Publicado en
junio 27, 2010
La teoría de la relatividad, el hecho intelectual de más rango que el presente puede ostentar, es una teoría, y, por tanto, cabe discutir si es verdadera o errónea. Pero, aparte de su verdad o su error, una teoría es un cuerpo de pensamientos que nace en un alma, en un espíritu, en una conciencia, lo mismo que el fruto en el árbol. Ahora bien, un fruto nuevo indica una especie vegetal nueva que aparece en la flora. Podemos, pues, estudiar aquella teoría con la misma intención que el botánico cuando describe una planta: prescindiendo de sí el fruto es saludable o nocivo, verdadero o erróneo, atentos exclusivamente a filiar la nueva especie, el nuevo tipo de ser viviente que en él sorprendemos. Este análisis nos descubrirá el sentido histórico de la teoría de la relatividad, lo que ésta es como fenómeno histórico.
Sus peculiaridades acusan ciertas tendencias específicas en el alma que la ha creado. Y como un edificio científico de esta importancia no es obra de un solo hombre, sino resultado de la colaboración indeliberada de muchos, precisamente de los mejores, la orientación que revelen esas tendencias marcará el rumbo de la historia occidental.
No quiero decir con esto que el triunfo de esta teoría influirá sobre los espíritus, imponiéndoles determinada ruta. Esto es evidente y banal. Lo interesante es lo inverso: porque los espíritus han tomado espontáneamente determinada ruta, ha podido nacer y triunfar la teoría de la relatividad. Las ideas, cuanto más sutiles y técnicas, cuanto más remotas parezcan de los afectos humanos, son síntomas más auténticos de las variaciones profundas que le producen en el alma histórica. Basta con subrayar un poco las tendencias generales que han actuado en la invención de esta teoría, basta con prolongar brevemente sus líneas más allá del recinto de la física, para que aparezca a nuestros ojos el dibujo de una sensibilidad nueva, antagónica de la reinante en los últimos siglos.
1.- Absolutismo
El nervio de todo el sistema está en la idea de la relatividad. Todo depende, pues, de que se entienda bien la fisonomía que este pensamiento tiene en la obra genial de Einstein. No sería falto de toda mesura afirmar que éste es el punto en que la genialidad ha insertado su divina fuerza, su aventurero empujón, su audacia sublime de arcángel. Dado este punto, el resto de la teoría podía haberse encargado a la mera discreción. La mecánica clásica reconoce igualmente la relatividad de todas nuestras determinaciones sobre el movimiento, por tanto de toda posición en el espacio y en el, tiempo que sea observable por nosotros. ¿Cómo la teoría de Einstein, que, según oímos, trastorna todo el clásico edificio de la mecánica, destaca en su nombre propio, como su mayor característica, la relatividad? Este es el multiforme equívoco que conviene ante todo deshacer. El relativismo de Einstein es estrictamente inverso al de Galileo y Newton. Para éstos las determinaciones empíricas de duración, colocación y movimiento son relativas porque creen en la existencia de un espacio, un tiempo y un movimiento absolutos. Nosotros no podemos llegar a éstos; a lo sumo, tenemos de ellos noticias indirectas (por ejemplo, las fuerzas centrífugas). Pero sí se cree en su existencia, todas las determinaciones que efectivamente poseemos quedarán descalificadas como meras apariencias, como valores relativos al punto de comparación que el observador ocupa. Relativismo aquí significa, en consecuencia, un defecto. La física de Galileo y Newton, diremos, es relativa. Supongamos que, por unas u otras razones, alguien cree forzoso negar la existencia de esos inasequibles absolutos en el espacio, el tiempo y la transferencia. En el mismo instante, las determinaciones concretas, que antes parecían relativas en el mal sentido de la palabra, libres de la comparación con lo absoluto, se convierten en las únicas que expresan la realidad. No habrá ya una realidad absoluta (inasequible) y otra relativa en comparación con aquélla. Habrá una sola realidad, y ésta será la que la física positiva aproximadamente describe. Ahora bien, esta realidad es la que el observador percibe desde el lugar que ocupa; por tanto, una realidad relativa. Pero como esta realidad relativa, en el supuesto, que hemos tomado, es la única que hay, resultará, a la vez que relativa, la realidad verdadera, o, lo que es igual, la realidad, absoluta. Relativismo aquí no se opone a absolutismo; al contrario, se funde con éste, y lejos de sugerir un defecto de nuestro conocimiento, le otorga una validez absoluta.
Tal es el caso de la mecánica de Einstein. Su física no es relativa, sino relativista, y merced a su relativismo consigue una significación absoluta.
La más trivial tergiversación que puede sufrir la nueva mecánica es que se la interprete como un engendro más del viejo relativismo filosófico que precisamente viene ella a decapitar. Para el viejo relativismo, nuestro conocimiento es relativo, porque lo que aspiramos a conocer (la realidad tempo-espacial) es absoluto y no lo conseguimos. Para la física de Einstein nuestro conocimiento es absoluto; la realidad es la relativa. Por consiguiente, conviene ante todo destacar como una de las facciones más genuinas de la nueva teoría su tendencia absolutista en el orden del conocimiento. Es, inconcebible que esto no haya sido desde luego subrayado por los que interpretan la significación filosófica de esta genial innovación. Y, sin embargo, está bien clara esa tendencia en la fórmula capital de toda la teoría: las leyes físicas son verdaderas, cualquiera que sea el sistema de referencia usado, es decir, cualquiera que sea el lugar de la observación. Hace cincuenta años preocupaba a los pensadores si, “desde el punto de vista de Sirio”, las verdades humanas lo serían. Esto equivalía a degradar la ciencia que el hombre hace, atribuyéndole un valor meramente doméstico. La mecánica de Einstein permite a nuestras leyes físicas armonizar con las que acaso circulan en las mentes de Sirio. Pero este nuevo absolutismo se diferencia radicalmente del que animó a los espíritus racionalistas en las postreras centurias. Creían éstos que al hombre era dado sorprender el secreto de las cosas, sin más que buscar en el seno del propio espíritu las verdaderas eternas de que está henchido. Así, Descartes crea la física sacándola, no de la experiencia, sino de lo que él llama el trésor de mon esprit. Estas verdades, que no proceden de la observación, sino de la pura razón, tienen un valor universal, y en vez de aprenderlas nosotros de las cosas, en cierto modo las imponemos a ellas: son verdades a priori. En el propio Newton se encuentran frases reveladoras de ese espíritu racionalista. “En la filosofía de la naturaleza, dice, hay que hacer abstracción de los sentidos”. Dicho en otras palabras: para averiguar lo que una cosa es, hay que volverse de espaldas a ella. Un ejemplo de estas mágicas verdades es la ley de inercia; según ella, un cuerpo libre de todo influjo, sí se mueve, se moverá indefinidamente en sentido rectilíneo y uniforme. Ahora bien: ese cuerpo exento de todo influjo nos es desconocido. ¿Por qué tal afirmación? Sencillamente porque el espacio tiene una estructura rectilínea, euclidiana, y, en consecuencia, todo movimiento “espontáneo” que no esté desviado por alguna fuerza se acomodará a la ley del espacio. Pero esta índole euclidiana del espacio, ¿quién la garantiza? ¿La experiencia? En modo alguno; la pura razón es la que, previamente a toda experiencia, resuelve sobre la absoluta necesidad de que el espacio en que se mueven los cuerpos físicos sea euclidiano. El hombre no puede ver sino en el espacio euclidiano. Esta peculiaridad del habitante de la tierra es elevada por el racionalismo a ley de todo el cosmos. Los viejos absolutistas cometieron en todos los órdenes la misma ingenuidad. Parten de una excesiva estimación del hombre. Hacen de él un centro del universo, cuando es sólo un rincón. Y éste es el error más grave que la teoría de Einstein viene a corregir.
2.- Perspectivismo
El espíritu provinciano ha sido siempre, y con plena razón, considerado como una torpeza. Consiste en un error de óptica. El provinciano no cae en la cuenta de que mira el mundo desde una posición excéntrica. Supone, por el contrario, que está en el centro del orbe, y juzga de todo como sí su visión fuese central. De aquí una deplorable suficiencia que produce efectos tan cómicos. Todas sus opiniones nacen falsificadas, porque parten de un pseudocentro. En cambio, el hombre de la capital sabe que su ciudad, por grande que sea, es sólo un punto del cosmos, un rincón excéntrico. Sabe, además, que en el mundo no hay centro y que es, por tanto, necesario descontar en todos nuestros juicios la peculiar perspectiva que la realidad ofrece mirada desde nuestro punto de vista. Por este motivo, al provinciano el vecino de la gran ciudad parece siempre escéptico, cuando sólo es más avisado.
La teoría de Einstein ha venido a revelar que la ciencia moderna, en su disciplina ejemplar -la nuova scienza de Galileo, la gloriosa física de Occidente-, padecía un agudo provincianismo. La geometría euclidiana, que sólo es aplicable a lo cercano, era proyectada sobre el universo. Hoy se empieza en Alemania a llamar al sistema de Euclides “geometría de lo próximo”, en oposición a otros cuerpos de axiomas que, como el de Riemann, son geometrías de largo alcance.
Como todo provincianismo, esta geometría provincial ha sido superada merced a una aparente limitación, a un ejercicio de modestia. Einstein se ha convencido de que hablar del espacio es una megalomanía que lleva inexorablemente al error. No conocemos más extensiones que las que medimos, y no podemos medir más que con nuestros instrumentos. Estos son nuestros órganos de visión científica; ellos determinan la estructura especial del mundo que conocemos. Pero, como lo mismo acontece a todo otro ser que desde otro lugar del orbe quiera construir una física, resulta que esa limitación no lo es en verdad.
No se trata, pues, de reincidir en una interpretación subjetivista del conocimiento, según la cual la verdad sólo es verdad para un determinado sujeto. Según la teoría de la relatividad, el suceso A, que desde el punto de vista terráqueo precede en el tiempo al suceso B, desde otro lugar del universo, Sirio por ejemplo, aparecerá sucediendo a B. No cabe inversión más completa de la realidad. ¿Quiere esto decir que o nuestra imaginación es falsa o la del avecindado en Sirio? De ninguna manera. Ni el sujeto humano ni el de Sirio deforman lo real. Lo que ocurre es que una de las cualidades propias a la realidad consiste en tener una perspectiva, esto es, en organizarse de diverso modo para ser vista desde uno u otro lugar. Espacio y tiempo son los ingredientes objetivos de la perspectiva física, y es natural que varíen según el punto de vista. En la introducción al primer Espectador, aparecido en enero de 1916, cuando aún no se había publicado nada sobre la teoría general de la relatividad (1), exponía yo brevemente esta doctrina perspectivista, dándole una amplitud que trasciende de la física y abarca toda realidad. Hago esta advertencia para mostrar hasta qué punto es un signo de los tiempos pareja manera de pensar.
Y lo que más me sorprende es que no haya reparado nadie todavía en este rasgo capital de la obra de Einstein. Sin una sola excepción -que yo sepa-, cuanto se ha escrito sobre ella interpreta el gran descubrimiento como un paso más en el camino del subjetivismo (2). En todas las lenguas y en todos los giros se ha repetido que Einstein viene a confirmar la doctrina kantiana, por lo menos en un punto: la subjetividad de espacio y tiempo. Me importa declarar taxativamente que esta creencia me parece la más cabal incomprensión del sentido que la teoría de la relatividad encierra.
Precisemos la cuestión en pocas palabras, pero del modo más claro posible. La perspectiva es el orden y forma que la realidad toma para el que la contempla. Sí varía el lugar que el contemplador ocupa, varía también la perspectiva. En cambio, si el contemplador es sustituido por otro en el mismo lugar, la perspectiva permanece idéntica. Ciertamente, si no hay un sujeto que contemple, a quien la realidad aparezca, no hay perspectiva. ¿Quiere esto decir que sea subjetiva? Aquí está el equívoco que durante dos siglos, cuando menos, ha desviado toda la filosofía, y con ella la actitud del hombre ante el universo. Para evitarlo basta con hacer una sencilla distinción.
Cuando vemos quieta y solitaria una bola de billar, sólo percibimos sus cualidades de color y forma. Mas he aquí que otra bola de billar choca con la primera. Esta es despedida con una velocidad proporcionada al choque. Entonces notamos una nueva cualidad de la bola que antes permanecía oculta: su elasticidad. Pero alguien podría decirnos que la elasticidad no es una cualidad de la bola primera, puesto que sólo se presenta cuando otra choca con ella. Nosotros contestaríamos prontamente que no hay tal. La elasticidad es una cualidad de la bola primera, no menos que su color y su forma; pero es una cualidad reactiva o de respuesta a la acción de otro objeto. Así, en el hombre lo que solemos llamar su carácter es su manera de reaccionar ante lo exterior -cosas, personas, sucesos. Pues bien: cuando una realidad entra en choque con ese otro objeto que denominamos “sujeto consciente”, la realidad responde apareciéndole. La apariencia es una cualidad objetiva de lo real, es su respuesta a un sujeto. Esta respuesta es, además, diferente según la condición del contemplador; por ejemplo, según sea el lugar desde que mira. Véase cómo la perspectiva, el punto de vista, adquieren un valor objetivo, mientras hasta ahora se los consideraba como deformaciones que el sujeto imponía a la realidad. Tiempo y espacio vuelven, contra la tesis kantiana, a ser formas de lo real.
Si hubiese entre los infinitos puntos de vista uno excepcional, al que cupiese atribuir una congruencia superior con las cosas, cabría considerar los demás como deformadores o “meramente subjetivos”. Esto creían Galileo y Newton cuando hablaban del espacio absoluto, es decir, de un espacio contemplado desde un punto de vista que no es ninguno concreto. Newton llama al espacio absoluto sensorium Dei, el órgano visual de Dios; podríamos decir la perspectiva divina. Pero apenas se piensa hasta el final esta idea de una perspectiva que no está tomada desde ningún lugar determinado y exclusivo, se descubre su índole contradictoria y absurda. No hay un espacio absoluto porque no hay una perspectiva absoluta. Para ser absoluto, el espacio tiene que dejar de ser real -espacio lleno de cosas- y convertirse en una abstracción.
La teoría de Einstein es una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista. Amplíese esta idea a lo moral y a lo estético y se tendrá una nueva manera de sentir la historia y la vida. El individuo, para conquistar el máximum posible de verdad, no deberá, como durante centurias se le ha predicado, suplantar su espontáneo punto de vista por otro ejemplar y normativo, que solía llamarse “visión de las cosas sub specie aeternitatis”. El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe. En vez de esto, procurará ser fiel al imperativo unipersonal que representa su individualidad. Lo propio acontece con los pueblos. En lugar de tener por bárbaras las culturas no europeas, empezaremos a respetarlas como estilos de enfrentamiento con el cosmos equivalentes al nuestro. Hay una perspectiva china tan justificada como la perspectiva occidental.
3.- Antiutopismo o antirracionalismo
La misma tendencia que en su forma positiva conduce al perspectivismo, en su forma negativa significa hostilidad al utopismo. La concepción utópica es la que se crea desde “ningún sitio” y que, sin embargo, pretende valer para todos. A una sensibilidad como ésta que transluce en la teoría de la relatividad, semejante indocilidad a la localización tiene que parecerle una avilantez. En el espectáculo cósmico no hay espectador sin localidad determinada. Querer ver algo y no querer verlo desde un preciso lugar es un absurdo. Esta pueril insumisión a las condiciones que la realidad nos impone; esa incapacidad de aceptar alegremente el destino; esa pretensión ingenua de creer que es fácil suplantarlo por nuestros estériles deseos, son rasgos de un espíritu que ahora fenece, dejando su puesto a otro completamente antagónico. La propensión utópica ha dominado en la mente europea durante toda la época moderna: en ciencia, en moral, en religión, en arte. Ha sido menester de todo el contrapeso que el enorme afán de dominar lo real, específico del europeo, oponía para que la civilización occidental no haya concluido en un gigantesco fracaso. Porque lo más grave del utopismo no es que dé soluciones falsas a los problemas -científicos o políticos-, sino algo peor: es que no acepta el problema -lo real- según se presenta; antes bien, desde luego a priori, le impone una caprichosa forma. Si se compara la vida de Occidente con la de Asia -indos, chinos-, sorprende al punto la inestabilidad espiritual del europeo frente al profundo equilibrio del alma oriental. Este equilibrio revela que, al menos en los máximos problemas de la vida, el hombre de Oriente ha encontrado fórmulas de más perfecto ajuste con la realidad. En cambio, el europeo ha sido frívolo en la apreciación de los factores elementales de la vida, se ha fraguado de ellos interpretaciones caprichosas que es forzoso periódicamente sustituir.
La desviación utopista de la inteligencia humana comienza en Grecia y se produce dondequiera llegue a exacerbación el racionalismo. La razón pura construye un mundo ejemplar -cosmos físico o cosmos político- con la creencia de que él es la verdadera realidad y, por tanto, debe suplantar a la efectiva. La divergencia entre las cosas y las ideas puras es tal, que no puede evitarse el conflicto. Pero el racionalista no duda de que en él corresponde ceder a lo real. Esta convicción es la característica del temperamento racionalista.
Claro es que la realidad posee dureza sobrada para resistir los embates de las ideas. Entonces el racionalismo busca una salida: reconoce que, por el momento, la idea no se puede realizar, pero que lo logrará en “un proceso infinito” (Leibniz, Kant). El utopismo toma la forma de ucronismo. Durante los dos siglos y medio últimos todo se arreglaba recurriendo al infinito, o por lo menos a períodos de una longitud indeterminada. (En el darwinismo una especie nace de otra, sin más que intercalar entre ambas algunos milenios). Como si el tiempo, espectral fluencia, simplemente corriendo, pudiese ser causa de nada y hacer verosímil lo que es en la actualidad inconcebible.
No se comprende que la ciencia, cuyo único placer es conseguir una imagen certera de las cosas, pueda alimentarse de ilusiones. Recuerdo que sobre mí pensamiento ejerció suma influencia un detalle. Hace muchos años leía yo una conferencia del fisiólogo Loeb sobre los tropismos. Es el tropismo un concepto con que se ha intentado describir y aclarar la ley que rige los movimientos elementales de los infusorios. Mal que bien, con correcciones y añadidos, este concepto sirve para comprender algunos de estos fenómenos. Pero al final de su conferencia, Loeb agrega: “Llegará el tiempo en que lo que hoy llamamos actos morales del hombre se expliquen sencillamente como tropismos. Esta audacia me inquietó sobremanera, porque me abrió los ojos sobre otros muchos juicios de la ciencia moderna, que, menos ostentosamente, cometen la misma falta. ¡De modo -pensaba yo- que un concepto como el tropismo, capaz apenas de penetrar el secreto de fenómenos tan sencillos como los brincos de los infusorios, puede bastar en un vago futuro para explicar cosa tan misteriosa y compleja como los actos éticos del hombre! ¿Qué sentido tiene esto? La ciencia ha de resolver hoy sus problemas, no transferimos a las calendas griegas. Sí sus métodos actuales no bastan para dominar hoy los enigmas del universo, lo discreto es sustituirlos por otros más eficaces. Pero la ciencia usada está llena de problemas que se dejan intactos por ser incompatibles con los métodos. ¡Como sí fuesen aquéllos los obligados a supeditarse a éstos, y no al revés! La ciencia está repleta de ucronismos, de calendas griegas. Cuando salimos de esta beatería científica que rinde idolátrico culto a los métodos preestablecidos y nos asomamos al pensamiento de Einstein, llega a nosotros como un fresco viento de mañana. La actitud de Einstein es completamente distinta de la tradicional. Con ademán de joven atleta le vemos avanzar recto a los problemas y, usando del medio más a mano, cogerlos por los cuernos. De lo que parecía defecto y limitación en la ciencia, hace él una virtud y una táctica eficaz. Un breve rodeo nos aclarará la cuestión.
De la obra de Kant quedará imperecedero un gran descubrimiento: que la experiencia no es sólo el montón de datos transmitidos por los sentidos, sino un producto de dos factores. El dato sensible tiene que ser recogido, filiado, organizado en un sistema de ordenación. Este orden es aportado por el sujeto, es a priori. Dicho en otra forma: la experiencia física es un compuesto de observación y geometría. La geometría es una cuadrícula elaborada por la razón pura: la observación es faena de los sentidos. Toda ciencia explicativa de los fenómenos materiales ha contenido, contiene y contendrá estos dos ingredientes.
Esta identidad de composición que a lo largo de su historia ha manifestado siempre la física moderna, no excluye, empero, las más profundas variaciones dentro de su espíritu. En efecto: la relación que guarden entre sí sus dos ingredientes da lugar a interpretaciones muy dispares. De ambos, ¿cuál ha de supeditarse al otro? ¿Debe ceder la observación a las exigencias de la geometría o la geometría a la observación? Decidirse por lo uno o lo otro significa pertenecer a dos tipos antagónicos de tendencia intelectual. Dentro de la misma y única física caben dos castas de hombres contrapuestas.
Sabido es que el experimento de Michelson tiene el rango de una experiencia crucial: en él se pone entre la espada y la pared al pensamiento del físico. La ley geométrica que proclama la homogeneidad inalterable del espacio, cualesquiera sean los procesos que en él se producen, entra en conflicto rigoroso con la observación, con el hecho, con la materia. Una de dos: o la materia cede a la geometría o ésta a aquélla.
En este agudo dilema sorprendemos a dos temperamentos intelectuales y asistimos a su reacción. Lorentz y Einstein, situados ante el mismo experimento, toman resoluciones opuestas. Lorentz, representando en este punto el viejo racionalismo, cree forzoso admitir que es la materia quien cede y se contrae. La famosa “contracción de Lorentz” es un ejemplo admirable de utopismo. Es el juramento del Juego de Pelota transplantado a la física. Einstein adopta la solución contraría. La geometría debe ceder; el espacio puro tiene que inclinarse ante la observación, tiene que encorvarse.
Suponiendo una perfecta congruencia en el carácter, llevado Lorentz a la política, diría: perezcan las naciones y que se salven los principios. Einstein en cambio, sostendría: es preciso buscar principios para que se salven las naciones, porque para eso están los principios. No es fácil exagerar la importancia de este viraje a que Einstein somete la ciencia física. Hasta ahora, el papel de la geometría, de la pura razón, era ejercer una indiscutida dictadura. En el lenguaje vulgar queda la huella del sublime oficio que a la razón se atribuía: el vulgo habla de los “dictados de la razón”. Para Einstein el papel de la razón es mucho más modesto: de dictadora pasa a ser humilde instrumento que ha de confirmar en cada caso su eficacia.
Galileo y Newton hicieron euclidiano al universo simplemente porque la razón lo dictaba así. Pero la razón pura no puede hacer otra cosa que inventar sistemas de ordenación. Estos pueden ser muy numerosos y diferentes. La geometría euclidiana es uno; otro, la de Riemann, la de Lobatchewski, etc. Más claro está que no son ellos, que no es la razón pura quien resuelve cómo es lo real. Por el contrario, la realidad selecciona entre esos órdenes posibles, entre esos esquemas, el que le es más afín. Esto es lo que significa la teoría de la relatividad. Frente al pasado racionalista de cuatro siglos se opone genialmente Einstein e invierte la relación inveterada que existía entre razón y observación. La razón deja de ser norma imperativa y se convierte en arsenal de instrumentos; la observación prueba éstos y decide sobre cuál es el oportuno. Resulta, pues, la ciencia de una mutua selección entre las ideas puras y los puros hechos.
Este es uno de los rasgos que más importa subrayar en el pensamiento de Einstein, porque en él se inicia toda una nueva actitud ante la vida. Deja la cultura de ser, como hasta aquí, una norma imperativa, a que nuestra existencia ha de amoldarse. Ahora entrevemos una relación entre ambas, más delicada y más justa. De entre las cosas de la vida son seleccionadas algunas como posibles formas de cultura; pero de entre estas posibles formas de cultura, selecciona a su vez la vida las únicas que deberán realizarse.
4.- Finitismo
No quiero terminar esta filiación de las tendencias profundas que afloran en la teoría de la relatividad sin aludir a la más clara y patente. Mientras el pasado utopista lo arreglaba todo recurriendo al infinito en el espacio y en el tiempo, la física de Einstein -y la matemática reciente de Brouwer y Weyl lo mismo- acota el universo. El mundo de Einstein tiene curvatura, y, por tanto, es cerrado y finito (3). Para quien crea que las doctrinas científicas nacen por generación espontánea, sin más que abrir los ojos y la mente sobre los hechos, esta innovación carece de importancia. Se reduce a una modificación de la forma que solía atribuirse al mundo. Pero el supuesto es falso: una doctrina científica no nace, por obvios que parezcan los hechos donde se funda, sin una clara predisposición del espíritu hacia ella. Es preciso entender la génesis de nuestros pensamientos con toda su delicada duplicidad. No se descubren más verdades que las que de antemano se buscan. Las demás, por muy evidentes que sean, encuentran ciego al espíritu. Esto da un enorme alcance al hecho de que súbitamente, en la física y en la matemática, empiece una marcada preferencia por lo finito y un gran desamor a lo infinito. ¿Cabe diferencia más radical entre dos almas que propender una a la idea de que el universo es ilimitado y la otra a sentir en su derredor un mundo confinado? La infinitud del cosmos fue una de las grandes ideas excitantes que produjo el Renacimiento. Levantaba en los corazones patéticas marcas, y Giordano Bruno sufrió por ella muerte cruel. Durante toda la época moderna, bajo los afanes del hombre occidental, ha latido como un fondo mágico esa infinitud del paisaje cósmico. Ahora, de pronto, el mundo se limita, es un huerto con muros confinantes, es un aposento, un interior. ¿No sugiere este nuevo escenario todo un estilo de vida opuesto al usado? Nuestros nietos entrarán en la existencia con esta noción, y sus gestos hacia el espacio tendrán un sentido contrarío a los nuestros. Hay evidentemente en esta propensión al finitismo una clara voluntad de limitación, de pulcritud serena, de antipatía a los vagos superlativos, de antirromanticismo. El hombre griego, el “clásico”, vivía también en un universo limitado. Toda la cultura griega palpita de horror al infinito y busca el metron, la mesura. Fuera, sin embargo, superficial creer que el alma humana se dirige hacia un nueva clasicismo. No ha habido jamás neoclasicismo que no fuese una frivolidad. El clásico busca el límite, pero es porque no ha vivido nunca la ilimitación. Nuestro caso es inverso: el límite significa para nosotros una amputación, y el mundo cerrado y finito en que ahora vamos a respirar será irremediablemente un muñón de universo (4).
NOTAS
(1) La primera publicación de Einstein sobre su reciente descubrimiento, Die Grundlagen der allgemeinen Retativitätstheorie, se publicó dentro de ese año.
(2) Bastante tiempo después de publicado esto, se me ha hecho notar que simultáneamente había aparecido una conferencia del filósofo Geiger, donde se habla también del sentido absoluto que va anejo a la teoría de Einstein. Pero el caso es que la tesis de Geiger apenas tiene algún punto común con la sostenida en este ensayo.
(3) Por todas partes, en el sistema de Einstein se persigue al infinito.
Así, por ejemplo, queda suprimida la posibilidad de velocidades infinitas.
(4) Otros dos puntos fuera necesario tocar para que las líneas generales de la mente que ha creado la teoría de la relatividad quedasen completas. Uno de ellos es el cuidado con que se subrayan las discontinuidades en lo real, frente al prurito de lo continuo que domina el pensamiento de los últimos siglos. Este discontinuismo triunfa a la par en biología y en historia. El otro punto, tal vez el más grave de todos, es la tendencia a suprimir la causalidad que opera en forma latente dentro de la teoría de Einstein. La física, que comenzó por ser mecánica y luego fue dinámica, tiende en Einstein a convertirse en mera cinemática. Sobre ambos puntos sólo puede hablarse recurriendo a difíciles cuestiones técnicas que en el texto he procurado eliminar.
(1924, Se incluye en el volumen III de las Obras completas y como apéndice en El tema de nuestro tiempo)
FIN