, publica sus edictos limpios y severos, tal como si se hallase en su estudio de abogado en Sevilla. En esa región salvaje, jamás hollada por el pie de soldado alguno, prohibe que sus gentes admitan oro de los indígenas porque tal era un privilegio de la Corona. Procura imponer a esa horda indisciplinada el orden y la ley, pero los aventureros se ponen instintivamente al lado del hombre de la espada y se rebelan contra el hombre de la pluma. Balboa pronto es el dueño efectivo de la colonia. Enciso tiene que huir para salvar su vida, y cuando finalmente aparece Nicuesa, uno de los gobernadores de terra firma designados por el rey, para establecer el orden, Balboa ni siquiera le deja desembarcar, y el desdichado Nicuesa, echado del país que su rey le concedía, se ahoga durante el viaje de regreso.
Ahora Núñez de Balboa, el hombre del arca, es dueño de la colonia. Pero, a pesar de su éxito, no se siente cómodo, pues ha cometido franca rebelión contra el rey y no puede
esperar perdón, tanto menos cuanto que el gobernador legítimo ha encontrado la muerte por culpa suya. Sabe que el fugitivo Enciso está en viaje a España para llevar su queja, y que más temprano o más tarde se juzgará al caudillo de la rebelión. Pero España está lejos, y Núñez de Balboa puede disponer de mucho tiempo antes que un barco cruce dos veces el océano. Tan prudente como atrevido, busca el recurso único para mantener el poder usurpado durante el máximo de tiempo posible. Sabe que en estos tiempos el éxito justifica todo crimen y que una entrega de mucho oro al tesoro de la Corona tiene poder para apaciguar y postergar cualquier procedimiento punitivo. Se trata, pues, de conseguir oro, ya que el oro equivale al poder. En compañía de Francisco Pizarro, oprime y despoja a los indígenas de las inmediaciones, y en medio de las carnicerías habituales obtiene un éxito decisivo. Uno de los caciques, de nombre Careta, a quien atacó a mansalva y atentando del modo más grosero contra las leyes de la hospitalidad, le propone, a pesar de saberse a un paso de la muerte, que en vez de enemistarse con los indios, concluya un tratado con ellos, y le ofrece, además, como prenda de fidelidad, a su propia hija. Núñez de Balboa reconoce inmediatamente la importancia de poder contar con un amigo poderoso v leal entre los aborígenes. Acepta la proposición de Careta, y, lo que es más sorprendente todavía, guarda a aquella muchacha india hasta la postrera hora la más tierna fidelidad. En compañía del cacique Careta, somete a todos los indios del contorno y adquiere entre ellos tal autoridad que finalmente, incluso el cacique más poderoso, Comagre le invitan sumisamente a visitarle.
Esta visita al poderoso caudillo tiene por consecuencia una decisión histórica en la vida de Vasco Núñez de Balboa, que hasta entonces no ha sido más que un desesperado y un audaz rebelde contra la Corona, destinado a terminar sus días bajo el hacha o en el cadalso de la justicia castellana. El cacique Comagre le recibió en una amplia casa de piedra, cuya riqueza sorprende gratamente a Vasco Núñez de Balboa, y sin que éste se lo solicite, le regala cuatro mil onzas de oro. Pero luego le toca el turno de sorprenderse al cacique, pues apenas los hijos del cielo, los poderosos y divinos extraños que recibiera con tan grande reverencia, han visto
el oro, ya desaparece de ellos el último vestigio de dignidad. Como perros desatados, se echan unos sobre otros, desenvainan sus espadas, cierran sus puños, gritan, se maldicen y cada uno quiere atrapar su parte de oro. El cacique mira este tumulto con sorpresa y desprecio: es la suya la sorpresa de todos los hijos de la naturaleza, en todos los confines del mundo, frente a los hombres cultos que aprecian en más un puñado del amarillo metal que todas las conquistas técnicas y espirituales de su cultura.
Finalmente, el cacique les dirige la palabra, y con ávido estremecimiento se enteran las españoles de lo que les traduce el intérprete. Cuán extraño es, les dice Comagre, que os disgustéis y peleéis por tal futesa, que expongáis vuestras vidas a las mayores incomodidades y peligros nada más que por tan ordinario metal. Allá, allende estas montañas elevadas, se tiende un mar enorme, y todos los ríos que afluyen a él, arrastran oro consigo. Vive allá un pueblo que se traslada en barcos de velas y remos como los vuestros, y sus reyes comen y beben en recipientes dorados. Allá podréis encontrar tanta cantidad de ese metal amarillo como deseéis. Es un camino peligroso, pues estoy seguro que los caciques os impedirán el paso. Pero se trata de un camino que puede cubrirse en unos pocos días.
Vasco Núñez de Balboa se siente hondamente conmovido. Por fin ha encontrado la huella del legendario país del oro, con el que sueña desde hace años y años. Sus predecesores lo han buscado por doquier, al Sur y al Norte, y ahora está a unos pocos días de viaje, si es cierto lo que acaba de contar este cacique. Al mismo tiempo tiene la seguridad también de la existencia de aquel otro océano que en vano trataron de alcanzar Colón, Cabot, Cortereal y todos los demás navegantes grandes y famosos: y con ello, finalmente, queda descubierta también la ruta alrededor de la tierra. El primero que descubra ese océano nuevo y de él se posesione a favor de su patria, sabe que su nombre ya no perecerá nunca más en este mundo. Y Balboa reconoce la acción que ha de realizar para libertarse de toda culpa y para alcanzar la gloria imperecedera. Tiene que ser el primero en cruzar el istmo hasta el mar del Sur que conduce a la India, y tiene que conquistar el nuevo Ofir para la corona de España. Esta hora en la casa del cacique Comagre decide su sino. A partir de tal momento, la vida de dicho aventurero tiene un sentido elevado, eterno.
FUGA A LA INMORTALIDAD
No puede existir dicha más grande en el destino de un hombre que descubrir su misión vital en la mitad de la vida, en los años productivos de la virilidad. Núñez de Balboa sabe que están en juego la mísera muerte en el cadalso o la inmortalidad. Primero debe conquistar la paz con la Corona, legitimar y legalizar a posteriori su maldad, la usurpación del poder. Por eso, el rebelde de ayer, convertido en súbdito sumiso, envía al real gobernador de la Española, Pasamonte, no solamente la quinta parte del áureo obsequio de Comagre que determina la ley, sino que, más ducho en las prácticas del mundo que el seco legalista Enciso, agrega al envío oficial un abundante regalo particular para el tesorero, solicitándole que le confirme en su cargo de Capitán General de la colonia. Es verdad que Pasamonte no tiene los poderes correspondientes, pero a cambio del envío de oro, remite a Núñez de Balboa un documento provisional y que, en verdad, no tiene valor alguno. Al mismo tiempo Balboa, preocupado por asegurar su posición, envía a dos de sus hombres de mayor confianza a España para que hablen en la Corte de sus sacrificios por la Corona, llevando al mismo tiempo el importante mensaje que acaba de obtener de labios del cacique. Vasco Núñez de Balboa hace avisar a las autoridades de Sevilla que sólo se necesita un contingente de mil hombres, con el que se obliga a hacer, en bien de Castilla, más que cualquier otro español antes de él. Se compromete a cubrir el mar nuevo y a conquistar la tierra de oro finalmente descubierta, la tierra que Colón había prometido en vano y que él, Balboa, iba a conquistar.
Todo parece favorecer ahora al hombre perdido, al rebelde desesperado. Pero la siguiente embarcación que llega de España es portadora de malas nuevas. Uno de sus compinches de rebelión que enviara para desvirtuar las acusaciones de Enciso ante la Corte, informa que su asunto ha tomado un cariz peligroso. El bachiller defraudado ha encontrado eco ante la justicia española, que condena a Balboa por haberle quitado sus bienes y usurpado el poder, obligándole a pagarle la correspondiente indemnización. No había llegado todavía su mensaje que informaba sobre la proximidad del mar del Sur y que hubiera podido salvarlo. De todos modos llegaría con el siguiente barco un funcionario judicial para pedir cuentas a Balboa por su rebelión, para condenarlo o llevarlo encadenado a España.
Vasco Núñez de Balboa comprende que es hombre perdido. Su condena ha sido pronunciada antes que España se enterase ele sus novedades respecto al nuevo mar y a la costa dorada. Desde luego, serán utilizadas mientras su cabeza ruede por la arena, y será otro cualquiera quien realizará la acción con que él soñara. El mismo ya nada tiene que esperar de España. Es sabido que él empujó a la muerte al legítimo gobernador del rey y que él echó con su propia mano al alcalde. Tendrá, pues, que considerar como benigno un juicio que sólo le imponga la pena de reclusión y no lo condene a pagar su osadía en el cadalso. No puede contar con poderosos amigos, ya que él mismo no tiene poder, v su mejor abobado, el oro, tiene una voz demasiado débil todavía para asegurarle el perdón. Hay una sola salvación del castigo por su audacia: una audacia mayor todavía. Si descubre el otro océano y el nuevo Ofir antes de que llegue el delegado judicial y le prendan y encadenen sus alguaciles, aun puede salvarse. En este fin del mundo habitado le queda una sola forma de fuga: la fuga a la acción grandiosa, la fuga a la inmortalidad.
Núñez de Balboa resuelve entonces no esperar los mil hombres que solicitara a España para descubrir el océano desconocido, ni la llegada de la autoridad judicial. Prefiere acometer su enorme empresa acompañado por unos pocos hombres decididos como él. Prefiere morir gloriosamente durante una de las aventuras más atrevidas de todos los tiempos que cubierto de vergüenza y siendo arrastrado al cadalso con las manos atadas. Núñez de Balboa llama la colonia a reunión, explica, sin callarse las dificultades, su propósito de cruzar el estrecho, y pregunta quién quiere seguirlo. Su valor anima a los demás. Ciento noventa soldados, casi toda la guarnición de la colonia, se declaran dispuestos a acompañarle. No es menester procurar muchos armamentos, ya que esa gente vive de todos modos en una guerra constante. El 1° de septiembre de 1513, Núñez de Balboa, héroe y bandido, aventurero y rebelde, inicia su marcha hacia la inmortalidad para escapar a la horca o a la cárcel.
MOMENTO IMPERECEDERO
La marcha a través del istmo de Panamá comienza en la provincia de Coiba, el reducido territorio del cacique Careta, cuya hija es la compañera de vida de Balboa. Este, según más tarde se sabrá, no ha elegido la parte más estrecha, y esta ignorancia prolongó la peligrosa excursión por unos días. Para él se trataba, en primer término, de procurarse, en tan audaz avance hacía lo ignoto, una seguridad para la retaguardia o un eventual regreso, garantizada por una tribu india amiga. La expedición se traslada en diez canoas de Darién a Coiba; ciento noventa sabuesos armados con lanzas, espadas, arcabuces y ballestas. El cacique aliado los hace acompañar por sus indios que desempeñan el papel de animales de carga y baquianos. El 6 de septiembre comienza aquella gloriosa marcha a través del istmo que pone a prueba la fuerza de voluntad aun de los aventureros más atrevidos y probados. Los españoles tienen que atravesar las hondonadas bajo el fuego aplastante del ecuador y vencer el halo cenagoso y preñado de la fiebre que siglos después, en oportunidad de la construcción del Canal de Panamá, habrá de costar la vida a miles de hombres. Desde la primera hora, hay, que abrir camino en la jungla venenosa y virgen, con el hacha y la espada. Las primeras tropas abren a las siguientes un estrecho paso por la espesa selva, como por una mina verde de inmensas dimensiones, y luego la atraviesa en infinita fila india, hombre tras hombre, el ejército de los conquistadores, siempre con el arma en la mano y alerta, día y noche, para rechazar un posible ataque sorpresivo de los indígenas. El calor se torna asfixiante en la pesada y húmeda sombra de los árboles gigantescos caldeados por un sol sin piedad. La tropa adelanta milla tras milla, arrastrándose, cubierta de sudor, bajo sus pesadas armaduras y con los labios resecos. Luego se desencadenan repentinamente aguaceros como huracanes, y los riachuelos más insignificantes se convierten, en un abrir y cerrar de ojos, en poderosos ríos que deben ser atravesados a pie, o en el mejor de los casos, sobre inseguros puentes de corteza de árbol rápidamente improvisados por los indios. Los españoles no disponen de más provisiones que de un puñado de maiz. Miles de millones de insectos martirizan a esos hombres que, cansados, hambrientos y sedientos, van avanzando con los pies heridos y la vestimenta deshecha por las zarzas. Sus ojos están afiebrados, sus mejillas hinchadas por las picaduras de los mosquitos eternamente susurrantes. Ya casi están agotados, después de pasar días sin descanso y noches sin sueño. Al cabo de la primera semana de marcha, una gran parte de los expedicionarios no resiste los esfuerzos, y Núñez de Balboa,
sabedor de que los verdaderos peligros están por vencerse todavía, da orden de dejar atrás a los enfermos y a los vencidos por la fatiga. Quiere desafiar la aventura decisiva acompañado únicamente de los hombres más selectos de su tropa.
Por fin, el terreno empieza a ascender. La selva es ahora menos densa, ya que sólo en las hondonadas cenagosas es capaz de desplegar toda su frondosidad tropical. Pero ahora, cuando la sombra ya no protege a los caminantes, el sol ecuatoriano arde despiadadamente sobre las pesadas armaduras. Los hombres, agobiados, sólo consiguen salvar por breves etapas, muy lentamente, las diferencias de altura de aquellas sierras que cual pétrea espina dorsal dividen el estrecho entre ambos océanos. La mirada se amplía paulatinamente, y de noche se refresca el aire. Después de dieciocho días de esfuerzos heroicos, parecen vencidas las mayores dificultades. Ya se eleva frente a ellos la cresta de la montaña desde cuya cuna, al decir del guía indio, han de distinguirse los dos océanos, el Atlántico y el aun desconocido Pacífico. Pero justamente cuando parece vencida del todo la resistencia tenaz y socarrona de la naturaleza, se opone un nuevo enemigo, el cacique de aquella provincia, que con centenares de guerreros trata de cortar el paso a los intrusos. Núñez de Balboa tiene mucha experiencia ya en la lucha contra los indios. Basta disparar una salva de arcabuces, y una vez más prueba el relámpago y el trueno artificiales sus tantas veces confirmada fuerza milagrosa sobre los aborígenes. Estos huyen espantados y dan grandes voces, seguidos por los españoles ,y sus perros. Pero en vez de alegrarse de su fácil victoria, Balboa la deshonra, como todos los conquistadores españoles, con su crueldad despiadada, pues manda destrozar, deshacer y despedazar una cantidad de prisioneros, atados e indefensos, por la horda de hambrientos sabuesos. Una matanza repugnante deshonra la víspera del día inmortal de Núñez de Balboa.
No tiene igual, ni explicación, la mezcla en el carácter y modo de ser de estos conquistadores españoles. Beatos y creyentes como los mejores cristianos, invocan a Dios con todo el fervor de su alma, y al mismo tiempo cometen, en su nombre, las canalladas más inhumanas de la historia. Capaces de realizar las heroicidades más gloriosas y magníficas, las más grandes hazañas del renunciamiento y del apasionamiento, se combaten y engañan mutuamente del modo más desvergonzado y, sin embargo, conservar, en medio de la perfidia, un sentimiento notable del honor y un maravilloso sentido, realmente admirable, de la grandeza de su misión. El mismo Núñez de Balboa, que en la víspera entregó a sus perros unos prisioneros inocentes e indefensos y que, acaso, acariciara todavía a los animales cuyos belfos chorrean aún cálida sangre humana, tiene exacta conciencia de la importancia de su acción para la historia de la humanidad, y realiza en el momento decisivo uno de aquellos gestos grandiosos que permanecen inolvidables a través de los tiempos. Sabe que ese 25 de septiembre será un día de significado histórico, y, con el maravilloso sentimiento español, demuestra ese aventurero duro y desconsiderado haber comprendido cabalmente el sentido de su misión imperecedera.
Instantes después de aquella carnicería, uno de los aborígenes le señala una cima cercana y le advierte que desde la misma puede distinguirse el desconocido mar del Sur. Balboa toma inmediatamente sus medidas. Ordena que los heridos y extenuados permanezcan en la aldea saqueada y que los hombres capaces de seguir la marcha -son en total sesenta y siete de los ciento noventa que en Darién la iniciaron- asciendan a aquella montaña. Cerca de las diez de la mañana se encuentran a poca distancia de la cumbre. Falta escalar nada más que una cima pelada para que la mirada se amplíe hasta lo infinito.
En este instante Balboa ordena a su gente hacer un alto. Desea proseguir solo, pues no quiere compartir con nadie la primera visión del océano desconocido. Quiere ser, por la eternidad, el único y primer español, el primer europeo y cristiano que, después de haber atravesado el inmenso océano Atlántico, divise también el otro océano ignorado todavía, el Pacífico. Paso a paso, con el corazón agitado y profundamente convencido de la significación del instante, asciende, con la bandera en la izquierda y la espada en la diestra, solitaria silueta en los impresionantes contornos. Prosigue su camino sin prisa, pues ya está realizada la acción principal. Faltan unos pocos pasos, cada vez menos, y va alcanza la cima y se le ofrece un panorama formidable. Detrás de las montañas decrecientes, de las sierras montañosas y verdes, se tiende un inmenso espejo de metálico relumbre, el mar desconocido y nuevo, el que hasta ahora los navegantes sólo soñaron pero nunca nadie vio, el legendario mar vanamente buscado desde hace años y más años por Colón y sus sucesores, el mar cuyas aguas alcanzan las costas de América, la India y la China. Vasco Núñez de Balboa mira y mira, bebiendo con orgullo ,v avidez la conciencia de que su ojo es el primero de un europeo en que se refleja el azul infinito de ese océano.
Vasco Núñez de Balboa contempla largo tiempo y extáticamente la lontananza. Luego llama a los camaradas para compartir con ellos su alegría y orgullo. Inquietos, agitados, respirando con dificultad y gritando, suben, trepan, corren a la cima, miran y señalan la letanía, asombrados y entusiastas. De pronto, el Padre Andrés de Vara, quien acompaña la expedición, entona el Te Deum laudamus, y de inmediato se apagan las voces y los gritos; las voces duras y ásperas de los soldados aventureros y bandidos se unen en un coral piadoso. Los indios los miran mudos cuando, a una señal del sacerdote, derriban un árbol para levantar una cruz, en cuya madera graban las iniciales del rey de España. Y cuando luego levantan esa cruz, es como si sus brazos de madera quisieran abarcar a los dos océanos, al Atlántico y al Pacífico, en sus lejanías invisibles.
Núñez de Balboa se adelanta en medio de ese silencio temeroso, y arenga a sus soldados. Les dice que han hecho bien en agradecer a Dios por haberlos distinguido con este honor y merced y en rogarle que continúe ayudándoles para conquistar ese mar y todos esos países. Si estaban dispuestos a seguirle fielmente como hasta ahora, regresarían de esta nueva India convertidos en los españoles más ricos. Inclina la bandera solemnemente hacia los cuatro vientos para tomar posesión de todas las lontananzas para España. Luego llama al escribiente Andrés de Valderrabano para que redacte un acta que registre este momento solemne por los tiempos de los tiempos. Andrés de Valderrabano desenrolla un pergamino que, junto con un tintero y una pluma,, llevó en un arca cerrada a través de la selva virgen, invita a todos los nobles, los caballeros e hidalgos y hombres de bien "que hayan presenciado el descubrimiento del mar del Sur por el muy grande y muy digno señor y capitán Vasco Núñez de Balboa, gobernador de Su Majestad" a que confirmen "que fue ese señor Vasco Núñez de Balboa el primero que haya visto ese mar y señalándolo a los infrascriptos".
Luego, los sesenta y siete hombres descienden de la cima, y desde este 25 de septiembre de 1513 la humanidad tiene conocimiento de ese último océano, desconocido hasta entonces.
ORO Y PERLAS
Ahora se ha logrado la seguridad. Se ha visto el nuevo mar. Se trata de llegar hasta su costa, de sentir sus aguas; de tocarlas, gustarlas y recoger el botín de sus playas. El descenso dura dos días, y Núñez de Balboa divide a su tropa en distintos grupos para establecer el camino más rápido de la montaña al mar. El tercero de estos grupos, capitaneado por Alonso Martín, llega primero a la playa, y aun los más simples de los soldados de esas tropas aventureras están tan embebidos de la soberbia del triunfo y de la sed de inmortalidad, que el simple Alonso Martín ya se hace confirmar por un escribiente que él fue el primero en poner su pie y mojar su mano en esas aguas innombradas todavía. Sólo después de haber agregado' a su pequeño yo una partícula de inmortalidad, informa a Balboa de su llegada al mar y sobre el hecho de haber tocado las aguas con su propia mano. De inmediato, Balboa prepara un nuevo gesto patético. Al día siguiente, el día de San Miguel, se presenta acompañado por sólo veintidós hombres en la playa, para tomar posesión del nuevo océano en una ceremonia solemne, ataviado y armado como el mismo San Miguel.
No penetra de inmediato en el mar, sino que espera, orgulloso, como su dueño y señor, descansando bajo un árbol, que la pleamar le arroje una ola y que las aguas laman sus pies, como un perro obediente. Sólo entonces se levanta, tira el escudo, que brilla al sol como un espejo; toma con una mano la espada y con la otra la bandera de Castilla con la imagen de la Virgen, y se adelanta así hacia las aguas. Y sólo cuando las olas circundan sus caderas y su cuerpo está completamente rodeado por esas aguas inmensas y extrañas, Núñez de Balboa, hasta entonces rebelde y desesperado, pero ahora fidelísimo servidor de su rey y triunfador, agita la handera hacia todos los vientos v exclama con voz estentórea: "Vivan los insignes y poderosos monarcas Fernando y Juana de Castilla, León y Aragón, en cuyo nombre tomo posesión real v corporal y duradera de todas estas aguas y tierras y costas y puertos e islas, a favor de la corona real de Castilla, y juro que si cualquier príncipe u otro capitán, cristiano o pagano, de cualquier religión o clase, quisiera establecer un derecho cualquiera sobre estos países y mares, yo los defendería en el nombre de los reyes de Castilla, sus dueños desde ahora y para siempre jamás, mientras dure el mundo y hasta el día del juicio Final".
Todos los españoles repiten este juramento, y sus palabras superan por un instante el hervor ruidoso del mar. Cada uno moja sus labios con el agua del océano, y nuevamente el escribiente Andrés de Valderrabano redacta un documento y confirma la toma de posesión, terminando el acta con estas palabras: "Estos veintidós hombres, así como el escribiente Andrés de Valderrabano, fueron los primeros cristianos que pusieron su pie en el mar del Sur, y todos probaron con sus manos sus aguas y mojaron con ellas su boca para comprobar si es agua salada como la del otro océano. Y cuando comprobaron que así era, dieron gracias a Dios".
La gran hazaña ha quedado cumplida, y ahora se trata de sacar provecho práctico de esa empresa heroica. Los españoles obtienen de algunos indígenas pequeñas cantidades de oro, robándolas a cambio de otros objetos. Pero en medio de su triunfo les espera una nueva sorpresa, pues los indios les traen preciosas perlas que abundan en las cercanas islas y las regalan a manos llenas. Hay entre ellas una, llamada "la pelegrina", a la que cantaron Cervantes y Lope de Vega, porque adornó la corona real de España e Inglaterra como una de las perlas más hermosas. Los españoles llenan todos sus bolsillos con esas preciosidades, que aquí no tienen mucho más valor que las conchas y la arena, y cuando luego se informan ansiosos sobre lo que consideran lo más importante en el mundo, el oro, uno de los caciques señala el Sur, donde la silueta de las montañas se esfuma en el horizonte. Les explica que allá hay un país de tesoros inconmensurables, cuyos amos comen en platos de oro y donde grandes animales cuadrúpedos -el cacique se refiere a las llamas- acarrean las cargas más preciosas a la tesorería del rey. Pronuncia también el nombre de ese país que está más al Sur v detrás de aquellas montañas. Su nombre suena como "Birú", melódica y extrañamente.
Vasco Núñez de Balboa sigue con atención la dirección que señala la mano levantada del cacique. La muelle y seductora palabra Birú ha quedado inscrita de inmediato en su
alma. Su corazón golpea inquieto. Por segunda vez en su vida, recibe inesperadamente un gran mensaje y al mismo tiempo una promesa. El primero de esos mensajes, el de Comagre acerca de la proximidad del mar, ya se ha cumplido. Encontró la playa de las perlas y el mar del Sur. Quizás logrará también el descubrimiento y la conquista del imperio de los incas, del país dorado de esta tierra.
POCAS VECES LOS DIOSES...
Núñez de Balboa sigue mirando hacia la lejanía. La palabra "Birú", Perú, parece retumbar en su alma como una áurea campana. Pero -doloroso renunciamiento- esta vez no puede requerir informes más precisos. No es posible conquistar un imperio con dos o tres docenas de hombres rendidos por la fatiga. Es, pues, cuestión de volver primero a Darién para retomar más tarde el ahora ya conocido camino hacia el nuevo Ofir, con nuevas fuerzas. Pero ese regreso no resulta menos dificultoso. Los españoles tienen que abrirse nuevamente camino a través de la selva, y otra vez tienen que resistir los ataques de los aborígenes. Mas esta vez no es una tropa guerrera, sino un grupito de hombres atacados por la fiebre, que se arrastra con el último resto de sus fuerzas. Balboa mismo está a un paso de la muerte, y los indios tienen que transportarle en unas angarillas cuando al cabo de cuatro meses, el 19 de enero de 1514, llega de regreso a Darién. Pero ha quedado realizada una de las más grandes hazañas de la historia. Balboa ha cumplido su palabra, y cada uno de sus acompañantes, todos los que se atrevieron a adelantarse con él hacia lo ignoto, se ha convertido en un. hombre rico. Sus soldados traen de la costa del mar del Sur tesoros como no los obtuvieron Colón ni los demás conquistadores, y todos los colonos reciben su parte. Se pone una quinta parte del botín a disposición de la Corona, y nadie protesta porque Balboa destina, al ejecutar el reparto, quinientos pesos de oro a su perro Leoncico, como si fuera otro de los integrantes de la expedición y en agradecimiento,
acaso, de la valentía con que destrozó a los pobres indios indefensos. Después del triunfo no quedó en la colonia ni un solo hombre que disputase a Balboa su autoridad coma Gobernador. Se festeja al rebelde y aventurero como a un dios, y orgullosamente puede informar a España que, después de Colón, realizó la mayor hazaña a favor de la corona de Castilla. El sol de su fortuna atravesó, en un ascenso vertiginoso, todas las nubes que hasta entonces flotaban sobre su existencia. Ahora se halla en el cenit.
Pero la dicha de Balboa es de corta duración. Pocos meses después, la población de Darién se agolpa curiosa en la playa. Es un día radiante del mes de junio. En el horizonte brilla una vela, y este solo hecho es va un milagro en tan apartado rincón del mundo. Pero he aquí que ahora aparecen una segunda, una tercera, una cuarta, una quinta vela, y ahora ya son diez, no, veinte, toda una flota que enfila al puerto. Y pronto todos saben que este milagro es debido a la carta de Núñez de Balboa -no la noticia de su triunfo, que aun no llegó a España, sino su mensaje anterior- en que informó sobre las palabras del cacique que le habló de la proximidad del mar del Sur y, de Eldorado, la carta en que pidió un ejército de mil hombres para conquistar aquel país. La corona española no tardó en preparar una expedición, una flota impresionante, para esa conquista. Pero en Barcelona y Sevilla no se pensó ni por un instante confiar una empresa tan importante a un hombre desacreditado y de tan mala fa-ma como el aventurero y rebelde Vasco Núñez de Balboa. ? a expedición es conducida por su propio gobernador, un hombre rico, noble, distinguido, de sesenta años, don Pedro Arias Dávila, comúnmente llamado Pedrarias, quien como gobernador del rey tiene la misión de imponer el orden en la colonia, hacer justicia y castigar todos los crímenes cometidos hasta entonces, y descubrir ese mar del Sur y aquel país del oro.
Pedrarias se encuentra ahora en una situación molesta. Por una parte, tiene orden de pedir cuentas al rebelde Núñez de Balboa, que había expulsado al anterior gobernador, y en el caso de comprobarse su culpa, debía encadenarle o ajusticiarle. Por otra parte, trae la misión de descubrir el mar del Sur. Pero antes que su bote llegue a tierra se entera de que ese mismo Vasco Núñez de Balboa, a quien debe juzgar, realizó ya la magnífica hazaña por cuenta propia, y que ese rebelde ya celebró el triunfo que le estaba destinado a él mismo, y que ya rindió a la corona española el mayor servicio, desde el descubrimiento de América. Desde luego, no puede llevar a tal hombre, como a un criminal cualquiera, hasta el cadalso, sino que debe saludarle atentamente, felicitarle de todo corazón. Pero a partir de ese instante Balboa es hombre perdido. Pedrarias jamás perdonará a su rival el haber realizado la proeza que él debía llevar a cabo y que le habría asegurado la gloria por los siglos de los siglos. Para no indisponer a los colonos antes de tiempo, tiene que disimular, al principio, su odio. Se aplaza la investigación judicial e incluso se conviene una paz fingida, pues Pedrarias compromete su hija, que ha quedado en España, en matrimonio con Núñez de Balboa. Pero su odio y su envidia frente a Balboa no disminuyen en absoluto, sino que aumentan todavía cuando llega de España, donde se han recibido noticias de la hazaña ele Balboa, un decreto por el que se concede al antiguo rebelde el título que usurpara, se le nombra adelantado y se ordena, al mismo tiempo, que Pedrarias le consulte en todas las cuestiones importantes. Ese país es demasiado pequeño para dos gobernadores. Uno de ellos tendrá que desaparecer, que sucumbir. Núñez de Balboa siente la espada sobre su cabeza, ya que el poder militar y la justicia están reunidos en las manos de Pedrarias. Trata, por lo mismo, de huir por segunda vez, esperando poder repetir la fuga a la inmortalidad que una vez ya le diera tan espléndido resultado. Solicita Ce Pedrarias el permiso de preparar una expedición para explorar la costa del mar del Sur y conquistarla en una mayor extensión. El secreto propósito del viejo rebelde consiste en independizarse, en la costa opuesta, de todo control, construir allá una flota propia, convertirse en dueño y señor de la provincia y conquistar, desde ella, el legendario país de Birú, el Ofir del Nuevo Mundo. Pedrarias acepta, socarronamente, y concede el permiso solicitado. Si Balboa perece en el curso de esa empresa, tanto mejor; si triunfa, quedará siempre tiempo para deshacerse de ese hombre excesivamente ambicioso.
Balboa inicia, pues, su segunda fuga a la inmortalidad. Esta nueva empresa es, acaso, más grandiosa todavía que la primera, aunque la historia no le concede la misma gloria, ya que siempre alaba únicamente a los triunfadores. Esta vez Balboa cruza el istmo no sólo con sus tropas, sino también con miles de indígenas que transportan sobre las montañas las maderas, los cables, las áncoras y los malacates para cuatro bergantines. Se dispone de una flota en el Pacífico, puede apoderarse de todas las costas, de las islas de las perlas y del legendario Perú. Pero esta vez el destino le es adverso y el atrevido tropieza con interminables obstáculos. Durante la marcha a través de la selva húmeda, unos gusanos carcomen los tablones, que llegan a su destino putrefactos e inservibles. Balboa no pierde los ánimos y manda derribar, en el golfo de Panamá, otros árboles para cortar nuevos tablones. Su energía realiza verdaderos milagros. Ya todo parece haberse conseguido, ya están terminados los primeros bergantines en aguas del Pacífico, cuando inesperadamente un tornado aumenta gigantescamente el caudal del río en que se hallan los barcos. Las aguas arrastran las embarcaciones, que se estrellan entre las olas furiosas del mar. Hay que iniciar la tarea por tercera vez, y ahora se consigue, por fin, terminar dos bergantines. Ya no necesita sino dos o a lo sumo tres embarcaciones más para iniciar la conquista del país con que sueña día y noche desde que aquel cacique alargara la mano hacia el Sur y Balboa oyera por primera vez el nombre de Birú. Basta hacer venir unos pocos oficiales valientes y solicitar el envío de alguna tropa de reserva, y ¡ya puede fundar su imperio! Algunos meses más y un poco de suerte que hubiese
acompañado a la audacia interior, y la historia del mundo no llamaría a Pizarro, sino a Vasco Núñez de Balboa, vencedor de los Incas y conquistador del Perú.
Pero el destino no se nuestra demasiado generoso ni siquiera con sus hijos predilectos. Pocas veces los dioses conceden a los mortales irás de una sola proeza inmortal.
LA CAIDA
Núñez de Balboa ha preparado su magna empresa con férrea energía. Pero es precisamente el éxito, audaz el que lo pone en peligro, pues, desconfiado e inquieto, observa Pedrarias las actividades y propósitos de su subordinado. Es posible que un traidor le haya informado sobre los sueños ambiciosos de poder de Balboa, pero también es posible que sean los celos y la envidia los que le hagan temer un segundo éxito del viejo rebelde. De todos modos, envía de pronto una carta cordialísima a Balboa, invitándole a que se encuentre con él en Acla, una ciudad de Darién, donde quería conferenciar con él sobre cuestiones sumamente importantes, antes de iniciar definitivamente su expedición de conquista. Balboa espera recibir de Pedrarias nuevos socorros y tropas, acepta la invitación y regresa de inmediato. A las puertas de la ciudad, un pequeño grupo de soldados se adelanta, aparentemente para saludarle. Balboa corre a su encuentro para abrazar a su capitán, un viejo camarada que le acompañó en el descubrimiento del mar del Sur, el amigo de confianza: Francisco Pizarro.
Pero Francisco Pizarro pone pesadamente su mano sobre el hombro de Balboa y le declara preso. Pizarro también ambiciona la inmortalidad, él también desea conquistar el país del oro y, acaso, no le es muy desagradable tener que eliminar a un superior tan audaz. El gobernador Pedrarias inicia un proceso, acusando a Balboa de rebeldía; se hace justicia tan rápida como injustamente, y ya a los pocos días Balboa marcha hacia el cadalso, acompañado por el más fiel de sus compañeros. Brilla la espada del verdugo y en un segundo se apaga para siempre, en la cabeza que rueda por el suelo, la luz del primer ojo humano que simultáneamente vio los dos océanos que abrazan a nuestra Tierra.
Fin