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junio 27, 2010
¿Qué rescoldos de venganza se convirtieron de pronto en llamaradas en el alma de aquella apasionada mujer?
Una anomalía que a menudo me llamaba la atención en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes era la de que, a pesar de que en sus métodos de pensamiento era el más ordenado y metódico de todos los hombres, y aunque también mostraba un cierto esmero discreto en su manera de vestir, en sus hábitos personales era, en cambio, uno de los hombres más desordenados que jamás hayan llevado a la desesperación a un compañero de pensión. No es que yo sea ni mucho menos convencional en este aspecto, pues la vida desordenada en Afganistán, unida a una disposición de por si bastante bohemia, me han convertido en hombre más descuidado de lo que corresponde a un médico. Pero en mi caso existe un límite y, cuando encuentro a un hombre que guarda sus cigarros en el cubo para el carbón, su tabaco en la punta de una zapatilla persa y su correspondencia sin contestar atravesada por una navaja de bolsillo en el centro de la repisa de madera de su chimenea, entonces empiezo a darme aires virtuosos.
Siempre he sostenido también que la práctica del tiro de pistola deberla ser, indiscutiblemente, un pasatiempo propio del aire libre, y cuando Holmes, en uno de sus arrebatos de extravagante humor se sentaba en una butaca, con su revólver y un centenar de cartuchos Boxer, y procedía a adornar la pared opuesta con unas patrióticas iniciales V.R. trazadas a balazos, yo creía firmemente que ni la atmósfera ni la apariencia de nuestra habitación mejoraban con ello.
Nuestros aposentos siempre estaban llenos de productos químicos y de reliquias del mundo criminal, que tenían la particularidad de desplazarse hasta lugares improbables y aparecer en la mantequera o en si-tios todavía más indeseables. Pero mi peor cruz eran sus papeles. Le causaba horror destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con anteriores casos suyos, y sin embargo sólo una o dos veces al año reunía energías para rotularlos y ordenarlos, pues, tal como he mencionado en algún lugar de estas incoherentes memorias, sus arranques de apasionada energía, cuando llevaba a cabo las notables hazañas con las que va asociado su nombre, eran seguidos por reacciones letárgicas durante las cuales permanecía tumbado con su violín y sus libros, casi sin moverse, salvo para pasar del sofá a la mesa. Así, mes tras mes se acumulaban sus papeles, hasta que en todos los rincones de la habitación se apilaban fajos de textos manuscritos que por nada del mundo habían de quemarse y que no podían ser cambiados de lugar por nadie que no fuera su propietario.
Una noche de invierno, sentados los dos frente al fuego, me aventuré a sugerirle que, en vista de que ya había acabado de pegar recortes en su libro de noticias, bien podía emplear las dos horas siguientes en hacer un poco más habitable nuestra habitación. No pudo negar la justicia de mi petición y, con cara un tanto severa, se fue a su dormitorio y volvió de él arrastrando tras de sí una gran caja metálica. La colocó en medio del suelo y, poniéndose en cuclillas ante ella, abrió la tapa. Pude observar que una tercera parte de ella ya estaba llena de fajos de papel sujetos con cinta roja para formar diferentes paquetes.
–Aquí hay casos de sobra, Watson –anunció, mirándome con ojos maliciosos– . Creo que si supiera usted todo lo que tengo en esta caja, me pediría que sacara parte de su contenido en vez de meter más papeles en ella.
–¿Están en ella, pues, los documentos referentes a sus primeros trabajos? –pregunté–. A menudo he deseado disponer de sus notas sobre estos casos.
–Sí, amigo mio, todos ellos fueron prematuros, anteriores a la llegada de mi biógrafo para glorificarme.
–Levantaba un fajo tras otro, con manos cuidadosas, casi acariciantes–. No todo son éxitos, Watson –añadió–, pero entre ellos hay algunos problemitas de lo más atractivo. He aquí los datos del asesinato de Tarleton, y el caso de Vamberry, el comerciante de vinos, y la aventura de la anciana rusa y el singular asunto de la muleta de aluminio, así como un relato completo acerca de Ricoletti, el del pie de piña, y su abominable esposa. Y aquí... ah, esto sí que es en realidad algo un poco recherché.
Hundió el brazo hasta el fondo de la caja y extrajo una cajita de madera con tapa deslizante, como las que contienen ciertos juguetes infantiles. Sacó de su interior un trozo de papel arrugado, una llave de bronce de modelo antiguo y tres discos metálicos viejos y oxidados.
–Y bien, muchacho, ¿qué deduce usted de este lote?–preguntó, sonriendo al ver mi expresión.
–Es una colección curiosa.
–Muy curiosa, y la historia que la acompaña le parecerá todavía más curiosa.
–¿O sea, que estas reliquias tienen una historia?
–Tanto, que ellas mismas son historia.
–¿Qué quiere decir con esto?
Sherlock Holmes las cogió una por una y las depositó a lo largo del borde de la mesa. Después, volvió a sentarse en su sillón y las contempló con un destello de satisfacción en sus ojos.
–Esto –me dijo– es todo lo que me queda para recordarme La aventura del Ritual de los Musgrave.
Yo le había oído mencionar el caso más de una vez, aunque nunca había podido ver reunidos sus detalles.
–Me agradaría mucho que me ofreciera un relato del mismo –le aseguré.
–¡Dejando toda la basura tal como está! –exclamó con malicia–. Veo que, después de todo, su amor al orden no soporta tensiones excesivas, Watson. Pero yo me alegraría de que agregara este caso o sus anales, pues en él hay detalles que le confieren un carácter único en los archivos criminales de este país o, según creo, de cualquier otro. Ciertamente, una recolección de mis ínfimos logros estaría incompleta si no contuviera un relato de este asunto tan singular.
Tal vez recuerde cómo el caso de la corbeta Gloria Scott, y mi conversación con aquel hombre desdichado de cuyo destino ya le hablé, llamaron por primera vez mi atención hacia la profesión que se ha convertido en el trabajo de mi vida. Usted me ve ahora, cuando mi nombre es bien conocido por doquier y reconocido en general, tanto por el público como por las fuerzas oficiales, como un último tribunal de apelación en casos dudosos. Incluso cuando usted me conoció, en tiempos de aquel asunto que ha conmemorado en Estudio en escarlata, yo ya había establecido una relación considerable, aunque no muy lucrativa. No puede imaginar cuán dificil me resultó todo al principio y cuanto tiempo tuve que esperar antes de comenzar a abrirme camino.
Cuando llegué a Londres, tenía unas habitaciones en Montague Street, junto a la esquina del British Museum, y allí esperé, rellenando mi abundante tiempo de ocio con el estudio de todas aquellas ramas de la ciencia que pudieran conferirme mayor eficiencia. De vez en cuando se me presentaban casos, sobre todo por la mediación de colegas estudiantes, pues mis últimos años en la universidad hubo allí abundantes comentarios sobre mi persona y sobre mis métodos. El tercero de estos casos fue el del Ritual de los Musgrave, y en el interés que suscitó tan singular cadena de acontecimientos, así como en las importantes cuestiones que, según resultó, estaban en juego, sitúo yo mi primer paso adelante hacia la posición que ahora ocupo.
Reginald Musgrave habla pasado por mi colegio y nos conocíamos superficialmente. No era popular en general entre los alumnos, aunque a mi siempre me pareció que aquello que se consideraba como orgullo era en realidad un intento de ocultar una extrema timidez natural. En apariencia, era hombre de un tipo que no podía ser más aristocrático: alto, con nariz recta y ojos grandes, de ademanes lánguidos y sin embargo corteses. Era, efectivamente, el vástago de una de las familias más antiguas del reino, aunque la suya era una rama menor que se había separado de los Musgrave
del norte en algún momento del siglo XVI y se había establecido en la parte oeste de Sussex, donde la mansión solariega de Hurlstone sea tal vez el edificio habitado más antiguo del condado. Algo de su lugar natal parecía haberse adherido a él, y nunca miré su semblante pálido y anguloso ni la postura de su cabeza sin asociarle arcadas grises y ventanas con parteluz, y todos los vestigios venerables de una sede feudal. Algunas veces conversamos y puedo recordar que, en más de una ocasión, expresó un manifiesto interés por mis métodos de observación y deducción.
Durante cuatro años dejé de verlo, hasta que una mañana se presentó en mi habitación de Montague Street. Poco había cambiado; vestía como un joven a la moda –siempre había tenido un toque de dandy- y conservaba aquella misma actitud tranquila y suave que siempre le había distinguido.
–¿Cómo te van las cosas, Musgrave? –le pregunté, después de habernos estrechado cordialmente la mano.
–Te habrás enterado probablemente de la muerte de mi pobre padre – repuso–. Nos dejó hace cosa de un par de años. Desde entonces he tenido que administrar las fincas de Hurlstone, como es natural y, puesto que también soy miembro del Parlamento por mi distrito, he llevado una vida muy atareada. Pero tengo entendido, Holmes, que estás canalizando con fines prácticos aquellas facultades con las que solías sorprendernos.
–Sí –contesté–, he optado por vivir de mi ingenio.
–Me agrada oírlo, porque en este momento tu consejo me resultará extraordinariamente valioso. Han ocurrido algunas cosas muy extrañas en Hurlstone, y la policía no ha sido capaz de arrojar ninguna luz sobre el asunto. Se trata, en realidad, de un asunto de lo más extraordinario e inexplicable.
–Puede imaginar con qué interés lo escuchaba, Watson, pues parecía como si aquella oportunidad que yo había estado anhelando durante aquellos meses se presentara por fin. En mi fuero interno, creía que saldría airoso allí donde otros habían fracasado, y ahora tenía la posibilidad de ponerme a prueba.
–Por favor, dame todos los detalles –exclamé.
Reginald Musgrave se sentó frente a mi y encendió el cigarrillo que yo le había ofrecido.
–Debes saber –comenzó– que, aunque yo esté soltero, tengo que mantener una considerable plantilla de sirvientes en Hurlstone, pues es una mansión antigua, muy grande e intrincada, y requiere mucha atención. También tengo un vedado y en la temporada del faisán suelo dar fiestas en casa, por lo que no podría ir escaso de personal. En conjunto, hay ocho criadas, una cocinera, el mayordomo, dos lacayos y un muchacho. Jardín y establos, desde luego, cuentan con una plantilla aparte.
De todos estos sirvientes, el que llevaba mas tiempo a nuestro servicio era Brunton, el mayordomo. Cuando lo contrató mi padre, era un joven maestro de escuela sin destino, pero demostró ser un hombre de gran energía y mucho carácter, y pronto se hizo indispensable en la casa. Era un individuo alto y bien plantado, con una frente despejada y, aunque lleva veinte años con nosotros, no puede tener ahora más de cuarenta. Con sus ventajas personales y sus dotes extraordinarias, ya que habla varios idiomas y toca prácticamente todos los instrumentos musicales, es extraordinario que se haya resignado tanto tiempo a ocupar este puesto, pero supongo que se sentía a sus anchas con él y le faltaban energías para efectuar un cambio. El mayordomo de Hurlstone es siempre algo que recuerdan todos aquellos que nos visitan.
Pero este dechado de perfección tiene un defecto: es un poquitín don Juan, y ya puedes imaginar que, para un hombre como él, no es un papel muy difícil de representar en un tranquilo distrito rural.
Mientras estuvo casado, todo fue muy bien, pero, desde que enviudó, nos ha dado muchos quebraderos de cabeza. Hace unos meses, tuvimos la esperanza de que se dispusiera a sentar de nuevo la cabeza, pues se prometió con Rachel Howells, nuestra segunda camarera, pero ya la ha dejado y se dedica a Janet Tregellis, la hija del guardabosque mayor. Rachel, que es muy buena chica, pero tiene un excitable temperamento galés, sufrió un arrebato de fiebre cerebral, y ahora circula por la casa, o al menos así lo hacía hasta ayer, como un alma en pena y una sombra de lo que había sido. Tal fue nuestro primer drama en Hurlstone, pero un segundo drama nos lo borró de la cabeza, precedido por la caída en desgracia y el despido del mayordomo Brunton. Así ocurrieron las cosas.
Ya he dicho que era un hombre inteligente, y precisamente esta inteligencia ha causado su ruina, ya que al parecer le produjo una curiosidad insaciable respecto a cosas que ni mucho menos le concernían. Yo no barrunté lo muy lejos a lo que esto le llevaría, hasta que un ínfimo incidente me abrió los ojos.
También he dicho que el caserón es grande e intrincado. Una noche de la semana pasada, el jueves por la noche, para ser más exacto, constaté que no me era posible dormir, ya que después de la cena había cometido la imprudencia de tomar una taza de fuerte café noir. Después de luchar con el insomnio hasta las dos de la madrugada, comprendí que todo era inútil, por lo que me levanté y encendí la vela con la intención de continuar una novela que estaba leyendo. Sin embargo, había dejado el libro en la sala de billar, en vista de lo cual me eché la bata encima y me dispuse a ir a buscarlo.
Para llegar hasta allí, tenía que bajar un tramo de escalera y después cruzar el comienzo de un pasadizo que conduce a la biblioteca y a la armería. Puedes imaginar mi sorpresa cuando, al mirar a lo largo de este pasillo, vi un destello de luz procedente de la puerta abierta de la biblioteca. Yo mismo había apagado la lámpara y cerrado la puerta antes de ir a acostarme. Naturalmente, lo primero que pensé fue en ladrones. En Hurlstone, los pasillos tienen sus paredes decoradas en gran parte con trofeos a base de armas antiguas. De uno de ellos descolgué un hacha de combate y, dejando la vela detrás mío, avancé de puntillas por el pasadizo y atisbé a través de la puerta abierta.
Quien se encontraba en la biblioteca era Brunton, el mayordomo. Estaba sentado en un sillón, con una hoja de papel que parecía un mapa sobre su rodilla, y la frente apoyada en su mano, como sumido en profundos pensamientos. Estupefacto, me quedé mirándolo desde la oscuridad. Una velita larga y delgada, colocada junto al borde de la mesa, proyectaba una débil luz que bastó para indicarme que estaba totalmente vestido. De pronto, mientras yo miraba, abandonó el sillón, se encaminó hacia un escritorio situado a un lado y abrió uno de los cajones. De éste sacó un papel y, volviendo a su asiento, lo alisó junto a la velita y contra el borde de la mesa. Seguidamente empezó a estudiarlo con profunda atención. Me invadió tal indignación por su desparpajo y la forma tan hogareña de examinar nuestros documentos familiares, que di un paso adelante y Brunton, alzando la vista, me descubrió enmarcado en el umbral. Se levantó de un salto, el miedo dio un tono lívido a su semblante y ocultó en su pecho el papel parecido a un mapa que antes había estado estudiando.
–¡Muy bien! –exclamé–. ¿Así nos paga la confianza que hemos puesto en usted? Mañana mismo abandonará mi servicio.
Se inclinó con el aspecto del hombre que se siente completamente aplastado y pasó junto a mí sin pronunciar palabra. La vela seguía sobre la mesa y a su luz eché un vistazo para saber qué era el papel que Brunton había sacado del escritorio. Con sorpresa, constaté que no era nada que tuviera importancia, sino tan sólo una copia de las preguntas y respuestas en el singular y antiguo ceremonial conocido como Ritual de los Musgrave. Es una especie de ceremonia peculiar de nuestra familia, por la que cada Musgrave, a lo largo de los siglos, ha pasado al llegar a su mayoría de edad, una cosa de interés privado y acaso de una cierta pequeña importancia para el arqueólogo, como nuestros escudos y blasones, pero sin el menor uso práctico.
–Mejor será que después volvamos a hablar de este papel –dije yo.
–Si lo consideras realmente necesario... –contestó Musgrave, no sin cierto titubeo–. Siguiendo con mi relato, te diré que volví a cerrar el escritorio, utilizando la llave que Brunton había dejado, y ya me había vuelto para marcharme, cuando quedé sorprendido al descubrir que el mayordomo había regresado y se encontraba de pie ante mí.
–Señor Musgrave, mi señor –exclamó con una voz ronca por la emoción–, no puedo soportar este deshonor. Siempre me he enorgullecido de mi situación en la vida y caer en desgracia me mataría. Mi sangre caera sobre su cabeza, señor, se lo juro, si me induce al desespero. Si no puede usted conservarme a su lado después de lo que ha pasado, por el amor de Dios déjeme que me despida yo y me marche dentro de un mes, como si fuera por mi propia voluntad. Esto podría soportarlo, señor Musgrave, pero no que se me eche delante de toda la gente que tan bien me conoce.
–No merece tantas consideraciones, Brunton –repliqué yo–. Su conducta no ha podido ser más infame. No obstante, puesto que lleva largo tiempo con la familia, no deseo que caiga sobre usted la vergüenza pública. Sin embargo, un mes es demasiado largo. Márchese dentro de una semana y dé la razón que quiera para justificar su partida.
–¿Solo una semana, señor? –exclamó con la desesperación en la voz–. Quince días... digamos al menos quince días.
–Una semana –repetí–, y debe admitir que se le ha tratado con gran benevolencia.
Se retiró arrastrando los pies y con el rostro hundido en su pecho, como un hombre hecho añicos, y yo apagué la luz y volví a mi habitación.
Durante un par de días después de lo ocurrido, Brunton se mostró más asiduo que nunca en el cumplimiento de sus obligaciones. Yo no hice la menor alusión a lo que había pasado y, no sin cierta curiosidad, quise ver cómo ocultaba su desgracia. Sin embargo, la tercera mañana no se dejó ver, como era su costumbre, después del desayuno a fin de recibir mis instrucciones para la jornada. Al salir del comedor, me encontré casualmente con Rachel Howells, la camarera. Ya te he contado que hacía muy poco que se había restablecido de una enfermedad y su rostro estaba tan pálido y macilento que la reprendí por haberse reintegrado al trabajo.
–Deberías estar en cama –le dije–. Vuelve a tus obligaciones cuando te sientas más fuerte.
Me miró con una expresión tan extraña que empecé a sospechar que su cerebro pudiera estar afectado.
–Estoy fuerte, señor Musgrave –me contestó. -Veremos lo que dice el médico –dije–. De momento, deja de trabajar y, cuando bajes, dile a Brunton que quiero verle.
–El mayordomo se ha marchado –anunció.
–¿Que se ha marchado? ¿A dónde?
–Se ha marchado y nadie lo ha visto. No está en su habitación. ¡Sí, se ha marchado, ya lo creo que se ha marchado!
Se dejó caer de espaldas contra la pared, lanzando agudas carcajadas, mientras yo, horrorizado ante ese repentino ataque de histeria, me precipitaba hacia la campanilla para pedir auxilio. La joven fue conducida a su habitación, entre gritos y sollozos, mientras yo indagaba qué se había hecho de Brunton. No cabía duda de que había desaparecido. No había dormido en su cama, nadie lo había visto desde que la noche anterior se retiró a su habitación y, sin embargo, resultaba difícil averiguar como había podido salir de la casa, ya que por la mañana tanto ventanas como puertas se encontraron debidamente cerradas. Sus ropas, su reloj e incluso su dinero se encontraban en su habitación, pero faltaba el traje negro que usualmente llevaba. También hablan desaparecido sus zapatillas, pero había dejado sus botas. ¿Adónde pudo haber ido, pues, el mayordomo en plena noche, y dónde podía estar ahora?
Desde luego, registramos la casa desde el sótano hasta las buhardillas, pero no se halló traza de él. Es, como ya he dicho, un viejo caserón laberíntico, en especial el ala original, hoy prácticamente deshabitada, pero recorrimos todas las habitaciones y el sótano sin descubrir el menor vestigio del desaparecido. A mi me resultaba increíble que hubiese podido marcharse, abandonando todas sus pertenencias y, sin embargo, ~dónde podía estar? Llamé a la policía local sin el menor resultado. Había llovido la noche anterior y examinamos el césped y los caminos alrededor de la casa, pero en vano. Y así estaban las cosas, cuando un nuevo suceso desvió nuestra atención respecto al misterio anterior.
Durante dos días, Rachel Howells había estado tan enferma, delirando en ciertos momentos e histérica en otros, que se había buscado una enfermera para que la velara por la noche. La tercera noche después de la desaparición de Brunton, la enfermera, al ver que su paciente dormía pacíficamente, se adormeció a su vez en una butaca, y cuando despertó a primera hora de la mañana encontró la cama vacía, la ventana abierta y ninguna traza de la enferma.
Me despertaron en el acto y, acompañado por dos lacayos, inicié al momento la búsqueda de la muchacha desaparecida. No fue difícil determinar la dirección que habla tomado, puesto que, comenzando por debajo de su ventana, pudimos seguir fácilmente las huellas de sus pisadas a través del césped hasta el borde del estanque, donde desaparecían, junto al camino de tierra que sale de la finca. El lago tiene allí ocho pies de profundidad; puedes imaginar lo que pensamos al ver que la pista de aquella pobre desequilibrada terminaba al borde del mismo.
Desde luego, en seguida buscamos medios de rastreo y se iniciaron los trabajos para recuperar sus restos, pero no pudimos encontrar trazas del cadáver. En cambio, sacamos a la superficie un objeto de lo más inesperado. Era una bolsa de lona que contenía un bloque de viejo metal oxidado y descolorido, así como unos cuantos guijarros y trozos de vidrio deslustrado. Este extraño hallazgo fue todo lo que pudimos sacar del estanque y, aunque ayer efectuamos todas las búsquedas e indagaciones posibles, nada sabemos de lo que haya podido ocurrirles a Rachel Howells o a Richard Brunton. La policía del condado se muestra impotente y yo acudo a ti como último recurso.
Puede usted imaginar, Watson, con qué afán escuché esta extraordinaria secuencia de hechos, y me esforcé en ensamblarlos y en buscar un hilo común del que pudieran colgar todos.
El mayordomo había desaparecido. La camarera había desaparecido. La camarera había amado al ma-yordomo, pero después había tenido motivos para odiarlo. Era una joven de sangre galesa, violenta y apasionada. Se había mostrado terriblemente excitada inmediatamente después de la desaparición de él. Había arrojado al lago una bolsa de curioso contenido. Todos éstos eran factores que habían de ser tenidos en cuenta y, sin embargo, ninguno de ellos se situaba de lleno en el meollo del asunto. ¿Cuál era el punto de partida en esa cadena de eventos? En él radicaría el extremo final de tan embrollado ovillo.
–Debo ver aquel papel, Musgrave –dije–. Aquél que tu mayordomo juzgó que tanto merecía ser examinado, aun a riesgo de perder su colocación.
–Ese Ritual nuestro es más bien una cosa absurda–me contestó–, pero al menos lo excusa en parte el valor de la antigüedad. Tengo aquí una copia de las preguntas y respuestas, si es que te interesa echarles un vistazo.
Me entregó este mismo papel que tengo aquí, Watson, y tal es el extraño catecismo al que cada Mus-grave había de someterse al hacerse cargo de la propiedad. Voy a leerle las preguntas y respuestas tal como aparecen aqui:
–¿De quién era?
–Del que se ha marchado. a–¿Quién la tendrá?
–El que vendrá.
–¿Dónde estaba el sol? a–Sobre el roble.
–¿Dónde estaba la sombra?
–Bajo el olmo.
¿Con qué pasos se media?
–Al norte por diez y por diez, al este por cinco y por cinco, al sur por dos y por dos, al oeste por uno y por uno, y por debajo.
–¿Qué daremos por ella?
–Todo lo que poseemos.
–¿Por qué deberíamos darlo?
–Para responder a la confianza.
–El original no lleva fecha, pero corresponde a mediados del siglo diecisiete –observó Musgrave–. Temo, sin embargo, que en poco puede ayudarte esto a resolver el misterio.
–Al menos nos ofrece otro misterio –repuse–, y un misterio que es incluso más interesante que el primero. Puede ser que la solución de uno resulte ser la solución del otro. Me excusarás, Musgrave, si digo que tu mayordomo me hace todo el efecto de haber sido un hombre muy inteligente y de haber tenido una percepción más aguda que diez generaciones de sus amos.
–No sigo tu razonamiento, Holmes –dijo Musgrave–. A mí, el papel me parece carente de toda importancia práctica.
–Pues a mí me parece inmensamente práctico, y creo que Brunton era de la misma opinión. Es probable que lo hubiera visto antes de aquella noche en que tú le sorprendiste.
–Es muy posible. Nunca hicimos nada para ocultarlo.
–Yo imagino que él deseaba simplemente refrescar su memoria por si fuera aquella su última ocasión. Según tengo entendido, utilizaba una especie de mapa o carta que estaba comparando con el manuscrito y que se metió en el bolsillo al aparecer tú, ¿no es así?
–Así es. Pero ¿qué podía tener esto que ver con esa antigua costumbre familiar nuestra, y qué significa toda esa jerigonza?
–No creo que vayamos a tener gran dificultad para determinar esto – respondí–. Con tu permiso, tomare-mos el primer tren para Sussex y profundizaremos un poco más en el asunto en el lugar que le corresponde.
Aquella misma tarde nos plantamos los dos en Hurlstone. Posiblemente, usted habrá visto fotografías y leído descripciones de este famoso y antiguo edificio, de manera que limitaré mi descripción del mismo a decir que fue construido en forma de L, cuyo brazo largo es la parte más moderna y el más corto corresponde al viejo núcleo a partir del cual se amplió la otra. Sobre la puerta, baja y de recios paneles, en el centro de esta zona antigua, se cinceló la fecha 1607, pero los expertos coinciden en afirmar que las vigas y la obra de piedra son en realidad mucho más antiguas.
El enorme grosor de los muros y las ventanas diminutas de esta parte movieron a la familia, en el siglo pasado, a edificar la nueva ala, y la vieja se utilizaba ahora como almacén y bodega, ello cuando se la utilizaba. Un parque espléndido, con árboles antiguos y magníficos, y el lago al que mi cliente se había referido, se encontraban muy cerca de las avenidas, a unas doscientas yardas del edificio.
Yo ya estaba firmemente convencido, Watson, de que no había allí tres misterios separados, sino uno solo, y que si conseguía descifrar el Ritual de los Musgrave, tendría en mi mano la clave que me permitiría averiguar la verdad, tanto a lo que se refería al mayordomo Brunton como a la camarera Howells. A ello, por tanto, dediqué todas mis energías. ¿Por qué este criado había de sentir tanto afán por desentrañar aquella vieja fórmula? Evidentemente, porque vio algo en ella que había escapado a todas aquellas generaciones de hidalgos rurales, y de ese algo esperaba obtener alguna ventaja personal. ¿Qué era, pues, y como había afectado a su sino?
Fue perfectamente obvio para mi, al leer el Ritual de los Musgrave, que las medidas habían de referirse sin duda a algún punto al que aludía el resto del documento, y que si podíamos encontrar ese punto estaríamos en buen camino para saber cuál era aquel secreto que los antiguos Musgrave habían juzgado necesario enmascarar de un modo tan curioso y peculiar. Para comenzar se nos daban dos guías: un roble y un olmo. En cuanto al roble, no podía haber la menor duda. Directamente ante la casa, a la izquierda del camino que llevaba a la misma, se alzaba un patriarca entre los robles, uno de los árboles más magníficos que yo haya visto jamás.
–¿Ya estaba aquí cuando se redactó vuestro Ritual? –pregunté al pasar delante de él.
–Según todas las probabilidades, ya lo estaba cuando se produjo la conquista normanda –me respondió–. Tiene una circunferencia de veintitrés pies.
Asi quedaba asegurado uno de mis puntos de partida.
–¿Tenéis algún olmo viejo? –inquirí.
–Antes había uno muy viejo, pero hace diez años cayó sobre él un rayo y sólo quedó el tocón.
–¿Puedes enseñarme dónde estaba? a–Ya lo creo.
–¿Y no hay más olmos?
–Viejos no, pero abundan las hayas. –Me gustaría ver dónde crecía.
Habiamos llegado en un dog-cart, y mi cliente me condujo en seguida, sin entrar en la casa, a una cicatriz en la hierba que marcaba donde se había alzado el olmo. Estaba casi a mitad de camino entre el roble y la casa. Mi investigación parecía progresar.
–Supongo que es imposible averiguar qué altura tenía el olmo? –quise saber.
–Puedo decírtelo en seguida. Medía sesenta y cuatro pies.
como lo sabes? –pregunté sorprendido.
–Cuando mi viejo profesor me planteaba un problema de trigonometría, siempre consistía en una medición de alturas. Cuando era un mozalbete calculé las de todos los árboles y edificios de la propiedad.
Había sido un inesperado golpe de suerte y mis datos acudían a mí con mayor rapidez de la que yo hubiera podido esperar razonablemente.
–Dime –inquirí–, ¿acaso tu mayordomo te hizo alguna vez esta misma pregunta?
Reginald Musgrave me miró estupefacto.
–Ahora que me lo recuerdas –contestó–, Brunton me preguntó la altura del árbol hace unos meses, debido a una cierta discusión que había tenido con el caballerizo.
Ésta era una excelente noticia, Watson, pues indicaba que me encontraba en el buen camino. Miré el sol. Estaba bajo en el cielo, y calculé que en menos de una hora se situaría exactamente sobre las ramas más altas del viejo roble, y se cumpliría entonces una condición mencionada en el Ritual. Y la sombra del olmo había de referirse al extremo distante de la sombra, pues de lo contrario se habría elegido como guía el tronco. Por consiguiente, había de averiguar dónde se encontraba el extremo distante de la sombra cuando el sol estuviera exactamente fuera del árbol.
–Esto debió de ser difícil, Holmes, dado que el olmo ya no estaba allí.
–Pero al menos sabía que, si Brunton pudo hacerlo, yo también podría. Además, de hecho no había dificultad. Fui con Musgrave a su estudio y me confeccioné esta clavija, a la que até este largo cordel, con un nudo en cada yarda. Cogí después dos tramos de caña de pescar, que representaban exactamente seis pies, y volví con mi cliente allí donde había estado el olmo. El sol rozaba ya la copa del roble. Aseguré la caña de pescar en el suelo, marqué la dirección de la sombra y la medí. Su longitud era de nueve pies.
Desde luego, el cálculo era ahora de lo más sencillo. Si una caña de seis pies proyectaba una sombra de nueve, un árbol de sesenta y cuatro pies proyectaría una de noventa y seis, y ambas tendrían la misma dirección. Medí la distancia, lo que me llevó casi hasta la pared de la casa, y fijé una clavija en aquel punto.
Puede imaginar mi satisfacción, Watson, cuando a un par de pulgadas de mi clavija observé una depresión cónica en el suelo. Supe que ésta era la marca hecha por Brunton en sus mediciones, y que yo me encontraba todavía sobre su pista.
Desde este punto de partida procedí a dar mis pasos, después de haber verificado primero los puntos cardinales con mi brújula de bolsillo. Diez pasos con cada pie me situaron paralelamente a la pared de la casa, y de nuevo marqué la posición con una clavija. Di después, cuidadosamente, cinco pasos al este y dos al sur, lo que me llevó hasta el mismísimo umbral de la vieja puerta. Dos pasos en dirección oeste significaban ahora dos pasos por el pasadizo enlosado, y éste era el lugar indicado por el Ritual.
Jamás he sentido una sensación tan helada de desilusión, Watson. Por unos momentos me pareció que debía de haber algún error radical en mis cálculos. El sol poniente daba de lleno en el suelo del pasillo y pude observar que las viejas losas que lo pavimentaban, desgastadas por las pisadas, estaban firmemente unidas entre si y que, desde luego, no se habían movido durante años. Brunton no había trabajado allí. Golpeé el suelo, pero el sonido era igual en todas partes y no había señal de grietas o rendijas. Pero por suerte Musgrave, que había empezado a valorar el significado de mis procedimientos, y que ahora se mostraba tan excitado como yo mismo, sacó su manuscrito para verificar mis cálculos.
–¡Y por debajo! –gritó–. ¡Has omitido el y por debajo!
Yo había pensado que esto significaba que tendríamos que excavar, pero ahora vi en seguida que, evidentemente, estaba equivocado.
- ¿ O sea que debajo de aquí hay un sótano?–grité.
–Sí, y tan viejo como la casa. Aquí debajo, atravesando la puerta.
Bajamos por una escalera de caracol tallada en la piedra, y mi compañero encendió una cerilla y con ella una gran linterna que había sobre un barril, en el rincón. Al instante fue obvio que por fin habíamos dado con el verdadero lugar, y que no éramos los únicos en visitar aquel sitio.
Había sido utilizado como almacén de leña, pero los zoquetes de madera, que evidentemente habían estado esparcidos en el suelo, estaban ahora apilados a los lados, a fin de dejar expedito el espacio central. Había en este espacio una losa grande y pesada, con una oxidada anilla de hierro en medio, a la que había sido atada una gruesa bufanda a cuadros, como las usadas por los pastores.
–¡Por Júpiter! –gritó mi cliente–. ¡Ésta es la bufanda de Brunton! Se la he visto puesta y podría jurarlo. ¿Qué ha estado haciendo aquí este villano?
Sugerí que se llamara a un par de policías del condado para que estuvieran presentes, y a continuación intenté alzar la piedra tirando de la bufanda. Lo único que logré fue moverla ligeramente y sólo con la ayuda de uno de los agentes conseguí por fin correrla a un lado. Un negro agujero bostezaba bajo ella, y atisbamos su interior mientras Musgrave, arrodillado al lado, hacía bajar la linterna.
Ante nosotros se abría una pequeña cámara de siete pies de profundidad y cuatro de anchura. A un lado había un arca de madera, más bien baja y con refuerzos de metal, cuya tapa estaba alzada y de cuya cerradura sobresalía esta llave tan curiosa y antigua.
Dentro estaba cubierto por una espesa capa de polvo, y la humedad y la carcoma habían raído la madera hasta el punto de que en su interior crecían colonias de hongos de color lívido. Varios discos de metal, aparentemente monedas antiguas, como la que tengo aquí, estaban esparcidas en el fondo del arca, pero ésta no contenía nada más.
En aquellos momentos, sin embargo, no prestamos atención al viejo arcón, pues nuestros ojos estaban clavados en algo que se agazapaba junto a él. Era la figura de un hombre, vestido de negro, en cuclillas, con la frente apoyada en el borde del arca y con los brazos abiertos para abarcar todo el ancho de ella. Esta postura había agolpado toda la sangre estancándola en su cara, y nadie hubiera reconocido aquella fisonomía deformada y color de hígado, pero su altura, su traje y sus cabellos bastaron para demostrar a mi cliente, una vez hubimos subido el cadáver, que se trataba indudablemente de su mayordomo desaparecido. Llevaba muerto varios días, pero en su persona no se apreciaban heridas ni magulladuras que explicaran cómo había encontrado tan espantoso final. Una vez retirado su cuerpo del sótano, nos encontrábamos todavía con un problema que era casi tan formidable como aquél con el que habíamos comenzado.
Confieso que hasta el momento, Watson, me sentia decepcionado en mi investigación. Yo había contado con solucionar el asunto apenas encontrara el lugar al que hacía referencia el Ritual, pero ahora me encontraba allí y, al parecer, tan lejos como siempre de saber qué era aquello que la familia había ocultado con tan elaboradas precauciones. Cierto que había hecho luz respecto al sino de Brunton, pero ahora tenía que averiguar cómo se había abatido aquel sino sobre él, y quépapel desempeñó en la cuestión de la mujer que había desaparecido. Me senté en un barrilete que había en un rincón y medité cuidadosamente todo lo sucedido.
Usted ya conoce mis métodos en tales casos, Watson; me pongo en el lugar del sujeto y, después de calibrar ante todo su inteligencia, trato de imaginar cómo habría procedido yo en las mismas circunstancias. En este caso, la cuestión se simplifica por el hecho de poseer Brunton una inteligencia de primera fila, de modo que era innecesario proceder a una bonificación para conseguir la ecuación personal, como dicen los astrónomos. El sabia que se había ocultado algo valioso. Localizó el sitio. Descubrió que la piedra que lo cubría era demasiado pesada para que un hombre pudiera moverla sin ayuda. ¿Qué iba a hacer a continuación? No podía obtener ayuda del exterior, aun en el caso de contar con alguien en quien pudiera confiar, sin desatrancar puertas y correr un riesgo muy alto de ser descubierto. Era mejor, si existía la posibilidad, disponer de un ayudante dentro de la casa. Pero ¿a quién podía pedírselo? Aquella chica le había amado sinceramente. A un hombre siempre le resulta difícil admitir que finalmente haya perdido el amor de una mujer por muy mal que él la haya tratado. Mediante unas pocas atenciones intentaría hacer las paces con la joven Howells, y acto seguido la enrolaría como cómplice. Irían juntos una noche al sotano y sus fuerzas unidas bastarían para levantar la piedra. Hasta el momento, yo podía seguir sus acciones como si en realidad hubiera asistido a ellas.
Sin embargo, para dos personas, y una de ellas mujer, levantar la piedra representaba un duro esfuerzo. Un robusto policía de Sussex y yo no lo habíamos considerado ni mucho menos una tarea ligera.
¿Qué podían hacer que les sirviera de ayuda? Probablemente, lo que yo mismo hubiera hecho. Me levanté y examiné atentamente los diferentes trozos de madera esparcidos por el suelo. Casi en seguida, encontré lo que esperaba. Un trozo de unos tres pies de longitud tenía bien marcada una muesca en un extremo, en tanto que otros varios estaban esparcidos en los lados como si los hubiese comprimido algún peso considerable. Era evidente que, al levantar la piedra, habían introducido cuñas de madera en la grieta formada hasta que al final, cuando la abertura ya era lo bastante grande como para pasar por ella, la mantuviera expe-ita mediante un tronco colocado en sentido longitudinal y que muy bien pudo quedar marcado por una muesca en el extremo inferior, dado que todo el peso de la piedra había de presionarlo contra el borde de esa otra losa. Hasta el momento, yo seguía pisando terreno firme.
Y seguidamente, ¿cómo iba yo a proceder para reconstruir aquel drama de medianoche? Estaba bien claro que sólo una persona podía introducirse en aquel agujero, y que esta persona fue Brunton. La chica debió de esperar arriba. Brunton abrió entonces el arca, le entregó a ella el contenido, presumiblemente, puesto que nada se ha encontrado, y entonces... ¿qué ocurrió entonces?
Qué rescoldos de venganza se convirtieron de pronto en llamaradas en el alma de aquella apasionada mujer celta, cuando vio que el hombre que la había agraviado, acaso mucho más de lo que él pudiera sospechar, se encontraba en su poder? ¿Fue una casualidad que el madero resbalara y que la piedra encerrara a Brunton en lo que se había convertido en su sepulcro? ¿Era ella tan sólo culpable de haber guardado
silencio respecto a la suerte corrida por él? ¿O bien un golpe repentino asestado por su mano había desviado el soporte y permitido que la losa se asentara de nuevo en su lugar? Fuera lo que fuese, a mí me parecía ver aquella figura femenina, agarrando todavía el tesoro recién hallado y subiendo precipitadamente por la escalera de caracol, mientras tal vez resonaban detrás de ella gritos sofocados y el golpeteo de unas manos frenéticas contra la losa de piedra que estaba privando de aire a su amante infiel.
Tal era el secreto de la palidez de ella, de sus nervios maltrechos y de sus arrebatos de risa histérica la mañana siguiente. Pero ¿qué había contenido el arca? ¿Y qué había hecho ella con ese contenido? Desde luego, debía tratarse del metal viejo y no de los guijarros que mi cliente había sacado del estanque. Ella lo había arrojado todo allí apenas tuvo una oportunidad, a fin de eliminar la última traza de su crimen.
Durante veinte minutos yo había permanecido sentado e inmóvil, meditando sobre estas cuestiones. Musgrave seguía de pie, muy pálido su semblante, balanceando su linterna y mirando el fondo de aquel agujero.
–Son monedas de Carlos 1 –dijo, mostrando las pocas que habían quedado en el arca–. Como puedes ver, acertamos al calcular la fecha del Ritual.
–Es posible que encontremos algo más de Carlos 1
–exclamé, ya que de pronto se me ocurrió el probable significado de las dos primeras preguntas del Ritual–. Déjame ver el contenido de la bolsa que pescaste en el estanque.
Subimos a su estudio y puso aquellos restos ante mi. Pude comprender que les adjudicara tan poca importancia cuando los miré a mi vez, ya que el metal estaba ennegrecido y las piedras carecían de todo lustre. Sin embargo, froté una de ellas con la manga y poco después brilló como una chispa en la oscura cavidad de mi mano. La pieza metálica tenía la forma de un aro doble, pero había sido doblada y retorcida hasta perder su forma original.
–Debes tener en cuenta –dije– que el partido realista tuvo cierto poder en Inglaterra incluso después de la muerte del rey, y que, cuando finalmente sus componentes huyeron, es probable que dejaran muchas de sus más preciadas pertenencias enterradas, con la in-tención de volver en busca de ellas en tiempos mas pacíficos.
–Mi antepasado, sir Ralph Musgrave, fue un caballero muy destacado y mano derecha de Carlos II en las correrías del rey –explicó mi amigo.
–¿De veras? –respondí–. Pues entonces creo que de hecho esto debería facilitarnos el último eslabón que deseamos. Debo felicitarte por entrar en posesión, aunque de manera más bien trágica, de una reliquia que es de gran valor intrínseco, pero de una importancia todavía mayor como curiosidad histórica.
–¿Qué es, pues? –preguntó lleno de asombro.
–Nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra.
–¿La corona!
–Exactamente. Piensa en lo que dice el Ritual. ¿Cómo lo expresa? “De quién era?” “Del que se ha marchado.” Esto fue después de la ejecución de Carlos. Y a continuación: “¿Quién la tendrá?” “El que vendrá.” Esto se refería a Carlos II, cuyo advenimiento ya estaba previsto. No creo que pueda haber duda de que esta diadema maltrecha e informe rodeó en otros tiempos las reales frentes de los Estuardo.
–¿Y cómo fue a parar al estanque?
–Ah, ésta es una pregunta cuya respuesta exigirá algún tiempo –declaré. Y acto seguido, le esbocé toda la larga secuencia de supuestos y pruebas que yo había construido.
Anochecía ya y la luna brilló nítidamente en el firmamento antes de que yo concluyera mi narración.
–¿Y cómo se explica, pues, que Carlos no recuperase su corona cuando regresó? –preguntó Musgrave, metiendo de nuevo la reliquia en su bolsa de tela.
–Bien, aquí pones el dedo precisamente en el punto que según toda probabilidad nunca podremos aclarar. Lo más seguro es que el Musgrave que detentaba el secreto muriera en el intervalo y que, por un exceso de celo, dejara esta gula a su descendiente sin explicarle el significado. A partir de aquel día y hasta hoy, ha pasado de padre a hijo, hasta caer en manos de un hombre que supo desentrañar su secreto y perdió la vida en el intento.
Y ésta es la historia del Ritual de los Musgrave, Watson. Guardan la corona en Hurlstone, aunque tuvieron algunas dificultades legales y se vieron obligados a pagar una suma considerable antes de obtener permiso para conservarla. Estoy seguro de que si mencionara usted mi nombre, les daría una gran satisfacción enseñársela. En lo que respecta a la mujer, nada más se ha sabido de ella y lo más probable es que se marchase de Inglaterra y se trasladase, junto con el recuerdo de su crimen, a algún país de allende los mares.
FIN