Publicado en
junio 27, 2010
Título original: The Chapter Ends.
I
—No —dijo el anciano.
—No sabes lo que estás diciendo —dijo Jorun—. No te das cuenta de lo que significa.
El anciano, Kormt de Huerdar, hijo de Gerlaug, y portavoz del distrito de Solis, sacudió la cabeza hasta que los largos y enmarañados rizos se arremolinaron alrededor de sus anchos hombros.
—Lo he pensado bien —dijo. Su voz era profunda, lenta e implacable—. Me diste cinco años para pensarlo. Y mi respuesta es no.
Jorun experimentó una sensación de agotamiento. Llevaba días enteros, semanas, intentándolo, y era como tratar de derribar una montaña. Uno golpea sus flancos rocosos hasta que sus manos quedan ensangrentadas, y la montaña sigue en pie, reflejando la luz del sol en sus picos nevados, ofreciendo al beso de la brisa las copas de los árboles de sus laderas, sin darse cuenta de que uno está allí. Uno es un leve susurro, y la montaña es eterna.
—No lo has pensado bien —dijo, con una rudeza hija de su propio cansancio—. Reaccionas instintivamente a un símbolo muerto. La tuya ni siquiera es una reacción humana, es un reflejo verbal.
Los ojos de Kormt, rodeados de patas de gallo, permanecieron serenos e impávidos bajo las pobladas cejas grises. El anciano sonrió levemente detrás de su larga barba, pero no respondió. ¿Había dejado sencillamente que el insulto resbalara por encima de él, o no lo había comprendido? Era inútil hablar con aquellos campesinos; les separaban demasiados milenios, y uno no podía cruzar aquel golfo.
—Bien —dijo Jorun—, las naves estarán aquí mañana o pasado mañana, y se tardará otro par de días en embarcar a toda tu gente. Dispones de todo ese tiempo para decidir, pero después será demasiado tarde. Piénsalo, te lo ruego. En cuanto a mí, estaré demasiado ocupado para seguir discutiendo.
—Eres un hombre bueno —dijo Kormt—, y sabio, a tu modo. Pero estás ciego. Dentro de ti hay algo muerto.
Agitó una mano grande y nudosa.
—Mira a tu alrededor, Jorun de Fulkhis. Esto es la Tierra. Este es el antiguo hogar de todo el género humano. No puedes marcharte y olvidarlo. El hombre no puede hacerlo. Está en él, en su sangre, en sus huesos y en su alma; llevará la Tierra en su interior para siempre.
Los ojos de Jorun recorrieron el arco trazado por la mano. Se encontraba en las afueras del pueblo. Detrás de él estaban las casas: bajas, blancas, en su mayor parte de madera con tejados de bálago o de ladrillo rojo, con sus humeantes chimeneas; las calles estrechas y tortuosas. Oyó el ruido de las norias al girar, los gritos de los chiquillos que jugaban. Más allá había árboles y las increíbles paredes derruidas de Sol City. Delante de él, las boscosas colinas se interrumpían y un suave paisaje se deslizaba hacia el lejano cabrilleo del mar: dispersas casas de labor, ganado amodorrado, carreteras con firmes de grava, cercas de mármol y granito antiguos, todo dormitando bajo el sol.
Jorun aspiró profundamente. El aire era picante, olía a hojas fermentadas, a tierra labrada recocida por el calor, a árboles y jardines veraniegos, a mar, a sal y a pescado. Pensó que no había dos planetas que olieran igual, y que ninguno tenía un olor tan penetrante como el de la Tierra.
—Este es un mundo hermoso —dijo lentamente.
—Es el único —dijo Kormt—. El hombre procede de aquí; y al final tendrá que regresar aquí.
—Me pregunto... —Jorun suspiró—. Mírame: ni un solo átomo de mi cuerpo procedía de este suelo cuando aterricé. Mi pueblo ha vivido en Fulkhis desde hace siglos, y cambió para adaptarse a sus condiciones. Mi pueblo no sería feliz en la Tierra.
—Los átomos no son nada —dijo Kormt—. Lo que importa es la forma, y ésta te fue dada por la Tierra.
Jorun le contempló unos instantes en silencio. Kormt era como la mayoría de los diez millones de personas de este planeta: una gente morena, robusta, aunque había más rubios y pelirrojos allí que en el resto de la Galaxia, era viejo, tratándose de un primitivo que no había sido sometido a los cuidados de la ciencia médica, debía de tener casi doscientos años pero su espalda era recta y su paso firme. Jorun estaba a punto de cumplir su milésimo aniversario, pero no podía evitar el sentirse como un chiquillo en presencia de Kormt.
Aquello no tenía sentido. Los escasos moradores de la Tierra eran una raza atrasada y empobrecida de campesinos y artesanos; eran ignorantes y desgraciados; habían permanecido estáticos durante más de mil años, que se supiera. ¿Qué podían decirle a la antigua y poderosa civilización que casi había olvidado su pequeño planeta?
Kormt contempló el sol, en pleno descenso.
—Tengo que marcharme —dijo—. Debo terminar las tareas del día. Si deseas verme, esta noche estaré en el pueblo.
—Probablemente iré —dijo Jorun—. Queda mucho trabajo por hacer, preparando la evacuación, y tú puedes ayudarme mucho.
El anciano se inclinó cortésmente, dio media vuelta y se alejó. Llevaba el traje corriente de los hombres de la Tierra, tan arcaico en su estilo como en la clase del tejido: sombrero, americana, pantalones sueltos, un largo cayado en la mano. Contrastando con el azul oscuro del vestido de Kormt, la túnica de brillantes matices arco iris de Jorun era como una llama.
El psicotécnico suspiró de nuevo, contemplando alejarse al anciano. Simpatizaba con él. Sería criminal dejarle aquí, solo, pero la ley prohibía el uso de la fuerza —física o mental—, y al Integrador de Corazuno le tendría sin cuidado que un viejo se quedara. Lo importante era sacar a la raza de la Tierra.
Un mundo encantador. Las facciones delgadas y móviles de Jorun, de piel pálida y ojos grandes, giraron a su alrededor. Un mundo encantador, del cual procedemos.
En la Galaxia había planetas más bellos: el mundo oceánico color añil de Loa, enjoyelado de islas; las montañas de Sharang, que desafiarían al cielo; el firmamento de Jareb, que parecía irradiar luz... ¡Oh! Tantos y tantos... Pero sólo había una Tierra.
Jorun recordaba su primera visión de este mundo, colgando libre en el espacio, tal como lo había contemplado después del penoso viaje de diez días invertidos en recorrer los treinta mil años-luz que lo separaban de Corazuno. Había aparecido ante sus ojos intensamente azul, un disco color turquesa matizado con los verdes intensos de sus tierras y un brillante halo de aurora en sus polos. Los cinturones que rayaban su rostro y empañaban los continentes eran nubes, viento, agua, y la cortina gris de la lluvia, como una bendición del cielo. Más allá del planeta colgaba su luna, un globo dorado lleno de costurones, y Jorun se había preguntado cuántas generaciones de hombres habían alzado sus ojos hacia ella, o contemplado su luz como un puente roto a través de las aguas en movimiento. Para Jorun, que llegaba del centro Galáctico y su innumerable cortejo de soles, éste era el borde exterior donde las estrellas se diluían en la espantosa inmensidad. Se había estremecido ligeramente, envolviéndose un poco más en la capa de aire cálido Con un movimiento convulsivo. El silencio resonaba en su cabeza. Luego enfiló hacia el polo norte, lugar de cita con su grupo.
Bueno, pensó ahora, nos queda una tarea rutinaria. La primera expedición, llegada hace cinco años, preparó a los indígenas para el hecho de su evacuación, nuestro grupo sólo tiene que organizar a esos dóciles campesinos para que embarquen a tiempo en las naves.
Sin embargo, Jorun estaba cansado. Deseaba terminar el trabajo y regresar a casa.
¿Lo deseaba, realmente?
Pensó en el vuelo con Zarek, su compañero, desde el lugar de la cita hasta esta zona que les había sido asignada. Llanuras como océanos de hierba, ondulados por el viento, moteadas por los rebaños de animales salvajes que se movían con un rumor de trueno; bosques, centenares de kilómetros de antiguos y poderosos árboles, ríos que los atravesaban como una larga cinta de acero; lagos donde saltaban los peces; sombras de nubes cruzando rápidamente el paisaje... Incluso sin la presencia del hombre, todo tenía una vitalidad casi temible a los ojos de Jorun. Su propio mundo de páramos y riscos y oscuros océanos resultaba mezquino comparado con éste; aquí, la vida cubría la tierra, llenaba los océanos y hacía estruendosos los cielos a su alrededor. Se preguntó si la energía que impulsaba al hombre, la fuerza que le había levantado hasta las estrellas, convirtiéndole en semidiós y en semidiablo, era un legado de la Tierra.
Bueno..., el hombre había cambiado; a través de millares de años, la adaptación natural y controlada le había adecuado a los mundos que había colonizado, y la mayoría de sus numerosas razas no se sentirían ahora como en su verdadero hogar aquí. Jorun pensó en su propio grupo: en el rechoncho Culi, de piel ambarina, procedente de un mundo tropical, quejándose amargamente del frío y de la sequedad; en el joven Cluthe, de cuerpo ganglioso y pecho abultado; en el sofisticado Taliuvenna... No, para ellos la Tierra era solamente un planeta más, uno de los millares de planetas que habían visto en sus largas vidas.
Y yo soy un tonto sentimental.
II
Podía haber eliminado la vaga sensación de pesar de su adiestrado sistema nervioso, pero no quiso hacerlo. Esta era la última vez que unos ojos humanos contemplarían la Tierra, y Jorun tenía la impresión de que el viaje sería para él algo más que la simple realización de otra tarea psicotécnica.
—Hola, buen señor.
Se volvió al oír la voz, y obligó a sus cansados labios a una sonrisa amistosa.
—Hola, Julith —dijo.
Era una política prudente aprender los nombres de los habitantes del pueblo, y la muchacha era una tataranieta del Portavoz.
Tenía trece o catorce años, un pecoso rostro infantil con una tímida sonrisa, y unos grandes ojos verdes, había cierta gracia en ella, y parecía más imaginativa que la mayoría de los de su estólida raza.
—¿Estás ocupado, buen señor? —preguntó la muchacha.
—Bueno, no mucho —dijo Jorun. Se alegraba de tener una oportunidad de hablar con alguien; esto acallaba sus pensamientos—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Me preguntaba... —La muchacha vaciló, y luego, apresuradamente—: Me preguntaba si podrías llevarme en un vuelo hasta la playa. Sólo para un par de horas. Está demasiado lejos para ir andando. Si no fuera mucha molestia para ti...
—¡Hum! ¿No tendrías que estar en casa a estas horas? ¿No tienes que ordeñar, o hacer algo por el estilo?
—¡Oh! No vivo en una granja, buen señor. Mi padre es panadero.
—Sí, lo sé. Lo habla olvidado. —Jorun meditó unos instantes. En el pueblo quedaba mucho trabajo por hacer, y no estaría bien que se marchara, dejando a Zarek solo— ¿Por qué quieres ir a la playa, Julith?
—Hemos estado muy ocupados empaquetando las cosas —dijo la muchacha—. Creo que nos marchamos mañana. Esta es mi última oportunidad para verla.
Jorun se mordió el labio inferior.
—De acuerdo —dijo—. Te llevaré.
—Eres muy amable, buen señor —dijo la muchacha en tono grave.
Jorun no respondió; se limitó a extender un brazo, y la muchacha se agarró a él con una mano, en tanto que con la otra se aferraba a su cintura. El generador instalado en el interior del cráneo de Jorun respondió a su voluntad, elevándose del suelo y haciéndole avanzar a través del espacio físico. Volaban con tanta lentitud, que Jorun no tuvo que levantar una pantalla contra el viento.
—¿Podremos volar nosotros así cuando lleguemos a las estrellas? —preguntó la muchacha.
—Temo que no, Julith —dijo Jorun—. Verás, la gente de mi pueblo nace con esta facultad. Hace miles de años, los hombres aprendieron a controlar las grandes fuerzas básicas del cosmos con una pequeña cantidad de energía. Finalmente, utilizaron la mutación artificial, es decir, se transformaron a sí mismos, lentamente, a través de muchas generaciones, hasta que sus cerebros desarrollaron un nuevo miembro capaz de generar la energía necesaria para controlar aquellas fuerzas. Ahora, gracias a esa energía, podemos volar incluso entre las estrellas. Pero tu pueblo no posee ese cerebro, de modo que tuvimos que construir naves espaciales para sacaros de aquí.
—Ya entiendo —dijo la muchacha.
—Tus tataranietos pueden ser como nosotros, si tu pueblo desea someterse a la transformación —dijo Jorun.
—Hasta ahora no quisieron cambiar —respondió Julith—. Y no creo que quieran hacerlo—, ni siquiera en su nuevo hogar.
En su voz no había amargura; era una aceptación de los hechos.
En su interior, Jorun puso en duda la afirmación de la muchacha. La impresión física de su trasplante a otro mundo contribuiría a destruir las antiguas tradiciones de los terráqueos; no transcurrirían muchos siglos sin que quedaran culturalmente asimilados por la civilización galáctica.
Asimilados: un bonito eufemismo. ¿Por qué no decir simplemente tragados?
Aterrizaron en la playa. Era ancha y blanca, extendiéndose en dunas desde los campos de hierba rala hasta las rocas contra las cuales se estrellaban mansamente las olas. El sol estaba muy bajo en el horizonte, llenando de reflejos dorados el húmedo aire. Jorun podía mirar casi directamente su enorme disco.
Se sentó, la arena crujió levemente debajo de él, y el viento alborotó sus cabellos y llenó sus fosas nasales con su punzante olor. Jorun recogió un caracol y le dio vueltas entre sus dedos, maravillándose ante su complicada arquitectura.
—Si lo aplicas a tu oído —dijo Julith— podrás oír al mar.
Su voz infantil tenía una extraña ternura al pronunciar las ásperas sílabas del lenguaje terrestre.
Jorun asintió y atendió su sugerencia. Era sólo el pequeño latido de la sangre en su interior: lo mismo que se oía en el gran silencio hueco del espacio. Pero el caracol resonaba con el canto de las inmensidades en eterno movimiento, del viento y de la espuma, de las olas avanzando bajo la luna...
—Yo tengo dos —dijo Julith—. Me los llevaré, a fin de poder recordar siempre esta playa. Y mis hijos y sus hijos los tendrán, también, y oirán hablar a nuestro mar. —Dobló los dedos de Jorun alrededor del caracol—. Toma, guárdate éste para ti.
—Gracias —dijo Jorun—. Lo haré.
—¿Hay océanos en nuestro nuevo planeta? —preguntó Julith.
—Sí —respondió Jorun—. Es el mundo más parecido a la Tierra que pudimos encontrar y que no estuviera ya habitado. Allí serás feliz.
Pero los árboles y la hierba, el suelo y sus frutos, los animales del campo y las aves del aire y los peces del agua, forma y color, olor y sonido, sabor y contextura, todo es distinto. La diferencia es pequeña, sutil, pero representa un abismo de dos mil millones de años de evolución independiente, y ningún otro mundo puede ser completamente igual a la Tierra.
Julith le miró fijamente con ojos solemnes.
—¿Teme tu gente a los Hulduvianos? —preguntó.
—No —respondió Jorun—. Desde luego que no.
—Entonces, ¿por qué vais a entregarles la Tierra?
Era una simple pregunta, pero la voz de la muchacha temblaba un poco.
—Creí que todo tu pueblo comprendía ya el motivo —dijo Jorun—. La civilización —la civilización del hombre y de sus aliados no-humanos— ha avanzado hacia adentro, hacia los grandes racimos de estrellas del centro galáctico. Esta parte del espacio no significa ya nada para nosotros; es casi un desierto. Los hulduvianos no son como nosotros; constituyen otra civilización; viven en grandes mundos ponzoñosos, como Júpiter y Saturno. Creo que parecerían unos monstruos encantadores, si no fuera porque son tan distintos a nosotros que ninguna de las partes puede comprender realmente a la otra. Utilizan también las energías cósmicas, pero de un modo distinto... y su conducta se opone a la nuestra, del mismo modo que la nuestra se opone a la suya. Cerebros diferentes, ¿comprendes?
»En consecuencia, se llegó a la conclusión de que las dos civilizaciones marcharían mejor permaneciendo separada una de otra. Si se repartían la Galaxia, no se producirían interferencias entre ellas; habría demasiada distancia entre ambas civilizaciones. Los hulduvianos, en realidad, se mostraron muy complacientes. Accedieron a ocupar el borde exterior, a pesar de que en él hay pocas estrellas, dejándonos el centro.
»El acuerdo nos obliga a evacuar a todos los hombres y seres humanoides de su territorio antes de que ellos vengan a ocuparlos, del mismo modo que ellos han evacuado los nuestros. Sus colonizadores no llegarán de Júpiter y de Saturno hasta dentro de unos siglos; pero incluso así hemos tenido que limpiar ahora el Sector Sirio, ya que queda mucho trabajo a realizar en otras partes. Afortunadamente, en esta zona del espacio vive muy poca gente. El Sector Sirio ha sido una región aislada y primi... ejem... tranquila desde que cayó el Primer Imperio, hace cincuenta mil años.
Julith alzó ligeramente la voz.
—Pero, aquella gente somos nosotros...
—Y la gente de Alfa Centauro, y de Proción, y de Sirio, y... ¡Oh! De otros centenares de estrellas. Sin embargo, todos juntos no sois más que una diminuta gota en medio de los cuatrillones de la Galaxia. ¿Comprendes, Julith, la necesidad del traslado para bien de todos?
—Si —respondió la muchacha—. Sí, lo sé.
Se puso en pie.
—Vamos a nadar un poco —dijo.
Jorun sonrió y sacudió la cabeza.
—No, te esperaré aquí para llevarte al pueblo, si quieres.
Julith asintió y corrió a ocultarse detrás de una duna para ponerse el traje de baño. Los terráqueos hablan declarado tabú a la desnudez, a pesar del suave clima interglacial; típica irracionalidad primitiva. Jorun se tumbó en la arena, doblando los brazos detrás de su cabeza, y contempló el cielo que empezaba a oscurecerse con las primeras sombras del crepúsculo. La estrella vespertina parpadeaba a lo lejos, blanca en el borroso horizonte azul. ¿Era Venus... o Mercurio? No estaba seguro. Le hubiera gustado saber algo más acerca de la historia del Sistema Solar, de los primeros hombres que pilotaron sus estruendosos cohetes para ir a morir en mundos desconocidos, de las primeras etapas en la ruta hacia las estrellas. Podía encontrarlo en los archivos de Corozano, pero sabía que nunca lo haría. Demasiadas cosas que hacer, demasiadas cosas que recordar... Probablemente, menos del uno por ciento del género humano sabía dónde se encontraba la Tierra... aunque hubo una época en que fue un centro turístico muy importante. Pero de eso hacía ya treinta mil años.
Debido a que este mundo, entre tantos millones, tenía determinadas características físicas, pensé, mi raza ha conseguido imponer unas normas generales. Nuestras unidades básicas de longitud, tiempo y aceleración, las comparaciones mediante las cuales clasificamos los inumerables planetas de la Galaxia, tuvieron su origen en la Tierra. Llevamos el callado recuerdo de nuestro lugar de nacimiento en toda nuestra civilización, y lo llevaremos siempre. Pero, ¿nos ha dado la Tierra algo más que eso? Nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestros sueños, ¿son también hijos de la Tierra?
Ahora estaba pensando cómo Kormt, el testarudo anciano que se aferraba tan ciegamente a esta tierra, simplemente porque era la suya. Cuando se pensaba en todas las razas que andaban sobre los pies... ¡Cuán numerosas eran, cuántas clases de hombres había entre las estrellas! Y, sin embargo, todos ellos andaban erguidos; todos tenían dos ojos, y una nariz entre los ojos, y una boca debajo; todos ellos eran células de aquella grandiosa y antigua cultura que había empezado aquí, con el primer hombre velludo que encendió un fuego para protegerse del frío y de los peligros nocturnos. Si la Tierra no hubiera tenido oscuridad y frío y animales de presa, oxígeno, celulosa y pedernal, aquella cultura no hubiera llegado a desarrollarse, probablemente.
Estoy razonando de un modo ilógico. El cansancio y los nervios... el control psicomático que empieza a fallar. Ahora, la Tierra se está convirtiendo para mí en algún oscuro símbolo materno.
¿O lo ha sido siempre, para toda nuestra raza?
Una gaviota graznó por encima de su cabeza y se perdió de vista.
El sol empezaba a hundirse en el horizonte. Julith se acercó corriendo, su rostro casi invisible en la semioscuridad. Respiraba agitadaimente, y Jorun no pudo decir si el estremecimiento de su voz era risa o llanto.
—Será mejor que regresemos a casa —dijo la muchacha.
III
Emprendieron el vuelo de regreso, lentamente. El pueblo era un amarillo parpadeo de luces, brillando cálidamente a través de las ventanas. Jorun dejó a la muchacha a la puerta de su casa.
—Gracias, buen señor —dijo Julith, cortésmente—. ¿No quieres entrar a cenar?
—Bueno...
La puerta se abrió. La luminosa túnica de Jorun le convertía en una antorcha en medio de la oscuridad.
—Es el hombre de las estrellas —dijo una voz de mujer.
—He llevado a tu hija hasta la playa —explicó Jorun—. Espero que no te moleste.
—Y si nos molestara, ¿qué sacaríamos con ello? —gruñó otra voz. Jorun reconoció a Kormt; el anciano debió acudir como huésped a la casa de su nieto desde su granja de las afueras—. ¿Qué podríamos hacer?
—Vamos, abuelo, ése no es modo de hablarle al caballero —dijo la mujer—. Ha sido muy amable. ¿Cenará usted con nosotros, buen señor?
Jorun rehusó dos veces, por si la invitación era un simple acto de cortesía, y luego aceptó encantado. Estaba cansado de la comida que le servían en la posada donde Zorek y él se hospedaban.
—Gracias.
Entró en la casa, inclinándose al cruzar el umbral, demasiado bajo para su estatura. Una sola habitación hacía las veces de cocina, comedor y sala de estar; unas puertas conducían a los dormitorios. Estaba amueblada con una rústica elegancia: alfombras de pieles, entabladuras de encina, columnas labradas, relucientes objetos de cobre trabajado a mano. Un reloj de radio, increíblemente antiguo a juzgar por su aspecto, descansaba sobre la repisa de la chimenea, sobre de un crepitante fuego; encima de él colgaba una escopeta de carga química, evidentemente de manufactura local. Los padres de Julith, una silenciosa pareja de campesinos, le acompañaron hasta un extremo de la mesa de madera, mientras media docena de chiquillos le contemplaban con los ojos muy abiertos. Los niños eran los únicos terráqueos que parecían considerar el traslado como una emocionante aventura.
La comida era buena y abundante: carne, verduras, pan, leche, helado, café, todo procedente de las granjas de aquellos alrededores. No había mucho comercio entre los pocos millares de comunidades de la Tierra; prácticamente todas se bastaban a sí mismas. Comieron en silencio, como era costumbre. Cuando hubieron terminado, Jorun deseó marcharse, pero le pareció descortés hacerlo inmediatamente. Acercó una silla al hogar y se sentó delante del fuego, enfrente de la silla ocupada por Kormt.
El anciano sacó una vieja pipa y empezó a fumar. Su rostro quedaba oculto en la sombra, y sólo sus ojos eran visibles.
—Pronto voy a bajar contigo al Ayuntamiento —dijo—. Supongo que es allí donde va a efectuarse el trabajo.
—Sí —dijo Jorun—. Puedo relevar a Zarek. Y le agradezco que me acompañe. Tu influencia es muy grande entre esa gente.
—Tiene que serio —dijo Kormt—. He sido su Portavoz desde hace un centenar de años, aproximadamente. Y mi padre Gerlaug lo fue antes que yo, y su padre Kormt lo fue antes que él... —contempló unos instantes en silencio a Jorun, a través de sus enmarañadas cejas—. ¿Quién fue tu bisabuelo?
—Lo ignoro. Supongo que estará vivo en alguna parte, pero...
—Lo que imaginaba. Ni matrimonio, ni familia, ni hogar, ni tradición. —Kormt sacudió lentamente su maciza cabeza—. ¡Compadezco a los galácticos!
—Por favor... —El anciano podía mostrarse tan enojoso como un calculador averiado—. Tenemos archivos que se remontan a una época anterior a la salida del hombre de este planeta. Archivos de todo. Sois vosotros los que habéis olvidado.
Kormt sonrió y expelió una nube de humo azulado.
—No me refería a eso.
—¿Quiere usted decir que cree que es bueno para los hombres vivir una existencia sin cambios, monótonamente igual de siglo en siglo..., sin nuevos sueños, sin nuevos triunfos, siempre con la misma rutina? No estoy de acuerdo.
La mente de Jorun se sumergió en la historia, tratando de valorar las motivaciones básicas de su adversario. Tenían que ser parcialmente culturales, parcialmente biológicas. En una época determinada, la Tierra había sido el centro del universo civilizado. Pero la emigración hacia las estrellas, especialmente intensa después de la caída del Primer Imperio, arrastró a los elementos más aventureros de la población. La sangría duró millares de años. La Tierra había quedado empobrecida, y no había en ella nada que atrajera a un joven o a una muchacha dotados de vitalidad y de imaginación..., sabiendo que podían ir hacia el centro galáctico y unirse a la nueva civilización que se estaba edificando allí. El tráfico espacial se hizo cada vez menos intenso; las viejas máquinas se enmohecieron y no fueron reemplazadas; era mejor marcharse cuando todavía se estaba a tiempo.
Eventualmente, se creó un determinado tipo psicosomático, un tipo que vivía apegado a la tierra en comunidades aisladas y primitivas y se contentaba con atender a sus necesidades elementales con el trabajo de sus manos, y la ayuda de un caballo o de un ocasional motor en mal uso. Así nació una cultura retrógrada, que aumentó aquella rigidez. Los pocos que habían visitado la Tierra durante los últimos milenios —tal vez un visitante cada siglo, deteniéndose brevemente de camino hacia otra parte— descubrieron que allí no había ningún reto con que enfrentarse, ni ningún estímulo. Los terráqueos no querían más gente, más máquinas, más nada; lo único que deseaban era continuar como estaban.
No podía decirse que se habían estancado. Su vida era demasiado saludable, su civilización demasiado rica a su modo: arte popular, música popular, ceremonial, religión, la intimidad de la vida familiar que los galácticos habían perdido... Pero, para alguien que volaba entre las estrellas, era una existencia sin alicientes.
La voz de Kormt interrumpió sus pensamientos.
—Sueños, triunfos, trabajo, proezas, amor, vida... y finalmente muerte —dijo el anciano—. ¿Por qué tenemos que cambiar todo eso? Son cosas que nunca envejecen; para cada niño que nace son nuevas.
—Bueno... —empezó Jorun, pero se interrumpió. En realidad, no podía contestarse a aquella clase de lógica. Y no era un problema de lógica, sino algo más profundo—. Bueno —continuó—, como ya sabes, esta evacuación nos fue impuesta también a nosotros. No deseábamos efectuar este traslado, pero nos vimos obligados a él.
—¡Oh, si! —dijo Kormt—. Habéis sido muy amables. Hubiera sido más fácil para vosotros, hasta cierto punto, venir aquí con fuego, cañones y cadenas para nosotros, como hicieron los bárbaros hace muchísimo tiempo, entonces quizás hubiéramos podido comprendernos.
—En el mejor de los casos —dijo Jorun—, será duro para tu pueblo. Recibirá una fuerte impresión, y necesitará jefes que le guíen a través de ella. Tienes la obligación de continuar ayudándoles allí.
—Tal vez —Kormt envió una serie de anillos de humo en dirección al más joven de sus descendientes, un niño de tres años, que trataba de encaramarse a sus rodillas—. Pero conseguirán superar esa impresión.
—No pareces darte cuenta de que eres el último hombre sobre la Tierra que se niega a marcharse —dijo Jorun—. Te quedarás solo. ¡Para el resto de tu vida! No podremos regresar a buscarte bajo ninguna circunstancia, porque las colonias de hulduvianos se habrán establecido entre la Tierra y Sagitario y nuestro paso constituiría una violación de lo pactado. ¡Te quedarás solo!
Kormt se encogió de hombros.
—Soy demasiado viejo para cambiar de costumbres; y, de todos modos, no me quedan muchos años de vida. Podré vivir perfectamente, con las reservas de alimentos que quedarán aquí. —Alborotó los cabellos del niño, pero su rostro se contrajo en una mueca de cansancio—. Y ahora no hablemos más de esto, por favor. Estoy fatigado de este debate.
Jorun asintió y permaneció silencioso, como los demás, Los terráqueos se pasaban a veces horas enteras sentados, sin hablar, limitándose a gozar de la mutua presencia. Jorun pensó en Kormt, hijo de Gerlaug, el último hombre sobre la Tierra, completamente solo, viviendo solo y muriendo solo. Y, sin embargo, reflexionó, ¿acaso aquella soledad era mayor que la que soportaban todos los hombres durante todos sus días?
Súbitamente, el Portavoz dejó al chiquillo en el suelo, apagó su pipa y se puso en pie.
—Vamos —dijo, cogiendo su cayado.
Caminaron uno al lado del otro por la calle, bajo la macilenta luz de los faroles, pasando ante las amarillas ventanas. Sus pasos resonaban extrañamente en las losas de la acera. De cuando en cuando se cruzaban con alguien, una vaga figura que se inclinaba ante Korint. Sólo una persona no se dio cuenta de su presencia, una anciana que andaba llorando entre las altas paredes.
—Dicen que en vuestros mundos no es nunca de noche —dijo Kormt.
Jorun le miró de soslayo.
—Algunos planetas tienen cielos luminosos —dijo—, y unos cuantos tienen ciudades donde siempre hay luz. Pero cuando todos los hombres pueden controlar las energías cósmicas, no hay ningún motivo para que vivamos juntos; la mayoría de nosotros vivimos de un modo completamente independiente. En mi propio mundo hay noches muy oscuras, y desde mi hogar no puedo ver ninguna otra vivienda..., sólo los páramos.
—Debe de ser una vida muy extraña —dijo Kormt—. Sin pertenecer a nadie.
Llegaron a la plaza del mercado, un amplio espacio pavimentado y rodeado de casas. En el centro había una fuente, y encima de ella había colocada una estatua rescatada de las ruinas. Estaba rota, le faltaba un brazo..., pero la blanca y esbelta figura de la danzarina seguía reflejando juventud y alegría. Jorun sabía que los enamorados solían reunirse allí, y brevemente, irracionalmente, pensó en lo solitaria que estaría la muchacha durante los millones de años a venir.
El Ayuntamiento se encontraba en uno de los extremos de la plaza, enorme y oscuro, los aleros adornados con figuras de dragones, y el frontispicio con aves de alas extendidas. Era un edificio muy antiguo; nadie sabía cuántas generaciones de hombres se habían reunido en él. Una larga y paciente hilera de gente aguardaba en el exterior, esperando turno para entrar en la oficina del registro; al salir, desaparecían rápidamente en la oscuridad, en dirección a los refugios improvisados para ellos.
Andando junto a la cola, Jorun localizó algunos rostros entre las sombras. Una joven madre sosteniendo a un chiquillo que lloraba, con la cabeza inclinada sobre él, murmurando dulcemente para tranquilizarle. Un mecánico, con la ropa de trabajo, sonriendo con aire cansado el chiste que acababa de contarle el hombre que estaba detrás de él. Un campesino moreno, cejijunto, que murmuró una maldición al paso de Jorun. Los demás parecían aceptar su destino con bastante resignación. Un sacerdote, con la cabeza inclinada, a solas con su Dios. Un joven, frotándose nerviosamente las manos, unas manos enormes, diciéndole a alguien: «...podían haber esperado hasta después de la recolección. Me subleva la idea de dejar el grano en el campo...»
Jorun entró en la oficina del registro. El imberbe y rechoncho Zarek interrogaba pacientemente a los centenares de personas que se presentaban ante él, sombrero en mano: nombre, edad, sexo, ocupación, familiares, necesidades o deseos especiales... Marcaba las respuestas en la máquina registradora, capaz de contener medio millón de vidas en su cerebro electrónico.
—¡Oh! Por fin has llegado —gruñó Zarek—. ¿Dónde te has metido?
—Efectuando unos trabajos de conci —dijo Jorun. Utilizaban una especie de lenguaje cifrado: conci significaba conciliación, cualquier cosa que contribuyera a facilitar la evacuación—. Siento haber llegado tan tarde. Puedes descansar un rato, ahora.
—De acuerdo—. Creo que a medianoche habremos terminado con esto. —Zarek sonrió a Kormt—. Me alegro de verte, buen señor. Hay unas cuantas personas con las cuales me gustaría que hablaras.
Señaló a media docena de hombres sentados en uno de los extremos de la habitación. Ciertas quejas eran manejadas mucho mejor por los jefes indígenas.
Kormt asintió y se acercó al grupo. Jorun oyó a un hombre que empezaba una larga explicación: quería llevarse su arado, lo había construido él mismo, y no existía un arado mejor en todo el universo; pero el hombre de las estrellas le había dicho que ocuparía demasiado espacio.
—Ellos nos proporcionarán todo lo que necesitemos, hijo mío —dijo Kormt.
—Pero, se trata de mi arado... —dijo el hombre. Sus dedos retorcían su gorra.
Kormt se sentó y empezó a tranquilizarle.
Jorun ocupó el lugar de su compañero.
—¡Vaya una lata! —refunfuñó Zarek—. Menos mal que ya se acaba. Estoy deseando perder de vista este planeta.
—Es un mundo encantador —dijo Jorun—. No creo haber visto nunca otro más hermoso.
—A mí que no me saquen de Thonvar —replicó Zarek—. Me muero de ganas de sentarme junto al Searlet Seat, rodeado de helechos y de hierba roja, con un vaso de oehl en la mano y los geysers de cristal delante de mí. Eres un tipo muy raro, Jorun.
El fulkhisiano se encogió de hombros. Zarek le palmeó la espalda y se marchó en busca de la cena y de un poco de descanso. Jorun empezó con la rutina del registro. Fue interrumpido una vez por Kormt, el cual bostezó abiertamente y le dio las buenas noches. El desfile de rostros anónimos continuó. Jorun quedó ligeramente sorprendido al encontrarse delante del último: un hombre obeso, jovial, de mediana edad, con unos ojillos astutos, vestido de un modo algo más llamativo que los otros. Se inscribió como comerciante: un Comerciante en pequeña escala, explicó, que vendía ciertos artículos que los campesinos consideraban más conveniente comprar que fabricarlos ellos mismos.
—Lamento que hayas tenido que esperar tanto —dijo Jorun—. Trabajo de conci.
—¡Oh, no! —El comerciante sonrió—. Sabía que esos palurdos estarían aquí horas y horas, de modo que me fui a acostar y me he levantado hace media hora, cuando la cosa estaba a punto de terminar.
—Muy hábil. —Jorun se puso en pie, suspiró y se desperezó. La habitación estaba cavernosamente vacía, sus luces irradiaban un brillo desagradable. El silencio era absoluto.
—Bueno, soy un tipo listo, aunque me esté mal el decirlo. Y, a propósito, me gustaría expresarle mi agradecimiento por todo lo que están haciendo por nosotros.
—No puede decirse que estemos haciendo mucho...
Jorun cerró la máquina.
—¡Oh! A los destripaterrones tal vez no les guste, pero en realidad éste no es un lugar adecuado para un hombre de empresa. Está muerto. De haber existido algún medio de. transporte, haría mucho tiempo que estaría fuera de aquí. Ahora, cuando lleguemos a la civilización, habrá verdaderas oportunidades. Le apuesto lo que quiera a que dentro de cinco años me he creado una situación.
Jorun sonrió. Una sonrisa inexpresivo. ¿Qué posibilidades tendría aquel bárbaro en un mundo civilizado?
—Bueno —dijo—, buenas noches, y te deseo mucha suerte.
—Buenas noches, señor. Espero que volveremos a vernos.
Jorun apagó las luces y salió a la plaza. Estaba completamente desierta. La luna brillaba en el cielo, casi llena, y su frío resplandor oscurecía los faroles. Oyó un perro que aullaba en la lejanía, los perros de la Tierra —no iban a llevárselos— quedarían también muy solos.
Bueno, pensó, el trabajo ha terminado. Mañana o pasado mañana llegarán las naves.
IV
Se sentía muy cansado, pero no tenía ganas de dormir. Hasta entonces no había tenido ocasión de inspeccionar las ruinas, y pensó que no estaría mal contemplarlas a la luz de la luna.
Ascendiendo por encima de tejados y árboles, voló hasta la ciudad muerta. Durante unos instantes colgó del cielo como terciopelo oscuro, una leve brisa murmuró a su alrededor y oyó el lejano rumor de los grillos y del mar.
Sol City, capital del legendario Primer Imperio, había sido enorme. Se había extendido sobre más de cincuenta mil kilómetros cuadrados cuando era el alegre y perverso corazón de la civilización humana y se henchía con la sangre vital de las estrellas. Y, sin embargo, los hombres que la habían construido fueron hombres de gusto, y habían contratado verdaderos genios para que crearan para ellos. La ciudad no era una colección de edificios; era un conjunto equilibrado, que irradiaba desde los altos picos del Palacio central, a través de columnatas y parques y surtidores, que adornaban los palacetes de los gobernantes. A pesar de su monstruoso tamaño, había sido una hermosa ciudad, un encaje de metal bruñido y piedra blanca, negra y roja, de plástico de vivos colores, música y luz... en todas partes luz.
Bombardeada desde el espacio; saqueada una y otra vez por las hordas de bárbaros que hormigueaban como gusanos a través de los huesos del asesinado Imperio; sacudida por el lento agrietamiento de la corteza terrestre; excavada por centenares de generaciones de arqueólogos, buscadores de tesoros y simples curiosos; convertida en un montón de metal y de piedra por los ignorantes campesinos que finalmente se agruparon a su alrededor..., seguía conservando un halo de belleza que era como un sueño recordado a medias. Un sueño que la raza había tenido en otro tiempo.
Y ahora estamos despertando.
Jorun se movió silenciosamente entre las ruinas. Los árboles crecían entre bloques caídos bañados por la luz de la luna; el mármol era muy blanco contra el fondo de oscuridad. De cuando en cuando, se hacía visible el perfil de una casa; una casa donde un noble había recibido a sus amigos, donde personas cuya carne ya era polvo habían dormido, y se habían amado, y se habían asomado a las ventanas para contemplar en silencio el ruidoso espectáculo de la ciudad; donde los esclavos habían vivido, y trabajado, y a veces llorado; donde los chiquillos se habían entregado a sus juegos. ¡Oh! Había sido una época dura y cruel; su desaparición estaba justificada, pero había vivido. Como expresión de todo lo que era noble, y espléndido, y malvado, y simplemente ávido en la raza.
Un gato trepó a una de las paredes y se deslizó silenciosamente por ella, cazando. Jorun se estremeció ligeramente y voló hacia el centro de la ciudad, al palacio imperial. Una lechuza siseó en alguna parte, y un murciélago se apartó de su camino como una pequeña alma en pena ennegrecida por el fuego del infierno. Jorun no levantó una pantalla contra el viento: dejó que el aire soplara a su alrededor, el aire de la Tierra.
El palacio estaba casi completamente derruido; un montón de piedras y de huesos descarnados de metal «eterno» enmohecido por el viento, las lluvias y las heladas de innumerables siglos; pero en otra época había sido gigantesco. En la actualidad los hombres no solían construir edificios tan enormes: no los necesitaban. Y todo el espíritu humano habla cambiado, haciéndose más abstracto, encontrando sus tesoros dentro de sí mismo. Pero había habido un esplendor elemental en el hombre primitivo y en las obras que realizó para desafiar al cielo.
Una de las torres seguía en pie: blanca bajo las estrellas, irguiéndose en una filigrana de columnas y arcos increíblemente esbeltos, como si estuvieran construidos con rayos de luna. Jorun se posó en la rota balaustrada superior, una forma apenas visible encima de la fantasía en blanco y negro de las ruinas. Un halcón emprendió el vuelo desde su nido, luego hubo silencio.
No... un momento... otro aullido, resonando desde el cielo, una sombra negra a través del rostro de la luna.
«¡Hai-ah!»
Jorun reconoció el alegre grito del joven Cluthe, volando por el espacio como un demonio sobre un mango de escoba, y frunció el ceño, disgustado. En aquellos momentos no deseaba ser molestado.
Bueno, tenían tanto derecho como él a venir aquí. Reprimió su emoción, e incluso compuso una sonrisa. Después de todo, le hubiera gustado sentirse alegre y despreocupado de cuando en cuando, pero le resultaba imposible. Jorun no era mucho más viejo que Cluthe —unos cuantos siglos, a lo sumo—, pero procedía de una familia melancólica; había nacido viejo.
Otra forma perseguía a la primera, cuando estuvieron más cerca, Jorun reconoció la esbelta silueta de Taliuvenna. Aquella pareja había sido destinada a uno de los distritos africanos, pero...
Notaron su presencia y descendieron hasta la balaustrada.
—¿Cómo estás? —preguntó Cluthe. Su delgado rostro reía a la luz de la luna—. ¡Oh! ¡Vaya un vuelo!
—Estoy bien —dijo Jorun—. ¿Habéis terminado con vuestro sector?
—Sí. Decidimos darnos una vuelta por aquí. Era nuestra última oportunidad de echarle una ojeada a todo esto.
Taliuvenna frunció los labios mientras contemplaba las ruinas. Procedía de Yunith, uno de los pocos planetas donde todavía se edificaban ciudades.
—Pensé que sería más grande —dijo, en tono decepcionado.
—Bueno, no hay que olvidar que construyeron esto hace más de cincuenta mil años —dijo Cluthe—. Para aquella época, no está mal.
—Quedan excelentes muestras de arte —dijo Jorun—. Piezas que por uno u otro motivo no salieron de aquí. Pero tendréis que buscarlas, si queréis verlas.
—He visto ya un montón de ellas, en museos —dijo Taliuvenna—. No están mal.
—Vamos, Tally —gritó Cluthe, tocando a su compañero en el hombro y emprendiendo el vuelo.
Taliuvenna salió disparado detrás de él, riendo. Revolotearon por encima de las ruinas, y sus gritos despertaron un clamor de ecos.
Jorun suspiró.
Será mejor que vaya a acostarme, pensó. Es muy tarde.
La nave espacial era una columna de acero erguida contra un cielo gris. De cuando en cuando una fina llovizna la convertía en una sombra borrosa; luego, dejaba de llover y los flancos de la nave relucían como si acabaran de bruñirlos. Las nubes se deslizaban por el firmamento como jirones de humo, y el viento gemía entre los árboles.
La hilera de terrestres que penetraba lentamente en la nave parecía interminable. Un par de miembros de la tripulación volaba encima de ellos, tendiendo un escudo protector contra la lluvia. Avanzaban en silencio, empujando carritos de mano que contenían sus modestas pertenencias. Jorun les contemplaba, un rostro detrás de otro... ennegrecidos y curtidos por el sol de la Tierra y los vientos de la Tierra, las manos todavía manchadas con el barro de la Tierra.
Bueno, pensó Jorun, ya están en marcha. No se muestran tan emocionados como había creído. Me pregunto si realmente les importa.
Pasó Julith, acompañada de sus padres. La niña le vio y se apartó de la hilera para saludarle.
—Adiós, buen señor —dijo. Alzando la mirada, le mostró un rostro pequeño y serio—. ¿Volveré a verte?
—Sí —mintió Jorun—. Procuraré hacerte alguna visita.
—¡No lo olvides, por favor! Dentro de unos años, tal vez, cuando puedas.
Será tarea de muchas generaciones levantar a una gente como ésta a nuestro nivel. Dentro de unos años —para mí— Julith reposará en su tumba.
—Estoy seguro de que serás muy feliz —dijo.
Julith tragó saliva.
—Sí —murmuró, en voz tan baja que Jorun apenas pudo oírla—. Sí, sé que seré feliz.
Dio media vuelta y echó a correr hacia su madre. Las gotas de lluvia brillaron en sus cabellos.
Zarek se acercó a Jorun.
—Me efectuado un recorrido de última hora por toda la zona —dijo—. No he detectado ninguna señal de vida humana. De modo que todos van a marcharse, excepto tu viejo.
—Bien —dijo Jorun en tono inexpresivo.
—Me gustaría que pudieras hacer algo por él.
—También a mí me gustaría.
Zorek volvió a alejarse.
Un hombre y una mujer, jóvenes, cogidos de la mano, se apartaron un poco de la hilera. Un tripulante planeó encima de ellos.
—Será mejor que regreséis a la fila —les advirtió—. Vais a quedar empapados por la lluvia.
—Eso es lo que queremos —dijo el joven.
El tripulante se encogió de hombros y se alejó. Al cabo de un rato, la pareja regresó a la fila.
La cola de la procesión pasó por delante de Jorun y la nave se la tragó rápidamente. La lluvia caía ahora con más intensidad, rebotando contra su escudo protector como lanzas de plata. Hacia poniente parpadeaban los relámpagos, y Jorun oyó el lejano rumor del trueno.
Kormt se acercó a él, andando lentamente. La lluvia empapaba sus ropas y sus largos cabellos grises. Sus zuecos de madera producían un sonido húmedo en el barro. Jorun extendió el escudo protector para cubrirle.
—Espero que habrás cambiado de idea —dijo el fulkhisiano.
—No, no he cambiado de idea —respondió Kormt—. He querido mantenerme alejado hasta que todo el mundo estuviera a bordo. No me gustan las despedidas.
—No sabes lo que dices —insistió Jorun por ¿milésima...? vez—. Es una locura quedarse aquí... solo.
—Ya te he dicho que no me gustan las despedidas —repitió Kormt, bruscamente.
—Voy a avisar al capitán de la nave —dijo Jorun—. Dispones de media hora antes de que despegue. Nadie se reirá de ti si cambias de idea.
—No cambiaré —Kormt sonrió sin alegría—. Tu pueblo es el futuro, supongo. ¿Por qué no puedes dejar al pasado solo? Yo soy el pasado. —Miró hacia las lejanas colinas, ocultas por la intensa lluvia—. Me gusta todo esto, galáctico.
—Bien. Entonces... —Jorun extendió su mano, en el arcaico gesto de la Tierra—. Adiós.
—Adiós.
Kormt estrechó la mano del fulkhisiano sin la menor emoción. Luego dio media vuelta y echó a andar hacia el pueblo. Jorun le contempló hasta que se perdió de vista.
El técnico se detuvo en la portezuela de la nave y se volvió a mirar el paisaje gris y el pueblo, de cuyas chimeneas no salía ningún humo. Adiós, madre mía, pensó. Y luego, sorprendiéndose a sí mismo: Tal vez Kormt está haciendo lo que debe, después de todo.
Al atardecer, las nubes se dispersaron y el cielo adquirió un hermoso color azul pálido, como si acabaran de lavarlo. La hierba y las hojas de los árboles relucían. Kormt salió de la casa para contemplar la puesta de sol. El espectáculo era magnífico, todo llamas y oro. Una verdadera lástima que la pequeña Julith no estuviera allí para verlo; siempre le habían gustado las puestas de sol. Pero Julith estaba ahora tan lejos, que si le enviaba un grito que viajara a la velocidad de la luz, cuando él oyera el grito Julith ya estaría muerta.
Llenó su pipa de tabaco, la encendió y aspiró una profunda bocanada de humo. Con las manos en los bolsillos, vagabundeó por las mojadas calles. El sonido de sus zuecos resultaba inesperadamente intenso.
Bueno, hijo, pensó, ahora tienes todo un mundo para ti, tal como querías. Eres el hombre más rico que ha existido nunca.
Mantenerse vivo no sería problema. En el pueblo había almacenada suficiente comida de todas clases para alimentar a un centenar de hombres durante los diez o veinte años que le quedaban de vida. Pero Kormt quería estar ocupado. Cuidaría de la granja, del ganado, repararía los desperfectos, limpiaría... Un hombre tiene que mantenerse ocupado.
Llegó al final de la calle y se adentró por un camino que ascendía por la ladera de una colina. El crepúsculo se espesaba sobre los campos, el mar era una lejana cinta metálica y unas cuantas estrellas empezaban a parpadear en el cielo.
Soplaba una leve brisa que murmuraba a través de las copas de los árboles. Todo estaba en calma.
En la cumbre de la colina se erguía la capilla, un pequeño edificio de piedra. Kormt cruzó la verja que conducía al cementerio, situado en la parte trasera. Allí, en aquellas tumbas, reposaban miles de años de hombres y mujeres que habían vivido, trabajado, amado, llorado, reído... y muerto. Alguien había depositado un ramo de flores sobre una tumba aquella misma mañana. Al día siguiente, las flores se habrían marchitado y el viento esparciría sus restos por el campo santo. Tendría que cuidarlo, también. Esto le ayudaría a pasar el tiempo.
Encontró el panteón familiar y se detuvo ante él, con las piernas abiertas y los puños en las caderas, fumando y contemplando las lápidas de los que reposaban en la tierra. Su padre, su madre... Alargó la mano y sus dedos rozaron suavemente la lápida de su esposa. Muchos de sus hijos estaban aquí, también; a veces le resultaba difícil creer que el robusto Gerlaug, y el sonriente Stamm, y la tímida y suave Huwan habían muerto. Sí, había sobrevivido a demasiada gente.
Tenía que quedarme, pensó. Este es mi mundo, pertenezco a él y no podía marcharme. Alguien tenía que quedarse a cuidar todo esto, aunque sea por poco tiempo. Puedo dedicarle diez años más, antes de que llegue el bosque y se apodere de ello.
Las sombras se espesaban a su alrededor. Más allá de la colina, los árboles se erguían como una muralla. En un momento determinado, Kormt se sobresaltó. Le había parecido oír llorar a un niño. No, era un pájaro. Se reprochó a sí mismo los absurdos latidos de su corazón.
Este es un lugar muy triste, pensó. Será mejor que regrese a casa.
Salió lentamente del campo santo y empezó a descender la colina. Las estrellas brillaban ahora por miríadas. Kormt levantó los ojos al cielo y pensó que nunca había visto brillar tanto las estrellas. Demasiado brillantes; aquello no le gustó.
Marchaos, estrellas, pensó. Os habéis llevado a mi pueblo, pero yo me he quedado aquí. Este es mi mundo.
Se inclinó para tocar la tierra, pero la hierba estaba fría y húmeda bajo su palma.
La grava del camino resonaba fuertemente a su paso, y el viento seguía murmurando, pero no se oía ningún otro sonido. Ni una voz que gritara. Ni un motor que funcionara. Ni un perro que ladrara. No, Kormt no había creído que todo quedara tan silencioso.
Y oscuro, no brillaba ninguna luz. Tendría que encender también los faroles de las calles... Resultaba muy poco divertido no poder ver el pueblo desde allí, no poder ver nada, excepto las estrellas. Tenía que haberse traído una linterna, pero era viejo y desmemoriado, y ahora no había nadie que pudiera recordárselo. Y a su muerte no habría nadie que plegara sus manos sobre su pecho, nadie que cerrara sus ojos y le depositara en la tierra. Y los bosques irían invadiéndole todo y los animales salvajes roerían sus huesos.
Las estrellas brillaban y brillaban encima de él. Alzando la mirada, contra su voluntad, Kormt las vio brillar, silenciosas, y tranquilas. ¡Cuán lejanas estaban! La luz que veía había abandonado su punto de partida mucho antes de que él naciera.
Se detuvo, conteniendo la respiración. «¡No!», susurró.
Este era su mundo. Esta era la Tierra, el hogar del hombre, pertenecía a ella y ella le pertenecía a él. ¡La Tierra no podía quedarse sola!
El último hombre vivo. El último hombre en todo el mundo.
Kormt profirió un grito y echó a correr. Sus zuecos resonaron fuertemente sobre la grava del camino, pero el sonido no tardó en quedar tragado por el silencio. Kormt se cubrió el rostro contra el implacable brillo de las estrellas. Pero no había ningún lugar adonde ir, ningún lugar.
FIN