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junio 27, 2010
Parte 1Capítulo 8
Yo era objeto de interés para las mujeres de las tribus, quienes parecían fascinadas por mi pelo rubio y por mi piel blanca...
No permanecieron abajo durante mucho tiempo. Una vez sobrepuesto, el rostro de Ramsés no era mucho más expresivo que el de la Esfinge, pero cuando vio que me arrodillaba junto a la manta enrollada me cogió por los hombros y me apartó de allí.
—No, madre. No lo haga. Aquí no, ahora no.
—Y tú no, tía Amelia —dijo Nefret.
Ramsés la miró.
—Ni tú tampoco, Nefret. ¿Qué es lo que estás intentando demostrar, que eres sobrehumana?
—He hecho ya unas cuantas autopsias y disecciones —dijo Nefret con firmeza—. ¿Cómo murió?
—Elige lo que quieras. Fractura de cráneo, espina dorsal destrozada, cuello roto, costillas...
Emerson soltó una retahila de maldiciones.
—¿La cara? —dije yo.
—Es mejor que no la veas.
—Entonces, ¿cómo puedes estar seguro de su identidad?
Después de un largo momento Ramsés dijo:
—Estaba seguro de que pensaría en ello, madre, aunque me temo que no queda mucho margen para la duda. El pelo y la ropa son idénticos.
—Las botas, en particular —dijo Nefret con una voz fría y seca mientras que observaba el pie que yo había dejado a la vista—. Las hicieron especialmente para ella en Londres. No creo que muchas mujeres pudieran ponérselas; yo, por descontado, no. Estaba muy orgullosa de sus diminutos pies.
Habíamos dejado de estar solos: Selim, Daoud, Alí y Hassan acababan de unirse a nosotros; a una cierta distancia, apretados uno junto a otro y mirando en silencio, se encontraba el resto de los empleados.
—Basta con esto —dijo Emerson con el suave tono de voz que nadie ignoraba o desobedecía—. Selim, como puedes ver, ha ocurrido un lamentable accidente.
Selim, con sus grandes y oscuros ojos, miraba fijamente la pequeña bota que yo había dejado al descubierto antes de que Ramsés me apartara.
—¿Es la joven americana? ¡Dios mío! ¿Cómo ha ocurrido? ¿Qué hacía ella allí dentro?
—Fue un accidente —repitió Emerson—. No hubo negligencia ni por tu parte ni por la de nadie más. Hay que ir a buscar a su hermano y nosotros hemos de tomar las disposiciones necesarias para llevarnos el... para llevárnosla. ¿Puedes buscar un carro, o un carretón, Selim? No resultará muy digno pero...
—Pero es siempre mejor que algunos de los medios alternativos de transporte —dijo Ramsés con tranquilidad—. En lo que respecta a Jack, creo que no será necesario que vayamos a buscarlo. Él se ha adelantado. Interesante. Me pregunto por qué. No puede estar al tanto de lo que ha sucedido.
Nefret lanzó un grito ahogado.
—¡Llévatelo de aquí, por Dios! No debe verla.
Nefret corrió hacia el jinete que se aproximaba hacia nosotros. Tras cubrir la pequeña bota con la manta la seguí. Había que darle a conocer la noticia poco a poco y evitar que el pobre muchacho la viera antes de que hubiera llegado a asimilar la verdad.
Estábamos allí, esperándolo, cuando vimos que Jack tiraba de las riendas, obligando al pobre animal a ponerse sobre sus ancas; deslizándose de la silla, apartó a Nefret de su camino y asió a Ramsés por la pechera de su camisa.
—¿Dónde está? ¿Qué habéis hecho con ella?
A pesar de ser algunos centímetros más bajo que Ramsés era, no obstante, más corpulento y estaba muy enfadado. Ramsés no se movió. Contemplando, por debajo de su nariz, el rostro rojo y alterado de Jack le dijo:
—Será mejor que expliques lo que quieres decir.
—¡Se ha marchado, eso es lo que quiero decir! ¡Ayer por la noche! Y tú tienes las malditas agallas de quedarte ahí como si tú no... ¿Qué demonios le has hecho? ¿Por qué la abandonaste?
Ramsés se libró de las garras del otro con un ligero movimiento de su mano.
—Contrólate —le dijo tajante—. No sé de dónde has sacado la idea de que Maude y yo estuvimos juntos la pasada noche; no es verdad, aunque ahora esto carezca ya de importancia. Hay malas noticias, Reynolds. De las peores.
—¿De las peores? No entiendo —su mirada perpleja pasó de Ramsés a la cara cubierta de lágrimas de Nefret—. ¿Quieres decir... quieres decir que está muerta?
—Lo siento —dijo Ramsés.
Supongo que sólo los hombres se comprenden entre sí. Yo nunca me hubiera podido imaginar que un hermano afligido y emocionado pudiera desahogar sus sentimientos de modo tan vulgar y violento, pero Ramsés se anticipó a su movimiento; echándose a un lado, consiguió esquivar el golpe que Jack había dirigido hacia su cara, logrando que éste apenas le rozara. Emerson se abalanzó con una sonora maldición pero el combate, si es que se puede llamar así, acabó del mismo modo repentino que había iniciado. El segundo y enérgico golpe de Jack proporcionó a Ramsés la oportunidad que estaba esperando. Moviendo sus manos con precisión clínica, dobló hacia detrás los brazos de Jack y lo obligó a ponerse de rodillas.
—Ahora, señor Reynolds, creo que es suficiente —dije duramente—. Una trágica obligación yace ante sus ojos, ¡afróntela como un hombre!
Mi reprimenda tuvo el efecto deseado; el tono firme, aunque afectuoso, le ayudó a recordar cuál era su deber. Jack relajó sus corpulentos hombros.
—Sí, señora —murmuró.
El delirio de la incredulidad había cesado, dando paso a la fría calma de la resignación. El mayor sufrimiento llegaría más tarde; por el momento, Jack se movía y hablaba como un autómata. Preguntó si podía ver a su hermana, aceptando mi enfática negativa con apenas una triste mirada. Mientras distribuía sorbos del coñac de mi petaca vi cómo se aproximaba hacia nosotros una persona, montada, esta vez, a lomos de un burro. Era Karl von Bork, que venía, tal y como nos explicó, a ver lo que estábamos haciendo y a echarnos una mano en caso de que fuera necesario.
—Aber—continuó, pero su alegre sonrisa pronto se ensombreció al ver a Jack mudo, pálido y tambaleándose, y la seriedad de nuestros rostros— Aber, ¿qué es esto? ¿Qué ha sucedido?
De modo que tuve que explicarlo de nuevo. Empezaba a parecerse a una violenta historia de ficción yhasta yo misma empezaba a dudar de que fuera cierta. Karl era un sentimental con un gran corazón; se mostró tan afectado por la noticia que no se le ocurrió hacer preguntas inoportunas como qué era lo que la muchacha estaba naciendo allí o cuál era el motivo que había empujado a su hermano a seguirla. Las lágrimas se deslizaban de sus dulces ojos marrones y mojaban su bigote. Cuando me disponía a ofrecerle un trago de coñac, descubrí que Jack había vaciado el frasco.
—No podré soportar esto durante mucho más tiempo —observó Emerson—. Von Bork, deja de lloriquear y compórtate como un hombre. Necesitamos tu ayuda.
Karl se enjugó los ojos con el reverso de su mano y prestó atención. Pensé que nos iba a saludar pero no lo hizo.
—Ja, Herr Professor! Entschuldigen Sie, Frau Professor! Estoy a sus órdenes, como siempre.
Fui capaz de arreglar las cosas del modo más conveniente y afortunado posible. Nefret y yo colocamos el cuerpo en una posición más decorosa, dado que había detectado en éste los primeros signos de rigor mortis. Ello quería decir que la muerte había tenido lugar a primera hora de la mañana. No era posible saber más y, por otra parte, este dato no tenía particular relevancia. No nos demoramos mucho con esta desagradable tarea y, poco tiempo después, el carro que consiguió Selim, tirado por un burro, emprendió la marcha camino de Giza, escoltado por algunos de nuestros hombres. Jack cabalgaba detrás; Karl trotaba a su lado, algo ridículo sobre su pequeño burro, pero lleno de compasión y del deseo de resultar útil. Con el modo exagerado que tienen los alemanes, me aseguró que no abandonaría meinen Freund Jack hasta que alguien le tomara el relevo.
Nefret había insistido en ir con ellos. Tenía experiencia en medicina y era una mujer; cualidades ambas que, según dijo, podían ser de utilidad y, por otra parte, ¿quién era yo para negárselo? Les prometí que me uniría a ellos lo antes posible.
Una vez de vuelta en el refugio, Emerson dijo:
—Otro día perdido, ¡maldita sea! Ninguno de esos tipos querrá continuar hoy con el trabajo.
Se refería a los hombres de la localidad que habíamos empleado: agrupados a una cierta distancia, en ese momento fumaban y hablaban en voz baja. Las miradas que nos dirigían apoyaban la pesimista apreciación de Emerson.
Aunque sabía que, en realidad, aquel modo brusco de comportarse era un modo de ocultar sus verdaderos sentimientos, sentí que debía manifestar una ligera protesta.
—¿Crees en serio que cualquiera de nosotros puede continuar trabajando, Emerson? Demostraría una falta completa de sensibilidad.
—Umm —dijo Emerson. Sus ojos azules se suavizaron al mirar a su hijo—. Eh, ¿estás bien, muchacho?
—Bastante bien, señor. Gracias.
Ramsés no apartaba la vista del suelo, ahora vacío, donde la arena seguía removida y algo manchada de sangre.
—Había poca sangre —dijo, con una voz ausente.
—¡Maldición! —refunfuñó Emerson—. Eso era precisamente lo que me temía. —Su voz se alzó en un grito reverberante—. ¡Selim! Manda a los hombres a casa y venid aquí, tú y Daoud.
—Por favor —dije.
—Por favor, ¡maldita sea! —bramó Emerson.
Selim se unió a nosotros, con Daoud pegado a sus talones. El corazón de Daoud era tan grande como su cuerpo: Maude no había respondido nunca a sus gestos de amistad, pero Daoud amaba a todas las pequeñas criaturas de cualquier especie por lo que su franco rostro era una máscara de tristeza. A una señal de Emerson, se sentaron en la posición que les resultó más cómoda sobre la alfombra que se encontraba junto a nosotros; tras lo cual, Selim dijo seriamente:
—Los hombres están preocupados, Padre de las Maldiciones; se preguntan cómo puede haber ocurrido una cosa así.
—Eso es lo que nos gustaría saber, Selim. Debe de haber sucedido la pasada noche. Aunque su hermano no es el más concienzudo de los guardianes, habría notado su ausencia si no hubiera estado en casa por la tarde. Me pregunto qué es lo que estaría haciendo ella sola en la oscuridad.
—Oh, Emerson, no perdamos tiempo discutiendo sobre teorías improbables, por no decir imposibles —exclamé—. Hay tan sólo una explicación razonable.
Emerson llenaba su pipa; tras colocarla sobre la mesa (sembrando tabaco por toda su superficie), tomó mi mano.
—Por una vez, querida, no te reñiré por sacar conclusiones precipitadas; me temo que tienes razón.
—De todos modos —dijo Ramsés—, lo mejor será que examinemos las otras posibilidades, aunque sólo sea con el fin de rechazarlas. Puedes estar seguro de que otras personas lo harán.
—Un accidente —dijo Selim, sin mucha esperanza.
—Es posible, ya saben. El resultado de una apuesta o de un desafío —Ramsés sacó una pitillera del bolsillo.
Que se olvidara de pedirme permiso para fumar era indicativo de su estado mental. Continuó—: Hace algunas semanas, Maude y su grupo se entretuvieron una noche con un juego de este tipo: desafiándose los unos a los otros a hacer diversas cosas, todas ellas arriesgadas y sin sentido. Si Geoffrey y yo no lo hubiéramos detenido, Jack, que había bebido bastante, habría intentado, a oscuras y sin ayuda, escalar la Gran Pirámide con el fin de colocar una bandera americana en la cima. Un agente que investigara el caso podría llegar a la conclusión de que Maude vino hasta aquí para probar sus «agallas», especialmente después de...
Se paró un momento para encenderse un cigarrillo y yo le dije, tratando de ayudar:
—Especialmente después de que ella... ¿cómo se dice en argot? ¡No lo recuerdo nunca!... se rajara la última vez.
—¿En medio de la noche, sola? —preguntó Emerson.
—Estoy de acuerdo en que parece imposible —dijo Ramsés—. Pero un accidente es un veredicto socialmente más aceptable que un suicidio.
—¿Suicidio? —repitió Emerson, incrédulo—. Pero, por Dios, ¿qué razón podía tener una chica joven, sana y rica como ella para desear poner fin a su vida?
—Ninguna —dije—. Una enfermiza inestabilidad mental podría conducir a otro individuo igualmente sano a cometer un acto de ese tipo, pero ella no era así. No habría considerado la idea ni por un momento. Fue un asesinato. Estaba ya muerta cuando la echaron dentro del pozo. Una caída de esas características debería haber causado una fractura de cráneo, el cuello roto o cualquier otro tipo de herida mortal. Ramsés dijo que había muy poca sangre.
—Es la única respuesta posible —dijo Emerson, tocándose el hoyuelo de la barbilla con el dedo—, Y explica por qué la trajeron hasta aquí.
—No del todo —dijo Ramsés. Dando un respingo, dejó caer su cigarrillo; se había quemado los dedos—. Aprecio sus esfuerzos por ayudarme a salir de este problema pero será mejor que afrontemos los hechos. Si el único motivo del asesino era ocultar la verdadera naturaleza de la herida que la mató, podía haberla arrojado desde cualquier otra altura del altiplano. Al traerla hasta este lugar apartado, lo que pretendía era involucrarnos; involucrarme, para ser más precisos. No importa cuál sea el veredicto, mi nombre se verá mezclado en él. Si fue un accidente, puede que sucediera porque ella quería superar su miedo hacia este lugar con el fin de mejorar mi opinión sobre ella. Si fue un suicidio, algunos pensarán que lo hizo movida por la desesperación del rechazo o, incluso, por... —Había hecho lo posible por mante-nerse tranquilo y desapasionado, pero no pudo con esto. Sus oscuros ojos, que, tan a menudo, estaban semivelados por los párpados y las largas pestañas, se encontra-ron, directos y suplicantes, con los míos— No es verdad, madre —dijo, desesperado—. Ha escuchado lo que dijo Jack: sabe de lo que me acusa. No me importa lo que él piense con tal de que usted me crea.
Había dirigido su ruego a mí. Era mi comprensión la que buscaba. Otras madres se habrían acercado a él, le habrían abrazado, le habrían murmurado afectuosas, ¡e inútiles!, palabras de consuelo. Con toda franqueza, he de admitir que me sentí fuertemente tentada de hacerlo, pero sabía que a Ramsés no le gustaría.
—Te creo, querido. Incluso en el caso de que fuera verdad —yo sé que no lo es, pero en el caso de que lo fuera— cualquier mujer lo suficientemente loca como para poner fin a su vida por un hombre, debería culparse tan sólo a sí misma.
—¡Oh, madre! —una rara e indefensa sonrisa iluminó su rostro—. Tiene usted un aforismo para cada ocasión.
Emerson carraspeó ruidosamente y cogió su pipa.
—Todo esto no es sino una maldita pérdida de tiempo —refunfuñó—. Nadie puede sospechar...
—Algunos de ellos lo harán, sin embargo —dijo Ramsés—. Todos los viejos gatos de El Cairo, de ambos sexos, están dispuestos a creer lo peor de una mujer como Maude: joven, amante del placer, indisciplinada. No importa que el veredicto sea asesinato, suicidio o accidente; en cualquier caso, se dará por descontado que el responsable fue un hombre.
—Conociendo a los viejos gatos de El Cairo como los conozco, me temo que tienes razón —dije con un suspiro—. Pero no adelantemos acontecimientos. Te-nemos que volver a casa: le dije a Nefret que lo haría lo antes posible. Selim, ¿regresáis tú y Daoud con nosotros? Podríais resultar de ayuda.
—Aywa, Sitt Hakim, iremos con ustedes y les ayudaremos en lo que podamos. Es un asunto muy triste.
—Ramsés —dijo su padre—, ¿cómo sabías que ella estaba allí abajo? Oh, maldita sea, no quería que sonara de ese modo. Me preguntaba tan sólo qué fue lo que te empujó a bajar por la cuerda. Yo no podía ver nada.
Ramsés se metió la mano en su bolsillo y sacó de él un trozo de tela. Era un tejido dorado, delicado como la gasa.
—Estaba enredado en la punta de una roca; es un trozo, desgarrado, del pañuelo que le regalamos.
Tal y como había predicho, la investigación de la muerte de Maude fue una parodia. ¿Por qué hacer pasar a los afectados por el tormento de una autopsia, cuando la causa de la muerte estaba clara?
Ésta fue la pregunta que me hizo el cónsul americano, el señor Gordon, cuando me dirigí a él para protestar por el procedimiento o, más bien, por la ausencia del mismo. Cuando le contesté que, quizá, podría resultar útil saber si la joven había estado bajo la influencia de drogas o de alcohol, o si algunas de las magulladuras podían haber sido causadas por manos humanas, o si...
Me interrumpió con una exclamación de indignación antes de que pudiera seguir adelante, lo que, tal vez, no estaba de más, ya que lo que iba a sugerir podía haberle indignado aún más. Un examen médico exhaustivo habría despejado las dudas sobre la reputación de la pobre muchacha. Yo no creía que Maude estuviera embarazada, pero la mitad de la sociedad de El Cairo lo pensaba; los viejos gatos, como los había llamado Ramsés. Hubiera sido inútil hacerles ver que los viejos modos de comportarse de su juventud habían pasado de moda y estaban cambiando; ¡gracias a Dios!, en mi opinión. No era probable que una mujer moderna y rica se quitara la vida empujada por la deshonra o porque no hubiera otros medios de resolver aquel particular dilema.
De este modo, El Cairo cotilleó y murmuró durante una semana. Los escándalos no solían durar mucho más: siempre había nuevas fuentes de entretenimiento. Los restos de Maude descansaron en el cementerio protestante del Viejo Cairo. Era un bonito lugar, rodeado de muros, lleno de árboles y de arbustos importados, que recordaba el jardín de la iglesia de un pueblo inglés. Al funeral asistió mucha gente y Jack era la viva imagen de la fortaleza masculina en el momento de arrojar el primer puñado de tierra sobre la sepultura.
El veredicto fue muerte accidental.
Para los vivos, el dolor no había hecho más que empezar. No podía asegurar si Jack estaba o no al corriente de lo que se decía sobre su hermana. Hubiera sido inútil que lo negara dado que ni tan siquiera el peor de los chismosos se habría atrevido a decírselo a la cara. Superado el estupor que le había causado su dolor, se encontraba sumido en un peligroso estado mental: se había encerrado en su casa y, según me habían dicho, bebía mucho.
Sus amigos, entre los cuales me contaba, nos sentimos aliviados al saber que Geoffrey se había trasladado a la casa para estar con él. Pocos días después del funeral, el joven inglés me mandó un mensaje en el que me preguntaba si podía verme. Como estaba deseando ser útil, le contesté enseguida, invitándole a tomar el té aquella misma tarde.
Tras regresar de las excavaciones, me apresuré a mandar preparar algunos aperitivos especiales y traté de conseguir que el ambiente fuera lo más agradable posible, ya que tenía la intuición de que el muchacho podría necesitar algo de consuelo. Fui tan correcta como lo suelo ser. Yo sería la primera en admitir que el instinto maternal no es una de mis virtudes más notables, pero me atrevería a afirmar que cualquier mujer se habría conmovido al verlo. En sus delicados rasgos se apreciaba la huella del cansancio y su piel morena dejaba entrever una cierta palidez. Hundiéndose en una silla, dejó caer su cabeza hacia atrás, apoyándola contra los almohadones.
—Qué amable ha sido usted al recibirme, señora Emerson. Con sólo estar aquí, ya me siento mejor. Ha conseguido hacer de esta casa un verdadero hogar.
—Su encanto se lo debemos en buena parte a usted, Geoffrey. Siempre digo que no hay nada como un jardín para hacer reposar el alma. Sus plantas están floreciendo, como puede ver. Fue un gesto particularmente considerado que nunca olvidaré. ¿Cómo toma usted el té?
—Solo, gracias —se inclinó hacia delante para recibir la taza de mis manos. Su mirada recorrió el recinto; me imaginé que no eran, precisamente, las plantas en flor o la parra trepadora lo que llamaban su atención.
—Nefret llegará de un momento a otro —dije.
Sus mejillas adquirieron un tono más cálido.
—No se le escapa nada, señora Emerson. Aunque no sea la razón principal por la que le pedí que me recibiera, quizá podría aprovechar este momento para ase-gurarle que no es mi intención aprovecharme de la señorita Forth.
Tratando de ocultar la hilaridad que me producía su formalidad, le aseguré que nunca había abrigado tales sospechas.
—Y no lo digo porque haya tenido la oportunidad de hacerlo —dijo, con una sonrisa triste—. Me gusta mucho, señora Emerson. A pesar de que su belleza atraería a cualquier hombre, mis sentimientos han llegado a ser lo que son tras haber aprendido a conocerla y a valorar las extraordinarias cualidades de su mente y de su espíritu. Si pensara que ella me corresponde, le pediría permiso al profesor para hacerle la corte.
—¿Cree usted que no le corresponde?
—Creo que me considera como a un amigo, lo que no deja de ser un honor que aprecio en lo que vale. Le he dicho que estoy dispuesto a servirla cuándo y cómo me necesite sin pedir nada a cambio; me basta con que tenga un buen concepto de mi persona. Espero más, por supuesto, y nunca abandonaré la esperanza, sin que esto signifique que pretenda ejercer presión alguna sobre ella.
—En el caso de Nefret constituiría un grave error —dije—. Sus sentimientos y su comportamiento le honran, Geoffrey.
Nefret no tardó en llegar. Al observar su cálido pero distraído saludo, concluí que Geoffrey (y yo) habíamos acertado al valorar sus sentimientos.
Tal y como me había figurado, lo que había traído a Geoffrey hasta allí aquel día era su preocupación por Jack Reynolds.
—No sé qué hacer —confesó, retirando un mechón de pelo rubio que le caía sobre la ceja—. Es natural que se sienta afligido por Maude, su relación era muy estrecha, pero esperaba que pasado algún tiempo empezara a mostrar algún signo de mejoría. Por el contrario, se muestra cada vez más deprimido y desesperado. El señor Fisher habla de empezar a trabajar en serio la próxima semana y el señor Reisner estará de vuelta antes de que finalice el mes, y espera que nosotros hayamos adelantado ya mucho y... y si Jack continúa como hasta ahora, no estará listo para ningún tipo de trabajo y, mucho menos, para el programa tan severo que el señor Reisner exige a su gente.
—El señor Reisner no es un monstruo —dije—. Entenderá perfectamente que Jack necesita tiempo para recuperarse de la pérdida que acaba de sufrir.
—¿Pero cuánto? El trabajo duro es el mejor remedio para el dolor; estoy seguro de que comparte esta opinión, señora Emerson, y esperaba que Jack sintiera lo mismo. Parece otro. Ha sido siempre muy fuerte. No puedo dejar de preguntarme...
Se interrumpió.
—¿Hay algo más que le atormente? —apunté—. ¿Algún sentimiento más triste y profundo que la simple pena?
Geoffrey me miró con respetuosa sorpresa.
—¿Cómo lo sabe?
—La tía Amelia lo sabe todo —dijo Nefret—. Es muy difícil que se escandalice o se sorprenda, así que será mejor que se deje de rodeos. Ha estado con Jack todo este tiempo, no es posible que no haya dejado caer alguna indirecta.
—Es tan absurdo, tan injusto...
—No acaba de creerse que la muerte de Maude fuera un accidente —dijo Nefret—. Eso no tiene nada de absurdo, nosotros tampoco lo acabamos de creer. ¿Sospecha Jack de alguien en particular?
El joven dejó caer los hombros.
—Sí. Ésa es la verdadera razón por la que quise venir hasta aquí, creo que habría que advertir a Ramsés...
—¿Qué? —ninguna de nosotras había formulado la pregunta, fue Ramsés el que la hizo, tras haberse prácticamente materializado, emergiendo del aire trasparente, en ese extraño modo suyo que le era característico. Llevaba la camisa remangada, por lo que me imaginé que había estado en el campo de trabajo lavando fragmentos de cerámica—. No sabía que estabas aquí, Godwin —continuó, mientras cogía una silla—. No te he vuelto a ver desde el funeral. ¿Advertirme sobre qué?
—No intentes hacernos creer que no estabas escuchando la conversación —dije, sirviendo el té.
—No pude evitar oír algo. ¿Qué es lo que Jack dice sobre mí? —tras tomar la taza de mis manos se sentó, cruzando las piernas.
—Está fuera de sí —murmuró Geoffrey—. No es consciente de lo que hace.
—Quieres decir que está borracho la mayor parte del tiempo —le corrigió Ramsés—. In vino ventas: lo que él considera que es la ventas, en cualquier caso. ¿Sigue creyendo que yo seduje a su hermana a sangre fría y... y entonces, qué?
—¡Y la asesinaste! —tan pronto estas palabras salieron de la boca de Geoffrey, éste parecía ya ansioso por retirarlas. La aparente insensibilidad de Ramsés lo había hecho enfadar (quizá fuera ésta la intención de mi hijo). Movido por un impulso, se volvió hacia mí y exclamó—: ¡Perdóneme, señora Emerson! No quería decirlo de esa manera. El dolor y el sentimiento de culpabilidad han hecho enloquecer a Jack. Cuando está en su sano juicio lo ve de otra manera, pero cuando no lo está, tengo miedo de que haga algo que luego podría lamentar.
—¿Algo que yo también lamentaría? —preguntó Ramsés—. ¿Ha proferido amenazas contra mí?
—Peor que eso —Geoffrey se pasó una mano temblorosa por la cara—. Una noche, la semana pasada, sacó ese par de pistolas de las que se siente tan orgulloso y, después, las limpió y las cargó.
—Revólveres —dijo Ramsés pensativo—. Los cok.
—Si usted lo dice. No me interesan esas cosas; odio las armas de fuego. Casi me puse enfermo al ver cómo frotaba y bruñía, casi acariciándolas, aquellas malditas cosas. Finalmente, los enfundó decidido en su cinturón y se dirigió hacia la puerta. No puedo repetir sus palabras, no, al menos, en presencia de unas damas pero, en esencia, dijo que iba en busca del canalla que había asesinado a su hermana. A pesar de que es mucho más fuerte que yo y de que, en ese momento, estaba fuera de sí, me precipité hacia la puerta, adelantándome a él, e hice girar la llave quitándola de la cerradura.
—Qué tremendo valor —dijo Ramsés. Nefret le dirigió una mirada de reproche.
Geoffrey se encogió de hombros.
—No tanto; sabía que no sería capaz de usar el arma contra mí. Si hubiera podido acercarse lo suficiente, me habría tirado al suelo, pero me aseguré de que no lo hiciera. Fue una escena patética y ridícula: yo saltaba arriba y abajo mientras Jack avanzaba detrás de mí, con la pesadez de un oso grande y torpe. Cuando, al cabo de un rato, cayó exhausto, pude quitarle las armas. Lo hice tanto por su bien como por el de ustedes.
—Sí, por supuesto. Bueno —dijo Ramsés lentamente—, tendré que hacer algo. Por el bien de Jack.
—Deja de hablar como un idiota, Ramsés —le dije, tajante—. Si lo que estás pensando es ir hasta allí y enfrentarte con él, será mejor que abandones la idea. Lo más importante es que deje de beber. Déjamelo a mí.
—¿Ahora? —los ojos de Geoffrey se abrieron como platos cuando me vio coger el sombrero y la sombrilla del gancho que había al lado de la puerta—. ¿Sola? —añadió, abriendo aún más los ojos al ver que los demás no se movían de sus sillas.
—Claro que sí. No me llevará mucho tiempo.
Me gusta solucionar los problemas tan pronto como se me presentan: aplazarlos no resuelve nada y en este caso, además, era aconsejable actuar inmediatamente. Todavía era bastante temprano, así que Jack no podía haber tenido tiempo de beber tanto como para llegar a perder la razón. Para evitar que se negara a verme, me dirigí directamente y sin presentar mi tarjeta de visita a la sala de estar, donde el sirviente me había dicho que podía encontrar a su amo.
El estado de la habitación, que una vez había sido luminosa y alegre, confirmaba la descripción pesimista que nos había hecho Geoffrey. La casa estaba sin ama; la pobre, diminuta y anciana tía (cuyo nombre nunca conseguí llegar a aprender) había sido incapaz de superar la tragedia, por lo que Jack la había mandado de vuelta a casa. La naturaleza humana es como es: la servidumbre no suele hacer mucho más de lo que se le pide y, era evidente, que Jack les pedía bien poco. La arena y el polvo cubrían todos los muebles, el suelo no lo habían barrido desde hacía varios días y un extraño y desagradable olor flotaba por la habitación. Jack no se había quitado la ropa de trabajo. Estaba sentado, hundido en una silla, con sus botas polvorientas apoyadas sobre la mesa, un vaso en la mano y una botella sobre la mesa cercana a sus botas. Al verme, se movió con tanta brusquedad, que hizo volcar la botella.
—Empezamos bien —dije, recogiéndola. Aunque se había derramado líquido suficiente como para formar un charco maloliente, todavía quedaba bastante en la botella de manera que, llevándola hasta la ventana, vertí el resto del contenido fuera, sobre la tierra.
No aburriré al lector con la descripción de lo que hice a continuación. No me llevó mucho tiempo recorrer el resto de la casa y confiscar algunas botellas más, con Jack detrás de mí, poniendo pegas y protestando por ello. Sabía de sobra que no las encontraría todas y por otro lado, él podía hacerse con más sin ningún problema: lo que contaba era el impacto dramático. Mi gesto había conseguido captar su atención; tras sentarme con él en el salón, le hablé del modo afectuoso y firme que su propia madre hubiera empleado.
Conseguí que se le saltaran las lágrimas: inclinando la cabeza, escondió la cara entre las manos. Tras darle unos golpecitos en la espalda para infundirle valor, me dispuse a marcharme. Me preguntaba si sería capaz de confiscarle también las armas, tal y como había hecho con el whisky: cogiendo el asa de la caja donde las guardaba, tiré de ella; estaba cerrada con llave.
Jack levantó la mirada y yo le dije, con calma:
—Me alegra ver que guarda sus armas en lugar seguro, Jack. Espero que no haya dejado la llave tirada en cualquier rincón.
—No. No, señora. Desde que me robaron una de ellas, he sido muy cuidadoso con eso. Fue uno de los cok, calibre cuarenta y cinco...
—Está bien, entonces —dije, ya que no tenía ganas de escuchar una conferencia sobre armas. Lo que quería saber era dónde guardaba la llave pero ni un gesto, ni una palabra suya me indicaron dónde estaba—. Adiós, entonces, por ahora —continué—. Espero que cumpla su promesa de reformarse, Jack. Es usted una persona demasiado exquisita como para dejarse arrastrar por este tipo de debilidades. Cuando sienta la tentación de beber, recuerde que su ángel de la guarda vela por usted; aunque también puede venir a verme si, por el contrario, lo que necesita es consuelo terrenal.
O, simplemente, palabras que hagan las veces.
Estaba casi segura de que había hecho comprender a Jack lo injusto de sus sospechas sobre Ramsés. Con el resto de la gente no iba a resultar tan fácil. Las historias sobre las relaciones de Maude con diversos jóvenes surgían como la mala hierba y, una y otra vez, el nombre que más se repetía era el de mi hijo. A todas luces, la pobre Maude debía de haber proclamado a los cuatro vientos su enamoramiento. Como suelen hacer las muchachas, se lo habría contado a sus amigas quienes, a su vez, se lo tenían que haber contado a sus hermanos, a sus novios y a sus madres.
No supe nada de todo esto de primera mano. Mis contactos con los oficiales británicos y con sus mujeres eran escasos e incluso el más venenoso de ellos no se habría atrevido a mencionarme el asunto a mí. Fue Nefret quien me contó lo que se decía y eso, después de que la tuviera que obligar a hacerlo. Sucedió en el patio, una tarde en la que ella acababa de volver de un almuerzo: ver su rostro airado me bastó para comprenderlo todo, así que la detuve cuando se iba camino de su habitación y la hice venir a sentarse conmigo.
Era una de esas muchachas cuya hermosura aumenta cuando están enfadadas; sus ojos centelleaban y sus mejillas se habían sonrojado, adquiriendo un tono rosa salvaje, que entonaba con el vestido que llevaba puesto aquella tarde y con las rosas de seda que adornaban su elegante sombrero. La única nota discordante eran sus manos sin guantes y los arañazos en los nudillos de la derecha. Al darse cuenta de que los miraba, intentó ocultarlos en su amplia falda.
—Querida —dije—. ¿Cómo te has hecho eso?
—Yo... mmm... ¿me creerías si te digo que me pillé la mano con la puerta del carruaje?
—No.
Nefret soltó una carcajada y me dio un rápido abrazo.
—Sin embargo, es así. ¿Me consideras tan poco femenina como para ser capaz de golpear a una damisela en la mandíbula?
—Sí.
—La verdad es que he estado tentada a hacerlo. ¿Por qué supones que quise asistir a esa tonta fiestecilla de mujeres tontas? Sabía que algunas de ellas no podrían resistir la tentación de torturarme; ¡se creen tan inteligentes, con sus insinuaciones, sus taimadas indirectas, su modo de fruncir los labios y sus miradas de reojo! Conseguí controlarme hasta que Alice Framington-French dijo que admiraba taaaanto a Ramsés por mantener la calma después de sufrir una trágica pérdida como aquella, y yo le dije que todos echábamos de menos a Maude, que sentíamos por ella un gran cariño y ella dijo que sí, pero que este caso era algo diferente, no es así, y si, realmente, no podía convencer a Ramsés de que era hora de sentar la cabeza y de dejar de ir por ahí rompiendo corazones, una hermana estaba para eso, no es verdad... ah, había olvidado que él no es tu verdadero hermano, verdad, y, entonces ella y Silvia Gorst intercambiaron una de aquellas miradas...
Paró para tomar aliento. Aquel modo de hablar en cursiva que tenía Nefret se intensificaba a medida que su cólera iba en aumento. Nadie tiene una imaginación tan sucia como una dama bien educada, y uno debe aprender a ignorar lo que esa gente piensa o dice, ya que, de otro modo, corre el riesgo de vivir en un estado de agitación permanente.
Le dije todo esto a Nefret, quien asintió con la cabeza, taciturna. Tras retirar los alfileres que sujetaban su sombrero, empezó a abanicarse enérgicamente con él.
—No la golpeé. Me limité a esbozar una sonrisa y a decir que sí, que era una pena que ella no hubiera sido capaz de cazar a Ramsés a finales el año pasado, seguramente había hecho todo lo posible, aunque, de todos modos, no tanto como Sylvia, y entonces les di las gracias por el encantador almuerzo y salí con paso airado, y cuando subía al coche de caballos me pillé la mano con la puerta.
Oímos un ruido como el del disparo de un cañón procedente del exterior. No acabaría nunca de acostumbrarme al volumen y a la espontaneidad de los ladridos de Narmer. Tenía una voz sorprendente para un animal de su tamaño que evocaba imágenes de páramos solitarios y perros espectrales.
—Llega alguien —dijo Nefret, a pesar de que no era necesario. Mientras me limpiaba el té que había derramado sobre mi zapato, trató de convencerme sobre lo útil que resultaba Narmer como perro guardián.
—Los Vandergelt vienen a cenar —contesté—. Ve y dile a ese perro que se comporte como es debido, Nefret; tú y Ramsés sois los únicos a los que hace caso. La última vez que vinieron los Vandergelt se abalanzó sobre Katherine e hizo que se le cayera el sombrero.
Nefret se apresuró a obedecerme pero mi preocupación era innecesaria: los ladridos cesaron de golpe y los Vandergelt entraron acompañados de Ramsés.
—Nos encontramos con Ramsés en la estación y lo trajimos hasta aquí—explicó Katherine.
Mi atención se dirigió a mi hijo ya que, hasta aquel momento, no había notado que se hubiera ausentado de la casa.
—¿Has ido a El Cairo esta tarde?
—Sí. Tenía que hacer un recado. Señora Vandergelt, siéntese en esta silla; no tiene tantos pelos de gato como las otras.
—¿Dónde está Horus? —preguntó Cyrus. Y no porque sus relaciones con él fueran mejores que las de los demás; su interés se debía exclusivamente al hecho de que Horus era el padre de los cachorros de la gata de los Vandergelt, Sekhmet, quien, tiempo atrás, nos había pertenecido y que ahora disfrutaba de una vida regalada en el Castillo.
—En mi habitación —dijo Nefret—. Iré a ver si sigue allí, y así aprovecharé para cambiarme el vestido.
—¿Puedes entrar un momento en la habitación de Emerson y decirle que nuestros invitados están ya aquí? —le pedí.
Nefret regresó vistiendo el vestido de seda tornasolada en tonos azul y té, que se había comprado en París y cuyo precio me había hecho parpadear. Lo cierto es que podía permitirse tantos vestidos caros como quisiera y, había que reconocer, que aquél le favorecía en particular: daba una mayor profundidad a sus ojos azules y tenía un corte que sólo consiguen los diseñadores de primera clase. Aquella noche, sin embargo, el cuerpo voluminoso de Horus, colgado de su hombro y con sus enormes cuartos traseros descansando cómodamente sobre la curva de su brazo, echaba a perder el efecto.
Cuando, poco tiempo después, Emerson se unió a nosotros nos acomodamos para contarnos las últimas noticias. No había nadie con quien nos encontráramos tan a gusto como con los Vandergelt: apenas unos momentos después, Emerson fumaba ya su pipa y Cyrus su Cheroot, mientras los muebles de la habitación aparecían cubiertos por diversas prendas de vestir masculinas, dejadas caer aquí y allá. Ramsés se había desprendido de chaqueta, corbata y cuello y Cyrus había sido persuadido de hacer lo propio. No hace falta que diga que Emerson no llevaba puestas ninguna de estas prendas por lo que difícilmente podía quitárselas como ellos. Nefret, desoyendo sus protestas, había colocado a Horus en el suelo, junto al sofá, con el fin de poder sentarse con las piernas cruzadas, su posición preferida.
Los Vandergelt acababan de regresar de un viaje en dahabyya a Medum y Dashur. En aquella ocasión, habían decidido permanecer a bordo en lugar de quedarse con nosotros y yo no tuve nada que objetar: soy la primera en reconocer que donde uno se encuentra mejor es en su propia casa. Emerson quería hablar sobre Dashur pero no le dejé hacerlo; era imposible que nos concedieran aquel lugar por lo que seguir discutiendo sobre ello era como echar, inútilmente, más leña al fuego. Sabía que Katherine estaba ansiosa por hablar de la tragedia; había abandonado El Cairo un día después de nuestro terrible descubrimiento y por ello, no había podido asistir al funeral.
—Me sentí culpable por no poder hacerlo —dijo—. Pero la verdad es que apenas conocíamos a la pobre muchacha y habíamos hecho ya todos los preparativos para navegar.
—¿Por qué deberías de sentirte culpable? —preguntó Emerson—. Los funerales son una pérdida de tiempo. Espero que no os molestéis en venir al mío, me traerá completamente sin cuidado que lo hagáis o no.
—¿Cómo sabes que será así? —preguntó Cyrus.
A Emerson no le importaba que Cyrus le tomara el pelo, ambos eran muy amigos, pero a mí sí que me molestaba tener que escuchar de nuevo las opiniones nada ortodoxas de mi marido sobre religión: lo había tenido que hacer demasiadas veces. Sus ojos brillaron perversos y sus labios se entreabrieron...
—Nadie notó vuestra ausencia —dije, interrumpiendo a Emerson con la experiencia que da una larga práctica—. Asistió mucha gente.
—Todos mirando y dándose codazos, como los turistas cuando visitan un monumento —gruñó Emerson—. La mayor parte de la gente ni tan siquiera conocía a la muchacha. ¡Demonios!
Katherine dejó de mirarme para clavar sus ojos en Nefret quien, en ese momento, contemplaba al gato; poco después, su mirada se posó sobre Ramsés, quien se encontraba apoyado sobre el borde de la fuente.
—Si no queréis hablar sobre ello lo entenderé —dijo—. Pero, sabéis, es justo para eso para lo que están los amigos: para escuchar y para, quizá, ofrecer algún que otro útil consejo.
—¡Maldita sea! —exclamó Cyrus—. Ambos nos sentiremos muy ofendidos si no nos contáis las cosas como habéis hecho siempre. La muerte de esa pobre muchacha no fue un accidente, no me digáis que lo fue, y vosotros, amigos, os encontráis en dificultad a causa de ello, no lo neguéis. ¿Cómo podemos ayudaros?
Emerson lanzó un suspiro tan fuerte que hizo saltar uno de los botones de su camisa; Nefret lo miró con una sonrisa y yo dije:
—Ramsés, ¡sé amable y pasa el whisky!
Puse al corriente a nuestros amigos de las circunstancias que habían rodeado la muerte de Maude y de lo que había sucedido después. No se mostraron tan indignados como lo había estado yo, cuando supieron que no se había llevado a cabo una autopsia.
—De cualquier modo, probablemente no habrían encontrado nada que probara que se trató de un asesinato —dijo Cyrus, perspicaz—. Incluso el agujero de una bala o la herida de un cuchillo serían difíciles de detectar en un caso como éste, en el que los daños eran tan abundantes.
—La muerte fue causada probablemente por el golpe que tenía en la parte posterior de su cabeza —dijo Ramsés—. Hubiera sido difícil precisar si lo produjo un instrumento contundente tradicional o un golpe contra las paredes del pozo.
—Eso no nos lo habías dicho —exclamó Nefret—. ¿Cómo lo has sabido?
—No estoy seguro, pero he estado pensando sobre ello, tratando de recordar los detalles. Ya os dije que apenas había sangre en su ropa y en la superficie de la roca. Eso podría indicar que cuando fue arrojada al interior del pozo, llevaba ya muerta algún tiempo. El único punto donde había mucha sangre era en la parte posterior de su cabeza, el pelo estaba empapado.
—Entonces la golpearon por detrás —dije—. Afortunadamente, debió de ser rápido y es probable que ni tan siquiera sufriera. ¿Tiene sentido pensar que si el asesino pudo golpearle por la espalda fue porque era alguien que ella conocía y en el que confiaba? —contesté a mi propia pregunta antes de que Ramsés o Emerson tuvieran tiempo de hacerlo—. No necesariamente. También es posible que estuviera escondido y que la cogieran de improviso.
—Pero también es cierto que tan sólo una persona que ella conocía bien podía haberla persuadido a abandonar la casa a altas horas de la noche —dijo Katherine—. Lo más probable es que el ataque no tuviera lugar en su habitación. Su hermano se habría dado cuenta de la... evidencia.
—Muy bien pensado, señora Vandergelt —dijo Ramsés—. Según lo que Jack nos ha contado, ella cenó con él aquella noche y se retiró a su hora habitual. No fue hasta la mañana siguiente cuando él se dio cuenta de que ella no estaba y de que no había dormido en su cama. Una de las puertas estaba desatrancada y abierta. O alguien la había despertado, o bien ella tenía una cita; lo más probable es que se tratase de lo segundo ya que se había cambiado su traje de noche por su ropa de montar y no se había metido en la cama.
—Así que cuando el señor Reynolds no la encontró salió en su búsqueda —dijo Katherine—. ¿Por qué? No me mires así, Amelia, se trata únicamente de una reflexión. La dama en cuestión debía tener muchos admiradores: era joven, atractiva y rica. Esta temporada parecía haberse encaprichado con Ramsés. No intento ponerte en un aprieto, Ramsés, querido...
—No —dijo Ramsés—. Es, bueno, sé dónde quiere llegar señora Vandergelt y, ¡uf!...
—¿Crees que no he pensado en ello? —sonrió ella con afecto—. Te conozco, ¿sabes? Y no he dudado ni por un momento que tu comportamiento, tanto privado como público, fuera ejemplar. ¿Por qué tendría su hermano que sospechar inmediatamente que fuiste tú el que la convenció para que se escapara... con el fin de seducirla, supongo?
Emerson tragó saliva.
—Dios mío, Katherine, qué cínica eres. ¿Crees que alguien le metió a Reynolds esa idea en la cabeza?
—Según creo, como cabeza es bastante lenta, ¿no es así? —dijo Katherine, tranquila—. Ni tiene mucha imaginación ni es muy original. Y, además, el guión tiene tan poco que ver con un personaje como el de Ramsés que a cualquier persona inteligente no se le ocurriría ni por un momento que pudiera tratarse de él.
—Gracias —dijo Ramsés con gran calma.
—A ninguno de nosotros se nos ha ocurrido —le aseguré—. Ha sido muy amable por tu parte tranquilizar a Ramsés, Katherine, pero, con todo el respeto por tu indudable perspicacia, no veo adonde nos lleva todo esto. A menos que trates de sugerir que fue su anterior amante el que la mató y que, para inculpar al hombre que lo había sustituido en el afecto de Maude, arrastrara el cuerpo de ésta durante todo aquel trayecto... Umm.
—Controla tu terrible imaginación, Amelia —exclamó Emerson—. Si la muerte de la muchacha se tratase de un incidente aislado, podría muy bien haber otro motivo, pero ha habido... ¿cuántos? Tres o cuatro accidentes similares. Maldita sea, deben de estar relacionados con nuestras investigaciones sobre el falsificador. Ella sabía algo... o pensaba que sabía...
—Accidentes —interrumpió Cyrus—. ¿Qué accidentes?
—Imagino —dije distraída—, que los disparos sobre mí iban dirigidos a otra persona. O a otra cosa. No creo que se tratara de un juego...
—Disparos —jadeó Cyrus, al mismo tiempo que empezaba a tirar, agitado, de su barba de chivo—. Debería de haberme acostumbrado hace tiempo a ti, Amelia, pero lo cierto es que sigues dejándome helado de vez en cuando. ¿Qué disparos? ¿Cuándo? ¿Cuántos de esos divertidos «pequeños» accidentes se han producido hasta la fecha?
Emerson no se mostraba muy propenso a admitir que uno de aquellos accidentes había tenido lugar el día en el que casi se cayó de la pirámide, pero acabamos por convencerlo: el llamativo fragmento de cerámica debía de haber sido colocado allí a propósito, con la intención de hacerle dar un paso en falso.
—Lo más enloquecedor de todo —dije—, es que no sabemos por qué ese malvado nos persigue. Si le estuviéramos pisando los talones, entendería que quisiera tratar de distraernos o de destruirnos, pero ni tan siquiera tenemos una condenada pista sobre su identidad, y él debe saberlo. Un criminal prudente (si es que existe alguno) no osaría provocarnos.
Katherine y su marido se miraron. Cyrus sacudió la cabeza y Katherine se encogió de hombros.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Cyrus a su mujer.
—No me cabe duda alguna, Cyrus.
—¿De qué estáis hablando? —inquirí.
—No entiendo cómo has podido pasarlo por alto —Katherine se volvió hacia mí—¿Podemos estar equivocados, Cyrus?
—Que me aspen si entiendo cómo, Katherine.
—¡Maldita sea! —gritó Emerson—. Vandergelt, ¿estás tratando de distraer mi atención con todas esas enigmáticas indirectas y preguntas sin respuesta? Me recuerdas a mi mujer.
—Está bien, viejo amigo —dijo Cyrus con una sonrisa—. Estáis muy equivocados y ahora os diré por qué. Esos accidentes no tienen absolutamente nada que ver con las falsificaciones. Por el contrario, tienen un solo y único objeto: alguien está tratando de alejaros de Zawaiet el'Aryan.
Tras un intervalo, que pareció mucho más largo de lo que realmente fue, Emerson dijo:
—Peabody, si ahora me dices que tú ya habías llegado a esta conclusión nunca más... nunca más te volveré a dejar entrar en una pirámide.
—Entonces no te lo diré, Emerson.
—Pero, señora Vandergelt, ¡eso es absolutamente genial! —exclamó Nefret. Aplaudió y se puso de pie de un salto y al hacerlo, dio un pisotón a la cola de Horus quien, estoy convencida, se había extendido ocupando el mayor espacio posible con la esperanza de que alguien tropezara con él y le diera una excusa para quejarse. Lo hizo, vociferante, y atacó la cola de la falda de Nefret con sus garras. Nefret, al tratar de alzar los dos pies al mismo tiempo, se enredó con los volantes y cayó en brazos de Ramsés, que se había levantado en su ayuda poniéndola fuera del alcance del gato. Horus, al ver a Nefret maldecir por los desgarrones que se había hecho en la falda, entendió que no podía esperar de ella comprensión alguna y abandonó rabioso la habitación; haciendo caer deliberadamente una mesita y un escabel. Ramsés se reía: los enfrentamientos con Horus generalmente le ponían de buen humor.
—Bueno, la verdad es que una no puede resistirse —susurró Katherine—. Cielos, Amelia, el chico es absolutamente seductor cuando sonríe.
—Umm —dije—. He de decir en su favor que no presume mucho de su físico. Por favor no lo animes. Ramsés, bájala.
—Sí, madre.
Y se apresuró a dejar a Nefret sobre un sofá, al mismo tiempo que Emerson decía con acritud:
—Al menos uno puede siempre contar con un poco de diversión en esta casa.
—Podía haber sido peor —comentó Nefret, mientras examinaba sus tobillos—. Fuiste rápido como un gato, Ramsés. Gracias.
—No es muy difícil ser más rápido que ese gato —dijo Ramsés—. Si sigue engordando tendremos que alquilarle un carro tirado por un burro —al darse cuenta de la mirada reprobatoria que le dirigía su padre se calmó—. Debe pensar que somos unos auténticos idiotas, señora Vandergelt.
—Creo —dijo Katherine—, que habéis estado muy preocupados a causa del afecto que sentís por David y Abdullah. Os habéis concentrado tanto en el asunto de las falsificaciones que no habéis sido capaces de ver nada más.
—Hubo un robo en Amarna House —dije.
Cyrus sacudió la cabeza.
—No puedes relacionarlo con los ataques que sufriste, Amelia. Su objetivo era el de recuperar el escarabajo. Si Ramsés no se hubiera metido por medio, habrían abandonado la casa sin haceros ni tan siquiera un rasguño.
—¡Maldita sea! —exclamé—. Katherine, has tirado por tierra todas mis teorías. Había eliminado a varios de nuestros sospechosos porque tenían coartadas para uno u otro de los ataques. Howard estaba en el Delta, Geoffrey estaba encima... bueno, estaba conmigo cuando una persona que no pudimos ver me disparó. Es evidente que intentaban alejarnos de las excavaciones y que todo ello no tiene nada que ver con el falsificador. ¡Tendremos que empezar de nuevo!
Fátima llegó en ese momento para anunciarnos que la cena estaba servida. Mientras nos encaminábamos hacia el comedor, Emerson dijo:
—Ya va siendo hora de que hagamos regresar a David. Maldita sea, lleva ya demasiado tiempo holgazaneando por Creta.
—Sabes perfectamente que si apenas hubiéramos insinuado que uno de nosotros podía estar en peligro, habrían zarpado en el primer barco —dije—. ¿Qué decía Lía en su última carta, Nefret?
—Me acusaba de estar escondiéndole algo —dijo Nefret en tono sombrío—. No me mires de esa forma tan dura, tía Amelia, no le he revelado nada y, créeme, ha sido condenadamente... ¡perdón!, ha sido muy difícil charlar alegremente sobre cosas sin importancia mientras trataba de no mencionar nada que pudiera levantar sus sospechas.
—Hablando del robo en Amarna House... —empecé a decir.
—No estábamos hablando de eso —dijo Emerson. Al retirarle Fátima el cuenco de sopa vacío se dirigió a ella, afable—. Excelente sopa, Fátima.
—Hablábamos de eso antes —insistí, decidida a que no me distrajera—. Quiero preguntar algo y se me olvida todo el tiempo... han sucedido tantas otras cosas. La sopa estaba excelente, Fátima. Díselo a Mahmud.
—Sí, Sitt Hakim. Gracias.
—El robo —dijo Cyrus—. Me alegro mucho de que lo mencionaras, Amelia, porque también ha despertado mi curiosidad. ¿Por qué ese tipo se arriesgó tanto para recuperar el escarabajo? Es evidente que no había nada en él que pudiera daros una pista sobre su identidad o, de otro modo, no estaríais todavía a oscuras.
El resto de nosotros miró con expectación a Ramsés, a quien no le gustó toda aquella atención.
—No tengo la respuesta a eso —se limitó a decir.
—Es una pena que no fotografiáramos esa maldita cosa —reflexioné—. Pero no nos podíamos imaginar que la íbamos a perder tan pronto. ¿Tienes una copia de tu traducción aquí, Ramsés?
—No la escribí, madre —al coger el cuchillo y empezar a cortar la porción de pollo que le habían servido, frunció las cejas. Era una fruslería, sin embargo: los po-llos egipcios a menudo lo son.
—Supongo que lo leerías de cabo a rabo como si se tratara de un texto en inglés —dijo Cyrus con una sonrisa irónica y sacudiendo la cabeza.
—Sí, señor. Sin embargo —añadió Ramsés tras una larga pausa— hice una copia de la inscripción jeroglífica. ¿Le gustaría verla?
—¿Quién, yo? —Cyrus se echó a reír—. De ningún modo, apenas podría leer más de unas palabras.
—A mí sí que me gustaría verla —dije— ¿Por qué no dijiste antes que tenías una copia?
—Nadie me lo preguntó —contestó Ramsés.
Nefret le tiró un panecillo.
—Echémosle un vistazo, entonces —dijo Emerson, mientras Ramsés cogía el panecillo y se lo devolvía cortésmente a Nefret.
—¿Ahora? —preguntó Ramsés.
—Cuando hayamos acabado de cenar —dije—. Si tú y Nefret dejáis esos juegos de niños, ¡y en presencia de invitados, por si fuera poco!, no tardaremos mucho en hacerlo.
—Perdone, tía Amelia —murmuró Nefret, a pesar de lo cual se giró un poco para sonreír a Ramsés; los labios de él se curvaron ligeramente hacia arriba en señal de respuesta.
Mientras Fátima quitaba la mesa, Ramsés fue a buscar la copia del texto. Juntamos nuestras sillas al mismo tiempo que él extendía las arrugadas hojas de papel. Al contrario de lo que sucede con su caligrafía habitual, que se parece a los amorfos garabatos taquigráficos, propios de la escritura demótica egipcia, la escritura jeroglífica de Ramsés es clara y fácil de leer (suponiendo, claro está, que uno sea capaz de leer egipcio antiguo). No me atrevería a afirmar que mi conocimiento de esta lengua sea el de un experto, pero las primeras palabras del texto formaban parte de una fórmula familiar.
—«Imyre»... mmm —leí en voz alta—. El inspector de barcos, príncipe heredero y conde, único compañero. Son los títulos del alto oficial que compuso el texto, Cyrus.
—Bastante bien, querida —dijo Emerson, su voz dejaba a las claras que se estaba divirtiendo. Puso su mano sobre la mía—. Quizá podemos dejar que Ramsés traduzca el texto entero... sin interrupciones.
Se trataba de un documento sorprendente. Los egipcios eran unos excelentes constructores de barcos y sabían algo de astronomía. No era descabellado pensar que, siguiendo la línea de la costa y atracando de cuando en cuando para reponer provisiones, un capitán que gozara del favor de todos los dioses en un panteón tan enormemente extenso como el suyo, pudiera haber llevado a cabo aquella hazaña. Yo no lo creía, sin embargo; y, de acuerdo con los comentarios que iba haciendo Ramsés a medida que leía el texto, resultaba evidente que la práctica totalidad de las descripciones que contenía el mismo habían sido copiadas de fuentes muy posteriores. El hombre que las había juntado estaba muy familiarizado tanto con ellas como con el lenguaje egipcio.
—Hay algunas anomalías, sin embargo —dijo Ramsés—. En primer lugar, el texto empieza con los títulos y el nombre del hombre que, a todas luces, lo compuso. El protocolo de entonces exigía que la fecha, los nombres y los títulos del faraón precedieran al suyo. Éstos aparecen en el texto, pero detrás de los títulos del oficial que, por otra parte, no guardan el orden que deberían respetar.
—Veo dónde quieres llegar —exclamó Emerson—. Nuestro amigo era príncipe, conde y único compañero y todo lo demás; ¿por qué mencionar, entonces, su cargo de inspector de barcos antes que los otros títulos de mayor rango? ¿Es significativo?
—Sí lo es, el significado se me escapa —dijo Ramsés bruscamente. A pesar de no ser presumido, odiaba tener que admitir que sus conocimientos sobre el egipcio podían tener algunas lagunas, incluso en un caso como aquél.
—Entonces —dije—, la pista que debería de proporcionarnos más información no se encontraba en el interior del texto.
Ramsés dijo que había llegado a la misma conclusión, pero que a pesar de todo, el indicio, o bien era minúsculo, o bien podía estar escondido con una habilidad tan diabólica que le hubiera resultado imposible verlo. Añadió que desde el momento en que ya no disponíamos de la condenada (perdonen, madre y señora Vandergelt), de la maldita cosa, seguir con aquellas especulaciones era una pérdida de tiempo. No pude por menos que estar de acuerdo con esta última observación.
Visto que al día siguiente era viernes, el día de descanso de nuestros hombres, Emerson había aceptado escoltarme hasta El Cairo y pasar la noche en el Shepheard. En realidad no le apetecía nada hacerlo, nunca le apetece, así que ahora intentaba valerse de una excusa para no tener que ir.
—Na me gusta la idea de dejar solos a los niños, Peabody —dijo con mojigatería—. La idea de Vandergelt de que alguien está tratando de impedir que excavemos en Zawaiet...
—No ha cambiado para nada la situación, Emerson —le expliqué—. No se encuentran por ello en mayor peligro del que ya estaban y creo que podemos confiar en su prudencia.
—Bastante —dijo el «niño» enérgico, mientras la «niña» apretaba los labios y alzaba la vista.
—Umm —dijo Emerson—. Veamos. Esto... Nefret, tengo una infinidad de notas que habría que transcribir. Probablemente te llevará la mayor parte del día.
—Ramsés y yo habíamos planeado ir a Atiyah —protestó Nefret—. Kadija me está esperando.
—Lo puedes hacer en otra ocasión. Regresaremos a primera hora del sábado por la mañana listos para volver al trabajo —al ver su expresión malhumorada cambió de táctica—: Ya sé que piensas que soy demasiado precavido, querida, pero te pido como favor que me des tu palabra de que mañana no te alejarás de la casa. Al menos, aquí no te puede suceder nada.
Capítulo 9
Desnudos hasta la cintura y con los sables en la mano, nos enfrentamos. Ahmed era un hombretón, con el cuerpo cosido por las cicatrices fruto de sus muchos encuentros, y unos brazos mucho más largos que los míos. Mi única esperanza era agotarlo con mi gran agilidad y mis habilidades defensivas. Llorosa, la muchacha me lanzó un grito...
Cartas de la colección B:
Querida Lía:
No sé si algún día llegarás a recibir esta carta; pero tengo que contárselo a alguien ahora, en este momento; tengo que hablar de él con alguien; y aquí no hay nadie a excepción de Horus, quien no es precisamente un oyente muy comprensivo, sobre todo porque la pasada noche lo dejamos fuera de la habitación, y el profesor y la tía Amelia no han regresado todavía y, en cualquier caso, le prometí que le esperaría para decírselo a los dos juntos. Hace menos de una hora que me dejó. Parecen días. ¿Cómo podías soportar todos aquellos días y meses en los que tú y David estabais separados? ¿Sobre todo en aquellos terribles momentos en los que llegasteis a temer que nunca podríais estar juntos?
¿Da la impresión de que me he vuelto completamente loca? ¡Lo estoy! ¡De los pies a la cabeza, perdida y apasionadamente loca! Tal vez, escribiendo, consiga poner un poco de orden en mi cabeza. Sólo espero que consigas leerlo. Mi mano es, en estos momentos, tan poco firme como mi corazón.
Todo ha sucedido gracias a Percy. ¿No es extraño? ¿Nunca habrías imaginado que un hombre al que detesto tanto como a él pudiera ser el responsable de que ahora yo me sienta tan maravillosamente feliz!
Percy se presentó en casa ayer por la tarde cuando me encontraba a solas en la sala de estar. La tía Amelia y el profesor se habían ido a pasar la noche a El Cairo —ella para darse el lujo de asistir a un «amigable encuentro social» en el Shepheard y el profesor para consultar con alguien del Instituto Alemán— mientras que Ramsés había salido rumbo a Atiyah para hablar con Selim sobre algunos suministros que necesitaba el profesor. Percy no esperó a que lo anunciaran y entró directamente con Fátima revoloteando a su alrededor. Un enérgico golpe fue mi única advertencia. Al verlo, plantado junto al umbral de la puerta con la pobre Fátima detrás, discutiendo con él al mismo tiempo que intentaba excusarse conmigo, sentí la tentación de arrojarle un bote de tinta.
¿Por qué no lo hice? Porque fui una cobarde y una idiota. Una cobarde porque temía lo que diría Ramsés en el caso de que llegara a saber que lo había traicionado, y una idiota porque creí que Percy tendría alguno de los instintos propios de un caballero. Siempre que me lo había encontrado me había lanzado miradas significativas, pequeñas señales de entendimiento y, en general, un ambiente de confianza mutua: bastante nauseabundo e inquietante pero no temible. No creía que Percy fuera verdaderamente capaz de decir la verdad y avergonzar hasta al mismo diablo (él sin ir más lejos); y, por otra parte, considerar la posibilidad de que amenazara con revelarlo todo para chantajearme me parecía demasiado ridículo.
Así que, le dije a Fátima que se podía marchar y ofrecí asiento a Percy. Con gesto majestuoso él me indicó que me podía sentar en el sofá. Iba vestido con ese exceso de elegancia que, sin saber por qué, resulta inapropiado; no hay nada malo en los detalles, es el conjunto lo que resulta excesivo.
Permanecí de pie.
—Lo cierto es que estoy algo ocupada, Percy. ¿Qué es lo que quieres?
—Una pequeña y agradable charla —me sonrió con afectación y entonces me di cuenta de que estaba borracho. No lo suficiente como para tambalearse o trabarse al hablar pero si lo bastante como para tener su cerebro aún más debilitado.
Eché mano de mi colección de frases hechas.
—No está en condiciones de estar en compañía de una dama.
—Un poco del valor que da la bebida —musitó Percy—. No se enfade, Nefret. He mantenido mi parte del trato, ¿no es así?
—No recuerdo haber cerrado ninguno con usted. Será mejor que se vaya antes de que regrese Ramsés. Le espero de un momento a otro.
Otra equivocación por mi parte pero, honestamente, ¿quién se iba a imaginar que iba a ser lo bastante estúpido como para cometer el mismo error dos veces? Tras referirse a Ramsés en modo grosero, arremetió contra mí. Antes de que pudiera echarme a un lado, me había cubierto con un desgarbado pero temporalmente efectivo abrazo de oso.
—Déjeme —le dije irritada.
—En realidad, no es eso lo que quiere. Una mujer llena de brío como usted lo que verdaderamente desea es un hombre que la domine.
Conseguí evitar sus torpes intentos de besarme al mismo tiempo que liberaba uno de mis brazos y cambiaba mi peso apoyándome sobre la pierna izquierda. Mientras decidía qué parte de Percy golpear en primer lugar, se abrió la puerta de la sala de estar.
Había mentido a Percy: en realidad no esperaba que Ramsés estuviera de vuelta tan pronto. La visión de éste me dejó paralizada, circunstancia que aprovechó Percy para darme un beso en la boca. Lo siguiente que recuerdo es que se produjo una especie de explosión silenciosa que levantó a Percy directamente por los pies y lo lanzó volando sobre una silla y contra la pared; yo di un traspié y hubiera perdido el equilibrio si Ramsés no me hubiera cogido por el cuello de la camisa.
Entonces pude ver bien su cara.
Me apreté contra su cuerpo y me colgué de él con las dos manos. Durante uno o dos segundos tuve miedo de que estuviera demasiado furioso y no se preocupara por si podía herirme o no. Los dedos que me habían asido por las costillas se relajaron y dijo: «Levántate y salgamos. No sé cuánto tiempo más voy a poder resistir aquí dentro».
No sabía cuánto tiempo lo iba a poder resistir yo. No me había dejado engañar por la tranquilidad que denotaba su voz. Me así con más fuerza a su camisa y me incliné con decisión sobre él. Ni tan siquiera me atrevía a levantar mi cabeza, que apretaba contra su hombro; tenía la sensación de que, si la aflojaba en lo más mínimo, él me apartaría como si fuera un mueble, impersonal y eficiente, y, en ese caso, temía pensar lo que sería capaz de hacerle a Percy. Le oía gemir y respirar con dificultad, pero sabía que sus heridas no eran graves; cuando finalmente se movió, lo hizo al trote; sus pasos se perdieron en el silencio.
Ramsés me levantó por los aires, separando mis pies del suelo... y de los suyos, sobre los que había estado hasta ese momento. Sosteniéndome con un brazo, caminó hacia la puerta y la cerró de un portazo.
—Suéltame —dijo—. No te molestes en intentar hacerme creer que estás a punto de desmayarte. Me has roto la camisa y creo que esas marcas afiladas sobre mi cuello son las de tus dientes.
—Déjame bajar, entonces.
—Oh, lo siento —me dejó en el suelo.
—No, no es verdad que lo sientes —levantando la cabeza, le examiné la garganta—. No hay sangre.
—¿Te gustaría volver a intentarlo?
—¡Basta! —con mis manos sobre sus hombros, quise sacudirlo—. ¿No puedes admitir por una vez en tu vida que eres un ser humano, con emociones humanas? Querías matarlo. Lo hubieras hecho. Y yo lo tuve que evitar, de la mejor forma que pude.
—¿Por qué?
La pregunta me cortó la respiración. Yo manejaba mis sentimientos con la misma torpeza con la que un sirviente desmañado revolvería en el cajón de un escritorio. Cuando lo entendí, o creí que lo había entendido, di un paso hacia atrás e intenté golpearle. Mi muñeca fue a dar contra su mano alzada.
—Supongo que debo considerar esto como una respuesta —deslizó su mirada por mi cara, deteniéndose en mi cuello. Mi camisa estaba abierta, casi a la altura del pecho. No me había dado cuenta—. ¿Fue Percy quien te hizo eso? —preguntó.
—Lo hiciste tú, creo. Cuando nos separaste —podía haber sucedido muy bien así...
—Lo siento.
—Por favor, no lo hagas.
—¿Excusarme? —enarcó las cejas al mismo tiempo que curvaba las comisuras de la boca—. Lo que tú digas.
Todavía pareces algo agitada. Siéntate y te daré una copa de coñac.
—Todavía no. Quiero decir... —no podía soportar seguir mirándolo. Aquella parodia de sonrisa me ponía enferma. Intenté abrocharme la camisa—. ¿Te quedarás aquí? No te vayas.
—Me quedaré aquí. —Se dirigió hacia la ventana y se quedó junto a ella, dándome la espalda.
Sabes muy bien cómo nuestros ojos son capaces de engañarnos algunas veces; cómo un grupo de formas y sombras pueden presentarse bajo cierto aspecto para, poco tiempo después, hacerlo con otro bien distinto. No fue exactamente así; no se había producido ningún cambio físico en él, era el mismo de siempre. Yo conocía cada línea de su esbelto cuerpo y cada rizo de su cabeza morena y despeinada. Sólo que, hasta ese momento, no lo había visto a él. Sabes lo que quiero decir, ¿no? El cambio se produce en el corazón.
Es probable que emitiera algún sonido: un grito ahogado, un mudo suspiro. Al darse la vuelta, le tuve de nuevo frente a mí. Aquellos rasgos que conocía mejor que los míos eran los mismos, pero ahora podía ver la ternura que la firmeza de sus labios trataba de ocultar con tenacidad y el fino modelado de sus sienes y de sus pómulos y sus ojos abiertos de par en par y, por una vez, sin protección. Había abandonado toda defensa.
Permaneció inmóvil durante unos segundos, mirándome. Entonces alargó su mano. «Ven aquí», dijo.
No me podía mover. Me sentía como si alguien me hubiera puesto del revés; el mundo parecía haberse vuelto loco.
—Sabes que es demasiado tarde —dijo, con la misma voz apagada—. Demasiado tarde para mí, sea lo que sea lo que tú decidas. ¿Podrías, al menos, tratar de salirme al encuentro?
No recuerdo que se produjera ningún intervalo entre esta desgarradora pregunta y el momento en que sus brazos me estrecharon y sus labios rozaron los míos.
¿Por qué no lo había imaginado antes? ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Por qué nadie me lo había dicho? Se rió de mí cuando le dije todo esto. Adoro verlo reír, Lía. Su cara cambia por completo, sus ojos resplandecen, su boca se suaviza y... te dije que estaba fuera de mí.
No me di cuenta del tiempo que había pasado hasta que Fátima empezó a rascar la puerta y nos preguntó cuándo queríamos cenar. Estábamos sentados en la oscuridad. Me besó de nuevo y me apartó con delicadeza.
—Le diré que en diez minutos, ¿será suficiente?
—Si. No. Dile... Dile que no queremos cenar. Dile que se vaya.
Dejé de escribir porque oí ladrar a Narmer y esperaba que... Pero no era él. No puedo estar aquí dentro más tiempo; saldré a esperarlo a la puerta. Un poco más cerca, un poco antes... meteré esta carta en un sobre y la dejaré sobre la mesa con el resto del correo.
Espero que no pienses que si te dejo ahora, en este preciso e interesante momento, es porque busco un cierto efecto literario o porque me avergüenzo de lo sucedido. No siento vergüenza alguna. ¡La verdad es que no sabía que se podía ser tan feliz! A menos que os hayáis embarcado ya, os perderéis la boda; no esperaré ni un día más, mi querida amiga. Y no porque me preocupen los convencionalismos, pero el profesor se escandalizaría y la tía Amelia nos echaría un sermón; ellos no lo pueden entender, viven en otro mundo; y mi pobre y querido Ramsés siente un temor tan reverencial por ellos que sería capaz de encerrarse bajo llave en su habitación sin querer abrir la puerta. ¡Y entonces tendría que trepar para entrar por su ventana! Y, además, quiero estar con él. ¡Gracias a Dios, cuento con la ayuda de Ibrahim para poder abrir las celosías!
Él no lo pudo evitar la otra noche, fui yo... fui yo la que... Cuando lo recuerdo, siento que hasta mis huesos se derriten. No es la única razón por la que le amo tanto, Lía. Aunque parezca despreciar el código de los caballeros de su clase, es todo aquello que ellos pretender ser y rara-mente son: delicado, fuerte, valeroso, honrado.
DEL MANUSCRITO H:
A Ramsés no le hizo falta preguntar a Alí quién era el visitante. El caballo sudaba y tenía los ojos casi fuera de sus órbitas. Los caballos de Percy tenían siempre el aspecto de haber sido montados hasta la extenuación y tratados con torpeza. Se demoró lo justo para pedir al encargado del establo que le diera algo de agua y que lo secara con una toalla. Casi corría al doblar el pasillo, camino de las habitaciones. Incluso cuando eran niños, había algo en Percy que le hacía sentir una sensación más fuerte que el mero disgusto y más extraña que el aborrecimiento. Lo que había sabido de su primo unas semanas antes hacía que la simple idea de que se encon-trara a solas con Nefret le resultara intolerable.
No dudaba que sería capaz de cuidar de sí misma, pero cuando la vio, presa del desgarbado abrazo de Percy, una auténtica rabia asesina barrió de su mente cualquier otro pensamiento o sensación.
Fue maravilloso.
La presión del cuerpo de ella contra el suyo y de sus uñas arañando su piel le hicieron recuperar el sentido. Ella tenía el rostro de un color gris ceniza. Despacio y con cuidado, apartó las manos de su cintura. Esperaba no haberle hecho daño. No era su intención.
Percy había golpeado la pared con tanta fuerza que había hecho caer algunas fotografías de un estante cercano y ahora se encontraba de rodillas tratando de recuperar el equilibrio. Unas pocas palabras cuidadosamente escogidas le ayudaron a ponerse de pie y a abandonar la habitación. Tenía el suficiente sentido común como para no articular palabra, pero la mirada que dirigió a Ramsés fue bastante elocuente. Ramsés pensó que ambos componían una bonita escena: la muchacha desmayada y abrazada a su salvador, con su dorada cabeza apoyada contra su pecho, y el brazo masculino de él sujetándola. Probablemente, Percy no estaba en condiciones de darse cuenta de que el brazo que rodeaba su cintura no la abrazaba, sino que simplemente la sostenía. Ella estaba de pie sobre los pies de él.
En cualquier caso, Nefret había conseguido lo que quería: evitar que le rompiera el cuello a Percy. Lo que, quizá, era una buena cosa. Sabía que era propenso a exci-tarse cuando se trataba de matar gente y asesinar a un miembro de la familia habría sido desagradable para todos.
Así que, después de todo, había sido un detalle por su parte. Ahora, sin embargo, hubiera querido que se marchara y dejara de hablar, y dejara de tocarlo, y le diera la oportunidad de recuperar el control de sí mismo. .. Ella le dijo que no quería coñac; le pidió que la esperara mientras se cambiaba. Estaba despeinada, sus labios temblaban y su vestido estaba hecho pedazos. Un nuevo impulso de furia asesina le turbó la vista por lo que, incapaz de mirarla, se acercó a la ventana.
Entonces creyó oír un ligero y extraño sonido, mitad chillido, mitad sollozo, y se volvió. Cuando vio su cara se le cortó la respiración. No había error posible en aquella mirada que él había esperado durante tanto tiempo. Sabía que si se le acercaba, ella caería irresistiblemente en sus brazos, pero se contuvo. El siguiente paso, el último, debía de darlo ella. Debía elegir, debía desearlo tanto como él.
Cuando finalmente se movió, lo hizo con una precipitación tal que le hizo tropezar. Se encontraron a mitad de camino.
En la tranquila oscuridad que precede al alba, y mientras ella yacía en sus brazos, sintió la humedad de una gota sobre su hombro y le preguntó por qué estaba llorando.
—Me siento como Sinuhé.
El se echó a reír y la estrechó aún más en sus brazos.
—A mí no me lo parece.
El dulce viento de su risa le contestó, caldeándole la piel.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Creo que sí, pero me gustaría que fueras tú la que lo dijera.
—Como el desterrado que vuelve finalmente a su hogar.
Se durmió entonces, mientras él permaneció despierto, sosteniéndola entre sus brazos, hasta que la luz del amanecer se hizo más intensa y ella se despertó y le sonrió.
Cuando Emerson y yo volvimos a casa aquella mañana, nos estaban esperando fuera de la puerta: un viejo y una mujer con velo y con una niña muy sucia entre sus brazos. Pensé que la mujer debía de ser una de las que Nefret tenía a su cargo ya que, aunque estaba decentemente cubierta por una raída toga azul oscuro (sin el cual, ninguna mujer, sin importar su clase social, se habría atrevido a aparecer en público), los ojos negros que se entreveían sobre el velo estaban muy pintados con kohl y los adornos baratos, que colgaban de los velos que ocultaban su cara y su cabeza, delataban su profesión. El hombre, cuya barba gris y polvorienta apestaba a aceite perfumado, vestía un caftán de seda, a rayas de llamativos colores, y ceñido por un chal igualmente llamativo. O bien no tenían el valor de preguntar por Nefret, o bien Alí les había impedido que entraran, lo cual no dejaba de ser comprensible.
Emerson se dirigió al viejo por su nombre cuando yo estaba a punto de ponerme a hablar con la mujer.
—¿Cómo te atreves a ensuciar mi entrada, Ahmed Kalaan? Ya sabes dónde está la clínica, llévala allí.
La mujer retrocedió. El hombre la cogió por el brazo.
—No, Padre de las Maldiciones, no. Y no me envíe a la cocina como si fuera un sirviente. He venido en calidad de amigo, para evitarle la molestia.
—Grrr —dijo Emerson—. Tú, viejo vil y despreciable...
Aunque las palabras parecían fallarle, estaba segura de que no podía ser así, ya que no era nada frecuente que ocurriera; lo que sucedía era que aquéllas que le habría gustado emplear resultaban demasiado incendiarias para mis oídos y, aún más, para los de una niña. Kalaan no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrir la cólera del Padre de las Maldiciones por un exceso de arrogancia. Murmurando un juramento, trató de arrebatar a la niña, que se escondía contra el hombro de la mujer. A pesar de que se aferraba desesperadamente a su madre —supuse que la mujer lo era— las manos como garfios de Kalaan consiguieron arrancarla y la sostuvieron para que pudiéramos ver su cara. Tenía la piel tostada, el pelo negro y rizado, los rasgos delicados aunque, en aquel momento, casi paralizados a causa del miedo. Era una típica niña egipcia... excepto por una cosa.
—¡Mira... mira! —dijo atropelladamente Kalaan.
—¡Cielos! —dijo Emerson con voz entrecortada. Me miró—. Peabody... qué...
Se me había quedado helado el corazón pero, aun así, reaccioné con rapidez como, por otra parte, suelo hacer en los momentos de crisis. Y aquél era, sin duda, uno de ellos. Dije:
—No podemos tratar el asunto en la calle. Llévalos dentro. Alí, abre la puerta.
Kalaan sonrió de oreja a oreja. Devolvió la niña a su madre y me siguió pavoneándose. Fátima, que estaba en el patio, lanzó un grito de protesta cuando vio al trío.
—Sitt Hakim ¿adonde los lleva? Si lo que quieren es ver a Nur Misur, ella está aquí y le gustaría verla a usted y al Padre de las Maldiciones...
—¿Está Ramsés en casa? —preguntó Emerson.
—Aywa. Llegó un poco antes que ustedes y se fue con Nur Misur a su habitación. Quieren...
—No, ahora no, Fátima —dije, cerrando la puerta de la sala de estar casi en las narices de la mujer.
Kalaan eligió la silla más confortable y se instaló en ella, tras lo cual me miró con insolencia. Controlaba la situación y lo sabía. A una señal suya, la mujer se acercó a él encogiéndose como un perro que espera que lo golpeen. El velo se había caído cuando la niña, frenética, se había agarrado a él. Era más joven de lo que había pensado en un principio; quizá, más joven incluso de lo que parecía, ya que la vida que llevaba hacía envejecer a las mujeres muy deprisa.
—Siéntate, querida —me dijo Emerson. Se estaba conteniendo tanto que temí por su salud. Antes de que pudiera decir nada, la puerta de la sala de estar se abrió.
Nefret no se había molestado en llamar. Raramente lo hacía y, en aquel momento, no tenía razón alguna para pensar que no quisiéramos ser molestados. Iba cogida de la mano de Ramsés y tiraba de ella como solía hacer cuando algo la emocionaba y quería compartirlo con nosotros. Ambos sonreían.
El viejo arrancó de nuevo a la niña de los brazos de su madre y la puso de pie, sosteniéndola de modo que Ramsés pudiera verle la cara.
—Asalamu Alaikum, Hermano de los Demonios. Mira, te he traído a tu hija. ¿La aceptas?
Ramsés negó con su cabeza.
—No —dijo con voz ronca.
Su cara le traicionaba. El color la había abandonado, dejándola blanca bajo el intenso bronceado.
La chiquilla se soltó de la mano del viejo y corrió hacia Ramsés con los brazos en alto y llamándolo con una voz aguda y temblorosa. Era muy pequeña todavía para hablar con claridad de modo que tan sólo entendí una cosa: el equivalente en árabe de la palabra padre.
El involuntario retroceso de Ramsés la detuvo con más brutalidad de lo que lo hubiera hecho una bofetada. Se llevó a la cara unas manos regordetas y sucias y se encogió como haría un animal asustado que tratara de hacerse más pequeño. Pero antes de que la niña pudiera ocultarse, Nefret pudo ver lo que nosotros habíamos visto antes: unos ojos grises grandes y oscuros, de una tonalidad y de una forma inusuales; de una tonalidad y una forma iguales a las mías.
Hasta ese momento, Nefret había permanecido inmóvil y sin habla. El sonido que salió de sus labios abiertos era ininteligible: el grito agudo de un animal herido. Sus ojos azules se movieron, posándose primero sobre los raídos vestidos de la mujer y, después, de nuevo sobre la niña. No sólo soltó la mano de Ramsés; la arrojó lejos de sí y abandonó la habitación corriendo y dando traspiés.
—¡Nefret, espera! —Ramsés se volvió.
La niña debía de haberlo estado observando a través de sus dedos y dejó escapar un gemido.
Aunque no soy una mujer con un gran instinto maternal, no pude soportarlo más tiempo. Si Emerson no me hubiera retenido, me habría puesto de pie de un brinco. Sus ojos imperturbables miraban fijamente a Ramsés.
—¿Lo ven? —se carcajeaba el viejo—. Dicen que no pero, ¿quién los iba a creer al ver su cara? Por una cierta cantidad de dinero, una cantidad ínfima, le encontraré un hogar entre su propia gente donde será amada y querida y al abrigo para siempre de las miradas de los inglizi.
Tal vez la chiquilla no entendió la indecible promesa que hizo aquella voz maliciosa —rogué porque no lo hubiera hecho—, pero resultó muy clara para todos los demás. Pensaba que Ramsés no sería capaz de palidecer aún más, pero me equivocaba. Dejándose caer sobre una rodilla, tomó las manos de la niña entre las suyas. Su voz fue más firme de lo que hubiera sido la mía en las mismas circunstancias.
—No llores, pajarito. No debes temer nada. No dejaré que se quede contigo.
La pequeña se colgó entonces de su cuello, enterrando la cara en su hombro. Con ella en brazos, Ramsés se puso de pie.
—La reclamo —dijo, muy formal—. Es mía. Sal de aquí, Kalaan, aún estás a tiempo.
Kalaan se relamió los labios.
—¿Qué dice? ¿Sabe lo que está diciendo? Ha deshonrado a esta mujer, mi... uf... mi pobre hija. Deme el dinero y yo...
—No —dijo Emerson con calma—. Creo que si empiezas ahora y te mueves con la suficiente rapidez, puedes estar fuera de esta habitación antes de que yo pierda la paciencia.
El malvado viejo conocía aquella voz susurrante. Huyó hacia la puerta tratando de evitar a Ramsés. La mujer salió con cautela tras él. Después de que se hubieran marchado, Ramsés dijo:
—Padre, madre, perdónenme. Vuelvo enseguida.
Tras decir esto, abandonó la habitación con la niña colgada de él como si fuera un monito. Emerson se sentó junto a mí, cogió mi mano y empezó a acariciarla; ninguno de los dos habló hasta que Ramsés estuvo de vuelta.
—La he dejado con Fátima pero le prometí que volvería a tiempo para tranquilizarla mientras se baña —explicó—. ¿Qué queréis saber?
—No es tuya —dijo Emerson.
—No.
—Entonces quién... —no acabé la pregunta. Tan sólo había otro hombre en Egipto de quien la niña podía haber heredado los ojos de mi padre—. Quizá no lo sabe —continué—. ¿Debemos decírselo?
Ramsés se dejó caer sobre una silla y cogió un cigarrillo.
—No tiene responsabilidad legal alguna, ¿supones que aceptaría otra de cualquier tipo?
—Umm —dijo Emerson—. Peabody, querida, deja que te sirva un poco de whisky con soda.
—No, es demasiado pronto. Pero me gustaría probar uno de esos cigarrillos. He oído decir que calman los nervios.
Ramsés enarcó las cejas, pero me dio un cigarrillo y me lo encendió. Al menos, me serviría para distraerme.
Tras aprender a manejarlo y dejar de toser, me sentí lista para escuchar la explicación de Ramsés.
—Se aproximó a mí un día en el suk, tirando de mi chaqueta y pidiendo bacshish. Al bajar los ojos y verla... Ustedes también la han visto. Impresionante, ¿no es así? Cuando me recuperé le pedí que me llevara hasta su casa. Pensó que quería... —su voz, imperturbable hasta entonces, se quebró. Momentos después, continuó—: Su madre se llevó la misma impresión. Tras desengañarla, pudimos hablar. Ella aseguraba no saber quién era el padre. Puede que dijera la verdad: sus clientes no suelen darle a conocer sus nombres.
—Dios mío —susurré.
—Dios no tiene nada que ver con todo esto —dijo Ramsés, ofreciéndome otro cigarrillo—. El lugar era indescriptible: una sola habitación, llena de basura hasta los tobillos, plagada de moscas y otros insectos. No podía dejarla allí. Las trasladé a un lugar más sano de los alrededores y pagué a Rashida una cierta cantidad de dinero cada semana con la condición de que se retirara. Solía dejarme caer por allí de vez en cuando con el fin de averiguar si ella mantenía su promesa. Cuando Sennia empezó a llamarme padre no tuve el valor de impedírselo. Los niños con los que jugaba tenían uno; ella conocía la palabra y era demasiado pequeña para comprender y...
—Te encariñaste con ella —dije.
—No soy totalmente insensible a la ternura, madre. Tras aprender a confiar en mí, había veces en las que hacía un gesto o se reía de un modo que me recordaba... a alguien. —Me sonrió y, al hacerlo, su cara parecía tan joven y vulnerable que me entraron ganas de llorar.
—¿Por qué no nos lo dijiste? —pregunté.
—¿Debería correr a contarle a mi madre todos mis problemas? Oh, quizá os lo habría contado pero teníais ya bastante de qué preocuparos y, en este caso, no era vuestra responsabilidad sino la mía.
«Lo raro hubiera sido que se comportara de otra manera», pensé. No tenía por costumbre pedir ayuda.
—Me pregunto qué es lo que tiene que ver Kalaan en todo esto —dijo Emerson reflexivo.
—No es más abuelo de Sennia de lo que lo puedas ser tú —dijo Ramsés—. Ya sabes lo que es: un viejo y astuto canalla que ha sabido montar la escena a la perfección. Cambió la ropa que yo le había regalado por los andrajos que llevaba puestos hoy, y no la había visto tan sucia desde hacía semanas. Lo que pretendía ganar con todo esto...
—Dinero, por supuesto —dije—. Estoy segura de que pensaba que querríamos ocultar el asunto. Pero que alguien, incluso un... un ser tan vil como Kalaan... pueda suponer que abandonaríamos a esa niña... a cualquier niña... a...
—Está bien, querida —dijo Emerson, cogiéndome la mano.
Ramsés apagó su cigarrillo y se levantó.
—Debo volver con ella. Cuando la dejé trataba de contener el llanto pero me di cuenta de que estaba asustada.
—Iré contigo —dije—. La presencia de una mujer tranquilizará a esa pobre cosita.
Ramsés miró a su padre, quien se apresuró a decir:
—¿Dónde ha ido Nefret? Tiene mucha mano con los niños y estoy seguro de que, cuando sepa la verdad, querrá excusarse contigo por haberte juzgado tan mal.
—Ustedes tampoco sabían la verdad —dijo Ramsés; su rostro se había endurecido y el tono de su voz resultaba nuevo para mí—, pero tuvieron la suficiente fe en mí como para creer, antes incluso de que se lo explicara, que yo no era un mentiroso o un cobarde o... Gracias. Significa mucho para mí.
Sin esperar una respuesta, abandonó la habitación a grandes zancadas.
—Oh, querido —dije—. Emerson, ve a buscar a Nefret. Se alegrará cuando sepa que estaba equivocada y no verá la hora de hacerse perdonar.
Me dirigí con premura hacia el cuarto de baño, de donde provenían gritos de angustia. Fátima había desistido; de pie y con una amplia sonrisa, observaba cómo Ramsés trataba en vano de convencer a la niña de que la dejara meterla en el baño. El agua caía gota a gota de su barbilla, formando oscuras manchas en su ropa.
—Se ha bañado otras veces —explicó en su defensa—. Debe ser el tamaño de la bañera lo que la asusta. Mira, pajarito, es sólo agua, ¿ves?, meteré sólo el pie... ¿No? No —se secó la cara con la manga—. Madre, ¿se le ocurre alguna idea?
—Veamos, ¿qué pasa aquí? —Emerson estaba en la puerta, con las manos en las caderas y mirándonos con severidad—. ¡Qué bramidos! ¿Hay acaso un león en los alrededores? ¿Dónde está? ¿Dónde se esconde?
Al decir esto, empezó a abrir las puertas de los armarios y a arrojar las toallas al suelo; la niña lo contemplaba con los ojos bien abiertos, fascinada.
Es inexplicable que a los niños pequeños les pueda gustar un hombre como Emerson. Una voz tan profunda y un cuerpo tan grande como el suyo deberían aterrorizarlos, pero lo cierto es que, pocos minutos después, la niña se reía al ver a mi marido arrasar el cuarto de baño mientras trataba de encontrar un león imagina-rio. No obstante, cuando llegó el momento de meterse en el agua, se volvió de nuevo hacia Ramsés. Con mi ayuda, Emerson persiguió al león hasta hacerlo salir fuera de la habitación, cerrando la puerta tras de sí para impedir que volviera a entrar.
* * *
—Mi querida niña —dijo al tomarme entre sus brazos.
—No voy a gritar, Emerson. Sabes que no soy una sentimental, pero al ver cómo cuidaba de ella y cómo ella se abrazaba a él... oh, querido.
Emerson se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo. Le sorprendió y le agradó tanto encontrarlo en el sitio preciso donde debía de estar, que ambos nos echamos a reír, con algo de emoción, en mi caso.
—Vaya, vaya —dijo Emerson—, encontraremos sitio para esa cosita, ¿no es así? No causará ningún problema.
Yo imaginaba, en cambio, que lo causaría y que sería considerable, como sucede con todos los niños pequeños, pero me limité a decir:
—Por supuesto, Emerson. Creo que ambos sabemos que las amenazas de ese viejo desalmado dieron en el blanco. Aunque lo neguemos, nadie creerá que no es la hija de Ramsés.
—¿Y por qué demonios tendríamos que negarlo? —preguntó Emerson, alzando su barbilla—. Nosotros sabemos la verdad. Ellos dicen... ¿quién lo dice? ¡Que digan lo que quieran!
—Todo eso está muy bien, Emerson, pero este asunto no hará ningún bien a la reputación de Ramsés; y no será la primera vez que se ve dañada injustamente.
—Algunos hombres se enorgullecerían de tener una reputación como ésa.
—Por desgracia, tienes razón, pero nuestro hijo no es uno de ellos. No lo mostrará, nunca lo hace, pero la sospecha lo herirá en lo más profundo. Y Nefret... ¿Dónde está? ¿Fuiste a buscarla?
—Todavía no, ¿crees que debería de hacerlo ahora?
Nefret se había marchado. Mientras nos encontrábamos en su sala de estar leyendo el mensaje que nos había dejado, Ramsés se unió a nosotros.
—Dice que se ha ido a casa de unos amigos por unos días —les comuniqué—. Debe referirse a los Vandergelt. Ramsés, no te enfades con ella; si hubiera tenido tiempo de reflexionar lo habría visto con claridad, pero todo esto le llegó de golpe. ¿No quieres ir a buscarla?
Ramsés se quedó mirando la nota que retorcía entre sus dedos.
—Ir a buscarla —repitió—. ¡Dios mío!
—¿Qué pasa? —preguntó Emerson.
—Debería de haberme dado cuenta antes... Ir a buscarla. Sí, debo hacerlo. Y espero que no sea ya demasiado tarde.
DEL MANUSCRITO H:
La casa a la que Ramsés había trasladado a Rashida y a la niña se encontraba en Maadi, a cierta distancia de la vieja guarida de la mujer y, esperaba, del proveedor de hachís más cercano. Había sido uno de los refugios que David y él habían usado cuando rondaban los suks exóticamente disfrazados y con propósitos ilícitos. (Por aquel entonces eran muy jóvenes; aunque quizá ésta no sea razón suficiente para excusar alguna de sus pasadas actividades.)
La anciana propietaria del lugar, gracias, en parte, al apoyo económico de Ramsés, era medio ciega e indiferente por completo a sus idas y venidas. Aunque a su manera, un tanto distraída, era bondadosa y Ramsés le había pagado una pequeña suma adicional de dinero para asegurarse de que la niña estuviera bien cuidada. La vida que había llevado hasta entonces había deformado el instinto maternal de Rashida: a su modo, sentía un gran cariño por su hija, pero no siempre se podía contar con ella para que llevara a cabo las cosas que él quería que hiciera. Sabía que, antes o después, su madre acabaría por conocer a Sennia y pensaba que la chiquilla sería mejor aceptada una vez que se hubiera acostumbrado a bañarse, vestirse y comportarse mejor en la mesa.
Una vez más, había subestimado a su madre. Debería de haber sabido que ella sería capaz de aceptarlo todo; por la niña y por él.
La anciana estaba sentada en un banco, a la puerta de la casa, parpadeando a la luz del sol. Le dijo que Rashida y la niña habían salido pronto aquella mañana y que no habían regresado todavía. Por descontado que podía echar un vistazo a sus habitaciones. Le pagaba para eso, ¿no?
Rashida no era lo que se dice una buena ama de casa, pero una mirada a la habitación en la que dormían le bastó para entender que aquel desorden era significativo: la mujer no tenía intención de regresar. La caja tallada en la que guardaba sus pocos tesoros había desaparecido, al igual que los botes de kohl, la pintura de labios y la henna. Sobre la cama había un trozo arrugado de tela rosa: uno de los vestidos que había comprado a la niña. Lo cogió y lo alisó con las manos. Había sido un loco al creer en las palabras de gratitud y en las promesas de reformarse que le había hecho Rashida, ¡pero le había parecido tan feliz al haber encontrado una salida para ella y para su hija, de la vida que habían llevado hasta entonces!
Registró a fondo la habitación. Medio enterradas entre las cenizas del brasero había unas pocas colillas marrones que emanaban un tenue e inequívoco olor.
Esperó durante una hora, paseándose preocupado por la estancia, repitiéndose a sí mismo que no había motivo alguno para sus temores. Kalaan era uno de los rufianes más conocidos de El Cairo. Podía haber averiguado el paradero de la mujer y haberla obligado a volver a su lado, con el único fin de encourager les autres. Y ella habría aceptado todo; había estado en su poder demasiado tiempo como para ser capaz de rechazar sus exigencias o la droga de la que había estado alejada durante todo aquel periodo. La mente pragmática y sucia de Kalaan debía de haber visto enseguida la posibilidad de chantajear al protector de la mujer. Aunque también podía ser que ella hubiera estado de acuerdo en acompañarlo con la esperanza de que los inglizi salvaran a su hija. Ramsés prefería pensar que era esto último lo que había sucedido.
De ser así, conseguiría hacerla regresar y pondría fin, de un modo u otro, a las actividades de Kalaan. Ella había vuelto a caer en sus manos por su culpa; si no hubiera sido tan terco, le habría contado la verdad a sus padres enseguida, evitando el desastre.
Era lo más probable. El único consuelo, débil, por otra parte, era que, si sus peores sospechas resultaban ciertas, le habría resultado imposible prever una cosa así. Tampoco había modo de probar nada, a menos que la encontrara antes...
Sólo quedaba otro sitio donde mirar. Llegó a El Cairo a primera hora de la tarde; las malolientes avenidas del Was'a humeaban con el calor y estaban llenas de gente. Dos mujeres ocupaban ahora el tugurio en el que habían vivido la mujer y la niña. Al principio lo tomaron por un cliente; los términos con los que corrigió esta presunción asustaron a las mujeres, quienes se refugiaron en un rincón, obligándolo a perder algo más de tiempo tratando de tranquilizarlas. Ambas dijeron que no conocían a Rashida.
El sol empezaba a ocultarse cuando se dio por vencido. Aunque lo cierto era que si no llega a ser porque, con algo de retraso, se dio cuenta de que tenía otra responsabilidad que atender, quizá no habría abandonado la búsqueda tan pronto.
La primera indicación de lo correcta que había sido su presunción se la dio Alí, el portero. Lo encontró fuera, en el camino, mirando con ansiedad arriba y abajo y, al ver a Ramsés, salió corriendo hacia él, levantando una polvareda con sus sandalias. «¡Alá sea alabado!, finalmente llegó. Deprisa, deprisa.»
Aunque conocía a Alí lo suficiente como para saber que la emergencia no debía ser terrible, lo que se encontró al entrar en el patio, seguido por los ladridos de Narmer, lo cogió algo desprevenido. Su madre, su padre y Fátima estaban allí. Su madre sostenía un vaso de whisky. Sobre las rodillas de su padre había un pequeño fardo envuelto en tweed. Una cabeza sobresalía del mismo o, quizá sería mejor decir, una mata de pelo negro, un puño y un par de ojos enormes y grises como nubes de tormenta.
—¡Gracias a Dios! —exclamó su padre.
—No maldigas —refunfuñó su madre.
—No estaba maldiciendo. Rezaba con el corazón. Ves —Emerson continuó en árabe—, ¿te dije o no que regresaría? ¡No cuento mentiras! Aquí está.
—No quería irse a la cama —dijo su madre. Nunca la había oído tan desesperada—. Tuvimos que envolverla en tu chaqueta para que dejara de llorar. Haz algo, Ramsés.
Ramsés sintió un repentino y loco deseo de echarse a reír. Tenía miedo, estaba terriblemente preocupado y ni tan siquiera se atrevía a pensar en ciertas cosas; pero, por alguna extraña razón, se sentía mejor. El fardo culebreó y de él emergió un brazo que trataba de alcanzarlo.
—No te puedo tocar hasta que me lave —dijo Ramsés al recordar dónde había estado ese día.
La niña se sacó el dedo gordo de la boca y dijo algo.
—¿Qué? Ah... ¿lavarse? Sí. Por supuesto. Enseguida —añadió Ramsés.
No tenía tiempo para darse un baño —la situación era, obviamente, desesperada—así que tuvo que contentarse con lavarse manos, brazos y cara y con poderse cambiar su ropa europea por una galabiyya. Al verlo entrar de nuevo, la niña se revolvió y abandonó la chaqueta y la rodilla de Emerson, corriendo hacia él. Con la excepción del trozo de tela que envolvía sus caderas, su pequeño cuerpo moreno estaba desnudo. Ramsés la cogió mientras se preguntaba cómo se habría hecho con aquella pieza de ropa; dondequiera que estuvieran, los niños de las clases más pobres solían apropiarse de las cosas. En su cuerpo no había señal alguna, aparte de los arañazos y los chichones propios de un niño de su edad. Se había asegurado de que así fuera mientras Fátima la bañaba.
Tras arroparla con su chaqueta, la sostuvo hasta que ella se acurrucó en la curva de su brazo y se metió de nuevo el pulgar en la boca.
—Es hora de dormir —dijo él—. Ahora estás en un lugar seguro. Algunas veces tendré que marcharme pero regresaré siempre y, cuando yo esté ausente, ellos cuidarán de ti. ¿Sabes quiénes son? Son mi madre y mi padre. Tienes que obedecerles.
Su madre tosió.
—Y —dijo Ramsés apresuradamente—, además, ¡son unos magos muy poderosos! Ahora que ellos son tus amigos, nadie podrá hacerte daño. Fátima es también tu amiga, ve con ella.
Fátima alargó los brazos y, en esa ocasión, la niña se fue con ella sin protestar y haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos.
—Lo siento —dijo Ramsés, sin demasiada sinceridad. Inexplicablemente, le encantaba la idea de que ella lo quisiera tanto.
—Ja —dijo su padre—. Me parece que la niña ha heredado otra de las características familiares: la testarudez, ¿te apetece un whisky, muchacho? Por tu aspecto se diría que lo necesitas. ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿No estaba Nefret con los Vandergelt?
—Nefret —repitió Ramsés. La única cosa buena de la búsqueda frenética que había efectuado aquella tarde era el hecho de que, al menos, le había impedido pensar en ella. No quería hacerlo: le resultaba demasiado doloroso.
—No estaba buscando a Nefret.
—Ah —exclamó su padre, cogiendo su pipa—. ¿La encontraste... cómo es que se llama?
—Rashida. No, no la encontré.
Su madre dejó su vaso sobre la mesa. Había bebido hasta la última gota, pero tanto su barbilla como sus hombros permanecían firmes.
—Ha sido —dijo—, un día particular. Me excuso por no haberme dado cuenta antes de que debía interesarme por el bienestar de la muchacha. No se le puede culpar por no haber contradicho las mentiras del viejo canalla; una mujer en su posición no se puede permitir el lujo de la moralidad.
—Bien dicho, Peabody —aprobó Emerson, relajando los músculos de la cara—. La encontraremos, Ramsés, y yo mismo me ocuparé personalmente de descuartizar a Kalaan y de ir colgando trozos de su cuerpo por todo el Was'a. Me gustaría poder hacer lo mismo con todos los rufianes de El Cairo pero lo cierto es que, mientras siga habiendo hombres tan despreciables como los que recurren a esas mujeres, seguirán existiendo también hombres que las exploten. Probablemente se habrá escondido en alguna parte. Podría llevarnos algún tiempo encontrarla. ¿Dónde la buscaste?
Fátima había bajado las escaleras. Con una sonrisa y un leve gesto de la cabeza, tranquilizó a Ramsés y, deslizándose silenciosa por el patio, empezó a encender las luces. El carmesí y el naranja de las flores de hibisco y el verde de sus hojas, brillaban en la luz suave; el contraste entre la belleza apacible y susurrante de la casa y los lugares que había visitado aquella tarde le resultaba difícil de soportar. De repente, se sentía tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos.
—Las habitaciones que había dispuesto para ellas están en Maadi —musitó—. No ha ido por allí. La estuve esperando alrededor de una hora; la anciana propietaria de la casa me prometió que me haría saber si Rashida regresaba. Entonces fui a la casa donde ella vivía antes...
—¿Desde cuándo no has comido? —le preguntó su madre—. No has almorzado o, al menos, no lo has hecho aquí y apostaría que ni se te habrá pasado por la cabeza hacerlo.
—No me acuerdo.
—Fátima, por favor, dile al cocinero que disponga la cena sobre la mesa.
—Sí, Sitt. Está lista.
Su madre tenía razón. (Siempre era así.) La sopa caliente le reanimó y, llegados al plato principal, casi se había recuperado por completo.
—¿Has pensado en la clínica de Nefret? —le preguntó su madre, ya que no habían dejado de discurrir sobre el posible paradero de Rashida—. ¿Ha estado alguna vez allí?
—No —dijo Ramsés—. Sabía que existía pero me dijo que Kalaan había prohibido a sus muchachas que la visitaran. La verdad es que no sé muy bien dónde buscar ahora.
—Lo más probable es que siga escondida durante algún tiempo —dijo su padre—. ¡Maldición! Debía haber estrangulado a esa vieja carroña esta mañana cuan-do la tenía a mi alcance. No importa: le cogeremos y le obligaremos a decirnos qué es lo que ha hecho con ella.
—Eso espero —dijo Ramsés.
—¿Qué es lo que te preocupa? —le preguntó su madre—. Ya sé que es odioso darse cuenta del poder de un hombre como él, pero lo cierto es que tanto ella como muchas otras han estado antes en la misma situación. ¿Crees que puede hacerle daño?
Era inútil tratar de evitar a su madre.
—Creo que puede estar en peligro —admitió.
Fátima dejó escapar un silbido de angustia. Desde su viaje a Inglaterra se había liberado hasta el punto de quitarse el velo en presencia de mi marido y mi hijo —después de todo, formaba ya parte de la familia— y ahora, su rolliza y agradable cara daba muestras de preocupación. Ramsés acarició la mano tostada que le alcanzaba el plato.
—Todo se solucionará, Fátima.
—Es una mala mujer —murmuró Fátima—. Pero es muy joven, Rameses.
Le había llevado mucho tiempo convencerla para que lo llamase por su nombre; no lo hacía muy a menudo y, cuando finalmente se decidía, lo pronunciaba de aquel extraño modo, con ese particular acento. En ocasiones, al dejar volar su imaginación, se preguntaba si sería así como sonaba en el siglo XII antes de Cristo.
—No es mala mujer, Fátima, es tan sólo desafortunada, infeliz y muy joven. No hubiera sido capaz de hacer una cosa así por sí sola —continuó—. Carece de la astucia y la malicia necesarias para ello. Alguien la obligó a hacerlo: alguien a quien teme más de lo que puede haber llegado a confiar en mí.
—Estoy de acuerdo —asintió Emerson—. De una forma u otra, Kalaan se enteró de que fuiste a su casa aquel día. La idea del chantaje tuvo que ocurrírsele en aquel momento. No hay buena acción que no reciba su castigo, muchacho; no lo olvides nunca. Caramba, puede que incluso fuera él quien le enseñó a la chiquilla a llamarte padre.
—Alguien debe de haberlo hecho.
—Creo que te preocupas innecesariamente —dijo su madre—. Kalaan no obtuvo el dinero que esperaba de nosotros, pero no tiene razón alguna para estar enfadado con ella. A fin de cuentas, esa mujer hizo lo que le pidió. ¿Por qué iba a destruir una mercancía de tan alto valor?
Ramsés apartó su plato medio vacío. Sus padres lo miraron con ansiedad, la preocupación se leía en sus caras. Si les decía lo que realmente temía, pensarían que había perdido el juicio. Quizá fuera así.
El día siguiente trajo una buena noticia: un telegrama de David anunciando que llegaban el miércoles.
Lo trajo Alí mientras Emerson y yo desayunábamos. Aunque me había aplicado con mi habitual eficiencia a solucionar las innumerables alteraciones de nuestro programa que habían ocasionado los acontecimientos del día anterior, aún quedaban unas cuantas cosas por resolver. Ramsés todavía no había llegado pero yo sabía dónde estaba; nada más levantarme, había ido a ver cómo había pasado la noche nuestra pequeña responsabilidad. Me la encontré despierta y preguntando por su abu.
—Tendremos que poner fin a esa costumbre —le dije a Fátima, que había dejado que la niña durmiera con ella—. ¿Cómo es que le ha llamado?
Fátima no sabía qué decir. Sí que tenía, en cambio, su propia opinión sobre otras cuestiones referentes a los niños; mientras discutíamos sobre ellas, entró Ramsés. Tras dejar a solas a los tres, me fui a desayunar. Emerson, sentado a la mesa y bebiendo su café, se había despertado casi por completo y se encontraba en un estado quejumbroso.
—¿Qué es lo que hacen todos en el cuarto? —preguntó—. Creí que la traerías aquí abajo contigo. Estará hambrienta. ¿Dónde está Ramsés?
Le expliqué entonces que ningún niño, cualquiera que sea su nacionalidad, resulta un agradable compañero en la mesa, le recordé que a Ramsés no le permitimos comer con nosotros hasta los seis años, añadiendo además que la niña no tenía nada que ponerse y que Fátima se encargaría de que desayunara como debía. La llegada de Alí con el telegrama contribuyó a que olvidara los lamentos que, con toda probabilidad, estaba a punto de proferir.
—¡Por fin! —exclamó—. Se lo han tomado con calma. Ahora sí que podremos avanzar con el trabajo. Quiero salir para las excavaciones lo antes posible. Acaba tu desayuno, Peabody.
—No creo que hoy pueda ir contigo, Emerson —dije—. Debo comprar algunas cosas. La niña no tiene nada de ropa, ni una cama apropiada, ni un cepillo para el pelo o cualquier cosa que un niño necesita. Tendremos que prepararle un cuarto y encontrarle una niñera; Fátima no puede ocuparse de ella y, al mismo tiempo, cumplir con todas sus obligaciones. Debo asegurarme también de que la dahabiyya esté lista para cuando lleguen Lía y David y no puedo llevarme a Fátima conmigo, ahora que la niña parece estar acostumbrándose a ella, así que...
—No sigas, Peabody —gruñó Emerson—. Ah, aquí está Ramsés. ¿Todo en orden, estás bien, muchacho?
Daba la impresión de no haber pegado ojo en toda la noche. Le tendí el telegrama y tuve el placer de ver cómo se iluminaba su ojerosa cara.
—Será estupendo verlos de nuevo —dijo.
—Será estupendo tenerlos en las excavaciones —dijo Emerson—. Todas estas interrupciones han causado estragos en mi programa. Ayer no hicimos absolutamente nada, tu madre está planeando pasar el día entero en El Cairo, Nefret está en paradero desconocido y... confío en que tú no tengas también otros planes, ¿no, Ramsés?
—No, señor.
Ramsés no dijo nada más. La preocupación paterna, no la impaciencia, hizo que Emerson frunciera el ceño, lo que le resultaba más fácil que expresar lo que pensaba abiertamente. En lugar de eso probó a cambiar de tema.
—Tengo un nuevo plan —anunció.
Yo no dije nada, Ramsés, en cambio, le contestó: «Sí, señor» con la misma voz, cortés y distraída.
—Si la hipótesis de los Vandergelt es correcta, alguien debe de estar tratando de apartarnos de las excavaciones. Lo que significa, lo que debe significar, que hay algo en Zawaiet el'Aryan que ese tipo no quiere que encontremos. Así que —prosiguió Emerson triunfante—, lo encontraremos. ¡Y no excavando al azar o inventando teorías sin fundamento, sino excavando metódicamente hasta que hayamos rastreado el lugar hasta la última pulgada, de arriba a abajo! ¿Y bien? ¿Qué decís?
—No llevará mucho tiempo —dijo Ramsés, algo más atento.
—Emplearemos todos los hombres que sean necesarios. Con nosotros cuatro, David y Lía y Selim y Daoud, avanzaremos rápidamente.
—Excelente, Emerson —dije, frunciendo el ceño al estudiar la lista que había preparado, antes de añadirle un nuevo punto.
Emerson miró por encima de mi hombro y leyó en alto lo que había escrito: "Barreño pequeño esmaltado". Umm, el problema de tu madre, Ramsés, es que carece de instinto maternal digno de mención.
No me importaba ser el blanco de las burlas de Emerson ya que éstas, al menos, habían devuelto la sonrisa a la cara de Ramsés. Metiéndose el último trozo de tostada en la boca y haciendo señas a su hijo para que lo siguiera, Emerson abandonó la habitación. Ramsés se paró junto a mi silla, inclinó su alta figura y trató de darme un rápido beso en la mejilla pero su torpeza hizo que éste acabara sobre mi oreja. Cuando me volví hacia él retrocedió, avergonzado.
—Cuida de tu padre —dije en voz baja—. Sin entrometerte, por supuesto. Aunque no le importe lo más mínimo su propia seguridad, el plan que ha propuesto es peligroso.
—Lo sé. Haré lo que pueda, madre.
—Y cuida también de ti mismo. Atento. No hagas tonterías.
—Sí, madre. Gracias, madre.
—Ramsés.
—¿Sí, madre?
—No te preocupes por Nefret. Me acercaré a casa de los Vandergelt y la traeré de vuelta.
—No estoy preocupado por ella —dijo Ramsés—. Es libre y hará lo que quiera.
* * *
Estaba un poco enfadada con Nefret. Aunque compartía sus sentimientos sobre los hombres que se aprovechaban de las mujeres a las que ella trataba de ayudar, no dejaba de pensar, sin embargo, que se había comportado de un modo algo teatral. Lo cierto es que había tenido tiempo suficiente para reconsiderar el tema y para sentirse avergonzada por haber sacado conclusiones demasiado precipitadas sobre su hermano. No me importaba nada hacerla sentirse aún más avergonzada. Visitando a los Vandergelt, mataba en realidad dos pájaros de un tiro, ya que no veía la hora de contarles a nuestros amigos todo lo sucedido.
Cyrus había hecho llevar el Valle de los Reyes al puerto cercano a Giza. Aunque me hubiera llevado tan sólo un corto paseo llegar hasta allí a pie, acepté la oferta de Alí de conseguirme un taxi, pues tenía la intención de ir a El Cairo con Katherine y Nefret. Pasaríamos la mañana haciendo compras para la niña antes de volver a casa para almorzar. Cyrus podía elegir entre encontrarse con nosotras allí o ir a las excavaciones.
Lo planeé todo durante los cinco minutos de trayecto hasta el puerto. Uno de los ferris estaba desembarcando, por lo que tuve que abrirme paso entre el tropel de turistas mientras me dirigía hacia la sección sur, donde estaba atracada la dahabiyya. Uno de los hombres de la tripulación, que se encontraba ganduleando en ese momento en la proa del barco, me reconoció de inmediato al verme llegar y se apresuró a colocar la pasarela al mismo tiempo que lanzaba un grito que hizo que Cyrus saliera a cubierta.
—Vaya, no esperaba verte tan pronto —exclamó—. Os imaginaba camino de Zawaiet el'Aryan.
—Espero no estar de trop, Cyrus.
—Tú nunca lo estás, Amelia. Ven a tomarte un café con nosotros, estábamos acabando de desayunar.
Cyrus vivía como un príncipe: la mesa estaba dispuesta con objetos de cristal y plata y el mobiliario era de la mejor calidad. Las cortinas de damasco dorado habían sido corridas y a través de las largas ventanas del salón entraba un torrente de luz que hacía brillar los maravillosos colores de las alfombras persas que cubrían el suelo. Katherine saltó de su silla y me abrazó.
—Qué alegría verte de nuevo, Amelia. Habíamos pensado ir a visitaros esta noche, hace varios días que no sabíamos nada de vosotros.
—Hemos tenido algún problema que otro, Katherine. Pero estoy segura de que Nefret te habrá contado ya lo que pasó ayer. ¿Dónde está?
—Caramba, Amelia, no tengo ni idea —la sonrisa de Katherine se borró—. ¿Por qué pensabas que estaba aquí? ¿Qué ha sucedido?
—Oh, querida —dije, sintiendo que me quedaba sin respiración—. ¿No la habéis visto?
—Ahora calma, queridas —dijo Cyrus con su modo dulce y pausado de hablar—. Aclaremos primero la situación y, entonces, decidiremos lo que tenemos que hacer. Lo primero es lo primero. ¿Dijo la señorita Nefret que venía a vernos, Amelia?
—No, no. Lo que dijo es que se iba a pasar unos días con unos amigos y entonces yo supuse que...
—Está claro. Pero nosotros no somos sus únicos amigos y, tal vez, una joven como ella prefiere la compañía de gente de su propia edad. ¿Eso fue ayer? Bueno, la encontraremos, no te preocupes. Pero ahora cuéntanos lo que ha pasado.
Tal y como Cyrus me confesó más tarde, lo primero que pensó era que se trataba de «uno más de los habituales líos en los que soléis meteros». A pesar de ello, me escuchó con el interés de un amigo y con alguna que otra exclamación de sorpresa y, al acabar, me preguntó:
—¿Ningún muerto, herido o secuestrado? ¡Qué sorpresa tan agradable! Me siento aliviado al ver que no se trata de nada serio.
Como mujer, Katherine lo entendió mejor.
—Lo siento, querida Amelia. Lo siento también por Ramsés. Al querer ahorraros el problema, ha conseguido tan sólo empeorar las cosas, pero estoy segura de que lo hizo con la mejor de las intenciones.
—¿Ahorrarme el qué? No pienses ni por un momento, Katherine, que dudo de su palabra. Es incapaz de hacer una cosa así y en el supuesto de que lo hubiera hecho, lo que es imposible, ¡asumiría sus responsabilidades como un hombre! ¡Su nobleza y su generosidad lo empujarían a rescatar a esa pobre niña! Y ahora —añadí, mientras Katherine intentaba mostrarse conciliadora y Cyrus me daba golpecitos en el hombro—, ahora sufrirá por ello. Si vosotros sospecháis de él...
—¡Claro que no, querida! Nos has entendido mal. Ramsés sería tan capaz de hacer una cosa así como... como Cyrus. ¿Crees que ese sobrino tuyo es el padre de la niña?
—Debe de serlo. Ya verás cuando la conozcas, Katherine. El parecido es sorprendente.
Katherine me había servido algo de café, lomé un sorbo.
—Excelente café —dije—. Me disponía a ir a El Cairo a comprar algunas cosas para la niña, Katherine. Pensé que quizás querrías venir conmigo. Cyrus, Emerson ha ido con Ramsés a Zawaiet; cree que tu idea era correcta y está decidido a rastrear el lugar a fondo.
—Típico de Emerson —exclamó Cyurs—. Si le dijera que hay una serpiente de cascabel en los arbustos se abalanzaría sobre ellos sin pensárselo dos veces. Creo que lo mejor será que me pase por allí y que me siente sobre una roca con un rifle. Cat, querida, ¿vas a ir con Amelia?
—Me encantará. Será delicioso volver a comprar cosas para un niño. ¿Qué edad tiene, Amelia?
—Discutiremos los detalles por el camino —dije, acabando mi café—. Creo que lo mejor será que comamos en El Cairo, es más tarde de lo que pensaba. Espero que los dos cenéis con nosotros esta noche. Tenemos muchas cosas de qué hablar.
—Puedes estar segura de que lo haremos —murmuró Cyrus—. Voy a por mi chaqueta y salgo para allí.
—Y yo voy a buscar mi sombrero y mi bolso —dijo Katherine. Sus verdes ojos, serenos y compasivos, se detuvieron en mi rostro—. Amelia...
—Más tarde, Katherine. Las dos tenemos también mucho de que hablar.
Los hombres cumplen muy bien su cometido e incluso, en algunos aspectos, llegan a ser más útiles que las mujeres; lo que sucede es que son, simplemente, in-capaces de entender algunas cosas. El largo trayecto hasta El Cairo me dio la oportunidad de hablar en privado con una mujer en cuyo inteligente consejo confia-ba plenamente. No me había dado cuenta hasta entonces de cómo necesitaba desesperadamente confiar en una amiga. Cuando llegamos al Muski casi me había quedado sin voz.
—Perdóname, Katherine —dije, con algo de embarazo—. No era mi intención hablar tanto.
—No podías hacerme mejor cumplido, Amelia. Eres mi mejor amiga; te debo mi felicidad. Tan sólo me gustaría resultar de mayor ayuda. Es muy duro ver sufrir al propio hijo y no poder hacer nada por ayudarle.
—Ya no son unos niños: son lo suficientemente mayores como para poder resolver sus propios problemas. Lamento que Ramsés sea tan reservado; ha sido siempre así e imagino que siempre lo será; pero, entre tú y yo, Katherine, estoy muy orgullosa de él. Es con Nefret con quien estoy enfadada en este momento. La verdad es que mi vida era mucho más sencilla cuando tan sólo me las tenía que ver con asesinos y ladrones.
Puede que los hombres se mofen, como de hecho lo hacen, pero ir de compras tiene un efecto saludable. Nefret tenía ya trece años cuando la encontramos de modo que nunca había tenido ocasión de comprar ropa para una niña pequeña, y he de decir que resultó ser una cosa extremadamente agradable. Katherine tan sólo intervino amablemente en una o dos ocasiones, haciéndome notar la inutilidad de algunas de las prendas que había tomado en consideración y dándome a conocer algunos aspectos prácticos que no se me habían ocurrido. A pesar de que había ordenado que me mandaran algunos artículos a casa, cuando volvimos al taxi íbamos cargadas de paquetes.
Mientras almorzábamos en el Shepheard, Katherine se dio cuenta de que mis ojos no conseguían quedarse quietos.
—Estás buscando a Nefret, ¿no es así?
—Tonta de mí —confesé—. Pensé que, tal vez, podría venir por aquí. Ya sabes que no tiene muchos amigos. Ella, Ramsés y David han sido siempre autosuficientes; demasiado, quizás. Será un gran alivio tener de nuevo a Lía con nosotros. Sé que Nefret se confía a ella mucho más de lo que lo hace conmigo.
—Es natural —dijo Katherine.
—Sí.
—Entonces, ¿no vas a llamar a sus amigos esta tarde?
—Es una cuestión delicada, Katherine. ¿Cómo supones que puedo ir por ahí preguntando si alguien la ha visto, sin admitir que se ha escapado y que no sabemos dónde demonios se encuentra? Maldita muchacha, no tenía motivo alguno para inquietarnos de este modo. Y no es que esté preocupada, en absoluto. Caramba, mira qué hora es. Todavía tenemos que pasar por el Amelia.
Y fue hacia allí donde nos encaminamos. Algunas de las sobrinas de Fátima, entre las que estaba la maligna Karima, trabajaban ya duramente en el barco. Sabía que Fátima insistiría en inspeccionarlo todo antes de darle su toque final: capullos de rosa en las palanganas y pétalos secos entre las sábanas. Ni tan siquiera Emerson se habría atrevido a oponerse a estos procedimientos (de hecho, pienso que incluso le gustan, a pesar de que sería incapaz de admitirlo).
Dejé a Katherine en el Valle de los Reyes para que pudiera tomar un baño y cambiarse antes de venir a cenar con nosotros. Ramsés y Emerson no habían vuelto todavía, pero nuestra casa estaba llena de gente: mujeres en su totalidad. Una de ellas era Kadija, la esposa de Daoud. Las otras, sentadas dócilmente en fila en la co-cina, debían de ser las candidatas al puesto de niñera.
Fue una bendición que los hombres se retrasaran; sin duda alguna habrían protestado por la innecesaria bulla que siguió a continuación mientras inspeccionaba y aprobaba las habitaciones que Fátima había seleccionado para la niña y su ama, descargaba y desenvolvía mis compras, entrevistaba a las niñeras y daba la bienvenida a Kadija. Ésta era una mujer muy grande, de piel oscura y silenciosa. Cuando estaba conmigo, al menos, solía permanecer en silencio. Nefret aseguraba que tenía un mordaz sentido del humor y que era capaz de contar historias extremadamente divertidas. Kadija tenía sangre nubia por parte de madre; las mujeres de su familia materna le habían enseñado la receta de un ungüento mágico que Daoud y ella untaban sobre todo aquél que necesitara curación. Nefret estaba completamente convencida de su eficacia, así que yo había dejado de ponerle reparos, aun a pesar de que la piel del que lo usaba solía adquirir una horrenda tonalidad verdosa.
Estaba segura de que la niña no había vuelto a poner los pies en el suelo después de que yo saliera de casa. Kadija la llevaba en brazos cuando llegué y tan sólo accedió a bajarla cuando insistí en que se probara algunas de las prendas que le había comprado.
Sennia no quiso ponerse el vestido y, menos aún, calzarse las minúsculas babuchas que le había traído. El barreño esmaltado, en cambio, fue bien recibido ya que salpicar de agua la habitación suele ser una de las ocupaciones favoritas de los más pequeños. También parecieron gustarle algunas de las chucherías que había adquirido para ella. Mientras estábamos sentadas —Kadija, Fátima, yo y Basima, la orgullosa vencedora de la contienda por convertirse en niñera— en el suelo de la nueva habitación de los niños mirando cómo Sennia jugaba, se oyeron voces en el piso de abajo. Al oírlas, la niña fue directa hacia la puerta.
—¡Cógela Kadija, no va vestida! —exclamé.
Kadija interceptó a la fugitiva y la sostuvo con fuerza.
—Ahora que vives con los inglizi tienes que vestirte —le explicó—. Ponte un bonito vestido. Quieres que esté orgulloso de ti, ¿no es así?
Tal y como había imaginado, lo primero que hizo Ramsés al llegar a casa fue venir a ver a la pequeña. La indicación de Kadija había funcionado; apenas tuvimos tiempo de meter a la agitada chiquilla en uno de sus nuevos vestidos antes de que Ramsés se asomara a la puerta. Después de que él alabara el resultado, la pequeña insistió en enseñarle todas sus nuevas posesiones una a una. Cada vestido, cada prenda de ropa interior, cada lazo y cada juguete tuvieron que ser inspeccionados y aprobados. Ramsés estaba lleno de polvo y manchado de sudor pero las marcas de cansancio de su cara se iban borrando a medida que trotaba arriba y abajo; cuando la niña le metió la muñeca en su regazo, se echó a reír.
—¿Cómo se le ha ocurrido, madre? Es casi tan grande como ella.
—No he podido encontrar ni tan siquiera una con el pelo oscuro —dije, en tono de desaprobación—. Es una auténtica vergüenza; como si los rizos rubios y los ojos azules fueran la única apariencia aceptable. Ve a cambiarte, Ramsés. Me imagino que, ahora que te ha visto, dejará que se ausentes por un rato.
Después de que hubiera salido fuera de la habitación, tuve una breve charla con Fátima, quien quería saber cómo iba «la tonta de Karima» con la limpieza de la dahabiyya y me aseguró que se ocuparía personalmente de supervisar los últimos preparativos. Dándome cuenta de que también a mí me vendría bien asearme un poco, me retiré a mi habitación; Emerson había acabado de lavarse y se encontraba ya camino del patio. Cuando me uní a él, me ofreció inmediatamente un whisky con soda y me acompañó hasta el sofá. Teníamos muchas cosas que contarnos pero, por alguna razón, ninguno de los dos tenía ganas de hablar. Emerson cogió un almohadón y apoyó sobre él mis pies, calzados con unas babuchas. Se sentó entonces a mi lado y me rodeó con su brazo. Cualquiera que fueran las dificultades que tuviéramos por delante —que seguramente eran muchas— las encararíamos juntos mano con mano, codo con codo y hombro con hombro.
Cuando se lo dije a Emerson, me contestó:
—De nuevo mezclas tus metáforas, Peabody, pero estoy completamente de acuerdo contigo en lo que respecta al sentimiento. Vandergelt me dijo que Nefret no estaba con ellos y supongo que tú tampoco la has encontrado.
—Digamos más bien que ni tan siquiera la he buscado. No sabía ni por dónde empezar. Emerson, no hay la más mínima posibilidad de que se encuentre en peli-gro, ¿no es así?
—La verdad es que fue ella la que decidió marcharse —Emerson sacó la pipa del bolsillo—. Alí, el portero, dijo que llevaba una pequeña maleta. Le preguntó si quería un taxi, pero ella le dijo que no; se marchó a pie y en dirección a la estación de tranvías. Si no vuelve a casa esta noche, mañana empezaremos a buscarla, aunque no creo que se encuentre en peligro. O, quizás —añadió melancólico— no lo creería si, al menos, fuera capaz de entender lo que está sucediendo.
Los ladridos de Narmer anunciaron la llegada de nuestros amigos. Katherine no perdió ni un minuto.
—¿Le quedaban bien los vestidos? ¿Le gustó la muñeca? ¿Puedo verla?
—Vosotras, las mujeres —gruñó Emerson—. ¿Es que acaso no podéis pensar en otra cosa que no sean vestidos, juguetes y niños? Está bien, supongo que lo mejor será que vaya a buscarla.
Le persuadí de que, en lugar de ello, sirviera las bebidas a nuestros invitados. Poco tiempo después, Ramsés bajaba las escaleras acompañado de la niña. La pequeña llevaba puesta una de las prendas que le había comprado, un delicado vestido blanco con, apenas, un toque de bordado inglés en el cuello, y las babuchas de cuero rojo. Al ver a tanta gente, trató de esconderse en el hombro de Ramsés.
Me senté con Katherine y Cyrus, quienes se habían colocado discretamente a una cierta distancia, dejando que Emerson hiciera el tonto al tratar de convencer a Sennia para que hablara con él. Su profundo vozarrón contrastaba con las lacónicas y agudas respuestas de la niña, que parecía un pajarito. Al final, accedió a sentarse sobre las rodillas de Emerson, ocasión que éste aprovechó para darle trocitos de galleta.
Sólo entonces pudo Katherine verle bien la cara, lo que casi la deja sin respiración.
—Empiezo a entender a Nefret —susurró—. El parecido es extraordinario, Amelia. Hasta la barbilla es idéntica a la tuya.
—Me temo que, para su desgracia, un día lo será, pobre niña. Emerson, deja de darle ya galletas: le quitarás el apetito.
—¿Qué vais a hacer con ella? —preguntó Cyrus.
—No tenemos muchas alternativas, Cyrus. Incluso en el caso de que Percy admitiera su responsabilidad, no es, seguramente, la persona más adecuada para ocuparse de un niño. Lo más probable es que la dejara con cualquier familia egipcia seleccionada al azar, a la que pagaría una pequeña cantidad de dinero, antes de desaparecer.
—Tal vez sería mejor que se quedara a cargo de una familia egipcia —indicó Cyrus—. Creo que, con toda confianza, podríais dejar que Selim, Daoud o cualquie-ra de ellos la adoptara.
—Ellos formarán parte de su familia, al igual que ahora lo son de la mía, Cyrus. Kadija no dudaría ni un segundo en ocuparse de ella. Pero la niña es mitad inglesa y, además, no seré yo quien le haga sufrir la cruel irresponsabilidad que muchos ingleses del sexo masculino demuestran hacia las víctimas infantiles de sus breves encuentros. Es una cuestión de principios.
Cyrus levantó su vaso in salute. Sus ojos resplandecían.
—¿Y de un cierto grado de cabezonería? ¿Pensáis hacer frente a todos los rumores y mandarlos a todos al infierno? Nosotros estaremos siempre de vuestro lado, Amelia, pero... bueno... ¿no resultará demasiado duro para Ramsés?
—He reflexionado mucho sobre ello, por supuesto. Sé que Ramsés está de acuerdo conmigo; es aún más cabezota... bueno, más decidido que yo. La existencia de la niña ha dejado de ser un secreto y sea lo que sea lo que hagamos, no podremos evitar los chismes. Cyrus, ¿puedes servirme otro whisky con soda? Gracias. Emerson, ¡te dije que basta, con las galletas! No es correcto tratar de sobornar a un niño con dulces. Es hora de que la niña se vaya a la cama. Los niños necesitan dormir mucho para crecer. No Ramsés, no la lleves tú, tiene que acostumbrarse a ir con Basima.
Mi decisión fue muy discutida. Las protestas se acabaron cuando Emerson le pasó una galleta a Basima quien, como el burro con la zanahoria, se la fue mos-trando a la niña a medida que se la llevaba de la habitación. Yo, por mi parte, pensé que lo mejor era hacer como que no me daba cuenta.
Katherine dijo con una risita:
—Tiene su carácter, ¿no es así? Extraordinario, en una niña que ha vivido como ella lo ha hecho. ¿Que sucederá con la madre, Amelia?
—Ése es el problema —admití—. La pobre criatura parece haber desaparecido; Ramsés la ha estado buscando, sin conseguir nada por el momento. Si la encontramos, ten por seguro que la protegeremos y la ayudaremos pero... no me atrevo a imaginar lo que esa niña tiene que haber vivido, visto y oído. ¿Será posible borrar esos recuerdos?
—Los niños de su edad aprenden rápidamente y olvidan con facilidad, Amelia. Tengo la impresión de que le han protegido de lo peor. Una madre puede hacerlo o, al menos... tratar de hacerlo.
El primer marido de Katherine había sido un borracho que la había maltratado. No me cabía duda alguna de que sabía muy bien de lo que estaba hablando.
Durante la cena se me ocurrió una idea y sentí la necesidad urgente de investigarla. Dado que podía estar equivocada, creí que lo mejor sería no explicársela a Emerson, así que me limité a decirle que no había visto a Jack Reynolds durante varios días y que pensaba que no debía descuidarlo tanto.
—Va mejor, pero los hombres suelen recaer cuando no tienen a nadie que los apoye —le expliqué—. Katherine vendrá conmigo, ¿quieres, Katherine?
Los caballeros se ofrecieron a acompañarnos pero nosotras declinamos su invitación: tenía miedo de que Jack estuviera borracho y de que se comportara groseramente al recordar su viejo motivo de rencor hacia nosotros. Escoltadas por dos de nuestros hombres equipados con linternas, nos pusimos en camino. Era una noche preciosa y tanto Katherine como yo dijimos que nos parecía perfecta para hacer un poco de ejercicio.
Encontramos a Jack solo y completamente sobrio. Estaba en su estudio, de donde salió para saludarnos llevando en las manos el libro que había estado leyendo. Me sentí reconfortada al ver que no se trataba de una novelucha cualquiera sino del primer tomo de la Historia de Emerson. La sala de estar estaba algo más limpia que la primera vez que lo visité, pero todavía quedaba polvo y apenas un ligero rastro de aquel extraño olor.
Jack debía de estar contento de vernos, ya que se mostró extremadamente educado al ofrecernos asiento y algo para beber. Katherine y yo aceptamos las sillas, pero declinamos el refresco.
—Salimos a dar un paseo y decidimos pasar a verte un momento —le expliqué.
Unos pocos días alejado del alcohol habían devuelto al joven su habitual aspecto saludable y su inteligencia.
—Han venido para comprobar si seguía bebiendo o no —dijo con franqueza—. He empezado ya con el tratamiento y les aseguro que no lo abandonaré. Tal y como usted me recordó, debo de hacer frente a ciertas obligaciones —al decir esto, levantó su barbilla y mostró sus dientes de tal modo que casi me pareció ver al señor Roosevelt dirigiendo el ataque sobre San Juan.
—Me alegra oírlo —dije, esperando que estuviera diciendo la verdad—. No le entretendremos más, entonces. ¿Geoffrey está aquí?
—Ya no necesito una niñera, señora Emerson.
—No me ha entendido bien, señor Reynolds. He preguntado por Geoffrey como lo haría por cualquier amigo.
—Siendo así, le diré que no está aquí. Se fue ayer, no sé dónde. Dejó un mensaje diciendo que se marchaba unos días. Yo no estaba en casa.
—Ya veo. Buenas noches, entonces.
Insistió en acompañarnos hasta la puerta y, cuando le di la mano para despedirme, la retuvo entre las suyas.
—Si he sido brusco o descortés, señora Emerson, espero que me lo podrá perdonar. Le estaré siempre agradecido por su ayuda.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Katherine llena de curiosidad, camino de casa—. Su comportamiento me ha parecido muy extraño, Amelia
—Los hombres son muy extraños, Katherine. No te puedo decir con seguridad lo que le pasa en este momento por la cabeza. Me ha parecido notar algo de resentimiento contra Geoffrey, pero no sabría decir si ello se debe a que su amigo le ha abandonado o al hecho de que fuera el primero en acudir en su ayuda. Estas pobres criaturas detestan tener que admitir que dependen también de la ayuda de los demás. Si he de serte sincera, la razón principal que me empujó a venir aquí esta noche no fue mi preocupación por Jack.
—¿Pensabas que Nefret podía estar con él?
—Con Geoffrey, mas bien. Nefret tiene más amigos entre los muchachos que entre las jóvenes damiselas de la alta sociedad de El Cairo, lo cual no me extraña, ya que son todas unas bobas con la cabeza hueca. No es una simple coincidencia que Geoffrey se marchara dejando un mensaje tan vago. Si ella estuviera en un apuro, como de hecho creo que lo ha estado, estoy segura de que él se ofrecería a escoltarla a... bueno, adonde ella quisiera ir. Y tampoco habría revelado a Jack su secreto. Sí, eso es lo que debe de haber pasado. La verdad es que me produce cierto alivio saber que no se encuentra sola.
—Supongo que no es el tipo de hombre que intenta aprovecharse.
—¿De Nefret? —se me escapó la risa sin querer—. Él es un perfecto caballero y ella no es el tipo de mujer del que uno se pueda aprovechar fácilmente. Confío en que tendremos noticias suyas muy pronto.
Y las tuvimos, la noche siguiente. Un mensajero trajo la carta, escrita a mano. «Espero que no os hayáis preocupado por mí. Geoffrey y yo estaremos de vuelta en casa dentro de unos días. Nos hemos casado esta mañana.»
Capítulo 10
¡Ah, qué maravilla aquellas frías noches del desierto! Cuan a menudo, tendido y envuelto apenas en una manta, he contemplado la bóveda celeste llena de estrellas y he pensado en Él, que las creó. El hombre cuyos pensamientos y acciones no se ennoblecen con estas experiencias no alcanzará nunca la redención.
DEL MANUSCRITO H:
La pasarela del Amelia estaba fuera y David se encontraba en cubierta, apoyado en la barandilla, fumando su pipa. Su rostro, delgado y bronceado, se ensanchó con una sonrisa al ver a Ramsés y se acercó a él a grandes zancadas.
—Esperaba verte esta tarde —dijo—. No estabas en la estación esta mañana.
—Lo siento, pero tenía otra cosa que hacer —apretó la mano que David le tendía—Te he echado de menos.
—Yo, en cambio, no puedo decirte que haya estado pensando en ti todo el tiempo.
Ramsés se rió.
—De ser así habría dudado de tu cordura. Entonces...
—Entonces, deja de comportarte como un caballero inglés —David abrió los brazos—. Abrázame como lo haría un hermano.
El desembarcadero solía ser utilizado por los barcos de vapor que traían a los turistas de El Cairo; gracias, tan sólo, al prestigio de Emerson (Ramsés sospechaba que también una sensata aplicación de la bacshish por parte del Rais Hassan), habíamos conseguido el permiso de usarlo. El lugar se encontraba a poca distancia de la casa, comodidad que nos compensaba de las multitudes que atiborraban la zona varias veces al día. Algunos de ellos miraron y murmuraron al ver a dos hombres, vestidos a la europea, abrazarse.
—Al infierno con ellos, como diría el profesor —dijo David, esbozando una parodia impertinente de un Asalamu ante una mujer que se le había quedado mirando. Ramsés pensó que tenía buen aspecto, su cara estaba algo más llena y había una nueva firmeza en el correcto trazo de sus labios. Había deseado que llegara este momento durante semanas. Ahora tenía tantas cosas que contarle que no sabía por dónde empezar.
David se le adelantó.
—La tía Amelia me ha contado lo de Nefret. ¿Quieres que hablemos sobre ello?
—No. ¿Qué hacemos aquí de pie? Todavía no he saludado a Lía.
—Ella puede esperar —dijo el joven marido—. Por el amor del cielo, Ramsés, no trates de disimular, no conmigo. ¿Qué ha sucedido?
—¿Nuestra madre te contó lo de la niña?
—Sí. No es necesario que te pregunte por qué no me escribiste acerca de ella: ¡nunca me cuentas nada! Debe de haber sido un golpe terrible verla aparecer inesperadamente con ese sucio canalla de Kalaan. Pero tiene que haber algo más. Nefret no hubiera huido y se hubiera casado a menos que...
—A menos que lo amara.
—¿Lo crees de verdad?
—Lo que yo pueda creer es irrelevante. Lo hecho, hecho está —el deseo de manifestar su rabia y su perplejidad a la única persona que sabía casi toda la verdad era arrollador y, sin embargo, no lo podía hacer. Ni siquiera a David podía contarle lo que había sucedido entre él y Nefret. Imaginaba que un hombre al que le acabaran de amputar un brazo o una pierna debía de sentir lo mismo: una herida abierta e incapaz de soportar el mínimo roce.
—Kalaan demostró ser muy inteligente al dirigirse a ti y no a Percy —dijo David pensativo—. Intentar chantajear a Percy hubiera sido una pérdida de tiempo. Y, además, quién no conoce en El Cairo a tus padres de vista, sabe quiénes son gracias a su reputación.
—Es la explicación más lógica —dijo Ramsés—. Siendo lo suficientemente comprensivo, uno podría hasta llegar a pensar, incluso, que Kalaan desconocía la verdad.
—Pero la mujer lo debe saber. La tía Amelia dice que la has estado buscando.
—No para obligarla a confesar públicamente, si eso es lo que supones. Nadie la creería, de todos modos. El daño está hecho —la indignación hizo fruncir el ceño a David, pero Ramsés lo interrumpió antes de que pudiera hacer alguna objeción—. Está hecho, he dicho. Y ahora tenemos otros problemas algo más urgentes que solucionar. Me gustaría que tanto tú como Lía pudierais estar tranquilos durante algún tiempo más, ¡pero ya conoces a la familia! ¿Qué más te contó nuestra madre?
—Bastante —David sabía cuándo debía dejar de contestar. Con la mano apoyada sobre el hombro de Ramsés, ambos regresaron al barco—. ¿Qué demonios ha sucedido? Asesinato, violencia...
—Lo habitual —murmuró Ramsés.
—Sí, bastante. ¿Como lo de las falsificaciones?
—¿También te contó eso?
David sonrió de mala gana.
—Cuando paró para respirar, el profesor empezó a hablar. ¡Me sentí como el boxeador que se tambalea a causa de unos duros golpes en la mandíbula!
—Bueno, ya sabes cómo es nuestra madre —se detuvo un momento para saludar a Rais Hassan, y volvió enseguida—. Cuando por fin se decide a confiar en alguien, se lo cuenta todo de una vez.
—Prefiero eso a su vieja costumbre de no decirnos nada.
Ramsés no había vuelto a estar en el Amelia desde que se mudaron. El salón le resultó extraño sin las montañas de libros y papeles en desorden que normalmente lo atestaban. David no había tenido tiempo de desparramar por él su material de dibujo y sus libros de consulta; el lugar estaba demasiado limpio como para resultar confortable.
Lía estaba sentada en el ancho diván que había bajo las ventanas; el sol, en su ocaso, enmarcaba su cabellera dorada como si se tratara de una aureola. Uno de los sirvientes debía de haberle llevado todos los mensajes y cartas que habían recibido durante las últimas semanas; había una pila de sobres junto a ella en el sofá, y su cabeza se inclinaba en ese momento sobre la carta que tenía en su mano. Ramsés observó, se había acostumbrado a observarlo todo, que la carta tenía varias páginas y que su contenido la tenía tan absorbida que ni tan siquiera notó su presencia hasta que él hubo entrado en la habitación. Tras meter la misiva en el bolsillo de su camisa, corrió a su encuentro. Cuando se liberó de su caluroso abrazo, Ramsés vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Me alegra que puedas quedarte con nosotros un rato —dijo, cogiéndole la mano y llevándolo hasta el sofá—. Aunque cenaremos con el resto de la familia esta noche, me puedo imaginar lo que nos espera: ¡todos tratarán de hablar al mismo tiempo!
—Me temo que tendréis que soportar algunos días de agotadoras celebraciones —dijo Ramsés, contento—. Selim ha preparado una fiesta a la que está invitada todo el pueblo y nuestra madre habló de organizar un baile o una cena en vuestro honor.
—Que se lo quite de la cabeza —dijo Lía con énfasis—. Me niego... ¿qué es lo que te resulta tan divertido?
—Te pareces a la tía Evelyn cuando se enfada: un lindo gatito doméstico que intenta hacerse pasar por un tigre.
—Ella no intenta nada —dijo David. La mirada que dirigió a su mujer hizo que Ramsés deseara estar muerto.
—Lo que quiero decir —continuó Lía—, es que no tenemos tiempo para bailes o cenas y, menos aún, interés en frecuentar la alta sociedad de El Cairo. Apenas puedo perdonarte por no habernos contado nada, Ramsés.
—¿Sobre qué?
—¡Nada! —Lía hizo un ademán lleno de énfasis—. Fue ya bastante malo que nos ocultaras el asunto de las falsificaciones pero, por lo menos, podías habérnoslo mencionado cuando la gente empezó a disparar sobre ti.
—Fue madre —dijo Ramsés con docilidad—. Sobre mí no, sobre nuestra madre.
—¡Ah, vaya, entonces, todo arreglado!
—Lo siento.
Lía se volvió hacia él y le tomó las manos.
—No, la que lo siento soy yo. No debería regañarte; tienes ya bastantes problemas. ¿De verdad cree la gente que eres tú el responsable de la muerte de esa muchacha?
Ramsés parpadeó. Lía siempre lo cogía por sorpresa. Al igual que su madre, parecía suave, dulce e ingenua pero ambas tenían el mismo talento para ir directamente al grano, sin importarles si, con ello, resultaban poco diplomáticas.
—La recuerdo del año pasado —continuó Lía—. Aunque no llegué a conocerla bien ni tampoco me gustaba mucho, lo cierto es que no merecía morir de ese modo, y a manos... Oh, Karima. Sí, gracias, tomaremos el té ahora.
Les llevó un cierto tiempo disponer las bandejas y platos para el té del modo que Karima consideraba completamente satisfactorio. Cuando la sirvienta les dejó, Lía retomó el hilo de la conversación en el mismo punto en que lo había dejado.
—A manos de alguien que ella conocía y en quien confiaba.
—¿Nuestra madre te dijo eso? —preguntó Ramsés—. La verdad es que no lo sabemos con certeza.
—¡Es obvio! Puede que fuera una frívola y una mujer excesivamente confiada pero no era tan estúpida como para pasearse sola de noche. Tenía una cita con al-guien, y ese alguien no era su amante.
—Me da miedo preguntarte cómo has podido llegar a esa conclusión —murmuró Ramsés.
—Ella estaba enamorada de ti —dijo Lía con tranquilidad—. Y no fue contigo con quien estuvo aquella noche. Sin embargo...
—¡Lía! —exclamó David.
—Es verdad, ¿no es cierto? ¡No puedo entender por qué los hombres encuentran estos asuntos tan embarazosos! Sólo hay dos cosas que podían hacer salir a Maude de la casa aquella noche: la invitación de un hombre al que ella amaba o las amenazas de uno que la dominaba.
—¡Cielos! —dijo Ramsés con impotencia. Le ardía la cara. Quizá hubiera sido su madre la que le hubiera contado a Lía que la pobre Maude estaba enamorada, aunque temía que su prima hubiera conseguido la información, aderezada con una plétora de comentarios indiscretos, directamente de Nefret—. Yo... no sé que decir.
—Espero que sea algo sensato —dijo su primo—. Tú no hiciste nada para alentarla, ¿no es cierto? Creo que no. Entonces, ¿por qué te sientes culpable? ¿Es mi silogismo correcto o no?
—¿Era eso un silogismo? —Ramsés se dominó—. Está bien, veo dónde quieres ir a parar. Sin embargo, me parece que has pasado algo por alto. ¿Y si ella recibió un mensaje cuyo autor, al menos en apariencia, era yo?
—Totalmente improbable —dijo Lía, sacudiendo su cabeza con tanta decisión, que sus brillantes rizos resplandecieron con la luz del sol—. Os veíais mucho, de día y de noche. Si lo que querías era concertar una cita con ella, te hubiera bastado con susurrárselo al oído. Tenía que ser realmente estúpida para responder a un mensaje escrito. En cualquier caso —Lía siguió hablando, antes que cualquiera de los dos hombres pudiera objetar algo a su dudosa generalización—, han ocurrido demasiados incidentes desagradables como para que no haya relación alguna entre ellos. Pienso que ella debía de saber algo sobre ellos y sobre quien los perpetró. Tal vez temía desenmascararlo. A lo mejor él se dio cuenta de que su lealtad se había debilitado al enamorarse de otro hombre... un hombre al que él había ya atacado.
—¿Lealtad hacia quién? —preguntó David—. ¡No te estarás refiriendo a su hermano!
—¿Por qué no? —al volverse hacia Ramsés, entrecerró los ojos—. ¿A ti también se te ha ocurrido, no es así?
Ramsés dejó su taza en el plato y se recostó de nuevo en la silla.
—Permíteme que te elogie por tener una mente casi tan recelosa como la mía. Yo sospecho de todo el mundo, también de Jack. Ni tan siquiera necesitaba convencerla para que abandonase la casa. Podría haberla matado en su propia habitación, o en el patio. Nadie buscó las manchas de sangre. Los sirvientes no dormían en la casa y la tía no se habría dado cuenta ni del estallido de una guerra en gran escala. Tuvo toda la noche para deshacerse del cuerpo y volver a casa.
—Eso significa que fue Jack el que disparó sobre la tía Amelia y el que organizó los otros accidentes —dijo David pensativo—. ¿Alguna razón?
—El señor Vandergelt sugirió un posible motivo —comentó Ramsés—, dijo que los accidentes podían ir encaminados a alejarnos de Zawaiet el'Aryan. Es una pura cuestión de suerte que todos hayamos salido ilesos. Si uno de nosotros hubiera muerto o hubiera resultado seriamente herido, nuestro padre habría cancelado las excavaciones.
—Lo que indica que hay algo en ellas que esa persona no quiere que encontremos. ¿Una tumba?
—Zawaiet no se puede comparar con el Valle de los Reyes, ni tan siquiera con Giza, David. Es uno de los lugares menos prometedores que he explorado en mi vida; allí no hay nada más que una pirámide vacía a punto de derrumbarse y unos cuantos cementerios cuyas tumbas son poco menos que una miseria. ¿Acaso las huellas de un crimen? Nuestra madre tiene un don especial para encontrar cadáveres. «Todos los años un nuevo muerto», como Abdullah solía decir.
La cara de Lía se dulcificó.
—Querido Abdullah. A la tía Amelia le importa más su reputación que la del propio David.
—Últimamente no nos hemos ocupado mucho de ese tema —admitió Ramsés—. Todavía no estoy totalmente convencido de que los ataques que hemos sufrido no estén relacionados de algún modo con las falsificaciones, pero que me aspen si entiendo de qué modo. Nuestras investigaciones no nos llevan a ninguna parte. Lo más significativo de Zawaiet es que Jack trabajó allí durante varios meses el año pasado, por lo que es una de las personas con más probabilidades de haber encontrado algo allí, o de haber enterrado a alguien o... ¡o Dios sabe qué!
—Pero no estaba solo —señaló David—. El señor Reisner y todo su equipo se encontraban también allí.
—El señor Reisner no está aquí. Jack sí. Tan sólo otras dos personas del equipo están actualmente en Giza: el señor Fisher y Geoffrey, el... —era la primera vez que lo llamaba así—... el marido de Nefret.
—Estoy en deuda contigo y con Cyrus por querer acompañarnos esta noche —le dije a Katherine—. Me temo que será un poco violento.
Estábamos solas en el patio. Todo estaba preparado: las mesas para la cena, las flores. Cyrus se encontraba con Emerson en su estudio. No tenía ni idea de dónde podía estar Ramsés. Durante los últimos días, había pasado todas sus horas libres en los inmundos callejones de El Cairo, tratando de encontrar a la desgraciada muchacha cuyo silencio no había hecho sino sostener las falsas acusaciones contra él. Ni siquiera nos había acompañado a la estación a recibir a David y Lía: uno de sus informadores le había hecho llegar el rumor de que Rashida había sido vista la noche anterior, así que se dispuso inmediatamente a llevar a cabo sus averigua-ciones. Cuando aquel día regresamos a la casa, algo más tarde, se limitó a decirnos que su informador se había equivocado. Desde entonces no lo había vuelto a ver.
—Estoy segura de que te preocupas innecesariamente —dijo Katherine con ese modo suyo de hacer, que siempre resultaba el más adecuado—. Me has dicho que habías visto a Nefret esta mañana y que le habías contado lo de la niña, ¿es cierto?
—Le había escrito ya. Sabía que ella y Geoffrey se alojaban en el Shepheard; debería de haberla llamado antes pero elegí la vía más cobarde: escribirle.
—Seguías enfadada con ella.
—Sí —admití—. Y no sólo por Ramsés. Siempre pensé que estábamos muy unidas, Katherine; ¿por qué me ocultó que se había prometido con Geoffrey?
—¿Estaban prometidos?
—Deben de haber llegado a un acuerdo, ya que no a un compromiso formal. Una mujer no le pide ayuda a un extraño cuando se encuentra en dificultades.
—No a menos que los cimientos de su mundo se hayan visto arrasados —murmuró Katherine.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que ni yo misma lo sé; ha sido tan sólo una ocurrencia pasajera —se acomodó un poco, antes de retomar el tema—. Puede que el acuerdo sea reciente. Ella no puso en duda tus explicaciones, ¿no es cierto?—No; dijo que debería de haberlo adivinado, que esperaba que él la pudiera perdonar y... Eso fue lo extraño. No mencionó su nombre... el de Ramsés, quiero decir. Repetía «él» y «a él» una y otra vez. Geoffrey no estaba allí. Lo cierto es que no sé si se comportaba de ese modo llevada por el deseo de ser delicada o por el temor de tener que enfrentarse conmigo.
—¿El muchacho no te disgusta, verdad?
—Más bien lo contrario. Es de buena familia —¡aunque ese tipo de cosas me importen muy poco!—, bien educado, culto y está considerado como un arqueólogo de primera clase. Y eso cuenta, ya sabes, especialmente para Emerson. Contribuirá a que las cosas funcionen del mejor modo posible, de eso no me cabe duda. Pero, por el momento, aún nos quedan algunas cosas por decidir. Geoffrey está comprometido con el señor Reisner para el resto de la temporada y puedes estar segura de que Emerson no permitirá que Nefret eluda sus obligaciones por algo tan intrascendente como una luna de miel. Y, además, ¿dónde vivirán? Harvard Camp es para solteros y tampoco me gusta la idea de que se queden con Jack Reynolds. Lo mejor será que vengan aquí con nosotros.
—Deberías esperar a ver qué es lo que piensan ellos al respecto —dijo Katherine con una sonrisa.
Un agudo pero ineficaz ladrido de Narmer me ayudó a identificar a la persona que llegaba en aquel momento. Tan sólo Ramsés y Nefret conseguían hacer callar al condenado perro y, normalmente, a ella le llevaba algo más de tiempo que a él.
Como de costumbre, mis deducciones eran correctas. Al ver a Katherine, Ramsés se llevó la mano a la cabeza pero, al comprobar que no llevaba sombrero, la volvió a bajar.
—David y Lía llegarán dentro de pocos minutos —anunció—. Ella no sabía qué sombrero ponerse. A mí me parecen todos iguales.
—Ah, ¿es ahí donde estabas? ¿Tomaste el té con ellos?
—Sí. ¿Le apetece lo de siempre, madre, o prefiere esperar a papá y a los demás?
—Esperaré, gracias.
—¿Señora Vandergelt?
—Gracias, Ramsés. Acabaré mi té.
Lo observé mientras se encaminaba hacia el aparador. Exceptuando su pelo, que el viento había despeinado, su aspecto, elegante traje de tweed y corbata, era bastante pulcro y aseado. No obstante, no era propio de él empezar a beber tan pronto.
—Será mejor que vayas arriba a ver a Sennia —le dije—. Si no lo haces, será ella la que querrá venir a verte.
—Por supuesto —tras dejar su copa, se dispuso a subir las escaleras.
—Condenado perro —dijo Emerson. Salió fuera de la casa y pude oír cómo él y Narmer se ladraban el uno al otro. El perro parecía tomarse los gritos de Emerson como una tentativa de amigable conversación. Los ladridos se transformaron en gañidos de frustración cuando Emerson hizo entrar a David y a Lía, cerrando la puerta tras él.
Lía se echó a reír mientras sacudía las marcas de polvo que las patas del animal habían dejado sobre su vestido.
—Es bonito estar de vuelta en casa —declaró, abrazando después a todo el mundo.
Esperaba que Emerson tratara de arrastrarlos hasta su estudio para mostrarles los planos de las excavaciones y para explicarles, de manera aburrida y extensa, lo que pretendía hacer; pero lo cierto es que no parecía el mismo. Aquella mañana no me había acompañado al hotel, así que ésta iba a ser la primera vez que se encontraba, desde que se produjo su precipitado matrimonio, con la muchacha que amaba como si fuera una hija. Me pregunté si se sentiría herido... no, sabía que lo que le había molestado era el hecho de que ella no le hubiera hecho partícipe de sus sentimientos. Nunca lo confesaría, sin embargo. Yo esperaba, tan sólo, que fuera capaz de comportarse y que no la tomara con Geoffrey.
Él y Nefret llegaron casi al mismo tiempo que David y Lía, tanto es así, que me pregunté si no habrían estado esperando a que nos encontráramos todos reunidos antes de hacer su aparición. Ambos tenían buenas razones para esperar todo tipo de recriminaciones y de manifestaciones de resentimiento y, ya se sabe, la unión hace la fuerza. Nefret se arrojó en brazos de Lía, dejando que el resto de nosotros nos aproximáramos al desafortunado joven con el que se había casado. Tengo que decir que éste salió bastante airoso de la prueba. La mía fue la primera mano que estrechó, pero fue a Emerson a quien se dirigió en primer lugar, reconociendo con valentía su error.
—Espero que podrá perdonarme, señor. Debería de haber hablado antes con usted y con la señora Emerson; tendría que haber dejado pasar un intervalo decente. Mi única excusa es el gran amor que siento por ella.
—Bien, mmm —dijo Emerson.
Fue una respuesta más clemente de lo que me esperaba.
Todos trataban de comportarse con normalidad. Yo no podía apartar la vista de Geoffrey quien, con gran delicadeza, felicitó a la otra pareja de recién casados a la vez que me trataba como lo haría un hijo afectuoso. Mientras, lleno de ternura, me ayudaba a sentarme en una silla y me ofrecía innecesarios escabeles y almohadones, casi llegué a desear que no mostrara tanta consideración hacia mi avanzada edad y hacia mi fragilidad femenina. Luego pensé que, quizás, necesitaría algún tiempo antes de llegar a sentirse cómodo en mi presencia.
Tras acomodarnos alrededor de la fuente, el personal de la casa apareció trayendo comida y bebida. Todos ellos estaban emparentados con David de un modo u otro y habían estado esperando con impaciencia que llegara el momento de poder felicitar a los nuevos esposos. Fue divertido observar la mirada de Geoffrey cuando David cogió la bandeja de emparedados de manos de Fátima para que ésta pudiera abrazar a Lía. David dio la vuelta al corro de sonrisas, besando en ambas mejillas a sus primos y estrechando las manos de los parientes más lejanos; cuando hubieron acabado, Fátima se apresuró a hacerlos salir, dirigiendo una última mirada llena de afecto hacia David.
—La fiesta es pasado mañana —dije—. Se me olvidó decírtelo, Nefret. Espero que tú, y Geoffrey, claro, podáis venir.
Pensé que quizá algún día sería capaz de unir con naturalidad sus nombres, sin tener que pensar en ello de antemano.
—Por supuesto —dijo Nefret, sonriéndome.
Nunca la había visto tan encantadora. Llevaba puesto un vestido nuevo y sus mejillas resplandecían.
Ramsés no se había dejado ver y yo empezaba a preguntarme si no estaría de malhumor o si se habría escapado por una de las ventanas traseras. Estaba muy equivocada. Rehuir los problemas no era propio de él, al contrario: se había limitado a esperar el momento más adecuado que le permitiera ser el centro de atención.
Con gran parsimonia y con la niña en brazos, bajó las escaleras.
La única palabra que se me ocurre para describirla es «engalanada». El vestido más recargado, un enorme lazo para el pelo, unas lujosas babuchas color dorado y varios collares de brillantes abalorios adornaban su pequeño cuerpecito. Parecía una rosa en todo su esplendor.
Incluso para una niña con un dominio de sí misma tan sorprendente como el suyo, cuatro caras nuevas eran demasiadas, así que trató de ocultarse tras el hombro de Ramsés aferrándose a su cuello, aunque no sin que antes los demás tuvieran tiempo de poder ver su cara.
—¡Dios mío! —dijo Geoffrey en voz baja. Estaba sentado junto a mí en el sofá, así que fui la única que lo oyó. Ramsés emitió algunos ruidos, fingiendo que alguien intentaba estrangularlo; Sennia soltó una risita y aflojó un poco su abrazo.
—Es algo tímida cuando no conoce —dijo Ramsés contento—. Basta ignorarla hasta que se acostumbra. Aquí está el león, pajarito —continuó en árabe—. Quiere hablar contigo.
Después de lo cual el profesor Radcliffe Emerson, Padre de las Maldiciones, poseedor de numerosos títulos honoris causa, azote de los bajos fondos y el mejor egiptólogo de todos los tiempos, rugió e hizo cosquillas a la niña en la nuca.
Era imposible ignorarle, pero hicimos lo que pudimos. Los ojos de Lía brillaban con lágrimas de emoción. Nefret se colocó, lentamente, a sus pies. Nunca sabré lo que pretendía hacer porque, en ese mismo momento, con la terrible fatalidad del presagio enviado por una deidad adversa, el cuerpo voluminoso y lleno de manchas de Horus surgió de detrás de una maceta, dando latigazos con la cola y enseñando los dientes.
No lo habíamos visto durante tres días. Había desaparecido la mañana en que Nefret abandonó la casa y no me importa reconocer que no había perdido mucho tiempo preguntándome qué era lo que podía haberle sucedido. Mientras se dirigía resuelto hacia Nefret, los agudos gorjeos de la niña llamaron su atención. Emerson había conseguido convencerla para que se quedara con él y en ese momento investigaba en el interior de sus bolsillos, ya que había aprendido con gran rapidez, que en ellos solía haber siempre algo para ella. Su mirada y la del gato se cruzaron.
No sé si la mandíbula de un gato puede llegar a caerse, lo único que sé es que la de Horus lo hizo. Se paró en seco y se quedó mirándola fijamente.
Todos en la habitación conocíamos el infame carácter del gato, incluido Geoffrey, a quien aún le quedaban marcas de los arañazos que le había hecho al intentar convertirse en su amigo. Varios de nosotros nos movimos al unísono. Ramsés se puso de pie de un salto, yo cogí un jarro de agua, Emerson protegió a la niña, envolviéndola con sus musculosos brazos, mientras Nefret arremetía contra Horus. La escena que siguió' a continuación fue la de un completo pandemónium ya que nuestros frenéticos esfuerzos por interceptar a la bestia eran contradictorios; Horus se deslizaba entre las manos de Nefret, mordía el pulgar de Ramsés, se sacudía el agua de su lomo (la mayor parte había ido a parar al suelo), y se sentaba bruscamente a los pies de Emerson sin dejar de clavar la mirada en la niña. Ésta participaba en la confusión revolviéndose y pidiendo que la dejaran bajar para hablar con el pequeño león.
—Calma —imploré—. Que todo el mundo se calme. No lo excitéis. Emerson, sujétala. Ramsés, puedes...
—Lo intentaré —dijo Ramsés. Quitándose la chaqueta, la levantó y se dirigió con cautela hacia el gato.
—No hará daño a la niña —dijo Nefret. Todavía de rodillas, empezó a avanzar poco a poco hacia él mientras le hablaba en tono arrullador—. Ven con Nefret, gato malo. ¿Me has echado de menos? Yo sí. Ven a saludarme. Sé un niño bueno, Horus...
La miserable bestia ni tan siquiera volvió la cabeza. Se produjo entonces otro sonido, lo suficientemente fuerte como para que se pudiera oír por encima de las palabras cariñosas de Nefret. Era un sonido desagradable, como el que se produce al raspar una lima oxidada, aunque lo cierto es que se trataba del mejor intento de ronroneo de Horus.
—¡Por Dios! —dije.
—¡Por Dios! —repitió Emerson—. Peabody, crees que...
Horus se tumbó sobre su lomo y empezó a mover las patas. Resultaba completamente ridículo.
—Es una treta —murmuró Ramsés—. Un truco para hacernos bajar la guardia. Nefret, quítate de en medio.
—No, no lo hagas —apartando la chaqueta que él sostenía en alto, cogió al gato. Horus demostró ser tan insensible y tan pesado como una roca cuando ella lo alzó, haciendo girar tan sólo la cabeza hasta alcanzar un ángulo imposible que le permitía, sin embargo, seguir mirando a Sennia.
—No hará daño a la niña, hacedme caso. Lo único que quiere es hacerse su amigo.
—Ja! —dijo Emerson.
—Lo tengo —le aseguró Nefret, asiendo con firmeza al gato por las patas delanteras. Sólo entonces, por primera vez, miró a la niña y le sonrió—. Saca tu manita, pajarito. Acaricia al león. Dulcemente, dulcemente.
Fue un momento conmovedor y lo hubiera sido aún más si Sennia, lanzando pequeños gritos de placer, no hubiera agarrado una de las prominentes orejas de Horus y se hubiera puesto a tirar de ella.
—Dulcemente —dijo Nefret, mientras el resto de nosotros se quedaba petrificado, temiéndose lo peor. Nefret soltó sus deditos y los puso sobre la cabeza inmóvil del gato—. Así.
Al ver cómo el animal se sometía dócilmente a sus caricias algo bruscas y a sus dedos punzantes sentí, por primera vez desde que lo conocía, un cierto afecto hacia él. Mientras trataba de guiar las manitas de la niña, Nefret le explicaba a Emerson que Horus tan sólo se comportaba cruelmente con los animales adultos, incluidos (yo más bien diría que especialmente) los humanos. Aun cuando tiraran de su cola o saltaran sobre su lomo, jamás clavaría una garra o un diente a uno de sus gatitos.
Me volví a Ramsés, quien contemplaba la escena tan inexpresivo como de costumbre.
—Está goteando sangre sobre la alfombra —le hice notar— supongo que tendrás la chaqueta empapada.
La tenía.
Horus no sólo había conseguido romper el hielo, lo había derretido. Su extraordinario comportamiento se convirtió en el tema principal de conversación. Con algo de dificultad, se llevaron a Sennia a su habitación; con mayor dificultad aún, conseguimos impedir que Horus la siguiera hasta allí. Al final, tuvimos que dejarlo tumbado en el umbral ya que, cada vez que intentábamos apartarlo de allí, gruñía y bufaba, incluso a Nefret.
—Me parece que tendré que conseguir otro gato —observó ésta—. Acabo de perder a Horus.
—Con franqueza, no puedo decir que lo lamente —dijo Geoffrey riéndose—. Sabes, querida, no te privaría de nada de lo que deseas, pero la idea de compartir alojamiento con Horus no me atraía en absoluto. Me odia.
—Odia a todo el mundo —dijo Ramsés, cambiando de mano la cuchara sopera y cogiéndola con la izquierda. Horus había mordido su pulgar derecho hasta llegar al hueso y tuve que vendarlo tanto, que ahora saltaba a la vista. Sabía que Ramsés se quitaría el vendaje tan pronto como se encontrara fuera de mi vista pero, al menos, yo había cumplido con mi obligación—. O a casi todo —continuó—. No es necesario que renuncies a él, Nefret; tú y Geoffrey vais a vivir aquí, ¿no es así?
—No lo he pensado todavía —dijo ella.
—Bueno, creo que deberíais —declaró Emerson—. Necesito que vuelvas conmigo a las excavaciones, Nefret. Hemos encontrado bastantes huesos y llevamos muchos días de retraso con la fotografía.
—Lía y yo nos encargaremos de eso —dijo David—. Estamos listos para empezar tan pronto como quieras. Me siento culpable por haber estado ausente durante tanto tiempo.
—Mañana, entonces —empezó a decir Emerson.
—Emerson, ¡no seas ridículo! —exclamé—. Acaban de llegar. La fiesta tendrá lugar pasado mañana por la noche; Selim y los demás la han estado preparando durante semanas.
—Estoy deseando ir —afirmó Cyrus—. He asistido a algunas en Luxor, va a ser una cosa estrepitosa.
—Nada de champán, Cyrus —le recordé.
—Ya, ya lo sé. Pero no hay nada que nos impida beber unas copas por adelantado, ¿o sí? —preguntó con ojos brillantes.
Nos retiramos antes de lo que a Emerson le hubiera gustado; mi marido estaba deseando enseñarle a David el estudio fotográfico y estoy segura de que lo hubiera retenido durante horas, contándole sus proyectos sobre las excavaciones, si no hubiera sido porque yo le hice notar que había sido un día muy largo para David y Lía. Nefret y Geoffrey se retiraron al mismo tiempo. Emerson y yo nos quedamos en la puerta (con Narmer ladrando como un maníaco) contemplando como Lía y Nefret, cogidas del brazo, se alejaban por la carretera polvorienta, con los dos hombres detrás de ellas. Me resultó extraño ver a alguien, que no era Ramsés, formando parte de aquel grupo.
Éste no nos había acompañado hasta la puerta. Emerson rodeó mi cintura con su brazo y gritó a Narmer quien, respondiendo a sus voces, le ladró alegremente.
—Todavía es pronto, Peabody, ¿qué me dices de un último whisky con soda?
—Lo necesitas, ¿no es así?
—¿Necesitarlo? ¡Claro que no! No obstante —me dijo Emerson algo malhumorado, mientras tiraba de mí hacia el interior de la casa—, he de confesar que me he sentido algo raro al verlos marchar. Están abandonando el nido, Peabody. Supongo que Ramsés será el siguiente. Me gustaría hablar contigo sobre él, Peabody. ¿Crees que...? Ah, mmm, estás ahí, muchacho. Creí que te habías retirado.
—No, señor. ¿No dijo usted que quería hablar conmigo?
—No te quedes ahí en posición de firme como si fueras algún maldito y estúpido militar —refunfuñó Emerson—. Siéntate. Es una orden —añadió, irritado.
Ramsés sonrió y obedeció. Se había quitado la chaqueta y la corbata; Emerson imitó su ejemplo mientras se encaminaba a grandes zancadas hacia el aparador, arrojando su bonita chaqueta hacia cualquier silla y errando el tiro, tal y como era de esperar.
Regresó momentos después, con tres whiskys en la mano.
—Quería hablar contigo —dijo—. ¿Habéis hecho las paces Nefret y tú?
—Por qué... sí, señor, claro que sí. Ya sabe el genio que tiene. Se excusó amablemente.
—¿Ah sí? ¿Cuándo fue eso?
—-Justo después de cenar, cuando felicité oficialmente a Geoffrey. No había tenido oportunidad de hacerlo antes. Ella estuvo encantadora con Sennia, ¿no creen?
Emerson frunció el ceño. Aunque no es un hombre muy sensible (excepto conmigo), hasta él notó algo de frialdad en aquella voz imperturbable, carente de emoción.
—No te vayas por las ramas —gruñó—. ¿No te importaría, entonces, que se quedaran aquí con nosotros?
—¿Por qué debería importarme? Yo mismo lo sugerí durante la cena y se lo volví a repetir a Geoffrey algo más tarde. Las habitaciones que Nefret decoró con tanto gusto son ideales para ellos. Él aceptó y me dio las gracias. .. esperando, por supuesto, que ustedes lo aprueben.
—¿Y qué hay de la aprobación de Nefret? —inquirí.
—Ella no puso objeción alguna. De hecho, tenía pensado volver a colocar mis cosas en mi vieja habitación esta misma noche, así que, si me perdonan...
—Una cosa más —dijo Emerson—. ¿Todavía no la has encontrado?
Ramsés apenas había tocado su whisky. Al intentar coger el vaso de nuevo, éste se tambaleó y cayó al suelo.
—¡Maldita sea! —gruñó Ramsés, mirándose furiosamente el pulgar—. Perdone, madre. Pero es que no es sólo una cosa, padre, son demasiadas malditas...
—No te excuses otra vez —le dije, hastiada—. Son demasiadas malditas cosas, ¿no es verdad? ¿Has hablado con David sobre las falsificaciones?
—Ambos hemos hablado con él, pero ninguno de nosotros le ha dado la oportunidad de decir lo que piensa. Luego, está también la muerte de Maude, y la teoría del señor Vandergelt sobre los accidentes y mi visita a Wardani, creo que a David no le gustará mi intromisión, en absoluto, pero se lo tendré que decir de todos modos; y luego la infructuosa búsqueda de Rashida... Se ha ido, madre. Si estuviera en algún lugar de El Cairo, la habría encontrado ya, viva.
—Si estuviera muerta, habrían encontrado el cuerpo —dije.
—No. Las muertes como la suya no se denuncian. Probablemente la habrán barrido y la habrán tirado con el resto de la basura que hay en las calles.
Al mirar por encima de su cabeza inclinada, me encontré con los ojos de Emerson y, en las profundidades del azul glacial, vi la confirmación de las amargas palabras de Ramsés.
—¿Qué hay de Kalaan? —preguntó.
—He averiguado dónde vive y he de decir que no fue fácil. Ninguna de sus mujeres sabía dónde se encontraba, y él, además, no da a conocer su paradero. La casa está en Heliópolis, un lugar bastante elegante. Allí no había nadie; estaba cerrada y abandonada.
—¿Qué hiciste entonces, forzar la puerta?
—Bueno, digámoslo así. Por la cantidad de polvo que había allí, yo diría que la abandonó hace más o menos una semana y, por otra parte, el que se encuentre casi vacía, aparte de algún que otro mueble, me hace pensar que no piensa volver a ella.
Emerson puso su mano sobre el hombro de Ramsés.
—Lo encontraremos. Hasta ahora no nos han vencido nunca y no será ésta la primera vez que lo hagan. Además, ¿cómo podemos perder teniendo a tu madre y a su mortal sombrilla de nuestra parte?
—Totalmente de acuerdo —dije, enérgica, dando unas palmaditas sobre el otro hombro de Ramsés—. Vete a la cama ahora, verás las cosas más claras por la mañana. Todo parece más negro durante la noche.
Ramsés dejó escapar un ruido ahogado que bien podía ser una risa o una maldición velada y se puso lentamente de pie.
—Sí, madre.
—Me pregunto si Nefret le habrá contado todo a Geoffrey—dije—. Tendremos que revelarle nuestro secreto.
—Por supuesto —dijo Ramsés—. Ahora es uno más de la familia, ¿no?
* * *
A la mañana siguiente, Ramsés bajó con Sennia a desayunar sin consultármelo. La visión de la niña animó a Emerson, normalmente de malhumor, reduciéndolo a un estado de necia afectuosidad que no había visto en él a esa hora de la mañana desde hacía muchos años. Horus llegó también con ellos. Se sentó en el suelo, lo más cerca de la niña que pudo y sin apartar los ojos de ella. Poco después llegaron Lía y David; según dijo Lía, su marido no podía seguir soportando la ausencia más tiempo. Era casi como en los viejos tiempos: todos hablaban y reían a la vez; David quería contarle a Emerson lo que había hecho en Creta, Lía quería ver la casa, los dos ofrecían sin parar golosinas a Sennia, mientras Fátima revoloteaba alrededor de la mesa como un genio benévolo y la nueva niñera permanecía tímidamente junto a la puerta, temerosa, por un lado, de acercarse a nosotros, pero poco dispuesta, por otro, a delegar su responsabilidad en los demás. Al final, Sennia se puso tan pringosa de mermelada que incluso Emerson no se opuso cuando ordené que se la llevaran de allí. Su niñera se apresuró a hacerlo, con aire de triunfo. Horus se levantó y salió tras ellas.
—No te preocupes, madre —dijo Ramsés, acertando al leer mi expresión—. Tuve que rescatarlo esta mañana; la niña le había cogido la cola con ambas manos e intentaba comérsela. Ni tan siquiera me arañó cuando lo separé de ella.
—¿Cuánto tiempo esperaste para separarlos? —preguntó David, quien tampoco había sentido nunca un gran cariño hacia Horus.
—Algo más de lo estrictamente necesario —sonrió Ramsés. Me sentí aliviada al verlo bronceado y más relajado. Le sentaba bien que David se encontrara de nuevo junto a él.
Emerson había tratado de limpiarse, sin éxito alguno, las manchas de mermelada de la camisa que recordaban, en modo inquietante, a las de sangre fresca.
—Será mejor que te cambies —dije.
—No importa —gruñó—. Creí que íbamos a salir un poco a caballo y, eh...
—¿Echar un vistazo a las excavaciones? Emerson, te dije...
—Será agradable dar un paseo a caballo —dijo David—. Todavía no he saludado a Asfur y a Risha. ¿Qué dices, Lía?
Lía debía de haberlo previsto: iba vestida para montar, y no con las prendas absurdas que eran de rigor para las damas amazonas, sino con la corta falda pantalón y las elegantes botas que ambas muchachas usaban también cuando iban a las excavaciones, y se apresuró a asentir, lo que me dejó claro que estaba deseando volver a la vida atareada que había aprendido a amar tanto como nosotros.
—¿Dijo Nefret... y Geoffrey, si tenían la intención de pasarse hoy por aquí? —pregunté mientras atravesábamos el jardín, camino de los establos.
—Creo que piensan hacerlo —contestó Lía—. ¿Están ellos realmente... es verdad que vendrán a vivir aquí con vosotros?
—Dios mío, Lía, parece como si no lo aprobaras.
—No, en absoluto, tía Amelia. Quiero decir, no, no quería dar a entender eso. ¿Son estos los establos? ¡Qué bonito está el jardín! Estoy contenta de poder ver de nuevo a los caballos.
—Selim los ha cuidado maravillosamente —dijo Ramsés, mientras David rodeaba el cuello de Asfur con los brazos y la yegua le correspondía, acariciándole la camisa con el hocico—. ¿Los sacamos, entonces? Madre, quizá usted prefiera no...
—Si vais todos, voy yo también —dije—. La yegua que Selim alquiló para mí en lugar de ese horrible animal se comporta muy bien.
A través de la puerta abierta llegó hasta nosotros un murmullo de sonidos procedente del fondo del establo: chillidos, graznidos y el crujir de la paja.
—Veo que Nefret sigue teniendo su habitual colección de pacientes del reino animal —comentó Lía mirando hacia dentro—. ¿Qué demonios hay en esa jaula grande, por qué está tapada?
—Oh, querida —dije—. Lo había olvidado. Espero que Mohammed...
—Está perfectamente —dijo Ramsés, detrás de mí—. Basta con encapucharlo o cubrirlo para que no se haga ninguna herida al tratar de volar.
Al levantar Ramsés la tela que cubría la jaula, Lía dejó escapar un grito de entusiasmo y admiración. El pájaro era un ejemplar macho de halcón peregrino, la misma especie que, en la escritura jeroglífica, se usaba para representar el nombre del dios Horus. Encorvado e inmóvil, sus grandes garras asían la percha sobre la que estaba posado.
—¿Quién se ha ocupado de alimentarlo? —pregunté, con algo de sentimiento de culpabilidad. No había pensado demasiado en las mascotas de Nefret; sabía que podía contar con Mohammed para cuidar de las otras, pero también sabía que éste sentía un miedo supersticioso hacia el gran pájaro de presa. Conocía la respuesta, sin embargo. Al igual que Nefret, Ramsés tenía un modo poco menos que misterioso de aproximarse a los animales; incluso cuando se trataba de fieras a las que pocas personas habrían osado acercarse. Abrió la jaula y metió la mano dentro. El pájaro se movió inquieto cuando los largos y tostados dedos de Ramsés se cerraron alrededor de su cuerpo y se deslizaron con delicadeza por sus alas pero, a pesar de todo, no opuso resistencia.
—El ala se ha curado —explicó—. Nefret quería que descansara algunos días más antes de liberarlo.
—Siempre ha odiado tenerlos que soltar —dijo Lía dulcemente—. Imagino que le habrá puesto un nombre.
—Harajte —respondió Ramsés—. No podía llamarlo Horus ya que ese repelente gato se había apropiado de ese nombre.
—Significa Horus del Horizonte —expliqué—. Horus era una deidad solar y el hijo de Osiris. Tras haber superado los peligros del infierno, salió por la puerta del amanecer hacia el nuevo día.
—Gracias, tía Amelia —dijo Lía.
Las contraventanas se cerraban siempre por la noche para evitar que entraran los animales de rapiña. Tras abrir el pestillo, Ramsés tiró de una de ellas hacia detrás. El halcón dejó escapar una especie de maullido y se movió, alzando el lomo y las alas antes de volverlas a dejar caer de nuevo. La luz del sol hizo resaltar el delicado trazo de sus plumas negras y la ferocidad de su pico curvado. Ramsés se metió la mano en el bolsillo; antes de reunirse con nosotros debía de haber pasado por la cocina ya que el bulto que sacó estaba todo despachurrado y, a pesar del papel que lo envolvía, empezaba a gotear misteriosamente.
—Me temo que no tiene muy buen aspecto —le dijo a Lía mientras ésta desenvolvía el untuoso papel—. A los halcones les gusta que su comida esté fresca y llena de sangre. Espero que seré capaz de engatusarlo para que se lo coma. Él es...
Se interrumpió y yo me volví, siguiendo la dirección de su mirada, hasta que vislumbré a Nefret en el umbral.
—Buenos días —dijo—. ¿Cómo está?
—Puedes verlo tú misma. ¿Quieres hacerlo tú? —Ramsés alargó su mano. Los repugnantes trozos, ahora completamente a la vista, apestaban a sangre fresca.
Se encontraban el uno frente al otro, a ambos lados de la jaula, y a mí se me ocurrió (dado que soy una connoisseur en bellas artes) que la escena hubiera constituido un espléndido tema para uno de los pintores prerrafaelitas, como Holman Hunt o Dante Gabriel Rossetti. A un lado la doncella, coronada de dorados tirabuzones; al otro, el joven, alto y de pelo oscuro, con la mano extendida y teñida de carmesí por la sangre del sacrificio; en medio de ellos, el dios, el halcón del amanecer, enjaulado en la oscuridad. ¡Qué rico simbolismo, qué insinuaciones evocadoras del mito y la leyenda! La luz del sol enmarcaría las figuras con el gesso dorado tan profusamente empleado por esa escuela de pintura. Probablemente, Rossetti vestiría a la muchacha de terciopelo verde-bosque...
—Tira esa porquería —dijo la doncella justo en ese preciso momento.
—Sería una pena desperdiciarla —murmuró Ramsés. Volviendo a rehacer el revoltijo en el papel, lo dejó sobre la mesa.
—No te limpies las manos en los pantalones, Ramsés —le supliqué, demasiado tarde.
Los otros acababan de llegar para ver lo que estaba pasando.
—Quedaos fuera —ordenó Nefret.
Geoffrey, a la cabeza del grupo, le dirigió una mirada de dolorosa sorpresa.
—¿Qué estás haciendo, mi amor? ¿Puedo ayudarte?
—Voy a dejarlo en libertad. Apartaos de mi camino. Ramsés, abre la puerta trasera.
Ramsés le cogió las manos cuando estaba a punto de meterlas en la jaula.
—Sin los guantes no.
Los gruesos guantes estaban muy desgastados y cubiertos de excrementos. Ramsés se los dio a Nefret y ésta se los puso. Una vez en el patio del establo, colocó al pájaro sobre su antebrazo; éste no era todavía muy grande y ella no era tampoco una delicada flor de clase acomodada, pero, a pesar de todo, no veía cómo iba a ser capaz de hacer el esfuerzo muscular que requería lo que intentaba hacer. Pensé por un momento que Ramsés se ofrecería a hacerlo por ella o que, tal vez, le sugeriría un método, sino menos teatral, sí más práctico llevar a cabo pero, cuando ella se volvió hacia él para mirarlo, mi hijo cerró la puerta de golpe.
Estuvo quieta por un momento, acariciando con la mano que le quedaba libre su penacho y hubiera jurado que susurrando cosas a la criatura. Ambos se movieron entonces al unísono, empleando la misma espléndida fuerza. El animal abrió las alas al alzar el vuelo; ascendió por sí mismo y remontó, haciendo círculos y subiendo siempre más alto. Ella lo contemplaba, con la cabeza hacia atrás, hasta que un gran grito de triunfo y liberación descendió flotando del cielo de la mañana. Después, Nefret se dio la vuelta y entró de nuevo en el establo.
Geoffrey se encontraba a mi lado.
—¡Magnífico! —me susurró, con los ojos resplandecientes—. ¡Es como una diosa! ¿Qué he hecho yo para merecer una mujer así?
—Te aseguro que no tengo ni idea —le contesté, sonriendo cuando él me dirigió una mirada llena de reproche—. Era sólo una de mis pequeñas bromas, Geoffrey. Te acostumbrarás a ellas con el tiempo. No, no la sigas todavía. Le duele siempre tenerlos que dejar de nuevo en libertad.
Nos pusimos en marcha al cabo de un rato y, dado que todos parecían tener ganas de montar a caballo, no vi ningún inconveniente en que visitáramos las excava-ciones. A fin de cuentas, era una corta distancia para aquellos hermosos animales.
Los hombres no trabajaban aquel día. Daoud y Selim se estaban preparando para la fiesta que, según nos habían dicho, sería la más extraordinaria que jamás se había celebrado en Egipto; el lugar aparecía, pues, árido y solitario bajo los rayos del sol de mediodía. Una brisa seca levantaba nubes de polvo sobre la meseta. Nefret se había cubierto la cara con un fino pañuelo, similar al velo de una dama musulmana.
Después de dar una vuelta por los alrededores e inspeccionar la escarpada escalera de la entrada, nos retiramos a mi humilde refugio a beber unos sorbos del té frío que había traído conmigo. David hizo lo que pudo para demostrar algo de entusiasmo por la maltrecha pirámide y las hileras de miserables sepulturas, pero tanto Emerson como yo nos dimos cuenta de que todo aquello no conseguía despertar mínimamente su interés.
—Estamos mal acostumbrados, ése es nuestro problema —declaró, con melancolía—. No te olvides, David, que esto es, precisamente, la arqueología: tra-bajo laborioso y paciente investigación, nada de oro y tesoros.
—No me maravilla que esté mal acostumbrado después de haber descubierto la tumba de Tetisheri —observó Geoffrey—. ¡Cómo le envidio esa experiencia! Hemos vivido cosas muy interesantes en Giza, pero nada que se pueda comparar con eso.
Al no haber bastantes sillas y taburetes para todos, se había tendido con elegancia a los pies de Nefret. La tonalidad de su piel era aún más clara que la de Lía y el sol blanqueaba su pelo hasta volverlo, casi, del color de la plata; la regularidad de sus rasgos daba a su rostro una apariencia remota, que tan sólo perdía cuando lo animaba el entusiasmo, como era el caso.
—He estado pensando —continuó, con un encantador aire de desafío—. Espero que no crea que soy un presuntuoso por sugerirle, profesor... es sólo una sugerencia...
—¿Y bien? —preguntó Emerson.
—Conozco un poco este lugar, señor, lo bastante, quizás, para ahorrarle a usted algo de tiempo y dificultades así que me gustaría mucho poder formar parte de su equipo.
—¿Ahora? —Emerson se quitó la pipa de la boca—. Por supuesto que me encantaría poder contar contigo, pero no creo que Reisner me perdonara si lo dejase falto de personal.
Geoffrey se sentó, abrazándose a las rodillas.
—No sólo le perdonaría, señor, es más, quedaría en deuda con usted si permitiera que alguien me sustituyera: alguien cuyas aptitudes son superiores a las mías —añadió con una sonrisa juvenil—. No es tan escrupuloso como usted, profesor. Admítelo, Ramsés, Reisner ha intentado convencerte en varias ocasiones para que trabajes con él.
Los ojos de Emerson echaban chispas.
—¡Lo sospechaba! ¡Grrr! ¡Maldita sea, los excavadores son todos iguales, la mayor parte de ellos carecen de moral! ¿Es verdad, Ramsés?
—Sí, señor. Creo que el año pasado, después del periodo que pasé con él en Samaría, le mencioné que Reisner me había ofrecido formar parte del equipo que trabaja para él en Giza. No hizo ningún misterio de ello, señor.
—Tampoco tenía por qué —intervine, viendo cómo enrojecía la cara de Emerson—Siempre has dicho, querido, que Ramsés es libre de trabajar para quien quiera.
—Bueno, sí, pero... —dijo Emerson—. Mmm.
—No me interesa trabajar para otros, señor —afirmó Ramsés.
—Por otra parte, es cierto que tu talento se desperdicia en un sitio como éste —murmuró Emerson—. No creo que encontremos muchas inscripciones. Esas mastabas de la Dinastía IV en Giza...
Geoffrey miró consternado el rostro inexpresivo de Ramsés.
—No quería causar ningún problema —dijo de todo corazón—. Puede que abandonar al señor Reisner no sea, profesionalmente, muy acertado, pero hay otras consideraciones que tienen mayor peso. ¿Supone, señor, que no soy consciente de los peligros a los que se enfrentan, yo, que me encontraba presente en el momento en que la señora Emerson fue atacada por un pistolero desconocido? Puede que no resulte muy útil, pero mi puesto en un momento tan arriesgado como éste se encuentra al lado de mi mujer.
Cogiendo la mano de Nefret, se la puso sobre su mejilla.
—Mmm —dijo Emerson—-. Entonces, fuiste tú la que le dio la idea, ¿no es así, Nefret?
—No era necesario que lo hiciera —dijo Geoffrey, indignado—. Aun cuando no esté muy familiarizado con su pasado, no soy tan tonto como para pasar por alto todos esos indicios. Se han producido demasiados accidentes sospechosos; la muerte de la pobre Maude fue uno más. No sé lo que hay detrás de todo esto y, si deciden ocultármelo, no seré yo quien se lo pregunte. Lo único que les pido es que me dejen ayudarlos del mejor modo en que mi torpeza lo permita.
—Es una generosa oferta —dijo Ramsés—. No veo cómo podemos rechazarla.
La atmósfera emocional era tan intensa que, cuando David carraspeó, todos nos sobresaltamos y lo miramos con sorpresa. Solía permanecer callado cuando estábamos juntos; todos hablaban más alto y más deprisa que él y su carácter apacible le impedía mostrarse descortés al interrumpir. Ahora, sin embargo, dijo con suavidad:
—Estoy de acuerdo. Lo mínimo que podemos hacer es contarle todo a Geoffrey. ¿O le has hablado ya del asunto de las falsificaciones, Nefret?
—No, creí... No hemos tenido tiempo.
Ramsés, sentado sobre la alfombra con las piernas cruzadas, cambió ligeramente de posición. Nefret lo miró apenas unos instantes, apartando la vista de él casi de inmediato.
—Querías evitar que me sintiera mal —dijo David, con una sonrisa afectuosa—. Fue muy amable por tu parte, querida, pero no era necesario.
Aquella mañana le había contado a David la mayor parte de la historia y ahora éste se la repetía a Geoffrey, quien lo escuchaba con la sorpresa pintada sobre su ingenuo rostro.
—Pero entonces —tartamudeó—. Entonces... eso explica los ataques que han sufrido. Esa persona teme ser desenmascarada. ¡Será capaz de matar con tal de evitarlo!
—No explica nada, maldita sea —dijo Emerson—. O, para ser más preciso, no resuelve nuestro problema. No hemos progresado nada en la búsqueda de ese canalla. Podría tratarse de cualquiera, podría estar en cualquier sitio.
—En cualquier sitio de los alrededores de El Cairo —le corregí—. A menos que contratara a otros criminales para que perpetrasen los últimos actos de violencia, en cuyo caso, estoy de acuerdo, podría encontrarse en cualquier sitio. Si pudiéramos capturar a uno de ellos la próxima vez que nos ataquen...
David levantó la mano.
—Perdona, tía Amelia. Ya sé que esperar el ataque es tu método preferido de capturar criminales, pero me pregunto si no sería mejor intentar algo menos peligroso. Habéis sido tan delicados con mis sentimientos y mi reputación que os habéis olvidado del paso que hay que dar a continuación. Lo cierto es que es el único que un hombre de honor podría considerar.
—¿Qué quieres decir? —pregunté temerosa. Cuando los hombres empiezan a hablar de honor, hay problema a la vista.
—Lo que pretendo es escribir a todos los comerciantes por los que pasaron los objetos falsificados, informándoles de que mi abuelo no tenía una colección de antigüedades y que, por tanto, el individuo que se los vendió era un impostor. Supongo que me podréis dar una lista de ellos.
Durante algún tiempo, los únicos sonidos que rompieron el silencio fueron el silbido de la arena arrastrada por el viento y el zumbido de las moscas. Como era previsible, Ramsés fue el primero en hablar.
—Yo tengo una, pero está incompleta.
—Por algo se empieza —dijo David—. De este modo, se correrá la voz, lo que muy bien podría proporcionarnos la información que nos permita identificar al hombre que buscamos; no obstante, esto no es lo más importante.
La pipa de Emerson se había apagado. Lenta y deliberadamente, se la quitó de la boca, la golpeó para hacer caer la ceniza, y se la metió en el bolsillo. Después, se levantó y tendió una mano a David.
—Soy un condenado idiota —observó—. Esto demuestra que uno no debería permitir jamás que el sentimiento se mezcle con el sentido común.
—En absoluto, señor. Es culpa mía, por casarme y por no prestarles la debida atención.
Se reía mientras sus ojos ascendían por la impresionante y altísima figura que tenía frente a él. ¡Qué muchacho tan elegante y apuesto! El matrimonio le había hecho madurar, proporcionándole mayor seguridad en sí mismo; suponía (yo también tengo mis momentos sentimentales) que su abuelo debía de parecérsele cuando tenía la misma edad, mucho antes de que yo lo conociera. Abdullah había sido un hombre de porte distinguido hasta el día de su muerte. Estaba muy orgulloso de David y lo hubiera estado aún más si ese día hubiera podido escuchar sus palabras.
* * *
La separación de sexos, que tanta indignación despierta entre los visitantes extranjeros, no es tan estricta en los pueblos egipcios. Los harenes separados o las habitaciones destinadas exclusivamente a las mujeres, se pueden ver tan sólo en las villas de la gente acomodada y únicamente un hombre rico puede permitirse mantener a una mujer que no contribuya en nada al mantenimiento de la casa. Una mujer así es un mero objeto decorativo que sólo sirve para mostrar el éxito masculino. Quizá no debería sacar aquí a colación el incómodo paralelismo existente con nuestra propia sociedad; pero, para el caso de que el lector sea muy obtuso o se encuentre cegado por los prejuicios, le recordaré, a él o a ella, que las damas inglesas de clase alta hacen poco más que vestirse de modo exquisito para salir en sus carruajes a visitar a otras damas vestidas con la misma exquisitez.
Las mujeres egipcias de la clase fellahin trabajan duro y, en mi opinión, han mejorado mucho gracias a ello. En muchos aspectos, su situación sigue siendo injusta, aunque también es cierto que tienen derechos de los que algunas mujeres inglesas carecen todavía. Pueden disponer de sus propiedades como quieran y, en caso de divorcio o de muerte del marido, la ley les da derecho a parte de sus propiedades. Las ancianas que han sobrevivido a varios maridos se cuentan entre los ciudadanos más ricos del país y prestan dinero a intereses de usura (disfrutando, sin duda, del poder que ello les reporta).
Pero vayamos al grano. Atiyah, la aldea donde nuestros hombres vivían con sus familias, era un pueblo modélico. No sólo estaba siempre inusualmente limpio sino que, además, hacía alarde de toda una serie de comodidades poco frecuentes en un lugar tan pequeño. Abdullah y su familia habían pedido (y merecido) salarios más altos y, casi me atrevería a decir, la larga relación que habían mantenido con nosotros había cambiado un tanto su visión de las cosas. Egipto estaba transfor-mándose, lentamente y no siempre para bien, pero había que reconocer que los jóvenes como Selim se mostraban mucho más abiertos a las nuevas ideas de lo que jamás lo habían estado sus padres.
Hacía ya cinco años que Abdullah nos había dejado pero siempre que llegaba al pueblo mis ojos buscaban, sin poderlo evitar, la majestuosa figura que en tiempos pasados salía a recibirnos. Ahora era Selim, el hijo y sucesor de su padre, quien se acercaba a dar la bienvenida a nuestro grupo. La aldea estaba decorada con banderas y estandartes y el ruido era ensordecedor: el ladrido de los perros, el retumbar de los tambores, los gritos de los niños y, por encima de todo ello, el fuerte y agudo ulular de las mujeres. Un guardia de honor nos escoltó hasta la casa de Selim donde, antes de la fantasía, iba a celebrarse un banquete.
Alfombras y almohadones cubrían el suelo de la habitación principal de la casa y fuimos invitados a sentarnos sobre ellos. Yo insistí en hacerlo junto a Geoffrey ya que pensé que, quizá, agradecería algunas discretas indicaciones sobre cómo debía comportarse. Aunque los egiptólogos suelen ser mucho más tolerantes que el resto de los no-egipcios, la mayor parte de ellos no se mezcla con sus trabajadores e, incluso, algunos de ellos no han probado nunca la comida de este país.
Las personas ignorantes, al hablar del modo de comer de los egipcios, los describen agachados alrededor de una bandeja y llenándose la boca con ambas manos. Lo cierto es que el procedimiento, a su manera, resulta elegante y refinado. Una vez sentados alrededor de la gran bandeja de cobre que hacía las veces de mesa, colocamos nuestras manos sobre una jofaina con la cubierta horadada y los sirvientes vertieron agua sobre ellas, tras lo cual nos las secamos con la toalla (footah) que nos habían dado. En voz baja y solemne Selim entonó la bendición —Bismilá—, en nombre de Dios, invitándonos a participar. Como platos se utilizan unos panes redondos y aplastados y como cubierto, un utensilio doblado y dividido en dos, y que sirve para coger rápidamente trocitos de comida. Se necesita algo de práctica para aprender a usarlo correctamente pero, ¡lo mismo sucede con el tenedor y el cuchillo! Sin embargo no era necesario; la comida consistía en yakhnee, una especie de estofado de carne con cebolla y otros alimentos que podían ser cogidos con delicadeza, usando el pulgar y los dedos índice y medio. Se utiliza tan sólo la mano derecha, por supuesto, así que cuando hay que descuartizar un pollo asado, por ejemplo, en ocasiones es necesario hacerlo entre dos personas que se valen, exclusivamente, de esta mano.
No describiré los platos con detalle; me limitaré a decir que algunos de ellos se encontraban entre mis favoritos, como el bamtyeh, vaina de hibisco ligeramente cocida y salpicada de zumo de lima. Cada fuente iba seguida de otras muchas y la temperatura se iba elevando; la pálida cara de Geoffrey enrojecía hasta que, llegado un momento, éste se dejó caer sobre los almohadones con un tenue gemido.
—No quiero dejarles en mal lugar, señora Emerson —susurró—. Pero no creo que pueda seguir adelante durante mucho tiempo. ¡No había comido tanto en mi vida!
—Te has comportado con nobleza —le aseguré—. Tan sólo un mordisco.
Cuando abandonamos la casa para dirigirnos a la plaza del pueblo donde iba a tener lugar la fiesta, estábamos atiborrados de comida. Habían dispuesto unas sillas para nosotros (vi que Geoffrey se animaba al comprobar que no tenía que seguir de rodillas) y había linternas de colores colgadas alrededor del lugar.
La música y el baile son las principales formas de entretenimiento en ese tipo de celebraciones. A los egipcios les gusta mucho la música; es una tradición que se remonta a tiempos muy antiguos. En un primer momento, las modernas canciones egipcias resultan algo difíciles para los oídos occidentales. Sin embargo, yo había acabado por encontrarlas muy hermosas cuando estaban bien ejecutadas, lo que esperaba que fuera el caso de aquella noche.
Los músicos templaron los tambores, tinajas de cerámica de diversos tamaños cuyas anchas bocas se hallaban cubiertas con pieles de animales de las que se había tirado fuertemente hasta tensarlas, y se produjo un suave redoble. Era maravilloso contemplar los movimientos de sus largos dedos y de sus flexibles muñecas; mucho más maravilloso aún escuchar la variedad de tono y volumen de la que era capaz su habilidad. El redoble aumentó su velocidad y se hizo más fuerte a la vez que otros instrumentos se unían a ellos: caramillos y flautas, laudes y salterios y el kemengeh, un instrumento de cuerda de extraña apariencia que se toca con un arco, como la viola.
La piece de résistence corría a cargo del cantante más famoso de la región quien, como concesión particular, había consentido abandonar su retiro para aquella ocasión. A pesar de que tenía ya cierta edad, cuando, haciendo bocina con las manos alrededor de su boca, dejó oír su voz, ésta era tan hermosa que los otros músicos guardaron silencio para que ni tan siquiera un ligero golpe de tambor pudiera interrumpir aquellas notas de oro.
Acróbatas y malabaristas, bailes de hombres y mujeres (por separado), un famoso narrador de historias... aquello no parecía acabarse nunca y es que no sólo se estaba celebrando un matrimonio, se celebraba también la formalización de relaciones entre dos grupos de gente que ahora habían quedado unidos tanto por la ley como por los lazos de afecto. Habría querido decir algo al respecto pero Emerson me había advertido que, si intentaba hablar, él haría todo lo posible por detenerme de algún modo. Él sí que habló, en cambio, en su árabe más florido, saludando a las dos parejas de recién casados y citando algunos versos poéticos, menos vulgares de lo que yo me había temido. Su intervención fue muy bien recibida, sobre todo la poesía.
La velada acabó con unos fuegos artificiales por los que se había pagado, según Selim nos explicó con orgullo, un alto precio. Mientras volvíamos a casa, los últimos chispazos de los buscapiés y las palabras de despedida de nuestros amigos se desvanecieron en el silencio. Volver a casa en los coches de caballos descubiertos resultó largo pero muy bonito: las estrellas brillaban como joyas y la brisa de la noche refrescaba nuestras caras acaloradas con el placer y la excitación. Emerson me envolvió con ternura en un chal. Si su intención era la de ir más lejos, la presencia de Ramsés se lo impidió; según nos explicó, con su lógica incontrovertible, cinco personas eran demasiadas para el otro coche.
Capítulo 11
Un inglés que se «convierte en nativo» traiciona al resto de sus compatriotas que se encuentran en Oriente. Aprender algo de su lengua es necesario para evitar que nos engañen; vestir ropa indígena puede ser en ocasiones adecuado y cómodo; pero aceptar los niveles de corrupción moral de los árabes disminuye nuestro prestigio. Las mujeres, por ejemplo...
DEL MANUSCRITO H:
Emerson los hizo salir al amanecer a pesar de que se habían acostado tarde la noche anterior. Siempre había sido capaz de pasar varios días sin dormir y pretendía que sus colaboradores estuvieran a su altura. Ramsés prefería caer rendido antes que admitir que no podía; pero la combinación de cansancio físico y confusión mental empezaba a ejercer sus efectos, así que, cuando su madre anunció que dejarían de trabajar pronto aquel día, sintió deseos de gritar, presa del entusiasmo. Su madre decretó luego que no se aceptarían invitaciones sociales durante unos días, a excepción de las que se pudieran hacer entre ellos, por supuesto, y esto también era una buena noticia. Según les explicó, tenían que ponerse al día en muchas cosas.
Lo que realmente pretendía era que Geoffrey y Nefret permanecieran con ella durante algún tiempo, el suficiente para averiguar los sentimientos de la muchacha y conseguir dominar por completo a su marido. A él no le iba a faltar compañía.
Cuando Lía le pidió a Ramsés que fuera a cenar con ellos en el Amelia, los tres solos, añadiendo que podría incluso quedarse a pasar la noche en el caso de que se quedaran hablando hasta tarde, al joven le pareció como si alguien le hubiera ofrecido su ayuda para salir de un horno en llamas. No lo estaba llevando tan bien como había esperado. Al regresar de la fiesta, había abandonado la casa con la excusa de dar un paseo aunque el verdadero motivo era que no quería tener que presenciar cómo Nefret y su marido se dirigían por el pasillo hacia sus habitaciones. A pesar de que volvió tarde, no consiguió dormir mucho aquella noche.
De cualquier forma, tenía muchas cosas que discutir con David y se apresuró a mencionar las más urgentes tan pronto como pudo. Estaban sentados en la cubierta de arriba. Era el sitio preferido de su madre y apenas había cambiado: los amplios y cómodos sofás algo gastados por el uso; los cojines con sus descoloridas fundas de zarzahán, el toldo ondeando sobre sus cabezas y el servicio de té preparado sobre una mesa baja. Lía había insistido en que se quitara la chaqueta y pusiera los pies en alto. Buena parte de su cansancio se debía exclusivamente a los nervios, pero no se había dado cuenta hasta ese momento, en que lo sentía fluir fuera de él.
—Eres un encanto —le dijo con una sonrisa.
Lía le sacó la lengua.
—Para ser un hombre, tú sí que eres un encanto —añadió, empleando el tono de la tía Amelia.
David sonrió alegremente a los dos.
—Es bonito estar de vuelta y de nuevo en el trabajo. Aunque tenías razón, Ramsés, ¡este sitio es condenadamente aburrido! Tengo la sensación de estar fotografiando la misma tumba una y otra vez: unos pocos huesos, unas pocas tinajas rotas, algún que otro fragmento de madera o de piedra. Sólo al profesor se le podía ocurrir que registráramos una basura como ésa.
—Geoffrey fue hoy de gran ayuda —dijo Lía—. Su árabe no es muy bueno, pero es un excavador de primera clase, incluso para el nivel del profesor. Lento y me-ticuloso. Ramsés, ¿vas a intercambiar el puesto con él como ha sugerido?
—Quería consultarlo con vosotros dos —Lía le alcanzó una taza de té y él la cogió con un gesto de agradecimiento—. Fue una sugerencia desafortunada e impropia de él. Y no por la idea en sí, sino por el hecho de que la propusiera sin haberse molestado en consultarla antes con el profesor o con el señor Reisner; o conmigo, llegados a este punto.
—Sí, pero quizás sea la mejor forma de tratar con el profesor —dijo David con los ojos resplandecientes—. Es una de las personas más imponentes que he conocido nunca; si uno no se enfrenta a él desde el principio, se condena al silencio perpetuo y a la esclavitud.
—Como tú —le dijo su mujer con una sonrisa llena de afecto.
—Bueno, me llevó algún tiempo —admitió David—. Bastante, quizás. Puede que Geoffrey haya ido demasiado lejos, Ramsés, lo admito, pero su sugerencia no deja por ello de tener su lógica. No se le puede culpar por querer estar con Nefret.
—¿O por querer quitarme de en medio?
Esperaba no tener que explicárselo. A menos que ellos lo entendieran como él, tendría que admitir, aunque sólo fuera a sí mismo, que había perdido el sentido de la proporción. Antes de que Lía hablara de nuevo, se produjo un largo y tenso silencio.
—Seguís sospechando de él, ¿no es así? No habéis cambiado de idea. Y, la verdad es que sí, si es el hombre que buscáis y no ha renunciado a su vendetta, se sentirá más libre si tú no estás allí. ¡Eres alguien a tener en cuenta!
—Soy tan sólo uno más pero, considerándolo desde el punto de vista de un posible enemigo, cuantos menos mejor, desde luego.
—¡Vosotros dos me estáis poniendo nervioso! —exclamó David—. ¡Ahora os pondréis a sospechar de Nefret! ¿No tenía Geoffrey una coartada para uno de los incidentes? Según me dijo la tía Amelia, estaba con ella cuando se produjeron los disparos.
—Eso es verdad —dijo Ramsés—. Tan sólo intento dar con la historia más plausible, como me enseñó a hacer mi querida madre. El señor Reisner no volverá de Sudán antes de finales de mes, aunque Fisher empezará a trabajar dentro de poco. Creo que me dejaré caer mañana por Harvard Camp para preguntarle si le gustaría que me uniera a ellos.
—¡Estaba seguro de que ibas a decir eso! —dijo David, pasándose la mano por el pelo—. ¿Por qué te molestas en pedir nuestra opinión cuando has tomado ya una decisión?
—Yo me opongo —dijo Lía decidida—. Eso supondría trabajar con Jack Reynolds. ¡Por el amor de Dios, Ramsés, ha amenazado con dispararte!
—Ésa es una de las razones —dijo Ramsés, echándose a reír al ver su mirada de indignación—. No el hecho de que amenazara con dispararme, estaba muy borracho en ese momento y ahora parece haberse recuperado, sino que él también resulte sospechoso; trabajar con él me permitirá hacer de Sherlock Holmes del modo mal intencionado e inteligente que me ha dado la fama. Además, hay otro hombre trabajando en Giza que resultaría un sospechoso aún más lógico: Karl von Bork.
—Sí, la tía Amelia lo mencionó —dijo David—. Pero, si dejamos aparte el hecho de que su mujer es una artista...
—Ésa es, precisamente, una de las pequeñas ideas de nuestra madre —dijo Ramsés—. Él no involucraría a Mary aunque hay que reconocer que las razones contra él son de peso. Ha pasado mucho tiempo en Egipto, quizá no de manera ininterrumpida pero sí lo bastante a menudo como para poder relacionarse con un habilidoso falsificador de antigüedades. Es un buen filólogo. Es pobre y siente devoción por su extensa familia. Es alemán y nuestro impostor vendió algunos objetos a varios comerciantes de ese país. Von Bork nos conoce y conocía también a Abdullah. Y lo que es innegable es que ha traicionado ya en una ocasión a nuestros padres por dinero. Su mujer estaba seriamente enferma y aunque él no se dio cuenta de la gravedad del asunto, demuestra hasta dónde es capaz de llegar cuando cree que su familia lo necesita.
Lía respiró hondo.
—Es irrecusable, estoy de acuerdo. Yo diría que podría ser nuestro sospechoso número uno.
—Lo que en una obra de ficción bastaría para demostrar su inocencia —sonrió Ramsés—. No obstante, no le hemos prestado todavía bastante atención y creo que ya va siendo hora de que lo hagamos.
El último barco de vapor del día lanzó una serie de toques de advertencia haciendo que Lía se llevara las manos a los oídos.
—Creo que iré a hablar con Karima sobre la cena y después a descansar un poco. Así os dejaré a solas para poder hablar —su ligero vestido se henchía sobre su pequeña y delicada figura mientras se encaminaba hacia la parte superior de la escalera, donde se detuvo un momento para decir:
—Le diré a Karima que prepare la cama en tu antigua habitación, Ramsés. Será tuya siempre que la necesites y por todo el tiempo que quieras.
Su cabeza resplandeciente se fue hundiendo hasta desaparecer. Ramsés se volvió entonces hacia su amigo, mirándolo con una expresión bien distinta. David hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, hermano. No he revelado tu secreto. Pero... bueno... ya sabes cómo son las mujeres.
—Creo que no.
—Son muy románticas —explicó David con un aire de sabiduría que habría divertido a Ramsés en circunstancias algo distintas—. Casamenteras empedernidas. Nosotros cuatro hemos estado tan unidos y vosotros dos parecíais tan perfectamente hechos el uno para el otro... Lía lo mencionó, eso es todo. Pero sólo como algo que le gustaría que sucediese.
—No ha sucedido. ¿Podemos cambiar de tema?
—Una cosa más —David se inclinó hacia delante. El afecto y la preocupación prestaban calidez a sus dulces ojos marrones—. No volveré a mencionar el tema hasta que lo hagas tú pero, por el amor de Dios, no tenses demasiado la cuerda. Tienes la mala costumbre de hacerlo. ¿Crees que no lo sé? Puedes venir siempre que quieras. Ve a trabajar para Reisner y así no tendrás que estar con ellos todo el día, todos los días. Y, cuando estés preparado, hablaremos.
Pensaba que Ramsés había dejado de buscar a Rashida hasta que, una tarde, me preguntó si lo podía acompañar a la clínica de Nefret. Me sentí muy halagada de que me lo pidiera y así se lo dije:
—Hacía ya tiempo que deseaba visitarla, pero tu padre protestaba tanto cada vez que lo sugería que pensé que era mejor no insistir. Decía siempre que, por mucho que le molestara el hecho de que Nefret la visitara, al menos ésta tenía una razón legítima para hacerlo, pero que una curiosidad frívola como la mía no era excusa suficiente. Ahora ya sabes, Ramsés...
—Nunca se ha dejado llevar usted por la frívola curiosidad —dijo mi hijo muy serio—. En esta ocasión, su presencia es necesaria. La doctora Sophia me conoce, pero estoy seguro de que me recibirá mejor si me acompaña usted. Temo que la esperanza que me empuja resulte algo remota, pero siento que es mi deber hacerlo. Si me permite, le invitaré después a tomar un té en el Shepheard.
—No digas más —exclamé—. ¡Voy contigo! O, al menos, lo haré tan pronto me ponga el sombrero y encuentre mi sombrilla.
He visitado buena parte de las zonas más deprimidas de El Cairo pero, a pesar de que el Was'a y el Shepheard se encuentran tan próximos que casi resulta ver-gonzoso, nunca había estado allí. Aunque había oído hablar de ese barrio, demostró ser peor de lo que me había imaginado (y eso que, según Emerson, mi imaginación es ya de por sí, bastante tremebunda). A medida que se acercaba la noche, las casas se iban preparando para abrir sus puertas. Era reconfortante comprobar cómo mi presencia parecía tener un efecto calmante tanto sobre las mujeres como sobre sus posibles clientes. Cuando me veían corrían a esconderse detrás de las cortinas o desaparecían tras las esquinas, a la vez que dejaban de escucharse las obscenidades que solían gritarse.
—A lo mejor debería darme una vuelta por aquí todas las noches —observé, escondiendo mi horror y repugnancia bajo una máscara de ligereza.
—Olvido siempre lo terrible que es —murmuró Ramsés—. Mi padre me matará si descubre que la he traído hasta aquí.
—Entonces será mejor que no se lo digamos.
Ramsés había anunciado su visita, así que nos estaban esperando. Quedé impresionada con el luminoso y alegre interior de la casa que se encontraba, asimismo, admirablemente limpia. La doctora era una cristiana proveniente de Siria; las mujeres de esa región gozaban entonces de mayor libertad que sus coetáneas egipcias y se encontraban a la cabeza del movimiento femenino.
Sofía nos llevó hasta su oficina donde Ramsés se apresuró a explicarle la razón de nuestra visita. Debía de haber preparado antes lo que quería decir ya que se limitó a contarle los hechos sin entrar en detalles tan importantes como el impresionante parecido que la niña guardaba conmigo o el nombre del presunto padre.
—Fue un intento de chantaje —dijo, al acabar su relato— que fracasó. Hemos intentado encontrar a la muchacha, ya que estoy convencido de que participó involuntariamente en la intriga. Es posible que, en el caso de que Kalaan intente descargar su furia sobre ella, Rashida trate de buscar refugio aquí.
Sophia fue lo suficientemente educada como para simular que no sabía nada del asunto, pero no pude dejar de darme cuenta de que debía de haber oído alguna versión y de que ésta debía ser, con toda probabilidad, la más maliciosa e insultante de todas. También entendí la razón que había movido a Ramsés a pedirme que lo acompañara. Hasta entonces se había mostrado tan dura y formal con nosotros, que yo había llegado a pensar que aquél debía ser su modo normal de comportarse; sin embargo, pasado un rato, su austero rostro se relajó. A fin de cuentas, mi presencia confirmaba las explicaciones de Ramsés que, de otro modo, no habrían sido aceptadas.
—Ya veo. No recuerdo a nadie que responda a esa descripción. En el caso de que se acerque por aquí, se lo comunicaré inmediatamente, pero me temo que no es muy probable que eso suceda. Lamento ser de tan poca ayuda.
Nos quedamos charlando un rato más. Le habían contado que Nefret se había casado y me pidió que le transmitiese sus mejores deseos añadiendo, con una sonrisa y una mirada maliciosa, que ahora entendía por qué no había pasado últimamente mucho tiempo en la clínica. Cuando le expresé mi admiración por el trabajo que estaba llevando a cabo, sacudió su cabeza con aire triste.
—Soy tan sólo una ginecóloga, señora Emerson, y lo que nosotros necesitamos es un cirujano pero, ¿dónde encontrarlo? Aunque llegáramos a encontrar un hombre dispuesto a prestarnos sus servicios, lo más probable es que tuviéramos problemas con las autoridades religiosas. Y, por otra parte, apenas hay mujeres especialistas en este campo.
Cuando estábamos a punto de marcharnos añadió:
—Quizá no debería preguntarlo pero ustedes dijeron que el padre de la niña es un inglés: me pregunto si él no sería capaz de ayudarles a encontrar a la muchacha.
—Era un turista —dije—. Imagino que se trató de una relación bastante breve.
—He aquí su famosa ironía, señora Emerson. Me temo que esas irresponsables criaturas seguirán haciéndolo.
—Creo que la que se muestra irónica ahora es usted —dije—. «Irresponsables» es decir poco de ellos. Cuestiones morales aparte, se arriesgan a contraer alguna enfermedad particularmente desagradable.
—¿Cuántos hombres, y mujeres, se dejan guiar en sus acciones por la seguridad y el sentido común? —fue la pregunta—. Si son cuidadosos adoptan las habituales precauciones —al decir esto dudó y su agradable rostro adoptó una expresión más severa cuando añadió—: Los más cuidadosos recurren tan sólo a muchachas que... que siguen intactas.
Cuando salimos de la casa, Ramsés me cogió del brazo.
—Lo siento, madre, creí que lo sabía.
—Sabía que estas cosas sucedían. Me había dado cuenta de que ella era muy joven... —fui incapaz de continuar.
—No debería de haberla traído aquí. Perdóneme.
Sacudí ligeramente la cabeza.
—Eres tú el que tiene que perdonarme. No suelo ceder a la debilidad, o, al menos, eso creo, pero una cosa es considerar un acto tan despreciable en abstracto y otra muy diferente saber que quien lo ha cometido es un hombre que una conoce... un hombre al que se le ha dado la mano.
—Sí —dijo Ramsés—. Lo entiendo.
Como solía ser habitual a la hora del té, la terraza del Shepheard estaba abarrotada, pero yo no me preocupé: nunca tenía problemas para encontrar sitio. El señor Baehler era ahora el propietario del hotel y su sucesor en la dirección, Freddy, era tan servicial como lo había sido él. De hecho, cuando volví de refrescarme un poco, me esperaba para mostrarme el camino hacia la mesa que había elegido junto a la barandilla. Ramsés tardaba en llegar. Supuse que se habría encontrado con algún conocido, así que me entretuve en observar a la gente que pasaba; no tardé mucho en darme cuenta que una de aquellas personas me estudiaba atentamente.
Percy no iba de uniforme, por lo que no le reconocí hasta que no estuvo casi a mi lado. Cogida por sorpresa, fui incapaz de esconder el disgusto y la repugnancia que sentí, aunque creo que, de haberlo querido hacer, me habría resultado imposible de todos modos. Al comprender la expresión de mi rostro se apresuró a hablar.
—¡Tía Amelia! He estado rondando por el Shepheard toda la semana pasada con la esperanza de verla. ¿Puedo invitarle a un té?
—No. Y lo mejor será que desaparezcas de mi vista antes de que diga lo que pienso de ti lo suficientemente alto como para que me puedan oír todos los que se encuentran en este momento en la terraza.
—Ah —su rostro adoptó la expresión del que sufre en silencio—. Entonces los rumores que he oído...
—No sé lo que habrás oído. Pero aunque sé que acusan a mi hijo de uno de los crímenes más despreciables que un hombre puede cometer, puedo asegurarte que todo es mentira. Si tuvieras un mínimo de decencia te apresurarías a proclamar la inocencia de Ramsés y evitarías la compañía de todos aquellos que sabemos la verdad.
—¡Pero si eso es precisamente lo que quiero hacer! —exclamó Percy con vehemencia—. Probarle mi inocencia como sea. ¿No quiere escuchar mi versión de las cosas? Usted siempre ha sido muy justa.
Descaradamente, consulté el reloj que llevaba sobre la solapa.
—Tienes sesenta segundos.
Se había quedado de pie y seguía sin atreverse a sentarse pero, apoyándose con las dos manos sobre el respaldo de una silla, se inclinó hacia delante y bajó la voz.
—La niña podría ser mía, no niego esa posibilidad. ¡No... por favor, déjeme acabar! La última vez que estuve en El Cairo era joven, estúpido y fácilmente manejable pero el... el acto que condujo al presente problema fue una simple aberración y algo de lo que me avergüenzo amargamente. Haría lo que estuviera en mi mano por poder arreglarlo. Dinero... la cantidad que usted considere más adecuada...
Se interrumpió, lanzando un grito ahogado y se incorporó, a la vez que clavaba la vista en algo por encima de mi hombro. Yo sabía perfectamente lo que era, antes incluso de volver la cabeza.
—Las mesas están muy juntas, Ramsés —dije—. Si lo golpeas caerá sobre una de ellas hiriendo a alguien inocente. Percy, te lo advertí hace tan sólo un minuto. Deberías de haber seguido mi consejo.
Ramsés aflojó los puños pero, aun así y para estar más segura, creí que lo mejor sería cogerlo por el brazo; Percy había retrocedido todo lo que había podido, apenas uno o dos pasos, pero, por lo visto estaba decidido a añadir algunas palabras más.
—Hablaba en serio, tía Amelia. ¿Cree que he dicho la verdad?
—No me importa que la hayas dicho o no —dije—. Lo que hiciste es inexcusable y tus intentos de disculparte por ello no han hecho sino empeorar las cosas. No creo que pueda contener a Ramsés durante mucho más tiempo, Percy, y tampoco estoy muy segura de querer hacerlo. Márchate y espero que no se te ocurra volver nunca por aquí.
—Como quiera —se inclinó y retrocedió algunos pasos más, mirando detrás de él para evitar tropezar con un turista—. Quería llamar a Nefret para felicitarla, pero... Fue entonces cuando estuve a punto de perder el control sobre Ramsés. Percy emprendió una rápida retirada serpenteando por entre las mesas, muy juntas y atestadas de turistas, con una agilidad fruto de su fuerte instinto de conservación.
—Siéntate —dije—. Una escena en público no haría sino echar más leña a las habladurías. Recuerdo que una vez me pediste permiso para moler a golpes a Percy. Ahora lamento no habértelo dejado hacer entonces.
—No debería de haber mostrado mis sentimientos de ese modo —murmuró Ramsés—. Ahora sabe lo que antes sólo sospechaba.
—Oh, estoy segura de que ya antes debía saber hasta qué punto lo detestas.
—¿Qué es lo que dijo antes de que yo llegara? —las mejillas de Ramsés perdían poco a poco el color que les había prestado la rabia.
—Admitió que la niña podría ser suya. Según él, fue una simple aberración que le ocurrió cuando era joven y fácilmente manejable.
—Es muy hábil —dijo Ramsés, admirándolo muy a su pesar—. Admite la verdad cuando se encuentra acorralado y entonces, aprovecha para darle la vuelta y sacar de ella el máximo provecho.
—Bueno, querido, al menos podemos estar seguros de que evitará encontrarse con nosotros en el futuro. Creo que le dejé muy claro cuáles son mis sentimientos. ¿Pedimos ahora? Una agradable taza de té me vendrá muy bien.
* * *
Dos días más tarde, apareció el cuerpo de una joven, atrapado entre los juncos a orillas del río, justo encima de la presa. Las incesantes preguntas de Ramsés habían dado a entender a la policía de El Cairo que un descubrimiento de tales características podría interesarnos; de no ser por ello, no nos hubiéramos enterado jamás. Fue el ayudante del comisario, el señor Russell, el encargado de informarnos; o de informar a Ramsés, para ser más precisos. Ramsés nos lo ocultó hasta que pudo ver los restos. El cuerpo había permanecido en el agua durante varios días, por lo que una identificación exacta resultaba imposible; a pesar de ello, la descripción general coincidía con la de Rashida y alrededor de su cuello había un collar barato de cuentas, similar a uno de los que aquélla solía llevar. Había sido apuñalada repetidas veces. La policía atribuía el asesinato a has-hashin pues se conocían otros casos parecidos; el uso excesivo de drogas puede conducir al delirio asesino.
Fue imposible dar con el paradero de Kalaan. Emerson pensaba que había abandonado El Cairo y que debía de estar escondido en alguna parte. Ramsés, en cambio, parecía haber perdido el interés. «Hay demasiados como él», se había limitado a decir, encogiéndose de hombros.
Durante las siguientes semanas no sucedió nada de particular y ese hecho me tenía muy alarmada. Emerson se burlaba de mí cuando le contaba mis corazonadas (siempre se burla de ellas) pero, tal y como le hice notar, las posibilidades de librarnos de un enemigo que había perpetrado violentos ataques en el pasado, llegando incluso al asesinato, eran bastante remotas. Mi constatación provocó una nueva y ruda observación de Emerson acerca de mezclar las metáforas, pero yo sabía muy bien lo que había querido decir, y él también.
Cuando afirmo que no sucedía nada, no quiero decir con ello que no estuvieran ocurriendo un sinfín de cosas. En aquel periodo habíamos intercambiado unas cuantas cenas con los Vandergelt; yo, además, ofrecí una serie de tranquilas pero elegantes veladas para dar la bienvenida a David y Lía y en honor de la otra joven pareja de recién casados. Los cuatro, sin mencionar a Emerson, se habían opuesto a mi original idea de organizar una gran recepción en alguno de los hoteles, por lo que tuve que abandonar mi proyecto. No me gustan particularmente ese tipo de acontecimientos sociales pero quería hacer frente a los rumores. Entre una cosa y otra, aquella temporada habíamos procurado al mundo pequeño y estrecho de miras de la sociedad de El Cairo una buena cantidad de temas de chismorreo y estaba segura de que, en aquel momento, «ellos» se dedicaban a especular maliciosamente sobre la repentina boda de Nefret. Cuando se lo comenté a Emerson, me lanzó una de las miradas más frías que me había dirigido nunca.
—¿Qué tipo de especulaciones? —preguntó.
—Ya sabes, Emerson. Estarán contando los días.
—¿Para qué?
—No me mires con ese ceño y no intentes hacerme creer que no entiendes lo que quiero decir.
—Vaya si lo entiendo —gruñó Emerson—. ¡Maldita sea, Peabody! ¿Son todas las mujeres tan maliciosas y criticonas como ellas?
—Sí, creo que sí. Se mostraron encantadas de poder creer «lo peor» sobre la pobre Maude Reynolds, y en sus minúsculas mentes llenas de prejuicios tan sólo puede haber una razón para que una joven renuncie a una sofisticada boda por la iglesia con su alboroto de asistentes y su ceremonia. Ya sabes que yo no lo creo en absoluto, Emerson, sólo quería...
—Lo sé —la expresión severa de su rostro se dulcificó—. Querías dejar bien claro que la quieres y que la apoyas y decirle a esas chismosas que se vayan al infierno. No te preocupes, Peabody. A Nefret no le importa en lo más mínimo la opinión de esa gente y lo mismo deberíamos hacer nosotros.
De modo que, al final, mandé algunas invitaciones y durante los días sucesivos recibimos casi a la totalidad de arqueólogos de la zona de El Cairo, y a algunos llegados de más lejos. Los Petrie no se encontraban entre ellos. Lo cierto es que yo no me llevaba muy bien con la señora Petrie aunque, desde luego, no tan mal como Emerson con su marido. Desde el momento en que las mujeres solemos ser más educadas que los hombres (una fuente que no mencionaré asegura que más hipócritas), Hilda Petrie y yo manifestábamos nuestra recíproca antipatía mostrándonos glacialmente educadas cuando nos veíamos obligadas a encontrarnos, e inventando falsas excusas para hacerlo lo menos posible. Cuando la invitaba, ella me contestaba diciendo que estaba un poco acatarrada, que se había hecho una ligera torcedura o que no tenía nada adecuado que ponerse. De este modo, conseguíamos guardar las formas en beneficio de todos.
El señor Maspero también declinó mi invitación. Yo sabía muy bien la razón de que él nos estuviera evitando. ¡Simple y pura vergüenza! Ver cómo se desperdiciaba el magnífico talento de Emerson en un sitio tan aburrido como Zawaiet, mientras él seguía reteniendo egoístamente las pirámides y los cementerios de Dashur para hombres de menor categoría, debería de haber hecho estremecer hasta al soberbio sang froid francés del señor Maspero.
Por si fuera poco, la distribución de los cementerios de Giza era todavía objeto de debate. En un principio, habían sido divididos en tres secciones que se adjudicaron, respectivamente, a los alemanes, a los italianos y al señor Reisner; algunos años más tarde, sin embargo, el señor Schiaparelli del Museo de Turín abandonó la concesión italiana. En teoría, ésta quedaba dividida en dos a partir de aquel momento, pero lo cierto es que aquél era un asunto que todavía no había quedado claro. La solución más obvia —asignar al menos parte del área italiana al excavador más eminente de todos los tiempos— fue ignorada por todos aquellos a quienes concernía de un modo u otro. Emerson se negó en redondo a mencionar el asunto al señor Maspero y me amenazó con el divorcio si osaba hacerlo por mi cuenta.
La pérdida temporal de su hijo no había, desde luego, mejorado el estado de ánimo de mi marido. Durante los últimos quince días, Ramsés había estado trabajando en Giza ocupando el puesto de Geoffrey. Nuestro hijo había anunciado a Emerson sus intenciones con gran corrección y la naturaleza generosa de mi marido le había impedido oponerse a sus proyectos. Quizá hubiera también un toque de vil orgullo en todo ello; Emerson era incapaz de reconocer que iba a echar de menos a Ramsés por razones que iban más allá de la mera habilidad profesional. De hecho, Emerson esperaba en su fuero interno que el señor Fisher, encargado de Giza hasta el regreso del señor Reisner, se negara a aceptar aquellos arreglos tan poco ortodoxos sin consultar a su superior. Desgraciadamente, Fisher conocía la gran opinión que el señor Reisner tenía de mi hijo por lo que aceptó el cambio de programa con descarado entusiasmo. Escribió inmediatamente al señor Reisner, quien se encontraba en aquel momento perdiendo el tiempo en Egipto central, recibió su aprobación cuando Ramsés se encontraba ya trabajando en Giza desde ha-cía una semana.
Saber que la expedición Harvard-Boston estaba excavando en un área donde se habían encontrado cosas maravillosas no fue, tampoco, un consuelo para mi marido. Poco tiempo después de que Ramsés empezara a trabajar con ellos, los americanos hallaron una nueva tumba con escenas hermosamente pintadas y talladas, una delicada estatua de piedra caliza y otros objetos interesantes. Todo ello era más que suficiente para que a mi marido se le hiciera la boca agua, sobre todo cuando cada mañana tenía que volver a los huesos dispersos aquí y allá y a los recipientes rotos. Sabía que los motivos que habían empujado a Ramsés a abandonarnos no eran egoístas pero no por ello dejaba de envidiarlo.
Uno de los resultados prácticos de aquel arreglo fue, por lo menos, el restablecimiento de relaciones con Jack Reynolds. Aunque sus problemas se habían resuelto (gracias, en parte, a una pequeña ayuda por mi parte), había tratado de evitarnos durante todo aquel tiempo. Es difícil trabajar junto a un hombre que le había acusado de asesinar a su hermana; no temía por la seguridad de Ramsés, sabía que era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo pero, aun así, quise saber cuanto antes cómo iban las cosas entre él y Jack Reynolds. A pesar de que me aseguró que se había comportado de un modo muy atento y servicial, quise comprobarlo por mí misma, invitando a Jack a una de nuestras pequeñas cenas.
Llegó puntual, convenientemente vestido y, a primera vista, sobrio. Había traído dos enormes ramos de flores que ofreció a las dos recién casadas con los oportunos y floridos discursos. Como de costumbre, había más hombres que mujeres aquella noche: Howard Carter, que por entonces se encontraba en la ciudad y el joven señor Lawrence, quien había estado trabajando para el señor Petrie y que no escatimaba elogios hacia su anterior jefe. He de decir que el tacto no era uno de los puntos fuertes del muchacho. Elogiar en público al principal rival de nuestro anfitrión no le iba a granjear, desde luego, sus simpatías pero es que, además, cometió un segundo fattxpas al insultar a los trabajadores egipcios que había conocido. Tan sólo pude oír algunas palabras, «... tremendamente feos, torpes, faltos de energía, malhablados y aduladores...» antes de que Ramsés lo interrumpiera con una cortés pregunta sobre la salud del señor Petrie.
Jack, a quien había colocado frente a mí en la mesa con el fin de poder observarlo más de cerca, daba también muestras de haber escuchado demasiado.
—Ése no es, en modo alguno, el caso de nuestra gente —declaró—. Quizá tenga que ver con la forma de actuar de la persona que está al mando. Las relaciones del señor Reisner con sus trabajadores han sido siempre inmejorables.
No pude por menos que dirigirle una sonrisa de aprobación.
—Es cierto. Nunca ha habido problemas con el robo de antigüedades, ¿no es así?
—Siempre hay problemas con eso —gruñó Emerson—. Especialmente cuando Maspero se niega a denunciar a sus favoritos. Ese desgraciado asunto en Sakkara...
Al estar sentado justo al otro extremo de la mesa, me resultaba imposible propinarle una pequeña patada así que elevé mi tono de voz hasta que se volvió particularmente penetrante y retomé, sin más, el hilo de la conversación lo que, he de reconocer, resultó algo violento.
—Supongo que también habrán oído hablar de la venta de antigüedades que tuvo lugar el pasado verano y que, supuestamente, pertenecían a la colección de nuestro anterior Rais Abdullah. Puede que algunos de ustedes no sepan todavía que esos objetos son falsos y que fueron vendidos por un hombre que se hizo pasar por David.
La primera vez que di esta noticia durante el transcurso de una de nuestras cenas, Emerson se atragantó con un trozo de comida y yo tuve que correr hasta su lugar en la mesa para golpearle en la espalda. Cuando se lamentó algo más tarde de que no le hubiera advertido antes, le contesté que lo habría hecho si hubiera sabido con anterioridad lo que iba a hacer. La verdad es que la idea se me había ocurrido de repente, como suele ocurrir con todas las ideas inteligentes, y me había limitado a aprovechar el momento que creí más oportuno para hablar.
La decisión de David de hacer público el asunto de las falsificaciones había cortado el nudo gordiano de la cuestión o, lo que es lo mismo, cómo seguir adelante con nuestras investigaciones tratando de ocultar al mismo tiempo su verdadero objeto. Aquello había tenido sentido tiempo atrás, cuando David todavía podía esperar que le contestaran a las cartas que había escrito, pero ahora no había razón alguna para seguir guardando la reserva con nuestros compañeros de profesión. Algunos podían proporcionarnos, además, alguna que otra información de utilidad; quizá hasta alguno de ellos, sorprendido por mi candor, se traicionara a sí mismo al sobresaltarse o al mirar de modo inequívocamente culpable.
Nadie hasta entonces había llegado tan lejos. En aquella ocasión todos parecían sorprendidos, pero ninguno de ellos daba muestras de sentirse culpable. Mi afirmación de que Abdullah no había coleccionado antigüedades fue lo que causó la sorpresa. Lo cierto es que algunos de nuestros amigos lamentaban que no lo hubiera hecho: buena parte de ellos, ya fuera por cuenta propia o en nombre de diferentes instituciones, eran unos coleccionistas entusiastas. Todos estaban de acuerdo, sin embargo, en que había que poner fin a las excavaciones ilegales aunque se mostraran pesimistas sobre las posibilidades de llegar a hacerlo.
El señor Lawrence, con la falta de discreción de la que había hecho gala hasta entonces, fue el primero en expresar en voz alta lo que todos estaban pensando.
—¡No puede tratarse de un inglés! Tiene que ser un egipcio... puede que educado en el extranjero y con un ligero conocimiento del negocio de las antigüedades. No hay tantas personas que respondan a esa descripción, de modo que no debería ser tan difícil de identificar.
—Lo sería en el caso de que sus presunciones fueran correctas —le contesté—. Pero no lo son. Si quiere tener éxito en su profesión, señor Lawrence, debería aprender cuanto antes a no sacar conclusiones apresuradas.
* * *
El trabajo en nuestros cementerios seguía adelante. Aunque las tumbas eran pequeñas y con apenas objetos en las sepulturas, no por ello habían dejado de ser saqueadas en el pasado y los huesos de sus ocupantes aparecían desperdigados aquí y allá. Era tremendamente aburrido y a Cyrus empezaba también a pesarle aquella rutina, así que no tardó mucho en anunciarnos que, dado que hasta el momento no había sucedido ninguna fatalidad, él y Katherine habían pensado que podían arriesgarse a dejarnos el tiempo justo de hacer una rápida visita a Luxor. Emerson apoyó la decisión: nunca había considerado que la protección de Cyrus fuera necesaria. Y así fue como los vimos marcharse, y regresar de nuevo al poco tiempo, a nuestros montones de basura.
Una tarde, mientras empaquetábamos algunos fragmentos para llevarlos a casa, me permití a mí misma expresar en voz alta mi creciente sentimiento de frustración.
—Emerson, como tenga que juntar tan sólo un jarro predinástico de cerveza más, creo que me pondré a gritar. ¿Por qué no investigamos en el interior de la pirámide?
Geoffrey levantó la vista para mirarnos desde la caja en la que estaba empaquetando los fragmentos de cerámica. Su pelo rubio estaba empapado de sudor; tras esconderlo bajo su salacot, dijo sonriendo:
—Su inclinación por el interior de las pirámides es famosa, señora Emerson, pero explorar ésta podría resultar una auténtica pérdida de tiempo.
—Seré yo el que decida lo que hay que considerar o no una pérdida de tiempo —gruñó Emerson. Tras decir esto, se sentó sobre una roca y sacó su pipa. Como de costumbre, había extraviado su sombrero y el sol caía ahora implacable sobre su morena cabeza.
—Volvamos al refugio para beber algo —dije—. Y será mejor que el resto hagáis lo mismo, parecéis verdaderamente acalorados.
Así pues, nos retiramos a la sombra, dejando que Selim acabara de empaquetar y yo me ocupé de que todos bebieran un vaso de té.
Nefret se quitó su sombrero y se secó la frente.
—Estoy de acuerdo —dijo.
—¿Con qué? —los pensamientos de Emerson se encontraban todavía lejos de allí.
—Con que deberíamos de cambiar de emplazamiento. ¿No nos enseñaron ustedes que debíamos dejar algo a los futuros excavadores cuyas técnicas tal vez lleguen a ser un día más avanzadas? Hemos hecho ya lo suficiente como para saber que este cementerio pertenece en su totalidad al periodo predinástico. Quedan algunas tumbas algo más tardías en los alrededores, que quizá podrían ayudarnos a identificar al constructor de la pirámide.
—Ya sabemos quién fue, querida —dijo Geoffrey—. Sobre los jarrones que encontramos en la mastaba el año pasado figuraba el nombre del faraón Khaba.
—Quienquiera que fuera —dijo Nefret con aire de no tomar muy en serio esa posibilidad— no aparece mencionado en ninguna de las listas de faraones. De todos modos, no se puede atribuir una pirámide a un faraón basándose tan sólo en los objetos encontrados en una tumba cercana.
—A veces es la única indicación de que se dispone, amor mío —dijo Geoffrey con dulzura—. En las pirámides de las Dinastías III y IV no hay inscripciones y ésta es, con toda probabilidad, aún más antigua. El señor Reisner cree...
—Pero tan sólo excavasteis en una mastaba. Hay otras en el lado norte.
Geoffrey se puso en cuclillas y se abrazó las piernas. Unas pocas semanas de trabajo con Emerson habían bastado para endurecer al muchacho; sus antebrazos desnudos estaban ligeramente bronceados y su camisa sudada dejaba entrever una espalda bien formada.
—Estás en lo cierto, querida. Siempre y cuando no se produzcan más accidentes como el que estuvo a punto de herir a Ramsés. Cuando pienso que tú también po-días haberte encontrado allí abajo, se me hiela la sangre.
Nefret apretó los labios. La preocupación de Geoffrey era natural en un recién casado pero, a pesar de ello, debería de haber aprendido ya que ella no toleraba que se la tratase como una frágil y delicada flor. Al ver que empezaban a formarse nubes de tormenta en el horizonte, intervine.
—Te aseguro, Geoffrey, que Emerson no suele arriesgarse innecesariamente ni tampoco permite que su gente lo haga. Fue un desgraciado accidente que todavía no consigo explicarme.
Mi marido dio por concluidas todas aquellas cuestiones de menor importancia.
—Me gustaría resolver la cuestión de la atribución de una vez por todas —admitió—. Y, quizás, encontrar también algún indicio que nos explique por qué no hay signos de enterramiento en la pirámide. Deben de haber enterrado a ese pillo en alguna parte y si no es en la pirámide, ¿dónde entonces?
—Bien, señor... —empezó a decir Geoffrey.
Emerson le lanzó una de sus aceradas miradas haciéndole callar. El resto de nosotros sabía que la cuestión era puramente retórica. Emerson estaba a punto de darnos una conferencia sobre el tema y odiaba que le interrumpieran cuando se hallaba en uno de aquellos momentos.
—La otra pirámide, por llamarla de algún modo, que se encuentra en Zawaiet el'Aryan está también vacía. Es evidente que nunca acabó de construirse ya que no hay rastro alguno de una maldita superestructura. No obstante, hay una cripta con un sarcófago al final de una galería cuyo acceso ha sido laboriosamente cubierto por enormes bloques de piedra. La tapa del sarcófago está todavía en su sitio y no hay ni un rasguño sobre él, lo que nos conduce de nuevo a la misma pregunta: ¿Dónde está el bas… la momia del faraón?
—¿Cuál es tu teoría, querido? —le pregunté, sabiendo que nos la diría de todos modos.
—No tengo una teoría —dijo Emerson irritado—. Pero te diré una cosa, Peabody, todavía no he acabado con esa pirámide.
—Oh, Emerson —exclamé, llevándome las manos al pecho—. ¿Crees que esa cripta puede ser un subterfugio... y que hay pasadizos y cámaras que todavía no han sido descubiertos?
—Contrólate, Peabody—me dijo mi afectuoso marido—. Siempre estás deseando encontrarte con ese tipo de cosas: lees demasiada literatura fantástica. Ese tipo de estratagemas no existen en la vida real —se volvió hacia Geoffrey, que parecía algo nervioso—. ¿No fue usted uno de los que entró en ella el año pasado?
—Eché una mirada. Todos lo hicimos. Pero yo estaba encargado del cementerio. Fueron Jack y el señor Reisner los que exploraron la pirámide.
—Mmm —dijo Emerson—. Seguiremos excavando en las tumbas privadas. También quiero que observemos más de cerca el exterior de la estructura. No puedo creer que no haya un revestimiento por alguna parte, a pesar de que usted dice que no encontraron ni rastro. Hay algo que sobresale por encima del séptimo escalón...
Los muchachos escucharon con aparente interés la subsiguiente exposición de Emerson sobre técnicas constructivas. Lía miraba a David con la ternura que a uno le gusta hallar en la cara de una joven esposa. Nefret no miraba a nadie. Con la cabeza inclinada y el ceño fruncido, tenía la vista clavada sobre la punta de sus desgastadas botas. Me pregunté si estaría pensando en aquellas otras pequeñas botas y en la muchacha que las había llevado. A Emerson no le gustaba ser considerado un sentimental, así que era difícil que admitiera que una de las razones por las que habíamos pospuesto la vuelta al interior de la pirámide era, precisamente, la aversión que le producía regresar a un lugar que le traía tan dolorosos recuerdos. ¿Cómo sería entonces para Nefret? Pensé que tenía que preguntar a Emerson si se habían borrado todos los rastros de la tragedia. Ramsés dijo que no había mucha sangre. No mencionó, sin embargo, si había algo más.
DEL MANUSCRITO H:
Ramsés le había contado a David que había visto a Wardani en repetidas ocasiones. A David no le había gustado lo más mínimo.
La conversación tuvo lugar en la cubierta superior del Amelia. No era muy tarde pero Lía se había acostado ya, y hacía un buen rato que los últimos turistas habían abandonado el lugar. Tan sólo las estrellas, una delgada luna creciente y el resplandor carmesí de la pipa de David quebraban la oscuridad.
—Te concedo el derecho a meterte en mis asuntos dentro de unos límites —dijo David, después de haberse calmado—. Pero no es necesario que cuides de mí, Ramsés. No hasta ese punto.
—Ya sé que no necesitas de mis cuidados pero, ¿no podrías dar tu apoyo a alguna organización menos radical? Tienes una esposa...
—No la metas en esto. ¿Permitirías que una mujer, o un hombre, te alejaran de aquello que consideras tu deber?
Ramsés suspiró.
—David, sé cómo te sientes...
—No, no lo sabes. ¡Lo intentas pero no lo puedes saber! Nunca has estado en peligro, o encarcelado, o golpeado casi hasta la muerte por haberte limitado a expresar opiniones del todo impopulares. Tu nacionalidad y tu clase te hacen sacrosanto. ¿Has visto azotar a un hombre, como sucedió en Denshawai?
—Una vez.
Se produjo entonces un largo y violento silencio.
—Si lo que te estás preguntando es por qué no lo impedí —continuó Ramsés, tajante—, te diré que fue porque me encontraba atado, esperando mi turno.
David no cometió el error de excusarse.
—Nunca me lo habías contado. ¿Qué sucedió?
Ramsés cogió un cigarrillo y lo encendió.
—Bueno, nuestro padre llegó echando chispas como hace siempre, ya sabes —la oscuridad no le impedía ver la tristeza de David. Imprimiendo a su voz un tono algo más afectuoso, continuó—: Aquel verano estabas en París. El asunto fue silenciado. Como diría un diplomático, era una cuestión algo delicada.
—Estabas en Palestina. Así que es por eso que tú...
—No, ésa no es la razón de que estuviera enfermo el año pasado. Como te dije, nuestro padre intervino antes de que ellos tuvieran tiempo de hacerme algo. Sin embargo, el incidente me hizo perder algo de tolerancia hacia el Imperio Otomano. Wardani simpatiza con él y eso es muy comprensible, son sus correligionarios y todas esas cosas, pero se puede aprender una lección terrible de los jóvenes turcos. Ellos también empezaron como reformadores y revolucionarios, y ahora que llevan algo de tiempo en el poder, se han vuelto tan corruptos como lo eran sus antecesores del antiguo régimen. Por si fuera poco, el sistema penal en las provincias, el Kurbash, no ha cambiado en lo más mínimo: las ejecuciones se llevan a cabo sin que haya un proceso previo y los magistrados locales, algunos de los cuales tienen costumbres verdaderamente terribles, detentan el poder absoluto. No quiero ver cómo sucede eso aquí, David, no si lo puedo evitar. Inglaterra tiene muchas cosas de las que responder, pero no tantas como el sultán.
Había también otra cosa que la experiencia le había enseñado, pero no podía reconocerla, ni tan siquiera ante David. Ver golpear a un hombre hasta la muerte por un experto verdugo que cumplía con su deber con fría habilidad fue una experiencia nueva para él. El suceso se había producido años atrás, y ellos se habían asegurado de que él presenciara todos y cada uno de los golpes de la Kurbash y que pudiera oír los alaridos. Cuando eliminaron los rastros de sangre y lo ataron en su sitio, estuvo a punto de gritar y de suplicar perdón, y lo hubiera hecho si su padre no hubiera llegado en ese preciso momento. Decir que la Kurbash era lo único que temía no hubiera sido cierto; le atemorizaban también muchas otras cosas. Era, simplemente, la única cosa a la que temía más que la muerte.
—Estoy seguro de que no hay peligro de... —empezó David.
—¿De qué Egipto se convierta de nuevo en una provincia del Imperio Otomano? Sabes de sobra que, legalmente, lo es todavía. ¿Por qué crees sino que lo llaman el protectorado encubierto? Inglaterra no se ha anexionado nunca formalmente el país; los títulos de Cromer eran los de Agente Consular y Ministro Plenipotenciario, a pesar de que fue el máximo poder del país durante treinta años. Ahora Kitchener se encuentra en la misma posición. Se ha propuesto aplastar a los nacionalistas y hay que decir que está llevando a cabo un buen trabajo. Wardani es el único líder que no se encuentra en prisión o en el exilio, y no podrá seguir escapando a la autoridad por mucho tiempo. Si sucumbe a la tentación de asesinar a alguien ni tan siquiera irá a la cárcel, lo ejecutarán directamente. Y lo mismo sucederá contigo si te das a conocer como uno de sus lugartenientes.
Ramsés había elevado el tono de voz casi hasta quedarse sin aire; se detuvo, haciendo esfuerzos por recuperarse.
—No lo había considerado desde ese punto de vista —dijo David, con su voz tranquila y amable—. Sabía que tu preocupación por mí te había llevado a buscar a Wardani...
—No del todo. Nuestra esperanza es la de poder utilizarnos el uno al otro para conseguir nuestros fines —Ramsés esbozó una cínica sonrisa—. Con el asunto de las falsificaciones tan sólo ha podido ayudarnos negativamente lo que no deja de ser algo.
Sabía de sobra cuál era la pregunta que venía a continuación, así que, bostezando y levantándose de su asiento, dio por terminada la conversación.
—Lía se enfadará conmigo si te entretengo más tiempo y aún me quedan algunas notas por escribir antes de irme a la cama. Buenas noches.
No escribió nada aquella noche; tenía otras cosas que hacer. Era casi de día cuando entró de nuevo en su habitación a través de la ventana que había dejado abierta.
Había estado trabajando en aquel asunto durante una semana antes de que Némesis, personificada en Wardani, le saliera al encuentro. Al volver de Giza aquella tarde, había encontrado una encantadora nota de Lía invitándole a cenar. «David dice que si no te presentas, te traerá a la fuerza.»
Le hubiera gustado dormir algunas horas antes de volver a salir, pero sabía que era mejor no rechazar la invitación. El mensaje era claro. Lo único que todavía desconocía era cuáles, en concreto, eran las malas noticias que David quería discutir con él.
David no le dejó en la duda durante mucho tiempo. Ramsés había pedido café en lugar de té, con la esperanza de que lo ayudara a mantenerse despierto, y Lía había salido para decírselo a Karima, dejándoles solos en la cubierta de arriba. El sol se ponía en el oeste, enmarcando de oro las pirámides de Giza.
—He recibido un mensaje de mi amigo —dijo David—. Nos tenemos que encontrar con él a las once en el Café Oriental.
—¿Nosotros?
—Dice que debes acompañarme.
—Esas palabras parecen propias de él.
—¿Vendrás?
—Imagino que tengo que. ¿Qué le has dicho a Lía?
—Todo lo que sé, y no es mucho. No me dijo por qué quiere vernos, tan sólo que es importante. A ella no le ha gustado mucho la idea, pero dice que se siente más tranquila si vienes conmigo.
—Pequeña ingenua —dijo Ramsés—. ¿Acaso no sabe que yo he sido la causa de la mayor parte de los problemas?
Lía subió las escaleras a tiempo de oír sus últimas palabras.
—David tiene tanta culpa como tú —dijo—. Pero no sucederá nada malo esta noche, ¿no es así?
Resultaba tan dulce y parecía estar tan inquieta que Ramsés lamentó no tener poderes malignos con los que hechizar a Wardani, mandándolo a Tombuctú, y convertir a David en un erudito sedentario y tranquilo.
—No hay ninguna posibilidad —dijo con firmeza—. Por el amor de Dios, Lía, ese tipo no es un asesino, es... mmm, poco más que un amigo. El Café Oriental es un lugar respetable y para llegar no hay que atravesar calles oscuras o callejuelas.
En cualquier caso, las dos últimas frases eran correctas. El Café se encontraba en el Muski, en el barrio europeo. De acuerdo con lo que les habían dicho, tenían que sentarse en su interior, en el rincón más oscuro que pudieran encontrar. Lo cierto es que el lugar estaba casi por completo a oscuras, iluminado apenas por unas lámparas que colgaban aquí y allá, y la atmósfera resultaba pesada, caliente y nebulosa a causa del humo. Después de haber esperado durante casi una hora, las innumerables tazas de café que Ramsés se había bebido empezaban a revelarse insuficientes; su cabeza se ladeaba como si estuviera a punto de desprenderse de su cuerpo y tenía el estómago revuelto. Debería de haberse imaginado que aquel bastardo los haría esperar.
El hombre que se les acercó vestía el uniforme de sargento del Ejército Egipcio y lo hacía pavoneándose, con el tarbush en lo alto de su cabeza y las botas relucientes.
—Un poco exagerado, ¿no cree? —le preguntó Ramsés.
—¿El panaché? —Wardani se sentó sobre una silla—. Si leéis mi insignia veréis que me encuentro algo lejos de mi regimiento. De permiso, por supuesto.
Tras decir esto, estrechó las manos de David entre las suyas.
—Acepta mi felicitación y mi saludo de bienvenida, hermano. Si hubiera dependido de tu amigo aquí presente, quizá no nos hubiéramos vuelto a ver. —Me lo ha contado —dijo David.
—¿Lo hizo? —Wardani parecía sorprendido, lo que hizo sonreír a Ramsés.
—Nosotros también somos hermanos —dijo David.
—Entonces te gustará saber que ha sido precisamente en consideración hacia él que os he convocado aquí esta noche —chasqueó los dedos y pidió un café al camarero.
Ramsés permaneció en silencio; fue David quien preguntó:
—¿Qué quieres decir?
Wardani esperó a que el camarero retirase concienzudamente los vasos de agua y las tres pequeñas tazas de café turco antes de clavar su mirada en Ramsés.
—Se le ha visto últimamente en compañía de Thomas Russell.
—Y con toda seguridad habrá organizado usted ya el pelotón de fusilamiento —dijo Ramsés, tratando de ocultar su desazón. No se había dado cuenta de que aquel día le habían seguido—. ¿Porqué no debería verlo? Es un amigo de la familia.
—Apenas un conocido —corrigió Wardani—. Y un policía.
—Pero Russell está destinado en Alejandría —dijo David.
—Ha sido transferido a El Cairo... ayudante del comisario.
—Y pueden dar gracias a Dios por ello —dijo Ramsés. Tras beber un sorbo de café, deseó no haberlo hecho—. Es un hombre honrado y un buen policía, todo lo contrario de su superior; Harvey Pasha es un idiota arrogante. Sabía que era inútil ponerle al corriente de la historia que usted me contó. Si le hubiera dicho que puede que haya un sahib involucrado en un asunto de droga, se habría burlado de mí. Russell no lo hizo. Nuestra madre me contó que le había ofrecido un trabajo para mí. Ella pensó que bromeaba pero no era así. Es agradable tener tantas ofertas. Todo el mundo me quiere. Reisner, Fisher, nuestro padre, Russell... Casi todo el mundo.
David le puso una mano en el hombro y lo sacudió.
—Contrólate. ¿Quieres decir que estás trabajando para Russell... como espía de policía?
—Llámalo como quieras, haré lo que sea necesario para encontrar a ese miserable y para detenerlo —la mano de David seguía extrañamente firme. Tras respirar profundamente, trató de concentrarse en la delgada cara oscura que había bajo el tarbush—. Si usted sabe ya que me reuní con Russell, sabrá también por qué lo hice. Si todo sale como espero, se enterará también. ¿Por qué demonios me arrastró usted hasta aquí esta noche cuando podría estarme dedicando a asuntos algo más útiles?
—Bueno, pensé que precisamente ésa podía ser la razón —dijo Wardani con calma—. Pero algunos de los míos dudan. Ten cuidado, Ramsés. Creo que he conseguido convencer a mis amigos de que no tratas de hacernos daño pero algunos de esos tipos tienen la sangre caliente y a otros no les importaría ver cómo te quitan de en medio.
—Me sorprende —dijo Ramsés—. ¿Podemos volvernos ya a casa?
—¡No! —David mantuvo bajo el tono de su voz—. No hasta que sepamos algo más de todo esto. ¿De qué otros estás hablando?
—Del hombre que está buscando, por mencionar tan sólo uno de ellos —Wardani se encendió otro cigarrillo—. Es un Effendi y un miembro de vuestra propia casta superior. Puede que se trate de alguien que conocéis. De ser así, él también sabrá quién eres tú, Ramsés. Imagino que estarás pensando en infiltrarte en una de las bandas disfrazado de algo. Todo lo que puedo decir es que espero que se trate de un disfraz muy bueno.
—¿De qué otros estabas hablando? —repitió David, inflexible.
—Del hombre que mató a la muchacha... o, tal vez debería decir, del hombre que mató a las dos muchachas —Wardani sonrió desagradablemente—. Bastaría tan sólo con mencionarlas juntas para que mucha gente se sintiera ofendida, ¿no es así? Puede que a la fulana la matara su chulo o uno de sus clientes, pero la muchacha americana no saltó dentro del pozo por su propio pie. Si no fuerais...
—Es suficiente —dijo David.
—Mi querido amigo, ¡tan sólo quiero ayudar! —Wardani abrió los ojos desmesuradamente— Pero será mejor que me vaya. Volverás a tener noticias mías, David. Preséntale mis respetos a tu mujer. Y a la adorable señorita Forth... quien, según me han contado, ha dejado de ser señorita. Su marido es un hombre afortunado.
David apretó el hombro de Ramsés con la mano. —Haremos llegar tus felicitaciones.
—Oh, por supuesto —asintió Ramsés.
—Será mejor que no se las hagáis llegar al Honorable Señor Godwin —dijo Wardani. Parecía muy satisfecho de sí mismo, como el estudiante que acaba de encontrar la respuesta correcta en contra de lo que su profesor esperaba—. Es una especie de sahib, ¿no es cierto? Se sorprendería si supiera que os relacionáis con un réprobo como yo —al levantarse, se limpió, quisquilloso, la túnica—. No podemos salir juntos. Quedaos aquí media hora más bebiendo café.
—Si me bebo otro café me pondré enfermo —murmuró Ramsés, mientras la esbelta y erguida figura se dirigía lentamente hacia la puerta—. Maldito sea ese tipo, y sus insinuaciones, y su arrogancia y su...
—¿Tomamos entonces té o narguile? —David chasqueó los dedos.
—O un poco de hachís. En los dulces resulta muy sabroso. Se coge una cierta cantidad de miel...
—¡Basta! —la voz de David era suave pero restalló como un látigo—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Decirte el qué? Wardani ha abordado un buen número de temas en un corto espacio de tiempo. Normalmente es más prolijo. Creo que me voy a poner enfermo —añadió, dejando caer la cabeza sobre sus brazos cruzados.
—Bébete el té —le ordenó David—. Después te llevaré al Amelia y Lía y yo te meteremos en la cama.
—Sí, estupendo —murmuró Ramsés, lejano. Una mano se deslizó bajo su frente y le levantó la cabeza.
—No estás borracho —dijo David, observándolo atentamente—. Ni tienes fiebre. Estás muerto de cansancio, eso es todo lo que te pasa. Era de esperar, trabajando todo el día y rondando por la calle durante la noche... ¿o debería decir los muelles y las carreteras del desierto? ¡Quién fue a hablar de arrogancia! ¿Cuánto tiempo pensabas que ibas a poder resistirlo? Venga, bébete esto.
El té estaba tan caliente que podía sentir cómo se le levantaban ampollas en la lengua.
—Así está mejor —dijo, con una ligera sorpresa.
—Salgamos de aquí —David colocó una mano bajo su brazo y lo puso de pie—. Quizá lo único que necesitas es un trago. Iremos hasta el Shepheard y cogeremos un taxi allí. Y, durante el trayecto hasta el Amelia, me explicarás exactamente lo que has hecho, de modo que podamos decidir los que vamos a hacer a continuación.
La vida nocturna de El Cairo duraba hasta altas horas de la madrugada, por lo que las calles de la parte europea de la ciudad brillaban llenas de vida. Las luces resplandecían en la arboleda de los Ezbekich Gardens.
—No quiero un trago —protestó Ramsés—. Vamos a casa.
—Está bien —David hizo una señal a una de las barouches abiertas y entró—. ¿Y bien?
—¿Y bien qué?
David le abofeteó en la cara, lo justo para obtener de él una respuesta.
—¡Despierta! Todavía no estoy enfadado, Ramsés, pero lo estaré muy pronto si sigues ocultándome las cosas de ese modo. ¿Por qué aceptaste trabajar para Russell? Han asesinado a una muchacha, han atacado a tu madre, la familia entera puede estar en peligro y tú te estás matando, tratando de encontrar a un hombre que no tiene nada que ver con... ¡Oh, Dios mío! Es él, ¿no? Debería de habérmelo imaginado. ¡Háblame, maldita sea!
—No me golpees más —refunfuñó Ramsés—. Hablaré. Iba a hacerlo pero tú no has dejado de chillarme. Sí, quería, sí, lo es. Es el mismo hombre, David. El «sahib» está usando también tu nombre.
Capítulo 12
En Oriente, un inglés debe estar dispuesto a morir antes que a mostrar el más mínimo asomo de cobardía El valor de un solo individuo aumenta el prestigio de todos, de igual forma que basta la cobardía de uno para desprestigiar al resto. Yo siempre traté, a mi humilde manera, de estar a la altura de estos valores.
Me encontraba sentada en la pequeña habitación que había dispuesto como despacho, contemplando cómo el jardín empezaba a recuperar su antigua belleza, y no pude evitar un cierto, y excusable, sentimiento de complacencia al comprobar lo bien que nos estábamos instalando. En un primer momento, a Emerson no le convencía el tamaño de la casa pero lo cierto es que, al final, habíamos acabado por ocupar todo aquel espacio. Nuestra pequeña «responsabilidad» infantil necesitaba (según mi experta opinión) varias habitaciones, incluyendo una para la niñera. Los sótanos, que habíamos destinado a almacenar objetos, se llenaron con gran rapidez aunque, por desgracia, no con estatuas y con estelas como los que había hallado el señor Reisner, sino con huesos y fragmentos de recipientes de piedra y de cerámica.
Nefret y Geoffrey ocupaban por completo la zona de la casa donde, en su día, había estado el harén. De este modo, podían tener su propia intimidad, al igual que la que tenía la otra pareja de jóvenes; si bien es cierto que últimamente Ramsés pasaba la mayor parte del tiempo con ellos. En los últimos días, había pasado más noches en la dababiyya que en casa. Si a ellos les parecía bien, no iba a ser yo, desde luego, la que me metiera en sus asuntos.
La puerta que daba al pasillo principal de la casa estaba entreabierta de modo que oí perfectamente el ruido que hacían los tacones de Nefret al aproximarse. Cuando la vi pasar por delante de la puerta la llamé; de no haberlo hecho, creo que ella no se habría parado. Sintiéndose, en cambio, obligada a hacerlo, se asomó y dijo:
—No quiero molestarte, tía Amelia.
—Entra —dije y me recosté en la silla.
—Es casi la hora del té. Iba a...
—Si me esperas un momento, iré contigo. ¿Dónde está Geoffrey?
Al darse cuenta de que no tenía escapatoria, se dirigió hacia a la ventana y se detuvo allí, mirando a través de ella. En ese lado de la casa no había masharabiyya; los postigos de madera estaban abiertos, dejando pasar el aire cálido de la tarde. Dándome la espalda, dijo:
—Se fue a ver a Jack, dice que está preocupado por él.
—¿Por qué? Ramsés dice que se comporta con normalidad.
Nefret se giró.
—Ramsés es un maldito mentiroso.
—Ramsés no miente nunca. Sin embargo —admití—, es un experto en dar respuestas poco claras. ¿Qué es lo que te hace pensar que nos está... bueno, que nos está engañando con respecto a Jack?
—Jack se está comportando de nuevo de un modo extraño. Rechazó tu última invitación y está tratando de evitar al resto de la gente. Geoffrey dice que pasa la mayor parte de su tiempo libre dando vueltas por las colinas con una pistola. Cuando no encuentra otra cosa, dispara a los chacales.
—¿Borracho?
La joven se encogió de hombros.
—Será mejor que vaya y lo compruebe por mí misma —dije, mientras apilaba metódicamente mis papeles y me levantaba de la silla.
—Tenía miedo de que dijeras precisamente eso. Por favor, tía Amelia, no te precipites. Geoffrey me dijo que trataría de traer a Jack hasta aquí para tomar el té con nosotros.
—Muy bien, entonces esperaré a ver si viene.
Nefret se acercó hasta mi mesa; cogió una hoja de papel y la examinó.
—¿Vendrá también Ramsés?
—No lo sé; ahora suele tomar el té con David y Lía. De hecho, creo que hoy salió antes para la dahabiyya, poco después de haber regresado de Giza.
—La verdad es que últimamente no los hemos visto mucho.
—Los ves a diario en las excavaciones —le señalé—. Es muy probable que quieran pasar más tiempo solos. Ya sabes, Nefret, que si tú y Geoffrey prefirierais tomar el té o comer en vuestras habitaciones, lo entendería perfectamente.
—Gracias, pero a ambos nos gustan las cosas tal y como están.
—Nefret...
—¿Sí? —al mirarme con aquella decisión, las palabras que habían subido hasta mi boca murieron en ella. Era como si, detrás de sus ojos, una puerta se hubiera cerrado con fuerza—. He estado revisando mi pequeño cuento de hadas —le dije, refiriéndome al papel que ella sostenía en aquel momento entre sus manos—. ¿Qué te parece?
—No soy una experta, tía Amelia —tras decir esto miró a la página; tuve la impresión de que no lo había hecho realmente hasta entonces.
—¿En egipcio? Tampoco lo soy yo. Me refería al examen de los motivos de Sinuhé: para analizarlo se necesita no sólo un profundo conocimiento de la natura-leza humana, sino también una cierta familiaridad con el modo, un tanto indirecto en ocasiones, que los antiguos egipcios tenían de expresarse.
Todo el mundo considera que formaba parte de la conspiración organizada contra el legítimo heredero; de no ser así, su fuga y su temor de regresar a Egipto carecen de sentido. Pero Sinuhé asegura que él se enteró del complot al oír por casualidad a uno de los conspiradores hablar sobre él, al menos, ése es el modo en el que yo interpreto un pasaje bastante enigmático, y que, al hacerlo, sintió tanto miedo y consternación que no pudo por menos que huir. Si esta versión es correcta, a Sinuhé tan sólo se le podría culpar de cobardía.
—Es obvio que no fue así —dijo Nefret—. Ésa es la versión oficial: la mentira diplomática. Yo creo que estaba metido en la conspiración hasta el cuello y que lo que oyó por casualidad fueron las declaraciones de uno de los que apoyaban a Senusert, afirmando que el faraón se encontraba de camino para reclamar el trono, que estaba al corriente del complot y que la parte del ejército que le había permanecido fiel se disponía a arrestar a los culpables.
—Mmm —dije—. Ésa es también mi interpretación de las cosas. Y, cuando años más tarde, suplicó el perdón...
—Ella le perdonó —dijo Nefret. Cogió entonces el dibujo que, yo sabía, era su favorito: el anciano sentado pacíficamente en su jardín, contemplando los símbolos de vida eterna—. Había estado al servicio de la princesa, ¿no es así? Para entonces se había convertido ya en reina. Ella lo perdonó porque lo amaba y porque sabía hasta qué punto deseaba regresar a casa.
Tan sólo el gorjeo de los gorriones que se encontraban sobre el árbol de tamarisco del jardín interrumpió el silencio que vino a continuación... hasta que los repentinos y espantosos aullidos de Narmer hicieron que Nefret se echara a reír y que yo soltara algún que otro improperio (en voz baja, por supuesto).
Dejando a un lado mi trabajo, salimos al patio. Era Geoffrey el que acababa de llegar; estaba solo y se había sentado ya a la mesa, preparada para el té.
—¿No conseguiste traerlo contigo? —pregunté.
—¿Traer a quién? —inquirió Emerson, quien entraba en ese momento.
Se lo expliqué. Geoffrey nos contó después que no había sido capaz de convencer a Jack de que viniera a vernos.
—Von Bork se dejó caer por allí mientras estaba con él —añadió—. Supongo que Jack pensó que no podía abandonar a su huésped.
—Deberías de haber invitado también a Karl —le dije.
—Bueno, no podía tomarme la libertad de hacer una cosa así.
Sin embargo, se había tomado la libertad de invitar a Jack. Me recordé a mí misma que la situación era completamente diferente y le hice una seña a Nefret para que empezara a servir el té. Levantándose de un salto, Geoffrey tomó la taza de manos de Nefret y me la acercó.
—Aquí tiene usted, señora Emerson.
—Gracias. Creo que podrías empezar a llamarme tía Amelia. Si no te importa.
—¿Puedo? —su cara se iluminó—. Pensé que podía pero no quería...
—Tomarte la libertad —dijo Emerson, con la pipa en la boca. Lo hizo, sin embargo, con una cierta afabilidad, por lo que Geoffrey pareció aún más contento. Supuse que le habían advertido que era mejor no dirigirse a Emerson llamándolo tío Radcliffe.
—¿Entonces, cómo está Jack? —pregunté—. Debería llamarlo, ¿no crees?
—Ha vuelto a beber —contestó Geoffrey—. No demasiado, por lo menos, pero los signos no dejan lugar a dudas, ya saben. Yo diría que sufre todavía de melancolía.
—El término psicológico moderno es depresión —observé.
—Peabody —me regañó Emerson, con un gruñido amenazador.
—Sí, querido, perdona. No hace falta que me digas lo que piensas de la psicología. Llamadlo como queráis, pero Jack no está bien. ¡Tenemos que ayudarlo a salir de ese estado!
—Estoy de acuerdo —dijo Geoffrey con énfasis—. Traté de convencerlo para que viniera con nosotros a la recepción que esta noche se da en la Agencia, pero me dijo que estaba ya comprometido.
—Yo no voy a ir a la Agencia —dijo Emerson, con el mismo tono con el que podía haber anunciado que el sol estaba obligado a salir por el este al día siguiente.
—Oh no, señor, nunca supuse que lo haría.
Nefret permanecía sentada, sin moverse, con la taza en una mano.
—¿Supones que yo iría? —preguntó con gran amabilidad.
—¡Pero, querida, dijiste que lo harías! —Geoffrey se volvió con ímpetu hacia ella—Ayer. ¿No te acuerdas? Sir John Maxwell estará allí y ya sabes la influencia que tiene en el Departamento de Antigüedades. Una sola palabra, especialmente si proviene de ti, podría ser milagrosa para el profesor.
—Ah —Nefret puso su taza sobre la mesa—. Me temo que no he prestado atención. ¿Estás seguro de que te sientes con fuerzas para ir?
—¿Qué pasa Geoffrey? —le pregunté.
—Nada, señora. De verdad. Le dije a Nefret que no debía preocuparse.
Dirigió entonces una dulce mirada de reproche hacia su mujer, quien enrojeció.
—Está bien.
—Ponte tu nuevo vestido —le apremió Geoffrey—. El que tiene todos los colores del mar del sur de Grecia. Hace que tus ojos brillen como si fueran aguamarinas. Eh... ¿le gustaría venir con nosotros señora... tía Amelia?
—Supongo que no necesitáis una carabina —le hice notar secamente—. ¿Le dijiste a Fátima que no cenaríais en casa?
—¡Dios mío, lo olvidé! —dijo Geoffrey, con el aire de quien lo lamenta profundamente.
Fátima, que nos ofrecía en ese momento una bandeja de sándwiches de pepino, se apresuró a asegurarle que no tenía importancia alguna. Emerson seguía refunfuñando para sus adentros.
—No quiero que nadie le haga la pelota a la gente del Departamento de Antigüedades en mi favor —declaró en voz alta.
—Es mejor que alguien lo haga —le informé—. Sobre todo si sigues enemistado con el señor Maspero y no dejas que yo...
Como era de esperar, me interrumpió y, a continuación, tuvimos una pequeña pero refrescante discusión.
Después de tomar el té, Nefret y Geoffrey fueron a cambiarse, mientras nosotros nos fuimos a ver a la niña a su habitación. Me había visto obligada a prohibir que Sennia se uniera a nosotros a la hora del té hasta que Emerson aprendiera a comportarse. No sólo le permitía que se comiera todas las galletas que había en el plato sino que, además, se dedicaba al contrabando de dulces que previamente robaba de la cocina y con los que posteriormente llenaba sus bolsillos. A pesar de que la niña no dejó de preguntar por Ramsés y Emerson tuvo que hacer de león para tranquilizarla, pasamos un buen rato con ella.
Más tarde, a la hora de cenar, éramos los únicos comensales. La situación era tan inusual que no podíamos dejar de mirarnos desconcertados.
Emerson soltó una carcajada.
—¡Por fin solos! Caramba, Peabody, ¿así que se reduce a esto? ¿Qué demonios haremos cuando todos nos hayan dejado?
—Estoy segura de que se te ocurrirá algo, Emerson.
—Tienes razón, amor mío —me lanzó un beso desde el otro extremo de la mesa. Fátima sonrió, sentimental, haciendo que mi marido se sintiera avergonzado—. Bueno... mmm, iba a decir que, es un placer tenerte toda para mí. Tenemos muchas cosas de las que hablar, Peabody. ¿Qué es esto? —al decirlo, miraba con desconfianza el plato que Fátima acababa de ponerle delante.
—Ternera picante —le contesté—. Rose le dio a Fátima algunas de sus recetas y ésta se las ha enseñado a Mahmud.
—Mmm —refunfuñó Emerson. Fátima no se movió hasta que mi marido expresó su aprobación y, sólo entonces, salió al trote para referir el éxito a Mahmud.
—No está tan mal —dijo Emerson, masticando—. Un poco más pasada que la de Rose.
—Supongo que se trata de otra variedad de carne. —Supongo —Emerson se inclinó hacia detrás y me dirigió una mirada solemne—. Las cosas se están complicando mucho, Peabody.
—Suele ocurrir, Emerson.
—Es cierto. Esta vez, sin embargo, hay demasiadas cosas que no encajan. Tengo la intención de arreglar una de ellas esta misma noche —se quitó el reloj—. No saldrán hasta dentro de un rato. Acaba tu cena, querida, y luego tomaremos café con ellos.
La terrible premonición que tuve en ese momento me resultaba tan familiar que casi me sentí a gusto con ella.
—¡Dios mío! —exclamé—. Estás hablando de Ramsés, ¿no? De Ramsés y de David. ¿Salir adonde? ¿Qué es lo que se llevan ahora entre manos? ¡Debía de habérmelo imaginado! ¿Por qué no nos lo han dicho?
—Lo sabré todo esta noche —dijo Emerson con calma—. Aunque tú también debes de haber sospechado algo o, si no, no habrías adivinado la respuesta tan deprisa. Gracias, Fátima, estaba riquísimo.
Tras observar cómo se hacían ese tipo de cosas en Inglaterra, Fátima estaba tratando de adiestrar a uno de sus sobrinos como mayordomo, pero éste no había alcanzado todavía el grado de habilidad que ella consideraba imprescindible. Yo dudaba de que lo alcanzara alguna vez; fuera como fuese, ella disfrutaba quedándose allí con nosotros y escuchando nuestra conversación.
Cuando nos sirvió el siguiente plato, tuve que hacer auténticos esfuerzos para probar bocado, tal era el estado de nervios que me producía la preocupación
—Claro que sospechaba algo —dije—. Ramsés ha hecho lo posible por ocultármelo, pero las señales no dejaban lugar a dudas; con esas ojeras me recuerda a un búho, o a ese halcón que Nefret liberó hace poco. David tampoco parece el mismo. ¡Así que se dedican a rondar de nuevo! ¡De noche, en la ciudad vieja, con sus asquerosos disfraces! ¿Crees que han encontrado alguna pista sobre el falsificador?
Fátima no había escuchado mi primera alusión a David. Al oír ésta, lanzó un grito de alarma. Yo me apresuré a tranquilizarla (una tarea nada fácil, dado que yo misma necesitaba urgentemente que hicieran lo propio conmigo) y a advertirle de que no se lo contara a nadie más.
—Veis las cosas de un modo excesivamente melodramático —desaprobó Emerson—. Supongo que han vuelto a comenzar de nuevo con sus habituales rondas (no entiendo por qué esta palabra os parece tan terrible). Esa es la razón de que Ramsés haya pasado sus noches en la dahabiyya.
—Entonces Lía debe de estar al corriente de lo que están haciendo.
—Probablemente David le habrá hecho jurar que lo mantendrá en secreto. Y alguien más debe haber hecho lo mismo con Ramsés y David.
Le miré consternada.
—¿Wardani?
—Tiene sentido, ¿no? Creo que si estuvieran tras la pista del falsificador nos lo hubieran dicho.
—Pero Emerson, ¡eso podría ser un desastre! Russell me advirtió que la policía estaba tratando de dar con Wardani y si David figura en la lista de... —me detuve: Fátima se encontraba en el umbral de la puerta, con los ojos abiertos como platos; el cuenco que sostenía entre sus manos temblando violentamente—. Ponlo en algún sitio antes de que se te caiga, Fátima —dije—. Te acabo de decir que no hay razón alguna para preocuparse. No tardaremos en ver a David sano y salvo. Confías en nosotros, ¿no?
—Aywa. Sí, Sitt Hakim.
Apoyó con cuidado el cuenco sobre la mesa. Aquello parecía ser la versión exótica de un bizcocho poco firme, con natillas, crema, gelatina y con trozos de fruta sin identificar que sobresalían de la superficie.
—No creo que pueda comer eso, Emerson —dije entre dientes.
—Lo llevaremos con nosotros —dijo entonces Emerson—. Empaquételo, Fátima.
—Empaquetarlo...
—Póngalo en una bolsa o en una caja o en lo que quiera —insistió mi marido—. Les gustará a los niños.
Casi tenía ganas de ver a Emerson descender a grandes zancadas hasta el muelle con la fuente de dulce oculta bajo su brazo. Lo hubiera hecho de no haber sido por Fátima, a quien la sola idea le hizo palidecer de horror e insistió para que Alí viniera con nosotros y cargara con la caja donde, a duras penas, había logrado meter la fuente. El pobre muchacho tenía que correr para poder seguir a Emerson, quien andaba a paso de gigante, y durante todo el trayecto hasta el Amelia no dejó de proferir pequeños gritos ahogados y chillidos mientras hacía juegos malabares para evitar que se le cayera aquel estorbo.
Emerson suele decir que nuestra familia tiene siempre un lado cómico que resulta muy consolador.
No se puede decir que nos acercáramos sigilosamente y sin previo aviso al lugar de la conspiración: al vernos llegar, el guardia que vigilaba la embarcación nos saludó a voz en grito. Cuando entramos en el salón, estaban acabando de cenar; los dos muchachos se encontraban de pie y en las caras de los tres se dibujaron unas sonrisas poco sinceras de bienvenida. La apertura del paquete con el dulce ocasionó no pocas risas: una buena parte se había derramado por los laterales de la fuente. Karima dispuso el resto sobre unos platos y, cumpliendo con nuestro deber, aún pudimos comernos algo.
El nerviosismo de Emerson iba en aumento: no es un hombre paciente y las ideas se le agolpaban en la cabeza. Como no quería que Karima y los otros sirvientes oyeran nuestra conversación, me esforcé, entre guiños y codazos, para que se centrara en asuntos sin importancia hasta que nos retiramos a la cubierta de arriba y Karima nos dejó solos.
Lía se había mostrado encantada de vernos, «tan inesperadamente», y yo me había excusado por haberme saltado mi propia norma de no ir nunca a casa de nadie sin haber sido previamente invitada. Estaba segura de que los tres sabían que había un motivo para nuestra visita; me preguntaba, sin embargo, si Ramsés confesaría antes de que su padre lo acusase.
En cualquier caso, Emerson no le dejó tiempo para hacerlo. «¿Qué demonios se supone que os lleváis entre manos?», preguntó.
Desgraciadamente, no podíamos ver sus rostros con claridad. Las velas, repartidas en cuencos de cerámica, daban una luz suave, pero demasiado tenue. Tan sólo pude ver las manos de Ramsés cuando colocó su taza sobre la mesa más cercana. Como de costumbre, estaban llenas de arañazos y rasguños ya que, al igual que su padre, se olvidaba siempre de ponerse los guantes para excavar.
—Supongo que debería excusarme por no haber confiado en usted y en nuestra madre —dijo—. Di mi palabra de que no lo haría.
—Maldito seas por ello —protestó Emerson.
—Sí, señor.
—¿Fue Wardani el que te hizo jurar que guardarías el secreto?
—No, señor.
—Será mejor que confesemos —dijo David, alzando la voz por encima de los sonidos que Emerson profería en voz baja y que presagiaban una explosión inminente.
—Me gustaría que lo hicierais —murmuró Lía—. Odio tener que guardar secretos, especialmente cuando se trata de la tía Amelia y del profesor.
—¡Ja! —se mofó Emerson—. ¿Y bien, Ramsés?
Tuve la sensación de que, una vez que se había decidido a hablar, no veía la hora de desahogarse (o, quizá, quería tan sólo acabar lo antes posible para poder seguir adelante con lo que tenía planeado para aquella noche).
—He estado trabajando para el señor Russell, quien intenta acabar con el tráfico de droga; parece ser que hay un inglés involucrado. David y yo hemos tratado de infiltrarnos en una de las bandas para averiguar quién es, pero hasta ahora...
No me pude contener por más tiempo.
—¿Has dicho el señor Russell? ¡Maldito hombre, le dejé bien claro que tú no podías ser policía!
—Espía de la policía —me corrigió Ramsés—. ¿Para qué andarnos con remilgos? Tal vez ahora entiendan por qué no dije nada. No tiene mucho sentido ser espía cuando todo el mundo lo sabe.
—Nosotros no somos todo el mundo —dijo su padre, a quien la amargura en la voz de Ramsés le había dejado impasible; o, por lo menos, eso creía hasta que añadió—: Y, además, no hay motivo alguno de vergüenza en espiar cuando se hace por una buena causa. ¿De dónde has sacado la idea de que hay un inglés involucrado?
—Wardani. Llegué a pensar que podía habérselo inventado, aunque sólo fuera por hacer daño, es muy capaz de ello, pero el rumor está en la calle y ha llegado también hasta nosotros —volviéndose hacia mí, continuó muy serio—: Ya sabe que cuando el río suena, agua lleva.
Sin duda alguna, confesarse es bueno para el alma aunque todo dependa, claro está, de quién sea la persona que lo hace y a quién. Ramsés se arrellanó en su silla y encendió un cigarrillo; su padre se sacó la pipa de la boca; Lía sirvió café; David dejó escapar un largo suspiro.
—Tengo que reconocer que estoy contento de haberlo contado de una vez —declaró con espontaneidad.
—Mmm —dijo Emerson, chupando su pipa—. Aún os queda algo de camino por recorrer. Contadme ahora los pasos que habéis dado.
En un principio, el señor Russell se había concentrado en la costa, tratando de confiscarlos cargamentos que se descargaban en aquella zona. Tal y como Ramsés nos había explicado, aquella resultó ser una tarea inútil dado que el área en cuestión era demasiado extensa.
—En mi opinión —continuó Ramsés—, tenía más sentido tratar de interceptar el material cuando éste entraba en El Cairo, por tierra o a través de uno de los brazos del Nilo. De todas formas, iba a parar a un almacén, a un cobertizo o a cualquier otro lugar semejante, a la espera de que los traficantes lo distribuyeran.
—Supongo que disponían de más de un local para el almacenamiento —dijo Emerson, quien escuchaba con gran interés—. El sentido común los habrá hecho cambiar de lugar con una cierta frecuencia.
—No, si nada los podía hacer pensar que se encontraban bajo sospecha —arguyó Ramsés—. Pero incluso en ese caso, dar con uno de esos locales resulta muy difícil, de modo que empecé por el otro extremo: los traficantes locales. Me las arreglé para introducirme en una de las guaridas de hachís...
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Emerson con curiosidad.
—Provoqué una pelea. No fue difícil; algunos de esos tipos se vuelven agresivos a medida que transcurre la noche. Después de haber arrojado a mi víctima fuera del callejón, regresé al local y me disculpé por las molestias, el dueño me ofreció entonces un trabajo como vigilante. No me llevó mucho tiempo hacerme una idea del modo en que se llevaban a cabo las entregas e identificar a las personas encargadas de hacerlo. Resumiendo, fui escalando puestos en el escalafón hasta que me aceptaron como uno de los trabajadores que salen al encuentro de los que introducen la droga en la ciudad.
—Entonces, ¿localizaste el almacén? —inquirió Emerson. Su voz delataba una cierta envidia.
—Uno de ellos. Pero en realidad no era lo que yo iba buscando; a mi torpe inteligencia le llevó algo de tiempo darse cuenta, finalmente, de que de ese modo nunca iba a llegar muy lejos. Entre la gente que trafica y la que financia el negocio hay abierta una gran brecha, con pocos puntos de contacto entre ambos lados. Mientras me devanaba el cerebro tratando de encontrar el modo de tender un puente entre ellos, David descubrió lo que estaba haciendo.
—Estoy en deuda con Wardani por haberme informado —dijo David—. Tú nunca me lo hubieras dicho.
—No es necesario que hablemos de eso ahora —dijo Ramsés—. Fue David el que tuvo la brillante idea de organizar una emboscada de la policía, de modo que pudiéramos salvar el envío y convertirnos en héroes. Russell aprobó el plan y David, recomendado por mí, se incorporó entonces al grupo. Cuando tuvo lugar el ataque, nos entregamos en cuerpo y alma. Habíamos planeado con gran detalle lo que haríamos y todo se desarrolló de acuerdo con lo previsto: entre el ruido infernal y la oscuridad, hubiera sido difícil decir quién pegaba a quién. Al final, David, yo y nuestro superior inmediato fuimos los únicos que quedamos en pie y nos apresuramos a abandonar el lugar con el hachís, sangrando abundantemente y llenos de magulladuras.
Emerson se rió entre dientes. Ramsés cogió una de las pequeñas lámparas de cerámica y se encendió un cigarrillo con ella. El resplandor iluminó su cara y la de David; ambos parecían estarse divirtiendo tanto con el recuerdo de lo sucedido aquella noche, que me entraron ganas de sacudirlos. Me hubiera gustado también hacer lo proprio con Emerson, por reírse. A veces los hombres me resultan incomprensibles.
—Bueno —dijo Emerson—, ¿y ahora qué viene?
—Ahora viene el momento de escuchar —dijo su hijo—. No nos admitirán nunca en sus consejos internos pero, gracias a nuestro extraordinario heroísmo confían completamente en nosotros: la gente empieza a irse un poco de la lengua en nuestra presencia. Esta noche hay una reunión a la que debemos asistir; no estamos invitados, pero nos dejaremos caer por allí con la esperanza de oír algo interesante. Nos llevará algo de tiempo encontrar el lugar, así que si nos perdonan...
—No, todavía no —dijo Emerson, con lentitud y cuidando de pronunciar claramente lo que decía—. Hay algo más, ¿no es así? No, no me lo digáis, yo os lo diré. Tanto tú como David no desperdiciaríais vuestro tiempo con los asuntos de la policía a menos que ellos tuvieran algo que ver con los nuestros. Se trata del mismo hombre, ¿no es verdad? ¿Está también usando el nombre de David?
Ramsés le contestó tras una breve pausa.
—Sí a ambas cosas. Señor...
—Maldito seas, Ramsés, ¿no te das cuenta que al dejarme a oscuras no sólo pierdes el tiempo sino que, además, nos colocas a todos en una situación endiabladamente peligrosa? Si insisto en saber la verdad es por tu bien, muchacho.
Lo que había empezado como un discurso airado había acabado en una súplica que, estoy segura, no dejó indiferente a Ramsés; inclinando su cabeza murmuró:
—Sí señor, lo sé. Perdone.
—Está bien, no importa —gruñó Emerson—. Desde luego, ¡ésta es una situación muy desagradable! Ese bastardo parece decidido a incriminar a David como sea y no creo que se trate de una vendetta personal; David no tiene enemigos en este mundo. Aunque, bueno... ¿los tienes, David?
—No, señor. Yo creo que la idea de usar mi nombre se le debió ocurrir cuando empezó a vender los objetos falsificados; tenía que darles una procedencia verosímil y éste era un modo sencillo de hacerlo. Así que, ¿por qué no utilizarlo también en sus otros negocios? No creo que el tipo me odie por una razón en especial: yo era, simplemente, una cabeza de turco perfecta a causa de mi nacionalidad y de mi pasado, eso es todo.
—¿Tan sencillo como eso? —exclamé.
—Tan sencillo y tan aburrido —respondió Ramsés—. Estamos acostumbrados a tratar con enemigos que nos odian por razones personales. Es la primera vez que nos encontramos con un motivo como ése y que nos enfrentamos con un enemigo así. Creo que David tiene razón: ese bas..., ese hombre lo escogió como víctima sin considerar quién es David, sino lo que representa, un miembro de la raza «inferior» que, además de tener la osadía de demostrar su superioridad intelectual, ha violado las normas que prohíben los matrimonios entre razas. Lo que hace que esa aberración mental sea aún más peligrosa es que todos aquellos que, en su día, podrían juzgar a David la comparten... si es que alguna vez se llega a ese extremo.
El gruñido de Emerson salió de lo más profundo de su garganta.
—Eso no llegará a pasar.
—A mí no me preocupa —dijo David con firmeza, mientras tomaba la mano que Lía le había tendido—. Jamás un sospechoso tuvo a sus aliados dispuestos para la batalla de un modo tan impresionante.
—Exacto —dije—. Encontraremos al bas..., a ese canalla, no temas.
—Una cosa más —Emerson se volvió hacia David—. ¿Has tenido noticias de alguno de los comerciantes europeos a los que escribiste?
—Lo cierto es que sí. Si lo recuerda, había pedido una descripción de los objetos en cuestión y hoy, precisamente, he recibido una carta del señor Dubois en París; me parece que está algo inquieto.
—Puedo imaginármelo —gruñó Emerson—. Supongo que insiste en que el artículo es auténtico.
—Así es. Dice que, a pesar de que el vendedor y el origen puedan ser falsos, eso no significa que el objeto lo sea. Manda una fotografía.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Será mejor que lo vea usted mismo, señor. Pensaba enseñársela mañana pero ya que está usted aquí...
David se puso de pie. Emerson lo siguió.
—Vayamos al salón, la luz es mejor allí. De todos modos, ya es hora de volver a casa.
El salón estaba más ordenado de lo que solía estar cuando lo ocupábamos nosotros; tal vez porque ahora había tan sólo un hombre que se ocupaba de ponerlo patas arriba. Exceptuando los dos escritorios, lo habían vaciado por completo, dejando espacio suficiente para una mesa de comedor. Lía había cambiado también algunas de las cortinas. Al darse cuenta de que las miraba me dijo algo nerviosa:
—Espero que no le importe, tía Amelia; algunas de ellas tenían agujeros bastante grandes.
—Causados por la pipa de Emerson —dije, asintiendo con la cabeza—. Mi querida niña, ésta es tu casa ahora. Puedes cambiar todo lo que quieras.
David había encontrado la fotografía. Emerson la cogió, tratando de acallar una palabrota.
—Déjame ver —le dije, arrancándola de sus manos.
En un primer momento, no podía entender de qué se trataba. Había cuatro y su tamaño era indeterminado ya que no había escala. Emerson dijo:
—Patas de animales talladas... patas de toro, ¿marfil?
—Eso es lo que dice el señor Dubois. La fotografía no lo deja muy claro.
—Una peana —murmuró Emerson, mientras sus dedos dibujaban el contorno de la base oval—. Maldita sea, no puede ser...
—Oro y lapislázuli. ¿Has visto antes una cosa parecida?
—Sí, —dijo Emerson ensimismado—. Oh, sí. ¿Puedo llevármelo?
—Faltaría más, señor.
Emerson se irguió con la fotografía en las manos. Sus ojos se encontraron con los de Ramsés.
—Id a resolver vuestros asuntos —dijo malhumorado—. Si no estáis aquí mañana por la mañana iré a El Cairo a hacer unas cuantas preguntas... pero, ¿a quién?
Ramsés le dijo un nombre que yo no había oído nunca. Emerson, en cambio, pareció reconocerlo y asintió con la cabeza.
—Así que es uno de ellos; no me sorprende. Buenas noches. Y buena suerte.
La noche presagiaba lluvia y un viento húmedo tiraba de mi falda. Emerson no parecía tener prisa: con la pipa en una mano y mi mano en la otra, paseaba con calma; cuando llegamos a casa señaló el banco que se encontraba fuera de la puerta.
—Siéntate un momento, Peabody, quiero discutir algo contigo.
—¿El castigo más adecuado para el señor Thomas Russell? La verdad, Emerson, cuando pienso que lo ha hecho todo a mis espaldas...
—¡Peabody, Peabody! Ramsés no necesita tu autorización para aceptar un puesto de trabajo. Ni tampoco la mía —añadió Emerson pesimista—. Todo esto me gusta tan poco como a ti pero, por piedad, no avergüences a Ramsés riñendo a Russell como si fueran colegiales traviesos y Russell lo hubiera empujado a hacer una diablura. Aunque esto no es todo lo que quería decirte.
—La fotografía.
—Sí. Tengo una teoría, Peabody.
—¿Sobre las falsificaciones?
—En cierto modo sí.
—La verdad, Emerson, es que hay momentos en los que me gustaría matarte —exclamé, tan fuerte que la reja de la puerta se abrió con un chirrido y la cara alarmada de Alí se asomó entre los barrotes. Accediendo a mis insistentes ruegos cerró la puerta de nuevo y yo pude volver a mis quejas—. ¿Vas a decirme cuál es tu teoría o te vas a dedicar a ir dejando caer indicios misteriosos hasta que pierda la paciencia?
—Indicios misteriosos, por supuesto —dijo Emerson riéndose entre dientes—. Quiero ver lo que eres capaz de hacer con ellos, ¿eh? No obstante, jugaré limpio contigo y te diré lo que me recuerdan los objetos de la fotografía. Lechos, tanto domésticos como funerarios; se montaban a menudo sobre patas de animales talladas. Obviamente, únicamente la gente acomodada podía permitirse ese tipo de cosas, y los materiales usados en esos objetos eran poco frecuentes y caros. En Abydos, en una de las tumbas reales de la Dinastía II, encontraron un grupo similar de patas talladas en marfil.
Hizo una pausa, como animándome a hablar, pero yo no dije nada. Se me había ocurrido una idea pero, antes que contársela, hubiera preferido que me partiera un rayo. Emerson siempre se burla de mis teorías... hasta que se demuestra que son correctas.
—Indicio misterioso número dos —dijo Emerson—. Creo que la hipótesis de Vandergelt es correcta: hay algo en Zawaiet que se supone que no debemos encontrar. Últimamente, todo ha estado sospechosamente tranquilo...
—¡Porque estamos excavando en el sitio equivocado! —Las palabras habían entrado de sopetón en mi cabeza yendo a parar directamente a los labios antes de que las pudiera detener. Me tapé la boca con la mano. Emerson soltó una gran carcajada y me pasó un brazo sobre los hombros.
—Es una posibilidad —dijo—. ¿Te importaría seguir adelante o prefieres que juguemos al concurso del crimen? Con sobres sellados y todo lo demás.
—¿Me estás queriendo decir que sabes el nombre de la persona que causó los accidentes?
—¿Y el asesinato de Maude Reynolds? No, no lo sé. Y si tienes la maldita osadía de pretender que tú sí...
—No —admití—. Distingo algún que otro rayo de luz que antes no podía ver y que explica algo de lo sucedido, pero sigo sin saber la identidad del criminal.
—Con todo, Peabody, creo que meteré un mensaje en uno de esos pequeños sobres. Por si acaso.
Me volví hacia él, cogiéndolo por la chaqueta. La lámpara encendida junto a la puerta arrojaba la suficiente luz como para que pudiera ver sus labios sonrientes y la firmeza de su barbilla.
—¿Para el caso de que te suceda algo? ¿Qué es lo que estás planeando?
—Bueno, lo que voy a hacer es excavar en otros puntos del emplazamiento, eso es todo.
—¿Qué? ¿A jugar a frío y a caliente como si fuéramos niños, con la posibilidad de morir asesinado como señal de que estás a punto de encontrar el escondite? No debes hacerlo, Emerson, al menos no hasta que no hayamos agrupado a todas nuestras fuerzas.
—Si te refieres a Ramsés creo que tiene ya bastantes cosas en la cabeza, sin necesidad de tener que preocuparse por mí. Qué demonios, Peabody, nos las hemos arreglado siempre muy bien solos, tú y yo. Bueno... casi siempre.
—No he dudado ni por un momento de que pudiéramos hacerlo —dije con resolución—. Son Ramsés y David los que me preocupan. Ramsés acaba siempre metiéndose en líos y David es incapaz de controlarlo.
—No mucho más de lo que yo te controlo a ti —Emerson me dio un afectuoso apretón en el hombro—. ¡Quién esté libre de culpa que tire la primera piedra, Peabody! La única forma en que podemos ayudar a los muchachos es no contando a nadie sus actividades. Quiero que me prometas que no dirás una palabra sobre ellos a alma viviente alguna.
—¿Incluida Nefret?
—Ella no puede hacer nada y tan sólo conseguirías preocuparla.
Puede que fuera verdad, pero, desde luego, no era ésa la auténtica razón. Era muy probable que una recién casada todavía inexperta le confiara todo a su marido, y nosotros no conocíamos a Geoffrey lo suficiente como para estar seguros de su discreción.
* * *
Me desperté antes del amanecer y no pude volver a dormir. Al lector no le costará mucho imaginarse por qué. Los niños (no puedo evitar seguir pensando en ellos como si lo fueran) habían estado involucrados en su arriesgada y desagradable búsqueda durante, al menos, una semana. Antes de saberlo, podía dormir sin problemas, pero ahora que me habían puesto al corriente creía que iba a ser incapaz de hacerlo hasta que volvieran sanos y salvos a casa.
Aparté la fina sábana con la mayor precaución pero, cuando estaba a punto de deslazarme silenciosamente fuera de la cama, un brazo me envolvió y me devolvió de nuevo a ella.
—Si lo que intentas es ir corriendo hasta el Amelia, te aconsejo que no lo hagas —me dijo Emerson al oído—. Dentro de poco amanecerá y, si no han vuelto todavía, Lía se acercará hasta aquí.
—Si tú lo dices —le contesté secamente, deseando que no hubiera hablado tan cerca de mi pabellón auditivo: los susurros de Emerson taladran los oídos.
—Lo digo —su otro brazo me aprisionó con más fuerza, atrayéndome hacia él.
—Creí que estabas dormido.
—Es evidente que no lo estaba.
Era evidente que no lo estaba.
Si lo que trataba era de distraer mis pensamientos de los muchachos lo consiguió, aunque sólo fuera por poco tiempo. Cuando finalmente me levanté, estaba amaneciendo pero, por una vez, la salida del sol no iba acompañada del habitual rosa nacarado. Como si quisiera estar en sintonía con mi estado de ánimo, aquél era un amanecer gris y húmedo. Una bruma blanca velaba las ventanas. Sabía que el sol disiparía aquella niebla en pocas horas pero su visión intensificó la inquietud que había vuelto a sentir cuando se acabaron las encantadoras atenciones de Emerson. Como la oscuridad, la niebla ampara a los asesinos.
Cuando bajamos a desayunar, me sentí aliviada al comprobar que Lía se encontraba ya allí. También Nefret pero, en un primer momento, tan sólo tuve ojos para mi sobrina, cuyo saludo me indicó que mis temores habían sido innecesarios.
—David llegará enseguida, él y Ramsés han estado hablando hasta altas horas de la madrugada.
—Ah —exclamé—. ¿Ramsés viene con él?
—Se fue directamente a Harvard Camp —Lía sonrió con afecto—. No te preocupes, tía Amelia, me aseguré de que Ramsés comiera algo antes de salir.
—Mmm —murmuró Emerson. Miró a Nefret, cuyo desayuno estaba todavía intacto—. ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
—No, señor —se habría limitado a decir esas palabras si no hubiera sido porque la penetrante mirada de Emerson resulta bastante difícil de ignorar—. No he dormido muy bien —admitió.
—¿Uno de tus sueños? —inquirí.
—Sí —cogiendo el tenedor, tomó un poco de huevo revuelto.
Sabía que no diría nada más: nunca hablaría de aquellas pesadillas que la habían afligido durante años. Eran poco frecuentes, pero muy perturbadoras y, según decía, no recordaba nunca su contenido. Yo no acababa de creérmelo pero mis esfuerzos por convencerla para que hablara de ello, conmigo o con un médico, no habían servido para nada.
Los demás no tardaron en llegar; primero David y, pocos minutos después, Geoffrey. Fátima se sentía en el séptimo cielo, con toda aquella gente a la que atiborrar de comida; nos estuvo presionando para que aceptáramos sus dulces y no dejó ni por un momento de servir comida recién hecha sobre nuestros platos. Hicimos lo que pudimos para comérnoslo todo pero, al mirar alrededor de la mesa, pensé que nunca había visto antes tantas caras ojerosas y tantos párpados caídos. Los únicos que parecían encontrarse bien eran Geoffrey y Emerson. No pude por menos que preguntarme cómo era posible que aquel muchacho hubiera dormido tan bien mientras su mujer sufría las punzadas de la pesadilla... Y, entonces, deseché la conjetura que, repentinamente, acababa de pasar por mi mente.
Al sentir mi mirada clavada en él, Geoffrey levantó la vista del plato y me dirigió una alegre sonrisa.
—Debería de haber venido con nosotros ayer por la noche, tía Amelia. Tuve una conversación muy interesante con Sir John.
—No quiero oírla —manifestó Emerson—. Es hora de ponernos en marcha.
Emerson, interpretando erróneamente mis motivos, vetó mi propuesta de atravesar la meseta de Giza camino de las excavaciones, en términos que no dejaban lugar alguno a la discusión. La velocidad a la que caminaba tampoco dejaba lugar a ella. A nuestra llegada al emplazamiento, nos convocó a todos a una conferencia, Selim y Daoud incluidos.
—Por el momento he acabado con los cementerios —anunció—. Hoy limpiaremos el pozo, desde arriba.
Una decisión tan abrupta y arbitraria como aquella fue aceptada sin rechistar por aquellos que lo conocían bien. Al observar que Geoffrey tenía los ojos abiertos como platos y que estaba a punto de decir algo, me vi en la obligación de intervenir para ahorrar al muchacho la reprimenda que su pregunta le hubiera ocasionado con toda seguridad.
—No pretendo poner en duda la naturaleza dictatorial de tus decretos, Emerson —dije—, pero quizás podrías condescender a explicarnos las razones que te mueven a proceder de este modo y qué es lo que esperas conseguir...
Emerson suspiró profundamente, como haría un sabio paciente al tener que vérselas con un niño algo torpe.
—Creí que resultaría obvio pero, ya que insistes. ¿Dónde está el plano de Barsanti? —empezó a tirar papeles a su alrededor—. Ah, aquí está.
Tras reunimos alrededor de la mesa, Emerson nos explicó su idea, usando la boquilla de su pipa como puntero.
—Esta larga escalera en descenso y este pasadizo constituyen la entrada a la infraestructura. ¿Por qué construir entonces un pozo que sube directamente hasta la superficie desde el final del primer pasadizo?
—Quizá lo construyeran los ladrones de tumbas —sugirió Selim.
Emerson lanzó un bufido.
—Conoces perfectamente los túneles que hacía esa gente, Selim. Este pozo fue construido por albañiles que conocían su oficio y no por ladrones apresurados que no quieren ser descubiertos. Puede tratarse de una construcción posterior. Quiero comprobar qué es lo que hay dentro si es que, efectivamente, hay algo. ¿Contesta esto a tu pregunta, Peabody?
—Sólo en parte. ¿Tienes entonces la intención de concentrarte en la infraestructura?
—Lo que pretendo es despejar el lugar —la atractiva cara de Emerson adoptó una expresión de demoniaco placer—. Conseguí que Reisner admitiera que no hizo nada ahí abajo el año pasado. Las excavaciones de Barsanti no siguieron el método adecuado. Quiero proceder lenta y metódicamente, tomando todas las precauciones que sean necesarias. Por eso quiero que el pozo esté completamente limpio antes de que entremos en la infraestructura.
De no haber tenido otras cosas rodándome por la cabeza, el nuevo plan de Emerson me habría encantado ya que era, ni más ni menos, lo que había estado deseando. No le faltaba razón al querer despejar el pozo antes de proceder a las investigaciones en la infraestructura: si aquello que lo obstruía se desprendía, varias toneladas de piedra y arena caerían directamente en los pasillos que se encontraban más abajo.
La ligera depresión del terreno que indicaba la entrada superior del pozo era, en apariencia, igual a las restantes que cubrían aquella escabrosa zona pero, como no podía ser menos, nosotros habíamos establecido su precisa localización al trazar nuestros planos. Emerson puso a los hombres a trabajar, indicándoles una zona que ya habíamos excavado pensando que se trataba de un depósito. Poco tiempo después, la arena desaparecía rápidamente mientras los porteadores de cestos iban y venían al trote, muy ocupados y acompañando su tediosa tarea con una especie de canturreo. Al menos aparentemente, habían superado el miedo supersticioso por aquel lugar que les había provocado el descubrimiento del cuerpo de Maude.
Al expresar mi optimismo a Emerson, este sacudió la cabeza.
—Están al aire libre y a una cierta distancia del punto donde fue encontrado el cuerpo. No será tan fácil persuadirlos de que entren en la pirámide.
—Esperemos que no suceda nada más.
Emerson alzó su mandíbula.
—Me aseguraré de que no.
Con las manos sobre las caderas, absorto, no dejaba de observar con sus penetrantes ojos a los hombres que se encontraban en la hondonada llenando los cestos. Sabía que estaba a la espera de que se produjera el más leve movimiento bajo sus pies desnudos y sus atareadas manos, preparado para apresurarse a rescatarlos en cuanto se produjese el hundimiento. Yo, por mi parte, me quedé a su lado, preparada para rescatarle si era necesario.
Selim y él vieron el objeto al mismo tiempo; sus gritos hicieron que aquéllos que cavaban en ese momento detuvieran su actividad. Antes de que pudiera detenerlo, Emerson se encaminó precipitadamente hacia allí. Le seguí.
Se trataba de un hueso, demasiado grande para ser humano; había también otros, medio enterrados por una capa de fina arena, dispuestos a su alrededor, cubriendo una área aproximada de un metro cuadrado.
Emerson le bastó una sola mirada para identificar aquel depósito.
—Enterramientos de animales —murmuró—. Fueron momificados: esto es un trozo de lino. Está bien, Selim, quita con un cepillo la arena pero no muevas nada hasta que no saquemos unas fotografías.
Había varios estratos de huesos y cuernos de carneros, cabras, gacelas, bueyes, separados los unos de los otros por capas de arena fina. A pesar de que todos nuestros esfuerzos se concentraron en esa zona, los progresos eran lentos ya que Emerson insistía en seguir el procedimiento paso por paso.
De modo que seguimos desenterrando huesos hasta que yo ordené que hiciéramos una pausa. En ocasiones me veía obligada a hacerlo dado que, de lo contrario, Emerson hubiera seguido adelante hasta que se hubiera hecho de noche o hasta que uno de nosotros hubiese caído redondo. Me preocupaba el modo algo torpe y lento con el que se movía David. Geoffrey se había estado burlando de su apariencia un tanto soñolienta hasta que mi cortante mirada puso fin a sus bromas sobre los recién casados.
No había conseguido que alguien me diera algo de información en todo el día. Mis intentos por atraer a David habían sido inútiles. Lía no se separó de él ni por un momento y, cuando le insinué que se fuera a cualquier otro sitio a hacer alguna otra cosa, me ignoró por completo. Estaba claro que David sabía algo que no quería que yo supiera y que tanto Lía como Emerson habían conspirado con él para que yo no me enterara.
Nunca consiento ese tipo de situaciones; por ello le pedí a Emerson que me acompañara en el camino de vuelta a casa, y mantuve el caballo al paso durante todo el trayecto.
—¿Qué sucedió la noche pasada? —pregunté— ¿Fueron capaces de identificar al hombre que buscaban? ¿Qué es lo que van a hacer ahora?
—No lo sé —dijo Emerson.
—¡Maldita sea, Emerson! Sabes que no me gusta que se me oculten las cosas. Si no me lo dices...
—¡No grites! —bramó Emerson. Geoffrey que iba a caballo delante de nosotros con Nefret, volvió su cabeza y nos miró.
—Mira lo que has hecho —dije.
—¡Yo no he hecho nada, maldita sea! Está acostumbrado a que nos gritemos, lo hacemos todo el tiempo —a pesar de todo, moderó el tono de su voz—. No he tenido oportunidad de hablar tranquilamente con David. Tan sólo me ha dicho que tuvieron una pequeña dificultad la pasada noche pero que no hubo daños. Quieren volver a intentarlo esta noche y, en el caso de que fracasen de nuevo, tendremos que estudiar el asunto con más detenimiento.
—Supongo que debería contentarme con eso.
—Ya lo creo que deberías. Y yo también —su forma de apretar los labios y el blanco en los nudillos de la mano que asía las riendas traicionaron una frustración que yo también compartía. Al cabo de un rato añadió—: ¿Crees acaso que no me gustaría ir con ellos? Pero es mejor que no lo haga: mi presencia no haría sino aumentar el riesgo. No hay nada que yo pueda hacer para ayudarlos excepto, quizá, proporcionar un motivo de distracción.
—Así que por eso has anunciado que ibas a investigar en la infraestructura.
—Ésa fue una de las razones —dijo Emerson sonriente—. También quiero comprobar qué es lo que hay ahí abajo.
Lía y David no se quedaban a tomar el té con nosotros. Ramsés tenía que encontrarse con ellos en la dahabiyya y quizá, según dijo Lía de manera despreocupada, se quedaría a pasar con ellos la noche. De hecho, había dejado allí artículos de aseo y ropa para cambiarse.
—Tráelo mañana a desayunar —le dije.
Fue una orden y no un ruego: la única respuesta posible era «sí» y ésa fue, precisamente, la respuesta que Lía me dio.
Tras dejar los caballos, siguieron a pie con los brazos entrelazados mientras los otros iban a cambiarse. Nefret, que se había quedado rezagada, me detuvo.
—Geoffrey se pregunta si Ramsés está tratando de evitarlo —me dijo—. Le prometí que hablaría contigo.
—No entiendo qué es lo que le puede hacer pensar una cosa así —le dije, algo confundida.
Ella no me contestó pero se quedó mirándome con una particular ausencia en la expresión. Me dije a mí misma que quizá había aprendido ese pequeño truco de mí: es un modo más fácil de conseguir una respuesta que el de insistir en hacer preguntas.
—Disfruta con la compañía de David —dije al final—. Ya sabes lo unidos que están. Él, bueno, no me cabe duda alguna de que también intenta ser delicado con vosotros dos.
Esperaba que no me preguntara qué era lo que había querido decir porque ni tan siquiera yo lo sabía. Aparentemente al menos, aceptó mis explicaciones ya que, tras asentir con la cabeza, se marchó.
Durante la cena, la conversación versó únicamente sobre arqueología y se mantuvo casi por completo entre Emerson y Geoffrey. Este último parecía muy interesado en nuestros huesos (en los que habíamos encontrado, claro está).
—¿No se tratará, tal vez, de sacrificios en honor al faraón muerto? —preguntó.
—No cavaron el pozo para enterrar en él animales muertos —respondió Emerson—. Éstos son de fecha posterior. Imagino que te habrás dado cuenta de que el hoyo en el que se encuentran es más pequeño que el mismo pozo.
Me temo que no les presté toda la atención que se merecían. Supongo que al lector no le resultará difícil imaginar el lugar por dónde vagaban mis pensamientos.
Tras una noche insomne (por mi parte), nos levantamos temprano. De nuevo la bruma velaba las ventanas y de nuevo me precipité al piso de abajo. Nefret y Geoffrey se encontraban ya allí y Fátima les sirvió antes de que, finalmente, llegaran los demás. Verlos de nuevo me produjo un alivio inexplicable, pero un segundo vistazo a Ramsés puso en mis labios una exclamación que sin perder tiempo me apresuré a reprimir.
Aunque, para ser más exacta, debería decir que fue Emerson el que la reprimió colocando su servilleta con firmeza sobre mi boca.
—Tienes algo de mantequilla en la barbilla, querida —dijo—. Déjame que te la quite.
Mi querido Emerson y yo nos comunicamos sin necesidad de palabras, y a él tampoco se le habían escapado los signos de agotamiento que mostraba la cara de su hijo. No pasó mucho tiempo antes de que su aguda inteligencia y su afectuoso interés paternal determinaran el modo en que había que proceder.
—Que todo el mundo me preste atención —dijo—. Es necesario hacer algunos cambios en nuestro programa. Ramsés, necesito que dejes a Reisner por un par de días. Geoffrey puede ocupar tu lugar.
Geoffrey se atragantó con el café y tuvo que ocultarse tras su servilleta.
—¡No puedes llevar y traer a la gente de aquí para allá como si se tratara de picos y palas! —exclamé—. ¿Has hablado ya con el señor Reisner sobre ello?
Geoffrey carraspeó y dijo:
—Me temo que no estará de acuerdo, señor.
Emerson dejó caer el puño sobre la mesa.
—¡Reisner no es Dios Nuestro Señor! Tendrá que estar de acuerdo porque soy yo el que lo digo. Necesito que Ramsés revise las pruebas de uno de los volúmenes de mi historia. Ayer recibí otra carta de la maldita Oxford University Press diciéndome que, a menos que reciban las pruebas antes de finales de febrero, tendrán que retrasar la publicación del texto seis meses más. Respeto tus conocimientos de la lengua, Geoffrey, pero espero que no te ofendas si te digo que no se pueden comparar con los de Ramsés. Además, él ya conoce el material.
Emerson no suele condescender a dar ningún tipo de explicaciones, por eso no dejaba de resultar sospechoso que aquella hubiera sido tan detallada. Estaba segura de saber el motivo real de todo aquello y he de decir que me dejó admirada por su espontaneidad.
—¿Alguna objeción más? —inquirió Emerson, mostrando su ceño a todos y cada uno de nosotros—. Umm. Me detendré un momento en Harvard Camp, camino de las excavaciones, y pondré al corriente a Reisner sobre lo que he decidido. Será mejor que vengas a caballo conmigo, Geoffrey, y que te quedes en Giza por si te necesitan. Ramsés, ven a mi estudio y te enseñaré lo que tienes que hacer antes de que me marche. El resto de vosotros, preparaos para salir.
—Sí, señor —dijo Ramsés, mientras acompañaba a Emerson fuera de la habitación.
Tras esperar cinco minutos, les seguí. Emerson abandonaba en ese momento su estudio. A través de la puerta abierta pude ver a Ramsés dormido sobre el sofá, inmóvil como la efigie de un caballero sobre una lápida; sus manos caídas a ambos lados de su cuerpo y sus largas pestañas apoyadas contra sus mejillas le daban un aire de extraordinaria inocencia. Emerson cerró la puerta.
—No podía esperar —le expliqué—. ¿Tuvieron suerte anoche? Esto... está bien, ¿no es así?
Emerson me dio un rápido beso.
—Lo único que necesita es dormir. Era el único modo que tenía para explicar su ausencia del trabajo.
—Un modo muy inteligente, Emerson.
—Mmm —Emerson se llevó los dedos al hoyuelo de la barbilla, como hacía siempre que se ensimismaba en sus pensamientos—. Nunca lo he visto tan agotado, Peabody, y es algo más que puro cansancio físico, hay también algo de agotamiento nervioso. ¿Estaba enamorado de esa chica?
—¿De Maude? Oh, no.
—Y se supone que tú deberías saberlo —cogiéndome del brazo, me condujo hacia la entrada de la casa—. Caramba, parecemos un par de cotillas de la alta sociedad. Sobre lo que pasó ayer por la noche podrás, y no me cabe duda de que lo harás, interrogar a David una vez consigas tenerlo todo para ti. Arreglaré las cosas de mo-do que hoy pueda descansar algunas horas.
—¿Van a salir de nuevo?
—No lo sé. Ramsés casi se queda dormido de pie y yo no quería hacer esperar a los demás.
* * *
Aunque la bruma comenzaba a alzarse, sobre la meseta de Giza era todavía muy densa; cuando Geoffrey y Emerson tomaron uno de los caminos laterales, la blanca niebla se adhirió a ellos, envolviendo gradualmente sus siluetas. El resto de nosotros siguió adelante por el camino principal, abarrotado por el tráfico habitual de la mañana, de camellos a ciclistas. Cabalgar los cuatro alineados no hubiera sido muy cortés (o seguro, teniendo en cuenta el temperamento de los camellos) de ma-nera que dije a las muchachas que nos adelantaran. Era también un modo para quedarme a solas con David y poder sacarle toda la información que me fuera posible. Como método, elegí el ataque directo.
—¿Qué le ha pasado a Ramsés en las manos?
—¿En las manos? —la mirada de sorpresa de David no hubiera conseguido engañar a un niño.
—Estaban todas verdes.
—Oh, Señor. Creí que habíamos conseguido quitarnos esa cosa.
—He visto el ungüento de Kadija demasiado a menudo como para no reconocerlo, incluso en una mañana nublada como ésta y mientras el que lo lleva hace lo que puede para ocultar sus palmas. No es fácil de quitar con agua y jabón. ¿Qué ha sucedido?
—Apenas unas quemaduras producidas por una cuerda —dijo David—. Estaba colgado y tuvo que descender lo más rápido que pudo de una de ellas.
—¿Porque le estaban disparando?
—Por Dios, no —David trataba de reírse—. Intentaban tan sólo..., mmm..., cortar la cuerda. Fue una caída considerable, sabe. Sobre un suelo de piedra.
Me dio la sensación de que parecía un poco nervioso, así que seguí presionándole.
—¿Cuándo fue eso?
—Anteanoche.
—Por eso trataba de evitarme ayer —dije pensativa—. ¿Pudieron verlo?
—Cree que no.
—Crees que no —repetí—. ¿Y a ti?
—No, yo estaba debajo.
—¿Y qué fue lo que sucedió ayer por la noche?
—Nada —David cogió su pañuelo y se secó las cejas con él—. Algo salió mal. ¡Oh, qué demonios! Más vale que se lo cuente.
—Más vale que lo hagas.
—Bien, veamos, una de las cosas que Ramsés escuchó antes de que a alguien se le ocurriera acercarse a la ventana fue que Failani estaba a punto de encontrarse con, bueno, con el Effendi ayer por la noche. Por desgracia, no mencionaron el lugar de la cita. Lo único que podíamos hacer era seguir a Failani y así hicimos, durante seis malditas, perdóneme, tía Amelia, durante seis horas. En todo ese tiempo visitó varios sitios bastante interesantes pero no pudimos llegar a saber si tuvo lugar el encuentro. Deberíamos de haberlo hecho pero no pudimos entrar con él... en ciertos lugares.
Decidí no insistir demasiado en ese tema.
—Bueno, la noche anterior se habían percatado de la presencia de Ramsés, aunque no fueran capaces de reconocerlo. ¿No se os ha ocurrido pensar que, quizá, Failani se imaginó que lo seguirían y trató de despistaros en lugar de asistir a la cita? Puede que incluso os haya hecho seguir a vosotros.
—Sí, señora —dijo David con aire desdichado—. Se nos ocurrió. Al cabo de un cierto tiempo.
—David, todo esto está empezando a resultar muy peligroso. Debéis de dejarlo.
—No depende de mí —dijo David, amable pero firme—. Dondequiera que vaya mi hermano, allí iré yo también.
Emerson llegó a las excavaciones poco tiempo después que nosotros. Cuando le pregunté qué era lo que el señor Reisner había dicho pareció sorprendido.
—No dijo nada. ¿Qué era lo que tenía que decir? —tras inspeccionar varias veces a David de pies a cabeza, frunció el ceño—. David, creo que no te necesitaré durante unas cuantas horas. Ve a la zona sur y saca algunas fotografías de la zona que se encuentra al pie de la pirámide. Debe haber algún tipo de revestimiento, maldita sea. ¿Selim? Dónde demonios estás... Ah. Volvamos de nuevo al pozo.
—¿Quiere que ayude a David con las fotografías? —preguntó Nefret.
—No, Lía puede echarle una mano. —Intentaba no mirarla mientras hablaba con ella y eso me entristeció. Tanto Emerson como yo habíamos ocultado en ocasiones nuestros planes a los niños, pero hasta entonces nunca habíamos tratado a Nefret como si fuera una extraña. Sin embargo, en cierto sentido lo era. Ahora debía lealtad a otro y, aunque Geoffrey no resultara ser al final el malvado que íbamos buscando, no podíamos confiar, de todos modos, en su reserva y comprensión. En lo relativo a las actividades de Ramsés y David, la situación resultaba extremadamente delicada.
Pensando en ello, me di cuenta de lo estrechamente unido que nuestro grupo había estado durante todos aquellos años. Estaba segura de que, con el paso del tiempo, Geoffrey entraría también a formar parte de él. A la gente corriente le costaba un poco acostumbrarse a nosotros.
Lía y David se marcharon, no a sacar fotografías, sino a robar algunas horas de sueño mientras los demás volvíamos al pozo. Las dimensiones de la fosa de los animales se hacían más evidentes a medida que se hacía más profunda. Era más estrecha que el pozo y la hipótesis de Emerson según la cual debía ser también de fecha posterior se vio confirmada con el descubrimiento de algunos amuletos de porcelana y algunas figuras de animales de madera junto a los huesos. David y Lía se unieron de nuevo a nosotros para comer; el muchacho parecía mucho más reposado, tanto es así que, cuando volvimos al trabajo en el pozo, quiso acompañarnos. Mientras seguíamos desenterrando huesos, la repentina desaparición del sol del atardecer tras un banco de nubes arrojó una sombra crepuscular sobre la escena.
—¡Maldita sea! —exclamó David, quien en ese momento trataba de hacer una exposición fotográfica.
Emerson lanzó una iracunda mirada al banco de nubes. Bordeado por los rayos del sol que había ocultado, colgaba sobre el cielo del oeste como una cortina color púrpura, guarnecida de oro. «Maldita sea», repitió.
No le preocupaban las dificultades para sacar fotografías, sino las posibles consecuencias de un aguacero así que empezó a gritar y a dar órdenes: «Nefret, deja de clasificar esos huesos y colócalos en los cestos. Selim, Daoud, traed el toldo del refugio y colocadlo sobre la fosa. Necesitamos piedras grandes para sujetar las esquinas. David, empaqueta las cámaras. Peabody, Lía...».
Yo me encontraba ya camino del refugio, dispuesta a recoger nuestras notas y papeles y a envolver los restos de comida. Era alentador ver cómo todo el mundo se dispersaba rápidamente, cada uno a cumplir con su específica tarea, con la eficacia conseguida tras los largos años de experiencia. La lluvia se retrasaba, pero el cielo se oscureció y se levantó un fuerte viento que tiraba del lienzo de tal modo, que nos costó Dios y ayuda colocarlo en su sitio y conseguir que permaneciera allí.
Los trabajadores habían escapado, corriendo en dirección a su pueblo; tan sólo se habían quedado nuestros hombres más fieles, quienes ahora seguían trabajando con un empeño igual al nuestro.
Me tumbé sobre una parte del lienzo para sujetarlo hasta que Daoud pudiera fijarlo con otra piedra, a la vez que admiraba aquella inusual manifestación atmosférica. El cielo de poniente se había aclarado pero la extraordinaria sombra arrojaba una luz misteriosa sobre los cultivos. Hacia el norte, el negro perfil de las pirámides contrastaba contra el carmesí de una rasgadura en las nubes. Otra forma apareció ante nuestros ojos en aquel momento: caballo y jinete acercándose al paso. El elegante perfil de Risha no dejaba lugar a dudas aunque, más bien, quizá debería decir el perfil de Ramsés. Alguien había afirmado alguna vez que mi hijo cabalgaba como un centauro y lo cierto es que, en ese momento, recordaba a uno de ellos: las formas de ambos, hombre y caballo, se armonizaban en una única silueta.
Se encontraban todavía a una cierta distancia cuando un repentino estallido hizo que me sobresaltara y que alzara la vista. El nuevo estallido me hizo comprender lo que debería de haber sabido ya al oír el primero: aquello no era un trueno sino el disparo de un rifle. Mientras me ponía de pie con un salto, pude oír el tercer disparo y ver cómo Ramsés caía sobre el cuello del caballo.
A pesar de ello, se mantuvo sobre el animal, y cuando Risha finalmente se detuvo, volvió a incorporarse y a contemplar con un cierto desdén al agitado grupo que los había rodeado. Todos habíamos corrido como una exhalación y lo mismo había hecho Risha, dirigiéndose directamente hacia nosotros. Tras entregar a su jinete, volvió su cabeza y lanzó un resoplido interrogativo al brazo de Ramsés quien me miró, enarcando las cejas.
—Guarde su pistola, madre. ¿Puedo preguntarle a quién pretendía disparar?
Inconsciente de haberla sacado del bolsillo, la miré sorprendida. Emerson asió mi mano.
—No te apuntes a la cara, Peabody, ¡maldita sea! Ramsés, ¿estás herido?
—No.
—Entonces, ¿por qué parece que te vayas a desmayar? —le dije, enfadada y en tanto que Emerson me cogía la pistola.
—Me pareció oportuno ofrecer un blanco más reducido.
—Hay sangre en tu camisa —dijo Nefret.
—Mermelada —dijo Ramsés—. He tomado el té con Sennia.
Capítulo 13
Mis heridas eran de poca consideración, pero la doncella insistió en vendarlas con las bandas de tela que había arrancado de su diáfano vestido...
Propuse que nos separáramos para buscar al asesino, pero mi sugerencia fue unánimemente rechazada. Ramsés afirmó que no podía asegurar de dónde habían provenido los tiros; Nefret declaró que ese modo de proceder era extremadamente temerario; Lía señaló que la creciente oscuridad contribuiría a que nuestra búsqueda resultara en vano. David no tuvo ocasión de decir nada y, en cuanto a los feroces comentarios de Emerson, creo que no se pueden reproducir en estas páginas.
Cuando acabamos de empaquetar todo, nos encaminamos hacia casa. Al llegar, la lluvia caía con fuerza, salpicando en la fuente y formando charcos en el suelo embaldosado del patio. Fátima había visto llegar la tormenta y había puesto los muebles tapizados y los almohadones a cubierto.
Tan pronto como Emerson hubo colocado sus preciosas cajas de huesos y fragmentos en un lugar seguro, se dirigió hacia el patio a través de la puerta de entrada. Esto era, precisamente, lo que me había imaginado así que tuve tiempo de interceptarlo a la altura de la takhtabosh, donde el portero se había guarecido de la lluvia, sentándose en uno de los bancos.
—¿Dónde se supone que vas? —le pregunté—. Estás empapado hasta los huesos. Cámbiate de ropa inmediatamente.
—¿Para qué? Me volveré a mojar de nuevo —dijo Emerson.
La puerta de la calle se abrió, dando paso a Ramsés y David, que venían de los establos de dejar los caballos.
—¿Qué sucede? —preguntó David.
Comprendo que lo preguntara: la imagen que dábamos en aquel momento resultaba un tanto belicosa.
—Estoy tratando de impedir que corra a casa del señor Reynolds y le acuse de intento de asesinato —le expliqué, asiendo con fuerza la manga de la camisa de mi impulsivo marido—. Ahí te dirigías, ¿no es así, Emerson?
—Quiero cogerlo antes de que tenga tiempo de esconder las pruebas —gruñó Emerson—. Apártate de mi camino, Peabody.
—Ya es demasiado tarde para eso —dijo Ramsés—. Suponiendo que hubiera alguna prueba que esconder.
—Tienes razón —asentí—. Lo que necesitamos ahora es pensar con calma las cosas y no actuar de manera precipitada. Id a cambiaros y luego nos reuniremos en la sala de estar para celebrar un consejo de guerra.
Dado que, antes de atender a mis propias necesidades, tuve que asegurarme de que Emerson cumpliera lo que le había dicho, fui la última en unirme al grupo. La sala de estar resultaba muy acogedora con las lámparas encendidas y el suave murmullo de la lluvia, que caía fuera, entrando por las ventanas abiertas. Nefret había dado a Lía ropa para que David pudiera cambiarse de modo que éste llevaba puesta una de las galabiyyas de Ramsés y Geoffrey...
¡Lo había olvidado por completo! El sentimiento de culpa hizo que lo saludara con mayor efusión de la que el momento realmente requería. Respondiendo a mi pregunta, me explicó que había vuelto a casa aquella tarde con la intención de descansar unos minutos pero que, en cambio, se había quedado profundamente dormido. Llegado a ese punto de su relato, un repentino ataque de tos le impidió seguir adelante.
—Esa tos está empeorando —le dije—. Deberías de dejar que yo, bueno, dejar que Nefret...
—Quizá él te lo permita —dijo Nefret, sonriendo ante mi inadvertido fatuo pas, a pesar de que tenía el ceño fruncido, y eso arrugaba la suave superficie de su ceja—. Se niega a ver a un médico y tampoco me permite que lo examine.
—Es sólo el polvo —protestó Geoffrey.
—Tómate un whisky con soda —dijo Emerson, quien tiene muy poca paciencia para las enfermedades, ajenas o propias—, y después trataremos nuestro asunto. ¿Te ha contado Nefret la última aberración de tu amigo Reynolds?
—Sí, señor —dijo Geoffrey en voz baja—. Creí que estaba mejor.
—Me parece —intervino Ramsés—, que estáis ignorando uno de los principios básicos de la ley británica: no tenemos prueba alguna de que haya sido Jack Reynolds el que disparó esos tiros.
—Estaba intentando conseguir esa prueba cuando tu madre me lo impidió —contestó Emerson, mientras me pasaba el whisky con soda y me dirigía una mirada poco amistosa.
Ramsés se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas.
—Todo eso está muy bien, señor, y estoy de acuerdo con usted en que alguien debería de ir a visitar a Jack; pero antes debemos considerar qué es lo que espe-ramos averiguar. Ha tenido tiempo más que suficiente para limpiar y volver a colocar el arma en su sitio. Si tiene una coartada para el momento crítico, mejor que mejor; si no la tiene, seguimos sin tener una prueba definitiva de su culpabilidad.
—Mmm —dijo Emerson—. Preguntar no puede causar daño alguno, ¿no es así? ¿Tengo vuestro permiso para ir a ver al señor Reynolds y pedirle que me cuente, con el tacto y la delicadeza más absolutos, dónde estaba y qué era lo que estaba haciendo esta tarde aproximadamente a... qué hora era?
Estas palabras fueron seguidas por otra breve discusión que no nos llevó a ninguna parte. A ninguno de nosotros parecía preocuparnos demasiado el tiempo. Fue Emerson quien declaró al cabo de un rato que habíamos hablado demasiado y que su intención era la de ponerse en marcha en ese mismo momento. Solo.
Creo que no hará falta que diga que lo acompañé. Casi había dejado de llover y el aire de la noche era refrescante. Emerson llevaba su linterna y yo mi paraguas. Mi marido se negaba a ponerse bajo él o a caminar pegado a mí, ya que aseguraba que las varillas le golpeaban en la cara, así que caminamos, chapoteando en los charcos y en el barro, como dos extraños yendo en la misma dirección.
Iba ensimismada en mis pensamientos, y Emerson —estaba segura— en los suyos. Había conseguido convencer a Lía para que ella y David se quedaran a cenar con nosotros, sabiendo de antemano que se marcharían cuando hubiéramos acabado, acompañados de Ramsés, y que apenas poco tiempo después, él y David se encontrarían camino de El Cairo para enfrentarse a sólo Dios sabe qué terribles peligros. Llegué a desear que Ramsés hubiera resultado herido por una bala, sin que ésta le tocara un órgano vital pero sí en un punto que lo tuviera inmovilizado durante unos pocos días. La pequeña casa que, una vez, había estado llena de alegría e inofensivo placer, ahora se encontraba desolada y abandonada. Apenas sí se veía alguna luz. Las gotas de lluvia caían, en triste melodía, de los árboles que se encontraban a nuestro alrededor. El portero se había retirado, así que tuvimos que aporrear la puerta y llamar al timbre durante varios minutos antes de conseguir una respuesta y, cuando ésta llegó, no fue precisamente cordial.
—Váyanse —gritó una voz en árabe—. El Effendi no está en casa.
Emerson le respondió gritando. Su voz es inconfundible: antes de que hubiera pronunciado no mucho más que unas pocas palabras, el portón se abrió de golpe y un rastrero sirviente nos introdujo en la casa. Tras enviarlo a anunciar nuestra llegada, traté de persuadir a Emerson de que se secara los pies.
—¿Para qué molestarse? —inquirió, mirando con ojo crítico el desorden que había en el hall de entrada.
Tuvimos que esperar bastante rato y, sólo cuando mi marido estaba ya a punto de perder la paciencia, alguien se acercó a nosotros. Creo que el lector podrá entender la sorpresa que me llevé al darme cuenta de que se trataba de Karl von Bork. No debería de haberme sorprendido tanto, sin embargo, ya que recordaba haber oído decir que Karl últimamente solía pasar la mayor parte del tiempo con su amigo Jack; lo que ambos podían tener en común, al margen de su mutuo interés por la egiptología, era algo que no podía concebir. Tan sólo cuando nos invitó a entrar con una inclinación en la sala de estar, pude observarlo con atención.
Era evidente que tanto él como Jack estaban disfrutando de una confortable velada masculina en casa. Para un hombre, estar cómodo significa, ante todo, ir lo más desastrado posible. Karl debía de haberse puesto su chaqueta con algo de prisa ya que la llevaba mal abotonada y el intento de peinarse con las manos había resul-tado también un fracaso. Tenía la cara roja y la mirada perdida. Trató de excusar a Jack quien, según explicó, no se encontraba muy bien.
—¿Quieres decir que está intoxicado? —inquirí—. Me entristece comprobar, Karl, que has apoyado su debilidad, bebiendo con él.
—Bebiendo no —dijo Emerson. Su nariz se arrugó. Con una zancada alcanzó la puerta e hizo girar el picaporte.
Despeinado y en mangas de camisa, Jack se encontraba arrellanado sobre un sillón, mirando hacia la puerta con ojos legañosos. Los almohadones del sofá estaban en desorden, cada uno a su manera, lo que me hizo suponer que el joven debía de estar tumbado sobre esa pieza del mobiliario cuando el sirviente acudió a llamarlo. Encima de una mesa cercana se podían ver un cenicero, una pipa y un plato de galletas de almendra, una de las cuales estaba mordida. Jack sostenía la pipa en la mano con dejadez. El humo que se arremolinaba por la habitación no olía a tabaco. Era el mismo extraño olor que en una ocasión yo había confundido con el de la podredumbre. Su origen era ahora cierto.
Me volví hacia Karl.
—¡Qué vergüenza! —grité—. Oh, Karl, ¿cómo has podido? ¿Qué diría Mary?
Con los ojos llenos de lágrimas, Karl levantó el brazo para taparse la cara.
—Me sentía tan solo sin ella —dijo con voz entrecortada—. Undfur die Kinder. Ach, Gott, ich habe arruinado a mí mismo... traicionado meine Geliebte...
Los sollozos le ahogaban y lo que decía resultaba cada vez más incoherente. Distraída, le di unos golpecitos en la espalda. Emerson le quitó a Jack la pipa de las manos y lo sacudió con fuerza. La única respuesta fue una sonrisa casi imperceptible.
—Ha ido demasiado lejos —dijo Emerson—. Serán necesarias unas cuantas horas para que se le pasen los efectos. ¿Cuánto tiempo has estado aquí con él, Von Bork?
El tono duro de su voz devolvió a Karl alguna apariencia de hombría: se enjugó los ojos con el dorso de la mano.
—Ich weiss nicht, Herr Professor —murmuró—. Bastante tiempo.
Le ofrecí mi pañuelo.
—Serénate, Karl. Es de vital importancia que nos hagas un relato coherente de lo sucedido.
—Dudo que sea posible —dijo Emerson secamente.
Sometiéndole a un interrogatorio directo, conseguimos sonsacarle algunos retazos de información. Había estado en El Cairo, en el Instituto, y no en Giza. El sol brillaba todavía cuando llegó a su casa... O, al menos, eso creía. Jack llegó poco tiempo después. No, por desgracia no podía recordar cuánto tiempo después. De repente, había empezado a llover... Jack y él habían estado juntos desde entonces. En cuanto a lo del hachís, no era la primera vez que se abandonaban a él. Era Jack el que se procuraba la inmunda sustancia. No sabía dónde lo había adquirido.
El abatimiento había paralizado a nuestro amigo, de un modo tan profundo que hasta le impedía dejar correr sus lágrimas. No tardamos mucho en darnos cuenta de que no obtendríamos nada más de él aquella noche... en el caso de que volviéramos a obtener algo.
Emerson finalizó su interrogatorio y se dirigió hacia la caja donde se guardaban las armas de fuego. La llave estaba en la cerradura, y haciéndola girar, abrió la tapa.
—Lo único que veo son los famosos coks.
—Jack mencionó hace unos días que le habían robado una de las armas.
—Eso es precisamente lo que diría si tuviera la intención de usarla con propósitos homicidas —señaló Emerson—. Sin embargo, lo que usaron esta tarde no era un revólver.
Sacando las armas de su sitio, las examinó.
—No —dijo, volviendo a colocar la última de ellas—. Si uno de ellos fue usado, lo limpiaron posteriormente, quitando todos los restos de municiones. Al menos tiene bastante sentido como para no dejar un arma cargada dentro de la caja. Creo que hemos acabado, Peabody.
—¿No deberíamos interrogar a los sirvientes, Emerson?
—Sería inútil —dijo Emerson—. Se limitarán a decirnos lo que les dijeron que tenían que decir o lo que creen que nosotros queremos oír. Von Bork, volveré a hablar contigo mañana.
Aquella masa informe dejó escapar un murmullo casi inaudible: «Ja, Herr Professor». El rostro severo de Emerson se dulcificó ligeramente.
—No hagas ninguna estupidez —le advirtió.
Dejar aquella casa fue como salir de la cárcel: un calabozo en el que dos hombres se encontraban retenidos por grillos más difíciles de romper que cualquier otra cadena material. Emerson inspiró profundamente el aire limpio de la noche.
—No abras ese maldito paraguas, Peabody, ha dejado de llover. ¿No es cierto que resulta algo extraño que, de nuevo, sea Von Bork el que procure una coartada a un sospechoso de asesinato?
—No puedo creer que mintiera deliberadamente, Emerson. Estaba tan arrepentido la otra vez; tan agradecido por nuestro perdón. Puede que Jack lo haya engañado. La droga tiene extraños efectos.
—Eres irremediablemente compasiva, querida, pero te equivocas sobre los efectos impredecibles del hachís: dependen, sobre todo, de la constitución del que lo consume y de la pureza del mismo. La euforia es la reacción más común y también la razón por la que tanta gente consume esa maldita sustancia, pero junto a ella hay otras, y la mayor parte se pueden fingir.
Las nubes se abrían y las estrellas brillaban en el cielo de El Cairo. Emerson aflojó el paso. Sacó su pipa y yo me solté de su brazo para que pudiera llenarla, ad-mitiendo que pudiera sentir la necesidad de su apoyo favorito en los momentos de reflexión.
—¿Quieres decir que los remordimientos de Karl no eran ciertos, Emerson? ¿Que estuvo fingiendo todo el tiempo?
—Es una posibilidad.
—Pero eso querría decir... ¡Dios mío, eso querría decir que Karl es el hombre que andamos buscando! Proporcionó la droga a Jack, hizo como si fumara con él, se aprovechó del estado de Jack para salir sin que nadie se diera cuenta y seguir a Ramsés... Su coartada con Jack no era muy sólida, ya sabes. Fue demasiado vago con el tiempo.
La luz de una cerilla resplandeció. Emerson se rió entre dientes.
—Te precipitas en tus conclusiones de nuevo, Peabody. En esa historia hay un buen número de puntos oscuros. Poco a poco nos vamos acercando a la verdad, pero todavía estamos muy lejos de entender cómo encajan todas las piezas: los accidentes de Zawaiet el'Aryan, el tráfico de droga, las falsificaciones y la muerte de Maude Reynolds.
—¿Crees que todos ellos tienen un denominador común?
—Tienen que tenerlo. Si no lo tuvieran, no sería juego limpio.
—Dios no siempre juega limpio —le hice notar.
—Por eso es por lo que no creo en él. Una deidad decente debería comportarse mejor que las criaturas que sacó del lodo.
Prefiero evitar las discusiones teológicas con Emerson. Sus opiniones son tan poco ortodoxas que pueden llegar a resultar dolorosas aunque, en ocasiones, me in-quiete constatar lo cercanas que se encuentran a mis propias reflexiones.
Una vez en casa, el portero estaba en su sitio, preparado para abrirnos la puerta. Tuve un estremecimiento.
—Emerson, ¿no podemos evitar que los muchachos vayan a El Cairo esta noche?
—Has tenido uno de tus presentimientos, ¿no es así, Peabody?
—No necesito una premonición para saber que será peligroso. David me ha contado lo que pasó ayer por la noche. Es tremendamente sospechoso.
—Todo te parece tremendamente sospechoso —dijo Emerson con simpatía— Pero sé lo que quieres decir, hablaremos de nuevo con los chicos después de cenar.
Era mucho más tarde de lo que pensábamos, así que nos dirigimos directamente al comedor. Sin perder tiempo, Emerson agasajó a los demás con la descripción de lo que nos habíamos encontrado en casa de Jack. No era la conversación más apropiada para una cena pero, de todos modos, la mayor parte de nuestras conversaciones tampoco lo eran.
Geoffrey fue el que más se inquietó.
—¡Hachís! Eso es peor de lo que me temía. ¿Dónde puede haberlo conseguido Jack?
—Dado que es ilegal, se habrá tenido que mover con discreción para adquirirlo —contestó Ramsés—. Pero, aparte de eso, no le habrá resultado difícil.
—Karl también —murmuró Nefret. Sabía que estaba pensando en Mary y los niños.
—No perdamos tiempo con lamentaciones inútiles —dije, enérgica—. En lugar de eso deberíamos de emplear nuestra inteligencia para responder a las cuestiones que plantea un descubrimiento como éste.
Todos se mostraron de acuerdo pero hubo pocas respuestas; parte de la dificultad se debía al hecho de que había que evitar la otra «conexión hachís», tal y como yo la llamaba. Era comprensible que Ramsés insistiera en no decirle nada a Nefret al respecto, pero omitir cualquier mención al asunto hacía condenadamente difícil la discusión sobre lo que habíamos averiguado aquella noche. En varias ocasiones sentí que estaba a punto de que se me escapara alguna cosa, pero allí estaba Ramsés, sentado y cerniéndose como un ave de presa, listo para prevenir cualquier error y para precipitarse sobre el culpable cuando llegara el momento.
—Le prometí a Von Bork que volveríamos a tener otra pequeña charla mañana —concluyó Emerson—. Interrogaré a Reynolds al mismo tiempo. Puede que no consiga nada más pero, al menos, le meteré el miedo a Dios en el cuerpo.
—El miedo a Emerson, más bien —dije—. ¿No puedes quitarle las pistolas?
—Bien pensado —admitió Emerson, frotándose la barbilla—. Ese arsenal resulta demasiado accesible, tanto para Reynolds como para todo aquel que se quiera servir de él. Tengo entendido que ya se ha producido un robo. ¿Sabes qué fue lo que se llevaron, Geoffrey?
—No, señor —el joven torció los labios en un gesto de disgusto—. Ya le dije que aborrezco las armas de fuego. No sabría distinguir una de otra.
—Has mencionado los cok dijo Ramsés—. Había dos: nuevos y en perfecto estado, calibre cuarenta y cinco. También tiene, o tenía cuando vi la colección el primer día que almorzamos con los Reynolds, un Winchester con tambor de doce pulgadas; dos fusiles, un Springfield y un Mauser Gewehr y una pistola Luger.
Al ver la mirada de escepticismo de Geoffrey le expliqué:
—A Ramsés rara vez le falla la memoria, Geoffrey. ¿Y bien, Emerson? ¿Faltaba alguno de ellos?
—Tan sólo uno de los colt. Reynolds no es el único hombre en El Cairo que posee un fusil pero... Mmm, sí. Creo que mañana me haré cargo de esa colección.
Visto que había cesado de llover, nos dirigimos al patio a tomar el café. Estaba decidida a no permitir que Ramsés se marchase sin haber hablado antes con él, o, como él hubiera dicho, sin que le hubiera echado un sermón, y mientras pensaba en el mejor modo de hacerlo, Nefret y su marido se retiraron. Geoffrey había sufrido continuos ataques de tos durante la velada y noté que ella estaba preocupada por él. Se marcharon cogidos del brazo. Tan pronto como la puerta se cerró tras ellos, me volví hacia mi hijo.
—Confío en que, después de que ayer fracasara vuestro plan y de que esta tarde te hayan atacado, no pensaras salir de nuevo esta noche.
—¡Chsss! —dijo Emerson, mirando inquieto por encima de su hombro.
—Haces más ruido tú cuando susurras que yo cuando hablo normalmente —le contesté muy seca—. Nadie puede oírnos. ¡Dios mío, qué desagradable es tener que esconderse de personas tan próximas y tan queridas! Ramsés, quiero tu promesa.
—La tienes.
—Sería una absoluta temeridad... Oh.
Emerson se inclinó hacia delante y David acercó su silla. Debíamos de parecer una banda de conspiradores, con las cabezas juntas y bisbisando los unos a los otros.
—¿Qué os ha hecho cambiar de idea? —pregunté, mientras mi nariz tocaba la de Ramsés—. No me puedo creer que haya sido la preocupación por los sentimientos de vuestra madre la que os haya movido a hacerlo.
—Pura lógica —dijo Ramsés, negándose a tragar el anzuelo—. Ayer por la noche nos siguieron. Me di cuenta demasiado tarde y luego no fue tan fácil librarse de aquellos tipos. Lo que no sé es cómo llegaron a sospechar de nosotros.
—¿Tal vez al verte colgar de la cuerda fuera de la ventana? —sugirió Emerson sarcástico.
—Esa es una posibilidad. Aunque, lo que de verdad importa en este momento es que no podemos seguir fingiendo y, por otra parte, intentar adentrarnos en la organización de cualquier otro modo nos llevaría demasiado tiempo. Ahora que sabemos que el hombre que buscábamos es también el falsificador, quizá podríamos recurrir a otros métodos.
—Ese pequeño granuja parece haber estado muy ocupado —dijo Emerson con su habitual tono de voz que yo me apresuré a acallar. Maldiciendo entre dientes, se inclinó y se acercó un poco más a nosotros—. Tráfico de drogas, falsificación de objetos, excavaciones en monumentos antiguos; sin mencionar el asesinato y la organización de todos los accidentes que hemos sufrido. Y todavía desconocemos el motivo que hay detrás de todo ello.
—Seguramente todos los incidentes están encaminados a alejarnos del emplazamiento —murmuró David—. El ataque del que hoy ha sido víctima Ramsés no puede ser consecuencia de nuestras investigaciones en el asunto de la droga. Era imposible que supieran quiénes éramos realmente.
—Puede que les informara alguien de la policía.
Ramsés negó con la cabeza.
—Russell es el único que conoce nuestra verdadera identidad y es un policía demasiado bueno como para que se le escape una información así. El ataque de hoy es similar a los anteriores accidentes, lo que sugiere que el motivo podría ser el que en su día señaló el señor Vandergelt.
—Sí pero que... —Emerson se detuvo. «¡Maldita sea!»
—Silencio —dijo Ramsés—. ¿No es terrible tener que susurrar y conspirar de este modo? Creo, sin embargo, que nuestro amigo empieza a ponerse nervioso. Le hemos estado presionando por diversos lados y deberíamos de seguir haciéndolo. ¿Quiere que mañana vuelva con usted al trabajo, padre? Dadas las circunstancias creo que lo mejor será concentrar nuestras fuerzas.
—Al señor Reisner no le gustará —comenté—. Sobre todo si Geoffrey se queda con nosotros tal y como ha dicho que quiere hacer.
—Tendrá que resignarse —dijo Emerson.
DEL MANUSCRITO H:
Las pisadas, al salir, debían de haber sido tan ligeras como las de un niño, ya que lo que despertó a Ramsés fue el tenue clic del picaporte cuando cerraron la puerta. Ofuscado por el sueño, su cerebro tardó algo en reaccionar, por lo que necesitó algunos segundos para darse cuenta de que estaba acostado sobre el sofá del estudio de su padre. Sus labios se curvaron en una soñolienta sonrisa al recordar: Emerson había ordenado a los demás que se fueran a las excavaciones y a él que se quedara a descansar. Debía de haber dormido profundamente durante varias horas: la luz era ya la del atardecer.
Se levantó, estirándose y bostezando, y salió de la habitación. Sennia estaba en el patio con Basima pendiente de ella; la niña correteaba junto a la fuente con un cubito en la mano, con el que regaba las plantas, el suelo y a Horus. Cuando vio a Ramsés dejó caer el cubo y echó a correr hacia él, lanzando pequeños gritos agudos de alegría.
—Está muy mojada —le advirtió Basima.
—Ya veo. No importa, Basima —añadió, mientras un par de brazos mojados rodeaban su cuello y un cuerpo que chorreaba empapaba su camisa—. Tengo que cambiarme de ropa, de todos modos.
—No hasta que haya comido —dijo Fátima, apareciendo en la arcada—. El Padre de las Maldiciones dijo que usted estaba trabajando y que no debíamos molestarlo pero no es bueno pasar tanto tiempo sin comer. Le traeré algo de sopa, cordero frío, ensalada, pan y...
—No, no te molestes. Sennia y yo tomaremos hoy el té algo más temprano. ¿Te gustaría, pajarito?
—Mermelada —dijo Sennia.
Su inglés mejoraba rápidamente a pesar de que su lenguaje siguiera siendo una mezcla desconcertante de ambos idiomas. Sentada sobre la rodilla de Ramsés, le explicaba que las flores necesitaban mucha agua y que las estaba ayudando a que fueran más bonitas.
—¿Crees que Horus parecerá también más bonito cuando lo riegues? —preguntó Ramsés, recibiendo una agria mirada del gato como respuesta.
Mientras respondía al parloteo de la niña, sin embargo, no podía dejar de pensar en el ruido que le había despertado. ¿Si no era Fátima la que había entrado para ver si quería algo para comer o beber, quién había sido? ¿O aquel pequeño ruido, silencioso y tenue, habría sido tan sólo producto de su imaginación?
Cuando Fátima regresó con algo de té, comida y leche para la niña aprovechó para decirle, con aire despreocupado:
—Supongo que los demás están todavía en las excavaciones.
—Todos menos Geoffrey Effendi. Dijo que no se encontraba bien y se fue a su habitación a descansar. Espero que no sea nada grave, no es un hombre muy fuerte.
—Es más fuerte de lo que parece —dijo Ramsés—. No, pajarito, a los gatos no les gusta la mermelada; y no te la comas con la misma cuchara que has metido en la boca de Horus.
La niña era una distracción y un encanto; la causa inocente de su sufrimiento y, a la vez, una de las pocas cosas que le permitían olvidarlo aunque sólo fuera por un momento. Probablemente, su madre sería capaz de componer un aforismo a partir de aquella paradoja.
Después de que Sennia se hubiera marchado a tomar un baño y a cambiarse de ropa, Ramsés se sentía demasiado agitado como para permanecer quieto en la silla, así que se dirigió hacia el establo. Sin una razón en particular, se adentró en el desierto; el gran espacio vacío entre la arena y el cielo siempre le había ayudado a pensar con mayor claridad. Aquella vez, sin embargo, casi deseaba no hacerlo con tanta lucidez, hubiera preferido que la rabia y los celos le cegaran; pero la evidencia era cada vez mayor y todo apuntaba hacia el mismo hombre. De todas las soluciones posibles a sus problemas personales, ésta era sin duda la peor.
Dejó que Risha siguiera su propio paso mientras seguía absorto en sus reflexiones, hasta que un viento fresco levantó el mechón que le caía sobre la frente y el repentino crepúsculo tiñó el aire de gris. Al levantar la vista, vio acercarse la tormenta; todavía estaba algo lejos pero parecía ser una de las fuertes. Abandonado a su propio albedrío, Risha se había encaminado hacia el mismo sitio donde habían estado ya tantas otras veces: se encontraban a menos de una milla de Zawaiet el'Aryan. Ramsés pensó ir hasta allí para echarles una mano, esperando que no se hubieran marchado todavía. Conociendo a su padre, era muy probable que así fuera.
Acababa de vislumbrar al pequeño grupo cuando el primer disparo le pasó rozando, tan cerca que hubiera jurado que oyó su silbido. Asió las riendas, pero Risha, con más sentido común que él, se había estirado ya, echando a correr en un largo y suave galope. Cuando su familia, presa de la agitación, dejó por fin de discutir, de interrogarle y de inspeccionarlo buscando agujeros de bala, no tenía ya sentido intentar encontrar al autor de los disparos.
David y él llevaron los caballos al establo y ayudaron a secarlos. Lo que hasta entonces no había sido más que una mera suposición, era ahora una certeza. A pesar de todo, se dijo a sí mismo que todavía no era una prueba definitiva. Aparentemente, nadie más compartía sus sospechas; de hecho, su padre habría salido sin perder más tiempo a la caza de Reynolds si no hubiera sido porque su madre se lo había impedido. Obedeciendo las órdenes de aquélla, David y él habían ido a su habitación a quitarse la ropa mojada.
—Tiene que haber sido Jack Reynolds —dijo David, mientras Ramsés hurgaba en el guardarropa buscando algo de ropa seca.
—Los rumores hablan de un inglés.
—Eso significa muy poco, por no decir nada. Wardani usa palabras como sahib, effendi o inglizi sin diferenciar una de otra; con ellas se refiere a una clase social y no a una nacionalidad en particular.
—Parece que no hay camisas limpias —refunfuñó Ramsés.
—La mayor parte de tus cosas están en el Amelia —dejando la ropa mojada sobre el suelo, David se acercó hasta su amigo para ayudarlo a buscar; tras tirar del cajón de una cómoda, metió la mano en él—. ¿Qué es esto?
Acababa de encontrar la pequeña estatua de Horus.
—Me la dio Maude —dijo Ramsés—. Fue un regalo de Navidad. Supongo que la compró en el suk.
—Encantadora ingenuidad occidental —dijo David.
—¿Qué quieres decir?
—¿No es así como los europeos describen las obras de arte egipcias? ¿Primitivas, ingenuas? Lo que significa que, o no las entienden, o no se molestan en entenderlas. Ningún egipcio pudo hacer esto.
Ramsés le tiró la galabiyya que acababa de sacar de un armario, subiéndose a una silla, y se dirigió hacia él.
—¿Cómo lo sabes?
—Es difícil de explicar. La hechura es bastante buena, pero la musculatura del pecho y de los brazos y las facciones... bueno, no son egipcias, eso es todo. Han sido realizadas siguiendo la tradición occidental, a pesar de que el artista trató de imitar el estilo antiguo. Ella debe de haber...
Su voz se debilitaba a medida que se daba cuenta de las implicaciones de su análisis.
—¿Crees que la hizo ella? —Ramsés acabó la frase.
—¿Por qué no me la enseñaste antes? —preguntó David.
—Mis instintos caballerescos me lo impidieron —dijo Ramsés disgustado—. Me parecía indecente enseñarte el regalo de la muchacha sobre todo después de que Nefret lo ridiculizara tan despiadadamente. La idea no se me pasó nunca por la cabeza; no tengo tu ojo y, además, Maude nunca nos habló de su afición ni nos enseñó muestras de su trabajo...
—Y él se aseguraría de que ella no lo hiciera —dijo David—. Especialmente después de saber que le seguíais la pista. Todos los indicios lo señalan, ya sabes. Se asustó cuando Nefret se refirió a las falsificaciones y al vendedor de Londres; ¿quién si no podía saber que el profesor tenía el escarabajo? Tuvo que matar a Maude porque ésta estaba a punto de contarte la verdad.
—Concuerda —admitió Ramsés—. Ella no podía entender los auténticos motivos de su hermano o la gravedad que tiene vender antigüedades falsas; probablemente pensó que se trataba de una alegre e inocente broma a un grupo de solemnes eruditos. Sin embargo, hay algo que todavía se nos escapa. ¿Por qué quiso recuperar el escarabajo?
David daba vueltas a la figura en sus manos.
—Porque ella firmaba su trabajo —dijo—. Formaba parte de la broma. Mira aquí, ¿estás seguro que esto no estaba también en el escarabajo?
Sobre la lisa base de la estatua había grabados dos minúsculos signos jeroglíficos. Uno representaba una lechuza, la M del antiguo egipcio; el otro se encontraba bajo el primero y era el signo alfabético de la letra R. Uniéndolos, no sólo se obtenían las iniciales de Maude sino que, además, se componía una palabra egipcia.
A pesar de que Ramsés se había esforzado por adiestrar su memoria visual, tuvo que cerrar los ojos y concentrarse para recordar esta parte de la inscripción.
—Claro que estaba —dijo—. Es un título, la palabra que significa inspector o superintendente. Ésa fue, precisamente, una de las anomalías que noté: el hecho de que la inscripción empezara con los títulos del oficial que la compuso. ¡El muy bastardo me la restregó por las narices y yo no me di cuenta!
—Ya empiezas de nuevo a culparte por no saberlo todo. ¿Cómo podías hacerlo? —David se deslizó la galabiyya sobre la cabeza—. Creo —continuó—, que se asustó innecesariamente cuando se dio cuenta de que podíais tener el escarabajo. Entrar en la casa era muy arriesgado.
—No arriesgaba nada. Los hombres que contrató no sabían nada sobre él y él no dejó rastro alguno que pudiera llevar de nuevo hasta su persona.
—Será mejor que se lo enseñemos al profesor —dijo David—. ¿Estás preparado?
—Nuestra madre diría que no —iba tan sólo ataviado con unos pantalones y con un par de botas, Ramsés cerró el cajón del escritorio y regresó al armario—. Por aquí no hay una maldita camisa... Ah. Ahí, en el estante de arriba.
Su tono de indignación hizo que David se echara a reír.
—Ahí es donde se supone que deben estar.
—¿Sí? ¿Por qué las mujeres tienen que abotonar estas malditas cosas antes de ponerlas en su sitio? Lo único que consiguen es que tengamos que desabrocharlas de nuevo. David, no quiero que esta noche mencionemos esto a nuestro padre ni a nuestra madre.
—Es la prueba más importante que hemos encontrado hasta ahora, Ramsés. No podemos ocultársela.
—El último clavo en el ataúd de Jack Reynolds —gruñó Ramsés—. No David. Es demasiado fácil.
David apartó un montón de papeles que había sobre una silla y se sentó en ella.
—Dejémoslo estar, entonces. Si no es Jack, entonces tiene que ser Geoffrey tu sospechoso. Escucha, Ramsés...
—No es lo que piensas —Ramsés se puso la camisa.
—No quería decir...
—Sí, lo estabas haciendo y te equivocas. ¿Supones que deseo que sea él el culpable? ¡Piensa en lo que eso supondría para Nefret! Aunque quizá sería peor ocultar su culpabilidad por ella; si es el hombre que buscamos, se trata de alguien que carece por completo de principios, y es tan peligroso como una serpiente. Esta tarde cogió uno de los caballos y no volvió hasta el preciso momento en que estaba empezando a llover... ya oíste lo que dijo Mohammed. Puede que aquel día siguiera a nuestra madre con la única intención de procurarse una coartada; ¿por qué demonios la tenía que seguir si no? Podía haber dispuesto unos cuantos petardos sin demasiadas dificultades para que estallaran después de que él se hubiera presentado galantemente a rescatarla. Durante todo este tiempo ha tenido acceso a las armas de Jack, a su pobre e ingenua mente y a su hermana...
Un fuerte respingo de David lo interrumpió. Ramsés se encogió de hombros.
—Eres muy libre de decirme si he pasado algo por alto. Dios sabe cómo me gustaría que fuera así.
—No falta detalle —murmuró David.
—Lo sé. Dame otro día antes de dar a conocer las últimas noticias. Esta noche me quedaré en casa y lo vigilaré muy de cerca. Puede que haga algo, o que deje de hacer algo, que nos permita concluir el asunto.
Lo que sus padres les contaron aquella noche durante la cena podía muy bien haber constituido un nuevo clavo en el ataúd de Reynolds. Para Ramsés era un punto a su favor. Los hombres importantes en el negocio de la droga rara vez hacen uso de ellas, tienen más sentido común.
De modo que pasó las primeras horas de la noche en el jardín, vigilando una ventana en particular. Bastante tiempo después de que anocheciera, una forma se deslizó sigilosamente en la oscuridad, dirigiéndose hacia el lugar que Ramsés había esperado. Narmer no puso objeción; Ramsés había ordenado que encerraran al perro durante la noche cuando empezó a trabajar para Russell.
Lentamente, Ramsés se acercó a la ventana de la que, tiempo atrás, había sido su habitación. A pesar de que no creía que ella pudiera estar allí, se aseguró de que nada se moviera o respirara en su interior antes de trepar por el alféizar. No le llevó mucho tiempo encontrar lo que buscaba. Antes de volver a colocar el arma bajo el colchón, extrajo todas las balas.
Hasta ese momento se las había arreglado para no pensar en nada que no fuera lo que se llevaba entre manos pero, al incorporarse, una serie de imágenes atravesaron su mente como centellas, tan intensas y dolorosas que tuvo que cerrar los ojos, como si eso pudiera dejarlas fuera. Dios mío, ¿cómo iba a contárselo a Nefret?
Por regla general, me levanto antes que Emerson, que duerme profundamente y no suele estar de muy buen humor por la mañana. El lector entenderá por eso mi sorpresa cuando, al abrir los ojos, vi un pequeño círculo rojo incandescente y una forma escultural recortada contra la ventana e iluminada por la luz de las estrellas. Se trataba de Emerson: despierto, vestido y fumando su pipa.
Me senté de un salto y grité.
—¿Qué ha sucedido?
—Nada todavía —fue su serena respuesta—. No obstante, van a suceder unas cuantas cosas. Tengo que ver a Reynolds y a Von Bork y hacer una llamada de cortesía a Reisner, antes de que empecemos a trabajar. ¿Quieres venir conmigo?
—Sin duda alguna.
—Estaba seguro de que dirías eso. ¿No necesitas ayuda con los botones?
—No, gracias. Probablemente me vestiré más deprisa sin tu ayuda.
Emerson soltó una risita.
—Fátima no se ha levantado todavía. Iré a la cocina y te prepararé un café, querida.
Suponiendo que hubiera necesitado algún tipo de estímulo para vestirme sin perder tiempo, aquel generoso ofrecimiento podría haber servido. Aunque las intenciones de Emerson eran buenas lo más probable era que, en el caso de que no le prendiera fuego a la cocina directamente, Fátima tuviera que pasarse una hora limpiando después.
Como era de esperar, lo encontré maldiciendo y curándose la mano que se acababa de quemar. Había roto una taza en mil pedazos y la cafetera se le había caído. Sobre la mesa yacía un ratón muerto: supuse que se trataba de una de las ofrendas de Horus. Mientras preparaba el café y barría los trozos de la taza rota, Emerson se deshizo del ratón.
—Me parece que va a ser un buen día —comentó, sentándose conmigo a la mesa.
—¿Para qué? —le pregunté enojada. (Me había cortado un dedo con un trozo de taza.)
—Entre otras cosas —dijo Emerson—, para excavar. Tengo ya resuelto parte del complot: sé lo que hay detrás de las falsificaciones y, también, aquello que se supone que no debemos encontrar en Zawaiet.
—Imagino que no me lo vas a querer decir.
—Te daré una pista. Dos de los objetos que vendió el falsificador eran poco comunes: la pequeña estatua de marfil y las patas del diván. Ambos pertenecen a una dinastía primitiva. Extrañamente, la cronología coincide con la de nuestra pirámide. Por otra extraña coincidencia, además, alguien está tratando de evitar que excavemos en ella —se detuvo, con aire provocador.
—¡Dios mío! —dije, tomando aliento—. Es... quiero decir... sí, por supuesto. Las patas de un lecho funerario, ricamente decorado con oro; la imagen de un rey, el padre o el abuelo de un rey... ¡Un enterramiento real!
—O un escondrijo —corrigió Emerson—. Supongamos que nuestro amigo lo encontró el año pasado y decidió quedarse con el tesoro. ¿Cómo disponer de él sin levantar sospechas? Haciendo creer, simplemente, que los objetos auténticos formaban parte de una colección mucho más grande y cuyo origen no dejaba lugar a dudas.
—¡Brillante, Emerson! Probablemente no tuvo tiempo de vaciar todo el enterramiento o, de otro modo, no estaría tratando de alejarnos del lugar. ¡Puede que parte del ajuar funerario se encuentre todavía allí!
—Ése parece ser el caso —dijo Emerson—. Puede que la temporada anterior pensara que no era urgente retirar todos los objetos; el sitio forma parte de la concesión de Reisner y éste no tiene ninguna intención de volver al mismo. Nadie podía imaginarse que me lo ofrecerían a mí.
—Y también es posible que él, el falsificador, no lo haya sabido hasta hace bien poco. Reisner no tenía razón alguna para mencionarlo, excepto al señor Maspero, y tú tienes la costumbre de mantener tus planes en secreto hasta el último momento...
—Ese bastardo tuvo que llevarse un buen susto —asintió Emerson—. Hace que se me parta el corazón.
La aparición de Fátima, que se quedó con la boca abierta al vernos ya allí, puso punto final a la conversación. Yo, por mi parte, tuve que poner punto final a sus excusas, excusándome a mi vez por el desorden.
La luz del patio apenas era suficiente para que pudiéramos distinguir los contornos informes de los muebles y de la fuente. El cielo tenía una tonalidad pálida, casi incolora todavía, pero ya se adivinaba que iba a ser un buen día. Aún así, cogí mi paraguas: además de la lluvia, me protege de muchas otras cosas.
—¿Crees que debemos dejar un mensaje a los otros? —pregunté en tanto que el soñoliento portero desatrancaba el portón.
—Estaremos de vuelta antes de que nos hayan echado de menos —dijo Emerson—No nos llevará mucho tiempo.
Sus suposiciones resultaron erróneas: cuando llegamos a casa de Jack Reynolds, el pájaro había volado.
Uno de ellos, al menos. Tras habernos asegurado que Jack no estaba en la casa y de que ninguno de los sirvientes sabía dónde se encontraba, Emerson irrumpió en la habitación de invitados donde dormía Von Bork, y lo sacudió hasta despertarlo. El brusco despertar y la visión del rostro congestionado de Emerson a unas pocas pulgadas de él, habría reducido a la incoherencia a un hombre con menos peso sobre su conciencia que Karl. Me llevó algo de tiempo calmarlo lo suficiente como para conseguir que nos contara algo, y lo que nos dijo no nos ayudó mucho. Se había dejado caer en la cama después de nuestra partida, mientras que Jack permanecía solo en el estudio. Desde entonces no lo había vuelto a ver. No había oído nada, no había visto nada, no sabía nada; excepto que él era el más vil de los gusanos, la criatura más despreciable de la tierra, que no merecía ni nuestra amistad ni el amor de Mary.
Eso era verdad, aunque no sirviera de mucho, así que lo dejé, retorciendo las manos y llorando.
Emerson había vuelto al estudio de Jack. Cuando entré en él, acababa de abrir la caja de las armas. «Falta uno de los fusiles», anunció. La furia había dado paso a una calma glacial, por lo que se ocupó del asunto con la espantosa eficiencia que hace de Emerson una persona formidable. De regreso en la habitación de invitados, se dispuso a registrarla, incluido el cuerpo encogido de Karl von Bork, sin encontrar rastro alguno del arma. Entonces nos precipitamos hacia el establo donde comprobamos, tal y como habíamos imaginado, que el caballo de Jack había desaparecido. El encargado de los establos dijo que no lo había visto; de hecho, la mayor parte de los sirvientes se habían despertado con los gritos de Emerson y habían huido.
La penúltima acción de Emerson fue vaciar la caja de las armas de todo su contenido. Tras meter las pistolas en su cinturón y el resto bajo el brazo, se detuvo tan sólo el tiempo suficiente para hablar una vez más con Karl.
—Ve al trabajo y no le digas nada a nadie, empezando por Junker —le aleccionó—. Si eres inocente, quizá podamos todavía librarte de todo esto. De todos modos, culpable o inocente, el peor error que puedes cometer ahora es tratar de escapar.
Volvimos a casa lo más rápidamente posible. Al oír el saludo del portero, todos se apresuraron a salir de la habitación donde se encontraban desayunando, inclui-dos Lía y David, que acababan de llegar. Emerson les puso al corriente de la situación con unas cuantas frases lacónicas.
—Así que acabad de desayunar —concluyó—. Creo que yo también me tomaré otra taza de café. Peabody, no has comido nada; date prisa querida, tenemos que salir.
—¡Salir! —exclamó Geoffrey—. ¿A las excavaciones? Pero señor, ¿No deberíamos de intentar encontrar a Jack? Si está en algún lugar ahí fuera con un fusil, ¡puede ser peligroso!
—¿Y dónde podríamos buscarlo? —preguntó Ramsés dado que la mirada de exasperación de Emerson dejaba muy claro que no tenía la más mínima intención de perder tiempo explicando lo que resultaba obvio.
—Al menos irán armados —insistió Geoffrey.
—¿Armados? —Emerson pareció darse cuenta en ese momento de que llevaba consigo las armas de Jack y las dejó caer con gran estruendo—. No hay ninguna cargada.
—Yo sé dónde guarda la munición —dijo Geoffrey ansioso—. Dejen que vaya y...
—En el escritorio —le interrumpió Emerson—.. Ese condenado idiota ni tan siquiera cerraba con llave los cajones. Yo no llevo armas de fuego, Geoffrey. La señora Emerson, en cambio, sí, y yo no tengo nada que objetar ya que, según tengo entendido, todavía no ha disparado a nadie. Por favor, deja de discutir y haz lo que te digo.
Nadie más se opuso: lo conocían mejor. Aunque, como ninguno de nosotros puede pasar mucho tiempo sin conversar, al sentarnos a la mesa nos sumergimos de nuevo en todo tipo de especulaciones.
—Tal vez ha ido sólo a cazar —sugirió Lía—. A los deportistas les suele gustar salir temprano.
Parecía tan dulce y preocupada que nadie se atrevió a disipar sus optimistas fantasías. Ramsés, que apenas había abierto la boca desde nuestro regreso, le dedicó una sonrisa.
—Podría tratarse muy bien de eso.
Emerson dio por finalizada la conversación ordenando que nos fuéramos a trabajar. No suelo hacer caso de las pequeñas manías de mi marido, así que iba armada hasta los dientes: la pistola, el cuchillo, el cinturón de las herramientas, todo se encontraba en su sitio. Al salir cogí, además, mi sombrilla del lugar donde suelo colgarla.
Cuando llegamos a Zawaiet, los hombres se encontraban ya allí. Bajo la dirección de Selim, algunos de ellos retiraban en ese momento el toldo que habíamos colocado sobre la entrada del pozo y Emerson se apresuró a controlar que no hubiera daños. Había caído algo de agua en su interior, aunque no demasiada.
No puedo decir que en aquellos momentos me encontrara totalmente concentrada en el trabajo. Hasta entonces el terreno me había parecido bastante llano y así era, comparado con los abruptos despeñaderos y el contorno irregular de las montañas de Tebas donde habíamos trabajado con anterioridad, pero, a pesar de ello, había a nuestro alrededor montículos suficientes como para dar protección a un buen número de resueltos asesinos. Hice un aparte con Selim: su cara se alargaba a la vez que su expresión se hacía cada vez más severa, a medida que escuchaba lo que le decía. No pasó mucho tiempo antes de que hubiera hombres apostados en varios puntos estratégicos alrededor de la pirámide y uno en lo alto de ella.
A media mañana, un nuevo estrato de huesos de animales había sido fotografiado antes de que procediéramos a su extracción. Mezclados con ellos había también unos fragmentos de papiro sobre los que Ramsés se arrojó sin perder tiempo.
—Demótico —anunció tras una rápida mirada—. Tenías razón sobre la última fecha del depósito, padre. Aquí aparece el nombre de Amasis II.
La fosa tenía ya unos dos metros de profundidad y, según parecía, habíamos alcanzado el fondo. No había más huesos, tan sólo una gruesa capa de arena. Emerson, inmóvil sobre el borde del declive, ordenó repentinamente a los hombres que se encontraban más abajo que dejaran de cavar y que subieran.
—¿Sucede algo? —le pregunté, tras correr a su lado—. ¿Alguna señal que indique un inminente derrumbamiento?
—Los derrumbamientos inminentes no suelen avisar —dijo Emerson sarcástico, frotándose la barbilla—. Hemos llegado al fondo de la fosa. Si miras más de cerca, podrás ver la parte superior de uno de los bloques originales de relleno del pozo. Apenas quedarán unos cuantos estratos; hemos descendido ya unos dos o tres metros y, de acuerdo con mis cálculos, la parte inferior del relleno debe encontrarse a unos cuatro metros de la superficie.
—Necesitaremos cuerdas —dijo Selim—. Para sacar las piedras.
—Quiero que los hombres se aten también —dijo Emerson—. Y que allí abajo no haya más de tres al mismo tiempo. Pondremos dos hombres para sujetar cada una de las cuerdas y puedes advertirles ya que, si las dejan caer, les romperé los brazos.
Emerson podía haber sido uno de los tres hombres que se disponían a descender el pozo, si no hubiera sido porque conseguí convencerlo de que su fuerza y su habilidad resultarían más útiles en cualquier otro sitio. De este modo, empezamos con el trabajo, lenta y cuidadosamente. A pesar de que no se trataba de los bloques macizos de piedra que se habían empleado en Giza, cada una de aquellas rocas debía de pesar varios cientos de kilos, por lo que los hombres tardaban bastante en alzarlas, lo suficiente como para poder pasar una cuerda por debajo. Emerson les había ordenado que subieran antes de que cada piedra fuera acarreada hasta la superficie y arrastrada lejos del borde de la fosa.
—A este paso, nos llevará todo el día —dije, asomándome a la cavidad.
—Hasta una semana, si es necesario —dijo Emerson, mientras se secaba la frente con la manga de la camisa.
—Por supuesto. Dado que entonces no hay tanta prisa, ¿podemos parar a comer un poco?
Emerson asintió a regañadientes. En tanto que nosotros nos dirigíamos al refugio, los hombres se dispusieron a fumarse un cigarrillo y a descansar. No había pasado mucho tiempo cuando vi acercarse un hombre a caballo por el norte y avisé a los demás. Nadie reaccionó: dejando aparte el hecho de que un asesino no se aproximaría tan abiertamente, hubiera sido imposible confundir la fina y agraciada figura del jinete con la del corpulento americano. Se trataba de Geoffrey, a quien Emerson había enviado a Giza para comprobar si Jack se había presentado a trabajar.
—¡No está allí! —fueron las primeras palabras del joven mientras se acercaba deprisa hacia nosotros—. No ha acudido esta mañana y tampoco está en casa. También estuve allí.
—Mmm —dijo Emerson. Y siguió comiendo.
—Siéntate, Geoffrey —le invité—, y bébete una taza de té. Pareces muy acalorado.
Sonriente y negando con la cabeza, Geoffrey dio un beso a su mujer y se dejó caer sobre sus pies.
—Su tranquilidad me sorprende, señora... tía Amelia, a pesar de que debería de haberme acostumbrado ya a ella.
—Nos limitamos a demostrar las cualidades que otorgan su superioridad a nuestra casta —dijo Ramsés lentamente, arrastrando las palabras—. Flema británica, noblesse oblige, frialdad en las situaciones explosivas... ¿Me dejo algo?
—No seas odioso —le dijo Nefret con brusquedad.
—Ésa era la parte que faltaba —dijo Ramsés—. El odio. ¿Puedo comerme otro sándwich?
—¿Qué dijo el señor Reisner? —inquirí.
—No parecía muy contento —admitió Geoffrey—. Le dije que teníamos problemas...
—¡Qué! —exclamó Emerson en un tono terrible.
—Bueno, no le di más detalles, señor, se lo aseguro. No fue necesario. Dijo que ustedes siempre tienen problemas y que, tan pronto como hayamos resuelto el asunto, le gustaría poder disponer, al menos, de parte de su personal.
Emerson dejó escapar una risita pero Geoffrey continuó ansioso:
—Imagino que tampoco hay rastro de Jack por aquí. De verdad que no quiero parecer alarmista pero, ¿cómo pueden seguir trabajando sabiendo que él se encuentra en algún lugar, observándoles?
—Al acecho —sugirió Ramsés.
—Jamás he permitido que un criminal interfiriera en mis excavaciones —declaró Emerson—. Estamos a punto de hacer un gran descubrimiento. No dejaría de ser una gran sorpresa si... ¡Oh, maldita sea! No sucederá, ¿no es así? ¡Ramsés!
—No iba a decir nada —protestó su hijo.
—He visto cómo os mirabais David y tú. Así que se os ha ocurrido también a vosotros, ¿no es así?
—¿La tumba de la Dinastía III? Sí, señor. A la vista de la información que hemos conseguido, era una conclusión lógica. Pero —se apresuró a añadir Ramsés—, ninguno de los dos sabría decir dónde puede encontrarse. ¿Cree usted que en el pozo, señor?
—No —dijo Emerson, en cierto modo satisfecho con esa falsa admisión de falibilidad—. El lugar tiene que ser de fácil acceso dado que, de otro modo, nuestro amigo no hubiera podido entrar sin que los otros lo supieran. Los depósitos del interior del pozo han permanecido intactos durante milenios. Sólo hay dos posibilidades: o ahí abajo hay una entrada oculta a la cripta real, o el faraón fue enterrado en una de las tumbas de los cementerios. Yo estoy a favor de lo primero porque...
Me sentí obligada a interrumpirlo.
—Geoffrey, ¿te encuentras bien? Tienes una tos muy fea; toma un pequeño sorbo de té, si puedes.
—Me encuentro mejor ahora —dijo enderezándose, jadeante y sonriendo a Nefret, quien le había pasado el brazo alrededor de los hombros—. Ha sido sólo... sólo la sorpresa.
—Siga, padre —dijo Ramsés— ¿Qué es lo que le hace pensar que el sepulcro se encuentra en el interior de la pirámide?
—¿Qué? Oh. Bueno, tengo una razón: si la tumba se encontrara en uno de los cementerios, resultaría demasiado accesible tanto para nosotros como para posibles saqueadores. El tesoro debe de encontrarse en el interior de la pirámide, bajo el suelo de uno de los pasillos, de alguno de los depósitos, o de la misma cripta falsa, pero no mandaré a nuestros hombres ahí abajo hasta que no hayamos acabado de despejar el pozo. ¿De acuerdo? —sin esperar la respuesta, se puso de pie de un salto—. Siendo así, volvamos al trabajo.
Los otros le siguieron, dejándome a solas con Geoffrey y con Nefret.
—Deja que se quede aquí un rato —le dije a Nefret, refiriéndome a su marido.
—Sí, tía Amelia —no añadió nada más. Al ver sus labios apretados y su expresión distante, sentí una punzada causada por un sentimiento de pérdida, no de remordimiento. ¿Volveríamos a ser alguna vez lo que en su día fuimos la una para la otra?
A medida que pasaba el día, me iba relajando. De Jack no había el mínimo rastro. Mi optimismo me llevó a pensar que quizá se hubiera dado a la fuga. Emerson gruñó cuando se lo comenté: estaba concentrado en el trabajo.
Estoy convencida de que, al igual que a mí me sucede con el crimen, mi marido tiene un sexto sentido para la arqueología. Siempre ha sabido interpretar signos que pocos excavadores hubieran sido capaces de detectar; cuando la catástrofe se produjo, era el único de nosotros que se encontraba preparado para ella.
Los hombres habían sacado cuatro de los bloques de piedra, dejando a la luz la capa que se encontraba debajo. Era una tarea dura y lenta, y las cuerdas que Emerson había insistido que se ataran alrededor de sus cuerpos no dejaban de enredarse, de manera que una buena dosis de maldiciones y quejas acompañaba sus actividades. Al final, la quinta piedra estuvo lista para ser levantada. Después de sacar al hombre que se encontraba en la fosa, empezó su ascensión. Cuando se encontraba a mitad de camino de la superficie, algo que no pude ver sucedió: o la cuerda se rompió o los nudos se soltaron. Lo que sí que vi con claridad fue cómo caía aquella cosa. Cuando una de sus esquinas golpeó en el fondo, el impacto hizo que la infraestructura entera se abriera, con un estruendo que resonó como una explosión de dinamita. Una nube de polvo y arena se elevó desde el pozo mientras Emerson se arrojaba sobre uno de los hombres atados a las cuerdas, quien había tropezado y en ese momento se arrastraba inexorablemente hacia la abertura de la fosa.
Todos se aproximaron corriendo. Cuando el polvo se desvaneció, Emerson se sentó, contó las cabezas y lanzó un suspiro de alivio.
—No hay daños —anunció, a la vez que se limpiaba la boca con la palma de la mano, lo que no mejoró mucho la cosa, ya que manos y cara estaban igualmente sucios. El gemido del hombre que acababa de salvar atrajo su atención; incorporándolo, lo examinó, le quitó el polvo y se lo entregó a dos de sus amigos—. No hay daños —repitió.
—Esto pone fin al desalojo del pozo —dijo Ramsés, asomándose al vacío.
—Aléjate de aquí, Ramsés —le ordené—. Y tú también, Geoffrey. Dios mío, ahora debe tener una profundidad de unos veinte metros.
—Mmm, sí —dijo Emerson—. Sacar las piedras a través de las escaleras nos llevará más tiempo, pero no será tan peligroso. Me temo que esto haya acabado con otro de tus cabrestantes, Selim.
—Me basta con que no se trate de una persona, Padre de las Maldiciones.
—Bien dicho —Emerson le dio unas palmaditas en la espalda—. Vamos a echar un vistazo ahí abajo.
—¿No podéis esperar hasta mañana? —pregunté.
—¿Por qué esperar? Todavía quedan unas cuantas horas de luz.
Apenas había recorrido la mitad de la distancia que separaba la boca del pozo de la entrada con los escalones en descenso cuando se detuvo, por una excelente razón: Jack Reynolds no se encontraba al acecho en los alrededores. Había estado allí todo el tiempo, ocultándose de nosotros a los pies de los toscos escalones y en ese momento emergía, polvoriento, con la cara encendida y ojos de loco y con un fusil apoyado sobre el hombro. Apuntaba a Emerson.
Capítulo 14
Se nace sahib, no se llega a serlo. El código que gobierna nuestra clase es claro: honestidad inquebrantable, decidido coraje, respeto hacia las mujeres y demás criaturas desvalidas y ese delicado sentido del honor que sólo un anglosajón puede entender por completo.
—¡No lo hagas, Emerson! —grité. Había visto cómo tensaba los músculos y sabía que esto significaba ataque inmediato—. ¡Intenta razonar con él!
Emerson dijo algo que yo no pude oír, sin duda alguna debía de tratarse de una maldición; pero, respondiendo al gesto de Jack, retrocedió muy despacio a medida que el joven avanzaba hacia él. Al final, Jack se detuvo.
—Así está mejor, profesor. Lo suficientemente cerca como para que no tengamos que gritarnos. Tengo la garganta seca: se me acabó el agua hace un buen rato.
Su voz resultaba áspera a causa de la sed, pero lo que decía parecía bastante coherente. Recobrando el ánimo le dije:
—Tengo una cantimplora, Jack. Si me permites...
—No gracias, señora. No hasta que haya ajustado cuentas con Ramsés.
—¿Ramsés? —repetí—. No seas insensato, Jack. Todos sabemos ya lo del tesoro y, con tu absurdo comportamiento, no haces sino confirmar nuestra teoría sobre el lugar donde se encuentra. Es inútil tratar de defenderlo ahora: no puedes matarnos a todos.
—Te agradecería que dejaras de meter ideas en su cabeza, Peabody —dijo Emerson.
—No sé de qué me habla, señora Emerson —dijo Jack frunciendo el ceño—. Que ninguno se acerque... tú tampoco, Nefret. Es a Ramsés a quien estoy buscando. No quiero herir a nadie más.
—Ninguno de nosotros se va a quedar quieto contemplando cómo disparas sobre él, Jack—empezó a decir Nefret—. Por favor...
—¿Disparar? —su voz se quebró—. ¿Me crees capaz de disparar sobre un hombre desarmado? Lo único que quiero es llegar a un acuerdo.
Un atisbo de verdad empezó a asomar en mi mente, pero era tan espantoso que mi cerebro se negó a dejarlo entrar. Emerson fue el primero en responder.
—Si no pretendes disparar a nadie, ¿por qué me apuntas entonces con el fusil? Bájalo y hablaremos.
—Tan pronto como me prometan no interferir. Hagámoslo en buena lid, sin que todo el mundo salte sobre mí al mismo tiempo.
—Espere un minuto, padre —dijo Ramsés al ver que Emerson, farfullando de ira, trataba de articular una respuesta—. ¿Qué es exactamente lo que quiere, Reynolds? Si debo considerarlo como un reto, me toca a mí elegir las armas.
—Al infierno con las armas —gruñó Jack—. Los puños me bastan.
—Y a mí también —dijo Ramsés rápidamente.
—Jack no! —gritó Geoffrey—. No podrás ganarle ¡No pelea como un caballero!
—No te metas en esto, Geoff —Jack se pasó la manga por la frente empapada de sudor—. Asesinó a Maude y ahora quiere culparme a mí de ello; lo mataré si puedo, pero lo haré sin armas y en una pelea limpia. Si me mata... bueno, ¿qué razón me queda para seguir viviendo? Maude ha muerto, tú has conseguido a la mujer que yo quería y ahora él ha reunido tantas pruebas contra mí que bastarían para mandarme a la horca. Pero, aun así, no dispararé a un hombre a sangre fría.
La honestidad, la honestidad de un hombre decente y algo estúpido, resonaba en cada una de las palabras que pronunció. Si había dicho la verdad, y sobre eso no cabía duda, significaba que los indicios contra él habían sido fabricados, y que sus acciones y opiniones habían sido sutilmente manipuladas por otro. La lista de sospechosos había quedado reducida a una persona.
Y ahora esa persona acababa de ver fracasar sus planes por no haber sido capaz de entender los límites más allá de los cuales no se puede empujar a un hombre de honor. No podía permitir que se produjera aquel intercambio de puñetazos: Ramsés no lucharía como un caballero, Jack perdería la pelea y al ser interrogado (del modo en que Emerson suele hacerlo) señalaría con el dedo al verdadero culpable.
Había, pues, que actuar sin perder tiempo y eso fue precisamente lo que hizo. Tenía las manos metidas en los bolsillos; sacó la pistola de uno de ellos, y disparó sobre el único hombre armado allí presente con la misma frialdad con la que se había comportado siempre. La bala fue a dar en el muslo del pobre Jack, a quien la sorpresa había dejado con la boca abierta; tirando el fusil, cayó, retorciéndose sobre la arena. Ramsés se adelantó con un salto pero se detuvo en seco al ver cómo la pis-tola se volvía hacia mí.
—No se moleste en buscar su insignificante cerbatana, tía Amelia —dijo Geoffrey—. Y los demás, será mejor que no os atreváis a dar un paso. Antes de que alguno llegara a alcanzarme, podría matar al menos a tres de vosotros, empezando por ella.
—Tendrás que disparar antes sobre mí —dijo Nefret, con voz fina y clara—. Voy a ver qué puedo hacer por Jack.
—Tú misma —dijo su marido con indiferencia—. Pero no te atrevas a tocar el fusil.
—Tiene el suficiente sentido como para no hacerlo —dijo Ramsés—. Podrías disparar, y lo harías, antes de que ella alcanzara el arma. Acabas de demostrar que sabes tirar y que tus remilgos hacia las pistolas no eran sino parte de la fachada que presentabas, ante nosotros y el resto del mundo. Ha sido una actuación digna de un maestro.
—Viniendo de ti lo consideraré un auténtico cumplido —dijo Geoffrey—. Me han contado muchas historias sobre tus habilidades para disfrazarte. Ya lo sabías, ¿no es cierto? ¿Quitaste tú anoche las balas al cok mientras trataba de convencer a Jack para que se escapara? No estuvo nada mal, pero me subestimaste al pensar que no examinaría el arma. Cuando estuve en la casa esta mañana volví a cargarla, usando la munición de Jack.
Hice un pequeño inventario de la situación que no era, precisamente, alentadora. Nefret se encontraba arrodillada junto a Jack, a medio camino entre nosotros y la entrada de la pirámide. Emerson, con los puños apretados y el ceño fulminante, estaba casi a la misma distancia, tres metros más allá, con Lía y David detrás de él. El único que se encontraba lo suficientemente cerca de Emerson como para representar un peligro para Geoffrey era mi hijo quien, por otra parte, no se atrevía a moverse a causa de la amenaza que pesaba sobre mí. Sabía que, oculto tras su máscara, calculaba fríamente las posibilidades y trataba de encontrar el modo de que éstas jugaran a nuestro favor. Tras mirar a su padre, volvió a clavar la vista en Geoffrey.
—Te subestimé —admitió.
—Lo que demuestra lo engañosa que puede ser la apariencia física —dijo Geoffrey, con aquella dulce sonrisa infantil—. Parezco un esteta, ¿no es así? Cuando era joven trataba de estar a la altura de lo que mi familia esperaba de mí pero, a pesar de que con el tiempo llegué a cazar, a disparar o a montar con gran habilidad, los más viejos continuaban burlándose de mis hazañas y de mi cara afeminada. Así que decidí seguir mi camino y hacer que mis defectos jugaran a mi favor. Todo iba bastante bien hasta que os cruzasteis en mi camino. Creo que entenderéis entonces por qué voy a disfrutar acabando con la mayor parte de vosotros antes de que me capturen.
—Eso es absurdo —dije, con aire de desaprobación—. Por el momento nadie te ha condenado y si no causas daño a nadie las posibilidades de escapar a la justicia...
—Peabody, ¿puedes dejar de hacer sugerencias? —gritó Emerson.
—Emerson, ¿quieres estarte quieto, por favor?
Nefret se puso lentamente de pie.
—Geoffrey, sabes que permaneceré a tu lado si no hieres a nadie más. En lo bueno y en lo malo, ¿recuerdas? Dale a tía Amelia... No, dale a Ramsés el arma.
La cara de Geoffrey se dulcificó y sus ojos se volvieron hacia ella.
Era el momento que había estado esperando mi marido. Gritando, «Abajo, Peabody», saltó hacia delante.
Tuvo que pasar algún tiempo antes de que pudiera valorar en su justa medida la heroicidad de aquel gesto. Fue un intento, deliberado y calculado, de alejar el tiro de Geoffrey de mi persona y de la de su hijo. Emerson sabía que Ramsés habría atacado antes de permitir que me dispararan a sangre fría y también que, a esa distancia, Geoffrey no hubiera fallado.
El resto de nosotros reaccionó del modo en que mi valiente esposo había esperado. La bala me pasó rozando por encima de la cabeza, al mismo tiempo que yo me ponía a cuatro patas; oí el gruñido de Emerson y el chillido de Nefret y vi cómo Ramsés se arrojaba hacia delante, arrancando el arma de manos de Geoffrey y golpeándole al mismo tiempo y con fuerza en la barbilla.
Geoffrey se tambaleó hacia atrás. Se encontraba peligrosamente cerca del borde del pozo; el último paso lo hizo caer dentro. Por un momento vislumbré una cara, la boca abierta en un silencioso grito de terror, y un par de brazos que se debatían. Ramsés se tiró al suelo, alargando los brazos para alcanzarlo.
El tiempo parecía haberse detenido. Cuando la nube de polvo y arena se desvaneció sobre la negra cabeza de Ramsés y sobre su camisa empapada de sudor, pude ver cómo sus brazos y la mitad de su cuerpo, casi hasta la cintura, se encontraban dentro de la sima. Asía con fuerza la muñeca derecha de Geoffrey. Aferrarse de aquel modo era lo único que salvaba a aquella malévola criatura de una muerte terrible; los lados del pozo eran demasiado lisos y era imposible apoyar allí los pies. Parecía haberse desmayado: colgaba sin fuerza como un peso muerto y tenía la cabeza inclinada.
Oír maldecir a Emerson disipó mi temor principal pero aún me quedaba otro, igualmente intenso: Ramsés carecía del equilibrio necesario para poder echarse hacia atrás, mucho menos para poder tirar de él y de Geoffrey a la vez. Tras agarrarlo por el cinturón, grité para pedir ayuda.
No estaba muy lejos. Medio ciega a causa de la arena y víctima de un terrible estado de nervios, no había visto a David y a Selim correr hacia mí. Con un grito de alarma, nuestro joven Rais asió a Ramsés por las piernas y trató de tirarlo hacia atrás. David se había tumbado y alargaba los brazos en el interior del pozo. «Geoffrey, dame la otra mano», gritó.
Geoffrey alzó la cabeza. No se había desmayado: al contrario, estaba perfectamente consciente. Su seguridad dependía de que se siguiera aferrando a ellos. El hombre que había tratado de asesinar lo sostenía ahora con fuerza y la mano de aquél que había suplantado se extendía hacia él, ofreciéndole su ayuda.
Curvó sus delicados labios en una sonrisa. Alzó la mano que le quedaba libre pero, en lugar de aferrar la de David, clavó cruelmente las uñas en los blancos nudillos de Ramsés y se giró sobre sí mismo, libre ya de su asidero. El oscuro pozo se lo tragó, como si se tratara de la garganta de un monstruo y su alarido acabó en un horrible crujido.
Me puse de rodillas con un estremecimiento. De haber sido una mujer más débil, habría permanecido en aquella posición dando gracias al Todopoderoso, pero lo cierto es que no suelo perder tiempo con oraciones cuando hay cosas más urgentes que resolver. Me apresuré a acercarme a Emerson. La sangre manaba de su costado, pero se había puesto de pie mientras Nefret trataba de servirle de apoyo. Él la apartó con delicadeza.
—Es tan sólo un rasguño, Peabody. Me derribó, sin embargo, maldita sea. Está Ramsés...
—Ileso —contestó su hijo. David y él se habían unido a nosotros. Ambos estaban pálidos, aunque no tanto como Nefret, quien se balanceó y hubiera caído a los pies de Emerson si éste no la hubiera cogido entre sus brazos.
—Desmayada —dijo, cuando su dorada cabeza se apoyó sobre su pecho para reposar—. No me sorprende.
Al volver a mirar hacia el lugar de la tragedia, vi cómo Selim corría hacia la entrada de la pirámide. Sabía lo que estaba haciendo y le bendije por haber tomado la iniciativa, pero alguien debía ocuparse de los restos. Jack estaba todavía inconsciente, Ramsés parecía que iba a desmayarse de un momento a otro, la camisa de Emerson estaba pringosa de sangre y... y, en pocas palabras, la situación era tan mala que iba a requerir un gran esfuerzo por mi parte. La única otra persona presente que podía comprender la naturaleza de la última emergencia era Lía; inclinada sobre Nefret, exclamó:
—¡Tía Amelia! Ella...
—Sí, Lía, lo sé. Daoud, llévate a Nefret de nuevo a casa, lo más rápida y delicadamente que puedas. Lía, ve con ellos. Busca a Kadija, ella sabrá qué hacer. Emerson, quítate la camisa y deja que te eche un vistazo.
Pero mi marido no iba a permitir que nadie lo alejara de su hija. La preocupación que mi voz dejaba traslucir le había puesto sobre aviso; Emerson sabía que estaba sucediendo algo. Decidido a no perder más tiempo con preguntas, se alejó a grandes zancadas; la firmeza de sus movimientos me tranquilizó sobre la posible gravedad de sus heridas.
—¿Qué quieres que haga, tía Amelia? —preguntó David.
—Ve con ellos —dijo Ramsés, antes de que pudiera contestar—. Dile a nuestro padre que coja a Risha.
Fue una sugerencia acertada: la fuerza y la velocidad del semental eran superiores y el paso del animal, el más suave. David parecía dudar, dividido entre dos deberes contradictorios. Ramsés le dijo, impaciente:
—Date prisa, maldita sea. Llevaré a nuestra madre conmigo sobre Moonlight.
David se alejó corriendo, dirigiéndome una última mirada suplicante que yo no necesitaba en absoluto. Saqué el frasco de coñac de mi cinturón.
—No quiero coñac —dijo Ramsés.
—No pretendo que te lo bebas. Extiende las manos. Dejando aparte los dientes, no hay nada tan sucio como las uñas humanas.
—¡Por el amor de Dios, madre!
—Admito que maldigáis de vez en cuando pero no toleraré blasfemias —le dije con severidad—. Extiende las manos.
—Nuestro padre estaba herido —murmuró Ramsés, sin arredrarse cuando el alcohol cayó sobre las heridas en carne viva que tenía sobre la palma de la mano—. Creí que tan sólo se había producido un disparo. ¿Qué le sucede a Nefret?
—Nada que no tenga remedio —le dije, esperando que fuera verdad—. Déjame que les diga unas palabras a Selim y Daoud. Luego, tendremos que darnos prisa.
No me llevé una sorpresa cuando Selim me dijo que Geoffrey estaba muerto y espero que no se me acusará de crueldad, si confieso que había deseado que así fuera. Después de dar a Selim las instrucciones necesarias, fui a ver a Jack, quien para entonces había vuelto a recuperar el conocimiento. Nefret había hecho un buen trabajo vendándole la herida pero, en mi opinión, se encontraba demasiado débil para montar a caballo así que, le di un sorbo de coñac y le dije que se quedara donde estaba hasta que Selim pudiera encontrar otro medio de transporte más ade-cuado. Entonces regresé apresuradamente junto a Ramsés, quien seguía exactamente en el mismo punto donde lo había dejado, mirando absorto hacia el Norte. Por una vez, hizo lo que se le había dicho sin discutir: tras ayudarme a subir sobre Moonlight, montó sobre el caballo de Geoffrey. Volvimos a casa lo más rápido que pudimos.
* * *
Cuando entré en la sala de estar, me estaban esperando: Emerson, Ramsés y David. Yo me sentía demasiado cansada y afligida como para andarme con remilgos y lo cierto es que tampoco hubiera sido amable por mi parte mantenerlos en la incógnita.
—Ha abortado —dije—. Ya pasó todo; está fuera de peligro. Lía y Kadija están con ella.
Ramsés se sentó casi a la manera de la reina Victoria, quien nunca se aseguraba de que hubiera una silla lista para recibirla. Por fortuna para él, mi hijo se en-contraba delante del sofá.
—No te pongas así —exclamé—. Se encuentra perfectamente. Este tipo de cosas son... no son tan inusuales.
—Pero, entonces, es aún peor de lo que imaginaba, ¿no le parece? —inquirió Ramsés—. Primero su marido y ahora su...
—Todo eso es malsano y excesivo —le dije tajante—. Ese miserable era un asesino y tú arriesgaste tu vida tratando de salvar la suya.
—¿Lo sabe ella? Cayó en el pozo a causa del golpe que le asesté. Ella no vio lo que sucedió después.
—Lo debe saber y, si no lo sabe, se lo contaré yo. Y en cuanto... Y en cuanto a lo otro, ni tan siquiera era... Ella estaba sólo... Hablo de semanas y no de meses.
Ramsés se puso de píe.
—Excusadme. Estaré en mi habitación si me necesitáis.
David salió detrás de él. Ramsés se volvió hacia su amigo con el ceño fruncido y mostrando sus dientes. Nunca se había parecido tanto a su padre.
—¡Por el amor de Dios, déjame solo!
—Oh, querido —dije —. ¡Oh, querido! David...
—No importa tía Amelia, lo entiendo. Me quedaré cerca por si me necesita —diciendo esto, siguió a Ramsés fuera de la habitación.
Emerson me cogió la mano.
—Siéntate, querida. ¿Estás segura de que Nefret se encuentra a salvo?
—Oh, sí —dije cansada—. Es joven y fuerte; volverá a ser la misma en pocos días. Es Ramsés quien me preocupa. Parece estar echándose la culpa de lo sucedido y no es justo, Emerson, no lo es en absoluto; fue Geoffrey el causante de todo, de principio a fin. Tengo que ir junto a Ramsés, Emerson, y decirle...
—No, amor mío. No ahora.
—Ven y siéntate a mi lado, Emerson. Me gustaría que me abrazaras, si no te importa.
—¡Querida! —estrechándome contra él, me meció dulcemente como hubiera hecho con un niño—. Todo se arreglará, Peabody. Afrontaremos este problema como hemos hecho ya otras veces. Podía haber sido peor y tú lo sabes.
—Podía serlo y lo ha sido —asentí, sintiendo cómo su cercanía y su fuerza me devolvían los ánimos—. ¿Te duele la herida, querido? Quizás debería volver a echarle una mirada. Tenía mucha prisa cuando...
—No —dijo Emerson con énfasis—. Me siento ya casi como una momia.
—Cuando pienso en el terrible daño que ese miserable ha causado, casi lamento que su muerte haya sido tan rápida —dije, furiosa—. Tan sólo le importaba el dinero, ¿no es así? Ningún crimen era demasiado infame siempre y cuando sirviera para enriquecerlo: traficar con droga, saquear tumbas, vender objetos falsificados... incluso casarse con Nefret.
Emerson negó, sacudiendo la cabeza.
—Su fortuna fue, desde luego, un aliciente pero sabes perfectamente, Peabody, que Nefret la controla por completo. Creo que la amaba todo lo que era capaz de amar a alguien. A su extraña manera.
—Y tanto que extraña. ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos, Emerson? Todos los indicios que me hacían sospechar de Jack me podían haber hecho sospechar igualmente de Geoffrey, una vez que me di cuenta de que había sido el amante de la pobre Maude. No alcanzo a imaginar por qué esa posibilidad no se me pasó antes por la cabeza.
—Tampoco yo —dijo Emerson.
—A Jack nunca se le hubiera ocurrido falsificar objetos con el fin de ocultar la venta ilegal de antigüedades —continué—. Confiaba en Geoffrey: jamás hubiera podido imaginar que su amigo había seducido a su hermana y se valía de ella para alcanzar sus perversos objetivos. La manipulaba como quería hasta que ella se enamoró de otro y quiso ganarse su estima traicionando a Geoffrey.
—Bueno, lo cierto, Peabody, es que eso es realmente increíble —comentó Emerson con un tono de voz casi normal—. Era una pobre y tonta criatura pero, ¿de verdad era tan estúpida como para creer que podía ganarse el afecto de Ramsés con una simple confesión? ¿Y cómo pudo Geoffrey llegar a saber cuáles eran sus in-tenciones a tiempo de detenerlas?
—Ella lo amenazó, por supuesto —dije con algo de hastío—. A una muchacha romántica y tonta como ella debía de parecerle la cosa más honorable que podía hacer. Nunca se dio cuenta de lo despiadado que era su amante. Cuando hay un hombre en juego, las mujeres pueden llegar a comportarse como unas auténticas idiotas.
—Vaya, querida. Creo que es la primera vez que te oigo ofender, generalizando, a tu propio sexo.
—Es muy amable por tu parte tratar de animarme con tus bromas, Emerson —tras separarme de él, empecé a alisarme el pelo.
—No era una broma —dijo, pero sus ojos azules brillaban con una mezcla de diversión y ternura, mientras me pasaba el brazo por la cintura—. ¿Qué pasa, Peabody? ¿Qué es lo que te preocupa? Acabamos de salir relativamente ilesos de otro mal momento y el final, aunque espantoso, ha sido al menos... un final.
—Gracias a Dios fue breve y definitivo —asentí—. Incluso el... el otro asunto... Por cruel que pueda sonarte, creo que deberíamos considerar el triste acontecimiento como una bendición enmascarada.
—¿Lo considera ella así?
—¡No se lo he dicho, Emerson! ¿Por qué tipo de torpe idiota me tomas? Lloró mucho. Y oh, Emerson... —no podía contener las lágrimas. Balbuceando incohe-rentes palabras de afecto, Emerson me tomó y me sentó en su regazo—. Ella no me quiere —resoplé contra su hombro—. En cuanto me mira se vuelve a echar a llorar.
* * *
Una semana más tarde recibía el tren de la mañana, proveniente de Luxor, y saludaba a mi querido y viejo amigo, el doctor Willoughby. Mi telegrama se limitaba a decirle que lo necesitaba, pero, aun así, se había apresurado a abandonar su clínica y sus pacientes para poder llegar lo antes posible, demostrando con ello lo buena persona que era. Yo confiaba plenamente en su discreción y en su larga experiencia en trastornos nerviosos de manera que, mientras íbamos montados en el coche de caballos, camino de casa, le conté toda la historia sin ocultarle nada.
—Físicamente se ha recuperado por completo, doctor, e intenta comer, hacer ejercicio y todo cuanto le pido. La verdad es que se me parte el corazón cuando veo el empeño que pone al hacerlo; al ver los esfuerzos que hace por sonreír y por mostrarse contenta de verme. ¡No quiere verme, doctor Willoughby! No quiere saber nada de nosotros. Se pasa la mayor parte del tiempo acostada, inmóvil y sin hablar, y, cuando cree que nadie la observa, empieza a llorar de nuevo.
—Querida señora Emerson, eso no tiene nada de sorprendente —dijo el buen doctor tratando de consolarme—. He oído pocas historias tan trágicas como ésa. Esposa y viuda en el intervalo de pocas semanas descubriendo, entre un acontecimiento y otro, que su joven y amado esposo es un monstruo de maldad y viéndolo morir de ese modo terrible y, por si fuera poco, ver al mismo tiempo destrozadas las esperanzas de maternidad. No puede pretender que se recupere emocionalmente de una cosa así en tan poco tiempo. No se disculpe por haberme hecho llamar: me hubiera sentido ofendido si no lo hubiera hecho.
No le había dicho cuál era mi mayor preocupación. Aunque tratara de ocultárnoslo, Nefret nos rehuía a mí y a Emerson; le bastaba vernos para que los ojos se le llenaran de lágrimas y esto no era lo peor, lo peor era que no quería ver en modo alguno a Ramsés y que éste, por su parte, no hacía tampoco ningún esfuerzo por encontrarse con ella. Era imposible, me decía a mí misma, que fuera tan injusta como para culparlo de lo sucedido pero ésta era, sin embargo, la única razón que se me ocurría y, por otra parte, no me atrevía a preguntárselo a bocajarro mientras siguiera en ese estado. Pensaba que Lía podría aclararme las cosas, mas ésta o no podía o no quería hacerlo. Aseguraba, y no tenía motivo alguno para no creerla, que Nefret tampoco quería hablar con ella. Lo cierto es que, si no hubiera tenido cosas más urgentes en la cabeza, me habría preocupado también por Lía: en los últimos tiempos vagaba silenciosa por la casa como si fuera la sombra de sí misma, lo único que parecía consolarla era la compañía de su marido. Yo creía entender la causa de su aflicción; a fin de cuentas, ¿no nos sucedía a todos lo mismo?
El doctor Willoughby se quedó con nosotros durante dos días. Visitó a Nefret en tres ocasiones y sólo después de verla por última vez, discutió con nosotros su diagnóstico. Todos lo esperábamos en el patio aquella tarde; cuando finalmente llegó, Emerson se puso de pie de un salto y sirvió whisky y soda a todos los presentes, incluida Lía, quien no solía beberlo. Willoughby cogió su vaso e hizo un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento.
—No me andaré con rodeos, amigos míos —dijo muy serio—. La situación es más grave de lo que pensaba. Creo que me he ganado su confianza hasta cierto punto, pero hay algo que le obsesiona y de lo que no quiere hablar ni tan siquiera conmigo —sus cansados y afectuosos ojos grises, los ojos de un hombre que ha visto mucha tristeza recorrieron el círculo de ansiosos rostros—. Hay una cosa que tienen que entender y que puede que les ayude a tranquilizarse. Ella no hace a nadie responsable de lo sucedido, excepto a sí misma. La causa de su actual enfermedad no es, como suponía, el dolor, sino el sentimiento de culpa.
—¡Culpa! —grité—. ¿Por qué, por el amor de Dios? Eso es ridículo, doctor Willoughby. Nadie la culpa de nada, ¿cómo podríamos hacerlo? Se lo haré saber.
—Si fuera tan sencillo... —el doctor Willoughby suspiró y sacudió la cabeza—. No soy un seguidor de las nuevas escuelas de teoría psicológica, señora Emerson, pero los años de experiencia me han enseñado que uno no puede afrontar las causas de la enfermedad mental con la razón. No se puede curar a un individuo que sufre de melancolía diciéndole, simplemente, que tiene muchos motivos para ser feliz. Para ayudar a Nefret a superar su sentimiento de culpa no basta con decirle que es infundado. Es ella la que tiene que encontrar el modo de afrontarlo.
Mi propia experiencia me decía que tenía razón, a pesar de lo cual insistí:
—¿Pero, y si conseguimos descubrir qué es lo que le hace sentirse culpable?
—Ésa es tarea de un experto —contestó Willoughby—. Ni mía ni suya, especialmente suya, señora Emerson, si me permite la osadía de decirlo. El poder del amor es enorme, pero éste no puede igualarse a la objetividad clínica necesaria para la diagnosis y la curación.
—En otras palabras —dijo Emerson con contundencia—, lo que nos está diciendo es que nos quitemos de en medio.
—Yo no lo hubiera dicho de ese modo —Willoughby sonrió—. Tengan confianza, amigos míos, primero les he dado las malas noticias. La buena es que estoy seguro de que ella se recuperará totalmente cuando llegue el momento.
—¿Alguna sugerencia en particular? —inquirió Emerson.
—Al principio pensé proponerles que la trajeran a mi clínica de Luxor. Ahora creo que sería aconsejable apartarla por completo de todo aquello que pueda recordarle la tragedia.
—¿Incluidos nosotros? —preguntó Ramsés. Era la primera vez que decía algo.
—No lo sé —admitió Willoughby con algo de cansancio—. Podemos contratar una enfermera para que la acompañe; hay un sanatorio privado en Suiza especiali-zado en este tipo de casos.
—Las acompañaré —dije, muy firme—. Sin que Nefret se entere y si usted cree que puede ser conveniente.
Willoughby me sonrió.
—Sabía que diría eso. Lo antes posible, entonces.
Pusimos en marcha los preparativos inmediatamente. Asistida por el doctor, me dispuse a decirle a Nefret lo que habíamos planeado.
Hacía vanos días que no me había aventurado a visitarla. Temía, pues, aquella entrevista y, al mismo tiempo, suspiraba por ella, y creo que al comprensivo lector no le resultará difícil entender la razón de que me encontrara dividida entre dos sentimientos tan contradictorios.
Cuando entramos, Nefret estaba junto a la ventana y llevaba puesto uno de sus bonitos vestidos; Kadija, que se encontraba con ella, salió fuera de la habitación al verme llegar y yo imaginé que había sido esta silenciosa y adorable mujer la que le había ayudado a vestirse y a cepillarse el pelo. «Su aspecto ha mejorado» pensé, mientras ella esbozaba una débil sonrisa de bienvenida.
—¿Te ha dicho el doctor Willoughby que te vamos a mandar a Suiza? —le pregunté, aproximando mi silla a la de ella.
—Sí. Siento estar causando tantas molestias.
La languidez de su voz se me clavó en el corazón haciéndome perder mi habitual control. Tomando su mano le dije:
—¿Acaso no sabes que haríamos lo que fuera por ti... por la, a quien queremos como si fueras nuestra hija?
Nefret retrocedió como si la hubiera golpeado. Los dedos de la mano que tenía entre la mía se retorcieron, pero no la rechazaron, al contrario, la aferraron si cabe con más fuerza.
—No sabe lo que he hecho.
—Sea lo que sea, eso no disminuirá mi amor por ti.
Las lágrimas asomaron a sus ojos pero hizo lo que pudo por contenerse.
—Me pondré mejor enseguida, lo prometo.
—De eso estoy segura. ¿Quieres... me permites que vaya contigo a Suiza?
Se quedó en silencio por un momento. Después murmuró, como si se dirigiera únicamente a sí misma:
—Tengo que empezar de nuevo. Así lo único que hago es herirlos más.
Sentí el dolor que me producía la lástima, y también la curiosidad, he de reconocerlo, pero no me atreví a preguntarle. Me limité a esperar, sosteniendo su mano en la mía, hasta que asintió con la cabeza.
—Me gustaría que viniera conmigo.
—Gracias —le dije afectuosa— ¿Qué hay... de los demás? Emerson ha estado tan preocupado por ti que no podrá resistirlo más. Y yo creo que no podré soportar sus accesos de ira durante mucho más tiempo.
Mis palabras provocaron una nueva sonrisa.
—Bendito sea. ¿Dejaría entonces su trabajo?
—Sería capaz de abandonar la tumba más rica de Egipto con tal de estar contigo.
Le temblaron los labios.
—Si eso es lo que quiere...
Decidí que era mejor no tentar a la suerte preguntando por Ramsés. Me apresuré, en cambio, a referir a Emerson las buenas noticias y, al ver cómo se iluminaba su cara ojerosa, casi me eché a llorar.
Hacía una semana que Emerson no había vuelto a trabajar en las excavaciones: ni tan siquiera había empezado a remover las piedras que bloqueaban el pasadizo. El cielo es testigo de que habíamos estado muy ocupados telegrafiando a la familia de Geoffrey y haciendo los preparativos necesarios para el sencillo funeral que queríamos celebrar en la intimidad, para lo cual habíamos tenido que hablar con los oficiales de los correspondientes gobiernos y con el señor Russell de la policía. (Aproveché para dejarle bien claro que Ramsés no sería nunca uno de ellos.) El pobre Jack Reynolds tuvo que ser consolado y asistido y a Karl von Bork le sermo-neamos para que volviera al buen camino. Los Vandergelt se habían apresurado a regresar de El Cairo tan pronto como tuvieron noticia de la tragedia y Katherine me ayudó mucho con los dos; fue ella la que sugirió que diéramos a Karl la responsabilidad de cuidar de Jack, y la verdad es que, al oír la respuesta de nuestro amigo alemán, pensé que, tal vez, ésta podría ser la salvación de ambos.
No hablaré del funeral de Geoffrey. Si asistí a él fue porque pensaba que debía hacerlo. El único miembro de la familia que me acompañó fue Ramsés. A pesar de que le dije que no viniera, él quiso hacerlo de todos modos.
Yo no sabía qué hacer con él. «Déjalo solo», fue el consejo de Emerson. «Déjame solo», fue el mudo mensaje que recibí, alto y claro, del mismo Ramsés.
Ahora que Nefret había dejado de preocuparle, Emerson quiso seguir investigando en la infraestructura de la pirámide. En privado me explicó que lo hacía con la única esperanza de «levantar el ánimo a nuestro hijo» y yo no puse en duda sus motivos; al menos, no de viva voz.
Cuando aquella mañana salimos para Zawaiet, el tiempo era perfecto; el amanecer se extendía sobre el cielo de oriente como el rubor en las mejillas de una doncella. Una suave brisa despeinaba la cabellera de Lía. Todos estábamos presentes, con la excepción de Nefret, claro está, y en las excavaciones nos esperaban media docena de nuestros hombres de mayor confianza. No quedaba rastro de la tragedia; incluso las manchas de sangre habían sido cubiertas por la arena que el viento llevaba de aquí para allá.
Cuando Selim salió a nuestro encuentro, su mirada delataba una agitación que apenas podía contener: comprendí que tenía noticias para nosotros.
—¿Y bien? —le preguntó mi esposo.
—Todo está preparado, Padre de las Maldiciones. Hemos sacado los escombros del pasillo y hemos traído escobas.
—¡Emerson! —exclamé indignada—. ¿Cómo puedes...?
—A ver, Peabody —empezó a decir Emerson.
Los demás se pusieron a hablar muy deprisa. Incluso Ramsés se había animado un poco y eso me alegró. «¿Qué fue lo que viste, padre?», dijo. «¿Escobas, por qué escobas?», dijo Lía. David exclamó: «Creí que el pasaje estaba totalmente bloqueado».
Emerson me miró algo cohibido.
—En realidad, ha sido Selim el que lo ha hecho todo. Fue él quien descubrió que, apartando algunas de las piedras que se habían precipitado hasta la parte inferior del pozo, podía arrastrarse por encima de ellas y acceder al otro lado del pasadizo de entrada. Le pedí que observara más de cerca la sección del pasillo que se en-cuentra fuera de la cámara funeraria; había notado que el suelo era poco uniforme en aquella zona. La superficie estaba llena de polvo y cascotes y tan oscura que re-sultaba difícil ver con claridad y yo... bueno, mmm.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté indignada.
—Porque habrías salido como un rayo a comprobarlo por ti misma —contestó Emerson bruscamente—. Y hubieras muerto aplastada por alguna piedra o enterrada viva. Quería vaciar el pozo antes de seguir adelante y entonces... bueno, ya sabes lo que sucedió. Todavía no estamos seguros de haber encontrado el sitio correcto.
—Entonces deja que comprobemos si lo es o no —grité, dirigiéndome hacia las escaleras.
Como no podía ser de otro modo, Emerson insistió en ir delante de mí. Selim había hecho mucho más que mover unas cuantas piedras; el camino estaba despejado, gracias a lo cual pudimos seguir sin contratiempos por el pasillo hasta llegar a la soi-disant cámara funeraria. Tan pronto como llegamos al lugar me di cuenta de lo que había atraído la experimentada mirada de Emerson. Resultaba obvio que los restos milenarios habían sido parcialmente retirados: una zona del suelo se encontraba ligeramente hundida y delimitada en parte por las huellas de unos golpes cuya regularidad no dejaba de resultar sospechosa.
—¡Dame una escoba! —grité, arrancándosela a Selim.
Mi primer asalto a aquella superficie estuvo lleno de entusiasmo, provocando una nube de polvo tal que los otros se vieron obligados a retroceder y yo sufrí un violento acceso de estornudos. De acuerdo con el profano consejo de mi marido, moderé mis esfuerzos. No pasó mucho tiempo antes de que la suposición de Emerson se viera confirmada. Una sección de la piedra había sido recortada y astutamente reemplazada por bloques unidos con argamasa. En un principio debía de ser imposible distinguirlos de la piedra originaria pero el paso del tiempo había causado que la argamasa se deshiciera en algunas zonas.
—Ésta es la que levantó —dijo Ramsés, indicando uno de los bloques—. Ni tan siquiera se molestó en reemplazar la argamasa. Padre, ¿puedo...?
—Cuidado con los dedos —gruñó Emerson, tendiéndole un pequeño cincel.
Ver esta demostración de afecto paternal, hizo que se me saltaran las lágrimas; o, quizá, sería mejor decir que añadió algunas lágrimas más a las que ya tenía en los ojos: la irritación causada por el polvo nos estaba haciendo llorar a todos como plañideras en un funeral.
Ramsés levantó la piedra con relativa rapidez. Mi marido hizo gala de su soberbio, yo diría casi divino, dominio de sí mismo. En circunstancias ordinarias nos hubiera apartado uno a uno, incluida yo misma, para poder ser el primero en contemplar un descubrimiento semejante. En esta ocasión, sin embargo, se limitó a sostener la linterna a Ramsés mientras permanecía algo rezagado.
Tumbado boca abajo, mi hijo apuntó hacia abajo con la linterna.
—¿Y bien? —grité.
Ramsés levantó la vista para mirarme. El polvo y el sudor habían formado una masa pegajosa sobre sus rasgos que se agrietaba ligeramente alrededor de su boca.
—Mire usted misma, madre. Tiene bastante sitio aquí, junto a mí.
Mientras me tumbaba sobre el suelo y me asomaba a la cavidad, Ramsés mantuvo firme la linterna. En un primer momento tan sólo pude ver un caótico desorden de formas, angulosas y redondas, lisas y rugosas. Poco después, mis asombrados ojos empezaron a distinguir algo. En el interior de un extraño armazón de madera casi desecha, y de estera —un lecho, patas arriba e inclinado hacia un lado— se podían entrever recipientes de alabastro y granito. Debajo había otra superficie de madera: pensé que se podía tratar de un sarcófago, aunque era difícil asegurarlo. Alrededor del mismo había más objetos desparramados.
En silencio, impresionada por lo que acababa de ver, dejé que Emerson me ayudara a ponerme de pie y ocupara mi lugar. Después de que todos se hubieran asomado por turnos, incluido Selim, Emerson habló; estaba ronco de emoción, o quizá se tratara tan sólo del polvo, pero su tono moderado era el de un conferenciante.
—Observaréis que no hay objetos que se puedan transportar al alcance de la mano. Ello es debido a que tenía poco tiempo y no se atrevió a levantar más de una piedra así que, cogió todo lo que pudo con las manos, incluidas las patas del lecho funerario, pensando que podría terminar su labor esta temporada.
Evitaba mencionar el nombre de Geoffrey, y nosotros hicimos lo mismo.
—Se limitó a coger todo lo que pudo, ¿no es así? —dijo Lía—. Lo ha dejado en un estado de confusión terrible.
—De todos modos, no debía estar particularmente ordenado —dijo Ramsés—. Sin lugar a dudas, se trata de un ulterior enterramiento que fue efectuado con premura. Los ladrones que saquearon el enterramiento primitivo debieron ser sorprendidos antes de que pudieran finalizar con su inhumana tarea y el devoto sucesor del faraón Khaba, si es que ése era su nombre, decidió ocultar los restos del ajuar funerario en un lugar más seguro. ¿Eh, está de acuerdo, padre?
—Bastante, muchacho, bastante. Permaneció así, es seguro, durante miles de años, exceptuando los procesos naturales de decadencia. Por aquel entonces solían usar vigas de cedro para construir el techo de la cripta y para sostener los bloques de piedra, pero la madera del lecho y del sarcófago no era tan dura de modo que, tanto éstos como el resto de los objetos de madera que se encuentran ahí abajo se desharán apenas los toquemos.
Lía tuvo un repentino ataque de tos y David la rodeó con su brazo.
—Nosotros vamos afuera, profesor, si no tiene inconveniente.
—Saldremos todos —dijo Emerson—. Ven conmigo, Peabody.
Cuando salimos a la luz del día me sentí como si hubiera atravesado, no sólo los cientos de metros que nos separaban de la superficie sino, también, cuarenta y cinco siglos en el tiempo. El hallazgo era único; hasta la fecha no se había encontrado una tumba real tan antigua; aunque incompleta, ayudaría a resolver las dudas sobre el propietario de la pirámide, arrojaría nueva luz sobre las costumbres artísticas y sociales de aquel periodo y contribuiría, además, a que el nombre del mayor egiptólogo de todos los tiempos brillara si cabe con más fuerza.
Gracias a que Selim, siempre eficiente, había traído unas jarras de agua, nos pudimos asear un poco. Emerson reunió a nuestros hombres. Antes incluso de que hiciera su anuncio, yo ya sabía lo que iba a decir.
—Selim, quiero que seas tú el que vuelva a colocar la piedra en su sitio y el que se ocupe de ocultarla. Sé que puedo confiar en que llevarás a cabo esta tarea tan bien como lo hubiera hecho tu padre y, asimismo, en que ninguno de vosotros revelará lo que hoy hemos encontrado.
El rostro de Selim traslucía el orgullo que aquella confianza le producía pero, a pesar de ello, se limitó a decir:
—Sí, Padre de las Maldiciones. Sus deseos son órdenes. Aunque la espera será dura.
—Será dura para todos nosotros —dijo Ramsés mirando a Emerson, quien mordía ferozmente la boquilla de su pipa. Habló en árabe, al igual que había hecho su padre—. Aquí hay, por lo menos, para toda una temporada de trabajo si las cosas se hacen tal y como quiere el Padre de las Maldiciones y queda menos de una semana para que concluya la presente.
—Lo entiendo. Mantendremos el secreto y la tumba permanecerá aquí, segura y sin que nadie la toque, esperando su regreso.
* * *
De este modo se resolvieron las cosas. Sabía que podía dejar que Selim y Fátima se ocuparan de cerrar la casa y de almacenar todas nuestras pertenencias. Dudaba mucho que algún día regresáramos a ella: los recuerdos que guardaba eran demasiado tristes.
Hacía tiempo que no había vuelto a pensar sobre lo que debíamos hacer con Sennia. Tendría que venir con nosotros, y no sólo porque mi cobardía me hacía temer la explosión que se produciría si trataba de apartar a Ramsés de ella, sino también porque éste dudaba que la niña se encontrara totalmente a salvo en Egipto, incluso en las devotas manos de Daoud y Kadija. Aunque me parecía improbable que Kalaan intentara hacer daño a la niña (seguía en paradero desconocido y no se arriesgaría a sufrir la cólera de Emerson), no traté de disuadir a Ramsés. Sennia era la única persona capaz de hacerle reír.
Días antes de salir para Port Said nos reunimos por última vez en el patio con Cyrus y Katherine, quienes se habían acercado a la casa para despedirse. Emerson y David fumaban sus pipas mientras Ramsés, sentado en el borde de la fuente, contemplaba el agua.
—¿Estás seguro de que no quieres que haga algo en la pirámide? —preguntó Cyrus, sin grandes esperanzas.
—Bah —dijo Emerson afectuoso.
—Imaginé que dirías que no. Bueno, parece que el señor Maspero podría darme parte de Abusir el año próximo así que, amigos, si volvéis a Zawaiet, seremos vecinos.
—Brindemos por eso —proclamé al mismo tiempo que Emerson empezaba a pasar, el whisky.
No sé por qué Ramsés tuvo que retrasar su anuncio hasta aquella precisa noche. Hubiera sido difícil posponerlo durante mucho más tiempo.
—No volveré con vosotros.
—¿Qué has dicho? —le pregunté, en tanto que observaba a Emerson, quien había clavado la vista en una maceta. Era evidente que la noticia no era nueva para él.
—Trabajaré para el señor Reisner durante otro mes, más o menos —dijo Ramsés—. Tras la pérdida de dos de sus hombres se ha quedado algo corto de personal.
—¡Tonterías! —exclamé—. No le debemos nada, te prohibo en absoluto que...
—Será una experiencia excelente —intervino Emerson dirigiéndome una significativa mirada.
Volvimos a hablar sobre ello cuando nos quedamos a solas y tuve que admitir que no podía hacer que Ramsés cambiara de idea. Nunca he sido capaz de hacerlo. Sennia se quedaría con él en el Amelia, atendida por todas las mujeres de la familia. Más tarde, a principios de abril, regresaría con él y Basima. Hasta entonces... ¿quién sabe lo que podía suceder hasta entonces? Por una vez, ni tan siquiera yo tenía la respuesta.
DEL MANUSCRITO H:
Ramsés tampoco había puesto al corriente a David de su decisión. Sabía que si lo hacía discutirían, aunque nunca se hubiera imaginado que podría llegar a perder la discusión.
—No podrás evitar que me quede —recalcó David con calma furibunda y exactitud aún más furibunda—. ¡Qué lástima que no seas el auténtico Ramsés el Grande!; podrías atarme con cadenas y hacer que la guardia real me llevase a bordo del barco.
En teoría, se habían retirado a la habitación de Ramsés después de cenar para hacer las maletas pero lo cierto es que, mientras la ropa seguía esparcida por toda la habitación, los dos se encontraban sentados en el suelo, mirándose con ferocidad.
—El matrimonio no ha mejorado tus maneras —le dijo Ramsés con rudeza—. O tu sentido del humor. ¿Qué diría Lía de todo esto?
—Ella se queda también, por supuesto. Está de acuerdo en que no podemos dejarte solo.
—¡Oh, por el amor de Dios! Soy bastante capaz... —la divertida mirada de David, entre burlona y afectuosa, le hizo reír sin demasiado entusiasmo—. Lo soy, ¿no es cierto? No necesitas recordarme todas las veces que me has salvado de una situación algo comprometida; pero ahora no hay nadie que quiera asesinarme, David.
—¿Estás seguro?
Tras una breve y tensa pausa, Ramsés dijo:
—¿Hasta dónde sabes? ¿Cómo te enteraste?
—¿Lo de tu primo? No se necesita una gran inteligencia para comprender que fue él el que hizo aparecer a Sennia y a su madre en el momento oportuno. Trataba de humillarte y de herirte y lo consiguió, ¿no es así?
—Mucho más de lo que se esperaba.
—Podrías contármelo todo. No tienes idea —añadió David—, de cómo disfruto al pronunciar estas palabras en lugar de oír a tía Amelia hacerlo.
—Si tú también lo ves, entonces no se trata tan sólo de mi imaginación. Empezaba a preguntarme si no me estaría volviendo loco, David, no sabes cuánto yo... no hace falta que te lo diga, ¿verdad?
—No. Eres demasiado inglés para hacerlo —dijo David sonriendo.
Ramsés se quedó en silencio durante un rato, intentando poner en orden sus ideas. Resultaba irónico que sus conclusiones se basaran casi por completo en algo que su madre hubiera denominado intuición. En esta ocasión, su mente trataba de conocer el carácter de un hombre. Éste suele dejar un rastro tras de sí. En el caso de Percy, la huella era como la de un caracol: babosa y pegajosa.
—No sé cómo descubrió Percy la existencia de Sennia, pero lo más probable es que se dejara caer de nuevo por los burdeles tan pronto como estuvo de vuelta en El Cairo. Son su hábitat natural. La vista de la niña debió de divertirle sobremanera: la imagen reducida de nuestra madre, creciendo en los barrios bajos de El Cairo y destinada a llevar la misma vida de Rashida...
El inarticulado murmullo de repulsa de David le interrumpió y le hizo torcer los labios.
—Odia a nuestra madre casi tanto como a mí. Fue ella la que, hace ya muchos años, supo ver más allá de sus tretas infantiles y la que le dijo con toda claridad lo que pensaba de él. Percy organizó aquel encuentro en el suk, de eso no me cabe la menor duda. Lo que sucedió después fue ya, única y exclusivamente, culpa mía. Debería de habérselo contado a nuestros padres pero pensé que sería mejor...
—Yo hubiera hecho lo mismo.
—No, tú no. No eres tan testarudo como yo ni estás tan acostumbrado a hacer lo que quieres. Sin pretenderlo, di ventaja a Percy. Lo cierto es que en aquel momento no tenía la más mínima sospecha de que él supiera de la existencia de Sennia o algún indicio que me permitiera prever lo que haría cuando llegara a saberlo. Fue sólo más tarde, al volver a pensar sobre ello, cuando fui capaz de recomponer el puzle. Nadie lo sabe, David; ni tan siquiera nuestra madre sospecha algo y no veo motivo alguno para decírselo. Además, no hay peligro de que la vuelva a engañar, ella lo desprecia ya bastante como es.
David asintió con gravedad.
—¿Cómo lo supo Kalaan?
—Esas chicas le pertenecen, como el rebaño al pastor. Si no fue Rashida la que le dijo que los inglizi venían a verla con más frecuencia de la habitual, tuvo que ser una de las otras. Kalaan debió pensar que podía sacar partido de todo aquello pero, en el caso de que intentara chantajear a Percy, tuvo que llevarse una triste desilusión. Al rufián de El Cairo y al refinado caballero inglés les unía una fuerte simpatía, así que llegaron a un acuerdo: Rashida no se hubiera atrevido jamás a abordar sola a nuestros padres; Percy necesitaba a Kalaan para ello y, ni que decir tiene, Kalaan imaginó que podría obtener algún dinero de nosotros.
—Lo que fue un serio error de cálculo por su parte.
—Y, tal vez, también por parte de Percy. Y no porque ello le importara: no le preocupaba lo más mínimo lo que sucediera con Sennia, lo que pretendía era avergonzarme a los ojos de nuestros padres y de Nefret. Sabía lo que ésta pensaba acerca de los hombres que abusan de mujeres como Rashida; la mañana en que nos encontramos con él en el Was'a ella... Ya sabes lo que pasó, ¿no? Nefret tuvo que contárselo a Lía en una de sus cartas.
David asintió con la cabeza pero, al hacerlo, trataba de evitar la mirada de Ramsés, quien le preguntó:
—¿Qué más le contó a Lía?
—Bueno, mmm, algunas otras cosas. Sigue, Ramsés, te interrumpiré cuando se trate de algo que... bueno, de algo que me resulte familiar.
—¿Le contó Nefret a Lía que Percy la pretendía? Si, claro que lo hizo. Nunca me lo dirá, siempre ha creído que puede manejar las cosas por sí sola, pero lo más probable es que se produjeran varios encuentros.
—Puede que ella no te lo dijera porque tenía miedo de tu reacción —murmuró David.
—Es posible. En cualquier caso, las cosas llegaron a su punto álgido el día en que, al volver a casa, encontré a Percy con Nefret —Ramsés, que observaba a David muy de cerca, conocía demasiado a su amigo como para no reconocer las muestras de embarazo—. Puedes interrumpirme si piensas que estoy entrando en terreno conocido —le dijo suavemente.
David hizo un gesto negativo con la cabeza. Parecía tan abatido que Ramsés tuvo lástima de él; la lealtad a dos bandos resulta muy desagradable, y David debía de haberle jurado a Lía que mantendría el secreto. ¿Sobre qué? Nefret no le confesaría, ni tan siquiera a su mejor amiga, que se había entregado a un hombre al que no amaba; y, en el caso de que así fuera, Lía no le contaría a nadie una confesión personal tan dolorosa, ni tan siquiera a su marido...
De todas maneras, él no tenía derecho alguno a hablar sobre ello. Eligiendo con cuidado sus palabras, Ramsés prosiguió:
—Bueno, sabes, ahí estaban ellos. Cuando entré, él la tenía abrazada e intentaba besarla. En cualquier circunstancia me hubiera molestado ver a alguien tratando de aprovecharse de una muchacha pero, en aquel caso, sabiendo lo que sabía sobre las costumbres de Percy, casi pierdo la cabeza. Empecé a golpearlo por toda la habitación hasta que Nefret me cogió y se colgó de mí. Era el único medio que tenía para impedir que matara a ese bastardo, pero él no lo entendió así, sino que dio por sentado que ella y yo estábamos...
David esperó a que continuase. Al ver que no lo hacía dijo:
—Ésa no deja de ser una deducción lógica, ¿no?
—Para Percy sí: es incapaz de entender la amistad o el afecto desinteresado. Puedes imaginarte el efecto de una escena tan conmovedora sobre un hombre tan vanidoso y egocéntrico como él. Tuvo que regresar junto a Kalaan hecho una furia y organizar el encuentro para el día Siguiente. Es una pena que te lo perdieras; esta familia tiene aptitudes para el melodrama y aquélla fue una actuación estelar.
David no se dejaba engañar por su tono burlón.
—Si tienes ánimo suficiente para ello, puedes contármelo.—¿Nuestra madre no lo ha hecho ya, palabra por palabra? —no podía seguir fingiendo; al ir a coger un cigarrillo, se sintió avergonzado al comprobar que su mano temblaba—. David, ella se comportó maravillosamente, y también nuestro padre: me creyeron. ¡Y sólo Dios sabe cómo pudieron hacerlo! Debía de parecer el más infame de los culpables cuando vi a Sennia y Kalaan anunció, como si nada, que se trataba de mi hija. El enorme parecido hubiera bastado por sí sólo para convencerlos pero, por si fuera poco, esa cosita echó a correr hacia mí, con los brazos abiertos y llamándome padre y yo... —arrojando a un lado el cigarrillo todavía apagado, escondió la cara entre las manos—. Ahora sé lo que ese pobre y viejo cobarde de San Pedro debió de haber sentido —dijo con voz apenas perceptible.
David le puso una mano sobre el hombro intentando consolarlo.
—¿Negaste que fuera tu hija? A fin de cuentas, era la verdad.
—Sí, pero ella confiaba en mí, ¿sabes?, y yo... Al menos tan sólo he renegado de ella una vez —pasándose la mano por los ojos, trató de sonreír—. Quizá algún día me lo podré perdonar. Nefret no lo hará nunca: fue la negativa, mucho más que la acusación, lo que hizo que me despreciara.
—Pero, hermano...
—Déjame que acabe, por favor. Para mantenerla alejada de Kalaan, tuve que reclamar a Sennia; tan sólo un pariente masculino podía hacerlo. Incluso entonces, nuestros padres nunca dudaron de mí.
—Pero Nefret sí. ¿Y tú nunca le vas a perdonar por ello?
Ramsés no contestó. Un momento después, David continuó:
—Si cometió algún error, ha pagado ya bastante caro por ello. Quizá, por alguna razón en concreto, a ella le resultó más penoso que a tus padres.
—No sabría decirlo. Ella siempre me dijo que yo no entendía a las mujeres. Nadie habla de perdón: ¿cómo podría culparla de algo viéndola tan infeliz como es ahora? Se lo diré si me deja que lo haga. Ni tan siquiera la culpo por no querer verme. De algún modo, yo fui responsable de la muerte de Geoffrey y ella lo amaba.
—No lo creo —dijo David—. Sentía cariño y lástima por él y estaba furiosa contigo. Y Percy...
—No, eso es ir demasiado lejos —Ramsés sacudió la cabeza con vehemencia—. No dudo que, no pudiendo conseguirla, para Percy hubiera sido una satisfacción menor el poder apartarla de mí, pero era imposible que supiera que Geoffrey podía tener alguna posibilidad con Nefret. Ninguno de nosotros lo sabía.
—¿Y qué hay de la muerte de Rashida?
—También tú te preguntas por ella, ¿no es así? —Ramsés se puso de pie y empezó a pasearse preocupado—. He sondeado las profundidades de la cenagosa mente de Percy, ya hablo como nuestra madre, ¿verdad?, y me he equivocado siempre. Ni tan siquiera me había dado cuenta de que me odiase tanto o de que fue-ra capaz de esforzarse tanto por hacerme daño. El asunto de Sennia requirió semanas de gestación; tuvo que empezar a planearlo mucho antes de que yo y Nefret lo encontráramos aquella tarde. ¿Qué fue lo que le metió la idea en su cabeza? ¿Hubo algo que le enfureció... algo que desconozco?
—Ramsés. Hermano... —David estaba de pie, las manos extendidas, la cara alterada por la emoción.
—Está bien —se apresuró a decir Ramsés—. No te inquietes. Fue una pregunta retórica: no puedes comprender los motivos de Percy mejor que yo —acercándose a la ventana, se puso a mirar a través de ella—. La verdad es que tengo miedo de él, David. Tiene una mente tan enrevesada y sucia que me resulta imposible predecir lo que hará a continuación. Sin embargo, no me arriesgaré con Sennia; Kalaan no se atrevería a herir a alguien que se encuentra bajo la protección de nuestro padre, pero Percy...
Su padre, esta palabra se le presentaba con una nueva y dolorosa intensidad; no sólo a causa de la niña, que le había dado el amor que su padre natural rechazaba o no merecía. El repentino anuncio que había hecho su madre sobre la condición de Nefret le había dejado de piedra. Una bendición encubierta, la había llamado... «Supongo que nunca lo sabré con certeza», pensó Ramsés. «Quizá sea mejor así.»
Aunque le alegró que David no pudiera ver su cara.
No suelo molestar al Todopoderoso con mis súplicas, ya que estoy convencida de que hay otros que necesitan mucho más que yo la ayuda sobrenatural. Sin embargo, aquella noche, mientras me encontraba tendida junto al cuerpo dormido de mi marido, recé. La presencia de Emerson me reconfortaba como siempre, pero mi dolorido corazón necesitaba adicionales promesas tranquilizadoras: la esperanza de que el futuro sería más luminoso que el triste presente.
No hubo respuesta a mis silenciosos ruegos pero no tardé mucho en quedarme dormida y soñar.
—Bueno Abdullah —dije—. Me advertiste de que había temporal en el horizonte. Si hubiera sabido lo terrible que iba a resultar, tal vez no habría sido capaz de afrontarlo y tampoco estoy segura de poder hacerlo ahora.
El sol del amanecer iluminaba sus atractivos rasgos, similares a los de un halcón, y sus fuertes y blancos dientes brillaban, contrastando con la negrura de su barba.
—¿Recuerda al Serpiente, Sitt Hakim? ¿Aquél que secuestró a Emerson y lo retuvo prisionero, sin que pudiéramos saber si se encontraba vivo o no?
—Lo recuerdo. Al igual que recuerdo que fuiste tú quien lo salvó, Abdullah.
—En aquella ocasión no se desanimó.
—Oh, sí que lo hice —dije, recordando la noche en la que había llorado sin poderme controlar, acurrucada en el suelo y apretando una toalla contra mi cara para evitar que nadie pudiera oírme.
—Pero entonces, después de aquella noche de llanto y tras acercarse a la ventana, pudo contemplar el amanecer.
—¿Así que también sabes eso? La verdad, Abdullah, es que no estoy segura de apreciar tu omnisciencia. ¿Hay algo sobre mí que no sepas?
—Muy poco—sus negros ojos centellearon al reírse
—Mmm. ¿Qué puedo hacer para ayudarlos?'
Abdullah sacudió la cabeza.
—¿Cómo puede ser una mujer tan sabia y tan ciega al mismo tiempo? Tal vez sea mejor que no lo sepa todo tratando de ayudarles, podría cometer un terrible error Sitt. Usted no siempre se deja guiar por la prudencia.
Era reconfortante volver a escuchar sus viejas quejas burlonas y ver aquel destello en sus ojos. Tomó mi mano en la suya; era tan cálida y tan firme como la de un hombre vivo.
—Todavía está por llegar lo peor del temporal, Sitt. Necesitará de todo su valor para sobrevivir, pero su corazón no le fallará y, al final, las nubes se disiparán de nuevo, y el halcón volverá a atravesar volando la puerta del amanecer.
Fin
Glosario
Afrif: Demonio maligno
Asalamu Alatkum: La paz sea contigo
Aywa: Sí.
Bacshish: Propina.
Banshee: Espíritu femenino del folklore céltico que acompaña a las antiguas familias y emite lamentos en vísperas de una muerte.
Bismilá: Bendición.
Dahabiyya: Barca de recreo o vivienda, en forma de media luna, cuya proa y popa no se sumergen en el agua.
Deir: Monasterio o convento.
Dilk: Especie de abrigo
Effendi: Señor.
Fahddle: Chismorrear.
Fellah (Pl. fellahin): Campesino.
Falúa: Barco de vela del Nilo.
Galabyya: Túnica suelta que usan los hombres.
Gebel: Colina o montaña.
Hakim: Doctor.
Hagga: Una persona que visita la Meca.
Inglizy: Ingleses.
Inshaalá: Ojalá.
La tlah lia Alá: No hay más dios que Dios.
Lebbak: Tipo de árbol característico de Egipto.
Maasalama: Adiós
Marhaban: Bienvenido.
Mashrabiyya: Celosía.
Misur: Nombre popular de Egipto, y El Cairo.
Narguüe: Pipa de agua.
Nur Misur: Luz de Egipto.
Pilaf: Plato oriental a base de arroz.
Rais: Capitán, capataz.
Sufrayi: Camarero.
Sitt: Señora.
Suk: Mercado.
Tarbush: Fez o gorro similar.
Telh Montón de escombros y tierra que cubre un asentamiento antiguo.
Ushabti: Estatuilla.
Wadi: Valle o paso de agua (por lo general seco).
Yakm: Igual que en la palabra anterior.
Glosario de dioses
Dios Bes: Dios o genio del Antiguo Egipto, representado como un enano deforme. Deidad benigna, protectora del sueño contra los malos espíritus nocturnos, de los riesgos del parto y de los animales feroces.
Diosa Bastet: Hija del dios solar Ra, representada en un principio con la fisonomía de un felino sin identificar (quizá un leopardo).
Posteriormente, hacia el año 1000 a.C se pasará a representarla con cabeza de gata sin que por ello pierda su carácter terrible que lo acerca más a una fiera salvaje que a un animal doméstico. Precisamente, la domesticación de este animal la llevaron a cabo los campesinos egipcios.
Diosa Hathor: Diosa del amor, de la música y de la danza. Se la representa con una corona consistente en dos cuernos de vaca alrededor de la esfera solar.
Dios Horus: Hijo de Osiris, mató a su tío Set después de que éste hubiera asesinado a su padre. Heredero de Osiris, se convertirá en rey de Egipto; todos los soberanos «históricos» serán considerados como sus «hijos». Se le representa con un halcón o con una figura humana con cabeza de halcón.
Dios Anubis: Dios de las prácticas funerarias (su nombre, quizá deriva, del término «putrefacción»), inventa la técnica del embalsamiento. Se le representa con figura humana y cabeza de chacal.
Diosa Sejmet: Su nombre quiere decir «poderosa», se la considera hija del dios Ra. Puede ser destructiva, representando el poder del rey de destruir a sus enemigos, aunque también benéfica al ayudar a vencer las enfermedades. Figura humana con cabeza de leona. Esposa de Path y madre de Nefertum.
Dios Path: Dios creador, señor de la ciudad de Menfis. Representado por un hombre enfundado en una vestimenta ceñida, tocado con un gorro y sosteniendo un cetro. Esposo de Sejmet y padre de Nefertum. Considerado el demiurgo, engendra el mundo concibiéndolo en su corazón antes de materializarlo a través del verbo. Creador también del hombre a partir del barro. Patrón de los artesanos.
Dios Set: Mítica figura de la religión egipcia. Hermano y rival de Osiris, mata a éste siendo posteriormente asesinado por Horus. En la sucesión al trono egipcio, el faraón muerto era identificado con Osiris y el sucesor con Horus.
Némesis: Diosa griega de la venganza y de la justicia distributiva.